Tertuliano Máximo Afonso descubre a sus treinta y ocho años que en su ciudad vive un individuo que es su copia exacta y con el que no le une ningún vínculo de sangre.
El caos es un orden por descifrar
LIBRO DE LOS CONTRARIOS
Creo sinceramente haber interceptado muchos pensamientos que los cielos destinaban a otro hombre
LAURENCE STERNE
El hombre que acaba de entrar en la tienda
para alquilar una película tiene en su documento de identidad un nombre nada
corriente, de cierto sabor clásico que el tiempo ha transformado en vetusto,
nada menos que Tertuliano Máximo Afonso. El Máximo y el Afonso, de uso más
común, todavía consigue admitirlos, siempre dependiendo de la disposición de
espíritu en que se encuentre, pero el Tertuliano le pesa como una losa desde el
primer día en que comprendió que el maldito nombre podía ser pronunciado con
una ironía casi ofensiva. Es profesor de Historia en un instituto de enseñanza
secundaria, y la película se la ha sugerido un colega de trabajo, aunque
previniéndole, No es ninguna obra maestra del cine, pero te entretendrá durante
hora y media. Verdaderamente Tertuliano Máximo Afonso anda muy necesitado de
estímulos que lo distraigan, vive solo y se aburre, o hablando con la exactitud
clínica que la actualidad requiere, se ha rendido a esa temporal debilidad de
ánimo que suele conocerse como depresión. Para tener una idea clara de su
caso, basta decir que estuvo casado y ha olvidado qué lo condujo al matrimonio,
se divorció y ahora no quiere ni acordarse
de los motivos por los que se separó. A su favor cuenta que no hicieron de la
desdichada unión hijos que ahora le vengan exigiendo gratis el mundo en una
bandeja de plata, pero la dulce Historia, la seria y educativa asignatura de
Historia para cuya enseñanza fue contratado y que podría ser su amable refugio,
la contempla desde hace mucho tiempo como una fatiga sin sentido y un comienzo
sin fin. Para temperamentos nostálgicos, en general quebradizos, poco
flexibles, vivir solo es un durísimo castigo, pero tal situación,
reconozcámoslo, aunque penosa, rara vez desemboca en drama convulso, de esos
de estremecer las carnes y erizar el pelo. Lo que más abunda, hasta el punto de
que ya no causa sorpresa, son personas sufriendo con paciencia el minucioso
escrutinio de la soledad, como fueron en el pasado reciente, ejemplos públicos,
aunque no especialmente notorios, y hasta en dos casos de afortunado
desenlace, aquel pintor de retratos de quien nunca llegamos a conocer nada más
que la inicial del nombre, aquel médico de clínica general que regresó del
exilio para morir en brazos de la patria amada, aquel corrector de pruebas que
expulsó una verdad para plantar en su lugar una mentira, aquel funcionario
subalterno del registro civil que hacía desaparecer certificados de defunción,
todos pertenecientes, por casualidad o coincidencia, al sexo masculino, aunque
ninguno tenía la desgracia de llamarse Tertuliano, y seguro que eso habrá
significado para ellos una impagable ventaja en lo que se refiere a las
relaciones con sus prójimos. El empleado de la tienda, que ya ha retirado del
estante la cinta solicitada, ha escrito en el registro de salida el título de
la película y la fecha en que estamos, le indica ahora al cliente la línea
donde debe firmar. Trazada tras un instante de duda, la firma deja ver sólo las
dos últimas palabras, Máximo Afonso, sin el Tertuliano, pero, como quien decide
aclarar de antemano un hecho que podría llegar a ser motivo de controversia,
el cliente, al mismo tiempo que las escribe, murmura, Así es más rápido. No le
sirvió de mucho haberse curado en salud, porque el empleado, mientras iba
copiando en una ficha los datos del carnet de identidad, pronunciaba en voz
alta el infeliz y rancio nombre, para colmo con un tono que hasta una inocente
criatura reconocería como intencionado. Nadie, creemos, por más limpia de
obstáculos que haya sido su vida, se atreverá a decir que nunca le ha sucedido
un vejamen de éstos. Antes o después aparece, porque aparece siempre, uno de
esos espíritus fuertes para quienes las debilidades humanas, sobre todo las más
superiormente delicadas, provocan carcajadas de burla, es la verdad que a
veces ciertos sonidos inarticulados que, sin querer, nos salen de la boca, no son
otra cosa que gemidos irreprimibles de un dolor antiguo, como una cicatriz que
de repente se hace recordar. Mientras guarda la película en su fatigada
cartera de profesor, Tertuliano Máximo Afonso, con apreciable brío, se esfuerza
por no aparentar el disgusto que le ha causado la gratuita denuncia del
empleado de la tienda, pero no puede evitar decirse para sus adentros, aunque
recriminándose por la rastrera injusticia del pensamiento, que la culpa es del
colega, de la manía que ciertas personas tienen de dar consejos sin que nadie
se los haya pedido. Necesitamos tanto echar las culpas a algo lejano cuanto
valor nos falta para enfrentar lo que tenemos delante. Tertuliano Máximo Afonso
no sabe, no imagina, no puede adivinar que el empleado está arrepentido de su
maleducado despropósito, otro oído, más fino que el suyo, capaz de captar las
sutiles graduaciones de voz con que declaraba siempre a su disposición como
respuesta a las malhumoradas buenas tardes de despedida que le fueron
lanzadas, habría percibido que se instalaba allí, tras el mostrador, una gran
voluntad de paz. Al fin y al cabo, es benévolo principio mercantil, cimentado
en la antigüedad y probado en el uso de los siglos, que la razón siempre la
tiene el cliente, incluso en el caso improbable, aunque posible, de que se llame
Tertuliano.
Ya en el autobús que lo dejará cerca del edificio
donde vive hace media docena de años, o sea, desde que se divorció, Máximo
Afonso, empleamos aquí la versión abreviada del nombre porque ante nuestros ojos
lo autoriza aquel que es su único señor y dueño, pero sobre todo porque la palabra
Tertuliano, estando tan próxima, apenas tres líneas atrás, acabaría
perjudicando gravemente la fluidez de la narrativa, Máximo Afonso, decíamos, se
encontró preguntándose, de súbito intrigado, de súbito perplejo, qué extraños
motivos, qué particulares razones habrían sido las que indujeron al colega de
Matemáticas, nos faltó decir que es de Matemáticas el colega, a aconsejarle con
tanta insistencia la película que acaba de alquilar, cuando la verdad es que,
hasta este día, nunca el llamado séptimo arte fue materia de conversación entre
ambos. Se comprendería la recomendación si se tratara de un buen título, de
los indiscutibles, en tal caso el agrado, la satisfacción, el entusiasmo por el
descubrimiento de una obra de alta calidad estética podrían haber obligado al
colega, durante el almuerzo en la cafetería o en el intervalo entre dos
clases, a tirarle presurosamente de la manga diciéndole, No recuerdo que
hayamos hablado jamás de cine, pero ahora te digo, querido amigo, que tienes
que ver, es indispensable que veas Quien no se amaña no se apaña, que es el
nombre de la película que Tertuliano Máximo Afonso lleva dentro de la cartera,
también esta información estaba faltando. Entonces el profesor de Historia
preguntaría, En qué cine la ponen, y el de Matemáticas replicaría,
rectificando, No la ponen, la pusieron, la película ya tiene cuatro o cinco
años, no sé cómo se me escapó cuando la estrenaron, y a continuación, sin
pausa, preocupado por la posible inutilidad del consejo que con tanto fervor
ofrecía, Pero quizá ya la hayas visto, No la he visto, voy poco al cine, me
contento con el que se exhibe en televisión, y ni eso, Pues entonces deberías
verla, la encontrarás en cualquier tienda especializada, o alquílala si no te
apetece comprarla. El diálogo podría haber
sucedido más o menos de esta manera si el filme mereciese los elogios, pero
las cosas, en realidad, ocurrieron mucho menos ditirámbicamente, No es que me
quiera meter en tu vida, dijo el de Matemáticas mientras pelaba una naranja,
pero de un tiempo a esta parte te encuentro abatido, y Tertuliano Máximo
Afonso confirmó, Es verdad, estoy un poco bajo, Problemas de salud, No creo,
hasta donde sé no estoy enfermo, lo que sucede es que todo me cansa y aburre,
esta maldita rutina, esta repetición, esta uniformidad, Distráete, hombre,
distraerse es siempre el mejor remedio, Permíteme que te diga que distraerse es
el remedio de quien no lo necesita, Buena respuesta, no hay duda, sin embargo
algo tendrás que hacer para salir del marasmo en que te encuentras, O depresión,
Depresión o marasmo, da lo mismo, el orden de los factores es arbitrario, Pero
no la intensidad, Qué haces cuando no das clase, Leo, oigo música, de vez en
cuando me voy a un museo, Y al cine, vas, Voy poco al cine, me conformo con el
que programan en televisión, Podías comprar vídeos, organizar una colección,
una videoteca, como se dice ahora, Sí, realmente podría, lo malo es que ya me
falta espacio para los libros, Entonces alquila, alquilar es la solución, Tengo
unos cuantos vídeos, unos documentales científicos, ciencias de la naturaleza,
arqueología, antropología, artes en general, también me interesa la
astronomía, asuntos de ese tipo, Todo eso está bien, pero necesitas distraerte
con historias que no ocupen demasiado espacio en la cabeza, por ejemplo, ya que
la astronomía te interesa, me imagino que también te interesará la ciencia
ficción, las aventuras en el espacio, las guerras de las galaxias, los efectos
especiales, Tal como lo veo y entiendo, los efectos especiales son el peor
enemigo de la imaginación, esa pericia misteriosa, enigmática, que tanto
trabajo les costó a los seres humanos inventar, No exageres, No exagero, quienes
exageran son los que quieren convencerme de que en menos de un segundo, con un
chasquido de dedos, se pone una nave espacial a cien mil millones de
kilómetros de distancia, Reconoce que para crear esos efectos que tanto desdeñas,
también se necesita imaginación, Sí, pero la de otros, no la mía, Siempre
podrás usar la tuya a partir del punto donde los otros llegaron, O sea,
doscientos mil millones de kilómetros en lugar de cien, No olvides que lo que
llamamos hoy realidad fue imaginación ayer, mira Julio Verne, Sí, pero la
realidad de ahora es que para ir a Marte, por ejemplo, y Marte en términos
astronómicos está, como quien dice, a la vuelta de la esquina, son necesarios
nada menos que nueve meses, después tendríamos que esperar allí otros seis meses
hasta que el planeta esté de nuevo en el punto adecuado para poder regresar, y
finalmente hacer otro viaje de nueve meses para llegar a la Tierra, en total
dos años de supremo aburrimiento, una película sobre una ida a Marte en la que
la verdad de los hechos se respetara, sería la más enojosa pesadez jamás vista,
Ya sé por qué te aburres, Por qué, Porque no hay nada que te satisfaga,
Con poco, si lo tuviera, me daría por satisfecho, Algo tienes, una carrera, un
trabajo, a primera vista no se ven motivos de queja, Son la carrera y el
trabajo los que me tienen a mí, no yo a ellos, De ese mal, suponiendo que realmente
lo sea, todos nos quejamos, también a mí me gustaría que me conociesen como un
genio de las matemáticas en lugar del mediocre y resignado profesor de
enseñanza secundaria que no tengo más remedio que seguir siendo, No me gusto,
probablemente ése es el problema, Si me pusieras delante una ecuación de dos
incógnitas todavía te podría ofrecer mis talentos de especialista, pero,
tratándose de una incompatibilidad de ese calibre, mi ciencia sólo serviría
para complicarte la vida, por eso te digo que te entretengas viendo unas
películas como quien toma tranquilizantes, no que te dediques a las
matemáticas, que dan muchos quebraderos de cabeza, Tienes alguna idea, Idea de
qué, De una película interesante, que valga la pena, De ésas no faltan, entra
en la tienda, date una vuelta y elige, Pero sugiéreme una, por lo menos. El
profesor de Matemáticas pensó, pensó, y por fin dijo, Quien no se amaña no se
apaña, Eso qué es, Una película, lo que me has pedido, Parece un refrán, Es un
refrán, Toda o sólo el título, Espera a verla, De qué género, El refrán, No, la
película, Comedia, Seguro que no es un dramón antiguo, de capa y espada, o uno
moderno, de tiros y sangre, Es una comedia ligera, divertida, Voy a tomar nota,
cómo has dicho que se llama, Quien no se amaña no se apaña, Muy bien, ya lo
tengo, No es ninguna obra maestra del cine, pero te entretendrá durante hora y
media.
Tertuliano Máximo Afonso está en casa, tiene
en la cara una expresión de duda, nada grave, sin embargo, no es la primera vez
que le sucede esto, contemplar el balanceo de la voluntad entre emplear su
tiempo preparando algo de comer, lo que, generalmente, no significa más
esfuerzo que abrir una lata y poner en la lumbre el contenido, o la alternativa
de salir a cenar a un restaurante cercano, donde ya es conocido por la poca
consideración que demuestra por la carta, no por actitudes soberbias de
cliente insatisfecho, sino por indiferencia, abstracción, por pereza de tener
que escoger un plato entre los que le proponen en la corta lista de sobra
conocida. Le refuerza la conveniencia de no salir de casa el hecho de haberse
traído trabajo del instituto, los últimos ejercicios de sus alumnos, que deberá
leer con atención y corregir siempre que atenten peligrosamente contra las
verdades enseñadas o se permitan excesivas libertades de interpretación. La
Historia que Tertuliano Máximo Afonso tiene la misión de enseñar es como un
bonsái al que de vez en cuando se aparan las raíces para que no crezca, una
miniatura infantil del gigantesco árbol de los lugares y del tiempo, y de
cuanto en ellos va sucediendo, miramos, vemos la desigualdad de tamaño y ahí
nos quedamos, pasamos por alto otras diferencias no menos notables, por
ejemplo, ningún ave, ningún pájaro, ni siquiera el diminuto picaflor, conseguiría hacer nido en las ramas de
un bonsái, y si es verdad que bajo su pequeña sombra, suponiéndolo provisto de
suficiente frondosidad, puede acogerse una lagartija, lo más seguro es que al
reptil le quede la punta del rabo fuera. La Historia que Tertuliano Máximo
Afonso enseña, él mismo lo reconoce y no tiene inconveniente en confesarlo si
le preguntan, tiene una enorme cantidad de rabos fuera, algunos todavía
agitándose, otros ya reducidos a una piel arrugosa con un collarcito de
vértebras sueltas dentro. Acordándose de la conversación con el colega, pensó,
Las Matemáticas vienen de otro planeta cerebral, en las Matemáticas los rabos
de lagartija sólo serían abstracciones. Sacó los papeles de la cartera y los
colocó sobre el escritorio, sacó también la cinta de Quien no se amaña no se
apaña, ahí estaban las dos ocupaciones a las que podría dedicar la velada de
hoy, corregir los ejercicios, ver la película, aunque sospechaba que el tiempo
no daría para todo, ya que no solía ni le gustaba trabajar noche adentro. La
urgencia de revisar las pruebas de los alumnos no era sangría desatada, la
urgencia de ver la película, ésa no era ninguna. Será mejor seguir con el libro
que estaba leyendo, pensó. Después de haber pasado por el cuarto de baño fue
al dormitorio a cambiarse de ropa, se mudó de zapatos y pantalones, se puso un
jersey sobre la camisa, dejándose la corbata porque no le gustaba verse desgolletado,
y entró en la cocina. Sacó de un armario tres latas de diferentes comidas, y
como no supo por cuál decidirse, echó mano, que decida la suerte, de una
incomprensible y casi olvidada cantinela de infancia que muchas veces, en
aquellos tiempos, lo dejaba fuera de juego, y que rezaba así, san roque, san
rocó, al que le toque, le tocó, le salió un guiso de carne, que no era lo que
más le apetecía, pero pensó que no debía contrariar al destino. Cenó en la
cocina, empujando con una copa de vino tinto, y, cuando terminó, casi sin
haberlo pensado, repitió la cantinela con tres migajas de pan, la de la
izquierda, que era el libro, la de en medio, que eran los ejercicios, la de la
derecha, que era la película. Ganó Quien no se amaña no se apaña, está visto
que lo que tiene que ser, tiene que ser, y tiene mucha fuerza, no merece la
pena jugar con el sino, lo que está de Dios a la mano viene. Esto es lo que
generalmente se dice, y, porque se dice generalmente, aceptamos la sentencia
sin mayor discusión, cuando nuestro deber de personas libres sería cuestionar
con energía un destino despótico que ha determinado, vaya usted a saber con qué
maliciosas intenciones, que lo que está de Dios es la película y no los
ejercicios o el libro. Como profesor, y de Historia para colmo, este Tertuliano
Máximo Afonso, vista la escena que acabamos de presenciar en la cocina, que
confía su futuro inmediato, y por ventura el que vendrá después, a tres
migajas de pan y a un juego infantil y sin sentido, es un mal ejemplo para los
adolescentes que el destino, el mismo u otro, pone en sus manos. No cabrá
infelizmente en este relato una anticipación de los probables efectos
perniciosos de la influencia de un
profesor así en la formación de las jóvenes almas de los educandos, por eso las
dejamos aquí, sin otra esperanza que la de que acaben encontrando, un día, en
el camino de la vida, una influencia de señal contraria que las libere, quién
sabe si in extremis, de la perdición irracionalista que en este momento las
amenaza.
Tertuliano Máximo Afonso
lavó cuidadosamente la loza de la cena, desde siempre es para él una
inviolable obligación dejar todo limpio y repuesto en su lugar después de haber
comido, lo que nos enseña, regresando por una última vez a las jóvenes almas
arriba citadas, para las que semejante proceder sería, tal vez, si no con alta
probabilidad, risible, y la obligación letra muerta, que hasta de alguien tan
poco recomendable en temas, asuntos y cuestiones relacionadas con el libre
arbitrio es posible aprender alguna cosa. Tertuliano Máximo Afonso recibió de
las regladas costumbres de la familia en que fue concebido esta y otras buenas
lecciones, en particular de su madre, por fortuna todavía viva y con salud, a
quien visitará uno de estos días en la pequeña ciudad de provincia donde el
futuro profesor abrió los ojos al mundo, cuna de los Máximo maternos y de los
Afonso paternos, y en la que le tocó ser el primer Tertuliano acontecido, nato
hace casi cuarenta años. Al padre no tendrá otra solución que visitarlo en el
cementerio, así es la puta vida, siempre se nos acaba. La mala palabra le cruzó
por la cabeza sin haberla convocado, ha sido por haber pensado en el padre
mientras salía de la cocina y añorarlo, Tertuliano Máximo Afonso es poco dado
a decir tacos, hasta tal punto que, si en alguna rara ocasión le salen, él
mismo se sorprende con la extrañeza, con la falta de convencimiento de sus
órganos fónicos, cuerdas vocales, cámara palatina, lengua, dientes y labios,
como si estuviesen articulando, contrariados, por primera vez, una palabra de
un idioma hasta ahí desconocido. En la pequeña parte de la casa que le sirve de
estudio y de cuarto de estar hay un sofá de dos plazas, una mesa baja, de
centro, un sillón de orejas que parece acogedor, el televisor enfrente, en el
punto de fuga, y, esquinada, dispuesta para recibir la luz de la ventana, la
mesa de trabajo donde los ejercicios de Historia y la cinta de vídeo esperan a
ver quién gana. Dos de las paredes están forradas de libros, la mayoría con
las señales del uso y el agostamiento de la edad. En el suelo una alfombra con
motivos geométricos, de colores pardos, o tal vez descoloridos, ayuda a mantener
un ambiente confortable, que no pasa de la media, sin fingimiento ni pretensión
de aparentar más de lo que es, el sitio de vivir de un profesor de enseñanza
secundaria que gana poco, como parece ser obstinación caprichosa de las clases
docentes en general, o condena histórica que todavía no han acabado de purgar.
La migaja de en medio, es decir, el libro que Tertuliano Máximo Afonso viene
leyendo, un ponderado estudio sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas,
se encuentra donde anoche quedó, aquí sobre la mesita de centro, a la espera,
también, como las otras dos migajas, a la espera, como siempre están
las cosas, todas ellas, que de eso no pueden escapar, es la fatalidad que las
gobierna, parece que forma parte de su invencible naturaleza de cosas. De una
personalidad como se viene anunciando de este Tertuliano Máximo Afonso, que ya
ha dado algunas muestras de espíritu errabundo y hasta algo evasivo, en el poco
tiempo que le conocemos, no causaría sorpresa, en este momento, una exhibición
de conscientes simulaciones consigo mismo, hojeando los ejercicios de los
alumnos con falsa atención, abriendo el libro en la página en que la lectura se
interrumpió, mirando desinteresado la cinta por un lado y por otro, como si
todavía no hubiese decidido acerca de lo que finalmente quiere hacer. Pero las
apariencias, no siempre tan engañosas como se dice, a veces se niegan a sí
mismas y dejan surgir manifestaciones que abren camino a posibilidades de
serias diferencias futuras en un marco de comportamiento que, por lo general,
parecía presentarse como definido. Esta laboriosa explicación podría haberse
evitado si en su lugar, sin más rodeos, hubiésemos dicho que Tertuliano Máximo
Afonso se dirigió directamente, es decir, en línea recta, al escritorio, tomó
la cinta, recorrió con los ojos las informaciones del anverso y del reverso de
la caja, apreció las caras sonrientes, de buen humor, de los intérpretes, notó
que sólo el nombre de uno, el principal, una actriz joven y guapa, le era
familiar, aviso de que la película, a la hora de los contratos, no debía de haber
sido contemplada con atenciones especiales por parte de los productores, y
luego, con el firme movimiento de una voluntad que parecía que nunca había
dudado de sí misma, empujó la cinta dentro del aparato de vídeo, se sentó en el
sillón, apretó el botón del mando a distancia y se acomodó para pasar lo mejor
posible una velada que, si por la muestra prometía poco, menos aún debería cumplir.
Y así fue. Tertuliano Máximo Afonso rió dos veces, sonrió tres o cuatro, la
comedia, además de ligera, según la expresión conciliadora del colega de
Matemáticas, era sobre todo absurda, disparatada, un engendro cinematográfico
en el que la lógica y el sentido común se habían quedado protestando al otro
lado de la puerta porque no les fue permitida la entrada donde el desatino
estaba siendo perpetrado. El título, el tal Quien no se amaña no se apaña, era
una de esas metáforas obvias, del tipo blanco es, la gallina lo pone, todo se
limitaba a un caso de frenética ambición personal que la actriz joven y guapa
encarnaba de la mejor manera que le habían enseñado, salpicado el dicho caso de
malentendidos, maniobras, desencuentros y equívocos, en medio de los cuales,
por desgracia, la depresión de Tertuliano Máximo Afonso no consiguió encontrar
el menor lenitivo. Cuando la película terminó, Tertuliano estaba más irritado
consigo mismo que con el colega. A éste le disculpaba la buena intención, pero
a él, que ya tenía edad para no andar corriendo detrás de quimeras, lo que le
dolía, como les sucede siempre a los ingenuos, era eso mismo, su ingenuidad. En
voz alta dijo, Mañana voy
a devolver esta mierda, esta vez no hubo sorpresa, sintió que le asistía el
derecho a desahogarse por vía grosera, y, además, hay que tener en consideración
que ésta sólo es la segunda indecencia que deja escapar en las últimas semanas,
y la primera, para colmo, fue de pensamiento, lo que es sólo de pensamiento no
cuenta. Miró el reloj y vio que todavía no eran las once, Es temprano,
murmuró, y con esto quiso decir, como se vio a continuación, que todavía tenía
tiempo para punirse por la liviandad de haber cambiado la obligación por la devoción,
lo auténtico por lo falso, lo duradero por lo precario. Se sentó ante el
escritorio, se acercó cuidadosamente los ejercicios de Historia, como pidiéndoles
perdón por el abandono, y trabajó hasta la madrugada como el maestro
escrupuloso que siempre se había preciado de ser, lleno de pedagógico amor por
sus alumnos, pero exigentísimo en las fechas e implacable en los sobrenombres.
Era tarde cuando llegó al final de la tarea que se había impuesto a sí mismo,
sin embargo, todavía repiso por la falta, todavía contrito por el pecado, y como
quien ha decidido cambiar un cilicio doloroso por otro no menos correctivo, se
llevó a la cama el libro sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas, en
el capítulo que trataba de los semitas amorreos y, en particular, de su rey
Hammurabi, el del Código. Al cabo de cuatro páginas se durmió serenamente,
señal de que había sido perdonado.
Se
despertó una hora después. No tuvo sueños, ninguna horrible pesadilla le había
desordenado el cerebro, no forcejeó defendiéndose del monstruo gelatinoso que
se le pegaba a la cara, sólo abrió los ojos y pensó, Hay alguien en casa.
Despacio, sin precipitación, se sentó en la cama y se puso a escuchar. El
dormitorio es interior, incluso durante el día no llegan aquí los ruidos de
fuera, y a esta altura de la noche, Qué hora es, el silencio suele ser total. Y
era total. Quienquiera que fuese el intruso no se movía de donde estaba.
Tertuliano Máximo Afonso alargó el brazo hasta la mesilla de noche y encendió
la luz. El reloj marcaba las cuatro y cuarto. Como la mayor parte de la gente
común, este Tertuliano Máximo Afonso tiene tanto de valiente como de cobarde,
no es un héroe de esos invencibles del cine, pero tampoco es un miedica, de
los que se orinan encima cuando oyen chirriar a medianoche la puerta de la
mazmorra del castillo. Es verdad que sintió que se le erizaba el pelo del
cuerpo, pero esto hasta a los lobos les sucede cuando se enfrentan a un
peligro, y a nadie que esté en su sano juicio se le pasará por la cabeza sentenciar
que los lupinos son unos miserables cobardes. Tertuliano Máximo Afonso va a
demostrar que tampoco lo es. Se deslizó sigilosamente de la cama, empuñó un
zapato a falta de arma más contundente y, usando mil cautelas, se asomó a la
puerta del pasillo. Miró a un lado, luego a otro. La percepción de la
presencia que lo despertó se hizo un poco más fuerte. Encendiendo luces a
medida que avanzaba, oyendo latirle el corazón en la caja del pecho como un
caballo a galope, Tertuliano Máximo Afonso
entró en el cuarto de baño y después en la cocina. Nadie. Y la presencia,
allí, era curioso, parecía bajar de intensidad. Regresó al pasillo y mientras
se iba aproximando al cuarto de estar percibía que la invisible presencia se
hacía más densa a cada paso, como si la atmósfera se hubiese puesto a vibrar
por la reverberación de una oculta incandescencia, como si el nervioso
Tertuliano Máximo Afonso caminara por un terreno radiactivamente contaminado
llevando en la mano un contador Geiger que irradiara ectoplasmas en vez de
emitir avisos sonoros. No había nadie en el cuarto de estar. Tertuliano Máximo
Afonso miró alrededor, allí estaban, firmes e impávidas, las dos altas
estanterías llenas de libros, los grabados enmarcados de las paredes, a los
que hasta ahora no se había hecho referencia, pero es cierto, ahí están, y
ahí, y ahí, y ahí, el escritorio con la máquina de escribir, el sillón, la
mesita baja en medio, con una pequeña escultura colocada exactamente en el
centro geométrico, y el sofá de dos plazas, y el televisor. Tertuliano Máximo
Afonso murmuró en voz muy baja, con temor, Era esto, y entonces, pronunciada
la última palabra, la presencia, silenciosamente, como una pompa de jabón
reventando, desapareció. Sí, era aquello, el televisor, el vídeo, la comedia
que se llama Quien no se amaña no se apaña, una imagen ahí dentro que ha
regresado a su sitio después de ir a despertar a Tertuliano Máximo Afonso a la
cama. No imaginaba cuál podría ser, pero tenía la seguridad de que la
reconocería en cuanto apareciese. Volvió al dormitorio, se puso una bata sobre
el pijama para no enfriarse y regresó. Se sentó en el sillón, apretó el botón
del mando a distancia e, inclinado hacia delante, con los codos hincados en
las rodillas, todo él ojos, ya sin risas ni sonrisas, repasó la historia de la
mujer joven y guapa que quería triunfar en la vida. Al cabo de veinte minutos
la vio entrar en un hotel y dirigirse al mostrador de recepción, le oyó decir
el nombre, Me llamo Inés de Castro, antes ya había notado la interesante e
histórica coincidencia, oyó cómo proseguía, Tengo una reserva, el empleado la
miró de frente, a la cámara, no a ella, o a ella que se encontraba en el lugar
de la cámara, lo que le dijo casi no llegó a percibirlo ahora Tertuliano Máximo
Afonso, el dedo de la mano que sostenía el mando a distancia apretó veloz el
botón de pausa, sin embargo la imagen ya se había ido, es lógico que no se
gaste película inútilmente en un actor, figurante o poco más, que sólo entra en
la historia al cabo de veinte minutos. Rebobinó la cinta, pasó otra vez por la
cara del recepcionista, la mujer joven y guapa volvió a entrar en el hotel,
volvió a decir que se llamaba Inés de Castro y que tenía una reserva, ahora sí,
aquí está, la imagen fija del recepcionista mirando de frente a quien le miraba
a él. Tertuliano Máximo Afonso se levantó del sillón, se arrodilló delante del
televisor, la cara tan pegada a la pantalla como le permitía la visión, Soy yo,
dijo, y otra vez sintió que se le erizaba el pelo del cuerpo, lo que allí se
veía no era verdad, no podía ser verdad, cualquier persona equilibrada
que estuviera presente por casualidad lo tranquilizaría, Qué idea, querido
Tertuliano, tenga la bondad de observar que él usa bigote y usted tiene la cara
rasurada. Las personas equilibradas son así, acostumbran a simplificarlo
todo, y después, pero siempre demasiado tarde, las vemos asombrándose de la copiosa
diversidad de la vida, entonces se acuerdan de que los bigotes y las barbas no
tienen voluntad propia, crecen y prosperan cuando se les permite, a veces
también por pura indolencia del portador, pero, de un instante a otro, porque
cambia la moda o porque la pilosa monotonía se vuelve molesta ante el espejo,
desaparecen sin dejar rastro. Eso sin olvidar, porque todo puede suceder cuando
se trata de actores y artes escénicas, la fuerte probabilidad de que el fino y
bien tratado bigote del recepcionista sea, simplemente, un postizo. Cosas así
se han visto. Estas consideraciones, que, por obvias, saltarían a la vista de
cualquier persona con la mayor naturalidad, podría haberlas producido por su
propia cuenta Tertuliano Máximo Afonso si no estuviese tan concentrado buscando
en la película otras situaciones en que apareciese el mismo actor secundario, o
figurante con líneas de texto, como con más rigor convendría designarlo. Hasta
el final de la historia, el hombre del bigote, siempre en su papel de
recepcionista, apareció en cinco ocasiones más, cada vez con escaso trabajo,
aunque en la última le fue dado intercambiar dos frases pretendidamente
maliciosas con la dominadora Inés de Castro y luego, cuando ella se apartaba
contorneándose, la miraba con expresión caricaturescamente libidinosa, que el
realizador debió de considerar irresistible para el apetito de risas del
espectador. Es innecesario decir que si Tertuliano Máximo Afonso no le encontró
gracia la primera vez, mucho menos la segunda. Había regresado a la primera
imagen, esa en que el recepcionista, en primer plano, mira de frente a Inés de
Castro, y analizaba, minucioso, la imagen, trazo a trazo, facción a facción,
Salvo unas leves diferencias, pensó, el bigote sobre todo, el corte de pelo
distinto, la cara menos rellena, es igual que yo. Se sentía tranquilo ahora,
sin duda la semejanza era, por decirlo así, asombrosa, pero no pasaba de eso,
semejanzas no faltan en el mundo, véanse los gemelos, por ejemplo, lo que sería
de admirar es que habiendo más de seis mil millones de personas en el planeta
no se encontrasen al menos dos iguales. Que nunca podrían ser exactamente
iguales, iguales en todo, ya se sabe, dijo, como si estuviese conversando con
ese su otro yo que lo miraba desde dentro del televisor. De nuevo sentado en
el sillón, ocupando por tanto la posición que sería de la actriz que
interpretaba el papel de Inés de Castro, jugó a ser, también él, cliente del
hotel, Me llamo Tertuliano Máximo Afonso, anunció, y después, sonriendo, Y
usted, la pregunta era de lo más consecuente, si dos personas iguales se
encuentran, lo natural es querer saber todo una de la otra, y el nombre es
siempre lo primero porque imaginamos que ésa es la puerta por donde se entra.
Tertuliano Máximo Afonso pasó la cinta hasta el final, allí estaba la lista de
los actores de menor importancia, no recordaba si también se mencionarían los
papeles que representaban, pues no, los nombres aparecían por orden alfabético,
simplemente, y eran muchos. Tomó distraído la caja de la película, recorrió
una vez más con los ojos lo que allí se escribía y mostraba, los rostros
sonrientes de los actores principales, un breve resumen de la historia, y
también, abajo, la ficha técnica, en letra pequeña, y la fecha de la
!película. Ya tiene cinco años, murmuró, al mismo tiempo que recordaba que eso
mismo le había dicho el colega de Matemáticas. Cinco años ya, repitió, y, de
repente, el mundo dio otra sacudida, no era el efecto de la impalpable y
misteriosa presencia lo que lo había despertado, era algo concreto, y no sólo
concreto, también documentable. Con las manos trémulas abrió y cerró cajones,
de ellos desentrañó sobres con negativos y copias fotográficas, esparció todo
en la mesa, por fin encontró lo que buscaba, un retrato suyo de hacía cinco
años. Tenía bigote, el corte de pelo distinto, la cara menos rellena.
Ni el propio Tertuliano Máximo Afonso sabría
decir si el sueño volvió a abrirle los misericordiosos brazos después de la
revelación tremebunda que fue para él la existencia, tal vez en la misma
ciudad, de un hombre que, a juzgar por la cara y por la figura en general, es
su vivo retrato. Después de comparar demoradamente la fotografía de hace cinco
años con la imagen en primer plano del recepcionista, después de no haber
encontrado ninguna diferencia entre ésta y aquélla, por mínima que fuese, al
menos una levísima arruga que uno tuviese y al otro le faltara, Tertuliano
Máximo Afonso se dejó caer en el sofá, no en el sillón, donde no habría espacio
suficiente para amparar el desmoronamiento físico y moral de su cuerpo, y allí,
con la cabeza entre las manos, los nervios exhaustos, el estómago en ansias, se
esforzó por organizar los pensamientos, desenredándolos del caos de emociones
acumuladas desde el momento en que la memoria, velando sin que él lo
sospechase tras la cortina corrida de los ojos, lo despertara sobresaltado de
su primer y único sueño. Lo que más me confunde, pensaba con esfuerzo, no es
tanto el hecho de que este tipo se me parezca, de que sea una copia mía, un
duplicado, podríamos decir, casos así no son infrecuentes, tenemos los
gemelos, tenemos los sosias, las especies se repiten, el ser humano se repite,
es la cabeza, es el tronco, son los brazos, son las piernas, y podría suceder,
no tengo ninguna certeza, es sólo una posibilidad, que una alteración fortuita
en un determinado cuadro genético tuviese como efecto un ser semejante a otro
generado en un cuadro genético sin relación alguna con el primero, lo que me
confunde no es tanto eso como saber que hace cinco años fui igual al que él era
en ese momento, hasta bigote usábamos, y todavía más la posibilidad, qué digo,
la probabilidad de que cinco años después, es decir, hoy, ahora mismo, a esta
hora de la madrugada, la igualdad se mantenga, como si un cambio en mí tuviese
que ocasionar el mismo cambio en él, o, peor todavía, que uno no cambie porque
el otro cambió, sino porque sea simultáneo el cambio, eso sí sería darse con la
cabeza en la pared. De acuerdo, no debo transformar esto en una tragedia, todo
cuanto pueda suceder, sabemos que sucederá, primero fue el acaso haciéndonos
iguales, después fue el acaso de una película de la que nunca había oído
hablar, podría haber vivido el resto de la vida sin ni siquiera imaginar que
un fenómeno así elegiría para manifestarse a un vulgar profesor de Historia,
este que hace pocas horas estaba corrigiendo los errores de sus alumnos y ahora
no sabe qué hacer con el error en el que él mismo, de un momento a otro, se ha
visto convertido. Seré de verdad un error, se preguntó, y, suponiendo que
efectivamente lo sea, qué significado, qué consecuencias tendrá para un ser
humano saberse errado. Le bajó por la espina dorsal una rápida sensación de
miedo y pensó que hay cosas que es preferible dejar como están y ser como son,
porque en caso contrario se corre el peligro de que los otros se den cuenta,
y, lo que es peor, que percibamos también nosotros a través de los ojos de los
otros ese oculto desvío que nos torció a todos al nacer y que espera,
mordiéndose las uñas de impaciencia, el día en que pueda mostrarse y anunciarse,
Aquí estoy. El peso excesivo de tan profunda cogitación, para colmo centrada
en la posibilidad de la existencia de duplos absolutos, aunque más intuida en
destellos fugaces que verbalmente elaborada, hizo que la cabeza lentamente le
fuera resbalando, y el sueño, un sueño que, por sus propios medios,
proseguiría la labor mental hasta ese momento ejecutada por la vigilia, se hizo
cargo del cuerpo fatigado y le ayudó a acomodarse en los cojines del sofá. No
llegó a ser un reposo que mereciese y justificase su dulce nombre, pocos minutos
después, al abrir de golpe los ojos, Tertuliano Máximo Afonso, como un muñeco
parlante cuyo mecanismo se hubiera averiado, repetía con otras palabras la
pregunta de hace poco, Qué es ser un error. Se encogió de hombros como si la
cuestión, de súbito, hubiese dejado de interesarle. Efecto comprensible de un
cansancio llevado al extremo, o, por el contrario, consecuencia benéfica de un breve sueño, esta indiferencia es, incluso así, desconcertante
e inaceptable, porque muy bien sabemos, y él mejor que nadie, que el problema
no ha sido resuelto, está ahí intacto, dentro del vídeo, a la espera también
él, después de haberse expuesto en palabras que no se oyeron pero que subyacían
en el diálogo del guión, Uno de nosotros es un error, esto es lo que realmente
le dice el recepcionista a Tertuliano Máximo Afonso cuando, dirigiéndose a la
actriz que hacía de Inés de Castro, le informaba de que la habitación que había
reservado era la doce-dieciocho. De cuántas incógnitas es esta ecuación,
preguntó el profesor de Historia al profesor de Matemáticas en el momento que
cruzaba otra vez el umbral del sueño. El colega de los números no respondió a
la pregunta, sólo hizo un gesto compasivo y dijo, Después hablamos, ahora descansa,
trata de dormir, que bien lo necesitas. Dormir era, sin duda, lo que Tertuliano
Máximo Afonso más deseaba en este momento, pero el intento resultó frustrado.
Al cabo estaba otra vez despierto, ahora animado por una idea luminosa que de
repente se le había ocurrido, y era pedirle al colega de Matemáticas que le
dijese por qué se le ocurrió sugerirle que viera Quien no se amaña no se
apaña, cuando se trata de una película de escaso mérito y con el peso de cinco
años de una ciertamente atribulada existencia, lo que, en una cinta de producción
corriente, de bajo presupuesto, es motivo más que seguro para una jubilación
por incapacidad, cuando no para una muerte poco gloriosa apenas pospuesta
durante un tiempo gracias a la curiosidad de media docena de espectadores
excéntricos que oyeron hablar de filmes de culto y creyeron que era aquello.
En esta enmarañada ecuación, la primera incógnita a resolver era si el colega
de Matemáticas se habría dado cuenta o no del parecido cuando vio la película,
y, en caso afirmativo, por qué razón no le previno en el momento en que se la
sugirió, aunque fuese con palabras de risueña amenaza, como éstas, Prepárate,
que te vas a llevar un susto. Aunque no creía en el Destino propiamente dicho,
o sea, el que se distingue de cualquier destino subalterno por la mayúscula
inicial de respeto, Tertuliano Máximo Afonso no consigue escapar a la idea de
que tantas casualidades y coincidencias juntas pueden muy bien corresponder a
un plan por el momento inescrutable, pero cuyo desarrollo y desenlace
ciertamente ya se encuentran determinados en las tablas en que el dicho Destino,
suponiendo que a fin de cuentas existe y nos gobierna, apuntó, en el principio
de los tiempos, la fecha en que caerá el primer cabello de la cabeza y la
fecha en que se apagará la última sonrisa de la boca. Tertuliano Máximo Afonso
ha dejado de estar tumbado en el sofá como un traje arrugado y sin cuerpo
dentro, acaba de levantarse tan firme de piernas como le es posible tras una
noche que en violencia de emociones no tiene par en toda su vida, y, sintiendo
que la cabeza le huye un poco del sitio, mira el cielo tras los cristales de la
ventana. La noche se mantenía agarrada a los tejados de la ciudad, las
farolas de la calle todavía estaban encendidas, pero la primera y sutil aguada
de la mañana ya comienza a teñir de transparencias la atmósfera allá en lo
alto. Así tuvo certeza de que el mundo no acabaría hoy, que sería un
desperdicio sin perdón hacer salir el sol en balde, sólo para que estuviese presente
en el principio de la nada quien al todo había dado comienzo, y por tanto,
aunque no siendo clara, y mucho menos evidente, la relación que hubiese entre
una cosa y otra, el sentido común de Tertuliano Máximo Afonso compareció
finalmente para darle el consejo cuya falta se venía notando desde la
aparición del recepcionista en el televisor, y ese consejo fue el siguiente, Si
crees que debes pedir una explicación a tu colega, pídesela de una vez,
siempre será mejor que andar por ahí con la garganta atravesada de
interrogaciones y dudas, te recomiendo en todo caso que no abras demasiado la
boca, que vigiles tus palabras, tienes una patata caliente en las manos,
suéltala si no quieres que te queme, devuelve el vídeo a la tienda hoy mismo,
pon una piedra sobre el asunto y acaba con el misterio antes de que él comience
a lanzar afuera cosas que preferirías no saber, o ver, o hacer, además,
suponiendo que haya una persona que es una copia tuya, o tú una copia suya, y
por lo visto la hay, no tienes ninguna obligación de ir a buscarla, ese tipo
existe y tú no lo sabías, existes tú y él no lo sabe, nunca os visteis, nunca
os cruzasteis en la calle, lo mejor que puedes hacer es, Y si me lo encuentro
un día de éstos, si me cruzo con él en la calle, interrumpió Tertuliano Máximo
Afonso, Vuelves la cara hacia otro lado, ni te he visto ni te conozco, Y si él
se dirige a mí, Con que tenga un ápice de sensatez hará lo mismo, No se les
puede exigir a todas las personas que sean sensatas, Por eso el mundo está como
está, No has respondido a mi pregunta, Cuál, Qué hago si se dirige a mí, Le
dices qué extraordinaria coincidencia, fantástica, curiosa, lo que te parezca
más adecuado, pero siempre coincidencia, y cortas la conversación, Así sin más
ni menos, Así sin más ni menos, Sería de mala educación, una falta de
delicadeza, A veces es la única manera de evitar males mayores, no lo hagas y
ya sabes lo que sucederá, después de una palabra vendrá otra, después de un
primer encuentro habrá un segundo y un tercero, en un santiamén le estarás
contando tu vida a un desconocido, ya has vivido suficientes años para haber
aprendido que con desconocidos y extraños todo cuidado es poco cuando se trata
de cuestiones personales, y, si quieres mi opinión, no consigo imaginar nada
más personal, nada más íntimo que el lío en que parece que estás a punto de
meterte, Es difícil considerar extraña a una persona que es igual que yo, Deja
que siga siendo lo que hasta ahora, una desconocida, Sí, pero extraña nunca
podrá ser, Extraños somos todos, hasta nosotros que estamos aquí, A quién te
refieres, A ti y a mí, a tu sentido común y a ti mismo, raramente nos
encontramos para hablar, sólo muy de tarde en tarde, y, si queremos ser
sinceros, pocas veces merece la pena, Por mi culpa, También por la mía, estamos
obligados por naturaleza o condición a seguir caminos paralelos, pero la
distancia que nos separa, o divide, es tan grande que en la mayor parte de los
casos no nos oímos el uno al otro, Te oigo ahora, Se trata de una emergencia, y
las emergencias aproximan, Lo que tenga que ser, será, Conozco esa filosofía,
suelen llamarle predestinación, fatalismo, hado, pero lo que realmente
significa es que harás lo que te dé la real gana, como siempre, Significa que
haré lo que tenga que hacer, nada menos, Hay personas para quienes es lo mismo
lo que han hecho y lo que creyeron que tenían que hacer, Al contrario de lo que
piensa el sentido común, las cosas de la voluntad nunca son simples, lo que es
simple es la indecisión, la incertidumbre, la irresolución, Quién lo diría, No
te sorprendas, vamos siempre aprendiendo, Mi misión ha acabado, tú haz lo que
entiendas, Así es, Entonces, adiós, hasta otra ocasión, que te vaya bien, Probablemente
hasta la próxima emergencia, Si consigo llegar a tiempo. Las farolas de la
calle se habían apagado, el tráfico crecía por minutos, el azul ganaba color
en el cielo. Todos sabemos que cada día que nace es el primero para unos y será
el último para otros, y que, para la mayoría, es sólo un día más. Para el profesor
de Historia Tertuliano Máximo Afonso, este día en que estamos, o somos, no
habiendo ningún motivo para pensar que vaya a ser el último, tampoco será,
simplemente, un día más. Digamos que se presentó en este mundo como la
posibilidad de ser un otro primer día, un otro comienzo, y por tanto apuntando
hacia un otro destino. Todo depende de los pasos que Tertuliano máximo Afonso
dé hoy. Sin embargo, la procesión, así se decía en los antiguos tiempos,
todavía está saliendo de la iglesia. Sigámosla.
Qué cara, murmuró Tertuliano Máximo Afonso
cuando se miró al espejo, y de hecho no era para menos. Dormir, había dormido
una hora, el resto de la noche la vivió bregando con el asombro y el temor
descrito aquí con una minucia tal vez excesiva, perdonable sin embargo si
recordamos que jamás en la historia de la humanidad, esa que el profesor
Tertuliano Máximo Afonso tanto se esfuerza por enseñar bien a sus alumnos, se
ha dado el caso de que existan dos personas iguales en el mismo lugar y el
mismo tiempo. En épocas remotas se dieron otros casos de total semejanza
física entre dos personas, ya sean hombres, ya sean mujeres, pero siempre las
separaron decenas, centenas, millares de años y decenas, centenas, millares de
kilómetros. El caso más portentoso que se conoce fue el de una cierta ciudad,
hoy desaparecida, donde en la misma calle y en la misma casa, pero no en la
misma familia, con un intervalo de doscientos cincuenta años, nacieron dos
mujeres iguales. El prodigioso suceso no quedó registrado en ninguna crónica,
tampoco se conservó a través de la tradición oral, lo que es perfectamente
comprensible, dado que cuando nació la primera no se sabía que habría una
segunda, y cuando la segunda vino al mundo ya se había perdido la memoria de la
primera. Naturalmente. Pese a la ausencia
absoluta de cualquier prueba documental o testimonial, estamos en condiciones
de afirmar, incluso de jurar bajo palabra de honor si necesario fuere, que todo
cuanto declaramos, declaremos o podamos declarar como sucedido en la ciudad
hoy desaparecida, sucedió de verdad. Que la Historia no registre un hecho no
significa que ese hecho no haya ocurrido. Cuando llegó al final de la
operación de afeitado matinal, Tertuliano Máximo Afonso examinó sin
complacencia la cara que tenía ante él y, en suma, la encontró con mejor
aspecto. En realidad, cualquier observador imparcial, tanto masculino como
femenino, no se negaría a definir como armoniosas, si tomadas en su conjunto,
las facciones del profesor de Historia, y, seguramente, no se olvidaría de
tener en cuenta la importancia positiva de ciertas leves asimetrías y ciertas
sutiles variaciones volumétricas que constituían, por decirlo así y en este
caso, la sal estimulante, que evita ese aspecto de manjar insulso que casi siempre
acaba perjudicando los rostros dotados de trazos demasiado regulares. No se
trata de proclamar aquí que Tertuliano Máximo Afonso es una perfecta figura de
hombre, a tanto no le llegaría a él la inmodestia ni a nosotros la
subjetividad, pero, por poco talento que tuviera, sin duda podría hacer una
excelente carrera en el teatro interpretando papeles de galán. Y quien dice
teatro, dice cine, claro está. Un paréntesis urgente. Hay situaciones en la
narración, y ésta, como se verá, es justamente una de ellas, en que cualquier
manifestación paralela de ideas y de sentimientos por parte del narrador al
margen de lo que están sintiendo o pensando en ese momento los personajes,
debería estar terminantemente prohibida por las leyes del bien escribir. La infracción,
por imprudencia o falta de respeto humano, de tales cláusulas limitativas,
que, existiendo, serían probablemente de acatamiento no obligatorio, puede
conducir a que el personaje, en lugar de seguir una línea autónoma de
pensamientos y emociones coherente con el estatuto que le fue conferido, como
es su derecho inalienable, se vea asaltado de modo arbitrario por expresiones
mentales o psíquicas que, procediendo de quien proceden, es cierto que nunca
le serían del todo ajenas, pero en un instante dado podrían revelarse como
mínimo inoportunas y en algún caso desastrosas. Fue precisamente lo que le
sucedió a Tertuliano Máximo Afonso. Se miraba al espejo como quien se mira al
espejo únicamente para evaluar los estragos de una noche mal dormida, en eso
pensaba y nada más, cuando, de repente, la desafortunada reflexión del narrador
sobre sus trazos físicos y la problemática eventualidad de que en un día
futuro, auxiliados por la demostración de talento suficiente, pudieran llegar
a ser puestos al servicio del arte teatral o del arte cinematográfico,
desencadenó en él una reacción que no será exagerado clasificar como terrible.
Si el tipo que hizo de recepcionista estuviese aquí, pensó dramáticamente, si
estuviese aquí delante de este espejo, la cara que de sí mismo vería sería
ésta. No censuremos que a Tertuliano Máximo Afonso no se le haya ocurrido
pensar que el otro llevaba bigote en la película, no se le ha ocurrido, es
verdad, quizá porque sabe a ciencia cierta que hoy ya no lo usa, y para eso no
necesita recurrir a esos misteriosos saberes que son los de los
presentimientos, pues encuentra la mejor de las razones en su propia cara
rasurada, limpia de pelos. Cualquier persona con sentimientos no mostraría
reluctancia en admitir que ese adjetivo, esa palabra, terrible, inadecuada
aparentemente en el contexto doméstico de una persona que vive sola, habrá
expresado con bastante pertinencia lo que ha pasado por la cabeza del hombre
que acaba de volver corriendo desde su mesa de trabajo adonde fue a buscar un
rotulador negro y ahora, otra vez delante del espejo, dibuja sobre su propia
imagen, encima del labio superior y pegado a él, un bigote igualito al del
recepcionista, fino, delgado, de galán. En este momento, Tertuliano Máximo
Afonso pasó a ser ese actor de quien ignoramos el nombre y la vida, el profesor
de Historia de enseñanza secundaria ya no está aquí, esta casa no es la suya,
tiene definitivamente otro propietario la cara del espejo. Si la situación dura
un minuto más, o ni tanto, todo podría suceder en este cuarto de baño, una
crisis de nervios, un súbito ataque de locura, un furor destructivo. Felizmente
Tertuliano Máximo Afonso, pese a ciertos comportamientos que han dado a
entender lo contrario, y que con probabilidad no serán los últimos, está hecho
de buena pasta, perdió durante unos instantes el dominio de la situación pero
ya lo ha recuperado. Por mucho esfuerzo que tengamos que hacer, sabemos que
sólo abriendo los ojos se sale de una pesadilla, pero el remedio, en este caso,
es cerrarlos, no los propios, sino los que se reflejan en el espejo. Tan
eficazmente como si de un muro se tratara, un chorro de espuma de afeitar
separó a estos otros hermanos siameses que todavía no se conocen, y la mano
derecha de Tertuliano Máximo Afonso, abierta sobre el espejo, deshizo el rostro
de uno y el rostro del otro, de manera que ninguno de los dos podría
encontrarse y reconocerse ahora en la superficie embadurnada de una espuma
blanca con churretes negros que van resbalando y poco a poco se diluyen.
Tertuliano Máximo Afonso dejó de ver la imagen del espejo, ahora está solo en
casa. Se metió bajo la ducha y, aunque es, desde que nació, radicalmente
escéptico en cuanto a las espartanas virtudes del agua fría, el padre le decía
que no había nada mejor en el mundo para disponer un cuerpo y agilizar un
cerebro, pensó que recibirla de lleno esta mañana, sin mezcla de las deliciosas
aunque decadentes aguas tibias, tal vez resultase beneficioso para su desvaída
cabeza y despertara de una vez lo que en su interior intenta, en cada momento,
como quien no quiere la cosa, deslizarse hacia el sueño. Limpio y seco,
peinado sin el auxilio del espejo, entró en el dormitorio, hizo rápidamente la
cama, se vistió y pasó a la cocina para preparar el desayuno, compuesto, como
de costumbre, de zumo de naranja, tostadas, café con leche, yogur, los
profesores necesitan ir bien alimentados a la escuela para poder arrostrar el
durísimo trabajo de plantar árboles o simples arbustos de sabiduría en
terrenos que, en la mayor parte de los casos, tiran más para lo estéril que
para lo fecundo. Todavía es temprano, su clase no comenzará antes de las once,
pero, ponderadas las circunstancias, se comprenderá que estar en casa no sea
lo que hoy más le apetezca. Volvió al cuarto de baño para lavarse los dientes
y, estando en ello, pensó que era el día en que venía a limpiarle la casa la
señora del piso de arriba, una mujer ya de edad, viuda y sin hijos, que hace
seis años llamó a su puerta ofreciéndole sus servicios después de percatarse de
que el nuevo vecino también vivía solo. No, no es hoy el día, puede dejar el
espejo tal como está, la espuma ya ha comenzado a secarse, se deshace al más
leve contacto de los dedos, pero por ahora todavía se mantiene adherida y no
se ve a nadie acechando por debajo. El profesor Tertuliano Máximo Afonso está
dispuesto para salir, ha decidido que se llevará el coche para reflexionar con
calma sobre los últimos y perturbadores sucesos, sin tener que padecer las
apreturas y los atropellos de los transportes públicos que, por obvios motivos
económicos, suele utilizar con más frecuencia. Metió los ejercicios dentro de
la cartera, se detuvo tres segundos mirando la carátula del vídeo, era el
momento apropiado para seguir los consejos del sentido común, sacar la cinta
del aparato, introducirla en la caja e ir directamente a la tienda, Aquí
tiene, le diría al empleado, supuse que sería interesante, pero no, no vale la
pena, ha sido una pérdida de tiempo, Quiere llevarse otra, preguntaría el
empleado, esforzándose por recordar el nombre de este cliente que estuvo aquí
ayer, tenemos un surtido completo de buenas películas de todos los géneros,
tanto antiguas como modernas, ah, Tertuliano, claro está que las dos últimas
palabras sólo serían pensadas y la sonrisa irónica paralela únicamente
imaginada. Demasiado tarde, el profesor de Historia Tertuliano Máximo Afonso ya
va bajando la escalera, no es ésta la primera batalla que el sentido común
tiene que resignarse a perder.
Despacio, como quien aprovecha la primera
hora de la mañana para disfrutar de un paseo, dio una vuelta por la ciudad,
durante la cual, a pesar de la ayuda de algunas señales rojas y amarillas de
cambio lento, de nada le sirvió forzar la cabeza para encontrar salida a una situación
que, y eso sería evidente para cualquier persona informada, está, toda, en sus
manos. Lo malo del asunto es, tal como a sí mismo se confesó, en voz alta, al
entrar en la calle donde está situado el instituto, Qué daría yo por ser capaz
de quitarme este problema de encima, olvidarme de esta locura, ignorar este
absurdo, aquí hizo una pausa para pensar que el primer elemento de la frase
hubiera sido suficiente, y después concluyó, Pero no puedo, lo que de sobra
demuestra hasta qué punto ha llegado ya la obsesión de este desnortado hombre.
La clase de Historia, según fue dicho antes, es sólo a las once, luego le faltan casi dos horas. Más pronto o más tarde
el colega de Matemáticas aparecerá en esta sala de profesores donde Tertuliano
Máximo Afonso, que lo espera, finge, con falsa naturalidad, examinar los
ejercicios que traía en la cartera. Un observador atento no tardaría mucho en
darse cuenta de la simulación, pero, para que tal ocurriese, habría que saber
que ningún profesor, de estos rutinarios, se iba a poner a leer por segunda vez
lo que ya dejó corregido en la primera, y no tanto por la posibilidad de
encontrar nuevos errores y tener que introducir nuevas enmiendas, sino por mera
cuestión de prestigio, de autoridad, de suficiencia, o simplemente porque lo
corregido, corregido está, y no necesita ni admite vuelta atrás. Lo que le
faltaba a Tertuliano Máximo Afonso era tener que enmendar sus propios errores,
suponiendo que uno de estos papeles, que ahora mira sin ver, corrigiera lo que
era cierto y pusiera una mentira en lugar de una verdad inesperada. Las
mejores invenciones, nunca estará de más insistir en ello, son las de quien no
sabía. En ese momento el profesor de Matemáticas entró. Vio al colega de
Historia y en seguida se le dirigió, Buenos días, dijo, Hola, buenos días,
Interrumpo, preguntó, No, no, vaya idea, estaba echando un segundo vistazo,
prácticamente ya tengo todo corregido, Qué tal van, Quiénes, Los alumnos, Lo
normal, así así, ni bien ni mal, Exactamente como nosotros cuando teníamos esa
edad, dijo el de Matemáticas, sonriendo. Tertuliano Máximo Afonso estaba esperando
que el colega le preguntase si finalmente había alquilado la película, si la
había visto, si le gustó, pero el profesor de Matemáticas parecía haber olvidado
el asunto, apartado el espíritu del interesante diálogo del día anterior. Se
levantó para servirse un café, volvió a sentarse, y sosegadamente, abrió el
periódico sobre la mesa dispuesto a enterarse del estado general del mundo y
del país. Tras recorrer los titulares de la primera página y fruncir la nariz
ante cada uno, dijo, A veces me pregunto si la primera culpa del desastre al
que ha llegado este planeta no habrá sido nuestra, dijo, Nuestra, de quién,
tuya, mía, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, mostrando interés, pero confiando
en que la conversación, incluso con un arranque tan apartado de sus
preocupaciones, acabase conduciéndolos al núcleo del caso, Imagina un cesto de
naranjas, dijo el otro, imagina que una, en el fondo, comienza a pudrirse,
imagina que, una tras otra, se van pudriendo todas, entonces, pregunto, quién
podrá decirme dónde comenzó la podredumbre, Las naranjas a que te refieres son
países, o son personas, quiso saber Tertuliano Máximo Afonso, Dentro de un
país, son las personas, en el mundo son los países, y como no hay países sin
personas, la podredumbre comenzará, invariablemente, por ellas, Y por qué
tendríamos que ser nosotros, yo, tú, los culpables, Alguien lo ha sido, Veo que
no estás teniendo en cuenta el factor sociedad, La sociedad, querido amigo,
tal como la humanidad, es una abstracción, Como la matemática, Mucho más que
la matemática, ante ellas la matemática es tan concreta como la madera
de esta mesa, Y qué me dices de los estudios sociales, No es infrecuente que
los llamados estudios sociales sean todo menos estudios sobre personas,
Cuídate de que no te oigan los sociólogos, te condenarían a muerte civil, por
lo menos, Contentarse con la música de la orquesta en la que se toca y con la
parte de ella que te toca tocar, es un error muy extendido, sobre todo entre
los que no son músicos, Algunos tendrán más responsabilidades que otros, tú y
yo, por ejemplo, somos relativamente inocentes, al menos de los peores males,
Ése suele ser el discurso de la buena conciencia, Porque lo diga la buena
conciencia no deja de ser verdad, El mejor camino para una exculpación
universal es llegar a la conclusión de que, porque todos tenemos culpas, nadie
es culpable, Probablemente no podemos hacer nada, son los problemas del mundo,
dijo Tertuliano Máximo Afonso, como para rematar la conversación, pero el
matemático rectificó, El mundo no tiene más problemas que los problemas de las
personas, y, habiendo dejado caer esta sentencia, hincó la nariz en el
periódico. Los minutos pasaban, la hora de la clase de Historia se aproximaba,
y Tertuliano Máximo Afonso no veía manera de entrar en el asunto que le
interesaba. Podría, claro está, interpelar al colega directamente,
preguntándole, cara a cara, A propósito, a propósito ya se sabe que no venía,
pero las muletillas de la lengua existen justamente para situaciones como
éstas, una urgente necesidad de pasar a otro asunto sin aparentar que se tiene
particular empeño en él, una especie de
haz-como-si-se-me-hubiera-ocurrido-ahora-mismo socialmente aceptado, A propósito, diría,
notaste que el recepcionista de la película es mi vivo retrato, pero esto
sería lo mismo que exhibir la carta principal del juego, meter a una tercera
persona en un secreto que todavía ni siquiera es de dos, con la subsiguiente
futura dificultad para hurtarse de preguntas curiosas, por ejemplo, Qué, ya te
encontraste con ese sosia tuyo. En ese momento el profesor de Matemáticas
levantó los ojos del periódico, Qué, preguntó, alquilaste la película, La
alquilé, la alquilé, respondió Tertuliano Máximo Afonso alborozado, casi feliz,
Y qué te pareció, Es divertida, Te sentó bien para la depresión, quiero decir,
el marasmo, Marasmo o depresión, da lo mismo, no es el nombre lo que está mal,
Te ha sentado bien, Creo que sí, por lo menos me pude reír con algunas
situaciones. El profesor de Matemáticas se levantó, también sus alumnos lo
esperaban, qué mejor ocasión que ésta para que Tertuliano Máximo Afonso pudiese
decir por fin, A propósito, cuándo viste Quien no se amaña no se apaña por
última vez, la pregunta no tiene importancia, es sólo una curiosidad, La última
vez fue la primera y la primera fue la última, Cuándo la viste, Hace cosa de un
mes, me la prestó un amigo, Creí que era tuya, de tu colección, Hombre, si fuese
mía, te la habría prestado, no permitiría que te gastaras dinero alquilándola.
Estaban ya en el pasillo, camino de las aulas, Tertuliano Máximo Afonso
sintiendo el espíritu ligero, aliviado, como
si el marasmo se hubiese evaporado de repente, desaparecido en el infinito
espacio, quién sabe si para no volver nunca más. En el próximo recodo se
separarían, cada cual para su lado, y fue después de llegar hasta allí, ambos
ya se habían dicho, Hasta luego, cuando el profesor de Matemáticas, cuatro
pasos andados, se volvió y preguntó, A propósito, te diste cuenta de que en la
película hay un actor, un secundario, que se parece muchísimo a ti, si te pones
un bigote como el suyo seríais dos gotas de agua. Como un fulmíneo rayo el
marasmo se precipitó desde las alturas e hizo pedazos la fugaz buena
disposición de Tertuliano Máximo Afonso. Pese a eso, haciendo de tripas
corazón, consiguió responder con una voz que parecía desmayar en cada sílaba,
Sí, me di cuenta, es una coincidencia asombrosa, absolutamente extraordinaria,
y añadió, esbozando una sonrisa sin color, A mí sólo me falta el bigote, y a él
ser profesor de Historia, por lo demás cualquiera diría que somos iguales. El
colega lo miró con extrañeza, como si acabara de reencontrarlo después de una
larga ausencia, Ahora que me acuerdo, tú también, hace unos años, llevabas
bigote, dijo, y Tertuliano Máximo Afonso desatendiendo la cautela, como aquel
hombre perdido que no quiso oír consejos, respondió, A lo mejor en ese tiempo
el profesor era él. El de Matemáticas se le acercó, le puso la mano en el
hombro, paternal, Hombre, tú estás realmente muy deprimido, una cosa así, una
coincidencia como hay tantas, sin importancia, no debería afectarte hasta ese
punto, No estoy afectado, lo que pasa es que he dormido poco, he pasado mala
noche, Lo más seguro es que hayas pasado mala noche precisamente porque estás
afectado. El profesor de Matemáticas sintió el hombro de Tertuliano Máximo
Afonso tensarse bajo su mano, como si todo el cuerpo, de los pies a la cabeza,
se hubiese agarrotado de pronto, y fue tan fuerte el choque recibido, la
impresión tan intensa, que lo forzó a retirar el brazo. Lo hizo lo más despacio
que pudo, procurando que no se notara que se había dado cuenta del rechazo,
pero la insólita dureza de la mirada de Tertuliano Máximo Afonso no le permitía
dudas, el pacífico, el dócil, el sumiso profesor de Historia que trataba
habitualmente con amigable aunque superior indulgencia, es en este momento
otra persona. Perplejo, como si lo hubieran enfrentado a un juego del que no
sabe las reglas, dijo, Bueno, nos vemos más tarde, hoy no almuerzo en el
instituto. Tertuliano Máximo Afonso bajó la cabeza como única respuesta y se
fue a la clase.
Al
contrario de la errónea afirmación dejada cinco líneas atrás, que pese a todo
nos dispensaremos de corregir in loco puesto que este relato se sitúa por lo
menos un grado por encima del mero ejercicio escolar, el hombre no había
cambiado, el hombre era el mismo. La repentina alteración de humor observada
en Tertuliano Máximo Afonso y que tan conmocionado había dejado al profesor de
Matemáticas no era más que una simple manifestación somática de la patología
psíquica vulgarmente conocida como ira de los mansos. Tomando un breve desvío
de la materia central, tal vez consigamos entendernos mejor si nos atenemos a
la división clásica, es cierto que algo desacreditada por los modernos avances
de la ciencia, que distribuía los temperamentos humanos en cuatro grandes
tipos, a saber, el melancólico, producido por la bilis negra, el flemático,
que obviamente resulta de la flema, el sanguíneo, relacionado no menos
obviamente con la sangre, y por último el colérico, que era el resultado de la
bilis blanca. Como fácilmente se comprueba, en esta división cuaternaria y primariamente
simétrica de los humores no había un lugar donde se pudiese colocar la
comunidad de los mansos. Sin embargo, la Historia, que no siempre se equivoca,
nos asegura que éstos ya existían, y en gran número, en aquellos remotos
tiempos, como hoy la Actualidad, capítulo de la Historia que siempre está por
escribir, nos dice que siguen existiendo y además en mayor número. La
explicación de esta anomalía, que, aceptándola, tanto nos puede servir para
comprender las oscuras penumbras de la Antigüedad como las festivas
iluminaciones del Ahora, tal vez pueda encontrarse en el hecho de que, cuando
la definición y el establecimiento del cuadro clínico arriba descrito, un otro
humor fue olvidado. Nos referimos a la lágrima. Es sorprendente, por no decir
filosóficamente escandaloso, que algo tan visible, tan corriente y tan
abundante como siempre han sido las lágrimas haya pasado inadvertido para los
venerandos sabios de la Antigüedad, y tan poca consideración les merezca a los
no menos sabios si bien menos venerandos del Ahora. Se podría preguntar qué
tiene que ver esta extensa digresión con la ira de los mansos, sobre todo si se
tiene en cuenta que a Tertuliano Máximo Afonso, que tan flagrantemente le dio
rienda suelta, no lo hemos visto llorar hasta ahora. La denuncia que acabamos
de hacer de la ausencia de lágrima en la teoría de la medicina humoral no
significa que los mansos, por naturaleza más sensibles, luego más propensos a
esa manifestación líquida de los sentimientos, anden todo el santo día pañuelo
en mano sonándose la nariz y enjugándose a cada minuto los ojos arrasados en llanto. Significa, sí, que muy bien podría
una persona, hombre o mujer, estar despedazándose en su interior por efecto de
la soledad, del desamparo, de la timidez, de eso que los diccionarios describen
como un estado afectivo que se desencadena en las relaciones sociales, con
manifestaciones volitivas, posturales y neurovegetativas, y que no obstante,
a veces por una simple palabra, por un venga-no-te-apures, por un gesto
bienintencionado pero protector en exceso, como el que ha tenido hace poco el
profesor de Matemáticas, he aquí que el pacífico, el dócil, el sumiso de
pronto desaparece de escena y en su lugar, desconcertante e incomprensible
para los que del alma humana suponen saberlo todo, surge el ímpetu ciego y
arrasador de la ira de los mansos. Lo más normal es que dure poco, pero da
miedo cuando se manifiesta. Por eso, para mucha gente, el rezo más fervoroso, a
la hora de irse a la cama, no es el consabido padrenuestro o la sempiterna
avemaría, mas sí éste, Líbranos, Señor, de todo mal, y en particular de la ira
de los mansos. A los alumnos de Historia parece haberles salido bien la
oración, si de ella hicieron consumo habitual, lo que, teniendo en cuenta lo
jóvenes que son, es más que dudoso. Ya les llegará la hora. Es verdad que
Tertuliano Máximo Afonso entró en la clase con la cara contraída, lo que,
observado por un estudiante que se creía más perspicaz que la mayoría, le
indujo a susurrar al colega de al lado, Parece que el tío viene mosqueado,
pero no era cierto, lo que se notaba en el profesor ya era el efecto final de
la tormenta, unos últimos y dispersos golpes de viento, un chaparrón que se
había retrasado, los árboles menos flexibles levantando afanosamente la
cabeza. La prueba de que así era es que después de pasar lista con voz firme y
serena dijo, Había pensado dejar para la semana que viene la revisión de
nuestro último ejercicio escrito, pero tuve la noche libre y he decidido
adelantar el trabajo. Abrió la cartera, sacó los papeles, que puso sobre la
mesa, y continuó, Las enmiendas están hechas, las notas puestas en función de
los errores cometidos, pero, al contrario de lo que es habitual, que sería
entregaros simplemente los ejercicios, vamos a dedicar el tiempo de esta clase
al análisis de los errores, es decir, quiero oír de cada uno de vosotros las
razones por las que creéis que habéis errado, puede ser, incluso, que las
razones expuestas me lleven a cambiar la nota. Hizo una pausa, y añadió, Para
mejor. Las sonrisas en el aula acabaron llevándose lejos las nubes.
Después del almuerzo,
Tertuliano Máximo Afonso participó, como la mayor parte de sus colegas, en una
reunión que había sido convocada por el director con el fin de analizar la
última propuesta de actualización pedagógica emanada del ministerio, de las
mil y pico que hacen de la vida de los infelices docentes un tormentoso viaje a
Marte a través de una interminable lluvia de amenazadores asteroides que con
demasiada frecuencia aciertan de lleno en el blanco. Cuando le llegó su turno,
en un tono indolente y monocorde que a los presentes les resultó extraño, se limitó a
repetir una idea que ya no era novedad allí y que solía ser motivo invariable
de risitas complacientes del pleno y de mal disimulada contrariedad del
director, En mi opinión, dijo, la única opción importante, la única decisión
seria que será necesario adoptar en lo que atañe al conocimiento de la
Historia, es si deberemos enseñarla desde detrás hacia delante o, como es mi
opinión, desde delante hacia atrás, todo lo demás, no siendo despreciable, está
condicionado por la elección hecha, todo el mundo sabe que es así, aunque se
haga como que no. Los efectos de la perorata fueron los de siempre, suspiro de
mal resignada paciencia del director, intercambios de miradas y murmullos
entre los profesores. El de Matemáticas también sonrió, pero su sonrisa fue de
amistosa complicidad, como si dijera, Tienes razón, nada de esto se puede
tomar en serio. El gesto que Tertuliano Máximo Afonso le envió con disimulo
desde el otro lado de la mesa significaba que le agradecía el mensaje, aunque,
al mismo tiempo, algo que iba adjunto y que, a falta de un término mejor,
designaremos como subgesto, le recordaba que el episodio del pasillo no había
sido olvidado del todo. En otras palabras, a la vez que el gesto principal se
mostraba abiertamente conciliador, diciendo, Lo que pasó, pasó, el subgesto,
de pie detrás, matizaba, Sí, pero no del todo. En este medio tiempo la palabra
había pasado al profesor siguiente y, mientras éste, al contrario que
Tertuliano Máximo Afonso, discurre con facundia, y competencia, aprovechemos
para desarrollar un poco, poquísimo para lo que exigiría la complejidad de la
materia, la cuestión de los subgestos, que aquí, por lo menos hasta donde llega
nuestro conocimiento, se expone por primera vez. Se suele decir, por ejemplo,
que Fulano, Zutano o Mengano, en una determinada situación, hicieron un gesto
de esto, de eso, o de aquello, lo decimos así, simplemente, como si el esto, el
eso o el aquello, duda, manifestación de apoyo o aviso de cautela, fuesen
expresiones forjadas en una sola pieza, la duda, siempre metódica, el apoyo,
siempre incondicional, el aviso, siempre desinteresado, cuando la verdad
entera, si realmente quisiéramos conocerla, si no nos contentásemos con las
letras gordas de la comunicación, reclama que estemos atentos al centelleo
múltiple de los subgestos que van detrás del gesto como el polvo cósmico va
detrás de la cola del cometa, porque los subgestos, para recurrir a una
comparación al alcance de todas las edades y comprensiones, son como las
letritas pequeñas del contrato, que cuesta trabajo descifrar, pero están ahí.
Aunque resguardando la modestia que las conveniencias y el buen gusto
aconsejan, nada nos sorprendería que, en un futuro muy próximo, el análisis, la
identificación y la clasificación de los subgestos llegaran, cada uno por sí y
conjuntamente, a convertirse en una de las más fecundas ramas de la ciencia semiológica
en general. Casos más extraordinarios que éste se han visto. El profesor que
hacía uso de la palabra acaba de concluir su discurso, el director va a seguir
con la ronda de intervenciones, pero Tertuliano Máximo Afonso levanta
enérgicamente la mano derecha, en señal de que quiere hablar. El director le
preguntó si lo que tenía que comentar estaba relacionado con los puntos de
vista que acababan de ser expuestos, y añadió que, en caso de ser así, las
normas asamblearias en uso determinaban, como él no ignoraba, que se
aguardase hasta el final de las intervenciones de todos los participantes,
pero Tertuliano Máximo Afonso respondió que no señor, no es un comentario ni
tiene que ver con las pertinentes consideraciones del estimado colega, que sí señor,
conoce y siempre ha respetado las normas, tanto las que están en uso como las
que han caído en desuso, lo que simplemente pretendía era pedir licencia para
retirarse porque tenía asuntos urgentes que tratar fuera del instituto. Esta
vez no fue un subgesto, sino un subtono, un armónico, digamos, que vino a dar
nueva fuerza a la incipiente teoría arriba expuesta sobre la importancia que
deberíamos dar a las variaciones, no sólo segundas y terceras, también cuartas
y quintas, de la comunicación, tanto gestual como oral. En el caso que nos
interesa, por ejemplo, todos los presentes habían percibido que el subtono
emitido por el director expresaba un sentimiento de alivio profundo bajo las
palabras que efectivamente pronunció, Faltaría más, usted manda, a su servicio.
