Un hombre parado
ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Es el primer casó de una
«ceguera blanca» que se expande de manera fulminante. Internados en cuarentena
o perdidos en la ciudad, los ciegos tendrán que enfrentarse con lo que existe
de más primitivo en la naturaleza humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier
precio.
Ensayo sobre la ceguera es la ficción de un autor que nos alerta sobre
«la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». José Saramago
traza en este libro una imagen aterradora -y conmovedora- de los tiempos
sombríos que estamos viviendo, a la vera de un nuevo milenio. En un mundo así,
¿cabrá alguna esperanza? El lector conocerá una experiencia imaginativa única.
En un punto donde se cruzan literatura y sabiduría, José Saramago nos obliga a
parar, cerrar los ojos y ver. Recuperar la lucidez y rescatar el afecto son dos
propuestas fundamentales de una novela que es, también, una reflexión sobre la
ética del amor y la solidaridad. « Hay en nosotros una cosa que no tiene
nombre, esa cosa es lo que somos», declara uno de los personajes. Dicho con
otras palabras: tal vez el deseó más profundo del ser humano sea poder darse a
sí mismo, un día, el nombre que le falta.
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se
acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el
indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente
empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra
del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este
paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían
los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que
vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones,
pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos
en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente
insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad
y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las
causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar
la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches
arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían
arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema
mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la
palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un
bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que,
simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto
ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al
conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches
de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la
calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste.
Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro
vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita
algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no,
dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una
puerta, Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen
sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta
como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las
cejas, repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son
trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista
desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener
en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en
un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le
ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes
los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa
enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de
color, algunos transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores,
allá atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que
creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado,
nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban, saquen eso
de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve a casa. La mujer
que había hablado de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar
a aquel pobre hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería
tanto, sólo quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía,
Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra
voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera.
No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el coche y llevo a
este señor a su casa. Se oyeron murmullos de aprobación. El ciego notó que lo
agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron
a sentarse en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de
seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive,
pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas
de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como
si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si hubiera caído en un
mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es
negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa
de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una
desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se
oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión hubiera
debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo, No sé cómo voy a
agradecérselo, y el otro respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por
ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a
decir a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia
como ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos,
preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y
empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo se pone
en rojo.
Tal como había dicho el ciego, su casa estaba cerca.
Pero las aceras estaban todas ocupadas por coches aparcados, no encontraron
sitio para estacionar el suyo, y se vieron obligados a buscar un espacio en una
de las calles transversales. Allí, la acera era tan estrecha que la puerta del
asiento del lado del conductor quedaba a poco más de un palmo de la pared, y el
ciego, para no pasar por la angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con
la palanca del cambio de velocidades y el volante dificultando sus movimientos,
tuvo que salir primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que se
hundía el suelo bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le agarrotaba
la garganta. Agitaba las manos ante la cara, nervioso, como si estuviera
nadando en aquello que había llamado un mar de leche, pero cuando se le abría
la boca a punto de lanzar un grito de socorro, en el último momento la mano
del otro le tocó suavemente el brazo, Tranquilícese, yo lo llevaré. Fueron
andando muy despacio, el ciego, por miedo a caerse, arrastraba los pies, pero
eso le hacía tropezar en las irregularidades del piso, Paciencia, que estamos
llegando ya, murmuraba el otro, y, un poco más adelante, le preguntó, Hay
alguien en su casa que pueda encargarse de usted, y el ciego respondió, No sé,
mi mujer no habrá llegado aún del trabajo, es que yo hoy salí un poco antes, y
ya ve, me pasa esto, Ya verá cómo no es nada, nunca he oído hablar de alguien
que se hubiera quedado ciego así de repente, Yo, que me sentía tan satisfecho
de no usar gafas, nunca las necesité, Pues ya ve. Habían llegado al portal, dos
vecinas miraron curiosas la escena, ahí va el vecino, y lo llevan del brazo,
pero a ninguna se le ocurrió preguntar, Se le ha metido algo en los ojos, no
se les ocurrió y tampoco él podía responderles, Se me ha metido por los ojos
adentro un mar de leche. Ya en casa, el ciego dijo, Muchas gracias, perdone las
molestias, ahora me puedo arreglar yo, Qué va, no, hombre, no, subiré con usted,
no me quedaría tranquilo si lo dejo aquí. Entraron con dificultad en el
estrecho ascensor, En qué piso vive, En el tercero, no puede usted imaginarse
qué agradecido le estoy, Nada, hombre, nada, hoy por ti mañana por mí, Sí,
tiene razón, mañana por ti. Se detuvo el ascensor y salieron al descansillo,
Quiere que le ayude a abrir la puerta, Gracias, creo que podré hacerlo yo solo.
Sacó del bolsillo unas llaves, las tanteó, una por una, pasando la mano por los
dientes de sierra, dijo, Ésta debe de ser, y, palpando la cerradura con la
punta de los dedos de la mano izquierda intentó abrir la puerta, No es ésta,
Déjeme a mí, a ver, yo le ayudaré. A la tercera tentativa se abrió la puerta.
Entonces el ciego preguntó hacia dentro, Estás ahí. Nadie respondió, y él, Es
lo que dije, no ha venido aún. Con los brazos hacia delante, tanteando, pasó
hacia el corredor, luego se volvió cautelosamente, orientando la cara en la
dirección en que pensaba que estaría el otro, Cómo podré agradecérselo, dijo,
Me he limitado a hacer lo que era mi deber, se justificó el buen samaritano, no
tiene que agradecerme nada, y añadió, Quiere que le ayude a sentarse, que le
haga compañía hasta que llegue su mujer. Tanto celo le pareció de repente
sospechoso al ciego, evidentemente, no iba a meter en casa a un desconocido
que, en definitiva, bien podría estar tramando en aquel mismo momento cómo iba
a reducirlo, atarlo y amordazarlo, a él, un pobre ciego indefenso, para luego
arramblar con todo lo que encontrara de valor. No es necesario, dijo, no se
moleste, ya me las arreglaré, y mientras hablaba, iba cerrando la puerta
lentamente, No es necesario, no es necesario.
Suspiró
aliviado al oír el ruido del ascensor bajando. Con un gesto maquinal, sin
recordar el estado en que se hallaba, abrió la mirilla de la puerta y observó
hacia el exterior. Al otro lado era como si hubiera un muro blanco. Sentía el
contacto del aro metálico en el arco superciliar, rozaba con las pestañas la
minúscula lente, pero no podía ver nada, la blancura insondable lo cubría todo.
Sabía que estaba en su casa, la reconocía por el olor, por la atmósfera, por el
silencio, distinguía los muebles y los objetos sólo con tocarlos, les pasaba
los dedos por encima, levemente, pero era como si todo estuviera diluyéndose en
una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni
sur, sin bajo ni alto. Como probablemente ha hecho todo el mundo, había jugado
en algunas ocasiones, en la adolescencia, al juego de Y si fuese ciego, y al
cabo de cinco minutos con los ojos cerrados había llegado a la conclusión de
que la ceguera, sin duda una terrible desgracia, podría ser relativamente
soportable si la víctima conservara un recuerdo suficiente, no sólo de los
colores, sino también de las formas y de los planos, de las superficies y de
los contornos, suponiendo, claro está, que aquella ceguera no fuese de
nacimiento. Había llegado incluso a pensar que la oscuridad en que los ciegos
vivían no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que
llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de
las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro. Ahora, al contrario, se
encontraba sumergido en una albura tan luminosa, tan total, que devoraba no
sólo los colores, sino las propias cosas y los seres, haciéndolos así
doblemente invisibles.
Al
moverse en dirección a la sala de estar, y pese a la prudente lentitud con que
avanzaba, deslizando la mano vacilante a lo largo de la pared, tiró al suelo un
jarrón de flores con el que no contaba. Lo había olvidado, o quizá lo hubiera
dejado allí la mujer cuando salió para el trabajo, con intención de colocarlo
luego en el sitio adecuado. Se inclinó para evaluar la magnitud del desastre.
