39
Regresé
a la librería con casi cuarenta y cinco minutos de retraso. Al verme, mi padre
frunció el ceño con reprobación y miró el reloj.
—Menudas
horas. Sabéis que tengo que salir a visitar un cliente en San Cugat y me dejáis
aquí solo.
—¿Y
Fermín? ¿No ha vuelto todavía?
Mi
padre negó con aquella prisa que le consumía cuando estaba de mal humor
—Por
cierto, tienes una carta. Te la he dejado junto a la caja.
—Papá,
perdona pero...
Me hizo un gesto para que me ahorrase las excusas, armó de gabardina y
sombrero y salió por la puerta sin despedirse. Conociéndole, supuse que el
enfado se le habría evaporado antes de llegar a la estación. Lo que me
extrañaba era la ausencia de Fermín. Le había visto ataviado de sacerdote de
sainete en la plaza de San Felipe Neri, a la espera de que Nuria Monfort
saliera a escape y le guiase hasta el gran secreto de la trama. Mi fe en aquella
estrategia se había reducido a cenizas e imaginé que si realmente Nuria Monfort
salía a la calle, Fermín iba a acabar siguiéndola hasta la farmacia o la panadería.
Valiente plan. Me acerqué hasta la caja para echarle un vistazo a la carta
que había mencionado mi padre. El sobre era blanco y rectangular, como una
lápida, y en lugar de crucifijo traía un membrete que consiguió pulverizarme
los pocos ánimos que conservaba para pasar el día.
GOBIERNO MILITAR DE BARCELONA
OFICINA DE RECLUTAMIENTO
—Aleluya
—murmuré.
Sabía lo que contenía sin necesidad de abrir el sobre, pero aun así lo
hice por revolcarme en el lodo. La carta era sucinta, dos párrafos de esa prosa
varada entre la proclama inflamada y el aria de opereta que caracteriza al género
epistolar castrense. Se me anunciaba que en el plazo de dos meses, yo, Daniel
Sempere Martín, tendría el honor y el orgullo de unirme al deber más sagrado y
edificante que la vida podía ofrecer al varón celtibérico: servir a la patria
y vestir el uniforme de la cruzada nacional en la defensa de la reserva
espiritual de Occidente. Confié en que al menos Fermín fuera capaz de
encontrarle la punta al asunto y hacernos reír un rato con su versión en verso
de La caída del contubernio judeo-masónico. Dos meses.
Ocho semanas. Sesenta días. Siempre podía dividir el tiempo hasta segundos y
obtener así una cifra kilométrica. Me quedaban cinco millones ciento ochenta y
cuatro mil segundos de libertad. A lo mejor don Federico, que según mi padre
era capaz de fabricar un Volkswagen, podía hacerme un reloj con frenos de
disco. A lo mejor alguien me explicaba cómo me las iba a arreglar para no
perder a Bea para siempre. Al oír la campanilla de la puerta creí que se
trataba de Fermín que regresaba finalmente persuadido de que nuestros empeños
detectivescos no daban ni para un chiste.
—Vaya, el heredero vigilando el castillo, como debe ser, aunque sea
con cara de berenjena. Alegra ese rostro, chaval, que pareces el muñeco de
Netol —dijo Gustavo Barceló, engalanado con un abrigo de camello y un bastón
de marfil que no necesitaba y que blandía como una mitra cardenalicia—. ¿No
está tu padre, Daniel?
—Lo siento, don Gustavo. Salió a visitar a un cliente, y supongo que
no volverá hasta...
—Perfecto. Porque no es a él a quien vengo a ver, y lo que tengo que
decirte es mejor que no lo oiga.
Me guiñó el ojo, desenfundándose los guantes y observando la tienda
con displicencia.
—¿Y nuestro colega Fermín? ¿Anda por aquí?
—Desaparecido en combate.
—Supongo que aplicando sus talentos a la resolución del caso Carax.
—En cuerpo y alma. La última vez que le vi vestía sotana y dispensaba
la bendición urbi et orbe.
—Ya... La
culpa es mía por azuzaros. En buena hora se me ocurrió abrir el pico.
—Le veo un tanto inquieto. ¿Ha sucedido algo?
—No exactamente. O sí, de alguna manera.
—¿Qué quería contarme, don Gustavo?
El
librero me sonrió mansamente. Su habitual gesto altanero y su arrogancia de
salón se habían batido en retirada. En su lugar me pareció intuir cierta
gravedad, un atisbo de cautela y no poca preocupación.
—Esta
mañana he conocido a don Manuel Gutiérrez Fonseca, de cincuenta y nueve años de
edad, soltero y funcionario de la morgue municipal de Barcelona desde 1924.
Treinta años de servicio en el umbral de las tinieblas. La frase es suya, no
mía. Don Manuel es un caballero de la vieja escuela, cortés, agradable y
servicial. Vive en una habitación alquilada en la calle de la Ceniza desde hace
quince años, que comparte con doce periquitos que han aprendido a tararear la
marcha fúnebre. Tiene un abono de gallinero en el Liceo. Le gustan Verdi y
Donizetti. Me dijo que en su trabajo lo importante es seguir el reglamento. El
reglamento lo tiene todo previsto, especialmente en las ocasiones en que uno
no sabe qué hacer. Hace quince años, don Manuel abrió un saco de lona que traía
la policía y se encontró con el mejor amigo de su infancia. El resto del
cuerpo venía en bolsa aparte. Don Manuel, tragándose el alma, siguió el
reglamento.
—¿Quiere
un café, don Gustavo? Se está usted poniendo amarillo.
—Por
favor.
Fui a
por el termo y le preparé una taza con ocho terrones de azúcar. Se lo bebió de
un trago.
—¿Mejor?
—Remontando.
Como iba diciendo, el caso es que don Manuel estaba de guardia el día en que
llevaron el cuerpo de Julián Carax al servicio de necropsias, en septiembre de
1936. Por supuesto, don Manuel no se acordaba del nombre, pero una consulta a
los archivos, y una donación de veinte duros a su fondo de retiro, le refrescaron
la memoria notablemente. ¿Me sigues?
Asentí,
casi en trance.
—Don
Manuel recuerda los pormenores de aquel día porque según me contó aquélla fue
una de las pocas ocasiones en que se saltó el reglamento. La policía alegó que
el cadáver había sido encontrado en un callejón del Raval poco antes del
amanecer. El cuerpo llegó al depósito a media mañana. Llevaba encima sólo un
libro y un pasaporte que le identificaba como Julián Fortuny Carax, natural
de Barcelona, nacido en 1900. El pasaporte llevaba un sello de la frontera de
La Junquera, indicando que Carax había entrado en el país un mes antes. La
causa de la muerte, aparentemente, era una herida de bala. Don Manuel no es
médico, pero con el tiempo se ha aprendido el repertorio. A su juicio, el
disparo, justo sobre el corazón, había sido realizado a quemarropa. Gracias al
pasaporte se pudo localizar al señor Fortuny, padre de Carax, que acudió
aquella misma noche al depósito a realizar la identificación del cuerpo.
—Hasta
ahí todo encaja con lo que contó Nuria Monfort.
Barceló
asintió.
—Así
es. Lo que no te dijo Nuria Monfort es que él, mi amigo don Manuel, al
sospechar que la policía no parecía tener mucho interés en el caso, y al haber
comprobado que el libro que se había encontrado en los bolsillos del cadáver
llevaba el nombre del fallecido, decidió tomar la iniciativa y llamó a la
editorial aquella misma tarde, mientras esperaban la llegada del señor
Fortuny, para informar de lo sucedido.
—Nuria
Monfort me dijo que el empleado de la morgue llamó a la editorial tres días
después, cuando el cuerpo ya había sido enterrado en una fosa común.
—Según
don Manuel, él llamó el mismo día en que el cuerpo llegó al depósito. Me dice
que habló con una señorita que le agradeció el que hubiese llamado. Don Manuel
recuerda que le chocó un tanto la actitud de dicha señorita. Según sus propias
palabras «era como si ya lo supiese».
—¿Qué
hay del señor Fortuny? ¿Es cierto que se negó a reconocer a su hijo?
—Eso es
lo que más me intrigaba a mí. Don Manuel explica que al caer la tarde llegó un
hombrecillo tembloroso en compañía de unos agentes de la policía. Era el señor
Fortuny. Según él, eso es lo único a lo que uno no llega nunca a acostumbrarse,
el momento en que los allegados vienen a identificar el cuerpo de un ser
querido. Don Manuel dice que es un lance que no le desea a nadie. Según él, lo
peor es cuando el muerto es una persona joven y son los padres, o un cónyuge
reciente, quienes tienen que reconocerle. Don Manuel recuerda bien al señor
Fortuny. Dice que cuando llegó al depósito apenas podía sostenerse en pie, que
lloraba como un niño y que los dos policías le tenían que llevar de los brazos.
No paraba de gemir: «¿Qué le han hecho a mi hijo?, ¿qué le han hecho a mi
hijo?»
—¿Llegó
a ver el cuerpo?
—Don
Manuel me contó que estuvo a punto de sugerirles a los agentes que se saltasen
el trámite. Es la única vez que se le pasó por la cabeza cuestionar el
reglamento. El cadáver estaba en malas condiciones. Probablemente llevaba más
de veinticuatro horas muerto cuando llegó al depósito, no desde el amanecer
como alegaba la policía. Manuel temía que cuando aquel viejecillo lo viese, se
rompería en pedazos. El señor Fortuny no paraba de decir que no podía ser, que
su Julián no podía estar muerto... Entonces don Manuel retiró el sudario que
cubría el cuerpo y los dos agentes le preguntaron formalmente si aquél era su
hijo Julián.
—El
señor Fortuny se quedó mudo, contemplando el cadáver durante casi un minuto.
Entonces se dio la vuelta y se marchó.
—¿Se
marchó?
—A toda
prisa.
—¿Y la
policía? ¿No se lo impidió? ¿No estaban allí para identificar el cadáver?
Barceló
sonrió con malicia.
—En
teoría. Pero don Manuel recuerda que había alguien más en la sala, un tercer
policía que había entrado sigilosamente mientras los agentes preparaban al
señor Fortuny y que había presenciado la escena en silencio, apoyado en la
pared con un cigarrillo en los labios. Don Manuel le recuerda porque cuando le
dijo que el reglamento prohibía expresamente fumar en el depósito, uno de los
agentes le indicó que se callara. Según don Manuel, tan pronto el señor
Fortuny se hubo marchado, el tercer policía se acercó, echó un vistazo al
cuerpo y le escupió en la cara. Luego se quedó con el pasaporte y dio órdenes
de que el cuerpo fuese enviado a Can Tunis para ser enterrado en una fosa común
aquel mismo amanecer.
—No
tiene sentido.
—Eso
pensó don Manuel. Sobre todo porque aquello no casaba con el reglamento. «Pero
si no sabemos quién es este hombre», decía él. Los policías no dijeron nada.
Don Manuel, airado, les increpó: «¿O lo saben ustedes demasiado bien? Porque a
nadie se le escapa que lleva por lo menos un día muerto.» Obviamente, don
Manuel se remitía al reglamento y no tenía un pelo de tonto. Según él, al
escuchar sus protestas, el tercer policía se le acercó, le miró a los ojos
fijamente y le preguntó si le apetecía unirse al finado en su último viaje.
Don Manuel me contó que se quedó aterrado. Que aquel hombre tenía ojos de loco
y que no dudó un instante de que hablaba en serio. Murmuró que él sólo trataba
de cumplir con el reglamento, que nadie sabía quién era aquel hombre y que por
tanto todavía no se le podía enterrar. «Este hombre es quien yo diga que es»,
replicó el policía. Entonces cogió la hoja de registro y la firmó, dando por
cerrado el caso. Don Manuel dice que esa firma no la olvidará jamás, porque en
los años de la guerra, y luego durante mucho tiempo después, volvería a
encontrarla en decenas de hojas de registro y defunción de cuerpos que llegaban
no se sabía de dónde y que nadie conseguía identificar...
—El
inspector Francisco Javier Fumero...
—Orgullo
y bastión de la Jefatura Superior de Policía. ¿Sabes lo que significa eso,
Daniel?
—Que
hemos estado dando palos de ciego desde el principio.
Barceló
tomó su sombrero y su bastón y se dirigió hacia la puerta, negando por lo
bajo.
—No,
que los palos van á empezar ahora.
40
Pasé la
tarde velando aquella funesta carta que me anunciaba mi incorporación a filas
y esperando señales de vida de Fermín. Pasaba ya media hora del horario de
cierre y Fermín seguía en paradero desconocido. Cogí el teléfono y llamé a la
pensión en la calle Joaquín Costa. Contestó doña Encarna, que dijo con voz de
cazalla que no había visto a Fermín desde aquella mañana.
—Si no
está aquí en media hora, cenará frío, que esto no es el Ritz. No le ha pasado
nada, ¿verdad?
—Descuide,
doña Encarna. Tenía un recado pendiente y se habrá retrasado. En todo caso, si
le viera usted antes de acostarse, le agradecería muchísimo que le dijera que
me llamase. Daniel Sempere, el vecino de su amiga la Merceditas.
—Pierda
cuidado, aunque le prevengo, yo a las ocho y media me meto en el sobre.
Acto
seguido llamé a casa de Barceló, confiando en que tal vez Fermín se hubiese
dejado caer por allí para vaciarle la despensa a la Bernarda o arramblarla en
el cuarto de planchar. No se me había ocurrido que sería Clara quien contestase
al teléfono.
—Daniel,
esto sí que es una sorpresa.
Eso
mismo digo yo, pensé. Dando un circunloquio digno del catedrático don Anacleto,
dejé caer el objeto de mi llamada otorgándole apenas una importancia pasajera.
—No,
Fermín no ha pasado por aquí en todo el día. Y la Bernarda ha estado conmigo
toda la tarde, o sea que lo sabría. Hemos estado hablando de ti, ¿sabes?
—Pues
qué conversación tan aburrida.
—La
Bernarda dice que se te ve muy guapo, hecho todo un hombre.
—Tomo
muchas vitaminas. Un largo silencio.
—Daniel,
¿crees que podremos volver a ser amigos algún día? ¿Cuántos años harán falta
para que me perdones?
—Amigos
ya somos, Clara, y yo no tengo nada que perdonarte. Ya lo sabes.
—Mi tío
dice que andas todavía indagando sobre Julián Carax. A ver si te pasas un día
por casa a merendar y me cuentas novedades. Yo también tengo cosas que contarte.
—Uno de
estos días, sin falta.
—Me voy
a casar, Daniel.
Me
quedé mirando el auricular. Tuve la impresión de que los pies se me hundían en
el suelo o de que mi esqueleto encogía unos centímetros.
—Daniel,
¿estás ahí?
—Sí.
—Te ha
sorprendido.
Tragué
saliva con la consistencia de cemento armado.
—No. Lo
que me sorprende es que no te hayas casado ya. Pretendientes no te habrán
faltado. ¿Quién es el afortunado?
—No le
conoces. Se llama Jacobo. Es un amigo de mi tío Gustavo. Directivo del Banco de
España. Nos conocimos en un recital de ópera que organizó mi tío. Jacobo es un
apasionado de la ópera. Es mayor que yo, pero somos muy buenos amigos y eso es
lo que importa, ¿no te parece?
Se me
encendió la boca de malicia, pero me mordí la lengua. Sabía a veneno.
—Claro...
Oye, pues nada, felicidades.
—Nunca
me perdonarás, ¿verdad, Daniel? Para ti siempre seré Clara Barceló, la
pérfida.
—Para
mí siempre serás Clara Barceló, punto. Y eso también lo sabes.
Medió
otro silencio, de aquellos en los que crecen las canas a traición.
—¿Y tú,
Daniel? Fermín me dice que tienes una novia guapísima.
—Tengo
que dejarte ahora, Clara, me entra un cliente. Te llamo un día de esta semana
y quedamos para merendar. Felicidades otra vez.
Colgué
el teléfono y suspiré.
Mi
padre regresó de su visita al cliente con el semblante abatido y pocas ganas
de conversación. Preparó la cena mientras yo ponía la mesa, sin preguntarme
apenas por Fermín o por la jornada en la librería. Cenamos con la mirada
hundida en el plato y atrincherados en la cháchara de las noticias de la
radio. Mi padre apenas había tocado su plato. Se limitaba a remover aquella
sopa aguada y sin sabor con la cuchara, como si buscase oro en el fondo.
—No has
probado bocado —dije.
Mi
padre se encogió de hombros. La radio seguía ametrallándonos con sandeces. Mi
padre se levantó y la apagó.
—¿Qué
decía la carta del ejército? —preguntó finalmente.
—Me
incorporo en dos meses.
Creí
que la mirada le envejecía diez años.
—Barceló
me dice que me va a buscar un enchufe para que me trasladen al Gobierno Militar
en Barcelona después del campamento. Hasta podré venir a dormir a casa —ofrecí.
Mi
padre replicó con un asentimiento anémico. Se me hizo doloroso sostenerle la
mirada y me levanté a recoger la mesa. Mi padre permaneció sentado, con la
vista extraviada y las manos cruzadas bajo la barbilla. Me disponía a fregar
los platos cuando escuché los pasos repiqueteando en la escalera. Pasos
firmes, apresurados, que castigaban el piso y conjuraban un código funesto.
Alcé la vista y crucé una mirada con mi padre. Las pisadas se detuvieron en
nuestro rellano. Mi padre se incorporó, inquieto. Un segundo más tarde se
escucharon varios golpes en la puerta y una voz atronadora, rabiosa y vagamente
familiar.
—¡Policía!
¡Abran!
Mil
dagas me apuñalaran el pensamiento. Una nueva andanada
de golpes hicieron tambalearse la puerta. Mi padre se dirigió hasta el umbral y alzó la rejilla de la mirilla.
—¿Qué quieren ustedes a estas horas?
—O abre esta puerta o la tiramos a patadas, señor Sempere. No me haga
repetírselo.
Reconocí la voz de Fumero y me invadió un aliento helado. Mi padre me
lanzó una mirada inquisitiva. Asentí. Ahogando un suspiro, abrió la puerta.
Las siluetas de Fumero y sus dos secuaces de rigor se recortaban en el reluz
amarillento del umbral. Gabardinas grises arrastrando títeres de ceniza.
—¿Dónde está? —gritó Fumero, apartando a mi padre de un manotazo y
abriéndose paso hacia el comedor.
Mi padre hizo un amago de detenerle, pero uno de los agentes que
cubría las espaldas del inspector le aferró del brazo y le empujó contra la
pared, sujetándole con la frialdad y la eficacia de una máquina acostumbrada a
la tarea. Era el mismo individuo que nos había seguido a Fermín y a mí, el
mismo que me había sujetado mientras Fumero apaleaba a mi amigo frente al asilo
de Santa Lucía, el mismo que me había vigilado un par de noches atrás. Me lanzó
una mirada vacía, inescrutable. Salí al encuentro de Fumero, blandiendo toda
la calma que era capaz de fingir. El inspector tenía los ojos inyectados en
sangre. Un arañazo reciente le recorría la mejilla izquierda, ribeteado de
sangre seca.
—¿Dónde está?
—¿El qué?
Fumero dejó caer los ojos y sacudió la cabeza, murmurando para, sí.
Cuando alzó el rostro exhibía una mueca canina en los labios y un revólver en
la mano. Sin apartar sus ojos de los míos, Fumero le clavó un culatazo al
jarrón con flores marchitas sobre la mesa. El jarrón estalló en pedazos,
derramando el agua y los tallos ajados sobre el mantel. A mi pesar, me
estremecí. Mi padre vociferaba en el recibidor bajo la presa de los dos
agentes. Apenas pude descifrar sus palabras. Todo cuanto era capaz de absorber
era la presión helada del cañón del revólver hundido en mi mejilla y el olor a
pólvora.
—A mí no me jodas, niñato de mierda, o tu padre va a tener que recoger
tus sesos del suelo. ¿Me oyes?
Asentí, temblando. Fumero presionaba el cañón del arma con fuerza
contra mi pómulo. Sentí que me cortaba la piel, pero no me atreví ni a parpadear.
—Es la última vez que te lo pregunto. ¿Dónde está?
Me vi a mí mismo reflejado en las pupilas negras del inspector, que se
contraían lentamente al tiempo que tensaba el percutor con el pulgar.
—Aquí no. No le he visto desde el mediodía. Es la verdad.
Fumero permaneció inmóvil durante casi medio minuto, hurgándome la
cara con el revólver y relamiéndose los labios.
—Lerma —ordenó—. Eche un vistazo.
Uno de los agentes se apresuró a inspeccionar el piso. Mi padre
forcejeaba en vano con el tercer policía.
—Como me hayas mentido y lo encontremos en esta casa, te juro que le
rompo las dos piernas a tu padre —susurró Fumero.
—Mi padre no sabe nada. Déjele en paz.
—Tú sí que no sabes ni a lo que juegas. Pero en cuanto trinque a tu
amigo, se acabó el juego. Ni jueces, ni hospitales, ni hostias. Esta vez me
voy a encargar personalmente de sacarle de la circulación. Y voy a disfrutar
haciéndolo, créeme. Me voy a tomar mi tiempo. Se lo puedes decir si lo ves.
Porque voy a encontrarle aunque se esconda debajo de las piedras. Y tú tienes
el siguiente número. ,
El
agente Lerma reapareció en el comedor e intercambió una mirada con Fumero, una
leve negativa. Fumero aflojó el percutor y retiró el revólver.
—Lástima
—dijo Fumero.
—¿De
qué le acusa? ¿Por qué le busca?
Fumero
me dio la espalda y se aproximó a los dos agentes que, a su señal, soltaron a
mi padre.
—Se va
usted a acordar de esto —escupió mi padre.
Los
ojos de Fumero se posaron sobre él. Instintivamente, mi padre dio un paso
atrás. Temí que la visita del inspector no hubiera hecho más que empezar, pero
súbitamente Fumero sacudió la cabeza, riéndose por lo bajo, y abandonó el piso
sin más ceremonia. Lerma le siguió. El tercer policía, mi perpetuo centinela,
se detuvo un instante en el umbral. Me miró en silencio, como si quisiera
decirme algo.
—¡Palacios!
—bramó Fumero, su voz desdibujada en el eco de la escalera.
Palacios
bajó la mirada y desapareció por la puerta. Salí al rellano. Cuchillas de luz
se perfilaban desde las puertas entreabiertas de varios vecinos, sus rostros
atemorizados asomados en la penumbra. Las tres siluetas oscuras de los
policías se perdían escaleras abajo y el repiqueteo furioso de sus pasos se
batía en retirada como marea envenenada, dejando un rastro de miedo y negrura.
Rondaba
la medianoche cuando escuchamos de nuevo golpes en la puerta, esta vez más
débiles, casi temerosos. Mi padre, que me estaba limpiando la magulladura que
me había dejado el revólver de Fumero con agua oxigenada, se detuvo en seco.
Nuestras miradas se encontraron. Llegaron tres nuevos golpes.
Por un
instante creí que se trataba de Fermín, que tal vez había presenciado todo el
incidente escondido en un rincón oscuro de la escalera.
—¿Quién
va? —preguntó mi padre.
—Don
Anacleto, señor Sempere.
Mi
padre suspiró. Abrimos la puerta para encontrar al catedrático, más pálido que
nunca.
—Don
Anacleto, ¿qué pasa? ¿Está usted bien? —preguntó mi padre, haciéndole pasar.
El
catedrático portaba un periódico plegado en las manos. Se limitó a
tendérnoslo, con una mirada de horror. El papel aún estaba tibio y la tinta
fresca.
—Es la
edición de mañana —musitó don Anacleto—. Página seis.
Lo
primero que advertí fueron las dos fotografías que sostenían el titular. La
primera mostraba a un Fermín más relleno de carnes y pelo, quizá quince o
veinte años más joven. La segunda revelaba el rostro de una mujer con los ojos
sellados y la piel de mármol. Tardé unos segundos en reconocerla, porque me
había acostumbrado a verla entre penumbras.
UN INDIGENTE ASESINA A UNA MUJER
A PLENA LUZ DEL DÍA
Barcelona/agencias
(Redacción)
La
policía busca al indigente que asesinó esta tarde a puñaladas a Nuria Monfort
Masdedeu, de treinta y siete años de edad y vecina de Barcelona.
El crimen tuvo lugar a media tarde en la barriada de San Gervasio,
donde la víctima fue asaltada sin razón aparente por el indigente, que al
parecer, y según informes de la Jefatura Superior de Policía, la había estado
siguiendo por motivos que aún no han sido esclarecidos.
Al parecer, el asesino, Antonio José Gutiérrez Alcayete, de cincuenta
y un años de edad y natural de Villa Inmunda, provincia de Cáceres, es un
conocido maleante con un largo historial de trastornos mentales fugado de la
cárcel Modelo hace seis años y que ha conseguido eludir a las autoridades desde
entonces asumiendo diferentes identidades. En el momento del crimen vestía una
sotana. Está armado y la policía lo califica como altamente peligroso. Se
desconoce todavía si la víctima y su asesino se conocían o cuál puede haber
sido el móvil del crimen, aunque fuentes de la Jefatura Superior de Policía
indican que todo parece apuntar hacia tal hipótesis. La víctima recibió seis
heridas de arma blanca en el vientre, cuello y pecho. El asalto, que tuvo lugar
en las inmediaciones de un colegio, fue presenciado por varios alumnos que
alertaron al profesorado de la institución, quien a su vez llamó a la policía y
a una ambulancia. Según el informe policial, las heridas recibidas por la
víctima resultaron mortales. La víctima ingresó cadáver en el Hospital Clínico
de Barcelona a las 18.15.
41
No
tuvimos noticias de Fermín en todo el día. Mi padre insistió en abrir la
librería como cualquier otro día y ofrecer una fachada de normalidad e
inocencia. La policía había apostado un agente frente a la escalera y un segundo
vigilaba la plaza de Santa Ana, cobijado en el portal de la iglesia como santo
de última hora. Los veíamos tiritar de frío bajo la intensa lluvia que había
llegado con el alba, el aliento de vapor cada vez más diáfano, las manos
hundidas en los bolsillos de la gabardina. Más de un vecino pasaba de largo,
mirando de soslayo a través del escaparate, pero ni un solo comprador se
aventuró a entrar.
—Ya
debe de haber corrido la voz —dije.
Mi
padre se limitó a asentir. Había pasado la mañana sin dirigirme la palabra y
expresándose con gestos. La página con la noticia del asesinato de Nuria
Monfort yacía sobre el mostrador. Cada veinte minutos se acercaba y la releía con
expresión impenetrable. Llevaba acumulando ira en su interior todo el día,
hermético.
—Por
mucho que leas la noticia una y otra vez no va a ser verdad —dije.
Mi
padre alzó la vista y me miró con severidad.
—¿Conocías
tú a esta persona? ¿Nuria Monfort?
—Había
hablado con ella un par de veces —dije.
El
rostro de Nuria Monfort me robó el pensamiento. Mi falta de sinceridad tenía
sabor a náusea. Me perseguía todavía su olor y el roce de sus labios, la imagen
de aquel escritorio pulcramente ordenado y su mirada triste y sabia. «Un par
de veces.»
—¿Por
qué tuviste que hablar con ella? ¿Qué tenía que ver contigo?
—Era
una vieja amiga de Julián Carax. La fui a visitar para preguntarle qué
recordaba de Carax. Eso es todo. Era la hija de Isaac, el guardián. Él me dio
sus señas.
—¿La
conocía Fermín?
—No.
—¿Cómo
puedes estar seguro?
—¿Cómo
puedes tú dudar de él y dar crédito a esas patrañas? Lo único que Fermín sabía
de esa mujer es lo que yo le conté.
—¿Y por
eso la estaba siguiendo?
—Sí.
—Porque
tú se lo habías pedido.
Guardé
silencio. Mi padre suspiró.
—No lo
entiendes, papá.
—Desde
luego que no. No te entiendo a ti, ni a Fermín, ni...
—Papá, por lo que sabemos de Fermín, lo que pone ahí es imposible.
—¿Y qué sabemos de Fermín, eh? Para empezar resulta que no sabíamos
ni su verdadero nombre.
—Te equivocas con él.
—No, Daniel. Eres tú el que se equivoca, y en muchas cosas. ¿Quién te
manda a ti hurgar en la vida de la gente?
—Soy libre de hablar con quien quiera.
—Supongo que también te sientes libre de las consecuencias.
—¿Insinúas que soy responsable de la muerte de esa mujer?
—Esa mujer, como tú la llamas, tenía nombre y apellidos, y la
conocías.
—No hace falta que me lo recuerdes —repliqué con lágrimas en los ojos.
Mi padre me contempló con tristeza, negando.
—Dios santo, no quiero ni pensar cómo estará el pobre Isaac —murmuró
mi padre para sí mismo.
—Yo no tengo la culpa de que esté muerta —dije con un hilo de voz,
pensando que tal vez si lo repetía suficientes veces empezaría a creérmelo.
Mi padre se retiró a la trastienda, negando por lo bajo.
—Tú sabrás de lo que eres responsable o no, Daniel. A veces, ya no sé
quién eres.
Cogí mi gabardina y escapé hacia la calle y la lluvia, donde nadie me
conocía ni me podía leer el alma.
Me entregué a la lluvia helada sin rumbo fijo. Caminaba con la mirada
caída, arrastrando la imagen de Nuria Monfort, sin vida, tendida en una fría
losa de mármol, el cuerpo sembrado de puñaladas. A cada paso, la ciudad se
desvanecía a mi alrededor. Al enfilar un cruce en la calle Fontanella no me
detuve ni a mirar el semáforo. Cuando sentí el golpe de viento en la cara me
volví hacia una pared de metal y luz que se abalanzaba sobre mí a toda
velocidad. En el último instante, un transeúnte a mi espalda tiró de mí hacia
atrás y me apartó de la trayectoria del autobús. Contemplé el fuselaje
centelleando a apenas unos centímetros de mi rostro, una muerte segura
desfilando a una décima de segundo. Cuando tuve conciencia de lo que había
sucedido, el transeúnte que me había salvado la vida se alejaba por el paso de
peatones, apenas una silueta en una gabardina gris. Me quedé allí clavado, sin
aliento. En el espejismo de la lluvia pude advertir que mi salvador se había
detenido al otro lado de la calle y me observaba bajo la lluvia. Era el tercer
policía, Palacios. Una muralla de tráfico de deslizó entre nosotros, y cuando
volví a mirar, el agente Palacios ya no estaba allí.
Me encaminé hacia casa de Bea, incapaz de esperar más. Necesitaba
recordar lo poco de bueno que había en mí, lo que ella me había dado. Me lancé
escaleras arriba a toda prisa y me detuve frente a la puerta de los Aguilar,
casi sin aliento. Tomé el llamador y golpeé tres veces con fuerza. Mientras
esperaba, me armé de valor y adquirí conciencia de mi aspecto: empapado hasta
los huesos. Me retiré el pelo de la frente y me dije que ya estaba hecho. Si
aparecía el señor Aguilar dispuesto a partirme las piernas y la cara, cuanto
antes mejor. Llamé de nuevo y al poco escuché unos pasos acercándose a la
puerta. La mirilla se entreabrió. Una mirada oscura y recelosa me observaba.
—¿Quién va?
Reconocí la voz de Cecilia, una de las doncellas al servicio de la
familia Aguilar.
—Soy
Daniel Sempere, Cecilia.
La
mirilla se cerró y en unos segundos se inició el concierto de cerrojos y
pasadores que blindaban la entrada al piso. El portón se abrió lentamente y me
recibió Cecilia, encofrada y con uniforme, portando un cirio en un portavelas.
Por su expresión de alarma intuí que debía de ofrecerle un aspecto cadavérico.
—Buenas
tardes, Cecilia. ¿Está Bea?
Me miró
sin comprender. En el protocolo conocido de la casa, mi presencia, que en los
últimos tiempos era un accidente inusual, se asociaba únicamente a Tomás, mi
antiguo compañero de escuela.
—La
señorita Beatriz no está...
—¿Ha
salido?
Cecilia,
que apenas era un susto perpetuamente cosido a un delantal, asintió.
—¿Sabes
cuándo volverá?
La
doncella se encogió de hombros.
—Marchó
con los señores al médico hará unas dos horas.
—¿Al
médico? ¿Está enferma?
—No lo
sé, señorito.
—¿A qué
doctor han ido?
—Yo eso
no lo sé, señorito.
Decidí
no martirizar más a la pobre doncella. La ausencia de los padres de Bea me
abría otros caminos a explorar.
—¿Y
Tomás, está en casa?
—Sí,
señorito. Pase, que le aviso.
Me
adentré en el recibidor y esperé. En otros tiempos hubiera ido directamente a
la habitación de mi amigo, pero hacía ya tanto que no acudía a aquella casa que
me sentía de nuevo un extraño. Cecilia desapareció corredor abajo envuelta en
el aura de luz, abandonándome a la oscuridad. Me pareció oír la voz de Tomás a
lo lejos y luego unos pasos que se acercaban. Improvisé una excusa con la que
justificar ante mi amigo mi repentina visita. La figura que apareció en el
umbral del recibidor era de nuevo la de la doncella. Cecilia me dirigió una
mirada compungida y se me deshizo la sonrisa de trapo.
—El
señorito Tomás me dice que está muy ocupado y no puede verle ahora.
—¿Le
has dicho quién soy? Daniel Sempere.
—Sí,
señorito. Me ha dicho que le diga a usted que se marche.
Me nació
un frío en el estómago que me segó el aliento.
—Lo
siento, señorito —dijo Cecilia.
Asentí,
sin saber qué decir. La doncella abrió la puerta de la que, no hacía tanto,
había considerado mi segunda casa.
—¿Quiere
el señorito un paraguas?
—No,
gracias, Cecilia.
—Lo
siento, señorito Daniel —reiteró la doncella.
Le
sonreí sin fuerza.
—No te
preocupes, Cecilia.
La
puerta se cerró, sellándome en la sombra. Permanecí allí unos instantes y
luego me arrastré escaleras abajo. La lluvia seguía arreciando, implacable. Me
alejé calle abajo. Al doblar la esquina me detuve y me volví un instante. Alcé
la mirada hacia el piso de los Aguilar. La silueta de mi viejo amigo Tomás se
recortaba en la ventana de su habitación. Me contemplaba inmóvil. Le saludé con
la mano. No me devolvió el gesto. A los pocos segundos se retiró hacia el
interior. Esperé casi cinco minutos con la esperanza de verle reaparecer, pero
fue en vano. La lluvia me arrancó las lágrimas y partí en su compañía.
42
De regreso a la librería crucé frente al cine
Capitol, donde dos pintores entarimados en un andamio contemplaban desolados
cómo el cartel que no había terminado de secar se les deshacía bajo el
aguacero. La efigie estoica del centinela de turno apostado frente a la
librería se discernía a lo lejos. Al aproximarme a la relojería de don Federico
Flaviá advertí que el relojero había salido al umbral a contemplar el
chaparrón. Todavía se leían en su rostro las cicatrices de su estancia en
jefatura. Vestía un impecable traje de lana gris y sostenía un cigarrillo que
no se había molestado en encender. Le saludé con la mano y me sonrió.
—¿Qué tienes tú en contra del paraguas, Daniel?
—¿Qué hay más bonito que la lluvia, don Federico?
—La neumonía. Anda, pasa, que ya tengo arreglado lo tuyo.
Le miré sin comprender. Don Federico me observaba fijamente, la
sonrisa intacta. Me limité a asentir y le seguí hasta el interior de su bazar
de maravillas. Tan pronto es tuvimos dentro me tendió una pequeña bolsa de
papel de estraza.
—Sal ya, que ese fantoche que vigila la librería no nos quitaba el ojo
de encima.
Atisbé en el interior de la bolsa. Contenía un librillo encuadernado
en piel. Un misal. El misal que Fermín llevaba en las manos la última vez que
le había visto. Don Federico, empujándome de vuelta a la calle, me selló los
labios con un grave asentimiento. Una vez en la calle recobró el semblante
risueño y alzó la voz.
—Y acuérdate de no forzar la manija al darle cuerda o volverá a
saltar, ¿de acuerdo?
—Descuide, don Federico, y gracias.
Me alejé con un nudo en el estómago que se estrechaba a cada paso que
me aproximaba al agente de paisano que vigilaba la librería. Al cruzar frente a
él le saludé con la misma mano que sostenía la bolsa que me había dado don
Federico. El agente la miraba con vago interés. Me colé en la librería. Mi
padre seguía en pie tras el mostrador, como si no se hubiese movido desde mi
partida. Me miró apesadumbrado.
—Oye, Daniel, sobre lo de antes...
—No te preocupes. Tenías razón.
—Estás tiritando...
Asentí vagamente y le vi partir en busca del termo. Aproveché la
circunstancia para meterme en el pequeño lavabo de la trastienda para examinar
el misal. La nota de Fermín se deslizó en el aire, revoloteando como una mariposa.
La cacé al vuelo. El mensaje estaba escrito en una hoja casi transparente de
papel de fumar en caligrafía diminuta que tuve que sostener al trasluz para
poder descifrar.
Amigo
Daniel:
No
crea usted una palabra de lo que dicen los diarios sobre el asesinato de Nuria
Monfort. Como siempre, es puro embuste. Yo estoy sano, salvo y oculto en lugar
seguro. No intente encontrarme o enviarme mensajes. Destruya esta nota en
cuanto la haya leído. No hace falta que se la trague, basta con que la queme o
la haga añicos. Yo me pondré en contacto con usted merced a mi ingenio y a los
buenos oficios de terceros en concordia. Le ruego que transmita la esencia de
este mensaje, en clave y con toda discreción, a mi amada. Usted no haga nada.
