Homero
LA ODISEA
CANTO
I
LOS
DIOSES DECIDEN EN ASAMBLEA
EL
RETORNO DE ODISEO
Cuéntame, Musa, la historia del
hombre de muchos senderos,
que anduvo errante muy mucho después
de Troya sagrada asolar;
vió muchas ciudades de hombres y
conoció su talante,
y dolores sufrió sin cuento en el mar
tratando
de asegurar la vida y el retorno de
sus compañeros.
Mas no consiguió salvarlos, con mucho
quererlo,
pues
de su propia insensatez sucumbieron víctimas,
¡locas!
de Hiperión Helios las vacas comieron,
y en tal punto acabó para ellos el
día del retorno.
Diosa, hija de Zeus, también a
nosotros,
cuéntanos algún pasaje de estos
sucesos.
Ello es que todos los demás, cuantos
habían escapado a la amarga muerte, estaban en casa, dejando atrás la guerra y
el mar. Sólo él estaba privado de regreso y esposa, y lo retenía en su cóncava
cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas, de seando que fuera su esposo.
Y el caso es que cuando
transcurrieron los años y le llegó aquel en el que los dioses habían hilado que
regresara a su casa de Itaca, ni siquiera entonces estuvo libre de pruebas; ni
cuando estuvo ya con los suyos. Todos los dioses se compade cían de él excepto
Poseidón, quién se mantuvo siempre rencoroso con el divino Odiseo hasta que
llegó a su tierra.
Pero había acudido entonces junto a
los Etiopes que habi tan lejos (los Etiopes que están divididos en dos grupos,
unos donde se hunde Hiperión y otros donde se levanta), para asis tir a una
hecatombe de toros y carneros; en cambio, los demás dioses estaban reunidos en
el palacio de Zeus Olímpico. Y co menzó a hablar el padre de hombres y dioses,
pues se había acordado del irreprochable Egisto, a quien acababa de matar el
afamado Orestes, hijo de Agamenón. Acordóse, pues, de éste, y dijo a los
inmortales su palabra:
«¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a
los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos
por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde. Así,
ahora Egisto ha desposado cosa que no le
correspondía a la esposa legítima del
Atrida y ha matado a éste al regresar; y eso que sabía que moriría
lamentablemente, pues le habíamos dicho, enviándole a Hermes, al vigilante
Argifonte, que no le matara ni pretendiera a su esposa. "Que habrá una
venganza por parte de Orestes cuando sea mozo y sienta nostalgia de su
tierra." Así le dijo Hermes, mas con tener buenas intenciones no logró
persuadir a Egisto. Y ahora las ha pagado todas juntas.»
Y le contestó luego la diosa de ojos
brillantes, Atenea:
«Padre nuestro Cronida, supremo entre
los que mandan, ¡claro que aquél yace víctima de una muerte justa!, así perezca
cualquiera que cometa tales acciones. Pero es por el prudente Odiseo por quien
se acongoja mi corazón, por el desdichado que lleva ya mucho tiempo lejos de los
suyos y sufre en una isla rodeada de corriente donde está el ombligo del mar.
La isla es boscosa y en ella tiene su morada una diosa, la hija de Atlante, de
pensamientos perniciosos, el que conoce las pro fundidades de todo el mar y
sostiene en su cuerpo las largas columnas que mantienen apartados Tierra y
Cielo. La hija de éste lo retiene entre dolores y lamentos y trata
continuamente de hechizarlo con suaves y astutas razones para que se olvide de
Itaca; pero Odiseo, que anhela ver levantarse el humo de su tierra, prefiere
morir. Y ni aun así se te conmueve el corazón, Olímpico. ¿Es que no te era
grato Odiseo cuando en la amplia Troya te sacrificaba víctimas junto a las
naves aqueas? ¿Por qué tienes tanto rencor, Zeus?»
Y le contestó el que reúne las nubes,
Zeus:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado
del cerco de tus dientes! ¿Cómo podría olvidarme tan pronto del divino Odiseo,
quien sobresale entre los hombres por su astucia y más que nadie ha ofrendado
víctimas a los dioses inmortales que poseen el vasto cielo? Pero Poseidón, el
que conduce su carro por la tierra, mantiene un rencor incesante y obstinado
por causa del Cíclo pe a quien aquél privó del ojo, Polifemo, igual a los
dioses, cuyo poder es el mayor entre los Cíclopes. Lo parió la ninfa Toosa,
hija de Forcis, el que se cuida del estéril mar, unién dose a Poseidón en
profunda cueva. Por esto, Poseidón, el que sacude la tierra, no mata a Odiseo,
pero lo hace andar errante lejos de su tierra patria. Conque, vamos, pensemos
todos los aquí presentes sobre su regreso, de forma que vuelva. Y Posei dón
depondrá su cólera; que no podrá él solo rivalizar frente a todos los
inmortales dioses contra la voluntad de éstos.»
Y le contestó luego la diosa de ojos
brillantes, Atenea:
«Padre nuestro Cronida, supremo entre
los que mandan, si por fin les cumple a los dioses felices que regrese a casa
el muy astuto Odiseo, enviemos enseguida a Hermes, al vigilante Ar gifonte,
para que anuncie inmediatamente a la Ninfa de lindas trenzas nuestra inflexible
decisión: el regreso del sufridor Odi seo. Que yo me presentaré en Itaca para
empujar a su hijo y ponerle valor en el
pecho a que convoque en asamblea a los
aqueos de largo cabello a fin de que pongan coto a los pretendientes que
siempre le andan sacrificando gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de
rotátiles patas. Lo enviaré también a Esparta y a la arenosa Pilos para que
indague sobre el regreso de su padre, por si oye algo, y para que cobre fama da
valiente entre los hombres.»
Así diciendo, ató bajo sus pies las
hermosas sandalias inmortales, doradas, que la suelen llevar sobre la húmeda
superficie o sobre tierra firme a la par del soplo del viento. Y tomó una
fuerte lanza con la punta guarnecida de agudo bronce, pesada, grande, robusta,
con la que domeña las filas de los héroes guerreros contra los que se
encoleriza la hija del padre Todopoderoso. Luego descendió lanzándose de las
cumbres del Olimpo y se detuvo en el pueblo de Itaca sobre el pórtico de
Odiseo, en el umbral del patio. Tenía entre sus manos una lanza de bronce y se
parecía a un forastero, a Mentes, caudillo de los tafios.
Y encontró a los pretendientes. Éstos
complacían su ánimo con los dados delante de las puertas y se sentaban en
pieles de bueyes que ellos mismos habían sacrificado. Sus heraldos y so lícitos
sirvientes se afanaban, unos en mezclar vino con agua en las cráteras, y los
otros en limpiar las mesas con agujereadas esponjas; se las ponían delante y
ellos se distribuían carne en abundancia. El primero en ver a Atenea fue
Telémaco, semejante a un dios; estaba sentado entre los pretendientes con
corazón acongojado y pensaba en su noble padre: ¡ojalá viniera e hiciera
dispersarse a los pretendientes por el palacio!, ¡ojalá tuviera él sus honores
y reinara sobre sus posesiones! Mientras esto pensaba sentado entre los
pretendientes, vió a Atenea. Se fue derecho al pórtico, y su ánimo rebosaba de
ira por haber dejado tanto tiempo al forastero a la puerta. Se puso cerca, tomó
su mano derecha, recibió su lanza de bronce y le dirigió aladas palabras:
«Bienvenido, forastero, serás
agasajado en mi casa. Luego que hayas probado del banquete, dirás qué
precisas.»
Así diciendo, la condujo y ella le
siguió, Palas Atenea. Cuando ya estaban dentro de la elevada morada, llevó la
lanza y la puso contra una larga columna, dentro del pulimentado guardalanzas
donde estaban muchas otras del sufridor Odiseo. La condujo e hizo sentar en un
sillón y extendió un hermoso tapiz bordado; y bajo sus pies había un escabel.
Al lado colocó un canapé labrado lejos de los pretendientes, no fuera que el
huésped, molesto por el ruido, no se deleitara con el banquete alcanzado por
sus arrogancias y para preguntarle sobre su padre ausente. Y una esclava
derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro,
para que se lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. Luego la venerable
ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas,
favoréciéndole entre los que estaban presentes. El trinchante les ofreció
fuentes de toda clase de carnes que habían sacado del trinchador y a su lado
colocó copas de oro. Y un heraldo se les acercaba a menudo y les escanciaba
vino.
Luego entraron los arrogantes
pretendientes y enseguida comenzaron a sentarse por orden en sillas y sillones.
Los he raldos les derramaron agua sobre las manos, las esclavas amontonaron pan
en las canastas y los jóvenes coronaron de vino las cráteras. Y ellos echaron
mano de los alimentos que tenían dispuestos delante. Después que habían echado
de sí el deseo de comer y beber, ocuparon su pensamiento el canto y la danza,
pues éstos son complementos de un banquete; así que un heraldo puso hermosa
cítara en manos de Femio, quien cantaba a la fuerza entre los pretendientes, y
éste rompió a cantar un bello canto acompañándose de la cítara.
Entonces Telémaco se dirigió a
Atenea, de ojos brillantes, y mantenía cerca su cabeza para que no se enteraran
los demás:
«Forastero amigo, ¿vas a enfadarte
por lo que te diga? Éstos se ocupan de la cítara y el canto ¡y bien fácilmente! , pues se están comiendo
sin pagar unos bienes ajenos, los de un hombre cuyos blancos huesos ya se están
pudriendo bajo la ac ción de la lluvia, tirados sobre el litoral, o los voltean
las olas en el mar. ¡Si al menos lo vieran de regreso a Itaca...! Todos
desearían ser más veloces de pies que ricos en oro y vestidos. Sin embargo,
ahora ya está perdido de aciago destino, y ninguna esperanza nos queda por más
que alguno de los terrenos hombres asegure que volverá. Se le ha acabado el día
del re greso.
«Pero, vamos, dime esto e infórmame con verdad : ¿quién, de dónde
eres entre los hombres?, ¿dónde están tu ciudad y tus padres?, ¿en qué nave has
llegado?, ¿cómo te han conducido los marineros hasta Itaca y quiénes se precian
de ser? Porque no creo en absoluto que hayas llegado aquí a pie. Dime también
con verdad, para que yo lo sepa, si vienes por primera vez o eres huésped de mi
padre; que muchos otros han venido a nuestro palacio, ya que también él hacía
frecuentes visitas a los hombres.»
Y Atenea, de ojos brillantes, se
dirigió a él:
«Claro que te voy a contestar
sinceramente a todo esto. Afirmo con orgullo ser Mentes, hijo de Anquíalo, y
reino sobre los tafios, amantes del remo. Ahora acabo de llegar aquí con mi
nave y compañeros navegando sobre el ponto rojo como el vino hacia hombres de
otras tierras; voy a Temesa en busca de bronce y llevo reluciente hierro. Mi
nave está atracada lejos de la ciudad en el puerto Reitro, a los pies del
boscoso monte Neyo. Tenemos el honor de ser huéspedes por parte de padre;
puedes bajar a preguntárselo al viejo héroe Laertes, de quien afirman que ya no
viene nunca a la ciudad y sufre penalidades en el campo en compañía de una
anciana sierva que le pone comida y bebida cuando el cansancio se apodera de
sus miembros, de recorrer penosamente la fructífera tierra de sus productivos
viñedos.
«He venido ahora porque me han
asegurado que tu padre estaba en el pueblo. Pero puede que los dioses lo hayan
deteni do en el camino, porque en modo alguno esta muerto sobre la tierra el
divino Odiseo, sino que estará retenido, vivo aún, en algún lugar del ancho
mar, en alguna isla rodeada de corriente donde lo tienen hombres crueles y
salvajes que lo sujetan con tra su voluntad.
«Así que te voy a decir un
presagio porque los inmortales lo han
puesto en mi pecho y porque creo que se va a cumplir, no porque yo sea adivino
ni entienda una palabra de aves de agüero : ya no estará mucho tiempo lejos de
su tierra patria, ni aunque lo retengan ligaduras de hierro. Él pensará cómo
volver, que es rico en recursos.
«Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si tú, tan grande ya, eres hijo del mismo
Odiseo. Te pareces a aquél asombrosamente en la cabeza y los lindos ojos; que
muy a me nudo nos reuníamos antes de embarcar él para Troya, donde otros
argivos, los mejores, embarcaron en las cóncavas naves. Desde entonces no he
visto a Odiseo, ni él a mí.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Desde luego, huésped, te voy a
hablar sinceramente. Mi madre asegura que soy hijo de él; yo, en cambio, no lo
sé; que jamás conoció nadie por sí mismo su propia estirpe. ¡Ojalá fuera yo el
hijo dichoso de un hombre al que alcanzara la vejez en medio de sus posesiones!
Sin embargo, se ha convertido en el más desdichado de los mortales hombres
aquél de quien dicen que yo soy hijo, ya que me lo preguntas.»
Y Atenea, de ojos brillantes, se
dirigió a él:
Seguro que los dioses no te han dado
linaje sin nombre, puesto que Penélope te ha engendrado tal como eres. Conque,
vamos, dime esto e infórmame con verdad
: ¿qué banquete, qué reunión es ésta y que necesidad tienes de ella? ¿Se trata
de un convite o de una boda?, porque seguro que no es una comida a escote: ¡tan
irrespetuosos me parece que comen en el palacio, más de lo conveniente! Se
irritaría viendo tantas tor pezas cualquier hombre con sentido común que
viniera.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Huésped, puesto que me preguntas
esto a inquieres, este palacio fue en otro tiempo seguramente rico a
irreprochable mientras aquel hombre estaba todavía en casa. Pero ahora los
dioses han decidido otra cosa maquinando desgracias; lo han hecho ilocalizable
más que al resto de los hombres. No me lamentaría yo tanto por él aunque
estuviera muerto, si hubiera sucumbido entre sus compañeros en el pueblo de los
troyanos o entre los brazos de los suyos, una vez que hubo cumplido la odiosa
tarea de la guerra. En este caso le habría construido una tumba el ejército
panaqueo y habría cosechado para el futuro un gran renombre para su hijo. Sin
embargo, las Harpías se lo han llevado sin gloria; se ha marchado sin que nadie
lo viera, sin que nadie le oyera, y a mí sólo me ha legado dolores y lágrimas.
«Pero no solo lloro y me lamento por
aquél; que los dioses me han proporcionado otras malas preocupaciones, pues
cuan tos nobles reinan sobre las islas
Duliquio, Same y la boscosa Zantez
y cuantos son poderosos en la escarpada Itaca pretenden a mi madre y
arruinan mi casa. Ella ni se niega al odioso matrimonio ni es capaz de ponerles
coto, y ellos arruinan mi hacienda comiéndosela. Luego acabarán incluso conmigo
mismo.»
Y le contestó, irritada, Palas
Atenea:
«¡Ay, ay, mucha falta te hace ya el
ausente Odiseo!; que pusiera él sus manos sobre los desvergonzados
pretendientes. Pues si ahora, ya de regreso, estuviera en pie ante el pórtico
del palacio sosteniendo su hacha, su escudo y sus dos lanzas tal como yo le vi
por primera vez en nuestro palacio bebiendo y gozando del banquete recién
llegado de Efira, del palacio de Mermérida... (había marchado allí Odiseo en
rápida nave para buscar veneno homicida con que untar sus broncíneas flechas.
Aquél no se lo dió, pues veneraba a los dioses que viven siempre, pero se lo
entregó mi padre, pues lo amaba en exceso). ¡Con tal atuendo se enfrentara
Odiseo con los pretendientes! Corto el destino de todos sería y amargas sus
nupcias. Pero está en las rodillas de los dioses si tomará venganza en su
palacio al volver o no.
«En cuanto a ti, te ordeno que
pienses la manera de echar del palacio a los pretendientes. Conque, vamos,
escúchame y presta atención a mis palabras: convoca mañana en asamblea a los
héroes aqueos y hazles a todos manifiesta tu palabra; y que los dioses sean
testigos. Ordena a los pretendientes que se dispersen a sus casas, y a tu
madre.., si su deseo la impulsa a ca sarse, que vuelva al palacio de su
poderoso padre; le prepara rán unas nupcias y le dispondrán una dote abundante,
cuanta es natural que acompañe a una hija querida.
«A ti, sin embargo, te voy a
aconsejar sagazmente, por si quieres obedecerme: bota una nave de veinte remos,
la mejor, y marcha para informarte sobre tu padre largo tiempo ausente, por si
alguno de los mortales pudiera decirte algo o por si escucharas la Voz que viene de Zeus, la que, sobre todas,
lleva a los hombres las noticias.
«Primero dirígete a Pilos y pregunta
al divino Néstor, y desde allí a Esparta al palacio del rubio Menelao, pues él
ha llegado al postrero de los aqueos que visten bronce. Si oyes de tu padre que
vive y está de vuelta, soporta todavía otro año, aunque tengas pesar; pero si
oyes que ha muerto y que ya no vive, regresa enseguida a tu tierra patria,
levanta una tumba en su honor y ofréndale exequias en abundancia, cuantas están
bien.
Y entrega tu madre a un marido. Luego
que esto hayas con cluido, medita en tu mente y en tu corazón la manera de
matar a los pretendientes en tu casa con engaño o a las claras.
Y es preciso que no juegues a cosas
de niños, pues no eres de edad para hacerlo. ¿No has oído qué fama ha cobrado
el divino Orestes entre todos los hombres por haber matado al asesino de su
padre, a Egisto fecundo en ardides, porque había quitado la vida a su ilustre
padre? También tú, amigo —pues te veo vigoroso y bello—, sé valiente para que
alguno de tus descendientes hable bien de ti. Yo me marcho ahora mismo a la
rápida nave junto a mis compañeros, que deben estar cansa dos de tanto
esperarme. Tú ocúpate de esto y presta oídos a mis palabras.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Huésped, en verdad dices esto con
sentimientos amigos, como un padre a su hijo, y jamás los echaré a olvido. Mas,
va mos, quédate ahora por muy deseoso que estés del camino, para que después de
bañarte y gozar en tu pecho marches alegre a la nave portando un presente, un
regalo estimable y her moso que será para ti un tesoro de mí, como los que
hospedan dan a sus huéspedes.»
Y contestó luego Atenea, de ojos
brillantes:
«No me detengas más, que ya ansío el
camino. El regalo que tu corazón te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva
otra vez para llevarlo a casa. Escoge uno bueno de verdad y ten drás otro igual
en recompensa.»
Así hablando, partió la de ojos
brillantes, Atenea, y se remontó como un ave, e infundió audacia en el pecho de
Telémaco y valentía. Pero después de reflexionar en su mente quedó estupefacto,
pues pensó que era un dios. Y, mortal a los dioses igual, marchó enseguida
junto a los pretendientes.
Entre éstos estaba cantando el ilustre
aedo, y ellos escuchaban sentados en silencio. Cantaba el regreso de los aqueos
que Palas Atenea les había deparado funesto desde Troya. La hija de Icario, la
prudente Penélope, acogió en su pecho el inspirado canto desde el piso de
arriba y descendió por la elevada escalera de su palacio; mas no sola, que la
acompañaban dos siervas. Cuando hubo llegado a los pretendientes la divina
entre las mujeres, se detuvo junto al pilar central del techo labrado llevando
ante sus mejillas un grueso velo, y a cada lado se puso una fiel sirvienta.
Luego habló llorando al divino aedo:
«Femio, sabes otros muchos cantos,
hechizo de los mortales, hazañas de hombres y dioses que los aedos hacen
famosas. Cántales uno de éstos sentado a su lado y que ellos beban su vino en
silencio; mas deja ya ese canto triste que me está dañando el corazón dentro
del pecho, puesto que a mí sobre todos me ha alcanzado un dolor inolvidable,
pues añoro, acordándome continuamente, la cabeza de un hombre cuyo renombre es
amplio en la Hélade y hasta el centro de Argos».
Y Telémaco le dijo discretamente:
«Madre mía, ¿qué reprochas al amable
aedo que nos deleite como le impulse su voluntad? No son los aedos culpables,
sino en cierto sentido Zeus, el que dota a los hombres que comen grano como
quiere a cada uno».
Para éste no habrá castigo porque
cante el destino aciago de los dánaos, pues éste es el canto que más celebran
los hombres, el que llega más reciente a los oyentes.
«Que tu corazón y tu espíritu
soporten escucharlo, pues no sólo Odiseo perdió en Troya el día de su regreso,
que también perecieron otros muchos hombres. Conque marcha a tu habitación y
cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se
ocupen del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de
mí, de quien es el poder en este palacio.»
Admiróse ella y se encaminó de nuevo
a su habitación, pues puso en su interior la palabra discreta de su hijo. Subió
al piso de arriba en companía de las esclavas y luego rompió a llorar a Odiseo
su esposo hasta que Atenea, de ojos brillantes, echo dulce sueño sobre sus
parpados.
Los pretendientes rompieron a
alborotar en el sombrío mégaron y deseaban todos acostarse en su
cama al lado de ella. Entonces comenzó a hablarles Telémaco discretamente:
«Pretendientes de mi madre que tenéis
excesiva insolencia, gocemos ahora con el banquete y que no haya vocerío,
puesto que lo mejor es escuchar a un aedo como éste, semejante en su voz a los
dioses».
«Al amanecer marchemos a la plaza y
sentemonos todos para que os diga sin empacho que salgáis de mi palacio, os
preparéis otros banquetes y comáis vuestros propios bienes invitándoos
mutuamente. Pero si os parece lo mejor y más acertado destruir sin pagar la
hacienda de un solo hombre, consumidla. Yo clamaré a los dioses, que viven
siempre, por si Zeus de algun modo me concede que vuestras obras sean
castigadas: pereceréis al punto, sin nadie que os vengue, dentro de este
palacio!»
Así habló, y todos clavaron los
dientes en sus labios. Estaban admirados de Telémaco porque había hablado
audazmente. Y Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a él:
«Telémaco, seguramente los dioses
mismos te enseñan a ser ya arrogante en la palabra y a hablar audazmente. ¡Que
el hijo de Crono no te haga rey de Itaca, rodeada de mar, cosa que por linaje
te corrresponde como herencia paterna! »
Y Telemaco le contestó discretamente:
«Antínoo, aunque te enojes conmigo
por lo que voy a decir, esto es precisamente lo que quisiera yo obtener si Zeus
me lo concede. ¿O acaso crees que es lo peor entre los hombres? No es nada malo
ser rey, no; rapidamente tu palacio se hace rico y tu mismo más respetado. Pero
hay muchos otros personajes reales en Itaca, rodeada de mar; que uno de ellos
ocupe el trono, muerto el divino Odiseo. Yo seré soberano de mi palacio y de
los esclavos que el divino Odiseo tomó para mi como botin. »
Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le dijo a
su vez:
«Telémaco, en verdad está en las
rodillas de los dioses quién de los aqueos va a reinar en Itaca, rodeada de
mar; tú harías mejor en conservar tus posesiones y reinar sobre tus esclavos.
¡Cuidado no venga algún hombre que lo prive de tus posesiones por la fuerza,
contra tu voluntad, mientras Itaca siga habitada!
«Pero quiero, excelente, preguntarte
sobre el forastero de dónde es, de qué tierra se precia de ser y dónde tiene
ahora su linaje y heredad paterna. ¿Acaso trae un mensaje de tu padre ausente o
ha llegado aquí por algún asunto propio? Cuán rápido se levantó y marchó
enseguida sin esperar a que lo conociéramos. Desde luego no parecía en su
aspecto un hombre del pueblo.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Eurímaco, con certeza se ha acabado
el regreso de mi padre. No hago ya caso a noticia alguna, venga de donde
viniere, ni presto oídos al oráculo de procedencia divina que mi madre pueda
comunicarme llamándome al mégaron. Este hombre es huésped paterno mío y afirma
con orgullo que es Mentes, hijo del prudence Anquíalo, y reina sobre los
Tafios, amantes del remo.»
Así dijo Telémaco, aunque había
reconocido a la diosa inmortal en su mente.
Volvieron ellos al baile y al canto
para deleitarse y aguardaron al lucero de la tarde y cuando se estaban
deleitando les sobrevino éste, así que se pusieron en camino cada uno a su casa
deseando acostarse.
Entonces Telémaco se dirigió
cavilando hacia el lecho, hacia donde tenía construido su suntuoso dormitorio
en el muy hermoso patio, en lugar de amplia visión. Junto a él llevaba teas
ardientes la fiel Euriclea, hija de Ope Pisenórida, a la que había comprado en
otro tiempo Laertes, cuando todavía era adolescente, por el valor de veinte
bueyes; la honraba en el palacio igual que a su casta esposa, pero nunca se
unió a ella en la cama por evitar la cólera de su mujer. Ésta era quien llevaba
a su lado las ardientes antorchas y lo amaba más que ninguna esclava, pues lo
había criado cuando era pequeño.
Abrió Telémaco las puertas del
dormitorio, suntuosamente construido, y se sentó en el lecho, se desnudó del
suave manto y lo echó sobre las manos de la muy diligente anciana. Ésta estiró
y dobló el manto y colgándolo de un clavo junto al lecho agujereado se puso en
camino para salir del dormitorio. Tiró de la puerta con una anilla de plata y
echó el cerrojo con la correa.
Durante toda la noche, cubierto por
el vellón de una oveja, planeaba él en su mente el viaje que le había dispuesto
Atenea.
CANTO
II
TELÉMACO
REÚNE EN ASAMBLEA
AL
PUEBLO DE ITACA
Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana, la de dedos de rosa, al punto el amado hijo de Odiseo se levantó
del lecho, vistió sus vestidos, colgó de su hombro la aguda espada y bajo sus
pies, brillantes como el aceite, calzó hermosas sandalias.
Luego se puso en marcha, salió del
dormitorio semejante a un dios en su porte y ordenó a los vocipotentes heraldos
que convocaran en asamblea a los aqueos de largo cabello; aquéllos dieron el
bando y éstos comenzaron a reunirse con premura. Después, cuando hubieron sido
reunidos y estaban ya congregados, se puso en camino hacia la plaza en su mano una lanza de bronce ; mas no solo,
que le seguían dos lebreles de veloces patas. Entonces derramó Atenea sobre él
una gracia divina y lo contemplaban admirados todos los ciudadanos; se sentó en
el trono de su padre y los ancianos le cedieron el sitio.
A continuación comenzó a hablar entre
ellos el héroe Egip tio, quien estaba ya encorvado por la vejez y sabía miles
de co sas, pues también su hijo, el lancero Antifo, había embarcado en las
cóncavas naves en compañla del divino Odiseo hacia Ilión de buenos potros; lo
había matado el salvaje Cíclope en su profunda cueva y lo había preparado como
último bocado de su cena. Aún le quedaban tres: uno estaba entre los pretendientes
y los otros dos cuidaban sin descanso los bienes paternos. Pero ni aun así se
había olvidado de aquél, siempre lamentándose y afligiéndose. Derramando
lágrimas por su hijo levantó la voz y dijo:
«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo
que voy a deciros. Nunca hemos tenido asamblea ni sesión desde que el divino
Odiseo marchó en las cóncavas naves. ¿Quién, entonces, nos convoca ahora de
esta manera? ¿A quién ha asaltado tan grande necesidad ya sea de los jóvenes o
de los ancianos? ¿Acaso ha oído alguna noticia de que llega el ejército,
noticia que quiere revelarnos una vez que él se ha enterado?, ¿o nos va a
manifestar alguna otra cosa de interés para el pueblo? A mí me parece que es
noble, afortunado. ¡Así Zeus llevara a término lo bueno que él revuelve en su
mente!»
Así habló, y el amado hijo de Odiseo
se alegró por sus palabras. Con que ya no estuvo sentado por más tiempo y
sintió un deseo repentino de hablar. Se puso en pie en mitad de la plaza y le
colocó el cetro en la mano el heraldo Pisenor, conocedor de consejos discretos.
Entonces se dirigió primero al
anciano y dijo:
«Anciano, no está lejos ese hombre,
soy yo el que ha convocado al pueblo (y tú lo sabrás pronto), pues el dolor me
ha alcanzado en demasía.. No he escuchado noticia alguna de que llegue el
ejército que os vaya a revelar después de enterarme yo, ni voy a manifestaros
ni a deciros nada de interés para el pueblo, sino un asunto mío privado que me
ha caído sobre el palacio como una peste, o mejor como dos: uno es que he
perdido a mi noble padre, que en otro tiempo reinaba sobre vosotros aquí
presentes y era bueno como un padre. Pero ahora me ha sobrevenido otra peste
aún mayor que está a punto de destruir rápidamente mi casa y me va a perder
toda la hacienda: asedian a mi madre, aunque ella no lo quiere, unos
pretendientes hijos de hombres que son aquí los más nobles. Estos tienen miedo
de ir a casa de su padre Icario para que éste dote a su hija y se la entregue a
quien él quiera y encuentre el favor de ella. En cambio vienen todos los días a
mi casa y sacrifican bueyes, ovejas y gordas cabras y se banquetean y beben a
cántaros el rojo vino. Así que se están perdiendo muchos bienes, pues no hay un
hombre como Odiseo que arroje esta maldición de mi casa. Yo todavía no soy para
arrojarla, pero ¡seguro que más adelante voy a ser débil y desconocedor del
valor! En verdad que yo la rechazaría si me acompañara la fuerza, pues ya no
son soportables las acciones que se han cometido y mi casa está perdida de la
peor manera. Indignaos también vosotros y avergonzaos de vuestros vecinos, los
que viven a vuestro lado. Y temed la cólera de los dioses, no vaya a ser que
cambien la situación irritados por sus malas acciones. Os lo ruego por Zeus
Olímpico y por Temis, la que disuelve y reúne las asambleas de los hombres;
conteneos, amigos, y dejad que me consuma en soledad, víctima de la triste
pena a no ser que mi noble padre Odiseo
alguna vez hiciera mal a los aqueos de hermosas grebas, a cambio de lo cual me
estáis dañando rencorosamente y animáis a los pretendientes. Para mí sería más
ventajoso que fuerais vosotros quienes consumen mis propiedades y ganado. Si
las comierais vosotros algún día obtendría la devolución, pues recorrería la
ciudad con mi palabra demandándoos el dinero hasta que me fuera devuelto todo;
ahora, sin embargo, arrojáis sobre mi corazón dolores incurables.»
Así habló indignado y arrojó el cetro
a tierra con un repentino estallido de lágrimas. Y la lástima se apoderó de
todo el pueblo. Quedaron todos en silencio y nadie se atrevió a replicar a
Telémaco con palabras duras; sólo Antínoo le dijo en contestación:
«Telémaco, fanfarrón, incapaz de
reprimir tu cólera; ¿qué cosa has dicho, cubriéndonos de vergüenza? Desearías
cubrirnos de baldón. Sabes que los culpables no son los pretendientes de entre
los aqueos, sino tu madre, que sabe muy bien de astucias. Pues ya es éste el
tercer año, y con rapidez se acerca el cuarto, desde que aflige el corazón en
el pecho de los aqueos. A todos da esperanzas y hace promesas a cada
pretendiente enviándole recados; pero su imaginación maquina otras cosas.
«Y ha meditado este otro engaño en su
pecho: levantó un gran telar en el palacio y allí tejía, telar sutil a
inacabable, y sin dilación nos dijo: "Jóvenes pretendientes míos, puesto
que ha muerto el divino Odiseo, aguardad, por mucho que deseéis esta boda
conmigo, a que acabe este manto no sea
que se me pierdan inútilmente los hilos , este sudario para el héroe Laertes,
para cuando lo arrebate el destructor destino de la muerte de largos lamentos.
Que no quiero que ninguna de las aqueas del pueblo se irrite conmigo si yace
sin sudario el que tanto poseyó."
«Así dijo, y nuestro noble ánimo la
creyó. Así que durante el día tejía la gran tela y por la noche, colocadas
antorchas a su lado, la destejía. Su engaño pasó inadvertido durante tres años
y convenció a los aqueos, pero cuando llegó el cuarto año y pasaron las
estaciones, una de sus mujeres, que lo sabía todo, nos lo reveló y sorprendimos
a ésta destejiendo la brillante tela. Así fue como la terminó, y no
voluntariamente, sino por la fuerza.
«Conque ésta es la respuesta que te
dan los pretendientes, para que la conozcas tú mismo y la conozcan todos los
aqueos: envía por tu madre y ordénala que se case con quien la aconseje su
padre y a ella misma agrade. Pero si todavía sigue atormentando mucho tiempo a
los hijos de los aqueos ejercitando en su mente las cualidades que la ha
concedido Atenea en exceso (ser entendida en trabajos femeninos muy bellos y
tener pensamientos agudos y astutos como nunca hemos oído que tuvieran ninguna
de las aqueas de lindas trenzas ni siquiera de las que vivieron antiguamente,
como Tiro, Alcmena y.Mice na de linda corona
ninguna de ellas pensó planes semejantes a los de Penélope ), entonces
esto al menos no habrá sido lo más conveniente que haya planeado. Pues tu
hacienda y propiedades te serán devoradas mientras ella mantenga semejante
decisión que los dioses han puesto ahora en su pecho. Se está creando para sí
una gran gloria, pero para ti sólo la añoranza de tu mucha hacienda.
«En cuanto a nosotros, no marcharemos
a nuestros trabajos ni a parte alguna hasta que se case con el que quiera de
los aqueos.»
Y le respondió Telémaco
discretamente:
«Antínoo, no me es posible echar de
mi casa contra su voluntad a la que me ha dado a luz, a la que me ha criado,
mientras mi padre está en otra parte de la tierra viva él o esté muerto. Y será terrible para
mí devolver a Icario muchas cosas si envío a mi madre por propia iniciativa. Por
parte de mi padre sufriré castigo y otros me darán la divinidad, puesto que mi
madre conjurará a las diosas Erinias si se marcha de casa, y también por parte
de los hombres tendré castigo. Por esto jamás diré yo esa palabra. Conque, si
vuestro ánimo se irrita por esto, salid de mi palacio y preparaos otros
banquetes comiendo vuestras posesiones e invitándoos en vuestras casas
recíprocamente, que yo clamaré a los dioses, que viven siempre, por si Zeus me
concede que vuestras obras sean castigadas de algun modo: ¡pereceréis al punto,
sin nadie que os vengue, dentro de este palacio!»
Así habló Telémaco, y Zeus que ve a
lo ancho, le echó a volar dos águilas desde arriba, desde las cumbres de la
montaña. Estas se dirigían volando a la par del soplo del viento cerca una de
otra, extendidas las alas. Cuando llegaron al centro de la plaza, donde mucho
se habla, comenzaron a dar vueltas batiendo sus espesas alas y llegaron cerca
de las cabezas de todos, y en sus ojos brillaba la muerte. Y desgarrándose con
las uñas mejillas y cuellos se lanzaron por la derecha a través de las casas y
la ciudad de los itacenses. Admiraron éstos aterrados a las aves cuando las
vieron con sus ojos, y removían en su corazón qué era lo que iba a cumplirse. Y
entre ellos habló el anciano héroe Haliterses Mastorida, pues sólo él
aventajaba a los de su edad en conocer los pájaros y explicar presagios.
Levantó la voz con buenas intenciones hacia ellos y comenzó a hablar:
«Ahora, itacenses, escuchadme a mí lo
que voy a deciros y es sobre todo a los
pretendientes a quienes voy a hacer esta revelación : sobre ellos anda dando
vueltas una gran desgracia, pues Odiseo ya no estará mucho tiempo lejos de los
suyos, sino que ya está cerca, en alguna parte, y está sembran do la muerte y
el destino para todos éstos. También para otros muchos de los que habitamos
Itaca, hermosa al atardecer, habrá desgracias. Pensemos entonces cuanto antes
cómo poner les término o bien que se lo pongan ellos a sí mismos, pues esto
será lo que más les conviene. Y yo no vaticino como un inexperto, sino como uno
que sabe bien. Os aseguro que todo se está cumpliendo para él como se lo dije
cuando los argivos embarcaron para Ilión y con ellos marchó el astuto Odiseo.
Le dije que sufriría muchas calamidades, que perdería a todos sus compañeros y
que volvería a casa a los veinte años desconocido de todos. Y ya se está
cumpliendo todo.»
Y le contestó Eurímaco, hijo de
Pólibo:
«Viejo, vete ya a casa a profetizar a
tus hijos, no sea que sufran alguna desgracia en el futuro. Estas cosas las
vaticino yo mucho mejor que tú. Numerosos son los pájaros que van y vienen bajo
los rayos del Sol y no todos son de agüero. Está claro que Odiseo ha muerto
lejos ¡ojalá que hubieras perecido tú
también con él!; no habrías dicho tantos vaticinios ni habrías incitado al
irritado Telémaco esperando ansiosamente un regalo para tu casa, por si te lo
daba. Conque voy a hablarte, y esto sí se va a cumplir: si tú, sabedor de
muchas y antiguas cosas, incitas con tus palabras a un hombre más joven a que
se irrite, para él mismo primero será más penoso pues nada podrá conseguir con estas
predicciones , y a ti, viejo, te pondremos una multa que te será doloroso
pagar. Y tu dolor será insoportable.
En cuanto a Telémaco, yo mismo voy a
darle un consejo delante de todos: que ordene a su madre volver a casa de su
padre. Ellos le prepararán unas nupcias y le dispondrán una muy abundante dote,
cuanta es natural que acompañe a una hija querida. No creo yo que los hijos de
los aqueos renuncien a su pretensión laboriosa, pues no tememos a nadie a pesar
de todo y no, desde luego, a Telémaco por mucha palabrería que muestre. Tampoco
hacemos caso del presagio sin cumplimiento que tú, viejo, nos revelas
haciéndotenos todavía más odioso. Igualmente serán devorados tus bienes de mala
manera y jamás lo serán compensados, al menos mientras ella entretenga a los
aqueos respecto de su boda. Pues nosotros nos mantenemos expectantes todos los
días y rivalizamos por causa de su excelencia, y no marchamos tras otras con
las que a cada uno nos convendría casar.»
Entonces le contestó Telémaco
discretamente:
«Eurímaco y demás ilustres
pretendientes: no voy a apelar más a vosotros ni tengo más que decir; ya lo
saben los dioses y todos los aqueos. Pero dadme ahora una rápida nave y veinte
compañeros que puedan llevar a término conmigo un viaje aquí y allá, pues me
voy a Esparta y a la arenosa Pilos para enterarme del regreso de mi padre,
largo tiempo ausente, por si alguno de los mortales me lo dice o escucho la Voz
que viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias. Si
oigo que mi padre vive y está de vuelta, soportaré todavía otro año; pero si
oigo que ha muerto y que ya no vive, regresaré enseguida a mi tierra patria,
levantaré una tumba en su honor y le ofrendaré exequias en abundancia, cuantas
está bien, y entregaré mi madre a un marido.»
Así hablando se sentó, y entre ellos
se levantó Méntor, que era compañero del irreprochable Odiseo y a quien éste al
mar char en las naves había encomendado toda su casa que obe decieran todos al anciano y que él
conservara todo intacto . Éste levantó la voz con buenos sentimientos hacia
ellos y dijo:
«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo
que voy a deciros: ¡que de ahora en adelante ningún rey portador de cetro sea
benévolo, ni amable, ni bondadoso, y no sea justo en su pensamiento, sino que
siempre sea cruel y obre injustamente!, pues del divino Odiseo no se acuerda
ninguno de los ciudadanos sobre los que reinó, aunque era tierno como un padre.
Mas yo me lamento no de que los esforzados pretendientes cometan acciones
violentas por la maldad de su espíritu, pues exponen sus propias cabezas al
comerse con violencia la hacienda de Odiseo, asegurando que éste ya no volverá
jamás. Me irrito más bien contra el resto del pueblo, de qué modo estáis todos
sentados en silencio y, aun siendo muchos, no contenéis a los pretendientes,
que son pocos, cercándoles con vuestras palabras.»
Y le contestó Leócrito, el hijo de
Evenor:
«Obstinado Méntor, ayuno de sesos;
¿qué has dicho incitán dolos a que nos contengan? Difícil sería incluso a
hombres más numerosos luchar por un banquete. Pues aunque el ita cense Odiseo
viniera en persona y maquinara en su mente arrojar del palacio a los nobles
pretendientes que se banque tean en su casa, no se alegraría su esposa de que
viniera, por mucho que lo desee, sino que allí mismo atraería sobre sí
vergonzosa muerte si luchara con hombres más numerosos. Y tú no has hablado
como te corresponde. Vamos, ciudadanos, dis persaos cada uno a sus trabajos. A
éste le ayudarán para el via je Méntor y Halitérses, que son compañeros de su
padre desde hace mucho tiempo. Aunque sentado por mucho tiempo, creo yo,
escuchará las noticias en Itaca y jamás llevará a término tal viaje. »
Así habló y disolvió la asamblea
rápidamente. Se dispersa ron cada uno a su casa y los pretendientes marcharon
al pala cio del divino Odiseo.
Telémaco, en cambio, se alejó hacia
la orilla del mar, lavó sus manos en el canoso mar y suplicó a Atenea:
«Préstame oídos tú, divinidad que
llegaste ayer a mi palacio y me diste la orden de marchar en una nave sobre el
brumoso ponto para informarme sobre el regreso de mi padre, largo tiempo
ausente. Todo esto lo están retrasando los aqueos, so bre todo los
pretendientes, funestamente arrogantes.»
Así habló suplicándole; Atenea se le
acercó semejante a Méntor en la figura y voz y se dirigió a él con aladas
palabras:
«Telémaco, no serás en adelante
cobarde ni estúpido si has heredado el noble corazón de tu padre; ¡cómo era él
para realizar obras y palabras! Por esto tu viaje no va a ser infructuoso ni
baldío. Pero si no eres hijo de aquél y de Penélope, no tengo esperanza alguna
de que lleves a cabo lo que meditas. Pocos, en efecto, son los hijos iguales a
su padre; la mayoría son peo res y sólo unos pocos son mejores que su padre.
Pero puesto que en el futuro no vas a ser cobarde ni estúpido ni te ha aban
donado del todo el talento de Odiseo, hay esperanza de que lle gues a realizar
tal empresa.
«Deja, pues, ahora las intenciones y
pensamientos de los en loquecidos pretendientes, pues no son sensatos ni
justos; no saben que la muerte y la negra Ker están ya a su lado para matar a
todos en un día. El viaje que preparas ya no está tan lejano para ti, y es que
yo soy tan buen amigo de tu padre que te voy a aparejar una rápida nave y
acompañar en persona.
«Conque marcha ahora a tu casa a
reunirte con los preten dientes; prepara provisiones y mételas todas en
recipientes, el vino en cántaros, y la harina, sustento de los hombres, en pe
llejos espesos. Yo voy por el pueblo a reunir voluntarios. Exis ten numerosas
naves en Itaca, rodeada de corriente, nuevas y viejas; veré cuál es la mejor y
aparejándola rápidamente la lan zaremos al ancho ponto.»
Así habló Atenea, hija de Zeus, y
Telémaco ya no aguardó más, pues había escuchado la voz de un dios. Así que se
puso en camino, su corazón acongojado, hacia el palacio y encontró a los
altivos pretendientes degollando cabras y asando cerdos en el patio.
Antínoo se encaminó riendo hacia
Telémaco, le tomó de la mano, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«Telémaco, fanfarrón, incapaz de
contener tu cólera, que no ocupe tu pecho ninguna acción o palabra mala, sino
comer y beber conmigo como antes. Los aqueos te prepararán una nave y remeros
elegidos para que llegues con más rapidez a la agradable Pilos en busca de
noticias de tu ilustre padre.»
Y le respondió Telémaco
discretamente:
«Antínoo, no me es posible comer
callado en vuestra arrogante compañía y gozar tranquilamente. ¿O es que no es
bas tante que me hayáis destruido hasta ahora muchas y buenas co sas de mi
propiedad, pretendientes, mientras era todavía un niño? Mas ahora que ya soy
grande y que, escuchando la pala bra de los demás, comprendo todo y el arrojo
me ha crecido en el pecho, intentaré enviaros las funestas Keres, ya sea mar
chando a Pilos o aquí mismo, en el pueblo.
«Me marcho y el viaje que os anuncio no será infructuo
so como pasajero, pues no poseo naves ni
remeros. Esto os parecía lo más ventajoso para vosotros!»
Así dijo y retiró con rapidez su mano
de la mano de An tínoo.
Y los pretendientes se aplicaban al
banquete dentro del pa lacio y se mofaban de él zahiriéndolo con sus palabras.
Así decía uno de los jóvenes
arrogantes:
«Seguro que Telémaco nos está
meditando la muerte; traerá alguien de la arenosa Pilos para que lo defienda o
tal vez de Esparta, pues mucho lo desea. O quizá quiere ir a Efira, tierra
fértil, a fin de traer de allí venenos que corrompen la vida y echarlos en la
crátera para destruirnos a todos.»
Y otro de los jóvenes arrogantes
decía:
¿Quién sabe si, marchando en la
cóncava nave, no perece también él vagando lejos de los suyos como Odiseo! Así
nos acrecentaría el trabajo, pues repartiríamos todos sus bienes y la casa se
la daríamos a su madre y al que con ella casara para que la conservaran.»
Mientras así hablaban descendió
Telémaco a la despensa de elevado techo de su padre, espaciosa, donde había oro
amontonado en el suelo y bronce, y en arcones vestidos, y olo roso aceite en
abundancia. También había allí dispuestas en fila, junto a la pared, tinajas de
añejo vino sabroso que contenían sin mezcla la divina bebida por si alguna vez
volvía a casa Odiseo después de sufrir dolores sin cuento. Las puertas que allí
había se podían cerrar fuertemente ensambladas, eran de dos hojas, y permanecía
allí día y noche un ama de llaves que vigilaba todo con la agudeza de su mente,
Euriclea, hija de Ope Pisenórida.
A ésta dirigió Telémaco su palabra
llamándola a la despensa:
«Vamos, ama, sácame en ánforas
sabroso vino, el más pre ciado después del que tú guardas pensando en aquel
desdicha do, por si viene algún día Odiseo de linaje divino después de evitar
la muerte y las Keres; lléname doce hasta arriba y ajusta todas con tapas.
Échame también harina en bien cosidos pelle jos, hasta veinte medidas de harina
de trigo molido. Sólo tú de bes saberlo. Que esté todo preparado, pues lo
recogeré por la tarde cuando ya mi madre haya subido al piso de arriba y esté
ocupada en acostarse. Me marcho a Esparta y a la arenosa Pi los para enterarme
del regreso de mi padre, por si oigo algo.»
Así habló; rompió en lamentos su
nodriza Euriclea y dijo llorando aladas palabras:
«¿Por qué, hijo mío, tienes en tu
interior este proyecto? ¿Por dónde quieres ir a una tierra tan grande siendo el
bienamado hijo único? Ha sucumbido lejos de su patria Odiseo, de linaje divino,
en un país desconocido, y éstos te andan meditando la muerte para el mismo
momento en que te marches, para que mueras en emboscada. Ellos se lo repartirán
todo. Anda, qué date aquí sentado sobre tus cosas; no tienes necesidad ninguna
de sufrir penalidades en el estéril ponto ni de andar errante.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Anímate, ama, puesto que esta
decisión me ha venido no sin un dios. Ahora júrame que no dirás esto a mi madre
antes de que llegue el día décimo o el duodécimo, o hasta que ella misma me
eche de menos y oiga que he partido, para que no afee, desgarrándola, su
hermosa piel.»
Así habló, y la anciana juró por los
dioses con gran jura mento que no lo haría. Cuando hubo jurado y llevado a
térmi no este juramento vertió enseguida vino en las ánforas y echó harina en
bien cosidos sacos. Y Telémaco se puso en camino hacia las habitaciones de
abajo para reunirse con los preten dientes.
Entonces la diosa de ojos brillantes,
Atenea, concibió otra idea. Tomando la forma de Telémaco marchó por toda la ciu
dad y poniéndose cerca de cada hombre les decía su palabra; les ordenaba que se
congregaran con el crepúsculo junto a la rápida nave. Después pidió una rápida
nave a Noemón, escla recido hijo de Fronio, y éste se la ofreció de buena gana.
Y se sumergió Helios y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces
empujó hacia el mar a la rápida nave, puso en ella todas las provisiones que
suelen llevar las naves de buenos bancos y la detuvo al final del puerto.
Los valientes compañeros ya se habían
congregado en gru po, pues la diosa había movido a cada uno en particular.
Entonces la diosa de ojos brillantes,
Atenea, concibió otra idea: se puso en camino hacia el palacio del divino
Odiseo y una vez allí derramó dulce sueño sobre los pretendientes, los hechizó
cuando bebían e hizo caer las copas de sus manos. Y éstos se apresuraron por la
ciudad para ir a dormir y ya no estuvieron sentados por más tiempo, pues el
sueño se posaba sobre sus párpados.
Entonces Atenea, de ojos brillantes,
se dirigió a Telémaco llamándolo desde fuera del palacio, agradable para vivir,
asemejándose a Méntor en la figura y timbre de voz:
«Ya tienes sentados al remo a tus
compañeros de hermosas grebas y esperan tu partida. Vamos, no retrasemos por
más tiempo el viaje.»
Así habló, y lo condujo rápidamente
Palas Atenea, y él marchaba en pos de las huellas de la diosa. Cuando llegaron
a la nave y al mar encontraron sobre la ribera a los aqueos de largo cabello y
entre ellos habló la sagrada fuerza de Telémaco:
«Aquí, los míos, traigamos las
provisiones; ya está todo junto en mi palacio. Mi madre no está enterada de
nada ni las demás esclavas; sólo una ha oído mi palabra.»
Así habló y los condujo, y ellos le
seguían de cerca. Se llevaron todo y lo pusieron en la nave de buenos bancos
como había ordenado el querido hijo de Odiseo.
Subió luego Telémaco a la nave;
Atenea iba delante y se sentó en la popa, y a su lado se sentó Telémaco.
Los compañeros soltaron las amarras,
subieron todos y se sentaron en los bancos. Y Atenea, de ojos brillantes, les
envió un viento favorable, el fresco Céfiro que silba sobre el ponto rojo como
el vino.
Telémaco animó a sus compañeros, les
ordenó que se asieran a las jarcias y éstos escucharon al que les urgía.
Levantaron el mástil de abeto y lo colocaron dentro del hueco construido en
medio, lo ataron con maromas y extendieron las blancas velas con bien
retorcidas correas de piel de buey. El viento hinchó la vela central y las
purpúreas olas bramaron a los lados de la quilla de la nave en su marcha, y
corría apresurando su camino sobre las olas.
Después ataron los aparejos a la
rápida nave y levantaron las cráteras llenas de vino hasta los bordes haciendo
libaciones a los inmortales dioses, que han nacido para siempre, y entre todos
especialmente a la de ojos brillantes, a la hija de Zeus.
Y la nave continuó su camino toda la
noche y durante el amanecer.
CANTO
III
TELÉMACO
VIAJA A PILOS PARA INFORMARSE
SOBRE
SU PADRE
Habíase levantado Helios, abandonando
el hermosísimo estanque del mar, hacia el broncíneo cielo para alumbrar a los
inmortales y a los mortales caducos sobre la Tierra donadora de vida, cuando
llegaron a Pilos, la bien construida ciudadela de Neleo.
Los pilios estaban sacrificando sobre
la ribera del mar toros totalmente negros en honor del de azuloscura cabellera,
el que sacude las tierras. Había nueve asientos y en cada uno estaban sentados
quinientos hombres y de cada uno hacían ofrenda de nueve toros. Mientras éstos
gustaban las entrañas y quemaban los muslos en honor del dios, los itacenses
entraban en el puerto; amainaron las velas de la equilibrada nave, las ataron,
fondearon la nave y descendieron.
Entonces descendió Telémaco de la
nave y Atenea iba delante. Y a él dirigió sus primeras palabras la diosa de
ojos briIlantes:
«Telémaco, ya no has de tener
vergüenza, ni un poco siquiera, pues has navegado el mar para inquirir dónde
oculta la tierra a tu padre y qué suerte ha corrido.
«Conque, vamos, marcha directamente a
casa de Néstor, domador de caballos; sepamos qué pensamientos guarda en su
pecho. Y suplícale para que te diga la verdad; mentira no te dirá, es muy
discreto.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Méntor, ¿cómo voy a ir a abrazar sus
rodillas? No tengo aún experiencia alguna en discursos ajustados. Y además a un
hombre joven le da vergüenza preguntar a uno más viejo.»
Y la diosa de ojos brillantes,
Atenea, se dirigió de nuevo a él:
«Telémaco, unas palabras las concebirás
en tu propia mente y otras te las infundirá la divinidad. Estoy seguro de que
tú has nacido y te has criado no sin 1a voluntad de los dioses.»
Así habló y lo condujo con rapidez
Palas Atenea, y él siguió en pos de la diosa. Llegaron a la asamblea y a los
asientos de los hombres de Pilos, donde Néstor estaba sentado con sus hijos, y
en torno a ellos los compañeros asaban la carne y la ensartaban preparando el
banquete.
Cuando vieron a los forasteros se
reunieron todos en grupo, les tomaron de las manos en señal de bienvenida y les
ordenaron sentarse. Pisístrato, el hijo de Néstor, fue el primero que se les
acercó: les tomó a ambos de la mano y los hizo sentarse en torno al banquete
sobre blandas pieles de ovejas, en las arenas marinas, a la vera de su hermano
Trasimedes y de su padre. Luego les dió parte de las entrañas, les vertió vino
en copa de oro y dirigió a Palas Atenea, la hija de Zeus, portador de égidas,
sus palabras de bienvenida:
«Forastero, eleva tus súplicas al
soberano Poseidón, pues en su honor es el banquete con el que os habéis
encontrado al llegar aquí. Luego que hayas hecho las libaciones y súplicas como
está mandado, entrega también a éste la copa de agradable vino para que haga
libación; que también él, creo yo, hace súplicas a los inmortales, pues todos
los hombres. necesitan a los dioses. Pero es más joven, de mi misma edad, por
eso quiero darte a ti primero la copa de oro.»
Así diciendo, puso en su mano la copa
de agradable vino; Atenea dio las gracias al discreto, al cabal hombre, porque
le había dado a ella primero la copa de oro y a continuación dirigió una larga
plegaria al soberano Poseidón:
«Escúchame, Poseidón, que conduces tu
carro por la tierra, y no te opongas por rencor a que los que te suplican
llevemos a término esta empresa. Concede a Néstor antes que a nadie, y a sus
hijos, honor, y después concede a los demás pilios una recompensa en
reconocimiento por su espléndida hecatombe. Concede también a Telémaco y a mí
que volvamos después de haber conseguido aquello por lo que hemos venido aquí
en veloz, negra nave.»
Así orando, realizó (ritualmente)
todo y entregó a Telémaco la hermosa copa doble. Y el querido hijo de Odiseo
elevó su súplica de modo semejante.
Cuando habían asado la carne exterior
de las víctimas, la sacaron del asador, repartieron las porciones y se
aplicaron al magnífico festín. Y después que habían echado de sí el apetito de
comer y beber, comenzó a hablarles el de Gerenias, el caballero Néstor:
«Ahora que se han saciado de comida,
lo mejor es entablar conversación y preguntar a los forasteros quiénes son.
Forasteros, ¿quiénes sois?, ¿de dónde habéis llegado navegando los húmedos
senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto o sin rumbo como los piratas por la
mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción
a los de otras tierras?»
Y Telémaco se llenó de valor y le
contestó discretamente pues la misma
Atenea le infundió valor en su interior para que le preguntara sobre su padre
ausente y para que cobrara fama de valiente entre los hombres:
«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de
los aqueos, preguntas de dónde somos y yo te lo voy a exponer en detalle.
«Hemos venido de Itaca, a los pies
del monte Neyo, y el asunto de que te voy a hablar es privado, no público. Ando
a lo ancho en busca de noticias sobre mi padre
por si las oigo en algún sitio , de Odiseo el divino, el sufridor, de
quien dicen que en otro tiempo arrasó la ciudad de Troya luchando a tu lado. Ya
me he enterado dónde alcanzó luctuosa muerte cada uno de cuantos lucharon
contra los troyanos, pero su muerte la ha hecho desconocida el hijo de Crono,
pues nadie es capaz de decirme claramente dónde está muerto, si ha sucumbido en
tierra firme a manos de hombres enemigos o en el mar entre las olas de
Anfitrite. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si quieres contarme su
luctuosa muerte la hayas visto con tus
propios ojos o hayas escuchado el relato de algún caminante ; ¡digno de lástima
lo parió su madre! Y no endulces tus palabras por respeto ni piedad, antes bien
cuéntame detalladamente cómo llegaste a verlo. Te lo suplico si es que alguna
vez mi padre, el noble Odiseo, te prometió algo y te lo cumplió en el pueblo de
los troyanos donde los aqueos sufríais penalidades. Acuérdate de esto ahora y
cuéntame la verdad.»
Y le contestó luego el de Gerenia, el
caballero Néstor:
«Hijo mío, puesto que me has
recordado los infortunios que tuvimos que soportar en aquel país los hijos de
los aqueos de incontenible furia: cuánto vagamos con las naves en el brumoso
ponto, a la deriva en busca de botín por donde nos guiaba Aquiles y cuánto
combatimos en torno a la gran ciudad del soberano Príamo... Allí murieron los
mejores: allí reposa Ayax, hijo de Ares, y allí Aquiles, y allí Patroslo,
consejero de la talla de los dioses, y allí mi querido hijo, fuerte a la vez
que irreprochable, Antíloco, que sobresalía en la carrera y en el combate.
Otros muchos males sufrimos además de éstos. ¿Quién de los mortales hombres
podría contar todas aquellas cosas? Nadie, por más que te quedaras a su lado
cinco o seis años para preguntarle cuántos males sufrieron allí los aqueos de
linaje divino. Antes volverías apesadumbrado a tu tierra patria. Durante nueve
años tramamos desgracias contra ellos acechándoles con toda clase de engaños y
a duras penas puso término (a la guerra) el hijo de Cronos.
«Jamás quiso nadie igualársele en
inteligencia, puesto que el divino Odiseo era muy superior en toda clase de
astucias, tu padre, si es que verdaderamente eres descendencia suya. (Al verte
se apodera de mí el asombro. En verdad vuestras palabras son parecidas y no se
puede decir que un hombre joven hable tan discretamente.)
«Jamás, durante todo el tiempo que
estuvimos allí, hablábamos de diferente modo yo y el divino Odiseo ni en la
asamblea ni en el consejo, sino que teníamos un solo pensamiento, y con juicio
y prudente consejo mostrábamos a los aqueos cómo saldría todo mejor.
«Después, cuando habíamos saqueado la
elevada ciudad de Príamo y embarcamos en las naves y la divinidad dispersó a
los aqueos, Zeus concibió en su mente un regreso lamentable para los argivos
porque no todos eran prudentes ni justos. Así que muchos de éstos fueron al
encuentro de una desgraciada muerte por causa de la funesta cólera de la de
poderoso padre, de la de ojos brillantes que asentó la Disensión entre ambos
atridas. Convocaron éstos en asamblea a todos los aqueos, insensatamente, a
destiempo, cuando Helios se sumerge, y los hijos de los aqueos se presentaron
pesados por el vino, y les dijeron por qué habían reunido al ejército.
«Allí Menelao aconsejaba a todos los
aqueos que pensaran en volver sobre el ancho lomo del mar. Pero no agradó en
absoluto a Agamenón, pues quería retener al pueblo y ejecutar sagradas
hecatombes para aplacar la tremenda cólera de Atenea. ¡Necio!, no sabía que no
iba a persuadirla, que no se doblega rápidamente la voluntad de los dioses que
viven siempre. Así que los dos se pusieron en pie y se contestaban con palabras
agrias. Y los hijos de los aqueos de hermosas grebas se levantaron con un
vocerío sobrehumano: divididos en dos bandos les agradaba una a otra decisión.
«Pasamos la noche removiendo en
nuestro interior maldades unos contra otros, pues ya Zeus nos preparaba el
azote de la desgracia.
«Al amanecer algunos arrastramos las
naves hasta el divino mar y metimos nuestros botines y las mujeres de profundas
cinturas. La mitad del ejército permaneció allí, al lado del atrida Agamenón,
pastor de su pueblo, pero la otra mitad embarcamos y partimos. Nuestras naves
navegaban muy aprisa una divinidad había
calmado el ponto que encierra grandes monstruos
y llegados a Ténedos realizamos sacrificios a los dioses con el deseo de
volver a casa. Pero Zeus no se preocupó aún de nuestro regreso. ¡Cruel! Él, que
levantó por segunda vez agria disensión: unos dieron la vuelta a sus bien
curvadas naves y retornaron con el
prudente soberano Odiseo, el de pensamientos complicados, para dar satisfacción
al atrida Agamenón, pero yo, con todas mis naves agrupadas, las que me seguían,
marché de allí porque barruntaba que la divinidad nos preparaba desgracias.
«También marchó el belicoso hijo de
Tideo y arrastró consigo a sus compañeros y más tarde navegó a nuestro lado el
rubio Menelao nos encontró en Lesbos
cuando planeábamos el largo regreso: o navegar por encima de la escabrosa Quios
en dirección de la isla Psiría dejándola a la izquierda o bien por debajo de
Quios junto al ventiscoso Mirnante. Pedimos a la divinidad que nos mostrara un
prodigio y enseguida ésta nos lo mostró y nos aconsejó cortar por la mitad del
mar en dirección a Eubea, para poder escapar rápidamente de la desgracia. Así
que levantó, para que soplara, un sonoro viento y las naves recorrieron con
suma rapidez los pecillenos caminos. Durante la noche arribaron a Geresto y
ofrecimos a Poseidón muchos muslos de toros por haber recorrido el gran mar.
Era el cuarto día cuando los compañeros del tidida Diomedes, el domador de
caballos, fondearon sus equilibradas naves en Argos. Después yo me dirigí a Pilos
y ya nunca se extinguió el viento desde que al principio una divinidad lo envió
para que soplara. Así llegué, hijo mío, sin enterarme, sin saber quiénes se
salvaron de los aqueos y quiénes perecieron, pero cuanto he oído sentado en mi
palacio lo sabrás como es justo y nada te ocultaré. Dicen que han llegado
bien los mirmidones famosos por sus lanzas, a los que conducía el ilustre hijo
del valeroso Aquiles y que llegó bien Filoctetes, el brillante hijo de Poyante.
Idomeneo condujo hasta Creta a todos sus compañeros, los que habían sobrevivido
a la guerra, y el mar no se le engulló a ninguno. En cuanto al Atrida, ya
habéis oído vosotros mismos, aunque estáis lejos, cómo llegó y cómo Egisto le
había preparado una miserable muerte, aunque ya ha pagado lamentablemente. ¡Qué
bueno es que a un hombre muerto le quede un hijo! Pues aquél se ha vengado del
asesino de su padre, del tramposo Egisto, porque le había asesinado a su
ilustre padre. También tú, hijo pues te
veo vigoroso y bello , sé fuerte para que cualquiera de tus descendientes hable
bien de. ti.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de
los aqueos, así es, por cierto; aquél se vengó y los aqueos llevarán a lo largo
y a lo ancho su fama, motivo de canto para los venideros.
«¡Ojalá los dioses me dotaran de
igual fuerza para hacer pagar a los pretendientes por su dolorosa insolencia!,
pues ensoberbecidos me preparan acciones malvadas. Pero los dioses no han
tejido para mí tal dicha; ni para mi padre ni para mí. Y ahora no hay más
remedio que aguantar.»
Y le contestó luego el de Gerenia, el
caballero Néstor:
«Amigo puesto que me has recordado y dicho esto ,
dicen que muchos pretendientes de tu madre están cometiendo muchas injusticias
en él palacio contra tu voluntad. Dime si cedes de buen gusto o te odia la
gente en el pueblo siguiendo una inspiración de la divinidad. ¡Quién sabe si
llegará Odiseo algún día y les hará pagar sus acciones violentas, él solo o
todos los aqueos. juntos! Pues si la de ojos brillantes, Atenea, quiere amarte
del mismo modo que protegía al ilustre Odiseo en aquel entonces en el pueblo de
los troyanos donde los aqueos pasamos penalidades (pues nunca he visto que los
dioses amen tan a las claras como Palas Atenea le asistía a él), si quiere
amarte a ti así y preocuparte de ti en su ánimo, cualquiera de aquéllos se
olvidaría del matrimonio.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Anciano, no creo que esas palabras
lleguen a realizarse nunca. Has dicho algo excesivamente grande. El estupor me
tiene sujeto. Esas cosas no podrían sucederme por más que lo espere ni aunque
los dioses lo quisieran así.»
Y de pronto la diosa de ojos
brillantes, Atenea, se dirigió a él:
«¡Telémaco, qué palabra ha escapado
del cerco de tus dien tes! Es fácil para un dios, si quiere, salvar a un hombre
aun desde lejos. Preferiría yo volver a casa aun después de sufrir mucho y ver
el día de mi regreso, antes que morir al llegar, en mi propio hogar, como ha
perecido Agamenón víctima de una trampa de Egisto y de su esposa. Pero, en
verdad, ni siquiera los dioses pueden apartar la muerte, común a todos, de un
hombre, por muy querido que les sea, cuando ya lo ha alcanza do el funesto
Destino de la muerte de largos lamentos.»
Y le contestó discretamente Telémaco:
«Méntor, no hablemos más de esto aun
a pesar de nuestra preocupación. En verdad ya no hay para él regreso alguno,
que los dioses le han pensado la muerte y la negra Ker. Ahora quiero hacer otra
indagación y preguntarle a Néstor, puesto que él sobresale por encima de los
demás en justicia a inteli gencia. Pues dicen que ha sido soberano de tres
generaciones de hombres, y así me parece inmortal al mirarlo. Néstor, hijo de
Neleo y dime la verdad , ¿cómo murió el
poderoso atri da Agamenón?, ¿dónde estaba Menelao?, ¿qué muerte le pre paró el
tramposo Egisto, puesto que mató a uno mucho mejor que él? ¿O es que no estaba
en Argos de Acaya, sino que anda ba errante, en cualquier otro sitio, y Egisto
lo mató cobrando valor?»
Y le contestó a continuación el de
Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijo, te voy a decir toda la verdad.
Tú mismo puedes ima ginarte qué habría pasado si al volver de Troya el Atrida,
el ru bio Menelao, hubiera encontrado vivo a Egisto en el palacio. Con
seguridad no habrían echado tierra sobre su cadáver, sino que los perros y las
aves, tirado en la llanura lejos de la ciudad, lo habrían despedazado sin que
lo llorara ninguna de las aqueas: ¡tan gran crimen cometió! Mientras nosotros
realizába mos en Troya innumerables pruebas, él estaba tranquilamente en el
centro de Argos, criadora de caballos, y trataba de sedu cir poco a poco a la
esposa de Agamenón con sus palabras.
«Esta, al principio, se negaba al
vergonzoso hecho, la divina Clitemnestra, pues poseía un noble corazón, y a su
lado es taba también el aedo, a quien el Atrida al marchar a Troya ha bía
encomendado encarecidamente que protegiera a su esposa. Pero cuando el Destino
de los dioses la forzó a sucumbir se llevó al aedo a una isla desierta y lo
dejó como presa y botin de las aves. Y Egisto la llevó a su casa de buen grado
sin que se opusiera. Luego quemó muchos muslos sobre los sagrados al tares de
los dioses y colgó muchas ofrendas
vestidos y oro por haber
realizado la gran hazaña que jamás esperó en su ánimo llevar a cabo.
«Nosotros navegábamos juntos desde
Troya, el Atrida y yo, con sentimientos comunes de amistad. Pero cuando
llegamos al sagrado Sunio, el promontorio de Atenas, Febo Apolo mató al piloto
de Menelao alcanzándole con sus suaves fle chas cuando tenía entre sus manos el
timón de la nave, a Frontis, hijo de Onetor, que superaba a la mayoría de los
hom bres en gobernar la nave cuando se desencadenaban las tem pestades. Asi que
se detuvo allí, aunque anhelaba el camino, para enterrar a su compañero y
hacerle las honras fúnebres.
«Cuando ya de camino sobre el ponto
rojo como el vino alcanzó con sus cóncavas naves la escarpada montaña de Maleas
en su carrera, en ese momento el que ve a lo ancho, Zeus, concibió para él un
viaje luctuoso y derramó un huracán de silbantes vientos y monstruosas bien
nutridas olas semejantes a montes. Allí dividió parte de las naves e impulsó a
unas hacia Creta, donde viven los Cidones en torno a la corriente del Jardano.
Hay una pelada y elevada roca que se mete en el agua, en el extremo de Górtina,
en el nebuloso ponto, donde Noto impulsa las grandes olas hacia el lado
izquierdo del saliente, en dirección a Festos, y una pequeña piedra detiene las
grandes olas. Allí llegaron las naves y los hombres consiguieron evitar la
muerte a duras penas, pero las olas quebraron las naves contra los escollos.
Sin embargo, a otras cinco naves de azuloscuras proas el viento y el agua las
impulsaron hacia Egipto. Allí reunió éste abundantes bienes y oro, y se dirigió
con sus naves en busca de gentes de lengua extraña.
«Y, entre tanto, Egisto planeó estas
malvadas acciones en casa, y después de asesinar al Atrida, el pueblo le estaba
sometido. Siete años reinó sóbre la dorada Micenas, pero al octavo llegó de
vuelta de Atenas el divino Orestes para su mál y mató al asesino de su padre, a
Egisto, al inventor de engaños, porque había asesinado a su ilustre padre. Y
después de matarlo dió a los argivos un banquete fúnebre por su odiada madre y
por el cobarde Egisto.
«Ese mismo día llegó Menelao, de
recia voz guerrera, trayendo muchas riquezas, cuantas podían soportar sus naves
en peso.
«En cuanto a ti, amigo, no andes
errante mucho tiempo lejos de tu casa, dejando tus posesiones y hombres tan
arrogantes en tu palacio, no sea que se lo repartan todos tus bienes y se los
coman y camines un viaje baldío. Antes bien, te aconsejo y exhorto a que vayas
junto a Menelao, pues él está recién llegado de otras regiones, de entre tales
hombres de los que nunca soñaría poder regresar aquel a quien los huracanes lo
impulsen desde el principio hacia un mar tan grande que ni las aves son capaces
de recorrerlo en un año entero, puesto que es grande y terrorífico. Vamos,
márchate con la nave y los compañeros, pero si quieres ir por tierra tienes a
tu disposición un carro y caballos y a la disposición están mis hijos que te
servirán de escolta hasta la divina Lacedemonia, donde está el rubio Menelao.
Ruégale para que te diga la verdad; mentira no te dirá, es muy discreto.»
Así habló, y Helios se sumergió y
sobrevino la oscuridad.
Y les dijo la diosa de ojos
brillantes, Atenea:
«Anciano, has hablado como te
corresponde. Pero, vamos, cortad las lenguas y mezclad el vino para que hagamos
libaciones a Poseidón y a los demás inmortales y nos ocupemos de dormir, pues
ya es hora. Ya ha descendido la luz a la región de las sombras y no es bueno
estar sentado mucho tiempo en un banquete en honor de los dioses, sino
regresar.»
Así habló la hija de Zeus y ellos
prestaron atención a la que hablaba.
Y los heraldos derramaron agua sobre
sus manos y los jóve nes coronaron de vino las cráteras y lo repartieron entre
todos haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas. Luego arrojaron
las lenguas al fuego y se pusieron en pie para hacer la libación.
Cuando hubieron libado y bebido
cuanto su apetito les pe día, Atenea y Telémaco, semejante a un dios, se
pusieron en camino para volver a la cóncava nave. Pero Néstor todavía los
retuvo tocándolos con sus palabras:
«No permitirán Zeus y los demás
dioses inmortales que vol váis de mi casa a la rápida nave como de casa de uno
que care ce por completo de ropas, o de un indigente que no tiene man tas ni
abundantes sábanas en casa ni un dormir blando para sí y para sus huéspedes.
Que en mi casa hay mantas y sábanas hermosas. No dormirá sobre los maderos de
su nave el queri do hijo de Odiseo mientras yo viva y aún me queden hijos en el
palacio para hospedar a mis huéspedes, quienquiera que sea el que arribe a mi
palacio.»
Y la diosa de ojos brillantes, Atenea,
le dijo:
«Has hablado bien, anciano amigo.
Sería conveniente que Telémaco te hiciera caso. Así, pues, él te seguirá para
dormir en tu palacio, pero yo marcharé a la negra nave para animar a los
compañeros y darles órdenes, pues me precio de ser el más anciano entre ellos.
Y los demás nos siguen por amistad, hom bres jóvenes todos, de la misma edad
que el valiente Telémaco. Yo dormiré en la cóncava, negra nave, y al amanecer
iré junto a los impetuosos caucones, dondé se me debe una deuda no de ahora ni
pequeña, desde luego.
«Tú, envíalo con un carro y un hijo tuyo, pues
ha llegado a tu casa como huésped. Y dale caballos, los que sean más velo ces
en la carrera y más excelentes en vigor.» .
Así hablando partió la de ojos
brillantes, Atenea, tomando la forma del buitre barbado.
Y la admiración atenazó a todos los
aqueos. Admiróse el anciano cuando lo vio con sus ojos y tomando la mano de Te
lémaco le dirigió su palabra y le llamó por su nombre.
«Amigo, no creo que llegues a ser
débil ni cobarde si ya, tan joven, lo siguen los dioses como escolta. Pues éste
no era otro de entre los que ocupan las mansiones del Olimpo que la hija de
Zeus, la rapaz Tritogéneia, la que honraba también a tu noble padre entre los
argivos. Soberana, séme propicia, dame fama de nobleza a mí mismo, a mis hijos
y a mi venerable es posa y a cambio yo te sacrificaré una cariancha novilla de
un año, no domada, a la que jamás un hombre haya llevado bajo el yugo. Te la
sacrificaré rodeando de oro sus cuernos.»
Así dirigió sus súplicas y Palas
Atenea le escuchó. Y el de Gerenia, el caballero Néstor, condujo a sus hijos y
yernos hacia sus hermosas mansiones.
Cuando llegaron al palacio de este
soberano se sentaron por orden en sillas y sillones y, una vez llegados, el
anciano les mezcló una crátera de vino dulce al paladar que el ama de lla ves
abrió a los once años de estar
cerrada desatando la cubierta. El anciano
mezcló una crátera de este vino y oró a Atenea al hacer la libación, a la hija
de Zeus el que lleva la égida.
Después, cuando hubieron hecho la
libación y bebido cuan to les pedía su apetito, los parientes marcharon cada
uno a su casa para dormir. Pero a Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo,
lo hizo acostarse allí mismo el de Gerenia, el caballero Néstor, en un lecho
taladrado bajo el sonoro pórtico. Y a su lado hizo acostarse a Pisístrato de
buena lanza de fresno, cau dillo de guerreros, el que de sus hijos permanecía
todavía solte ro en el palacio.
Néstor durmió en el centro de la
elevada mansión y su se ñora esposa le preparó el lecho y la cama.
Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana, la de dedos de rosa, se levantó del lecho el de Gerenia, el
caballero Néstor. Salió y se sentó sobre las pulimentadas piedras que te nía,
blancas, resplandecientes de aceite, delante de las elevadas puertas, sobre las
que solía sentarse antes Neleo, consejero de la talla de los dioses. Pero éste
había ya marchado a Hades so metido por Ker, y entonces se sentaba Néstor, el
de Gerenia, el guardián de los aqueos, el que tenía el cetro.
Y sus hijos se congregaron en torno
suyo cuando salieron de sus dormitorios, Equefrón y Estratio, Perseo y
Trasímedes semejante a un dios. A continuación llegó a ellos en sexto lu gar el
héroe Pisístrato, y a su lado sentaron a Telémaco seme jante a los dioses.
Y entre ellos comenzó a hablar el de
Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijos míos, llevad a cabo
rápidamente mi deseo para que antes que a los demás dioses propicie a Atenea,
la que vino manifiestamente al abundante banquete en honor del dios. Va mos,
que uno marche a la llanura a por una novilla de modo que llegue lo antes
posible: que la conduzca el boyero; que otro marche a la negra nave del
valiente Telémaco y traiga a todos los compañeros dejando sólo dos; que otro
ordene que se presente aquí Laerques, el que derrama el oro, para que derrame
oro en torno a los cuernos de la novilla. Los demás quedaos aquí reunidos y decid
a las esclavas que dispongan un banquete dentro del ilustre palacio; que
traigan asientos y leña alrededor y brillante agua.»
Así habló, y al punto todos se
apresuraron. Y llegó ensegui da la novilla de la llanura y llegaron los
compañeros del valien te Telémaco de junto a la equilibrada nave; y llegó el
broncero llevando en sus manos las herramientas de bronce, perfección del arte:
el yunque y el martillo y las bien labradas tenazas con las que trabajaba el
oro. Y llegó Atenea para asistir a los sacrificios.
El anciano, el cabalgador de
caballos, Néstor, le entregó oro a Laerques, y éste lo trabajó y derramó por
los cuernos de la novilla para que la diosa se alegrara al ver la ofrenda. Y
lleva ron a la novilla por los cuernos Estratio y el divino Equefrón; y Areto
salió de su dormitorio llevándoles el agua manos en una vasija adornada con
flores y en la otra llevaba la cebada tostada dentro de una cesta. Y
Trasímedes, el fuerte en la lu cha, se presentó con una afilada hacha en la
mano para herir a la novilla, y Perseo sostenía el vaso para la sangre.
El anciano, el cabalgador de
caballos, Néstor, comenzó las abluciones y la esparsión de la cebada sobre el
altar suplicando insitentemente a Atenea mientras realizaba el rito preliminar
de arrojar al fuego cabellos de su testuz.
Cuando acabaron de hacer las súplicas
y la esparsión de la cebada, el hijo de Néstor, el muy valiente Trasímedes,
condujo a la novilla, se colocó cerca, y el hacha segó los tendones del cuello
y debilitó la fuerza de la novilla. Y lanzaron el grito ri tual las hijas y
nueras y la venerable esposa de Néstor, Eurí dice, la mayor de las hijas de
Climeno.
Luego levantaron a la novilla de la
tierra de anchos cami nos, la sostuvieron y al punto la degolló Pisístrato,
caudillo de guerreros.
Después que la oscura sangre le salió
a chorros y el aliento abandonó sus huesos, la descuartizaron enseguida, le
cortaron las piernas según el rito, las cubrieron con grasa por ambos la dos,
haciéndolo en dos capas y pusieron sobre ellas la carne cruda. Entonces el
anciano las quemó sobre la leña y por enci ma vertió rojo vino mientras los
jóvenes cerca de él sostenían en sus manos tenedores de cinco puntas.
Después que las piernas se habían
consumido por completo y que habían gustado las entrañas cortaron el resto en,
peque ños trozos, lo ensartaron y lo asaron sosteniendo los puntiagu dos
tenedores en sus manos.
Entre tanto, la linda Policasta
lavaba a Telémaco, la más jo ven hija de Néstor, el hijo de Neleo. Después que
lo hubo lava do y ungido con aceite le rodeó el cuerpo con una túnica y un
manto. Salió Telémaco del baño, su cuerpo semejante a los in mortales, y fue a
sentarse al lado de Néstor, pastor de su pue blo. Luego que la parte superior
de la carne estuvo asada, la sacaron y se sentaron a comer, y unos jóvenes
nobles se levantaron para escanciar el vino en copas de oro.
Después que arrojaron de sí el deseo
de comida y bebida, comenzó a hablarles el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijos míos, vamos, traed a Telémaco
caballos de hermosas crines y enganchadlos al carro para que prosiga con
rapidez su viaje.»
Así habló, y ellos le escucharon y le
hicieron caso, y con di ligencia engancharon al carro ligeros corceles. Y la
mujer, la ama de llaves, le preparó vino y provisiones como las que comen los
reyes a los que alimenta Zeus.
Enseguida ascendió Telémaco al
hermoso carro, y a su lado subió el hijo de Néstor, Pisístrato, el caudillo de
guerreros. Empuñó las riendas y restalló el látigo para que partieran, y los
dos caballos se lanzaron de buena gana a la llanura abando nando la elevada
ciudad de Pilos. Durante todo el día agitaron el yugo sosteniéndolo por ambos
lados.
Y Helios se sumergió y todos los
caminos se llenaron de sombras cuando llegaron a Feras, al palacio de Diocles,
el hijo de Ortíloco a quien Alfeo había engendrado. Allí durmieron aquella
noche, pues él les ofreció hospitalidad.
Y se mostró Eos, la que nace de la
mañana, la de dedos de rosa; engancharon los caballos, subieron al bien
trabajado ca rro y salieron del pórtico y de la resonante galería.
Restalló Pisístrato el látigo para
que partieran, y los dos ca ballos se lanzaron de buena gana, y llegaron a la
llanura, a la que produce trigo, poniendo término a su viaje: ¡de tal manera lo
llevaban los veloces caballos!
Y se sumergió Helios y todos los
caminos se llenaron de sombras.
CANTO IV
TELÉMACO
VIAJA A ESPARTA
PARA
INFORMASE SOBRE SU PADRE
Llegaron éstos a la cóncava y
cavernosa Lacedemonia y se encaminaron al palacio del ilustre Menelao. Lo en
contraron con numerosos allegados, celebrando con un banquete la boda de su
hijo e ilustre hija. A su hija iba a enviar la al hijo de Aquiles, el que rompe
las filas enemigas; que en Troya se la ofreció por vez primera y prometió
entregarla, y los dioses iban a llevarles a término las bodas. Mandábale ir con
caballos y carros a la muy ilustre ciudad de los mirmido nes, sobre los cuales
reinaba aquél. A su hijo le entregaba como esposa la hija de Alector,
procedente de Esparta. El vi goroso Megapentes, su hijo, le había nacido muy
querido de una esclava, que los dioses ya no dieron un hijo a Helena luego que
le hubo nacido el primer hijo la deseada Hermione, que poseía la hermosura de
la dorada Afrodita.
Conque se deleitaban y celebraban
banquetes en el gran pa lacio de techo elevado los vecinos y parientes del
ilustre Mene lao; un divino aedo les cantaba tocando la cítara, y dos volati
neros giraban en medio de ellos, dando comienzo a la danza.
Y los dos jóvenes, el héroe Telémaco
y el ilustre hijo de Néstor se detuvieron y detuvieron los caballos a la puerta
del palacio. Violos el noble Eteoneo cuando salía, ágil servidor del ilustre
Menelao, y echó a andar por el palacio para comunicár selo al pastor de su
pueblo. Y poniéndose junto a él le dijo ala das palabras:
«Hay dos forasteros, Menelao, vástago
de Zeus, dos mozos semejantes al linaje del gran Zeus. Dime si desenganchamos
sus rápidos caballos o les mandamos que vayan a casa de otro que los reciba
amistosamente.»
Y el rubio Menelao le dijo muy
irritado:
«Antes no eras tan simple, Eteoneo,
hijo de Boeto, mas aho ra dices sandeces corno un niño. También nosotros
llegamos aquí, los dos, después de comer muchas veces por amor de la
hospitalidad de otros hombres. ¡Ojalá Zeus nos quite de la po breza para el
futuro! Desengancha los caballos de los foraste ros y hazlos entrar para que se
les agasaje en la mesa».
Así dijo; salió aquél del palacio y
llamó a otros diligentes servidores para que lo acompañaran. Desengancharon los
ca ballos sudorosos bajo el yugo y los ataron a los pesebres, al lado pusieron
escanda y mezclaron blanca cebada; arrimaron los carros al muro resplandeciente
e introdujeron a los foraste ros en la divina morada. Estos, al observarlo,
admirábanse del palacio del rey, vástago de Zeus; que había un resplandor como
del sol o de la luna en el palacio de elevado techo del glorioso Menelao. Luego
que se hubieron saciado de verlo con sus ojos, marcharon a unas bañeras bien
pulidas y se lavaron. Y luego que las esclavas los hubieron ungido con aceite,
les pusieron ropas de lana y mantos y fueron a sentarse en sillas junto al
Atrida Menelao. Y una esclava virtió agua de lavamanos que traía en bello jarro
de oro sobre fuente de plata y colo có al lado una pulida mesa. Y la venerable
ama de llaves trajo pan y sirvió la mesa colocando abundantes alimentos,
favoreciéndoles entre los que estaban presentes. Y el trinchador les sacó
platos de carnes de todas clases y puso a su lado copas de oro. Y
mostrándoselos, decía el prudente Menelao:
«Comed y alegraos, que luego que os
hayáis alimentado con estos manjares os preguntaremos quiénes sois de los
hombres. Pues sin duda el linaje de vuestros padres no se ha perdido, sino que
sois vástagos de reyes que llevan cetro de linaje divi no, que los plebeyos no
engendran mozos así.»
Así diciendo puso junto a ellos,
asiéndolo con la mano, un grueso lomo asado de buey que le habían ofrecido a él
mismo como presente de honor. Echaron luego mano a los alimentos colocados
delante, y después que arrojaron el deseo de comida y bebida, Telémaco habló al
hijo de Néstor acercando su cabeza para que los demás no se enteraran:
«Observa, Nestórida grato a mi
corazón, el resplandor de bronce en el resonante palacio, y el del oro, el
eléctro, la pla ta y el marfil. Seguro que es así por dentro el palacio de Zeus
Olímpico. ¡Cuántas cosas inefables!, el asombro me atenaza al verlas.»