El agua corría por el suelo encerado. Quiso recoger las flores, pero no pensó
en los vidrios rotos, una lasca larga, finísima, se le clavó en un dedo, y él
volvió a gemir de dolor, de abandono, como un chiquillo, ciego de blancura en
medio de una casa que, al caer la tarde, empezaba a cubrirse de oscuridad. Sin
dejar las flores, notando que por su mano corría la sangre, se inclinó para
sacar el pañuelo del bolsillo y envolver el dedo como pudiese. Luego,
palpando, tropezando, bordeando los muebles, pisando cautelosamente para no
trastabillar con las alfombras, llegó hasta el sofá donde él y su mujer veían
la televisión. Se sentó, dejó las flores en el regazo y, con mucho cuidado,
desenrolló el pañuelo. La sangre, pegajosa al tacto, le inquietó, pensó que
sería porque no podía verla, su sangre era ahora una viscosidad sin color,
algo en cierto modo ajeno a él y que, pese a todo, le pertenecía, pero como una
amenaza contra sí mismo. Despacio, palpando levemente con la mano buena, buscó
la fina esquirla de vidrio, aguda como una minúscula espada, y, haciendo pinza
con las uñas del pulgar y del índice, consiguió extraerla entera. Envolvió de
nuevo el dedo herido en el pañuelo, lo apretó para restañar la sangre, y,
rendido, agotado, se reclinó en el sofá. Un minuto después, por una de esas
extrañas dimisiones del cuerpo, que escoge, para renunciar, ciertos momentos de
angustia o de desesperación, cuando, si se gobernase exclusivamente por la
lógica, todo él debería estar en vela y tenso, le entró una especie de sopor,
más somnolencia que sueño auténtico, pero tan pesado como él. Inmediatamente
soñó que estaba jugando al juego de Y si fuese ciego, soñaba que cerraba y
abría los ojos muchas veces, y que, cada vez, como si estuviera regresando de
un viaje, lo estaban esperando, firmes e inalteradas, todas las formas y los
colores, el mundo tal como lo conocía. Por debajo de esta certidumbre tranquilizadora
percibía, no obstante, la agitación sorda de una duda, tal vez se tratase de un
sueño engañador, un sueño del que forzosamente despertaría más pronto o más
tarde, sin saber, en aquel momento, qué realidad le estaría aguardando.
Después, si tal palabra tiene algún sentido aplicada a una quiebra que sólo
duró unos instantes, y ya en el estado de media vigilia que va preparando el
despertar, pensó seriamente que no está bien mantenerse en una indecisión
semejante, me despierto, no me despierto, me despierto, no me despierto, siempre
llega un momento en que no hay más remedio que arriesgarse, Qué hago aquí, con
estas flores sobre las piernas y los ojos cerrados, que parece que tengo miedo
de abrirlos, Qué haces tú ahí, durmiendo, con esas flores sobre las piernas,
le preguntaba la mujer.
No
había esperado la respuesta. Ostentosamente empezó a recoger los restos del
jarrón y a secar el suelo, mientras rezongaba algo, con una irritación que no
intentaba siquiera disimular, Bien podrías haberlo hecho tú en vez de tumbarte
a la bartola, como si la cosa no fuera contigo. Él no dijo nada, protegía los
ojos tras los párpados apretados, súbitamente agitado por un pensamiento, Y si
abro los ojos y veo, se preguntaba, dominado todo él por una ansiosa
esperanza. La mujer se acercó, vio el pañuelo manchado de sangre, su irritación
cedió en un instante, Pobre, qué te ha pasado, preguntaba compadecida mientras
desataba el vendaje. Entonces él, con todas sus fuerzas, deseó ver a su mujer
arrodillada a sus pies, allí, como sabía que estaba, y después, ya seguro de
que no iba a verla, abrió los ojos, Vaya, has despertado al fin, dormilonazo,
dijo ella sonriendo. Se hizo un silencio, y él dijo, Estoy ciego, no te veo. La
mujer se enfadó, Déjate de bromas estúpidas, hay cosas con las que no se debe
bromear, Ojalá fuese una broma, la verdad es que estoy realmente ciego, no veo
nada, Por favor, no me asustes, mírame, estoy aquí, la luz está encendida, Sé
que estás ahí, te oigo, te toco, supongo que has encendido la luz, pero estoy
ciego. Ella rompió a llorar, se agarró a él, No es verdad, dime que no es
verdad. Las flores se habían deslizado hasta el suelo, sobre el pañuelo manchado,
la sangre volvía a gotear del dedo herido, y él, como si con otras palabras
quisiera decir Del mal el menos, murmuró, Lo veo todo blanco, y luego sonrió
tristemente. La mujer se sentó a su lado, lo abrazó mucho, lo besó con cuidado
en la frente, en la cara, suavemente en los ojos, Verás, eso pasará, no estabas
enfermo, nadie se queda ciego así, de un momento para otro, Tal vez, Cuéntame
cómo ocurrió todo, qué sentiste, cuándo, dónde, no, aún no, espera, lo primero
que hay que hacer es llamar al médico, a un oculista, conoces alguno, No, ni tú
ni yo llevamos gafas, Y si te llevase al hospital, Para ojos que no ven, seguro
que no hay servicios de urgencia, Tienes razón, lo mejor es que vayamos directamente
a un médico, voy a buscar uno en el listín, uno que tenga consulta por aquí. Se
levantó, y preguntó aún, Notas alguna diferencia, Ninguna, dijo él, Atención,
voy a apagar la luz, ya me dirás, ahora, Nada, Nada qué, Nada, sigo viendo todo
igual, blanco todo, para mí es como si no existiera la noche.
Él oía
a la mujer pasando rápidamente las hojas de la guía telefónica, sorbiéndose el
llanto, suspirando, diciendo al fin, Ése nos irá bien, ojalá nos pueda atender.
Marcó un número, preguntó si era el consultorio, si estaba el doctor, si podía
hablar con él, No, no, el doctor no me conoce, es un caso muy urgente, sí, por
favor, comprendo, entonces se lo diré a usted pero le ruego que avise
inmediatamente al doctor, es que mi marido se ha quedado ciego, de repente, sí,
sí, tal como se lo digo, de repente, no, no es enfermo del doctor, mi marido no
lleva gafas, nunca las llevó, sí, tenía una vista excelente, como yo, yo
también veo bien, ah, muchas gracias, esperaré, esperaré, sí, doctor, sí, de
repente, dice que lo ve todo blanco, no sé cómo fue, ni tiempo he tenido de
preguntárselo, acabo de llegar a casa y lo encuentro así, quiere que le
pregunte, ah, cuánto se lo agradezco, doctor, vamos inmediatamente,
inmediatamente. El ciego se levantó, Espera, dijo la mujer, déjame que te cure
primero ese dedo, desapareció por un momento, volvió con un frasco de agua
oxigenada, otro de mercurocromo, algodón y una caja de tiritas. Mientras le
curaba el dedo, le preguntó, Dónde has dejado el coche, y, súbitamente, Pero tú
así como estás no podías conducir, o ya estabas en casa cuando, No, fue en la
calle, cuando estaba parado en un semáforo, alguien me hizo el favor de
traerme, el coche se quedó ahí, en la calle de al lado, Bueno, entonces
bajaremos, me esperas en la puerta y yo voy a buscarlo, dónde has dejado las llaves,
No lo sé, él no me las devolvió, Él, quién, El hombre que me trajo a casa, fue
un hombre, Las habrá dejado por ahí, voy a ver, No vale la pena que las
busques, el hombre no entró, Pero las llaves han de estar en algún sitio,
Seguro que se olvidó de dármelas, las metió en su bolsillo y se las llevó, Lo
que faltaba, Coge las tuyas, luego veremos, Bien, vamos, dame la mano. El ciego
dijo, Si voy a quedarme así para siempre, me mato, Por favor, no digas
disparates, para desgracia basta ya con lo que nos ha ocurrido, Soy yo quien
está ciego, no tú, tú no puedes saber lo que es esto, El médico te curará, ya
verás, Ya veré.
Salieron. Abajo, en el portal, la mujer encendió la luz
y le dijo al oído, Espérame aquí, si aparece algún vecino háblale con
naturalidad, dile que me estás esperando, nadie que te vea pensará que estás
ciego, no tenemos por qué andar contándoselo a la gente, Sí, pero no tardes.
La mujer salió corriendo. Ningún vecino entró ni salió. Por experiencia, el
ciego sabía que la escalera sólo estaría iluminada cuando se oyera el mecanismo
del contador automático, por eso iba apretando el disparador cada vez que se
hacía el silencio. Para él la luz, esta luz, se había convertido en ruido. No
entendía por qué la mujer tardaba tanto, la calle estaba allí mismo, a unos
ochenta, cien metros, Si nos retrasamos mucho va a marcharse el médico, pensó.