Tertuliano Máximo Afonso se despidió con un ademán amplio de mano, un gesto
para la asamblea, un subgesto para el director, y salió. El coche se
encontraba aparcado cerca del instituto, pocos minutos después estaba dentro,
mirando resueltamente el camino que sería, por ahora, el único destino
consecuente con los acontecimientos sucedidos desde la tarde del día anterior,
la tienda donde alquiló la película Quien no se amaña no se apaña. Había
esbozado un plan en el refectorio mientras, solo, almorzaba, lo perfeccionó
bajo el escudo protector de las soporíferas intervenciones de los colegas, y
ahora tiene delante al empleado de la tienda, ese que encontró gracioso el
hecho de que el cliente se llamara Tertuliano y que, después de la transacción
comercial que pronto va a realizarse, pasará a tener motivos más que
suficientes para reflexionar sobre la concomitancia entre la rareza del nombre
y el rarísimo comportamiento de quien lo lleva. Al principio no parecía que así
fuese a suceder, Tertuliano Máximo Afonso entró como cualquier persona, dio,
como cualquier persona, las buenas tardes, y, como cualquier persona, se puso
a recorrer los anaqueles, despacio, deteniéndose aquí y allí, forzando el
cuello para leer los lomos de las cajas que guardan las cintas, hasta que finalmente
se dirigió al mostrador y dijo, Vengo a comprar el vídeo que me llevé de aquí
ayer, no sé si se acuerda, Me acuerdo perfectamente, era Quien no se amaña no
se apaña, Exacto, vengo a comprarlo, Con mucho gusto, pero, si me permite la
observación, la hago sólo en su interés, sería mejor que nos devolviera la
película alquilada y se llevase una nueva, es que, con el uso, sabe usted,
siempre se produce cierto deterioro tanto en la imagen como en el sonido, mínimo, sí, pero con el tiempo se va
notando, No merece la pena, dijo Tertuliano Máximo Afonso, para lo que la
quiero, la que me llevé sirve. El empleado registró perplejo las intrigantes
palabras para-lo-que-la-quiero, no es una frase que normalmente se considere necesario
aplicar a un vídeo, un vídeo se quiere para verlo, para eso nació, o lo
fabricaron, no hay que darle más vueltas. La singularidad del cliente, sin
embargo, no se iba a quedar aquí. Con el objetivo de atraer futuras
transacciones, el empleado había decidido distinguir a Tertuliano Máximo
Afonso con la mejor prueba de aprecio y consideración comercial que existe
desde los fenicios, Le descuento el precio del alquiler, le dijo, y mientras
procedía a la sustracción oyó que el cliente le preguntaba, Por casualidad
tiene otras películas de la misma productora, Supongo que querrá decir del
mismo realizador, rectificó el empleado cautelosamente, No, no, he dicho de la
misma productora, es la productora la que me interesa, no el realizador,
Perdone, es que en tantos años de actividad en este ramo, nunca ningún cliente
me había hecho tal petición, me preguntan por los títulos de las películas,
muchas veces por los nombres de los actores, y muy de tarde en tarde alguien me
habla de un realizador, pero de productores, nunca, Digamos que pertenezco a
un tipo especial de clientes, Realmente, eso parece, señor Máximo Afonso,
murmuró el empleado, tras lanzar una rápida mirada a la ficha del cliente. Se
sentía aturdido, medio confuso, pero también satisfecho por la súbita y feliz
inspiración que tuvo al dirigirse al cliente tratándolo por los apellidos, los
cuales, siendo también nombres propios, tal vez lograsen, a partir de ahora, en
su espíritu, empujar hacia la sombra el nombre auténtico, el nombre verdadero,
el que en una mala hora le provocó ganas de reír. Se olvidó de que le había
dejado a deber una respuesta al cliente, si disponía o no disponía en la
tienda de otras películas de la misma productora, fue necesario que Tertuliano
Máximo Afonso le repitiera la pregunta, añadiendo una aclaración que esperaba
fuese capaz de corregir la reputación de persona excéntrica que, a tenor de lo
visto, ya había adquirido en el establecimiento, La razón de mi interés en ver
otros filmes de esta productora está relacionada con el hecho de tener en fase
bastante adelantada de preparación un estudio sobre las tendencias, las
inclinaciones, los propósitos, los mensajes, tanto explícitos como implícitos y
subliminares, en suma, las señales ideológicas que una determinada empresa
productora de cine, descontando el grado efectivo de conciencia con que lo
haga, va, paso a paso, metro a metro, fotograma a fotograma, difundiendo entre
los consumidores. A medida que Tertuliano Máximo Afonso desarrollaba su
discurso, el empleado, de puro asombro, de pura admiración, iba desencajando
más y más los ojos, definitivamente conquistado por un cliente que sabía lo que
quería y además daba las mejores razones para quererlo, cosa sobre todas
infrecuente en el comercio y en particular en estas tiendas de alquiler de
vídeos. Hay que decir, no obstante, que una desagradable mancha maculaba de
interés rastreramente mercantil el puro asombro y la pura admiración patentes
en la cara arrobada del empleado, y es, simultáneamente, el pensamiento de que
siendo la productora en cuestión una de las más antiguas del mercado, este
cliente, al que debo tratar siempre de señor Máximo Afonso, acabará dejando en
la caja registradora una buena cantidad de dinero cuando finalice el tal
trabajo, estudio, ensayo o lo que quiera que sea. Evidentemente, habría que
tener en cuenta que no todas las películas estarían comercializadas en vídeo,
pero, aun así, el negocio prometía, valía la pena, Mi idea, para comenzar,
dijo el empleado, ya recuperado del deslumbramiento primero, sería pedir a la
productora una lista de todos sus filmes, Sí, tal vez, respondió Tertuliano
Máximo Afonso, pero eso no es lo más urgente, además es probable que no
necesite ver toda la producción, luego comenzaremos por los que tiene aquí, y
después, de acuerdo con los resultados y las conclusiones a que vaya llegando,
orientaré mis futuras elecciones. Las esperanzas del empleado se marchitaron
súbitamente, todavía el globo estaba en tierra y ya perdía gas. Pero, en fin,
los pequeños negocios tienen problemas de éstos, porque el burro dé coces no se
le parte la pata, y si no fuiste capaz de enriquecerte en veinticuatro meses,
quizá lo consigas si te esfuerzas en veinticuatro años. Con la armadura moral
más o menos restablecida gracias a las virtudes curativas de estas pepitas de
oro de paciencia y resignación, el empleado anunció mientras rodeaba el
mostrador y se dirigía a los anaqueles, Voy a ver lo que tenemos por ahí, a lo
que Tertuliano Máximo Afonso respondió, Si los hubiera, me bastarían cinco o
seis para comenzar, que pueda llevarme trabajo para esta noche ya sería bueno,
Seis vídeos son por lo menos nueve horas de visionado, recordó el empleado,
tendrá una larga velada. Esta vez Tertuliano Máximo Afonso no respondió, miraba
el cartel que anunciaba una película de la misma compañía productora, se
llamaba La diosa del escenario y debía de ser muy reciente. Los nombres de los
principales actores se encontraban escritos en diferentes tamaños y se situaban
en el espacio del cartel de acuerdo con el lugar de mayor o menor relevancia
que ocuparan en el firmamento cinematográfico nacional. Evidentemente, no estaría
allí el nombre del actor que en Quien no se amaña no se apaña interpreta el
papel de recepcionista de hotel. El empleado de la tienda regresó de su
exploración, traía apilados seis vídeos que colocó sobre el mostrador, Tenemos
más, pero como me ha dicho que sólo quería cinco o seis, Está bien así, mañana
o pasado volveré para recoger los que haya encontrado, Cree que debo encargar
algunos más de los que faltan, preguntó el empleado, intentando avivar las
mortecinas esperanzas, Comencemos por los que tiene aquí, luego ya veremos. No
merecía la pena insistir, el cliente sabía realmente lo que quería. De cabeza,
el empleado multiplicó por seis el precio unitario de los vídeos, pertenecía a
la escuela antigua, a los tiempos en que todavía no existían calculadoras de
bolsillo ni con ellas se soñaba, y dijo un número. Tertuliano Máximo Afonso
rectificó, Ése es el precio de los vídeos, no el valor del alquiler, Como
compró el otro, pensé que también querría comprar éstos, se justificó el
empleado, Sí, puede suceder que acabe comprándolos, alguno o todos, pero
primero tengo que verlos, visionarlos, creo que ésa es la palabra correcta,
saber si tienen lo que busco. Vencido por la irrefutabilidad de la lógica del
cliente, el empleado rehizo las cuentas rápidamente y guardó las cintas en una
bolsa de plástico. Tertuliano Máximo Afonso pagó, dijo buenas tardes hasta
mañana y salió. Quien le puso el nombre de Tertuliano sabía lo que hacía,
refunfuñó entre dientes el vendedor frustrado.
Para el relator, o narrador, en la más que probable
hipótesis de preferir una figura beneficiada con el sello de la aprobación
académica, lo más fácil, una vez que se ha llegado a este punto, sería escribir
que el recorrido del profesor de Historia a través de la ciudad, y hasta entrar
en casa, no tuvo historia. Como una máquina manipuladora del tiempo, sobre
todo en el caso de que el escrúpulo profesional no se haya permitido la
invención de una algazara callejera o de un accidente de tráfico con la única
finalidad de llenar los vacíos de la intriga, esas tres palabras, No Tuvo
Historia, se emplean cuando hay urgencia de pasar al episodio siguiente o
cuando, por ejemplo, no se sabe muy bien qué hacer con los pensamientos que el
personaje está teniendo por su propia cuenta, y más si no tienen relación con
las circunstancias vivenciales en cuyo cuadro supuestamente se determina y
actúa. Ahora bien, en esta situación, precisamente, se encontraba el profesor y
novel amador de vídeos Tertuliano Máximo Afonso mientras iba conduciendo su
coche. Es verdad que pensaba, y mucho, y con intensidad, pero sus pensamientos
eran hasta tal extremo ajenos a lo que en las últimas veinticuatro horas había
estado viviendo, que si decidiésemos tomarlos en consideración y los
trasladáramos a este relato, la historia que nos habíamos propuesto contar
tendría que ser inevitablemente sustituida por otra. Es cierto que podría valer
la pena, mejor dicho, dado que conocemos todo sobre los pensamientos de
Tertuliano Máximo Afonso, sabemos que valdría la pena, pero eso representaría
aceptar como baldíos y nulos los duros esfuerzos hasta ahora acometidos, estas
casi sesenta compactas y trabajosas páginas ya vencidas, y volver al principio,
a la irónica e insolente primera hoja, desaprovechando todo un honesto trabajo
realizado para asumir los riesgos de una aventura, no sólo nueva y diferente,
sino también altamente peligrosa, que, no tengamos dudas, a tanto los
pensamientos de Tertuliano Máximo Afonso nos arrastrarían. Quedémonos por
tanto con este pájaro en la mano en vez de con la decepción de ver volar a
dos. Aparte de eso, no queda tiempo para más. Tertuliano Máximo Afonso ha
estacionado el coche, recorre la pequeña distancia que lo separa de la casa,
en una mano lleva su cartera de profesor, en la otra la bolsa de plástico, qué
pensamientos podría tener ahora que no sean calcular cuántos vídeos visionará,
picuda palabra, antes de irse a la cama, ése es el resultado de interesarse por
secundarios, si fuese una estrella aparecería inmediatamente en las primeras
imágenes. Tertuliano Máximo Afonso ya ha abierto la puerta, ya ha entrado,
también ya ha cerrado la puerta, pone la cartera sobre la mesa y, al lado, la
bolsa con los vídeos. El aire está limpio de presencias, o simplemente no se
notan, como si lo que entró aquí ayer por la noche se hubiese, entretanto,
convertido en parte inseparable de la casa. Tertuliano Máximo Afonso fue al
dormitorio a mudarse de ropa, abrió el frigorífico de la cocina para ver si le
apetecía algo de lo que había dentro, volvió a cerrarlo y regresó a la sala
con un vaso y una lata de cerveza. Sacó los vídeos de la bolsa, y los dispuso
por orden de fechas de producción, desde el más antiguo, El código maldito,
dos años antes del ya visto Quien no se amaña no se apaña, hasta el más
reciente, La diosa del escenario, del año pasado. Los cuatro restantes,
también siguiendo el mismo orden, son Pasajero sin billete, La muerte ataca de
madrugada, La alarma sonó dos veces y Llámame otro día. Un movimiento reflejo,
involuntario, provocado ciertamente por el último de estos títulos, le ha
hecho volver la cabeza a su propio teléfono. La luz que informaba de que había
llamadas en el contestador estaba encendida, dudó unos segundos, pero acabó
por apretar el botón que las haría audibles. La primera era una voz femenina
que no se anunció, probablemente por saber de antemano que la reconocerían,
sólo dijo, Soy yo, y a continuación, No sé qué te pasa, hace una semana que no
me llamas, si tu intención es romper, será mejor que me lo digas a la cara, el
hecho de que hayamos discutido el otro día no puede dar lugar a este silencio,
pero tú sabrás, por lo que a mí respecta sé que te quiero, adiós, un beso. La
segunda llamada era de la misma voz, Por favor, telefonéame. Había una tercera
llamada, pero ésa era del colega de Matemáticas, Hola, decía, tengo la
impresión de que hoy te has enojado conmigo, pero, sinceramente, no consigo
ver qué he hecho o dicho para molestarte, pienso que deberíamos hablar, aclarar
cualquier malentendido que haya podido surgir entre nosotros, si tengo que
pedirte disculpas, te ruego que consideres esta llamada como el principio, un
abrazo, creo que sabes que soy tu amigo. Tertuliano Máximo Afonso frunció el
entrecejo, recordaba vagamente que sucedió en el instituto algo irritante o
desagradable donde entraba el de Matemáticas, pero no consiguió recordar qué
había sido. Rebobinó el mecanismo de escucha, oyó nuevamente las dos primeras
grabaciones, esta vez con una media sonrisa y una expresión facial de esas
que solemos llamar soñadoras. Se levantó para sacar del aparato la cinta de
Quien no se amaña no se apaña e introdujo El código maldito, pero en el último
momento, ya con el dedo en el botón del mando a distancia, se dio cuenta de
que, de hacerlo, cometería una infracción
grave, saltarse uno de los puntos secuenciales del plan de acción que había
elaborado, es decir, copiar del final de Quien no se amaña no se apaña los
nombres de los secundarios de tercer orden, esos que, si bien ocupan un tiempo
y un espacio en la historieta, si bien pronuncian algunas palabras y sirven de
satélites, minúsculos claro está, al servicio de los enlaces y de las órbitas
cruzadas de las estrellas, no tienen derecho a un nombre de esos de quitar y
poner, tan necesarios en la vida como en la ficción, aunque quizá no parezca
bien decirlo. Es cierto que lo podría hacer después, en cualquier momento,
pero el orden, como del perro también se dice, es el mejor amigo del hombre,
aunque igual que el perro de vez en cuando muerda. Tener un lugar para cada
cosa y tener cada cosa en su lugar ha sido siempre regla de oro de las familias
que prosperaron, así como ha quedado de sobra demostrado que ejecutar en buen
orden lo que se debe hacer es siempre la más sólida póliza de seguro contra los
fantasmas del caos. Tertuliano Máximo Afonso pasó deprisa la ya conocida cinta
Quien no se amaña no se apaña, la detuvo donde le interesaba, en la tal lista
de los secundarios, y, con la imagen congelada, copió en una hoja de papel los
nombres de los hombres, sólo los de los hombres, porque esta vez, contra lo que
ha sido hábito, el objeto de búsqueda no es una mujer. Suponemos que lo que ha
quedado dicho es más que suficiente para entender la operación que Tertuliano
Máximo Afonso había delineado en su ardua cavilación, o sea proceder a la
identificación del recepcionista de hotel, ese que es su retrato escrito y
calcado del tiempo en que llevaba bigote, que sin duda sigue siéndolo ahora,
sin él, y quién sabe si mañana también, cuando las entradas de las sienes de
uno comiencen a abrir camino a la calvicie del otro. Lo que Tertuliano Máximo
Afonso se propuso, en resumidas cuentas, fue una modesta repetición del
prestigiado huevo de colón, tomar nota de todos los nombres de actores
secundarios, tanto de las películas en las que haya participado el
recepcionista como en las que no haya intervenido. Por ejemplo, si en esta
cinta que acaba de introducir en el vídeo, El código maldito, no aparece su copia
humana, podrá tachar de la primera lista todos los nombres que se repitan en
Quien no se amaña no se apaña. Ya sabemos que a un neanderthal de nada le serviría
la cabeza si se viese en una situación de éstas, pero para un profesor de
Historia, habituado a lidiar con figuras de los más desvariados lugares y
épocas, considérese que ayer mismo estuvo leyendo en el erudito libro sobre las
antiguas civilizaciones mesopotámicas el capítulo que trata de los semitas
amorreos, esta versión pobre del tesoro escondido no pasa de un juego de niños
que tal vez no debiese haber merecido de nuestra parte tan menuda y
circunstanciada explicación. Al final, al contrario de lo que antes habíamos
supuesto, el recepcionista reapareció en El código maldito, ahora en la figura
de un cajero de banco que, bajo la amenaza de una pistola y exagerando los tembleques
de miedo, seguro que para resultar más convincente ante los insatisfechos ojos
del realizador, no tuvo otro remedio que transferir el contenido de la caja a
una bolsa que el asaltante había metido por la ventanilla, al mismo tiempo que
mascullaba con la boca torcida que caracteriza al género gansteril, O tú me
llenas el saco, o yo te lleno de plomo, elige. Hacía buen uso de los verbos y
de las conjugaciones reflexivas, este bandido. El cajero intervino dos veces
más en la acción, la primera para responder a las preguntas de la policía, la
segunda cuando el gerente del banco decidió relevarlo de la caja porque,
traumatizado por lo sucedido, todos los clientes comenzaban a parecerle
ladrones. Queda por decir que este cajero lleva el mismo tipo de bigote fino y
lustroso que el recepcionista. Esta vez, Tertuliano Máximo Afonso ya no sintió
sudores fríos escurriéndole por la espalda, ya no le temblaron las manos,
detenía la imagen durante algunos segundos, la observaba con una curiosidad
fría, y seguía adelante. Tratándose de una película en la que el hombre
idéntico, sosia, siamés separado, prisionero del castillo de zenda o algo todavía
a la espera de clasificación había participado, el método para proseguir la
búsqueda de su identidad real tendría que ser naturalmente diferente,
marcándose ahora todos los nombres que, en comparación con la primera lista,
apareciesen repetidos en la segunda. Fueron dos, sólo dos, los que Tertuliano
Máximo Afonso señaló con una cruz. Aún faltaba mucho para la hora de cenar, el
apetito no daba mínima muestra de impaciencia, luego podría ver la cinta que
cronológicamente seguía, Pasajero sin billete era su título, y bien pudiera haberse
llamado Tiempo perdido, al hombre de la máscara de hierro no lo habían
contratado. Tiempo perdido, se dice, pero no tanto, porque gracias a él algunos
nombres más pudieron ser tachados de la primera lista y de la segunda, Por
exclusión de partes he de llegar, dijo en voz alta Tertuliano Máximo Afonso,
como si de repente hubiese sentido la necesidad de una compañía. El teléfono
sonó. Lo menos probable de todos los posibles era que se tratase del colega de
Matemáticas, lo más posible de todos los probables era que fuese la misma mujer
que antes hizo las dos llamadas. También podría ser la madre queriendo saber
desde lejos cómo estaba de salud el hijo querido. Tras unos cuantos toques, el
teléfono calló, señal de que el mecanismo del contestador entró en
funcionamiento, a partir de ahora las palabras registradas quedarán a la espera
de cuándo y quién las quiera escuchar, la madre que pregunta, Cómo estás, hijo,
el amigo que insiste, No creo haber hecho nada malo, la amante que se
desespera, No me merezco esto. Sea lo que sea lo que se encuentra ahí dentro, a
Tertuliano Máximo Afonso no le apetece oírlo. Para distraerse, más que porque
el estómago le reclamara alimento, fue a la cocina a prepararse un sándwich y
abrir otra cerveza. Se sentó en una banqueta, masticó sin placer la escasa
comida mientras el pensamiento, suelto, se entregaba a sus devaneos. Comprendiendo que la vigilancia consciente había resbalado
hacia una especie de desfallecimiento, el sentido común, que después de su
enérgica primera intervención anduvo no se sabe por dónde, se insinuó entre
dos fragmentos inconclusos de aquel vago discurrir y preguntó a Tertuliano
Máximo Afonso si se sentía feliz con la situación que había creado. Devuelto al
sabor amargo de una cerveza que pronto había perdido la frescura y a la blanda
y húmeda consistencia de un fiambre de baja calidad comprimido entre dos
lonchas de falso pan, el profesor de Historia respondió que la felicidad no tenía
nada que ver con lo que allí estaba pasando, y, en cuanto a la situación, pedía
licencia para recordar que no fue él quien la creó. De acuerdo, no la has
creado tú, respondió el sentido común, pero la mayor parte de las situaciones
en que nos metemos jamás llegarían tan lejos si no las hubiéramos ayudado, y
tú no vas a negar que has ayudado a ésta, Se trata de pura curiosidad, nada
más, Esto ya lo hemos discutido, Tienes algo contra la curiosidad, Lo que estoy
observando es que la vida, hasta ahora, no te ha enseñado a comprender que
nuestra mejor prenda, nuestra del sentido común, es precisamente, y desde
siempre, la curiosidad, En mi opinión, sentido común y curiosidad son incompatibles,
Cómo te equivocas, suspiró el sentido común, Demuéstramelo, Quién te crees que
inventó la rueda, No lo sabemos, Sí lo sabemos, sí señor, la rueda fue
inventada por el sentido común, sólo una enorme cantidad de sentido común
habría sido capaz de inventarla, Y la bomba atómica, también la inventó el
sentido común, preguntó Tertuliano Máximo Afonso con el tono triunfante de
quien acaba de sorprender al adversario descalzo, No, ésa no, la bomba atómica
la inventó también un sentido, que de común no tenía nada, El sentido común,
perdona que te diga, es conservador, incluso me atrevo a afirmar que
reaccionario, Esas cartas acusatorias siempre llegan, mas pronto o más tarde,
todo el mundo las escribe y todo el mundo las recibe, Entonces será cierto, si
son tantos los que han estado de acuerdo en escribirlas y los que no tienen
otra alternativa que recibirlas, a no ser escribirlas también, Deberías saber
que estar de acuerdo no siempre significa compartir una razón, lo más normal es
que las personas se acojan a la sombra de una opinión como si fuera un
paraguas. Tertuliano Máximo Afonso abrió la boca para responder, si la
expresión abrió la boca es permitida tratándose de un diálogo todo él
silencioso, todo él mental, como es éste, pero el sentido común ya no estaba
allí, se había retirado sin ruido, no propiamente derrotado, sino indispuesto
consigo mismo por haber permitido que la conversación se desviara del asunto
que lo había hecho reaparecer. Si es que no fuera simplemente suya la culpa de
que así hubiese sucedido. De hecho, no es raro que el sentido común se
equivoque en las secuencias, para mal después de haber inventado la rueda,
para peor después de haber inventado la bomba atómica. Tertuliano Máximo Afonso
miró el reloj, calculó el tiempo que le ocuparía otra película, la verdad es
que comenzaba a sentir los efectos de la mal dormida noche anterior, los
párpados, con ayuda también de la cerveza, le pesaban como plomo, incluso la
abstracción en que ha caído hace poco no debía tener otra causa. Si me voy ya
a la cama, dijo, me despertaré de aquí a dos o tres horas, y luego será peor.
Decidió ver un poco de La muerte ataca de madrugada, podía ser que el tipo no
interviniera en esta película, eso lo simplificaría todo, saltaría al final,
tomaría nota de los nombres, y entonces, sí, se iría a la cama. Le salieron mal
los cálculos. El tipo aparecía, hacía de auxiliar de enfermería y no tenía
bigote. El vello de Tertuliano Máximo Afonso volvió a erizarse, esta vez sólo
en los brazos, y el sudor le dejó tranquila la espalda, y, normal, no frío, se
contentó con humedecerle levemente la frente. Vio todo el filme, puso la
crucecita en otro nombre que se repetía, y se acostó. Todavía leyó dos páginas
del capítulo sobre los semitas amorreos, luego apagó la luz. Su último
pensamiento consciente fue para el colega de Matemáticas. Realmente, no sabía
qué motivos podría ofrecerle que explicaran la súbita frialdad con que lo trató
en el pasillo del instituto. Haberme puesto la mano en el hombro, preguntó, y
luego dio la respuesta, Pondré cara de tonto si lo dice, y él me dará la
espalda, que es lo que yo haría si estuviese en su lugar. El último segundo
antes de dormir lo usó para murmurar, tal vez hablando consigo mismo, tal vez
con el colega, Hay cosas que nunca se podrán explicar con palabras.
No es
exactamente así. Hubo un tiempo en que las palabras eran tan pocas que ni
siquiera las teníamos para expresar algo tan simple como Esta boca es mía, o
Esa boca es tuya, y mucho menos para preguntar Por qué tenemos las bocas juntas.
A las personas de ahora ni les pasa por la cabeza el trabajo que costó crear
estos vocablos, en primer lugar, y quién sabe si no habrá sido, de todo, lo más
difícil, fue necesario comprender que se necesitaban, después, hubo que llegar
a un consenso sobre el significado de sus efectos inmediatos, y finalmente,
tarea que nunca acabará de completarse, imaginar las consecuencias que podrían
advenir, a medio y a largo plazo, de los dichos efectos y de los dichos
vocablos. Comparado con esto, y al contrario de lo que de forma tan concluyente
el sentido común afirmó ayer noche, la invención de la rueda fue mera
bambarria, como acabaría siéndolo el descubrimiento de la ley de la
gravitación universal simplemente porque se le ocurrió a una manzana caer sobre
la cabeza de Newton. La rueda se inventó y ahí sigue inventada para siempre
jamás, en cuanto las palabras, esas y todas las demás, vinieron al mundo con un
destino brumoso, difuso, el de ser organizaciones fonéticas y morfológicas de
carácter eminentemente provisional, aunque, gracias, quizá, a la aureola
heredada de su auroral creación, se empeñan en pasar, no tanto por sí mismas,
sino por lo que de modo variable van significando y representando, por
inmortales, imperecederas o eternas, según los gustos del clasificador. Esta
tendencia congénita a la que no sabrían ni podrían resistirse, se tornó, con el
transcurrir del tiempo, en gravísimo y tal vez insoluble problema de comunicación,
ya sea la colectiva de todos, ya sea la particular de tú a tú, cómo se ha
podido confundir galgos y podencos, ovillos y madejas, usurpando las palabras
el lugar de aquello que antes, mejor o peor, pretendían expresar, lo que acabó
resultando, finalmente, te conozco mascarita, esta atronadora algazara de latas
vacías, este cortejo carnavalesco de latones con rótulo pero sin nada dentro, o
sólo, ya desvaneciéndose, el perfume evocador de los alimentos para el cuerpo
y para el espíritu que algún día contuvieron y guardaban. A tan lejos de
nuestros asuntos nos condujo esta frondosa reflexión sobre los orígenes y los
destinos de las palabras, que ahora no tenemos otro remedio que volver al
principio. Al contrario de lo que pueda haber parecido, no fue la mera casualidad
la que nos indujo a escribir eso de Esta boca es mía, ni aquello de Esa boca es
tuya, y mucho menos lo de Por qué tenemos las bocas juntas. Si Tertuliano
Máximo Afonso hubiese empleado algo de su tiempo años atrás, aunque con la
condición de haberlo hecho en la hora cierta, a pensar en las consecuencias y en
los efectos, a medio y a largo plazo, de frases como estas y como otras que al
mismo fin tienden e inclinan, muy probablemente no estaría ahora mirando el
teléfono, rascándose perplejo la cabeza y preguntándose qué diablos le podrá
decir a la mujer que dos veces, si no han sido tres, dejó ayer su voz y sus
quejas en el contestador. La media sonrisa complaciente y la expresión soñadora
que observamos en él cuando anoche repitió la audición de las llamadas no eran
otra cosa que una reprensible señal de presunción, y la presunción, sobre todo
la de la mitad masculina del mundo, es como esos supuestos amigos que a la
menor contrariedad de nuestra vida se escapan hacia o miran para otro lado y
silban disimulando. María Paz, es éste el esperanzador y dulce nombre de la
mujer que telefoneó, no tardará en salir a su trabajo y, si Tertuliano Máximo
Afonso no le habla ahora mismo, la pobre señora tendrá que vivir un día más en
ansias, lo que, cualesquiera que hayan sido sus errores o sus pecados, si en
verdad los cometió, no sería realmente justo. O merecido, que es el término
que ella usó. Debe decirse, sin embargo, respetando y obedeciendo el rigor de
los hechos, que la contrariedad en que Tertuliano Máximo Afonso se debate en
este momento no resulta de estimables cuestiones de orden moral, de melindres
de justicia o injusticia, y sí de saber que si él no la llama, ella lo
llamará, acarreando esta nueva llamada un más que probable aumento en el peso
de las recriminaciones anteriores, llorosas o no. El vino fue servido y en su
tiempo saboreado, ahora hay que beber el resto acedo que quedó en el fondo de
la copa. Como no nos faltarán ocasiones de comprobar en el futuro, y para
colmo en lances que irán sometiéndolo a duras lecciones, Tertuliano Máximo Afonso
no es lo que se suele llamar un mal tipo, incluso podríamos encontrarlo
honrosamente clasificado en una lista de gente de buenas cualidades que alguien
hubiera decidido elaborar de acuerdo con criterios no demasiado exigentes,
pero, aparte de ser, como hemos visto, susceptible en exceso, lo que es un
indicio flagrante de poca confianza en sí mismo, flaquea gravemente en la
parte de los sentimientos, que nunca en su vida han sido ni fuertes ni
duraderos. Su divorcio, por ejemplo, no fue uno de esos clásicos de navajeo,
traiciones, abandonos y violencias, sino el remate de un proceso de decaimiento
continuo de su propio sentimiento amoroso, que él, por distracción o
indiferencia, tal vez hubiera mantenido para ver hasta qué áridos desiertos
podría llegar, pero que la mujer con quien estaba casado, más recta y entera
que el, acabó por considerar
insoportable e inadmisible. Porque te amaba me casé contigo, le dijo ella un
célebre día, hoy sólo la cobardía me obligaría a mantener este matrimonio, Y tú
no eres cobarde, dijo él, No, no lo soy, respondió ella. Las probabilidades de
que esta, por diversas consideraciones, atractiva persona venga a tener un
papel en la historia que estamos narrando son infelizmente muy reducidas, por
no decir inexistentes, dependerían de una acción, de un gesto, de una palabra
de este su ex marido, palabra, gesto o acción que lo más seguro sería que los
determinara alguna necesidad o interés suyos, aunque, a esta altura, no tenemos
manera de vislumbrar. Ésta es la razón por la que no consideramos necesario
ponerle un nombre. En cuanto a María Paz, si va a permanecer o no en estas
páginas, por cuánto tiempo y con qué fines, es asunto que sólo compete a
Tertuliano Máximo Afonso, él sabrá lo que tenga que decirle cuando se decida a
levantar el auricular del teléfono y marcar un número que conoce de memoria.
No conoce de memoria el número del colega de Matemáticas, por eso lo está
buscando en la agenda, por lo visto, al final, no va a llamar a María Paz,
piensa que es más importante y urgente aclarar una insignificante diferencia
que tranquilizar un alma femenina en pena o asestarle el golpe de gracia.
Cuando la ex mujer de Tertuliano Máximo Afonso le dijo que ella no era cobarde,
tuvo mucho cuidado en no ofenderle con la afirmación o simple insinuación de
que él sí lo era, pero, en este caso, como en tantos otros de la vida, a buen
entendedor media palabra basta, y, volviendo al escenario emocional y a la
situación de ahora, esta sufridora y paciente María Paz no va a tener derecho
ni a la mitad de una palabra, aunque ya haya comprendido casi todo cuanto tenía
que comprender, es decir, que su novio, amante, amigo de cama, o como quiera
llamársele en los tiempos de hoy, se prepara para poner pies en polvorosa. Fue
la mujer del profesor de Matemáticas quien atendió el teléfono, preguntó Quién
habla con una voz que apenas disimulaba la irritación que le producía la
llamada a estas horas, todavía matutinas, no lo dio a entender con media palabra,
sino con un vibrante y finísimo subtono, no hay duda de que nos encontramos
ante una materia que reclama la atención de estudiosos de diversas áreas del
conocimiento, en particular la de los teóricos de sonido, convenientemente
asesorados por quienes desde hace siglos más saben del asunto, nos referimos,
claro está, a la gente de música, a los compositores, en primer lugar, pero
también a los intérpretes, que son quienes tienen que saber cómo se consigue
eso. Tertuliano Máximo Afonso comenzó disculpándose, después dio su nombre y
preguntó si podría hablar con, Un momento, voy a buscarlo, cortó la mujer, poco
después era el colega de Matemáticas quien decía Buenos días y él contestaba
Buenos días, otra vez se disculpó, que acababa de oír ahora mismo el mensaje,
Hubiera podido esperar a verte en el instituto, pero pensé que debía aclarar el
equívoco lo más rápidamente posible para no dejar nacer malentendidos que luego
se agravan, incluso no queriendo, Por lo que a mí respecta, no existe ningún
malentendido, respondió el de Matemáticas, mi conciencia está tan tranquila
como la de un niño de pecho, Ya lo sé, ya lo sé, acudió Tertuliano Máximo
Afonso, la culpa es sólo mía, de este marasmo, de esta depresión que me tiene
los nervios desquiciados, estoy susceptible, desconfiado, imaginando cosas, Qué
cosas, preguntó el colega, Yo qué sé, cosas, por ejemplo, que no me consideran
como creo merecer, a veces tengo la impresión de no saber exactamente lo que
soy, sé quién soy, pero no lo que soy, no sé si me explico, Más o menos, pero
no me dices cuál es la causa de tu, no sé cómo llamarla, reacción, reacción,
está bien, Hablando francamente, yo tampoco, fue una impresión momentánea, como
si me hubieras tratado de manera, cómo diría, paternalista, Y cuándo te he
tratado de esa paternalista manera, por usar tus mismos términos, Estábamos en
el pasillo, separándonos ya para ir a nuestras respectivas clases, y tú me
pusiste la mano en el hombro, sólo podía ser un gesto de amistad, pero en
aquel momento me sentó mal, como una agresión, Ya me acuerdo, Sería imposible
que no te acordaras, si yo tuviera en el estómago un generador eléctrico
habrías caído allí mismo, fulminado, Tan fuerte fue el rechazo, Tal vez
rechazo no sea la palabra más apropiada, el caracol no rechaza el dedo que le
toca, se encoge, Será la manera que tiene el caracol de rechazar, Quizá, Sin
embargo, tú, a simple vista, no tienes nada de caracol, A veces pienso que nos
parecemos mucho, Quiénes, tú y yo, No, el caracol y yo, Sal de esa depresión y
verás cómo todo muda de figura, Es curioso, El qué, Que hayas dicho esas
palabras, Qué palabras he dicho, Mudar de figura, Supongo que el sentido de la
frase ha quedado bastante claro, Sin duda, y lo he comprendido, pero lo que acabas de decirme viene precisamente
al encuentro de ciertas inquietudes mías recientes, Para que pudiera seguirte
tendrías que ser más explícito, Todavía es demasiado pronto para eso, tal vez
algún día, Esperaré. Tertuliano Máximo Afonso pensó, Esperarás toda la vida, y
después, Volviendo a lo que realmente importa, querido colega, lo que quiero
pedirte es que me disculpes, Estás disculpado, hombre, estás disculpado,
aunque el caso no es para tanto, sucede simplemente que has creado en tu cabeza
lo que suele llamarse una tempestad en un vaso de agua, por fortuna en estos
casos los naufragios son siempre a vista de playa, nadie muere ahogado, Gracias
por aceptar el incidente con buen humor, No hay de qué, lo hago con la mejor
voluntad, Si mi sentido común no anduviese distraído con elucubraciones,
fantasmas y sentencias que nadie le pide, me habría hecho notar en seguida que
la manera de responder a tu generoso impulso fue, más que exagerada, disparatada,
No te dejes engañar, el sentido común es demasiado común para ser realmente
sentido, en el fondo no es más que un capítulo de la estadística, y el más
vulgarizado de todos, Es interesante lo que dices, nunca había pensado en el
viejo y siempre aplaudido sentido común como un capítulo de la estadística,
pero, pensándolo bien, es eso lo que es, y no otra cosa, Mira que también podría
ser un capítulo de la Historia, es más, ahora que hablamos de esto, hay un
libro que ya debería haberse escrito, pero que, por lo que sé, no existe,
precisamente ése, Cuál, Una historia del sentido común, Me dejas sin palabras,
no me digas que tienes el hábito de producir a estas horas matinales ideas del
calibre de las que acabo de escuchar, dijo con deje de pregunta Tertuliano
Máximo Afonso, Si me estimulan, sí, pero siempre después del desayuno,
respondió el profesor de Matemáticas, riendo, A partir de ahora voy a llamarte
todas las mañanas, Cuidado, recuerda lo que le pasó a la gallina de los huevos
de oro, Nos vemos luego, Sí, nos vemos luego, y te prometo que no volverás a
encontrarme paternalista, Edad para ser mi padre, casi la tienes, Razón de más.
Tertuliano Máximo Afonso colgó el auricular, se sentía satisfecho, aliviado,
para colmo la conversación había sido importante, inteligente, no todos los
días aparece alguien diciéndonos que el sentido común no es nada más que un
capítulo de la estadística y que en las bibliotecas de todo el mundo falta un
libro que narre su historia desde que Adán y Eva fueron expulsados del
paraíso. Una mirada al reloj le informó de que María Paz ya habría salido para
su trabajo en el banco, que el asunto podría más o menos componerse, aunque
temporalmente, con un mensaje simpático en su contestador, Y luego ya veremos.
Por prudencia, que las armas y las ocasiones las carga el diablo, decidió dejar
pasar otra media hora. María Paz vive con la madre y siempre salen juntas por
la mañana, una al trabajo, otra a misa y a las compras del día. La madre de
María Paz es muy de iglesia desde que enviudó. Privada de la majestad
marital, bajo cuya sombra, creyendo que se acogía, había ido marchitándose
durante años y años, buscó otro señor a quien servir, un señor de esos para la
vida y para la muerte, un señor que, aparte de todo lo demás, le ofreciera la
inapreciable ventaja de no dejarla otra vez viuda. Terminada la media hora de
espera, Tertuliano Máximo Afonso aún no veía con claridad los términos en que
convendría organizar el mensaje, comenzó pensando que estaría bien un recado
simple, de estilo simpático y natural, pero, como todos sabemos, los matices
entre simpático y antipático y entre natural y artificial son poco menos que
infinitos, generalmente el tono justo para cada circunstancia nos sale de
forma espontánea, sin embargo, cuando se persigue, como es el caso de ahora,
todo lo que en un primer momento se nos había figurado suficiente y adecuado,
nos parecerá corto o excesivo al momento siguiente. Eso que cierta literatura
perezosa ha llamado durante mucho tiempo silencio elocuente no existe, los
silencios elocuentes son sólo palabras que se quedan atravesadas en la garganta,
palabras engasgadas que no han podido escapar de la angostura de la glotis.
Después de mucho estrujarse la cabeza, Tertuliano Máximo Afonso concluyó que,
para mayor seguridad, lo más sensato sería escribir el mensaje y leerlo al
teléfono. He aquí lo que le salió después de algunos papeles rotos, María Paz,
acabo de oír tus mensajes, y lo que tengo que decirte es que debemos actuar con
calma, tomar las decisiones adecuadas para uno y para otro, sabiendo que la única cosa que
dura toda la vida es la vida, el resto siempre es precario, inestable, huidizo,
a mí el tiempo ya me ha enseñado esta gran verdad, pero una cosa tengo por
cierta, que somos amigos y amigos vamos a seguir siendo, lo que necesitamos es
una larga conversación, entonces ya verás como todo se resuelve de la mejor manera,
te llamo un día de éstos. Dudó un segundo, lo que iba a decir no estaba
escrito, y terminó, Un beso. Después de colgar el teléfono, releyó lo que había
escrito y notó la presencia inoportuna de algunos matices en los que no había
puesto demasiada atención, menos sutiles unos que otros, por ejemplo, la
insoportable frase hecha amigos somos, amigos seremos, es lo peor que se puede
decir cuando se quiere poner punto final a una relación de tipo amoroso,
creíamos haber cerrado la puerta y resulta que nos hemos quedado atascados en
ella, y también, por no citar el beso con que tuvo la debilidad de despedirse,
ese craso error de admitir que necesitaban una larga conversación, tenía más
que obligación de saber, por experiencia adquirida y continua lección de la
Historia de la Vida Privada a través de los Siglos, que las largas
conversaciones, en situaciones como ésta, son terriblemente peligrosas,
cuántas veces se principia con voluntad de matar al otro y se acaba en sus
brazos. Qué más podría hacer, se lamentó, está claro que no iba a decirle que
todo entre nosotros seguiría como antes, amor eterno y esas cosas, pero tampoco
debía, así por teléfono y sin que ella lo estuviera oyendo, asestarle el golpe final, zas, se acabó, bonita,
sería una actitud demasiado cobarde, y hasta ese punto espero no llegar nunca.
Con esta reflexión conciliatoria de tipo una de cal, otra de arena, decidió
Tertuliano Máximo Afonso contentarse, sabiendo, sin embargo, ay de él, que lo
más difícil estaba por llegar. He hecho lo que podía, remató.
Hasta ahora no habíamos
tenido necesidad de saber en qué día de la semana están ocurriendo estos
intrigantes acontecimientos, pero las próximas acciones de Tertuliano Máximo
Afonso, para poder ser plenamente comprendidas, exigen la información de que
este día en que nos encontramos es viernes, de donde se sacará fácilmente la
conclusión de que el día de ayer fue jueves y el de anteayer miércoles. A
muchos les parecerán probablemente excusadas, obvias, inútiles, absurdas, y
hasta estúpidas, las informaciones complementarias con que decidimos
beneficiar los días de ayer y de anteayer, pero desde ya nos adelantamos a
contraponer que cualquier crítica que se exprese en esos términos sólo por
mala fe o ignorancia se haría, dado que, como es generalmente conocido, lenguas
hay en el mundo que llaman al miércoles, por ejemplo, mercredi, cuarta-feira,
mercoledi o wednesday, al jueves, jeudi, quinta-feira, giovedi o thursday, y al
propio viernes, si no tuviéramos el cuidado de protegerle frontalmente el
nombre, no faltaría por ahí quien comenzara ya a llamarle freitag. No es que no
lo pueda llegar a ser en el futuro, mas todo tiene su tiempo, ya le llegará la
hora. Iluminado este punto, asentado que estamos en viernes, referido que el
profesor de Historia, hoy, sólo tiene horario de tarde, recordado que mañana,
sábado, samedi, sábado, sabato, saturday, no habrá clases, que por tanto nos
encontramos en vísperas de un fin de semana, pero sobre todo porque no se debe
dejar para mañana lo que hoy podrá ser hecho, se entenderá que asistan a
Tertuliano Máximo Afonso todas las razones para que acuda esta misma mañana a
la tienda de los vídeos para alquilar las películas que hubiesen quedado de las
que le interesan. Devolverá a su procedencia, por inútil para la
investigación, el Pasajero sin billete, y comprará La muerte ataca de madrugada
y El código maldito. De la encomienda de ayer todavía le quedan tres, lo que
representa por lo menos cuatro horas y media de visionado, y, con las que ha
traído de la tienda, todo anuncia que le espera un fin de semana inolvidable,
una panzada de cine de esas de reventar, como decían los rústicos, mientras los
hubo. Se arregló, tomó el desayuno, introdujo las cintas en sus respectivas
cajas, las guardó con llave en uno de los cajones de su mesa y salió, primero
para avisar a la vecina del piso de arriba de que a partir de ese momento
podía bajar cuando quisiera a limpiar y ordenar la casa, Esté tranquila, vuelvo
hacia el final de la tarde, dijo, y después, bastante menos alborozado que el
día anterior, pero todavía con algo del nerviosismo típico de quien se dirige a
un encuentro que, no siendo el primero, precisamente por esa razón no se le
tolerará ningún fallo,
entró en el coche y se dirigió a la tienda de vídeos. Ha llegado el momento de
informar a aquellos lectores que, ajuiciando por el carácter más que sucinto
de las descripciones urbanas realizadas hasta ahora, hayan creado en su
espíritu la idea de que todo esto está pasando en una ciudad de tamaño mediano,
es decir, por debajo del millón de habitantes, ha llegado el momento de
informar, decíamos, de que, muy por el contrario, este profesor Tertuliano
Máximo Afonso es uno de los cinco millones y pico de seres humanos que, con
diferencias importantes de bienestar y otras sin la menor posibilidad de
mutuas comparaciones, viven en la gigantesca metrópoli que se extiende por lo
que antiguamente fueron montes, valles y planicies, y ahora es una sucesiva
duplicación horizontal y vertical de un laberinto, en principio agravado por
componentes que designaremos como diagonales, pero que, con el transcurrir del
tiempo, se revelaron hasta cierto punto equilibradores de la caótica malla
urbana, pues establecieron líneas fronterizas que, paradójicamente, en lugar
de haber separado, aproximaron. El instinto de supervivencia, también de eso
se trata cuando de ciudades hablamos, vale tanto para los animales como para
los inanimales, término reconocidamente abstruso que no consta en los diccionarios
y que tuvimos que inventar para que, con suficiencia y propiedad, pudiéramos
hacer transparentes, a simple vista, ya sea por el sentido corriente de la
primera palabra, animales, ya sea por la inopinada grafía de la segunda,
inanimales, las diferencias y las semejanzas entre las cosas y las no cosas,
entre lo inanimado y lo animado. A partir de ahora, al pronunciar la palabra
inanimal estaremos siendo tan claros y precisos como cuando, en el otro reino,
perdida por completo la novedad del ser y de sus designaciones,
indiferentemente llamábamos al hombre animal y animal al perro. Tertuliano
Máximo Afonso, a pesar de enseñar Historia, nunca ha entendido que todo lo que
es animal está destinado a tornarse inanimal y que, por muy grandes que sean
los nombres y los hechos que los seres humanos hayan dejado inscritos en sus
páginas, procedemos de lo inanimal y para lo inanimal nos encaminamos.
Entretanto, mientras palo va y palo viene, como antes decían los ya mencionados
rústicos, queriendo creer que en el brevísimo intervalo entre el ir y el venir
del bastón tenían las espaldas tiempo de holgar, Tertuliano Máximo Afonso se
dirige a la tienda de los vídeos, uno de los muchos destinos intermedios que le
esperan en la vida. El empleado que lo atendió las dos veces anteriores que
vino antes estaba ocupado con otro cliente. Le hizo desde lejos, no obstante,
una señal de reconocimiento y mostró los dientes en una sonrisa que,
aparentemente sin especial significado, podía enmascarar alguna turbia
intención. Una empleada que acudió a informarse de lo que deseaba el recién
llegado fue frenada en el camino por dos cortas pero imperiosas palabras,
Atiendo Yo, y tuvo que volver atrás después de esbozar una pequeña sonrisa que
era, al mismo tiempo, de comprensión y disculpa. Siendo nueva en la profesión y
en el establecimiento, luego sin experiencia en las sofisticadas artes del buen
vender, todavía no estaba autorizada a tratar con clientes de primera clase.
No nos olvidemos de que Tertuliano Máximo Afonso, aparte de ser el conocido
profesor de Historia que sabemos y un reputado estudioso de las grandes
cuestiones audiovisuales, es también un alquilador de vídeos al por mayor,
como ayer se vio y hoy mejor se verá. Libre del primer cliente, el empleado,
animado y presuroso, se acercó, Buenos días, señor, es un placer verlo otra vez
en esta su casa, dijo. Sin pretender poner en duda la sinceridad y la
cordialidad del recibimiento, es imposible, no obstante, dejar pasar sin
reparo la fuerte y aparentemente insalvable contradicción que se observa entre
estas y las últimas palabras murmuradas ayer por este mismo empleado cuando
este mismo cliente se retiraba, Quien te puso el nombre de Tertuliano sabía lo
que hacía. La explicación, lo adelantamos ya, la dará el cúmulo de vídeos que
se encuentra sobre el mostrador, unos treinta por lo menos. Perito en las antes
referidas artes del buen vender, el empleado, después de haber soltado sotto
voce aquel vehemente desahogo, pensó que sería un error dejarse cegar por la decepción
y que, no pudiendo hacer el excelente negocio de venta que al principio se le
antojó, todavía le quedaba la opción de inducir al tal Tertuliano a alquilar
todo cuanto fuese posible encontrar de la misma compañía productora,
conservando, además, con bastante fundamento, la esperanza de llegar a
venderle una buena parte de los vídeos que hubiera alquilado. La vida de
negocios está llena de trampas y puertas falsas, una verdadera caja de
sorpresas no siempre fáciles, hay que ir siempre ojo avizor, usar de cálculos y
malicias para que el cliente no note la sutil maniobra, limar las ideas preconcebidas
que llevara para protegerse, cercarle las resistencias, sondearle los deseos
ocultos, en suma, la nueva trabajadora todavía tendrá que comer mucho pan y
mucha sal para estar a la altura. Lo que el empleado de la tienda ignora es que
Tertuliano Máximo Afonso ha vuelto con el objetivo preciso de abastecerse de
películas para todo el fin de semana, decidido como está a desentrañar cuantos
vídeos se le presenten, en lugar de contentarse con la escasa media docena que
todavía ayer tenía intención de alquilar. De esta manera, una vez más, rindió
el vicio homenaje a la virtud, de esta manera la enalteció cuando pensaba que
la iba a humillar bajo sus pies. Tertuliano Máximo Afonso puso el Pasajero sin
billete sobre el mostrador y dijo, Éste no me interesa, Y los otros que se
llevó, ya ha decidido qué va a hacer con ellos, preguntó el empleado, Me quedo
con La muerte ataca de madrugada y El código maldito, los tres restantes
todavía no los he visto, Son, si no me equivoco, La diosa del escenario, La
alarma sonó dos veces y Llámame otro día, recitó el empleado, tras consultar la
respectiva ficha, Exactamente, Quiere decir que alquila el Pasajero y compra la
Muerte y el Código, Exactamente, Muy bien,
entonces en cuanto a hoy, tengo aquí, pero Tertuliano Máximo Afonso no le dejó
tiempo para terminar la frase, Imagino que esos vídeos de ahí han sido apartados
para mí, Exactamente, repitió como un eco el empleado, dudando in mente entre
la alegría de haber vencido sin lucha y la decepción de no haber tenido que
luchar para vencer, Cuántos son, Treinta y seis, Eso me va a llevar unas
cuantas horas, Si seguimos contando con hora y media por cada filme, déjeme
ver, dijo el empleado, echando mano a la calculadora, No se moleste, yo se lo
digo, son cincuenta y cuatro horas, Cómo lo ha conseguido tan rápido, preguntó
el empleado, yo, desde que aparecieron estas máquinas, aunque no haya perdido
la habilidad que tenía para calcular de cabeza, las uso para las operaciones
más complicadas, Es facilísimo, dijo Tertuliano Máximo Afonso, treinta y seis
medias horas son dieciocho horas, luego la suma de las treinta y seis horas
enteras que ya teníamos con las dieciocho de las medias dan cincuenta y
cuatro, Es profesor de Matemáticas, De Historia, no de Matemáticas, mi fuerte
nunca han sido los números, Pues lo parece, el saber es realmente una cosa muy
bonita, Depende de lo que se sepa, También dependerá de quién lo sepa, creo yo,
Si ha sido capaz de llegar solo a esta conclusión, dijo Tertuliano Máximo
Afonso, no necesita calculadoras para nada. El empleado no estaba seguro de haber
aprehendido totalmente el significado de las palabras del cliente, pero le
parecieron agradables, simpáticas, incluso lisonjeras, en cuanto llegue a casa,
si entre tanto no se le olvidan por el camino, no dejará de repetírselas a su
mujer. Se atrevió a realizar la operación de multiplicar con papel y lápiz,
tantos vídeos a tanto, porque había decidido que ante este cliente nunca usaría
la calculadora. El resultado dio una cantidad bastante razonable, no tanto
como si en vez de alquilar hubiera vendido, aunque este pensamiento interesado,
así como llegó, así se fue, las paces estaban definitivamente firmadas.
Tertuliano Máximo Afonso pagó, después pidió por favor, Hágame dos paquetes con
dieciocho películas en cada uno mientras voy a buscar el coche, está demasiado
lejos para cargar con ellos hasta allí. Un cuarto de hora más tarde, era el
propio empleado de la tienda quien le metía los envoltorios en el
portaequipajes, quien cerraba la puerta del automóvil después de que Tertuliano
Máximo Afonso entrara, quien decía adiós con una sonrisa y un gesto de mano
que eran el afecto mismo en gesto y en sonrisa, quien iba murmurando mientras
regresaba al mostrador Todavía dicen que las primeras impresiones son las que
valen, he aquí una persona que al principio no me caía nada bien, y en
resumidas cuentas. Las ideas de Tertuliano Máximo Afonso seguían rumbos muy
diferentes, Dos días son cuarenta y ocho horas, claro está que matemáticamente
no son suficientes para ver todas las películas incluso sin dormir en estos dos
días, pero, si empiezo ya esta noche, con todo el sábado y todo el domingo por
delante, y tomando en serio la regla de no visionar hasta el final los
vídeos en que el tipo no aparezca hasta la mitad de la historia, estoy
convencido de que terminaré la tarea antes del lunes. El plan de acción estaba
completo en el sentido y acabado en la forma, no necesitaría añadiduras,
apéndices o notas a pie de página, pero Tertuliano Máximo Afonso todavía
insistió, Si no aparece hasta la mitad, tampoco aparecerá después. Sí,
después. Ésta es la palabra que ha estado por ahí a la espera desde que el
actor que interpretaba el personaje de un recepcionista de hotel surgiese por
primera vez en el interesante y divertido filme Quien no se amaña no se apaña.
Y después, preguntó el profesor de Historia, como un niño que todavía no sabe
que de nada le servirá preguntar por lo que todavía no ha sucedido, qué haré
después de esto, qué haré después de saber que ese hombre ha aparecido en
quince o veinte películas, que, según he podido comprobar hasta ahora, aparte
de recepcionista, ha sido cajero de banco y auxiliar de enfermería, qué haré.
Tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero sólo la dio un minuto más
tarde. Conocerlo.
Por casualidad o intención desconocida,
alguien le ha dicho al director del instituto que Tertuliano Máximo Afonso se
encontraba en la sala de profesores, haciendo hora para el almuerzo según
todas las apariencias, puesto que su única ocupación desde que entró había
consistido en leer los periódicos. No releía ejercicios, no daba los últimos
toques a un tema en preparación, no tomaba notas, sólo leía los periódicos.
Había comenzado sacando de la cartera la factura del alquiler de los treinta y
seis vídeos, la puso abierta sobre la mesa y buscó en el primer periódico la
página de los espectáculos, sección cines. Haría después lo mismo con dos periódicos
más. Aunque, como sabemos, su adicción al séptimo arte sea de fecha reciente y
su ignorancia acerca de todas las cuestiones relacionadas con la industria de
la imagen continúe prácticamente inalterable, sabía, imaginaba o intuía que
las películas de estreno no serían lanzadas inmediatamente al mercado del
vídeo. Para llegar a esta conclusión no era necesario estar dotado de una
portentosa inteligencia deductiva o de fantásticas vías de acceso al
conocimiento que prescindiesen del raciocinio, se trata de una simple y obvia
aplicación del más trivial sentido común, sección mercado, subsección venta y
alquiler. Buscó los cines de reestreno y, uno a uno, bolígrafo en mano, fue
confrontando los títulos de los filmes que se exhibían con los que constaban
en la factura, marcando ésta con una crucecita cada vez que coincidían. Si a
Tertuliano Máximo Afonso le preguntásemos por qué motivo lo estaba haciendo, si
era su idea ir a esos cines para ver las películas que ya poseía en vídeo, lo
más seguro sería que nos mirase sorprendido, estupefacto, tal vez ofendido por
juzgarlo capaz de una acción tan absurda, aunque no nos daría una explicación
aceptable, salvo esa que levanta murallas ante la curiosidad ajena y que en dos
palabras se dice, Porque sí. Sin embargo, nosotros que venimos compartiendo
las confidencias y participando de los secretos del profesor de Historia,
podemos informar que la desatinada operación no tiene más finalidad que la de
mantener fija su atención en el único objetivo que desde hace tres días le
interesa, el de impedir que vaya a distraerse, por ejemplo, con las noticias
de los periódicos como probablemente los otros profesores presentes en la sala
suponen que es su ocupación en este exacto momento. La vida, no obstante, está
hecha de manera que hasta puertas que considerábamos sólidamente cerradas y
atrancadas al mundo se encuentran a merced de este modesto y solícito ordenanza
que acaba de entrar para comunicarle que el director le pide que haga el favor
de ir a su despacho. Tertuliano Máximo Afonso se levantó, dobló los periódicos,
guardó la factura en la cartera, y salió al pasillo donde se encontraban
algunas de las aulas. El despacho del director estaba en el piso de arriba, la
escalera de acceso tenía una claraboya en el tejado tan opaca por dentro y tan
sucia por fuera que, tanto en invierno como en verano, sólo avaramente dejaba
pasar alguna luz natural. Enfiló por otro pasillo y paró en la segunda puerta.
Como había una luz verde, llamó con los nudillos, abrió cuando oyó desde
dentro, Entre, dio los buenos días, apretó la mano que el director le extendía
y, a una señal suya, se sentó. Siempre que entraba aquí tenía la impresión de
haber visto ya este mismo despacho en otro lugar, era como uno de esos sueños
que sabemos que hemos soñado pero que no conseguimos recordar cuando
despertamos. El suelo estaba enmoquetado, la ventana tenía unas cortinas de
paño grueso, la mesa era amplia, de estilo antiguo, moderno el sillón de piel
negra. Tertuliano Máximo Afonso conocía estos muebles, estas cortinas, esta
moqueta, o creía conocerlos, posiblemente lo que sucede es que leyó en una
novela o en un cuento la lacónica descripción de un otro despacho de un otro
director de una otra escuela, lo que, siendo así, y en el caso de que se
demuestre con el texto delante, le obligará a sustituir por una banalidad al
alcance de cualquier persona de razonable memoria lo que hasta hoy pensaba que
era una intersección entre su rutinaria vida y el majestuoso flujo circular
del eterno retorno. Fantasías.
Absorto en su onírica
visión, el profesor de Historia no oyó las primeras palabras del director,
pero nosotros, que siempre estaremos aquí para las faltas, podemos decir que no
se había perdido mucho, apenas la retribución de sus buenos días, la pregunta
Cómo le ha ido, el preambular Le he pedido que venga para, de ahí en adelante
Tertuliano Máximo Afonso pasó a estar presente en cuerpo y en espíritu, con la
luz de los ojos y del entendimiento despierta. Le he pedido que venga, repitió
el director porque le ha parecido ver un cierto aire de distracción en la
cara del interlocutor, para hablar con usted sobre lo que dijo acerca de la
enseñanza de la Historia en la reunión de ayer, Qué dije en la reunión de ayer,
preguntó Tertuliano Máximo Afonso, No se acuerda, Tengo una vaga idea, pero mi
cabeza está un poco confusa, casi no he dormido esta noche, Está enfermo,
Enfermo no, tengo inquietudes, nada más, Lo que no es poco, No tiene
importancia, no se preocupe, Lo que dijo, palabra por palabra, lo tengo
apuntado aquí, en este papel, es que la única decisión seria que es necesario
tomar en lo que respecta al conocimiento de la Historia, es si deberemos
enseñarla desde detrás hacia delante o de delante hacia atrás, No es la primera
vez que lo digo, Precisamente, lo ha dicho tantas veces que sus colegas no lo
toman en serio, empiezan con las sonrisas nada más oír las primeras palabras,
Mis colegas son personas de suerte, tienen la sonrisa fácil, y usted, Yo, qué,
Le pregunto si tampoco me toma en serio, si también sonríe con las primeras
palabras que digo, o con las segundas, Me conoce lo suficiente para saber que
no sonrío fácilmente, menos aún en un caso como éste, en cuanto a tomarlo en
serio, está fuera de cualquier discusión, usted es uno de nuestros mejores
profesores, los alumnos lo estiman y lo respetan, lo que es un milagro en los
tiempos que corren, Entonces no veo el motivo de su llamada, Ùnicamente para
pedirle que no vuelva, Que no vuelva a decir que la única decisión seria, Sí,
Por tanto mantendré la boca cerrada durante las reuniones, si una persona
considera que tiene algo importante que comunicar y las otras no lo quieren
escuchar, es preferible que se quede callada, Personalmente siempre he
considerado interesante su idea, Gracias, señor director, pero no me lo diga a
mí, dígaselo a mis colegas, dígaselo sobre todo al ministerio, además, la idea
ni siquiera me pertenece, no he inventado nada, gente más competente que yo la
ha propuesto y la ha defendido, Sin resultados que se noten, Se comprende,
hablar del pasado es lo más fácil que hay, todo está escrito, es sólo repetir,
chacharear, conferir en los libros lo que los alumnos escriban en los
exámenes o digan en las pruebas orales, mientras que hablar de un presente que
cada minuto nos explota en la cara, hablar de él todos los días del año al
mismo tiempo que se va navegando por el río de la Historia hasta sus orígenes,
o lo más cerca posible, esforzarnos por entender cada vez mejor la cadena de
acontecimientos que nos ha traído donde estamos ahora, eso es otro cantar, da
mucho trabajo, exige constancia en la aplicación, hay que mantener siempre
la cuerda tensa, sin quiebra, Encuentro admirable lo que acaba de decir, creo
que hasta el ministro se dejaría convencer por su elocuencia, Lo dudo, los
ministros están puestos ahí para que nos convenzan a nosotros, Retiro lo que le
he dicho antes, a partir de hoy le apoyo sin reservas, Gracias, pero es mejor
no crearse ilusiones, el sistema tiene que prestar buenas cuentas a quien manda
y ésta es una aritmética que no les gusta, Insistiremos, Hubo ya quien afirmó
que todas las grandes verdades son absolutamente triviales y que tendremos que
expresarlas de una manera nueva y, si es posible, paradójica, para que no
caigan en el olvido, Quién dijo eso, Un alemán, un tal Schlegel, pero lo más
seguro es que otros antes que él también lo hayan dicho, Hace pensar, Sí, pero
a mí lo que sobre todo me atrae es la fascinante declaración de que las
grandes verdades no pasan de trivialidades, el resto, la supuesta necesidad de
una expresión nueva y paradójica que les prolongue la existencia y la
sustantive, ya no me atañe, soy sólo un profesor de Historia de enseñanza secundaria,
Deberíamos hablar más, querido amigo, El tiempo no da para todo, además están
mis colegas, que seguramente tienen cosas mejores que decirle, por ejemplo,
cómo responder con una sonrisa fácil a palabras serias, y los estudiantes, no
olvidemos a los estudiantes, pobrecillos, que por no tener con quién hablar
acabarán un día sin tener nada que decir, imagínese lo que sería la vida en el
instituto con todo el mundo hablando, no haríamos nada más, y el trabajo a la
espera. El director miró el reloj y dijo, El almuerzo también, vamos a almorzar.
Se levantó, rodeó la mesa y, en una espontánea demostración de estima, cordialmente,
puso la mano en el hombro del profesor de Historia, que también se había
levantado. Inevitablemente hubo en este gesto algo de sentimiento paternalista,
pero eso, de parte de un director, era de lo más natural, hasta lo apropiado,
puesto que las relaciones humanas son lo que sabemos. El susceptible generador
eléctrico de Tertuliano Máximo Afonso no reaccionó al contacto, señal de que
no hubo ninguna molesta exageración en la manifestación de aprecio recibida,
o, quién sabe, quizá simplemente lo hubiese desconectado la ilustrativa
conversación matinal con el profesor de Matemáticas. Nunca se repetirá en
demasía esa otra trivialidad de que las pequeñas causas pueden producir
grandes efectos. En un momento en que el director volvió a su mesa para
recoger las gafas, Tertuliano Máximo Afonso miró alrededor, vio las cortinas,
el sillón de piel negra, la moqueta, y nuevamente pensó, Yo ya he estado aquí.
Después, tal vez porque alguien haya aventurado que podría haber leído en
cualquier parte la descripción de un despacho parecido a éste, añadió otro
pensamiento al que había pensado, Probablemente, leer es también una forma de
estar ahí. Las gafas del director ya se encontraban en el bolsillo superior de
la chaqueta, él decía, risueño, Vamos, y Tertuliano Máximo Afonso no
podría explicar ahora ni sabrá explicarlo nunca por qué de repente sintió que
la atmósfera se había vuelto más densa, como impregnada de una presencia
invisible, tan intensa, tan poderosa como la que lo despertó bruscamente en su
cama tras haber visto el primer vídeo. Pensó, Si yo hubiera estado aquí antes
de ser profesor del instituto, lo que estoy sintiendo ahora podría no ser más
que una memoria de mí mismo histéricamente activada. El resto del pensamiento,
si es que había algún resto, quedó por desarrollar, el director ya lo llevaba
del brazo, decía algo relacionado con las grandes mentiras, si también éstas
serían triviales, si en su caso también las paradojas podrían impedir que
cayesen en el olvido. Tertuliano Máximo Afonso agarró la idea al vuelo, en el
último instante, Grandes verdades, grandes mentiras, supongo que con el tiempo
todo se va frivolizando, los platos de costumbre con el aliño de siempre, respondió,
Espero que eso no sea una crítica a nuestra cocina, bromeó el director, Soy
cliente habitual, respondió Tertuliano Máximo Afonso, en el mismo tono. Bajaban
la escalera hacia el comedor, después, en el camino, se les unió el colega de
Matemáticas y una profesora de Inglés, para este almuerzo ya estaba completa la
mesa del director. Qué, preguntó el de Matemáticas en voz baja en un momento
en el que el director y la de Inglés se adelantaron, cómo te sientes ahora,
Bien, muy bien de verdad, Habéis estado hablando, Sí, me llamó al despacho para
pedirme que no insistiera con eso de enseñar la Historia patas arriba, Patas
arriba, Es una manera de decir, Y qué le has respondido, Le he explicado por
centésima vez mi punto de vista y creo que he conseguido convencerlo finalmente
de que el disparate era un poco menos tonto de lo que le había parecido hasta
ahora, Una victoria, Que no servirá de nada, De hecho, nunca se sabe muy bien
para qué sirven las victorias, suspiró el profesor de Matemáticas, Pero las
derrotas se sabe muy bien para qué sirven, sobre todo lo saben los que pusieron
en la batalla todo lo que eran y todo lo que tenían, pero de esta permanente
lección de la Historia nadie hace caso, Parece que estás cansado de tu trabajo,
Tal vez, tal vez, andamos poniendo el aliño de siempre en los platos de
costumbre, nada cambia, Quieres dejar la enseñanza, No sé con exactitud, ni
siquiera vagamente, lo que pienso o lo que quiero, pero imagino que sería una
buena idea, Abandonar la enseñanza, Abandonar cualquier cosa. Entraron en el
comedor, se instalaron en la mesa los cuatro, y el director, mientras
desdoblaba la servilleta, le pidió a Tertuliano Máximo Afonso, Me gustaría que
repitiera a nuestros colegas lo que me acaba de decir, Sobre qué, Sobre su
original concepción de la enseñanza de la Historia. La profesora de Inglés
comenzó a sonreír, pero la mirada que el aludido le echó, fija, ausente y al
mismo tiempo fría, paralizó el movimiento que comenzaba a esbozarse en los
labios. Admitiendo que concepción sea el término apropiado, querido director,
de original no tiene nada, es una corona de laurel que no ha sido hecha para
mi cabeza, dijo Tertuliano Máximo Afonso tras una pausa, Sí, pero el discurso
que me convenció era suyo, insistió el director. En un instante la mirada del
profesor de Historia se apartó de allí, salió del refectorio, recorrió el pasillo
y subió al piso de arriba, atravesó la puerta cerrada del despacho del
director, vio lo que ya esperaba ver, después regresó por el mismo camino, se
hizo nuevamente presente, pero ahora con una expresión de perplejidad inquieta,
un estremecimiento de desasosiego que rozaba el temor. Era él, era él, era él,
se repetía Tertuliano Máximo Afonso a sí mismo, mientras con los ojos sobre el
colega de Matemáticas, con más o menos palabras rememoraba los lances de su
metafórica navegación río del Tiempo arriba. Esta vez no dijo río de la Historia,
pensó que río del Tiempo causaría más impresión. La profesora de Inglés tenía
el rostro serio. Anda alrededor de los sesenta años, es madre y abuela y, al
contrario de lo que nos hubiera parecido al principio, no es de esas personas
que se dedican a pasar por la vida distribuyendo sonrisas de mofa a izquierda
y derecha. Le ha sucedido lo mismo que a tantos de nosotros, erramos no porque
fuese ése nuestro propósito sino porque confundimos el error con un nexo de
unión, una complicidad confortable, un guiño de ojos de quien creía saber de
qué se trataba sólo porque otros lo afirmaban. Cuando Tertuliano Máximo Afonso
terminó su breve discurso, vio que había convencido a otra persona.
Tímidamente, la profesora de Inglés murmuraba, Se podría hacer lo mismo con
los idiomas, enseñarlos de esa manera, ir navegando hasta las fuentes del río,
quizá así lográramos entender mejor qué es esto del hablar, No faltan especialistas
que lo sepan, recordó el director, Pero no esta profesora a la que mandaron
enseñar Inglés como si no existiese nada antes. El colega de Matemáticas dijo
sonriendo, Me temo que esos métodos no darían resultado con la aritmética, el
número diez es obstinadamente invariable, no tiene necesidad de pasar por el
nueve ni le devora la ambición de convertirse en once. La comida había sido
servida, se habló de otra cosa. Tertuliano Máximo Afonso ya no estaba tan
seguro de que el responsable del plasma invisible que se diluyó en la atmósfera
del despacho del director fuera el cajero del banco. Ni él, ni el
recepcionista. Para colmo con ese bigote ridículo, pensó, y después, sonriendo
tristemente hacia dentro, Debo de estar perdiendo el juicio. En la clase que
dio después de comer, totalmente fuera de tono y de propósito, ya que la
materia no figuraba en el programa, pasó todo el tiempo haciendo comentarios
sobre los semitas amorreos, sobre el Código de Hammurabi, sobre la legislación
babilónica, sobre el dios Marduk, sobre el idioma acadio, con el resultado de
hacer cambiar de opinión al alumno que el otro día había murmurado al colega
de al lado que el tipo venía mosqueado. Ahora el diagnóstico, bastante más
radical, es que el tipo tenía uno de los tornillos de la cabeza fuera de sitio
o que estaba pasado de rosca. Felizmente, la clase siguiente, para estudiantes
más jóvenes, transcurrió con normalidad. Una referencia suelta, de paso, al
cine histórico fue acogida con apasionado interés por el curso, pero la
diversión no fue a más, no se habló de cleopatra, ni de espartaco, ni del
jorobado de notre dame, ni siquiera del emperador napoleón bonaparte, que tanto
valen para un roto como para un descosido. Un día para olvidar, pensaba
Tertuliano Máximo Afonso, cuando entró en el coche para regresar a casa.
Estaba siendo injusto con el día y consigo mismo, al final había conquistado
para sus ideas reformadoras al director y a la profesora de Inglés, sería uno
menos sonriendo en la próxima reunión de profesores, del otro no hay que temer,
quedamos sabedores hace pocas horas de que no tiene la sonrisa fácil.