El rubio Menelao se percató de lo que
decía y habló aladas palabras:
Hijos míos, ninguno de los mortales
podría competir con Zeus, pues son inmortales su casa y posesiones; pero de los
hombres quizá alguno podría competir conmigo
o quizá no en riquezas; las he
traído en mis naves y llegué al octavo
año después de haber padecido mucho y
andar errante mucho tiempo. Errante anduve por Chipre, Fenicia y Egipto; llegué
a los etiopes, a los sidonios, a los erembos y a Libia, donde los corderos
enseguida crían cuernos, pues las ovejas paren tres veces en un solo año. Ni
amo ni pastor andan allí faltos de queso ni de carne, ni de dulce leche, pues
siempre es tán dispuestas para dar abundante leche. Mientras andaba yo errante
por allí, reuniendo muchas riquezas, otro mató a mi hermano a escondidas, sin
que se percatara, con el engaño de su funesta esposa. Así que reino sin alegría
sobre estas rique zas. Ya habréis oído esto de vuestros padres, quienes quiera
que sean, pues sufrí muy mucho y destruí un palacio muy agradable para vivir
que contenía muchos y valiosos bienes. ¡Ojalá habitara yo mi palacio aún con un
tercio de éstos, pero estuvieran sanos y salvos los hombres que murieron en la
ancha Troya lejos de Argos, criadora de caballos. Y aunque lloro y me aflijo a
menudo por todos en mi palacio, unas veces deleito mi ánimo con el llanto y
otras descanso, que pronto trae can sancio el frío llanto. Mas no me lamento
tanto por ninguno, aunque me aflija, como por uno que me amarga el sueño y la
comida al recordarlo, pues ninguno de los aqueos sufrió tanto como Odiseo sufrió
y emprendió. Para él habían de ser las preocupaciones, para mí el dolor siempre
insoportable por aquél, pues está lejos desde hace tiempo y no sabemos si vive
o ha muerto. Sin duda lo lloran el anciano Laertes y la discreta Penélope y
Telémaco, a quien dejó en casa recién nacido.»
Así dijo y provocó en Telémaco el
deseo de llorar por su pa dre. Cayó a tierra una lágrima de sus párpados al oír
hablar de éste, y sujetó ante sus ojos el purpúreo manto con las manos.
Menelao se percató de ello, y dudaba
en su mente y en su corazón si dejarle que recordara a su padre o indagar él
prime ro y probarlo en cada cosa en particular. En tanto que agitaba esto en su
mente y en su corazón, salió Helena de su perfuma da estancia de elevado techo
semejante a Afrodita, la de rueca de oro.
Colocó Adrastra junto a ella un
sillón bien trabajado, y Alci pe trajo un tapete de suave lana. También trajo
Filo la canasti lla de plata que le había dado Alcandra, mujer de Pólibo, quien
habitaba en Tebas la de Egipto, donde las casas guardan mu chos tesoros. (Dio
Pólibo a Menelao dos bañeras de plata, dos trípodes y diez talentos de oro. Y
aparte, su esposa hizo a Helena bellos obsequios: le regaló una rueca de oro v
una canasti lla sostenida por ruedas de plata, sus bordes terminados con oro.)
Ofreciósela, pues, Filo, llena de hilo trabajado, y sobre él se extendía un
huso con lana de color violeta. Y se sentó en la silla y a sus pies tenía un
escabel. Y luego preguntó a su espo so, con su palabra, cada detalle:
«¿Sabemos ya, Menelao, vástago de
Zeus, quiénes de los hombres se precian de ser éstos que han llegado a nuestra
casa? ¿Me engañaré o será cierto lo que voy a decir? El ánimo me lo manda. Y es
que creo que nunca vi a nadie tan semejan te, hombre o mujer (¡el asombro me atenaza
al contemplarlo!), como éste se parece al magnífico hijo de Odiseo, a Telémaco,
a quien aquel hombre dejó recién nacido en casa cuando los aqueos marchasteis a
Troya por causa de mí, ¡desvergonzada!, para llevar la guerra.»
Y el rubio Menelao le contestó
diciendo:
«También pienso yo ahora, mujer, tal
como lo imaginas, pues tales eran los pies y las manos de aquél, y las miradas
de sus ojos, y la cabeza y por encima los largos cabellos. Así que, al
recordarme a Odiseo, he referido ahora cuánto sufrió y se fatigó aquél por mí.
Y él vertía espeso llanto de debajo de sus cejas sujetando con las manos el
purpúreo manto ante sus ojos.»
Y luego Pisístrato, el hijo de
Néstor, le dijo:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus,
caudillo de tu pueblo, en verdad éste es el hijo de aquél, tal como dices, pero
es pruden te y se avergüenza en su ánimo de decir palabras descaradas al venir
por primera vez ante ti, cuya voz nos cumple como la de un dios.
«Néstor me ha enviado, el caballero
de Gerenia, para seguir lo como acompañante, pues deseaba verte a fin de que le
sugi rieras una palabra o una obra. Pues muchos pesares tiene en palacio el
hijo de un padre ausente si no tiene otros defensores como le sucede a
Telémaco. Ausentóse su padre y no hay otros defensores entre el pueblo que lo
aparten de la des gracia.»
Y el rubio Menelao contestó y dijo a
éste:
«!Ay!, ha venido a mi casa el hijo
del querido hombre que por mí padeció muchas pruebas. Pensaba estimarlo por
encima de los demás argivos cuando volviera, si es que Zeus Olímpi co, el que
ve a lo ancho, nos concedía a los dos regresar en las veloces naves. Le habría
dado como residencia una ciudad en Argos y lé habría edificado un palacio
trayéndolo desde Itaca con sus bienes, su hijo y todo el pueblo, después de
despoblar una sola ciudad de las que se encuentran en las cercanías y son ahora
gobernadas por mí. Sin duda nos habríamos reunido con frecuencia estando aquí y
nada nos habría separado en siendo amigos y estando contentos, hasta que la
negra nube de la muerte nos hubiera envuelto. Pero debía envidiarlo el dios que
ha hecho a aquel desdichado el único que no puede regresar.»
Así dijo y despertó en todos el deseo
de llorar. Lloraba la ar giva Helena, nacida de Zeus, y lloraba Telémaco y el
Atrida Menelao. Tampoco el hijo de Néstor tenía sus ojos sin llanto, pues
recordaba en su interior al irreprochable Antíloco, a quien mató el ilustre
hijo de la resplandeciente Eos. Y acor dándose de él dijo aladas palabras:
«Atrida, decía el anciano Néstor
cuando lo mentábamos en su palacio, y conversábamos entre nosotros, que eres
muy sen sato entre los mortales. Conque ahora, si es posible, préstame
atención. A mí no me cumple lamentarme después de la cena, pero va a llegar
Eos, la que nace de la mañana. No me impor tará entonces llorar a quien de los
mortales haya perecido y arrastrado su destino. Esta es la única honra para los
misera bles mortales, que se corten el cabello y dejen caer las lágrimas por
sus mejillas. Pues también murió un mi hermano que no era el peor de los
argivos tú debes saberlo, pues yo ni fui
ni lo vi , y dicen que era Antíloco superior a los demás, rápido en la carrera
y luchador.»
Y le contestó y dijo el rubio
Menelao:
«Amigo, has hablado como hablaría y
obraría un hombre sensato y que tuviera más edad que tú. Eres hijo de tal padre
porque también tú hablas prudentemente. Es fácil de recono cer la descendencia
del hombre a quien el Cronida concede fe licidad cuando se casa o cuando nace,
como ahora ha concedi do a Néstor envejecer cada día tranquilamente en su
palacio y que sus hijos sean prudentes y los mejores con la lanza. Mas dejemos el
llanto que se nos ha venido antes y pensemos de nuevo en la cena; y que viertan
agua para las manos. Que Te lémaco y yo tendremos unas palabras al amanecer
para con versar entre nosotros.»
Así dijo, y Asfalión vertió agua
sobre sus manos, rápido ser vidor del ilusre Menelao; y ellos echaron mano de
los alimen tos que tenían preparados delante.
Entonces Helena, nacida de Zeus,
pensó otra cosa: al pron to echó en el vino del que bebían una droga para
disipar el dolor y aplacadora de la cólera que hacía echar a olvido todos los
males. Quien la tomara después de mezclada en la crátera, no derramaría
lágrimas por las mejillas durante un día, ni aunque hubieran muerto su padre y
su madre o mataran ante sus ojos con el bronce a su hermano o a su hijo. Tales
drogas ingenio sas tenía la hija de Zeus, y excelentes, las que le había dado
Po lidamna, esposa de Ton, la egipcia, cuya fértil tierra produce muchísimas
drogas, y después de mezclarlas muchas son buenas y muchas perniciosas; y allí
cada uno es médico que so bresale sobre todos los hombres, pues es vástago de
Peón. Así pues, luego que echó la droga ordenó que se escanciara vino de nuevo;
y contestó y dijo su palabra:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, y
vosotros, hijos de hombres nobles. En verdad el dios Zeus nos concede unas ve
ces bienes y otras males, pues lo puede todo. Comed ahora sentados en el
palacio y deleitaos con palabras, que yo voy a haceros un relato oportuno. Yo
no podría contar ni enumerar todos los trabajos de Odiseo el sufridor, pero sí
esto que reali zó y soportó el animoso varón en el pueblo de los troyanos donde
los aqueos padecisteis penalidades: infligiéndose a sí mismo vergonzosas
heridas y echándose por los hombros ro pas miserables, se introdujo como un
siervo en la ciudad de anchas calles de sus enemigos. Así que ocultándose, se
parecía a otro varón, a un mendigo, quien no era tal en las naves de los
aqueos. Y como tal se introdujo en la ciudad de los troyanos, pero ninguno de
ellos le hizo caso; sólo yo lo reconocí e interrogué, y él me evitaba con
astucia. Sólo cuando lo hube lavado y arreglado con aceite, puesto un vestido y
jurado con firme juramento que no lo descubriría entre los troyanos hasta que
llegara a las rápidas naves y a las tiendas, me manifestó Odiseo todo el plan
de los aqueos. Y después de matar a muchos troyanos con afilado bronce, marchó
junto a los argivos llevándose abundante información. Entonces las troyanas
rompieron a llorar con fuerza, mas mi corazón se alegraba, porque ya ansiaba
regresar rápidamente a mi casa y lamentaba la obcecación que me otorgó Afrodita
cuando me condujo allí lejos de mi patria, alejándome de mi hija, de mi cama y
de mi marido, que no es inferior a nadie ni en juicio ni en porte.»
Y el rubio Menelao le contestó y
dijo:
«Sí, mujer, todo lo has dicho como te
corresponde. Yo co nocí el parecer y la inteligencia de muchos héroes y he
visitado muchas tierras. Pero nunca vi con mis ojos un corazón tal como era el
del sufridor Odiseo. ¡Como esto que hizo y aguan tó el recio varón en el pulido
caballo donde estábamos los me jores de los argivos para llevar muerte y
desgracia a los troya nos! Después llegaste tú
debió impulsarte un dios que quería conceder gloria a los troyanos yo seguía Deífobo seme jante a los dioses.
Tres veces lo acercaste a palpar la cóncava trampa y llamaste a los mejores
dánaos, designando a cada uno por su nombre, imitando la voz de las esposas de
cada uno de los argivos. También yo y el hijo de Tideo y el divino Odiseo,
sentados en el centro, lo oímos cuando nos llamaste. Nosotros dos tratamos de
echar a andar para salir o responder luego desde dentro. Pero Odiseo lo impidió
y nos contuvo, aunque mucho lo deseábamos. Así que los demás hijos de los
aqueos quedaron en silencio, y sólo Anticlo deseaba contestarte con su palabra.
Pero Odiseo apretó su fuerte mano reciamente so bre la boca y salvó a todos los
aqueos. Y mientras lo retenía, lo llevó lejos Palas Atenea.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus,
caudillo de hombres, ello es más doloroso, pues esto no lo apartó de la funesta
muerte ni aunque tenía dentro un corazón de hierro. Pero, vamos, envía nos a la
cama para que nos deleitemos ya con el dulce sueño.»
Así dijo, y la argiva Helena ordenó a
las esclavas colocar ca mas bajo el pórtico y disponer hermosas mantas de
púrpura, extender por encima colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse.
Así que salieron de la sala sosteniendo antorchas en sus manos y prepararon las
camas. Y un heraldo condujo a los huéspedes. Acostáronse allí mismo, en el
vestíbulo de la casa, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor. El Atrida
durmió en el interior del magnífico palacio y Helena, de largo peplo, se acostó
junto a él, la divina entre las mujeres.
Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana , la de dedos de rosa, Menelao, el de recia voz guerrera, se
levantó del lecho, vistió sus vestidos, colgó de su hombro la aguda es pada y
bajo sus pies brillantes como el aceite calzó hermosas sandalias. Luego se puso
en marcha, salió del dormitorio semejante de frente a un dios y se sentó junto
a Telémaco, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«¿Qué necesidad lo trajo aquí, héroe
Telémaco, a la divina Lacedemonia, sobre el ancho lomo del mar? ¿Es un asunto
pú blico o privado? Dímelo sinceramente.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus,
caudillo de hombre, he venido por si podías darme alguna noticia sobre mi
padre. Se consume mi casa y mis ricos campos se pierden; el palacio está lleno
de hombres malvados que continuamente degüellan gordas ovejas y cuernitorcidos
bueyes de rotátiles patas, los pre tendientes de mi madre, que tienen una
arrogancia insolente. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si quieres
contarme su luctuosa muerte, la hayas visto con tus propios ojos o hayas
escuchado el relato de algún caminante; digno de lástima más que nadie lo parió
su madre. Y no endulces tus palabras por respeto ni piedad; antes bien,
cuéntame detalladamente cómo llegaste a verlo. Te lo suplico, si es que alguna
vez mi padre, el noble Odiseo, lo prometió y cumplió alguna palabra o alguna
obra en el pueblo de los troyanos, donde los aqueos sufristeis penalidades.
Acuérdate de esto ahora y cuéntame la verdad».
Y le contestó irritado el rubio
Menelao:
«¡Ay, ay, conque quieren dormir en el
lecho de un hombre intrépido quienes son cobardes! Como una cierva acuesta a
sus dos recién nacidos cervatillos en la cueva de un fuerte león y mientras
sale a buscar pasto en las laderas y los herbosos va lles, aquél regresa a su
guarida y da vergonzosa muerte a am bos, así Odiseo dará vergonzosa muerte a
aquéllos. ¡Padre Zeus, Atenea y Apolo, ojalá que fuera como cuando en la bien
construida Lesbos se levantó para disputar y luchó con Filo meleides, lo
derribó violentamente y todos los aqueos se ale graron! Ojalá que con tal
talante se enfrentara Odiseo con los pretendientes: corto el destino de todos
sería y amargas sus nupcias. En cuanto a lo que me preguntas y suplicas, no que
rría apartarme de la verdad y engañarte. Conque no lo ocultaré ni guardaré
secreto sobre lo que me dijo el veraz anciano del mar.
«Los dioses me retuvieron en Egipto,
aunque ansiaba regre sar aquí, por no realizar hecatombes perfectas; que
siempre quieren los dioses que nos acordemos de sus órdenes. Hay una isla en el
ponto de agitadas olas delante de Egipto
la llaman Faro ,tan lejos cuanto una cóncava nave puede recorrer en un
día si sopla por detrás sonoro viento, y un puerto de buen fondeadero de donde
echan al mar las equilibradas naves, lue go de sacar negra agua. Retuviéronme
allí los dioses veinte días, y no aparecían los vientos que soplan favorables,
los que conducen a la naves sobre el ancho lomo del mar. Todos los víveres y el
vigor de mis hombres se habría acabado a no ser que una de las diosas se hubiera
compadecido y sentido piedad de mí, Idoteas, la hija del valiente Proteo, el
anciano de los mares, pues la conmovió el ánimo. Encontróse conmigo cuan do
vagaba solo lejos de mis compañeros (continuamente vaga ban éstos por la isla
pescando con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus estómagos), y
acercándose me dijo estas palabras: "¿Eres así de simple y atontado,
forastero, o te aban donas de buen grado y gozas padeciendo males?, puesto que
permaneces en la isla desde hace tiempo sin poder hallar reme dio y se consume
el ánimo de tus compañeros." Así dijo, y yo le contesté: "Te diré,
quienquiera que seas de las diosas, que no estoy detenido de buen grado; que
debo haber faltado a los in mortales que poseen el ancho cielo. Pero dime tú,
pues los dio ses lo saben todo, quién de ellos me detiene y aparta de mi ca
mino, y cómo llevaré a cabo el regreso a través del ponto rico en peces."
Así dije, y ella, la divina entre las diosas, me respon dió luego:
"Forastero, te voy a informar muy sinceramente. Viene aquí con frecuencia
el veraz anciano del mar, el inmor tal Proteo egipcio, que conoce las
profundidades de todo el mar, siérvo de Poseidón y dicen que él me engendró y es mi padre. Si tú
pudieras apresarlo de alguna manera, poniéndote al acecho, él lo diría el
camino, la extensión de la ruta y cómo llevarás a cabo el regreso a través del
ponto rico en peces. Y también lo diría, vástago de Zeus, si es que lo deseas,
lo bueno y lo malo que ha sucedido en tu palacio después que empren diste este
viaje largo y difícil." Así dijo, y yo le contesté y dije: "Sugiéreme
tú misma una emboscada contra el divino anciano a fin de que no me rehúya si me
conoce y se da cuenta de ante mano, pues
es difícil para un hombre mortal sujetar a un dios." Así dije, y ella, la
divina entre las diosas, me respondió luego: "Yo lo diré esto muy
sinceramente. Cuando el sol va por el centro del cielo, el veraz anciano marino
sale del mar con el soplo de Céfiro, oculto por el negro encrestamiento de las
olas. Una vez fuera, se acuesta en honda gruta y a su alrededor duermen
apiñadas las focas, descendientes de la hermosa Ha losidne, que salen del
canoso mar exhalando el amargo olor de las profundidades marinas. Yo lo
conduciré allí al despun tar la aurora, lo acostaré enseguida y escogerás a
tres compa ñeros, a los mejores de tus naves de buenos bancos. Te diré to das
las argucias de este anciano: primero contará y pasará re vista a las focas y
cuando las haya contado y visto todas, se acostará en medio de ellas como el
pastor de un rebaño de ovejas. Tan pronto como lo veáis durmiendo, poned a
prueba vuestra fuerza y vigor y retenedlo allí mismo, aunque trate de huir
ansioso y precipitado. Intentará tornarse en todos los rep tiles que hay sobre
la tierra, así como en agua y en violento fuego. Pero vosotros retenedlo con
firmeza y apretad más fuerte. Y cuando él lo pregunte, volviendo a mostrarse
tal como lo visteis durmiendo, abstente de la violencia y suelta al anciano. Y
pregúntale cuál de los dioses lo maltrata y cómo llevarás a cabo el regreso a
través del ponto rico en peces."
Habiendo hablado así, se sumergió en
el ponto alborotado y yo marché hacia las naves que se encontraban en la arena.
Y mientras caminaba, mi corazón agitaba muchos pensamientos. Pero una vez que
llegué a las naves y al mar, preparamos la cena y se nos vino la divina noche.
Entonces nos acostamos en la ribera del mar.
«Tan pronto como apuntó la que nace
de la mañana, la de dedos de rosa, me marché luego a la orilla del mar, el de
an chos caminos, suplicando mucho a los dioses. Y llevé tres compañeros en los
que más fiaba para empresas de toda suerte.
«Entre tanto, Idotea, que se había
sumergido en el ancho seno del mar, sacó cuatro pieles de foca del ponto, todas
ellas recién desolladas, pues había ideado un engaño contra su pa dre: había
cavado hoyos en la arena del mar y se sentó para es perar. Nosotros llegamos
muy cerca de ella, nos acostó en fila y echó sobre cada uno una piel. La
emboscada era angustiosa, pues nos atormentaba terriblemente el mortífero olor
de las focas criadas en el mar. Pues ¿quién se acostaría junto a un monstruo
marino? Pero ella nos salvó y nos dio un gran reme dio: colocó a cada uno
debajo de la nariz ambrosía que despe día un muy agradable olor y acabó con la
fetidez del monstruo. Esperamos toda la mañana con ánimo resignado y las focas
sa lieron del mar apiñadas y se tendieron en fila sobre la ribera. El anciano
salió del mar al mediodía y encontró a las rollizas focas, pasó revista a todas
y contó el número. Nos contó los primeros entre los monstruos, pero no se
percató su ánimo de que había engaño. A continuación se acostó también él. Con
que nos lanzamos gritando y le echamos mano. El anciano no se olvidó de sus
engañosas artes, y primero se convirtió en melenudo león, en dragón, en pantera,
en gran jabalí; también se convirtió en fluida agua y en árbol de frondosa
copa, mas nosotros lo reteníamos con fuerte coraje. Y cuando el artero anciano
estaba ya fastidiado me preguntó y me dijo: "Quién de los dioses, hijo de
Atreo, te aconsejó para que me apresaras contra mi voluntad tendiéndome
emboscada? ¿Qué necesitas de mí?" Así dijo, y yo le contesté y dije:
"Sabes anciano (¿por qué me dices esto intentando engañarme?) que tiempo
ha que estoy retenido en esta isla sin poder hallar remedio y mi corazón se me
consume dentro. Pero dime puesto que los
dioses lo saben todo quién de los
inmortales me detiene y aparta de mi camino y cómo llevaré a cabo el regreso a
través del ponto rico en peces." Así dije, y al punto me contestó y dijo:
"Debie ras haber hecho al embarcar hermosos sacrificios a Zeus y a los
demás dioses que poseen el ancho cielo para llegar a tu patria navegando sobre
el ponto rojo como el vino. No creo que tu destino sea ver a los tuyos y llegar
a tu bien edificada casa y a tu patria hasta que vuelvas a recorrer las aguas
del Egipto, río nacido de Zeus y sacrifiques sagradas hecatombes a los dio ses
inmortales que poseen el ancho cielo. Entonces los dioses te concederán el
camino que tanto deseas." Así dijo y se me conmovió el corazón, pues me
mandaba ir de nuevo a Egipto a través del ponto, sombrío camino, largó y
difícil. Pero aun así le contesté y le dije: "Anciano, haré como mandas.
Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si llegaron sanos y sal vos todos los
aqueos que Néstor y yo dejamos cuando parti mos de Troya o murió alguno de
cruel muerte en su nave o a manos de los suyos después de soportar la guerra
laboriosa." Así dije, y él me contestó y dijo: "¡Atrida!, ¿por qué me
pre guntas esto? No te es necesario saberlo ni conocer mi pensa miento. Te
aseguro que no estarás mucho tiempo sin llanto luego que te enteres de todo,
pues muchos de ellos murieron y muchos han sobrevivido. Sólo dos jefes de los
aqueos que vis ten bronce murieron en el regreso (pues tú mismo asististe a la guerra);
y uno que vive aún está retenido en el vasto ponto. Ayante pereció junto con
sus naves de largos remos: primero lo arrimó Poseidón a las grandes rocas de
Girea y lo salvó del mar, y habría escapado de la muerte, aunque odiado de Ate
nea, si no hubiera pronunciado una palabra orgullosa y se hu biera obcecado
grandemente. Dijo que escaparía al gran abismo del mar contra la voluntad de
los dioses. Poseidón le oyó hablar orgullosamente y a continuación, cogiendo
con sus ma nos el tridente, golpeó la roca Girea y la dividió: una parte quedo
allí, pero se desplomó en el ponto el trozo sobre el que Ayante, sentado desde
el principio, había incurrido en gran ce gazón; y lo arrastró hacia el inmenso
y alborotado ponto. Así pereció después de beber la salobre agua.
«"También tu hermano escapó a la
maldición de Zeus y huyó en las cóncavas naves, pues lo salvó la venerable
Hera. Mas cuando estaba a punto de llegar al escarpado monte de Malea,
arrebatólo una tempestad que lo llevó gimiendo peno samente por el ponto rico en
peces. hasta un extremo del cam po donde en otro tiempo habitó Tiestes; mas
entonces la habi taba Egisto, el hijo de Tiestes. Así que cuando, una vez allí,
le parecía feliz el regreso y los dioses cambiaron el viento y llega ron a sus
casas, entonces tu hermano pisó alegre su tierra pa tria: tocaba y besaba la
tierra y le caían muchas ardientes lágri mas cuando contemplaba con júbilo su
tierra. Pero lo vio des de una atalaya el vigilante que había puesto allí el
tramposo Egisto (le había ofrecido en recompensa dos talentos de oro). Vigilaba
éste desde hacía un año, para que no le pasara inad vertido si llegaba y
recordara su impetuosa fuerza. Y marchó a palacio para dar la noticia al pastor
de su pueblo. Y enseguida Egisto tramó una engañosa trampa: eligiendo los
veinte mejo res hombres entre el pueblo, los puso en emboscada y luego mandó
preparar un banquete en otra parte, y marchó a llamar a Agamenón, pastor de su
pueblo, con caballos y carros medi tando obras indignas. Condújolo,
desconocedor de su muerte, y mientras lo agasajaba lo mató como se mata a un
buey en el pesebre. No quedó vivo ninguno de los compañeros del Atrida que lo
acompañaban, ni ninguno de Egisto, que todos fueron muertos en el
palacio."
«Así dijo, y se me conmovió el
corazón; lloraba sentado en la arena, y mi corazón no quería vivir ya ni ver la
luz del sol. Y después que me harté de llorar y agitarme me dijo el veraz
anciano del mar: "No llores, hijo de Atreo, mucho tiempo y sin cesar,
puesto que así no hallaremos ningún remedio. Con que trata de volver a tu
patria rápidamente, pues o lo encon trarás aún vivo o bien Orestes lo habrá
matado adelantándose y tú puedes estar presente a sus funerales." Así
dijo, y mi cora zón y ánimo valeroso se caldearon de nuevo en mi pecho, aun que
estaba afligido. Y le hablé y le dije aladas palabras: "De és tos ya sé
ahora. Nómbrame, pues, al tercer hombre, el que, aún vivo, está retenido en el
vasto ponto o está ya muerto. Pues aunque afligido quiero oírlo." Así le
dije, y él al punto me contestó y me dijo: "El hijo de Laertes que habita
en Itaca. Lo vi en una isla derramando abundante llanto, en el palacio de la
ninfa Calipso, que lo retiene por la fuerza. No puede regresar a su tierra,
pues no tiene naves provistas de remos ni compañe ros que lo acompañen por el
ancho lomo del mar. Respecto a ti, Menelao, vástago de Zeus, no está
determinado por los dio ses que mueras en Argos, criadora de caballos,
enfrentándote con tu destino, sino que los inmortales lo enviarán a la llanura
Elisia, al extremo de la tierra, donde está el rubio Radaman to. Allí la vida
de los hombres es más cómoda, no hay nevadas y el invierno no es largo; tampoco
hay lluvias, sino que Océa no deja siempre paso a los soplos de Céfiro que
sopla sonora mente para refrescar a los hombres. Porque tienes por esposa a
Helena y para ellos eres yerno de Zeus."
«Y hablando así, se sumergió en el
alborotado ponto. Yo enfilé hacia las naves con mis divinos compañeros, y
mientras caminaba, mi corazón agitaba muchas cosas; y luego que llega mos a la
nave y al mar, preparamos la cena y se nos echó enci ma la divina noche; así
que nos acostamos en la ribera del mar.
«Y cuando apareció Eos, la que nace
de la mañana, la de de dos de rosa, en primer lugar lanzamos al mar divino las
naves y colocamos los mástiles y velas en las proporcionadas naves y todos se
fueron a sentar en los bancos; y sentados en fila, ba tían el canoso mar con
los remos.
«Detuve las naves en el Egipto, río
nacido de Zeus, e hice perfectas hecatombes. Y cuando había puesto fin a la cólera
de los dioses que existen siempre, levanté un túmulo a Agamenón para que su
gloria sea inextinguible.
«Acabado esto, partí, y los
inmortales me concedieron vien to favorable y rápidamente me devolvieron a mi
tierra. Pero, vamos, permanece ahora en mi palacio, hasta que llegue el un
décimo o el duodécimo día. Entonces te despediré y te daré como espléndidos
regalos tres caballos y un carro bien trabaja do; también te daré una hermosa
copa para que hagas libacio nes a los dioses inmortales y te acuerdes de mí
todos los días.»
Y a su vez, Telémaco le contestó
discretamente:
«¡Atrida!, no me retengas aquí
durante mucho tiempo, pues yo permanecería un año junto a ti sin que me
atenazara la nos talgia de mi casa ni de mis padres, que me cumple sobremane ra
escuchar tus relatos y palabras. Pero ya mis compañeros es tarán disgustados en
la divina Pilos y tú me retienes aquí hace tiempo. Que el regalo que me des sea
un objeto que se pueda conservar. Los caballos no los llevaré a Itaca, te los
dejaré aquí como ornato, pues tú reinas en una llanura vasta en la que hay
mucho loto, juncia, trigo, espelta y blanca cebada que cría el campo. En Itaca
no hay recorridos extensos ni prado; es tierra criadora de cabras y más
encantadora que la criadora de caba llos. Pues ninguna de las islas que se
reclinan sobre el mar es apta para el paso de caballos ni rica en prados, a
Itaca menos que ninguna.»
Así dijo, y Menelao, de recia voz
guerrera, sonrió y lo acari ció con la mano; le llamó por su nombre y le dijo
su pa labra:
«Hijo querido, eres de sangre noble,
según hablas. Te cam biaré el regalo, pues puedo. Y de cuantos objetos hay en
mi palacio que se pueden conservar, te daré el más hermoso y el de más precio.
Te daré una crátera bien trabajada, de plata toda ella y con los bordes pulidos
en oro. Es obra de Hefesto; me la dio el héroe Fedimo, rey de los sidonios,
cuando me alo jó en su casa al regresar. Esto es lo que quiero regalarte.»
Mientras departían entre sí iban
llegando los invitados al palacio del divino rey. Unos traían ovejas, otros
llevaban con fortante vino, y las esposas de lindos velos les enviaban el pan.
Así preparaban comida en el palacio.
Entre tanto, los pretendientes se
complacían arrojando dis cos y venablos ante el palacio de Odiseo, en el sólido
pavimen to donde acostumbraban, llenos de arrogancia.
Hallábanse sentados Antínoo y
Eurímaco, semejantes a los dioses, los jefes de los pretendientes y los mejores
con prefe rencia por su valor. Y acercándoseles el hijo de Fronio, Noe món, le
preguntó y dijo a Antínoo su palabra:
«Antínoo, ¿sabemos cuándo vendrá
Telémaco de la arenosa Pilos o no? Se fue llevándose mi nave y preciso de ella
para pa sar a la espaciosa Elide, donde tengo doce yeguas y mulos no domados,
buenos para el laboreo; si traigo alguno de estos po dría domarlo.»
Así dijo, y ellos quedaron atónitos,
pues no pensaban que Te lémaco hubiera marchado a Pilos de Neleo, sino que se
encon traba en el campo con las ovejas o con el porquerizo.
Mas, al fin, Antínoo, hijo de
Eupites, contestóle diciendo:
«Háblame sinceramente. ¿Cuándo se fue
y qué mozos lo acompañaban? ¿Los mejores de Itaca o sus obreros y criados? Que
también pudo hacerlo así. Dime también con verdad, para que yo lo sepa, si te
quitó la negra nave por la fuerza y contra tu voluntad o se la diste de buen
grado, luego de supli carte una y otra vez.»
Y Noemón, el hijo de Fronio, le
contestó:
«Yo mismo se la di de buen grado.
¿Qué se podría hacer si te la pide un hombre como él, con el ánimo lleno de
preocupa ciones? Sería difícil negársela. Los jóvenes que le acompañaban son
los que sobresalen entre nosotros en el pueblo. Tam bién vi embarcando como
jefe a Méntor, o a un dios, pues así parecía en todo. Lo que me extraña es que
vi ayer por la ma ñana al divino Méntor aquí, y eso que entonces se embarcó
para Pilos.»
Cuando así hubo hablado marchó hacia
la casa de su padre, y a éstos se les irritó su noble ánimo. Hicieron sentar a
los pre tendientes todos juntos y detuvieron sus juegos. Y entre ellos habló
irritado Antínoo, hijo de Eupites; su corazón rebosaba negra cólera y sus ojos
se asemejaban al resplandeciente fuego: «¡Ay, ay, buen trabajo ha realizado
Telémaco arrogantemen te con este viaje; y decíamos que no lo llevaría a cabo!
Contra la voluntad de tantos hombres un crío se ha marchado sin más, después de
botar una nave y elegir los mejores entre el pueblo. Enseguida comenzará a ser
un azote. ¡Así Zeus le destruya el vigor antes de que llegue a la plenitud de
la juventud Conque, ea, dadme una rápida nave y veinte compañeros para ponerle
emboscada y esperarle cuando vuelva en el estrecho entre Itaca y la escarpada
Same. Para que el viaje que ha em prendido por causa de su padre le resulte
funesto.»
Así dijo, y todos aprobaron sus
palabras y lo apremiaban.
Así que se levantaron y se pusieron en
camino hacia el pala cio de Odiseo.
Penélope no tardó mucho en enterarse
de los planes que los prentendientes meditaban en secreto. Pues se los comunicó
el heraldo Medonte, que escuchó sus decisiones aunque estaba fuera del patio
cuando éstos las urdían dentro. Y se puso en camino por el palacio para
cómunicárselo a Penélope. Cuando atravesaba el umbral le dijo ésta:
«Heraldo, ¿a qué te mandan los
ilustres pretendientes? ¿Acaso para que ordenes a las esclavas del divino
Odiseo que dejen sus labores y les preparen comida? iOjalá dejaran de cor
tejarme y de reunirse y cenaran su última y definitiva cena! Con tanto reuniros
aquí estáis acabando con muchos bienes, con las posesiones del prudence
Telémaco. ¿No habéis oído contar a vuestros padres cuando erais niños cómo era
Odiseo con ellos, que ni hizo ni dijo nada injusto en el pueblo? Este es el
proceder habitual de los divinos reyes: a un hombre le odian mientras que a
otro le aman. Pero aquél jamás hizo injusticia a hombre alguno. Así que han
quedado al descubierto vuestro ánimo a injustas obras, y no tenéis
agradecimiento por sus be neficios.»
Y a su vez le dijo Medonte, de
pensamientos prudentes:
«Reina, ¡ojalá fuera ésta el mayor
mal! Pero los pretendien tes meditan otro mucho mayor y más penoso que ojalá no
cumpla el Cronida! Desean ardientemente matar a Telémaco con el agudo bronce
cuando vuelva a casa, pues partió a la au gusta Pilos y a la divina Lacedemonia
en busca de noticias dé su padre.»
Así dijo. Flaqueáronle a Penélope las
rodillas y el corazón, el estupor le arrebató las palabras por largo tiempo, y
los ojos se le llenaron de lágrimas, y la vigorosa voz se le quedó detenida.
Más tarde le contestó y dijo:
«¡Heraldo! ¿Por qué se ha marchado mi
hijo? No precisaba embarcar en las naves que navegan veloces, que son para los
hombres caballos en la mar y atraviesan la abundante hume dad. ¿Acaso lo hizo
para que no quede ni siquiera su nombre entre los hombres?» Y le contestó a
continuación Medonte, conocedor de pru dencia:
«No sé si lo impulsó algún dios o su
propio ánimo a ir a Pi los para indagar acerca del regreso de su padre o del
destino con el que se ha enfrentado.»
Cuando hubo hablado así, se fue por
el palacio de Odiseo. Envolvió a Penélope una pena mortal y no soportó estar
sen tada en la silla, de las que había abundancia en la casa, sino que se sentó
en el muy trabajado umbral de su aposento, quejándo se de manera lamentable. Y
a su alrededor gemían todas las criadas, cuantas habia en el palacio, jóvenes y
viejas. Y Penélo pe les dijo, llorando agudamente:
«Escuchadme, amigas, pues el Olímpico
me ha concedido dolores por encima de las que nacieron o se criaron conmigo:
perdí primero a un esposo noble de corazón de león y que se distinguía entre
los dánaos por excelencias de todas clases, un noble varón cuya vasta gloria se
extiende por la Hélade y hasta el centro de Argos.
«Y ahora las tempestades han
arrebatado sin gloria del pala cio a mi amado hijo. No me enteré cuándo marchó.
Desdichadas, tampoco a vosotras se os ocurrió levantarme de la cama, aunque
bien sabíais cuándo partió aquél en la cóncava y negra nave; pues si hubiera
barruntado que pensaba en este viaje, se habría quedado aquí por más que lo
ansiara o me habría tenido que dejar muerta en el palacio. Vamos, que llame
alguna al an ciano Dolio, mi esclavo, el que me dio mi padre cuando vine aquí y
cuida mi huerto abundante en árboles, para que vaya cerca de Laertes lo antes
posible a contarle todo esto, por si urdiendo alguna astucia en su mente sale a
quejarse a los ciu dadanos que desean destruir el linaje de Odiseo, semejante a
un dios.»
Y a su vez le dijo su nodriza
Euriclea:
«¡Hija mía!, mátame con implacable
bronce o déjame en pa lacio, mas no te ocultaré mi palabra; yo sabía todo esto
y le di cuanto ordenó, pan y dulce vino, y me tomó un solemne jura mento: que
no te lo dijera antes de que llegara el duodécimo día o tú misma lo echaras de
menos y escucharas que se había marchado, para que no afearas llorando tu
hermosa piel.
«Vamos, báñate, toma vestidos limpios
para tu cuerpo y sube al piso superior
con las esclavas. Y suplica a Atenea, hija de Zeus, portador de égida, pues
ella, en efecto, lo salvará de la muerte. No hagas desgraciado a un pobre
anciano, pues no creo en absoluto que el linaje del hijo de Arcisio sea odiado
por los bienaventurados dioses; que alguno sobrevivirá que ocupe el palacio de
elevado techo y posea en la lejanta los férti les campos.»
Así diciendo, calmóse y cerró sus
ojos al llanto.
Y luego de bañarse y coger vestidos
limpios para su cuerpo, subió al piso superior con las criadas y colocó en una
cesta granos de cebada. E imploró a
Atenea:
«Escúchame, hija de Zeus, portador de
égida, Atritona; si alguna vez el muy hábil Odiseo quemó en el palacio gordos
muslos de buey o de oveja, acuérdate de ellos ahora, salva a mi hijo y aleja a
los muy orgullosos pretendientes.»
Cuando hubo hablado así lanzó el
grito ritual y la diosa es cuchó su oración. Los pretendientes alborotaban en
la sombría sala, y uno de los jóvenes orgullosos decía así:
«La reina muy solicitada por nosotros
prepara sus nupcias sin saber que ha sido fabricada la muerte para su hijo.»
Así decía uno, ignorando lo que había
ocurrido. Y entre ellos habló Antínoo y dijo:
«Desgraciados, evitad toda palabra
arrogante, no sea que al guien se la vaya a comunicar. Mas, vamos, levantémonos
y ejecutemos en silencio ese plan que a todos nos cumple.»
Cuando hubo dicho así, escogió a los
veinte mejores y se di rigió hacia la rápida nave y a la orilla del mar.
Arrastráronla primero al profundo mar y colocaron el mástil y las velas a la
negra nave. Prepararon luego los remos con estrobos de cue ro todo como
corresponde, desplegaron las blancas velas y los audaces sirvientes les
trajeron las armas. Anclaron la nave en aguas profundas y luego que hubieron
desembarcado comieron allí y esperaron a que cayera la tarde.
Entre tanto, la discreta Penélope
yacía en ayunas en el piso superior sin tomar comida ni bebida, cavilando si su
ilustre hijo escaparía a la muerte o sucumbiría a manos de los sober bios
pretendientes. Y le sobrevino el dulce sueño mientras me ditaba lo que suele
meditar un león entre una muchedumbre de hombres cuando lo llevan acorralado en
engañoso círculo. Dormía reclinada y todos sus miembros se aflojaron.
En esto, tramó otro plan la diosa de
ojos brillantes, Atenea: construyó una figura semejante al cuerpo de una mujer,
de Ifti ma, hija del magnánimo Icario, a la que había desposado Eu melo, que
tenía su casa en Feras, y envióla al palacio del divino Odiseo para que
aliviara del llanto y los gemidos a Penélope, que se lamentaba entre sollozos.
Entró en el dormitorio por la correa del pasador, se colocó sobre la cabeza de
Penélope y le dijo su palabra:
«Penélope, ¿duermes afligida en tu
corazón? No, los dioses que viven fácilmente no van a permitir que llores ni te
aflijas, pues tu hijo ya está en su camino de vuelta, que en nada es cul pable
a los ojos de los dioses.»
Y le contestó luego la discreta
Penélope, durmiendo pláci damente en las mismas puertas del sueño:
«Hermana, ¿por qué has venido? No
sueles venir con frecuencia, al menos hasta ahora, ya que vives muy lejos.
«Así que me mandas dejar los lamentos
y los numerosos do lores que se agitan en mi interior, a mí que ya he perdido
mi marido noble y valiente como un león, dotado de toda clase de virtudes entre
los dánaos, cuya fama de nobleza es extensa en la Hélade y hasta el centro de
Argos. Ahora de nuevo mi hijo amado ha partido en cóncava nave, mi hijo
inocente descono cedor de obras y palabras. Es por éste por quien me lamento
más que por aquél. Por éste tiemblo y temo no le vaya a pasar algo, sea por
obra de los del pueblo a donde ha marchado o sea en el mar. Pues muchos
enemigos traman contra él deseando matarlo antes de que llegue a su tierra
patria.»
Y le contestó la imagen invisible:
«Ánimo, no temas ya nada en absoluto.
Ésta es quien le acompaña como guía, Palas Atenea pues puede , a quien cualquier hombre
desearía tener a su lado. Se ha compadecido de tus lamentos y me ha enviado
ahora para que te comunique esto.»
Y le contestó a su vez la prudente
Penélope:
«Si de verdad eres una diosa y has
oído la voz de un dios, vamos, háblame también de aquel desdichado, si vive aún
y contempla la luz del sol o ya ha muerto y está en el Hades.»
Y le contestó y dijo la imagen
invisible:
«De aquél no te voy a decir de fijo si
vive o ha muerto, que es malo hablar cosas vanas.»
Así diciendo, desapareció en el
viento por la cerradura de la puerta. Y ella se desperezó del sueñó, la hija de
Icario. Y su corazón se calmó, porque en lo más profundo de la noche se le
había presentado un claro sueño.
Conque los pretendientes embarcaron y
navegaban los hú medos caminos removiendo en su interior la muerte para Te
lémaco.
Hay una isla pedregosa en mitad del mar entre
Itaca y la es carpada Same, la isla de Asteris. No es grande, pero tiene
puertos de doble entrada que acogen a las naves. Así que allí se emboscaron los
aqueos y esperaban a Telémaco.
CANTO
V
ODISEO LLEGA A ESQUERIA
DE
LOS FEACIOS
En esto, Eos se levantó del lecho, de
junto al noble Titono, para llevar la luz a los inmortales y a los mortales.
Los dioses se reunieron en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto
del cielo, cuyo poder es el mayor. Y Atenea les recordaba y relataba las muchas
penalidades de Odiseo. Pues se interesaba por éste, que se encontraba en el palacio
de la ninfa:
«Padre Zeus y demás bienaventurados
dioses inmortales, que ningún rey portador de cetro sea benévolo ni amable ni
bondadoso y no sea justo en su pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre
injustamente, ya que no se acuerda del divino Odiseo ninguno de los ciudadanos
entre los que reinaba y era tierno como un padre. Ahora éste se encuentra en
una isla so portando fuertes penas en el palacio de la ninfa Calipso y no tiene
naves provistas de remos ni compañeros que lo acompa ñen por el ancho lomo del
mar. Y, encima, ahora desean ma tar a su querido hijo cuando regrese a casa,
pues ha marchado a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noti
cias de su padre».
Y le contestó y dijo Zeus, el que
amontona las nubes:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado
del cerco de tus dientes! ¿Pues no concebiste tú misma la idea de que Odiseo se
venga ra de aquéllos cuando llegara? Tú acompaña a Telémaco dies tramente, ya
que puedes, para que regrese a su patria sano y salvo, y que los pretendientes
regresen en la nave.»
Y luego se dirigió a Hermes, su hijo,
y le dijo:
«Hermes, puesto que tú eres el
mensajero en lo demás, ve a comunicar a la ninfa de lindas trenzas nuestra
firme decisión: la vuelta de Odiseo el sufridor, que regrese sin acompañamien
to de dioses ni de hombres mortales. A los veinte días llegará en una balsa de
buena trabazón a la fértil Esqueria, después de padecer desgracias, a la tierra
de los feacios, que son semejan tes a los dioses, quienes lo honrarán como a un
dios de todo corazón y lo enviarán a su tierra en una nave dándole bronce, oro
en abundancia y ropas, tanto como nunca Odiseo hubiera sacado de Troya si
hubiera llegado indemne habiendo obteni do parte del botín. Pues su destino es
que vea a los suyos, lle gue a su casa de alto techo y a su patria.»
Así dijo, y el mensajero Argifonte no
desobedeció. Conque ató, luego a sus pies hermosas sandalias, divinas, de oro,
que suelen llevarlo igual por el mar que por la ilimitada tierra a la par del
soplo del viento. Y cogió la varita con la que hechiza los ojos de los hombres
que quiere y los despierta cuando duer men. Con ésta en las manos echó a volar
el poderoso Argifon te y llegado a Pieria cayó desde el éter en el ponto, y se
movía sobre el oleaje semejante a una gaviota que, pescando sobre los terribles
senos del estéril ponto, empapa sus espesas alas en el agua del mar. Semejante
a ésta se dirigía Hermes sobre las nu merosas olas.
Pero cuando llegó a la isla lejana
salió del ponto color viole ta y marchó tierra adentro hasta que llegó a la
gran cueva en la que habitaba la ninfa de lindas trenzas. Y la encontró dentro.
Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro y de incienso se
extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro con lanzadera de
oro y cantaba con hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno a la
cueva había naci do un florido bosque de alisos, de chopos negros y olorosos ci
preses, donde anidaban las aves de largas alas, los búhos y hal cones y las
cornejas marinas de afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar.
Había cabe a la cóncava cueva una
viña tupida que abunda ba en uvas, y cuatro fuentes de agua clara que corrían
cercanas unas de otras, cada una hacia un lado, y alrededor, suaves y frescos
prados de violetas y apios. Incluso un inmortal que allí llegara se admiraría y
alegraría en su corazón.
El mensajero Argifonte se detuvo allí
a contemplarlo; y, luego que hubo admirado todo en su ánimo, se puso en camino
hacia la ancha cueva. Al verlo lo reconoció Calipso, divina en tre las diosas,
pues los dioses no se desconocen entre sí por más que uno habite lejos. Pero no
encontró dentro al magná nimo Odiseo, pues éste, sentado en la orilla, lloraba
donde muchas veces, desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y pesares, solía
contemplar el estéril mar. Y Calipso, la divina entre las diosas, preguntó a
Hermes haciéndolo sentar en una silla brillante, resplandeciente:
«¿Por qué has venido, Hermes, el de
vara de oro, venerable y querido? Pues antes no venías con frecuencia. Di lo
que piensas, mi ánimo me empuja a cumplirlo si puedo y es posible realizarlo.
Pero antes sígueme para que te ofrezca los dones de hospitalidad.»
Habiendo hablado así, la diosa colocó
delante una mesa lle na de ambrosía y mezcló rojo néctar. El mensajero bebió y
co mió, y después que hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, le dijo su
palabra:
«Me preguntas tú, una diosa, por qué
he venido yo, un dios.
Pues bien, voy a decir con sinceridad
mi palabra, pues lo man das. Zeus me ordenó que viniera aquí sin yo quererlo.
¿Quién atravesaría de buen grado tanta agua salada, indecible? Además, no hay
ninguna ciudad de mortales en la que hagan sacrificios a los dioses y perfectas
hecatombes.
«Pero no le es posible a ningún dios
rebasar o dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida. Dice
que se encuentra contigo un varón, el más desgraciado de cuantos lu charon
durante nueve años en derredor de la ciudad de Pría mo. Al décimo regresaron a
sus casas, después de destruir la ciudad, pero en el regreso faltaron contra
Atenea, y ésta les levantó un viento contrario. Allí perecieron todos sus
fieles compañeros, pero a él el viento y grandes olas lo acercaron aquí. Ahora
te ordena que lo devuelvas lo antes posible, que su destino no es morir lejos
de los suyos, sino ver a los suyos y regresar a su casa de elevado techo y a su
patria.»
Así dijo, y Calipso, divina entre las
diosas, se estremeció, habló y le dijo palabras aladas:
«Sois crueles, dioses, y envidiosos
más que nadie, ya que os irritáis contra las diosas que duermen abiertamente
con un hombre si lo han hecho su amante. Así, cuando Eos, de rosados dedos,
arrebató a Orión, os irritasteis los dioses que vi vís con facilidad, hasta que
la casta Artemis de trono de oro lo mató en Ortigia, atacándole con dulces
dardos. Así, cuando Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a su impulso, se
unió en amor y lecho con Jasión en campo tres veces labrado. No tardó mucho
Zeus en enterarse, y lo mató alcanzándolo con el resplandeciente rayo. Así
ahora os irritáis contra mí, dioses, porque está conmigo un mortal. Yo lo
salvé, que Zeus le destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo en me
dio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus no bles compañeros,
pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí. Yo lo traté como amigo y lo
alimenté y le prometí ha cerlo inmortal y sin vejez para siempre. Pero puesto
que no es posible a ningún dios rebasar ni dejar sin cumplir la voluntad de
Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el mar estéril si aquél lo impulsa
y se lo manda. Mas yo no te despediré de cualquier manera, pues no tiene naves
provistas de remos ni compañeros que lo acompañen sobre el ancho lomo del mar.
Sin embargo, le aconsejaré benévola y nada le ocultaré para que llegue a su
tierra sano y salvo.»
Y el mensajero, el Argifonte, le dijo
a su vez:
«Entonces despídele ahora y respeta
la cólera de Zeus, no sea que se irrite contigo y sea duro en el futuro.»
Cuando hubo hablado así partió el
poderoso Argifonte.
Y la soberana ninfa acercóse al
magnánimo Odiseo luego que hubo escuchado el mensaje de Zeus. Lo encontró
sentado en la orilla. No se habían secado sus ojos del llanto, y su dulce vida
se consumía añorando el regreso, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque
pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin
que él la amara. Du rante el día se sentaba en las piedras de la orilla
desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril mar
derramando lágrimas.
Y deteniéndose junto a él le dijo la
divina entre las diosas:
«Desdichado, no te me lamentes más ni
consumas tu exis tencia, que te voy a despedir no sin darte antes buenos conse
jos. ¡Hala!, corta unos largos maderos y ensambla una amplia balsa con el
bronce. Y luego adapta a ésta un elevado tablazón para que te lleve sobre el
brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y agua y rojo vino en abundancia
que alejen de ti el hambre. También te daré ropas y te enviaré por detrás un
viento favorable de modo que llegues a tu patria sano y salvo, si es que lo
permiten los dioses que poseen el ancho cielo, quienes son mejores que yo para
hacer proyectos y cum plirlos.»
Así habló; estremecióse el sufridor,
el divino Odiseo, y ha blando le dirigió aladas palabras:
«Diosa, creo que andas cavilando algo
distinto de mi mar cha, tú que me apremias a atravesar el gran abismo del mar
en una balsa, cosa difícil y peligrosa; que ni siquiera las bien equi libradas
naves de veloz proa lo atraviesan animadas por el fa vorable viento de Zeus.
No, yo no subiría a una balsa mal que te pese, si no aceptas jurarme con gran
juramento, diosa, que no maquinarás contra mí desgracia alguna.»
Así habló; sonrió Calipso, divina
entre las diosas, le acarició la mano y le dijo su palabra, llamándole por su
nombre:
«Eres malvado a pesar de que no
piensas cosas vanas, pues te has atrevido a decir tales palabras. Sépalo ahora
la Tierra, y desde arriba el ancho Cielo y el agua que fluye de la Estige éste es el mayor y el más terrible juramento
para los biena venturados dioses que no
maquinaré contra ti desgracia al guna. Esto es lo que yo pienso y te voy a
aconsejar, cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara tal necesidad. Mi
proyecto es justo, y no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino compasivo.»
Hablando así la divina entre las
diosas marchó luego delante y él marchó tras las huellas de la diosa. Y
llegaron a la profun da cueva la diosa y el varón. Éste se sentó en el sillón
de don de se había levantado Hermes, y la ninfa le ofreció toda clase de comida
para comer y beber, cuantas cosas suelen yantar los mortales hombres. Sentóse
ella frente al divino Odiseo y las siervas le colocaron néctar y ambrosía.
Echaron mano a los alimentos preparados que tenían delante y después que se sa
ciaron de comida y bebida empezó a hablar Calipso, divina en tre las diosas:
«Hijo de Laertes, de linaje divino,
Odiseo, rico en ardides, ¿así que quieres marcharte enseguida a tu casa y a tu
tierra pa tria? Vete enhorabuena. Pero si supieras cuántas tristezas te
deparará el destino antes de que arribes a tu patria, te queda rías aquí
conmigo para guardar esta morada y serías inmortal por más deseoso que
estuvieras de ver a tu esposa, a la que continuamente deseas todos los días. Yo
en verdad me precio de no ser inferior a aquélla ni en el porte ni en el
natural, que no conviene a las mortales jamás competir con las inmortales ni en
porte ni en figura.»
Y le dijo el muy astuto Odiseo:
«Venerable diosa, no te enfades
conmigo, que sé muy bien cuánto te es inferior la discreta Penélope en figura y
en estátu ra al verla de frente, pues ella es mortal y tú inmortal sin vejez.
Pero aun así quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa y ver el día del
regreso. Si alguno de los dioses me maltra tara en el ponto rojo como el vino,
lo soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté muy mucho
sufriendo en el mar y en la guerra. Que venga esto después de aquello.»
Así dijo. El sol se puso y llegó el
crepusculo. Así que se diri gieron al interior de la cóncava cueva a deleitarse
con el amor en mutua compañía.
Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana, la de dedos de rosa, Odiseo se vistió de túnica y manto, y ella,
la ninfa, vistió una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocó al rededor de
su talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza, y a continuación se
ocupó de la partida del magnánimo Odiseo. Le dio una gran hacha de bronce bien
manejable, agu zada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo
bien ajustado. A continuación le dio una azuela bien pu limentada, y emprendió
el camino hacia un extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles,
alisos y álamos negros y abetos que suben hasta el cielo, secos desde hace
tiempo, rese cos, que podían flotar ligeros. Luego que le hubo mostrado dónde
crecían los árboles, marchó hacia el palacio Calipso, di vina entre las diosas,
y él empezó a cortar troncos y llevó a cabo rápidamente su trabajo. Derribó
veinte en total y los cor tó con el bronce, los pulió diestramente y los
enderezó con una plomada mientras Calipso, divina entre las diosas, le lleva ba
un berbiquí. Después perforó todos, los unió unos con otros y los ajustó con
clavos y junturas. Cuanto un hombre buen conocedor del arte de construir
redondearía el fondo de una amplia nave de carga, así de grande hizo Odiseo la
balsa. Plantó luego postes, los ajustó con vigas apiñadas y construyó una
cubierta rematándola con grandes tablas. Hizo un mástil y una antena adaptada a
él y construyó el timón para gobernarla. Cubrióla después con cañizos de mimbre
a uno y otro lado para que fuera defensa contra el oleaje y puso encima mucha
madera. Entre tanto, le trajo Calipso, divina entre las diosas, tela para hacer
las velas, y él las fabricó con habilidad. Ató en ellas cuerdas, cables y
bolinas y con estacas la echó al divino mar.
Era el cuarto día y ya tenía todo
preparado. Y al quinto lo dejó marchar de la isla la divina Calipso después de
lavarlo y ponerle ropas perfumadas. Entrególe la diosa un odre de ne gro vino,
otro grande de agua y un saco de víveres, y le añadió abundantes golosinas. Y
le envió un viento próspero y cálido.
Así que el divino Odiseo desplegó
gozoso las velas al viento y sentado gobernaba el timón con habilidad. No caía
el sueño sobre sus párpados contemplando las Pléyades y el Bootes, que se pone
tarde, y la Osa, que llaman carro por sobrenombre, que gira allí y acecha a
Orión y es la única privada de los baños de Océano. Pues le había ordenado Calipso,
divina entre las diosas, que navegase teniéndola a la mano izquierda. Navegó
durante diecisiete días atravesando el mar, y al decimoctavo aparecieron los
sombríos montes del país de los feacios, por donde éste le quedaba más cerca y
parecía un escudo sobre el brumoso ponto.
El poderoso, el que sacude la tierra,
que volvía de junto a los etiopes, lo vio de lejos, desde los montes Sólymos,
pues se le apareció surcando el mar. Irritóse mucho en su corazón, y moviendo
la cabeza habló a su ánimo:
«¡Ay!, seguro que los dioses han
cambiado de resolución respecto a Odiseo mientras yo estaba entre los etíopes,
que ya está cerca de la tierra de los feacios, donde es su destino esca par del
extremo de las calamidades que le llegan. Pero creo que aún le han de alcanzar
bastantes desgracias.»
Cuando hubo hablado así, amontonó las
nubes y agitó el mar, sosteniendo el tridente entre sus manos, e hizo
levantarse grandes tempestades de vientos de todas clases, y ocultó con las
nubes al mismo tiempo la tierra y el ponto. Y la noche sur gió del cielo.
Cayeron Euro y Noto, Céfiro de soplo violento y Bóreas que nace en cielo
despejado levantando grandes olas. Entonces las rodillas y el corazón de Odiseo
desfallecieron, e irritado dijo a su magnánimo espíritu:
«Ay de mí, desgraciado, ¿qué me
sucederá por fin ahora? Mucho temo que todo lo que dijo la diosa sea verdad; me
ase guró que sufriría desgracias en el ponto antes de regresar a mi patria, y
ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha ce rrado Zeus el vasto cielo y
agitado el ponto, y las tempestades de vientos de todas clases se lanzan con
ímpetu!
«Seguro que ahora tendré una terrible
muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dánaos que murieron en la vásta Troya
por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera
enfrentado con mi destino el día en que cantos troya nos lanzaban contra mí
broncíneas lanzas alrededor del Pelida muerto! Allí habría obtenido honores
fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está determinado que
sea sorprendido por una triste muerte.»
Cuando hubo dicho así, le alcanzó en
lo más alto una gran ola que cayó terriblemente y sacudió la balsa. Odiseo se
preci pitó fuera de la balsa soltando las manos del timón, y un terri ble
huracán de mezclados vientos le rompió el mástil por la mitad. Cayeron al mar,
lejos, la vela y la antena, y a él lo tuvo largo tiempo sumergido sin poder
salir con presteza por el ím petu de la ingente ola, pues le pesaban los
vestidos que le había dado la divina Calipso.
A1 fin emergió mucho después y
escupió de su boca la amarga agua del mar que le caía en abundancia, con ruido,
desde la cabeza. Pero ni aun así se olvidó de la balsa, aunque estaba agotado,
sino que lanzándose entre las olas se apoderó de ella. El gran oleaje la
arrastraba con la corriente aquí y allá. Como cuando el otoñal Bóreas arrastra
por la llanura los espi nos y se enganchan espesos unos con otros, así los
vientos la llevaban por el mar por aquí y por allá. Unas veces Noto la lanzaba
a Bóreas para que se la llevase, y otras Euro la cedía a Céfiro para
perseguirla.
Pero lo vio Ino Leucotea, la de
hermosos tobillos, la hija de Cadmo que antes era mortal dotada de voz, mas
ahora par ticipaba del honor de los dioses en el fondo del mar. Compa decióse
de Odiseo, que sufría pesares a la deriva, y emergió vo lando del mar semejante
a una gaviota; se sentó sobre la balsa y le dijo:
«¡Desgraciado! ¿Por qué tan
acerbamente se ha encolerizado contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para
sembrarte tan tos males? No te destruirá por mucho que lo desee. Conque obra
del modo siguiente, pues paréceme que eres discreto: quí tate esos vestidos,
deja que la balsa sea arrastrada por los vien tos, y trata de alcanzar nadando
la tierra de los feacios, donde es tu destino que te salves. Toma, extiende
este velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando alcan
ces con tus manos tierra firme, suéltalo enseguida y arrójalo al ponto rojo
como el vino, muy lejos de tierra, y apártate lejos.»
Cuando hubo hablado así la diosa, le
dió el velo, y con pres teza se sumergió en el alborotado ponto, semejante a
una ga viota, y una negra ola la ocultó. El divino Odiseo, el sufridor, dio en
cavilar y habló irritado a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! ¡No vaya a ser que alguno
de los inmortales urde contra mí una trampa, cuando me ordena abandonar la
balsa! Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos con mis propios ojos la tierra
donde me dijo que tendría asilo. Más bien, pues me parece mejor, obraré así:
mientras los maderos sigan uni dos por las ligazones permaneceré aquí y
aguantaré sufriendo males, pero una vez que las olas desencajen la balsa me
pondré a nadar, pues no se me alcanza prevision mejor.»
Mientras esto agitaba en su mente, y
en su corazón, Posei don, el que sacude la tierra, levantó una gran ola,
terrible y pe nosa, abovedada, y lo arrastró. Como el impetuoso viento agi ta
un montón de pajas secas que dispersa acá y allá, así disper só los grandes
maderos de la balsa. Pero Odiseo montó en un madero como si cabalgase sobre
potro de carrera y se quitó los vestidos que le había dado la divina Calipso. Y
al punto exten dió el velo por su pecho y púsose boca abajo en el mar, exten
didos los brazos, ansioso de nadar.
Y el poderoso, el que sacude la
tierra, lo vio, y moviendo la cabeza, habló a su ánimo:
. «Ahora que has padecido muchas
calamidades vaga por el ponto hasta que llegues a esos hombres vástagos de
Zeus. Pero ni aun así creo que estimarás pequeña tu desgracia.»
Cuando hubo hablado así, fustigó a
los caballos de hermosas crines y enfiló hacia Egas, donde tiene ilustre
morada.
Pero Atenea, la hija de Zeus decidió
otra cosa: cerró el ca mino a todos los vientos y mandó que todos cesaran y se
cal maran; levantó al rápido Bóreas y quebró las olas hasta que Odiseo, movido
por Zeus, llegara a los feacios, amantes del remo, escapando a la muerte y al
destino.
Así que anduvo éste a la deriva
durante dos noches y dos días por las sólidas olas, y muchas veces su corazón
presintió la muerte. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer
día, cesó el viento y se hizo la calma, y Odiseo vio cerca la tie rra oteando
agudamente desde lo alto de una gran ola. Como cuando parece agradable a los
hijos la vida de un padre que yace enfermo entre grandes dolores, consumiéndose
durante mucho tiempo, pues le acomete un horrible demón y los dioses le libran
felizmente del mal, así de agradable le parecieron a Odiseo la tierra y el
bosque, y nadaba apresurándose por poner los pies en tierra firme. Pero cuando
estaba a tal distancia que se le habría oído al gritar, sintió el estrépito del
mar en las ro cas. Grandes olas rugían estrepitosamente al romperse con es
truendo contra tierra firme, y todo se cubría de espuma mari na, pues no había
puertos, refugios de las naves, ni ensenadas, sino acantilados, rocas y
escollos. Entonces se aflojaron las ro dillas y el corazón de Odiseo y decía
afligido a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! Después que Zeus me ha
concedido inesperada mente ver tierra y he terminado de surcar este abismo, no
en cuentro por dónde salir del canoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y
alrededor las olas se levantan estrepitosamente, y la roca se yergue lisa y el
mar es profundo en la orilla, sin que sea posible poner allí los pies y escapar
del mal. Temo que al salir me arrebate una gran ola y me lance contra pétrea
roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si sigo nadando más allá por si en cuentro
una playa donde rompe el mar oblicuamente o un puerto marino, temo que la
tempestad me arrebate de nuevo y me lleve al ponto rico en peces mientras yo
gimo profunda mente, o una divinidad lance contra mí un gran monstruo ma rino
de los que cría a miles la ilustre Anfitrite. Pues sé que el ilustre, el que
sacude la tierra, está irritado conmigo.»
Mientras meditaba esto en su mente y
en su corazón, lo arrastró una gran ola contra la escarpada orilla, y allí se
habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de ojos
brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo siguiente: lan zóse, asió la
roca con ambas manos y se mantuvo en ella gi miendo hasta que pasó una gran
ola. De este modo consiguió evitarla, pero al refluir ésta lo golpeó cuando se
apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto. Como cuando al sacar a un pul po
de su escondrijo se pegan infinitas piedrecitas a sus tentácu los, así se
desgarró en la roca la piel de sus robustas manos.
Luego lo cubrió una gran ola, y allí
habría muerto el desgra ciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino si
Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiera inspirado sensatez. Así que
emergiendo del oleaje que rugía en dirección a la costa, nadó dando cara a la
tierra por si encontraba orillas batidas por las olas o puertos de mar. Y
cuando llegó nadando a la boca de un río de hermosa corriente, aquél le pareció
el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Y al advertir que
fluía le suplicó en su ánimo:
«Escucha, soberano, quienquiera que
seas; llego a ti, muy deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Poseidón.
Incluso los dioses inmortales respetan al hombre que llega errante como yo
llego ahora a tu corriente y a tus rodillas des pués de sufrir mucho.
Compadécete, soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.»
Así dijo; hizo éste cesar al punto su
corriente, retirando las olas, e hizo la calma delante de él, llevándolo salvo
a la misma desembocadura. Y dobló Odiseo ambas rodillas y los robustos brazos,
pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía todo el cuerpo hinchado, y de
su boca y nariz fluía mucho agua salada: así que cayó sin aliento y sin voz y
le sobrevino un te rrible cansancio. Mas cuando respiró y se recuperó su ánimo,
desató el velo de la diosa y lo echó al río que fluye hacia el mar, y al punto
se lo llevó una gran ola con la corriente y lue go la recibió Ino en sus manos.
Alejóse del río, se echó delante de una junquera y besó la fértil tierra. Y,
afligido, decía a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder?
¿Qué me sobrevendrá por fin? Si velo junto al río durante la noche inspiradora
de preocupaciones, quizá la dañina escarcha y el suave rocío ven zan al tiempo
mi agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues una brisa fría sopla antes
del alba desde el río. Pero si subo a la colina y umbría selva y duermo entre
las espesas matas, si me dejan el frío y el cansancio y me viene el dulce
sueño, temo convertirme en botín y presa de las fieras.».
Después de pensarlo, le pareció que
era mejor así, y echó a andar hacia la selva y la encontró cerca del agua en
lugar bien visible; y se deslizó debajo de dos matas que habían nacido del
mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo. No llegaba a ellos el húmedo
soplo de los vientos ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la
lluvia los atravesaba de un extremo a otro (tan apretados crecían entrelazados
uno con el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y luego preparó ancha cama
con sus manos, pues había un gran montón de hojarasca como para acoger a dos o
tres hombres en el invierno por ri guroso que fuera. A1 verla se alegró el
divino Odiseo, el sufridor, y se acostó en medio y se echó encima un montón de
ho jas. Como el que esconde un tizón en negra ceniza en el extre mo de un campo
(y no tiene vecinos) para conservar un ger men de fuego y no tener que ir a
encenderlo a otra parte, así se cubrió Odiseo con las hojas y Atenea vertió
sobre sus ojos el sueño para que se le calmara rápidamente el penoso cansancio,
cerrándole los párpados.
CANTO
VI
ODISEO
Y NAUSÍCAA
Aí es como dormía allí el sufridor,
el divino Odiseo, ago tado por el sueño y el cansancio.
En tanto marchó Atenea al país y a la
ciudad de los hombres feacios que antes habitaban la espaciosa Hiperea cerca de
los Cíclopes, hombres soberbios que los dañaban con tinuamente, pues eran
superiores en fuerza. Sacándolos de allí los condujo Nausítoo, semejante a un
dios, y los asentó en Es queria, lejos de los hombres industriosos; rodeó la
ciudad con un muro, construyó casas a hizo los templos de los dioses y repartió
los campos. Pero éste, vencido ya por Ker, había marchado a Hades, y entonces
gobernaba Alcínoo, inspirado en sus designios por los dioses.
Al palacio de éste se encaminó
Atenea, la de ojos brillantes, planeando el regreso para el magnánimo Odiseo.
Llegó a la muy adornada estancia en la que dormía una joven igual a las diosas
en su porte y figura, Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo. Y dos sirvientas
que poseían la belleza de las Gracias es taban a uno y otro lado de la entrada,
y las suntuosas puertas estaban cerradas. Apresuróse Atenea como un soplo de
viento hacia la cama de la joven, y se puso sobre su cabeza y le dirigió su
palabra tomando la apariencia de la hija de Dimante, famo so por sus naves,
pues era de su misma edad y muy grata a su ánimo.
Asemejándose a ésta, le dijo Atenea,
la de ojos brillantes:
«Nausícaa, ¿por qué tan indolente te
parió tu madre? Tienes descuidados los espléndidos vestidos, y eso que está
cercana tu boda, en que es preciso que vistas tus mejores galas y se las
proporciones también a aquellos que lo acompañen. Pues de cosas así resulta
buena fama a los hombres y se complacen el padre y la venerable madre.
Conque marchemos a lavar tan pronto
como despunte la aurora; también yo ire contigo como compañera para que dis
pongas todo enseguida, porque ya no vas a estar soltera mucho tiempo, que te
pretenden los mejores de los feacios en el pue blo donde también tú tienes tu
linaje. Así que, anda, pide a tu ilustre padre que prepare antes de la aurora
mulas y un carro que lleve los cinturones, las túnicas y tu espléndida ropa. Es
para ti mucho mejor ir así que a pie, pues los lavaderos están muy lejos de la
ciudad.»
Cuando hubo hablado así se marchó
Atenea, la de los bri llantes, al Olimpo, donde dicen que está la morada
siempre se gura de los dioses, pues no es azotada por los vientos ni moja da
por las lluvias, ni tampoco la cubre la nieve. Permanece siempre un cielo sin
nubes y una resplandeciente claridad la envuelve. Allí se divierten durante
todo el día los felices dio ses. Hacia allá marchó la de ojos brillantes cuando
hubo aconsejado a la joven.
Al punto llegó Eos, la de hermoso
trono, que despertó a Nausícaa; de lindo pelo, y asombrada del sueño echó a
correr por el palacio para contárselo a sus progenitores, a su padre y a su
madre. Y encontró dentro a los dos; ella estaba sentada junto al hogar con sus
siervas hilando copos de lana teñidos con púrpura marina; a él lo encontró a
las puertas cuando marchaba con los ilustres reyes al Consejo, donde lo reclama
ban los nobles feacios.
Así que se acercó a su padre y le
dijo:
«Querido papá, ¿no podrías aparejarme
un alto carro de buenas ruedas para que lleve a lavar al río los vestidos que
ten go sucios? Que también a ti conviene, cuando estás entre los principales,
participar en el Consejo llevando sobre tu cuerpo vestidos limpios. Además,
tienes cinco hijos en el palacio, dos casados ya, pero tres solteros en la flor
de la edad, y éstos siempre quieren ir al baile con los vestidos bien limpios,
y todo esto está a mi cargo.»
Así dijo, pues se avergonzaba de
mentar el floreciente ma trimonio a su padre. Pero él comprendió todo y le
respondió con estas palabras:
«No te voy a negar las mulas, hija,
ni ninguna otra cosa. Ve; al momento los criados lo prepararán un alto carro de
buenas ruedas con una cesta ajustada a
él.»
Cuando hubo dicho así, daba órdenes a
sus criados y éstos al momento le obedecieron. Prepararon fuera el carro mulero
de buenas ruedas, trajeron mulas y las uncieron al yugo. La joven sacó de la
habitación un lujoso vestido y lo colocó en el bien pulido carro, y la madre
puso en un capacho abundante y rica comida, así como golosinas, y en un odre de
cuero de cabra vertió vino. La joven subió al carro, y todavía le dió en un re
cipiente de oro aceite húmedo para que se ungiera con sus sirvientas. Tomó
Nausícaa el látigo y las resplandecientes rien das y lo restalló para que
partieran. Y se dejó sentir el batir de las mulas, y mantenían una tensión
incesante llevando los ves tidos y a ella misma; mas no sola, que con ella
marchaban sus esclavas. Así que hubieron llegado a la hermosisima corriente del
río donde estaban los lavaderos perennes (manaba un cau dal de agua muy hermosa
para lavar incluso la ropa más sucia), soltaron las mulas del carro y las
arrearon hacia el río de her mosos torbellinos para que comieran la fresca
hierba suave como la miel. Tomaron ellas en sus manos los vestidos, los lle
varon a la oscura agua y los pisoteaban con presteza en las pi las, emulándose
unas a otras.
Una vez que limpiaron y lavaron toda
la suciedad, extendie ron la ropa ordenadamente a la orilla del mar
precisamente donde el agua devuelve a la tierra los guijarros más limpios.
Y después de bañarse y ungirse con el
grasiento aceite, to maron el almuerzo junto a la orilla del río y aguardaban a
que la ropa se secara con el resplandor del sol.
Apenas habían terminado de disfrutar
el almuerzo, las cria das y ella misma se pusieron a jugar con una pelota,
despoján dose de sus velos. Y Nausícaa, de blancos brazos, dio comien zo a la
danza. Como Artemis va por los montes, la Flecha dora, ya sea por el Taigeto
muy espacioso o por el Erimanto, mientras disfruta con los jabalíes y ligeros
ciervos, y con ella las ninfas agrestes, hijas de Zeus portador de la égida,
partici pan en los juegos y disfruta en su pecho Leto... (de todas ellas tiene
por encima la cabeza y el rostro, así que es fácilmente re conocible, aunque
todas son bellas), así se distinguía entre to das sus sirvientas la joven doncella.
Pero cuando ya se disponían a
regresar de nuevo a casa, después de haber uncido las mulas y doblado los
bellos vesti dos, la diosa de ojos brillantes, Atenea, dispuso otro plan: que
Odiseo se despertara y viera a la joven de hermosos ojos que lo conduciría a la
ciudad de los feacios. Conque la princesa tiró la pelota a una sirvienta y no
la acertó; arrojóla en un profundo remolino y ellas gritaron con fuerza.
Despertó el divino Odi seo, y sentado meditaba en su mente y en su corazón:
«¡Ay de mí! ¿De qué clase de hombres
es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes de
justicia o ami gos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los
dioses?. Y es el caso que me rodea un griterío femenino como de doncellas, de
ninfas que poseen las elevadas cimas de los montes, las fuentes de los ríos y
los prados cubiertos de hierba. ¿O es que estoy cerca de hombres dotados de voz
arti culada? Pero, ea, yo mismo voy a comprobarlo a intentaré verlo.»
Cuando hubo dicho así, salió de entre
los matorrales el divi no Odiseo, y de la cerrada selva cortó con su robusta
mano una rama frondosa para cubrirse alrededor las vergüenzas. Y se puso en
camino como un león montaraz que, confiado en su fuerza, marcha empapado de
lluvia y contra el viento y le ar den los ojos; entonces persigue a bueyes o a
ovejas o anda tras los salvajes ciervos; pues su vientre lo apremia a entrar en
un recinto bien cerrado para atacar a los ganados. Así iba a mez clarse Odiseo
entre las doncellas de lindas trenzas, aun estando desnudo, pues la necesidad
lo alcanzaba. Y apareció ante ellas terriblemente afeado por la salmuera.
Temblorosas se dispersan cada una por
un lado hacia las sa lientes riberas. Sola la hija de Alcínoo se quedó, pues
Atenea le infundió valor en su pecho y arrojó el miedo de sus miembros. Y
permaneció a pie firme frente a Odiseo. Éste dudó entre su plicar a la muchacha
de lindos ojos abrazado a sus rodillas o pedirle desde lejos, con dulces
palabras, que le señalara su ciu dad y le entregara ropas. Y mientras esto
cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces palabras, no fuera
que la doncella se irritara con él al abrazarle las rodillas. Así que pro
nunció estas dulces y astutas palabras:
«A ti suplico, soberana. ¿Eres diosa
o mortal? Si eres una di vinidad de las que poseen el espacioso cielo, yo te
comparo a Arternis, la hija del gran Zeus, en belleza, talle y distinción, y si
eres uno de los mortales que habitan la tierra, tres veces felices tu padre y
tu venerable madre; tres veces felices también tus hermanos, pues bien seguro
que el ánimo se les ensancha por tu causa viendo entrar en el baile a tal
retoño; y con mucho el más feliz de todos en su corazón aquel que venciendo con
sus presentes te lleve a su casa. Que jamás he visto con mis ojos semejante
mortal, hombre o mujer. Al mirarte me atenaza el asombro. Una vez en Delos vi
que crecía junto al altar de Apolo un retoño semejante de palmera (pues también
he ido allí y me seguía un numeroso ejército en expedición en que me iban a suceder
funestos males.) Así es que contemplando aque llo quedé entusiasmado largo
tiempo, pues nunca árbol tal ha bía crecido de la tierra.
«Del mismo modo te admiro a ti,
mujer, y te contemplo ab sorto al tiempo que temo profundamente abrazar tus
rodillas. Pero me alcanza un terrible pesar. Ayer escapé del ponto, rojo como
el vino, después de veinte días. Entretanto me han za randeado sin cesar el
oleaje y turbulentas tempestades desde la isla Ogigia, y ahora por fin me ha
arrojado aquí algún demón, sin duda para que sufra algún contratiempo; pues no
creo que éstos vayan a cesar, sino que todavía los dioses me preparan muchas
desventuras.
«Pero tú, sobrerana, ten compasión,
pues es a ti a quien pri mero encuentro después de haber soportado muchas
desgra cias, que no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta tierra y
ciudad. Muéstrame la ciudad y dame algo de ropa para cubrirme si al venir
trajiste alguna para envoltura de tus vestidos. ¡Que los dioses te concedan
cuantas cosas anhelas en tu corazón: un marido, una casa, y te otorguen también
una feliz armonía! Seguro que no hay nada más bello y mejor que cuando un
hombre y una mujer gobiernan la casa con el mis mo parecer; pesar es para el
enemigo y alegría para el amigo, y, sobre todo, ellos consiguen buena fama. »
Y le respondió luego Nausícaa, la de
blancos brazos:
«Forastero, no pareces hombre plebeyo
ni insensato. El mismo Zeus Olímpico reparte la felicidad entre los hombres
tanto a nobles como a plebeyos, según quiere a cada uno. Sin duda también a ti
te ha concedido esto, y es preciso que lo so portes con firmeza hasta el fin.
«Ahora que has llegado a nuestra
ciudad y a nuestra tierra, no te verás privado de vestidos ni de ninguna otra
cosa de las que son propias del desdichado suplicante que nos sale al en
cuentro. Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus gentes. Los feacios
poseen esta ciudad y esta tierra; yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, en
quien descansa el poder y la fuerza de los feacios.»
Así dijo, y ordenó a las doncellas de
lindas trenzas:
«Deteneos, siervas. ¿A dónde húís por
ver a este hombre? ¿Acaso creéis que es un enemigo? No existe viviente ni puede
nacer hombre que llegue con ánimo hostil al país de los fea cios, pues somos
muy queridos de los dioses y habitamos lejos en el agitado ponto, los más
apartados, y ningún otro mortal tiene trato con nosotros.
«Peró éste ha llegado aquí como un
desdichado después de andar errante, y ahora es preciso atenderle. Que todos
los huéspedes y mendigos proceden de Zeus, y para ellos una dá diva pequeña es
querida. ¡Vamos!, dadle de comer y de beber y lavadlo en el río donde haya un
abrigo contra el viento. »
Así dijo; ellas se detuvieron y se
animaron unas a otras, hi cieron sentar a Odiseo en lugar resguardado, según lo
había ordenado Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo, le proporcio náron un
manto y una túnica como vestido, le entregaron aceite húmedo en una ampolla de
oro y lo apremiaban para que se bañara en las corrientes del río.
Entonces, por fin, dijo el divino
Odiseo a las siervas:
«Siervas, deteneos ahí lejos mientras
me quito de los hom bros la salmuera y me unjo con aceite, pues ya hace tiempo
que no hay grasa sobre mi cuerpo; que no me lavaré yo frente a vosotras, pues
me avergüenzo de permanecer desnudo entre doncellas de lindas trenzas. »
Así dijo y ellas se alejaron y se lo
contaron a la muchacha. Cónque el divino Odiseo púsose a lavar su cuerpo en las
aguas del río y a quitarse la salmuera que cubría sus anchas espaldas y sus
hombros, y limpió de su cabeza la espuma de la mar infa tigable. Después que se
hubo lavado y ungido con aceite, se vistió las ropas que le proporcionara la no
sometida donce lla. Entonces le concedió, Atenea, la hija de Zeus, aparecer más
apuesto y robusto e hizo caer de su cabeza espesa cabellera, se mejante a la
flor del jacinto. Así como derrama oro sobre plata un diestro orfebre a quien
Hefesto y Palas Atenea han enseña do toda clase de artes y termina graciosos
trabajos, así Atenea vertió su gracia sobre la cabeza y hombros de Odiseo.
Fuese entonces a sentar a lo lejos junto a la orilla del mar, resplande ciente
de belleza y de gracia, y la muchacha lo contemplaba.
Por fin dijo a las siervas de lindas
trenzas:
«Esuchadme, siervas de blancos
brazos, mientras os hablo; no en contra de la voluntad de todos los dioses, los
que poseen el Olimpo, tiene trato este hombre con los feacios semejantes a los
dioses. Es verdad que antes me pareció desagradable, pero ahora es semejante a
los dioses, los que poseen el amplio cielo. ¡Ojalá semejante varón fuera
llamado esposo mío habitando aquí y le cumpliera permanecer con nosotros!
Vamos, siervas, dad al huésped comida y bebida.»
Así dijo; ellas la escucharon y al
punto realizaron sus deseos: pusieron comida y bebida junto a Odiseo y verdad
es que co mía y bebía con voracidad el sufridor, el divino Odiseo, pues durante
largo tiempo estuvo ayuno de comida.
De pronto Nausícaa, de blancos
brazos, cambió de parecer. Después de haber plegado sus vestidos los colocó en
el hermo so carro, unció las mulas de fuertes cascos y ascendió ella mis ma.
Animó a Odiseo, le llamó por su nombre y le dirigió su palabra:
«Forastero, levántate ahora para ir a
la ciudad y para que yo te acompañe a casa de mi prudente padre, donde te
aseguro que verás a los más excelentes de todos los feacios. Pero ahora cuidate
de obrar así ya que no me pareces
insensato : mientras vayamos por los campos y las labores de los hom bres,
marcha presto con las sirvientas tras las mulas y el carro y yo seré guía. Pero
cuando subamos a la ciudad... a ésta la ro dea una elevada muralla; hay un
hermoso puerto a ambos la dos de la ciudad y es estrecha la entrada, y las
curvadas naves son arrastradas por el camino, pues todos ellos tienen refugios
para sus naves. También tienen en torno al hermoso templo de Poseidón el ágora
construida con piedras gigantescas que hunden sus raíces en la tierra. Aquí se
ocupan los hombres de los aparejos de sus negras naves, cables y velas, y aquí
afilan sus remos. Pues los feacios no se ocupan de arco y carcaj, sino de
mástiles y remos, y de proporcionadas naves con las que re corren orgullosos el
canoso mar. De éstos quiero evitar el amargo comentario, no sea que alguno
murmure por detrás, pues muchos son los soberbios en el pueblo, y quizá alguno,
el más vil, diga al salirnos al encuentro: "¿Quién es este hermoso y
apuesto forastero que sigue a Nausícaa?, ¿dónde lo encontró? Quizá llegue a ser
su esposo, o quizá es algún navegante al que, errante en su nave, le dio
hospitalidad, de los hombres que viven lejos, ya que nadie vive cerca de aquí.
O quizá un dios le ha bajado del cielo tras invocarlo y lo va a tener con ella
para siempre. Mejor si ha encontrado por ahí un esposo de fuera, pues desdeña a
los demás feacios en el pueblo, aunque son muchos y nobles los que la
pretenden." Así dirán, y para mí estas palabras serán odiosas. Pero yo
también me indigna ría con otra que hiciera cosas semejantes contra la voluntad
de su padre y de su madre y se uniera con hombres antes que ce lebre público
matrimonio.
«Conque, forastero, haz caso de mi
palabra para que consi gas pronto de mi padre escolta y regreso.
«Encontrarás un espléndido bosque de
Atenea junto al ca mino, de álamos negros; allí mana una fuente y alrededor hay
un prado; allí está el cercado de mi padre y la florida viña, tan cerca de la
ciudad que se oye al gritar. Espera un poco allí sen tado para que nosotras
alcancemos la ciudad y lleguemos a casa de mi padre, y cuando supongas que
hemos llegado al pa lacio, disponte entonces a marchar a la ciudad de los
feacios y pregunta por la casa de mi padre, el magnánimo Alcínoo. Es fácilmente
reconocible y hasta un niño pequeño te puede conducir, pues no es nada
semejante a las casas de los demás fea cios: ¡tal es el palacio del héroe
Alcínoo! Y una vez que te co bijen la casa y el patio, cruza rápidamente el
mégaron para lle gar hasta mi madre; ella está sentada en el hogar a la luz del
fuego, hilando copos purpúreos ¡una
maravilla para ver los! apoyada en la
columna. Y sus esclavas se sientan detrás de ella. Allí también está el trono
de mi padre apoyado contra la columna, en el que se sienta a beber su vino como
un dios inmortal. Pásalo de largo y arrójate a abrazar con tus manos las rodillas de mi madre, a fin de que
consigas pronto el día del regreso, para tu felicidad, aunque seas de lejana
tierra. Pues si ella te guarda sentimientos amigos en su corazón, podrás cum
plir el deseo de ver a los tuyos, tu bien construida casa y tu tie rra patria.»