No pudo evitar un gesto maquinal, levantar la muñeca izquierda y bajar los
ojos para ver la hora. Apretó los labios como si lo traspasara un súbito dolor,
y agradeció a la suerte que no hubiera aparecido en aquel momento un vecino,
pues allí mismo, a la primera palabra que le dirigiese, se habría deshecho en
lágrimas. Un coche se paró en la calle, Al fin, pensó, pero, de inmediato, le
pareció raro el ruido del motor, Eso es diesel, es un taxi, dijo, y apretó una
vez más el botón de la luz. La mujer acababa de entrar, nerviosa, Tu santo
protector, esa alma de Dios, se ha llevado el coche, No puede ser, seguro que
no miraste bien, Claro que miré bien, yo no estoy ciega, las últimas palabras
le salieron sin querer, Me habías dicho que el coche estaba en la calle de al
lado, corrigió, y no está, o quizá lo dejó en otra calle, No, no, fue en ésa,
estoy seguro, Pues entonces, ha desaparecido, O sea que las llaves, Aprovechó
tu desorientación, la aflicción en que estabas, y nos lo robó, Y yo que no lo
dejé que entrara en casa, por miedo, si se hubiera quedado haciéndome compañía
hasta que llegases tú, no nos habría robado el coche, Vamos, está esperando el
taxi, te juro que daría un año de vida por ver ciego también a ese miserable,
No grites tanto, Y que le robaran todo lo que tenga, A lo mejor aparece,
Seguro, mañana llama a la puerta y nos dice que fue una distracción, nos pedirá
disculpas, y preguntará si te encuentras mejor.
Se
quedaron en silencio hasta llegar al consultorio del médico. Ella intentaba
apartar del pensamiento el robo del coche, apretaba cariñosamente las manos del
marido entre las suyas, mientras él, con la cabeza baja para que el taxista no
pudiera verle los ojos por el retrovisor, no dejaba de preguntarse cómo era
posible que aquella desgracia le ocurriera precisamente a él, Por qué a mí. A
los oídos le llegaba el rumor del tráfico, una u otra voz más alta cuando se
detenía el taxi, también ocurre a veces, estamos dormidos, y los ruidos
exteriores van traspasando el velo de la inconsciencia en que aún estamos
envueltos, como en una sábana blanca. Como una sábana blanca. Movió la cabeza
suspirando, la mujer le tocó levemente la cara, era como si le dijese,
Tranquilo, estoy aquí, y él dejó que su cabeza cayera sobre el hombro de ella,
no le importó lo que pudiera pensar el taxista, Si tú estuvieras como yo, no
podrías conducir, dedujo infantilmente, y, sin reparar en lo absurdo del enunciado,
se congratuló por haber sido capaz, en medio de su desesperación, de formular
un razonamiento lógico. Al salir del taxi, discretamente ayudado por la mujer,
parecía tranquilo, pero, a la entrada del consultorio, donde iba a conocer su
suerte, le preguntó en un murmullo estremecido, Cómo estaré cuando salga de
aquí, y movió la cabeza como quien ya nada espera.
La
mujer explicó a la recepcionista que era la persona que había llamado hacía
media hora por la ceguera del marido, y ella los hizo pasar a una salita donde
esperaban otros enfermos. Estaban un viejo con una venda negra cubriéndole un
ojo, un niño que parecía estrábico y que iba acompañado por una mujer que
debía de ser la madre, una joven de gafas oscuras, otras dos personas sin
particulares señales a la vista, pero ningún ciego, los ciegos no van al
oftalmólogo. La mujer condujo al marido hasta una silla libre y, como no
quedaba otro asiento, se quedó de pie a su lado, Vamos a tener que esperar, le
murmuró al oído. Él se había dado cuenta ya, porque había oído hablar a los
que aguardaban, ahora lo atormentaba una preocupación diferente, pensaba que
cuanto más tardase el médico en examinarlo, más profunda se iría haciendo su ceguera,
y por lo tanto incurable, sin remedio. Se removió en la silla, inquieto, iba a
comunicar sus temores a la mujer, pero en aquel momento se abrió la puerta y la
enfermera dijo, Pasen ustedes, por favor, y, dirigiéndose a los otros, Es
orden del doctor, es un caso urgente. La madre del chico estrábico protestó, el
derecho es el derecho, ellos estaban primero y llevaban más de una hora
esperando. Los otros enfermos la apoyaron en voz baja, pero ninguno, ni ella
misma, encontraron prudente seguir insistiendo en su reclamación, no fuera a
enfadarse el médico y les hiciera pagar luego la impertinencia haciéndolos
esperar aún más, que casos así se han visto. El viejo del ojo vendado fue
magnánimo, Déjenlo, pobre hombre, que está bastante peor que cualquiera de
nosotros. El ciego no lo oyó, estaban entrando ya en el despacho del médico, y
la mujer decía, Gracias, doctor, es que mi marido, y se quedó cortada, en
realidad no sabía lo que había ocurrido realmente, sabía sólo que su marido
estaba ciego y que les habían robado el coche. El médico dijo, Siéntense, por
favor, y él personalmente ayudó al enfermo a acomodarse, y luego, tocándole
la mano, le habló directamente, A ver, cuénteme lo que le ha pasado. El ciego
explicó que estaba en el coche, esperando que el semáforo se pusiera en verde,
y que de pronto se había quedado sin ver, que había acudido gente a ayudarle,
que una mujer mayor, por la voz debía de serlo, dijo que aquello podían ser
nervios, y que después lo acompañó un hombre hasta casa, porque él solo no
podía valerse, Lo veo todo blanco, doctor. No habló del robo del coche.
El
médico le preguntó, Nunca le había ocurrido nada así, quiero decir, lo de
ahora, o algo parecido, Nunca, doctor, ni siquiera llevo gafas, Y dice que fue
de repente, Sí, doctor, Como una luz que se apaga, Más bien como una luz que se
enciende, Había notado diferencias en la vista estos días pasados, No, doctor,
Y hubo algún caso de ceguera en su familia, No, doctor, en los parientes que
he conocido o de los que oí hablar, nadie, Sufre diabetes, No, doctor, Y
sífilis, No, doctor, Hipertensión arterial o intracraneana, Intracraneana, no
sé, de la otra sé que no, en la empresa nos hacen reconocimientos, Se dio algún
golpe fuerte en la cabeza, hoy o ayer, No, doctor, Cuántos años tiene, Treinta
y ocho, Bueno, vamos a ver esos ojos. El ciego los abrió mucho, como para
facilitar el examen, pero el médico lo cogió por el brazo y lo colocó detrás
de un aparato que alguien con imaginación tomaría por un nuevo modelo de
confesionario en el que los ojos hubieran sustituido a las palabras, con el
confesor mirando directamente el interior del alma del pecador. Apoye la barbilla
aquí, recomendó, y mantenga los ojos bien abiertos, no se mueva. La mujer se
acercó al marido, le puso la mano en el hombro, dijo, Verás cómo todo se arregla.
El médico subió y bajó el sistema binocular de su lado, hizo girar tornillos de
paso finísimo, y empezó el examen. No encontró nada en la córnea, nada en la
esclerótica, nada en el iris, nada en la retina, nada en el cristalino, nada en
el nervio óptico, nada en ninguna parte. Se apartó del aparato, se frotó los
ojos, luego volvió a iniciar el examen desde el principio, sin hablar, y
cuando terminó, de nuevo mostraba en su rostro una expresión perpleja, No le
encuentro ninguna lesión, tiene los ojos perfectos. La mujer juntó las manos
en un gesto de alegría, y exclamó, Ya te lo dije, ya te dije que todo se iba a
resolver. Sin hacerle caso, el ciego preguntó, Puedo sacar la barbilla de
aquí, doctor, Claro que sí, perdone, Si, como dice, mis ojos están perfectos, por
qué estoy ciego, Por ahora no sé decírselo, vamos a tener que hacer exámenes
más minuciosos, análisis, ecografía, encefalograma, Cree que esto tiene algo
que ver con el cerebro, Es una posibilidad, pero no lo creo, Sin embargo,
doctor, dice usted que en mis ojos no encuentra nada malo, Así es, no veo nada,
No entiendo, Lo que quiero decir es que si usted está de hecho ciego, su
ceguera, en este momento, resulta inexplicable, Duda acaso de que yo esté
ciego, No, hombre, no, el problema es la rareza del caso, personalmente, en
toda mi vida de médico, nunca vi un caso igual, y me atrevería incluso a decir
que no se ha visto en toda la historia de la oftalmología, Y cree usted que
tengo cura, En principio, dado que no encuentro lesión alguna ni malformaciones
congénitas, mi respuesta tendría que ser afirmativa, Pero, por lo visto, no lo
es, Sólo por prudencia, sólo porque no quiero darle esperanzas que podrían
luego resultar carentes de fundamento, Comprendo, Es así, Y tengo que seguir algún
tratamiento, tomar alguna medicina, Por ahora no voy a recetarle nada, sería
recetar a ciegas, Ésa es una observación apropiada, observó el ciego. El médico
hizo como si no hubiera oído, se apartó del taburete giratorio en el que se
había sentado para efectuar la observación y, de pie, escribió en una hoja de
receta los exámenes y análisis que consideraba necesarios. Le entregó el papel
a la mujer, Aquí tiene, señora, vuelva con su marido cuando tengan los
resultados, y si mientras tanto hay algún cambio, llámeme, La consulta, doctor,
Páguenla a la salida, a la enfermera. Los acompañó hasta la puerta, musitó
una frase dándoles confianza, algo como Vamos a ver, vamos a ver, es necesario
no desesperar, y, cuando se encontró de nuevo solo, entró en el pequeño cuarto
de baño anejo y se quedó mirándose al espejo durante un minuto largo, Qué será
eso, murmuró. Luego volvió a la sala de consulta, llamó a la enfermera, Que
entre el siguiente.
