Nicolás Maquiavelo
El príncipe
Los
que desean congraciarse con un príncipe suelen presentd sele con aquello que
reputan por más precioso entre lo que poseen, o con lo que juzgan más ha de
agradarle; de ahí que se vea que muchas veces le son regalados caballos, armas,
telas de oro, pledras preciosas y parecidos adornos dignos de su grandeza.
Deseando, pues, presentarme ante Vuestra Magnificencia con alglún testimonio de
mi sometimiento, no he encontrado entre lo poco que poseo nada que me sea más
caro o que tanto estime como el conocimiento de las acciones de los hombres,
adquirido gracias a una larga experiencia de las cosas modernas y a un
incesante estudio de las antiguas.¹
Acciones que luego de examinar y meditar durante mucho tiempo y con gran
seriedad, he encerrado en un corto volumen, que os dirijo.
Y aunque juzgo esta obra indigna de Vuestra
Magnificencia, no por eso confío menos en que sabréis aceptarla, considerando
que no puedo haceros mejor regalo que poneros en condición de poder entender,
en brevísimo tiempo, todo cuanto he aprendido en muchos años y a costa de
tantos sinsabores y peligros. No he adornado ni hinchado esta obra con
cláusulas interminables, ni con palabras ampulosas y magníficas, ni con
cualesquier atractivos o adornos extrinsecos, cual muchos suelen hacer con sus
cosas; ² porque he querido, o que
nada la honre, o que só1o la variedad de la materia y la gra- vedad del tema la
hagan grata. No quicro que se mire como presuncióne el que un hombre de humilde
cuna se atreva a examinar y criticar el gobierno de los príncipes. Porque asi
como aquellos que dibujan un paisaje se colocan en el llano para apreciar mejor
los moties y los lugares altos, y para apreciar mejor el llano escalan los
montes,³ así para conocer bien la
naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, y para conocer la de los
príncipes hay que pertenecer al pueblo.
Acoja, pues, Vuestra Magnificencia este
modesto obsequio con el mismo ánimo con que yo lo hago; si lo lee y medita con
atención, descubrirá en él un vivísimo deseo mío: el de que Vuestra Magnificencia
llegue a la grandeza que el destino y sus virtudes le auguran. Y si Vuestra
Magnificencia, desde la cúspide de su altura, vuelve alguna vez la vista hacia
este llano, comprenderá cuán inmerecidamente soporto una grande y constante
malignidad de la suerte.
1 Las
dos escuelas de los grandes hornbres. (Cristina de Suecia.)
2
Como Tácito y Gibbon (G).
3 Con esto empecé y con ello conviene empezar. Se
conoce mucho mejor el fondo de los valles cuando se está en la cumbre de la
montaña (RC).CAPITULO I
DE LAS DISTINTAS CLASES DE PRINCIPADOS Y DE LA FORMA EN QUE SE ADQUIEREN
Todos los
Estados, todas las dominaciones que han ejercido y ejereen soberanía sobre los
hombres, han sido y son repúblicas o principados. Los principados son, o
hereditarios, cuando una misma farmilia ha reinado en ellos largo tiempo, o
nuevos. Los nuevos, o lo son del todo, como lo fue Milán bajo Francisco Sforza,
o son como rniembros agregados al Estado hereditario del príncipe que los
adquiere, como es el reino de Nápoles para cl rey de España. Los dominios así
adquiridos están acostumbrados a vivir bajo un príncipe o a ser libres; y se
adquieren por las armas propias o por las ajenas, por la suerte o por la
virtud.
Capitulo II
DE LOS PRINCIPADOS
HEREDETARIOS
Dejaré a un lado el discutir sobre
las repúblicas porque ya en otra ocasión lo he hecho extensamente. Me dedicaré
solo a los principados, para ir tejiendo la urdimbre de mis opiniones y
establecer cómo pueden gobernarse y conservarse tales principados.
En primer lugar,
me parece que es más fácil conserver un Estado hereditario, acostumbrado a una
dinastía, que uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por
los príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan
producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se
mantendrá siempre en su Estado, a menos que una fuerza arrolladora lo arroje de
él; y aunque asi sucediese, sólo, tendría
que esperar; para reconquistarlo, a que el usurpador stifriera. el primer
tropiezo.
Tenemos en
Italia, por ejemplo, al duque de Ferrara, que no resistió los asaltos de los
venecianos en el 84 (1484) ni los del papa Julio en el 10 (1510), por motivos
distintos de la antigüedad de su soberanía en el dominio. Porque el príncipe
natural tiene menos razones y menor necesidad de ofender: de donde es lógico
que sea más amado; y a menos que
vicios excesivos le atraigan el odio, es razonable que le quieran con
naturalidad los suyos. Y en la antigüedad y continuidad de la dinastía se
borran los recuerdos y los motivos
que la trajeron, pues un camibio deja siempre la piedra angular para la
edificación de otro.
Capitulo
III
DE
LOS PRINCIPADOS MIXTOS
Pero las
dificultades existen en los principados nuevas. Y si no es nuevo del todo, sino
como miembro agregado a un conjunto anterior, que puede llamarse así mixto, sus
incertidumbres nacen en primer lugar de una natural dificultad que se eneuentra
en todos los principados nuevos. Dificultad que estriba en que los hombres
cambian con gusto de Señor, creyendo mejorar; y esta creencia los impulsa a
tornar las armas contra él; en lo cual se engañan, pues luego la experiencia
les enseña que han empeorado. Esto resulta de otra necesidad natural y común
que hace que el príncipe se vea obligado a ofender a sus nuevos súbditos, con
tropas o con mil vejaciones que el acto de la conquista lleva consigo. De modo
que tienes por enemigos a todos los que has ofendido al ocupar el principado, y
no puedes. conserver como amigos a los que te han ayudado a conquis- tarlo,
porque no puedes satisfacerlos como ellos esperaban, y puesto que les estás
obligado, tampoco puedes emplear medicines fuertes contra ellos; porque
siempre, aunque se descanse en ejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de
la colaberación de los “provincianos” para entrar en una provincia. Por estas
razones, Luis XII, rey de Francia, ocupó rápidamente a Milán, y rapidamente lo
perdió; y bastaron la primera vez para arrebatárselo las mismas fuerzas de
Ludovico Sforza; porque los pueblos que le habían abierto las puertas, al verce
defraudados en las esperanzas que sobre el bien futuro habian abrigado, no
podían soportar con resignación las imposiciones del nuevo príncipe.
Bien es cierto
que los territorios rebelados se pierden con más dificultad cuando se
conquistan por segunda vez, porque el señor, aprovechándose de la rebelión,
vacila me- nos en asegurar su poder castigando a los delincuentes, vigilando a
los sospechosos y reforzando las partes más débiles. De modo que, si para hacer
perder Milán a Francia bastó la primera vez un duque Ludovico que hiciese un
poco de ruido en las fronteras, para hacércelo perder la segunda se necesitó que todo el mundo se
concertase en su contra, y que sus ejérecitos fuesen aniquilados y arrojados de
Italia, to cual se explica por las razones antedichas.
Desde luego,
Francia perdió a Milán tanto la primera conmo la segunda vez. Las razones
generales de la primera ya han sido diseurridas; quedan ahora las de la
segunda, y queda el ver los medios de que disponia o de que hubiese podido
disponer alguien que se encontrara en cl lugar de Luis XII para conservar la
conquista mejor que él.
Estos Estados,
que al adquirirse se agregan a uno más antiguo, o son de la misma provincia y
de la misma lengua, o no to son. Cuando to son, es muy fácil conservarlos,
sobre todo cuando no están acostumbrados a vivir libres, y para afianzarse en
cl poder, basta con haber borrado la linea del príncipe que los gobernaba,
porque, por lo demás, y siempre que se respeten sus costumbres y las ventaias
de que gozaban, los hombres permanceen sosegados, como se ha visto en cl caso
de Borgoñla, Bretaña, Gascuña y Normandía, que están sujetas a Francia desde
hace tanto tiempo; y aun cuando hay alguna diferencia de idioma, sus costumbres
son parecidas y pueden convivir en buena armonía. Y quien los adquiera, si
desea conservarlos, debe tener dos cuidados: primero, que la descendencia del
anterior príncipe desaparezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos sean
alterados. Y se verá que en brevisimo tiempo el principal adquirido pasa a
constituir un solo y mismo cuerpo con el principado conquistador.
Pero cuando se
adquieren Estados en una provincia con idioma, costumbres y organización
diferentes, surgen entonces las dificultades y se hace precisa mucha suerte y
mucha habilidad para conservarlos; y uno de los Señores y más eficaces remedios
sería que la persona que los adquiera fuese a vivir en ellos.
Esto haría más
segura y más duradera la posesión. Como ha heeho cl Turco con Grecia; ya que, a
despecho de todas las disposiciones tomadas para conserver aquel Estado, no
habría conseguido retenerlo si no hubiese ido a establecerse allí. Porque, de
esta manera, se ven nacer los desórdenes y se los puede reprimir con prontitud;
pero, residiendo en otra parte, se entera uno cuando ya son grandes y no tienen
remedio. Además, los representantes del príncipe no pueden saquear la
provincia, y los súbditos están mis satisfechos porque pueden recurrir a él
fácilmente y tienen más oportunidades para amarlo, si quieren ser buenos, y
para temerlo, si quieren proceder de otra manera. Los extranjeros que desearan
apoderarse del Estado tendrían mis respeto; de modo que, habitando en él, solo
con muchísima dificultad podrá perderlo.
Otro buen remedio
es mandar colonias a uno o dos lugares que sean come llaves de aquel Estado;
porque es precise hacer esto o mantener numerosas tropas. En las colo- nias no
se gasta mucho, y con esos pocos gastos se las gobierna y conserva, y sólo se
perjudica a aquellos a quienes se arrebatan los campos y las casas para darlos
a los nuevos habitantes, que forman una mínima parte de aquel Estado. Y come
los damnificados son pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro;
y en cuanto a los demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse
perjudicados, y por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les
suceda lo que a los despojados, se quedan tranquilos. Concluyo que las colonias
no cuestan, que son mis fieles y entrañan menos peligro; y que los damnificados
no pueden causar molestias, porque son pobres y están aislados, come ya he
dicho.
Ha de notarse,
pues, que a los hombres hay que conquistarlos o elirninarlos, porque si se
vengan de las ofensas leves, de las graves no pueden; así que la ofensa que se
ha- ga al hombre debe ser tal, que le resulte imposible vengarse.
Si en vez de las
colonias se emplea la ocupaci6n militar, el gasto es mucho mayor, porque el
mantenimiento de la guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se
convierte en pérdida, y, además, se perjudica e incomoda a todos con el
frecuente cambio del alojamiento de las tropas. Incomodidad y perjuicio que
todos sufren, y por los cuales todos se vuelven enemigos; y son enemigos que
deben temerse, aun cuando permanezcan encerrados en sus casas. La ocupación
militar es, pues, desde cualquier punto de vista, tan inúitil como útiles son
las colonias.
El príncipe que
anexe una provincia de costumbres, lengua y organización distintas a las de la
suya, debe también convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos po- derosos,
ingeniarse para debilitar a los de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún
pretexto, entre en su Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre
su- cede que el recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o
por miedo, están descontentos de su gobierno, como ya se vio cuando los etolios
llamaron a los romanos a Grecia: los invasores entraron en las demás provincias
llamados por sus propios habitantes. Lo que ocurre comúnmente es que, no bien
un extranjero poderoso entra en una provincia, se le adhiren todos los que
sienten envidia del que es más fuerte entre ellos, de modo que el extranjero no
necesita gran fatiga para ganarlos a su causa, ya que en seguida y de buena
gana forman un bloque con el Estado invasor. Sólo tiene que preocuparse de que
después sus aliados no adquieran demasiada fuerza y autori- dad, cosa que puede
hacer fácilmente con sus tropas, que abatirán a los poderosos y lo dejarán
árbitro único de la provincia. El que, en lo que a esta parte so refiere, no
gobierne bien perderá muy pronto lo que hubiere conquistado, y aun cuando lo
conserve, tropezará con infinitas dificultades y obstáculos.
Los romanos, en
las provinces do las cuales se hicieron dueños, observaron perfectamente estas
reglas. Establecieron colonias, respetaron a los menos poderosos sin aumentar
su poder, avasallaron a los poderosos y no permitieron adquirir influencia on
el país a los extranjeros poderosos. Y quiero que me baste lo sucedido en la
provincia do Grecia como ejemplo. Fueron respetados acayos y etolios, fue
sometido el reino de los macedonios, fue expulsado Antíoco, y nunea los méritos
que hicieron acayos o etolios los llevaron a permitirles expansión alguna, ni
las palabras do Filipo los indujeron a tenerlo como amigo sin someterlo, ni el
poder do Antíoco pudo hacer que consintiesen en darle ningún Estado en la
provincia. Los romanos hicieron en estos casos lo que todo príncipe prudente
debe hacer, lo cual no consiste simplemente en preocuparse de los desórdenes
presentes, sino también de los futuros, y de evitar los primeros a cualquier
precio. Porque previnidndolos a tiempo so pueden remediar con facilidad; pero
si se espera que progresen, la medicina llega a doshora, pues la enfermedad se
ha vuelto incurable. Sucede lo que los médicos dicen del tisico: que al
principio su mal es dificil do conocer, pero fácil de curar, mientras que, con
el transcurso del tiempo, al no haber sido conocido ni atajado, se vuelve ficil
de conocer, pero dificil do curar. Asi pasa en las cosas del Estado: los males
que nacen on él, cuando se los descubre a tiempo, lo que sólo es dado al hombre
sagaz, se los cura pronto; pero ya no tienen remedio cuando, por no haberlos
advertido, se los deja crecer hasta el punto de que todo el mundo los ve.
Pero como los
romanos vieron con tiempo los inconvenientes, los remediaron siempre, y jamás
les dejaron seguir su curso por evitar una guerra, porque sabian que una guerra
no se evita, sino que se difiere para provecho ajeno. La declaración, pues, a
Filipo y a Antioco en Grecia, para no verse obligados a sostenerla en Italia; y
aunque entonces podían evitaria tanto en una como en otra parte, no lo
quisieron. Nunca fueron partidarios de ese consejo, que está en boca de todos
los sabics de nuestra epoca: hay que esperarlo todo del tiempo”; prefirieron
confiar en su prudencia y en su valor, no ignorando que el tiempo puede traer
cualquier cosa consigo, y que puede engendrar tanto el bien como el mal, y
tanto el mal como el bien.
Pero volvamos a
Francia y examinemos si se ha hecho algo de lo dicho. Hablaré, no de Carlos,
sino de Luis, es decir, de aquel que, por haber dominado más tiempo en Ita-
lia, nos ha permitido apreciar major su conducta. Y se verá cómo ha hecho to
contrario de lo que debe hacerse para conserver un Estado de distinta
nacionalidad.
El rey Luis fue
llevado a Italia por la ambición de los venecianos, que querían, gracias a su
intervención, conquistar la mitad de Lombardía. Yo no pretendo censurar la
decisión tomada por el rey, porque si tenia cl propósito de empezar a
introducirse en Italia, y carecía de amigos, y todas las puertas se le cerraban
a causa de los desmanes del rey Carlos, no podía menos que aceptar las
amistades que se le ofrecían. Y habría triunfado en su designio si no hubiese
cometido error alguno en sus medidas posteriores. Conquistada, pues, la
Lombardía, el rey pronto recobró para Francia la reputación que Carlos le babía
hecho perder. Génova cedió; los florentinos le brindaron su amistad; el marqués
de Mantua, cl duque de Ferrara, los Bentivoglio, la señora de Furli, los
señores de Faenza de Pésaro, de Rímini, de Camerino y de Piombino, los
luqueses, los paisanos y los sieneses, todos trataron de convertirse en sus
amigos. Y entonces pudieron comprender los venecianes la temeridad de su
ocurrencia: para apoderarse de dos ciudades de Lombardía, hicieron al rey dueño
de las dos terceras partes de Italia.
Considérese ahora
con qué facilidad el rey podia conserver su influencia en Italia, con tal de
haber observado las reglas enunciadas y defendido a sus amigos, que, por ser
numerosos y débiles, y temer unos a los venecianos y otros a la Iglesia,
estaban siempre necesitados de su apoyo; y por medio de ellos contener sin
dificultad a los pocos enemigos grandes que quedaban. Pero pronto obró al revés
en Milán, al ayudar al papa Alejandro para que ocupase la Romaña. No advirtió
de que con esta medida perdía a sus amigos y a los que se habían puesto bajo su
protección, y al par que debilitaba sus propias fuerzas, engrandecía a la
Iglesia, añadiendo tanto poder temporal al espiritual, que ya bastante
autoridad le daba. Y cometido un primer error, hubo que seguir por el mismo
camino; y para pener fin a la ambición de Alejandro e impedir que se convir-
tiese en señor de Toscana, se vio obligado a volver a Italia. No le bastó haber
engrandecido a la Iglesia y perdido a sus amigos, sino que, para gozar
tranquilo del reino de Nápoles, lo compartió con cl rey de España; y donde éi
era antes árbitro único, puso un compañero para que los ambiciosos y descontentos
de la provincia tuviesen a quien recurrir; y donde podía haber dejado a un rey
tributario, llamó a alguien que podia echarlo a él.
El ansia de
conquista es, sin duda, un sentimiento muy natural y común, y siempre que lo
hagan los que pueden, antes serán alabados que censurados; pero cuando intentan
hacerlo a toda costa los que no pueden, la censura es lícita. Si Francia podía,
pues, con sus fuerzas apoderarse de Nápoles, debía hacerlo., y si no podía, no
debía dividirlo. Si el reparto que hizo de Lombardía con los venecianos era
excusable porque le permitió entrar en Italia, lo otro, que no estaba
justificado por ninguna necesidad, es reprobable.
Luis cometió,
pues, cinco faltas: aniquiló a los débiles, aumentó el poder de un poderoso de
Italia, introdujo en ella a un extranjero más poderoso aún, no se estableció en
et territorio conquistado y no fundó colonias. Y, sin embargo, estas faltas,
por lo menos en vida de él podían no
haber traído consecuencias desastrosas si no hubiese co- rnetido la sexta, la
de despojar de su Estado a los venecianos. Porque, en vez de hacer fuerte a la
lgiesia y de poner a España en Italia, era muy razonable y hasta necesario que
las sometiese; pero cometido el error, nunca debió consentir en la ruina de los
venecianos, pues poderosos como eran, habrían mantenido a los otros siempre
distantes de toda acción contra Lombardía, ya porque no lo hubiesen permitido
sino para ser ellos mismos los dueños, ya porque los otros no hubiesen querido
arrebatársela a Francia para dársela a los venecianos, y para atacar a ambos a
la vez les hubiera faltado audacia. Y si alguien dijese que el rey Luis cedió
la Romaña a Alejandro Nápoles a España para evitar la guerra, contestaría con
las razones arriba enunciadas: que para evitar una guerra nunca se debe dejar
que un desorden siga su curso, porque no se la evita, sino se la posterga en
perjuicio propio. Y si otros alegasen que el rey habia prometido al papa
ejecutar la empresa en su favor para obtener la disolución de su matrimonio y
el capelo de Ruán, respondería con lo que más adelante se dirá acerca de la fe
de los príncipes y del modo de observarla.
El rey Luis ha perdido, pues, la Lombardía por
no haber seguido ninguna de las normas que siguieron los que conquistaron
provincias y quisieron conservarlas.
No se trata de milagro alguno, sino do un hecho muy natural y lógico. Así se lo
dije en Nantes cl cardenal de Ruán mientras que “el Valentino” como era llamado
por el pueblo César Borgia, hijo del papa Alejandro, ocupaba la Romaña. Como me
dijera el cardenal de Ruán que los italianos no entendían nada do las cosas de
la guerra, yo tuve que contestarle que los franceses entendían menos de las que
se refieren al Estado, porque de lo contrario no hubiesen dejado que la lgiesia
adquiriese tanta influencia. Y ya se ha visto cómo, después de haber
contribuido a crear la grandeza de la Iglesia y de España en Italia, Francia
fue arruinada por ellas. De lo cual se infiere una regla general que rara vez o nunca falla: que el que ayuda a otro a
hacerse poderoso causa su propia ruina. Porque es natural que el que se ha
vuelto poderoso recele de la misma astucia o de la misma fuerza gracias a las
cuales se lo ha ayudado.