Hablando así golpeó con su brillante
látigo a las mulas y éstas abandonaron veloces las corrientes del río: trotaban
muy bien y cruzaban bien las patas. Y ella llevaba las riendas para que
pudieran seguirle a pie las sirvientas y Odiseo; así es que manejaba el látigo
con tiento.
Y se sumergió Helios y al punto
llegaron al famoso bosque cillo sagrado de Atenea, donde se sentó el divino
Odiseo:
Y se puso a invocar a la hija del
gran Zeus:
«Escúchame, hija de Zeus, portador de
égida, Atritona, es cúchame en este momento, ya que antes no me escuchaste
cuando sufrí naufragio, cuando me golpeó el famoso, el que sacude la tierra.
Concédeme llegar a la tierra de los feacios como amigo y digno de lástima.»
Así dijo suplicando y le escuchó
Palas Atenea.
Pero no le salió al encuentro, pues
respetaba al hermano de su padre que mantenía su cólera violenta contra Odiseo,
semejante a un dios, hasta que llegara a su patria.
CANTO
VII
ODISEO
EN EL PALACIO DE ALCÍNOO
Y mientras así rogaba el sufridor, el
divino Odiseo, el vi gor de las mulas llevaba a la doncella a la ciudad. Cuando
al fin llegó a la famosa morada de su padre, se detuvo ante las puertas y la
rodearon sus hermanos, semejan tes a los inmortales, quienes desuncieron las
mulas del carro y llevaron adentro las ropas. Ella se dirigió a su habitación y
le encendió fuego una anciana de Apira, la camarera Eurime dusa, a la que
trajeron desde Apira las curvadas naves. Se la habían elegido a Alcínoo como
recompensa, porque reinaba sobre todos los feacios y el pueblo lo escuchaba
como a un dios. Ella fue quien crió a Nausícaa, la de blancos brazos, en el
mégaron; ella le avivaba el fuego y le preparaba la cena.
Entonces Odiseo se dispuso a marchar
a la ciudad, y Ate nea, siempre preocupada por Odiseo, derramó en torno suyo
una gran nube, no fuera que alguno de los magnánimos fea cios, saliéndole al
encuentro, le molestara de palabra y le pre guntara quién era. Conque cuando
estaba ya a punto de pene trar en la agradable ciudad, le salió al encuentro la
diosa Ate nea, de ojos brillantes, tomando la apariencia de una niña pequeña
con un cántaro, y se detuvo delante de él, y le preguntó luego el divino
Odiseo:
«Pequeña, ¿querrías llevarme a casa
de Alcínoo, el que go bierna entre estos hombres? Pues yo soy forastero y
después de muchas desventuras he llegado aquí desde lejos, de una tie rra
apartada; por esto no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta ciudad y
estas tierras de labor.»
Y le respondió luego Atenea, la diosa
de ojos brillantes:
«Yo te mostraré, padre forastero, la
casa que me pides, ya que vive cerca de mi irreprochable padre. Anda, ven en
silen cio y te mostraré el camino, pero no mires ni preguntes a ninguno de los
hombres, pues no soportan con agrado a los foras teros ni agasajan con gusto al
que llega de otra parte. Confiados en sus rápidas naves surcan el gran abismo
del mar, pues así se lo ha encomendado el que sacude la tierra, y sus naves son
tan ligeras como las alas o como el pensamiento.»
Hablando así le condujo rápidamente
Palas Atenea y él mar chaba tras las huellas de la diosa. Pero no lo vieron los
feacios, famosos por sus naves, mientras marchaba entre ellos por su ciudad, ya
que no lo permitía Atenea, de lindas trenzas, la terrible diosa que
preocupándose por él en su ánimo le había cu bierto con una nube divina.
Odiseo iba contemplando con
admiración los puertos y las proporcionadas naves, las ágoras de ellos, de los
héroes y las grandes murallas elevadas, ajustadas con piedras, maravilla de
ver. Y cuando al fin llegó a la famosa morada del rey, Atenea, de ojos
brillantes, comenzó a hablar:
«Ese es, padre forastero, el palacio
que me pedías que te mostrara; encontrarás a los reyes, vástagos de Zeus,
celebran do un banquete. Tú pasa adentro y no te turbes en tu ánimo, pues un
hombre con arrojo resulta ser el mejor en toda acción, aunque llegue de otra
tierra. Primero encontrarás a la reina en el mégaron; su nombre es Arete y
desciende de los mismos pa dres que engendraron a Alcínoo. A Nausítoo lo
engendraron primero Poseidón, el que sacude la tierra, y Peribea, la más ex
celente de las mujeres en su porte, hija menor del magnánimo Eurimedonte, que
entonces gobernaba sobre los soberbios Gigantes
éste hizo perecer a su arrogante pueblo, pereciendo también él ; con
ella se unió Poseidón y engendró a su hijo, el magnánimo Nausítoo, que reinó
entre los feacios. Nausítoo fue el padre de Rexenor y Alcínoo. A aquél lo
alcanzó Apolo, el del arco de plata, recién casado y sin hijos varones y en la
casa dejó a una niña sola, a Arete, a la que Alcínoo hizo su ésposa y honró
como jamás ninguna otra ha sido honrada de cuantas mujeres gobiernan una casa
sometidas a su esposo. Así ella ha sido honrada en su corazón y lo sigue siendo
por sus hijos y el mismo Alcínoo y por su pueblo que la contempla como a una
diosa, y la saludan con agradables palabras cuando pasea por la ciudad, que no
carece tampoco ella de buen juicio y resuelve los litigios, incluso a los
hombres por los que siente amistad. Si ella te recibe con sentimientos amigos
puedes tener la esperanza de ver a los tuyos, regresar a tu casa de alto techo
y a tu tierra patria.»
Cuando hubo hablado así marchó
Atenea, de ojos brillantes, por el estéril ponto y abandonó la agradable
Esqueria. Llegó así a Maratón y a Atenas, de anchas calles, y penetró en la
sóli da morada de Erecteo.
Entretanto, Odiseo caminaba hacia la
famosa morada de Alcínoo, y su corazón removía diversos pensamientos cuando se
detuvo antes de alcanzar el broncíneo umbral. Pues hay un resplandor como de
sol o de luna en el elevado palacio del magnánimo Alcínoo; a ambos lados se
extienden muros de bronce desde el umbral hasta el fondo y en su torno un azula
do friso; puertas de oro cierran por dentro la sólida estancia; las jambas
sobre el umbral son de plata y de plata el dintel, y el tirador, de oro. A uno
y otro lado de la puerta había perros de oro y plata que había esculpido
Hefesto con la habilidad de su mente para custodiar la morada del magnánimo
Alcínoo perros que son inmortales y no envejecen nunca. A lo largo de la pared
y a ambos lados, desde el umbral hasta el fondo, había tronos cubiertos por
ropajes hábilmente tejidos, obra de mujeres. En ellos se sentaban los señores feacios
mientras be bían y comían; y los ocupaban constantemente. Había también unos
jovenes de oro en pie sobre pedestales perfectamente construidos, portando en
sus manos antorchas encendidas, los cuales alumbraban los banquetes nocturnos
del palacio. Tiene cincuenta esclavas en su mansión: unas muelen el dorado fru
to, otras tejen telas y sentadas hacen funcionar los husos, se mejantes a las
hojas de un esbelto álamo negro, y del lino teji do gotea el húmedo aceite.
Tanto como los feacios son más expertos que los demás hombres en gobernar su
rápida nave sobre el ponto, así son sus mujeres en el telar. Pues Atenea les ha
concedido en grado sumo el saber realizar brillantes labores y buena cabeza.
Fuera del patio, cerca de las
puertas, hay un gran huerto de cuatro yugadas y alrededor se extiende un cerco
a ambos la dos. Allí han nacido y florecen árboles: perales y granados,
manzanos de espléndidos frutos, dulces itigueras y verdes oli vos; de ellos no
se pierde el fruto ni falta nunca en invierno ni en verano: son perennes.
Siempre que sopla Céfiro, unos na cen y otros maduran. La pera envejece sobre
la pera, la manza na sobre la manzana, la uva sobre la uva y también el higo
sobre el higo. Allí tiene plantada una viña muy fructífera, en la que unas uvas
se secan al sol en lugar abrigado, otras las ven dimian y otras las pisan:
delante están las vides que dejan salir la flor y otras hay también que apenas
negrean. Allí también, en el fondo del huerto, crecen liños de verduras de
todas clases siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la una que co rre
por todo el huerto, la otra que va de una parte a otra bajo el umbral del patio
hasta la elevada morada a donde van por agua los ciudadanos. Tales eran las
brillantes dádivas de los dioses en la mansión de Alcínoo.
Allí estaba el divino Odiseo, el
sufridor, y lo contemplaba con admiración. Conque una vez que hubo contemplado
todo boquiabierto cruzó el umbral con rapidez para entrar en la casa. Y
encontró a los jefes y señores de los feacios que hacían libación con sus copas
al vigilante Argifonte, a quien solían ofrecer libación en último lugar, cuando
ya sentían necesidad del lecho. Así que el sufridor, el divino Odiseo, echó a
andar por la casa envuelto en la espesa niebla que le había derramado Atenea,
hasta que llegó ante Arete y el rey Alcínoo.
Abrazó Odiseo las rodillas de Arete y
entonces, por fin, se disipó la divina nube. Quedaron todos en silencio al ver
a un hombre en el palacio y se llenaron de asombro al contemplar le. Y Odiseo
suplicaba de esta guisa:
«Arete, hija de Rexenor, semejante a
un inmortal, me he lle gado a tu esposo, a tus rodillas y ante éstos tus
invitados, des pués de sufrir muchas desventuras. ¡Ojalá los dioses concedan a
éstos vivir en la abundancia; que cada uno pueda legar a sus hijos los bienes
de su hacienda y las prerrogativas que les ha concedido el pueblo. En cuanto a
mí, proporcionadme escolta para llegar rápidamente a mi patria. Pues ya hace
tiempo que padezco pesares lejos de los míos.»
Así diciendo se sentó entre las
cenizas junto al fuego del ho gar. Todos ellos permanecían inmóviles en
silencio. Al fin tomó la palabra un anciano héroe, Equeneo, que era el más
anciano entre los feacios y sobresalía por su palabra, pues era conocedor de
muchas y antiguas cosas. Este les habló y dijo con sentimientos de amistad:
«Alcínoo, no me parece lo mejor, ni
está bien, que el hués ped permanezca sentado en el suelo entre las cenizas del
ho gar. Estos permanecen callados esperando únicamente tu pala bra. Anda, haz
que se levante y siéntalo en un trono de clavos de plata. Ordena también a los
heraldos que mezclen vino para que hagamos libaciones a Zeus, el que goza con
el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes. En fin, que el ama de
llaves proporcione al forastero alguna vianda de las que hay dentro.»
Cuando hubo escuchado esto, la
sagrada fuerza de Alcí noo asiendo de la mano a Odiseo, prudente y hábil en
astu cias, lo hizo levantar del hogar y lo asentó en su brillante tro no,
después de haber levantado a su hijo, al valeroso Laoda mante, que solía
sentarse a su lado y al que sobre todos quería. Una sirvienta trajo aguamanos
en hermoso jarro de oro y la vertió sobre una jofaina de plata para que se
lavara. A su lado extendió una pulimentada mesa. La venerable ama de llaves le
proporcionó pan y le dejó allí toda clase de manjares, favore ciéndole gustosa
entre los presentes. En tanto que comía y be bía el sufridor, divino Odiseo, la
fuerza de Alcínoo dijo a un heraldo:
«Pontónoo, mezcla vino en la crátera
y repártelo a todos en la casa para que ofrezcamos libaciones a Zeus, el que
goza con el rayo, el que asiste siempre a los venerables suplicantes.»
Así dijo; Pontónoo mezcló el dulce
vino y lo repartió entre todos, haciendo una primera ofrenda, por orden, en las
copas. Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto quiso su ánimo,
habló entre ellos Alcínoo y dijo:
«Escuchadme, jefes y señores de los
feacios, para que os diga lo que mi corazón me ordena en el pecho. Dad ahora
fin al banquete y marchad a acostaros a vuestra casa. Y a la auro ra, después
de convocar al mayor número de ancianos, ofrece remos hospitalidad al
forastero, haremos hermosos sacrificios a los dioses y después trataremos de su
escolta para que el fo rastero alcance su tierra patria sin fatiga ni esfuerzo con
nues tra escolta la que recibirá
contento por muy lejana que sea, y para
que no sufra ningún daño antes de desembarcar en su tierra. Una vez allí
sufrirá cuantas desventuras le tejieron con el hilo en su nacimiento, cuando lo
parió su madre, la Aisa y las graves Hilanderas. Pero si fuera uno de los
inmortales que ha venido desde el cielo, alguna otra cosa nos preparan los
dioses, pues hasta ahora siempre se nos han mostrado a las cla ras, cuando les
ofrecemos magníficas hecatombes y participan con nosotros del banquete sentados
allí donde nos sentamos nosotros. Y si algún caminante solitario se topa con
ellos, no se le ocultan, y es que somos semejantes a ellos tanto como los
Cíclopes y la salvaje raza de los Gigantes.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Alcínoo, deja de preocuparte por
esto, que yo en verdad en nada me asemejo a los inmortales que poseen el ancho
cielo, ni en continente ni en porte, sino a los mortales hombres; quien
vosotros sepáis que ha soportado más desventuras entre los hombres mortales, a
éste podría yo igualarme en pesares. Y todavía podría contar desgracias mucho
mayores, todas cuantas soporté por la voluntad de los dioses. Pero dejadme
cenar, por más angustiado que yo esté, pues no hay cosa más inoportuna que el
maldito estómago que nos incita por fuerza a acordarnos de él, y aun al que
está muy afligido y con un gran pesar en las mientes, como yo ahora tengo el
mío, lo fuerza a comer y beber. También a mí me hace olvidar todos los males,
que he padecido; y me ordena llenarlo.
«Vosotros, en cuanto apunte la
aurora, apresuraos a dejarme a mí, desgraciado, en mi tierra patria, a pesar de
lo que he sufrido. Que me abandone la vida una vez que haya visto mi hacienda,
mis siervos y mi gran morada de elevado techo.»
Así dijo; todos aprobaron sus
palabras y aconsejaban dar es colta al forastero, ya que había hablado como le
correspondía.
Una vez que hicieron las libaciones y
bebieron cuanto su ánimo quiso, cada uno marchó a su casa para acostarse. Así
que quedó sólo en el mégaron el divino Odiseo y a su lado se sentaron Arete y
Alcínoo, semejante a un dios. Las siervas se llevaron los útiles del banquete.
Y Arete, de blancos brazos, comenzó a
hablar, pues, al ver los, reconoció el manto, la túnica y los hermosos ropajes
que ella misma había tejido con sus siervas. Y le habló y le dijo ala das
palabras:
«Huésped, seré yo la primera en
preguntarte: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿quién te dio esos vestidos?, ¿no
dices que has llegado aquí después de andar errante por el ponto?»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
Es doloroso, reina, que enumere uno a
uno mis padeci mientos, que los dioses celestes me han otorgado muchos. Pero
con todo te contestaré a lo que me preguntas a inquieres. Lejos, en el mar,
está la isla de Ogigia, donde vive la hija de Atlante, la engañosa Calipso de
lindas trenzas, terrible diosa; ninguno de los dioses ni de los hombres mortales
tienen trato con ella. Sólo a mí, desventurado, me llevó como huésped un demón
después que Zeus, empujando mi rápida nave, la incen dió con un brillante rayo
en medio del ponto rojo como el vino. Todos mis demás valientes compañeros
perecieron, pero yo, abrazado a la quilla de mi curvada nave, aguanté durante
nueve días; y al décimo, en negra noche, los dioses me echaron a la isla
Ogigia, donde habita Calipso de lindas trenzas, la terri ble diosa que
acogiéndome gentilmente me alimentaba y no dejaba de decir que me haría
inmortal y libre de vejez para siempre; pero no logró convencer a mi corazón
dentro del pe cho. Allí permanecí, no obstante, siete años regando sin cesar
con mis lágrimas las inmortales ropas que me había dado Calipso. Pero cuando por
fin cumplió su curso el año octavo, me apremió e incitó a que partiera ya sea
por mensaje de Zeus o quizá porque ella misma cambió de opinión. Despidióme en
una bien trabada balsa y me proporcionó abundante pan y dul ce vino, me vistió
inmortales ropas y me envió un viento prós pero y cálido.
Diecisiete días navegué por el ponto,
hasta que el decimoc tavo aparecieron las sombrías montañas de vuestras
tierras. Conque se me alegró el corazón, ¡desdichado de mí!, pues aún había de
verme envuelto en la incesante aflición que me proporcionó Poseidón, el que
sacude la tierra, quien impulsando los vientos me cerró el camino, sacudió el
mar infinito y el oleaje no permitía que yo, mientras gemía incesamente, avan
zara en mi balsa; después la destruyó la tempestad. Fue entonces cuando surqué
nadando el abismo hastá que el viento y el agua me acercaron a vuestra tierra;
y cuando trataba de alcan zar la orilla, habríame arrojado violentamente el
oleaje contra las grandes rocas, en lugar funesto; pero retrocedí de nuevo
nadando, hasta que llegué al río, allí donde me pareció el mejor lugar, limpio
de piedras y al abrigo del viento. Me dejé caer allí para recobrar el aliento y
se me echó encima la noche divina. Alejéme del río nacido de Zeus y entre los
matorrales acomodé mi lecho amontonando alrededor muchas hojas; y un dios me
vertió profundo sueño. Allí, entre las hojas, dormí con el cora zón afligido
toda la noche, la aurora y hasta el mediodía. Se ponía el Sol cuando me
abandonó el dulce sueño. Vi jugando en la orilla a las siervas de tu hija; y
ella era semejante a las dio sas. Le supliqué y no estuvo ayuna de buen juicio,
como no se podría esperar que obrara una joven que se encuentra con al guien.
Pues con frecuencia los jóvenes son sandios. Me entregó pan suficiente y oscuro
vino, me lavó en el río y me pro porcionó esta ropa. Aun estando apesadumbrado
te he conta do toda la verdad.»
Y le respondió Alcínoo y dijo:
«Huésped, en verdad mi hija no tomó
un acuerdo sensato al no traerte a nuestra casa con sus siervas. Y sin embargo
fue ella la primera a quien dirigiste tus súplicas.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«¡Héroe! No reprendas por esto a tu
irreprochable hija; ella me aconsejó seguirla con sus siervas, pero yo no quise
por ver güenza, y temiendo que al verme pudieras disgustarte. Que la raza de
los hombres sobre la tierra es suspicaz.»
Y le respondió Alcínoo y dijo:
«Huésped! El corazón que alberga mi
pecho no es tal como para irritarse sin motivo, pero todo es mejor si es
ajustado. ¡Zeus padre, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como eres y pensando
las mismas cosas que yo pienso, tomases a mi hija por esposa y permaneciendo
aquí pudiese llamarte mi yerno!; que yo te daría casa y hacienda si
permanecieras aquí de buen grado. Pero ninguno de los feacios te retendrá
contra tu voluntad, no sea que esto no fuera grato a Zeus. Yo te anuncio, para
que lo sepas bien, tu viaje para mañana. Mientras tú des cansas sometido por el
sueño, ellos remarán por el mar encal mado hasta que llegues a tu patria y a tu
casa, o a donde quiera que te sea grato, por distance que esté (aunque más
lejos que Eubea, la más lejana según dicen los que la vieron de nuestros
soldados cuando llevaron allí al rubio Radamanto para que vi sitara a Ticio,
hijo de la Tierra. Allí llegaron y, sin cansan cio, en un solo día, llevaron a
cabo el viaje y regresaron a casa). Tú mismo podrás observar qué excelentes son
mis navíos y mis jóvenes en golpear el mar con el remo.»
Así dijo y se alegró el divino
Odiseo, el sufridor, y suplican do dijo su palabra y lo llamó por su nombre:
«Padre Zeus, ¡ojalá cumpla Alcínoo
cuanto ha prometido! Que su fama jamás se extinga sobre la nutricia tierra y
que yo llegue a mi tierra patria.»
Mientras ellos cambiaban estas
palabras, Arete, de blancos brazos, ordenó a las mujeres colocar lechos bajo el
portico y disponer las más bellas mantas de púrpura y extender encima las
colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse.
Así que salieron las siervas de la
sala con hachas ardiendo, y una vez que terminaron de hacer diligentemente la
cama, diri giéronse a Odiseo y lo invitaron con estas palabras:
«Huésped, levántate y ven a dormir,
tienes hecha la cama.»
Así hablaron y a él le plugo marchar
a acostarse. Así que allí durmió debajo del sonoro pórtico el sufridor, el divino
Odiseo, en lecho taladrado. Luego se acostó Alcínoo en el interior de la alta
morada; le había dispuesto su esposa y señora el lecho y la cama.
CANTO
VIII
ODISEO
AGASAJADO POR LOS FEACIOS
Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana, la de dedos de rosa, se levantó del lecho la sagrada fuerza de
Alcínoo y se levantó Odiseo del linaje de Zeus, el des tructor de ciudades. La
sagrada fuerza de Alcínoo los conducía al ágora que los feacios tenían
construida cerca de las naves. Y cuando llegaron se sentaron en piedras
pulimentadas, cerca unos de otros.
Y recorría la ciudad Palas Atenea,
que tomó el aspecto del heraldo del prudente Alcínoo, preparando el regreso a
su pa tria para el valeroso Odiseo. La diosa se colocaba cerca de cada hombre y
le decía sú palabra:
«¡Vamos, caudillos y señores de los
feacios! Id al ágora para que os informéis sobre el forastero que ha llegado
reciente mente a casa del prudente Alcínoo después de recorrer el pon to,
semejante en su cuerpo a los inmortales.»
Así diciendo movía la fuerza y el
ánimo de cada uno. Bien pronto el ágora y los asientos se llenaron de hombres
que se iban congregando y muchos se admiraron al ver al prudente hijo de
Laertes; que Atenea derramaba una gracia divina por su cabeza y hombros e hizo
que pareciese más alto y más grue so: así sería grato a todos los feacios y
temible y venerable, y Ilevaría a término muchas pruebas, las que los feacios
iban a poner a Odiseo. Cuando se habían reunido y estaban ya con gregados,
habló entre ellos Alcínoo y dijo:
«Oídme, caudillos y señores de los
feacios, para que os diga lo que mi ánimo me ordena dentro del pecho. Este
forastero y no sé quién es ha llegado errante a mi palacio bien de los
hombres de Oriente o de los de Occidente; nos pide una escolta y suplica que le
sea asegurada. Apresuremos nosotros su escolta como otras veces, que nadie que
llega a mi casa está suspirando mucho tiempo por ella.
«Vamos, echemos al mar divino una
negra nave que nave gue por primera vez, y que sean escogidos entre el pueblo
cin cuenta y dos jóvenes, cuantos son siempre los mejores. Atad bien los remos
a los bancos y salid. Preparad a continuación un convite al volver a mi
palacio, que a todos se lo ofreceré en abundancia. Esto es lo que ordeno a los
jóvenes. Y los demás, los reyes que lleváis cetro, venid,a mi hermosa mansión
para que honremos en el palacio al forastero. Que nadie se niegue. Y llamad al
divino aedo Demódoco, a quien la divinidad há otorgado el canto para deleitar
siempre que su ánimo lo empu ja a cantar.»
Así habló y los condujo y ellos le
siguieron, los reyes que lle van cetro. El heraldo fue a llamar al divino aedo
y los cincuen ta y dos jóyenes se dirigieron, como les había ordenado, á la ri
bera del mar estéril. Cuando llegaron a la negra nave y al mar echaron la nave
al abismo del mar y pusieron el mástil y las velas y ataron los remos con
correas, todo según correspondía. Extendieron hacia arriba las blancás velas,
anclaron a la nave en aguas profundas y se pusieron en camino para ir a la gran
casa del prudente Alcínoo. Y los pórticos, el recinto de los patios y las
habitaciones se llenaron de hombres que se congregaban, pues eran muchos,
jóvenes y ancianos. Para ellos sacrificó Al cínoo doce ovejas y ocho cerdos
albidentes y dos bueyes de rotátíles patas. Los desollaron y prepararon a
hicieron un agra dable banquete.
Y se acercó el heraldo con el
deseable aedo a quien Musa amó mucho y le había dado lo bueno y lo malo: le
privó de los ojos, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso un si llón
de clavos de plata en medio de los comensales, apoyándo lo a una elevada
columna, y el heraldo le colgó de un clavo la sonora cítara sobre su cabeza. y
le mostró cómo tomarla con las manos. También le puso al lado un canastillo y
una linda mesa y una copa de vino para beber siempre que su ánimo le impulsara.
Y ellos echaron mano de las viándas
qúe tenían delante. Y cuando hubieron arrojado el deseo de comida y bebida,
Musa empujó al aedo a que cantara la gloria de los guerreros con un canto cuya
fama llegaba entonces al ancho cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida
Aquiles, cómo en cierta ocasión discutieron en el suntuoso banquete de los
dioses con horribles palabras. Y el soberano de hombres; Agamenón, se alegraba
en su ánimó de que riñeran los mejores de los aqueos. Así se lo había dicho con
su oráculo Febo Apolo en la divina Pitó cuan do sobrépasó el umbral de piedra
para ir a consultarle; en aquel momento comenzó a desarrollarse el principio de
la cala midad para teucros y dánaos por los designios del gran Zeus. Esta
cantaba el muy ilustre aedo. Entonces Odiseo tomó con sus pesadas manos su
grande, purpúrea manta; se lo echó par encima de la cabeza y cubrió su hermoso
rostro; le daba ver güenza déjar caer lágrimas bajo sus párpados delanté de los
feacios. Siempre que el divino aedo dejaba de cantar se enjuga ba las lágrimas
y retiraba el manto de su cabeza y, tomando una copa doble, hacía libaciones a
los dioses.
Pero cuando comenzaba otra vez -lo
impulsaban a cantar los más nobles de los feacios porque gozaban con sus ver
sos , Odiseo se cubría nuevamente la cabeza y lloraba. A los demás les pasó
inadvertido que derramaba lágrimas. Sólo Alcí noo lo advirtió y observó, pues
estaba sentado al lado y le oía gemir gravemente. Entonces dijo el soberano a
los feacios amantes del remo:
«¡Oídme, caudillós y señores de los
feacios! Ya hemos goza do del bien distribuido banquete y de la cítara que es
compañe ra del festín espléndido; salgamos y
probemos toda clase de juegos. Así también el huésped contará a los
suyos al volver a casa cuánto superamos a los demás en el pugilato, en la
lucha, en el salto y en la carrera.»
Así habló y los condujo y ellos les
siguieron. El heraldo col gó del clavo la sonora cítara y tomó de la mano a
Demódoco; lo sacó del mégaron y lo conducía por el mismo camino que llevaban
los mejores de los feacios para admirar los juegos,. Se pusieron en camino para
ir al ágora y los seguía una gran mul titud, miles. Y se pusieron en pie muchos
y vigorosos jóvenes, se levantó Acroneo, y Ocíalo, y Elatreo, y Nauteo, y
Primneo, y Anquíalo, y Eretmeo, y Ponteo, y Poreo, y Toón, y Anabesi neo, y
Anfíalo, hijo de Polineo Tectónida. Se levantó tam bién Eurfalo, semejante a
Ares, funesto para los mortales, el que más sobresalía en cuerpo y hermosura de
todos los feacios después del irreprochable Laodamante. También se pusieron en
pie tres hijos del egregio Alcínoo: Laodamante, Halio y Éli toneo, parecido a
un dios. Éstos hicieron la primera prueba con los pies. Desde la línea de
salida se les extendía la pista y volaban velozmente por la llanura levantando
polvo. Entre ellos fue con mucho el mejor en el correr el irreprochable Cli
toneo; cuanto en un campo noval es el alcance de dos mu las, tanto se les
adelantó llegando a la gente mientras los otros se quedaron atrás. Luego
hicieron la prueba de la fatigo sa lucha y en ésta venció Euríalo a todos los
mejores. Y en el salto fue Anfíalo el mejor, y en el disco fue Elatreo el mejor
de todos con mucho, y en el pugilato Laodamante, el noble hijo de Alcínoo. Y
cuando todos hubieron deleitado su ánimo con los juegos, entre ellos habló
Laodamante, el hijo de Alcínoo:
«Aquí, amigos, preguntemos al huésped
si conoce y ha aprendido algún juego. Que no es vulgar en su natural: en sus
músculos y piernas, en sus dos brazos, en su robusto cuello y en su gran vigor.
Y no carece de vigor juvenil, sino que está quebrantado por numerosos males;
que no creo yo que haya cosa peor que el mar para abatir a un hombre por fuerte
que sea.»
Y Euríalo le contestó y dijo:
«Has hablado como te corresponde. Ve
tú mismo a desafiar lo y manifiéstale tu palabra.»
Cuando le oyó se adelantó el noble
hijo de Alcínoo, se puso en medio y dijo a Odiseo:
«Ven aquí, padre huésped, y prueba tú
también los juegos si es que has aprendido alguno. Es natural que los conozcas,
pues no hay gloria mayor para el hombre mientras vive que lo que hace con sus
pies o con sus manos. Vamos, pues, haz la prueba y arroja de tu ánimo las
penas, pues tu viaje no se diferirá por más tiempo; ya la nave te ha sido
botada y tienes preparados unos acompañantes.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis
tal cosa por burlaros de mí? Las perlas ocupan mi interior más que los juegos.
Yo he sufrido antes mucho y mucho he soportado. Y ahora estoy sentado en
vuestra asamblea necesitando el regreso, suplican do al rey y a todo el
pueblo.»
Entonces, Euríalo le contestó y le
echó en cara:
«No, huésped, no te asemejas a un
hombre entendido en juegos, cuantos hay en abundancia entre los hombres, sino
al que está siempre en una nave de muchos bancos, a un comandante de marinos
mercantes que cuida de la carga y vigíla las mercan cías y las ganancias
debidas al pillaje. No tienes traza de atleta.»
Y lo miró torvamente y le contestó el
muy astuto Odiseo:
«¡Huésped! No has hablado bien y me
pareces un insensato. Los dioses no han repartido de igual modo a todos sús
ámables dones de hermosura, inteligencia y elocuencia. Un hombre es inferior
por su aspecto, pero la divinidad lo corona con la hermosura de la palabra y todos
miran hacia él complacidos. Les habla con firmeza y con suavidad respetuosa y
sobresale entre los congregados, y lo contemplan como a un dios cuando anda por
la ciudad.
«Otro, por el contrario, se parece a
los inmortales en su porte, pero no lo corona la gracia cuando habla.
«Así tu aspecto es distinguido y ni
un dios lo habría forma do de otra guisa, mas de inteligencia eres necio. Me
has movi do el ánimo dentro del pecho al hablar inconvenientemente. No soy
desconocedor de los juegos como tú aseguras, antes bién, creo que estaba entre
los primeros mientras confiaba en mi juventud y mis brazos. Pero ahora estóy
poseído por la ad versidad y los dolores, pues he soportado mucho guerreando
con los hombres y atravesando las dolorosas olas. Pero aun así, aunque haya
padecido muchos males, probaré en los jue gos: tu palabra ha mordido mi corazón
y me has provocado al hablar.»
Dijo, y con su mismo vestido se
levantó, tomó un disco mayor y más ancho y no poco más pesado que con el que so
lían competir entre sí los feacios. Le dio vueltas, lo lanzó de su pesada mano
y la piedra resonó. Echáronse a tierra los feacios de largos remos, hombres
ilustres por sus naves, por el ímpetu de la piedra, y ésta sobrevoló todas las
señales al salir veloz mente de su mano. Atenea le puso la señal tomando la
forma de un hombre, le dijo su palabra y lo llamó por su nombre:
«Incluso un ciego, forastero,
distinguiría a tientas la señal, pues no está mezclada entre la multitud sino
mucho más ade lante; confía en esta prueba; ninguno de los feacios la alcanza
rá ni sobrepasará.»
Así habló, y se alegró el sufridor,
el divino Odiseo gozoso porque había visto en la competición un compañero a su
fa vor. Y entonces habló más suavemente a los feacios:
«Alcanzad esta señal, jóvenes; en
breve lanzaré, creo yo, otra piedra tan lejos o aún más. Y aquél entre los
demás fea cios, salvo Laodamante, a quien su corazón y su ánimo le im pulse,
que venga acá, que haga la prueba puesto
que me ha béis irritado en exceso en el
pugilato o en la lucha o en la carrera; a nada me niego. Pues Laodamante es mi
huésped: ¿Quién lucharía con el que lo honra como huésped? Es hom bre loco y de
poco precio el que propone rivalizar en los juegos a quien le da hospitalidad
en tierra extranjera, pues se cierra a sí mismo la puerta. Pero de los demás no
rechazo a ninguno ni lo desprecio, sino que quiero verlo y ejecutar las pruebas
frente a él. Que no soy malo en todas las competiciones cuantas hay entre los
hombres. Sé muy bien tender el arco bien pulimenta do; sería el primero en
tocar a un hombre enviando mi dardo entre una multitud de enemigos aunque lo
rodearan muchos compañeros y lanzaran flechas contra los hombres. Sólo Filoc
tetes me superaba en el arco en el pueblo de los troyanos cuan do disparábamos
los aqueos. De los demás os aseguro que yo soy el mejor con mucho, de cuantos
mortales hay sobre la tierra que comen pan. Aunque no pretendo rivalizar con
hom bres antepasados como Heracles y Eurito Ecaliense, los que incluso con los
inmortales rivalizaban en el arco. Por eso murió el gran Eurito y no llegó a la
vejez en su palacio, pues Apolo lo mató irritado porque le había desafiado a
tirar con el arco.
«También lanzo la jabalina a donde
nadie llegaría con una flecha. Sólo temo a la carrera, no sea que uno de los feacios
me sobrepase; que fui excesivamente quebrantado en medio del abundante oleaje,
puesto que no había siempre provisiones en la nave y por esto mis miembros
están flojos.»
Así habló, y todos enmudecieron en
silencio. Sólo Alcínoo contestó y dijo:
«Huésped, puesto que esto que dices
entre nosotros no es desagradable, sino que quieres mostrar la valía que te
acompa ña, irritado porque este hombre se ha acercado a injuriarte en el
certamen pues no pondría en duda tu
valía cualquier mor tal que supiera en su interior decir cosas apropiadas . ...Pero, vamos, atiende a mi palabra para
que a tu vez se lo comuni ques a cualquiera de los héroes, cuando comas en tu
palacio junto a tu esposa y tus hijos, acordándote de nuestra valía: qué obras
nos concede Zeus también a nosotros continuamente ya desde nuestros
antepasados. No somos irreprochables púgiles ni luchadores, pero corremos
velozmente con los pies y somos los mejores en la navegación; continuamente
tenemos agrada bles banquetes y cítara y bailes y vestidos mudables y baños ca
lientes y camas.
«Conque, vamos, bailarines de los
feacios, cuantos sois los mejores, danzad; así podrá también decir el huésped a
los suyos cuando regrese a casa cuánto superamos a los demás en la náutica y en
la carrera y en el baile y en el canto. Que al guien vaya a llevar a Demódoco
la sonora cítara que yace en algún lugar de nuestro palacio.»
Así habló Alcínoo semejante a un
dios, y se levantó un he raldo para llevar la curvada cítara de la habitación
del rey. También se levantaron árbitros elegidos, nueve en total los que organizaban bien cada cosa en los
concursos , allanaron el piso y ensancharon la hermosa pista. Se acercó el
heraldo trayendo la sonora cítara a Demódoco y éste enseguida salió al centro.
A su alrededor se colocaron unos jóvenes adolescentes conocedores de la danza y
batían la divina pista con los pies. Odiseo contemplaba el brillo de sus pies y
quedó admirado en su ánimo.
Y Demódoco, acompañándose de la
cítara, rompió a cantar bellamente sobre los amores de Ares y de la de linda
corona, Afrodita: cómo se unieron por primera vez a ocultas en el pa lacio de
Hefesto. Ares le hizo muchos regalos y deshonró el le cho y la cama de Hefesto,
el soberano. Entonces se lo fue a co municar Helios, que los había visto unirse
en amor. Cuando oyó Hefesto la triste noticia, se puso en camino hacia su
fragua meditando males en su interior; colocó sobre el tajo el enorme yunque y
se puso a forjar unos hilos irrompibles, indisolubles, para que se quedaran
allí firmemente.
Y cuando había construido su trampa
irritado contra Ares, se puso en camino hacia su dormitorio, donde tenía la
cama, y extendió los hilos en círculo por todas partes en torno a las pa tas de
la cama; muchos estaban tendidos desde arriba, desde el techo, como suaves
hilos de araña, hilos que no podría ver na die, ni siquiera los dioses felices,
pues estaban fabricados con mucho engaño. Y cuando toda su trampa estuvo
extendida al rededor de la cama, simuló marcharse a Lemnos, bien edifica da
ciudad, la que le era más querida de todas las tierras.
Ares, el que usa riendas de oro, no
tuvo un espionaje ciego, pues vio marcharse lejos a Hefesto, al ilustre
herrero, y se puso en camino hacia el palacio del muy ilustre Hefesto deseando
el amor de la diosa de linda corona, de la de Citera. Estabá ella sentada,
recién venida de junto a su padre, el poderoso hijo de Cronos. Y él entró en el
palacio y la tomó de la mano y la lla mó por su nombre:
«Ven acá, querida, vayamos al lecho y
acostémonos, pues Hefesto ya no está entre nosotros, sino que se ha marchado a
Lemnos, junto a los sintias, de salvaje lengua.»
Así habló, y a ella le pareció
deseable acostarse. Y los dos marcharon a la cama y se acostaron. A su
alrededor se exten dían los hilos fabricados del prudence Hefesto y no les era
po sible mover los miembros ni levantarse. Entonces se dieron cuenta que no
había escape posible. Y llegó a su lado el muy ilustre cojo de ambos pies, pues
había vuelto antes de llegar a tierra de Lemnos; Helios mantenía la vigilancia
y le dio la no ticia y se puso en camino hacia su palacio, acongojado su cora
zón. Se detuvo en el pórtico y una rabia salvaje se apoderó de él, y gritó
estrepitosamente haciéndose oír de todos los dioses:
«Padre Zeus y los demás dioses
felices que vivís siempre, ve nid aquí para que veáis un acto ridículo y
vergonzoso: cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continuamente porque
soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares; que él es hermoso y con
los dos pies, mientras que yo soy lisiado. Pero ningún otro es responsable,
sino mis dos padres: ¡no me debían haber engendrado! Pero mirad dónde duermen
estos dos en amor; se han metido en mi propia cama. Los estoy viendo y me lleno
de dolor, pues nunca esperé ni por un ins tante que iban a dormir así por mucho
que se amaran. Pero no van a desear ambos seguir durmiendo, que los sujetará mi
trampa y las ligaduras hasta que mi padre me devuelva todos mis regalos de
esponsales, cuantos le entregué por la mucha cha de cara de perra. Porque su
hija era bella, pero incapaz de contener sus deseos.»
Así habló, y los dioses se
congregaron junto a la casa de piso de bronce. Llegó Poseidón, el que conduce
su carro por la tierra; llegó el subastador, Hermes, y llegó el soberano que
dis para desde lejos, Apolo. Pero las hembras, las diosas, se queda ban por
vergüenza en casa cada una de ellas.
Se apostaron los dioses junto a los
pórticos, los dadores de bienes, y se les levantó inextinguible la risa al ver
las artes del prudente Hefesto. Y al verlo, decía así uno al que tenía más
cerca:
«No prosperan las malas acciones; el
lento alcanza al veloz. Así, ahora, Hefesto, que es lento, ha cogido con sus
artes a Ares, aunque es el más veloz de los dioses que ocupan el Olim po, cojo
como es. Y debe la multa por adulterio.»
Así decían unos a otros. Y el
soberano, hijo de Zeus, Apolo, se dirigió a Hermes:
«Hermes, hijo de Zeus, Mensajero,
dador de bienes, ¿te gus taría dormir en la cama junto a la dorada Afrodita
sujeto por fuertes ligaduras?»
Y le contestó el mensajero el
Argifonte:
«¡Así sucediera esto, soberano
disparador de lejos, Apolo! ¡Que me sujetaran interminables ligaduras tres
veces más que ésas y que vosotros me mirarais, los dioses y todas las diosas!»
Así dijo y se les levantó la risa a
los inmortales dioses. Pero a Poseidón no le sujetaba la risa y no dejaba de
rogar a Hefes to, al insigne artesano, que liberara a Ares. Y le habló y le
diri gió aladas palabras:
«Suéltalo y te prometo, como ordenas,
que te pagaré todo lo que es justo entre los inmortales dioses.»
Y le contestó el insigne cojo de
ambos pies:
«No, Poseidón, que conduces tu carro
por la tierra, no me ordenes eso; sin valor son las fianzas que se toman por
gente sin valor. ¿Cómo iba yo a requerirte entre los inmortales dio ses si Ares
se escapa evitando la deuda y las ligaduras?
Y le respondió Poseidón, el que
sacude la tierra:
«Hefesto, si Ares se escapa huyendo
sin pagar la deuda, yo mismo te la pagaré.»
Y le contestó el muy insigne cojo de
ambos pies:
«No es posible ni está bien negarme a
tu palabra.»
Así hablando los liberó de las
ligaduras la fuerza de Hefesto. Y cuando se vieron libres de las ligaduras,
aunque eran muy fuertes, se levantaron enseguida: él marchó a Tracia y ella se
llegó a Chipre, Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron las Gracias y la
ungieron con aceite inmortal, cosas que aumentan el esplendor de los dioses que
viven siempre y la vistieron de seables vestidos, una maravilla para verlos.
Esto cantaba el muy insigne aedo.
Odiseo gozaba en su in terior al oírlo y también los demás feacios que usan
largos re mos, hombres insignes por sus naves.
Alcínoo ordenó a Halio y Laodamante
que danzaran solos, pues nadie rivalizaba con ellos. Así que tomaron en sus
manos una hermosa pelota de púrpura (se la había hecho el sabio Pó libo); el
uno la lanzaba hacia las sombrías nubes doblándose hacia atrás y el otro
saltando hacia arriba la recibía con facili dad antes de tocar el suelo con sus
pies.
Después; cuando habían hecho la
prueba de lanzar la pelota en línea recta, danzaban sobre la tierra nutricia
cambiando a menudo sus posiciones; los demás jóvenes aplaudían en pie en tre la
concurrencia y gradualmente se levantaba un gran murmullo.
Fue entonces cuando el divino Odiseo
se dirigió a Alcínoo:
«Alcínoo, poderoso, el más insigne de
todo tu pueblo, con razón me asegurabas que erais los mejores bailarines. Se ha
presentado esto como un hecho cumplido, la admiración se apodera de mí al
verlo.»
Así habló, y se alegró la sagrada
fuerza de Alcínoo. Y ense guida dijo a los feacios amantes del remo:
«Escuchad, caudillos y señores de los
feacios. El huésped me parece muy discreto. Vamos, démosle un regalo de hospi
talidad, como es natural. Puesto que gobiernan en el pueblo doce esclarecidos
reyes yo soy el decimotercero , cada uno
de éstos entregadle un vestido bien lavado y un manto y un ta lento de
estimable oro. Traigámoslo enseguida todos juntos para que el huésped, con ello
en sus manos, se acerque al ban quete con ánimo gozoso. Y que Euríalo lo
aplaque con sus pa labras y con un regalo, que no dijo su palabra como le
corres pondía.»
Así dijó, y todos aprobaron sus
palabras y se lo aconsejaron a Euríalo. Y cada uno envió un heraldo para que
trajera los re galos.
Entonces, Euríalo le contestó y dijo:
«Alcínoo poderoso, el más señalado de
todo el pueblo, apla caré al huésped como tú ordenas. Le regalaré esta espada
Coda de bronce, cuya empuñadura es de plata y cuya vaina está ro deada de
marfil recién cortado. Y le será de mucho valor.»
Así dijo, y puso en manos de Odiseo
la espada de clavos de plaza; le habló y le dirigió aladas palabras:
«Salud, padre huésped, si alguna
palabra desagradable ha sido dicha, que la arrebaten los vendavales y se la
lleven. Y a ti, que los dioses te concedan ver a tu esposa y llegar a to
patria, pues sufres penalidades largo tiempo ya lejos de los tuyos.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«También a ti, amigo, salud y que los
dioses te concedan felicidad, y que después no sientas nostalgia de la espada
ésta que ya me has dado aplacándome con tus palabras.»
Así dijo, y colocó la espada de
clavos de plata en torno a sus hombros.
Cuando se sumergió Helios ya tenía él
a su lado los insignes regalos; los ilustres heraldos los llevaban al palacio
de Alcínoo y los hijos del irreprochable Alcínoo los recibieron y colocaron los
muy hermosos regalos junto a su venerable madre.
Ante ellos marchaba la sagrada fuerza
de Alcínoo y al llegar se sentaron en elevados sillones.
Entonces se dirigió a Arete la fuerza
de Alcínoo:
«Trae acá, mujer, un arcón insigne,
el que sea mejor. Y en él coloca un vestido bien lavado y un manto. Calentadle
un cal dero de bronce con fuego alrededor y templad el agua para que se lave y
vea bien puestos todos los regalos que le han traído aquí los irreprochables
feacios, y goce con el banquete escu chando también la música de una tonada.
También yo le en tregaré esta copa mía hermosísima, de oro, para qua se acuerde
de mí todos los días al hacer libaciones en su palacio a Zeus y a los demás
dioses.»
Así dijo, y Arete ordenó a sus.
esclavas que colocaran al fue go un gran trípode lo antes posible. Ellas
colocaron al fuego ardiente una bañera de tres patas, echaron agua, pusieron
leña y la encendieron debajo. Y el fuego lamía el vientre de la bañe ra y se
calentaba el agua.
Entretanto Arete traía de su tálamo
un arcón hermosísimo para el huésped en él había colocado los lindos regalos,
ves tidos y oro, que los feacios le habían dado. También había co locado en el
arcón un hermoso vestido y un manto y le habló y le dirigió aladas palabras:
«Mira tú mismo esta tapa y échale
enseguida un nudo, no sea que alguien la fuerce en el viaje cuando duermas
dulce sue ño al marchar en la negra nave.»
Cuando escuchó esto el sufridor, el
divino Odiseo, adaptó la tapa y le echó enseguida un bien trabado nudo, el que
le había enseñado en otro tiempo la soberana Circe.
Acto seguido el ama de llaves ordenó
que lo lavaran una vez metido en la bañera, y él vio con gusto el baño caliente,
pues no se había cuidado a menudo de él desde que había abando nado la morada
de Calipso, la de lindas trenzas. En aquella época le estaba siempre dispuesto
el baño como para un dios.
Cuando las esclavas lo habían lavado
y ungido con aceite y le habían puesto túnica y manto, salió de la bañera y fue
hacia los hombres que bebían vino. Y Nausícaa, que tenía una her mosura dada
por los dioses se detuvo junto a un pilar del bien fabricado techo. Y admiraba
a Odiseo al verlo en sus ojos; y le habló y le dijo aladas palabras:
«Salud, huésped, acuérdate de mí
cuando estés en tu patria, pues es a mí la primera a quien debes la vida.»
Y le contestó y le dijo el muy astuto
Odiseo:
«Nausícaa, hija del valeroso Alcínoo,
que me conceda Zeus, el que truena fuerte, el esposo de Hera, volver a mi casa
y ver el día del regreso. Y a ti, incluso allí te haré súplicas como a una
diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la vida.»
Dijo, y se sentó en su sillón junto
al rey Alcínoo.
Y ellos ya estaban repartiendo las
porciones y mezclando el vino.
Y un heraldo se acercó conduciendo al
deseable aedo, a De módoco, honrado en el pueblo, y le hizo sentar en medio de
los comensales apoyándolo junto a una enorme columna.
Entonces se dirigió al heraldo el muy
inteligente Odiseo, mientras cortaba el lomo
pues aún sobraba mucho de un
albidente cerdo (y alrededor había abundante grasa):
«Heraldo, van acá, entrega esta carne
a Demódoco para que lo coma, que yo le mostraré cordialidad por triste que
esté. Pues entre todos los hombres terrenos los aedos participan de la honra y
del respeto, porque Musa les ha enseñado el canto y ama a la raza de los
aedos.»
Así dijo, el heraldo lo llevó y se lo
puso en las manos del héroe Demódoco, y éste lo recibió y se alegró en su
ánimo. Y ellos echaban mano de las viandas que tenían delante.
Cuando hubieron arrojado lejos de sí
el deseo de bebida y de comida, ya entonces se dirigió a Demódoco el muy
inteligente Odiseo:
«Demódoco, muy por encima de todos
los mortales te ala bo: seguro que te han enseñado Musa, la hija de Zeus, o Apo
lo. Pues con mucha belleza cantas el destino de los aqueos cuánto hicieron y sufrieron y cuánto
soportaron como si tú mismo lo hubieras
presenciado o lo hubieras escuchado de otro allí presente!
«Pero, vamos, pasa a otro tema y
canta la estratagema del caballo de madera que fabricó Epeo con la ayuda de
Atenea; la emboscada que en otro tiempo condujo el divino Odiseo hasta la
Acrópolis, llenándola de los hombres que destruyeron Ilión.
«Si me narras esto como te
corresponde, yo diré bien alto a todos los hombres que la divinidad te ha
concedido benigna el divino canto.»
Así habló, y Demódoco, movido por la
divinidad, inició y mostró su cánto desde el momento en que los argivos se
embarcaron en las naves de buenos bancos y se dieron a la mar después de
incendíar las tiendas de campaña. Ya estaban los emboscados con el insigne
Odiseo en el ágora de los troyanos, ocultos dentro del caballo, pues los mismos
troyanos lo habían arrastrado hasta la Acrópolis.
Así estaba el caballo, y los troyanos
deliberaban en medio de una gran incertidumbre sentados alrededor de éste. Y
les agradaban tres decisiones: rajar la cóncava madera con el mor tal bronce,
arrojarlo por las rocas empujándolo desde to alto, o dejar que la gran estatua
sirviera para aplacar a los dioses. Esta última decisión es la que iba a
cumplirse. Pues era su Destino que perecieran una vez que la ciudad encerrara
el gran caballo de madera donde estaban sentados todos los mejores de los ar
givos portando la muerte y Ker para los troyanos. Y cantaba cómo los hijos de
los aqueos asolaron la ciudad una vez que sa lieron del caballo y abandonaron
la cóncava emboscada. Y can taba que unos por un lado y otros por otro iban
devastando la elevada ciudad, pero que Odiseo marchó semejante a Ares en
compañía del divino Menelao hacia el palacio de Deífobo.
Y dijo que, una vez allí, sostuvo el
más terrible combate y que al fin venció con la ayuda de la valerosa Atenea.
Esto es lo que cantaba el insigne
aedo, y Odiseo se derretía: el llanto empapaba sus mejillas deslizándose de sus
párpados.
Como una mujer llora a su marido
arrojándose sobre él caí do ante su ciudad y su pueblo por apartar de ésta y de
sus hijos el día de la muerte ella lo
contempla moribundo y palpitan te, y tendida sobre él llora a voces; los
enemigos cortan con sus lanzas la espalda y los hombros de los ciudadanos y se
los llevan prisioneros para soportar el trabajo y la pena, y las mejillas de
ésta se consumen en un dolor digno de lástima , así Odiseo destilaba bajo sus
párpados un llanto digno de lás tima.
A los demás les pasó desapercibido
que derramaba lágrimas, y sólo Alcínoo lo advirtió y observó sentado como
estaba cer ca de él y le oyó gemir pesadamente.
Entonces dijo al punto a los feacios amantes
del remo:
«Escuchad, caudillos y señores de los
feacios. Que Demódo co detenga su cítara sonora, pues no agrada a todos al
cantar esto. Desde que estamos cenando y comenzó el divino aedo, no ha dejado
el huésped un momento el lamentable llanto. El dolor le rodea el ánimo.
«Varnos, que se detenga para que
gocemos todos por igual, los que le damos hospitalidad y el huésped, pues así
será mu cho mejor. Que por causa del venerable huésped se han prepa rado estas
cosas, la escolta y amables regalos, cosas que le entregamos como muestra de
afecto. Como un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre que goce
de sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú escondas en tu pensa miento
astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es ha blar. Dime tu nombre, el
que te llamaban allí tu madre y tu padre y los demás, los que viven cerca de
ti. Pues ninguno de los hombres carece completamente de nombre, ni el hombre
del pueblo ni el noble, una vez que han nacido. Antes bien, a to dos se lo
ponen sus padres una vez que lo han dado a luz.
Dime también tu tierra, tu pueblo y
tu ciudad para que te acompañen allí las naves dotadas de inteligencia. Pues
entre los feacios no hay pilotos ni timones en sus naves, cosas que otras naves
tienen. Ellas conocen las intenciones y los pensa mientos de los hombres y
conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los hombres. Recorren
velozmente el abismo del mar aunque estén cubiertas por la oscuridad y la
niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser destruidas. Pero yo he
oído decir en otro tiempo a mi padre Nausítoo que Po seidón estaba celoso de
nosotros porque acompañamos a todos sin daño. Y decía que algún día destruiría
en el nebuloso pon to a una bien fabricada nave de los feacios al volver de una
es colta y nos bloquearía la ciudad con un gran monte. Así decía el anciano;
que la divinidad cumpla esto o lo deje sin cumplir, como sea agradable a su
ánimo.
«Pero, vamos, dime e infórmame en verdad. , por dónde has andado
errante y a qué regiones de hombres has llegado. Háblame de ellos y de sus bien
habitadas ciudades, los que son duros y salvajes y no justos, y los que son
amigos de los foras teros y tienen sentimientos de veneración hacia los dioses.
Dime también por qué lloras y te lamentas en tu ánimo al oír el destino de los
argivos, de los dánaos y de Ilión. Esto lo han hecho los dioses y han urdido la
perdición para esos hombres, para que también sea motivo de canto pará los
venideros. ¿Es que ha perecido ante Ilión algún pariente tuyo..., un noble yer
no, o suegro, los que son más objeto de preocupación después de nuestra propia
sangre y linaje? ¿O un noble amigo de senti mientos agradables? Pues no es
inferior a un hermano el ami go que tiene pensamientos discretos.»
CANTO
IX
ODISEO
CUENTA SUS AVENTURAS:
LOS
CICONES, LOS LOTÓFAGOS, LOS CÍCLOPES
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Poderoso Alcínoo, el más noble de
todo tu pueblo, en verdad es agradable escuchar al aedo, tal como es, se
mejante a los dioses en su voz. No creo yo que haya un cumplimiento más
delicioso que cuando el bienestar perdura en todo el pueblo y los convidados
escuchan a lo largo del palacio al aedo sentados en orden, y junto a ellos hay
mesas cargadas de pan y carne y un escanciador trae y lleva vino que ha saca do
de las cráteras y lo escancia en las copas. Esto me parece lo más bello.
«Tu ánimo se ha decidido a preguntar
mis penalidades a fin de que me lamente todavía más en mi dolor. Porque, ¿qué
voy a narrarte lo primero y qué en último lugar?, pues son innu merables los
dolores que los dioses, los hijos de Urano, me han proporcionado. Conque lo
primero qué voy a decir es mi nom bre para que lo conozcáis y para que yo
después de escapar del día cruel continúe manteniendo con vosotros relaciones
de hospitalidad, aunque el palacio en que habito esté lejos.
«Soy Odiseo, el hijo de Laertes, el
que está en boca de todos los hombres por toda clase de trampas, y mi fama
llega has ta el cielo. Habito en Itaca, hermosa al atardecer. Hay en ella un
monte, el Nérito de agitado follaje, muy sobresaliente, y a su alrededor hay
muchas islas habitadas cercanas unas de otras, Duliquio y Same, y la poblada de
bosques Zante. Itaca se re cuesta sobre el mar con poca altura, la más remota
hacia el Occidente, y las otras están más lejos hacia Eos y Helios. Es áspera,
pero buena criadora de mozos.
«Yo en verdad no soy capaz de ver
cosa alguna más dulce que la tierra de uno. Y eso que me retuvo Calipso, divina
entre las diosas, en profunda cueva deseando que fuera su esposo, e igualmente
me retuvo en su palacio Circe, la hija de Eeo, la en gañosa, deseando que fuera
su esposo.
«Pero no persuadió a mi ánimo dentro
de mi pecho, que no hay nada más dulce que la tierra de uno y de sus padres,
por muy rica que sea la casa donde uno habita en tierra extranjera y lejos de
los suyos.
«Y ahora os voy a narrar mi atormentado
regreso, el qúe Zeus me ha dado al venir de Troya. El viento que me traía de
Ilión me empujó hacia los Cicones, hacia Ismaro. Allí asolé la ciudad, a sus
habitantes los pasé a cuchillo, tomamos de la ciudad a las esposas y abundante
botín y lo repartimos de ma nera que nadie se me fuera sin su parte
correspondiente. En tonces ordené a los míos que huyeran con rápidos pies, pero
ellos, los muy estúpidos, no rne hicieron caso. Así que bebie ron mucho vino y
degollaron muchas ovejas junto a la ribera y cuernitorcidos bueyes de rotátiles
patas.
«Entre tanto, los Cicones, que se
hábían marchado, lanza ron sus gritos de ayuda a otros Cicones que, vecinos
suyos, eran a la vez más numerosos y mejores, los que habitaban tie rra
adentro, bien entrenados en luchar con hombres desde el carro y a pie, donde
sea preciso. Y enseguida llegaron tan numerosos como nacen en primavera las
hojas y las flores, veloces.
«Entonces la funesta Aisa de Zeus se
colocó junto a noso tros, de maldito destino, para que sufriéramos dolores en
abundancia; lucharon pie a sierra junto a las veloces naves, y se herían unos a
otros con sus lanzas de bronce. Mientras Eos duró y crecía el sagrado día, los
aguantamos rechazándoles aunque eran más numerosos. Pero cuando Helios se
dirigió al momento de desuncir los bueyes, los Cicones nos hicieron retroceder
venciendo a los aqueos y sucumbieron seis compañeros de buenas grebas de cada
nave. Los demás escapamos de la muerte y de nuestro destino, y desde allí
proseguimos navegando hacia adelante con el corazón apesadumbrado, escapan do
gustosos de la muerte aunque habíamos perdido a los com pañeros. Pero no
prosiguieron mis curvadas naves, que cada uno llamamos por tres veces a
nuestros desdichados compañe ros, los que habían muerto en la llanura a manos
de los Ci cones.
«Entonces el que reúne las nubes,
Zeus; levantó el viento Bóreas junto con una inmensa tempestad, y con las nubes
ocultó la tierra y a la vez el ponto. Y la noche surgió del cielo. Las naves
eran arrastradas transversalmente y el ímpetu del viento rasgó sus velas en
tres y cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta por terror a la muerte, y
haciendo grandes es fuerzos nos dirigimos a remo hacia tierra.
«Allí estuvimos dos noches y dos días
completos, consu miendo nuestro ánimo por el cansancio y el dolor.
«Pero cuando Eos, de lindas trenzas,
completó el tercer día, levantamos los mástiles, extendimos las blancas velas y
nos sentamos en las naves, y el viento y los pilotos las conducían. En ese
momento habría llegado ileso a mi tierra patria, pero el oleaje, la corriente y
Bóreas me apartaron al doblar las Maleas
y me hicieron vagar lejos de Citera. Así que desde allí fuimos
arrastrados por fuertes vientos durante nueve días sobre el ponto abundante en
peces, y al décimo arribamos a la tierra de los Lotófagos, los que comen flores
de alimento. Descendimos a tierra, hicimos provisión de agua y al punto mis
compa ñeros tomaron su comida junto a las veloces naves. Cuando nos habíamos
hartado de comida y bebida, yo envié delante a unos compañeros para que fueran
a indagar qué clase de hom bres, de los que se alimentan de trigo, había en esa
región; es cogí a dos, y como tercer hombre les envié a un heraldo. Y marcharon
enseguida y se encontraron con los Lotófagos. Éstos no decidieron matar a nuestros
compañeros, sino que les dieron a comer loto, y el que de ellos comía el dulce
fruto del loto ya no quería volver a informarnos ni regresar, sino que
preferían quedarse allí con los Lotófagos, arrancando loto, y olvidándose del
regreso. Pero yo los conduje a la fuerza, aun que lloraban, y en las cóncavas
naves los arrastré y até bajo los bancos. Después ordené a mis demás leales
compañeros que se apresuraran a embarcar en las rápidas naves, no fuera que al
guno comiera del loto y se olvidara del regreso. Y rápidamente embarcaron y se
sentaron sobre los bancos, y, sentados en fila, batían el canoso mar con los
remos.
«Desde allí proseguimos navegando con
el corazón acongo jado, y llegamos a la tierra de 1os Cíclopes, los soberbios,
los sin ley; los que, obedientes a los inmortales, no plantan con sus manos
frutos ni labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar:
trigo y cebada y viñas que producen vino de gordos racimos; la lluvia de Zeus
se los hace crecer. No tie nen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes;
habitan las cumbres de elevadas montañas en profundas cuevas y cada uno es
legislador de sus hijos y esposas, y no se preocupan unos de otros.
«Más allá del puerto se extiende una
isla llana, no cerca ni lejos de la tierra de los Cíclopes, llena de bosques.
En ella se crían innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí hombres
que se lo impidan ni las persiguen los cazadores, los que sufren dificultades
en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La isla tampoco está
ocupada por ganados ni sem brados, sino que, no sembrada ni arada, carece de
cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras cabras. No disponen los
Cíclopes de naves de rojas proas, ni hay allí armadores que pu dieran trabajar
en construir bien entabladas naves; éstas ten drían como término cada una de
las ciudades de mortales a las que suelen llegar los hombres atravesando con
sus naves el mar, unos en busca de otros, y los Cíclopes se habrían hecho una
isla bien fundada. Pues no es mala y produciría todos los frutos estacionales;
tiene prados junto a las riberas del canoso mar, húmedos, blandos. Las viñas
sobre todo producirían constantemente, y las tierras de pan llevar son llanas.
Recoge rían siempre las profundas mieses en su tiempo oportuno, ya que el
subsuelo es fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no
hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni de atar las amarras. Se
puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en que el ánimo de los
marineros les impulse y soplen los vientos.
«En la parte alta del puerto corre un
agua resplandeciente, una fuente que surge de la profundidad de una cueva, y en
tor no crecen álamos. Hacia allí navegamos y un demón nos con ducía a través de
la oscura noche. No teníamos luz para verlo, pues la bruma era espesa en torno
a las naves y Selene no irra diaba su luz desde el cielo y era retenida por las
nubes; así que nadie vio la isla con sus ojos ni vimos las enormes olas que ro
daban hacia tierra hasta que arrastramos las naves de buenos bancos. Una vez
arrastradas, recogimos todas las velas y descendimos sobre la orilla del mar y
esperamos a la divina Eos durmiendo allí.
«Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana, la de dedos de rosa, deambulamos llenos de admiración por la
isla.
«Entonces las ninfas, las hijas de
Zeus, portador de égida, agitaron a las cabras montafaces para que comieran mis
com pañeros. Así que enseguida sacamos de las naves los curvados arcos y las
lanzas de largas puntas, y ordenados en tres grupos comenzamos a disparar, y
pronto un dios nos proporcionó abundante caza. Me seguían doce naves, y a cada
una de ellas tocaron en suerte nueve cabras, y para mí solo tomé diez. Así
estuvimos todo el día hasta el sumergirse de Helios, comiendo innumerables
trozos de carne y dulce vino; que todavía no se había agotado en las naves el
dulce vino, sino que aún queda ba, pues cada uno había guardado mucho en las
ánforas cuan do tomamos la sagrada ciudad de los Cicones.
«Echamos un vistazo a la tierra de
los Cíclopes que estaban cerca y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el
vagido de sus ovejas y cabras. Y cuando Helios se sumergió y sobrevi no la
oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de
la mañana, la de dedos de rosa, convoqué asamblea y les dije a todos:
«"Quedaos ahora los demás, mis
fieles compañeros, que yo con mi nave y los que me acompañan voy a llegarme a
esos hombres para saber quiénes son, si soberbios, salvajes y caren tes de
justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad para con los
dioses."
«Así dije, y me embarqué y ordené a
mis compañeros que embarcaran también ellos y soltaran amarras. Embarcaron és
tos sin tardanza y se sentaron en los bancos, y sentados batían el canoso mar
con los remos. Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca del
mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado ovejas y ca bras , y alrededor había una alta
cerca construida con piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas
de elevada copa. Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños,
solo, apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que vivía alejado y tenía
pensamientos impíos. Era un monstruo digno de admiración: no se parecía a un
hombre, a uno que come trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las
elevadas montañas que aparece sola, destacada de las otras. Entonces ordené al
resto de mis fieles compañeros que se quedaran allí junto a la nave y que la
botaran.
«Yo escogí a mis doce mejores
compañeros y me puse en camino. Llevaba un pellejo de cabra con negro,
agradable vino que me había dado Marón, el hijo de Evanto, e1 sacerdote de
Apolo protector de Ismaro, porque lo había yo salvado junto con su hijo y
esposa respetando su techo. Habitaba en el bos que arbolado de Febo Apolo y me
había donado regalos excelentes: me dio siete talentos de oro bien trabajados y
una cráte ra toda de plata, y, además vino en doce ánforas que llenó, vino
agradable, no mezclado, bebida divina. Ninguna de las esclavas ni de los
esclavos de palacio conocían su existencia, sino sólo él y su esposa y
solamente la despensera. Siempre que bebían el rojo, agradable vino llenaba una
copa y vertía veinte medidas de agua, y desde la crátera se esparcía un olor
delicioso, admirable; en ese momento no era agradable alejarse de allí. De este
vino me llevé un gran pellejo lleno y también provisiones en un saco de cuero,
porque mi noble ánimo ba rruntó que marchaba en busca de un hombre dotado de
gran fuerza, salvaje, desconocedor de la justicia y de las leyes.
«Llegamos enseguida a su cueva y no
lo encontramos den tro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto.
Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los ca nastos se
inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos estaban llenos de
corderos y cabritillos. Todos estaban cerrados por separado: a un lado los
lechales, a otro los medianos y a otro los recentales.
«Y todos los recipientes rebosaban de
suero colodras y jarros bien construidos,
con los que ordeñaba.
«Entonces mis compañeros me rogaron
que nos apoderáse mos primero de los quesos y regresáramos, y que sacáramos
luego de los establos cabritillos y corderos y, conduciéndolos a la rápida
nave, diéramos velar sobre el agua salada. Pero yo no les hice caso aunque hubiera sido más ventajoso , para
poder ver al monstruo y por si me daba los dones de hospitali dad. Pero su
aparición no iba a ser deseable para mis compañeros.
«Así que, encendiendo una fogata,
hicimos un sacrificio, re partimos quesos, los comimos y aguardamos sentados
dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el Cíclope una
pesada carga de leña seca para su comida y la tiró dentro con gran ruido.
Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva, y él a continuación
introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los machos a los carneros y cabrones los dejó a la puerta, fuera del profundo
establo. Después levantó una gran roca y la colocó arriba, tan pesada que no la
habrían levantado del suelo ni veintidós bue nos carros de cuatro ruedas: ¡tan
enorme piedra colocó sobre la puerta! Sentóse luego a ordeñar las ovejas y las
baladoras ca bras, cada una en su momento, y debajo de cada una colocó un
recental. Enseguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas bien
entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para beber cuando comiera y le
sirviera de adición al banquete.
Cuando hubo realizado todo su trabajo
prendió fuego, y al vernos nos preguntó:
«"Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De
dónde venís navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto,
o sin rumbo como los piratas por la mar, los que andan a la aventu ra
exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras tierras?”.
«Así habló, y nuestro corazón se
estremeció por miedo a su voz insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le
contesté con mi palabra y le dije:
«Somos aqueos y hemos venido errantes
desde Troya, za randeados por toda clase de vientos sobre el gran abismo del
mar, desviados por otro rumbo, por otros caminos, aunque nos dirigimos de
vuelta a casa. Así quiso Zeus proyectarlo. Nos preciamos de pertenecer al
ejército del Atrida Agamenón, cuya fama es la más grande bajo el cielo: ¡tan
gran ciudad ha devastado y tantos hombres ha hecho sucumbir! Conque he mos dado
contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos ofreces hospitalidad y
nos das un regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Ten respeto,
excelente, a los dioses; somos tus suplicantes y Zeus es el vengador de los
suplicantes y de los huéspedes, Zeus Hospitalario, quien acompaña a los
huéspedes, a quienes se debe respeto."
«Así hablé, y él me contestó con
corazón cruel:
«"Eres estúpido, forastero, o
vienes de lejos, tú que me or denas temer o respetar a los dioses, pues los
Ciclopes no se cuidan de Zeus, portador de égida, ni de los dioses felices.
Pues somos mucho más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si
el ánimo no me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus.
«"Pero dime dónde has detenido
tu bien fabricada nave al venir, si al final de la playa o aquí cerca, para que
lo sepa."
«Así habló para probarme, y a mí, que
sé mucho, no me pasó esto desapercibido. Así que me dirigí a él con palabras
engañosas:
«"La nave me la ha destrozado
Poseidón, el que conmueve la tierra; la ha lanzado contra los escollos en los
confines de vuestro país, conduciéndola hasta un promontorio, y el viento la
arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con éstos de la dolorosa
muerte."
«Así hablé, y él no me contestó nada
con corazón cruel, mas lanzóse y echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la
vez y los golpeó contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se a
esparcieron por el suelo empapando la tierra. Cortó en trozos sus miembros, se
los preparó como cena y se los comió, como un león montaraz, sin dejar ni sus
entrañas ni sus carnes ni sus huesos llenos de meollo.
«Nosotros elevamos llorando nuestras
manos a Zeus, pues veíamos acciones malvadas, y la desesperación se apoderó de
nuestro ánimo.
«Cuando el Cíclope había llenado su
enorme vientre de car ne humana y leche no mezclada, se tumbó dentro de la
cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces yo tomé la decisión en mi
magnánimo corazón de acercarme a éste, sacar la aguda espada de junto a mi
muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma contiene el hígado y la
tenté con mi mano. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hubiéramos perecido
también nosotros con muerte cruel: no habríamos sido capaces de reti rar de la
elevada entrada la piedra que había colocado. Así que llorando esperamos a Eos
divina. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa,
se puso a encender fuego y a ordeñar a sus insignes rebaños, todo por orden, y
bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos, agarró
a dos compañeros a la vez y se los preparó como desayuno. Y cuando había
desayunado, condujo fuera de la cueva a sus gordos rebaños retirando con
facilidad la gran piedra de la entrada. Y la volvió a poner como si colocara la
tapa a una aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito sus
rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi pecho:
¡si pudiera vengarme y Atenea me concediera esto que la suplico...!
«Y ésta fue la decisión que me
pareció mejor. Junto al esta blo yacía la enorme clava del Ciclope, verde, de
olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la
comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos de remeros, de
una nave de transporte amplia, de las que reco rren el negro abismo: así era su
longitud, así era su anchura al mirarla. Me acerqué y corté de ella como una
braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la afilaran. Éstos la
alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el extremo y después la puse al fuego
para endurecerla. La coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba
extendido en abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se
atrevería a le vantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo cuando le lle
gara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo
habría deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto.
Llegó el Cíclope por la tarde
conduciendo sus ganados de hermosos vellones e introdujo en la amplia cueva a
sus gordos rebaños, a todos, y no dejó nada fuera del profundo establo, ya
porque sospechara algo o porque un dios así se lo aconsejó. Después colocó la
gran piedra que hacía de puerta, levantándola muy alta, y se sentó a ordeñar
las ovejas y las baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una colocó un
recental. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañe ros a La
vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope
sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino:
«"¡Aquí, Cíclope! Bebe vino
después que has comido carne humana, para que veas qué bebida escondía nuestra
nave. Te lo he traído como libación, por si te compadescas de mí y me enviabas
a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable. ¡Cruel¡, ¿cómo va a
llegarse a ti en adelante ninguno de los nu merosos hombres? Pues no has obrado
como lo corresponde."
«Así hablé, y él la tomó, bebió y
gozó terriblemente bebien do la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez:
«"Dame más de buen grado y dime
ahora ya tu nombre para que te ofrezca el don de hospitalidad con el que te vas
a ale grar. Pues también la donadora de vida, la Tierra, produce para los
Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace crecer. Pero esto
es una catarata de ambrosia y néctar."
«Así habló, y yo le ofrecí de nuevo
rojo vino. Tres veces se lo llevé y tres veces bebió sin medida. Después,
cuando el rojo vino había invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con
dulces palabras:
«"Cíclope, ¿me preguntas mi
célebre nombre? Te to voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad como me
has pro metido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y
todos mis compañeros."
«Así hablé, y él me contestó con
corazón cruel:
«"A
Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros antes. Este
será tu don de hospitalidad."
«Dijo, y
reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbadó con su robusto cuello inclinado a
un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba cargado
de vino.
«Entonces
arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a
animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me
escapara por mie do. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el
fuego, verde como estaba, y .resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué
del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundiá
gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo,
y yo ha cía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como cuando un hombre
taladra con un trépano la madera destinada a un navío otros abajo la atan a ambos lados con una
correa y la made ra gira continua, incesantemente , así hacíamos dar vueltas,
bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del Cíclope, y la sangre
corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo del fuego le quemó
todos los párpados, y las cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como
cuando un herrero su merge una gran hacha o una garlopa en agua fría para
templar la y ésta estride grandemente
pues éste es el poder del hie rro , así estridía su ojo en torno a la
estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en
torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.
«Entonces se extrajo del ojo la
estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al
punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derre
dor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus gritos,
venían cada uno de un sitio y se colocaron alrede dor de su cueva y le
preguntaron qué le afligía:
«"¿Qué cosa tan grande sufres,
Polifemo, para gritar de esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar
el sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra tu
voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?"
«Y les contestó desde la cueva el
poderoso Polifemo:
«"Amigos, Nadie me mata con
engaño y no con sus propias fuerzas."
«Y ellos le contestaron y le dijeron
aladas palabras:
«"Pues si nadie te ataca y estás
solo... es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos
suplica a tu padre Poseidón, al soberano."
«Así dijeron, y se marcharon. Y mi
corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia
irre prochable!
«El Cíclope gemía y se retorcía de
dolor, y palpando con las manos retiró la piedra de la entrada. Y se sentó a la
puerta, las manos extendidas, por si pillaba a alguien saliendo afuera en tre
las ovejas. ¡Tan estúpido pensaba en su mente que era yo! Entonces me puse a
deliberar cómo saldrían mejor las cosas
¡si encontrará el medio de liberar a mis compañeros y a mí mismo de la
muerte..! Y me puse a entretejer toda clase de engaños y planes, ya que se
trataba de mi propia vida . Pues un gran mal estaba cercano. Y me pareció la
mejor ésta decisión: los carneros estaban bien alimentádos, con densos
vellones, hermosos y grandes, y tenían una lana color violeta. Conque los até
en silencio, juntándolos de tres en tres, con mimbres bien trenzadas sobre las
que dormía el Cíclope, el monstruo de pensamientos impíos; el carnero del medio
llevaba a un hom bre, y los otros dos marchaban a cada lado, salvando a mis
compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre.
»Entonces yo... había un carnero; el
mejor con mucho de todo su rebaño. Me apoderé de éste por el lomo y me coloqué
bajo su velludo vientre hecho un ovillo, y me mantenía con ánimo paciente
agarrado con mis manos a su divino vellón. Así aguardamos gimiendo a Eos
divina, y cuando se mostró la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, sacó
a pastar a los machos de su ganado. Y las hembras balaban por los corrales sin
ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño, abatido por funestos dolores,
tentaba el lomo de todos sus carneros, que se mantenían rectos. El inocente no
se daba cuenta de que mis compañeros estaban sujetos bajo el pecho de las
lanudas ove jas. El último del rebaño en salir fue el carnero cargado con su
lana y conmigo, que pensaba muchas cosas. El poderoso Poli femo lo palpó y se
dirigió a él:
«"Carnero amigo, ¿por qué me
sales de la cueva el último del rebaño? Antes jamás marchabas detrás de las
ovejas, sino que, a grandes pasos, llegabas el primero a pastar las tiernas
flores del prado y llegabas el primero a las corrientes de los ríos y el
primero deseabas llegar al establo por la tarde. Ahora en cambio, eres el
último de todos. Sin duda echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha
cegado un hombre villano con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi
men te con vino, Nadie, quien todavía no ha escapado te lo aseguro de la muerte. ¡Ojalá tuvieras sentimientos
iguales a los míos y estuvieras dotado de voz para decirme dónde se ha es
condido aquél de mi furia! Entonce sus sesos, cada uno por un lado, reventarían
contra el suelo por la cueva, herido de muer te, y mi corazón se repondría de
los males que me ha causado el vil Nadie."
«Así diciendo alejó de sí al carnero.
Y cuando llegamos un poco lejos de la cueva y del corral, yo me desaté el
primero de debajo del carnero y liberé a mis compañeros. Entonces hici mos
volver rápidamente al ganado de finas patas, gordo por la grasa, abundante
ganado, y lo condujimos hasta llegar a la nave.
«Nuestros compañeros dieron la
bienvenida a los que había mos escapado de la muerte, y a los otros los
lloraron entre ge midos. Pero yo no permití que lloraran, haciéndoles señas ne
gativas con mis cejas, antes bien, les di órdenes de embarcar al abundante
ganado de hermosos vellones y de navegar el salino mar.
«Embarcáronlo enseguida y se sentaron
sobre los bancos, y, sentados, batían el canoso mar con los remos.
«Conque cuando estaba tan lejos como
para hacerme oír si gritaba, me dirigí al Cíclope con mordaces palabras:
«"Cíclope, no estaba privado de
fuerza el hombre cuyos compañeros ibas a comerte en la cóncava cueva con tu
pode rosa fuerza. Con razón te tenían que salir al encuentro tus mal vadas
acciones, cruel, pues no tuviste miedo de comerte a tus huéspedes en tu propia
casa. Por ello te han castigado Zeus y los demás dioses."
«Así hablé, y él se irritó más en su
corazón. Arrancó la cresta de un gran monte, nos la arrojó y dio detrás de la
nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto
del timón. El mar se levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró en
su reflujo, la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra. Entonces tomé
con mis manos un largo botador y la empujé hacia fuera, y di órdenes a mis
compañeros de que se lanzaran sobre los remos para escapar del peligro, haciéndoles
señas con mi cabeza. Así que se inclinaron hacia adelante y remaban. Cuando en
nuestro recorrido estábamos alejados dos veces la distancia de antes, me dirigí
al Cíclope, aunque mis compañeros intentaban impedírmelo con dulces palabras a
uno y otro lado:
«"Desdichado, ¿por qué quieres
irritar a un hombre salvaje?, un hombre que acaba de arrojar un proyectil que
ha hecho vol ver a tierra nuestra nave y pensábamos que íbamos a morir en el
sitio. Si nos oyera gritar o hablar machacaría nuestras cabe zas y el madero
del navío, tirándonos una roca de aristas res plandecientes, ¡tal es la
longitud de su tiro!"
«Así hablaron, pero no doblegaron mi
gran ánimo y me di rigí de nuevo a él airado:
«"Cíclope, si alguno de los
mortales hombres te pregunta por la vergonzosa ceguera de tu ojo, dile que lo
ha dejado ciego Odiseo, el destructor de ciudades; el hijo de Laertes que tiene
su casa en Itaca."
«Así hablé, y él dio un alarido y me
contestó con su palabra:
«"¡Ay, ay, ya me ha alcanzado el
antiguo oráculo! Había aquí un adivino noble y grande, Telemo Eurímida, que
sobresalía por sus dotes de adivino y envejeció entre los Cíclopes vatici
nando. Éste me dijo que todo esto se cumpliría en el futuro, que me vería
privado de la vista a manos de Odiseo. Pero siempre esperé que llegara aquí un
hombre grande y bello, do tado de un gran vigor; sin embargo, uno que es
pequeño, de poca valía y débil me ha cegado el ojo después de sujetarme con
vino. Pero ven acá, Odiseo, para que te ofrezca los dones de hospitalidad y exhorte
al ínclito, al que conduce su carro por la tierra, a que te dé escolta, pues
soy hijo suyo y él se glo ría de ser mi padre. Sólo él, si quiere, me sanará, y
ningún otro de los dioses felices ni de los mortales hombres."
«Así habló, y yo le contesté diciendo:
«"¡Ojalá pudiera privarte
también de la vida y de la existen cia y enviarte a la mansión de Hades! Así no
te curaría el ojo ni el que sacude la tierra."
«Así dije, y luego hizo él una
súplica a Poseidón soberano, tendiendo su mano hacia el cielo estrellado:
«"Escúchame tú, Poseidón, el que
abrazas la tierra, el de ca bellera azuloscura. Si de verdad soy hijo tuyo y tú te precias de ser mi padre , concédeme
que Odiseo, el destructor de ciudades, no llegue a casa, el hijo de Laertes que
tiene su mora da en Itaca. Pero si su destino es que vea a los suyos y llegue a
su bien edificada morada y a su tierra patria, que regrese de mala manera: sin
sus compañeros, en nave ajena, y que en cuentre calamidades en casa."
«Así dijo suplicando, y le escuchó el
de azuloscura cabellera. A continuación levantó de nuevo una piedra mucho mayor
y la lanzó dando vueltas. Hizo un esfuerzo inmenso y dio detrás de la nave de
azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón.
Y el mar se levantó por la caí da de la piedra, y el oleaje arrastró en su
reflujo la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra.
«Conque por fin llegamos a la isla
donde las demás naves de buenos bancos nos aguardaban reunidas. Nuestros
compañe ros estaban sentados llorando alrededor, anhelando continua mente
nuestro regreso. Al llegar allí, arrastramos la nave sobre la arena y
desembarcamos sobre la ribera del mar. Sacamos de la cóncava nave los ganados
del Cíclope y los repartimos de modo que nadie se fuera sin su parte
correspondiente.
«Mis compañeros, de hermosas grebas,
me dieron a mí solo, al repartir el ganado, un carnero de más, y lo sacrifiqué
sobre la playa en honor de Zeus, el que reúne las nubes, el hijo de Crono, el
que es soberano de todos, y quemé los muslos. Pero no hizo caso de mi
sacrificio, sino que meditaba el modo de que se perdieran todas mis naves de
buenos bancos y mis fieles compañeros.
«Estuvimos sentados todo el día
comiendo carne sin parar y bebiendo dulce vino, hasta el sumergirse de Helios.
Y cuando Helios se sumergió y cayó la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la
ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de
la mañana, la de de dos de rosa, di orden a mis compañeros de que embarcaran y
soltaran amarras, y ellos embarcaron, se sentaron sobre los bancos y, sentados,
batían el canoso mar con los remos.
«Así que proseguimos navegando desde
allí, nuestro cora zón acongojado, huyendo con gusto de la muerte, aunque ha
bíamos perdido a nuestros compañeros.»
CANTO
X
LA
ISLA DE EOLO.
EL
PALACIO DE CIRCE LA HECHICERA
Arribamos a la isla Eolia, isla
flotante donde habita Eolo Hipótada, amado de los dioses inmortales. Un muro
indestructible de bronce la rodea, y se yer gue como roca pelada.
«Tiene Eolo doce hijos nacidos en su
palacio, seis hijas y seis hijos mozos, y ha entregado sus hijas a sus hijos
como esposas. Siempre están ellos de banquete en casa de su padre y su vene
rable madre, y tienen a su alcance alimentos sin cuento. Du rante el día
resuena la casa, que huele a carne asada, con el so nido de la flauta, y por la
noche duermen entre colchas y sobre lechos taladrados junto a sus respetables
esposas. Conque lle gamos a la ciudad y mansiones de éstos. Durante un mes me
agasajó y me preguntaba detalladamente por Ilión, por las na ves de los argivos
y por el regreso de los aqueos, y yo le relaté todo como me correspondía. Y
cuando por fin le hablé de vol ver y le pedí que me despidiera, no se negó y me
proporcionó escolta. Me entregó un pellejo de buey de nueve años que él había
desollado, y en él ató las sendas de mugidores vientos, pues el Cronida le había
hecho despensero de vientos, para que amainara o impulsara al que quisiera.
Sujetó el odre a la curvada nave con un brillante hilo de plata para que no
escaparan ni un poco siquiera, y me envió a Céfiro para que soplara y con
dujera a las naves y a nosotros con ellas. Pero no iba a cum plirlo, pues nos
vimos perdidos por nuestra estupidez.