Aquella
noche, el ciego soñó que estaba ciego. Al ofrecerse para ayudar al ciego, el hombre
que luego robó el coche no tenía, en aquel preciso momento, ninguna intención
malévola, muy al contrario, lo que hizo no fue más que obedecer a aquellos
sentimientos de generosidad y de altruismo que son, como todo el mundo sabe,
dos de las mejores características del género humano, que pueden hallarse,
incluso, en delincuentes más empedernidos que éste, un simple ladronzuelo de
automóviles sin esperanza de ascenso en su carrera, explotado por los
verdaderos amos del negocio, que son los que se aprovechan de las necesidades
de quien es pobre. A fin de cuentas, no es tan grande la diferencia entre
ayudar a un ciego para robarle luego y cuidar a un viejo caduco y baboso con el
ojo puesto en la herencia. Sólo cuando estaba cerca de la casa del ciego se le
ocurrió la idea con toda naturalidad, exactamente, podríamos decir, como si
hubiera decidido comprar un billete de lotería por encontrarse al vendedor, no
tuvo ningún presentimiento, compró el billete para ver qué pasaba, conforme de
antemano con lo que la voluble fortuna le trajese, algo o nada, otros dirían
que actuó según un reflejo condicionado de su personalidad. Los escépticos
sobre la naturaleza humana, que son muchos y obstinados, vienen sosteniendo
que, si bien es cierto que la ocasión no siempre hace al ladrón, también es
cierto que ayuda mucho. En cuanto a nosotros, nos permitiremos pensar que si el
ciego hubiera aceptado el segundo ofrecimiento del, en definitiva, falso
samaritano, en aquel último instante en que la bondad podría haber prevalecido
aún, nos referimos al ofrecimiento de quedarse haciéndole compañía hasta que
llegase la mujer, quién sabe si el efecto de la responsabilidad moral
resultante de la confianza así otorgada no habría inhibido la tentación
delictiva y hubiera facilitado que aflorase lo que de luminoso y noble podrá
siempre encontrarse hasta en las almas endurecidas por la maldad. Concluyendo
de manera plebeya, como no se cansa de enseñarnos el proverbio antiguo, el
ciego, creyendo que se santiguaba, se rompió la nariz.
La
conciencia moral, a la que tantos insensatos han ofendido y de la que muchos
más han renegado, es cosa que existe y existió siempre, no ha sido un invento
de los filósofos del Cuaternario, cuando el alma apenas era un proyecto
confuso. Con la marcha de los tiempos, más las actividades derivadas de la
convivencia y los intercambios genéticos, acabamos metiendo la conciencia en el
color de la sangre y en la sal de las lágrimas, y, como si tanto fuera aún
poco, hicimos de los ojos una especie de espejos vueltos hacia dentro, con el
resultado, muchas veces, de que acaban mostrando sin reserva lo que estábamos
tratando de negar con la boca. A esto, que es general, se añade la
circunstancia particular de que, en espíritus simples, el remordimiento causado
por el mal cometido se confunde frecuentemente con miedos ancestrales de todo
tipo, de lo que resulta que el castigo del prevaricador acaba siendo, sin palo
ni piedra, dos veces el merecido. No será posible, pues, en este caso,
deslindar qué parte de los miedos y qué parte de la conciencia abatida empezaron
a conturbar al ladrón en cuanto puso el coche en marcha. Sin duda, no podría
resultar tranquilizador ir sentado en el lugar de alguien que sostenía con las
manos este mismo volante en el momento en que se quedó ciego, que miró a través
de este parabrisas en el momento en que, de repente, sus ojos dejaron de ver,
no es preciso estar dotado de mucha imaginación para que tales pensamientos
despierten la inmunda y rastrera bestia del pavor, ahí está, alzando ya la
cabeza. Pero era también el remordimiento, expresión agravada de una
conciencia, como antes dijimos, o, si queremos describirlo en términos
sugestivos, una conciencia con dientes para morder, quien ponía ante él la
imagen desamparada del ciego cerrando la puerta, No es necesario, no es
necesario, había dicho el pobre hombre, y desde aquel momento en adelante no
podría dar un paso sin ayuda.
El
ladrón redobló la atención sobre el tráfico para impedir que pensamientos tan
atemorizadores ocuparan por entero su espíritu, sabía bien que no debía
permitirse el menor error, la mínima distracción. La policía andaba por allí,
bastaba que algún guardia lo mandara parar, A ver, la documentación del coche,
el carné, y otra vez a la cárcel, la dureza de la vida. Ponía el mayor cuidado
en obedecer los semáforos, nunca pasarse el rojo, respetar el amarillo, esperar
con paciencia hasta que aparezca el verde. A cierta altura se dio cuenta de
que estaba empezando a mirar las luces de forma obsesiva. Pasó entonces a
regular la velocidad de manera que pudiera coger la onda verde, aunque a veces,
para conseguirlo, tuviera que aumentar la velocidad, o, al contrario, reducirla
hasta el punto de provocar la irritación de los conductores que venían detrás.
Al fin, desorientado, tenso a más no poder, acabó por dirigir el coche hacia
una calle transversal secundaria en la que no había semáforos, y lo estacionó
casi sin mirar, que buen conductor sí era. Estaba al borde de un ataque de
nervios, con estas palabras exactas lo pensó, A ver si ahora me da algo.
Jadeaba dentro del coche. Bajó las ventanillas de los dos lados, pero el aire
de fuera, aunque se movía, no refrescó la atmósfera interior. Qué hago, se
preguntó. El barracón al que debería llevar el coche quedaba lejos, a las
afueras de la ciudad, y con aquellos nervios no iba a llegar nunca, Me atrapa
un guardia, o tengo un accidente, que todavía sería peor, murmuró. Pensó
entonces que lo mejor sería salir un rato del coche, dar una vuelta, airear
las ideas, A ver si me quito las telarañas de la cabeza, por el hecho de que el
tipo aquel se quedara ciego no me va a pasar lo mismo a mí, esto no es una
gripe que se pegue, doy una vuelta a la manzana y se me pasa. Salió, no valía
la pena cerrar el coche, estaría de vuelta en un momento, y se alejó. Aún no
había andado treinta pasos cuando se quedó ciego.
