La sombra del viento - Carlos Ruiz Zafón (Parte 2)

Segunda parte

39

Regresé a la librería con casi cuarenta y cinco minutos de retraso. Al verme, mi padre frunció el ceño con reproba­ción y miró el reloj.
—Menudas horas. Sabéis que tengo que salir a visitar un cliente en San Cugat y me dejáis aquí solo.
—¿Y Fermín? ¿No ha vuelto todavía?
Mi padre negó con aquella prisa que le consumía cuando estaba de mal humor
—Por cierto, tienes una carta. Te la he dejado junto a la caja.
—Papá, perdona pero...
Me hizo un gesto para que me ahorrase las excusas, armó de gabardina y sombrero y salió por la puerta sin despedirse. Conociéndole, supuse que el enfado se le habría evaporado antes de llegar a la estación. Lo que me extrañaba era la ausencia de Fermín. Le había visto ata­viado de sacerdote de sainete en la plaza de San Felipe Neri, a la espera de que Nuria Monfort saliera a escape y le guiase hasta el gran secreto de la trama. Mi fe en aque­lla estrategia se había reducido a cenizas e imaginé que si realmente Nuria Monfort salía a la calle, Fermín iba a acabar siguiéndola hasta la farmacia o la panadería. Va­liente plan. Me acerqué hasta la caja para echarle un vis­tazo a la carta que había mencionado mi padre. El sobre era blanco y rectangular, como una lápida, y en lugar de crucifijo traía un membrete que consiguió pulverizarme los pocos ánimos que conservaba para pasar el día.
GOBIERNO MILITAR DE BARCELONA
OFICINA DE RECLUTAMIENTO
Aleluya —murmuré.
Sabía lo que contenía sin necesidad de abrir el sobre, pero aun así lo hice por revolcarme en el lodo. La carta era sucinta, dos párrafos de esa prosa varada entre la proclama inflamada y el aria de opereta que caracteriza al gé­nero epistolar castrense. Se me anunciaba que en el plazo de dos meses, yo, Daniel Sempere Martín, tendría el ho­nor y el orgullo de unirme al deber más sagrado y edifi­cante que la vida podía ofrecer al varón celtibérico: servir a la patria y vestir el uniforme de la cruzada nacional en la defensa de la reserva espiritual de Occidente. Confié en que al menos Fermín fuera capaz de encontrarle la punta al asunto y hacernos reír un rato con su versión en verso de La caída del contubernio judeo-masónico. Dos meses. Ocho semanas. Sesenta días. Siempre podía dividir el tiempo hasta segundos y obtener así una cifra kilométri­ca. Me quedaban cinco millones ciento ochenta y cuatro mil segundos de libertad. A lo mejor don Federico, que según mi padre era capaz de fabricar un Volkswagen, po­día hacerme un reloj con frenos de disco. A lo mejor al­guien me explicaba cómo me las iba a arreglar para no perder a Bea para siempre. Al oír la campanilla de la puerta creí que se trataba de Fermín que regresaba final­mente persuadido de que nuestros empeños detectives­cos no daban ni para un chiste.
—Vaya, el heredero vigilando el castillo, como debe ser, aunque sea con cara de berenjena. Alegra ese rostro, chaval, que pareces el muñeco de Netol —dijo Gustavo Barceló, engalanado con un abrigo de camello y un bas­tón de marfil que no necesitaba y que blandía como una mitra cardenalicia—. ¿No está tu padre, Daniel?
—Lo siento, don Gustavo. Salió a visitar a un cliente, y supongo que no volverá hasta...
—Perfecto. Porque no es a él a quien vengo a ver, y lo que tengo que decirte es mejor que no lo oiga.
Me guiñó el ojo, desenfundándose los guantes y obser­vando la tienda con displicencia.
—¿Y nuestro colega Fermín? ¿Anda por aquí?
—Desaparecido en combate.
—Supongo que aplicando sus talentos a la resolución del caso Carax.
—En cuerpo y alma. La última vez que le vi vestía so­tana y dispensaba la bendición urbi et orbe.
Ya... La culpa es mía por azuzaros. En buena hora se me ocurrió abrir el pico.
—Le veo un tanto inquieto. ¿Ha sucedido algo?
—No exactamente. O sí, de alguna manera.
—¿Qué quería contarme, don Gustavo?
El librero me sonrió mansamente. Su habitual gesto altanero y su arrogancia de salón se habían batido en reti­rada. En su lugar me pareció intuir cierta gravedad, un atisbo de cautela y no poca preocupación.
—Esta mañana he conocido a don Manuel Gutiérrez Fonseca, de cincuenta y nueve años de edad, soltero y funcionario de la morgue municipal de Barcelona desde 1924. Treinta años de servicio en el umbral de las tinie­blas. La frase es suya, no mía. Don Manuel es un caballe­ro de la vieja escuela, cortés, agradable y servicial. Vive en una habitación alquilada en la calle de la Ceniza desde hace quince años, que comparte con doce periquitos que han aprendido a tararear la marcha fúnebre. Tiene un abono de gallinero en el Liceo. Le gustan Verdi y Donizetti. Me dijo que en su trabajo lo importante es seguir el reglamento. El reglamento lo tiene todo previsto, espe­cialmente en las ocasiones en que uno no sabe qué hacer. Hace quince años, don Manuel abrió un saco de lona que traía la policía y se encontró con el mejor amigo de su in­fancia. El resto del cuerpo venía en bolsa aparte. Don Ma­nuel, tragándose el alma, siguió el reglamento.
—¿Quiere un café, don Gustavo? Se está usted ponien­do amarillo.
—Por favor.
Fui a por el termo y le preparé una taza con ocho te­rrones de azúcar. Se lo bebió de un trago.
—¿Mejor?
—Remontando. Como iba diciendo, el caso es que don Manuel estaba de guardia el día en que llevaron el cuerpo de Julián Carax al servicio de necropsias, en septiembre de 1936. Por supuesto, don Manuel no se acorda­ba del nombre, pero una consulta a los archivos, y una donación de veinte duros a su fondo de retiro, le refres­caron la memoria notablemente. ¿Me sigues?
Asentí, casi en trance.
—Don Manuel recuerda los pormenores de aquel día porque según me contó aquélla fue una de las pocas oca­siones en que se saltó el reglamento. La policía alegó que el cadáver había sido encontrado en un callejón del Raval poco antes del amanecer. El cuerpo llegó al depósito a media mañana. Llevaba encima sólo un libro y un pasa­porte que le identificaba como Julián Fortuny Carax, na­tural de Barcelona, nacido en 1900. El pasaporte llevaba un sello de la frontera de La Junquera, indicando que Ca­rax había entrado en el país un mes antes. La causa de la muerte, aparentemente, era una herida de bala. Don Ma­nuel no es médico, pero con el tiempo se ha aprendido el repertorio. A su juicio, el disparo, justo sobre el corazón, había sido realizado a quemarropa. Gracias al pasaporte se pudo localizar al señor Fortuny, padre de Carax, que acudió aquella misma noche al depósito a realizar la identificación del cuerpo.
—Hasta ahí todo encaja con lo que contó Nuria Mon­fort.
Barceló asintió.
—Así es. Lo que no te dijo Nuria Monfort es que él, mi amigo don Manuel, al sospechar que la policía no pa­recía tener mucho interés en el caso, y al haber comprobado que el libro que se había encontrado en los bolsillos del cadáver llevaba el nombre del fallecido, decidió to­mar la iniciativa y llamó a la editorial aquella misma tar­de, mientras esperaban la llegada del señor Fortuny, para informar de lo sucedido.
—Nuria Monfort me dijo que el empleado de la mor­gue llamó a la editorial tres días después, cuando el cuer­po ya había sido enterrado en una fosa común.
—Según don Manuel, él llamó el mismo día en que el cuerpo llegó al depósito. Me dice que habló con una señorita que le agradeció el que hubiese llamado. Don Ma­nuel recuerda que le chocó un tanto la actitud de dicha señorita. Según sus propias palabras «era como si ya lo su­piese».
—¿Qué hay del señor Fortuny? ¿Es cierto que se negó a reconocer a su hijo?
—Eso es lo que más me intrigaba a mí. Don Manuel explica que al caer la tarde llegó un hombrecillo temblo­roso en compañía de unos agentes de la policía. Era el señor Fortuny. Según él, eso es lo único a lo que uno no llega nunca a acostumbrarse, el momento en que los alle­gados vienen a identificar el cuerpo de un ser querido. Don Manuel dice que es un lance que no le desea a na­die. Según él, lo peor es cuando el muerto es una perso­na joven y son los padres, o un cónyuge reciente, quienes tienen que reconocerle. Don Manuel recuerda bien al se­ñor Fortuny. Dice que cuando llegó al depósito apenas podía sostenerse en pie, que lloraba como un niño y que los dos policías le tenían que llevar de los brazos. No pa­raba de gemir: «¿Qué le han hecho a mi hijo?, ¿qué le han hecho a mi hijo?»
—¿Llegó a ver el cuerpo?
—Don Manuel me contó que estuvo a punto de suge­rirles a los agentes que se saltasen el trámite. Es la única vez que se le pasó por la cabeza cuestionar el reglamento. El cadáver estaba en malas condiciones. Probablemente llevaba más de veinticuatro horas muerto cuando llegó al depósito, no desde el amanecer como alegaba la policía. Manuel temía que cuando aquel viejecillo lo viese, se rompería en pedazos. El señor Fortuny no paraba de de­cir que no podía ser, que su Julián no podía estar muer­to... Entonces don Manuel retiró el sudario que cubría el cuerpo y los dos agentes le preguntaron formalmente si aquél era su hijo Julián.
—El señor Fortuny se quedó mudo, contemplando el cadáver durante casi un minuto. Entonces se dio la vuelta y se marchó.
—¿Se marchó?
—A toda prisa.
—¿Y la policía? ¿No se lo impidió? ¿No estaban allí para identificar el cadáver?
Barceló sonrió con malicia.
—En teoría. Pero don Manuel recuerda que había al­guien más en la sala, un tercer policía que había entrado sigilosamente mientras los agentes preparaban al señor Fortuny y que había presenciado la escena en silencio, apoyado en la pared con un cigarrillo en los labios. Don Manuel le recuerda porque cuando le dijo que el regla­mento prohibía expresamente fumar en el depósito, uno de los agentes le indicó que se callara. Según don Ma­nuel, tan pronto el señor Fortuny se hubo marchado, el tercer policía se acercó, echó un vistazo al cuerpo y le es­cupió en la cara. Luego se quedó con el pasaporte y dio órdenes de que el cuerpo fuese enviado a Can Tunis para ser enterrado en una fosa común aquel mismo amanecer.
—No tiene sentido.
—Eso pensó don Manuel. Sobre todo porque aquello no casaba con el reglamento. «Pero si no sabemos quién es este hombre», decía él. Los policías no dijeron nada. Don Manuel, airado, les increpó: «¿O lo saben ustedes demasiado bien? Porque a nadie se le escapa que lleva por lo menos un día muerto.» Obviamente, don Manuel se remitía al reglamento y no tenía un pelo de tonto. Según él, al escuchar sus protestas, el tercer policía se le acercó, le miró a los ojos fijamente y le preguntó si le ape­tecía unirse al finado en su último viaje. Don Manuel me contó que se quedó aterrado. Que aquel hombre tenía ojos de loco y que no dudó un instante de que hablaba en serio. Murmuró que él sólo trataba de cumplir con el re­glamento, que nadie sabía quién era aquel hombre y que por tanto todavía no se le podía enterrar. «Este hombre es quien yo diga que es», replicó el policía. Entonces cogió la hoja de registro y la firmó, dando por cerrado el caso. Don Manuel dice que esa firma no la olvidará jamás, por­que en los años de la guerra, y luego durante mucho tiem­po después, volvería a encontrarla en decenas de hojas de registro y defunción de cuerpos que llegaban no se sabía de dónde y que nadie conseguía identificar...
—El inspector Francisco Javier Fumero...
—Orgullo y bastión de la Jefatura Superior de Policía. ¿Sabes lo que significa eso, Daniel?
—Que hemos estado dando palos de ciego desde el principio.
Barceló tomó su sombrero y su bastón y se dirigió ha­cia la puerta, negando por lo bajo.
—No, que los palos van á empezar ahora.


40

Pasé la tarde velando aquella funesta carta que me anun­ciaba mi incorporación a filas y esperando señales de vida de Fermín. Pasaba ya media hora del horario de cierre y Fermín seguía en paradero desconocido. Cogí el teléfono y llamé a la pensión en la calle Joaquín Costa. Contestó doña Encarna, que dijo con voz de cazalla que no había visto a Fermín desde aquella mañana.
—Si no está aquí en media hora, cenará frío, que esto no es el Ritz. No le ha pasado nada, ¿verdad?
—Descuide, doña Encarna. Tenía un recado pendien­te y se habrá retrasado. En todo caso, si le viera usted an­tes de acostarse, le agradecería muchísimo que le dijera que me llamase. Daniel Sempere, el vecino de su amiga la Merceditas.
—Pierda cuidado, aunque le prevengo, yo a las ocho y media me meto en el sobre.
Acto seguido llamé a casa de Barceló, confiando en que tal vez Fermín se hubiese dejado caer por allí para va­ciarle la despensa a la Bernarda o arramblarla en el cuarto de planchar. No se me había ocurrido que sería Clara quien contestase al teléfono.
—Daniel, esto sí que es una sorpresa.
Eso mismo digo yo, pensé. Dando un circunloquio digno del catedrático don Anacleto, dejé caer el objeto de mi llamada otorgándole apenas una importancia pasa­jera.
—No, Fermín no ha pasado por aquí en todo el día. Y la Bernarda ha estado conmigo toda la tarde, o sea que lo sabría. Hemos estado hablando de ti, ¿sabes?
—Pues qué conversación tan aburrida.
—La Bernarda dice que se te ve muy guapo, hecho todo un hombre.
—Tomo muchas vitaminas. Un largo silencio.
—Daniel, ¿crees que podremos volver a ser amigos al­gún día? ¿Cuántos años harán falta para que me perdo­nes?
—Amigos ya somos, Clara, y yo no tengo nada que perdonarte. Ya lo sabes.
—Mi tío dice que andas todavía indagando sobre Ju­lián Carax. A ver si te pasas un día por casa a merendar y me cuentas novedades. Yo también tengo cosas que con­tarte.
—Uno de estos días, sin falta.
—Me voy a casar, Daniel.
Me quedé mirando el auricular. Tuve la impresión de que los pies se me hundían en el suelo o de que mi es­queleto encogía unos centímetros.
—Daniel, ¿estás ahí?
—Sí.
—Te ha sorprendido.
Tragué saliva con la consistencia de cemento armado.
—No. Lo que me sorprende es que no te hayas casado ya. Pretendientes no te habrán faltado. ¿Quién es el afor­tunado?
—No le conoces. Se llama Jacobo. Es un amigo de mi tío Gustavo. Directivo del Banco de España. Nos conoci­mos en un recital de ópera que organizó mi tío. Jacobo es un apasionado de la ópera. Es mayor que yo, pero somos muy buenos amigos y eso es lo que importa, ¿no te pa­rece?
Se me encendió la boca de malicia, pero me mordí la lengua. Sabía a veneno.
—Claro... Oye, pues nada, felicidades.
—Nunca me perdonarás, ¿verdad, Daniel? Para ti siem­pre seré Clara Barceló, la pérfida.
—Para mí siempre serás Clara Barceló, punto. Y eso también lo sabes.
Medió otro silencio, de aquellos en los que crecen las canas a traición.
—¿Y tú, Daniel? Fermín me dice que tienes una novia guapísima.
—Tengo que dejarte ahora, Clara, me entra un clien­te. Te llamo un día de esta semana y quedamos para me­rendar. Felicidades otra vez.
Colgué el teléfono y suspiré.
Mi padre regresó de su visita al cliente con el sem­blante abatido y pocas ganas de conversación. Preparó la cena mientras yo ponía la mesa, sin preguntarme apenas por Fermín o por la jornada en la librería. Cenamos con la mirada hundida en el plato y atrincherados en la chá­chara de las noticias de la radio. Mi padre apenas había tocado su plato. Se limitaba a remover aquella sopa agua­da y sin sabor con la cuchara, como si buscase oro en el fondo.
—No has probado bocado —dije.
Mi padre se encogió de hombros. La radio seguía ametrallándonos con sandeces. Mi padre se levantó y la apagó.
—¿Qué decía la carta del ejército? —preguntó final­mente.
—Me incorporo en dos meses.
Creí que la mirada le envejecía diez años.
—Barceló me dice que me va a buscar un enchufe para que me trasladen al Gobierno Militar en Barcelona después del campamento. Hasta podré venir a dormir a casa —ofrecí.
Mi padre replicó con un asentimiento anémico. Se me hizo doloroso sostenerle la mirada y me levanté a re­coger la mesa. Mi padre permaneció sentado, con la vista extraviada y las manos cruzadas bajo la barbilla. Me dispo­nía a fregar los platos cuando escuché los pasos repique­teando en la escalera. Pasos firmes, apresurados, que cas­tigaban el piso y conjuraban un código funesto. Alcé la vista y crucé una mirada con mi padre. Las pisadas se detuvieron en nuestro rellano. Mi padre se incorporó, in­quieto. Un segundo más tarde se escucharon varios gol­pes en la puerta y una voz atronadora, rabiosa y vagamen­te familiar.
—¡Policía! ¡Abran!
Mil dagas me apuñalaran el pensamiento. Una nueva andanada de golpes hicieron tambalearse la puerta. Mi padre se dirigió hasta el umbral y alzó la rejilla de la mirilla.
—¿Qué quieren ustedes a estas horas?
—O abre esta puerta o la tiramos a patadas, señor Sempere. No me haga repetírselo.
Reconocí la voz de Fumero y me invadió un aliento helado. Mi padre me lanzó una mirada inquisitiva. Asen­tí. Ahogando un suspiro, abrió la puerta. Las siluetas de Fumero y sus dos secuaces de rigor se recortaban en el re­luz amarillento del umbral. Gabardinas grises arrastrando títeres de ceniza.
—¿Dónde está? —gritó Fumero, apartando a mi padre de un manotazo y abriéndose paso hacia el comedor.
Mi padre hizo un amago de detenerle, pero uno de los agentes que cubría las espaldas del inspector le aferró del brazo y le empujó contra la pared, sujetándole con la frialdad y la eficacia de una máquina acostumbrada a la tarea. Era el mismo individuo que nos había seguido a Fermín y a mí, el mismo que me había sujetado mientras Fumero apaleaba a mi amigo frente al asilo de Santa Lucía, el mismo que me había vigilado un par de noches atrás. Me lanzó una mirada vacía, inescrutable. Salí al en­cuentro de Fumero, blandiendo toda la calma que era ca­paz de fingir. El inspector tenía los ojos inyectados en sangre. Un arañazo reciente le recorría la mejilla izquier­da, ribeteado de sangre seca.
—¿Dónde está?
—¿El qué?
Fumero dejó caer los ojos y sacudió la cabeza, murmurando para, sí. Cuando alzó el rostro exhibía una mueca canina en los labios y un revólver en la mano. Sin apartar sus ojos de los míos, Fumero le clavó un culatazo al jarrón con flores marchitas sobre la mesa. El jarrón esta­lló en pedazos, derramando el agua y los tallos ajados so­bre el mantel. A mi pesar, me estremecí. Mi padre vocife­raba en el recibidor bajo la presa de los dos agentes. Ape­nas pude descifrar sus palabras. Todo cuanto era capaz de absorber era la presión helada del cañón del revólver hundido en mi mejilla y el olor a pólvora.
—A mí no me jodas, niñato de mierda, o tu padre va a tener que recoger tus sesos del suelo. ¿Me oyes?
Asentí, temblando. Fumero presionaba el cañón del arma con fuerza contra mi pómulo. Sentí que me cortaba la piel, pero no me atreví ni a parpadear.
—Es la última vez que te lo pregunto. ¿Dónde está?
Me vi a mí mismo reflejado en las pupilas negras del inspector, que se contraían lentamente al tiempo que ten­saba el percutor con el pulgar.
—Aquí no. No le he visto desde el mediodía. Es la ver­dad.
Fumero permaneció inmóvil durante casi medio mi­nuto, hurgándome la cara con el revólver y relamiéndose los labios.
—Lerma —ordenó—. Eche un vistazo.
Uno de los agentes se apresuró a inspeccionar el piso. Mi padre forcejeaba en vano con el tercer policía.
—Como me hayas mentido y lo encontremos en esta casa, te juro que le rompo las dos piernas a tu padre —susurró Fumero.
—Mi padre no sabe nada. Déjele en paz.
—Tú sí que no sabes ni a lo que juegas. Pero en cuan­to trinque a tu amigo, se acabó el juego. Ni jueces, ni hos­pitales, ni hostias. Esta vez me voy a encargar personalmente de sacarle de la circulación. Y voy a disfrutar haciéndolo, créeme. Me voy a tomar mi tiempo. Se lo puedes decir si lo ves. Porque voy a encontrarle aunque se esconda debajo de las piedras. Y tú tienes el siguiente número. ,
El agente Lerma reapareció en el comedor e intercambió una mirada con Fumero, una leve negativa. Fu­mero aflojó el percutor y retiró el revólver.
—Lástima —dijo Fumero.
—¿De qué le acusa? ¿Por qué le busca?
Fumero me dio la espalda y se aproximó a los dos agentes que, a su señal, soltaron a mi padre.
—Se va usted a acordar de esto —escupió mi padre.
Los ojos de Fumero se posaron sobre él. Instintiva­mente, mi padre dio un paso atrás. Temí que la visita del inspector no hubiera hecho más que empezar, pero súbi­tamente Fumero sacudió la cabeza, riéndose por lo bajo, y abandonó el piso sin más ceremonia. Lerma le siguió. El tercer policía, mi perpetuo centinela, se detuvo un ins­tante en el umbral. Me miró en silencio, como si quisiera decirme algo.
—¡Palacios! —bramó Fumero, su voz desdibujada en el eco de la escalera.
Palacios bajó la mirada y desapareció por la puer­ta. Salí al rellano. Cuchillas de luz se perfilaban desde las puertas entreabiertas de varios vecinos, sus rostros atemorizados asomados en la penumbra. Las tres siluetas oscu­ras de los policías se perdían escaleras abajo y el repique­teo furioso de sus pasos se batía en retirada como marea envenenada, dejando un rastro de miedo y negrura.
Rondaba la medianoche cuando escuchamos de nue­vo golpes en la puerta, esta vez más débiles, casi temero­sos. Mi padre, que me estaba limpiando la magulladura que me había dejado el revólver de Fumero con agua oxi­genada, se detuvo en seco. Nuestras miradas se encontra­ron. Llegaron tres nuevos golpes.
Por un instante creí que se trataba de Fermín, que tal vez había presenciado todo el incidente escondido en un rincón oscuro de la escalera.
—¿Quién va? —preguntó mi padre.
—Don Anacleto, señor Sempere.
Mi padre suspiró. Abrimos la puerta para encontrar al catedrático, más pálido que nunca.
—Don Anacleto, ¿qué pasa? ¿Está usted bien? —pre­guntó mi padre, haciéndole pasar.
El catedrático portaba un periódico plegado en las ma­nos. Se limitó a tendérnoslo, con una mirada de horror. El papel aún estaba tibio y la tinta fresca.
—Es la edición de mañana —musitó don Anacleto—. Página seis.
Lo primero que advertí fueron las dos fotografías que sostenían el titular. La primera mostraba a un Fermín más relleno de carnes y pelo, quizá quince o veinte años más joven. La segunda revelaba el rostro de una mujer con los ojos sellados y la piel de mármol. Tardé unos se­gundos en reconocerla, porque me había acostumbrado a verla entre penumbras.

UN INDIGENTE ASESINA A UNA MUJER
A PLENA LUZ DEL DÍA
Barcelona/agencias (Redacción)

La policía busca al indigente que asesinó esta tarde a puñaladas a Nuria Monfort Masdedeu, de treinta y siete años de edad y ve­cina de Barcelona.
El crimen tuvo lugar a media tarde en la barriada de San Gervasio, donde la víctima fue asaltada sin razón aparente por el indigente, que al parecer, y según informes de la Jefatura Superior de Policía, la había estado siguiendo por motivos que aún no han sido esclarecidos.
Al parecer, el asesino, Antonio José Gutiérrez Alcayete, de cin­cuenta y un años de edad y natural de Villa Inmunda, provincia de Cáceres, es un conocido maleante con un largo historial de trastornos mentales fugado de la cárcel Modelo hace seis años y que ha conseguido eludir a las autoridades desde entonces asu­miendo diferentes identidades. En el momento del crimen vestía una sotana. Está armado y la policía lo califica como altamente peligroso. Se desconoce todavía si la víctima y su asesino se cono­cían o cuál puede haber sido el móvil del crimen, aunque fuentes de la Jefatura Superior de Policía indican que todo parece apun­tar hacia tal hipótesis. La víctima recibió seis heridas de arma blanca en el vientre, cuello y pecho. El asalto, que tuvo lugar en las inmediaciones de un colegio, fue presenciado por varios alumnos que alertaron al profesorado de la institución, quien a su vez llamó a la policía y a una ambulancia. Según el informe policial, las heridas recibidas por la víctima resultaron mortales. La víctima ingresó cadáver en el Hospital Clínico de Barcelona a las 18.15.


41

No tuvimos noticias de Fermín en todo el día. Mi padre insistió en abrir la librería como cualquier otro día y ofre­cer una fachada de normalidad e inocencia. La policía había apostado un agente frente a la escalera y un segun­do vigilaba la plaza de Santa Ana, cobijado en el portal de la iglesia como santo de última hora. Los veíamos tiritar de frío bajo la intensa lluvia que había llegado con el alba, el aliento de vapor cada vez más diáfano, las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina. Más de un veci­no pasaba de largo, mirando de soslayo a través del esca­parate, pero ni un solo comprador se aventuró a entrar.
—Ya debe de haber corrido la voz —dije.
Mi padre se limitó a asentir. Había pasado la mañana sin dirigirme la palabra y expresándose con gestos. La pá­gina con la noticia del asesinato de Nuria Monfort yacía sobre el mostrador. Cada veinte minutos se acercaba y la releía con expresión impenetrable. Llevaba acumulando ira en su interior todo el día, hermético.
—Por mucho que leas la noticia una y otra vez no va a ser verdad —dije.
Mi padre alzó la vista y me miró con severidad.
—¿Conocías tú a esta persona? ¿Nuria Monfort?
—Había hablado con ella un par de veces —dije.
El rostro de Nuria Monfort me robó el pensamiento. Mi falta de sinceridad tenía sabor a náusea. Me perseguía todavía su olor y el roce de sus labios, la imagen de aquel escritorio pulcramente ordenado y su mirada triste y sa­bia. «Un par de veces.»
—¿Por qué tuviste que hablar con ella? ¿Qué tenía que ver contigo?
—Era una vieja amiga de Julián Carax. La fui a visitar para preguntarle qué recordaba de Carax. Eso es todo. Era la hija de Isaac, el guardián. Él me dio sus señas.
—¿La conocía Fermín?
—No.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—¿Cómo puedes tú dudar de él y dar crédito a esas patrañas? Lo único que Fermín sabía de esa mujer es lo que yo le conté.
—¿Y por eso la estaba siguiendo?
—Sí.
—Porque tú se lo habías pedido.
Guardé silencio. Mi padre suspiró.
—No lo entiendes, papá.
—Desde luego que no. No te entiendo a ti, ni a Fer­mín, ni...
—Papá, por lo que sabemos de Fermín, lo que pone ahí es imposible.
—¿Y qué sabemos de Fermín, eh? Para empezar resul­ta que no sabíamos ni su verdadero nombre.
—Te equivocas con él.
—No, Daniel. Eres tú el que se equivoca, y en mu­chas cosas. ¿Quién te manda a ti hurgar en la vida de la gente?
—Soy libre de hablar con quien quiera.
—Supongo que también te sientes libre de las conse­cuencias.
—¿Insinúas que soy responsable de la muerte de esa mujer?
—Esa mujer, como tú la llamas, tenía nombre y apelli­dos, y la conocías.
—No hace falta que me lo recuerdes —repliqué con lágrimas en los ojos.
Mi padre me contempló con tristeza, negando.
—Dios santo, no quiero ni pensar cómo estará el po­bre Isaac —murmuró mi padre para sí mismo.
—Yo no tengo la culpa de que esté muerta —dije con un hilo de voz, pensando que tal vez si lo repetía suficien­tes veces empezaría a creérmelo.
Mi padre se retiró a la trastienda, negando por lo bajo.
—Tú sabrás de lo que eres responsable o no, Daniel. A veces, ya no sé quién eres.
Cogí mi gabardina y escapé hacia la calle y la lluvia, donde nadie me conocía ni me podía leer el alma.

Me entregué a la lluvia helada sin rumbo fijo. Cami­naba con la mirada caída, arrastrando la imagen de Nuria Monfort, sin vida, tendida en una fría losa de mármol, el cuerpo sembrado de puñaladas. A cada paso, la ciudad se desvanecía a mi alrededor. Al enfilar un cruce en la calle Fontanella no me detuve ni a mirar el semáforo. Cuando sentí el golpe de viento en la cara me volví hacia una pa­red de metal y luz que se abalanzaba sobre mí a toda velocidad. En el último instante, un transeúnte a mi espalda tiró de mí hacia atrás y me apartó de la trayectoria del au­tobús. Contemplé el fuselaje centelleando a apenas unos centímetros de mi rostro, una muerte segura desfilando a una décima de segundo. Cuando tuve conciencia de lo que había sucedido, el transeúnte que me había salvado la vida se alejaba por el paso de peatones, apenas una si­lueta en una gabardina gris. Me quedé allí clavado, sin aliento. En el espejismo de la lluvia pude advertir que mi salvador se había detenido al otro lado de la calle y me observaba bajo la lluvia. Era el tercer policía, Palacios. Una muralla de tráfico de deslizó entre nosotros, y cuan­do volví a mirar, el agente Palacios ya no estaba allí.
Me encaminé hacia casa de Bea, incapaz de esperar más. Necesitaba recordar lo poco de bueno que había en mí, lo que ella me había dado. Me lancé escaleras arriba a toda prisa y me detuve frente a la puerta de los Aguilar, casi sin aliento. Tomé el llamador y golpeé tres veces con fuerza. Mientras esperaba, me armé de valor y adquirí conciencia de mi aspecto: empapado hasta los huesos. Me retiré el pelo de la frente y me dije que ya estaba hecho. Si aparecía el señor Aguilar dispuesto a partirme las pier­nas y la cara, cuanto antes mejor. Llamé de nuevo y al poco escuché unos pasos acercándose a la puerta. La mirilla se entreabrió. Una mirada oscura y recelosa me observaba.
—¿Quién va?
Reconocí la voz de Cecilia, una de las doncellas al ser­vicio de la familia Aguilar.
—Soy Daniel Sempere, Cecilia.
La mirilla se cerró y en unos segundos se inició el con­cierto de cerrojos y pasadores que blindaban la entrada al piso. El portón se abrió lentamente y me recibió Cecilia, encofrada y con uniforme, portando un cirio en un porta­velas. Por su expresión de alarma intuí que debía de ofre­cerle un aspecto cadavérico.
—Buenas tardes, Cecilia. ¿Está Bea?
Me miró sin comprender. En el protocolo conocido de la casa, mi presencia, que en los últimos tiempos era un accidente inusual, se asociaba únicamente a Tomás, mi antiguo compañero de escuela.
—La señorita Beatriz no está...
—¿Ha salido?
Cecilia, que apenas era un susto perpetuamente cosi­do a un delantal, asintió.
—¿Sabes cuándo volverá?
La doncella se encogió de hombros.
—Marchó con los señores al médico hará unas dos horas.
—¿Al médico? ¿Está enferma?
—No lo sé, señorito.
—¿A qué doctor han ido?
—Yo eso no lo sé, señorito.
Decidí no martirizar más a la pobre doncella. La au­sencia de los padres de Bea me abría otros caminos a ex­plorar.
—¿Y Tomás, está en casa?
—Sí, señorito. Pase, que le aviso.
Me adentré en el recibidor y esperé. En otros tiempos hubiera ido directamente a la habitación de mi amigo, pero hacía ya tanto que no acudía a aquella casa que me sentía de nuevo un extraño. Cecilia desapareció corredor abajo envuelta en el aura de luz, abandonándome a la os­curidad. Me pareció oír la voz de Tomás a lo lejos y luego unos pasos que se acercaban. Improvisé una excusa con la que justificar ante mi amigo mi repentina visita. La fi­gura que apareció en el umbral del recibidor era de nue­vo la de la doncella. Cecilia me dirigió una mirada com­pungida y se me deshizo la sonrisa de trapo.
—El señorito Tomás me dice que está muy ocupado y no puede verle ahora.
—¿Le has dicho quién soy? Daniel Sempere.
—Sí, señorito. Me ha dicho que le diga a usted que se marche.
Me nació un frío en el estómago que me segó el aliento.
—Lo siento, señorito —dijo Cecilia.
Asentí, sin saber qué decir. La doncella abrió la puer­ta de la que, no hacía tanto, había considerado mi segun­da casa.
—¿Quiere el señorito un paraguas?
—No, gracias, Cecilia.
—Lo siento, señorito Daniel —reiteró la doncella.
Le sonreí sin fuerza.
—No te preocupes, Cecilia.
La puerta se cerró, sellándome en la sombra. Perma­necí allí unos instantes y luego me arrastré escaleras aba­jo. La lluvia seguía arreciando, implacable. Me alejé ca­lle abajo. Al doblar la esquina me detuve y me volví un instante. Alcé la mirada hacia el piso de los Aguilar. La si­lueta de mi viejo amigo Tomás se recortaba en la ventana de su habitación. Me contemplaba inmóvil. Le saludé con la mano. No me devolvió el gesto. A los pocos segun­dos se retiró hacia el interior. Esperé casi cinco minu­tos con la esperanza de verle reaparecer, pero fue en vano. La lluvia me arrancó las lágrimas y partí en su com­pañía.





42
De regreso a la librería crucé frente al cine Capitol, donde dos pintores entarimados en un andamio contemplaban desolados cómo el cartel que no había terminado de secar se les deshacía bajo el aguacero. La efigie estoica del centi­nela de turno apostado frente a la librería se discernía a lo lejos. Al aproximarme a la relojería de don Federico Flaviá advertí que el relojero había salido al umbral a contem­plar el chaparrón. Todavía se leían en su rostro las cicatri­ces de su estancia en jefatura. Vestía un impecable traje de lana gris y sostenía un cigarrillo que no se había molesta­do en encender. Le saludé con la mano y me sonrió.
—¿Qué tienes tú en contra del paraguas, Daniel?
—¿Qué hay más bonito que la lluvia, don Federico?
—La neumonía. Anda, pasa, que ya tengo arreglado lo tuyo.
Le miré sin comprender. Don Federico me observaba fijamente, la sonrisa intacta. Me limité a asentir y le seguí hasta el interior de su bazar de maravillas. Tan pronto es tuvimos dentro me tendió una pequeña bolsa de papel de estraza.
—Sal ya, que ese fantoche que vigila la librería no nos quitaba el ojo de encima.
Atisbé en el interior de la bolsa. Contenía un librillo encuadernado en piel. Un misal. El misal que Fermín lle­vaba en las manos la última vez que le había visto. Don Federico, empujándome de vuelta a la calle, me selló los labios con un grave asentimiento. Una vez en la calle re­cobró el semblante risueño y alzó la voz.
—Y acuérdate de no forzar la manija al darle cuerda o volverá a saltar, ¿de acuerdo?
—Descuide, don Federico, y gracias.
Me alejé con un nudo en el estómago que se estrecha­ba a cada paso que me aproximaba al agente de paisano que vigilaba la librería. Al cruzar frente a él le saludé con la misma mano que sostenía la bolsa que me había dado don Federico. El agente la miraba con vago interés. Me colé en la librería. Mi padre seguía en pie tras el mostra­dor, como si no se hubiese movido desde mi partida. Me miró apesadumbrado.
—Oye, Daniel, sobre lo de antes...
—No te preocupes. Tenías razón.
—Estás tiritando...
Asentí vagamente y le vi partir en busca del termo. Aproveché la circunstancia para meterme en el pequeño lavabo de la trastienda para examinar el misal. La nota de Fermín se deslizó en el aire, revoloteando como una mari­posa. La cacé al vuelo. El mensaje estaba escrito en una hoja casi transparente de papel de fumar en caligrafía dimi­nuta que tuve que sostener al trasluz para poder descifrar.

