Santiago Posteguillo
La noche en que Frankenstein leyó el Quijote
¿Quién escribió las obras de Shakespeare? ¿Qué libro perseguía el KGB?
¿Qué novela ocultó Hitler? ¿Quién pensó en el orden alfabético para organizar
los libros? ¿Qué autor burló al índice de libros prohibidos de la Inquisición?
Estos y otros enigmas literarios encuentran respuesta en las páginas de La
noche en que Frankenstein leyó el Quijote, un viaje en el tiempo por la
historia de la literatura universal de la mano de Santiago Posteguillo, uno de
los novelistas históricos más reconocidos por la crítica y el público de los
últimos años. Y un profesor de literatura… poco convencional.
Prólogo
El
anverso, la cara que todos ven de la literatura, son las novelas, los poemas o
las obras de teatro representadas sobre un escenario. Eso es lo que se ve, lo
que iluminan las luces de las librerías, lo que se anuncia en las páginas web
de sus equivalentes virtuales en la red, lo que resplandece a las puertas de
los grandes teatros, pero ¿qué hay detrás? La
noche en que Frankenstein leyó el Quijote busca conducir al lector audaz
más allá de la frontera que nos marcan las páginas de un libro, las palabras de
un poema o las luces de una función. Éste es un pequeño gran viaje que pretende
mostrar al lector aquello que se esconde detrás de los libros: los autores, sus
vidas, sus caprichos, sus genialidades y, a veces, sus miserias, y también
aquello que hay detrás de los libros mismos como objeto: ¿por qué hay libros
anónimos?, ¿qué libro ponía nervioso al servicio secreto soviético?, ¿cuál era
el escritor que inquietaba a la Gestapo?, ¿qué novela, que luego sería un gran
éxito de ventas, fue rechazada por diferentes editores? Y es que un libro,
desde que nace en la mente de un autor, de una autora, hasta que llega a las
manos del público, pasa por decenas de pequeños momentos cargados de casualidad
o inspiración, de felicidad y, con frecuencia, también de sufrimiento. Este
volumen recrea algunos de esos instantes, destellos fugaces de grandes momentos
de la historia de la literatura universal.
Pero
empecemos por el principio: por favor, hay muchísimos libros, decenas de miles,
centenares de miles, millones de ellos, y se acumulan en las estanterías y se
amontonan en todas las esquinas del despacho… ¿Cómo ordenarlos? Que venga
alguien y, por favor, que ponga orden. Luego seguiremos.¿Quién inventó el orden alfabético?
Una persona entra en una librería. Va con prisa. Olvidó comprar un regalo
para su pareja, pero sabe qué autor le gusta y qué novela de ese autor le
falta. Sábado por la tarde. Ni un solo dependiente libre a quien consultar. Va
a la sección de novela histórica. A, B, C, D, E… M. Ahí está. Ha sido rápido.
Mientras nuestro amigo se dirige a la caja, bendice a quien fuera que inventara
el orden alfabético. Va a llegar a su cita, va a tener el regalo perfecto, todo
a tiempo. Y siempre gracias a esa magnífica ordenada sucesión de letras, aunque
ya no piensa en ello.
Una
vez en la calle se cruza con montones de personas: todas van de un lado a otro,
unos miran sus móviles, buscando en sus agendas electrónicas nombres de amigos,
parientes, conocidos que el chip de su teléfono organiza por orden alfabético;
el semáforo se pone en verde. Decenas de coches inmóviles, con sus matrículas
de números y letras ordenadas por orden alfabético, le miran con sus faros
mientras cruza la avenida; anhelan su propia luz verde para seguir sus
infinitos trayectos. En una clínica un médico consulta en su ordenador una base
de datos organizada por orden alfabético; en su casa, una señora, a quien el
mundo digital pilló a contrapié, busca en las páginas amarillas la F para
encontrar un fontanero. Hay invenciones geniales que por su uso común parece
que estuvieron con nosotros desde siempre, pero no fue así. Nada ha surgido de
la nada. Es sólo que en la ineludible vorágine del presente olvidamos nuestro
pasado. Así, no sabemos quién inventó el fuego o quién diseñó un día la primera
rueda. De igual forma podemos preguntarnos: ¿sabemos acaso quién inventó el
orden alfabético, ese mismo orden sin el que no sabríamos identificar nuestros
coches, organizar nuestras agendas electrónicas o encontrar una buena novela en
una librería? Viajemos atrás en el tiempo, pues esta historia empezó hace
muchos años.
A
mediados del siglo III a. C., el gran imperio de Alejandro Magno acaba de
descomponerse en diferentes estados y a la cabeza de cada uno de esos nuevos
reinos ha quedado uno de sus veteranos generales. Seleuco se quedó con
Babilonia, Mesopotamia, Persia y Bactria; Antígono obtuvo el control de Frigia,
Lidia, Caria, el Helesponto y parte de Siria; Lisímaco se quedó con Tracia, y
Casandro con Macedonia; pero es el general Tolomeo quien nos interesa, pues él
será quien gobierne a partir de entonces el legendario Egipto, desde el sur de
Siria hasta los confines más recónditos del valle del Nilo. Las guerras de
frontera, precisamente contra los otros generales del fallecido Alejandro,
ahora convertidos en ambiciosos reyes, consumen las energías de Egipto, pero,
aun así, Tolomeo I funda un nuevo edificio en Alejandría más allá de los
intereses militares: una biblioteca. No tuvo tiempo de más. Teniendo en cuenta
a sus belicosos vecinos, ya hizo mucho. Su hijo Tolomeo II le sucede en el
trono, pero Tolomeo II no es el gran militar que fue su padre y pronto es
derrotado en las fronteras del reino; Tolomeo II, rey faraón de Egipto, se concentra
entonces en las grandes obras públicas en Alejandría: continúa con la
consolidación de la biblioteca y construye, en la isla de Faros, una gran torre
con fuego en lo alto que servirá de guía a los barcos que llegan al gigantesco
puerto de aquella emergente urbe del mundo antiguo. Eran barcos cargados con
todo tipo de mercancías venidas desde todas las esquinas del Mediterráneo:
aceite de la lejana Hispania, vino de la Galia, lana de Tarento… y entre todo
lo que traían había cestos enormes repletos de rollos y más rollos de papiro
con volúmenes de todo tipo: obras de teatro, poemas épicos, tratados de
filosofía, medicina, matemáticas, retórica y cualquier rama del saber de la
época. Se trataba de recopilar todo el conocimiento para constituir la mayor y
mejor biblioteca del mundo, pero llegó un momento en que todos los funcionarios
del nuevo edificio se vieron desbordados por la enorme cantidad de rollos que
tenían y así se lo comunicaron a su rey. Fue entonces cuando Tolomeo II llamó a
Zenodoto.
—Necesito
que te ocupes de la biblioteca —le dijo Tolomeo II.
Zenodoto
se sentía incómodo. Llevaba meses centrado en la recopilación de los viejos
poemas de un tal Homero, un autor antiguo difícil de entender que empleaba
palabras viejas olvidadas por todos, hasta el punto de que había ocupado las
últimas semanas en escribir un detallado glosario que recopilara todos aquellos
términos.
—El
rey faraón de Egipto tiene muchos servidores que pueden ocuparse de la
biblioteca —respondió Zenodoto para intentar zafarse de un encargo que
retrasaría en meses, quizá en años, el trabajo que llevaba entre manos y que le
interesaba mucho más que ponerse a ordenar papiros.
El
rey faraón dador de Salud, Vida y Prosperidad, pues según la milenaria
tradición ésos eran sus títulos en Egipto desde el tiempo de las pirámides,
sonrió. Tolomeo II siempre fue paciente con Zenodoto.
—Sólo
te pido que vayas a ver la biblioteca. Entonces entenderás.
Zenodoto
no podía negarse. A fin de cuentas era el faraón quien financiaba sus trabajos.
Así, a regañadientes, se encaminó hacia la vieja biblioteca. Nada más llegar
empezó a entender: Tolomeo II había ampliado notablemente los edificios que su
padre había dedicado a aquel centro del saber. Las dimensiones eran
descomunales. Era evidente que nunca antes se había construido una biblioteca
de esa envergadura, pero aquello carecía de importancia en comparación con lo
que Zenodoto encontró en su interior: centenares de trabajadores llevaban miles
de cestos repletos de rollos de papiro de un lugar a otro, distribuyéndolos
según podían por las inmensas salas de aquella gigantesca obra. Había
centenares de miles de rollos de papiro, quizá más de un millón. Incontables,
inabarcables. Zenodoto comprendió al rey faraón. No había encontrado a nadie
que ni tan siquiera pudiera haber intuido cómo ordenar todo aquello. Y
ordenarlo era clave, pues una biblioteca no valía nada por el mero hecho de
acumular centenares de miles de rollos si nadie era capaz de encontrar uno
cuando alguien quisiera consultarlo. En las pequeñas bibliotecas griegas, donde
se acumulaban unos centenares de rollos, el veterano bibliotecario de cada
lugar recordaba el sitio donde encontrar cualquier texto, pero allí aquello era
absurdo. Nadie podía recordar tanto. Había que clasificar, como fuera; pero
clasificar aquellas montañas de cestos llevaría años, siglos. Ni siquiera
bastaría una vida. Zenodoto, no obstante, no era hombre de amilanarse con
facilidad y puso los brazos en jarras. ¿Cómo ordenar aquel universo de
palabras? Tenía que haber alguna forma.
Zenodoto
no durmió aquella noche. Se movió inquieto en la cama. Sólo soñaba con miles y
miles de rollos en grandes colinas dispersas como túmulos fantasmagóricos. Se
incorporó sobresaltado. Estaba sudando profusamente. Se levantó y echó agua
fresca en un vaso de cerámica. De pronto tuvo un momento de iluminación.
A
la mañana siguiente fue a hablar con el rey.
—Yo
me haré cargo de la biblioteca —dijo, y Tolomeo II asintió satisfecho.
Zenodoto
regresó entonces a aquel imponente edificio y se situó en medio de todos
aquellos rollos. En su mente recordaba su glosario de palabras antiguas de
Homero: eran tantos los términos arcaicos que usaba aquel poeta que los había
ordenado por grupos, los que empezaban por A todos juntos, luego los que
empezaban por B y así sucesivamente. Al principio le pareció algo demasiado
simple, pero pronto se dio cuenta de que aquello funcionaba muy bien para
localizar una palabra sobre la que hubiera trabajado. Zenodoto, subido a una
mesa que utilizó como improvisado estrado, habló alto y claro a los
trabajadores de la gran Biblioteca de Alejandría.
—Ordenaremos
los rollos por orden alfabético según su autor.
Todos
le miraron asombrados. Y, al mismo tiempo, infinitamente aliviados. La tarea
llevó meses, años, pero Zenodoto tuvo tiempo de ver en vida aquella inmensa
biblioteca con todos los centenares de miles de rollos archivados y
localizables y, además, tuvo tiempo de volver a trabajar sobre los poemas de
Homero.
Y
así seguimos. Así que cuando busque un libro en una librería o el número de
teléfono de un amigo en su agenda electrónica en el móvil, recuerde al bueno de
Zenodoto. Se merece, cuando menos, un segundo de nuestra memoria.Los vikingos y la literatura
Era el año 841 después de Cristo, aunque aquellos hombres rubios, altos y
feroces nada sabían de Cristo. Sus más de sesenta barcos vikingos ascendían a
buen ritmo por el río Liffey. Llegaron a la laguna negra, un remanso del río
donde podrían atracar sus temidos drakkars.
Aún no habían desembarcado y ya se oían los gritos de los pobladores de aquella
tierra huyendo en busca de refugio en las torres que habían construido para
resguardarse de aquellos ataques o para esconderse en el viejo monasterio.
Nadie sabe a ciencia cierta el nombre del guerrero que comandaba aquella nueva
expedición vikinga. Unos dicen que se llamaba Turgesius, otros que Gudfred y
hay quien lo ha identificado como Thorgils, el hijo del rey noruego Haraldr
Harfagri, es decir, Haraldr el del pelo rubio. Pero nadie sabe exactamente
quién era el que comandaba a aquellos vikingos que descendían ya de sus barcos
y que, para sorpresa de todos los que corrían en busca de refugio, no iban tras
ellos. Eso les pareció extraño, pues les daba la oportunidad de esconderse. Lo
que no sabían era que aquellos vikingos venidos de la remota Escandinavia no
tenían prisa esta vez y por eso no los perseguían como en otras ocasiones. No,
aquellos vikingos no habían venido a saquear y a secuestrar hombres, mujeres y
niños. No. Aquella mañana habían venido para quedarse en la bahía y fundar una
auténtica ciudad vikinga que el mundo luego conocería como Dubh Linn, es decir,
«laguna negra» en gaélico, el Dublín del siglo XXI.
Cuando
uno piensa en la relación entre los vikingos y la literatura, lo primero que le
viene a la mente son esas largas e intensas sagas nórdicas que, en el caso de
la literatura inglesa, a través del poema Beowulf
(el equivalente al Mio Cid en
español), marcan el arranque de la literatura anglosajona. Luego Tolkien
recurriría a estas sagas como base para recrear su magnífico mundo de la Tierra
Media. Todo esto es cierto, pero los vikingos, aun sin saberlo, y sin
pretenderlo, contribuyeron a la historia de la literatura no ya sólo inglesa
sino universal con una acción que nadie pensó que podría ser tan importante: la
conquista de Dublín. Y es que, con la llegada de los vikingos, la ciudad creció
y se consolidó como un importante eje de comunicaciones marítimas y comerciales
en el norte de Europa. Fue un renacer construido sobre mucha sangre inocente,
sangre celta que, no obstante, se mezclaría finalmente con sangre vikinga y
luego normanda. No sé si será esta mezcla de la imaginación celta con la pasión
por las largas sagas de los vikingos lo que produjo el milagro, o si fue el
clima eternamente lluvioso y melancólico, pero Dublín, aunque no se sepa
demasiado, es una de las ciudades que más han aportado a la literatura. De
hecho es Ciudad de la Literatura por la Unesco. ¿Y eso por qué? Porque pocas
ciudades han dado a la literatura tantos maestros. Y si no, juzguen por ustedes
mismos:
Congreve
o Sheridan, importantísimos dramaturgos del XVIII y el XIX eran de Dublín, como
lo era también el autor, mucho más conocido, de Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift, un ejemplo de sátira social
demoledora. Y también nació en Dublín el eterno e inigualable Oscar Wilde,
cuyos rompedores epigramas, como «Puedo resistirlo todo menos la tentación» o
«En los exámenes los estúpidos preguntan cosas que los sabios no pueden responder»,
nos resumen bien la filosofía del pueblo irlandés. Como se imaginarán, este
segundo epigrama es muy popular entre los estudiantes universitarios, incluidos
los míos.
Pero
hay mucho más en Dublín: ¿recuerdan el musical My Fair Lady, con Audrey Hepburn y Rex Harrison? Está basado en la
obra Pigmalión de Bernard Shaw, otro
dublinés que obtuvo el Premio Nobel en 1925, y el Oscar por el mejor guión
adaptado en 1938 (cuando reescribió Pigmalión
para una primera versión cinematográfica británica, preludio del musical My Fair Lady). Yo creo que con Swift,
Wilde y Shaw, además de los mencionados anteriormente, cualquier ciudad
merecería ya un lugar privilegiado en la historia de la literatura, pero a
estos autores podemos añadir un siempre controvertido Samuel Beckett, que con
su apuesta por el teatro del absurdo, con obras como Esperando a Godot, fue merecedor del Premio Nobel en 1969. Esto
hace ya dos dublineses con el Premio Nobel de Literatura. Pero además, si uno
pasea por la ciudad, no sólo puede ver dónde nació o vivió Wilde o visitar el
más que interesante Writers’ Museum [Museo de los Escritores], sino que puede
descubrir placas y estatuas repartidas por las calles que hacen referencia a la
épica novela de James Joyce: Ulises.
¿Que dónde nació Joyce? En Dublín, por supuesto, donde se educó como escritor y
hasta donde dio clases como profesor de lengua. Con Joyce tenemos otro autor
internacional que añadir a la gran lista de la ciudad y que, aunque luego
viviría fuera de Dublín, quedó literariamente atrapado en la capital irlandesa
que le vio nacer, y siempre escribía sobre sus calles, sus esquinas, sus pubs,
sus gentes. Y si no me creen relean otra de sus obras, Dublineses, cuyo título no deja lugar a dudas. John Huston hizo una
magnífica adaptación al cine del último de los relatos de este libro, «Los
muertos». Película memorable.
Es
cierto que Joyce es un autor difícil de leer y que es mucho mejor adentrarse en
la literatura de escritores dublineses con las obras de Swift o Shaw o, por qué
no, ya que hay tanta moda con las sagas vampíricas, releyendo el libro que lo
inició todo: Drácula, de Bram Stoker.
Un clásico que recreando leyendas centroeuropeas estableció, sin saberlo, todo
un género con tantos hijos e hijas necesitados de sangre. Ya se imaginarán dónde
nació Bram Stoker: sí, en efecto, en Dublín. De hecho, una novia de Wilde fue
luego novia de Bram Stoker. Pero por si el listado aún no les parece
suficientemente sorprendente tenemos otro premio Nobel, William Butler Yeats,
el gran poeta de las leyendas irlandesas, quien, nacido también en Dublín,
recibiría el máximo galardón de la Academia Sueca en 1923. Muy recientemente,
en 2012, el grupo The Waterboys ha sacado un disco poniendo música a varios de
sus poemas más populares. Personalmente me encanta el final de «La balada de
Aengus, el errante», personaje de la mitología gaélica que busca sin descanso a
su amada:
Y
aunque he envejecido caminando
por
profundos valles y tierras montañosas
encontraré
donde ha ido ella
y
besaré sus labios y tocaré sus manos
y
caminaré por la hierba moteada
y
cogeré, hasta que el tiempo y los tiempos terminen,
las
plateadas manzanas de la luna,
las
doradas manzanas del sol.
Pero la lista de escritores dublineses
populares no es algo del pasado: Maeve Binchy, autora de bestsellers emotivos
sobre el día a día de la gente corriente, lleva más de cuarenta millones de
ejemplares vendidos. Y es que los libros forman parte integral de la vida
irlandesa, ya sea porque el clima invita a recogerse temprano en casa y, al
lado de un amigable fuego o un buen sistema de calefacción, pasar horas
infinitas leyendo, o porque el interés por las buenas historias va en los genes
descendientes de aquellos vikingos que gustaban de sagas interminables. En
Dublín puedes encontrar librerías modernas, librerías antiguas, mercadillos de
libros usados o bibliotecas absolutamente espectaculares. De hecho, cuando
Hollywood buscaba en qué inspirarse para recrear la impactante biblioteca del
mítico castillo de Hogwarts de la serie Harry Potter, encontraron la
iluminación en la fastuosa biblioteca del Trinity College de Dublín. Nada más
entrar en ella, el visitante tiene la sensación de estar en la catedral de las
bibliotecas y de que en cualquier momento el adolescente Harry o el malvado
Voldemort pueden sorprenderle emergiendo de cualquier pasillo. Visiten Dublín
si pueden y, si no, viajen literariamente a ella por cualquiera de sus muchos
caminos. Disfrutarán.
Como
no podía ser de otra forma, otra escritora dublinesa, Anne Enright, nos explica
muy bien este matrimonio indisoluble (estamos en Irlanda) entre literatura y
Dublín: «En otras ciudades, la gente inteligente sale y hace dinero. En Dublín,
la gente inteligente se queda en casa y escribe libros.»El autor secreto
Alguna ciudad de España. Año
del Señor de 1553
Don
Diego volvió a leer aquella misiva del rey. No, no había duda. No importaba que
apenas hubiera regresado de su puesto de embajador en Roma: el emperador le
conminaba a aceptar un nuevo cargo de forma inminente. Don Diego dejó la carta
encima del escritorio y meditó en silencio. Al fin, tomó una decisión. Abrió un
cajón, extrajo un montón de hojas escritas y las envolvió con cuidado en una
piel de cuero para proteger aquellas páginas de la lluvia… y de las miradas
indiscretas.
Se
levantó y llamó a uno de los sirvientes de la casa.
—Mi
capa —dijo y, en cuanto se la trajeron, don Diego Hurtado de Mendoza se embozó
en ella y salió a la calle.
Hacía
frío y una lluvia fina descargaba con persistencia, aunque lo peor era el
viento. Iba armado y era hombre resuelto, así que no le preocupaba que la noche
se hubiera apoderado de la ciudad. Caminó así, oculto su rostro en el embozo de
su capa. De esa forma se protegía de las inclemencias del tiempo y, a la vez,
pasaba desapercibido ante algún otro caballero que debía de ir en busca de dama
o que quizá acudía a algún duelo que no entendía ni de rayos ni de truenos.
Llegado
a las afueras de la población, se detuvo frente a una vieja casa que, por sus
grietas en las paredes y lo desvencijado de su puerta, no parecía ser morada de
nadie de renombre. Don Diego dio varios golpes en la madera con la palma de su
mano fría y endurecida a fuerza de luchar en nombre del emperador Carlos V.
Pasó
el tiempo sin obtener respuesta.
A
fuerza de insistir en su llamada, se oyó una voz quebrada, de alguien viejo,
que hablaba desde el interior.
—¡Voto
a Dios que no son horas! —decía la voz—. ¿Quién va?
—¡Abrid
en nombre del rey! —exclamó don Diego con el poderoso tono de quien está
acostumbrado a mandar.
La
puerta se abrió y una nariz aguileña tras la que asomaban unos ojos inquietos
apareció por el umbral. Como fuera que el viejo vio en aquel inoportuno
visitante el porte de un caballero y que éste estaba solo, decidió hacerse a un
lado y dejarle pasar, aunque, eso sí, siguió maldiciendo e imprecando a Nuestro
Señor.
—Voto
a Dios que no es hora de visitas.
—No
es hora, en efecto —dijo don Diego sacudiéndose el agua de los hombros con su
sombrero, pero, como hombre decidido que era y para quien el tiempo también
apremiaba, sin dudarlo un ápice, sacó una bolsa de debajo de la capa y la
arrojó al suelo.
El
peso del metal resonó en aquella estancia mal iluminada por la única vela que
sostenía el viejo. Se terminaron las imprecaciones. La puerta se cerró, el
viejo se agachó, cogió la bolsa y la llevó a una mesa donde había letras en
moldes esparcidas por doquier. El viejo volcó el contenido de la bolsa y el oro
resplandeció incluso en aquella tenue luz temblorosa de la vela.
—Esto
es mucho dinero —dijo el viejo, veterano en encargos extraños pero, como
siempre, desconfiado—. Nada bueno queréis.
Don
Diego sacó entonces el cuero que envolvía las páginas escritas y lo dejó
también sobre la mesa.
—Ese
dinero es en pago por imprimir este libro. Veréis que soy hombre asaz generoso.
El
viejo ladeó la cabeza.
—Eso
depende del riesgo que entrañe imprimir aquello que me habéis traído. Sois
caballero, pero tanto secreto y lo avanzado de la noche me hace presentir que
de nada bueno se trata.
—La
hora en parte se debe a que he de marchar para Siena al amanecer. A ello me
conmina nuestro rey y emperador. El dinero es porque quiero un buen trabajo y…
bien, sí, para qué negarlo: algo de peligro hay en el encargo. —Pero entonces don
Diego puso sobre la mesa una segunda bolsa de oro.
El
viejo miró la nueva bolsa y miró el cuero con el libro.
—Aunque
sean poemas del mismo diablo, mañana me pondré al trabajo —dijo el anciano
acercando la luz a la segunda bolsa.
—Poemas
no son, pero espero que cumpláis vuestra palabra o por Dios que a mi regreso de
Siena os he de encontrar y cobraros a palos la traición de no servirme bien en
este encargo. Imprimid este libro y luego marchad de la ciudad. Si el trabajo
se hace bien sabré de ello, pues sin duda las noticias llegarán hasta Siena. —Y
don Diego dejó un tercer saco de monedas sobre la mesa—. Me consta que el
negocio no os va bien, pero este extra es por las molestias de vuestro mudar de
ciudad.
El
viejo tenía aquella imprenta heredada de su padre. Años atrás, recién nacida
aquella invención de juntar palabras, todo fue bien, pero luego fueron tantas
las imprentas que apenas había ya negocio para sobrevivir. Aquel encargo
parecía como llegado del cielo; o del infierno, que a él tanto le daba. El
viejo asintió y empezó a hojear las primeras páginas del libro. Don Diego no
esperaba que hubiera ni ocasión ni necesidad de intercambiar más palabras, así
que se encaminó hacia la puerta.
—Hay
un problema, caballero —añadió el viejo mientras don Diego atenazaba el tirador
de la puerta.
El
caballero se detuvo y se volvió despacio.
—¿Qué
problema?
—Aquí,
en el libro, no figura autor alguno.
Don
Diego sonrió de forma siniestra.
—No
lo hay. Es un libro sin escritor ni noticia donde encontrarlo; y vos, amigo
mío, vos no me habéis visto. —Y dio media vuelta, abrió la pesada puerta y se
desvaneció en la noche de aquella ciudad mojada y oscura.
Roma. Año del Señor de 1555
El
papa miraba por la ventana. El gran inquisidor insistía en aquel punto una y
otra vez ante el silencio del pontífice.
—Es
imperativo que nos pongamos manos a la obra en este asunto de los libros,
santísimo padre.
—¿Qué
asunto? —preguntó el papa Julio III con aire distraído.
El
gran inquisidor sonrió para ocultar en aquella mueca falsa su rabia. Aquel
maldito papa sólo pensaba en Inocencio, el niño que había adoptado de la calle
y que se había atrevido a nombrar cardenal pese a ser medio analfabeto para
sonroja de todos. El inquisidor sabía que necesitaban otro papa, pero, de
momento, el asunto de los libros apremiaba y algo debía hacerse a la espera de
encontrar el sustituto adecuado para aquel inútil.
—Se
trata del índice de libros, el Index
librorum prohibitorum, santísimo padre. Los herejes cada vez publican más
libros con esa máquina infernal de la imprenta y no sólo ellos, sino que hasta
desde reinos bien fieles como España se imprimen libros libidinosos o con
críticas manifiestas contra el clero.
—¿Desde
España? —preguntó el papa algo sorprendido. La verdad es que no había escuchado
demasiado nada de lo que había dicho su interlocutor aquella mañana.
—Sí,
santidad —continuó el inquisidor, convencido de que se estaba ganando el cielo
a base de ejercitar una paciencia infinita—. En España mismo se ha publicado,
por ejemplo, ese insultante Lazarillo de
Tormes, donde se hace mofa de todo y de todos —y el inquisidor iba
tornándose rojo a cada palabra, a cada sílaba—, y en particular hace burla de
clérigos y arciprestes y hasta de las mismísimas bulas papales con un escarnio
tan impertinente como sacrílego que no podemos, que no debemos tolerar.
—El
Lazarillo de Tormes —repitió su
santidad—. ¿Tan popular se ha hecho ese libro?
—Hasta
cuatro impresiones diferentes hemos detectado el año pasado entre Amberes, Burgos,
Medina del Campo y Alcalá. Hay que detener libros como éste, santidad; hay que
prohibirlos y quemarlos y alejar a los pecadores de ellos.
—Supongo
que tenéis razón —respondió el papa al tiempo que bajaba la cabeza pensativo;
hasta que, de pronto, parpadeó y, con curiosidad, preguntó—: ¿Y quién ha
escrito ese libro?
El
gran inquisidor, que había empezado a dibujar un semblante de satisfacción al
obtener el permiso de su santidad para iniciar el proceso de creación del Índice de libros prohibidos, dejó de
sonreír.
—No
lo sabemos. —Y el inquisidor hizo una breve pausa—. No lo sabemos aún,
santidad, pero lo averiguaremos.