La casa estaba
arreglada, limpia, la cama parecía de novios, la cocina como una patena, el
cuarto de baño rezumando olores a detergente, algo así como el olor del limón,
que sólo con respirarlo a una persona se le lustra el cuerpo y el alma se
sublima. Los días en que la vecina de arriba viene a poner en orden esta casa
de hombre solo, su habitante va a comer fuera, siente que sería una falta de
respeto ensuciar platos, encender cerillas, pelar patatas, abrir latas, y desde
luego poner una sartén en el fuego, eso ni pensar, que el aceite salta por
todas partes. El restaurante está cerca, la última vez que estuvo comió carne,
hoy tomará pescado, es necesario variar, si no tenemos cuidado la vida se
vuelve rápidamente previsible, monótona, un engorro. Tertuliano Máximo Afonso
siempre ha tenido mucho cuidado. Sobre la mesa baja, en la sala, están
apiladas las treinta y seis películas traídas de la tienda, en un cajón del
escritorio se guardan las tres que restaron del encargo anterior y que todavía
no han sido vistas, la magnitud de la tarea que tiene por delante es
simplemente abrumadora, Tertuliano Máximo Afonso no se la desearía ni a su mayor
enemigo, que además no sabe quién será, quizá porque es todavía demasiado
joven, quizá por haber tenido tanto cuidado con la vida. Para entretenerse
hasta la hora de la cena, se puso a ordenar las cintas según las fechas de
producción del filme original, y, como no cabían en la mesa ni en el
escritorio, decidió alinearlas en el suelo, a lo largo de una estantería, la
más antigua a la izquierda, se llama Un hombre como otro cualquiera, la más reciente
a la derecha, La diosa del escenario. Si Tertuliano Máximo Afonso fuese
coherente con las ideas que anda defendiendo sobre la enseñanza de la Historia
hasta el punto de aplicarlas, siempre que tal fuese posible, a las actividades
corrientes de su día a día, visionaria esta hilera de vídeos desde delante
hacia atrás, es decir, comenzaría por La diosa del escenario y terminaría en Un
hombre como otro cualquiera. Es de todos conocido, sin embargo, que la enorme
carga de tradición, hábitos y costumbres que ocupa la mayor parte de nuestro
cerebro lastra sin piedad las ideas más brillantes e innovadoras de que la
parte restante todavía es capaz, y si es verdad que en algunos casos esa carga
consigue equilibrar
desgobiernos y desmanes de la imaginación que Dios sabe adónde nos llevarían si
los dejáramos sueltos, también es verdad que con frecuencia, ésta tiene artes
de reducir sutilmente a tropismos inconscientes lo que creíamos que era nuestra
libertad de actuar, como una planta que no sabe por qué tiene siempre que
inclinarse hacia el lado de donde le viene la luz. El profesor de Historia
seguirá por tanto fielmente el programa de enseñanza que le pusieron en las
manos, verá por tanto los vídeos desde detrás hacia delante, desde el más antiguo
al más reciente, desde el tiempo de los efectos que no necesitábamos llamar
naturales hasta este otro tiempo de efectos que llamamos especiales porque, no
sabiendo cómo se crean, fabrican y producen, algún nombre indiferente habría
que darles. Tertuliano Máximo Afonso ya ha regresado de cenar, finalmente no
ha tomado pescado, el plato del día era rape, y a él no le gusta el rape, ese
bentónico animal marino que vive en fondos arenosos o lodosos, desde el
litoral hasta los mil metros de profundidad, un bicho de enorme cabezorra,
achatada y armada de fortísimos dientes, con dos metros de largo y más de
cuarenta kilos de peso, en fin, un animal poco agradable de ver y que el
paladar, la nariz y el estómago de Tertuliano Máximo Afonso nunca consiguieron
soportar. Toda esta información la está recogiendo en este momento de una
enciclopedia movido al cabo por la curiosidad de saber alguna cosa acerca de
un animal que desde el primer día detestó. La curiosidad venía de épocas atrás,
de mucho tiempo atrás, pero sólo hoy, inexplicablemente le estaba dando cabal
satisfacción. Inexplicablemente, decimos, y no obstante deberíamos saber que no
es así, deberíamos saber que no hay ninguna explicación lógica, objetiva, para
el hecho de que Tertuliano Máximo Afonso haya pasado años y años sin conocer
del rape más que el aspecto, el sabor y la consistencia de las porciones que le
ponían en el plato, y de repente, en un momento cierto de un concreto día, como
si no tuviera nada más urgente que hacer, he aquí que abre la enciclopedia y se
informa. Extraña relación es la que tenemos con las palabras. Aprendemos de
pequeños unas cuantas, a lo largo de la existencia vamos recogiendo otras que
nos llegan con la instrucción, con la conversación, con el trato con los libros
y, sin embargo, en comparación, son poquísimas aquellas de cuyos significados,
acepciones y sentidos no tendríamos ninguna duda si algún día nos preguntaran
seriamente si las tenemos. Así afirmamos y negamos, así convencemos y somos
convencidos, así argumentamos, deducimos y concluimos, discurriendo impávidos
por la superficie de conceptos sobre los cuales sólo tenemos ideas muy vagas,
y, pese a la falsa seguridad que en general aparentamos mientras vamos
tanteando el camino en medio de la cerrazón verbal, mejor o peor nos vamos
entendiendo, y, a veces, hasta encontrando. Si tuviéramos tiempo y nos picara,
impaciente, la curiosidad, siempre acabaríamos sabiendo qué es el rape. A
partir de ahora, cuando el camarero del restaurante vuelva a sugerirle el poco agraciado lófido, el profesor de
Historia ya sabrá responder, Qué, ese horrendo bentónico que vive en fondos
arenosos y lodosos, y añadirá, definitivo, Ni pensarlo. La responsabilidad de
esta fastidiosa digresión piscícola y lingüística le corresponde toda a
Tertuliano Máximo Afonso por tardar tanto en introducir Un hombre como otro
cualquiera en el aparato de vídeo, como si estuviese plantado en la falda de
una montaña calculando las fuerzas que va a necesitar para llegar a la cumbre.
Tal como parece que de la naturaleza se dice, también la narrativa tiene
horror al vacío, por eso no habiendo hecho Tertuliano Máximo Afonso, en este
intervalo, nada que valiese la pena relatar, no tuvimos otro remedio que
improvisar un relleno que más o menos acomodase el tiempo a la situación. Ahora
que ha decidido sacar la cinta de la caja e introducirla en el aparato,
podemos descansar.
Pasada una hora, el
actor todavía no había aparecido, seguramente no intervendría en esta película.
Tertuliano Máximo Afonso pasó la cinta hasta el final, leyó los nombres con
toda atención y eliminó de la lista de participantes los que se repetían. Si le
pidiésemos que nos explicase con sus palabras lo que acababa de ver, lo más
probable sería que nos lanzara la mirada de enfado que se reserva a los
impertinentes y nos respondiese con una pregunta, Tengo yo cara de interesarme
por semejantes vulgaridades. Alguna razón tendríamos que reconocerle, porque,
en realidad, los filmes que ha pasado hasta ahora pertenecen a la denominada
serie B, productos rápidos para consumo rápido, que no aspiran a nada más que
a entretener el tiempo sin perturbar el espíritu, como muy bien lo expresó,
aunque con otros términos, el profesor de Matemáticas. Ya otra cinta fue
introducida en el vídeo, a ésta le llaman La vida alegre y hará aparecer al
sosia de Tertuliano Máximo Afonso en un papel de portero de cabaret, o de
boite, no se llegará a percibir con claridad suficiente cuál de las dos
definiciones se amolda mejor al establecimiento de mundanas diversiones en que
transcurren jovialidades copiadas sin pudor de las diversas versiones de La
viuda alegre. Tertuliano Máximo Afonso llegó a pensar que no valía la pena ver
toda la película, lo que le importaba, es decir, si su otro yo aparecía o no en
la historia, ya lo sabía, pero el enredo era tan gratuitamente intrincado que
se dejó llevar hasta el final, sorprendiéndose al comenzar a advertir en su
interior un sentimiento de compasión por el pobre diablo que, aparte de abrir
y cerrar las puertas de los automóviles, no hacía otra cosa que subir y bajar
la gorra de plato para cumplimentar con un compuesto aunque no siempre sutil
gesto de respeto y complicidad a los elegantes clientes que entraban y salían.
Yo, por lo menos, soy profesor de Historia, murmuró. Una declaración así que
intencionadamente había pretendido determinar y enfatizar su superioridad, no
sólo profesional, sino también moral y social, en relación a la
insignificancia del papel del personaje, estaba pidiendo una contestación que
repusiese la cortesía en su debido lugar, y ésa la ofreció el sentido común
con una ironía que no es habitual en él, Cuidado con la soberbia, Tertuliano,
date cuenta de lo que te estás perdiendo por no ser actor, podrían haber hecho
de tu persona un director de instituto, un profesor de Matemáticas, para
profesora de Inglés es evidente que no servirías, tendrías que ser profesor.
Satisfecho consigo mismo por el tono de la advertencia, el sentido común,
aprovechando que el hierro estaba caliente, le dio otro mazazo, Obviamente,
tendrías que estar dotado de un mínimo de talento para la representación,
además, querido, tan seguro estoy de eso como de que me llamo Sentido Común, te
obligarían a cambiar de nombre, ningún actor que se precie se presentaría en
público con ese ridículo nombre de Tertuliano, no tendrías otro remedio que
adoptar un seudónimo bonito, o quizá pensándolo mejor no es necesario, Máximo
Afonso no estaría mal, ve pensando en eso. La vida alegre volvió a su caja, la
película siguiente apareció con un título sugestivo, de lo más prometedor para
la ocasión, Dime quién eres se llamaba, pero no vino a añadir nada al
conocimiento que Tertuliano Máximo Afonso ya tiene de sí mismo y nada a las
investigaciones en que está empeñado. Para entretenerse dejó pasar la cinta
hasta el final, puso algunas crucecitas en la lista y, tras mirar al reloj,
decidió irse a la cama. Tenía los ojos congestionados, una opresión en las
sienes, un peso sobre la frente, Esto no me va a costar la vida, pensó, el
mundo no se acaba si yo no consigo ver todos los vídeos durante el fin de
semana y, de acabar, no sería éste el único misterio que quedaría por resolver.
Ya estaba acostado, esperando que el sueño acudiese a la llamada de la
pastilla que había tomado, cuando algo que podría ser otra vez el sentido
común, pero que no se presentó como tal, dijo que, en su opinión, sinceramente,
el camino más fácil sería llamar por teléfono o ir personalmente a la empresa
productora y preguntar, así, con la mayor naturalidad, el nombre del actor que
en las películas tales y tales hace los papeles de recepcionista, cajero de
banco, auxiliar de enfermería y portero de boite, además, ellos ya estarán
habituados, quizá se extrañen de que la pregunta se refiera a un actor secundarísimo,
poco más que figurante, pero al menos quiebran la rutina de hablar de estrellas
y astros a todas horas. Nebulosamente, ya con las primeras marañas del sueño
envolviéndolo, Tertuliano Máximo Afonso respondió que la idea no tenía ninguna
gracia, era demasiado simple, al alcance de cualquiera, No he estudiado
Historia para esto, remató. Las últimas palabras no tenían nada que ver con el
asunto, eran otra manifestación de soberbia, pero debemos disculparlo, es la
pastilla la que habla, no quien la tomó. De Tertuliano Máximo Afonso en persona
fue, sí, ya en el umbral del sueño la consideración final, insólitamente
lúcida como la llama de la vela a punto de apagarse, Quiero llegar a él sin que
nadie lo sepa y sin que él lo sospeche. Eran palabras definitivas que no
admitían vuelta. El sueño cerró la puerta. Tertuliano Máximo Afonso duerme.
A las once de la mañana Tertuliano Máximo
Afonso ya había visto tres películas, aunque ninguna de principio a fin. Estaba
levantado desde muy temprano, para desayunar se limitó a tomar dos galletas y
una taza de café recalentado, y, sin perder tiempo en afeitarse, saltándose las
abluciones que no eran estrictamente indispensables, con el pijama y la bata,
como quien no espera visitas, se lanzó a la tarea del día. Las dos primeras
cintas pasaron en balde, pero la tercera, una que llevaba por título El paralelo
del terror, trajo a la escena del crimen a un jovial fotógrafo de la policía
que mascaba chicle y repetía, con la voz de Tertuliano Máximo Afonso, que tanto
en la muerte como en la vida todo es cuestión de ángulo. Al final la lista
volvió a ser actualizada, fue tachado un nombre, nuevas cruces fueron
marcadas. Cinco actores estaban señalados cinco veces, tantas como películas en
las que el sosia del profesor de Historia había participado, y sus nombres, por
imparcial orden alfabético, eran Adriano Mala, Carlos Martinho, Daniel
Santa-Clara, Luis Augusto Ventura y Pedro Félix. Hasta este momento
Tertuliano Máximo Afonso anduvo perdido en el maremágnum de los más de cinco
millones de habitantes de la ciudad, a partir de ahora sólo tendrá que
preocuparse de menos de media docena, y hasta de menos de media docena si uno
o mas de esos nombres acaban siendo eliminados por faltar a la llamada, Gran
obra, murmuró, pero en seguida le saltó ante los ojos la evidencia de que este
otro trabajo de Hércules tampoco lo fue tanto, dado que por lo menos dos
millones quinientas mil personas pertenecían al sexo femenino y estaban, por
tanto, fuera del campo de pesquisa. No deberá sorprendernos el olvido de
Tertuliano Máximo Afonso, porque en cálculos que afecten a grandes números,
como es el caso presente, la tendencia a no contar con las mujeres es
irresistible. A pesar de la reducción sufrida en la estadística, Tertuliano
Máximo Afonso fue a la cocina a celebrar con otro café los prometedores
resultados. El timbre de la puerta sonó al segundo trago, la taza quedó
detenida en el aire, a medio camino de la mesa, Quién será, se preguntó
Tertuliano Máximo Afonso, al mismo tiempo que iba depositando con suavidad la
taza. Podría ser la servicial vecina del piso de arriba queriendo saber si
había encontrado todo a su gusto, podría ser uno de esos jóvenes que llevan
publicidad de enciclopedias en las que se explican las costumbres del rape,
podría ser el colega de Matemáticas, no, éste no era, nunca habían sido de
visitarse. Quién será, repitió. Acabó de tomarse el café rápidamente y fue a
ver quién llamaba. Al atravesar la sala, lanzó una mirada inquieta a las cajas de películas diseminadas, a la
fila impasible de las que, alineadas junto al estante, esperaban en el suelo
su turno, la vecina de arriba, suponiendo que fuera ella, no apreciaría nada
ver en este estado deplorable lo que ayer le costó tanto trabajo limpiar. No
importa, no tiene por qué entrar, pensó, y abrió la puerta. No era a la vecina
de arriba a quien tenía delante, no era una joven vendedora de enciclopedias
comunicándole que estaba a su alcance, por fin, el enorme privilegio de conocer
las costumbres del rape, quien allí se encontraba era una mujer que hasta ahora
no había aparecido pero de quien ya sabíamos el nombre, se llama María Paz,
empleada de un banco. Ah, eres tú, exclamó Tertuliano Máximo Alonso, y luego,
intentando disimular la perturbación, el desconcierto, Hola, qué gran sorpresa.
Debía decirle que entrara, Pasa, pasa, estaba tomando un café, o, Qué
estupendo que hayas venido, siéntate mientras yo me afeito y tomo una ducha,
pero le estaba costando apartarse a un lado para dejarle paso, ah, si le
pudiera decir, Espera aquí un momento mientras escondo unos vídeos que no
quiero que veas, ah, si le pudiera decir, Perdona, pero has venido en mal
momento, ahora no puedo atenderte, vuelve mañana, ah, si todavía pudiera
decirle algo, pero ya es demasiado tarde, haberlo pensado antes, la culpa la
tenía él, el hombre prudente debe estar constantemente vigilante, alerta,
deberá prevenir todas las eventualidades, sobre todo no olvidando que el
proceder más correcto en general es el más simple, por ejemplo, no se abre
ingenuamente la puerta si suena el timbre, la precipitación trae siempre
complicaciones, es de libro. María Paz entró con la soltura de quien conoce los
rincones de la casa, preguntó, Cómo estás, y a continuación, Oí tu mensaje y
pienso como tú, necesitamos hablar, espero no haber venido en mal momento, No
digas eso, respondió Tertuliano Máximo Alonso, te pido que me disculpes por
recibirte de esta manera, despeinado, sin afeitar y con aire de recién salido
de la cama, Otras veces te he visto así y nunca has considerado necesario
disculparte, El caso, hoy, es distinto, Distinto, en qué, Sabes bien lo que
quiero decir, nunca te he abierto la puerta de esta manera, en pijama y bata,
Es una novedad, ahora que ya hay tan pocas entre nosotros. La entrada a la sala
estaba a tres pasos, la estupefacción no tardaría en manifestarse, Qué diablos
es esto, qué haces con estos vídeos, pero María Paz aún se entretuvo
preguntando, No me das un beso, Claro, fue la infeliz y embarazada respuesta de
Tertuliano Máximo Afonso, al mismo tiempo que adelantaba los labios para
besarla en la mejilla. El masculino recato, si lo era, resultó inútil, la boca
de María Paz había ido al encuentro de la suya, y ahora la aspiraba, la
comprimía, la devoraba a la vez que su cuerpo se pegaba de arriba abajo al de
él, como si no hubiera ropas separándolos. Fue María Paz quien por fin se
separó para murmurar, jadeante, una frase que no llegó a concluir, Aunque me
arrepienta de lo que acabo de hacer, aunque me avergüence de haberlo
hecho, No digas tonterías, contemporizó Tertuliano Máximo Afonso intentando
ganar tiempo, arrepentimiento, vergüenza, qué ideas son ésas, lo que nos
faltaba, avergonzarse, arrepentirse una persona de expresar lo que siente,
Sabes de sobra a qué me refiero, no te hagas el desentendido, Has entrado, nos
hemos besado, todo de lo más normal, de lo más natural, No nos hemos besado, te
he besado yo, Yo también te he besado a ti, Sí, no te ha quedado otro remedio,
Estás exagerando como de costumbre, dramatizando, Tienes razón, exagero,
dramatizo, he exagerado viniendo a tu casa, he dramatizado al abrazar a un
hombre que ya no me quiere, debería irme en este instante, arrepentida, sí,
avergonzada, sí, a pesar de la caridad de decirme que no es para tanto. La posibilidad
de que se fuese, más que remota, proyectó un rayo de esperanzadora luz en los
sinuosos desvanes de la mente de Tertuliano Máximo Afonso, pero las palabras
que salieron de su boca, alguien diría que contra su voluntad, expresaron un
sentimiento diferente, De verdad, no sé de dónde sacas una idea tan peregrina
como ésta, decir que no te quiero, Me lo explicaste con bastante claridad la
última vez que estuvimos juntos, Nunca te he dicho que no te quisiera, nunca te
he dicho que no te quiero, En cuestiones de corazón, que tan poco conoces,
hasta el más obtuso entendedor comprende la mitad que no llegó a decirse. Imaginar
que se escaparon de la voluntad de Tertuliano Máximo Afonso las palabras ahora
en análisis, sería olvidar que el ovillo del espíritu humano tiene muchas y
variadas puntas, y que la función de algunas de sus hebras, bajo la apariencia
de conducir al interlocutor al conocimiento de lo que está dentro, es
esparcir orientaciones falsas, insinuar desvíos que terminarán en callejones
sin salida, distraer de la materia fundamental, o, como en el caso que nos
ocupa, suavizar, anticipándolo, el choque que se aproxima. Al afirmar que
nunca había dicho que no quería a María Paz, dando por tanto a entender que sí
señor la quería, lo que Tertuliano Máximo Afonso intentaba, con perdón de la
vulgaridad de las imágenes, era envolverla en algodón en rama, rodearla de
almohadas amortiguadoras, atarla a sí por la emoción amorosa cuando fuese
imposible seguir reteniéndola del lado de fuera de la puerta que da a la sala.
Que es lo que está sucediendo ahora. María Paz acaba de dar los tres pasos que
faltaban, entra, no querría pensar en el dulce canto de ruiseñor que le rozó
los oídos, pero no consigue pensar en otra cosa, estaría incluso dispuesta a
reconocer, contrita, que su irónica alusión a buenos y malos entendedores
había sido, además de impertinente, injusta, y ya con una sonrisa se vuelve
hacia Tertuliano Máximo Afonso, pronta para caer en sus brazos y decidida a
olvidar agravios y quejas. Quiso, sin embargo, el acaso, aunque más exacto
sería decir que era inevitable, puesto que conceptos tan seductores como hado,
fatalidad o destino no tendrían cabida en este discurso, que el arco del
círculo descrito por la mirada de María Paz
pasase, primero por el televisor encendido, luego por los vídeos que no habían
sido devueltos a sus lugares en el suelo, finalmente por la propia fila de
cajas, presencia inexplicable, insólita, para cualquier persona que, como
ella, íntima de estos lugares, tuviera conocimiento de los gustos y hábitos
del dueño de la casa. Qué es esto, qué hacen aquí tantos vídeos, preguntó, Es
material para un trabajo en el que ando empeñado, respondió Tertuliano Máximo
Afonso desviando la vista, Si no me equivoco, tu trabajo, desde que te conozco,
consiste en enseñar Historia, dijo María Paz, y esta cosa, miraba con
curiosidad la cinta titulada El paralelo del terror, no me parece que tenga
mucho que ver con tu especialidad, No hay nada que me obligue a ocuparme sólo
de la Historia durante toda la vida, Claro que no, pero es natural que me
desconcierte viéndote rodeado de vídeos, como si de pronto te hubiera dado una
pasión por el cine, cuando antes te interesaba tan poco, Ya te he dicho que
estoy ocupado con un trabajo, un estudio sociológico, por decirlo así, No soy
más que una vulgar empleada de banco, pero las pocas luces de mi entendimiento
me dicen que no estás siendo sincero, Que no estoy siendo sincero, exclamó
indignado Tertuliano Máximo Afonso, que no estoy siendo sincero, eso es lo que
me faltaba por oír, No vale la pena que te irrites, he dicho lo que me parecía,
Sé que no soy la perfección hecha hombre, pero la falta de sinceridad no es
uno de mis defectos, tendrías que conocerme mejor, Disculpa, Muy bien, estás
disculpada, no hablemos más del asunto. Eso dijo, pero hubiera preferido
continuar con él para no tener que entrar en el otro que se temía. María Paz
se sentó en el sillón que estaba frente al televisor y dijo, He venido para
hablar contigo, tus vídeos no me interesan. El canto del ruiseñor se había
perdido en las estratosféricas regiones del techo, era ya, como en los viejos
tiempos se solía decir, una nostálgica remembranza, y Tertuliano Máximo
Afonso, deplorable figura, embutido en una bata, en zapatillas y sin afeitar,
luego en situación flagrante de inferioridad, tenía conciencia de que una
conversación en tono acerbo, aunque la propia crispación de las palabras
pudiese convenir a lo que sabemos que es su interés último, o sea, romper su
relación con María Paz, sería difícil de conducir y ciertamente mucho más
difícil de rematar. Se sentó pues en el sofá, acomodó los bordes de la bata
sobre las piernas y comenzó, conciliador, Mi idea, De qué hablas, interrumpió
María Paz, de nosotros o de los vídeos, Hablaremos de nosotros después, ahora
quiero explicarte en qué especie de estudio estoy interesado, Si te empeñas,
respondió María Paz dominando su impaciencia. Tertuliano Máximo Afonso alargó
el silencio al máximo, sacó de la memoria las palabras con las que desorientó
al empleado de la tienda de vídeos, al mismo tiempo que experimentaba una
extraña y contradictoria impresión. Aunque sabe que va a mentir, piensa que esa
mentira será una forma tergiversada de la verdad, es decir, aunque la explicación sea rotundamente falsa, el simple
hecho de repetirla la convertirá, de alguna manera, en verosímil, y cada vez
más verosímil si Tertuliano Máximo Afonso no se limita a esta primera prueba.
En fin, sintiéndose ya señor de la materia, arrancó, Mi interés en ver unas
cuantas películas de esta productora, elegida al azar, son todas de la misma
empresa cinematográfica como podrás comprobar, nació de una idea que tenía
desde hace tiempo, la de realizar un estudio sobre las tendencias, las
inclinaciones, los propósitos, los mensajes, tanto los explícitos como los
implícitos y subliminales, o, para ser más exacto, las señales ideológicas
que un determinado fabricante de películas va diseminando, imagen a imagen,
entre sus consumidores, Y de dónde vino ese repentino interés, o como tú
dices, esa idea, qué tiene esto que ver con el trabajo de un profesor de
Historia, preguntó María Paz, sin pasarle por la cabeza que acababa de ponerle
en la palma de la mano a Tertuliano Máximo Afonso la respuesta que, en el
momento de dificultad dialéctica en que se encontraba, tal vez no fuese capaz
de encontrar por sí mismo, Es muy simple, respondió con una expresión de alivio
que fácilmente podría confundirse con la virtuosa satisfacción de cualquier
buen profesor al contemplarse a sí mismo en el acto de transmitir sus saberes
a la clase, Es muy simple, repitió, así como la Historia que escribimos,
estudiamos o enseñamos va haciendo penetrar en cada línea, en cada palabra y
hasta en cada fecha lo que he llamado señales ideológicas, inherentes no sólo
a la interpretación de los hechos sino también al lenguaje con que los
expresamos, sin olvidar los diversos tipos y grados de intencionalidad en el
uso que del mismo lenguaje hacemos, así también el cine, modo de contar
historias que, por obra de su particular eficacia, actúa sobre los propios
contenidos de la Historia, contaminándolos y deformándolos de alguna manera,
así también el cine, insisto, participa, con mucha mayor rapidez y no menor
intencionalidad, en la propagación generalizada de toda una red de esas señales
ideológicas, por lo general orientadas interesadamente. Hizo una pausa y, con
la media sonrisa indulgente de quien se disculpa por la aridez de una
exposición que se había olvidado de tener en cuenta la insuficiente capacidad
comprensiva del auditorio, añadió, Espero ser más claro cuando pase estas
reflexiones al papel. A pesar de sus más que justas reservas, María Paz no pudo
evitar mirarlo con cierta admiración, al fin y al cabo es un habilitado
profesor de Historia, un profesional idóneo con pruebas dadas de competencia,
es lógico que sepa de lo que habla incluso cuando aborda asuntos ajenos a su
especialidad directa, mientras que ella es una simple empleada bancaria de
nivel medio, sin preparación para captar de manera cabal cualesquiera señales
ideológicas que no hayan comenzado al menos explicando cómo se llaman y qué
pretenden. Sin embargo, a lo largo de toda la parrafada de Tertuliano Máximo
Afonso, notó una especie de roce incómodo en su voz, una desarmonía que
distorsionaba en ciertos momentos su elocución, algo así como la
característica vibración de una vasija rajada cuando se golpea con los
nudillos, que alguien ayude a María Paz, le informe de que justamente con ese
sonido salen las palabras de la boca cuando la verdad que parece que estamos
diciendo es la mentira que escondemos. Por lo visto, sí, por lo visto le
avisaron, o con las medias palabras habituales se lo dieron a entender, no hay
otra explicación para el hecho de que súbitamente se le haya apagado la
admiración de los ojos y en su lugar surja una expresión dolorida, un aire de
compasiva lástima, falta saber si de sí misma o del hombre que se encuentra
sentado frente a ella. Tertuliano Máximo Afonso ha comprendido que su discurso
ha sido ofensivo, aparte de inútil, que son muchas las maneras de faltar al
respeto que se debe a la inteligencia y a la sensibilidad de los otros, y que
ésta había sido una de las más groseras. María Paz no vino para que le diesen
explicaciones acerca de procedimientos sin pies ni cabeza, sea cual sea la
punta por donde se empiece, vino para saber cuánto tendrá que pagar para que le
sea devuelta, si tal es aún posible, la pequeña felicidad en que creyó haber
vivido en los últimos seis meses. Pero también es cierto que Tertuliano Máximo
Afonso no le dirá, como la cosa más natural de este mundo, Mira que he descubierto
un tipo que es mi exacto duplicado y que ese tipo aparece como actor en unas
cuantas películas de éstas, en ningún caso lo diría, y todavía menos, si está
permitido unir estas últimas palabras a las inmediatamente anteriores, cuando
la frase podría ser interpretada por María Paz como una maniobra más de
distracción, ella que vino para saber cuánto tendrá que pagar para que le sea
restituida la pequeña felicidad en que creyó haber vivido en los últimos seis
meses, que nos sea perdonada esta repetición en nombre del derecho que a
cualquier persona asiste de decir una y otra vez dónde le duele. Se hizo un
silencio difícil, María Paz debería tomar ahora la palabra, desafiarlo, Si ya
has acabado tu estúpido discurso sobre esa patraña de las señales ideológicas,
hablemos de nosotros, pero el miedo le hizo de repente un nudo en la garganta,
el pavor de que la más simple palabra pudiese hacer estallar el cristal de su
frágil esperanza, por eso se calla, por eso espera que Tertuliano Máximo
Afonso comience, y Tertuliano Máximo Alonso está con los ojos bajos, parece
absorto en la contemplación de sus zapatillas y de la pálida franja de piel que
asoma donde terminan las perneras de los pantalones del pijama, la verdad es
otra bien diferente, Tertuliano Máximo Afonso no se atreve a levantar los ojos
por miedo a que se desvíen hacia los papeles que están sobre el escritorio, la
lista de las películas y de los nombres de los actores, con sus crucecitas,
sus tachaduras, sus interrogaciones, todo tan apartado del maldito discurso
sobre las señales ideológicas, que en este momento le parece que ha sido obra
de otra persona. Al contrario de lo que generalmente se piensa, las palabras auxiliares que abren camino a los grandes y dramáticos
diálogos son por lo general modestas, comunes, corrientes, nadie diría que
preguntar, Quieres un café, pudiera servir de introducción a un amargo debate
sobre sentimientos que se perdieron o sobre la dulzura de una reconciliación a
la que no se sabe cómo llegar. María Paz debería haber respondido con la
merecida sequedad, No he venido a tomar café, pero mirando a su interior, vio
que no era así, vio que realmente había venido para tomar un café, que su
propia felicidad, imagínese, dependía de ese café. Con una voz que sólo quería
mostrar cansada resignación pero que el nerviosismo hacía estremecer, dijo,
Pues sí, y añadió, yo misma lo preparo. Se levantó del sillón, y no es que se
detuviera al pasar junto a Tertuliano Máximo Afonso, cómo conseguiremos
explicar lo que pasó, juntamos palabras, palabras y palabras, esas de las que
ya hablamos en otro lugar, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un
adjetivo, y, por más que lo intentemos, por más que nos esforcemos, siempre
acabamos encontrándonos en el lado de fuera de los sentimientos que
ingenuamente queríamos describir, como si un sentimiento fuese un paisaje con
montañas a lo lejos y árboles cercanos, pero es verdad verdadera que el
espíritu de María Paz suspendió sutilmente el movimiento rectilíneo del cuerpo,
a la espera quién sabe de qué, tal vez de que Tertuliano Máximo Afonso se levantase
para abrazarla, o le tomara suavemente la mano abandonada, y eso es lo que
sucedió, primero la mano que retuvo la mano, después el abrazo que no osó ir
más allá de una proximidad discreta, ella no le ofreció la boca, él no la
buscó, hay ocasiones en que es mil veces preferible hacer de menos que de más,
se entrega el asunto al gobierno de la sensibilidad, ella, mejor que la
inteligencia racional, sabrá proceder según lo que más convenga a la perfección
plena de los instantes siguientes, si para tanto nacieron. Se desprendieron
despacio, ella sonrió un poco, el sonrió
un poco más, pero nosotros sabemos que Tertuliano Máximo Afonso tiene otra idea
en la cabeza, que es retirar de la vista de María Paz, lo más deprisa posible,
los papeles delatores, por eso no es de extrañar que casi la haya empujado a
la cocina, Venga, haz el café, mientras yo intento arreglar este caos, y
entonces sucedió lo inaudito, como si no le diese importancia a las palabras
que salían de su boca o como si no las entendiese completamente, ella murmuró,
El caos es un orden por descifrar, Qué, qué has dicho, preguntó Tertuliano
Máximo Afonso, que ya tenía la lista de los nombres a salvo, Que el caos es un
orden por descifrar, Dónde has leído eso, a quién se lo has oído, Se me acaba
de ocurrir, no creo haberlo leído nunca, y oírselo a alguien, de eso estoy
segura que no, Pero cómo te ha salido una frase así, Qué tiene de especial la
frase, Tiene mucho, No sé, tal vez porque trabajo en el banco con algoritmos, y
los algoritmos, cuando se presentan mezclados, confundidos, para quien no los
conoce pueden parecer elementos caóticos, aunque en ellos existe, latente, un
orden, verdaderamente creo que los algoritmos no tienen sentido fuera de
cualquier orden que se les dé, el problema está en saber encontrarlo, Aquí no
hay algoritmos, Pero hay un caos, tú mismo lo has dicho, Unos cuantos vídeos
desordenados, nada más, Y también las imágenes que tienen dentro, pegadas
unas a otras de manera que describan una historia, o sea, un orden, y los caos
sucesivos que las imágenes formarían si las esparciéramos antes de volver a
pegarlas para organizar historias diferentes, y los sucesivos órdenes que iríamos
obteniendo, siempre dejando atrás un caos ordenado, siempre avanzando hacia el
interior de un caos por ordenar, Las señales ideológicas, dijo Tertuliano
Máximo Afonso, poco seguro de que la referencia viniese a propósito, Sí, las
señales ideológicas, si así quieres llamarlo, Da la impresión de que no me
crees, No importa si te creo o no te creo, tú sabrás lo que andas buscando, Lo
que me cuesta entender es cómo se te ha ocurrido ese hallazgo, la idea de un
orden contenido en el caos y que puede ser descifrado en su interior, Quieres
decir que en todos estos meses, desde que nuestra relación se inició, nunca me
has considerado suficientemente inteligente para tener ideas, Qué dices, no es
eso, tú eres una persona bastante inteligente, aunque, Aunque, no necesitas
terminar, menos inteligente que tú, y, claro está, me falta la buena
preparacioncita básica, soy una pobre empleada de banco, Déjate de ironías,
nunca he pensado que seas menos inteligente que yo, lo que quiero decir es que
esa idea tuya es absolutamente sorprendente, Inesperada en mi, En cierto modo,
sí, El historiador eres tú, pero creo saber que nuestros antepasados sólo
después de haber tenido las ideas que los hicieron inteligentes comenzaron a
ser lo suficientemente inteligentes para tener ideas, Ahora me sales
paradójica, heme aquí de asombro en asombro, dijo Tertuliano Máximo Afonso,
Antes de que acabes transformándote en estatua de sal, voy a hacer café,
sonrió María Paz, y mientras iba por el pasillo que la conducía a la cocina,
decía, Organiza el caos, Máximo, organiza el caos. La lista de nombres fue
rápidamente guardada en un cajón cerrado con llave, las cintas sueltas
volvieron a sus cajas respectivas, El paralelo del terror, que estaba en el
aparato, siguió el mismo camino, nunca había sido tan fácil ordenar un caos
desde que el mundo es mundo. Nos ha enseñado, sin embargo, la experiencia que
siempre algunas puntas quedan por atar, siempre alguna leche se derrama por el
camino, siempre algún alineamiento se tuerce hacia dentro o hacia fuera, lo
que, aplicado a la situación en análisis, significa que Tertuliano Máximo
Afonso es consciente de que ya tiene la guerra perdida antes de haberla
comenzado. En el punto en que las cosas están, por culpa de la superior
estupidez de su discurso sobre las señales ideológicas, y ahora con el golpe
maestro que ha sido la frase sobre la existencia de un orden en el caos, un
orden descifrable, es imposible decirle a la mujer que está haciendo el café
ahí dentro, Nuestra relación ha terminado, podemos seguir siendo amigos en el
futuro, si quieres, pero nada más que eso, o, Siento mucho tener que darte este
disgusto, pero, sopesando mis sentimientos hacia ti, ya no encuentro el
entusiasmo del principio, o aun, Fue bonito, lo fue, pero se acabó, bonita
mía, a partir de hoy tú por un lado y yo por otro. Tertuliano Máximo Afonso le
da vueltas a la conversación, intentando descubrir dónde ha fracasado su
táctica, si es que tenía alguna, si es que no se dejó simplemente dirigir por
los cambios de humor de María Paz, como si se tratase de súbitos focos de
incendio que era necesario apagar a medida que surgían, sin darse cuenta
entretanto de que el fuego continuaba labrando bajo sus pies. Ella siempre ha
estado más segura que yo, pensó, y en ese momento vio claramente las causas de
su derrota, esta figura caricata despeinada y sin afeitar, con las zapatillas en
chancleta, las rayas del pantalón del pijama parecían listas mustias, los
faldones de la bata cada uno a una altura, hay decisiones en la vida que para
tomarlas es aconsejable estar vestido de calle, con la corbata puesta y los
zapatos limpios, ésa es la manera noble, exclamar en tono ofendido, Si mi
presencia le incomoda, señora, no es necesario que me lo diga, y acto seguido
salir por la puerta, sin mirar atrás, mirar atrás es un riesgo tremendo, puede
la persona transformarse en estatua de sal y quedarse allí a merced de la
primera lluvia. Mas Tertuliano Máximo Afonso tiene ahora otro problema que
resolver, y ése requiere mucho tacto, mucha diplomacia, una habilidad de maniobra
que hasta ese momento le ha faltado, ya que, como hemos visto, la iniciativa
siempre estuvo en manos de María Paz, desde que al llegar se lanzó a los brazos
del amante como una mujer a punto de ahogarse. Fue precisamente eso lo que
Tertuliano Máximo Afonso pensó, dividido entre la admiración, la contrariedad
y una especie de peligrosa ternura, Parecía que estaba ahogándose y tenía los
pies bien asentados en el suelo. Volviendo al problema, Tertuliano Máximo
Afonso no podrá dejar a María Paz sola en la sala. Imaginemos que aparece con
el café, por cierto no se entiende por qué está tardando tanto, un café se hace
en un santiamén, ya estamos lejos del tiempo en que era necesario colarlo,
imaginemos que, después de haberlo tomado en santa armonía, ella le dice con
segundas intenciones, o incluso sin primeras, Arréglate, mientras pongo uno de
estos vídeos a ver si descubro alguna de tus famosas señales ideológicas, imaginemos
que por una suerte maldita apareciese en la figura de un portero de boite o de
un cajero de banco el duplicado de Tertuliano Máximo Afonso, imaginemos el
grito que daría María Paz, Máximo, Máximo, ven, corre, ven a ver a un actor
igualito que tú, a un auxiliar de enfermería, realmente, podrá llamársele de
todo, buen samaritano, providencia divina, hermano de la caridad, señal
ideológica eso sí que no. Pero, nada de esto va a suceder, María Paz traerá el
café, ya se oyen sus pasos por el corredor, la bandeja con las dos tazas y el
azucarero, unas galletas para alegrar el estómago, y todo pasará como Tertuliano Máximo Afonso nunca habría osado
soñar, tomarán el café en silencio, en un silencio que era de compañía, no hostil,
el perfecto bienestar doméstico que para Tertuliano Máximo Afonso se convirtió
en gloria bendita cuando la oyó decir, Mientras tú te arreglas, yo organizo el
caos de la cocina, luego te dejo en paz con tu estudio, El estudio, el estudio,
no hablemos más del estudio, dijo Tertuliano Máximo Afonso para retirar esta
inoportuna piedra del medio del camino, pero consciente de que acababa de poner
otra en su lugar, más difícil de remover, como no tardará en comprobarse. Fuese
como fuese, Tertuliano Máximo Afonso no quería dejar nada entregado al acaso,
se afeitó en un ay, se lavó como un rayo, se vistió en un suspiro, y tan
rápidamente lo hizo todo que cuando entró en la cocina llegó a tiempo de secar
la loza. Entonces se vivió en esta casa el cuadro tan enternecedoramente familiar
que es un hombre secando los platos y la mujer colocándolos, podría haber sido
al contrario, pero el destino o la casualidad, llámenle como quieran, decidió que
fuera así para que tuviera que ocurrir lo que ocurrió en un momento en que
María Paz levantaba altos los brazos para colocar la bandeja en una balda,
ofreciendo sin darse cuenta, o sabiéndolo muy bien, la cintura delgada a las
manos de un hombre que no fue capaz de resistir la tentación. Tertuliano Máximo
Afonso dejó a un lado el paño de la loza y, mientras la taza, que se le escapó,
se hacía añicos en el suelo, abrazó a María Paz, atrayéndola furiosamente hacia
sí, el espectador más objetivo e imparcial no tendría dudas en reconocer que
el llamado entusiasmo del principio nunca podría haber sido mayor que éste. La
cuestión, la dolorosa y sempiterna cuestión, es saber cuánto tiempo durará
esto, si será realmente el reencender de un afecto que algunas veces habrá sido
confundido con amor, con pasión, incluso, o si nos encontramos sólo, y una vez
más, ante el archiconocido fenómeno de la vela que al extinguirse levanta una
luz más alta e insoportablemente brillante, insoportable por ser la última, no
porque la rechacen nuestros ojos, que bien querrían seguir absortos en ella.
Decíamos que mientras el palo va y viene, las espaldas huelgan, bueno, las
espaldas, propiamente dichas, son las que menos están holgando en este
momento, hasta podríamos decir, si aceptásemos ser groseros, que mucho más
restará holgando él, pero lo cierto, aunque no se encuentren aquí grandes
razones para lirismos exaltados, es que la alegría, el placer, el gozo de estos
dos, tumbados sobre la cama, uno sobre otro, literalmente enganchados de
piernas y brazos, nos haría quitarnos respetuosamente el sombrero y desearles
que sea así siempre, a éstos o a cada uno de ellos con quienes la suerte los
haga emparejar en el futuro, si la vela que ahora arde no dura más que el breve
y último espasmo, ese que en el mismo instante en que nos derrite, nos endurece
y aparta. Los cuerpos, los pensamientos. Tertuliano Máximo Afonso piensa en
las contradicciones de la vida, en el
hecho de que para ganar una batalla a veces es necesario perderla, véase este
caso de ahora, ganar habría sido conducir la conversación hacia la ansiada,
total y definitiva ruptura, esa batalla, por lo menos en los tiempos venideros,
tiene que darla por perdida, pero ganar sería conseguir desviar de los vídeos
y del imaginario estudio sobre las señales ideológicas la atención de María
Paz, y esa batalla, por ahora, está ganada. Dice la sabiduría popular que
nunca se puede tener todo, y no le falta razón, el balance de las vidas humanas
juega constantemente sobre lo ganado y lo perdido, el problema está en la
imposibilidad, igualmente humana, de que nos pongamos de acuerdo sobre los
méritos relativos de lo que se debería perder y de lo que se debería ganar, por
eso el mundo está en el estado en que está. María Paz también piensa, pero,
siendo mujer, luego más próxima a las cosas elementales y esenciales, recuerda
la angustia que traía en el alma cuando entró en esta casa, su certeza de que
se iría de aquí vencida y humillada, y resulta que había ocurrido lo que en
ningún momento le pasó por la fantasía, estar en la cama con el hombre al que
ama, lo que muestra cuánto tiene todavía que aprender esta mujer si ignora que
muchas dramáticas discusiones de pareja es justo ahí donde acaban y se
resuelven, no porque los ejercicios del sexo sean la panacea de todos los
males físicos y morales, aunque no falten quienes así piensan, sino porque,
agotadas todas las fuerzas de los cuerpos, los espíritus aprovechan para
levantar tímidamente el dedo y pedir autorización para entrar, preguntan si
se les permite hacer oír sus razones, y si ellos, cuerpos, están preparados
para prestarles atención. Es entonces cuando el hombre le dice a la mujer, o
la mujer al hombre, Qué locos somos, qué estúpidos hemos sido, y uno de ellos,
misericordioso, calla la respuesta justa que sería, Tú, tal vez, yo he estado
esperándote, aunque parezca imposible, es este silencio lleno de palabras no dichas
el que salva lo que se creía perdido, como una balsa que avanza desde la niebla
pidiendo sus marinos, con sus remos y su brújula, su vela y su arca de pan.
Propuso Tertuliano Máximo Afonso, Podemos almorzar juntos, no sé si estás
disponible, Naturalmente que sí, siempre lo estoy, Está tu madre, quería
decir, Le he dicho que me apetecía dar un paseo sola, que quizá no comiera en
casa, Una disculpa para venir aquí, No exactamente, ya estaba fuera de casa
cuando decidí venir a hablar contigo, Ya está hablado, Qué quieres decir,
preguntó María Paz, que todo va a seguir entre nosotros como antes, Claro. Se
esperaría un poco más de elocuencia de Tertuliano Máximo Afonso, pero él siempre
podrá defenderse, No tuve tiempo, ella se me abrazó y se puso a besarme, y
luego yo a ella, al poco ya estábamos otra vez enroscados, fue un
que-dios-te-ayude, Y le ayudó, preguntó la voz desconocida que hace tanto
tiempo no oíamos, No sé si fue él, pero que valió la pena, vaya que si valió, Y
ahora, Ahora, vamos a almorzar, Y no hablan más del asunto, Qué asunto, El que
tienen entre manos, Ya está hablado,
No está, Está, Entonces se han alejado las nubes, Se han alejado, Quiere decir
que ya no piensa en rupturas, Eso es otra cosa, dejemos para el día de mañana
lo que al día de mañana pertenece, Es una buena filosofía, La mejor, Siempre
que se sepa qué es lo que le pertenece al día de mañana, Mientras no lleguemos
no se puede saber, Tiene respuestas para todo, También usted las tendría si se
encontrara en la necesidad de mentir tanto cuanto yo he mentido en los últimos
días, Entonces, vayan a almorzar, Sí, nos vamos, Buen provecho, y luego, Luego
la llevo a casa y regreso, Para ver los vídeos, Sí, para ver los vídeos, Buen
provecho, se despidió la voz desconocida. María Paz ya se había levantado, se
oía correr el agua de la ducha, tiempos atrás siempre se duchaban juntos
después de haber hecho el amor, pero esta vez ni a ella se le ocurrió ni él
tuvo la ocurrencia, o ambos lo pensaron, pero prefirieron callar, hay momentos
en que lo mejor es que una persona se contente con lo que ya tiene, no sea que
lo vaya a perder todo.
Eran más de las cinco de
la tarde cuando Tertuliano Máximo Afonso regresó a casa. Tanto tiempo perdido,
pensaba, mientras abría el cajón donde guardaba la lista y dudaba entre De
brazo dado con la suerte y Los ángeles también bailan. No llegará a ponerlos en
el vídeo, por eso nunca llegará a saber que su duplicado, ese actor igualito
que él, como podría haber dicho María Paz, hacía de croupier en la primera
película y de profesor de danza en la segunda. De repente se irritó con la
obligación que a sí mismo se había impuesto de seguir el orden cronológico de
producción, desde el más antiguo hasta el más reciente, creyó que no sería
mala idea variar, quebrar la rutina, Voy a ver La diosa del escenario, dijo. No
habían pasado diez minutos cuando su sosia apareció interpretando el papel de
un empresario teatral. Tertuliano Máximo Afonso sintió un golpe en la boca del
estómago, mucho cambio hubo en la vida de este actor para representar ahora a
un personaje que iba ganando cada vez más importancia después de haber sido,
durante años, fugazmente, recepcionista, cajero de un banco, auxiliar de
enfermería, portero de boite y fotógrafo de policía. Al cabo de media hora no
aguantó más, avanzó la cinta a toda velocidad hasta el final, pero, al
contrario de lo que esperaba, no encontró en el elenco de actores ninguno de
los nombres que tenía en la lista. Volvió al principio, al genérico principal,
al que, por la fuerza de la costumbre, no había prestado atención, y vio. El
actor que representa el papel de empresario teatral en la película La diosa del
escenario se llama Daniel Santa-Clara.
Descubrimientos en fin de semana no son menos
válidos y estimables que los que se producen o expresan en cualquier otro día,
los denominados hábiles. En un caso como en otro, el autor del descubrimiento
informará de lo sucedido a los ayudantes, si es que hacían horas
extraordinarias, o a la familia, si la tenía cerca, a falta de champán se
brindó con un vino espumoso que esperaba su día en el frigorífico, se dieron y
recibieron felicitaciones, se anotaron los datos para la patente, y la vida,
imperturbable, prosiguió, después de haber demostrado una vez más que la
inspiración, el talento o la casualidad no eligen, para manifestarse, ni días
ni lugares. Raros habrán sido los casos en que el descubridor, por vivir solo
y trabajar sin auxiliares, no tuvo a su alcance por lo menos a una persona con
quien compartir la alegría de haber regalado al mundo la luz de un nuevo
conocimiento. Más extraordinaria todavía, más rara, si no única, es la
situación en que se encuentra Tertuliano Máximo Afonso, que además de no tener
a quién comunicar que ha descubierto el nombre del actor que es su vivo retrato,
también tiene que cuidarse de ocultar el hallazgo. De hecho no es imaginable
un Tertuliano Máximo Afonso corriendo a llamar a la madre, o a María Paz, o al
colega de Matemáticas, diciendo, con palabras atropelladas por la excitación,
Lo he descubierto, lo he descubierto, el tipo se llama Daniel Santa-Clara. Si
hay algún secreto en la vida que quiera conservar bien guardado, que nadie
pueda ni siquiera sospechar de su existencia, es precisamente éste. Por temor
a las consecuencias, Tertuliano Máximo Afonso está obligado, tal vez para siempre,
a guardar absoluto silencio sobre el resultado de sus investigaciones, ya sea
las de la primera fase, que hoy han culminado, ya sea las que venga a realizar
en el futuro. Y está también obligado, por lo menos hasta el lunes, a la
inactividad más completa. Sabe que su hombre se llama Daniel Santa-Clara,
pero ese saber le sirve tan poco como poder decir que Aldebarán es una estrella
e ignorar todo sobre ella. La empresa productora estará cerrada hoy y mañana,
no merece la pena intentar hablar por teléfono, en el mejor de los casos le
atendería un vigilante de seguridad que se limitaría a decir, Llame el lunes,
hoy no se trabaja, Creía que para una productora de cine no habría domingos ni
festivos, que filmarían todos los días que Nuestro Señor manda al mundo, sobre
todo en primavera y verano, para no perderse las horas de sol, alegaría Tertuliano
Máximo Afonso queriendo mantener la conversación, Esos asuntos no son de mi
área, no son de mi competencia, sólo soy un empleado de seguridad, Una
seguridad bien entendida debería estar informada
de todo, No me pagan para eso, Es una pena, Desea alguna cosa más, preguntaría
impaciente el hombre, Dígame al menos si sabe quién da las informaciones sobre
los actores, No sé, no sé nada, ya le he dicho que soy de seguridad, llame el
lunes, repetiría el hombre exasperado, si es que no deja salir de su boca
algunas de las palabras groseras que la impertinencia del interlocutor estaba
mereciendo. Sentado en el sillón, el que está frente al televisor, rodeado de
vídeos, Tertuliano Máximo Afonso reconocía para sí mismo, No hay otro remedio,
tendré que esperar hasta el lunes para telefonear a la productora. Lo dijo y
en ese instante sintió una punzada en la boca del estómago, como un súbito
miedo. Fue rápido, pero el temblor subsiguiente todavía se prolongó durante
algunos segundos, como la vibración inquietante de una cuerda de contrabajo.
Para no pensar en lo que le había parecido una especie de amenaza, se preguntó
qué podría hacer el resto del fin de semana, lo que todavía falta de hoy y el
día de mañana, cómo ocupar tantas horas vacías, un recurso sería ver las películas
que faltan, pero eso no le aportaría más información, sólo vería su cara en
otros papeles, quién sabe si un profesor de baile, tal vez un bombero, tal vez
un croupier, un carterista, un arquitecto, un profesor de primaria, un actor en
busca de trabajo, su cara, su cuerpo, sus palabras, sus gestos, hasta la
saturación. Podía telefonear a María Paz, pedirle que viniera a verlo, mañana
si no puede ser hoy, pero eso significaría atarse con sus propias manos, un
hombre que se respeta no pide ayuda a una mujer, incluso no sabiéndolo ella,
para después mandarla a paseo. En ese momento, un pensamiento que ya había
asomado algunas veces la cabeza por detrás de otros con más suerte, sin que
Tertuliano Máximo Afonso le hubiese prestado atención, consiguió pasar de
súbito a la primera fila, Si vas a la guía telefónica, dijo, podrás saber dónde
vive, no necesitarás preguntar a la productora, y hasta, en caso de estar
dispuesto, podrás ir a ver la calle, y la casa, claro está que deberás tener la
prudencia elemental de disfrazarte, no me preguntes de qué, eso es cosa tuya.
El estómago de Tertuliano Máximo Afonso dio otra vez señal, este hombre se
niega a comprender que las emociones son sabias, que se preocupan de nosotros,
mañana recordarán, Mira que te avisamos, pero en ese momento, según todas las
probabilidades, ya será demasiado tarde. Tertuliano Máximo Afonso tiene la
guía telefónica en las manos, trémulas buscan la letra S, hojean adelante y
atrás, aquí está. Son tres los Santa-Clara y ninguno es Daniel.
La decepción no fue
grande. Una búsqueda tan trabajosa no podía terminar así, sin más ni más,
sería ridículamente simplista. Es verdad que las guías telefónicas siempre han
sido uno de los primeros instrumentos de investigación de cualquier detective
particular o policía de barrio dotado de luces básicas, una especie de
microscopio de papel capaz de sacar la bacteria sospechosa hasta la curva de
percepción visual del pesquisador, pero también es verdad que este método de
identificación tiene sus espinas y fracasos, son los nombres que se repiten,
son los contestadores sin compasión, son los silencios desconfiados, es esa
frecuente y desalentadora respuesta, Ese señor ya no vive aquí. El primero y,
por lógico, acertado pensamiento de Tertuliano Máximo Afonso es que el tal Daniel
Santa-Clara no haya querido que su nombre figurase en la guía. Algunas personas
influyentes de más relevante evidencia social adoptan ese procedimiento, a eso
se llama defensa del sagrado derecho a la privacidad, lo hacen, por ejemplo,
los empresarios y los financieros, los politicastros de primera grandeza, las
estrellas, los planetas, los cometas y los meteoritos del cine, los escritores
geniales y meditabundos, los cracks del fútbol, los corredores de fórmula uno,
los modelos de alta y media costura, también los de baja, y, por razones
bastante más comprensibles, igualmente los delincuentes de las distintas
especialidades del crimen prefieren el recato, la discreción y la modestia de
un anonimato que hasta cierto punto los protege de curiosidades malsanas. En
estos últimos casos, incluso si sus hazañas los convierten en famosos, podemos
tener la certeza de que nunca los encontraremos en un anuario telefónico.
Ahora bien, no siendo Daniel Santa-Clara, por lo que de él vamos conociendo, un
delincuente, no siendo tampoco, y sobre ese punto no puede quedarnos ninguna duda,
a pesar de pertenecer a la misma profesión, una estrella de cine, el motivo de
la no presencia de su nombre en el reducido grupo de los apellidados
Santa-Clara tendría que causar una viva perplejidad, de la que sólo será
posible salir reflexionando. Fue ésa precisamente la ocupación a que se entregó
Tertuliano Máximo Afonso mientras nosotros, con reprobable frivolidad,
discurríamos sobre la variedad sociológica de las personas que, en el fondo,
apreciarían estar presentes en un listín telefónico particular, confidencial,
secreto, una especie de otro anuario de Gotha que registrase las nuevas formas
de nobilitación en las sociedades modernas. La conclusión a que Tertuliano
Máximo Afonso llegó, aunque pertenezca a la clase de las que saltan a la vista,
no es por eso menos merecedora de aplauso, puesto que demuestra que la
confusión mental que ha venido atormentando los últimos días al profesor de
Historia todavía no se ha transformado en impedimento para un libre y recto
pensar. Es cierto que el nombre de Daniel Santa-Clara no se encuentra en la
guía telefónica, pero eso no significa que no pueda haber una relación,
digámoslo así, de parentesco, entre una de las tres personas que figuran y el
Santa-Clara actor de cine. Tampoco costará admitir la probabilidad de que todos
pertenezcan a la misma familia, o incluso, si vamos por este camino, que Daniel
Santa-Clara viva en una de esas casas y que el teléfono de que se sirve esté
aún, por ejemplo, a nombre de su fallecido abuelo. Si, como antiguamente se
contaba a los niños, para ilustración de las relaciones entre las pequeñas
causas y los grandes efectos, una batalla se perdió porque se le
soltó una de las herraduras a un caballo, la trayectoria de las deducciones e
inducciones que llevaron a Tertuliano Máximo Afonso a la conclusión que
acabamos de exponer, no se nos antoja más dudosa y problemática que aquel
edificante episodio de la historia de las guerras cuyo primer agente y final
responsable sería, en resumidas cuentas y sin margen para objeciones, la
incompetencia profesional del herrero del ejército vencido. Qué paso dará ahora
Tertuliano Máximo Afonso, ésa es la candente cuestión. Tal vez se contente con
haber devanado el problema con vistas al ulterior estudio de las condiciones
para la definición de una táctica de aproximación no frontal, de esas
prudentes que proceden con pequeños avances y mantienen siempre un pie atrás.
Quien lo vea, sentado en el sillón, en el que comenzó esta que es ya, a todos
los títulos, una nueva fase de su vida, con el dorso curvado, los codos sobre
las rodillas y la cabeza entre las manos, no imagina el duro trabajo que va
por ese cerebro, pesando alternativas, midiendo opciones, estimando variantes,
anticipando lances, como un jugador de ajedrez. Ha pasado media hora, y no se
mueve. Y otra media hora tendrá que pasar hasta que de repente lo veamos levantarse,
ir al escritorio y sentarse allí con la lista telefónica abierta por la página
del enigma. Es manifiesto que ha tomado una viril decisión, admiremos el
coraje de quien finalmente vuelve la espalda a la prudencia y decide atacar de
frente. Marcó el número del primer Santa-Clara y esperó. Nadie respondió y no
había contestador. Marcó el segundo y atendió una voz de mujer, Diga, Buenas
tardes, señora, perdone que la moleste, pero me gustaría hablar con don
Daniel Santa-Clara, me han dicho que vive en esa casa, Está equivocado, ese
señor ni vive aquí ni ha vivido nunca, Pero el apellido, El apellido es una
coincidencia, como tantas otras, Si al menos fueran de la misma familia quizá
me pueda ayudar a encontrarlo, Ni siquiera lo conozco, A él, A él y a usted,
Perdone, debería haberle dicho mi nombre, No me lo diga, no me interesa, Por
lo visto, me informaron mal, Así es, por lo visto, Gracias por su atención, De
nada, Buenas tardes, y perdone la molestia, Buenas tardes. Sería natural,
después de este intercambio de palabras, inexplicablemente tenso, que
Tertuliano Máximo Afonso hiciera una pausa para recuperar la serenidad y la
normalidad del pulso, pero tal no sucedió. Hay situaciones en la vida en las
que ya nos da lo mismo perder por diez que perder por cien, lo que queremos es
conocer lo más rápidamente posible la última cifra del desastre, para luego no
volver a pensar más en el asunto. El tercer número fue marcado sin vacilación,
una voz de hombre preguntó, bruscamente, Quién es. Tertuliano Máximo Afonso se
sintió como pillado en falta, balbuceó un nombre cualquiera, Qué desea, volvió
a preguntar la voz, el tono seguía siendo desabrido, pero, curiosamente, no se
percibía ninguna hostilidad, hay personas así, la voz les sale de tal manera
que parece que están irritadas con todo el mundo, y, finalmente, se ve que tienen un corazón
de oro. Esta vez, dada la brevedad del diálogo, no llegaremos a saber si el
corazón de la persona está hecho realmente de aquel nobilísimo metal.
Tertuliano Máximo Afonso manifestó su deseo de hablar con don Daniel
Santa-Clara, el hombre de la voz irritada respondió que no vivía allí nadie con
ese nombre, y la conversación no parecía que pudiera avanzar mucho más, no
merecía la pena repisar la curiosa coincidencia de los apellidos ni la posible
casualidad de una relación familiar que encaminase al interesado a su
destino, en casos así las preguntas y las respuestas se repiten, son las mismas
de siempre, Fulano está, Fulano no vive aquí, pero esta vez surgió una
novedad, y fue que el hombre de las cuerdas vocales destempladas recordó que
hacía más o menos una semana otra persona le había telefoneado con idéntica
pregunta, Supongo que no sería usted, por lo menos su voz no se parece, tengo
muy buen oído para distinguir voces, No, no fui yo, dijo Tertuliano Máximo
Afonso, súbitamente perturbado, y esa persona quién era, un hombre o una mujer,
Era un hombre, claro, Sí, era un hombre, qué cabeza la suya, es evidente que
por mucha diferencia que pueda existir entre las voces de dos hombres, muchas
más habría entre una voz femenina y una voz masculina, Aunque, añadió el
interlocutor a la información, ahora que lo pienso, hubo un momento en que me
pareció que se estaba esforzando por desfigurarla. Después de haber agradecido,
como debía, la atención, Tertuliano Máximo Afonso posó el auricular en el
aparato y se quedó mirando los tres nombres en la guía. Si el tal hombre llamó
preguntando por Daniel Santa-Clara, la simple lógica de procedimiento lo obligaba
a tener que, como él mismo estaba haciendo, llamar a los tres números.
Tertuliano Máximo Afonso desconocía, obviamente, si de la primera casa le
habría respondido alguien, y todo indicaba que la mal dispuesta mujer con quien
habló, ésa sí, persona grosera pese al tono neutro de la voz, o no se acordaba
o no consideró necesario mencionar el hecho, o, lo más lógico, que no fuera
quien atendiera la llamada. Tal vez porque viva solo, se dijo Tertuliano Máximo
Afonso, tengo tendencia a imaginar que los otros viven de la misma manera. De
la fortísima perturbación que le causó la noticia de que un desconocido andaba
también buscando a Daniel Santa-Clara le quedó una inquieta sensación de
desconcierto, como si se encontrara ante una ecuación de segundo grado después
de haber olvidado cómo se resuelven las de primero. Probablemente sería algún
acreedor, pensó, es lo más seguro, un acreedor, suele ser así entre artistas y
literatos, gente que casi siempre lleva una vida irregular, habrá dejado a
deber dinero en esos sitios donde se juega y ahora quieren hacerle pagar. Tertuliano
Máximo Afonso había leído tiempos atrás que las deudas de juego son las más
sagradas de todas, hay hasta quien las llama deudas de honor, y aunque no
comprendiera por qué el honor tendría más que ver en estos casos que en otros,
aceptó el código y la prescripción como algo que no le incumbía, Allá ellos,
pensó. Sin embargo, hoy hubiera preferido que de sagrado no tuviesen nada esas
deudas, que fuesen de las comunes, de las que se perdonan y olvidan, como en el
antiguo padrenuestro además de rogar también se prometía. Para amenizar el
espíritu, fue a la cocina a prepararse un café y, mientras lo tomaba, hizo
balance de la situación. Todavía me falta esa llamada, dos cosas pueden suceder
cuando la haga, o me dicen que desconocen el nombre y la persona, y el asunto
por ese lado queda cerrado, o me responden que sí, que vive allí, y entonces lo
que haré será colgar, en este momento sólo me importa saber dónde vive.
Con
el ánimo fortalecido por el impecable raciocinio lógico que acababa de producir
y por la no menos impecable conclusión, regresó a la sala. La guía telefónica
seguía abierta sobre el escritorio, los tres Santa-Clara no habían cambiado de
sitio. Marcó el número del primero y esperó. Esperó y siguió a la espera
después de saber que ya no lo atenderían. Hoy es sábado, pensó, probablemente
están fuera. Colgó el teléfono, había hecho todo cuanto estaba a su alcance, de
irresolución o timidez nadie lo podría acusar. Miró el reloj, era una buena
hora para salir a cenar, pero el tétrico recuerdo de los manteles del
restaurante, blancos como sudarios, los míseros búcaros con flores de plástico
sobre las mesas, y, sobre todo, la permanente amenaza del rape, le hicieron
cambiar de idea. En una ciudad de cinco millones de habitantes hay, evidentemente,
restaurantes en proporción, por lo menos varios miles, y aunque excluya, por
una razón, los lujosos, y por otra, los insufribles, todavía le restaría un
amplísimo campo de elección, por ejemplo, ese lugar agradable donde almorzó hoy
con María Paz, una casualidad al paso, pero a Tertuliano Máximo Afonso no le
gustaba la perspectiva de que lo vieran ahora entrar solo cuando antes apareció
tan bien acompañado. Decidió, por tanto, no salir, comería, según la expresión
consagrada, cualquier cosa, y se iría a la cama temprano. Ni iba a necesitar
abrirla, estaba todavía como la dejaron, las sábanas enrolladas a los pies,
las almohadas sin mullir, el olor del amor frío. Pensó que sería conveniente telefonear
a María Paz, decirle una palabra cordial, una sonrisa que ella sentiría al otro
lado, es verdad que la relación de éstos acabará día antes día después, pero
hay obligaciones tácticas de delicadeza que no pueden ni deben ser
menospreciadas, sería dar muestras de una grave insensibilidad, por no decir de
indisculpable grosería moral, comportarse como si, en esta casa, esta mañana,
no hubiesen ocurrido algunas de esas acciones apacibles, beneficiosas y
regocijantes que, aparte de dormir, suelen pasar en la cama. Ser hombre no
debería significar nunca un impedimento para actuar como un caballero. No
tenemos dudas de que Tertuliano Máximo Afonso actuaría como tal si, por
singular que parezca a primera vista, precisamente el recuerdo de María Paz no
le hubiera hecho volver a su obsesiva preocupación de los últimos días, es
decir, cómo encontrar a Daniel Santa-Clara. El nulo resultado de las
tentativas que había hecho por teléfono no le dejaba otro camino que escribir
una carta a la empresa productora, puesto que está fuera de cuestión que se
presente él mismo, en carne y hueso, arriesgándose a que la persona que le
vaya a informar le pregunte, Cómo está, señor Santa-Clara. El recurso al
disfraz, a los clásicos postizos de barba, bigote y peluca, aparte de
superlativamente ridículo, sería de lo más estúpido, le haría sentirse como un
mal intérprete de melodrama decimonónico, como un padre noble o un cínico de
cuarto acto, y, como siempre había temido que la vida lo eligiera como blanco
de jugadas de mal gusto en las que tanto se esmera, tenía la certeza de que el
bigote y la barba se le caerían en el justo momento en que preguntase por
Daniel Santa-Clara y que la persona interrogada se echaría a reír llamando a
los colegas para la fiesta, Muy gracioso, muy gracioso, venid, venid a ver a
Daniel Santa-Clara preguntando por él mismo. La carta era, por tanto, el único
medio y a todas luces el más seguro para alcanzar sus conspirativos designios,
con la condición sine qua non de no poner en ella ni su nombre ni su dirección.
En este embrollo de táctica podemos jurar que venía reflexionando últimamente,
aunque de tan difusa y confusa manera que a este trabajo mental no se le
debería llamar con entera propiedad pensamiento, más se trata de un fluctuar,
de un vagabundear de fragmentos vacilantes de ideas que sólo ahora logran
ajustarse y organizarse con pertinencia suficiente, por lo que también sólo
ahora se dejan aquí registradas. La decisión que Tertuliano Máximo Afonso acaba
de tomar es realmente de una simplicidad desconcertante, de una meridiana y
transparente claridad. No tiene la misma opinión el sentido común, que acaba
de entrar por la puerta, preguntando, indignado, Cómo es posible que semejante
idea haya nacido en tu cabeza, Es la única y es la mejor, respondió Tertuliano
Máximo Afonso fríamente, Tal vez sea la única, tal vez sea la mejor, pero, si
te interesa mi opinión, sería una vergüenza que escribas esa carta con el
nombre de María Paz y dando su dirección para la respuesta, Vergüenza, por qué,
Pobre de ti si necesitas que te lo expliquen, A ella no le importará, Y cómo
sabes tú que no le importará, si todavía no se lo has preguntado, Tengo mis
razones, Tus razones, querido amigo, son de sobra conocidas, se llaman presunción
de macho, vanidad de seductor, jactancia de conquistador, Macho soy, la verdad,
es ése mi sexo, pero al seductor que dices jamás lo he visto reflejado en el
espejo, y en cuanto al conquistador, mejor ni hablar, si mi vida es un libro,
ése es uno de los capítulos que le faltan, Gran sorpresa, Yo no conquisto, soy
conquistado, Y qué explicación le vas a dar que justifique escribir una carta
pidiendo informaciones sobre un actor, No le diré que estoy interesado en
saber datos de un actor, Qué le dirás entonces, Que la carta está relacionada
con el estudio del que le hablé, Qué estudio, No me obligues a repetirlo, Sea como sea, piensas que basta chasquear los dedos
para que María Paz venga corriendo a satisfacer tus caprichos, Me limito a pedirle
un favor, En el punto en que se encuentra vuestra relación has perdido el
derecho de pedirle favores, Podría ser un inconveniente firmar la carta con mi
propio nombre, Por qué, No se sabe qué consecuencias tendrá en el futuro, Y por
qué no usas un nombre falso, El nombre sería falso, pero la dirección tendría
que ser auténtica, Sigo pensando que tienes que acabar con esta maldita
historia de sosias, gemelos y duplicados, Tal vez, pero no lo consigo, es más
fuerte que yo, Me da la impresión de que has puesto en marcha una máquina
trituradora que avanza hacia ti, avisó el sentido común, y, como el
interlocutor no le respondió, se retiró moviendo la cabeza, triste con el
resultado de la conversación. Tertuliano Máximo Afonso marcó el número de
teléfono de María Paz, probablemente lo atendería la madre, y el breve diálogo
sería una pequeña comedia más de fingimientos, grotesca y con un ligero toque
patético, María Paz está, preguntaría, Quién la llama, Un amigo, Su nombre,
Dígale que es un amigo, ella sabrá de quién se trata, Mi hija tiene otros
amigos, Tampoco creo que sean tantos, Muchos o pocos, los que tiene tienen
nombre, Está bien, dígale que soy Máximo. A lo largo de los seis meses de su
relación con María Paz no han sido muchas las veces que Tertuliano Máximo ha
necesitado llamarla a casa y menos las que ha sido atendido por la madre, pero
siempre, por parte de ella, el tenor de las palabras y el tono de la voz fueron
de suspicacia, y siempre, por parte de él, de una mal refrenada impaciencia,
ella tal vez por no saber de la relación tanto cuanto le gustaría, él por la
contrariedad de que supiera tanto. Los diálogos anteriores no habían diferido
mucho del ejemplo que aquí se deja, sólo una muestra más de lo que podría haber
sido y no fue, dado que atendió la llamada María Paz, aunque, todos, éstos y
los otros, sin excepción, tendrían perfecta cabida en la referencia
Incomprensión Mutua de un Breviario de Relaciones Humanas. Ya creía que no me
ibas a llamar, dijo María Paz, Como ves, te has equivocado, estoy aquí, Tu silencio
habría significado que el día de hoy no ha representado para ti lo mismo que para
mí, Lo que haya representado, lo representa para los dos, Pero tal vez no de la
misma manera ni por las mismas razones, Nos faltan los instrumentos para medir
esas diferencias, si las hubiere, Sigues queriéndome, Sí, sigo queriéndote, No
lo expresas con mucho entusiasmo, no has hecho nada más que repetir mis
palabras, Explícame por qué no deberían servirme a mí, si a ti te sirven,
Porque al ser repetidas pierden parte del poder de convencimiento que tendrían
si se hubiesen dicho en primer lugar, Bravo, aplausos para el ingenio y la
sutileza de la analista, Tú también sabrías esto si te dedicaras más a las
lecturas de ficción, Cómo quieres que me ponga a leer ficción, novelas,
cuentos, o lo que quiera que sea, si para la Historia, que es mi trabajo, me
falta tiempo, ahora mismo estoy liado con un libro fundamental sobre las
civilizaciones mesopotámicas, Me di cuenta, estaba sobre la mesilla de noche,
Ya ves, En todo caso, no creo que andes tan apurado de tiempo, Si conocieras mi
vida, no lo dirías, La conocería si tú me la dieras a conocer, No estamos
hablando de eso, sino de mi vida profesional, Mucho más que una novela que
leas en tus horas libres, supongo que te estará perjudicando ese famoso
estudio en que andas metido, con tantas películas para ver. Tertuliano Máximo
Afonso ya se había dado cuenta de que la conversación tomaba un rumbo que no
le convenía, que se apartaba cada vez más de su objetivo, encajar en ella, con
la mayor naturalidad posible, la cuestión de la carta, pero ahora, por segunda
vez en el día, como si se tratase de un juego automático de acciones y
reacciones, la propia María Paz acababa de ofrecerle la oportunidad,
prácticamente, en la palma de la mano. Tendría sin embargo que ser cauteloso,
no darle a entender que el motivo de la llamada era únicamente el interés, que
no la llamó para hablarle de sentimientos, o de los buenos momentos que habían
pasado juntos en la cama, si a pronunciar la palabra amor se le negaba la
lengua. Es verdad que el asunto me interesa, dijo, conciliador, pero no hasta
el punto que supones, Nadie lo diría viéndote como te vi, despeinado, en bata y
zapatillas, sin afeitar, rodeado de vídeos por todas partes, no parecías el
juicioso, el sensatísimo hombre que creía conocer, Estaba a mis anchas, solo
en casa, entiéndelo, pero, ya que hablas de eso, se me ha ocurrido una idea que
podría facilitar y acelerar el trabajo, Espero que no intentes ponerme a ver
tus películas, no he hecho nada para merecer ese castigo, Tranquila, mis
feroces instintos no llegan hasta ese extremo, la idea sería simplemente que
escribas a la empresa productora pidiéndoles un conjunto de datos concretos,
relacionados, en especial, con la red de distribución, la localización de las
salas de exhibición y el número de espectadores por filme, creo que me sería
muy útil y me ayudaría a sacar conclusiones, Y eso qué tiene que ver con las
señales ideológicas que buscas, Puede ser que no tenga tanto cuanto imagino, en
todo caso quiero intentarlo, Tú sabrás, Sí, pero hay un pequeño problema, Cuál,
No querría ser yo quien escribiera esa carta, Y por qué no vas a hablar personalmente,
hay asuntos que se resuelven mejor cara a cara, y apuesto a que se quedarían
encantados, un profesor de Historia interesándose por las películas que
producen, Es precisamente lo que no quiero, mezclar mi cualificación científica
y profesional con un estudio que queda fuera de mi especialidad, Por qué, No
lo sabría explicar, quizá por una cuestión de escrúpulos, Entonces no veo cómo
vas a solucionar una dificultad que tú mismo te estás creando, Podrías
escribir tú la carta, He ahí una idea absolutamente disparatada, explícame
cómo voy a escribir una carta que trate un asunto que es para mí tan misterioso
como el chino, Cuando digo que escribas la carta, lo que quiero decir
realmente es que la escribiría yo dando tu nombre y tu dirección, de esa manera quedaría a cubierto de cualquier
indiscreción, Que no sería tan grave, supongo que en ese caso tu honra no se
pondría en causa ni en duda tu dignidad, No seas irónica, ya te he dicho que
es sólo una cuestión de escrúpulos, Sí, ya me lo has dicho, Y no me crees, Te
creo, sí, no te preocupes, María Paz, Sí, Sabes que te quiero, Creo saberlo
cuando me lo dices, después me pregunto si será verdad, Es verdad, Y esta
llamada se debe a que ansiabas decírmelo o era para que escribiese la carta, La
idea de la carta ha nacido de nuestra conversación, Sí, pero no pretenderás
convencerme de que la tuviste justo cuando conversábamos, Es cierto que ya
había pensado en ello, pero de un modo vago, De un modo vago, Sí, de un modo
vago, Máximo, Dime, querida, Puedes escribir la carta, Te agradezco que hayas
aceptado, la verdad es que pensé que no te importaría, una cosa tan simple, La
vida, querido Máximo, me ha enseñado que nada es simple, que a veces lo
parece, y que cuanto más lo parece, más hay que dudar, Estás siendo escéptica,
Nadie nace escéptico, que yo sepa, Entonces, ya que estás de acuerdo, escribiré
la carta en tu nombre, Supongo que tendré que firmarla, No creo que valga la
pena, yo mismo inventaré una rúbrica, Por lo menos que se parezca un poco a la
mía, Nunca se me ha dado muy bien lo de imitar caligrafías, pero lo haré lo
mejor que pueda, Ten cuidado, vigílate, cuando una persona comienza a falsear
nunca se sabe dónde acaba, Falsear no es el término exacto, falsificar habrás
querido decir, Gracias por la rectificación, querido Máximo, lo que yo
pretendía era manifestar el deseo de que hubiese una palabra capaz de expresar,
por sí sola, el sentido de las dos, Según mi ciencia, una palabra que en sí
reúna y funda el falsear y el falsificar, no existe, Si el acto existe, también
debiera existir la palabra, Las que tenemos se encuentran en los diccionarios,
Todos los diccionarios juntos no contienen ni la mitad de los términos que
necesitaríamos para entendernos unos a otros, Por ejemplo, Por ejemplo, no sé
qué palabra podría expresar ahora la superposición y confusión de sentimientos
que noto dentro de mí en este instante, Sentimientos, en relación a qué, No a
qué, a quién, A mí, Sí, a ti, Espero que no sea nada malo, Hay de todo, como en
botica, pero tranquilízate, no te lo conseguiría explicar, por más que lo intentase,
Volveremos a este tema otro día, Quieres decir que nuestra conversación ha
terminado, Ni ésas han sido mis palabras, ni ése su sentido, Realmente no,
perdona, En todo caso, pensándolo bien, convendría que lo dejáramos ya, es
notorio que hay demasiada tensión entre nosotros, saltan chispas a cada frase
que nos sale de la boca, No era ésa mi intención, Ni la mía, Pero así está sucediendo,
Sí, así está sucediendo, Por eso vamos a despedirnos como niños buenos, nos
deseamos buenas noches y felices sueños, hasta pronto, Llámame cuando quieras,
Así lo haré, María Paz, Sí, Te quiero, Ya me lo habías dicho.