Amigo Daniel:
No crea usted una palabra de lo que dicen los diarios sobre el asesinato de Nuria Monfort. Como siempre, es puro embuste. Yo estoy sano, salvo y oculto en lugar seguro. No intente encontrarme o enviarme mensajes. Destruya esta nota en cuanto la haya leído. No hace falta que se la trague, basta con que la queme o la haga añicos. Yo me pondré en contacto con usted merced a mi ingenio y a los buenos oficios de terceros en concordia. Le ruego que trans­mita la esencia de este mensaje, en clave y con toda discreción, a mi amada. Usted no haga nada. Su amigo, el tercer hombre,
FRdT

Empezaba a releer la nota cuando alguien golpeó la puerta del retrete con los nudillos.
—¿Se puede —preguntó una voz desconocida.
El corazón me dio un vuelco. Sin saber qué otra cosa hacer, hice un ovillo con la hoja de papel de fumar y me la tragué. Tiré de la cadena y aproveché el estruendo de tuberías y cisternas para engullir la pelotilla de papel. Sabía a cera y a caramelo Sugus. Al abrir la puerta me encontré con la sonrisa reptil del agente de policía que segundos antes había estado apostado frente a la librería.
—Usted disculpe. No sé si será el oír llover todo el día, pero es que me orinaba, por no decir otra cosa...
—Faltaría más —dije, cediéndole el paso—. Todo suyo.
—Agradecido.
El agente, que a la luz de la bombilla me pareció una pequeña comadreja, me miró de arriba abajo. Su mirada de alcantarilla se posó en el misal en mis manos.
Yo es que sin leer algo, no hay manera —argumenté. —A mí me pasa lo mismo Y luego dicen que el español no lee. ¿Me lo presta?
—Ahí encima de la cisterna tiene el último Premio de la Crítica —atajé—Infalible.
Me alejé sin perder la compostura v me uní a mi padre que me estaba preparando una taza de café con leche.
—¿Y ése? —pregunté.
—Me ha jurado que se cagaba. ¿Qué iba a hacer?
—Dejarlo en la calle y así entraba en calor
Mi padre frunció el ceño.
—Si no te importa, subo ya a casa.
—Claro que no. Y ponte ropa seca, que vas a pillar una pulmonía
El piso estaba frío v silencioso. Me dirigí a mi cuarto v atisbé por la ventana. El segundo centinela seguía allí abajo, a la puerta de la iglesia de Santa Ana. Me quité la ropa empapada y me enfundé un pijama grueso y una bata que había sido de mi abuelo. Me tendí en la cama sin molestarme en encender la luz y me abandoné a la penumbra y al sonido de la lluvia en los cristales. Cerré los ojos e intenté conciliar la imagen, el tacto y el olor de Bea. La noche anterior no había pegado ojo y pronto me venció la fatiga. En mis sueños, la silueta encapuchada de una parca de vapor cabalgaba sobre Barcelona, un atisbo espectral que se cernía sobre torres y tejados, sosteniendo en sus hilos negros cientos de pequeños ataúdes blancos que dejaban a su paso un rastro de flores negras en cuyos pétalos, escrito en sangre, se leía el nombre de Nuria Monfort.
Desperté al filo de un alba gris, de cristales empaña­dos. Me vestí para el frío y me calcé unas botas de media caña. Salí al pasillo con sigilo y crucé el piso casi a tientas. Me deslicé por la puerta y salí a la calle. Los quioscos de las Ramblas ya mostraban sus luces a lo lejos. Me acerqué hasta el que navegaba frente a la bocana de la calle Ta­llers y compré la primera edición del día, que aún olía a tinta tibia. Corrí las páginas a toda prisa hasta encontrar la sección de necrológicas. El nombre de Nuria Monfort yacía caído bajo una cruz de imprenta y sentí que me temblaba la mirada. Me alejé con el periódico doblado bajo el brazo, en busca de la oscuridad. El entierro era aquella tarde, a las cuatro, en el cementerio de Montjuïc. Volví a casa dando un rodeo. Mi padre seguía durmiendo y regresé a mi cuarto. Me senté al escritorio y saqué mi pluma Meinsterstück de su estuche. Tomé un folio en blanco y deseé que la plumilla me guiase. En mis manos la pluma no tenía nada que decir. Conjuré en vano las pa­labras que quería ofrecer a Nuria Monfort pero fui inca­paz de escribir o de sentir nada excepto aquel terror inexplicable de su ausencia, de saberla perdida, arrancada de cuajo. Supe que algún día volvería a mí, meses o años más tarde, que siempre llevaría su recuerdo en el roce de un extraño, de imágenes que no me pertenecían, sin saber si era digno de todo ello. Te vas en sombras, pensé. Como viviste.


43

Poco antes de las tres de la tarde abordé el autobús, en el paseo de Colón, que habría de llevarme hasta el cemente­rio de Montjuïc. A través del cristal se contemplaba el bosque de mástiles y banderines aleteando en la dársena del puerto. El autobús, que iba casi vacío, rodeó la mon­taña de Montjuïc y enfiló la ruta que ascendía hasta la en­trada este del gran cementerio de la ciudad. Yo era el últi­mo pasajero.
—¿A qué hora pasa el último autobús? —pregunté al conductor antes de apearme.
—A las cuatro y media.
El conductor me dejó a las puertas del recinto. Una avenida de cipreses se alzaba en la bruma. Incluso desde allí, a los pies de la montaña, se entreveía la infinita ciudad de muertos que había escalado la ladera hasta reba­sar la cima. Avenidas de tumbas, paseos de lápidas y calle­jones de mausoleos, torres coronadas por ángeles ígneos y bosques de sepulcros se multiplicaban uno contra otro. La ciudad de los muertos era una fosa de palacios, un osa­rio de mausoleos monumentales custodiados por ejérci­tos de estatuas de piedra putrefacta que se hundían en el fango. Respiré hondo y me adentré en el laberinto. Mi madre yacía enterrada a un centenar de metros de aque­lla senda flanqueada por galerías interminables de muer­te y desolación. A cada paso podía sentir el frío, el vacío y la furia de aquel lugar, el horror de su silencio, de los ros­tros atrapados en viejos retratos abandonados a la compa­ñía de velas y flores muertas. Al rato alcancé a ver a lo le­jos los faroles de gas encendidos en torno a la fosa. Las siluetas de media docena de personas se alineaban contra un cielo de ceniza. Apreté el paso y me detuve allí donde llegaban las palabras del sacerdote.
El ataúd, un cofre de madera de pino sin pulir, des­cansaba en el barro. Dos enterradores lo custodiaban, apoyados sobre las palas. Escruté a los presentes. El viejo Isaac, el guardián del Cementerio de los Libros Olvida­dos, no había acudido al entierro de su hija. Reconocí a la vecina del rellano de enfrente, que sollozaba sacudien­do la cabeza mientras un hombre de aspecto derrotado la consolaba acariciándole la espalda. Su esposo, supuse, junto a ellos había una mujer de unos cuarenta años, ves­tida de gris y portando un ramo de flores. Lloraba en si­lencio, desviando la vista de la fosa y apretando los labios. No la había visto jamás. Separado del grupo, enfundado en una gabardina oscura y sosteniendo el sombrero a su espalda, estaba el policía que me había salvado la vida el día anterior. Palacios. Alzó la mirada y me observó sin pestañear unos segundos. Las palabras ciegas del sacerdo­te, desprovistas de sentido, eran cuanto nos separaba del terrible silencio. Contemplé el ataúd, salpicado de arcilla. La imaginé tendida en el interior y no me di cuenta de que estaba llorando hasta que aquella desconocida de gris se me acercó y me ofreció una de las flores de su ramo. Permanecí allí hasta que el grupo se dispersó y, a una señal del sacerdote, los enterradores se dispusieron a hacer su trabajo a la luz de los faroles. Me guardé la flor en el bolsillo del abrigo y me alejé, incapaz de decir el adiós que había llevado hasta allí.
Empezaba a anochecer cuando llegué a la puerta del cementerio y supuse que ya había perdido el último auto­bús. Me dispuse a emprender una larga caminata a la som­bra de la necrópolis y eché a caminar por la carretera que bordeaba el puerto de regreso a Barcelona. Un automóvil negro estaba aparcado a una veintena de metros al frente, con las luces encendidas. Una silueta fumaba un cigarrillo en el interior. Al aproximarme, Palacios me abrió la puer­ta del pasajero y me indicó que subiera.
—Sube, que te acercaré a tu casa. A estas horas no en­contrarás ni autobuses ni taxis por aquí.
Dudé un instante.
—Prefiero ir andando.
—No digas tonterías. Sube.
Hablaba con el tono acerado de quien está acostum­brado a mandar y ser obedecido en el acto.
—Por favor —añadió.
Me subí al coche y el policía puso en marcha el mo­tor.
—Enrique Palacios —dijo, ofreciéndome la mano.
No se la estreché.
—Si me deja en Colón, ya me sirve.
El coche arrancó de un tirón. Nos perdimos en la ca­rretera y recorrimos un buen tramo sin despegar los la­bios.
—Quiero que sepas que siento mucho lo de la señora Monfort.
En sus labios, aquellas palabras me parecieron una obscenidad, un insulto.
—Le agradezco que me salvase usted la vida el otro día, pero tengo que decirle que me importa una mierda lo que usted sienta, señor Enrique Palacios.
Yo no soy, lo que tú piensas, Daniel. Me gustaría ayu­darte.
—Si espera que le diga dónde está Fermín, ya me pue­de dejar aquí mismo...
—Me importa un comino dónde esté tu amigo. Ahora no estoy de servicio.
No dije nada.
—No confías en mí, y no te culpo. Pero al menos es­cúchame. Esto ya ha ido demasiado lejos. Esa mujer no tenía por qué morir. Te pido que dejes correr este asunto y que te olvides para siempre de ese hombre, de Carax.
—Habla usted como si lo que está pasando fuese vo­luntad mía. Yo sólo soy un espectador. La función se la montan entre su jefe y ustedes.
—Estoy harto de entierros, Daniel. No quiero tener que asistir al tuyo.
—Mejor, porque no está usted invitado.
—Hablo en serio.
—Y yo también. Hágame el favor de parar y dejarme aquí.
—En dos minutos estamos en Colón.
—Me da lo mismo. Este coche huele a muerto, como usted. Déjeme bajar.
Palacios aminoró la marcha y se detuvo en el arcén. Me bajé del coche y cerré con un portazo, evitando la mi­rada de Palacios. Esperé a que se alejase, pero el policía no se decidía a arrancar de nuevo. Me volví y vi que baja­ba la ventanilla. Me pareció leer sinceridad, incluso dolor, en su rostro, pero me negué a darles crédito.
—Nuria Monfort murió en mis brazos, Daniel —dijo—. Creo que sus últimas palabras fueron un mensaje para ti.
—¿Qué dijo? —pregunté, la voz atenazada de frío—. ¿Menciono mi nombre?
—Deliraba, pero creo que se refería a ti. En algún momento dijo que hay peores cárceles que las palabras. Luego, antes de morir, me pidió que te dijese que la deja­ses marchar.
Le miré sin comprender.
—¿Que dejase marchar a quién?
—A una tal Penélope. Me imaginé que debía de ser tu novia.
Palacios bajó la mirada y partió con el crepúsculo. Me quedé mirando las luces del coche perderse en la tene­brosidad azul y escarlata, desconcertado. Al poco me en caminé de regreso al paseo de Colón, repitiéndome aque­llas últimas palabras de Nuria Monfort sin encontrarles significado. Al llegar a la plaza del Portal de la Paz me de­tuve a contemplar los muelles junto al embarcadero de las golondrinas. Me senté en los peldaños que se perdían en las aguas turbias, en el mismo lugar donde, una noche ya perdida muchos años atrás, había visto por primera vez a Laín Coubert, el hombre sin rostro.
—Hay peores cárceles que las palabras —murmuré.
Sólo entonces comprendí que el mensaje de Nuria Monfort no iba destinado a mí. No era yo quien debía de­jar escapar a Penélope. Sus últimas palabras no habían sido para un extraño, sino para el hombre que había ama­do en silencio durante quince años: Julián Carax.


44

Llegué a la plaza de San Felipe Neri al caer la noche. El banco en el que había avistado a Nuria Monfort por pri­mera vez yacía a los pies de una farola, vacío y tatuado a cortaplumas con nombres de enamorados, insultos y pro­mesas. Alcé la vista hasta las ventanas del hogar de Nuria Monfort en el tercer piso y advertí un reluz cobrizo, osci­lante. Una vela.
Me adentré en la gruta de la portería oscura y ascendí la escalera a tientas. Me temblaban las manos cuando al­cancé el rellano del tercero. Una cuchilla de luz rojiza despuntaba bajo el marco de la puerta entreabierta. Posé la mano sobre el pomo y permanecí allí inmóvil, escu­chando. Creí oír un susurro, un aliento entrecortado que provenía del interior. Por un instante pensé que si abría aquella puerta, la encontraría esperándome al otro lado, fumando junto al balcón con las piernas encogidas y apoyada contra la pared, anclada en el mismo lugar en que la había dejado. Suavemente, temiendo molestarla, abrí la puerta y entré en el piso. Las cortinas del balcón ondeaban en la sala. La silueta estaba sentada junto a la ventana, el rostro robado al trasluz, inmóvil, sosteniendo un cirio encendido entre las manos. Una perla de clari­dad se deslizó por su piel, brillante como resina fresca, para caer después en su regazo. Isaac Monfort se volvió con el rostro surcado de lágrimas.
—No le vi esta tarde en el entierro —dije.
Negó en silencio, secándose los ojos con el envés de la solapa.
—Nuria no estaba allí —murmuró al rato—. Los muer­tos nunca acuden a su propio entierro.
Echó una mirada alrededor, como si con ello quisiera indicarme que su hija estaba en aquella sala, sentada jun­to a nosotros en la penumbra, escuchándonos.
—¿Sabe usted que nunca había estado en esta casa? —preguntó—. Siempre que nos veíamos era Nuria quien acudía a mí. «Para usted es más fácil, padre —decía ella—. ¿Para qué va a subir escaleras?» Yo siempre le decía: «Bue­no, si no me invitas no voy a ir», y ella respondía: «No hace falta que le invite a mi casa, padre, se invita a los ex­traños. Usted puede venir cuando quiera.» En más de quince años no vine a verla una sola vez. Siempre le dije que había escogido un mal barrio. Poca luz. Una finca vieja. Ella sólo asentía. Como cuando le decía que había escogido una mala vida. Poco futuro. Un marido sin ofi­cio ni beneficio. Es curioso cómo juzgamos a los demás y no nos damos cuenta de lo miserable de nuestro desdén hasta que nos faltan, hasta que nos los quitan. Nos los quitan porque nunca han sido nuestros...
La voz del anciano, desnuda de su velo de ironía, ha­cía aguas y sonaba casi tan vieja como su mirada.
—Nuria le quería a usted mucho, Isaac. No lo dude ni por un instante. Y me consta que ella también se sentía querida por usted —improvisé.
El viejo Isaac negó de nuevo. Sonreía, pero las lágri­mas caían sin cesar, calladas.
—Quizá me quería, a su manera, como yo la quise a ella, a la mía. Pero no nos conocíamos. Quizá porque yo nunca la dejé conocerme, o nunca di un paso por conocerla a ella. Pasamos la vida como dos extraños que se han visto todos los días y se saludan por cortesía. Y pienso que quizá murió sin perdonarme.
—Isaac, le aseguro a usted...
—Daniel, es usted joven y pone voluntad, pero aun­que he bebido y no sé ni lo que digo, aún no ha aprendi­do a mentir lo suficientemente bien como para engañar a un viejo con el corazón podrido de miserias.
Bajé la mirada.
—La policía dice que el hombre que la mató es amigo suyo —aventuró Isaac.
—La policía miente Isaac asintió.
—Ya lo sé.
—Le aseguro...
—No hace falta, Daniel. Sé que dice usted la ver­dad —dijo Isaac, extrayendo un sobre del bolsillo de su abrigo.
—La tarde antes de morir, Nuria vino a verme, como solía hacer años atrás. Me acuerdo de que solíamos ir a comer a un café de la calle Guardia, al que yo la llevaba de niña. Siempre hablábamos de libros, de libros viejos. Ella me contaba a veces cosas de su trabajo, pequeñeces, cosas que se cuentan a un extraño en un autobús... Una vez me dijo que sentía haber sido una decepción para mí. Le pregunté que de dónde había sacado aquella idea ab­surda. «De sus ojos, padre, de sus ojos», dijo. Ni una sola vez se me ocurrió que tal vez yo había sido una decepción todavía mayor para ella. A veces nos creemos que las per­sonas son décimos de lotería: que están ahí para hacer realidad nuestras ilusiones absurdas.
—Isaac, con el debido respeto, ha bebido usted como un cosaco y no sabe lo que dice.
—El vino convierte al sabio en necio, y al necio en sa­bio. Sé lo suficiente para comprender que mi propia hija nunca confió en mí. Confiaba más en usted, Daniel, y sólo le había visto un par de veces.
—Le aseguro que se equivoca.
—La última tarde que nos vimos me trajo este sobre. Estaba muy inquieta, preocupada por algo que no me quiso contar. Me pidió que guardase este sobre y que, si pasaba algo, se lo entregase a usted.
—¿Si pasaba algo?
—Ésas fueron sus palabras. La vi tan alterada que le propuse que acudiésemos juntos a la policía, que fuera cual fuese el problema encontraríamos una solución. En­tonces me dijo que la policía era el último sitio al que po­día acudir. Le pedí que me revelase de qué se trataba, pero dijo que tenía que marcharse y me hizo prometer que le entregaría a usted este sobre si ella no volvía a bus­carlo en un par de días. Me pidió que no lo abriera.
Isaac tendió el sobre. Estaba abierto.
—Le mentí, como siempre —dijo.
Inspeccioné el sobre. Contenía un pliego de cuartillas escritas a mano.
—¿Las ha leído usted? —pregunté.
El anciano asintió lentamente.
—¿Qué dicen?
El anciano alzó el rostro. Le temblaban los labios. Me pareció que había envejecido cien años desde la última vez que le había visto.
—Es la historia que usted buscaba, Daniel. La historia de una mujer que nunca conocí, aunque llevara mi nom­bre y mi sangre. Ahora le pertenece a usted.
Me guardé el sobre en el bolsillo del abrigo.
—Le voy a pedir que me deje solo, aquí con ella, si no le importa. Hace un rato, mientras leía esas páginas, me ha parecido que la reencontraba. Yo, por más que me esfuerce, sólo consigo recordarla como cuando era niña. De pequeña era muy callada, ¿sabe usted? Lo miraba todo, pensativa, y nunca se reía. Lo que más le gustaba eran los cuentos. Siempre me pedía que le leyese cuentos y no creo que haya habido una cría que aprendiese antes a leer. Decía que quería ser escritora y redactar enciclo­pedias y tratados de historia y filosofía. Su madre decía que todo aquello era culpa mía, que Nuria me adoraba y como pensaba que su padre sólo quería a los libros, ella quería escribir libros para que su padre la quisiera a ella.
—Isaac, no me parece una buena idea que esté usted solo esta noche. ¿Por qué no se viene conmigo? Se que­da esta noche en casa, y así le hace compañía a mi padre.
Isaac negó de nuevo.
—Tengo que hacer, Daniel. Váyase usted a casa, y lea esas páginas. Le pertenecen a usted.
El anciano desvió la mirada y me dirigí hacia la puer­ta. Estaba en el umbral cuando la voz de Isaac me llamó, apenas un susurro.
—¿Daniel?
—Sí.
—Tenga usted mucho cuidado.
Cuando salí a la calle me pareció que la negrura se arrastraba por el empedrado, pisándome los talones. Apreté el paso y no aflojé el ritmo hasta que llegué al piso de Santa Ana. Al entrar en casa encontré a mi padre refu­giado en su butaca con un libro abierto en el regazo. Era un álbum de fotografías. Al verme, se incorporó con una expresión de alivio que le arrancó el cielo de encima.
—Ya estaba preocupado —dijo—. ¿Cómo fue el entierro?
Me encogí de hombros y mi padre asintió gravemen­te, dando el tema por cerrado.
—Te he preparado algo de cena. Si te apetece, lo re­caliento y..
—No tengo hambre, gracias. He picado algo por ahí. Me miró a los ojos y asintió de nuevo. Se volvió y em­pezó a recoger los platos que había dispuesto en la mesa. Fue entonces, sin saber bien por qué, cuando me acerqué a él y le abracé. Sentí que mi padre, sorprendido, me abrazaba a su vez.
—Daniel, ¿estás bien?
Estreché a mi padre entre mis brazos con fuerza.
—Te quiero —murmuré.
Repicaban las campanas de la catedral cuando empecé a leer el manuscrito de Nuria Monfort. Su caligrafía me­nuda y ordenada me recordó la pulcritud de su escritorio, como si hubiese querido buscar en las palabras la paz y la seguridad que la vida no había querido concederle.













NURIA MONFORTMEMORIA DE APARECIDOS1933—1955



1

No hay segundas oportunidades, excepto para el remor­dimiento. Julián Carax y yo nos conocimos en el otoño de 1933. Por entonces, yo trabajaba para el editor Josep Ca­bestany. El señor Cabestany le había descubierto en 1927 durante uno de sus viajes «de prospección editorial» a Pa­rís. Julián se ganaba la vida tocando el piano por las tar­des en una casa de alterne y escribía por las noches. La dueña del local, una tal Irene Marceau, tenía tratos con la mayoría de editores de París y, gracias a sus ruegos, fa­vores o amenazas de indiscreción, Julián Carax había conseguido publicar varias novelas en diferentes editoriales con resultados comerciales desastrosos. Cabestany había adquirido los derechos exclusivos para editar la obra de Carax en España y América del Sur por una suma irriso­ria que incluía la traducción de los originales en francés al castellano por parte del autor. Confiaba en poder ven­der unos tres mil ejemplares de cada una, pero los dos primeros títulos que publicó en España fueron un rotun­do fracaso: apenas se vendieron un centenar de ejempla­res de cada uno. Pese a los malos resultados, cada dos años recibíamos un nuevo manuscrito de Julián, que Ca­bestany aceptaba sin poner reparos, alegando que había suscrito un compromiso con el autor, que no todo eran los beneficios y que había que promocionar la buena lite­ratura.
Un día, intrigada, le pregunté por qué continuaba pu­blicando novelas de Julián Carax y perdiendo dinero en el empeño. Por toda contestación, Cabestany fue hasta su estantería, tomó una copia de un libro de Julián y me in­vitó a que lo leyese. Así lo hice. Dos semanas más tarde los había leído todos. Esta vez mi pregunta fue cómo era posible que vendiésemos tan pocos ejemplares de aque­llas novelas.
—No lo sé —dijo Cabestany—. Pero lo seguiremos in­tentando.
Me pareció un gesto noble y admirable que no casaba con la imagen fenicia que me había hecho del señor Ca­bestany. Quizá le había juzgado mal. La figura de Julián Carax cada vez me intrigaba más. Todo lo referente a él estaba envuelto de misterio. Por lo menos una o dos ve­ces al mes alguien llamaba preguntando por la dirección de Julián Carax. Pronto advertí que siempre era la misma persona, que se identificaba con nombres diferentes. Yo me limitaba a decirle lo que ya decían las contraportadas de los libros, que Julián Carax vivía en París. Con el tiem­po, aquel hombre dejó de llamar. Yo, por si las moscas, había borrado la dirección de Carax de los archivos de la editorial. Yo era la única que le escribía y me la sabía de memoria.
Meses más tarde, por casualidad, me encontré con las hojas de contabilidad que el taller de impresión enviaba al señor Cabestany. Al echarles un vistazo advertí que las ediciones de los libros de Julián Carax estaban sufragadas en su integridad por un individuo ajeno a la empresa del cual yo no había oído hablar jamás: Miquel Moliner. Es más, los costes de impresión y distribución de las obras eran sustancialmente inferiores a la cifra facturada al se­ñor Moliner. Las cifras no mentían: la editorial estaba ha­ciendo dinero imprimiendo libros que iban a parar direc­tamente a un almacén. No tuve valor para cuestionar las indiscreciones financieras de Cabestany. Temía perder mi puesto. Lo que hice fue anotar la dirección a la que en­viábamos las facturas a nombre de Miquel Moliner, un pa­lacete en la calle Puertaferrisa. Guardé aquella dirección durante meses antes de atreverme a visitarle. Finalmente, mi conciencia pudo más y me presenté en su casa dis­puesta a decirle que Cabestany le estaba estafando. Son­rió y me dijo que ya lo sabía.
—Cada cual hace aquello para lo que sirve.
Le pregunté si había sido él quien había estado lla­mando tantas veces para averiguar la dirección de Carax. Dijo que no y, con gesto sombrío, me advirtió que no de­bía darle esa dirección a nadie. Nunca.
Miquel Moliner era un hombre enigmático. Vivía solo en un palacio cavernoso y casi en ruinas que formaba par­te de la herencia de su padre, un industrial que se había enriquecido con la fabricación de armas y, se decía, la promoción de guerras. Lejos de vivir entre lujos, Miquel llevaba una existencia casi monacal, dedicado a dilapidar aquel dinero que consideraba ensangrentado en restau­rar museos, catedrales, escuelas, bibliotecas, hospitales y en asegurarse de que las obras de su amigo de juventud, Julián Carax, fuesen publicadas en su ciudad natal.
—Dinero me sobra, y amigos como Julián me faltan —decía por toda explicación.
Apenas mantenía contacto con sus hermanos o con el resto de su familia, a quienes se refería como extraños. No se había casado y raramente salía del recinto del palacio, en el que sólo ocupaba la planta superior. Allí tenía mon­tada su oficina, donde: trabajaba febrilmente escribiendo artículos y columnas para varios periódicos y revistas de Madrid y Barcelona, traduciendo textos técnicos del ale­mán y el francés, haciendo corrección de estilo de enciclo­pedias y manuales escolares... Miquel Moliner estaba pose­ído por esa enfermedad de la laboriosidad culpable y, aunque respetaba y hasta envidiaba la ociosidad en los de­más, huía de ella como de la peste. Lejos de presumir de su ética de trabajo, bromeaba sobre su compulsión pro­ductiva y la describía como una forma menor de cobardía.
—Mientras se trabaja, uno no le mira a la vida a los ojos.
Nos hicimos buenos amigos casi sin darnos cuenta. Ambos teníamos mucho en común, quizá demasiado. Mi­quel me hablaba de libros, de su adorado doctor Freud, de música, pero sobre todo de su viejo amigo Julián. Nos veíamos casi todas las semanas. Miquel me contaba his­torias de los días de Julián en el colegio de San Gabriel. Conservaba una colección de antiguas fotografías, de re­latos escritos por un Julián adolescente. Miquel adoraba a Julián y a través de sus palabras y sus recuerdos aprendí a descubrirle, a inventar una imagen en la ausencia. Un año después de conocernos, Miquel Moliner me confesó que se había enamorado de mí. No quise herirle, pero tampoco engañarle. Era imposible engañar a Miquel. Le dije que le apreciaba muchísimo, que se había convertido en mi mejor amigo, pero no estaba enamorada de él. Mi­quel dijo que ya lo sabía.
—Estás enamorada de Julián, pero no lo sabes to­davía.
En agosto de 1933, Julián me escribió anunciándome que casi había terminado el manuscrito de una nueva no­vela titulada El ladrón de catedrales. Cabestany tenía unos contratos pendientes de renovación en septiembre con Gallimard. Llevaba ya semanas paralizado con un ataque de gota y, como premio a mi dedicación, decidió que yo viajase a Francia en su lugar para tramitar los nuevos con­tratos y, de paso, visitar a Julián Carax y recoger la nueva obra. Escribí a Julián anunciando mi visita para mediados de septiembre y pidiéndole si me podía recomendar un hotel modesto y de precio asequible. Julián contestó di­ciendo que me podía instalar en su casa, un modesto piso en la barriada de St. Germain, y ahorrarme el dinero del hotel para otros gastos. El día antes de partir visité a Mi­quel para preguntarle si tenía algún mensaje para Julián. Dudó un largo rato, y luego me dijo que no.
La primera vez que vi a Julián en persona fue en la es­tación de Austerlitz. El otoño había llegado a París a trai­ción y la estación estaba inundada de niebla. Me quedé esperando en el andén, mientras los pasajeros partían ha­cia la salida. Pronto me quedé sola y vi a un hombre en­fundado en un abrigo negro apostado a la entrada del andén que me observaba entre el humo de un cigarrillo. Durante el viaje me había preguntado a menudo cómo iba a reconocer a Julián. Las fotografías que había vis­to de él en la colección de Miquel Moliner tenían por lo menos trece o catorce años. Miré a un lado y a otro del andén. No había nadie más excepto aquella figura y yo. Advertí que el hombre me contemplaba con cierta curio­sidad, quizá esperando a otra persona, al igual que yo. No podía ser él. Según mis datos, Julián tenía entonces trein­ta y dos años, y aquel hombre me pareció mayor. Tenía el pelo cano y una expresión de tristeza o cansancio. Dema­siado pálido y demasiado delgado, o quizá fuera sólo la niebla y el cansancio del viaje. Había aprendido a imagi­nar un Julián adolescente. Me aproximé a aquel descono­cido con cautela y le miré a los ojos.
—¿Julián?
El extraño me sonrió y asintió. Julián Carax tenía la sonrisa más bonita del mundo. Es lo único            quedaba de él.
Julián ocupaba una buhardilla en la barriada de St. Germain. El piso se reducía a dos piezas: una sala con una cocina diminuta que daba a una balaustrada desde la que se veían las torres de Notre-Dame emergiendo tras una jungla de tejados y neblina, y un dormitorio sin ven­tanas con un lecho individual. El baño estaba al fondo del pasillo del piso inferior y lo compartía con el resto de vecinos. El conjunto de la vivienda era más pequeño que el despacho del señor Cabestany. Julián había limpiado a conciencia y había dispuesto todo para acogerme con sencillez y decoro. Fingí estar encantada con la casa, que todavía olía al desinfectante y a la cera que Julián había aplicado con más empeño que maña. Las sábanas de la cama se veían por estrenar. Me pareció que eran de un estampado con dibujos de dragones y castillos. Sábanas de niño. Julián se disculpó diciendo que las había conse­guido a un precio excepcional, pero que eran de primera calidad. Las que no llevaban estampado costaban el do­ble, argumentó, y eran más aburridas.
En la sala había un escritorio de madera vieja enfren­tado a la visión de las torres de la catedral. Sobre él yacía la máquina Underwood que había adquirido con el anticipo de Cabestany y dos pilas de cuartillas, una en blanco y la otra escrita por ambas caras. Julián compartía el piso con un inmenso gato blanco al que llamaba Kurtz. El feli­no me observaba con recelo a los pies de su dueño, relamiéndose las garras. Conté dos sillas, una percha y poco más. Lo demás eran libros. Murallas de libros cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo, en dos capas. Mien­tras yo inspeccionaba el lugar, Julián suspiró.
—Hay un hotel a dos calles de aquí. limpio, asequi­ble y respetable. Me permití hacer una reserva...
Tuve mis dudas, pero temía ofenderle.
—Aquí estaré perfectamente, siempre y cuando no su­ponga una molestia para ti, ni para Kurtz.
Kurtz y Julián intercambiaron una mirada. Julián negó, y el gato imitó su gesto. No me había dado cuenta de lo mucho que se parecían el uno al otro. Julián insistió en cederme el dormitorio. Él, alegaba, apenas dormía y se instalaría en la sala en un plegatín que le había prestado su vecino monsieur Darcieu, un anciano ilusionista que leía las líneas de la mano a las señoritas a cambio de un beso. Aquella primera noche dormí de un tirón, agotada por el viaje. Me desperté al alba y descubrí que Julián ha­bía salido. Kurtz dormía sobre la máquina de escribir de su dueño. Roncaba como un mastín. Me aproximé al escrito­rio y vi el manuscrito de la nueva novela que había venido a recoger.

El ladrón de catedrales

En la primera página, al igual que en todas las novelas de Julián, rezaba la leyenda, escrita a mano:

Para P

Me sentí tentada de empezar a leer. Estaba a punto de tomar la segunda página cuando advertí que Kurtz me mi­raba de reojo. Al igual que había visto hacer a Julián, negué con la cabeza. El gato negó a su vez, y devolví las pá­ginas a su lugar. Al rato, Julián apareció trayendo pan recién hecho, un termo de café y queso fresco. Desayu­namos en la balaustrada. Julián hablaba sin cesar pero rehuía mi mirada. A la luz del alba me pareció un niño envejecido. Se había afeitado y enfundado el que supuse era su único atuendo decente, un traje de algodón color crema que se veía gastado pero elegante. Le escuché ha­blarme de los misterios de Notre-Dame, de una supuesta barcaza fantasma que surcaba el Sena por las noches re­cogiendo las almas de los amantes desesperados que se habían suicidado tirándose a las aguas heladas, de mil y un embrujos que inventaba sobre la marcha con tal de no permitirme preguntarle nada. Yo le contemplaba en si­lencio, asintiendo, buscando en él al hombre que había escrito los libros que conocía casi de memoria de tanto releerlos, al muchacho que Miquel Moliner me había des­crito tantas veces.
—¿Cuántos días vas a estar en París? —preguntó.
Mis asuntos con Gallimard iban a llevarme unos dos o tres días, supuse. Mi primera cita era aquella misma tar­de. Le dije que había pensado tomarme un par de días para conocer la ciudad antes de regresar a Barcelona.
—París exige más de dos días —dijo Julián—. No se aviene a razones.
—No dispongo de más tiempo, Julián. El señor Cabes­tany es un patrón generoso, pero todo tiene un límite.
—Cabestany es un pirata, pero incluso él sabe que Pa­rís no se ve en dos días, ni en dos meses, ni en dos años.
—No puedo estar dos años en París, Julián.
Julián miró un largo rato en silencio y me sonrió.
—¿Por qué no? ¿Alguien te espera?
Los trámites con Gallimard y mis visitas de cortesía a varios editores con quienes Cabestany tenía contratos ocuparon tres días completos, tal y como había previsto. Julián me había asignado un guía y protector, un mucha­cho llamado Hervé que tenía apenas trece años y se cono­cía la ciudad al dedillo. Hervé me acompañaba de puerta a puerta, se aseguraba de indicarme en qué cafés tomar un bocado, qué calles evitar, qué vistas apresar. Me espe­raba durante horas a la puerta de las oficinas de los edito­res sin perder la sonrisa y sin aceptar propina alguna. Hervé chapurreaba un español divertido, que mezclaba con tintes de italiano y portugués.
—Signore Carax, ya me ha pagato con tuoda genero­sidade pos meus servicios...
Según pude deducir, Hervé era el huérfano de una de las damas del establecimiento de Irene Marceau, en cuyo ático vivía. Julián le había enseñado a leer, escribir y a tocar el piano. Los domingos lo llevaba al teatro o a un con­cierto. Hervé idolatraba a Julián y parecía dispuesto a hacer cualquier cosa por él, incluido guiarme hasta el fin del mundo si era necesario. En nuestro tercer día jun­tos me preguntó si yo era la novia del signore Carax. Le dije que no, sólo una amiga de visita. Pareció decepcio­nado.
Julián pasaba casi todas las noches en vela, sentado en su escritorio con Kurtz en el regazo, repasando páginas o simplemente mirando las siluetas de las torres de la cate­dral a lo lejos. Una noche en que yo tampoco podía dor­mir por el ruido de la lluvia arañando el tejado salí a la sala. Nos miramos sin decir nada y Julián me ofreció un ci­garrillo. Contemplamos la lluvia en silencio durante un largo rato. Luego, cuando la lluvia cesó, le pregunté quién era P.
—Penélope —respondió.
Le pedí que me hablase de ella, de aquellos trece años de exilio en París. A media voz, en la penumbra, Julián me contó que Penélope era la única mujer a la que había amado.