Apenas
cuatro años después, en 1559, el Index
librorum prohibitorum fue oficial. En él ingresó el Lazarillo de Tormes; sin embargo, pese a todos los intentos de la
Sagrada Inquisición, cuatrocientos cincuenta y tres años más tarde, seguimos
sin saber quién fue su autor. Tras los inquisidores, con un espíritu opuesto,
cargados de nobleza y ansia investigadora, llegaron los grandes estudios sobre
literatura de los siglos XIX, XX y XXI y sus conclusiones: la atribución de la
autoría del Lazarillo de Tormes a don
Diego Hurtado de Mendoza parece ser una de las que mayores seguidores y pruebas
tiene, y, en consecuencia, así lo he recreado en los párrafos iniciales de este
capítulo. No obstante, además de don Diego Hurtado de Mendoza, se ha
considerado que el Lazarillo quizá
pudo ser obra de un secretario erasmista del emperador Carlos V, o del
mismísimo Fernando de Rojas, autor de La
Celestina; o quizá del jerónimo fray Juan de Ortega o de Sebastián de
Horozco o del dramaturgo Lope de Rueda o de Juan Maldonado, Gonzalo Pérez,
Bartolomé Torres Naharro o hasta del humanista Luis Vives. La lista de posibles
autores es casi interminable.
Siempre
pensé que el que no se conociera quién es el autor de esta novela era una
derrota de la literatura, pero cuando pienso en el gran inquisidor comprendo
que el anonimato eterno de aquel escritor es, en realidad, una de las grandes
victorias de la literatura universal.¿Escribió Shakespeare las obras de Shakespeare?
30 de mayo de 1593. Una posada en Deptford, junto al Támesis, a dieciséis
millas de Londres. Cuatro hombres comparten una cena. La cerveza ha sido
abundante. Sin embargo hay pocas risas. Los hombres hablan en voz baja. De
pronto uno se levanta alterado.
—Prometiste
que pagaríais vosotros.
—Siéntate,
Marlowe, por Dios —le responde Ingram, uno de sus compañeros, cogiéndole del
brazo, pero Marlowe está fuera de sí. Ya entró nervioso en la taberna y a cada
cerveza se había puesto más irascible aún.
—¡Malditos
miserables! ¡Malditos mentirosos! —les espeta Marlowe con agresividad.
Robert
y Nicholas cogen entonces a Marlowe por los brazos, mientras que Eleanor Bull,
la viuda dueña del alojamiento, desciende a toda prisa desde el piso superior.
Marlowe se zafa del abrazo de sus compañeros y esgrime una daga ante el
perplejo rostro de su amigo Ingram.
—¡Sois
todos unos traidores y pagaréis por ello como pagaréis esta maldita cuenta!
—insiste un Marlowe fuera de sí.
Ninguno
parece entender por qué Marlowe reacciona con esa violencia.
—¡Señores,
ésta es una casa honrada! —exclama Eleanor Bull aterrorizada, pero ya es tarde
para todo.
Marlowe,
borracho, embiste a Ingram con su daga. Ingram, no obstante, ha estado en mil
reyertas de taberna: coge la muñeca de Marlowe, la retuerce y el puñal
desaparece de la vista de todos. Lo siguiente que se oye es el grito de agonía
de Marlowe a la vez que un gran charco de sangre empieza a salpicarlo todo. En
ese momento se abre la puerta. Danby, el juez de la reina, de paso por
Deptford, ha oído los gritos de la lucha y entra en el comedor.
—En
nombre de la reina, ¿qué ocurre aquí?
Y
todo se detiene.
A
los pocos minutos, el cuerpo sin vida de Christopher Marlowe, poeta y autor de
teatro isabelino, es puesto en una carreta acompañando al cadáver de un recién
ahorcado. Eleanor Bull y otros testigos están declarando. Ingram es detenido
por posible asesinato. Danby parte hacia Londres custodiando a Ingram y se
adelanta al grupo de sus hombres que conducen la carreta con los cuerpos sin
vida de aquellos miserables. El carromato, más despacio, con Robert y Nicholas
velando al fallecido Marlowe, cruza Deptford con los dos cadáveres, el de Marlowe
y el del ahorcado. Justo a la salida del pueblo, el cuerpo sin vida de
Christopher Marlowe abre los ojos y se sienta.
—¿Qué
mierda roja es ésta? —pregunta.
Ni
Robert ni Nicholas ni el conductor del carro se sorprenden.
—Sangre
de vaca —responde Robert en un susurro—, hemos usado sangre de vaca; y sigue
tumbado, que todavía no hemos dejado el pueblo. Aún conseguirás que nos maten a
todos, pero esta vez de verdad.
Marlowe
obedece y, aunque a regañadientes, maldiciendo el mal olor de aquella sangre, se
recuesta de nuevo en el carro. El cadáver del ahorcado tampoco hace muy grato
el viaje.
En
pocos minutos llegan a un muelle. Marlowe se cambia de ropa, sube a una barca
que lo conduce a un mercante anclado en medio del río y desaparece de
Inglaterra con destino al continente. A todos los efectos, Christopher Marlowe,
autor de grandes obras del teatro isabelino como El doctor Fausto, El judío de
Malta o La masacre en París, ha
muerto. El cuerpo del ahorcado sirve a sus compañeros para entregarlo en lugar
del suyo. El supuestamente malogrado escritor ha dejado de existir, al menos en
Inglaterra.
Sin
embargo, la vida de Marlowe sigue en Francia, Italia y otros países como agente
secreto al servicio de la corona inglesa, la misma institución que está detrás
de su ficticio asesinato para evitar que fuera detenido e interrogado bajo
tortura y que sus posibles confesiones comprometieran a altos funcionarios de
la corona para los que había estado trabajando durante años. Marlowe, desde
Europa, envía informes con regularidad a Londres, pero también envía algo más.
Y es que su vieja pasión, un extraño vicio que le reconcome las entrañas, no le
ha abandonado. De noche, cuando no puede dormir por el calor de algunos de los
países mediterráneos en los que deambula, o quizá en medio de un perenne
insomnio motivado por las preocupaciones, sigue escribiendo. Así nacen Hamlet, Otelo, Julio César, El mercader de Venecia, Romeo y Julieta, Mucho ruido y pocas nueces, El
sueño de una noche de verano, Antonio
y Cleopatra, Macbeth y tantas
otras. Marlowe envía los manuscritos a Inglaterra, a su buen amigo Thomas
Walsingham, primo de sir Francis Walsingham, secretario de la reina Isabel.
Thomas, admirado por la calidad de las obras, busca un hombre, un joven actor,
y le ofrece un pacto: que sea él el rostro conocido que firma esos nuevos
escritos de un Marlowe supuestamente muerto en una reyerta de taberna. Este
joven actor, de nombre William Shakespeare, acepta. No tiene nada que perder.
¿Es
todo esto cierto o estamos ante un dislate? La corriente dominante en la
historia de la literatura inglesa sigue siendo la de considerar a Shakespeare
como el autor de todas las grandes obras isabelinas que habitualmente se le
atribuyen, pero hay quien ha dudado de que Shakespeare, hombre sin formación
académica conocida, pudiera escribir semejantes obras maestras. Así Zeigler en
1895 y Webster en 1923 plantean sus dudas de forma rigurosa en diferentes
publicaciones académicas. A esto se une que en 1925 se descubre el documento
sobre la investigación oficial sobre la muerte de Marlowe: Ingram recibió un
indulto de la reina cuatro semanas después de la supuesta muerte de Marlowe,
alegándose defensa propia; los testigos presentaban contradicciones extrañas en
sus declaraciones y es curioso que el juez de la reina, Danby, estuviera justo
en el sitio del asesinato en el momento exacto en que supuestamente se produjo
aquella reyerta. En 1955 Calvin Hoffman y en 1994 A. D. Wright continuaron
defendiendo con todo tipo de argumentaciones literarias y policiales que
Marlowe no murió en esa pelea y que era él y nadie más el auténtico autor de
las obras que firmaba el actor Shakespeare. Su argumentación cobra fuerza con
el hecho de que un tal Marlowe se paseara por Europa entre 1593, año de su
supuesta muerte, y 1627, apareciendo intermitentemente en diferentes ciudades
como Padua, Rutland y hasta la hispana Valladolid. ¿Tenía Hoffman razón en su
teoría y es Marlowe el autor de obras tan memorables de la literatura universal
como Hamlet o Romeo y Julieta?
Es
un hecho que prevalece que hay dudas sobre si Shakespeare fue o no el autor en
cuestión de tales obras maestras. Muy recientemente, en octubre de 2011,
asistimos al estreno de la película Anonymous,
en donde se formula nuevamente la teoría de que Shakespeare no fue el autor de
esas obras que normalmente se le reconocen. La película no se postula a favor
de Marlowe como el auténtico autor, sino que formula otra hipótesis diferente
que no desvelo por si desean ver el largometraje. En todo caso, el asunto de la
muerte de Christopher Marlowe sigue siendo enigmático.
De
quien sí sabemos cuándo murió con exactitud es de Calvin Hoffman, en 1987, pero
tal era la pasión de este investigador del pasado por confirmar que fue
Marlowe, en efecto, quien escribió las obras que firmaba Shakespeare que el
propio Hoffman decidió que el tema no quedaría zanjado con su propia muerte.
Para ello dejó un testamento con un premio de varios centenares de miles de
libras esterlinas que deben ser entregadas como recompensa al investigador o
investigadora que sea capaz de demostrar sin ningún margen de duda que fue
Marlowe y no Shakespeare el que escribió las obras más famosas de la literatura
inglesa. Observarán que he dicho «deben ser entregadas» en presente. Y es que
la fundación del King’s College de Canterbury custodia los deseos y el dinero
de Hoffman, que sigue esperando. El concurso sigue abierto. Si tienen alguna
idea, por favor, no lo duden y preséntenla a la fundación del King’s College.
Por
cierto, el cadáver de Marlowe fue incinerado en menos de veinticuatro horas
después de su supuesta muerte. ¿Casualidad o alguien tuvo mucha prisa en que no
fuera identificado? Ah, se me olvidaba: curiosamente Shakespeare no publicó
nunca nada antes de 1593, año de la muerte de Marlowe. Hay quien cree en las
casualidades. Hay quien no.
La prisión
El nuevo preso entró custodiado por dos de los porteros de la cárcel
pública de Sevilla. Corría el año del Señor de 1597 y en aquella ciudad del sur
del reino hacía un calor asfixiante. Pero ésa no era, ni de lejos, la mayor
preocupación de aquel preso, entrado en años, marcado por el tiempo y la
guerra. Miraba atento a su alrededor. No era tampoco aquél su primer cautiverio
y sabía que nunca se andaba con suficiente tiento en una cárcel. Tanto andar
sirviendo al rey y así se lo pagaban.
—¡Entrad
de una vez! —le espetó uno de los porteros con desdén.
El
preso cruzó la puerta que llamaban del Oro y luego la segunda puerta, esta de
reja, que llamaban puerta de Hierro. Sin embargo, resopló de alivio cuando
comprobó que no le obligaron a cruzar la tercera y última de las puertas de
aquella terrible prisión, la de la Galera Vieja. Mal asunto que te metieran
allí, con los prisioneros de la peor calaña: desertores, salteadores y ladrones
de la peor estofa con mucha sangre derramada sin orden ni concierto.
Llegados
al patio de la fuente, le indicaron que subiera por la escalera. El reo recién
llegado obedeció disciplinado. No era momento de rebeldías absurdas. Tampoco es
que estuviera resignado a ese destino, pero pensaba luchar contra aquel
cautiverio de otra forma. Al poco, porteros y preso se encontraron en una
galería de la planta primera con pequeñas celdas de ventanas aún más pequeñas.
Todo allí era agobiante. El calor sevillano parecía que se te metía en las
entrañas y allí se quedaba. Sudaba por todas partes.
—Ahí.
—Y le empujaron con tal fuerza que trastabilló y dio con sus huesos en el duro
suelo de aquella prisión.
—¡Voto
a Dios! —dijo al caer, pero se controló y no añadió más.
El
portero de la cárcel le miraba como quien espera una provocación para tener una
buena excusa con la que descalabrarle.
—Uno
nuevo —oyó el recién llegado entonces que decía alguien a su espalda. Se volvió
y vio que un preso anciano le miraba sonriendo con una boca desdentada y
sucia—. Tranquilo. Aquí no se está tan mal. Allí fuera —y señaló a la minúscula
ventana de la celda— hay gente mucho peor que la que hay aquí dentro.
El
preso nuevo no respondió, aunque pensó que mucho había de cierto en aquella
reflexión. Se levantó y se volvió raudo a la puerta para gritar una petición a
los porteros que le habían traído y que ya se alejaban. No era queja sobre el
trato recibido. Era asunto de más enjundia.
—¡Recado
de escribir! —Y como fuera que se volvieron con asco, el preso, que de argucias
y cautiverios entendía bien, mostró en su mano varias monedas a la par que
insistía en su ruego—. ¡Recado de escribir! ¡Háganme esa merced!
El
reo sabía que tenía derecho a ello, que cualquier preso tenía que disponer de
la posibilidad de escribir al menos una carta a algún familiar, a algún
allegado o a quien se terciara según su juicio, para informar de su penosa
circunstancia, pero como también era hombre experimentado y conocedor de la
miseria humana, ofreció las monedas para que se ablandara la mala voluntad de
aquellos carceleros.
—¡Háganme
esa merced! —insistió cuando les daba el dinero.
Los
porteros no respondieron, pero se la hicieron, porque el dinero canta y abre
caminos en todas partes, pero más que en ningún sitio en las cárceles, en las
de antes y en las de ahora.
Llegó
entonces papel, una pluma y algo de tinta para escribir. El preso anciano que
había hablado de la maldad de los de fuera vio cómo el nuevo reo tomaba el
material que le habían traído para escribir y cómo se afanaba en redactar lo
que parecía una carta, de muchas palabras juntas para lo que él tenía
acostumbrado ver en otros presos. El reo nuevo, al fin, entregó su carta a uno
de aquellos porteros siempre mal encarados.
—Muchos
son los que escriben rogando perdón a los jueces y pocos los que lo reciben
—dijo el preso anciano.
—Lo
sé —respondió el preso nuevo—. Pero yo he escrito al rey.
—¡Al
rey! ¡Ja, ja, ja! —se desternilló el anciano ante lo absurdo del destinatario, pero
pronto calló.
En
el fondo, aquel preso nuevo le había impresionado: o estaba loco o se
consideraba alguien cuyo destino podía ser de interés para el mismísimo rey.
Seguramente sería un loco. No le gustaba compartir prisión con un loco.
Llegó
la noche y un vigilante les cerró la puerta de la celda de un golpe. Se oyeron
entonces voces desde el patio.
—¡Acá
los de la Galera Nueva!
—¡Acá
los de la Cámara de Hierro!
—¡Acá
los de la Galera Vieja!
El
nuevo miró instintivamente al anciano de su celda y éste le aclaró las cosas.
—Son
los bastoneros, los vigilantes de la cárcel. Mil veces peores que los porteros.
Con los bastoneros no hay que tratar. Son las diez y cierran todas las puertas.
Siempre gritan así, para que el alcaide sepa que las cosas están bien y para
que todos sepamos que ellos están ahí. Mala gente los bastoneros. Mala gente.
El
preso nuevo asintió y se acurrucó en su jergón e intentó conciliar el sueño. Al
principio, un poco por el cansancio, un poco por lo avanzado de la hora, pudo
dormir algo, pero, de pronto, en medio de las sombras, un aullido de dolor
rasgó la noche de la prisión.
—¡Aagggh!
El
recién llegado miró hacia el anciano. El otro no podía verle, pero seguramente
había intuido que el nuevo también se había despertado y que debía de estar
confuso.
—De
las celdas de abajo. Alguien bajo tormento —aclaró el viejo susurrando sus
palabras en la oscuridad de la celda. El nuevo no dijo nada.
Al
cabo de otro rato le pareció al preso nuevo que se oían voces de mujeres, pero
pensó que estaba soñando y se abandonó, al fin, a los brazos de Morfeo.
Pasaban
los días y seguía sin recibir respuesta a su carta. La rutina carcelaria empezó
a tomar acomodo en su persona, junto con la suciedad y el tedio y el calor: los
martes venía el asistente con sus tenientes para ver a los presos que habían
entrado nuevos desde el sábado; los jueves volvía el asistente para examinar
las causas de los presos que llevaban más tiempo a cargo de la justicia; y, por
fin, los sábados venían los oidores que escuchaban quejas y reclamaciones de
los presos, esto es, si se les untaba convenientemente con monedas que hubieran
conseguido los reos por los más diferentes y siempre peligrosos medios. A estos
últimos, los oidores, recurrió en varias ocasiones nuestro preso, pero sin
grandes logros.
Los
días pasaban. Una tarde descubrió que no había soñado la primera noche que
llegó allí y que las voces de mujeres que se oían ocasionalmente en algunas
horas nocturnas eran reales. Hasta cien mujerzuelas entraban alguna noche para
solaz de los presos que pagaban bien a los bastoneros de forma que éstos
miraran para otro lado por unas horas. Pero nada de todo aquello le sacaría de
allí. El rey era hombre ocupado y tardaría primero en leer su carta y luego en
reaccionar. Nuestro preso se armó de la paciencia infinita del soldado en las
largas campañas de guerra y, al fin, una mañana, pidió de nuevo recado de
escribir.
—¿Más
cartas al rey? —le preguntó con sorna el preso viejo.
—No.
El rey responderá. Hay que darle tiempo. Entretanto escribiré. Poca cosa más se
puede hacer aquí.
El
preso viejo se acercó y miró a aquel veterano de guerra que se afanaba en
sostener bien el papel que le habían traído con un muñón que tenía por toda
mano en el brazo izquierdo.
—Es
herida de guerra, ¿cierto? —indagó el preso viejo con curiosidad infinita.
—De
guerra es. Sí —dijo el preso nuevo sin levantar la mirada. El otro intentó
discernir la escritura, pero apenas sabía leer y se volvió a su jergón.
El
preso nuevo llevaba días con una idea en la cabeza, con una historia de esas
de… novela. Tenía que distraerse o se volvería loco.
«En
un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…», empezó con
decisión, y con decisión siguió un par de horas. Hasta que se le acabó la tinta
y el sol dejó de iluminar bien.
Ahora
esa misma cárcel sevillana tiene una placa, justo en la esquina de la calle
Sierpes con Francisco Bruna, que reza: «En el recinto de esta casa, antes
cárcel real, estuvo preso (1597-1602) Miguel de Cervantes Saavedra, y aquí se
engendró para asombro y delicia del mundo El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La Real Academia Sevillana de
las Buenas Letras acordó perpetuar este glorioso recuerdo, año de MCMLXV.» No
me queda claro qué de «glorioso» tuvo aquel encierro para el bueno de
Cervantes. He contado hoy día hasta más de veinte placas en honor a Cervantes
por toda Sevilla. Y si contáramos todas las de España, no quiero ni pensarlo.
Hasta tenemos un premio de las letras con su nombre y un instituto de promoción
del español también. Sí, ahora sí, pero aquel 1597 lo metimos en la cárcel. Así
somos.El Ave María de Schubert y la novela histórica
El niño se quedó cojo. La polio le había dejado aquella secuela. Y aun
así estaban contentos porque había sobrevivido a una enfermedad que con
frecuencia era mortal; pero, pese a ello, ser cojo a finales del siglo XVIII no
era pasaporte hacia el éxito en ningún ámbito profesional. Por eso sus padres
lo intentaron todo. Primero le enviaron de Edimburgo al norte, al campo en
Sandyknowe. Tenían la esperanza de que el aire más puro de las montañas,
alejado de las grandes factorías de la ciudad, le ayudara. Sin embargo, el niño
no mejoró. Lo único bueno de todo aquello fue que conoció a su tía Jenny, una
mujer dotada para la narración oral que empezó a contarle centenares de
historias de la Escocia medieval; y, ésta es la clave, aquellos relatos se
quedaron en la cabeza de aquel niño para siempre. Sus padres, no obstante, que
seguían preocupados por la falta de mejoría en la salud del joven muchacho, no
se daban por vencidos. Le enviaron entonces al sur, a Bath, con la esperanza de
que allí, con los tratamientos de aguas de la ciudad, quizá su salud se
fortaleciera y la cojera, por fin, empezara a remitir. Lo esencial, de nuevo,
fue que la tía Jenny volvió a hacer de enfermera y, una vez más, de eterna
narradora de historias. Además, en este nuevo viaje, le hizo un regalo muy
especial: le enseñó a leer. La cojera, sin embargo, nunca desapareció.
El
niño se hizo grande y empezó a estudiar Derecho en la Universidad de Edimburgo,
y luego, al poco tiempo de terminar su licenciatura, entró como aprendiz en el
despacho de abogados de su padre. La cojera nunca le supuso cortapisas más allá
de las que todos habían querido ver en aquel defecto. Aunque no todo era fácil.
Un primer romance no fructificó y la mujer de sus sueños se casó con otro
hombre. Pero nuestro joven protagonista no se hundió. Tenía determinación y un
ansia enorme por mejorar. Empujado por esa decisión que le caracterizó siempre,
aprendió a montar a caballo. Aquello le permitió moverse y viajar de una forma
que nunca antes había podido disfrutar con su torpe modo de caminar. Además,
aquel muchacho ya hombre manejaba bien las palabras y supo con ellas y con su
arrojo persuadir a una hermosa joven de origen francés, Charlotte Genevieve
Charpentier, para que se casara con él. Con ella tendría cinco hijos.
Comprendió entonces que su camino estaba en las palabras: primero fueron
poemas, luego relatos y por fin novelas. Su nombre pronto se hizo conocido por
el mundillo literario del Edimburgo de finales del siglo XVIII y principios del
XIX. Sus colecciones de poemas, en particular La dama del lago, le granjearon fama nacional e internacional,
hasta el punto de que el famoso Ave María
de Schubert no lo compuso Schubert originariamente para poner música a la
oración dedicada a la Virgen María, sino que el compositor hizo esa genial
pieza para poner música a un poema de este escritor cojo. Posteriormente, como
el poema de La dama del lago al que
Schubert había puesto música empezaba con las palabras «Ave María», el
compositor pensó en adaptar la obra musical a la oración a la Virgen.
Pero
divago; volvamos a nuestro protagonista: con el correr de los años se le nombró
Poeta Laureado, un reconocimiento sólo propio de los grandes maestros, pero él
lo rechazó. Nunca quedó muy claro el motivo. O bien no se consideraba merecedor
de éste o bien no quería las ataduras que su aceptación implicaba, pues, a
cambio del título y la remuneración que conllevaba, el poseedor de semejante
mención también contraía una serie de obligaciones literarias que podían
coartar sus escritos futuros. Y es que, pensaran lo que pensasen de él y sus
poemas, no parecía estar satisfecho aún consigo mismo; al menos, desde el punto
de vista de la literatura. Había algo que le reconcomía por dentro. Y es que,
allí donde otros veían el cénit de una gran carrera literaria, él aún no la
daba por empezada. Pero ¿por qué? ¿Qué reconcomía las entrañas de nuestro
escritor? Algo a lo que, por fin, decidió enfrentarse.
Así,
después de tantos años, empezó a dar forma narrativa a las viejas historias de
su tía Jenny, a aquellas antiguas leyendas de la legendaria Escocia medieval
que todo el mundo menos él parecía haber olvidado. Eso era lo que bullía en su
mente, lo que no le dejaba dormir por las noches y lo que, por otro lado, se le
aparecía como un magnífico desafío. Y se dedicó a la tarea con ahínco, sin
descanso, con energía y las destrezas adquiridas en la poesía, pero puestas
ahora al servicio de crear una novela. Y la terminó y consiguió que se
publicara, pero tuvo miedo y recurrió a un seudónimo para evitar identificarse
como su autor. Y es que, a principios del siglo XIX, escribir novelas no era
precisamente la actividad literaria mejor considerada, más bien al contrario.
Sí, temía que aquella novela que recreaba el pasado pudiera dañar su reputación
como gran poeta. Pero la novela gustó y los editores pidieron más; y él,
siempre con seudónimo, entregó, una tras otra, cinco novelas más. Todas fueron
recompensadas con un grandísimo éxito popular, pero él seguía sin
identificarse. Se trataba de novelas históricas sobre aquella antigua Escocia
que le contaba en su niñez la tía Jenny. El público disfrutaba tanto con estas
obras que empezaron a llamarle el Mago del Norte, pues se intuía que el
escritor debía de ser de Escocia o de algún otro lugar del norte de las islas
Británicas. Pero llegó un día en que hasta el mismísimo rey Jorge III de
Inglaterra confesó que le gustaban aquellas novelas medievales e incluso
manifestó que quería conocer a ese enigmático escritor. Y él, el escritor en
cuestión, al fin, reconoció que era el autor de aquellas novelas. Fue un
impacto tremendo en todo el Reino Unido, donde su popularidad ya era
incontenible. Ya había habido rumores, pero muchos se negaban a creerlo, pues a
aquel gran poeta se le consideraba un escritor serio.
Y
fue entonces, cuando todos sabían ya quién era, cuando publicó su obra maestra,
Ivanhoe, para muchos la primera gran
novela histórica de la historia de la literatura moderna, una vez más centrada
en aquella Escocia de las historias de su vieja tía Jenny. El éxito fue
arrollador. Sir Walter Scott, que así se llamaba aquel niño cojo que nunca dejó
de serlo, pasó a ser leído por toda Europa y Estados Unidos. Todo iba a la
perfección, incluido su negocio de impresión de libros, hasta que llegó una
brutal crisis económica y financiera (imagino que esto de una crisis brutal,
lamentablemente, les suena). Aquella crisis de principios del siglo XIX se
llevó por delante los sueños y las inversiones de centenares de miles, de
millones de personas en todo el Reino Unido; y el negocio de Scott, como el de
tantos otros, quebró por completo. Sin financiación ni crédito, rodeado por
decenas de acreedores, sus propios lectores y hasta el mismísimo rey ofrecieron
ayuda económica a sir Walter Scott, pero él, como cuando era niño, no se
arredró por las inclemencias de la vida. Y era hombre orgulloso. En lugar de
aceptar esas ayudas, reunió a sus acreedores y les propuso crear una fundación
a nombre de todos aquellos a quienes debía dinero (la deuda ascendía a más de
cien mil libras esterlinas de 1820). La idea era que todo el dinero de las
ventas de sus libros, excepto una mínima cantidad para subsistir él y su
familia, revertiría en esa fundación para así, poco a poco, ir satisfaciendo a
sus acreedores. Les aseguró a todos ellos, además, que escribiría tantos libros
como fuera necesario para pagar todas sus deudas. Nadie le creyó capaz de ello,
pero aceptaron.
Y
no, no fue capaz de conseguirlo. Cien mil libras del XIX era una cantidad
astronómica. No, sir Walter Scott no consiguió pagar su deuda. Esto es, en
vida. Pero la fundación continuó generando ingresos tras su muerte porque sus
libros seguían vendiéndose sin parar, y sir Walter Scott podría ver desde su
tumba cómo su palabra se cumplió. La fundación devolvió a cada acreedor hasta
el último penique. Sin ayuda bancaria, sin créditos, sólo por la fuerza de su
pasión por la literatura y por la novela histórica.
La
crítica literaria se empeñó en hundir a Scott como novelista. Aún hoy muchos
críticos siguen en ello (sin conseguirlo), pero para todos los que amamos la
novela histórica, el Mago del Norte es nuestra estrella y en él nos miramos con
humildad deseando simplemente aprender y disfrutar.Alejandro Dumas y la larga sombra de Auguste Maquet
Auguste Maquet llegó a la casa de Dumas un plomizo día de lluvia de 1844.
Nada más entrar en la casa del más afamado escritor de Francia, Maquet frunció
el ceño: todo era lujo sin control, prueba de un gasto desmedido en telas,
cortinajes, alfombras…, y se oían las risas de varias mujeres. Dumas, como
siempre, no reparaba en malgastar el dinero en toda suerte de caprichos y
productos suntuosos. El mayordomo que le había abierto la puerta hizo un gesto
con el que le invitó a seguirle: del amplio vestíbulo pasaron a un largo
pasillo y de ahí a un muy espacioso salón.
—Le
ruego que espere aquí, por favor —dijo el mayordomo al salir y dejarle solo en
aquella enorme habitación.
Auguste
Maquet se quedó de pie. Se sentía incómodo en aquella casa y más incómodo con
aquella relación secreta que mantenía con el escritor más famoso de Francia. No
estaba seguro de que debiera seguir con todo aquello. Él quería empezar su
propia carrera como escritor y sentía que con lo que estaba haciendo nunca
llegaría a ningún lado.
Alejandro
Dumas apareció pronto.
—¿Lo
tienes? —preguntó el escritor francés sin tomarse siquiera un segundo para
saludar.
Maquet
no dijo nada, acostumbrado como estaba a aquella forma de conducirse de Dumas,
que no parecía reparar nunca ni en las formas ni en los preámbulos de la
etiqueta social. El recién llegado extrajo de debajo de su gabán mojado por la
lluvia un grueso manuscrito.