Su amigo, el tercer hombre,
FRdT
Empezaba a releer la nota cuando alguien golpeó la puerta
del retrete con los nudillos.
—¿Se puede —preguntó una voz desconocida.
El corazón me dio un vuelco. Sin saber qué otra cosa hacer, hice un ovillo con la hoja de papel de fumar y me la tragué. Tiré de la cadena y aproveché el
estruendo de tuberías y cisternas para engullir la pelotilla de papel. Sabía a
cera y a caramelo Sugus. Al abrir la puerta me encontré con la sonrisa reptil
del agente de policía que segundos antes había estado apostado frente a la
librería.
—Usted disculpe. No sé si será el oír llover todo el día, pero es que
me orinaba, por no decir otra cosa...
—Faltaría más —dije, cediéndole el paso—. Todo suyo.
—Agradecido.
El agente, que a la luz de la bombilla me pareció una pequeña
comadreja, me miró de arriba abajo. Su mirada de alcantarilla se posó en el
misal en mis manos.
—Yo es que sin leer algo, no hay manera —argumenté. —A mí me pasa lo
mismo Y luego dicen que el español no lee. ¿Me lo presta?
—Ahí encima de la cisterna tiene el último Premio de la Crítica
—atajé—Infalible.
Me alejé sin perder la compostura v me uní a
mi padre que me estaba preparando una taza de café con leche.
—¿Y ése? —pregunté.
—Me ha jurado que se cagaba. ¿Qué iba a hacer?
—Dejarlo en la calle y así entraba en calor
Mi padre frunció el ceño.
—Si no te importa, subo ya a casa.
—Claro que no. Y ponte ropa seca, que vas a pillar una pulmonía
El piso estaba frío v silencioso. Me dirigí a mi cuarto
v atisbé por la ventana. El segundo centinela seguía allí abajo, a la puerta de
la iglesia de Santa Ana. Me quité la ropa empapada y me enfundé un pijama
grueso y una bata que había sido de mi abuelo. Me tendí en la cama sin
molestarme en encender la luz y me abandoné a la penumbra y al sonido de la
lluvia en los cristales. Cerré los ojos e intenté conciliar la imagen, el tacto
y el olor de Bea. La noche anterior no había pegado ojo y pronto me venció la
fatiga. En mis sueños, la silueta encapuchada de una parca de vapor cabalgaba
sobre Barcelona, un atisbo espectral que se cernía sobre torres y tejados, sosteniendo
en sus hilos negros cientos de pequeños ataúdes blancos que dejaban a su paso
un rastro de flores negras en cuyos pétalos, escrito en sangre, se leía el
nombre de Nuria Monfort.
Desperté al filo de un alba gris, de cristales empañados. Me vestí
para el frío y me calcé unas botas de media caña. Salí al pasillo con sigilo y
crucé el piso casi a tientas. Me deslicé por la puerta y salí a la calle. Los
quioscos de las Ramblas ya mostraban sus luces a lo lejos. Me acerqué hasta el
que navegaba frente a la bocana de la calle Tallers y compré la primera
edición del día, que aún olía a tinta tibia. Corrí las páginas a toda prisa
hasta encontrar la sección de necrológicas. El nombre de Nuria Monfort yacía
caído bajo una cruz de imprenta y sentí que me temblaba la mirada. Me alejé con
el periódico doblado bajo el brazo, en busca de la oscuridad. El entierro era
aquella tarde, a las cuatro, en el cementerio de Montjuïc. Volví a casa dando
un rodeo. Mi padre seguía durmiendo y regresé a mi cuarto. Me senté al
escritorio y saqué mi pluma Meinsterstück de su estuche. Tomé un folio en
blanco y deseé que la plumilla me guiase. En mis manos la pluma no tenía nada
que decir. Conjuré en vano las palabras que quería ofrecer a Nuria Monfort
pero fui incapaz de escribir o de sentir nada excepto aquel terror inexplicable
de su ausencia, de saberla perdida, arrancada de cuajo. Supe que algún día
volvería a mí, meses o años más tarde, que siempre llevaría su recuerdo en el
roce de un extraño, de imágenes que no me pertenecían, sin saber si era digno
de todo ello. Te vas en sombras, pensé. Como viviste.
43
Poco antes de las tres de la tarde abordé el autobús, en el paseo de
Colón, que habría de llevarme hasta el cementerio de Montjuïc. A través del
cristal se contemplaba el bosque de mástiles y banderines aleteando en la
dársena del puerto. El autobús, que iba casi vacío, rodeó la montaña de
Montjuïc y enfiló la ruta que ascendía hasta la entrada este del gran
cementerio de la ciudad. Yo era el último pasajero.
—¿A qué hora pasa el último autobús? —pregunté al conductor antes de
apearme.
—A las cuatro y media.
El conductor me dejó a las puertas del recinto. Una avenida de
cipreses se alzaba en la bruma. Incluso desde allí, a los pies de la montaña,
se entreveía la infinita ciudad de muertos que había escalado la ladera hasta
rebasar la cima. Avenidas de tumbas, paseos de lápidas y callejones de
mausoleos, torres coronadas por ángeles ígneos y bosques de sepulcros se
multiplicaban uno contra otro. La ciudad de los muertos era una fosa de
palacios, un osario de mausoleos monumentales custodiados por ejércitos de
estatuas de piedra putrefacta que se hundían en el fango. Respiré hondo y me
adentré en el laberinto. Mi madre yacía enterrada a un centenar de metros de
aquella senda flanqueada por galerías interminables de muerte y desolación. A
cada paso podía sentir el frío, el vacío y la furia de aquel lugar, el horror
de su silencio, de los rostros atrapados en viejos retratos abandonados a la
compañía de velas y flores muertas. Al rato alcancé a ver a lo lejos los
faroles de gas encendidos en torno a la fosa. Las siluetas de media docena de
personas se alineaban contra un cielo de ceniza. Apreté el paso y me detuve
allí donde llegaban las palabras del sacerdote.
El ataúd, un cofre de madera de pino sin pulir, descansaba en el
barro. Dos enterradores lo custodiaban, apoyados sobre las palas. Escruté a los
presentes. El viejo Isaac, el guardián del Cementerio de los Libros Olvidados,
no había acudido al entierro de su hija. Reconocí a la vecina del rellano de
enfrente, que sollozaba sacudiendo la cabeza mientras un hombre de aspecto
derrotado la consolaba acariciándole la espalda. Su esposo, supuse, junto a
ellos había una mujer de unos cuarenta años, vestida de gris y portando un
ramo de flores. Lloraba en silencio, desviando la vista de la fosa y apretando
los labios. No la había visto jamás. Separado del grupo, enfundado en una
gabardina oscura y sosteniendo el sombrero a su espalda, estaba el policía que
me había salvado la vida el día anterior. Palacios. Alzó la mirada y me observó
sin pestañear unos segundos. Las palabras ciegas del sacerdote, desprovistas
de sentido, eran cuanto nos separaba del terrible silencio. Contemplé el ataúd,
salpicado de arcilla. La imaginé tendida en el interior y no me di cuenta de
que estaba llorando hasta que aquella desconocida de gris se me acercó y me
ofreció una de las flores de su ramo. Permanecí allí hasta que el grupo se
dispersó y, a una señal del sacerdote, los enterradores se dispusieron a hacer
su trabajo a la luz de los faroles. Me guardé la flor en el bolsillo del abrigo y me
alejé, incapaz de decir el adiós que había llevado hasta allí.
Empezaba
a anochecer cuando llegué a la puerta del cementerio y supuse que ya había
perdido el último autobús. Me dispuse a emprender una larga caminata a la sombra
de la necrópolis y eché a caminar por la carretera que bordeaba el puerto de
regreso a Barcelona. Un automóvil negro estaba aparcado a una veintena de
metros al frente, con las luces encendidas. Una silueta fumaba un cigarrillo en
el interior. Al aproximarme, Palacios me abrió la puerta del pasajero y me
indicó que subiera.
—Sube,
que te acercaré a tu casa. A estas horas no encontrarás ni autobuses ni taxis
por aquí.
Dudé un
instante.
—Prefiero
ir andando.
—No
digas tonterías. Sube.
Hablaba
con el tono acerado de quien está acostumbrado a mandar y ser obedecido en el
acto.
—Por
favor —añadió.
Me subí
al coche y el policía puso en marcha el motor.
—Enrique
Palacios —dijo, ofreciéndome la mano.
No se
la estreché.
—Si me
deja en Colón, ya me sirve.
El
coche arrancó de un tirón. Nos perdimos en la carretera y recorrimos un buen
tramo sin despegar los labios.
—Quiero
que sepas que siento mucho lo de la señora Monfort.
En sus
labios, aquellas palabras me parecieron una obscenidad, un insulto.
—Le
agradezco que me salvase usted la vida el otro día, pero tengo que decirle que
me importa una mierda lo que usted sienta, señor Enrique Palacios.
—Yo no
soy, lo que tú piensas, Daniel. Me gustaría ayudarte.
—Si
espera que le diga dónde está Fermín, ya me puede dejar aquí mismo...
—Me
importa un comino dónde esté tu amigo. Ahora no estoy de servicio.
No dije
nada.
—No
confías en mí, y no te culpo. Pero al menos escúchame. Esto ya ha ido
demasiado lejos. Esa mujer no tenía por qué morir. Te pido que dejes correr
este asunto y que te olvides para siempre de ese hombre, de Carax.
—Habla
usted como si lo que está pasando fuese voluntad mía. Yo sólo soy un
espectador. La función se la montan entre su jefe y ustedes.
—Estoy
harto de entierros, Daniel. No quiero tener que asistir al tuyo.
—Mejor,
porque no está usted invitado.
—Hablo
en serio.
—Y yo
también. Hágame el favor de parar y dejarme aquí.
—En dos
minutos estamos en Colón.
—Me da
lo mismo. Este coche huele a muerto, como usted. Déjeme bajar.
Palacios
aminoró la marcha y se detuvo en el arcén. Me bajé del coche y cerré con un
portazo, evitando la mirada de Palacios. Esperé a que se alejase, pero el
policía no se decidía a arrancar de nuevo. Me volví y vi que bajaba la
ventanilla. Me pareció leer sinceridad, incluso dolor, en su rostro, pero me
negué a darles crédito.
—Nuria
Monfort murió en mis brazos, Daniel —dijo—. Creo que sus últimas palabras
fueron un mensaje para ti.
—¿Qué
dijo? —pregunté, la voz atenazada de frío—. ¿Menciono mi nombre?
—Deliraba,
pero creo que se refería a ti. En algún momento dijo que hay peores cárceles
que las palabras. Luego, antes de morir, me pidió que te dijese que la dejases
marchar.
Le miré
sin comprender.
—¿Que
dejase marchar a quién?
—A una
tal Penélope. Me imaginé que debía de ser tu novia.
Palacios
bajó la mirada y partió con el crepúsculo. Me quedé mirando las luces del coche
perderse en la tenebrosidad azul y escarlata, desconcertado. Al poco me en
caminé de regreso al paseo de Colón, repitiéndome aquellas últimas palabras de
Nuria Monfort sin encontrarles significado. Al llegar a la plaza del Portal de
la Paz me detuve a contemplar los muelles junto al embarcadero de las
golondrinas. Me senté en los peldaños que se perdían en las aguas turbias, en
el mismo lugar donde, una noche ya perdida muchos años atrás, había visto por
primera vez a Laín Coubert, el hombre sin rostro.
—Hay
peores cárceles que las palabras —murmuré.
Sólo
entonces comprendí que el mensaje de Nuria Monfort no iba destinado a mí. No
era yo quien debía dejar escapar a Penélope. Sus últimas palabras no habían
sido para un extraño, sino para el hombre que había amado en silencio durante
quince años: Julián Carax.
44
Llegué
a la plaza de San Felipe Neri al caer la noche. El banco en el que había
avistado a Nuria Monfort por primera vez yacía a los pies de una farola, vacío
y tatuado a cortaplumas con nombres de enamorados, insultos y promesas. Alcé
la vista hasta las ventanas del hogar de Nuria Monfort en el tercer piso y
advertí un reluz cobrizo, oscilante. Una vela.
Me
adentré en la gruta de la portería oscura y ascendí la escalera a tientas. Me
temblaban las manos cuando alcancé el rellano del tercero. Una cuchilla de luz
rojiza despuntaba bajo el marco de la puerta entreabierta. Posé la mano sobre
el pomo y permanecí allí inmóvil, escuchando. Creí oír un susurro, un aliento
entrecortado que provenía del interior. Por un instante pensé que si abría aquella
puerta, la encontraría esperándome al otro lado, fumando junto al balcón con
las piernas encogidas y apoyada contra la pared, anclada en el mismo lugar en
que la había dejado. Suavemente, temiendo molestarla, abrí la puerta y entré en
el piso. Las cortinas del balcón ondeaban en la sala. La silueta estaba sentada
junto a la ventana, el rostro robado al trasluz, inmóvil, sosteniendo un cirio
encendido entre las manos. Una perla de claridad se deslizó por su piel,
brillante como resina fresca, para caer después en su regazo. Isaac Monfort se
volvió con el rostro surcado de lágrimas.
—No le
vi esta tarde en el entierro —dije.
Negó en
silencio, secándose los ojos con el envés de la solapa.
—Nuria
no estaba allí —murmuró al rato—. Los muertos nunca acuden a su propio
entierro.
Echó
una mirada alrededor, como si con ello quisiera indicarme que su hija estaba en
aquella sala, sentada junto a nosotros en la penumbra, escuchándonos.
—¿Sabe
usted que nunca había estado en esta casa? —preguntó—. Siempre que nos veíamos
era Nuria quien acudía a mí. «Para usted es más fácil, padre —decía ella—.
¿Para qué va a subir escaleras?» Yo siempre le decía: «Bueno, si no me invitas
no voy a ir», y ella respondía: «No hace falta que le invite a mi casa, padre,
se invita a los extraños. Usted puede venir cuando quiera.» En más de quince
años no vine a verla una sola vez. Siempre le dije que había escogido un mal
barrio. Poca luz. Una finca vieja. Ella sólo asentía. Como cuando le decía que
había escogido una mala vida. Poco futuro. Un marido sin oficio ni beneficio.
Es curioso cómo juzgamos a los demás y no nos damos cuenta de lo miserable de
nuestro desdén hasta que nos faltan, hasta que nos los quitan. Nos los quitan
porque nunca han sido nuestros...
La voz
del anciano, desnuda de su velo de ironía, hacía aguas y sonaba casi tan vieja
como su mirada.
—Nuria
le quería a usted mucho, Isaac. No lo dude ni por un instante. Y me consta que
ella también se sentía querida por usted —improvisé.
El
viejo Isaac negó de nuevo. Sonreía, pero las lágrimas caían sin cesar,
calladas.
—Quizá
me quería, a su manera, como yo la quise a ella, a la mía. Pero no nos
conocíamos. Quizá porque yo nunca la dejé conocerme, o nunca di un paso por
conocerla a ella. Pasamos la vida como dos extraños que se han visto todos los
días y se saludan por cortesía. Y pienso que quizá murió sin perdonarme.
—Isaac,
le aseguro a usted...
—Daniel,
es usted joven y pone voluntad, pero aunque he bebido y no sé ni lo que digo,
aún no ha aprendido a mentir lo suficientemente bien como para engañar a un
viejo con el corazón podrido de miserias.
Bajé la
mirada.
—La
policía dice que el hombre que la mató es amigo suyo —aventuró Isaac.
—La
policía miente Isaac asintió.
—Ya lo
sé.
—Le
aseguro...
—No
hace falta, Daniel. Sé que dice usted la verdad —dijo Isaac, extrayendo un
sobre del bolsillo de su abrigo.
—La
tarde antes de morir, Nuria vino a verme, como solía hacer años atrás. Me
acuerdo de que solíamos ir a comer a un café de la calle Guardia, al que yo la
llevaba de niña. Siempre hablábamos de libros, de libros viejos. Ella me
contaba a veces cosas de su trabajo, pequeñeces, cosas que se cuentan a un
extraño en un autobús... Una vez me dijo que sentía haber sido una decepción
para mí. Le pregunté que de dónde había sacado aquella idea absurda. «De sus ojos, padre, de sus ojos», dijo. Ni una sola vez se me
ocurrió que tal vez yo había sido una decepción todavía mayor para ella. A
veces nos creemos que las personas son décimos de lotería: que están ahí para
hacer realidad nuestras ilusiones absurdas.
—Isaac,
con el debido respeto, ha bebido usted como un cosaco y no sabe lo que dice.
—El
vino convierte al sabio en necio, y al necio en sabio. Sé lo suficiente para
comprender que mi propia hija nunca confió en mí. Confiaba más en usted,
Daniel, y sólo le había visto un par de veces.
—Le
aseguro que se equivoca.
—La
última tarde que nos vimos me trajo este sobre. Estaba muy inquieta, preocupada
por algo que no me quiso contar. Me pidió que guardase este sobre y que, si
pasaba algo, se lo entregase a usted.
—¿Si
pasaba algo?
—Ésas
fueron sus palabras. La vi tan alterada que le propuse que acudiésemos juntos a
la policía, que fuera cual fuese el problema encontraríamos una solución. Entonces
me dijo que la policía era el último sitio al que podía acudir. Le pedí que me
revelase de qué se trataba, pero dijo que
tenía que marcharse y me hizo prometer que le entregaría a usted este sobre si
ella no volvía a buscarlo en un par de días. Me pidió que no lo abriera.
Isaac tendió el sobre. Estaba abierto.
—Le mentí, como siempre —dijo.
Inspeccioné el sobre. Contenía un pliego de cuartillas escritas a
mano.
—¿Las ha leído usted? —pregunté.
El anciano asintió lentamente.
—¿Qué dicen?
El anciano alzó el rostro. Le temblaban los labios. Me pareció que
había envejecido cien años desde la última vez que le había visto.
—Es la historia que usted buscaba, Daniel. La historia de una mujer
que nunca conocí, aunque llevara mi nombre y mi sangre. Ahora le pertenece a
usted.
Me guardé el sobre en el bolsillo del abrigo.
—Le voy a pedir que me deje solo, aquí con ella, si no le importa.
Hace un rato, mientras leía esas páginas, me ha parecido que la reencontraba.
Yo, por más que me esfuerce, sólo consigo recordarla como cuando era niña. De
pequeña era muy callada, ¿sabe usted? Lo miraba todo, pensativa, y nunca se
reía. Lo que más le gustaba eran los cuentos. Siempre me pedía que le leyese
cuentos y no creo que haya habido una cría que aprendiese antes a leer. Decía
que quería ser escritora y redactar enciclopedias y tratados de historia y
filosofía. Su madre decía que todo aquello era culpa mía, que Nuria me adoraba
y como pensaba que su padre sólo quería a los libros, ella quería escribir
libros para que su padre la quisiera a ella.
—Isaac, no me parece una buena idea que esté usted solo esta noche.
¿Por qué no se viene conmigo? Se queda esta noche en casa, y así le hace
compañía a mi padre.
Isaac negó de nuevo.
—Tengo que hacer, Daniel. Váyase usted a casa, y lea esas páginas. Le
pertenecen a usted.
El anciano desvió la mirada y me dirigí hacia la puerta. Estaba en el
umbral cuando la voz de Isaac me llamó, apenas un susurro.
—¿Daniel?
—Sí.
—Tenga usted mucho cuidado.
Cuando salí a la calle me pareció que la negrura se arrastraba por el
empedrado, pisándome los talones. Apreté el paso y no aflojé el ritmo hasta que
llegué al piso de Santa Ana. Al entrar en casa encontré a mi padre refugiado
en su butaca con un libro abierto en el regazo. Era un álbum de fotografías. Al
verme, se incorporó con una expresión de alivio que le arrancó el cielo de
encima.
—Ya estaba preocupado —dijo—. ¿Cómo fue el entierro?
Me encogí de hombros y mi padre asintió gravemente, dando el tema por
cerrado.
—Te he preparado algo de cena. Si te apetece, lo recaliento y..
—No tengo hambre, gracias. He picado algo por ahí. Me miró a los ojos
y asintió de nuevo. Se volvió y empezó a recoger los platos que había
dispuesto en la mesa. Fue entonces, sin saber bien por qué, cuando me acerqué a
él y le abracé. Sentí que mi padre, sorprendido, me abrazaba a su vez.
—Daniel, ¿estás bien?
Estreché a mi padre entre mis brazos con fuerza.
—Te quiero —murmuré.
Repicaban las campanas de la catedral cuando empecé a leer el manuscrito
de Nuria Monfort. Su caligrafía menuda y ordenada me recordó la pulcritud de
su escritorio, como si hubiese querido buscar en las palabras la paz y la
seguridad que la vida no había querido concederle.NURIA MONFORTMEMORIA DE APARECIDOS1933—1955
1
No hay segundas oportunidades, excepto para el remordimiento. Julián
Carax y yo nos conocimos en el otoño de 1933. Por entonces, yo trabajaba para
el editor Josep Cabestany. El señor Cabestany le había descubierto en 1927
durante uno de sus viajes «de prospección editorial» a París. Julián se ganaba
la vida tocando el piano por las tardes en una casa de alterne y escribía por
las noches. La dueña del local, una tal Irene Marceau, tenía tratos con la
mayoría de editores de París y, gracias a sus ruegos, favores o amenazas de
indiscreción, Julián Carax había conseguido publicar varias novelas en
diferentes editoriales con resultados comerciales desastrosos. Cabestany había
adquirido los derechos exclusivos para editar la obra de Carax en España y
América del Sur por una suma irrisoria que incluía la traducción de los
originales en francés al castellano por parte del autor. Confiaba en poder vender
unos tres mil ejemplares de cada una, pero los dos primeros títulos que publicó
en España fueron un rotundo fracaso: apenas se vendieron un centenar de
ejemplares de cada uno. Pese a los malos resultados, cada dos años recibíamos
un nuevo manuscrito de Julián, que Cabestany aceptaba sin poner reparos,
alegando que había suscrito un compromiso con el autor, que no todo
eran los beneficios y que había que promocionar la buena literatura.
Un día, intrigada, le pregunté por qué continuaba publicando novelas
de Julián Carax y perdiendo dinero en el empeño. Por toda contestación,
Cabestany fue hasta su estantería, tomó una copia de un libro de Julián y me invitó
a que lo leyese. Así lo hice. Dos semanas más tarde los había leído todos. Esta
vez mi pregunta fue cómo era posible que vendiésemos tan pocos ejemplares de
aquellas novelas.
—No lo sé —dijo Cabestany—. Pero lo seguiremos intentando.
Me pareció un gesto noble y admirable que no casaba con la imagen
fenicia que me había hecho del señor Cabestany. Quizá le había juzgado mal. La
figura de Julián Carax cada vez me intrigaba más. Todo lo referente a él estaba
envuelto de misterio. Por lo menos una o dos veces al mes alguien llamaba
preguntando por la dirección de Julián Carax. Pronto advertí que siempre era la
misma persona, que se identificaba con nombres diferentes. Yo me limitaba a decirle
lo que ya decían las contraportadas de los libros, que Julián Carax vivía en
París. Con el tiempo, aquel hombre dejó de llamar. Yo, por si las moscas,
había borrado la dirección de Carax de los archivos de la editorial. Yo era la
única que le escribía y me la sabía de memoria.
Meses más tarde, por casualidad, me encontré con las hojas de
contabilidad que el taller de impresión enviaba al señor Cabestany. Al echarles
un vistazo advertí que las ediciones de los libros de Julián Carax estaban
sufragadas en su integridad por un individuo ajeno a la empresa del cual yo no
había oído hablar jamás: Miquel Moliner. Es más, los costes de impresión y
distribución de las obras eran sustancialmente inferiores a la cifra facturada
al señor Moliner. Las cifras no mentían: la editorial estaba haciendo dinero
imprimiendo libros que iban a parar directamente a un almacén. No tuve valor
para cuestionar las indiscreciones financieras de Cabestany. Temía perder mi
puesto. Lo que hice fue anotar la dirección a la que enviábamos las facturas a
nombre de Miquel Moliner, un palacete en la calle Puertaferrisa. Guardé
aquella dirección durante meses antes de atreverme a visitarle. Finalmente, mi
conciencia pudo más y me presenté en su casa dispuesta a decirle que Cabestany
le estaba estafando. Sonrió y me dijo que ya lo sabía.
—Cada cual hace aquello para lo que sirve.
Le pregunté si había sido él quien había estado llamando tantas veces
para averiguar la dirección de Carax. Dijo que no y, con gesto sombrío, me
advirtió que no debía darle esa dirección a nadie. Nunca.
Miquel Moliner era un hombre enigmático. Vivía solo en un palacio
cavernoso y casi en ruinas que formaba parte de la herencia de su padre, un
industrial que se había enriquecido con la fabricación de armas y, se decía, la
promoción de guerras. Lejos de vivir entre lujos, Miquel llevaba una existencia
casi monacal, dedicado a dilapidar aquel dinero que consideraba ensangrentado
en restaurar museos, catedrales, escuelas, bibliotecas, hospitales y en
asegurarse de que las obras de su amigo de juventud, Julián Carax, fuesen
publicadas en su ciudad natal.
—Dinero me sobra, y amigos como Julián me faltan —decía por toda
explicación.
Apenas mantenía contacto con sus hermanos o con el resto de su
familia, a quienes se refería como extraños. No se había casado y raramente
salía del recinto del palacio, en el que sólo ocupaba la planta superior. Allí
tenía montada su oficina, donde: trabajaba febrilmente escribiendo artículos y
columnas para varios periódicos y revistas de Madrid y Barcelona, traduciendo
textos técnicos del alemán y el francés, haciendo corrección de estilo de
enciclopedias y manuales escolares... Miquel Moliner estaba poseído por esa
enfermedad de la laboriosidad culpable y, aunque respetaba y hasta envidiaba la
ociosidad en los demás, huía de ella como de la peste. Lejos de presumir de su
ética de trabajo, bromeaba sobre su compulsión productiva y la describía como
una forma menor de cobardía.
—Mientras se trabaja, uno no le mira a la vida a los ojos.
Nos hicimos buenos amigos casi sin darnos cuenta. Ambos teníamos mucho
en común, quizá demasiado. Miquel me hablaba de libros, de su adorado doctor
Freud, de música, pero sobre todo de su viejo amigo Julián. Nos veíamos casi
todas las semanas. Miquel me contaba historias de los días de Julián en el
colegio de San Gabriel. Conservaba una colección de antiguas fotografías, de relatos
escritos por un Julián adolescente. Miquel adoraba a Julián y a través de sus
palabras y sus recuerdos aprendí a descubrirle, a inventar una imagen en la
ausencia. Un año después de conocernos, Miquel Moliner me confesó que se había
enamorado de mí. No quise herirle, pero tampoco engañarle. Era imposible
engañar a Miquel. Le dije que le apreciaba muchísimo, que se había convertido
en mi mejor amigo, pero no estaba enamorada de él. Miquel dijo que ya lo
sabía.
—Estás enamorada de Julián, pero no lo sabes todavía.
En agosto de 1933, Julián me escribió anunciándome que casi había
terminado el manuscrito de una nueva novela titulada El ladrón de
catedrales. Cabestany tenía unos contratos pendientes de
renovación en septiembre con Gallimard. Llevaba ya semanas paralizado con un
ataque de gota y, como premio a mi dedicación, decidió que yo viajase a Francia
en su lugar para tramitar los nuevos contratos y, de paso, visitar a Julián
Carax y recoger la nueva obra. Escribí a Julián anunciando mi visita para
mediados de septiembre y pidiéndole si me podía recomendar un hotel modesto y
de precio asequible. Julián contestó diciendo que me podía instalar en su
casa, un modesto piso en la barriada de St. Germain, y ahorrarme el dinero del
hotel para otros gastos. El día antes de partir visité a Miquel para
preguntarle si tenía algún mensaje para Julián. Dudó un largo rato, y luego me
dijo que no.
La primera vez que vi a Julián en persona fue en la estación de
Austerlitz. El otoño había llegado a París a traición y la estación estaba
inundada de niebla. Me quedé esperando en el andén, mientras los pasajeros
partían hacia la salida. Pronto me quedé sola y vi a un hombre enfundado en
un abrigo negro apostado a la entrada del andén que me observaba entre el humo
de un cigarrillo. Durante el viaje me había preguntado a menudo cómo iba a
reconocer a Julián. Las fotografías que había visto de él en la colección de
Miquel Moliner tenían por lo menos trece o catorce años. Miré a un lado y a
otro del andén. No había nadie más excepto aquella figura y yo. Advertí que el
hombre me contemplaba con cierta curiosidad, quizá esperando a otra persona,
al igual que yo. No podía ser él. Según mis datos, Julián tenía entonces treinta
y dos años, y aquel hombre me pareció mayor. Tenía el pelo cano y una expresión
de tristeza o cansancio. Demasiado pálido y demasiado delgado, o quizá fuera
sólo la niebla y el cansancio del viaje. Había aprendido a imaginar un Julián
adolescente. Me aproximé a aquel desconocido con cautela y le miré a los ojos.
—¿Julián?
El extraño me sonrió y asintió. Julián Carax tenía la sonrisa más
bonita del mundo. Es lo único quedaba
de él.
Julián ocupaba una buhardilla en la barriada de St. Germain. El piso
se reducía a dos piezas: una sala con una cocina diminuta que daba a una
balaustrada desde la que se veían las torres de Notre-Dame emergiendo tras una
jungla de tejados y neblina, y un dormitorio sin ventanas con un lecho
individual. El baño estaba al fondo del pasillo del piso inferior y lo
compartía con el resto de vecinos. El conjunto de la vivienda era más pequeño
que el despacho del señor Cabestany. Julián había limpiado a conciencia y había
dispuesto todo para acogerme con sencillez y decoro. Fingí estar encantada con
la casa, que todavía olía al desinfectante y a la cera que Julián había
aplicado con más empeño que maña. Las sábanas de la cama se veían por estrenar.
Me pareció que eran de un estampado con dibujos de dragones y castillos.
Sábanas de niño. Julián se disculpó diciendo que las había conseguido a un
precio excepcional, pero que eran de primera calidad. Las que no llevaban
estampado costaban el doble, argumentó, y eran más aburridas.
En la sala había un escritorio de madera vieja enfrentado a la visión
de las torres de la catedral. Sobre él yacía la máquina Underwood que había
adquirido con el anticipo de Cabestany y dos pilas de cuartillas, una en blanco
y la otra escrita por ambas caras. Julián compartía el piso con un inmenso gato
blanco al que llamaba Kurtz. El felino me observaba
con recelo a los pies de su dueño, relamiéndose las garras. Conté dos sillas,
una percha y poco más. Lo demás eran libros. Murallas de libros cubrían las
paredes desde el suelo hasta el techo, en dos capas. Mientras yo inspeccionaba
el lugar, Julián suspiró.
—Hay un hotel a dos calles de aquí. limpio, asequible y respetable.
Me permití hacer una reserva...
Tuve mis dudas, pero temía ofenderle.
—Aquí estaré perfectamente, siempre y cuando no suponga una molestia
para ti, ni para Kurtz.
Kurtz y Julián intercambiaron una mirada. Julián negó, y el
gato imitó su gesto. No me había dado cuenta de lo mucho que se parecían el uno
al otro. Julián insistió en cederme el dormitorio. Él, alegaba, apenas dormía y
se instalaría en la sala en un plegatín que le había prestado su vecino
monsieur Darcieu, un anciano ilusionista que leía las líneas de la mano a las
señoritas a cambio de un beso. Aquella primera noche dormí de un tirón, agotada
por el viaje. Me desperté al alba y descubrí que Julián había salido. Kurtz dormía sobre
la máquina de escribir de su dueño. Roncaba como un mastín. Me aproximé al
escritorio y vi el manuscrito de la nueva novela que había venido a recoger.
El ladrón de catedrales
En la primera página, al igual que en todas las novelas de Julián,
rezaba la leyenda, escrita a mano:
Para P
Me sentí tentada de empezar a leer. Estaba a punto de tomar la segunda
página cuando advertí que Kurtz me miraba de reojo. Al
igual que había visto hacer a Julián, negué con la cabeza. El gato negó a su
vez, y devolví las páginas a su lugar. Al rato, Julián apareció trayendo pan
recién hecho, un termo de café y queso fresco. Desayunamos en la balaustrada.
Julián hablaba sin cesar pero rehuía mi mirada. A la luz del alba me pareció un
niño envejecido. Se había afeitado y enfundado el que supuse era su único
atuendo decente, un traje de algodón color crema que se veía
gastado pero elegante. Le escuché hablarme de los misterios de Notre-Dame, de
una supuesta barcaza fantasma que surcaba el Sena por las noches recogiendo
las almas de los amantes desesperados que se habían suicidado tirándose a las
aguas heladas, de mil y un embrujos que inventaba sobre la marcha con tal de no
permitirme preguntarle nada. Yo le contemplaba en silencio, asintiendo,
buscando en él al hombre que había escrito los libros que conocía casi de memoria
de tanto releerlos, al muchacho que Miquel Moliner me había descrito tantas
veces.
—¿Cuántos días vas a estar en París? —preguntó.
Mis asuntos con Gallimard iban a llevarme unos dos o tres días,
supuse. Mi primera cita era aquella misma tarde. Le dije que había pensado
tomarme un par de días para conocer la ciudad antes de regresar a Barcelona.
—París exige más de dos días —dijo Julián—. No se aviene a razones.
—No dispongo de más tiempo, Julián. El señor Cabestany es un patrón
generoso, pero todo tiene un límite.
—Cabestany es un pirata, pero incluso él sabe que París no se ve en
dos días, ni en dos meses, ni en dos años.
—No puedo estar dos años en París, Julián.
Julián miró un largo rato en silencio y me sonrió.
—¿Por qué no? ¿Alguien te espera?
Los trámites con Gallimard y mis visitas de cortesía a varios editores
con quienes Cabestany tenía contratos ocuparon tres días completos, tal y como
había previsto. Julián me había asignado un guía y protector, un muchacho
llamado Hervé que tenía apenas trece años y se conocía la ciudad al dedillo.
Hervé me acompañaba de puerta a puerta, se aseguraba de indicarme en qué cafés
tomar un bocado, qué calles evitar, qué vistas apresar. Me esperaba durante
horas a la puerta de las oficinas de los editores sin perder la sonrisa y sin
aceptar propina alguna. Hervé chapurreaba un español divertido, que mezclaba
con tintes de italiano y portugués.
—Signore Carax, ya me ha pagato con tuoda generosidade pos meus
servicios...
Según pude deducir, Hervé era el huérfano de una de las damas del
establecimiento de Irene Marceau, en cuyo ático vivía. Julián le había enseñado
a leer, escribir y a tocar el piano. Los domingos lo llevaba al teatro o a un
concierto. Hervé idolatraba a Julián y parecía dispuesto a hacer cualquier
cosa por él, incluido guiarme hasta el fin del mundo si era necesario. En
nuestro tercer día juntos me preguntó si yo era la novia del signore Carax. Le
dije que no, sólo una amiga de visita. Pareció decepcionado.
Julián pasaba casi todas las noches en vela, sentado en su escritorio
con Kurtz en el regazo, repasando páginas o simplemente mirando las siluetas de
las torres de la catedral a lo lejos. Una noche en que yo tampoco podía dormir
por el ruido de la lluvia arañando el tejado salí a la sala. Nos miramos sin
decir nada y Julián me ofreció un cigarrillo. Contemplamos la lluvia en
silencio durante un largo rato. Luego, cuando la lluvia cesó, le pregunté quién
era P.
—Penélope —respondió.
Le pedí que me hablase de ella, de aquellos trece años de exilio en
París. A media voz, en la penumbra, Julián me contó que Penélope era la única
mujer a la que había amado.
Una noche de invierno de 1921, Irene Marceau encontró a Julián Carax
vagando en las calles, incapaz de recordar su nombre y vomitando sangre.
Apenas llevaba encima unas monedas y unas páginas dobladas, escritas
a mano. Irene las leyó, y creyó que había dado con un autor famoso, borracho
perdido, y que quizá un editor generoso la recompensaría cuando él recobrase
el conocimiento. Esa era al menos su versión, pero Julián sabía que le salvó
la vida por compasión. Pasó seis meses en una habitación en el ático del burdel
de Irene, recuperándose. Los médicos advirtieron a Irene que si aquel individuo
volvía a envenenarse, no respondían de él. Se había destrozado el estómago y
el hígado, e iba a pasar el resto de sus días sin poder alimentarse más que de
leche, queso fresco y pan tierno. Cuando Julián recobró el habla, Irene le
preguntó quién era.
—Nadie —respondió Julián.
—Pues nadie vive a mi costa. ¿Qué sabes hacer?
Julián dijo que sabía tocar el piano.
—Demuéstralo.
Julián se sentó al piano del salón y, frente a una intrigada
audiencia de quince putillas adolescentes en paños menores, interpretó un
nocturno de Chopin. Todas aplaudieron menos Irene, que dijo que aquello era
música de muertos y que ellas estaban en el negocio de los vivos. Julián tocó
para ella un ragtime y un par de piezas de Offenbach.
—Eso está mejor.
Su nuevo empleo le granjeaba un sueldo, un techo y dos comidas
calientes al día.