Capitulo
IV
POR
QUÉ EL REINO DE DARÍO, OCUPADO POR
ALEJANDRO, NO SE SUBLEVÓ CONTRA
LOS SUCESORES DE ÉSTE
DESPUES
DE SU MUERTE
Consideradas las
dificultades que encierra el conserver un Estado recientemente adquirido,
alguien podría preguntarse con asombro a qué se debe que, hecho Alejandro Magno
dueño do Asia en pocos años, y muerto apenas ocupada, sus sucesores, en
circunstancias en que hubiese sido muy natural que el Estado se rebelase, lo
retuvieron on sus manos, sin otros obstáculos que los que por ambición
surgieron entre ellos. Contesto que todos los principados de que se guarda
memoria han sido gobernados de dos modes distintos: o por un príncipe que elige
de entre sus siervos, que lo son todos, los ministros que lo ayudarán a
gobernar, o per un principe asistido por nobles que, no a la gracia del señrr,
sino a la antigüedad de su linaje, deben la posición que ocupan. Estos nobles
tienen Estados y súbditos propios, que los reconocen per señores y les tienen
natural afección. Mientras que, en los Estados gobernados por un príncipe
asistido por siervos, el príncipe goza de mayor autoridad: porque en toda la
provincia no se reconoce soberano sine a él, y si se obedece a otro, a quien
además no se tienen particular amor, sólo se lo hace per tratarse de un
ministro y magistrado del principe.
Los ejemplos de
estas dos clases de gobierno se hallan hoy en el Gran Turco y en el rey de
Francia. Toda Turquía esta gobernada per un solo señor, del cual los demás
habitantes son siervos; un señor que divide su reino en sanjacados, nombra sus
administradores y los cambia y reemplaza a su antojo. En cambio, el rey de
Francia está rodeado por una multitud de antiguos nobles que tienen sus
prerrogativas, que son reco- nocidos y amados por sus súbditos y que son
dueñlos de un Estado que el rey no puede arrebatarles sin exponerse. Así, si se
examina uno y otro gobierno, se verá que hay, en efecto, dificultad para
conquistar el Estado del Turco, pero que, una vez conquistado, es muy fácil
conservarlo. Las razones de la dificultad para apoderarse del reino del Turco
residen en que no se puede esperar ser llamado por los principes del Estado, ni
confiar en que su rebelión facilitará la empresa. Porque, siendo esclavos y
deudores del principe, no es nada ficil sobornarlos., y aunque se lo
consiguiese, de poca utilidad sería, ya que, por las razones enumeradas, los
traidores no podrían arrastrar consigo al pueblo. De donde quien piense en
atacar al Turco reflexione antes en que hallará el Estado unido, y confíe mas
en sus propias fuerzas que en las intrigas ajenas. Pero una vez vencido y
derrotado en campo abierto de manera que no pueda rehacer sus ejércitos, ya no
hay que tomer sino a la familia del príncipe; y extinguida ésta, no queda nadie
que signifique peligro, pues nadie goza de crédito on el pueblo; y como antes
de la victoria el vencedor no podía esperar nada do los ministros del príncipe,
nada debe temer después do ella.
Lo contrario
sucede on los reinos organizados como el de Francia, donde, si to atraes a
algunos de los nobles, que siempre existen descontentos y amigos do las
mudanzas, fácil te será entrar. Estos, por las razones ya dichas, pueden
abrirte cl camino y facilitarte la conquista; pero si quires mantenerla,
tropezarás después con infinitas dificultades y tendrás que luchar contra los
que te han ayudado y contra los que has oprimido. No bastará que extermines la
raza del príncipe: quedarán los nobles, que se harán cabe- cillas do los nuevos
movimientos, y como no podrás conformarlos ni matarlos a todos, perderás el
Estado en la primera oportunidad que se les presente
Ahora, si se
medita sobre la naturaleza del gobierno do Darío s advertirá que se parecía
mucho al del Turco. Por eso fue preciso que Alejandro fuera a su encuentro y le
derribara en campada. Después de la victoria, y muerto Darío, Alejandro quedó
dueño tranquilo del Estado, por las razones discurridas. Y si los sucesores
hubiesen perma- necido unidos, habrían podido gozar en paz de la conquista,
porque no hubo on el reino otros tumultos que los que ellos mismos suscitaron.
Pero es impossible gozar con tanta seguridad do un Estado organizado como el de
Francia. Por ejernplo, los numerosos principados que había on España, Italia y
Grecia explican las frecuentes revueltas contra los romanos; y mientras perduró
el recuerdo de su existencia, los romanos nunca estuvieron seguros de su
conquista; pero una vez el recuerdo borrado, se convirtieron, gracias a la
duración y al poder de su Imperio, en sus seguros dominadores. Y así después
pudieron, peleándose entre sí, sacar la parte que les fue posible en aquellas
provincias, de acuerdo con la autoridad que tenían en ellas; porque, habiéndose
extinguido la familia de sus
antiguos señores, no se reconocían otros dueños que los ro- manos.
Considerando, pues, estas cosas, no se asombrará nadie de la facilidad con que Alejandro conservó el Imperio de Asia, y de la dificultad
con que los otros conservaron lo adquirido, como Pirro y muchos otros. Lo que
no depende de la poca o mucha virtud del conquistador, sino de la naturaleza de
lo conquistado.
Capitulo
V
DE
QUÉ MODO HAY QUE GOBERNAR LAS CIUDADES O
PRINCIPADOS
QUE, ANTES DE SER OCUPADOS, SE REGÍAN
POR
SUS PROPIAS LEYES
Hay tres modos de
conservar un Estado que, antes de ser adquirido, estaba acostumbrado a regirse
por sus propias leyes y a vivir en libertad: primero, destruirlo., después,
radicarse en él; por último, dejarlo
regir por sus leyes, obligarlo a pagar un tributo y establecer un gobierno
compuesto por un corto número de personas, para que se encargue de velar por la
conquista. Como ese gobierno sabe que nada puede sin la amistad y poder del
principe, no ha de reparar en medios para conservarle el Estado. Porque nada
hay mejor para conserver -si se la quiere conservar- una ciudad acostumbra- da
a vivir libre que hacerla gobernar por sus mismos ciudadanos.
Ahí están los
espartanos y romanos corno ejemplo de ello. Los espartanos ocuparon a Atenas y
Tebas, dejaron en ambas ciudades un gobierno oligárquico, y, sin embargo, las
perdicron. Los romanos, para conserver a Capua, Cartago y Numancia, las
arrasaron, y no las perdieron. Quisieron conserver a Grecia como lo habian
hecho los espartanos, dejandole sus leyes y su libertad, y no tuvicron éxito:
de modo que se vieron obligados a destruir muchas ciudades de aquelia provincia
para no perderla. Porque, en verdad, el único medio seguro de dominar una
ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una
ciudad así y no la aplaste, espere a ser aplastado por ella. Sus rebeliones
siempre tendrán por baluarte el nombre de libertad y sus antiguos estatutos,
cuyo hábito nunca podrá hacerle perder el tiempo ni los beneficios. Por mu- cho
que se haga y se prevea, si los habitantes no se separan ni se dispersan, nadie
se olvida de aquel nombre ni de aquellos estatutos, y a ellos inmediatamente
recurren en cualquier contingencias, como hizo Pisa luego de estar un siglo
bajo cl yugo florentino. Pero cuando las ciudades o provincias están
acostumbradas a vivir bajo un principe, y por la extinción de éste y su linaje
queda vacante el gobierno, como por un lado los habitantes estfán habituados a
obedecer y por otro no tienen a quién, y no se ponen de acuerdo para elegir a
uno de entre ellos, ni saben vivir en libertad, y por último tampoco se deciden
a tomar las armas contra el invasor, un principe puede fácilmente conquistarlas
y retenerlas. En las repúblicas, en cambio, hay más vida, más odio, más ansias
de venganza. El recuerdo de su antigua libertad no les concede, no puede
concederles un solo momento de reposo. Hasta tal punto que el mejor camino es
destruirlas o radicarse en ellas.
Capitulo
VI
DE
LOS PRINCIPADOS NUEVOS QUE SE ADQUIEREN CON
LAS ARMAS PROPIAS Y EL TALENTO PERSONAL
Nadie se asombre
de que, al hablar de los principados de nueva creación y de aquellos en los que
sólo es nuevo el príncipe, traiga yo a colación ejemplos ilustres. Los hombres
siguen casi siempre cl carnino abierto por otros y se empeñan en imitar las
acciones de los demas. Y aunque no es posible seguir exactamente el mismo
camino ni alcanzar la perfección del modelo, todo hombre prudente debe entrar
en el camino seguido por los grandes e imitar a los que han sido excelsos, para
que, si no los iguala en virtud, por lo menos se les acerque; y hacer como los
arqueros experimentados, que, cuando tienen que dar en blanco muy lejano, y
dado que conocen el alcance de su arma, apuntan por sobre él, no para llegar a
tanta altura, sino para acertar donde se lo proponian con la ayuda de mira tan
elevada.
Los principados
de nueva creación, donde hay un príncipe nuevo, son más o menos dificiles de
conservar según que sea más o menos hábil el príncipe que los adquiere. Y dado
que el hecho de que un hombre se convierta de la nada en príncipe presupone
necesariamente talento o suerte, es de creer que una u otra de estas dos cosas
allana, en parte, muchas dificultades. Sin embargo, el que menos ha confiado en
el azar es siempre el que más tiempo se ha conservado en su conquista. También
facilita enormemente las cosas el que un príncipe, al no poseer otros Estados,
se vea obligado a establecerse en el que ha adquirido. Pero quiero referirme a
aquellos que no se convir- tieron en principes por cl azar, sino por sus
virtudes. Y digo entonces que, entre ellos, loa más ilustres han sido Moisés,
Ciro, Rómulo, Teseo y otros no menos grandes. Y aunque Moisés sólo fue un
simple agente de la voluntad de Dios, merece, sin embargo, nuestra admiración,
siquiera sea por la gracia que lo hacia digno de hablar con Dios. Pero también
son admirables Ciro y todos los demás que han adquirido o fundado reinos; y si
iuzgamos sus hechos y su gobierno, hallaremos que no deslucen ante los de
Moisés, que tuvo tan gran preceptor. Y si nos detenemos a estudiar su vida y
sus obras, descubriremos que no deben a la fortuna sino el haberles
proporcionado la ocasión propicia, que fue el material al que ellos dieron la
forma conveniente. Verdad es que, sin esa ocasión, sus méritos de nada hubicran
valido; pero también es cierto que, sin sus méritos, era inútil que la ocasión
se presentara. Fue, pues,. necesario que Moisés hallara al pueblo de Israel
esclavo y oprimido por los egipcios para que ese pueblo, ansioso de salir de su
sojuzgamiento, se dispusiera a seguirlo. Se hizo menester que Rómulo no pudiese
vivir en Alba y estuviera expuesto desde su nacimiento, para que llegase a ser
rey de Roma y fundador de su patria. Ciro tuvo que ver a los persas des-
contentos de la dominación de los medas, y a los medas flojos e indolentes como
consecuencia de una larga paz. No habría podido Teseo poner de manifesto sus
virtudes si no hubiese sido testigo de la dispersión de los atenienses. Por lo
tanto, estas ocasiones permiticron que estos hombres realizaran felizmente sus
designios, y, por otro lado, sus méritos permiticron que las ocasiones
rindieran provecho, con lo cual llenaron de gloria y de dicha a sus patrias.
Los que, por
caminos semejantes a los de aquéllos, se convierten en príncipes adquieren el
principado con dificultades, pero lo conservan sin sobresaltos. Las
dificultades nacen en parte de las nuevas leyes y costumbres que se ven
obligados a im- plantar para fundar el Estado y proveer a su seguridad. Pues
debe considerarse que no hay nada más dificil de emprender, ni mis dudoso de
hacer. triunfar, ni más peligroso de manejar, que el introducir nuevas leyes.
Se explica: el innovator se transforma en enemigo de todos los que se
beneficiaban con las leyes antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de
los que se beneficiarán con las nuevas. Tibieza en éstos, cuyo origen es, por
un lado, el temor a los que tienen de su parte a la legislación antigua, y por otro,
la incredulidad de los hombres, que nunca fían en las cosas nuevas hasta que
ven sus frutos. De donde resulta que, cada vez que los que son enemigos tienen
oportunidad para atacar, lo hacen enérgicamente, y aquellos otros asumen la
defensa con tibieza, de modo que se expone uno a caer con ellos. Por
consiguiente, si se quiere analizar bien esta par- te, es preciso ver si esos
innovadores lo son por si mismos, o si dependen de otros; es decir, si
necesitan recurrir a ta súplica para realizar su obra, o si pueden imponerla
por la fuerza. En cl primer caso, fracasan siempre, y nada queda de sus
intenciones, pero cuando sólo dependen de sí mismos y pueden actuar con la
ayuda de la fuerza, entonces rara vez dejan de conseguir sus propósitos. De
donde se explica que todos los profetas armados hayan triunfado, y fracasado
todos los que no tenían armas. Hay que agregar, además, que los pueblos son
tornadizos; y que, si es fácil convencerlos de algo, es difícil mantenerlos
fieles a esa convicción, por lo cual conviene estar preparados de tal manera,
que, cuando ya no crean, se les pueda hacer creer por la fuerza. Moisés, Ciro,
Teseo y Rómulo no habrían podido hacer respetar sus estatutos durante mucho
tiempo si hubiesen estado desarmnados. Como sucedió en nuestros a Fray Jerónimo
Savonaro- la, que fracasó en sus
innovaciones en cuanto la gente empezó a
no creer en ellas, pues se encontró con que carecía de medios tanto para
mantener fieles en su creencia a los que habian creído como para hacer creer a
los incrédulos. Hay que reconocer que estos revolucionarios tropiezan con
serias dificultades, que todos los peligros surgen en su camino y que sólo con
gran valor pueden superarlos; pero vencidos los obstáculos, y una vez que han
hecho desaparecer a los que tenían envidia de sus virtudes, viven poderosos,
seguros, honrados y felices.
A tan excelsos
ejemplos hay que agregar otro de menor jerarquía, pero que guarda cierta
proporción con aquéllos y que servirá para todos los de igual clase. Es el de
Hierón de Siracusa, que de simple ciudadano llegó a ser príncipe sin tener otra
deuda con el azar que la ocación; pues los siracusanos, oprimidos, lo nombraron
su capitán, y fue entonces cuando hizo méritos suficientes para que lo
eligieran príncipe. Y a pesar de no ser noble, dio pruebas de tantas virtudes,
que quien ha escrito de él ha dicho: “quod nihil illi deerat ad regnandum
praeter regnum”. Licenció el antiguo ejército y creó uno nuevo; dejó las
amistades viejas y se hizo de otras; y asi, rodeado por soldados y amigos
adictos, pudo construir sobre tales cimientos cuanto edificio quiso; y lo que
tanto le habia costado adquirir, poco le cósto conservar.
Capitulo VII
DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS
QUE SE ADQUIEREN CON
ARMAS Y FORTUNA DE OTROS
Los que sólo por
la suerte se convierten en príncipes poco esfuerzo necesitan para llegar a
serlo, pero no se mantienen sino con muchisimo. Las dificultades no surgen en
su camino, porque tales hombres vuelan, pero se presentan una vez instalados.
Me refiero a los que compran un
Estado o a los que lo obtienen como regalo, tal cual suce- dió a muchos en
Grecia, en las ciudades de Jonia y del Helesponto, donde fueron hechos
príncipes por Dario a fin de que le conservasen dichas ciudades para su
seguridad y gloria; y como sucedió a muchos emperadores que llegaban al trono
corrompiendo los soldados. Estos príncipes no se sostienen sino por la voluntad
y la fortuna --cosas ambas mudables e inseguras-- de quienes los elevaron; y no
saben ni pueden conserver aquella dignidad. No saben porque, si no son hombres
de talento y virtudes superiores, no es presumible que conozean cl arte del
mando, ya que han vivido siempre como simples ciudadanos; no pueden porque
carecen de fuerzas que puedan serles adictas y fieles. Por otra parte, los
Estados que nacen de pronto, como todas las cosas de la naturaleza que brotan y crecen precozmente, no pueden tener raices
ni sostenes que los defiendan del tiempo adverso; salvo que quienes se han
convertido en forma tan súibita en
principes se pongan a la altura de lo que la fortuna ha depositado en sus
manos, y sepan prepararse inmediatamente para conservarlo, y echen los
cimientos que cualquier otro echa antes de llegar al principado.
Acerca de estos dos modos de llegar a ser
principe --por méritos o por suerte--, quiero citar dos ejemplos que perduran
en nuestra memoria: el de Francisco Sforza y cl de César Borgia. Francisco, con
los inedios que correspondían y con un gran talento, de la nada se convirtió en
duque de Milán, y conservó con poca fatiga lo que con mil afanes había
conquistado. En cl campo opuesto, César Borgia, llamado duque Valentino por el
vulgo, adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con la de éste lo
perdió, a pesar de haber empleado todos los medios imaginables y de haber hecho
todo lo que un hombre prudente y hábil debe hacer para arraigar en un Estado
que se ha obtenido con armas y apoyo ajenos. Porque, como ya he dicho, el que
no coloca los cimientos con anticipación podría colocarlos luego si tiene
talento, aun con riesgo de disgustar al arquitecto y de hacer peligrar el
edificio. Si se examinan los progresos del duque, se verá que ya había echado
las bases para su futura grandeza; y creo que no es superfluo hablar de ello,
porque no sabría qué mejores consejos dar a un príncipe nuevo que el ejemplo de
las medidas tomadas por él. Que si no le dieron el resultado apetecido, no fue
culpa suya, sino producto de un extraordinario y extremado rigor de la suerte.
Para hacer
poderoso al duque, su hijo, tenía Alejandro VI que luchar contra grandes
dificultades presences y futuras. En primer lugar, no veía manera de hacerlo
señor de algún Estado que no fuese de la Iglesia; y sabía, por otra parte, que
ni el duque de Milán ni los venecianos le consentirían que desmembrase los
territories de la Iglesia, porque ya Faenza y Rímini estaban bajo la protección
de los venecianos. Y después veía que los ejércitos de Italia, y especialmente
aquellos de los que hubiera podido servirse, estaban en manos de quienes debían
temer el engrandecimiento del papa; y mal podía fiarse de tropas mandadas por
los Orsini, los Colonna y sus aliados. Era, pues, necesario remover aquel
estado de cosas y desorganizar aquellos territorios para apoderarse sin riesgos
de una parte de ellos. Lo que le fue fácil, porque los venecianos, movidos por
otras razones, habian invitado a los franceses a volver a Italia; lo cual no
sólo no impidió, sino facilitó con la disolución
del primer matrimonio del rey Luis. De suerte que cl rey entró en Italia con la
ayuda de los venecianos y el consentimiento de Alejandro. Y no habia llegado
aún a Milán cuando el papa obtuvo tropas de aquél para la empresa de la Romaña,
a la que nadie se opuso gracias a la autoridad del rey. Adquirida, pues, la
Romaña por el duque, y derrotados los Colonna, se presentaban dos obstáculos
que impedían conservarla y seguir adelante. uno, sus tropas, que no le parecian
adictas; el otro, la voluntad de Francia. Temía que las tropas de los Orsini,
de las cuales se había valido, le faltasen en el momento preciso, y no sólo le
impidiesen conquistar más, sino que le arrebatasen lo conquistado; y otro tanto
temía del rey. Tuvo una prueba de lo que sospechaba de los Orsini cuando,
después de la toma de Faenza, asaltó a Bolonia, en cuyas eircunstancias los vio
batirse con friaidad. En lo que respecta al rey, descubrió sus intenciones
cuando, ya dueño del ducado de Urbino, so vió obligado a renunciar a la
conquista de Toscana por su intervención. Y entonces decidió no depender más de
la fortuna y las armas ajenas. Lo primero que hizo fue debilitar a los Orsini y
a los Colonna on Roma, ganándose a su causa a cuantos nobles les eran adictos,
a los cuales señaló crecidos sueldos y honró de acuerdo con sus méritos con
mandos y administraciones, de modo que en pocos meses el afecto que tenían por
aquéllos se volvió por entero hacia el duque. Después de lo cual, y dispersado
que, hubo a los Colonna, esperó la ocasión de terminar con los Orsini.