—¿Y
bien? —continuó preguntando Dumas mientras cogía el texto y empezaba a
hojearlo—. Veamos qué me traes hoy. Espero que sea mejor que el material del
mes pasado. Apenas podía hacerse nada con aquello.
—Esto
gustará —dijo Maquet conteniéndose.
—Los tres mosqueteros —leyó Dumas en voz
alta a la vez que se sentaba en un confortable sillón junto a una enorme
chimenea encendida que proyectaba sombras en aquella gran estancia. Las risas
de las mujeres aún se oían: descendían por las paredes de la casa como una
lluvia de frivolidad que asfixiaba a Maquet.
»Esta
noche doy una fiesta. Podrías quedarte y hablamos de esto. Tengo un invitado de
España. José es dramaturgo. Alguien interesante —dijo Dumas mirando a su
interlocutor, pero Maquet negaba con la cabeza al tiempo que para sí mismo se
preguntaba: «¿Y cuándo no da una fiesta Alejandro Dumas?»
—No,
léelo tú y ya hablamos dentro de unos días —respondió Auguste Maquet, quien no
quiso decir más ni escuchar más, sino que dio media vuelta y, sin esperar
respuesta a su comentario, abrió la puerta, salió del salón, cruzó a paso
rápido el pasillo, llegó de regreso a la entrada de la casa, abrió él mismo la
puerta de salida sin esperar al mayordomo y echó a andar.
Hubo
un instante de duda. Maquet se volvió hacia la casa y vio la silueta de
Alejandro Dumas recortada en uno de los grandes ventanales de la casa que
acababa de abandonar, pero se reafirmó en su decisión y reemprendió la marcha
hasta que su figura encogida se fundió con la fina lluvia que descargaba sobre
la hierba que rodeaba aquella mansión.
Dumas,
desde la ventana del gran salón, al abrigo del agradable calor que desprendía
la gigantesca chimenea, le vio andar hasta perderse en la tormenta. Alejandro
Dumas volvió entonces, caminando lentamente, hacia el calor del fuego. Sabía
que Maquet estaba molesto con el asunto de que su nombre no figurara en ninguna
de las novelas en las que colaboraba con él, pero los editores insistían en que
era el nombre de Dumas, su nombre, el
que realmente atraía a los lectores. Alejandro Dumas, una vez situado de nuevo
junto a la chimenea, se sentó en una cómoda butaca y tomó el manuscrito que le
había traído Maquet.
—Los tres mosqueteros —leyó en voz alta,
pronunciando por segunda vez aquella jornada aquel curioso título.
Le
llevó un rato empezar a familiarizarse con el relato, pero pronto comprendió
que, tal y como había dicho Maquet, podía gustar al gran público. Era el esbozo
de una buena historia, pero, como siempre, le faltaba acción y más alma a los
personajes, aunque el argumento era bueno, eso tenía que admitirlo… Dumas cogió
entonces una pluma de un tintero que tenía en una mesilla junto a la chimenea y
se puso a hacer correcciones allí mismo. En ese momento se abrió la puerta del
salón y entró el mayordomo.
—Ejem,
señor, disculpe la molestia, pero las señoritas preguntan…, y su invitado
español, monsieur Zorrilla, querría saber si el señor va a subir de nuevo —dijo
el sirviente con la máxima solemnidad que pudo.
Dumas
no levantó la mirada de las páginas que estaba corrigiendo.
—No.
Estoy ocupado y lo estaré por un buen rato, pero seguro que monsieur Zorrilla
estará bien acompañado y no me echará de menos —respondió el escritor; el
mayordomo se inclinó y cerró la puerta despacio.
Dumas
continuó concentrado, corrigiendo, anotando, pensando. La novela saldría
publicada sólo con su nombre, Alejandro Dumas, igual que otras de su larguísima
lista de famosas obras como El conde de
Montecristo, El vizconde de
Bragelonne, Veinte años después o
La reina Margot. Todas ellas clásicos
de la literatura francesa y algunas auténticas obras maestras de la novela de
aventuras en francés o en cualquier otra lengua; pero lo que no suele saberse
tanto es que en todas y cada una de ellas participó un siempre olvidado Auguste
Maquet.
Alejandro
Dumas, escritor genial por otro lado, recurrió a colaboradores para muchas de
sus obras. Éste era un hecho que él mismo reconocía abiertamente, en particular
la ayuda de Maquet para algunas de sus más famosas novelas, como las
mencionadas anteriormente. Las editoriales presionaban a Dumas día tras día
reclamándole nuevas historias, nuevos relatos con los que seguir atrayendo a
más y más lectores; y Dumas, ambicioso y alguien que disfrutaba del lujo, las
mujeres y los viajes, sucumbió a la tentación. Así, con el correr de los años,
la catalogación de las obras atribuidas a Dumas es confusa y, siempre,
abrumadora: un día, movido por la simple curiosidad, me puse a contar el número
de novelas firmadas por Alejandro Dumas y, considerando las de viajes, las
novelas históricas, las biográficas y las de terror, me salieron ciento ocho,
pero está claro que muchas se me escapaban. Hay catálogos que cifran entre unas
doscientas y trescientas las obras de Dumas. Corre por ahí incluso una anécdota
que, sea o no cierta, es ilustrativa de la forma en que Dumas trabajaba: un día
Alejandro Dumas se encontró por la calle con su hijo y le preguntó:
—¿Has
leído mi última novela?
—Sí,
la he leído, ¿y tú? —respondió su hijo.
No
sé si será verídica la cita, pero resume bien la situación.
La
estrategia de usar «negros» (es decir, recurrir a otros escritores que escriban
parte o la totalidad de libros que luego firma otro autor) siempre ha existido
en la literatura. Para no levantar suspicacias nacionales, pondré ejemplos
anglosajones: en 1622 se publicó una versión de Medida por medida de Thomas Middleton, pero con la firma de
Shakespeare para atraer a más público; en 1832 se publicó Count Robert of Paris con la firma de sir Walter Scott, pero
realmente la escribió su yerno (ya hemos comentado aquí la popularidad del
nombre de Scott); pero hay más: El ángel
que nos mira, atribuida a Thomas Wolfe, fue «retocada» por Maxwell Perkins
a petición de la editorial; y cuando la popular novelista V. C. Andrews
falleció en 1986, la familia contrató a un «negro» ( ghost writer, es decir, «escritor fantasma», lo llaman en inglés,
por aquello de ser políticamente correctos y no implicar a otra raza en este
asunto) para que siguiera escribiendo más novelas: Andrew Neiderman, el elegido
para proseguir con la saga que inició V. C. Andrews, terminó primero dos
novelas inacabadas de la autora y luego, como había cogido carrerilla, se
inventó ocho más. Pero créanme que el que se sale aquí es Ronald Reagan, quien
a una pregunta relacionada con su supuesta autobiografía respondió con aplomo:
—Dicen
que es un libro increíble. Un día de éstos lo leeré.
Hay
que reconocerle la sinceridad al ex presidente norteamericano.
Volviendo
a Dumas y Maquet, cabe decir que Arturo Pérez-Reverte recoge en la fascinante
trama de El club Dumas la relación
entre estos dos escritores. Pero, al final de todo esto, ¿qué debemos pensar
entonces de Dumas? Mi conclusión es que Dumas tenía un toque genial, un saber
hacer, un saber transformar en aventura y ritmo trepidante relatos que otros no
llegaban a presentar de la forma más impactante y emotiva posible. Dumas, por
su parte, fue, cuando menos, parcialmente «honesto» al reconocer que tenía
colaboradores; sin embargo, creo que habría sido más justo que en sus novelas,
especialmente en aquellas en las que colaboró tan estrechamente con Maquet, los
editores hubieran puesto como autores a Alejandro Dumas y a Auguste Maquet. Es
cierto que cuando Maquet se separó de Dumas e intentó una carrera en solitario
sus novelas no llegaron muy lejos, pero también es cierto que la mejor época de
Dumas se corresponde con aquellos años en los que colaboraba con Maquet, así
que algo especial tendría también Maquet, o la chispa que atraía a tantos
surgía quizá precisamente de esa colaboración Dumas-Maquet. En cualquier caso,
si leen o releen Los tres mosqueteros
o El conde de Montecristo,
disfrútenlos y, ya puestos, no se olviden del bueno de Auguste Maquet, que algo
tuvo que ver en todo el asunto. Lo que nunca sabremos es cuánto.El discurso
Primeros de mayo de 1885. Un amplio salón de una gran casa en Valladolid.
Tres hombres, dos de pie, Gaspar y Pedro, y uno en un sillón, José, mantienen
un debate airado.
—¡Esta
vez tiene que aceptar! ¡Por Dios, han pasado más de treinta años desde aquello!
—exclamó Gaspar con vehemencia.
Su
interlocutor permanecía sentado en aquel sillón mirando al vacío, sumido en los
recuerdos del pasado, pero aun así respondió y su voz sonó como si viniera
desde muy lejos.
—Treinta
y siete años, Gaspar. Han pasado treinta y siete años.
—Más
a mi favor —insistió el interpelado, pero, al contemplar la efigie casi sin
expresión de José y ver que no le estaba persuadiendo, miró al otro compañero escritor
que había ido para intentar hacer entrar en razón a su amigo común—. Pedro, di
algo tú también. Es más testarudo que un mulo.
Pedro
Antonio de Alarcón, autor de grandes obras como El sombrero de tres picos, había acudido hasta allí junto con su amigo,
el también escritor Gaspar Núñez de Arce, para persuadir a José, don José, para
ellos, para todos, para que aceptara un reconocimiento que se le quería
otorgar, pero parecía que habían pinchado en hueso; o, mejor dicho, habían
pinchado en el viejo rencor que da el haberse sentido menospreciado.
—Gaspar
tiene razón, don José: eso que tanto recuerda pasó hace ya mucho tiempo.
Treinta y siete años son toda una vida.
—Exacto
—insistió don José—. Toda una vida es lo que han tardado en rectificar.
—Y
más que habrían tardado si llegan a imaginar que iba a reaccionar así;
seguramente porque imaginaban su rencor no se han atrevido antes a intentar
enmendar aquel error —comentó entonces Gaspar Núñez de Arce.
Tanto
él como Pedro Alarcón habían aceptado ser los padrinos del evento: una
recepción oficial en la que su amigo don José ingresaría, por fin, en la Real
Academia Española.
—Hace
treinta y siete años prefirieron a José Joaquín de Mora —insistió don José, que
no daba su brazo a torcer—; pues ahora el que no quiere ingresar en la Academia
soy yo.
Gaspar
Núñez y Pedro Alarcón se miraron y suspiraron al tiempo. Todo venía de 1847,
cuando, al fallecer Jaime Balmes, se presentaron dos candidaturas para
sustituirle en el banco vacío que éste dejaba en la Real Academia. Los
candidatos eran, por un lado, Joaquín de Mora y, por otro, don José, y
finalmente fue Joaquín de Mora, de mucha mayor edad, el elegido. Al año
siguiente, al fallecer Alberto Lista, se propuso que don José remplazara a éste
en el sillón vacío de la letra H. Esto se confirmó el 17 de diciembre de 1848,
pero don José, que había vivido como un menosprecio hacia su persona su no
elección del año anterior, no se pasaba por la Real Academia para aceptar su
ingreso oficial en la veterana institución. Ni siquiera preparó el discurso
oportuno. Su silencio fue tan mudo como la letra que le había correspondido
ocupar. Pero orgullo frente a orgullo. Los académicos también se sintieron
ofendidos por el desaire que les hacía don José al no acudir a aceptar el
ingreso. Fue entonces, en la reunión del 15 de noviembre de 1849, cuando la
Real Academia incluyó en sus estatutos una norma por la que se decidía que, si
un académico elegido no aceptaba formalmente ingresar en la Academia, su sillón
quedaría vacante. Y como fuera que don José nunca hizo nada por aceptar, una
vez más, quedó excluido de la Real Academia. Y así durante decenios.
—Joaquín
de Mora era mucho más mayor —argumentó Gaspar en un intento por suavizar el
rencor de su admirado amigo—. Y, por favor, entonces usted sólo tenía…
¿cuántos? ¿Treinta años?
—Treinta,
sí —confirmó don José—, pero mis obras se representaban ya por todos los
teatros de España.
Gaspar
no sabía ya qué decir. Eso era cierto: el éxito de las obras de su amigo había
sido precoz e incontestable, le gustara o no a la crítica o a los académicos
más vetustos. Quizá hubo envidias en la elección de Joaquín de Mora, pero a fin
de cuentas sólo habían retrasado su elección un año. Cierto era que resultaba
difícil posponerlo más tiempo con los carteles de las obras de don José por
todas las ciudades de España.
—Sólo
fue un año de retraso —arguyó también Pedro Alarcón, pero don José no parecía
escucharlos.
Gaspar
dio media vuelta y fue junto a la ventana. Varios carruajes pasaban en medio de
un fuerte viento de primavera. Su amigo siempre había sido testarudo desde la
juventud. Ya se enfrentó con su propio padre cuando éste quería hacer de él un
hombre de provecho, de bien, alejado de poetas y teatros, pero don José
prefería el arte, la literatura, el teatro y los versos. Se decía que don José
robó un mulo y que con el dinero que sacó de la venta escapó de su familia para
empezar su carrera artística. No estaba claro que la anécdota fuera cierta,
pero el protagonista tampoco se preocupó de desmentirla. Luego llegaron sus
primeras obras y, con rapidez, el éxito: la poesía, los versos que declamaban
los actores en sus deslumbrantes piezas teatrales llegaban al alma de todos,
desde sus majestades reales hasta el pueblo llano, y a nadie dejaban
indiferente. Siguieron entonces los viajes por todo el mundo, un matrimonio
infeliz con una irlandesa y muchas amantes, eso también, y la amistad de don
José con el emperador Maximiliano en México o con los grandes escritores
franceses, como Alejandro Dumas o Victor Hugo, que parecían reconocer en él lo
que los académicos no parecieron haber querido ver en 1847. Don José no parecía
inclinado a olvidar y mucho menos a perdonar. Y, sin embargo, para Gaspar,
aquella tozudez en no aceptar entrar en la Academia, propia de un arrebato de
juventud rebelde, resultaba más incomprensible en alguien que ya tenía sesenta
y ocho años; una edad en la que a todos nos gusta ya recibir premios y
reconocimientos, vengan de donde vengan.
—¿Hay
algo más? —preguntó Gaspar Núñez separándose de la ventana y regresando junto a
su amigo, mirando directamente a don José y con la certidumbre de que había
dado con la clave—; quiero decir, hay algo más además de la rabia que tiene por
lo que pasó. A usted le incomoda algo más. Nos conocemos bien. Háganos el favor
al menos de no mentirnos a Pedro y a mí.
Don
José se encogió de hombros. Ladeó la cabeza.
—Está
también lo del discurso —dijo al fin.
Pedro
y Gaspar se miraron confusos.
—¿Qué
discurso? —preguntó Pedro.
—¡El
discurso de ingreso! —respondió don José algo airado y levantando el tono de
voz, molesto por que sus amigos no le entendieran.
—Pero
si ha ido por todos los pueblos de España declamando versos de sus obras en
teatros abarrotados de público —dijo Gaspar—. ¿Cómo puede incomodarle ahora
hablar ante unos cuantos académicos?
—¿No
iba a ir el rey y toda la familia real y el presidente del Consejo de
Ministros, Antonio Cánovas? Eso no es hablar ante cualquiera —contraargumentó
don José.
—Pero
es escritor, las palabras son como… como arcilla para alguien capaz de escribir
las obras de teatro que ha creado. No puede ser que… —argüía entonces Gaspar.
—¡Yo
soy poeta! —exclamó don José interrumpiéndole—. ¡Mis obras están en verso!
—¡Pues
hable en verso! —intervino entonces Pedro—. ¡Pero acepte de una vez y no la
liemos más! —Y para no dar opción a más debate, o a nuevas negativas por parte
de don José, añadió—: Y nos vamos. Gaspar y yo vendremos a recogerle unos días
antes para el viaje. Todo está preparado para el 31 de este mes.
Gaspar
le siguió el juego a su compañero y, rápidamente, salió de allí. Antes de que
don José pudiera decir esta boca es mía sus amigos le habían dejado a solas.
Sus amigos nunca pensaron que fuera a hacerles caso. En todo.
Eran
las dos de la tarde del último día del mes de mayo de 1885. La sede de la Real
Academia de la Lengua en el número 26 de la calle Valverde era demasiado
pequeña para el revuelo que se había organizado. Además, la presencia
confirmada de su majestad el rey Alfonso XII y del resto de la familia real
contribuyó a que todo el mundo quisiera estar allí. Con treinta y siete años de
retraso la Academia iba a resolver, al fin, un error mayúsculo. Se trasladó
todo el evento a los edificios de los que la Universidad Central de Madrid
disponía en la calle San Bernardo, mucho más amplios para dar cabida a tantas
personalidades como deseaban ser testigos del gran acto de incorporación a la
Academia de don José. El testarudo don José, que, por fin, a sus sesenta y ocho
años, parecía haber aceptado formar parte de la veterana institución.
A
las dos de la tarde exactas entró el rey Alfonso XII, engalanado con el
correspondiente uniforme de capitán general, en la gran sala que acogía el
acontecimiento. Ocupada por el rey la silla presidencial, su majestad la reina
doña María Cristina se sentó a su derecha y la reina madre Isabel a su
izquierda. Todo el mundo estaba en pie, empezando por el presidente don Antonio
Cánovas del Castillo. Se acomodaron también la infanta doña Eulalia, muchos
ministros del gobierno, autoridades diversas y el rector de la Universidad
Central, el señor don Galdo. El rey abrió la sesión y, al momento, don José,
flanqueado por sus padrinos, los escritores Gaspar Núñez de Arce y Pedro de
Alarcón, entró en la gran sala. Don José lucía un frac adquirido ex profeso
para la ocasión. Si aceptaba, aceptaría a lo grande. Pero también a su manera.
Y paseó, exhibiendo una enigmática sonrisa, entre todos los que antes le
despreciaron y ahora le rendían admiración o, al menos, eso aparentaban.
Su
majestad Alfonso XII le concedió la palabra. Don José asintió. Se situó en el
estrado desde el que le correspondía dar el discurso de recepción en la
Academia. Tosió. Se aclaró la garganta con un sorbo del vaso de agua que a tal
efecto habían dispuesto en un extremo del estrado. Saludó a sus majestades, al
resto de miembros de la familia real, al presidente del gobierno, a los
ministros, al señor rector y al resto de autoridades. Hasta ahí todo bien.
Volvió a toser y a aclararse la garganta. Sacó unos papeles del bolsillo y los
puso sobre el estrado. Se sabía el texto de memoria, pero siempre era
tranquilizador tenerlo delante por si se quedaba en blanco. Y empezó.
Mi
recepción, señores, como todo lo que me sintetiza o me revela, como todas mis
obras y mis hechos,
para
ser natural, va a ser excéntrica;
Y calló un instante. Una breve pausa
en la que miró al público. Pedro y Gaspar negaban con la cabeza, pero don José
los ignoró. Ellos también ignoraron sus negativas. Ahora le tocaba a él. ¿No
habíais dicho que en verso? Pues en verso será. El resto de asistentes le
observaba entre admirados y atentos. Don José prosiguió:
pero
excéntrica y lógica: su forma
una
tan sólo puede ser, y es ésta.
¿Qué
es lo que me ha valido la honra doble
de
aceptarme dos veces la Academia?
El
bagaje de versos que me sigue
y
mi exclusivo nombre de poeta […]
La
poesía fue mi único vicio,
mas
son mis versos mi única defensa,
e
imponerme la prosa y el discurso,
rigor
fuera en vosotros, y en mí mengua.
¿Qué
discurso ha de hacer quien no lo tiene?
¿Sobre
qué discurrir podrá aunque quiera
ni
sobre qué podrá formar un juicio
quien
por vivir sin él hasta aquí llega?
Yo,
conculcando vuestras reglas todas,
me
hice famoso: de osadía a fuerza,
atropellé
y amordacé la crítica;
sofoqué
la razón y formé escuela;
inconsciente,
es verdad, justicia hacedme,
jamás
cátedra abrí ni fundé secta.
El 31 de mayo de 1885, don José
Zorrilla, autor de decenas de magníficas obras, entre ellas el inolvidable Don Juan Tenorio, aceptó, al fin,
después de dos intentos infructuosos anteriores, ingresar en la Real Academia
Española de la Lengua. Su discurso de recepción fue íntegramente en verso. Un
caso prácticamente único, ciertamente memorable y un discurso impecable que
recomiendo a cualquiera que le guste la literatura, la poesía y la fina ironía.
No hay uno solo de esos endecasílabos rimados que pronunció don José Zorrilla
aquella tarde que tenga desperdicio. Su discurso es una de esas espléndidas
piezas oratorias más llamativas aún por lo olvidada y desconocida que es. Queda
por aclarar que he dicho que su discurso en verso era caso «prácticamente
único», y digo eso en lugar de único a secas porque los puristas podrían
recordarme que el 10 de marzo de 1744 el padre maestro fray Juan de la
Concepción, carmelita descalzo, también usó el verso en su ingreso en la
Academia, aunque, dicho sea con todo el respeto, su discurso no estuvo nunca a
la altura de la calidad del de Zorrilla ni levantó tampoco la misma
expectación. También parece ser que usó el verso Javier de Quinto en 1850,
según Camilo José Cela, aunque el experto en historia de la Real Academia y
miembro de ésta don Pedro Álvarez de Miranda destaca que discursos de ingreso
en verso, desde que en 1847 se regularizó el uso de este tipo de recepciones,
sólo hay dos: el de don José Zorrilla en 1885 y el del poeta José García Nieto
en 1983.
No
es fácil hacer un discurso. Y más difícil aún es hacerlo en verso. Pero
Zorrilla no era hombre al uso, sino que, en el sentido literal de la palabra,
era hombre extraordinario. Y, pese a orgullos heridos, hombre humilde, tal como
da fe el cierre de su mítica intervención de 1885:
Pero
aunque viva siglos, ya mi gloria
no
podrás revivir, ¡noble Academia!
Ni
en el cielo del Arte hacer de nuevo
brillar
la luz de mi apagada estrella.
No
arrancarán del alma las espinas
las
coronas que nimben mi cabeza,
ni
me hará creer el pueblo que soy grande,
siendo, cual son, mis obras tan
pequeñas.La noche en que Frankenstein leyó el Quijote
¿Leyó Frankenstein alguna vez el Quijote?
Vayamos paso a paso.
Era
el verano de 1816. Mary Shelley y su esposo, el también escritor Percy Bysshe
Shelley, acudieron a Suiza, a una hermosa casa en las montañas que su amigo
lord Byron tenía en aquel lugar. Allí disfrutaban todos los invitados de un
maravilloso verano alpino henchido de bosques, valles y senderos por los que a
menudo caminaban para ejercitarse, al tiempo que así admiraban los espectaculares
paisajes de aquel territorio. Pero un día, en uno de esos frecuentes cambios
meteorológicos propios de las zonas montañosas, las nubes taparon el sol y las
lluvias interrumpieron sus excursiones. Y no sólo por una jornada o dos, sino
que la lluvia pareció encontrarse cómoda entre aquellas laderas verdes y
decidió instalarse por un largo período. Byron, el matrimonio Shelley y el
resto de los invitados optaron entonces por reunirse a la luz de una hoguera
que ardía en una gran chimenea de la casa en la que se habían instalado y allí,
entre copa y copa de vino, deleitarse en la lectura en voz alta que Percy
Shelley realizaba de diferentes clásicos de la literatura universal.
Percy
Shelley era un reconocido poeta que, como Byron, había tenido que escapar de
Inglaterra por el revolucionario tono de muchos de sus poemas contra el
gobierno conservador británico que se oponía, entre otras cosas, a cambios en
una vetusta ley electoral que impedía que los barrios obreros tuvieran los
mismos representantes parlamentarios que las zonas rurales más conservadoras.
El caso es que Percy sabía leer en público o declamar de modo que agitaba los
corazones o despertaba la imaginación de quien le escuchara.
Lo
sabemos con detalle porque todo esto nos lo cuenta la propia Mary Shelley, su
esposa: por un lado, en el prólogo a su obra Frankenstein y, por otro, en su propio diario personal, en donde,
día a día, la intrépida autora se tomaba la molestia de dejar constancia de
todo aquello que había hecho cada jornada: unos escritos que ahora constituyen
una pequeña gran joya para críticos literarios y curiosos de toda condición
(entre los que me incluyo). Así, Mary nos describe cómo lord Byron, uno de esos
interminables días de tormenta veraniega, sin posibilidad de poder salir a la
montaña o realizar cualquier otra actividad en el exterior de la casa, se
levantó y lanzó un gran reto. Como no podía ser de otra forma, teniendo en
cuenta a muchos de los allí presentes, se trataba de un reto literario.
—Os
propongo un concurso.
—¿Qué
tipo de concurso? —preguntó Percy intrigado y poniendo palabras a la curiosidad
de todos los presentes.
—Propongo
—empezó entonces lord Byron— que cada uno de nosotros escriba un relato, una
historia de terror —dijo bajando la voz, envuelto en las sombras que proyectaba
el fuego de la chimenea—. Y el que consideremos como el relato más terrorífico,
ése ganará el concurso.
Era,
sin duda, un desafío apasionante, y más aún teniendo en cuenta el saber hacer
literario de muchos de los allí reunidos, pero la brillante idea, no obstante,
cayó en el olvido con rapidez en cuanto salió el sol y regresó el buen tiempo.
Byron y Percy Shelley eran grandes escritores, pero inconstantes (los hombres…
ya se sabe), y pronto dejaron las plumas y la tinta y las palabras escritas y
se adentraron de nuevo en los hermosos bosques de los Alpes.
Por
el contrario, Mary Shelley, mucho más disciplinada que cualquiera de sus amigos
masculinos, no se dejó distraer o tentar por las maravillas de la naturaleza,
sino que prefirió permanecer en aquella casa y día a día, noche a noche,
engendró la maravillosa novela titulada Frankenstein
o el moderno Prometeo. Por cierto, Frankenstein no es el monstruo, o la
«criatura», como cariñosamente la define la propia Mary Shelley, sino Victor
Frankenstein, el doctor que la crea, aunque todos pensemos siempre en esta
criatura cuando oímos el apellido del doctor alemán. Pero lo más interesante de
esta historia es que la escritora no creó esta novela desde la nada absoluta,
sino imbuida por esos espacios montañosos que la rodeaban (y muchas montañas y
frío y nieve hay, sin duda, en el libro que escribió, que abre con un viaje a
una región polar); y también influida, de una forma u otra, por las
maravillosas lecturas que su esposo Percy seguía haciendo por las noches junto
a la chimenea de grandes clásicos de la literatura.
Mary
escribía sobre todo durante el día, pero seguía compartiendo con todos las
veladas de lectura colectiva donde su marido proseguía deleitándolos con su
mágica dicción, que, estoy seguro de ello, debía de dar vida a cada uno de
aquellos personajes que aparecían en las novelas seleccionadas. Y una noche
especial, tras largas caminatas para unos en la montaña y una intensa sesión de
escritura para Mary, Percy eligió una obra maestra de la literatura española
traducida al inglés: Don Quijote. Así
lo recoge Mary Shelley en su diario en la entrada del 7 de octubre de 1816:
«Percy lee Curtius y Clarendon; escribir; Percy lee Don Quijote por la noche.» Y así siguió su marido leyendo cada
noche durante todo un mes, un mes eterno e inolvidable para la historia de la
literatura universal en el que Mary escribía su gran novela. Hasta que el 7 de
noviembre Mary anota en su diario: «Escribir. Percy lee Montaigne por la mañana
y termina la lectura de Don Quijote
por la noche.»