Una noche de invierno de 1921, Irene Marceau en­contró a Julián Carax vagando en las calles, incapaz de re­cordar su nombre y vomitando sangre. Apenas llevaba encima unas monedas y unas páginas dobladas, escritas a mano. Irene las leyó, y creyó que había dado con un au­tor famoso, borracho perdido, y que quizá un editor ge­neroso la recompensaría cuando él recobrase el conoci­miento. Esa era al menos su versión, pero Julián sabía que le salvó la vida por compasión. Pasó seis meses en una habitación en el ático del burdel de Irene, recupe­rándose. Los médicos advirtieron a Irene que si aquel in­dividuo volvía a envenenarse, no respondían de él. Se ha­bía destrozado el estómago y el hígado, e iba a pasar el resto de sus días sin poder alimentarse más que de leche, queso fresco y pan tierno. Cuando Julián recobró el ha­bla, Irene le preguntó quién era.
—Nadie —respondió Julián.
—Pues nadie vive a mi costa. ¿Qué sabes hacer?
Julián dijo que sabía tocar el piano.
—Demuéstralo.
Julián se sentó al piano del salón y, frente a una in­trigada audiencia de quince putillas adolescentes en pa­ños menores, interpretó un nocturno de Chopin. Todas aplaudieron menos Irene, que dijo que aquello era músi­ca de muertos y que ellas estaban en el negocio de los vi­vos. Julián tocó para ella un ragtime y un par de piezas de Offenbach.
—Eso está mejor.
Su nuevo empleo le granjeaba un sueldo, un techo y dos comidas calientes al día.
En París sobrevivió gracias a la caridad de Irene Mar­ceau, que era la única persona que le animaba a seguir escribiendo. A ella le gustaban las novelas románticas y las biografías de santos y mártires, que la intrigaban enor­memente. En su opinión, el problema de Julián es que te­nía el corazón envenenado y que por eso sólo podía escri­bir aquellas historias de espantos y tinieblas. Pese a sus reparos, Irene era quien había conseguido que Julián en­contrase editor para sus primeras novelas, quien le había procurado aquella buhardilla en la que se escondía del mundo, la que le vestía y lo sacaba de casa para que le diese el sol y el aire, quien le compraba libros y le hacía acompañarla a misa los domingos y luego a pasear por las Tullerías. Irene Marceau le mantenía vivo sin pedirle otra cosa a cambio que su amistad y la promesa de que segui­ría escribiendo. Con el tiempo, Irene le permitió llevarse a alguna de sus chicas a la buhardilla, aunque sólo fuera para dormir abrazados. Irene bromeaba que ellas estaban casi tan solas como él y lo único que querían era algo de cariño.
—Mi vecino, monsieur Darcieu, me tiene por el hom­bre más afortunado del universo.
Le pregunté por qué no había regresado nunca a Bar­celona en busca de Penélope. Se sumió en un largo silen­cio y cuando busqué su rostro en la oscuridad lo encontré cortado de lágrimas. Sin saber bien lo que hacía me arrodillé junto a él y le abracé. Permanecimos así, abraza­dos en aquella silla, hasta que nos sorprendió el alba. Ya no sé quién besó primero a quién, ni si tiene importan­cia. Sé que encontré sus labios y que me dejé acariciar sin darme cuenta de que también yo estaba llorando y no sa­bía por qué. Aquel amanecer, y todos los que siguieron durante las dos semanas que pasé con Julián, nos amamos en el suelo, siempre en silencio. Luego, sentados en un café o paseando por las calles, le miraba a los ojos y sa­bía sin necesidad de preguntarle que él seguía querien­do a Penélope. Recuerdo que en aquellos días aprendí a odiar a aquella muchacha de diecisiete años (porque para mí Penélope siempre tuvo diecisiete años), a la que nunca había conocido y con la que empezaba a soñar. In­venté mil y una excusas para telegrafiar a Cabestany y prolongar mi estancia. Ya no me preocupaba perder aquel empleo ni la existencia gris que había dejado en Barcelona. Muchas veces me he preguntado si llegué a París con una vida tan vacía que caí en los brazos de Ju­lián como las chicas de Irene Marceau, que mendigaban cariño a regañadientes. Sólo sé que aquellas dos semanas que pasé con Julián fueron el único momento de mi vida en que sentí por una vez que era yo misma, en que comprendí con esa absurda claridad de las cosas inexplicables que nunca podría querer a otro hombre como quería a Julián, aunque pasara el resto de mis días intentándolo.
Una día Julián se quedó dormido en mis brazos, ex­hausto. La tarde anterior, al cruzar frente al escaparate de una tienda de empeños se había detenido para enseñar me una pluma estilográfica que llevaba años expuesta en el mostrador y que según el tendero había pertenecido a Víctor Hugo. Julián nunca había tenido un céntimo para comprarla, pero cada día la visitaba. Me vestí con sigilo y bajé a la tienda. La pluma costaba una fortuna que yo no tenía, pero el tendero me dijo que aceptaría un cheque en pesetas contra cualquier banco español con oficina en París. Antes de morir, mi madre me había prometido que ahorraría durante años para comprarme un vestido de novia. La pluma de Víctor Hugo se llevó mi velo por de­lante, y aunque sabía que era una locura, nunca gasté un dinero más a gusto. Al salir de la tienda con el estuche fa­buloso, advertí que una mujer me seguía. Era una dama muy elegante, con el cabello plateado y los ojos más azu­les que he visto jamás. Se me aproximó y se presentó. Era Irene Marceau, la protectora de Julián. Mi lazarillo Hervé le había hablado de mí. Sólo quería conocerme y pregun­tarme si yo era la mujer a la que Julián había estado espe­rando todos aquellos años. No hizo falta que respondiese. Irene se limitó a asentir y me besó en la mejilla. La vi ale­jarse calle abajo y supe entonces que Julián nunca sería mío, que le había perdido antes de empezar. Regresé a la buhardilla con el estuche de la pluma oculto en mi bolso. Julián me esperaba despierto. Me desnudó sin decir nada e hicimos el amor por última vez. Cuando me pregun­tó por qué lloraba le dije que eran lágrimas de felicidad. Más tarde, cuando Julián bajó a buscar algo de comida, hice el equipaje y dejé el estuche con la pluma sobre su máquina de escribir. Metí el manuscrito de la novela en mi maleta y me marché antes de que Julián regresara. En el rellano me encontré con monsieur Darcieu, el anciano ilusionista que leía la mano de las muchachas a cambio de un beso. Me tomó la mano izquierda y me observó con tristeza.
—Vous avez poison au coeur, mademoiselle.
Cuando quise satisfacer su tarifa negó suavemente, y fue él quien me besó la mano.

Llegué a la estación de Austerlitz justo a tiempo para tomar el tren de las doce para Barcelona. El revisor que me vendió el billete me preguntó si me encontraba bien. Asentí y me encerré en el compartimento. El tren partía ya cuando miré por la ventana y avisté la silueta de Julián en el andén, en el mismo sitio que le había visto la prime­ra vez. Cerré los ojos y no los abrí hasta que el tren hubo dejado atrás la estación y aquella ciudad embrujada a la que nunca podría regresar. Llegué a Barcelona al amane­cer del día siguiente. Aquel día cumplí los veinticuatro años, sabiendo que lo mejor de mi vida había quedado atrás.


2

A mi regreso a Barcelona dejé pasar un tiempo antes de volver a visitar a Miquel Moliner. Necesitaba quitarme a Julián de la cabeza y me daba cuenta de que si Miquel me preguntaba por él no iba a saber qué decir. Cuando nos encontramos de nuevo no hizo falta que le dijese nada. Miquel me miró a los ojos y se limitó a asentir. Me pa­reció más flaco que antes de mi viaje a París, el rostro de una palidez casi enfermiza, que yo atribuí al exceso de trabajo con que se castigaba. Me confesó que estaba pa­sando apuros económicos. Había gastado casi todo el di­nero que había heredado en sus donaciones filantrópicas y ahora los abogados de sus hermanos estaban tratando de desalojarle del palacete alegando que una cláusula del testamento del viejo Moliner especificaba que Miquel sólo podría hacer uso de aquel lugar siempre y cuando lo mantuviese en buenas condiciones y pudiera demostrar solvencia para mantener la propiedad. En caso contrario, el palacio de Puertaferrisa pasaría a la custodia de sus otros hermanos.
—Incluso antes de morir, mi padre intuyó que iba a gastarme su dinero en todo aquello que él detestaba en vida, hasta el último céntimo.
Sus ingresos como columnista y traductor estaban le­jos de permitirle mantener semejante domicilio.
—Lo difícil no es ganar dinero sin más —se lamenta­ba—. Lo difícil es ganarlo haciendo algo a lo que valga la pena dedicarle la vida.
Sospeché que estaba empezando a beber a escondi­das. A veces le temblaban las manos. Yo le visitaba todos los domingos y le obligaba a salir a la calle y a alejarse de su mesa de trabajo y sus enciclopedias. Sabía que le dolía verme. Actuaba como si no recordase que me había pro­puesto matrimonio y que le había rechazado, pero a ve­ces le sorprendía observándome con anhelo y deseo, con mirada de derrota. Mi única excusa para someterle a aquella crueldad era puramente egoísta: sólo Miquel sa­bía la verdad sobre Julián y Penélope Aldaya.
Durante aquellos meses que pasé alejada de Julián, Penélope Aldaya se había convertido en un espectro que me devoraba el sueño y el pensamiento. Todavía recordaba la expresión de decepción en el rostro de Irene Mar­ceau al comprobar que yo no era la mujer que Julián esta­ba esperando. Penélope Aldaya, ausente y a traición, era una enemiga demasiado poderosa para mí. Invisible, la imaginaba perfecta, una luz en cuya sombra me perdía, indigna, vulgar, tangible. Nunca había creído posible que pudiera odiar tanto, y tan a mi pesar, a alguien a quien ni siquiera conocía, a quien no había visto una sola vez. Su­pongo que creía que si la encontraba cara a cara, si com­probaba que era de carne y hueso, su hechizo se rompe­ría y Julián sería libre de nuevo. Y yo con él. Quise creer que era una cuestión de tiempo, de paciencia. Tarde o temprano, Miquel me contaría la verdad. Y la verdad me haría libre.
Un día, mientras paseábamos por el claustro de la ca­tedral, Miquel volvió a insinuar su interés por mí. Le miré y vi a un hombre solo, sin esperanzas. Sabía lo que hacía cuando le llevé a casa y me dejé seducir por él. Sabía que le estaba engañando, y que él lo sabía también, pero no tenía nada más en el mundo. Fue así como nos converti­mos en amantes, por desesperación. Yo veía en sus ojos lo que hubiera querido ver en los de Julián. Sentía que al entregarme a él, me vengaba de Julián y de Penélope y de todo aquello que se me negaba. Miquel, que estaba enfer­mo de deseo y de soledad, sabía que nuestro amor era una farsa, y aun así no podía dejarme ir. Cada día bebía más y muchas veces apenas podía poseerme. Entonces bromeaba amargamente que después de todo nos había­mos convertido en un matrimonio ejemplar en un tiem­po récord. Nos estábamos haciendo daño el uno al otro por despecho y cobardía. Una noche, cuando casi se cumplía un año de mi regreso de París, le pedí que me contase la verdad sobre Penélope. Miquel había bebido y se puso violento, como nunca le había visto antes. Lleno de rabia, me insultó y me acusó de no haberle querido nunca, de ser una furcia cualquiera. Me arrancó la ropa a jirones y cuando quiso forzarme yo me tendí, ofreciéndo­me sin resistencia y llorando en silencio. Miquel se vino abajo y me suplicó que le perdonase. Cuánto me hubiera gustado poder amarle a él y no a Julián, poder elegir que­darme a su lado. Pero no podía. Nos abrazamos en la os­curidad y le pedí perdón por todo el daño que le había hecho. Me dijo entonces que si eso era realmente lo que quería, me contaría la verdad sobre Penélope Aldaya. Hasta en eso me equivoqué.
Aquel domingo de 1919 en que Miquel Moliner había acudido a la estación de Francia a entregar el billete a Pa­rís y despedir a su amigo Julián, ya sabía que Penélope no acudiría a la cita. Sabía que dos días antes, al regresar don Ricardo Aldaya de Madrid, su esposa le había confe­sado que había sorprendido a Julián y a su hija Penélope en la habitación del aya Jacinta. Jorge Aldaya le había revelado a Miquel lo sucedido el día anterior, haciéndole jurar que nunca se lo contaría a nadie. Jorge le explicó cómo, al recibir la noticia, don Ricardo estalló de ira, y gritando como un loco, corrió a la habitación de Penélo­pe, que al oír los alaridos de su padre se había encerrado con llave y lloraba de terror. Don Ricardo derribó la puer­ta a patadas y encontró a Penélope de rodillas, temblan­do y suplicándole su perdón. Don Ricardo le propinó en­tonces una bofetada que la derribó contra el suelo. Ni el propio Jorge fue capaz de repetirle las palabras que profirió don Ricardo, ardiendo de rabia. Todos los miem­bros de la familia y el servicio esperaban abajo, atemorizados, sin saber qué hacer. Jorge se ocultó en su habitación, a oscuras, pero incluso allí llegaban los gritos de don Ricardo. Jacinta fue despedida aquel mismo día. Don Ri­cardo ni se dignó verla. Ordenó a los criados que la echa­sen de la casa y les amenazó con un destino similar si cualquiera de ellos volvía a tener contacto alguno con ella.
Cuando don Ricardo bajó a la biblioteca era ya media­noche. Había dejado encerrada bajo llave a Penélope en la que había sido la habitación de Jacinta y prohibió terminantemente que nadie subiera a verla, ni miembros del servicio ni de la familia. Desde su habitación, Jorge es­cuchó a sus padres hablar en el piso de abajo. El doctor llegó de madrugada. La señora Aldaya le condujo hasta la alcoba donde mantenían encerrada a Penélope y esperó en la puerta mientras el médico la reconocía. Al salir, el doctor se limitó a asentir y a recoger su pago. Jorge escu­chó cómo don Ricardo le decía que si comentaba con al­guien lo que había visto allí, él personalmente se asegura­ría de arruinar su reputación y de impedir que volviese a ejercer la medicina. Incluso Jorge sabía lo que eso signifi­caba.
Jorge confesó estar muy preocupado por Penélope y por Julián. Nunca había visto a su padre poseído por semejante cólera. Incluso teniendo en cuenta la ofensa cometida por los amantes, no comprendía el alcance de aquella ira. Tiene que haber algo más, dijo, algo más. Don Ricardo había dado órdenes ya para que Julián fuese expulsado del colegio de San Gabriel y se había puesto en contacto con el padre del muchacho, el sombrerero, para enviarle al ejército inmediatamente. Miquel, al oír aquello, decidió que no podía decirle a Julián la verdad. Si le desvelaba que don Ricardo Aldaya mantenía ence­rrada a Penélope y que ella llevaba en las entrañas al hijo de ambos, Julián nunca tomaría aquel tren para París. Sa­bía que quedarse en Barcelona sería el fin de su amigo. Así pues, decidió engañarle y dejar que partiera para Pa­rís sin saber lo que había sucedido, dejándole creer que Penélope se reuniría con él tarde o temprano. Al despe­dirse de Julián aquel día en la estación de Francia, quiso creer que no todo estaba perdido.
Días más tarde, cuando se supo que Julián había desa­parecido, se abrieron los infiernos. Don Ricardo Aldaya echaba espuma por la boca. Puso a medio departamento de policía a la busca y captura del fugitivo, sin éxito. Acu­só entonces al sombrerero de haber saboteado el plan que habían pactado y le amenazó con la ruina absoluta. El sombrerero, que no entendía nada, acusó a su vez a su esposa Sophie de haber urdido la fuga de aquel hijo infa­me y la amenazó con echarla a la calle para siempre. A nadie se le ocurrió que era Miquel Moliner quien había ideado todo el asunto. A nadie excepto a Jorge Aldaya, que dos semanas más tarde acudió a verle. Ya no rezuma­ba el temor y la preocupación que le habían atenazado días atrás. Aquél era otro Jorge Aldaya, adulto y robado de inocencia. Fuera lo que fuese lo que se ocultaba tras la rabia de don Ricardo, Jorge lo había averiguado. El moti­vo de la visita era sucinto: le dijo que sabía que era él quien había ayudado a Julián a escapar. Le anunció que ya no eran amigos, que no quería volver a verle nunca más y le amenazó con matarle si le contaba a alguien lo que él le había revelado dos semanas antes.
Unas semanas más tarde, Miquel recibió la carta bajo nombre falso que Julián enviaba desde París dándole su dirección y comunicándole que estaba bien y le echaba de menos e interesándose por su madre y por Penélope. Incluía una carta dirigida a Penélope para que Miquel la reenviase desde Barcelona, la primera de tantas que Pe­nélope nunca llegaría a leer. Miquel dejó pasar unos me­ses con prudencia. Escribía semanalmente a Julián, refi­riéndole sólo aquello que creía oportuno, que era casi nada. Julián a su vez le hablaba de París, de lo difícil que estaba resultando todo, de lo solo y desesperado que se sentía. Miquel le enviaba dinero, libros y su amistad. Jun­to con cada carta, Julián acompañaba sus envíos con otra misiva para Penélope. Miquel las enviaba desde diferen­tes estafetas, aun sabiendo que era inútil. En sus cartas, Julián no cesaba de preguntar por Penélope. Miquel no podía contarle nada. Sabía por Jacinta que Penélope no había salido de la casa de la avenida del Tibidabo desde que su padre la había encerrado en la habitación del ter­cer piso.
Una noche, Jorge Aldaya le salió al paso entre las som­bras a dos manzanas de su casa. «¿Vienes ya a matarme?», preguntó Miquel. Jorge anunció que venía a hacerle un favor a él y a su amigo Julián. Le entregó una carta y le su­girió que se la hiciera llegar a Julián, dondequiera que se hubiera ocultado. «Por el bien de todos», sentenció. El sobre contenía una cuartilla escrita de puño y letra por Penélope Aldaya.

Querido Julián:
Te escribo para anunciarte mi próximo matrimonio y para rogarte que no me escribas más, que me olvides y que rehagas tu vida. No te guardo rencor, pero no sería sincera si no te confesara que nunca te he querido y nunca podré quererte. Te deseo lo me­jor, dondequiera que estés.
Penélope

Miquel leyó y releyó la carta mil veces. El trazo era inequívoco, pero no creyó por un momento que Pené­lope hubiera escrito aquella carta por propia voluntad. «Dondequiera que estés...» Penélope sabía perfectamente donde estaba Julián: en París, esperándola. Si fingía des­conocer su paradero, reflexionó Miquel, era para prote­gerle. Por ese mismo motivo, Miquel no acertaba a com­prender lo que podía haberla llevado a redactar aquellas líneas. ¿Qué más amenazas podía cernir sobre ella don Ricardo Aldaya que el mantenerla encerrada durante me­ses en aquella alcoba como a una prisionera? Más que na­die, Penélope sabía que aquella carta constituía una pu­ñalada envenenada en el corazón de Julián: un joven de diecinueve años, perdido en una ciudad lejana y hostil, abandonado de todos, apenas sobreviviendo de vanas es­peranzas de volverla a ver. ¿De qué quería protegerle al apartarle de su lado de aquel modo? Tras mucho meditar­lo, Miquel decidió no enviar la carta. No sin antes saber su causa. Sin una buena razón, no sería su mano la que hundiese aquel puñal en el alma de su amigo.
Días más tarde supo que don Ricardo Aldaya, harto de ver a Jacinta Coronado acechando como un centinela a las puertas de su casa mendigando noticias de Penélope, había recurrido a sus muchas influencias y hecho en­cerrar al aya de su hija en el manicomio de Horta. Cuan­do Miquel Moliner quiso visitarla, se le negó el permiso. Jacinta Coronado iba a pasar sus tres primeros meses en una celda incomunicada. Después de tres meses en el si­lencio y en la oscuridad, le explicó uno de los doctores, un individuo muy joven y sonriente, la docilidad de la pa­ciente estaba garantizada. Siguiendo una corazonada, Mi­quel decidió visitar la pensión en la que Jacinta había es­tado viviendo durante los meses siguientes a su despido. Al identificarse, la patrona recordó que Jacinta había de­jado un mensaje a su nombre y tres semanas a deber. Sal­dó la deuda, de cuya veracidad dudaba, y se hizo con el mensaje en que el aya decía que tenía constancia de que una de las doncellas de la casa, Laura, había sido despedi­da al saberse que había enviado en secreto una carta es­crita por Penélope a Julián. Miquel dedujo que la única dirección a la que Penélope, desde su cautiverio, habría podido dirigir la misiva era al piso de los padres de Julián en la ronda de San Antonio, confiando en que ellos a su vez la hiciesen llegar a su hijo en París.
Decidió pues visitar a Sophie Carax a fin de recuperar aquella carta para enviársela a Julián. Al visitar el domici­lio de la familia Fortuny, Miquel se llevó una sorpresa de mal augurio: Sophie Carax ya no residía allí. Había aban­donado a su marido unos días atrás, o ése era el rumor que circulaba en la escalera. Miquel trató entonces de ha­blar con el sombrerero, que pasaba los días encerrado en su tienda carcomido por la rabia y la humillación. Miquel le insinuó que había venido a buscar una carta que de­bía haber llegado a nombre de su hijo Julián hacía unos días.
Yo no tengo ningún hijo —fue toda la respuesta que obtuvo.
Miquel Moliner marchó de allí sin saber que aquella carta había ido a parar a manos de la portera del edificio y que muchos años después, tú, Daniel, la encontrarías y leerías las palabras que Penélope había enviado, esta vez de corazón, a Julián, y que él nunca llegó a recibir.
Al salir de la sombrerería Fortuny, una vecina de la escalera que se identificó como la Viçenteta se le acercó y le preguntó si estaba buscando a Sophie. Miquel asintió.
—Soy amigo de Julián.
La Viçenteta le informó de que Sophie estaba malvi­viendo en una pensión situada en una callejuela tras el edificio de Correos a la espera de que partiese el barco que la llevaría a América. Miquel acudió a aquella direc­ción, una escalera angosta y miserable que rehuía la luz y el aire. En la cima de aquella espiral polvorienta de pel­daños inclinados, Miquel encontró a Sophie Carax en una habitación del cuarto piso, encharcada de sombras y humedad. La madre de Julián enfrentaba la ventana sen­tada al borde de un camastro en el que todavía yacían dos maletas cerradas como ataúdes sellando sus veintidós años en Barcelona.
Al leer la carta firmada por Penélope que Jorge Alda­ya había entregado a Miquel, Sophie derramó lágrimas de rabia.
—Ella lo sabe —murmuró—. Pobrecilla, lo sabe...
—¿Sabe el qué? —preguntó Miquel.
—La culpa es mía —dijo Sophie—. La culpa es mía.
Miquel le sostenía las manos, sin comprender. Sophie no se atrevió a enfrentar su mirada.
—Penélope y Julián son hermanos —murmuró.


3

Muchos años antes de convertirse en la esclava de Antoni Fortuny, Sophie Carax había sido una mujer que vivía de su talento. Apenas contaba diecinueve años cuando lle­gó a Barcelona en busca de una promesa de empleo que nunca habría de materializarse. Antes de morir, su padre le había procurado referencias para que entrase al servi­cio de los Benarens, una próspera familia de comercian­tes alsacianos establecida en Barcelona.
—A mi muerte —le instó—, acude a ellos, y te acoge­rán como a una hija.
La calurosa acogida que recibió fue parte del proble­ma. Monsieur Benarens había decidido acogerla con los brazos, y las gónadas, abiertos y a toda vela. Madame Benarens, no sin apiadarse de ella y de su mala fortuna, le entregó cien pesetas y la puso en la calle.
—Tú tienes la vida por delante, pero yo sólo tengo este marido miserable y lúbrico.
Una escuela de música de la calle Diputación se avino a darle empleo como maestra particular de piano y sol­feo. Era por entonces de buen tono que las hijas de familias asentadas fueran instruidas en las artes sociales y salpicadas con el don de la música de salón, donde la polonesa era menos peligrosa que la conversación o las lecturas cuestionables. Así pues, Sophie Carax empezó su rutina de visitar caserones palaciegos donde criadas almidonadas y mudas la conducían a salones de música don­de la infancia hostil de la aristocracia industrial la espera­ba para burlarse de su acento, su timidez o su condición de sirvienta, pentagrama más o menos. Con el tiempo aprendió a concentrarse en aquella exigua décima parte de sus alumnos que se elevaban por encima de la condi­ción de alimañas perfumadas, y a olvidar al resto.
Por aquel entonces, Sophie conoció a un joven som­brerero (pues así se hacía llamar él con orgullo gremial) llamado Antoni Fortuny que parecía decidido a hacerle la corte a cualquier precio. Antoni Fortuny, por quien So­phie sentía una cordial amistad y nada más, no tardó en proponerle matrimonio, oferta que Sophie rechazaba una docena de veces al mes. Cada vez que se despedían; Sophie confiaba en no volver a verle más, porque no de­seaba herirle. El sombrerero, impermeable a toda negati­va, volvía al ataque, invitándola a un baile, a dar un paseo o a una merienda de bizcochos y chocolate en la calle Canuda. Sola en Barcelona, Sophie encontraba difícil resis­tirse a su entusiasmo, a su compañía y a su devoción. Le bastaba mirar a Antoni Fortuny para saber que nunca po­dría amarle. No como ella soñaba llegar a amar a alguien algún día. Pero le costaba rechazar la imagen de sí misma que veía en los ojos embrujados del sombrerero. Sólo en ellos veía a la Sophie que hubiera deseado ser.
Así pues, por anhelo o debilidad, Sophie seguía ju­gueteando con el cortejo del sombrerero, creyendo que algún día él conocería a otra muchacha más dispuesta y partiría en rumbos más provechosos. Entretanto, sentirse deseada y apreciada bastaba para quemar la soledad y la nostalgia de cuanto había dejado atrás. Veía a Antoni los domingos, después de misa. El resto de la semana lo dedicaba a sus clases de música. Su alumna predilecta era una muchacha de notable talento llamada Ana Valls, hija de un próspero fabricante de maquinaria textil que ha­bía hecho su fortuna desde la nada, a fuerza de enormes esfuerzos y sacrificios, mayormente ajenos. Ana declara­ba su deseo de llegar a ser una gran compositora e inter­pretaba para Sophie pequeñas piezas que componía imi­tando motivos de Grieg y Schumann, no sin cierto ingenio. El señor Valls, convencido de que las mujeres eran incapaces de componer otra cosa que calceta y col­chas de punto, veía sin embargo con buen ojo que su hija se convirtiese en una competente intérprete al tecla­do, pues tenía planes de casarla con algún heredero de buen apellido, y sabía que la gente refinada gustaba de cualidades extravagantes en las muchachas casaderas, amén de la docilidad y la exuberante fertilidad de una juventud en flor.
Fue en la casa de los Valls donde Sophie conoció a uno de los máximos benefactores y padrinos financieros del señor Valls: don Ricardo Aldaya, heredero del imperio Aldaya, ya por entonces la gran esperanza blanca de la plutocracia catalana de finales de siglo. Ricardo Aldaya se había casado meses atrás con una rica heredera de belle­za cegadora y nombre impronunciable, atributos que las malas lenguas daban por verídicos, pues se decía que ni su reciente marido veía belleza alguna en ella ni se moles­taba en mentar su nombre. Había sido un matrimonio entre familias y bancos, no una niñería romántica, decía el señor Valls, que tenía muy claro que una cosa era el le­cho y otra el hecho.
A Sophie le bastó cruzar una mirada con don Ricardo para saber que estaba perdida para siempre. Aldaya tenía ojos de lobo, hambrientos y afilados, que se abrían camino y sabían dónde asestar la dentellada mortal de necesi­dad. Aldaya le besó la mano lentamente, acariciándole los nudillos con los labios. Todo cuanto el sombrerero desti­laba de afabilidad y entusiasmo, don Ricardo exhalaba en crueldad y fortaleza. Su sonrisa canina dejaba claro que era capaz de leer sus pensamientos y sus deseos y que se reía de ellos. Sophie sintió por él ese anémico desprecio que despiertan las cosas que más deseamos sin saberlo. Se dijo que no le volvería a ver, que si era necesario dejaría de dar clases a su alumna preferida si con ello evitaba vol­ver a tropezarse con Ricardo Aldaya. Nada la había aterra­do tanto en su vida como el presentir a aquel animal bajo la piel, y el reconocer a su depredador, vestido en galas de lino. Todos estos pensamientos cruzaron por su mente en apenas segundos, mientras urdía una burda excusa para ausentarse ante la perplejidad del señor Valls, la carcajada de Aldaya y la mirada derrotada de la pequeña Ana, que entendía a las personas mejor que a la música y sabía que había perdido a su maestra sin remedio.
Una semana más tarde, a las puertas de la escuela de música de la calle Diputación, Sophie se encontró con don Ricardo Aldaya, que la esperaba fumando y ojeando un periódico. Cruzaron una mirada y sin mediar palabra él la condujo a un edificio a dos manzanas de allí. Era un inmueble nuevo, todavía sin inquilinos. Ascendieron has­ta el piso principal. Don Ricardo abrió la puerta y le ce­dió el paso. Sophie se adentró en el piso, un laberinto de corredores y galerías, de paredes desnudas y techos invisi­bles. No había muebles ni cuadros ni lámparas ni objeto alguno que identificase aquel espacio como una vivienda. Don Ricardo Aldaya cerró la puerta y ambos se miraron.
—No he dejado de pensar en ti durante toda esta se­mana. Dime que tú no has hecho lo mismo y te dejaré marchar y no volverás a verme —dijo Ricardo.
Sophie negó.
La historia de sus encuentros furtivos duró noventa y seis días. Se veían al atardecer, siempre en aquel piso va­cío en la esquina de Diputación y Rambla de Cataluña. Martes y jueves, a las tres de la tarde. Sus citas nunca dura­ban más de una hora. A veces Sophie se quedaba a solas, una vez Aldaya había partido, llorando o temblando en un rincón de aquella alcoba. Luego, al llegar el domingo, Sophie buscaba desesperadamente en los ojos del som­brerero vestigios de la mujer que estaba desapareciendo, ansiando la devoción y el engaño. El sombrerero no veía las marcas sobre la piel, los cortes ni las quemaduras que salpicaban su cuerpo. El sombrerero no veía la desespera­ción en su sonrisa, en su docilidad. El sombrerero no veía nada. Quizá por eso aceptó su promesa de matrimonio. Ya presentía por entonces que llevaba eh hijo de Aldaya en las entrañas, pero temía decírselo, casi tanto como temía perderle. Una vez mas, fue Aldaya quien vio en ella lo que Sophie era incapaz de confesar. Le dio quinientas pesetas, una dirección en la calle Platería y la orden de que se des­hiciese de la criatura. Cuando Sophie se negó, don Ricar­do Aldaya la abofeteó hasta que le sangraron los oídos y la amenazó con hacerla matar si se atrevía a mencionar sus encuentros o a afirmar que el hijo era suyo. Cuando le dijo al sombrerero que unos truhanes la habían asaltado en la plaza del Pino, él la creyó. Cuando le dijo que que­ría ser su esposa, él la creyó. El día de su boda, alguien en­vió por error una gran corona funeraria a la iglesia. Todos rieron nerviosamente ante la confusión del florista. Todos menos Sophie, que sabía perfectamente que don Ricardo Aldaya seguía acordándose de ella en el día de su matri­monio.



4

Sophie Carax nunca pensó que años más tarde volvería a ver a Ricardo (ya un hombre maduro al frente del impe­rio familiar, padre de dos hijos), ni que Aldaya regresaría para conocer al hijo que había querido borrar por qui­nientas pesetas.
—Quizá es que me estoy haciendo viejo —dio por toda explicación—, pero quiero conocer a ese muchacho y darle las oportunidades en la vida que merece un hijo de mi sangre. No se me había ocurrido pensar en él du­rante todos estos años y ahora, extrañamente, no consigo pensar en otra cosa.
Ricardo Aldaya había decidido que no se veía a sí mismo en su primogénito Jorge. El muchacho era débil, re­servado y carecía de la presencia de espíritu de su padre. Le faltaba todo, menos el apellido. Un día don Ricardo había despertado en el lecho de una criada sintiendo que su cuerpo envejecía, que Dios le había retirado la gracia. Presa del pánico, corrió a mirarse en el espejo, desnudo, y sintió que le mentía. Aquél no era él.
Quiso entonces encontrar de nuevo al hombre que le habían robado. Hacía años que sabía del hijo del som­brerero. Tampoco había olvidado a Sophie, a su manera. Don Ricardo Aldaya nunca olvidaba nada. Llegado el mo­mento, decidió conocer al muchacho. Era la primera vez en quince años que se tropezaba con alguien que no le tenía miedo, que osaba desafiarle e incluso burlarse de él. Reconoció en él la gallardía, la ambición silenciosa que los necios no ven pero que consume por dentro. Dios le había devuelto su juventud de nuevo. Sophie, apenas un eco de la mujer que recordaba, no tenía fuerzas ni para interponerse entre ellos. El sombrerero no era más que un bufón, un patán malicioso y rencoroso cuya compli­cidad daba por comprada. Decidió arrancar a Julián de aquel mundo irrespirable de mediocridad y pobreza para abrirle las puertas de su paraíso financiero. Se educaría en el colegio de San Gabriel, gozaría de todos los privilegios de su clase y se iniciaría en los caminos que su padre había escogido para él. Don Ricardo quería un sucesor digno de sí mismo. Jorge siempre viviría a la sombra de su privilegio, entre algodones y fracasos. Penélope, la pre­ciosa Penélope, era mujer y por tanto tesoro, no tesorero. Julián, que tenía alma de poeta, y por tanto de asesino, reunía las cualidades. Sólo era una cuestión de tiempo. Don Ricardo calculaba que en diez años se habría es­culpido a sí mismo en aquel muchacho. Nunca, durante todo el tiempo que Julián pasó con los Aldaya, como uno más (incluso como el elegido), se le ocurrió pensar que Julián no deseaba nada de él, excepto a Penélope. No se le ocurrió ni por un instante que secretamente Julián le despreciaba y que toda aquella farsa no era para él más que un pretexto para estar cerca de Penélope. Para po­seerla total y plenamente. En eso sí se parecían.
Cuando su esposa le anunció que había descubierto a Julián y a Penélope desnudos en circunstancias inequívo­cas, el universo entero prendió en llamas. El horror y la traición, la rabia indecible de saberse ultrajado en lo que tenía por más sagrado, burlado en su propio juego, humi­llado y apuñalado por aquel a quien había aprendido a adorar como a sí mismo, le asaltaron con tal furia que na­die pudo comprender el alcance de su desgarro. Cuando el médico que vino a reconocer a Penélope confirmó que la muchacha había sido desflorada y que probablemente estaba embarazada, el alma de don Ricardo Aldaya se fun­dió en el líquido espeso y viscoso del odio ciego. Veía su propia mano en la mano de Julián, la mano que había hundido la daga en lo más profundo de su corazón. No lo sabía todavía, pero el día que ordenó encerrar a Pené­lope bajo llave en la alcoba del tercer piso, fue el día en que empezó a morir. Cuanto hizo a partir de entonces no fueron sino los estertores de su autodestrucción.
En colaboración con el sombrerero, a quien tanto ha­bía despreciado, tramó para que Julián desapareciese de la escena y fuese enviado al ejército, donde daría órdenes para que su muerte fuese declarada un accidente. Prohibió que nadie, ni médicos ni criados ni miembros de la familia excepto él y su esposa, viera a Penélope en los meses en que la muchacha permaneció encarcelada en aquella habi­tación que olía a muerte y enfermedad. Ya por entonces, sus socios le habían retirado secretamente su apoyo y ma­niobraban a sus espaldas para arrebatarle el poder empleando la fortuna que él les había proporcionado. Ya por entonces, el imperio Aldaya se desmoronaba en silencio, en juntas secretas y reuniones de pasillo en Madrid y en los bancos de Ginebra. Julián, como debía haber sospechado, había escapado. En el fondo se sentía secretamente orgu­lloso del muchacho, incluso deseándole muerto. Había he­cho lo que él en su lugar. Alguien pagaría por él.
Penélope Aldaya dio a luz un niño que nació cadáver el 26 de septiembre de 1919. Si un médico hubiera podi­do reconocerla, hubiese dictaminado que la criatura llevaba ya días en peligro y que era necesario intervenir y realizar una cesárea. Si un médico hubiese estado presen­te, quizá hubiera podido contener la hemorragia que se llevó la vida de Penélope entre alaridos, arañando la puerta cerrada, al otro lado de la cual su padre lloraba en silencio y su madre le miraba temblando. Si un médico hubiese estado presente, habría acusado a don Ricardo Aldaya de asesinato, pues no había una palabra que pu­diera describir la visión que encerraba aquella celda en­sangrentada y oscura. Pero no había nadie allí, y cuando finalmente abrieron la puerta y encontraron a Penélope, muerta y tendida sobre un charco de su propia sangre, abrazando a una criatura púrpura y brillante, nadie fue capaz de despegar los labios. Los dos cuerpos fueron en­terrados en la cripta del sótano, sin ceremonia ni testigos. Las sábanas y los despojos fueron arrojados a las calderas y la habitación sellada con un muro de adoquines.
Cuando Jorge Aldaya, beodo de culpa y vergüenza, re­veló lo sucedido a Miquel Moliner, éste decidió enviar a Julián aquella carta firmada por Penélope en la que decla­raba que no le amaba y le pedía que la olvidase, anuncián­dole un matrimonio ficticio. Prefirió que Julián creyese aquella mentira, y rehiciese su vida a la sombra de una traición, que entregarle ha verdad. Dos años más tarde, cuando la señora Aldaya falleció, hubo quien quiso culpar a los embrujos del caserón, pero su hijo Jorge supo que lo que la había matado era el fuego que se la comía por den­tro, los gritos de Penélope y sus golpes desesperados en aquella puerta, que seguían repiqueteando en su interior sin cesar. Ya por entonces, la familia había caído en des­gracia y la fortuna de los Aldaya se deshacía en castillos de arena frente a la marea de la codicia más rabiosa, de la re­vancha y de la historia inevitable. Secretarios y tesoreros urdieron la fuga a la Argentina, el inicio de un nuevo ne­gocio, más modesto. Cuanto importaba era poner distan­cia. Distancia de los espectros que recorrían los pasillos del caserón Aldaya, que los habían recorrido siempre.
Partieron un alba de 1926 en el más negro de los ano­nimatos, viajando bajo nombre falso a bordo de aquel bu­que que les llevaría a través del Atlántico hasta el puerto de La Plata. Jorge y su padre compartían el camarote. El viejo Aldaya, pestilente de muerte y enfermedad, apenas se sostenía en pie. Los médicos a los que no había permi­tido visitar a Penélope le temían demasiado para decirle la verdad, pero él sabía que la muerte había embarcado con ellos y que aquel cuerpo que Dios le había empezado a robar aquella mañana en que decidió buscar a su hijo Julián, se consumía. A lo largo de aquella larga travesía, sentado en la cubierta, temblando bajo las mantas y en­frentando el infinito vacío del océano, supo que no llega­ría a ver tierra. A veces, sentado en la popa, observaba la bandada de tiburones que había estado siguiendo el bar­co poco después de hacer escala en Tenerife. Oyó decir a uno de los oficiales que aquel siniestro séquito era habi­tual en los cruceros transoceánicos. Las bestias se alimen­taban de la carroña que el barco iba dejando atrás. Pero don Ricardo Aldaya no lo creía. Tenía el convencimiento de que aquellos demonios le seguían a él. «Me estáis esperando», pensaba, viendo en ellos el verdadero rostro de Dios. Fue entonces cuando le hizo jurar a su hijo Jor­ge, al que tantas veces había despreciado y a quien ahora se veía obligado a recurrir sin remedio, que cumpliría su última voluntad.
—Encontrarás a Julián Carax y le matarás. Júramelo.
Un amanecer, dos días antes de llegar a Buenos Aires, Jorge despertó y comprobó que la litera de su padre estaba vacía. Salió a buscarle a cubierta, salpicada de niebla y sali­tre, desierta. Encontró la bata de su padre abandonada so­bre la popa del buque, aún tibia. La estela del buque se perdía en un bosque de brumas escarlata y el océano san­graba reluciente de calma. Pudo ver entonces que la ban­dada de tiburones ya no les seguía, y que una danza de ale­tas dorsales se agitaba en círculo a lo lejos. Durante el resto de la travesía, ningún pasajero volvió a avistar a la bandada de escualos, y cuando Jorge Aldaya desembarcó en Buenos Aires y el oficial de aduanas le preguntó si viaja­ba solo, se limitó a asentir. Hacía mucho que viajaba solo.