Tertuliano Máximo Afonso
se pasó el dorso de la mano por la frente mojada de sudor después de
colgar el auricular. Había logrado su objetivo, luego no le faltaban razones
para estar satisfecho, pero la dirección de ese largo y dificultoso diálogo le
perteneció siempre a ella incluso cuando parecía que no estaba sucediendo así,
sujetándolo a un continuo rebajarse que no se objetivaba explícitamente en las
palabras por uno y otro pronunciadas, pero que una a una iban dejando un gusto
cada vez más amargo en la boca, como es común decir del sabor de la derrota.
Sabía que había ganado, pero también sabía que la victoria contenía una parte
de ilusión, como si cada uno de sus avances no hubiese sido más que la
consecuencia mecánica de un retroceso táctico del enemigo, puentes de plata
hábilmente dispuestos para atraerlo, banderas desplegadas y sonido de trompetas
y tambores, hasta un punto en que tal vez se descubriría cercado sin remedio.
Para alcanzar sus objetivos, había rodeado a María Paz de una red de discursos
capciosos, calculados, pero, al fin y al cabo, eran los nudos con los que
suponía haberla atado a ella los que limitaban la libertad de sus propios
movimientos. Durante los seis meses de relación, para no dejarse prender
demasiado, mantuvo a María Paz al margen de su vida privada, y ahora que había
decidido terminar la relación, y para tal sólo esperaba el momento oportuno,
se veía obligado a pedirle ayuda y a hacerla partícipe de actos cuyos orígenes
y causas, así como las intenciones finales, ella ignoraba totalmente. El
sentido común le llamaría aprovechado sin escrúpulos, pero él argüiría que la
situación que estaba viviendo era única en el mundo, que no existían
antecedentes que marcasen pautas de actuación socialmente aceptadas, que ninguna
ley preveía el inaudito caso de duplicación de persona, y que, por
consiguiente, era él, Tertuliano Máximo Afonso, quien tenía que inventar, en
cada ocasión, los procedimientos, regulares o irregulares, que lo condujeran a
su objetivo. La carta era uno de ellos y si, para escribirla, tuvo que abusar
de la confianza de una mujer que decía amarlo, el crimen no era para tanto,
otros hicieron cosas peores y nadie los exponía a la condena pública.
Tertuliano
Máximo Afonso metió una hoja de papel en la máquina de escribir y se puso a pensar.
La carta tendrá que parecer obra de una admiradora, tendrá que ser entusiasta,
pero sin exageración, ya que el actor Daniel Santa-Clara no es precisamente
una estrella de cine capaz de arrancar expresiones arrobadas, en principio
deberá cumplir el ritual de petición de fotografía firmada, aunque a Tertuliano
Máximo Afonso lo que más le importe sea conocer dónde vive y el nombre
auténtico, si, como todo indica, Daniel Santa-Clara es seudónimo de un hombre
que tal vez se llame, también él, quién sabe, Tertuliano. Enviada la carta,
dos hipótesis subsiguientes serán posibles, o la empresa productora responde
directamente dando las informaciones pedidas, o dice que no está autorizada a
proporcionarlas, y en ese caso, según todas las probabilidades, remitirá la
carta al verdadero destinatario. Será así, se preguntó Tertuliano Máximo
Afonso. Una rápida reflexión le hizo ver que la última posibilidad es la menos
probable porque demostraría poquísima profesionalidad y todavía menor
consideración por parte de la empresa al sobrecargar a sus actores con la
tarea y los gastos de responder a cartas y enviar fotografías. Ojalá sea así,
murmuró, todo se vendría abajo si le enviase a María Paz una carta personal.
Durante un instante le pareció ver cómo se derrumbaba fragorosamente el
castillo de naipes que desde hace una semana está levantando con milimétricos
cuidados, pero la lógica administrativa y también la conciencia de que no
tiene otro camino le ayudaron, poco a poco, a restaurar el ánimo abatido. La
redacción de la carta no fue fácil, lo que explica que la vecina del piso de
arriba haya oído el ruido machacón de la máquina de escribir durante más de
una hora. Hubo una vez que el teléfono sonó, sonó con insistencia, pero
Tertuliano Máximo Afonso no atendió. Debía de ser María Paz.
Se despertó tarde. La noche fue de
sobresaltos, atravesada por sueños fugaces e inquietantes, una reunión del
consejo escolar a la que faltaban todos los profesores, un pasillo sin salida,
una cinta de vídeo que se negaba a entrar en el aparato, una sala de cine con
la pantalla negra y en la que se exhibía una película negra, una guía
telefónica con el mismo nombre repetido en todas las líneas que él no conseguía
leer, un paquete postal con un pescado dentro, un hombre que llevaba una
piedra a la espalda y decía, Soy amorreo, una ecuación algebraica con rostros
de personas donde deberían estar las letras. El único sueño que consiguió recordar
con alguna precisión era el del paquete postal, pero no fue capaz de
identificar el pescado, y ahora, apenas despierto, se tranquilizaba a sí mismo
pensando que, por lo menos, rape no sería, porque el rape no cabría dentro de
la caja. Se levantó con dificultad, como si un esfuerzo físico excesivo e
inusual le hubiese agarrotado las articulaciones, y fue a la cocina.
a beber agua, un vaso lleno bebido con la avidez de quien hubiera cenado un
menú salado. Tenía hambre, pero no le apetecía prepararse el desayuno. Volvió
al dormitorio para enfundarse la bata y se dirigió a la sala. La carta a la
productora estaba sobre el escritorio, la última y definitiva de las
numerosas tentativas que llenaban hasta el borde el cesto de los papeles. La
releyó y le pareció que estaba bien, no se limitaba a pedir el envío de una
fotografía firmada del actor de quien también, como de paso, se solicitaba la
dirección de su residencia. En una alusión final, que Tertuliano Máximo Afonso
no tenía reparo en considerar un golpe imaginativo y estratégico de primer orden,
insinuaba algo así como la urgente necesidad de un estudio sobre la importancia
de los actores secundarios, tan esencial para el desarrollo de la acción
fílmica, según la autora de la carta, como la de los pequeños cursos de agua
afluentes en la formación de los grandes ríos. Acreditaba Tertuliano Máximo
Afonso que este metafórico y sibilino remate de la misiva eliminaría
completamente la posibilidad de que la empresa la reenviara a un actor que,
aunque en los últimos tiempos haya visto su nombre en los títulos de crédito
iniciales de las películas en que participaba, no por eso dejaba de pertenecer
a la legión de los considerados inferiores, subalternos y accesorios, una
especie de mal necesario, una inoportunidad irrecusable que, según opinión del
productor, siempre pesa demasiado en los presupuestos. Si Daniel Santa-Clara
llegase a recibir una carta redactada en estos términos, lo más natural sería
que comenzase a pensar muy seriamente en reivindicaciones salariales y
sociales equiparables a su contribución como afluente del Nilo y de las
Amazonas cabezas de cartel. Y si esa primera acción individual, habiendo
comenzado por defender el simple bienestar egoísta del reivindicante, acabara
multiplicándose, ampliándose, expandiéndose en una copiosa y solidaria acción
colectiva, entonces toda la estructura piramidal de la industria del cine se
vendría abajo como otro castillo de naipes y nosotros gozaríamos de la suerte
inaudita, o mejor aún, del privilegio histórico de testificar el nacimiento de
una nueva y revolucionaria concepción del espectáculo y de la vida. No hay
peligro de que tal cataclismo venga a suceder. La carta firmada con el nombre
de una mujer llamada María Paz será desviada a la sección idónea, ahí un
empleado llamará la atención del jefe para la ominosa sugestión contenida en el
último párrafo, el jefe hará subir sin pérdida de tiempo el peligroso papel a
la consideración de su inmediato superior, en ese mismo día, antes de que el
virus, por inadvertencia, pueda salir al exterior, las pocas personas que del
caso tuvieran conocimiento serán instantemente conminadas a guardar silencio absoluto,
de antemano recompensado por adecuados ascensos y sustanciales mejoras de
salario. Quedará por decidir qué hacer con la carta, si dar satisfacción a
las peticiones de fotografía firmada y de información sobre la residencia del
actor, de pura rutina lo primero, algo insólito lo segundo, o simplemente
proceder como si nunca hubiera sido escrita o se hubiese extraviado en la
confusión de correos. El debate del consejo
de administración sobre el asunto ocupará todo el día siguiente, no porque
fuera difícil conseguir una unanimidad de principio, sino por el hecho de que
todas las consecuencias previsibles fueran objeto de demorada ponderación, y
no sólo ellas, también lo fueron algunas otras que más parecían haber sido
generadas por imaginaciones enfermas. La deliberación final será, al mismo
tiempo, radical y hábil. Radical porque la carta será consumida por el fuego al
final de la reunión, con todo el consejo de administración mirando y
respirando de alivio, hábil porque satisfará las dos peticiones de manera que
garantice una doble gratitud de la peticionaria, la primera, de rutina como
quedó dicho, sin ninguna reserva, la segunda, En atención a la consideración
particular que su carta nos ha merecido, fueron éstos los términos, pero
resaltando el carácter excepcional de la información prestada. No quedaba
excluida la posibilidad de que esta María Paz, conociendo un día a Daniel
Santa-Clara, ahora que va a tener su dirección, le hable de su tesis sobre los
ríos afluentes aplicada a la distribución de papeles en las artes dramáticas,
pero, tal como la experiencia de comunicación ha demostrado abundantemente, el
poder de movilización de la palabra oral, no siendo, en lo inmediato, inferior
al de la palabra escrita, e incluso, en un primer momento, quizá más apta para
arrebatar voluntades y multitudes, está dotada de un alcance histórico bastante
más limitado debido a que, con las repeticiones del discurso, se le fatiga
rápidamente el fuelle y se le desvían los propósitos. No se ve otra razón para
que las leyes que nos rigen estén todas escritas. Lo más seguro, por tanto, es
que Daniel Santa-Clara, si un encuentro tal llega a producirse y si una
cuestión tal fuese suscitada, no prestase a las tesis afluenciales de María Paz
nada más que una atención distraída y sugiriera transferir la conversación
hacia temas menos áridos, séanos disculpada una tan flagrante contradicción,
considerando que era de agua de lo que hablábamos y de los ríos que la llevan.
Tertuliano Máximo Afonso,
después de colocar ante él una de las cartas que María Paz le había escrito
tiempo atrás, y luego de unas cuantas experiencias para soltar y adiestrar la
mano, floreó lo mejor que pudo la sobria aunque elegante firma que la cerraba.
Lo hizo respetando el infantil y algo melancólico deseo que ella expresó, y no
porque creyera que una mayor perfección en la falsificación aportara
credibilidad a un documento que, como ya fue debidamente anticipado, dentro de
pocos días habrá desaparecido de este mundo, reducido a cenizas. Dan ganas de
decir, Tanto trabajo para nada. La carta ya está dentro del sobre, el sello en
su sitio, sólo falta bajar a la calle y echarla en el buzón de la esquina.
Siendo domingo este día, la furgoneta de correos no pasará a recoger la
correspondencia, pero Tertuliano Máximo Afonso ansía verse libre de la carta lo
más rápidamente posible. Mientras esté aquí, ésta es su vivísima impresión,
el tiempo se mantendrá parado como en un escenario desierto. Y la misma impaciencia
nerviosa le está provocando la fila de vídeos del suelo. Quiere limpiar el
terreno, no dejar restos, el primer acto se ha acabado, es hora de retirar el
atrezo de escena. Se acabaron las películas de Daniel Santa-Clara, se acabó
la ansiedad, Intervendrá en ésta, No intervendrá, Aparecerá con bigote, Llevará
el pelo partido con raya, se acabaron las crucecitas ante los nombres, se acabó
el rompecabezas. En ese momento le saltó a la memoria la llamada que hizo al
primer Santa-Clara de la guía telefónica, aquella de la casa donde nadie
respondía. Hago una nueva tentativa, se preguntó. Si la hiciera, si alguien le
respondiera, si le dijeran que Daniel Santa-Clara vivía allí, la carta que
tanta elaboración mental le había exigido pasaba a ser innecesaria,
dispensable, podía romperla y echarla a la papelera, tan inútil como los
borradores que le prepararon el camino a la redacción final. Entendió que
estaba necesitando una pausa, un intervalo de descanso, aunque fuese una
semana o dos, el tiempo de que llegue una respuesta de la productora, un
periodo en el que hiciera como que no había visto Quien no se amaña no se apaña
ni al recepcionista de hotel, sabiendo sin embargo que ese falso sosiego, esa
apariencia de tranquilidad tenían un límite, un plazo a la vista, y que el
telón, llegando su hora, inexorablemente, se levantaría para el segundo acto.
Pero también comprendió que si no hiciese un nuevo intento permanecería de ahí
en adelante atado a la obsesión de haberse portado cobardemente en una
contienda a la que nadie le había desafiado y en la que, tras provocarla, entró
por su única y exclusiva voluntad. Andar buscando a un hombre llamado Daniel
Santa-Clara que no podía imaginar que estaba siendo buscado, he aquí la
absurda situación que Tertuliano Máximo Afonso había creado, mucho más
adecuada para los enredos de una ficción policial sin criminal conocido que
justificable en la vida hasta aquí sin sobresaltos de un profesor de Historia.
Puesto entre la espada y la pared, llegó a un acuerdo consigo mismo, Llamo una
vez, si me atienden y dicen que vive allí, tiro la carta y me aguanto, ya
veremos si hablo o no, pero, si no me responden, la carta sigue su curso y no
volveré a llamar, suceda lo que suceda. La sensación de hambre que sentía hasta
ahí fue sustituida por una especie de palpitación nerviosa en la boca del estómago,
pero la decisión estaba tomada, no daría marcha atrás. El número fue marcado,
el sonido se escuchaba a lo lejos, el sudor comenzó a bajarle lentamente por la
cara, el tono sonaba y sonaba, era ya evidente que no había nadie en casa, pero
Tertuliano Máximo Afonso desafiaba a la suerte, le ofrecía al adversario una
última oportunidad no colgando, hasta que los toques se convirtieran en estridente
señal de victoria y el teléfono marcado se callara por sí mismo. Bien, dijo en
voz alta, que no se diga de mí que no hice lo que debía. De repente se sintió
tranquilo, hacía tiempo que no estaba así. Su periodo de descanso comenzaba,
podía entrar en el cuarto de baño con la cabeza erguida, afeitarse, asearse sin prisas, vestirse con esmero, de manera
general los domingos son días tristones, aburridos, pero hay algunos que son
una suerte que hayan venido al mundo. Era demasiado tarde para desayunar,
todavía temprano para almorzar, tenía que entretener el tiempo de alguna
manera, podía bajar a comprar el periódico y volver, podía echar un vistazo a
la lección que tendrá que dar mañana, podía sentarse a leer unas cuantas
páginas más de la Historia de las Civilizaciones Mesopotámicas, podía, en ese
momento una luz se le encendió en un recodo de la memoria, el recuerdo de uno
de los sueños de la noche, ese en que el hombre iba transportando una piedra
sobre la espalda y diciendo Soy amorreo, tendría gracia que la piedra fuese el
famoso Código de Hammurabi y no un peñasco cualquiera levantado del suelo, lo
lógico, realmente, es que los sueños históricos los sueñen los historiadores,
que para eso estudiaron. Que la Historia de las Civilizaciones Mesopotámicas lo
llevaran a la legislación del rey Hammurabi no debe sorprendernos, es un
tránsito tan natural como abrir la puerta que da a otro cuarto, pero que la
piedra que el amorreo acarreaba sobre la espalda le hubiera recordado, que no
telefoneaba a la madre desde hacía casi una semana, ni el más pintado lector
de sueños sería capaz de explicarlo, excluida sin dolor ni piedad, por abusiva
y mal intencionada, la fácil interpretación de que Tertuliano Máximo Afonso, a
la callada, sin atreverse a confesarlo, considera a la progenitora como una
pesada carga. Pobre mujer, tan lejos, sin noticias, y tan discreta y respetuosa
con la vida del hijo, figúrese, un profesor de instituto, a quien sólo en
casos extremos osaría telefonear, interrumpiendo una labor que ciertamente se
encuentra más allá de su comprensión, y no es que ella no tenga sus letras, no
es que ella misma no haya estudiado Historia en sus tiempos de niña, aunque
siempre le perturba la idea de que la Historia pueda ser enseñada. Cuando se
sentaba en los bancos de la escuela y oía a la profesora hablar de los sucesos
del pasado, sentía que todo aquello no pasaba de imaginaciones, y que, si la
maestra las tenía, también ella podía tenerlas, como a veces se descubría
imaginando su propia vida. Que tales acontecimientos le apareciesen después
ordenados en el libro de Historia no modificaba su idea, lo que el compendio
hacía no era nada más que recoger las libres fantasías de quien lo había
escrito, luego no deberían existir tantas diferencias entre esas fantasías y
las que se leían en cualquier novela. La madre de Tertuliano Máximo Afonso,
cuyo nombre, Carolina, de apellido Máximo, aquí por fin aparece, es una asidua
y fervorosa lectora de novelas. Como tal, sabe todo de teléfonos que suenan a
veces sin ser esperados y de otros que a veces suenan cuando desesperadamente
se esperaba que sonasen. No era así el caso de ahora, la madre de Tertuliano
Máximo Afonso simplemente se ha preguntado, Cuándo me llamará mi hijo, y he
aquí que de repente tiene su voz juntito al oído, Buenos días, madre, qué tal
estás, Bien, bien, como de costumbre, y tú, Yo también, como siempre,
Has tenido mucho trabajo en el instituto, Lo normal, los ejercicios, los
exámenes, alguna que otra reunión de profesores, Y esas clases, cuándo acaban
este año, Dentro de dos semanas, después tendré una semana de exámenes, Quiere
eso decir que antes de un mes estarás aquí conmigo, Iré a verte, claro, pero no
podré quedarme nada más que tres o cuatro días, Por qué, Es que tengo algunas
cosas que arreglar por aquí, hacer unas gestiones, Qué cosas son ésas, qué
gestiones, la escuela cierra por vacaciones, y las vacaciones, que yo sepa, se
hacen para el descanso de las personas, Tranquila, madre, que descansaré, pero
tengo que resolver unos asuntos primero, Y son serios, esos asuntos tuyos,
Creo que sí, No entiendo, si son serios, son serios, no es cuestión de andar
creyendo que sí o que no, Es una manera de hablar, Tienen que ver con tu
amiga, con María Paz, Hasta cierto punto, Pareces un personaje de un libro que
acabo de leer, una mujer que cuando le preguntan responde siempre con otra pregunta,
Mira que las preguntas las haces tú, la única que yo he hecho es para saber
cómo estás, Es porque no hablas claro y derecho, dices creo que sí, hasta
cierto punto, no estoy habituada a que te andes con tantos misterios, No te
enfades, No me enfado, pero tienes que comprender que me parezca raro que al
empezar las vacaciones no vengas en seguida, no recuerdo que eso haya sucedido
ninguna vez, Ya te lo contaré todo, Vas a hacer algún viaje, Otra pregunta,
Vas o no vas, Si fuese ya te lo habría dicho, Pero no entiendo por qué dices
que María Paz tiene que ver con esos asuntos que te obligan a quedarte, No es
así exactamente, debo de haber exagerado, Estás pensando en casarte otra vez,
Venga ya, madre, Pues quizá deberías, La gente ahora se casa poco, seguro que
ya lo has visto en las novelas que lees, No soy una estúpida y sé muy bien en
qué mundo vivo, pero pienso que no tienes derecho a entretener a una chica,
Nunca le he pedido que nos casemos ni que vivamos juntos, Para ella, una
relación que dura seis meses es como una promesa, no conoces a las mujeres, No
conozco a las de tu tiempo, Y conoces poco a las del tuyo, Es posible,
realmente mi experiencia de mujeres no es grande, me casé una vez y me divorcié,
el resto cuenta poco, Está María Paz, Tampoco cuenta mucho, No te das cuenta de
que estás siendo cruel, Cruel, qué solemne palabra, Ya sé que suena a novela
barata, pero las formas de crueldad son muchísimas, algunas hasta se disfrazan
de indiferencia o de indolencia, si quieres te doy un ejemplo, no decidir a
tiempo puede llegar a ser un arma de agresión mental contra los otros, Sabía
que tenías dotes de psicóloga, pero no que llegaran a tanto, De psicología no
sé nada, nunca he estudiado ni una línea, pero de personas creo saber algo,
Hablaremos cuando vaya, No me hagas esperar mucho, a partir de ahora no tendré
un instante de sosiego, Tranquilízate, por favor, de una manera u otra todo se
acaba resolviendo en este mundo, A veces de la peor manera, No será el caso,
Ojalá, Un beso, madre, Otro, hijo mío, ten cuidado, Lo tendré. La inquietud de
la madre hizo desaparecer la impresión de bienestar que había proporcionado
una vivacidad nueva al espíritu de Tertuliano Máximo Afonso tras la llamada al
Santa-Clara que no estaba en casa. Hablar de asuntos serios que tenía que
resolver cuando terminara el curso fue un error imperdonable. Es cierto que la
conversación derivó en seguida hacia María Paz, incluso, hasta cierto punto,
parecía que se iba a quedar por ahí, pero esa frase de la madre, A veces de la
peor manera, cuando, para tranquilizarla, le dijo que todo en este mundo acaba
solucionándose, le sonaba ahora como un vaticinio de desastres, el anuncio de
fatalidades, como si, en lugar de la señora de edad que se llama Carolina
Afonso y es su madre, hubiera tenido al otro lado del hilo a una sibila o una
casandra diciéndole, con otras palabras, Todavía estás a tiempo de parar.
Durante un momento pensó en tomar el coche, hacer el largo viaje de cinco
horas que lo llevaría a la pequeña ciudad donde vivía la madre, contárselo todo
y después regresar con el alma limpia de miasmas enfermizas a su trabajo de
profesor de Historia poco amante del cine, decidido a pasar esta confusa página
de su vida y hasta, quién sabe, dispuesto a considerar muy seriamente la
posibilidad de casarse con María Paz. Les jeux sont faits, rien ne va plus,
dijo en voz alta Tertuliano Máximo Afonso, que en toda su vida ha entrado en un
casino, pero tiene en su activo de lector algunas novelas famosas de la belle
époque. Se guardó la carta para la productora en uno de los bolsillos de la
chaqueta y salió. Se olvidará de depositarla en el buzón de correos, almorzará
por ahí, luego regresará a casa para beber hasta el fin las heces de esta tarde
de domingo.
La primera tarea de Tertuliano Máximo Afonso
al día siguiente fue hacer dos paquetes con las películas que tenía que
devolver a la tienda. Luego juntó las restantes, las ató con una guita y las
guardó en un armario del dormitorio que se cerraba con llave. Metódicamente, fue
rompiendo los papeles en los que había apuntado los nombres de los actores, lo
mismo hizo con los borradores de la carta olvidada en el bolsillo de la
chaqueta que aún tendrá que esperar unos minutos antes de dar su primer paso
en el camino que la conducirá hasta su destinatario, y luego, como si tuviese
algún motivo fuerte para borrar sus impresiones digitales, limpió con un paño
húmedo todos los muebles de la sala que había tocado estos días. Borró también
las que María Paz dejó, pero en eso no pensaba ahora. Las huellas que quería
que desaparecieran no eran las suyas ni las de ella, eran, sí, las de la
presencia que lo arrancó violentamente del sueño la primera noche. No merece la
pena que le observemos que semejante presencia sólo existió en su cerebro, que
seguramente la fabricó una angustia generada en su espíritu por un sueño del
que se había olvidado, no merece la pena sugerirle que pudo haber sido, tal
vez, y nada más, la consecuencia sobrenatural de una mala digestión de la
carne guisada, no merece la pena demostrarle, finalmente, con las razones de
la razón, que, incluso estando dispuestos a aceptar la posibilidad de una cierta
capacidad de materialización de los productos de la mente en el mundo exterior,
lo que bajo ningún concepto podemos admitir es que la inaprehensible e
invisible presencia de la imagen cinematográfica del recepcionista de hotel
hubiese dejado, esparcidos por toda la casa, vestigios del sudor de los dedos.
Por lo que hasta ahora se sabe, el ectoplasma no transpira. Terminado el
trabajo, Tertuliano Máximo Afonso se vistió, tomó su cartera de profesor y los
dos paquetes, y salió. En la escalera se encontró con la vecina del piso de
arriba que le preguntó si necesitaba ayuda, y él dijo que no señora, muchas
gracias, luego, educado, se interesó por su fin de semana, y ella respondió que
así así, como siempre, y que lo había oído escribiendo a máquina, y él dijo que
más pronto que tarde tendrá que decidirse a comprar un ordenador de ésos, que,
al menos, son silenciosos, y ella dijo que el ruido de la máquina no le
molestaba nada, al contrario, que hasta le hacía compañía. Como hoy es día de
limpieza, ella le preguntó si volvería a casa antes del almuerzo y él respondió
que no, que comería en el instituto y que regresaría por la tarde. Se
despidieron hasta luego, y Tertuliano Máximo Afonso, consciente de que la
vecina observaba misericordiosa su falta de
habilidad para cargar con dos bultos y la cartera, bajó las escaleras mirando
bien dónde ponía los pies para no dar un tropezón y morirse de vergüenza. El
coche estaba pasando el buzón de correos. Guardó los paquetes en el portaequipajes
y volvió atrás, al mismo tiempo que sacaba la carta del bolsillo. Un joven que
pasaba corriendo chocó con él sin querer y la carta se le soltó de los dedos y
cayó sobre la acera. El muchacho paró unos pasos adelante y le pidió disculpas,
pero, por temor a una reprimenda o a un castigo, no volvió para entregársela,
como era su obligación. Tertuliano Máximo Afonso hizo un gesto complaciente
con la mano, el gesto de quien acepta las disculpas y perdona el resto, y se
agachó para recoger la carta. Pensó que podía hacer una apuesta consigo mismo,
dejarla donde estaba y entregar al destino la suerte de ambos, de la carta y de
él. Pudiera suceder que la próxima persona que pasara por allí, viendo la
carta perdida y con el sello puesto, como buen ciudadano, la echara al buzón,
pudiera suceder que la abriese para ver lo que contenía y la tirase después
de haberla leído, pudiera suceder que no reparara en ella e indiferente la
pisase, que durante el resto del día anduvieran sobre ella muchas personas,
cada vez más sucia y arrugada, hasta que alguien decidiese empujarla de una
vez con la punta del zapato fuera de la acera, de donde se la llevaría la
escoba de un barrendero. La apuesta no se llevó a cabo, la carta fue levantada
y depositada en el buzón, la rueda del destino se puso finalmente en
movimiento. Ahora Tertuliano Máximo Afonso irá a la tienda de los vídeos,
conferirá con el empleado las películas que trae en los paquetes y, por
exclusión de partes, las que se quedaron en casa, pagará lo que debe y
posiblemente dirá para sus adentros que nunca más entrará allí. Al final, para
su alivio, el empleado adulador no estaba, quien le atendió fue la chica nueva
e inexperta, por eso las operaciones fueron tan lentas, aunque la facilidad de
cálculo mental del cliente de nuevo ayudó cuando hubo que hacer las cuentas.
La empleada le preguntó si quería alquilar o comprar algunos vídeos más, él
respondió que no, que había acabado su trabajo, y esto lo dijo sin acordarse de
que la chica todavía no estaba en la tienda cuando hizo su famoso discurso
acerca de las señales ideológicas presentes en todos y cada uno de los relatos
fílmicos, también, naturalmente, en las grandes obras del séptimo arte, pero
sobre todo en las producciones de consumo corriente, series B o C, esas de las
que en general se hace nulo caso, pero que son las más eficaces porque pillan
descuidado al espectador. Le pareció que la tienda era más pequeña que cuando
entró por primera vez, aún no hace una semana, realmente era increíble cómo
había cambiado su vida en tan poco tiempo, en este momento se sentía flotando
en una especie de limbo, en un pasillo entre el cielo y el infierno que le
llevó a preguntarse, con cierto sentimiento de asombro, de dónde venía y
adónde iba ahora, porque, a juzgar por las ideas que sobre el asunto corren, no puede ser lo mismo que un alma
vaya del infierno al cielo que sea empujada del cielo al infierno. Ya iba
conduciendo el automóvil hacia el instituto cuando estas reflexiones escatológicas
fueron desplazadas por una analogía de otro tipo, sacada ésta de la historia
natural, sección de entomología, que le hizo verse a sí mismo como una crisálida
en estado de reposo profundo y en secreto proceso de transformación. Pese al
humor sombrío que le acompañaba desde que se levantó de la cama, sonrió con la
comparación al pensar que, en este caso, habiendo entrado en el capullo como
gusano, saldría de él como mariposa. Yo, mariposa, murmuró, lo que me faltaba
por ver. Estacionó el coche no muy lejos del instituto, consultó el reloj,
todavía tendría tiempo para tomarse un café y echar un vistazo a los
periódicos, si alguno estaba libre. Sabía que había descuidado la preparación
de la clase, pero la experiencia de los años resolvería la falta, otras veces
improvisó y nadie notó la diferencia. Lo que no haría nunca sería entrar en el
aula y disparar a bocajarro contra los inocentes infantes, Hoy examen oral.
Sería un acto desleal, la prepotencia de quien, porque tiene el cuchillo en la
mano, hace de él el uso que le apetece y varía el grosor de las lonchas de
queso según los caprichos de la ocasión y las preferencias establecidas.
Cuando entró en la sala de los profesores vio que todavía quedaban periódicos
disponibles en el estante, pero para llegar hasta ellos se interponía una mesa
donde, ante tazas de café y vasos de agua, tres colegas charlaban. Le pareció
mal pasar de largo, sobre todo teniendo en cuenta que uno era el profesor de
Matemáticas, a quien, en comprensión y paciencia, tanto está debiéndole. Los
otros son una profesora de Literatura ya mayor y un joven profesor de Ciencias
Naturales con quien nunca ha establecido relaciones de proximidad afectiva. Dio
los buenos días, preguntó si podía acompañarlos y, sin esperar respuesta,
empujó una silla y se sentó. Quizá una persona no informada de los usos del
lugar consideraría incorrecto un procedimiento que lindaba con la mala
educación, pero los protocolos de relación en la sala de profesores estaban
organizados así, de manera natural por llamarlo de alguna forma, sin estar
escritos se asentaban en sólidos cimientos de consenso, puesto que, como no
entraba en la cabeza de nadie responder negativamente a la pregunta, lo mejor
era saltarse el coro de concordancias, unas sinceras, otras no tanto, y dar la
cosa por hecha. El único punto delicado, ése, sí, capaz de generar tensión
entre quien estaba y quien acaba de llegar, reside en la posibilidad de que el
asunto en debate sea de naturaleza confidencial, pero eso se soluciona con el
recurso táctico a otra pregunta, retórica esta por excelencia, Interrumpo,
para la cual sólo hay una respuesta socialmente admisible, De ningún modo,
únase a nosotros. Decirle al recién llegado, por ejemplo, aunque sea con las
mejores maneras, Sí señor, interrumpe, siéntese en otro sitio, causaría tal
conmoción que la red de relaciones de grupo se tambalearía gravemente y
quedaría en entredicho. Tertuliano Máximo Afonso regresó con el café que había
ido a buscar, se instaló y preguntó, Qué novedades hay, Te refieres a las de
fuera o a las de dentro, preguntó a su vez el profesor de Matemáticas, Es
temprano para saber las de dentro, me refería a las de fuera, todavía no he
leído los periódicos, Las guerras que había ayer siguen hoy, dijo la profesora
de Literatura, Sin olvidar la altísima probabilidad o incluso certeza de que
otra está a punto de comenzar, añadió el profesor de Ciencias Naturales como si
estuvieran de acuerdo, Y tú, qué tal te ha ido en el fin de semana, quiso saber
el profesor de Matemáticas, Tranquilo, en paz, me he pasado casi todo el
tiempo leyendo un libro del que creo haberte hablado, un libro sobre las
civilizaciones mesopotámicas, el capítulo que trata de los amorreos es interesantísimo,
Pues yo fui al cine con mi mujer, Ah, exclamó Tertuliano Máximo Afonso,
desviando los ojos, Aquí el colega es poco cinéfilo, bromeó el de Matemáticas
dirigiéndose a los otros, Nunca he afirmado redondamente que no me guste el
cine, lo que digo y repito es que no forma parte de mis afectos culturales,
prefiero los libros, No te sulfures, amigo, el asunto no tiene importancia,
sabes bien que tenía la mejor de las intenciones cuando te recomendé aquella
película, Qué significa exactamente sulfurarse, preguntó la profesora de
Literatura, tanto por curiosidad como para echar agua al fuego, Sulfurarse,
respondió el de Matemáticas, significa irritarse, encolerizarse o, más
exactamente, enfurruñarse, Y por qué enfurruñarse es, según su opinión, más
exacto que irritarse o encolerizarse, preguntó el profesor de Ciencias
Naturales, No es más que una interpretación personal que tiene que ver con
recuerdos de la infancia, cuando mi madre me reprendía o castigaba por cualquier
tropelía, yo volvía la cara y me negaba a hablar, mantenía un silencio
absoluto que podía durar muchas horas, entonces ella decía que estaba
enfurruñado, O sulfurado, Exactamente, En mi casa, cuando yo tenía esa edad,
dijo la profesora de Literatura, la metáfora para las rabietas infantiles era
diferente, Diferente, en qué, Digamos que era asnina, Explique eso, Amarrar el
burro, era lo que se decía, y no se molesten buscando la expresión en los
diccionarios porque no la encontrarán, supongo que era exclusiva de la
familia. Todos rieron, salvo Tertuliano Máximo Afonso que dejó aparecer una
sonrisa medio contrariada para corregir, Exclusiva no creo que fuera, porque en
mi casa también se usaba. Hubo nuevas risas, la paz estaba hecha. La profesora
de Literatura y el profesor de Ciencias Naturales se levantaron, dijeron luego
nos vemos como despedida, probablemente sus clases estarían más lejos, quizá en
el piso de arriba, estos que se quedaron sentados disponen todavía de algunos
minutos para lo que falta decir, De una persona que declara que ha pasado dos
días entregado a la serenidad de una lectura histórica, observó el colega de
Matemáticas, esperaría todo menos esa cara atormentada, Eso es impresión tuya,
no tengo nada que me atormente, lo que debo de tener es cara de haber dormido
poco, Podrás darme las razones que quieras, pero la verdad es que desde que
viste aquella película no pareces el mismo, Qué quieres decir con eso de que no
parezco el mismo, preguntó Tertuliano Máximo Afonso con un tono inesperado de
alarma, Nada salvo lo que he dicho, que te noto cambiado, Soy la misma persona,
No lo dudo, Es cierto que estoy algo aprensivo por culpa de unos asuntos
sentimentales que últimamente se han complicado, son cosas que le pueden
suceder a cualquiera, pero eso no significa que me haya convertido en otra
persona, Ni yo lo he dicho, no tengo la mínima duda de que sigues llamándote
Tertuliano Máximo Afonso y eres profesor de Historia en este instituto,
Entonces no comprendo por qué insistes en decir que no parezco el mismo, Desde
que viste la película, No hablemos de la película, ya sabes mi opinión sobre
ella, De acuerdo, Soy la misma persona, Claro que sí, Deberías tener en cuenta
que he estado con una depresión, O marasmo, que era el otro nombre que le
dabas, Exactamente, y eso merece respeto, Respeto lo tienes todo, bien lo
sabes, pero no hablábamos de respeto, Soy la misma persona, Ahora eres tú
quien insiste, Es verdad, hace poco he dicho que estoy pasando un periodo de
fuerte tensión psicológica, de modo que es natural que se refleje en la cara y
se note en mis modos, Claro, Pero eso no quiere decir que haya mudado moral y
físicamente hasta el punto de parecerme a otra persona, Me he limitado a decir
que no parecías el mismo, no que te parecieras a otra persona, La diferencia
no es grande, Nuestra colega de Literatura diría que es, muy al contrario,
enorme, y ella de esas cosas entiende, creo que en sutilezas y matices la
Literatura es casi como la Matemática, Y yo, pobre de mí, pertenezco al área
de Historia, donde los matices y las sutilezas no existen, Existirían si la
Historia pudiera ser, digámoslo así, el retrato de la vida, Te estoy notando
raro, no es propio de ti ser tan convencionalmente retórico, Tienes toda la
razón, en tal caso la Historia no sería la vida, sino uno de sus posibles retratos,
parecidos, sí, pero nunca iguales. Tertuliano Máximo Afonso desvió nuevamente
los ojos, luego, con un difícil esfuerzo de voluntad, volvió a fijarlos en el
colega, como para averiguar lo que pudiera haber escondido tras la serenidad
aparente de su rostro. El de Matemáticas le mantuvo la mirada sin que pareciera
poner especial atención, después, con una sonrisa en la que había tanto de
ironía amable como de franca benevolencia, dijo, Quizá un día vea otra vez la
tal comedia, puede que consiga descubrir lo que te trae trastornado, supongo
que ahí es donde se encuentra el origen del mal. Tertuliano Máximo Afonso se
estremeció de pies a cabeza, pero, en medio de la confusión, en medio del
pánico, logró dar una respuesta plausible, No te esfuerces, lo que me trae
trastornado, por usar tu palabra, es una relación de la que no sé cómo salir,
si alguna vez, en tu vida, te encontraste en situación semejante, sabrás lo
que se siente, y ahora me voy a clase, que ya estoy retrasado, Si no te
importa, y aunque en la historia del lugar haya por lo menos un antecedente
peligroso te acompaño hasta la esquina del pasillo, dijo el de Matemáticas,
quedando ya solemnemente prometido que no repetiré el imprudente gesto de
ponerte la mano en el hombro, Así son las cosas, hoy hasta puede suceder que
no me importe, Soy yo quien no quiero correr riesgos, tienes todo el aspecto de
estar con las pilas cargadas al máximo. Ambos rieron, sin ninguna reserva el
profesor de Matemáticas, esforzadamente Tertuliano Máximo Afonso, en cuyos
oídos todavía resonaban las palabras que le hicieron entrar en pánico, la peor
de las amenazas que en estos momentos alguien le puede hacer. Se separaron en
la esquina del pasillo y cada uno fue a su destino. La aparición del profesor
en el aula de Historia hizo perder a los alumnos una agradable ilusión que el
retraso había propiciado, la de que hoy no hubiese clase. Incluso antes de
sentarse Tertuliano Máximo Afonso anunció que en tres días, luego el próximo
jueves, habría un nuevo y último trabajo escrito, Quedan informados de que se
trata de un ejercicio decisivo para la definición final de las notas, dijo, ya
que no pretendo hacer exámenes orales durante las dos semanas que faltan para
acabar el año lectivo, además, el tiempo de esta clase y de las dos siguientes
se dedicará exclusivamente a repasar las materias dadas, de modo que puedan
presentarse con las ideas frescas el día del ejercicio. El exordio fue bien acogido
por la parte imparcial de la clase, era patente, gracias a Dios, que Tertuliano
no pretendía hacer más sangre que la que no se pudiera evitar. De ahí en
adelante toda la atención de los alumnos estará puesta en el énfasis con que el
profesor vaya tratando cada una de las materias del curso, porque, si la lógica
de los pesos y medidas es realmente cosa humana y la suerte a favor uno de sus
factores variables, tales mudanzas de intensidad comunicativa podrían estar
preanunciando, sin que él se diera cuenta de la inconsciente revelación, la
elección de los temas de que constará el ejercicio. Si es bastante conocido que
ningún ser humano, incluyendo los que han alcanzado las edades que llamamos
de senectud, puede subsistir sin ilusiones, esa extraña enfermedad psíquica
indispensable para una vida normal, qué no diríamos entonces de estas
muchachitas y de estos muchachos que después de haber perdido la ilusión de que
hoy no hubiera clase ahora se empeñan en alimentar otra ilusión mucho mas
problemática, la de que el ejercicio del jueves pueda ser para cada uno, y por
tanto para todos, el puente dorado por donde triunfalmente transitarán al año
siguiente. La clase estaba a punto de terminar cuando un bedel llamó a la
puerta y entró para decirle al profesor Tertuliano Máximo Afonso que el
director le rogaba que tuviera la gentileza de pasar por su despacho en cuanto
terminase. La exposición que estaba realizando, sobre un tratado cualquiera,
fue despachada en dos minutos, y tan por las ramas que Tertuliano Máximo Afonso consideró que debía decir, No se preocupen
mucho de esto porque no va a salir en el examen. Los alumnos intercambiaron
miradas de entendimiento cómplice, de las cuales fácilmente se desprendía que
sus ideas sobre las valoraciones del énfasis se habían visto confirmadas en un
caso en que, más que el significado de las palabras, contó el tono displicente
con que fueron pronunciadas. Poquísimas veces una clase llegó al final con tal
ambiente de concordia.
Tertuliano Máximo Afonso
guardó los papeles en la cartera y salió. Los pasillos se llenaban rápidamente
de estudiantes que aparecían de todas las puertas charlando ya de asuntos que
nada tenían que ver con lo que les fue enseñado un minuto antes, aquí y allí
un profesor trataba de pasar desapercibido en el encrespado mar de cabezas que
por todos lados le rodeaba y, esquivando los escollos que le iban surgiendo,
se escabullía hacia su puerto de abrigo natural, la sala. Tertuliano Máximo
Afonso atajó camino a la parte del edificio donde se encontraba el despacho del
director, se detuvo para prestar atención a la profesora de Literatura que le
cortaba el paso, Nos hace falta un buen diccionario de expresiones coloquiales,
decía sujetándolo por la manga de la chaqueta, Más o menos, todos los
diccionarios generales suelen recogerlas, recordó él, Sí, pero no de manera
sistemática y analítica ni con ambición de agotar un tema, registrar eso de
amarrar el burro, por ejemplo, y decir lo que significa, no bastaría, sería necesario
ir más allá, identificar en los diversos componentes de la expresión las
analogías, directas e indirectas, con el estado de espíritu que se quiera representar,
Tiene toda la razón, respondió el profesor de Historia, más para ser agradable
que porque realmente le interesara el tema, y ahora le pido que me disculpe,
tengo que irme, el director me ha llamado, Vaya, vaya, hacer esperar a Dios es
el peor de los pecados. Tres minutos después Tertuliano Máximo Afonso llamaba
a la puerta del despacho, entró cuando la luz verde se encendió, dio los
buenos días y recibió otros, se sentó a la señal del director y esperó. No
sentía ninguna presencia intrusa, astral o de otro tipo. El director apartó
los papeles que tenía sobre la mesa y dijo, sonriente, He pensado mucho en
nuestra última conversación, aquella sobre la enseñanza de la Historia, y he
llegado a una conclusión, Cuál, director, Pedirle que nos haga un trabajo en
las vacaciones, Qué trabajo, Evidentemente podrá responderme que las vacaciones
son para descansar y que es todo menos razonable pedirle a un profesor,
acabadas las clases, que siga ocupándose de los asuntos del instituto, Sabe
perfectamente, director, que no lo diría con esas palabras, Me lo diría con
otras que significarían lo mismo, Sí, aunque, hasta este momento, no he
pronunciado ninguna, ni unas ni otras, de modo que debo rogarle que acabe de
exponer su idea, Pienso que podríamos intentar convencer al ministerio, no dar
la vuelta de campana al programa, que eso sería demasiado, el ministro no es
persona de revoluciones, pero estudiar, organizar y poner en práctica una
pequeña experiencia, una experiencia piloto, limitada, para comenzar, a una
escuela y a un número reducido de estudiantes, preferentemente voluntarios,
donde las materias históricas fuesen estudiadas desde el presente hacia el
pasado en vez de ser del pasado al presente, en fin, la tesis que viene
defendiendo desde hace tanto tiempo y de cuya bondad tuve el gusto de ser
convencido por usted, Y ese trabajo que me quiere encargar, en qué consistiría,
preguntó Tertuliano Máximo Afonso, En que elabore una propuesta fundamentada
para enviar al ministerio, Yo, director, No es por lisonjearlo pero, la
verdad, no encuentro en nuestro instituto persona más habilitada para hacerlo,
ha demostrado que viene reflexionando mucho sobre el asunto, que tiene ideas
claras, realmente me daría una gran satisfacción si aceptase la tarea, se lo
digo con total sinceridad, y excuso decirle que será un trabajo remunerado,
sin duda encontraremos en nuestro presupuesto un capítulo para dotar esta partida,
Dudo de que mis ideas, ya sea en calidad, ya sea en cantidad, la cantidad
también cuenta, como sabe, puedan convencer al ministerio, usted los conoce
mejor que yo, Ay de mí, demasiado, Entonces, Entonces, permítame que insista,
creo que ésta es la mejor ocasión para adoptar una posición ante ellos como
centro capaz de producir ideas innovadoras, Aunque nos manden a paseo, Quizá
lo hagan, quizá archiven la propuesta sin más consideraciones, pero ahí
quedará, alguien, algún día, la retomará, Y nosotros esperaremos a que ese día
llegue, En un segundo tiempo, podremos invitar a otros institutos a que
participen en el proyecto, organizar debates, conferencias, involucrar a los medios
de comunicación, Hasta que el director general le escriba una carta
mandándonos callar, Lamento observar que mi petición no le entusiasma,
Confieso que hay pocas cosas en este mundo que me entusiasmen, pero el problema
no es tanto ése como no saber lo que las próximas vacaciones me reservan, No le
entiendo, Voy a tener que afrontar algunas cuestiones importantes que han
surgido recientemente en mi vida y temo que no me sobre el tiempo ni me ayude
la disposición de espíritu para entregarme a un trabajo que reclamaría de mi
parte una entrega total, Si así es, daremos este asunto por cerrado, Déjeme
pensar un poco más, concédame unos días, me comprometo a darle una respuesta
antes del fin de semana, Puedo esperar que sea positiva, Tal vez, director,
pero no se lo aseguro, Lo veo realmente preocupado, ojalá consiga resolver de
la mejor manera sus problemas, Ojalá, Qué tal la clase, Sobre ruedas, los
alumnos trabajan, Estupendo, El jueves tienen examen, Y el viernes me da la
respuesta, Sí, Piénselo bien, Voy a pensarlo, Supongo que no es necesario que
le diga en quién pienso para conducir la experiencia piloto, Gracias, director.
Tertuliano Máximo Afonso bajó a la sala de profesores, pretendía leer los
periódicos mientras hacía tiempo para el almuerzo. Sin embargo, a medida que
se iba aproximando la hora, comenzó a sentir que no soportaría estar con gente,
que no sostendría otra conversación como la de la mañana, aunque no lo
implicase directamente, aunque transcurriese, desde principio a fin, sobre
inocentes expresiones coloquiales, como amarrar el burro, andar moqueando o que
el gato se haya comido la lengua. Antes de que sonase el timbre, salió y se fue
a almorzar a un restaurante. Volvió al instituto para dar su segunda clase, no
habló con nadie y cuando la tarde caía estaba ya en casa. Se tumbó en el sofá,
cerró los ojos, intentó dejar vacío de pensamientos el cerebro, dormir si lo
consiguiera, ser como una piedra que se queda donde cae, pero ni el enorme
esfuerzo mental que hizo para concentrarse en la petición del director logró borrar
la sombra con que tendría que vivir hasta que llegara respuesta a la carta que
había escrito con el nombre de María Paz.
Esperó
casi dos semanas. Mientras tanto, dio clases, llamó dos veces a la madre,
preparó el examen del jueves y esbozó el que tenía que realizar a los alumnos
de otra clase, el viernes informó al director de que aceptaba su amable
invitación, el fin de semana no salió de casa, habló por teléfono con María
Paz para saber cómo estaba y si ya había recibido respuesta, atendió una
llamada del colega de Matemáticas que quería saber si tenía problemas, terminó
la lectura del capítulo sobre los amorreos y pasó a los asirios, vio un
documental sobre las glaciaciones en Europa y otro sobre los antepasados
remotos del hombre, pensó que este momento de su vida podría dar para una
novela, pensó que serían trabajos vanos porque nadie creería semejante
historia, volvió a telefonear a María Paz, pero con una voz tan desmayada que
ella se preocupó y le preguntó si le podía ayudar en algo, le dijo que viniese
y ella vino, y se acostaron, y luego salieron a cenar, y al día siguiente fue
ella quien le telefoneó para decirle que la respuesta de la productora había
llegado, Te estoy llamando desde el banco, si quieres pasa por aquí, o yo te la
llevo luego, cuando salga. Temblando por dentro, sacudido por la emoción,
Tertuliano Máximo Afonso consiguió reprimir en el último instante la interrogación
que en ningún caso le convendría hacer, La has abierto, y esto le hizo demorar
dos segundos la respuesta terminante con que disiparía cualquier duda que
existiera sobre si estaba o no dispuesto a compartir con ella el conocimiento
del contenido de la carta, Voy yo. Si María Paz había imaginado una
enternecedora escena doméstica en la que se viese a sí misma escuchando la
lectura mientras bebía a pequeños sorbos el té que ella misma hubiera
preparado en la cocina del hombre amado, ya podía quitarse esa idea. La vemos
ahora, sentada ante su pequeña mesa de empleada bancaria, con la mano aún
sobre el teléfono que acaba de colgar, el sobre de formato oblongo ante sí y
dentro la carta que su honestidad no le permite leer porque no le pertenece,
aunque a su nombre haya sido dirigida. Todavía no ha pasado una hora cuando
Tertuliano Máximo Afonso entra a toda prisa en el banco y pide hablar con María
Paz. Allí nadie le conoce, nadie sospecharía que tuviese negocios de corazón
y secretos oscuros con la joven que se acerca al mostrador. Lo había visto ella
desde el fondo de la gran sala donde tiene su puesto de trabajadora de los
números, por eso ya trae la carta en la mano, Aquí la tienes, dice, no se
saludaron, no se desearon el uno al otro buenas tardes, no dijeron hola cómo
estás, nada de eso, había una carta para entregar y ya está entregada, él dice,
Hasta luego, después te llamo, y ella, cumplida la parte que le cupo en las
operaciones de distribución postal urbana, regresa a su lugar, indiferente a
la atención interesada de un colega de más edad que hace tiempo estuvo
rondándola sin resultado y que a partir de ahí, por despecho, la tiene siempre
controlada. En la calle, Tertuliano Máximo Afonso camina rápidamente, casi
corre, dejó el coche en un aparcamiento subterráneo a tres manzanas de
distancia, no lleva la carta en la cartera sino en un bolsillo interior de la
chaqueta por miedo de que se la pueda arrebatar algún pequeño díscolo
desencaminado, como tiempos atrás se llamaba a los mozalbetes criados en el
libertinaje de la calle, luego ángeles de cara sucia, después rebeldes sin causa,
hoy delincuentes que no se benefician de eufemismos ni de metáforas. Se va
diciendo a sí mismo que no abrirá la carta hasta que llegue a casa, que ya
tiene edad para no comportarse como un adolescente ansioso, pero, al mismo
tiempo, sabe que estos sus adultos propósitos se van a evaporar cuando esté
dentro del coche, en la media penumbra del aparcamiento, con la puerta cerrada
defendiéndolo de las mórbidas curiosidades del mundo. Tardó en encontrar el
sitio donde dejó el automóvil, lo que agravó el estado de angustia nerviosa
que ya traía, parecía el pobre hombre, mal comparado, un perro abandonado en
medio del desierto, mirando perdido a un lado y a otro, sin ningún olor
conocido que lo guíe a casa, El nivel es éste, de eso estoy seguro, pero verdaderamente
no lo estaba. Por fin encontró el coche, tres veces había estado a media docena
de pasos sin verlo. Entró rápidamente como si estuviera siendo perseguido,
cerró la puerta y bajó el seguro, encendió la luz interior. Tiene el sobre en
las manos, finalmente, es el momento de conocer lo que trae dentro, así como el
comandante de navío, alcanzado el punto en que las coordenadas se cruzan, abre
la carta sellada para saber qué rumbo tendrá que seguir de ahí en adelante. Del
sobre salen una fotografía y una cuartilla. La fotografía es de Tertuliano
Máximo Afonso, pero tiene la firma de Daniel Santa-Clara bajo las palabras Muy
cordialmente. En cuanto al papel, además de informar de que Daniel Santa-Clara
es el nombre artístico del actor Antonio Claro añade, adicionalmente y a
título excepcional, la dirección de su residencia particular, En atención a la
consideración especial que su carta nos ha merecido, así está escrito. Tertuliano
Máximo Afonso recuerda los términos en que la redactó y se felicita por la
brillante idea de sugerir a la productora la realización de un estudio acerca de la importancia de los actores secundarios,
Lancé el barro a la pared y se quedó pegado, murmuró, al mismo tiempo que se
daba cuenta, sin sorpresa, de que su espíritu recuperaba la calma antigua, de
que su cuerpo está distendido, ningún vestigio de nerviosismo, ninguna señal de
angustia, el afluente desembocó simplemente en el río, el caudal de éste
aumentó, Tertuliano Máximo Afonso sabe ahora qué rumbo debe tomar. Sacó de la
guantera un plano de la ciudad y buscó la calle donde Daniel Santa-Clara vive.
Está en un barrio que no conoce, por lo menos no se acuerda de haber pasado
nunca, y para colmo está lejos del centro, como acaba de comprobar en el mapa
desdoblado sobre el volante. No importa, tiene tiempo, tiene todo el tiempo del
mundo. Salió para pagar el aparcamiento, volvió al coche, apagó la luz del
techo y arrancó. Su objetivo, como fácilmente se adivina, es la calle donde
vive el actor. Quiere ver el edificio, mirar desde abajo su piso, las ventanas,
qué tipo de gente habita el barrio, qué ambiente, qué estilo, qué modos. El
tráfico es denso, los automóviles se mueven con exasperante lentitud, pero
Tertuliano Máximo Afonso no se impacienta, no hay peligro de que la calle
adonde se dirige mude de lugar, es prisionera de la red viaria de la ciudad que
por todas partes la cerca, como muy bien se puede confirmar en este mapa.
Durante la espera ante un semáforo rojo, mientras Tertuliano Máximo Afonso
acompañaba con toques rítmicos de los dedos en el aro del volante una canción
sin palabras, el sentido común entró en el coche. Buenas tardes, dijo, No te
he llamado, respondió el conductor, Realmente no recuerdo que ninguna vez me
hayas pedido que viniera, Lo haría si no conociese de antemano tus discursos,
Como hoy, Sí, vas a decirme que lo piense bien, que no me meta en esto, que es
una imprudencia de marca mayor, que nada me garantiza que el diablo no esté
detrás de la puerta, la cháchara de siempre, Pues esta vez te equivocas, lo
que vas a hacer no es una imprudencia, es una estupidez, Una estupidez, Sí
señor, una estupidez, y de las gordas, No veo por qué, Es lógico, una de las
formas secundarias de la ceguera de espíritu es precisamente la estupidez,
Explícate, No es necesario que me digas que vas a la calle donde vive tu Daniel
Santa-Clara, es curioso, el gato tenía el rabo fuera y no te has dado cuenta,
Qué gato, qué rabo, déjate de adivinanzas y ve derecho al grano, Es muy
simple, del apellido Claro se sacó el seudónimo Santa-Clara, No es un
seudónimo, es un nombre artístico, Ya, el otro tampoco quiso la vulgaridad
plebeya del seudónimo, le puso heterónimo, Y de qué me serviría haber visto el
rabo del gato, Reconozco que no de mucho, de la misma manera tendrías que
buscar, pero, yendo a los Claro de la lista telefónica acabarías acertando, Ya
tengo lo que me interesa, Y ahora vas a la calle donde vive, vas a ver el
edificio, el piso donde vive, las ventanas, qué tipo de gente habita el barrio,
qué ambiente, qué estilo, qué modos, fueron éstas, si no me equivoco, tus
palabras, Sí, Imagínate ahora que cuando estés mirando las ventanas
aparece en una de ellas la mujer del tal actor, en fin, hablemos con respeto,
la esposa de ese Antonio Claro, y te pregunta por qué no subes, o entonces,
peor aún, aprovecha para pedirte que vayas a la farmacia y le compres una caja
de aspirinas o un jarabe para la tos, Qué disparate, Si te parece disparate,
imagina ahora que alguien pase y te salude, no como este Tertuliano Máximo
Afonso que eres, sino como el Antonio Claro que nunca serás, Otro disparate,
Pues, si también esta posibilidad es disparatada, imagina que cuando estás en
la acera mirando a las ventanas o estudiando el estilo de los habitantes te
topas de frente, en carne y hueso, con Daniel Santa-Clara, y los dos quedáis
mirándoos igual que dos perros de porcelana, cada uno como reflejo del otro,
pero un reflejo diferente, pues éste, al contrario de lo que hace el espejo,
mostraría el izquierdo donde está el izquierdo y el derecho donde está el
derecho, tú cómo reaccionarías si eso sucediese. Tertuliano Máximo Afonso no
respondió en seguida, permaneció en silencio dos o tres minutos, después dijo,
La solución será no salir del coche, Incluso así, si yo estuviese en tu lugar
no me fiaría, objetó el sentido común, puedes tener que parar en un semáforo,
puede haber un embotellamiento, un camión descargando, una ambulancia cargando,
y tú allí en exposición, como un pez en un acuario, a merced de que la
adolescente cinéfila y curiosa que vive en el primer piso de tu mismo edificio
te pregunte cuál va a ser tu próxima película, Qué hago entonces, Eso no lo
sé, no es de mi competencia, el papel del sentido común en la historia de
vuestra especie nunca fue más allá de aconsejar cautela y caldos de gallina,
principalmente en los casos en que la estupidez ya ha tomado la palabra y
amenaza con tomar las riendas de la acción, El remedio sería que me disfrazara,
De qué, No lo sé, tendré que pensarlo, Por lo visto, para ser quien eres, la
única posibilidad que te queda es que te parezcas a otro, Tengo que pensar, Sí,
ya es hora, Siendo así, lo mejor es que vuelva a casa, Si no te importa,
llévame hasta la puerta, luego ya me las arreglaré, No quieres subir, Nunca me
habías invitado, Estoy invitándote ahora, Gracias pero no debo aceptar, Por
qué, Porque tampoco es saludable para el espíritu compartir intimidad con el
sentido común, comer en la misma mesa, dormir en la misma cama, llevarlo al
trabajo, pedirle su aprobación o consentimiento antes de dar un paso, algo
tendréis que arriesgar por cuenta propia, A quién te refieres, A todos
vosotros, al género humano, Me he arriesgado consiguiendo esta carta y en su momento
tú me lo reprochaste, No hay nada de lo que puedas enorgullecerte en el modo
como la conseguiste, apostar en la honestidad de una persona como tú lo
hiciste, es una forma de chantaje bastante repugnante, Me hablas de María Paz,
Sí, te hablo de María Paz, si yo hubiera estado en su lugar abriría la carta,
la leería y te daría con ella en la cara hasta que implorases perdón de
rodillas, Así procede el sentido común, Así debería proceder, Adiós, hasta
otro día, voy a pensar en mi disfraz, Cuanto más te disfraces más te parecerás
a ti mismo. Tertuliano Máximo Afonso encontró un sitio libre casi en la puerta
del edificio donde vivía, aparcó el coche, recogió el mapa y el callejero, y
salió. En la acera del otro lado de la calle, había un hombre con la cabeza
levantada, mirando los pisos altos de enfrente. No tenía ninguna semejanza de
cara o figura, su presencia allí no pasaba de una casualidad, pero Tertuliano
Máximo Afonso sintió un escalofrío en la espina dorsal al pasársele por la
cabeza, no lo pudo evitar, la enfermiza imaginación tuvo más fuerza que él, la
posibilidad de que Daniel Santa-Clara anduviese en su busca, yo a ti, tú a mí.
Luego empujó la incómoda fantasía, Estoy viendo fantasmas, el tipo ni siquiera
sabe que existo, la verdad, no obstante, es que le temblaban las rodillas
cuando entró en casa y se dejó caer exhausto en el sofá. Durante unos minutos
estuvo inmerso en una especie de sopor, ausente de sí mismo, como un corredor
de maratón cuya fuerza se agota de súbito al pisar la línea de llegada. De la
energía tranquila que lo animaba al salir del aparcamiento y, luego, cuando
conducía el automóvil hacia un destino que acabó viéndose frustrado, no le
quedaba nada más que un recuerdo difuso, como algo no realmente vivido, o que
lo fue por esa parte de sí que ahora estaba ausente. Se levantó con dificultad,
las piernas le parecían extrañas, como si perteneciesen a otra persona, y fue
a la cocina a hacerse un café. Lo bebió a sorbos vagarosos, consciente del
calor reconfortante que le bajaba por la garganta hasta el estómago, después
lavó la taza y el plato, y volvió a la sala. Todos sus gestos eran meditados,
lentos, como si estuviese ocupado en manipular sustancias peligrosas en un
laboratorio de química, aunque no tenía nada más que hacer que abrir la guía
telefónica en la letra C y confirmar las informaciones que constaban en la
carta. Y después, qué hago, se preguntó, mientras iba pasando las páginas
hasta encontrar. Había muchos Claro, pero los Antonio no eran más allá de media
docena, aquí estaba, finalmente, lo que tanto trabajo le había costado, tan
fácil que lo podía haber hecho cualquier persona, un nombre, un domicilio, un
número de teléfono. Copió los datos en un papel y repitió la pregunta, Y ahora,
qué hago. En un acto reflejo, posó la mano derecha en el auricular, allí la dejó
mientras releía una vez y otra lo que había apuntado, después la retiró, se
levantó y dio una vuelta por la casa, discutiendo consigo mismo que lo más
sensato sería dejar el asunto hasta después de acabados los exámenes, de esa
manera tendría que habérselas con una preocupación menos, infelizmente se
había comprometido con el director del instituto para redactar el proyecto de
propuesta sobre la enseñanza de la Historia, no podía escapar a esa obligación,
Día antes o día después no tendré más remedio que ponerme a trabajar en algo a
lo que nadie va a hacer caso, fue una rematada estupidez aceptar el encargo,
sin embargo, no merecía la pena fingir que estaba engañándose a sí mismo, pareciendo que admitía la posibilidad de posponer
para después del trabajo del instituto el primer paso en el camino que lo
conducirá a Antonio Claro, ya que Daniel Santa-Clara, en rigor no existe, es
una sombra, un títere, un bulto variable que se agita y habla dentro de una
cinta de vídeo y que regresa al silencio y a la inmovilidad cuando se acaba el
papel que le enseñaron, mientras que el otro, ese Antonio Claro, es real,
concreto, tan consistente como Tertuliano Máximo Afonso, el profesor de
Historia que vive en esta casa y cuyo nombre puede ser encontrado en la letra A
de la guía telefónica, por mucho que algunos afirmen que Afonso no es
apellido, sino nombre propio. Tertuliano Máximo Afonso está otra vez sentado
frente a su escritorio, tiene el papel con las notas tomadas delante, tiene la
mano derecha de nuevo sobre el auricular, da idea de que se ha decidido
finalmente a telefonear, pero cuánto tarda en resolver este hombre, qué vacilante,
qué irresoluto nos ha salido, nadie diría que es la misma persona que no hace
muchas horas casi arranca la carta de las manos de María Paz. En un repente,
sin pensar, como única manera de vencer la cobardía paralizante, el número fue
marcado. Tertuliano Máximo Afonso escucha el tono, una vez, dos veces, tres,
muchas, y en el momento en que va a colgar, pensando, con mitad de alivio y
mitad de decepción, que no hay nadie para atender, una mujer, jadeante como si
hubiese venido corriendo desde el otro extremo de la casa, dijo simplemente,
Diga. Una súbita contracción muscular constriñó la garganta de Tertuliano
Máximo Afonso, la respuesta tardó, dio tiempo a que la mujer repitiese,
impaciente, Diga, quién es, por fin el profesor de Historia consiguió
pronunciar tres palabras, Buenas tardes, señora, pero la mujer, en lugar de
responder con el tono reservado que se utiliza con un desconocido del que para
colmo no se puede ver la cara, dijo con una sonrisa que se palpaba en cada palabra,
Si quieres disimular, no te esfuerces, Disculpe, balbuceó Tertuliano Máximo
Afonso, sólo quería pedirle una información, Qué información puede querer una
persona que sabe todo de la casa donde ha llamado, Lo que quería saber es si
vive ahí el actor Daniel Santa-Clara, Querido señor, yo me encargaré de
comunicar al actor Daniel Santa-Clara, cuando llegue, que Antonio Claro ha
llamado preguntando si los dos viven aquí, No comprendo, comenzó a decir
Tertuliano Máximo Afonso para ganar tiempo, pero la mujer se adelantó abruptamente,
No te reconozco, no sueles bromear así, di de una vez lo que quieres, el rodaje
se ha retrasado, es eso, Disculpe, señora, aquí hay una equivocación, yo no me
llamo Antonio Claro, No es mi marido, preguntó ella, Sólo soy una persona que
deseaba saber si el actor Daniel Santa-Clara vive en esa casa, Por la respuesta
que le he dado ya sabe que sí vive, Sí, pero el modo como lo ha dicho me ha
dejado confuso, desconcertado, No fue mi intención, creí que era una broma de
mi marido, Puede tener la certeza de que no soy su marido, Me cuesta trabajo
creerlo, Que yo no sea su marido, Me refiero a la voz, su voz es
exactamente igual que la de él, Es una coincidencia, No hay coincidencias de
éstas, dos voces, como dos personas, pueden ser más o menos semejantes, pero
iguales hasta ese punto, no, Quizá no pase de una impresión suya, Cada palabra
está llegándome como si saliese de su boca, Realmente cuesta creerlo, Me dice
su nombre para darle el recado cuando llegue, Déjelo, no merece la pena,
además su marido no me conoce, Es un admirador, No precisamente, Incluso así,
él querrá saberlo, Llamaré otro día, Pero, oiga. La comunicación fue cortada,
lentamente Tertuliano Máximo Afonso había colgado el teléfono.
Los días fueron pasando y
Tertuliano Máximo Afonso no telefoneó. Estaba satisfecho de la manera de
conducir la conversación con la mujer de Antonio Claro, se sentía por tanto con
confianza suficiente para volver a la carga, pero, pensándolo bien, decidió
optar por el silencio. Por dos razones. La primera porque se percató de que le
agradaba la idea de alargar y aumentar la atmósfera de misterio que su llamada
debió de haber creado, se divertía imaginando el diálogo entre el marido y la
mujer, las dudas de él sobre la supuesta igualdad absoluta de dos voces, la
insistencia de ella en que nunca las habría confundido si esa igualdad no
existiese, Ojalá estés en casa cuando llame, lo apreciarás por ti mismo, diría
ella, y él, Si es que telefonea, lo que pretendía saber ya se lo dijiste, que
vivo aquí, Sin olvidar que preguntó por Daniel Santa-Clara, y no por Antonio
Claro, Eso sí que es extraño. La segunda y más fuerte razón fue haber
considerado definitivamente justificada su anterior idea sobre las ventajas de
despejar el terreno antes de dar el segundo paso, es decir, esperar que acaben
las clases y los exámenes para, con la cabeza tranquila, trazar nuevas estrategias de aproximación
y cerco. Es cierto que le espera la aborrecible tarea que el director le ha
encargado, pero, en los casi tres meses de vacaciones que tiene por delante, ha
de encontrar un hueco de tiempo y la indispensable disposición de espíritu
para los estudios áridos. Cumpliendo la promesa realizada, es hasta probable
que decida pasar unos días, pocos, con la madre, con la condición, por
supuesto, de descubrir la forma segura de confirmar su casi certeza de que el
actor y la mujer no se irán de vacaciones tan pronto, basta recordar la
pregunta que hizo ella cuando creía que hablaba con el marido, Se ha retrasado
el rodaje, es eso, para concluir, a + b, que Daniel Santa-Clara está
participando en una nueva película, y que, si su carrera está en fase ascendente,
como La diosa del escenario demostraba, su tiempo de ocupación profesional
excederá en mucho, por razones de necesidad, al que le exigía el de poco más
que figurante que era en sus principios. Las razones de Tertuliano Máximo
Afonso para retrasar la llamada son, por tanto, como acaba de verse, convincentes
y sustantivas. Pero no lo obligan, ni condenan, a la inactividad. Su idea de
ver la calle donde vive Daniel Santa-Clara, pese al revés de aquel cubo de
agua fría que le arrojó el sentido común, no había sido descartada. Consideraba
Tertuliano Máximo Afonso que esa observación, digamos que prospectiva, sería
indispensable para el éxito de las operaciones siguientes porque se
constituiría en un tomar el pulso, algo parecido, en las guerras clásicas o
pasadas de moda, al envío de una patrulla de reconocimiento con la misión de
evaluar las fuerzas del enemigo. Felizmente para su seguridad, no se le fueron
de la memoria los providenciales sarcasmos del sentido común acerca de los más
que probables efectos de una comparecencia a cara descubierta. Es cierto que
se podría dejar crecer el bigote y la barba, cabalgar sobre la nariz unas
gafas oscuras, colocar una gorra en la cabeza, pero, excluyendo la gorra y las
gafas, que son cosas de poner y quitar, tenía la certeza de que los ornamentos
pilosos, la barba y el bigote, ya sea por caprichosa decisión de la
productora, ya sea por modificación de última hora en el guión, comenzarían, en
ese mismo instante, a crecer en la cara de Daniel Santa-Clara. Por
consiguiente, el disfraz, indudablemente forzoso, tendría que recurrir a los
postizos de todos los enmascaramientos antiguos y modernos, no sirviendo
contra esta incontestable necesidad los temores que experimentó el otro día,
cuando se puso a imaginar las catástrofes que podrían sucederle si, así
disimulado, hubiese ido a la empresa a pedir información sobre el actor
Santa-Clara. Como todo el mundo, sabía de la existencia de establecimientos
especializados en la venta y alquiler de trajes, aderezos y toda la restante
parafernalia indispensable tanto para las artes del fingimiento escénico como
para los proteiformes avatares del oficio de espía. La posibilidad de ser
confundido con Daniel Santa-Clara en el momento de la compra sólo sería tomada
seriamente en consideración si fuesen los
propios actores los que anduvieran por ahí comprando postizos de barba, bigote
y cejas, pelucas y peluquines, parches para ojos falsamente ciegos, verrugas
y lunares, rellenos internos para dilatar las mejillas, almohadillas de todo
tipo y para ambos sexos, por no hablar de las cosméticas capaces de fabricar
variaciones cromáticas a voluntad del consumidor. No faltaría más. Una
productora de cine que se precie deberá tener en sus almacenes todo cuanto
necesite, si algo le falta lo comprará, y, en caso de dificultades
presupuestarias, o simplemente porque no valga la pena, entonces se alquilará,
que no por eso se le caerán los anillos. Honestas amas de casa han empeñado las
mantas y los abrigos cuando llegaban los primeros calores de la primavera y no
por eso su vida merece menos respeto de la sociedad, que tiene obligación de
saber lo que es necesidad. Hay dudas de que lo que acaba de ser escrito, desde
la palabra Honestas hasta la palabra necesidad, haya sido obra efectiva del
pensamiento de Tertuliano Máximo Afonso, pero representando éstas, y las que
entre una y otra se pueden leer, la más santa y pura de las verdades, malo
sería dejar pasar la ocasión. Lo que finalmente nos debe tranquilizar,
aclarados ya los pasos que se darán, es la certeza de que Tertuliano Máximo
Afonso puede acercarse sin ningún recelo a la tienda de disfraces y aderezos,
elegir y comprar el modelo de barba que mejor le vaya a su cara, observando,
eso sí, la cláusula incondicional de que una sotabarba de esas que van de un
lado a otro de la cara, pasando por debajo de la barbilla, aunque lo transformase
en un árbitro de la elegancia, tendría que ser finalmente rechazada, sin
regateos ni cesión a las tentaciones de una reducción de precio, pues el diseño
de oreja a oreja y la relativa cortedad del pelo, sin hablar de la desnudez
del labio superior, dejarían poco menos que a la luz cruda del día las
facciones que justamente se pretenden llevar ocultas. Por orden inversa de
razones, o sea, porque llamaría demasiado la atención de los curiosos, también
deberá excluirse cualquier especie de barba larga, incluso las que no
pertenecen al tipo apostólico. Lo conveniente será, por tanto, una barba cerrada,
abundante, aunque tirando más a corta que a larga. Tertuliano Máximo Afonso
pasará horas haciendo experimentos ante el espejo del cuarto de baño, pegando y
despegando la finísima película en que los pelos se encuentran implantados,
ajustándola con precisión a las patillas naturales y a los contornos de los
maxilares, de las orejas y de los labios, aquí en especial, porque tendrán que
moverse para hablar y hasta, quién sabe, para comer, o, por qué no, para besar.
Cuando miró por primera vez su nueva fisonomía sintió un fortísimo impacto interior,
esa íntima e insistente palpitación nerviosa del plexo solar que tan bien
conoce, pero el choque no es el resultado, simplemente, de verse distinto del
que era antes, mas sí, y esto es mucho más interesante teniendo en cuenta la
peculiar situación en que ha vivido durante los últimos tiempos, una
conciencia también distinta de sí mismo, como si, finalmente, hubiese
acabado de encontrarse con su propia y auténtica identidad. Era como si, por
aparecer diferente, se hubiera vuelto más él mismo. Tan intensa fue la
impresión del choque, tan extrema la sensación de fuerza que se apoderó de el, tan exaltada la incomprensible alegría
que lo invadió, que una necesidad angustiosa de conservar la imagen le hizo
salir de casa, usando de todas las cautelas para no ser visto, y dirigirse a un
establecimiento fotográfico lejos del barrio donde vive, para que le saquen
una foto. No quería sujetarse a la mal estudiada iluminación y a los maquinismos
ciegos de un fotomatón, quería un retrato cuidado, que le gustase guardar y
contemplar, una imagen de la que pudiera decirse a sí mismo, Éste soy yo. Pagó
una tasa de urgencia y se sentó a esperar. Al empleado que le sugirió que se
diese una vuelta, para entretener el tiempo, Todavía tardará un poco, le respondió
que no, que prefería esperar allí, e innecesariamente añadió, Es para regalar.