Mary
Shelley se enamoró de la literatura mediterránea y en particular de Cervantes,
ya fuera por la pasión con la que Percy leyó aquella traducción del Quijote, o por sus largas estancias en
países del sur de Europa. El hecho es que Mary Shelley, años después, entre
1835 y 1837, escribiría la más que bien documentada y aún más que interesante Vidas de los más eminentes hombres de la
ciencia y la literatura de Italia, España y Portugal, donde, entre otros
muchos autores italianos y portugueses, biografiaba también las vidas de
poetas, dramaturgos y novelistas españoles como Boscán, Garcilaso de la Vega,
Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo o Calderón de la Barca. Y es que Mary
Shelley hablaba no sólo inglés, sino francés, italiano, portugués y hasta
español. ¿Y cómo aprendió español? Muy «sencillo» (obsérvese que escribo
sencillo entre comillas): tanto le gustaron el Quijote y su lectura por parte de su esposo en 1816 que, cuatro
años después, en 1820, volvió a leerlo, después de haber iniciado el estudio
del español, pero esta vez lo leyó directamente en castellano. Y tal es la
pasión que Mary Shelley sintió por esa gran obra que el lector curioso
encontrará una referencia a Sancho Panza en el prólogo a Frankenstein, igual que podrá observar que la novela de Mary
Shelley presenta su relato a través de múltiples narradores (el aventurero
Walton, el doctor Frankenstein y hasta el propio monstruo); es decir, la misma
técnica narrativa que Cervantes usó para el desarrollo del Quijote (narrado por alguien que encontró un supuesto original en
árabe que debe traducir una tercera persona y donde cada uno quita y pone según
le place). Y, por si quedan dudas, Mary Shelley decidió recrear la famosa
«Historia del cautivo» (capítulos XXXIX-XLI del Quijote, primera parte) en el capítulo 14 de la versión corregida
de 1831 de Frankenstein. Para que se
hagan una idea de las similitudes: en la «Historia del cautivo» del Quijote, un cristiano secuestrado en un
país musulmán es rescatado por una musulmana que está dispuesta a abrazar la fe
cristiana desposándose con el cautivo cristiano al que va a ayudar a escapar;
mientras que en la novela de Mary Shelley la monstruosa criatura creada por el
doctor Frankenstein conocerá a Safie, una musulmana cuyo padre está preso en la
cárcel de París y será ayudado por un cristiano que ama a Safie. Las conexiones
entre ambos relatos son evidentes, pero no lo digo yo, sino que sesudos
artículos académicos como el titulado «Recycling Zoraida: The Muslim Heroine in
Mary Shelley’s Frankenstein»
[«Reciclando a Zoraida: la heroína musulmana de Frankenstein de Mary Shelley»], publicado en una revista tan
prestigiosa como el Bulletin of the
Cervantes Society of America [Boletín
de la Sociedad Cervantina de América], certifican esta relación entre un
texto y otro.
Hoy
día, no obstante, no corren tiempos tan buenos para el bueno de don Quijote.
Recuerdo, aún abrumado, una anécdota que me contaron no hace mucho: en una
cadena de librerías decidieron que a partir de ahora sería un programa
informático el que decidiría qué libros debían permanecer en las estanterías y
cuáles, por el contrario, debían ser retirados, ya que nadie había adquirido
ningún ejemplar en varios meses. A la hora de realizar el trabajo de retirada
de los ejemplares que no eran vendidos, se externalizaba el trabajo contratando
a alguien para esa tarea concreta, pues ver qué libros marcaba en rojo el
programa, buscarlos en los anaqueles y retirarlos en cajas sólo requería saber
leer (conocer el orden alfabético que inventó el bueno de Zenodoto ayudaba a
localizar los libros que debían ser retirados con mayor rapidez, pero no era
absolutamente necesario). El caso es que el programa informático no atendía ni
siquiera al hecho de que ciertas obras maestras de nuestra literatura han
quedado reducidas a lecturas obligatorias de diferentes estudios y que, por lo
tanto, sólo se venden al principio del curso académico. El empleado contratado
en una de estas librerías realizaba con eficacia su trabajo cuando una de las
libreras, algo veterana en estas lides, le detuvo un instante y le dijo:
—Disculpa,
pero este libro no lo retires, por favor.
El
muchacho, que estaba siendo concienzudo en su tarea, tuvo miedo de que se
detectara que no había sido escrupuloso en la realización del trabajo para el
que había sido contratado y, con el libro en cuestión aún en la mano,
argumentó:
—Es
que el título de este libro viene marcado en rojo en el programa.
La
veterana librera suspiró.
—Ya,
bueno. No importa. Yo asumo la responsabilidad. —Y con cuidado tomó el volumen
que el muchacho sólo cedió con el ceño fruncido y claras muestras de enojo en
el rostro. Como imaginarán, el libro en disputa no era otro que un ejemplar del
Quijote.
Conclusión:
si Mary Shelley aprendió español para poder no ya leer sino degustar el Quijote, ¿no deberíamos todos los que ya
tenemos la fortuna de saber español encontrar algún momento de nuestra vida
para zambullirnos, aunque sólo sea un rato, en alguno de los maravillosos relatos
que pueblan la irrepetible historia del maravilloso Don Quijote? Y pronto, antes de que los programas informáticos
decidan que ya no debemos leerlo; o, para ser más justo, antes de que quienes programan los programas
informáticos decidan que ya no debemos leerlo.Primeras impresiones
Thomas Cadell Jr. caminaba algo encogido por la humedad que llegaba desde
el Támesis. Su oficina editorial en el 141 de la calle Strand en Londres estaba
demasiado cercana al río para su gusto. Pasó por delante del espacio donde
decían que iban a construir un nuevo teatro (hoy día el Adelphi Theatre,
abierto en 1806 con el nombre francés Sans Pareil [Sin Comparación]). Thomas
Cadell Jr., no obstante, aquella plomiza mañana de 1797, no tenía claro que
aquel proyecto del nuevo teatro fuera a llegar nunca a buen puerto.
Llegó
a su edificio y entró en las oficinas. En la mesa de su despacho se acumulaban
varios manuscritos que debía evaluar aquella mañana de un octubre desapacible.
De hecho, tenía una novela en particular, remitida durante el verano, que había
pospuesto leer en varias ocasiones. Llevaba el título de Primeras impresiones y era una novela romántica más de esas que
parecían empezar a hacerse algo populares escrita por una mujer. La remitía el
padre de la joven autora con una pomposa carta de presentación en un intento de
darle prestancia al envío, pero Thomas Cadell Jr. estaba bastante resabiado
sobre el asunto de las novelas de mujeres. Su padre, Thomas Cadell Sr., que se
había retirado hacía tres años y les había dejado a él y a su socio Davies el
negocio editorial, decía que era mejor publicar obras serias que esos relatos
inverosímiles.
Thomas
Cadell Jr. se acomodó en su silla frente al escritorio y miró al techo mientras
recordaba la frase que su padre repetía una y otra vez en casa durante las
cenas.
—Prefiero
arriesgar mi fortuna con unos pocos autores como mister Gibbon o David Hume que
ser el editor de un centenar de publicaciones insípidas.
Sí,
eso decía siempre su padre. Y quizá tuviera razón. Así había editado al
filósofo Hume o el impresionante manual sobre la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Edward
Gibbon (que hoy día sigue siendo un referente sobre la historia de Roma).
También había publicado obras del economista Adam Smith o del escritor Tobias
Smollett. Gente seria. Thomas Cadell Jr. sabía, además, que su padre había
quedado muy decepcionado con el experimento que hizo al aceptar publicar
novelas de una mujer, Charlotte Turner Smith; ésta se volvió, al poco tiempo,
demasiado radical y prorrevolucionaria, apoyando la locura de todo lo que
estaba ocurriendo en la Francia que acababa de guillotinar a miles de
aristócratas. Un año antes de retirarse, su padre se negó a seguir publicando
novelas de Charlotte Turner y ésta tuvo que recurrir a otros editores.
Thomas
Cadell Jr. dejó de mirar al techo y tomó de nuevo en sus manos, como había
hecho en verano, el volumen manuscrito de Primeras
impresiones.
Leyó
un buen rato.
Llamaron
a la puerta.
—Adelante
—dijo sin dejar de leer.
Davies,
el socio de su padre, entró. Traía más manuscritos.
—Esto
es lo que ha llegado esta semana —dijo dejando cuatro gruesos volúmenes sobre
el escritorio—. Hay algo de Hannah More que seguro que interesará a tu padre.
Thomas
Cadell Jr. levantó la mirada y la fijó en los nuevos volúmenes. El trabajo
empezaba a desbordarle. Había que ir tomando decisiones. Davies tenía razón en
lo de Hannah More. Aquélla era una mujer, pero una evangelista de firmes
convicciones religiosas. More era la única mujer de quien su padre estaba
dispuesto a leer o a publicar algo. Se limitó a leer el título.
—Sí,
sin duda esto interesará a mi padre. Ya puedes ir escribiendo una carta de
aceptación.
—De
acuerdo —respondió Davies sin sorprenderse, aunque sin ilusión; More tenía sus
seguidores, eran ventas seguras y, a fin de cuentas, aquello era un negocio.
Thomas
Cadell Jr. suspiró un momento, antes de volver a hablar.
—Y
también puedes escribir al padre de esta autora y decir que no estamos interesados
en su libro.
—¿El
de Primeras impresiones? —preguntó
Davies, cogiendo el manuscrito en sus manos.
—Sí,
¿has tenido tiempo de leerlo?
—Algo
leí, sí —contestó Davies—. No me pareció que estuviera tan mal. Quizá requiera
más maduración por parte de la escritora. ¿Qué edad tiene?
—Veintiún
años; eso dice el padre en la carta.
—Muy
joven, sí, eso me pareció —comentó Davies—, pero tiene algo. No sé. La forma de
contar los sucesos y esa manera de meterse en la mente de los personajes. Es
novela, pero es… —Davies tardó un instante en encontrar la palabra adecuada—,
es… creíble. Sí, eso es: uno cree lo que cuenta ese libro.
—Le
consultaré esta noche a mi padre —dijo Thomas Cadell Jr.
—En
ese caso voy preparando la carta de rechazo. Después de lo de Charlotte Turner,
tu padre no quiere oír hablar de mujeres escritoras, a no ser que sean Hannah
More.
Thomas
Cadell Jr. sonrió.
Pocos
días después, lejos de allí, en una pequeña población de la campiña inglesa,
llegó una carta de la editorial a nombre de George Austen. El interesado la
abrió durante el desayuno. Su hija estaba presente y le miraba con emoción,
pero el rostro de su padre no dejaba mucho espacio para la celebración.
—Lo
siento, Jane, de veras. No les gusta.
A
George Austen le dolió tener que decir aquello. Su joven hija había sufrido un
grave desengaño amoroso hacía poco tiempo. Un apuesto Tom Lefroy había
entablado amistad con ella durante las navidades anteriores, pero, como
siempre, en cuanto la familia del joven se enteró de los pocos recursos
económicos de la familia Austen, rápidamente hicieron que Tom Lefroy dejara de
visitar a Jane. Su padre vio entonces cómo la muchacha se concentraba en
escribir para ahuyentar el dolor del amor perdido; él sabía que la joven Jane
se había enamorado profundamente. Jane había sobrellevado aquella separación de
sus sueños con dignidad y gran autocontrol, pero él estaba seguro de que su
hija había puesto entonces toda su ilusión en aquella novela y ahora Cadell la
rechazaba.
—Hay
más editores, Jane. Lo seguiremos intentando. Escribes bien —insistió su padre,
en un intento por poner esperanzas en aquella mañana que amanecía tan torcida.
—Gracias,
padre —respondió ella—. Lo siento, pero hoy no tengo hambre. —Se levantó y
abandonó la mesa sin desayunar.
Su
padre inspiró profundamente. ¿En qué se habrían basado aquellos editores para
rechazar el libro? Ni siquiera había críticas a la novela en aquel mensaje.
Semanas
antes, Thomas Cadell Jr. cenaba con su padre.
—Han
llegado nuevos manuscritos a la editorial —había dicho el hijo.
—¿Algo
interesante? —preguntó Cadell padre, sin dejar de masticar el cordero que
estaba degustando.
—Ha
llegado un nuevo libro de Hannah More, Las
estructuras del sistema moderno de la educación femenina, así lo ha
llamado. Me parece un título un poco…
—Es
un buen título, es un título serio. Supongo que lo habrás aceptado.
—Sí,
por supuesto. El libro está bien y se venderá bien.
—Ése
es el tipo de libros que debemos publicar, como los de Adam Smith, o David Hume,
o Gibbon. Gente rigurosa, personas que tienen algo relevante que contar.
—Sí,
padre —respondió Cadell hijo; y decidió dejar pasar un buen rato, en el que
hablaron de las obras de aquel teatro que nunca terminaban de construir próximo
a las oficinas de la editorial, antes de volver al asunto de los manuscritos—.
Ha llegado también otro libro. Una novela.
—¿De
Smollett?
—No.
De una mujer.
—Si
es esa horrible Charlotte Turner, ya sabes lo que pienso…
—No,
no, es otra mujer. Es joven, una tal Jane Austen. Es una novela, Primeras impresiones. Una historia
romántica, pero está bien escrita. Quizá…
—No,
no, hijo. Ya tuvimos bastante con las novelas románticas de Charlotte Turner.
No quiero más experimentos. En fin, la editorial la llevas tú, no me voy a
meter, pero si quieres mi opinión…
—Por
supuesto que tu opinión es importante, padre —respondió Cadell hijo; pero
añadió algo más, en un último intento por defender aquella novela—. A Davies le
gusta. Eso me pareció.
—Davies
es un romántico. Si por él fuera, publicaríamos cualquier cosa.
—Pero
le has mantenido siempre como socio.
—Es
un buen administrador, pero como editor…; en fin, ya sabes mi opinión.
—Sí.
No, no creo que publiquemos a esta autora. De hecho, ya le dije a Davies que
preparara una carta para rechazar el manuscrito.
—Has
hecho bien.
Y
Thomas Cadell Jr. asintió, aunque en el fondo no estaba tan seguro de haber
acertado.
Así,
Jane Austen vio cómo se rechazaba su primera gran obra. Pero no se rindió y
siguió escribiendo. Hay que reconocer que, al menos, Jane contó con el apoyo y
el reconocimiento de su familia, que la animaba a seguir intentándolo, pero no
sería hasta 1811, catorce años después de la negativa de Thomas Cadell Jr. (o
Sr., pues nunca quedó claro de dónde partió la negativa), cuando Henry, el
hermano de Jane Austen, consiguió persuadir a otro editor, Thomas Egerton, para
que publicara Sentido y sensibilidad.
La novela se convirtió en un éxito editorial sorprendente en la época y en
pocos meses se agotó la primera edición. Mientras se preparaba una reedición,
Thomas Egerton quiso saber si Jane Austen tenía alguna otra novela preparada.
—Hay
algo, sí —dijo ella—, pero la rechazaron en el pasado.
—¿Quién
la rechazó? —preguntó Egerton.
—Thomas
Cadell —respondió Henry, que estaba presente en aquella entrevista.
A
Egerton no le gustaba hablar mal de la competencia, pero sabía lo conservadores
que eran los Cadell a la hora de seleccionar libros.
—¿Cómo
se llama esa novela que le rechazaron? —preguntó el editor.
—Primeras impresiones —respondió el
hermano de Jane.
—¿Primeras impresiones? —repitió Egerton
pensativo.
—Bueno,
ahora la he revisado y le he cambiado el título —dijo entonces la propia Jane.
—¿Y
cuál es el nuevo título de la novela? —preguntó el editor.
Jane,
de pronto, no estuvo segura de sí misma, pero, al final, se atrevió.
—Orgullo y prejuicio.
—Me
gusta —respondió Egerton—. Es sugerente. Quiero leerla inmediatamente. —Y la
miró fijamente a los ojos—. Usted no es consciente aún, pero es una gran
escritora.
Y
así, en 1813, dieciséis años después de haber sido rechazada por los editores
Cadell, Orgullo y prejuicio, una obra
maestra de la literatura, vio la luz por fin. Y es que, ya se sabe, a veces las
primeras impresiones pueden ser engañosas.Veintiséis días
Lo importante de una novela no es la velocidad con la que fue escrita,
sin duda, sino su calidad, es decir, que nos conmueva, que nos entretenga o, si
es posible, que consiga ambas cosas a la vez. Pero hay ocasiones en las que la
velocidad se convierte en la clave de la redacción de una novela. Y sólo un
genio es capaz de salir bien parado de semejante locura.
En
noviembre de 1866, Fiódor Mijáilovich Dostoievski caminaba cabizbajo por una de
las grandes avenidas de San Petersburgo. Acababa de perder a su mujer, y su
viejo vicio, el juego, se había apoderado, una vez más, de su vida. Dostoievski
era un ludópata compulsivo. Había períodos en su vida en que podía controlar
aquel terrible hábito, pero la depresión de la muerte de su esposa le había
hecho débil. Las deudas eran brutales y sus acreedores llamaban a su puerta a
diario. Paradójicamente, en lo literario las cosas iban bien. Seguía publicando
capítulos de Crimen y castigo en la
revista El Mensajero Ruso, pero la
falta de dinero era tal que Dostoievski optó por una solución desesperada. El
editor Stellovski le recibió con una sonrisa de dientes escasos que se amplió
hasta límites insospechados cuando Dostoievski estampó su firma en aquel
maquiavélico contrato: a cambio de una nueva novela recibiría tres mil rublos
que él ni siquiera tocaría para que fueran directamente a sus acreedores. Ésa
era la única forma de que no se los gastara en la ruleta. Hasta ahí todo bien.
La sonrisa de Stellovski tenía que ver con lo que ocurriría si no podía cumplir
el plazo pactado: primero una multa, que se añadiría a sus deudas; y si,
pasados unos días más, no tenía aquella nueva novela, Dostoievski perdería
todos los derechos sobre sus obras anteriores, es decir, los derechos sobre Pobres gentes (1846), El doble (1846), Noches blancas (1848), Niétochka
Nezvánova (1849), Stepanchikovo y sus
habitantes (1849), Humillados y
ofendidos (1861), Un episodio
vergonzoso (1862), Recuerdos de la
casa de los muertos (1862) y Memorias
del subsuelo (1864). Era una pérdida terrible.
Dostoievski
tenía claro que Stellovski estaba convencido de que nunca podría entregar la
nueva novela a tiempo, pues el plazo marcado era de veintiséis días.
Dostoievski, no obstante, no se rindió y, nada más llegar a su casa, se frotó
las manos para calentarse y empezar a escribir. Había empeñado su abrigo la
semana anterior y apenas tenía leña para la estufa. Todo parecía encaminado al
fracaso más absoluto. Además, tenía que seguir enviando más capítulos de Crimen y castigo a El Mensajero Ruso.
Pero
no, Dostoievski no se arredró. Había superado cinco años en un campo de
Siberia. Había sido la condena por tener ideas propias, por pensar. Pero si
había podido con eso, podía con todo. Trazó un plan: por las mañanas escribiría
los últimos capítulos de Crimen y castigo
y por las tardes se dedicaría a la nueva novela. Podía hacerse. Podía hacerlo.
Al principio todo iba bien. Su privilegiada mente, dotada como ninguna para la
narrativa, elucubraba bien las frases, los diálogos, las descripciones,
saltando con habilidad y sin confusiones de una novela a otra, pero a los tres
días se dio cuenta de que no podría cumplir el plazo. Su mente iba más rápido
que sus manos. Tenía el final de Crimen y
castigo tan claro en su cabeza como todo el desarrollo de la nueva novela
que escribía por las tardes y que había titulado El jugador, una obra sobre un ludópata igual que él. En su momento
le había parecido una justa penitencia escribir sobre su debilidad, pero ahora
no se trataba del contenido. La cuestión era que debía entregar los textos
escritos en pocos días y no podía. Sus manos eran torpes y, con frecuencia,
ateridas por el frío, escribían con una lentitud insoportable. La desesperación
se apoderó de él. Dostoievski recurrió entonces a los amigos, pero no les pidió
más dinero (nadie se lo habría prestado ya). Sus ruegos tenían otro objetivo y,
sorprendentemente, pronto tuvieron éxito, de forma que a los dos días llamaron
a la puerta. Dostoievski la abrió y recibió a aquella joven mujer.
—Soy
Anna Grigorievna Snitkina —dijo la muchacha mirando algo nerviosa al entorno
destartalado, lleno de libros y polvo que rodeaba al escritor—, la taquígrafa
—completó la joven, aún sin atreverse a entrar en aquella casa; y como fuera
que Dostoievski no decía nada, la muchacha preguntó—: Usted quería una
taquígrafa, ¿verdad?
—Sí,
perfecto, eso es —respondió Dostoievski, y se hizo a un lado para invitar a la
muchacha a adentrarse en su mundo.
Anna
dudó. «Ten cuidado —le habían dicho—, es un genio pero está maldito.» Pero la
mirada que Anna encontró en aquel hombre era la de alguien desamparado, no
maldito. Eso le pareció entonces. Anna Grigorievna dio unos pasos adelante y la
puerta se cerró.
Apenas
salían de la casa. Dostoievski dictaba Crimen
y castigo por las mañanas y El
jugador por las tardes. Y no paraba de hablar y hablar. Anna Grigorievna
estaba completamente cegada por la admiración: aquel hombre no escribía, sino
que recitaba las frases como si fuera una historia que ya estuviera escrita en
su cabeza. Era impresionante, demoledor.
Sin
embargo, el escritor tenía momentos de duda.
—No
sé si está quedando bien, si se entiende —dijo una tarde tras dictar durante
varias horas unos pensamientos de Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo, en donde se le
describía completamente consumido por los remordimientos.
—Sí,
se entiende —se atrevió a decir Anna Grigorievna—, pero da mucha pena.
Dostoievski
la miró.
—La
vida, a veces, da mucha pena —comentó el escritor, y se quedó observando el
contorno de facciones suaves de la joven taquígrafa de veinte años—. A veces no
—añadió el escritor; y Anna Grigorievna bajó la mirada, pero no pudo evitar
sonrojarse.
Siguieron
trabajando.
A
los veintiséis días exactos, Dostoievski fue al encuentro del editor
Stellovski, pero éste le rehuyó durante toda la mañana inventando todo tipo de
excusas, reuniones y visitas inexistentes. Dostoievski salió entonces de las
oficinas de su editor y acudió a paso rápido a una comisaría, donde presentó el
fruto de sus interminables jornadas de trabajo y obtuvo el acuse de recibo
necesario para dejar constancia de que había cumplido el plazo de aquel
contrato endemoniado. Luego regresó a casa y le pidió a Anna que se casara con
él. La joven aceptó sin dudarlo. Con el dinero que Stellovski tuvo que pagar,
Dostoievski saldó sus deudas y, como fuera que las dos nuevas novelas se
vendían bien, aún tuvo dinero extra para llevarse a Anna por Europa.
Pero
el viejo vicio regresó.
La
pareja pernoctó en Baden-Baden y Dostoievski fue al casino.
—Sólo
un momento, sólo un momento —dijo el escritor.
Al
principio apostó al rojo o negro, al par o impar. Luego sintió que tenía una
intuición y apostó a un número. Luego a otro. Y a otro. Él mismo se explicaba,
se intentaba justificar ante su joven esposa en una emotiva carta:
[…]
perdía la tranquilidad, destrozaba mis nervios y comenzaba a arriesgar, me
enojaba, apostaba todo ya sin ningún cálculo y perdía (porque quien juega sin
calcular, al azar, es un demente). Ángel mío, te repito que no te reprocho
nada, que te amo aún más por extrañarme de esa manera. Pero escucha, querida,
por ejemplo, lo que me pasó ayer: después de haberte enviado la carta en donde
te pedía que me mandaras dinero, fui a la sala de juegos; me quedaban en el
bolsillo únicamente veinte florines (para algún imprevisto) y arriesgué diez.
Hice esfuerzos sobrehumanos para permanecer tranquilo y poder calcular durante
una hora completa y todo terminó en que gané […] trescientos florines. Estaba
tan feliz que sentí unas ganas irreprimibles de ponerle fin hoy mismo a todo
esto: quise ganar aunque fuera dos veces más de lo ganado e irme de aquí y,
entonces, sin detenerme siquiera a pensarlo, sin descansar un segundo, me lancé
hacia la ruleta y comencé a apostar mi oro, y todo, todo lo perdí, hasta el
último kópek.*
Anna Grigorievna le abandonaba en
momentos de desesperación. «No te recrimino, me maldigo», decía Dostoievski en
sus cartas. Y ella volvía.
A
su ludopatía compulsiva debemos que Dostoievski escribiera, una tras otra, una
larga serie de obras maestras de la literatura universal. La maldición que
perseguía a un hombre supuso, sin embargo, la bendición literaria para millones
de lectores. La vida es, cuando menos, contradictoria.Hija de la lluvia
Hay turistas japoneses que disparan los flashes de sus móviles
inteligentes a discreción. Los alemanes y los ingleses deambulan con algo más
de decoro y aire impresionado. Los españoles lo observan todo con esos ojos de
«parece mentira lo que somos capaces de hacer cuando realmente nos ponemos a
ello». Y es que no es para menos: las inmensas paredes del viejo Hospital de
los Reyes Católicos (hoy reconvertido en Parador Nacional, habiendo sustituido
el término «Hostal» al de «Hospital») se levantan majestuosas por cada uno de
los patios góticos y barrocos que configuran la planta del gran edificio. Los
hay que sólo piensan en el excelente desayuno que sirven a los huéspedes en
aquel gran y lujoso hotel, pero entre aquellos muros que recogen la lluvia del
pasado como esponjas que todo lo absorben no sólo hay extranjeros, asistentes a
congresos o trabajadores de hostelería: allí también hay recuerdos escondidos,
misterios olvidados y hasta un pequeño gran secreto literario. Ocurrió hace
mucho tiempo. Tenemos que retroceder ciento cincuenta y seis años.
La
mujer corría entre la lluvia perenne de Santiago de Compostela, así se llamaba
aquella ciudad: Santiago, en recuerdo del discípulo de Cristo, y Compostela,
procedente de campus stellae, o campo
de las estrellas, en referencia a las estrellas que brillaban donde apareció el
cuerpo del santo en tiempos remotos. La lluvia que caía era ese eterno orvallo
que puede con todo y que a todos engulle, esa lluvia en la que muchos confían
para borrar sus errores y sus faltas y sus miserias. La mujer de nuestra
historia es, no obstante, una sirvienta inocente; carga con algo en los brazos
que lleva cubierto con mantas. Hace frío. Es el amanecer del 24 de febrero del
año 1836. El agua arrecia, pero la mujer no quiere detenerse y cruza la plaza
del Obradoiro a toda velocidad. El imponente hospital, que los Reyes Católicos
ordenaron construir en el siglo XVI para atender a los peregrinos que llegaran
enfermos al final del largo peregrinaje a Santiago de Compostela, está ante
ella. Adán, santa Catalina, san Juan Bautista, Eva, santa Lucía, María
Magdalena, los propios Reyes Católicos, Cristo, Santiago y san Pedro, la Virgen
con el Niño, san Juan Evangelista y hasta seis ángeles parecen observarla con
atención desde aquella impactante fachada de piedra.
La
mujer se detiene y golpea tres veces la puerta principal del hospital.
La
puerta se abre.
Una
nariz gorda, fea, fofa, asoma bajo la capucha de un hábito de monje. La nariz
mira hacia la niebla, pero aún no se ve nada. Todo está oscuro todavía. De
pronto se oye el llanto de un niño. El monje se vuelve hacia su derecha y ve
aquel pequeño bulto de mantas en manos de aquella mujer nerviosa. Ya sabe de
qué se trata. A él no le gusta tocar aquellos niños traídos al mundo fruto del
pecado. Cierra la puerta con un sonoro estallido de desprecio.
El
llanto de la criatura se mezcla con la niebla del amanecer. La mujer no sabe
bien qué hacer. Le habían ordenado acudir allí, pero aquel portazo la ha dejado
confundida. Con la paciencia que dan los años de servicio en casa de los amos,
la mujer espera. Al cabo de unos minutos, la puerta del hospital vuelve a
abrirse y una monja emerge con aire de llevar levantada varias horas y todas
ellas trabajando sin descanso.
—¡Ave
María Purísima! —exclama la monja al tiempo que coge en sus brazos a la
criatura—. Y además está helada de frío. —Se introduce en el hospital con el
bebé en brazos, seguida de la joven sirvienta. La puerta vuelve a cerrarse. La
lluvia queda allí fuera, golpeando constante los muros del hospital.
La
monja cruza los patios góticos de San Juan y San Marcos. La mujer que la sigue
entiende bien la urgencia, al igual que la monja, que sabe, por la triste
experiencia del dolor, que hay que llegar a la Capilla Real, que hace las veces
de iglesia del hospital, lo antes posible. No sería aquél el primer niño que se
le muriera en los brazos sin haber llegado a tiempo de bautizarlo.