En
el consultorio el último cliente atendido fue el viejo bondadoso, el que había
dicho palabras tan llenas de piedad por aquel pobre hombre que se había quedado
ciego de repente. Iba sólo para que le dieran la fecha de la operación de
catarata en el único ojo que le quedaba, que la venda tapaba una ausencia y no
tenía nada que ver con el caso de ahora. Son cosas que vienen con la edad, le
había dicho el médico tiempo atrás, cuando la catarata esté madura la quitamos,
luego no va a reconocer el mundo en que vivió, ya verá. Cuando salió el viejo
de la venda negra, y la enfermera dijo que no había más pacientes en la sala de
espera, el médico cogió la ficha del hombre que se había quedado ciego
súbitamente, la leyó una, dos veces, pensó durante unos minutos, y luego fue al
teléfono y llamó a un colega, con quien sostuvo la siguiente conversación,
Oye, mira, he tenido hoy un caso extrañísimo, un hombre que perdió la vista de
repente, el examen no ha mostrado nada, ninguna lesión perceptible, ni
indicios de malformación de nacimiento, dice que lo ve todo blanco, con una
especie de blancura lechosa, espesa, que se le agarra a los ojos, estoy
intentando expresar del mejor modo posible la descripción que me hizo, sí,
claro que es subjetivo, no, el hombre es joven, treinta y ocho años, tienes
noticia de algún caso semejante, has leído, oíste hablar de algo así, ya lo
pensaba yo, por ahora no le veo solución, para ganar tiempo le mandé que se
hiciera unos análisis, sí, podemos verlo juntos uno de estos días, después de
cenar voy a echar un vistazo a los libros, revisar bibliografía, a ver si se me
ocurre algo, sí, ya sé, la agnosis, la ceguera psíquica, podría ser, pero se
trataría entonces del primer caso de estas características, porque de lo que
no hay duda es de que el hombre está ciego, la agnosis, lo sabemos, es la incapacidad
de reconocer lo que se ve, también he pensado en eso, o en que se tratase de
una amaurosis, pero recuerda lo que te he dicho, es una ceguera blanca, precisamente
lo contrario de la amaurosis, que es tiniebla total, a no ser que exista una
amaurosis blanca, una tiniebla blanca, por así decirlo, sí, ya sé, algo que no
se ha visto nunca, de acuerdo, mañana le llamo, le digo que queremos examinarlo
los dos. Terminada la conversación, el médico se recostó en el sillón, se
quedó así unos minutos, luego se levantó, se quitó la bata con movimientos
fatigados, lentos. Fue al baño para lavarse las manos, pero esta vez no le
preguntó al espejo, metafísicamente, Qué será eso, había recuperado el
espíritu científico, el hecho de que la agnosis y la amaurosis se encontraran
identificadas y definidas con precisión en los libros y en la práctica no significaba
que no surgieran variedades, mutaciones, si es adecuada la palabra, y ahora
parecían haber llegado. Hay mil razones para que el cerebro se cierre, sólo
esto, y nada más, como una visita tardía que encontrara clausurados sus propios
umbrales. El oftalmólogo tenía gustos literarios y encontraba citas oportunas.
Por
la noche, después de cenar, le dijo a la mujer, Vino a la consulta un hombre
con un caso extraño, podría tratarse de una variante de ceguera psíquica o de
amaurosis, pero no consta que tal cosa se haya comprobado alguna vez, Qué
enfermedades son ésas, lo de la amaurosis y lo otro, preguntó la mujer. El
médico dio unas explicaciones accesibles a un entendimiento normal y,
satisfecha la curiosidad, fue al estante, a buscar en los libros de la
especialidad, unos antiguos, de los años de Facultad, otros más modernos,
algunos de publicación reciente que aún no había tenido tiempo de estudiar.
Consultó los índices metódicamente, leyó todo lo que encontraba allí sobre la
agnosis y la amaurosis, con la impresión incómoda de sentirse intruso en un
terreno que no era el suyo, el misterioso campo de la neurocirugía, sobre el
que sólo tenía escasas luces. Avanzada la noche, apartó los libros que había
estado consultando, se frotó los ojos fatigados y se reclinó en el sillón. En
aquel momento, la alternativa se le presentaba con toda claridad. Si el caso
era agnosis, el paciente estaría viendo ahora lo que siempre había visto, es
decir, no habría sobrevenido disminución alguna de agudeza visual, simplemente
ocurría que el cerebro se habría vuelto incapaz de reconocer una silla donde
hubiera una silla, seguiría, pues, reaccionando correctamente a los estímulos
luminosos a través del nervio óptico, pero, para decirlo en lenguaje común, al
alcance de gente poco informada, habría perdido la capacidad de saber que
sabía, y, más aún, de decirlo. En cuanto a la amaurosis, no cabía la menor duda.
Para que lo fuese efectivamente, el paciente tendría que verlo todo negro,
salvando, desde luego, el uso de tal verbo, ver, cuando de tinieblas absolutas
se trata. El ciego había afirmado categóricamente que veía, salvado sea también
el verbo, un color blanco uniforme, denso, como si, con los ojos abiertos, se
encontrara sumergido en un mar lechoso. Una amaurosis blanca, aparte de ser
etimológicamente una contradicción, sería también una imposibilidad
neurológica, visto que el cerebro, que no podría entonces percibir las
imágenes, las formas y los colores de la realidad, tampoco podría, por decirlo
así, cubrir de blanco, de un blanco continuo, como pintura blanca sin
tonalidades, los colores, las formas y las imágenes que la misma realidad
presentase a una visión normal, por problemático que resulte hablar, con efectiva
propiedad, de visión normal. Con la conciencia clarísima de encontrarse metido
en un callejón aparentemente sin salida, el médico movió la cabeza desalentado
y miró a su alrededor. Su mujer se había retirado ya, recordaba vagamente que
se le había acercado un momento y que le había besado en el pelo, Me voy a
acostar, debió de decir, la casa estaba ahora silenciosa, sobre la mesa se
veían los libros dispersos, Qué será esto, pensó, y de pronto sintió miedo,
como si también él fuera a quedarse ciego en el instante siguiente y lo
supiera ya. Contuvo la respiración y esperó. No ocurrió nada. Ocurrió un
momento después, cuando juntaba los libros para ordenarlos en la estantería.
Primero se dio cuenta de que había dejado de verse las manos, después supo que
estaba ciego.
El
mal de la muchacha de las gafas oscuras no era grave, tenía sólo una
conjuntivitis de lo más sencilla, que el remedio que le había recetado el
médico iba a resolver en poco tiempo. Ya sabe, durante estos días sólo se tiene
que quitar las gafas para dormir, le había dicho. La broma era antigua, seguro
que había pasado de generación en generación de oftalmólogos, pero el efecto se
repetía siempre, el médico sonreía al decirlo, sonreía el paciente al oírlo, y
en este caso valía la pena, pues la muchacha tenía bonitos dientes, y sabía cómo
mostrarlos. Por natural misantropía o por excesivas decepciones en la vida,
cualquier escéptico común, conocedor de los pormenores de la vida de esta
mujer, insinuaría que la belleza de la sonrisa no pasaba de ser artimaña del
oficio, pero sería una afirmación malvada y gratuita, porque aquella sonrisa ya
era así en los tiempos, no tan distantes, en los que aquella mujer era una
chiquilla, palabra en desuso, cuando el futuro era una carta cerrada y aún
estaba por nacer la curiosidad de abrirla. Simplificando, pues, se podría
incluir a esta mujer en la categoría de las llamadas prostitutas, pero la
complejidad del entramado de relaciones sociales, tanto diurnas como nocturnas,
tanto verticales como horizontales, de la época aquí descrita, aconseja moderar
cualquier tendencia a los juicios perentorios, definitivos, manía de la que,
por exagerada suficiencia, nunca conseguiremos librarnos. Aunque sea evidente
lo mucho que de nube hay en Juno, no es lícito obstinarse en confundir con una
diosa griega lo que no pasa de ser una vulgar masa de gotas de agua flotando en
la atmósfera. Sin duda, esta mujer va a la cama a cambio de dinero, lo que
permitiría, probablemente, y sin más
consideraciones, clasificarla como
prostituta, pero, siendo cierto que sólo va cuando quiere y con quien ella
quiere, no es desdeñable la probabilidad de que tal diferencia de derecho deba
determinar cautelarmente su exclusión del gremio, entendido como un todo. Ella
tiene, como la gente normal, una profesión, y, también, como la gente normal,
aprovecha las horas que le quedan libres para dar algunas alegrías al cuerpo y
suficientes satisfacciones a sus necesidades, tanto a las particulares como a
las generales. Si no se pretende reducirla a una definición primaria, lo que en
definitiva debería decirse de ella, en sentido lato, es que vive como le
apetece y, además, saca de ello todo el placer que puede.
Se
había hecho de noche cuando salió del consultorio. No se quitó las gafas, la
iluminación de las calles le molestaba, especialmente la de los anuncios. Entró
en una farmacia a comprar el colirio que el médico le había recetado, decidió
no darse por aludida cuando el dependiente dijo que es injusto que ciertos
ojos anden cubiertos por cristales oscuros, observación que, aparte de
impertinente en sí misma, y además expresada por un mancebo de botica,
imaginen, venía a contrariar su convicción de que las gafas oscuras le daban un
aire embriagador y misterioso capaz de provocar el interés de los hombres que
pasaban, y, eventualmente, corresponderles, de no darse hoy la circunstancia de
que alguien la está esperando, una cita que promete mucho, tanto en lo
referente a satisfacciones materiales como a satisfacciones de otro tipo. El
hombre con quien iba a verse era un conocido, no le importó que ella le dijera
que no podría quitarse las gafas oscuras, aunque el médico no le había dado
aún orden al respecto, el caso es que al hombre hasta le hizo gracia, era una
novedad. A la salida de la farmacia, la muchacha llamó un taxi, dio el nombre
de un hotel. Recostada en el asiento, prelibaba ya, si se acepta el término,
las distintas y múltiples sensaciones del goce sensual, desde el primer y
sabio roce de labios, desde la primera caricia íntima, hasta las sucesivas
explosiones de un orgasmo que la dejaría agotada y feliz, como si la
estuvieran crucificando, dicho sea con perdón, en una girándula ofuscadora y
vertiginosa. Tenemos, pues, razones para concluir que la chica de las gafas
oscuras, si la pareja supo cumplir cabalmente, en tiempo y técnica, con su
obligación, paga siempre por adelantado y el doble de lo que luego cobra. En medio
de estos pensamientos, sin duda porque había pagado hacía un momento una
consulta, se preguntó si no sería conveniente subir, a partir de hoy mismo, su
tarifa, lo que, con risueño optimismo, solía llamar su justo nivel de
compensación.