5

Diez años después de desembarcar en Buenos Aires, Jorge Aldaya, o el despojo humano en que se había convertido, regresó a Barce­lona. Los infortunios que habían empezado a corroer a la fami­lia Aldaya en el viejo mundo no habían hecho sino multiplicarse en la Argentina. Allí Jorge había tenido que enfrentarse solo al mundo y al moribundo legado de Ricardo Aldaya, una lucha para la que él nunca tuvo las armas ni el aplomo de su padre. Había llegado a Buenos Aires con el corazón vacío y el alma pi­cada de remordimientos. América, diría después a modo de dis­culpa o epitafio, es un espejismo, una tierra de depredadores y carroñeros, y él había sido educado para los privilegios y los remil­gos insensatos de la vieja Europa, un cadáver que se sostenía por inercia. En el curso de pocos años lo perdió todo, empezando por la reputación y acabando en el reloj de oro que su padre le había regalado con ocasión de su primera comunión. Gracias a él pudo comprar el pasaje de vuelta. El hombre que regresó a Es­paña era apenas un mendigo, un saco de amargura y fracaso que sólo conservaba la memoria de que cuanto sentía le había sido arrebatado y el odio por quien consideraba el culpable de su ruina: Julián Carax.
Todavía le quemaba en el recuerdo la promesa que le había hecho a su padre. Tan pronto llegó a Barcelona, olfateó el rastro de Julián para descubrir que Carax, al igual que él, también parecía haberse desvanecido de una Barcelona que ya no era la que había dejado al partir diez años atrás. Fue por entonces cuando se reencontró con un viejo personaje de su juventud, con esa ca­sualidad desprendida y calculada del destino. Tras una marca­da carrera en reformatorios y prisiones del Estado, Francisco Ja­vier Fumero había ingresado en el ejército, alcanzando el rango de teniente. Muchos le auguraban un futuro de general, pero un turbio escándalo que nunca llegaría a esclarecerse motivó su ex­pulsión del ejército. Aún entonces, su reputación excedía su ran­go y sus atribuciones. Se decían muchas cosas de él, pero se le te­mía aún más. Francisco Javier Fumero, aquel muchacho tímido y perturbado que acostumbraba a recoger la hojarasca en el patio del colegio de San Gabriel, era ahora un asesino. Se rumoreaba que Fumero liquidaba a notorios personajes por dinero, que des­pachaba figuras políticas por encargo de diversas manos negras y que era la muerte personificada.
Aldaya y él se reconocieron al instante en las brumas del café Novedades. Aldaya estaba enfermo, consumido por una extraña fiebre de la que culpaba a los insectos de las selvas americanas. «Allí hasta los mosquitos son unos hijos de puta», se lamentaba. Fumero le escuchaba con una mezcla de fascinación y repugnan­cia. Él sentía veneración por los mosquitos y los insectos en gene­ral. Admiraba su disciplina, su fortaleza y su organización. No existía en ellos la holgazanería, la irreverencia, la sodomía ni la degeneración de la raza. Sus especímenes predilectos eran los arácnidos, con su rara ciencia para tejer una trampa en que, con infinita paciencia, esperaban a sus presas, que tarde o temprano sucumbían, por estupidez o desidia. A su juicio, la socie­dad civil tenía mucho que aprender de los insectos. Aldaya era un caso claro de ruina moral y física. Había envejecido notable­mente y se le veía descuidado, sin tono muscular. Fumero detesta­ba a las gentes sin tono muscular. Le inducían arcadas.
—Javier, me encuentro fatal —imploró Aldaya—. ¿Me pue­des echar una mano por unos días?
Intrigado, Fumero decidió llevarse a Jorge Aldaya a su casa. Fumero vivía en un tenebroso piso en el Raval, en la calle Cade­na, en compañía de numerosos insectos que almacenaba en frascos de botica y media docena de libros. Fumero aborrecía los libros tanto como adoraba a los insectos, pero aquéllos no eran volúme­nes corrientes: eran las novelas de Julián Carax que había publi­cado la editorial Cabestany. Fumero pagó a las fulanas que ocu­paban el piso de enfrente —un dúo de madre e hija que se dejaban pinchar y quemar con un cigarro cuando la clientela flo­jeaba, sobre todo a, fin de mes— para que cuidasen a Aldaya mientras él iba a trabajar. No tenía interés alguno en verle morir. No todavía.
Francisco Javier Fumero había ingresado en la Brigada Cri­minal, donde siempre había trabajo para personal cualificado y capaz de afrontar las papeletas más ingratas que se precisaba solventar con discreción para que la gente respetable pudiera seguir viviendo de ilusiones. Algo así le había dicho el teniente Durán, un hombre dado a la prosopopeya contemplativa bajo cuyo man­do se inició en el cuerpo.
—Ser policía no es un trabajo, es una misión — proclamaba Durán—. España necesita más cojones y menos tertulias.
Desafortunadamente, el teniente Durán no tardaría en per­der la vida en un aparatoso accidente ocurrido durante una re­dada en la Barceloneta.
En la confusión de la refriega con unos anarquistas, Durán se había precipitado cinco pisos por un tragaluz, estrellándose en un clavel de vísceras. Todos coincidieron en que España había perdido a un gran hombre, un prócer con visión de futuro, un pensador que no temía la acción. Fumero asumió su puesto con orgullo, sabedor de que había hecho bien al empujarle, pues Du­rán ya estaba viejo para el trabajo. A Fumero, los viejos —al igual que los tullidos, los gitanos y los maricones— le daban asco, con tono muscular o no. Dios, a veces, se equivocaba. Era deber de todo hombre íntegro corregir esas pequeñas fallas y man­tener el mundo presentable.
Unas semanas después de su encuentro en el café Novedades en marzo de 1932, Jorge Aldaya empezó a sentirse mejor y se sin­ceró con Fumero. Le pidió disculpas por lo mal que lo había tratado en sus días de adolescencia y, con lágrimas en los ojos, le contó su historia entera sin dejar nada. Fumero le escuchó en si­lencio, asintiendo, absorbiendo. Mientras lo hacía, se preguntó si debía matar a Aldaya en aquel instante o esperar. Se preguntaba si estaría tan débil que la hoja del cuchillo apenas arrancaría una tibia agonía en su carne maloliente y reblandecida por la in­dolencia. Decidió aplazar la vivisección. Le intrigaba la historia, especialmente por lo que hacía a Julián Carax.
Sabía por la información que había podido obtener en la edito­rial Cabestany que Carax vivía en París, pero París era una ciu­dad muy grande y nadie en la editorial parecía conocer la dirección exacta. Nadie excepto una mujer apellidada Monfort que se negaba a divulgarla. Fumero la había seguido dos o tres veces al salir de la oficina de la editorial sin que ella lo advirtiese. Había llegado a viajar en el tranvía a medio metro de ella. Las mujeres nunca reparaban en él, y si lo hacían, volvían la mirada hacia otro lado, fingiendo no haberle visto. Una noche, después de haber­la seguido hasta el portal de su casa en la plaza del Pino, Fumero volvió a su casa y se masturbó furiosamente mientras se imagina­ba hundiendo la hoja de su cuchillo en el cuerpo de aquella mujer, dos o tres centímetros por cuchillada, lenta y metódicamente, mi­rándole a los ojos. Quizá entonces se dignase a darle la dirección de Carax y a tratarle con el respeto debido a un oficial de policía.
Julián Carax era la única persona a la que Fumero se había propuesto matar y no lo había conseguido. Quizá porque ha­bía sido la primera, y con el tiempo todo se aprende. Al oír aquel nombre otra vez, sonrió del modo en que tanto espantaba a sus vecinas las fulanas, sin parpadear, relamiéndose el labio supe­rior lentamente. Todavía recordaba a Carax besando a Penélope Aldaya en el caserón de la avenida del Tibidabo. Su Penélope. El suyo había sido un amor puro, de verdad, pensaba Fumero, como los que se veían en el cine. Fumero era muy aficionado al cine y acudía al menos dos veces por semana. Había sido en una sala de cine donde Fumero había comprendido que Penélope había sido el amor de su vida. El resto, especialmente su madre, ha­bían sido sólo putas. Escuchando los últimos retazos del relato de Aldaya, decidió que al fin y al cabo no iba a matarle. De hecho, se alegró de que el destino les hubiese reunido. Tuvo una visión, como en las películas que tanto disfrutaba: Aldaya le iba a servir a los demás en bandeja. Tarde o temprano, todos ellos acabarían atrapados en su red.


6

En invierno de 1934, los hermanos Moliner consiguieron desahuciar finalmente a Miquel y expulsarle del palacete de Puertaferrisa, que aún hoy sigue vacío y en estado de ruina. Sólo deseaban verle en la calle, despojado de lo poco que le quedaba, de sus libros y de aquella libertad y aislamiento que les ofendía y les prendía las vísceras de odio. No quiso decirme nada ni recurrir a mí en busca de ayuda. Sólo supe que se había transformado casi en un mendigo cuando acudí a buscarle al que había sido su hogar y me encontré con los sicarios de sus hermanos, que estaban haciendo inventario de la propiedad y liqui­dando los pocos objetos que le habían pertenecido. Mi­quel llevaba ya varias noches durmiendo en una pensión de la calle Canuda, un tugurio lúgubre y húmedo que desprendía el color y el olor de un osario. Al ver la habi­tación en la que estaba confinado, una suerte de ataúd sin ventanas y con un catre carcelario, cogí a Miquel y me lo llevé a casa. No paraba de toser y se le veía consumido. Él dijo que era un catarro mal curado, un mal menor de solterona que ya se marcharía por aburrimiento. Dos se­manas más tarde estaba peor.
Como vestía siempre de negro, tardé en comprender que aquellas manchas en las mangas eran de sangre. Lla­mé a un médico que tan pronto le reconoció me preguntó por qué había esperado hasta entonces para llamarle. Miquel tenía tuberculosis. Arruinado y enfermo, vivía apenas de recuerdos y remordimientos. Era el hombre más bondadoso y frágil que había conocido, mi único amigo. Nos casamos una mañana de febrero en un juzga­do municipal. Nuestro viaje nupcial se limitó a tomar el funicular del Tibidabo y subir a contemplar Barcelona desde las terrazas del parque, una miniatura de nieblas. No le dijimos a nadie que nos habíamos casado, ni a Ca­bestany, ni a mi padre, ni a su familia que le daba por muerto. Llegué a escribir una carta a Julián contándose­lo, pero nunca se la envié. Eh nuestro fue un matrimonio secreto. Varios meses después de la boda llamó a la puerta un individuo que dijo llamarse Jorge Aldaya. Era un hombre demolido, con el rostro velado de sudor pese al frío que mordía hasta las piedras. Al reencontrarse des­pués de más de diez años, Aldaya sonrió amargamente y dijo: «Estamos todos malditos, Miquel. Tú, Julián, Fume­ro y yo.» Alegó que el motivo de su visita era un amago de reconciliación con su viejo amigo Miquel con la confian­za de que éste le brindaría ahora el modo de contactar con Julián Carax, pues tenía un mensaje muy importante para él de parte de su difunto padre, don Ricardo Aldaya. Miquel dijo desconocer dónde se encontraba Carax.
—Hace ya años que perdimos el contacto —mintió—. Lo último que supe de él es que estaba viviendo en Italia.
Aldaya esperaba esta respuesta.
—Me decepcionas, Miquel. Confiaba en que el tiem­po y la desgracia te habrían hecho más sabio.
—Hay decepciones que honran a quien las inspira.
Aldaya, mínimo, raquítico y a punto de desplomarse en pedazos de hiel, se rió.
—Fumero os envía sus más sinceras felicitaciones por vuestro matrimonio —dijo, camino de la puerta.
Aquellas palabras me helaron el corazón. Miquel no quiso decir nada, pero aquella noche, mientras le abraza­ba y ambos fingíamos conciliar un sueño imposible, supe que Aldaya había estado en lo cierto. Estábamos malditos. Pasaron varios meses sin que tuviésemos noticias de Julián o de Aldaya. Miquel seguía manteniendo algunas colaboraciones fijas en los rotativos de Barcelona y Ma­drid. Trabajaba sin cesar sentado a la máquina de escri­bir, destilando lo que él llamaba papanaterías y pábulo para lectores de tranvía. Yo mantenía mi puesto en la edi­torial Cabestany, quizá porque aquél era el único modo en que me sentía más próxima a Julián. Me había envia­do una nota breve anunciándome que estaba trabajando en una nueva novela titulada La Sombra del Viento, que confiaba en acabar en unos meses. La carta no hacía mención alguna a lo sucedido en París. El tono era más frío y distante que nunca. Mis intentos de odiarle fueron vanos. Empezaba a creer que Julián no era un hombre, era una enfermedad.
Miquel no se engañaba respecto a mis sentimientos. Me entregaba su afecto y su devoción sin pedir a cambio más que mi compañía y quizá mi discreción. No oía de sus labios un reproche o un pesar. Con el tiempo empecé a sentir por él una ternura infinita, más allá de la amistad que nos había unido y de la compasión que luego nos ha­bía condenado. Miquel había abierto una cuenta de aho­rro a mi nombre en la que depositaba casi todos los in­gresos que obtenía escribiendo para los periódicos. Jamás decía que no a una colaboración, una crítica o una gace­tilla. Escribía con tres seudónimos, catorce o dieciséis ho­ras al día. Cuando le preguntaba por qué trabajaba tanto se limitaba a sonreír, o me decía que sin hacer nada se aburriría. Nunca hubo engaños entre nosotros, ni siquie­ra sin palabras. Miquel sabía que iba a morir pronto, que la enfermedad le arañaba los meses con avaricia.
—Tienes que prometerme que, si me pasa algo, toma­rás ese dinero v te volverás a casar, que tendrás hijos y que nos olvidarás a todos, a mí el primero.
—¿Y con quién iba a casarme yo, Miquel? No digas tonterías.
A veces le sorprendía mirándome desde un rincón con una sonrisa mansa, como si la mera contemplación de mi presencia fuera su mayor tesoro. Todas las tardes acudía a recogerme a la salida de la editorial, su único momento de descanso en todo eh día. Yo le veía caminar encorvado, to­siendo y fingiendo una fortaleza que se le perdía en la sombra. Me llevaba a merendar o a contemplar los escaparates de la calle Fernando y luego volvíamos a casa, donde él seguía trabajando hasta pasada la medianoche. Bende­cía en silencio cada minuto que pasábamos juntos y cada noche se dormía abrazado a mí, y yo tenía que ocultar las lágrimas que me arrancaba el coraje de haber sido incapaz de amar a aquel hombre como él a mí, incapaz de darle lo que había abandonado a los pies de Julián para nada. Mu­chas noches me juré que olvidaría a Julián, que dedicaría el resto de mi vida a hacer feliz a aquel pobre hombre y a devolverle apenas unas migajas de lo que él me había dado. Fui la amante de Julián durante dos semanas, pero sería la mujer de Miquel el resto de mi vida. Si algún día estas páginas llegan a tus manos y me juzgas, como yo lo he hecho al escribirlas y mirarme en este espejo de maldi­ciones y remordimientos, recuérdame así, Daniel.
El manuscrito de la última novela de Julián llegó a fi­nales de 1935. No sé si por despecho o por miedo, lo en­tregué al impresor sin siquiera leerlo. Los últimos ahorros de Miquel habían financiado ya la edición por adelantado meses atrás. A Cabestany, ya por entonces con problemas de salud, lo demás le traía al pairo. Aquella misma sema­na, el doctor que visitaba a Miquel acudió a verme a la edi­torial, muy preocupado. Me explicó que si Miquel no reba­jaba su ritmo de trabajo y observaba reposo, lo poco que él podía hacer por batallar la tisis se quedaba en nada.
—Tendría que estar en la montaña, no en Barcelona respirando nubes de lejía y carbón. Ni él es un gato con nueve vidas ni yo una niñera. Hágale usted entrar en ra­zón. A mí no me escucha.
Aquel mediodía decidí acercarme a casa para hablar con él. Antes de abrir la puerta del piso oí voces dentro. Miquel discutía con alguien. Al principio creí que se trataba de alguien del periódico, pero me pareció oír el nombre de Julián en la conversación. Oí pasos que se acercaban a la puerta y corrí a ocultarme en el rellano del ático. Desde allí pude atisbar al visitante.
Un hombre de negro, de rasgos cincelados con indife­rencia y labios finos como una cicatriz abierta. Tenía los ojos negros y sin expresión, ojos de pez. Antes de perderse escaleras abajo, se detuvo y alzó la mirada hacia la penum­bra. Me apoyé contra la pared, conteniendo la respira­ción. El visitante permaneció allí durante unos instantes, como si pudiera olerme, relamiéndose con una sonrisa ca­nina. Esperé a que sus pasos se apagasen completamente antes de abandonar mi escondite y entrar en el piso. Flota­ba un olor a alcanfor en el aire. Miquel estaba sentado junto a la ventana, las manos caídas a ambos lados de la si­lla. Le temblaban los labios. Le pregunté quién era aquel hombre y qué quería.
—Era Fumero. Ha venido a traer noticias de Julián.
—¿Qué sabe él de Julián?
Miquel me miró, más abatido que nunca.
Julián se casa.
La noticia me dejó sin habla. Me dejé caer en una silla y Miquel me tomó las manos. Hablaba con dificultad y cansancio. Antes de que pudiera despegar los labios, Miquel procedió a resumirme los hechos que le había referi­do Fumero y lo que cabía imaginar al respecto. Fumero había empleado sus contactos en la policía de París para dar con el paradero de Julián Carax y observarle. Miquel suponía que aquello podía haber sucedido meses o inclu­so años antes. Lo que le preocupaba no era que Fumero hubiese encontrado a Carax, eso era una cuestión de tiempo, sino el que hubiera decidido revelarlo ahora, jun­to con la peregrina noticia de unas nupcias improbables. La boda, por lo que se sabía, había de tener lugar a prin­cipios de verano de 1936. De la novia sólo se sabía el nombre, que en este caso era más que suficiente: Irene Marceau, la patrona del establecimiento donde Julián ha­bía trabajado como pianista durante años.
—No comprendo —musité—. ¿Julián se casa con su mecenas?
—Precisamente. No es una boda. Es un contrato.
Irene Marceau le llevaba unos veinticinco o treinta años a Julián. Miquel sospechaba que Irene había decidi­do convenir aquel enlace con Julián para traspasarle su patrimonio y asegurar su futuro.
—Pero ya le ayuda. Le ha ayudado desde siempre.
—Quizá sepa que no va a estar ahí para siempre —su­girió Miquel.
El eco de aquellas palabras nos cortaba demasiado de cerca. Me arrodillé junto a él y le abracé. Me mordí los la­bios para que no me viese llorar.
—Julián no quiere a esa mujer, Nuria —me dijo, cre­yendo que aquélla era la causa de mi aflicción.
Julián no quiere a nadie excepto a sí mismo y a sus malditos libros —murmuré.
Alcé la mirada y me encontré con la sonrisa de Mi­quel, de niño viejo y sabio.
—¿Y qué pretende Fumero con sacar todo este asunto a la luz ahora?
No tardamos en averiguarlo. Días más tarde, un Jorge Aldaya fantasmal y famélico se presentó en casa, inflama­do de ira y coraje. Fumero le había contado que Julián Carax iba a casarse con una mujer rica en una ceremonia de fasto folletinesco. Aldaya llevaba días carcomiéndose con las visiones del causante de su desgracia, arropado de oropeles y cabalgando en una fortuna que él había visto perder. Fumero no le había contado que Irene Marceau, si bien mujer de cierta posición económica, era la dueña de un burdel y no una princesa de fábula vienesa. No le había contado que ha novia le llevaba a Carax treinta años y que más que una boda, aquello era un acto de caridad para con un hombre acabado y sin medios de subsisten­cia. No le había contado ni el cuándo ni el dónde de la boda. Se había limitado a sembrar las semillas de una fan­tasía que devoraba por dentro lo poco que las fiebres ha­bían dejado en su cuerpo amojamado y hediondo.
—Fumero te ha mentido, Jorge —dijo Miquel.
—¡Y tú, el rey de los mentirosos, osas acusar al próji­mo! —deliraba Aldaya.
No fue necesario que Aldaya revelase sus pensamien­tos, que en tan exiguas carnes se le leían en el semblante cadavérico como palabras bajo el pellejo macilento. Miquel vio claro el juego de Fumero. El le había enseñado a jugar al ajedrez más de veinte años atrás en el colegio de San Gabriel. Fumero tenía la estrategia de una mantis re­ligiosa y la paciencia de los inmortales. Miquel envió una nota a Julián advirtiéndole.
Cuando Fumero lo estimó oportuno, tomó a Aldaya por banda, le envenenó el corazón de rencor y le dijo que Julián se casaba en tres días. Siendo él un oficial de policía, argumentó, no podía comprometerse en un asunto así. Al­daya, sin embargo, como civil, podía desplazarse a París y asegurarse de que aquella boda no se celebrase jamás. ¿Cómo?, preguntaría un Aldaya febril, carbonizado de in­quina. Retándole a un duelo el mismo día de su boda. Fu­mero llegó incluso a proporcionarle el arma con que Jorge estaba convencido de que perforaría aquel corazón de hiel que había arruinado a la dinastía de los Aldaya. El informe de la policía de París diría más tarde que el arma hallada a sus pies era defectuosa y que nunca hubiera podido hacer más que lo que hizo: estallarle en la cara. Eso ya lo sabía Fumero cuando se la entregó en un estuche en el andén de la estación de Francia. Sabía perfectamente que la fie­bre, la estupidez y la rabia ciega le impedirían matar a Julián Carax en un duelo trasnochado de honor y amanece­res en el cementerio del Pére LaChaise. Y si por azar reu­nía las fuerzas y facultades de hacerlo, el arma que llevaba sería la encargada de abatirle. No era Carax quien debía morir en aquel duelo, sino Aldaya. Su existencia absurda, su cuerpo y alma en suspenso que Fumero había permiti­do vegetar pacientemente, cumpliría así su función.
Fumero sabía también que Julián nunca aceptaría en­frentarse a su antiguo compañero, moribundo y reducido a un lamento. Por ese motivo instruyó a Aldaya claramente en los pasos a seguir. Habría de confesarle que la carta que Penélope le había escrito años atrás anunciándole su boda y pidiéndole que la olvidase era un engaño. Habría de revelarle que él mismo, Jorge Aldaya, había obligado a su hermana a redactar aquella sarta de mentiras mientras ella lloraba desesperadamente, proclamando a los vientos su amor inmortal por Julián. Habría de decirle que ella le había estado esperando, con el alma rota y el corazón san­grante, desde entonces, muerta de abandono. Eso basta­ría. Bastaría para que Carax apretase el gatillo y le volase la cara a tiros. Bastaría para que olvidase todo plan de boda y no pudiera albergar más pensamiento que regresar a Barcelona en busca de Penélope y de una vida derrama­da. Y en Barcelona, aquella gran tela de araña que él ha­bía hecho suya, Fumero le estaría esperando.


7

Julián Carax cruzó la frontera francesa pocos días antes de que estallase la guerra civil. La primera y única edi­ción de La Sombra del Viento había salido un par de sema­nas antes de la imprenta rumbo al gris anonimato y la in­visibilidad de sus predecesoras. Por entonces Miquel ape­nas podía ya trabajar y aunque se sentaba frente a la má­quina de escribir dos o tres horas cada día, la debilidad y la fiebre le impedían arrancarle palabras al papel. Había perdido varias de las colaboraciones a causa de los retra­sos en las entregas. Otros periódicos temían publicar sus artículos tras haber recibido varias amenazas anónimas. Sólo le quedaba una columna diaria en el Diario de Barce­lona que firmaba como Adrián Maltés. El fantasma de la guerra se sentía ya en el aire. El país hedía a miedo. Sin ocupación y demasiado débil hasta para lamentarse, Mi­quel solía bajar a la plaza o acercarse hasta la avenida de la Catedral, llevando siempre consigo uno de los libros de Julián como si fuese un amuleto. La última vez que el mé­dico le había pesado no llegaba a los sesenta kilos. Escu­chamos la noticia del alzamiento en Marruecos por la ra­dio y pocas horas después un compañero del periódico de Miquel vino a vernos para decirnos que Cansinos, el jefe de redacción, había sido asesinado de un tiro en la nuca frente al café Canaletas dos horas antes. Nadie se atrevía a llevarse el cuerpo, que seguía allí, tiñendo una telaraña de sangre sobre la acera.
Los breves pero intensos días del terror inicial no se hicieron esperar. Las tropas del general Goded enfilaron la Diagonal y el paseo de Gracia en dirección al centro, donde empezó el fuego. Era un domingo y muchos bar­celoneses aún habían salido a la calle creyendo que iban a pasar el día en un merendero en la carretera de Las Pla­nas. Los días más negros de la guerra en Barcelona, sin embargo, estaban todavía a dos años vista. Al poco de ini­ciarse la refriega, las tropas del general Goded se rindie­ron, por un milagro o por mala información entre los mandos. El gobierno de Lluís Companys parecía haber recobrado el control, pero lo que había sucedido real­mente tenía mucho mas alcance y empezaría a ser eviden­te en las semanas siguientes.
Barcelona había pasado a estar en poder de los sindi­catos anarquistas. Tras días de disturbios y luchas calleje­ras, corrió finalmente el rumor de que los cuatro genera les rebeldes habían sido ajusticiados en el castillo de Montjuïc poco después de la rendición. Un amigo de Mi­quel, un periodista británico que estuvo presente, dijo que el pelotón de fusilamiento era de siete hombres, pero que en el último momento docenas de milicianos se unieron al festín. Cuando se abrió fuego, los cuerpos reci­bieron tantos balazos que se desplomaron en pedazos irreconocibles, y hubo que meterlos en los ataúdes en es­tado casi líquido. Algunos quisieron creer que aquél era el fin del conflicto, que las tropas fascistas nunca llegarí­an a Barcelona y que la rebelión se extinguiría por el ca­mino. Era sólo el aperitivo.
Supimos que Julián estaba en Barcelona el día de la rendición de Goded, al recibir una carta de Irene Mar­ceau, en la que nos contaba que Julián había matado a Jorge Aldaya en el curso de un duelo en el cementerio del Pére LaChaise. Incluso antes de que Aldaya expirase, una llamada anónima había alertado a la policía de lo sucedi­do. Julián tuvo que huir de París de inmediato, perseguido por la policía que le buscaba por asesinato. No tuvimos ninguna duda de quién había efectuado aquella llamada. Esperamos ansiosamente saber de Julián para advertirle del peligro que le acechaba y para protegerle de una tram­pa peor que la que le había tendido Fumero: descubrir la verdad. Tres días más tarde, Julián seguía sin dar señales de vida. Miquel no quería compartir conmigo su preocupación, pero yo sabía perfectamente lo que estaba pensan­do. Julián había regresado por Penélope, no por nosotros.
—¿Qué sucederá cuando averigüe la verdad? —pre­guntaba yo.
—Nosotros nos encargaremos de que no sea así —res­pondía Miquel.
Por lo pronto, lo primero que iba a comprobar es que la familia Aldaya había desaparecido sin dejar rastro. No iba a encontrar muchos lugares donde empezar a buscar a Penélope. Hicimos una lista de esos lugares y empeza­mos nuestro periplo. El caserón de la avenida del Tibida­bo no era más que una propiedad desierta, vedada tras cadenas y velos de yedra. Un florista ambulante que ven­día manojos de rosas y claveles en la esquina opuesta nos dijo que sólo recordaba a una persona que se hubiese acercado a la casa recientemente, pero era un hombre mayor, casi anciano y algo cojo.
—Muy mala leche tenía, la verdad. Le quise vender un clavel para el ojal y me envió a la mierda, diciendo que había una guerra y que no estaba el horno para flo­res.
No había visto a nadie más. Miquel le compró unas rosas mustias y, por si acaso, le dejó el teléfono de la re­dacción del Diario de Barcelona para que le dejase recado allí si por ventura alguien que encajase con la figura de Carax se dejaba ver. De allí, nuestra siguiente parada fue el colegio de San Gabriel, donde Miquel se reencontró con Fernando Ramos, su antiguo compañero de estudios.
Fernando era ahora profesor de latín y griego y vestía el hábito. Al ver a Miquel en tan precario estado de salud se le cayó el alma a los pies. Nos dijo que no había recibido la visita de Julián, pero prometió ponerse en contacto con nosotros si lo hacía, e intentar retenerle. Fumero ha­bía estado allí antes que nosotros, nos confesó con temor. Ahora se hacía llamar inspector Fumero y le había dicho que, en tiempos de guerra, más le valía andarse con ojo.
—Mucha gente iba a morir muy pronto, y los unifor­mes, de cura o de soldado, no paraban las balas...
Fernando Ramos nos confesó que no estaba claro a qué cuerpo o grupo pertenecía Fumero, y que no fue él quien se atrevió a preguntárselo. Me es imposible descri­birte aquellos primeros días de la guerra en Barcelona, Daniel. El aire parecía envenenado de miedo y de odio. Las miradas eran de recelo y las calles olían a un silen­cio que se sentía en el estómago. Cada día, cada hora, corrían nuevos rumores y murmuraciones. Recuerdo una noche, volviendo a casa, en que Miquel y yo descendía­mos por las Ramblas. Estaban desiertas, sin un alma a la vista. Miquel miraba las fachadas, los rostros ocultos entre los postigos escudriñando las sombras de la calle, y decía que podían sentirse los cuchillos afilándose tras los muros.
Al día siguiente acudimos a la sombrerería Fortuny, sin grandes esperanzas de encontrar a Julián allí. Un vecino de la escalera nos dijo que el sombrerero estaba aterrado con los altercados de los últimos días y que se habían en­cerrado dentro de la tienda. Por mucho que llamamos no quiso abrirnos. Aquella tarde había habido un tiroteo a apenas una manzana de allí y los charcos de sangre toda­vía estaban frescos en la ronda de San Antonio, donde el cadáver de un caballo seguía abatido en el empedrado a merced de los perros callejeros que empezaban a abrirle el buche acribillado a dentelladas mientras algunos niños miraban de cerca y les tiraban piedras. Todo cuanto con­seguimos fue verle el rostro espantado a través de la rejilla de la puerta. Le dijimos que buscábamos a su hijo Julián. El sombrerero respondió que su hijo estaba muerto y que nos largásemos o llamaría a la policía. Nos fuimos de allí descorazonados.
Durante días recorrimos cafés y comercios, pregun­tando por Julián. Indagamos en hoteles y pensiones, en estaciones de tren, en bancos en los que hubiera podido acudir a cambiar moneda... nadie recordaba a un hom­bre que encajase con la descripción de Julián. Temimos que quizá hubiese caído en manos de Fumero, y Miquel se las arregló para que uno de sus colegas del periódico, que tenía contactos en jefatura, indagase si Julián había ingresado en prisión. No había indicio alguno de que así fuese. Habían pasado dos semanas y parecía que a Julián se lo hubiese tragado la tierra.
Miquel apenas dormía, esperando tener noticias de su amigo. Un atardecer, Miquel regresó de su paseo de cada tarde con una botella de vino de Oporto, ni más ni menos. Se la habían regalado en el diario, dijo, porque el subdirector le había comunicado que ya no podrían pu­blicar más su columna.
—No quieren líos, y les entiendo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Emborracharme, por de pronto.
Miquel apenas se bebió medio vaso, pero yo me venti­lé casi la botella entera sin darme cuenta y con el estóma­go vacío. Era casi medianoche cuando me asaltó un sopor imposible y me desplomé sobre el sofá. Soñé que Miquel me besaba en la frente y me tapaba con una estola. Al despertar sentí terribles punzadas de dolor en la cabeza que reconocí como el preludio de una resaca feroz. Fui en busca de Miquel para maldecir la hora en la que se le había ocurrido emborracharme pero me di cuenta de que estaba sola en el piso. Me acerqué al escritorio y vi que había una nota sobre la máquina de escribir en la que me pedía que no me alarmase y que le esperase allí. Había ido en busca de Julián y pronto lo traería a casa. Acababa diciéndome que me quería. La nota se me cayó de las manos. Advertí entonces que, antes de salir, Miquel había retirado sus cosas del escritorio, como si no pen­sara volver a utilizarlo, y supe que no volvería a verle jamás.