En
la capilla le espera el presbítero don José. Se oye el respirar acelerado de la
monja, que está a punto de quedarse sin resuello. Él se ocupará de todo. Don
José era más tolerante con las miserias del alma y de la carne.
—¡Ave…
María… Purísima! —vuelve a decir la monja, esta vez con más dificultad, como si
pronunciar el nombre de la Virgen ayudara a mitigar los horrores del mundo.
Habían
llegado noticias de que aquello podía ocurrir pronto y pronto había sido, en
efecto. No habría padres, pero al menos tenían noticia del nombre que debía
recibir la criatura. Las había que llegaban sin siquiera un nombre con el que
bautizarse.
—Es
una niña…, la que esperábamos —dijo la monja al entrar en la capilla con la
criatura en brazos. Aún lloraba, pero eso era bueno.
—Déjeme
a mí, hermana —dijo la sirvienta que había llevado a la niña hasta el hospital,
preocupada de que la monja, agotada como estaba por la carrera, pudiera perder
el equilibrio y caer con el bebé en brazos—. Creo que se ha acostumbrado a mí y
quizá sepa calmarla.
Y
así fue: por cansancio o por sentir de nuevo el calor de la mujer que se
ocupaba de ella desde hacía días, la niña interrumpió aquel llanto que partía
el alma.
El
presbítero era hombre de pocas palabras. No era partidario de hablar, sino de
hacer. En pocos minutos dispuso todo lo necesario al lado de la pila.
El
bautizo fue rápido y sobrio. Sólo el presbítero, la monja y la sirvienta
atendieron al evento. Don José rellenó el acta bautismal con la parsimonia del
funcionario eclesiástico que ya ha visto todo lo que tenía que verse en aquel
mundo y mucho, también, de lo que no debería verse nunca. Un mundo de nieblas y
lluvia.
En
veinte y cuatro de febrero de mil ochocientos treinta y seis, María Francisca
Martínez, vecina de San Juan del Campo, fue madrina de una niña que bauticé
solemnemente y puse los santos óleos, llamándole María Rosalía Rita, hija de
padres incógnitos, cuya niña llevó la madrina, y van sin número por no haber
pasado a la inclusa; y para que así conste, lo firmo.
La sirvienta María Francisca recogió a
la niña y, poco a poco, con algo más de paz de ánimo, fue desandando el camino
por el interior del gran hospital. Llegó al fin a la entrada. Allí seguía,
cabizbajo, el monje que había abierto la puerta por primera vez. Nada más verla
llegar, abrió la puerta como quien la abre para que salga una alimaña
perniciosa. La sirvienta cruzó el umbral y salió con rapidez para desaparecer,
sigilosa, mezclando su figura y la del bebé con las primeras luces de un alba
que volvía a respirar lluvia.
Rosalía
de Castro era hija de un sacerdote y una hidalga de familia venida a menos. Con
aquel origen sacrílego, nadie preveía que fuera a tener un gran futuro por
delante, pero su tía paterna se hizo cargo de la criatura, ya fuera por piedad
cristiana o por miedo a que se conociera toda la historia de aquel incómodo
nacimiento. Durante decenios, el origen de la gran escritora gallega, madre del
resurgimiento de la literatura en esa lengua a la par que magna escritora en
lengua castellana, quedó fuera de los libros de texto. Lo que no hicieron esos
manuales, y es de agradecer, es dejar de lado sus magníficos poemas.
Si
alguna vez peregrinan a Santiago de Compostela, disfruten y admiren lo mucho
que hay que admirar y sentir en su catedral sagrada, y paseen por sus calles
estrechas y anchas, empedradas de historia palmo a palmo, pero deslícense
también hacia el interior del Hostal de los Reyes Católicos (no hace falta
alojarse allí para visitarlo). Caminen entonces en el silencio rotundo que se
apodera de sus inmensos claustros una tarde de lluvia constante y lean entre
esos muros un poema de Rosalía de Castro. Háganlo en voz alta. No tengan
vergüenza de dar voz a quien allí fue bautizada. Quizá los ecos de las paredes
les devuelvan el llanto inocente de una niña, una pequeña gran escritora hija
de la lluvia. Una tarde de octubre estuve allí, no hace mucho. Paseé por
aquellos claustros y me preguntaba: ¿se acordaría Rosalía de Castro de su
nacimiento cuando decía…?
Aunque
mi cuerpo se hiela,
me
imagino que me quemo;
y
es que el hielo algunas veces
hace
la impresión de fuego.
Charles Dickens y la piratería informática
A Charles Dickens la piratería informática no le preocuparía demasiado.
Los genios es lo que tienen: se pueden permitir vivir por encima del bien y del
mal. Me explicaré.
Dickens
no lo tuvo fácil en sus comienzos: no recibió educación alguna hasta los nueve
años y, aunque de los nueve a los doce pudo disfrutar de un breve intervalo de
tranquilidad en el que devoró todos los libros que caían en sus manos, desde el
Tom Jones de Fielding, uno de sus
escritores preferidos, hasta el mismísimo Quijote
(sí, Dickens también leyó el Quijote
y, si vamos a eso, Henry Fielding también y, como Mary Shelley, lo recomendaba
encarecidamente a todo el mundo). Pero estamos con Dickens: todo le iba mejor
hasta que su padre ingresó en la cárcel por su incapacidad de hacer frente a
las deudas, y entonces Dickens, un niño de doce años, empezó a trabajar en una
factoría de zapatos. Fueron tiempos durísimos que se quedarían grabados en su
memoria para siempre y que luego reflejaría en sus obras maestras. Dickens,
ejemplo donde los haya de un hombre hecho a sí mismo, consiguió dejar la
fábrica gracias a sus enconados esfuerzos en autoeducarse para así ingresar
como pasante en un bufete de abogados. Sin embargo, ejercer el derecho no era
algo que colmara las expectativas de Dickens, quien, en cuanto le fue posible,
saltó del despacho de abogados a un periódico y, por fin, a una editorial. No
deja de resultarme gracioso que algunos de sus detractores le critiquen
precisamente eso: que era, que fue, que tuvo que ser a la fuerza,
«autodidacta». Dejemos estos críticos a un lado y sigamos, que hasta la
piratería informática aún falta.
Dickens,
como tantos otros en su época, publicaba sus novelas por fascículos, por la
sencilla razón de que el público lector normalmente no disponía de la capacidad
económica suficiente para comprar un gran volumen y les era mucho más asequible
ir adquiriendo fascículos semanales o mensuales a un precio muy inferior. El
éxito de Dickens en este formato fue arrollador. Sus obras literarias no sólo
han pasado a la historia de la literatura inglesa y universal, sino que además
ya en su tiempo disfrutaron de un desbordante éxito popular. Como muestra,
baste decir que, según el periódico británico The Telegraph, en su edición del 8 de mayo de 2010, Historia de dos ciudades de Dickens, la
gran novela que recrea los tumultuosos años de la Revolución francesa, había
vendido más de doscientos millones de ejemplares en todo el mundo desde su
publicación en 1859, siendo el libro más leído de la historia (dejando de lado
la Biblia, el Corán y otros libros religiosos), superando a la épica trilogía
de El señor de los anillos.
Con
Dickens el éxito popular y el prestigio literario han ido de la mano durante
decenios. La única crítica sólida que veo a sus libros es sobre la
credibilidad, o, mejor dicho, la «incredibilidad» (el término existe y está
recogido en la última edición del Diccionario
de la lengua española de la Real Academia). Me refiero a la incredibilidad
de algunos de sus más grandes personajes. Y es que parece hasta cierto punto
inverosímil que personajes como Oliver Twist o David Copperfield, que malviven
en los peores antros de un Londres embrutecido y embrutecedor, en compañía de malhechores
de toda condición y decenas de otros personajes terribles y, por encima de
todo, sin escrúpulos, puedan mantener unos grados de bondad tan elevados pese a
padecer tanto. Pero así nos los presenta Dickens, un David Copperfield o un
Oliver Twist que mantienen su bondad en medio de una ciénaga de miseria. Es
cierto que nos puede resultar inverosímil, pero, y aquí empieza la genialidad,
estos relatos son tan magníficos, tan colosales, y su trama, las descripciones,
la recreación histórica, la atención al detalle, la comicidad, la tragedia, el
vocabulario, todo está tan bien hecho que al final lo inverosímil deja de
resultarnos increíble, hasta el punto de que el Londres del siglo XIX que tiene
en su mente la mayoría de británicos y no británicos es, precisamente, el
Londres que retrata Charles Dickens.
Pero
Dickens dio un salto más que muy pocos escritores se han atrevido a dar. Todo
empezó, como muchas cosas en nuestra vida, de forma casual, con el objeto de
recaudar fondos con fines benéficos: varias instituciones se habían dirigido al
famoso escritor para que aceptara realizar algunas lecturas públicas de sus
obras en diferentes centros culturales del Reino Unido para reunir el dinero
necesario que precisaban varios hospitales y orfanatos que, de lo contrario, se
verían obligados a cerrar. Dickens, que no había olvidado lo que era pasar
penurias, aceptó sin dudarlo. Para sorpresa de todos, aquellas lecturas
supusieron un éxito rotundo, muy por encima de las mejores expectativas que
hubieran podido imaginar. Fue entonces cuando Charles Dickens pensó: «¿Y por
qué no seguir con estas lecturas públicas en teatros por todo el país y por
Estados Unidos?» Y eso hizo. Dickens, siempre un profesional, viajaba con todo
lo necesario, que tampoco era tanto: una mesa, una silla, una pantalla para
situar a su espalda que ayudara a proyectar mejor su voz. Iba de ciudad en
ciudad, y la gente, su público, sus lectores, pagaban por escuchar en vivo y en
directo a uno de sus autores favoritos leyendo en voz alta; más aún, recreando
con diferentes voces y acentos los distintos personajes de Un cuento de Navidad, Historia
de dos ciudades, Oliver Twist y
tantas otras historias memorables. El escritor salía a escena, saludaba al
público presente y anunciaba la novela que iba a leer.
—Hoy
leeré para todos ustedes Un cuento de
Navidad. Espero que les guste.
Es
posible que piensen que mi pasión por Dickens nubla mi ecuanimidad, pero les
invito a leer las críticas recogidas en la prensa de la época: «Escuche a
Dickens y muera: nunca oirá nada mejor en su vida», decía el Scotsman; «Pocas veces he sido testigo o
he compartido una noche de tan genuino entretenimiento», comentaba el crítico
del Times, para concluir diciendo que
«nunca una audiencia tan grande había sido cautivada por la simple fuerza de la
lectura de un solo hombre»; mientras que un periodista del Cheltenham Examiner seguía con la boca abierta tras la lectura
pública a la que había asistido porque «la facilidad con la que mister Dickens
ajustaba su voz a cada uno de los diferentes personajes de su obra era
asombrosa». Por fin, el reportero del Exeter
Journal no tenía duda en afirmar sin ambages que «mister Dickens es el
mejor lector del mejor escritor de su época».
Estas
lecturas públicas proporcionaron a Dickens la fuente regular de ingresos que le
hacía falta para mantener a su esposa, a sus diez hijos y… a su amante (pero
ésa es otra historia en la que no deseo profundizar demasiado: digamos que
Dickens tuvo una amante y que esto sólo salió a la luz porque, cuando viajaba
en un tren con ella, el tren descarriló y Dickens, en lugar de escabullirse con
ella, se quedó para ayudar a sacar a los heridos, y fue ahí cuando se descubrió
quién era y con quién iba). No sabemos si su mujer le perdonó o no el delicado
asunto de su amante, pero, sin duda, el público sí que pareció olvidarse de
ello: Dickens falleció en su casa un día de verano y dejó por escrito que
deseaba un funeral sencillo y privado y una lápida en la que sólo se pusiera,
con caracteres carentes de adornos, su nombre y su fecha de nacimiento y
muerte. Y todo se cumplió, con excepción de que el público exigió que Charles
Dickens debía estar enterrado en la Abadía de Westminster en el corazón de
Londres, ese Londres que tanto amó y que tan bien describió con todas sus luces
y sus muchas sombras.
¿Qué
haría Charles Dickens hoy día? Estoy convencido de que publicaría sus novelas
por capítulos en su web, anunciaría por Twitter su próxima lectura pública,
llenaría teatros y auditorios y, con toda seguridad, no se preocuparía
demasiado por la piratería informática, porque la gente pagaría por escucharle
en directo.
¡Qué
pena, qué lástima tan grande que Charles Dickens falleciera en 1870, sólo seis
años antes de que Thomas Alva Edison inventara el fonógrafo!Esquina Pérez Galdós con Àngel Guimerà
Estoy sentado en la terraza de un pequeño café que lleva el esperanzador
nombre de Il·lusió [Ilusión], justo en una esquina del cruce entre la avenida
Pérez Galdós con la calle Àngel Guimerà en la ciudad de Valencia. No creo que
nadie de los que caminan por estas calles, rápidamente, agobiados por el tiempo
y por la vida, piense en los premios Nobel de Literatura que pudieron ser y no
fueron. Se trata, además, de un cruce de avenidas algo desabrido: muchos coches
y bastante contaminación, circunstancias que no invitan al reposo y la
reflexión. Desde mi mesa, mientras saboreo un buen café con leche que ayuda a
compensar el entorno, puedo ver el paisaje atestado por ese pálpito permanente
de un tráfico urbano incesante. Se puede ver una tienda de bisutería, un centro
de manicura, un bar, una boutique, una entidad bancaria, una casa de comida
para llevar y una inmensa torre de telecomunicaciones que completa el escenario
a modo de gran guinda tecnológica.
Me
levanto y cruzo la calle. Hay unas placas verdes que indican la dirección para
encontrar los números 76 al 14 de la calle Àngel Guimerà y los números 86 al
128 de la avenida Pérez Galdós. ¿Y Harald Hjärne? Faltaría una tercera calle
que se cruzara con estas dos para completar la historia, pero supongo que ya es
suficiente casualidad que aquí en Valencia la calle Àngel Guimerà termine justo
en la avenida Pérez Galdós, porque es por casualidad, ¿verdad?; ¿o no? Es
posible que la gente que transita por aquí nunca repare en esta curiosa ironía
del plano de Valencia.
Me
explicaré: la historia de los premios Nobel de Literatura se remonta a 1901,
cuando el francés Sully Prudhomme inauguró la lista de premiados de mayor
prestigio en el mundo de la escritura. En los años siguientes, un alemán y un
noruego obtuvieron el premio. Hasta ahí todo bien. El conflicto empieza luego.
La Academia Sueca quería conceder premios Nobel a algunas literaturas de
lenguas latinas que estaban en recuperación a principios del siglo XX, y los
nombres de Frédéric Mistral, occitano, y de Àngel Guimerà, catalán, sonaron con
fuerza, pero las presiones desde España forzaron a que la Academia Sueca
concediera el premio de 1904 ex aequo a Mistral por un lado y a Echegaray por
otro, este último en lugar de Guimerà. La Academia de Bellas Artes de Barcelona
reaccionará entonces con energía y propondrá durante los próximos diecisiete
años y de forma ininterrumpida la candidatura de Àngel Guimerà para el Premio
Nobel de Literatura. Desde la Real Academia Española, sin embargo, se
favorecieron las candidaturas de Menéndez Pelayo primero y de Benito Pérez
Galdós después. La división de las propuestas que llegaban desde España, pues
así era percibido por la Academia Sueca, no favorecía nunca las propuestas de
nuestro país; y así escritores europeos de Polonia, Bélgica, del Imperio
alemán, Reino Unido, Italia, y hasta un famoso escritor de la India (Tagore),
obtuvieron el muy anhelado galardón. Los años van pasando y llegamos a 1916.
Una vez más desde España se insiste en Galdós, por un lado, y en Guimerà, por
otro. Harald Hjärne, presidente de la Academia Sueca en ese año, parece
decantarse, por fin, por Galdós, por su impresionante obra de los Episodios nacionales, sin que eso vaya
en demérito de la valía de Àngel Guimerà. Además, no hay que olvidar que Harald
Hjärne era historiador en la Universidad de Uppsala. Quizá a su influencia
debemos también el Premio Nobel al gran escritor polaco de novela histórica
Henryk Sienkiewicz, de quien siempre está bien recordar su épica Quo vadis, inmortalizada por el
grandioso Hollywood y que la televisión suele programar en Pascua. Nunca está
de más volver a verla. Peter Ustinov como ese Nerón delirante realiza una
actuación memorable.
Pero
volviendo a 1916, cuando Hjärne empieza a emitir informes en los que recomienda
al resto de la Academia Sueca a Benito Pérez Galdós, desde España llega no sólo
la propuesta alternativa de Àngel Guimerà, apoyada una vez más por el Círculo
de Bellas Artes de Barcelona, sino que también se remiten numerosos escritos y
críticas de los enemigos políticos de Galdós, y eso que don Benito, pese a su
ideología progresista, fue hombre ajeno a dogmatismos y se declaraba amigo de
personas tan alejadas de cualquier izquierdismo como el propio Menéndez Pelayo
o Antonio Cánovas del Castillo, con los que compartía animada tertulia en
Madrid. Fuera como fuese, ante un país que pedía el Nobel con sus instituciones
divididas en derechas, izquierdas y nacionalismos, el sueco se hizo
precisamente eso, el sueco, y dio el Premio Nobel de Literatura de 1916 a un
sueco, y en 1917 a dos daneses, a nadie en 1918 por causa de la primera guerra
mundial, y a un suizo en 1919.
Me
puedo imaginar al anciano Galdós o al propio Àngel Guimerà escuchando aquellos
nombres que algún amigo o familiar les leería, en especial a don Benito Pérez
Galdós, que estaba quedándose ciego.
—Don
Benito, este año se lo han dado a Verner von Heidenstam.
—Ya,
bien. Será bueno —diría don Benito.
—Dicen
que es poeta y novelista. Creo que el periódico hablaba de que tenía una novela
histórica sobre Suecia, pero no estoy seguro.
—Bueno.
Bien está. Pero ahora sigue leyéndome Oliver
Twist. Dickens sí que es bueno de veras —respondería don Benito, que
disfrutaba escuchando pasajes de sus grandes autores favoritos, como el propio
Dickens, Cervantes o Shakespeare.
Y
al año siguiente.
—Don
Benito, este año el Nobel se lo han dado a Karl Adolph Gjellerup y Henrik
Pontoppidan.
—¿Y
éstos quiénes son?
—Daneses.
Y
al año siguiente.
—Don
Benito, este año se lo han dado a Carl Spitteler.
—¿Danés?
—preguntaría Galdós.
—No,
suizo —le responderían—. Un poeta.
Y
don Benito asentía y callaba. Y así hasta su muerte.
En
1920, don Benito Pérez Galdós falleció. Guimerà aún seguiría esperando
pacientemente.
—Aquest any l’han donat a Knut Hamsun
[Este año se lo han dado a Knut Hamsun] —le dirían, y don Àngel Guimerà
escucharía y aguantaría. Eso sería en 1920.
Al
año siguiente le contarían que el Premio Nobel de Literatura iba a parar a
manos del francés Anatole France. Y en 1922 el que lo recibiría sería el
español Jacinto Benavente. Àngel Guimerà iba cayendo en el olvido de una
Academia Sueca que tenía sus miras puestas ya en otras literaturas. En 1923 el
premiado sería William Butler Yeats, abriendo el camino a los premios Nobel
irlandeses que ya he referido en otro de estos episodios.
En
1924 don Àngel Guimerà falleció.
Ninguno
de los dos, ni Galdós ni Guimerà, obtuvo un reconocimiento que, en mi opinión,
con estilos literarios diferentes e intereses diversos, ambos merecían
sobradamente. La desunión institucional y política propia de nuestro país hizo
que sus oportunidades, es decir, nuestras oportunidades, se perdieran.
En
una dinámica diferente hay que enmarcar el proceso contrario, en el que, por
ejemplo, la Generalitat valenciana financió la puesta en escena de Los intereses creados del Nobel
Benavente, madrileño, durante la temporada teatral 2011 en una magnífica
producción dirigida por el actor valenciano Pepe Sancho. La obra cosechó, una
vez más, un gran éxito de crítica y público, y la de 2011 es una puesta en
escena que me permito recomendar a quien no pudiera verla, en caso de que la
obra vuelva a representarse en Valencia o en cualquier otra ciudad española. Y
es que en la literatura de verdad no hay tantas fronteras. Los escritores se
respetaban entre sí: Echegaray traducía a Guimerà del catalán al español a la
par que apreciaba enormemente a Galdós, pero las instituciones fallaron. En
lugar de proponer conjuntamente a un autor y luego a otro, la división condujo
a que ni Galdós ni Guimerà obtuvieran el Nobel.
Y
ahora aquí están en Valencia estas dos calles, dos grandes avenidas, la de
Pérez Galdós y la de Àngel Guimerà, cruzándose eternamente en este enclave
donde el tráfico de la ciudad fluye constante sin detenerse un solo momento. Me
pregunto si el hecho de que estas dos calles se cruzaran fue realmente una
inocente casualidad del destino o un guiño irónico que algún urbanista de la
capital del Turia quiso dejarnos para la posteridad.El asesinato de Sherlock Holmes
Arthur era un hombre tranquilo. Nadie podía imaginar en qué andaba
pensando desde hacía varios meses.
Había
diseñado el asesinato perfecto. O eso creía. Ni siquiera el enigmático y agudo
Sherlock Holmes podría hacer nada por evitarlo. La jugada era maestra,
perfecta. Más aún: era osadía pura, pues su víctima no iba a ser otra que el
propio Sherlock y, sin embargo, el detective de Baker Street no tenía ni la más
mínima idea de lo que estaba a punto de ocurrir. Ni idea. Ése era el gran poder
de Arthur.
El
plan era sencillo. Sólo había que conducir a Sherlock Holmes, al vanidoso y
ególatra Holmes, hasta el abismo de Reichenbach, en Alemania. Ocurriría allí.
Arthur asentía mientras lo preparaba todo. Pero Arthur no quería ser acusado.
¿Acaso quiere alguien pasar por eso? No. Lo tenía todo pensado: acusarían a
otra persona en su lugar. ¿Quién? Aquí Arthur sonrió. Quién sino el enemigo
eterno de Sherlock Holmes, quién sino el perverso dueño de los bajos fondos de
Londres y de medio mundo, quién sino el temido profesor Moriarty.
Sí.
Arthur lo preparó todo con esmero: folios limpios, blancos, sin mácula, y tinta
negra, oscura, líquida, bien dispuesta. Ésas eran sus armas. No necesitaba más.
Dicen que hay palabras que hieren. De acuerdo. Y también hay palabras que
pueden matar. Empezó a escribir.
Todo
salió tal y como lo había diseñado: Holmes siguió a su archienemigo hasta el
precipicio de Reichenbach y allí luchó a muerte con él hasta que el abismo se
tragó a ambos. Todos cometen torpezas. Holmes, en su afán por atrapar a
Moriarty, decidió arriesgarse. Arthur contaba con ese punto de vanidad de
Holmes. Sabía que no dejaría pasar la oportunidad que se le brindaba de atrapar
a Moriarty, incluso si eso conllevaba una arriesgada lucha al borde mismo de un
precipicio.
Todo
pasó rápidamente. No era momento de proporcionar muchos detalles. Arthur,
además, se aseguró de que ni tan siquiera aparecieran los cadáveres. Mejor así.
Aún más difícil reunir pruebas en su contra.
Todo
había terminado. Sherlock Holmes había muerto.
Arthur
se levantó de la mesa de su escritorio y cruzó el despacho hasta llegar al
pequeño mueble donde guardaba las bebidas. Podría haber llamado a alguien del
servicio, pero se sentía como si aún tuviera sangre en las manos y, por encima
de cualquier otra consideración, aquél era un momento privado. Se sirvió un
vaso de jerez. Bebió. Le supo algo amargo. ¿Le sabrían ahora siempre amargas
todas las copas? ¿Era ése el regusto que le iba a quedar en el paladar para
siempre? Retornó hacia el escritorio y, de pie, con la copa en la mano, releyó
la última página que acababa de escribir. Al menos le había proporcionado una
muerte heroica. A todos les gustaría. Además, así aún sospecharían menos de él.
Fin de la historia. Regresó al mueble bar y se sirvió una segunda copa. Ahí se
detuvo. No quería emborracharse. Tampoco sentía esa necesidad.
Arthur
durmió tranquilo aquella noche, sin el más mínimo complejo de culpabilidad. Por
fin era libre. Tenía tantos proyectos, tantas ideas. Ahora podría ocuparse de
ellos, darles forma. Ya no estaba atado a Sherlock. Mañana mismo empezaría a
trabajar.
Todo
fue bien durante varios días. La rutina se apoderó de su existencia y se sentía
cómodo. Hasta que llegó la primera carta. Arthur la vio una mañana en la
bandeja del correo, pero no quiso abrirla. Intuía qué podía ser y decidió
ignorarla. Venía del mismo Londres. No le dio importancia. Era lógico que
hubiera algunas reacciones, pero al día siguiente eran tres las cartas y diez
al siguiente y luego veinte, treinta, cincuenta… Arthur decidió abrir algunas,
sólo por tener una noción de lo que se pensaba: le acusaban a él, directamente,
con firmeza, sin duda alguna. Nunca pensó que fueran a llegar a esa conclusión
tan rápidamente. Pero había más: le rogaban; le imploraban que deshiciera el
pasado, que desanduviera el camino andado con aquellas páginas, pero cómo
hacerlo y, a fin de cuentas, por qué. Ahora era libre. Y le gustaba serlo y
pretendía seguir siéndolo por mucho tiempo; no, para siempre. Negó con la
cabeza y dejó las cartas sobre la bandeja del correo. No volvería a leer
ninguna más. No importaba cuántas llegaran, pero, justo en ese instante,
llamaron a la puerta. Arthur iba a dar orden de que ignoraran esa llamada, pero
ya era tarde: oyó cómo el servicio la abría y cómo subían por la escalera.
Debería haberse marchado de Londres por un tiempo. Quedarse había sido un error
de cálculo. Se mantuvo tranquilo. No se sentía culpable.
Un
hombre entró en el salón. Era conocido por el servicio y nadie pensó que se le
debiera detener en la entrada.
—¿Qué
has hecho, Arthur? —le preguntó el hombre aun antes de saludar.
Arthur
guardó silencio.
—¿Por
qué? ¿Por qué, Arthur?
Arthur
seguía callado. Se levantó de la butaca en la que se había sentado y deambuló
por la habitación, hasta que se detuvo en una ventana y miró a través de las
cortinas. Había mucha gente frente a su residencia. Dio un paso atrás. Encaró
entonces al recién llegado.
—Porque
estoy harto, hastiado, por eso —replicó Arthur resuelto, casi con fiereza.
El
hombre que había ido a verle suspiró, hizo un gesto al escritor para que
regresara a su butaca, lo que Arthur aceptó, y el otro hombre se sentó frente a
él. Le hablaba como quien habla a un niño.
—Arthur,
te aseguro que si hay alguien que puede entenderte ése soy yo, pero esto no
puede ser. Has ido demasiado lejos. Esto tiene que… tiene que ser de otra
forma.
Arthur
volvía a negar con la cabeza, pero el hombre le hablaba con decisión y Arthur
sabía que tenía razón, que no había otro camino.
—Sherlock
Holmes era demasiado grande ya, Arthur, demasiado. Quizá al principio habrías
podido hacerlo, cuando no lo conocía tanta gente; pero ahora no, ahora de
ningún modo. Nadie lo aceptará. Veo que aquí también han llegado algunas cartas
—dijo mirando la bandeja del correo de Arthur repleta de sobres sin abrir—.
Esto no es nada, lo que tienes aquí es apenas una muestra. Nosotros tenemos
miles de cartas. Y todas piden lo mismo. Y tienes ya a mucha gente congregada
ahí fuera.
Arthur
miraba al suelo.
—Ha
de volver, amigo mío —concluyó el hombre—. Arthur, no sé cómo podrás hacerlo,
pero Sherlock Holmes ha de volver, ha de salir vivo del abismo de Reichenbach.
Hubo
un momento de silencio.
—Es
lo mejor, créeme, Arthur, es lo mejor. —Y el hombre se levantó, le dio una
palmada en la espalda y salió despidiéndose en voz baja para no interrumpir los
pensamientos de Arthur, que debía encontrar la fórmula para resucitar a un
muerto.