«Navegamos tanto de día como de noche
durante nueve días, y al décimo se nos mostró por fin la tierra patria y pudi
mos ver muy cerca gente calentándose al fuego. Pero en ese momento me sobrevino
un dulce sueño; cansado como estaba, pues continuamente gobernaba yo el timón
de la nave que no se lo encomendé nunca a ningún compañero, a fin de llegar más
rápidamente a la tierra patria.
«Mis compañeros conversaban entre sí
y creían que yo llevaba a casa oro y plata, regalo del magnánimo Eolo Hipótada.
Y decía así uno al que tenía al lado:
«"¡Ay, ay, cómo quieren y honran
a éste todos los hombres a cuya ciudad y tierra llega! De Troya se trae muchos
y buenos tesoros como botín; en cambio, nosotros, después de llevar a cabo la
misma expedición, volvemos a casa con las manos va cías. También ahora Eolo le
ha entregado esto correspondien do a su amistad. Conque, vamos, examinemos qué
es, veamos cuánto oro y plata se encierra en este odre."
«Así hablaban, y prevaleció la
decisión funesta de mis com pañeros: desataron el odre y todos los vientos se
precipitaron fuera, mientras que a mis compañeros los arrebataba un hura cán y
los llevó llorando de nuevo al ponto lejos de la patria. Entonces desperté yo y
me puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la nave para
perecer en el mar o so portaría en silencio y permanecería todavía entre los
vivientes. Conque aguanté y quedéme y me eché sobre la nave cubriendo mi cuerpo.
Y las naves eran arrastradas de nuevo hacia la isla Eofa por una terrible
tempestad de vientos, mientras mis compañeros se lamentaban.
«Por fin pusimos pie en tierra,
hicimos provisión de agua y enseguida comenzaron mis compañeros a comer junto a
las rá pidas naves. Cuando nos habíamos hartado de comida y bebida tomé como
acompañantes al heraldo y a un compañero y me encaminé a la ínclita morada de
Eolo, y lo encontré banqueteando en compañía de su esposa a hijos. Cuando
llegamos a la casa nos sentamos sobre el umbral junto a las puertas, y ellos se
levantaron admirados y me preguntaron:
«"¿Cómo es que has vuelto,
Odiseo? ¿Qué demón maligno ha caído sobre ti? Pues nosotros te despedimos
gentilmente para que llegaras a tu patria y hogar a donde quiera que te fue ra
grato."
«Así dijeron, y yo les contesté con
el corazón acongojado:
«"Me han perdido mis malvados
compañeros y, además, el maldito sueño. Así que remediadlo, amigos, pues está
en vues tras manos."
«Así dije, tratando de calmarlos con
mis suaves palabras, pero ellos quedaron en silencio, y por fin su padre me
contestó:
«"Márchate enseguida de esta
isla, tú, el más reprobable de los vivientes, que no me es lícito acoger ni
despedir a un hom bre que resulta odioso a los dioses felices. ¡Fuera!, ya que
has llegado aquí odiado por los inmortales."
«Así diciendo, me arrojó de su casa
entre profundos lamen tos. Así que continuamos nagevando con el corazón
acongoja do, y el vigor de mis hombres se gastaba con el doloroso re mar, pues
debido a nuestra insensatez ya no se nos presentaba medio de volver.
«Navegamos tanto de día como de noche
durante seis días, y al séptimo arribamos a la escarpada ciudadela de Lamo, a
Telé pilo de Lestrigonia, donde el pastor que entra llama a voces al que sale y
éste le contesta; donde un hombre que no duerma puede cobrar dos jomales, uno
por apacentar vacas y otro por conducir blancas ovejas, pues los caminos del
día y de la noche son cercanos.
«Cuando llegamos a su excelente
Puerto lo rodea por to das partes roca
escarpada, y en su boca sobresalen dos acanti lados, uno frente a otro, por lo
que la entrada es estrecha , todos mis compañeros amarraron dentro sus curvadas
naves, y éstas quedaron atadas, muy juntas, dentro del Puerto, pues no se
hinchaban allí las olas ni mucho ni poco, antes bien había en torno una blanca
bonanza. Sólo yo detuve mi negra nave fuera del Puerto, en el extremo mismo,
sujeté el cable a la roca y subiendo a un elevado puesto de observación me
quedé allí: no se veía labor de bueyes ni de hombres, sólo humo que se le
vantaba del suelo.
«Entonces envié a mis compañeros para
que indagaran qué hombres eran de los que comen pan sobre la tierra, eligiendo
a dos hombres y dándoles como tercer compañero a un heraldo. Partieron éstos y
se encaminaron por una senda llana por don de los carros llevaban leña a la
ciudad desde los altos montes. Y se toparon con una moza que tomaba agua
delante de la ciu dad, con la robusta hija de Antifates Lestrigón. Había bajado
hasta la fuente Artacia de bella corriente, de donde solían lle var agua a la
ciudad. Acercándose mis compañeros se dirigie ron a ella y le pregtmtaron quién
era el rey y sobre quiénes reinaba, Y enseguida les mostró el elevado palacio
de su padre. Apenas habían entrado, encontraron a la mujer del rey, grande como
la cima de un monte, y se atemorizaron ante ella. Hizo ésta venir enseguida del
ágora al ínclito Antifates, su esposo, quien tramó la triste muerte para
aquéllos. Así que agarró a uno de mis compañeros y se lo preparó como almuerzo,
pero los otros dos se dieron a la fuga y llegaron a las naves. Enton ces el rey
comenzó a dar grandes voces por la ciudad, y los gi gantescos Lestrígones que
lo oyeron empezaron a venir cada uno de un sitio, a miles, y se parecían no a
hombres, sino a gigantes. Y desde las rocas comenzaron a arrojarnos peñascos
grandes como hombres, así que junto a las naves se elevó un estruendo de
hombres que morían y de navíos que se quebra ban. Además, ensartábanlos como si
fueran peces y se los lle vaban como nauseabundo festín.
«Conque mientras mataban a éstos
dentro del profundo Puerto, saqué mi aguda espada de junto al muslo y corté las
amarras de mi nave de azuloscura proa. Y, apremiando a mis compañeros, les
ordené que se inclinaran sobre los remos para poder escapar de la desgracia. Y
todos a un tiempo saltaron sobre ellos, pues temían morir.
«Así que mi nave evitó de buena gana
las elevadas rocas en dirección al ponto, mientras que las demás se perdían
allí todas juntas. Continuamos navegando con el corazón acongojado, huyendo de
la muerte gozosos, aunque habíamos perdido a los compañeros.
«Y llegamos a la isla de Eea, donde
habita Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, hermana
carnal del sagaz Eetes: ambos habían nacido de Helios, el que lleva la luz a
los mortales, y de Perses, la hija de Océano.
«Allí nos dejamos llevar
silenciosamente por la nave a lo largo de la ribera hasta un puerto acogedor de
naves y es que nos conducía un dios. Desembarcamos y nos echamos a dormir
durante dos días y dos noches, consumiendo nuestro ánimo por motivo del
cansancio y el dolor. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer
día, tomé ya mi lanza y agu da espada y, levantándome de junto a la nave, subí
a un puesto de observación por si conseguía divisar labor de hombres y oír
voces. Cuando hube subido a un puesto de observación, me detuve y ante mis ojos
ascendía humo de la tierra de anchos caminos a través de unos encinares y
espeso bosque, en el palacio de Circe. Asi que me puse a cavilar en mi interior
si bajaría a indagar, pues había vistó humo enrojecido.
«Mientras así cavilaba me pareció lo
mejor dirigirme prime ro a la rápida nave y a la ribera del mar para distribuir
alimen tos a mis compañeros, y enviarlos a que indagaran ellos. Y cuando ya
estaba cerca de la curvada nave, algún dios se com padeció de mí -solo como
estaba-, pues puso en mi camino un enorme ciervo de elevada cornamenta. Bajaba
éste desde el pasto del bosque a beber al río, pues ya lo tenía agobiado la
fuerza del sol. Así que en el momento en que salía lo alcancé en medio de la
espalda, junto al espinazo. Atravesólo mi lanza de bronce de lado a lado y se
desplomó sobre el polvo chillan do y su
vida se le escapó volando. Me puse sobre él, saqué de la herida la lanza de
bronce y lo dejé tirado en el suelo. En tre tanto, corté mimbres y varillas y,
trenzando una soga como de una braza, bien torneada por todas partes, até los
pies del terrible monstruo. Me dirigí a la negra nave con el animal col gando
de mi cuello y apoyado en mi lanza, pues no era posible llevarlo sobre el
hombro con una sola mano y es que la bes
tia era descomunal. Arrojéla por fin junto a la nave y desperté a mis
compañeros, dirigiéndome a cada uno en particular con dulces palabras:
«"Amigos, no descenderemos a la
morada de Hades por muy afligidos que
estemos , hasta que nos llegue el día seña lado. Conque, vamos, mientras
tenemos en la rápida nave co mida y bebida, pensemos en comer y no nos dejemos
consu mir por el hambre."
«Así dije, y pronto se dejaron
persuadir por mis palabras. Se quitaron de encima las ropas, junto a la ribera
del estéril mar, y contemplaron con admiración al ciervo y es que la bestia era descomunal. Así que
cuando se hartaron de verlo con sus ojos, lavaron sus manos y se prepararon
espléndido festín.
«Así pasamos todo el día, hasta que
se puso el sol, dándonos a comer abundante carne y delicioso vino. Y cuando se
puso el sol y cayó la oscuridad nos echamos a dormir junto a la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de
la mañana, la de de dos de rosa los reuní en asamblea y les comuniqué mi
palabra:
«"Escuchad mis palabras,
compañeros, por muchas calami dades que hayáis soportado. Amigos, no sabemos
dónde cae el Poniente ni dónde el Saliente, dónde. se oculta bajo la tierra
Helios, que alumbra a los mortales, ni dónde se levanta. Con que tomemos pronto
una resolución, si es que todavía es posi ble, que yo no lo creo. Al subir a un
elevado puesto de obser vación he visto una isla a la que rodea, como corona,
el ilimi tado mar. Es isla de poca altura, y he podido ver con mis ojos, en su
mismo centro, humo a través de unos encinares y espeso bosque."
«Así dije, y a mis compañeros se les
quebró el corazón cuan do recordaron las acciones de Antifates Lestrigón y la
violen cia del magnánimo Cíclope, el comedor de hombres. Lloraban a gritos y
derramaban abundante llanto; pero nada conseguían con lamentarse. Entonces
dividí en dos grupos a todos mis compañeros de buenas grebas y di un jefe a
cada grupo. A unos los mandaba yo y a los otros el divino Euríloco. Ensegui da
agitamos unos guijarros en un casco de bronce y saltó el guijarro del magnánimo
Euríloco. Conque se puso en camino y con él veintidós compañeros que lloraban,
y nos dejaron atrás a nosotros gimiendo también.
«Encontraron en un valle la morada de
Circe, edificada con piedras talladas, en lugar abierto. La rodeaban lobos
montara ces y leones, a los que había hechizado dándoles brebajes malé ficos,
pero no atacaron a mis hombres, sino que se levantaron y jugueteaban alrededor
moviendo sus largas colas. Como cuando un rey sale del banquete y le rodean sus
perros mo viendo la cola pues siempre
lleva algo que calme sus impul sos , así los lobos de poderosas uñas y los
leones rodearon a mis compañeros, moviendo la cola. Pero éstos se echaron a temblar
cuando vieron las terribles bestias. Detuviéronse en el pórtico de la diosa de
lindas trenzas y oyeron a Circe que can taba dentro con hermosa voz, mientras
se aplicaba a su enor me e inmortal telar
¡y qué suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas!
Entonces comenzó a hablar Polites, caudillo de hombres, mi más preciado y
valioso com pañero:
«"Amigos, alguien no sé si diosa o mujer está dentro cantando algo hermoso mientras se
aplica a su gran telar que todo el piso
se estremece con el sonido . Conque ha blémosle enseguida."
«Así dijo, y ellos comenzaron a
llamar a voces. Salió la diosa enseguida, abrió las brillantes puertas y los
invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero Euríloco se quedó
allí barruntando que se trataba de una trampa. Los introdujo, los hizo sentar
en sillas y sillones, y en su presencia mezcló queso, harina y rubia miel con
vino de Pramnio. Y echó en esta pócima brebajes maléficos para que se olvidaran
por completo de su tierra patria.
«Después que se lo hubo ofrecido y lo
bebieron, golpeólos con su varita y los encerró en las pocilgas. Quedaron éstos
con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente per maneció
invariable, la misma de antes. Así quedaron encerra dos mientras lloraban; y
Circe les echó de comer bellotas, fa bucos y el fruto del cornejo, todo lo que
comen los cerdos que se acuestan en el suelo.
«Conque Euríloco volvió a la rápida,
negra nave para infor marme sobre los compañeros y su amarga suerte, pero no po
día decir palabra con desearlo mucho ,
porque tenía átravesado el corazón por un gran dolor: sus ojos se llenaron de
lá grimas y su ánimo barruntaba el llanto. Cuando por fin le inte rrogamos
todos llenos de admiración, comenzó a contarnos la pérdida de los demás
compañeros:
«"Atravesamos los encinares como
ordenaste, ilustre Odi seo, y encontramos en un valle una hermosa mansión
edifica da con piedras talladas, en lugar abierto. Allí cantaba una dio sa o
mujer mientras se aplicaba a su enorme telar; los compa ñeros comenzaron a
llamar a voces; salió ella, abrió las brillan tes puertas y nos invitó a
entrar. Y todos la siguieron en su ig norancia, pero yo no me quedé por
barruntar que se trataba de una trampa. Así que desaparecieron todos juntos y
no volvió a aparecer ninguno de ellos, y eso que los esperé largo tiempo
sentado."
«Así habló; entonces me eché al
hombro la espada de clavos de plata, grande, de bronce, y el arco en bandolera,
y le ordené que me condujera por el mismo camino, pero él se abrazó a mis rodillas
y me suplicaba, y, lamentándose, me dirigía aladas palabras:
« “No me lleves allí a la fuerza,
Odiseo de linaje divino; déja me aquí, pues sé que ni volverás tú ni traerás a
ninguno de tus compañeros. Huyamos rápidamente con éstos, pues quizá po damos
todavía evitar el día funesto".
«Así habló, pero yo to contesté
diciendo:
«"Euríloco, quédate tú aquí
comiendo y bebiendo junto a la negra nave, que yo me voy. Me ha venido una
necesidad impe riosa."
«Así diciendo, me alejé de la nave y
del mar. Y cuando en mi marcha por el valle iba ya a llegar a la mansión de
Circe, la de muchos brebajes, me salió al encuentro Hermes, el de la va rita de
oro, semejante a un adolescente, con el bozo apuntán dole ya y radiante de
juventud. Me tomó de la mano y, llamándome por mi nombre, dijo:
«"Desdichado, ¿cómo es que
marchas solo por estas lomas, desconocedor como eres del terreno? Tus
compañeros están encerrados en casa de Circe, como cerdos, ocupando bien
construidas pocilgas. ¿Es que vienes a rescatarlos? No creo que regreses ni
siquiera tú mismo, sino que te quedarás donde los demás. Así que, vamos, te voy
a librar del mal y a salvarte. Mira, toma este brebaje benéfico, cuyo poder te
protegerá del día funesto, y marcha a casa de Circe. Te voy a manifestar to dos
los malvados propósitos de Circe: te preparará una poción y echará en la comida
brebajes, pero no podrá hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje
benéfico que te voy a dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de
conducirte con su larga varita, saca de junto a tu muslo la aguda espada y
lánzate contra ella como queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo, a
acostarte con ella. No réchaces por un momento el lecho de la diosa, a fin de
que suelte a tus compañeros y te aco ja bien a ti. Pero debes ordenarla que
jure con el gran juramen to de los dioses felices que no va a meditar contra ti
maldad alguna ni te va a hacer cobarde y poco hombre cuando te hayas
desnudado”.
«Así diciendo, me entregó el
Argifonte una planta que había arrancado de la tierra y me mostró su
propiedades: de raíz era negra, pero su flor se asemejaba a la leche. Los
dioses la lla man moly, y es difícil
a los hombres mortales extraerla del sue lo, pero los dioses lo pueden todo.
«Luego marchó Hermes al lejano Olimpo
a través de la isla boscosa y yo me dirigí a la mansión de Circe. Y mientras
mar chaba, mi corazón revolvía muchos pensamientos. Me detuve ante las puertas
de la diosa de lindas trenzas, me puse a gritar y la diosa oyó mi voz. Salió
ésta, abrió las brillantes puertas y me invitó a entrar. Entonces yo la seguí
con el corazón acongojado. Me introdujo e hizo sentar en un sillón de clavos de
plata, hermoso, bien trabajado, y bajo mis pies había un escabel. Pre paróme
una pócima en copa de oro, para que la bebiera, y echó en ella un brebaje,
planeando maldades en su corazón.
«Conque cuando me lo hubo ofrecido y
lo bebí aunque no me había hechizado ,
tocóme con su varita y, llamándome por mi nombre, dijo:
«"Marcha ahora a la pocilga, a
tumbarte en compañía de tus amigos."
«Así dijo, pero yo, sacando mi aguda
espada de junto al muslo, me lancé sobre Circe, como deseando matarla. Ella dió
un fuerte grito y corriendo se abrazó a mis rodillas y, lamen tándose, me
dirigió aladas palabras:
«"¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde
tienes tu ciudad y tus pa dres? Estoy sobrecogida de admiración, porque no has
queda do hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes. Nadie, ningún otro
hombre ha podido soportarlos una vez que los ha hebido y han pasado el cerco de
sus dientes. Pero tú tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así
que seguro que eres el asendereado Odiseo, de quien me dijo el de la varita de
oro, el Argifonte que vendría al volver de Troya en su rápida, negra nave.
Conque, vamos, vuelve tu espada a la vaina y su bamos los dos a mi cama, para
que nos entreguemos mutua mente unidos en amor y lecho."
«Así dijo, pero yo me dirigí a ella y
le contesté:
«"Circe, ¿cómo quieres que sea
amoroso contigo? A mis compañeros los has convertido en cerdos en tu palacio, y
a mí me retienes aquí y, con intenciones perversas, me invitas a su bir a tu
aposento y a tu cama para hacerme cobarde y poco hombre cuando esté desnudo. No
desearía ascender a tu cama si no aceptaras al menos, diosa, jurarme con gran
juramento que no vas a meditar contra mí maldad alguna."
«Así dije, y ella al punto juró como
yo le había dicho. Con que, una vez que había jurado y terminado su promesa,
subí a la hermosa cama de Circe.
«Entre tanto, cuatro siervas faenaban
en el palacio, las que tiene como asistentas en su morada. Son de las que han
nacido de fuentes, de bosques y de los sagrados ríos que fluyen al mar. Una
colocaba sobre los sillones cobertores hermosos y alfombras debajo; otra extendía
mesas de plata ante los sillones, y sobre ellas colocaba canastillas de oro; la
tercera mezclaba deli cioso vino en una crátera de plata y distribuía copas de
oro, y la cuarta traía agua y encendía abundante fuego bajo un gran trípode y
así se calentaba el agua. Cuando el agua comen zó a hervir en el brillante
bronce, me sentó en la bañera y me lavaba con el agua del gran trípode,
vertiendola agradable so bre mi cabeza y hombros, a fin de quitar de mis
miembros el cansancio que come el vigor. Cuando me hubo lavado, ungido con
aceite y vestido hermosa túnica y manto, me condujo e hizo sentar sobre un
sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado y bajo mis pies había un
escabel. Una sierva de rramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en
her mosa jarra de oro, para que me lavara, y al lado extendió una mesa
pulimentada. La venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió
abundantes piezas escogidas, favoreciéndo me entre los presentes. Y me invitaba
a que comiera, pero esto no placía a mi ánimo y estaba sentado con el
pensamiento en otra parte, pues mi ánimo presentía la desgracia. Cuando Circe
me vio sentado sin echar mano a la comida y con fuerte pesar, colocóse a mi
lado y me dirigió aladas palabras:
«"¿Por qué, Odiseo, permaneces
sentado como un mudo consumiendo tu ánimo y no tocas siquiera la comida y la
bebi da? Seguro que andas barruntando alguna otra desgracia, pero no tienes
nada que temer, pues ya te he jurado un poderoso juramento."
«Así habló, y entonces le contesté
diciendo:
«"Circe, ¿qué hombre como es
debido probaría comida o be bida antes de que sus compañeros quedaran libres y
él los viera con sus ojos? Conque, si me invitas con buena voluntad a be ber y
comer, suelta a mis fieles compañeros para que pueda verlos con mis ojos."
«Así dije; Circe atravesó el mégaron
con su varita en las manos, abrió las puertas de las pocilgas y sacó de allí a
los que pa recían cerdos de nueve años. Después se colocaron enfrente, y Circe,
pasando entre ellos, untaba a cada uno con otro brebaje. Se les cayó la
pelambre que había producido el maléfico breba je que les diera la soberana
Circe y se convirtieron de nuevo en hombres aún más jóvenes que antes y más
bellos y robustos de aspecto. Y me reconocieron y cada uno me tomaba de la
mano. A todos les entró un llanto conmovedor -toda la casa resonaba que daba
pena , y hasta la misma diosa se compade ció de ellos. Así que se vino a mi
lado y me dijo la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, marcha ya a tu rápida nave junto a la ribera
del mar. Antes que nada, arrastrad la nave hacia tierra, llevad vuestras
posesiones y armas todas a una gruta y vuelve aquí después con tus fieles
compañeros."
«Así dijo, mi valeroso ánimo se dejó
persuadir y me puse en camino hacia la rápida nave junto a la ribera del mar.
Conque encontré junto a la rápida nave a mis fieles compañeros que lloraban
lamentablemente derramando abundante llanto. Como las terneras que viven en el
campo salen todas al en cuentro y retozan en torno a las vacas del rebaño que
vuelven al establo después de hartarse de pastar (pues ni los cercados pueden
ya retenerlas y, mugiendo sin cesar corretean en torno a sus madres), así me
rodearon aquéllos, llorando cuando me vieron con sus ojos. Su ánimo se
imaginaba que era como si hubieran vuelto a su patria y a la misma ciudad de
Itaca, donde se habían criado y nacido. Y, lamentándose, me decían aladas
palabras:
«"Con tu vuelta, hijo de los
dioses, nos hemos alegrado lo mismo que si hubiéramos llegado a nuestra patria
Itaca. Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros."
«Así dijeron, y yo les hablé con
suaves palabras:
«"Antes que nada, empujaremos la
rápida nave a tierra y lle varemos hasta una gruta nuestras posesiones y armas
todas. Luego, apresuraos a seguirme todos, para que veáis a vuestros compañeros
comer y beber en casa de Circe, pues tienen comi da sin cuento."
«Así dije, y enseguida obedecieron
mis ordenes. Sólo Euríloco trataba de retenerme a todos los compañeros y,
hablándo les, decía aladas palabras:
«"Desgraciados, ¿a dónde vamos a
ir? ¿Por qué deseáis vues tro daño bajando a casa de Circe, que os convertirá a
todos en cerdos, lobos o leones para que custodiéis por la fuerza su gran
morada, como ya hizo el Cíclope cuando nuestros compañeros llegaron a su
establo y con ellos el audaz Odiseo? También aquéllos perecieron por la
insensatez de éste."
«Así habló; entonces dudé si sacar la
larga espada de junto a mi robusto muslo y, cortándole la cabeza, arrojarla
contra el suelo, aunque era pariente mío cercano. Pero mis compañeros me lo
impidieron, cada uno de un lado, con suaves palabras:
«"Hijo de los dioses, dejaremos
aquí a éste, si tú así lo orde nas, para que se quede junto a la nave y la
custodie. Y a noso tros llévanos a la sagrada mansión de Circe."
«Así diciendo, se alejaron de la nave
y del mar. Pero Eurílo co no se quedó atrás, junto a la cóncava nave, sino que
nos si guió, pues temía mis terribles amenazas.
«Entre tanto, Circe lavó gentilmente
a mis otros compañe ros que estaban en su morada, los ungió con brillante
aceite y los vistió con túnicas y mantos. Y los encontramos cuando se estaban
banqueteando en el palacio. Cuando se vieron unos a otros y se contaron todo,
rompieron a llorar entre lamentos, y la casa toda resonaba. Así que la divina
entre las diosas se vino a mi lado y dijo:
«"Hijo de Laertes, de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis más el abundance llanto, pues
también yo conozco los trabajos que habéis sufrido en el ponto lleno de peces y
los daños que os han causado en tierra firme hombres enemigos. Conque, vamos,
comed vuestra comida y bebed vuestro vino hasta que recobréis las fuerzas que
teníais el día que abando nasteis la tierra patria de la escarpada Itaca; que
ahora estáis agotádos y sin fuerzas; con el duro vagar siempre en vuestras
mientes. Y vuestro ánimo no se llena de pensamientos alegres, pues ya habéis
sufrido mucho."
«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo
se dejó persuadir. Allí nos quedamos un año entero día tras dia , dándonos a co mer carne en
abundancia y delicioso vino. Pero cuando se cumplió el año y volvieron las
estaciones con el transcurrir de los meses
ya habían pasado largos días , me llamaron mis fieles compañeros y me dijeron:
«"Amigo, piensa ya en la tierra
patria, si es que tu destino es que te salves y llegues a tu bien edificada
morada y a tu tierra patria."
«Así dijeron, y mi valeroso ánimo se
dejó persuadir. Estuvi mos todo un día, hasta la puesta del sol, comiendo carne
en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad,
mis compañeros se acostaron en el sombrío palacio. Pero yo subí a la hermosa
cama de Circe y, abrazándome a sus rodillas, la supliqué, y la diosa escuchó mi
voz. Y hablándole, decía aladas palabras:
«"Circe, cúmpleme la promesa que
me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo ya está impaciente y el de mis
compañeros, quienes, cuando tú estás lejos, me consumen el corazón lloran do a
mi alrededor."
«Así dije, y al punto contestó la
divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más tiempo en mi palacio contra
vuestra vo luntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro viaje; tienes que
llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al
alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está inalterada.
Pues sólo a éste, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener conciencia; que
los demás revolotean como sombras."
«Así dijo, y a mí se me quebró el
corazón. Rompí a llorar sobre el lecho, y mi corazón ya no quería vivir ni
volver a con templar la luz del sol.
«Cuando me había hartado de llorar y
de agitarme, le dije, contestándole:
«"Circe, ¿y quién iba a
conducirme en este viaje? Porque a la mansión de Hades nunca ha llegado nadie
en negra nave."
«Así dije, y al punto me contestó la
divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, no sientas necesidad de guía en tu nave. Coloca
el mástil, ex tiende las blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas la lle
vará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las pla nas riberas y al
bosque de Perséfone esbeltos álamos
negros y estériles cañaverales , amarra la nave allí mismo, sobre el Océano de
profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay un lugar
donde desembocan en el Aque ronte el Piriflegetón y el Kotyto, difluente de la
laguna Esti gia, y una roca en la confluencia de los dos sonoros ríos. Acér
cate allí, héroe así te lo aconsejo , y,
cavando un hoyo como de un codo por cada lado, haz una libación en honor de
todos los muertos, primero con leche y miel, luego con delicio so vino y en
tercer lugar, con agua. Y esparce por encima blanca harina. Suplica
insistentemente a las inertes cabezas de los muertos y promete que, cuando
vuelvas a Itaca, sacrifi carás una vaca que no haya parido, la mejor, y
llenarás una pira de obsequios y que, aparte de esto, sólo a Tiresias le sacri
ficarás una oveja negra por completo, la que sobresalga entre vuestro rebaño.
Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica allí mismo
un carnero y una borrega ne gra, de cara hacia el Erebo; y vuélvete para
dirigirte a las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de
difuntos. Entonces ordena a tus compañeros que desuellen las vícti mas que
yacen en tierra atravesadas por el agudo bronce, que las quemen después de
desollarlas y que supliquen a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible
Perséfone. Y tú saca de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin permitir
que las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre antes de que
hayas preguntado a Tiresias. Entonces llegará el adivino, cau dillo de hombres,
que te señalará el viaje, la longitud del cami no y el regreso, para que
marches sobre el ponto lleno de peces."
«Así dijo, y enseguida apareció Eos,
la del trono de oro. Me vistió de túnica y manto, y ella; la ninfa, se puso una
túnica grande, sutil y agradable, echó un hermoso ceñidor de oro a su cintura y
sobre su cabeza puso un velo. Entonces recorrí el pa lacio apremiando a mis
compañeros con suaves palabras, po niéndome al lado de cada hombre:
«"Ya no durmáis más tiempo con
dulce sueño; marchémo nos, que la soberana Circe me ha revelado todo."
«Así dije, y su valeroso ánimo se
dejó persuadir. Pero ni si quiera de allí pude llevarme sanos y salvos a mis
compañeros. Había un tal Elpenor, el más joven de todos, no muy brillante en la
guerra ni muy dotado de mientes, que, por buscar la fres ca, borracho como
estaba, se había echado a dormir en el sa grado palacio de Circe, lejos de los
compañeros. Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de repente y no reparó
en volver para bajar la larga escalera, sino que cayó justo desde el techo. Y
se le quebraron las vértebras del cuello y su alma bajó al Hades.
«Cuando se acercaron los demás les
dije mi palabra:
«"Seguro que pensáis que ya
marchamos a casa, a la querida patria, pero Circe me ha indicado otro viaje a
las mansiones de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al tebano Ti
resias."
«A sí dije, y el corazón se les
quebró; sentáronse de nuevo a llorar y se mesaban los cabellos. Pero nada
consiguieron con lamentarse.
«Y cuándo ya partíamos acongojados
hacia la nave y la ribe ra del mar derramando abundante llanto, acercóse Circe
a la negra nave y ató un carnero y una borrega negra, marchando inadvertida.
¡Con facilidad!, pues ¿quién podría ver con sus ojos a un dios comiendo aquí o
allá si éste no quíere?»
CANTO
XI
DESCENSUS
AD INFEROS
«Y cuando habíamos llegado a la nave
y al mar, antes que nada empujamos la nave hacia el mar divino y colocamos el
mástil y las velas a la negra nave. Em barcamos también ganados que habíamos
tomado, y luego as cendimos nosotros llenos de dolor, derramando gruesas lágri
mas. Y Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, nos envió
un viento que llenaba las velas, buen compañe ro detrás de nuestra nave de
azuloscura proa. Colocamos luego el aparejo, nos sentamos a lo largo de la nave
y a ésta la diri gían el viento y el piloto. Durante todo el día estuvieron ex
tendidas las velas en su viaje a través del ponto.
«Y Helios se sumergió, y todos los
caminos se llenaron de sombras. Entonces llegó nuestra nave a los confines de
Océa no de profundas corrientes, donde está el pueblo y la ciudad de los
hombres Cimerios cubiertos por la oscuridad y la niebla. Nunca Helios, el
brillante, los mira desde arriba con sus rayos, ni cuando va al cielo
estrellado ni cuando de nuevo se vuelve a la tierra desde el cielo, sino que la
noche se extiende sombría sobre estos desgraciados mortales. Llegados allí,
arrastramos nuestra nave, sacamos los ganados y nos pusimos en camino cerca de
la corriente de Océano, hasta que llegamos al lugar que nos había indicado
Circe. Allí Perimedes y Euríloco sostu vieron las víctimas y yo saqué la aguda
espada de junto a mi muslo e hice una fosa como de un codo por uno y otro lado.
Y alrededor de ella derramaba las libaciones para todos los di funtos, primero
con leche y miel, después con delicioso vino y, en tercer lugar, con agua. Y
esparcí por encima blanca harina.
«Y hacía abundantes súplicas a las
inertes cabezas de los muertos, jurando que, al volver a Itaca, sacrificaría en
mi pala cio una vaca que no hubiera parido, la que fuera la mejor, y que
llenaría una pira de obsequios y que, aparte de esto, sacrifi caría a sólo
Tiresias una oveja negra por completo, la que so bresaliera entre nuestros
rebaños.
«Luego que hube suplicado al linaje
de los difuntos con pro mesas y súplicas, yugulé los ganados que había llevado
junto a la fosa y fluía su negra sangre. Entonces se empezaron a con gregar
desde el Erebo las almas de los difuntos, esposas y sol teras; y los ancianos
que tienen mucho que soportar; y tiernas doncellas con el ánimo afectado por un
dolor reciente; y mu chos alcanzados por lanzas de bronce, hombres muertos en
la guerra con las armas ensangrentadas. Andaban en grupos aquí y allá, a uno y
otro lado de la fosa, con un clamor sobrenatu ral, y a mí me atenazó el pálido
terror.
«A continuación di órdenes a mis
compañeros, apremiándo los a que desollaran y asaran las víctimas que yacían en
el suelo atravesadas por el cruel bronce, y que hicieran súplicas a los dioses,
al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Entonces saqué la aguda espada de
junto a mi muslo, me senté y no deja ba que las inertes cabezas de los muertos
se acercaran a la san gre antes de que hubiera preguntado a Tiresias.
«La primera en llegar fue el alma de
mi compañero Elpe nor. Todavía no estaba sepultado bajo la tierra, la de anchos
caminos, pues habíamos abandonado su cadáver, no llorado y no sepulto, en casa
de Circe, que nos urgía otro trabajo. Con templándolo entonces, lo lloré y
compadecí en mi ánimo, y, hablándole, decía aladas palabras:
« “Elpenor, ¿cómo has bajado a la
nebulosa oscuridad? ¿Has llegado antes a pie que yo en mi negra nave?"
«Así le dije, y él, gimiendo, me
respondió con su palabra:
«"Hijo de Laertes, de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, me enloqueció el Destino funesto de la
divinidad y el vino abundante. Acostado en el palacio de Circe, no pensé en des
cender por la larga escalera, sino que caí justo desde el techo y mi cuello se
quebró por la nuca. Y mi alma descendió a Hades.
«Ahora te suplico por aquellos a
quienes dejaste detrás de ti, por quienes no están presentes; te suplico por tu
esposa y por tu padre, el que te nutrió de pequeño, y por Telémaco, el hijo
único a quien dejaste en tu palacio: sé que cuando marches de aquí, del palacio
de Hades, fondearás tu bien fabricada nave en la isla de Eea. Te pido,
soberano, que te acuerdes de mí allí, que no te alejes dejándome sin llorar ni
sepultar, no sea que me convierta para ti en una maldición de los dioses. Antes
bien, entiérrame con mis armas, todas cuantas tenga, y acumula para mí un
túmulo sobre la ribera del canoso mar
¡des graciado de mí! para que te
sepan también los venide ros. Cúmpleme esto y clava en mi tumba el remo con el
que yo remaba cuando estaba vivo, cuando estaba entre mis compa ñeros."
«Así habló, y yo, respondiéndole,
dije:
«“ Esto lo cumpliré, desdichado, y
realizaré."
«Así permanecíamos sentados,
contestándonos con palabras tristes; yo sostenía mi espada sobre la sangre y,
enfrente, ha blaba largamente el simulacro de mi compañero.
«También llegó el alma de mi difunta
madre, la hija del magnánimo Autólico, Anticlea, a quien había dejado viva
cuando marché a la sagrada Ilión. Mirándola la compadecí en mi ánimo, pero ni
aun así la permití, aunque mucho me dolía, acercarse a la sangre antes de
interrogar a Tiresias.
«Y llegó el alma del Tebano
Tiresias en la mano su cetro de oro , y
me reconoció, y dijo:
«"Hijo de Laertes, de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, ¿por qué has venido, desgraciado, abandonando
la luz de He lios, para ver a los muertos y este lugar carente de goces?
Apártate de la fosa y retira tu aguda espada para que beba de la sangre y te
diga la verdad."
«Así dijo; yó entonces volví a
guardar mi espada de clavos de plata, la metí en la vaina, y sólo cuando hubo bebido
la ne gra sangre se dirigió a mí con palabras el irreprochable adi vino:
«"Tratas de conseguir un dulce
regreso, brillante Odiseo; sin embargo, la divinidad te lo hará difícil, pues
no creo que pases desapercibido al que sacude la tierra. Él ha puesto en su
ánimo el resentimiento contra ti, airado porque le cegaste a su hijo. Sin
embargo, llegaréis, aun sufriendo muchos males, si es que quieres contener tus
impulsos y los de tus compañeros cuando acerques tu bien construida nave a la
isla de Trinaquía, esca pando del ponto de color violeta, y encontréis unas
novillas paciendo y unos gordos ganados, los de Helios, el que ve todo y todo
lo oye. Si dejas a éstas sin tocarlas y piensas en el regreso, llegaréis
todavía a Itaca, aunque después de sufrir mucho; pero si les haces daño,
entonces te predigo la destrucción para la nave y para tus compañeros. Y tú
mismo, aunque escapes, volverás tarde y mal, en nave ajena, después de perder a
todos tus compañeros. Y encontrarás desgracias en tu casa: a unos hombres
insolentes que te comen tu comida, que pretenden a tu divina esposa y le
entregan regalos de esponsales.
«"Pero, con todo, vengarás al
volver las violencias de aqué llos. Después de que hayas matado a los
pretendientes en tu palacio con engaño o bien abiertamente con el agudo bronce,
toma un bien fabricado remo y ponte en camino hasta que lle gues a los hombres
que no conocen el mar ni comen la comida sazonada con sal; tampoco conocen
éstos naves de rojas proas ni remos fabricados a mano, que son alas para las
naves. Con que te voy a dar una señal manifiesta y no te pasará desaperci bida:
cuando un caminante te salga al encuentro y te diga que llevas un bieldo sobre
tu espléndido hombro, clava en tierra el remo fabricado a mano y, realizando
hermosos sacrificios al soberano Poseidón
un carnero, un toro y un verraco semen tal de cerdas vuelve a casa y realiza sagradas hecatombes a
los dioses inmortales, los que ocupan el ancho cielo, a todos por orden. Y
entonces te llegará la muerte fuera del mar, una muerte muy suave que te
consuma agotado bajo la suave ve jez. Y los ciudadanos serán felices a tu
alrededor. Esto que te digo es verdad."
«Así habló, y yo le contesté
diciendo:
«"Tiresias, esto lo han hilado
los mismos dioses. Pero, va mos, dime esto e infórmame con verdad: veo aquí el
alma de mi madre muerta; permanece en silencio cerca de la sangre y no se
atreve a mirar a su hijo ni hablarle. Dime, soberano, de qué modo reconocería
que soy su hijo." ,
«Así hablé y él me respondió
diciendo:
«"Te voy a decir una palabra
fácil y la voy a poner en tu mente. Cualquiera de los difuntos a quien permitas
que se acerque a la sangre te dirá la verdad, pero al que se lo impidas se
retirará."
«Así habló, y marchó a la mansión de
Hades el alma del so berano Tiresias después de decir sus vaticinios.
«En cambio, yo permanecí allí
constante hasta que llegó mi madre y bebió la negra sangre. Al pronto me
reconoció y, llo rando, me dirigió aladas palabras:
«"Hijo mío, cómo has bajado a la
nebulosa oscuridad si es tás vivo? Les es difícil a los vivos contemplar esto,
pues hay en medio grandes ríos y terribles corrientes, y, antes que nada,
Océano, al que no es posible atravesar a pie si no se tiene una fabricada nave.
¿Has llegado aquí errante desde Troya con la nave y los compañeros después de
largo tiempo? ¿Es que no has llegado todavía a Itaca y no has visto en el
palacio a tu es posa?"
«Así habló, y yo le respondí
diciendo:
«"Madre mía, la necesidad me ha
traído a Hades para pedir oráculo al alma del tebano Tiresias. Todavía no he
llegado cer ca de Acaya ni he tocado nuestra tierra en modo alguno, sino que
ando errante en continuas dificultades desde al día en que seguí al divino
Agamenón a Ilión, la de buenos potros, para luchar con los troyanos.
«"Pero, vamos, dime esto e infórmame
con verdad: ¿Qué Ker de la terrible muerte te dominó? ¿Te sometió una larga
enfermedad o te mató Artemis, la que goza con sus saetas, atacándote con sus
suaves dardos? Háblame de mi padre y de mi hijo, a quien dejé; dime si mi
autoridad real sigue en su po der o la posee otro hombre, pensando que ya no
volveré más. Dime también la resolución y las intenciones de mi esposa le
gítima, si todavía permanece junto al niño y conserva todo a salvo o si ya la
ha desposado el mejor de los aqueos."
«Así dije, y al pronto me respondió
mi venerable madre:
«"Ella permanece todavía en tu
palacio con ánimo afligido, pues las noches se le consumen entre dolores y los
días entre lágrimas. Nadie tiene todavía tu hermosa autoridad, sino que
Telémaco cultiva tranquilamente tus campos y asiste a banque tes equitativos de
los que está bien que se ocupe un adminis trador de justicia, pues todos le
invitan.
«"Tu padre permanece en el
campo, y nunca va a la ciudad, y no tiene sábanas en la cama ni cobertores ni
colchas esplén didas, sino que en invierno duerme como los siervos en el suelo,
cerca del hogar y visten su cuerpo ropas
de mala cali dad , mas cuando llega el verano y el otoño... tiene por todas
partes humildes lechos formados por hojas caídas, en la parte alta de su huerto
fecundo en vides. Ahí yace doliéndose, y cre ce en su interior una gran
aflicción añorando tu regreso, pues ya ha llegado a la molesta vejez.
«"En cuanto a mí, así he muerto
y cumplido mi destino: no me mató Artemis, la certera cazadora, en mi palacio,
acercán dose con sus suaves dardos, ni me invadió enfermedad alguna de las que
suelen consumir el ánimo con la odiosa podredum bre de los miembros, sino que
mi nostalgia y mi preocupación por ti, brillante Odiseo, y tu bondad me
privaron de mi dulce vida."
«Así dijo, y yo, cavilando en mi
mente, quería abrazar el alma de mi difunta madre. Tres veces me acerqué mi ánimo me impulsaba a abrazarla , y tres
veces voló de mis brazos semejante a una sombra o a un sueño.
«En mi corazón nacía un dolor cada
vez más agudo, y, ha blándole, le dirigí aladas palabras:
«"Madre mía, ¿por qué no te
quedas cuando deseo tomarte para que, rodeándonos con nuestros brazos, ambos
gocemos del frío llanto, aunque sea en Hades? ¿Acaso la ínclita Perséfo ne me
ha enviado este simulacro para que me lamente y llore más todavía?"
«Así dije, y al pronto me contestó mi
soberana madre:
«"¡Ay de mí, hijo mío, el más
infeliz de todos los hombres! De ningún modo te engaña Perséfone, la hija de
Zeus, sino que ésta es la condición de los mortales cuando uno muere: los
nervios ya no sujetan la carne ni los huesos, que la fuerza po derosa del fuego
ardiente los consume tan pronto como el ánimo ha abandonado los blancos huesos,
y el alma anda revolo teando como un sueño. Conque dirígete rápidamente a la
luz del día y sabe todo esto para que se lo digas a tu esposa des pués."
«Así nos contestábamos con palabras.
Y se acercaron pues las impulsaba la
ínclita Perséfone cuantas mujeres eran
esposas e hijas de nobles. Se congregaban amontonándose alrededor de la negra
sangre y yo cavilaba de qué modo pre guntaría a cada una. Y ésta me pareció la
mejor determinación: saqué la aguda espada de junto a mi vigoroso muslo y no
permitía que bebieran la negra sangre todas a la vez. Así que se iban acercando
una tras otra y cada una de ellas contaba su estirpe.
«A la primera que vi fue a Tiro,
nacida de noble padre, la cual dijo ser hija del eximio Salmoneo y esposa de
Creteo el Eólida, la que deseó al divino Enipeo que se desliza sobre la tierra
como el más hermoso de los ríos.
Andaba ella paseando junto a la
hermosa corriente de Eni peo, cuando el que conduce su carro por la tierra tomó
la figu ra de éste y se acostó junto a ella en los orígenes del voragino so
río. Y los cubrió una ola de púrpura semejante a un monte, encorvada, y
escondió al dios y a la mujer mortal. Desató el dios su virginal ceñidor y le
infundió sueño y, después que hubo llevado a cabo las obras de amor, la tomó de
la mano, le dijo su palabra y la llamó por su nombre: "Alégrate, mujer,
por este amor, pues cuando pase un año parirás hermosos hijos, que no son
estériles los concúbitos de los inmortales. Por tu parte, cuídate de ellos y
nútrelos. Ahora, marcha a casa, con tente y no me nombres. Yó soy Poseidón, el
que sacude la tie rra." Así habló y se sumergió en el ponto lleno de olas.
Y ella, grávida, acabó pariendo a Pelias y Neleo, los cuales fueron po derosos
servidores de Zeus. Pelias habitaba en Jolcos, rico en ganado, y el otro en la
arenosa Pilos. A sus demás hijos los pa rió de Creteo esta reina entre las
mujeres: a Esón, Feres y Mi taón, guerrero ecuestre.
«Después de ésta vi a Antíope, hija
de Asopo, que también se gloriaba de haber dormido entre los brazos de Zeus y
parió a dos hijos, Anfión y Zeto, quienes fueron los fundadores del reino de
Tebas, la de siete puertas, y la dotaron de torres, que sin torres no podían
habitar la espaciosa Tebas por muy póde rosos que fueran.
«Después de ésta vi a Alcmena, la
mujer de Anfitrión, la que parió al invencible Heracles, feroz como león,
uniéndose al gran Zeus, entre sus brazos.
«Y a Mégara, la hija del valeroso
Creonte, a la que. tuvo como esposa el hijo de Anfitrión"', indomable
siempre en su valor.
«También vi a la madre de Edipo, la
hermosa Epicasta, la que cometió una acción descomedida, por ignorancia de su
mente, al casarse con su hijo, quien, después de dar muerte a su padre, se casó
con ella (los dioses han divulgado esto rápi damente entre los hombres).
Entonces reinaba él sobre los cadmeos sufriendo dolores por la funesta decisión
de los dio ses en la muy deseable Tebas, pero ella había descendido al Hades,
el de puertas poderosamente trabadas, después de atar una alta soga al techo de
su elevado palacio, poseída de su fu ror. Y dejó a Edipo numerosos dolores para
el futuro, cuantos llevan a cumplimiento las Erinias de una madre.
«También vi a la hermosísima Cloris,
a quien desposó Neleo en otro tiempo por causa de su hermosura, dándole
innumera bles regalos de esponsales; era la hija menor de Anfión Jasida, el que
en otró tiempo imperaba con fuerza en Orcómenos de los Minios. Ella imperaba en
Pilos y le dio a luz hijos ínclitos, Néstor y Cromio y el arrogante
Periclimeno. Y después de és tos parió a la hermosa Peró, objeto de admiración
para los mortales, a quien todos los vecinos pretendían, mas Neleo no sé la
daba a quien no hubiera robado de Filace los cuernitor cidos bueyes carianchos
de Ificlo, difíciles de robar. Sólo un irreprochable adivino prometió robarlas,
pero lo trabó el pesado Destino de la divinidad y las crueles ligaduras y los
boyeros del campo. Cuando ya habían pasado los meses y los días, por dar la
vuelta el año, y habían pasado de largo las esta ciones, sólo entonces lo
desató de nuevo la fuerza de Ificlo cuando le comunicó la palabra de los dioses
Y se cumplía la decisión de Zeus.
«También vi a Leda, esposa de
Tíndaro, la cual dio a luz dos hijos de poderosos sentimientos, Cástor, domador
de caballos, y Polideuces, bueno en el pugilato, a quienes mantiene vivos la
tierra nutricia; que incluso bajo tierra son honrados por Zeus y un día viven y
otro están muertos, alternativamente, pues tie nen por suerte este honor, igual
que los dioses.
«Después de ésta vi a Ifimedea,
esposa de Alceo, la cual dijo que se había unido a Poseidón y parido dos
hijos aunque de breve vida , Otón,
semejante a los dioses y el ínclito Efial tes. La tierra nutricia los crió los
más altos y los más bellos, aunque menos que el ínclito Orión. Éstos vivieron
nueve años, su anchura era de nueve codos y su longitud de nueve brazas;
amenazaron a los inmortales con establecer en el Olim po la discordia de una
impetuosa guerra; intentaron colocar a Osa sobre Olimpo y sobre Osa al boscoso
Pelión, para que el cielo les fuera escalable, y tal vez lo habrían conseguido
si hu bieran alcanzado la medida de la juventud. Pero los aniquiló el hijo de
Zeus, a quien parió Leto, de lindas trenzas, antes de que les floreciera el
vello bajo las sienes y su mentón se espesa ra con bien florecida barba.
«También vi a Fedra, y a Procris, y a
la hermosa Ariad na, hija del funesto Minos, a quien en otro tiempo llevóTe seo
de Creta al elevado suelo de la sagrada Atenas, pero no la disfrutó, que antes
la mató Artemis en Dia, rodeada de co rriente, ante la presencia de Dioniso.
«También vi a Mera, y a Climena, y a
la odiosa Erifi le, la que recibió estimable oro a cambio de su marido.
«No podría enumerar a todas, ni
podría nombrar a cuántas esposas vi de héroes y a cuántas hijas. Antes se
acabaría la no che inmortal. También es hora de dormir o bien marchando junto a
la rápida nave con mis compañeros, o bien aquí. La es colta será cosa vuestra y
de los dioses.»
Así dijo Odiseo, todos enmudecieron
en medio del silen cio, y estaban poseídos como por un hechizo en el sombrío pa
lacio. Y entre ellos comenzó a hablar Arete, de blancos brazos:
«Feacios, ¿cómo os parece este hombre
en hermosura y grandeza y en pensamientos bien equilibrados en su interior?
Huésped mío es, pero todos vosotros participáis del mismo honor. No os
apresuréis a despedirlo ni le privéis de regalos, ya que lo necesita. Muchas
cosas buenas tenéis en vuestros pa lacios por la benignidad de los dioses.»
Y entre ellos habló el anciano héroe
Equeneo él era el más anciano de los
feacios .
«Amigos, las palabras de la prudente
reina no han dado lejos del blanco ni de nuestra opinión. Obedecedla, pues. De
Alcí noo, aquí presente, depende el obrar y el decir.»
Y Alcínoo le respondió a su vez y
dijo:
« Cierto, esta palabra se mantendrá
mientras yo viva para mandar sobre los feacios amantes del remo: que el huésped
acepte, por mucho que ansíe el regreso, esperar hasta el atarde cer, hasta que
complete todo mi regalo, y la escolta será cues tión de todos los hombres, y
sobre todo de mí, de quien es el poder sobre el pueblo.»
Y respondiendo dijo el magnánimo
Odiseo:
«Poderoso Alcínoo, señalado entre
todo tu pueblo, si me ro garais permanecer hasta un año incluso, y me
dispusierais una escolta y me entregarais espléndidos dones, lo aceptaría y,
des de luego, me sería más ventajoso llegar a mi querida patria con las manos
más llenas. Así, también sería más honrado y querido de cuantos hombres me
vieran de vuelta en Itaca.»
Y de nuevo le respondió Alcínoo diciendo:
«Odiseo, al mirarte de ningún modo
sospechamos que seas impostor y mentiroso como muchos hombres dispersos por to
das partes, a quienes alimenta la negra tierra, ensambladores de tales embustes
que nadie podría comprobarlos.. Por el con trario, hay en ti una como belleza
de palabras y buen juicio, y nos has narrado sabiamente tu historia, como un
aedo: todos los tristes dolores de los argivos y los tuyos propios. Pero, va
mos, dime e infórmame con verdad si viste a alguno de los eximios compañeros que
te acompañaron a Ilión y recibie ron la muerte allí. La noche esta es larga,
interminable, y no es tiempo ya de dormir en el palacio. Sigue contándome estas
ha zañas dignas de admiración. Aún aguantaría hasta la divina Eos si tú
aceptaras contar tus dolores en mi palacio.»
Y respondiéndole habló el muy astuto
Odiseo:
«Poderoso Alcínoo, señalado entre
todo tu pueblo, hay un tiempo para los largos relatos y un tiempo también para
el sue ño. Si aún quieres escuchar, no sería yo quien se negara a na rrarte otros
dolores todavía más luctuosos: las desgracias de mis compañeros, los cuales
perecieron después; habían escapa do a la luctuosa guerra de los troyanos, pero
sucumbieron en el regreso por causa de una mala mujer.
«Después que la casta Perséfone había
dispersado aquí y allá las almas de las mujeres, llegó apesadumbrada el alma
del Atri da Agamenón y a su alrededor se congregaron otras, cuantas junto con
él habían perecido y recibido su destino en casa de Egisto. Reconocióme al
pronto, luego que hubo bebido la negra sangre, y lloraba agudamente dejando
caer gruesas lágri mas. Y extendía hacía mí sus brazos, deseoso de tocarme,
pero ya no tenía una fuerza firme, ni en absoluto fuerza, cual antes había en
sus ágiles miembros. Al verlo lloré y lo compadecí en mi ánimo y, dirigiéndome
a él, le dije aladas palabras:
«"Noble Atrida, soberano de tu
pueblo, Agamenón, ¿qué Ker de la triste muerte te ha domeñado? ¿Es que te
sometió en las naves Poseidón levantando inmenso soplo de crueles vien tos?, ¿o
te hirieron en tierra hombres enemigos por robar bueyes y hermosos rebaños de ovejas o por
luchar por tu ciu dad y tus mujeres?"
«Así dije, y él, respondiéndome,
habló enseguida:
«"Hijo de Laertes, de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, no me ha sometido Poseidón en las naves
levantando inmenso soplo de crueles vientos ni me hirieron en tierra hombres
ene migos, sino que Egisto me urdió la muerte y el destino, y me asesinó en
compañía de mi funesta esposa, invitándome a entrar en casa, recibiéndome al
banquete, como el que mata a un novillo junto al pesebre. Así perecí con la
muerte más misera ble, y en torno mío eran asesinados cruelmente otros compa
ñeros, como los jabalíes albidenses que son sacrificados en las nupcias de un
poderoso o en un banquete a escote o en un abundante festín. Tú has intervenido
en la matanza de machos hombres muertos en combate individual o en la poderosa
bata lla, pero te habrías compadecido mucho más si hubieras visto cómo
estábamos tirados en torno a la crátera y las mesas reple tas en nuestro
palacio, y todo el pavimento humeaba con la sangre. También puede oír la voz
desgraciada de la hija de Príamo, de Casandra, a la que estaba matando la
tramposa Cli temnestra a mi lado. Yo elevaba mis manos y las batía sobre el
suelo, muriendo con la espada clavada, y ella, la de cara de pe rra, se apartó
de mí y no esperó siquiera, aunque ya bajaba a Hades, a cerrarme los ojos ni
juntar mis labios con sus manos. Que no hay nada más terrible ni que se parezca
más a un perro que una mujer que haya puesto tal crimen en su mente, como ella
concibió el asesinato para su inocente marido. ¡Y yo que creía que iba a ser
bien recibido por mis hijos y esclavos al lle gar a casa! Pero ella, al
concebir tamaña maldad, se bañó en la infamia y la ha derramado sobre todas las
hembras venideras, incluso sobre las que sean de buen obrar."
«Así habló, y yo me dirigí a él
contestándole:
«"¡Ay, ay, mucho odia Zeus, el
que ve a lo ancho, a la raza de Atreo por causa de las decisiones de sus
mujeres, desde el principio! Por causa de Helena perecimos muchos, y a ti, Cli
temnestra te ha peparado una trampa mientras estabas lejos."
«Así dije, y él, respondiéndome, se
dirigió a mí:
«"Por eso ya nunca seas ingenuo
con una mujer, ni le reve les todas tus intenciones, las que tú te sepas bien,
mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta. Aunque tú no, Odiseo, tú no
tendrás la perdición por causa de una mujer. Muy pru dente es y concibe en su
mente buenas decisiones la hija de Icario; la prudente Penélope. Era una joven
recién casada cuando la dejamos al marchar a la guerra y tenía en su seno un
hijo inocente que debe sentarse ya entre el número de los hombres; ¡feliz él!
Su padre lo verá al llegar y él abrazará a su padre ésta es la costumbre , pero mi esposa no me
permi tió siquiera saturar mis ojos con la vista de mi hijo, pues me mató
antes. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu pecho: dirige la nave a
tu tierra patria a ocultas y no abierta mente, pues ya no puede haber fe en las
mujeres.
«"Pero vamos, dime e infórmame con verdad si has oído que aún vive mi hijo en Orcómenos
o en la arenosa Pilos, o junto a Menelao en la ancha Esparta, pues seguro que
todavía no está muerto sobre la tierra el divino Orestes."
Así dijo, y yo, respondiendo, me
dirigí a él:
«"Atrida, ¿por qué me preguntas
esto? Yo no sé si vive él o está muerto, y es cosa mala hablar
inútilmente."
«Así nos contestábamos con palabras
tristes y estábamos en pie acongojados, derramando gruesas lágrimas. Llegó
después el alma del Pelida Aquiles y la de Patroclo, y la del irreprocha ble
Antíloco y la de Ayax, el más hermoso de aspecto y cuerpo entre los dánaos
después del irreprochable hijo de Peleo. Reconocióme el alma del Eacida de pies
veloces y, lamentándose, me dijo aladas palabras:
«"Hijo de Laertes, de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, desdichado, ¿qué acción todavía más grande
preparas en tu mente? ¿Cómo te has atrevido a descender a Hades, donde ha bitan
los muertos, los que carecen de sentidos, los fantasmas de los mortales que han
perecido?"
«Así habló, y yo, respondiéndole,
dije:
«"Aquiles, hijo de Peleo, el más
excelente de los aqueos, he venido en busca de un vaticinio de Tiresias, por si
me revelaba algún plan para poder llegar a la escarpada Itaca; que aún no he
llegado cerca de Acaya ni he desembarcado en mi tierra, sino que tengo
desgracias continuamente. En cambio, Aquiles, ningún hombre es más feliz que
tú, ni de los de antes ni de los que vengan; pues antes, cuando vivo, te
honrábamos los argi vos igual que a los dioses, y ahora de nuevo imperas
poderosa mente sobre los muertos aquí abajo. Conqúe no te entristezcas de haber
muerto, Aquiles."
«Así hablé, y él, respondiéndome,
dijo:
«"No intentes consolarme de la
muerte, noble Odiseo. Pre feriría estar sobre la tierra y servir en casa de un
hombre po bre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser el soberano de todos
los cadáveres, de los muertos. Pero, vamos, dime si mi hijo ha marchado a la
guerra para ser el primer guerrero o no. Dime también si sabes algo del
irreprochable Peleo, si aún conserva sus prerrogativas entre los numerosos
mirmidones, o lo desprecian en la Hélade y en Ptía porque la vejez le sujeta
las manos y los pies, pues ya no puedo servirle de ayuda bajo los rayos del
sol, aunque tuviera el mismo vigor que en otro tiempo, cuando en la amplia
Troya mataba a los mejores del ejército defendiendo a los argivos. Si me
presentara de tal guisa, aunque fuera por poco tiempo, en casa de mi padre,
haría odiosas mis poderosas e invencibles manos a cualquiera de aquellos que le
hacen violencia y lo excluyen de sus honores."
«Así habló, y yo, respondiendo, me
dirigí a él:
« "En verdad, no he oído nada
del ilustre Peleo, pero te voy a decir toda la verdad sobre tu hijo
Neoptólemo ya que me lo mandas , pues yo
mismo lo conduje en mi cóncava y equi librada nave desde Esciro en busca de los
aqueos de hermosas grebas. Desde luego, cuando meditábamos nuestras decisiones
en torno a la ciudad de Troya, siempre hablaba el primero y no se equivocaba en
sus palabras. Sólo Néstor, igual a un dios, y yo lo superábamos. Y cuando
luchábamos los aqueos en la llanura de los troyanos, nunca permanecía entre la
muchedum bre de los guerreros ni en las filas, sino que se adelantaba un buen
trecho, no cediendo a ninguno en valor. Mató a muchos guerreros en duro
combate, pero no te podría decir todos ni nombrar a cuántos del ejército mató
defendiendo a los argivos; pero sí cómo mató con el bronce al hijo de Telefo,
al héroe Euripilo, mientras muchos de sus compañeros sucumbían a su alrededor
por causa de regalos femeninos. Siempre lo vi el más hermoso, después del
divino Memnón. Y cuando ascendíamos al caballo que fabricó Epeo los mejores
entre los argivos (a mí se me había enconmendado todo: el abrir la bien trabada
em boscada o cerrarla), en ese momento los demás jefes de los dá naos y los
consejeros se secaban las lágrimas y temblaban los miembros de cada uno, pero a
él nunca, vi con mis.ojos ni que le palideciera la hermosa piel, ni que secara
las lágrimas de sus mejillas. Y me suplicaba insistentemente que saliéramos del
ca ballo, y apretaba la empuñadura de la espada y la lanza pesada por el bronce,
meditando males contra los troyanos. Después, cuando ya habíamos devastado la
escarpada ciudad de Príamo, con una buena parte y un buen botín, ascendió a la
nave incó lume y no herido desde lejos par el agudo bronce, ni de cerca en el
cuerpo a cuerpo, como suele suceder a menudo en la guerra, cuando Ares
enloquece indistintamente."
«Así. hablé, y el alma del Eácida de
pies veloces marchó a grandes pasos a través del prado de asfódelo, alegre
porque le había dicho que su hijo era insigne.
«Las demás almas de los difuntos
estaban entristecidas y cada una preguntaba por sus cuitas. Sólo el alma de
Ayax, el hijo de Telamón, se mantenía apartada a lo lejos, airada por causa de
la victoria en la que lo vencí contendiendo en el juicio sobre las armas de
Aquiles, junto a las naves. Lo estableció la venerable madre y fueron jueces
los hijos de los troyanos y Pa las Atenea. ¡Ojalá no hubiera vencido yo en tal
certamen! Pues por causa de estas armas la tierra ocultó a un hombre como Ayax,
el más excelente de los dánaos en hermosurá y gestas después del irreprochable
hijo de Peleo.
«A él me dirigí con dulces palabras:
«"Áyax, hijo del irreprochable
Telamón. ¿Ni siquiera muerto vas a olvidar tu cólera contra mí por causa de las
armas nefas tas? Los dioses proporcionaron a los argivos aquella ceguera, pues
pereciste siendo tamaño baluarte para los aqueos. Los aqueos nos dolemos por tu
muerte igual que por la vida del hijo de Peleo. Y ningún otro es responsable,
sino Zeus, que odiaba al ejército de los belicosos dánaos y a ti te impuso la
muerte. Ven aquí, soberano, para escuchar nuestra palabra y nuestras
explicaciones. Y domina tu ira y tu generosó ánimo."
«Así dije, pero no me respondió, sino
que se dirigió tras las otras almas al Erebo de los muertos. Con todo, me hubiera
ha blado entonces, aunque airado o yo a
él pero mi ánimo deseaba dentro de mi
pecho ver las almas de los demás di funtos.
«Allí vi sentado a Minos, el brillante hijo de Zeus,
con el cetro de oro impartiendo justicia a los muertos. Ellos expo nían sus
causas a él, al soberano, sentados o en pie, a lo largo de la mansión de Hades
de anchas puertas.
«Y despuës de éste vi al gigante
Orión persiguiendo por el prado de asfódelo a las fieras que había matado en
los mon tes desiertos, sosteniendo en sus manos la clava toda de bron ce,
eternamente irrompible.
«Y vi a Ticio, al hijo de la Tierra
augusta, yaciendo en el suelo. Estaba tendido a lo largo de nueve yugadas, y
dos águi las posadas a sus costados le roían el hígado, penetrando en sus
entrañas. Pero él no conseguía apartarlas con sus manos, pues había violado a
Leto, esposa augusta de Zeus, cuando ésta se dirigía a Pito a través del
hermoso Panopeo.
«También vi a Tántalo, que soportaba
pesados dolores, en pie dentro del lago; éste llegaba a su mentón, pero se le
veía siempre sediento y no podía tomar agua para beber, pues cuantas veces se
inclinaba el anciano para hacerlo, otras tantas desaparecía el agua absorbida y
a sus pies aparecía negra la tie rra, pues una divinidad la secaba. También
había altos árboles que dejaban caer su fruto desde lo alto perales, manzanos de hermoso fruto, dulces
higueras y verdeantes olivos , pero cuando el anciano intentaba asirlas con sus
manos, el viento las impulsaba hacia las oscuras nubes.
«Y vi a Sísifo, que soportaba pesados
dolores, llevando una enorme piedra entre sus brazos. Hacía fuerza apoyándose
con manos y pies y empujaba la piedra hacia arriba, hacia la cumbre, pero
cuando iba a trasponer la cresta, una poderosa fuerza le hacía volver una y
otra vez y rodaba hacia la llanura la desvergonzada piedra. Sin embargo, él la
empujaba de nue vo con los músculos en tensión y el sudor se deslizaba por sus
miembros y el polvo caía de su cabeza.
«Después de éste vi a la fuerza de
Héracles, a su imagen. Éste goza de los banquetes entre los dioses inmortales y
tiene como esposa a Hebe de hermosos tobillos, la hija del gran Zeus y de Hera,
la de sandalias de oro.
«En torno suyo había un estrépito de
cadáveres, como de pájaros, que huían asustados en todas direcciones. Y él estaba
allí, semejante a la oscura noche, su arco sosteniendo desnudo y sobre el
nervio una flecha, mirando alrededor que daba mie do y como el que está siempre
a punto de disparar. Y rodean do su pecho estaba el terrible tahalí, el
cinturón de oro en el que había cincelados admirables trabajos osos, salvajes
jaba líes, leones de mirada torcida, combates, luchas, matanzas, ho micidios.
Ni siquiera el artista que puso en este cinturón todo su arte podría realizar
otra cosa parecida. Me reconoció al pronto cuando me vio con sus ojos y,
llorando, dijo aladas pa labras:
« “Hijo de Laertes, de linaje divino,
Odiseo rico en ardides, ¡también tú andas arrastrando una existencia
desgraciada, como la que yo soportara bajo los rayos del sol! Hijo de Zeus
Cronida era yo y, sin embargo, tenía una pesadumbre inacaba ble. Pues estaba
sujeto a un hombre muy inferior a mí que me imponía pesados trabajos. También
me envió aquí en cierta ocasión para sacar al Perro, pues pensaba que ninguna
otra prueba me sería más difícil. Pero yo me llevé al Perro a la luz y lo saqué
de Hades. Y me escoltó Hermes y la de ojos brillan tes, Atenea."
«Así habló y se volvió de nuevo a la
mansión de Hades. Yo, sin embargo, me quedé allí por si venía alguno de los
otros hé roes guerreros, los que ya habían perecido. También habría visto a
hombres todavía más antiguos a quienes mucho desea ba ver, a Teseo y Pirítoo,
hijos gloriosos de los dioses, pero se empezaron a congregar multitudes
incontables de muertos con un vocerío sobrenatural y se apoderó de mí el pálido
terror, no fuera que la ilustre Perséfone me enviara desde Hades la cabe za de
la Gorgona, del terrible monstruo.
«Entonces marché a la nave y ordené a
mis compañeros que embarcaran enseguida y soltaran amarras. Y ellos embarcaron
rápidamente y se sentaron sobre los remos.
«Y el oleaje llevaba a la nave por el
río Océano, primero al impulso de los remos y después se levantó una brisa favo
rable. »
CANTO
XII
LAS
SIRENAS ESCILA Y CARIBDIS.
LA
ISLA DEL SOL. OGIGIA
Cuando la nave abandonó la corriente
del río Océano y arribó al oleaje del ponto de vastos caminos y a la isla de
Eea, donde se encuentran la mansión y los lugares de danza de Eos y donde sale
Helios, la arrastramos por la are na, una vez llegados. Desembarcamos sobre la ribera del mar, y
dormidos esperamos a la divina Eos.
«Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana, la de dedos de rosa, envié a unos compañeros al palacio de Circe
para que se trajeran el cadáver del difunto Elpenor. Cortamos enseguida unos
leños y lo enterramos apenados, derramando abundante llanto, en el lugar donde
la costa sobresalía más. Cuando habían ardido el cadáver y las armas del
difunto, erigi mos un túmulo y, levantando un mojón, clavamos en lo más alto de
la tumba su manejable remo. Y luego nos pusimos a discutir los detalles del
regreso.
«Pero no dejó Circe de percatarse que
habíamos llegado de Hades y se presentó enseguida para proveernos. Y con ella
sus siervas llevaban pan y carne en abundancia y rojo vino. Y co locándose
entre nosotros dijo la divina entre las diosas:
«"Desdichados vosotros que
habéis descendido vivos a la morada de Hades; seréis dos veces mortales,
mientras que los demás hombres mueren sólo uná vez. Pero, vamos, comed esta
comida y bebed este vino durante todo el día de hoy y al despuntar la aurora os
pondréis a navegar; que yo os mostraré el camino y os aclararé las incidencias
para que no tengáis que lamentaros de sufrir desgracias por trampa dolorosa del
mar o sobre tierra firme."
«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo
se dejó persuadir. Así que pasamos todo el día, hasta la puesta del sol,
comiendo car ne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó
la oscuridad, mis compañeros se echaron a dormir junto a las amarras de la
nave. Pero Circe me tomó de la mano y me hizo sentar lejos de mis compañeros y,
echándose a mi lado, me preguntó detalladamente. Yo le conté todo como corres
pondía y entonces me dijo la soberana Circe:
«"Así es que se ha cumplido todo
de esta forma. Escucha ahora tú lo que voy a decirte y lo recordará después el
dios mismo.
«"Primero llegarás a las
Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien
acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá
rodea do de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a
casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro can to sentadas en un prado
donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel
seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel,
unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En
cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto
al mástil que sujeten a éste las amarras
, para que escuches complacido, la voz de las dos Si renas; y si suplicas a tus
compañeros o los ordenas que te desa ten, que ellos te sujeten todavía con más
cuerdas.
«"Cuando tus compañeros las
hayan pasado de largo, ya no te diré cuál de dos caminos será el tuyo; decidelo
tú mismo en el ánimo. Pero te voy a decir los dos: a un lado hay unas rocas
altísimas, contra las que se estrella el oleaje de la oscura Anfi trite. Los
dioses felices las llaman Rocas Errantes. No se les acerca ningún ave, ni
siquiera las temblorosas palomas que lle van ambrosía al padre Zeus; que,
incluso de éstas, siempre arrebata alguna la lisa piedra, aunque el Padre
(Zeus) envía otra para que el número sea completo. Nunca las ha consegui do
evitar nave alguna de hombres que haya llegado allí, sino que el oleaje del
mar, junto con huracanes de funesto fuego, arrastran maderos de naves y cuerpos
de hombres. Sólo consi guió pasar de largo por allí una nave surcadora del
ponto, la célebre Argo, cuando navegaba desde el país de Eetes. Incluso
entonces la habría arrojado el oleaje contra las gigantescas pie dras, pero la
hizo pasar de largo Hera, pues Jasón le era que rido.
«"En cuanto a los dos escollos,
uno llega al vasto cielo con su aguda cresta y le rodea oscura nube. Ésta nunca
le abando na, y jamás, ni en invierno ni en verano, rodea su cresta un cielo
despejado. No podría escalarlo mortal alguno, ni ponerse sobre él, aunque
tuviera veinte manos y veinte pies, pues es piedra lisa, igual que la
pulimentada. En medio del escollo hay una oscura gruta vuelta hacia Poniente,
que llega hasta el Ere bo, por donde vosotros podéis hacer pasar la cóncava
nave, ilustre Odiseo. Ni un hombre vigoroso, disparando su flecha desde la
cóncava nave, podría alcanzar la hueca gruta. Allí ha bita Escila, que aúlla
que da miedo: su voz es en verdad tan aguda como la de un cachorro recién nacido,
y es un mons truo maligno. Nadie se alegraría de verla, ni un dios que le die
ra cara. Doce son sus pies, todos deformes, y seis sus largos cuellos; en cada
uno hay una espantosa cabeza y en ella tres fi las de dientes apiñados y
espesos, llenos de negra muerte. De la mitad para abajo está escondida en la
hueca gruta, pero tiene sus cabezas sobresaliendo fuera del terrible abismo, y
allí pesca explorándolo todo alrededor
del escollo , por si consigue apresar delfines o perros marinos, o incluso
algún monstruo mayor de los que cría a miles la gemidora Anfitrite. Nunca se
precian los marineros de haberlo pasado de largo incólumes con la nave, pues
arrebata con cada cabeza a un hombre de la nave de oscura proa y se lo lleva.
«"También verás, Odiseo, otro
escollo más llano cerca uno de otro .
Harías bien en pasar por él como una flecha. En éste hay un gran cabrahigo
cubierto de follaje y debajo de él la divina Caribdis sorbe ruidosamente la
negra agua. Tres veces durante el día la suelta y otras tres vuelve a soberla
que da miedo. ¡Ojalá no te encuentres allí cuando la está sorbien do, pues no
te libraría de la muerte ni el que sacude la tierra! Conque acércate, más bien,
con rapidez al escollo de Escila y haz pasar de largo la nave, porque mejor es
echar en falta a seis compañeros que no a todos juntos."
«Así dijo, y yo le contesté y dije:
«"Diosa, vamos, dime con verdad
si podré escapar de la fu nesta Caribdis y rechazar también a Escila cuando
trate de da ñar a mis compañeros."
«Así dije, y ella al punto me contestó,
la divina entre las diosas:
«"Desdichado, en verdad te
placen las obras de la guerra y el esfuerzo. ¿Es que no quieres ceder ni
siquiera a los dioses in mortales? Porque ella no es mortal, sino un azote
inmortal, te rrible, doloroso, salvaje e invencible. Y no hay defensa alguna,
lo mejor es huir de ella, porque si te entretienes junto a la pie dra y vistes
tus armas contra ella., mucho me temo que se lance por segunda vez y te
arrebate tantos compañeros como cabe zas tiene. Conque conduce tu nave con
fuerza e invoca a gritos a Cratais, madre de Escila, que la parió para daño de
los mor tales. Ésta la impedirá que se lance de nuevo.
«"Luego llegarás a la isla de
Trinaquía, donde pastan las muchas vacas y pingües rebaños de ovejas de Helios:
siete Te baños de vacas y otros tantos hermosos apriscos de ovejas con
cincuenta animales cada uno, No les nacen crías, pero tampo co mueren nunca.
Sus pastoras son diosas, ninfas de lindas trenzas, Faetusa y Lampetía, a las
que parió para Helios Hi periónida la diosa Neera. Nada más de parirlas y
criarlas su so berana madre, las llevó a la isla de Trinaquía para que vivieran
lejos y pastorearan los apriscos de su padre y las vacas de rotá tiles patas.
«"Si dejas incólumés estos
rebaños y te ocupas del regreso, aun con mucho sufrir podréis llegar a Itaca,
pero si les haces daño, predigo la perdición para la nave y para tus
compañeros. Y tú, aunque evites la muerte, llegarás tarde y mal, después de
perder a todos tus compañeros."
«Así dijo y, al pronto, llegó Eos, la
de trono de oro.
«Ella regresó a través de la isla, la
divina entre las diosas, y yo partí hacia la nave y apremié a mis compañeros
para que embarcaran y soltaran amarras. Así que embarcaron con pres teza y se
sentaron sobre los bancos y, sentados en fila, batían el canoso mar con los
remos. Y Circe de lindas trenzas, la te rrible diosa dotada de voz, envió por
detrás de nuestra nave de azuloscura proa, muy cerca, un viento favorable, buen
compa ñero, que hinchaba las velas. Después de disponer todos los aparejos, nos
sentamos en la nave y la conducían el viento y el piloto.
«Entonces dije a mis compañeros con
corazón acongojado:
«"Amigos, es preciso que
todos y no sólo uno o dos conozcáis las predicciones que me ha hecho
Circe, la divina entre las diosas. Así que os las voy a decir para que, después
de conocerlas, perezcamos o consigamos escapar evitando la muerte y el destino.
«"Antes que nada me ordenó que
evitáramos a las divinas Sirenas y su florido prado. Ordenó que sólo yo
escuchara su voz; mas atadme con dolorosas ligaduras para que permanezca firme
allí, junto al mástil; que sujeten a éste las amarras, y si os suplico o doy
órdenes de que me desatéis, apretadme todavía con más cuerdas."
«Así es como yo explicaba cada
detalle a mis compañeros.
«Entretanto la bien fabricada nave
llegó velozmente a la isla de las dos Sirenas
pues la impulsaba próspero viento . Pero enseguida cesó éste y se hizo
una bonanza apacible, pues un dios había calmado el oleaje.
«Levantáronse mis compañeros para
plegar las velas y las pusieron sobre la cóncava nave y, sentándose al remo,
blan queaban el agua con los pulimentados remos.
«Entonces yo partí en trocitos, con
el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté con mis pesadas manos. Ensegui
da se calentó la cera pues la oprimían
mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida y la unté por orden en los oídos de todos mis
compañeros. Éstos, a su vez, me ata ron igual de manos que de pies, firme junto
al mástil su jetaron a éste las
amarras y, sentándose, batían el canoso
mar con los remos.
«Conque, cuando la nave estaba a una
distancia en que se oye a un hombre al gritar en nuestra veloz marcha , no se
les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto:
«"Vamos, famoso Odiseo, gran
honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu nave para que puedas oír nuestra
voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz
de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más
cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta
Troya por volun tad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fe
cunda."
«Así decían lanzando su hermosa voz.
Entonces mi corazón deseó escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran
haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y
remaban, y luego se levantaron Perimedes y Eurílo co y me ataron con más
cuerdas, apretándome todavía más.
«Cuando por fin las habían pasado de
largo y ya no se oía más la voz de las Sirenas ni su canto, se quitaron la cera
mis fieles compañeros, la que yo había untado en sus oídos, y a mí me soltaron
de las amarras.
«Conque, cuando ya abandonábamos su
isla, al pronto co mencé a ver vapor y gran oleaje y a oír un estruendo. Como a
mis compañeros les entrara el terror, volaron los remos de sus manos y éstos
cayeron todos estrepitosamente en la corriente. Así que la nave se detuvo allí
mismo, puesto que ya no movían los largos remos con sus manos.
«Entonces iba yo por la nave
apremiando a mis compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada
uno:
«"Amigos, ya no somos inexpertos
en desgracias. Este mal que nos acecha no es peor que cuando el Cíclope nos
encerró con poderosa fuerza en su cóncava cueva. Pero por mis artes, mi
decisión y mi inteligencia logramos escapar de allí y creo que os acordaréis de ello. Así que
también ahora, vamos, obedezcamos todos según yo os indique. Vosotros sentaos
en los bancos y batid con los remos la profunda orilla del mar, por si Zeus nos
concede huir y evitar esta perdición; y a ti, pi loto, esto es lo que te
ordeno ponlo en lo interior, ya que
gobiernas el timón de la cóncava nave : mantén a la nave alejada de ese vapor y
oleaje y pégate con cuidado a la roca no sea que se te lance sin darte cuanta
hacia el otro lado y nos pongas en medio del peligro."
«Así dije y enseguida obedecieron mis
palabras. Todavía no les hablé de Escila, desgracia imposible de combatir, no
fuera que por temor dejaran de remar y se me escondieran todos dentro.
«Entonces no hice caso de la penosa
recomendación de Cir ce, pues me ordenó que en ningún caso vistiera mis armas
contra ella. Así que vestí mis ínclitas armas y con dos lanzas en mis manos
subí a la cubierta de proa, pues esperaba que allí se me apareciera primero la
rotosa Escila, la que iba a llevar dolor a mis compañeros. Pero no pude verla
por lado alguno y se me cansaron los ojos de otear por todas partes la brumosa
roca.
«Así que comenzamos a sortear el
estrecho entre lamentos, pues de un lado estaba Escila, y del otro la divina
Caribdis sorbía que daba miedo la salada agua del mar. Y es que cuando
vomitaba, todo ella borbollaba como un caldero que se agita sobre un gran
fuego la espuma caía desde arriba sobre
lo alto de los dos escollos , y cuando sorbía de nuevo la salada agua del mar,
aparecía toda arremolinada por dentro, la roca resonaba espantosamente
alrededor y al fondo se veía la tierra con azuloscura arena.
«El terror se apoderó de mis
compañeros y, mientras la mi rábamos temiendo morir, Escila me arrebató de la
cóncava nave seis compañeros, los que eran mejores de brazos y fuerza. Mirando
a la rápida nave y siguiendo con los ojos a mis com pañeros, logré ver arriba
sus pies y manos cuando se elevaban hacia lo alto. Daban voces llamándome por
mi nombre, ya por última vez, acongojados en su corazón. Como el pescador en un
promontorio, sirviéndose de larga caña, echa comida como cebo a los pececillos
(arroja al mar el cuerno de un toro mon taraz) y luego tira hacia fuera y los
coge palpitantes, así mis
compañeros se elevaban palpitantes hacia la roca.
«Escila los devoró en la misma puerta
mientras gritaban y tendían sus manos hacia mí en terrible forcejeo. Aquello
fue lo más triste que he visto con mis ojos de todo cuanto he sufrido
recorriendo los caminos del mar. Cuando conseguimos escapar de la terrible
Caribdis y de Escila, llegamos enseguida a la irre prochable isla del dios
donde estaban las hermosas carianchas vacas y los numerosos rebaños de ovejas
de Helios Hiperión.
«Cuando todavía me encontraba en la
negra nave pude oír el mugido de las vacas en sus establos y el balar de las
ovejas. Entonces se me vino a las mientes la palabra del adivino ciego, el
tebano Tiresias, y de Circe de Eea, quienes me encomenda ron encarecidamente
evitar la isla de Helios, el que alegra a los mortales.
«Así que dije a mis compañeros
acongojado en mi corazón:,
«"Escuchad mis palabras,
compañeros que tantas desgracias habéis sufrido, para que os manifieste las
predicciones de Tire sias y de Circe de Eea, quienes me encomendaron encarecida
mente evitar la isla de Helios, el que alegra a los mortales, pues me dijeron
que aquí tendríamos el más terrible mal. Conque conducid la negra nave lejos de
la isla."
«Así dije y a ellos se les quebró el
corazón.
«Entonces Euriloco me contestó con
odiosa palabra:
«"Eres terrible, Odiseo, y no se
cansa tu vigor ni tus miem bros. En verdad todo lo tienes de hierro si no
permites a tus compañeros agotados por el cansancio y por el sueño poner pie a
tierra en una isla rodeada de corriente, dónde podríamos prepararnós sabrosa
comida. Por el contrario, les ordenas que anden errantes por la rápida noche en
el brumoso ponto, ale jándose de la isla. De la noche surgen crueles vientos,
azote de las naves. ¿Cómo se podría huir del total exterminio si por ca
sualidad se nos viene de repente un huracán de Noto o de Cé fixo de soplo
violento, que son quienes, sobre todo, destruyen las naves por voluntad de los
soberanos dioses? Cedamos, pues, a la negra noche y preparémonos una comida
quedándo nos junto a la rápida nave. Y al amanecer embarcaremos y lan zaremos
la nave al vasto ponto,"
«Así dijo Euríloco y los demás
compañeros aprobarón sus palábras, Entonces me di cuenta de que un demón nos
prepa raba desgracia y, hablándoles, dije aladas palabras:
«"Euríloco, mucho me forzáis,
solo como estoy. Pero, va mos, juradme al menos con fuerte juramento que si
encontra mos una vacada o un gran rebaño de ovejas, nadie, llevado de funesta
insensatez, matará vaca u oveja alguna. Antes bien; co med tranquilos el
alimento que nos dio la inmortal Circe."
«Así dije y todos juraron al punto
tal como les había dicho. Así que cuando habían jurado y completado su
juramento, de tuvimos en el cóncavo Puerto nuestra bien construida nave, cerca
de agua dulce; desembarcaron mi compañeros y se pre pararon con habilidad la
comida.
«Luego que habían arrojado de sí el
deseo de comida y bebi da, comenzaron a llorar
pues se acordaron enseguida por
los compañeros a quienes había devorado Escila, arrebatándlos de la cóncava
nave; y mientras lloraban, les sobrevino un profundo sueño.
«Cuando terciaba la noche y
declinaban los astros, Zeus, el que amontona las nubes, levantó un viento para
que soplara en terrible huracán y cubrió de nubes tierra y mar. Y se levan tó
del cielo la noche.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de
la mañana, la de de dos de rosa, anclamos la nave arrastrándola hasta una
gruta, donde estaba el hermoso lugar de danza de las Ninfas y sus asientos.
«Entonces los convoqué en asamblea y
les dije:
«"Amigos, en la rápida nave
tenemos comida y bebida; apartémonos de las vacas no sea que nos pase algo
malo, que estas vacas y gordas ovejas pertenecen a un dios terrible, a He lios,
el que lo ve todo y todo lo oye."
«Así dije y su valeroso ánimo se dejó
persuadir.
«Durante todo un mes sopló Noto sin
parar y no había nin gún otro viento, salvo Euro y Noto. Así que, mientras mis
compañeros tuvieron comida y rojo vino, se mantuvieron ale jados de las vacas
por deseo de vivir; pero cuando se consu mieron todos los víveres de la nave,
pusiéronse por necesidad a la caza de peces y aves; todo lo que llegaba a sus
manos, con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus estómagos.
«Yo me eché entonces a recorrer la
isla para suplicar a los dioses, por si alguno me manifestaba algún camino de
vúelta; y, cuando caminando por la isla ya estaba lejos de mis compa ñeros,
lavé mis manos al abrigo del viento y supliqué a todos los dioses que poseen el
Olimpo. Y ellos derramaron el dulce sueño sobre mis párpados.