Oportunidad que se presentó bien y que él aprovechó mejor. Los Orsini, que muy
tarde habían comprendido que la grandeza del duque y de la Iglesia generaba su
ruina, celebraron una reunión en Magione, en el territorio de Perusa, de la que
nacieron la rebelión de Urbino, los tumultos de Romaña y los infinitos peligros
por los cuales atravesó el duque; pero éste supo conjurar todo con la ayuda de
los franceses. Y restaurada su autoridad, el duque, que no podía fiarse do los
franceses ni de los demás fuerzas
extranjeras, y que no se atrevía a desafiarlas, recurrió a la astucia; y supo
disimular tan bien sus propósitos, que los Orsini, por intermedio del señor
Paulo -a quien el duque colmó de favores para conquistarlo, sin escatimarle
dinero, trajes ni caballos-, se reconciliaron inmediatamente, hasta tal punto,
que su candidez los llevó a caer en sus manos en Sinigaglia. Exterminados,
pues, estos jefes y convertidos los partidarios de ellos en amigos suyos, el
duque tenia construidos sólidos cimientos para su poder futuro, mixime cuando poseía toda la Romaña y el ducado de
Urbino y cuando se había ganado la buena voluntad de esos pueblos, a los cuales
empezaba a gustar el bienestar de su gobierno.
Y porque esta
parte es digna de mención y de ser imitada por otros, conviene no pasarla por
alto. Cuando el duque se encontró con que la Romaña conquistada estaba bajo el
mando de señores ineptos que antes despojaban a sus súbditos que los
gobernaban, y que más les daban motivos de desunión que de unión, por lo cual
se sucedían continuamente los robos, las riñas y toda clase de desórdenes,
juzgó necesario, si se queria pacificarla y volverla dócil a la voluntad del
príncipe, dotarla de un gobierno severo. Eligió para esta misión a Ramiro de
Orco, hombre cruel y expeditivo, a quien dio plenos poderes. En poco tiempo
impuso éste su autoridad, restableciendo la paz y la unión. Juzgó entonces el
duque innecesaria tan excesiva autoridad, que podia hacerse odiosa, y creó en
el centro de la provincia, bajo la presidencia de un hombre virtuosísimo, un
tribunal civil en el cual cada ciudadano tenia su abogado. Y como sabía que los
rigores pasados habían engendrado algún odio contra su persona, quiso
demostrar, para aplacar la animosidad de sus súbditos y atraérselos, que, si
algún acto de crueldad se habia cometido, no es debía a él, sino a la salvaje
naturaleza del ministro. Y llegada la ocasión, una mañana lo hizo exponer en la
plaza de Cesena, dividido en dos pedazos clayados en un palo y con un cuchillo
cubierto de sangre al lado. La ferocidad de semejante especticulo dejó al
pueblo a la vez satisfecho y estupefacto. Pero volvamos al punto de partida.
Encontrábase el duque bastante poderoso y a cubierto en parte de todo peligro
presente, luego de haberse armado en la necesaria medida y de haber aniquilado
los ejércitos que encerraban peligro inmediato, pero le faltaba, si quería
continuar sus conquistas, obtener el respeto del rey de Francia, pues sabía que
el rey, aunque advertido tarde de su error, trataría de subsanarlo. Empezó por
ello a buscarse amistades nuevas, y a mostrarse indeciso con los franceses
cuando estos se dirigieron al reino de Nápoles para luchar contra los españoles
que sitiaban a Gaeta. Y si Alejandro hubiese vivido aún, su propósito de verse
libre de ellos no habría tardado en cumplirse. Este fue su comportamiento en lo
que se refiere a los hechos presentes. En cuanto a los futuros, tenía sobre
todo que evitar que el nuevo sucesor en el Papado fuese enemigo suyo y le
quitase lo que Alejandro le habia dado. Y pensó hacerlo por cuatro medios
distintos: primero, exterminando a todos los descendientes de los señores a
quienes había despojado, para que el papa no tuviera oportunidad de
restablecerlos. Segundo, atrayéndose a todos los nobles de Roma, para oponerse,
con su ayuda, a los designios del papa. Tercero, reduciendo el Colegio a su
voluntad, hasta donde pudiese. Cuarto, adquiriendo tanto poder, antes que el
papa muriese, que pudiera por sí mismo resistir un primer ataque. De estas
cuatro cosas, ya había realizado tres a la muerte de Alejandro, la cuarta
estaba concluida. Porque señores despojados mató a cuantos pudo alcanzar, y muy
pocos se salvaron; y contaba con nobles romanos ganados a su causa; y en el
Colegio gozaba de gran influencia. Y por lo que toca a las nuevas conquistas,
tramaba apoderarse de Toscana, de la cual ya poseía a Perusa y Piombino, aparte
de Pisa, que se habia puesto bajo su protección. Y en cuanto no tuviese que
guardar mis miramientos con los franceses (que de hecho no tenia por qué
guardárselos, puesto que ya los franceses habían sido despojados del Reino por
los españoles, y que unos y otros necesitaban comprar su amistad), se echaría
sobre Pisa. Después de lo cual Luca y Siena no tardarían en ceder, primero por
odio contra los florentinos, y después por miedo al duque; y los florentinos
nada podrían hacer. Si hubiese logrado esto (aunque fuera el mismo año de la
muerte de Alejandro), habría adquirido tanto poder y tanta autoridad, que se
hubiera sostenido por sí solo, y no habría dependido más de la fortuna ni de
las fuerzas ajenas, sino de su poder y de sus méritos.
Pero Alejandro
murió cinco años después de que el hijo empezara a desenvainar la espada. Lo
dejaban con tan sólo un Estado afianzado: el de Romaña, y con todos los demás
en el aire, entre dos poderesos ejércitos enemigos, y enfermo de muerte. Pero
habia en el duque tanto vigor de alma y de cuerpo, tan bien sabía cómo se gana
y se pierde a los hombres, y los cimientos que echara en tan poco tiempo eran
tan sólidos, que, a no haber tenido dos ejércitos que lo rodeaban, o
simplemente a haber estado sano, se hubiese sostenido contra todas las
dificultades. Y si los cimientos de su poder eran seguros o no, se vio en
seguida, pues la Romaña lo esperó más de un mes: y, aunque estaba medio muerto,
nada se intentó contra él, a pesar de que los Baglioni, los Vitelli y los
Orsini habian ido alli con ese propósito; y si no hizo papa a quien quería,
obtuvo por lo menos que no lo fuera quien él no queria que lo fuese. Pero todo
le hubiese sido fácil a no haber estado enfermo a la muerte de Alejandro. El
mismo me dijo, el dia en que elegido Julio II, que habia previsto todo lo que
podía suceder a la muerte de su padre, y para todo preparado remedio; pero que
nunca había pensado que en semejante circunstancia él mismo podía hallarse
moribundo.
No puedo, pues,
censurar ninguno de los actos del duque;
per el contrario, me parece que deben imitarlos todos aquellos que llegan
al trono mediante la fortuna y las armas ajenas. Porque no es posible
conducirse de otro modo cuando se tienen tanto valor y tanta ambición. Y si sus
propósitos no se realizaron, tan sólo fue por su enfermedad y por la brevedad
de la vida de Alejandro. El príncipe nuevo que crea necesario defenderse de
enemigos, conquistar amigos, vencer por la fuerza o por el fraude, hacerse amar
o temer de los habitantes, respetar y obedecer por los soldades, matar a los
que puedan perjudicarlo, reemplazar con nuevas las leyes antiguas, ser severo y
amable, magnánimo y liberal, disolver las milicias infieles, crear nuevas,
conserver la amistad de reyes y príncipes de modo que lo favorezcan de buen
grado o lo ataquen con recelos; el que juzgue indispensable hacer todo esto,
digo, no puede hallar ejemplos más recientes que los actos del duque. Sólo se
lo puede criticar en lo que respecta a la elección del nuevo pontifice, porque,
si bien no podía hacer nombrar a un papa adicto, podía impedir que lo fuese
este o aquel de los cardenales, y nunea debió consentir en que fuera elevado al
Pontificado alguno de los cardenales a quienes había ofendido o de aquellos
que, una vez papas, tuviesen que temerle. Pues los hombres ofenden por miedo o
por odio. Aquellos a quienes había ofendido eran, entre otros, el cardenal de
San Pedro, Advíncula, Colonna, San Jorge y Ascanio; todos los demás, si
llegados al solio, debían temerle, salvo el cardenal de Ambaise dado su poder,
que nacía del de Francia, y los españoles ligados a él por alianza y
obligaciones reciprocas. Por consiguiente, el duque debía tratar ante todo de
ungir papa a un español, y, a no serle posible, aceptar al cardenal de Arnboise
antes que el de San Pedro Advíncula. Pues se engaña quien cree que entre
personas eminentes los beneficios nuevos hacen olvidar las ofensas antiguas. Se
equivocó el. duque en esta elección, causa última de su definitive ruina.
Capitulo VIII
DE LOS QUE LLEGARON AL
PRINCIPADO MEDIANTE
CRIMENES
Pero puesto que
hay otros dos modos de llegar a principe que no se pueden atribuir enteramente
a la fortuna o a la virtud, corresponde no pasarlos por alto, aunque sobre
ellos se discurra con más detenimiento donde se trata de las repúblicas. Me
refiero, primero, al caso en que se asciende al principado por un camino de
perversidades y delitos; y después, al caso en que se llega a ser príncipe por
el favor de los conciudadanos. Con dos ejemplos, uno antiguo y otro
contemporeánno, ilustraró el primero de estos modos, sin entrar a profundizar
demasiado en la cuestión, porque creo que bastan para los que se hallan en la
necesidad de imitarlos.
El siciliano Agátocles,
hombre no só1o de condición oscura, sino baja y abyecta, se convirtió en rey de
Siracusa. Hijo de un alfarero, llevó una conducta reprochable en todos los
períodos de su vida; sin embargo, acompafió siempre sus maldades con tanto
ánimo y tanto vigor fisico que entrado en la milicia llegó a ser, ascendiendo
grado por grado, pretor de Siracusa. Una vez elevado a esta dignidad, quiso ser
principe y obtener por la violencia, sin debérselo a nadie, lo que de buen
grado le hubiera sido concedido. Se puso de acuerdo con cl cartaginés Amílcar,
que se hallaba con sus ejércitos en Sicilia, y una mañana reunió al pueblo y al
Senado, como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la
república, y a una señal convenida sus soldados mataron a todos los senadores y
a los ciudadanos mis ricos de Siracusa. Ocupó entonces y supo conservar como
principe aquella ciudad, sin que se encendiera ninguna guerra civil por su causa. Y aunque los cart.tgineses lo sitiaron
dos veces y lo derrotaron por último, no sólo pudo defender la ciudad, sino
que, dejando parte de sus tropas para que contuvieran a los sitidores, con cl
resto invadió el Africa; y en poco tiempo levantó el sitio de Siracusa y puso a
los cartagineses en tales aprietos, que se vieron obligados a pactar con él, a
conformarse con sus posesiones del Africa y a dejarle la Sicilia. Quien
estudie, pues, las acciones de Agátocles y juzgue sus méritos muy poco o nada
encontrará que pueda atribuir a la suerte; no adquirió la soberania por el
favor de nadie, como he dicho más arriba, sino merced a sus grados militares,
que se había ganado a costa de mil sacrificios y peligros; y se mantuvo en
mérito a sus enérgicas y temerarias medidas. Verdad que no se puede llamar
virtud el matar a los conciudadanos, el traicionar a los amigos y el carecer de
fe, de piedad y de religion, con cuyos medios se puede adquirir poder, pero no
gloria. Pero si se examinan el valor de Agátocles al arrastrar y salir
triunfante de los peligros y su grandeza de alma para soportar y vencer los
acontecimientos adversos, no se explica uno por qué tiene que ser considerado
inferior a los capitanes más famosos. Sin embargo, su falta de humanidad, sus
crueldades y maldades sin número, no consienten que se lo coloque entre los
hombres ilustres. No se puede, pues, atribuir a la fortuna o a la virtud lo que
consiguió sin la ayuda de una ni de la otra.
En nuestros
tiempos, bajo el papa Alejandro VI, Oliverotto da Fermo, huérfano desde corta
edad, fue educado por uno de sus tios maternos, llamado Juan Fogliani, y
confiado después, en su primera juventud, a Pablo Vitelli, a fin de que
llegase, gracias a sus ensceñanzas, a ocupar un grado elevado en las armas.
Muerto Pablo, pasó a militar bajo Vitellozzo, su hermano., y en poco tiempo,
como era inteligente y de espíritu y cuerpo gallardos, se convirtió en el
primer hombre de su ejéreito. Pero como le pareció indigno servir a los demás,
pensó apoderarse de Fermo con el consentimiento de Vitellozzo y la ayuda de
algunos habitantes de la ciudad a quienes era más cara la esclavitud que la
libertad de su patria. Escribió a Juan Fogliani diciéndole que, luego de tantos
años de ausencia, deseaba ver de nuevo a su patria y a él, y, en parte, también
conocer el estado de su patrimonio; y que, como no se había fatigado sino por
conquistar gloria, quería, para demostrar a sus compatriotas que no habia
perdido el tiempo, entrar con todos los honores y acompañado por cien
caballeros, amigos y servidores suyos. Rogábale, pues, que tratase de que los
ciudadanos de Fermo lo acogiesen de un modo honroso, que con ello no sólo lo
hoitraba a él, sino que se honraba a sí mismo, ya que habia sido su maestro. No
olvidó Juan ninguno de los honores debidos a su sobrino, y lo hizo recibir
dignamente por los ciudadanos de Fermo, en cuyas casas se alojó con su
comitiva. Transcurridos algunos dias, y preparado todo cuanto era necesario
para su premeditado crimen, Oliverotto dio un banquete solemne al que invitó a
Juan Fogliani y a los principales hombres de Ferno. Después de consumir los manjares
y de concluir con los entretenimientos que son de use en tales ocasiones,
Oliverotto, deliberadamente, hizo recaer la conversación, dando ciertos
peligrosos argumentos, sobre la grandeza y los actos del papa Alejandro y de
César, su hijo; y come a esos argumentos contestaron Juan y los otros, se
levantó de pronto diciendo que convenéa hablar de semejantes temas en lugar más
seguro, y se retiró a una habitación a la cual lo siguieron Juan y los demás
ciudadanos. Y aún éstos no habian tomado asiento cuando de algunos escondrijos
salieron soldados que dieron muerte a Juan y a todos los demás. Consumado el
crimen, montó Oliverotto a caballo, atravesó la ciudad y sitió en su palacio al
magistrado supremo. Los ciudadanos no tuvieron entonces más remedio que
someterse y constituir un gobierno del cual Oliverotto se hizo nombrar jefe.
Muertos todos los que hubieran podido significar un peligro para él, se
preocupó por reforzar su poder con nuevas leyes civiles y militares, de manera
que, durante el año que gobernó, no sólo estuvo seguro en Fermo, sino que se
hizo temer por todos los vecinos. Y habría sido tan dificil de derrocar como
Agátocles si no se hubiese dejado engañar por César Borgia y prender, junto con
los Orsini y los Vitelli, en Sinigaglia, donde, un año después de su
parricidio, fue estrangulado en compañia de Vitellozzo, su maestro en hazañas y
crimenes.
Podría alguien
preguntarse a qué se debe que, mientras Agátocles y otros de su calaña, a pesar
de sus traiciones y rigores sin número, pudieron vivir durante mucho tiempo y a
cubierto de su patria, sin temer conspiraciones, y pudieron a la vez defenderse
de los enemigos de afuera, otros, en cambio, no sólo mediante medidas tan
extremas no lograron conserver su Estado en épocas dudosas de guerra, sino
tampoco en tiempos de paz. Creo que depende del bueno o mal uso que se hace de la crueldad. Llamaría bien empleadas
a las crueldades (si a lo malo se lo puede llamar bueno) cuando se aplican de
una sola vez por absoluta necesidad de asegurarse, y cuando no se insiste en
ellas, sino, por el contrario, se trata de que las primeras se vuelvan todo lo
beneficiosas posible para los súbditos. Mal empleadas son las que, aunque poco
graves al principio, con el tiempo antes crecen que se extinguen. Los que observan
el primero de estos procedimientos pueden, como Agátocles, con ]a ayuda de Dios
y de los hombres, poner, algún remedio a su situación, los otros es imposible
que se conserven en sus Estados. De donde se concluye que, al apoderarse de un
Estado, todo usurpador debe reflexionar sobre los crimenes que le es preciso
cometer, y ejecutarlos todos a la vez, para que no tenga que renovarlos dia a
dia y, al no verse en esa necesidad, pueda conquistar a los hombres a fuerza de
beneficios. Quien procede de otra mancra, por timidez o por haber sido mal
aconsejado, se ve siempre obligado a estar con el cuchillo en la mano, y mal
puede contar con súbditos a quienes sus ofensas continuas y todavia recientes
llenan de descoufianza. Porque las ofensas deben inferirse de una sola vez para
que, durando menos, hieran menos; mientras que los beneficios deben
proporcionarse poco a poco, a fin de que se saboreen mejor. Y, sobre todas las
cosas, un príncipe vivirá con sus súbditos de manera tal, que ningún
acontecimiento, favorable o adverso, lo haga variar; pues la necesidad que se
presenta en los tiempos difíciles y que no se ha previsto, tú no puedes
remediarla; y el bien que tú hagas ahora de nada sirve ni nadie te lo agradece,
porque se considera hecho a la fuerza.
Capitulo IX
DEL PRINCIPADO CIVIL
Trataremos ahora
del segundo caso: aquel en que un ciudadano. no por crimenes ni violencia. sino
gracias al favor de sus compatriotas, se convierte en príncipe. El Estado así
constituido puede llamarse principado
civil. El llegar a él no depende por completo de los méritos o de la
suerte; depende, más bien, de una cierta habilidad propiciada por la fortuna, y
que necesita, o bien del apoyo del pueblo, o bien del de los nobles. Porque en
toda ciudad se encuentran estas dos fuerzas contrarias, una de las cuales lucha
por mandar y oprimir a la otra, que no
quiere ser mandada ni oprimida. Y del choque de las dos corrientes surge uno de
estos tres efectos. o principado, o libertad, o licencia.
El principado
pueden implantarlo tanto el pueblo como los nobles, según que la ocasión se
presente a uno o a otros. Los nobles, cuando comprueban que no pueden resistir
al pueblo, concentran toda la autoridad en uno de ellos y lo hacen príncipe,
para poder, a su sombra, dar rienda sucita a sus apetitos. El pueblo, cuando a
su vez comprueba que no puede hacer frente a los grandes, cede su autoridad a
uno y lo hace príncipe para que lo defienda. Pero el que llega al principado
con la ayuda de los nobles se mantiene con más dificultad que el que ha llegado
mediante el apoyo del pueblo, porque los que lo rodean se consideran sus
iguales, y en tal caso se le hace difícil mandarlos y manejarlos como quisiera.
Mientras que el que llega por el favor popular es única autoridad, y no tiene
en derredor a nadie o casi nadie que no esté dispuesto a obedecer. Por otra
parte, no puede honradamente satisfacer a los grandes sin lesionar a los demás;
pero, en cambio, puede satisfacer al pueblo, porque la la finalidad del pueblo
es más honesta que la de los grandes, queriendo éstos oprimir, y aquél no ser
oprimido.
Agréguese a esto
que un príncipe jamás podrá dominar a un pueblo cuando lo tenga por enemigo,
porque son muchos los que lo forman; a los nobles, como se trata de pocos, le
será fácil. Lo peor que un principe puede esperar de un pueblo que no lo ame es
el ser abandonado por él; de los nobles, si los tiene por enemigos, no sólo
debe temer que lo abandonen, sino que se rebelen contra él; pues, más astutos y
clarividentes, siempre están a tiempo para ponerse en salvo, a la vez que no
dejan nunca de congratularse con el que esperan resultará vencedor. Por último,
es una necesidad para el principe vivir siempre con el mismo pueblo, pero no
con los mismos nobles, supuesto que puede crear nuevos o deshacerse de los que
tenía, y quitarles o concederles autoridad a capricho.
Para aclarar
mejor esta parte en lo que se refiere a los grandes, digo que se deben
considerar en dos aspectos principales: o proceden de tal rnanera que se unen
por completo a su suerte, o no. A aquellos que se unen y no son rapaces, se les
debe honrar y amar; a aquellos que no se unen, se les tiene que considerar de
dos maneras: si hacen esto por pusilanimidad y defecto natural del ánimo,
entonces tú debes servirte en
especial de aquellos que son de buen criterio, porque en la prosperidad te
honrarán y en la adversidad no son de temer, pero cuando no se unen sino por cálculo y por ambición, es señal
de que piensan más en sí mismos que en ti, y de ellos se debe cuidar cl prín- cipe y temerles como si se
tratase de enemigos declarados, porque esperarán la adversidad para contribuir
a su ruina.