En París sobrevivió gracias a la caridad de Irene Marceau, que era la
única persona que le animaba a seguir escribiendo. A ella le gustaban las
novelas románticas y las biografías de santos y mártires, que la intrigaban
enormemente. En su opinión, el problema de Julián es que tenía el corazón
envenenado y que por eso sólo podía escribir aquellas historias de espantos y
tinieblas. Pese a sus reparos, Irene era quien había conseguido que Julián encontrase
editor para sus primeras novelas, quien le había procurado aquella buhardilla
en la que se escondía del mundo, la que le vestía y lo sacaba de casa para que
le diese el sol y el aire, quien le compraba libros y le hacía acompañarla a
misa los domingos y luego a pasear por las Tullerías. Irene Marceau le mantenía
vivo sin pedirle otra cosa a cambio que su amistad y la promesa de que seguiría
escribiendo. Con el tiempo, Irene le permitió llevarse a alguna de sus chicas a
la buhardilla, aunque sólo fuera para dormir abrazados. Irene bromeaba que
ellas estaban casi tan solas como él y lo único que querían era algo de cariño.
—Mi vecino, monsieur Darcieu, me tiene por el hombre más afortunado
del universo.
Le pregunté por qué no había regresado nunca a Barcelona en busca de
Penélope. Se sumió en un largo silencio y cuando busqué su rostro en la
oscuridad lo encontré cortado de lágrimas. Sin saber bien lo que hacía me
arrodillé junto a él y le abracé. Permanecimos así, abrazados en aquella
silla, hasta que nos sorprendió el alba. Ya no sé quién besó primero a quién,
ni si tiene importancia. Sé que encontré sus labios y que me dejé acariciar
sin darme cuenta de que también yo estaba llorando y no sabía por qué. Aquel
amanecer, y todos los que siguieron durante las dos semanas que pasé con
Julián, nos amamos en el suelo, siempre en silencio. Luego, sentados en un café
o paseando por las calles, le miraba a los ojos y sabía sin necesidad de
preguntarle que él seguía queriendo a Penélope. Recuerdo que en aquellos días
aprendí a odiar a aquella muchacha de diecisiete años (porque para mí Penélope
siempre tuvo diecisiete años), a la que nunca había conocido y con la que
empezaba a soñar. Inventé mil y una excusas para telegrafiar a Cabestany y prolongar
mi estancia. Ya no me preocupaba perder aquel empleo ni la existencia gris que
había dejado en Barcelona. Muchas veces me he preguntado si llegué a París con
una vida tan vacía que caí en los brazos de Julián como las chicas de Irene
Marceau, que mendigaban cariño a regañadientes. Sólo sé que aquellas dos
semanas que pasé con Julián fueron el único momento de mi vida en que sentí por
una vez que era yo misma, en que comprendí con esa absurda claridad de las
cosas inexplicables que nunca podría querer a otro hombre como quería a Julián,
aunque pasara el resto de mis días intentándolo.
Una día Julián se quedó dormido en mis brazos, exhausto. La tarde
anterior, al cruzar frente al escaparate de una tienda de empeños se había
detenido para enseñar me una pluma estilográfica que llevaba años expuesta en
el mostrador y que según el tendero había pertenecido a Víctor Hugo. Julián
nunca había tenido un céntimo para comprarla, pero cada día la visitaba. Me
vestí con sigilo y bajé a la tienda. La pluma costaba una fortuna que yo no
tenía, pero el tendero me dijo que aceptaría un cheque en pesetas contra
cualquier banco español con oficina en París. Antes de morir, mi madre me había
prometido que ahorraría durante años para comprarme un vestido de novia. La
pluma de Víctor Hugo se llevó mi velo por delante, y aunque sabía que era una
locura, nunca gasté un dinero más a gusto. Al salir de la tienda con el estuche
fabuloso, advertí que una mujer me seguía. Era una dama muy elegante, con el
cabello plateado y los ojos más azules que he visto jamás. Se me aproximó y se
presentó. Era Irene Marceau, la protectora de Julián. Mi lazarillo Hervé le
había hablado de mí. Sólo quería conocerme y preguntarme si yo era la mujer a
la que Julián había estado esperando todos aquellos años. No hizo falta que
respondiese. Irene se limitó a asentir y me besó en la mejilla. La vi alejarse
calle abajo y supe entonces que Julián nunca sería mío, que le había perdido
antes de empezar. Regresé a la buhardilla con el estuche de la pluma oculto en
mi bolso. Julián me esperaba despierto. Me desnudó sin decir nada e hicimos el
amor por última vez. Cuando me preguntó por qué lloraba le dije que eran
lágrimas de felicidad. Más tarde, cuando Julián bajó a buscar algo de comida,
hice el equipaje y dejé el estuche con la pluma sobre su máquina de escribir.
Metí el manuscrito de la novela en mi maleta y me marché antes de que Julián
regresara. En el rellano me encontré con monsieur Darcieu, el anciano
ilusionista que leía la mano de las muchachas a cambio de un beso. Me tomó la
mano izquierda y me observó con tristeza.
—Vous avez poison au coeur, mademoiselle.
Cuando quise satisfacer su tarifa negó suavemente, y fue él quien me
besó la mano.
Llegué a la estación de Austerlitz justo a tiempo para tomar el tren
de las doce para Barcelona. El revisor que me vendió el billete me preguntó si
me encontraba bien. Asentí y me encerré en el compartimento. El tren partía ya
cuando miré por la ventana y avisté la silueta de Julián en el andén, en el
mismo sitio que le había visto la primera vez. Cerré los ojos y no los abrí
hasta que el tren hubo dejado atrás la estación y aquella ciudad embrujada a la
que nunca podría regresar. Llegué a Barcelona al amanecer del día siguiente.
Aquel día cumplí los veinticuatro años, sabiendo que lo mejor de mi vida había
quedado atrás.
2
A mi regreso a Barcelona dejé pasar un tiempo antes de volver a
visitar a Miquel Moliner. Necesitaba quitarme a Julián de la cabeza y me daba
cuenta de que si Miquel me preguntaba por él no iba a saber qué decir. Cuando
nos encontramos de nuevo no hizo falta que le dijese nada. Miquel me miró a los
ojos y se limitó a asentir. Me pareció más flaco que antes de mi viaje a
París, el rostro de una palidez casi enfermiza, que yo atribuí al exceso de
trabajo con que se castigaba. Me confesó que estaba pasando apuros económicos.
Había gastado casi todo el dinero que había heredado en sus donaciones
filantrópicas y ahora los abogados de sus hermanos estaban tratando de desalojarle
del palacete alegando que una cláusula del testamento del viejo Moliner
especificaba que Miquel sólo podría hacer uso de aquel lugar siempre y cuando
lo mantuviese en buenas condiciones y pudiera demostrar solvencia para mantener
la propiedad. En caso contrario, el palacio de Puertaferrisa pasaría a la
custodia de sus otros hermanos.
—Incluso antes de morir, mi padre intuyó que iba a gastarme su dinero
en todo aquello que él detestaba en vida, hasta el último céntimo.
Sus ingresos como columnista y traductor estaban lejos de permitirle
mantener semejante domicilio.
—Lo difícil no es ganar dinero sin más —se lamentaba—. Lo difícil es
ganarlo haciendo algo a lo que valga la pena dedicarle la vida.
Sospeché que estaba empezando a beber a escondidas. A veces le
temblaban las manos. Yo le visitaba todos los domingos y le obligaba a salir a
la calle y a alejarse de su mesa de trabajo y sus enciclopedias. Sabía que le
dolía verme. Actuaba como si no recordase que me había propuesto matrimonio y
que le había rechazado, pero a veces le sorprendía observándome con anhelo y
deseo, con mirada de derrota. Mi única excusa para someterle a aquella crueldad
era puramente egoísta: sólo Miquel sabía la verdad sobre Julián y Penélope
Aldaya.
Durante aquellos meses que pasé alejada de Julián, Penélope Aldaya se
había convertido en un espectro que me devoraba el sueño y el pensamiento.
Todavía recordaba la expresión de decepción en el rostro de Irene Marceau al
comprobar que yo no era la mujer que Julián estaba esperando. Penélope Aldaya,
ausente y a traición, era una enemiga demasiado poderosa para mí. Invisible, la
imaginaba perfecta, una luz en cuya sombra me perdía, indigna, vulgar,
tangible. Nunca había creído posible que pudiera odiar tanto, y tan a mi pesar,
a alguien a quien ni siquiera conocía, a quien no había visto una sola vez. Supongo
que creía que si la encontraba cara a cara, si comprobaba que era de carne y
hueso, su hechizo se rompería y Julián sería libre de nuevo. Y yo con él.
Quise creer que era una cuestión de tiempo, de paciencia. Tarde o temprano,
Miquel me contaría la verdad. Y la verdad me haría libre.
Un día, mientras paseábamos por el claustro de la catedral, Miquel
volvió a insinuar su interés por mí. Le miré y vi a un hombre solo, sin esperanzas.
Sabía lo que hacía cuando le llevé a casa y me dejé seducir por él. Sabía que
le estaba engañando, y que él lo sabía también, pero no tenía nada más en el
mundo. Fue así como nos convertimos en amantes, por desesperación. Yo veía en
sus ojos lo que hubiera querido ver en los de Julián. Sentía que al entregarme a él, me vengaba de
Julián y de Penélope y de todo aquello que se me negaba. Miquel, que estaba
enfermo de deseo y de soledad, sabía que nuestro amor era una farsa, y aun así
no podía dejarme ir. Cada día bebía más y muchas veces apenas podía poseerme.
Entonces bromeaba amargamente que después de todo nos habíamos convertido en
un matrimonio ejemplar en un tiempo récord. Nos estábamos haciendo daño el uno
al otro por despecho y cobardía. Una noche, cuando casi se cumplía un año de mi
regreso de París, le pedí que me contase la verdad sobre Penélope. Miquel había
bebido y se puso violento, como nunca le había visto antes. Lleno de rabia, me
insultó y me acusó de no haberle querido nunca, de ser una furcia cualquiera.
Me arrancó la ropa a jirones y cuando quiso forzarme yo me tendí, ofreciéndome
sin resistencia y llorando en silencio. Miquel se vino abajo y me suplicó que
le perdonase. Cuánto me hubiera gustado poder amarle a él y no a Julián, poder
elegir quedarme a su lado. Pero no podía. Nos abrazamos en la oscuridad y le
pedí perdón por todo el daño que le había hecho. Me dijo entonces que si eso
era realmente lo que quería, me contaría la verdad sobre Penélope Aldaya. Hasta
en eso me equivoqué.
Aquel
domingo de 1919 en que Miquel Moliner había acudido a la estación de Francia a
entregar el billete a París y despedir a su amigo Julián, ya sabía que
Penélope no acudiría a la cita. Sabía que dos días antes, al regresar don
Ricardo Aldaya de Madrid, su esposa le había confesado que había sorprendido a
Julián y a su hija Penélope en la habitación del aya Jacinta. Jorge Aldaya le
había revelado a Miquel lo sucedido el día anterior, haciéndole jurar que nunca
se lo contaría a nadie. Jorge le explicó cómo, al recibir la noticia, don
Ricardo estalló de ira, y gritando como un loco, corrió a la habitación de
Penélope, que al oír los alaridos de su padre se había encerrado con llave y
lloraba de terror. Don Ricardo derribó la puerta a patadas y encontró a
Penélope de rodillas, temblando y suplicándole su perdón. Don Ricardo le
propinó entonces una bofetada que la derribó contra el suelo. Ni el propio
Jorge fue capaz de repetirle las palabras que profirió don Ricardo, ardiendo de
rabia. Todos los miembros de la familia y el servicio esperaban abajo,
atemorizados, sin saber qué hacer. Jorge se ocultó en su habitación, a oscuras,
pero incluso allí llegaban los gritos de don Ricardo. Jacinta fue despedida
aquel mismo día. Don Ricardo ni se dignó verla. Ordenó a los criados que la
echasen de la casa y les amenazó con un destino similar si cualquiera de ellos
volvía a tener contacto alguno con ella.
Cuando
don Ricardo bajó a la biblioteca era ya medianoche. Había dejado encerrada
bajo llave a Penélope en la que había sido la habitación de Jacinta y prohibió
terminantemente que nadie subiera a verla, ni miembros del servicio ni de la
familia. Desde su habitación, Jorge escuchó a sus padres hablar en el piso de
abajo. El doctor llegó de madrugada. La señora Aldaya le condujo hasta la
alcoba donde mantenían encerrada a Penélope y esperó en la puerta mientras el
médico la reconocía. Al salir, el doctor se limitó a asentir y a recoger su
pago. Jorge escuchó cómo don Ricardo le decía que si comentaba con alguien lo
que había visto allí, él personalmente se aseguraría de arruinar su reputación
y de impedir que volviese a ejercer la medicina. Incluso Jorge sabía lo que eso
significaba.
Jorge
confesó estar muy preocupado por Penélope y por Julián. Nunca había visto a su
padre poseído por semejante cólera. Incluso teniendo en cuenta la ofensa
cometida por los amantes, no comprendía el alcance de aquella ira. Tiene que haber algo más, dijo, algo más. Don Ricardo había
dado órdenes ya para que Julián fuese expulsado del colegio de San Gabriel y se
había puesto en contacto con el padre del muchacho, el sombrerero, para
enviarle al ejército inmediatamente. Miquel, al oír aquello, decidió que no
podía decirle a Julián la verdad. Si le desvelaba que don Ricardo Aldaya
mantenía encerrada a Penélope y que ella llevaba en las entrañas al hijo de
ambos, Julián nunca tomaría aquel tren para París. Sabía que quedarse en
Barcelona sería el fin de su amigo. Así pues, decidió engañarle y dejar que
partiera para París sin saber lo que había sucedido, dejándole creer que
Penélope se reuniría con él tarde o temprano. Al despedirse de Julián aquel
día en la estación de Francia, quiso creer que no todo estaba perdido.
Días más tarde, cuando se supo que Julián había desaparecido, se
abrieron los infiernos. Don Ricardo Aldaya echaba espuma por la boca. Puso a
medio departamento de policía a la busca y captura del fugitivo, sin éxito. Acusó
entonces al sombrerero de haber saboteado el plan que habían pactado y le
amenazó con la ruina absoluta. El sombrerero, que no entendía nada, acusó a su
vez a su esposa Sophie de haber urdido la fuga de aquel hijo infame y la
amenazó con echarla a la calle para siempre. A nadie se le ocurrió que era
Miquel Moliner quien había ideado todo el asunto. A nadie excepto a Jorge
Aldaya, que dos semanas más tarde acudió a verle. Ya no rezumaba el temor y la
preocupación que le habían atenazado días atrás. Aquél era otro Jorge Aldaya,
adulto y robado de inocencia. Fuera lo que fuese lo que se ocultaba tras la
rabia de don Ricardo, Jorge lo había averiguado. El motivo de la visita era
sucinto: le dijo que sabía que era él quien había ayudado a Julián a escapar.
Le anunció que ya no eran amigos, que no quería volver a verle nunca más y le
amenazó con matarle si le contaba a alguien lo que él le había revelado dos
semanas antes.
Unas semanas más tarde, Miquel recibió la carta bajo nombre falso que
Julián enviaba desde París dándole su dirección y comunicándole que estaba bien
y le echaba de menos e interesándose por su madre y por Penélope. Incluía una
carta dirigida a Penélope para que Miquel la reenviase desde Barcelona, la
primera de tantas que Penélope nunca llegaría a leer. Miquel dejó pasar unos
meses con prudencia. Escribía semanalmente a Julián, refiriéndole sólo
aquello que creía oportuno, que era casi nada. Julián a su vez le hablaba de
París, de lo difícil que estaba resultando todo, de lo solo y desesperado que
se sentía. Miquel le enviaba dinero, libros y su amistad. Junto con cada
carta, Julián acompañaba sus envíos con otra misiva para Penélope. Miquel las
enviaba desde diferentes estafetas, aun sabiendo que era inútil. En sus
cartas, Julián no cesaba de preguntar por Penélope. Miquel no podía contarle
nada. Sabía por Jacinta que Penélope no había salido de la casa de la avenida
del Tibidabo desde que su padre la había encerrado en la habitación del tercer
piso.
Una noche, Jorge Aldaya le salió al paso entre las sombras a dos
manzanas de su casa. «¿Vienes ya a matarme?», preguntó Miquel. Jorge anunció
que venía a hacerle un favor a él y a su amigo Julián. Le entregó una carta y
le sugirió que se la hiciera llegar a Julián, dondequiera que se hubiera
ocultado. «Por el bien de todos», sentenció. El sobre contenía una cuartilla
escrita de puño y letra por Penélope Aldaya.
Querido Julián:
Te escribo para anunciarte mi próximo
matrimonio y
para rogarte que no me escribas más, que
me olvides y que rehagas tu vida. No te guardo rencor, pero no sería
sincera si no te confesara que nunca te he querido y nunca podré quererte. Te
deseo lo mejor, dondequiera que estés.
Penélope
Miquel leyó y releyó la carta mil veces. El trazo era inequívoco, pero
no creyó por un momento que Penélope hubiera escrito aquella carta por propia
voluntad. «Dondequiera que estés...» Penélope sabía perfectamente donde estaba
Julián: en París, esperándola. Si fingía desconocer su paradero, reflexionó
Miquel, era para protegerle. Por ese mismo motivo, Miquel no acertaba a comprender
lo que podía haberla llevado a redactar aquellas líneas. ¿Qué más amenazas
podía cernir sobre ella don Ricardo Aldaya que el mantenerla encerrada durante
meses en aquella alcoba como a una prisionera? Más que nadie, Penélope sabía
que aquella carta constituía una puñalada envenenada en el corazón de Julián:
un joven de diecinueve años, perdido en una ciudad lejana y hostil, abandonado
de todos, apenas sobreviviendo de vanas esperanzas de volverla a ver. ¿De qué
quería protegerle al apartarle de su lado de aquel modo? Tras mucho meditarlo,
Miquel decidió no enviar la carta. No sin antes saber su causa. Sin una buena
razón, no sería su mano la que hundiese aquel puñal en el alma de su amigo.
Días más tarde supo que don Ricardo Aldaya, harto de ver a Jacinta
Coronado acechando como un centinela a las puertas de su casa mendigando
noticias de Penélope, había recurrido a sus muchas influencias y hecho encerrar
al aya de su hija en el manicomio de Horta. Cuando Miquel Moliner quiso
visitarla, se le negó el permiso. Jacinta Coronado iba a pasar sus tres
primeros meses en una celda incomunicada. Después de tres meses en el silencio
y en la oscuridad, le explicó uno de los doctores, un individuo muy joven y
sonriente, la docilidad de la paciente estaba garantizada. Siguiendo una
corazonada, Miquel decidió visitar la pensión en la que Jacinta había estado
viviendo durante los meses siguientes a su despido. Al identificarse, la
patrona recordó que Jacinta había dejado un mensaje a su nombre y tres semanas
a deber. Saldó la deuda, de cuya veracidad dudaba, y se hizo con el mensaje en
que el aya decía que tenía constancia de que una de las doncellas de la casa,
Laura, había sido despedida al saberse que había enviado en secreto una carta
escrita por Penélope a Julián. Miquel dedujo que la única dirección a la que
Penélope, desde su cautiverio, habría podido dirigir la misiva era al piso de
los padres de Julián en la ronda de San Antonio, confiando en que ellos a su
vez la hiciesen llegar a su hijo en París.
Decidió pues visitar a Sophie Carax a fin de recuperar aquella carta
para enviársela a Julián. Al visitar el domicilio de la familia Fortuny,
Miquel se llevó una sorpresa de mal augurio: Sophie Carax ya no residía allí.
Había abandonado a su marido unos días atrás, o ése era el rumor que circulaba
en la escalera. Miquel trató entonces de hablar con el sombrerero, que pasaba
los días encerrado en su tienda carcomido por la rabia y la humillación. Miquel
le insinuó que había venido a buscar una carta que debía haber llegado a
nombre de su hijo Julián hacía unos días.
—Yo no tengo ningún hijo —fue toda la respuesta que obtuvo.
Miquel Moliner marchó de allí sin saber que aquella carta había ido a
parar a manos de la portera del edificio y que muchos años después, tú, Daniel,
la encontrarías y leerías las palabras que Penélope había enviado, esta vez de
corazón, a Julián, y que él nunca llegó a recibir.
Al salir de la sombrerería Fortuny, una vecina de la escalera que
se identificó como la Viçenteta se le acercó y le preguntó si estaba buscando a
Sophie. Miquel asintió.
—Soy amigo de Julián.
La Viçenteta le informó de que Sophie estaba malviviendo en una
pensión situada en una callejuela tras el edificio de Correos a la espera de
que partiese el barco que la llevaría a América. Miquel acudió a aquella dirección,
una escalera angosta y miserable que rehuía la luz y el aire. En la cima de
aquella espiral polvorienta de peldaños inclinados, Miquel encontró a Sophie
Carax en una habitación del cuarto piso, encharcada de sombras y humedad. La
madre de Julián enfrentaba la ventana sentada al borde de un camastro en el
que todavía yacían dos maletas cerradas como ataúdes sellando sus veintidós
años en Barcelona.
Al leer la carta firmada por Penélope que Jorge Aldaya había
entregado a Miquel, Sophie derramó lágrimas de rabia.
—Ella lo sabe —murmuró—. Pobrecilla, lo sabe...
—¿Sabe el qué? —preguntó Miquel.
—La culpa es mía —dijo Sophie—. La culpa es mía.
Miquel le sostenía las manos, sin comprender. Sophie no se atrevió a
enfrentar su mirada.
—Penélope y Julián son hermanos —murmuró.
3
Muchos años antes de convertirse en la esclava de Antoni Fortuny,
Sophie Carax había sido una mujer que vivía de su talento. Apenas contaba
diecinueve años cuando llegó a Barcelona en busca de una promesa de empleo que
nunca habría de materializarse. Antes de morir, su padre le había procurado
referencias para que entrase al servicio de los Benarens, una próspera familia
de comerciantes alsacianos establecida en Barcelona.
—A mi muerte —le instó—, acude a ellos, y te acogerán como a una
hija.
La calurosa acogida que recibió fue parte del problema. Monsieur
Benarens había decidido acogerla con los brazos, y las gónadas, abiertos y a
toda vela. Madame Benarens, no sin apiadarse de ella y de su mala fortuna, le
entregó cien pesetas y la puso en la calle.
—Tú tienes la vida por delante, pero yo sólo tengo este marido
miserable y lúbrico.
Una escuela de música de la calle Diputación se avino a darle empleo
como maestra particular de piano y solfeo. Era por entonces de buen tono que
las hijas de familias asentadas fueran instruidas en las artes sociales y
salpicadas con el don de la música de salón, donde la polonesa era menos
peligrosa que la conversación o las lecturas cuestionables. Así pues, Sophie
Carax empezó su rutina de visitar caserones palaciegos donde criadas
almidonadas y mudas la conducían a salones de música donde la infancia hostil
de la aristocracia industrial la esperaba para burlarse de su acento, su
timidez o su condición de sirvienta, pentagrama más o menos. Con el tiempo
aprendió a concentrarse en aquella exigua décima parte de sus alumnos que se
elevaban por encima de la condición de alimañas perfumadas, y a olvidar al
resto.
Por aquel entonces, Sophie conoció a un joven sombrerero (pues así se
hacía llamar él con orgullo gremial) llamado Antoni Fortuny que parecía
decidido a hacerle la corte a cualquier precio. Antoni Fortuny, por quien Sophie
sentía una cordial amistad y nada más, no tardó en proponerle matrimonio,
oferta que Sophie rechazaba una docena de veces al mes. Cada vez que se
despedían; Sophie confiaba en no volver a verle más, porque no deseaba
herirle. El sombrerero, impermeable a toda negativa, volvía al ataque,
invitándola a un baile, a dar un paseo o a una merienda de bizcochos y chocolate
en la calle Canuda. Sola en Barcelona, Sophie encontraba difícil resistirse a
su entusiasmo, a su compañía y a su devoción. Le bastaba mirar a Antoni Fortuny
para saber que nunca podría amarle. No como ella soñaba llegar a amar a
alguien algún día. Pero le costaba rechazar la imagen de sí misma que veía en
los ojos embrujados del sombrerero. Sólo en ellos veía a la Sophie que hubiera
deseado ser.
Así pues, por anhelo o debilidad, Sophie seguía jugueteando con el
cortejo del sombrerero, creyendo que algún día él conocería a otra muchacha más
dispuesta y partiría en rumbos más provechosos. Entretanto, sentirse deseada y
apreciada bastaba para quemar la soledad y la nostalgia de cuanto había dejado
atrás. Veía a Antoni los domingos, después de misa. El resto de la semana lo
dedicaba a sus clases de música. Su alumna predilecta era una muchacha de
notable talento llamada Ana Valls, hija de un próspero fabricante de maquinaria
textil que había hecho su fortuna desde la nada, a fuerza de enormes esfuerzos
y sacrificios, mayormente ajenos. Ana declaraba su deseo de llegar a ser una
gran compositora e interpretaba para Sophie pequeñas piezas que componía imitando
motivos de Grieg y Schumann, no sin cierto ingenio. El señor Valls, convencido
de que las mujeres eran incapaces de componer otra cosa que calceta y colchas
de punto, veía sin embargo con buen ojo que su hija se convirtiese en una
competente intérprete al teclado, pues tenía planes de casarla con algún
heredero de buen apellido, y sabía que la gente refinada gustaba de cualidades
extravagantes en las muchachas casaderas, amén de la docilidad y la exuberante
fertilidad de una juventud en flor.
Fue en la casa de los Valls donde Sophie conoció a uno de los máximos
benefactores y padrinos financieros del señor Valls: don Ricardo Aldaya,
heredero del imperio Aldaya, ya por entonces la gran esperanza blanca de la
plutocracia catalana de finales de siglo. Ricardo Aldaya se había casado meses
atrás con una rica heredera de belleza cegadora y nombre impronunciable,
atributos que las malas lenguas daban por verídicos, pues se decía que ni su
reciente marido veía belleza alguna en ella ni se molestaba en mentar su
nombre. Había sido un matrimonio entre familias y bancos, no una niñería
romántica, decía el señor Valls, que tenía muy claro que una cosa era el lecho
y otra el hecho.
A Sophie le bastó cruzar una mirada con don Ricardo para saber que
estaba perdida para siempre. Aldaya tenía ojos de lobo, hambrientos y afilados,
que se abrían camino y sabían dónde asestar la dentellada mortal de necesidad.
Aldaya le besó la mano lentamente, acariciándole los nudillos con los labios.
Todo cuanto el sombrerero destilaba de afabilidad y entusiasmo, don Ricardo
exhalaba en crueldad y fortaleza. Su sonrisa canina dejaba claro que era capaz
de leer sus pensamientos y sus deseos y que se reía de ellos. Sophie sintió por
él ese anémico desprecio que despiertan las cosas que más deseamos sin saberlo.
Se dijo que no le volvería a ver, que si era necesario dejaría de dar clases a
su alumna preferida si con ello evitaba volver a tropezarse con Ricardo
Aldaya. Nada la había aterrado tanto en su vida como el presentir a aquel
animal bajo la piel, y el reconocer a su depredador, vestido en galas de lino.
Todos estos pensamientos cruzaron por su mente en apenas segundos, mientras
urdía una burda excusa para ausentarse ante la perplejidad del señor Valls, la
carcajada de Aldaya y la mirada derrotada de la pequeña Ana, que entendía
a las personas mejor que a la música y sabía que había perdido a su maestra sin
remedio.
Una semana más tarde, a las puertas de la escuela de música de la
calle Diputación, Sophie se encontró con don Ricardo Aldaya, que la esperaba
fumando y ojeando un periódico. Cruzaron una mirada y sin mediar palabra él la
condujo a un edificio a dos manzanas de allí. Era un inmueble nuevo, todavía
sin inquilinos. Ascendieron hasta el piso principal. Don Ricardo abrió la
puerta y le cedió el paso. Sophie se adentró en el piso, un laberinto de
corredores y galerías, de paredes desnudas y techos invisibles. No había
muebles ni cuadros ni lámparas ni objeto alguno que identificase aquel espacio
como una vivienda. Don Ricardo Aldaya cerró la puerta y ambos se miraron.
—No he dejado de pensar en ti durante toda esta semana. Dime que tú
no has hecho lo mismo y te dejaré marchar y no volverás a verme —dijo Ricardo.
Sophie negó.
La historia de sus encuentros furtivos duró noventa y seis días. Se
veían al atardecer, siempre en aquel piso vacío en la esquina de Diputación y
Rambla de Cataluña. Martes y jueves, a las tres de la tarde. Sus citas nunca
duraban más de una hora. A veces Sophie se quedaba a solas, una vez Aldaya
había partido, llorando o temblando en un rincón de aquella alcoba. Luego, al
llegar el domingo, Sophie buscaba desesperadamente en los ojos del sombrerero
vestigios de la mujer que estaba desapareciendo, ansiando la devoción y el
engaño. El sombrerero no veía las marcas sobre la piel, los cortes ni las
quemaduras que salpicaban su cuerpo. El sombrerero no veía la desesperación en
su sonrisa, en su docilidad. El sombrerero no veía nada. Quizá por eso aceptó
su promesa de matrimonio. Ya presentía por entonces que llevaba eh hijo de Aldaya
en las entrañas, pero temía decírselo, casi tanto como temía perderle. Una vez
mas, fue Aldaya quien vio en ella lo que Sophie era incapaz de confesar. Le dio
quinientas pesetas, una dirección en la calle Platería y la orden de que se deshiciese
de la criatura. Cuando Sophie se negó, don Ricardo Aldaya la abofeteó hasta
que le sangraron los oídos y la amenazó con hacerla matar si se atrevía a
mencionar sus encuentros o a afirmar que el hijo era suyo. Cuando le dijo al
sombrerero que unos truhanes la habían asaltado en la plaza del Pino, él la
creyó. Cuando le dijo que quería ser su esposa, él la creyó. El día de su
boda, alguien envió por error una gran corona funeraria a la iglesia. Todos
rieron nerviosamente ante la confusión del florista. Todos menos Sophie, que
sabía perfectamente que don Ricardo Aldaya seguía acordándose de ella en el día
de su matrimonio.
4
Sophie Carax nunca pensó que años más tarde volvería a ver a Ricardo
(ya un hombre maduro al frente del imperio familiar, padre de dos hijos), ni
que Aldaya regresaría para conocer al hijo que había querido borrar por quinientas
pesetas.
—Quizá es que me estoy haciendo viejo —dio por toda explicación—, pero
quiero conocer a ese muchacho y darle las oportunidades en la vida que merece
un hijo de mi sangre. No se me había ocurrido pensar en él durante todos estos
años y ahora, extrañamente, no consigo pensar en otra cosa.
Ricardo Aldaya había decidido que no se veía a sí mismo en su
primogénito Jorge. El muchacho era débil, reservado y carecía de la presencia
de espíritu de su padre. Le faltaba todo, menos el apellido. Un día don Ricardo
había despertado en el lecho de una criada sintiendo que su cuerpo envejecía,
que Dios le había retirado la gracia. Presa del pánico, corrió a mirarse en el
espejo, desnudo, y sintió que le mentía. Aquél no era él.
Quiso entonces encontrar de nuevo al hombre que le habían robado.
Hacía años que sabía del hijo del sombrerero. Tampoco había olvidado a Sophie,
a su manera. Don Ricardo Aldaya nunca olvidaba nada. Llegado el momento,
decidió conocer al muchacho. Era la primera vez en quince años que se tropezaba
con alguien que no le tenía miedo, que osaba desafiarle e incluso burlarse de
él. Reconoció en él la gallardía, la ambición silenciosa que los necios no ven
pero que consume por dentro. Dios le había devuelto su juventud de nuevo.
Sophie, apenas un eco de la mujer que recordaba, no tenía fuerzas ni para
interponerse entre ellos. El sombrerero no era más que un bufón, un patán
malicioso y rencoroso cuya complicidad daba por comprada. Decidió arrancar a
Julián de aquel mundo irrespirable de mediocridad y pobreza para abrirle las
puertas de su paraíso financiero. Se educaría en el colegio de San Gabriel,
gozaría de todos los privilegios de su clase y se iniciaría en los caminos que
su padre había escogido para él. Don Ricardo quería un sucesor digno de sí
mismo. Jorge siempre viviría a la sombra de su privilegio, entre algodones y
fracasos. Penélope, la preciosa Penélope, era mujer y por tanto tesoro, no
tesorero. Julián, que tenía alma de poeta, y por tanto de asesino, reunía las
cualidades. Sólo era una cuestión de tiempo. Don Ricardo calculaba que en diez
años se habría esculpido a sí mismo en aquel muchacho. Nunca, durante todo el
tiempo que Julián pasó con los Aldaya, como uno más (incluso como el elegido),
se le ocurrió pensar que Julián no deseaba nada de él, excepto a Penélope. No
se le ocurrió ni por un instante que secretamente Julián le despreciaba y que
toda aquella farsa no era para él más que un pretexto para estar cerca de
Penélope. Para poseerla total y plenamente. En eso sí se parecían.
Cuando su esposa le anunció que había descubierto a Julián y a
Penélope desnudos en circunstancias inequívocas, el universo entero prendió en
llamas. El horror y la traición, la rabia indecible de saberse ultrajado en lo
que tenía por más sagrado, burlado en su propio juego, humillado y apuñalado
por aquel a quien había aprendido a adorar como a sí mismo, le asaltaron con
tal furia que nadie pudo comprender el alcance de su desgarro. Cuando el
médico que vino a reconocer a Penélope confirmó que la muchacha había sido
desflorada y que probablemente estaba embarazada, el alma de don Ricardo Aldaya
se fundió en el líquido espeso y viscoso del odio ciego. Veía su propia mano
en la mano de Julián, la mano que había hundido la daga en lo más profundo de
su corazón. No lo sabía todavía, pero el día que ordenó encerrar a Penélope
bajo llave en la alcoba del tercer piso, fue el día en que empezó a morir.
Cuanto hizo a partir de entonces no fueron sino los estertores de su
autodestrucción.
En colaboración con el sombrerero, a quien tanto había despreciado,
tramó para que Julián desapareciese de la escena y fuese enviado al ejército,
donde daría órdenes para que su muerte fuese declarada un accidente. Prohibió
que nadie, ni médicos ni criados ni miembros de la familia excepto él y su
esposa, viera a Penélope en los meses en que la muchacha permaneció encarcelada
en aquella habitación que olía a muerte y enfermedad. Ya por entonces, sus
socios le habían retirado secretamente su apoyo y maniobraban a sus espaldas
para arrebatarle el poder empleando la fortuna que él les había proporcionado.
Ya por entonces, el imperio Aldaya se desmoronaba en silencio, en juntas
secretas y reuniones de pasillo en Madrid y en los bancos de Ginebra. Julián, como
debía haber sospechado, había escapado. En el fondo se sentía secretamente orgulloso
del muchacho, incluso deseándole muerto. Había hecho lo que él en su lugar.
Alguien pagaría por él.
Penélope Aldaya dio a luz un niño que nació cadáver el 26 de septiembre
de 1919. Si un médico hubiera podido reconocerla, hubiese dictaminado que la
criatura llevaba ya días en peligro y que era necesario intervenir y realizar
una cesárea. Si un médico hubiese estado presente, quizá hubiera podido
contener la hemorragia que se llevó la vida de Penélope entre alaridos,
arañando la puerta cerrada, al otro lado de la cual su padre lloraba en
silencio y su madre le miraba temblando. Si un médico hubiese estado presente,
habría acusado a don Ricardo Aldaya de asesinato, pues no había una palabra que
pudiera describir la visión que encerraba aquella celda ensangrentada y
oscura. Pero no había nadie allí, y cuando finalmente abrieron la puerta y
encontraron a Penélope, muerta y tendida sobre un charco de su propia sangre,
abrazando a una criatura púrpura y brillante, nadie fue capaz de despegar los
labios. Los dos cuerpos fueron enterrados en la cripta del sótano, sin
ceremonia ni testigos. Las sábanas y los despojos fueron arrojados a las
calderas y la habitación sellada con un muro de adoquines.
Cuando Jorge Aldaya, beodo de culpa y vergüenza, reveló lo sucedido a
Miquel Moliner, éste decidió enviar a Julián aquella carta firmada por Penélope
en la que declaraba que no le amaba y le pedía que la olvidase, anunciándole
un matrimonio ficticio. Prefirió que Julián creyese aquella mentira, y
rehiciese su vida a la sombra de una traición, que entregarle ha verdad. Dos
años más tarde, cuando la señora Aldaya falleció, hubo quien quiso culpar a los
embrujos del caserón, pero su hijo Jorge supo que lo que la había matado era el
fuego que se la comía por dentro, los gritos de Penélope y sus golpes
desesperados en aquella puerta, que seguían repiqueteando en su interior sin
cesar. Ya por entonces, la familia había caído en desgracia y la fortuna de
los Aldaya se deshacía en castillos de arena frente a la marea de la codicia
más rabiosa, de la revancha y de la historia inevitable. Secretarios y
tesoreros urdieron la fuga a la Argentina, el inicio de un nuevo negocio, más
modesto. Cuanto importaba era poner distancia. Distancia de los espectros que
recorrían los pasillos del caserón Aldaya, que los habían recorrido siempre.
Partieron un alba de 1926 en el más negro de los anonimatos, viajando
bajo nombre falso a bordo de aquel buque que les llevaría a través del
Atlántico hasta el puerto de La Plata. Jorge y su padre compartían el camarote.
El viejo Aldaya, pestilente de muerte y enfermedad, apenas se sostenía en pie.