De vez en cuando se llevaba las manos a la barba, como si se la atusara,
certificaba por el tacto que todo parecía estar en su lugar y regresaba a las
revistas de fotografía que estaban expuestas en una mesa. Cuando salió llevaba
con él media docena de retratos de tamaño medio, que ya había decidido
destruir para no tenerse que ver multiplicado, y la respectiva ampliación.
Entró en un centro comercial próximo, pasó a un servicio, y allí, fuera de
miradas indiscretas, se retiró el postizo. Si alguien vio entrar en el lavabo a
un hombre barbado, difícilmente será capaz de jurar que sea éste, de cara
rapada que acaba de salir cinco minutos después. En general, de un hombre con
barba no se repara en lo que lleva encima, y aquel sobre eventualmente delator
que antes portaba en la mano, ahora está escondido entre la chaqueta y la
camisa. Tertuliano Máximo Afonso, hasta estos días pacífico profesor de
Historia de enseñanza secundaria, demuestra estar dotado de suficiente talento
para el ejercicio de cualquiera de estas dos actividades profesionales, o la
de disfrazado delincuente, o la del policía que lo investiga. Demos tiempo al
tiempo, y sabremos cuál de las dos vocaciones prevalecerá. Cuando llegó a casa
comenzó por quemar en el fregadero los seis duplicados pequeños de la
fotografía ampliada, hizo correr agua que arrastró las cenizas por el desagüe,
y, después de contemplar complaciente su nueva y clandestina imagen, la
restituyó al sobre, que escondió en una balda de la estantería, tras una
Historia de la Revolución Industrial que nunca había leído.
Algunos días más transcurrieron, el año lectivo
llegó a su fin con el último examen y las notas en la última pauta de clasificaciones,
el colega de Matemáticas se despidió, Me voy de vacaciones, pero después, si
necesitas algo, llámame, y ten cuidado, mucho cuidado, el director le recordó,
No se olvide de lo que concertamos, cuando regrese de las vacaciones le llamo
para saber cómo va el trabajo, si decide salir de la ciudad, también tiene
derecho a descansar, déjeme su número en el contestador. Uno de esos días Tertuliano Máximo Afonso invitó a María Paz a
cenar, le pesaba por fin en la conciencia la incorrección con que se estaba comportando,
sin ni siquiera la delicadeza formal de un agradecimiento, sin una explicación
acerca de los resultados de la carta, aunque fueran inventados. Se encontraron
en el restaurante, ella llegó con un poco de retraso, se sentó en seguida y se
disculpó con la excusa de la madre, nadie diría, mirándolos, que son amantes, o
tal vez se note que lo fueron hasta hace poco tiempo y que todavía no se han
habituado a su nuevo estado de indiferentes el uno para con el otro, o a
parecer que lo son. Pronunciaron algunas frases de circunstancias, Cómo estás,
Qué tal lo has pasado, Mucho trabajo, Yo también, y cuando Tertuliano Máximo
Afonso una vez más dudaba en el rumbo que le convendría dar a la conversación,
ella se anticipó y saltó con los dos pies sobre el asunto, Satisfizo la carta
tus deseos, preguntó, te dio todas las informaciones que necesitabas, Sí, dijo
él, demasiado consciente de que su respuesta era, al mismo tiempo, falsa y
verdadera, A mí, en aquel momento no me dio esa impresión, Por qué, Sería de
esperar que fuera más voluminosa, No entiendo, Si no recuerdo mal, los datos
que requerías eran tantos y tan minuciosos que no podrían caber en una sola
hoja de papel, y dentro del sobre no había más que eso, Y tú cómo lo sabes, lo
abriste, preguntó Tertuliano Máximo Afonso con súbita aspereza y sabiendo
anticipadamente qué respuesta iba a recibir a la gratuita provocación. María
Paz lo miró fijamente a los ojos y le dijo serena, No, y tú tienes obligación
de saberlo, Te pido por favor que me disculpes, me salió de la boca sin pensar,
dijo él, Puedo disculparte, si para ti eso significa algo, pero me temo que no
pueda ir más lejos, Más lejos, dónde, Por ejemplo, olvidar que me has considerado
capaz de abrir una carta que no me viene dirigida, En el fondo de ti misma,
sabes que no es eso lo que pienso, En el fondo de mí misma, sé que no sabes
nada de mí, Si tuviera dudas sobre tu carácter, no te habría pedido que la
carta fuese enviada con tu nombre, Ahí, mi nombre no ha sido nada más que una
máscara, la máscara de tu nombre, la máscara de ti, Te expliqué las razones por
las que consideraba más oportuno el procedimiento que seguimos, Me las
explicaste, Y estuviste de acuerdo, Sí, estuve de acuerdo, Entonces, Entonces,
a partir de ahora, estaré esperando que me muestres las informaciones que dices
que recibiste, y no porque tenga interés en ellas, es simplemente porque creo
que es tu deber mostrármelas, Ahora eres tú quien desconfía de mí, Sí, pero
dejaré de desconfiar si me dices cómo es posible que quepan en una simple hoja
de papel todos los datos que pediste, No me los dieron todos, Ah, no te los
dieron todos, Es lo que te acabo de decir, Pues muéstrame los que tengas. La
comida se enfriaba en los platos, la salsa de la carne se adensaba, el vino
dormía olvidado en las copas y había lágrimas en los ojos de María Paz. Durante
un instante Tertuliano Máximo Afonso pensó que le causaría un alivio
infinito contarle toda la historia desde el comienzo, este extrañísimo,
singular, asombroso y nunca antes visto caso del hombre duplicado, lo
inimaginable convertido en realidad, lo absurdo conciliado con la razón, la
demostración acabada de que a Dios nada le es imposible y que la ciencia de
este siglo es realmente, como dice el otro, tonta. De haberlo hecho, de haber
tenido esa franqueza, sus desconcertantes acciones anteriores se encontrarían
explicadas por sí mismas, incluyendo las que para María Paz habían sido
agresivas, groseras o desleales, o que, simplemente, ofendían al más elemental
sentido común, es decir, casi todas. Así la concordia regresaría, sus errores
y faltas serían perdonados sin condiciones ni reservas, María Paz le pediría
No sigas con esa locura, que puede traer malos resultados, y él respondería Te
pareces a mi madre, y ella preguntaría Ya se lo has contado, y él diría Sólo le
he dado a entender que tenía ciertos problemas, y ella concluiría Ahora que te
has desahogado conmigo, vamos a resolverlo juntos. Son pocas las mesas que
están ocupadas, les asignaron una mesa en una esquina y nadie les presta
particular atención, situaciones como ésta, de parejas que vienen a dirimir
sus conflictos sentimentales o domésticos entre el pescado y la carne o, peor
todavía, porque necesitan de más tiempo, entre el aperitivo y el pagar la
cuenta, forman parte integrante del cotidiano histórico de la hostelería,
modalidad restaurante o casa de comidas. El bien intencionado pensamiento de
Tertuliano Máximo Afonso, tal como apareció, se fue, el camarero se acercó a
preguntar si habían terminado y retiró los platos, los ojos de María Paz están
casi secos, mil veces se ha dicho que es inútil llorar por la leche derramada,
lo malo de este caso es el cántaro que la llevaba, hecho pedazos en el suelo.
El camarero trajo el café y la cuenta que Tertuliano Máximo Afonso pidió, pocos
minutos después estaban en el coche. Te llevo a casa, había dicho él, Pues sí,
si haces el favor, fue su respuesta. No hablaron hasta entrar en la calle
donde vivía María Paz. Antes de llegar a la puerta donde ella iba a bajar,
Tertuliano Máximo Afonso estacionó el coche junto a la acera y apagó el motor.
Sorprendida por el inopinado gesto, le miró de reojo, pero siguió callada. Sin
volver la cara, sin mirarla, con voz decidida pero tensa, él dijo, Todo cuanto
en las últimas semanas has oído de mi boca, incluyendo la conversación que
acabamos de mantener en el restaurante, es mentira pero no pierdas el tiempo
preguntando cuál es la verdad porque no puedo responderte, Luego lo que querías
de la productora no eran aclaraciones estadísticas, Exactamente, Presumo que
será inútil por mi parte esperar que me digas el verdadero motivo de tu
interés, Así es, Tendrá que ver con los vídeos, Conténtate con lo que te he
dicho y déjate de preguntas y suposiciones, Preguntas, te puedo prometer que no
haré, pero soy libre para suponer lo que quiera, aunque puedan parecerte
disparates, Es curioso que no te hayas quedado sorprendida, Sorprendida, por
qué, Sabes a qué me refiero, no me obligues
a repetirlo, Más pronto o más tarde tendrías que decírmelo, pero no esperaba
que fuera hoy, Y por qué tendría yo que decírtelo, Porque eres más honesto de
lo que crees, En todo caso, no lo suficiente para contarte la verdad, No creo
que la razón sea la falta de honestidad, lo que te cierra la boca es otra cosa,
El qué, Una duda, una angustia, un temor, Qué te hace pensar así, Haberlo leído
en tu cara, haberlo percibido en tus palabras, Ya te he dicho que mentían,
Ellas, sí, pero no cómo sonaban, Hemos llegado al momento de usar las frases
de los políticos, ni confirmo ni desmiento, Ése es un truco de baja retórica
que no engaña a nadie, Por qué, Porque cualquier persona ve en seguida que la
frase se inclina más hacia la confirmación que hacia el desmentido, Nunca me
había dado cuenta, Yo tampoco, se me ha ocurrido ahora mismo, gracias a ti, No
he confirmado ni el temor, ni la angustia, ni la duda, Pero tampoco los has
desmentido, El momento no es para entretenerse en juegos de palabras, Mejor eso
que tener lágrimas en los ojos ante la mesa de un restaurante, Perdona, Esta
vez no tengo nada que perdonarte, ya sé la mitad de lo que tenía que saber, no
me puedo quejar, Sólo he confesado que era mentira lo que te venía diciendo,
Es la mitad que sé, a partir de ahora espero dormir mejor, Tal vez perdieses
el sueño si conocieras la otra mitad, No me asustes, por favor, Ni hay razón
para eso, tranquilízate, aquí no hay hombre muerto, No me asustes, Sosiégate,
como mi madre suele decir, todo acabará resolviéndose, Prométeme que tendrás
cuidado, Está prometido, Mucho cuidado, Sí, Y que si en todos esos secretos
que no soy capaz de imaginar encuentras algo que me puedas decir, me lo dirías
aunque a ti te pareciera insignificante, Te lo prometo pero, en este caso, lo
que no sea todo es nada, Aun así, esperaré. María Paz se inclinó, dio un beso
rápido en la cara de Tertuliano Máximo Afonso e hizo un movimiento para salir.
Él la sujetó por el brazo y la retuvo, Quédate, vamos a mi casa, ella se
desprendió suavemente y dijo, Hoy no, no podrías darme más de lo que ya me has
dado, Salvo si te cuento lo que falta, Ni siquiera eso, imagínate. Abrió la
puerta, todavía volvió la cabeza para despedirse con una sonrisa y salió. Tertuliano
Máximo Afonso puso en marcha el motor, esperó a que ella entrase en el portal y
después, con gesto cansado, arrancó y se fue a casa, donde, paciente y segura
de su poder, lo estaba esperando la soledad.
Al día siguiente, a
media mañana, partió para el primer reconocimiento del territorio ignoto en el
que vivía Daniel Santa-Clara con su mujer. Llevaba la barba postiza
meticulosamente ajustada a la cara, una gorra para que le hiciera sombra
protectora sobre los ojos, que a última hora decidió no ocultar tras gafas
oscuras porque le daban, con el resto del disfraz, un aire de fuera de la ley
capaz de despertar todas las sospechas de los vecinos y ser objeto de una
persecución policial en regla, con las previsibles secuencias de captura,
identificación y oprobio público. No esperaba una cosecha de resultados especialmente
relevantes de esta excursión, como mucho aprehendería algo del exterior de las
cosas, el conocimiento topográfico de los sitios, la calle, el edificio, y poco
más. Sería el cúmulo de las casualidades presenciar la entrada de Daniel
Santa-Clara en su casa, todavía con restos de maquillaje en el rostro y el
aspecto irresoluto, perplejo, de quien está tardando demasiado en salir de la
piel del personaje que ha interpretado una hora antes. La vida real siempre nos
parece más parca en coincidencias que las novelas y las otras ficciones, salvo
si admitimos que el principio de la coincidencia es el verdadero y el único
regidor del mundo, y en este caso tanto debe valer para lo que se vive como
para lo que se escribe, y viceversa. Durante la media hora que Tertuliano
Máximo Afonso estuvo por allí, deteniéndose a ver escaparates y comprando un
periódico, leyendo después las noticias sentado en la terraza de un café, justo
al lado del edificio, Daniel Santa-Clara no fue visto entrando ni saliendo.
Tal vez descanse en la tranquilidad del hogar con la mujer, y con los hijos,
en caso de haberlos, tal vez, como el otro día, ande ocupado en los rodajes,
tal vez no haya ahora nadie en el piso, los hijos porque se fueron de
vacaciones a casa de los abuelos, la madre porque, como tantas otras, trabaja
fuera de casa, ya sea por querer salvaguardar un estatuto de real o supuesta
independencia personal, ya sea porque la economía casera no puede prescindir
de su contribución material, la verdad es que las ganancias de un actor
secundario, por mucho que éste se esfuerce corriendo de papel pequeño a
pequeño papel, por mucho que la productora que lo mantiene contratado en una
especie de exclusividad táctica tenga a bien utilizarlo, siempre estarán, las
ganancias, subordinadas a la rigidez de criterios de oferta y demanda que nunca
vienen establecidas por las necesidades objetivas del sujeto, sino únicamente
por sus supuestos o verdaderos talentos y habilidades, los que se le hace el
favor de reconocer o los que, con intención reservada y casi siempre negativa,
le son otorgados, sin que nunca se haya pensado que otros talentos y otras
habilidades, menos a la vista, merecerían ser puestos a prueba. Quiere esto
decir que Daniel Santa-Clara quizá pudiera llegar a ser un gran artista si lo
eligiera la fortuna para ser mirado con ojos de ver y un productor sagaz y
amante de riesgos, de esos que si, a veces, les da por deshacer estrellas de
primera grandeza, también a veces, magníficamente, les da por sacarles brillo.
Dar tiempo al tiempo siempre es el mejor remedio para todo desde que el mundo
es mundo, Daniel Santa-Clara todavía es un hombre joven, de cara agradable,
tiene buena figura e innegables dotes de intérprete, no sería justo que se
pasase el resto de la vida desempeñando papeles de recepcionista de hotel u
otros de la misma laya. Todavía no hace mucho que lo hemos visto representando
a un empresario teatral en La diosa del escenario, ya debidamente identificado
en los títulos de crédito,
y eso puede ser un indicio de que comienzan a fijarse en él. Allá dondequiera
que esté, el futuro, aunque no sea una novedad decirlo, le espera. A quien no
le conviene esperar más, bajo pena de dejar grabada en la memoria fotográfica
de los empleados del café la inquietante negrura de su aspecto general, nos
ha faltado mencionar que lleva un traje oscuro, y ahora, debido a la intensa
luz del sol, ha tenido que recurrir a la protección de las gafas, es a
Tertuliano Máximo Afonso. Dejó el dinero en la mesa para no tener que llamar al
camarero y se dirigió a una cabina de la otra acera. Sacó del bolsillo
superior de la chaqueta un papel con el número de la casa de Daniel Santa-Clara
y lo marcó. No quería hablar, sólo saber si alguien respondería, y quién. Esta
vez no acudió una mujer corriendo desde el otro extremo de la casa, tampoco
un niño diciendo Mi mamá no está, ni oyó una voz semejante a la de Tertuliano
Máximo Afonso preguntando Quién es. Ella estará en el trabajo, pensó, y él
seguramente en los rodajes, haciendo de policía de carretera o de empresario
de obras públicas. Salió de la cabina y miró el reloj. Se iba aproximando la
hora del almuerzo, Ninguno de ellos vendrá a casa, dijo, en ese momento pasó
una mujer ante él, no le llegó a ver la cara, atravesaba ya la calle dirigiéndose
al café, daba la impresión de que también se iba a sentar en la terraza, pero
no fue así, prosiguió, anduvo unos cuantos pasos más y entró en el edificio
donde Daniel Santa-Clara vive. Tertuliano Máximo Afonso hizo un gesto de
contenida contrariedad, Seguramente era ella, murmuró, el peor defecto de este
hombre, por lo menos desde que lo conocemos, es el exceso de imaginación,
verdaderamente nadie diría que se trata de un profesor de Historia a quien
sólo los hechos históricos deberían interesar, nada más que por haber visto de
espaldas a una mujer que acaba de pasar ya lo tenemos aquí fantaseando
identidades, para colmo sobre una persona a la que no conoce, a la que nunca ha
visto antes, ni por detrás ni por delante. Justicia debe serle hecha a
Tertuliano Máximo Afonso porque, a pesar de su tendencia al desvarío
imaginativo, todavía consigue, en momentos decisivos, sobreponerse con una
frialdad de cálculo que haría empalidecer de celo profesional al más
encallecido de los especuladores en bolsa. Efectivamente, hay una manera simple,
incluso elemental, aunque como en todas las cosas, es necesario haber tenido la
idea, de saber si el destino de la mujer que entró en el edificio era la casa
de Daniel Santa-Clara, bastará aguardar unos minutos, dar tiempo a que el
ascensor suba al quinto piso donde Antonio Claro vive, esperar todavía que
abra la puerta y entre, dos minutos más para que deje el bolso sobre el sofá y
se ponga cómoda, no sería correcto obligarla a correr como el otro día, que bien
se le notaba en la respiración. El teléfono sonó y sonó, sonó y volvió a sonar,
pero nadie atendió. Finalmente no era ella, dijo Tertuliano Máximo Afonso
mientras colgaba. Ya no tiene nada que hacer aquí, su última acción preliminar de aproximación está concluida, muchas de
las anteriores habían sido absolutamente indispensables para el éxito de la
operación, con otras no habría valido la pena perder el tiempo, pero éstas, al
menos, habían servido para entretener las dudas, las angustias, los temores,
para fingir que marcar el paso era lo mismo que avanzar y que el mejor
significado de retroceder era pensar mejor. Tenía el coche en una calle próxima
y hacia él se encaminaba, su trabajo de espía había terminado, eso era lo que
creíamos, pero Tertuliano Máximo Afonso, qué pensarán ellas, no puede hurtarse
de mirar con ardorosa intensidad a todas las mujeres con las que se cruza, no a
todas exactamente, quedan fuera de campo las demasiado viejas o demasiado
jóvenes para estar casadas con un hombre de treinta y ocho años, Que es la edad
que yo tengo, y por tanto debe ser la edad que él tiene, en este punto, por
así decir, los pensamientos de Tertuliano Máximo Afonso se bifurcaron, unos
para poner en causa la discriminatoria idea subyacente en su alusión a las
diferencias de edad en matrimonios o uniones similares, perfilando así los
prejuicios de consenso social en los que se han generado los fluctuantes
aunque enraizados conceptos de lo propio e impropio, y el resto, a los
pensamientos nos referimos, para controvertir la posibilidad luego aventurada,
es decir, basándose en el hecho de que cada uno es el vivísimo retrato del
otro, según demostraron en su tiempo las pruebas videográficas, el profesor de
Historia y el actor tienen la misma exacta edad en años. Por lo que respecta al
primer ramal de reflexiones, no tuvo Tertuliano Máximo Afonso más remedio que
reconocer que todo ser humano, salvo insalvables y privados impedimentos
morales, tiene derecho a unirse con quien quiera, donde quiera y como quiera,
siempre que la otra parte interesada quiera lo mismo. En cuanto al segundo
ramal pensante, ése sirvió para que resucitara bruscamente en el espíritu de
Tertuliano Máximo Afonso, ahora con mayores motivos, la inquietante cuestión
de saber quién es el duplicado de quién, desplazada por inverosímil la posibilidad
de que ambos hayan nacido, no sólo en el mismo día, sino también en la misma
hora, en el mismo minuto y en la misma fracción de segundo, lo que implicaría
que, aparte de haber visto la luz en el mismo preciso instante, en el mismo
preciso instante habrían conocido el llanto. Coincidencias, sí señor, pero con
la solemne condición de acatar los mínimos de verosimilitud reclamados por el
sentido común. A Tertuliano Máximo Afonso le desasosiega ahora la posibilidad
de que sea él el más joven de los dos, que el original sea el otro y él no pase
de una simple y anticipadamente desvalorizada repetición. Como es obvio, sus
nulos poderes adivinatorios no le permiten distinguir en la bruma del futuro
si eso tendrá alguna influencia en el porvenir, que tenemos todas las razones
para clasificar de impenetrable, pero el hecho de que hubiera sido él el
descubridor del sobrenatural portento que conocemos hizo nacer en su mente,
sin que de tal se hubiese percatado, una especie de conciencia de
primogenitura que en ese momento se está revelando contra la amenaza, como si
un ambicioso hermano bastardo viniese por ahí para apearle del trono. Absorto
en estos poderosos pensamientos, revuelto por estas insidiosas inquietudes,
Tertuliano Máximo Afonso entró con la barba todavía puesta en la calle donde
vive y donde todo el mundo lo conoce, arriesgándose a que alguien se ponga a
gritar de repente que le están robando el coche al profesor y que un vecino decidido
le corte camino con su propio automóvil. La solidaridad, sin embargo, perdió
muchas de sus antiguas virtudes, en este caso es lícito decir que
afortunadamente, Tertuliano Máximo Afonso prosiguió su camino sin
impedimentos, sin que nadie diese muestras de haberle reconocido o al coche
que conducía, dejó el barrio y sus inmediaciones y, ya que la necesidad lo
había convertido en asiduo cliente de centros comerciales, entró en el primero
que le salió al paso. Diez minutos después estaba otra vez fuera, perfectamente
afeitado, salvo lo poquísimo que habían crecido desde la mañana los pelos de su
propia barba. Cuando llegó a casa tenía una llamada de María Paz en el
contestador, nada importante, sólo para saber cómo estaba. Estoy bien, murmuró,
estoy muy bien. Se prometió a sí mismo que le devolvería la llamada por la
noche, pero lo más seguro es que no lo haga, si se decide a dar el paso que
falta, ese que no puede tardar ni una página más, telefonear a Daniel
Santa-Clara.
Puedo
hablar con Daniel Santa-Clara, preguntó Tertuliano Máximo Afonso cuando la
mujer atendió, Supongo que es la misma persona que llamó el otro día, le
reconozco la voz, dijo ella, Sí, soy yo, Su nombre, por favor, No creo que
merezca la pena, su marido no me conoce, Tampoco usted lo conoce a él, y sabe
cómo se llama, Es lógico, él es actor, por tanto una figura pública, Todos
andamos por ahí, más o menos todos somos figuras públicas, lo que difiere es
el número de espectadores, Mi nombre es Máximo Afonso, Un momento. El auricular
fue dejado sobre la mesa, luego otra vez levantado, la voz de ambos se repetirá
como un espejo se repite ante otro espejo, Soy Antonio Claro, qué desea, Me
llamo Tertuliano Máximo Afonso y soy profesor de Historia en la enseñanza
secundaria, A mi mujer le ha dicho que se llamaba Máximo Afonso, Se lo dije
para abreviar, el nombre completo es éste, Muy bien, qué desea, Ya habrá
notado que nuestras voces son iguales, Sí, Exactamente iguales, Así parece, He
tenido repetidas ocasiones de confirmarlo, Cómo, He visto algunas de las películas
en las que ha trabajado en los últimos años, la primera fue una comedia ya
antigua que lleva por título Quien no se amaña no se apaña, la última La diosa
del escenario, supongo que debo de haber visto en total unas ocho o diez,
Confieso que me siento un tanto halagado, no podía suponer que el género de
cine en que durante algunos años no tuve más remedio que participar pudiese
interesar tanto a un profesor de Historia, he de decir, sin embargo, que los
papeles que interpreto ahora son muy diferentes, Tengo una buena razón para
haberlos visto y sobre ella me gustaría hablarle personalmente, Por qué
personalmente, No sólo en las voces nos parecemos, Qué quiere decir, Cualquier
persona que nos viese juntos sería capaz de jurar por su propia vida que somos
gemelos, Gemelos, Sí, más que gemelos, iguales, Iguales, cómo, Iguales,
simplemente iguales, Usted perdone, no lo conozco, ni siquiera puedo estar
seguro de que su nombre sea realmente ése y que su profesión sea la de
historiador, No soy historiador, soy nada más que un profesor de Historia, en
cuanto al nombre, no tengo otro, en la enseñanza no usamos seudónimo, mejor o
peor enseñamos a cara descubierta, Esas consideraciones no vienen al caso,
dejemos la conversación en este punto, tengo que hacer, O sea, no me cree, No
creo en imposibles, Tiene dos marcas en el antebrazo derecho, una al lado de
la otra, longitudinalmente, Las tengo, Yo también, Eso no prueba nada, Tiene
una cicatriz debajo de la rótula izquierda, Sí, Yo también, Y cómo sabe todo
eso si nunca nos hemos encontrado, Para mí ha sido fácil, lo he visto en una
escena de playa, no recuerdo ahora en qué película, había un primer plano, Y
cómo puedo saber que tiene las mismas marcas que yo, la misma cicatriz, Saberlo
depende de usted, Las imposibilidades de una coincidencia son infinitas, Las
posibilidades también, es verdad que las marcas de uno y de otro pueden ser de
nacimiento o aparecer después, con el tiempo, pero una cicatriz es siempre
consecuencia de un accidente que ha afectado a una parte del cuerpo, los dos
tuvimos ese accidente y, con toda probabilidad, en la misma ocasión, Admitiendo
que exista esa semejanza absoluta, fíjese que sólo lo admito como hipótesis,
no veo ninguna razón para que nos encontremos, ni comprendo por qué me ha
telefoneado, Por curiosidad, nada más que por curiosidad, no todos los días se
encuentran dos personas iguales, He vivido toda mi vida sin saberlo, y no me
hace falta, Pero a partir de ahora lo sabe, Haré como que lo ignoro, Le va a
suceder lo mismo que a mí, cuando se mire a un espejo no tendrá la certeza de
si lo que está viendo es su imagen virtual o mi imagen real, Empiezo a pensar
que estoy hablando con un loco, Acuérdese de la cicatriz, si yo estoy loco, lo
más seguro es que lo estemos los dos, Llamaré a la policía, Dudo que este asunto
pueda interesarles a las autoridades policiales, me he limitado a hacer dos
llamadas telefónicas preguntando por el actor Daniel Santa-Clara, a quien no
he amenazado ni insultado, ni le he perjudicado de ninguna manera, pregunto
dónde está mi delito, Nos está molestando a mi mujer y a mí, así que acabemos
con esto, voy a colgar, Está seguro de que no quiere encontrarse conmigo, no
siente por lo menos un poco de curiosidad, No siento curiosidad ni me quiero
encontrar con usted, Es su última palabra, La primera y la última, Siendo así,
debo pedirle disculpas, mis intenciones no eran malas, Prométame que no
volverá a llamar, Lo prometo, Tenemos derecho a nuestra tranquilidad, a la
privacidad del hogar, Así es, Me agrada que esté de acuerdo, De todo esto,
permítame todavía decirlo, sólo tengo una duda, Cuál, Si siendo iguales
moriremos en el mismo instante, Todos los días mueren en el mismo instante personas
que no son iguales ni viven en la misma ciudad, En esos casos se trata sólo de
una coincidencia, de una simple y banal coincidencia, Esta conversación ha
llegado a su fin, no tenemos nada más que decirnos, ahora espero que tenga la
decencia de cumplir su palabra, Le he prometido que no volvería a llamar a su
casa y así lo haré, Muy bien, Le pido una vez más que me disculpe, Está
disculpado. Buenas noches, Buenas noches. Extraña serenidad es la de Tertuliano
Máximo Afonso cuando lo natural, lo lógico, lo humano habría sido, por este
orden de gestos, posar con violencia el auricular, dar un puñetazo en la mesa
para desahogar su justa irritación y luego exclamar con amargura Tanto trabajo
para nada. Semana tras semana delineando estrategias, desarrollando tácticas,
calculando cada nuevo paso, ponderando los efectos del anterior, maniobrando
con las velas para aprovechar los vientos favorables, procedieran de donde
procedieran, y todo esto para llegar al final y pedir humildemente disculpas y
prometiendo, como un niño sorprendido en falta en la despensa, que no lo haría
más. Sin embargo, contra toda expectativa razonable, Tertuliano Máximo Afonso
está satisfecho. En primer lugar, por considerar que durante todo el diálogo
estuvo a la altura que la ocasión requería, no intimidándose nunca,
argumentando, y ahora sí que se puede decir con propiedad, de igual a igual, e
incluso, alguna que otra vez, pasando gallardamente a la ofensiva. En segundo
lugar, por considerar que es simplemente impensable que las cosas se queden
aquí, razón, sin la menor duda, subjetiva donde las haya, pero avalada por la
experiencia de tantas y tantas acciones que, no obstante la fuerza de la
curiosidad que velozmente debería ponerlas en marcha, se quedaron atrás hasta
el punto de parecer, en ciertos casos, para siempre olvidadas. Incluso en la
hipótesis de que el efecto inmediato de la revelación no sea tan convulsivo
para Daniel Santa-Clara como lo fue para Tertuliano Máximo Afonso, es imposible
que Antonio Claro un día de éstos no dé un paso, frontal o sigiloso, para
comparar una cara con otra cara, una cicatriz con otra cicatriz. Realmente no
sé qué voy a hacer, le dijo a la mujer después de haber completado su parte de
la conversación con la parte del interlocutor, que ella no pudo oír, este tipo
habla con una seguridad tal que dan ganas de saber si la historia que cuenta es
realmente verdad, Si yo estuviera en tu
lugar, me borraría el asunto de la cabeza, me diría cien veces al día que no
puede haber en el mundo dos personas iguales, hasta convencerme y olvidar, Y no
harías ninguna tentativa para comunicarte con él, Creo que no, Por qué, No lo
sé, supongo que por miedo, Evidentemente, la situación no es común, pero no
veo motivo para tanto, El otro día sentí como un vértigo cuando me di cuenta
de que no eras tú quien estaba al teléfono, Lo comprendo, oírlo a él es oírme
a mí, Lo que pensaba, no, no fue pensado, fue más bien sentido, fue algo así
como una ola de pánico ahogándome, erizándome la piel, sentía que si la voz
era igual, todo lo demás también lo sería, No tiene que ser necesariamente así,
la coincidencia tal vez no sea total, Él dice que sí, Tendríamos que
comprobarlo, Y cómo lo haremos, lo citamos aquí, tú desnudo y él desnudo para
que yo, nombrada juez por los dos, pronuncie la sentencia, o no la pueda
pronunciar por ser absoluta la igualdad, y si me retiro de donde estuviéramos
y vuelvo al cabo no sabré quién es uno y quién es otro, y si uno de los dos
sale, si se va de aquí, con quién me quedaré después, dime, me quedé contigo,
me quedé con él, Nos distinguirías por las ropas, Sí, si no os las hubieseis
cambiado, Tranquila, estamos sólo hablando, nada de esto sucederá, Fíjate, decidir
por lo de fuera y no por lo de dentro, Cálmate, Y ahora me pregunto qué habrá
querido decir con eso de que, por el hecho de ser iguales, moriréis en el
mismo instante, No lo afirmó, sólo expreso una duda, una suposición, como si
estuviese interrogándose a sí mismo, De todas maneras, no entiendo por qué tuvo
que decirlo, si no venía a cuento, Habrá sido para impresionarme, Quién es ese
hombre, qué querrá de nosotros, Sé lo mismo que tú, nada, ni de lo que es ni de
lo que quiere, Dice que es profesor de Historia, Será verdad, no iba a
inventárselo, por lo menos parece una persona culta, en cuanto a lo de
habernos telefoneado, creo que haría lo mismo si en vez de él hubiera sido yo
quien descubriese la semejanza, Y cómo nos vamos a sentir de ahora en adelante
con esa especie de fantasma vagando por la casa, tendré la impresión de estar
viéndolo cada vez que te mire, Todavía estamos bajo el efecto del choque, de la
sorpresa, mañana todo nos parecerá simple, una curiosidad como tantas otras, no
será un gato con dos cabezas ni un ternero con una pata de más, sólo un par de
siameses que han nacido separados, Te acabo de hablar de miedo, de pánico, pero
ahora comprendo que es otra cosa lo que estoy sintiendo, Qué, No te lo sé
explicar, quizá un presentimiento, Malo o bueno, Es sólo un presentimiento,
como otra puerta cerrada después de una puerta cerrada, Estás temblando, Eso
parece. Helena, éste es su nombre y todavía no había sido dicho, retribuyó
abstraída el abrazo del marido, después se encogió en la esquina del sofá donde
se había sentado y cerró los ojos. Antonio Claro quiso distraerla, animarla
con una gracieta, Si algún día llego a ser un actor de primera fila, este
Tertuliano podrá servirme de doble, le mando que haga las escenas peligrosas y
pesadas, y me quedo en casa, nadie se daría cuenta del cambio. Ella abrió los
ojos, sonrió desmayadamente y respondió, Un profesor de Historia haciendo de
doble debe ser cosa digna de verse, la diferencia es que los dobles de cine sólo
vienen cuando se les llama y éste nos ha invadido la casa, No pienses más en
eso, lee un libro, mira la televisión, entretente, No me apetece leer, mucho
menos ver la televisión, me voy a acostar. Cuando Antonio Claro una hora más
tarde se fue a la cama, Helena parecía dormir. Él fingió creerlo y apagó la
luz, sabiendo de antemano que tardaría mucho tiempo en conciliar el sueño.
Recordaba el inquietante diálogo mantenido con el intruso, rebuscaba
intenciones ocultas en las frases oídas, hasta que las palabras, por fin tan
cansadas como él, comenzaron a tornarse neutras, perdiendo sus significados,
como si ya nada tuvieran que ver con el mundo mental de quien en silencio y
desesperadamente seguía pronunciándolas, La infinitud de posibilidades de una
coincidencia, Mueren juntos los que son iguales, había dicho, y también, La
imagen virtual del que se mira al espejo, La imagen real del que desde el
espejo lo mira, después la conversación con la mujer, sus presentimientos, el
miedo, para sí mismo adoptó la resolución, iba avanzada la noche, de que el
asunto tendría que resolverse para bien o para mal, fuese como fuese, y
rápidamente, Iré a hablar con él. La decisión engañó al espíritu, engatusó las
tensiones del cuerpo y el sueño, encontrando el camino abierto, avanzó
mansamente y se echó a dormir. Cansada de haberse forzado a una inmovilidad
contra la cual todos sus nervios protestaban, Helena finalmente se había
dormido, durante dos horas consiguió reposar al lado de su marido Antonio Claro
como si ningún hombre hubiese venido a interponerse entre los dos, y así
probablemente seguiría hasta el amanecer si su propio sueño no la hubiese
despertado de sobresalto. Abrió los ojos al cuarto inmerso en una penumbra que
era casi oscuridad, oyó el lento y espaciado respirar del marido, y de pronto
percibió que había una otra respiración en el interior de la casa, alguien que
había entrado, que se movía fuera, tal vez en la sala, tal vez en la cocina,
ahora por detrás de esta puerta que da al pasillo, en cualquier parte, aquí
mismo. Temblando de miedo, Helena extendió el brazo para despertar al marido,
pero, en el último instante, la razón le hizo detenerse. No hay nadie, pensó,
no es posible que haya alguien ahí fuera, son imaginaciones mías, a veces
sucede que los sueños salen del cerebro que los soñaba, entonces les llamamos
visiones, fantasmagorías, premoniciones, advertencias, avisos del más allá,
quien respira y anda por la casa, quien se acaba de sentar en mi sillón, quien
está escondido detrás de la cortina de la ventana, no es aquel hombre, es la
fantasía que tengo dentro de la cabeza, esta figura que avanza directa a mí,
que me toca con manos iguales a las de este otro hombre que duerme a mi lado,
que me mira con los mismos ojos, que con los mismos labios me besaría,
que con la misma voz me diría las palabras de todos los días, y las otras, las
próximas, las íntimas, las del espíritu y las de la carne, es una fantasía,
nada más que una loca fantasía, una pesadilla nocturna nacida del miedo y de la
angustia, mañana todas las cosas volverán a su lugar, no será necesario que
cante un gallo para expulsar los malos sueños, bastará con que suene el
despertador, todo el mundo sabe que ningún hombre puede ser exactamente igual a
otro en un mundo en que se fabrican máquinas para despertar. La conclusión era
abusiva, ofendía el buen sentido, el simple respeto por la lógica, pero a esta
mujer, que toda la noche ha vagado entre las impresiones de un oscuro pensar
hecho de movedizos jirones de bruma que mudaban de forma y de dirección a cada
momento, le parecía nada menos que incontestable e irrefutable. Hasta a los
razonamientos absurdos deberíamos agradecerles que sean ellos quienes en medio
de la amarga noche nos restituyan un poco de serenidad, aunque sea tan fraudulenta
como ésta es, y nos den la llave con la que finalmente franquearemos titubeantes
la puerta del sueño. Helena abrió los ojos antes que el despertador sonara, lo
apagó para que el marido no se despertara y, acostada de espaldas, con los
ojos fijos en el techo, dejó que sus confusas ideas se fuesen poco a poco
ordenando y tomasen el camino donde se reunirían en un pensar ya racional, ya
coherente, libre de asombros inexplicables y de fantasías con explicación
demasiado fácil. Apenas conseguía creer que entre las quimeras, las verdaderas,
las mitológicas, las que vomitaban llamas y tenían la cabeza de un león, la
cola de un dragón y el cuerpo de una cabra, porque ésa también podría haber
sido la figura en que se mostrasen los desmadejados monstruos del insomnio,
apenas podía creer que la hubiese atormentado, como una tentación impropia, por
no decir indecente, la imagen de otro hombre que ella no tenía necesidad de desnudar
para saber cómo sería físicamente de la cabeza a los pies, todo él, a su lado
duerme uno igual. No se censuró porque aquellas ideas en realidad no le pertenecían,
fueron el fruto equívoco de una imaginación que, sacudida por una emoción violenta
y fuera de lo común, se salió del carril, lo que cuenta es que está lúcida y
alerta en este momento, señora de sus pensamientos y de su querer, las
alucinaciones de la noche, sean las de la carne, sean las del espíritu, siempre
se disipan en el aire con las primeras claridades de la mañana, esas que reordenan
el mundo y lo recolocan en su órbita de siempre, reescribiendo cada vez los
libros de la ley. Es tiempo de levantarse, la empresa de turismo donde trabaja
está en el otro extremo de la ciudad, sería estupendo, todas las mañanas lo
piensa durante el trayecto, si consiguiera que la trasladasen a una de las
agencias centrales, y el maldito tráfico, a esta hora punta, justifica
copiosamente la designación de infernal que alguien, en un momento feliz de
inspiración, le dio no se sabe cuándo ni en qué país. El marido seguirá
acostado una o dos horas más, hoy no tiene
rodaje que le reclame, y el actual, según parece, está llegando a su fin.
Helena se deslizó de la cama con una levedad que, siendo en sí natural, se ha
visto perfeccionada por los diez años que ya lleva vividos como atenta y dedicada
esposa, luego se movió sin ruido por el dormitorio mientras descolgaba la bata
y se la ponía, después salió al pasillo. Por aquí anduvo la visita nocturna,
junto al resquicio de esta puerta respiró antes de entrar para esconderse
detrás de la cortina, no, no hay que temer, no se trata de un vicioso segundo
asalto de la imaginación de Helena, es ella misma ironizando con sus
tentaciones, tan poca cosa, ahora que las puede contemplar bajo la rosada
claridad que entra por esa ventana, la de la sala de estar donde ayer noche se
sintió tan afligida como la niña del cuento abandonada en el bosque. Ahí está
el sillón en que se sentó el visitante, y no lo hizo por casualidad, de todos
los sitios en que hubiera podido descansar, si era eso lo que quería, eligió
éste, el sillón de Helena, como para compartirlo con ella o apropiarse de él.
No faltan motivos para pensar que cuanto más intentamos repeler nuestras
imaginaciones, más se divertirán éstas procurando atacar los puntos de la
armadura que consciente o inconscientemente hayamos dejado desguarnecidos. Un
día, esta Helena, que tiene prisa y un horario profesional que cumplir, nos
dirá por qué razón se sentó también ella en el sillón, por qué razón durante un
largo minuto allí quedó anidada, por qué razón habiendo sido tan firme al despertar,
ahora se comporta como si el sueño la hubiese tomado otra vez en sus brazos y
la acunase dulcemente. Y también por qué, ya vestida y dispuesta para salir,
abrió la guía telefónica y copió en un papel la dirección de Tertuliano Máximo
Afonso. Entreabrió la puerta del dormitorio, el marido todavía parecía dormir,
pero su sueño ya no era más que el último y difuso umbral de la vigilia, podía
por tanto aproximarse a la cama, darle un beso en la frente y decir, Me voy, y
después recibir en la boca el beso de él y los labios del otro, Dios mío, esta
mujer debe estar loca, las cosas que hace, las cosas que se le pasan por la
cabeza. Vas retrasada, preguntó Antonio Claro frotándose los ojos, Todavía
tengo dos minutos, respondió ella, y se sentó en el borde de la cama, Qué vamos
a hacer con este hombre, Qué quieres hacer tú, Esta noche, mientras esperaba
el sueño, he pensado que tengo que hablar con él, pero ahora no sé si será lo
más conveniente, O le abrimos la puerta, o se la cerramos, no veo otra
solución, de una manera u otra nuestra vida ha cambiado, ya no volverá a ser la
misma, En nuestra mano está decidir, Pero no está en nuestra mano, o de quien
quiera que sea, obligar lo que fue a que deje de ser, la aparición de este
hombre es un hecho que no podemos borrar o remover, aunque no lo dejemos
entrar, aunque le cerremos la puerta, se quedará en la parte de fuera hasta que
no consigamos aguantar más, Estás viendo las cosas demasiado negras, tal vez,
y a fin de cuentas, todo pueda resolverse con un simple encuentro, él me prueba
que es igual que yo, yo le digo sí señor, tiene razón, y, hecho esto, adiós
hasta nunca más, háganos el favor de no volver a molestarnos, Él seguiría
esperándonos en la parte de fuera de la puerta, No le abriríamos, Ya está
dentro, dentro de tu cabeza y de mi cabeza, Acabaremos olvidándolo, Es posible,
no es cierto. Helena se levantó, miró el reloj y dijo, Tengo que irme, ya estoy
retrasada, dio dos pasos para salir, pero aún preguntó, Vas a llamarlo, vas a
concertar una cita, Hoy no, respondió el marido incorporándose sobre el codo,
ni mañana, esperaré unos días, quizá no sea mala idea apostar por la
indiferencia, por el silencio, dar tiempo al asunto para que se pudra por sí
mismo, Tú verás, hasta luego. La puerta de la escalera se abrió y se cerró, no
nos dirán si Tertuliano Máximo Afonso estaba sentado en uno de los escalones, a
la espera. Antonio Claro volvió a tumbarse en la cama, si la vida no hubiera
mudado realmente, como había dicho la mujer, se volvería para el otro lado y
dormiría una hora más, parece ser verdad lo que afirman los envidiosos, que
los actores necesitan dormir mucho, será una consecuencia de la vida irregular
que llevan, incluso saliendo tan poco por la noche como Daniel Santa-Clara.
Cinco minutos después Antonio Claro estaba levantado, extraño a esta hora,
aunque la justicia manda que se diga que cuando los deberes de su profesión lo
determinan este actor, perezoso según todas las evidencias, es tan capaz de
madrugar como la más matutina de las alondras. Miró al cielo desde la ventana
del dormitorio, no era difícil pronosticar que el día sería de calor, y se fue
a la cocina a prepararse el desayuno. Pensaba en lo que le había dicho la
mujer, Lo tenemos dentro de la cabeza, es su habilidad, ser perentoria, no
exactamente perentoria, lo que ella tiene es el don de las frases cortas,
condensadas, demostrativas, emplear cuatro palabras para decir lo que otros no
serían capaces de expresar ni en cuarenta, y aun así se quedarían a mitad de
camino. No estaba seguro de que la mejor solución fuera la que había
arbitrado, esperar cierto tiempo antes de pasar a la ofensiva, que tanto
podría suceder en un encuentro personal y secreto, sin testigos que se fueran
luego de la lengua, o en una seca llamada telefónica, de esas que dejan al
interlocutor cortado, sin respiración y sin réplica. Sin embargo, ponía en
duda la eficacia de su capacidad dialéctica para arrancar de raíz, sin
dilaciones, a ese Tertuliano Máximo Afonso de mala muerte, cualquier veleidad,
presente o futura, de arrojar sobre la vida de las dos personas que viven en
esta casa factores de perturbación psicológica y conyugal tan perversos como
ese del que implícitamente ya se ha hecho gala y los que explícitamente le
dieron origen, como por ejemplo, que Helena hubiera tenido, ayer noche, el
atrevimiento de declarar, Tendré la impresión de estarlo viendo a él cada vez
que te vea a ti. En efecto, sólo una mujer que haya sido seriamente tocada en
sus fundamentos morales podría soltar semejantes palabras a su propio marido
sin reparar en el elemento adulterino que en ellas se halla presente, diáfano, es cierto, pero
suficientemente revelador. En estas circunstancias a Antonio Claro le anda
rondando en el cerebro, aunque él, sin duda irritado, lo negaría si se lo hiciéramos
notar, un esbozo de idea que sólo por cautela no vamos a clasificar como
propio de un Maquiavelo, al menos mientras no se hayan manifestado sus eventuales
efectos, con toda probabilidad negativos. Tal idea, que por ahora no pasa de un
mero bosquejo mental, consiste, ni mas ni menos, y por muy escandaloso que nos
parezca, en examinar si será posible, con habilidad y astucia, sacar del
parecido, de la semejanza, de la igualdad absoluta, en el caso de que llegue a
confirmarse, alguna ventaja de orden personal, es decir, si Antonio Claro o
Daniel Santa-Clara conseguirán encontrar alguna manera de ganar en un negocio
que de momento en nada se presenta favorable a sus intereses. Si del propio
responsable de la idea no podemos, en este momento, esperar que nos ilumine los
caminos, sin duda tortuosos, por donde vagamente estará imaginando que alcanzará
sus objetivos, no se cuente con nosotros, simples transcriptores de
pensamientos ajenos y fieles copistas de sus acciones, para que anticipemos
los pasos siguientes de una procesión que todavía está en el atrio. Lo que sí
puede ser ya excluido del embrionario proyecto es el aventurado servicio de
doble que Tertuliano Máximo Afonso acaso pudiera prestar al actor Daniel
Santa-Clara, concordemos en que sería faltar al debido respeto intelectual el
pedirle a un profesor de Historia que aceptase compartir las frivolidades
casposas del séptimo arte. Bebía Antonio Claro el último trago de café cuando
otra idea le atravesó las sinapsis del cerebro, que era meterse en el coche e
ir a echar una ojeada a la calle y al edificio donde Tertuliano Máximo Afonso
vive. Las acciones de los seres humanos, pese a no estar ya regidas por
irresistibles instintos hereditarios, se repiten con tan asombrosa regularidad
que creemos que es lícito, sin forzar la nota, admitir la hipótesis de una
lenta pero constante formación de un nuevo tipo de instinto, supongamos que
sociocultural será la palabra adecuada, el cual, inducido por variantes
adquiridas de tropismos repetitivos, y siempre que responda a idénticos
estímulos, haría que la idea que a uno se le ha ocurrido necesariamente se le
tenga que ocurrir al otro. Primero fue Tertuliano Máximo Afonso el que vino a
esta calle dramáticamente enmascarado, todo de oscuro vestido en una luminosa
mañana de verano, ahora es Antonio Claro el que se dispone a ir a la calle del
otro sin atender a las complicaciones que puedan surgir presentándose en
aquellos sitios a cara descubierta, salvo que cuando se esté afeitando, duchando
y arreglando el dedo de la inspiración venga y le toque en la frente,
recordándole que guarda en un cajón cualquiera de su ropa, en una caja de puros
vacía, como un emotivo recuerdo profesional, el bigote con que Daniel
Santa-Clara interpretó hace cinco años el papel de recepcionista en la comedia
Quien no se amaña no se apaña. Como el dictado antiguo sabiamente enseña,
encontrarás lo que necesitas si
guardaste lo que no servía. Donde reside el tal profesor de Historia va a
saberlo sin tardar Antonio Claro por la benemérita guía telefónica, hoy un poco
torcida en el anaquel donde siempre la tienen, como si hubiera sido depositada
con prisas por una mano nerviosa después de haber sido consultada
nerviosamente. Ya apuntó en la agenda de bolsillo la dirección, también el
número de teléfono, aunque hacer uso de él no se incluya en sus intenciones de
hoy, si algún día llama a casa de Tertuliano Máximo Afonso quiere poder hacerlo
desde donde esté, sin tener que depender de una guía telefónica que se había
olvidado de guardar y que por eso no podrá encontrarla cuando sea necesario.
Ya está dispuesto para salir, tiene el bigote pegado en su lugar, no bastante
seguro por haber perdido algo de adherencia con los años, en todo caso no es de
recelar que se caiga en el momento justo, pasar por delante de la casa y
echarle una ojeada será sólo cuestión de segundos. Cuando estaba
colocándoselo, guiándose por el espejo, se acordó de que, cinco años antes, se
había tenido que afeitar el bigote natural que entonces le adornaba el espacio
entre la nariz y el labio superior porque al realizador de la película no le
habían parecido apropiados para los objetivos previstos ni el perfil ni el
diseño respectivos. Llegados a este punto, preparémonos para que un lector de
los atentos, descendiente en línea recta de aquellos ingenuos pero
avispadísimos muchachitos que en tiempos del cine antiguo gritaban desde la
platea al protagonista de la película que el mapa de la mina estaba escondido
en la cinta del sombrero del cínico y malvado enemigo caído a sus pies,
preparémonos para que nos llamen al orden y nos denuncien, como una
distracción imperdonable, la desigualdad de procedimientos entre el personaje
Tertuliano Máximo Afonso y el personaje Antonio Claro, que, en situaciones
semejantes, el primero ha tenido que entrar en un centro comercial para poder
colocarse o retirarse sus postizos de barba y bigote, mientras que el segundo
se dispone a salir de casa con plena tranquilidad y a plena luz del día
llevando en la cara un bigote que, perteneciéndole de derecho, no es de hecho
suyo. Se olvida ese lector atento lo que ya varias veces ha sido señalado en el
curso de este relato, es decir, que así como Tertuliano Máximo Afonso es, a
todas luces, el otro del actor Daniel Santa-Clara, así también el actor Daniel
Santa-Clara, aunque por otro orden de razones, es el otro de Antonio Claro. A
ninguna vecina del edificio o de la calle le parecerá extraño que esté saliendo
ahora con bigote quien ayer entró sin él, como mucho dirá, si repara en la
diferencia, Ya va preparado para otro rodaje. Sentado dentro del coche, con la
ventanilla abierta, Antonio Claro consulta el callejero y el mapa, aprende de
ellos lo que nosotros ya sabíamos, que la calle donde Tertuliano Máximo Afonso
vive está en el otro extremo de la ciudad, y, habiendo correspondido
amablemente a los buenos días de un vecino, se pone en marcha. Tardará casi una
hora en llegar a su destino, tentando
la suerte pasará tres veces ante el edificio con un intervalo de diez minutos
como si anduviera buscando un lugar libre para aparcar, podría suceder que una
coincidencia afortunada hiciese bajar a Tertuliano Máximo Afonso a la calle,
aunque, los que gozan de informaciones sobre los deberes que el profesor de
Historia tiene que cumplir saben que él, en este preciso instante, se encuentra
tranquilamente sentado ante su escritorio, trabajando con aplicación en la
propuesta que el director del instituto le encargó, como si del resultado de
ese esfuerzo dependiese su futuro, cuando lo cierto, y esto ya podemos
anticiparlo, es que el profesor Tertuliano Máximo Afonso no volverá a entrar
en una clase en toda su vida, sea en el instituto al que algunas veces tuvimos
que acompañarlo, sea en cualquier otro. A su tiempo se sabrá por qué. Antonio
Claro vio lo que tenía que ver, una calle sin importancia, un edificio igual
que tantos, nadie podría imaginar que en aquel segundo derecha, tras aquellas
inocentes cortinas, esté viviendo un fenómeno de la naturaleza no menos
extraordinario que las siete cabezas de la hidra de Lerna y otras similares
maravillas. Que Tertuliano Máximo Afonso merezca en verdad un calificativo que
lo expulsaría de la normalidad humana es cuestión que aún está por dilucidar,
puesto que seguimos ignorando cuál de estos dos hombres nació el primero. Si
ese tal fue Tertuliano Máximo Afonso, entonces es a Antonio Claro a quien le
cabe la designación de fenómeno de la naturaleza, puesto que, habiendo surgido
en segundo lugar, se presentó en este mundo para ocupar, abusivamente, tal
como la hidra de Lerna, y por eso la mató Hércules, un lugar que no era el
suyo. No se habría perturbado en nada el soberano equilibrio del universo si
Antonio Claro hubiera nacido y fuese actor de cine en otro sistema solar
cualquiera, pero aquí, en la misma ciudad, por decirlo así, para un observador
que nos mirara desde la Luna, puerta con puerta, todos los desórdenes y
confusiones son posibles, sobre todo los peores, sobre todo los más terribles.
Y para que no se piense que, por el hecho de conocerlo desde hace más tiempo,
alimentamos alguna preferencia especial por Tertuliano Máximo Afonso, nos
aprestamos a recordar que, matemáticamente, sobre su cabeza se suspenden
tantas inexorables probabilidades de haber sido el segundo en nacer como sobre
la de Antonio Claro. Por tanto, por muy extraño que pueda resultar ante ojos y
oídos sensibles la construcción sintáctica, es legítimo decir que lo que tenga
que ser, ya ha sido, y lo que falta es escribirlo. Antonio Claro no volvió a
pasar por la calle, cuatro esquinas adelante, disimuladamente, no se diese la
casualidad de que algún buen ciudadano sorprendiera el movimiento y llamase a
la policía, se quitó el bigote Daniel Santa-Clara y, como no tenía otra cosa
que hacer, tomó el camino de casa, donde lo esperaba, para estudio y
anotaciones, el guión de su próxima película. Volvería a salir para almorzar en
un restaurante próximo, echaría una breve siesta y retomaría el trabajo hasta
que llegara su mujer. No era todavía el personaje principal, pero ya tenía su
nombre en los carteles que a su hora serían colocados estratégicamente en la
ciudad y estaba casi seguro de que la crítica no dejaría pasar sin un
comentario elogioso, aunque breve, la interpretación del papel de abogado que
esta vez le había sido asignado. Su única dificultad estaba en la enorme
cantidad de abogados de todas formas y hechuras que había visto en el cine y en
la televisión, acusadores públicos y particulares de diferentes estilos de
jerga forense, desde la lisonjera a la agresiva, defensores más o menos bien
hablantes para quienes estar convencidos de la inocencia del cliente no
siempre parecía ser lo más importante. Le gustaría crear un tipo nuevo de
jurisconsulto, una personalidad que en cada palabra y en cada gesto fuese capaz
de aturdir al juez y deslumbrar a la asistencia con la agudeza de sus
réplicas, su impecable poder de raciocinio, su sobrehumana inteligencia. Era
verdad que nada de esto se encontraba en el guión, pero tal vez el realizador
se dejase convencer orientando en tal sentido al guionista si una palabra
interesada le fuese dicha al oído por el productor. Tengo que pensar. Haberse
murmurado a sí mismo que tenía que pensar transportó inmediatamente su
pensamiento a otros parajes, al profesor de Historia, a su calle, a su casa, a
las ventanas con cortinas, y desde ahí, en retrospectiva, a la llamada de
anoche, a las conversaciones con Helena, a las decisiones que sería necesario
tomar más pronto o más tarde, ahora ya no estaba tan seguro de poder
sacar algún provecho de esta historia, pero, como antes dijo, tenía que
pensar. La mujer llegó un poco más tarde que de costumbre, no, no había ido de
compras, la culpa es del tráfico, con este tráfico nunca se sabe lo que puede
suceder, de sobra lo sabía Antonio Claro que tardó una hora en llegar a la
calle de Tertuliano Máximo Afonso, pero de eso no conviene que se hable hoy,
estoy seguro de que ella no entendería por qué lo he hecho. Helena también se
callará, también tiene la certeza de que el marido no comprendería por qué lo
había hecho ella.
Tres días después, a media mañana, el
teléfono de Tertuliano Máximo Afonso sonó. No era la madre por causa de las
nostalgias, no era María Paz por causa de su amor, no era el profesor de
Matemáticas por causa de la amistad, tampoco era el director del instituto
queriendo saber cómo iba el trabajo. Habla Antonio Claro, fue lo que dijeron al
otro lado, Buenos días, Quizá estoy llamando demasiado temprano, No se
preocupe, ya estoy levantado y trabajando, Si interrumpo, llamo más tarde, Lo
que estaba haciendo puede esperar una hora, no hay peligro de que pierda el
hilo, Yendo derecho al asunto, he pensado muy seriamente durante estos días y
he llegado a la conclusión de que nos deberíamos encontrar, También ésa es mi
opinión, no tiene sentido que dos personas en nuestra situación no quieran
conocerse, Mi mujer tenía algunas dudas, pero ha acabado reconociendo que las
cosas no pueden seguir así, Menos mal, El problema es que aparecer juntos en
público está fuera de cuestión, no ganaríamos nada siendo noticia, saliendo en
televisión y en la prensa, principalmente yo, sería perjudicial para mi
carrera que se supiera que tengo un sosia tan parecido, hasta en la voz, Más
que un sosia, O un gemelo, Más que un gemelo, Precisamente eso es lo que
quiero confirmar, aunque le confieso que me cuesta creer que haya entre nosotros
esa igualdad absoluta que dice, Está en sus manos salir de dudas, Tendremos que
encontrarnos, por tanto, Sí, pero dónde, Se le ocurre alguna idea, Una posibilidad
sería que viniera a mi casa, pero está el inconveniente de los vecinos, la
señora que vive en el piso de arriba, por ejemplo, sabe que no he salido,
imagínese cómo se quedaría si me viese entrar donde ya estoy, Tengo un
postizo, puedo disfrazarme, Qué postizo, Un bigote, No sería suficiente, o
ella le preguntaría, es decir, me preguntaría a mí, porque creería que está
hablando conmigo, si ahora estoy huyendo de la policía, Tiene tanta confianza,
Es ella quien me limpia y ordena la casa, Comprendo, la verdad es que no sería
prudente, porque además está el resto del vecindario, Pues sí, Entonces, creo
que tendrá que ser fuera de aquí, en un sitio desierto en el campo, donde nadie
nos vea y donde podamos conversar tranquilamente, Me parece bien, Conozco un
lugar que servirá, a unos treinta kilómetros saliendo de la ciudad, En qué
dirección, Explicárselo así no es posible, hoy mismo le envío un croquis con
todas las indicaciones, nos encontraremos dentro de cuatro días para dar tiempo
a que reciba la carta, Dentro de cuatro días es domingo, Un día tan bueno como
cualquier otro, Y por qué a treinta kilómetros, Ya sabe cómo son estas
ciudades, salir de ellas lleva su tiempo,
cuando se acaban las calles, comienzan las fábricas, y cuando las fábricas
acaban comienzan las chabolas, por no hablar de las poblaciones que ya están
dentro de la ciudad y todavía no lo saben, Lo describe muy bien, Gracias, el
sábado le llamaré para confirmar el encuentro, Muy bien, Hay todavía una cosa
que quiero que sepa, De qué se trata, Iré armado, Por qué, No lo conozco, no sé
qué otras intenciones podrá tener, Si tiene miedo de que lo secuestre, por
ejemplo, o de que lo elimine para quedarme solo en el mundo con esta cara que
ambos tenemos, le digo que no llevaré conmigo ningún arma, ni siquiera un
simple canivete, No sospecho de usted hasta ese punto, Pero irá armado,
Precaución, nada más, Mi única intención es probarle que tengo razón, y, en
cuanto a eso que dice, de no conocerme, me permito objetar que estamos en la
misma posición, es cierto que a mí nunca me ha visto, pero yo, hasta ahora,
sólo le he visto a usted como quien no es, representando papeles, por tanto
estamos empatados, No discutamos, debemos ir en paz a nuestro encuentro, sin
declaraciones de guerra anticipadas, El arma no la llevo yo, Estará descargada,
De qué le sirve entonces, si la lleva descargada, Haga como que estoy
representando uno de mis papeles, el de un personaje atraído a una emboscada de
la cual sabe que saldrá vivo porque ha leído el guión, en fin, el cine, En la
Historia es exactamente al contrario, sólo después se sabe, Interesante
observación, nunca había pensado en eso, Yo tampoco, acabo de darme cuenta
ahora mismo, Entonces estamos de acuerdo, nos encontramos el domingo, Espero su
llamada, No me olvidaré, ha sido un placer hablar con usted, Lo mismo digo,
Buenos días, Buenos días, y salude de mi parte a su mujer. Tal como Tertuliano
Máximo Afonso, Antonio Claro estaba solo en casa. Avisó a Helena de que iba a
telefonear al profesor de Historia y que preferiría que ella no estuviera
presente, después le contaría la conversación. La mujer no se opuso, dijo que
le parecía bien, que comprendía que quisiera estar a sus anchas en un diálogo
que ciertamente no iba a ser fácil, pero él nunca llegará a saber que Helena
realizó dos llamadas desde la empresa de turismo donde trabaja, la primera a
su propio número, la segunda al de Tertuliano Máximo Afonso, quiso la
casualidad que marcara cuando el marido y él ya estaban comunicando el uno con
el otro, así tuvo la certeza de que el asunto seguía adelante, tampoco en este
caso sabría decir por qué lo había hecho, va siendo cada vez más evidente que,
después de tantas tentativas más o menos malogradas, por fin alcanzaríamos la
explicación completa de nuestros actos si nos propusiésemos decir por qué
hacemos eso que decimos que no sabemos por qué hacemos. Es de espíritu
confiado y conciliador presumir que, en el caso de encontrar desocupado el
teléfono de Tertuliano Máximo Afonso, la mujer de Antonio Claro habría
cortado la comunicación sin esperar respuesta, ciertamente no se anunciaría Soy
Helena, la mujer de Antonio Claro, no preguntaría Es para saber cómo está, tales palabras, en la situación actual,
serían de alguna manera inapropiadas, si no inconvenientes del todo, porque
entre estas personas, aunque ya hayan hablado la una con la otra dos veces, no
existe bastante intimidad para que sea natural interesarse cada una por el
estado de ánimo o por la salud de la otra, no pudiendo aceptarse como razón
para disculpar un exceso de confianza que es a todas luces evidente la
circunstancia de tratarse de expresiones normales, corrientes, de esas que en
principio a nada obligan o comprometen, salvo si queremos afinar nuestro órgano
auditivo para captar la compleja gama de subtonos que quizá las hubiesen
sustentado, según la exhaustiva demostración que en otro párrafo de este relato
dejamos para ilustración de los lectores más interesados en lo que se esconde
tras aquello que se muestra. En cuanto a Tertuliano Máximo Afonso, fue patente
el alivio con que se recostó en la silla y respiró hondo cuando la conversación
con Antonio Claro llegó a su fin. Si le preguntasen cuál de los dos, en su
opinión, en el punto en que nos encontramos, estaba conduciendo el juego, se
sentiría inclinado a responder, Yo, aunque no dudaba de que el otro pensaría
tener suficientes motivos para dar la misma respuesta si la pregunta le
hubiese sido hecha. No le preocupaba que estuviera tan distante de la ciudad el
lugar elegido para el encuentro, no le inquietaba saber que Antonio Claro
pretendía ir armado, pese a estar convencido de que, al contrario de lo que le
había asegurado, la pistola, con toda probabilidad sería una pistola, estaría
cargada. De una manera que él mismo percibía como totalmente falta de lógica,
de racionalidad, de sentido común, pensaba que la barba postiza que iba a
llevar lo protegería cuando la tuviese colocada, fundamentando esta absurda
convicción en la idea firme de que no se la quitaría en el primer instante del
encuentro, sólo más adelante, cuando la igualdad absoluta de manos, ojos,
cejas, frente, orejas, nariz, pelo, hubiese sido reconocida sin discrepancia
por ambos. Llevará consigo un espejo de tamaño suficiente para que, retirada por
fin la barba, las dos caras, al lado una de otra, puedan compararse directamente,
donde los ojos pudieran pasar de la cara a la que pertenecían a la cara a la
que podrían haber pertenecido, un espejo que declare la sentencia definitiva,
Si lo que está a la vista es igual, también el resto deberá serlo, no creo que
sea necesario ponerse en pelota para seguir con las comparaciones, esto no es
una playa nudista ni un concurso de pesos y medidas. Tranquilo, seguro de sí
mismo, como si esta partida de ajedrez estuviese prevista desde el principio,
Tertuliano Máximo Afonso regresó al trabajo, pensando que, tal como en su
arriesgada propuesta para el estudio de la Historia, también las vidas de las
personas pueden ser contadas de delante hacia atrás, esperar que lleguen a su
fin para después poco a poco ir remontando la corriente hasta el brotar de la
fuente, identificando de paso los distintos afluentes y navegarlos, hasta
comprender que cada uno, hasta el más escaso y pobre de caudal, era, a su vez, y para sí mismo, un río principal, y, de
esta manera vagarosa, pausada, atenta a cada cintilación del agua, a cada burbujeo
subido del fondo, a cada aceleración de declive, a cada pantanosa suspensión,
para alcanzar el término de la narrativa y colocar en el primero de todos los
instantes el último punto final, tardar el mismo tiempo que las vidas así
contadas hubiesen efectivamente durado. No nos apresuremos, es tanto lo que
tenemos para decir cuando callamos, murmuró Tertuliano Máximo Afonso, y
continuó trabajando. A media tarde telefoneó a María Paz y le preguntó si
quería pasarse por casa cuando saliera del banco, ella le dijo que sí, pero
que no podría entretenerse mucho porque la madre no se encontraba bien de
salud, y entonces él le contestó que no viniese, que en primer lugar estaba la
obligación familiar, y ella insistió, Al menos para verte, y él concordó, dijo,
Al menos para vernos, como si ella fuese la mujer amada, y sabemos que no lo
es, o tal vez lo sea y él no lo sepa, o tal vez, se detuvo en estas palabras
por no saber cómo podría terminar honestamente la frase, qué mentira o qué
fingida verdad se diría a sí mismo, es cierto que la emoción le había rozado
con suavidad los ojos, ella quería verlo, sí, a veces es bueno que haya
alguien que nos quiera ver y nos lo diga, pero la lágrima delatora, ya enjugada
por el dorso de la mano, si apareció fue porque estaba solo y porque la
soledad, de repente, le pesó más que en las peores horas. Vino María Paz,
intercambiaron dos besos en la mejilla, luego se sentaron a conversar, él le
preguntó si era grave la enfermedad de la madre, ella respondió que felizmente
no, son los problemas propios de la edad, van y vienen, vienen y van hasta que
acaban quedándose. Él le preguntó que cuándo comenzaría las vacaciones, ella le
dijo que dos semanas después, pero que lo más probable sería que no salieran
de casa, dependía del estado de la madre. Él quiso saber cómo iba su trabajo
en el banco, ella respondió que como de costumbre, unos días mejores que
otros. Después ella le preguntó si él no se aburría mucho, ahora que las clases
habían terminado, y él dijo que no, que el director del instituto le había
encargado una tarea, redactar una propuesta sobre los métodos de enseñanza de
la Historia para el ministerio. Ella dijo Qué interesante, y después se
quedaron callados, hasta que ella le preguntó si no tenía nada que decirle, y
él respondió que todavía no era el momento, que tuviese un poco más de
paciencia. Ella dijo que esperaría todo el tiempo que fuese necesario, que la
conversación que mantuvieron en el coche después de aquella cena, cuando le
confesó que había mentido, fue como una puerta que se abrió durante un instante
para luego volver a cerrarse, pero por lo menos ella quedó sabiendo que lo que
los separaba era sólo una puerta, no un muro. Él no respondió, se limitó a
afirmar con la cabeza, mientras pensaba que el peor de todos los muros es una
puerta de la que nunca se ha tenido la llave, y él no sabe dónde encontrarla,
ni siquiera sabe si la llave existe.
Entonces, como él no hablaba, ella dijo, Es tarde, me voy, y él dijo, No te
vayas todavía, Tengo que irme, mi madre me está esperando, Perdona. Ella se
levantó, él también, se miraron uno al otro, se besaron en la mejilla, como
habían hecho a la llegada, Bueno, adiós, dijo ella, Bueno, adiós, dijo él,
llámame cuando estés en casa, Sí, se miraron una vez más, después ella le tomó
la mano que él iba a ponerle en el hombro como despedida y, dulcemente, como
si guiase a un niño, lo llevó al dormitorio.
La carta de Antonio Claro llegó el viernes.
Acompañando el croquis venía una nota manuscrita, no firmada y sin vocativo,
que decía, El encuentro será a las seis de la tarde, espero que pueda encontrar
el sitio sin dificultad. La letra no es exactamente igual a la mía, pero la
diferencia es pequeña, donde más se nota es en la mayúscula, murmuró
Tertuliano Máximo Afonso. El plano mostraba una salida de la ciudad, señalaba
dos poblaciones separadas por ocho kilómetros, una a cada lado de la carretera
y, entre ellas, un camino hacia la derecha que se adentraba en el campo hasta
otra población de menor importancia que las otras según el plano. Desde allí,
otro camino, más estrecho, se detenía, un kilómetro más allá, en una casa. Lo
que la señalaba era la palabra casa, no un dibujo rudimentario, el esbozo
simple que la más inhábil de las manos es capaz de trazar, un tejado con su chimenea,
una fachada con la puerta en medio y una ventana a cada lado. Sobre la palabra,
una flecha roja eliminaba cualquier posibilidad de equivocación, No vaya más
lejos. Tertuliano Máximo Afonso abrió un cajón, sacó un mapa de la ciudad y de
las áreas limítrofes, buscó e identificó la salida conveniente, aquí está la
primera población, el camino que sale a la derecha, antes de llegar a la
segunda, la población pequeña más adelante, sólo le falta el acceso final.
Tertuliano Máximo Afonso miró otra vez el croquis, Si es una casa, pensó, no
vale la pena que cargue con un espejo, de eso hay en todas las casas. Se había
imaginado que el encuentro se produciría en un descampado, lejos de miradas curiosas,
tal vez bajo la protección de un árbol frondoso, y resulta que iba a ser bajo
techo, algo así como una reunión de personas conocidas, con la copa en la mano
y frutos secos para picar. Se preguntó si la mujer de Antonio Claro también
iría, si estaría allí para comparar el tamaño y la configuración de las
cicatrices de la rodilla izquierda, para medir el espacio entre las dos señales
del antebrazo derecho y la distancia que las separa, a uno del epicóndilo, al
otro, de los huesos del carpo, y después decir No se aparten de mi vista para
que no los confunda. Pensó que no, que no tendría sentido que un hombre digno
de este nombre acudiera a un encuentro potencialmente conflictivo, por no decir
llanamente arriesgado, baste recordar que Antonio Claro tuvo la delicadeza
caballerosa de prevenir a Tertuliano Máximo Afonso de que se presentaría
armado, llevando detrás a la mujer, como para esconderse entre sus faldas a la
menor señal de peligro. Irá solo, yo tampoco llevaré a María Paz,
estas palabras desconcertantes las pronunció Tertuliano Máximo Afonso sin tener
en cuenta la abisal diferencia que hay entre una esposa legítima, exornada de
todos los inherentes derechos y deberes, y una relación sentimental de
temporada, por más firme que la afección de la mencionada María Paz nos haya
parecido siempre, ya que del otro lado es lícito, si no obligatorio, dudar.