El que llegue a
príncipe mediante el favor del pueblo debe esforzarse en conservar su afecto,
cosa fácil, pues el pueblo sólo pide no ser oprimido. Pero el que se convierta
en príncipe por el favor do los nobles y contra el puebio procederá bien si so
empeña ante todo en conquistarlo, lo que sólo le será fácil si lo toma bajo
su protección. Y dado que los hombres se
sienten más agradecidos cuando reciben bien de quien sólo esperaban mal, se
somete el pueblo más a su bienhcehor que si lo hubiese conducido al principado
por su voluntad. El príncipe puede
ganarse a su pueblo do muchas maneras, que no mencionaré porque es impossible
dar reglas fijas sobre algo que varía tanto según las circunstancias. Insistiré
tan sólo on que un príncipe necesita contar con la amistad del pueblo, pues de
lo contrario no tiene remedio en la adversidad.
Nabis, príncipe
de los espartanos, resistió el ataque de toda Grecia y de un ejército romano
invicto, y le bastó, surgido el peligro, asegurarse de muy pocos para defender
contra aquéllos su patria y su Estado, que si hubiese tenido por enemigo al
pueblo, no le bastara. Y que no so pretenda desmentir mi opinión con el gastado
proverbio de que quien confia en el pueblo edifica sobre arena; porque
el proverbio sólo es verdadero cuando se trata do un simple ciudadano que
confía en cl pueblo como si el pueblo tuviese el deber de liberarlo cuando los
enemigos o las autoridades lo oprimen. Quien así lo interpretara se engañaría a
menudo, como los Gracos en Roma y Jorge Scali en Florencia. Pero si es un
príncipe quien confía on é1, y un
príncipe valiente que sabe mandar, que no se acobarda en la adversidad y
mantiene con su ánimo y sus medidas el ánimo de todo su pueblo, no só1o no se
verá nunca defraudado, sino que se felicitará de haber depositado on é1 su
confianza.
Estos principados
peligran, por lo general, cuando quieren pasar de principado civil a principado
absoluto; pues estos príncipes gobiernan por sí mismos o por intermedio de
magistrados. En cl último caso, su permanencia es más insegura y peligrosa,
porque depende de la voluntad de los ciudadanos que ocupan el cargo de
magistrados, los cuales, y sobre todo en, épocas adversas, pueden
arrebatarle muy fácilmente el poder, ya
dejando de obedecerle, ya sublevando al puebio contra ellos. Y el príncipe,
rodeado de peligros, no tiene tiempo para asumir la autoridad absoluta, ya que
los ciudadanos y los súbditos, acostumbrados a recibir órdenes nada más que de
los magistrados, no están en semejantes trances dispuestos a obedecer las
suyas. Y no encontrará nunca, en los tiempos dudosos, gentes en quien poder
confiar, puesto que tales príncipes no pueden tomar como ejemplo lo que sucede
en tiempos normales, cuando los ciudadanos tienen necesidad del Estado, y
corren y prometen y quieren morir por él, porque la muerte está lejana; pero en los tiempos
adversos, cuando el Estado tiene necesidad de losciudadanos, hay pocos que
quieran acudir en su ayuda. Y esta experiencia es tanto más peligrosa cuanto
que no puede intentarse sino una vez. Por ello, un príncipe hábil debe hallar
una manera por la cual sus ciudadanos siempre y en toda ocasión tengan
necesidad del Estado y de él. Y asi le serán siempre fieles.
Capitulo XCOMO DEBEN MEDIRSE LASFUERZAS DE TODOSLOS PRINCIPADOS
Conviene, al examinar la naturaleza de estos
principados, hacer una consideración más, a saber; si un príncipe posee un
Estado tal que pueda, en caso necesario, sostenerse por sí misma, o sí tiene,
en tal caso, que recurrir a la ayuda de otros. Y para aclarar mejor este punto,
digo que considero capaces de poder sostenerse por sí mismos a los que, o por
abundancia de hombres o de dinero, pueden levantar un ejército respetable y
presentar batalla a quien quiera que se atreva a atacarlos; y considero que
tienen siempre necesidad de otros a los que no pueden presentar batalla al
enemigo en campo abierto, sino que se ven obligados a refugiarse dentro de sus
muros para defenderlos. Del primer caso ya se ha hablado, y se agregará más adelante
lo que sea oportuno. Del segundo caso no se puede decir nada, salvo aconsejar a
los príncipes que fortifiquen y abastezcan la ciudad en que residen y que se
despreocupen de la campaña. Quien tenga bien fortificada su ciudad, y con
respecto a sus súbditos se haya conducido de acuerdo con lo ya expuesto y con
lo que expondré más adelante, dificilmente será asaltado; porque los hombres
son enemigos de las empresas demasiado arriesgadas, y no puede reputarse por
fácil el asalto a alguien que tiene su ciudad bien fortificada y no es odiado
por el pueblo. Las ciudades de Alemania son libérrimas; tienen poca campaña, y
obedecen al empe- rador cuando les place, pues no le temen, asi como no temen a
ninguno de los poderosos que las rodean. La razón es simple: están tan bien
fortificadas que no puede menos de pensarse que el asedio sería arduo y
prolongado. Tienen muros y fosos adecuados, tanta artilleria como necesitan, y
guardan en sus almacenes lo necesario para beber, comer y encender fuego
durante un año; aparte de lo cual, y para poder mantener a los obreros sin que
ello sea una carga para el erario público, disponen siempre de trabaio para un
año en esas obras que son el nervio y la vida de la ciudad. Por último, tienen
en alta estima los ejercicios militares, que reglamentan con infinidad de
ordenanzas.
Un príncipe,
pues, que gobierne una plaza fuerte, y a quien el pueblo no odie, no puede ser
atacado; pero si lo fuese, el atacante se vería obligado a retirarse sin
gloria, porque son tan variables las cosas de este mundo que es impossible que
alguien permanezca con sus ejércitos un año sitiando ociosamente una ciudad. Y
al que me pregunte si el pueblo tendrí paciencia, y el largo asedio y su propio
interés no le harán olvidar al príncipe, contesto que un príncipe poderoso y
valiente superará siempre estas dificultades, ya dando esperanzas a sus
súbditos de que el mal no durará mucho, ya infundiéndoles terror con la amenaza
de las vejaciones del enemigo, o ya asegurándose diestramente de los que le
parezcan demasiado osados. Añadiremos a esto que es muy probable que el enemigo
devaste y saquee la comarca a su llegada, que es cuando los ánimos están mis
caldeados y más dispuestos a la defensa; momento propicio para imponerse,
porque, pasados algunos dias, cuando los ánimos se hayan enfriado, los daños
estarán hechos, las desgracias se habrán sufrido y no quedará ya remedio
alguno. Los súbditos so unen por ello más estrechamente a su príncipe, como si
el haber sido incendiadas sus casas y devastadas sus posesiones en defensa del
señor obligará a éste a protegerlos. Está en la naturaleza de los hombres el
quedar reconocidos lo mismo por los beneficios que hacen que por los que
reciben. De donde, si se considera bien todo, no sorá difícil a un príncipe
sabio mantener firme el ánimo de sus ciudadanos durante el asedio, siempre y
cuando no carezean de víveres ni de medios de la defensa.
Capitulo XI
DE LOS PRINCIPADOS
ECLESIASTICOS
Sólo nos resta
discurrir sobre los principados eclesiásticos, respecto a los cuales todas las
dificultades existen antes de poseerlos, pues se adquieren o por valor o por
suerte, y se conservan sin el uno ni la otra, dado que se apoyan en antiguas
instituciones religiosas que son tan potentes y de tal calidad, que mantienen a
sus príncipes en el poder sea cual fuere el modo en que éstos procedan y vivan.
Estos son los
únicos que tienen Estados y no los defienden; súbditos, y no los gobiernan. Y
los Estados, a pesar de hallarse indefensos, no les son arrebatados, y los
súbditos, a pasar de carecer de gobierno, no se preocupan, ni piensan, ni
podrían sustraerse a su soberania. Son, por consiguiente, los (únicos
principados seguros y felices. Pero como están regidos por leyes superiores,
inasequibles a la mente humana, y como han sido inspirados por cl Señor, sería
oficio de hombre presuntuoso y temerario el pretender hablar de ellos. Sin
embargo, si alguien me preguntase a qué se debe que la Iglesia haya llegado a
adquirir tanto poder temporal, ya que antes de Alejandro, no só1o las potencias
italianas, sino hasta los nobles y señores de menor importancia respetaban muy
poco su fuerza temporal, mientras que ahora ha hecho temblar a un rey de
Francia y aun pudo arrojarlo de Italia, y ha arruinado a los venecianos, no
consideraría inútil recordar las circunstancias, aunque sean bastante
conocidas.
Antes que Carlos, rey de Francia, entrase en
Italia, esta provincia estaba bajo la dominación del papa, de los venecianos,
del rey de Nápoles, del duque de Milán y de los florentinos. Estas potencias
debían tener dos cuidados principales: evitar que un ejército extranjero
invadiese a Italia y procurar que ninguna de ellas preponderara. Los que
despertaban más recelos eran los venecianos y el papa. Para contener a aquéllos
era necesaria una coalición de todas las demás potencias, como se hizo para la
defensa de Ferrara. Para contener al papa, bastaban los nobles romanos, que,
divididos en dos facciones, los Orsini y los Colonna, disputaban continuamente
y acudían a las armas a la vista misma del pontifice, con lo cual la Santa Sede
estaba siempre débil y vacilante. Y aunque alguna vez surgiese un papa
enérgico, como lo fue Sixto, ni la suerte ni la experiencia pudieron servirle
jamás de manera decisiva, a causa de la brevedad de su vida, pues los diez años
que, como término medio, vive un papa bastaban apenas para debilitar una de las
facciones. Y si, por ejemplo, un papa había casi conseguido exterminar a los
Colonna, resurgian éstos bajo otro enemigo de los Orsini, a quienes tampoco
había tiempo para hacer desaparecer por completo; por todo lo cual las fuerzas
temporales del papa eran poco temidas en Italia. Vino por fin Alejandro VI y
probó, como nunca lo había probado ningún pontifice, de cuánto era capaz un
papa con fuerzas y dinero; pues tomando al duque Valentino por instrurnento, y
la llegada de los franceses como motivo, hizo todas esas cosas que he contado
al hablar sobre las actividades del duque. Y aunque su propósito no fue
engrandecer a la Iglesia, sino al duque, no es menos cierto que lo que realizó redundó
en beneficio de la Iglesia, la cual, después de su muerte y de la del duque,
fue heredera de sus fatigas. Lo sucedió el papa Julio, quien, con una Iglesia
engrandecida y dueña de toda la Romaña, con los nobles romanos dispersos por
las persecuciones de Alejandro, y abierto el camino para procurarse dinero,
cosa que nunca había ocurrido antes de Alejandro, no sólo mantuvo las
conquistas de su predecesor, sino que las acrecentó; y después de proponerse la
adquisición de Bolonia, la ruina de los venecianos y la expulsion de los
franceses de Italia. lo llevó a cabo con tanta más gloria cuando que lo hizo
para engrandecer la Iglesia y no a ningún hombre. Dejó las facciones Orsini y
Colonna en el mismo estado en que las encontró., y aunque ambas tuvieron jefes
capaces de rebelarse, se quedaron quietas por dos razones: primero, por la
grandeza de la Iglesia, que los atemorizaba, y después, por carecer de
cardenales que perteneciesen a sus partidos, origen siempre de discordia entre
ellos. Que de nuevo se repetirán toda vez que tengan cardenales que los
representen, pues éstos fomentan dentro y fuera de Roma la creación de partidos
que los nobles de una y otra familia se ven obligados a apoyar. Por lo cual
cabe decir que las disensiones y disputas entre los nobles son originadas por
la ambición de los prelados. Ha hallado, pues, Su Santidad el papa León una
Iglesia potentísima; y se puede esperar que asi como aquéllos la hicieron grande por las armas, éste la hará aún
más poderosa y venerable por su bondad y sus mil otras virtudes.
Capitulo XII
DE LAS DISTINTAS CLASES DE
MILICIAS Y DE LOS SOLDADOS
MERCENARIOS
Después de haber
discurrido detalladamente sobre la naturaleza de los principados de los cuales me habia propuesto tratar, y de haber
señalado en parte las causas de su prosperidad o ruina y los medios con que muchos quisieron
adquirirlos y conservarlos, réstame ahora hablar de las formas de ataque y
defensa que pueden ser necesarias en cada uno de los Estados a que me he
referido.
Ya he explicado
antes cómo es preciso que un príncipe eche los cimientos de su poder, porque,
de lo contrario, fracasaría inevitablemente. Y los cimientos indispensables a
todos los Estados, nuevos, antiguos o mixtos, son las buenas leyes y las buenas
tropas; y come aquéllas nada pueden donde faltan éstas, y come allí donde hay
buenas tropas por fuerza ha de haber buenas leyes, pasaré por alto las leyes y
hablaré de las tropas.
Digo, pues, que
las tropas con que un príncipe defiende sus Estados son propias, mercenarias,
auxiliares o mixtas. Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas; y
el príncipe cuyo gobierno descanse en soldados mercenarios no estará nunca
seguro ni tranquilo, porque están desunidos, porque son ambiciosos, desleales,
valientes entre los amigos, pero cobardes cuando se encuentran frente a los
enemigos; porque no tienen disciplina, como tienen temor de Dies ni buena fe
con los hombres; de modo que no se difiere la ruina sino mientras se difiere la
ruptura; y ya durante la paz despojan a su príncipe tanto como los enemigos
durante la guerra, pues no tienen otro amor ni otro motivo que los lleve a la
batalla que la paga del príncipe, la cual, por otra parte, no es suficiente
para que deseen morir per él. Quieren ser sus soldados mientras el príncipe no
hace la guerra; pero en cuanto la guerra sobreviene, o huyen o piden la baja.
Poco me costaría probar esto, pues la ruina actual de Italia no ha sido causada
sino por la confianza depositada durante muchos años en las tropas mercenarias,
que hicieron al principio, y gracias a ciertos jefes, algunos progresos que les
dieron fama de bravas; pero que demostraron lo que valían en cuanto aparecieron
a la vista ejércitos extranjeros. De tal suerte que Carlos, rey de Francia, se
apoderó de Italia con un trozo de tiza. Y los que afirman que la culpa la
tenian nuestros pecados, decían la verdad, aunque no se trataba de los pecados
que imaginaban, sino de los que he expuesto. Y como estos pecados los
cometieron los príncipes, sobre ellos recayó el castigo.
Quiero dejar
mejor demostrada la ineficacia de estos ejércitos. Los capitanes merecnarios o
son hombres de mérito o no lo son; no se puede confiar en ellos si lo son
porque aspirarán siempre a forjar su propia grandeza, ya tratando de someter al
príncipe su señor, ya tratando de oprimir a otros al margen de los designios
del príncipe; y mucho menos si no lo son, pues con toda seguridad llevarán al
príncipe a la ruina Y a quien objetara que esto podría hacerlo cualquiera,
mercenario o no, replicaría con lo siguiente: que un principado o una república
deben tener sus milicias propias; que, en un principado. el píincipe debe
dirigir las milicias en persona y hacer el oficio de capitán; y en las
repúblicas, un ciudadano; y si el ciudadano nombrado no es apto, se lo debe
cambiar; y si es capaz para el puesto, sujetarlo por medio de leyes. La
experiencia enseña que sólo los príncipes y repúblicas armadas pueden hacer
grandes progresos, y que las armas mercenarias sólo acarrean daños. Y es mas
dificil que un ciudadano someta a una república que está armada con armas
propias que una armada con armas extranjeras.
Roma y Esparta se
conservaron libres durante muchos siglos porque estaban armadas. Los suizos son
muy libres porque disponen de armas propias. De las armas mercenaries de la
antigüedad son un ejemplo los cartagineses, los cuales estuvieron a punto de
ser sometidos por sus tropas
mercenarias, después de la primera guerra con los romanos, a pesar de que los
cartagineses tenían por jefes a sus mismos conciudadanos. Filipo de Macedonia,
nombrado capitán de los tebanos a la muerte de Epaminondas, les quitó la
libertad después de la victoria. Los milaneses, muerto el duque Felipe, tomaron
a sueldo a Francisco Sforza para combatir a los venecianos; y Sforza venció al
enemigo en Caravaggio y se alió después con él para sojuzgar a los milaneses,
sus amos. El padre de Francisco Sforza, estando at servicio de la reina Juana
de Nápoles, la abandonó inespera- damente; y ella, al quedar sin tropas que la
defendiesen, se vio obligada, para no perder el reino, a entregarse en manos
del rey de Aragón. Y si los florentinos y venecianos extendieron sus dominios
gracias a esas milicias, y si sus capitanes los defendieron en vez de
someterlos, se debe exclusivamente a la suerte; porque de aquellos capitales a
los que podían temer, unos no vencieron nunca, otros encontraron oposición y
los (útimos orientaron sus ambiciones hacia otra parte. En el número de los
primeros se contó Juan Aucut, cuya fidelidad mal podia conocerse cuando nunca
obtuvo una victoria., pero nadie dejará de reconocer que, si hubiese triunfado,
quedaban los florentinos librados a su discreción. Francisco Sforza tuvo
siempre por adversario a los Bracceschi, y se vigilaron mutuamente; al fin,
Francisco volvió sus miras hacia la Lombardía, y Braccio hacia la Iglesia y el
reino de Nápoles.
Pero atendamos a
lo que ha sucedido hace poco tiempo. Los florentinos nombraron capitán de sus
milicias a Pablo Vitelli, varón muy prudente que, de condición modesta, había
llegado a adquirir gran fama. A haber tomado a Pisa, los florentinos se
hubiesen visto obligados a sostenerlo, porque estaban perdidos si se pasaba a
los enemigos, y si hubieran querido que se quedara, habrían debido obedecerle.
Si se consideran los procedimientos de los venecianos, se verá que obraron con
seguridad y gloria mientras hicieron la guerra con sus propios soldados, lo que
sucedió antes que tentaran la suerte en tierra firme, cuando contaban con
nobles y plebeyos que defendían lo suyo; pero bastó que empezaran a combatir en
tierra firme para que dejaran aquella virtud y adoptaran las costumbres del
resto de Italia. AI principio de sus empresas por tierra firme, nada tenían que
temer de sus capitanes, asi por lo reducido del Estado como por la gran reputación
de que gozaban; pero cuando bajo Carmagnola el territorio se fue ensanchando,
notaron el error en que habian caído. Porque viendo que aquel hombre, cuya
capacidad conocian después de haber derrotado al duque de Milán, hacia la
guerra con tanta tibieza, comprendieron que ya nada podía esperarse de él,
puesto que no lo quería; y dado que no podian licenciarlo, pues perdían lo que
habian conquistado, no les quedaba otro recurso, para vivir seguros, que
matarlo. Tuvieron luego por capitanes a Bartolomé de Bérgamo, a Roberto de San
Severino, al conde de Pitigliano y a otros de quienes no tenian que temer las
victorias, sino las derrotas, como les sucedió luego en Vaili, donde en un dia
perdieron lo que con tanto esfuerzo habían conquistado en ochocientos años.
Porque estas milicias, o traen lentas, tardías y mezquinas adquisiciones, o
súbitas y fabulosas pérdidas.
Y ya que estos
ejemplos me han conducido a referirme a Italia, estudiemos la historia de las
tropas mercenarias que durante tantos años la gobernaron, y remontámonos a los
tiempos más antiguos, para que, vistos su origen y sus progresos, puedan
corregirse mejor los errores.
Es de saber que,
en épocas no recientes, cuando el emperador empezo a ser arrojado de Italia y
el poder temporal del papa acrecentarse, Italia se dividió en gran número de
Estados; porque muchas de las grandes ciudades tomaron las armas contra sus
señores, que, favorecidos antes por el emperador, las tenían avasalladas; y el
papa, para beneficiarse, ayudó en cuanto pudo a esas rebeliones. De donde
Italia pasó casi por entero a las manos de la Iglesia y de varias repúblicas
-pues algunas de las ciudades ha- bían nombrado príncipes a sus ciudadanos--; y
como estos sacerdotes y estos ciudadanos no conocían el arte de la guerra, empezaron
a tomar extranjeros a sueldo. El primero que dio reputación a estas milicias
fue Alberico de Conio, de la Romaña, a cuya escuela pertenceen, entre otros,
Braccio y Sforza, que en sus tiempos fueron árbitros de Italia. Tras ellos
vinieron todos los que hasta nuestros tiempos han dirigido esas tropas. Y el
resultado de su virtud lo hallamos en esto: que Italia fue recorrida libremente
por Carlos, saqueada por Luis, violada por Fernando e insultada por los suizos.