«Entonces Euríloco comenzó a
manifestar a mis compañe ros esta funesta decisión:
«"Escuchad mis palabras,
compañeros que tantos males habéis sufrido. Todas las clases de muerte son
odiosas para los desgraciados mortales, pero lo más lamentable es morir de
hambre y arrastrar el destino. Conque, vamos, llevémonos las mejores vacas de
Helios y sacrifiquémoslas a los inmortales que poseen el vasto cielo. Si
llegamos a Itaca, nuestra patria, edificaremos a Helios Hiperión un esplendido
templo donde podríamos erigir muchas y excelentes estatuas.
«"Pero si, irritado por sus
vacas de alta cornamenta, quiere destruir nuestra nave . y los demás dioses les
acompañan prefiero perder la vida de una
vez, de bruces contra una ola, antes que irme consumiendo poco a poco en una
isla desierta."
«Así dijo Euríloco y los demás
compañeros aprobaron sus palabras. Así que se llevaron enseguida las mejores
vacas de Helios, de por allí cerca pues
las hermosas vacas carianchas de rotátiles patas pastaban no lejos de la nave
de azuloscura proa. Pusiéronse a su alrededor e hicieron súplica a los dio ses,
cortando ramas tiernas de una encina de elevada copa pues no tenían blanca cebada en la nave de
buenos ban cos. Cuando habían hecho la súplica, degollado y desollado las
vacas, cortaron los muslos y los cubrieron de grasa a uno y otro lado y
colocaron carne sobre ellos. No tenían vino para li bar sobre las víctimas
mientras se asaban, pero libaron con agua mientras se quemaban las entrañas.
Cuando ya se habían quemado los muslos y probaron las entrañas, cortaron en
trozos lo demás y lo ensartaron en pinchos.
«Entonces el profundo sueño
desapareció de mis párpados y me puse en camino hacia la rápida nave y la
ribera del mar. Y, cuando me hallaba cerca de la curvada nave, me rodeó un
agradable olor a grasa. Rompí en lamentos e invoqué a gritos a los dioses
inmortales:
«"Padre Zeus y demás dioses
felices que vivís siempre; para mi perdición me habéis hecho acostar con
funesto sueño, pues mis compañeros han resuelto un tremendo acto mientras esta
ban aquí."
«En esto llegó Lampetía, de luengo
peplo, rápida mensajera a Helios Hiperión, para anunciarle que habíamos matado
a sus vacas. Y éste se dirigió al punto a los inmortales acongojado en su
corazón:
«"Padre Zeus y los demás dioses
felices que vivís siempre, castigad ya a los compañeros de Odiseo Laertíada que
me han matado las vacas ¡obra impía! ,
con las que yo me complacía al dirigirme hacia el cielo estrellado y al volver
de nuevo hacia la tierra desde el cielo. Porque si no me pagan una re compensa
equitativa por las vacas, me hundiré en el Hades y brillaré para los
muertos."
«Y contestándole dijo Zeus, el que
reúne las nubes:
«"Helios, sigue brillando entre
los inmortales y los mortales hombres sobre la tierra nutricia, que yo lanzaré
mi brillante rayo y quebraré enseguida su nave en el ponto rojo como el
vino."
«Esto es lo que yo oí decir a
Calipso, de hermoso peplo, y ella decía que se lo había oído a su vez a Hermes.
«Conque, cuando bajé hasta la nave y
el mar, los reprendí a unos y otros poniéndome a su lado, pero no podíamos
encontrar remedio las vacas estaban ya muertas. Entonces los dioses comenzaron
a manifestarles prodigios: las pieles cami naban, la carne mugía en el asador,
tanto la cruda como la asa da. Así es como las vacas cobraron voz.
«Durante seis días mis fieles
compañeros prosiguieron ban queteándose y llevándose las mejores vacas de
Helios, pero cuando Zeus Cronida nos trajo el séptimo, dejó el viento de
lanzarse huracanado y nosotros embarcamos y empujamos la nave al vasto ponto no
sin colocar el mástil y extender las blancas velas.
«Cuando abandonamos la isla y ya no
se divisaba tierra algu na sino sólo cielo y mar, el Cronida puso una negra
nube sobre la cóncava nave y el mar se oscureció bajo ella. La nave no pudo
avanzar mucho tiempo, porque enseguida se presentó el silbante Céfiro
lanzándose en huracán y la tempestad de viento quebró los dos cables del
mástil. Cayó éste hacia atrás y todos los aparejos se desparramaron bodega
abajo. En la misma proa de la nave golpeó el mástil al piloto en la cabeza,
rompiendo todos los huesos de su cráneo y, como un volatinero, se preci pitó de
cabeza contra la cubierta y su valeroso ánimo aban donó los huesos.
«Zeus comenzó a tronar al tiempo que
lanzaba un rayo con tra la nave, y ésta se revolvió toda, sacudida por el rayo
de Zeus, y se llenó de azufre. Mis compañeros cayeron fuera y, semejantes a las
cornejas marinas, eran arrastrados por el olea je en torno a la negra nave.
Dios les había arrebatado el re greso.
«Entonces yo iba de un lado a otro de
la nave, hasta que el huracán desencajó las paredes de la quilla y el oleaje la
arrastraba desnuda. El mástil se partió contra ésta, pero, como había sobre
aquél un cable de piel de buey, até juntos quilla y mástil y, sentándome sobre
ambos, me dejé llevar de los funestos vientos.
«Entonces Céfiro dejó de lanzarse
huracanado y llegó ense guida Noto trayendo dolores a mi ánimo, haciendo que
volvie ra a recorrer de nuevo la funesta Caribdis.
«Dejéme llevar por el oleaje durante
toda la noche y al salir el sol llegué al escollo de Escila y a la terrible
Caribdis. Ésta comenzó a sorber la salada agua del mar, pero entonces yo me
lancé hacia arriba, hacia el elevado cabrahigo y quedé adherido a él como un
murciélago. No podía apoyarme en él con los pies para trepar, pues sus raíces
estaban muy lejos y sus ramas muy altas
ramas largas y grandes que daban sombra a Carib dis. Así que me mantuve
firme hasta que ésta volviera a vo mitar el mástil y la quilla, y un rato más
tarde me llegaron mientras estaba a la expectativa. Mis maderos aparecieron fue
ra de Caribdis a la hora en que un hombre se levanta del ágora para ir a comer,
después de juzgar numerosas causas de jóvenes litigantes. Dejéme caer desde
arriba de pies y manos y me desplomé ruidosamente sobre el oleaje junto a mis
largos ma deros, y sentado sobre ellos, comencé a remar con mis brazos. El
padre de hombres y dioses no permitió que volviera a ver a Escila, pues no
habría conseguido escapar de la ruina total.
«Desde allí me dejé llevar durante
nueve días, y en la déci ma noche los dioses me impulsaron hasta la isla de
Ogigia, donde habitaba Calipso de lindas trenzas, la terrible diosa dota da de
voz que me entregó su amor y sus cuidados.
«Pero, ¿para qué te voy a contar
esto? Ya os lo he narrado ayer a ti y a tu fuerte esposa en el palacio, y me
resulta odioso volver a relatar lo que he expuesto detalladamente.»
CANTO XIII
LOS
FEACIOS DESPIDEN A ODISEO.
LLEGADA
A ITACA
Así habló, y todos enmudecieron en el
silencio; estaban poseídos como por un hechizo en el sombrío palacio. Entonces
Alcínoo le contestó y dijo:
«Odiseo, ya que has llegado a mi
palacio de piso de bronce, de elevado techo, creo que no vas a volver a casa
errabundo otra vez por mucho que hayas sufrido. En cuanto a vosotros, cuantos
acostumbráis a beber en mi palacio el rojo vino de los ancianos escuchando al
aedo, os voy a hacer este encargo: el forastero ya tiene, en un arca bien
pulimentada, oro bien tra bajado y cuantos regalos le han traído los consejeros
de los feacios. Démosle también un gran trípode y una caldera cada hombre, que
nosotros después os recompensaremos recogién dolo por el pueblo, pues es
doloroso que uno haga dones gratis.»
Así habló Alcínoo y les agradó su
palabra. Y se marchó cada uno a su casa con ganas de dormir.
Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana, la de dedos de rosa, se apresuraron hacia la nave llevando el
bronce propio de los guerreros.
Y la sagrada fuerza de Alcínoo,
marchando en persona, co locó todo bien bajo los bancos de la nave, no fuera
que causa ran daño a alguno de los compañeros durante el viaje cuando se
apresuraran moviendo los remos.
Luego marcharon al palacio de Alcínoo
y dispusieron el al muerzo. La sagrada fuerza de Alcínoo sacrificó entre ellos
un buey en honor de Cronida Zeus, el que oscurece las nubes, el que gobierna a
todos. Quemaron los muslos y se repartieron gustosos un magnífico banquete; y
entre ellos cantaba el divi no aedo, Demódoco, venerado por su pueblo. Pero
Odiseo volvía una y otra vez su cabeza hacia el resplandeciente sol, de seando
que se pusiera, pues ya pensaba en el regreso. Como cuando un hombre desea
vivamente cenar cuando su pareja de bueyes ha estado todo el día arrastrando el
bien construido arado por el campo la
luz del sol se pone para él con agrado, ya que se va a cenar, y sus rodillas le
duelen al caminar , así se puso el sol con agrado para Odiseo.
Y volvió a dirigirse a los feacios
amantes del remo y, diri giéndose sobre todo a Alcínoo, dijo su palabra:
«Poderoso Alcínoo, el más ilustre de
tu pueblo, haced una libación y devolvedme a casa sin daño. Y a vosotros, ¡salud!
Ya se me ha proporcionado lo que mi ánimo deseaba, una es colta y amables
regalos que ojalá los dioses, hijos de Urano, ha gan prosperar. ¡Que encuentre
en casa, al volver, a mi irrepo chable esposa junto con los míos sanos y
salvos! Vosotros que daos aquí y seguid llenando de gozo a vuestras esposas
legíti mas y a vuestros hijos; que los dioses os repartan bienes de to das
clases y que ningún mal se instale entre vosotros.»
Así habló y todos aprobaron sus
palabras y aconsejaban dar escolta al forastero, porque había hablado como le
correspon día. Entonces Alcínoo se dirigió a un heraldo:
« Pontónoo, mezcla una crátera y
reparte vino a todos en el palacio, para que demos escolta al forastero hasta
su tierra pa tria después de orar al padre Zeus.»
Así habló, y Pontónoo mezcló el vino
que alegra el corazón y se lo repartió a todos, uno tras otro. Y libaron desde
sus mis mos asientos en honor de los dioses felices, los que poseen el ancho
cielo.
El divino Odiseo se puso en pie,
colocó una copa de doble asa en manos de Arete y le dijo aladas palabras:
«Sé siempre feliz, reina hasta que te
lleguen la vejez y la muerte que andan rondando a los hombres. Yo vuelvo a
casa, goza tú en este palacio entre tus hijos, tu pueblo y el rey Al cínoo.»
Así hablando el divino Odiseo
traspasó el umbral. Y la fuerza de Alcínoo le envió un heraldo para que le
condujera hasta la rápida nave y la ribera del mar. También le envió Arete a
sus esclavás, a una con un manto bien lavado y una túnica, a otra le dio un
arca adornada para que la llevara y otra portaba trigo y rojo vino.
Cuando arribaron a la nave y al mar,
sus ilustres acompa ñantes colocaron todo en la cóncava nave, la bebida y la
comi da toda, y para Odiseo extendieron una manta y una sábana en la cubierta
de proa, para que durmiera sin despertar. Subió él y se acostó en silencio, y
ellos se sentaron en los bancos, cada uno en su sitio, y soltaron el cable de
una piedra pérforada. Después se inclinaron y batían el mar con el remo.
A Odiseo se le vino un sueño profundo
a los párpados, sueño sosegado, delicioso, semejante en todo a la muerte. Y la
nave... como los cuadrúpedos caballos se arrancan todos a la vez en la llanura
a los golpes del látigo y elevándose velozmen te apresuran su marcha, así se
elevaba su proa y un gran oleaje de púrpura rompía en el resonante mar. Corría
ésta con firme za, sin estorbos; ni un halcón la habría alcanzàdo, la más rápi
da de las aves. Y en su carrera cortaba veloz las olas del mar portando a un
hombre de pensamientos semejantes a los de los dioses que había sufrido muchos
dolores en su ánimo al probar batallas y dolorosas olas, pero que ya dormía
imperturbable, olvidado de todas sus penas.
Y cuando despuntó el más brillante
astro, el que avanza anunciando la luz de Eos que nace de la mañana, la nave se
acercó para fondear en la isla.
En el pueblo de Itaca hay un puerto,
el de Forcis, el viejo del mar, y en él hay dos salientes escarpados que se
inclinan hacia el puerto y que dejan fuera el oleaje producido por sil bantes
vientos; dentro, las naves de buenos bancos perma necen sin amarras cuando
llegan al término del fondeadero. Al extremo del puerto hay un olivo de anchas
hojas y cerca de éste una gruta sombría y amable consagrada a las ninfas que
llaman Náyades. Hay dentro cráteras y ánforas de piedra y también dentro
fabrican las abejas sus panales. Hay dentro grandes telares de piedra donde las
ninfas tejen sus túnicas con púrpura marina
¡una maravilla para velas! y
también den tro corren las aguas sin cesar. Tiene dos puertas, la una del lado
de Bóreas accesible a los hombres; la otra, del lado de Noto, es en cambio sólo
para dioses y no entran por ella los hombres, que es camino de inmortales.
Hacia allí remaron, pues ya lo conocían de antes, y la nave se apresuró a
fondear en tierra firme, como a media altura
¡tales eran las manos de los remeros que la impulsaban! Éstos descendieron de la nave de buenos
bancos y levantando primero a Odiseo de la cónca va nave, le colocaron sobre la
arena, rendido por el sueño, jun to con su manta y resplandeciente sábana.
También sacaron las riquezas que los ilustres feacios le habían donado cuando
volvía a casa por voluntad de la magnánima Atenea.
Conque colocaron todo junto, cerca
del tronco de olivo, le jos del camino
no fuera que algún caminante cayera sobre ello y lo robara antes de que
Odiseo despertase , y se volvie ron a casa.
Pero el que sacude la tierra no se
había olvidado de las ame nazas que había hecho al divino Odiseo al principio y
preguntó la decisión de Zeus:
«Padre Zeus, ya no tendré nunca
honores entre los dioses inmortales si los mortales no me honran, los feacios
que, ade más, son de mi propia estirpe. Yo pensaba que Odiseo regresa ría a
casa después de mucho sufrir el regreso
no se lo había quitado del todo porque tú se lo prometiste desde el princi pio
, pero los feacios lo han traído durmiendo en rápida nave sobre el ponto y lo
han dejado en Itaca. Le han entregado ade más innumerables regalos, bronce y
oro en abundancia y ropa tejida, tantos como jamás habría sacado de Troya si
hubiera vuelto incólume con su parte sorteada del botín.»
Y le contestó y dijo el que reúne las
nubes, Zeus:
«¡Ay, ay, poderoso dios que sacudes
la tierra, qué cosas has dicho! Nunca lo deshonrarán los dioses. Sería difícil
despachar sin honores al más antiguo y excelente. Si alguno de los hom bres,
cediendo a su violencia y poder, no lo honra, tienes y tendrás siempre tu
compensación. Obra como desees y sea agradable a tu ánimo.»
Y le contestó Poseidón, el que sacude
la tierra:
«Enseguida actuaría, oh tú que
oscureces las nubes, como dices, pero estoy siempre acechando tu cólera y
procurando evitarla. Con todo, quiero ahora destruir en el brumoso ponto la
hermosa nave de los feacios en su viaje de vuelta, para que se contengan y
dejen de escoltar a los hombres. Quiero tam bién ocultar su ciudad toda bajo un
monte» Y le contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:
«Amigo mío, creo que lo mejor será
que, cuando todo el pueblo esté contemplando desde la ciudad a la nave acercán
dose, coloques cerca de tierra un peñasco semejante a una rá pida nave, para
que todos se asombren y puedas ocultar su ciu dad bajo un gran monte.»
Luego que oyó esto Poseidón, el que
sacude la tierra, se puso en camino hacia Esqueria, donde los feacios nacen, y
allí se detuvo. Y la nave surcadora del ponto se acercó en su veloz carrera. El
que sacude la tierra se acercó, la convirtió en piedra y la estableció
firmemente, como si tuviera raíces, golpeándola con la palma de su mano. Y se
alejó de allí. Los feacios de lar gos remos se dirigían mutuamente aladas
palabras, hombres célebres por sus naves, y decía uno así mirando al que tenía
al lado:
«Ay de mí, ¿quién ha encadenado en el
ponto a la rápida nave en su regreso a casa? Ya se la veía del todo.»
Así decía uno pues no sabían cómo había sucedido. Entonces
Alcínoo habló entre ellos y dijo:
«¡Ay, ay, en verdad ya me ha
alcanzado el antiguo presagio de mi padre, quien aseguraba que Poseidón se
irritaría con no sotros por ser prósperos acompañantes de todo el mundo! De cía
que algún día destruiría en el brumoso ponto una hermosa nave de los feacios al
volver de una expedición, y que ocultaría nuestra ciudad bajo un monte. Así
decía el anciano y todo se está cumpliendo ahora. Conque, vamos, obedeced todos
lo que yo os señale: dejad de acompañar a los mortales cuando alguien llegue a
nuestra ciudad. Sacrificaremos a Poseidón doce toros escogidos, por si se
compadece y no nos oculta la ciudad bajo un enorme monte.»
Así habló y ellos sintieron miedo y
prepararon los toros. Así es que suplicaban al soberano Poseidón los jefes y
consejeros de los feacios, en pie, rodeando el altar.
En esto se despertó el divino Odiseo
acostado en su tierra patria, pero no la reconoció pues ya llevaba mucho tiempo
au sente. La diosa Palas Atenea esparció en torno suyo una nube, la hija de
Zeus, para hacerlo irreconocible y contarle todo, no fuera que su esposa,
ciudadanos y amigos le reconocieran an tes de que los pretendientes pagaran
todos sus excesos. Por esto, todo le parecía distinto al soberano, los largos
caminos, los puertos de cómodo anclaje, las elevadas rocas y los ver deantes
árboles.
Así que se puso en pie de un salto y
comenzó a mirar su tie rra patria. Dio un grito lastimero, golpeó sus muslos
con las palmas de las manos y entre lamentos decía su palabra:
«Ay de mí, ¿a qué tierra de mortales
he llegado? ¿Son acaso soberbios, salvajes y carentes de justicia, o amigos de
los foras teros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?. ¿A dónde llevo
tantas riquezas?, ¿por dónde voy a marchar? ¡Ojalá me hubiera quedado junto a
los féacios! También podría haber me llegado a otro rey de los muy poderosos y
quizá éste me ha bría recibido como amigo y escoltado de vuelta a casa, porque
ahora no sé dónde dejar esto ni voy a dejarlo aquí, no sea que se me convierta
en botín de otro. iAy!, ¡ay!, en verdad no eran del todo prudentes ni justos
los jefes y consejeros de los feacios, quienes me han traído a otra tierra.
Decían que me iban a llevar a Itaca, hermosa al atardecer, pero no lo han
cumplido. Que Zeus los castigue, el dios de los suplicantes, el que vigila a
todos los hombres y castiga a quien yerra.
«Pero, ea, voy a contar mis riquezas
y a contemplarlas, no sea que se marchen llevándose algo en la cóncava nave.»
Así diciendo, se puso a contar los
hermosos trípodes y cal deros y el oro y la hermosa ropa tejida. Pero no echó
nada de menos. Y sentía dolor por su tierra patria caminando por la ribera del
resonante mar, en medio de lamentos.
Conque se le acercó Atenea, semejante
en su aspecto a un hombre joven, un pastor de rebaños delicado como suelen ser
los hijos de los reyes, portando sobre sus hombros un manto doble, bien
trabajado. Bajo sus brillantes pies llevaba sandalias y en sus manos un
venablo.
Alegróse al verla Odiseo y fue a su
encuentro; y hablándole dirigió aladas palabras:
«Amigo, puesto que eres el primero a
quien encuentro en este país, ¡salud! No te me acerques con aviesas
intenciones, salva esto y sálvame a mí, pues te lo pido como a un dios y me he
acercado a tus rodillas. Dime esto en verdad para que yo lo sepa: ¿qué tierra
es ésta, qué pueblo, qué hombres viven aquí? ¿Es una isla hermosa al atardecer
o la ribera de un continente de fecunda tierra que se inclina hacia el mar?
Y la diosa de ojos brillantes,
Atenea, se dirigió a él a su vez:
«Eres tonto, forastero, o vienes de
lejos si me preguntas por esta tierra. No carece de nombre, no. La conocen muy
mu chos, tanto los que habitan hacia la aurora y el sol como los que se
orientan hacia la brumosa oscuridad. Cierto que es es carpada y difícil para
cabalgar, pero tampoco es excesivamente pobre, aunque no extensa: en ella se
produce trigo sin medida y también vino. Siempre tiene lluvia y floreciente
rocío; ali menta buenas cabras y buenos toros; hay madera de todas cla ses y
abrevaderos inagotables. Por eso, forastero, el nombre de Itaca ha llegado incluso
hasta Troya, que aseguran se encuen tra muy lejos de la tierra aquea.»
Así habló, y el sufridor, el divino
Odiseo, sintió gozo y alegría por su tierra patria: así se lo había dicho Palas
Atenea, la hija de Zeus, el que lleva égida.
Y hablándole le dijo aladas palabras
(aunque no la verdad) y, de nuevo, tomó la palabra, controlando continuamente
en el pecho su astuto pensamiento:
«He oído sobre Itaca incluso en la
extensa Creta, lejos, más allá del Ponto. Y ahora he llegado yo con estas
riquezas. He dejado otro tanto a mis hijos y ando huyendo, pues he matado a
Ortíloco, hijo de Idomeneo, el que vencía en la extensa Creta a los hombres
comerciantes con sus rápidos pies. Quería éste privarme de todo mi botín
conseguido en Troya, por el que sufrí dolores probando guerras y dolorosas
olas, porque no servía complaciente a su padre en el pueblo de los troyanos,
sino que mandaba yo sobre otros compañeros. Y lo alcancé con mi lanza
guarnecida de bronce cuando volvía del campo, emboscándome cerca del camino con
un amigo. La oscura no che cubría el cielo
nadie nos vio , y le arranqué la vida a escondidas. Así que, luego de
matarlo con el agudo bronce, me dirigí a una nave de ilustres fenicios y les
supliqué, en tregándoles abundante botín, que me dejaran en Pilos o en la
divina Elide, donde dominan los epeos, pero la fuerza del viento los alejó de
allí muy contra su voluntad, pues no que rían engañarme.
«Así que hemos llegado por la noche
después de andar a la deriva. Remamos con vigor hasta el puerto y ninguno de no
sotros se acordó de almorzar por más que lo ansiábamos. Conque descendimos
todos de la nave y nos acostamos. A mí se me vino un dulce sueño, cansado como
estaba, y ellos, sacan do mis riquezas de la cóncava nave, las dejaron cerca de
donde yo yacía sobre la arena.
«Y embarcando se marcharon a la bien
habitada Sidón. Así que yo me quedé atrás con el corazón acongojado.»
Así dijo y sonrió la diosa de ojos
brillantes, Atenea, y lo aca rició con su mano. Tomó entonces el aspecto de una
mujer hermosa y grande, conocedora de labores brillantes, y le habló y dijo
aladas palabras:
«Astuto sería y trapacero el que te
aventajara en toda clase de engaños, por más que fuera un dios el que tuvieras
delante. Desdichado, astuto, que no te hartas de mentir, ¿es que ni si quiera
en tu propia tierra vas a poner fin a los engaños y las palabras mentirosas que
te son tan queridas? Vamos, no hable mos ya más, pues los dos conocemos la
astucia: tú eres el me jor de los mortales todos en el consejo y con la
palabra, y yo tengo fama entre los dioses por mi previsión y mis astucias. Pero
¡aun así, no has reconocido a Palas Atenea, la hija de Zeus, la que te asiste y
protege en todos tus trabajos, la que te ha hecho querido a todos los feacios!
De nuevo he venido a ti para que juntos tramemos un plan para ocultar cuantas
rique zas te donaron los ilustres feacios al volver a casa por mi decisión, y
para decirte cuántas penas estás destinado a soportar en tu bien edificada
morada. Tú has de aguantar por fuerza y no decir a hombre ni mujer, a nadie,
que has llegado después de vagar; soporta en silencio numerosos dolores
aguantando las violencias de los hombres.»
Y contestándole dijo el muy astuto
Odiseo:
«Es difícil, diosa, que un mortal te
reconozca si contigo topa, por muy experimentado que sea, pues tomas toda clase
de apariencias. Ya sabía yo que siempre me has sido amiga mientras los hijos de
los aqueos combatíamos en Troya, pero desde que saqueamos la elevada ciudad de
Príamo y nos em barcamos y un dios
dispersó a los aqueos no lo había vuelto
a ver, hija de Zeus. No te vi embarcar en mi nave para protegerme de desgracia
alguna, sino que he vagado siempre con el corazón acongojado hasta que los
dioses me han librado del mal, hasta que en el rico pueblo de los feacios me
animaste con tus palabras y me condujiste en persona hasta la ciudad. Ahora te
pido abrazado a tus rodillas (pues no creo que haya llegado a Itaca hermosa al
atardecer sino que ando dando vuel tas por alguna otra tierra y creo que tú me
has dicho esto para burlarte y confundirme), dime si de verdad he llegado a mi
patria.»
Y le contestó la diosa de ojos
brillantes, Atenea:
«En tu pecho siempre hay la misma
cordura. Por esto no puedo abandonarte en el dolor, porque eres discreto, sagaz
y sensato. Cualquier otro que llegara después de andar errante, marcharía
gustosamente a ver a sus hijos y esposa en el pala cio; sólo tú no deseas
conocer ni enterarte hasta que hayas puesto a prueba a tu mujer, quien
permanece inconmovible en el palacio mientras las noches se le consumen entre
dolores y los días entre lágrimas. En verdad, yo jamás desconfié, pues sabía
que volverías después de haber perdido a todos sus compañeros, pero no quise
enfrentarme con Poseidón, hermano de mi padre, quien había puesto el rencor en
su corazón irrita do porque le habías cegado a su hijo.
«Pero, vamos, te voy a mostrar el
suelo de Itaca para que te convenzas. Este es el puerto de Forcis, el viejo del
mar, y éste el olivo de anchas hojas, al extremo del puerto. Cerca de él, la
gruta sombría, amable, consagrada a las ninfas que llaman Náyades. Es la cueva
amplia y sombría donde tú solías sacrifi car a las Ninfas numerosas hecatombes
perfectas. Y éste es el monte Nérito, revestido de bosque.»
Así diciendo, la diosá dispersó la
nube y apareció el país ante sus ojos. Alegróse entonces el sufridor, el divino
Odiseo, y se llenó de gozo por su patria y besó la tierra donadora de grano.
Luego suplicó a las Ninfas levantando sus manos:
«Ninfas Náyades, hijas de Zeus, nunca
creí que volvería a veros. Alegraos con mi suave súplica, volveré a haceros
dones como antes si la hija de Zeus, la diosa Rapaz, me permite bené vola que
viva y hace crecer a mi hijo.»
Y se dirigió a él la diosa de ojos
brillantes, Atenea:
«Cobra ánimo, no te preocupes ahora
de esto; coloquemos ahora mismo tus riquezas en lo profundo de la divina gruta
a fin de que se conserven intactas y pensemos para que todo sal ga lo mejor
posible.»
Así hablando, la diosa se introdujo
en la sombría gruta bus cando un escondrijo por ella, mientras Odiseo la seguía
de cer ca llevando todo, el oro y el sólido bronce y los bien fabrica dos
vestidos que le habían donado los feacios. Conque colocó todo bien y arrimó un
peñasco a la entrada Palas Atenea, la hija de Zeus, el que lleva égida. Y
sentándose los dos junto al tronco del olivo sagrado, meditaban la muerte para
los sober bios pretendientes. La diosa de ojos brillantes, Palas Atenea,
comenzó a hablar:
«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo,
rico en ardides, piensa cómo vas a poner tus manos sobre los desvergonzados
pretendientes que llevan ya tres años mandando en tu palacio, cortejando a tu
divina esposa y haciéndole regalos de esponsa les, aunque ella se lamenta
continuamente por tu regreso y da esperanzas a todos y hace promesas a cada uno
enviándoles recados, si bien su mente revuelve otros planes.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«¡Ay, ay! ¡Conque he estado a punto
de perecer en mi pala cio con la vergonzosa muerte del Atrida Agamenón si tú,
dio sa, no me hubieras revelado todo, como es debido! Vamos, trama un plan para
que los haga pagar y asísteme tú misma po niendo dentro de mí el mismo vigor y
valentía que cuando destruimos las espesas almenas de Troya. Si tú me
socorrieras con el mismo interés, diosa de ojos brillantes, sería capaz de
luchar junto a ti contra trescientos hombres, diosa soberana, siempre que me socorrieras benevolente.»
Y la diosa de ojos brillantes, Palas
Atenea, le contestó:
«En verdad, estaré a tu lado y no me
pasarás desapercibido cuando tengamos que arrostrar este peligro. Conque creo
que mancharán con su sangre y sus sesos el maravilloso pavimento los
pretendientes que consumen tu hacienda.
«Vamos, te voy a hacer irreconocible
para todos: arrugaré la hermosa piel de tus ígiles miembros y haré desaparecer
de tu cabeza los rubios cabellos; lo cubriré de harapos que te ha rán odioso a
la vista de cualquier hombre y llenaré de legañas tus antes hermosos ojos, de
forma que parezcas desastroso a los pretendientes, a tu esposa y a tu hijo, a
quienes dejaste en palacio.
«Llégate en primer lugar al porquero,
el que vigila tus cer dos, quien se mantiene fiel y sigue amando a tu hijo y a
la pru dente Penélope. Lo encontrarás sentado junto a los cerdos; és tos están
paciendo junto a la Roca del Cuervo, cerca de la fuente Aretusa, comiendo
innumerables bellotas y bebiendo agua negra, cosas que crían en los cerdos
abundante grasa. Detente allí, siéntate a su lado y pregúntale por todo,
mientras yo voy a Esparta de hermosas mujeres a buscar a tu hijo Teléma co,
Odiseo, pues ha marchado a la extensa Lacedemonia junto a Menelao para
preguntar noticias sobre ti, por si aún vives.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«¿Por qué no se lo dijiste, si
conoces todo en tu interior? ¿Acaso para que también él sufriera penalidades
vagando por el estéril ponto mientras los demás consumen mí hacienda?»
Y le contestó la diosa de ojos
brillantes, Palas Atenea:
«No te préocupes demasiado por él. Yo
misma lo escolté para que cosechara fama de valiente marchando allí. En ver
dad, no sufre penalidad alguna, está en el palacio del Atrida y tiene de todo a
su disposición. Cierto que unos jóvenes le ace chan en negra nave con intención
de matarlo antes de que re grese a tu tierra, pero no creo que esto suceda
antes de que la tierra abrace a alguno de los pretendientes que consumen tu
hacienda. »
Hablando así, lo tocó Atenea con su
varita: arrugó la her mosa piel de sus ágiles miembros e hizo desaparecer de su
cabeza los rubios cabellos; colocó sobre sus miembros la piel de un anciano y
llenó de legañas sus antes hermosos ojos. Le cu brió de andrajos miserables y
una túnica desgarrada, sucia, en negrecida por el humo, y le vistió con una
gran piel, ya sin pelo, de veloz ciervo; le dio un cayado y un feo zurrón
rasgado por muchos sitios y con la correa retorcida.
Así deliberaron y se separaron los
dos; y ella marchó luego a la divina Lacedemonia en busca del hijo de Odiseo.
CANTO
XIV
ODISEO
EN LA MAJADA DE EUMEO
Entonces él se puso en camino desde
el puerto a través de un sendero escarpado en lugar boscoso por las cum bres,
hacia donde Atenea le había manifestado que en contraría al divino porquero, el
que cuidaba de su hacienda más que los demás siervos que el divino Odiseo había
adquiri do. Y lo encontró sentado en el pórtico, donde tenía edificada una
elevada cuadra, hermosa y grande, aislada, en lugar abier to. El porquero mismo
la había edificado para los cerdos de su soberano ausente, lejos de su dueña y
del anciano Laertes, con piedras de cantera, y lo había coronado de espino;
tendió fuera una empalizada completa, espesa y cerrada, sacando estacas de lo
negro de una encina.
Dentro de la cuadra había construido
doce pocilgas, unas junto a otras, para encamar a las cerdas, y en cada una se
ence rraban cincuenta cerdas, todas hembras que habían ya parido. Los cerdos
dormían fuera y eran muy inferiores en número, pues los habían diezmado los
divinos pretendientes con sus banquetes: el porquero les enviaba cada vez el
mejor de sus ro bustos cebones, trescientos sesenta en total.
También dormían a su lado cuatro
perros, semejantes a fie ras, que alimentaba el porquero, caudillo de hombres.
Este andaba entonces sujetando a sus
pies unas sandalias después de cortar una moteada piel de buey. Los demás por
queros, tres en total, habían marchado cada uno por su lado con los cerdos en
manada; al cuarto lo había enviado Eumeo a la fuerza a la ciudad para que
llevara un cebón a los soberbios pretendientes a fin de que lo sacrificaran y
saciaran con la car ne su apetito.
De pronto los perros de incesantes
ladridos vieron a Odiseo y corrieron hacia él ladrando. Entonces Odiseo se
sentó astutamente y el cayado se le escapó de las manos.
Allí, sin duda, en su propia cuadra
habría sufrido un dolor vergonzoso, pero el porquero, siguiéndolos con veloces
pies, se lanzó a través del portico la
piel cayó de sus manos y a grandes voces
dispersó a los perros en varias direcciones con una espesa pedrea. Y se dirigió
al soberano:
«Anciano, por poco te han despedazado
los perros en un instante y quizá me habrías culpado a mí. También a mí me han
dado los dioses dolores y lamentos, pues sentado lloro a mi divino soberano y
cebo cerdos para que se los coman otros. En cambio, él andará errante por
pueblos y ciudades extranje ras mendigando comida si es que vive aún y contempla la luz del
sol.
«Pero sígueme, vayamos a mi cabaña,
anciano, para que también tú sacies el apetito de comer y beber y me digas de
dónde eres y cuántas penas has tenido que sufrir.»
Así diciendo, lo condujo a su cabaña
el divino porquero; le hizo entrar y sentarse, extendió maleza espesa y encima
tendió la piel de una hirsuta cabra salvaje, su propia yacija, grande y peluda.
Alegróse Odiseo porque lo había recibido así y le dijo su palabra llamándolo
por su nombre:
«Forastero, ¡que Zeus y los demás
dioses inmortales te con cedan lo que más vivamente deseas, ya que me has
acogido con bondad!»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«Forastero, no es santo deshonrar a
un extraño, ni aunque viniera uno más miserable que tú, que de Zeus son los
foraste ros y mendigos todos. Nuestros dones son pequeños, pero amistosos, pues
la naturaleza de los siervos es tener siempre miedo cuando dominan nuevos
soberanos. En verdad, los dio ses han impedido el regreso de quien me habría
estimado gen tilmente y otorgado cuanto un dueño bondadoso suele conce der a su
siervo una casa, un lote de tierra y una
esposa solicitada , cuando éste se esfuerza por él y un dios hace prospe rar
sus labores, como está haciendo prosperar el trabajo en el que yo me mantengo
activo. Por esto me habría beneficiado mucho mi soberano si hubiera envejecido
aquí, pero ha muerto ¡así pereciera por
completo la raza de Helena, pues aflojó las rodillas de muchos hombres! , pues
también mi soberano marchó por causa del honor de Agamenón a Ilión, de buenos
potros, para combatir a los troyanos.»
Hablando así, sujetó enseguida su
túnica con el ceñidor y se puso en camino de las pocilgas donde tenía
encerradas las ma nadas de cochinillos. Tomó dos de allí y los sacrificó,
quemó, troceó y atravesó con asadores. Y, después de asar todos, se los ofreció
a Odiseo calientes en sus mismos asadores
y ex tendió blanca harina. Después mezcló vino agradable como la miel en
su cuenco y se sentó enfrente, y animándole decía:
«Come ahora, forastero, lo que es
dado comer a los siervos, cochinillo, que de los cebones se encargan los
pretendientes, sin miedo a la venganza divina ni compasión. No aman los dioses
felices las acciones impías, sino que honran la justicia y las obras discretas
de los hombres. Es cierto que son enemigos y hostiles quienes invaden una
tierra ajena, por más que Zeus les conceda el botín, pero cuando vuelven
repletos a las naves para regresar a su patria, incluso a éstos les sobreviene
un pe sado temor a la venganza divina. Sin duda, los pretendientes deben
conocer porque quizá hayan oído la
palabra de algún dios la triste muerte
de Odiseo, pues no quieren cortejar con justicia ni volver a sus posesiones, y
con gusto devoran entre excesos la hacienda, despreocupadamente. Todas las no
ches y días que nos manda Zeus sacrifïcan víctimas, no sólo una ni sólo dos
ovejas; y el vino... lo consumen a cántaros, sin mesura. Y es que la fortuna de
Odiseo era inmensa; ninguno de los héroes del oscuro continente ni de la misma
Itaca poseía tanta. Ni veinte hombres juntos tienen tanta abundancia. Te voy a
echar la cuenta: doce rebaños en el continente, otros tantos de ovejas, otros tantos
de cerdos y cabras apacientan para él pastores asalariados y sus propios
pastores. Aquí se ali mentan en total once numerosos rebaños de cabras en el ex
tremo de la isla, pues se las vigilan hombres de bien. Todos los días, sin
excepción, cada uno de éstos lleva a los pretendientes un animal, la mejor de
sus gordas cabras. Y yo vigilo y protejo estos cerdos y les hago llegar el
mejor de ellos, eligiéndolo bien. »
Así habló mientras Odiseo comía la
carne y bebía el vino con voracidad, en silencio. Y estaba sembrando la
desgracia para los pretendientes.
Cuando acabó de almorzar y saciar su
apetito con la comida, le entregó Eumeo un cuenco repleto de vino en el que
solía él beber. Aquél lo recibió y se alegró en su interior y, hablando, le
dijo aladas palabras:
«Amigo, ¿quién te compró con sus
bienes, tan rico y pode roso como dices? Aseguras que ha perecido por causa del
ho nor de Agamenón; dime su nombre por si lo conozco ¡siendo como es! Seguro
que Zeus y los demás dioses inmortales saben si te puedo hablar de él porque lo
haya visto, pues he vagado mucho.»
Y le contestó el porquero, caudillo
de hombres:
«Anciano, ningún caminante que
viniera con noticias de él lograría persuadir a su esposa y querido hijo, que
los vagabun dos suelen mentir por mor del sustento y no gustan de decir verdad.
Todo caminante que llega al pueblo de Itaca se llega a mi dueña para decirle
mentiras. Claro que ella lo acoge con amor y le pregunta detalladamente, y las
lágrimas se deslizan de sus mejillas lamentándose por él, como es propio de
mujer que ha perdido a su marido en tierra extraña.
«Puede que tú también, anciano,
inventes cualquier cuento con tal de que alguien te regale una túnica y un
manto. Pero seguro que los perros y las veloces aves están tratando de arrancar
la piel de sus huesos y su alma le ha abandonado, o puede que lo hayan devorado
los peces en el mar y sus huesos anden tirados por tierra, revueltos entre la
arena. Así es como ha muerto él, y a todos los suyos, y sobre todo a mí, sólo
nos queda tristeza para el futuro. Que no podré nunca encontrar a un soberano
tan bueno adonde quiera que vaya, ni aunque vuelva a casa de mi padre y mi
madre, donde un día nací y ellos me criaron. Y es que no es tan grande mi dolor
por ellos aunque mucho deseo verlos en
mi tierra patria como es la añoranza que
me ha invadido por Odiseo ausente. No me atre vo, forastero, a nombrarlo
incluso ausente ¡tanto me estima ba y se
preocupaba por mí! , pero lo llamo amigo aunque se encuentre lejos.»
Y le contestó el sufridor, el divino
Odiseo:
«Amigo, puesto que lo niegas por
completo y crees que nunca volverá, tu corazón anda ya sin esperanza. Pero yo
lo voy a decir y no a tontas, sino con
jurameto que Odiseo viene de camino
hacia acá. Este será el don por mi buena nue va cuando haya llegado él:
vestidme con un manto y una túni ca hermosas; no antes, pues no te aceptaría
por más necesitado que estuviera. Que para mí es más odioso que las puertas de
Hades el que por ceder a su pobreza cuenta mentiras. Sea testigo Zeus antes que
ningún otro dios y la mesa de hospitali dad y el hogar del irreprochable Odiseo
al que acabo de llegar. En verdad todo esto se cumplirá tal como anuncio:
dentro de este mismo año llegará Odiseo; cuando acabe este mes y entre otro,
volverá a casa y hará pagar a cuantos deshonran a su es posa a ilustre hijo.»
Y contestando le dijiste, porquero
Eumeo:
«Anciano, no te voy a conceder ese
don por tu buena nueva ni va a regresar ya Odiseo a casa, pero bebe gustoso y
volva mos nuestros recuerdos a otro lado; no me traigas esto a la memoria, que
mi ánimo se llena de dolor cada vez que alguien me recuerda a mi fiel soberano.
«Dejemos, pues, el juramento, aunque
¡ojalá vuelva Odiséo! como quiero yo y quieren Penélope, el anciano Laertes y
Telé maco, semejante a los dioses. También ahora me lamento sin consuelo por el
hijo que engendró Odiseo, por Telémaco. Cuando los dioses lo criaron semejante
a un retoño, ya decía yo que no sería en nada inferior, entre los hombres, a su
queri do padre, admirable en cuerpo y aspecto; pero alguno de los
inmortales o quizá de los hombres debe haberle dañado la bien equilibrada
mente, pues ha marchado a la divina Pilos en busca de noticias de su padre, y
los ilustres pretendientes lo acechan al volver a casa para que desaparezca sin
gloria de Ita ca la progenie del divino Arcisio. Pero dejemos a éste, ya sea
sorprendido, ya escape porque el Cronida tienda su mano so bre él.
«Vamos, cuéntame ahora, anciano, tus
propias desgracias y dime con verdad para que yo lo sepa: ¿quién y de dónde
eres entre los hombres? Dónde se encuentran tu ciudad y tus pa dres? ¿En qué
barco has llegado? ¿Cómo te han traído hasta Itaca los marineros y quiénes se
preciaban de ser? Porque no creo que hayas llegado aquí a pie».
Y contestándole dijo el muy astuto
Odiseo: .
«En verdad, te voy a contestar con
exactitud. Ni aunque tu viéramos por mucho tiempo comida y dulce bebida para
cele brar un festín dentro de tu cabaña
mientras los demás conti núan su labor
podría yo fácilmente, ni siquiera en un año entero, acabar la narración
de cuantas penalidades ha soporta do mi ánimo por voluntad de los dioses. Mi
raza procede de Creta lo digo bien
alto y soy hijo de un hombre rico. Nu
merosos hijos legítimos nacieron de su esposa en el palacio y fueron criados,
pero a mí me parió una madre comprada, una concubina, aunque mi padre, Cástor
Hilacida, de cuya rata me precio de ser, me estimaba igual que a sus legítimos.
Como un dios era venerado éste en el pueblo de Creta por su abundan cia,
riqueza y vigorosos hijos. Pero las Keres de la muerte se lo llevaron a las
moradas de Hades y sus magnánimos hijos sor tearon la hacienda y se la
repartieron, entregándome a mí una nonada y una casa. Caséme con mujer de casa
rica por mis mu chas virtudes, que no era yo inútil ni temeroso de luchar. Pero
ya se ha acabado todo, aunque viendo la caña seca te darás cuenta, pues un gran
infortunio me abruma.
«En verdad, Ares y Atenea me
concedieron audacia y hombría. Cada vez que elegía para el combate a hombres
sobresa lientes, sembrando desgracias para el enemigo, jamás mi vale roso
corazón puso los ojos en la muerte, sino que, saltando el primero, solía matar
con mi lanza a cuantos enemigos no se igualaran a mis pies. Así era yo en el
combate.
«En cambio, no me agradaba la labor
ni el cuidado de la ha cienda que suele criar hijos brillantes: siempre me
gustaron las naves remeras, los combates, los bien torneados venablos y las
flechas, cosas funestas que suelen causar espanto en los demás. Sin embargo, la
divinidad puso en mi alma estos intereses, que cada hombre se complace en un
trabajo. Antes de que los hijos de los aqueos desembarcaran en Troya, ya me
había puesto nueve veces al frente de hombres y naves de veloces proas contra
gentes de otras tierras. Y conseguía mucho botín, del que elegía lo mejor, y
también me tocaba mucho en suerte. Así que rápidamente prosperó mi casa y me
convertí en un hom bre temido y respetado en Creta.
«Pero cuando Zeus, que ve a lo ancho,
dispuso la luctuosa expedición que iba a aflojar las rodillas de muchos
hombres, nos dieron órdenes a mí y al ilustre Idomeneo de capitanear las naves
que marchaban a Ilión. No había medio de negarse, nos lo impedían las duras
habladurías del pueblo. Allí combati mos nueve años los hijos de los aqueos,
pero al décimo des truimos la ciudad de Príamo y volvimos a casa en las naves;
y un dios dispersó a los aqueos. Entonces fue cuando el provi dence Zeus meditó
desgracias contra mí, miserable. Había per manecido sólo un mes complaciéndome
con mis hijos y legíti ma esposa, cuando mi ánimo me impulsó a hacer una expedi
ción a Egipto después de equipar bien mis naves en compa ñía de mis divinos
compañeros.
«Equipé nueve naves y enseguida se
congregó la dotación. Durante seis días comieron en mi casa mis leales
compañeros; les ofrecí numerosas víctimas para que las sacrificaran en honor de
los dioses y prepararan comida para sí. Conque el sépti mo día zarpamos
tranquilamente de la extensa Creta impulsa dos por un Bóreas fresco, agradable,
como si navegáramos por una corriente. Ninguna nave se me dañó, nosotros
estábamos sanos y salvos, y a las naves las dirigían el viento y los pilotos.
«A los cinco días llegamos al Egipto
de buena corriente y atraqué mis bien equilibradas naves en este río. Entonces
or dené a mis leales compañeros que se quedaran junto a ellas para vigilarlas y envié espías a lugares de
observación con or den de que regresaran, pero éstos, cediendo a su ambición y
dejándose arrastrar por sus impulsos, saquearon los hermosos campos de los
egipcios, se llevaron a las mujeres y niños y ma taron a los hombres. Pronto
llegó el griterío a la ciudad, así que al escucharlo se presentaron al
despuntar la aurora. Llenó se la llanura toda de gentes de pie y a caballo y
del estruendo del bronce. Zeus, el que goza con el rayo, indujo a mis compa
ñeros a huir cobardemente y ninguno se atrevió a dar el pe cho. Por todas
partes nos rodeaba la destrucción; allí mataron con agudo bronce a muchos de
mis compañeros y a otros se los llevaron vivos para forzarlos a trabajar sus
campos.
«Entonces Zeus puso en mi mente el
siguiente plan (¡ojalá hubiera muerto saliendo al encuentro de mi destino allí
en Egipto, pues todavía me tenía que tender sus brazos la desgra cia!): al
punto quité de mi cabeza el bien trabajado yelmo y de mis hombros el escudo y
arrojé de mi brazo la lanza. Lleguéme frente al carro del rey y besé sus
rodillas. Él me protegió y se compadeció de mí y, sentándome en su carro, me
condujo a su palacio con lágrimas en mis ojos. Cierto que muchos trataron de
acosarme con sus lamas deseando matarme
pues estaban muy enfurecidos , pero el rey me protegió por temor a la có
lera de Zeus Hospitalario, el que se irrita sobremanera por las obras malvadas.
«Allí mé quedé siete años y conseguí
reunir mucha riqueza entre los egipcios pues todos me regalaban. Pero cuando se
acercó el octavo año cumpliendo su ciclo llegó un hombre fenicio conocedor de
mentiras, un laña que ya había causado perjuicios a muchos hombres. Éste me
convenció para marchar a Fenicia, donde tenía su casa y posesiones. Allí
permane cí durante un año completo junto a él, pero cuando pasaron meses y días
en el ciclo del año y pasaron las estaciones me en vió a Libia en una nave
surcadora del ponto, tramando falacias para que llevara con él una mercancía,
pero en realidad con in tención de venderme y cobrar inmensa fortuna. Le seguía
en la nave a la fuerza pues ya barruntaba yo algo. Ésta corría impulsada por un
Bóreas fresco, agradable, a la altura del cen tro de Creta. Y Zeus nos
preparaba la perdición.
«Cuando por fin dejamos atrás Creta y
no se veía tierra algu na, sino sólo cielo y mar, el Cronida puso una oscura
nube so bre la cóncava nave y bajo ella se oscureció el ponto. Y Zeus comenzó a
tronar al tiempo que lanzaba un rayo contra la nave. Y esta se revolvió toda
sacudida por el rayo de Zeus y se Ilenó de azufre. Todos cayeron fuera de la
nave y, semejantes a las cornejas marinas eran arrastrados por las olas en
torno a la nave. Dios les había arrebatado el regreso. En cuanto a mí...,
afligido como estaba, el mismo Zeus puso entre mis ma nos el mástil gigantesco
de la nave de azuloscura proa para que escapara una vez más de la perdición.
Así que, trabado al más til, me dejaba llevar de los funestos vientos. Durante
nueve días me dejé llevar y al décimo una gran ola rodante me acercó era noche cerrada a la tierra de los tesprotos, donde me acogió
sin pagar precio el héroe Fidón, el rey de los tesprotos.
«Acercóseme su hijo cuando ya estaba
yo agotado por la im temperie y el cansancio y me llevó a casa sosteniéndome en
su brazo hasta que llegó al palacio de su padre, donde me vistió de manto y
túnica.
«Allí fue donde supe de Odiseo, pues
el rey me dijo que es taba hospedándolo y agasajándolo a punto de volver a su
tierra patria. Además, me mostró cuantas riquezas había conseguido Odiseo
reunir bronce y oro y bien trabajado
hierro. En ver dad, podrían éstas alimentar a otro hombre hasta la décima ge
neración: ¡tantos tesoros tenía depositados en el palacio del rey! Me dijo que
Odiseo había marchado a Dodona para escuchar la voluntad de Zeus, el que habla
desde la divina encina de elevada copa, para enterarse si debía volver a las
claras u ocultamente al próspero pueblo de Itaca, después de tantos años de
ausencia. Y juró ante mí, mientras hacía una libación en su palacio, que ya
tenía dispuesta una nave y compañeros que lo escoltarían hasta su tierra
patria. Pero a mí me despidió antes, pues resultó que una nave de tesprotos
estaba a punto de zarpar hacia Duliquia, rica en grano. Les ordenó que me
enviaran gentilmente al rey Acasto, pero les agradó más una malvada decisión
sobre mi persona, para que aún estuviera más cerca de la perdición. Así que
cuando la nave surcadora del ponto se había alejado bastante de tierra urdieron
contra mí la esclavitud; me despojaron de túnica y manto y echaron sobre mí
miserables andrajos y una mala túnica rasgada, lo que estás viendo ahora con
tus ojos.
«Llegaron al atardecer a los campos
de Itaca, hermosa al atardecer. Una vez allí, me ataron fuertemente a la nave
de buenos bancos con un bien torneado cable y descendiendo precipitadamente a
la ribera del mar se dispusieron a cenar. Pero los mismos dioses, sin duda,
aflojaron mis ligaduras fácil mente. Cubrí mi cabeza con los andrajos y,
deslizándome por el pulido timón hasta dar de pechos en el mar, comencé a nadar
con ambos brazos como si fueran remos, y pronto estuve fuera de su alcance.
Salí del agua por donde hay un bosque de verdeantes encinas y caí desplomado.
Los tesprotos me busca ron aquí y allá, dando grandes gritos, pero como no les
intere sara molestarse más, embarcaron de nuevo en su cóncava nave. Conque han
sido los dioses mismos los que me han ocul tado fácilmente y me han hecho
llegar al establo de un hombre prudente, pues mi destino es que viva aún.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«Ay, desdichado forastero, de verdad
que has conmovido mi ánimo al contarme detalladámente tus sufrimientos y
vagabun deos, pero no creo que sean razonables tus palabras y no vas a
convencerme de cuanto has dicho sobre Odiseo. ¿Por qué tienes que mentir en
vano siendo como eres? Yo mismo reco nozco el regreso de mi soberano; muy
odioso debió de hacerse a los ojos de todos los dioses cuando no lo dejaron
morir entre los troyanos ni en brazos de los suyos, una vez que hubo con cluido
la guerra. Entonces le habría construido una tumba el ejército panaqueo y
habría él cobrado gran fama para su hijo, pero ahora se lo han llevado las Harpías
sin gloria alguna. Así que yo ando solitario entre mis cerdos y no me acerco a
la ciudad, si no me ordena ir la prudente Penélope cuando llega alguna noticia.
Entonces todos se sientan a preguntar detalles, tanto los que sienten dolor por
la larga ausencia de su sobera no como los que se alegran consumiendo su
hacienda sin pa gar. Pero a mí no me agrada ir allá a preguntar desde que me
engañó con sus palabras un etolio que llegó a mi casa, vagabundo de muchas
tierras, tras haber dado muerte a un hom bre. Yo le agasajé y él me aseguró que
lo había visto en casa de Idomeneo, en Creta, reparando las naves que le habían
quebra do los vendavales. También me aseguró que volvería para el verano o el
otoño con muchas riquezas en compañía de sus di vinos compañeros.
«Conque no me halagues con mentiras
ni trates de encantar me también tú, anciano sufridor, una vez que la divinidad
lo ha traído junto a mí. Si lo respeto y agasajo no es por eso, sino por
veneración a Zeus Hospitalario y por compasión hacia ti.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
De verdad que tienes un ánimo
desconfiado cuando no consi go persuadirte y no logro convencerte ni siquiera
con juramento.
«Pero, vamos, hagamos un pacto y que
sean testigos los dio ses que poseen el Olimpo: si vuelve tu soberano a esta
casa, vísteme con manto y túnica y envíame a Duliquio, donde pla ce a mi ánimo;
pero si no vuelve tu soberano, como afirmo, ordena a las esclavas que me
despeñen desde una gran roca para que todo mendigo se guarde de mentir.»
Y le contestó y dijo el divino
porquero:
«Forastero, ¡había yo de tener a los
ojos de los hombres bue na fama y virtud ahora y para siempre, si después de
introdu cirte en mi cabaña y darte dones de hospitalidad te matara y arrebatara
la vida! ¡Con buenos sentimientos iba yo después a dirigir mis plegarias a Zeus
Cronida!
«Pero ya es hora de cenar; pronto
tendré dentro a mis com pañeros para preparar en la cabaña sabrosa comida.»
Esto se decían uno a otro, cuando se
acercaron cerdos y porqueros. Los encerraron para que se acostaran por grupos y
se levantó un inenarrable estruendo de cerdas acomodándose en las pocilgas.
Después, el divino porquero daba
estas órdenes a sus com pañeros:
«Traed el mejor cerdo para que se lo
sacrifique al forastero de lejanas tierras, que también nosotros tendremos
parte, los que ya llevamos tiempo soportando miserias por culpa de los cerdos
de blancos dientes, pues otros se comen nuestro esfuer zo sin pagarlo.»
Así diciendo, partió leña con su
implacable bronce y ellos metieron un cerdo bien gordo de cinco años,
poniéndole junto al hogar. Y el porquero no se olvidó de los inmortales, pues
estaba dotado de noble corazón. Así que arrojó al fuego, como primicias, unos
pelos de la cabeza del cerdo de blancos dientes y oró a todos los dioses para
que volviera el prudence Odiseo a casa.
Luego levantó el cerdo y lo golpeó
con una rama de encina que había dejado al hacer leña. Y el alma abandonó a
éste. Así que lo degollaron, chamuscaron y trocearon, y el porquero envolvió
los trozos en gorda grasa, miembro por miembro, y arrojó algunos al fuego
rebozándolos en harina de cebada; des pués los partieron y atravesaron con
pinchos, los asaron con cuidado y sacaron y pusieron sobre la mesa de trinchar.
Le vantóse el porquero para distribuirlos
pues su corazón cono cía la equidad
y dividió todo en siete partes: una la ofreció, al tiempo que oraba, a
las Ninfas y a Hermes, el hijo de Maya, y las demás las distribuyó a cada uno.
Odiseo recibió contento con el alargado lomo del cerdo de blancos dientes, pues
éste fortaleció el ánimo del soberano, y dirigiéndose a Eumeo dijo el prudence
Odiseo:
«¡Ojalá, Eumeo, seas tan querido al
padre Zeus como lo eres de mí, pues, siendo como soy, me has distinguido con
tus bienes.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«Come, desdichado forastero, y
alégrate con todo lo que tienes a tu alcance, que dios te dará unas cosas y
otras las dejará pasar, según le cumpla a su ánimo, pues lo puede todo.»
Así diciendo, ofreció las primicias a
los dioses que han naci do para siempre y, luego de libar, puso rojo vino en
manos de Odiseo, el destructor de ciudades, que se hallaba sentado junto a su
porción.
También les repartió pan Mesaulio, a
quien había adquirido el porquero mismo, una vez que se hubo ausentado su
sobera no y se quedó sólo, lejos de su dueña y del anciano Laertes. Se lo había
comprado a los tafios con su propio dinero.
Y ellos echaron mano de los alimentos
que tenían delante y, cuando hubieron arrojado de sí el deseo de comer y beber,
les retiró Mesaulio el pan y se dispusieron a ir al lecho, saciados de pan y
carne.
Y llegó una noche desapacible, noche
sin luna, que Zeus es tuvo lloviendo toda ella, pues soplaba un fuerte Céfiro
que siempre trae lluvia. Entonces se dirigió Odiseo a ellos para po ner a
prueba al porquero, por ver si se quitaba el manto y se lo entregaba o incitaba
a uno de sus compañeros, ya que tanto se preocupaba de él:
«Escuchadme ahora, Eumeo y todos
vosotros, compañeros; os voy a decir mi palabra con una súplica, pues me ha
impulsa do el perturbador vino, el que hace cantar y reír suavemente incluso al
más prudente, el que induce a danzar y hace soltar palabras que estarían mejor
no dichas. Pero ya que he empeza do a hablar, no voy a ocultároslo. ¡Ojalá
fuera yo joven y mi vigor no estuviera trabado como cuando marchamos a poner
una emboscada junto a Troya! Iban como jefes Odiseo y el Atrida Menelao y junto
a ellos mandaba yo como tercero, pues ellos me lo ordenaron. Cuando ya habíamos
llegado a la empi nada muralla de la ciudad nos apostamos entre espesos espi
nos, en un cañaveral bajo nuestras armas y se nos vino una noche desapacible,
glacial, pues caía el Bóreas. Así que se nos vino de arriba una nieve helada,
como escarcha, y el hielo se condensaba en nuestros escudos. Todos tenían
mantos y túnicas y dormían apaciblemente cubriendo sus hombros con los escudos,
pero yo había dejado al marchar mi manto a unos compañeros por imprevisión,
pues no creía que iría a tener frío en absoluto; así que había partido sólo con
mi escudo y una escarcela brillante. Cuando ya estaba terciada la noche y los
astros declinaban, me dirigí a Odiseo, que estaba a mi lado, tocándolo con mi
codo y él enseguida prestó oidos "Laertiada de linaje divino, Odiseo rico
en ardides, ya no me contaré más entre los vivos pues me está doblegando el tem
poral, que no tengo manto. Un dios me ha engañado para que viniera con una sola
túnica y ahora ya no hay escape posible."
«Así dije y él enseguida echó mano a
esta treta ¡cómo era el hombre para
decidir y combatir! y hablando en voz
baja me dijo su palabra: "Calla, no te oiga alguno de los aqueos."
Así diciendo se apoyó sobre el codo y levantando la cabeza dijo su palabra:
"Escuchadme, los míos: acaba de venirme un sueño divino mientas dormía.
Nos hemos alejado demasiado de las naves, que vaya alguien a decir al Atrida
Agamenón, pastor de su pueblo, si ordena que vengan más hombres desde las
naves." Así dijo y enseguida se levantó Toante, hijo de An dremón, y
dejando su rojo manto echó a correr hacia las naves. Así que yo me acosté con
alegría envuelto en su manto y se mostró Eos de trono de oro. ¡Ojalá fuera yo
joven y mi vigor no estuviera trabado, pues quizá alguno de los porqueros me
daría un manto en esta cuadra tanto por amor como por res peto a un hombre
valeroso!, que ahora me desprecian por te ner mala ropa sobre mi cuerpo.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«Anciano es una irreprochable
historia la que has contado y no creo que hayas dicho palabra inútil, fuera de
lugar. Por eso no vas a carecer de vestido ni de cosa alguna de la que está
bien que tengan los desdichados suplicantes que nos salen al encuentro; pero
cuando amanezca sacudirás tus andrajos, pues no hay aquí muchos mantos ni túnicas
de recambio para cu brirse, que cada hombre tiene sólo uno. Mas cuando venga el
querido hijo de Odiseo, él te dará un manto y una túnica y te enviará a donde
tu corazón lo empuje.»
Así diciendo, se levantó y le tendió
un camastro cerca del fuego y le puso encima pieles de ovejas y cabras.
Echóse allí Odiseo y sobre él arrojó
Eumeo un manto grueso y grande que tenía de repuesto para cuando se levantara
te rrible temporal.
Así que allí se acostó Odiseo, y los
jóvenes a su lado. Pero al porquero no le gustaba dormir lejos de la piara, por
lo que se aprestó a salir y Odiseo se
alegró por lo mucho que se cuida ba de su hacienda, aunque él estaba lejos.
Primero se echó a los fuertes hombros la aguda espada y luego se vistió un grue
so manto que le protegiera del viento; tomó la piel de un cabrón bien gordo y
un agudo venablo que le protegiera de pe rros y hombres; y se puso en camino,
deseando dormir, hacia el lugar donde dormían los machos, bajo una cóncava
roca, al abrigo del Bóreas.
CANTO
XV
TELÉMACO
REGRESA A ITACA
Entre tanto había marchado Palas
Atenea hacia la extensa Lacedemonia para sugerir el regreso al ilustre hijo del
magnánimo Odiseo y ordenarle que regresara.
Y encontró a Telémaco y al brillante
hijo de Néstor dur miendo en el pórtico del glorioso Menelao, aunque en ver dad
sólo al hijo de Néstor dominaba el dulce sueño, que a Te lémaco no lo sujetaba
el blando sueño y en la noche inmortal agitaba en su interior la angustia por
su padre. Se acercó Ate nea, la de ojos brillantes y le dijo:
«Telémaco, no está bien vagar más
tiempo lejos de casa dejando allí tus bienes y a hombres tan soberbios.
¡Cuidado, no vayan a repartirse y devorarlo todo mientras tú haces un viaje
baldío! Vamos, apremia a Menelao, de recia voz guerrera, para que te despida, a
fin de que encuentres a tu ilustre madre toda vía en casa, que ya su padre y
hermanos andan empujándola a que se case con Eurímaco, pues éste aventaja a
todos los pre tendientes en regalarla y en aumentar su dote. Guárdate de que no
se lleve de casa, contra tu voluntad, algún bien. Pues ya sabes cómo es el alma
de una mujer: está dispuesta a acrecentar la casa de quien la despose olvidando
y despreocupán dose de sus primeros hijos y de su esposo, una vez que ha
muerto.
«Conque ponte en camino y deja todo en
manos de la escla va que te parezca la mejor, hasta que los dioses te den una
es posa ilustre.
«Te voy a decir algo más, ponlo en tu
interior: los más no bles de los pretendientes te han puesto emboscada en el
paso entre Itaca y la escarpada Same, deliberadamente, pues desean matarte
antes de que llegues a tu tierra patria. Pero no creo que esto suceda antes de
que la tierra abrace a alguno de los pretendientes que se comen tu hacienda.
Así que aleja de las is las tu bien construida nave y navega por la noche, pues
te en viará viento favorable aquel de los inmortales que te custodia y protege.
Tan pronto como hayas llegado a la ribera de Itaca, envía la nave y a tus
compañeros a la ciudad y tú marcha pri mero junto al porquero, el que vigila
los cerdos y te es fiel. Pasa allí la noche y envíale a la ciudad para que
anuncie a la prudente Penélope que estás a salvo y has llegado de Pilos.»
Hablando asi marchó hacia el lejano
Olimpo. Despertó Te lémaco al hijo de Néstor de su dulce sueño empujándole con
el pie y le dijo su palabra:
«Despierta, Pisístrato, hijo de
Néstor, unce al carro los caba llos de una sola pezuña a fin de apresurar
nuestro viaje.»
Y le contestó Pisfstrato, el hijo de
Néstor:
«Telémaco, no es posible conducir en
la oscura noche, aun que estemos ansiosos de ponernos en camino. Pronto
despuntará la aurora. Esperemos a que el héroe Atrida Menelao, ilus tre por su
lanza, nos traiga sus dones, los ponga en el carro y nos despida con palabras
amables; que un huésped se acuerda cada día del hombre que te ha acogido si
éste le ha ofrecido su amistad.»
Así habló y al punto apareció Eos de
trono de oro.
Y se les acercó Menelao, de recia voz
guerrera, levantándo se del lecho de junto a Helena de lindas trenzas.
Cuando lo vio el hijo de Odiseo
vistió apresuradamente so bre su cuerpo la brillante túnica, echó sobre sus
resplandecien tes hombros un gran manto y se dirigió a la puerta. Y colocán
dose a su lado le dijo el querido hijo de Odiseo:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus,
pastor de tu pueblo, des pídeme ya a mi querida patria, pues mi ánimo desea
regresar.»
Y le contestó Menelao, de recia voz
guerrera:
«Telémaco, no te detendré más tiempo
si deseas volver, que también a mí me irrita quien recibe a ún huésped y te ama
en exceso o en exceso te aborrece. Todo es mejor si es moderado. La misma
bajeza comete quien anima a su huésped a que se vaya, cuando éste no quiere
hacerlo, que quien se lo impide cuando lo desea. Hay que agasajar al huésped
cuando está en tu casa, pero también despedirlo si lo desea. Mas espera a que
traiga mis hermosos dones y los ponga en el carro, dones hermosos lo verás con tus propios ojos , y a que diga
a las mujeres que preparen en palacio un almuerzo de cuanto aquí abunda. Que es
honor y gloria, al tiempo que provecho, el que os marchéis por la tierra
inmensa después de almorzar. Si de seas volver por la Hélade y el centro de
Argos, para que yo mismo te acompañe, unciré mis caballos y te conduciré por
las ciudades de los hombres. Nadie nos despedirá con las manos vacías, sino que
nos darán algo para llevarnos un trípode
de buen bronce, un jarrón o dos mulos o una copa de oro.»
Y Telémaco le contestó con sensatez:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus,
caudillo de tu pueblo, quiero volver ya a mis cosas, pues no he dejado al venir
nin gún vigilante de mis posesiones; no quiero que por buscar a mi padre vaya a
perderme yo, o que me desaparezca del palacio algún tesoro de valor.»
Luego que le oyó Menelao, de recia
voz guerrera, ordenó a su esposa y esclavas que preparasen en palacio un
almuerzo de cuanto allí abundaba. Acercósele después Eteoneo, hijo de Boeto,
tras levantarse de la cama pues no
habitaba lejos , y le ordenó Menelao, de recia voz guerrera, que encendiera fue
go y asara carne. Y aquél no desobedeció.
Menelao ascendió a su perfumado
dormitorio, pero no sólo, que junto a él marchaban Helena y Megapentes. Cuando
habían llegado adonde tenía sus tesoros el Atrida Menelao, tomó una copa de
doble asa y ordenó a su hijo Megapentes que llevara una crátera de plata.
Helena habíase detenido junto a sus areas donde tenía peplos multicolores que
ella misma había bordado. Tomó uno de éstos y se lo llevó Helena, divina entre
las mujeres, el más hermoso por sus adornos y el más grande brillaba como una estrella y estaba encima de
los demás.
Conque atravesaron el palacio hasta
que llegaron junto a Te lémaco. Y le dijo el rubio Menelao:
«Telémaco, ¡ojalá Zeus, el tronador
esposo de Hera, lo lleve a término el regreso tal como tú tu pretendes! En
cuanto a los dones..., te voy a entregar el más hermoso y estimable de cuantos
tesoros tengo en casa. Te voy a dar una crátera traba jada, toda ella de plata,
con los bordes fundidos con oro, obra de Hefesto me la dió el héroe Fédimo, rey de los
sidonios, cuando su palacio me cobijó al regresar yo allí. Esto quiero
regalarte a ti.»
Hablando así, puso en sus manos la
copa de doble asa el hé roe Atrida; luego el vigoroso Megapentes le acercó una
crátera de plata. También se le acercó Helena, de lindas mejillas, con el peplo
en sus manos, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«También yo, hijo mío, te entrego
este regalo, recuerdo de las manos de Helena, para que se lo lleves a tu esposa
en el momento de la deseada boda, y que permanezca junto a tu ma dre en palacio
hasta entonces. Que llegues feliz a tu bien edifi cada morada y a tu tierra
patria.»
Así diciendo lo puso en sus manos y
él lo recibió gozoso. Lo tomó después el héroe Pisístrato y lo puso en la caja
del carro, no sin admirarlo con toda su alma.
Después el rubio Menelao los condujo
hasta el salón y am bos se sentaron en sillas y sillones. Y una esclava derramó
so bre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro para
que se lavaran y a su lado extendió una mesa puli mentada. Y la venerable ama
de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas
favoreciéndoles entre los que estaban presentes. El hijo de Boeto repartía la
carne y distribuía las porciones, y el hijo del ilustre Menelao escanciaba el
vino. Echaron ellos mano de los alimentos que tenían delante y, cuando habían
arrojado de sí el deseo de comer y beber, Te lémaco y el brillante hijo de
Néstor uncieron los caballos, su bieron al carro de variados colores y lo
condujeron fuera del portico y de la resonante galería. Y el rubio Menelao
salió tras ellos llevando en su mano derecha rojo vino en copa de oro, para que
marcharan después de hacer libación.
Se colocó delante de los caballos y
dijo como despedida:
«¡Salud, muchachos!, y transmitid mis
saludos a Néstor, pas tor de su pueblo, pues fue conmigo tierno como un padre
mientras los hijos de los aqueos combatíamos en Troya.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Vástago de Zeus, de verdad que al
llegar comunicaremos a aquél todo, según nos lo has dicho. ¡Ojalá al volver yo
a Itaca encontrara a Odiseo en casa y pudiera decirle que vengo de junto a ti y
he ganado toda tu amistad!, pues llevo regalos her mosos y buenos.»
Mientras así hablaba le voló un
pájaro por la derecha, un halcón que llevaba entre sus garras a un enorme ganso
blanco, doméstico, de algún corral pues
le seguían gritando hom bres y mujeres ; y el halcón se acercó a aquéllos y se
lanzó por la derecha, frente a los caballos. A1 verlo se llenaron de contento y
alegróseles a todos el ánimo.
Y entre ellos comenzó a hablar
Pisfstrato, el hijo de Néstor:
«Piensa, Menelao, vástago de Zeus,
caudillo de tu pueblo, si es para nosotros o para ti para quien ha mostrado el
dios este presagio.»
Así dijo, y Menelao, amado de Ares,
se puso a cavilar para poder contestarle oportunamente después de pensarlo.
Pero Helena, de largo peplo,
tomándole delantera dijo su palabra:
«Escuchadme, voy a hacer una
predicción tal como los in mortales me lo están poniendo en el pecho y como
creo que se va a cumplir. Del mismo modo que este halcón ha venido del monte y
arrebatado al ganso mientras se alimentaba en la casa donde está su progenie y
sus padres, así Odiseo, después de mucho sufrir y mucho vagar, llegará a casa y
los hará pagar, o quizá ya está en casa sembrando la muerte para todos los pre
tendientes.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«¡Ojalá lo disponga así Zeus, el
tronante esposo de Hera! En este cáso te invocaría también allí como a una
diosa.»
Así dijo y sacudió con el látigo a
los caballos. Y éstos se lan zaron velozmente hacia la llanura precipitándose
por la ciudad.
Y arrastraron el yugo por ambos lados
durance todo el día. Se puso el sol y todos los caminos se llenaron de sombra
cuando llegaron a Feras, a casa de Diocles, hijo de Ortíloco, a quien Alfeo
engendró. Allí pasaron la noche y éste les entregó dones de hospitalidad.
Cuando se mostró Eos, la que nace de
la mañana, la de de dos de rosa, uncieron sus caballos y ascendieron al carro
de variados colores y lo condujeron fuera del pórtico y de la reso nante
galería. Restalló el látigo para que partieran y los caba llos se lanzaron muy
a gusto. Por fin llegaron a la elevada ciu dad de Pilos y Telémaco se dirigió
al hijo de Néstor:
«Hijo de Néstor, ¿podrías cumplir mi
palabra si me haces una promesa?, ya que nos preciamos de tener viejos lazos de
hospitalidad por el amor de nuestros padres, además de ser de la misma edad, y
este viaje nos habrá de unir más. No me lle ves más allá de la nave, déjame
aquí mismo, no sea que el an ciano me retenga contra mi voluntad en su palacio
por mor de agasajarme. Y tengo que llegar pronto.»
Así habló y el hijo de Néstor
deliberó en su interior cómo cumpliría su palabra, como le correspondía.
Mientras así pen saba, parecióle mejor volver sus caballos hacia la rápida nave
y la ribera del mar. Así que puso en la popa los hermosísimos dones, vestidos y
oro, que Menelao le había dado y apremián dole decía aladas palabras:
«Embarca enseguida y ordénaselo a tus
compañeros antes que llegue yo a casa y se lo anuncie al anciano; tal como
tiene de irritable el ánimo no lo dejará ir, antes bien vendrá él en persona a
buscarte y te aseguro que no volvería de baldío, y se irritaría sobremanera.»
Así hablando torció sus caballos de
hermosas crines hacia la ciudad de los Pilios y arribó enseguida a casa.
Entretanto, Telémaco apremiaba a sus
compañeros con es tas órdenes:
«Poned en orden los aparejos,
compañeros, en la negra nave, y embarquemos para acelerar el viaje.»
Así habló y ellos lo escucharon y
obedecieron. Conque em barcaron y se sentaron sobre los bancos.
Ocupábase él en esto, así como en
orar y hacer sacrificio a Atenea junto a la proa, cuando se le acercó un
forastero, uno que había huido de Argos por haber dado muerte a alguien, un
adivino. Por linaje era descendiente de Melampo, quien en otro tiempo vivió en
Pilos, criadora de ganados, habitando con extrema prosperidad un palacio entre
los pilios. Luego marchó a otras tierras huyendo de su patria y del magnánimo
Neleo, el más noble de los vivientes, quien le retuvo por la fuerza muchos
bienes durante un año completo. Todo este tiempo estuvo en el palacio de Fílaco
encadenado con doloro sas ligaduras, padeciendo grandes sufrimientos por causa
de la hija de Neleo y la pesada ceguera que puso en su mente Eri nis, la diosa
horrenda.
Pero consiguió escapar de la muerte y
terminó llevándose a Pilos, desde Filace, sus mugidores bueyes. Así que castigó
al divino Neleo por su acción indigna y llevó a casa mujer para su hermano. Y
marchó luego a otras tierras, a Argos, criadora de caballos, pues su destino
era que habitara allí reinando sobre numerosos argivos. Allí tomó mujer y
construyó un pala cio de elevado techo. Y engendró a Antifates y Mantio, robus
tos hijos. Antifates engendró al magnánimo Oicleo, y Oicleo a su vez a
Anfiarao, salvador de su pueblo, a quien amó de cora zón Zeus, portador de égida
y Apolo dispensó numerosas pruebas de amistad. Pero no llegó al umbral de la
vejez, sino que pereció en Tebas por la traición de una mujer. Y sus hijos
fueron Alcmeón y Anfíloco. Mantio, por su parte, engendró a Polífides y a
Clito. Pero, ¡ay!, que a Clito se lo llevó Eos, de hermoso trono, por ser tan
bello, así que Apolo hizo adivino al magnánimo Polífides, el mejor de los
hombres, una vez que hubo muerto Anfiarao. Pero, irritado con su padre, emigró
a Hiperesia y, poniendo allí su morada, profetizaba para todos los hombres.
De éste era hijo el que se acercó
entonces a Telémaco y su nombre era Teoclímeno. Lo encontró haciendo libación y
sú plicas sobre la rápida, negra nave, y le dirigió aladas palabras:
«Amigo, ya que te encuentro
sacrificando en este lugar, te ruego por las ofrendas y el dios, e incluso por
tu propia cabeza y la de los compañeros que te siguen, me digas la verdad y
nada ocultes a mis preguntas: ¿de dónde eres? ¿Dónde se en cuentran tu ciudad y
tus padres?»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«En verdad, forastero, te voy a
hablar sinceramente. De ori gen soy itacense y mi padre es Odiseo si es que alguna vez ha existido; ahora,
desde luego, ha perecido con triste muerte. Por esto he tomado compañeros y una
negra nave para pre guntar por mi padre, largo tiempo ausente.»
Y Teoclímeno, semejante a los dioses,
le dijo a su vez:
«Así estoy también yo, huido de mi
patria por matar a un hombre de mi propia tribu. Muchos son mis hermanos y pa
rientes en Argos, criadora de caballos, y mucho es su poder sobre los aqueos.
Por evitar la muerte y la negra Ker ando huyendo de éstos, que mi destino es
vagar entre los hombres. Conque admíteme en tu nave, ya que he llegado a ti
como su plicante; cuidado no me maten, pues creo que me andan persi guiendo.»
Y Telémaco a su vez le contestó
discretamente:
«No, no te rechazaré de mi
equilibrada nave si tanto lo de seas. Conque sígueme, te agasajaremos con lo
que tengamos.»
Así hablando, tomó de sus manos la
lanza de bronce y la tendió sobre la cubierta de la curvada nave, y también él
as cendió a la nave surcadora del ponto. Luego que se hubo sen tado en la proa,
puso a Teoclímeno a su lado y soltaron ama rras. Telémaco ordenó a sus
compañeros que se aplicaran a los aparejos y éstos le obedecieron con prontitud.
Así que levanta ron el mástil de abeto y lo encajaron en el hueco travesaño, lo
amarraron con cables y extendieron las blancas velas con co rreas bien
trenzadas de piel de buey. Y la de ojos brillantes, Atenea, les envió un viento
favorable, que se abalanzó impe tuoso por el éter, para que la nave recorriera
rápidamente en su carrera la salada agua del mar.
Pasaron bordeando Crunos y el río
Calcis, de hermosa corriente. Se puso el sol y todos los caminos se llenaron de
som bra, y la nave dio proa a Feas impulsada por el viento favo rable de Zeus y
pasó junto a la divina Elide, donde dominan los epeos. Desde allí enfiló
Telémaco hacia las Islas Puntiagu das cavilando si conseguiría escapar o sería
sorprendido.
Entre tanto, Odiseo y el divino
porquero se daban a comer en la cabaña y junto a ellos comían otros hombres.
Cuando ha bían echado de sí el deseo de comer y beber, se dirigió a ellos
Odiseo tratando de probar si el porquero aún le seguiría agasa jando
gentilmente y le ordenaba quedarse en la majada o si le despachaba a la ciudad:
«Escúchame, Eumeo, y también
vosotros, todos sus compa ñeros. Al amanecer deseo ponerme en camino hasta la
ciudad para mendigar. No quiero ser ya un peso para ti y los compañeros. Pero
dame indicaciones y un buen compañero que me guíe, que me lleve hasta allí. En
la ciudad vagaré por mi cuen ta, por si alguien me larga un vaso de vino y un
mendrugo. También me presentaré en el palacio del divino Odiseo para dar
noticias a la prudente Penélope y quizás me acerque a los soberbios
pretendientes por si me dan de comer, que tienen alimentos en abundancia. Con
diligencia haría yo cuanto qui sieran, porque te voy a decir una cosa y tú ponla en tu men te y escúchame : por la
gracia de Hermes, el mensajero, el que da gracia y honor a las obras de los
hombres, ningún hombre podría competir conmigo en habilidad para remejer el fue
go y quemar leña seca, para trinchar, asar y escanciar; en fin, para cuanto los
plebeyos sirven a los nobles.»
Y tú, porquero Eumeo, le dijiste
irritado:
«Ay, forastero, ¿por qué te ha venido
a la mente ese proyec to? Lo que tú deseas en verdad es morir allí si pretendes
mez clarte con el grupo de los pretendientes, cuya soberbia y vio lencia han
llegado al férreo cielo. No son como tú los que sirven a aquéllos; son jóvenes
bien vestidos de manto y túnica, siempre brillantes de cabeza y rostro quienes
les sirven. Y las bien pulimentadas mesas están repletas de pan y carne y de
vino. Conque quédate aquí. Nadie te va a molestar mientras estés conmigo, ni yo
ni los compañeros que tengo. Y cuando llegue el querido hijo de Odiseo te
vestirá de manto y túnica y te despedirá a donde tu corazón te empuje.»
Y le contestó a continuación el
sufridor, el divino Odiseo:
«¡Ojalá, Eumeo, llegues a ser tan
amado del padre Zeus como tu eres de mí por librarme del vagabundeo y de la
mise ria! Que no hay nada peor para el hombre que ser vagabundo; por culpa del
maldito estómago sufren pesares los hombres a quienes les llega el vagar, la
desgracia y el dolor. Pero ya que me retienes y aconsejas que aguarde a aquél,
háblame de la madre del divino Odiseo y de su padre, a quien aquél abandonó
cuan do se acercaba al umbral de la vejez; dime si viven aún bajo los rayos del
sol o ya han muerto y están en la morada de Hades.»
Y le contestó el porquero, caudillo
de hombres:
«En verdad, huésped, te voy a hablar
con toda sinceridad. Laertes vive todavía, aunque todos los días le pide a Zeus
mo rir en su palacio, pues se lamenta terriblemente por su ausente hijo y por
su prudente esposa que le dejó afligido al morir y le puso en la más cruel
vejez. Ella murió de dolor por su ilustre hijo, de muerte cruel ¡que nadie muera así de quienes vivien do
aquí conmigo me son amigos y obran como amigos! Mientras ella vivió, aunque
entre dolores, me agradaba hablar le y preguntarle, ya que ella me había criado
junto con Ctime na de luengo peplo, ilustre hija suya, a quien parió la última
de sus hijos. Junto con ésta me crié y poco menos que a ésta me quería su
madre. Pero cuando llegamos ambos a la amable ju ventud, entregaron a Ctimena
como esposa a alguien de Same, recibiendo una buena dote, y a mí me vistió de
hermosos túni ca y manto y, dándome calzado para mis pies, me envió al campo. Y
me amaba de corazón. Ahora echo en falta todo aquello, pero con todo, los
dioses felices están haciendo pros perar la labor de la que me ocupo. De aquí
como y bebo a in cluso doy a los necesitados, pero no me es dado oír las pala
bras ni las obras de mi dueña desde que ha caído sobre el pala cio esa peste de
hombres soberbios. Y eso que los siervos ne cesitamos mucho hablar con la dueña
y conocer todas las órde nes y comer y beber e, incluso, llevarnos algo al
campo; cosas, en fin, que alegran siempre el corazón de los siervos.»
Y contestándole dijo el muy astuto
Odiseo:
«¡Ay, ay!, así que ya de pequeño,
porquero Eumeo, anduvis te errante lejos de tu patria y de tus padres. Vamos,
dime –y cuéntame con verdad si fue
devastada la ciudad de amplias calles en que habitaban tu padre y tu venerable
madre, o si te capturaron hombres enemigos cuando te hallabas solo junto a tus
ovejas o bueyes y te trajeron en sus naves a venderte en casa de este hombre,
quien seguro que entregó un precio dig no de ti.»
Y a su vez le contestó el porquero,
caudillo de hombres:
«Forastero, ya que me preguntas esto
e inquieres, escucha en silencio, goza y recuéstate a beber vino. Interminables
son estas noches: hay para dormir y para escuchar complacido. No tienes por qué
acostarte antes de tiempo, que el mucho dormir es dañino. De los demás, si a
alguien le impulsa el corazón, que salga a acostarse y al despuntar la aurora
desayúnese y conduzca los cerdos del dueño. Pero nosotros gocemos con nuestras
tristes penas, recordándolas mientras bebemos y co memos en mi cabaña, que también
un hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho sufrido y mucho trajinado.
Así que te voy a contar lo que me preguntas.
«Hay una isla llamada Siría no sé si la conoces de oídas por cima de Ortigia, donde el sol da la
vuelta; no es ex cesivamente populosa, pero es buena, cría buenos pastos y
buenos animales, abunda en vino y en trigo. La pobreza jamás se acerca al
pueblo y las odiosas enfermedades tampoco ron dan a los mortales. Sólo cuando
envejecen sus habitantes en la ciudad se acerca Apolo, el del arco de plata,
junto con Artemis, y los matan acechándolos con sus suaves dardos. Allí hay dos
ciudades y todo está repartido entre ellas. Sobre las dos reinaba mi padre,
Ktesio Ormenida, semejante a los inmor tales.