Tertuliano Máximo Afonso guardó el mapa y el croquis en el cajón, pero no el
billete manuscrito. Se lo colocó delante, tomó una pluma y escribió toda la
frase en un papel, con una caligrafía que procuraba imitar lo mejor posible a
la otra, principalmente la mayúscula, donde la diferencia más se notaba. Siguió
escribiendo, repitió la frase hasta cubrir toda la hoja de papel, en la última
ni el más experimentado grafólogo sería capaz de descubrir el más
insignificante indicio de falsificación, lo que Tertuliano Máximo Afonso
consiguió en aquella rápida copia de la firma de María Paz no tiene sombra de
comparación con la obra de arte que acaba de producir. A partir de ahora sólo
tendrá que averiguar cómo Antonio Claro traza las mayúsculas desde la A a la
D y desde la F a la Z, y luego aprender a imitarlas. Esto no significa, claro,
que Tertuliano Máximo Afonso esté alimentando en su espíritu proyectos de
futuro que tengan que ver con la persona del actor Daniel Santa-Clara, se trata
únicamente de dar satisfacción, en este caso particular, a un gusto por el
estudio que lo incitó, joven todavía, al ejercicio público de la laudable
actividad de magíster. Igual que puede llegar a resultar útil saber cómo se
mantiene un huevo de pie, tampoco deberá excluirse que una correcta imitación
de las mayúsculas de Antonio Claro le pueda llegar a servir de algo en la vida
a Tertuliano Máximo Afonso. Como enseñaban los antiguos, nunca digas de esta
agua no beberé, sobre todo, añadimos nosotros, si no tienes otra. No habiendo
sido formuladas estas consideraciones por Tertuliano Máximo Afonso, no está en
nuestra mano desmenuzar la relación que pese a todo pudiera existir entre aquéllas
y la decisión que acaba de tomar y adonde alguna reflexión suya que no
captamos ciertamente le ha conducido. Esta decisión manifiesta el carácter por
llamarlo así inevitable de lo obvio, porque, disponiendo Tertuliano Máximo
Afonso del croquis que lo llevará al lugar donde se realizará el encuentro,
nada más natural que se le ocurra la idea de inspeccionar antes el sitio, de
estudiar las entradas y salidas, de tomarle las medidas, si la expresión se
nos autoriza, con la ventaja adicional no desdeñable de que, haciéndolo,
evitará el riesgo de perderse el domingo. La perspectiva de que el pequeño
viaje lo distraerá durante unas horas de la penosa obligación de redactar la
propuesta para el ministerio, no sólo le despejó los pensamientos, como, de
manera en verdad sorprendente, le descongestionó la cara. Tertuliano Máximo
Afonso no pertenece al número de esas personas extraordinarias que son capaces
de sonreír hasta cuando están solas, su natural se
inclina más a la melancolía, al ensimismamiento, a una exagerada conciencia de
la transitoriedad de la vida, a una incurable perplejidad ante los auténticos
laberintos cretenses que son las relaciones humanas. No comprende
satisfactoriamente las razones del misterioso funcionamiento de una colmena ni
lo que hizo que una rama de un árbol haya brotado donde y como brotó, es decir
ni más arriba, ni más abajo, ni más gruesa, ni más delgada, pero atribuye esa
dificultad suya de entendimiento al hecho de ignorar los códigos de
comunicación genética y gestual en vigor entre las abejas y, más todavía, los
flujos informativos que más o menos a ciegas circulan por la maraña de la red
de autopistas vegetales que ligan las raíces hondas del suelo a las hojas que
revisten el árbol y en calma descansan o con el viento se balancean. Lo que no
comprende en absoluto, por mucho que haya puesto la cabeza a trabajar, es que,
desarrollándose en auténtica progresión geométrica, de mejoría en mejoría, las
tecnologías de comunicación, la otra comunicación, la propiamente dicha, la
real, la de mí a ti, la de nosotros a vosotros, siga siendo esta confusión
cruzada de callejones sin salida, tan engañosa de ilusorias plazas, tan
simuladora cuando expresa como cuando trata de ocultar. A Tertuliano Máximo
Afonso tal vez no le importase llegar a ser árbol, pero nunca lo ha de
conseguir, su vida, como la de todos los humanos vividos y por vivir, no
experimentará jamás la suprema experiencia del vegetal. Suprema, imaginamos
nosotros, porque hasta ahora a nadie le ha sido dado leer la biografía o las
memorias de un roble, escritas por él mismo. Preocúpese pues Tertuliano Máximo
Afonso de las cosas del mundo a que pertenece, este de hombres y de mujeres que
vocean y alardean con todos los medios naturales y artificiales, y deje los
arbóreos en sosiego, que ellos ya tienen bastante con las plagas
filopatológicas, la sierra eléctrica y los fuegos forestales. Preocúpese
también de la conducción del coche que lo lleva al campo, que lo transporta
fuera de una ciudad que es modelo perfecto de las modernas dificultades de
comunicación, en versión tráfico de vehículos y peatones, especialmente en
días como éste, viernes por la tarde, con todo el mundo saliendo de fin de
semana. Tertuliano Máximo Afonso sale, pero luego regresará. Lo peor del
tráfico ha quedado atrás, la carretera que tiene que tomar no es muy
frecuentada, dentro de poco estará ante la casa en que Antonio Claro, pasado mañana,
le estará esperando. Lleva pegada y bien ajustada la barba, por si acaso al
atravesar la última población alguien le llama por el nombre de Daniel Santa-Clara
y lo invita a tomar una cerveza, si, como es presumible, la casa que viene a
examinar es propiedad de Antonio Claro o por él alquilada, vivienda en el
campo, segunda residencia, gran vida la de los actores secundarios de cine si
ya tienen entrada en comodidades que aún no hace muchos años eran privilegio
de pocos. Teme no obstante Tertuliano Máximo Afonso que el camino estrecho por
donde llegará a la casa y que ahora está ante él no
tenga más que ese uso, es decir, no continúe más allá o sirva para otras
viviendas cercanas, entonces la mujer que se asoma a la ventana se estará preguntando,
o en voz alta a la vecina de al lado, adónde irá ese coche, que yo sepa no hay
nadie en casa de Antonio Claro, y la cara del hombre no me gusta, quien usa
barba es porque tiene algo que esconder, menos mal que Tertuliano Máximo Afonso
no la ha oído, pasaría a tener ahora otra razón para inquietarse. En el camino
de macadán casi no caben dos coches, no se circulará mucho por aquí. Al lado
izquierdo, el terreno pedregoso baja poco a poco hacia un valle donde una
extensa e ininterrumpida hilera de árboles altos, que a esta distancia se
diría que está formada por fresnos y chopos, señala probablemente el margen de
un río. Incluso a la velocidad prudente a que va Tertuliano Máximo Afonso, no
sea que le aparezca de frente otro coche, un kilómetro se vence en nada, y éste
ya está vencido, la casa debe de ser ésa. El camino sigue, serpentea en la
ladera de dos colinas encabalgadas y desaparece al otro lado, lo más probable
es que sirva a otras viviendas que desde aquí no llegan a verse, finalmente la
mujer desconfiada sólo parece preocuparse de lo que está cerca del lugar donde
vive, lo que quede más allá de sus fronteras no le interesa. De la explanada
que se abre ante la casa, baja hacia el valle otro camino todavía más estrecho
y con el piso en peor estado, Será otra manera de llegar aquí, pensó
Tertuliano Máximo Afonso. Es consciente de que no deberá aproximarse demasiado
a la vivienda, no vaya algún paseante, o pastor de cabras, que tiene aspecto de
haberlas por aquí, a dar la alarma, Vengan, que hay un ladrón, en dos tiempos
aparecerá por ahí la autoridad policial o en su falta un destacamento de
vecinos armados de hoces y chuzos, a la antigua. Tiene que comportarse como un
paseante que se detiene un minuto para contemplar el panorama y que, ya que está
allí, echa una mirada apreciativa a una casa, cuyos dueños, ahora ausentes,
tienen la suerte de disfrutar de esta magnífica vista. La vivienda es simple,
de un solo piso, una típica casa rural con aspecto de haberse beneficiado de
una restauración con criterio, aunque presenta algunas señales de abandono,
como si los propietarios viniesen por aquí poco y poco tiempo cada vez. Lo que
se espera de una casa en el campo es que tenga plantas en la entrada y en los
antepechos de las ventanas, y ésta apenas puede mostrarlas, sólo unos tallos
medio secos, una flor marchita y unos geranios valientes todavía en lucha
contra la ausencia. La casa está separada del camino por un muro bajo, y por
detrás, con las ramas sobresaliendo por encima del tejado, hay dos castaños
que, por la altura y por la longeva edad que no es difícil calcularles, parecen
muy anteriores a la construcción. Un sitio solitario, ideal para personas contemplativas,
de esas que aman la naturaleza por lo que es, sin diferenciar entre el sol y la
lluvia, entre el calor y el frío, entre el viento y la calma, con la comodidad
que nos dan unos y otros nos niegan. Tertuliano Máximo Afonso dio la vuelta por
la parte trasera de la casa, por un jardín que en tiempos habría merecido ese
nombre y ahora no pasa de un espacio mal murado, invadido por cardos y una
maraña de plantas bravías que ahogan un manzano atrofiado y un melocotonero con
el tronco cubierto de líquenes, unas cuantas higueras del infierno, o
estramonios, que es la palabra culta. Para Antonio Claro, tal vez también para
la mujer, la casa rural debió de ser un amor de poca duración, una de esas
pasiones bucólicas que atacan a veces a los urbanos y que, como la paja
suelta, arden con fuerza si se les acerca un fósforo, y luego no son nada más
que cenizas negras. Tertuliano Máximo Afonso ya puede regresar a su segundo
piso con vistas a uno y otro lado de la calle y esperar la llamada telefónica
que le hará volver aquí el domingo. Entró en el coche, desanduvo por donde
había venido y, para mostrar a la mujer de la ventana que no le pesaba en la
conciencia ningún delito contra la propiedad ajena, atravesó con reposada
lentitud el pueblo, conduciendo como si estuviese abriéndose camino por entre
un rebaño de cabras acostumbradas a usar las calles con la misma tranquilidad
con que van a pastar al campo, entre retamas y tomillos. Tertuliano Máximo
Afonso pensó si valdría la pena, sólo por curiosidad, tomar el atajo que,
delante de la casa, parecía bajar al río, pero reconsideró a tiempo la idea,
cuantas menos personas lo viesen por ahí, mejor. También es cierto que después
del domingo nunca más volverá aquí, pero siempre sería mejor que nadie
recordara al hombre de barba. A la salida de la población aceleró, pocos
minutos después estaba en la carretera principal, en menos de una hora entraba
en casa. Se dio un baño que lo alivió de la solanera del viaje, se cambió de
ropa, y, acompañado por un refresco de limón que sacó del frigorífico, se sentó
ante el escritorio. No va a seguir trabajando en la propuesta para el ministerio,
va, como buen hijo, a telefonear a la madre. Ha de preguntarle cómo le va, ella
dirá que bien, y tú cómo estás, igual que siempre, sin razones de queja, ya me
extrañaba tu silencio, perdona, es que he tenido mucho que hacer, se supone que
estas palabras, en los seres humanos, son el equivalente de los rápidos toques
de reconocimiento que las hormigas se hacen unas a otras con las antenas
cuando se topan en el sendero, como si dijeran, Eres de los míos, ya podemos
comenzar a ocuparnos de cosas serias. Y cómo van tus problemas, preguntó la madre,
En camino de resolverse, no te preocupes, Qué dices, preocuparme, como si no
tuviese nada más que hacer en la vida, Menos mal que no te tomas muy a pecho el
asunto, Será porque no ves mi cara, Venga, madre, tranquilízate, Me
tranquilizaré cuando estés aquí, Ya no falta mucho, Y tu relación con María
Paz, en qué punto está en este momento, No es fácil explicarlo, Por lo menos
puedes intentarlo, Es verdad que me gusta y que la necesito, Otros se han
casado con menos razones, Sí, pero me doy cuenta de que la necesidad es sólo
cosa de un momento, nada más que eso, si mañana deja de existir, qué hago, Y el
gustar, El gustar es lo natural en un hombre que vive solo y tiene la suerte de
conocer a una mujer simpática, de aspecto agradable, con buena figura y, como
se suele decir, de buenos sentimientos, O sea, poco, No digo que sea poco, digo
que no es bastante, Querías a tu mujer, No lo sé, no me acuerdo, ya han pasado
seis años, Seis años no es tanto como para olvidarse, Creía que la quería, ella
seguramente creía lo mismo a mi respecto, al final los dos estábamos equivocados,
es de lo más común, Y no quieres que con María Paz suceda una equivocación
idéntica, No, no quiero, Por ti, o por ella, Por ambos, Más por ti que por
ella, en todo caso, No soy perfecto, es suficiente que le evite a ella lo malo
que no quiero para mí, mi egoísmo, en este caso, no llega hasta el punto de no
ser capaz de defenderla también a ella, Tal vez a María Paz no le importe
arriesgarse, Otro divorcio, el segundo para mí, el primero para ella, madre,
ni pensarlo, En cualquier caso, podría salir bien, no sabemos todo lo que nos
espera más allá de cada acción nuestra, Así es, Por qué lo dices de esa manera,
Qué manera, Como si estuviéramos a oscuras y hubieses encendido y apagado una
luz de repente, Ha sido impresión tuya, Repite, Repito, el qué, Lo que has
dicho, Para qué, Te pido que lo repitas, Hágase tu voluntad, así es, Di sólo
las dos palabras, Así es, No es lo mismo, Cómo que no es lo mismo, No ha sido
lo mismo, Madre, por favor, fantasear en demasía no es el mejor camino para la
paz del espíritu, las palabras que he dicho no significan nada más que
asentimiento, concordia, Hasta ahí alcanzan mis luces, cuando era joven también
consultaba los diccionarios, No te enfades, Cuándo vienes, Ya te lo he dicho,
en breve, Necesitamos tener una conversación, Tendremos todas las que quieras,
Sólo quiero una, Cuál, No finjas que no entiendes, quiero saber qué te pasa, y
por favor no me vengas con historias preparadas, juego limpio y cartas sobre
la mesa es lo que de ti espero, Esas palabras no parecen tuyas, Eran más de tu
padre, acuérdate, Pondré todas las cartas sobre la mesa, Y me prometes que el
juego será limpio, sin trucos, Será limpio, no habrá trucos, Así quiero a mi
hijo, Veremos qué me dices cuando te ponga delante la primera carta de esta
baraja, Creo que ya he visto todo lo que había que ver en la vida, Quédate con
esa ilusión mientras no hablemos, Es así de serio, El futuro lo dirá cuando lo
alcancemos, No tardes, por favor, Tal vez esté ahí
a mediados de la semana que viene, Ojalá, Un beso, madre, Un beso, hijo.
Tertuliano Máximo Afonso colgó el auricular, después dejó vagar libremente el
pensamiento, como si siguiese hablando con la madre, Las palabras son el
diablo, creemos que sólo dejamos salir de la boca las que nos convienen, y de
repente aparece una que se mete por medio, no vemos de dónde surge, no era
allí llamada, y, por su causa, que a veces después tenemos dificultad en
localizar, el rumbo de la conversación muda bruscamente de cuadrante, pasamos
a afirmar lo que antes negábamos, o viceversa, lo que acaba de ocurrir es el
mejor de los ejemplos, no era mi intención hablarle tan pronto a mi madre de
esta historia de locos, si es que realmente pensaba hacerlo alguna vez, y de un
minuto a otro, sin darme cuenta cómo, ella se hizo con la promesa formal de
que se la contaré, en este instante, probablemente, estará marcando una cruz en
el calendario, en el lunes de la semana que entra, no vaya a ser que aparezca
de improviso, la conozco, cada día que señale es el día que estaba obligado a
llegar, la culpa no será suya, si falto. Tertuliano Máximo Afonso no está
contrariado, goza de una indescriptible sensación de alivio, como si de súbito
le hubiesen quitado un peso de los hombros, se pregunta qué ha ganado guardando
silencio durante todos estos días y no encuentra ni una respuesta justa,
dentro de poco tal vez sea capaz de dar mil explicaciones, cada una más
plausible que otra, ahora sólo piensa que necesita desahogarse lo más
rápidamente posible, tendrá el encuentro con Antonio Claro el domingo, dentro
de dos días, nada le impedirá, pues, tomar el coche el lunes por la mañana y
mostrarle a la madre todas las cartas que componen este rompecabezas,
verdaderamente todas, porque una cosa sería haberle dicho a la madre hace
tiempo, Existe un hombre tan parecido a mí que hasta tú nos confundirías, y
otra, muy diferente, será decirle, He estado con él, ahora no sé quién soy. En
este mismo instante se evaporó el breve consuelo que caritativamente lo había
estado acunando y, en su lugar, como un dolor que de repente se hace recordar,
el miedo reapareció. No sabemos todo lo que nos espera más allá de cada acción
nuestra, había dicho la madre, y esta verdad común, al alcance de una simple
ama de casa de provincia, esta verdad trivial que forma parte de la infinita
lista de las que no vale la pena perder el tiempo enunciando porque ya a nadie
le quitan el sueño, esta verdad de todos e igual para todos puede, en algunas
situaciones, afligir y asustar tanto como la peor de las amenazas. Cada segundo
que pasa es como una puerta que se abre para dejar entrar lo que todavía no ha
sucedido, eso a que damos el nombre de futuro, aunque, desafiando la
contradicción con lo que acaba de ser dicho, tal vez la idea correcta sea la de
que el futuro es solamente un inmenso vacío, la de que el futuro no es más que
el tiempo de que el eterno presente se alimenta. Si el futuro está vacío, pensó
Tertuliano Máximo Afonso, entonces no existe nada a lo que pueda llamar
domingo, su eventual existencia depende de mi existencia, si yo muero en este
momento, una parte del futuro o de los futuros posibles quedaría para siempre
cancelado. La conclusión a que Tertuliano Máximo Afonso iba a llegar, Para que
el domingo exista en la realidad es necesario que yo siga existiendo, fue
bruscamente cortada por el sonido del teléfono. Era Antonio Claro preguntando,
Ha recibido ya el croquis, Lo he recibido, Tiene alguna duda, Ninguna, Quedé
en telefonearle mañana, pero supuse que la carta ya había llegado, así que
quiero confirmar el encuentro, Muy bien, allí estaré a las seis, No se preocupe
del hecho de tener que atravesar el pueblo, yo usaré un desvío que me lleva
directamente a casa, así a nadie le extrañará que pasen dos personas con la
misma cara, Y el coche, Cuál, El mío, No tiene importancia, si alguien le
confunde conmigo pensará que he cambiado de coche, además, últimamente, he ido
pocas veces a la casa, Muy bien, Hasta pasado mañana, Hasta el domingo.
Después de colgar, Tertuliano Máximo Afonso pensó que le podría haber dicho
que llevaría una barba postiza. Tampoco tiene importancia, me la quitaré en
seguida. El domingo dio un gran paso adelante.
Eran las seis y cinco de
la tarde cuando Tertuliano máximo Afonso estacionó el coche enfrente de la
casa, al otro lado del camino. El automóvil de Antonio Claro ya está ahí,
junto a la entrada, arrimado al muro. Entre uno y otro media la diferencia de
una generación mecánica, nunca Daniel Santa-Clara cambiaría su coche por
alguno que se asemejara a este de Tertuliano Máximo Afonso. La cancela está
abierta, la puerta de la casa también, pero las ventanas están cerradas. En el
interior se entrevé un bulto que casi no se distingue desde fuera, pero la voz
que sale de dentro es nítida y precisa, como debe ser la de un artista de
plató, Entre, siéntase como si estuviera en su casa. Tertuliano Máximo Afonso
subió los cuatro escalones de acceso y se paró en el umbral. Entre, entre,
repitió la voz, sin cumplidos, aunque, por lo que veo, no me parece que usted
sea la persona que esperaba, creía que el actor era yo, pero me he equivocado.
Sin decir palabra, con parsimonia, Tertuliano Máximo Afonso se despegó la
barba y entró. He aquí lo que se llama tener sentido escénico de lo dramático,
me ha recordado a los personajes que aparecen exclamando altivamente Aquí estoy, como si eso
tuviese alguna importancia, dijo Antonio Claro, mientras emergía de la
penumbra y se colocaba en la plena luz que entraba por la puerta abierta. Se
quedaron los dos parados mirándose. Lentamente, como si le resultara penoso
arrancarse desde lo más hondo de lo imposible, la estupefacción se diseñó en el
rostro de Antonio Claro, no en el de Tertuliano Máximo Afonso, que ya sabía lo
que iba a encontrar. Soy la persona que le llamó, dijo, estoy aquí para que
compruebe, con sus propios ojos, que no pretendía divertirme a su costa cuando
le dije que éramos iguales, Efectivamente, balbuceó Antonio Claro con una voz
que ya no parecía la de Daniel Santa-Clara, creía, debido a su insistencia, que
habría entre nosotros una gran semejanza, pero le confieso que no estaba
preparado para lo que tengo ante mí, mi propio retrato, Ahora que ya tiene
prueba, puedo irme, dijo Tertuliano Máximo Afonso, No, eso no, le pedí que
entrara, ahora le pido que nos sentemos para hablar, la casa está un poco
descuidada, pero estos sillones están en buen estado y debo de tener algunas
bebidas, aunque no hay hielo, No quiero que se moleste, Por favor, estaríamos
mejor atendidos si mi mujer hubiera venido, pero no es difícil imaginar cómo
se sentiría en este momento, más confusa y perturbada que yo, eso seguro, A
juzgar por mi propia experiencia, no me cabe la menor duda, lo que he vivido
estas semanas no se lo deseo ni a mi peor enemigo, Siéntese, por favor, qué
quiere tomar, whisky o coñac, Soy poco bebedor, pero aun así prefiero el
coñac, una gota, nada más. Antonio Claro trajo las botellas y las copas, sirvió
al visitante, se puso a sí mismo tres dedos de whisky sin agua, después se
sentó al otro lado de la pequeña mesa que los separaba. No salgo de mi asombro,
dijo, Yo ya he pasado esa fase, respondió Tertuliano Máximo Afonso, ahora sólo
me pregunto qué ocurrirá después de esto, Cómo me descubrió, Se lo dije
cuando le llamé, le vi en una película, Sí, me acuerdo, esa en que hacía de
recepcionista de un hotel, Exactamente, Después me vio en otras películas,
Exactamente, Y cómo llegó hasta mí, si el nombre de Daniel Santa-Clara no viene
en la guía telefónica, Antes de eso tuve que encontrar la manera de
identificarlo entre los diversos actores secundarios que aparecen en los
rótulos sin referencia alguna al personaje que interpretan, Tiene razón, Me
llevó tiempo, pero conseguí lo que quería, Y por qué se tomó ese trabajo, Creo
que cualquier otra persona en mi lugar habría hecho lo mismo, Supongo que sí,
el caso era demasiado extraordinario como para no darle importancia, Llamé a las
personas de apellido Santa-Clara que venían en la guía, Le dijeron que no me
conocían, evidentemente, Sí, aunque una de ellas recordó que era la segunda
persona que le telefoneaba preguntándole por Daniel Santa-Clara, Que otra
persona, antes de usted, había preguntado por mí, Sí, Sería alguna admiradora,
No, un hombre, Qué extraño, Lo extraño fue que me dijera que el hombre parecía
estar desfigurando la voz, No entiendo, por qué iba alguien a desfigurar la voz, No tengo ni idea, Puede haber sido una impresión
de la persona con quien habló, Quizá, Y cómo dio finalmente conmigo, Le escribí
a la empresa productora, Me sorprende que le hayan dado mi dirección, También
me dieron su verdadero nombre, Pensé que sólo lo supo a partir de la primera
conversación que tuvo con mi mujer, Me lo dijo la empresa, En lo que a mí
respecta, por lo menos que yo sepa, es la primera vez que lo han hecho, Puse en
la carta un párrafo hablando de la importancia de los actores secundarios,
supongo que eso los convencería, Lo más natural sería precisamente lo
contrario, Aun así, lo conseguí, Y aquí estamos, Sí, aquí estamos. Antonio
Claro bebió un trago de whisky, Tertuliano Máximo Afonso mojó los labios en el
coñac, después se miraron, y en el mismo instante desviaron la vista. Por la
puerta que seguía abierta entraba la luz declinante de la tarde. Tertuliano
Máximo Afonso apartó su copa a un lado y puso las palmas de las manos sobre la
mesa, con los dedos abiertos en estrella, Comparemos, dijo. Antonio Claro tomó
otro sorbo de whisky y colocó las suyas en simetría con las de él, presionándolas
contra la mesa para que no se notara que temblaban. Tertuliano Máximo Afonso
daba la impresión de estar haciendo lo mismo. Las manos eran iguales en todo,
cada vena, cada arruga, cada pelo, las uñas una por una, todo se repetía como
si hubiese salido de un molde. La única diferencia era la alianza de oro que
Antonio Claro usaba en el dedo anular izquierdo. Veamos ahora las señales que
tenemos en el antebrazo derecho, dijo Tertuliano máximo Afonso. Se levantó, se
quitó la chaqueta, que dejó caer en el sillón, y se remangó la camisa hasta
el codo. Antonio Claro también se había levantado, pero primero fue a cerrar la
puerta y a encender las luces de la sala. Al colocar la chaqueta en el respaldo
de una silla, no pudo evitar un ruido sordo. Es la pistola, preguntó
Tertuliano Máximo Afonso, Sí, Creía que no la iba a traer, No está cargada, No
está cargada son sólo tres palabras que dicen que no está cargada, Quiere que
se lo demuestre, ya que parece que no cree en mí, Haga lo que quiera. Antonio
Claro metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta y exhibió el arma,
Aquí está. Con movimientos rápidos, eficaces, sacó el cargador vacío, echó
para atrás la corredera y le mostró la recámara, vacía también. Está convencido,
preguntó, Lo estoy, Y no sospecha que tenga otra pistola en otro bolsillo, Ya
serían demasiadas pistolas, Serían las necesarias si hubiese planeado verme
libre de usted, Y por qué el actor Daniel Santa-Clara tendría que librarse del
profesor de Historia Tertuliano Máximo Afonso, Usted mismo puso el dedo en la
herida cuando se preguntó qué sucedería después de esto, Estaba dispuesto a irme,
fue usted quien me dijo que me quedara, Es cierto, pero su retirada nada habría
resuelto, aquí o en su casa, o dando sus clases, o durmiendo con su mujer, No
estoy casado, Usted siempre sería mi copia, mi duplicado, una imagen permanente
de mí mismo en un espejo en el que no me estaría mirando, algo probablemente
insoportable, Dos tiros resolverían la cuestión antes de que fuera patente, Así
es, Pero la pistola está descargada, Exacto, Y no lleva otra en otro bolsillo,
Justamente, Luego volvamos al principio, no sabemos qué va a suceder después
de esto. Antonio Claro ya se había subido la manga de la camisa, a la distancia
en que se encontraban uno del otro no se distinguían bien las señales en la
piel, pero, cuando se aproximaron a una luz, aparecieron, nítidas, precisas,
iguales. Esto parece una película de ciencia ficción escrita, dirigida e
interpretada por clones a las órdenes de un sabio loco, dijo Antonio Claro,
Todavía tenemos que ver la cicatriz de la rodilla, recordó Tertuliano Máximo
Afonso, No creo que merezca la pena, la prueba está más que hecha, manos,
brazos, caras, voces, todo en nosotros es igual, sólo faltaría que nos
desnudásemos por completo. Volvió a servirse whisky, miró el líquido como si
esperase que de allí pudiera emerger alguna idea, y de repente preguntó, Y por
qué no, sí, y por qué no, Sería caricaturesco, usted mismo acaba de decir que
la prueba ya está hecha, Caricaturesco, por qué, de cintura para arriba o de
cintura para arriba y para abajo, nosotros, los actores de cine, y de teatro
también, casi no hacemos otra cosa que desnudarnos, No soy actor, No se
desnude, si no quiere, pero yo voy a hacerlo, no me cuesta nada, estoy más que
habituado, y, si la igualdad se repite en todo el cuerpo, usted se estará
viendo a sí mismo cuando me mire a mí, dijo Antonio Claro. Se quitó la camisa
con un solo movimiento, se descalzó y se sacó los pantalones, después la ropa
interior, finalmente los calcetines. Estaba desnudo desde la cabeza a los pies
y era, desde la cabeza a los pies, Tertuliano Máximo Afonso, profesor de
Historia. Entonces Tertuliano Máximo Afonso pensó que no podía quedarse atrás,
que tenía que aceptar el desafío, se levantó del sillón y comenzó también a
desnudarse, pero conteniendo los gestos por pudor y falta de hábito, pero,
cuando terminó, un poco encogida la figura debido a la timidez, se había
convertido en Daniel Santa-Clara, actor de cine, con la única excepción
visible de los pies, porque no llegó a quitarse los calcetines. Se miraron en
silencio, conscientes de la total inutilidad de cualquier palabra que
profiriesen, víctimas de un sentimiento confuso de humillación y pérdida que se
sobreponía al asombro, que sería la manifestación natural, como si la chocante
conformidad de uno hubiese robado algo a la identidad propia del otro. El primero
en acabar de vestirse fue Tertuliano Máximo Afonso. Se quedó de pie, con la
actitud de quien piensa que ha llegado el momento de retirarse, pero Antonio
Claro dijo, Le pido el favor de que se siente, hay todavía un último punto que
me gustaría aclarar, no lo retendré mucho más tiempo, De qué se trata,
preguntó Tertuliano Máximo Afonso mientras, con reluctancia, volvía a sentarse,
Me refiero a las fechas en que nacimos, y también a las horas, dijo Antonio
Claro sacando del bolsillo de la chaqueta la cartera y, de su interior, un
documento de identidad que presentó a Tertuliano Máximo Afonso por encima de
la mesa. Éste lo miró rápidamente, se lo devolvió y dijo, Nací en la misma
fecha, año, mes y día, No se molestará si le pido que me muestre su
documentación, De ningún modo. El carnet de Tertuliano Máximo Afonso pasó a las
manos de Antonio Claro, donde se demoró tres segundos, y regresó a su
propietario, que preguntó, Se da por satisfecho, Todavía no, todavía falta por
conocer las horas, mi idea es que las escribamos en un papel, cada uno en uno,
Por qué, Para que el segundo en hablar, si ésa es la manera acordada, no ceda a
la tentación de sustraer quince minutos a la hora que hubiese sido declarada
por el primero, Y por qué no aumentar esos quince minutos, Porque cualquier
aumento iría en contra de los intereses del segundo que hablara, El papel no
garantiza la seriedad del proceso, nadie podría impedirme escribir, y esto es
un ejemplo, que nací en el primer minuto del día, cuando no fue así en realidad,
Habría mentido, Pues sí, pero cualquiera de los dos, con quererlo, puede faltar
a la verdad aunque, simplemente, nos limitemos a decir en voz alta la hora en
que nacimos, Tiene razón, es una cuestión de rectitud y buena fe. Tertuliano
Máximo Afonso temblaba por dentro, desde el principio de todo sabía que este
momento acabaría llegando, pero nunca imaginó que iba a ser él quien lo invitara
a manifestarse, quien rompiera el último sello, quien revelara la única
diferencia. Conocía de antemano cuál iba a ser la respuesta de Antonio Claro,
pero incluso así preguntó, Y qué importancia puede tener que nos digamos uno a
otro la hora en que vinimos al mundo, La importancia que tendrá es que
sabremos cuál de los dos, usted o yo, es el duplicado del otro, Y qué nos
sucederá, a uno y a otro, cuando lo sepamos, De eso no tengo la menor idea, sin
embargo, mi imaginación, los actores también tenemos alguna, me dice que, como
mínimo, no será cómodo vivir sabiéndose el duplicado de otra persona, Y está
dispuesto, por su parte, a arriesgarse, Más que dispuesto, Sin mentir, Espero
que no sea necesario, respondió Antonio Claro con una sonrisa estudiada, una
composición plástica de labios y dientes donde, en dosis idénticas e
indiscernibles, se reunían la franqueza y la maldad, la inocencia y el descaro.
Después añadió, Naturalmente, si lo prefiere, podemos echar a suertes a quién
le tocará hablar en primer lugar, No es necesario, yo empiezo, usted mismo
acaba de decir que es una cuestión de rectitud y buena fe, dijo Tertuliano
Máximo Afonso, Entonces a qué hora nació, A las dos de la tarde. Antonio Claro
puso cara de pena y dijo, Yo nací media hora antes, o, hablando con absoluta
exactitud cronométrica, saqué la cabeza a las trece horas y veintinueve
minutos, lo lamento, querido amigo, pero yo ya estaba aquí cuando usted nació,
el duplicado es usted. Tertuliano Máximo Afonso engulló de un trago el resto
del coñac, se levantó y dijo, La curiosidad me trajo a este encuentro, ahora
que ya está satisfecha, me retiro, Hombre, no se vaya tan deprisa,
hablemos un poco más, todavía no es tarde, y hasta, si no
tiene otro compromiso, podríamos cenar juntos, aquí cerca hay un buen
restaurante, con su barba no correríamos peligro, Gracias por la invitación,
pero no acepto, tendríamos poca cosa que decirnos el uno al otro, no creo que a
usted le interese la Historia, y yo estoy curado de cine para los años más
próximos, Está contrariado por el hecho de no haber sido el primero en nacer,
de que yo sea el original y usted el duplicado, Contrariado no es la palabra
justa, simplemente preferiría que no hubiese sucedido así, pero no me pregunte
por qué, sea como sea no lo he perdido todo, todavía tengo una pequeña
compensación, Qué compensación, La de que usted no va a lucrarse yendo por el
mundo presumiendo de ser el original de nosotros dos, si el duplicado que soy
yo no está a la vista para las necesarias comprobaciones, No intento difundir
a los cuatro vientos esta historia increíble, soy un artista de cine, no un fenómeno de feria,
Y yo un profesor de Historia, no un caso teratológico, Estamos de acuerdo, No
hay, por tanto, ninguna razón para que volvamos a
encontrarnos, Eso creo, No me queda más, por consiguiente, que desearle la
mayor suerte en el desempeño de un papel del que no va a sacar ninguna ventaja,
dado que no tendrá público aplaudiéndole, y le prometo que este duplicado se
mantendrá fuera del alcance de la curiosidad científica, más que legítima, y
del cotilleo periodístico, que no lo es menos, porque de eso vive, supongo que
ya habrá oído decir que la costumbre hace ley, si no fuera así, puedo
asegurarle que el Código de Hammurabi no hubiera sido escrito, Nos
mantendremos alejados, En una ciudad tan grande como esta en la que vivimos no
será difícil, además, nuestras vidas profesionales son tan diferentes que nunca
habría sabido de su existencia de no ser por aquella maldita película, en
cuanto a la probabilidad de que un actor de cine se interese por un profesor de
Historia, ésa ni siquiera tiene expresión matemática, Nunca se sabe, la probabilidad
de que existiésemos tal como somos era cero, y sin embargo estamos aquí,
Intentaré imaginarme que no vi la película, ésa y las otras, o mejor recordaré
sólo que viví una larga y agónica pesadilla, para comprender al final que el
asunto no era para tanto, un hombre igual a otro, qué importancia tiene, si
quiere que le hable francamente, la única cosa que me preocupa en este momento
es si, habiendo nacido en el mismo día, también moriremos en el mismo día, No
veo a qué propósito viene ahora semejante preocupación, La muerte siempre
viene a propósito, Usted da la impresión de que sufre una obsesión morbosa,
cuando me llamó el otro día dijo las mismas palabras, y tampoco venían a
cuento, Entonces me salieron sin pensar, fue una de esas frases fuera de lugar
y de contexto que entran en una conversación sin que las hubiésemos llamado, Que no es
el caso de ahora, Le molesta, No me molesta nada, Quizá sí le molestaría si
reflexionase sobre una idea que se me acaba de ocurrir, Qué idea, La de que,
si somos tan iguales, como hoy nos ha sido dado comprobar, la lógica
identitaria que parece unirnos determinará que usted muera antes que yo,
precisamente treinta y un minutos antes que yo, durante treinta y un minutos
el duplicado ocupará el espacio del original, será original él mismo, Le deseo
que viva bien esos treinta y un minutos de identidad personal, absoluta y
exclusiva, porque a partir de ahora no va a tener otros, Muy simpático por su
parte, agradeció Tertuliano Máximo Afonso. Se colocó la barba con todo el esmero,
comprimiéndola delicadamente con las puntas de los dedos, ya no le temblaban
las manos, dio las buenas tardes y se encaminó a la puerta. Allí se detuvo de
repente, se volvió y dijo, Ah, se me había olvidado lo más importante, todas las
pruebas se han realizado excepto una, Cuál, preguntó Antonio Claro, La prueba
del ADN, el análisis de la codificación de nuestra información genética, o, con
palabras más sencillas, al alcance de cualquier inteligencia, el argumento
decisivo, la prueba del nueve, Eso ni pensarlo, Tiene razón, tendríamos que ir
los dos al laboratorio de genética de la mano para que nos cortaran una uña o
nos extrajeran una gota de sangre, y entonces, sí, sabríamos si esa igualdad no
es nada más que una casual coincidencia de colores y formas exteriores, o si
somos la demostración duplicada, en original y en duplicado, quiero decir, de
que la imposibilidad era la última ilusión que nos quedaba, Nos considerarían
casos teratológicos, o fenómenos de feria, Y eso sería insoportable para
ambos, Nada más exacto, Menos mal que estamos de acuerdo, En algo tendría que
ser, Buenas tardes, Buenas tardes.
El sol ya estaba escondido detrás de las montañas
que cerraban el horizonte al otro lado del río, pero la luminosidad del cielo
sin nubes casi no había disminuido, apenas la intensidad cruda del azul era
atemperada por un pálido tono rosa que lentamente se expandía. Tertuliano
Máximo Afonso puso el coche en marcha y giró el volante para entrar en el
camino que atravesaba el pueblo. Volvió la vista a la casa, vio a Antonio Claro
en la puerta, pero siguió adelante. No hubo gestos de despedida, ni de un lado
ni de otro. Sigues usando esa barba ridícula, dijo el sentido común, Me la
quitaré cuando lleguemos a la carretera, ésta será la última vez que me
sorprendas con ella, a partir de ahora andaré a cara descubierta, que se
disfrace quien quiera, cómo lo sabes, Saber, lo que se dice saber, no lo sé, es
sólo una idea, una suposición, un presentimiento, Tengo que confesar que no esperaba
tanto de ti, te has portado muy bien, como un hombre, Soy un hombre, No niego
que lo seas, pero lo normal en ti es que se sobrepongan tus debilidades a tus
fuerzas, Luego, es hombre todo aquel que no esté sujeto a debilidades, También
lo es quien consigue dominarlas, En ese caso, una mujer que sea capaz de vencer
sus femeninas debilidades es un hombre, es como un hombre, En sentido figurado,
sí, podemos decirlo, Pues entonces te digo yo que el sentido común se expresa
como machista en el más propio de los
sentidos, No tengo la culpa, me hicieron así, No es buena excusa para quien no
hace nada más en la vida que dar consejos y opiniones, No siempre me equivoco,
Te queda bien esa súbita modestia, Sería mejor de lo que soy, más eficiente,
más útil, si me ayudaseis, Quiénes, Todos vosotros, hombres, mujeres, el
sentido común no es nada más que una forma de media aritmética que sube o baja
según la marea, Previsible, por tanto, Efectivamente, soy la más previsible de
las cosas que hay en el mundo, Por eso me estabas esperando en el coche, Ya
era hora de que volviera a aparecer, incluso se me podría acusar de que estaba
tardando demasiado, Lo has oído todo, De cabo a rabo, Crees que hice mal
viniendo a hablar con él, Depende de lo que entiendas por mal o por bien, en
cualquier caso es indiferente, dada la situación a que habías llegado no tenías
otra alternativa, Ésta era la única manera si quería poner punto final al
asunto, Qué punto final, Quedó claro que no habrá más encuentros entre nosotros, Estás queriendo decirme que todo el
embrollo que has armado va a terminar así, que tú regresarás a tu trabajo y él
al suyo, tú a tu María Paz, mientras dure, y él a su Helena, o como quiera que
se llame, y a partir de ahora si te he visto no me acuerdo, es eso lo que
quieres decir, No hay ningún motivo para que sea de otra manera, Hay todos los
motivos para que sea de otra manera, palabra de sentido común, Basta que no
queramos, Si apagas el motor, el coche seguirá andando, Vamos cuesta abajo,
También seguiría andando, es cierto que durante menos tiempo, si estuviéramos
en una superficie horizontal, a eso se le llama la fuerza de la inercia, como
tienes obligación de saber, aunque no se trate de una materia que pertenezca a
la Historia, o tal vez sí, ahora que lo pienso, creo que precisamente en la
Historia es donde la fuerza de la inercia se nota más, No des opiniones sobre
lo que no has aprendido, una partida de ajedrez puede ser interrumpida en
cualquier momento, Yo estaba hablando de la Historia, Y yo estoy hablando de
ajedrez, Muy bien, para ti la perra gorda, uno de los jugadores puede seguir
jugando solo si le apetece, y ése, sin necesidad de hacer trampa, ganará en
cualquier caso, juegue con las piezas blancas, juegue con las piezas negras,
porque juega con todas, Yo me he levantado de la mesa, he salido de la
habitación, ya no estoy, Todavía quedan allí tres jugadores, Supongo que
quieres decir que queda ese Antonio Claro, Y también su mujer, y también María
Paz, Qué tiene que ver María Paz con esto, Flaca memoria la tuya, querido
amigo, parece que se te ha olvidado que usaste su nombre para tus investigaciones,
más pronto o más tarde, por ti o por otra persona, María Paz acabará conociendo
el enredo en que está envuelta sin saberlo, y en cuanto a la mujer del actor,
suponiendo que todavía no haya entrado en la pieza, mañana puede llegar a ser
la reina triunfante, Para sentido común tienes demasiada imaginación,
Acuérdate de lo que te dije hace unas semanas, sólo un sentido común con
imaginación de poeta podría haber sido el inventor de la rueda, No fue eso lo
que me dijiste exactamente, Da lo mismo, te lo digo en este momento, Serías
mejor compañía si no quisieras tener siempre razón, Nunca he presumido de
tener siempre razón, si alguna vez yerro soy el primero en confesar mi error,
Tal vez, pero poniendo cara de quien acaba de ser víctima de un clamoroso error
judicial, Y la herradura, La herradura, qué, Yo, sentido común, también inventé
la herradura, Con la imaginación de un poeta, Los caballos estarían dispuestos
a jurar que sí, Adiós, adiós, ya vamos en alas de la fantasía, Qué piensas
hacer ahora, Dos llamadas telefónicas, una a mi madre para decirle que iré a
verla pasado mañana y otra a María Paz para decirle que pasado mañana voy a ver
a mi madre y que me quedaré allí una semana, como ves nada más sencillo, nada
más inocente, nada más familiar y doméstico. En este momento un automóvil los
adelantó a gran velocidad, el conductor hizo una señal con la mano derecha.
Conoces a ese tipo, quién es, preguntó el sentido común, Es el hombre con quien
he hablado, Antonio Claro, o Daniel Santa-Clara, el original de quien yo soy
duplicado, creía que lo habías reconocido, No puedo reconocer a una persona a
la que no he visto antes, Verme a mí, es lo mismo que verlo a él, Pero no tras
una barba como ésa, Con la conversación he olvidado quitármela, bueno, ya
está, qué tal me encuentras ahora, Su coche es más potente que el tuyo, Mucho
más, Ha desaparecido en un instante, Va corriendo a contarle nuestro encuentro
a su mujer, Es posible, no es seguro Eres un incrédulo sistemático, No, soy sólo
eso que llamáis sentido común por no saber qué mejor nombre darle, El inventor
de la rueda y de la herradura, En las horas poéticas, sólo en las horas poéticas,
Quién nos diera que fueran más, Cuando lleguemos me dejas a la entrada de tu
calle, si no te importa, No quieres subir, descansar un poco, No, prefiero
poner la imaginación a trabajar, que buena falta nos va a hacer.
Cuando Tertuliano Máximo Afonso se despertó a
la mañana siguiente, supo por qué le había dicho al sentido común, apenas entró
en el coche, que aquélla era la última vez que lo veía con barba postiza y que
a partir de ahí iría a cara descubierta, a la vista de todo el mundo. Que se disfrace
quien quiera, fueron, terminantes, sus palabras. Lo que entonces hubiera
podido parecerle a una persona desprevenida simplemente una temperamental
declaración de intenciones motivada por la justificada impaciencia de quien
está siendo sometido a una sucesión de duras pruebas, era, a fin de cuentas,
sin que lo sospechásemos, la simiente de una acción repleta de consecuencias
futuras, algo así como enviar un cartel de desafío al enemigo sabiendo anticipadamente
que las cosas no van a quedarse en ese punto. Antes de continuar, sin embargo,
convendría a la buena armonía del relato que dedicáramos algunas líneas a
analizar cualquier inadvertida contradicción que haya entre la acción de la
que más adelante daremos cuenta y las resoluciones anunciadas por Tertuliano
Máximo Afonso durante el breve viaje con el sentido común. Una rápida
excursión por las páginas finales del anterior capítulo mostrará de inmediato
la existencia de una contradicción básica manifestada en distintas variantes
expresivas, tales como el que Tertuliano Máximo Afonso dijera, ante el prudente
escepticismo del sentido común, en primer lugar, que había puesto punto final
al asunto de los dos hombres iguales, en segundo lugar, que quedara patente que
Antonio Claro y él nunca más volverían a encontrarse, y, en tercer lugar, con
la retórica ingenua de un final de acto, que se había levantado de la mesa de
juego, que abandonaba la sala, que dejaba de estar. Ésta es la contradicción.
Cómo puede afirmar Tertuliano Máximo Afonso que dejaba de estar, que
abandonaba, que se levantaba de la mesa, si, apenas sin desayunar, lo vemos
precipitarse a la papelería más cercana para comprar una caja de cartón dentro
de la cual enviará a Antonio Claro, vía correo, nada más y nada menos que la misma
barba con que en los últimos tiempos lo hemos visto disfrazado. Imaginando que
Antonio Claro acabase teniendo un día de éstos motivos para usar un disfraz,
sería cosa suya, nada tendría que ver con un Tertuliano Máximo Afonso que salió
dando un portazo y diciendo que no volvería más. Cuando, de aquí a dos o tres
días, Antonio Claro abra el paquete en su casa y se encuentre con una barba
postiza que inmediatamente reconocerá, será inevitable que le diga a su mujer,
Esto que aquí ves, aunque parezca una barba, es un cartel de desafío, y la mujer
le preguntará, Pero cómo puede ser eso, si tú no tienes enemigos. Antonio Claro no perderá tiempo respondiéndole que es
imposible no tener enemigos, que los enemigos no nacen de nuestra voluntad de
tenerlos y sí del irresistible deseo que tienen ellos de tenernos a nosotros.
En el gremio de los actores, por ejemplo, papeles de diez líneas despiertan
con desalentadora frecuencia la envidia de los papeles de cinco, por ahí se
comienza siempre, por la envidia, y si después los papeles de diez líneas pasan
a veinte y los de cinco tienen que contentarse con siete, el terreno queda
abonado para que en él se desarrolle una frondosa, próspera y duradera
enemistad. Y esta barba, preguntará Helena, cuál es su papel en medio de todo
esto, Esta barba, se me olvidó decírtelo el otro día, es la que usaba Tertuliano
Máximo Afonso cuando fue a encontrarse conmigo, es comprensible que se la
pusiera y confieso que hasta le agradezco la idea, imagínate que alguien lo ve
cruzar el pueblo y lo confunde conmigo, las complicaciones que de ahí podrían
haber nacido, Qué vas a hacer con ella, Podría devolvérsela con una nota seca
poniendo a ese entrometido en su lugar, pero eso sería entrar en un tú-me-dices-yo-te-digo
de imprevisibles consecuencias, que se sabe cómo empieza pero no se sabe cómo
acabará, y tengo una carrera que defender, ahora que mis papeles son ya de
cincuenta líneas, con la posibilidad de crecer si todo sigue bien, como
promete ese guión que hay ahí, Si estuviera en tu situación la rompía, la
tiraba, o la quemaba, muerto el bicho se acabó la rabia, No parece que esto sea
un caso de muerte repentina, Además, tengo la impresión de que la barba no te
quedaría bien, No bromees, Es una manera de hablar, lo que sé es que me trastorna
el espíritu, que incluso llega a desasosegarme el cuerpo saber que en esta
ciudad hay un hombre exactamente igual que tú, aunque continúe resistiéndome a
creer que las semejanzas lleguen hasta tal punto, Te repito que son totales,
que son absolutas, las propias impresiones digitales de nuestros documentos de
identidad son idénticas, como tuve ocasión de comparar, Me dan mareos sólo de
pensarlo, No te dejes obsesionar, tómate un tranquilizante, Ya me lo he
tomado, estoy tomándolos desde que ese hombre llamó, No me había dado cuenta,
Es que no te fijas mucho en mí, No es verdad, cómo podría saber que tomas
comprimidos si lo haces a escondidas, Perdona, estoy un poco nerviosa, pero no
tiene importancia, esto pasará, Llegará un día en que ya ni nos acordaremos de
esta maldita historia, Mientras no llegue tienes que decidir qué vas a hacer
con esos pelos repugnantes, Voy a ponerlos con el bigote que usé en aquella
película, Qué interés puede tener guardar una barba que ha sido usada en la
cara de otra persona, La cuestión está precisamente ahí, de hecho la persona es
otra, pero la cara no, la cara es la misma, No es la misma, Es la misma, Si
quieres que me vuelva loca, sigue diciendo que tu cara es su cara, Por favor,
tranquilízate, Además, cómo metes en el mismo saco esa intención de guardar la
barba, como si se tratara de una reliquia, y llamarla nada más y nada menos que cartel de desafío enviado por mano enemiga,
que fue lo que dijiste cuando abriste la caja, No dije que venía de un enemigo,
Pero lo pensaste, Es posible que sí, que lo haya pensado, pero no estoy seguro
de que sea la palabra justa, ese hombre nunca me ha hecho mal, Existe, Existe
para mí de la misma manera que yo existo para él, No has sido tú quien lo ha
buscado, supongo, Si yo estuviese en su caso, mi proceder no habría sido
diferente, Juro que lo habría sido si me hubieras pedido consejo, Ya veo que
la situación no es agradable, no lo es para ninguno de los dos, pero no consigo
comprender por qué te inflamas tanto, Yo no me inflamo, Poco te falta para que
te salten llamas de los ojos. A Helena no le saltaron llamas, sino, inesperadamente,
lágrimas. Le dio la espalda al marido y se fue al dormitorio, cerrando la
puerta con más fuerza de la necesaria. Una persona dada a supersticiones que
hubiese sido testigo de la deplorable escena conyugal que acabamos de
describir, tal vez no perdiese la ocasión de atribuir la causa del conflicto a
cualquier influencia maligna del apéndice postizo que Antonio Claro se obstinaba
en guardar al lado del bigote con que prácticamente se inició en su carrera de
actor. Y lo más seguro sería que esa persona moviera la cabeza con aire de
falsa compasión, y soltase el oráculo, Quien con sus propias manos mete al
enemigo en casa, que no se queje después, avisado estaba y no hizo caso.
A mas de cuatrocientos
kilómetros de aquí, en su antiguo cuarto de niño, Tertuliano Máximo Afonso se
prepara para dormir. Cuando salió de la ciudad, el martes por la mañana, vino
todo el camino discutiendo para sus adentros si debería contarle a la madre
algo de lo que estaba sucediendo o si, por el contrario, era más prudente
mantener la boca firmemente sellada. A los cincuenta kilómetros decidió que lo
mejor sería vaciar el saco entero, a los ciento veinte se indignó consigo
mismo por haber sido capaz de semejante idea, a los doscientos diez imaginó
que una explicación ligera y en tono anecdótico tal vez fuese suficiente para
satisfacer la curiosidad de la madre, a los trescientos catorce se llamó estúpido
y dijo que eso era no conocerla, a los cuatrocientos veintisiete, cuando paró
ante la puerta de la casa familiar, no sabía qué hacer. Y ahora, mientras se
pone el pijama, piensa que el viaje ha sido un error grave, palmario, que mejor
hubiera sido no salir de casa, quedarse encerrado en su concha protectora,
esperando. Es cierto que aquí está fuera de su alcance, pero, sin querer con
esto ofender a doña Carolina, que tanto en el aspecto físico como en los
considerandos morales no merece semejante comparación, Tertuliano Máximo
Afonso siente que ha caído en la boca del lobo, como un gorrión desprevenido
que vuela directamente hacia la trampa sin tener en cuenta las consecuencias.
La madre no le ha hecho preguntas, se ha limitado a mirarlo de vez en cuando
con una expresión expectante para desviar a continuación los ojos, con el
gesto decía, No pretendo ser indiscreta, pero el aviso está dado, Si crees que te vas a ir sin hablar,
estás muy equivocado. Tumbado en la cama, Tertuliano Máximo Afonso le da
vueltas al asunto y no encuentra solución. La madre no está hecha de la misma
masa que María Paz, ésa se satisface, o así lo hace creer, con cualquier
explicación que se le dé, a ella no le importaría esperar toda la vida, si
fuera necesario, el momento de las revelaciones. La madre de Tertuliano Máximo
Afonso, en cada actitud, en cada movimiento, cuando le coloca un plato
delante, cuando le ayuda a ponerse la chaqueta, cuando le entrega una camisa
limpia, está diciéndole, No te pido que me lo cuentes todo, tienes derecho a
guardar tus secretos, con una única e irrenunciable excepción, aquellos de los
que dependa tu vida, tu futuro, tu felicidad, ésos quiero saberlos, tengo
derecho, y tú no me lo puedes negar. Tertuliano Máximo Afonso apagó la luz de
la mesilla de noche, traía algunos libros pero el espíritu, esta noche, no le
pide lecturas, y en cuanto a las civilizaciones mesopotámicas, que sin duda lo
conducirían dulcemente a los diáfanos umbrales del sueño, por ser tan pesadas
se quedaron en casa, también sobre la mesilla de noche, con el marcador
señalando el comienzo del ilustrativo capítulo en que se trata del rey Tukulti-Ninurta
I, que floreció, como de las figuras históricas solía decirse, entre los siglos
doce y trece antes de Cristo. La puerta del dormitorio, que sólo estaba
entornada, se abrió mansamente en la penumbra. Tomarctus, el perro de la casa,
acababa de entrar. Venía a saber si este dueño, que sólo aparece por aquí de
tarde en tarde, todavía estaba. Es de tamaño medio, todo él un borrón negro, no
como otros que cuando los miramos de cerca se nota en seguida que tiran hacia
el gris. El extraño nombre le fue puesto por Tertuliano Máximo Afonso, es lo
que sucede cuando se tiene un dueño erudito, en vez de haber bautizado al animal
con un apelativo que pudiese captar sin dificultad por las vías directas de la
genética, como hubieran sido los casos de Fiel, Piloto, Sultán o Almirante,
heredados y sucesivamente transmitidos de generaciones en generaciones, en vez
de eso le puso el nombre de un cánido que se dice que vivió hace quince
millones de años y que, según certifican los paleontólogos, es el fósil Adán de
estos animales de cuatro patas que corren, olfatean y se rascan las pulgas, y
que, como es natural entre amigos, muerden de vez en cuando. Tomarctus no llegó
para quedarse mucho tiempo, dormirá unos minutos enroscado a los pies de la
cama, después se levantará para dar una vuelta por la casa, a ver si está todo
en orden, y por fin, durante el resto de la noche, será vigilante compañero de
su ama de todas las horas, salvo si tiene que salir al patio para ladrar y de
paso beber agua de la escudilla y alzar la pierna en el arriate de los geranios
o en los macizos de romero. Volverá al dormitorio de Tertuliano Máximo Afonso
con la primera luz de la alborada, tomará conocimiento de que también este
lado de la tierra no ha mudado de sitio, es eso lo que a los perros más les
gusta en la vida, que nadie se vaya fuera. Cuando Tertuliano Máximo Afonso
despierte, la puerta estará cerrada, señal de que la madre ya se ha levantado y
de que Tomarctus ha salido con ella. Tertuliano Máximo Afonso mira el reloj, se
dice a sí mismo. Todavía es temprano, durante el tiempo que dure este vago y
último sueño las preocupaciones pueden esperar.
Habría despertado sobresaltado si un duende
malicioso le hubiese soplado al oído que algo de la más extrema importancia se
está fraguando a esta misma hora en casa de Antonio Claro, o, para hablar con
precisión y justeza, en el trabajado interior de su cerebro. A Helena le han
ayudado mucho los tranquilizantes, la prueba está en verla cómo duerme, con
la respiración adecuada, el rostro plácido y ausente de un niño, pero de quien
no podemos decir lo mismo es del marido, éste no ha aprovechado las noches, siempre
dándole vueltas al asunto de la barba postiza, preguntándose con qué
intenciones se la habría mandado Tertuliano Máximo Afonso, soñando con el
encuentro en la casa del campo, despertándose angustiado, algunas veces bañado
en sudor. Hoy no ha sido así. Enemiga la noche, tanto como las anteriores, pero
salvadora la madrugada, como todas tendrían que serlo. Abrió los ojos y
aguardó, sorprendido al percibirse al acecho de algo que debería estar a punto
de eclosionar, y que de repente eclosionó, fue una llamarada, un relámpago que
llenó de luz todo el dormitorio, recordar que Tertuliano Máximo Afonso dijo al
principio de la conversación, Escribí a la productora, ésa fue la respuesta a
la pregunta que le hizo, Y cómo dio finalmente conmigo. Sonrió de placer como
habrán sonreído todos los navegantes a la vista de la isla desconocida, pero
el gozo exaltador del descubrimiento no duró mucho, estas ideas matinales
tienen por lo general un defecto de fabricación, parece que acabamos de
inventar el motor de corriente continua y apenas volvemos la espalda la máquina
se detiene. Cartas pidiendo retratos y autógrafos de artistas es lo que hay
de más en las empresas de cine, las grandes estrellas, mientras mantienen el
favor del público, reciben miles por semana, es decir, recibir, eso que
llamamos propiamente recibir, no reciben, ni siquiera pierden su tiempo
poniéndole los ojos encima, para eso están los empleados de la productora que
van al archivador, retiran la fotografía deseada, la meten en un sobre, ya con
la dedicatoria impresa, igual para todos, y adelante que se hace tarde, que
pase el siguiente. Es evidente que Daniel Santa-Clara no es ninguna estrella,
que si algún día hubieran entrado en la empresa tres cartas juntas solicitando
la limosna de su retrato, sería cosa de poner banderas en la ventana y declararlo
festivo nacional, teniendo en cuenta además que las tales cartas no se guardan,
van en seguida, sin excepción, a la trituradora de papel, reducidas a la
miseria de un montón de tiritas indescifrables todas aquellas ansiedades, todas
aquellas emociones. Suponiendo, no obstante, que los archivistas de la
productora tuvieran instrucciones para registrar,
ordenar y clasificar con criterio, de tal modo que no se pierda ni uno solo de
estos testimonios de admiración del público por sus artistas, es inevitable
preguntarse para qué le serviría a Antonio Claro la carta escrita por
Tertuliano Máximo Afonso, o, más exactamente, en qué podría contribuir esa
carta para hallar una salida, si es que existe, al complicado, al insólito, al
nunca visto caso de los dos hombres iguales. Hay que decir que esa desorbitada
esperanza, más tarde hecha añicos por la lógica de los hechos, fue lo que animó
de forma exultante el despertar de Antonio Claro, y si aún resta algo de ella
es la posibilidad remota de que aquella parte de la carta que Tertuliano Máximo
Afonso dijo haber escrito sobre la importancia de los actores secundarios
hubiese sido considerada suficientemente interesante para merecer el honor de
un lugar en el archivo e incluso, quién sabe, la atención de algún
especialista en mercadotecnia para quien los factores humanos no fuesen del
todo extraños. En el fondo, lo que aquí venimos a encontrar es ya sólo la
necesidad de la minúscula satisfacción que proporcionaría al ego de Daniel Santa-Clara,
a través de la pluma de un profesor de Historia, el reconocimiento de la
importancia de los grumetes en la navegación de los portaaviones, aunque no
hayan hecho otra cosa durante el periplo que sacar lustre a los dorados. Que
sea esto suficiente para que Antonio Claro decida ir a la empresa esta mañana
a indagar acerca de la existencia de una carta escrita por un tal Tertuliano
Máximo Afonso, es francamente discutible, ante la incertidumbre de encontrar
allí lo que con tanta ilusión había imaginado, pero hay ocasiones en la vida
en que una urgente necesidad de salir del marasmo de la indecisión, de hacer
algo, sea lo que sea, aunque inútil, aunque superfluo, es la última señal de
capacidad volitiva que nos queda, como acechar por el ojo de la cerradura de
una puerta que teníamos prohibido abrir. Antonio Claro ya se ha levantado de
la cama, lo ha hecho con mil cuidados para no despertar a la mujer, ahora se
encuentra medio tumbado en el sofá grande de la sala y tiene el guión de la
próxima película abierto sobre las rodillas, será su justificación para
acercarse a la productora, él que nunca ha necesitado darlas, ni en esta casa
jamás se las han pedido, es lo que sucede cuando no se tiene la conciencia del
todo tranquila, Tengo una duda que necesito aclarar, dirá cuando Helena
aparezca, me falta por lo menos una réplica, tal como está el pasaje no tiene
sentido. Al final estará dormido cuando la mujer entre en la sala, pero el
efecto no se ha perdido por completo, ella creyó que se había levantado para
estudiar el papel, hay gente así, personas a quienes un apurado sentido de la
responsabilidad mantienen permanentemente inquietas, como si en cada momento
estuviesen faltando a un deber y de eso se acusaran. Se despertó sobresaltado,
explicó, balbuceando, que había pasado mala noche, y ella le preguntó por qué
no volvía a la cama, y entonces él le explicó que había encontrado un error en
el guión que sólo en la productora podrían corregir, y ella dijo que eso
no le obligaba a ir allí corriendo, que fuese después del almuerzo y ahora que
durmiese. Él insistió, ella desistió, sólo dijo que a ella, sí, le apetecía
meterse otra vez entre las sábanas, Dentro de dos semanas comienzan las
vacaciones, verás lo que voy a dormir, para colmo con estas pastillas, será el
paraíso, No te vas a pasar las vacaciones en la cama, dijo él, Mi cama es mi
castillo, respondió ella, tras sus murallas estoy a salvo, Tienes que ir a un
médico, tú no eres así, Hay que entenderlo, nunca anduve con dos hombres en el
pensamiento hasta ahora, Supongo que no lo dirás en serio, No en el sentido
que le estás dando, evidentemente que no, además reconoce que sería bastante
ridículo tener celos de una persona que ni siquiera conozco, y a quien,
voluntariamente, nunca voy a conocer. Sería éste el mejor momento para que
Antonio Claro confesara que no es por culpa de supuestas deficiencias de guión
por lo que va a ir a la productora, sino para leer, si es posible, una carta
escrita precisamente por el segundo de los hombres que ocupan el pensamiento de
la mujer, aunque sea lícito presumir, vista la manera como el cerebro humano
suele funcionar, siempre dispuesto a resbalar hacia cualquier forma de delirio,
que, al menos en estos agitados días, ese segundo hombre haya pasado delante
del primero. Reconózcase, sin embargo, que tal explicación, aparte de exigir demasiado
esfuerzo a la confundida cabeza de Antonio Claro, sólo vendría a enredar más
aún la situación y, con alta probabilidad, no sería recibida por Helena con
suficiente simpatía receptiva. Antonio Claro se limitó a responder que no tenía
celos, que sería estúpido tenerlos, que lo que estaba era preocupado por su
salud, Deberíamos aprovechar tus vacaciones e irnos lejos de aquí, dijo,
Prefiero quedarme en casa, y además tú tienes esa película, Tengo tiempo, no es
para ya, Incluso así, Podríamos irnos a la casa del campo, le pido a alguien
del pueblo que vaya a limpiarnos el jardín, Me ahogo en aquella soledad,
Entonces vámonos a otro sitio, Ya te he dicho que prefiero quedarme en casa,
Será otra soledad, Pero en ésta me siento bien, Si es eso lo que realmente
quieres, Sí, es eso lo que quiero realmente. No había nada más que decir. El
desayuno fue tomado en silencio, y media hora más tarde Helena estaba en la
calle camino de su trabajo. Antonio Claro no tenía la misma prisa, pero
tampoco tardó mucho en salir. Entró en el coche pensando que iba a pasar al
ataque. Sólo que no sabía para qué.
No es
frecuente que aparezcan actores por los despachos de la productora, y ésta debe
de ser la primera vez que uno de ellos lo haga para preguntar sobre la carta de
un admirador, aunque se distinga de las otras por el inusual hecho de no pedir
ni fotografía ni autógrafo, sólo la dirección, Antonio Claro no sabe lo que
dice la carta, supone que sólo pide la dirección de la casa donde vive.
Probablemente, Antonio Claro no tendría la tarea fácil si no se diera la
circunstancia afortunada de conocer a un jefe de servicio que fue colega suyo en tiempos de escuela y que lo recibió con los brazos
abiertos, con la frase habitual, Qué te trae por aquí, Sé que una persona ha
escrito una carta pidiendo mi dirección, y me gustaría leerla, Esos asuntos
no los trato yo, pero voy a pedirle a alguien que te atienda. Llamó por el
intercomunicador, explicó de modo sumario lo que pretendía y pocos momentos
después apareció una mujer joven que venía sonriendo ya con las palabras
preparadas, Buenos días, me gustó mucho su última película, Es muy amable, Qué
es lo que quería saber, Se trata de una carta escrita por una persona que se
llama Tertuliano Máximo Afonso, Si era pidiendo una fotografía, ya no existe,
esas cartas no las guardamos, tendríamos los archivos reventando por las
costuras si las conserváramos, Por lo que sé, pedía mi dirección y hacía un
comentario sobre algo que me interesa, por eso he venido aquí, Cómo dijo que se
llamaba, Tertuliano Máximo Afonso, es profesor de Historia, Lo conoce, Sí y
no, es decir, me han hablado de él, Hace cuánto tiempo que fue escrita la
carta, Hará más de dos semanas y menos de tres, pero no estoy seguro, Comenzaré
mirando en el registro de entradas, aunque, la verdad, ese nombre no me suena
de nada, Es usted quien se encarga del registro, No, es una colega que está de
vacaciones, pero con un nombre así los comentarios no habrían faltado, los
Tertulianos deben de ser pocos actualmente, Supongo que sí, Venga conmigo, por
favor, dijo la mujer. Antonio Claro se despidió del amigo y la siguió, no era
nada desagradable, tenía una buena figura y usaba un buen perfume.
Atravesaron una sala donde varias personas trabajaban, dos de ellas esbozaron
una pequeña sonrisa cuando lo vieron pasar, lo que demuestra, pese a las
opiniones en contra que, en su mayoría, se rigen por añejos preconceptos de
clase, que todavía hay quien se fija en los actores secundarios. Entraron en
un despacho rodeado de estanterías, casi todas abarrotadas de libros de
registro de gran formato. Un libro idéntico estaba abierto sobre la única mesa
que allí había. Esto tiene aire de reconstitución histórica, dijo Antonio
Claro, parece el archivo de una Conservaduría, Archivo es, pero temporal,
cuando ese libro que está en la mesa llegue al final, irá a la basura el más
antiguo de los otros, no es lo mismo que en una Conservaduría, donde todo se
guarda, vivos y muertos, Comparado con la sala por donde hemos venido esto es
otro mundo, Supongo que hasta en las oficinas más modernas deben de
encontrarse lugares parecidos a éste, como un áncora herrumbrosa presa al
pasado y sin uso. Antonio Claro la miró con atención y dijo, Desde que he
entrado aquí le he oído una cantidad de ideas interesantes, Usted cree, Sí, es
lo que pienso, Algo así como un gorrión que inesperadamente empieza a cantar
como un canario, También esa idea me agrada. La mujer no respondió, pasó unas
cuantas hojas, retrocedió hasta tres semanas atrás y, con el dedo índice de la
mano derecha, comenzó a recorrer los nombres uno a uno. En la tercera semana
nada, en la segunda tampoco, estamos en
la primera, acabamos de llegar al día de hoy, y el nombre de Tertuliano Máximo
Afonso no ha aparecido. Deben haberle informado mal, dijo la mujer, ese
nombre no consta, lo que significa que esa carta, si fue escrita, no entró
aquí, se perdería por el camino, Estoy dándole demasiado trabajo, abusando de
su tiempo, pero, se anticipó insinuante Antonio Claro, quizá si retrocediéramos
una semana más, Pues sí. La mujer pasó nuevamente las hojas y suspiró. La
cuarta semana había sido abundantísima en peticiones de fotografías, se
tardaría un buen rato en llegar al sábado, y a Dios gracias, levantemos las
manos al cielo porque las solicitudes relacionadas con los actores más
importantes sean tratadas en un sector de las oficinas pertrechado con sistemas
informáticos, nada que tenga que ver con el arcaísmo casi incunabular de esta
montaña de infolios reservados al vulgo. La conciencia de Antonio Claro tardará
tiempo en comprender que el trabajo de búsqueda que la amable mujer estaba
ejecutando podía hacerlo él, y que incluso hubiera sido obligación suya haberse
ofrecido para sustituirla, teniendo en cuenta que los datos allí registrados,
por su carácter elemental, nada más que una lista de nombres y direcciones, lo
que cualquier persona encuentra en una banal guía telefónica, no implicaban el
menor grado de confidencialidad, ninguna exigencia de discreción que impusiese
mantenerlos al abrigo del fisgoneo de ajenos al departamento. La mujer
agradeció el ofrecimiento con una sonrisa, pero no aceptó, que no se iba a
quedar de brazos cruzados viéndolo trabajar, dijo. Los minutos pasaban, las
hojas iban pasando, ya era jueves y Tertuliano Máximo Afonso no aparecía.
Antonio Claro comenzó a sentirse nervioso, a mandar al infierno la idea que
había tenido, a preguntarse de qué le iba a servir la maldita carta si acabara
por aparecer, y no encontraba una respuesta que estuviese a la altura de la
incomodidad de la situación, hasta la diminuta satisfacción que su ego, como un
gato goloso, estaba buscando, se convertía por momentos en vergüenza. La mujer
cerró el libro, Lo lamento mucho, pero no está aquí, Y yo tengo que rogarle que
me perdone el trabajo que le he dado por culpa de una insignificancia, Si tenía
tanto empeño en ver la carta no sería una insignificancia, suavizó la mujer,
generosa, Me dijeron que contenía un pasaje que me podría interesar, Qué
pasaje, No estoy seguro, creo que era sobre la importancia de los actores
secundarios para el éxito de las películas, algo de ese estilo. La mujer hizo
un movimiento brusco, como si la memoria la hubiera sacudido violentamente por
dentro, y preguntó, Sobre los actores secundarios, eso ha dicho, Sí, respondió
Antonio Claro, sin pensar que de ahí pudiera venir algún resto de esperanza,
Pero esa carta fue escrita por una mujer, Por una mujer, repitió Antonio
Claro, sintiendo que la cabeza le daba una vuelta, Sí señor, por una mujer, Y
dónde está, me refiero a la carta, claro, La primera persona que la leyó pensó
que el asunto escapaba a las reglas y lo puso en conocimiento del antiguo jefe
de departamento, que a su vez mandó el papel a la administración, Y luego,
Nunca más la devolvieron, o la metieron en la caja fuerte, o fue destruida en
la trituradora de la secretaría particular del presidente del consejo de
administración, Pero por qué, por qué, Las preguntas son dos, y ambas
pertinentes, probablemente por el tal pasaje, probablemente porque la
administración no vio con buenos ojos la posibilidad de que comenzase a
circular por ahí, dentro y fuera de la empresa, por todo el país, un manifiesto
reclamando equidad y justicia para los actores secundarios, sería una
revolución en la industria, e imagine lo que podría suceder después si la
reivindicación la asumen las clases inferiores, los secundarios de la sociedad
en general, Ha hablado de un antiguo jefe del departamento, por qué antiguo,
Porque, gracias a su genial intuición, fue rápidamente ascendido, Entonces, la
carta desapareció, se evaporó, murmuró Antonio Claro, desanimado, El
original, sí, pero yo ya había guardado una copia para mi uso, un duplicado,
Se guardó una copia, repitió Antonio Claro, sintiendo al mismo tiempo que el
estremecimiento que acababa de recorrerle el cuerpo había sido causado no por
la primera sino por la segunda de las dos palabras, La idea me pareció hasta
tal punto extraordinaria que decidí cometer una pequeña infracción contra los
reglamentos internos de personal, Y esa carta, la tiene con usted, La tengo en
casa, Ah, la tiene en casa, Si quiere un duplicado, no tengo ningún problema en
dárselo, a fin de cuentas el verdadero destinatario de la
carta es el actor Daniel Santa-Clara, aquí legalmente representado, No sé cómo
agradecérselo, y ya ahora, permítame que le repita lo que antes he dicho, ha
sido un placer conocerla y hablar con usted, Tengo días, hoy me ha encontrado
de buen talante, quizá sea porque me he sentido en la piel del personaje de una
novela, Qué novela, qué personaje, No tiene importancia, volvamos a la vida
real, dejémonos de fantasías y ficciones, mañana hago una fotocopia de la carta
y se la mando por correo a su casa, No quiero que se moleste, yo vendré por
aquí, Ni por asomo, imagínese lo que se pensaría en esta empresa si alguien me
viese entregándole un papel, Peligraría su reputación, preguntó Antonio Claro
comenzando a dibujar una sonrisa discretamente maliciosa, Peor que eso, cortó
ella, peligraría mi empleo, Perdone, debo de haberle parecido inconveniente,
pero no he tenido intención de molestarla, Supongo que no, sólo ha confundido
el sentido de las palabras, es algo que siempre está sucediendo, lo que nos
salva son los filtros que el tiempo y la costumbre de oír van tejiendo en
nosotros, Qué filtros son ésos, Son una especie de coladores de la voz, las
palabras, al pasar, siempre dejan posos, para saber lo que de verdad nos han
querido comunicar hay que analizar minuciosamente esos posos, Parece un proceso
complicado, Al contrario, las operaciones necesarias son instantáneas, como en
un ordenador, aunque nunca se atropellan unas a otras, todas llevan un orden,
derechas hasta el final, es una cuestión de entrenamiento, Si es que no es don
natural, como tener un oído absoluto, En este caso no es necesario tanto, basta
con ser capaz de oír la palabra, la agudeza está en otro sitio, pero no piense
que todo son rosas, a veces, y hablo de mí, no sé lo que les sucede a las otras
personas, llego a casa como si mis filtros estuvieran obstruidos, es una pena
que las duchas que tomamos por fuera no nos puedan asear por dentro, Estoy
llegando a la conclusión de que no es un gorrión cantando como un canario, sino
como un ruiseñor, Dios mío, la cantidad de posos que van ahí, exclamó la
mujer, Me gustaría volver a verla, Supongo que sí, mi filtro me lo acaba de
decir, Estoy hablando en serio, Pero no con seriedad, Ni siquiera sé su
nombre, Para qué lo quiere, No se irrite, es costumbre que las personas se presenten,
Cuando existe un motivo, Y en este caso no lo hay, preguntó Antonio Claro,
Sinceramente, no lo veo, Imagine que necesite otra vez su ayuda, Es sencillo,
le pide a mi jefe que llame a esa empleada que le ayudó la otra vez, aunque lo
más probable sea que lo atienda mi colega que ahora está de vacaciones,
Entonces me quedaré sin noticias suyas, Cumpliré lo prometido, recibirá la
carta de la persona que quiso saber su dirección, Nada más, Nada más,
respondió la mujer. Antonio Claro fue a dar las gracias a su antiguo colega,
charlaron un poco, y finalmente preguntó, Cómo se llama la empleada que me ha
atendido, María, por qué, Realmente, pensándolo bien, por nada, no sé ahora más
de lo que ya sabía, Y qué has sabido, Nada.