El. método que estos capitanes siguieron para adquirir reputación fue primero
el de quitarle importancia a la infantería. Y lo hicieron porque, no poseyendo
tierras y teniendo que vivir de su industria, con pocos infantes no pedían
imponerse y les era impossible alimentar a muchos, mientras que, con un número
reducido de jinetes, se veían honrados sin que fuese un problema el proveer a
su sustentación. Las cosas habian llegado a tal extremo, que en un ejército de
veinte mil hombres no había dos mil infantes. Por otra parte, se habían ingeniado
para ahorrarse y ahorar a sus soldados la fatiga y el miedo con la consigna de
no matar en las refriegas, sino tomar prisioneros, sin degollarlos. No
asaltaban de noche las ciudades, ni los carnpesinos atacaban las tiendas; no
levantaban empalizadas ni abrían fosos alrededor del campamento, ni vivían en
él durante el invierno. Todas estas cosas, permitidas por sus códigos
militares, las inventaron ellos, como he dicho, para evitarse fatigas y
peligros. Y con ellas condujeron a Italia a la esclavitud y a la deshonra.
Capitulo XIIIDE LOS SOLDADOS AUXILIARES, MIXTOS Y PROPIOS
Las tropas
auxiliares, otras de las tropas inútiles de que he hablado, son aquellas que se
piden a un principe poderoso para que nos socorra y defienda, tal como hizo en
estos últimos tiempos el papa Julio, cuando, a raiz del pobre papel que le tocó
representar con sus tropas mercenarias en la empresa de Ferrara, tuvo que
acudir a las auxiliares y convenir con Fernando, rey de España, que éste iría
en su ayuda con sus ejércitos. Estas tropas pueden ser útiles y buenas para sus
amos, pero para quien las ]lama son casi siem- pre funestas; pues si pierden,
queda derrotado, y si gana, se convierte en su prisionero. Y aunque las
historias antiguas están llenas de estos ejemplos, quiero, sin embargo, de-
tenerme en el caso reciente de Julio II, que no pudo haber cometido imprudencia
mayor para conquistar a Ferrera que el entregarse por completo en manos de un
extranjero. Pero su buena estrella hizo surgir una tereera causa, que, de lo
contrario, hubiera pagado las consecuencias de su mala elección. Porque
derrotados sus auxiliares en Ravena, aparecieron los suizos, que, contra la
opinión de todo el mundo, incluso la suya, pusieron en fuga a los vencedores,
de modo que no quedó prisionero de los enemigos, que habían huido, ni de los
auxiliares, ya que habia triunfado con otras tropas. Los florentinos, que
carecían de ejércitos propios, traieron diez mil franceses para conquistar a
Pisa; y esta resolución les hizo correr más peligros de los que corrieran nunca
en ninguna época. El emperador de Constantinopla, para ayudar a sus vecinos,
puso en Grecia diez mil turcos, los cuales, una vez concluida la guerra, se
negaron a volver a su patria; de donde empezó la servidumbre de Grecia bajo el
yugo de los infieles.
Se concluye de
esto que todo el que no quiera vencer no tiene más que servirse de esas tropas,
muchísimo más peligrosas que las mercenarias, porque están perfectamente unidas
y obedecen elegamente a sus jefes, con lo cual la ruina es inmediata; mientras
que las mercenarias, para someter al príncipe, una vez que han triunfado,
necesitan esperar tiempo y ocasión, pues no constituyen un cuerpo unido y, por
añadidura, están a sueldo del príncipe. En ellas, un tercero a quien el
principe haya hecho jefe no puede cobrar en seguida tanta autoridad como para
perjudicario. En suma, en las tropas mercenarias hay que temer sobre todo las
derrotas; en las auxiliares, los triunfos.
Por ello, todo
príncipe prudente ha desechado estas tropas y se ha refugiado en las propias, y
ha preferido perder con las suyas a vencer con las otras, considerando que no
es victoria verdadera la que se obtiene con armas ajenas. No me cansaré nunca
de elogiar a César Borgia y su conducta. Empezó el duque por invadir la Romaña
con tropas auxiliares, todos soldados franceses, y con ellas tomó a Imola y
Forli. Pero no pareciéndoles seguras, se volvió a las mercenarias, según él
menos peligrosas; y tomó a sueldo a los Orsini y los Vitelli. Por último, al
notar que también éstas eran inseguras, infieles y peligrosas, las disolvió y
recurrió a las propias. Y de la diferencia que hay entre esas distintas
milicias se puede formar una idea considerando la autoridad que tenía el duque
cuando sólo contaba con los franceses y cuando se apoyaba en los Orsini y
Vitelli, y la que tuvo cuando se quedó con sus soldados y descansó en sí mismo:
que era, sin duda alguna, mucho mayor, porque nunca fue tan respetado como
cuando se vio que era cl único amo de sus tropas.
Me habia
propuesto no salir de los ejemplos italianos y recientes; pero no quiero
olvidarme de Hierón de Siracusa, ya que en otra parte lo he citado. Convertido,
como expliqué, en jefe de los ejércitos de Siracusa, advirtió en seguida de la
inutilidad de las milicias mercenarias, cuyos jefes tenían los mismos defectos
que nuestros italianos; y como no creía conveniente conservarlas ni
licenciarlas, eliminó a sus jefes. E hizo la guerra con sus tropas y no con las
ajenas. Quiero también recordar un episodio del Viejo Testamento que viene muy
al caso. Ofreciéndose David a Saúl para combatir a Goliat, provocador filisteo,
Saúl, para darle valor, lo armó con sus armas; pero una vez que se vio cargado
con éstas, David las rechazó, diciendo que con ellas no podría sacar partido de
sí mismo y que prefería ir al encuentro del enemigo con su honda y su cuchillo.
En fin, sucede
siempre que las armas ajenas o se caen de los hombros del príncipe, o le pesan, o le oprimen. Carlos
VII, padre del rey Luis XI, una vez que
con su fortuna y valor liberó a Francia de los ingleses, conoció esta necesidad
de armarse con sus propias armas y
ordenó en su reino la creación de milicias de caballería e infantería. Después,
el rey Luis, su hijo, disolvió las de infantería y empezó a tomar a sueldo a
suizos, error que, renovado por otros, es, como ahora se ve, el motivo de los
males de aquel reino. Porque al acreditar a los suizos, desacreditó todas sus
armas, ya que hizo desaparecer la infantería y depender la caballería de las
tropas ajenas. Acostumbrada ésta a ir a la guerra en compañía de los suizos, no
cree poder vencer sin ellos. Lo cual explica que los franceses no puedan contra
los suizos, y que sin los suizos no se atrevan a enfrentar a otros. Los
ejércitos de Francia son, pues, mixtos, dado que se componen de tropas
mercenarias y propias; y, en su conjunto, son mucho mejores que las milicias
exclusivamente mercenarias o exclusivamente auxiliares, pero muy inferiores a
las propias. Bastará el ejemplo citado para hacer comprender que el reino de
Francia sería hoy invencible si se hubiese respetado la disposición de Carlos;
pero la escasa perspicacia de los hombres hace que comiencen algo que parece
bueno por el hecho de que no manifiesta el veneno que esconde debajo, como he
dicho que sucede con la tisis.
Por lo tanto,
aquel que en un principado no descubre los males sino una vez nacidos, no es
verdaderamente sabio; pero ésta es virtud que tienen pocos. Si se examinan las
causas de la decadencia del Imperio Romano, se advierte que la principal
estribó en empezar a tomar a sueldo a los godos, pues desde entonces las
fuerzas del imperio fueron debilitádose, y toda la virtud que ellas perdían la
adquirian los otros.
Concluyo, pues,
que sin milicias propias no hay principado seguro; más aún: está por cornpleto
en manos del azar, al carecer de medios de defensa contra la adversidad. Que
fue siempre opinión y creencia de los hombres prudentes “quod nihil sit tam infirmum aut instabile, quam: fama potentiae non
sua vi nixa” Y milicias propias son las compuestas, o por súbditos, o por
ciudadanos, o por servidores del príncipe. Y no será difícil rodearse de ellas
si se siguen los ejemplos de los cuatro a quienes he citado, y se examina la
forma en que Filipo, padre de Alejandro Magno, y muchas repúblicas y príncipes
organizaron sus tropas. Conducta a la cual me remito por entero.
Capitulo XIV
DE LOS DEBERES DE UN PRINCIPE PARA CON LA
MILICIA
Un príncipe no
debe tener otro objeto ni pensamiento ni preocuparse de cosa alguna fuera del
arte de la guerra y lo que a su orden y disciplina corresponde, pues es lo
único que compete a quien manda. Y su virtud es tanta, que no sólo conserva en
su puesto a los que han nacido príncipes, sino que muchas veces eleva a esta
dignidad a hombres de concidión modesta; mientras que, por el contrario ha,
hecho perder el Estado a príncipes que han pensado más en las diversiones que
en las armas. Pues la razón principal de la pérdida de un Estado se halla
siempre en el olvido de este arte, en tanto que la condi- ción primera para
adquiririo es la de ser experto en él.
Francisco Sforza,
por medio de las armas, llegó a ser duque de Milán, de simple ciudadano que
era; y sus hijos, por escapar a las incomodidades de las armas, de duques
pasaron a ser simples ciudadanos. Aparte de otros males que trae, el estar
desarmado hace despreciable, verguenza que debe evitarse por lo que luego
explicaré. Porque entre uno armado y otro desarmado no hay comparación posible,
y no es razonable que quien esté armado obedezca de buen grado a quien no lo
está, y que el principe desarmado se sienta seguro entre servidores armados,
porque, desdeñoso uno y desconfiado el otro, no es posible que marchen de
acuerdo. Por todo ello, un príncipe que, aparte de otras desgracias, no
entienda de cosas militares, no puede ser estimado por sus soldados ni puede
confiar en ellos.
En consecuencia,
un príncipe jamás debe dejar de ocuparse del arte militar, y durante los
tiempos de paz debe ejercitarse más que en los de guerra; lo cual puede hacer
de dos modos: con la acción y con el estudio. En lo que atañe a la acción,
debe, además de ejercitar y tener bien organizadas sus tropas, dedicarse
constantemente a la caza con el doble objeto de acostumbrar el cuerpo a las
fatigas y de conocer la naturaleza de los terrenos, la altitud de las montañas,
la entrada de les valles, la situación de las llanuras, cl curso de los rios y
la extensión de los pantanos. En esto último pondrá muchísima seriedad, pues
tal estudio presta dos utilidades: primero, se aprende a conocer la región
donde se vive y a defenderla mejor; después, en virtud del conocimiento
práctico de una comarca, se hace más
fácil el conocimiento de otra donde sea necesario actuar, porque las colinas,
los valles, las llanuras, los ríos y los pantanos que hay, por ejemplo, en
Toscana, tienen cierta similitud con los de las otras provincias, de manera que
el conocimiento de los terrenos de una provincia sirve para el de las otras. El
príncipe que carezca de esta pericia carece de la primera cualidad que
distingue a un capitán, pues tal condición es la que enseña a dar con el
enemigo, a tomar los alojamientos, a conducir
los ejércitos, a preparar un plan de batalla y a atacar con ventaja.
Filopémenes,
príncipe de los aqueos, tenía, entre
otros méritos que los historiadores le concedieron, el de que en los tiempos de
paz no pensaba sino en las cosas que incumben a la guerra; y cuando iba de
paseo por la campaña, a menudo se detenía y discurría así con los amigo “Si el
enemigo estuviese en aquella colina y nosotros nos encontráemos aqui con
nuestro ejército, ¿de quién sería la ventaja? ¿Cómo podríamos ir a su
encuentro, conservando el orden? Si quisiéramos retirarnos, ¿cómo deberíamos
proceder? ¿Y cómo los perseguiríamos, si los que se retirasen fueran ellos?” Y
les proponía, mientras caminaba, todos los casos que pueden presentársele a un
ejército; escuchaba sus opiniones, emitía la suya y la justificaba. Y gracias a
este continuo razonar, nunca, mientras guió sus ejércitos, pudo surgir
accidente alguno para el que no tuviese remedio previsto.
En cuanto al
ejercicio de la mente, el príncipe debe estudiar la Historia, examinar las
acciones de los hombres ilustres, ver cómo se han conducido en la guerra,
analizar el por qué de sus victorias y derrotas para evitar éstas y tratar de
lograr aquéllas; y sobre todo hacer lo que han hecho en el pasado algunos
hombres egregios que, tomando a los otros por modelos, tenían siempre presentes
sus hechos más celebrados. Corno se dice que Alejandro Magno hacia con Aquiles,
César con Alejandro, Escipión con Ciro. Quien lea la vida do Ciro, escrita por
Jenofonte, reconocerá en la vida de Escipión la gloria que le reportó el
imitarlo, y cómo, en lo que se refiere a castidad, afabilidad, clemencia y
liberalidad, Escipión se ciñó por completo a lo que Jenofonte escribió de Ciro.
Esta es la conducta que debe observar un príncipe prudente: no permanecer
inactivo nunca en los tiempos de paz, sino, por cl contrario, hacer acopio de
enseñanzas para valerse de ellas en la adversidad, a fin de que, si la fortuna
cambia, lo halle preparado para reisitirle.
Capitulo XV
DE AQUELLAS COSAS POR LAS
CUALES LOS HOMBRES Y
ESPECIALMENTE LOS PRINCIPES,
SON ALABADOS O CENSURADOS
Queda ahora por
analizar cómo debe comportarse un príncipe en el trato con súbditos y amigos. Y
porque sé que muchos han escrito sobre el tema, me pregunto, al escribir ahora
yo, si no seré tachado de presuntuoso, sobre todo al comprobar que en esta
materia me aparto de sus opiniones. Pero siendo mi propósito escribir cosa útil
para quien la entiende, me ha parecido más conveniente ir tras la verdad
efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como
existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni
conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería
vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su
ruina en vez de beneficiarse., pues un hombre que en todas partes quiera hacer
profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por
lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser
bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad.
Dejando, pues, a
un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que
todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por
ocupar posiciones más elevadas, son iuzgados por algunas de estas cualidades
que les valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño (y empleo
un término toscano, porque “avaro”, en nuestra lengua, es tarnbién el que
tiende a enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que llamamos “tacaño” al
que se abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es considerado dadivoso, otro
rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y
pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo,
otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro.
frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente. Sé que no habría
nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las
cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas;
pero como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la
naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le
significarían la pérdida del Estado, y,
sí puede, aun de las que no se lo harían perder; pero si no puede no debe
preocuparse gran cosa, y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales
difícilmente podría salvar el Estado, porque si conside- ramos esto con frialdad,
hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que
parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad.
Capitulo XVIDE LA PRODIGALIDAD YDE LA AVARICIA
Empezando por las
primeras de las cualidades nombradas, digo que estaría bien ser tenido por
pródigo. Sin embargo, la prodigalidad, practicada de manera que se sepa que uno
es pródigo, perjudica; y por otra parte, si se la practica virtuosamente y tal
como se la debe practicar, la prodigalidad no será conocida y se creerá que
existe el vicio contrario. Pero como el que quiere conseguir fama de pródigo
entre los hombres no puede pasar por alto ninguna clase de lujos, sucederá
siempre que un príncipe así acostumbrado a proceder consumirá en tales obras
todas sus riquezas y se verá obligado, a la postre, si desea conservar su
reputación, a imponer excesivos tributos, a ser riguroso en el cobro y a hacer
todas las cosas que hay que hacer para procurarse dinero. Lo cual empezará a
tornarle odioso a los ojos de sus súbditos, y nadie lo estimará, ya que se
habrá vuelto pobre. Y como con su prodigalidad ha perjudicado a muchos y
beneficiado a pocos, se resentirá al printer inconveniente y peligrará al menor
riesgo. Y si entonces advierte su falla y quiere cambiar de conducta, sera
tachado de tacaño.
Ya que un
príncipe no puede practicar públicamente esta virtud sin que se perjudique,
convendrá, si es sensato, que no se preocupe si es tildado de tacaño; porque,
con el tiempo, al ver que con su avaricia le bastan las entradas para
defenderse de quien le hace la guerra, y puede acometer nuevas empresas sin
gravar al pueblo, será tenido siempre por más pródigo, pues practica la
generosidad con todos aquellos a quienes no quita, que son innumerables, y la
avaricia con todos aquellos a quienes no da, que son pocos.
En nuestros tiempos
sólo hemos visto hacer grandes cosas a los hom bres considerados tacaños; los
demás siempre han fracasado. El papa Julio II, después de servirse del nombre
do pródigo para llegar at Pontificado, no se cuidó a fin de poder hacer la
guerra, de conserver semejante fama. El actual rey de Francia ha sostenido
tantas guerras sin imponer tributos extraordinarios a sus súbditos porque, con
su extremada economía, proveyó a los superfluos. El actual rey España, si
hubiera sido espléndido, no habría realizado ni vencido en tantas empresas.
En consecuencia,
un príncipe debe reparar poco --con tal de que ello le permita defenderse, no
robar a los súbditos, no volverse pobre y despreciable, no mostrarse
expoliador--en incurrir en el vicio de tacaño; porque éste es uno de los vicios
que hacen posible reinar. Y si alguien dijese: “Gracias a su prodigalidad,
César llegó al imperio, y muchos otros, por haber sido y haberse ganado fama de
pródigos, escalaron altisimas posiciones”, contestaria: “O ya eres príncipe, o
estas en camino de serlo; en el primer caso, la liberalidad es perniciosa; en
el segundo, necesaria. Y César era uno do los que querían llegar at principado
de Roma; pero si después de lograrlo hubiese sobrevivido y no so hubiera
moderado en los gastos, habría llevado el imperio a la ruina”. Y si alguien
replicase: “Ha habido muchos príncipes, reputados por liberalísimos, que
hicieron grandes cosas con las armas” diría yo: “O el píincipe gasta lo suyo y
lo de los subditos, o gasta lo ajeno; en el primer caso debe ser medido, en el
otro, no debe cuidarse del despilfarro. Porque el príncipe que va con sus
ejércitos y que vive del botín, de los saqueos y de las contribuciones,
necesita eo esa esplendidez a costa de los enemigos, ya que de otra manera los
soldados no lo seguirían. Con aquello que no es del príncipe ni de sus súbditos
se puede ser extremadamente generoso, como lo fueron Ciro, César y Alejandro;
porque el derrochar lo ajeno, antes concede que quita reputación; sólo el
gastar lo de uno perjudica. No hay cosa que se consuma tanto a sí misma como la
prodigalidad, pues cuanto más se la practica más se pierde la facultad de
practicarla; y se vuelve el príncipe
pobre y despreciable, o, si quiere escapar de la pobreza, expoliador y odioso.
Y si hay algo que deba evitarse, es el ser despreciado y odioso, y a ambas cosa
conduce la prodigalidad. Por lo tánto, es más prudente contentarse con el tilde
de tacaño que implica una verguenza sin odio, que, por ganar fama de pródigo,
incurrir en el de expoliador, que implica una vergilenza con odio.
Capitulo XVII
DE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA; Y SI ES
MEJOR SER
AMADO QUE TEMIDO, O SER TEMIDO QUE AMADO
Paso a las otras
cualidades ya cimentadas y declaro que todos los príncipes deben desear ser
tenidos por clementes y no por crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de
emplear mal esta clemencia, César Borgia era considerado cruel, pese a lo cual
fue su crueldad la que impuso el orden en la Romaña, la que logró su unión y la
que la volvió a la paz y a la fe. Que, si se examina bien, se verá que Borgia
fue mucho más clemente que el pueblo florentino, que para evitar ser tachado de
cruel, dejó destruir a Pistoya. Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse
porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el
mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares
será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar
los desórdenes, causas de matanzas y saqueos que perjudican a toda una
población, mientras que las medidas extremas adoptadas por cl príncipe sólo van
en contra de uno. Y es sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos
de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros. Asi
se explica que Virgilio ponga en boca de Dido:
Res dura et regni novitas me talia (cogunt
Moliri, et late fines custode tueri.
Sin embargo, debe
ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con
moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo
vuelva imprudente, y una desconfianza exagerada, intolerable.