8

Aquella tarde, el vendedor ambulante de flores había lla­mado a la redacción del Diario de Barcelona y dejado un recado para Miquel informándole de que había visto al hombre que le habíamos descrito merodeando cerca del caserón como un espectro. Pasaba la medianoche cuando Miquel llegó al número 32 de la avenida del Tibidabo, un valle lúgubre y desierto azotado por dardos de luna que se filtraban entre la arboleda. Aunque hacía diecisiete años que no le veía, Miquel reconoció en Julián aquel andar leve, casi felino. Su silueta se deslizaba entre la pe­numbra del jardín, junto a la fuente. Julián había saltado la tapia y acechaba la casa como un animal inquieto. Mi­quel hubiera podido llamarle desde allí, pero prefirió no alertar a posibles testigos. Tenía la impresión de que mi­radas furtivas espiaban la avenida desde las ventanas oscuras de las mansiones colindantes. Rodeó el muro de la propiedad hasta la parte que daba a las antiguas pistas de tenis y las cocheras. Pudo reconocer las muescas en la piedra que Julián había usado como peldaños y las losas sueltas sobre el muro. Se aupó casi sin resuello, sintiendo profundas punzadas en el pecho y latigazos de ceguera en la mirada. Se tendió sobre el muro, las manos tem­blando, y llamó a Julián en un susurro. La silueta que cer­caba la fuente permaneció inmóvil, uniéndose a las de­más estatuas. Miguel pudo ver el brillo de unos ojos, clavados en él. Se preguntó si Julián iba a reconocerle a él, tras diecisiete años y una enfermedad que se le había llevado hasta el aliento. La silueta se acercó lentamente, blandiendo un objeto en la mano derecha, brillante y alargado. Un cristal.
—Julián... —murmuró Miquel.
La figura se detuvo en seco. Miquel escuchó el cristal caer sobre la gravilla. El rostro de Julián emergió de la negrura. Una barba de dos semanas le cubría las faccio­nes, más afiladas.
—¿Miguel?
Incapaz de saltar al otro lado, o apenas de rehacer su camino hasta la calle, Miquel tendió su mano. Julián se aupó en el muro y, asiendo el puño de su amigo con fuer­za, le posó la palma de la mano sobre el rostro. Se miraron en silencio un largo rato, intuyendo las heridas que la vida le había tallado al otro.
—Tenemos que irnos de aquí, Julián. Fumero te bus­ca. Lo de Aldaya fue una trampa.
—Lo sé —murmuró Carax, sin tono ni inflexión.
—La casa está cerrada. Hace años que nadie vive ya aquí —añadió Miguel—. Ven, ayúdame a bajar y vayámo­nos de aquí.
Carax trepó de nuevo el muro. Al aferrar a Miquel con ambas manos, sintió cómo el cuerpo de su amigo se había consumido bajo las ropas demasiado holgadas. Apenas se presentía carne o músculo. Una vez al otro lado, Carax asió a Miquel por debajo de los hombros y, casi cargando con todo su peso, se alejaron en la oscuridad por la calle Román Macaya.
—¿Qué tienes? —murmuró Carax.
—No es nada. Unas fiebres. Ya me estoy recuperando. Miquel desprendía ya el olor de la enfermedad y Ju­lián no preguntó más. Descendieron por León XIII hasta el paseo de San Gervasio, donde se vislumbraban las luces de un café. Se refugiaron en una mesa al fondo, lejos de la entrada y los ventanales. Un par de parroquianos vela­ban la barra a dúo con un cigarrillo y el rumor de la radio. El camarero, un hombre con la piel de color de cera y los ojos crucificados en el suelo, les tomó el pedido. Brandy tibio, café y lo que quedase de comer.
Miquel no probó bocado. Carax, aparentemente vo­raz, comió por ambos. Los dos amigos se miraban en la luz pegajosa del café, arrebatados en el hechizo del tiempo. La última vez que se habían visto cara a cara tenían la mitad de años. Se habían separado como muchachos y ahora la vida les devolvía al uno un fugitivo, al otro un moribundo. Ambos se preguntaban si habían sido las car­tas que les había servido la vida, o si había sido el modo en que las habían jugado.
—Nunca te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí estos años, Miquel.
—No empieces ahora. Hice lo que debía y quería. No hay nada que agradecer.
—¿Cómo está Nuria?
—Como la dejaste.
Carax bajó la mirada.
—Nos casamos hace meses. No sé si ella te escribió para contártelo.
Los labios de Carax se congelaron y negó lentamente.
—No tienes derecho a reprocharle nada, Julián.
—Lo sé. No tengo derecho a nada.
—¿Por qué no acudiste a nosotros, Julián?
—No quería comprometeros.
—Eso ya no está en tus manos. ¿Dónde has estado es­tos días? Creímos que se te había tragado la tierra.
—Casi. He estado en casa. En casa de mi padre.
Miquel le miró con asombro. Julián procedió a rela­tarle cómo, al llegar a Barcelona, sin saber adónde acu­dir, se había dirigido a la casa donde se había criado, te­miendo que ya no hubiese nadie allí. La sombrerería se­guía en pie, abierta, y un hombre envejecido, sin pelo ni fuego en la mirada, languidecía tras el mostrador. No ha­bía querido entrar, ni hacerle saber que había regresado, pero Antoni Fortuny había alzado la mirada hacia el ex­traño que se alzaba al otro lado del escaparate. Sus ojos se habían encontrado y Julián, aunque había querido echar a correr, se quedó paralizado. Vio formarse lágrimas en el rostro del sombrerero, que se arrastró hacia la puerta y salió a la calle mudo. Sin mediar palabra, guió a su hijo al interior de la tienda, bajó las rejas y una vez el mundo ex­terior estuvo sellado, lo abrazó, temblando y aullando lá­grimas.
Más tarde, el sombrerero le explicó que la policía ha­bía ido preguntando por él hacía dos días. Un tal Fume­ro, un hombre de mala fama que se decía que un mes antes había estado a sueldo de los matarifes del general Goded y que ahora se las daba de amigo de los anarquis­tas, le había dicho que Carax estaba de camino a Barcelo­na, que había asesinado a Jorge Aldaya a sangre fría en París y que se le buscaba por otros tantos delitos, cuya enumeración el sombrerero no se molestó en escuchar. Fumero confiaba en que, si se daba la remota e improba­ble casualidad de que el hijo pródigo apareciese por allí, el sombrerero tendría a bien cumplir con su deber de ciudadano y dar parte. Fortuny le dijo que por supuesto podían contar con él. Le molestó que una víbora como Fumero diese por descontada su vileza, pero tan pronto el siniestro cortejo de la policía abandonó la tienda, el sombrerero partió rumbo a la capilla de la catedral don­de había conocido a Sophie para rogarle al santo que condujese los pasos de su hijo de vuelta a casa antes de que fuese demasiado tarde. Cuando Julián acudió a su padre, el sombrerero le advirtió del peligro que se cernía sobre él.
—Lo que sea que te haya traído a Barcelona, hijo mío, déjame que yo lo haga por ti mientras tú te escondes en casa. Tu habitación sigue como la dejaste y es tuya por todo el tiempo que la necesites.
Julián le confesó que había regresado a buscar a Pené­lope Aldaya. El sombrerero le juró que él la encontraría y que, una vez reunidos, les ayudaría a huir juntos a un lu­gar seguro, lejos de Fumero, del pasado, lejos de todo.
Durante días Julián se mantuvo oculto en el piso de la ronda de San Antonio mientras el sombrerero recorría la ciudad en busca del rastro de Penélope. Pasaba los días en su antigua habitación, que fiel a la promesa de su pa­dre, seguía igual, aunque ahora todo parecía más peque­ño, como si las casas y los objetos, o quizá sólo fuera la vida, encogiesen con el tiempo. Muchos de sus viejos cua­dernos seguían allí, lápices que recordaba haber afilado la semana que marchó a París, libros esperando ser leí­dos, ropa limpia de muchacho en los armarios. El sombrerero le contó que Sophie le había dejado al poco de huir él, y aunque durante años no supo de ella, finalmen­te le escribió desde Bogotá, donde llevaba un tiempo vi­viendo con otro hombre. Se escribían con regularidad, «siempre hablando de ti», según confesó el sombrerero, «porque es lo único que nos une». Al pronunciar estas palabras, a Julián le parecía que el sombrerero había esperado a enamorarse de su mujer hasta después de ha­berla perdido.
—Sólo se quiere de verdad una vez en la vida, Julián, aunque uno no se dé cuenta.
El sombrerero, que parecía atrapado en una carre­ra con el tiempo para deshacer toda una vida de infortu­nios, no tenía duda de que Penélope era aquel amor de una sola estación en la vida de su hijo y creía, sin darse cuenta, que si le ayudaba a recuperarla, quizá él también recuperase algo de lo que había perdido, aquel vacío que le pesaba en la piel y los huesos con la rabia de una mal­dición.
Pese a todo su empeño, y para su desesperación, el sombrerero pronto fue averiguando que no había rastro de Penélope Aldaya, ni de la familia, en toda Barcelona. Hombre de origen humilde, que había tenido que traba­jar toda la vida para mantenerse a flote, el sombrerero siempre había concedido al dinero y a la casta la duda de la inmortalidad. Quince años de ruina y miseria habían bastado para borrar de la faz de la tierra los palacios, las industrias y las huellas de una estirpe. A la mención del apellido Aldaya, muchos reconocían la música de la palabra, pero casi ninguno recordaba su significado. El día que Miquel Moliner y Nuria Monfort acudieron a la som­brerería preguntando por Julián, el sombrerero tuvo la certeza de que no eran sino esbirros de Fumero. Nadie le iba a arrebatar a su hijo de nuevo. Esta vez podría bajar Dios todopoderoso desde los cielos, el mismo Dios que llevaba toda una vida ignorando sus plegarias, y él mismo, gustoso, le arrancaría los ojos si osaba alejar a Julián una vez más del naufragio de su vida.
El sombrerero era el hombre que el florista ambulan­te recordaba haber visto días atrás, merodeando por el caserón de la avenida del Tibidabo. Lo que el florista interpretó como mala leche no era sino la firmeza de espíri­tu que sólo asiste a quienes, mejor tarde que nunca, han encontrado un propósito a sus vidas y lo persiguen con la ferocidad que da el tiempo derramado en vano. Lamentablemente, no quiso el señor escuchar esta última vez los ruegos del sombrerero, y pasado ya el umbral de la desesperación, fue incapaz de encontrar aquello que buscaba, la salvación de su hijo, de sí mismo, en el rastro de una muchacha a la que nadie recordaba y de la que nadie sa­bía nada. ¿Cuántas almas perdidas necesitas, Señor, para saciar tu apetito?, preguntaba el sombrerero. Dios, en su infinito silencio, le miraba sin pestañear.
—No la encuentro, Julián... Te juro que...
—No se preocupe, padre. Esto es algo que debo hacer yo. Usted ya me ha ayudado todo lo que podía.
Aquella noche, Julián había salido por fin a la calle dispuesto a recobrar el rastro de Penélope.

Miquel escuchaba el relato de su amigo, dudando si se trataba de un milagro o una maldición. No se le ocu­rrió pensar en el camarero, que se dirigía al teléfono y murmuraba de espaldas a ellos, ni que luego vigilaba la puerta de reojo, limpiando con demasiado celo los vasos en un establecimiento donde la mugre se enseñoreaba con saña, mientras Julián le refería lo sucedido a su llega­da a Barcelona. No se le ocurrió que Fumero habría esta­do ya en aquel café, en decenas de cafés como aquél, a tiro de piedra del palacete Aldaya, y que tan pronto Ca­rax pusiera el pie en uno de ellos, la llamada era cuestión de segundos. Cuando el coche de la policía se detuvo frente al café y el camarero se retiró a la cocina, Miquel sintió la calma fría y serena de la fatalidad. Carax le leyó la mirada y ambos se volvieron a un tiempo. Las trazas es­pectrales de tres gabardinas grises aleteando tras las ven­tanas. Tres rostros escupiendo vapor en el cristal. Ningu­no de ellos era Fumero. Los carroñeros le precedían.
—Vayámonos de aquí, Julián...
—No hay adónde ir —dijo Carax, con una serenidad que llevó a su amigo a observarle con detenimiento.
Advirtió entonces el revólver en la mano de Julián, y la fría disposición en su mirada. La campanilla de la puer­ta arañó el murmullo de la radio. Miquel arrebató la pis­tola de las manos de Carax y le miró fijamente.
—Dame tu documentación, Julián.
Los tres policías fingieron sentarse a la barra. Uno de ellos les miraba de reojo. Los otros dos se palpaban el in­terior de la gabardina.
—La documentación, Julián. Ahora.
Carax negó en silencio.
—Me quedan uno, dos meses, con suerte. Uno de los dos tiene que salir de aquí, Julián. Tú tienes más puntos que yo. No sé si encontrarás a Penélope. Pero Nuria te es­pera.
—Nuria es tu mujer.
—Acuérdate del trato que hicimos. Cuando yo muera, todo lo que es mío será tuyo...
—....menos los sueños.
Se sonrieron por última vez. Julián le tendió su pasa­porte. Miquel lo colocó junto con el ejemplar de La Som­bra del Viento que llevaba en el abrigo desde el día que lo había recibido.
—Hasta pronto —murmuró Julián.
—No hay prisa. Yo esperaré.
Justo cuando los tres policías se volvían hacia ellos, Miquel se levantó de la mesa y se dirigió hacia ellos. Al principio sólo vieron a un moribundo pálido y tembloroso que les sonreía mientras la sangre asomaba por las co­misuras de labios magros, sin vida. Cuando advirtieron el revólver en su mano derecha, Miquel ya estaba apenas a tres metros de ellos. Uno de ellos quiso gritar, pero el pri­mer disparo le voló la mandíbula inferior. El cuerpo cayó inerte, de rodillas, a los pies de Miquel. Los otros dos agentes ya habían desenfundado sus armas. El segundo disparo atravesó el estómago del que parecía más viejo. La bala le partió la columna vertebral en dos y escupió un puño de vísceras contra la barra. Miquel nunca tuvo tiem­po de hacer un tercer disparo. El policía restante ya le ha­bía encañonado. Sintió el arma en las costillas, sobre el corazón, y su mirada acerada, encendida de pánico.
—Quieto, hijo de puta, o te juro que te abro en dos.
Miquel sonrió y alzó lentamente el revólver hacia el rostro del policía. No debía de tener más de veinticinco años y le temblaban los labios.
—Le dices a Fumero, de parte de Carax, que me acuer­do de su disfraz de marinerito.
No sintió dolor, ni fuego. El impacto, como un marti­llazo sordo que se llevó el sonido y el color de las cosas, le lanzó contra la cristalera. Al atravesarla y advertir que un frío intenso le trepaba por la garganta y la luz se alejaba como polvo en el viento, Miquel Moliner volvió la mirada por última vez y vio a su amigo Julián correr calle abajo. Tenía treinta y seis años, más de los que había esperado vivir. Antes de desplomarse sobre la acera sembrada de cristal ensangrentado, ya estaba muerto.



9

Aquella noche, mientras Julián se perdía en la noche, un furgón sin identificación acudió a la llamada del hombre que había matado a Miquel. Nunca supe su nombre, ni creo que él supiese a quién había asesinado. Como todas las guerras, personales o a gran escala, aquél era un juego de marionetas. Dos hombres cargaron los cuerpos de los agentes muertos y se encargaron de sugerirle al encarga­do del bar que se olvidase de lo que había sucedido o ten­dría serios problemas. Nunca subestimes el talento para olvidar que despiertan las guerras, Daniel. El cadáver de Miquel fue abandonado en un callejón del Raval doce horas más tarde para que su muerte no pudiese ser rela­cionada con la de los dos agentes. Cuando el cuerpo lle­gó finalmente a la morgue, llevaba dos días muerto. Mi­quel había dejado toda su documentación en casa antes de salir. Cuanto los funcionarios del depósito encontra­ron fue un pasaporte a nombre de Julián Carax, desfigu­rado, y un ejemplar de La Sombra del Viento. La policía concluyó que el difunto era Carax. El pasaporte todavía mencionaba como domicilio el piso de los Fortuny en la ronda de San Antonio.
Para entonces, la noticia ya había llegado a oídos de Fumero, que se acercó al depósito para despedirse de Ju­lián. Se encontró allí con el sombrerero, a quien la policía había ido a buscar para proceder a la identificación del cuerpo. El señor Fortuny, que llevaba dos días sin ver a Julián, temía lo peor. Al reconocer el cuerpo que ape­nas una semana antes había llamado a su puerta pregun­tando por Julián (y a quien había tomado por un esbirro de Fumero), prorrumpió en alaridos y se marchó. La po­licía asumió que aquella reacción era una admisión de reconocimiento. Fumero, que había presenciado la escena, se acercó al cuerpo y lo examinó en silencio. Hacía dieci­siete años que no veía a Julián Carax. Cuando reconoció a Miquel Moliner, se limitó a sonreír y firmó el informe forense confirmando que aquel cuerpo pertenecía a Ju­lián Carax, y ordenando su traslado inmediato a una fosa común en Montjuïc.
Durante mucho tiempo me pregunté por qué Fumero habría de hacer algo así. Pero aquello no era más que la lógica de Fumero. Al morir con la identidad de Julián, Miquel le había proporcionado involuntariamente la coartada perfecta. Desde aquel instante, Julián Carax no existía. No habría vínculo legal alguno que permitiese re­lacionar a Fumero con el hombre al que, tarde o tempra­no, esperaba encontrar y asesinar. Eran días de guerra y muy pocos pedirían explicaciones por la muerte de alguien que ni siquiera tenía nombre. Julián había perdido la identidad. Era una sombra. Pasé dos días esperando a Miquel o a Julián en casa, creyendo que me volvía loca. Al tercer día, lunes, volví a trabajar a la editorial. El señor Cabestany había ingresado en el hospital hacía unas se­manas, y ya no volvería a su despacho. Su hijo mayor, Álvaro, se había hecho cargo del negocio. No le dije nada a nadie. No tenía a quién.
Aquella misma mañana recibí en la editorial la lla­mada de un funcionario de la morgue, Manuel Gutiérrez Fonseca. El señor Gutiérrez Fonseca me explicó que el cuerpo de un tal Julián Carax había llegado al depósito y que, al cotejar el pasaporte del difunto y el nombre del autor del libro que llevaba cuando ingresó en la morgue, y sospechando si no una clara irregularidad sí un cierto relajamiento en el reglamento por parte de la policía, ha­bía sentido el deber moral de llamar a la editorial para dar parte de lo sucedido. Al escucharle, creí morir. Lo primero que pensé fue que se trataba de una trampa de Fumero. El señor Gutiérrez Fonseca se expresaba con la pulcritud del funcionario concienzudo, aunque algo más goteaba en su voz, algo que ni él mismo hubiera podido explicar. Yo había cogido la llamada en el despacho del señor Cabestany. Gracias a Dios, Álvaro había salido a al­morzar y estaba sola, de lo contrario me hubiera sido difí­cil explicar las lágrimas y el temblor en las manos mientras sostenía el teléfono. Gutiérrez Fonseca me dijo que había creído oportuno informar de lo sucedido.
Le agradecí la llamada con esa formalidad falsa de las conversaciones en clave. Tan pronto colgué, cerré la puer­ta del despacho y me mordí los puños por no gritar. Me lavé la cara y me marché a casa inmediatamente, dejando recado para Álvaro de que estaba enferma y que regresa­ría al día siguiente antes de la hora para ponerme al día con la correspondencia. Tuve que hacer un esfuerzo por no correr en la calle, por caminar con esa parsimonia anónima y gris de quien no tiene secretos. Al introducir la llave en la puerta del piso comprendí que el cerrojo ha­bía sido forzado. Me quedé paralizada. El pomo empeza­ba a girar desde el interior. Me pregunté si iba morir así, en una escalera oscura y sin saber qué había sido de Mi­quel. La puerta se abrió y enfrenté la mirada oscura de Julián Carax. Que Dios me perdone, pero en aquel ins­tante sentí que me volvía la vida y di gracias al cielo por devolverme a Julián en vez de a Miquel.
Nos fundimos en un abrazo interminable, pero cuan­do busqué sus labios, Julián se retiró y bajó la mirada. Ce­rré la puerta y, tomando a Julián de la mano, le guié hasta el dormitorio. Nos tendimos en el lecho, abrazados en si­lencio. Atardecía y las sombras del piso ardían de púrpu­ra. Se escucharon disparos aislados a lo lejos, como todas las noches desde que había empezado la guerra. Julián lloraba sobre mi pecho y sentí que me invadía un cansan­cio que escapaba a las palabras. Más tarde, caída la noche, nuestros labios se encontraron y al amparo de aquella os­curidad urgente nos desprendimos de aquellas ropas que olían a miedo y a muerte. Quise recordar a Miquel, pero el fuego de aquellas manos en mi vientre me robó la vergüenza y el dolor. Quise perderme en ellas y no regresar, aun sabiendo que al amanecer, exhaustos y quizá enfer­mos de desprecio, no podríamos mirarnos a los ojos sin preguntarnos en quién nos habíamos convertido.


10

Me despertó el repiqueteo de la lluvia al alba. La cama va­cía, la habitación prendida de tiniebla gris.
Encontré a Julián sentado frente al que había sido el escritorio de Miquel, acariciando las teclas de su máquina de escribir. Alzó la mirada y me brindó aquella sonrisa tibia, lejana, que decía que nunca sería mío. Sentí deseos de escupirle la verdad, de herirle. Hubiera sido tan fácil. Revelarle que Penélope estaba muerta. Que vivía de enga­ños. Que yo era cuanto tenía ahora en el mundo.
—Nunca debí regresar a Barcelona —murmuró, sacu­diendo la cabeza.
Me arrodillé junto a él.
—Lo que tú buscas no está aquí, Julián. Marchémo­nos. Los dos. Lejos de aquí. Mientras hay tiempo.
Julián me miró largamente, sin pestañear.
—Tú sabes algo que no me has dicho, ¿verdad? —pre­guntó.
Negué, tragando saliva. Julián se limitó a asentir.
—Esta noche voy a volver allí.
—Julián, por favor...
—Tengo que asegurarme.
—Entonces iré contigo.
—No.
—La última vez que me quedé esperando aquí, perdí a Miquel. Si tú vas, yo voy.
—Esto no va contigo, Nuria. Es algo que me concier­ne a mí solo.
Me pregunté si realmente no se daba cuenta del daño que me hacían sus palabras, o si apenas le importaba.
—Eso es lo que tú crees.
Quiso acariciarme la mejilla pero le aparté la mano.
—Deberías odiarme, Nuria. Te traería suerte.
—Ya lo sé.
Pasamos el día fuera, lejos de la tiniebla opresiva del piso que aún olía a sábanas tibias y piel. Julián quería ver el mar. Le acompañé hasta la Barceloneta y nos adentramos en la playa casi desierta, un espejismo de color de arena que se fundía en la calima. Nos sentamos en la are­na, cerca de la orilla, como lo hacen los niños y los viejos. Julián sonreía en silencio, recordando a solas.
Al atardecer tomamos un tranvía junto al acuario y as­cendimos por la Vía Layetana hasta el paseo de Gracia, luego la plaza de Lesseps y después la avenida de la República Argentina hasta el término del trayecto. Julián ob­servaba las calles en silencio, como si temiese perder la ciudad a medida que la recorría. A medio camino me tomó la mano y la besó sin decir nada. La sostuvo hasta que nos bajamos. Un anciano que acompañaba a una niña de blanco nos miraba, sonriente, y nos preguntó si éramos novios. Era ya noche cerrada cuando enfilamos Román Macaya en dirección al caserón de los Aldaya en la avenida del Tibidabo. Caía una lluvia fina que teñía de plata los paredones de piedra. Trepamos el muro de la finca por la parte de atrás, junto a las pistas de tenis. El caserón se alzaba en la lluvia. La reconocí al instante. Ha­bía leído la fisonomía de aquella casa en mil encarnacio­nes y ángulos en las páginas de Julián. En La casa roja, el palacete se aparecía como un tenebroso caserón más grande por dentro que por fuera, que cambiaba lenta­mente de forma, crecía en pasillos, galerías y áticos im­posibles, escaleras infinitas que no conducían a ninguna parte y alumbraba habitaciones oscuras que aparecían y desaparecían de la noche a la mañana, llevándose consigo a los incautos que se adentraban en ellas sin que nadie les volviese a ver. Nos detuvimos frente al portón, asegura­do con cadenas y un candado del tamaño de un puño. Los ventanales de la primera planta estaban tapiados con tablones recubiertos de yedra. El aire olía a maleza muer­ta y a tierra mojada. La piedra, oscura y viscosa bajo la llu­via, relucía como el esqueleto de un gran reptil.
Quise preguntarle cómo pensaba franquear aquel portón de roble, de basílica o prisión. Julián extrajo un frasco del abrigo y desenroscó la tapa. Un vapor fétido ex haló del interior en una espiral lenta y azulada. Sostuvo el candado por el extremo y vertió el ácido en el interior del cerrojo. El metal siseó como hierro candente, envuel­to en un paño de humo amarillento. Esperamos unos se­gundos y entonces tomó un adoquín de entre la maleza y partió el candado con media docena de golpes. Julián empujó la puerta de un puntapié. Se abrió lentamente, como un sepulcro, escupiendo un aliento espeso y húme­do. Más allá del umbral se adivinaba una oscuridad ater­ciopelada. Julián portaba un encendedor de bencina que prendió al adentrarse unos pasos en el recibidor. Le seguí y entorné la puerta a nuestras espaldas. Julián anduvo unos metros, sosteniendo la llama por encima de la cabe­za. Una alfombra de polvo se tendía a nuestros pies, sin más huellas que las nuestras. Las paredes, desnudas, prendían al ámbar de la llama. No había muebles, ni es­pejos o lámparas. Las puertas permanecían en los goznes, pero los pomos de bronce habían sido arrancados. El ca­serón apenas mostraba el esqueleto desnudo. Nos detuvi­mos al pie de la escalinata. La mirada de Julián se perdió hacia lo alto. Se volvió un instante para mirarme y quise sonreírle, pero en la penumbra apenas nos adivinábamos la mirada. Le seguí escaleras arriba, recorriendo los pel­daños en los que Julián había visto a Penélope por prime­ra vez. Sabía adónde nos dirigíamos y me invadió un frío que nada tenía de la atmósfera húmeda y mordiente de aquel lugar.
Ascendimos hasta el tercer piso, donde un angosto co­rredor se abría paso hacia el ala sur de la casa. La techum­bre allí era mucho más baja y las puertas más pequeñas. Era el piso que albergaba las estancias del servicio. La últi­ma, supe sin necesidad de que Julián dijese nada, había sido la alcoba de Jacinta Coronado. Julián se aproximó lentamente, temeroso. Aquél había sido el último lugar donde había visto a Penélope, donde había hecho el amor con una muchacha de apenas diecisiete años, que meses más tarde moriría desangrada en aquella misma celda. Quise detenerle, pero Julián ya había ganado el umbral y miraba hacia el interior, ausente. Me asomé junto a él. La habitación no era más que un cubículo despojado de toda ornamentación. Las marcas de un antiguo lecho se leían todavía bajo la marea de polvo en los maderos del suelo. Una maraña de manchas negras reptaba por el centro de la habitación. Julián observó aquel vacío por espacio de casi un minuto, desconcertado. Vi en su mirada que ape­nas acertaba a reconocer el lugar, que todo se le aparecía como un truco macabro y cruel. Le tomé del brazo y le guié de regreso a la escalera.
—Aquí no hay nada, Julián —murmuré—. La familia lo vendió todo antes de partir a la Argentina.
Julián asintió débilmente. Descendimos de nuevo has­ta la planta baja. Una vez allí, Julián se dirigió hacia la bi­blioteca. Los estantes estaban vacíos, la chimenea anegada de escombros. Las paredes, pálidas de muerte, aleteaban al aliento de la llama. Los acreedores y usureros habían conseguido llevarse hasta la memoria, que debía de estar ahora perdida en el laberinto de alguna chatarrería.
—He vuelto para nada —murmuraba Julián.
Mejor así, pensé. Contaba los segundos que nos sepa­raban de la puerta. Si conseguía alejarle de allí y dejarle con aquella puñalada de vacío, quizá aún tuviésemos una oportunidad. Dejé que Julián absorbiera la ruina de aquel lugar, que purgases u recuerdo.
—Tenías que volver y verla otra vez —dije—. Ahora ya ves que no hay nada. Es sólo un caserón viejo y deshabita­do, Julián. Vayámonos a casa.
Me miró, pálido, y asintió. Le tomé de la mano y enfi­lamos el pasillo que conducía a la salida. La brecha de claridad del exterior apenas quedaba a media docena de metros. Pude oler la maleza v la llovizna en el aire. En­tonces sentí que perdía la mano de Julián. Me detuve y me volví para encontrarle inmóvil, con la mirada clavada en la oscuridad.
—Qué pasa, Julián?
No contestó. Contemplaba hechizado la boca de un angosto corredor que conducía a las cocinas. Me aproxi­mé hasta allí y escruté la tiniebla que arañaba la llama azul del mechero de gasolina. La puerta al extremo del pasillo estaba tapiada. Un muro de ladrillos rojos, tosca­mente dispuestos entre argamasa que sangraba por las co­misuras. No comprendí bien qué significaba, pero sentí que el frío me robaba el aliento. Julián se acercaba lenta­mente hacia allí. Todas las demás puertas, en el corredor —en toda la casa—, estaban abiertas, desprovistas de ce­rraduras y pomos. Excepto aquélla. Una compuerta de la­drillos rojos oculta en el fondo de un corredor lúgubre y escondido. Julián posó las manos sobre los adoquines de arcilla escarlata.
—Julián, por favor, vayámonos ya...
El impacto de su puño sobre ha pared de ladrillos arrancó un eco hueco y cavernoso al otro lado. Me pare­ció que le temblaban las manos cuando posaba el meche­ro en el suelo y me indicaba que me retirase unos pasos.
—Julián...
La primera patada arrancó una lluvia de polvo rojizo. Julián embistió de nuevo. Creí que había oído sus huesos crujir. Julián no se inmutó. Golpeaba el muro una y otra vez, con la rabia de un preso abriéndose camino hacia la libertad. Le sangraban los puños y los brazos cuando el primer ladrillo se quebró y cayó al otro lado. Con dedos ensangrentados, Julián empezó entonces a forcejear por agrandar aquel marco en la oscuridad. Jadeaba, exhausto y poseído de una furia de la que nunca le habría creí­do posible. Uno a uno, los ladrillos fueron cediendo y el muro se abatió. Julián se detuvo, cubierto de sudor frío, las manos despellejadas. Tomó el mechero y lo posó so­bre el borde de uno de los ladrillos. Una puerta de made­ra labrada con motivos de ángeles se alzaba al otro lado. Julián acarició los relieves de la madera, como si leyese un jeroglífico. La puerta se abrió bajo la presión de sus manos.
Una tiniebla azul, espesa y gelatinosa, emanaba del otro lado. Más allá se intuía una escalinata. Peldaños de piedra negra descendían hasta donde se perdía la sombra. Julián se volvió un instante y le encontré la mirada. Vi en ella miedo y desesperanza, como si intuyese la ne­grura. Negué en silencio, implorándole que no descen­diese. Se volvió, abatido, y se zambulló en la oscuridad. Me asomé al marco de adoquines y le vi descender por la escalera, casi tambaleándose. La llama temblaba, apenas ya un soplo de azul transparente.
—¿Julián?
Sólo me llegó silencio. Podía ver la sombra de  Julián, inmóvil al fondo de la escalera. Crucé el umbral de ladri­llos y descendí los peldaños. La sala era una estancia rectangular, de muros de mármol. Desprendía un frío intenso y penetrante. Las dos lápidas estaban recubiertas por un velo de telaraña que se deshizo como seda podrida a la llama del mechero. El mármol blanco estaba surcado por lágrimas negras de humedad que parecían sangrar de las hendiduras que había dejado el cincel del grabador. Yacían la una junto a la otra, como maldiciones encade­nadas.

    PENÉLOPE ALDAYA                                      DAVID ALDAYA
            1902—1919                                                       1919

Muchas veces me he detenido a pensar en aquel momen­to de silencio, tratando de imaginar lo que Julián debió de sentir al comprobar que la mujer a la que había estado esperando durante diecisiete años estaba muerta, que el hijo de ambos se había marchado con ellos, que la vida con que había soñado, su único aliento, nunca había exis­tido. La mayoría de nosotros tenemos la dicha o la des­gracia de ver cómo la vida se desmorona poco a poco, sin que nos demos casi cuenta. Para Julián, aquella certeza prendió en cuestión de segundos. Por un instante pensé que echaría a correr escaleras arriba, que huiría de aquel lugar maldito y que no volvería a verle jamás. Quizá hu­biera sido mejor así.
Recuerdo que la llama del mechero se extinguió len­tamente y que perdí su silueta en la oscuridad. Le busqué en la sombra. Le encontré temblando, mudo. Apenas podía sostenerse en pie y se arrastró hasta un rincón. Le abracé y le besé la frente. No se movía. Palpé su rostro con los dedos, pero no había lágrimas. Creí que tal vez, inconscientemente, lo había sabido durante todos aque­llos años, que quizá aquel encuentro era necesario para enfrentarse a la certeza y liberarse. Habíamos llegado al final del camino. Julián comprendería ahora que ya nada le retenía en Barcelona y que partiríamos lejos. Quise creer que nuestra suerte iba a cambiar y que Penélope nos había perdonado.
Busqué el mechero en el suelo y lo encendí de nuevo. Julián observaba el vacío, ajeno a la llama azul. Le tomé el rostro con las manos y le obligué a mirarme. Me encontré ojos sin vida, vacíos, consumidos de rabia y de pér­dida. Sentí el veneno del odio esparciéndose lentamente por sus venas y pude leer sus pensamientos. Me odiaba por haberle engañado. Odiaba a Miquel por haberle que­rido obsequiar con una vida que le pesaba como una he­rida abierta. Pero sobre todo odiaba al hombre que había causado toda aquella desgracia, aquel rastro de muerte y miseria: él mismo. Odiaba aquellos cochinos libros a los que había dedicado su vida y que a nadie importaban. Odiaba una existencia entregada al engaño y a la menti­ra. Odiaba cada segundo robado y cada aliento.
Me miraba sin pestañear, como se mira a un extraño o a un objeto desconocido. Yo negaba lentamente, buscán­dole las manos. Se apartó bruscamente y se incorporó. Traté de asirle el brazo pero me empujó contra el muro. Le vi ascender la escalera en silencio, un hombre a quien ya no conocía. Julián Carax estaba muerto. Cuando salí al jardín del caserón, ya no había rastro de él. Escalé el muro y salté al otro lado. Las calles desoladas sangraban bajo la lluvia. Grité su nombre, caminando por el centro de la avenida desierta. Nadie respondió a mi llamada. Cuando regresé a casa eran casi las cuatro de la mañana. El piso estaba anegado de humo y olía a quemado. Julián había estado allí. Corrí a abrir las ventanas. Encontré un estuche sobre mi escritorio que contenía la pluma que le había comprado años antes en París, la estilográfica por la que había pagado una fortuna en virtud de su supuesta pertenencia a Alejandro Dumas o Víctor Hugo. El humo provenía de la caldera de la calefacción. Abrí la compuer­ta y comprobé que Julián había arrojado al interior todos los ejemplares de sus novelas que faltaban de la estante­ría. Apenas se leía el título sobre los lomos de piel. El res­to eran cenizas.
Horas después, cuando acudí a la editorial a media mañana, Alvaro Cabestany me hizo llamar a su despacho. Su padre apenas pasaba ya por el despacho y los médicos le habían dicho que tenía los días contados, lo mismo que mi puesto en la empresa. El hijo de Cabestany me anunció que aquella misma mañana a primera hora se había presentado un caballero llamado Laín Coubert interesado en adquirir todos los ejemplares de las novelas de Julián Carax que tuviésemos en existencias. El hijo del editor dijo que tenía un almacén lleno de ellas en Pueblo Nuevo, pero que había gran demanda de ellas y por tanto había exigido un precio superior al que Coubert ofrecía. Coubert no había picado y se había marchado con viento fresco. Ahora Cabestany hijo quería que yo localizase al tal Laín Coubert y aceptase su oferta. Le dije a aquel ne­cio que Laín Coubert no existía, que era un personaje de una novela de Carax. Que no tenía interés alguno en comprarle los libros; sólo quería saber dónde estaban. El señor Cabestany tenía por costumbre guardar un ejem­plar de cada uno de los títulos publicados por la casa en la biblioteca de su despacho, incluso de las obras de Ju­lián Carax. Me colé en su oficina y me los llevé.
Aquella misma tarde visité a mi padre en eh Cemente­rio de los libros Olvidados y los oculté donde nadie, es­pecialmente Julián, pudiese encontrarlos. Había anoche­cido ya cuando salí de allí. Vagando Ramblas abajo llegué hasta la Barceloneta y me adentré en la playa, buscando el lugar al que había ido a contemplar el mar con Julián. La pira de llamas del almacén en Pueblo Nuevo se adivi­naba a lo lejos, el rastro ámbar derramándose sobre el mar y las espirales de fuego y humo ascendiendo al cielo como serpientes de luz. Cuando los bomberos consiguie­ron extinguir las llamas poco antes del amanecer, no que­daba nada, apenas el esqueleto de ladrillos y metal que sostenía la bóveda. Allí encontré a Lluís Carbó, que había sido el vigilante nocturno durante diez años. Contempla­ba los escombros humeantes, incrédulo. Tenía las cejas y el vello de los brazos quemados y la piel le brillaba como bronce húmedo. Fue él quien me contó que las llamas habían empezado poco después de la medianoche y habí­an devorado decenas de miles de libros hasta que el alba se había rendido en un río de ceniza. Lluís sostenía toda­vía en las manos un puñado de libros que había consegui­do salvar, colecciones de versos de Verdaguer y dos tomos de Historia de la Revolución francesa. Era cuanto había so­brevivido. Varios miembros del sindicato habían acudido para ayudar a los bomberos. Uno de ellos me contó que los bomberos habían encontrado un cuerpo quemado entre los escombros. Lo habían tomado por muerto, pero uno de ellos advirtió que todavía respiraba y lo llevaron al hospital del Mar.
Lo reconocí por los ojos. El fuego le había devorado la piel, las manos y el pelo. Las llamas le habían arranca­do la ropa a latigazos y todo su cuerpo era una herida en carne viva que supuraba entre las vendas. Lo habían con­finado a una habitación solitaria al fondo de un corredor con vistas a la playa, cercenado de morfina a la espera de que muriese. Quise sostenerle ha mano, pero una de las enfermeras me advirtió que apenas había carne bajo las vendas. El fuego le había segado los párpados y su mirada enfrentaba el vacío perpetuo. La enfermera que me en­contró caída en el suelo, llorando, me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí, que era mi marido. Cuando un cura rapaz apareció para prodigar sus últimas bendicio­nes, lo ahuyenté a alaridos. Tres días más tarde, Julián se­guía vivo. Los médicos dijeron que era un milagro, que las ganas de vivir le mantenían vivo con fuerzas que la medicina era incapaz de emular. Se equivocaban. No eran las ganas de vivir. Era el odio. Una semana más tar­de, en vista de que aquel cuerpo escarchado de muerte se resistía a apagarse, fue oficialmente admitido con el nom­bre de Miquel Moliner. Habría de permanecer allí por es­pacio de once meses. Siempre en silencio, con la mirada ardiente, sin descanso.
Yo acudía todos los días al hospital. Pronto las enfer­meras empezaron a tutearme y a invitarme a comer con ellas en su sala. Eran todas mujeres solas, fuertes, que esperaban que sus hombres volviesen del frente. Algunos lo hacían. Me enseñaron a limpiar las heridas de Julián, a cambiarle los vendajes, a poner sábanas limpias y a hacer una cama con un cuerpo inerte tendido. También me en­señaron a perder la esperanza de volver a ver al hombre que algún día se había sostenido sobre aquellos huesos. Le quitamos las vendas de la cara al tercer mes. Julián era una calavera. No tenía labios, ni mejillas. Era un rostro sin rasgos, apenas un muñeco carbonizado. Las cuencas de los ojos se habían agrandado y ahora dominaban su expresión. Las enfermeras no me lo confesaban, pero sentían repugnancia, casi miedo. Los médicos me habían dicho que una suerte de piel violácea, reptil, se iría for­mando lentamente a medida que sanasen las heridas. Na­die se atrevía a comentar su estado mental. Todos daban por descontado que Julián —Miquel— había perdido la razón en el incendio, que vegetaba y sobrevivía gracias a los cuidados obsesivos de aquella esposa que permanecía firme donde tantas otras hubiesen huido despavoridas. Yo le miraba a los ojos y sabía que Julián seguía allí dentro, vivo, consumiéndose lentamente. Esperando.
Había perdido los labios, pero los médicos creían que las cuerdas vocales no habían sufrido daño irreparable y que las quemaduras en la lengua y la laringe habían sanado meses atrás. Asumían que Julián no decía nada por­que su mente se había extinguido. Una tarde, seis meses después del incendio, estando él y yo a solas en la habita­ción, me incliné y le besé en la frente.
—Te quiero —le dije.
Un sonido amargo, ronco, emergió de aquella mueca canina a la que se había reducido la boca. Tenía los ojos enrojecidos de lágrimas. Quise secárselas con un pañuelo, pero repitió aquel sonido.
—Déjame —había dicho.
«Déjame.»
La editorial Cabestany había quebrado a los dos me­ses del incendio del almacén de Pueblo Nuevo. El viejo Cabestany, que murió aquel año, había pronosticado que su hijo conseguiría arruinar la empresa en seis meses. Op­timista irredento hasta la sepultura. Intenté encontrar tra­bajo en otra editorial, pero la guerra se lo comía todo. Todos me decían que la guerra acabaría pronto, y que luego las cosas mejorarían. La guerra tenía todavía dos años por delante, y lo que vino después fue casi peor. Al cumplirse un año del incendio, los médicos me dijeron que cuanto podía hacerse en un hospital estaba hecho. La situación era difícil y necesitaban la habitación. Me re­comendaron ingresar a Julián en un sanatorio como el asilo de Santa Lucía, pero me negué. En octubre de 1937 me lo llevé a casa. No había pronunciado una sola pala­bra desde aquel «Déjame».
Yo le repetía todos los días que le quería. Estaba instala­do en una butaca frente a la ventana, cubierto de mantas. Le alimentaba con zumos, pan tostado y, cuando encontraba, leche. Todos los días le leía un par de horas. Balzac, Zola, Dickens... Su cuerpo empezaba a recuperar volumen. Al poco de regresar a casa empezó a mover las manos y los brazos. Ladeaba el cuello. A veces, al volver a casa, me en­contraba las mantas en el suelo y objetos derribados. Un día le encontré en el suelo, arrastrándose. Un año y medio después del incendio, una noche de tormenta, me desper­té a media noche. Alguien se había sentado en mi lecho y me acariciaba el pelo. Le sonreí, ocultando las lágrimas. Había conseguido encontrar uno de mis espejos, aunque los había ocultado todos. Con voz quebrada me dijo que se había transformado en uno de sus monstruos de ficción, en Laín Coubert. Quise besarle, demostrarle que su aspec­to no me repugnaba, pero no me dejó. Pronto no me deja­ría apenas tocarle. Iba recobrando fuerzas día a día. Mero­deaba por la casa mientras yo salía a buscar algo para comer. Los ahorros que Miquel había dejado nos mantení­an a flote, pero pronto tuve que empezar a vender joyas y trastos viejos. Cuando no hubo más remedio, cogí la pluma de Víctor Hugo que había comprado en París y salí a ven­derla al mejor postor. Encontré una tienda detrás del Go­bierno Militar que admitía género de ese tipo. El encarga­do no pareció impresionado por mi solemne juramento atestiguando que aquella pluma Había pertenecido a Víc­tor Hugo, pero reconoció que era una pieza magistral y se avino a pagarme tanto corno pudo, teniendo en cuenta que corrían tiempos de escasez y miseria.
Cuando le dije a Julián que la había vendido, temí que montase en cólera. Se limitó a decir que había hecho bien, que nunca la había merecido. Un día, uno de tantos en que yo había salido a buscar trabajo, regresé y me encontré que Julián no estaba. No regresó hasta el alba. Cuando le pregunté que adónde había ido, se limitó a va­ciar los bolsillos del abrigo (que había sido de Miquel) y dejar un puñado de dinero sobre la mesa. A partir de en­tonces empezó a salir casi todas las noches. En la oscuri­dad, cubierto con un sombrero y bufanda, con los guan­tes y la gabardina, era una sombra más. Nunca me decía adónde iba. Casi siempre traía dinero o joyas. Dormía por las mañanas, sentado erguido en su butaca, con los ojos abiertos. En una ocasión encontré una navaja en sus bolsillos. Era un arma de doble filo, de resorte automáti­co. La hoja estaba prendida de manchas oscuras.
Fue por entonces cuando empecé a oír por las calles las historias acerca de un individuo que rompía los escapa­rates de las librerías por la noche y quemaba libros. En otras ocasiones, el extraño vándalo se colaba en una biblio­teca o en la cámara de un coleccionista. Siempre se llevaba dos o tres tomos, que quemaba. En febrero de 1938 acudí a una librería de viejo para preguntar si era posible encon­trar algún libro de Julián Carax en el mercado. El encarga­do me dijo que era imposible: alguien los había estado ha­ciendo desaparecer. El mismo había tenido un par y los había vendido a un individuo muy extraño, que ocultaba su rostro y al que apenas se le podía descifrar la voz.
—Hasta hace poco quedaban algunas copias en colec­ciones privadas, aquí y en Francia, pero muchos coleccio­nistas empiezan a desprenderse de ellas. Tienen miedo —decía—, y no les culpo.
A veces Julián desaparecía durante días enteros. Pron­to sus ausencias fueron de semanas. Se iba y volvía siempre de noche. Siempre traía dinero. Nunca daba explica­ciones, o si lo hacía, se limitaba a dar detalles sin sentido. Me dijo que había estado en Francia. París, Lyon, Niza. Ocasionalmente llegaban cartas desde Francia a nombre de Laín Coubert. Siempre eran de libreros de viejo, co­leccionistas. Alguien había localizado una copia perdida de las obras de Julián Carax. Entonces desaparecía varios días y regresaba como un lobo, apestando a quemado y a rencor.
Fue durante una de aquellas ausencias cuando me en­contré al sombrerero Fortuny en el claustro de la cate­dral, vagando como un iluminado. Todavía me recordaba de la vez que había acudido con Miquel a preguntar por su hijo Julián, dos años atrás. Me condujo a un rincón y me dijo confidencialmente que sabía que Julián estaba vivo, en alguna parte, pero que sospechaba que su hijo no podía ponerse en contacto con nosotros por algún motivo que no acertaba a discernir. «Algo que ver con ese desalmado de Fumero.» Le dije que yo creía lo mismo. Los años de la guerra estaban resultando muy prósperos para Fumero. Sus alianzas cambiaban de mes a mes, de los anarquistas a los comunistas, y de allí a lo que viniese. Unos y otros lo acusaban de espía, de esbirro, de héroe, de asesino, de conspirador, de intrigante, de salvador o de demiurgo. Poco importaba. Todos le temían. Todos le querían de su lado. Quizá demasiado ocupado con las in­trigas de la Barcelona de la guerra, Fumero parecía haber olvidado a Julián. Probablemente, como el sombrerero, le imaginaba ya fugado y lejos de su alcance.