Sir
Arthur Conan Doyle, cansado de escribir decenas de relatos sobre el más famoso
detective de la historia, decidió que Sherlock Holmes, la más impactante de
todas sus creaciones, debería morir luchando contra su enemigo Moriarty. Conan
Doyle relató aquella lucha de titanes en una carta que Holmes enviaría al
doctor Watson, donde el propio Sherlock Holmes explicaba que iba a seguir a
Moriarty hasta aquel terrible lugar, el abismo de Reichenbach, y atraparlo;
pero cuando Watson fue allí, las pisadas de ambos hombres se perdían en el
nefasto precipicio. El amigo del detective concluyó que todo había terminado. Y
para que no quedara duda alguna entre los lectores, el título del relato era
claro: «La aventura del problema final.» Era el fin de Sherlock Holmes, ése
había sido el plan, pero dar muerte al más audaz de los detectives no era tan
fácil: los miles de cartas recibidas por sir Arthur Conan Doyle y las visitas y
los ruegos de su propio editor le hicieron ver que el público se negaba a
aceptar que Holmes pudiera morir. Muchos seguidores de las aventuras del
aclamado detective de Baker Street se paseaban frente a la casa del escritor
con crespones negros en los sombreros en señal de protesta y luto por la muerte
de su ídolo. Conan Doyle se plegó al fin a las peticiones de su editor y del
público y, en «La casa deshabitada», Sherlock Holmes regresaba a la vida.
¿Cómo? En la ficción todo puede arreglarse: Holmes, haciendo uso del arte
marcial baritsu, había luchado contra
Moriarty al borde del abismo de Reichenbach y había derrotado al terrible
enemigo, pero el detective había fingido caer él también al vacío para
combatir, durante unos años, al resto de líderes de los bajos fondos de
Londres, gracias al anonimato que le daba el hecho de que todos le creyeran
muerto, hasta que por fin el gran detective se presentó de nuevo ante un
sorprendido e inmensamente feliz doctor Watson, en uno de los reencuentros más
conmovedores de la historia de la literatura. Incluso el gélido Sherlock Holmes
se verá conmovido, como pocas veces en su vida, ante la alegría incontenible de
su amigo al reencontrarse con él. Hoy día, sir Arthur Conan Doyle está muerto y
no le podemos resucitar, pero Holmes sigue vivo, más vivo que nunca. A veces
los personajes son mucho más importantes, más fuertes, incluso casi más reales,
que sus autores.La trinchera
Los disparos de la ametralladora alemana, por fin, se detuvieron. Se
trataba de una Schweres Maschinengewehr 08, una ametralladora pesada que
escupía hasta cuatrocientas balas por minuto. Las ráfagas mortales habían
estado arreciando toda la jornada como una lluvia incesante de fuego y rabia.
—O
se les ha acabado la munición o se han cansado de matarnos —dijo su amigo.
Raymond
le miró y asintió. Quedaban media docena de sus compañeros de armas en aquella
trinchera. De hecho, apenas quedaban hombres del regimiento de las tropas
expedicionarias canadienses a las que Raymond se había alistado para ir a
luchar al frente en Europa. Por entonces, él era nacionalizado británico y, al
estallar la Gran Guerra de 1914, había considerado su deber alistarse, pero,
después de meses en el frente, Raymond ya no estaba seguro de nada. Ni siquiera
de que fuera a salir vivo de aquella trinchera en la que tantos habían caído en
unas pocas horas.
Raymond,
para evadirse del horror del momento, repasaba en su mente lo que había
ocurrido en los últimos meses: los alemanes se habían lanzado contra París y
casi llegan a tomar la ciudad, pero los ejércitos francés y británico
combinados consiguieron hacerles retroceder; hasta ahí todo bien, pero lo que
parecía un rápido contraataque anglofrancés, que debería haberlos conducido a
todos a luchar en un Berlín que británicos y franceses pensaban que caería
pronto, se detuvo en seco cuando los alemanes enviaron más tropas de refuerzo a
Francia. Ése fue el principio de una tragedia humana de dimensiones
desconocidas hasta entonces. Los ejércitos quedaron inmovilizados y con ellos
pareció detenerse Europa entera. Todo el norte de Francia se plagó de
trincheras, alambradas y ametralladoras. Desde entonces, en una larga guerra de
desgaste, decenas de miles de soldados de uno y otro bando se dejaban la vida
mientras los altos mandos de los dos contendientes introducían todo tipo de
nuevas armas en los campos de batalla. Los altos mandos experimentaban. Los
soldados caían.
Raymond
había visto enemigos con fusiles que lanzaban llamas incendiándolo todo a su
alrededor y a compañeros suyos envueltos en fuego, convertidos en antorchas
humanas, corriendo despavoridos, cegados por el horror y el sufrimiento
extremos, hasta que eran alcanzados por una ráfaga de ametralladora que casi
parecía misericordiosa en medio de aquella locura. Otros días había tenido que
gatear para escapar de aquellos gases terribles que habían dejado ciegos a
tantos de sus compañeros. Nadie sabía ya a qué atenerse ni qué tipo de guerra
era ésa. Les repartieron entonces máscaras con las que protegerse de los gases.
Pero llegaron entonces las máquinas. Raymond vio ingenios terribles, como
apisonadoras gigantes que exhibían cañones por los laterales o por delante,
vehículos completamente acorazados que lo arrasaban todo a su paso, alambradas
o huesos quebrados de soldados atónitos, hasta que un cañonazo enemigo o un
lanzallamas detenía el avance de aquella máquina y ésta quedaba destrozada,
aprisionando en su interior a sus ocupantes.
Todos
usaban de todo. Pero lo peor era que con frecuencia, después de los gases, los
lanzallamas y los tanques, había que terminar luchando en muchas ocasiones con
las bayonetas de los fusiles cuando se terminaban encontrando cuerpo a cuerpo
con el enemigo. Peleaban entonces como animales, como perros rabiosos.
Pero
aquella jornada la ametralladora enemiga decidió callar por fin. Aprovechando
el descanso de las interminables ráfagas de munición asesina, Raymond sacó un
cigarrillo y ofreció otro a su amigo. No se conocían, pero llevaban toda la
mañana sobreviviendo juntos en la trinchera, bombardeo tras bombardeo de la
artillería enemiga. El otro soldado era de un escuadrón diferente, pero, seis
horas después de estar allí juntos bajo el fuego enemigo, Raymond sentía que
eran amigos.
—Gracias
—dijo su compañero aceptando el cigarrillo de buen grado. El resto los miró con
envidia.
—No
tengo más —dijo Raymond—, pero ahora os paso el mío. —Inspiró un par de veces y
les dio su cigarrillo. El amigo de Raymond le imitó y también empezó a pasar su
pitillo.
—¿Qué
estarán haciendo? —preguntó uno de los compañeros de la trinchera al tiempo que
inspiraba profundamente el humo del tabaco.
—Si
hay suerte, los franceses avanzarán y nos sacarán de aquí —comentó entonces
Raymond, en un intento de animarse a sí mismo y al resto.
—No
sé. Parecen atascados a quinientos metros —respondió otro—. Vi cómo intentaban
romper alambradas hacia allí, en aquel sector. —Y señaló hacia el este, donde
se podían ver unas colinas.
—Llegarán.
Si esperamos aquí, llegarán —insistió Raymond, pero más por no perder la
esperanza que por convencimiento.
Nadie
dijo nada en un rato. Se limitaban a fumar. De pronto, empezaron a oírse nuevas
explosiones y ambos cigarrillos cayeron al suelo por la sorpresa. Dicen que te
acostumbras, pero no es cierto. Malvives con el miedo. Eso es todo.
—¡Maldita
sea! —dijo Raymond.
Eran
los nuevos cañones del enemigo, de un calibre superior. Y sonaban muy cerca.
—Ya
sabemos lo que estaban haciendo —dijo uno de los atrincherados—. Estaban
acercando sus cañones pesados.
—Nos
van a dar —dijo su amigo.
Y
en ese momento una explosión hizo saltar por los aires un enorme montón de
arena, pocos metros por delante de su posición, que les cubrió los cascos y el
uniforme de polvo y tierra y sangre.
—¡Nos
van a dar! ¡Hay que salir de aquí! —gritó su amigo una vez más para hacerse oír
por encima del estruendo de las bombas, que caían por todas partes.
—¡No
es buena idea! ¡Salir no es buena idea! —replicó Raymond sacudiéndose la tierra
que le había caído encima—. ¡Está la ametralladora!
Pero
su amigo no le escuchaba. Estaba como ciego por el pánico y sacó los brazos
para empezar a trepar y salir de la trinchera; y el resto, como poseídos por el
mismo terror, le imitaron. Las bombas volvieron a caer cerca. Era cierto que
podía caerles una bomba en cualquier momento, pero la ametralladora seguía
allí. Raymond, en un último intento por detenerlo, cogió a su amigo por el
uniforme.
—¡No
salgas! ¡Es lo que quieren! ¡Está la ametralladora! ¡Aquí aún tenemos una
posibilidad! ¡Fuera estamos muertos!
Pero
su amigo se zafó de su brazo.
—¡No
les quedan balas! —dijo, y salió gateando seguido por los otros.
Una
ráfaga de ametralladora barrió toda la parte superior de la trinchera. Raymond
se salvó por muy poco. Su amigo y el resto agonizaban en el exterior. Raymond
los oía aullar de dolor. Una segunda ráfaga acabó con ellos.
El
bombardeo prosiguió todo el día, hasta que un avance de los franceses rescató
la posición canadiense con varios tanques que arrasaron las alambradas alemanas
y volaron por los aires la posición de las ametralladoras. Raymond salió de su
refugio en estado de shock. Apenas
podía hablar. Lo que nadie sabía allí es que de esa trinchera, junto con
Raymond, salieron vivos El sueño eterno,
El largo adiós, La dama del lago, Adiós,
muñeca, El simple arte de matar, La historia de Poodle Springs y tantas
otras obras maestras de la novela negra; y, si lo pensamos bien, por extensión,
también salieron de allí vivas tantas obras maestras del cine negro de todos
los tiempos, fruto de las magníficas adaptaciones cinematográficas de todos
esos relatos. Y es que de aquella maldita trinchera salió vivo Raymond
Chandler, el genial escritor, y con él sus historias sobre el investigador
Philip Marlowe, que tan bien encarnaría en la gran pantalla del cine del mejor
Hollywood el inolvidable Humphrey Bogart, siempre seguido de cerca por la impactante
Lauren Bacall. Sí: todo eso, de una forma u otra, sobrevivió a esa guerra, a
aquel bombardeo de la artillería y a las ametralladoras.
En
aquella jornada nadie podía imaginar lo que se rescataba de la masacre, pero
ahora sí sabemos lo que se salvó de aquella trinchera de la primera guerra
mundial. Lo que no sabe nadie ni nunca podremos averiguar es si quedó alguna
otra gran novela en aquellas alambradas, entre los cuerpos sin vida de los
compañeros de Raymond Chandler. Ni nunca sabremos cuántas otras novelas, obras
de arte, avances científicos, vacunas, descubrimientos o maravillas se nos
quedan cada día en las interminables trincheras de este mundo, en un bando o en
otro.La Gestapo y la literatura
Aquella tarde de junio de 1924, Max regresó del funeral caminando
despacio y melancólico por las calles empapadas de aquella ciudad austríaca que
no dejaba de recordarle a la vieja Praga. Max llegó a su residencia agotado, se
sentó en el modesto salón de la casa que habitaba y encendió la chimenea. El
fuego debía servir a un doble fin: calentar sus entumecidos músculos y quemar
los escritos de su amigo recién fallecido. Este segundo objetivo, el de quemar
los relatos y las novelas de su amigo, no ilusionaba a Max; se le antojaba algo
terrible, pero no tenía elección.
—¡Quémalo
todo! —le había dicho su amigo mientras le asía con fuerza de un brazo
insistiendo varias veces—. ¡Todo! ¡Quémalo todo! ¡No quiero que quede nada! ¿Me
entiendes?
—De
acuerdo —dijo al fin Max. Es prácticamente imposible discutir con un moribundo.
Max
dispuso los escritos en varios montones junto a su butaca frente a la chimenea.
Unos los tenía hacía tiempo. Otros los había recogido en la habitación de su
amigo en el sanatorio de Kierling. Había mucho material para quemar. Aquello
sólo hacía que aumentaran sus dudas.
—No
seré capaz de hacerlo —le había dicho Max después a su amigo pese a haber
aceptado el terrible encargo; pero el moribundo, como si no le hubiera
escuchado o como si no quisiera escucharle, le nombró albacea de todos sus
escritos. Esto es, de todos los relatos y novelas menos de los que tenía Dora
Diamant, una joven actriz que su amigo había conocido en sus largas estancias
en el sanatorio, cuando intentaba curarse de aquella maldita tuberculosis que
ya no lo abandonó nunca y que terminó por llevárselo allí donde fueran los que
ya no están entre nosotros.
Max
frunció el ceño. ¿Tendría Dora las mismas instrucciones? Se respondió a sí
mismo con un gesto mudo de asentimiento. Seguramente. ¿Las cumpliría? Muy
posiblemente. Dora adoraba a Franz, su amigo. Fue lo único feliz que Franz
extrajo de aquel sanatorio: su amistad con Dora Diamant.
Max
cogió el primer legajo de folios y lo miró con atención. La llama del fuego era
ya poderosa, capaz de engullir en su incendio miles, decenas de miles, millones
de palabras que enmudecerían para siempre. Max acercó el montón de páginas a
las llamas. Su amigo, a fin de cuentas, apenas había conseguido publicar unos
pocos relatos cortos en su vida. Relatos extraños que nadie supo entender, de
forma que éstos habían pasado bastante desapercibidos tanto para los críticos
como para los lectores. Franz le confesó un día:
—Lo
que he escrito fue hecho en un baño tibio, no he vivido el infierno eterno de
los verdaderos escritores, a excepción de unos pocos arrebatos que puedo
ignorar […] debido a su escasa frecuencia y a la debilidad con que se
manifestaron.**
Si
eso era cierto, no era probable que se perdiera nada especial en aquellas
llamas. De pronto, los ojos de Max se detuvieron sobre el título de aquel
primer gran grupo de folios. Y las dos palabras le atraparon. Se reclinó en la
butaca y, a la luz del fuego de la chimenea y de la pequeña luz de gas que
tenía encendida, empezó a leer. A fin de cuentas, había aceptado quemarlos,
pero no habían concretado que él no pudiera leer antes aquello que luego
tendría que destruir. Y leer era como volver a recuperar un poco la voz
inconfundible de Franz. El relato le atrapó. Max no paró de leer en varias
horas. Era una novela inquietante, asfixiante y, sin embargo, no podía dejar de
leerla.
Con
las primeras luces del alba, Max se despertó sobresaltado, y de un respingo se
puso en pie y se palpó la cara. Había tenido una pesadilla recordando otro de
los relatos de Franz, La metamorfosis,
en donde el protagonista se despierta un día convertido en un gran insecto. Fue
corriendo al lavabo y se miró en el espejo. No, no pasaba nada. Allí estaba él,
Max, taciturno y abatido y con las ojeras propias de una noche en vela sumido
en la lectura. Volvió al salón y miró los folios desperdigados por el suelo. Se
arrodilló y los ordenó de nuevo. El título del texto que había leído por la
noche y que su amigo quería que quemara seguía allí, extraño, incómodo: El proceso, así se llamaba.
Max
no desayunó, sino que puso a un lado el texto que había estado leyendo y que no
había terminado y tomó el siguiente montón de páginas y siguió leyendo. Éste se
titulaba El castillo. Quizá sólo
merecía la pena uno de los manuscritos, aquel por el que había empezado la
noche anterior, y el resto fuera material que no merecía ser recordado por
nadie. Durante varios días, Max no salió de casa. Sólo se detenía para comer de
cuando en cuando. Al cabo de varias semanas concluyó aquel maratón de lectura
con el último montón de folios: América.
Cuando terminó, se llevó las manos a la cabeza. No sabía qué hacer. Todo lo que
había leído era espléndido y original. Su amigo tenía siempre una perspectiva
especial sobre el mundo que arrojaba una visión crítica y demoledora a la vez.
Nadie escribía como él, y todo eso… ¿se iba a perder?
Max
Brod decidió al fin no quemar nunca los escritos de su amigo Franz Kafka,
aunque con ello contraviniera su último deseo. Eran demasiado buenos, demasiado
especiales, demasiado únicos. No podían perderse así, sin más. Y no sólo los
guardó, sino que decidió que se publicaran lo antes posible; y así,
sucesivamente, en 1925, 1926 y 1927 fueron apareciendo muchos de estos
volúmenes. La historia de la literatura universal ya no fue la misma.
Pero
¿qué pasó con los manuscritos que Kafka confió a Dora Diamant?
Unos
años después, en 1933, Dora, aquella joven que Kafka había conocido en el
sanatorio de Kierling, se escondía de la Gestapo en las entonces peligrosas
calles del Berlín previo a la segunda guerra mundial. Sabía que su nombre
estaba en las listas de la policía secreta nazi y sabía que, además de su
afiliación al partido comunista, su relación con Franz Kafka no la ayudaba
demasiado. Kafka estaba mal considerado por el nuevo régimen nazi. Sus escritos
eran demasiado extraños y críticos con cualquier orden establecido, y, sobre
todo, hacían pensar demasiado, así que el Reich había decidido que Kafka no
debía leerse y, sobre todo, que nada más que hubiera escrito aquel rebelde de
Praga debía ver la luz nunca jamás. Pero Dora no tuvo suerte. Se acababa de
mudar a un nuevo piso con la esperanza de haber burlado a los agentes que la
vigilaban, pero una mañana fría sintió aquellos terribles golpes en la puerta y
supo que la habían encontrado.
—¡Abran,
rápido, rápido!
A
Dora no le dio tiempo a nada. Los agentes de la Gestapo irrumpieron en el piso
a puntapiés, la detuvieron y no pudo hacer ya nada por evitar el registro.
Ella, igual que Max, pese a lo que éste hubiera podido suponer, tampoco había
sido capaz de quemar los textos que tenía de Franz Kafka. Con más dudas que
Max, sin embargo, no se había atrevido a hacerlos públicos. Una cosa era no
quemarlos y otra que se publicaran; pero ahora, al ver aquellas treinta cartas
y aquellos veinte cuadernos de notas con relatos manuscritos por Kafka en manos
de los agentes de la Gestapo, Dora lamentó no haberlos dado a conocer antes.
Dora
fue encarcelada. Luego huiría a Rusia, pero no tuvo una vida fácil. Dora
pensaba por sí misma. Seguramente eso es lo que Kafka vio en ella, lo que le
atrajo. La joven sufrió pronto las purgas de un Stalin al que, como a los
nazis, no le gustaban nada quienes se empeñaban en pensar por sí mismos. La
vida fue injusta con ella. Seguramente los meses pasados con Kafka en Kierling
fueron los mejores de su vida.
Pero
volvamos al Berlín de finales de la segunda guerra mundial: la Gestapo se llevó
aquellos escritos de Kafka. ¿Y qué hizo? ¿Los ocultó en algún archivo secreto o
los destruyó? Aún hoy no sabemos nada de ellos. Se siguen buscando, pero, por
el momento, nunca se han encontrado ni se han obtenido noticias fiables sobre
su paradero. Y hay más preguntas: ¿había en aquellos cuadernos más novelas o
más relatos de Kafka? Tampoco lo sabemos. Dora Diamant, la única que podía
saberlo, huyó de país en país, hasta morir finalmente en la Inglaterra de la
posguerra mundial, y nunca precisó qué había escrito en aquellos cuadernos. El
Kafka Project de la Facultad de Humanidades y Letras de la Universidad de San
Diego en Estados Unidos, en colaboración con el gobierno de Alemania, sigue aún
tras el rastro de aquel registro de la Gestapo del año 1933, pero aún no ha
conseguido resultados positivos. La pérdida de aquellas treinta cartas y veinte
cuadernos de notas sigue siendo uno de los mayores enigmas literarios de todos
los tiempos.El presidente Eisenhower y la rebelión de un hobbit
In a hole in the ground
there lived a Hobbit» [«En un agujero en el suelo, vivía un hobbit»], eso es
lo que el profesor J. R. R. Tolkien escribió un día en una hoja de papel,
cansado de corregir exámenes de inglés antiguo de sus estudiantes de la
Universidad de Oxford. Siempre les contaba cuentos a sus hijos y esta frase le
pareció un buen principio para el de esa noche, así que lo apuntó en un
cuaderno y, acto seguido, continuó con su trabajo. Tenía todavía varios ensayos
sobre el poema Beowulf que evaluar.
Tolkien nunca pensó en ese momento que El
hobbit fuera a escribirse y mucho menos a publicarse, y menos aún que
tendría un notable éxito.
Pero
lo hizo, ya fuera porque el relato entusiasmó a sus hijos o porque era una
historia que tenía la necesidad de contar. El caso es que El hobbit se publicó y gustó tanto que, al poco tiempo, sus
editores en Inglaterra le rogaron que escribiera una segunda parte.
—¿Una
segunda parte? —se preguntó Tolkien inseguro, pues aún no había digerido del
todo la popularidad de su primera novela.
Y
no, no pensaba que aquello pudiera tener una continuación precisa, pero… se
puso a pensar y algo se le fue ocurriendo y fue tomando forma, poco a poco, en
su cabeza. Pero el tiempo transcurría y sus editores empezaron a ponerse
nerviosos: primero se trataba de unos meses, pero luego ya era cuestión de dos,
tres años, y Tolkien no aparecía con la anhelada continuación de El hobbit.
—¿No
tiene ya la continuación? —le preguntaban constantemente al veterano profesor
de inglés antiguo de Oxford sus editores de Houghton Mifflin, que no podían
entender cómo se podía tardar tanto en escribir otra novela para niños de unas
doscientas cincuenta páginas.
El
tiempo siguió transcurriendo con lentitud enervante para los editores. Pasaron
doce años.
Tolkien,
no obstante, no estaba inactivo, pero durante ese período sólo leía capítulos
de su nueva obra a un selecto grupo de amigos. Entre ellos estaba C. S. Lewis,
uno de los pocos que entendía bien de fantasía, pues sería luego el autor de la
también famosa y exitosa serie de Narnia. Lewis le animó constantemente a que
terminara el proyecto y lo presentara a sus editores; y Tolkien, al fin, siguió
su consejo y presentó su nueva novela, la continuación de El hobbit, a aquella editorial que ya daba casi por perdido aquel
libro.
Sin
embargo, la felicidad de los editores se transformó en confusión: estaban
completamente abrumados por la extensión del nuevo texto, que tenía más de mil
doscientas páginas, es decir, medio millón de palabras, en un momento en que
las novelas no solían pasar de las trescientas páginas. Los editores de
Houghton Mifflin no sabían cómo reaccionar. Además, la extensión era sólo la
primera de las diferencias con El hobbit.
El nuevo relato era original en otros aspectos: era más oscuro, más denso y más
complejo que su antecesor. Así, los editores, perplejos, no tenían ni la más
mínima idea de qué hacer. ¿Era mejor olvidarse de todo aquel proyecto que se
había tornado en locura o invertir algo de dinero y ver cómo respondían los
lectores? Al final, asumiendo que iban a perder unas mil libras esterlinas como
mínimo (mil libras de los años cincuenta), se decidieron a publicar aquella
obra pero, con la idea de minimizar los daños, dividida en tres partes. El
objetivo de los editores realmente era que si la primera parte resultaba, como
preveían, un absoluto desastre de ventas, ya no publicarían el resto, excusándose
en la baja demanda.
La comunidad del anillo apareció el 29
de julio de 1954. Y, contraviniendo todas las expectativas que se habían
formado en la editorial, se vendió bien. Se aventuraron entonces a publicar la
segunda parte. Las dos torres llegó a
las librerías el 11 de noviembre de ese mismo año. Y también se vendió bien. De
hecho, los lectores empezaron a escribir a Houghton Mifflin quejándose por el
retraso en la publicación de la tercera parte, pero es que para entonces el
propio Tolkien, que había empezado a tomar conciencia de la sorprendente
repercusión que estaba teniendo aquel largo relato sobre la Tierra Media,
estaba enfrascado en numerosas correcciones para dar un impactante broche final
a su historia. Al fin, El retorno del rey
se publicó el 20 de octubre de 1955 y, al igual que en las dos ocasiones
anteriores, también se vendió bien. Muy bien. Tolkien hubiera preferido que el
tercer volumen se hubiera titulado La
guerra del anillo para no desvelar tanto sobre la trama, pero al final
fueron los editores aquí quienes ganaron el pulso. Yo también creo que La guerra del anillo es tan o más
sugerente que El retorno del rey y no
desvela parte del desenlace. En cualquier caso, las novelas funcionaron
razonablemente; bueno, mucho más que eso, hasta el punto de que en poco tiempo
se publicaron también en Estados Unidos con un éxito similar, no arrollador,
pero económicamente rentable. ¿Y los críticos literarios? Estaban aún
intentando digerir qué era exactamente esa serie de novelas englobada bajo el
título genérico de El señor de los
anillos. Primero hubo una acogida dubitativa de la crítica literaria, que
no sabía discernir si estaban ante una gran obra de la literatura universal o
ante un… no, no sabían bien qué. Lo curioso es que muchos críticos siguen sin
saberlo aún.
Hasta
ahí todo bien; la historia no deja de ser la de otra novela, o serie de novelas
en este caso, que sorprendió por un éxito inesperado, pero en 1965 todo se
complica: Ace Books, de Estados Unidos, decidió lanzar una publicación masiva
en tapa blanda de los tres volúmenes de El
señor de los anillos sin, y aquí empieza lo grotesco, sin, insisto, SIN
pagar derechos de autor a J. R. R. Tolkien. ¿Y cómo podían atreverse a hacer
algo así en pleno siglo XX? Pues muy sencillo: amparándose en el hecho de que
el presidente Eisenhower, lógicamente bastante más preocupado por la guerra
fría que por los vericuetos legales sobre los derechos de autor, no había
estampado su firma en la ratificación del Convenio de Berna. Este tratado internacional
es el que regula el reconocimiento de derechos de autor en todo el mundo, de
forma que, simplificando mucho y pidiendo perdón a los más doctos en leyes, si
un libro se publicaba en aquellos años en, por ejemplo, el Reino Unido, los
derechos de autor quedaban reconocidos en todos aquellos países firmantes de
dicho convenio. Pero la editorial Ace Books, muy astutos ellos, argüían que el
presidente Eisenhower no firmó dicho convenio hasta unos meses después de la
publicación de El señor de los anillos
en Inglaterra, por lo que, desde un punto de vista legal, en Estados Unidos los
tres volúmenes de la trilogía no estaban sujetos a derechos de autor en su
país. Como se lo cuento. Literal. Tal fue el revuelo que generó el asunto que
hasta hay una tesis de máster sobre todo este alucinante episodio, recogida en
los fondos bibliográficos de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel
Hill.
En
los años sesenta, internet era sólo un proyecto militar, no había móviles, ni
sms ni Facebook ni Twitter, pero, eso sí, J. R. R. Tolkien tenía unos niveles
de indignación equivalentes a los que cualquier escritor sentiría hoy día si
una editorial publicara masivamente sus obras y se negara a pagarle rédito
alguno. Tolkien, no obstante, era una persona pacífica, pero, y aquí es donde
le infravaloró Ace Books, perseverante. Es lo que tiene ser catedrático de
inglés antiguo y dedicar muchos días, semanas, meses o años a traducir viejos
textos olvidados por todos. Además, si se había pasado doce años para escribir
la trilogía de El señor de los anillos,
bien podía pasarse otros tantos intentando que las leyes estadounidenses
retornaran a la senda del sentido común. Tolkien meditó, trazó un plan y lo
ejecutó con la precisión y la tenacidad de un hobbit: había recibido numerosas
cartas de admiradores de todo el gran país norteamericano, así que, con
paciencia, les escribió a todos y cada uno de ellos y les contó lo que estaba
pasando con la edición en tapa blanda. Los lectores de Tolkien, admiradores y
entusiastas de su obra, reaccionaron en cadena. En pocos meses, Ace Books
recibió decenas de miles de cartas de protesta y, ante un creciente descrédito
popular que amenazaba con hundir la empresa si los lectores llevaban a cabo sus
amenazas de no comprar ya más libros de aquella editorial, se vio obligada a
contactar con Tolkien y acordar la cantidad que éste debía percibir por unas
novelas, fruto de su inteligencia, de sus conocimientos y de su imaginación. No
sólo se trataba de una cuestión de orgullo. Era un asunto importante. La
trilogía lleva vendidos ciento cincuenta millones de ejemplares.