Las
cuentas eran fáciles de hacer. Si alguien nos asegura que ha escrito una carta
y ésta aparece después con la firma de otra persona, habrá que optar por una
de las dos posibilidades, o esta persona escribió a petición de la primera, o
la primera, por razones que a Antonio Claro le falta conocer, falseó el nombre
de la segunda. De aquí no hay que salir. Como quiera que sea, considerando que
la dirección escrita en el remite de la carta no es la de la primera persona,
sino de la segunda, a quien evidentemente la respuesta de la productora tuvo
que ser enderezada, considerando que todos los pasos resultantes del
conocimiento de su contenido fueron dados por la primera y ni uno solo por la
segunda, las conclusiones a extraer de este caso son, más que lógicas,
transparentes. En primer lugar, es obvio, patente y manifiesto que las dos
partes se pusieron de acuerdo para llevar a cabo la mistificación epistolar,
en segundo lugar, por razones que Antonio Claro igualmente ignora, que el
objetivo de la primera persona era permanecer en la sombra hasta el último
momento, y lo consiguió. Dando vueltas a estas inducciones elementales Antonio
Claro consumió los tres días que la carta enviada por la enigmática María
tardó en llegar. Venía acompañada de una tarjeta con las siguientes palabras
manuscritas sin firma, Espero que le sirva de algo. Era ésta precisamente la
pregunta que Antonio Claro se planteaba a sí mismo, Y después de esto, qué
hago, aunque hay que decir que, si a la presente situación le aplicáramos la
teoría de los filtros o coladores de palabras, aquí notaríamos la presencia de
un depósito, de un residuo, de un sedimento, o simplemente de unos posos, como
los prefiere clasificar la misma María a quien Antonio Claro se arriesgó a
llamar, y él sabrá con qué intención, primero canario y después ruiseñor, los
tales posos, decíamos, ahora que ya estamos instruidos en el respectivo proceso
de análisis, denuncian la existencia de una intención, quizá todavía imprecisa,
difusa, pero que apostamos la cabeza que no se habría presentado si la carta
recibida estuviese firmada, no por una mujer, sino por un hombre. Quiere esto
decir que si Tertuliano Máximo Afonso tuviese, por ejemplo, un amigo de
confianza, y con él hubiese combinado el sinuoso ardid, Daniel Santa-Clara
simplemente habría roto la carta porque la consideraría un pormenor sin importancia
en relación al fondo de la cuestión, es decir, la igualdad absoluta que los aproxima
y al paso que vamos muy probablemente los separará. Pero, ay de nosotros, la
carta viene firmada por una mujer, María Paz, es ése su nombre propio, y
Antonio Claro, que en el ejercicio de la profesión nunca fue aprobado para
desempeñar un papel de galán seductor, ni siquiera en el nivel subalterno, se
esfuerza lo más que puede para encontrar algunas compensaciones equilibradoras
en la vida práctica, aunque no siempre con auspiciosos resultados, como recientemente
tuvimos ocasión de comprobar en el episodio de la empleada de la productora,
aclarando desde ya que no se hizo antes referencia a estas sus propensiones
amatorias, ha sido solamente porque no venían a lugar de los sucesos entonces
narrados. Estando, sin embargo, las acciones humanas, por lo general,
determinadas por una concurrencia de impulsos procedentes de todos los puntos
cardinales y colaterales del ser de instintos que hasta ahora no dejamos de
ser, a la par, evidentemente, de algunos factores racionales que, no obstante
todas la dificultades, todavía vamos consiguiendo introducir en la red
motivadora, y, una vez que en dichas acciones tanto entra lo más puro como lo
más sórdido, y tanto cuenta la honestidad como la prevaricación, no estaríamos
siendo justos con Antonio Claro si no aceptáramos, aunque sea con carácter
provisional, la explicación que sin duda nos prestaría acerca del perceptible
interés que está demostrando por la signatura de la carta, es decir, la
natural curiosidad, muy humana también, de saber qué tipo de relaciones
existen entre un Tertuliano Máximo Afonso, su autor intelectual, y, así
piensa, su autora material, esa tal María Paz. Hartas ocasiones hemos tenido
para reconocer que perspicacia y amplitud de miras son cualidades que no le
faltan a Antonio Claro, pero lo cierto es que ni el más sutil de los
investigadores que en la ciencia de la criminología haya dejado huella sería
capaz de imaginar que, en este irregular asunto, y contra todas las
evidencias, sobre todo las documentales, el autor moral y el autor material del
engaño son una y la misma persona. Dos posibilidades obvias piden ser
consideradas, por este orden y de menor a mayor, la de que sean simplemente
amigos y la de que sean simplemente amantes. Antonio Claro se inclina por esta
última posibilidad, en primer lugar por estar más de acuerdo con los enredos
sentimentales de que es testigo en las películas en que suele trabajar, en
segundo lugar, y en consecuencia, porque éste es territorio conocido y con
guión trazado. Es el momento de preguntarse si Helena tiene conocimiento de lo
que está pasando aquí, si Antonio Claro uno de estos días ha tenido la atención
de informarla de su visita a la productora, de la búsqueda en el registro y del
diálogo con la inteligente y aromática empleada María, si le ha mostrado o le
va a mostrar la carta firmada por María Paz, si, por fin, como esposa, le hará
partícipe del peligroso vaivén de pensamientos que le andan cruzando la
cabeza. La respuesta es no, tres veces no. La carta llegó ayer por la mañana y
la única preocupación que en ese momento tuvo Antonio Claro fue buscar un
sitio donde nadie la pudiera encontrar. Ya está allí, guardada entre las
páginas de una Historia del Cine que no ha vuelto a despertar el interés de
Helena después de haberla leído en los primeros meses de matrimonio, muy a la
ligera. Por respeto a la verdad, debemos decir que Antonio Claro, hasta ahora,
a pesar de las innumerables vueltas que le ha dado al asunto, no ha conseguido
el trazado razonablemente satisfactorio de un plan de acción merecedor de ese
nombre. Sin embargo, el privilegio de que gozamos, el de saber todo cuanto
tendrá que suceder hasta la última página de este relato, excepción hecha de
lo que todavía será necesario inventar en el futuro, nos permite adelantar que
el actor Daniel Santa-Clara hará mañana una llamada telefónica a casa de María
Paz, nada más que para saber si hay alguien, no olvidemos que estamos en
verano, tiempo de vacaciones, pero no pronunciará una palabra, de su boca no
saldrá ni un sonido, silencio total, para que no vaya a suceder que se cree
una confusión, en quien esté al otro lado, entre su voz y la de Tertuliano Máximo
Afonso, caso en que probablemente no tendría otro remedio, para salir del
atolladero, que asumir la identidad de éste, lo que en la situación actual
tendría imprevisibles consecuencias. Por más inesperado que pueda parecer,
dentro de pocos minutos, antes de que Helena regrese del trabajo, y también
para saber si está fuera, telefoneará a casa del profesor de Historia, pero
las palabras no le faltarán esta vez, Antonio Claro lleva el discurso
preparado, tanto si tiene quien lo escuche, tanto si habla a un contestador. He
aquí lo que dirá, he aquí lo que está diciendo, Buenas tardes, habla Antonio
Claro, supongo que no estaría esperando una llamada
mía, lo contrario sí que sería sorprendente, imagino que no está en casa, a lo
mejor está disfrutando de unas vacaciones fuera, es natural, estamos en el
tiempo apropiado, como quiera que sea, ausente o no, me gustaría pedirle un
gran favor, el favor de que me llame así que regrese, sinceramente pienso que
todavía tenemos muchas cosas que decirnos el uno al otro, creo que nos deberíamos
encontrar, no en mi casa del campo, que está francamente a desmano, en otro
sitio, en un lugar discreto donde nos hallemos a salvo de miradas curiosas que
en nada nos beneficiarían, espero que esté de acuerdo, las mejores horas para
llamarme son entre las diez de la mañana y las seis de la tarde, cualquier día
excepto sábado y domingo, pero, tome nota, sólo hasta el final de la próxima
semana. No añadió, Porque a partir de ahí, Helena, que así se llama mi mujer,
no sé si ya se lo habré dicho, estará en casa, de vacaciones, en todo caso,
aunque yo no estoy ahora rodando, no saldremos fuera, eso sería lo mismo que
confesarle que ella no está al tanto de lo que pasa, y, faltando la confianza,
que es nula en la presente circunstancia, una persona sensata y equilibrada no
se va a poner a pregonar las intimidades de su vida conyugal, sobre todo en
un caso de tanta enjundia como éste. Antonio Claro, cuya agudeza de ingenio está
probado que en nada va a la zaga a la de Tertuliano Máximo Afonso, comprende
que los papeles que ambos vienen desempeñando hasta ahora han sido trocados,
que contando desde ahora él será quien tendrá que disfrazarse, y que lo que había
parecido una gratuita y tardía provocación del profesor de Historia, enviarle,
como una bofetada, la barba postiza, tenía al final una intención, nació de una
presciencia, anunciaba un sentido. Al lugar donde Antonio Claro se encontrará
con Tertuliano Máximo Afonso, sea el que sea, Antonio Claro tendrá que ir
disfrazado, y no Tertuliano Máximo Afonso. Y así como Tertuliano Máximo Afonso
llegó con una barba postiza a esta calle para intentar ver a Antonio Claro y a
su mujer, así también con barba postiza irá Antonio Claro a la calle donde
vive María Paz para averiguar qué mujer es ella, así la seguirá hasta el banco
y alguna vez hasta los alrededores de la casa de Tertuliano Máximo Afonso, así
será su sombra durante el tiempo necesario y hasta que la fuerza compulsiva de
lo que está escrito y de lo que se vaya escribiendo lo disponga de otra
manera. Después de lo que ha quedado dicho, se comprenderá que Antonio Claro
haya abierto la gaveta de la cómoda donde se encuentra la caja con el bigote
que en tiempos pasados adornó la cara de Daniel Santa-Clara, disfraz obviamente
insuficiente para las actuales necesidades, la caja vacía de puros que desde
hace algunos días guarda igualmente la barba postiza que Antonio Claro va a
usar. También en tiempos pasados hubo en la tierra un rey considerado de gran
sabiduría que, en un momento de inspiración filosófica fácil, afirmó, se supone
que con la solemnidad inherente al cargo, que no hay nada nuevo bajo el sol.
Estas frases no conviene nunca tomarlas demasiado en serio, no vaya a
darse el caso de que las sigamos diciendo cuando todo a nuestro alrededor ya
ha mudado y el propio sol no es lo que era. En compensación, no han variado
mucho los movimientos y los gestos de las personas, no sólo desde el tercer rey
de Israel sino también desde aquel día inmemorial en que un rostro humano se
apercibió por primera vez de sí mismo en la superficie lisa de un charco y
pensó, Éste soy yo. Ahora, donde estamos, aquí, donde somos, pasados que fueron
cuatro o cinco millones de años, los gestos primeros siguen repitiéndose
monótonamente, ajenos a los cambios del sol y del mundo por él iluminado, y si
algo necesitáramos todavía para tener la certeza de que es así, bástenos
observar cómo, ante la lisa superficie del espejo de su cuarto de baño, Antonio
Claro se ajusta la barba que había sido de Tertuliano Máximo Afonso con los
mismos cuidados, la misma concentración de espíritu, y tal vez un temor semejante,
que aquellos con que, todavía no hace muchas semanas, Tertuliano Máximo Afonso,
en otro cuarto de baño y delante de otro espejo, había dibujado el bigote de
Antonio Claro en su propia cara. Menos seguros, sin embargo, de sí mismos que
su tosco antepasado común, no cayeron en la ingenua tentación de decir, Éste
soy yo, porque desde entonces los miedos han mudado mucho y las dudas más aún,
ahora, aquí, en vez de una afirmación confiada, lo único que nos sale de la boca
es la pregunta, Quién es éste, y ni más de cuatro o cinco millones de años
conseguirán probablemente dar respuesta. Antonio Claro se despegó la barba y
la guardó en la caja, Helena no tardará, cansada del trabajo, todavía más
silenciosa que de costumbre, parecerá que se mueve por la casa como si no fuera
suya, como si los muebles le resultaran extraños, como si sus esquinas y sus
aristas no la reconocieran e, iguales a ociosos perros guardianes, gruñesen
amenazadoramente a su paso. Una cierta palabra del marido tal vez pudiese
cambiar las cosas, pero ya sabemos que ni Antonio Claro ni Daniel Santa-Clara
la pronunciarán. Tal vez no quieran, tal vez no puedan, todas las razones del
destino son humanas, únicamente humanas, y quien, basándose en lecciones del
pasado, prefiera decir lo contrario, sea en prosa sea en verso, no sabe de lo
que habla, con perdón por el atrevimiento.
Al día siguiente, después de que Helena hubiese
salido, Antonio Claro llamó a casa de María Paz. No se sentía especialmente
nervioso o excitado, el silencio sería su escudo protector. La voz que le
respondió era opaca, con la fragilidad dubitativa de quien convalece de una
incomodidad física, y, siendo, por todos los indicios, de una mujer de cierta
edad, no suena tan quebradiza como la de una vieja, o una anciana, para quien
prefiera los eufemismos. No fueron muchas las palabras que pronunció, Diga,
diga, quién habla, responda, por favor, diga, diga, qué falta de respeto, ni en
su propia casa una persona puede estar tranquila, y colgó, pero Daniel Santa-Clara,
pese a no orbitar en el sistema solar de los actores de primera grandeza, tiene
un excelente oído, para el parentesco en este caso, por eso no le dio ningún
trabajo deducir que la señora mayor, si no es la madre, es la abuela, y si no
es la abuela, es la tía, con exclusión radical, por encontrarse francamente
fuera de las realidades actuales, de aquel gastado tópico literario de la sirvienta-vieja-que-por-amor-a-sus-amos-no-se-casó.
Por supuesto, sólo por una cuestión de método, falta todavía averiguar si hay
hombres en casa, un padre, un abuelo, algún tío, algún hermano, pero de tal
posibilidad no tendrá que preocuparse mucho Antonio Claro, dado que, en todo y
para todo, para la salud y para la enfermedad, para la vida y para la muerte,
no aparecerá como Daniel Santa-Clara ante María Paz, sino como Tertuliano
Máximo Afonso, y éste, ya sea como amigo ya sea como amante, si no le abren la
puerta de par en par, deberá, por lo menos, disfrutar de las ventajas de un
estatuto de relaciones tácitamente aceptado. Si a Antonio Claro le
preguntásemos cuál sería su preferencia, de acuerdo con los fines que tiene a
la vista, sobre la naturaleza de la relación de Tertuliano Máximo Afonso y de
María Paz, si la de amantes, si la de amigos, no tengamos dudas de que nos respondería
que si esa relación fuese simplemente de amistad no encerraría, para él, ni la
mitad del interés que si fueran amantes. Según se puede ver, el plan de acción
que Antonio Claro está delineando avanza mucho en la localización de los objetivos
y comienza a ganar la consistencia de motivos que le faltaba, aunque tal
consistencia, salvo grave equívoco de interpretación por nuestra parte,
parezca haberse conseguido gracias a las malévolas ideas de desquite personal
que la situación, tal como se presentaba, ni prometía ni en modo alguno
justificaba. Es verdad que Tertuliano Máximo Afonso desafió frontalmente a
Daniel Santa-Clara cuando, sin una palabra, y eso fue tal vez lo peor, le
despachó la barba postiza, pero con un poco de sentido común las cosas podrían
haberse quedado así, Antonio Claro hubiera podido encogerse de hombros y
decirle a la mujer, El tipo es imbécil, si piensa que voy caer en la
provocación, está muy equivocado, tira esta porquería al cubo de la basura, y
si es tan burro que insiste en disparates como éste, se llama a la policía y se
acaba de una vez la historia, sean las que sean las consecuencias.
Infelizmente, el sentido común no siempre aparece cuando es necesario, siendo
muchas las veces en que de su ausencia momentánea han resultado los mayores
dramas y las catástrofes más aterradoras. La prueba de que el universo no ha
sido tan bien pensado cuanto convendría está en el hecho de que el Creador haya
mandado llamar Sol a la estrella que nos ilumina. Si se llamase al astro rey
con el nombre de Sentido Común ya veríamos cómo andaría hoy esclarecido el
espíritu humano, y eso tanto en lo que se refiere al diurno como al nocturno,
porque, no hay quien lo ignore, la luz que decimos de la Luna, luz de Luna no
es, mas siempre, y únicamente, luz de Sol. Da
que pensar que si tantas fueron las cosmogonías creadas desde el nacimiento del
habla y de la palabra es porque todas, una por una, fueron miserablemente
fallando, regularidad esa que no augura nada bueno a la que, con algunas variaciones,
nos viene consensualmente rigiendo. Pero volvamos a Antonio Claro. Está visto
que él quiere, y lo más deprisa posible, conocer a María Paz, por malas
razones se le ha metido la obsesiva vindicación en la cabeza, y, como seguro ya
se habrá entendido, no hay en el cielo ni en la tierra fuerzas que de ahí lo
consigan arredrar. No podrá evidentemente apostarse en la puerta del edificio
donde ella vive y preguntarle a cada mujer que entre o salga, Es usted María
Paz, tampoco podrá confiarse a las manos de los ocasionales lances de la fortuna,
por ejemplo, pasearse una, dos, tres veces por su calle, y la tercera vez
decirle a la primera mujer que se le ponga por delante, Usted tiene cara de
ser María Paz, no puede imaginarse el enorme placer que siento de conocerla,
soy actor de cine y me llamo Daniel Santa-Clara, permítame que le invite a
tomar un café, es sólo atravesar la calle, estoy convencido de que tendremos
mucho que decirnos el uno al otro, la barba, ah, sí, la barba, le felicito por
ser tan astuta y no dejarse engañar, pero le ruego que no se asuste, esté
tranquila, cuando nos encontremos en un sitio discreto, un sitio donde me la
pueda quitar sin peligro, verá como ante usted va a aparecer una persona a
quien conoce bien, creo que hasta íntimamente, y a quien yo, sin la mínima
envidia, felicitaría ahora mismo si aquí estuviese, nuestro Tertuliano Máximo
Afonso. La pobre señora se quedaría terriblemente confundida ante la
prodigiosa transmutación, a todo título inexplicable a esta altura de la
narrativa, pues es indispensable tener siempre presente la idea conductora
fundamental de que las cosas deben aguardar su momento con paciencia, no
empujar ni meter el brazo por encima del hombro de las que llegaron primero,
no gritar, Aquí estoy yo, aunque no sea de despreciar totalmente la posibilidad
de que, si alguna que otra vez las dejásemos pasar delante, tal vez ciertos
males que se adivinan perdiesen parte de su virulencia, o se desvaneciesen como
humo en el aire, por un motivo tan banal como haber perdido su turno. Este
derramar de consideraciones y análisis, este explayar complaciente de reflexiones
y derivados en que últimamente nos hemos venido demorando, no deberán ocultar
la prosaica realidad de que, en el fondo, en el fondo, lo que Antonio Claro
quiere saber es si María Paz vale la pena, si realmente costará el trabajo que
le está dando. Si fuese ella una mujer poco agraciada, un palo de escoba o,
por el contrario, si sufriese una excesiva abundancia de volúmenes, lo que,
tanto en un caso como en el otro, nos apresuramos ya a decir, no constituiría
obstáculo mayor si el amor hubiese puesto el resto, veríamos a Daniel
Santa-Clara volverse atrás rápidamente, como tantas veces ha sucedido en
tiempos pasados, en aquellos encuentros que se trataban por carta, las
estrategias ridículas, las identificaciones ingenuas, yo llevaré una sombrilla
azul en la mano derecha, yo llevaré una flor blanca en el ojal, y finalmente ni
sombrilla ni flor, quizá uno de los dos esperando en vano en el lugar acordado,
o ni uno ni otro, la flor tirada a toda prisa en una alcantarilla, la sombrilla
escondiendo un rostro que ha decidido no dejarse ver. Que esté tranquilo
Daniel Santa-Clara, María Paz es una mujer joven, bonita, elegante, de cuerpo
bien torneado y de carácter bien hecho, atributo este en todo caso no
determinante para la materia en examen, dado que la balanza en que antes se
decidía la suerte de la sombrilla y el destino de la flor no es hoy
especialmente sensible a ponderaciones de esa naturaleza. Sin embargo, Antonio
Claro tiene todavía una cuestión importante que resolver si no quiere pasarse
horas y horas plantado en la acera de enfrente de casa de María Paz a la espera
de que aparezca, con las fatales y peligrosas consecuencias resultantes de la
natural desconfianza de los vecinos, que no tardarían mucho en telefonear a la
policía avisando de la presencia sospechosa de un hombre con barba que con
certeza no ha venido hasta aquí para sostener el edificio con la espalda. Hay
que recurrir, por consiguiente, al raciocinio y a la lógica. Lo más probable,
evidentemente, es que María Paz trabaje, que tenga un empleo regular y ciertas
horas de entrar y salir. Como Helena. Antonio Claro no quiere pensar en
Helena, se repite a sí mismo que una cosa no tiene nada que ver con la otra,
que lo que pase con María Paz no va a poner en riesgo su matrimonio, hasta se
le podría llamar un mero capricho, de esos a los que se dice que los hombres
están fácilmente sujetos, si es que las palabras más exactas, en el caso
presente, no fuesen antes las de venganza, desquite, desagravio, desafío,
desahogo, represalia, rencor, punición, o la peor de todas, odio. Dios mío, qué
exageración, adónde han ido a parar, dirán las personas felices que nunca se
han visto delante de una copia de sí mismas, que nunca han recibido el
insolente desdén de una barba postiza dentro de una caja y sin, al menos, una
nota con una palabra grata o bien humorada que amenizase el choque. Lo que en
este momento acaba de pasar por la cabeza de Antonio Claro va a mostrar hasta
qué punto, contra el más elemental buen tino, una mente dominada por
sentimientos inferiores es capaz de obligar a la propia conciencia a pactar con
ellos, forzándola, con ardides, a poner las peores acciones en armonía con las
mejores razones y a justificarlas unas con otras, en una especie de juego
cruzado en el que siempre dará lo mismo ganar o perder. Lo que Antonio Claro
acaba de pensar, por increíble que nos parezca, es que llevarse a la cama a la
amante de Tertuliano Máximo Afonso con malas artes, además de responder a la
bofetada con una bofetada más sonora, es, imagínese el absurdo propósito, la
más drástica manera de desagraviar la dignidad ofendida de Helena, su mujer.
Aunque se lo rogásemos con el mayor empeño, Antonio Claro no nos sabría
explicar qué ofensas tan singulares habrían sido esas que sólo una nueva
y no menos chocante ofensa supuestamente podría desagraviar. Él tiene esta idea
fija, no hay nada que se pueda hacer por ahora. Ya no es poco que consiga todavía
retomar el razonamiento interrumpido, aquel en el que vio a Helena como similar
a María Paz en sus obligaciones de trabajadoras, aquel del horario regular de
entradas y salidas. En lugar de andar calle arriba, calle abajo, con la
perspectiva de un más que improbable encuentro ocasional, lo que debe hacer es
irse allí muy temprano, colocarse en un sitio donde no se note, esperar a que
María Paz salga y luego seguirla hasta el trabajo. Nada más fácil, se diría,
y, sin embargo, qué enorme equivocación. La primera dificultad está en ignorar
si María Paz, al salir de casa, girará a la izquierda o a la derecha, y por
tanto hasta qué punto su posición de vigilante, en relación ya sea con el camino
que elija, ya sea con el lugar donde él mismo dejará el coche, vendrá a
complicar o a facilitar la tarea de seguimiento, sin olvidar aún, y aquí se
presenta el segundo y no menor embarazo, la posibilidad de que ella tenga su
propio vehículo estacionado ante la puerta, no dándole a él tiempo de correr
hasta el suyo y meterse en el tráfico sin perderla de vista. Lo más probable
será que falle en todo en el primer día, que vuelva en el segundo para fallar
en una y acertar en otra, y confiar en que el patrón de los detectives, impresionado
por la pertinacia de éste, cuide de hacer del día tercero una perfecta y
definitiva victoria en el arte de seguir un rastro. Antonio Claro tiene todavía
un problema por resolver, es cierto que relativamente insignificante en
comparación con las ingentes dificultades ya solucionadas, pero que requiere
un tacto y una naturalidad a toda prueba en su ejecución. Excepto cuando las
obligaciones de trabajo, rodajes matutinos o en lugar apartado de la ciudad,
le imponen que se arranque temprano del sosiego de las sábanas, Daniel
Santa-Clara, como ya se ha observado, es propenso a quedarse en el hueco de la
cama una o dos horas después de que Helena salga para el trabajo. Tendrá que
inventar una buena explicación para el hecho insólito de disponerse a madrugar,
no un día, sino dos, e incluso tres, cuando, como sabemos, se encuentra en un
periodo de barbecho profesional, a la espera de la señal de acción para El
juicio del ladrón simpático, donde interpretará el papel de un pasante de
abogado. Decirle a Helena que tiene una reunión con los productores no sería
una mala idea si las averiguaciones sobre María Paz concluyeran en un solo día,
pero la probabilidad de que tal suerte suceda es, vistas las circunstancias,
más que remota. Por otro lado, los días necesarios para sus indagaciones no
tienen por qué ser sucesivos, ni eso sería conveniente, pensándolo bien, para
el fin que tiene en mente, porque la aparición de un hombre con barba tres
días seguidos en la calle donde vive María Paz, aparte de despertar sospechas y
alarma entre los vecinos, como dejamos dicho antes, podría ocasionar el
renacimiento de pesadillas infantiles
históricamente fuera de tiempo, por tanto, el doble de traumáticas, cuando tan
seguros estábamos de que el advenimiento de la televisión había limpiado de la
imaginación de los niños modernos, y de una vez para siempre, la amenaza
terrible que el hombre de las barbas representó para generaciones y
generaciones de criaturas inocentes. Puesto a pensar en esta vía, Antonio
Claro llegó rápidamente a la conclusión de que no tenía ningún sentido
preocuparse de hipotéticos segundos y terceros días antes de saber lo que el
primero tenía para ofrecerle. Dirá por tanto a Helena que mañana va a
participar en una reunión en la productora, Tendré que estar allí a las ocho
como muy tarde, Tan pronto, se extrañará ella sin demasiado énfasis, Sólo esa
hora estaba libre, el realizador se va al aeropuerto al mediodía, Muy bien,
dijo ella, y se fue a la cocina, cerrando la puerta, para decidir qué haría de
cena. Le sobraba el tiempo, pero quería estar sola. Dijo el otro día que su
cama era su castillo, también podría haber dicho que la cocina era su baluarte.
Ágil y silencioso como el ladrón simpático, Antonio Claro abrió el cajón del
mueble donde guarda la caja de los postizos, sacó la barba y, silencioso y
ágil, la escondió debajo de uno de los cojines del sofá grande de la sala, en
la parte donde casi nunca se sienta nadie. Para no aplastarla demasiado, pensó.
Pocos minutos pasaban de
las ocho de la mañana siguiente cuando estacionó el coche casi enfrente de la
puerta por donde esperaba ver salir a María Paz, al otro lado de la calle.
Parecía que el patrón de los detectives se había quedado allí toda la noche
guardándole la plaza. La mayoría de los comercios todavía están cerrados, uno u
otro por vacaciones del personal según se explica en carteles, se ven pocas
personas, una fila, más corta que larga, espera el autobús. Antonio Claro no
tardó en comprender que sus laboriosas cavilaciones sobre cómo y dónde debería
colocarse para espiar a María Paz habían sido no sólo una pérdida de tiempo
sino también un gasto inútil de energía mental. Dentro del coche, leyendo el
periódico, es donde menos se arriesga a provocar atenciones, parece que está esperando
a alguien, y ésta es una pura verdad, pero no se puede decir en voz alta. Del
edificio bajo vigilancia, paulatinamente, van saliendo algunas personas,
hombres casi todas, pero de entre las mujeres ninguna que se corresponda con la
imagen que Antonio Claro, sin darse cuenta, ha estado formando en su mente con
la ayuda de algunas figuras femeninas de las películas en que ha participado.
Eran las ocho y media en punto cuando la puerta del edificio se abrió y una
mujer joven y bonita, agradable de ver de pies a cabeza, salió acompañada de
una señora de edad. Son ellas, pensó. Dejó el periódico, puso el motor en
marcha y esperó, inquieto como un caballo metido en su casilla, aguardando el
disparo de salida. Despacio, las dos mujeres siguieron por el lado derecho de
la acera, la más joven dando el brazo a la mayor, no hay nada más que saber,
son madre e hija, y probablemente viven solas. La vieja es la que respondió
ayer al teléfono, por la manera como camina debe de haber estado enferma, y la
otra, la otra me apuesto la cabeza a que es la célebre María Paz, que no está
nada mal físicamente, no señor, el profesor de Historia tiene buen gusto. Las
dos ya iban adelante, y Antonio Claro no sabía qué hacer. Podía seguirlas y
volver atrás cuando montaran en el coche, pero eso sería arriesgarse a
perderlas. Qué hago, salgo, no salgo, adónde irán esas tías, la culpa de la
grosera expresión la tuvo el nerviosismo, no suele Antonio Claro usar ese
género de lenguaje, le salió sin querer. Dispuesto a todo, se bajó del coche
y, a zancadas, fue tras las dos mujeres. Cuando las tuvo a la distancia de unos
treinta metros aflojó y procuró ajustar el paso con ellas. Para evitar aproximarse
demasiado, tan despacio la madre de María Paz caminaba, tuvo que parar de vez
en cuando y fingir que miraba los escaparates de las tiendas. Se sorprendió al
notar que la lentitud lo comenzaba a irritar, como si en ella adivinase un
obstáculo para acciones futuras que, aunque no completamente definidas en su
cabeza, no podrían, en cualquier caso, tolerar el mínimo estorbo. La barba
postiza le producía picor, el camino parecía no acabar nunca, y la verdad es
que no había andado tanto, a lo sumo unos trescientos metros, la próxima
esquina es el fin de la jornada, María Paz ayuda a la madre a subir la escalera
de la iglesia, se despide de ella con un beso, y ahora vuelve atrás por la
misma acera, con el paso grácil que tienen algunas mujeres, que andan como si
bailaran. Antonio Claro atravesó la calle, se paró una vez más ante un escaparate
por cuyo vidrio de aquí a poco va a pasar la esbelta figura de María Paz.
Ahora toda la atención será poca, una indecisión puede echarlo todo a perder,
si ella entra en uno de estos coches y él no consigue llegar a tiempo al suyo,
adiós mis desvelos, hasta el segundo día. Lo que Antonio Claro no sabe es que
María Paz no tiene coche, que va a esperar tranquilamente el autobús que la
dejará cerca del banco donde trabaja, al final, el compendio del perfecto
detective, actualizado en lo que atañe a tecnologías punta, había olvidado que,
de los cinco millones de habitantes de la ciudad, algunos tendrían que
quedarse atrás en la adquisición de medios de locomoción propios. La fila de
espera había aumentado poco, María Paz se puso en ella, y Antonio Claro, para
no quedar demasiado cerca, dejó que le pasaran delante tres personas, es
cierto que la barba postiza le tapa la cara, pero los ojos no, ni la nariz, ni
las cejas, ni la frente, ni el pelo, ni las orejas. Alguien formado en
doctrinas esotéricas aprovecharía para añadir el alma a la lista de lo que una
barba no tapa, pero sobre ese punto haremos silencio, por nuestra causa no se
agravará un debate inaugurado más o menos desde el principio de los tiempos y
que no acabará tan pronto. El autobús llegó, María Paz todavía consiguió
encontrar un asiento libre, Antonio Claro irá de pie en la plataforma, al
fondo. Mejor así, pensó, viajaremos juntos.
Lo que Tertuliano Máximo Afonso le contó a la
madre es que había conocido a una persona, un hombre, cuyas semejanzas con él
llegaban a tal punto que quien no los conociese perfectamente los confundiría,
que se había encontrado con él y que estaba arrepentido de haber dado ese paso,
porque verse repetido, con pequeñas diferencias, en uno o dos auténticos hermanos
gemelos todavía tiene un pase, puesto que todo queda en familia, pero no es
lo mismo que estar enfrente de un extraño nunca visto antes y durante un
instante sentir la duda de quién era uno y quién era otro, Estoy convencido de
que tú, por lo menos a primera vista, no serías capaz de adivinar cuál de los
dos era tu hijo, y si acertases sería pura casualidad, Aunque me trajesen aquí
diez iguales que tú, vestidos de la misma manera, y tú entre ellos, señalaría
en seguida a mi hijo, el instinto materno no se equivoca, No existe nada en el
mundo a lo que se pueda llamar con propiedad instinto materno, si nos hubiesen
separado cuando nací y veinte años más tarde nos encontráramos, estás segura de
que serías capaz de reconocerme, Reconocer, no digo tanto, porque no es lo
mismo la carita arrugada de un niño recién nacido y el rostro de un hombre de
veinte años, pero apuesto lo que quieras a que algo dentro de mí me haría
mirarte dos veces, Y a la tercera, a lo mejor, desviarías los ojos, Es posible
que sí, pero a partir de ese momento tal vez con un dolor en el corazón, Y yo,
te miraría dos veces, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, Lo más seguro es que
no, dijo la madre, pero eso es porque los hijos son todos unos ingratos. Se
rieron ambos, y ella preguntó, Y ésa era la causa de tu preocupación, Sí, el
choque fue muy fuerte, no creo que haya sucedido nunca otro caso semejante,
supongo que la propia genética lo negaría, las primeras noches llegué a tener
pesadillas, era como una obsesión, Y ahora, cómo están las cosas, Felizmente,
el sentido común me echó una mano, me hizo comprender que si habíamos vivido
hasta ese momento ignorando cada uno que el otro existía, con mucha mayor
razón deberíamos mantenernos apartados después de habernos conocido, fíjate
que ni podríamos estar juntos, ni podríamos ser amigos, Probablemente enemigos,
Hubo un momento en que pensé que eso pudiera suceder, pero los días fueron
pasando, las aguas volvieron a su cauce, lo que todavía queda de aquello es
como un recuerdo de un mal sueño que el tiempo irá borrando poco a poco de la
memoria, Esperemos que sea así en este caso. Tomarctus estaba echado a los pies
de doña Carolina, con el cuello extendido y la cabeza descansando sobre las
patas cruzadas, como si durmiese. Tertuliano Máximo Afonso lo miró durante
unos instantes y dijo, Me pregunto qué haría este animal si se encontrase ante
el tal hombre y ante mí, en cuál de nosotros dos vería al amo, Te conocería
por el olor, Eso suponiendo que no olamos lo mismo, y esa certeza no la tengo,
Alguna diferencia tendrá que haber, Es posible, Las personas pueden ser muy
parecidas de cara, pero no de cuerpo, imagino que no os pondríais desnudos
ante un espejo, comparándolo todo, hasta las uñas de los pies, Evidentemente
que no, madre, respondió rápido Tertuliano Máximo Afonso, y en rigor no era
mentira, que ante un espejo, realmente ante un espejo, nunca había estado con
Antonio Claro. El perro abrió los ojos, volvió a cerrarlos, los abrió otra vez,
estaría pensando que era hora de levantarse e ir al patio a ver si los
geranios y el romero habían crecido mucho desde la última vez. Se desperezó,
estiró primero las patas delanteras y después las de atrás, tensó la espina
dorsal todo lo que pudo, y caminó hacia la puerta. Adónde vas, Tomarctus, le
preguntó el dueño que sólo aparece de vez en cuando. El perro se paró en el
umbral, volvió la cabeza aguardando una orden que se entendiera, y, como no
llegó, se fue. Y María Paz, le dijiste lo que estaba sucediendo, preguntó doña
Carolina, No, no iba a sobrecargarla con preocupaciones que a mí ya me estaba
costando tanto aguantar, Lo entiendo, pero también entendería que se lo
hubieras dicho, Consideré que era más oportuno no hablarle del caso, Y ahora
que ya ha pasado todo, se lo vas a decir, No vale la pena, un día que ella me
vio más inquieto le prometí que sí, que le diría lo que me estaba pasando, que
en aquel momento no podía, pero que un día se lo contaría todo, Y por lo visto
ese día no va a llegar, Es preferible dejar las cosas como están, Hay situaciones
en que lo peor que se puede hacer es dejar las cosas como están, sólo sirve
para darles más fuerza, También puede servir para que se cansen y nos dejen
tranquilos, Si quisieras a María Paz se lo contarías todo, Yo quiero a María
Paz, La querrás, pero no lo suficiente, si duermes en la misma cama con una
mujer que te ama y no te abres con ella, me pregunto qué estás haciendo ahí, La
defiendes como si la conocieras, Nunca la he visto, pero la conozco, Sólo lo
que sabes por mí, que no puede ser mucho, Las dos cartas en que hablabas de
ella, algunos comentarios por teléfono, no necesito más, Para saber que es la
mujer que me conviene, También lo podría haber dicho con esas palabras si
igualmente pudiera decir de ti que eras el hombre que le convendría a ella, Y
no crees que lo fuese, o que lo sea, Quizá no, Luego la solución mejor es la
más simple, acabar con la relación que venimos manteniendo, Eres tú quien lo
dice, no yo, Hay que ser lógicos, madre, si ella me conviene, pero yo a ella
no, qué sentido tiene desear tanto que nos casemos, Para que ella todavía esté
cuando tú despiertes, No ando dormido, no soy sonámbulo, tengo mi vida, mi
trabajo, Hay una parte de ti que duerme desde que naciste, mi miedo es que un
día de éstos te veas obligado a despertar violentamente, Lo que pasa es que
tienes vocación de Casandra, Qué es eso, La pregunta no debe ser qué es eso,
sino quién es ésa, Pues enséñame, se dice siempre que enseñar a quien no sabe
es una obra de misericordia, La tal Casandra era hija del rey de Troya, uno que
se llamaba Príamo, y cuando los griegos pusieron el caballo de madera ante
las puertas de la ciudad, ella empezó a gritar que la ciudad sería destruida si
metían al caballo, viene todo explicado con pormenores en la Iliada de Homero,
la Iliada es un poema, Ya lo sé, y qué ocurrió luego, Los troyanos pensaron que
estaba loca y no hicieron caso de sus vaticinios, Y luego, Luego la ciudad fue
asaltada, saqueada, reducida a cenizas, Entonces esa Casandra que tú dices tenía
razón, La Historia enseña que Casandra siempre tiene razón, Y tú declaras que
tengo vocación de Casandra, Lo he dicho y lo repito, con todo el amor que un
hijo tiene por una madre bruja, O sea, que tú eres uno de esos troyanos que no
creyeron, y por eso Troya ardió, En este caso no hay ninguna Troya que quemar,
Cuántas Troyas con otros nombres y en otros lugares han sido quemadas después
de ésa, Innumerables, No pretendas ser tú una más, No tengo ningún caballo de
madera ante la puerta de casa, Y de tenerlo, escucha la voz de esta vieja
Casandra, no lo dejes entrar, Estaré atento a los relinchos, únicamente te pido
que no vuelvas a encontrarte con ese hombre, prométemelo, Lo prometo. El perro
Tomarctus decidió que era el momento de regresar, había olisqueado el romero y
los geranios del patio, pero no era de allí de donde venía. Sus últimos pasos
fueron por el dormitorio de Tertuliano Máximo Afonso, vio sobre la cama la
maleta abierta, y ya llevaba bastantes años de perro para saber lo que eso significaba,
por eso esta vez no se echó a los pies de la dueña que nunca sale, sino de este
otro que está a punto de irse.
Después
de todas las dudas que había tenido sobre la forma más cautelosa de informar a
la madre del espinoso caso del gemelo absoluto, o, usando estas fuertes y
populares palabras, del sosia pintiparado, Tertuliano Máximo Afonso iba ahora
razonablemente convencido de que consiguió rodear la dificultad sin dejar tras
de sí demasiadas preocupaciones. No pudo evitar que la cuestión de María Paz
subiese una vez más a la superficie, pero se sorprendía recordando algo que
había sucedido durante el diálogo, cuando dijo que lo mejor era terminar de
una vez con la relación, y fue experimentar en ese mismo instante, apenas
acababa de pronunciar la sentencia aparentemente irremisible, una especie de
lasitud interior, un ansia medio consciente de abdicación, como si una voz
dentro de su cabeza trabajase para hacerle ver que tal vez su obstinación no
fuese otra cosa que el último reducto tras el cual todavía intentaba controlar
la voluntad de izar la bandera blanca de las rendiciones incondicionales. Si es
así, cogitó, tengo la obligación estricta de reflexionar en serio sobre el asunto, analizar temores e indecisiones que
lo más probable es que sean herencia del otro matrimonio, y sobre todo decidir
de una vez por todas, para mi propio gobierno, qué es esto de querer a una
persona hasta el punto de desear vivir con ella, porque la verdad me manda
reconocer que ni pensé en tal cosa cuando me casé, y la misma verdad, ya
puestos, manda que confiese que, en el fondo, lo que me asusta es la
posibilidad de fallar otra vez. Estos loables propósitos entretuvieron el
viaje de Tertuliano Máximo Afonso, alternando con imágenes fugaces de Antonio
Claro que el pensamiento, curiosamente, se negaba a representar en la
semejanza total que le correspondía, como si, contra la propia evidencia de los
hechos, se negase a admitir su existencia. Recordaba también fragmentos de las
conversaciones con él mantenidas, sobre todo la de la casa en el campo, pero
con una impresión singular de distancia y desinterés, como si nada de eso
tuviese realmente que ver con él, como si se tratase de una historia leída hace
tiempo en un libro del cual no quedasen más que algunas páginas sueltas. Le
prometió a la madre que nunca más se encontraría con Antonio Claro y así será,
nadie lo podrá acusar mañana de haber dado un solo paso en ese sentido. La
vida va a cambiar. Telefoneará a María Paz en cuanto llegue a casa, Debería haberla
llamado desde el norte, pensó, fue una falta de atención que no tiene
disculpa, aunque fuese, por lo menos, para saber el estado de salud de su
madre, era lo mínimo, sobre todo teniendo en cuenta que ella puede llegar a ser
mi suegra. Sonrió Tertuliano Máximo Afonso ante una perspectiva que
veinticuatro horas antes le habría crispado los nervios, está visto que las
vacaciones le han hecho bien al cuerpo y al espíritu, sobre todo le han
aclarado las ideas, es otro hombre. Llegó al final de la tarde, aparcó el coche
frente a la puerta, y ágil, flexible, bien dispuesto, como si no acabara de
hacer, sin parar ni una sola vez, más de cuatrocientos kilómetros, subió la
escalera con la ligereza de un adolescente, ni siquiera notaba el peso de la
maleta que, como es natural, estaba más llena al regreso que a la ida, y poco
le faltó para entrar en casa con paso de baile. De acuerdo con las convenciones
tradicionales del género literario al que fue dado el nombre de novela y que
así tendrá que seguir llamándose mientras no se invente una designación más de
acuerdo con sus actuales configuraciones, esta alegre descripción, organizada
en una secuencia simple de datos narrativos en el cual, de modo deliberado, no
se permite la introducción ni de un solo elemento de tenor negativo, estaría
allí, arteramente, preparando una operación de contraste que, dependiendo de
los objetivos del novelista, tanto podría ser dramática como brutal o aterradora,
por ejemplo, una persona asesinada en el suelo y encharcada en su propia
sangre, una reunión consistorial de almas del otro mundo, un enjambre de
abejorros furiosos de celo que confundieran al profesor de Historia con la
abeja reina, o, peor todavía, todo
esto reunido en una sola pesadilla, puesto que, como se ha demostrado hasta la
saciedad, no existen límites para la imaginación de los novelistas
occidentales, por lo menos desde el antes citado Homero, que, pensándolo bien,
fue el primero de todos. La casa de Tertuliano Máximo Afonso le abrió los
brazos como otra madre, con la voz del aire murmuró, Ven, hijo mío, aquí me
encuentras esperándote, yo soy tu castillo y tu baluarte, contra mí no vale
ningún poder, porque soy tú mismo cuando estás ausente, e incluso destruida
seré siempre el lugar que fue tuyo. Tertuliano Máximo Afonso posó la maleta en
el suelo y encendió las luces del techo. La sala estaba arreglada, sobre los
muebles no había un grano de polvo, es una grande y solemne verdad que los
hombres, incluso viviendo solos, nunca consiguen separarse enteramente de las
mujeres, y ahora no estábamos pensando en María Paz, que por sus personales y
dubitativas razones pese a todo lo confirmaría, sino en la vecina del piso de
arriba, que ayer pasó aquí toda la mañana limpiando, con tanto cuidado y
atención como si la casa fuese suya, o más todavía, probablemente, que si lo
fuese. El contestador telefónico tiene la luz encendida, Tertuliano Máximo
Afonso se sienta para escuchar. La primera llamada que le saltó desde dentro
fue la del director del instituto deseándole buenas vacaciones y queriendo
saber si la redacción de la propuesta para el ministerio iba avanzando, sin
perjuicio, excusado sería decirlo, de su legítimo derecho al descanso tras un
año lectivo tan laborioso, la segunda hizo oír la voz cachazuda y paternal del
colega de Matemáticas, nada importante, sólo para preguntar cómo estaba
sintiéndose del marasmo y sugiriéndole un largo viaje por el país, sin ninguna
prisa y en buena compañía, tal vez fuese la mejor terapia para su
padecimiento, la tercera llamada era la que Antonio Claro dejó el otro día, la
que comenzaba así, Buenas tardes, habla Antonio Claro, supongo que no estaría
esperando una llamada mía, bastó que esa voz resonara en aquella hasta ahí
tranquila sala para hacerse evidente que las convenciones tradicionales de la
novela antes citadas no son, a fin de cuentas, un mero y desgastado recurso de
narradores ocasionalmente menguados de imaginación, y sí una resultante
literaria de majestuoso equilibrio cósmico, puesto que el universo, siendo
como es, desde sus orígenes, un sistema falto de cualquier tipo de inteligencia
organizativa, dispuso en todo caso de tiempo más que suficiente para ir
aprendiendo con la infinita multiplicación de sus propias experiencias, de tal
manera que culminara, como lo viene demostrando el incesante espectáculo de la
vida, en una infalible maquinaria de compensaciones que sólo necesitará,
también ella, un poco más de tiempo para mostrar que cualquier pequeño atraso
en el funcionamiento de sus engranajes no tiene la mínima importancia para lo
esencial, tanto da que haya que esperar un minuto como una hora, un año o un
siglo. Recordemos la excelente disposición con que nuestro Tertuliano Máximo Afonso entró en casa, recordemos,
una vez más, que, de acuerdo con las convenciones tradicionales de la novela,
reforzadas por la efectiva existencia de la maquinaria de compensación
universal de la que acabamos de hacer fundamentada referencia, debería haberse
topado con algo que en el mismo instante le destruyese la alegría y lo
hundiera en la agonía de la desesperación, de la aflicción, del miedo, de todo
lo que sabemos que es posible encontrar al volver una esquina o al meter la
llave en una puerta. Los monstruosos terrores que entonces describimos no son más
que simples ejemplos, podrían haber sido ésos, podrían ser peores, al final ni
unos ni otros, la casa le abrió maternalmente los brazos a su propietario, le
dijo unas cuantas palabras bonitas, de las que todas las casas saben decir,
aunque en la mayor parte de los casos sus habitantes no aprendieron a oír, en
fin, para no tener que usar más palabras, parecía que nada podría estropear el
regreso feliz de Tertuliano Máximo Afonso al hogar. Puro engaño, pura
confusión, ilusión pura. Las ruedas de la maquinaria cósmica se habían
trasladado a los intestinos electrónicos del contestador, esperando que un
dedo apretara el botón que abriría la puerta de la jaula al último y más
temible de los monstruos, no ya el cadáver ensangrentado en el suelo, no ya el
inconsistente consistorio de fantasmas, no ya la nube zumbadora y libidinosa de
los zánganos, sino la voz estudiada e insinuante de Antonio Claro, estos sus
últimos ruegos, que, por favor, nos volvamos a encontrar, que, por favor,
tenemos muchas cosas que decirnos el uno al otro, cuando nosotros, los que
estamos a este lado, somos buenos testigos de que todavía ayer, a esta hora
precisa, Tertuliano Máximo Afonso estaba prometiéndole a la madre que nunca más
volvería a tener trato con aquel hombre, ya fuera para encontrarse en persona,
ya fuera para telefonear diciéndole que lo terminado, terminado estaba, y que
lo dejase en paz y sosiego, por favor. Aplaudamos enérgicamente la decisión,
aunque, y para esto será suficiente que nos coloquemos en su lugar, compadezcámonos
durante un momento del estado de nervios en que la llamada dejó al pobre
Tertuliano Máximo Afonso, la frente otra vez bañada en sudor, las manos otra
vez trémulas, la sensación hasta ahora no conocida de que el techo se le va a
caer sobre la cabeza de un momento a otro. La luz del contestador permanece
encendida, señal de que todavía hay dentro una o más llamadas. Bajo la violenta
impresión del impacto que el mensaje de Antonio Claro le había causado,
Tertuliano Máximo Afonso detuvo el mecanismo de lectura y ahora tiembla al
tener que oír el resto, no vaya a aparecerle la misma voz, quién sabe si para
fijar, despreciando su aquiescencia, el día, la hora y el lugar del nuevo
encuentro. Se levantó de la silla y del abatimiento en que había caído, se
dirigió al dormitorio para cambiarse de ropa, pero allí mudó de idea, lo que
está necesitando es una ducha de agua fría que lo sacuda y revitalice, que
arrastre por el desagüe las nubes
negras que le encapotan la cabeza y le han embotado la razón hasta el punto de
que ni siquiera se le ha ocurrido antes que lo más probable es que la llamada,
o al menos una de ellas, si otras hay, sea de María Paz. Se le acaba de ocurrir
ahora mismo y es como si una bendición retardada hubiese finalmente bajado de
la ducha, como si un otro baño lustral, no el de las tres mujeres desnudas en
la terraza, sino el de este hombre solo y encerrado en la precaria seguridad
de su casa, compasivamente, en el mismo fluir del agua y de la espuma, lo
libertase de las suciedades del cuerpo y de los temores del alma. Pensó en
María Paz con una especie de nostálgica serenidad, como habría pensado en un
puerto de donde partió un barco que anduviese navegando alrededor del mundo.
Lavado y seco, refrescado y vestido con ropa limpia, volvió a la sala para oír
el resto de los mensajes. Comenzó suprimiendo los del director del instituto y
del profesor de Matemáticas, que no merecía la pena conservar, con la frente
fruncida escuchó nuevamente el de Antonio Claro, que hizo desaparecer con un
golpe seco en la tecla respectiva, y se dispuso a prestar atención al
siguiente. La cuarta llamada era de alguien que no quiso hablar, la comunicación
duró la eternidad de treinta segundos, pero del otro lado no salió ni un
susurro, ninguna música se distinguió al fondo, ni siquiera una levísima
respiración se dejó captar por negligencia, mucho menos un jadeo voluntario,
como es frecuente en el cine cuando se quiere hacer subir hasta la angustia la
tensión dramática. No me digas que es otra vez ese tío, pensaba Tertuliano
Máximo Afonso, furioso, mientras esperaba que colgasen. No era el, no
podía serlo, quien antes había dejado un discurso tan completo no iba a hacer
otra llamada para quedarse callado. El quinto y último mensaje era de María
Paz, Soy yo, dijo ella, como si en el mundo no existiese ninguna otra persona
que pudiese decir, Soy yo, sabiendo de antemano que sería reconocida, Supongo
que llegarás uno de estos días, espero que hayas descansado, creía que ibas a
llamar desde casa de tu madre, pero ya debería saber que contigo no se puede
contar para estas cosas, en fin, no importa, quedan aquí las palabras de
recibimiento de una amiga, llámame cuando te apetezca, cuando se te antoje,
pero no como quien se siente obligado, eso sería malo para ti y para mí, a
veces imagino lo maravilloso que sería que me llamases sólo porque sí,
simplemente como alguien que tiene sed y bebe un vaso de agua, pero eso ya sé
que es pedirte demasiado, nunca finjas conmigo una sed que no sientas, perdona,
lo que quería decirte no es esto, simplemente desearte que regreses a casa con
salud, ah, a propósito de salud, mi madre está mucho mejor, ya sale para ir a misa y hacer compras, en pocos días
estará tan bien como antes, un beso, otro, otro más. Tertuliano Máximo Afonso
rebobinó la cinta y repitió la audición, primero con la sonrisa convencida de
quien escucha loores y lisonjas de cuyo merecimiento no parece tener dudas,
poco a poco su expresión se fue tornando seria, luego reflexiva, luego
inquieta, le había venido a la memoria lo que la madre le dijo, Ojalá ella
todavía esté cuando tú despiertes, y estas palabras resonaban ahora en su
mente como el último aviso de una Casandra ya fatigada de no ser escuchada.
Miró el reloj, María Paz ya habría regresado del banco. Le dio un cuarto de
hora, después marcó. Quién es, preguntó ella, Soy yo, respondió él, Por fin, He
llegado no hace ni una hora, sólo me he dado una ducha y he hecho tiempo para
estar seguro de que te encontraba en casa, Has oído el recado que te dejé, Lo
he oído, Tengo la impresión de que te dije cosas que debería haber callado, Como
por ejemplo, Ya no soy capaz de recordarlas exactamente, pero fue como si
estuviese pidiéndote por milésima vez que te fijes en mí, siempre juro que no
volverá a suceder y vuelvo siempre a caer en la misma humillación, No digas esa
palabra, no es justa contigo, ni tampoco lo es conmigo, a pesar de todo,
Llámalo como quieras, lo que claramente veo es que esta situación no puede continuar,
o acabaré perdiendo el poco respeto por mí misma que todavía conservo,
Continuará, El qué, estás queriendo decir que nuestros desencuentros van a
seguir como hasta aquí, que no tendrá fin este miserable hablar con una pared,
que ni siquiera me devuelve el eco, Te digo que te amo, Ya he oído otras veces
esas palabras, sobre todo en la cama, antes, durante, pero nunca después, Y sin
embargo es verdad, te amo, Por favor, por favor, no me atormentes más,
Escúchame, Estoy escuchándote, nunca he querido nada tanto como escucharte,
Nuestra vida va a cambiar, No me lo creo, Créetelo, tienes que creértelo, Y tú
ten cuidado con lo que me dices, no me des hoy esperanzas que después no
quieras o no puedas cumplir, Ni tú ni yo sabemos lo que nos traerá el futuro,
por eso te ruego que me concedas tu confianza en este día en que estamos, Y
para qué me pides hoy una cosa que siempre has tenido, Para vivir contigo, para
que vivamos juntos, Debo de estar soñando, es imposible que sea verdad lo que
acabo de oír, Si quieres lo repito, no tengo dudas, Con la condición de que
sea con las mismas palabras, Para vivir contigo, para que vivamos juntos,
Repito que no es posible, las personas no cambian tanto de una hora para otra,
qué ha pasado en esa cabeza o en ese corazón para que me pidas que viva
contigo cuando hasta ahora toda tu preocupación ha sido hacerme comprender
que semejante idea no entraba en tus planes y que lo mejor era no alimentar
ilusiones, Las personas pueden cambiar de una hora para otra y seguir siendo
las mismas, Entonces es cierto que quieres que vivamos juntos, Sí, Que amas a
María Paz lo suficiente para querer vivir con ella, Sí, Dímelo otra vez, Sí,
sí, sí, Basta, no me asfixies, que casi estallo, Cuidado, te quiero completa,
Te importa que se lo diga a mi madre, se pasa la vida esperando esta alegría,
Claro que no me importa, aunque es verdad que ella no muere de amores por mí,
La pobre tenía sus razones, tú andabas entreteniéndome, no te decidías, ella
quería ver a su hija feliz, y yo de
felicidad no daba grandes muestras, las madres son todas iguales, Quieres
saber lo que mi madre me dijo ayer en un momento en que hablábamos de ti, Qué,
Ojalá ella todavía esté cuando tú despiertes, Supongo que ésas eran las palabras
que necesitabas oír, Así es, Despertaste y yo todavía estaba aquí, no sé
durante cuánto tiempo más, pero estaba, Dile a tu madre que a partir de ahora
puede dormir tranquila, Quien no va a dormir soy yo, Cuándo nos vemos, Mañana,
cuando salga del banco, tomo un taxi y voy ahí, Ven deprisa, A tus brazos.
Tertuliano Máximo Afonso colgó el teléfono, cerró los ojos y oyó a María Paz
riendo y gritando, Mamá, mamaíta, después las vio a las dos abrazadas, y en vez
de gritos, murmullos, en vez de risas, lágrimas, a veces nos preguntamos por
qué la felicidad tarda tanto en llegar, por qué no vino antes, pero si nos
aparece de repente, como en este caso, cuando ya no la esperábamos, entonces
lo más probable es que no sepamos qué hacer con ella, y la cuestión no es
tanto elegir entre reír o llorar, es la secreta angustia de pensar que tal vez
no consigamos estar a su altura. Como si estuviese retomando hábitos olvidados,
Tertuliano Máximo Afonso fue a la cocina a ver si encontraba algo de comer. Las
eternas latas, pensó. Pegado al frigorífico había un papel que decía con
grandes letras, rojas para que se vieran mejor, Tiene sopa en el frigorífico,
era de la vecina de arriba, bendita sea, esta vez las latas van a esperar.
Molido por el viaje, cansado por las emociones, Tertuliano Máximo Afonso se fue
a la cama cuando todavía no eran las once. Intentó leer una página sobre las
civilizaciones mesopotámicas, dos veces se le cayó el libro de las manos, por
fin apagó la luz y se dispuso a dormir. Se deslizaba lentamente hacia el sueño
cuando María Paz le susurró al oído, Qué maravilloso sería que me llamases sólo
porque sí. Probablemente diría el resto de la frase, pero él ya se había
levantado, ya se había puesto la bata sobre el pijama, ya marcaba el número.
María Paz preguntó, Eres tú, y él respondió, Soy yo, me dio sed, vengo a
pedirte un vaso de agua.
Al contrario de lo que generalmente se
piensa, tomar una decisión es una de las decisiones más fáciles de este
mundo, como cabalmente se demuestra con el hecho de que no hacemos nada más
que multiplicarlas a lo largo del santísimo día, aunque, y ahí tropezamos con
el busilis de la cuestión, éstas siempre nos traen a posteriori sus problemitas
particulares, o, para que nos entendamos, sus rabos asomando, siendo el primero
nuestro grado de capacidad para mantenerlas y el segundo nuestro grado de
voluntad para realizarlas. No es que una y otra le falten a Tertuliano Máximo
Afonso en sus relaciones sentimentales con María Paz, fuimos testigos de que
ambas experimentaron en las últimas horas una importante alteración cualitativa,
como ahora se suele decir. Decidió que se iría a vivir con ella y ahí se ha
mantenido firme, y si la resolución todavía no se ha concretado, o llevado a la
práctica, como también se dice, es porque pasar de la palabra al acto tiene igualmente
sus qués, rabos asomando, es indispensable, por ejemplo, que el espíritu se
arme de fuerza suficiente para empujar al indolente cuerpo hacia el
cumplimiento del deber, sin hablar de los prosaicos asuntos de logística que
no pueden resolverse en un santiamén, como saber quién se irá a vivir a casa de
quién, si María Paz a la pequeña casa del amado, si Tertuliano Máximo Afonso a
la más amplia de la amada. Recostados en este sofá o tumbados en aquella cama,
las últimas consideraciones de los prometidos, a pesar de la natural
resistencia de cada uno a abandonar la concha doméstica a la que está habituado,
terminaron inclinándose por la segunda alternativa, puesto que si en casa de
María Paz hay espacio más que suficiente para los libros de Tertuliano Máximo
Afonso, en casa de Tertuliano Máximo Afonso no lo habría para la madre de
María Paz. Por este lado las cosas no podrían suceder mejor. Lo malo es que si
Tertuliano Máximo Afonso, después de haber dudado tanto entre ventajas e inconvenientes,
acabó contándole a la madre, es cierto que suavizando las aristas más vivas y
las rebabas más cortantes, el extraordinario caso de los hombres duplicados,
aquí no se vislumbra cuándo se decidirá a cumplir la promesa que le hizo a
María Paz en aquella ocasión en que, tras haber reconocido que era mentira
todo lo que le había dicho acerca de los motivos de la famosa carta escrita a
la productora cinematográfica, pospuso para otra ocasión lo que a la media
confesión había quedado faltándole para ser completa, sincera y concluyente.
Él no lo ha dicho, ella no lo ha preguntado, las pocas palabras que abrirían
esta última puerta, Recuerdas, mi amor, cuando te mentí, Recuerdas, mi amor,
cuando me mentiste, no pudieron ser pronunciadas, y ya sea este hombre, ya sea
esta mujer, si todavía les fuese dado tiempo para rematar el doloroso asunto,
justificarían probablemente sus silencios alegando que no querían manchar la
felicidad de estas horas con una historia de maldad y de perversión genética.
No tardaremos en conocer las nefastas consecuencias de dejar enterrada donde
cayó una bomba de la segunda guerra mundial, al creer que, porque ya ha pasado
su hora, nunca llegará a explotar. Casandra lo anunció bien, los griegos van a
quemar Troya.
Hace dos días que Tertuliano Máximo Afonso,
determinado a acabar de una vez el trabajo que le encargó el director del
instituto para el ministerio de educación, casi no levanta cabeza del escritorio.
Aunque la fecha en que se mudará a casa de María Paz todavía no ha sido decidida,
quiere verse libre del compromiso lo más pronto posible para no tener
complicaciones en su nueva vivienda, ya tendrá suficiente con la organización
de los papeles, la cantidad de libros que tendrá que poner por orden. Para
evitar distraerlo, María Paz no ha telefoneado, y él lo prefiere así, de alguna
manera es como si se estuviera despidiendo de su vida anterior, de la soledad,
del sosiego, del recogimiento de la casa que el ruido de la máquina de escribir
sorprendentemente no consigue perturbar. Fue a almorzar al restaurante y
regresó en seguida, dos o tres días más y conseguiría llegar al final de la
tarea, después sólo le faltaría corregirla y pasarla a limpio, escribir todo
de nuevo, lo cierto es que, mejor antes que después, tendrá que decidirse a
comprar un ordenador y una impresora como casi todos sus colegas ya han hecho,
es una vergüenza que siga cavando con una azada cuando los arados y charrúas
de última generación ya son de uso común. María Paz lo iniciará en los
misterios de la informática, ella ha estudiado, sabe del asunto, en el banco
donde trabaja hay ordenadores sobre todas las mesas, no es como en las antiguas
conservadurías. El timbre de la puerta sonó. Quién será a estas horas, se
preguntó impaciente con la interrupción, no es el día de la vecina de arriba,
el cartero deja la correspondencia en el buzón, no hace mucho tiempo pasaron
los empleados del agua, gas y electricidad haciendo la lectura de los
respectivos contadores, quizá sea uno de esos jóvenes que reparten publicidad
de enciclopedias en las que se explican las costumbres del rape. El timbre sonó
otra vez. Tertuliano Máximo Afonso abrió, ante él había un hombre con barba, y
ese hombre dijo, Soy yo, aunque pueda no parecerlo, Qué quiere de mí, preguntó
Tertuliano Máximo Afonso en voz baja y tensa, Simplemente hablar, respondió
Antonio Claro, le pedí que me telefonease cuando regresara de sus vacaciones,
y no lo ha hecho, Lo que teníamos que decirnos el uno al otro ya nos lo hemos
dicho, Tal vez, pero falta lo que yo tengo que decirle a usted, No entiendo,
Es natural, sin embargo no esperará que se lo explique aquí en el rellano, a
la entrada de su casa con el peligro de que los vecinos nos oigan, Sea lo que sea, no me interesa, Por el contrario,
tengo la seguridad de que le interesará muchísimo, se trata de su amiga, creo
que se llama María Paz, Qué ha ocurrido, Por ahora, nada, y es justamente de
eso de lo que tenemos que hablar, Si nada ha ocurrido, no hay nada de que hablar,
Le he dicho que por ahora. Tertuliano Máximo Afonso abrió más la puerta y se
echó a un lado, Pase, dijo. Antonio Claro entró, y, como el otro no parecía
dispuesto a moverse de allí, preguntó, No tiene un asiento que ofrecerme, creo
que sentados conversaríamos mejor. Tertuliano Máximo Afonso apenas contuvo un
gesto de irritación, y, sin decir palabra, entró en la parte de la sala que le
servía de estudio. Antonio Claro le siguió, miró alrededor como si estuviera
eligiendo el mejor sitio y se decidió por el sillón de orejas, después dijo, al
mismo tiempo que se iba despegando la barba de la cara, Supongo que estaba
sentado en este lugar cuando me vio por primera vez. Tertuliano Máximo Afonso
no respondió. Se quedó de pie, la postura crispada de su cuerpo era una
protesta viva, Di lo que tengas que decir y desaparece de mi vista, pero
Antonio Claro no tenía prisa, Si no se sienta, dijo, me obligará a levantarme,
y no me apetece. Paseó serenamente los ojos a su alrededor, deteniéndose en los
libros, en los grabados colgados de las paredes, en la máquina de escribir, en
los papeles revueltos de la mesa, en el teléfono, después dijo, Veo que está
escribiendo, que he elegido una mala hora para venir a hablar con usted, pero,
dada la urgencia de lo que me trae, no tenía otra solución, Y qué le trae a mi
casa sin ser llamado, Se lo he dicho en la entrada, se trata de su amiga, Qué
tiene usted que ver con María Paz, Más de lo que puede imaginar, pero antes
que le explique cómo, por qué y hasta qué punto, permítame que le muestre
esto. Sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel doblado en cuatro, que
desdobló y extendió con las puntas de los dedos, como si estuviese preparado
para dejarlo caer, Le aconsejo que tome esta carta y la lea, dijo, si no quiere
obligarme a ser maleducado y tirarla al suelo, además, para usted no es
novedad, debe de recordar que me habló de ella cuando nos encontramos en mi
casa del campo, la única diferencia es que entonces me dijo que la había
escrito usted, cuando la firma es de su amiga. Tertuliano Máximo Afonso lanzó
una rápida mirada al papel y se lo devolvió, Cómo ha llegado esto hasta sus
manos, preguntó, sentándose, Me dio algún trabajo encontrarla, pero valió la
pena, respondió Antonio Claro, y añadió, En todos los sentidos, Por qué, Debo
comenzar reconociendo que fue un sentimiento inferior el que me hizo ir a los
archivos de la productora, un gramito de vanidad, de narcisismo, creo que así
se llama, en fin, quise ver lo que usted había escrito sobre los actores
secundarios en una carta de la que yo era el sujeto, Fue un pretexto, una
disculpa para saber su verdadero nombre, nada más, Y lo consiguió, Mejor
habría sido que no me respondieran, Demasiado tarde, querido, demasiado tarde, ha destapado la caja de Pandora, ahora se aguanta,
no tiene otro remedio, No hay nada que aguantar, el asunto está muerto y
enterrado, Eso es lo que le parece, Por qué, Se ha olvidado de la firma de su
amiga, Tiene una explicación, Cuál, Consideré que
sería más conveniente permanecer fuera de la vista, Es mi turno de preguntarle
por qué, Quería quedarme en la sombra hasta el último momento, aparecer por
sorpresa, Sí señor, y de tal manera que Helena no es la misma persona desde
ese día, la impresión que le causó fue tremenda, saber que existe en esta
ciudad un hombre igual que su marido le destrozó los nervios, ahora, a fuerza
de tranquilizantes, lo va pasando un poco mejor, pero sólo un poco, Lo lamento,
no esperaba que pudiese suceder tal contrariedad, No le hubiera sido difícil,
bastaba con que se hubiese puesto en mi lugar, Ignoraba que estuviera casado,
Incluso así, imagínese, sólo como ejemplo, que yo me fuera desde aquí a
decirle a su amiga María Paz que usted, Tertuliano Máximo Afonso, y yo, Antonio
Claro, somos iguales, igualitos en todo, hasta en el tamaño del pene, piense
en el choque que sufriría la pobre señora, Le prohibo que lo haga, Tranquilo,
no sólo no se lo he dicho, sino que tampoco se lo diré. Tertuliano Máximo
Afonso se levantó de golpe, Qué significa eso, no lo ha dicho, no lo dirá, qué
significan esas palabras, He ahí una pregunta hueca, retórica, de las que se
hacen para ganar tiempo o porque no se sabe cómo reaccionar, Déjese de
mierdas, respóndame, Guarde su apetito de violencia para más tarde, pero
antes, para su gobierno, le aviso de que tengo suficientes conocimientos de
kárate para derribarlo en cinco segundos, es verdad que en los últimos tiempos he
descuidado el entrenamiento, pero para una persona como usted llego y sobro,
el hecho de que seamos iguales en el tamaño del pene no quiere decir que lo
seamos también en la fuerza, Salga de aquí ahora mismo o llamo a la policía,
Llame también a las televisiones, a los fotógrafos, a la
prensa, seremos un acontecimiento mundial en pocos minutos, Le recuerdo que si
este caso es conocido su carrera se resentiría, se defendió Tertuliano Máximo
Afonso, Supongo que sí, aunque la carrera de un actor secundario a nadie le
importe, salvo a él mismo, Es un motivo suficiente para que acabemos con esto,
márchese, olvide lo que ha pasado, yo trataré de hacer lo mismo, De acuerdo,
pero esa operación, podemos llamarla Operación Olvido, sólo comenzará dentro
de veinticuatro horas, Por qué, La razón se llama María Paz, la misma María Paz
por quien usted se crispó tanto hace unos instantes y a quien ahora parece que
quiere meter debajo de la alfombra para que no se hable más de ella, María Paz
está fuera del asunto, Sí, tan fuera del asunto que soy capaz de apostarme la
cabeza a que ella desconoce mi existencia, Cómo lo sabe, No tengo la certeza,
es una suposición, pero usted no lo niega, He considerado preferible que fuera
así, no quiero que le pueda suceder lo mismo que a su mujer, Excelente corazón,
el suyo, y está en sus manos que eso no suceda, No entiendo, Acabemos
con los rodeos, usted me formuló una pregunta y desde entonces está haciendo
todo para no oír la respuesta que tengo que darle, Márchese, No pretendo
quedarme aquí, Márchese ya, inmediatamente, Muy bien, iré a presentarme en
carne y hueso a su amiga y le contaré lo que le ha ocultado por falta de valor
o por cualquier otra razón que sólo usted conoce, Si tuviese aquí un arma, lo
mataría, Es posible, pero esto no es cine, querido, en la vida las cosas son
mucho más simples, incluso cuando hay asesinos y asesinados, Suelte lo que tenga
que decir de una vez, ha hablado con ella, respóndame, He hablado, sí, por
teléfono, Y qué le ha dicho, La he invitado a venir conmigo a ver una casa en
el campo que alquilan, Su casa del campo, Exactamente, mi casa del campo, pero
esté tranquilo, quien habló por teléfono con su amiga María Paz no fue
Antonio Claro, sino Tertuliano Máximo Afonso, Usted está loco, qué diabólica
tramoya es ésta, qué pretende, Quiere que se lo diga, Se lo exijo, Pretendo
pasar esta noche con ella, nada más. Tertuliano Máximo Afonso se levantó de
golpe y se abalanzó sobre Antonio Claro con los puños cerrados pero tropezó con
la pequeña mesa que los separaba y habría caído al suelo si el otro no lo
hubiese sostenido en el último instante. Braceó, se debatió, pero Antonio Claro,
ágilmente, lo dominó con una llave rápida de brazo que lo dejó inmovilizado,
Métase esto en la cabeza antes de que se lesione, dijo, usted no es hombre
para mí. Lo empujó al sofá y volvió a tomar asiento. Tertuliano Máximo Afonso
lo miró con resentimiento, al mismo tiempo que se frotaba el brazo dolorido.