Los médicos a los que no había permitido visitar a Penélope le temían
demasiado para decirle la verdad, pero él sabía que la muerte había embarcado
con ellos y que aquel cuerpo que Dios le había empezado a robar aquella mañana
en que decidió buscar a su hijo Julián, se consumía. A lo largo de aquella
larga travesía, sentado en la cubierta, temblando bajo las mantas y enfrentando
el infinito vacío del océano, supo que no llegaría a ver tierra. A veces,
sentado en la popa, observaba la bandada de tiburones que había estado
siguiendo el barco poco después de hacer escala en Tenerife. Oyó decir a uno
de los oficiales que aquel siniestro séquito era habitual en los cruceros
transoceánicos. Las bestias se alimentaban de la carroña que el barco iba
dejando atrás. Pero don Ricardo Aldaya no lo creía. Tenía el convencimiento de
que aquellos demonios le seguían a él. «Me estáis esperando», pensaba,
viendo en ellos el verdadero rostro de Dios. Fue entonces cuando le hizo jurar
a su hijo Jorge, al que tantas veces había despreciado y a quien ahora se veía
obligado a recurrir sin remedio, que cumpliría su última voluntad.
—Encontrarás a Julián Carax y le matarás. Júramelo.
Un amanecer, dos días antes de llegar a Buenos Aires, Jorge despertó y
comprobó que la litera de su padre estaba vacía. Salió a buscarle a cubierta,
salpicada de niebla y salitre, desierta. Encontró la bata de su padre
abandonada sobre la popa del buque, aún tibia. La estela del buque se perdía
en un bosque de brumas escarlata y el océano sangraba reluciente de calma.
Pudo ver entonces que la bandada de tiburones ya no les seguía, y que una
danza de aletas dorsales se agitaba en círculo a lo lejos. Durante el resto de
la travesía, ningún pasajero volvió a avistar a la bandada de escualos, y
cuando Jorge Aldaya desembarcó en Buenos Aires y el oficial de aduanas le
preguntó si viajaba solo, se limitó a asentir. Hacía mucho que viajaba solo.
5
Diez años después de desembarcar en Buenos Aires, Jorge Aldaya, o el
despojo humano en que se había convertido, regresó a Barcelona. Los
infortunios que habían empezado a corroer a la familia Aldaya en el viejo
mundo no habían hecho sino multiplicarse en la Argentina. Allí Jorge había
tenido que enfrentarse solo al mundo y al moribundo legado de Ricardo Aldaya,
una lucha para la que él nunca tuvo las armas ni el aplomo de su padre. Había
llegado a Buenos Aires con el corazón vacío y el alma picada de
remordimientos. América, diría después a modo de disculpa o epitafio, es un
espejismo, una tierra de depredadores y carroñeros, y él había sido educado
para los privilegios y los remilgos insensatos de la vieja Europa, un cadáver
que se sostenía por inercia. En el curso de pocos años lo perdió todo,
empezando por la reputación y acabando en el reloj de oro que su padre le había
regalado con ocasión de su primera comunión. Gracias a él pudo comprar el
pasaje de vuelta. El hombre que regresó a España era apenas un mendigo, un
saco de amargura y fracaso que sólo conservaba la memoria de que cuanto sentía
le había sido arrebatado y el odio por quien consideraba el culpable de su
ruina: Julián Carax.
Todavía le quemaba en el recuerdo la promesa que le había hecho a su
padre. Tan pronto llegó a Barcelona, olfateó el rastro de Julián para descubrir
que Carax, al igual que él, también parecía haberse desvanecido de una Barcelona
que ya no era la que había dejado al partir diez años atrás. Fue por entonces
cuando se reencontró con un viejo personaje de su juventud, con esa casualidad
desprendida y calculada del destino. Tras una marcada carrera en reformatorios
y prisiones del Estado, Francisco Javier Fumero había ingresado en el
ejército, alcanzando el rango de teniente. Muchos le auguraban un futuro de
general, pero un turbio escándalo que nunca llegaría a esclarecerse motivó su
expulsión del ejército. Aún entonces, su reputación excedía su rango y sus
atribuciones. Se decían muchas cosas de él, pero se le temía aún más.
Francisco Javier Fumero, aquel muchacho tímido y perturbado que acostumbraba a
recoger la hojarasca en el patio del colegio de San Gabriel, era ahora un
asesino. Se rumoreaba que Fumero liquidaba a notorios personajes por dinero,
que despachaba figuras políticas por encargo de diversas manos negras y que
era la muerte personificada.
Aldaya y él se reconocieron al instante en las brumas del café
Novedades. Aldaya estaba enfermo, consumido por una extraña fiebre de la que
culpaba a los insectos de las selvas americanas. «Allí hasta los mosquitos son
unos hijos de puta», se lamentaba. Fumero le escuchaba con una mezcla de
fascinación y repugnancia. Él sentía veneración por los mosquitos y los
insectos en general. Admiraba su disciplina, su fortaleza y su organización.
No existía en ellos la holgazanería, la irreverencia, la sodomía ni la
degeneración de la raza. Sus especímenes predilectos eran los arácnidos, con su
rara ciencia para tejer una trampa en que, con infinita paciencia, esperaban a
sus presas, que tarde o temprano sucumbían, por estupidez o desidia. A su
juicio, la sociedad civil tenía mucho que aprender de los insectos. Aldaya era
un caso claro de ruina moral y física. Había envejecido notablemente y se le
veía descuidado, sin tono muscular. Fumero detestaba a las gentes sin tono
muscular. Le inducían arcadas.
—Javier,
me encuentro fatal —imploró Aldaya—. ¿Me puedes echar una mano por unos días?
Intrigado,
Fumero decidió llevarse a Jorge Aldaya a su casa. Fumero vivía en un tenebroso
piso en el Raval, en la calle Cadena, en compañía de numerosos insectos que
almacenaba en frascos de botica y media docena de libros. Fumero aborrecía los
libros tanto como adoraba a los insectos, pero aquéllos no eran volúmenes
corrientes: eran las novelas de Julián Carax que había publicado la editorial
Cabestany. Fumero pagó a las fulanas que ocupaban el piso de enfrente —un dúo
de madre e hija que se dejaban pinchar y quemar con un cigarro cuando la
clientela flojeaba,
sobre todo a, fin de mes— para que cuidasen a Aldaya mientras él iba a
trabajar. No tenía interés alguno en verle morir. No todavía.
Francisco
Javier Fumero había ingresado en la Brigada Criminal, donde siempre había
trabajo para personal cualificado y capaz de afrontar las papeletas más
ingratas que se precisaba solventar con discreción para que la gente respetable
pudiera seguir viviendo de ilusiones. Algo así le había dicho el teniente Durán,
un hombre dado a la prosopopeya contemplativa bajo cuyo mando se inició en el
cuerpo.
—Ser
policía no es un trabajo, es una misión — proclamaba Durán—. España necesita
más cojones y menos tertulias.
Desafortunadamente,
el teniente Durán no tardaría en perder la vida en un aparatoso accidente
ocurrido durante una redada en la Barceloneta.
En
la confusión de la refriega con unos anarquistas, Durán se había precipitado
cinco pisos por un tragaluz, estrellándose en un clavel de vísceras. Todos
coincidieron en que España había perdido a un gran hombre, un prócer con visión
de futuro, un pensador que no temía la acción. Fumero asumió su puesto con
orgullo, sabedor de que había hecho bien al empujarle, pues Durán ya estaba
viejo para el trabajo. A Fumero, los viejos —al igual que los tullidos, los
gitanos y los maricones— le daban asco, con tono muscular o no. Dios, a veces,
se equivocaba. Era deber de todo hombre íntegro corregir esas pequeñas fallas y
mantener el mundo presentable.
Unas
semanas después de su encuentro en el café Novedades en marzo de 1932, Jorge
Aldaya empezó a sentirse mejor y se sinceró con Fumero. Le pidió disculpas por
lo mal que lo había tratado en sus días de adolescencia y, con lágrimas en los
ojos, le contó su historia entera sin dejar nada. Fumero le escuchó en silencio,
asintiendo, absorbiendo. Mientras lo hacía, se preguntó si debía matar a Aldaya
en aquel instante o esperar. Se preguntaba si estaría tan débil que la hoja del
cuchillo apenas arrancaría una tibia agonía en su carne maloliente y
reblandecida por la indolencia. Decidió aplazar la vivisección. Le intrigaba
la historia, especialmente por lo que hacía a Julián Carax.
Sabía
por la información que había podido obtener en la editorial Cabestany que
Carax vivía en París, pero París era una ciudad muy grande y nadie en la
editorial parecía conocer la dirección exacta. Nadie excepto una mujer
apellidada Monfort que se negaba a divulgarla. Fumero la había seguido dos o
tres veces al salir de la oficina de la editorial sin que ella lo advirtiese.
Había llegado a viajar en el tranvía a medio metro de ella. Las mujeres nunca reparaban en él, y si lo hacían, volvían la
mirada hacia otro lado, fingiendo no haberle visto. Una noche, después de haberla
seguido hasta el portal de su casa en la plaza del Pino, Fumero volvió a su
casa y se masturbó furiosamente mientras se imaginaba hundiendo la hoja de su
cuchillo en el cuerpo de aquella mujer, dos o tres centímetros por cuchillada,
lenta y metódicamente, mirándole a los ojos. Quizá entonces se dignase a darle
la dirección de Carax y a tratarle con el respeto debido a un oficial de
policía.
Julián Carax era la única persona a la que Fumero se había propuesto
matar y no lo había conseguido. Quizá porque había sido la primera, y con el
tiempo todo se aprende. Al oír aquel nombre otra vez, sonrió del modo en que
tanto espantaba a sus vecinas las fulanas, sin parpadear, relamiéndose el labio
superior lentamente. Todavía recordaba a Carax besando a Penélope Aldaya en el
caserón de la avenida del Tibidabo. Su Penélope. El suyo había sido un amor
puro, de verdad, pensaba Fumero, como los que se veían en el cine. Fumero era
muy aficionado al cine y acudía al menos dos veces por semana. Había sido en
una sala de cine donde Fumero había comprendido que Penélope había sido el amor
de su vida. El resto, especialmente su madre, habían sido sólo putas.
Escuchando los últimos retazos del relato de Aldaya, decidió que al fin y al
cabo no iba a matarle. De hecho, se alegró de que el destino les hubiese
reunido. Tuvo una visión, como en las películas que tanto disfrutaba: Aldaya le
iba a servir a los demás en bandeja. Tarde o temprano, todos ellos acabarían
atrapados en su red.
6
En invierno de 1934, los hermanos Moliner consiguieron desahuciar finalmente
a Miquel y expulsarle del palacete de Puertaferrisa, que aún hoy sigue vacío y
en estado de ruina. Sólo deseaban verle en la calle, despojado de lo poco que
le quedaba, de sus libros y de aquella libertad y aislamiento que les ofendía y
les prendía las vísceras de odio. No quiso decirme nada ni recurrir a mí en
busca de ayuda. Sólo supe que se había transformado casi en un mendigo cuando
acudí a buscarle al que había sido su hogar y me encontré con los sicarios de
sus hermanos, que estaban haciendo inventario de la propiedad y liquidando los
pocos objetos que le habían pertenecido. Miquel llevaba ya varias noches
durmiendo en una pensión de la calle Canuda, un tugurio lúgubre y húmedo que
desprendía el color y el olor de un osario. Al ver la habitación en la que
estaba confinado, una suerte de ataúd sin ventanas y con un catre carcelario,
cogí a Miquel y me lo llevé a casa. No paraba de toser y se le veía consumido.
Él dijo que era un catarro mal curado, un mal menor de solterona que ya se
marcharía por aburrimiento. Dos semanas más tarde estaba peor.
Como vestía siempre de negro, tardé en comprender que aquellas manchas
en las mangas eran de sangre. Llamé a un médico que tan pronto le reconoció me
preguntó por qué había esperado hasta entonces para llamarle. Miquel tenía
tuberculosis. Arruinado y enfermo, vivía apenas de recuerdos y remordimientos.
Era el hombre más bondadoso y frágil que había conocido, mi único amigo. Nos
casamos una mañana de febrero en un juzgado municipal. Nuestro viaje nupcial
se limitó a tomar el funicular del Tibidabo y subir a contemplar Barcelona
desde las terrazas del parque, una miniatura de nieblas. No le dijimos a nadie
que nos habíamos casado, ni a Cabestany, ni a mi padre, ni a su familia que le
daba por muerto. Llegué a escribir una carta a Julián contándoselo, pero nunca
se la envié. Eh nuestro fue un matrimonio secreto. Varios meses después de la
boda llamó a la puerta un individuo que dijo llamarse Jorge Aldaya. Era un
hombre demolido, con el rostro velado de sudor pese al frío que mordía hasta
las piedras. Al reencontrarse después de más de diez años, Aldaya sonrió
amargamente y dijo: «Estamos todos malditos, Miquel. Tú, Julián, Fumero y yo.»
Alegó que el motivo de su visita era un amago de reconciliación con su viejo
amigo Miquel con la confianza de que éste le brindaría ahora el modo de
contactar con Julián Carax, pues tenía un mensaje muy importante para él de
parte de su difunto padre, don Ricardo Aldaya. Miquel dijo desconocer dónde se
encontraba Carax.
—Hace ya años que perdimos el contacto —mintió—. Lo último que supe de
él es que estaba viviendo en Italia.
Aldaya esperaba esta respuesta.
—Me decepcionas, Miquel. Confiaba en que el tiempo y la desgracia te
habrían hecho más sabio.
—Hay decepciones que honran a quien las inspira.
Aldaya, mínimo, raquítico y a punto de desplomarse en pedazos de hiel,
se rió.
—Fumero os envía sus más sinceras felicitaciones por vuestro
matrimonio —dijo, camino de la puerta.
Aquellas palabras me helaron el corazón. Miquel no quiso decir nada,
pero aquella noche, mientras le abrazaba y ambos fingíamos conciliar un sueño
imposible, supe que Aldaya había estado en lo cierto. Estábamos malditos.
Pasaron varios meses sin que tuviésemos noticias de Julián o de Aldaya. Miquel
seguía manteniendo algunas colaboraciones fijas en los rotativos de Barcelona y
Madrid. Trabajaba sin cesar sentado a la máquina de escribir, destilando lo
que él llamaba papanaterías y pábulo para lectores de tranvía. Yo mantenía mi
puesto en la editorial Cabestany, quizá porque aquél era el único modo en que
me sentía más próxima a Julián. Me había enviado una nota breve anunciándome
que estaba trabajando en una nueva novela titulada La Sombra
del Viento, que confiaba en acabar en unos meses. La carta no
hacía mención alguna a lo sucedido en París. El tono era más frío y distante
que nunca. Mis intentos de odiarle fueron vanos. Empezaba a creer que Julián no
era un hombre, era una enfermedad.
Miquel no se engañaba respecto a mis sentimientos. Me entregaba su
afecto y su devoción sin pedir a cambio más que mi compañía y quizá mi
discreción. No oía de sus labios un reproche o un pesar. Con el tiempo empecé a
sentir por él una ternura infinita, más allá de la amistad que nos había unido
y de la compasión que luego nos había condenado. Miquel había abierto una
cuenta de ahorro a mi nombre en la que depositaba casi todos los ingresos que
obtenía escribiendo para los periódicos. Jamás decía que no a una colaboración,
una crítica o una gacetilla. Escribía con tres seudónimos, catorce o dieciséis
horas al día. Cuando le preguntaba por qué trabajaba tanto se limitaba a
sonreír, o me decía que sin hacer nada se aburriría. Nunca hubo engaños entre
nosotros, ni siquiera sin palabras. Miquel sabía que iba a morir pronto, que
la enfermedad le arañaba los meses con avaricia.
—Tienes que prometerme que, si me pasa algo, tomarás ese dinero v te
volverás a casar, que tendrás hijos y que nos olvidarás a todos, a mí el
primero.
—¿Y con quién iba a casarme yo, Miquel? No digas tonterías.
A veces le sorprendía mirándome desde un rincón con una sonrisa mansa,
como si la mera contemplación de mi presencia fuera su mayor tesoro. Todas las
tardes acudía a recogerme a la salida de la editorial, su único momento de
descanso en todo eh día. Yo le veía caminar encorvado, tosiendo y fingiendo
una fortaleza que se le perdía en la sombra. Me llevaba a merendar o a
contemplar los escaparates de la calle Fernando y luego volvíamos a casa,
donde él seguía trabajando hasta pasada la medianoche. Bendecía en silencio
cada minuto que pasábamos juntos y cada noche se dormía abrazado a mí, y yo
tenía que ocultar las lágrimas que me arrancaba el coraje de haber sido incapaz
de amar a aquel hombre como él a mí, incapaz de darle lo que había abandonado a
los pies de Julián para nada. Muchas noches me juré que olvidaría a Julián,
que dedicaría el resto de mi vida a hacer feliz a aquel pobre hombre y a
devolverle apenas unas migajas de lo que él me había dado. Fui la amante de
Julián durante dos semanas, pero sería la mujer de Miquel el resto de mi vida.
Si algún día estas páginas llegan a tus manos y me juzgas, como yo lo he hecho
al escribirlas y mirarme en este espejo de maldiciones y remordimientos,
recuérdame así, Daniel.
El manuscrito de la última novela de Julián llegó a finales de 1935.
No sé si por despecho o por miedo, lo entregué al impresor sin siquiera
leerlo. Los últimos ahorros de Miquel habían financiado ya la edición por
adelantado meses atrás. A Cabestany, ya por entonces con problemas de salud, lo
demás le traía al pairo. Aquella misma semana, el doctor que visitaba a Miquel
acudió a verme a la editorial, muy preocupado. Me explicó que si Miquel no
rebajaba su ritmo de trabajo y observaba reposo, lo poco que él podía hacer
por batallar la tisis se quedaba en nada.
—Tendría que estar en la montaña, no en Barcelona respirando nubes de
lejía y carbón. Ni él es un gato con nueve vidas ni yo una niñera. Hágale usted
entrar en razón. A mí no me escucha.
Aquel mediodía decidí acercarme a casa para hablar con él. Antes de
abrir la puerta del piso oí voces dentro. Miquel discutía con alguien. Al
principio creí que se trataba de alguien del periódico, pero me pareció oír el
nombre de Julián en la conversación. Oí pasos que se acercaban a la puerta y
corrí a ocultarme en el rellano del ático. Desde allí pude atisbar al
visitante.
Un hombre de negro, de rasgos cincelados con indiferencia y labios
finos como una cicatriz abierta. Tenía los ojos negros y sin expresión, ojos de
pez. Antes de perderse escaleras abajo, se detuvo y alzó la mirada hacia la
penumbra. Me apoyé contra la pared, conteniendo la respiración. El visitante
permaneció allí durante unos instantes, como si pudiera olerme, relamiéndose
con una sonrisa canina. Esperé a que sus pasos se apagasen completamente antes
de abandonar mi escondite y entrar en el piso. Flotaba un olor a alcanfor en
el aire. Miquel estaba sentado junto a la ventana, las manos caídas a ambos
lados de la silla. Le temblaban los labios. Le pregunté quién era aquel hombre
y qué quería.
—Era Fumero. Ha venido a traer noticias de Julián.
—¿Qué sabe él de Julián?
Miquel me miró, más abatido que nunca.
—Julián se
casa.
La noticia me dejó sin habla. Me dejé caer en una silla y Miquel me
tomó las manos. Hablaba con dificultad y cansancio. Antes de que pudiera
despegar los labios, Miquel procedió a resumirme los hechos que le había referido
Fumero y lo que cabía imaginar al respecto. Fumero había empleado sus contactos
en la policía de París para dar con el paradero de Julián Carax y observarle.
Miquel suponía que aquello podía haber sucedido meses o incluso años antes. Lo
que le preocupaba no era que Fumero hubiese encontrado a Carax, eso era una
cuestión de tiempo, sino el que hubiera decidido revelarlo ahora, junto con la
peregrina noticia de unas nupcias improbables. La boda, por lo que se sabía,
había de tener lugar a principios de verano de 1936. De la novia sólo se sabía
el nombre, que en este caso era más que suficiente: Irene Marceau, la
patrona del establecimiento donde Julián había trabajado como pianista durante
años.
—No comprendo —musité—. ¿Julián se casa con su mecenas?
—Precisamente. No es una boda. Es un contrato.
Irene Marceau le llevaba unos veinticinco o treinta años a Julián. Miquel
sospechaba que Irene había decidido convenir aquel enlace con Julián para
traspasarle su patrimonio y asegurar su futuro.
—Pero ya le ayuda. Le ha ayudado desde siempre.
—Quizá sepa que no va a estar ahí para siempre —sugirió Miquel.
El eco de aquellas palabras nos cortaba demasiado de cerca. Me
arrodillé junto a él y le abracé. Me mordí los labios para que no me viese
llorar.
—Julián no quiere a esa mujer, Nuria —me dijo, creyendo que aquélla
era la causa de mi aflicción.
—Julián no
quiere a nadie excepto a sí mismo y a sus malditos libros —murmuré.
Alcé la mirada y me encontré con la sonrisa de Miquel, de niño viejo
y sabio.
—¿Y qué pretende Fumero con sacar todo este asunto a la luz ahora?
No tardamos en averiguarlo. Días más tarde, un Jorge Aldaya fantasmal
y famélico se presentó en casa, inflamado de ira y coraje. Fumero le había
contado que Julián Carax iba a casarse con una mujer rica en una ceremonia de
fasto folletinesco. Aldaya llevaba días carcomiéndose con las visiones del
causante de su desgracia, arropado de oropeles y cabalgando en una fortuna que
él había visto perder. Fumero no le había contado que Irene Marceau, si bien
mujer de cierta posición económica, era la dueña de un burdel y no una princesa
de fábula vienesa. No le había contado que ha novia le llevaba a Carax treinta
años y que más que una boda, aquello era un acto de caridad para con un hombre
acabado y sin medios de subsistencia. No le había contado ni el cuándo ni el
dónde de la boda. Se había limitado a sembrar las semillas de una fantasía que
devoraba por dentro lo poco que las fiebres habían dejado en su cuerpo
amojamado y hediondo.
—Fumero te ha mentido, Jorge —dijo Miquel.
—¡Y tú, el rey de los mentirosos, osas acusar al prójimo! —deliraba
Aldaya.
No fue necesario que Aldaya revelase sus pensamientos, que en tan
exiguas carnes se le leían en el semblante cadavérico como palabras bajo el
pellejo macilento. Miquel vio claro el juego de Fumero. El le había enseñado a
jugar al ajedrez más de veinte años atrás en el colegio de San Gabriel. Fumero
tenía la estrategia de una mantis religiosa y la paciencia de los inmortales.
Miquel envió una nota a Julián advirtiéndole.
Cuando Fumero lo estimó oportuno, tomó a Aldaya por banda, le envenenó
el corazón de rencor y le dijo que Julián se casaba en tres días. Siendo él un
oficial de policía, argumentó, no podía comprometerse en un asunto así. Aldaya,
sin embargo, como civil, podía desplazarse a París y asegurarse de que aquella
boda no se celebrase jamás. ¿Cómo?, preguntaría un Aldaya febril, carbonizado
de inquina. Retándole a un duelo el mismo día de su boda. Fumero llegó
incluso a proporcionarle el arma con que Jorge estaba convencido de que
perforaría aquel corazón de hiel que había arruinado a la dinastía de los Aldaya.
El informe de la policía de París diría más tarde que el arma hallada a sus
pies era defectuosa y que nunca hubiera podido hacer más que lo que hizo:
estallarle en la cara. Eso ya lo sabía Fumero cuando se la entregó en un
estuche en el andén de la estación de Francia. Sabía perfectamente que la fiebre,
la estupidez y la rabia ciega le impedirían matar a Julián Carax en un duelo
trasnochado de honor y amaneceres en el cementerio del Pére LaChaise. Y si por
azar reunía las fuerzas y facultades de hacerlo, el arma que llevaba sería la
encargada de abatirle. No era Carax quien debía morir en aquel duelo, sino
Aldaya. Su existencia absurda, su cuerpo y alma en suspenso que Fumero había
permitido vegetar pacientemente, cumpliría así su función.
Fumero sabía también que Julián nunca aceptaría enfrentarse a su
antiguo compañero, moribundo y reducido a un lamento. Por ese motivo instruyó a
Aldaya claramente en los pasos a seguir. Habría de confesarle que la carta que
Penélope le había escrito años atrás anunciándole su boda y pidiéndole que la
olvidase era un engaño. Habría de revelarle que él mismo, Jorge Aldaya, había
obligado a su hermana a redactar aquella sarta de mentiras mientras ella
lloraba desesperadamente, proclamando a los vientos su amor inmortal por
Julián. Habría de decirle que ella le había estado esperando, con el alma rota
y el corazón sangrante, desde entonces, muerta de abandono. Eso bastaría.
Bastaría para que Carax apretase el gatillo y le volase la cara a tiros.
Bastaría para que olvidase todo plan de boda y no pudiera albergar más
pensamiento que regresar a Barcelona en busca de Penélope y de una vida derramada.
Y en Barcelona, aquella gran tela de araña que él había hecho suya, Fumero le
estaría esperando.
7
Julián Carax cruzó la frontera francesa pocos días antes de que
estallase la guerra civil. La primera y única edición de La Sombra del Viento había salido
un par de semanas antes de la imprenta rumbo al gris anonimato y la invisibilidad
de sus predecesoras. Por entonces Miquel apenas podía ya trabajar y aunque se
sentaba frente a la máquina de escribir dos o tres horas cada día, la
debilidad y la fiebre le impedían arrancarle palabras al papel. Había perdido
varias de las colaboraciones a causa de los retrasos en las entregas. Otros
periódicos temían publicar sus artículos tras haber recibido varias amenazas
anónimas. Sólo le quedaba una columna diaria en el Diario de
Barcelona que firmaba como Adrián Maltés. El fantasma de la guerra
se sentía ya en el aire. El país hedía a miedo. Sin ocupación y demasiado débil
hasta para lamentarse, Miquel solía bajar a la plaza o acercarse hasta la
avenida de la Catedral, llevando siempre consigo uno de los libros de Julián
como si fuese un amuleto. La última vez que el médico le había pesado no
llegaba a los sesenta kilos. Escuchamos la noticia del alzamiento en Marruecos
por la radio y pocas horas después un compañero del periódico de Miquel vino a
vernos para decirnos que Cansinos, el jefe de redacción, había sido asesinado
de un tiro en la nuca frente al café Canaletas dos horas antes. Nadie se
atrevía a llevarse el cuerpo, que seguía allí, tiñendo una telaraña de sangre
sobre la acera.
Los breves pero intensos días del terror inicial no se hicieron
esperar. Las tropas del general Goded enfilaron la Diagonal y el paseo de
Gracia en dirección al centro, donde empezó el fuego. Era un domingo y muchos
barceloneses aún habían salido a la calle creyendo que iban a pasar el día en
un merendero en la carretera de Las Planas. Los días más negros de la guerra
en Barcelona, sin embargo, estaban todavía a dos años vista. Al poco de iniciarse
la refriega, las tropas del general Goded se rindieron, por un milagro o por
mala información entre los mandos. El gobierno de Lluís Companys parecía haber recobrado el
control, pero lo que había sucedido realmente tenía mucho mas alcance y
empezaría a ser evidente en las semanas siguientes.
Barcelona había pasado a estar en poder de los sindicatos
anarquistas. Tras días de disturbios y luchas callejeras, corrió finalmente el
rumor de que los cuatro genera les rebeldes habían sido ajusticiados en el
castillo de Montjuïc poco después de la rendición. Un amigo de Miquel, un
periodista británico que estuvo presente, dijo que el pelotón de fusilamiento
era de siete hombres, pero que en el último momento docenas de milicianos se
unieron al festín. Cuando se abrió fuego, los cuerpos recibieron tantos
balazos que se desplomaron en pedazos irreconocibles, y hubo que meterlos en
los ataúdes en estado casi líquido. Algunos quisieron creer que aquél era el
fin del conflicto, que las tropas fascistas nunca llegarían a Barcelona y que
la rebelión se extinguiría por el camino. Era sólo el aperitivo.
Supimos que Julián estaba en Barcelona el día de la rendición de
Goded, al recibir una carta de Irene Marceau, en la que nos contaba que Julián
había matado a Jorge Aldaya en el curso de un duelo en el cementerio del Pére
LaChaise. Incluso antes de que Aldaya expirase, una llamada anónima había
alertado a la policía de lo sucedido. Julián tuvo que huir de París de
inmediato, perseguido por la policía que le buscaba por asesinato. No tuvimos
ninguna duda de quién había efectuado aquella llamada. Esperamos ansiosamente
saber de Julián para advertirle del peligro que le acechaba y para protegerle
de una trampa peor que la que le había tendido Fumero: descubrir la verdad.
Tres días más tarde, Julián seguía sin dar señales de vida. Miquel no quería
compartir conmigo su preocupación, pero yo sabía perfectamente lo que estaba
pensando. Julián había regresado por Penélope, no por nosotros.
—¿Qué sucederá cuando averigüe la verdad? —preguntaba yo.
—Nosotros nos encargaremos de que no sea así —respondía Miquel.
Por lo pronto, lo primero que iba a comprobar es que la familia Aldaya
había desaparecido sin dejar rastro. No iba a encontrar muchos lugares donde
empezar a buscar a Penélope. Hicimos una lista de esos lugares y empezamos
nuestro periplo. El caserón de la avenida del Tibidabo no era más que una
propiedad desierta, vedada tras cadenas y velos de yedra. Un florista ambulante
que vendía manojos de rosas y claveles en la esquina opuesta nos dijo que sólo
recordaba a una persona que se hubiese acercado a la casa recientemente, pero
era un hombre mayor, casi anciano y algo cojo.
—Muy mala leche tenía, la verdad. Le quise vender un clavel para el
ojal y me envió a la mierda, diciendo que había una guerra y que no estaba el
horno para flores.
No había visto a nadie más. Miquel le compró unas rosas mustias y, por
si acaso, le dejó el teléfono de la redacción del Diario de Barcelona para
que le dejase recado allí si por ventura alguien que encajase con la figura de
Carax se dejaba ver. De allí, nuestra siguiente parada fue el colegio de San
Gabriel, donde Miquel se reencontró con Fernando Ramos, su antiguo compañero de
estudios.
Fernando era ahora profesor de latín y griego y vestía el hábito. Al
ver a Miquel en tan precario estado de salud se le cayó el alma a los pies. Nos
dijo que no había recibido la visita de Julián, pero prometió ponerse en
contacto con nosotros si lo hacía, e intentar retenerle. Fumero había estado
allí antes que nosotros, nos confesó con temor. Ahora se hacía llamar inspector
Fumero y le había dicho que, en tiempos de guerra, más le valía andarse con
ojo.
—Mucha gente iba a morir muy pronto, y los uniformes, de cura o de
soldado, no paraban las balas...
Fernando Ramos nos confesó que no estaba claro a qué cuerpo o grupo
pertenecía Fumero, y que no fue él quien se atrevió a preguntárselo. Me es
imposible describirte aquellos primeros días de la guerra en Barcelona,
Daniel. El aire parecía envenenado de miedo y de odio. Las miradas eran de
recelo y las calles olían a un silencio que se sentía en el estómago. Cada
día, cada hora, corrían nuevos rumores y murmuraciones. Recuerdo una noche,
volviendo a casa, en que Miquel y yo descendíamos por las Ramblas. Estaban
desiertas, sin un alma a la vista. Miquel miraba las fachadas, los rostros
ocultos entre los postigos escudriñando las sombras de la calle, y decía que
podían sentirse los cuchillos afilándose tras los muros.
Al día siguiente acudimos a la sombrerería Fortuny, sin grandes
esperanzas de encontrar a Julián allí. Un vecino de la escalera nos dijo que el
sombrerero estaba aterrado con los altercados de los últimos días y que se
habían encerrado dentro de la tienda. Por mucho que llamamos no quiso
abrirnos. Aquella tarde había habido un tiroteo a apenas una manzana de allí y
los charcos de sangre todavía estaban frescos en la ronda de San Antonio, donde
el cadáver de un caballo seguía abatido en el empedrado a merced de los perros
callejeros que empezaban a abrirle el buche acribillado a dentelladas mientras
algunos niños miraban de cerca y les tiraban piedras. Todo cuanto conseguimos
fue verle el rostro espantado a través de la rejilla de la puerta. Le dijimos
que buscábamos a su hijo Julián. El sombrerero respondió que su hijo estaba
muerto y que nos largásemos o llamaría a la policía. Nos fuimos de allí
descorazonados.
Durante días recorrimos cafés y comercios, preguntando por Julián.
Indagamos en hoteles y pensiones, en estaciones de tren, en bancos en los que
hubiera podido acudir a cambiar moneda... nadie recordaba a un hombre que
encajase con la descripción de Julián. Temimos que quizá hubiese caído en manos
de Fumero, y Miquel se las arregló para que uno de sus colegas del periódico,
que tenía contactos en jefatura, indagase si Julián había ingresado en prisión.
No había indicio alguno de que así fuese. Habían pasado dos semanas y parecía que
a Julián se lo hubiese tragado la tierra.
Miquel apenas dormía, esperando tener noticias de su amigo. Un
atardecer, Miquel regresó de su paseo de cada tarde con una botella de vino de
Oporto, ni más ni menos. Se la habían regalado en el diario, dijo, porque el
subdirector le había comunicado que ya no podrían publicar más su columna.
—No quieren líos, y les entiendo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Emborracharme, por de pronto.
Miquel apenas se bebió medio vaso, pero yo me ventilé casi la botella
entera sin darme cuenta y con el estómago vacío. Era casi medianoche cuando me
asaltó un sopor imposible y me desplomé sobre el sofá. Soñé que Miquel me
besaba en la frente y me tapaba con una estola. Al despertar sentí terribles
punzadas de dolor en la cabeza que reconocí como el preludio de una resaca
feroz. Fui en busca de Miquel para maldecir la hora en la que se le había
ocurrido emborracharme pero me di cuenta de que estaba sola en el piso. Me
acerqué al escritorio y vi que había una nota sobre la máquina de escribir en
la que me pedía que no me alarmase y que le esperase allí. Había ido en busca
de Julián y pronto lo traería a casa. Acababa diciéndome que me quería. La nota
se me cayó de las manos. Advertí entonces que, antes de salir, Miquel había
retirado sus cosas del escritorio, como si no pensara volver a utilizarlo, y
supe que no volvería a verle jamás.
8
Aquella tarde, el vendedor ambulante de flores había llamado a la
redacción del Diario de Barcelona y dejado un recado para
Miquel informándole de que había visto al hombre que le habíamos descrito
merodeando cerca del caserón como un espectro. Pasaba la medianoche cuando
Miquel llegó al número 32 de la avenida del Tibidabo, un valle lúgubre y
desierto azotado por dardos de luna que se filtraban entre la arboleda. Aunque
hacía diecisiete años que no le veía, Miquel reconoció en Julián aquel andar
leve, casi felino. Su silueta se deslizaba entre la penumbra del jardín, junto
a la fuente. Julián había saltado la tapia y acechaba la casa como un animal
inquieto. Miquel hubiera podido llamarle desde allí, pero prefirió no alertar
a posibles testigos. Tenía la impresión de que miradas furtivas espiaban la
avenida desde las ventanas oscuras de las mansiones colindantes. Rodeó el muro
de la propiedad hasta la parte que daba a las antiguas pistas de tenis y las
cocheras. Pudo reconocer las muescas en la piedra que Julián había usado como
peldaños y las losas sueltas sobre el muro. Se aupó casi sin resuello,
sintiendo profundas punzadas en el pecho y latigazos de ceguera en la mirada.
Se tendió sobre el muro, las manos temblando, y llamó a Julián en un susurro.
La silueta que cercaba la fuente permaneció inmóvil, uniéndose a las demás
estatuas. Miguel pudo ver el brillo de unos ojos, clavados en él. Se preguntó
si Julián iba a reconocerle a él, tras diecisiete años y una enfermedad que se
le había llevado hasta el aliento. La silueta se acercó lentamente, blandiendo
un objeto en la mano derecha, brillante y alargado. Un cristal.
—Julián... —murmuró Miquel.
La figura se detuvo en seco. Miquel escuchó el cristal caer sobre la
gravilla. El rostro de Julián emergió de la negrura. Una barba de dos semanas
le cubría las facciones, más afiladas.
—¿Miguel?
Incapaz de saltar al otro lado, o apenas de rehacer su camino hasta la
calle, Miquel tendió su mano. Julián se aupó en el muro y, asiendo el puño de
su amigo con fuerza, le posó la palma de la mano sobre el rostro. Se miraron
en silencio un largo rato, intuyendo las heridas que la vida le había tallado
al otro.
—Tenemos que irnos de aquí, Julián. Fumero te busca. Lo de Aldaya fue
una trampa.
—Lo sé —murmuró Carax, sin tono ni inflexión.
—La casa está cerrada. Hace años que nadie vive ya aquí —añadió
Miguel—. Ven, ayúdame a bajar y vayámonos de aquí.
Carax trepó de nuevo el muro. Al aferrar a Miquel con ambas manos, sintió cómo el cuerpo de su amigo se había consumido bajo las ropas demasiado
holgadas. Apenas se presentía carne o músculo. Una vez al otro lado, Carax asió
a Miquel por debajo de los hombros y, casi cargando con todo su peso, se
alejaron en la oscuridad por la calle Román Macaya.