El señor Fortuny me preguntó si era una vieja amiga de su hijo y le dije que sí. Me pidió que le hablase de Ju­lián, del hombre en que se había convertido, porque él, me confesó entristecido, no le conocía. «La vida nos sepa­ró, ¿sabe usted?» Me contó que había recorrido todas las librerías de Barcelona en busca de las novelas de Julián, pero no había modo de encontrarlas. Alguien le había contado que un loco recorría el mapa en su busca para quemarlas. Fortuny estaba convencido de que el culpable no era sino Fumero. No le contradije. Mentí como pude, por piedad o por despecho, no lo sé. Le dije que creía que Julián había regresado a París, que estaba bien y que me constaba que apreciaba mucho al sombrerero For­tuny y que tan pronto las circunstancias lo hiciesen posi­ble, se reuniría de nuevo con él. «Es esta guerra —se la­mentaba él—, que lo pudre todo.» Antes de despedirnos insistió en darme su dirección y la de su ex esposa, So­phie, con quien había vuelto a reanudar el contacto tras largos años de «malentendidos». Sophie vivía ahora en Bogotá con un prestigioso doctor, me dijo. Regentaba su propia escuela de música y siempre escribía preguntando por Julián.
—Ya es lo único que, nos une, ¿sabe usted? El recuer­do. Uno comete muchos errores en la vida, señorita, y sólo se da cuenta cuando es viejo. Dígame, ¿usted tiene fe?
Me despedí prometiéndole informarle a él y a Sophie si tenía noticias de Julián.
—A su madre nada la haría más feliz que volver a sa­ber de él. Ustedes, las mujeres, escuchan más al corazón y menos a la tontería —concluyó el sombrerero con triste­za—. Por eso viven más.
Pese a haber oído tantas historias virulentas acerca de él, no pude evitar sentir lástima por aquel pobre anciano que apenas tenía más que hacer en el mundo que esperar el regreso de su hijo y parecía vivir de las esperanzas de recuperar el tiempo perdido gracias a un milagro de los santos a los que visitaba con tanta devoción en las capillas de la catedral. Le había imaginado como un ogro, un ser vil y rencoroso, pero me pareció un hombre bondadoso, cegado quizá, perdido como todos. Quizá porque me re­cordaba a mi propio padre, que se escondía de todos y de sí mismo en aquel refugio de libros y sombras, quizá por­que, sin él sospecharlo, también nos unía el anhelo por recuperar a Julián, le tomé cariño y me convertí en su única amiga. Sin que Julián lo supiese, le visitaba a menu­do en el piso de la ronda de San Antonio. El sombrerero ya no trabajaba.
—No tengo ni las manos ni la vista ni los clientes... —decía.
Me esperaba casi todos los jueves y me ofrecía café, galletas y dulces que él apenas probaba. Pasaba las horas hablándome de la infancia de Julián, de cómo trabajaban juntos en la sombrerería, mostrándome fotografías. Me conducía a la habitación de Julián, que mantenía inmacu­lada como un museo, y me mostraba viejos cuadernos, objetos insignificantes que él adoraba como reliquias de una vida que nunca había existido, sin darse cuenta de que ya me los había enseñado antes, que todas aquellas historias ya me las había relatado otro día. Uno de aque­llos jueves me crucé en la escalera con un médico que acababa de visitar al señor Fortuny. Le pregunté cómo es­taba el sombrerero y él me miró de reojo.
—¿Es usted familiar suya?
Le dije que era lo más cercano a eso que el pobre hombre tenía. El médico me dijo entonces que Fortuny estaba muy enfermo, que era cuestión de meses.
—¿Qué tiene?
—Le podría decir a usted que es el corazón, pero lo que lo mata es la soledad. Los recuerdos son peores que las balas.
Al verme, el sombrerero se alegró y me confesó que aquel médico no le merecía confianza. Los médicos son como brujos de pacotilla, decía. El sombrerero había sido toda su vida hombre de profundas convicciones religiosas y la vejez sólo las había acentuado. Me explicó que veía la mano del demonio por todas partes. El demonio, me confesó, ofusca la razón y pierde a los hombres.
—Mire usted la guerra, y míreme usted a mí. Porque ahora me ve viejo y blando, pero yo de joven he sido muy canalla y muy cobarde.
Era el demonio quien se había llevado a Julián de su lado, añadió.
—Dios nos da la vida, pero el casero del mundo es el demonio...
Pasábamos la tarde entre teología y melindros ran­cios.
Alguna vez le dije a Julián que si quería volver a ver a su padre vivo, más le valía darse prisa. Resultó que Julián había estado también visitando a su padre sin que él lo supiera. De lejos, al crepúsculo, sentado al otro extremo de una plaza, viéndole envejecer. Julián replicó que prefe­ría que el anciano se llevase la memoria del hijo que ha­bía fabricado en su mente durante aquellos años y no la realidad en la que se había convertido.
—Ésa la guardas para mí —le dije, arrepintiéndome al instante.
No dijo nada, pero por un instante pareció que le vol­vía la lucidez y se daba cuenta del infierno en el que nos habíamos enjaulado. Los pronósticos del médico no tardaron en hacerse realidad. El señor Fortuny no llegó a ver el fin de la guerra. Le encontraron sentado en su bu­taca, mirando las fotografías viejas de Sophie y de, Julián. Acribillado a recuerdos.
Los últimos días de la guerra fueron el preludio del infierno. La ciudad había vivido el combate a distancia, como una herida que late adormecida. Habían transcu­rrido meses de escarceos y luchas, bombardeos y hambre. El espectro de asesinatos, luchas y conspiraciones llevaba años corroyendo el alma de la ciudad, pero aun así, mu­chos querían creer que la guerra seguía lejos, que era un temporal que pasaría de largo. Si cabe, la espera hizo lo inevitable peor. Cuando el dolor despertó, no hubo mise­ricordia. Nada alimenta el olvido como una guerra, Da­niel. Todos callamos y se esfuerzan en convencernos de lo que hemos visto, lo que hemos hecho, lo que hemos aprendido de nosotros mismos y de los demás, es una ilu­sión, una pesadilla pasajera. Las guerras no tienen memo­ria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que ya no quedan voces para contar lo que pasó, hasta que llega el momento en que no se las reconoce y regresan, con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron atrás.
Por entonces Julián ya casi no tenía libros que que­mar. Ése era un pasatiempo que ya había pasado a manos mayores. La muerte de su padre, de la que nunca hablaría, le había convertido en un inválido en el que ya no ardía ni la rabia y el odio que le habían consumido al principio. Vivíamos de rumores, recluidos. Supimos que Fumero había traicionado a todos aquellos que le habían encumbrado durante la guerra y que ahora estaba al ser­vicio de los vencedores. Se decía que él estaba ajustician­do personalmente —volándoles la cabeza de un tiro en la boca— a sus principales aliados y protectores en los cala­bozos del castillo de Montjuïc. La maquinaria del olvido empezó a martillear el mismo día en que se acallaron las armas. En aquellos días aprendí que nada da más miedo que un héroe que vive para contarlo, para contar lo que todos los que cayeron a su lado no podrán contar jamás. Las semanas que siguieron a la caída de Barcelona fueron indescriptibles. Se derramó tanta o más sangre durante aquellos días que durante los combates, sólo que en se­creto y a hurtadillas. Cuando finalmente llegó la paz, olía a esa paz que embruja las prisiones y los cementerios, una mortaja de silencio y vergüenza que se pudre sobre el alma y nunca se va. No había manos inocentes ni miradas blancas. Los que estuvimos allí, todos sin excepción, nos llevaremos el secreto hasta la muerte.
La calma se restablecía entre recelos y odios, pero Ju­lián y yo vivíamos en la miseria. Habíamos gastado todos los ahorros y los botines de las andanzas nocturnas de Laín Coubert, y no quedaba en la casa nada para vender. Yo buscaba desesperadamente trabajo como traductora, mecanógrafa o como fregona, pero al parecer mi pasada afiliación con Cabestany me había marcado como inde­seable y foco de sospechas indecibles. Un funcionario de traje reluciente, brillantina y bigote a lápiz, uno de los centenares que parecían estar saliendo de debajo de las piedras durante aquellos meses, me insinuó que una mu­chacha atractiva como yo no tenía por qué recurrir a em­pleos tan mundanos. Los vecinos, que aceptaban de bue­na fe mi historia de que vivía cuidando a mi pobre esposo Miquel que había quedado inválido y desfigurado en la guerra, nos ofrecían limosnas de leche, queso o pan, in­cluso a veces pesca salada o embutidos que enviaban los familiares del pueblo. Tras meses de penuria, convencida de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiese en­contrar un empleo, decidí urdir una estratagema que tomé prestada de una de las novelas de Julián.
Escribí a la madre de Julián a Bogotá en nombre de un supuesto abogado de nuevo cuño con el que el difunto señor Fortuny había consultado en sus últimos días para poner sus asuntos en orden. Le informaba de que, habien­do fallecido el sombrerero sin testar, su patrimonio, en el que se incluía el piso de la ronda de San Antonio y la tien­da sita en el mismo inmueble, era ahora propiedad teóri­ca de su hijo Julián, que se suponía viviendo en el exilio en Francia. Puesto que los derechos de sucesión no habí­an sido satisfechos, y encontrándose ella en el extranjero, el abogado, a quien bauticé como José María Requejo en recuerdo al primer muchacho que me había besado en la boca, le pedía autorización para iniciar los trámites perti­nentes y solucionar el traspaso de propiedades a nombre de su hijo Julián, con quien pensaba contactar vía la embajada española en París asumiendo la titularidad de las mismas con carácter temporal y transitorio, así como cier­ta compensación económica. Igualmente le solicitaba que se pusiera en contacto con el administrador de la finca para que remitiese la documentación y los pagos sufragan­do los gastos de la propiedad al despacho del abogado Re­quejo, a cuyo nombre abrí un apartado de correos y asig­né una dirección ficticia, un viejo garaje desocupado a dos calles del caserón en ruinas de los Aldaya. Mi esperanza era que, cegada por la posibilidad de ayudar a Julián y de volver a establecer el contacto con él, Sophie no se detendría a cuestionar todo aquel galimatías legal y consentiría en ayudarnos dada su próspera situación en la lejana Ve­nezuela.
Un par de meses más tarde, el administrador de la fin­ca empezó a recibir un giro mensual cubriendo los gastos del piso de la Ronda de San Antonio y los emolumentos destinados al bufete de abogados de José María Requejo, que procedía a enviar en forma de cheque al portador al apartado 2321 de Barcelona, tal y como le indicaba So­phie Carax en su correspondencia. El administrador, advertí, se quedaba un porcentaje no autorizado todos los meses, pero preferí no decir nada. Así quedaba él conten­to y no hacía preguntas ante tan fácil negocio. Con el res­to, Julián y yo teníamos para sobrevivir. Así pasaron años terribles, sin esperanza. Lentamente había conseguido al­gunos trabajos como traductora. Ya nadie recordaba a Ca­bestany y se practicaba una política de perdón, de olvidar aprisa y corriendo viejas rivalidades y rencores. Yo vivía con la perpetua amenaza de que Fumero decidiese volver a hurgar en el pasado y reiniciar la persecución de Julián. A veces me convencía de que no, de que le habría dado por muerto ya, o le habría olvidado. Fumero ya no era el matón de años atrás. Ahora era un personaje público, un hombre de carrera en el Régimen, que no podía permi­tirse el lujo del fantasma de Julián Carax. Otras veces me despertaba a media noche, con el corazón palpitando y empapada de sudor, creyendo que la policía estaba gol­peando en la puerta. Temía que alguno de los vecinos sospechase de aquel marido enfermo, que nunca sa­lía de casa, que a veces lloraba o golpeaba las pare­des como un loco, y que nos denunciase a la policía. Temía que Julián se escapase de nuevo, que decidiera sa­lir a la caza de sus libros para quemarlos, para quemar lo poco que quedaba de sí mismo y borrar definitivamente cualquier señal de que jamás hubiera existido. De tanto temer, me olvidé de que me hacía mayor, de que la vida me pasaba de largo, que había sacrificado mi juventud amando a un hombre destruido, sin alma, apenas un espectro.
Pero los años pasaron en paz. El tiempo pasa más aprisa cuanto más vacío está. Las vidas sin significado pa­san de largo como trenes que no paran en tu estación. Mientras tanto, las cicatrices de la guerra se cerraban a la fuerza. Encontré trabajo en un par de editoriales. Pasaba la mayor parte del día fuera de casa. Tuve amantes sin nombre, rostros desesperados que me encontraba en un cine o en el metro, con los que intercambiaba mi soledad. Luego, absurdamente, la culpa se me comía y al ver a Julián me entraban ganas de llorar y me juraba que nunca más volvería a traicionarle, como si le debiera algo. En los autobuses o en la calle me sorprendía mirando a otras mujeres más jóvenes que yo con niños de la mano. Parecían felices, o en paz, como si aquellos pequeños seres, en su insuficiencia, llenasen todos los vacíos sin res­puesta. Entonces me acordaba de días en los que, fanta­seando, había llegado a imaginarme como una de aque­llas mujeres, con un hijo en los brazos, un hijo de Julián. Luego me acordaba de la guerra y de que quienes la hací­an también habían sido niños.
Cuando empezaba a creer que el mundo nos había ol­vidado, un individuo se presentó un día en casa. Era un tipo joven, casi imberbe, un aprendiz que se sonrojaba cuando me miraba a los ojos. Venía a preguntar por el señor Miquel Moliner, supuestamente siguiendo una ruti­naria actualización de un archivo del colegio de periodis­tas. Me dijo que quizá el señor Moliner podía ser benefi­ciario de una pensión mensual, pero que para tramitarla era necesario actualizar una serie de datos. Le dije que el señor Moliner no vivía allí desde principios de la guerra, que había partido hacia el extranjero. Me dijo que lo sen­tía mucho y partió con su sonrisa aceitosa y su acné de aprendiz de chivato. Supe que tenía que hacer desapare­cer a Julián de casa aquella misma noche, sin falta. Por entonces Julián se había reducido a casi nada. Era dócil como un niño y toda su vida parecía depender de los ra­tos que pasábamos juntos algunas noches escuchando música en la radio, mientras yo le dejaba cogerme la mano y él me la acariciaba en silencio.
Aquella misma noche, empleando las llaves del piso de la Ronda de San Antonio que el administrador de la finca había remitido al inexistente abogado Requejo, acompañé a Julián de regreso a la casa en la que ha­bía crecido. Le instalé en su habitación y le prometí que volvería al día siguiente y que debíamos tener mucho cui­dado.
—Fumero te busca otra vez —le dije.
Asintió vagamente, como si no recordase, o no le im­portase ya quién era Fumero. Así pasamos varias semanas. Yo acudía por las noches al piso, pasada la medianoche. Le preguntaba a Julián qué había hecho durante el día y él me miraba sin comprender. Pasábamos la noche jun­tos, abrazados, y yo partía al amanecer, prometiéndole volver tan pronto pudiese. Al irme, dejaba el piso cerra­do con llave. Julián no tenía copia. Prefería tenerle preso que muerto.
Nadie volvió a pasar por casa para preguntarme acer­ca de mi marido, pero yo me encargué de dar voces por el barrio de que mi esposo estaba en Francia. Escribí un par de cartas al consulado español en París diciendo que me constaba que el ciudadano español Julián Carax esta­ba en la ciudad y solicitando su ayuda para localizarle. Su­puse que, tarde o temprano, las cartas llegarían a las ma­nos adecuadas. Tomé todas las precauciones, pero sabía que todo era cuestión de tiempo. La gente como Fumero nunca deja de odiar. No hay sentido ni razón en su odio. Odian como respiran.
El piso de la ronda de San Antonio era un ático. Des­cubrí que había una puerta de acceso al terrado que daba a la escalera. Los terrados de toda la manzana formaban una red de patios adosados separados por muros de ape­nas un metro donde los vecinos acudían a tender la cola­da. No tardé en encontrar un edificio al otro lado de la manzana, con fachada en la calle Joaquín Costa, desde el que podía acceder al terrado y, una vez allí, saltar el muro y llegar al edificio de la Ronda de San Antonio sin que nadie pudiera verme entrar o salir de la finca. En una ocasión recibí una carta del administrador diciéndome que algunos vecinos habían notado ruidos en el piso de los Fortuny. Contesté en nombre del abogado Requejo alegando que en ocasiones algún miembro del despacho había tenido que acudir a buscar papeles o documentos al piso y que no había motivo de alarma, aunque los rui­dos fuesen nocturnos. Añadí un cierto giro para dar a entender que, entre caballeros, contables y abogados, un picadero secreto era más sagrado que el Domingo de Ra­mos. El administrador, mostrando solidaridad gremial, contestó que no me preocupase lo más mínimo, que se hacía cargo de la situación.
En aquellos años, desempeñar el papel del abogado Requejo fue mi única diversión. Una vez al mes acudía a visitar a mi padre en el Cementerio de los Libros Olvidados. Nunca mostró interés en conocer a aquel marido invisible y yo nunca me ofrecí a presentárselo. Rodeába­mos el tema en nuestra conversación como navegantes expertos que sortean un escollo a ras de superficie, es­quivando la mirada. A veces se me quedaba mirando en silencio y me preguntaba si necesitaba ayuda, si ha­bía algo que él pudiera hacer. Algunos sábados, al amane­cer, acompañaba a Julián a ver el mar. Subíamos al terra­do y cruzábamos hasta el edificio contiguo para salir a la calle Joaquín Costa. De allí descendíamos hasta el puer­to a través de callejuelas del Raval. Nadie nos salía al paso. Temían a Julián, incluso de lejos. A veces llegába­mos hasta el rompeolas. A Julián le gustaba sentarse en las rocas, mirando hacia la ciudad. Pasábamos horas así, casi sin intercambiar una palabra. Alguna tarde nos colá­bamos en un cine, cuando ya había empezado la sesión. En la oscuridad nadie reparaba en Julián. Vivíamos de noche y en silencio. A medida que pasaban los meses aprendí a confundir la rutina con la normalidad, v con el tiempo llegué a creer que mi plan había sido perfecto. Pobre imbécil.


12

1945, un año de cenizas. Sólo habían pasado seis años desde el fin de la guerra y aunque sus cicatrices se sentían a cada paso, casi nadie hablaba de ella abiertamente. Aho­ra se hablaba de la otra guerra, la mundial, que había apestado el mundo con un hedor a carroña y bajeza del que jamás volvería a desprenderse. Eran años de escasez y miseria, extrañamente bendecidos por esa paz que inspi­ran los mudos y los tullidos, a medio camino entre la lásti­ma y el repelús. Tras años de buscar en vano trabajo como traductora, encontré finalmente un empleo como correc­tora de pruebas en una editorial fundada por un empre­sario de nuevo cuño llamado Pedro Sanmartí. El empresa­rio había edificado el negocio invirtiendo la fortuna de su suegro, a quien luego había instalado en un asilo frente al lago de Bañolas a la espera de recibir por correo su cer­tificado de defunción. Sanmartí, que gustaba de cortejar mozuelas a las que doblaba la edad, se había beatificado por el lema tan en boga por entonces del hombre hecho a sí mismo. Chapurreaba un inglés con acento de Vilano­va i la Geltrú, convencido de que era el idioma del futuro y remataba sus frases con la coletilla del «Okey».
La editorial (a la que Sanmartí había bautizado con el peregrino nombre de «Endymión» porque le sonaba a ca­tedralicio y propicio para hacer caja) publicaba catecismos, manuales de buenas maneras v una colección de seriales novelados de lectura edificante protagonizados por monjitas de comedia ligera, personal heroico de la Cruz Roja y funcionarios felices y de alta fibra apostólica. Editá­bamos también una serie de historietas de soldados americanos titulada «Comando Valor», que arrasaba entre la juventud deseosa de héroes con aspecto de comer carne siete días a la semana. Yo había hecho en la empresa una buena amiga en la secretaria de Sanmartí, una viuda de guerra llamada Mercedes Pietro con la que pronto sentí una afinidad completa y con la que podía entenderme con apenas una mirada o una sonrisa. Mercedes y yo te­níamos mucho en común: éramos dos mujeres a la deri­va, rodeadas de hombres que estaban muertos o se habí­an escondido del mundo. Mercedes tenía un hijo de siete años enfermo de distrofia muscular al que sacaba adelan­te como podía. Tenía apenas treinta y dos años, pero se le leía la vida en los surcos de la piel. Durante todos aque­llos años, Mercedes fue la única persona a la que me sentí tentada de contárselo todo, de abrirle mi vida.
Fue ella quien me contó que Sanmartí era un gran amigo del cada día más condecorado inspector jefe Fran­cisco Javier Fumero. Ambos formaban parte de una camarilla de individuos surgidos de entre las cenizas de la guerra que se extendía como tela de araña por la ciudad, inexorable. La nueva sociedad. Un buen día Fumero se presentó en la editorial. Acudía a visitar a su amigo Sanmartí, con quien había quedado para ir a comer. Yo, con alguna excusa, me escondí en el cuarto del archivo hasta que ambos partieron. Cuando volví a mi mesa, Mercedes me lanzó una mirada que lo decía todo. Desde entonces, cada vez que Fumero se presentaba por las oficinas de la editorial, ella me avisaba para que me ocultase.
No pasaba un día en que Sanmartí no intentase sacar­me a cenar, invitarme al teatro o al cine con cualquier ex­cusa. Yo siempre respondía que me esperaba mi marido en casa y que su señora debía de estar preocupada, que se hacía tarde. La señora Sanmartí, que ejercía de mueble o fardo mudable, cotizando muy por debajo del obligatorio Bugatti en la escala de afectos de su esposo, parecía ha­ber perdido ya su papel en el sainete de aquel matrimo­nio una vez la fortuna del suegro había pasado a manos de Sanmartí. Mercedes ya me había advertido de qué iba el percal. Sanmartí, dotado de una capacidad de concen­tración limitada en el espacio y en el tiempo, apetecía carne fresca y poco vista, concentrando sus bagatelas don­juanescas en la recién llegada, que en este caso era yo. Sanmartí recurría a todos los resortes para iniciar una conversación conmigo.
—Me cuentan que tu marido, ese tal Moliner, es escritor... A lo mejor le interesaría escribir un libro sobre mi amigo Fumero, para el que ya tengo título: Fumero, azote del crimen o la ley de la calle. ¿Qué me dices, Nurieta?
—Se lo agradezco muchísimo, señor Sanmartí, pero es que Miquel está enfrascado en una novela y no creo que pueda en este momento...
Sanmartí reía a carcajadas.
—¿Una novela? Por Dios, Nurieta... Si la novela está muer­ta y enterrada. Me lo contaba el otro día un amigo que acaba de llegar de Nueva York. Los americanos están inventando una cosa que se llama televisión y que será como el cine, pero en casa. Ya no harán falta ni libros, ni misa, ni nada de nada. Dile a tu marido que se deje de novelas. Si al menos tuviese nombre, fuera futbolista o torero... Mira, ¿qué me dices si cogemos el Bugatti y nos vamos a comer una paella a Castelldefels para discutir todo esto? Mujer, es que tienes que poner algo de tu voluntad... Ya sa­bes que a mí me gustaría ayudarte. Y a tu maridito también. Ya sabes que en este país, sin padrinos, no hay nada que hacer.
Empecé a vestirme como una viuda de Corpus o una de esas mujeres que parecen confundir la luz del sol con el pecado mortal. Acudía a trabajar con el pelo recogido en un moño y sin maquillar. Pese a mis ardides, Sanmartí seguía espolvoreándome con sus insinuaciones, siempre prendidas de esa sonrisa aceitosa y gangrenada de despre­cio que caracteriza a los eunucos prepotentes que pen­den como morcillas tumefactas de los altos escalafones de toda empresa. Tuve dos o tres entrevistas con perspectivas a otros empleos, pero tarde o temprano acababa por en­contrarme otra versión de Sanmartí. Crecían como plaga de hongos que anidan en el estiércol con que se siem­bran las empresas. Uno de ellos se tomó la molestia de llamar a Sanmartí y decirle que Nuria Monfort andaba buscando empleo a sus espaldas. Sanmartí me convocó a su despacho, herido de ingratitud. Me puso la mano en la mejilla e hizo un amago de caricia. Le olían los dedos a tabaco y a sudor. Me quedé lívida.
—Mujer, si no estás contenta, sólo tienes que decírmelo. ¿Qué puedo hacer para mejorar tus condiciones de trabajo? Ya sabes lo que te aprecio y me duele saber por terceros que nos quieres dejar. ¿Qué tal si nos vamos a cenar tú y yo por ahí y hacemos las paces ?
Retiré su mano de mi rostro, sin poder ocultar más la repugnancia que me producía.
—Me decepcionas, Nuria. Tengo que confesarte que no veo en ti espíritu de equipo ni fe en el proyecto de esta empresa.
Mercedes ya me había advertido que, tarde o tempra­no, algo así iba a suceder. Días después, Sanmartí, que competía en gramática con un orangután, empezó a de­volver todos los manuscritos que yo corregía alegando que estaban plagados de errores. Casi todos los días me quedaba en el despacho hasta las diez o las once de la no­che, rehaciendo una y otra vez páginas y páginas con las tachaduras y comentarios de Sanmartí.
—Demasiados verbos en pasado. Suena muerto, sin nervio... El infinitivo no se usa después de punto y coma. Eso lo sabe todo el mundo...
Algunas noches, Sanmartí se quedaba también hasta tarde, encerrado en su despacho. Mercedes intentaba estar allí, pero en más de una ocasión Sanmartí la enviaba a casa. Entonces, cuando nos quedábamos solos en la edito­rial, Sanmartí salía de su despacho y se acercaba a mi mesa.
—Trabajas mucho, Nurieta. No todo es el trabajo. También hay que divertirse. Y tú aún eres joven. Aunque la juventud pasa y no siempre sabemos sacarle partido.
Se sentaba en el borde de mi mesa y me miraba fija­mente. A veces se colocaba a mi espalda y se quedaba allí durante un par de minutos y podía sentir su aliento fétido en el pelo. Otras veces me posaba las manos sobre los hombros.
—Estás tensa, mujer. Relájate.
Yo temblaba, quería gritar o echar a correr y no volver a aquella oficina, pero necesitaba el empleo y el mísero sueldo que me proporcionaba. Una noche, Sanmartí empezó con su rutina del masaje y empezó a manosearme con avidez.
—Un día me vas a hacer perder la cabeza —gemía.
Me escapé de sus zarpas de un brinco y corrí hasta la salida, arrastrando el abrigo y el bolso. Sanmartí se reía a mi espalda. En la escalera me tropecé con una figura oscura que parecía deslizarse por el vestíbulo sin rozar el suelo.
—Dichosos los ojos, señora Moliner..
El inspector Fumero me ofreció su sonrisa de reptil.
—No me diga que trabaja usted para mi buen amigo San­martí. Él, como yo, es el mejor en lo suyo. ¿Y dígame, qué tal está su marido?
Supe que tenía los días contados. Al día siguiente corrió el rumor en la oficina de que Nuria Monfort era una «tortillera», puesto que se mantenía inmune a los encan­tos y al aliento de ajos tiernos de don Pedro Sanmartí, y que se entendía con Mercedes Pietro. Más de un joven de porvenir en la empresa aseguraba haber visto a ese «par de guarras» besuqueándose en el archivo en contadas ocasiones. Aquella tarde, al salir, Mercedes me pidió si podíamos hablar un momento. Apenas conseguía mirar­me a los ojos. Acudimos al café de la esquina sin cruzar palabra. Allí Mercedes me dijo que Sanmartí le había di­cho que no veía con buenos ojos nuestra amistad, que la policía le había dado informes sobre mí, sobre mi supues­to pasado de activista comunista.
—Nuria, yo no puedo perder este empleo. Lo necesito para sacar adelante a mi hijo...
Se derrumbó entre lágrimas, ajada por la vergüenza y la humillación, envejeciendo a cada segundo.
—No te preocupes, Mercedes. Lo entiendo —dije.
—Ese hombre, Fumero, va a por ti, Nuria. No sé qué tiene contra ti, pero se le ve en la cara...
—Ya lo sé.

Al lunes siguiente, cuando llegué al despacho, me en­contré a un individuo enjuto y engominado ocupando mi escritorio. Se presentó como Salvador Benades, el nuevo corrector.
—¿Y usted quién es?
Ni una sola persona en toda la oficina se atrevió a cruzar la mirada o la palabra conmigo mientras recogía mis cosas. Al bajar por la escalera, Mercedes corrió tras de mí y me entregó un sobre que contenía un fajo de billetes y monedas.
—Casi todos han contribuido con lo que han podido. Cógelo, por, favor. No por ti, por nosotros.
Aquella noche acudí al piso de la Ronda de San Anto­nio. Julián me esperaba como siempre, sentado en la os­curidad. Había escrito un poema para mí, dijo. Era lo primero que escribía en nueve años. Quise leerlo, pero me rompí en sus brazos. Se lo conté todo, porque ya no po­día más. Porque temía que Fumero, tarde o temprano, le encontraría. Julián me escuchó en silencio, sosteniéndo­me en sus brazos y acariciándome el pelo. Era la primera vez en años que sentía que, por una vez, me podía apoyar en él. Quise besarle, enferma de soledad, pero Julián no tenía labios ni piel que entregarme. Me dormí en sus bra­zos, acurrucada en el lecho de su habitación, un camastro de muchacho. Cuando desperté, Julián no estaba allí. Es­cuché sus pasos en el terrado al alba y fingí estar todavía dormida. Más tarde, aquella mañana, oí la noticia por la radio sin caer en la cuenta. Un cuerpo había sido hallado en un banco en el paseo del Borne, contemplando la ba­sílica de Santa María del Mar sentado con las manos cru­zadas sobre el regazo. Una bandada de palomas que le pi­coteaban los ojos llamó la atención de un vecino, que alertó a la policía. El cadáver tenía el cuello roto. La seño­ra Sanmartí lo identificó como el de su esposo, Pedro Sanmartí Monegal. Cuando el suegro del difunto recibió la noticia en su asilo de Bañolas, dio gracias al cielo y se dijo que ahora ya podía morir en paz.