Surge de esto una
cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que
ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha
de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la
generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles,
simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces
bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus
hijos, pues --- como antes expliqué ---ninguna necesidad tienes de ello; pero
cuando la necesidad se presenta se rebelan. Y el príncipe que ha descansado por
entero en su palabra va a la ruina al no haber tomado otras providencias;
porque las amistades que se adquieren con el dinero y no con !a altura y
nobleza de alma son amistades merecidas, pero de las cuales no se dispone, y
llegada la oportunidad no se las puede utilizar. Y los hombres tienen menos
cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque
el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza,
rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que
no se pierde nunca. No obstante lo cual, el príncipe debe hacerse temer de modo
que, si no se granjea el amor, evite el odio, pues no es impossible ser a la
vez temido y no odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de
los bienes y de las mujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que no proceda
contra la vida de alguien sino cuando hay justificación conveniente y motivo
manifiesto; pero sobre todo abstenerse de los bienes ajenos, porque los hombres
olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio. Luego, nunca
faltan excusas para despojar a los demás de sus bienes, y el que empieza a
vivir de la rapiña siempre encuentra pretextos para apoderarse de lo ajeno, y,
por el contrario, para quitar la vida, son más raros y desaparescan con más
rapidez.
Pero cuando cl
principe está al frente de sus ejércitos y tiene que gobernar a miles de
soldados, es absolutamente necesario que no se preocupe si merece fama de
cruel, porque sin esta fama jamás podrá tenerse ejército alguno unido y
dispuesto a la lucha. Entre las infinitas cosas admirables de Aníbal se cita la
de que, aunque contaba con un ejército grandísimo, formado por hombres de todas
las razas a los que llevó a combatir en tierras extranjeras, jamás surgió
discordia alguna entre ellos ni contra el príncipe, asi en la mala como en la
buena fortuna. Y esto no podía deberse sino a su crueldad inhumana, que, unida
a sus muchas otras virtudes, lo hacía venerable y terrible en el concepto de
los soldados; que, sin aquélla, todas las demás no le habrían bastado para
ganarse este respeto. Los historiadores poco reflexivos admiran, por una parte,
semejante orden, y, por la otra, censuran su razón principal. Que si es verdad
o no que las demás virtudes no le habrían bastado puede verse en Escipión
---hombre de condiciones poco comunes, no sólo dentro de su boca, sino dentro
de toda la historia de la humanidad---, cuyos ejércitos se rebelaron en España.
Lo cual se produjo por culpa de su excesiva clemencia, que había dado a sus
soldados más licencia de la que a la disciplina militar convenía. Falta que
Fabio Máxirno le reprochó en el Senado, llamándolo corruptor de la milicia
romana. Los locrios, habiendo sido ultrajados por un enviado de Escipión, no
fueron desagraviados por éste ni la insolencia del primero fue castigada
naciendo todo de aquel su blando carácter. Y a tal extrerno, que alguien que lo
quiso justificar ante el Senado dijo que pertenecía a la clase de hombres que
saben mejor no equivocarse que enmendar las equivocaciones ajenas. Este
carácter, con el tiempo habría acabado por empañar su fama y su honor, a haber
llegado Escipión al mando absoluto; pero como estaba bajo las órdenes del
Senado, no sólo quedó escondida esta mala cualidad suya, sino que se convirtió
en su gloria.
Volviendo a la
cuestión de ser amado o temido, concluyo que, como cl amar depende de la
voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe
prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero, como he dicho,
tratando siempre de evitar el odio.
Capitulo XVIII
DE QUE MODO LOS PRINCIPES
DEBEN CUMPLIR SUS PROMESAS
Nadie deja de
comprender cuán digno de alabanza es cl principe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con
doblez; pero la experiencia nos
demuestra, por lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los
príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su
astucia y reido de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han
realizado grandes empresas.
Digamos primero
que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La
primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo
la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber
entonces comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos
escritores enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando dijeron que
Aquiles y muchos otros de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro
Quirón para que los criara y educase. Lo cual significa que, como el preceptor
es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber emplear las cualidades
de ambas naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la otra.
De manera que, ya
que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se
transforma en zorro y en león, porque el 1eón no sabe protegerse de las trampas
ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las
trampas y 1eón para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del 1eón
demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe
observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus
intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si
los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son
perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos.
Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para disfrazar la inobservancia.
Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de tratados de paz y promesas
vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes. Que el que mejor ha
sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser
hábil en fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal manera
obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre
quien se deje engañar.
No quiero callar
uno de los ejemplos contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra
cosa que en engañar a los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo.
Jamás hubo hombre que prometiese con mis desparpajo ni que hiciera tantos
juramentos sin cumplir ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron
a pedir de boca, porque conocía bien esta parte del mundo.
No es preciso que
un príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que
aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y
practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Está bien
mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo
efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello
fuera necesario. Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un
príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los
hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el
poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la
religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a
todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien
mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal.
Por todo esto un príncipe debe tener muchísimo cuidado
de que no le brote nunca de los labios algo que no esté empapado de las cinco
virtudes citadas, y de que, al verlo y oirlo, parezea la clemencia, la fe, la
rectitud y la religión mismas, sobre todo esta útima. Pues los hombres, en
general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque todos pueden ver,
pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos saben lo que eres; y
estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda
detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de los hombres, y
particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible, se atiende a
los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conserver el Estado, que
los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque cl vulgo se deja
engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya
que las minorías no cuentan sino cuando las mayorias no tienen donde apoyarse.
Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás predica
otra cosa que concordia y buena fe; y es enernigo acérrimo de ambas, ya que, si
las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras.
Capitulo XIX
DE QUE MODO DEBE EVITARSE
SER DESPRECIADO Y ODIADO
Como de entre las
cualidades mencionadas ya hablé de las mis importantes, quiero ahora, bajo este
titulo general, referirme brevemente a las otras. Trate el príncipe de huir de
las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido
con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre
todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y
de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la
mayoría de los hornbres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su
honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de
los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace
despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e
irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e
ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y
fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar
que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que
nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas.
El príncipe que
conquista semejante autoridad es siempre respetado, pues difícilmente se
conspira contra quien, por ser respetado, tiene necesariamente ser bueno y querido
por los suyos. Y un príncipe debe temer
dos cosas: en el interior, que se le subleven los súbditos; en el exterior, que
le ataquen. Las potencias extranjeras. De éstas se, defenderá con buenas armas
y buenas alianzas, y siempre tendrá buenas alianzas el que tenga buenas armas,
así como siempre en el interior estarán seguras las cosas cuando lo estén on el
exterior, a menos que no hubiesen sido previamente perturbadas por una
conspiración. Y aun cuando los enemigos de afuera amenazasen, si ha vivido como
he aconscejado y no pierda la presencia
de espíritu resistirá todos los ataques, como he aconsejado que hizo el
espartano Nabis. En lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no
exista amenaza extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente;
pero de este peligro puede asegurarse evitando que lo odien o lo desprecien y,
como ya antes he repetido, empeñandose por todos los medios en tener satisfecho
al pueblo. Porque el no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más
eficaces de que dispone un príncipe contra las conjuraciones. El conspirador
siempre cree que el pueblo quedará contento con la muerte del príncipe, y
jamás, si sospecha que se producirá el efecto contrario, se decide a tomar
semejante partido, pues son infinitos los peligros que corre el que conspira.
La experiencia nos demuestra que hubo muchísimas conspiraciones y que muy pocas
tuvieron éxito. Porque el que conspira no puede obrar solo ni buscar la
complicidad de los que no cree descontentos; y no hay descontento que no se
regocije en cuanto le hayas confesado tus propósitos, porque de la revelación
de tu secreto puede esperar toda clase de beneficios; es preciso que, sea muy
amigo tuyo o enconado enemigo del príncipe para que, al hallar en una parte
ganancias seguras y en la otra dudosas y llenas de peligro, te sea, leal. Y
para reducir el problema a, sus últimos
términos, declaro que de parte del conspirador sólo hay recelos, sospechas y
temor al castigo, mientras que el príncipe cuenta con la majestad del príncipado,
con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que, si se ha
granjeado la simpatía popular, es imposible que haya alguien que sea tan
temerario como para conspirar. Pues si un conspirador está por lo común rodeado
de peligros antes de consumar el hecho, lo estará aún más después de
ejecutarlo, porque no encontrará amparo
en ninguna parte.
Sobre este
particular podrían citarse innumerables ejemplos; pero me daré por satisfecho
con mencionar uno que pertenece a la
época de nuestros padres. Micer Aníbal Bentivoglio, abuelo del actual micer
Aníbal, que era príncipe de Bolonia, fue asesinado por los Canneschi, que se
había conjurado contra él, no quedando de los suyos más que micer Juan, que era
una criatura. Inmediatamente después de somejante crimen so sublevó el pueblo y
exterminó a todos los Canneschi. Esto nace de la simpatia, popular que la casa
de los Bentivoglio tenía en aquellos tiempos, y que fue tan grande que, no
quedando de ella nadie en Bolonia que pudiese, muerto Aníbal, regir el Estado,
y habiendo inicios de que en Florencia existía un descendiente de los
Bentivoglio, que se consideraba hasta entonces hijo de cerrajero, vinieron los
boloñeses en su busca a Florencia y le entregaron el gobierno de aquella ciudad
la que fue gobernada por él hasta que micer Juan hubo llegado a una edad
adecuada par asumir el mando.
Llego, pues, a la
conclusión de que un príncipe, cuando es apreciado por el pueblo, debe cuidarse
muy poco de las conspiraciones; pero que debe temer todo y a todos cuando lo
tienen por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien organizados y los príncipes
sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez, tener
satisfecho y contento al pueblo. Es éste uno de los puntos a que más debe
atender un príncipe.
En la actualidad,
entre los reinos bien organizados, cabe nombrar el de Francia, que cuenta con
muchas instituciones buenas que están al servicio de la libertad y de la
seguridad del rey, de las cuales la primera es el Parlamento. Como el que
organizó este reino conocía, por una parte, la ambición y la violencia de los
poderosos y la necesidad de tenerlos como de una brida para corregirlos y, por
la otra, el odio a los nobles que el temor hacía nacer en el pueblo ---temor
que había que hacer desaparecer---, dispuso que no fuese cuidado exclusivo del
rey esa tarea, para evitarle los inconvenientes que tendría con los nobles si
favorecía al pueblo y los que tendría con el pueblo si favorecía a los nobles.
Creó entonces un tercer poder que, sin responsabilidades para el rey, castigase
a los nobles y beneficiase al pueblo. No podía tomarse medida mejor ni más
juiciosa, ni que tanto proveyese a la seguridad del rey y del reino. De donde
puede extraerse esta consecuencia digna de mención: que los príncipes deben
encomendar a los demás las tareas gravosas y reservarse las agradables. Y
vuelvo a repetir que un príncipe debe estimar a los nobles, pero sin hacerse
odiar por el pueblo.
Acaso podrá
parecer a muchos que el ejemplo de la vida y muerte de ciertos emperadores
romanos contradice mis opiniones, porque hubo quienes, a pesar de haberse conducido
siempre virtuosamente y de poseer grandes cualidades, perdieron el imperio o,
peor aún, fueron asesinados por sus mismos súbditos, conjurados en su contra.
Para contestar a estas objeciones examinaré el comportamiento de algunos
emperadores y demostraré que las causas de su ruina no difieren de las que he
expuesto, y mientras tanto, recordaré los hechos más salientes de la Historia
de aquellos tiempos. Me limitaré a tomar a los emperadores que se sucedieron
desde Marco el Filósofo hasta
Maximino: Marco, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Severo, su hijo Antonio
Caracalla, Macrino, Heliogábalo, Alejandro y Maximino. Pero antes conviene hacr
notar que, mientras los príncipes de hoy sólo tienen que luchar contra la
ambición de los nobles y la violencia de los pueblos, los emperadores romanos
tenían que hacer frente a una tercera dificultad: la codicia y la crueldad de
sus soldados, motivo de la ruina de muchos. Porque era dificil dejar a la vez
satisfechos a los soldados y al pueblo, pues en tanto que el pueblo amaba la
paz y a los principes sosegados, las tropas preferían a los príncipes
belicosos, violentos, crueles y rapaces, y mucho más si lo eran contra el
pueblo, ya que así duplicaban la ganancia y tenían ocasión de deshogar su
codicia y su perversidad. Esto explica por qué los emperadores que carecían de
autoridad suficiente para contener a unos y a los otros siempre fracasaban; y
explica también por qué la mayoría, y sobre todo los que subían al trono por
herencia, una vez conocida la imposibilidad de dejar satisfechas a ambas
partes, se decidían por los soldados, sin importarles pisotear al pueblo. Era
el partido lógico: cuando cl príncipe no puede evitar ser odiado por una de las
dos partes, debe inclinarse hacia el grupo más numeroso, y cuando esto no es
posible, inclinarse hacia el más fuerte. De ahí que los emperadores -que al
serlo por razones ajenas al derecho tenían necesidad de apoyos extraordinarios-
buscasen contentar a los soldados antes que al pueblo; lo cual, sin embargo,
podía resultarles ventajoso o no según que supiesen o no ganarse y conserver su
respeto. Por tales motivos, Marco, Pertinax y Alejandro, a pesar de su vida
moderada, a pesar de ser amantes de la justicia, enemigos de, la crueldad,
humanitarios y benévolos, tuvieron todos, salvo Marco, triste fin. Y Marco
vivió y murió amado gracias a que llegó al trono por derecho de herencia, sin
debérselo al pueblo ni a los soldados., y a que, como estaba adornado de muchas
virtudes que lo hacían venerable, tuvo siempre, mientras vivió, sometidos a
unos y a otros a su voluntad, y nunca fue odiado ni despreciado. Pero Pertinax
fue hecho emperador contra el parecer de los soldados, que, acostumbrados a
vivir en la mayor licencia bajo Cómodo, no podian tolerar la vida virtuosa que
aquél pretendia imponerles; y por esto fue odiado. Y como al odio se agregó al
desprecio que inspiraba su vejez, pereció en los comienzos mismos de su
reinado.
Y aqui se debe
señalar que el odio se gana tanto con las buenas acciones como con las
perversas, por cuyo motivo, como dije antes, un principe que quiere conserver
el poder es a menudo forzado a no ser bueno, porque cuando aquel grupo, ya sea
pueblo, soldados o nobles, del que tú juzgas tener necesidad para mantenerte,
está corrompido, te conviene seguir su caprichopara satisfacerlo, pues entonces
las buenas acciones serían tus enemigas.
Detengámonos
ahora en Alejandro, hombre de tanta bondad que, entre los elogios que se le
tributaron, figura el de que en catorce años que reinó no hizo matar a nadie
sin juicio previo; pero su fama de persona débil y que se dejaba gobernar por
su madre le acarreó el desprecio de los
soldados, que se sublevaron y lo mataron.
Por el contrario,
Cómodo, Severo, Antonio Caracalla y Maximino fueron ejemplos de crueldad y
despotisino llevados al extremo. Para congraciarse con los soldados, no
ahorraron ultrajes al pueblo. Y todos, a excepción de Severo, acabaron mal.
Severo, aunque oprimió al pueblo, pudo reinar felizmente en mérito al apoyo de
los soldados y a sus grandes cualidades, que lo hacían tan admirable a los ojos
del pueblo y del ejército que éste quedaba reverente y satisfecho, y aquél,
atemorizado y estupefacto. Y como sus acciones fueron notables para un príncipe
nuevo, quiero explicar brevemente lo bien que supo proceder como zorro y como
león, cuyas cualidades, como ya he dicho, deben ser imitadas por todos los
príncipes.
Enterado de que
el emperador Juliano era un cobarde, Severo convencía al ejército que estaba
bajo su mando en Esclavonia de que era necesario ir a Roma para vengar la
muerte de Pertinax, a quien los pretorianos habían asesinado. Y con este
pretexto, sin dar a conocer sus aspiraciones al imperio, condujo al ejército
contra Roma y estuvo en Italia antes que se hubiese tenido noticia de su
partida. Una vez en Roma, dío muerte a Juliano; y el Senado, lleno de espanto,
lo eligió emperador. Pero para adueñarse del Estado quedaban aún a Severo dos
dificultades. la primera en Oriente, donde Níger, jefe de los ejércitos
asiáticos, se habla hecho proclamar emperador; la segunda en Occidente, donde
se hallaba Albino, quien también tenía pretensiones al imperio. Y como juzgaba
peligroso declararse a la vez enemigo de los dos, resolvió atacar a Níger y
engañar a Albino, para lo cual escribió a éste que, elegido emperador por el
Senado, quería compartir el trono con él; le mandó el título de césar y, por
acuerdo del Senado, lo convirtió en su colega, distinción que Albino aceptó sin
vacilar. Pero una vez que hubo vencido y
muerto a Níger, y pacificadas las cosas en Oriente, volvió a Roma y se quejó al
Senado de que Albino, olvidándose de los beneficios que le debía, había tratado
vilmente de matarlo, por lo cual era preciso que castigara su ingratitud. Fue
entonces a buscarlo a las Galias y le quitó la vida y el Estado.
Quien examine,
pues, detenidamente las acciones de Severo, verá que fue un feroz león y un
zorro muy astuto, y advertirá que todos le temieron y respetaron y que el
ejército no lo odió; y no se asombrará de que él, príncipe nuevo, haya podido
ser amo de un imperio tan vasto, porque su ilimitada autoridad lo protegió
siempre del odio que sus depredaciones podían haber hecho nacer en el pueblo.
Pero Antonino, su
hijo, también fue hombre, de cualidades que lo hacían admirable en el concepto
del pueblo y grato en el de los soidados. Varón de genio guerrero, durísimo a
la fatiga, enemigo de la molicie y de
los placeres de la mesa, no podía menos de ser querido por todos los soldados.
Sin embargo, su ferocidad era tan grande e inaudita que, después de innumerables asesinatos
aislados, exterminó a gran parte del pueblo de Roma y a todo el de Alejandría.
Por este motivo se hizo odioso a todo el mundo, empezó a ser temido por los
mismos que lo rodeaban y a la postre fue muerto por un centurión en presencia
de todo el ejército. Conviene notar al
respecto no está en manos de ningún príncipe evitar esta clase de atentados,
producto de la firme decisión de un hombre de carácter, porque al que no le
importa morir no le asusta quitar la vida a otro., pero no los tema el príncipe,
pues son rarísimos, y preocúpese, en cambio, por no inferir ofensas graves a
nadie que esté junto a él para el servicio del Estado. Es lo que no hizo
Antonino, ya que, a pesar de haber asesinado en forma ignominiosa a un hermano
del centurión, y de amenazar a éste diariamente con lo mismo, lo conservaba en
su guardia particular: tranquilidad temeraria que tenía que traerle la muerte,
y se la trajo.
Pasemos a Cómodo,
a quien, por ser hijo de Marco y haber recibido el imperio en herencia, fácil
le hubiera sido conservarlo, dado que con sólo seguir las huellas de su padre
hubiese tenido satisfecho a puebto y ejército. Pero fue un hombre cruel y
brutal que, para desahogar su ansia de rapiña contra el pueblo, trató de
captarse la benevolencia de las tropas permitiéndoles toda clase de licencias;
por otra parte, olvidado de la dignidad que investía, bajo muchas veces a la
arena para combatir con los gladiadores y cometió vilezas incompatibles con la
majestad imperial, con lo cual se acarreó el desprecio de los soldados. De modo
que, odiado por un grupo y aborrecido por el otro, fue asesinado a consecuencia
de una conspiración.
Nos quedan por
examinar las cualidades de Maximino. Fastidiadas las tropas por la inactividad
de Alejandro, de quien ya he hablado, elevaron al imperio, una vez muerto éste,
a Maximano, hombre de espiritu extraordinariamente belicoso, que no se conservó
en el poder mucho tiempo porque hubo dos cosas que lo hicieron odioso y
despreciable: la primera, su baja condición, pues nadie ignoraba que había sido
pastor en Tracia, y esto producía universal disgusto; la otra, su fama de
sanguinario; había diferido su marcha a Roma para tomar posesión del mando, y
en el intervalo, había cometido, en Roma y en todas partes del imperio, por
intermedio de sus prefectos, un sinfin de depredaciones. Menospreciado por la
bajeza de su origen y odiado por el temor a su ferocidad, era natural que todo
el mundo se sintiese inquieto y, en consecuencia, que el Africa se rebelase y
que el Senado y luego el pueblo de Roma y toda Italia conspirasen contra él. Su
propio ejército, mientras sitiaba a Aquilea sin poder tomarla, cansado de sus
crueldades y temiéndolo menos al verlo rodeado de tantos enemigos, se plegó al
mo- vimiento y lo mató.