—¿Qué tienes? —murmuró Carax.
—No es nada. Unas fiebres. Ya me estoy recuperando. Miquel desprendía
ya el olor de la enfermedad y Julián no preguntó más. Descendieron por León
XIII hasta el paseo
de San Gervasio, donde se vislumbraban las luces de un café. Se refugiaron en
una mesa al fondo, lejos de la entrada y los ventanales. Un par de parroquianos
velaban la barra a dúo con un cigarrillo y el rumor de la radio. El camarero,
un hombre con la piel de color de cera y
los ojos crucificados
en el suelo, les tomó el pedido. Brandy tibio, café y lo que quedase de comer.
Miquel
no probó bocado. Carax, aparentemente voraz, comió por ambos. Los dos amigos
se miraban en la luz pegajosa del café, arrebatados en el hechizo del tiempo.
La última vez que se habían visto cara a cara tenían la mitad de años. Se
habían separado como muchachos y ahora la vida les devolvía al uno un fugitivo,
al otro un moribundo. Ambos se preguntaban si habían sido las cartas que les
había servido la vida, o si había sido el modo en que las habían jugado.
—Nunca
te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí estos años, Miquel.
—No
empieces ahora. Hice lo que debía y quería. No hay nada que agradecer.
—¿Cómo
está Nuria?
—Como
la dejaste.
Carax
bajó la mirada.
—Nos
casamos hace meses. No sé si ella te escribió para contártelo.
Los
labios de Carax se congelaron y negó lentamente.
—No
tienes derecho a reprocharle nada, Julián.
—Lo sé.
No tengo derecho a nada.
—¿Por
qué no acudiste a nosotros, Julián?
—No
quería comprometeros.
—Eso ya
no está en tus manos. ¿Dónde has estado estos días? Creímos que se te había
tragado la tierra.
—Casi.
He estado en casa. En casa de mi padre.
Miquel le
miró con asombro. Julián procedió a relatarle cómo, al llegar a Barcelona, sin
saber adónde acudir, se había dirigido a la casa donde se había criado, temiendo
que ya no hubiese nadie allí. La sombrerería seguía en pie, abierta, y un
hombre envejecido, sin pelo ni fuego en la mirada, languidecía tras el
mostrador. No había querido entrar, ni hacerle saber que había regresado, pero
Antoni Fortuny había alzado la mirada hacia el extraño que se alzaba al otro
lado del escaparate. Sus ojos se
habían encontrado y Julián, aunque había querido echar a correr, se quedó
paralizado. Vio formarse lágrimas en el rostro del sombrerero, que se arrastró
hacia la puerta y salió a la calle mudo. Sin mediar palabra, guió a su hijo al
interior de la tienda, bajó las rejas y una vez el mundo exterior estuvo
sellado, lo abrazó, temblando y aullando lágrimas.
Más
tarde, el sombrerero le explicó que la policía había ido preguntando por él
hacía dos días. Un tal Fumero, un hombre de mala fama que se decía que un mes
antes había estado a sueldo de los matarifes del general Goded y que ahora se
las daba de amigo de los anarquistas, le había dicho que Carax estaba de
camino a Barcelona, que había asesinado a Jorge Aldaya a sangre fría en París
y que se le buscaba por otros tantos delitos, cuya enumeración el sombrerero no
se molestó en escuchar. Fumero confiaba en que, si se daba la remota e improbable
casualidad de que el hijo pródigo apareciese por allí, el sombrerero tendría a
bien cumplir con su deber de ciudadano y dar parte. Fortuny le dijo que por
supuesto podían contar con él. Le molestó que una víbora como Fumero diese por
descontada su vileza, pero tan pronto el siniestro cortejo de la policía
abandonó la tienda, el sombrerero partió rumbo a la capilla de la catedral donde
había conocido a Sophie para rogarle al santo que condujese los pasos de su
hijo de vuelta a casa antes de que fuese
demasiado tarde. Cuando Julián acudió a su padre, el sombrerero le advirtió del
peligro que se cernía sobre él.
—Lo que sea que te haya traído a Barcelona, hijo mío, déjame que yo lo
haga por ti mientras tú te escondes en casa. Tu habitación sigue como la
dejaste y es tuya por todo el tiempo que la necesites.
Julián le confesó que había regresado a buscar a Penélope Aldaya. El
sombrerero le juró que él la encontraría y que, una vez reunidos, les ayudaría
a huir juntos a un lugar seguro, lejos de Fumero, del pasado, lejos de todo.
Durante días Julián se mantuvo oculto en el piso de la ronda de San
Antonio mientras el sombrerero recorría la ciudad en busca del rastro de
Penélope. Pasaba los días en su antigua habitación, que fiel a la promesa de su
padre, seguía igual, aunque ahora todo parecía más pequeño, como si las casas
y los objetos, o quizá sólo fuera la vida, encogiesen con el tiempo. Muchos de
sus viejos cuadernos seguían allí, lápices que recordaba haber afilado la
semana que marchó a París, libros esperando ser leídos, ropa limpia de
muchacho en los armarios. El sombrerero le contó que Sophie le había dejado al
poco de huir él, y aunque durante años no supo de ella, finalmente le escribió
desde Bogotá, donde llevaba un tiempo viviendo con otro hombre. Se escribían
con regularidad, «siempre hablando de ti», según confesó el sombrerero, «porque
es lo único que nos une». Al pronunciar estas palabras, a Julián le parecía que
el sombrerero había esperado a enamorarse de su mujer hasta después de haberla
perdido.
—Sólo se quiere de verdad una vez en la vida, Julián, aunque uno no se
dé cuenta.
El sombrerero, que parecía atrapado en una carrera con el tiempo para
deshacer toda una vida de infortunios, no tenía duda de que Penélope era aquel
amor de una sola estación en la vida de su hijo y creía, sin darse cuenta, que
si le ayudaba a recuperarla, quizá él también recuperase algo de lo que había
perdido, aquel vacío que le pesaba en la piel y los huesos con la rabia de una
maldición.
Pese a todo su empeño, y para su desesperación, el sombrerero pronto
fue averiguando que no había rastro de Penélope Aldaya, ni de la familia, en
toda Barcelona. Hombre de origen humilde, que había tenido que trabajar toda
la vida para mantenerse a flote, el sombrerero siempre había concedido al
dinero y a la casta la duda de la inmortalidad. Quince años de ruina y miseria
habían bastado para borrar de la faz de la tierra los palacios, las industrias
y las huellas de una estirpe. A la mención del apellido Aldaya, muchos
reconocían la música de la palabra, pero casi ninguno recordaba su significado.
El día que Miquel Moliner y Nuria Monfort acudieron a la sombrerería
preguntando por Julián, el sombrerero tuvo la certeza de que no eran sino
esbirros de Fumero. Nadie le iba a arrebatar a su hijo de nuevo. Esta vez
podría bajar Dios todopoderoso desde los cielos, el mismo Dios que llevaba toda
una vida ignorando sus plegarias, y él mismo, gustoso, le arrancaría los ojos
si osaba alejar a Julián una vez más del naufragio de su vida.
El sombrerero era el hombre que el florista ambulante recordaba haber
visto días atrás, merodeando por el caserón de la avenida del Tibidabo. Lo que
el florista interpretó como mala leche no era sino la firmeza de espíritu que
sólo asiste a quienes, mejor tarde que nunca, han encontrado un propósito a sus
vidas y lo persiguen con la ferocidad que da el tiempo derramado en vano.
Lamentablemente, no quiso el señor escuchar esta última vez los ruegos del
sombrerero, y pasado ya el umbral de la desesperación, fue incapaz de encontrar aquello
que buscaba, la salvación de su hijo, de sí mismo, en el rastro de una muchacha
a la que nadie recordaba y de la que nadie sabía nada. ¿Cuántas almas perdidas
necesitas, Señor, para saciar tu apetito?, preguntaba el sombrerero. Dios, en
su infinito silencio, le miraba sin pestañear.
—No la
encuentro, Julián... Te juro que...
—No se
preocupe, padre. Esto es algo que debo hacer yo. Usted ya me ha ayudado todo lo
que podía.
Aquella
noche, Julián había salido por fin a la calle dispuesto a recobrar el rastro de
Penélope.
Miquel
escuchaba el relato de su amigo, dudando si se trataba de un milagro o una
maldición. No se le ocurrió pensar en el camarero, que se dirigía al teléfono
y murmuraba de espaldas a ellos, ni que luego vigilaba la puerta de reojo,
limpiando con demasiado celo los vasos en un establecimiento donde la mugre se
enseñoreaba con saña, mientras Julián le refería lo sucedido a su llegada a
Barcelona. No se le ocurrió que Fumero habría estado ya en aquel café, en
decenas de cafés como aquél, a tiro de piedra del palacete Aldaya, y que tan
pronto Carax pusiera el pie en uno de ellos, la llamada era cuestión de
segundos. Cuando el coche de la policía se detuvo frente al café y el camarero
se retiró a la cocina, Miquel sintió la calma fría y serena de la fatalidad.
Carax le leyó la mirada y ambos se volvieron a un tiempo. Las trazas espectrales
de tres gabardinas grises aleteando tras las ventanas. Tres rostros escupiendo
vapor en el cristal. Ninguno de ellos era Fumero. Los carroñeros le precedían.
—Vayámonos
de aquí, Julián...
—No hay
adónde ir —dijo Carax, con una serenidad que llevó a su amigo a observarle con
detenimiento.
Advirtió
entonces el revólver en la mano de Julián, y la fría disposición en su mirada.
La campanilla de la puerta arañó el murmullo de la radio. Miquel arrebató la
pistola de las manos de Carax y le miró fijamente.
—Dame
tu documentación, Julián.
Los
tres policías fingieron sentarse a la barra. Uno de ellos les miraba de reojo.
Los otros dos se palpaban el interior de la gabardina.
—La
documentación, Julián. Ahora.
Carax
negó en silencio.
—Me
quedan uno, dos meses, con suerte. Uno de los dos tiene que salir de aquí,
Julián. Tú tienes más puntos que yo. No sé si encontrarás a Penélope. Pero
Nuria te espera.
—Nuria
es tu mujer.
—Acuérdate
del trato que hicimos. Cuando yo muera, todo lo que es mío será tuyo...
—....menos
los sueños.
Se
sonrieron por última vez. Julián le tendió su pasaporte. Miquel lo colocó
junto con el ejemplar de La Sombra del
Viento que llevaba en el abrigo desde el día que lo había recibido.
—Hasta
pronto —murmuró Julián.
—No hay
prisa. Yo esperaré.
Justo
cuando los tres policías se volvían hacia ellos, Miquel se levantó de la mesa y
se dirigió hacia ellos. Al principio sólo vieron a un moribundo pálido y
tembloroso que les sonreía mientras la sangre asomaba por las comisuras de
labios magros, sin vida. Cuando advirtieron el revólver en su mano derecha,
Miquel ya estaba apenas a tres metros de ellos. Uno de ellos quiso gritar, pero
el primer disparo le voló la mandíbula inferior. El cuerpo cayó inerte, de
rodillas, a los pies de Miquel. Los otros dos agentes ya habían desenfundado
sus armas. El segundo disparo atravesó el
estómago del que parecía más viejo. La bala le partió la columna vertebral en
dos y escupió un puño de vísceras contra la barra. Miquel nunca tuvo tiempo de
hacer un tercer disparo. El policía restante ya le había encañonado. Sintió el
arma en las costillas, sobre el corazón, y su mirada acerada, encendida de
pánico.
—Quieto, hijo de puta, o te juro que te abro en dos.
Miquel sonrió y alzó lentamente el revólver hacia el rostro del
policía. No debía de tener más de veinticinco años y le temblaban los labios.
—Le dices a Fumero, de parte de Carax, que me acuerdo de su disfraz
de marinerito.
No sintió dolor, ni fuego. El impacto, como un martillazo
sordo que se llevó el sonido y el color de las cosas, le lanzó contra la
cristalera. Al atravesarla y advertir que un frío intenso le trepaba por la
garganta y la luz se alejaba como polvo en el viento, Miquel Moliner volvió la
mirada por última vez y vio a su amigo Julián correr calle abajo. Tenía treinta
y seis años, más de los que había esperado vivir. Antes de desplomarse sobre la
acera sembrada de cristal ensangrentado, ya estaba muerto.
9
Aquella noche, mientras Julián se perdía en la noche, un furgón sin
identificación acudió a la llamada del hombre que había matado a Miquel. Nunca
supe su nombre, ni creo que él supiese a quién había asesinado. Como todas las
guerras, personales o a gran escala, aquél era un juego de marionetas. Dos
hombres cargaron los cuerpos de los agentes muertos y se encargaron de
sugerirle al encargado del bar que se olvidase de lo que había sucedido o tendría
serios problemas. Nunca subestimes el talento para olvidar que despiertan las
guerras, Daniel. El cadáver de Miquel fue abandonado en un callejón del Raval
doce horas más tarde para que su muerte no pudiese ser relacionada con la de
los dos agentes. Cuando el cuerpo llegó finalmente a la morgue, llevaba dos
días muerto. Miquel había dejado toda su documentación en casa antes de salir.
Cuanto los funcionarios del depósito encontraron fue un pasaporte a nombre de
Julián Carax, desfigurado, y un ejemplar de La Sombra del Viento. La policía
concluyó que el difunto era Carax. El pasaporte todavía mencionaba como
domicilio el piso de los Fortuny en la ronda de San Antonio.
Para entonces, la noticia ya había llegado a oídos de Fumero, que se
acercó al depósito para despedirse de Julián. Se encontró allí con el
sombrerero, a quien la policía había ido a buscar para proceder a la identificación
del cuerpo. El señor Fortuny, que llevaba dos días sin ver a Julián, temía lo
peor. Al reconocer el cuerpo que apenas una semana antes había llamado a su
puerta preguntando por Julián (y a quien había tomado por un esbirro de
Fumero), prorrumpió en alaridos y se marchó. La policía asumió que aquella
reacción era una admisión de reconocimiento. Fumero, que había presenciado la
escena, se acercó al cuerpo y lo examinó en silencio. Hacía diecisiete años
que no veía a Julián Carax. Cuando reconoció a Miquel Moliner, se limitó a
sonreír y firmó el informe forense confirmando que aquel cuerpo pertenecía a Julián
Carax, y ordenando su traslado inmediato a una fosa común en Montjuïc.
Durante mucho tiempo me pregunté por qué Fumero habría de hacer algo
así. Pero aquello no era más que la lógica de Fumero. Al morir con la identidad
de Julián, Miquel le había proporcionado involuntariamente la coartada perfecta.
Desde aquel instante, Julián Carax no existía. No habría vínculo legal alguno
que permitiese relacionar a Fumero con el hombre al que, tarde o temprano,
esperaba encontrar y asesinar. Eran días de guerra y muy pocos pedirían
explicaciones por la muerte de alguien que ni siquiera tenía nombre. Julián
había perdido la identidad. Era una sombra. Pasé dos días esperando a Miquel o
a Julián en casa, creyendo que me volvía loca. Al tercer día, lunes, volví a
trabajar a la editorial. El señor Cabestany había ingresado en el hospital
hacía unas semanas, y ya no volvería a su despacho. Su hijo mayor, Álvaro, se
había hecho cargo del negocio. No le dije nada a nadie. No tenía a quién.
Aquella misma mañana recibí en la editorial la llamada de un
funcionario de la morgue, Manuel Gutiérrez Fonseca. El señor Gutiérrez Fonseca
me explicó que el cuerpo de un tal Julián Carax había llegado al depósito y
que, al cotejar el pasaporte del difunto y el nombre del autor del libro que
llevaba cuando ingresó en la morgue, y sospechando si no una clara
irregularidad sí un cierto relajamiento en el reglamento por parte de la
policía, había sentido el deber moral de llamar a la editorial para dar parte
de lo sucedido. Al escucharle, creí morir. Lo primero que pensé fue que se
trataba de una trampa de Fumero. El señor Gutiérrez Fonseca se expresaba con la
pulcritud del funcionario concienzudo, aunque algo más goteaba en su voz, algo
que ni él mismo hubiera podido explicar. Yo había cogido la llamada en el
despacho del señor Cabestany. Gracias a Dios, Álvaro había salido a almorzar y
estaba sola, de lo contrario me hubiera sido difícil explicar las lágrimas y
el temblor en las manos mientras sostenía el teléfono. Gutiérrez Fonseca me
dijo que había creído oportuno informar de lo sucedido.
Le agradecí la llamada con esa formalidad falsa de las conversaciones
en clave. Tan pronto colgué, cerré la puerta del despacho y me mordí los puños
por no gritar. Me lavé la cara y me marché a casa inmediatamente, dejando
recado para Álvaro de que estaba enferma y que regresaría al día siguiente
antes de la hora para ponerme al día con la correspondencia. Tuve que hacer un
esfuerzo por no correr en la calle, por caminar con esa parsimonia anónima y
gris de quien no tiene secretos. Al introducir la llave en la puerta del piso
comprendí que el cerrojo había sido forzado. Me quedé paralizada. El pomo
empezaba a girar desde el interior. Me pregunté si iba morir así, en una
escalera oscura y sin saber qué había sido de Miquel. La puerta se abrió y
enfrenté la mirada oscura de Julián Carax. Que Dios me perdone, pero en aquel
instante sentí que me volvía la vida y di gracias al cielo por devolverme a
Julián en vez de a Miquel.
Nos fundimos en un abrazo interminable, pero cuando busqué sus
labios, Julián se retiró y bajó la mirada. Cerré la puerta y, tomando a Julián
de la mano, le guié hasta el dormitorio. Nos tendimos en el lecho, abrazados en
silencio. Atardecía y las sombras del piso ardían de púrpura. Se escucharon
disparos aislados a lo lejos, como todas las noches desde que había empezado la
guerra. Julián lloraba sobre mi pecho y sentí que me invadía un cansancio que
escapaba a las palabras. Más tarde, caída la noche, nuestros labios se
encontraron y al amparo de aquella oscuridad urgente nos desprendimos de
aquellas ropas que olían a miedo y a muerte. Quise recordar a Miquel, pero el
fuego de aquellas manos en mi vientre me robó la vergüenza y el dolor. Quise
perderme en ellas y no regresar, aun sabiendo que al amanecer, exhaustos y
quizá enfermos de desprecio, no podríamos mirarnos a los ojos sin preguntarnos
en quién nos habíamos convertido.
10
Me despertó el repiqueteo de la lluvia al alba. La cama vacía, la
habitación prendida de tiniebla gris.
Encontré a Julián sentado frente al que había sido el escritorio de
Miquel, acariciando las teclas de su máquina de escribir. Alzó la mirada y me
brindó aquella sonrisa tibia, lejana, que decía que nunca sería mío. Sentí
deseos de escupirle la verdad, de herirle. Hubiera sido tan fácil. Revelarle
que Penélope estaba muerta. Que vivía de engaños. Que yo era cuanto tenía
ahora en el mundo.
—Nunca debí regresar a Barcelona —murmuró, sacudiendo la cabeza.
Me arrodillé junto a él.
—Lo que tú buscas no está aquí, Julián. Marchémonos. Los dos. Lejos
de aquí. Mientras hay tiempo.
Julián me miró largamente, sin pestañear.
—Tú sabes algo que no me has dicho, ¿verdad? —preguntó.
Negué, tragando saliva. Julián se limitó a asentir.
—Esta noche voy a volver allí.
—Julián, por favor...
—Tengo que asegurarme.
—Entonces iré contigo.
—No.
—La última vez que me quedé esperando aquí, perdí a Miquel. Si tú vas,
yo voy.
—Esto no va contigo, Nuria. Es algo que me concierne a mí solo.
Me pregunté si realmente no se daba cuenta del daño que me hacían sus
palabras, o si apenas le importaba.
—Eso es lo que tú crees.
Quiso acariciarme la mejilla pero le aparté la mano.
—Deberías odiarme, Nuria. Te traería suerte.
—Ya lo sé.
Pasamos el día fuera, lejos de la tiniebla opresiva del piso que aún
olía a sábanas tibias y piel. Julián quería ver el mar. Le acompañé hasta la
Barceloneta y nos adentramos en la playa casi desierta, un espejismo de color
de arena que se fundía en la calima. Nos sentamos en la arena, cerca de la
orilla, como lo hacen los niños y los viejos. Julián sonreía en silencio,
recordando a solas.
Al atardecer tomamos un tranvía junto al acuario y ascendimos por la
Vía Layetana hasta el paseo de Gracia, luego la plaza de Lesseps y después la
avenida de la República Argentina hasta el término del trayecto. Julián observaba
las calles en silencio, como si temiese perder la ciudad a medida que la
recorría. A medio camino me tomó la mano y la besó sin decir nada. La sostuvo
hasta que nos bajamos. Un anciano que acompañaba a una niña de blanco nos
miraba, sonriente, y nos preguntó si éramos novios. Era ya noche cerrada cuando
enfilamos Román Macaya en dirección al caserón de los Aldaya en la avenida del
Tibidabo. Caía una lluvia fina que teñía de plata los paredones de piedra.
Trepamos el muro de la finca por la parte de atrás, junto a las pistas de
tenis. El caserón se alzaba en la lluvia. La reconocí al instante. Había leído
la fisonomía de aquella casa en mil encarnaciones y ángulos en las páginas de
Julián. En La casa roja, el palacete se aparecía como un
tenebroso caserón más grande por dentro que por fuera, que cambiaba lentamente
de forma, crecía en pasillos, galerías y áticos imposibles, escaleras
infinitas que no conducían a ninguna parte y alumbraba habitaciones oscuras que
aparecían y desaparecían de la noche a la mañana, llevándose consigo a los
incautos que se adentraban en ellas sin que nadie les volviese a ver. Nos
detuvimos frente al portón, asegurado con cadenas y un candado del tamaño de
un puño. Los ventanales de la primera planta estaban tapiados con tablones
recubiertos de yedra. El aire olía a maleza muerta y a tierra mojada. La
piedra, oscura y viscosa bajo la lluvia, relucía como el esqueleto de un gran
reptil.
Quise preguntarle cómo pensaba franquear aquel portón de roble, de
basílica o prisión. Julián extrajo un frasco del abrigo y desenroscó la tapa.
Un vapor fétido ex haló del interior en una espiral lenta y azulada. Sostuvo el
candado por el extremo y vertió el ácido en el interior del cerrojo. El metal
siseó como hierro candente, envuelto en un paño de humo amarillento. Esperamos
unos segundos y entonces tomó un adoquín de entre la maleza y partió el
candado con media docena de golpes. Julián empujó la puerta de un puntapié. Se
abrió lentamente, como un sepulcro, escupiendo un aliento espeso y húmedo. Más
allá del umbral se adivinaba una oscuridad aterciopelada. Julián portaba un
encendedor de bencina que prendió al adentrarse unos pasos en el recibidor. Le
seguí y entorné la puerta a nuestras espaldas. Julián anduvo unos metros,
sosteniendo la llama por encima de la cabeza. Una alfombra de polvo se tendía
a nuestros pies, sin más huellas que las nuestras. Las paredes, desnudas,
prendían al ámbar de la llama. No había muebles, ni espejos o lámparas. Las
puertas permanecían en los goznes, pero los pomos de bronce habían sido
arrancados. El caserón apenas mostraba el esqueleto desnudo. Nos detuvimos al
pie de la escalinata. La mirada de Julián se perdió hacia lo alto. Se volvió un
instante para mirarme y quise sonreírle, pero en la penumbra apenas nos
adivinábamos la mirada. Le seguí escaleras arriba, recorriendo los peldaños en
los que Julián había visto a Penélope por primera vez. Sabía adónde nos
dirigíamos y me invadió un frío que nada tenía de la atmósfera húmeda y
mordiente de aquel lugar.
Ascendimos hasta el tercer piso, donde un angosto corredor se abría
paso hacia el ala sur de la casa. La techumbre allí era mucho más baja y las
puertas más pequeñas. Era el piso que albergaba las estancias del servicio. La
última, supe sin necesidad de que Julián dijese nada, había sido la alcoba de
Jacinta Coronado. Julián se aproximó lentamente, temeroso. Aquél había sido el
último lugar donde había visto a Penélope, donde había hecho el amor con una
muchacha de apenas diecisiete años, que meses más tarde moriría desangrada en
aquella misma celda. Quise detenerle, pero Julián ya había ganado el umbral y
miraba hacia el interior, ausente. Me asomé junto a él. La habitación no era
más que un cubículo despojado de toda ornamentación. Las marcas de un antiguo
lecho se leían todavía bajo la marea de polvo en los maderos del suelo. Una
maraña de manchas negras reptaba por el centro de la habitación. Julián observó
aquel vacío por espacio de casi un minuto, desconcertado. Vi en su mirada que
apenas acertaba a reconocer el lugar, que todo se le aparecía como un truco
macabro y cruel. Le tomé del brazo y le guié de regreso a la escalera.
—Aquí no hay nada, Julián —murmuré—. La familia lo vendió todo antes
de partir a la Argentina.
Julián asintió débilmente. Descendimos de nuevo hasta la planta baja.
Una vez allí, Julián se dirigió hacia la biblioteca. Los estantes estaban
vacíos, la chimenea anegada de escombros. Las paredes, pálidas de muerte,
aleteaban al aliento de la llama. Los acreedores y usureros habían conseguido
llevarse hasta la memoria, que debía de estar ahora perdida en el laberinto de
alguna chatarrería.
—He vuelto para nada —murmuraba Julián.
Mejor así, pensé. Contaba los segundos que nos separaban de la
puerta. Si conseguía alejarle de allí y dejarle con aquella puñalada de vacío,
quizá aún tuviésemos una oportunidad. Dejé que Julián absorbiera la ruina de
aquel lugar, que purgases u recuerdo.
—Tenías que volver y verla otra vez —dije—. Ahora ya ves que no hay
nada. Es sólo un caserón viejo y deshabitado, Julián. Vayámonos a casa.
Me miró, pálido, y asintió. Le tomé de la mano y enfilamos el pasillo
que conducía a la salida. La brecha de claridad del exterior apenas quedaba a
media docena de metros. Pude oler la maleza v la llovizna en el aire. Entonces
sentí que perdía la mano de Julián. Me detuve y me volví para encontrarle
inmóvil, con la mirada clavada en la oscuridad.
—Qué pasa, Julián?
No contestó. Contemplaba hechizado la boca de un angosto corredor que
conducía a las cocinas. Me aproximé hasta allí y escruté la tiniebla que
arañaba la llama azul del mechero de gasolina. La puerta al extremo del pasillo
estaba tapiada. Un muro de ladrillos rojos, toscamente dispuestos entre
argamasa que sangraba por las comisuras. No comprendí bien qué significaba,
pero sentí que el frío me robaba el aliento. Julián se acercaba lentamente
hacia allí. Todas las demás puertas, en el corredor —en toda la casa—, estaban
abiertas, desprovistas de cerraduras y pomos. Excepto aquélla. Una compuerta
de ladrillos rojos oculta en el fondo de un corredor lúgubre y escondido.
Julián posó las manos sobre los adoquines de arcilla escarlata.
—Julián, por favor, vayámonos ya...
El impacto de su puño sobre ha pared de ladrillos arrancó un eco hueco
y cavernoso al otro lado. Me pareció que le temblaban las manos cuando posaba
el mechero en el suelo y me indicaba que me retirase unos pasos.
—Julián...
La primera patada arrancó una lluvia de polvo rojizo. Julián embistió
de nuevo. Creí que había oído sus huesos crujir. Julián no se inmutó. Golpeaba
el muro una y otra vez, con la rabia de un preso abriéndose camino hacia la
libertad. Le sangraban los puños y los brazos cuando el primer ladrillo se
quebró y cayó al otro lado. Con dedos ensangrentados, Julián empezó entonces a
forcejear por agrandar aquel marco en la oscuridad. Jadeaba, exhausto y poseído
de una furia de la que nunca le habría creído posible. Uno a uno, los
ladrillos fueron cediendo y el muro se abatió. Julián se detuvo, cubierto de
sudor frío, las manos despellejadas. Tomó el mechero y lo posó sobre el borde
de uno de los ladrillos. Una puerta de madera labrada con motivos de ángeles
se alzaba al otro lado. Julián acarició los relieves de la madera, como si
leyese un jeroglífico. La puerta se abrió bajo la presión de sus manos.
Una tiniebla azul, espesa y gelatinosa, emanaba del otro lado. Más
allá se intuía una escalinata. Peldaños de piedra negra descendían hasta donde
se perdía la sombra. Julián se volvió un instante y le encontré la mirada. Vi
en ella miedo y desesperanza, como si intuyese la negrura. Negué en silencio,
implorándole que no descendiese. Se volvió, abatido, y se zambulló en la
oscuridad. Me asomé al marco de adoquines y le vi descender por la escalera,
casi tambaleándose. La llama temblaba, apenas ya un soplo de azul transparente.
—¿Julián?
Sólo me llegó silencio. Podía ver la sombra de Julián, inmóvil al fondo de la escalera.
Crucé el umbral de ladrillos y descendí los peldaños. La sala era una estancia
rectangular, de muros de mármol. Desprendía un frío intenso y
penetrante. Las dos lápidas estaban recubiertas por un velo de telaraña que se
deshizo como seda podrida a la llama del mechero. El mármol blanco estaba
surcado por lágrimas negras de humedad que parecían sangrar de las hendiduras
que había dejado el cincel del grabador. Yacían la una junto a la otra, como
maldiciones encadenadas.
PENÉLOPE ALDAYA DAVID ALDAYA
1902—1919
1919
Muchas veces me he detenido a pensar en aquel momento de silencio,
tratando de imaginar lo que Julián debió de sentir al comprobar que la mujer a
la que había estado esperando durante diecisiete años estaba muerta, que el
hijo de ambos se había marchado con ellos, que la vida con que había soñado, su
único aliento, nunca había existido. La mayoría de nosotros tenemos la dicha o
la desgracia de ver cómo la vida se desmorona poco a poco, sin que nos demos
casi cuenta. Para Julián, aquella certeza prendió en cuestión de segundos. Por
un instante pensé que echaría a correr escaleras arriba, que huiría de aquel
lugar maldito y que no volvería a verle jamás. Quizá hubiera sido mejor así.
Recuerdo que la llama del mechero se extinguió lentamente y que perdí
su silueta en la oscuridad. Le busqué en la sombra. Le encontré temblando,
mudo. Apenas podía sostenerse en pie y se arrastró hasta un rincón. Le abracé y
le besé la frente. No se movía. Palpé su rostro con los dedos, pero no había
lágrimas. Creí que tal vez, inconscientemente, lo había sabido durante todos
aquellos años, que quizá aquel encuentro era necesario para enfrentarse a la
certeza y liberarse. Habíamos llegado al final del camino. Julián comprendería
ahora que ya nada le retenía en Barcelona y que partiríamos lejos. Quise creer
que nuestra suerte iba a cambiar y que Penélope nos había perdonado.
Busqué el mechero en el suelo y lo encendí de nuevo. Julián observaba
el vacío, ajeno a la llama azul. Le tomé el rostro con las manos y le obligué a
mirarme. Me encontré ojos sin vida, vacíos, consumidos de rabia y de pérdida.
Sentí el veneno del odio esparciéndose lentamente por sus venas y pude leer sus
pensamientos. Me odiaba por haberle engañado. Odiaba a Miquel por haberle querido
obsequiar con una vida que le pesaba como una herida abierta. Pero sobre todo
odiaba al hombre que había causado toda aquella desgracia, aquel rastro de
muerte y miseria: él mismo. Odiaba aquellos cochinos libros a los que había
dedicado su vida y que a nadie importaban. Odiaba una existencia entregada al
engaño y a la mentira. Odiaba cada segundo robado y cada aliento.
Me miraba sin pestañear, como se mira a un extraño o a un objeto
desconocido. Yo negaba lentamente, buscándole las manos. Se apartó bruscamente
y se incorporó. Traté de asirle el brazo pero me empujó contra el muro. Le vi
ascender la escalera en silencio, un hombre a quien ya no conocía. Julián Carax
estaba muerto. Cuando salí al jardín del caserón, ya no había rastro de él.
Escalé el muro y salté al otro lado. Las calles desoladas sangraban bajo la
lluvia. Grité su nombre, caminando por el centro de la avenida desierta. Nadie
respondió a mi llamada. Cuando regresé a casa eran casi las cuatro de la
mañana. El piso estaba anegado de humo y olía a quemado. Julián había
estado allí. Corrí a abrir las ventanas. Encontré un estuche sobre mi
escritorio que contenía la pluma que le había comprado años antes en París, la
estilográfica por la que había pagado una fortuna en virtud de su supuesta
pertenencia a Alejandro Dumas o Víctor Hugo. El humo provenía de la caldera de
la calefacción. Abrí la compuerta y comprobé que Julián había arrojado al
interior todos los ejemplares de sus novelas que faltaban de la estantería.
Apenas se leía el título sobre los lomos de piel. El resto eran cenizas.
Horas después, cuando acudí a la editorial a media mañana, Alvaro
Cabestany me hizo llamar a su despacho. Su padre apenas pasaba ya por el
despacho y los médicos le habían dicho que tenía los días contados, lo mismo
que mi puesto en la empresa. El hijo de Cabestany me anunció que aquella misma
mañana a primera hora se había presentado un caballero llamado Laín Coubert
interesado en adquirir todos los ejemplares de las novelas de Julián Carax que
tuviésemos en existencias. El hijo del editor dijo que tenía un almacén lleno
de ellas en Pueblo Nuevo, pero que había gran demanda de ellas y por tanto
había exigido un precio superior al que Coubert ofrecía. Coubert no había
picado y se había marchado con viento fresco. Ahora Cabestany hijo quería que
yo localizase al tal Laín Coubert y aceptase su oferta. Le dije a aquel necio
que Laín Coubert no existía, que era un personaje de una novela de Carax. Que
no tenía interés alguno en comprarle los libros; sólo quería saber dónde
estaban. El señor Cabestany tenía por costumbre guardar un ejemplar de cada
uno de los títulos publicados por la casa en la biblioteca de su despacho,
incluso de las obras de Julián Carax. Me colé en su oficina y me los llevé.
Aquella misma tarde visité a mi padre en eh Cementerio de los libros
Olvidados y los oculté donde nadie, especialmente Julián, pudiese
encontrarlos. Había anochecido ya cuando salí de allí. Vagando Ramblas abajo
llegué hasta la Barceloneta y me adentré en la playa, buscando el lugar al que
había ido a contemplar el mar con Julián. La pira de llamas del almacén en
Pueblo Nuevo se adivinaba a lo lejos, el rastro ámbar derramándose sobre el
mar y las espirales de fuego y humo ascendiendo al cielo como serpientes de
luz. Cuando los bomberos consiguieron extinguir las llamas poco antes del
amanecer, no quedaba nada, apenas el esqueleto de ladrillos y metal que
sostenía la bóveda. Allí encontré a Lluís Carbó, que había sido el vigilante
nocturno durante diez años. Contemplaba los escombros humeantes, incrédulo.
Tenía las cejas y el vello de los brazos quemados y la piel le brillaba como
bronce húmedo. Fue él quien me contó que las llamas habían empezado poco
después de la medianoche y habían devorado decenas de miles de libros hasta
que el alba se había rendido en un río de ceniza. Lluís sostenía todavía en
las manos un puñado de libros que había conseguido salvar, colecciones de
versos de Verdaguer y dos tomos de Historia de la Revolución francesa. Era
cuanto había sobrevivido. Varios miembros del sindicato habían acudido para
ayudar a los bomberos. Uno de ellos me contó que los bomberos habían encontrado
un cuerpo quemado entre los escombros. Lo habían tomado por muerto, pero uno de
ellos advirtió que todavía respiraba y lo llevaron al hospital del Mar.
Lo reconocí por los ojos. El fuego le había devorado la piel, las
manos y el pelo. Las llamas le habían arrancado la ropa a latigazos y todo su
cuerpo era una herida en carne viva que supuraba entre las vendas. Lo habían
confinado a una habitación solitaria al fondo de un corredor con vistas a la
playa, cercenado de morfina a la espera de que muriese. Quise sostenerle ha
mano, pero una de las enfermeras
me advirtió que apenas había carne bajo las vendas. El fuego le había segado
los párpados y su mirada enfrentaba el vacío perpetuo. La enfermera que me encontró
caída en el suelo, llorando, me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí,
que era mi marido. Cuando un cura rapaz apareció para prodigar sus últimas
bendiciones, lo ahuyenté a alaridos. Tres días más tarde, Julián seguía vivo.
Los médicos dijeron que era un milagro, que las ganas de vivir le mantenían
vivo con fuerzas que la medicina era incapaz de emular. Se equivocaban. No eran
las ganas de vivir. Era el odio. Una semana más tarde, en vista de que aquel
cuerpo escarchado de muerte se resistía a apagarse, fue oficialmente admitido
con el nombre de Miquel Moliner. Habría de permanecer allí por espacio de
once meses. Siempre en silencio, con la mirada ardiente, sin descanso.
Yo acudía todos los días al hospital. Pronto las enfermeras empezaron
a tutearme y a invitarme a comer con ellas en su sala. Eran todas mujeres
solas, fuertes, que esperaban que sus hombres volviesen del frente. Algunos lo
hacían. Me enseñaron a limpiar las heridas de Julián, a cambiarle los vendajes,
a poner sábanas limpias y a hacer una cama con un cuerpo inerte tendido.