«Conque un día llegaron allí unos fenicios,
célebres por sus naves, unos lañas, llevando en su negra nave muchas maravi
llas. Mi padre tenía en palacio una mujer fenicia, hermosa y grande, conocedora
de labores brillantes. Entonces los muy taimados fenicios la sedujeron. Cuando
estaba lavando, un fe nicio se unió con ella en amor y lecho junto a la cóncava
nave, cosa que trastorna la mente de las hembras, incluso de la que es
laboriosa. Luego le preguntó quién era y de dónde procedía, y ella le habló
enseguida del palacio de elevado techo de su pa dre: "Me precio de ser de
Sidón, abundante en bronce, y soy hija del poderoso y rico Arybante, pero me
raptaron unos pira tas de Tafos cuando volvía del campo y me trajeron a casa de
este hombre para venderme, y él pagó un precio digno de mí."
«Y le contestó el hombre que se había
unido a hurtadillas con ella: "Bien podrías volver con nosotros a casa
para que puedas ver el palacio de elevado techo de tu padre y madre y a ellos
mismos, que todavía viven y se los llama ricos." Y la mu jer se dirigió a
él y le contestó con su palabra: "Bien podría ser así, marineros, pero
sólo si me queréis asegurar con juramento que me llevaréis intacta a
casa." Así dijo y todos juraron como ella les pidió.
«Conque cuando habían concluido su
juramento, de nuevo les dijo y contestó con su palabra: "Chitón ahora, que
ninguno de vuestros compañeros me dirija la palabra si me encuentra en la calle
o junto a la fuente, no sea que alguien vaya a casa y se lo cuente al viejo y
éste lo barrunte y me sujete con doloro sas ligaduras y a vosotros os prepare
la muerte. Así que rete ned mis palabras en vuestra mente y apresurad la compra
de lo necesario para el viaje. Y cuando la nave se encuentre llena de
alimentos, que alguien venga al palacio con rapidez para co municármelo. Os traeré
oro, cuanto halle a mano, y estoy dis puesta a daros otras cosas como pasaje:
en efecto, yo cuido en palacio del hijo de este hombre, un crío ya muy
despierto, pues corretea conmigo hasta la puerta. Podría llevármelo a la nave y
os produciría un buen precio si vais a venderlo a cualquier par te en el
extranjero." Así diciendo, marchó al hermoso palacio.
«Los fenicios permanecieron todo el
año con nosotros y lle naron su negra nave con bienes mercados. Y cuando su cón
cava nave ya estaba cargada para volver, enviaron un mensaje ro a la mujer para
que les diera el recado. Llegó al palacio de mi padre un hombre muy astuto con
un collar de oro engastado con electro. Las esclavas del palacio y mi venerable
madre lo palpaban con sus manos y lo contemplaban con sus ojos, prometiendo un
buen precio. Y él hizo una seña a la mujer sin decir palabra y luego marchó a
la cóncava nave. Ella me tomó de la mano y me sacó fuera. Encontró en el
pórtico copas y mesas de unos convidados que frecuentaban la casa de mi pa dre.
Habíanse marchado éstos a la asamblea y al lugar de reu nión del pueblo, así
que escondió tres copas en su regazo y se las llevó y yo en mi inocencia la
seguía. Se puso el sol y todos los caminos se llenaron de sombra, cuando,
marchando a buen paso, llegamos al ilustre puerto donde estaba la veloz nave de
los fenicios.
«Embarcaron haciéndonos subir a los
dos y navegaban los húmedos caminos. Y Zeus envió viento favorable.
«Durante seis días navegamos sin
parar, día y noche, y cuando el Cronida Zeus nos trajo el séptimo día, Artemis
Fle chadora alcanzó a la mujer y ésta se desplomó con ruido sobre la sentina
como una gaviota del mar. Así que la arrojaron por la borda para que fuera
pasto de focas y peces y yo quedé solo acongojado en mi corazón.
«El viento que los llevaba y el agua
los impulsaron a Itaca, donde Laertes me compró con su dinero. Así es como
llegué a ver con mis ojos esta tierra.»
Y Odiseo, de linaje divino, le
contestó con su palabra:
«Eumeo, mucho en verdad has conmovido
mi corazón den tro del pecho al contar detalladamente cuánto has sufrido, pero
también Zeus te ha puesto un bien al lado de un mal, ya que llegaste sufriendo mucho al palacio de un hombre bueno que te proporciona
gentilmente comida y bebida, y llevas una existencia agradable.
«En cambio, yo he llegado aquí
después de recorrer sin rumbo muchas ciudades de mortales.»
Esto es lo que se contaban mutuamente
y se echaron a dor mir, pero no mucho tiempo, un poquito sólo, porque ensegui
da se presentó Eos, de trono de oro.
En esto los compañeros de Telémaco,
ya en tierra, desata ron las velas, quitaron el mástil rápidamente y se
dirigieron luego remando hacia el fondeadero. Arrojaron el ancla y ama rraron
el cable; luego desembarcaron sobre la ribera del mar, se prepararon el
almuerzo y mezclaron rojo vino. Y cuando habían echado de sí el deseo de comer
y beber, comenzó Telé maco a hablarles con discreción:
«Llevad vosotros la negra nave a la
ciudad, que yo voy a inspeccionar los campos y los pastores. Por la tarde
bajaré a la ciudad después de ver mis labores. Y al amanecer os voy a ofrecer
un buen banquete de carnes y agradable vino como re compensa por el viaje.»
Y Teoclímeno, semejante a los dioses,
se dirigió a él:
«¿Adónde iré yo, hijo mío? ¿A qué
palacio voy a ir de los que dominan en la pedregosa Itaca? ¿Acaso marcharé
directa mente a tu palacio y al de tu madre?»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«En otras circunstancias te pediría
que fueras a nuestro pa lacio y no
echarías en falta dones de hospitalidad , pero será peor para ti, pues yo voy a
estar ausente y mi madre no podrá verte, que no se deja ver a menudo en la casa
ante los pretendientes, sino que trabaja su telar lejos de éstos en el piso de
arriba. Así que te diré de un hombre a cuya casa podrías ir: Eurímaco, hijo brillante
del prudente Pólibo, a quien los ita censes miran como a un dios, pues es con
mucho el más exce lente y quien más ambiciona casar con mi madre y conseguir la
dignidad de Odiseo. Pero sólo Zeus Olímpico, el que habita en el éter, sabe si
les va a proporcionar antes de las nupcias el día de la destrucción.»
Cuando así hablaba le sobrevoló un
pájaro por la derecha, un halcón, veloz mensajero de Apolo. Desplumaba entre
sus patas una paloma y las plumas cayeron a tierra entre la nave y el mismo
Telémaco.
Conque Teoclímeno, llamándolo aparte,
lejos de sus compa ñeros, le tomó de la mano, le dijo su palabra y le llamó por
su nombre:
«Telémaco, este pájaro te ha volado
por la derecha no sin la voluntad del dios, pues al verlo de frente me he
percatado que era un ave agüeral. Así que no existe otra estirpe más regia que
la vuestra en el pueblo de Itaca. Siempre seréis dominadores.»
Y Telémaco le contestó a su vez
discretamente:
«Forastero, ¡ojalá se cumpliera esa
palabra! Pronto sabrías de mi afecto y mis muchos dones, de forma que
cualquiera que te encontrara te llamaría dichoso.»
Dijo, y se dirigió a Pireo, fiel
compañero:
«Pireo Clitida, tú eres quien más me
has obedecido de estos compañeros en lo demás; lleva también ahora al forastero
a tu casa y agasájale gentilmente y respétalo hasta que yo llegue.»
Y Pireo, famoso por su lanza, le
contestó:
« Telémaco, aunque te quedes aquí
mucho tiempo yo me lle varé a éste y no echará en falta dones de hospitalidad.»
Así diciendo, subió a la nave y
apremió a los compañeros para que embarcaran también ellos y soltaran amarras.
Conque subieron y se sentaron sobre los bancos. Telémaco ató bajo sus pies
hermosas sandalias y tomó su ilustre lanza, aguzada con agudo bronce, de la
cubierta del navío. Los compañeros solta ron amarras y echando la nave al mar
enfilaron hacia la ciudad como se lo había ordenado Telémaco, el querido hijo
del divi no Odiseo.
Y sus pies lo llevaban veloz, dando
grandes zancadas, hasta que llegó a la majada donde tenía las innumerables
cerdas, con las que pasaba la noche el porquero, que era noble, que cono cía la
bondad hacia sus dueños.
CANTO
XVI
TELÉMACO
RECONOCE A ODISEO
En esto Odiseo y el divino porquero
se preparaban el de sayuno al despuntar la aurora dentro de la cabaña, en
cendiendo fuego habían despedido a los
pastores jun to con las manadas de cerdos. Cuando se acercaba Telémaco, no
ladraron los perros de incesantes ladridos, sino que menea ban la cola.
Percatóse el divino Odiseo de que los
perros meneaban la cola, le vino un ruido de pasos y enseguida dijo a Eumeo ala
das palabras:
«Eumeo, sin duda se acerca un
compañero o conocido, pues los perros no ladran, sino que menean la cola. Y
oigo ruido de pasos.»
No había acabado de decir toda su
palabra, cuando su queri do hijo puso pie en el umbral. Levantóse sorprendido
el por quero y de sus manos cayeron los cuencos con los que se ocu paba de
mezclar rojo vino. Salió al encuentro de su señor y besó su rostro, sus dos
hermosos ojos y sus manos; y le cayó un llanto abundante. Como un padre acoge
con amor a su hijo que vuelve de lejanas tierras después de diez años, a su
único hijo amado por quien sufriera indecibles pesares, así el divino porquero
besó a Telémaco, semejante a los inmortales, abra zando todo su cuerpo como si
hubiera escapado de la muerte. Y, entre lamentos, decía aladas palabras:
«Has venido, Telémaco, como dulce
luz. Creía que ya no volvería a verte más cuando marchaste a Pilos con tu nave.
Vamos, entra, hijo mío, para que goce mi corazón contemplándote recién llegado
de otras tierras. Que no vienes a me nudo al campo ni junto a los pastores,
sino que te quedas en la ciudad, pues es grato a tu ánimo contemplar el odioso
grupo de los pretendientes.»
Y Telémaco le contestó a su vez
discretamente:
«Así se hará, abuelo, que yo he venido
aquí por ti, para ver te con mis ojos y oír de tus labios si mi madre está
todavía en palacio o ya la ha desposado algún hombre; que la cama de Odiseo
está llena de telarañas por falta de quien se acueste en ella.»
Y se dirigió a él el porquero, caudillo
de hombres:
«¡Claro que permanece ella en tu
palacio con ánimo pacien te! Las noches se le consumen entre dolores y los días
entre lá grimas.»
Así diciendo, tomó de sus manos la
lanza de bronce. Enton ces Telémaco se puso en camino y traspasó el umbral de
pie dra, y cuando entraba, su padre le cedió el asiento. Pero Telé maco le
contuvo y dijo:
«Sientate, forastero, que ya
encontraremos asiento en otra parte de nuestra majada. Aquí está el hombre que
nos lo pro porcionará.»
Así diciendo, volvió a sentarse. El
porquero le extendió ra mas verdes y por encima unas pieles, donde fue a
sentarse el querido hijo de Odiseo. También les acercó el porquero fuen tes de
carne asada que habían dejado de la comida del día anterior, amontonó
rápidamente pan en canastas y mezcló en un jarro vino agradable. Y luego fue a
sentarse frente al divino Odiseo.
Conque echaron mano de los alimentos
que tenían delante y cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y beber,
Telé maco se dirigió al divino porquero:
«Abuelo, ¿de dónde ha llegado este
forastero? ¿Cómo le han traído hasta Itaca los marineros? ¿Quiénes se preciaban
de ser? Porque no creo que haya llegado a pie hasta aquí.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«En verdad, hijo, te voy a contar
toda la verdad. De origen se precia de ser de la vasta Creta y asegura que ha
recorrido errante muchas ciudades de mortales. Que así se lo ha hilado el
destino. Ahora ha llegado a mi majada huyendo de la nave de unos tesprotos y yo
te lo encomiendo a ti; obra como gustes, se precia de ser tu suplicante.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Eumeo, en verdad has dicho una
palabra dolorosa. ¿Cómo voy a recibir en mi casa a este huésped? En cuanto a
mí, soy joven y no confío en mis brazos para rechazar a un hombre si alguien lo
maltrata. Y en cuanto a mi madre, su ánimo anda cavilando en su interior si
permanecerá junto a mí y cuidará de su casa por vergüenza del lecho de su
esposo y de las habladu rías del pueblo, o si se marchará ya en pos del más
excelente de los aqueos que la pretenda y le ofrezca más riquezas.
«Pero ya que ha llegado a tu casa,
vestiré al forastero con manto y túnica, hermosos vestidos, y le daré afilada
espada y sandalias para sus pies y le enviaré a donde su ánimo y su co razón lo
empujen. Pero si quieres, retenlo en la majada y cuídate de él, que yo enviaré
ropas y toda clase de comida para que no sea gravoso ni a ti ni a tus
compañeros. Sin embargo, yo no la dejaría ir adonde están los
pretendientes pues tienen una insolencia
en exceso insensata , no sea que le ul trajen y a mí me cause una pena
terrible; es difícil que un hom bre, aunque fuerte, tenga éxito cuando está
entre muchos, pues éstos son, en verdad, más poderosos.»
Y le dijo el sufridor, el divino
Odiseo:
«Amigo puesto que me es permitido contestarte ,
mucho se me ha desgarrado el corazón al escuchar de vuestros labios cuántas
obras insolentes realizan los pretendientes en el palacio contra tu voluntad,
siendo como eres. Dime si te dejas dominar de buen grado o es que te odia la
gente del pueblo, si guiendo una inspiración de la divinidad, o si tienes algo
que reprochar a tus hermanos, en los que un hombre suele confiar cuando surge
una disputa por grande que sea. ¡Ojalá fuera yo así de joven con los impulsos que siento o fuera hijo del irreprochable Odiseo u
Odiseo en persona que vuelve después de andar errante! pues aún hay una parte de esperanza . ¡Que me
corte la cabeza un extranjero si no me convertía en azote de todos ellos,
presentándome en el megaron de Odiseo Laertíada! Pero si me dominaran por su
número, solo como estoy, preferiría morir en mi palacio asesinado antes que ver
continuamente estas acciones vergonzosas: maltratar a foraste ros y arrastrar
por el palacio a las esclavas, sacar vino conti nuamente y comer el pan sin
motivo, en vano, para un acto que no va a tener cumplimiento».
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Forastero, te voy a hablar
sinceramente. No me es hostil todo el pueblo porque me odie, ni tengo nada que
reprochar a mis hermanos, en los que un hombre suele confiar cuando sur ge una
disputa, por grande que sea. Que el Cronida siempre dio hijos únicos a nuestra
familia: Arcisío engendró a Laertes, hijo único, y a Odiseo lo engendró único
su padre; a su vez Odiseo, después de engendrarme sólo a mí, me dejó en el
palacio sin poder disfrutarme.
«Ello es que cuantos nobles dominan en
las islas, Duliquio, Same y la Boscosa Zante, y cuantos mandan en la escarpada
Itaca pretenden a mi madre y arruinan mi hacienda. Ella no se niega a este
odioso matrimonio ni es capaz de poner un térmi no, así que los pretendientes
consumen mi casa y creo que pronto acabarán incluso conmigo mismo. Pero en
verdad esto está en las rodillas de los dioses.
«Abuelo, tú marcha rápido y di a la
prudente Penélope que estoy a salvo y he llegado de Pilos. Entre tanto, yo
permanece ré aquí y tú vuelve después de darle a ella sola la noticia; que no
se entere ninguno de los demás aqueos, pues son muchos los que maquinan la
muerte contra mí.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«Lo sé, me doy cuenta, se lo ordenas
a quien lo comprende. Pero, vamos, vamos, dime
y contéstame con verdad si hago
el mismo camino para anunciárselo al desdichado Laer tes, quien mientras tanto
ha estado vigilando entre lamentos la labor de Odiseo y comía y bebía con los
esclavos cuando su ánimo le empujaba a ello. En cambio, ahora desde que tú mar
chaste a Pilos con la nave, dicen que ya ni come ni bebe ni vi gila la labor,
sino que permanece sentado entre llantos y se le seca la piel pegada a los
huesos.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Es triste, pero lo dejaremos aunque
nos duela, que si todo dependiera de los mortales, primero elegiríamos el día
del re greso del padre. Conque marcha con la noticia y no andes por los campos
en busca de Laertes. Ahora bien, dirás a mi madre que envíe a escondidas a la
despensera y pronto, pues ésta se lo puede comunicar al anciano.»
Así dijo y apremió al porquero. Tomó
éste las sandalias y atándolas a sus pies se dirigió hacia la ciudad. No se le
ocultó a Atenea que el porquero Eumeo había salido de la majada y se acercó
allí asemejándose a una mujer hermosa y grande, cono cedora de labores
brillantes.
Se detuvo a la puerta de la cabaña y
se le apareció a Odiseo.
Telémaco no la vio ni se percató pues los dioses no se hacen visibles a todos
los mortales , pero la vieron Odiseo y los pe rros, aunque no ladraron, sino
que huyeron espantados entre gruñidos a otra parte de la majada.
Atenea hizo señas con sus cejas,
diose cuenta el divino Odi seo y salió de la habitación junto a la larga pared
del patio. Se puso cerca de ella y Atenea le dijo:
«Hijo de Laertes, de linaje divino,
Odiseo rico en ardides; manifiesta ya tu palabra a tu hijo y no se la ocultes
más, a fin de que preparéis la muerte y Ker para los pretendientes y mar chéis
a la ínclita ciudad. Tampoco yo estaré mucho tiempo le jos de ellos, pues estoy
ansiosa de luchar.»
Así dijo Atenea y lo tocó con su
varita de oro. Primero puso en su cuerpo un manto bien limpio y una túnica, y
aumentó su estatura y juventud. Luego volvió a tornarse moreno, sus man díbulas
se extendieron y de su mentón nació negra barba.
Cuando hubo realizado esto, marchó
Atenea y Odiseo se en caminó a la cabaña. Su hijo se asombró al verlo y volvió
la vis ta a otro lado no fuera un dios, y hablándole dijo aladas pala bras:
«Forastero, ahora me pareces distinto
de antes; tienes otros vestidos y tu piel no es la misma. En verdad eres un
dios de los que poseen el vasto Olimpo. Sé benevolente para que te entregue en
agradecimiento objetos sagrados y dones de oro bien trabajado. Cuídate de
nosotros.»
Y le contestó el sufridor, el divino
Odiseo:
«No soy un dios ¿por qué me comparas con los inmorta
les? sino tu padre por quien sufres
dolores sin cuento sopor tando entre lamentos las acciones violentas de esos
hombres.»
Así hablando besó a su hijo y dejó
que el llanto cayera a tierra de sus mejillas, pues antes lo estaba
conteniendo, siempre inconmovible.
Y Telémaco aún no podía creer que era su padre , le dijo
de nuevo contestándole:
«Tú no eres Odiseo, mi padre, sino un
demón que me he chiza para que me lamente con más dolores todavía, pues un
hombre no sería capaz con su propia mente de maquinar esto si un dios en
persona no viene y le hate a su gusto y fácilmen te joven o viejo. Que tú hace
poco eras viejo y vestías ropas de sastrosas, en cambio ahora pareces un dios
de los que poseen el vasto cielo.»
Y contestándole dijo Odiseo rico en
ardides:
« Telémaco, no está bien que no te
admires muy mucho ni te alegres de que tu padre esté en casa. Ningún otro
Odiseo te vendrá ya aquí, sino éste que soy yo, tal cual soy, sufridor de
males, muy asendereado, y he llegado a los veinte años a mi patria. En verdad
esto es obra de Atenea la Rapaz que me con vierte en el hombre que ella
quiere pues puede : unas veces semejante
a un mendigo y otras a un hombre joven vestido de hermosas ropas, que es fácil
para los dioses que poseen el vasto cielo exaltar a un mortal o arruinarlo.»
Así hablando se sentó, y Telémaco,
abrazado a su padre, so llozaba derramando lágrimas. A los dos les entró el
deseo de llorar y lloraban agudamente, con más intensidad que los pája ros pigargos o águilas de curvadas garras , a
quienes los campesinos han arrebatado las crías antes de que puedan vo lar. Así
derramaban ellos bajo sus párpados un llanto que daba lástima. Y se hubiera
puesto el sol mientras sollozaban, si Telémaco no se hubiera dirigido enseguida
a su padre:
«Padre mío, ¿en qué nave te han
traído a Itaca los marine ros?, ¿quiénes se preciaban de ser?, pues no creo que
hayas lle gado aquí a pie.»
Y le contestó el sufridor, el divino
Odiseo:
«Desde luego, hijo, te voy a decir la
verdad. Me han traído los feacios, célebres por sus naves, quienes escoltan
también a otros hombres que llegan hasta ellos. Me han traído dormido sobre el
ponto en rápida nave y me han depositado en Itaca, no sin entregarme brillantes
regalos bronce, oro en abun dancia y
ropa tejida . Todo está en una gruta por la voluntad de los dioses. Así que por
fin he llegado aquí por consejo de Atenea, para que decidamos sobre la muerte
de mis enemigos. Conque, vamos, enumérame a los pretendientes para que yo vea
cuántos y quiénes son, que después de reflexionar en mi irreprochable ánimo te
diré si podemos enfrentarnos a ellos nosotros dos sin ayuda, o buscamos a
otros.»
Y Telérnaco le contestó
discretamente:
«Padre, siempre he oído la fama que
tienes de ser buen lu chador con las manos y prudente en tus resoluciones, pero
has dicho algo extesivamente grande ¡me
atenaza la admira ción! , pues no sería posible que dos hombres lucharan con
tra muchos y aguerridos.
»Respecto a los pretendientes no son
una decena ni sólo dos, sino muchas más. Enseguida sabrás su número: de Duli
quio son cincuenta y dos jóvenes selectos
y le siguen seis es cuderos ; de Same proceden veinticuatro hombres, de
Zante veinte hijos de aqueos y de Itaca misma doce, todos excelentes, con
quienes están el heraldo Medonte, el divino aedo y dos siervos conocedores de
los servicios del banquete. Si nos enfrentáramos a todos ellos mientras están
dentro, temo que no podrías castigar
aunque hayas vuelto sus
violencias en forma amarga y terrible.
»Pero si puedes pensar en alguien que
nos defienda, dímelo, alguien que con ánimo amigo nos sirva de ayuda.»
Y le contestó el sufridor, el divino
Odiseo:
«Te to diré; ponlo en tu pecho y
escúchame. Piensa si Ate nea en unión
del padre Zeus nos pueden defender o
tengo que pensar en otro aliado.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Excelentes en verdad son los dos
aliados de que me hablas, pues se apuestan arriba, entre las nubes, y ambos
dominan a los hombres y a los dioses inmortales.»
Y le contestó el sufridor, el divino
Odiseo:
«Sí, en verdad no estarán mucho
tiempo lejos de la fuerte lucha cuando la fuerza de Ares juzgue en mi palacio
entre los pretendientes y nosotros. Pero tú marcha a casa al despuntar la
aurora y reúnete con los soberbios pretendientes, que a mí me conducirá después
el porquero bajo el aspecto de un men digo miserable y viejo.
«Si me deshonran en el palacio, que
tu corazón soporte el que yo reciba malos tratos, aunque me arrastren por los
pies hasta la puerta o incluso me arrojen sus dardos. Tú mira y aguanta, pero
ordénales, eso sí, que repriman sus insensateces dirigiéndote a epos con
palabras dulces. Aunque no te harán caso, pues ya tienen a su lado el día de su
destino. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tus mientes: cuando
Atenea, de muchos pensamientos, lo ponga en mi interior, te haré se ñas con la
cabeza; tú entonces calcula cuántas arenas guerreras hay en el mégaron y sube a
depositarlas en lo más profundo de la habitación del piso de arriba. Cuando te
pregunten los pre tendientes ansiosamente, contéstales con suaves palabras:
"Las he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las que dejó Odi seo
cuando marchó a Troya, que están manchadas hasta donde las llega el aliento del
fuego. Además el Cronida ha puesto en mi pecho una razón más importante: no sea
que os llenéis de vino y levantando una disputa entre vosotros, lleguéis a heri
ros mutuamente y a llenar de vergüenza el banquete y vuestras pretensiones de
matrimonio; que el hierro por sí sólo arrastra al hombre." Luego deja sólo
para nosotros dos un par de espa das y otro de lamas y dos escudos para
nuestros brazos, a fin de que los sorprendamos echándonos sobre ellos. Te voy a
decir otra cosa y tú ponla en tu
interior : si de verdad eres mío y de mi propia sangre, que nadie se entere de
que Odiseo está en casa; que no lo sepa
Laertes ni el porquero, ni ninguno de los siervos ni siquiera la misma
Penélope, sino solos tú y yo. Conozcamos la actitud de las mujeres y pongamos a
prueba a los siervos, a ver quién nos honra y quién no se cuida y te deshonra,
siendo quien eres.»
Y contestándole dijo su ilustre hijo:
«Padre, creo que de verdad vas a
conocer mi coraje y en seguida , pues no
es precisamente la irreflexión lo que me domina. Pero, con todo, no creo que
vayamos a sacar ganancia ninguno de los dos. Te insto a que reflexiones, pues
vas a re correr en vano durante un tiempo los campos para probar a cada hombre,
mientras ellos devoran tranquilamente en pala cio nuestros bienes,
insolentemente y sin cuidarse de nada. Te aconsejo, por el contrario, que
trates de conocer a las siervas, las que te deshonran y las que te son
inocentes. No me agrada ría que fuéramos por las majadas poniendo a prueba a
los hombres; ocupémonos después de esto, si es que en verdad co noces algún
presagio de Zeus, portador de égida.»
Mientras así hablaban, arribó a Itaca
la bien trabajada nave que había traído de Pilos a Telémaco y compañeros.
Cuando éstos entraron en el profundo
puerto, empujaron a la negra nave hacia el litoral y sus valientes servidores
les lle varon las armas. Luego llevaron a casa de Clitio los hermosos dones y
enviaron un heraldo al palacio de Odiseo para comu nicar a Penélope que
Telémaco estaba en el campo y había or denado llevar la nave a la ciudad para
que la ilustre reina no sintiera temor ni derramara tiernas lágrimas.
Encontráronse el heraldo y el divino
porquero para co municar a la mujer el mismo recado y, cuando ya habían llega
do al palacio del divino rey, fue el heraldo quien habló en me dio de las
esclavas.
«Reina, tu hijo ha llegado.»
Luego el porquero se acercó a
Penélope y le dijo lo que su hijo le había ordenado decir. Cuando hubo acabado
todo su encargo, se puso en camino hacia los cerdos abandonando los patios y el
palacio.
Los pretendientes estaban afligidos y
abatidos en su cora zón; salieron del mégaron a lo largo de la pared del patio
y se sentaron allí mismo, cerca de las puertas. Y Eurímaco, hijo de Pólibo,
comenzó a hablar entre ellos:
«Amigos, gran trabajo ha realizado
Telémaco con este viaje; ¡y decíamos que no lo llevaría a término! Vamos,
botemos una negra nave, la mejor, y reunamos remeros que vayan ensegui da a
anunciar a aquéllos que ya está de vuelta en casa.»
No había terminado de hablar, cuando
Anfínomo volvién dose desde su sitio, vio a la nave dentro del puerto y a los
hombres amainando velas o sentados al remo. Y sonriendo suavemente dijo a sus
compañeros:
«No enviemos embajada alguna; ya
están aquí. O se lo ha manifestado un dios o ellos mismos han visto pasar de
largo a la nave y no han podido alcanzarla.»
Así dijo, y ellos se levantaron para
encaminarse a la ribera del mar. Enseguida empujaron la negra nave hacia el
litoral y sus valientes servidores les llevaron las armas. Marcharon todos
juntos a la plaza y no permitieron que nadie, joven o viejo, se sentara a su
lado. Y comenzó a hablar entre ellos Antínoo, hijo de Eupites:
«¡Ay, ay, cómo han librado del mal
los dioses a este hombre! Durante días nos hemos apostado vigilantes sobre las
ventosas cumbres, turnándonos continuamente. Al ponerse el sol, nun ca pasábamos
la noche en tierra sino en el mar, esperando en la rápida nave a la divina Eos,
acechando a Telémaco para sor prenderlo y matarlo. Pero entre tanto un dios le
ha conducido a casa.
Con que meditemos una triste muerte
para Telémaco aquí mismo y que no se nos escape, pues no creo que mientras él
viva consigamos cumplir nuestro propósito, que él es hábil en sus resoluciones
y el pueblo no nos apoya del todo.
«Vamos, antes de que reúna a los
aqueos en asamblea..., pues no creo que se desentienda, sino que, rebosante de
cólera, se pondrá en pie para decir a todo el mundo que le hemos trenzado la
muerte y no le hemos alcanzado. Y el pueblo no aprobará estas malas acciones
cuando le escuche. ¡Cuidado, no vayan a causamos daño y nos arrojen de nuestra
tierra y tengamos que marchar a país
ajeno ! Conque apresurémonos a matarlo en el campo lejos de la ciudad, o en el
camino. Podríamos quedarnos con su bienes y posesiones repartiéndol as a partes
iguales entre nosotros y entregar el palacio a su madre y a quien case con
ella, para que se lo queden. Pero si estas palabras no os agradan, sino que
preferís que él viva y posea todos sus bienes patrios, no volvamos desde ahora
a reunirnos aquí para comer sus posesiones; que cada uno pretenda a Penélope
asediándola con regalos desde su palacio, y quizá luego case ella con quien le
entregue más y le venga desti nado. »
Así habló y todos quedaron en
silencio. Entonces se levantó y les dijo Anfínomo, ilustre hijo de Niso, el
soberano hijo de Aretes (éste era de Duliquio, rica en trigo y pastos, y capita
neaba a los pretendientes; era quien más agradaba a Penélope por sus palabras,
pues estaba dotado de buenas mientes)... Con sentimientos de amistad hacia
ellos se levantó y dijo:
«Amigos, yo al menos no desearía
acabar con Telémaco, pues la raza de los reyes es terrible de matar. Así que
conozca mos primero la decisión de los dioses. Si la voluntad del gran Zeus lo
aprueba, yo seré el primero en matarlo y os incitaré a los demás, pero si los
dioses tratan de impedirlo, os aconsejo que pongáis término.»
Así dijo Anfínomo y les agradó su
palabra. Se levantaron al punto y se encaminaron a casa de Odiseo y llegados
allí se sen taron en pulidos sillones.
Entonces Penélope decidió mostrarse
ante los pretendien tes, poseedores de orgullosa insolencia, pues se había
enterado de que pretendían matar a su hijo en palacio se lo había di cho el heraldo Medonte, que
conocía su decisión. Se puso en camino hacia el mégaron junto con sus siervas y
cuando hubo llegado junto a los pretendientes, la divina entre las mujeres, se
detuvo junto a una columna del bien labrado techo, sostenien do delante de sus
mejillas un grueso velo. Censuró a Antínoo, le dijo su palabra y le llamó por
su nombre:
«Antínoo, insolente, malvado; dicen
en Itaca que eres el mejor entre tus compañeros en pensamiento y palabra, pero
no eres tal. ¡Ambicioso!, por qué tramas la muerte y el desti no para Telémaco
y no prestas atención a los suplicantes, cuyo testigo es Zeus? No es justo
tramar la muerte uno contra otro. ¿Es que no recuerdas cuando tu padre vino
aquí huyendo por terror al pueblo, pues éste rebosaba de ira porque tu padre,
siguiendo a unos piratas de Tafos, había causado daño a los tes protos que eran
nuestros aliados? Querían matarlo y romperle el corazón y comerse su mucha
hacienda, pero Odiseo se lo impidió y los contuvo, deseosos como estaban. Ahora
tú te comes sin pagar la hacienda de Odiseo, pretendes a su mujer y tratas de
matar a su hijo, produciéndome un gran dolor. Te or deno que pongas fin a esto
y se lo aconsejes a los demás.»
Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le
contestó:
«Hija de Icario, prudente Penélope,
cobra ánimos. No te preocupes por esto. No existe ni existirá ni va a nacer
hombre que ponga sus manos sobre tu hijo Telémaco, al menos mien tras yo viva y
vean mis ojos sobre la tierra. Además, te voy a decir otra cosa que se
cumplirá: pronto correría la sangre de ése por mi lanza pues también a mí
Odiseo, el destructor de ciudades, sentándome muchas veces sobre sus rodillas
me po nía en las manos carne asada y me ofrecía rojo vino. Por esto Telémaco es
para mí el más querido de los hombres y te ruego que no temas su muerte al
menos a manos de los pretendientes; en cuanto a la que procede de los dioses,
ésa es imposible evitarla.»
Así habló para animarla, aunque
también él tramaba la muerte contra Telémaco.
Entonces Penélope subió al brillante
piso de arriba y lloraba a Odiseo, su esposo, hasta que Atenea de ojos
brillantes le puso dulce sueño sobre los párpados.
El divino porquero llegó al atardecer
junto a Odiseo y su hijo cuando éstos se preparaban la cena, después de
sacrificar un cerdo de un año. Entonces Atenea se acercó a Odiseo Laertíada y
tocándole con su varita le hizo viejo de nuevo y vistió su cuerpo de tristes
ropas, para que el porquero no lo re conociera al verlo de frente y fuera a
comunicárselo a la pru dente Penélope sin poder guardarlo para sí.
Telémaco fue el primero en dirigirle
su palabra:
«Ya has llegado, Eumeo: ¿qué se dice
por la ciudad? ¿Han vuelto ya los arrogantes pretendientes de su emboscada, o
to davía esperan a que yo vuelva a casa?»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«No tenía yo que inquirir ni
preguntar eso al bajar a la ciu dad. Mi ánimo me empujó a comunicar mi recado y
volver aquí de nuevo. Pero se encontró conmigo un veloz enviado de tus
compañeros, un heraldo que habló a tu madre antes que yo. También sé otra cosa,
pues la he visto con mis ojos: al volver para acá había ya atravesado la
ciudad en el lugar donde está el cerro
de Hermes cuando vi entrar en nuestro
puerto una veloz nave; había en ella numerosos hombres y estaba car gada de
escudos y lanzas de doble punta. Pensé que eran ellos, pero no lo sé con
certeza.»
Así habló, y sonrió la sagrada fuerza de
Telémaco dirigien do los ojos a su padre, evitando al porquero. Cuando habían
acabado del trajin de preparar la comida, cenaron y su ánimo no se vio privado
de un alimento proporcional. Y una vez que habían arrojado de sí el deseo de
comer y beber, volvieron su pensamiento al dormir y recibieron el don del sueño.
CANTO
XVII
ODISEO MENDIGA ENTRE LOS PRETENDIENTES
Y cuando se mostró Eos, la que nace
de la mañana, la de los dedos de rosa, calzó Telémaco bajo sus pies her mosas
sandalias, el querido hijo del divino Odiseo, tomó la fuerte lanza que se
adaptaba bien a sus manos desean do marchar a la ciudad y dijo a su porquero:
«Abuelo, yo me voy a la ciudad para
que me vea mi madre, pues no creo que abandone los tristes lamentos y los
sollozos acompañados de lágrimas, hasta que me vea en persona. Así que te voy a
encomendar esto: lleva a la ciudad a este desdi chado forastero para que
mendigue allí su pan el que quiera le
dará un mendrugo y un vaso de vino , pues yo no puedo hacerme cargo de todos
los hombres, afligido como estoy en mi corazón. Y si el forastero se
encoleriza, peor para él, que a mí me place decir verdad.»
Y contestándole dijo el astuto
Odiseo:
«Amigo, tampoco yo quiero que me
retengan. Para un po bre es mejor mendigar por la ciudad que por los
campos y me dará el que quiera , pues ya
no soy de edad para quedarme en las majadas y obedecer en todo a quien da las
órdenes y los encargos. Conque, marcha, que a mí me llevará este hom bre, a
quien has ordenado, una vez que me haya calentado al fuego y haya solana. Tengo
unas ropas que son terriblemente malas y temo que me haga daño la escarcha
mañanera, pues decís que la ciudad está lejos.»
Así dijo, y Telémaco cruzó la majada
dando largas zancadas; iba sembrando la muerte para los pretendientes.
Cuando llegó al palacio, agradable
para vivir, dejó la lanza que llevaba junto a una elevada columna y entró en el
interior, traspasando el umbral de piedra.
La primera en verlo fue la nodriza
Euriclea, que extendía cobertores sobre los bien trabajados sillones y se
dirigió lloran do hacia él. A su alrededor se congregaron las demás siervas del
sufridor Odiseo y acariciándolo besaban su cabeza y hom bros.
Salió del dormitorio la prudente
Penélope, semejante a Ar temis o a la dorada Afrodita, y echó llorando sus
brazos a su querido hijo, le besó la cabeza y los dos hermosos ojos y, entre
lamentos, decía aladas palabras:
«Has llegado, Telémaco, como dulce
luz. Ya no creía que volvería a verte desde que marchaste en la nave a Pilos, a
ocul tas y contra mi voluntad, en busca de noticias de tu padre. Va mos,
cuéntame cómo has conseguido verlo.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Madre mía, no despiertes mi llanto
ni conmuevas mi cora zón dentro del pecho, ya que he escapado de una muerte
terri ble. Conque, báñate, viste tu cuerpo con ropa limpia, sube al piso de
arriba con tus esclavas y promete a todos los dioses realizar hecatombes
perfectas, por si Zeus quiere llevar a cabo obras de represalia.
«Yo marcharé al ágora para invitar a
un forastero que me ha acompañado cuando volvía de allí. Lo he enviado por
delante con mis divinos compañeros y he ordenado a Pireo que lo lle ve a su
casa y lo agasaje gentilmente y honre hasta que yo lle gue.»
Así habló, y a Penélope se le
quedaron sin alas las pala bras. Así que se bañó, vistió su cuerpo con ropa
limpia y prometió a todos los dioses realizar hecatombes perfectas por si Zeus
quería llevar a cabo obras de represalia.
Entonces Telémaco atravesó el mégaron
portando su lanza y le acompañaban dos veloces lebreles. Atenea derramó sobre
él la gracia y todo el pueblo se admiraba al verlo marchar. Y los arrogantes
pretendientes le rodearon diciéndole buenas palabras, pero en su interior
meditaban secretas maldades. Te lémaco entonces evitó a la muchedumbre de éstos
y fue a sen tarse donde se sentaban Méntor, Antifo y Haliterses, quienes desde
el principio eran compañeros de su padre. Y éstos le preguntaban por todo. Se
les acercó Pireo, célebre por su lanza, llevando al forastero a través de la
ciudad hasta la plaza. Entonces Telémaco ya no estuvo mucho tiempo lejos de su
huésped, sino que se puso a su lado. Y Pireo le dirigió primero aladas
palabras:
«Telémaco, envía pronto unas mujeres
a mi casa para que te devuelva los regalos que te hizo Menelao.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Pireo, en verdad no sabemos cómo
resultará todo esto. Si los pretendientes me matan ocultamente en palacio y se
repar ten todos los bienes de mi padre, prefiero que tú te quedes con los
regalos y los goces antes que alguno de ellos. Pero si consi go sembrar para
éstos la muerte y Ker, llévalos alegre a mi casa, que yo estaré alegre.»
Así diciendo condujo a casa a su
asendereado huésped. Cuando llegaron al palacio agradable para vivir, dejaron
sus mantos sobre sillas y sillones y se bañaron en bien pulimenta das bañeras.
Después que las esclavas les hubieron bañado, un gido con aceite y puesto
mantos de lana y túnicas, salieron de las bañeras y fueron a sentarse en
sillas. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en
hermosa jarra de oro para que se lavaran, y a su lado extendió una mesa
pulimentada. Y la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió
abundantes piezas, favoreciéndolas entre los que estaban presentes. Entonces la
madre se sentó frente a él, jun to a una columna del mégaron, se reclinó en un
asiento y re volvía entre sus manos suaves copos de lana. Y ellos echaron mano
de los alimentos que tenían delante.
Cuando habían arrojado de sí el deseo
de comer y beber, co menzó a hablar entre ellos la prudente Penélope:
«Telémaco, en verdad voy a subir al
piso de arriba y acostarme en el lecho que tengo regado de lágrimas desde que
Odi seo partió a Ilión con los Atridas. Y es que no has sido capaz, antes de
que los arrogantes pretendientes llegaran a esta casa, de hablarme claramente
del regreso de tu padre, si es que has oído algo.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Madre, te voy a contar la verdad.
Marchamos a Pilos junto a Néstor, pastor de su pueblo, quien me recibió en su
elevado palacio y me agasajó gentilmente, como un padre a su hijo re cién
llegado de otras tierras después de largo tiempo. Así de amable me recibió
junto con sus ilustres hijos. Me dijo que no había oído nunca a ningún humano
hablar sobre Odiseo, vivo o muerto, pero me envió junto al Atrida Menelao,
famoso por su lanza, con caballos y un carro bien ajustado. Allí vi a la ar
giva Helena, por quien troyanos y argivos sufrieron mucho por voluntad de los
dioses. Enseguida me preguntó Menelao, de recia voz guerrera, qué necesidad me
había llevado a la divi na Lacedemonia y yo le conté toda la verdad.
«Entonces, contestándome con su
palabra, dijo: "¡Ay, ay! ¡Conque querían dormir en el lecho de un hombre
intrépido quienes son cobardes! Como una cierva acuesta a sus dos re cién
nacidos cervatillos en la cueva de un fuerte león y mien tras sale a pastar en
los hermosos valles, aquél regresa a su guarida y da vergonzosa muerte a ambos,
así Odiseo dará vergonzosa muerte a aquéllos. ¡Padre Zeus, Atenea y Apolo,
ojalá que siendo como cuando en la bien construida Lesbos se le vantó para
disputar y luchó con Filomeleides, lo derribó vio lentamente y todos los aqueos
se alegraron! Ojalá que con tal talante se enfrentara Odiseo con los
pretendientes: corto el destino de todos sería y amargas sus nupcias. En cuanto
a lo que me preguntas y suplicas, no querría apartarme de la ver dad y
engañarte. Conque no te ocultaré ni guardaré secreto so bre lo que me dijo el
veraz anciano del mar. Este dijo que lo había visto sufriendo fuertes dolores
en el palacio de la ninfa Calipso, quien lo retenía por la fuerza, y que no
podía regresar a su tierra patria porque no tenía naves provistas de remos ni
compañeros que le acompañaran por el ancho lomo del mar. Así me dijo el Atrida
Menelao, famoso por su lanza, y luego de acabar su relato regresamos. Los
inmortales me con cedieron un viento favorable y me escoltaron velozmente has
ta mi patria.»
Así habló y conmovió el ánimo de
Penélope.
Entonces Teoclímeno, semejante a los
dioses, comenzó a hablar entre ellos:
«Esposa venerable de Odiseo
Laertíada, en verdad él no sabe nada; escucha mi palabra, pues te voy a
profetizar con ve racidad y no voy a ocultarte nada. ¡Sea testigo Zeus, antes
que los demás dioses, y la mesa de hospitalidad y el hogar del irre prochable Odiseo,
al que he llegado, de que en verdad Odiseo ya está en su tierra patria, sentado
o caminando, sabedor de estas malas acciones y sembrando la muerte para todos
los pre tendientes. Este es el augurio que yo observé, y me hice oír de
Telémaco mientras estaba en la nave de buenos bancos».
Y le contestó la prudente Penélope:
«Forastero, ¡ojalá se cumpliera esta
tu palabra! Entonces co nocerías mi amistad enseguida y numerosos regalos de
mí, hasta el punto de que cualquiera que contigo topara te llamaría dichoso.»
Así hablaban unos con otros.
Los pretendientes, por su parte, se
complacían arrojando discos y venablos ante el palacio de Odiseo, en el sólido
pavi mento donde acostumbraban, llenos de arrogancia. Pero cuan do fue la hora
de comer y les llegaron de todas partes del cam po los animales que les traían
los de siempre, se dirigió a ellos Medonte (éste era quien más les agradaba de
los heraldos y so lía acompañarlos al banquete):
«Mozos, una vez que todos habéis
complacido vuestro áni mo con los juegos, dirigíos al palacio para preparar el
almuer zo, que no es cosa mala yantar a su tiempo.»
Así habló y ellos se pusieron en pie
y marcharon obedecien do su palabra. Cuando llegaron a la bien edificada morada
dejaron sus mantos en sillas y sillones y sacrificaron grandes ove jas y gordas
cabras; sacrificaron cebones y un toro del rebaño para preparar su almuerzo.
Entre tanto Odiseo y el divino
porquero se disponían a marchar del campo a la ciudad y comenzó a hablar el
porque ro, caudillo de hombres:
«Forastero, puesto que deseas marchar
hoy mismo a la ciu dad, como recomendó mi soberano (que yo, desde luego, pre
feriría dejarte para vigilar la majada, pero tengo respeto por mi amo y temo
que me reprenda después y en verdad son duras las reprimendas de los amos),
marchemos ya, pues el día está avanzado y quizá sea peor esperar a la tarde.»
Y contestándole dijo el muy astuto
Odiseo:
«Lo sé, me doy cuenta, se lo dices a
quien lo comprende. Conque marchemos y tú sé mi guía. Dame un bastón si es que tienes uno cortado para que me apoye, pues decís que el camino
es muy resbaladizo.»
Así dijo y echó a sus hombros el
sucio zurrón desgarrado por muchas partes, en el que había una correa
retorcida. En tonces Eumeo le dio el deseado bastón y se pusieron los dos en
camino, quedando perros y pastores para guardar la majada.
Eumeo condujo hacia la ciudad a su
soberano, que se ase mejaba a un miserable y viejo mendigo, que se apoyaba en
su bastón y cubría su cuerpo con vestidos que daban pena. Cuan do en su marcha
por el empinado sendero se encontraban cer ca de la ciudad y llegaron a una
fuente labrada de hermosa co rriente, a donde iban por agua los ciudadanos (la
habían cons truido Itaco, Nerito y Polictor en el centro de un bosque de álamos
negros que crecían con su agua; era completamente re donda y de lo alto de una
piedra caía agua fría, y encima de ella había un altar de las Ninfas, donde
solían sacrificar todos los ciudadanos), allí se topó con ellos Melantio, hijo
de Do lio, que conducía las cabras, las que sobresalían entre todo el ganado,
para festín de los pretendientes; y con él marchaban dos pastores.
Cuando los vio 1es reprendió de
palabra y llamándolos por su nombre les dijo algo atroz e inconveniente que
hizo saltar el corazón de Odiseo:
«Vaya, vaya, un desgraciado conduce a
otro desgraciado; es claro que dios siempre lleva a la gente hacia los de su
calaña. ¿Adónde, miserable porquero, llevas a ese gorrón, a ese men digo
pegajoso, a ese aguafiestas? Arrimará los hombros a mu chas puertas para
rascarse mientras pide mendrugos, que no espadas ni calderos. Si me lo dieras a
mí para vigilante de mi majada, para mozo de cuadra y para llevar brezos a mis
chivos, quizá bebiendo leche de cabra echaría gordos muslos. Pero ahora que ha
aprendido esas malas artes no querrá ponerse a trabajar, que preferirá mendigar
por el pueblo y alimentar su insaciable estómago. Conque te voy a decir algo
que se va a cumplir: si se acerca a la casa del divino Odiseo, sus tortillas
van a romper muchas banquetas que lloverán sobre su cabeza desde las manos de
esos hombres, pues va a ser su blanco por la casa.»
Así habló, y al pasar a su lado, el
insensato dio una patada a Odiseo en la cadera, aunque no consiguió echarlo
fuera del ca mino, sino que éste se mantuvo firme. Entonces Odiseo duda ba
entre arrancarle la vida saltando tras él con el palo o levan tarle y tirarle
de cabeza contra el suelo, pero se aguantó
y se contuvo. El porquero, en cambio, se encaró con él y le repren dió,
y levantando las manor suplicó así:
«Ninfas de la fuente, hijas de Zeus,
si alguna vez Odiseo quemó en vuestro honor muslos de corderos o cabritos cu
briéndolos con gorda grasa, cumplidme este deseo: que vuelva este hombre
conducido por un dios. Seguro que él acabaría con toda la insolencia que ahora
pasea por la ciudad, mientras malos pastores acaban con los ganados.»
Y le contestó Melantio, el cabrero:
«¡Ay, ay, qué cosa ha dicho este
perro urdidor de intrigas! Me lo voy a llevar algún día lejos de Itaca en negra
nave de Buenos bancos para que me entreguen por él un buen precio, porque
¡ojalá Apolo, el de arco de plaza, alcance hoy mismo a Telémaco dentro del
palacio o sucumba a manos de los preten dientes, lo mismo que Odiseo ha perdido
en tierras lejanas el día de su regreso!»
Así diciendo, los dejó caminando
lentamente; en cambio, él se puso en camino y llegó enseguida a la morada del
rey. En tró y sentó entre los pretendientes, frente a Eurímaco, pues a éste era
a quien más estimaba. Pusieron junto a él una porción de carne los que servían
y la venerable ama de llaves le llevó pan y se lo dejó al lado para que lo
comiera.
Odiseo y el divino porquero se
detuvieron en su caminar; les llegaba el sonido de la sonora lira, pues Femio
se había puesto a cantar para ellos. Entonces Odiseo tomó de la mano al
porquero y le dijo:
«Eumeo, a lo que parece ésta es la
hermosa morada de Odi seo, pues se destaca tanto que se la puede ver fácilmente
entre otras muchas. Una estancia sigue a la otra, su patio está cerca do con
muro y cornisa y sus puertas bien firmes son de doble hoja. Ningún hombre
podría rendirla por la fuerza. Me parece que muchos hombres se están
banqueteando dentro, pues se levanta un olor a grasa y resuena la lira, a la
que los dioses han hecho compañera del banquete.»
Y contestando le dijiste, porquero
Eumeo:
«Con facilidad lo has percatado, que
no eres sandio tampoco en lo demás. Pero, vamos, pensemos cómo actuar. Entra tú
primero en la agradable morada y mézclate con los pretendien tes, que yo me
quedaré aquí; o, si quieres, quédate tú y entraré yo primero. Pero no te quedes
parado mucho tiempo, no sea que te vea alguien fuera y te tire algo o te eche.
Esto es to que te aconsejo que consideres.»
Y le contestó luego el sufridor, el
divino Odiseo:
«Lo sé, me doy cuenta, se lo dices a
quien comprende. Con que marcha tú
primero y yo me quedaré aquí, que ya sé lo que son golpes y pedradas. Mi ánimo
es paciente, pues he sufrido muchos males en el mar y la guerra; que venga esto
después de aquello. Cuando tiene apetito, no es posible acallar al maldito
estómago que tantas desgracias suele acarrear a los hombres; por culpa suya
incluso las bien entabladas naves se preparan para surcar el estéril mar
portando la desgracia a hombres ene migos.»
Así hablaban entre sí. Entonces un
perro que estaba tumba do enderezó la cabeza y las orejas, el perro Argos, a
quien el sufridor Odiseo había criado, aunque no pudo disfrutar de él, pues
antes se marchó a la divina Ilión. Al principio le solían llevar los jóvenes a
perseguir cabras montaraces, ciervos y lie bres, pero ahora yacía
despreciado una vez que se hubo au
sentado Odiseo entre el estiércol de
mulos y vacas que esta ba amontonado ante la puerta a fin de que los siervos de
Odi seo se lo llevaran para abonar sus extensos campos. Allí estaba tumbado el
perro Argos, lleno de pulgas. Cuando vio a Odiseo cerca, entonces sí que movió
la cola y dejó caer sus orejas, pero ya no podia acercarse a su amo. Entonces
Odiseo, que le vio desde lejos, se enjugó una lágrima sin que se percatara
Eumeo y le preguntó:
«Eumeo, es extraño que este perro
esté tumbado entre el es tiércol. Su cuerpo es hermoso, aunque ignoro si,
además de hermoso, era rápido en la carrera o, por el contrario, era como esos
perros falderos que crían los señores por lujo.»
Y contestándole dijiste, porquero
Eumeo:
«Este perro era de un hombre que ha
muerto lejos de aquí. Si su cuerpo y obras fueron como cuando lo dejó Odiseo al
marchar a Troya, pronto lo admirarías al contemplar su rapi dez y vigor, que
nunca salía huyendo de ninguna bestia en la profundidad del espeso bosque
cuando la perseguía pues tam bién era muy diestro en seguir el rastro. Pero
ahora lo tie ne vencido la desgracia, pues su amo ha perecido lejos de su
patria y las mujeres no se cuidan de él; que los siervos, cuando los amos ya no
mandan, no quieren hacer los trabajos que les corresponden, pues Zeus, que ve a
lo ancho, quita a un hombre la mitad de su valía cuando le alcanza el día de la
esclavitud.»
Así diciendo entró en la morada,
agradable para vivir, y se fue derecho por el mégaron en busca de los ilustres
preten dientes. Y a Argos le arrebató el destino de la negra muerte al ver a
Odiseo después de veinte años.
Telémaco, semejante a los dioses, fue
el primero en ver al porquero avanzar por la casa y enseguida le hizo señas
invitán dole a ponerse a su lado. Eumeo echó una ojeada, tomó una banqueta que
estaba cerca (donde se solía sentar el trinchante para repartir abundante carne
entre los pretendientes cuando se banqueteaban en el palacio) y llevándoselo lo
puso junco a la mesa de Telémaco y se sentó. Entonces el heraldo tomó una
porción, sacó pan del canasto y se lo ofreció.
Enseguida, detrás de Eumeo, entró en
el patio Odiseo se mejante a un miserable y viejo mendigo que se apoyaba en su
bastón y cubría su cuerpo con ropas que daban pena, sentóse sobre el umbral de
madera de fresno dentro de las puertas y se apoyó en la jamba de madera de
ciprés que un artesano había pulimentado hábilmente y enderezado con la
plomada. Telé maco llamó junto a sí al porquero y le dijo mientras cogía un pan
entero del hermoso canasto y cuanta carne le cupo en las manos:
«Lleva esto al forastero y
ofréceselo, y aconséjale que vaya recorriendo todos los pretendientes y les
pida, que no es buena la vergüenza para el hombre necesitado.»
Así dijo; echó a andar el porquero
cuando hubo oído su pa labra y, poniéndose cerca, le dijo aladas palabras:
«Forastero, Telémaco te entrega esto
y te aconseja que vayas recorriendo todos los pretendientes y les pidas, que
dice que no es buena la vergüenza para un hombre necesitado.»
Y contestándole dijo el astuto
Odiseo:
«Soberano Zeus, ¡que Telémaco sea
próspero entre los hom bres y obtenga todo cuanto anhela en su corazón!»
Así dijo; tomólo en sus dos manos y
lo puso a sus pies, so bre el sucio zurrón; y lo comió mientras cantaba el aedo
en el palacio.
Cuando lo había comido terminó el
divino aedo y los pre tendientes comenzaron a alborotar en el palacio.
Entonces Atenea se puso cerca de
Odiseo Laertíada y lo apremió a que recogiera mendrugos entre los pretendientes
y pudiera conocer quiénes eran rectos y quiénes injustos, aunque ni aun así iba
a librar a ninguno de la muerte. Así que se puso en marcha para mendigar de
izquierda a derecha a cada uno de ellos, extendiendo sus manos a todas partes
como si fuera un mendigo de siempre. Los pretendientes le daban compadeci dos,
se admiraban de él y se preguntaban unos a otros quién podría ser y de dónde
vendría. Entonces habló entre ellos Me lantio, el cabrero:
«Escuchadme, pretendientes de la
ilustre reina, sobre este forastero, pues yo lo he visto ya antes. En realidad
lo ha traído aquí el porquero, aunque no sé de cierto de dónde se precia de ser
su linaje.»
Así dijo, y Antínoo reprendió al
porquero:
«Porquero ilustre, ¿por qué lo has
traído a la ciudad? ¿Es que no tenemos suficientes vagabundos, mendigos
pegajosos, aguafiestas? ¿O es que te parecen pocos los que se reúnen aquí para
comer la hacienda de tu señor y has invitado también a éste?»
Y contestándole dijiste, porquero
Eumeo:
«Antínoo, con ser noble no dices
palabras justas. Pues ¿quién sale a traer de fuera un forastero como no sea uno
de los servidores del pueblo, un adivino, un curador de enferme dades o un
trabajador de la madera, o incluso un aedo inspira do que complazca con sus
cantos? Estos sí, éstos son los hom bres a quienes se invita a venir sobre la
extensa tierra, pero na die invitaría a un vagabundo a que le importune.
«Y es que tú has sido siempre entre
todos los pretendientes el más duro para con los siervos de Odiseo, y en
especial para conmigo. Ahora que a mí no me importa mientras me viva en el
palacio la prudente Penélope y Telémaco, semejante a los dioses.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Calla, no me contestes a éste con
tantas palabras. Antínoo acostumbra a provocar continuamente con palabras duras
e incluso incita a los demás.»
Así dijo, y dirigió a Antínoo aladas
palabras:
«Antínoo, en verdad tu cuidas de mí
como un padre de su hijo al aconsejarme que arroje del palacio al forastero con
pala bra tajante; que no cumpla dios esto. Toma algo y dáselo; no lo veo con
malos ojos, sino que te ordeno que lo hagas. Y no tengas temor por causa de mi
madre ni de ninguno de los sier vos que hay en la casa del divino Odiseo.
Aunque creo que es otro pensamiento el que albergas en tu pecho, pues prefieres
comer tú a destajo antes que dárselo a otro.»
Y Antínoo le contestó y dijo:
«¡Telémaco fanfarrón, incapaz de
reprimir tu ira, qué cosa has dicho! Si todos los pretendientes le dieran tanto
como yo, su casa lo retendría durante tres meses lejos de aquí.»
Así dijo, y tomándolo de debajo de la
mesa, le enseñó el es cabel sobre el que apoyaba sus brillantes pies mientras
se daba al banquete. Pero todos los demás le dieron y llenaron su zurrón de pan
y carne. Iba ya Odiseo por el pavimento a probar los regalos de los aqueos,
cuando se detuvo junto a Antínoo y le dijo su palabra:
«Dame, amigo, que no me pareces el
menos noble de los aqueos, sino el más excelente, pues te asemejas a un rey.
Por ello tienes que darme incluso más comida que los demás y yo diré tu nombre
por la infinita tierra. También yo habité en otro tiempo en casa rica y daba a
menudo a un vagabundo así, de cualquier ralea que fuera y cualquier cosa que
llegara preci sando. Tenía miles de esclavos y otras muchas cosas con las que
los hombres viven bien y se les llama ricos. Pero Zeus Cronida me arruinó pues debió de quererlo así enviándo me con
unos errantes piratas a Egipto, camino largo, para que pereciera. Atraqué mis
cuvadas naves en el río Egipto. Enton ces ordené a mis leales compañeros que se
quedaran junto a ellas para vigilarlas y envié espías a puestos de observación
con orden de que regresaran, pero éstos, cediendo a su ambi ción, saquearon los
hermosos campos de los egipcios, se lleva ron a las mujeres y tiernos niños y
mataron a los hombres. Pronto llegó el griterío a la ciudad, así que, al
escucharlo, se presentaron al despuntar la aurora: llenóse la llanura toda de
gente de a pie y a caballo y del estruendo del bronce. Zeus, el que goza con el
rayo, indujo a mis compañeros a huir cobarde mente y ninguno se atrevió a dar
el pecho. Por todas partes nos rodeaba la destrucción. Allí mataron con agudo
bronce a muchos de mis compañeros y a otros se los llevaron vivos para
forzarlos a trabajar sus campos, pero a mí me llevaron a Chi pre y me
entregaron a un forastero que dio con nosotros, a Dmator Jasida, quien gobernaba
con fuerza en Chipre. Desde allí he llegado aquí después de sufrir desgracias».
Y Antínoo le contestó y dijo:
«¿Qué dios nos ha traído aquí esta
peste, esta ruina del ban quete? Quédate ahí en medio, lejos de mi mesa, no sea
que ten gas que volver enseguida al amargo Egipto y a Chipre, que eres un
mendigo audaz y desvergonzado. Te pones ante éstos, uno tras otro, y todos te
dan atolondradamente, pues no tie nen moderación ni sienten compasión al
regalar cosas ajenas que tienen en abundancia a su disposición.»
Y le contestó retirándose el astuto
Odiseo:
«¡Ay, ay, que a tu gallardía no se
añade también la cordura! En verdad, no darías ni siquiera sal de tu propia
hacienda a quien se te acercara si, estando en casa ajena, no has podido tomar
un poco de pan para darme, y eso que tienes en abun dancia a tu disposición.»
Así habló; Antínoo se irritó más aún
en su corazón y mirán dole torvamente le dirigió aladas palabras:
«Ahora es cuando creo que no vas a
retirarte con bien atra vesando el mégaron, ya que estás injuriándome.»
Asi habló, y, tomando el escabel, se
lo tiró al hombro dere cho, acertándole en el extremo de la espalda. Odiseo se
mantu vo en pie, firme como una roca, y el golpe de Antínoo no le hizo perder
pie, pero movió la cabeza en silencio meditando secretos males.
Se retiró para sentarse en el umbral,
dejó el bien lleno zu rrón y comenzó a hablar a los pretendientes:
«Escuchadme, pretendientes de la
ilustre reina, para que os diga lo que mi ánimo me ordena dentro del pecho. No
es gran de el dolor en las entrañas ni la pena cuando un hombre es golpeado
luchando por sus posesiones, sus toros o sus blancas ovejas. Pero Antínoo me ha
golpeado por causa del miserable estómago, el maldito estómago que proporciona
males sin cuento a los hombres. Conque, si en verdad existen dioses y Erinis de
los mendigos, que el término de la muerte alcance a Antínoo antes de su
matrimonio.»
Y Antínoo hijo de Eupites, le
replicó:
«Siéntate a comer tranquilo,
forastero, o lárgate a otra parte, no sea que los jóvenes te arrastren por el
palacio, por lo que dices, asiéndote del pie o del brazo y te llenen todo de
ara ñazos.»
Asi habló, y todos ellos se
indignaron sobremanera. Y uno de los jóvenes orgullosos decía así:
«Antínoo, cruel, no has hecho bien en
golpear al pobre vagabundo, si es que existe un dios en el cielo. Que los
dioses an dan recorriendo las ciudades bajo la forma de forasteros de otras
tierras y con otros mil aspectos, y vigilan la soberbia de los hombres o su
rectitud.»
Así le dijeron los pretendientes, pero
él no prestaba aten ción a sus palabras.
Telémaco hacía crecer en su corazón
un gran dolor por su padre golpeado, pero no dejó caer a tierra lágrima alguna
de sus párpados, sino que movió la cabeza en silencio, meditando secretos
males.
Cuando la prudente Penélope oyó que
el forastero había sidó golpeado en el palacio dijo a sus siervas:
«¡Ojalá Apolo, de ilustre arco, te
alcance también a ti de esta forma!»
Y la despensera Eurínome dijo:
«¡Ojalá se diera cumplimiento a
nuestras maldiciones! Nin guno de éstos llegaría vivo hasta la aurora de
hermoso trono.»
Y la prudente Penélope le dijo:
«Tata, todos son enemigos, pues
maquinan maldades, pero Antínoo sobre todos se asemeja a una negra Ker. Ese
pobre forastero vaga por la casa pidiendo a los hombres, pues le obli ga la
pobreza; todos han llenado su zurrón y le han dado, pero éste le ha alcanzado
con un escabel en el hombro derecho.»
Así hablaba ella con sus esclavas,
sentada en el dormitorio, mientras comía el divino Odiseo. Entonces llamó junto
a sí al divino porquero y le dijo:
«Ve, divino Eumeo, y ordena al
forastero que venga para saludarlo y preguntarle si ha oído hablar sobre el
sufridor Odi seo o lo ha visto con sus ojos pues parece un hombre muy
asendereado. »
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«Reina, ojalá se callaran los aqueos; este sí que hechizaría tu
corazón con lo que cuenta. Yo lo he tenido tres noches y tres días en mi cabaña
(pues fue a mí a quien llegó primero después de huir de una nave), pero todavía
no ha terminado de contar me sus desgracias. Como cuando un hombre contempla
embe lesado a un aedo que canta inspirado por los dioses y conoce versos
deseables para los hombres y éstos
desean escucharle sin cesar siempre que se pone a cantar , así me ha hechizado
éste sentado en mi morada. Asegura que es huésped de Odiseo por parte de padre
y que habitaba en Creta, donde está el linaje de Minos. Ha llegado de allí
sufriendo penalidades, después de mucho rodar, y afirma haber oído sobre Odiseo
vivo y cer cano, en el rico pueblo de los tesprotos; y trae a casa numero sos
tesoros.»
Y le dijo la prudente Penélope:
«Marcha, invítalo a venir aquí para
que me lo cuente en per sona. Que se diviertan éstos fuera o aquí en la casa,
puesto que su ánimo está alegre: y es que sus bienes están intactos en su
palacio; se los comen los siervos, en cambio ellos vienen todos los días a
nuestro palacio y, sacrificando toros y ovejas y gor das cabras, se banquetean
y beben el rojo vino sin mesura. Todo se está perdiendo, pues no hay un hombre
como Odiseo para apartar de su casa esta peste. Si Odiseo llegara a su sierra
patria haría pagar enseguida, junto con su hijo, las violencias de estos
hombres.»
Así habló, y Telémaco lanzó un gran
estornudo y toda la casa resonó espantosamente. Rióse Penélope y dirigió a Eu
meo aladas palabras:
«Marcha y haz venir frente a mí al
forastero. ¿No ves que mi hijo ha estornudado ante mis palabras? Por esto no
puede dejar de cumplirse la muerte para todos los pretendientes; na die podrá
alejar de ellos la muerte y las Keres. Voy a decirte otra cosa que has de poner
en tu interior: si reconozco que todo lo que dice es cierto, le vestiré de
túnica y manto, hermo sos vestidos.»
Así habló; marchó el porquero luego
que hubo escuchado su palabra y, poniéndose cerca, le dijo aladas palabras:
«Padre forastero, te llama la
prudente Penélope, la madre de Telémaco. Su ánimo la impulsa a preguntarte por
su esposo, ya que ha sufrido muchas penas. Y si reconoce que todo lo que le
dices es cierto, te vestirá de túnica y manto, cosas que más necesitas. También
podrás alimentar tu vientre pidiendo comida por el pueblo, y te dará quien lo
desee.»
Y le contestó el sufridor, el divino
Odiseo:
«Eumeo, contaría enseguida toda la
verdad a la hija de Ica rio, a la prudente Penélope -pues sé muy bien sobre
aquél y hemos recibido un infortunio semejante , pero temo a la multitud de los
terribles pretendientes, cuya soberbia y violen cia ha llegado al férreo cielo.
Además, cuando ese hombre me hizo daño golpeándome al cruzar el salón y sin hacer yo nada malo , ni Telémaco ni
ningún otro me protegió. Por esto aconsejo a Penélope que se quede en sus
habitaciones por mucho que desee salir hasta la puesta del sol. Pregún teme entonces
sobre el día del regreso de su esposo, sentada muy cerca del fuego, pues tengo
unos vestidos que dan pena y bien lo sabes tú, que ya te supliqué antes que a
nadie.»
Así habló, y marchó el porquero
cuando hubo escuchado su palabra. Cuando atravesaba el umbral le dijo Penélope:
« ¿No me lo traes, Eumeo? ¿Qué es lo
que ha pensado el va gabundo? ¿Es que tiene mucho miedo de alguien o se aver
güenza por otros motivos de cruzar la casa? Malo es un vaga bundo vergonzoso.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo,
diciendo:
«Ha hablado como le corresponde y
dice lo que pensaría cualquier otro que quiere evitar la soberbia de esos
hombres altivos. Conque te aconseja que esperes hasta la puesta del sol. Y es
que será para ti mucho mejor, reina, que estés sola cuan do dirijas tu palabra
al forastero o le escuches.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«No piensa como insensato el
forastero, sea como fuere, pues entre los mortales hombres no hay quienes
maquinen se mejantes maldades, llenos de arrogancia.»
Así habló ella, y el divino porquero
marchó hacia la multi tud de los pretendientes, una vez que le hubo manifestado
todo. Luego dirigió a Telémaco aladas palabras, manteniendo cerca su cabeza
para que no se enteraran los demás:
«Amigo, yo me marcho a vigilar los
cerdos y todo aquello, tu sustento y el mío. Ocúpate tú aquí de todo. Antes que
nada mira por tu seguridad y piensa la forma de que no te pase nada, que muchos
de los aqueos andan meditando males. ¡Oja lá los destruya Zeus antes de que nos
llegue la desgracia!»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Así será, abuelo. Márchate después
de merendar pero vuel ve al amanecer y trae hermosas víctimas, que yo y los
inmorta les nos cuidaremos de todo esto.»
Así habló; el porquero se sentó de
nuevo sobre la bien puli da banqueta y después de saciar su apetito con comida
y bebi da se puso en marcha hacia los cerdos, abandonando el patio y el mégaron
lleno de comensales.
Y éstos gozaban con la danza y el canto, pues ya había caído la
tarde.
CANTO XVIII
LOS PRETENDIENTES VEJAN
A ODISEO
En esto llegó un mendigo del pueblo
que solía pedir por la ciudad de Itaca y sobresalía por su vientre insaciable,
por comer y beber sin parar. No tenía vigor ni fortaleza, pero su cuerpo era
grande al mirarlo. Su nombre era Arneo, que se lo puso su soberana madre el día
de su nacimiento, pero todos los jóvenes le llamaban Iro, porque solía ir de
correveidile cuando alguien se lo mandaba. Cuando llegó, em pezó a perseguir a
Odiseo por su casa y le insultaba diciendo aladas palabras:
«Viejo, sal del pórtico, no sea que
te arrastre por el pie. ¿No has oído que todos me hacen guiños incitándome a
que te arrastre? Yo, sin embargo, siento vergüenza. Conque levánta te, no sea
que nuestra disputa llegue a las manos.»
Y mirándole torvamente dijo el muy
astuto Odiseo:
«Desgraciado, ni te hago daño alguno
ni te dirijo la palabra, y no siento envidia de que alguien te dé, aunque
recojas mu chas cosas. Este umbral tiene cabida para los dos y no tienes por
qué envidiar lo ajeno. Me pareces un vagabundo como yo y son los dioses los que
dan fortuna. Pero no me provoques a luchar, no sea que me irrites y, con ser
viejo, te empape de sangre el pecho y los labios. Así tendría más tranquilidad
para mañana, pues no creo que volvieras por segunda vez al palacio de Odiseo
Laertíada.»
Y el vagabundo Iro le contestó
airado:
«¡Ay, ay, qué deprisa habla este
gorrón que se parece a una vieja ennegrecida por el hollín! Y eso que podría yo
pensar en dañarle golpeándolo con las dos manos y arrancar todos los dientes de
sus mandíbulas, como los de un cerdo devorador de mieses, y tirarlos al suelo.
Ponte el ceñidor para que todos vean que luchamos; aunque ¿cómo podrías luchar
con un hombre más joven?»
Así es como se iban encolerizando
sobre el pulimentado pa vimento, delante de las elevadas puertas. La sagrada
fuerza de Antínoo oyó a los dos y sonriendo dulcemente dijo a los pre
tendientes:
«Amigos, nunca hasta ahora nos había
tocado en suerte una diversión como la que dios nos ha traído a esta casa. El
foras tero e Iro están incitándose mutuamente a llegar a las manos. Así que
empujémosles enseguida.»
Así dijo y todos comenzaron a reírse;
rodearon a los andra josos mendigos y les dijo Antínoo, hijo de Eupites:
« Escuchadme, ilustres pretendientes,
mientras os hablo. Hay en el fuego unos vientres de cabra, éstos que hemos deja
do para la cena llenándolos de grasa y de sangre. El que venza de los dos y
resulte más fuerte podrá levantarse él mismo y co ger el que quiera. Además,
podrá participar siempre de nuestro banquete y no permitiremos que ningún otro
mendigo se nos acerque a pedir.»
Así dijo Antínoo y les agradó su
palabra. Entonces el astuto Odiseo les dijo con intenciones engañosas:
«Amigos, no es posible que un viejo
luche con un hombre más joven, sobre todo si está abrumado por el infortunio,
pero el perverso vientre me empuja a que sucumba ante sus golpes. Conque,
vamos, juradme todos con firme juramento que nadie prestará ayuda a Iro y me
golpeará con mano pesada injusta mente, haciéndome sucumbir ante éste por la
fuerza.»
Así dijo, y todos juraron como les
había pedido. Así que cuando habían completado su juramento dijo entre ellos la
sa grada fuerza de Telémaco:
«Forastero, si tu corazón y tu
valeroso ánimo te empujan a defenderte de éste, no temas a ninguno de los
aqueos, pues tendrá que luchar contra muchos más quien te mate. Yo soy quien te
hospeda y los dos reyes Antínoo y Eurímaco, ambos discretos, aprueban mis
palabras.»
Así dijo, y todos asintieron. Así que
Odiseo ciñó sus miem bros con los andrajos y dejó al descubierto unos muslos
gran des y hermosos y al descubierto quedaron sus anchos hom bros, su torso y
sus pesados brazos.
Entonces Atenea se puso a su lado y
fortaleció los miem bros del pastor de su pueblo. Todos los pretendientes se
asom braron muy mucho y uno decía así al que tenía al lado:
«Pronto este Iro va a dejar de ser
Iro y tener la desgracia que se ha buscado; ¡menudos muslos deja ver el viejo a
través de sus andrajos!»
Así decían, y el corazón le dio un
vuelco a Iro de mala ma nera. Pero aun así los escuderos le ciñeron y
arrastraron a la fuerza atemorizado. Y sus carnes le temblaban en todo el cuer
po. Entonces Antínoo le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«¡Ojalá no existieras, fanfarrón, ni
hubieras nacido si tanto tiemblas y temes a éste, a un viejo abrumado por el
infortunio que le ha alcanzado! Pero te voy a decir algo que se va a cum plir:
Si éste te vence y resulta más fuerte, te meteré en negra nave y te enviaré al
continente, al rey Equeto, azote de to dos los mortales, para que te corte la
nariz y las orejas con cruel bronce y arrancando tus miembros se los arroje a
los pe rros para que se los coman crudos.»
Así dijo, el temblor se apoderó
todavía más de sus miem bros y lo arrastraron hacia el medio. Y los dos
extendieron sus brazos.
Entonces, el sufridor, el divino
Odiseo, dudó entre derri barlo de forma que su alma le abandonara al caer o
derribarlo suavemente y extenderlo en el suelo. Y mientras así dudaba le
pareció más ventajoso derribarlo suavemente para que los aqueos no sospecharan
nada. Así que levantando ambos los brazos, Iro golpeó a Odiseo en el hombro
derecho y Odiseo golpeó el cuello de Iro bajo la oreja y rompió por dentro sus
huesos. Al punto bajó por su boca la negra sangre y cayó al suelo gritando.
Pateaba contra el suelo y hacía rechinar sus dientes, y los ilustres
pretendientes levantaron sus manos y se morían de risa. Entonces Odiseo le asió
por el pie y lo arrastró a lo largo del pórtico hasta llegar al patio y las
puertas de la ga lería. Lo dejó sentado contra la cerca del patio, le puso el
bas tón entre las manos y le dirigió aladas palabras:
«Quédate ahí sentado para espantar a
cerdos y perros, y no pretendas ser jefe de forasteros y mendigos, miserable
como eres, no sea que te busques un mal todavía mayor.»
Así diciendo echó a sus hombros el
sucio zurrón rasgado por muchas partes, en el que había una correa retorcida,
volvió al umbral y se sentó. Los pretendientes entraron riéndose sua vemente y
le felicitaban con sus palabras, y uno de los jóvenes arrogantes decía así:
«Forastero, que Zeus y los demás
dioses inmortales te con cedan lo que más desees y sea caro a tu corazón, pues
has he cho que este insaciable deje de vagabundear por el pueblo. Pronto lo
llevaremos al continente, al rey Equeto, azote de to dos los mortales.»
Así decían y el divino Odiseo se
alegró con el presagio. Entonces Antínoo le puso al lado un gran vientre lleno
de gra sa y sangre. También Anfínomo puso a su lado dos panes que tomó de la
cesta, le ofreció vino en copa de oro y dijo:
«Salud, padre forastero; que seas
rico y feliz en el futuro, pues ahora estás envuelto en numerosas desgracias.»
Y contestándole dijo el muy astuto
Odiseo:
«Anfínomo, de verdad que me pareces
discreto, siendo hijo de tal padre, pues he oído la fama que tiene Niso de
Duliquia de ser gallardo y rico. Dicen que eres hijo de éste y pareces hombre
discreto. Por eso te voy a decir algo
préstame aten ción y escúchame : nada cría la tierra más endeble que el
hombre de cuantos seres respiran y caminan por ella. Mientras los dioses le
prestan virtud y sus rodillas son ágiles, cree que nunca en el futuro va a
recibir desgracias; pero cuando los dio ses felices le otorgan miserias,
incluso éstas tiene que soportar las con ánimo paciente contra su voluntad.
Pues el pensamien to de los hombres terrenos cambia con cada día que nos trae
el padre de hombres y dioses. También en otro tiempo yo estuve a punto de ser
rico y feliz entre los hombres, pero cometí nu merosas violencias cediendo a mi
fuerza y poder por confiar en mi padre y mis hermanos. Por esto ningún hombre
debe ser nunca injusto, sino retener en silencio los dones que los dioses le
hagan.
«Estoy viendo a los pretendientes
maquinar acciones seme jantes, trasquilando los bienes y deshonrando a la
esposa de un hombre que, te aseguro, no estará ya mucho tiempo lejos de los
suyos y su patria, por el contrario, está cerca. Conque ¡ojalá un dios te saque
de aquí y lleve a casa para no tener que en frentarte con aquél el día que
regrese a su tierra patria!; que creo no va a ser sin sangre la contienda entre
él y los preten dientes, cuando haya entrado en su hogar.»
Así habló, después de hacer libación
bebió el delicioso vino y volvió a depositar la copa en manos del conductor de
su pue blo. Éste marchó por el palacio acongojado en su corazón mo viendo la
cabeza, pues ya veía en su interior la perdición. Pero ni aun así consiguió
escapar a la muerte, que también a éste sujetó Atenea bajo los brazos de
Telémaco para que sucumbie ra con fuerza a su lanza.
Y volvió a sentarse en el sillón de
donde se había levantado.
Entonces la diosa de ojos brillantes,
Atenea, puso en la mente de la hija de Icario, la prudente Penélope, la idea de
aparecer ante los pretendientes, a fin de que ensanchara aún más el corazón de éstos y resultara aún más
respetable que an tes a los ojos de su esposo e hijo. Sonrió sin motivo, dijo
su pa labra a la despensera y la llamó por su nombre:
«Eurínome, mi ánimo desea, aunque
nunca antes lo deseó, mostrarme ante los pretendientes por odiosos que me sigan
siendo. Voy a decir a mi hijo una palabra que quizá le resulte provechosa: que
no se mezcle con los pretendientes, quienes le hablan bien, pero por detrás le
piensan mal.»
Y Eurínome, la despensera, le dirigió
su palabra:
«Sí, todo esto lo dices como te
corresponde, hija. Conque ve y di a tu hijo tu palabra y nada le ocultes, pero
antes lava tu cuerpo y pinta tus mejillas. No vayas con el rostro tan empapa do
de llanto, que es cosa mala andar siempre entre penas. Tu hijo es ya tan grande
como pedías a los inmortales verlo, cu bierto de barba.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«Eurínome, no digas, por más que te
cuides de mí, que lave mi cuerpo y unja mis mejillas con aceite, que los dioses
que ocupan el Olimpo me arrebataron la belleza el día que aquél se marchó en
las cóncavas naves. Pero dile a Autónoe e Hipoda mia que vengan, a fin de que
me acompañen por el palacio. No quiero presentarme sola ante hombres, pues
siento ver güenza.»
Así dijo, y la anciana atravesó el
mégaron para dar el recado a las mujeres y apremiarlas a que marcharan.
Entonces Atenea, la diosa de ojos
brillantes, concibió otra idea: derramó sobre la hija de Icario dulce sueño y
ésta echóse a dormir en la misma silla y todos los miembros se le afloja ron.
Entretanto, la divina entre las diosas le otorgó dones in mortales para que los
aqueos se admiraran al verla. En primer lugar limpió su hermoso rostro con la
belleza inmortal con que suele adornarse Citerea, de linda corona, cuando
comparte el deseable coro de las Gracias. También la hizo más alta y más fuerte
a la vista y la hizo más blanca que el marfil tallado. Rea lizado esto, sè
alejó la divina entre las diosas y llegaron del mé garon las siervas de blancos
brazos, acercándose con vocerío.
Entonces abandonó el sueño a
Penélope, frotóse las mejillas con sus manos y dijo:
«¡Qué blando letargo ha cubierto mis
sufrimientos! Ojalá la casta Artemis me proporcionara una muerte así de blanda
aho ra mismo, para no seguir consumiendo mi vida con corazón acongojado en la
nostalgia de las muchas virtudes de mi mari do, pues era el más excelente de
los aqueos.»
Así diciendo, abandonó el brillante
piso de arriba, pero no sola, que la acompañaban dos siervas. Cuando llegó
juntó a los pretendientes la divina entre las mujeres se detuvo junto a una
columna del ricamente labrado techo, sosteniendo ante sus mejillas un grueso
velo. Y una diligente sierva se colocó a cada lado. Las rodillas de los
pretendientes se debilitaron allí mismo
pues había hechizado su corazón con el deseo y todos de searon acostarse junto a ella en
la cama.
Entonces se dirigió a Telémaco, su
querido hijo:
«Telémaco, ya no tienes voluntad ni
juicio firmes. Cuando eras niño regías tus intereses aún mejor que ahora; en
cambio, ahora que eres grande y has alcanzado la medida de la juventud y eso que cualquiera pensaría que eres hijo
de un hombre rico mirando tu talla y hermosura, un ser de otro sitio , y no
tienes voluntad ni juicio como es debido. ¡Qué acción es esta que se ha
producido en el palacio...!, y tú que has permitido que se ultrajara a este
forastero... ¿Qué pasaría si un huésped alojado en nuestro palacio recibiera
este doloroso trato? Seguro que la vergüenza y el escarnio de las gentes serían
para ti.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Madre mía, no me voy a indignar
porque te irrites conmi go, que pienso en mi interior y sé muy bien cada cosa,
lo bue no y lo malo, aunque hasta ahora he sido todavía un niño. Pero no puedo
pensar en todo con discreción, pues me asustan éstos que se sientan a mi lado
maquinando maldades y yo no tengo quien me ayude. El altercado entre el
forastero e Iro se ha producido no por voluntad de los pretendientes, sino por
que aquél era más vigoroso.
«¡Ojalá por Zeus padre, Atenea y Apolo que los preten dientes inclinaran su cabeza
vencidos, en el patio los unos, dentro de la casa los otros, y se les aflojaran
los miembros de la misma forma que el desdichado Iro está ahora sentado con la
cabeza gacha, semejante a un borracho, sin poder tenerse en pie ni volver a
casa, pues sus miembros están flojos.»
Así se decían uno a otro. Y Eurímaco
se dirigió a Penélope con palabras:
« Hija de Icario, prudente Penélope,
si te contemplaran todos los aqueos de Argos de Yaso, serían muchos más los
pretendientes que se banquetearan desde el amanecer en vues tro palacio, pues
sobresales entre las mujeres por tu forma y talla y por el juicio que tienes
dentro bien equilibrado.»
Y le contestó luego la prudente
Penélope:
«Eurímaco, en verdad han destruido
los inmortales mis cua lidades forma y
cuerpo , el día en que los aqueos se embar caron para Ilión, y con ellos estaba
mi esposo Odiseo. Si al menos viniera él y cuidara mi vida, mayor sería mi
gloria y yo más bella, pero estoy afligida, pues son tantos los males que la
divinidad ha agitado contra mí. Cuando marchó Odiseo aban donando su tierra
patria, me tomó de la mano derecha por la muñeca y me dijo: "Mujer, no
creo que vuelvan incólumes de Troya todos los aqueos de buenas grebas, que
dicen que los troyanos son buenos luchadores, tanto lanzando el venablo como
las flechas o montando en veloces caballos, los cuales pueden decidir
rápidamente una gran contienda cuando está equilibrada. Por esto, no sé si va a
librarme dios o perecerá en la misma Troya. Cuida tú aquí de todo; presta
atención a mis padres en el palacio como ahora, o todavía más, cuando yo esté
lejos. Cuando veas que mi hijo ya tiene barba, cásate con quien desees y
abandona tu casa." Así dijo aquél y todo se está cumpliendo. Llegará la
noche en que el odioso matrimonio salga al encuentro de esta desgraciada a
quien Zeus ha quitado la felicidad. Pero me ha llegado al corazón esta terrible
aflic ción: no suele ser así al menos
antes no lo era el compor tamiento de
los pretendientes que quieren cortejar a una mujer noble, hija de un hombre
rico, rivalizando entre sí; suelen lle var vacas y rico ganado para festín de
los amigos de la novia y entregar a ésta brillantes presentes, pero no comerse
sin pagar una hacienda ajena.»