No quiero
referirme a Heliogábalo, Macrino y Juliano. que, por ser harto despreciables,
tuvieron pronto fin, y atenderé a las conclusiones de este discurso. Los
príncipes actuales no se eneuentran ante la dificultad de tener que satisfacer
en forma desmedida a los soldados; pues aunque haya que tratarlos con
consideración, el caso es menos grave dado que estos príncipes no tienen
ejércitos propios, vinculados estrechamente con los gobiernos y las
administraciones provinciales, como estaban los ejércitos del Imperio Romano. Y
si entonces había que inclinarse a satisfacer a los soldados antes que al
pueblo, se explica, porque los soldados eran más poderosos que el pueblo;
mientras que ahora todos los príncipes, salvo el Turco y el Sultán. tienen que
satisfacer antes al pueblo que a los soldados, porque aquél puede más que
éstos. Excepto al Turco, que, por estar siempre rodeado por doce mil infantes y
quince mil jinetes, de los cuales dependen la seguridad y la fuerza del reino,
necesita posponer toda otra preocupación a la de conserver la amistad de las
tropas. Del mismo modo, conviene que el Sultán, cuyo reino está por completo en manos del ejército, conserve
las simpatías de éste sin tener consideraciones para con el pueblo. Y
adviértase que este Estado del Sultán es muy distinto de todos los principados
y sólo parecido al pontificado cristiano, al que no puede llamársele principado
hereditario ni principado nuevo, porque no son los hijos del príncipe viejo los
herederos y futuros príncipes, sino el elegido para ese puesto por los que tienen
autoridad.. Y como se trata de una institución antigua, no le corresponde el
nombre de principado nuevo, aparte de que no se encuentran en él los obstáculos
que existen en los nuevos, pues si bien el principe es nuevo, la constitución del Estado es antigua y el gobernante
recibido como quien lo es por derecho hereditario.
Pero volvamos a
nuestro asunto. Cualquiera que meditase este discurso hallaría que la causa de
la ruina de los emperadores citados ha sido el odio o el desprecio, y
descubriría a qué se debe que, mientras parte de ellos procedieron de un modo y
parte de otro, en ambos modos hubo dichosos y desgraciados. Pertinax y
Alejandro fracasaron.porque, siendo príncipes nuevos, quisieron imitar a Marco,
que había llegado al imperio por derecho de sucesión; y lo misnno le sucedió a
Caracalla, Cómodo y Maximino al intentar seguir ]as huellas de Severo cuando
carecían de sus cualidades. Se concluye de esto que un príncipe nuevo en un
principado nueyo no puede imitar la conducta de Marco ni tampoco seguir los
pasos de Severo, sino quc debe tomar de éste las cualidades necesarias para
fundar un Estado, y, una vez establecido y firrne, las cualidades de aquél que
mejor tiendan a conservarlo.
Capitulo XXSI LAS FORTALEZAS, Y MUCHAS OTRAS COSAS QUE
LOS
PRINCIPES HACEN CON FRECUENCIA SON UTILES O NO
Hubo príncipes
que, para conservar sin inquietudes el Estado, desarmaron a sus súbditos;
príncipes que dividieron los territories conquistados; príncipes que
favorecieron a sus mismos enemigos; príncipes que se esforzaron por atraerse a
aquellos que les inspiraban recelos al comienzo de su gobierno; príncipes, en
fin, que construyeron fortalezas, y principes que las arrasaron. Y aunque sobre
todas estas cosas no se pueda dictar sentencia sin conocer las caracteristicas
del Estado donde habría de tomarse semejante resolución, hablaré, sin embargo,
del modo más amplio que la materia permita.
Nunca sucedió que
un príncipe nuevo desarmase a sus súbditos; por el contrario, los armó cada vez
que los encontró desarmados. De este modo, las armas del pueblo se convirtieron
en las del príncipe, los que recelaban se hicieron fieles, los fieles
continuaron siéndolo y los súbditos se hicieron partidarios. Pero como no es
posible armar a todos los súbditos, resultan favorecidos aquellos a quienes el
principe arma, y se puede vivir más tranquilo con respecto a los demás; por
esta distinción, de que se reconocen deudores al principe, los primeros se
consideran más obligados a él, y los otros lo disculpan comprendiendo que es preciso
que gocen de más beneficios los que tienen más deberes y se exponen a más
peligros. Pero cuando se los desarma, se empieza por ofenderlos, puesto que se
les demuestra que, por cobardía o desconfianza, se tiene poca fe en su lealtad;
y cualquiera de estas dos opiniones engendra odio contra el príncipe. Y como el
príncipe no puede quedar desarmado, es forzoso que recurra a las milicias
mercenarias, de cuyos defectos ya he hablado; pero aun cuando sólo tuviesen
virtudes, no pueden ser tantas como para defenderlo de los enemigos poderosos y
de los súbditos descontentos. Por eso, como he dicho, un príncipe nuevo en un
principado nuevo no ha dejado nunca de organizer su ejército según lo prueban
los ejemplos de que está llena la Historia. Ahora bien: cuando un príncipe
adquiera un Estado nuevo que añade al que ya poseía, entonces sí que conviene
que desarme a sus nuevos súbditos, excepción hecha de aquellos que se
declararon partidarios suyos durante la conquista; y aun a éstos, con el
transcurso del tiempo y aprovechando las ocasiones que se le brinden, es
preciso debilitarlos y reducirlos a la inactividad y arreglarse de mode que el
ejército del Estado se componga de los soidados que rodeaban al príncipe en el
Estado antiguo.
Nuestros
antepasados, y particularmente los que tenían fama de sabios, solian decir que
para conservar a Pistoya bastaban las disensiones, y para conserver a Pisa, las
fortalezas; por tal motivo, y para gobernarlas más fácilmente, fomentaban la
discordia en las tierras sornetidas, medida muy lógica en una época en que las
fuerzas de Italia estaban equilibradas., pero no me parece que pueda darse hoy
por precepto, porque no creo que las divisiones traigan beneficio alguno; al
contrario, juzgo inevitable que las ciudades enemigas se pierdan en cuanto el
enemigo se aproxime, pues siempre el partido más débil se unirá a las fuerzas
externas, y el otro no podrá resistir.
Movidos per estas
razones, según creo, lea venecianes fomentaban en las ciudades conquistadas la
creación de guelfos y gibelinos., y aunque no los dejaban llegar al
derramamiento de sangre, alimentaban, sin embargo, estas discordias entre
ellos, a fin de que, ocupados en sus diferencias, no se uniesen contra el
enemigo común. Pero, como hemos visto, este proceder se volvió en su contra.
pues, derrotados en Vailá, uno de los partidos cobró valor y les arrebató todo
el Estado. Semejantes recursos inducen a sospechar la existencia de alguna
debilidad en el principe, porque un príncipe fuerte jamás tolerará tales
divisiones, que podrán serle útiles en tiempos de paz, cuando, gracias a ellas,
manejará más fácilmente a sus súbditos, pero que mostrarán su ineficacia en
cuando sobrevenga ta guerra.
Indudablemente,
los príncipes son grandes cuando superan las dificultades y la oposición que se
les hace. Por esta razón, y sobre todo cuando quiere hacer grande a un príncipe
nuevo, a quien le es más necesario adquirir fama que a uno hereditario, la
fortuna le suscita enemigos y guerras en su contra para darle oportunidad de
que las supere y pueda, sirviéndose de la escala que los enemigos le han
traído, elevarse a mayor altura. Y hasta hay quienes afirman que un príncipe
hábil debe fomentar con astucia ciertas resistencia para que, al aplastarlas,
se acreciente su gloria.
Los príncipes, sobre todo los nuevos, han hallado más
consecuencia y más utilidad en aquellos que al principio de su gobierno les
eran sospechosos que en aquellos en quienes confiaban. Pandolfo Petrucci,
príncipe de Siena, gobernaba su Estado más con los que le habían sido sospechosos
que con los otros. Pero de este punto no se pueden extraer conclusiones
generales porque varían según el caso. Sólo diré esto: que los hombres que al
principio de un reinado han sido enemigos, si su carácter es tal que para
continuar la lucha necesitan apoyo ajeno, el príncipe podrá siempre y muy
fácilmente conquistarlos a su causa; y lo servirán con tanta más fidelidad
cuanto que saben que les es preciso borrar con buenas obras la mala opinión en
que se los tenía; y así el príncipe saca de ellos más provecho que de los que,
por scrle demasiado fieles, descuidan sus obligaciones.
Y puesto que el
tema lo exige, no dejaré de recordar al príncipe que adquiera un Estado nuevo
mediante la ayuda de los ciudadanos que examine bien el motivo que impulsó a
éstos a favorecerlo, porque si no so trata de afecto natural, sino de
descontento con la situación anterior del Estado, dificil y fatigosamente podrá
conservar su amistad, pues tampoco él podrá contentarlos. Con los ejemplos que
los hechos antiguos y modernos proporcionan, medítese serenamente en la razón
de todo esto, y se verá que es más fácil conquistar la amistad de los enemigos,
que lo son porque estaban satisfechos con el gobierno anterior, que 1a de los
que, por estar descontentos, se hicieron amigos del nuevo príncipe y lo
ayudaron a conquistar el Estado.
Los príncipes,
para conservarse más seguramente en el poder, acostumbraron construir
fortalezas que fuesen rienda y freno para quienes se atreviesen a obrar en su
contra, y refugio seguro para ellos en caso de un ataque imprevisto. Alabo esta
costumbre de los antiguos. Pero repárese en que en estos tiempos se ha visto a
Nicolás Vitelli arrasar dos fortalezas on Cittá di Castello para conserver la
plaza. Guido Ubaldo, duque de Urbino, al volver a sus Estados de donde lo
arrojó César Borgia, destruyó hasta los cimientos todas las fortalezas de
aquelia provincia, convencido de que sin ellas sería más dificil arrebatarle el
Estado. Lo mismo hicieron los Bentivoglio al volver a Bolonia. Por
consiguiente, las fortalezas pueden ser útiles o no según los casos, pues si en
unas ocasiones favorecen, en otras perjudican. Podría resolverse la cuestión de
esta manera: el príncipe que teme más at puebio que a los extranjeros debe
construir fortalezas; pero el que teme más a los extranjeros que al pueblo debe
pasarse sin ellas. El castillo levantado por Francisco Sforza en Milán ha
traído y trerá más sinsabores a la casa Sforza que todas las revueltas que se
produzcan en el Estado. Pero, en definitiva, no hay mejor fortaleza que el no
ser odiado por el pueblo, porque si el pueblo aborrece al príncipe, no lo
salvarán todas las fortalezas que posea, pues nunca faltan al pueblo, una vez
que ha empuñado las armas, extranjeros que lo socorran.
En nuestros
tiempos no se ha visto que hayan favorecido a ningún príncipe, salvo a la
condesa de Forli, después de la muerte del conde Jerónimo, su marido; porque
gracias a ellas pudo escapar al furor popular, esperar el socorro de Milán y
recuperar el Estado. Pero entonces las circunstancias eran tales que los
extranjeros no podían auxiliar al pueblo. Y después su fortaleza de nada le
sirvió, cuando César Borgia la asaltó y el pueblo se plegó a él por odio a la
condesa. Por lo tanto, mucho mis seguro le hublera sido, entonces y siempre, no
ser odiada por cl pucblo.que tener fortalezas.
Consideradas,
pues, estas cosas, elogiaré tanto a quien construya fortalezas como a quien no
las construya, pero censuraré a todo el que, confiando en las fortalezas, tenga
en poco el ser odiado por el pueblo.
Capitulo XXI
COMO DEBE COMPORTARSE UN PRINCIPE
\PARA SER ESTIMADO
Nada hace tan
estimable a un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de raras
virtudes. Prueba de ello es Fernando de Aragón, actual rey de España, a quien
casi puede llamarse príncipe nuevo, pues de rey sin importancia se ha convertido
en el primer monarca de la cristiandad.
Sus obras, como puede comprobarlo quien las examine, han sido todas grandes, y
algunas extraordinarias. En los comienzos de su reinado tomó por asalto a
Granada, punto de partida de sus conquistas. Hizo la guerra cuando estaba en
paz con los vecinos, y, sabiendo que nadie se opondría, distrajo con ella la
atención de los nobles de Castilla, que, pensando en esa guerra, no pensaban en
cambios políticos, y por este medio adquirió autoridad y reputación sobre ellos
y sin que ellos se diesen cuenta. Con dinero del pueblo y de la Iglesia pudo
mantener sus ejércitos, a los que templó en aquella larga guerra y que tanto lo
honraron después. Más tarde, para poder
iniciar empresas de mayor envergadura, se entregó, sirviéndose siempre
de la iglesia, a una piadosa persecución y despojó y expulsó de su reino a los
“marranos”. No puede haber ejemplo más admirable y maravilloso. Con el mismo
pretexto invadió el Africa, llevó a cabo la campaña de Italia y últimamente atacó
a Francia, porque siempre meditó y realizó hazañas extraordinarias que
provocaron el constante estupor de los súbditos y mantuvieron su pensamiento
ocupado por entero en el exito de sus aventuras. Y estas acciones suyas
nacieron de tal modo una tras otra que no dio tiempo a los hombres para poder
preparar con tranquilidad algo en su perjuicio.
También concurre
en beneficio del príncipe el hallar medidas sorprendentes en lo que se refiere
a la administración, como se cuenta que las hallaba Bernabó de Milán. Y cuando
cualquier súbdito hace algo notable, bueno o malo, en la vida civil, hay que
descubrir un modo de recompensario o castigarlo que dé amplio tema de
conversación a la gente. Y, por encima de todo, el príncipe debe ingeniarse por
parecer grande e ilustre en cada uno de sus actos.
Asimismo se
estima al príncipe capaz de ser amigo o enemigo franco, es decir, al que, sin
temores de ninguna índole, sabe declararse abiertamente en favor de uno y en
contra de otro. El abrazar un partido es siempre más conveniente que el
permanecer neutral. Porque si dos vecinos poderosos se declaran la guerra, el
príncipe puede encontrarse en uno de esos casos: que, por ser adversarios
fuertes, tenga que temer a cualquier cosa de los dos que gane la guerra, o que
no; en uno o en otro caso siempre le será más útil decidirse por una de las
partes y hacer la guerra. Pues, en el primer caso, si no se define, será presa
del vencedor, con placer y satisfaccion del vencido; y no hallará compasión en
aquél ni asilo en éste, porque el que vence no quire amigos sospechosos y que
no le ayuden en la adversidad, y el que pierde no puede ofrecer ayuda a quien
no quiso empuñar las armas y arriesgarse en su favor.
Antíoco, llamado
a Grecia por los etoilos para arrojar de allí a los romanos, mandó embajadores
a los acayos, que eran amigos de los romanos, para convencerlos de que
permaneciesen neutrales. Los romanos por el contrario, les pedían que tomaran
armas a su favor. Se debatió el asunto en el consejo de los acayos, y cuando el
enviado de Antíoco solicitó neutralidad, el representante romano replicó “Quod autem isti dicunt non interponendi vos
bello, nihil magis alienum rebus vestris est, sine gratia, sine dignitate,
praemium victoris eritis”.
Y siempre verás
que aquel que no es tu amigo te exigirá la neutralidad, y aquel que es amigo
tuyo te exigirá que demuestres tus sentimientos con las armas. Los príncipes
irresolutos, para evitar los peligros presentes, siguen la más de las veces el
camino de la neutralidad, y las más de las veces fracasan. Pero cuando el
príncipe se declara valientemente por una de las partes, si triunfa aquella a
la que se une, aunque sea poderosa y él quede
a su discreción, estarán unidos por un vinculo de reconocimiento y de
afecto; y los hombres nunca son tan malvados que dando prueba de tamaña
ingratitud, lo sojuzguen. Al margen de esto, las victorias nunca son tan
decisivas como para que el vencedor no tenga que guardar algún miramiento,
sobre todo con respecto a la justicia. Y si el aliado pierde, el príncipe sera
amparado, ayudado por él en ]a medida de lo posible y se hará compañero de una
fortuna que puede resurgir. En el segundo caso, cuando los que combaten entre
sí no pueden inspirar ningún temor, mayor es, la necesidad de definirse, pues
no hacerlo significa la ruina de uno de ellos, al que el príncipe, si fuese
prudente, debería salvar, porque si vence queda a su discreción, y es imposible
que con su ayuda no venza.
Conviene advertir
que un príncipe nunca debe aliarse con otro más poderoso para atacar a
terceros, sino, de acuerdo con lo dicho, cuando las circunstancias lo obligan,
porque si veciera queda en su poder, y los príncipes deben hacer lo possible
por no quedar a disposición de otros. Los venecianos, que, pudiendo abstenerse
de intervenir, se aliaron con los franceses contra el duque de Milán, labraron
su propia ruina. Pero cuando no se puede
evitar, como sucedió a los florentinos en oportunidad del ataque de los
ejercitos del papa y de España contra la Lombardía, entonces, y por las mismas
razones expuestas, el príncipe debe someterse a los acontecimientos. Y que no
se crea que los Estados pueden inclinarse siempre por partidos seguros; por el
contrario, piénsese que todos son dudosos; porque acontece en el orden de las
cosas que, cuando se quiere evitar un inconveniente, se incurre en otro. Pero
la prudencia estriba en saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y
aceptar el menos malo por bueno.
El príncipe también
se mostrará amante de la virtud y honrará a los que se distingan en las artes.
Asimismo, dará seguridades a los ciudadanos para que puedan dedicarse
tranquilamente a sus profesiones, al comercio, a la agricultura y a cualquier
otra actividad; y que unos no se abstengan de embellecer sus posesiones por
temor a que se las quiten, y otros de abrir una tienda por miedo a los
impuestos. Lejos de esto, instituirá premios para recompensar a quienes lo
hagan y a quienes traten, por cualquier medio, de engrandecer la ciudad o el
Estado. Todas las ciudades están divididas en gremios o corporaciones a las
cuales conviene que el principe conceda su atención. Reúinase de vez en vez con
ellos y dé pruebas de sencillez y generosidad, sin olvidarse, no obstante, de
la dignidad que inviste, que no debe faltarle en, ninguna ocasión.
Capitulo XXII
DE LOS SECRETARIOS DEL PRINCIPE
No es punto carente
de importancia la elección de los ministros, que será buena o mala según la
cordura del príncipe. La primera opinión que se tiene del juicio de un príncipe
se funda en los hombres que lo rodean: si son capaces y fieles, podrá
reputárselo por sabio, pues supo hallarlos capaces y mantenerlos fieles; pero
cuando no lo son, no podrá considerarse prudente a un príncipe que el primer
error que comete lo comete en esta elección.
No había nadie que,
al saber que Antonio da Venafro era ministro de Pandolfo Petrucci, príncipe de
Siena, no juzgase hombre muy inteligente a Pandolfo por tener por ministro a
quien tenía. Pues hay tres clases de cerebros: el primero discierne por sí; el
segundo entiende lo que los otros disciernen, y el terecro no discierne ni
entiende lo que los otros disciernen. El primero es excelente, el segundo bueno
y el tercero inútil. Era, pues, absolutamente indispensable que, si Pandolfo no
se hallaba en el primer caso, se hallase en el segundo. Porque con tal que un
príncipe tenga el suficiente discernimiento para darse cuenta de lo bueno o
malo que hace y dice, reconocerá, aunque de por sí no las descubra, cuáles son
las obras buenas y cuáles las malas de un ministro, y podrá corregir éstas y elogiar
las otras; y el ministro, que no podrá confiar en engañarlo, se conservará
honesto y fiel.
Para conocer a un
ministro hay un modo que no falla nunca. Cuando se ve que un ministro piensa
más en él que en uno y que en todo no busca sino su provecho, estamos en
presencia de un ministro que nunca será bueno y en quien el príncipe nunca
podrá confiar. Porque el que tiene en sus manos el Estado de otro jamás debe
pensar en sí mismo, sino en el príncipe, y no recordarle sino las cosas que
pertenezean a él. Por su parte, el príncipe, para mantenerlo constante en su
fidelidad, debe pensar en el ministro. Debe honrarlo, enriquecerlo y colmarlo
de cargos, de manera que comprenda que no puede estar sin él, y que los muchos
honores no le hagan desear más honores, las muchas riquezas no le hagan ansiar
más riquezas y los muchos cargos le hagan temer los cambios politicos. Cuando
los ministros, y los príncipes con respecto a los ministros, proceden así,
pueden confiar unos en otros; pero cuando proceden de otro modo, las
consecuencias son perjudiciales tanto para unos como para otros.