También me enseñaron a perder la esperanza de volver a ver al hombre que algún
día se había sostenido sobre aquellos huesos. Le quitamos las vendas de la cara
al tercer mes. Julián era una calavera. No tenía labios, ni mejillas. Era un
rostro sin rasgos, apenas un muñeco carbonizado. Las cuencas de los ojos se habían agrandado y ahora dominaban su
expresión. Las enfermeras no me lo confesaban, pero sentían repugnancia, casi
miedo. Los médicos me habían dicho que una suerte de piel violácea, reptil, se
iría formando lentamente a medida que sanasen las heridas. Nadie se atrevía a
comentar su estado mental. Todos daban por descontado que Julián —Miquel— había
perdido la razón en el incendio, que vegetaba y sobrevivía gracias a los
cuidados obsesivos de aquella esposa que permanecía firme donde tantas otras
hubiesen huido despavoridas. Yo le miraba a los ojos y sabía que Julián seguía allí dentro, vivo,
consumiéndose lentamente. Esperando.
Había perdido los labios, pero los médicos creían que las cuerdas
vocales no habían sufrido daño irreparable y que las quemaduras en la lengua y
la laringe habían sanado meses atrás. Asumían que Julián no decía nada porque
su mente se había extinguido. Una tarde, seis meses después del incendio,
estando él y yo a solas en la habitación, me incliné y le besé en la frente.
—Te quiero —le dije.
Un sonido amargo, ronco, emergió de aquella mueca canina a la que se
había reducido la boca. Tenía los ojos enrojecidos de
lágrimas. Quise secárselas con un pañuelo, pero repitió aquel sonido.
—Déjame —había dicho.
«Déjame.»
La editorial Cabestany había quebrado a los dos meses del incendio
del almacén de Pueblo Nuevo. El viejo Cabestany, que murió aquel año, había
pronosticado que su hijo conseguiría arruinar la empresa en seis meses. Optimista
irredento hasta la sepultura. Intenté encontrar trabajo en otra editorial,
pero la guerra se lo comía todo. Todos me decían que la guerra acabaría pronto,
y que luego las cosas mejorarían. La guerra tenía todavía dos años por delante,
y lo que vino después fue casi peor. Al cumplirse un año del incendio, los
médicos me dijeron que cuanto podía hacerse en un hospital estaba hecho. La
situación era difícil y necesitaban la habitación. Me recomendaron ingresar a
Julián en un sanatorio como el asilo de Santa Lucía, pero me negué. En octubre
de 1937 me lo llevé
a casa. No había pronunciado una sola palabra desde aquel «Déjame».
Yo le
repetía todos los días que le quería. Estaba instalado en una butaca frente a
la ventana, cubierto de mantas. Le alimentaba con zumos, pan tostado y, cuando
encontraba, leche. Todos los días le leía un par de horas. Balzac, Zola,
Dickens... Su cuerpo empezaba a recuperar volumen. Al poco de regresar a casa
empezó a mover las manos y los brazos. Ladeaba el cuello. A veces, al volver a
casa, me encontraba las mantas en el suelo y objetos derribados. Un día le
encontré en el suelo, arrastrándose. Un año y medio después del incendio, una
noche de tormenta, me desperté a media noche. Alguien se había sentado en mi
lecho y me acariciaba el pelo. Le sonreí, ocultando las lágrimas. Había
conseguido encontrar uno de mis espejos, aunque los había ocultado todos. Con
voz quebrada me dijo que se había transformado en uno de sus monstruos de
ficción, en Laín Coubert. Quise besarle, demostrarle que su aspecto no me
repugnaba, pero no me dejó. Pronto no me dejaría apenas tocarle. Iba
recobrando fuerzas día a día. Merodeaba por la casa mientras yo salía a buscar
algo para comer. Los ahorros que Miquel había dejado nos mantenían a flote,
pero pronto tuve que empezar a vender joyas y trastos viejos. Cuando no hubo
más remedio, cogí la pluma de Víctor Hugo que había comprado en París y salí a venderla
al mejor postor. Encontré una tienda detrás del Gobierno Militar que admitía
género de ese tipo. El encargado no pareció impresionado por mi solemne
juramento atestiguando que aquella pluma Había pertenecido a Víctor Hugo, pero
reconoció que era una pieza magistral y se avino a pagarme tanto corno pudo,
teniendo en cuenta que corrían tiempos de escasez y miseria.
Cuando
le dije a Julián que la había vendido, temí que montase en cólera. Se limitó a
decir que había hecho bien, que nunca la había merecido. Un día, uno de tantos
en que yo había salido a buscar trabajo, regresé y me encontré que Julián no
estaba. No regresó hasta el alba. Cuando le pregunté que adónde había ido, se
limitó a vaciar los bolsillos del abrigo (que había sido de Miquel) y dejar un
puñado de dinero sobre la mesa. A partir de entonces empezó a salir casi todas
las noches. En la oscuridad, cubierto con un sombrero y bufanda, con los guantes
y la gabardina, era una sombra más. Nunca me decía adónde iba. Casi siempre
traía dinero o joyas. Dormía por las mañanas, sentado erguido en su butaca, con
los ojos abiertos. En una ocasión encontré una navaja en sus bolsillos. Era un
arma de doble filo, de resorte automático. La hoja estaba prendida de manchas
oscuras.
Fue por
entonces cuando empecé a oír por las calles las historias acerca de un
individuo que rompía los escaparates de las librerías por la noche y quemaba
libros. En otras ocasiones, el extraño vándalo se colaba en una biblioteca o
en la cámara de un coleccionista. Siempre se llevaba dos o tres tomos, que
quemaba. En febrero de 1938 acudí a una librería de viejo para preguntar si era
posible encontrar algún libro de Julián Carax en el mercado. El encargado me
dijo que era imposible: alguien los había estado haciendo desaparecer. El
mismo había tenido un par y los había vendido a un individuo muy extraño, que
ocultaba su rostro y al que apenas se le podía descifrar la voz.
—Hasta
hace poco quedaban algunas copias en colecciones privadas, aquí y en Francia,
pero muchos coleccionistas empiezan a desprenderse de ellas. Tienen miedo
—decía—, y no les culpo.
A veces
Julián desaparecía durante días enteros. Pronto sus ausencias fueron de
semanas. Se iba y volvía siempre de noche.
Siempre traía dinero. Nunca daba explicaciones, o si lo hacía, se limitaba a
dar detalles sin sentido. Me dijo que había estado en Francia. París, Lyon,
Niza. Ocasionalmente llegaban cartas desde Francia a nombre de Laín Coubert.
Siempre eran de libreros de viejo, coleccionistas. Alguien había localizado
una copia perdida de las obras de Julián Carax. Entonces desaparecía varios
días y regresaba como un lobo, apestando a quemado y a rencor.
Fue durante una de aquellas ausencias cuando me encontré al
sombrerero Fortuny en el claustro de la catedral, vagando como un iluminado.
Todavía me recordaba de la vez que había acudido con Miquel a preguntar por su
hijo Julián, dos años atrás. Me condujo a un rincón y me dijo confidencialmente
que sabía que Julián estaba vivo, en alguna parte, pero que sospechaba que su
hijo no podía ponerse en contacto con nosotros por algún motivo que no acertaba
a discernir. «Algo que ver con ese desalmado de Fumero.» Le dije que yo creía
lo mismo. Los años de la guerra estaban resultando muy prósperos para Fumero.
Sus alianzas cambiaban de mes a mes, de los anarquistas a los comunistas, y de allí a lo que viniese. Unos y otros lo acusaban de
espía, de esbirro, de héroe, de asesino, de conspirador, de intrigante, de
salvador o de demiurgo. Poco importaba. Todos le temían. Todos le querían de su
lado. Quizá demasiado ocupado con las intrigas de la Barcelona de la guerra,
Fumero parecía haber olvidado a Julián. Probablemente, como el sombrerero, le
imaginaba ya fugado y lejos de su alcance.
El señor Fortuny me preguntó si era una vieja amiga de su hijo y le
dije que sí. Me pidió que le hablase de Julián, del hombre en que se había
convertido, porque él, me confesó entristecido, no le conocía. «La vida nos
separó, ¿sabe usted?» Me contó que había recorrido todas las librerías de
Barcelona en busca de las novelas de Julián, pero no había modo de
encontrarlas. Alguien le había contado que un loco recorría el mapa en su busca
para quemarlas. Fortuny estaba convencido de que el culpable no era sino
Fumero. No le contradije. Mentí como pude, por piedad o por despecho, no lo sé.
Le dije que creía que Julián había regresado a París, que estaba bien y que me
constaba que apreciaba mucho al sombrerero Fortuny y que tan pronto las
circunstancias lo hiciesen posible, se reuniría de nuevo con él. «Es esta
guerra —se lamentaba él—, que lo pudre todo.» Antes de despedirnos insistió en
darme su dirección y la de su ex esposa, Sophie, con quien había vuelto a
reanudar el contacto tras largos años de «malentendidos». Sophie vivía ahora en
Bogotá con un prestigioso doctor, me dijo. Regentaba su propia escuela de
música y siempre escribía preguntando por Julián.
—Ya es lo único que, nos une, ¿sabe usted? El recuerdo. Uno comete
muchos errores en la vida, señorita, y sólo se da cuenta cuando es viejo.
Dígame, ¿usted tiene fe?
Me despedí prometiéndole informarle a él y a Sophie si tenía noticias
de Julián.
—A su madre nada la haría más feliz que volver a saber de él.
Ustedes, las mujeres, escuchan más al corazón y menos a la tontería —concluyó
el sombrerero con tristeza—. Por eso viven más.
Pese a haber oído tantas historias virulentas acerca de él, no pude
evitar sentir lástima por aquel pobre anciano que apenas tenía más que hacer en
el mundo que esperar el regreso de su hijo y parecía vivir de las esperanzas de
recuperar el tiempo perdido gracias a un milagro de los santos a los
que visitaba con tanta devoción en las capillas de la catedral. Le había
imaginado como un ogro, un ser vil y rencoroso, pero me pareció un hombre
bondadoso, cegado quizá, perdido como todos. Quizá porque me recordaba a mi
propio padre, que se escondía de todos y de sí mismo en aquel refugio de libros
y sombras, quizá porque, sin él sospecharlo, también nos unía el anhelo por
recuperar a Julián, le tomé cariño y me convertí en su única amiga. Sin que
Julián lo supiese, le visitaba a menudo en el piso de la ronda de San Antonio.
El sombrerero ya no trabajaba.
—No tengo ni las manos ni la vista ni los clientes... —decía.
Me esperaba casi todos los jueves y me ofrecía café, galletas y dulces
que él apenas probaba. Pasaba las horas hablándome de la infancia de Julián, de
cómo trabajaban juntos en la sombrerería, mostrándome fotografías. Me conducía
a la habitación de Julián, que mantenía inmaculada como un museo, y me mostraba
viejos cuadernos, objetos insignificantes que él adoraba como reliquias de una
vida que nunca había existido, sin darse cuenta de que ya me los había enseñado
antes, que todas aquellas historias ya me las había relatado otro día. Uno de
aquellos jueves me crucé en la escalera con un médico que acababa de visitar
al señor Fortuny. Le pregunté cómo estaba el sombrerero y él me miró de reojo.
—¿Es usted familiar suya?
Le dije que era lo más cercano a eso que el pobre hombre tenía. El
médico me dijo entonces que Fortuny estaba muy enfermo, que era cuestión de
meses.
—¿Qué tiene?
—Le podría decir a usted que es el corazón, pero lo que lo mata es la
soledad. Los recuerdos son peores que las balas.
Al verme, el sombrerero se alegró y me confesó que aquel médico no le
merecía confianza. Los médicos son como brujos de pacotilla, decía. El
sombrerero había sido toda su vida hombre de profundas convicciones religiosas
y la vejez sólo las había acentuado. Me explicó que veía la mano del demonio
por todas partes. El demonio, me confesó, ofusca la razón y pierde a los
hombres.
—Mire usted la guerra, y míreme usted a mí. Porque ahora me ve viejo y
blando, pero yo de joven he sido muy canalla y muy cobarde.
Era el demonio quien se había llevado a Julián de su lado, añadió.
—Dios nos da la vida, pero el casero del mundo es el demonio...
Pasábamos la tarde entre teología y melindros rancios.
Alguna vez le dije a Julián que si quería volver a ver a su padre
vivo, más le valía darse prisa. Resultó que Julián había estado también
visitando a su padre sin que él lo supiera. De lejos, al crepúsculo, sentado al
otro extremo de una plaza, viéndole envejecer. Julián replicó que prefería que
el anciano se llevase la memoria del hijo que había fabricado en su mente
durante aquellos años y no la realidad en la que se había convertido.
—Ésa la guardas para mí —le dije, arrepintiéndome al instante.
No dijo nada, pero por un instante pareció que le volvía la lucidez y
se daba cuenta del infierno en el que nos habíamos enjaulado. Los pronósticos
del médico no tardaron en hacerse realidad. El señor Fortuny no llegó a ver el
fin de la guerra. Le encontraron sentado en su butaca, mirando las fotografías
viejas de Sophie y de, Julián. Acribillado a recuerdos.
Los últimos días de la guerra fueron el preludio del infierno. La
ciudad había vivido el combate a distancia, como una herida que late
adormecida. Habían transcurrido meses de escarceos y luchas, bombardeos y
hambre. El espectro de asesinatos, luchas y conspiraciones llevaba años corroyendo
el alma de la ciudad, pero aun así, muchos querían creer que la guerra seguía
lejos, que era un temporal que pasaría de largo. Si cabe, la espera hizo lo
inevitable peor. Cuando el dolor despertó, no hubo misericordia. Nada alimenta
el olvido como una guerra, Daniel. Todos callamos y se esfuerzan en
convencernos de lo que hemos visto, lo que hemos hecho, lo que hemos aprendido
de nosotros mismos y de los demás, es una ilusión, una pesadilla pasajera. Las
guerras no tienen memoria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que ya no
quedan voces para contar lo que pasó, hasta que llega el momento en que no se
las reconoce y regresan, con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron
atrás.
Por entonces Julián ya casi no tenía libros que quemar. Ése era un
pasatiempo que ya había pasado a manos mayores. La muerte de su padre, de la
que nunca hablaría, le había convertido en un inválido en el que ya no ardía ni
la rabia y el odio que le habían consumido al principio. Vivíamos de rumores,
recluidos. Supimos que Fumero había traicionado a todos aquellos que le habían
encumbrado durante la guerra y que ahora estaba al servicio de los vencedores.
Se decía que él estaba ajusticiando personalmente —volándoles la cabeza de un
tiro en la boca— a sus principales aliados y protectores en los calabozos del
castillo de Montjuïc. La maquinaria del olvido empezó a martillear el mismo día
en que se acallaron las armas. En aquellos días aprendí que nada da más miedo
que un héroe que vive para contarlo, para contar lo que todos los que cayeron a
su lado no podrán contar jamás. Las semanas que siguieron a la caída de
Barcelona fueron indescriptibles. Se derramó tanta o más sangre durante
aquellos días que durante los combates, sólo que en secreto y a hurtadillas.
Cuando finalmente llegó la paz, olía a esa paz que embruja las prisiones y los
cementerios, una mortaja de silencio y vergüenza que se pudre sobre el alma y
nunca se va. No había manos inocentes ni miradas blancas. Los que estuvimos
allí, todos sin excepción, nos llevaremos el secreto hasta la muerte.
La calma se restablecía entre recelos y odios, pero Julián y yo
vivíamos en la miseria. Habíamos gastado todos los ahorros y los botines de las
andanzas nocturnas de Laín Coubert, y no quedaba en la casa nada para vender.
Yo buscaba desesperadamente trabajo como traductora, mecanógrafa o como
fregona, pero al parecer mi pasada afiliación con Cabestany me había marcado
como indeseable y foco de sospechas indecibles. Un funcionario de traje
reluciente, brillantina y bigote a lápiz, uno de los centenares que parecían
estar saliendo de debajo de las piedras durante aquellos meses, me insinuó que
una muchacha atractiva como yo no tenía por qué recurrir a empleos tan
mundanos. Los vecinos, que aceptaban de buena fe mi historia de que vivía
cuidando a mi pobre esposo Miquel que había quedado inválido y desfigurado en
la guerra, nos ofrecían limosnas de leche, queso o pan, incluso a veces pesca
salada o embutidos que enviaban los familiares del pueblo. Tras meses de
penuria, convencida de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiese encontrar
un empleo, decidí urdir una estratagema que tomé prestada de una de las novelas
de Julián.
Escribí a la madre de Julián a Bogotá en nombre de un supuesto abogado
de nuevo cuño con el que el difunto señor Fortuny había consultado en sus
últimos días para poner sus asuntos en orden. Le informaba de que, habiendo
fallecido el sombrerero sin testar, su patrimonio, en el que se incluía el piso
de la ronda de San Antonio y la tienda sita en el mismo inmueble, era ahora
propiedad teórica de su hijo Julián, que se suponía viviendo en el exilio en
Francia. Puesto que los derechos de sucesión no habían sido satisfechos, y
encontrándose ella en el extranjero, el abogado, a quien bauticé como José
María Requejo en recuerdo al primer muchacho que me había besado en la boca, le
pedía autorización para iniciar los trámites pertinentes y solucionar el
traspaso de propiedades a nombre de su hijo Julián, con quien pensaba contactar
vía la embajada española en París asumiendo la titularidad de las mismas con
carácter temporal y transitorio, así como cierta compensación económica.
Igualmente le solicitaba que se pusiera en contacto con el administrador de la
finca para que remitiese la documentación y los pagos sufragando los gastos de
la propiedad al despacho del abogado Requejo, a cuyo nombre abrí un apartado
de correos y asigné una dirección ficticia, un viejo garaje desocupado a dos
calles del caserón en ruinas de los Aldaya. Mi esperanza era que, cegada por la
posibilidad de ayudar a Julián y de volver a establecer el contacto con él,
Sophie no se detendría a cuestionar todo aquel galimatías legal y consentiría
en ayudarnos dada su próspera situación en la lejana Venezuela.
Un par de meses más tarde, el administrador de la finca empezó a
recibir un giro mensual cubriendo los gastos del piso de la Ronda de San
Antonio y los emolumentos destinados al bufete de abogados de José María
Requejo, que procedía a enviar en forma de cheque al portador al apartado 2321
de Barcelona, tal y como le indicaba Sophie Carax en su correspondencia. El
administrador, advertí, se quedaba un porcentaje no autorizado todos los meses,
pero preferí no decir nada. Así quedaba él contento y no hacía preguntas ante
tan fácil negocio. Con el resto, Julián y yo teníamos para sobrevivir. Así
pasaron años terribles, sin esperanza. Lentamente había conseguido algunos
trabajos como traductora. Ya nadie recordaba a Cabestany y se practicaba una
política de perdón, de olvidar aprisa y corriendo viejas rivalidades y
rencores. Yo vivía con la perpetua amenaza de que Fumero decidiese volver a
hurgar en el pasado y reiniciar la persecución de Julián. A veces me convencía
de que no, de que le habría dado por muerto ya, o le habría olvidado. Fumero ya
no era el matón de años atrás. Ahora era un personaje público, un hombre de
carrera en el Régimen, que no podía permitirse el lujo del fantasma de Julián
Carax. Otras veces me despertaba a media noche, con el corazón palpitando y
empapada de sudor, creyendo que la policía estaba golpeando en la puerta.
Temía que alguno de los vecinos sospechase de aquel marido enfermo, que nunca
salía de casa, que a veces lloraba o golpeaba las paredes como un loco, y que
nos denunciase a la policía. Temía que Julián se escapase de nuevo, que
decidiera salir a la caza de sus libros para quemarlos, para quemar lo poco
que quedaba de sí mismo y borrar definitivamente cualquier señal de que jamás
hubiera existido. De tanto temer, me olvidé de que me hacía mayor, de que la
vida me pasaba de largo, que había sacrificado mi juventud amando a un hombre
destruido, sin alma, apenas un espectro.
Pero los años pasaron en paz. El tiempo pasa más aprisa cuanto más
vacío está. Las vidas sin significado pasan de largo como trenes que no paran
en tu estación. Mientras tanto, las cicatrices de la guerra se cerraban a la
fuerza. Encontré trabajo en un par de editoriales. Pasaba la mayor parte del
día fuera de casa. Tuve amantes sin nombre, rostros desesperados que me
encontraba en un cine o en el metro, con los que intercambiaba mi soledad.
Luego, absurdamente, la culpa se me comía y al ver a Julián me entraban ganas
de llorar y me juraba que nunca más volvería a traicionarle, como si le debiera
algo. En los autobuses o en la calle me sorprendía mirando a otras mujeres más
jóvenes que yo con niños de la mano. Parecían felices, o en paz, como si
aquellos pequeños seres, en su insuficiencia, llenasen todos los vacíos sin respuesta.
Entonces me acordaba de días en los que, fantaseando, había llegado a
imaginarme como una de aquellas mujeres, con un hijo en los brazos, un hijo de
Julián. Luego me acordaba de la guerra y de que quienes la hacían también
habían sido niños.
Cuando empezaba a creer que el mundo nos había olvidado, un individuo
se presentó un día en casa. Era un tipo joven, casi imberbe, un aprendiz que se
sonrojaba cuando me miraba a los ojos. Venía a preguntar por el señor Miquel
Moliner, supuestamente siguiendo una rutinaria actualización de un archivo del
colegio de periodistas. Me dijo que quizá el señor Moliner podía ser beneficiario
de una pensión mensual, pero que para tramitarla era necesario actualizar una
serie de datos. Le dije que el señor Moliner no vivía allí desde principios de
la guerra, que había partido hacia el extranjero. Me dijo que lo sentía mucho
y partió con su sonrisa aceitosa y su acné de aprendiz de chivato. Supe que
tenía que hacer desaparecer a Julián de casa aquella misma noche, sin falta.
Por entonces Julián se había reducido a casi nada. Era dócil como un niño y
toda su vida parecía depender de los ratos que pasábamos juntos algunas noches
escuchando música en la radio, mientras yo le dejaba cogerme la mano y él me la
acariciaba en silencio.
Aquella misma noche, empleando las llaves del piso de la Ronda de San
Antonio que el administrador de la finca había remitido al inexistente abogado
Requejo, acompañé a Julián de regreso a la casa en la que había crecido. Le
instalé en su habitación y le prometí que volvería al día siguiente y que
debíamos tener mucho cuidado.
—Fumero te busca otra vez —le dije.
Asintió vagamente, como si no recordase, o no le importase ya quién
era Fumero. Así pasamos varias semanas. Yo acudía por las noches al piso, pasada
la medianoche. Le preguntaba a Julián qué había hecho durante el día y él me
miraba sin comprender. Pasábamos la noche juntos, abrazados, y yo partía al
amanecer, prometiéndole volver tan pronto pudiese. Al irme, dejaba el piso
cerrado con llave. Julián no tenía copia. Prefería tenerle preso que muerto.
Nadie volvió a pasar por casa para preguntarme acerca de mi marido,
pero yo me encargué de dar voces por el barrio de que mi esposo estaba en
Francia. Escribí un par de cartas al consulado español en París diciendo que me
constaba que el ciudadano español Julián Carax estaba en la ciudad y
solicitando su ayuda para localizarle. Supuse que, tarde o temprano, las
cartas llegarían a las manos adecuadas. Tomé todas las precauciones, pero
sabía que todo era cuestión de tiempo. La gente como Fumero nunca deja de
odiar. No hay sentido ni razón en su odio. Odian como respiran.
El piso de la ronda de San Antonio era un ático. Descubrí que había
una puerta de acceso al terrado que daba a la escalera. Los terrados de toda la
manzana formaban una red de patios adosados separados por muros de apenas un
metro donde los vecinos acudían a tender la colada. No tardé en encontrar un
edificio al otro lado de la manzana, con fachada en la calle Joaquín Costa,
desde el que podía acceder al terrado y, una vez allí, saltar el muro y llegar
al edificio de la Ronda de San Antonio sin que nadie pudiera verme
entrar o salir de la finca. En una ocasión recibí una carta del administrador
diciéndome que algunos vecinos habían notado ruidos en el piso de los Fortuny.
Contesté en nombre del abogado Requejo alegando que en ocasiones algún miembro
del despacho había tenido que acudir a buscar papeles o documentos al piso y
que no había motivo de alarma, aunque los ruidos fuesen nocturnos. Añadí un
cierto giro para dar a entender que, entre caballeros, contables y abogados, un
picadero secreto era más sagrado que el Domingo de Ramos. El administrador,
mostrando solidaridad gremial, contestó que no me preocupase lo más mínimo, que
se hacía cargo de la situación.
En aquellos años, desempeñar el papel del abogado Requejo fue mi única
diversión. Una vez al mes acudía a visitar a mi padre en el Cementerio de los
Libros Olvidados. Nunca mostró interés en conocer a aquel marido invisible y yo
nunca me ofrecí a presentárselo. Rodeábamos el tema en nuestra conversación
como navegantes expertos que sortean un escollo a ras de superficie, esquivando
la mirada. A veces se me quedaba mirando en silencio y me preguntaba si
necesitaba ayuda, si había algo que él pudiera hacer. Algunos sábados, al
amanecer, acompañaba a Julián a ver el mar. Subíamos al terrado y cruzábamos
hasta el edificio contiguo para salir a la calle Joaquín Costa. De allí
descendíamos hasta el puerto a través de callejuelas del Raval. Nadie nos
salía al paso. Temían a Julián, incluso de lejos. A veces llegábamos hasta el
rompeolas. A Julián le gustaba sentarse en las rocas, mirando hacia la ciudad.
Pasábamos horas así, casi sin intercambiar una palabra. Alguna tarde nos colábamos
en un cine, cuando ya había empezado la sesión. En la oscuridad nadie reparaba
en Julián. Vivíamos de noche y en silencio. A medida que pasaban los meses
aprendí a confundir la rutina con la normalidad, v con el tiempo llegué a creer
que mi plan había sido perfecto. Pobre imbécil.
12
1945, un año de cenizas. Sólo habían pasado seis años desde el fin de
la guerra y aunque sus cicatrices se sentían a cada paso, casi nadie hablaba de
ella abiertamente. Ahora se hablaba de la otra guerra, la mundial, que había
apestado el mundo con un hedor a carroña y bajeza del que jamás volvería a
desprenderse. Eran años de escasez y miseria, extrañamente bendecidos por esa
paz que inspiran los mudos y los tullidos, a medio camino entre la lástima y
el repelús. Tras años de buscar en vano trabajo como traductora, encontré
finalmente un empleo como correctora de pruebas en una editorial fundada por
un empresario de nuevo cuño llamado Pedro Sanmartí. El empresario había
edificado el negocio invirtiendo la fortuna de su suegro, a quien luego había
instalado en un asilo frente al lago de Bañolas a la espera de recibir por
correo su certificado de defunción. Sanmartí, que gustaba de cortejar mozuelas
a las que doblaba la edad, se había beatificado por el lema tan en boga por
entonces del hombre hecho a sí mismo. Chapurreaba un inglés con acento de
Vilanova i la Geltrú, convencido de que era el idioma del futuro y remataba
sus frases con la coletilla del «Okey».
La editorial (a la que Sanmartí había bautizado con el peregrino
nombre de «Endymión» porque le sonaba a catedralicio y propicio para hacer
caja) publicaba catecismos, manuales de buenas maneras v una colección de seriales
novelados de lectura edificante protagonizados por monjitas de comedia ligera,
personal heroico de la Cruz Roja y funcionarios felices y de alta fibra
apostólica. Editábamos también una serie de historietas de soldados americanos
titulada «Comando Valor», que arrasaba entre la juventud deseosa de héroes con
aspecto de comer carne siete días a la semana. Yo había hecho en la empresa una
buena amiga en la secretaria de Sanmartí, una viuda de guerra llamada Mercedes
Pietro con la que pronto sentí una afinidad completa y con la que podía
entenderme con apenas una mirada o una sonrisa. Mercedes y yo teníamos mucho
en común: éramos dos mujeres a la deriva, rodeadas de hombres que estaban
muertos o se habían escondido del mundo. Mercedes tenía un hijo de siete años
enfermo de distrofia muscular al que sacaba adelante como podía. Tenía apenas
treinta y dos años, pero se le leía la vida en los surcos de la piel. Durante
todos aquellos años, Mercedes fue la única persona a la que me sentí tentada
de contárselo todo, de abrirle mi vida.
Fue ella quien me contó que Sanmartí era un gran amigo del cada día
más condecorado inspector jefe Francisco Javier Fumero. Ambos formaban parte
de una camarilla de individuos surgidos de entre las cenizas de la guerra que
se extendía como tela de araña por la ciudad, inexorable. La nueva sociedad. Un
buen día Fumero se presentó en la editorial. Acudía a visitar a su amigo
Sanmartí, con quien había quedado para ir a comer. Yo, con alguna excusa, me
escondí en el cuarto del archivo hasta que ambos partieron. Cuando volví a mi
mesa, Mercedes me lanzó una mirada que lo decía todo. Desde entonces, cada vez
que Fumero se presentaba por las oficinas de la editorial, ella me avisaba para
que me ocultase.
No pasaba un día en que Sanmartí no intentase sacarme a cenar,
invitarme al teatro o
al cine con cualquier excusa. Yo siempre
respondía que me esperaba mi marido en casa y que su señora debía de estar
preocupada, que se hacía tarde. La señora Sanmartí, que ejercía de mueble o
fardo mudable, cotizando muy por debajo del obligatorio Bugatti en la escala de
afectos de su esposo, parecía haber perdido ya su papel en el sainete de aquel
matrimonio una vez la fortuna del suegro había pasado a manos de Sanmartí.
Mercedes ya me había advertido de qué iba el percal. Sanmartí, dotado de una
capacidad de concentración limitada en el espacio y en el tiempo, apetecía
carne fresca y poco vista, concentrando sus bagatelas donjuanescas en la
recién llegada, que en este caso era yo. Sanmartí recurría a todos los resortes
para iniciar una conversación conmigo.
—Me cuentan que tu marido, ese tal Moliner, es escritor... A lo mejor
le interesaría escribir un libro sobre mi amigo Fumero, para el que ya tengo
título: Fumero, azote del crimen o la ley de la calle. ¿Qué me
dices, Nurieta?
—Se lo agradezco muchísimo, señor Sanmartí, pero es que Miquel está
enfrascado en una novela y no creo que pueda en este momento...
Sanmartí reía a carcajadas.
—¿Una novela? Por Dios, Nurieta... Si la novela está
muerta y enterrada. Me lo contaba el otro día un amigo que acaba de llegar de
Nueva York. Los americanos están inventando una cosa que se llama televisión y
que será como el cine, pero en casa. Ya no harán falta ni libros, ni misa, ni
nada de nada. Dile a tu marido que se deje de novelas. Si al menos tuviese
nombre, fuera futbolista o torero... Mira, ¿qué me dices si cogemos el Bugatti
y nos vamos a comer una paella a Castelldefels para discutir todo esto? Mujer,
es que tienes que poner algo de tu voluntad... Ya sabes que a mí me gustaría
ayudarte. Y a tu maridito también. Ya sabes que en este país, sin padrinos, no
hay nada que hacer.
Empecé a vestirme como una viuda de Corpus o una de esas mujeres que
parecen confundir la luz del sol con el pecado mortal. Acudía a trabajar con el
pelo recogido en un moño y sin maquillar. Pese a mis ardides, Sanmartí seguía
espolvoreándome con sus insinuaciones, siempre prendidas de esa sonrisa
aceitosa y gangrenada de desprecio que caracteriza a los eunucos prepotentes
que penden como morcillas tumefactas de los altos escalafones de toda empresa.
Tuve dos o tres entrevistas con perspectivas a otros empleos, pero tarde o
temprano acababa por encontrarme otra versión de Sanmartí. Crecían como plaga
de hongos que anidan en el estiércol con que se siembran las empresas. Uno de
ellos se tomó la molestia de llamar a Sanmartí y decirle que Nuria Monfort
andaba buscando empleo a sus espaldas. Sanmartí me convocó a su despacho,
herido de ingratitud. Me puso la mano en la mejilla e hizo un amago de caricia.
Le olían los dedos a tabaco y a sudor. Me quedé lívida.
—Mujer, si no estás contenta, sólo tienes que decírmelo. ¿Qué puedo
hacer para mejorar tus condiciones de trabajo? Ya sabes lo que te aprecio y me
duele saber por terceros que nos quieres dejar. ¿Qué tal si nos vamos a cenar
tú y yo por ahí y hacemos las paces ?
Retiré su mano de mi rostro, sin poder ocultar más la repugnancia que
me producía.
—Me decepcionas, Nuria. Tengo que confesarte que no veo en ti espíritu
de equipo ni fe en el proyecto de esta empresa.
Mercedes ya me había advertido que, tarde o temprano, algo así iba a
suceder. Días después, Sanmartí, que competía en gramática con un orangután,
empezó a devolver todos los manuscritos que yo corregía alegando que estaban
plagados de errores. Casi todos los días me quedaba en el despacho hasta las
diez o las once de la noche, rehaciendo una y otra vez páginas y páginas con
las tachaduras y comentarios de Sanmartí.
—Demasiados verbos en pasado. Suena muerto, sin nervio... El
infinitivo no se usa después de punto y coma. Eso lo sabe todo el mundo...
Algunas noches, Sanmartí se quedaba también hasta tarde, encerrado en
su despacho. Mercedes intentaba estar allí, pero en más de una ocasión Sanmartí
la enviaba a casa. Entonces, cuando nos quedábamos solos en la editorial,
Sanmartí salía de su despacho y se acercaba a mi mesa.
—Trabajas mucho, Nurieta. No todo es el trabajo. También hay que
divertirse. Y tú aún eres joven. Aunque la juventud pasa y no siempre sabemos
sacarle partido.
Se sentaba en el borde de mi mesa y me miraba fijamente. A veces se colocaba
a mi espalda y se quedaba allí durante un par de minutos y podía sentir su
aliento fétido en el pelo. Otras veces me posaba las manos sobre los hombros.
—Estás tensa, mujer. Relájate.
Yo temblaba, quería gritar o echar a correr y no volver a aquella
oficina, pero necesitaba el empleo y el mísero sueldo que me proporcionaba. Una
noche, Sanmartí empezó con su rutina del masaje y empezó a manosearme con
avidez.
—Un día me vas a hacer perder la cabeza —gemía.
Me escapé de sus zarpas de un brinco y corrí hasta la salida,
arrastrando el abrigo y el bolso. Sanmartí se reía a mi espalda. En la escalera
me tropecé con una figura oscura que parecía deslizarse por el vestíbulo sin
rozar el suelo.
—Dichosos los ojos, señora Moliner..
El inspector Fumero me ofreció su sonrisa de reptil.
—No me diga que trabaja usted para mi buen amigo Sanmartí. Él, como
yo, es el mejor en lo suyo. ¿Y dígame, qué tal está su marido?
Supe que tenía los días contados. Al día siguiente corrió el
rumor en la oficina de que Nuria Monfort era una «tortillera», puesto que se
mantenía inmune a los encantos y al aliento de ajos tiernos de don Pedro
Sanmartí, y que se entendía con Mercedes Pietro. Más de un joven de porvenir en
la empresa aseguraba haber visto a ese «par de guarras» besuqueándose en el
archivo en contadas ocasiones. Aquella tarde, al salir, Mercedes me pidió si
podíamos hablar un momento. Apenas conseguía mirarme a los ojos. Acudimos al
café de la esquina sin cruzar palabra. Allí Mercedes me dijo que Sanmartí le
había dicho que no veía con buenos ojos nuestra amistad, que la
policía le había dado informes sobre mí, sobre mi supuesto pasado de activista
comunista.
—Nuria, yo no puedo perder este empleo. Lo necesito para sacar adelante
a mi hijo...
Se derrumbó entre lágrimas, ajada por la vergüenza y la humillación,
envejeciendo a cada segundo.
—No te preocupes, Mercedes. Lo entiendo —dije.
—Ese hombre, Fumero, va a por ti, Nuria. No sé qué tiene contra ti,
pero se le ve en la cara...
—Ya lo sé.
Al lunes siguiente, cuando llegué al despacho, me encontré a un
individuo enjuto y engominado ocupando mi escritorio. Se presentó como Salvador
Benades, el nuevo corrector.
—¿Y usted quién es?
Ni una sola persona en toda la oficina se atrevió a cruzar la mirada o
la palabra conmigo mientras recogía mis cosas. Al bajar por la escalera,
Mercedes corrió tras de mí y me entregó un sobre que contenía un fajo de
billetes y monedas.
—Casi todos han contribuido con lo que han podido. Cógelo, por, favor.
No por ti, por nosotros.
Aquella noche acudí al piso de la Ronda de San Antonio. Julián me
esperaba como siempre, sentado en la oscuridad. Había escrito un poema para
mí, dijo. Era lo primero que escribía en nueve años. Quise leerlo, pero me rompí
en sus brazos. Se lo conté todo, porque ya no podía más. Porque temía que
Fumero, tarde o temprano, le encontraría. Julián me escuchó en silencio,
sosteniéndome en sus brazos y acariciándome el pelo. Era la primera vez en
años que sentía que, por una vez, me podía apoyar en él. Quise besarle, enferma
de soledad, pero Julián no tenía labios ni piel que entregarme. Me dormí en sus
brazos, acurrucada en el lecho de su habitación, un camastro de muchacho.