13

Julián escribió una vez que las casualidades son las cica­trices del destino. No hay casualidades, Daniel. Somos títe­res de nuestra inconsciencia. Durante años había querido creer que Julián seguía siendo el hombre de quien me ha­bía enamorado, o sus cenizas. Había querido creer que saldríamos adelante con soplos de miseria y de esperanza. Había querido creer que Laín Coubert había muerto y había regresado a las páginas de un libro. Las personas esta­mos dispuestas a creer cualquier cosa antes que la verdad.
El asesinato de Sanmartí me abrió los ojos. Compren­dí que Laín Coubert seguía vivo y coleando. Más que nunca. Se hospedaba en el cuerpo ajado por las llamas de aquel hombre del que no quedaba ni la voz y se alimenta­ba de su memoria. Descubrí que había encontrado el modo de entrar y salir del piso de la Ronda de San Anto­nio a través de una ventana que daba al tragaluz central sin necesidad de forzar la puerta que yo cerraba cada vez que me iba de allí. Descubrí que Laín Coubert, disfraza­do de Julián, había estado recorriendo la ciudad, visitan­do el caserón de los Aldaya. Descubrí que en su locura había regresado a aquella cripta y había quebrado las lá­pidas, que había extraído los sarcófagos de Penélope y de su hijo. «¿Qué has hecho, Julián?»
La policía me esperaba en casa para interrogarme so­bre la muerte del editor Sanmartí. Me condujeron a jefa­tura, donde después de cinco horas de espera en un despacho a oscuras, se presentó Fumero vestido de negro y me ofreció un cigarrillo.
—Usted y yo podríamos ser buenos amigos, señora Moliner. Me dicen mis hombres que su esposo no está en casa.
—Mi marido me ha dejado. No sé donde está.
Me derribó de la silla de una bofetada brutal. Me arrastré hasta un rincón, presa de pánico. No me atreví a alzar la vista. Fumero se arrodilló a mi lado y me aferró del pelo.
—Entérate bien, furcia de mierda: le voy a encontrar, y cuan­do lo haga, os mataré a los dos. A ti primero, para que el te vea con las tripas colgando. Y luego a él, una vez le haya con­tado que la otra ramera a la que envió a la tumba era su her­mana.
—Antes te matará él a ti, hijo de puta.
Fumero me escupió en la cara y me soltó. Creí enton­ces que me iba a destrozar de una paliza, pero escuché sus pasos alejándose por el pasillo. Temblando, me incorporé y me limpié la sangre de la cara. Podía oler la mano de aquel hombre en la piel, pero esta vez reconocí el he­dor del miedo.
Me retuvieron en aquel cuarto, a oscuras y sin agua, durante seis horas. Cuando me soltaron ya era de noche. Llovía a cántaros y las calles ardían de vapor. Al llegar a casa me encontré un mar de escombros. Los hombres de Fumero habían estado allí. Entre muebles caídos, cajones y estanterías derribadas, encontré mi ropa hecha jirones y los libros de Miquel destrozados. Sobre mi cama encontré una pila de heces y sobre la pared, escrito con excremen­tos, se leía «Puta».
Corrí al piso de la Ronda de San Antonio, dando mil rodeos y asegurándome de que ninguno de los esbirros de Fumero me hubiera seguido hasta el portal de la calle Joaquín Costa. Crucé los tejados anegados de lluvia y comprobé que la puerta del piso seguía cerrada. Entré con sigilo, pero el eco de mis pasos delataba la ausencia. Julián no estaba allí. Le esperé sentada en el comedor os­curo, escuchando la tormenta, hasta el alba. Cuando la bruma del amanecer lamió los postigos del balcón, subí al terrado y contemplé la ciudad aplastada bajo cielos de plomo. Supe que Julián no volvería allí. Ya le había perdi­do para siempre.
Volví a verle dos meses después. Me había metido en un cine por la noche, sola, incapaz de volver al piso vacío y frío. A media película, una bobada de amoríos entre una princesa rumana deseosa de aventura y un apuesto reportero norteamericano inmune al despeine, un indivi­duo se sentó a mi lado. No era la primera vez. Los cines de aquella época andaban plagados de fantoches que apestaban a soledad, orines y colonia, blandiendo sus ma­nos sudorosas y temblorosas como lenguas de carne muerta. Me disponía a levantarme y avisar al acomodador cuando reconocí el perfil ajado de Julián. Me aferró la mano con fuerza y permanecimos así, mirando a la panta­lla sin verla.
—¿Mataste tú a Sanmartí? —murmuré.
—¿Alguien le encuentra a faltar?
Hablábamos con susurros, bajo la atenta mirada de los hombres solitarios sembrados por el patio de butacas que se recomían de envidia ante el aparente éxito de aquel sombrío competidor. Le pregunté dónde se había estado ocultando pero no me respondió.
—Existe otra copia de La Sombra del Viento —murmu­ró—. Aquí, en Barcelona.
—Te equivocas, Julián. Las destruiste todas.
—Todas menos una. Al parecer, alguien más astuto que yo la escondió en un lugar donde nunca podría en­contrarla. Tú.
Fue así cómo oí hablar de ti por primera vez. Un li­brero fanfarrón y bocazas llamado Gustavo Barceló había estado presumiendo frente a algunos coleccionistas de haber localizado una copia de La Sombra del Viento. El mundo de los libros de anticuario es una cámara de ecos. En apenas un par de meses, Barceló estaba recibiendo ofertas de coleccionistas de Berlín, París y Roma para ad­quirir el libro. La enigmática fuga de Julián de París tras un sangriento duelo y su rumoreada muerte en la guerra civil española habían conferido a sus obras un valor de mercado que nunca hubieran podido soñar. La leyenda negra de un individuo sin rostro que recorría librerías, bi­bliotecas y colecciones privadas para quemarlas sólo con­tribuía a multiplicar el interés y la cotización. «Llevamos el circo en la sangre», decía Barceló.
Julián, que seguía persiguiendo la sombra de sus pro­pias palabras, no tardó en oír el rumor. Supo así que Gus­tavo Barceló no tenía el libro, pero que al parecer el ejemplar era propiedad de un muchacho que lo había descubierto por accidente y que, fascinado por la novela y por su enigmático autor, se negaba a venderlo y lo con­servaba como su más preciada posesión. Aquel muchacho eras tú, Daniel.
—Por el amor de Dios, Julián, no irás a hacerle daño a un crío... —murmuré, no muy segura.
Julián me dijo entonces que todos los libros que había robado y destruido habían sido arrebatados de las manos de quienes no sentían nada por ellos, de gentes que se li­mitaban a comerciar con ellos o que los mantenían como curiosidades de coleccionistas y diletantes apolillados. Tú, que te negabas a vender el libro a ningún precio y trata­bas de rescatar a Carax de los rincones del pasado, le ins­pirabas una extraña simpatía, y hasta respeto. Sin tú sa­berlo, Julián te observaba y te estudiaba.
—Quizá, si llega a averiguar quién soy y lo que soy, también él decida quemar el libro.
Julián hablaba con esa lucidez firme y tajante de los locos que se han librado de la hipocresía de atenerse a una realidad que no cuadra.
—¿Quién es ese muchacho?
—Se llama Daniel. Es el hijo de un librero al que Mi­quel solía frecuentar en la calle Santa Ana. Vive con su padre en un piso encima de la tienda. Perdió a su madre de muy pequeño.
—Parece que estés hablando de ti.
A lo mejor. Ese muchacho me recuerda a mí mismo.
—Déjale en paz, Julián. Es sólo un niño. Su único cri­men ha sido admirarte.
—Eso no es un crimen, es una ingenuidad. Pero se le pasará. Quizá entonces me devuelva el libro. Cuando deje de admirarme y empiece a comprenderme.
Un minuto antes del desenlace, Julián se levantó y se alejó al amparo de las sombras. Durante meses nos vimos siempre así, a oscuras, en cines y callejones a media noche. Julián siempre me encontraba. Yo sentía su presen­cia silenciosa sin verle, siempre vigilante. A veces te men­cionaba y, al oírle hablar de ti, me parecía detectar en su voz una rara ternura que le confundía y que hacía mu­chos años creía perdida en él. Supe que había regresado al caserón de los Aldaya y que ahora vivía allí, a medio ca­mino entre espectro y mendigo, recorriendo la ruina de su vida y velando los restos de Penélope y del hijo de am­bos. Aquél era el único lugar en el mundo que todavía sentía suyo. Hay peores cárceles que las palabras.
Yo acudía allí una vez al mes, para asegurarme de que estaba bien, o simplemente vivo. Saltaba la tapia medio derribada en la parte de atrás, invisible desde la calle. A veces le encontraba allí, otras veces Julián había desapare­cido. Le dejaba comida, dinero, libros... Le esperaba du­rante horas, hasta el anochecer. En ocasiones me atrevía a explorar el caserón. Así averigüé que había destrozado las lápidas de la cripta y había extraído los sarcófagos. Ya no creía que Julián estuviese loco, ni veía monstruosidad en aquella profanación, tan sólo una trágica coherencia. Las veces que le encontraba allí hablábamos durante ho­ras, sentados junto al fuego. Julián me confesó que había intentado volver a escribir, pero que no podía. Recordaba vagamente sus libros como si los hubiese leído, como si fuesen obra de otra persona. Las cicatrices de su intento estaban a la vista. Descubrí que Julián abandonaba al fue­go páginas que había escrito febrilmente durante el tiem­po en que no nos habíamos visto. Una vez, aprovechando su ausencia, rescaté un pliego de cuartillas de entre las cenizas. Hablaba de ti. Julián me había dicho alguna vez que un relato era una carta que el autor se escribe a sí mismo para contarse cosas que de otro modo no podría averiguar. Hacía tiempo que Julián se preguntaba si había perdido la razón. ¿Sabe el loco que está loco? ¿O los locos son los demás, que se empeñan en convencerle de su sin­razón para salvaguardar su existencia de quimeras? Julián te observaba, te veía crecer y se preguntaba quién eras. Se preguntaba si quizá tu presencia no era sino un milagro, un perdón que debía ganarse enseñándote a no cometer sus mismos errores. En más de una ocasión me pregunté si Julián no se había llegado a convencer de que tú, en aquella lógica retorcida de su universo, te habías convertido en el hijo que había perdido, en una nueva página en blanco para volver a empezar aquella historia que no po­día inventar, pero que podía recordar.
Pasaron aquellos años en el caserón y cada vez más Ju­lián vivía pendiente de ti, de tus progresos. Me hablaba de tus amigos, de una mujer llamada Clara de la que te habías enamorado, de tu padre, un hombre a quien admira­ba y apreciaba, de tu amigo Fermín y de una muchacha en la que él quiso ver a otra Penélope, tu Bea. Hablaba de ti como de un hijo. Os buscabais el uno al otro, Daniel. Él quería creer que tu inocencia le salvaría de sí mismo. Ha­bía dejado de perseguir sus libros, de desear quemar y destruir su rastro en la vida. Estaba aprendiendo a volver a memorizar el mundo a través de tus ojos, de recuperar al muchacho que había sido en ti. El día que viniste a casa por primera vez sentí que ya te conocía. Fingí recelo para ocultar el temor que me inspirabas. Tenía miedo de ti, de lo que podrías averiguar. Tenía miedo de escuchar a Ju­lián y empezar a creer como él que realmente todos está­bamos unidos en una extraña cadena de destinos y azares. Tenía miedo de reconocer al Julián que había perdido en ti. Sabía que tú y tus amigos estabais investigando en nues­tro pasado. Sabía que tarde o temprano descubrirías la verdad, pero a su debido tiempo, cuando pudieras llegar a comprender su significado. Sabía que tarde o tempra­no tú y Julián os encontraríais. Ése fue mi error. Porque alguien más lo sabía, alguien que presentía que, con el tiempo, tú le conducirías a Julián: Fumero.
Comprendí lo que estaba sucediendo cuando ya no había vuelta atrás, pero nunca perdí la esperanza de que perdieras el rastro, de que te olvidases de nosotros o de que la vida, la tuya y no la nuestra, te llevase lejos, a salvo. El tiempo me ha enseñado a no perder las esperanzas, pero a no confiar demasiado en ellas. Son crueles y vani­dosas, sin conciencia. Hace ya mucho tiempo que Fume­ro me pisa los talones. El sabe que caeré, tarde o tempra­no. No tiene prisa, por eso parece incomprensible. Vive para vengarse. De todos y de sí mismo. Sin la venganza, sin la rabia, se evaporaría. Fumero sabe que tú y tus ami­gos le llevaréis hasta Julián. Sabe que después de casi quince años, ya no me quedan fuerzas ni recursos. Me ha visto morir durante años y sólo espera el momento de asestarme el último golpe. Nunca he dudado que moriré en sus manos. Ahora sé que el momento se acerca. Entre­garé estas páginas a mi padre con el encargo de que te las haga llegar si me sucede algo. Ruego a ese Dios con quien nunca me crucé que no llegues a leerlas, pero pre­siento que mi destino, pese a mi voluntad y pese a mis va­nas esperanzas, es entregarte esta historia. El tuyo, pese a tu  juventud y tu inocencia, es liberarla.
Cuando leas estas palabras, esta cárcel de recuerdos, significará que ya no podré despedirme de ti como hubie­ra querido, que no podré pedirte que nos perdones, sobre todo a Julián, y que cuides de él cuando yo no esté ahí para hacerlo. Sé que no puedo pedirte nada, salvo que te salves. Quizá tantas páginas me han llegado a con­vencer de que pase lo que pase, siempre tendré en ti a un amigo, que tú eres mi única y verdadera esperanza. De to­das las cosas que escribió Julián, la que siempre he senti­do más cercana es que mientras se nos recuerda, segui­mos vivos. Como tantas veces me ocurrió con Julián, años antes de encontrarme con él, siento que te conozco y que si puedo confiar en alguien, es en ti. Recuérdame, Da­niel, aunque sea en un rincón y a escondidas. No me de­jes ir.

Nuria Monfort







LA SOMBRA DEL VIENTO                  1955

1

Amanecía ya cuando acabé de leer el manuscrito de Nu­ria Monfort. Aquélla era mi historia. Nuestra historia. En los pasos perdidos de Carax reconocía ahora los míos, irrecuperables ya. Me levanté, devorado por la ansiedad, y empecé a recorrer la habitación como un animal enjaula­do. Todos mis reparos, mis recelos y temores se deshacían ahora en cenizas, insignificantes. Me vencía la fatiga, el re­mordimiento y el miedo, pero me sentí incapaz de que­darme allí, escondiéndome del rastro de mis acciones. Me enfundé el abrigo, metí el manuscrito doblado en el bolsi­llo interior y corrí escaleras abajo. Había empezado a ne­var cuando salí del portal y el cielo se deshacía en lágri­mas perezosas de luz que se posaban en el aliento y desaparecían. Corrí hacia la plaza Cataluña, desierta. En el centro de la plaza, solo, se alzaba la silueta de un ancia­no, o quizá fuera un ángel desertor, tocado de cabellera blanca y enfundado en un formidable abrigo gris. Rey del alba, alzaba la mirada al cielo e intentaba en vano atrapar copos de nieve con los guantes, riéndose. Al cruzar a su lado me miró y sonrió con gravedad, como si pudiera leerme el alma de un vistazo. Tenía los ojos dorados, como monedas embrujadas en el fondo de un estanque.
—Buena suerte —me pareció oírle decir.
Traté de aferrarme a aquella bendición y apreté el paso, rogando que no fuese demasiado tarde y que Bea, la Bea de mi historia, todavía me estuviese esperando.
Me ardía la garganta de frío cuando llegué al edificio donde vivían los Aguilar, jadeando tras la carrera. La nie­ve estaba empezando a cuajar. Tuve la fortuna de encontrar a don Saturno Molleda, portero del edificio y (según me había contado Bea) poeta surrealista a escondidas, apostado en el portal. Don Saturno había salido a con­templar el espectáculo de la nieve escoba en mano, em­butido en no menos de tres bufandas y botas de asalto.
—Es la caspa de Dios —dijo, maravillado, estrenando de versos inéditos la nevada.
—Voy a casa de los señores Aguilar — anuncié.
—Sabido es que a quien madruga Dios le ayuda, pero lo suyo es como pedirle una beca, joven.
—Se trata de una emergencia. Me esperan.
—Ego te absolvo —recitó, concediéndome una bendi­ción.
Corrí escaleras arriba. Mientras ascendía, contempla­ba mis posibilidades con cierta reserva. Con buena fortu­na, me abriría una de las criadas, cuyo bloqueo me disponía a franquear sin contemplaciones. Con peor fortuna, quizá fuera el padre de Bea quien me abriese la puerta dadas las horas. Quise creer que en la intimidad de su ho­gar no iría armado, al menos no antes del desayuno. An­tes de llamar, me detuve unos instantes a recuperar el aliento y a intentar conjurar unas palabras que no llega­ron. Poco importaba ya. Golpeé el picaporte con fuerza tres veces. Quince segundos después repetí la operación, y así sucesivamente, ignorando el sudor frío que me cu­bría la frente y los latidos de mi corazón. Cuando la puer­ta se abrió, todavía sostenía el picaporte en las manos.
—¿Qué quieres?
Los ojos de mi viejo amigo Tomás me taladraron, sin sobresalto. Fríos y supurantes de ira.
Vengo a ver a Bea. Puedes partirme la cara si te ape­tece, pero no me voy sin hablar con ella.
Tomás me observaba sin pestañear. Me pregunté si me iba a quebrar en dos allí mismo, sin contemplaciones. Tra­gué saliva.
—Mi hermana no está.
—Tomás...
—Bea se ha marchado.
Había abandono y dolor en su voz que apenas conse­guía disfrazar de rabia.
—¿Se ha marchado? ¿Adónde?
—Esperaba que tú lo supieses.
—¿Yo?
Ignorando los puños cerrados y el semblante amena­zador de Tomás, me colé en el interior del piso.
—¿Bea? —grité—. Bea, soy Daniel...
Me detuve a medio corredor. El piso escupía el eco de mi voz con ese desprecio de los espacios vacíos. Ni el se­ñor Aguilar ni su esposa ni el servicio aparecieron en res­puesta a mis alaridos.
—No hay nadie. Ya te lo he dicho —dijo Tomás a mi espalda—. Ahora lárgate y no vuelvas. Mi padre ha jurado matarte y yo no voy a ser el que se lo impida.
—Por el amor de Dios, Tomás. Dime dónde está tu hermana.
Me contemplaba como quien no sabe bien si escupir o pasar de largo.
—Bea se ha marchado de casa, Daniel. Mis padres lle­van dos días buscándola como locos por todas partes y la policía también.
—Pero...
—La otra noche, cuando volvió de verte, mi padre la estaba esperando. Le partió los labios a bofetadas, pero no te preocupes, que se negó a dar tu nombre. No te la mereces.
—Tomás...
—Cállate. Al día siguiente, mis padres la llevaron al médico.
—¿Por qué? ¿Está Bea enferma?
—Enferma de ti, imbécil. Mi hermana está embaraza­da. No me digas que no lo sabías.
Sentí que me temblaban los labios. Un frío intenso se extendía por mi cuerpo, la voz robada, la mirada atrapa­da. Me arrastré hacia la salida, pero Tomás me agarró del brazo y me lanzó contra la pared.
—¿Qué le has hecho? —Tomás, yo...
Se le derribaron los párpados de impaciencia. El pri­mer golpe me arrancó la respiración. Resbalé hacia el suelo con la espalda apoyada contra la pared, las rodillas flaqueando. Una presa terrible me aferró la garganta y me sostuvo en pie, clavado contra la pared.
—¿Qué le has hecho, hijo de puta?
Traté de zafarme de la presa, pero Tomás me derribó de un puñetazo en la cara. Caí en una oscuridad intermi­nable, la cabeza envuelta en llamaradas de dolor. Me desplomé sobre las baldosas del corredor. Traté de arrastrar­me, pero Tomás me aferró del cuello del abrigo y me arrastró sin contemplaciones hasta el rellano. Me arrojó a la escalera como un despojo.
—Si le ha pasado algo a Bea, te juro que te mataré —dijo desde el umbral de la puerta.
Me alcé de rodillas, implorando un segundo, una oportunidad de recuperar la voz. La puerta se cerró aban­donándome en la oscuridad. Me asaltó una punzada en el oído izquierdo y me llevé la mano a la cabeza, retorcién­dome de dolor. Palpé sangre tibia. Me incorporé como pude. Los músculos del vientre que habían encajado el primer golpe de Tomás ardían en una agonía que sólo ahora empezaba. Me deslicé escaleras abajo, donde don Saturno, al verme, sacudió la cabeza.
—Hala, pase dentro un momento y compóngase...
Negué, sosteniéndome el estómago con las manos. El lado izquierdo de la cabeza me palpitaba, como si los huesos quisieran desprenderse de la carne.
—Está usted sangrando —dijo don Saturno, inquieto.
—No es la primera vez.
—Pues vaya jugando y no tendrá oportunidad de san­grar mucho más. Anda, entre y llamo a un médico, hága­me el favor.
Conseguí ganar el portal y librarme de la buena vo­luntad del portero. Nevaba ahora con fuerza, velando las aceras con velos de bruma blanca. El viento helado se abría camino entre mi ropa, lamiendo la herida que me sangraba en la cara. No sé si lloré de dolor, de rabia o de miedo. La nieve, indiferente, se llevó mi llanto cobarde y me alejé lentamente en el alba de polvo, una sombra más abriendo surcos en la caspa de Dios.


2

Cuando me acercaba al cruce de la calle Balmes advertí que un coche me estaba siguiendo, bordeando la acera. El dolor de la cabeza había dejado paso a una sensación de vértigo que me hacía tambalearme y caminar apoyándo­me en las paredes. El coche se detuvo y dos hombres descendieron de él. Un silbido estridente me había inundado los oídos y no pude escuchar el motor, o las llamadas de aquellas dos siluetas de negro que me asían cada una de un lado y me arrastraban con urgencia hacia el coche. Caí en el asiento de atrás, embriagado de náusea. La luz iba y venía, como una marea de claridad cegadora. Sentí que el coche se movía. Unas manos me palpaban el rostro, la ca­beza y las costillas. Al dar con el manuscrito de Nuria Monfort oculto en el interior de mi abrigo, una de las figuras me lo arrebató. Quise detenerle con brazos de gelati­na. La otra silueta se inclinó sobre mí. Supe que me estaba hablando al sentir su aliento en la cara. Esperé ver el ros­tro de Fumero iluminarse y sentir el filo de su cuchillo en la garganta. Una mirada se posó sobre la mía y, mientras el velo de la conciencia se desprendía, reconocí la sonrisa desdentada y rendida de Fermín Romero de Torres.
Desperté empapado en un sudor que me escocía en la piel. Dos manos me sostenían con firmeza por los hom­bros, acomodándome sobre un catre que creí rodeado de cirios, como en un velatorio. El rostro de Fermín asomó a mi derecha. Sonreía, pero incluso en pleno delirio pude advertir su inquietud. A su lado, de pie, distinguí a don Federico Flaviá, el relojero.
—Parece que ya vuelve en sí, Fermín —dijo don Fe­derico—. ¿Le parece si le preparo algo de caldo para que reviva?
—Daño no hará. Ya en el empeño podría usted prepa­rarme un bocadillito de lo que encuentre, que con estos nervios me ha entrado una gazuza de padre y muy señor mío.
Federico se retiró con prestancia y nos dejó a solas.
—¿Dónde estamos, Fermín?
—En lugar seguro. Técnicamente nos hallamos en un pisito en la izquierda del ensanche, propiedad de unas amistades de don Federico, a quien le debemos la vida y más. Los maledicentes lo calificarían de picadero, pero para nosotros es un santuario.
Traté de incorporarme. El dolor del oído se dejaba sentir ahora en un latido ardiente.
—¿Voy a quedarme sordo?
—Sordo no sé, pero por poco se queda usted medio mongólico. Ese energúmeno del señor Aguilar por poco le licua las meninges a leches.
—No ha sido el señor Aguilar el que me ha pegado. Ha sido Tomás.
—¿Tomás? ¿Su amigo el inventor?
Asentí.
—Algo habrá usted hecho.
—Bea se ha marchado de casa... —empecé.
Fermín frunció el ceño.
—Siga.
—Está embarazada.
Fermín me observaba pasmado. Por una vez, su ex­presión era impenetrable y severa.
—No me mire así, Fermín, por Dios.
—¿Qué quiere que haga? ¿Repartir puros?
Intenté levantarme, pero el dolor y las manos de Fer­mín me detuvieron.
—Tengo que encontrarla, Fermín.
—Quieto parao. Usted no está en condiciones de ir a ningún sitio. Dígame dónde está la muchacha y yo iré a por ella.
—No sé dónde está.
—Le voy a pedir que sea algo más específico.
Don Federico apareció por la puerta portando una taza humeante de caldo. Me sonrió cálidamente.
—¿Cómo te encuentras, Daniel?
—Mucho mejor, gracias, don Federico.
—Tómate un par de estas pastillas con el caldo.
Cruzó una mirada leve con Fermín, que asintió.
—Son para el dolor.
Me tragué las pastillas y sorbí la taza de caldo, que sa­bía a jerez. Don Federico, prodigio de discreción, abando­nó la habitación y cerró la puerta. Fue entonces cuando advertí que Fermín sostenía en el regazo el manuscrito de Nuria Monfort. El reloj que tintineaba en la mesita de no­che marcaba la una, supuse que de la tarde.
—¿Nieva todavía?
—Nevar es poco. Esto es el diluvio en polvo.
—¿Lo ha leído ya? —pregunté.
Fermín se limitó a asentir.
—Tengo que encontrar a Bea antes de que sea tarde. Creo que sé dónde está.
Me senté en la cama, apartando los brazos de Fermín. Miré a mi alrededor. Las paredes ondeaban como algas bajo un estanque. El techo se alejaba en un soplo. Apenas pude sostenerme erguido. Fermín, sin esfuerzo, me rin­dió de nuevo al catre.
—Usted no va a ningún sitio, Daniel.
—¿Qué eran esas pastillas?
—El linimento de Morfeo. Va usted a dormir como el granito.
—No, ahora no puedo...
Seguí balbuceando hasta que los párpados, y el mun­do, se me desplomaron sin tregua. Aquél fue un sueño negro y vacío, de túnel. El sueño de los culpables.

Acechaba el crepúsculo cuando la losa de aquel letar­go se evaporó y abrí los ojos a una habitación oscura y ve­lada por dos cirios cansados que parpadeaban en la mesi­ta. Fermín, derrotado sobre la butaca del rincón, roncaba con la furia de un hombre tres veces más grande. A sus pies, desparramado en un llanto de páginas, yacía el ma­nuscrito de Nuria Monfort. El dolor de la cabeza se había reducido a un palpitar lento y tibio. Me deslicé con sigilo hasta la puerta de la habitación y salí a una pequeña sala con un balcón y una puerta que parecía dar a la escalera. Mi abrigo y mis zapatos reposaban sobre una silla. Una luz púrpura penetraba por la ventana, moteada de refle­jos irisados. Me acerqué hasta el balcón y vi que seguía nevando. Los techos de media Barcelona se vislumbraban moteados de blanco y escarlata. A lo lejos se distinguían las torres de la escuela industrial, agujas entre la bruma prendida en los últimos alientos del sol. El cristal estaba empañado de escarcha. Posé el índice sobre el vidrio y es­cribí:

Voy a por Bea. No me siga. Volveré pronto.

La certeza me había asaltado al despertar, como si un desconocido me hubiese susurrado la verdad en sueños. Salí al rellano y me lancé escaleras abajo hasta salir al portal. La calle Urgel era un río de arena reluciente del que emergían farolas y árboles, mástiles en una niebla sólida. El viento escupía la nieve a ráfagas. Anduve hasta el me­tro de Hospital Clínico y me sumergí en los túneles de vaho y calor de segunda mano. Hordas de barceloneses, que solían confundir la nieve con los milagros, seguían comentando lo insólito del temporal. Los diarios de la tarde traían la noticia en primera página, con foto de las Ramblas nevadas y la fuente de Canaletas sangrando esta­lactitas. «LA NEVADA DEL SIGLO prometían los titulares. Me dejé caer en un banco del andén y aspiré ese perfume a túneles y hollín que trae el rumor de los trenes invisi­bles. Al otro lado de las vías, en un cartel publicitario, proclamando las delicias del parque de atracciones del Tibidabo, aparecía el tranvía azul iluminado como una verbena, y tras él se adivinaba la silueta del caserón de los Aldaya. Me pregunté si Bea, perdida en aquella Barcelo­na de los que se han caído del mundo, habría visto la mis­ma imagen y comprendido que no tenía otro lugar adon­de ir.


3

Empezaba a anochecer cuando emergí de las escalinatas del metro. Desierta, la avenida del Tibidabo dibujaba una fuga infinita de cipreses y palacios sepultados en una cla­ridad sepulcral. Vislumbré la silueta del tranvía azul en la parada, la campana del revisor segando el viento. Me apresuré y lo abordé casi al tiempo que iniciaba su trayec­to. El revisor, viejo conocido, aceptó las monedas mur­murando para sí. Me procuré asiento en el interior de la cabina, algo más resguardado de la nieve y el frío. Los ca­serones sombríos desfilaban lentamente tras los cristales velados de hielo. El revisor me observaba con aquella mezcla de recelo y osadía que el frío parecía haberle con­gelado en el rostro.
—El número treinta y dos, joven.
Me volví y vi la silueta espectral del caserón de los Al­daya avanzando hacia nosotros como la proa de un bu­que oscuro en la niebla. El tranvía se detuvo de una sacu­dida. Descendí, huyendo de la mirada del revisor.
—Buena suerte —murmuró.
Contemplé el tranvía perderse avenida arriba hasta que sólo se percibió el eco de la campana. Una penum­bra sólida se desplomó a mi alrededor. Me apresuré a rodear la tapia en busca de la brecha derribada en la parte posterior. Al escalar el muro me pareció escuchar pasos sobre la nieve en la acera opuesta, aproximándose. Me detuve un instante, inmóvil sobre lo alto del muro. La noche caía ya inexorable. El rumor de pasos se extinguió en el rastro del viento. Salté al otro lado y me adentré en el jardín. La maleza se había congelado en tallos de cris­tal. Las estatuas de los ángeles derribados yacían cubier­tas por sudarios de hielo. La superficie de la fuente se había congelado en un espejo negro y reluciente del que sólo emergía la garra de piedra del ángel sumergido como un sable de obsidiana. Lágrimas de hielo pen­dían del dedo índice. La mano acusadora del ángel se­ñalaba directamente hacia el portón principal, entre­abierto.
Ascendí los peldaños con la esperanza de que no fue­se demasiado tarde. No me molesté en amortiguar el eco de mis pisadas. Empujé el portón y me adentré en el vestíbulo. Una procesión de cirios se adentraba hacia el inte­rior. Eran las velas de Bea, casi apuradas hasta el suelo. Seguí su rastro y me detuve al pie de la escalinata. La sen­da de velas ascendía por los peldaños hasta el primer piso. Me aventuré escalera arriba, siguiendo a mi sombra deformada sobre los muros. Al llegar al rellano del pri­mer piso comprobé que había dos velas más adentrándo­se en el corredor. La tercera parpadeaba frente a la que había sido la habitación de Penélope. Me aproximé y gol­peé la puerta suavemente con los nudillos.
—¿Julián? —llegó la voz trémula.
Así el pomo de la puerta y me dispuse a entrar, sin sa­ber ya quién me esperaba al otro lado. Abrí lentamente.
Bea me contemplaba desde el rincón, envuelta en una manta. Corrí a su lado y la abracé en silencio. Sentí que se deshacía en lágrimas.
—No sabía adónde ir —murmuró—. Te llamé varias veces a casa, pero no había nadie. Me asusté...
Bea se secó las lágrimas con los puños y me clavó la mirada. Asentí, y no fue necesario que dijese más.
—¿Por qué me has llamado Julián?
Bea lanzó una mirada hacia la puerta entreabierta.
—Él está aquí. En esta casa. Entra y sale. Me sorpren­dió el otro día, cuando intentaba entrar en la casa. Sin que le dijese nada, supo quién era. Supo lo que estaba pa­sando. Me instaló en esta habitación y me trajo una man­ta, agua y comida. Me dijo que esperase. Que todo iba a salir bien. Me dijo que tú vendrías por mí. Por la noche hablamos durante horas. Me habló de Penélope, de Nu­ria... sobre todo me habló de ti, de nosotros dos. Me dijo que tenía que enseñarte a olvidarle...
—¿Dónde está ahora?
—Abajo. En la biblioteca. Me dijo que estaba esperan­do a alguien, que no me moviese de aquí.
—¿Esperando a quién?
—No lo sé. Dijo que era alguien que vendría contigo, que tú le traerías...
Cuando me asomé al corredor, las pisadas ya se escu­chaban al pie de la escalinata. Reconocí la sombra desan­grada sobre los muros como una telaraña, la gabardina negra, el sombrero calado como una capucha y el revól­ver en la mano reluciente como una guadaña. Fumero. Siempre me había recordado a alguien, o a algo, pero hasta aquel instante no había comprendido a qué.