No quería hacerle daño, dijo Antonio Claro, pero era la única manera de evitar
que repitiéramos aquí la más que vista y siempre caricaturesca escena de
lucha de dos machos disputándose a la hembra, María Paz y yo vamos a casarnos,
dijo Tertuliano Máximo Afonso, como si se tratase de un argumento de autoridad
incontestable, No me sorprende, cuando hablé con ella me quedé con la idea de
que la relación que tienen es seria, lo cierto es que tuve que recurrir a mi
experiencia de actor para acertar con el tono de la conversación, pero puedo
asegurarle que en ningún momento dudó de que estuviera hablando con usted, es
más, ahora puedo comprender mejor la alegría con que recibió la invitación para
ir a ver la casa, ya se veía viviendo allí, La madre está enferma, no creo que
la vaya a dejar sola, Pues sí, me habló de eso, pero no tardé mucho en
convencerla, una noche pasa deprisa. Tertuliano Máximo Afonso se rebulló en el
sofá, exasperado consigo mismo por dar la impresión de que había admitido, con
sus últimas palabras, la posibilidad de que Antonio Claro consumara sus
intenciones. Por qué quiere hacer esto, preguntó, apercibiéndose, una vez más demasiado tarde, de que acababa de dar otro paso en el camino de la resignación, No es fácil explicarlo,
pero lo voy a intentar, respondió Antonio Claro, quizá sea como una venganza
por la perturbación que su presencia ha introducido en mi relación conyugal y
de la que usted no puede tener ni idea, quizá sea por capricho donjuanesco de
obsesivo tumbador de hembras, quizá, y esto es seguramente lo más probable, por
puro y simple rencor, Rencor, Sí, rencor, hace pocos minutos usted ha dicho
que si tuviese un arma me mataría, es su manera de declarar que uno de nosotros
está de sobra en este mundo, y yo estoy enteramente de acuerdo, uno de nosotros
está de sobra en este mundo y es una pena que no se pueda decir esto con
mayúsculas, la cuestión estaría resuelta si la pistola que llevé cuando nos
encontramos hubiera estado cargada y yo hubiera tenido el valor de disparar,
pero ya se sabe, somos gente de bien, tenemos miedo a la cárcel, y por tanto,
como no soy capaz de matarlo, lo mato de otra manera, me tiro a su mujer, lo
peor es que ella nunca lo sabrá, todo el tiempo creerá que está haciendo el
amor con usted, todo lo que me diga de tierno y apasionado se lo dirá a
Tertuliano Máximo Afonso y no a Antonio Claro, que eso al menos le sirva de
consuelo. Tertuliano Máximo Afonso no respondió, bajó los ojos rápidamente,
como para impedir que se le pudiera leer en ellos un pensamiento que acababa
de cruzarle el cerebro de extremo a extremo. En un instante se sintió como si
estuviese disputando una partida de ajedrez, esperando el
movimiento siguiente de Antonio Claro. Parecía que había agachado los hombros,
vencido, cuando el otro le dijo, después de haber mirado el reloj, Es hora de
ponerse en movimiento, todavía tengo que pasar por casa de María Paz para
recogerla, pero luego se enderezó con renacida energía cuando le oyó añadir,
Evidentemente, no puedo ir como estoy, necesito ropas suyas y su coche, si voy
a llevar su cara también tengo que llevar el resto, No entiendo, dijo
Tertuliano Máximo Afonso, poniendo en el rostro una expresión de perplejidad, y
luego, Ah, sí, es obvio, no se puede arriesgar a que extrañe el traje que
lleva puesto y le pregunte de dónde ha sacado el dinero para comprar un coche
así, Exactamente, De modo que quiere que yo le preste la ropa y el coche, Eso
es lo que le he dicho, Y qué haría si me negara, Algo muy simple, descolgaría
ese teléfono y le contaría todo a María Paz, y si usted tiene la infeliz idea
de querer impedírmelo, esté seguro de que lo dejo sin sentido en menos tiempo
de lo que se tarda en decirlo, tenga cuidado, hasta aquí hemos podido evitar
violencias, pero si son necesarias no dudaré, Muy bien, dijo Tertuliano Máximo
Afonso, y qué tipo de ropa va a necesitar, traje completo y corbata, o así como
está, de verano, Ropa ligera, de este estilo. Tertuliano Máximo Afonso salió,
fue al dormitorio, abrió el armario, abrió cajones, en menos de cinco minutos
estaba de regreso con todo lo que era necesario, una camisa, unos pantalones,
un jersey, calzoncillos, zapatos. Vístase en el cuarto de baño, dijo. Cuando
Antonio Claro regresó, vio sobre la mesa de centro un reloj de pulsera, una
cartera y algunos documentos de identificación, Los papeles del coche están
en la guantera, dijo Tertuliano Máximo Afonso, y aquí están también las
llaves, y además las de la casa por si yo no estoy cuando regrese a cambiarse
de ropa, supongo que vendrá a cambiarse de ropa, Vendré a media mañana, le he
prometido a mi mujer que no llegaría después del mediodía, respondió Antonio
Claro, Supongo que le habrá dado una buena razón para pasar una noche fuera,
Asuntos de trabajo, no es la primera vez, y Antonio Claro, confuso, se
preguntaba a sí mismo por qué diantre le estaba dando estas explicaciones si
la autoridad y el perfecto dominio de la situación estaban de su parte desde
que entró. Dijo Tertuliano Máximo Afonso, No debe llevar consigo sus
documentos, ni el reloj, ni las llaves de su casa y del coche,
ningún objeto personal, nada que lo pueda identificar, las mujeres, además de
ser curiosas por naturaleza, por lo menos es lo que se dice, se fijan mucho en
los pormenores, Y sus llaves, las puede necesitar, No se preocupe, la vecina
del piso de arriba tiene duplicados, o copias, si prefiere esta palabra, ella
es quien se encarga de la limpieza de la casa, Ah, muy bien. Antonio Claro no
conseguía liberarse de la sensación de desasosiego que ocupaba el lugar de la
firme frialdad con que antes había conducido el sinuoso diálogo de acuerdo con
el rumbo que le interesaba. Lo consiguió, pero ahora sentía que se había
desviado en un punto concreto de la discusión o que fue empujado fuera del
camino con un sutil toque lateral del que no llegó a darse cuenta. El momento en
que tiene que recoger a María Paz se aproxima, pero, aparte de esa urgencia,
por así decir con hora marcada, hay otra, interior, todavía más imperiosa, que
le aprieta, Vete, sal de aquí, recuerda que hasta de las mayores victorias es
conveniente saber retirarse a tiempo. A toda prisa colocó sobre la mesa de
centro, alineados, los documentos de identidad, las llaves de la casa, las del
coche, el reloj de pulsera, la alianza, un pañuelo con las iniciales, un peine
de bolsillo, dijo innecesariamente que los papeles del coche estaban en la
guantera, y luego preguntó, Conoce mi coche, lo he dejado muy cerca de la
puerta de entrada, y Tertuliano Máximo Afonso respondió que sí, Lo vi delante
de su casa del campo cuando llegué, Y el suyo, dónde está, Lo encontrará en la
esquina de la calle, gire a la izquierda cuando salga de la casa, es uno azul
de dos puertas, dijo Tertuliano Máximo Afonso, y,. para que no hubiese confusiones,
completó la información con la marca del coche y el número de matrícula. La
barba postiza estaba sobre el brazo del sofá donde Antonio Claro estuvo
sentado. No se la lleva, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, Fue usted quien la
compró, quédese con ella, la cara con que voy a salir ahora es la misma con la
que entraré mañana cuando venga a cambiarme de ropa, respondió Antonio Claro,
recuperando un poco de la autoridad anterior, y añadió, sarcástico, Hasta entonces,
seré el profesor de Historia Tertuliano Máximo Afonso. Se miraron durante
algunos segundos, ahora, sí, eran ciertas, definitivamente y para siempre
ciertas, las palabras con que el otro Tertuliano Máximo Afonso recibió a
Antonio Claro a la llegada, Lo que teníamos que decirnos uno al otro ya lo
hemos dicho. Tertuliano Máximo Afonso abrió sin ruido la puerta de la
escalera, se apartó para dejar salir al visitante, y, despacio, con los mismos
cuidados, volvió a cerrarla. Lo más natural es que pensemos que procede así
para no despertar la curiosidad malsana de los vecinos, pero Casandra, si
estuviera aquí, no dejaría de recordarnos que precisamente de esta manera se
baja también la tapa de un ataúd. Tertuliano Máximo Afonso volvió a la sala, se
sentó en el sofá y, cerrando los ojos, se reclinó hacia atrás. Durante una hora
no se movió, pero, al contrario de lo que se podría creer, no dormía, estaba
simplemente dando tiempo a que su viejo coche saliese de la ciudad. Pensó en
María Paz sin dolor, sólo como alguien que poco a poco se desvanece en la
distancia, pensó en Antonio Claro como un enemigo que había vencido la primera
batalla, pero que forzosamente perderá la segunda si en este mundo todavía
existe un resto de justicia. La luz de la tarde declinaba, su coche ya debía de
haber abandonado la carretera general, lo más seguro es que lo condujera por
el desvío que le evita atravesar la aldea, en este momento se detiene ante la
casa del campo, Antonio Claro saca una llave del bolsillo, ésta no la podía
dejar en casa de Tertuliano Máximo Afonso, le dirá a María Paz que se la dio
el propietario de la vivienda, pero, evidentemente, él no sabe que vamos a
pasar aquí la noche, Es un compañero de instituto, persona de toda confianza,
pero no hasta el punto de que le cuente mis asuntos particulares, ahora espera
un poco, voy a ver si está todo en orden ahí dentro. María Paz iba a
preguntarse a sí misma qué cosas podrían no encontrarse en orden en una casa de
campo que está en alquiler, pero un beso de Tertuliano Máximo Afonso, de esos
profundos, de esos avasalladores, la distrajo y luego, durante los minutos que
él estuvo ausente, fue atraída por la belleza del paisaje, el valle, la línea
oscura de chopos y fresnos que acompaña el cauce del río, los montes al fondo,
el sol que casi ya roza la cima más alta. Tertuliano Máximo Afonso, este que
se acaba de levantar del sofá, adivina lo que Antonio Claro está haciendo
dentro, pasa fríamente revista a todo cuanto lo pueda denunciar, algunos
carteles de películas, pero de ahí no vendrá el peligro, los dejará donde
están, un profesor puede ser un cinéfilo, lo malo era aquel retrato suyo, al
lado de Helena, que hay sobre una mesa de la entrada. Apareció por fin en la puerta, la llamó, Ya puedes venir, había unas cortinas
viejas en el suelo que le daban un pésimo aspecto a la casa. Ella salió del
coche, feliz subió corriendo los escalones de acceso, la puerta se cerró
ruidosamente, a primera vista podrá parecer una reprensible falta de atención,
pero hay que tener en cuenta que la vivienda se encuentra aislada, no hay
vecinos ni cerca ni lejos, además, es nuestro deber ser comprensivos, las dos
personas que acaban de entrar tienen asuntos mucho más interesantes por
resolver que preocuparse del ruido que hace una puerta al cerrarse.
Tertuliano Máximo Afonso recogió del suelo,
donde había caído, la fotocopia de la carta que trajo Antonio Claro, abrió
después el cajón del escritorio donde guardaba la respuesta de la productora,
y, con los dos papeles en la mano, más la fotografía que se había hecho con la
barba postiza, se dirigió a la cocina. Los puso dentro del fregadero, les
acercó una cerilla y se quedó mirando el rápido trabajo del fuego, la llamarada
que iba masticando y engullendo el papel y luego lo vomitaba reducido a
cenizas, los rápidos destellos que se empecinaban en seguir mordiendo cuando la
llama, aquí y allí, parecía haberse extinguido. Movió lo que todavía quedaba
de las cartas para que acabaran de quemarse, después dejó correr el agua del grifo
hasta que la última partícula de ceniza desapareció cañería abajo. A
continuación fue al dormitorio, sacó los vídeos del armario donde los había
escondido y regresó a la sala. La ropa de Antonio Claro, que él trajo del
cuarto de baño, se encontraba colocada sobre el sillón de la sala. Tertuliano
Máximo Afonso se desnudó del todo. Torció la nariz de repugnancia al tener que
ponerse la ropa interior que había sido usada por otro, pero no quedaba más
remedio, a tanto lo obliga la necesidad, que es uno de los nombres que toma el
destino cuando le interesa disfrazarse. Ahora que se veía convertido en el otro
de Tertuliano Máximo Afonso, no le restaba nada más que convertirse en el
Antonio Claro que el mismo Antonio Claro había abandonado. A su vez, cuando
mañana regrese para recuperar la ropa, Antonio Claro sólo podrá salir a la
calle como Tertuliano Máximo Afonso, tendrá que ser Tertuliano Máximo Afonso
durante el tiempo que sus ropas, propias, estas que aquí ha dejado u otras,
tarden en devolverle la identidad de Antonio Claro. Tanto si se quiere, como
si no, el hábito es lo mejor que existe para hacer al monje. Tertuliano Máximo
Afonso se aproxima a la mesa donde Antonio Claro dejó los objetos personales y,
metódicamente, concluye su trabajo de transformación. Comenzó por el reloj de
pulsera, se enfundó la alianza en el dedo anular izquierdo, se metió en un
bolsillo de los pantalones el peine y el pañuelo con las iniciales de AC, en el
bolsillo del otro lado las llaves de la casa y del coche, en el de atrás los
documentos de identificación que, en caso de duda, como un indiscutible
Antonio Claro lo habrán de identificar. Está listo para salir, sólo le falta el
retoque final, la barba postiza que Antonio Claro trajo cuando entró, se diría
que adivinaba que iba a ser necesaria, pero no, la barba sólo estaba a la
espera de una coincidencia, a veces tardan años en llegar, otras veces vienen
corriendo, todas en fila, unas detrás de otras. Tertuliano Máximo Afonso fue al
cuarto de baño para rematar el disfraz, de tanto quitársela y ponérsela, de
tanto pasar de cara a cara, la barba ya pega mal, ya amenaza con tornarse
sospechosa a la primera mirada de lince de un agente de la autoridad o a la
sistemática desconfianza de un ciudadano timorato. Mejor o peor, finalmente se
acabó sujetando a la piel, ahora sólo tendrá que aguantar el tiempo necesario
para que Tertuliano Máximo Afonso encuentre un contenedor de basura en un lugar no demasiado concurrido. Ahí culminará la barba postiza su
breve pero agitada historia, ahí acabarán, entre restos fétidos y tinieblas,
las cintas de vídeo. Tertuliano Máximo Afonso volvió a la sala, pasó los ojos
alrededor para ver si se olvidaba de algo que le pudiera hacer falta, después
entró en el dormitorio, en la mesilla de noche está el libro sobre las antiguas
civilizaciones mesopotámicas, no tiene ningún motivo lógico para llevárselo
pero a pesar de eso se lo llevará, en verdad no hay quien comprenda el espíritu
humano, qué falta le puede hacer a Tertuliano Máximo Afonso la compañía de los
semitas amorreos y de los asirios, si en menos de veinticuatro horas estará
otra vez en esta su casa. Alea jacta est, murmuró para sus adentros, no hay
más que discutir, lo que tenga que suceder, sucederá, no podrá escapar de sí
mismo. El rubicón es esta puerta que se cierra, esta escalera que baja, estos
pasos que llevan hasta aquel automóvil, esta llave que lo abre, este motor que
suavemente lo conduce calle adelante, la suerte está echada, ahora los dioses
que decidan. Este mes es agosto, el día viernes, hay poco tráfico de coches y personas,
tan lejos que estaba la calle adonde se dirige y de repente se ha hecho
cerca. Es de noche hace más de media hora. Tertuliano Máximo Afonso aparcó el
coche frente al edificio. Antes de salir miró hacia las ventanas y en ninguna
había luz. Dudó, se preguntó a sí mismo, Y ahora qué hago, a lo que respondió
la razón, Vamos a ver, no entiendo esta indecisión, si eres, como has querido
aparentar, Antonio Claro, lo que tienes que hacer es subir tranquilamente a tu
casa, y si las luces están apagadas, por algún motivo será, mira que no son
las únicas del bloque, y, como no eres gato para ver en la oscuridad, lo que
tienes que hacer es encenderlas todas, esto suponiendo que, por alguna causa
que desconocemos, no haya nadie esperándote, o mejor, la causa la sabemos
todos, recuerda que le dijiste a tu mujer que, por cuestiones de trabajo,
tenías que pasar la noche fuera de casa, ahora te aguantas. Tertuliano Máximo
Afonso atravesó la calle con el libro de los mesopotámicos debajo del brazo,
abrió la puerta de la calle, entró en el ascensor y vio que tenía compañía,
Buenas noches, estaba esperándote, dijo el sentido común, Era inevitable que
aparecieras, Qué idea es ésta de venir aquí, No te hagas el ingenuo, lo sabes
tan bien como yo, Vengarte, desquitarte, dormir con la mujer del enemigo, ya
que tu mujer está en la cama con él, Exacto, Y luego, Luego, nada, a María Paz
nunca se le pasará por la cabeza que ha dormido con el hombre cambiado, Y estos
de aquí, Éstos van a tener que vivir la peor parte de la tragicomedia, Por qué,
Si eres el sentido común deberías saberlo, Pierdo cualidades en los ascensores, Cuando Antonio Claro entre mañana en casa
va a tener la mayor de las dificultades en explicarle a la mujer cómo ha conseguido
dormir con ella y al mismo tiempo estar trabajando fuera de la ciudad, No
imaginaba que fueras capaz de tanto, es un plan absolutamente diabólico,
Humano, querido, simplemente humano, el diablo no hace planes, es más, si los
hombres fuesen buenos, ni existiría, Y mañana, Buscaré un pretexto para salir
temprano, Ese libro, No sé, tal vez lo deje aquí como recuerdo. El ascensor
paró en el quinto piso, Tertuliano Máximo Afonso preguntó, Vienes conmigo, Soy
el sentido común, ahí dentro no hay lugar para mí, Entonces hasta la vista, Lo
dudo.
Tertuliano Máximo Afonso
pegó el oído a la puerta. Del interior no llegaba ningún ruido. Tendría que
proceder con naturalidad, como si fuese el dueño de la casa, pero parecía que
los latidos del corazón, de tan violentos, le sacudían el cuerpo entero. No
iba a tener valor para avanzar. De repente el ascensor comenzó a bajar, Quién
será, pensó asustado, y sin más dudas metió la llave en la puerta y entró. La
casa estaba a oscuras, pero una luminosidad vaga, difusa, que seguramente se
filtraría por las ventanas, comenzó con lentitud a dibujar contornos, a fijar
bultos. Tertuliano Máximo Afonso palpó la pared al lado de la puerta hasta
encontrar un interruptor. Nada se movió en la casa, No hay nadie, pensó, lo
puedo ver todo, sí, es necesario que conozca urgentemente la casa que durante
una noche será suya, tal vez sólo suya, tal vez solo en ella, imaginemos, por
ejemplo, que Helena tiene familia en la ciudad y, aprovechando la ausencia del
marido, le hace una visita, imaginemos que no regresa hasta mañana, entonces el
plan que el sentido común había clasificado como diabólico se irá agua abajo
como la más banal de las artimañas mentales, como un castillo de cartas que el
soplo de un niño tumba. Que la vida tiene ironías, se dice, cuando lo cierto es
que es la más obtusa de todas las cosas conocidas, un día alguien debió
decirle, Sigue adelante, siempre adelante, no te salgas de tu camino, y desde
entonces, inepta, incapaz de aprender con las lecciones que tiene a gala
enseñarnos, no ha hecho nada más que cumplir a ciegas la orden que le dieron,
atropellando todo cuanto se encuentra a su paso, sin detenerse para valorar los
daños, para pedirnos perdón, por lo menos una vez. Tertuliano Máximo Afonso recorre
la casa de punta a punta, encenderá y apagará luces, abrirá y cerrará puertas,
armarios, cajones, vio ropas de hombre, ropas de mujer íntimas y
perturbadoras, la pistola, pero no tocó nada, sólo quería saber dónde se había
metido, qué relación hay entre los espacios de la casa y lo que de sus habitantes
se muestra, de la misma manera que proceden los mapas, te dicen por dónde
deberás ir, pero no te garantizan que llegues. Cuando dio por concluida la
inspección, cuando ya podría circular con los ojos cerrados por toda la casa,
se sentó en el sillón que sería de Antonio Claro y comenzó la espera. Que
venga Helena, es todo lo que pide, que Helena entre por esa puerta y me vea,
que alguien pueda testificar que he osado venir aquí, en el fondo es sólo eso
lo que quiere, un testigo. Eran más de las once cuando ella llegó. Asustada de
ver tantas luces encendidas, preguntó cuando todavía estaba en las escaleras,
Eres tú, Sí, soy yo, dijo Tertuliano Máximo Afonso con la garganta seca. En el
instante siguiente ella entraba en la sala, Qué ha pasado, no te esperaba
hasta mañana, intercambiaron un beso rápido entre la pregunta y la respuesta,
Han retrasado el trabajo, e inmediatamente Tertuliano Máximo Afonso se tuvo que
sentar porque las piernas le temblaban, sería por nerviosismo, sería por
efecto del beso. Apenas oyó lo que la mujer le dijo, He ido a ver a mis
padres, Cómo están, consiguió preguntar, Bien, fue la respuesta, y luego, Has
cenado, Sí, no te preocupes, Estoy cansada, voy a acostarme, qué libro es éste,
Lo he comprado a causa de una película histórica en la que trabajaré, Está
usado, tiene notas, Lo encontré en una librería de viejo. Helena salió, pocos
minutos después había otra vez silencio. Era tarde cuando Tertuliano Máximo
Afonso entró en el dormitorio. Helena dormía, sobre la almohada estaba el
pijama que debería ponerse. Dos horas después el hombre seguía despierto.
Tenía el sexo inerte. Luego la mujer abrió los ojos, No duermes, preguntó, No,
Por qué, No sé. Entonces ella se volvió hacia él y lo abrazó.
El primero
en despertar fue Tertuliano Máximo Afonso. Estaba desnudo. La colcha y la
sábana se habían escurrido hasta el suelo por su lado, dejando al descubierto,
también desnudo, un seno de Helena. Ella parecía dormir profundamente. La claridad
de la mañana, apenas quebrada por la espesura de las cortinas, llenaba todo el
cuarto de una penumbra fresca y cintilante. Seguramente fuera haría calor.
Tertuliano Máximo Afonso sintió la tensión del sexo, su dureza nuevamente
insatisfecha. Fue entonces cuando se acordó de María Paz. La imaginó en otro
cuarto, en otra cama, el cuerpo acostado de ella, que conocía palmo a palmo,
el cuerpo acostado de Antonio Claro, igual que el suyo, y de repente pensó que
había llegado al final del camino, que tenía ante él, cortándolo, un muro con
un cartel que decía, Abismo, No Pasar, y después vio que no podía volver atrás,
que la carretera por donde llegara había desaparecido, que sólo había quedado
de ella el espacio reducido donde sus pies todavía se asentaban. Soñaba, y no
lo sabía. Una angustia que ya era terror le hizo despertarse violentamente en
el exacto momento en que el muro se
rompía y sus brazos, se han visto cosas mucho peores que el nacerle brazos a
un muro, lo arrastraban hacia el precipicio. Helena le apretaba la mano,
trataba de sosegarlo, Calma, era una pesadilla, ya ha pasado, ahora estás aquí.
Él jadeaba entrecortadamente, como si la caída le hubiese vaciado de golpe los
pulmones. Tranquilo, tranquilo, repetía Helena. Se apoyaba sobre el codo, con
los senos expuestos, la colcha fina diseñándole la curva de la cintura, el
contorno del muslo, y las palabras que decía bajaban sobre el cuerpo del hombre
angustiado como una lluvia fina, de esas que nos tocan la piel como una
caricia, como un beso de agua. Poco a poco, igual que una nube de vapor que
refluyese a su lugar de origen, el despavorido espíritu de Tertuliano Máximo
Afonso fue regresando a su mente exhausta, y cuando Helena preguntó, Qué mal
sueño has tenido, cuéntamelo, este hombre confuso, enredador de laberintos y
perdido en ellos, y ahora, aquí, acostado al lado de una mujer que, excepto en
el conocer de los sexos, en todo le es desconocida, habló de un camino que
dejó de tener principio, como si los propios pasos que fueron dados hubiesen
ido devorándole las sustancias, sean estas las que sean, que dan o prestan
duración al tiempo y dimensiones al espacio, y del muro, que, al cortar uno,
cortaba igualmente el otro, y del lugar donde los pies se asientan, esas dos
pequeñas islas, ese minúsculo archipiélago humano, uno aquí, otro allí, y el
cartel en que estaba escrito, Abismo, No Pasar, remember, quien te avisa, tu
enemigo es, como podría haber dicho Hamlet a su tío y padrastro Claudio. Ella
lo escuchaba sorprendida, de algún modo perpleja, no la tenía el marido
habituada a oír reflexiones así, menos aún en el tono en que las había
expresado ahora, como si cada palabra ya viniera acompañada de su doble, una
especie de retumbar de caverna habitada, donde no es posible saber quién está
respirando, quién acaba de murmurar, quién ha suspirado. Le gustó pensar que
también sus pies eran dos pequeñas islas de ésas, y que muy cerca de ellas
otras dos reposaban, y que las cuatro juntas podían componer, componían, habían
compuesto un archipiélago perfecto, si la perfección es ya de este mundo y la
sábana de la cama el océano donde quiso ser anclada. Estás más tranquilo,
preguntó, No creo que exista nada mejor que esto, dijo él, Es extraño, esta
noche has venido a mí como nunca antes había ocurrido, sentí que entrabas con
una dulzura que luego pensé que venía amasada en deseo y en lágrimas, y era
también una alegría, un gemido de dolor, una petición de perdón, Todo eso fue
así, si lo sentiste, Desgraciadamente hay cosas que suceden y no vuelven a
repetirse, Otras hay que suceden y vuelven a suceder, Tú crees, alguien dijo
que quien ha dado rosas una vez, no puede volver a dar menos que rosas, Es
cuestión de comprobarlo, Ahora, Sí, ya que estamos desnudos, Es una buena
razón, Suficiente, aunque no sea seguramente la mejor de todas. Las cuatro
islas se juntaron, el archipiélago se rehizo, el mar batió revuelto en los
acantilados, si en la superficie hubo gritos los dieron las sirenas que
cabalgaban las olas, si hubo gemidos ninguno fue de dolor, si alguien pidió
perdón, ojalá haya sido perdonado, ahora y para siempre jamás. Descansaron
brevemente en los brazos uno del otro, después con un último beso ella se
deslizó fuera de la cama, No te levantes, duerme un poco más, yo voy a
preparar el desayuno.
Tertuliano
Máximo Afonso no se durmió. Tenía que salir rápidamente de esta casa, no podía
arriesgarse a que Antonio Claro volviera a casa más pronto de lo que había
dicho, antes del mediodía, fueron sus formales palabras, imaginemos que las
cosas en la casa del campo no sucedieron como él esperaba, y viene ya por ahí
desenfrenado, irritado consigo mismo, con prisa de esconder la frustración en
la paz del hogar, mientras le cuenta a la esposa cómo le ha ido en el trabajo,
inventando, para desahogar su malhumor, contrariedades que no existieron,
discusiones que no sucedieron, acuerdos que no se realizaron. La dificultad de
Tertuliano Máximo Afonso estriba en no poder irse de aquí sin más ni más,
tiene que darle a Helena una justificación que no dé pie a desconfianzas,
recordemos que hasta este momento ella no ha tenido ningún motivo para pensar
que el hombre con quien ha dormido y gozado esta noche no es su marido, y,
siendo así, con qué cara le va a decir ahora, para colmo habiendo ocultado la
información hasta el último instante, que tiene asuntos urgentes que resolver
fuera de casa en una mañana como ésta, de sábado estival, cuando lo lógico, teniendo en cuenta
que la armonía de pareja alcanzó la sublimidad que presenciamos, sería que
continuasen en la cama para proseguir la conversación interrumpida amén de lo
que de más y mejor pudiera suceder. No falta mucho para que Helena aparezca
con el desayuno, hace tanto tiempo ya que no lo tomaban así, juntos, en la
intimidad de un lecho todavía perfumado de las particulares fragancias del
amor, que sería imperdonable echar a perder una ocasión que todas las
probabilidades, por lo menos las ya por nosotros conocidas, están expresamente
conspirando para que sea la última. Tertuliano Máximo Afonso piensa, piensa y
vuelve a pensar, y pensando, pensando, hasta este extremo puede llegar en su
persona lo que designamos energía paradójica del alma humana, cada vez se va
tornando más desmayada, menos imperiosa la necesidad de salir, y, al mismo
tiempo, sobrepasando imprudentemente todos los previsibles riesgos, cada vez
va tomando más consistencia en su espíritu una loca voluntad de ser testigo
presencial de su definitivo triunfo sobre Antonio Claro. En carne y hueso, y
sujetándose a todas las consecuencias. Él que venga y lo encuentre aquí, él
que se enfurezca, que brame, que use violencia, nada podrá disminuir, haga lo
que haga, la extensión de su derrota. Él sabe que la última arma la maneja
Tertuliano Máximo Afonso, bastará que ese mil veces maldito profesor de
Historia le pregunte de dónde viene a estas horas y que Helena, finalmente, conozca el lado sórdido de la prodigiosa aventura
de los dos hombres iguales en las señales del brazo, en las cicatrices de la
rodilla y en las dimensiones del pene, y, a partir de hoy, iguales también en
emparejamientos. Tal vez tenga que venir una ambulancia para recoger el
cuerpo maltratado de Tertuliano Máximo Afonso, pero la herida de su agresor,
ésa, no se cerrará nunca. Podrían haber quedado por aquí las mezquinas ideas de
venganza producidas por el cerebro del hombre acostado que espera el
desayuno, pero eso sería no contar con la atrás mencionada energía paradójica
del alma humana, o, si preferimos darle otro nombre, la posibilidad de
emergencia de sentimientos de una desusada nobleza, de una caballerosidad muy
digna de aplauso ya que algunos antecedentes personales en todo censurables
nada abonaban en su favor. Por increíble que nos parezca, el hombre que por cobardía
moral, por miedo a que se conociera la verdad, dejó ir a María Paz a los
brazos de Antonio Claro, es el mismo que, no sólo está preparado para soportar
la mayor paliza de su vida, sino que piensa que es su estricto deber no dejar
sola a Helena en la delicada situación de tener un marido al lado y ver entrar
a otro por la puerta. El alma humana es una caja de donde siempre puede saltar
un payaso haciéndonos mofas y sacándonos la lengua, pero hay ocasiones en que
ese mismo payaso se limita a mirarnos por encima del borde de la caja, y si ve
que, por accidente, estamos procediendo según lo que es justo y honesto,
asiente aprobadoramente con la cabeza y desaparece pensando que todavía no
somos un caso perdido. Gracias a la decisión que acaba de tomar, Tertuliano
Máximo Afonso ha limpiado de su expediente unas cuantas faltas leves, pero
todavía tendrá que penar mucho antes de que la tinta que registra las otras
comience a desvanecerse del papel sepia de la memoria. Suele decirse, Demos
tiempo al tiempo, pero lo que siempre nos olvidamos de preguntar es si quedará
tiempo para dar. Helena entró con el desayuno cuando Tertuliano Máximo Afonso
se levantaba, No quieres tomarlo en la cama, preguntó, y él respondió que no,
que prefería sentarse cómodamente en una silla en vez de tener que estar atento
a una bandeja que oscila, a una taza que se desliza, a los grasientos churretes
de la mantequilla, a las migajas que se insinúan entre las arrugas de las sábanas
y siempre acaban clavándose en los puntos más sensibles de la piel. Fue un
discurso que hizo como pudo para parecer gracioso y bien humorado, pero su
único objetivo era disimular una nueva y apremiante preocupación de Tertuliano
Máximo Afonso, o sea, si Antonio Claro viene ya, al menos que no nos sorprenda
en el tálamo conyugal mordisqueando pecaminosamente scones y tostadas, si
Antonio Claro viene ya, al menos que encuentre su cama hecha y su cuarto
aireado, si Antonio Claro viene ya, al menos que pueda vernos limpios,
peinados y vestidos como Dios manda, porque esto de las apariencias es lo mismo
que pasa con el vicio, ya que andamos mano a mano con él, y no se vislumbra manera de evitarlo ni verdadera
ventaja en que tal acontezca, al menos que preste de vez en cuando homenaje a
la virtud, aunque simplemente lo haga en las formas, además, es bastante
dudoso que valga la pena pedirle algo más que eso.
La mañana va adelantada,
pasa de las diez y media, Helena ha ido a hacer unas compras, dijo, Hasta
ahora, con un beso, resto tibio y todavía consolador de la fogarada de pasión
que, en las últimas horas, ilícitamente había juntado y abrasado a este hombre
y a esta mujer. Ahora, sentado en el sofá, con el libro de las antiguas
civilizaciones mesopotámicas abierto sobre las rodillas, Tertuliano Máximo Afonso
espera que Antonio Claro llegue, y, siendo persona a quien fácilmente se le
suelen soltar los frenos de la imaginación, se figuró que el dicho Claro y la
mujer podrían haberse encontrado en la calle y subido juntos para aclarar la
confusión de una vez, Helena protestando, Usted no es mi marido, mi marido
está en casa, es ese que está ahí sentado, usted es el profesor de Historia
que nos está haciendo la vida negra, y Antonio Claro jurando, Tu marido soy yo,
él es el profesor de Historia, mira el libro que está leyendo, ese tío es el
mayor impostor que hay en el mundo, y ella, cortante e irónica, Sí, sí, pero
primero haga el favor de explicarme por qué la alianza está en su dedo y no en
el de usted. Helena acaba de entrar sola con las compras y ya han dado las
once. Dentro de poco preguntará, Tienes alguna preocupación, y él responderá
que no, De dónde has sacado esa idea, y ella dirá que, siendo así, No entiendo
por qué miras constantemente al reloj, y él responderá que no sabe por qué, es
un tic, tal vez esté un poco nervioso, Imagina que me dan el papel del rey
Hammurabi, mi carrera de actor daría una vuelta de ciento ochenta grados. Las
once y media dieron, falta un cuarto para las doce, y Antonio Claro no viene.
El corazón de Tertuliano Máximo Afonso parece un caballo furioso descargando
coces en todas las direcciones, el pánico le aprieta la garganta y le grita
que todavía está a tiempo, Aprovecha que ella está dentro y huye, todavía
tienes casi diez minutos, pero cuidado, no uses el ascensor, baja por las escaleras
y mira bien a un lado y a otro antes de poner un pie en la calle. Es mediodía,
el reloj de la sala contó lentamente las campanadas como si todavía quisiera
darle a Antonio Claro una última oportunidad para aparecer, para cumplir,
aunque fuese en el último segundo lo que había prometido, sin embargo, no
servirá de nada que Tertuliano Máximo Afonso quiera engañarse a sí mismo, Si no
ha venido hasta ahora no vendrá nunca. Cualquier persona se puede atrasar, una
avería en el coche, una rueda pinchada, son accidentes que suceden todos los
días, nadie está libre de ellos. A partir de ahora cada minuto va a ser una
agonía, después llegará el turno del desconcierto, de la
perplejidad, inevitablemente, un pensamiento, admitamos que se retrasó, sí
señor, se retrasó, y los teléfonos para qué sirven, por qué no llama diciendo
que se le partió el diferencial, o la caja de cambios, o la correa del
ventilador, todo lo que le puede suceder a un coche viejo y cansado como ése.
Pasó una hora más, de Antonio Claro ni la sombra, y cuando Helena anunció que
el almuerzo estaba en la mesa, Tertuliano Máximo Afonso dijo que no tenía
apetito, que comiese sola, y que, además, necesitaba salir imperiosamente.
Ella quiso saber por qué y él podía haberle replicado que no estaban casados,
que por lo tanto no tenía obligación de darle explicaciones acerca de lo que
hacía o no hacía, pero el momento de poner las cartas sobre la mesa y comenzar
el juego limpio no había llegado, de modo que se limitó a responder que más
adelante le contaría todo, promesa que Tertuliano Máximo Afonso siempre tiene
en la punta de la lengua y que cumple, cuando cumple, tarde y mal, que lo diga
su madre, que lo diga María Paz, de quien tampoco tenemos noticias. Helena le preguntó si
no creía conveniente mudarse de ropa, él dijo que sí, que realmente lo que
llevaba puesto no era indicado para lo que debería tratar, lo más apropiado
sería un traje normal, chaqueta y pantalones, ni soy turista ni voy a veranear
al campo. Quince minutos después salía, Helena lo acompañó hasta la entrada del
ascensor, en sus ojos se veía el brillo anunciador del llanto, todavía
Tertuliano Máximo Afonso no había tenido tiempo de llegar a la calle y ella
estará deshecha en lágrimas, repitiendo la pregunta hasta ahora sin respuesta,
Qué pasa, qué pasa.
Tertuliano
Máximo Afonso entró en el automóvil, la primera idea era alejarse de allí,
aparcar en un sitio tranquilo para reflexionar en serio sobre la situación,
poner en orden la confusión que desde hace veinticuatro horas se atropella dentro
de su cabeza, y, finalmente, decidir qué hará. Puso el coche en marcha, y fue
sólo volver la esquina y comprender que no necesitaba para nada pensar, que lo
que tenía que hacer era simplemente llamar por teléfono a María Paz, es
increíble cómo no se me ha ocurrido antes, sería por estar encerrado en esa
casa y desde allí no poder utilizar el teléfono. Algunos centenares de metros
más allá encontró una cabina telefónica, detuvo el coche, entró bruscamente y
marcó el número. Dentro de la cabina hacía un calor sofocante. La voz de la mujer
que dijo desde el otro lado, Dígame, no era conocida, Podría hablar con María
Paz, dijo, Sí, pero de parte de quién, Soy un colega suyo, del banco donde
trabaja, La señorita María Paz ha muerto esta mañana, en un accidente de
tráfico, venía con el novio y los dos han muerto, es una desgracia muy grande.
En un instante, desde la cabeza a los pies, el cuerpo de Tertuliano Máximo
Afonso quedó bañado en sudor. Balbuceó algunas palabras que la mujer no
consiguió comprender, Qué he dicho, qué es lo que he dicho, algunas palabras que ya no recuerda ni
recordará, que se le han olvidado para siempre, y, sin darse cuenta de lo que
hacía, como un autómata al que de repente le cortan la energía, dejó caer el
auricular. Inmóvil dentro del horno que era la cabina, oía dos palabras, sólo
dos, retumbándole en los oídos, Ha muerto, pero luego otras dos palabras
ocuparon el lugar, y ésas gritaban, La mataste. No la mató por conducción
temeraria Antonio Claro, suponiendo que ésta fuera la causa del accidente, la
mató él, Tertuliano Máximo Afonso, la mató su debilidad moral, la mató una
voluntad que lo cegó para todo cuanto no fuese la venganza, fue dicho que uno
de los dos, o el actor, o el profesor de Historia, estaba de más en este
mundo, pero tú no, tú no estabas de más, de ti no existe un duplicado que
pueda sustituirte al lado de tu madre, tú sí, eras única, como cualquier
persona común es única, verdaderamente única. Se dice que sólo odia al otro
quien a sí mismo se odia, pero el peor de todos los odios debe de ser el que
incita a no soportar la igualdad del otro, y probablemente será todavía peor si
esa igualdad llega alguna vez a ser absoluta. Tertuliano Máximo Afonso salió
de la cabina tambaleándose, con pasos que parecían de borracho, entró en el
coche con violencia, como si se arrojara dentro, y allí se quedó, mirando hacia
delante sin ver, hasta que no pudo aguantar más y las lágrimas y los sollozos
le sacudieron el pecho. En este momento ama a María Paz como nunca la ha amado
antes y nunca la amará en el futuro. El dolor que siente nace de su pérdida,
pero la conciencia de su culpa es lo que está oprimiendo una herida que
supurará pus y mierda para siempre. Algunas personas lo miran con esa
curiosidad gratuita e impotente que no hace ni bien ni mal al mundo, pero una
se aproximó para preguntarle si podía serle útil en algo, y él dijo que no
muchas gracias, y por sentirse agradecido lloró todavía más, como si le
hubiesen puesto una mano en el hombro y le dijeran, Tenga paciencia, con el
tiempo su dolor pasará, es verdad, con el tiempo todo pasa, pero hay casos en
que el tiempo se hace más lento para dar tiempo a que el dolor se canse, y
casos hubo y habrá, felizmente más escasos, en que ni el dolor se cansa ni el
tiempo pasa. Estuvo así hasta no tener más lágrimas para llorar, hasta que el
tiempo decidió ponerse otra ver en movimiento y preguntar, Y ahora, adónde vas
a ir, y he aquí que Tertuliano Máximo Afonso, de acuerdo con todas las
probabilidades convertido en Antonio Claro para el resto de la vida,
comprendió que no tenía dónde acogerse. En primer lugar, la casa que antes
llamaba suya pertenece a Tertuliano Máximo Afonso, y Tertuliano Máximo Afonso
está muerto, en segundo lugar, no puede ir a casa de Antonio Claro y decirle a
Helena que su marido ha muerto porque, para ella, Antonio Claro es él, y,
finalmente, en cuanto a presentarse en casa de María Paz, donde por otra parte
nunca fue invitado, sólo podría ser para manifestar unos inútiles pésames a la
pobre madre huérfana de su hija. Lo natural sería que en este exacto momento
Tertuliano Máximo Afonso pensase en otra madre que, si ya ha sido informada de
la triste novedad, igualmente estará llorando las lágrimas inconsolables de
la orfandad materna, pero la firme
conciencia de que, entre él y él mismo, es y siempre será Tertuliano Máximo
Afonso, y que, por consiguiente, está vivo como tal, debía haberle bloqueado
temporalmente lo que con certeza sería, en otras circunstancias, su primer
impulso. Por ahora todavía tiene que encontrar respuesta a la pregunta que ha
quedado rezagada, Y ahora adónde vas a ir, dificultad, mirándolo bien, de las
más fáciles de resolver en una ciudad que ni necesitaría ser la metrópolis inmensa
que ésta es, con hoteles y pensiones para todos los gustos y precios. Ahí es
donde tendrá que ir, y no sólo durante algunas horas para defenderse del calor
y llorar con libertad. Una cosa es haber dormido la noche pasada con Helena,
cuando el hacerlo no pasaba de un simple lance de juego, si tú duermes con mi
mujer, yo duermo con la tuya, es decir, ojo por ojo, diente por diente, como
manda la ley del talión, nunca con más propiedad aplicada que en este caso,
porque, significando nuestra actual palabra idéntico lo mismo que el étimo
latino talis, de donde el nombre procede, si idénticos son los delitos
cometidos, idénticos también fueron quienes los cometieron. Una cosa,
permítasenos que volvamos al comienzo de la frase, es que haya pasado la noche
con Helena cuando nadie podía adivinar que la muerte se estaba preparando para
entrar en el juego y dar jaque mate, y otra cosa es, sabiendo que Antonio
Claro ha muerto, aunque mañana los periódicos digan que el difunto se llamaba
Tertuliano Máximo Afonso, dormir una segunda noche con ella, cargando así sobre
un engaño otro engaño peor. Nosotros, seres humanos, pese a que sigamos siendo,
unos más, otros menos, tan animales como antes, tenemos algunos sentimientos
buenos, a veces hasta un resto o un principio de respeto por nosotros mismos,
y este Tertuliano Máximo Afonso, que en tantas ocasiones se ha comportado de
manera que justifica nuestras más acerbas censuras, no osará dar el paso que,
ante nuestros ojos, de una vez y para siempre lo condenaría. Optará por un
hotel, y mañana ya veremos. Puso el coche en marcha y condujo hacia el centro,
donde tendrá más posibilidades de elección, a fin de cuentas le bastará con un
hotelillo de dos estrellas, es sólo por una noche, Y quién me dice a mí que va
a ser sólo una noche, pensó, dónde dormiré mañana, y después, y después, y
después, por primera vez el futuro se le aparecía como un lugar donde
ciertamente seguirán siendo necesarios los profesores de Historia, pero no
éste, donde el propio actor Daniel Santa-Clara no tendrá otro remedio que
renunciar a su prometedora carrera, donde será necesario descubrir algún punto
de equilibrio que exista entre el haber sido y el seguir siendo, sin duda es
reconfortante que nuestra conciencia nos diga, Sé quién eres, pero ella misma
podrá comenzar a dudar de nosotros y de lo que dice si descubre, alrededor, que
las personas van pasándose unas a otras la incómoda pregunta, Y éste, quién es.
El primero que tuvo oportunidad de manifestar esta curiosidad pública fue el recepcionista
del hotel cuando le pidió a Tertuliano Máximo
Afonso un documento que lo identificase, y hay que
dar gracias al cielo de que no le haya preguntado antes cómo se llamaba,
porque bien podría haber sucedido que Tertuliano Máximo Afonso hubiese dejado
salir, por la fuerza de la costumbre, el nombre que durante treinta y ocho
años ha sido suyo y ahora pertenece a un cuerpo destrozado que aguarda en una
cámara frigorífica cualquiera la autopsia a que los muertos por accidente,
según la ley, no escapan. El carnet de identidad que presenta tiene el nombre
de Antonio Claro, la cara de la foto es la misma que el recepcionista tiene
delante como detenidamente se podría examinar si hubiese motivo para tomarse
ese trabajo. No lo hay, Tertuliano Máximo Afonso ya ha firmado su ficha de
huésped, en este caso sirve un simple garabato siempre que muestre alguna semejanza
con la rúbrica formal, ya tiene la llave de la habitación en la mano, ya
ha dicho que no trae equipaje, y para reforzar una verosimilitud que nadie le
había pedido, explica que ha perdido el avión, que ha dejado las maletas en el
aeropuerto, y que por eso no se queda nada más que una noche. Tertuliano
Máximo Afonso ha cambiado de nombre, pero sigue siendo la misma persona que
acompañamos a la tienda de los vídeos, que siempre habla más de lo necesario,
que no sabe ser natural, le ha salvado que el recepcionista tiene otros asuntos
en que pensar, el teléfono que suena, unos cuantos extranjeros que acaban de
llegar abrumados de maletas y bolsas de viaje. Tertuliano Máximo Afonso subió al dormitorio, se puso cómodo, entró en el cuarto de baño para
aliviar la vejiga, salvo haber perdido el avión, como le dijo al recepcionista,
parecía que no tenía otras preocupaciones, pero eso fue mientras no se tumbó
en la cama con la intención de descansar un poco, inmediatamente la imaginación
le
puso delante un automóvil reducido a un montón de chatarra y dentro,
míseramente sangrando, dos cuerpos destrozados. Volvieron
las lágrimas, volvieron los sollozos, y quién sabe cuánto tiempo continuaría
así si de súbito el recuerdo escandalizado de la madre no hubiese irrumpido en
su desorientado cerebro. Se sentó de golpe, echó mano al teléfono al mismo
tiempo que se iba cubriendo mentalmente de insultos, soy una bestia, un
estúpido, un idiota integral, un imbécil, no paso de cretino, cómo es posible
que no haya pensado que la policía llamaría a mi puerta, que interrogaría a
los vecinos para averiguar si tengo parientes, que la vecina de arriba le daría
la dirección y el número de teléfono de mi madre, cómo es posible que me haya
olvidado de una cosa que salta a la vista, cómo es posible. Nadie contestaba.
El teléfono sonaba, sonaba, pero nadie descolgaba diciendo, Dígame, para que
finalmente Tertuliano Máximo Afonso pudiese responder, Soy yo, estoy vivo, la
policía se ha equivocado, luego te lo explico. La madre no se encontraba en
casa, y ese hecho, insólito en otra situación, sólo podía significar que
venía de camino, que había alquilado un taxi y venía de camino, tal vez ya
hubiera llegado y, siendo así, habría subido a pedirle la llave a la vecina de
arriba y ahora estará llorando su pena, pobre madre, bien que me lo avisó.
Tertuliano Máximo Afonso marcó el número de su teléfono, y una vez más no le
respondieron. Se esforzó por pensar serenamente, por aclarar la turbación del
espíritu, aunque la policía hubiese sido ejemplarmente diligente necesitaba
tiempo para realizar y concluir las investigaciones, hay que recordar que esta
ciudad es un inmenso hormiguero de cinco millones de habitantes bulliciosos,
que son muchos los accidentes y los accidentados muchos más, que es necesario
identificarlos, después buscar a las familias, tarea no siempre fácil porque
hay personas tan descuidadas que se meten en carretera sin llevar al menos un
papel en el bolsillo que prevenga, si me sucede algún accidente, llamen a
Fulano o Fulana de tal. Por fortuna Tertuliano Máximo Afonso no es de esas
personas, por lo visto tampoco lo era María Paz, en la agenda de cada uno, en
la hoja reservada para los datos personales, estaba todo cuanto era necesario
para una identificación perfecta, por lo menos para las primeras necesidades,
que casi siempre acaban siendo las últimas. Nadie que no fuese un fuera de la
ley andaría paseándose por ahí con documentos falsos o sustraídos a otra persona,
de donde es legítimo concluir, ateniéndonos al caso presente, que lo que a la
policía le ha parecido es lo que de hecho es, ya que, no habiendo motivo para
dudar de la identidad de una de las víctimas, por qué endemoniada razón habría
que dudar de la identidad de la otra. Tertuliano Máximo
Afonso llamó de nuevo, y de nuevo no obtuvo respuesta. Ya no piensa en María
Paz, ahora lo que quiere saber es dónde está Carolina Afonso, los taxis de hoy
son máquinas potentísimas, no como las cafeteras de antiguamente, y, en una
situación dramática como ésta, ni sería preciso espolear al conductor con la
promesa de una gratificación para que pisase el acelerador, en menos de cuatro
horas debería estar aquí, y, siendo este día sábado y época de vacaciones, con
el tráfico en las calles reducido al mínimo, ella ya tendría obligación de
estar en casa para tranquilizar el desasosiego del hijo. Volvió a telefonear
y, esta vez, sin que lo esperase, el contestador entró en funcionamiento, Habla
Tertuliano Máximo Afonso, deje su recado por favor, el choque fue fortísimo,
tan perturbado estaba antes que no se dio cuenta de que el mecanismo de grabación
no había entrado en acción, y de pronto es como si oyera una voz que no era la
suya, la voz de un muerto desconocido que mañana será necesario sustituir por
la de un vivo cualquiera que no impresione a las personas sensibles, operación
de quitar y poner que todos los días es realizada miles y miles de veces en
todos los lugares del mundo, aunque en tal no nos agrade pensar. Tertuliano Máximo
Afonso necesitó algunos segundos para serenar y recuperar su propia voz,
después, trémulo, dijo, Madre, no es verdad lo que te han dicho, estoy vivo y sano, ya te explicaré lo que ha
pasado, repito, estoy vivo y sano, te doy el nombre del hotel en que me
encuentro, el número de habitación y el número de teléfono, llámame en cuanto
llegues, no llores más, no llores más, tal vez Tertuliano Máximo Afonso hubiera
dicho una tercera vez estas palabras, si él mismo no hubiese estallado en
llanto, por la madre, por María Paz, cuyo recuerdo ahí estaba otra vez, también
de piedad por sí mismo. Exhausto, se dejó caer en la cama, se sentía exangüe,
débil como un niño enfermo, recordó que no había almorzado y la idea, en vez
de abrirle el apetito, le provocó una náusea tan violenta que tuvo que
levantarse corriendo como pudo para ir al cuarto de baño donde las sucesivas
arcadas no le hicieron subir del estómago más que una espuma amarga. Volvió al
dormitorio, se sentó en la cama con la cabeza entre las manos, dejando vagar
el pensamiento como un barquito de corcho que baja con la corriente
y de vez en cuando, al chocar contra una piedra, durante un instante cambia de
rumbo. Gracias a este divagar medio consciente recordó algo importante que
debería haberle comunicado a la madre. Volvió a llamar a casa pensando que la
máquina le haría otra vez la faena de no funcionar, y soltó un suspiro de
alivio cuando el contestador, tras unos segundos de duda, dio señales de vida.
Usó pocas palabras para dejar el recado, dijo sólo, Toma nota de que el nombre
es Antonio Claro, no te olvides, y luego, como si hubiese acabado de descubrir
un argumento de peso para la definitiva elucidación de las conmutativas e
inestables identidades en liza, añadió la siguiente información, El perro se
llama Tomarctus. Cuando la madre llegue no será necesario que le recite los
nombres del padre y de los abuelos, de los tíos maternos y paternos, ya no
tendrá que hablar del brazo partido cuando se cayó de la higuera, ni de su
primera novia, ni del rayo que derribó la chimenea de la casa cuando él tenía
diez años. Para que Carolina Afonso tenga la certeza absoluta de que ante ella
se encuentra el hijo de sus entrañas no hará falta el maravilloso instinto
maternal ni las científicas pruebas confirmadoras del ADN, el nombre de un
simple perro bastará.
Pasó casi una hora antes de que el teléfono
sonase. Sobresaltado, Tertuliano Máximo Afonso se levantó rápidamente,
esperando oír la voz de la madre, pero la que sonó fue la del recepcionista,
que decía, Está aquí doña Carolina Claro, quiere hablar con usted, Es mi madre,
balbuceó, ya bajo, ya bajo. Salió corriendo al mismo tiempo que se reprendía,
Tengo que dominarme, no debo exagerar las muestras de cariño, cuanto menos
llamemos la atención, mejor. La lentitud del ascensor le ayudó a moderar el
caudal de emociones, y fue un Tertuliano Máximo Afonso bastante aceptable el
que apareció en el hall del hotel y abrazó a la señora mayor, la cual, ya
fuera por armonía del instinto o por efecto de meditada ponderación en el taxi
que hasta aquí la ha traído, retribuyó con comedimiento las demostraciones de
afecto filial, sin las vulgares exuberancias pasionales que se expresan con
frases del tipo Ay mi buen hijo, aunque, en el caso del presente drama, debiese
ser Ay mi pobre hijo la más adecuada a la situación. Los abrazos, los llantos
convulsos tuvieron que esperar hasta que llegaron a la habitación, hasta que la
puerta se cerró y el hijo resucitado pudo decir Madre, y ella no tuvo más
palabras que las que conseguían salirle del corazón agradecido, Eres tú, eres
tú. Esta mujer, sin embargo, no es de las fáciles de contentar, de esas a
quienes con una caricia se les hace olvidar un agravio, que en este caso ni
contra ella ha sido, sino contra la razón, el respeto, y también el sentido
común, que no se diga que nos hemos olvidado de quien hizo todo lo que pudo
para que la historia de los hombres duplicados no terminase en tragedia.
Carolina Afonso no empleará este término, dirá sólo, Dos personas han muerto,
ahora cuéntame desde el principio cómo ha podido ocurrir esto, y no me ocultes
nada, por favor, el tiempo de las medias verdades ha llegado a su fin, y el de
las medias mentiras también. Tertuliano Máximo Afonso empujó una silla para que
la madre se sentara, se sentó él mismo en el borde de la cama, y comenzó su
relato. Desde el principio, como le fue exigido. Ella no lo interrumpió,
solamente dos veces alteró su expresión, la primera en el momento en que
Antonio Claro dijo que se iba a llevar a María Paz a la casa del campo para
hacer el amor con ella, la segunda cuando el hijo le explicó cómo y por qué
había ido a casa de Helena y lo que después allí pasó. Movió los labios
diciendo, Locos, pero la palabra no se oyó. La tarde había caído, la penumbra
ya cubría las facciones de uno y de otro. Cuando
Tertuliano Máximo Afonso se calló, la madre hizo la pregunta inevitable, Y
ahora, Ahora, madre, el Tertuliano Máximo Afonso que era está muerto, y el
otro, si quisiera seguir formando parte de la vida, no tendrá más remedio que
ser Antonio Claro, Y por qué no contar simplemente la verdad, por qué no decir
lo que ha pasado, por qué no poner todas las cosas en su sitio, Acabas de oír
lo que ha sucedido, Sí, y qué, Te pregunto, madre, si realmente crees que estas
cuatro personas, las muertas y las vivas, deben ser expuestas en la plaza
pública para regalo y disfrute de la curiosidad feroz del mundo, qué ganaríamos
con eso, los muertos no resucitarían y los vivos comenzarían a morir ese día,
Qué hacer, entonces, Tú acompañarás el entierro del falso Tertuliano Máximo
Afonso y lo llorarás como si fuese tu hijo, Helena irá también, pero nadie
podrá imaginar por qué está allí, Y tú, Ya te lo he dicho, soy Antonio Claro,
cuando encendamos la luz la cara que verás será la suya, no la mía, Eres mi
hijo, Sí, soy tu hijo, pero no lo podré ser, por ejemplo, en el lugar donde nací, estoy
muerto para las personas de allí, y cuando tú y yo queramos vernos tendrá que
ser en un punto donde nadie tenga conocimiento de la existencia de un profesor
de Historia llamado Tertuliano Máximo Afonso, Y Helena, Mañana iré a pedirle
que me perdone y a restituirle este reloj y esta alianza, Y para llegar a esto
han tenido que morir dos personas, Que yo he matado, y una de ellas víctima
inocente, sin ninguna culpa. Tertuliano Máximo Afonso se levantó y encendió la
luz. La madre estaba llorando. Durante algunos minutos permanecieron en silencio,
evitando mirarse uno al otro. Después la madre murmuró mientras se pasaba el
pañuelo húmedo por los párpados, La antigua Casandra tenía razón, no deberías
haber dejado que entrara el caballo de madera, Ahora ya no hay remedio, Sí,
ahora ya no hay remedio, y mañana tampoco lo habrá, todos estaremos muertos.
Al cabo de un corto silencio Tertuliano Máximo Afonso preguntó, La policía te
habló de las circunstancias del accidente, Me dijeron que el coche se salió de
su carril y chocó contra un camión TIR que venía en sentido contrario, también
me dijeron que la muerte fue instantánea, Es extraño, Extraño, qué, Me quedé
con la impresión de que era un buen conductor, Algo le pasaría, Pudo haber derrapado, quizá hubiera aceite en la carretera, No
hablaron de eso, sólo dijeron que el coche se salió del carril y chocó contra
el camión. Tertuliano Máximo Afonso volvió a sentarse en el borde de la cama,
miró el reloj y dijo, Voy a pedir a recepción que te reserven un cuarto,
cenamos y te quedas esta noche en el hotel, Prefiero irme a casa, después de
cenar llamamos un taxi, Yo te llevo, nadie me verá, Y cómo me vas a llevar, si
ya no tienes coche, Tengo el que era suyo. La madre movió la cabeza
tristemente y dijo, Su coche, su mujer, sólo te falta tener también su vida,
Tendré que descubrir otra mejor para mí, y ahora, por favor, vamos a cenar
algo, una tregua a las desgracias. Extendió las manos para ayudarla a
levantarse, luego la abrazó y le dijo, Acuérdate de borrar las llamadas del
contestador, todas las precauciones son pocas cuando el agua está hirviendo.
Cuando acabaron de cenar, la madre volvió a pedir, Llámame un taxi, Yo te
llevo a casa, No
puedes arriesgarte a que te vean, además, me da escalofríos sólo de pensar en
sentarme en ese coche, Te acompaño en el taxi y regreso, Ya tengo edad para
andar sola, no insistas. En la despedida Tertuliano Máximo Afonso dijo, Haz el
favor de descansar, madre, que bien lo necesitas, Lo más seguro es que no
consigamos dormir ninguno de los dos, ni tú ni yo, respondió ella.
Tuvo razón. Al menos Tertuliano Máximo Afonso
no pudo cerrar los ojos durante horas y horas, veía el coche saliéndose del
carril y precipitándose contra el morro enorme del camión, por qué, se
preguntaba, por qué se desvió de esa manera, quizá se reventara una rueda, no,
no puede ser, si fuera así la policía lo habría mencionado, es cierto que el
coche ya tenía a sus espaldas un buen par de años de servicio continuo, pero no
hace ni tres meses de la última revisión en serio y no se le encontró ningún
fallo, ni en la parte mecánica ni en el sistema eléctrico. Se durmió entrada la
madrugada, pero el sueño le duró poco, apenas pasaban las siete de la mañana
cuando bruscamente despertó con la idea de que algo urgente le esperaba, sería
la visita a Helena, pero para eso era demasiado temprano, qué será entonces,
de repente una luz se encendió en su cabeza, el periódico, tenía que ver lo
que traía el periódico, un accidente así, prácticamente a las puertas de la
ciudad, es noticia. Se levantó de un salto, se vistió a toda prisa y salió
corriendo. El recepcionista nocturno, no el que le atendió la víspera, lo miró
con desconfianza, y Tertuliano Máximo Afonso tuvo que decir, Voy a comprar el
periódico, no vaya a pensar el otro que el agitado huésped se quería marchar
sin hacer las cuentas. No fue muy lejos, había un quiosco de prensa en la
primera esquina. Compró tres periódicos, alguno contaría el accidente, y volvió
rápidamente al hotel. Subió a la habitación y ansiosamente comenzó a hojearlos
en busca de la sección de sucesos. Sólo en el tercer periódico encontró la
noticia. Una fotografía mostraba el estado de ruina en que el coche había
quedado. Con todo el cuerpo temblando, Tertuliano Máximo Afonso leyó,
saltándose los pormenores, yendo directamente a lo esencial, Ayer, hacia las
nueve y media de la mañana, se registró casi a la entrada de la ciudad un
violento choque entre un turismo y un camión TIR. Los dos ocupantes del automóvil,
Fulano y Fulana, inmediatamente identificados por la documentación de que eran
portadores, ya estaban muertos cuando llegaron los servicios de asistencia. El
conductor del camión apenas sufrió heridas leves en las manos y en la cara.
Interrogado por la policía, que no le atribuye ninguna responsabilidad en el
accidente, ha declarado que cuando el automóvil todavía venía a cierta distancia,
antes de que se desviara, creyó ver a los dos ocupantes forcejeando el uno con
el otro, aunque no puede tener seguridad absoluta debido a los reflejos de los parabrisas.
Informaciones posteriormente recogidas por nuestra redacción revelaron que los
dos infortunados viajeros eran novios. Tertuliano Máximo Afonso leyó otra vez
la noticia, pensó que a esa hora él estaba en la cama con Helena, y después,
como era inevitable, relacionó la hora matinal en que Antonio Claro regresaba
con la declaración del conductor del camión. Qué habría pasado entre ellos, se
preguntó, qué habría sucedido en la casa del campo para que siguiesen
discutiendo en el coche, y más que discutir, forcejear, como dijo, con actitud
expresiva poco común, el único testigo presencial del accidente. Tertuliano
Máximo Afonso miró el reloj. Faltaban pocos minutos para las ocho, Helena ya
estaría levantada, O quizá no, lo más seguro es que tomara una pastilla para
dormir, o para escapar, que es verbo más preciso, pobre Helena, tan inocente de
todo como María Paz, qué poco imagina lo que le espera. Eran las nueve cuando
Tertuliano Máximo Afonso salió del hotel. Pidió en recepción lo necesario para
afeitarse, tomó el desayuno y ahora va a decirle a Helena la palabra que
todavía falta para que la increíble historia de dos hombres
duplicados se acabe de una vez y la normalidad de la vida retome su curso,
dejando las víctimas tras de sí, según es uso y costumbre. Si Tertuliano Máximo
Afonso tuviese perfecta conciencia de lo que va a hacer, del golpe que va a
asestar, tal vez huyese de allí sin dar explicaciones ni justificaciones, tal
vez dejase las cosas en la situación en que están, para que se pudran, pero su
mente se encuentra como embotada, bajo la acción de una especie de anestesia
que le ha adormecido el dolor y ahora lo empuja más allá de su voluntad.
Aparcó el coche frente al edificio, cruzó la calle, entró en el ascensor.
Lleva el periódico bajo el brazo, mensajero de la desgracia, voz y palabra del
destino, él es la peor de las Casandras, la que tiene por único oficio decir,
Ha sucedido. No quiso abrir la puerta con la llave que tiene en el bolsillo, en
verdad ya no hay lugar para desquites, revanchas y venganzas. Llamó al timbre
como aquel vendedor de libros que pregonaba las sublimes virtudes culturales de
la enciclopedia en que minuciosamente se describen los hábitos del rape, pero
lo que él quiere ahora, con todas las fuerzas de su alma, es que la persona que
venga a atenderlo le diga, aunque sea mintiendo, No necesito, ya tengo. La
puerta se abrió y Helena apareció en la medio penumbra del pasillo. Lo miraba
con asombro, como si hubiese perdido toda esperanza de volver a verlo, le
mostraba el pobre rostro descompuesto, ojerosa, era evidente que le había
fallado la pastilla que tomó para escapar de sí misma. Dónde has estado,
balbuceó, qué pasa, no vivo desde ayer, no vivo desde que saliste de aquí. Dio
dos pasos hacia los brazos de él, que no se abrieron, que sólo por piedad no la
rechazaron, y después entraron juntos, ella todavía agarrada a él, él desmañado, torpe, como
un muñeco articulado incapaz de acertar con los movimientos necesarios. No
habló, no pronunciará una palabra antes de que ella esté sentada en el sofá, y
lo que le va a decir parecerá sólo la inocua declaración de quien ha bajado a
la calle a comprar el periódico y ahora, sin ninguna intención oculta, se
limita a comunicar, Le he traído las noticias, y extenderá la página abierta, y
señalará el lugar de la tragedia, Aquí está, y ella no se dará cuenta de que él
no la está tratando de tú, leerá con atención lo que está escrito, desviará los
ojos de la fotografía del coche siniestrado, y murmurará,
pesarosa, al terminar, Qué horror, sin embargo, si habla de esta manera es
porque tiene un corazón sensible, verdaderamente la desgracia no le toca de
cerca, incluso se notó, en contradicción con el significado solidario de las
palabras pronunciadas, un cierto tono que se asemeja al alivio, obviamente
involuntario, pero que las palabras dichas a continuación ya expresan de modo
inteligible, Es una desgracia, no me da ninguna alegría, al contrario, pero por
lo menos sirve para acabar con la confusión. Tertuliano Máximo Afonso no se
había sentado, estaba de pie ante ella, como deben permanecer los mensajeros
en ejercicio, porque otras noticias hay para dar, y éstas van a ser las peores.
Para Helena el periódico ya es cosa del pasado, el presente concreto el
presente palpable, es éste su marido regresado, Antonio Claro se llama, él le
va a decir lo que hizo en la tarde de ayer y esta noche, qué asuntos importantes son ésos para
dejarla sin una palabra durante tantas horas. Tertuliano Máximo Afonso
comprende que no puede esperar ni un minuto más, o se verá obligado a callarse
para siempre. Dijo, El hombre que ha muerto no era Tertuliano Máximo Afonso.
Ella lo miró con inquietud y dejó salir de la boca tres palabras que de poco
servían, Qué, qué dices, y él repitió, sin mirarla, No era Tertuliano Máximo
Afonso el hombre que ha muerto. La inquietud de Helena se transformó de súbito
en un miedo absoluto, Quién era entonces, Su marido. No había otra manera de
decirlo, no había en el mundo un solo discurso preparatorio que valiese, era
inútil y cruel pretender colocar la venda antes de la herida. En pánico,
desesperada, Helena todavía intentó defenderse de la catástrofe que le caía
encima, Pero los documentos de que habla el periódico eran de ese Tertuliano de
mala muerte. Tertuliano Máximo Afonso sacó la cartera del bolsillo de la
chaqueta, la abrió, extrajo el carnet de identidad de Antonio Claro y se lo entregó.
Ella lo tomó, miró la fotografía que llevaba, miró al hombre que tenía en
frente, y lo comprendió todo. La evidencia de los hechos se reconstituyó en
la mente como un rayo brutal de luz, la monstruosidad de la situación la
asfixiaba, durante un breve momento pareció que iba a perder el sentido.
Tertuliano Máximo Afonso se adelantó, le tomó las manos con fuerza, y ella,
abriendo unos ojos que eran como una lágrima inmensa, las retiró bruscamente,
pero después, sin fuerza, las abandonó, el llanto convulso le había evitado el
desmayo, ahora los sollozos le sacudían el pecho sin compasión, También he
llorado así, pensó él, es así como lloramos ante lo que no tiene remedio. Y
ahora, preguntó ella desde el fondo del pozo donde se ahogaba, Desapareceré
para siempre de su vida, respondió él, no volverá a verme nunca más, me
gustaría pedirle perdón, pero no me atrevo, sería ofenderla otra vez, No ha
sido el único culpable, No, pero mi responsabilidad es mayor, soy reo de
cobardía y por eso dos personas han muerto, María Paz era realmente tu novia,
Sí, La querías, La quería, nos íbamos a casar, Y dejaste que fuera con él, Ya
se lo he dicho, por cobardía, por debilidad, Y viniste aquí para vengarte, Sí.
Tertuliano Máximo Afonso se enderezó, dio un paso atrás. Repitiendo los
movimientos que Antonio Claro hizo cuarenta ocho horas antes, se desabrochó la
correa del reloj, que puso sobre la mesa, y a continuación colocó al lado la
alianza. Dijo, Le mandaré por correo el traje que llevo puesto. Helena tomó el
anillo, lo miró como si fuese la primera vez. Distraídamente, como si quisiera
deshacer la invisible señal dejada, Tertuliano Máximo Afonso se frotó con el
índice y el pulgar de la mano derecha el dedo de la izquierda de donde se
había quitado la alianza. Ninguno de los dos pensó, ninguno de los dos llegará
a pensar nunca que la falta de este anillo en el dedo de Antonio Claro podría
haber sido la causa directa de las dos muertes, y sin embargo fue así. Ayer
por la mañana, en la casa del campo, Antonio
Claro aún dormía cuando María Paz se despertó. Él descansaba sobre el lado derecho,
con la mano izquierda en la almohada donde ella reposaba la cabeza, a la altura
de los ojos. Los pensamientos de María Paz eran confusos, oscilaban entre el
dulce bienestar del cuerpo y un desasosiego de espíritu para el cual no
encontraba explicación. La luz cada vez más intensa que penetraba por los
resquicios de las rústicas contraventanas iluminaba poco a poco la habitación.
María Paz suspiró y volvió la cabeza hacia el lado de Tertuliano Máximo
Afonso. La mano izquierda de él casi le cubría el rostro. El dedo anular
mostraba la marca circular y blanquecina que las alianzas largamente usadas
dejan en la piel. María Paz se estremeció, creyó que estaba viendo mal, que
estaba soñando la peor de las pesadillas, este hombre igual que Tertuliano
Máximo Afonso no es Tertuliano Máximo Afonso, Tertuliano Máximo Afonso no usa
anillos desde que se divorció, hace mucho tiempo que se desvaneció la marca de
su dedo. El hombre dormía plácidamente, María Paz se deslizó con mil cautelas
fuera de la cama, recogió las ropas dispersas y salió del cuarto. Se vistió en
el salón, todavía demasiado aturdida para pensar con lucidez, impotente para
encontrar una respuesta a la pregunta que le daba vueltas en la cabeza, Estaré
loca. Que el hombre que la había traído aquí y con quien ha pasado la noche no
era Tertuliano Máximo Afonso, de eso estaba completamente segura, pero, si no
era él, quién era, y cómo es posible que en este mundo existan dos personas
exactamente iguales, hasta el punto de confundirse en todo, en el cuerpo, en
los gestos, en la voz. Poco a poco, como quien va buscando y descubriendo las
piezas adecuadas, comenzó a relacionar acontecimientos y acciones, recordó
palabras equívocas que había escuchado a Tertuliano Máximo Afonso, sus
evasivas, la carta que recibió de la productora cinematográfica, la promesa
que le hizo de que un día se lo contaría todo. No podía llegar más lejos,
seguiría sin saber quién era este hombre, a no ser que él mismo se lo dijera.
La voz de Tertuliano Máximo Afonso se oyó adentro, María Paz. Ella no
respondió, y la voz insistió, insinuante, acariciadora, Todavía es temprano,
vuelve a la cama. Ella se levantó de la silla donde se había dejado caer y se
dirigió al dormitorio. No pasó de la entrada. Él dijo, Qué es eso de estar ya
vestida, venga, quítate la ropa y ven aquí, la fiesta todavía no ha terminado,
Quién es usted, preguntó María Paz, y antes de que él respondiese, De qué
anillo es la marca que tiene en el dedo. Antonio Claro se miró la mano y dijo,
Ah, esto, Sí, eso, usted no es Tertuliano, No lo soy, por supuesto que no soy
Tertuliano, Entonces, quién es usted, Por ahora conténtate con saber quién no
soy, pero cuando estés con tu amigo puedes preguntárselo, Se lo preguntaré,
tengo que saber por quién he sido engañada, Por mí, en primer lugar, pero él
ayudó, o mejor, el pobre hombre no tuvo otro remedio, tu novio no es lo que se
dice un héroe. Antonio Claro salió de la cama completamente desnudo y se
acercó a María Paz sonriendo, Qué importancia tiene que yo sea uno o sea otro,
déjate de preguntas y ven a la cama. Desesperada, María Paz dio un grito, Canalla,
y huyó del cuarto. Antonio Claro apareció en el salón poco después, ya vestido
y dispuesto a salir. Dijo con indiferencia, No tengo paciencia para mujeres
histéricas, voy a dejarte en la puerta de tu casa y adiós. Treinta minutos
después, a gran velocidad, el automóvil chocaba contra el camión. No había
aceite en la carretera. El único testigo presencial declaró a la policía que,
aunque no podía tener seguridad absoluta debido a los reflejos de los
parabrisas, creyó ver que los dos ocupantes del coche forcejeaban el uno con el
otro.
Tertuliano Máximo Afonso dijo finalmente,
Ojalá llegue el día en que pueda perdonarme, y Helena respondió, Perdonar no es
nada más que una palabra, Las palabras son todo cuanto tenemos, Adónde irás
ahora, Por ahí, a recoger los añicos y a disimular las cicatrices, Como
Antonio Claro, Sí, el otro está muerto. Helena se quedó en silencio, tenía la
mano derecha sobre el periódico, su alianza brillaba en la mano izquierda, la
misma que todavía sostenía con la punta de los dedos el anillo que fue del
marido. Entonces dijo, Te queda una persona que puede seguir llamándote Tertuliano
Máximo Afonso, Sí, mi madre, Está en la ciudad, Sí, Hay otra, Quién, Yo, No
tendrá ocasión, no nos volveremos a ver, Depende de ti, No entiendo, Estoy
diciéndote que te quedes conmigo, que ocupes el lugar de mi marido, que seas
en todo y para todo Antonio Claro, que le continúes la vida, ya que se la
quitaste, Que me quede aquí, que vivamos juntos, Sí, Pero nosotros no nos
amamos, Tal vez no, Puede llegar a odiarme, Tal vez sí, O yo a odiarla a usted,
Acepto ese riesgo, sería un caso más único en el mundo, una viuda que se
divorcia, Pero su marido tendría familia, padres, hermanos, cómo puedo hacer
las veces de él, Yo te ayudaré, Él era actor, yo soy profesor de Historia, Ésos
son algunos de los añicos que tendrás que recomponer, pero cada cosa tiene su
tiempo, Tal vez lleguemos a amarnos, Tal vez sí, No creo que pueda odiarla, Ni
yo a ti. Helena se levantó y se aproximó a Tertuliano Máximo Afonso. Parecía
que lo iba a besar, pero no, vaya idea, un poco de respeto, por favor, todavía
no nos hemos olvidado de que hay un tiempo para cada cosa. Le tomó la mano
izquierda y, despacio, muy despacio, para dar tiempo a que el tiempo llegase,
le puso la alianza en el dedo. Tertuliano Máximo Afonso la atrajo levemente
hacia él y así se quedaron, casi abrazados, casi juntos, a la vera del tiempo.
El entierro de Antonio Claro fue tres días después. Helena y la madre de Tertuliano Máximo Afonso representaron sus papeles, una llorando a un hijo que no era suyo, otra fingiendo que el muerto era un desconocido. Él se había quedado en casa, leyendo un libro sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas, capítulo de los arameos. El teléfono sonó. Sin pensar que podría ser alguno de sus nuevos padres o hermanos, Tertuliano Máximo Afonso levantó el auricular y dijo, Dígame. Del otro lado una voz exactamente igual a la suya exclamó, Por fin. Tertuliano Máximo Afonso se estremeció, en este mismo sillón estaría sentado Antonio Claro la noche en que le telefoneó. Ahora la conversación va a repetirse, el tiempo se arrepintió y volvió atrás. Es usted el señor Daniel Santa-Clara, preguntó la voz, Sí, soy yo, Llevo semanas buscándolo, pero finalmente lo he encontrado, Qué desea, Me gustaría verlo en persona, Para qué, Se habrá dado cuenta de que nuestras voces son iguales, Me ha parecido notar cierta semejanza, Semejanza, no, igualdad, Como quiera, No somos parecidos sólo en las voces, No le entiendo, Cualquier persona que nos viese juntos sería capaz de jurar que somos gemelos, Gemelos, Más que gemelos, iguales, Iguales, cómo, Iguales, simplemente iguales, Acabemos con esta conversación, tengo que hacer, Quiere decir que no me cree, No creo en imposibles, Tiene dos señales en el antebrazo derecho, una al lado de otra, Las tengo, Yo también, Eso no prueba nada, Tiene una cicatriz debajo de la rótula izquierda, Sí, Yo también. Tertuliano Máximo Afonso respiró hondo, luego preguntó, Dónde está, En una cabina telefónica no muy lejos de su casa, Y dónde podemos encontrarnos, Tendrá que ser en un sitio aislado, sin testigos, Evidentemente, no somos fenómenos de feria. La voz del otro sugirió un parque en la periferia de la ciudad y Tertuliano Máximo Afonso dijo que estaba de acuerdo, Pero los coches no pueden entrar, observó, Mejor así, dijo la voz, Comparto esa opinión, Hay una zona de bosque después del tercer lago, lo espero allí, Tal vez yo llegue primero, Cuándo, Ahora mismo, dentro de una hora, Muy bien, Muy bien, repitió Tertuliano Máximo Afonso colgando el teléfono. Tomó una hoja de papel y escribió sin firmar, Volveré. Después entró en el dormitorio, abrió el cajón donde estaba la pistola. Introdujo el cargador en la corredera y colocó una bala en la recámara. Se cambió de ropa, camisa limpia, corbata, pantalones, chaqueta, los zapatos mejores. Se encajó la pistola en la correa y salió.