Mandó
parar el taxi una manzana antes, se mezcló con la gente que iba en la misma
dirección, como dejándose llevar por ella, anónima y sin ninguna culpa notoria.
Entró en el hotel con aire natural, cruzó el vestíbulo hacia el bar. Llegaba
con unos minutos de adelanto, y tendría que esperar, pues la hora de la cita
había sido fijada con precisión. Pidió un refresco y lo tomó sosegadamente,
sin posar los ojos en nadie, no quería que la confundieran con una vulgar
cazadora de hombres. Un poco más tarde, como una turista que sube al cuarto a
descansar después de haber pasado la tarde por los museos, se dirigió al
ascensor. La virtud, habrá aún quien lo ignore, siempre encuentra escollos en
el durísimo camino de la perfección, pero el pecado y el vicio se ven tan
favorecidos por la fortuna que todo fue llegar y se abrieron ante ella las
puertas del ascensor. Salieron dos huéspedes, un matrimonio de edad avanzada,
ella entró y apretó el botón del tercero, trescientos doce era el número que
la esperaba, es aquí, llamó discretamente a la puerta, diez minutos después
estaba ya desnuda, a los quince gemía, a los dieciocho susurraba palabras de
amor que ya no tenía necesidad de fingir, a los veinte empezaba a perder la
cabeza, a los veintiuno sintió que su cuerpo se desquiciaba de placer, a los
veintidós gritó, Ahora, ahora, y cuando recuperó la conciencia, dijo, agotada y
feliz, Aún lo veo todo blanco.
Al
ladrón del coche lo llevó un policía a casa. No podía el circunspecto y
compasivo agente de la autoridad imaginar que llevaba a un empedernido delincuente
cogido por el brazo, y no para impedir que se escapara, como habría ocurrido en
otra ocasión, sino, simplemente, para que el pobre hombre no tropezara y se
cayera. En compensación, nos es muy fácil imaginar el susto de la mujer del
ladrón cuando, al abrir la puerta, se encontró ante ella con un policía de
uniforme que traía sujeto, o así le pareció, a un decaído prisionero, a quien,
a juzgar por la tristeza de la cara, debía de haberle ocurrido algo peor que la
detención. Por un instante, pensó la mujer que habrían atrapado a su hombre en
flagrante delito y que el policía estaba allí para registrar la casa, idea
ésta, por otra parte, y por paradójico que parezca, bastante tranquilizadora,
considerando que el marido sólo robaba coches, objetos que, por su tamaño, no
se pueden ocultar bajo la cama. No duró mucho la duda, pues el policía dijo,
Este señor está ciego, encárguese de él, y la mujer, que debería sentirse
aliviada porque el agente venía al fin sólo de acompañante, percibió la
dimensión de la fatalidad que le entraba por la puerta cuando un marido deshecho
en lágrimas cayó en sus brazos diciendo lo que ya sabemos.
La
chica de las gafas oscuras también fue conducida a casa de sus padres por un
policía, pero lo picante de las circunstancias en que la ceguera se manifestó,
una mujer desnuda, gritando en un hotel, alborotando a los clientes, mientras
el hombre que estaba con ella intentaba escabullirse embutiéndose
trabajosamente los pantalones, moderaba, en cierto modo, el dramatismo obvio de
la situación. La ciega, corrida de vergüenza, sentimiento en todo compatible,
por mucho que rezonguen los prudentes fingidos y los falsos virtuosos, con los
mercenarios ejercicios amatorios a que se dedicaba, tras los gritos lacerantes
que dio al comprender que la pérdida de visión no era una nueva e imprevista
consecuencia del placer, apenas se atrevía a llorar y lamentarse cuando, con
malos modos, vestida a toda prisa, casi a empujones, la llevaron fuera del
hotel. El policía, en tono que sería sarcástico si no fuera simplemente grosero,
quiso saber, después de haberle preguntado dónde vivía, si tenía dinero para el
taxi, En estos casos, el Estado no paga, advirtió, procedimiento al que,
anotémoslo al margen, no se le puede negar cierta lógica, dado que esas
personas pertenecen al número de las que no pagan impuestos sobre el
rendimiento de sus inmorales réditos. Ella afirmó con la cabeza, pero, estando
ciega como estaba, pensó que quizá el policía no había visto su gesto y
murmuró, Sí, tengo, y para sí, añadió, Y ojalá no lo tuviera, palabras que nos
parecerán fuera de lugar, pero que, si atendemos a las circunvoluciones del espíritu
humano, donde no existen caminos cortos y rectos, acaban, esas palabras, por
resultar absolutamente claras, lo que quiso decir es que había sido castigada
por su mal comportamiento, por su inmoralidad, en una palabra. Le dijo a su
madre que no iría a cenar, y ahora resulta que iba a llegar muy a tiempo, antes
incluso que el padre.
Diferente
fue lo que pasó con el oculista, no sólo porque estaba en casa cuando le atacó
la ceguera, sino porque, siendo médico, no iba a entregarse sin más a la desesperación,
como hacen aquellos que de su cuerpo sólo saben cuando les duele. Hasta en una
situación como ésta, angustiado, teniendo por delante una noche de ansiedad,
fue aún capaz de recordar lo que Homero escribió en la Ilíada, poema de
la muerte y el sufrimiento sobre cualquier otro, Un médico, sólo por sí, vale
por varios hombres, palabras que no vamos a entender como directamente
cuantitativas sino cualitativamente, como comprobaremos enseguida. Tuvo el
valor de acostarse sin despertar a la mujer, ni siquiera cuando ella,
murmurando medio dormida, se movió en la cama para sentirlo más próximo. Horas
y horas despierto, lo poco que consiguió dormir fue por puro agotamiento. Deseaba
que no terminara la noche para no tener que anunciar, él, cuyo oficio era
curar los males de los ojos ajenos, Estoy ciego, pero al mismo tiempo quería
que llegase rápidamente la luz del día, con estas exactas palabras lo pensó, La
luz del día, sabiendo que no iba a verla. Realmente, un oftalmólogo ciego no
serviría para mucho, pero tenía que informar a las autoridades sanitarias,
avisar de lo que podría estar convirtiéndose en una catástrofe nacional, nada
más y nada menos que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el
aspecto de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa
existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso o
degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a verle al
consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una miopía leve, un leve
astigmatismo, todo tan ligero que de momento había decidido no usar lentes correctoras.
Ojos que habían dejado de ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se
encontraban en perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen
o adquirida. Recordó el examen minucioso que había hecho al ciego, y cómo las
diversas partes del ojo accesibles al oftalmoscopio se presentaban sanas, sin
señal de alteraciones mórbidas, situación muy rara a los treinta y ocho años
que el hombre había dicho tener, y hasta en gente, de menos edad. Aquel hombre
no debía de estar ciego, pensó, olvidando por unos instantes que también él lo
estaba, hasta este punto puede llegar la abnegación, y esto no es cosa de
ahora, recordemos lo que dijo Homero, aunque con palabras que parecen
diferentes.
Cuando la mujer se levantó, se fingió dormido. Sintió
el beso que ella le dio en la frente, muy suave, como si no quisiera
despertarlo de lo que creía un sueño profundo, quizá había pensado, Pobrecillo,
se acostó tarde, estudiando aquel extraordinario caso del infeliz hombre ciego.
Solo, como si se fuera apoderando de él lentamente una nube espesa que le
cargase sobre el pecho y le entrase por las narices cegándolo por dentro, el
médico dejó brotar un gemido breve, permitió que dos lágrimas, Serán blancas,
pensó, le inundaran los ojos y se derramaran por las mejillas, a un lado y a
otro de la cara, ahora comprendía el miedo de sus pacientes cuando le decían,
Doctor, me parece que estoy perdiendo la vista. Llegaban hasta el dormitorio
los pequeños ruidos domésticos, no tardaría la mujer en acercarse a ver si
seguía durmiendo, era ya casi la hora de salir para el hospital. Se levantó con
cuidado, a tientas buscó y se puso el batín, entró en el cuarto de baño, orinó.