Cuando desperté, Julián no estaba allí. Escuché sus pasos en el terrado al
alba y fingí estar todavía dormida. Más tarde, aquella mañana, oí la noticia
por la radio sin caer en la cuenta. Un cuerpo había sido hallado en un banco en
el paseo del Borne, contemplando la basílica de Santa María del Mar sentado
con las manos cruzadas sobre el regazo. Una bandada de palomas que le picoteaban
los ojos llamó la atención de un vecino, que alertó a la
policía. El cadáver tenía el cuello roto. La señora Sanmartí lo identificó
como el de su esposo, Pedro Sanmartí Monegal. Cuando el suegro del difunto
recibió la noticia en su asilo de Bañolas, dio gracias al cielo y se dijo que
ahora ya podía morir en paz.
13
Julián escribió una vez que las casualidades son las cicatrices del
destino. No hay casualidades, Daniel. Somos títeres de nuestra inconsciencia.
Durante años había querido creer que Julián seguía siendo el hombre de quien me
había enamorado, o sus cenizas. Había querido creer que saldríamos adelante
con soplos de miseria y de esperanza. Había querido creer que Laín Coubert
había muerto y había regresado a las páginas de un libro. Las personas estamos
dispuestas a creer cualquier cosa antes que la verdad.
El asesinato de Sanmartí me abrió los ojos. Comprendí que Laín
Coubert seguía vivo y coleando. Más que nunca. Se hospedaba en el cuerpo ajado
por las llamas de aquel hombre del que no quedaba ni la voz y se alimentaba de
su memoria. Descubrí que había encontrado el modo de entrar y salir del piso de
la Ronda de San Antonio a través de una ventana que daba al tragaluz central
sin necesidad de forzar la puerta que yo cerraba cada vez que me iba de allí.
Descubrí que Laín Coubert, disfrazado de Julián, había estado recorriendo la
ciudad, visitando el caserón de los Aldaya. Descubrí que en su locura había
regresado a aquella cripta y había quebrado las lápidas, que había extraído
los sarcófagos de Penélope y de su hijo. «¿Qué has hecho, Julián?»
La policía me esperaba en casa para interrogarme sobre la muerte del
editor Sanmartí. Me condujeron a jefatura, donde después de cinco horas de
espera en un despacho a oscuras, se presentó Fumero vestido de negro y me
ofreció un cigarrillo.
—Usted y yo podríamos ser buenos amigos, señora Moliner. Me dicen mis
hombres que su esposo no está en casa.
—Mi marido me ha dejado. No sé donde está.
Me derribó de la silla de una bofetada brutal. Me arrastré hasta un
rincón, presa de pánico. No me atreví a alzar la vista. Fumero se arrodilló a
mi lado y me aferró del pelo.
—Entérate bien, furcia de mierda: le voy a encontrar, y cuando lo
haga, os mataré a los dos. A ti primero, para que el te vea con las tripas
colgando. Y luego a él, una vez le haya contado que la otra ramera a la que
envió a la tumba era su hermana.
—Antes te matará él a ti, hijo de puta.
Fumero me escupió en la cara y me soltó. Creí entonces que me iba a
destrozar de una paliza, pero escuché sus pasos alejándose por el pasillo.
Temblando, me incorporé y me limpié la sangre de la cara. Podía oler la mano de
aquel hombre en la piel, pero esta vez reconocí el hedor del miedo.
Me retuvieron en aquel cuarto, a oscuras y sin agua, durante seis
horas. Cuando me soltaron ya era de noche. Llovía a cántaros y las calles
ardían de vapor. Al llegar a casa me encontré un mar de escombros. Los hombres
de Fumero habían estado allí. Entre muebles caídos, cajones y estanterías
derribadas, encontré mi ropa hecha jirones y los libros de Miquel destrozados.
Sobre mi cama encontré una pila de heces y sobre la pared, escrito con excrementos,
se leía «Puta».
Corrí al piso de la Ronda de San Antonio, dando mil rodeos y
asegurándome de que ninguno de los esbirros de Fumero me hubiera seguido hasta
el portal de la calle Joaquín Costa. Crucé los tejados anegados de lluvia y
comprobé que la puerta del piso seguía cerrada. Entré con sigilo, pero el eco
de mis pasos delataba la ausencia. Julián no estaba allí. Le esperé sentada en
el comedor oscuro, escuchando la tormenta, hasta el alba. Cuando la bruma del
amanecer lamió los postigos del balcón, subí al terrado y contemplé la ciudad
aplastada bajo cielos de plomo. Supe que Julián no volvería allí. Ya le había
perdido para siempre.
Volví a verle dos meses después. Me había metido en un cine por la
noche, sola, incapaz de volver al piso vacío y frío. A media película, una
bobada de amoríos entre una princesa rumana deseosa de aventura y un apuesto
reportero norteamericano inmune al despeine, un individuo se sentó a mi lado.
No era la primera vez. Los cines de aquella época andaban plagados de fantoches
que apestaban a soledad, orines y colonia, blandiendo sus manos sudorosas y
temblorosas como lenguas de carne muerta. Me disponía a levantarme y avisar al
acomodador cuando reconocí el perfil ajado de Julián. Me aferró la mano con
fuerza y permanecimos así, mirando a la pantalla sin verla.
—¿Mataste tú a Sanmartí? —murmuré.
—¿Alguien le encuentra a faltar?
Hablábamos con susurros, bajo la atenta mirada de los hombres
solitarios sembrados por el patio de butacas que se recomían de envidia ante el
aparente éxito de aquel sombrío competidor. Le pregunté dónde se había estado
ocultando pero no me respondió.
—Existe otra copia de La Sombra del Viento —murmuró—. Aquí, en
Barcelona.
—Te equivocas, Julián. Las destruiste todas.
—Todas menos una. Al parecer, alguien más astuto que yo la escondió en
un lugar donde nunca podría encontrarla. Tú.
Fue así cómo oí hablar de ti por primera vez. Un librero fanfarrón y
bocazas llamado Gustavo Barceló había estado presumiendo frente a algunos
coleccionistas de haber localizado una copia de La Sombra del Viento. El mundo
de los libros de anticuario es una cámara de ecos. En apenas un par de meses,
Barceló estaba recibiendo ofertas de coleccionistas de Berlín, París y Roma
para adquirir el libro. La enigmática fuga de Julián de París tras un
sangriento duelo y su rumoreada muerte en la guerra civil española habían
conferido a sus obras un valor de mercado que nunca hubieran podido soñar. La
leyenda negra de un individuo sin rostro que recorría librerías, bibliotecas y
colecciones privadas para quemarlas sólo contribuía a multiplicar el interés y
la cotización. «Llevamos el circo en la sangre», decía Barceló.
Julián, que seguía persiguiendo la sombra de sus propias palabras, no
tardó en oír el rumor. Supo así que Gustavo Barceló no tenía el libro, pero
que al parecer el ejemplar era propiedad de un muchacho que lo había
descubierto por accidente y que, fascinado por la novela y por su enigmático
autor, se negaba a venderlo y lo conservaba como su más
preciada posesión. Aquel muchacho eras tú, Daniel.
—Por el amor de Dios, Julián, no irás a hacerle daño a un crío...
—murmuré, no muy segura.
Julián me dijo entonces que todos los libros que había robado y
destruido habían sido arrebatados de las manos de quienes no sentían nada por
ellos, de gentes que se limitaban a comerciar con ellos o que los mantenían
como curiosidades de coleccionistas y diletantes apolillados. Tú, que te
negabas a vender el libro a ningún precio y tratabas de rescatar a Carax de
los rincones del pasado, le inspirabas una extraña simpatía, y hasta respeto.
Sin tú saberlo, Julián te observaba y te estudiaba.
—Quizá, si llega a averiguar quién soy y lo que soy, también él decida
quemar el libro.
Julián hablaba con esa lucidez firme y tajante de los locos que se han
librado de la hipocresía de atenerse a una realidad que no cuadra.
—¿Quién es ese muchacho?
—Se llama Daniel. Es el hijo de un librero al que Miquel solía
frecuentar en la calle Santa Ana. Vive con su padre en un piso encima de la
tienda. Perdió a su madre de muy pequeño.
—Parece que estés hablando de ti.
—A lo mejor. Ese muchacho me recuerda a mí mismo.
—Déjale en paz, Julián. Es sólo un niño. Su único crimen ha sido
admirarte.
—Eso no es un crimen, es una ingenuidad. Pero se le pasará. Quizá
entonces me devuelva el libro. Cuando deje de admirarme y empiece a
comprenderme.
Un minuto antes del desenlace, Julián se levantó y se alejó al amparo
de las sombras. Durante meses nos vimos siempre así, a oscuras, en cines y
callejones a media noche. Julián siempre me encontraba. Yo sentía su presencia
silenciosa sin verle, siempre vigilante. A veces te mencionaba y, al oírle
hablar de ti, me parecía detectar en su voz una rara ternura que le confundía y
que hacía muchos años creía perdida en él. Supe que había regresado al caserón
de los Aldaya y que ahora vivía allí, a medio camino entre espectro y mendigo,
recorriendo la ruina de su vida y velando los restos de Penélope y del hijo de
ambos. Aquél era el único lugar en el mundo que todavía sentía suyo. Hay
peores cárceles que las palabras.
Yo acudía allí una vez al mes, para asegurarme de que estaba bien, o
simplemente vivo. Saltaba la tapia medio derribada en la parte de atrás,
invisible desde la calle. A veces le encontraba allí, otras veces Julián había
desaparecido. Le dejaba comida, dinero, libros... Le esperaba durante horas,
hasta el anochecer. En ocasiones me atrevía a explorar el caserón. Así averigüé
que había destrozado las lápidas de la cripta y había extraído los sarcófagos.
Ya no creía que Julián estuviese loco, ni veía monstruosidad en aquella
profanación, tan sólo una trágica coherencia. Las veces que le encontraba allí
hablábamos durante horas, sentados junto al fuego. Julián me confesó que había
intentado volver a escribir, pero que no podía. Recordaba vagamente sus libros
como si los hubiese leído, como si fuesen obra de otra persona. Las cicatrices
de su intento estaban a la vista. Descubrí que Julián abandonaba al fuego
páginas que había escrito febrilmente durante el tiempo en que no nos habíamos
visto. Una vez, aprovechando su ausencia, rescaté un pliego de cuartillas de
entre las cenizas. Hablaba de ti. Julián me había dicho alguna vez que un
relato era una carta que el autor se escribe a sí mismo para contarse cosas que
de otro modo no podría averiguar. Hacía tiempo que Julián se preguntaba si
había perdido la razón. ¿Sabe el loco que está loco? ¿O los locos son los
demás, que se empeñan en convencerle de su sinrazón para salvaguardar su existencia
de quimeras? Julián te observaba, te veía crecer y se preguntaba quién eras. Se
preguntaba si quizá tu presencia no era sino un milagro, un perdón que debía
ganarse enseñándote a no cometer sus mismos errores. En más de una ocasión me
pregunté si Julián no se había llegado a convencer de que tú, en aquella lógica
retorcida de su universo, te habías convertido en el hijo que había perdido, en
una nueva página en blanco para volver a empezar aquella historia que no podía
inventar, pero que podía recordar.
Pasaron aquellos años en el caserón y cada vez más Julián vivía
pendiente de ti, de tus progresos. Me hablaba de tus amigos, de una mujer
llamada Clara de la que te habías enamorado, de tu padre, un hombre a quien
admiraba y apreciaba, de tu amigo Fermín y de una muchacha en la que él quiso
ver a otra Penélope, tu Bea. Hablaba de ti como de un hijo. Os buscabais el uno
al otro, Daniel. Él quería creer que tu inocencia le salvaría de sí mismo. Había
dejado de perseguir sus libros, de desear quemar y destruir su rastro en la
vida. Estaba aprendiendo a volver a memorizar el mundo a través de tus ojos, de
recuperar al muchacho que había sido en ti. El día que viniste a casa por
primera vez sentí que ya te conocía. Fingí recelo para ocultar el
temor que me inspirabas. Tenía miedo de ti, de lo que podrías averiguar. Tenía
miedo de escuchar a Julián y empezar a creer como él que realmente todos estábamos
unidos en una extraña cadena de destinos y azares. Tenía miedo de reconocer al
Julián que había perdido en ti. Sabía que tú y tus amigos estabais investigando
en nuestro pasado. Sabía que tarde o temprano descubrirías la verdad, pero a
su debido tiempo, cuando pudieras llegar a comprender su significado. Sabía que
tarde o temprano tú y Julián os encontraríais. Ése fue mi error. Porque
alguien más lo sabía, alguien que presentía que, con el tiempo, tú le
conducirías a Julián: Fumero.
Comprendí lo que estaba sucediendo cuando ya no había vuelta atrás,
pero nunca perdí la esperanza de que perdieras el rastro, de que te olvidases
de nosotros o de que la vida, la tuya y no la nuestra, te llevase lejos, a
salvo. El tiempo me ha enseñado a no perder las esperanzas, pero a no confiar
demasiado en ellas. Son crueles y vanidosas, sin conciencia. Hace ya mucho
tiempo que Fumero me pisa los talones. El sabe que caeré, tarde o temprano.
No tiene prisa, por eso parece incomprensible. Vive para vengarse. De todos y
de sí mismo. Sin la venganza, sin la rabia, se evaporaría. Fumero sabe que tú y
tus amigos le llevaréis hasta Julián. Sabe que después de casi quince años, ya
no me quedan fuerzas ni recursos. Me ha visto morir durante años y sólo espera
el momento de asestarme el último golpe. Nunca he dudado que moriré en sus
manos. Ahora sé que el momento se acerca. Entregaré estas páginas a mi padre
con el encargo de que te las haga llegar si me sucede algo. Ruego a ese Dios
con quien nunca me crucé que no llegues a leerlas, pero presiento que mi
destino, pese a mi voluntad y pese a mis vanas esperanzas, es entregarte esta
historia. El tuyo, pese a tu juventud y
tu inocencia, es liberarla.
Cuando leas estas palabras, esta cárcel de recuerdos, significará que
ya no podré despedirme de ti como hubiera querido, que no podré pedirte que
nos perdones, sobre todo a Julián, y que cuides de él cuando yo no esté ahí
para hacerlo. Sé que no puedo pedirte nada, salvo que te salves. Quizá tantas
páginas me han llegado a convencer de que pase lo que pase, siempre tendré en
ti a un amigo, que tú eres mi única y verdadera esperanza. De todas las cosas
que escribió Julián, la que siempre he sentido más cercana es que mientras se
nos recuerda, seguimos vivos. Como tantas veces me ocurrió con Julián, años
antes de encontrarme con él, siento que te conozco y que si puedo confiar en
alguien, es en ti. Recuérdame, Daniel, aunque sea en un rincón y a escondidas.
No me dejes ir.
LA SOMBRA DEL VIENTO 1955
1
Amanecía ya cuando acabé de leer el manuscrito de Nuria Monfort.
Aquélla era mi historia. Nuestra historia. En los pasos perdidos de Carax
reconocía ahora los míos, irrecuperables ya. Me levanté, devorado por la
ansiedad, y empecé a recorrer la habitación como un animal enjaulado. Todos
mis reparos, mis recelos y temores se deshacían ahora en cenizas,
insignificantes. Me vencía la fatiga, el remordimiento y el miedo, pero me
sentí incapaz de quedarme allí, escondiéndome del rastro de mis acciones. Me
enfundé el abrigo, metí el manuscrito doblado en el bolsillo interior y corrí
escaleras abajo. Había empezado a nevar cuando salí del portal y el cielo se
deshacía en lágrimas perezosas de luz que se posaban en el aliento y
desaparecían. Corrí hacia la plaza Cataluña, desierta. En el centro de la
plaza, solo, se alzaba la silueta de un anciano, o quizá fuera un ángel
desertor, tocado de cabellera blanca y enfundado en un formidable abrigo gris.
Rey del alba, alzaba la mirada al cielo e intentaba en vano atrapar copos de
nieve con los guantes, riéndose. Al cruzar a su lado me miró y sonrió con
gravedad, como si pudiera leerme el alma de un vistazo. Tenía los ojos dorados,
como monedas embrujadas en el fondo de un estanque.
—Buena
suerte —me pareció oírle decir.
Traté
de aferrarme a aquella bendición y apreté el paso, rogando que no fuese
demasiado tarde y que Bea, la Bea de mi historia, todavía me estuviese
esperando.
Me
ardía la garganta de frío cuando llegué al edificio donde vivían los Aguilar,
jadeando tras la carrera. La nieve estaba empezando a cuajar. Tuve la fortuna
de encontrar a don Saturno Molleda, portero del edificio y (según me había
contado Bea) poeta surrealista a escondidas, apostado en el portal. Don Saturno
había salido a contemplar el espectáculo de la nieve escoba en mano, embutido
en no menos de tres bufandas y botas de asalto.
—Es la
caspa de Dios —dijo, maravillado, estrenando de versos inéditos la nevada.
—Voy a
casa de los señores Aguilar — anuncié.
—Sabido
es que a quien madruga Dios le ayuda, pero lo suyo es como pedirle una beca, joven.
—Se
trata de una emergencia. Me esperan.
—Ego te
absolvo —recitó, concediéndome una bendición.
Corrí
escaleras arriba. Mientras ascendía, contemplaba mis posibilidades con cierta
reserva. Con buena fortuna, me abriría una de las criadas, cuyo bloqueo me
disponía a franquear sin contemplaciones. Con peor fortuna, quizá fuera el
padre de Bea quien me abriese la puerta dadas las horas. Quise creer que en la
intimidad de su hogar no iría armado, al menos no antes del desayuno. Antes
de llamar, me detuve unos instantes a recuperar el aliento y a intentar
conjurar unas palabras que no llegaron. Poco importaba ya. Golpeé el picaporte
con fuerza tres veces. Quince segundos después repetí la operación, y así
sucesivamente, ignorando el sudor frío que me cubría la frente y los latidos
de mi corazón. Cuando la puerta se abrió, todavía sostenía el picaporte en las
manos.
—¿Qué
quieres?
Los
ojos de mi viejo amigo Tomás me taladraron, sin sobresalto. Fríos y supurantes
de ira.
—Vengo
a ver a Bea. Puedes partirme la cara si te apetece, pero no me voy sin hablar
con ella.
Tomás
me observaba sin pestañear. Me pregunté si me iba a quebrar en dos allí mismo,
sin contemplaciones. Tragué saliva.
—Mi
hermana no está.
—Tomás...
—Bea se
ha marchado.
Había
abandono y dolor en su voz que apenas conseguía disfrazar de rabia.
—¿Se ha
marchado? ¿Adónde?
—Esperaba
que tú lo supieses.
—¿Yo?
Ignorando
los puños cerrados y el semblante amenazador de Tomás, me colé en el interior
del piso.
—¿Bea?
—grité—. Bea, soy Daniel...
Me
detuve a medio corredor. El piso escupía el eco de mi voz con ese desprecio de
los espacios vacíos. Ni el señor Aguilar ni su esposa ni el servicio
aparecieron en respuesta a mis alaridos.
—No hay
nadie. Ya te lo he dicho —dijo Tomás a mi espalda—. Ahora lárgate y no vuelvas.
Mi padre ha jurado matarte y yo no voy a ser el que se lo impida.
—Por el
amor de Dios, Tomás. Dime dónde está tu hermana.
Me
contemplaba como quien no sabe bien si escupir o pasar de largo.
—Bea se
ha marchado de casa, Daniel. Mis padres llevan dos días buscándola como locos
por todas partes y la policía también.
—Pero...
—La
otra noche, cuando volvió de verte, mi padre la estaba esperando. Le partió los
labios a bofetadas, pero no te preocupes, que se negó a dar tu nombre. No te la
mereces.
—Tomás...
—Cállate.
Al día siguiente, mis padres la llevaron al médico.
—¿Por
qué? ¿Está Bea enferma?
—Enferma
de ti, imbécil. Mi hermana está embarazada. No me digas que no lo sabías.
Sentí
que me temblaban los labios. Un frío intenso se extendía por mi cuerpo, la voz
robada, la mirada atrapada. Me arrastré hacia la salida, pero Tomás me agarró
del brazo y me lanzó contra la pared.
—¿Qué
le has hecho? —Tomás, yo...
Se le
derribaron los párpados de impaciencia. El primer golpe me arrancó la
respiración. Resbalé hacia el suelo con la espalda apoyada contra la pared, las
rodillas flaqueando. Una presa terrible me aferró la garganta y me sostuvo en
pie, clavado contra la pared.
—¿Qué
le has hecho, hijo de puta?
Traté
de zafarme de la presa, pero Tomás me derribó de un puñetazo en la cara. Caí en
una oscuridad interminable, la cabeza envuelta en llamaradas de dolor. Me
desplomé sobre las baldosas del corredor. Traté de arrastrarme, pero Tomás me
aferró del cuello del abrigo y me arrastró sin contemplaciones hasta el
rellano. Me arrojó a la escalera como un despojo.
—Si le
ha pasado algo a Bea, te juro que te mataré —dijo desde el umbral de la puerta.
Me alcé
de rodillas, implorando un segundo, una oportunidad de recuperar la voz. La
puerta se cerró abandonándome en la oscuridad. Me asaltó una punzada en el
oído izquierdo y me llevé la mano a la cabeza, retorciéndome de dolor. Palpé
sangre tibia. Me incorporé como pude. Los músculos del vientre que habían
encajado el primer golpe de Tomás ardían en una agonía que sólo ahora empezaba.
Me deslicé escaleras abajo, donde don Saturno, al verme, sacudió la cabeza.
—Hala,
pase dentro un momento y compóngase...
Negué,
sosteniéndome el estómago con las manos. El lado izquierdo de la cabeza me
palpitaba, como si los huesos quisieran desprenderse de la carne.
—Está
usted sangrando —dijo don Saturno, inquieto.
—No es
la primera vez.
—Pues
vaya jugando y no tendrá oportunidad de sangrar mucho más. Anda, entre y llamo
a un médico, hágame el favor.
Conseguí
ganar el portal y librarme de la buena voluntad del portero. Nevaba ahora con
fuerza, velando las aceras con velos de bruma blanca. El viento helado se abría
camino entre mi ropa, lamiendo la herida que me sangraba en la cara. No sé si
lloré de dolor, de rabia o de miedo. La nieve, indiferente, se llevó mi llanto
cobarde y me alejé lentamente en el alba de polvo, una sombra más abriendo
surcos en la caspa de Dios.
2
Cuando
me acercaba al cruce de la calle Balmes advertí que un coche me estaba
siguiendo, bordeando la acera. El dolor de la cabeza había dejado paso a una
sensación de vértigo que me hacía tambalearme y caminar apoyándome en las
paredes. El coche se detuvo y dos hombres descendieron de él. Un silbido
estridente me había inundado los oídos y no pude escuchar el motor, o las
llamadas de aquellas dos siluetas de negro que me asían cada una de un lado y
me arrastraban con urgencia hacia el coche. Caí en el asiento de atrás,
embriagado de náusea. La luz iba y venía, como una marea de claridad cegadora.
Sentí que el coche se movía. Unas manos me palpaban el rostro, la cabeza y las
costillas. Al dar con el manuscrito de Nuria Monfort oculto en el interior de
mi abrigo, una de las figuras me lo arrebató. Quise detenerle con brazos de
gelatina. La otra silueta se inclinó sobre mí. Supe que me estaba hablando al
sentir su aliento en la cara. Esperé ver el rostro de Fumero iluminarse y
sentir el filo de su cuchillo en la garganta. Una mirada se posó sobre la mía
y, mientras el velo de la conciencia se desprendía, reconocí la sonrisa
desdentada y rendida de Fermín Romero de Torres.
Desperté
empapado en un sudor que me escocía en la piel. Dos manos me sostenían con
firmeza por los hombros, acomodándome sobre un catre que creí rodeado de
cirios, como en un velatorio. El rostro de Fermín asomó a mi derecha. Sonreía,
pero incluso en pleno delirio pude advertir su inquietud. A su lado, de pie,
distinguí a don Federico Flaviá, el relojero.
—Parece
que ya vuelve en sí, Fermín —dijo don Federico—. ¿Le parece si le preparo algo
de caldo para que reviva?
—Daño
no hará. Ya en el empeño podría usted prepararme un bocadillito de lo que
encuentre, que con estos nervios me ha entrado una gazuza de padre y muy señor
mío.
Federico
se retiró con prestancia y nos dejó a solas.
—¿Dónde
estamos, Fermín?
—En
lugar seguro. Técnicamente nos hallamos en un pisito en la izquierda del
ensanche, propiedad de unas amistades de don Federico, a quien le debemos la
vida y más. Los maledicentes lo calificarían de picadero, pero para nosotros es
un santuario.
Traté
de incorporarme. El dolor del oído se dejaba sentir ahora en un latido
ardiente.
—¿Voy a
quedarme sordo?
—Sordo
no sé, pero por poco se queda usted medio mongólico. Ese energúmeno del señor
Aguilar por poco le licua las meninges a leches.
—No ha
sido el señor Aguilar el que me ha pegado. Ha sido Tomás.
—¿Tomás?
¿Su amigo el inventor?
Asentí.
—Algo
habrá usted hecho.
—Bea se
ha marchado de casa... —empecé.
Fermín
frunció el ceño.
—Siga.
—Está
embarazada.
Fermín
me observaba pasmado. Por una vez, su expresión era impenetrable y severa.
—No me
mire así, Fermín, por Dios.
—¿Qué
quiere que haga? ¿Repartir puros?
Intenté
levantarme, pero el dolor y las manos de Fermín me detuvieron.
—Tengo
que encontrarla, Fermín.
—Quieto
parao. Usted no está en condiciones de ir a ningún sitio. Dígame dónde está la
muchacha y yo iré a por ella.
—No sé
dónde está.
—Le voy
a pedir que sea algo más específico.
Don
Federico apareció por la puerta portando una taza humeante de caldo. Me sonrió
cálidamente.
—¿Cómo te encuentras, Daniel?
—Mucho mejor, gracias, don Federico.
—Tómate un par de estas pastillas con el caldo.
Cruzó una mirada leve con Fermín, que asintió.
—Son para el dolor.
Me tragué las pastillas y sorbí la taza de caldo, que sabía a jerez.
Don Federico, prodigio de discreción, abandonó la habitación y cerró la
puerta. Fue entonces cuando advertí que Fermín sostenía en el regazo el
manuscrito de Nuria Monfort. El reloj que tintineaba en la mesita de noche
marcaba la una, supuse que de la tarde.
—¿Nieva todavía?
—Nevar es poco. Esto es el diluvio en polvo.
—¿Lo ha leído ya? —pregunté.
Fermín se limitó a asentir.
—Tengo que encontrar a Bea antes de que sea tarde. Creo que sé dónde
está.
Me senté en la cama, apartando los brazos de Fermín. Miré a mi
alrededor. Las paredes ondeaban como algas bajo un estanque. El techo se
alejaba en un soplo. Apenas pude sostenerme erguido. Fermín, sin esfuerzo, me
rindió de nuevo al catre.
—Usted no va a ningún sitio, Daniel.
—¿Qué eran esas pastillas?
—El linimento de Morfeo. Va usted a dormir como el granito.
—No, ahora no puedo...
Seguí balbuceando hasta que los párpados, y el mundo, se me
desplomaron sin tregua. Aquél fue un sueño negro y vacío, de túnel. El sueño de
los culpables.
Acechaba el crepúsculo cuando la losa de aquel letargo se evaporó y
abrí los ojos a una habitación oscura y velada por dos cirios cansados que
parpadeaban en la mesita. Fermín, derrotado sobre la butaca del rincón,
roncaba con la furia de un hombre tres veces más grande. A sus pies,
desparramado en un llanto de páginas, yacía el manuscrito de Nuria Monfort. El
dolor de la cabeza se había reducido a un palpitar lento y tibio. Me deslicé
con sigilo hasta la puerta de la habitación y salí a una pequeña sala con un
balcón y una puerta que parecía dar a la escalera. Mi abrigo y mis zapatos
reposaban sobre una silla. Una luz púrpura penetraba por la ventana, moteada de
reflejos irisados. Me acerqué hasta el balcón y vi que seguía nevando. Los
techos de media Barcelona se vislumbraban moteados de blanco y escarlata. A lo
lejos se distinguían las torres de la escuela industrial, agujas entre la bruma
prendida en los últimos alientos del sol. El cristal estaba empañado de
escarcha. Posé el índice sobre el vidrio y escribí:
Voy a por Bea. No me siga. Volveré pronto.
La certeza me había asaltado al despertar, como si un desconocido me
hubiese susurrado la verdad en sueños. Salí al rellano y me lancé escaleras
abajo hasta salir al portal. La calle Urgel era un río de arena reluciente del
que emergían farolas y árboles, mástiles en una niebla sólida. El viento
escupía la nieve a ráfagas. Anduve hasta el metro de Hospital Clínico y me
sumergí en los túneles de vaho y calor de segunda mano. Hordas de barceloneses,
que solían confundir la nieve con los milagros, seguían comentando lo insólito
del temporal. Los diarios de la tarde traían la noticia en primera página, con
foto de las Ramblas nevadas y la fuente de Canaletas sangrando estalactitas. «LA NEVADA
DEL SIGLO prometían los titulares. Me dejé caer en un banco del andén y
aspiré ese perfume a túneles y hollín que trae el rumor de los trenes
invisibles. Al otro lado de las vías, en un cartel publicitario, proclamando
las delicias del parque de atracciones del Tibidabo, aparecía el tranvía azul
iluminado como una verbena, y tras él se adivinaba la silueta del caserón de
los Aldaya. Me pregunté si Bea, perdida en aquella Barcelona de los que se han
caído del mundo, habría visto la misma imagen y comprendido que no tenía otro
lugar adonde ir.
3
Empezaba a anochecer cuando emergí de las escalinatas del metro.
Desierta, la avenida del Tibidabo dibujaba una fuga infinita de cipreses y
palacios sepultados en una claridad sepulcral. Vislumbré la silueta del
tranvía azul en la parada, la campana del revisor segando el viento. Me
apresuré y lo abordé casi al tiempo que iniciaba su trayecto. El revisor,
viejo conocido, aceptó las monedas murmurando para sí. Me procuré asiento en
el interior de la cabina, algo más resguardado de la nieve y el frío. Los caserones
sombríos desfilaban lentamente tras los cristales velados de hielo. El revisor
me observaba con aquella mezcla de recelo y osadía que el frío parecía haberle
congelado en el rostro.
—El número treinta y dos, joven.
Me volví y vi la silueta espectral del caserón de los Aldaya
avanzando hacia nosotros como la proa de un buque oscuro en la niebla. El
tranvía se detuvo de una sacudida. Descendí, huyendo de la mirada del revisor.
—Buena suerte —murmuró.
Contemplé el tranvía perderse avenida arriba hasta que sólo se
percibió el eco de la campana. Una penumbra sólida se desplomó a mi alrededor.
Me apresuré a rodear la tapia en busca de la brecha derribada en la parte
posterior. Al escalar el muro me pareció escuchar pasos sobre la nieve en la
acera opuesta, aproximándose. Me detuve un instante, inmóvil sobre lo alto del
muro. La noche caía ya inexorable. El rumor de pasos se extinguió en el rastro
del viento. Salté al otro lado y me adentré en el jardín. La maleza se había
congelado en tallos de cristal. Las estatuas de los ángeles derribados yacían
cubiertas por sudarios de hielo. La superficie de la fuente se había congelado
en un espejo negro y reluciente del que sólo emergía la garra de piedra del
ángel sumergido como un sable de obsidiana. Lágrimas de hielo pendían del dedo
índice. La mano acusadora del ángel señalaba directamente hacia el portón
principal, entreabierto.
Ascendí los peldaños con la esperanza de que no fuese demasiado
tarde. No me molesté en amortiguar el eco de mis pisadas. Empujé el portón y me
adentré en el vestíbulo. Una procesión de cirios se adentraba hacia el interior.
Eran las velas de Bea, casi apuradas hasta el suelo. Seguí su rastro y me
detuve al pie de la escalinata. La senda de velas ascendía por los peldaños
hasta el primer piso. Me aventuré escalera arriba, siguiendo a mi sombra
deformada sobre los muros. Al llegar al rellano del primer piso comprobé que
había dos velas más adentrándose en el corredor. La tercera parpadeaba frente
a la que había sido la habitación de Penélope. Me aproximé y golpeé la puerta
suavemente con los nudillos.
—¿Julián? —llegó la voz trémula.
Así el pomo de la puerta y me dispuse a entrar, sin saber ya quién me
esperaba al otro lado. Abrí lentamente.
Bea me contemplaba desde el rincón, envuelta en una manta. Corrí a su
lado y la abracé en silencio. Sentí que se deshacía en lágrimas.
—No sabía adónde ir —murmuró—. Te llamé varias veces a casa, pero no
había nadie. Me asusté...
Bea se secó las lágrimas con los puños y me clavó la mirada. Asentí, y
no fue necesario que dijese más.
—¿Por qué me has llamado Julián?
Bea lanzó una mirada hacia la puerta entreabierta.
—Él está aquí. En esta casa. Entra y sale. Me sorprendió el otro día,
cuando intentaba entrar en la casa. Sin que le dijese nada, supo quién era.
Supo lo que estaba pasando. Me instaló en esta habitación y me trajo una manta,
agua y comida. Me dijo que esperase. Que todo iba a salir bien. Me dijo que tú
vendrías por mí. Por la noche hablamos durante horas. Me habló de Penélope, de
Nuria... sobre todo me habló de ti, de nosotros dos. Me dijo que tenía que
enseñarte a olvidarle...
—¿Dónde está ahora?
—Abajo. En la biblioteca. Me dijo que estaba esperando a alguien, que
no me moviese de aquí.
—¿Esperando a quién?
—No lo sé. Dijo que era alguien que vendría contigo, que tú le
traerías...
Cuando me asomé al corredor, las pisadas ya se escuchaban al pie de
la escalinata. Reconocí la sombra desangrada sobre los muros como una
telaraña, la gabardina negra, el sombrero calado como una capucha y el revólver
en la mano reluciente como una guadaña. Fumero. Siempre me había recordado a
alguien, o a algo, pero hasta aquel instante no había comprendido a qué.
4
Extinguí las velas con los dedos y le hice una seña a Bea para que
guardase silencio. Me asió la mano y me miró inquisitivamente. Los pasos lentos
de Fumero se escuchaban a nuestros pies. Conduje a Bea de nuevo al interior de
la habitación y le indiqué que permaneciese allí, oculta tras la puerta.
—No salgas de aquí, pase lo que pase —susurré.
—No me dejes ahora, Daniel. Por favor.
—Tengo que advertir a Carax.
Bea me imploró con la mirada, pero me retiré al corredor antes de
rendirme. Me deslicé hasta el umbral de la escalinata principal. No había
rastro de la sombra de Fumero, ni de sus pasos. Se había detenido en algún punto
de la oscuridad, inmóvil. Paciente. Me retiré de nuevo al corredor y rodeé la
galería de habitaciones hasta la fachada principal del caserón. Un ventanal
empañado de hielo destilaba cuatro haces azules, turbios como agua estanca. Me
acerqué a la ventana y pude ver un coche negro apostado frente a la verja
principal. Reconocí el automóvil del teniente Palacios. Una brasa de cigarrillo
en la oscuridad delataba su presencia tras el volante. Regresé lentamente
hasta la escalinata y descendí peldaño a peldaño, posando los pies con infinita
cautela. Me detuve a medio trayecto y escruté la tiniebla que inundaba la
planta baja.
Fumero había dejado el portón principal abierto a su paso. El viento
había apagado las velas y escupía remolinos de nieve. La hojarasca helada
danzaba en la bóveda, flotando en un túnel de claridad polvorienta que insinuaba
las ruinas del caserón. Descendí cuatro peldaños más, apoyándome
contra la pared. Vislumbré un atisbo de la cristalera de la biblioteca. Seguía
sin detectar a Fumero. Me pregunté si habría descendido al sótano o a la
cripta. El polvo de nieve que penetraba desde el exterior estaba borrando sus
huellas. Me deslicé hasta el pie de la escalinata y eché un vistazo hacia el
corredor que conducía a la entrada. El viento helado me escupió en la cara. La
garra del ángel sumergido en la fuente se entreveía en la tiniebla. Miré en la
otra dirección. La entrada a la biblioteca quedaba a una decena de metros del
pie de la escalinata. La antecámara que conducía hasta allí quedaba velada de
oscuridad. Comprendí que Fumero podía estar observándome a apenas unos metros
del punto en el que me encontraba, sin que yo pudiera verle. Escruté la
sombra, impenetrable como las aguas de un pozo. Respiré hondo y, casi
arrastrando los pies, crucé la distancia que me separaba de la entrada de la
biblioteca a ciegas.
El gran salón oval quedaba sumergido en una penuria de luz vaporosa,
acribillada de puntos de sombra proyectados por la nieve desplomándose
gelatinosamente tras los ventanales. Deslicé la mirada por los muros desnudos
en busca de Fumero, quizá apostado junto a la entrada. Un objeto emergía del
muro a apenas dos metros a mi derecha. Por un instante me pareció que se
desplazaba, pero era sólo el reflejo de la luna sobre el filo. Un cuchillo,
quizá una navaja de doble filo, estaba clavado en la pared. Ensartaba un
rectángulo de cartón o papel. Me aproximé hasta allí y reconocí la imagen
apuñalada sobre el muro. Era una copia idéntica de la fotografía medio quemada
que un extraño había abandonado en el mostrador de la librería. En el retrato,
Julián y Penélope, apenas unos adolescentes, sonreían a una vida que se les había
escapado sin saberlo. El filo de la navaja atravesaba el pecho de Julián.