Así habló, y se llenó de alegría el
sufridor, el divino Odiseo porque trataba de arrancar regalos y hechizar sus
corazones con blandas palabras, mientras su mente revolvía otras inten ciones.
Entonces Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a ella:
«Hija de Icario, prudente Penélope,
recibe los dones que quieran traerte los aqueos
pues no es bueno rechazar un re galo , que nosotros no iremos a trabajo
ni a parte alguna has ta que te desposes con el mejor de los aqueos.»
Así habló Antínoo y les agradó su
palabra. Así que cada uno envió a un heraldo para que trajera presentes. A
Antínoo le trajo su heraldo un gran peplo hermoso, bordado y con doce broches
todos de oro encajados en sus bien dobladas corche tas. A Eurímaco le trajo
enseguida un collar adornado de oro, engarzado con ámbar, como un sol. Sus
siervos le llevaron a Euridamente dos pendientes con tres perlas, grandes como
moras, que despedían una gracia sin cuento. De casa de Pisan dro, el soberano
hijo de Polictor, trajo un siervo una garganti lla, hermoso adorno. Cada uno de
los aqueos llevó su hermoso regalo. Entonces subió la divina entre las mujeres
al piso supe rior y a su lado las siervas portaban los hermosísimos pre sentes.
Los pretendientes se entregaron a la
danza y al deseable canto y esperaron a que llegara la tarde, y cuando estaban
go zando se les echó encima la oscura tarde. Entonces colocaron tres parrillas
en el palacio para que les alumbraran, y en ellas madera seca, muy seca,
reseca, recién cortada con el bronce, y la mezclaron con teas. Y las siervas
del sufridor Odiseo se al ternaban para alumbrar. Entonces les dijo el mismo
hijo de los dioses, el muy astuto Odiseo:
«Siervas de Odiseo, señor vuestro
largo tiempo ausente, marchad a las habitaciones de la venerable reina y moved
la rueca junto a ella y divertidla sentadas en su estancia, o cardad copos de
lana en vuestras manos, que yo me quedaré aquí para ofrecer luz a todos éstos.
Aunque quieran aguardar a Eos, de hermoso trono, no me rendirán, que tengo
mucho aguante.»
Así dijo, y ellas se echaron a reír
mirándose unas a otras. Entonces empezó a censurarle con palabras de reproche
Me lanto de lindas mejillas (la había engendrado Dolio, pero la crió Penélope y
la cuidaba como a una hija y le daba juguetes, pero ni aun así sentía lástima
en su corazón por Penélope, sino que solía acostarse y hacer el amor con
Eurímaco). Ésta, pues, reprendió a Odiseo con palabras ultrajantes:
« Desgraciado forastero, estás tocado
en tus mientes; no quieres ir a dormir a casa del herrero ni al albergue público,
sino que te quedas aquí y hablas mucho con audacia, en medió de tantos hombres,
sin sentir miedo en tu corazón. Seguro que el vino se ha apoderado de tus
entrañas, o quizá siempre es así tu juicio y dices sandeces. Acaso estás fuera
de ti por vencer a Iro, el vagabundo? Cuidado, no se levante contra ti alguien
más fuerte que Iro y, golpeándote en la cabeza con pesadas manos, te arrastre
fuera del patio manchado de sangre.»
Y mirándola torvamente, le dijo el
muy astuto Odiseo:
«Perra, voy a ir a contar a Telémaco
lo que estás diciendo, para que te corte en pedazos.»
Así diciendo, espantó a las mujeres
con sus palabras y se pu sieron en camino por el palacio, y sus miembros
estaban flojos por el terror, pues pensaban que había dicho la verdad. Enton
ces Odiseo se puso junto a las parrillas ardientes para alum brarlos y dirigía
su mirada a todos ellos, pero su corazón revol vía dentro del pecho lo que no
iba a quedar sin cumplimiento.
Y Atenea no permitió que los
esforzados pretendientes con tuvieran del todo los escarnios que laceran el
corazón, para que el dolor se hundiera todavía más en el ánimo de Odiseo
Laertíada. Así que Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar ultrajando a
Odiseo y produjo risa a sus compañeros:
«Escuchadme, pretendientes de la famosa
reina, mientras os digo lo que mi corazón me ordena dentro del pecho. Este
hombre ha llegado a casa de Odiseo no sin la voluntad de los dioses, que me
parece que la luz de las antorchas sale de su misma cabeza, pues no le queda ni
un solo pelo.»
Así dijo, y luego se dirigió a
Odiseo, destructor de ciudades:
«Forastero, ¿querrías servirme como
jornalero, si te acepto, en el extremo del campo (y tu jornal será suficiente),
para construir cercas y plantar elevados árboles? Te ofrecería comida todo el
año y te daría ropa y calzado para tus pies. Aunque ahora que has aprendido
malas artes no querrás ponerte al tra bajo, sino mendigar por el pueblo para
alimentar tu insaciable estómago.»
Y le contestó diciendo el muy astuto
Odiseo:
«Eurímaco, si tú y yo rivalizáramos
en el trabajo durante el verano, cuando los días son largos, en la siega del
heno y yo tuviera una bien curvada hoz y tú otra igual para ponernos al trabajo
sin comer hasta el crepúsculo y hubiera
hierba , o si hubiera dos bueyes que arrear, los mejores bueyes, rojizos y
grandes, saciados ambos de heno, de igual edad y peso, nada endebles de
fortaleza, y hubiera un campo de cuatro fanegas y cediera el terrón al
arado..., entonces verías si soy capaz de ti rar un surco bien derecho.
«Lo mismo digo si hoy mismo el
Cronida moviera guerra en algún lado y tuviera yo escudo y un par de lanzas y
un yelmo de bronce bien ajustado a mis sienes; ibas a verme enzarzado entre los
primeros combatientes y no mentarías mi estómago para ultrajarme. Pero eres arrogante
y tu corazón es duro. Te crees grande y poderoso porque frecuentas la compañía
de gente pequeña y villana, pero si viniera Odiseo de vuelta a su tierra
patria, pronto estas puertas, con ser sobremanera an chas, te iban a resultar
estrechas cuando trataras de salir huyendo a través del pórtico.»
Así dijo, y Eurímaco se encolerizó
más todavía, y mirándole torvamente le dirigió aladas palabras:
«Ah, desgraciado, pronto voy a
producirte daño por lo que dices en presencia de tantos hombres sin sentir
miedo en tu corazón. Seguro que el vino se ha apoderado de tus entrañas o quizá
siempre es así tu juicio y dices sandeces. ¿Acaso estás fuera de ti por haber
vencido a Iro, el vagabundo?»
Así diciendo, cogió el escabel, pero
Odiseo fue a sentarse junto a las rodillas de Anfínomo de Duliquia por temor a
Eurí maco, y éste alcanzó al escanciador en el brazo derecho. La ja rra cayó al
suelo con estrépito y el copero se desplomó boca arriba gritando.
Los pretendientes alborotaron en el
sombrío palacio y uno decía así al que tenía cerca:
«¡Ojalá el forastero éste hubiera
muerto en otra parte antes de venir! Así no habría organizado tal alboroto.
Ahora, en cambio, estamos peleándonos por culpa de unos mendigos y no habrá
placer en el magnífico festín, pues está venciendo lo peor.»
Y la divina fuerza de Telémaco habló
entre ellos:
« Desdichados, estáis enloquecidos y
ya no podéis ocultar más tiempo los efectos de la comida y bebida. Sin duda os
em puja un dios. Conque marchaos a casa a dormir ahora que os habéis banqueteado
bien, cuando os lo ordene el ánimo, que yo no empujaré a nadie.»
Así dijo, y todos clavaron los
dientes en sus labios y se admiraban de Telémaco porque había hablado
audazmente. En tonces Anfínomo, ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de
Aretes, se levantó entre ellos y dijo:
«Amigos, que nadie se moleste por lo
dicho tan justamente, tocándole con palabras contrarias. No maltratéis tampoco
al forastero ni a ninguno de los esclavos del palacio del divino Odiseo.
Conque, vamos, que el copero haga una primera liba ción, por orden, en las
copas, para que una vez realizada mar chemos a casa a dormir. En cuanto al
forastero, dejémoslo en el palacio de Odiseo al cuidado de Telémaco, ya que es
a su casa donde ha llegado.»
Así dijo y a todos les agradó su
palabra. El héroe Mulio, he raldo de Duliquio, mezcló vino en la crátera era siervo de Anfínomo y, puesto en pie, repartió vino a todos.
Éstos li baron en honor de los dioses felices con delicioso vino y, cuando
habían hecho la libación y bebido cuanto quiso su áni mo, se pusieron en camino,
cada uno a su casa, para dormir.
CANTO XIX
LA ESCLAVA EURICLEA
RECONOCE A ODISEO
En cambio, el divino Odiseo se quedó
en el palacio idean do, con la ayuda de Atenea, la muerte contra los preten
dientes, y de súbito dijo a Telémaco aladas palabras:
«Telémaco, es preciso que lleves
adentro todas las armas y que, cuando los pretendientes las echen de menos y
pregunten, los engañes con estas suaves palabras: "Las he retirado del fue
go, pues ya no se parecen a las que dejó Odiseo cuando mar chó a Troya, que
están ennegrecidas hasta donde les ha alcan zado el aliento del fuego. Además,
un demón ha puesto en mi interior una razón más poderosa: no sea que os llenéis
de vino y, levantando disputa entre vosotros, lleguéis a heriros unos a otros y
a llenar de vergüenza el convite y vuestras pretensio nes de matrimonio; que el
hierro por sí solo arrastra al hom bre"».
Así dijo; Telémaco obedeció a su
padre, y llamando a su no driza Euriclea le dijo:
«Tata, reténme a las mujeres dentro
de las habitaciones del palacio mientras transporto a la despensa las
magníficas armas de mi padre a las que el humo ennegrece, pues están descuida
das por la casa mientras mi padre está ausente; que yo era has ta hoy un niño
pequeño, pero ahora quiero transportarlas para que no les llegue el aliento del
fuego.»
Y le respondió su nodriza Euriclea:
« Hijo, ¡ojalá hubieras adquirido ya
prudencia para cuidarte de la casa y guardar todas tus posesiones! Pero ¿quién
portará entonces la luz a tu lado?, pues no dejas salir a las esclavas; quienes
podrían alumbrarte.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«El forastero, éste, pues no
permitiré que esté ocioso el que toca mi vasija, aunque haya venido de lejos.»
Así dijo, y a ella se le quedaron sin
alas las palabras. Así que cerró las puertas de las habitaciones, agradables
para vivir.
Entonces se apresuraron Odiseo y su
resplandeciente hijo a llevar adentro los cascos y los abollados escudos y las
agudas lanzas, y por delante Palas Atenea hacía una luz hermosísima con una
lámpara. Y Telémaco dijo de pronto a su padre:
«Padre, es una gran maravilla esto
que veo con mis ojos: las paredes del palacio y los hermosos intercolumnios y
las vigas de abeto y las columnas que las soportan arriba se muestran a mis
ojos como si fueran de fuego encendido. Seguro que algún dios de los que poseen
el ancho cielo está dentro.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Calla y reténlo en tu pensamiento, y
no preguntes; ésta es la manera de obrar de los dioses que poseen el Olimpo.
Pero acuéstate, que yo me quedaré aquí para provocar todavía más a las esclavas
y a tu madre; ella me preguntará sobre cada cosa entre lamentos.»
Así dijo, y Telémaco, iluminado por
las brillantes antorchas, se puso en camino a través del palacio hacia el
dormitorio donde solía acostarse cuando le llegaba el dulce sueño. También
entonces se acostó allí y aguardaba a Eos divina. En cambio el divino Odiseo se
quedó en el mégaron ideando, con la ayuda de Atenea, la muerte contra los
pretendientes.
Entonces salió de su dormitorio la prudente Penélope seme jante
a Artemis o a la dorada Afrodita. Le habían colocado junto al hogar el sillón
bien labrado con marfil y plata donde solía sentarse. Lo había fabricado en
otro tiempo el artífice Ic malio y, unido a él, había puesto para los pies un
escabel sobre el que se echaba una gran piel. Allí se sentó la discreta Penélo
pe y llegaron del mégaron las esclavas de blancos brazos; reti raron el
abundance pan y las mesas y copas donde bebían los arrogantes varones, y
arrojaron al suelo el fuego de las parri Ilas amontonando sobre él mucha leña
para que hubiera luz y para calentar. Entonces Melanto reprendió a Odiseo por
se gunda vez:
«Forastero, ¿es que incluso ahora,
por la noche, vas a im portunar dando vueltas por la casa y espiar a las
mujeres? Vete afuera, desdichado, y contente con la comida, o vas a salir
afuera enseguida, aunque sea alcanzado por un tizón.»
Y mirándola torvamente le dijo el muy
astuto Odiseo:
«Desdichada, ¿por qué te diriges
contra mí con ánimo irrita do? ¿Acaso porque voy sucio y visto mi cuerpo con
ropa mise rable y pido limosna por el pueblo? La necesidad me empuja; así son
los mendigos y los vagabundos. También yo en otro tiempo habitaba feliz mi
próspera casa entre los hombres y muchas veces daba a un vagabundo, de cualquier
ralea que fuese, cualquier cosa que precisara al llegar. Y eso que tenía in
numerables esclavos y muchas otras cosas con las que la gente vive bien y se la
llama rica. Pero Zeus Cronida me las arrebató, pues así lo quiso. Por esto,
¿cuidado, mujer!, no sea que al gún día también tú pierdas toda la hermosura
por la que ahora, desde luego, brillas entre las esclavas: no vaya a ser que tu
se ñora se irrite y enfurezca contigo, o llegue Odiseo, pues aún hay una parte
de esperanza. Y si éste ha perecido y no es posi ble que regrese, sin embargo
ya tiene, por voluntad de Apo lo, un hijo como Telémaco a quien ninguna de las
mujeres del palacio le pasa inadvertida si es insensata, pues ya no es tan
joven.»
Así dijo: le escuchó la prudence
Penélope y respondió a la esclava, le habló y la llamó por su nombre:
«¡Atrevida, perra desvergonzada!, no
se me oculta que co metes una mala acción que pagarás con tu cabeza.
Sabías pues me lo has oído a mí
misma que iba a preguntar al forastero
en mis habitaciones acerca de mi esposo, pues estoy afligida intensamente.»
Así dijo, y luego se dirigió a la
despensera Eurínome:
«Eurínome, trae ya una silla y sobre
ella una piel para que se siente y diga su palabra el forastero y escuche la
mía. Quiero interrogarle.»
Así dijo; ésta llevó enseguida una
pulimentada silla y sobre ella extendió una piel donde se sentó después el
sufridor, el di vino Odiseo. Y entre ellos comenzó a hablar la prudente Pené
lope:
«Forastero, esto es lo primero que
quiero preguntarte: ¿quién de los hombres eres y de dónde? ¿Donde están tu ciu
dad y tus padres?
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Mujer, ninguno de los mortales sobre
la inmensa tierra po dría censurarte, pues en verdad tu gloria llega al ancho
cielo como la de un irreprochable rey que, reinando con terror a los dioses
sobre muchos y valerosos hombres, sustenta la justicia y produce la negra
tierra trigo y cebada y se inclinan los árboles por el fruto, y las ovejas
paren robustas y el mar proporciona peces por su buen gobierno, y el pueblo es
próspero bajo su cetro. Con todo, hazme cualquier otra pregunta en tu casa,
pero no me preguntes por mi linaje y tierra patria, no sea que cargues más mi
espíritu de penas con el recuerdo. En verdad soy muy desgraciado, pero no está
bien sentarse en casa ajena a gemir y lamentarse que es cosa mala sufrir siempre sin descanso
, no sea que alguna de las esclavas se enoje contra mí o tú misma
y diga que derramo lágrimas por tener la mente pesada por el vino.»
Y le respondió la prudente Penélope:
«Forastero, en verdad los inmortales
destruyeron mis cuali dades figura y
cuerpo el día en que los argivos se
embar caron para Ilión y entre ellos estaba mi esposo, Odiseo. Si al menos
volviera él y cuidara de mi vida, mayor sería mi gloria y yo más bella. Pero
ahora estoy afligida, pues son tantos los males que la divinidad ha agitado
contra mí; pues cuantos no bles dominan sobre las islas, en Duliquio y Same, y
la boscosa Zante, y los que habitan en la misma Itaca, hermosa al atarde cer,
me pretenden contra mi voluntad y arruinan mi casa. Por esto no me cuido de los
huéspedes ni de los suplicantes y tam poco de los heraldos, los ministros
públicos, sino que en la nostalgia de Odiseo se consume mi corazón. Éstos
tratan de apresurar la boda, pero yo tramo engaños. Un dios me inspiró al
principio que me pusiera a tejer un velo, una tela sutil e ina cabable, y
entonces les dije: "Jóvenes pretendientes míos, pues to que ha muerto el
divino Odiseo, aguardad mi boda hasta que acabe un velo no sea que se me destruyan inútiles los hilos
, un sudario para el héroe Laertes, para cuando le al cance el destino fatal de
la muerte de largos lamentos; no vaya a ser que alguna entre el pueblo de las
aqueas se irrite contra mí si es enterrado sin sudario el que tanto
poseyó." Así les dije, y su ánimo generoso se dejó persuadir. Entonces
hilaba sin pa rar durance el día la gran tela y la deshacía durante la noche,
poniendo antorchas a mi lado. Así engañé y persuadí a los aqueos durante tres
años, pero cuando llegó el cuarto y se su cedieron las estaciones en el
transcurrir de los meses y pa saron
muchos días , por fin me sorprendieron por culpa de mis esclavas ¡perras, que no se cuidan de mi! y me re prendieron con sus palabras. Así que
tuve que terminar el velo y no voluntariamente, sino por la fuerza.
«Ahora no puedo evitar la boda ni
encuentro ya otro ardid. Mis padres me impulsan a casarme y mi hijo se indigna
cuando devoran nuestra riqueza, pues se da cuenta, que ya es un hom bre muy
capaz de guardar su casa y Zeus le da gloria. Pero, con todo, dime tu linaje y
de dónde eres, pues seguro que no has nacido de una encina de antigua historia
ni de un pe ñasco.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Venerable mujer de Odiseo Laertíada,
¿no vas a dejar de preguntarme sobre mi linaje? Te lo voy a contar aunque me
vas a hacer un regalo de penas todavía más numerosas que las que me cercan pues ésta es la costumbre cuando un hombre
está ausente de su patria durante tanto tiempo como yo, erran te por muchas
ciudades de mortales soportando males, pero aun así te voy a contestar a lo que
me preguntas e inquieres. Creta es una tierra en medio del ponto, rojo como el
vino, her mosa y fértil, rodeada de mar. En ella hay numerosos hom bres,
innumerables, y noventa ciudades en las que se mezclan unas y otras lenguas. En
ellas están los aqueos y los magnáni mos eteocretenses, en ellas los cidones y
los dorios divididos en tres tribus, y los divinos pelasgos. Entre estas
ciudades está Cnossós, una gran urbe donde reinó durante nueve años Minos,
confidente del gran Zeus, padre de mi padre el magná nimo Deucalión. Éste nos
engendró a mí y al soberano Idome neo, quien, juntamente con los Atridas,
marchó a Ilión en las corvas naves. Mi ilustre nombre es Etón y soy el más
joven, que él es mayor y más valiente. Allí fue donde vi a Odiseo y le di los
dones de hospitalidad, pues lo había llevado a Creta la fuerza del viento
cuando se dirigía hacia Troya, después de apartarlo de las Mareas. Había
atracado en Amniso, cerca de donde está la gruta de Ilitia, en un puerto
difícil, escapando a duras penas a las tormentas. Enseguida subió a la ciudad y
preguntó por Idomeneo, pues decía que era su huésped queri do y respetado. Era
la décima o la undécima aurora desde que había partido con sus cóncavas naves
hacia Ilión. Yo lo llevé a palacio y le procuré digna hospitalidad; le honré
gentilmente con la abundancia de cosas que había en la casa y tanto a él como a
sus compañeros les di harina a expensas del pueblo y rojo vino que reuní, y
bueyes para sacrificar, a fin de que sa ciaran su apetito.
«Allí permanecieron doce días los divinos aqueos, pues so plaba
Bóreas, el viento impetuoso, y no dejaba estar de pie so bre el suelo algún funesto demón lo había levantado , pero
al decimotercero cayó el viento y se dieron a la mar.»
Amañaba muchas mentiras al hablar,
semejantes a verdades, y mientras ella le oía le corrían las lágrimas y se le
consumía el cuerpo. Lo mismo que en las altas montañas se derrite la nieve a la
que funde Euro después que Céfiro la hace caer
y cuando está fundida los ríos aumentan su curso , así se fun dían sus
hermosas mejillas vertiendo lágrimas por su marido, que estaba a su lado.
Odiseo sentía piedad por su mujer
cuando sollozaba, pero los ojos se le mantuvieron firmes como si fueran de
cuerno o hierro, inmóviles en los párpados. Y ocultaba sus lágrimas con engaño.
De nuevo le contestó con palabras y dijo:
«Forastero, ahora quiero probar si
de verdad albergaste en tu palacio a mi esposo, como afirmas, junto con sus
compañe ros, semejantes a los dioses. Dime cómo eran los vestidos que cubrían
su cuerpo y cómo era él mismo, y háblame de sus compañeros, los que le
seguían.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Mujer, es difícil decirlo después
de tan larga separación, pues ya hace veinte años que marchó de allí y dejó mi
patria, pero aun así te lo diré como mi corazón me lo pinta. El divino Odiseo
tenía un manto purpúreo de lana, manto doble que su jetaba un broche de oro con
agujeros dobles y estaba bordado por delante: un perro sujetaba entre las patas
delanteras a un cervatillo moteado y lo miraba fijamente forcejear. Y esto es
lo que asombraba a todos, que, siendo de oro, el uno miraba al cervatillo
mientras lo ahogaba y el otro, deseando escapar, forcejeaba con los pies.
También vi alrededor de su cuerpo una túnica resplandeciente y como binza de
cebolla seca; ¡tan suave era y brillante como el sol! Muchas mujeres la
contemplaban con admiración. Pero te voy a decir una cosa que has de poner en
tu interior: no sé si Odiseo rodeaba su cuerpo con ellas ya en casa o se las
dio, al marchar sobre la veloz nave, alguno de sus compañeros o tal vez incluso
algún huésped (ya que Odi seo era amigo para muchos), pues pocos entre los aqueos
eran semejantes a él.
«También yo le di una broncínea
espada y un manto doble, hermoso, purpúreo, y una túnica orlada, y lo despedí
respetuo samente sobre su nave de sólidos bancos. Le acompañaba un heraldo un
poco mayor que él, de quien también te voy a decir cómo era exactamente: caído
de hombros, negra la tez, rizado el cabello y de nombre Euribates. Odiseo le
honraba por enci ma de sus otros compañeros porque le concebía pensamientos
ajustados.»
Así dijo, y a ella se le levantó aún
más el deseo de llorar al reconocer las señales que le había dicho Odiseo con
exactitud. Y luego que se hubo saciado del gemido de abundantes lágrimas le
respondió con palabras y dijo:
«Forastero, aunque ya antes eras
digno de compasión, ahora vas a ser querido y respetado en mi palacio, pues yo
misma le di esas vestiduras que dices
las traje dobladas de la despensa y les puse un broche resplandeciente
para que fuera un adorno para él; pero ya no lo recibiré nunca de vuelta en
casa, pues con funesto destino marchó Odiseo en cóncava nave para ver la
maldita Ilión, que no hay que nombrar.»
Y la respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Mujer venerada de Odiseo Laertíada,
ya no desfigures más tu hermoso cuerpo ni consumas tu espíritu lamentando a tu
esposo. Aunque en nada te he de reprender, pues cualquier mujer se lamenta de
haber perdido a su legítimo esposo con quien ha engendrado hijos uniéndose en
amor, aunque sea dis tinto de Odiseo, de quien dicen que era semejante a los
dioses. Pero deja de gemir y atiende a mi palabra, pues te voy a hablar
sinceramente y no lo voy a ocultar que ya he oído acerca del regreso de Odiseo,
que está cerca y vivo en el rico pueblo de los tesprotos. También trae muchos y
maravillosos bienes que ha mendigado por el pueblo, pero ha perdido a sus
leales com pañeros y la cóncava nave en el ponto, rojo como el vino, cuando
venía de la isla de Trinaquía, pues estaban airados con tra él Zeus y Helios,
porque sus compañeros había matado las vacas de éste. Así que todos ellos
perecieron en el alborotado ponto, pero a él lo empujó el oleaje sobre la
quilla de su nave hacia tierra firme, hacia la tierra de los feacios, que han
nacido cercanos a los dioses. Éstos le honraron de corazón como a un dios y le
dieron muchas cosas, y querían llevarlo ellos mismos a su patria sano y salvo.
Podría estar aquí Odiseo hace mucho tiempo, pero a su ánimo le pareció más
ventajoso marchar por tierra para reunir mucha riqueza. Así es como sobresale
Odi seo por su mucha astucia entre los mortales hombres y ningún otro mortal
podría rivalizar con él. Así me lo decía Fidón, el rey de los tesprotos, y juró
delante de mí mientras hacía liba ción en su casa, que había echado su nave al
mar y estaban dis puestos los compañeros que iban a llevarlo a su tierra
patria, pero a mí me envió antes, pues marchaba casualmente una nave de
Tesprotos a Duliquio, rica en trigo. Y me mostró cuantas riquezas había reunido
Odiseo; podrían alimentar a otro hombre hasta la décima generación: ¡tantos
tesoros tenía depositados en el palacio del rey! También me dijo que Odiseo
había marchado a Dodona para escuchar la voluntad de Zeus, el que habla desde
la divina encina de elevada copa, para ente rarse si debía volver a las claras
u ocultamente a su tierra pa tria, después de tantos años de ausencia. Así
pues, él está a salvo y vendrá muy pronto, no permaneciendo ya largo tiem po
lejos de los suyos y de su tierra patria.
«Sin embargo, te haré un juramento:
sea testigo Zeus antes que nadie, el más excelso y poderoso de los dioses, y el
Hogar del irreprochable Odiseo, al que he llegado, que todo esto se cumplirá
como yo digo; durante este mismo año vendrá Odi seo, cuando se haya acabado
este mes y comenzado el si guiente.»
Y se dirigió a él la prudente
Penélope:
«Forastero, ¡ojalá llegara a
cumplirse esa palabra! Rápida mente conocerías mi amistad y muchos regalos de
mi parte, hasta el punto de que cualquiera que contigo topara te llamaría
dichoso. Pero mis presentimientos son y
así sucederá preci samente que ni Odiseo
volverá ya a casa ni tú lograrás con seguir una escolta, puesto que no hay en
la casa jefes como era Odiseo entre los hombres
si es que alguna vez existió para dar escolta y recibir a sus venerables
huéspedes. Vamos, sier vas, lavadlo y ponedle un lecho, mantas y sábanas
resplande cientes, y así, bien caliente, le llegue Eos de trono de oro. Al
amanecer lavadle y ungidle y que se ocupe de comer sentado en la sala junto a
Telémaco. Será doloroso para aquel de los pretendientes que, por envidia,
llegara a molestarlo. Ninguna otra acción llevará a cabo aquí dentro, aunque se
irrite terrible mente. ¿Cómo podrías saber, forastero, que aventajo a las de
más mujeres en inteligencia y consejo si comieras en el palacio sucio, vestido
miserablemente? Los hombres son de corta vida; para quien es cruel y tiene
sentimientos crueles piden to dos los mortales tristezas en el futuro mientras
viva, y una vez que está muerto todos le insultan. En cambio, el que es
irreprochable y tiene sentimientos irreprochables... la fama de éste la llevan
sus huéspedes a todos los hombres. Y muchos lo lla man noble.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Mujer venerable de Odiseo Laertíada,
las mantas y las res plandecientes sábanas me disgustan desde el día en que
dejé los nevados montes de Creta marchando sobre la nave de largos remos. Me
voy a acostar como antes, cuando dormía noches insomnes, pues ya he descansado
muchas noches en lecho mi serable aguardando a Eos, de hermoso trono. Tampoco
son agradables a mi ánimo los baños de pies; ninguna mujer tocará mi pie de las
que te son servidoras en el palacio, si no hay al guna muy anciana y de
sentimientos fieles que haya soportado en su ánimo tantas cosas como yo. A ésa
no le impediría tocar mis pies.»
Y se dirigió a él la prudente
Penélope:
«Huésped, amigo, pues jamás ha
Ilegado a mi casa ningún hombre tan sensato de entre los huéspedes de lejanas
tierras; con qué sabiduría dices todo, con qué discreción. Tengo una anciana
que alberga en su mente decisiones discretas, la que alimentó y crió a aquel
desdichado recibiéndolo en sus brazos cuando lo parió su madre. Ésta te lavará
los pies, aunque está muy débil. Conque, vamos, levántate enseguida, prudente
Eu riclea, y lava al compañero en edad de tu soberano. También estarán así los
pies y manos de Odiseo, pues los mortales enve jecen enseguida en medio de la
desgracia.»
Así dijo; la anciana se ocultaba con
las manos el rostro y de rramaba calientes lágrimas, y dijo lastimera palabra:
«¡Ay, hijo mío, que no tenga yo
remedios para ti...! Con te ner el ánimo temeroso de los dioses, Zeus to ha
odiado más que a los demás hombres, que jamás mortal alguno quemó tan tos
pingües muslos para Zeus, el que se alegra con el rayo, ni excelentes
hecatombes como tú le has ofrecido con la súplica de poder llegar a una
ancianidad feliz y poder alimentar a un hijo ilustre. En cambio sólo a ti to ha
privado del brillante día del regreso. Tal vez se burlen también así de aquél
las esclavas de hospedadores de lejanas tierras cuando llegue al magnífico
palacio de alguno, como se burlan de ti todas estas perras a las que no
permites que te laven para evitar el escarnio y numero sos oprobios. A mí, sin
embargo, me lo ordena la hija de Ica rio, la prudente Penélope, aunque no
contra mi voluntad. Por esto te lavaré los pies, por la propia Penélope y a la
vez por ti mismo, pues se me conmueve dentro el ánimo con tus penas. Pero,
vamos, atiende ahora a una palabra que to voy a decir: muchos forasteros
infortunados han venido aquí, pero creo que jamás he visto a ninguno tan
parecido a Odiseo en el cuer po, voz y pies, como tú.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Anciana, así dicen cuantos nos han
visto con sus ojos, que somos parecidos el uno al otro, como tú misma dices
dándote cuenta.»
Así dijo; la anciana tomó un caldero
reluciente y le lavaba los pies; echó mucha agua fría y sobre ella derramó
caliente. Entonces Odiseo se sentó junto al hogar y se volvió rápida mente
hacia la oscuridad, pues sospechó enseguida que ésta, al cogerlo, podría
reconocer la cicatriz y sus planes se harían ma nifiestos. La anciana se acercó
a su soberano y lo lavaba. Y enseguida reconoció la cicatriz que en otro tiempo
le hiciera un jabalí con su blanco colmillo cuando fue al Parnaso en compañía
de Autólico y sus hijos, el padre ilustre de su madre, que sobresalía entre los
hombres por el hurto y el juramento. Se lo había concedido el dios Hermes, pues
en su honor quemaba muslos de corderos y cabritos en agradecimiento y éste le
asis tía benévolo. Cuando Autólico fue a la opulenta población de Itaca, se
encontró a un hijo recién nacido de su hija. Euriclea lo puso sobre sus
rodillas cuando había terminado de cenar y le habló y llamó por su nombre:
«Autólico busca tú mismo un nombre
para el hijo de tu hija, pues muy deseado es para ti.»
Y a su vez respondió Autólico y dijo:
«Yerno e hija mía, ponedle el nombre
que voy a decir. Ya que he llegado hasta aquí enfadado con muchos hombres y mujeres
a través de la fértil tierra, que su nombre epónimo sea Odiseo. Y cuando en la
plenitud de la juventud llegue a la gran casa materna, al Parnaso donde tengo
las riquezas, yo le daré de ellas y lo despediré contento.»
Por esto había marchado Odiseo, para
que le diera espléndi dos regalos. Autólico y los hijos de Autólico le
acogieron cari ñosamente con las manos y con dulces palabras. Y la madre de su
madre, Anfitea, abrazó a Odiseo y le besó la cabeza y her mosos ojos. Autólico
ordenó a sus gloriosos hijos que dispusie ran la comida y éstos escucharon al
que se lo mandaba. Ense guida llevaron un toro de cinco años, lo desollaron,
prepara ron y dividieron todo; lo partieron habilidosamente, lo clava ron en
asadores y después de asarlo cuidadosamente distri buyeron los panes. Así que
comieron durante todo el día, has ta que se puso el sol, y nadie carecía de un
bien distribuido ali mento. Y cuando el sol se puso y cayó la noche, se
acostaron y recibieron el don del sueño.
Tan pronto como se mostró Eos, la
hija de la mañana, la de dedos de rosa; salieron de cacería los perros y los
mismos hijos de Autólico, y entre ellos iba el divino Odiseo. Ascendieron al
elevado monte Parnaso, vestido de selva, y enseguida llegaron a los ventosos
valles. El sol caía sobre los campos cultivados recién salido de las plácidas y
profundas corrientes de Océano, cuando llegaron los cazadores a un valle.
Delante de ellos iban los perros buscando las huellas y detrás los hijos de
Autólico, y entre ellos marchaba el divino Odiseo blandiendo, cerca de los
perros, su lanza de larga sombra. Un enorme jabalí estaba tum bado en una densa
espesura a la que no atravesaba el húmedo soplo de los vientos al agitarse ni
golpeaba con sus rayos el resplandeciente Helios ni penetraba la lluvia por
completo ¡tan densa era! , y una gran
alfombra de hojas la cubría. Llegó al jabalí el ruido de los pies de hombres y
perros cuando marchaban cazando y desde la espesura, erizada la crin y bri
Ilando fuego sus ojos, se detuvo frente a ellos. Odiseo fue el primero en
acometerlo, levantando la lanza de larga sombra con su robusta mano deseando
herirlo. El jabalí se le adélantó y le atacó sobre la rodilla y, lanzándose
oblicuamente, desgarró con el colmillo mucha carne, pero no llegó al hueso del
mortal. En cambio Odiseo le hirió alcanzándole en la paletilla de recha y la
punta de la resplandeciente lanza lo atravesó de par te a parte y cayó en el
polvo dando chillidos, y escapó volando su ánimo. Enseguida le rodearon los
hijos de Autólico, venda ron sabiamente la herida del irreprochable Odiseo
semejante a un dios y con un conjuro retuvieron la negra sangre.
Pronto llegaron a casa de su padre y
Autólico y los hijos de Autólico lo curaron bien, le dieron espléndidos regalos
y, ale gres, lo enviaron contento a su patria Itaca.
Su padre y venerable madre se
alegraron al verlo volver y le preguntaban detalladamente por la cicatriz, qué
le había pasa do. Y él les contó con detalle cómo mientras cazaba, le había
herido un jabalí con su blanco colmillo al marchar al Parnaso con los hijos de
Autólico.
La anciana tomó entre las palmas de sus manos esta cicatriz y
la reconoció después de examinarla. Soltó el pie para que se le cayera y la
pierna cayó en el caldero. Resonó el bronce, in clinóse él hacia atrás, hacia el
lado opuesto, y el agua se derramó por el suelo. El gozo y el dolor invadieron
al mismo tiem po el corazón de la anciana y sus dos ojos se llenaron de lágri
mas, y su floreciente voz se le pegaba. Asió de la barba a Odi seo y dijo:
«Sin duda eres Odiseo, hijo mío: no
te había reconocido an tes de ahora, hasta tocar a todo mi señor.»
Así dijo e hizo señas a Penélope con
los ojos queriendo indi car que su esposo estaba dentro. Pero ésta no pudo
verla, aun que estaba enfrente, ni comprenderla, pues Atenea le había distraído
la atención. Entonces Odiseo acercó sus manos, la asió de la garganta con la
derecha y con la otra la atrajo hacia sí diciendo:
«Nodriza, ¿por qué quieres perderme?
Tú misma me criaste sobre tus pechos. Ya he llegado a la tierra patria tras
sufrir muchas penalidades, a los veinte años. Pero ya que te has dado cuenta y
un dios lo ha puesto en tu interior, calla, no vaya a ser que se dé cuenta
algún otro en el palacio; porque te voy a decir esto y ciertamente se va a
cumplir: si con la ayuda de un dios hiciese sucumbir a los ilustres
pretendientes, no te perdo naré ni a ti, con ser mi nodriza, cuando mate a las
otras esclavas en mi palacio.»
Y le contestó la prudente Euriclea:
«Hijo mío, ¡qué palabra ha escapado
del cerco de tus dientes! Sabes que mi ánimo es firme y no domable; me
mantendré como una sólida piedra o como el hierro. Te voy a decir otra cosa que
has de poner en tu interior: si por tu causa un dios hace sucumbir a los
ilustres pretendientes, entonces te hablaré minuciosamenre respecto a las
mujeres del palacio, quiénes te deshonran y quiénes son inocentes.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Nodriza, ¿por qué me las vas a
señalar tú? Yo mismo las observaré y conoceré a cada una, pero mantén en
silencio tus palabras y confía en los dioses.»
Así dijo, y la anciana marchó a
través del mégaron para traer agua de lavar los pies, pues la primera se había
derrama do toda. Y después que lo lavó y ungió con espeso aceite, de nuevo
arrastró Odiseo la silla cerca del fuego para calentarse, y ocultó la cicatriz
con los andrajos.
Y la prudente Penélope comenzó a
hablar entre ellos:
«Forastero, sólo esto te voy a
preguntar, poco más, que va a ser pronto la hora de dormir para aquel de quien
el sueño se apodere dulcemente, aun estando afligido. A mí me ha dado un dios
una pena inmensa, pues durante el día, aunque me la mente y gima, me complace
atender a mis labores y las de las esclavas en el palacio, pero luego que llega
la noche y el sueño las invade a todas, yazco en el lecho mientras agudas
angustias inquietan sin cesar mi agitado corazón. Como cuando la hija de
Pandáreo, el amarillo Aedón, canta hermosamente recién entrada la primavera
sobre el tupido follaje de los árboles
cambia a menudo de tono y vierte su voz de múltiples ecos llo rando a su
hijo Itilo, hijo del rey Zeto, a quien en otro tiempo mató con el bronce sin
darse cuenta , así también mi áni mo vacila entre permanecer junto a mi hijo y
guardar todo in tacto, mis bienes y esclavas y la casa grande de elevada te
chumbre, por vergüenza al lecho conyugal y a las habladurías del pueblo, o
seguir a aquel de los aqueos que sea el mejor y me pretenda en el palacio entregándome
innumerables presen tes de boda. Porque mientras mi hijo era todavía pequeño e
irreflexivo no me permitía casarme y abandonar la casa de mi esposo, pero ahora
que es mayor y ha llegado al límite de la edad juvenil, incluso desea que me
marche del palacio, indig nado por los bienes que le comen los aqueos.
«Conque, vamos, interprétame este
sueño, escucha: veinte gansos comían en mi casa trigo remojado con agua y yo me
alegraba contemplándolos, pero vino desde el monte una gran águila de corvo
pico y a todos les rompió el cuello y los mató, y ellos quedaron esparcidos por
el palacio, todos juntos, mientras el águila ascendía hacia el divino éter. Yo
lloraba a gritos, aunque era un sueño, y se reunieron en torno a mí las aqueas
de lindas trenzas, mientras me lamentaba quejumbrosamente de que el águila me
hubiera matado a los gansos. Entonces volvió ésta y se posó sobre la parte
superior del palacio y, lla mando con voz humana, dijo: "Cobra ánimos,
hija del muy ce lebrado Icario, que no es un sueño, sino visión real y feliz
que habrá de cumplirse. Los gansos son los pretendientes y yo an tes era el
águila, pero ahora he regresado como esposo tuyo, yo que voy a dar a todos los
pretendientes un destino ignominioso." Así dijo y luego me abandonó el dulce
sueño. Cuando miré en derredor vi a los gansos en el palacio comiendo trigo
junto a la gamella en el mismo sitio de costumbre.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Mujer, no es posible en modo alguno
interpretar el sueño dándole otra intención, después que el mismo Odiseo te ha
manifestado cómo lo va a llevar a cabo. Clara parece la muerte para los
pretendientes, para todos en verdad; ninguno escapará a la muerte y a las
Keres.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«Forastero, sin duda se producen sueños inescrutables y de
oscuro lenguaje y no todos se cumplen para los hombres. Por que dos son las
puertas de los débiles sueños: una construida con cuerno, la otra con marfil.
De éstos, unos llegan a través del bruñido marfil, los que engañan portando palabras
irreali zables; otros llegan a través de la puerta de pulimentados cuer nos,
los que anuncian cosas verdaderas cuando llega a verlos uno de los mortales. Y
creo que a mí no me ha llegado de aquí el terrible sueño, por grato que fuera
para mí y para mi hijo.
«Te voy a decir otra cosa que has de
poner en tu interior: esta aurora llegará infausta, pues me va a alejar de la
casa de Odiseo. Voy a establecer un certamen, las hachas de combate que aquél
colocaba en línea recta como si fueran escoras, doce en total. Él se colocaba
muy lejos y hacía pasar el dardo una y otra vez a través de ellas. Ahora voy a
establecer este certamen para los pretendientes y el que más fácilmente tienda
el arco entre sus manos y haga pasar una flecha por todas las doce hachas, a
ése seguiré inmediatamente dejando esta casa legítima, muy hermosa, llena de
riquezas. Creo que algún día me acordaré de ella incluso en sueños.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Mujer venerable de Odiseo Laertíada,
no difieras por más tiempo ese certamen en tu casa, pues el muy astuto Odiseo
lle gará antes de que ellos toquen ese pulido arco, tiendan la cuer da y
atraviesen el hierro con la flecha.»
Y le dijo a su vez la prudente
Penélope:
«Si quisieras deleitarme, forastero,
sentado junto a mí en la sala, no se me vertería el sueño sobre los párpados,
pero no es posible que los hombres estén siempre sin dormir, que los in
mortales han establecido una porción para cada uno de los mortales sobre la
fértil tierra. Así que subiré al piso de arriba y me acostaré en el funesto
lecho, siempre regado por mis lágri mas desde que Odiseo marchó a la maldita
Ilión que no hay que nombrar. Allí me acostaré; tú acuéstate en esta estancia
extendiendo algo por el suelo, o que te pongan una cama.»
Así diciendo, subió al
resplandeciente piso superior; mas no sola, que con ella marchaban también las
otras esclavas.
Y cuando hubo subido al piso superior
con las esclavas, se puso a llorar a Odiseo, su esposo, hasta que la de ojos
brillan tes le infundió sueño sobre los párpados, Atenea.
CANTO XX
LA ÚLTIMA CENA DE LOS
PRETENDIENTES
Entonces el divino Odiseo comenzó a
acostarse en el ves tíbulo; extendió la piel no curtida de un buey y sobre ella
muchas pieles de ovejas que habían sacrificado los aqueos, y Eurínome echó
sobre él un manto cuando se hubo acostado.
Y mientras Odiseo yacía allí
desvelado, meditando males en su interior contra los pretendientes, salieron
del palacio riendo y chanceando unas con otras las mujeres que solían acostarse
con éstos. El ánimo de Odiseo se conmovía dentro del pecho y lo meditaba en su
mente y en su corazón si se lanzaría detrás y causaría la muerte a cada una, o
si todavía las iba a dejar unirse por última y postrera vez con los orgullosos
pretendientes. Y su corazón le ladraba dentro. Como la perra que camina al
rededor de sus tiernos cachorrillos ladra a un hombre y se lan za a luchar con
él si no lo conoce, así también le ladraba den tro el corazón indignado por las
malas acciones. Y se golpeó el pecho y reprendió a su corazón con estas
razones:
«¡Aguanta, corazón!, que ya en otra
ocasión tuviste que so portar algo más desvergonzado, el día en que el Cíclope
de fu ria incontenible comía a mis valerosos compañeros. Tú lo soportaste hasta
que, cuandó creías morir, la astucia te sacó de la cueva.»
Así dijo increpando a su corazón y éste se mantuvo sufri dor,
pero él se revolvía aquí y allá. Como cuando un hombre revuelve sobre abundante
fuego un vientre lleno de grasa y sangre, pues desea que se ase deprisa, así se
revolvía él a uno y otro lado, meditando cómo pondría las manos sobre los
desvergonzados pretendientes, siendo él solo contra muchos. Entonces Atenea
bajó del cielo y se llegó a su lado seme
jante en su cuerpo a una mujer y
colocándose sobre su cabe za le dijo esta palabra:
«¿Por qué estás desvelado todavía,
desdichado, más que nin gún mortal? Esta es tu casa y tu mujer está en ella y
tu hijo es como cualquiera desearía que fuese su hijo.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Sí, diosa, todo eso lo dices con
razón, pero lo que medita mi espíritu dentro del pecho es cómo pondría mis
manos sobre los desvergonzados pretendientes solo como estoy, mientras que
ellos están siempre dentro en grupo. También medito esto dentro del pecho, lo
más importante: si lograra matarlos por la voluntad de Zeus y de ti misma, ¿a
dónde podría refugiarme? Esto es lo que te invito a considerar.»
Y a su vez le dijo la diosa de ojos
brillantes, Atenea:
«Desdichado, cualquiera suele seguir
el consejo de un com pañero peor, aunque éste sea mortal y no conciba muchas
ideas, pero yo soy una diosa, la que constantemente te protege en tus
dificultades. Te voy a hablar claramente: aunque nos ro dearan cincuenta
compañías de hombres de voz articulada, de seosos de matar por causa de Ares,
incluso a éstos podrías arrebatarles los bueyes y las pingües ovejas. Conque
procura coger el sueño; es locura mantenerse en vela y vigilar durante toda la
noche cuando ya vas a salir de tus desgracias.» ,
Así diciendo, le vertió sueño sobre
los párpados y se volvió al Olimpo la divina entre las diosas.
Cuando ya comenzaba a vencerlo el
sueño, el que desata las preocupaciones del espíritu y afloja los miembros,
despertó su fiel esposa y rompió a llorar sentada en el blando lecho. Y lue go
que se hubo saciado de llorar la divina entre las mujeres, su plicó en primer
lugar a Artemis:
«Artemis, diosa soberana hija de
Zeus, ¡ojalá me quitaras la vida ahora mismo arrojando a mi pecho una flecha, o
que me arrebatara un huracán y me llevara sobre los brumosos cami nos
arrojándome en la desembocadura del refluente Océano como cuando los huracanes se llevaron a las
hijas de Pandá reo!. Los dioses aniquilaron a sus padres y ellas quedaron
huérfanas en el palacio, pero la divina Afrodita las alimentó con queso y dulce
miel y con delicioso vino; Hera les otorgó una belleza y prudencia superior a
todas las mujeres; la casta Artemis les concedió gran estatura, y Atenea les
enseñó a rea lizar labores brillantes. Un día que Afrodita había subido al
elevado Olimpo a fin de pedir para ellas el cumplimiento de un floreciente
matrimonio a Zeus, que goza con el rayo (pues éste conoce todo, tanto la suerte
como el infortunio de los mortales hombres), las Harpías arrebataron a las
doncellas y se las en tregaron a las odiosas Erinias para que fueran sus criadas.
¡Así me mataran los que poseen mansiones en el Olimpo, o me alcanzara con sus
flechas Artemis, de lindas trenzas, para hundirme en la odiosa tierra y ver a
Odiseo y no tener que satisfa cer los designios de un hombre inferior a él! Que
la desgracia es soportable cuando uno pasa los días llorando, acongojado en su
corazón, si por la noche se apodera de él el sueño (pues éste hace olvidar lo
bueno y lo malo cuando cubre los párpa dos), pero a mí la divinidad incluso me
envía malos sueños, pues esta noche ha vuelto a dormir a mi lado un hombre
igual a como era Odiseo cuando marchó con el ejército. Con que mi corazón se
llenó de alegría, pues no creía que era un sueño, sino realidad.»
Así dijo, y enseguida llegó Eos, de
trono de oro. Mientras aquélla lloraba, escuchó su voz el divino Odiseo y,
meditando después, se le hacía que ella ya le había reconocido y puesto a su
cabecera. Así que recogió el manto y las pieles en que se ha bía acostado y las
puso sobre una silla dentro del mégaron, pero la piel de buey se la llevó
afuera. Y suplicó a Zeus, levan tando sus manos:
«Zeus padre, si por vuestra voluntad
me habéis traído a mi patria sobre lo seco y lo húmedo, después de llenarme de
ma les en exceso, que cualquiera de los hombres que se despiertan dentro muestre
un presagio, y que fuera se muestre otro prodi gio de Zeus.»
Así dijo suplicando y le escuchó
Zeus, el que ve a lo ancho. Al punto tronó desde el resplandeciente Olimpo,
desde lo alto de las nubes, y se alegró el divino Odiseo. El presagio lo envió
una molinera desde la casa, cerca de donde el pastor de su pue blo tenía las
muelas en las que se afanaban doce mujeres en to tal, fabricando harina de
cebada y trigo, médula de los hom bres. Las demás mujeres dormían ya, una vez
que hubieron molido su trigo pero esta, que era la más débil, todavía no ha bía
terminado. Entonces se puso en pie y dijo su palabra, señal para su amo:
«Zeus padre, que reinas sobre dioses
y hombres, has tronado fuertemente desde el cielo estrellado y en ninguna parte hay nubes . Como señal,
sin duda, se lo muestras a alguien. Cúm pleme ahora también a mí, desdichada,
la palabra que voy a decirte: que los pretendientes tomen su agradable comida
hoy por última y postrera vez en el palacio de Odiseo. Ellos son quienes con el
cansado trabajo han hecho flaquear mis rodillas mientras fabricaba harina; que
cenen ahora por última vez.»
Así dijo, y se alegró con el presagio
el divino Odiseo y con el trueno de Zeus, pues pensaba que castigaría a los
culpables.
Entonces se congregaron las esclavas
en el hermoso palacio de Odiseo y encendían en el hogar el infatigable fuego.
Telé maco se levantó del lecho, mortal igual a un dios, después de vestir sus
vestidos, se echó a los hombros la aguda espada, ató a sus relucientes pies
hermosas sandalias y, asiendo la fuerte lanza de punta de bronce, se puso sobre
el umbral y dijo a Eu riclea:
«Tata, ¿habéis honrado al huésped con
lecho y comida, o yace descuidado?; pues así es mi madre, aun siendo prudente:
honra inconsideradamente al peor de los hombres de voz arti culada y, en
cambio, al mejor lo despide sin haberlo honrado.»
Y a su vez le dijo la prudente
Euriclea:
«Hijo, no vayas ahora a culpar a la
inocente, pues mientras él quiso bebió vino y de comida aseguró que ya no le
apetecía más, que ella se lo preguntaba. Cuando, finalmente, se acordó del
lecho y del sueño, tu madre ordenó a las esclavas preparár selo, pero él no
quiso dormir en lecho y colchas, sino en el vestíbulo sobre una piel no curtida
de buey y pieles de ovejas, como alguien completamente mísero y desventurado. Y
noso tras le cubrimos con un manto.»
Así dijo; Telémaco salió del mégaron
sosteniendo la lanza a su lado marchaban
dos veloces lebreles , y echó a ca minar hacia el ágora junto a los aqueos de
hermosas grebas.
Entonces la divina entre las mujeres,
Euriclea, hija de Ope Pisenórida, comenzó a dar órdenes a las mujeres:
«Vamos, unas barred diligentes y
regad el palacio, y colocad en las labradas sillas tapetes purpúreos; otras
fregad con es ponjas todas las mesas y limpiad las cráteras y las labradas co
pas de doble asa; y otras marchad por agua a la fuente y volved enseguida con
ella, pues los pretendientes no estarán mucho tiempo lejos del palacio, sino
que volverán temprano, que hoy es para todos día de fiesta».
Así dijo, y ellas la escucharon y
obedecieron. Unas veinte marcharon hacia la fuente de aguas profundas y otras
trabaja ban habilidosamente allí mismo, en la casa.
En esto entraron los nobles
sirvientes, quienes luego corta ron leña bien y con habilidad. Las mujeres
volvieron de la fuente y detrás llegó el porquero conduciendo tres cerdos los mejores entre todos ; los dejó paciendo
en el hermoso cercado y se dirigió a Odiseo con dulces palabras:
«Forastero ¿te ven mejor los aqueos
ahora, o te siguen ul trajando en el palacio, como antes?»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«¡Ojalá, Eumeo, castigaran ya los
dioses el ultraje que éstos infieren con insolencia ejecutando acciones inicuas
en casa extraña y sin tener ni parte de vergüenza!»
Esto es lo que se decían uno a otro
cuando se les acertó Melantio, e1 cabrero, conduciendo junto con dos pastores
las cabras que sobresalían entre todo el rebaño para festín de los
pretendientes; las ató bajo el sonoro pórtico y se dirigió a Odi seo con
mordaces palabras:
«Forastero, ¿vas a seguir
importunando en el palacio pidien do limosna a los hombres?; ¿es que no vas a
salir fuera? Creo que no nos vamos a separar sin que pruebes mis brazos, pues
tú no pides como se debe. También hay otros convites entre los aqueos.»
Así dijo, péro a éste no le contestó
el muy astuto Odiseo, sino que movió la cabeza en silencio, meditando males.
Des pués de éstos llegó tercero Filetio el caudillo de hombres, lle vando una
vaca no paridera y pingues cabras para los preten dientes (los habían pasado
los barqueros, quienes también transportan a los demás hombres, a cualquiera
que les llegue): las ató bajo el sonoro pórtico e interrogaba al porquero po
niéndose a su lado:
«Porquero, ¿quién es este forastero
recién llegado a nuestra casa?, ¿de qué hombres se precia de ser?, ¿dónde están
su fami lia y su tierra patria? ¡Infeliz!, desde luego parece por su cuerpo un
rey soberano. En verdad los dioses abruman con desgracia a los hombres que
vagan mucho, cuando incluso a los reyes otorgan infortunio.»
Así dijo y poniéndose a su lado le
saludó con la diestra y, hablándole, dijo aladas palabras:
«Bienvenido, padre huésped, ¡ojalá
tengas felicidad en el fu turo, que lo que es ahora estás sujeto por numerosos
males! Padre Zeus, ningún otro de los dioses es más cruel que tú; una vez que
crea a los hombres no los compadece de que caigan en el infortunio y los
tristes dolores. ¡Cosa singular!, según lo vi los ojos me lloraban, pues me
acordé de Odiseo; que tam bién aquél, creo yo, vaga entre los hombres con tales
andrajos, si es que de alguna manera vive aún y ve la luz del sol. Porque si ya
está muerto y en las mansiones de Hades... ¡ay de mí, irreprochable Odiseo, el
que me puso al frente de las vacas, siendo niño aún en el país de los
cefalenios! Ahora éstas son innumerables; de ninguna manera le podría crecer
más a un hombre la raza de vacunos de anchas frentes. Pero otros me ordenan
traerlas para comérselas ellos y no se cuidan de su hijo en el palacio ni temen
la venganza de los dioses, pues de sean ya repartirse las posesiones del señor,
largo tiempo ausen te. Y mi corazón revuelve esto dentro del pecho: es cosa
mala marchar mientras vive su hijo al pueblo de otros, emigrando con estas
vacas hacia hombres de un país extraño, pero toda vía lo es más quedarme aquí
guardando las vacas para otros y soportar tristezas. Hace tiempo me habría
marchado huyendo junto a otros reyes poderosos, pues esto ya es insoportable,
pero aún espero que ese desdichado vuelva de algún sitio y haga dispersarse a
los pretendientes en el palacio.»
Y le respondió y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Boyero, puesto que no pareces
cobarde ni insensato sé bien que la
prudencia te ha llegado a la mente , te diré y jura ré un gran juramento: ¡sea
testigo Zeus antes que los demás dioses y la hospítalaria mesa y el Hogar de
Odiseo al que he llegado!; mientras estés tú mismo aquí dentro, vendrá a casa
Odiseo y con tus ojos podrás ver muertos, si quieres, a los pre tendientes que
aquí mandan.»
Y el boyero le dijo:
«Forastero, ¡ojalá el Cronida
cumpliera de verdad esta tu pa labra! Conocerías entonces cuál es mi fuerza y
qué brazos me acompañan.»
También Eumeo suplicaba a todos los
dioses que el pruden te Odiseo volviera a casa. Y esto es lo que se decían uno
al otro.
Entre tanto los pretendientes
preparaban la muerte contra Telémaco. Se les acercó por el lado izquierdo un
pájaro, el águila que vuela alto, reteniendo a una temblorosa paloma, y
Anfínomo comenzó a hablar entre ellos y dijo:
«Amigos, no nos saldrá bien la
decisión de dar muerte a Te lémaco, conque pensemos en la comida.»
Así dijo Anfínomo y a ellos les
agradó su palabra. Entraron en el palacio del divino Odiseo, pusieron sus
mantos sobre si Ilas y sillones y comenzaron a sacrificar grandes ovejas y pin
gües cabras, así como gordos cerdos y una vaca del rebaño. Luego asaron las
entrañas, las repartieron, mezclaron el vino en las cráteras y el porquero
distribuía las copas; Filetio, caudi Ilo de hombres, les distribuía el pan en
hermosos canastos y Melantio vertía el vino. Y ellos echaron mano de los
alimentos que tenían delante.
Telémaco, pensando astutamente, hizo
sentar a Odiseo den tro del bien construido palacio, junto al umbral de piedra,
le puso una pobre silla y una mesa pequeña y le colocaba parte de las asaduras
y le vertía vino en copa de oro. Y le dijo estas palabras:
«Siéntate aquí con los hombres y bebe
vino; yo mismo te li braré de las injurias y de las manos de todos los
pretendientes, pues esta casa no es del pueblo, sino de Odiseo, y la adqui rió
para mí. En cuanto a vosotros, pretendientes, contened vuestras manos para que
nadie suscite disputa ni altercado.»
Así habló; todos ellos clavaron los
dientes en sus labios y admiraban a Telémaco, porque había hablado audazmente.
Y entre ellos habló Antínoo, hijo de Eupites:
«Por más dura que sea, aceptemos,
aqueos, la palabra de Te lémaco quien mucho nos ha amenazado. No lo quiso Zeus
Cronida, si no ya le habríamos parado los pies en el palacio, aunque sea sonoro
hablador.»
Así dijo Anfínomo, pero Telémaco no
hizo caso de sus pala bras.
Los heraldos iban conduciendo a
través de la ciudad la sa grada hecatombe de los dioses, mientras los melenudos
aqueos se congregaban bajo el sombrío bosque de Apolo, el que hiere de lejos. Y
después que hubieron asado la carne de las partes externas, las retiraron,
repartieron y celebraban un gran ban quete. Y los que servían pusieron junto a
Odiseo una porción igual a las que había tocado en suerte a ellos; así lo había
orde nado Telémaco, el hijo del divino Odiseo.
Y Atenea no dejaba que los arrogantes
pretendientes contu vieran del todo los escarnios que laceran el corazón, para
que el dolor se hundiera todavía más en el ánimo de Odiseo Laer tíada. Había
entre los pretendientes un hombre de pensamien tos impíos. Ctesipo era su
nombre y en Same habitaba su casa. Éste pretendía a la esposa de Odiseo, largo
tiempo ausente, confiado en sus muchas posesiones. Y decía entonces a los so
berbios pretendientes:
«Escuchadme, ilustres pretendientes,
lo que voy a deciros. El forastero tiene una parte igual, como es razonable,
pues no es decoroso ni justo privar del festín a los huéspedes de Telé maco,
cualquiera que llegue a este palacio. Pero también yo voy a darle un regalo de
hospitalidad para que él mismo se lo entregue al bañero o a otro de los
esclavos que habitan el pala cio del divino Odiseo.»
Así diciendo, cogió de una bandeja
una pata de buey y se la arrojó con robusta mano. Odiseo inclinó la cabeza
ligeramen te, la esquivó y sonrió en su ánimo con sonrisa sardónica. La pata
dio en el bien construido muro y Telémaco reprendió a Ctesipo con su palabra:
«Ctesipo, lo mejor para tu vida ha
sido no alcanzar al foras tero, pues él ha evitado el golpe; en caso contrario,
yo te ha bría alcanzado de lleno con la agúda lanza, y en vez de boda, tu padre
se habría cuidado de tu funeral. Por esto, que ningu no muestre sus insolencias
en mi casa, pues ya comprendo y sé cada cosa, las buenas y las malas. Hace poco
aún era niño y to leraba, aun viéndolo, el degüello de ovejas así como el vino
que se bebía y la comida, pues es difícil que uno solo contenga a muchos. Conque,
vamos, no me causéis ya más daños como si fuerais enemigos, aunque si me
queréis matar con el bronce, sería mejor morir que ver continuamente estas
obras inicuas: a los huéspedes maltratados y a las esclavas indignamente forza
das en mi hermoso palacio.»
Así dijo y todos ellos enmudecieron
en el silencio. Y más tarde dijo Agelao Damastórida:.
«Amigos. ninguno vaya a irritarse
contestando con razones contrarias a lo dicho con justicia. No maltratéis al
forastero ni a ningún otro de los esclavos que hay en la casa de Odiseo, aunque
yo diría una palabra dulce a Telémaco y a su madre, si ésta fuera agradable a
su corazón: mientras vuestro ánimo confiaba en que regresaría a casa el
prudente Odiseo, no os in dignabais porque permanecieran los pretendientes ni
por retenerlos en la casa; incluso habría sido lo mejor si Odiseo hubie se
regresado a casa. Pero ya es evidente que no ha de volver de ningún modo;
conque, vamos, siéntate junto a tu madre y dile que case con quien sea el mejor
y le entregue más cosas, para que tú sigas poseyendo con alegría todo lo de tu
padre, co miendo y bebiendo, y ella cuide la casa de otro.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«¡No, por Zeus, Agelao, y por las
tristezas de mi padre quien puede que haya muerto o ande errante lejos de
Itaca! De ninguna manera trato de retrasar el casamiento de mi madre; por el
contrario, la exhorto a casarse con el que quiera e inclu so le doy regalos
innumerables. Pero me avergüenzo de arro jarla del palacio contra su voluntad,
con palabra forzosa. ¡No permita la divinidad que esto suceda!»
Así dijo Telémaco, y Palas Atenea
levantó una risa inextin guible entre los pretendientes y les trastornó la
razón. Reían con mandíbulás ajenas y comían carne sanguinolenta; sus ojos se
llenaban de lágrimas y su ánimo presagiaba el llanto. En tonces les habló
Teoclímeno, semejante a un dios:
«¡Ah, desdichados!,
¿qué mal es éste que padecéis? En noche están envueltas vuestras cabezas y
rostros y de vuestras rodi llas abajo. Se enciende el gemido y vuestras mejillas
están lle nas de lágrimas. Con sangre están rociados los muros y los hermosos
intercolumnios y de fantasmas lleno el vestíbulo y lleno está el patio de los
que marchan a Erebo bajo la oscuridad. El sol ha desaparecido del cielo y se ha
extendido funesta niebla.»
Así dijo, y todos se rieron de él
dulcemente. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar entre ellos:
«Está loco el forastero recién
llegado de tierra extraña. Va mos, jóvenes, llevadlo rápidamente fuera de la
casa; que mar che al ágora, ya que piensa que aquí es de noche.»
Y le contestó Teoclímeno, semejante a
un dios:
«Eurímaco, no to he pedido que me des
acompañamiento, que tengo ojos, oídos y ambos pies y una razón bien construida
en mi pecho, en absoluto incongruente. Con éstos me voy afuera, pues veo claro
que la destrucción se os acerca, de la que no va a poder huir ninguno de los
pretendientes, los que en la casa de Odiseo, semejante a un dios, insultáis a
los hom bres y ejecutáis acciones inicuas.»
Así diciendo salió del palacio, agradable
vivienda, y marchó a casa de Pireo, quien lo recibió benévolo. Y los
pretendientes se miraban unos a otros e irritaban a Telémaco, burlándose de sus
huéspedes. Así decía uno de los arrogantes jóvenes:
«Telémaco, nadie es más desafortunado
con los huéspedes que tú. Tienes uno como ese mendigo vagabundo necesitado de
comida y vino, en absoluto conocedor de hazañas ni de vigor, sino un peso
muerto de la tierra, y ese otro que se levantó a vaticinar; si me hicieras
caso, lo mejor sería que metiéramos a los forasteros en una nave de muchos
bancos y los enviáramos a Sicilia, donde te darían un precio conveniente.»
Así dijeron los pretendientes, pero
Telémaco no hacía caso de sus palabras, sino que miraba a su padre en silencio,
aguar dando siempre cuándo pondría las manos sobre los desvergon zados
pretendientes.
Y la hermosa hija de Icario, la prudence
Penélope, poniendo su sillón enfrente escuchaba las palabras de cada uno de los
hombres en el palacio. Así es como se prepararon, entre risas, un almuerzo
dulce y agradable, pues habían sacrificado en abundancia. Pero ninguna otra
cena podría ser más desgraciada como la que iban a prepararles más tarde la
diosa y el fuerte hombre, pues ellos fueron los primeros en ejecutar acciones
indignas.
CANTO XXI
EL CERTAMEN DEL ARCO
Entonces Atenea, la diosa de ojos
brillantes, inspiró en la mente de la hija de Icario, la prudente Penélope, que
dispusiera el arco y el ceniciento hierro en el palacio de Odiseo para los
pretendientes, como competición y para co mienzo de la matanza. Subió a la alta
escalera de su casa y to mando en su vigorosa mano una bien curvada llave,
hermosa, de bronce y con mango de marfil, echó a andar con sus es clavas hacia
la última habitación donde se hallaban los objetos preciosos del señor bronce, oro y labrado hierro. Allí estaba
también el flexible arco y el carcaj de las flechas con muchos y dolorosos
dardos que le había dado como regalo un huésped, Ifito Eurítida, semejante a
los inmortales, cuando lo encontró en Lacedemonia. Se encontraron los dos en
Mesenia, en casa del prudente Ortíloco. Odiseo había ido por una deuda que le
debía todo el pueblo: en efecto, unos mesenios se le habían lle vado de Itaca
trescientas ovejas, con sus pastores, en naves de muchos bancos. A causa de
éstas, Odiseo caminó mucho cami no seguido, aunque era joven, pues le habían
mandado su pa dre y otros ancianos. Ifito, por su parte, buscaba unos anima les
que le habían desaparecido, doce yeguas y mulos pacientes en el trabajo. Éstas
serían después muérte y destrucción para él, cuando llegó junto al hijo de Zeus
de ánimo esforzado, jun to al mortal Heracles concebidor de grandes empresas,
quien, aun siendo su huésped, lo mató en su casa. ¡Desdichado!, no temió la
venganza de los dioses ni respetó la mesa que le había puesto; y, después de
matarlo, retuvo a las yeguas de fuertes pezuñas en el palacio. Cuando buscaba a
éstas, se encontró con Odiseo y le dio el arco que usaba el gran Eurito y que
había le gado a su hijo al morir en su elevado palacio.
Odiseo, por su parte, le entregó
aguda espada y fuerte lanza como inicio de una afectuosa amistad, pero no
llegaron a sen tarse uno a la mesa del otro, pues antes el hijo de Zeus mató a
Ifito Eurítida, semejante a los inmortales, quien había dado el arco a Odiseo.
Éste lo llevaba en su patria, pero no lo tornó al marchar al combate sobre las
negras naves, sino que estaba en el palacio como recuerdo de su huésped.
Cuando hubo llegado a la habitación
la divina entre las mu jeres y puso el pie sobre el umbral de roble (en otro
tiempo lo había pulido sabiamente el artífice, había enderezado con la plomada
y levantado las jambas colocando sobre ella las res plandecientes puertas)
desató la correa del tirador, introdujo la llave apuntando de frente y corrió
los cerrojos de las puertas. Éstas resonarón como el toro que pace en la
pradera ¡tanto resonó la hermosa puerta
empujada por la llave! y se le abrieron
inmediatamente. Luego ascendió a la hermosa tarima donde estaban las arcas en
que yacían los perfumados vestidos. Extendió el brazo, tomó del clavo el arco
con su mis ma funda, el cual resplandecía, y sentada con él sobre sus rodillas,
rompió a llorar ruidosamente sin soltar el arco del rey. Luego que se hubo
saciado del gemido de muchas lágrimas, echó a andar hacia el mégaron en busca
de los ilustres preten dientes con el flexible arco entre sus manos y la aljaba
porta dora de dardos con muchas y dolorosas saetas; y junto a ella las siervas
llevaban un arcón en que había mucho hierro y bronce, ¡los trofeos de un
soberano como él!
Cuando llegó a los pretendientes, se
detuvo junto a una co lumna del techo, sólidamente construido, sosteniendo un
grue so velo ante sus mejillas; y a uno y a otro lado de ella estaba en pie una
fiel doncella.
Al punto se dirigió a los
pretendientes y dijo:
«Escuchadme, ilustres pretendientes
que hacéis uso de esta casa para comer y beber sin cesar un instante, la de un
hombre que lleva ausente largo tiempo. Ningún otro pretexto podéis poner sino
que estáis deseosos de casaros conmigo y tomarme por mujer. Conque, vamos,
pretendientes, esto es lo que se os muestra como certamen: colocaré el gran
arco del divino Odi seo y aquel que lo tense más fácilmente y haga pasar el
dardo por las doce hachas, a éste seguiré inmediatamente abando nando esta casa
querida, muy hermosa, llena de riqueza, de la que un día, creo, me acordaré
incluso en sueños.»
Así dijo y ordenó a Eumeo, el divino
porquero, que ofrecie ra a los pretendientes el arco y el ceniciento hierro.
Eumeo lo recibió llorando y lo puso en tierra; y al otro lado lloraba el boyero
cuando vio el arco del soberano. Y Antínoo les incre pó, les habló y llamó por
su nombre:
«Necios campesinos, que sólo pensáis
en las cosas del día; cobardes, ¿por qué derramáis lágrimas y conmovéis el
ánimo de esta mujer? Dolorida está ya por otras razones, desde que perdió a su
esposo. Conque, vamos, sentaos a comer en silen cio o marchaos afuera a llorar
y dejad ahí mismo el arco, certa men inofensivo para los pretendientes. No creo
que se tense fácilmente este bien pulido arco, pues no hay entre todos éstos un
hombre como era Odiseo. Le vi me acuerdo siendo yo niño pequeño.»
Así dijo, y es que en su interior
esperaba tensar el arco y ha cer pasar la flecha por el hierro. Pero en verdad
el irreprochable Odiseo, a quien entonces deshonraba en el palacio incitaba a
sus compañeros , iba a darle a probar, antes que a nadie, el dardo despedido de
sus manos.
Y entre ellos habló la sagrada fuerza
de Telémaco:
«No, no me ha hecho muy prudente
Zeus, el hijo de Crono; mi madre, prudente como es, me dice que va a seguir a
otro dejando esta casa y yo me río y alegro con ánimo insensato. Conque
apresuraos, pretendientes, que esta competición os la gane una mujer cual no
hay ya en la tierra aquea ni en la sagra da Pilos ni en Argos ni en Micenas ni
en la misma Itaca ni en el oscuro continente. Pero también vosotros lo sabéis,
¿qué necesidad tengo de alabar a mi madre? Así que, vamos, no lo retraséis con
pretextos ni esperéis más tiempo a tender el arco para que os veamos. También
yo probaré este arco y, si logro tenderlo y traspasar el hierro con la flecha,
no dejaría, para do lor mío, esta casa mi venerable madre por seguir a otro, ni
me quedaría yo atrás cuando soy capaz de llevarme el hermoso trofeo de mi
padre.»
Así dijo, y quitándose el manto
purpúreo de los hombros, se puso en pie y descolgó de su hombro la aguda
espada. En pri mer lugar colocó las hachas abriendo para todas un largo surco,
las alineó a cuerda y puso tierra alrededor.
El asombro se apoderó de todos los
que veían cuán ordena damente las había colocado nunca antes lo habían visto. En tonces fue a
ponerse sobre el umbral y probar el arco. Tres ve ces lo movió deseando
tenderlo y tres veces desistió de su ím petu esperando en su interior tender la
cuerda y atravesar el hierro con una flecha. Y quizá lo habría tendido, tirando
con fuerza por cuarta vez, pero Odiseo le hizo señas de que no, aunque mucho lo
deseaba. Y habló de nuevo entre ellos la sa grada fuerza de Telémaco:
«¡Ay, ay, creo que voy a ser en
adelante cobarde y débil!, o quizá es que soy demasiado joven y no puedo
confiar en mis brazos para rechazar a un hombre cuando alguien me ataca
primero. Pero, vamos; vosotros que sois superiores a mi en fuerzas, probad el
arco y acabemos el certamen.»
Así diciendo, dejó el arco en él
suelo, lejos de sí, lo apoyó con tra las bien ajustadas, bien pulidas puertas y
colgó la aguda flecha de una hermosa anilla y volvió a sentarse en la silla de
donde se había levantado. Y entre ellos habló Antínoo, hijo de Eupites:
«Compañeros, levantaos todos, uno
tras otro, comenzando por la derecha del lugar donde se escancia el vino.»
Así dijo Antínoo, y les agradó su
palabra.
Levantóse el primero Leodes, hijo de
Enopo, el cual era su arúspice y se sentaba junto a una hermosa crátera,
siempre en el rincón más escondido; sólo a él eran odiosas las iniquidades y
estaba indignado contra todos los pretendientes. Entonces fue el primero en
tomar el arco y el agudo dardo y marchó a ponerse sobre el umbral. Probó el
arco y no pudo tenderlo, pues antes se cansó de tirar hacia atrás con sus
blandas, no en callecidas manos. Y dijo entre los pretendientes:
«Amigos, yo no puedo tenderlo, que ló
coja otro. Este arco privará de la vida y del alma a muchos nobles. Aunque es
pre ferible morir que no conseguir aquello por lo que estamos reu nidos siempre
aquí, esperando todos los días. Ahora cualquiera espera y desea en su ánimo
casarse con Penélope, la esposa de Odiseo, pero una vez que pruebe el arco y lo
vea, que preten da, buscando con regalos de boda, a alguna otra de las aqueas
de hermoso peplo, y aquélla rápidamente se casará con quien más cosas le regale
y le venga designado por el destino.»
Así diciendo, dejó el arco en el
suelo, lejos de sí, lo apoyó contra las bien ajustadas, bien pulidas puertas y
colgó la aguda flecha de una hermosa anilla, y volvió a sentarse en la silla de
donde se había levantado.
Entonces le increpó Antínoo, le habló
y le llamó por su nombre:
«Leodes, ¡qué palabra terrible e
inaguantable me he irrita do al
escucharla ha escapado del cerco de tus
dientes!; que este arco privará a los pretendientes de la vida y el alma por
que tú no puedes tenderlo. No, sólo a ti no te parió tu venera ble madre para
ser tirador de arco y flechas, pero otros ilustres pretendientes lo tenderán
enseguida.»
Así dijo y ordenó a Melantio el
cabrero:
«Apresúrate a encender fuego en el
palacio, Melantio, y coloca al lado un sillón grande con pieles encima; y trae
un gran pan de sebo que hay dentro para que calentemos el arco, lo un temos con
grasa y lo probemos, para terminar de una vez el certamen.»
Así dijo; Melantio encendió enseguida
un fuego infatigable, acercóle un sillón, con pieles encima y llevó un gran pan
de sebo que había dentro. Los jóvenes calentaron el arco y trata ron de
tenderlo, pero no podian., pues estaban muy faltos de fuerzas. Pero todavía
Antínoo estaba a la expectativa y Eurí maco semejante a un diós, jefes de los
pretendientes y señala damente los mejores por su valor. Habían salido del
palacio, en mutua compañía, el boyero y el porquero del divino Odi seo. Y les
siguió él mismo, el divino Odiseo, desde la casa; y cuando ya estaban fuera de
las puertas y del patio les habló con suaves palabras:
«Boyero y tú, porquero, Les diré alguna palabra o mejor la
mantendré oculta? El ánimo me ordena decirla. ¿Como seríais para defender a
Odiseo si llegara de alguna parte, así de repen te, y alguna divinidad lo
enviara? ¿Defenderíais a los preten dientes o a Odiseo? Contestad como el
corazón y el ánimo os lo ordenen.»
Y el boyero dijo:
«Zeus padre, ¡ojalá cumplieras este
deseo mío de que llegue aquel hombre conducido por alguna divinidad! Conocerías
cuál es mi fuerza y qué brazos me acompañan.»
Eumeo suplicaba a todos los dioses de
la misma manera que regresara a casa el prudente Odiseo.
Y una vez que éste conoció su
verdadero pensamiento, de nuevo les contestó con sus palabras y dijo:
«Ya está él dentro; soy yo mismo, que
después de pasar mu chas calamidades he llegado a los veinte años a la tierra
patria. También me doy cuenta que sólo vosotros dos entre los escla vos
deseabais mi llegada, que de los otros, a ninguno he oído que suplicara para
que yo regresara a casa. Así que a vosotros dos os diré la verdad de lo que va
a suceder: si por mi mano la divinidad hace sucumbir a los ilustres
pretendientes, os daré a ambos esposa y posesiones, y casas edificadas cerca de
la mía; y seréis, además, compañeros y hermanos de mi Telémaco.
Vamos, os voy a mostrar otra señal
manifiesfa para que me reconozcáis bien y confiéis en vuestro ánimo, la
cicatriz que en otro tiempo me infirió un jabalí con su blanco colmillo, cuando
marché al Parnaso con los hijos de Autólico.»
Así diciendo, apartó los andrajos de
la gran cicatriz y luego que éstos la vieron y examinaron bien cada parte
rompieron en llanto, echaron los brazos alrededor del prudente Odiseo y le
besaban y acariciaban la cabeza y los hombros. También él besaba sus cabezas y
manos y se les habría puesto la luz del sol mientras lloraban, si no los
hubieran calmado y hablado Odi seo mismo:
«Contened el llanto y el gemido, no
sea que alguien os vea si sale del pálacio y vaya adentro a decirlo. Entrad uno
tras otro, no juntos; primero yo y después vosotros. La señal será la si
guiente: todos los demás, cuantos son ilustres pretendientes no dejarán que me
sean entregados el arco y el carcaj, pero tú, di vino Eumeo, llévalo a través
de la habitación para ponerlo en mi mano y di a las mujeres que cierren las
puertas del palacio ajustándolas fuertemente. En el caso de que alguna oiga
gemi do o golpe de hombres entre nuestras paredes que no acuda a la puerta, que
se quede en silenció junto a su labor. En cuanto a ti, divino Filetio, te
encargo cerrar con llave las puertas del patio y poner enseguida una cadena.»
Así diciendo, entró en la bien
construida casa y se fue a sen tar en la silla de donde se había levantado; y
después entraron los dos siervos del divino Odiseo.
Eurímaco ya estaba moviendo el arco
con las manos hacia uno y otro lado, calentándolo con el brillo del fuego, pero
ni aun así podía tenderlo y se afligía grandemente en su noble co razón. Así
que suspiró, dijo su palabra, habló y llamó por su nombre:
«¡Ay, ay, en verdad siento pesar por
mí mismo y por todos! Y no es que me lamente tanto por la boda, aunque me
duela pues hay muchas otras aqueas, unas
en la misma Itaca ro deada de mar y otras en las restantes ciudades , como
porque seamos tan débiles de fuerza comparados con el divino Odi seo, que no
podemos tender el arco. ¡Será una vergüenza que se enteren los venideros!»
Y Antínoo, hijo de Eupites, se
dirigió luego a él:
«Eurímaco, nó será así y lo sabes también tú . Ahora se celebra en
el pueblo la sagrada fiesta del dios.
¿Quién podría tender el arco? Dejadle tranquilamente en el suelo y las hachas
de dóble filo dejémoslas ahí puestas, pues no creo que se las lleve nadie que
venga al palacio de Odiséo Laertíada. Con que vamos, que el cópero haga una
primera ofrenda, por orden, en las copas para que una vez realizada dejemos el
curvado arco. Ordenad a Melantió que traiga cabras al amanecer, las que so
bresalgan entre todas, para que probemos el arco y termine mos el certamen de
una vez, después de ofrecer muslos a Apo lo, famoso por su arco.»
Así dijo Antínoo, y les agradó su
palabra. Así que los heral dos vertieron agua sobre sus manos y unos jóvenes
coronaban con vino las cráteras y lo distribuyeron entre todos haciendo una
primera ofrenda en las copas. Y después que hubieron he cho libación y bebido
cuanto quiso su apetito, les dijo meditando engaños el muy astuto Odiseo:
«Escuchadme, pretendientes de la
ilustre reina, mientras os digo lo que el corazón me ordena dentro del pecho.
Me dirijo principalmente a Eurímaco y Antínoo, semejante a un dios, puésto que
él ha dicho oportunamente qué dejéis ahora el arco y os volváis a los dioses,
que al amanecer la divinidad dará fuerzas al que quisiere. Vamos, dadme el
pulimentado arco para que pueda probar con vosotros mi fuerza y mis bra zos, para
ver si tengo todavía el vigor cual antes tenía en mis flexibles miembros, o ya
me lo han destruido la vida errante y la falta de cuidados.»
Así dijo, y todos ellos se indignaron
sobremanera temiendo que lograse tender el pulido arco.
Entonces Antínoo le increpó y llamó
por su nombre:
«¡Ah, miserable entre los forasteros,
no tienes ni el más mínimo seso! ¿No te contentas con participar tranquilamente
del festín con nosotros, los poderosos, y que no se te prive de nada del
banquete, e incluso escuchar nuestras palabras y conversación? Ningún otro
forastero ni mendigo escucha nuestras palabras. Te trastorna el vino, dulce
como la miel, el que daña a quien lo arrebata con avidez y no lo bebe
comedidamente. El vino perdió también al ilustre centauro Euritión en el
palacio del muy noble Pirítoo cuando marchó al país de los Lapitas. Cuando
había dañado su mente con el vino, cometió enloquecido acciones indignas en la
casa de Pirítoo, pero la indigna ción se apoderó de los héroes y se arrojaron
sobre él, lo arras traron afuera a través del vestíbulo y le cortaron orejas y
nariz con cruel bronce. Y él, dañado en su mente, se marchó sopor tando su
desgracia con ánimo demente. Por esto se produjo la contienda entre hombres y
Centauros, y aquél fue el primero que encontró el mal para sí mismo por haberse
cargado de vino.
«También a ti te anuncio una gran
desgracia si tiendes el arco, pues no encontrarás afabilidad en nuestro pueblo
y te en viaremos en negra nave al rey Equeto, azote de todos los mor tales, y
de allí no podrás escapar a salvo. Así que bebe tranquito y no trates de
rivalizar con hombres más jóvenes»
Y la prudente Penélope se dirigió
luego a él:
«Antínoo, no es decoroso ni justo
ultrajar a los huéspedes de Telémaco, cualquiera que llegue a este palacio. ¿Crees
que si el huésped lograra tender el arco, confiado en sus manos y fuer za, me
llevaría a casa y haría su esposa? Ni siquiera él mismo alberga en su pecho tal
esperanza. Que ninguno de vosotros coma con corazón acongojado por causa de
éste, pues no pare ce cosa en modo alguno razonable.»
Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le
contestó:
«Hija de Icario, prudente Penélope,
no creemos que éste te vaya a llevar, ni parece razonable, pero nos llenan de
vergüen za las murmuraciones de hombres y mujeres, no sea que algu na vez el
peor de los aqueos pueda decir: "En vérdad son hom bres muy inferiores los
que pretenden a la esposa de un hom bre irreprochable, pues no son capaces de
tender el pulido arco; en cambio un mendigo cualquiera que llegó errante ten
dió fácilmente el arco y atravesó el hierro."
«Así dirá y tales reproches serán
para nosotros.»
Y la prudente Penélope se dirigió a él:
«Eurímaco, no es posible en modo
alguno que tengan buena fama en el pueblo quienes deshonran la casa de un varón
prin cipal y se la comen. ¿Por qué os hacéis merecedores de tales oprobios?
Este forastero es muy alto y vigoroso y afirma ser hijo de un padre de noble
linaje. Vamos, dadle el pulimentado arco, para que veamos. Os diré algo que se
va a cumplir: si lo grara tenderlo y Apolo le diera gloria, le vestiré de manto
y tú nica, hermosos vestidos, y le daré un agudo venablo para protección contra
perros y hombres y una espada de doble filo; también le daré sandalias para sus
pies y le enviaré a donde su corazón le empuje.»
Y Telémaco le habló discretamente:
«Madre mía, ninguno de los aqueos
tiene más poder que yo para dar el arco o negárselo a quien yo quiera, ni
cuantos go biernan sobre la áspera Itaca ni cuantos en las islas de junto a la
Elide, criadora de caballos. Ninguno de éstos me forzaría contra mi voluntad si
yo quisiera de una vez dar este arco al extranjero para llevárselo. Conque,
vamos, marcha a tu habitación y ocúpate de las labores que te son propias, el
telar y la rueca, y ordena a tus esclavas que se apliquen a las suyas. El arco
será cuestión de los hombres y principalmente de mi, de quien es el poder en
este palacio»"
Y ella volvió asombrada a su
habitación poniendo en su pe cho la prudente palabra de su hijo. Y luego que
hubo subido al piso superior con sus siervas, rompió a llorar por Odiseo, su
esposo, hasta que Atenea, de ojos brillantes, le echó dulce sue ño sobre los
párpados.