Luego se volvió hacia donde sabía que estaba el espejo, esta vez no preguntó
Qué será esto, no dijo Hay mil razones para que el cerebro humano se cierre,
sólo extendió las manos hasta tocar el vidrio, sabía que su imagen estaba
allí, mirándolo, la imagen lo veía a él, él no veía la imagen. Oyó que la mujer
entraba en el cuarto, Ah, estás ya levantado, dijo, y él respondió, Sí. Luego
la sintió a su lado, Buenos días, amor, se saludaban aún con palabras de cariño
después de tantos años de casados, y entonces él dijo, como si los dos
estuvieran representando un papel y ésta fuera la señal para que iniciara su
frase, Creo que no van a ser muy buenos, tengo algo en la vista. Ella sólo
prestó atención a la última parte de la frase, Déjame ver, pidió, le examinó los
ojos con atención, No veo nada, la frase estaba evidentemente cambiada, no
correspondía al papel de la mujer, era él quien tenía que pronunciarla, pero la
dijo sencillamente, así, No veo, y añadió, Supongo que el enfermo de ayer me
ha contagiado su mal.
Con el tiempo y la intimidad, las mujeres de los
médicos acaban también por entender algo de medicina, y ésta, tan próxima en
todo a su marido, había aprendido lo bastante para saber que la ceguera no se
pega sólo porque un ciego mire a alguien que no lo es, la ceguera es una
cuestión privada entre la persona y los ojos con que nació. En todo caso, un
médico tiene la obligación de saber lo que dice, para eso ha ido a la Facultad,
y si éste, aparte de haberse declarado ciego, admite la posibilidad de que le
hayan contagiado, quién es la mujer para dudarlo, por mucho de médico que sea.
Se comprende, pues, que la pobre señora, ante la evidencia indiscutible,
acabara por reaccionar como cualquier esposa vulgar, dos conocemos ya,
abrazándose al marido, ofreciendo las naturales muestras de dolor, Y ahora,
qué vamos a hacer, preguntaba entre lágrimas, Tenemos que avisar a las
autoridades sanitarias, al ministerio, es lo más urgente, si se trata realmente
de una epidemia hay que tomar providencias, Pero una epidemia de ceguera es algo
que nunca se ha visto, alegó la mujer queriendo agarrarse a esta última
esperanza, Tampoco se ha visto nunca un ciego sin motivos aparentes para serlo,
y en este momento hay, al menos, dos. Apenas había acabado de pronunciar la
última palabra cuando se le transformó el rostro. Empujó a la mujer casi con
violencia, él mismo retrocedió, Apártate, no te acerques a mí, puedo contagiarte,
y luego, golpeándose la cabeza con los puños cerrados, Estúpido, estúpido,
médico idiota, cómo no lo pensé, una noche entera juntos, tendría que haberme
quedado en el despacho, con la puerta cerrada, e incluso así, Por favor, no
hables de esa manera, lo que haya de ser, será, anda, ven, te voy a preparar el
desayuno, Déjame, déjame, No te dejo, gritó la mujer, qué quieres hacer,
andar por ahí dando tumbos, chocando contra los muebles, buscando a tientas el
teléfono, sin ojos para encontrar en el listín los números que necesitas,
mientras yo asisto tranquilamente al espectáculo, metida en una redoma de
cristal a prueba de contaminación. Lo agarró del brazo con firmeza, y dijo,
Vamos, amor.
Era aún temprano cuando el
médico acabó de tomar, imaginemos con qué placer, su taza de café y la tostada que la mujer se empeñó en prepararle, demasiado
temprano para encontrar en su sitio de trabajo a las personas a quienes debería
informar. La lógica y la eficacia mandaban que su participación de lo que estaba
ocurriendo se hiciera directamente, comunicándolo lo antes posible a un alto
cargo responsable del ministerio de la Salud, pero no tardó en cambiar de idea
cuando se dio cuenta de que presentarse sólo como un médico que tenía una
información importante y urgente que comunicar no era suficiente para
convencer al funcionario medio con quien, por fin, después de muchos ruegos,
la telefonista condescendió a ponerlo en contacto. El hombre quiso saber de qué
se trataba, antes de pasarlo a su superior inmediato, y estaba claro que
cualquier médico con sentido de la responsabilidad no iba a ponerse a anunciar
la aparición de una epidemia de ceguera al primer subalterno que se le pusiera
delante, el pánico sería inmediato. Respondía desde el otro lado el
funcionario, Me dice usted que es médico, si quiere que le diga que le creo,
sí, le creo, pero yo tengo órdenes, o me dice de qué se trata, o cuelgo, Es un
asunto confidencial, Los asuntos confidenciales no se tratan por teléfono,
será mejor que venga aquí personalmente, No puedo salir de casa, Quiere decir
que está enfermo, Sí, estoy enfermo, dijo el ciego tras una breve vacilación,
En ese caso, lo que tiene que hacer es llamar al médico, a un médico
auténtico, replicó el funcionario, y, muy satisfecho de su ingenio, colgó el
teléfono.
El
médico recibió aquella insolencia como una bofetada. Sólo pasados unos minutos
tuvo serenidad suficiente para contar a la mujer la grosería con que le habían
tratado. Después, como si acabase de descubrir algo que estuviera obligado a
saber desde mucho tiempo antes, murmuró, triste, De esa masa estamos hechos,
mitad indiferencia y mitad ruindad. Iba a preguntar, vacilante, Y ahora qué
hago, cuando comprendió que había estado perdiendo el tiempo, que la única
forma de hacer llegar la información a donde convenía, y por vía segura, sería
hablar con el director de su propio servicio hospitalario, de médico a médico,
sin burócratas por medio, y que él se encargase luego de poner en marcha el
maldito engranaje oficial. La mujer marcó el número, lo sabía de memoria. El
médico se identificó cuando se pusieron al teléfono, luego dijo rápidamente,
Bien, gracias, sin duda la telefonista le había preguntado, Cómo está, doctor,
es lo que decimos cuando no queremos mostrar nuestra debilidad, decimos, Bien,
aunque nos estemos muriendo, a esto le llama el vulgo hacer de tripas corazón,
fenómeno de conversión visceral que sólo en la especie humana ha sido
observado. Cuando el director atendió el teléfono, Hola, qué hay, qué pasa, el
médico le preguntó si estaba solo, si no había nadie cerca que pudiera oír, de
la telefonista nada había que temer, tenía más cosas que hacer que escuchar conversaciones
sobre oftalmopatías, a ella sólo le interesaba la ginecología. El relato del
médico fue breve pero completo, sin rodeos, sin palabras de más, sin redundancias,
y hecho con una sequedad clínica que, teniendo en cuenta la situación, incluso
sorprendió al director, Pero realmente está usted ciego, preguntó, Totalmente
ciego, En todo caso, podría tratarse de una coincidencia, podría no ser
realmente, en su sentido exacto, un contagio, De acuerdo, el contagio no está
demostrado, pero no se trata de que nos quedáramos ciegos él y yo, cada uno en
su casa, sin habernos visto, el hombre llegó ciego a mi consulta y yo me quedé
ciego pocas horas después, Cómo podríamos encontrar a ese hombre, Tengo su
nombre y su dirección en el consultorio, Mandaré inmediatamente a alguien, Un
médico, Sí, claro, un colega, No le parece que tendríamos que comunicar al
ministerio lo que está pasando, Por ahora me parece prematuro, piense en la
alarma pública que causaría una noticia así, por todos los diablos, la ceguera
no se pega, Tampoco la muerte se pega, y todos nos morimos, Bien, quédese en
casa mientras trato el caso, luego lo mandaré a buscar, quiero observarlo,
Recuerde que estoy ciego por haber observado a un ciego, No hay seguridad de
eso, Hay, al menos, una buena presunción de causa a efecto, Sin duda, no
obstante, es aún demasiado pronto para sacar conclusiones, dos casos aislados
no tienen significación estadística, Salvo si somos ya más de dos, Comprendo su
estado de ánimo, pero tenemos que defendernos de pesimismos que podrían
resultar infundados, Gracias, Volveremos a hablar, Hasta luego.