4

Extinguí las velas con los dedos y le hice una seña a Bea para que guardase silencio. Me asió la mano y me miró inquisitivamente. Los pasos lentos de Fumero se escucha­ban a nuestros pies. Conduje a Bea de nuevo al interior de la habitación y le indiqué que permaneciese allí, ocul­ta tras la puerta.
—No salgas de aquí, pase lo que pase —susurré.
—No me dejes ahora, Daniel. Por favor.
—Tengo que advertir a Carax.
Bea me imploró con la mirada, pero me retiré al co­rredor antes de rendirme. Me deslicé hasta el umbral de la escalinata principal. No había rastro de la sombra de Fumero, ni de sus pasos. Se había detenido en algún pun­to de la oscuridad, inmóvil. Paciente. Me retiré de nuevo al corredor y rodeé la galería de habitaciones hasta la fa­chada principal del caserón. Un ventanal empañado de hielo destilaba cuatro haces azules, turbios como agua es­tanca. Me acerqué a la ventana y pude ver un coche negro apostado frente a la verja principal. Reconocí el automóvil del teniente Palacios. Una brasa de cigarrillo en la oscuridad delataba su presencia tras el volante. Regresé lenta­mente hasta la escalinata y descendí peldaño a peldaño, posando los pies con infinita cautela. Me detuve a medio trayecto y escruté la tiniebla que inundaba la planta baja.
Fumero había dejado el portón principal abierto a su paso. El viento había apagado las velas y escupía remoli­nos de nieve. La hojarasca helada danzaba en la bóveda, flotando en un túnel de claridad polvorienta que insinua­ba las ruinas del caserón. Descendí cuatro peldaños más, apoyándome contra la pared. Vislumbré un atisbo de la cristalera de la biblioteca. Seguía sin detectar a Fumero. Me pregunté si habría descendido al sótano o a la cripta. El polvo de nieve que penetraba desde el exterior estaba borrando sus huellas. Me deslicé hasta el pie de la escali­nata y eché un vistazo hacia el corredor que conducía a la entrada. El viento helado me escupió en la cara. La garra del ángel sumergido en la fuente se entreveía en la tinie­bla. Miré en la otra dirección. La entrada a la biblioteca quedaba a una decena de metros del pie de la escalinata. La antecámara que conducía hasta allí quedaba velada de oscuridad. Comprendí que Fumero podía estar observán­dome a apenas unos metros del punto en el que me en­contraba, sin que yo pudiera verle. Escruté la sombra, im­penetrable como las aguas de un pozo. Respiré hondo y, casi arrastrando los pies, crucé la distancia que me sepa­raba de la entrada de la biblioteca a ciegas.
El gran salón oval quedaba sumergido en una penuria de luz vaporosa, acribillada de puntos de sombra proyec­tados por la nieve desplomándose gelatinosamente tras los ventanales. Deslicé la mirada por los muros desnudos en busca de Fumero, quizá apostado junto a la entrada. Un objeto emergía del muro a apenas dos metros a mi derecha. Por un instante me pareció que se desplazaba, pero era sólo el reflejo de la luna sobre el filo. Un cuchi­llo, quizá una navaja de doble filo, estaba clavado en la pared. Ensartaba un rectángulo de cartón o papel. Me aproximé hasta allí y reconocí la imagen apuñalada sobre el muro. Era una copia idéntica de la fotografía medio quemada que un extraño había abandonado en el mos­trador de la librería. En el retrato, Julián y Penélope, ape­nas unos adolescentes, sonreían a una vida que se les ha­bía escapado sin saberlo. El filo de la navaja atravesaba el pecho de Julián. Comprendí entonces que no había sido Laín Coubert, o Julián Carax, quien había dejado aquella fotografía como una invitación. Había sido Fumero. La fotografía había sido un cebo envenenado. Alcé la mano para arrebatársela al cuchillo, pero el contacto helado del revólver de Fumero en la nuca me detuvo.
—Una imagen vale más que mil palabras, Daniel. Si tu padre no hubiera sido un librero de mierda, ya te lo ha­bría enseñado.
Me volví lentamente y enfrenté el cañón del arma. Apestaba a pólvora reciente. El rostro cadavérico de Fu­mero sonreía en una mueca crispada de terror.
—¿Dónde está Carax?
—Lejos de aquí. Sabía que usted vendría a por él. Se ha marchado.
Fumero me observaba sin pestañear.
—Te voy a volar la cara en pedazos, chaval.
—De poco le servirá. Carax no está aquí.
—Abre la boca —ordenó Fumero.
—¿Para qué?
—Abre la boca o te la abro yo de un tiro.
Desplegué los labios. Fumero me introdujo el revólver en la boca. Sentí una arcada trepándome por la garganta. El pulgar de Fumero tensó el percutor.
—Ahora, desgraciado, piensa si tienes alguna razón para seguir viviendo. ¿Qué dices?
Asentí lentamente.
—Entonces dime dónde está Carax.
Intenté balbucear. Fumero retiró el revólver lenta­mente.
—¿Dónde está?
—Abajo. En la cripta.
—Tú me guías. Quiero que estés presente cuando le cuente a ese hijo de puta cómo gemía Nuria Monfort cuando le hundí el cuchillo en...
La silueta se abrió camino de la nada. Atisbando por encima del hombro de Fumero creí ver cómo la oscuri­dad se removía en cortinajes de bruma y una figura sin rostro, de mirada incandescente, se deslizaba hacia noso­tros en silencio absoluto, como si apenas rozase el suelo. Fumero leyó el reflejo en mis pupilas empañadas de lágri­mas y su rostro se descompuso lentamente.
Cuando se volvió y disparó al manto de negrura que le envolvía, dos garras de cuero, sin líneas ni relieve, le habían atenazado la garganta. Eran las manos de Julián Carax, crecidas de las llamas. Carax me apartó de un em­pujón y aplastó a Fumero contra la pared. El inspector aferró el revólver e intentó situarlo bajo la barbilla de Ca­rax. Antes de que pudiese accionar el gatillo, Carax le asió de la muñeca y la martilleó con fuerza contra la pa­red una v otra vez, sin conseguir que Fumero soltase el re­vólver. Un segundo disparo estalló en la oscuridad y se es­trelló contra el muro, abriendo un boquete en el panel de madera. Lágrimas de pólvora encendida v astillas en brasa salpicaron el rostro del inspector. El hedor a carne chamuscada inundó la sala.
De una sacudida, Fumero trató de zafarse de aquellas manos que le mantenían el cuello inmovilizado y la mano que sostenía el revólver contra la pared. Carax no aflojaba la presa. Fumero rugió de rabia y ladeó la cabeza hasta morder el puño de Carax. Le poseía una furia animal. Es­cuché el chasquido de sus dientes desgarrando la piel muerta y vi los labios de Fumero rezumando sangre. Ca­rax, ignorando el dolor, o quizá incapaz de sentirlo, asió entonces el puñal. Lo desclavo de la pared de un tirón y, ante la mirada aterrada de Fumero, ensartó la muñeca derecha del inspector contra la pared con un golpe bru­tal que hundió el filo en el panel de madera casi hasta la empuñadura. Fumero dejó escapar un terrible alarido de agonía. Su mano se desplegó en un espasmo y el revólver cayó a sus pies. Carax lo escupió hacia las sombras de un puntapié.
El horror de aquella escena había desfilado ante mis ojos en apenas unos segundos. Me sentía paralizado, inca­paz de actuar o de articular un solo pensamiento. Carax se volvió hacia mí y me clavó la mirada. Contemplándole, acerté a reconstruir sus facciones perdidas que había ima­ginado tantas veces, contemplando retratos y escuchando viejas historias.
—Llévate a Beatriz de aquí, Daniel. Ella sabe lo que debéis hacer. No te separes de ella. No dejes que te la arrebaten. Nada ni nadie. Cuídala. Más que a tu vida.
Quise asentir, pero los ojos se me fueron a Fumero, que estaba forcejeando con el cuchillo que le atravesaba la muñeca. Lo arrancó de una sacudida y se desplomó de rodillas, sosteniéndose el brazo herido que le sangraba sobre el costado.
—Márchate —musitó Carax.
Fumero nos contemplaba cegado de odio desde el suelo, sosteniendo el cuchillo ensangrentado en su mano izquierda. Carax se dirigió hacia él. Escuché unos pasos apresurados acercándose y comprendí que Palacios había acudido en auxilio de su jefe alertado por los disparos. Antes de que Carax pudiese arrebatarle el cuchillo a Fu­mero, Palacios penetró en la biblioteca con el arma en alto.
—Atrás —advirtió.
Lanzó una rápida mirada a Fumero, que se incorpora­ba con dificultad, y luego nos observó, primero a mí y luego a Carax. Percibí el horror y la duda en aquella mi­rada.
—He dicho atrás.
Carax se detuvo y retrocedió. Palacios nos observaba fríamente, tratando de dilucidar cómo resolver la situa­ción. Sus ojos se posaron sobre mí.
—Tú, lárgate. Esto no va contigo. Venga.
Dudé un instante. Carax asintió.
—De aquí no se va nadie —cortó Fumero—. Palacios, entrégueme su revólver.
Palacios permaneció en silencio.
—Palacios —repitió Fumero, alargando la mano total­mente velada de sangre en demanda del arma.
—No —murmuró Palacios, apretando los dientes.
Los ojos enloquecidos de Fumero se llenaron de des­precio y de furia. Aferró el arma de Palacios y lo empujó de un manotazo. Crucé una mirada con Palacios y supe lo que iba a suceder. Fumero alzó el arma lentamente. Le temblaba la mano y el revólver brillaba, reluciente de san­gre. Carax retrocedió paso a paso, buscando la sombra, pero no había escapatoria. El cañón del revólver le se­guía. Sentí que los músculos del cuerpo se me incendia­ban de rabia. La mueca de muerte de Fumero, que se re­lamía de locura y rencor, me despertó de una bofetada. Palacios me miraba, negando en silencio. Le ignoré. Ca­rax se había abandonado ya, inmóvil en el centro de la sala, esperando la bala.
Fumero nunca llegó a verme. Para él sólo existía Ca­rax y aquella mano ensangrentada unida a un revólver. Me abalancé sobre él de un salto. Sentí que mis pies se levantaban del suelo, pero nunca llegué a recobrar el con­tacto. El mundo se había congelado en el aire. El estruen­do del disparo me llegó lejano, como eco de tormenta que se aleja. No hubo dolor. El impacto del disparo me atravesó las costillas. La primera llamarada fue ciega, como si una barra de metal me hubiese golpeado con fu­ria indecible y me hubiese propulsado en el vacío un par de metros, hasta derribarme al suelo. No sentí la caída, aunque me pareció que las paredes convergían y el techo descendía a toda velocidad como si ansiara aplastarme. Una mano me sostuvo la nuca y vi el rostro de Julián Carax inclinándose sobre mí. En mi visión, Carax apare­cía exactamente como yo le había imaginado, como si las llamas nunca le hubiesen arrancado el semblante. Advertí el horror en su mirada, sin comprender. Vi cómo posaba su mano sobre mi pecho y me pregunté qué era aquel lí­quido humeante que brotaba entre sus dedos. Fue enton­ces cuando sentí aquel fuego terrible, como aliento de brasas devorándome las entrañas. Un grito quiso escapar de mis labios, pero afloró ahogado en sangre tibia. Reco­nocí el rostro de Palacios a mi lado, derrotado de remor­dimiento. Alcé la mirada y entonces la vi. Bea avanzaba lentamente desde la puerta de la biblioteca, el rostro un­gido de horror y las manos temblorosas sobre los labios. Negaba en silencio. Quise advertirla, pero un frío mor­diente me recorría los brazos y las piernas, abriéndose ca­mino en mi cuerpo a cuchilladas.
Fumero acechaba oculto tras la puerta. Bea no reparó en su presencia. Cuando Carax se incorporó de un salto y Bea se volvió, alertada, el revólver del inspector ya le rozaba la frente. Palacios se lanzó a detenerle. Llegó tarde. Carax se cernía ya sobre él. Escuché su grito, lejano, lle­vando el nombre de Bea. La sala se prendió en el resplan­dor del disparo. La bala atravesó la mano derecha de Carax. Un instante más tarde, el hombre sin rostro caía sobre Fumero. Me incliné para ver cómo Bea corría a mi lado, intacta. Busqué a Carax con una mirada que se me apagaba, pero no le encontré. Otra figura había ocupado su lugar. Era Laín Coubert, tal y como había aprendido a temerle leyendo las páginas de un libro tantos años atrás. Esta vez, las garras de Coubert se hundieron en los ojos de Fumero y lo arrastraron como garfios. Acerté a ver cómo las piernas del inspector se arrastraban por la puerta de la biblioteca, cómo su cuerpo se debatía en sacudidas mien­tras Coubert lo arrastraba sin piedad hacia el portón, cómo sus rodillas golpeaban los escalones de mármol y la nieve le escupía en el rostro, cómo el hombre sin rostro le aferraba del cuello y, alzándolo como un títere, lo lan­zaba contra la fuente helada, cómo la mano del ángel atravesaba su pecho y lo ensartaba y cómo el alma maldi­ta se le derramaba en vapor y aliento negro que caía en lágrimas heladas sobre el espejo mientras sus párpados se agitaban hasta morir y sus ojos parecían astillarse con ara­ñazos de escarcha.
Me desplomé entonces, incapaz de sostener la mirada un segundo más. La oscuridad se teñía de luz blanca y el rostro de Bea se alejaba en un túnel de niebla. Cerré los ojos y sentí las manos de Bea sobre mi rostro y el soplo de su voz suplicándole a Dios que no me llevase, susurrándo­me que me quería y que no me dejaría ir, que no me de­jaría ir. Sólo recuerdo que me desprendí en aquel espejis­mo de luz y frío, que una rara paz me envolvió y se llevó el dolor y el fuego lento de mis entrañas. Me vi a mí mis­mo caminando por las calles de aquella Barcelona em­brujada de la mano de Bea, casi ancianos. Vi a mi padre y a Nuria Monfort posando rosas blancas sobre mi tumba. Vi a Fermín llorando en brazos de la Bernarda, y a mi vie­jo amigo Tomás, que había enmudecido para siempre. Les vi como se ve a los extraños desde un tren que se ale­ja demasiado de prisa. Fue entonces, casi sin darme cuen­ta, cuando recordé el rostro de mi madre que había per­dido tantos años atrás como si un recorte extraviado se hubiese deslizado de entre las páginas de un libro. Su luz fue cuanto me acompañó en mi descenso.


27 DE NOVIEMBRE DE 1955

        POST MORTEM


La habitación era blanca, forjada de lienzos y cortinajes tejidos de vapor y de sol reluciente. Desde mi ventana se veía un mar azul infinito. Algún día, alguien querría convencerme de que no, que desde la clínica Corachán no se ve el mar, que sus habitacio­nes no son blancas ni etéreas y que el mar de aquel noviembre era una balsa de plomo fría y hostil, que siguió nevando todos los días de aquella semana hasta sepultar el sol y toda Barcelona bajo un metro de nieve y de que incluso Fermín, el eterno optimis­ta, creía que yo iba a morir otra vez.
Ya había muerto antes, en la ambulancia, en brazos de Bea y del teniente Palacios, que arruinó su traje oficial con mi sangre. La bala, decían los médicos, que hablaban de mí creyendo que no les oía, había destrozado dos costillas, rozado el corazón, segado una arteria y salido al galope por el costado, arrastrando cuanto encontró en su camino. Mi corazón dejó de latir durante sesenta y cuatro segundos. Me dijeron que, al regresar de mi excursión al infinito, abrí los ojos y sonreí antes de perder el conocimiento.
No recuperé el sentido hasta ocho días más tarde. Para en­tonces, los periódicos ya habían publicado la noticia del falleci­miento del insigne inspector jefe de policía Francisco Javier Fumero en una trifulca con una banda armada de maleantes, y las autoridades andaban demasiado ocupadas en encontrarle una calle o pasaje al que rebautizar en su memoria. El suyo fue el único cuerpo hallado en el viejo caserón de los Aldaya. Los cuer­pos de Penélope y su hijo nunca aparecieron.
Desperté al alba. Recuerdo la luz, de oro líquido, derramán­dose por las sábanas. Había dejado de nevar y alguien había cambiado el mar tras mi ventana por una plaza blanca de la que emergían unos columpios y poco más. Mi padre, hundido en una silla junto a mi cama, alzó la vista y me observó en silencio. Le sonreí y se echó a llorar. Fermín, que dormía a pierna suelta en el pasillo, y Bea, que le sostenía la cabeza en el regazo, oyeron sus lágrimas, un lamento que se perdía a gritos, y entraron en la ha­bitación. Recuerdo que Fermín estaba blanco y flaco como una raspa de pescado. Me contaron que la sangre que corría por mis venas era suya, que yo había perdido toda la mía, y que mi ami­go llevaba días atiborrándose de pepitos de lomo en la cafetería de la clínica para criar glóbulos rojos en caso de que yo necesitase más. Quizá eso explicase por qué me sentía más sabio y menos Daniel. Recuerdo que había un bosque de flores y que aquella tar­de, o quizá dos minutos después, no sabría decir, desfilaron por la habitación desde Gustavo Barceló y su sobrina Clara, a la Bernarda y mi amigo Tomás, que no se atrevía a mirarme a los ojos y que cuando le abracé echó a correr y se fue a llorar a la ca­lle. Recuerdo vagamente a don Federico, que venía acompañado de la Merceditas y del catedrático don Anacleto. Sobre todo re­cuerdo a Bea, que me miraba en silencio mientras todos se desha­cían en alegrías y salvas al cielo, y a mi padre, que había dormi­do en aquella silla durante siete noches, rezándole a un Dios en el que no creía.
Cuando los médicos obligaron a toda la comitiva a desalojar la habitación y abandonarme a un reposo que no quería, mi pa­dre se acercó un momento y me dijo que me había traído mi pluma, la estilográfica de Víctor Hugo, y un cuaderno, por si quería escribir. Fermín, desde la puerta, anunciaba que había consulta­do con el plantel de doctores de la clínica y le habían asegurado que yo no iba a hacer el servicio militar. Bea me besó en la frente y se llevó a mi padre a que le diese el aire, porque no había salido de aquella habitación en más de una semana. Me quedé a solas, aplastado de cansancio y me rendí al sueño, contemplando el es­tuche de mi pluma sobre la mesita de noche.
Me despertaron unos pasos en la puerta y me pareció ver la silueta de mi padre al pie del lecho, o quizá fuera el doctor Men­doza que no me quitaba un ojo de encima, convencido de que yo era hijo de un milagro. El visitante rodeó el lecho y se sentó en la silla de mi padre. Sentía la boca seca y apenas podía hablar. Ju­lián Carax me acercó un vaso de agua a los labios y me sostuvo la cabeza mientras los humedecía. Tenía ojos de despedida, y me bastó mirar en ellos para comprender que nunca había llegado a averiguar la verdadera identidad de Penélope. No recuerdo bien sus palabras, ni el sonido de su voz. Sí sé que me tomó la mano y que sentí que me pedía que viviese por él, y que no volvería a ver­le jamás. De lo que no me he olvidado es de lo que yo le dije. Le pedí que tomase aquella pluma, que había sido suya desde siem­pre, y que volviese a escribir.
Cuando desperté, Bea me estaba refrescando la frente con un paño húmedo de colonia. Sobresaltado, le pregunté dónde estaba Carax. Me miró, confundida, y me dijo que Carax había desaparecido en la tormenta ocho días atrás dejando un rastro de san­gre en la nieve y que todos le daban por muerto. Dije que no, que había estado allí mismo, conmigo, hacía apenas segundos. Bea me sonrió, sin decir nada. La enfermera que me tomaba el pulso negó lentamente y me explicó que llevaba seis horas dormido, que ella había estado sentada a su escritorio frente a la puerta de mi habitación durante todo ese tiempo y que, mientras tanto, nadie había entrado en mi habitación.
Aquella noche, al intentar conciliar el sueño, volví la cabeza sobre la almohada y comprobé que el estuche estaba abierto y que la pluma había desaparecido.



              1956

LAS AGUAS DE MARZO


Bea y yo nos casamos en la iglesia de Santa Ana dos meses más tarde. El señor Aguilar, que todavía me hablaba en monosílabos y seguiría haciéndolo hasta el fin de los tiempos, me había concedido la mano de su hija ante la imposibilidad de obtener mi cabeza en bandeja. La desa­parición de Bea le había afeitado la furia, y ahora parecía vivir en estado de perpetuo susto, resignado a que pronto su nieto me llamase papá y a que la vida, valiéndose de un sinvergüenza remendado de un balazo, le robase a la niña que él, pese a las bifocales, seguía viendo como el día de su primera comunión, ni un día mayor. Una sema­na antes de la ceremonia, el padre de Bea se presentó en la librería para regalarme una aguja de corbata de oro que había pertenecido a su padre y para estrecharme la mano.
—Bea es lo único bueno que he hecho en la vida —me dijo—. Cuídamela.
Mi padre le acompañó hasta la puerta y le contempló alejarse por la calle Santa Ana con esa melancolía que re­blandece a los hombres que envejecen al mismo tiempo sin que nadie les haya pedido permiso.
—No es una mala persona, Daniel —dijo—. Cada cual quiere a su manera.
El doctor Mendoza, que dudaba de mi capacidad para sostenerme en pie durante mas de media hora, me había advertido que el ajetreo de una boda y sus preparativos no eran la mejor medicina para sanar a un hombre que había estado a punto de dejarse el corazón en el quiró­fano.
—No se preocupe —le tranquilicé—. No me dejan ha­cer nada.
No mentía. Fermín Romero de Torres se había erigi­do en dictador absoluto y factótum de la ceremonia, ban­quete y miscelánea varia. El párroco de la iglesia, al enterarse de que la novia llegaba preñada al altar, se había negado en redondo a celebrar el matrimonio y amenazó con conjurar a los hados de la Santa Inquisición para que impidiesen el evento. Fermín montó en cólera y lo sacó a rastras de la iglesia, gritando a los cuatro vientos que era indigno del hábito, de la parroquia, y jurándole que como se le ocurriese levantar una pestaña le iba a montar un escándalo en el obispado del que lo menos resultaría desterrado al peñón de Gibraltar a evangelizar a las mo­nas por mezquino y miserable. Varios transeúntes aplau­dieron, y el florista de la plaza le regaló a Fermín un cla­vel blanco que procedió a lucir en la solapa hasta que los pétalos le quedaron del color del cuello de la camisa. Compuestos y sin cura, Fermín acudió al colegio de San Gabriel y procedió a reclutar los servicios del padre Fernando Ramos, que no había celebrado una boda en la vida y cuya especialidad era el latín, la trigonometría y la gimnasia sueca, por este orden.
—Eminencia, que el novio está muy débil y ahora yo no puedo darle otro disgusto. El ve en usted una reencar­nación de los grandes padres de la madre Iglesia, ahí en lo alto con santo Tomás, san Agustín y la virgen de Fáti­ma. Ahí donde usted le ve, el muchacho es como yo, de­votísimo. Un místico. Si ahora le digo que me falla usted, lo mismo tenemos que celebrar un funeral en vez de una boda.
—Si me lo pone usted así.
Según me contaron después —porque yo no lo re­cuerdo y las bodas siempre se empeñan en recordarlas mejor los demás—, antes de la ceremonia, la Bernarda y don Gustavo Barceló (siguiendo instrucciones detalladas de Fermín) embozaron de moscatel al pobre sacerdote para soltarle las tablas. A la hora de oficiar el padre Fer­nando, tocado de una sonrisa bendita y un tono sonrosa­do muy favorecedor, optó, en un vuelo de licencia proto­colaria, por sustituir la lectura de no sé qué Carta a los Corintios por un soneto de amor, obra de un tal Pablo Neruda, al que algunos de los invitados del señor Aguilar identificaron como comunista y bolchevique irredento mientras otros buscaban en el misal aquellos versos de rara belleza pagana, preguntándose si ya se empezaban a ver los primeros efectos del concilio en ciernes.
La noche antes de la boda, Fermín, arquitecto del evento y maestro de ceremonias, me anunció que me ha­bía organizado una despedida de soltero a la que sólo es­tábamos invitados él y yo.
—No sé, Fermín. A mí estas cosas...
—Confíe en mí.
Llegada la noche de autos seguí dócilmente a Fermín hasta un tugurio infecto sito en la calle Escudillers donde los hedores a humanidad convivían con la fritanga más abyecta del litoral mediterráneo. Un plantel de damas con la virtud en alquiler y mucho kilometraje encima nos recibió con sonrisas que hubieran hecho las delicias de una facultad de ortodoncia.
—Venimos a por la Rociíto —anunció Fermín a un ma­carrón cuyas patillas guardaban una sorprendente resem­blanza con el cabo de Finisterre.
—Fermín —musité, aterrado—. Por el amor de Dios...
—Tenga fe.
La Rociíto acudió presta en toda su gloria, que calculé colindante en los noventa kilogramos sin contar el chal de lagarterana y el vestido de viscosa colorado, y me hizo un inventario a conciencia.
—Hola, corasón. Yo te hasía más viejo, fíhate tú.
—Éste no es el interfecto —aclaró Fermín.
Comprendí entonces la naturaleza del embrollo y mis temores se desvanecieron. Fermín nunca olvidaba una promesa, especialmente si era yo el que la había hecho. Partimos los tres en busca de un taxi que nos condujese al asilo de Santa Lucía. Durante el trayecto Fermín, que en deferencia a mi estado de salud y a mi condición de prometido me había cedido el asiento delantero, compartía el trasero con la Rociíto, sopesando sus evidencias con notable deleite.
—Qué buenorra que estás, Rociíto. Este culo serrano tuyo es el apocalipsis según Botticelli.
Ay, señor Fermín, que desde que se ha echao novia me tie orvidá y desatendía, tunante.
—Rociíto, que tú eres mucha mujer y yo estoy con la monogamia.
—Quia, eso se lo cura la Rociíto con unas buenas frie­gas de penisilina.
Llegamos a la calle Moncada pasada la medianoche, escoltando el cuerpo celestial de la Rociíto. La colamos en el asilo de Santa Lucía por la puerta trasera que se empleaba para sacar a los finados por un callejón que lucía y olía como el esófago de los infiernos. Una vez en la tinie­bla del Tenebrarium Fermín procedió a dar las últimas ins­trucciones a la Rociíto mientras yo localizaba al abuelillo a quien había prometido un último baile con Eros antes de que Tánatos le pasara el finiquito.
—Recuerda, Rociíto, que el abuelo está un poco trom­petilla así que háblale alto, claro y guarro, con picardía, como tú sabes, pero sin pasarte, que tampoco es cuestión de facturarle al reino de los cielos antes de hora de un paro cardíaco.
—Tranquilo, mi sielo, que una e una profesioná.
Encontré al beneficiario de aquellos amores de pres­tado en un rincón del primer piso, un sabio ermitaño pa­rapetado tras muros de soledad. Alzó la vista y me con­templó, desconcertado.
—¿Estoy muerto?
—No. Está usted vivo. ¿No me recuerda?
—A usted le recuerdo como a mis primeros zapatos, joven, pero al verle así, cadavérico, he creído que era una visión del más allá. No me lo tenga en cuenta. Aquí uno pierde eso que ustedes, los exteriores, llaman el discerni­miento. Así, ¿no es usted una visión?
—No. La visión se la tengo yo esperando abajo, si tie­ne la bondad.
Conduje al abuelo hasta una celda lúgubre que Fer­mín y la Rociíto habían ataviado de fiesta con unas velas y algunos soplos de perfume. Al posar la mirada en la abundante beldad de nuestra Venus jerezana, el rostro del abuelo se iluminó de paraísos soñados.
—Dios les bendiga a ustedes.
Y usted que lo vea —dijo Fermín, indicándole a la sirena de la calle Escudillers que procediese a desplegar sus artes.
La vi tomar al abuelillo con infinita delicadeza y besarle las lágrimas que le caían por las mejillas. Fermín y yo nos re­tiramos de la escena para concederles la merecida intimidad. En nuestro periplo por aquella galería de desesperacio­nes nos topamos con la hermana Emilia, una de las monjas que administraban el asilo. Nos dedicó una mirada sulfúrica.
—Me dicen unos internos que han colado ustedes una fulana, y que ahora ellos también quieren otra.
—Hermana ilustrísima, ¿por quién nos toma? Nuestra presencia aquí es estrictamente ecuménica. Aquí el infan­te, que mañana se hace hombre a ojos de la Santa Madre Iglesia, y yo acudíamos para interesarnos por la interna Jacinta Coronado.
La hermana Emilia enarcó una ceja.
—¿Son ustedes familia?
—Espiritualmente.
Jacinta falleció hace quince días. Un caballero vino a visitarla la noche antes. ¿Es pariente suyo?
—¿Se refiere al padre Fernando?
—No era un sacerdote. Me dijo que su nombre era Ju­lián. No recuerdo el apellido.
Fermín me miró, mudo.
Julián es un amigo mío —dije yo.
La hermana Emilia asintió.
—Estuvo con ella varias horas. Hacía años que no la oía reír. Cuando él se marchó, ella me dijo que habían es­tado hablando de otros tiempos, de cuando eran jóvenes. Me dijo que ese señor le traía noticias de su hija Penélo­pe. No sabía que Jacinta hubiera tenido una hija. Me acuerdo, porque aquella mañana Jacinta me sonrió y cuando le pregunté por qué estaba tan contenta me dijo que se iba a casa, con Penélope. Murió al alba, mientras dormía.
La Rociíto concluyó su ritual de amor un rato des­pués, dejando al abuelillo rendido y en brazos de Morfeo. Cuando salíamos, Fermín le pagó doble, pero ella, que lloraba de pena ante el espectáculo de todos aquellos de­sahuciados olvidados de Dios y del demonio, se empeñó en donar sus emolumentos a la hermana Emilia para que les diesen una merienda de chocolate con churros a todos, porque a ella eso siempre le quitaba las penas de la vida, esa reina de las putas.
—E que una e una sentimentá. Mire uté, señor Fer­mín, ese pobresillo... si no má quería que lo abrasase y le acarisiase. Se la parte a una tó...
Colocamos a la Rociíto en un taxi con una buena pro­pina y enfilamos la calle Princesa, que estaba desierta y sembrada de velos de vapor.
—Habría que irse a dormir, por lo de mañana —dijo Fermín.
—No creo que pueda.
Nos echamos a andar rumbo a la Barceloneta y, casi sin darnos cuenta, nos adentramos por el rompeolas has­ta que toda la ciudad, reluciente de silencio, quedó a nuestros pies como el mayor espejismo del universo emergiendo del estanque de las aguas del puerto. Nos sentamos al borde del muelle a contemplar la visión. A una veintena de metros se iniciaba una procesión inmóvil de automóviles con las ventanas veladas de vaho y hojas de diario.
—Esta ciudad es bruja, ¿sabe usted, Daniel? Se le mete a uno en la piel y le roba el alma sin que uno se dé ni cuenta.
—Habla usted como la Rociíto, Fermín.
—No se ría usted, que son las personas como ella las que hacen de este perro mundo un sitio que vale la pena visitar.
—¿Las putas?
—No. Putas lo somos todos, tarde o temprano. Yo digo la gente de buen corazón. Y no me mire usted así. A mí las bodas me ponen hecho un flan.
Nos quedamos allí sentados en brazos de aquella rara quietud, catalogando reflejos sobre el agua. Al rato, el alba esparció de ámbar el cielo y Barcelona se encendió de luz. Se escucharon las campanas lejanas en la basílica de Santa María del Mar, que emergía de las brumas al otro lado del puerto.
—¿Cree usted que Carax sigue ahí, en algún lugar de la ciudad?
—Pregúnteme otra cosa.
—¿Tiene los anillos?
Fermín sonrió.
—Ande, vamos. Que a usted y a mí nos esperan, Da­niel. Nos espera la vida.


Vestía de marfil y traía el mundo en la mirada. Apenas recuerdo las palabras del cura, ni los rostros prendidos de esperanza de los invitados que llenaban la iglesia aquella mañana de marzo. Sólo me queda el roce de sus labios y, al entreabrir los ojos, el ju­ramento secreto que me llevé en la piel y que recordaría todos los días de mi vida.


              1966

DRAMATIS PERSONAE


Julián Carax concluye La Sombra del Viento con una breve memoria para hilvanar los destinos de sus personajes años más tarde. He leído muchos libros desde aquella le­jana noche de 1945, pero la última novela de Carax sigue siendo mi favorita. Hoy, con tres décadas a mis espaldas, ya no tengo esperanzas de cambiar de opinión.
Mientras escribo estas líneas sobre el mostrador de la librería, mi hijo Julián, que mañana cumple diez años, me observa sonriente e intrigado por esa pila de cuartillas que crece y crece, quizá convencido de que su padre tam­bién ha contraído esa enfermedad de los libros y las pala­bras. Julián tiene los ojos y la inteligencia de su madre, y me gusta creer que quizá posee mi ingenuidad. Mi pa­dre, que tiene dificultad para leer los lomos de los libros aunque no lo admita, está arriba en casa. Muchas veces me pregunto si es un hombre feliz, en paz, si nuestra compañía le ayuda o si vive dentro de sus recuerdos y de esa tristeza que siempre le ha perseguido. Bea y yo lleva­mos la librería ahora. Yo llevo las cuentas y los números. Bea hace las compras y atiende a los clientes, que la pre­fieren a ella más que a mí. No les culpo.
El tiempo la ha hecho fuerte y sabia. Casi nunca habla del pasado, aunque a menudo la sorprendo varada en uno de sus silencios, a solas consigo misma. Julián adora a su madre. Les observo juntos y sé que les une un lazo invisible que yo apenas puedo empezar a comprender. Me basta sentirme parte de su isla y saberme afortunado. La librería da para vivir sin lujos, pero soy incapaz de imagi­narme haciendo otra cosa. Las ventas se reducen año a año. Yo soy optimista y me digo que lo que sube baja, y lo que baja, algún día ha de subir. Bea dice que el arte de leer se está muriendo muy lentamente, que es un ritual íntimo, que un libro es un espejo y que sólo podemos en­contrar en él lo que ya llevamos dentro, que al leer pone­mos la mente y el alma, y que ésos son bienes cada día más escasos. Cada mes recibimos ofertas para comprar­nos la librería y transformarla en una tienda de televiso­res, de fajas o de alpargatas. No nos sacarán de aquí como no sea con los pies por delante.
Fermín y la Bernarda pasaron por la vicaría en 1958 y ya van por los cuatro críos, todos ellos varones y con la nariz y las orejas de su padre. Fermín y yo nos vemos menos que antes, aunque a veces aún repitamos aquel paseo por el rompeolas al alba y arreglemos el mundo a marti­llazos. Fermín dejó el empleo en la librería hace años y tomó el relevo a la muerte de Isaac Monfort al frente del Cementerio de los Libros Olvidados. Isaac está enterrado junto a Nuria en Montjuïc. Les visito a menudo. Habla­mos. Siempre hay flores frescas sobre la tumba de Nuria.
Mi viejo amigo Tomás Aguilar se marchó a Alemania, donde trabaja como ingeniero para una empresa de ma­quinaria industrial inventando prodigios que nunca he llegado a comprender. A veces escribe cartas, siempre a nombre de su hermana Bea. Se casó hace un par de años y tiene una hija a la que no hemos visto nunca. Siempre envía recuerdos para mí, pero sé que le perdí hace años sin remedio. Me gusta pensar que la vida nos arrebata a los amigos de la infancia porque sí, pero no siempre me lo creo.
El barrio sigue como siempre, pero hay días en que me parece que la luz se atreve cada vez más, que vuelve a Barcelona, como si entre todos la hubiésemos expulsado pero nos hubiese perdonado al fin. Don Anacleto dejó la cátedra del instituto y ahora se dedica en exclusividad a la poesía erótica y a sus glosas de contraportadas, más mo­numentales que nunca. Don Federico Flaviá y la Mercedi­tas se fueron a vivir juntos cuando falleció la madre del relojero. Hacen una pareja flamante, aunque no faltan los envidiosos que aseguran que la cabra tira al monte y que, de tarde en tarde, don Federico hace alguna escapa­dilla de picos pardos ataviado de faraona.
Don Gustavo Barceló cerró la librería y nos traspasó sus fondos. Dijo estar hasta el gorro del gremio y deseoso de emprender nuevos desafíos. El primero y último de ellos fue la creación de una editorial dedicada a la reedi­ción de las obras de Julián Carax. El primer tomo, conte­niendo sus tres primeras novelas (recuperadas de un jue­go de galeradas perdido en un guardamuebles de la familia Cabestany), vendió trescientos cuarenta y dos ejemplares, muchas decenas de miles detrás del éxito del año, una hagiografía ilustrada de El Cordobés. Don Gus­tavo se dedica ahora a viajar por Europa en compañía de damas distinguidas y a enviar postales de catedrales.
Su sobrina Clara se casó con el banquero millonario, pero su unión apenas duró un año. La lista de sus aman­tes sigue siendo prolija, aunque encoge año a año, como su belleza. Ahora vive sola en el piso de la plaza Real del que cada día sale menos. Hubo un tiempo en que la visi­taba, más porque Bea me recordaba su soledad y su mala suerte que por mi propio deseo. Con los años he visto brotar en ella una amargura que quiere vestir de ironía y despego. A veces creo que sigue esperando que aquel Da­niel hechizado de quince años acuda a adorarla en la sombra. La presencia de Bea, o de cualquier otra mujer, la envenena. La última vez que la vi se buscaba las arrugas del rostro con las manos. Me cuentan que a veces aún ve a su antiguo profesor de música, Adrián Neri, cuya sinfo­nía sigue inacabada y que al parecer ha hecho carrera como gigoló entre las damas del círculo del Liceo, donde sus acrobacias de alcoba le han merecido el apodo de La Flauta Mágica.

Los años no fueron generosos con la memoria del ins­pector Fumero. Ni siquiera quienes le odiaban y le temían parecen recordarle ya. Hace años me tropecé en el paseo de Gracia con el teniente Palacios, que dejó el cuerpo y se dedica ahora a dar clases de educación física en un cole­gio de la Bonanova. Me contó que todavía hay una placa conmemorativa en honor a Fumero en los sótanos de la comisaría central de Vía Layetana, pero la nueva máquina expendedora de refrescos a monedas la tapa comple­tamente.
En cuanto al caserón de los Aldaya, sigue allí, contra todo pronóstico. Finalmente, la inmobiliaria del señor Aguilar consiguió venderlo. Fue restaurado completamente y las estatuas de los ángeles reducidas a gravilla para cubrir la pista del aparcamiento que ocupa lo que fuera el jardín de los Aldaya. Hoy en día es una agencia de publicidad, dedicada a la creación y promoción de esa rara poesía de los calcetines de punto, los flanes en polvo y los deportivos para ejecutivos de altos vuelos. Tengo que confesar que un día, alegando razones inverosímiles, me presenté allí y solicité visitar la casa. La vieja biblioteca en la que estuve a punto de perder la vida es ahora una sala de juntas decorada con carteles de anuncios de desodo­rantes y detergentes con poderes milagrosos. La habita­ción donde Bea y yo concebimos a Julián es ahora el baño del director general.
Aquel día, al regresar a la librería después de visitar el antiguo palacete de los Aldaya, me encontré con un pa­quete en el correo que traía matasellos de París. Contenía un libro titulado El ángel de brumas, novela de un tal Boris Laurent. Dejé pasar las hojas al vuelo, sintiendo ese per­fume mágico a promesa de los libros nuevos, y detuve la vista en el arranque de una frase al azar. Supe al instante quién la había escrito, y no me sorprendió regresar a la primera página y encontrar, en el trazo azul de aquella pluma que tanto había adorado de niño, la siguiente de­dicatoria:
Para mi amigo Daniel, que me devolvió la voz y la pluma.
Y para Beatriz, que nos devolvió a ambos la vida.


Un  hombre joven, tocado ya de algunas canas, camina por las calles de una Barcelona atrapa­da bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derrama sobre la Rambla de Santa Mónica como una guirnalda de cobre líquido.
Lleva de la mano a un muchacho de unos diez años, la mirada embriagada de misterio ante la promesa que su padre le ha hecho al alba, la promesa del Cementerio de los Libros Olvidados.
Julián, lo que vas a ver hoy no se lo pue­des contar a nadie. A nadie.
—¿Ni siquiera a mamá? —inquiere el mu­chacho a media voz.
Su padre suspira, amparado en esa sonrisa triste que le persigue por la vida.
—Claro que sí —responde—. Con ella no te­nemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
Al poco, figuras de vapor, padre e hijo se confunden entre el gentío de las Ramblas, sus pasos para siempre perdidos en la sombra del viento