Entonces el divino porquero tomó el
curvado arco y se dis ponía a llevarlo, cuando los pretendientes todos
empezaron a amenazarlo en el palacio; y uno de los jóvenes arrogantes decía
así:
«¿Adónde llevas el curvado arco,
miserable porquero, insen sato? Creo que bien pronto te van a comer lejos de
aquí los perros, junto a las marranas que tú cuidabas, si Apolo y los de más
dioses nos son propicios.»
Así dijeron, y éste dejó el arco en
el mismo sitio atemoriza do porque todos, le amenazaban en el palacio. Pero
Telémaco le dijo entre amenazas desde el otro lado:
«Abuelo, sigue adelante con el
arco no creo que hagas bien en obedecer a
todos , no sea que yo, con ser más joven, te persiga hasta el campo arrojándote
piedras, pues soy más fuerte. ¡Ojalá fuera tan superior en manos y vigor a
cuantos pretendientes están en mi casa! Pronto despediría de mi pala cio a
alguno para que se marchara vergonzosamente, pues ma quinan maldades.»
Así dijo y todos los pretendientes se
rieron dulcemente de él y abandonaron su terrible cólera contra Telémaco. El
porque ro llevó el arco por la habitación y poniéndose junto al pru dente
Odiseo se lo entregó. Luego llamó a la nodriza Euriclea y le dijo:
«Prudente Euriclea, Telémaco ordena
que cierres bien las puertas del mégaron y que, si alguna de las siervas oye
gemi dos o golpes de hombres dentro de nuestras paredes, que no acuda a la
puerta, que se quede en silencio junto a su labor.»
Así dijo; a Euriclea se le quedaron
sin alas las palabras y ce rró enseguida las puertas del mégaron, agradable
para ha bitar.
Filetio salió sigilosamente y cerró
enseguida las puertas del bien cercado patio. Había bajo el pórtico el cable de
papiro de una curvada nave; con éste sujetó las puertas, entró y fue a sentarse
en la silla de la que se, había levantado mirando direc tamente a Odiseo.
Éste ya estaba manejando el arco,
dándole vueltas probán dolo por uno y otro lado no fuera que la carcoma hubiera
roí do el cuerno mientras su dueño estaba ausente.
Y uno de los pretendientes decía así,
mirando al que tenía cerca:
«Desde luego es un hombre conocedor y
entendido en ar cos. Quizá también él tiene de éstos en casa o siente impulsos
de construirlos, según lo mueve entre sus manos aquí y allá este vagabundo
conocedor de desgracias.»
Y otro de los jóvenes arrogantes
decía así:
«íOjalá consiguiera tanto provecho
como va a conseguir tender el arco!»
Así decían los pretendientes. Entretanto
el muy astuto Odi seo, luego que hubo palpado y examinado por todas partes el
gran arco... Como cuando un hombre entendido en liras y can to consigue
fácilmente tender la cuerda con una clavija nueva, atando a uno y otro lado la
bien retorcida tripa de una oveja, así tendió Odiseo sin esfuerzo el gran arco.
Luego lo tomó con su mano derecha, palpó la cuerda y ésta resonó semejante al
hermoso trino de una golondrina. Entonces les entró gran pesar a los
pretendientes y se les tornó el color. Zeus retumbó con fuerza mostrando una
señal y se llenó de alegría el sufri dor, el divino Odiseo porque el hijo de
Crono, de torcidos pen samientos, le había enviado un prodigio. Y tomó un agudo
dardo que tenía suelto sobre la mesa, pues los otros estaban dentro del cóncavo
carcaj, los que iban a probar pronto los aqueos. Lo acomodó en la encorvadura,
tiró del nervio y de las barbas alli sentado, desde su misma silla, disparó el
dardo apuntando de frente y no marró ninguna de las hachas desde el primer
agujero, pues la flecha de pesado bronce salió atrave sándolas.
Entonces dijo a Telémaco:
«Telémaco, este huésped que tienes
sentado en tu palacio no lo cubre de vergüenza, que no he errado el blanco ni
me he fa tigado tratando de tender el arco. Todavía me queda vigor, no como me
echan en cara los pretendientes por deshonrarme. Pero ya es hora de que los
aqueos preparen su cena mientras haya luz y que luego se solacen con el canto y
la lira, pues és tos son complemento de un banquete.»
Así dijo, e hizo una señal con las
cejas. Telémaco se ciñó la aguda espada, el hijo del divino Odiseo; puso su
mano sobre la lanza y se quedó en pie junto a su mismo sillón, armado de re
luciente bronce.
CANTO XXII
LA VENGANZA
Entonces el muy astuto Odiseo se
despojó de sus andra jos, saltó al gran umbral con el arco y el carcaj lleno de
flechas y las derramó ante sus pies diciendo a los preten dientes:
«Ya terminó este inofensivo certamen;
ahora veré si acierto a otro blanco que no ha alcanzado ningún hombre y Apolo
me concede gloria.»
Así dijo, y apuntó la amarga saeta
contra Antínoo. Levanta ba éste una hermosa copa de oro de doble asa y la tenía
en sus manos para beber el vino. La muerte no se le había venido a las mientes,
pues ¿quién creería que, entre tantos convidados, uno, por valiente que fuera,
iba a causarle funesta muerte y ne gro destino? Pero Odiseo le acertó en la
garganta y le clavó una flecha; la punta le atravesó en línea recta el delicado
cue llo, se desplomó hacia atrás, la copa se le cayó de la mano al ser
alcanzado y al punto un grueso chorro de humana sangre brotó de su nariz.
Rápidamente golpeó con el pie y apartó de sí la mesa, la comida cayó al suelo y
se mancharon el pan y la carne asada.
Los pretendientes levantaron gran
tumulto en el palacio al verlo caer, se levantaron de sus asientos lanzándose
por la sala y miraban por todas las bien construidas paredes, pero no ha bía en
ellas escudo ni poderosa lanza que poder coger. E incre paron a Odiseo con
coléricas palabras:
«Forastero, haces mal en disparar el
arco contra los hom bres; ya no tendrás que afrontar más certámenes, pues te
espera terrible muerte. Has matado a uno que era el más excelente de. los
jóvenes de Itaca; te van a comer los buitres aquí mismo.»
Así lo imaginaban todos, porque en
verdad creían que lo había matado involuntariamente; los necios no se daban
cuen ta de que también sobre ellos pendía el extremo de la muer te. Y
mirándolos torvamente les dijo el muy astuto Odiseo:
«Perros, no esperabais que volviera
del pueblo troyano cuando devastabais mi casa, forzabais a las esclavas y,
estando yo vivo tratabais de seducir a mi esposa sin temer a los dioses que
habitan el ancho cielo ni venganza alguna de los hombres. Ahora pende sobre
vosotros todos el extremo de la muerte.»
Así habló y se apoderó de todos el
pálido terror y buscaba cada uno por dónde escapar a la escabrosa muerte.
Eurímaco fue el único que le contestó diciendo:
«Si de verdad eres Odiseo de Itaca
que ha llegado, tienes ra zón en hablar así de las atrocidades que han cometido
los aqueos en el palacio y en el campo. Pero ya ha caído el causan te de todo,
Antínoo; fue él quien tomó la iniciativa, no tanto por intentar el matrimonio
como por concebir otros proyectos que el Cronida no llevó a cabo: reinar sobre
el pueblo de la bien construida Itaca tratando de matar a tu hijo con asechan
zas. Ya ha muerto éste por su destino, perdona tú a tus conciu dadanos, que
nosotros, para aplacarte públicamente, te com pensaremos de lo que se ha comido
y bebido en el palacio esti mándolo en veinte bueyes cada uno por separado, y
te devol veremos bronce y oro hasta que tu corazón se satisfaga; antes de ello
no se te puede reprochar que estés irritado.»
Y mirándole torvamente le dijo el muy
astuto Odiseo:
«Eurímaco, aunque me dierais todos
los bienes familiares y añadierais otros, ni aun así contendría mis manos de
matar hasta que los pretendientes paguéis toda vuestra insolencia. Ahora sólo
os queda luchar conmigo o huir, si es que alguno puede evitar la muerte y las
Keres, pero creo que nadie escapa rá a la escabrosa muerte.
Así habló y las rodillas y el corazón
de todos desfallecieron allí mismo. Eurímaco habló otra vez entre ellos y dijo:
«Amigos, no contendrá este hombre sus
irresistibles manos, sino que una vez que ha cogido el pulido arco y el carcaj
lo dis parará desde el pulido umbral hasta matarnos a todos. Pense mos en
luchar; sacad las espadas, defendeos con las mesas de los dardos que causan
rápida muerte. Unámonos todos contra él por si logramos arrojarlo del umbral y
las puertas, vayamos por la ciudad y que se promueva gran alboroto: sería la
última vez que manejara el arco.»
Así habló, y sacando la aguda espada
de bronce, de doble filo, se lanzó contra él con horribles gritos. Al mismo
tiempo le disparó una saeta el divino Odiseo, y acertándole en el pe cho, junto
a la tetilla, le clavó la veloz flecha en el hígado. Se le cayó de la mano al
suelo la espada y doblándose se desplomó sobre la mesa y derribó por tierra los
manjares y la copa de do ble asa. Golpeó el suelo con su frente, con espíritu
conturba do, y sacudió la silla con ambos pies, y una niebla se esparció por
sus ojos.
Anfínomo se fue derecho contra el ilustre Odiseo y sacó la
aguda espada por si podía arrojarlo de la puerta, pero se le ade lantó Telémaco
y le clavó por detrás la lanza de bronce entre los hombros y le atravesó el
pecho. Cayó con estrépito y dio de bruces en el suelo. Telémaco se retiró
dejando su lanza de lar ga sombra allí, en Anfínomo, por temor a que alguno de
los aqueos le clavara la espada mientras él arrancaba la lanza de larga sombra
o le hiriera al estar agachado. Echó a correr y lle gó enseguida adonde estaba
su padre y, poniéndose a su lado, le dirigió aladas palabras: «Padre, voy a
traerte un escudo y dos lanzas y un casco todo de bronce que se ajuste a tu
cabeza. De paso me pondré yo las armas y daré otras al porquero y al boyero,
que es mejor estar armados.»
Y le respondió el muy astuto Odiseo:
«Tráelas corriendo mientras tengo
flechas para defenderme, no sea que me arrojen de la puerta al estar solo.»
Así habló, y Telémaco obedeció a su
padre. Fue a la estancia donde estaban sus famosas armas y tomó cuatro escudos,
ocho lanzas y cuatro cascos de bronce con crines de caballo, los lle vó y se
puso enseguida al lado de su padre. Primero protegió él su cuerpo con el bronce
y, cuando los dos siervos se habían puesto hermosas armaduras, se colocaron
todos junto al pru dente y astuto Odiseo.
Mientras tuvo flechas para
defenderse, fue hiriendo sin inte rrupción a los pretendientes en su propia
casa apuntando bien. Y caían uno tras otro. Pero cuando se le acabaron las
flechas al soberano, una vez que las hubo disparado, apoyó el arco contra una
columna del bien construido aposento, junto al muro reluciente, y se cubrió los
hombros con un escudo de cuatro pieles; en la robusta cabeza se colocó un
labrado casco el penacho de crines de
caballo ondeaba terrible en lo alto , y tomó dos poderosas lanzas guarnecidas
con bronce.
Había en la bien construida pared un
postigo y en el um bral extremo de la sólida estancia había una salida hacia un
co rredor y estaba cerrado por batientes bien ajustados. Mandó Odiseo que lo
custodiara el divino porquero manteniéndose firme en él, pues era la única.
salida. Entonces Agelao les habló a todos con estas palabras:
«Amigos, ¿no habrá nadie que ascienda
por el postigo, se lo diga a la gente y se produzca al punto un tumulto? Sería
la últi ma vez que éste manejara el arco.»
Y le respondió el cabrero Melantio:
«No es posible, Agelao de linaje
divino; está muy cerca la hermosa puerta del patio y es difícil la salida al
corredor; un solo hombre, que sea valiente, nos contendría a todos. Pero,
vamos, os traeré armas de la despensa, pues creo que allí, y no en otro sitio,
las colocaron Odiseo y su ilustre Hijo.»
Así diciendo, subió el cabrero
Melantio por una tronera del mégaron a la estancia de Odiseo, de donde tomó
doce escudos, otras tantas lanzas e igual número de cascos de bronce con cri
nes de caballo. Fue y se lo entregó rápidamente a los preten dientes. Entonces
sí que desfallecieron las rodillas y el corazón de Odiseo cuando vio que se
ponían las arenas y blandían en sus manos las largas lanzas, pues ahora la
empresa le parecía arriesgada. Y al punto dirigió a Telémaco aladas palabras:
«Telémaco, alguna de las mujeres del
palacio, o Melantio, encienden contra nosotros combate funesto.»
Y le respondió Telémaco
discretamente:
«Padre, yo tuve la culpa de ello, no
hay otro culpable, que dejé abierta la bien ajustada puerta de la habitación, y
su espía ha sido más hábil. Pero vete, divino Eumeo, y cierra la puerta de la
despensa; y entérate de si quien hace esto es una mujer o Melantio, el hijo de
Dolio, como yo creo.»
Mientras así hablaban entre sí, el
cabrero Melantio volvió a la estancia para traer hermosas armas, pero se dio
cuenta el di vino porquero y al punto dijo a Odiseo, que estaba cerca:
«Hijo de Laertes, de linaje divino,
Odiseo rico en ardides, aquel hombre
desconocido del que sospechábamos ha vuelto al aposento. Dime claramente si lo
debo matar, en caso de ven cerlo, o he de traértelo para que pague las muchas
insolencias que ha cometido en tu casa.»
Y le respondió el muy astuto Odiseo:
«Yo y Telémaco contendremos en esta
sala a los nobles pretendientes, a pesar de su mucho ardor. Vosotros ponedle
atrás pies y manos y metedlo en la habitación, cerrad la puerta y echándole una
soga trenzada colgadlo de las vigas en lo alto de una columna, para que viva
largo tiempo sufriendo fuertes do lores.»
Así habló, y ellos dos le escucharon
y obedecieron, y, diri giéndose a la estancia, le pasaron inadvertidos a
Melantio, que estaba dentro. Éste buscaba armas en lo más recóndito de la
habitación y ellos montaron guardia a uno y otro lado de las jambas. Cuando
atravesaba el umbral el cabrero Melantio, lle vando en una mano un hermoso
casco y en la otra un ancho escudo viejo, cubierto de moho, que el héroe
Laertes solía lle var en su juventud y ahora se hallaba en el suelo con las co
rreas rotas, se le echaron encima y lo arrastraron adentro por los pelos; lo
echaron al suelo angustiado en su corazón y, po niéndole atrás pies y manos, se
las ataron con doloroso nudo, como había mandado el hijo de Laertes, el divino
y sufridor Odiseo; echaron a las vigas, en lo alto de una columna, la soga
trenzada y burlándote le dijiste, porquero Eumeo:
«Ahora velarás toda la noche acostado
en esta blanda cama que te mereces, y no te pasará inadvertida la llegada de la
que nace de la mañana, de trono de oro, desde las corrientes de Océano, a la
hora en que sueles traer las cabras a los preten dientes para preparar el
almuerzo.»
Así quedó, suspendido de funesto
nudo, y ellos dos se pusie ron las arenas, cerraron la brillante puerta y se
dirigieron hacia el prudence y astuto Odiseo. Se detuvieron allí respirando ar
dor y eran cuatro los del umbral y muchos y valientes los de dentro. Y se les
unió Atenea, la hija de Zeus, que tomó el as pecto y la voz de Méntor. Odiseo
se alegró al verla y le dijo:
«Méntor, aparta de nosotros el
infortunio, acuérdate del compañero amado que solía hacerte bien, pues eres de
mi edad.»
Así habló, aunque sospechaba que era
Atenea, la que empuja al combate. Y los pretendientes le hacían reproches en la
sala, siendo Agelao Damastórida el primero en hablar:
«Méntor, que no te convenza Odiseo
con sus palabras de lu char contra los pretendientes y ayudarle a él, pues que
se cum plirá nuestro intento de esta manera: una vez que hayamos matado a
éstos, al padre y al hijo, perecerás tú
también por lo que tramas en el palacio y pagarás con tu cabeza. Y
cuando se guemos vuestra violencia con el hierro, mezclaremos a los de Odiseo
cuantos bienes posees dentro y fuera de tu palacio y no permitiremos que tus
hijos ni hijas vivan en el palacio, ni que tu fiel esposa ande por la ciudad de
Itaca. .
Así hablo, Atenea se encolerizó más
en su corazón y le hizo reproches a Odiseo con airadas palabras:
«Ya no hay en ti, Odiseo, aquel vigor
y fuerza de cuando lu chabas con los troyanos por Helena de blancos brazos,
hija de ilustre padre, durante nueve años seguidos; diste muerte a muchos
hombres en combate cruel y por tu consejo se tomó la ciudad de Príamo, de
anchas calles. ¿Cómo es que ahora que has llegado a tu casa y posesiones
imploras ser valiente contra los pretendientes? Ven aquí, amigo, ponte firme
junto a mí y mira mis obras, para que veas cómo es Méntor Alcímida para
devolverte los favores entre tus enemigos.»
Así habló, y es que no quería concederle
todavía del todo la indecisa victoria antes de probar el vigor.y la fuerza de
Odiseo y su ilustre hijo. Conque se lanzó hacia arriba y fue a posarse en una
viga de la sala ennegrecida por el fuego, semejante a una golondrina de frente.
Animaban a los contendientes Agelao
Damastórida Euríno mo, Anfimedonte, Demoptólemo, Pisandro Polictórida y el
prudente Pólibo, pues eran los más valientes de cuantos pre tendientes vivían y
luchaban por sus vidas. A los demás los ha bía derribado ya el arco y las numerosas
flechas. A todos se di rigió Agelao con estas palabras:
«Amigos, ahora contendrá este hombre
sus manos indómi tas, puesto que se ha ido Méntor tras decirle inútiles
fanfarro nadas y han quedado solos al pie de las puértas. Conque no lancéis
todos a una las largas lanzas; vamos, disparad primero los seis, por si Zeus
nos concede de alguna manera que Odiseo sea blanco de los disparos y conseguir
gloria. De los otros no habrá cuidado una vez que éste al menos haya caído.»
Así dijo, y dispararon todos como les
ordenara, bien aten tos, pero Atenea dejó sin efecto todos sus disparos. De
éstos, uno alcanzó la columna del bien construido mégaron, otro la puerta
sólidamente ajustada. De otro, la lanza de fresno, pesa da por el bronce, fue a
estrellarse contra el muro. Y una vez que habían esquivado las lanzas de los
pretendientes comenzó a hablar entre ellos el sufridor, el divino Odiseo:
«Amigos, también yo ahora quisiera
deciros que disparemos contra la turba de los pretendientes, quienes, además de
los anteriores males, desean matarnos.»
Así dijo, y todos dispararon las
afiladas lanzas apuntando de frente. A Demoptólemo lo mató Odiseo, a Eurfades
Teléma co, a Elato el porquerizo y a Pisandro el que estaba al cuidado de los
bueyes. Así que luego todos a una mordieron el inmen so suelo mientras los
otros pretendientes se retiraron hacia el fondo del mégaron. Y ellos se
lanzaron sobre los cadáveres y les quítaron las lanzas.
De nuevo los pretendientes dispararon
las afiladas lanzas, bien atentos. Pero Atenea dejó sin efecto todos sus
disparos. De ellos, uno alcanzó la columna del bien construido méga ron, otro
la puerta sólidamente ajustada. De otro la lanza de fresno, pesada por el
bronce, fue a estrellarse contra el muro. Pero esta vez Anfimedonte hirió a
Telémaco en la muñeca, le vemente, y el bronce le dañó la superficie de la
piel; Cresipo rasguñó el hombro de Eumeo con la larga lanza por encima del
escudo, y ésta, sobrevolando, cayó a tierra.
De nuevo los que rodeaban al prudente
y astuto Odiseo dis pararon las afiladas lanzas contra la turba de los
pretendientes y de nuevo alcanzó a Euridamante, Odiseo, el destructor de
ciudades, a Anfimedonte, Telémaco, y a Pólibo, el porquero, y luego alcanzó en
el pecho a Ctesipo el que estaba al cuidado de los bueyes y jactándose le dijo:
«Politérsida, amigo de insultar, no digas nunca nada altane ro
cediendo a tu insensatez, antes bien cede la palabra a los dioses, puesto que
en verdad son mejores con mucho. Este será para ti el don de hospitalidad por
la patada que diste a Odi seo, semejante a un dios, cuando mendigaba por el
palacio.»
Así dijo el que estaba al cuidado de
los cuenitorcidos bueyes. Después Odiseo hirió de cerca al Damastórida con su
larga lanza y Telémaco hirió de cerca con su lanza en medio de la ijada a Leócrito
Evenórida, y el bronce le atravesó de parte a parte. Cayó de cabeza y dio de
brutes en el suelo. Entonces Atenea levantó la égida, destructora para los
mortales, desde lo alto del techo y sus corazones sintieron pánico. Así que los
unos huían por el mégaron como vacas de rebaño a las que persigue el movedizo
tábano, lanzándose sobre ellas en la esta ción de la primavera, cuando los días
son largos.
En cambio, los otros, como los
buitres de retorcidas uñas y corvo pico bajan de los montes y caen sobre las
aves que, asus tadas por la llanura, tratan de remontarse hacia las nubes éstos se lanzan sobre las aves y las matan,
ya que no tienen defensa alguna ni posibilidad de huida y se alegran los hom
bres de la captura , así golpeaban éstos a los pretendientes corriendo en
círculo por la sala.
Y eran horribles los gemidos que se
levantaban cuando las cabezas de los pretendientes golpeaban el suelo y éste hu meaba todo con sangre.
Fue entonces cuando Leodes se arrojó
a las rodillas de Odiseo y asiéndolas le suplicaba con aladas palabras:
«Te suplico asido a tus rodillas,
Odiseo. Respétame y ten compasión de mí. Pues lo aseguro que nunca dije ni hice
nada insensato a mujer alguna en el palacio. Por el contrario, solía hacer
desistir a cualquiera de los pretendientes que tratara de hacerlas, pero no me
obedecían en alejar sus manos de la mal dad. Por esto y por sus insensateces
han atraído hacia sí un destino indigno y yo, sin haber hecho nada, yaceré con
ellos por ser su arúspice, que no hay agradecimiento futuro para los que obran
bien.»
Y mirándole torvamente le dijo el muy
astuto Odiseo:
«Si te precias de ser el arúspice de
éstos, seguro que a menu do estabas pronto a suplicar en el palacio que el fin
de mi dul ce regreso fuera lejano, para atraer hacia ti a mi querida esposa y
que te pariera hijos. Por esto no podrías escapar a la muerte de largos
lamentos.»
Así diciendo, tomó con su ancha mano
la espada que estaba en el suelo, la que Agelao había dejado caer al sucumbir.
Con ella le atravesó el cuello por el centro y mientras todavía ha blaba
Leodes, su cabeza se mezcló con el polvo.
También el aedo Femio Terpiada
trataba de evitar la negra Ker, el que cantaba a la fuerza entre los
pretendientes. Estaba de pie sosteniendo entre sus manos la sonora lira junto
al por tillo, y dudaba entre salir desapercibido del mégaron y sentarse junto
al altar del gran Zeus, protector del Hogar, donde Laer tes y Odiseo habían
quemado muchos muslos de reses, o lan zarse a las rodillas de Odiseo y
suplicarle. Y mientras así pen saba, le pareció más ventajoso asirse a las
rodillas de Odiseo Laertíada. Así que dejó en el suelo la curvada lira, entre
la crátera y el sillón de clavos de plata, y se arrojó a las rodillas de
Odiseo. Y asiéndolas, le suplicaba con aladas palabras:
«Te suplico asido a tus rodillas.
Odiseo. Respétame y ten compasión de mí. Seguro que tendrás dolor en el futuro
si ma tas a un aedo, a mí, que canto a dioses y hombres. Yo he aprendido por mí
mismo, pero un dios ha soplado en mi men te toda clase de cantos. Creo que
puedo cantar junto a ti como si fuera un dios. Por esto no trates de cortarme
el cuello. Tam bién Telémaco, tu querido hijo, podría decirte que yo no venía a
tu casa ni de buen grado ni porque lo precisara, para cantar junto a los
pretendientes en sus banquetes; mas ellos me arras traban por la fuerza por ser
más numerosos y fuertes.»
Así dijo, y la sagrada fuerza de
Telémaco le oyó; así que lue go dijo a su padre que estaba cerca:
«Detente y no hieras con el bronce a
este inocente. Tam bién salvaremos al heraldo Medonte, que siempre, mientras
fui niño, se cuidaba de mí en nuestro palacio, si es que no lo han matado ya
Filetio o el porquero, o se ha enfrentado contigo cuando irrumpiste en la
sala.»
Así habló, y Medonte, conocedor de
pensamientos discre tos, le oyó. Estaba tirado bajo.un sillón y le cubría una
piel re cién cortada de buey, tratando de evitar la negra muerte. En seguida
saltó de debajo del sillón, se despojó de la piel de buey y se arrojó a las
rodillas de Telémaco, y asiéndolas le suplicaba con aladas palabras:
«Amigo, ése soy yo; detente y di a tu
padre que no me dañe con el agudo bronce, poderoso como es, irritado con los
pre tendientes quienes le consumieron los bienes en el palacio y no te
respetaban a ti, ¡necios!»
Y sonriendo le dijo el muy astuto
Odiseo:
«Cobra ánimos, ya que éste te ha
protegido y salvado, para que sepas y se
lo digas a cualquier otro que es mucho
me jor una buena acción que una acción malvada. Conque salid del mégaron e id
al patio alejándoos de la matanza tú y el afa mado aedo, mientras que yo llevo
a cabo en la sala lo que es menester.
Así dijo, y ambos salieron del
mégaron y fueron a sentarse junto al altar del gran Zeus, mirando asombrados a
uno y otro lado, temiendo siempre la muerte.
Entonces Odiseo examinó todo su
palacio por si todavía quedaba vivo algún hombre tratando de evitar la negra
muerte. Pero los vio a todos derribados entre polvo y sangre, tan numerosos
como los peces a los que los pescadores sacan del canoso mar en su red de
muchas mallas y depositan en la cón cava orilla
allí están todos sobre la arena añorando las olas del mar y el brillante
Helios les arrebata la vida ; así estaban los pretendientes, hacinados uno
sobre otro.
Entonces se dirigió a Telémaco el muy
astuto Odiseo:
«Telémaco, vamos, llámame a la
nodriza Euriclea para que le diga la palabra que tengo en mi interior.»
Así dijo; Telémaco obedeció a su
padre y marchando hacia la puerta, dijo a la nodriza Euriclea:
«Ven acá, anciana, tú eres la
vigilante de las esclavas en nuestro palacio; ven, te llama mi padre para
decirte algo.»
Así dijo, y a ella se le quedó sin
alas su palabra; abrió las puertas del mégaron, agradable para habitar, y se
puso en ca mino, y luego la condujo Telémaco.
Encontró a Odiseo entre los cuerpos
recién asesinados ro ciado de sangre ya coagulada, como un león que va de
camino luego de haber engullido un toro salvaje todo su pecho y su cara están manchados de
sangre por todas partes y es terrible al mirarlo de frente. Así de manchado
estaba Odiseo por sus brazos y piernas. Cuando la nodriza vio los cadáveres y
la san gre a borbotones, arrancó a gritar, pues había visto una obra grande,
pero Odiseo la contuvo y se lo impidió, por más que lo deseaba, y dirigiéndose
a ella le dijo aladas palabras:
«Alégrate, anciana, en lo interior y
no grites, que no es san to ufanarse ante hombres muertos. A éstos los ha
domeñado la Moira de los dioses y sus obras insensatas, pues no respetaban a
ninguno de los terrenos hombres, noble o del pueblo, que se llegara a ellos.
Por esto y por sus insensateces han arrastrado hacia sí un destino vergonzoso.
Conque, vamos, dime de las mujeres en el palacio quiénes me deshonran y quiénes
son ino centes.»
Y al punto le contestó la nodriza
Euriclea:
«Desde luego, hijo mío, te diré la
verdad. Tienes en el pala cio cincuenta esclavas a quienes hemos enseñado a
realizar la bores, a cardar lana y a soportar su esclavitud. Doce de éstas han
incurrido en desvergüenza y no me honran a mí ni a la misma Penélope. Telémaco
ha crecido sólo hace poco y su madre no le permitía dar órdenes a las esclavas.
Pero voy a subir al piso de arriba para comunicárselo a tu esposa, a quien un
dios ha infundido sueño.»
Y contestándole dijo el muy astuto
Odiseo:
«No la despiertes todavía. Di a las
mujeres que vengan aquí, a las que han realizado obras vergonzosas.»
Así dijo, y la anciana atravesó el mégaron
para comunicár selo a las mujeres y ordenarlas que vinieran.
Entonces Odiseo, llamando hacia sí a
Telémaco, al boyero y al porquero, les dirigió aladas palabras:
«Comenzad ya a llevar cadáveres y dad
órdenes a las muje res para que luego limpien con agua y agujereadas esponjas
los hermosos sillones y las mesas. Cuando hayáis puesto en orden todo el
palacio sacad del sólido mégaron a las mujeres y ma tadlas con largas espadas
entre la rotonda y el hermoso cer co del patio, hasta que las arranquéis a todas
la vida, para que se olviden de Afrodita, a la que poseían debajo de los
pretendientes con quienes se unían en secreto.»
Así diciendo, llegaron las esclavas,
todas en grupo, lanzando tristes lamentos y derramando abundantes lágrimas.
Primero se llevaron los cadáveres y los pusieron bajo el pórtico del bien
cercado patio, apoyándolos bien unos en otros, pues así lo ha bía ordenado
Odiseo que las apremiaba en persona. Y ellas los llevaban por la fuerza. Luego
limpiaron con agua y agujereadas esponjas los hermosos sillones y las mesas.
Entretanto, Telé maco, el boyero y el porquero rasparon bien con espátulas el
piso de la bien construida vivienda y las esclavas se lo llevaban y lo ponían
fuera. Cuando habían puesto en orden todo el pa lacio, sacaron del sólido
mégaron a las esclavas y las encerra ron en un lugar estrecho, entre la rotonda
y el hermoso cerco del patio, de donde no había posibilidad de huir.
Entonces, Telémaco comenzó entre
ellos a hablar discreta mente:
«No podría yo quitar la vida con
muerte rápida a éstas que han vertido tanta deshonra sobre mi cabeza y la de mi
padre cuando dormían con los pretendientes.»
Así diciendo, ató el cable de una
nave de azuloscura proa a una larga columna y rodeó con él la rotonda
tensándolo hacia arriba de forma que ninguna llegara al suelo con los pies.
Como cuando se precipitan los tordos de largas alas, o las pa lomas, hacia una
red que está puesta en un matorral cuando se dirigen al nido –y en realidad las
acoge un odioso lecho , así las esclavas tenían sus cabezas en fila y en torno a sus cue llos había lazos , para
que murieran de la forma más lamen table. Estuvieron agitando los pies entre
convulsiones un rato, no mucho tiempo.
También sacaron a Melantio al
vestíbulo y al patio, cortá ronle la nariz y las orejas con cruel bronce, le
arrancaron las vergüenzas para que se las comieran crudas los perros, y le
cortaron manos y pies con ánimo irritado.
Luego que hubieron lavado sus manos y
pies, volvieron al palacio junto a Odiseo, pues su trabajo estaba ya completo.
Entonces dijo éste a su nodriza Euriclea:
«Tráeme azufre, anciana, remedio
contra el mal, y también fuego, para que rocíe con azufre el mégaron; y luego
ordena a Penélope que venga aquí en compañía de sus siervas. Ordena a todas las
esclavas del palacio que vengan.»
Y luego le dijo su nodriza Euriclea:
«Sí, hijo mío, todo lo has dicho como
te corresponde. Va mos, voy a traerte ropa, una túnica y un manto; no sigas en
pie en el palacio cubriendo con harapos tus anchos hombros. Sería indignante.»
Y contestándole dijo el muy astuto
Odiseo:
«Antes que nada he de tener fuego en
mi palacio.»
Así dijo, y su nodriza Euriclea no le
desobedeció. Llevó azu fre y fuego y Odiseo roció por completo el mégaron, la
sala y el patio.
Entonces la anciana atravesó el
hermoso palacio de Odiseo para comunicárselo a las mujeres e incitarlas a que
volvieran. Estas salieron de la estancia llevando una antorcha entre sus manos,
rodearon y dieron la bienvenida a Odiseo y abrazándo le besaban su cabeza y
hombros tomándole de las manos. Y a éste le entró un dulce deseo de llorar y
gemir, pues reconocía a todas en su corazón.
CANTO XXIII
PENÉLOPE RECONOCE A
ODISEO
Entonces la anciana subió gozosa al
piso de arriba para anunciar a la señora que estaba dentro su esposo, y sus
rodillas se llenaban de fuerza y sus pies se levantaban del suelo.
Se detuvo sobre su cabeza y le dijo
su palabra:
«Despierta, Penélope, hija mía, para
que veas con tus pro pios ojos lo que esperas todos los días. Ha venido Odiseo,
ha llegado a casa por fin, aunque tarde, y ha matado a los ilustres
pretendientes, a los que afligían su casa comiéndose los bienes y haciendo de
su hijo el objeto de sus violencias.»
Y se dirigió a ella la prudente
Penélope:
«Nodriza querida, te han vuelto loca
los dioses, los que pue den volver insensato a cualquiera, por muy sensato que
sea, y hacer entrar en razón al de mente estúpida. Ellos te han daña do; antes
eras equilibrada en tu mente.
«¿Por qué te burlas de mí, si tengo
el ánimo quebrantado por el dolor, diciéndome estos extravíos y me despiertas
del dulce sueño que me tenía encadenados los párpados? Jamás ha bía dormido de
tal modo desde que Odiseo marchó a la madita Ilión que no hay que nombrar.
«Pero vamos, baja ya y vuelve al
mégaron. Porque si cual quiera otra de las mujeres que están a mi servicio
hubiera veni do a anunciarme esto y me hubiera despertado, seguro que la habría
hecho volver al mégaron con palabra violenta. A ti, en cambio, te valdrá la
vejez, por lo menos en esto.»
Y le contestó su nodriza Euriclea:
«No me burlo de tí en absoluto, hija
mía, que en verdad ha llegado Odiseo, ha vuelto a casa como lo anuncio y es el
foras tero a quien todos deshonraban en el mégaron. Telémaco sa bía hace tiempo
que ya estaba dentro, pero ocultó con pruden cia los proyectos de su padre para
que castigara la violencia de esos hombres altivos.»
Así dijo; invadió a Penélope la
alegría y, saltando del lecho, abrazó a la anciana, dejó correr el llanto de
sus párpados y ha blándole dijo aladas palabras:
«Vamos, nodriza querida, dime la
verdad, dime si de verdad ha llegado a casa como anuncias; dime cómo ha puesto
sus manos sobre los pretendientes desvergonzados, solo como estaba, mientras
que ellos permanecían dentro siempre en grupo.»
Y le contestó su nodriza Euriclea:
«No lo he visto, no me lo han dicho,
sólo he oído el ruido de los que caían muertos. Nosotras permanecíamos
asustadas en un rincón de la bien construida habitación y la cerraban bien ajustadas puertas hasta que tu hijo me llamó desde el mégaron,
Telémaco, pues su padre le había mandado que me llamara. Después encontré a
Odiseo en pie, entre los cuerpos recién asesinados que cubrían el firme suelo,
hacinados unos sobre otros. Habrías gozado en tu ánimo si lo hubieras visto
rociado de sangre y polvo como un león. Ahora ya están todos amontonados en la
puerta del patio mientas él rocía con azufre la hermosa sala, luego de encender
un gran fuego, y me ha mandado que te llame. Vamos, sígueme, para que vuestros
co razones alcancen la felicidad después de haber sufrido infini dad de
pruebas. Ahora ya se ha cumplido este tu mayor anhe lo: él ha llegado vivo y
está en su hogar y te ha encontrado a ti y a su hijo en el palacio, y a los que
le ultrajaban, a los preten dientes, a todos los ha hecho pagar en su palacio.»
Y le respondió la prudente Penélope:
«Nodriza querida, no eleves todavía
tus súplicas ni te alegres en exceso. Sabes bien cuán bienvenido sería en el
palacio para todos, y en especial para mí y para nuestro hijo, a quien engen
dramos, pero no es verdadera esta noticia que me anuncias, sino que uno de los
inmortales ha dado muerte a los ilustres pretendientes, irritado por su
insolencia dolorosa y sus malvadas acciones; pues no respetaban a ninguno de
los hombres que pisan la tierra, ni al del pueblo ni al noble, cualquiera que
se llegara a ellos. Por esto, por su maldad, han sufrido la des gracia, que lo
que es Odiseo... éste ha perdido su regreso lejos de Acaya y ha perecido.»
Y le contestó su nodriza Euriclea:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado
del cerco de tus dientes! ¡Tú, que dices que no volverá jamás tu esposo, cuando
ya está dentro, junto al hogar! Tu corazón ha sido siempre desconfia do, pero
te voy a dar otra señal manifiesta: cuando le lavaba vi la herida que una vez
le hizo un jabalí con su blanco colmillo; quise decírtelo, pero él me asió la
boca con sus manos y no me lo permitió por la astucia de su mente. Vamos,
sígueme, que yo misma me ofrezco en prenda y, si te engaño, mátame con la
muerte más lamentable.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«Nodriza querida, es difícil que tú
descubras los designios de los dioses, que han nacido para siempre, por muy
astuta que seas. Vayamos, pues, en busca de mi hijo para que yo vea a los
pretendientes muertos y a quien los mató.»
Así dijo, y descendió del piso de
arriba. Su corazón revolvía una y otra vez si interrogaría a su esposo desde
lejos o se colo caría a su lado, le tomaría de las manos y le besaría la
cabeza. Y cuando entró y traspasó el umbral de piedra se sentó frente a Odiseo junto
al resplandor del fuego, en la pared de enfrente. Él se sentaba junto a una
elevada columna con la vista baja es perando que le dijera algo su fuerte
esposa cuando lo viera con sus ojos, pero ella permaneció sentada en silencio
largo tiempo pues el estupor alcanzaba
su corazón. Unas veces le miraba fijamente al rostro y otras no lo reconocía
por llevar en su cuerpo miserables vestidos.
Entonces Telémaco la reprendió, le
dijo su palabra y la lla mó por su nombre:
«Madre mía, mala madre, que tienes un
corazón tan cruel. ¿Por qué te mantienes tan alejada de mi padre y no te
sientas junto a él para interrogarle y enterarte de todo? Ninguna otra mujer se
mantendría con ánimo tan tenaz apartada de su mari do, cuando éste después de
pasar innumerables calamidades llega a su patria a los veinte años. Pero tu
corazón es siempre más duro que la piedra.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«Hijo mío, tengo el corazón pasmado
dentro del pecho y no puedo pronunciar una sola palabra ni interrogarle, ni
mirarle siquiera a la cara. Si en verdad es Odiseo y ha llegado a casa, nos
reconoceremos mutuamente mejor, pues tenemos señales secretas para los demás
que sólo nosotros dos conocemos.»
Así habló y sonrió el sufridor, el
divino Odiseo, y al punto dirigió a Telémaco aladas palabras:
«Telémaco, deja a tu madre que me
ponga a prueba en el pa lacio y así lo verá mejor. Como ahora estoy sucio y
tengo sobre mi cuerpo vestidos míseros, no me honra y todavía no cree que yo
sea aquél. Pero deliberemos antes de modo que resulte todo mejor, pues
cualquiera que mata en el pueblo incluso a un hombre que no deja atrás muchos
vengadores, se da a la fuga abandonando sus parientes y su tierra patria, pero
yo he matado a los defensores de la ciudad, a los más nobles mozos de Itaca. Te
invito a que consideres esto.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Considéralo tú mismo, padre mío,
pues dicen que tus deci siones son las mejores y ningún otro de los mortales
hombres osaría rivalizar contigo. Nosotros te apoyaremos ardorosos y te aseguro
que no nos faltará fuerza en cuanto esté de nuestra parte.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Te voy a decir lo que me parece
mejor. En primer lugar, lavaos y vestid vuestras túnicas, y ordenad a las
esclavas en el palacio que elijan ropas para ellas mismas. Después, que el di
vino aedo nos entone una alegre danza con su sonora lira, para que cualquiera
piense que hay boda si lo oye desde fuera, ya sea un caminante o uno de
nuestros vecinos; que no se extien da por la ciudad la noticia de la muerte de
los pretendientes antes de que salgamos en dirección a nuestra finca, abundante
en árboles. Una vez allí pensaremos qué cosa de provecho nos va a conceder el
Olímpico.»
Así habló, y al punto todos le
escucharon y obedecieron. En primer lugar se lavaron y vistieron las túnicas, y
las mujeres se adornaron. Luego, el divino aedo tomó su curvada lira y excitó
en ellos el deseo del dulce canto y la ilustre danza. Y la gran mansión
retumbaba con los pies de los hombres que danzaban y de las mujeres de lindos
ceñidores.
Y uno que lo oyó desde fuera del
palacio decía así:
Seguro que se ha desposado ya alguien
con la muy preten dida reina. ¡Desdichada!, no ha tenido valor para proteger
con constancia la gran mansión de su legítimo esposo, hasta que llegara.»
Así decía uno, pero no sabían en
verdad qué había pasado.
Después lavó a Odiseo, el de gran
corazón, el ama de llaves Eurínome y lo ungió con aceite y puso a su alrededor
una her mosa túnica y manto. Entonces derramó Atenea sobre su ca beza abundante
gracia para que pareciera más alto y más ancho e hizo que cayeran de su cabeza
ensortijados cabellos semejan tes a la flor del jacinto. Como cuando derrama
oro sobre plata un hombre entendido a quien Hefesto y Palas Atenea han en
señado toda clase de habilidad y lleva a término obras que agradan, así derramó
la gracia sobre éste, sobre su cabeza y hombro. Y salió de la bañera semejante
en cuerpo a los in mortales.
Fue a sentarse de nuevo en el sillón,
del que se había levan tado, frente a su esposa, y le dirigió su palabra:
«Querida mía, los que tienen
mansiones en el Olimpo te han puesto un corazón más inflexible que a las demás
mujeres. Ninguna otra se mantendría con ánimo tan tenaz apartada de su marido
cuando éste, después de pasar innumerables calami dades, llega a su patria a
los veinte años. Vamos, nodriza, pre párame el lecho para que también yo me
acueste, pues ésta tie ne un corazón de hierro dentro del pecho.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«Querido mío, no me tengo en mucho ni
en poco ni me ad miro en exceso, pero sé muy bien cómo eras cuando marchas te
de Itaca en la nave de largos remos. Vamos, Euriclea, pre para el labrado lecho
fuera del sólido tálamo, el que construyó él mismo. Y una vez que hayáis puesto
fuera el labrado lecho, disponed la cama pieles, mantas y resplandecientes
colchas.»
Así dijo poniendo a prueba a su
esposo. Entonces Odiseo se dirigió irritado a su fiel esposa:
«Mujer, esta palabra que has dicho es
dolorosa para mi cora zón. ¿Quién me ha puesto la cama en otro sitio? Sería
difícil incluso para uno muy hábil si no viniera un dios en persona y lo
pusiera fácilmente en otro lugar; que de los hombres, nin gún mortal viviente,
ni aun en la flor de la edad, lo cambiaría fácilmente, pues hay una señal en el
labrado lecho, y lo cons truí yo y nadie más. Había crecido dentro del patio un
tronco de olivo de extensas hojas, robusto y floreciente, ancho como una
columna. Edifiqué el dormitorio en torno a él, hasta aca barlo, con piedras
espesas, y lo cubrí bien con un techo y le añadí puertas bien ajustadas,
habilidosamente trabadas. Fue entonces cuando corté el follaje del olivo de
extensas hojas; empecé a podar el tronco desde la raíz, lo pulí bien y
habilidosamente con el bronce y lo igualé con la plomada, convirtién dolo en
pie de la cama, y luego lo taladré todo con el berbiquí. Comenzando por aquí lo
pulimenté, hasta acabarlo, lo adorné con oro, plata y marfil y tensé dentro
unas correas de piel de buey que brillaban de púrpura.
«Esta es la señal que te manifiesto,
aunque no sé si mi lecho está todavía intacto, mujer, o si ya lo ha puesto
algún hombre en otro sitio, cortando la base del olivo.»
Así dijo, y a ella se le aflojaron
las rodillas y el corazón al re conocer las señales que le había manifestado
claramente Odi seo. Corrió llorando hacia él y echó sus brazos alrededor del
cuello de Odiseo; besó su cabeza y dijo:
«No te enojes conmigo, Odiseo, que en
lo demás eres más sensato que el resto de los hombres. Los dioses nos han envia
do el infortunio, ellos, que envidiaban que gozáramos de la ju ventud y
llegáramos al umbral de la vejez uno al lado del otro. Por esto no te irrites
ahora conmigo ni te enojes porque al principio, nada más verse, no te acogiera
con amor. Pues con tinuamente mi corazón se estremecía dentro del pecho por te
mor a que alguno de los mortales se acercase a mí y me enga ñara con sus
palabras, pues muchos conciben proyectos malva dos para su provecho. Ni la
argiva Helena, del linaje de Zeus, se hubiera unido a un extranjero en amor y
cama, si hubiera sabido que los belicosos hijos de los aqueos habían de
llevarla de nuevo a casa, a su patria. Fue un dios quien la impulsó a ejecutar
una acción vergonzosa, que antes no había puesto en su mente esta lamentable
ceguera por la que, por primera vez, se llegó a nosotros el dolor.
«Pero ahora que me has manifestado
claramente las señales de nuestro lecho, que ningún otro mortal había visto
sino sólo tú y yo y una sola sierva,
Actorís, la que me dio mi padre al venir yo aquí, la que nos vigilaba las
puertas del labrado dor mitorio , ya tienes convencido a mi corazón, por muy
inflexible que sea.»
Así habló, y a él se le levantó
todavía más el deseo de llorar y lloraba abrazado a su deseada, a su fiel
esposa. Como cuando la tierra aparece deseable a los ojos de los que nadan (a
los que Poseidón ha destruido la bien construida nave en el ponto, im pulsada
por el viento y el recio oleaje; pocos han conseguido escapar del canoso mar
nadando hacia el litoral y cuajada su piel
de costras de sal consiguen llegar a
tierra bienvenidos, después de huir de la desgracia), así de bienvenido era el
espo so para Penélope, quien no dejaba de mirarlo y no acababa de soltar del
todo sus blancos brazos del cuello.
Y se les hubiera aparecido Eos, de
dedos de rosa, mientras se lamentaban, si la diosa de ojos brillantes, Atenea,
no hubie ra concebido otro proyecto: contuvo a la noche en el otro extremo al
tiempo que la prolongaba, y a Eos, de trono de oro, la empujó de nuevo hacia
Océano y no permitía que unciera sus caballos de veloces pies, los que llevan
la luz a los hom bres, Lampo y Faetonte, los potros que conducen a Eos.
Entonces se dirigió a su esposa el
muy astuto Odiseo:
«Mujer, no hemos llegado todavía a la
meta de las pruebas, que aún tendremos un trabajo desmedido y difícil que es
preciso que yo acabe del todo. Así me lo vaticinó el alma de Tire sias el día
en que descendí a la morada de Hades, para inquirir sobre el regreso de mis
compañeros y el mío propio. Pero vayamos a la cama, mujer, para gozar ya del
dulce sueño acos tados.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«Estará en tus manos el acostarte
cuando así lo desee tu co razón, ahora que los dioses te han hecho volver a tu
bien edifi cado palacio y a tu tierra patria. Pero puesto que has hecho una
consideración y seguro que un dios la ha
puesto en tu mente , vamos, dime la prueba que te espera, puesto que me voy a
enterar después, creo yo, y no es peor que lo sepa ahora mismo.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Querida mía, ¿por qué me apremias
tanto a que te lo diga? En fin, te lo voy a decir y no lo ocultaré, pero tu
corazón no se sentirá feliz; tampoco yo me alegro, puesto que me ha orde nado
ir a muchas ciudades de mortales con un manejable remo entre mis manos, hasta
que llegue a los hombres que no cono cen el mar ni comen alimentos aderezados
con sal; tampoco conocen estos hombres las naves de rojas mejillas ni los mane
jables remos que son alas para las naves. Y me dio esta señal que no te voy a
ocultar: cuando un caminante, al encontrarse conmigo, diga que llevo un bieldo
sobre mi ilustre hombro, me ordenó que en ese momento clavara en tierra el
remo, ofreciera hermosos sacrificios al soberano Poseidón un ca brito, un toro y un verraco semental de
cerdas , que volviera a casa y ofreciera sagradas hecatombes a los dioses
inmortales, los que poseen el ancho cielo, a todos por orden. Y me sobre vendrá
una muerte dulce, lejos del mar, de tal suerte que me destruya abrumado por la
vejez. Y a mi alrededor el pueblo será feliz. Me aseguró que todo esto se va a
cumplir.»
Y se dirigió a él la prudente
Penélope:
«Si los dioses nos conceden una vejez
feliz, hay esperanza de que tendremos medios de escapar a la desgracia.»
Así hablaban el uno con el otro.
Entretanto, Eurínome y la nodriza dispusieron la cama con ropa blanda bajo la
luz de las antorchas. Luego que hubieron preparado diligentemente el la brado
lecho, la anciana se marchó a dormir a su habitación y Eurínome, la camarera,
los condujo mientras se dirigían al le cho con una antorcha en sus manos. Luego
que los hubo con ducido se volvió, y ellos llegaron de buen grado al lugar de
su antiguo lecho.
Después Telémaco, el boyero y el
porquero hicieron descan sar a sus pies de la danza y fueron todos a acostarse
por el sombrío palacio.
Y cuando habían gozado del amor
placentero, se compla cían los dos esposos contándose mutuamente, ella cuánto
ha bía soportado en el palacio, la divina entre las mujeres; con templando la
odiosa comparsa de los pretendientes que por causa de ella degollaban en
abundancia toros y gordas ovejas y sacaban de las tinajas gran cantidad de
vino; por su parte, Odi seo, de linaje divino, le contó cuántas penalidades
había causa do a los hombres y cuántas había padecido él mismo con fati ga.
Penélope gozaba escuchándole y el sueño no cayó sobre sus párpados hasta que le
contara todo. Comenzó narrando cómo había sometido a los cicones y llegado
después a la fértil tierra de los Lotófagos, y cuánto le hizo al Cíclope y cómo
se vengó del castigo de sus ilustres compañeros a quienes aquél se había comido
sin compasión, y cómo llegó a Eolo, que lo acogió y despidió afablemente, pero
todavía no estaba decidido que llegara a su patria, sino que una tempestad lo
arrebató de nuevo y lo llevaba por el ponto, lleno de peces, entre profun dos
lamentos; y cómo llegó a Telépilo de los Lestrígones, quie nes destruyeron sus
naves y a todos sus compañeros de buenas grebas. Sólo Odiseo consiguió escapar
en la negra nave.
Le contó el engaño y la destreza de
Circe y cómo bajó a la sombría mansión de Hades para consultar al alma del
tebano Tiresias con su nave de muchas filas de remeros y vio a to dos sus compañeros y a su madre
que lo había parido y cria do de niño, y cómo oyó el rumor de las Sirenas de
dulce canto y llegó a las Rocas Errantes y a la terrible Caribdis y a Esci la,
a quien jamás han evitado incólumes los hombres. Y cómo sus compañeros mataron
las vacas de Helios y cómo Zeus, el que truena arriba, disparó contra la rápida
nave su humeante rayo y todos sus
compañeros perecieron juntos, pero él evi tó a las funestas Keres. Y cómo llegó
a la isla de Ogigia y a la ninfa Calipso, quien lo retuvo en cóncava cueva
deseando que fuera su esposo; le alimentó y decía que lo haría inmortal y sin
vejez para siempre, pero no persuadió a su corazón. Y cómo después de mucho
sufrir llegó a los feacios, quienes le honra ron de todo corazón como a un dios
y lo condujeron en una nave a su tierra patria, después de regalarle bronce,
oro en abundancia y vestidos.
Esta fue la última palabra que dijo
cuando el dulce sueño, el que afloja los miembros, le asaltó desatando las
preocupacio nes de su corazón.
Entonces proyectó otra decisión
Atenea, la diosa de ojos brillantes: cuando creyó que Odiseo ya había gozado
del lecho de su esposa y del sueño, al punto hizo salir de Océano a la de trono
de oro, a la que nace de la mañana, para que llevara la luz a los hombres. Entonces
se levantó Odiseo del blando le cho y dirigió la palabra a su esposa:
«Mujer, ya estamos saturados ambos de
pruebas inumera bles; tú, llorando aquí mi penoso regreso y yo... a mí Zeus y
los demás dioses me tenían encadenado con dolores lejos de aquí, de mi tierra
patria, pero ahora que los dos hemos llegado al deseable lecho, tú has de
cuidarme las riquezas que poseo en el palacio, que en cuanto a las ovejas que
los altivos preten dientes me degollaron, muchas se las robaré yo mismo y otras
me las darán los aqueos hasta que llenen mis establos. Mas ahora parto hacia la
finca de muchos árboles para ver a mi no ble padre que me está apenado. A ti,
mujer, te encomiendo esto, ya que eres prudente: al levantarse el sol correrá
la noti cia de la matanza de los pretendientes en el palacio; sube al piso de
arriba con las siervas y permanece allí, y no mires a na die ni preguntes.»
CANTO XXIV
EL PACTO
Y Hermes llamaba a las almas de los
pretendientes, el Cilenio, y tenía entre sus manos el hermoso caduceo de oro
con el que hechiza los ojos de los hombres que quiere y de nuevo los despierta
cuando duermen. Con éste los puso en movimiento y los conducía, y ellas le
seguían estridiendo. Como cuando los murciélagos en lo más profundo de una cueva
infinita revolotean estridentes cuando se desprende uno de la cadena y cae de
la roca pues se adhieren unos a
otros así iban ellas estridiendo todas
juntas y las conducía Hermes, el Benéfico, por los sombríos senderos.
Traspusieron las corrientes de Océano y la Roca Leúcade y atravesaron las
puertas de Helios y el pueblo de los Sueños, y pronto llegaron a un prado de
asfódelo donde habitan las almas, imágenes de los difuntos.
Allí encontraron el alma del Pelida
Aquiles y la de Patroclo y la del irreprochable Antíloco y la de Ayáx, el más
excelente en aspecto y cuerpo de los dánaos después del irreprochable hijo de
Peleo. Todos se iban congregando en torno a éste; acercóse doliente el alma de
Agamenón el Atrida y, a su alrededor, las de cuantos murieron con él en casa de
Egisto y cumplieron su destino.
A éste se dirigió en primer lugar el
alma del Pelida:
«Atrida, estábamos convencidos de que
tú eras querido por Zeus, el que goza con el rayo, por encima de los demás
héroes puesto que reinabas sobre muchos y fuertes hombres en el pueblo de los
troyanos, donde sufrimos penalidades los aqueos. Sin embargo, también se había
de poner a tu lado la luctuosa Moira, a la que nadie evita de los que han
nacido. ¡Ojalá hubieras obtenido muerte y destino en el pueblo de los troyanos
disfrutando de los honores con los que reinabas! Así te hubiera levantado una
tumba el ejército panaqueo y habrías cobrado gran gloria también para tu hijo.
Sin embargo, te había tocado en suerte perecer con la muerte más lamentable.»
Y le contestó a su vez el alma del
Atrida:
«Dichoso hijo de Peleo, semejante a
los dioses, Aquiles, tú que pereciste en Troya, lejos de Argos y en torno a ti
sucumbían los mejores hijos de troyanos y aquéos luchando por tu cadáver,
mientras tú yacías en medio de un torbellino de polvo ocupando un gran espacio,
olvidado ya de conducir tu carro. Nosotros luchamos todo el día y no habríamos
cesado de luchar en absoluto, si Zeus no te hubiera impedido con una témpestad.
Después, cuando te sacamos de la batalla y te llevamos a las naves, te pusimos
en un lecho tras limpiar tu hermosa piel con agua tibia y con aceite, y en
torno a ti todos los dánaos derramaban muchas, calientes lágrimas y se mesaban
los cabellos.
«Entonces llegó tu madre del mar con
las inmortales diosas marinas, después de oír la noticia, y un lamento inmenso
se levantó sobre el ponto. El temblor se apoderó de todos los aqueos y se
habrían levantado para embarcarse en las cóncavas naves, si no los hubiera
contenido un hombre sabedor de cosas muchas y antiguas, Néstor, cuyo consejo
también antes parecía el mejor. Éste habló con buenos sentimientos hacia ellos
y dijo: "Conteneos, argivos, no huyáis, hijos de los aqueos. Esta es su
madre y viene del mar con las inmortales diosas marinas pára encontrarse con su
hijo muerto." Así habló y ellos contuvieron su huida temerosa.
«Entonces lo rodearon llorando las
hijas del viejo del mar y, lamentándose, le pusieron vestidos inmortales. Y las
Musas, nueve en total, cantaban alternativamente un canto funerario con hermosa
voz. En ese momento no habrías visto a ninguno de los argivos sin lágrimas:
¡tanto los conmovía la sonora Musa!
«Dieciocho noches lo lloramos, e
igualmente de día, los dioses inmortales y los mortales hombres. El día
décimoctavo lo entregamos al fuego y sacrificamos animales en torno tuyo, bien
alimentados rebaños y cuernitorcidos bueyes. Tú ardías envuelto en vestiduras
de dioses y en abundante aceite y dulce miel. Muchos héroes aqueos circularon
con sus armas alrededor de tu pira mientras ardías, a pie y a caballo, y se
levantaba un gran estrépito. Después, cuando te había quemado la llama de
Hefesto, al amanecer, recogimos tus blancos huesos, Aquiles, envolviéndolos en
vino sin mezcla y en aceite, pues tu madre nos donó una ánfora de oro decía que era regalo de Dioniso y obra del
ilustre Hefesto. En ella están tus blancos huesos, ilustre Aquiles, mezclados
con los del cadáver de Patrocio, el hijo de Menetio, y, separados, los de
Antíloco a quien honrabas por encima de los demás compañeros, aunque después de
Patroclo, muerto también. Y levantamos sobre ellos un monumento grande y
perfecto el sagrado ejécito de los guerreros argivos, junto al prominente
litoral del vasto Helesponto. Así podrás ser visto de lejos, desde el mar, por
los hombres que ahora viven y por los que vivirán después.
«Tu madre, después de pedírselo a los
dioses, instituyó un muy hermoso certamen para los mejores de los aqueos en
medio de la concurrencia. Ya has asistido al funeral de muchos héroes, cuando
al morir un rey los jóvenes se ciñen las armas y se establecen competiciones,
pero serla sobre todo al ver aquel cuando habrías quedado estupefacto: ¡qué
hermosísimo certamen estableció la diosa en tu honor, la diosa de los pies de
plata, Tetis, pues eras muy querido de los dioses. Conque ni aún al morir has
perdido tu nombre, sino que tu fama de nobleza llegará siempre a todos los
hombres, Aquiles. En cambio a mí...!, ¿qué placer obtuve al concluir la guerra?
Zeus me preparó durante el regreso una penosa muerte a manos de Egisto y de mi
funesta esposa.»
Esto es lo que decían entre sí.
Y se les acercó el Mensajero, el
Argifonte, conduciendo las almas de los pretendientes muertos a manos de
Odiseo. Ambos se admiraron al verlos y se fueron derechos a ellos, y el alma de
Agamenón, el Atrida, reconoció al querido hijo de Melaneo, el muy ilustre
Anfimedonte, pues era huésped suyo cuando habitaba su palacio de Itaca. Así que
se dirigió a éste en primer lugar el alma del Atrida:
«Anfimedonte, ¿qué os ha pasado para
que os hundáis en la sombría tierra, hombres selectos todos y de la misma edad?
Nadie que escogiera en la ciudad a los mejores hombres elegiría de otra manera.
¿Es que os ha sometido Poseidón en las naves levantado crueles vientos y
enormes olas?; ¿o acaso os han destruido en tierra firme, en algún sitio,
hombres enemigos cuando intentabais llevaros sus bueyes o sus hermosos rebaños
de ovejas, o luchando por la ciudad y sus mujeres? Dímelo, puesto que te
pregunto y me precio de ser tu huésped. ¿O no te acuerdas cuando llegué a
vuestro palacio en compañía del divino Menelao para incitar a Odiseo a que nos
acompañara a Ilión sobre las naves de buenos bancos? Durante un mes recorrimos
el ancho mar y con dificultad convencimos a Odiseo, el destructor de ciudades».
Y le contestó el alma de Anfimedonte:
«Atrida, el más ilustre soberano de
hombres, Agamenón, recuerdo todo eso tal como lo dices. Te voy a narrar
cabalmente y con exactitud el funesto término de nuestra muerte, cómo fue
urdido.
«Pretendíamos a la esposa de odiseo,
largo tiempo ausente, y ella ni se negaba al odiado matrimonio ni lo realizaba
–pues meditaba para nosotros la muerte y la negra Ker , sino que urdió en su
interior este otro engaño: puso en el palacio un gran telar e hilaba, telar
suave e inacabable. Y nos dijo a continuación: " Jóvenes pretendientes
míos, puesto que ha muerto el divino Odiseo, aguardad, aunque deseéis mi boda,
hasta que acabe este manto no sea que se
me pierdan los hilos , este sudario para el héroe Laertes, para cuando le
arrebate la luc tuosa Moira de la muerte de largos lamentos, no sea que algu na
de las aqueas en el pueblo se irrite conmigo si yace sin su dario el que poseyó
mucho. Así habló y enseguida se conven ció nuestro noble ánimo. Conque allí
hilaba su gran telar du rante el día y por la noche lo destejía, tras colocar
antorchas a su lado. Así que su engaño pasó inadvertido durante tres años y
convenció a los aqueos, pero cuando llegó el cuarto año y transcurrteron las
estaciones, sucediéndose los meses, y se cumplieron muchos días, nos lo dijo
una de las mujeres –ella lo sabía bien y
sorprendimos a ésta destejiendo su brillante tela.
«Así fue como tuvo que acabarla, y no
voluntariamente sino por la fuerza. Y cuando nos mostró el manto, tras haber
hilado el gran telar, tras haberlo lavado, semejante al sol y a la luna, fue
entonces cuando un funesto demón trajo de algún lado a Odiseo hasta los
confines del campo donde habitaba su morada el porquero. Allí marchó también el
querido hijo del divino Odiseo cuando llegó de vuelta de la arenosa Pilos en
negra nave y entre los dos tramaron funesta muerte para los pretendientes. Y
llegaron a la muy ilustre ciudad, Odiseo el último, mientras que Telémaco le
precedía. El porquero llevó a aquél con miserables vestidos en su cuerpo,
semejante a un mendigo miserable y viejo apoyado en su bastón, y rodeaban su
cuerpo tristes vestidos. Ninguno de nosotros pudo reconocer que era él al
aparecer de repente, ni los que eran más mayores, sino que le maltratábamos con
palabras insultantes y con golpes. El entretanto soportaba ser golpeado e
injuriado en su propio palacio con ánimo paciente; pero cuando le incitó la
voluntad de Zeus, portador de égida, tomó las hermosas armas junto con
Telémaco, las ocultó en la despensa y echó los cerrojos; después mandó con mucha
astucia a su esposa que entregara a los pretendientes el arco y el ceniciento
hierro como competición para nosotros, hombres de triste destino, y comienzo de
la matanza.
«Ello fue que ninguno de nosotros
pudo tender la cuerda del poderoso arco; que éramos del todo incapaces. Cuando
el gran arco llegó a manos de Odiseo, todos nosotros voceábamos al porquero que
no se lo entregara ni aunque le rogara insistentemente. Sólo Telémaco le animó
y se lo ordenó. Así que le tomó en sus manos el sufridor, el divino Odiseo y
tendió el arco con facilidad, hizo pasar la flecha por el hierro, fue a ponerse
sobre el umbral y disparaba sus veloces saetas mirando a uno y otro lado que
daba miedo. Alcanzó al rey Antínoo y luego iba lanzando sus funestos dardos a
los demás, apuntando de frente, y ellos iban cayendo hacinados.
«Era evidente que alguno de los
dioses les ayudaba, pues, cediendo a su ímpetu, nos mataban desde uno y otro
lado de la sala. Y se levantó un vergonzoso gemido cuando nuestras cabezas
golpeaban contra el pavimento y éste todo humeaba con sangre.
«Así perecimos, Agamenón, y nuestros
cuerpos yacen aún descuidados en el palacio de Odiseo, pues todavía no lo saben
nuestros parientes, quienes lavarían la sangre de nuestras heridas y nos
llorarían después de depositarnos, que éste es el honor que se tributa a los
que han muerto.»
Y le contestó el alma del Atrida:
«¡Dichoso hijo de Laertes, muy astuto
Odiseo, por fin has recuperado a tu esposa con tu gran valor! ¡Así de buenos
eran los pensamientos de la irreprochable Penélope, la hija de Icario! ¡Así de
bien se acordaba de Odiseo, de su esposo legítimo! Por eso la fama de su virtud
no perecerá y los inmortales fabricarán un canto a los terrenos hombres en
honor de la prudente Penélope. No preparó acciones malvadas como la hija de
Tíndaro que mató a su esposo legítimo y un canto odioso correrá entre los
hombres; ha creado una fama funesta para las mujeres, incluso para las que sean
de buen obrar».
Esto era lo que hablaban entre sí en
la morada de Hades, bajo las cavernas de la tierra.
Entretanto, Odiseo y los suyos bajaron
de la ciudad y. enseguida llegaron al hermoso y bien cultivado campo que
Laertes mismo había adquirido en otro tiempo, después de haber sufrido mucho.
Allí tenía una mansión y, rodeándola por completo, corría un cobertizo en el
que comían, descansaban y pasaban la noche los esclavos forzosos que le hacían
la labor. También había una mujer, la anciana Sicele que cuidaba gentilmente al
anciano en el campo, lejos de la ciudad.
Entonces dijo Odiseo su palabra a los
esclavos y a su hijo:
«Vosotros entrad ya en la bien
edificada casa y sacrificad para la cena el mejor de los cerdos, que yo, por mi
parte, voy a poner a prueba a mi padre, a ver si me reconoce y distingue con
sus ojos o no me reconoce por llevar mucho tiempo lejos.»
Así dijo y entregó a los esclavos sus
armas, dignas de Ares. Estos entraron rápidamente en la casa, mientras que
Odiseo se acercaba a la viña abundante en frutos para probar suerte. Y no
encontró a Dolio al descender a la gran huerta ni a ninguno de los esclavos ni
de los hijos; habían marchado a recoger piedras para un muro que sirviera de
cercado a la viña y los conducía el anciano. Así que encontró solo a su padre
acollando un retoño en la bien cultivada viña. Vestía un manto descolorido,
zurcido, vergonzoso y alrededor de sus piernas tenía atadas unas mal cosidas
grebas para evitar los arañazos; en sus manos tenía unos guantes por causa de
las zarzas y sobre su cabeza una gorra de piel de cabra. Y hacía crecer sus
dolores.
Cuando el sufridor, el divino Odiseo
lo vio doblegado por la vejez y con una gran pena en su interior, se puso bajo
un elevado peral y derramaba lágrimas. Después dudó en su interior entre besar
y abrazar a su padre, y contarle detalladamente cómo había venido y llegado por
fin a su tierra patria, o preguntarle primero y probarle en cada detalle. Y
mientras meditaba, le pareció más ventajoso tentarle primero con palabras
mordaces; así que se fue derecho hacia él el divino Odiseo. En este mómento el
anciano mantenía la cabeza bàja y acollaba un retoño, y poniéndose a su lado le
dijo su ilustre hijo:
«Anciano, no eres inexpertó en
cultivar el huerto, que tiene un buen cultivo y nada en tu jardín está
descuidado, ni la planta ni la higuera ni la vid ni el olivo ni el peral ni la
legumbre. Pero te voy a decir otra cosa, no pongas la cólera en tu ánimo: tu
propio cuerpo no tiene un buen cultivo, sino una triste vejez al tiempo que
estás escuálido y vestido indecorosamente. No, por indolencia al menos no se
despreocupa de ti tu dueño y no hay nada de servil que sobresalga en ti al
mirar tu forma y estatura, pues más bien te pareces a un rey o a uno que duerme
muellemente después que se ha lavado y comido, que ésta es la costumbre de los
ancianos. Pero, vamos, dime esto e
infórmame con verdad : ¿de qué hombre eres esclavo?, ¿de quién es el huerto que
cultivas? Respóndeme también a esto con la verdad, para cerciorarme bien si
esta tierra, a la que he llegado, es Itaca como me ha dicho ese hombre con
quien me he encontrado al venir aquí (y no muy sensato, por cierto, que no se
atrevió a darme detalles ni a escuchar mi palabra cuando le preguntaba si mi
huésped vive en algún sitio, y aún existe, o ya ha muerto y está en la morada
de Hades). Voy a decirte algo, atiende y escúchame: en cierta ocasión acogí en
mi tierra a un hombre que había llegado a mí. Jamás otro mortal venido a mi
casa desde lejanas tierras me fue más querido que él. Afirmaba con orgullo que
su linaje procedía de Itaca y que su padre era Laertes, el hijo de Arcisio. Lo
conduje a mi casa y le acogí honrándole gentilmente, pues en ella había
abundantes bienes. Le ofrecí dones de hospitalidad, los que le eran propios: le
di siete talentos de oro bien trabajados, una crátera de plata adornada con
flores, doce cobertores simples, otras tantas alfombras y el mismo número de
hermosas túnicas y mantos. Aparte, le entregué cuatro mujeres conocedoras de
labores brillantes, muy hermosas, las que él quiso escoger.»
Y le contestó su padre derramando
lágrimas:
«Forastero, es cierto que has llegado
a la tierra por la que preguntas, pero la dominan hombres insolentes a
insensatos. Los dones que le ofreciste, con ser muchos, resultaron vanos, pues
si lo hubieras encontrado vivo en el pueblo de Itaca, te habría devuelto a casa
después de compensarte bien con regalos y con una buena acogida; pues esto es
lo establecido, quienquiera que sea el que empieza.
«Pero vamos, dime a informame con
verdad: ¿cuántos años hace que diste hospitalidad a aquel huésped tuyo
desgraciado, a mi hijo si es que existió
alguna vez , al malhadado a quien han devorado los peces en el mar, lejos de
los suyos y su tierra patria, o se ha convertido en presa de fieras y aves en
tierra firme? Que no lo ha llorado su madre después de amortajarlo ni su padre,
los que lo engendramos; ni su esposa de abundante dote, la prudente Penélope,
ha llorado como es debido a su esposo junto al lecho después de cerrarle los
ojos, pues éste es el honor que se tributa a los que han muerto.
«Dime ahora esto también tú con
vérdad para que yo lo sepa: ¿quién eres entre los hombres?, ¿dónde están tu
ciudad y tus padres?, ¿dónde está detenida tu rápida nave, la que te ha
conducido hasta aquí con tus divinos compañeros?; ¿o acaso has venido como
pasajero en nave ajena y ellos se han marchado después de dejarte en tierra?»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Te voy a contar todo con detalle:
soy de Alibante donde habito mi ilustre morada, hijo del rey Afidanto, hijo de
Polipemón, y mi nombre propio es Epérito. Ello es que un demón me ha hecho
llegar hasta aquí, aunque no quería, apartándome de Sicania; mi nave está
detenida junto al campo, lejos de la ciudad. Este es el quinto año desde que
Odiseo marchó de allí y abandonó mi patria, el malhadado. Desde luego las aves
le eran favorables cuando marchó, estaban a la derecha; con ellas yo me alegré
y le despedí y él estaba alegre al marchar. Nuestro ánimo confiaba en que
volveríamos a reunirnos en hospitalidad y entregarnos espléndidos presentes.»
Así habló y una negra nube de dolor
envolvió a Laertes, tomó polvo de cenicienta tierra y lo derramó por su
encanecida cabeza mientras gemía agitadamente. Entonces se conmovió el espíritu
de Odiseo, le salió por las narices un ímpetu violento al ver a su padre y de
un salto le abrazó y besó diciendo:
«Soy yo, padre, aquél por quien
preguntas, yo que he llegado a los veinte años a mi tierra patria. Pero
contento llanto y lamentos, pues te voy a decir una cosa y es preciso que nos apresuremos:- ya he
matado a los pretendientes en nuestro palacio vengando sus dolorosos ultrajes y
sus malvadas acciones.»
Y le contestó Laertes diciendo:
«Si de verdad eres Odiseo, mi hijo,
que has llegado aquí, muéstrame una señal clara para que me convenza.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Contempla con tus ojos, en primer
lugar, esta herida que me hizo un jabalí hundiéndome su blanco colmillo cuando
fui al Parnaso. Tú y mi venerable madre me enviasteis a Autólico padre de mi
madre, para recibir los dones que me prometió al venir aquí afirmándolo con su
cabeza. Es más, te voy a señalar los árboles de la bien cultivada huerta que me regalaste en cierta ocasión. Yo te pedía cada
uno de ellos cuando era niño y te seguía por el huerto; íbamos caminando entre
ellos y tú me decías el nombre de cada uno. Me diste trece perales, diez
manzanos y cuarenta higueras y designaste cincuenta hileras de vides para
dármelas, cada una de distinta sazón. Había en ellas racimos de todas clases
cuando las estaciones de Zeus caían de lo alto.»
Así habló y se debilitaron las
rodillas y el corazón de éste al reconocer las claras señales que Odiseo le
había mostrado; echó los brazos alrededor de su hijo, y el sufridor, el divino
Odiseo le atrajo hacia sí desmayado. Cuando de nuevo tomó aliento y su ánimo se
le congregó dentro, contestó con palabras y dijo:
«Padre Zeus, todavía estáis los
dioses en el Olimpo si los pretendientes han pagado de verdad su orgullosa
insolencia. Ahora, sin embargo, temo que los itacenses vengan aquí y envíen
mensajeros por todas partes a las ciudades de los cefalenios.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Cobra ánimos, no te preocupes de
esto, pero vamos ya a la mansión que está cerca del huerto. Ya he enviado por
delante a Telémaco con el boyero y el porquero para que preparen la cena
enseguida.»
Así hablando se encaminaron a su
hermosa mansión. Cuando llegaron a la casa, agradable para habitar, encontraron
a Telémaco con el boyero y el porquero cortando abundantes carnes y mezclando
rojo vino. Entre tanto la sierva Sicele lavó al magnánimo Laertes, le ungió con
aceite y le puso una hermosa túnica. Entonces Atenea se puso a su lado y
aumentó los miembros del pastor de su pueblo e hizo que pareciera más grande y
ancho que antes. Salió éste de su baño y se admiró su hijo cuando lo vio frente
a sí semejante a los dioses inmortales. Así que le habló dirigiéndole aladas
palabras:
«Padre, sin duda uno de los dioses,
que han nacido para siempre, lo ha hecho parecer superior en belleza y
estatura.»
Y le contestó Laertes discretamente:
«¡Padre Zeus, Atenea y Apolo! ¡Ojalá
me hubiera enfrentado ayer con los pretendientes en mi palacio, las armas sobre
mis hombros, como cuando me apoderé de la bien edificada ciudadela de Nérito,
promontorio del continente acaudillando a los cefalenios! Seguro que habría
aflojado las rodillas de muchos de ellos en mi palacio y tú habrías gozado en
tu interior.» Esto es lo que se decían uno a otro. Y después que habían
terminado de preparar y tenían dispuesta la cena, se sentaron por orden en
sillas y sillones y echaron mano de la comida. Entonces se acercó el anciano
Dolio y con él sus hijos cansados de trabajar, que los salió a llamar su madre,
la vieja Sicele, quien los había alimentado y cuidaba gentilmente al anciano,
luego que le hubo alcanzado la vejez.
Cuando vieron a Odiseo y lo
reconocieron en su interior, se detuvieron embobados en la habitación. Entonces
Odiseo les dijo tocándoles con dulces palabras:
«Anciano, siéntate a la cena y dejad
ya de admiraros; que hace tiempo permanecemos en la sala, deseosos de echar
mano a los alimentos, por esperaros.»
Así habló; Dolio se fue derecho a él
extendiendo sus dos brazos, tomó la mano de Odiseo y se la besó junto a la
muñeca. Y se dirigió a él con aladas palabras:
«Amigo, puesto que has vuelto a
nosotros que mucho lo deseábamos, aunque no lo acabábamos de creer del
todo y los dioses mismos te han traído ,
¡salud!, seas bienvenido y que los dioses te concedan felicidad. Mas dime con
verdad, para que lo sepa, si está enterada la prudente Penélope de tu llegada o
le enviamos un mensajero.»
Y le contestó y dijo el muy astuto
Odiseo:
«Anciano, ya lo sabe, ¿qué necesidad
hay de que tú te ocupes de esto?»
Así dijo y se sentó de nuevo sobre su
bien pulimentado asiento. De la misma forma también los hijos de Dolio daban la
bienvenida al ilustre Odiseo con sus palabras y le tomaban de la mano, y luego
se sentaron por orden junto a Dolio, su padre.
Así es como se ocupaban de comer en
la casa, mientras Fama recorría mensajera la ciudad anunciando por todas partes
la terrible muerte y Ker de los pretendientes. Luego que la oyeron los
ciudadanos, venían cada uno de un sitio con gritos y lamentos ante el palacio
de Odiseo, sacaban del palacio los cadáveres y cada uno enterraba a los suyos:
en cambio a los de otras ciudades los depositaban en rápidas naves y los
mandaban a los pescadores para que llevaran a cada uno a su casa.
Y luego marcharon todos juntos al
ágora, acongojado su corazón.
Cuando todos se habían reunido y
estaban ya congregados, se levantó entre ellos Eupites para hablar pues había en su interior un dolor imborrable
por su hijo Antínoo, el primero a quien había matado el divino Odiseo ; derramando lágrimas por él
levantó su voz y dijo:
«Amigos, este hombre ha llevado a
cabo una gran maldad contra los aqueos: a unos se los llevó en las naves, a
muchos y buenos, perdiendo las cóncavas naves y a su pueblo; y a otros los ha
matado al llegar; a los mejores con mucho de los cefalenios. Conque, vamos,
antes que llegue rápidamente a Pilos o a la divina Elide, donde mandan los
epeos, vayamos nosotros, o estaremos avergonzados para siempre, pues esto es un
baldón incluso para los venideros si se enteran; porque si no castigamos a los
asesinos de nuestros hijos y hermanos, ya no me sería grato vivir, sino que
preferiría morir enseguida y tener trato con los muertos. Vamos, que no se nos
anticipen a atravesar el mar.»
Así habló derramando lágrimas y la
lástima se apoderó de todos los aqueos. Entonces se acercaron Medonte y el
divino aedo pues el sueño les había
abandonado , se detuvieron en medio de ellos y el estupor se apoderó de todos.
Y habló entre ellos Medonte, conocedor de consejos discretos:
«Escuchadme ahora a mí, itacenses;
Odiseo ha realizado estas acciones no sin la voluntad de los dioses. Yo mismo
vi a un dios inmortal apostado junto a Odiseo y era en todo parecido a Méntor.
El dios inmortal se mostraba unas veces ante Odiseo para animarle y otras
agitaba a los pretendientes y se lanzaba tras ellos por el mégaron, y ellos
caían hacinados.»
Así habló y se apoderó de todos el
pálido terror.
Entonces se levantó a hablar el
anciano héroe Haliterses, hijo de Mástor, pues sólo él veía el presente y el
futuro; éste habló con buenos sentimientos hacia ellos y dijo:
«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo
que voy a deciros. Para nuestra desgracia se han realizado estos hechos, pues
ni a mí hicisteis caso ni a Méntor, pastor de su pueblo, para poner coto a las
locuras de vuestros hijos, quienes realizaban una gran maldad con su funesta
arrogancia, esquilmando las posesiones y deshonrando a la esposa del hombre más
notable, pues creían que ya no regresaría. También ahora sucederá de esta
forma, obedeced lo que os digo: no vayamos, no sea que alguien encuentre la
desgracia y la atraiga sobre sí.»
Así habló y se levantó con gran
tumulto más de la mitad de epos, pero los demás se quedaron allí, pues no
agradó a su ánimo la palabra, sino que obedecieron a Eupites. Y poco después se
precipitaban en busca de sus armas. Después, cuando habían vestido el brillante
bronce sobre su cuerpo, se congregaron delante de la ciudad de amplio espacio,
y los capitaneaba Eupites con estupidez: afirmaba que vengaría el asesinato de
su hijo y que no iba a volver sino a cumplir allí mismo su destino.
Entonces Atenea se dírigió a Zeus, el
hijo de Cronos.
«Padre nuestro Cronida, el más
excelso de los poderosos, dime, ya que te pregunto, qué esconde ahora tu mente.
¿Es que vas a levantar otra vez funesta guerra y terrible combate, o vas a
establecer la amistad entre ambas partes?»
Y Zeus, el que reúne las nubes, le
contestó:
«Hija mía, ¿por qué me preguntas
esto? ¿No has concebido tú misma la decisión de que Odiseo se vengara de
aquéllos al volver? Obra como quieras, aunque te voy a decir lo que más
conviene: una vez que el divino Odiseo ha castigado a los pretendientes, que hagan
juramento de fidelidad y que reine él para siempre. Por nuestra parte, hagamos
que se olviden del asesinato de sus hijos y hermanos. Que se amen mutuamente y
que haya paz y riqueza en abundancia.»
Así hablando, movió a Atenea ya antes
deseosa de bajar, y ésta descendió lanzándose de las cumbres del Olimpo.
Y después que habían echado de sí el
deseo del dulce alimento, comenzó a hablar entre ellos el sufridor, el divino
Odiseo:
«Que salga alguien a ver, no sea que
ya vengan cerca.»
Así habló y salió un hijo de Dolio,
por cumplir lo mandado, y fue a ponerse sobre el umbral; vio a todos los otros
acercarse y dijo enseguida a Odiseo aladas palabras:
«Ya están cerca, armémonos
rápidamente.»
Así habló y se levantaron, vistieron
sus armaduras los cuatro que iban con Odiseo y los seis hijos de Dolio. También
Laertes y Dolio vistieron sus armas, guerreros a la fuerza, aunque ya estaban
canosos. Cuando ya habían puesto alrededor de su cuerpo el brillante bronce,
abrieron las puertas y salieron afuera, y los capitaneaba Odiseo.
Entonces se les acercó la hija de
Zeus, Atenea, semejante a Méntor en cuerpo y voz; al verla se alegró el divino
Odiseo y al punto se dirigió a Telémaco, su querido hijo:
«Telémaco, recuerda esto cuando
salgas a luchar con los hombres donde se distinguen los mejores: que no
deshonres el linaje de tus padres, los que hemos sobresalido por toda la tierra
hasta ahora en vigor y hombría.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Verás si así lo desea tu ánimo,
querido padre, que no voy a avergonzar tu linaje, como dices.»
Así habló; Laertes se alegró y dijo
su palabra:
«¡Qué día éste para mí, dioses míos!
¡Qué alegría, mi hijo y mi nieto rivalizan en valentía!»
Y poniéndose a su lado le dijo la de
ojos brillantes, Atenea:
«Arcisíada, el más amado de todos tus
compañeros, suplica a la joven de ojos brillantes y a Zeus, su padre; blande tu
lanza de larga sombra y arrójala.»
Así habló y le inculcó un gran valor
Palas Atenea. Suplicando después a la hija de Zeus, el Grande, blandió y arrojó
su lanza de larga sombra e hirió a Eupites a través del casco de mejillas de
bronce. El casco no detuvo a la lanza y ésta atravesó el bronce de lado a lado;
cayó aquél con gran estrépito y resonaron las armas sobre él.
Se lanzaron sobre los primeros
combatientes Odiseo y su brillante hijo y los golpeaban con sus espadas; y
habrían matado a todos y dejádolos sin retorno si Atenea, la hija de Zeus
portador de égida, no hubiera gritado con su voz y contenido a todo el pueblo:
«Abandonad, itacenses, la dura
contienda, para que os separéis sin derramar sangre».
Así habló Atenea y el pálido terror
se apoderó de ellos; volaron las armas de sus manos, aterrorizados como
estaban, y cayeron al suelo al lanzar Atenea su voz. Y se volvieron a la ciudad
deseosos de vivir.
Gritó horriblemente el sufridor, el
divino Odiseo y se lanzó de un brinco como el águila que vuela alto. Entonces
el Cronida arrojó ardiente rayo que cayó delante de la de ojos brillantes, la
de poderoso padre, y ésta se dirigió a Odiseo:
«Hijo de Laertes, de linaje divino,
Odiseo rico en ardides, contente, abandona la lucha igual para todos, no sea
que el Cronida se irrite contigo, el que ve a lo ancho, Zeus.»
Así habló Atenea; él obedeció y se
alegró en su ánimo. Y Palas Atenea, la hija de Zeus, portador de égida,
estableció entre ellos un pacto para el futuro, semejante a Méntor en el cuerpo
y en la voz.