Uno
de mis lectores me dijo un día en una firma: —Cuando usted escribe en su
trilogía de Escipión «ahí, al final de todas las cosas», o cuando dice «en
estos tiempos oscuros», cuando usted escribía eso… ¿pensaba en El señor de los anillos?
Le
sonreí.
—Por
supuesto —dije—, y me encanta que usted se haya dado cuenta; y… —añadí con
cierto suspense—, y en Los asesinos del
emperador hay un gran homenaje a Éowyn de Rohan.
El
lector asintió con complicidad, seguro también de que pronto descubriría ese
nuevo guiño literario.El último vuelo
El presidente Eisenhower, sin saberlo, se cruzó una segunda vez con la
historia de la literatura universal. En este caso examinó aquella carta que
acababa de recibir y que le habían dejado en la mesa junto con el resto del
correo oficial relevante según sus asesores. Se trataba de una petición, una
más, pero especial: un francés de cuarenta y tres años, experimentadísimo
piloto, solicitaba ser admitido en un convoy para incorporarse como piloto de
reconocimiento en el Mediterráneo. El solicitante apenas podía vestirse solo ni
girar la cabeza hacia la izquierda, lo que implicaba que no podría detectar a
un avión enemigo por ese lado. Todo esto se debía a innumerables fracturas de
accidentes aéreos sufridos en el pasado. Pese a todo, el solicitante insistía
en que todavía podía ser útil a su país y a los aliados como piloto gracias a
su enorme experiencia. El presidente estadounidense dejó la carta sobre la
mesa. Meditó. Quien había escrito aquella petición no era alguien común; por
eso había llegado hasta la mesa del presidente de Estados Unidos. Eisenhower
asintió en silencio. Aprobó la solicitud. Ese espíritu era el que necesitaban para
ganar aquella maldita guerra.
Antoine
esperaba con ansia la reacción a su carta. Llegó en el correo de una mañana
cálida. Cuando Antoine recibió la respuesta del presidente, no lo dudó: lo
tenía todo preparado hacía muchos días, semanas. Solamente faltaba un detalle.
Algo que no consideraba de particular importancia, sólo era un libro más, pero
aun así se preocupó de embalar bien las hojas y remitir el manuscrito a sus
editores. Ya había publicado cinco novelas con ellos. La mayoría eran relatos
épicos sobre la historia de la aviación basados en sus propias experiencias en
Europa, el Atlántico, África y Sudamérica. Aquel nuevo relato, no obstante, era
algo diferente. Se trataba de una gran metáfora.
Antoine
cruzó el gran océano en dirección a Europa a los pocos días, pero le ordenaron
ir al norte de África. Allí tendría la misión. No discutió. Sabía que con sus
heridas del pasado no estaba en situación de exigir nada. Una vez en una base
de la Francia libre en Argelia, le asignaron un moderno P-38 Lightning.
Necesitó varias semanas de adiestramiento para familiarizarse con el nuevo
cuadro de mandos y su tecnología, pero al final volvió a volar. Fue una
sensación maravillosa aquel reencuentro con el cielo azul, las nubes y los
grandes horizontes sin fin. Lamentablemente, en su segunda misión estrelló el
avión. La investigación confirmó que el avión había sufrido un fallo mecánico
que había detenido el motor, pero aun así Antoine, que una vez más había
sobrevivido, tuvo que quedarse ocho meses sin pilotar. Para él se trataba de
una condena injusta, pues él no había sido el culpable del accidente, pero
calló y aguantó. El general norteamericano Ira Eaker permitió que por fin
Antoine volviera a volar tras ese período de meses en tierra, pero la nueva
orden llegó tarde: el mal ya estaba hecho. Y es que Antoine había tenido que
sufrir no sólo que le alejaran del aire, sino las acusaciones de ser
colaborador del régimen de Vichy. Antoine era demasiado conocido y su nombre
era usado como moneda de cambio para acusaciones políticas de unos y otros.
Hasta el propio De Gaulle le acusó de ser colaboracionista de los alemanes.
Antoine cayó en una profunda depresión. Fue entonces cuando empezó a beber de
forma incontrolada.
La
mañana del 31 de julio de 1944, Antoine subió de nuevo a un P-38 modelo P5 no
armado y partió en su novena misión de reconocimiento. El ejército
estadounidense estaba preparando la invasión del sur de Francia, lo que luego
denominarían la Operación Dragón, y necesitaban de más informes sobre los movimientos
de tropas alemanas en esa región.
No
sabemos exactamente qué pasó.
Antoine
no regresó nunca de aquella misión.
¿Le
atacaron por la izquierda y no pudo ver el avión de combate alemán? ¿Subió en
malas condiciones al avión? ¿O el aparato sufrió un nuevo error mecánico? La
perfección no era frecuente en la construcción de aviones durante la segunda
guerra mundial. De hecho, hasta hay obras de teatro norteamericanas sobre el
asunto: por ejemplo, por si sienten curiosidad, lean Todos eran mis hijos, de Eugene O’Neill. Pero, volviendo a Antoine
y su desaparición, no sabemos nada. Pudo pasar cualquier cosa.
Mientras,
en Nueva York, su editor leía aquel manuscrito que Antoine le había enviado
antes de alistarse en las fuerzas francesas en el norte de África. Se quedó
perplejo. ¿Qué era aquello? No era una novela como El aviador (1926), Correo del
sur (1928), Vuelo nocturno
(1931), Tierra de hombres (1939) o Piloto de guerra (1942). Era otra cosa
completamente diferente. Ni siquiera sabía si quería publicarlo o no. Pero
entonces llegaron las noticias: Antoine había caído en el frente europeo. El
piloto de pilotos, uno de los aviadores más audaces de la historia, a la par
que un escritor difícil de clasificar, había muerto. El editor se quedó mirando
aquellas páginas. Era su testamento literario. Antoine siempre había cumplido.
Incluso si aquel texto era extraño, merecía ver la luz. Publicó el libro.
Un
piloto germano reclamó en 2008 que él fue quien abatió el P-38 modelo P5 de
Antoine en el sur de Francia, en las costas próximas a Marsella, pero que al
saber quién era el piloto prefirió no admitirlo en ese momento. Las
investigaciones posteriores no han confirmado este hecho. Es muy improbable que
un piloto alemán pudiera saber quién era Antoine, uno de los más famosos
periodistas, escritores y pilotos franceses de toda la historia, pues los
aliados no revelaron su identidad hasta varios días después de la desaparición
de su avión. Quizá el octogenario piloto alemán de 2008 sólo buscaba
publicidad. Es posible. Es difícil saber la verdad sobre el pasado.
Pero
¿quién era Antoine?
Apenas
unos meses después de la desaparición de su avión, el último manuscrito de
Antoine se publicó en Estados Unidos y luego en Francia con un notable éxito de
crítica y público, aunque nadie tenía muy claro si se trataba de un cuento para
niños o de una gran metáfora sobre la existencia del hombre. El texto era
inesperado, peculiar, diferente: trataba sobre un niño que vivía en un
asteroide, el numerado B-612, en donde había tres volcanes y una rosa y donde
el peculiar protagonista niño tiene que luchar contra los árboles baobab que
amenazan con echar raíces en su planeta. De hacerlo, quebrarían el asteroide en
mil pedazos. La rosa es más bien engreída y siempre tiene un comentario
negativo para el niño, que, un día, decidirá abandonar su pequeño asteroide
para viajar y conocer otros mundos. En uno de esos viajes, el pequeño príncipe
del asteroide B-612 llegará a un lejano planeta llamado Tierra, en donde
conocerá a un aviador que camina perdido por el desierto. Los diálogos entre el
protagonista y los diferentes personajes del relato no tienen desperdicio,
repletos de ironías y críticas a nuestra sociedad, empeñada en destruir la
ingenuidad de los niños para que éstos terminen aceptando la cruda realidad del
mundo gobernado por los adultos y sus innumerables prejuicios, incoherencias e
injusticias. A la gente le apasionó. Y aún sigue gustando a grandes y pequeños.
Cada uno lo lee desde su visión y el texto le aporta enseñanzas diferentes
sobre la vida. Hoy día, los investigadores que han profundizado en la vida de
Antoine consideran que el relato que se publicó tras su muerte tiene mucho que
ver con los días que siguieron a un accidente de Antoine en los años treinta,
antes de la segunda guerra mundial, cuando éste quedó, junto con su copiloto,
perdido en medio del desierto del Sahara hasta que fue rescatado por un beduino
cuando estaba a punto de morir por deshidratación. ¿Era el relato fruto de las
alucinaciones por la falta de agua y el sol cegador? Fuera como fuese, El principito, que así se llamaba aquel
relato o novela corta, sigue despertando enorme interés de público y crítica.
El
avión de Antoine de Saint-Exupéry, curiosamente, fue recuperado en octubre de
2003. El 7 de abril de 2004 los investigadores confirmaron que se trataba de un
P-38 modelo P5. No había impactos de balas en los trozos recuperados, pero
quedó mucho avión enterrado en el fondo del mar; y también es posible que fuera
en el fuselaje, que no se recuperó, donde estuviera la respuesta a aquel fatal
accidente. ¿O ataque militar? Es casi imposible aceptar un fallo humano en
alguien que pilotaba desde los años veinte. ¿Qué fue lo último que pensó
Antoine? Muchas preguntas y pocas respuestas, aunque quizá él dejó todas sus
respuestas a esta existencia de locos que nos ha tocado vivir en El principito. Muchos creen que se trata
de un simple cuento de hadas, de un relato infantil, pero para mí ese libro es
la obra de alguien que había visto la muerte de cerca muchas veces en su vida.
Las reflexiones de alguien así merecen la pena leerse.El KGB y el manuscrito mortal
En El nombre de la rosa de
Umberto Eco, varios asesinatos se suceden por causa de un manuscrito, de un
libro que, para algunos, no debería existir. Se trata de ficción histórica, muy
bien ambientada en el tiempo medieval que describe, pero no deja de ser ficción
en gran parte (pues ni esa abadía en concreto ni esa serie de asesinatos están
recogidas en ninguna fuente histórica, aunque eso no impide que Eco construya
una novela memorable). La vida, no obstante, como siempre, es mucho más cruel y
demoledora; y en ella, con frecuencia, echamos de menos esos grandes personajes
como el Guillermo de Baskerville de aquella remota abadía medieval. Así, muchos
años después de la época que recrea la novela de Eco, existió un manuscrito que
resultaba mortal de verdad, un texto por el que murió una mujer inocente, un
texto que revelaba, a su vez, la muerte de millones de inocentes. Por eso era
tan peligroso. Todo esto ocurría en la extinta Unión Soviética. Los agentes del
Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti [Comité para la Seguridad del Estado], es
decir, el KGB, fueron informados de la existencia de dicho manuscrito. Entonces
empezó la búsqueda mortal.
Tras
años de espionaje y persecución, Elisaveta Voronnyanskaya fue detenida. La
condujeron a un lugar desconocido y allí la torturaron durante días. El KGB
tenía gente experimentada en alargar el sufrimiento de un ser humano,
especialmente cuando se trataba de sacar información. Oficialmente fue
liberada, pero apareció ahorcada en su casa el 3 de agosto de 1973. Y el
manuscrito que intentaba proteger había desaparecido. Pero los agentes del
servicio secreto soviético habían averiguado algo aterrador para ellos: aquélla
ya no era la única copia. El KGB siguió buscando. Cambiaron de estrategia.
Habían recibido instrucciones para terminar con aquel problema de raíz. Ahora
la clave era detener al autor. El único problema era que el autor era
asquerosamente famoso, premio Nobel de Literatura en 1970, incluso aclamado
escritor en la mismísima Unión Soviética. El autor era, pues, a todos los
efectos, intocable. Esto es: por el momento.
Pero
¿cómo se llamaba aquel manuscrito? ¿Qué contaba? ¿Y quién era su autor?
Alexander
Solzhenitsyn, oficial del ejército soviético, condecorado en dos ocasiones por
su valor durante la segunda guerra mundial, cometió un error grave en su vida:
en 1945, durante los últimos coletazos de aquel terrible conflicto armado, se
atrevió a criticar a Stalin en una carta dirigida a un amigo; el oficial
condecorado por su valor no veía con buenos ojos la forma en la que Stalin
dirigía el ejército. En febrero de ese mismo año 1945, Solzhenitsyn fue
detenido y, de acuerdo con lo estipulado en el artículo 58 de las leyes
soviéticas, el oficial ruso fue condenado a lo habitual en aquellos casos: ocho
años de trabajos forzados en un campo de Siberia.
Las
condiciones de aquellos campos eran peores que lo que cualquier ser humano
normal pueda concebir o imaginar, incluso poniéndose en el más terrible de los
supuestos. La mayoría de los presos de aquellas gigantescas cárceles moría al
cabo de poco tiempo. Aquello, sin embargo, no preocupaba a los que detentaban
el poder, porque siempre había nuevos presos condenados en virtud del artículo
58 para sustituir a los fallecidos en aquellas obras públicas que estos
prisioneros se veían obligados a ejecutar para el bien común de la Unión
Soviética.
En
1953 Stalin murió. Jruschov, su sucesor, tenía otra forma de ver las cosas y
condenaría en 1956, en un discurso secreto ante el comité federal del Partido
Comunista de la URSS, el terror de estos campos que dieron en denominar
«estalinistas». Solzhenitsyn, en medio de la ola de libertad controlada que promovía
el nuevo gobierno, fue excarcelado, pero los años en Siberia lo habían cambiado
ya para siempre. En 1962 presentó un manuscrito tremendo: Un día en la vida de Ivan Denisovich, donde se denunciaba con
crudeza y realismo descarnado la violencia, inhumanidad y perversión de
aquellos campos. El texto fue objeto de análisis hasta por el Politburó. Nadie
pensaba que se fuera a publicar.
—Éste
es el libro, camarada presidente —dijo uno de los comisarios políticos.
—Déjelo
sobre la mesa, camarada —respondió Jruschov, por entonces el hombre que dictaba
los designios de la gran superpotencia soviética.
Jruschov
pasó varias horas leyendo. Se tomó al final el día siguiente libre para
terminar el texto. Luego llamó de nuevo al camarada comisario a su despacho.
—Que
lo publiquen —dijo.
El
comisario político no dijo nada, pero, si Jruschov no hubiera estado ocupado en
revisar el resto de la documentación que se le había acumulado en el escritorio
durante su día «libre», habría observado una mirada extraña en aquel servidor
del Estado.
Jruschov,
sin duda, vio en aquel texto una denuncia contra Stalin que encajaba
perfectamente en su campaña de desmantelamiento de las infraestructuras de
dominio de los estalinistas y defendió personalmente la necesidad de publicar
aquel libro.
Un día en la vida de Ivan Denisovich se
convirtió en un auténtico bestseller en el extranjero y también, con el permiso
de Jruschov, en la propia URSS. Hasta aquí todo iba bien. Pero en 1964, sólo
dos años después de la publicación de esa novela, Jruschov fue depuesto del
poder por un golpe de Estado ejecutado por el ultraconservador comunista
Brézhnev, a quien habían acudido todos aquellos «servidores del Estado» que
desconfiaban del aperturismo que estaba promoviendo el incontrolado Jruschov.
Y, desde luego, Brézhnev no veía con los mismos ojos tolerantes las críticas
que Solzhenitsyn se empeñaba en seguir publicando contra el antiguo régimen
estalinista. Pero todo empeoró. La gota que colmó el vaso de la escasa
paciencia del Politburó fue la información que les suministró el KGB:
Solzhenitsyn trabajaba sobre otra novela, pero esta vez sus críticas no iban
contra el fallecido Stalin.
—¿Contra
quién entonces? —preguntó Brézhnev.
El
comisario fue escueto en su respuesta.
—Contra
el gobierno comunista de la Unión Soviética, camarada presidente.
Brézhnev
inspiró aire y algo de mocos. Arrastraba un estúpido resfriado que no parecía
darle descanso.
—Ese
manuscrito no debe salir nunca a la luz —respondió.
¿Fue
el propio Brézhnev el que dio la orden? No lo sabemos, aunque después del golpe
de Estado contra Jruschov hubo unos años en los que era difícil que algo se
hiciera en la Unión Soviética sin su visto bueno. Lo que es un hecho es que,
desde que Brézhnev se hizo con el control del gobierno, detener la publicación
de esa nueva novela fue objetivo prioritario del KGB.
Solzhenitsyn
vivía entonces en casa del violonchelista Rostropovich, muy respetado dentro y
fuera de la URSS, lo que le aseguraba un mínimo de autonomía, pero, siempre
desconfiado, Solzhenitsyn había decidido trabajar sobre su nueva novela secreta
con un método peculiar: la dividió en diferentes partes y confió a un amigo
distinto cada una de estas secciones del manuscrito; luego acudía a «visitar» a
estos amigos, siempre vigilado de cerca por agentes del KGB, pero lo que en
realidad hacía era recluirse en una habitación de la casa del amigo «visitado»
para trabajar sobre el texto. Y el sistema funcionó hasta que tomó la decisión,
ineludible por otro lado, de que alguien mecanografiara el manuscrito completo
antes de remitirlo a los editores. Elisaveta Voronnyanskaya fue la elegida y ya
conocemos su triste desenlace.
Entretanto,
Solzhenitsyn recibió el Nobel de Literatura, a cuya ceremonia de entrega
decidió no acudir para evitar que luego no le dejaran regresar a Rusia. El KGB
se hizo con la copia de Elisaveta, pero Solzhenitsyn, siempre precavido, tenía
otras dos copias manuscritas a buen resguardo y presentó una de forma oficial
al sindicato de escritores de la URSS, que, por supuesto, prohibió su
publicación. La otra copia salió clandestinamente de Rusia y llegó a Francia,
donde se publicó traducida al francés en 1974. A las seis semanas de dicha
publicación, Solzhenitsyn fue deportado de la URSS y se le retiró la nacionalidad
soviética. El manuscrito mortal se llamaba, y se sigue llamando, Archipiélago Gulag. Hoy día es lectura
obligatoria en los institutos de secundaria en Rusia. En la primera edición, el
autor se disculpaba, pero no con el KGB o el gobierno soviético, sino con sus
compañeros muertos en Siberia: «que por favor me perdonen por no haberlo visto
todo, por no recordarlo todo y por no decirlo todo.» Les aseguro que el autor,
pese a su humildad, vio mucho, recordó mucho y dijo mucho.La novela perdida
Su primera novela había sido un gran éxito y acababa de recibir una carta
de su editor, Pierre-Jules Hetzel, con relación a su segundo manuscrito. Estaba
emocionado. Nervioso, rasgó el sobre y empezó a leer la carta de pie. Su
rostro, no obstante, comenzó a cambiar de gesto y todo asomo de ilusión se
desvaneció por completo. Poco a poco, se sentó en una silla. Hetzel no se
andaba con rodeos y fue directo al grano:
—Me
ha decepcionado profundamente. Este manuscrito está muy alejado de la calidad
de su primera novela. Ha intentado un proyecto demasiado ambicioso y ha
fracasado. Quizá pueda intentar algo de esta envergadura más adelante, cuando
sea un escritor más maduro, pero no ahora.
Pero
él ya no volvería a intentarlo. Al menos, no de esa forma. Tampoco siguió
leyendo. No tenía sentido aumentar el dolor de la derrota, y su editor era
bastante cruel en la elección de los calificativos. Probablemente de forma
completamente innecesaria, pero no todos tienen el don de la sensibilidad. Dejó
la carta sobre la mesa, fue al despacho, cogió el manuscrito y lo metió en un
cajón del escritorio. Tal fue la decepción que quizá su mente, hábilmente,
borró todo recuerdo sobre la existencia misma de aquella novela. Y allí se
quedó, olvidada por todos. ¿Para siempre?
Pasaron
los años y, pese a ese segundo manuscrito fracasado, escribió más libros y se
convirtió en un autor famoso. Publicó decenas de novelas, muchas de las cuales
se hicieron muy populares. Murió en 1905 y con el siglo XX llegaron las adaptaciones
al cine de sus novelas. Fue considerado un genio de la anticipación histórica,
algo así como la novela histórica pero al revés. En sus novelas predijo el
viaje del hombre a la luna o la invención del submarino, los automóviles, los
motores eléctricos, los ascensores, la construcción de rascacielos o incluso la
silla eléctrica. Evidentemente, me estoy refiriendo a Julio Verne. Un
visionario perfectamente documentado que supo proyectar hacia el futuro el
progreso de los avances científicos de su época. Pero ¿qué fue de aquella
segunda novela olvidada en un cajón?
En
1989, ochenta y cuatro años después de la muerte de Verne, su bisnieto hacía
limpieza en una de las antiguas residencias de su famoso bisabuelo y, vaciando
armarios y escritorios viejos, encontró un manuscrito amarillento por el paso
del tiempo. Estaba firmado por Julio Verne. Su bisnieto tomó el montón de
folios envejecidos y, con buen criterio, decidió dedicarle un poco de tiempo y
leerlo. Le pareció deslumbrante, con una capacidad de prever el futuro tan
abrumadora como en el resto de sus famosas novelas: Cinco semanas en globo, La
vuelta al mundo en ochenta días, Viaje
a la luna o Veinte mil leguas de
viaje submarino. Sólo había una diferencia sustancial, pero absolutamente
clave: en el resto de sus obras, Verne parecía presentar siempre una visión más
positiva que negativa sobre los avances y progresos de la humanidad; sin
embargo, esta novela olvidada era demoledora en su descripción del mundo del
ser humano en pleno siglo XX. No era de extrañar que su antiguo editor, Hetzel,
se hubiera sentido tan incómodo con aquel texto: en él Verne describía un mundo
gobernado por las operaciones financieras, donde la gente ya no leía libros, y
el latín y el griego eran objeto de desprecio, de burla; un mundo donde la
gente se desprendía de los libros y se mofaba de la música clásica. Eso sí, en
ese mundo descrito por Verne había trenes de alta velocidad, trasatlánticos
gigantescos y ciudades atestadas de automóviles que se desplazaban con motores de
combustión interna (así de preciso le gustaba ser a Julio Verne); había también
aeronaves y millares de farolas con luz eléctrica por todas las calles. A modo
de ilustración, les transcribo algún pasaje de este relato perdido:
La
mayoría de los innumerables vehículos que congestionaban la calzada de los
bulevares se movía sin caballos; avanzaban gracias a una fuerza invisible, por
medio de un motor que funcionaba con la combustión del gas.
Y todo este mundo estaba iluminado por
una electricidad omnipresente, sin la cual aquellos seres parecían ya incapaces
de existir:
La
multitud llenaba las calles; estaba por llegar la noche; las tiendas de lujo
proyectaban resplandores de luz eléctrica a lo lejos; los candelabros
construidos según el sistema Way, mediante la electrificación de un filamento
de mercurio, brillaban con claridad incomparable; estaban enlazados entre sí.
Pero la novela no sólo chocó con la
hostil negativa de Hetzel, sino que aún encontró nuevas dificultades y
reticencias para ser publicada en pleno siglo XX. Tras ser encontrada, tuvo que
pasar por un complejo proceso de autentificación, lo que se consiguió en
relativamente poco tiempo. Hasta aquí todo es comprensible, pero no fue hasta
1994, cinco años después de haber sido redescubierto por el bisnieto del autor,
cuando el libro apareció publicado en Francia con su título original: París en el siglo XX. Ochenta y nueve
años después de su muerte, Julio Verne volvía a publicar una novela.
Las
traducciones a otros idiomas llegaron pronto. El autor no necesitaba
presentación y todos parecían querer disponer de aquella novela en su propia
lengua, pero… de pronto todo salió mal: la obra no terminaba de despegar en los
índices de más vendidos. ¿Acaso Verne, uno de los grandes autores del siglo
XIX, por lo menos si nos atenemos a su popularidad y al número de ejemplares
vendidos, había dejado de interesar? ¿Por qué motivo la novela no llegó a ser
un superventas? Es difícil saberlo. Hay quien apunta, tras un sesudo análisis
literario de la obra, que la novela carece del ritmo adecuado, que le falta
coherencia, cohesión, que parece demasiado deslavazada. Es posible que algo de
esto haya. No hay que olvidar que era su segunda novela y a esto de escribir,
como en casi todo, se aprende haciendo. Pero yo creo que hay una segunda razón
de no menor calado para explicar la falta de ventas de este nuevo libro. Julio
Verne lo escribió pensando en retratar el mundo de 1960, pero no tuvo en cuenta
que más bien describía el mundo del siglo XXI y que a los humanos de este nuevo
siglo no nos iba a gustar vernos retratados con tanta precisión. Y, si no me
creen, juzguen por ustedes mismos. Así reflexiona en un momento de la narración
el protagonista de la novela:
Qué
habría dicho uno de nuestros antepasados al ver esos bulevares iluminados con
un brillo comparable al del sol, esos miles de vehículos que circulaban sin
hacer ruido por el sordo asfalto de las calles, esas tiendas ricas como
palacios donde la luz se esparcía en blancas irradiaciones, esas vías de
comunicación amplias como plazas, esas plazas vastas como llanuras, esos
hoteles inmensos donde alojaban veinte mil viajeros, esos viaductos tan
ligeros; esas largas galerías elegantes, esos puentes que cruzaban de una calle
a otra, y en fin, esos trenes refulgentes que parecían atravesar el aire a
velocidad fantástica… Se habría sorprendido mucho, sin duda; pero los hombres
de 1960 ya no admiraban estas maravillas; las disfrutaban tranquilamente, sin
por ello ser más felices, pues su talante apresurado, su marcha ansiosa, su
ímpetu americano, ponían de manifiesto que el demonio del dinero los empujaba
sin descanso y sin piedad.
Pero no, parece que no quisimos
escuchar a Verne en el XIX, tampoco en el XX y creo que menos aún en el siglo
XXI. A modo de excepción, Ridley Scott nos recrea la capacidad de visión de
Julio Verne y otros grandes escritores del género de la ciencia ficción en una
más que interesante serie de televisión llamada «Profetas de la ciencia
ficción».
Pero
por si no les parecen suficientemente premonitorios los párrafos que les he
transcrito de aquella vieja novela perdida y olvidada, París en el siglo XX se abre con afirmaciones tan contundentes
como: «Abundaban [en aquel tiempo futuro] los capitales y más aún los
capitalistas a la caza de operaciones financieras.»
¿Estaba
intuyendo acaso el genial augur de la literatura francesa el poder de los
especuladores y los mercados? Qué lástima tan grande que don Julio Verne ya no
esté entre nosotros. Quizá sería el único que sabría decirnos a todos qué es lo
que nos va a deparar el futuro. A veces me pregunto si el bueno de Verne
querría respondernos. Total: si no le hicimos caso en el pasado, ¿por qué le
íbamos a escuchar ahora? Seguramente, si Verne hablara del futuro, de nuestro
próximo futuro, todas las agencias de calificación menospreciarían su opinión y
no les temblaría el pulso a la hora de rebajar la calificación de sus novelas.Escritores asesinos
Que yo sepa, porque en esto, como en todo, hay que ser cauto, sólo he
cenado una vez con una asesina confesa, es decir, con una persona que quitó la
vida de forma brutal a otro ser humano y ha admitido haberlo hecho. Uno podría
concluir con facilidad que mi encuentro con Juliet Hulme, que así se llama esta
persona, fue tumultuoso, peligroso y tenso, pero no fue así. Tampoco hay que
deducir que fue en una cárcel de máxima seguridad tras someterme a rigurosos
controles (más o menos los mismos que padecemos cuando estamos en un
aeropuerto). Pero nada puede haber más alejado de la realidad de aquel
encuentro. Todo surgió por mis editoras, quienes, por un lado, pensaban, y
estaban en lo cierto, que me resultaría interesante conocer a Juliet Hulme; y,
por otro, por un motivo quizá menos altruista, pero sin duda muy práctico: buscaban
a algún escritor que pudiera departir con ella en inglés, su lengua nativa. Las
escritoras inglesas (los escritores ingleses también) y, en general, los
ingleses de ambos sexos no suelen ser muy proclives al aprendizaje de otros
idiomas, así que un escritor español profesor titular de Filología Inglesa es
algo muy socorrido para estas veladas.
El
encuentro tuvo lugar durante la Semana Negra de Gijón, pues Juliet Hulme
acababa de publicar una nueva novela de crímenes, una más de una larga serie.