Comprendí entonces que no había sido Laín Coubert, o Julián Carax, quien había
dejado aquella fotografía como una invitación. Había sido Fumero. La fotografía
había sido un cebo envenenado. Alcé la mano para arrebatársela al cuchillo,
pero el contacto helado del revólver de Fumero en la nuca me detuvo.
—Una imagen vale más que mil palabras, Daniel. Si tu padre no hubiera
sido un librero de mierda, ya te lo habría enseñado.
Me volví lentamente y enfrenté el cañón del arma. Apestaba a pólvora
reciente. El rostro cadavérico de Fumero sonreía en una mueca crispada de
terror.
—¿Dónde está Carax?
—Lejos de aquí. Sabía que usted vendría a por él. Se ha marchado.
Fumero me observaba sin pestañear.
—Te voy a volar la cara en pedazos, chaval.
—De poco le servirá. Carax no está aquí.
—Abre la boca —ordenó Fumero.
—¿Para qué?
—Abre la boca o te la abro yo de un tiro.
Desplegué los labios. Fumero me introdujo el revólver en la boca.
Sentí una arcada trepándome por la garganta. El pulgar de Fumero tensó el
percutor.
—Ahora, desgraciado, piensa si tienes alguna razón para seguir
viviendo. ¿Qué dices?
Asentí lentamente.
—Entonces dime dónde está Carax.
Intenté balbucear. Fumero retiró el revólver lentamente.
—¿Dónde está?
—Abajo. En la cripta.
—Tú me guías. Quiero que estés presente cuando le cuente a ese hijo de
puta cómo gemía Nuria Monfort cuando le hundí el cuchillo en...
La silueta se abrió camino de la nada. Atisbando por encima del hombro
de Fumero creí ver cómo la oscuridad se removía en cortinajes de bruma y una
figura sin rostro, de mirada incandescente, se deslizaba hacia nosotros en
silencio absoluto, como si apenas rozase el suelo. Fumero leyó el reflejo en
mis pupilas empañadas de lágrimas y su rostro se descompuso lentamente.
Cuando se volvió y disparó al manto de negrura que le envolvía, dos
garras de cuero, sin líneas ni relieve, le habían atenazado la garganta. Eran
las manos de Julián Carax, crecidas de las llamas. Carax me apartó de un empujón
y aplastó a Fumero contra la pared. El inspector aferró el revólver e intentó
situarlo bajo la barbilla de Carax. Antes de que pudiese accionar el gatillo,
Carax le asió de la muñeca y la martilleó con fuerza contra la pared una v
otra vez, sin conseguir que Fumero soltase el revólver. Un segundo disparo
estalló en la oscuridad y se estrelló contra el muro, abriendo un boquete en
el panel de madera. Lágrimas de pólvora encendida v astillas en brasa
salpicaron el rostro del inspector. El hedor a carne chamuscada inundó la sala.
De una sacudida, Fumero trató de zafarse de aquellas manos que le
mantenían el cuello inmovilizado y la mano que sostenía el revólver contra la
pared. Carax no aflojaba la presa. Fumero rugió de rabia y ladeó la cabeza
hasta morder el puño de Carax. Le poseía una furia animal. Escuché el
chasquido de sus dientes desgarrando la piel muerta y vi los labios de Fumero
rezumando sangre. Carax, ignorando el dolor, o quizá incapaz de sentirlo, asió
entonces el puñal. Lo desclavo de la pared de un tirón y, ante la mirada
aterrada de Fumero, ensartó la muñeca derecha del inspector contra la pared con
un golpe brutal que hundió el filo en el panel de madera casi hasta la
empuñadura. Fumero dejó escapar un terrible alarido de agonía. Su mano se
desplegó en un espasmo y el revólver cayó a sus pies. Carax lo escupió hacia
las sombras de un puntapié.
El horror de aquella escena había desfilado ante mis ojos en apenas
unos segundos. Me sentía paralizado, incapaz de actuar o de articular un solo
pensamiento. Carax se volvió hacia mí y me clavó la mirada. Contemplándole,
acerté a reconstruir sus facciones perdidas que había imaginado tantas veces,
contemplando retratos y escuchando viejas historias.
—Llévate a Beatriz de aquí, Daniel. Ella sabe lo que debéis hacer. No
te separes de ella. No dejes que te la arrebaten. Nada ni nadie. Cuídala. Más
que a tu vida.
Quise asentir, pero los ojos se me fueron a Fumero, que estaba
forcejeando con el cuchillo que le atravesaba la muñeca. Lo arrancó de una
sacudida y se desplomó de rodillas, sosteniéndose el brazo herido que le
sangraba sobre el costado.
—Márchate —musitó Carax.
Fumero nos contemplaba cegado de odio desde el suelo, sosteniendo el
cuchillo ensangrentado en su mano izquierda. Carax se dirigió hacia él. Escuché
unos pasos apresurados acercándose y comprendí que Palacios había acudido en
auxilio de su jefe alertado por los disparos. Antes de que Carax pudiese arrebatarle
el cuchillo a Fumero, Palacios penetró en la biblioteca con el arma en alto.
—Atrás —advirtió.
Lanzó una rápida mirada a Fumero, que se incorporaba con dificultad,
y luego nos observó, primero a mí y luego a Carax. Percibí el horror y la duda
en aquella mirada.
—He dicho atrás.
Carax se detuvo y retrocedió. Palacios nos observaba fríamente,
tratando de dilucidar cómo resolver la situación. Sus ojos se posaron
sobre mí.
—Tú, lárgate. Esto no va contigo. Venga.
Dudé un instante. Carax asintió.
—De aquí no se va nadie —cortó Fumero—. Palacios, entrégueme su
revólver.
Palacios permaneció en silencio.
—Palacios —repitió Fumero, alargando la mano totalmente velada de
sangre en demanda del arma.
—No —murmuró Palacios, apretando los dientes.
Los ojos enloquecidos de Fumero se llenaron de desprecio y
de furia. Aferró el arma de Palacios y lo empujó de un manotazo. Crucé una
mirada con Palacios y supe lo que iba a suceder. Fumero alzó el arma
lentamente. Le temblaba la mano y el revólver brillaba, reluciente de sangre.
Carax retrocedió paso a paso, buscando la sombra, pero no había escapatoria. El
cañón del revólver le seguía. Sentí que los músculos del cuerpo se me incendiaban
de rabia. La mueca de muerte de Fumero, que se relamía de locura y rencor, me
despertó de una bofetada. Palacios me miraba, negando en silencio. Le ignoré.
Carax se había abandonado ya, inmóvil en el centro de la sala, esperando la
bala.
Fumero
nunca llegó a verme. Para él sólo existía Carax y aquella mano ensangrentada
unida a un revólver. Me abalancé sobre él de un salto. Sentí que mis pies se
levantaban del suelo, pero nunca llegué a recobrar el contacto. El mundo se
había congelado en el aire. El estruendo del disparo me llegó lejano, como eco
de tormenta que se aleja. No hubo dolor. El impacto del disparo me atravesó las
costillas. La primera llamarada fue ciega, como si una barra de metal me
hubiese golpeado con furia indecible y me hubiese propulsado en el vacío un
par de metros, hasta derribarme al suelo. No sentí la caída, aunque me pareció que las paredes
convergían y el techo descendía a toda velocidad como si ansiara aplastarme.
Una mano me sostuvo la nuca y vi el rostro de Julián Carax inclinándose sobre
mí. En mi visión, Carax aparecía exactamente como yo le había imaginado, como
si las llamas nunca le hubiesen arrancado el semblante. Advertí el horror en su
mirada, sin comprender. Vi cómo posaba su mano sobre mi pecho y me pregunté qué
era aquel líquido humeante que brotaba entre sus dedos. Fue entonces cuando
sentí aquel fuego terrible, como aliento de brasas devorándome las entrañas. Un
grito quiso escapar de mis labios, pero afloró ahogado en sangre tibia. Reconocí
el rostro de Palacios a mi lado, derrotado de remordimiento. Alcé la mirada y
entonces la vi. Bea avanzaba lentamente desde la puerta de la biblioteca, el
rostro ungido de horror y las manos temblorosas sobre los labios. Negaba en
silencio. Quise advertirla, pero un frío mordiente me recorría los brazos y
las piernas, abriéndose camino en mi cuerpo a cuchilladas.
Fumero acechaba oculto tras la puerta. Bea no reparó en su presencia.
Cuando Carax se incorporó de un salto y Bea se volvió, alertada, el revólver
del inspector ya le rozaba la frente. Palacios se lanzó a detenerle. Llegó
tarde. Carax se cernía ya sobre él. Escuché su grito, lejano, llevando el
nombre de Bea. La sala se prendió en el resplandor del disparo. La bala
atravesó la mano derecha de Carax. Un instante más tarde, el hombre sin rostro
caía sobre Fumero. Me incliné para ver cómo Bea corría a mi lado, intacta.
Busqué a Carax con una mirada que se me apagaba, pero no le encontré. Otra
figura había ocupado su lugar. Era Laín Coubert, tal y como había aprendido a
temerle leyendo las páginas de un libro tantos años atrás. Esta vez, las garras
de Coubert se hundieron en los ojos de Fumero y lo arrastraron como garfios.
Acerté a ver cómo las piernas del inspector se arrastraban por la puerta de la
biblioteca, cómo su cuerpo se debatía en sacudidas mientras Coubert lo
arrastraba sin piedad hacia el portón, cómo sus rodillas golpeaban los
escalones de mármol y la nieve le escupía en el rostro, cómo el hombre sin
rostro le aferraba del cuello y, alzándolo como un títere, lo lanzaba contra
la fuente helada, cómo la mano del ángel atravesaba su pecho y lo ensartaba y
cómo el alma maldita se le derramaba en vapor y aliento negro que caía en
lágrimas heladas sobre el espejo mientras sus párpados se agitaban hasta morir
y sus ojos parecían astillarse con arañazos de escarcha.
Me desplomé entonces, incapaz de sostener la mirada un segundo más. La
oscuridad se teñía de luz blanca y el rostro de Bea se alejaba en un túnel de
niebla. Cerré los ojos y sentí las manos de Bea sobre mi rostro y el soplo de
su voz suplicándole a Dios que no me llevase, susurrándome que me quería y que
no me dejaría ir, que no me dejaría ir. Sólo recuerdo que me desprendí en
aquel espejismo de luz y frío, que una rara paz me envolvió y se llevó el
dolor y el fuego lento de mis entrañas. Me vi a mí mismo caminando por las
calles de aquella Barcelona embrujada de la mano de Bea, casi ancianos. Vi a
mi padre y a Nuria Monfort posando rosas blancas sobre mi tumba. Vi a Fermín
llorando en brazos de la Bernarda, y a mi viejo amigo Tomás, que había
enmudecido para siempre. Les vi como se ve a los extraños desde un tren que se
aleja demasiado de prisa. Fue entonces, casi sin darme cuenta, cuando recordé
el rostro de mi madre que había perdido tantos años atrás como si un recorte
extraviado se hubiese deslizado de entre las páginas de un libro. Su luz fue
cuanto me acompañó en mi descenso.
27 DE NOVIEMBRE DE 1955
POST
MORTEM
La habitación era blanca, forjada de lienzos y cortinajes tejidos de
vapor y de sol reluciente. Desde mi ventana se veía un mar azul infinito. Algún
día, alguien querría convencerme de que no, que desde la clínica Corachán no se
ve el mar, que sus habitaciones no son blancas ni etéreas y que el mar de
aquel noviembre era una balsa de plomo fría y hostil, que siguió nevando todos
los días de aquella semana hasta sepultar el sol y toda Barcelona bajo un metro
de nieve y de que incluso Fermín, el eterno optimista, creía que yo iba a
morir otra vez.
Ya había muerto antes, en la ambulancia, en brazos de Bea y del
teniente Palacios, que arruinó su traje oficial con mi sangre. La bala, decían
los médicos, que hablaban de mí creyendo que no les oía, había destrozado dos
costillas, rozado el corazón, segado una arteria y salido al galope por el
costado, arrastrando cuanto encontró en su camino. Mi corazón dejó de latir
durante sesenta y cuatro segundos. Me dijeron que, al regresar de mi excursión
al infinito, abrí los ojos y sonreí antes de perder el conocimiento.
No recuperé el sentido hasta ocho días más tarde. Para entonces, los
periódicos ya habían publicado la noticia del fallecimiento del insigne
inspector jefe de policía Francisco Javier Fumero en una trifulca con una banda
armada de maleantes, y las autoridades andaban demasiado ocupadas en
encontrarle una calle o pasaje al que rebautizar en su memoria. El suyo fue el
único cuerpo hallado en el viejo caserón de los Aldaya. Los cuerpos de
Penélope y su hijo nunca aparecieron.
Desperté
al alba. Recuerdo la luz, de oro líquido, derramándose por las sábanas. Había
dejado de nevar y alguien había cambiado el mar tras mi ventana por una plaza
blanca de la que emergían unos columpios y poco más. Mi padre, hundido en una
silla junto a mi cama, alzó la vista y me observó en silencio. Le sonreí y se
echó a llorar. Fermín, que dormía a pierna suelta en el pasillo, y Bea, que le
sostenía la cabeza en el regazo, oyeron sus lágrimas, un lamento que se perdía
a gritos, y entraron en la habitación. Recuerdo que Fermín estaba blanco y flaco como una raspa de
pescado. Me contaron que la sangre que corría por mis venas era suya, que yo
había perdido toda la mía, y que mi amigo llevaba días atiborrándose de
pepitos de lomo en la cafetería de la clínica para criar glóbulos rojos en caso
de que yo necesitase más. Quizá eso explicase por qué me sentía más sabio y
menos Daniel. Recuerdo que había un bosque de flores y que aquella tarde, o
quizá dos minutos después, no sabría decir, desfilaron por la habitación desde
Gustavo Barceló y su sobrina Clara, a la Bernarda y mi amigo Tomás, que no se
atrevía a mirarme a los ojos y que cuando le abracé echó a correr y se fue a
llorar a la calle. Recuerdo vagamente a don Federico, que venía acompañado de
la Merceditas y del catedrático don Anacleto. Sobre todo recuerdo a Bea, que
me miraba en silencio mientras todos se deshacían en alegrías y salvas al
cielo, y a mi padre, que había dormido en aquella silla durante siete noches,
rezándole a un Dios en el que no creía.
Cuando
los médicos obligaron a toda la comitiva a desalojar la habitación y
abandonarme a un reposo que no quería, mi padre se acercó un momento y me dijo
que me había traído mi pluma, la estilográfica de Víctor Hugo, y un cuaderno,
por si quería escribir. Fermín, desde la puerta, anunciaba que había consultado
con el plantel de doctores de la clínica y le habían asegurado que yo no iba a
hacer el servicio militar. Bea me besó en la frente y se llevó a mi padre a que
le diese el aire, porque no había salido de aquella habitación en más de una
semana. Me quedé a solas, aplastado de cansancio y me rendí al sueño,
contemplando el estuche de mi pluma sobre la mesita de noche.
Me
despertaron unos pasos en la puerta y me pareció ver la silueta de mi padre al
pie del lecho, o quizá fuera el doctor Mendoza que no me quitaba un ojo de
encima, convencido de que yo era hijo de un milagro. El visitante rodeó el
lecho y se sentó en la silla de mi padre. Sentía la boca seca y apenas podía
hablar. Julián Carax me acercó un vaso de agua a los labios y me sostuvo la
cabeza mientras los humedecía. Tenía ojos de despedida, y me bastó mirar en
ellos para comprender que nunca había llegado a averiguar la verdadera
identidad de Penélope. No recuerdo bien sus palabras, ni el sonido de su voz.
Sí sé que me tomó la mano y que sentí que me pedía que viviese por él, y que no
volvería a verle jamás. De lo que no me he olvidado es de lo que yo le dije.
Le pedí que tomase aquella pluma, que había sido suya desde siempre, y que
volviese a escribir.
Cuando
desperté, Bea me estaba refrescando la frente con un paño húmedo de colonia.
Sobresaltado, le pregunté dónde estaba Carax. Me miró, confundida, y me dijo
que Carax había desaparecido en la tormenta ocho días atrás dejando un rastro
de sangre en la nieve y que todos le daban por muerto. Dije que no, que había
estado allí mismo, conmigo, hacía apenas segundos. Bea me sonrió, sin decir
nada. La enfermera que me tomaba el pulso negó lentamente y me explicó que
llevaba seis horas dormido, que ella había estado sentada a su escritorio
frente a la puerta de mi habitación durante todo ese tiempo y que, mientras
tanto, nadie había entrado en mi habitación.
Aquella
noche, al intentar conciliar el sueño, volví la cabeza sobre la almohada y
comprobé que el estuche estaba abierto y que la pluma había desaparecido.
1956
LAS AGUAS DE MARZO
Bea y yo nos casamos en la iglesia de Santa Ana dos meses más tarde.
El señor Aguilar, que todavía me hablaba en monosílabos y seguiría haciéndolo
hasta el fin de los tiempos, me había concedido la mano de su hija ante la
imposibilidad de obtener mi cabeza en bandeja. La desaparición de Bea le había
afeitado la furia, y ahora parecía vivir en estado de perpetuo susto, resignado
a que pronto su nieto me llamase papá y a que la vida, valiéndose de un
sinvergüenza remendado de un balazo, le robase a la niña que él, pese a las
bifocales, seguía viendo como el día de su primera comunión, ni un día mayor.
Una semana antes de la ceremonia, el padre de Bea se presentó en la librería
para regalarme una aguja de corbata de oro que había pertenecido a su padre y
para estrecharme la mano.
—Bea es
lo único bueno que he hecho en la vida —me dijo—. Cuídamela.
Mi padre le acompañó hasta la puerta y le contempló alejarse por la
calle Santa Ana con esa melancolía que reblandece a los hombres que envejecen
al mismo tiempo sin que nadie les haya pedido permiso.
—No es una mala persona, Daniel —dijo—. Cada cual quiere a su manera.
El doctor Mendoza, que dudaba de mi capacidad para sostenerme
en pie durante mas de media hora, me había advertido que el ajetreo de una boda
y sus preparativos no eran la mejor medicina para sanar a un hombre que había
estado a punto de dejarse el corazón en el quirófano.
—No se preocupe —le tranquilicé—. No me dejan hacer nada.
No mentía. Fermín Romero de Torres se había erigido en dictador
absoluto y factótum de la ceremonia, banquete y miscelánea varia. El párroco
de la iglesia, al enterarse de que la novia llegaba preñada al altar, se había
negado en redondo a celebrar el matrimonio y amenazó con conjurar a los hados
de la Santa Inquisición para que impidiesen el evento. Fermín montó en cólera y
lo sacó a rastras de la iglesia, gritando a los cuatro vientos que era indigno
del hábito, de la parroquia, y jurándole que como se le ocurriese levantar una
pestaña le iba a montar un escándalo en el obispado del que lo menos resultaría
desterrado al peñón de Gibraltar a evangelizar a las monas por mezquino y
miserable. Varios transeúntes aplaudieron, y el florista de la plaza le regaló
a Fermín un clavel blanco que procedió a lucir en la solapa hasta que los
pétalos le quedaron del color del cuello de la camisa. Compuestos y sin cura,
Fermín acudió al colegio de San Gabriel y procedió a reclutar los servicios del
padre Fernando Ramos, que no había celebrado una boda en la vida y cuya especialidad
era el latín, la trigonometría y la gimnasia sueca, por este orden.
—Eminencia, que el novio está muy débil y ahora yo no puedo darle otro
disgusto. El ve en usted una reencarnación de los grandes padres de la madre
Iglesia, ahí en lo alto con santo Tomás, san Agustín y la virgen de Fátima.
Ahí donde usted le ve, el muchacho es como yo, devotísimo. Un místico. Si
ahora le digo que me falla usted, lo mismo tenemos que celebrar un funeral en
vez de una boda.
—Si me lo pone usted así.
Según me contaron después —porque yo no lo recuerdo y las bodas
siempre se empeñan en recordarlas mejor los demás—, antes de la ceremonia, la
Bernarda y don Gustavo Barceló (siguiendo instrucciones detalladas de Fermín)
embozaron de moscatel al pobre sacerdote para soltarle las tablas. A la hora de
oficiar el padre Fernando, tocado de una sonrisa bendita y un tono sonrosado
muy favorecedor, optó, en un vuelo de licencia protocolaria, por sustituir la
lectura de no sé qué Carta a los Corintios por un soneto de amor, obra de un
tal Pablo Neruda, al que algunos de los invitados del señor Aguilar
identificaron como comunista y bolchevique irredento mientras otros buscaban en
el misal aquellos versos de rara belleza pagana, preguntándose si ya se
empezaban a ver los primeros efectos del concilio en ciernes.
La noche antes de la boda, Fermín, arquitecto del evento y maestro de
ceremonias, me anunció que me había organizado una despedida de soltero a la
que sólo estábamos invitados él y yo.
—No sé, Fermín. A mí estas cosas...
—Confíe en mí.
Llegada la noche de autos seguí dócilmente a Fermín hasta un tugurio
infecto sito en la calle Escudillers donde los hedores a humanidad convivían
con la fritanga más abyecta del litoral mediterráneo. Un plantel de damas con
la virtud en alquiler y mucho kilometraje encima nos recibió con sonrisas que
hubieran hecho las delicias de una facultad de ortodoncia.
—Venimos a por la Rociíto —anunció Fermín a un macarrón cuyas
patillas guardaban una sorprendente resemblanza con el cabo de Finisterre.
—Fermín —musité, aterrado—. Por el amor de Dios...
—Tenga fe.
La Rociíto acudió presta en toda su gloria, que calculé colindante en
los noventa kilogramos sin contar el chal de lagarterana y el vestido de
viscosa colorado, y me hizo un inventario a conciencia.
—Hola, corasón. Yo te hasía más viejo, fíhate tú.
—Éste no es el interfecto —aclaró Fermín.
Comprendí entonces la naturaleza del embrollo y mis temores se
desvanecieron. Fermín nunca olvidaba una promesa, especialmente si era yo el
que la había hecho. Partimos los tres en busca de un taxi que nos condujese al
asilo de Santa Lucía. Durante el trayecto Fermín, que en deferencia a mi estado
de salud y a mi condición de prometido me había cedido el asiento delantero,
compartía el trasero con la Rociíto, sopesando sus evidencias con notable
deleite.
—Qué buenorra que estás, Rociíto. Este culo serrano tuyo es el
apocalipsis según Botticelli.
—Ay, señor Fermín, que desde que se ha echao novia me tie orvidá y
desatendía, tunante.
—Rociíto, que tú eres mucha mujer y yo estoy con la monogamia.
—Quia, eso se lo cura la Rociíto con unas buenas friegas de
penisilina.
Llegamos a la calle Moncada pasada la medianoche, escoltando el cuerpo
celestial de la Rociíto. La colamos en el asilo de Santa Lucía por la puerta
trasera que se empleaba para sacar a los finados por un callejón que lucía y
olía como el esófago de los infiernos. Una vez en la tiniebla del Tenebrarium Fermín
procedió a dar las últimas instrucciones a la Rociíto mientras yo localizaba
al abuelillo a quien había prometido un último baile con Eros antes de que
Tánatos le pasara el finiquito.
—Recuerda, Rociíto, que el abuelo está un poco trompetilla así que
háblale alto, claro y guarro, con picardía, como tú sabes, pero sin pasarte,
que tampoco es cuestión de facturarle al reino de los cielos antes de hora de
un paro cardíaco.
—Tranquilo, mi sielo, que una e una profesioná.
Encontré al beneficiario de aquellos amores de prestado en un rincón
del primer piso, un sabio ermitaño parapetado tras muros de soledad. Alzó la
vista y me contempló, desconcertado.
—¿Estoy muerto?
—No. Está usted vivo. ¿No me recuerda?
—A usted le recuerdo como a mis primeros zapatos, joven, pero al verle
así, cadavérico, he creído que era una visión del más allá. No me lo tenga en
cuenta. Aquí uno pierde eso que ustedes, los exteriores, llaman el discernimiento.
Así, ¿no es usted una visión?
—No. La visión se la tengo yo esperando abajo, si tiene la bondad.
Conduje al abuelo hasta una celda lúgubre que Fermín y la Rociíto
habían ataviado de fiesta con unas velas y algunos soplos de perfume. Al posar
la mirada en la abundante beldad de nuestra Venus jerezana, el rostro del
abuelo se iluminó de paraísos soñados.
—Dios les bendiga a ustedes.
—Y usted que lo vea —dijo Fermín, indicándole a la sirena de la calle
Escudillers que procediese a desplegar sus artes.
La vi tomar al abuelillo con infinita delicadeza y besarle las
lágrimas que le caían por las mejillas. Fermín y yo nos retiramos de la escena
para concederles la merecida intimidad. En nuestro periplo por aquella galería
de desesperaciones nos topamos con la hermana Emilia, una de las monjas que
administraban el asilo. Nos dedicó una mirada sulfúrica.
—Me
dicen unos internos que han colado ustedes una fulana, y que ahora ellos
también quieren otra.
—Hermana
ilustrísima, ¿por quién nos toma? Nuestra presencia aquí es estrictamente
ecuménica. Aquí el infante, que mañana se hace hombre a ojos de la Santa Madre
Iglesia, y yo acudíamos para interesarnos por la interna Jacinta Coronado.
La
hermana Emilia enarcó una ceja.
—¿Son
ustedes familia?
—Espiritualmente.
—Jacinta
falleció hace quince días. Un caballero vino a visitarla la noche antes. ¿Es
pariente suyo?
—¿Se
refiere al padre Fernando?
—No era
un sacerdote. Me dijo que su nombre era Julián. No recuerdo el apellido.
Fermín
me miró, mudo.
—Julián
es un amigo mío —dije yo.
La
hermana Emilia asintió.
—Estuvo
con ella varias horas. Hacía años que no la oía reír. Cuando él se marchó, ella
me dijo que habían estado hablando de otros tiempos, de cuando eran jóvenes.
Me dijo que ese señor le traía noticias de su hija Penélope. No sabía que
Jacinta hubiera tenido una hija. Me acuerdo, porque aquella mañana Jacinta me
sonrió y cuando le pregunté por qué estaba tan contenta me dijo que se iba a
casa, con Penélope. Murió al alba, mientras dormía.
La
Rociíto concluyó su ritual de amor un rato después, dejando al abuelillo
rendido y en brazos de Morfeo. Cuando salíamos, Fermín le pagó doble, pero
ella, que lloraba de pena ante el espectáculo de todos aquellos desahuciados
olvidados de Dios y del demonio, se empeñó en donar sus emolumentos a la
hermana Emilia para que les diesen una merienda de chocolate con churros a todos, porque a ella eso siempre le quitaba las
penas de la vida, esa reina de las putas.
—E que
una e una sentimentá. Mire uté, señor Fermín, ese pobresillo... si no má
quería que lo abrasase y le acarisiase. Se la parte a una tó...
Colocamos
a la Rociíto en un taxi con una buena propina y enfilamos la calle Princesa,
que estaba desierta y sembrada de velos de vapor.
—Habría
que irse a dormir, por lo de mañana —dijo Fermín.
—No
creo que pueda.
Nos
echamos a andar rumbo a la Barceloneta y, casi sin darnos cuenta, nos
adentramos por el rompeolas hasta que toda la ciudad, reluciente de silencio,
quedó a nuestros pies como el mayor espejismo del universo emergiendo del
estanque de las aguas del puerto. Nos sentamos al borde del muelle a contemplar
la visión. A una veintena de metros se iniciaba una procesión inmóvil de
automóviles con las ventanas veladas de vaho y hojas de diario.
—Esta
ciudad es bruja, ¿sabe usted, Daniel? Se le mete a uno en la piel y le roba el
alma sin que uno se dé ni cuenta.
—Habla
usted como la Rociíto, Fermín.
—No se
ría usted, que son las personas como ella las que hacen de este perro mundo un
sitio que vale la pena visitar.
—¿Las
putas?
—No.
Putas lo somos todos, tarde o temprano. Yo digo la gente de buen corazón. Y no
me mire usted así. A mí las bodas me ponen hecho un flan.
Nos
quedamos allí sentados en brazos de aquella rara quietud, catalogando reflejos
sobre el agua. Al rato, el alba esparció de ámbar el cielo y Barcelona se
encendió de luz. Se escucharon las campanas lejanas en la basílica de Santa
María del Mar, que emergía de las brumas al otro lado del puerto.
—¿Cree
usted que Carax sigue ahí, en algún lugar de la ciudad?
—Pregúnteme
otra cosa.
—¿Tiene
los anillos?
Fermín
sonrió.
—Ande,
vamos. Que a usted y a mí nos esperan, Daniel. Nos espera la vida.
Vestía de marfil y traía el mundo en la mirada.
Apenas recuerdo las palabras del cura, ni los rostros prendidos de esperanza de
los invitados que llenaban la iglesia aquella mañana de marzo. Sólo me queda el
roce de sus labios y, al entreabrir los ojos, el juramento secreto que me
llevé en la piel y que recordaría todos los días de mi vida.
1966
DRAMATIS PERSONAE
Julián
Carax concluye La Sombra del Viento con
una breve memoria para hilvanar los destinos de sus personajes años más tarde.
He leído muchos libros desde aquella lejana noche de 1945, pero la última
novela de Carax sigue siendo mi favorita. Hoy, con tres décadas a mis espaldas,
ya no tengo esperanzas de cambiar de opinión.
Mientras
escribo estas líneas sobre el mostrador de la librería, mi hijo Julián, que
mañana cumple diez años, me observa sonriente e intrigado por esa pila de
cuartillas que crece y crece, quizá convencido de que su padre también ha
contraído esa enfermedad de los libros y las palabras. Julián tiene los ojos y
la inteligencia de su madre, y me gusta creer que quizá posee mi ingenuidad. Mi
padre, que tiene dificultad para leer los lomos de los libros aunque no lo
admita, está arriba en casa. Muchas veces me pregunto si es un hombre feliz, en
paz, si nuestra compañía le ayuda o si vive dentro de sus recuerdos y de esa
tristeza que siempre le ha perseguido. Bea y yo llevamos la librería ahora. Yo
llevo las cuentas y los números. Bea hace las compras y atiende a los clientes,
que la prefieren a ella más que a mí. No les culpo.
El
tiempo la ha hecho fuerte y sabia. Casi nunca habla del pasado, aunque a menudo
la sorprendo varada en uno de sus silencios, a solas consigo misma. Julián
adora a su madre. Les observo juntos y sé que les une un lazo invisible que yo apenas puedo empezar a comprender. Me
basta sentirme parte de su isla y saberme afortunado. La librería da para vivir
sin lujos, pero soy incapaz de imaginarme haciendo otra cosa. Las ventas se
reducen año a año. Yo soy optimista y me digo que lo que sube baja, y lo que
baja, algún día ha de subir. Bea dice que el arte de leer se está muriendo muy
lentamente, que es un ritual íntimo, que un libro es un espejo y que sólo podemos
encontrar en él lo que ya llevamos dentro, que al leer ponemos la mente y el
alma, y que ésos son bienes cada día más escasos. Cada mes recibimos ofertas
para comprarnos la librería y transformarla en una tienda de televisores, de
fajas o de alpargatas. No nos sacarán de aquí como no sea con los pies por
delante.
Fermín y la Bernarda pasaron por la vicaría en 1958 y ya van por los
cuatro críos, todos ellos varones y con la nariz y las orejas de su padre.
Fermín y yo nos vemos menos que antes, aunque a veces aún repitamos aquel paseo
por el rompeolas al alba y arreglemos el mundo a martillazos. Fermín dejó el
empleo en la librería hace años y tomó el relevo a la muerte de Isaac Monfort
al frente del Cementerio de los Libros Olvidados. Isaac está enterrado junto a
Nuria en Montjuïc. Les visito a menudo. Hablamos. Siempre hay flores frescas
sobre la tumba de Nuria.
Mi viejo amigo Tomás Aguilar se marchó a Alemania, donde trabaja como
ingeniero para una empresa de maquinaria industrial inventando prodigios que
nunca he llegado a comprender. A veces escribe cartas, siempre a nombre de su
hermana Bea. Se casó hace un par de años y tiene una hija a la que no hemos
visto nunca. Siempre envía recuerdos para mí, pero sé que le perdí hace años
sin remedio. Me gusta pensar que la vida nos arrebata a los amigos de la
infancia porque sí, pero no siempre me lo creo.
El barrio sigue como siempre, pero hay días en que me parece que la
luz se atreve cada vez más, que vuelve a Barcelona, como si entre todos la
hubiésemos expulsado pero nos hubiese perdonado al fin. Don Anacleto dejó la
cátedra del instituto y ahora se dedica en exclusividad a la poesía erótica y a
sus glosas de contraportadas, más monumentales que nunca. Don Federico Flaviá
y la Merceditas se fueron a vivir juntos cuando falleció la madre del
relojero. Hacen una pareja flamante, aunque no faltan los envidiosos que
aseguran que la cabra tira al monte y que, de tarde en tarde, don Federico hace
alguna escapadilla de picos pardos ataviado de faraona.
Don Gustavo Barceló cerró la librería y nos traspasó sus fondos. Dijo
estar hasta el gorro del gremio y deseoso de emprender nuevos desafíos. El
primero y último de ellos fue la creación de una editorial dedicada a la reedición
de las obras de Julián Carax. El primer tomo, conteniendo sus tres primeras
novelas (recuperadas de un juego de galeradas perdido en un guardamuebles de
la familia Cabestany), vendió trescientos cuarenta y dos ejemplares, muchas
decenas de miles detrás del éxito del año, una hagiografía ilustrada de El
Cordobés. Don Gustavo se dedica ahora a viajar por Europa en compañía de damas
distinguidas y a enviar postales de catedrales.
Su sobrina Clara se casó con el banquero millonario, pero su unión
apenas duró un año. La lista de sus amantes sigue siendo prolija, aunque
encoge año a año, como su belleza. Ahora vive sola en el piso de la plaza Real
del que cada día sale menos. Hubo un tiempo en que la visitaba, más porque Bea
me recordaba su soledad y su mala suerte que por mi propio deseo. Con los años
he visto brotar en ella una amargura que quiere vestir de ironía y despego. A
veces creo que sigue esperando que aquel Daniel hechizado de quince años acuda
a adorarla en la sombra. La presencia de Bea, o de cualquier otra mujer, la
envenena. La última vez que la vi se buscaba las arrugas del rostro con las
manos. Me cuentan que a veces aún ve a su antiguo profesor de música, Adrián
Neri, cuya sinfonía sigue inacabada y que al parecer ha hecho carrera como
gigoló entre las damas del círculo del Liceo, donde sus acrobacias de alcoba le
han merecido el apodo de La Flauta Mágica.
Los años no fueron generosos con la memoria del inspector Fumero. Ni
siquiera quienes le odiaban y le temían parecen recordarle ya. Hace años me
tropecé en el paseo de Gracia con el teniente Palacios, que dejó el cuerpo y se
dedica ahora a dar clases de educación física en un colegio de la Bonanova. Me
contó que todavía hay una placa conmemorativa en honor a Fumero en los sótanos
de la comisaría central de Vía Layetana, pero la nueva máquina expendedora de
refrescos a monedas la tapa completamente.
En cuanto al caserón de los Aldaya, sigue allí, contra todo
pronóstico. Finalmente, la inmobiliaria del señor Aguilar consiguió venderlo.
Fue restaurado completamente y las estatuas de los ángeles reducidas a gravilla
para cubrir la pista del aparcamiento que ocupa lo que fuera el jardín de los
Aldaya. Hoy en día es una agencia de publicidad, dedicada a la creación y
promoción de esa rara poesía de los calcetines de punto, los flanes en polvo y
los deportivos para ejecutivos de altos vuelos. Tengo que confesar que un día,
alegando razones inverosímiles, me presenté allí y solicité visitar la casa. La
vieja biblioteca en la que estuve a punto de perder la vida es ahora una sala
de juntas decorada con carteles de anuncios de desodorantes y detergentes con
poderes milagrosos. La habitación donde Bea y yo concebimos a Julián es ahora
el baño del director general.
Aquel día, al regresar a la librería después de visitar el antiguo palacete
de los Aldaya, me encontré con un paquete en el correo que traía matasellos de
París. Contenía un libro titulado El ángel de brumas, novela de
un tal Boris Laurent. Dejé pasar las hojas al vuelo, sintiendo ese perfume
mágico a promesa de los libros nuevos, y detuve la vista en el arranque de una
frase al azar. Supe al instante quién la había escrito, y no me sorprendió
regresar a la primera página y encontrar, en el trazo azul de aquella pluma que
tanto había adorado de niño, la siguiente dedicatoria:
Para mi amigo Daniel, que me devolvió la voz y la pluma.
Y para Beatriz, que nos devolvió a ambos la vida.
Un hombre joven, tocado ya de
algunas canas, camina por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de
ceniza y un sol de vapor que se derrama sobre la Rambla de Santa Mónica como
una guirnalda de cobre líquido.
Lleva de la mano a un muchacho de unos diez años, la mirada embriagada
de misterio ante la promesa que su padre le ha hecho al alba, la promesa del
Cementerio de los Libros Olvidados.
Julián, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. A nadie.
—¿Ni siquiera a mamá? —inquiere el muchacho a media voz.
Su padre suspira, amparado en esa sonrisa triste que le persigue por
la vida.
—Claro que sí —responde—. Con ella no tenemos
secretos. A ella puedes contárselo todo.
Al poco, figuras de vapor, padre e hijo se confunden
entre el gentío de las Ramblas, sus pasos para siempre perdidos en la sombra
del viento