Capitulo XXIII
COMO HUIR DE LOS ADULADORES
No quiero pasar por
alto un asunto importante, y es la falta en que con facilidad caen los
príncipes si no son muy prudentes o no saben elegir bien. Me refiero a los
aduladores, que abundan en todas las cortes. Porque los hombres se complacen
tanto en sus propias obras, de tal modo se engañan, que no atinan a defenderse
de aquella calamidad; y cuando quieren defenderse, se exponen al peligro de hacerse
despreciables. Pues no hay otra manera de evitar la adulación que el hacer
comprender a los hombres que no ofenden al decir la verdad; y resulta que,
cuando todos pueden decir la verdad, faltan al respeto. Por lo tanto, un
príncipe prudente debe preferir un tercer modo: rodearse de los hombres de buen
juicio de su Estado, únicos a los que dará libertad para decirle la verdad,
aunque en las cosas sobre las cuales scan interrogados y sólo en ellas. Pero
debe interrogarlos sobre todos los tópicos, escuchar sus opiniones con
paciencia y después resolver por si y a su albedrío. Y con estos consejeros
comportarse de tal manera que nadie ignore que será tanto más estimado cuanto
más libremente hable. Fuera de ellos, no escuchar a ningún otro, poner en seguida
en práctica lo resuelto y ser obstinado en su cumplimiento. Quien no pro- cede
así se pierde por culpa de los aduladores o, si cambia a menudo de parecer, es
tenido en menos.
Quiero a este
propósito citar un ejemplo moderno, Fray Lucas [Rinaldi], embajador ante el
actual emperador Maximiliano, decía, hablando de Su Majestad, que no pedía
consejos a nadie y que, sin embargo, nunca hacía lo que quería. Y esto
precisamente por proceder en forma contraria a la aconsejada. Porque cl
emperador es un hombre reservado que no comunica a nadie sus pensamientos ni
pide pareceres; pero como, al querer ponerlos en práctica, empiezan a conocerse
y descubrise, y los que los rodean opinan en contra, ficilmente desiste de
ellos. De donde resulta que lo que hace hoy lo deshace mañana, que no se
entiende nunca lo que desea o intenta hacer y que no se puede confiar en sus
determinaciones.
Por este motivo,
un príncipe debe pedir consejo siempre, pero cuando él lo considere conveniente
y no cuando lo consideren convenience los demás, por lo cual debe evitar que
nadie emita pareceres mientras no sea interrogado. Debe preguntar a menudo,
escuchar con paciencia la verdad acerca de las cosas sobre las cuales ha
interrogado y ofenderse cuando entera de que alguien no se la ha dicho por
temor. Se engañan los que creen que un príncipe es juzgado sensato gracias a
los buenos consejeros que tiene en derredor y no gracias a sus propias
cualidades. Porque ésta es una regla general que no falla nunca un príncipe que
no es sabio no puede ser bien aconsejado y, por ende, no puede gobernar, a
menos que se ponga bajo la tutela de un hombre muy prudente que lo guíe en
todo. Y aun en este caso, duraría poco en el poder, pues cl ministro no
tardaría en despojarlo del Estado. Y si pide consejo a más de uno, los consejos
serán siempre distintos, y un príncipe que no sea sabio no podrá conciliarlos.
Cada uno de los conse- jeros pensará en lo suyo, y él no podrá saberlo ni corregirlo. Y es impossible hallar otra clase
de consejeros, porque los hombres se comportarán siempre mal mientras la
necesidad no los obligue a lo contrario. De esto se concluye que es conveniente
que los buenos consejos, vengan de quien vinieren, nazcan de la prudencia del
príncipe y no la prudencia del principe de los buenos consejos.
Capitulo
XXIV
POR
QUE LOS PRINCIPES DE
ITALIA
PERDIERON SUS ESTADOS
Las reglas que acabo de exponer, llevadas a la
práctica con prudencia, hacen parecer antiguo a un príncipe nuevo y lo
consolidan y afianzan en seguida en el Estado como si fuese un príncipe
hereditario. Por la razón de que se observa mucho más celosamente la conducta
de un principe nuevo que la de uno hereditario, si los hombres la encuentran
virtuosa, se sienten más agradecidos y se apegan mis a é1 que a uno de linaje
antiguo. Porque los hombres se ganan mucho mejor con las cosas presentes que
con las pasadas, y cuando en las presentes hallan provecho, las gozan sin
inquirir nada; y mientras cl príncipe no se desmerezca en las otras cosas,
estarán siempre dispuestos a defenderlo. Asi, el príncipe tendrá la doble
gloria de haber creado un principado nuevo y de haberlo mejorado y fortificado
con buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos. Del mismo modo
que será doble la deshonra del que, habiendo nacido príncipe, pierde cl trono
por su falta de prudencia.
Si se examina el
comportamiente de los príncipes de Italia que en nuestros tiempos perdieron sus
Estados, como cl rey de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se
advertirá, en primer lugar, en lo que se refiere a las armas, una falta común a
todos: la de haberse apartado de las reglas antes expuestas. Después se verá
que unos tuvieron al pueblo por enemigo, y que el que lo tuvo por amigo no supo
asegurarse de los nobles. Porque sin estas faltas no se pierden los Estados que
tienen recursos suficientes para permitir levantar un ejército de campaña.
Filipo de
Macedonia, no el padre de Alejandro, sino cl que fue vencido por Tito Quincio,
disponía de un ejército reducido en comparación con el de los griegos y los
romanos, que lo atacaron juntos; sin embargo, como era guerrero y habia sabido
congraciarse con cl pueblo y contener a los nobles, pudo resistir una lucha de
muchos años; y si al fin perdió algunas ciudades, conservó, en cambio el reino.
Por consiguiente,
estos príncipes nuestros que ocupaban el poder desde hacía muchos años no
acusen a la fortuna por haberlo perdido, sino a su ineptitud. Como en épocas de
paz nunca pensaron que podrían cambiar las cosas (es defecto común de los
hombres no preocuparse por la tempestad durante la bonanza), cuando se
presentaron tlempos adversos, atinaron a huir y no a defenderse, y esperaron que
cl pueblo, cansado de los ultrajes de los vencedores, volviese a llamarlos.
Partido que es bueno cuando no hay otros; pero está muy mal dejar los otros por
ése, pues no debernos dejarnos caer por el simple hecho de creer que habrá
alguien que nos recoja. Porque no lo hay; y si lo hay y acude, no es para
salvación nuestra, dado que la defensa ha sido indigna y no ha dependido de
nosotros. Y las únicas defensas buenas, seguras y durables son las que de-
penden de uno mismo y de sus virtudes.
Capitulo XXVDEL PODER DE LA FORTUNADE LAS COSAS HUMANAS Y
DE LOS MEDIOS PARA OPONERSELE
No ignoro que
muchos creen y han creído que las cosas del mundo están regidas por la fortuna
y por Dios, de tal modo que los hombres más prudentes no pueden modificar- las;
y, más aún, que no tienen remedio alguno contra ellas. De lo cual podrían
deducir que no vale la pena fatigarse mucho en las cosas, y que es mejor
dejarse gobernar por la suerte. Esta opini6n ha gozado de mayor crédito en
nuestros tiempos por los cambios extraordinarios, fuera de toda conjetura
humana, que se han visto y se ven todos los días.
Y yo, pensando alguna vez en ello,
me he sentido algo inclinado a compartir l mismo parecer. Sin embargo, y a fin
de que no se desvanezca nuestro libre albedrío, acepto por cierto que la
fortuna sea juez de la mitad de nuestras acciones, pero que nos deja gobernar
la otra mitad, o poco menos. Y la comparo con uno de esos rios antiguos que
cuando se embravecen, inundan las llanuras, derriban los árboles y las casas y
arrastran la tierra de un sitio para llevarla a otro; todo cl mundo huye
delante de ellos, todo el mundo cede a su furor. Y aunque esto sea inevitable,
no obsta para que los hombres, en las épocas en que no hay nada que temer,
tomen sus precauciones con diques y reparos, de rnancra que si río
crece otra vez, o tenga que deslizarse por un canal o su fuerza no sea tan
desenfrenada ni tan perjudicial. Asi sucede con la fortuna, que se manifiesta
con todo su poder allí donde no hay virtud preparada para resistirle y dirige
sus ímpetus allí donde sabe que no se han hecho diques ni reparos para contenerla.
Y si ahora contemplamos a Italia, teatro de estos cambios y punto que los ha
engendrado, veremos que es una llanura sin diques ni reparos de ninguna clase;
y que si bubiese estado defendida por la virtud necesaria, como lo están
Alemania, España y Francia, o esta inundación no habria provocado ]as grandes
transformaciones que ha provocado, o no se habría producido. Y que lo dicho sea
suficiente sobre la necesidad general de oponerse a la fortuna.
Pero ciñendome
más a los detalles me pregunto por qué un príncipe que hoy vive en la
prosperidad, mañana se encuentra en la desgracia, sin que se haya operado
ningún cambio en su carácter ni en su conducta. A mi juicio, esto se debe, en
primer lugar, a las razones que expuse con detenimiento en otra parte, es
decir, a que el príncipe que confía ciegamente en la fortuna perece en cuanto
en cuanto ella cambia. Creo también que es feliz el que concilia su manera de
obrar con la índole de las circunstancias, y que del mismo modo es desdichado
el que no logra armonizar una cosa con la otra. Pues se ve que los hombres,
para llegar al fin que se proponen, esto es, a la gloria y las riquezas,
proceden en forma distinta: uno con cautela, el otro con impetu; uno por la
violencia, el otro por ]a astucia; uno con paciencia, el otro con su contrario;
y todos pueden triunfar por medios tan dispares. Se observa también que, de dos
hombres cautos, el uno consigue su propósito y el otro no, y que tienen igual
fortuna dos que han seguido caminos encontrados, procediendo el uno con cautela
y el otro con ímpetu: lo cual no se debe sino a la índole de las
circunstancias, que concilia o no con la forma de cornportarse. De aquí resulta
lo que he dicho: que dos que actúan de distinta manera obtienen el mismo
resultado; y que de dos que actúan de igual manera, uno alcanza su objeto y cl
otro no. De esto depende asimismo el éxito, pues si las circunstancias y los
acontecimientos se presentan de tal modo que el príncipe que es cauto y
paciente se ve favorecido, su gobierno será bueno y él será feliz; mas si
cambian, está perdido, porque no cambia al mismo tiempo su proceder. Pero no
existe hombre lo suficientemente dúctil como para adaptarse a todas las
circunstancias, ya porque no puede desviarse de aquello a lo que la naturaleza
lo inclina, ya porque no puede resignarse a abandonar un camino que sieinpre le
ha sido próspero. El hombre cauto fracasa cada vez que es preciso ser
impetuoso. Que si cambiase de conducta junto con las circunstancias, no
cambiaría su fortuna.
El papa Julio II se
condujo impetuosamente en todas sus acciones, y las circunstancias se
presentaron tan de acuerdo con su modo de obrar que siempre tuvo éxito.
Considérese su primera empresa contra Bolonia, cuando aun vivía Juan
Bentivoglio. Los venecianos lo veian con desagrado, y el rey de España
deliberaba con el de Francia sabre las medidas por tomar; pero Julio II, llevado por su ardor y su ímpetu, inició
la expedición ponióndose él mismo al frente de las tropas. Semejante paso dejó
suspensos a España y a los venecianos; y éstos por mie- do, y aquélla con la
esperanza de recobrar todo el reino de Nápoles, no se movieron; por otra parte,
el rey de Francia se puso de su lado, pues al ver que Julio II había iniciado
la campañia, y como quería ganarse su amistad para humillar a los venecianos,
juzgó no poder negarile sus tropas sin ofenderlo en forma manifiesta. Así,
pues, Julio II, con su impetuoso ataque, hizo lo que ningún pontífice hubiera
logrado con toda la prudencia humana; porque si él hubiera esperado para partir
de Roma a tener todas las precauciones tomadas y ultimados todos los detalles,
como cualquier otro pontífice hubiese hecho, jamás habría triunfado, porque cl
rey de Francia hubiera tenido mil pretextos y los otros amenazado con mil
represalias. Prefiero pasar por alto sus demás acciones, todas iguales a
aquélla y todas premiadas por el éxito, pues la brevedad de su vida no le
permitió conocer lo contrario. Que, a sobrevenir circunstancias en las que
fuera preciso conducirse con prudencia, corriera a su ruina, pues nunca se
hubiese apartado de aquel modo de obrar al cual lo inclinaba su naturaleza.
Se concluye
entonces que, como la fortuna varía y los hombres se obstinan en proceder de un
mismo modo, serán felices mientras vayan de acuerdo con la suerte e infelices
cuando estén en desacuerdo con ella. Sin embargo, considero que es preferible
ser impetuoso y no cauto, porque la fortuna es mujer y se hace preciso, si se
la quiere tener sumisa, golpearla y zaherirla. Y se ve que se deja dominar por
éstos antes que por los que actúan con
tibieza. Y, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos prudentes y
más fogosos y se imponen con más audacia.
Capitulo XXVI
EXHORTACION
A LIBERAR A
ITALIA DE LOS BARBAROS
Después de
meditar en todo lo expuesto,me preguntaba si en Italia, en la actualidad, las
circunstancias son propicias para que un nuevo principe pueda adquirir gloría,
esto es necesario a un hmbre prudente y virtuoso para instaurar una nueva
forrna de gobierno, por la cual, honr honr
honrándose a sí mismo, hiciera la felicidad de los italianos. Y no puede
menos que responderme que eran tantas las circunstancias que concurrían en
favor de un príncipe nuevo, que dificilmente podría hallarse momento más adecuado.
Y si, como he dicho, fue preciso para que Moisés pusiera de manifiesto sus
virtudes que el pueblo de Israel estuviese esclavizado en Egipto, y para
conocer la grandeza de Ciro que los persas fuesen oprimidos por los medas, y la
excelencia de Teseo que los atenienses se dispersaran, del mismo modo, para
conocer la virtud de un espíritu italiano, era necesario que Italia se viese
llevada al extremo en que yace hoy, y que estuviese más esclavizada que los
hebreos, más oprimida que los persas y más desorganizada que los atenienses;
que careciera de jefe y de leyes, que se viera castigada, despojada, escarne-
cida e invadida, y que soportara toda clase de vejaciones. Y aunque hasta ahora
se haya notado en este o en aquel hombre algún destello de genio como para
creer que había sido enviado por Dios para remidir estas tierras, no tardó en
advertirse que la fortuna lo abandonaba en lo más alto de su carrera. De modo
que, casi sin un soplo de vida, espera Italia al que debe urarla de sus
heridas, poner fin a los saqueos de Lombardia y a las contribuciones del Reame
y de Toscana y cauterizar sus llagas desde tanto tiempo gangrenadas.
Vedla cómo ruega a
Dios que le envíe a alguien que la redima de esa crueldad e insolencia de los
bárbaros. Vedla pronta y dispuesta a seguir una bandera mientras haya quien la empuña. Y no se ve en
la actualidad en quien uno pueda confiar más que en vuestra ilustre casa, para
que con su fortuna y virtud, preferida de Dios y de la Iglesia, de la cual es
ahora príncipe, pueda bacerse jefe de esta redención. Y esto no os parecerá
difícil si tenéis presentes la vida y acciones de los príncipes mencionados. Y
aunque aquéllos fueron hombres raros y maravillosos, no dejaron de ser
hormbres; y no tuvo ninguno ocasión tan favorable como la presente; porque sus
empresas no fueron más justas ni más fáciles que ésta, ni Dios les fue más
benigno de lo que lo es con vos. Que es justicia grande: iustum enim est bellum quibus necessarium, et pia arma ubi nulla nisi
in armis spes est. Aqui hay disposición favorable; y donde hay disposición
favorable no puede haber grandes dificultades, y sólo falta que vuestra casa se
inspire en los ejemplos de los hombres que he propuesto por modelos. Además, se
ven aquí acontecimientos extraordinarios, sin precedentes, ejecutados por
voluntad divina: las aguas del mar se han separado, una nube os ha mostrado el
camino, ha brotado agua de la piedra y ha llovido maná; todo concurre a vuestro
engrandecimiento. A vos os toca lo demás. Dios no quiere hacerlo todo para no
quitarnos cl libre albedrío ni la parte de gloria que nos corresponde.
No es asombroso que
ninguno de los italianos a quien he citado haya podido hacer lo que es de
esperar que haga vuestra ilustre casa, ni es extraño que después de tantas re-
voluciones y revueltas guerreras parezca extinguido el valor militar de
nuestros compatriotas. Pero se debe a que la antigua organización militar no
era buena y a que nadie ha sabido modificarla. Nada honra tanto a un hombre que
se acaba de elevar al poder como las nuevas leyes y ]as nuevas instituciones
ideadas por é1, que si están bien cimentadas y llevan algo grande en sí
mismas,, lo hacen digno de respeto y admiración. E italia no carece de arcilla
modelable. Que si falta valor en los jefes, sóbrales a los soldados. Fijaos en
los duelos y en las riñas, y advertid cuán superiores son los italianos en
fuerza, destreza y astucia. Pero en las batallas, y por culpa exclusive de la
debilidad de los jefes, su papel no es nada brillante; porque los capaces no
son obedecidos; y todos se creen capaces, pero hasta ahora no hubo nadie que
supiese imponerse por su valor y su fortuna, y que hiciese ceder a les demás. A
esto hay que atribuir el que, en tantas guerras habidas durante los últimos
veinte años, los ejércitos italianos siempre hayan fracasado, como lo
demuestran Taro, Alejandria, Capua, Génova, Vailá, Bolonia y Mes- tri.
Si vuestra ilustre
casa quiere emular a aquellos eminentes.varones que libertaron a sus países, es
preciso, ante todo, y como preparativo indispensable a toda empresa, que se
rodee de armas propias; porque no puede haber soldados más fieles, sinceros y
mejores que los de uno. Y si cada uno de ellos es bueno, todos juntos, cuando
vean que quien los dirige, los honra y los trata paternalmente es un príncipe
en persona, serán mejores. Es, pues, necesario organizar estas tropas para
defenderse, con el valor italiano, de los extranjeros. Y aunque las infanterías
suiza y española tienen fama de temibles, ambas adolecen de defectos, de manera
que un tercer orden podría no sólo contenerlas, sino vencerlas. Porque los
españoles no resisten a la caballería, y los suizos tienen miedo de la
infantería rue se muestra tan porfiada como ellos en la batalla. De aquí que se
haya visto y volverá a verse que los españoles no pueden hacer frente a la
caballería francesa, y que los suizos se desmoronan ante la infantería
española. Y por más que de esto último no tengamos una prueba definitiva,
podemos darnos una idea por lo sucedido en la batalla de Ravena, donde la infantería
española dio la cara a los batallones alemanes, que siguen la misma táctica que
los suizos; pues los españoles, ágiles de cuerpo, con la ayuda de sus broqueles
habían penetrado por entre las picas de los alemanes y los acuchillaban sin
riesgo y sin que éstos tuviesen defensa, y a no haber embestido la caballería,
no hubiese quedado alerman con vida. Por lo tanto, conociendo los defectos de
una y otra infanteria, es posible crear una tercera que resista a la caballería
y a la que no asusten los soldados de a pie, lo cual puede conseguirse con
nuevas armas y nueva disposici6n de los combatientes. Y no ha de olvidarse que
son estas cosas las que dan autoridad y gloria a un principe nuevo.
No se debe, pues,
dejar pasar esta ocasión para que Italia, despues de tanto tiempo, vea por fin
a su redentor. No puedo expresar con cuánto amor, con cuánta sed de venganza,
con cuinta obstinada fe, con cuinta ternura, con cuántas lágrimas, scría
recibido en todas las provincias que han sufrido el aluvi6n de los extranjeros.
¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos negaríanle obediencia? ¿Qué envidias
se le opondrían? ¿Qué italiano le rehusaría su homenaje? A todos repugna esta
dominación de los bárbaros. Abrace, pues, vuestra ilustre familia esta causa
con el ardor y la esperanza con que se abrazan las causas justas, a, fin de que
bajo su enseña la patria se ennoblezca y bajo sus auspicios se realice la
aspiracion de Petrarca:
Virtú
contro a furore
Prenderó 1'arme; e fia ‘l
conbatter
(corto,
Chè l’antico valore
Negl’itailici cuor non è ancor morto.*
* La virtud tomará las armas contra el atropello; el combate
sera breve, pues el antiguo valor en los corazones italianos aún no ha muerto.
Fin
Príncipe, de Nicolás Maquiavelo