La editorial seleccionó, con muy buen gusto, una magnífica sidrería asturiana
donde la comida y la sidra, como no podría ser de otra forma, eran excelentes.
Nos presentaron y nos sentamos frente a frente.
—Soy
Santiago Posteguillo —dije en un tono cordial—; encantado de conocerla.
—Anne
Perry —respondió ella haciendo uso del nombre con el que es hoy más conocida, y
estrechamos las manos.
A
ella le sorprendió mi conocimiento sobre la literatura inglesa, en particular
sobre el período victoriano, del que ella es una experta y que recrea en muchas
de sus magníficas novelas. Le expliqué que yo impartía clases de literatura
inglesa en la universidad. Las opiniones de Juliet Hulme/Anne Perry eran
mesuradas, profundas y agudas. Tuve que estar concentrado como pocas veces. No
quería quedar mal o dejar en mal lugar a la editorial y que ella se pudiera
volver al Reino Unido pensando que los escritores españoles no tenemos una
conversación que pueda merecer la pena. Lo más curioso es que durante toda
aquella cena me olvidé por completo del tormentoso pasado de mi interlocutora.
Y
es que aquella experta en novela victoriana, novela sobre la primera guerra
mundial y novela negra, entre otras muchas cosas más, asesinó, cuando era
adolescente, a la madre de una íntima amiga suya, que también participó en el
crimen, de forma brutal, asestando a la pobre mujer cuarenta y cinco golpes con
un ladrillo. Luego las dos adolescentes arguyeron que la mujer había sufrido un
accidente.
—Se
ha caído por la escalera —dijeron.
Pero
al final todo se descubrió. Era imposible que aquellas heridas fueran resultado
de un accidente. El móvil parecía estar en que los padres iban a separar a las
dos adolescentes y éstas reaccionaron de la peor de las formas posibles,
pensando, en su ingenuidad, que al asesinar a la madre de una de ellas todo se
detendría.
Fueron
juzgadas, condenadas y encarceladas. Todo esto ocurrió en Nueva Zelanda. Eran
menores y no quedó claro nunca si habían actuado bajo los efectos de alguna
droga alucinógena (yo prefiero pensar que sí). Por su escasa edad tuvieron una
condena de cinco años de cárcel que cumplieron íntegramente. También quedaron
sentenciadas a no verse nunca más. Juliet Hulme retornó a su Reino Unido natal.
Se cambió el nombre y, al cabo del tiempo, decidió intentar ganarse la vida
escribiendo novelas. Lo hacía y lo hace muy bien. Su nombre actual es Anne
Perry, muchas de sus novelas están traducidas al español y son fáciles de
encontrar en nuestras librerías y centros comerciales. Y son muy recomendables.
Hablo de esta historia porque no desvelo nada personal que no sea ya público,
aunque muchos aún puedan desconocerlo. Para que se hagan una idea, el director
Peter Jackson llevó este terrible suceso al cine contando con la actriz Kate
Winslet como protagonista (es decir, como Juliet Hulme/ Anne Perry) en la
película Criaturas celestiales.
Lo
cierto es que esto de asesinar y escribir no es tan infrecuente. Cabe recordar,
por ejemplo, a Hill Ford, Fallada, Bala, Unterweger y otros muchos. ¿Los
escritores tenemos instintos criminales o a los criminales les gusta escribir?
Si Oscar Wilde viviera se lo preguntaría. Estoy seguro de que él tendría una
respuesta adecuada. Siempre la tenía para las paradojas. Y, hablando de
escritores asesinos, no podemos olvidarnos de Henry Abbot. Un homicida que
escribió al famoso autor Norman Mailer desde la cárcel, tal y como nos cuenta
muy bien José Ovejero en su libro Escritores
delincuentes (ya les digo que este tema da para mucho). El asesino Abbot
impresionó con su buena prosa al escritor Mailer hasta el punto de que este
último inició una campaña para que le excarcelasen. Y lo consiguió. Abbot salió
de prisión y publicó un libro con una selección de sus cartas, que recogían sus
pensamientos con una notable y poderosa forma de narrar. Lamentablemente, a las
seis semanas de su excarcelación, Abbot tuvo una «desavenencia» con un camarero
que derivó rápidamente en una discusión airada y Abbot, que se ve que seguía
siendo hombre con un mal pronto, mató al camarero de una cuchillada. Y Abbot de
vuelta a la cárcel.
Tampoco
era manco Vlado Taneski, que escribía para el periódico la crónica de sucesos
y, en su tiempo libre, publicaba novela negra. La lástima es que Taneski empezó
a describir con tal grado de detalle algunos asesinatos sobre prostitutas que
habían ocurrido en su región que los inspectores pronto comprendieron que ese
nivel de conocimiento sobre aquellos horribles sucesos se debía a que Taneski
era el autor mismo de los crímenes sobre los que luego escribía. No sé si alguno
de estos asesinos quería llevar a término alguno de los postulados del ensayo
de Thomas de Quincey titulado Del
asesinato considerado como una de las bellas artes, ensayo que influyó
notablemente en Edgar Allan Poe y sir Arthur Conan Doyle, sólo que estos
maestros de la literatura se limitaron a recrear el asesinato con palabras sin
necesidad de herir o matar a nadie. Es verdad que sobre sir Arthur Conan Doyle
queda la duda, extendida por el libro que Roger Garrick publicó en 1989
acusando al creador de Sherlock Holmes de haber envenenado a un amigo escritor
con el doble fin de ocultar su relación amorosa con la esposa de éste y,
además, robarle el manuscrito de El
sabueso de los Baskerville. En 2006 se exhumó el cadáver de Fletcher
Robinson, que así se llamaba el amigo escritor de Conan Doyle, para intentar
confirmar la teoría de Garrick. Nunca se encontraron rastros de veneno y todo
parece más una obra de difamación que producto de una investigación seria.
William
Burroughs, sin embargo, sí que es un escritor condenado por asesinato. Ocurrió
en México en 1951. En un evidente estado de ebriedad, decidió jugar a Guillermo
Tell con su mujer, Joan Vollmer. Si el disparo que mató a Joan fue accidental,
como defendió el abogado de Burroughs, o no lo fue es algo difícil de
averiguar. Burroughs y su abogado hicieron todo lo posible por sobornar a los
investigadores y las autoridades judiciales de México para poder quedar sin
condena. Como fuera que al final no estaba claro el desenlace del juicio,
Burroughs huyó a Estados Unidos, donde empezó una exitosa carrera como
escritor.
Y
hay más ejemplos de asesinos escritores, pero, en la mayoría de los casos, la
obra de estas personas no es, por decirlo suavemente, no vaya a ser que alguno
de ellos lea este libro y me busque, demasiado buena. Excepto, eso sí, las
novelas de Burroughs y, sin duda alguna, las de Anne Perry, que me gustan mucho
más. Esta deliciosa dama británica es otra historia, está a otro nivel. Durante
aquella cena en Gijón no hablamos de su pasado, por supuesto; ni habría sido
oportuno ni mucho menos elegante; ni siquiera hablamos de crímenes ni de novela
negra. Hasta ese punto llegaba mi cobardía o mi prudencia.
Así
que ya saben: cuando estén cenando con un escritor, sean comedidos en las críticas.
Nunca se sabe cómo podemos reaccionar.El secreto de Alice Newton
La historia de Alice no es la de una escritora. La historia de Alice es
la historia de una niña de ocho años a la que le gustaba leer. Un día de 1996,
Alice Newton pasaba la tarde en su casa, algo aburrida porque no tenía nada
nuevo que le resultara interesante para leer en ese momento. La niña oyó que la
puerta de entrada se abría. Su padre, el señor Cunningham, regresaba del
trabajo, y Alice estaba segura de que, fiel a su costumbre, traería libros,
notas y cuentos de todo tipo; y es que el señor Cunningham era editor. Pero,
además, no se trataba de un editor cualquiera, sino que, para fortuna de Alice,
su padre estaba especializado en la publicación de libros infantiles; de ahí la
pasión de Alice por la lectura. La niña fue corriendo a la puerta, en parte
porque quería a su padre y en parte porque tenía la esperanza de que hubiera
traído algo genial que leer.
—¡Hola,
papá! —exclamó Alice, y le dio un beso y un abrazo.
Su
padre iba a corresponder de igual forma, pero, para cuando dejaba la cartera en
el suelo para poder abrazar a la niña, ésta ya había dado un paso atrás y le
miraba con cara ilusionada y expectante. Barry Cunningham, no obstante, no
parecía estar tan contento. Había sido un día duro en la editorial Bloomsbury:
muchos manuscritos para leer pero casi nada, por no decir nada de nada, que
mereciera la pena. Hasta se había olvidado y no había llevado nada que pudiera
gustarle a Alice. Sólo llevaba consigo alguno de esos manuscritos no demasiado
interesantes, pero, como la niña le seguía mirando con esa cara de ilusión, su
mente intentó encontrar alguna salida para no decepcionarla. Se acordó entonces
del último texto que había recibido de la agencia literaria Christopher Little.
Lo había empezado en la oficina, algo cansado al final de la larga jornada, y,
como todo lo que había leído aquella mañana, no le había parecido tampoco
demasiado estimulante, pero al menos quizá sirviera para mantener a Alice entretenida
un rato.
—Bueno,
pequeña…, tengo algo… tengo esto. —Y le entregó aquel manuscrito tecleado en
máquina de escribir. El autor…, ¿o era autora? (Barry Cunningham no se acordaba
bien), ni siquiera lo había escrito en ordenador. ¿Qué podía esperarse de alguien
así?
A
la pequeña Alice no pareció importarle demasiado cómo hubieran escrito aquel
cuento, o aquel principio de libro o lo que fuera. Cogió el manuscrito que le
presentaba su padre a modo de sorpresa, como si lo hubiera tenido todo
preparado, y, rauda, fue al refugio de su habitación jugando a subir por los
peldaños de la escalera de dos en dos.
Muy
lejos de allí, en aquella época de finales del siglo XX, yo acababa de leer mi
tesis doctoral en la Universidad de Valencia y me afanaba con empeño en mis
investigaciones en filología inglesa, con la aspiración de conseguir algún día
una plaza de profesor titular en la Universitat Jaume I de Castelló. Nunca
hubiera podido imaginar que lo que pensase Alice Newton, una niña británica de
ocho años, en aquella pequeña habitación de su casa, pudiera, en algún momento,
afectar a mi vida. Y lo hizo, ya lo creo que lo hizo. De muchas formas.
Alice
Newton bajó de su cuarto una hora después de haber desaparecido con aquel
manuscrito. Se plantó entonces frente a su padre y le habló con decisión.
—This
is so much better than anything else that you have brought home, Dad! *** [¡Esto es mucho
mejor que cualquier otra cosa que hayas traído antes, papá!] —Y acto seguido
pidió más para leer.
—No
tengo más —respondió su padre algo sorprendido por la reacción de su hija.
—Pero
tiene que haber más, papá. Esto tiene que ser el principio. Dime que hay más.
Por favor.
Y
ante la faz de desolación de Alice, Barry Cunningham añadió con decisión:
—No
te preocupes, hija. Conseguiré el resto del libro. Te lo prometo.
Una
promesa hecha a una niña ha de mantenerse por encima de cualquier cosa, así que
Barry Cunningham, nada más regresar a su oficina el día siguiente, llamó a la
agencia Christopher Little y, sin pensarlo más, ofreció un adelanto de mil
quinientas libras esterlinas por el manuscrito completo. En la agencia
literaria no regatearon. Colgaron el teléfono entre confusos y extrañados, pero
tampoco le dieron más importancia al asunto. Eso sí, llamaron a la persona que
había escrito el texto para que estuviera al corriente del interés del señor
Cunningham.
Por
su parte, Barry Cunningham dejó el teléfono colgando despacio. Estaba pensando
en que ya era hora de hacerse con un teléfono móvil de esos que estaban haciéndose
tan populares; eso le daría más libertad para llamar a las agencias y los
autores desde cualquier sitio. Sus ojos se fijaron entonces en la copia del
manuscrito que había leído su hija la tarde anterior.
—En
fin —dijo. Lo publicaría aunque sólo fuera para que su Alice pudiera verlo en
el formato de libro, pese a que no tenía claro que fuera a recuperar todo el
dinero de la inversión.
El
teléfono volvió a sonar. El señor Cunningham lo cogió de nuevo. La agencia
literaria le devolvía la llamada anterior para confirmarle que la autora del
manuscrito, se trataba de una mujer, aceptaba su oferta sin discusión.
A
los pocos días, la escritora firmaba el contrato. Barry Cunningham dudó un
instante, pero, al final, de buena fe, pensó que era oportuno dar un consejo
realista a aquella joven autora. Las ilusiones mal administradas conducían a
tremendos fracasos y aquella mujer tenía hijos. Y es que muchos escritores
noveles confunden el hecho de conseguir publicar un libro con el éxito. Se
trata de cosas diferentes: publicar una novela es un gran paso, pero no
conlleva, ni mucho menos, un éxito de ventas garantizado. Muchos escritores
caen en el error de pensar que lo uno suele llevar a lo otro, cuando la
concatenación de ambas cosas, publicación y éxito, es más excepcional que
habitual.
—Disculpe
que le diga —dijo Barry Cunningham mientras cogía el contrato firmado que le
entregaba la autora—, pero yo, en su caso…; bueno, quizá me meto en donde no
debiera…
—No,
por favor, dígame —invitó la escritora, mirándole con respeto y atención.
Barry
Cunningham se aclaró la garganta. Sabía que lo que iba a decir no era
agradable, pero pensó que, en gran medida, era su obligación hacerlo.
—Yo
en su lugar, sin ánimo de desanimarla, buscaría un empleo, un trabajo distinto
al de escribir. Es muy difícil vivir de esto y… usted tiene hijos, una familia…
—¿Y
no cree que yo pueda vivir de la escritura?
Barry
Cunningham suspiró, pero fue preciso en su respuesta.
—A
decir verdad, y sin querer ofenderla y dicho con la mejor de las intenciones,
no, no creo que pueda vivir de escribir cuentos para niños.
La
escritora recibió aquel comentario con una sonrisa que demostraba que estaba
acostumbrada a digerir decepciones en su vida. Arrastraba un divorcio, la
reciente muerte de su madre, varios años de penurias económicas y doce
negativas de diferentes editoriales. A decir verdad, el consejo del señor
Cunningham no parecía un mal consejo. La escritora asintió en silencio.
Sólo
se publicaron mil ejemplares de aquella primera edición. No tenía ningún
sentido hacer más. Quinientos de esos ejemplares fueron a parar directamente a
bibliotecas. Los otros quinientos se comercializaron. Y… se vendieron. Ahora
cada uno de esos libros vale entre dieciséis mil y veinticinco mil libras,
según los datos de la web de Rick Klefel (no he podido contrastarlos con otras
fuentes, pero, a tenor de lo que pagan los coleccionistas por primeras
ediciones de libros famosos, me parece una estimación creíble, probablemente
incluso muy conservadora). Y es que ese libro cuyo primer capítulo tanto gustó
a la niña Alice Newton, hasta el punto de provocar la publicación del
manuscrito por parte de su padre, el editor de la ahora todopoderosa pero
entonces muy pequeña editorial Bloomsbury, se titulaba Harry Potter y la piedra filosofal. La serie avanzó con otros seis
títulos más. Luego vino Hollywood y la sistemática y minuciosa adaptación de
todos y cada uno de esos libros. Alguno incluso dividiendo la novela en dos
para tener una película adicional. Así de bueno era el negocio.
Yo,
en la distante ciudad de Castellón, modestamente, conseguí mi plaza de profesor
titular. Empecé entonces a elaborar un diccionario de terminología informática
junto con los profesores Jordi Piqué, mi director de tesis, de quien tanto he
aprendido a la hora de investigar y escribir, la profesora Lourdes Melción y el
editor Peter Collin, grandes profesionales todos ellos. Terminamos el
diccionario en cuatro años, pero, justo cuando iba a publicarse, la editorial
de Peter Collin fue adquirida por la rica Bloomsbury (rica gracias al
desbordante éxito editorial de Harry Potter). La nueva editorial reevaluó el
proyecto del diccionario, le siguió pareciendo meritorio, y, por fin, se
publicó, eso sí, con un impacto de ventas bastante más reducido que el de las
novelas de J. K. Rowling. El caso es que así fue como Alice Newton provocó que
tenga un libro, coescrito con los autores que he mencionado anteriormente,
publicado por Bloomsbury.
Años
después, impresionado por el éxito arrollador de Harry Potter, me sentí en la
obligación, como profesor de lengua y literatura inglesa, de, al menos, leer
algo de la saga del niño mago (que ha llegado a vender cuatrocientos millones
de ejemplares en todo el mundo). Leí el primer capítulo y comprendí a Alice.
Aquello era muy bueno. Me leí cinco de los libros de la saga de un tirón.
J.
K. Rowling ha hecho que millones de niños y adolescentes se acostumbren a leer
libros de hasta novecientas páginas. Me consta que ahora tengo lectores que
empezaron en la lectura con Harry Potter y que luego continúan con otras
novelas de otros autores, incluso con las mías. Ésa es otra forma en la que
Alice Newton influyó en mi vida. Así que un millón de gracias a J. K. Rowling.
Yo creo que lo que ha hecho es muy grande: pese a los muchos detractores que me
consta que tiene, yo no puedo evitar pensar que es un mérito indiscutible
conseguir que millones de niños y adolescentes se enganchen a la lectura. Ah, y
otro millón de gracias para Alice. ¿Qué habría sido de los lectores de Potter
sin ella? No me ha sido posible averiguar qué es hoy día de la pequeña Alice
Newton. Espero que se haya hecho editora. Tiene el instinto.El libro electrónico o el pergamino del siglo XXI
La historia se repite, aunque muchos la olviden, pues es tozuda y tenaz y
persistente. Lo del libro electrónico no es la primera vez que pasa. Ya hubo
otras grandes revoluciones. La escritura ha ido cambiando de formatos a lo
largo de la historia. No es nuevo. Realmente lo nuevo muchas veces coincide con
lo olvidado. Es una lástima que la Historia (con mayúscula) no se transmita
genéticamente. Avanzaríamos más, más rápido y mejor. Pero divago.
En
mi última novela, Los asesinos del
emperador, muchos lectores ya han detectado ese guiño que hago desde el
siglo I d. C. al libro electrónico del siglo XXI: el veterano senador Marco
Ulpio Trajano, padre de un joven e impetuoso adolescente del mismo nombre que
luego será emperador, lleva precisamente a su hijo por las bibliotecas de Roma
en busca de unos textos de Julio César y Homero; pero las bibliotecas han sido
dañadas por varios incendios en la reciente guerra civil y aún están en obras:
—Las
mejores [bibliotecas] están aquí, en la colina del Palatino, pero veo que
también ha hecho estragos el incendio. —Trajano padre no había estado en la
gran ciudad en los últimos cuatro años y era obvio que estaba indignado por la
magnitud de aquel horrible incendio que tantos edificios había destruido por
completo o dañado en gran medida—. Ahí está el templo de Apolo, y a su lado…
—un breve silencio; el edificio contiguo estaba semiderruido—; a su lado estaba
la Biblioteca Palatina. —De aquel antiguo centro del saber quedaba poco,
demasiado poco. Miró alrededor y echó a andar de nuevo de regreso al foro—.
Iremos a una de las bibliotecas que levantó el emperador Tiberio. No son tan
buenas, pero quizá allí encontremos lo que busco para ti.
Las
bibliotecas de Tiberio, aunque no destruidas, también estaban cerradas al gran
público; uno de los trabajadores que estaba reparando el edificio le aconsejó a
Trajano padre que se olvidara de las del centro y que acudiera a la gran
biblioteca levantada por Augusto en el Campo de Marte, la que todos conocían
con el sobrenombre de Porticus Octaviae.
Y hacia allí se encaminarán entonces
Trajano padre y su joven hijo. En el Porticus
Octaviae conocerán a Vetus, un viejo bibliotecario que, no obstante,
también decepcionará a Trajano padre, pues le negará la posibilidad de sacar de
la biblioteca los libros que quiere:
—Quiero
la serie de rollos que contienen el Commentarii de Bello Gallico y el
Commentarii de Bello Civili de Julio César para poder encargar a un escriba una
copia de los mismos. […] Me consta que estos textos se prestan para estos
fines.
Vetus inspiró aire despacio.
—Eso
era lo habitual, sí, hasta el incendio, pero con varias bibliotecas dañadas se
ha restringido el servicio de préstamo hasta que podamos hacer copias de todos
los volúmenes relevantes para reintegrarlos cuando éstas hayan sido restauradas.
Puedo permitiros consultar los textos que deseas aquí en la sala, pero no, por
el momento, el préstamo.
Vetus
observó que la indignación, una vez más, hacía presa de aquel senador que se
expresaba con un fuerte acento hispano; podía dejarlo allí y que uno de los
esclavos se ocupara en recibir sus quejas, pero hacía tiempo que no entraba
nadie allí con el valor, incluso con la imprudencia, de criticar la mala
gestión imperial de las bibliotecas en los últimos años; aquel Trajano era como
una bocanada de aire fresco y puro en la corrompida Roma. Miró al adolescente,
un joven fuerte y de mirada viva, que callaba junto a aquel alto oficial del
Imperio.
—¿Las
copias eran, entonces, para el muchacho? —preguntó.
—Así
es —confirmó Trajano padre—. Hemos venido desde Hispania y quería regalárselas,
pero veo que todo parece ponerse en mi contra.
—Son
un excelente regalo para un joven que, sin duda, aspirará a ser un gran legatus
algún día, ¿no es así?
El
joven Trajano asintió sin decir nada al sentirse directamente aludido por
aquella pregunta.
Así, el veterano bibliotecario
terminará sugiriendo a Trajano padre que adquiera esos volúmenes en algunas de
las nuevas librerías de la ciudad, y pasa a comentarle los diferentes libreros
que hay y qué tipo de libros venden:
Vetus
se permitió posar su mano sobre el brazo del senador y acompañarlo a la puerta
de salida mientras le explicaba todo lo necesario.
—Está
Trifón, tiene copias de todo, son baratas pero la calidad de sus escribas y del
papiro que usa no son las mejores; luego está Atrecto, con él la calidad está
garantizada, incluso el lujo. Atrecto es siempre una buena opción. Si vais a
viajar, que imagino es lo más probable, de regreso a vuestra patria, lo ideal
es algo muy nuevo que sólo vende Secundo: se trata de textos, los textos de
siempre como los que buscáis de César o de Homero, pero copiados no sobre
papiro sino sobre pergamino, más resistente, pegados por un lateral, como un
códice de tablilla, en lugar de juntando luego las hojas en rollos; así se
escribe por ambos lados del pergamino y en mucho menos volumen puedes tener los
dos textos. Es una gran idea, pero muy cara; hay quien dice que un día esos
códices reemplazarán por completo a los rollos, pero yo no lo creo posible, se
perdería ese placer especial de desenrollar poco a poco el texto; es absurdo.
Bueno, el caso es que para viajar son útiles los códices de pergamino, eso lo
reconozco, y aunque sean caros no creo que el dinero sea un inconveniente para
el senador Marco Ulpio Trajano.
Y no, el dinero no era un problema
para aquel veterano senador hispano, que se hará con esos textos para que su
hijo aprenda estrategia militar con Julio César y griego con Homero. Pero el
viejo Vetus se equivocaba: el pergamino reemplazó, lenta pero progresivamente,
al papiro; y el códice, el formato libro que conocemos hoy día en papel
impreso, fue el soporte de poemas y novelas durante siglos. Ahora ha surgido un
nuevo formato. Muchos periodistas me preguntan:
—¿Qué
piensa usted del libro electrónico? ¿Cree que acabará con el libro impreso?
No
soy augur romano, pero, a riesgo de equivocarme, me pronuncio alejado del
dogmatismo del bibliotecario Vetus, pero distante también de aquellos que
predicen la rápida desaparición de un formato que tiene siglos de existencia.
También se predijo que la televisión acabaría con la radio y, que yo sepa, la
radio sigue ahí. Es un potente medio de comunicación que se ha reinventado.
Nadie pensó que uno puede conducir y escuchar la radio, o recoger la cocina y
escuchar las noticias. Es más difícil, cuando no imposible, hacer esas y otras
actividades viendo la tele. Y la radio, además, ofrece otras cosas diferentes a
la televisión. Del mismo modo pienso que el libro impreso tiene unos espacios
que el libro electrónico tiene difícil ocupar: ser regalo, ser el objeto
fetiche que firma el autor preferido o ser lectura en lugares donde el objeto
puede estropearse o perderse, como la playa, donde no nos importa un poco de
arena en una edición de bolsillo de un libro, pero donde entraríamos en pánico
si esto mismo pasara con nuestra recién adquirida tableta electrónica. Además,
si te roban el lector, igual se llevan con él toda tu biblioteca. ¿Que podemos
tener copias de seguridad? Es posible, pero, al final, como con las fotos digitales,
terminamos teniendo menos fotos que enseñar porque la batería de tal o cual
dispositivo no va o porque tal o cual otro dispositivo no lee el formato en el
que tenemos las fotografías del último viaje. Quizá algo del bibliotecario
Vetus sí que tengo en mí, es posible, pero de veras pienso que la transición
será más larga y más compleja de lo que muchos piensan. Cierto es que el
libro-regalo también puede ser reemplazado: podemos regalar un archivo, como
podemos regalar una cantidad de dinero con una tarjeta de un centro comercial
para que el agasajado se compre lo que desee, pero, de momento, ni en navidades
ni en los cumpleaños se regalan sólo una serie de tarjetas o archivos, sino que
a la gente le sigue gustando recibir y regalar objetos tangibles. Un libro, en
muchas ocasiones, es más duro de pelar, ante el sol o el frío o la lluvia, que
un dispositivo electrónico, y aún sigue siendo, para muchos, más apetecido. El
libro electrónico, no obstante, crecerá en cuota de mercado en los próximos años,
sin duda alguna, pero sigo pensando que durante varios decenios como mínimo
coexistirá con el libro impreso. Ah, y también existe la posibilidad de que,
antes de que el libro electrónico se consolide, aparezca algún otro formato que
nosotros aún somos incapaces ni tan siquiera de imaginar, porque esto de la
tecnología, ya se sabe, va muy rápido.
Y
queda, por fin, un formato del que nadie se acuerda en esta disputa sobre
diferentes formas de leer: el libro 3D. Es un formato impactante: los
personajes se mueven delante de ti no como si fueran personas de carne y hueso,
sino que en efecto lo son; se mueven y dan vida a las palabras del texto con
pericia experimentada, con un realismo tal que parece que lo que lees no lo
lees sino que lo vives. Es un formato que tiene más de dos mil quinientos años
de historia y, siempre en crisis, siempre al límite, pese a todo y pese a
todos, sobrevive y sobrevivirá al libro electrónico. Se llama teatro.
De
igual forma que sobrevivirán otras formas de narrar, otras formas de leer
historias. ¿O es que unos agotados padres no reciben como agua de mayo a aquel
cuentacuentos ingenioso que sabe entretener a sus hijos en un centro comercial
o en una lluviosa tarde fría de un pueblo, ya sea con su voz o con títeres? Y
es que, por encima de formas y formatos, más allá de los rollos de papiro, los
libros de papel o los lectores electrónicos, está la perenne pasión del ser
humano por que le cuenten historias.
Igual
que nos pasa con la rueda o el fuego, el arte de narrar, de contar relatos, de
referir un cuento, se retrotrae a tiempos más allá de nuestra memoria, más allá
del momento en el que empezamos a transcribir lo que nos acontecía en el
devenir de la existencia humana. El escritor italiano Valerio Massimo Manfredi
lo tiene muy claro y yo comparto su opinión punto por punto: un día un
periodista le preguntó a Manfredi, hablando, cómo no, de novela histórica:
—¿Qué
fue primero, don Valerio, el cuento o la historia?
Manfredi
sonrió.
—No
lo dude: el cuento.
La
historia es memoria y tenemos memoria colectiva desde que anotamos lo que nos
sucede, pero más allá de la historia, mucho antes, seguramente en alguna cueva
del paleolítico, un hombre dejó perplejos a los miembros de su tribu con un
relato sobre una cacería; o quizá fue una mujer con un cuento que se inventó
sobre las nubes y las estrellas para calmar el miedo de un niño.
Allí
empezó todo.