Media hora después, el
médico, torpemente y con ayuda de la mujer, había acabado de afeitarse. Sonó el
teléfono. Era otra vez el director del servicio oftalmológico, pero la voz,
ahora, sonaba distinta, Tenemos aquí a un niño que también se ha quedado ciego
de repente, lo ve todo blanco, la madre dice que estuvo ayer con él en su
consultorio, Supongo que es un niño que sufre estrabismo divergente del ojo
izquierdo, Sí, No hay duda, es él, Empiezo a estar preocupado, la situación es
realmente seria, El ministerio, Sí, claro, voy a hablar inmediatamente con la
dirección. Pasadas unas tres horas, cuando el médico y su mujer estaban
comiendo en silencio, él tanteando con el tenedor las tajaditas de carne que
ella le había cortado, volvió a sonar el teléfono. La mujer lo atendió, volvió
inmediatamente, Tienes que ir tú, es del ministerio. Le ayudó a levantarse, lo
condujo hasta el despacho y le dio el auricular. La conversación
fue rápida. El ministerio quería saber la identidad de los pacientes que habían
estado el día anterior en su consultorio, el médico respondió que en sus
respectivas fichas clínicas figuraban todos los elementos de identificación,
el nombre, la edad, el estado civil, la profesión, el domicilio, y terminó
declarándose dispuesto a acompañar a la persona o personas que fuesen a recogerlos.
Del otro lado, el tono fue cortante, No lo necesitamos. El teléfono cambió de
mano, la voz que salió de él era diferente, Buenas tardes, habla el ministro,
en nombre del Gobierno le agradezco su celo, estoy seguro de que gracias a la
rapidez con que usted ha actuado vamos a poder circunscribir y controlar la
situación, entretanto, haga el favor de permanecer en su casa. Las palabras
finales fueron pronunciadas con expresión formalmente cortés, pero no dejaban
la menor duda sobre el hecho de que eran una orden. El médico respondió, Sí,
señor ministro, pero ya habían colgado.
Pocos minutos después, otra voz al teléfono. Era el
director clínico del hospital, nervioso, hablando atropelladamente, Ahora mismo
acabo de recibir información de la policía de que hay dos casos más de ceguera
fulminante, Policías, No, un hombre y una mujer, a él lo encontraron en la
calle, gritando que estaba ciego, y ella estaba en un hotel cuando perdió la
vista, una historia de cama, según parece, Es necesario averiguar si se trata
también de enfermos míos, sabe cómo se llaman, No me lo han dicho, Del
ministerio han hablado ya conmigo, van a ir al consultorio a recoger las
fichas, Qué situación, Dígamelo a mí. El médico colgó el teléfono, se llevó
las manos a los ojos, allí las dejó como si quisiera defenderlos de males
peores, al fin exclamó sordamente, Qué cansado estoy, Duerme un poco, te
llevaré hasta la cama, dijo la mujer, No vale la pena, no podría dormir,
además, todavía no se ha acabado el día, algo más va a ocurrir.
Eran
casi las seis cuando sonó el teléfono por última vez. El médico estaba sentado
al lado, levantó el auricular, Sí, soy yo, dijo, escuchó con atención lo que le
estaban diciendo, y sólo hizo un leve movimiento de cabeza antes de colgar.
Quién era, preguntó la mujer, Del ministerio, viene una ambulancia a buscarme
dentro de media hora, Eso era lo que esperabas que ocurriera, Más o menos, sí,
Adónde te llevan, No lo sé, supongo que a un hospital, Te voy a preparar la
maleta, algo de ropa, No es un viaje, No sabemos qué es. Lo llevó con cuidado
hasta el dormitorio, lo hizo sentarse en la cama, Quédate ahí tranquilo, yo me
encargo de todo. La oyó moverse de un lado a otro, abrir y cerrar cajones, armarios,
sacar ropa y luego ordenarla en la maleta colocada en el suelo, pero lo que él
no pudo ver es que, aparte de su propia ropa, había metido unas cuantas faldas
y blusas, ropa interior, un vestido, unos zapatos que sólo podían ser de
mujer. Pensó vagamente que no iba a necesitar tantas cosas, pero se calló
porque no era el momento de hablar de insignificancias. Se oyó el restallido de
las cerraduras, luego la mujer dijo, Bueno, ya puede venir la ambulancia. Llevó
la maleta al vestíbulo, la dejó junto a la puerta, rechazando la ayuda del
marido, que decía, Déjame ayudarte, eso puedo hacerlo yo, no estoy tan
inválido. Luego se sentaron en el sofá de la sala, esperando. Tenían las manos
cogidas, y él dijo, No sé cuánto tiempo vamos a tener que estar separados, y
ella respondió, No te preocupes.
Esperaron casi una hora. Cuando sonó el timbre de la
puerta, ella se levantó y fue a abrir, pero en el descansillo no había nadie.
Descolgó el interfono, Muy bien, ahora baja, respondió. Se volvió hacia el
marido y le dijo, Que esperan ahí abajo, tienen orden expresa de no subir, Por
lo visto en el ministerio están realmente asustados, Vamos. Tomaron el
ascensor, ella ayudó al marido a bajar los últimos escalones, luego a entrar en
la ambulancia, volvió al portal a buscar la maleta, la alzó ella sola y la
empujó hacia dentro. Después subió a la ambulancia y se sentó al lado del marido.
El conductor protestó desde el asiento delantero. Sólo puedo llevarlo a él,
son las órdenes que tengo, tiene usted que salir. La mujer respondió con calma,
Tiene que llevarme también a mí, acabo de quedarme ciega.
La
ocurrencia había brotado de la cabeza del ministro mismo. Era, por cualquier
lado que se la examinara, una idea feliz, incluso perfecta, tanto en lo referente
a los aspectos meramente sanitarios del caso como a sus implicaciones sociales
y a sus derivaciones políticas. Mientras no se aclarasen las causas, o, para
emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la
inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería
designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá
una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que
se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico
o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores
contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente
es costumbre denominar progresión geométrica. Quod erat demonstrandum,
concluyó el ministro. En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de
poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua
práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando
los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que
permanecer apartados cuarenta días, Hasta ver. Estas mismas palabras, Hasta
ver, intencionales por su tono, pero sibilinas por faltarle otras, fueron
pronunciadas por el ministro, que más tarde precisó su pensamiento, Quería
decir que tanto pueden ser cuarenta días como cuarenta semanas, o cuarenta meses,
o cuarenta años, lo que es preciso es que nadie salga de allí. Ahora hay que
decidir dónde los metemos, señor ministro, dijo el presidente de la Comisión de
Logística y Seguridad, nombrada al efecto con toda prontitud, que debería
encargarse del transporte, aislamiento y auxilio a los pacientes, De qué
posibilidades inmediatas disponemos, quiso saber el ministro, Tenemos un
manicomio vacío, en desuso, a la espera de destino, unas instalaciones
militares que dejaron de ser utilizadas como consecuencia de la reciente
reestructuración del ejército, una feria industrial en fase adelantada de
construcción, y hay también, y no han conseguido explicarme por qué, un
hipermercado en quiebra, Y, en su opinión, cuál serviría mejor a los fines que
nos ocupan, El cuartel es lo que ofrece mejores condiciones de seguridad,
Naturalmente, Tiene, no obstante, un inconveniente, es demasiado grande, y la
vigilancia de los internos sería difícil y costosa, Entiendo, En cuanto al
hipermercado, habría que contar, probablemente, con impedimentos jurídicos
diversos, cuestiones legales a tener en cuenta, Y la feria, La feria, señor
ministro, creo que sería mejor no pensar en ella, Por qué, No le gustaría al
ministerio de Industria, se han invertido allí millones, Queda el manicomio,
Sí, señor ministro, el manicomio, Pues el manicomio, Sin duda es el edificio
más adecuado, porque, aparte de estar rodeado de una tapia en todo su
perímetro, tiene la ventaja de que se compone de dos alas, una que destinaremos
a los ciegos propiamente dichos, y otra para los contaminados, aparte de un
cuerpo central que servirá, por así decir, de tierra de nadie, por donde los
que se queden ciegos podrán pasar hasta juntarse a los que ya lo están. Veo un
problema, Cuál, señor ministro, Nos veremos obligados a meter allí personal
para orientar las transferencias, y no creo que haya voluntarios, No creo que
sea necesario, señor ministro, A ver, explíquese, En caso de que uno de los
contaminados se quede ciego, como es natural que ocurra antes o después, los
que aún conservan la vista lo echarán de allí de inmediato, Es verdad, Del
mismo modo que no permitirían la entrada de un ciego que quisiera cambiar de
sitio, Bien pensado, Gracias, señor ministro, podemos pues poner en marcha el
plan, Sí, tiene carta blanca.
La comisión actuó con rapidez y eficacia. Antes de que
anocheciera ya habían sido recogidos todos los ciegos de que había noticia, y
también cierto número de posibles contagiados, al menos aquellos a quienes fue
posible identificar y localizar en una rápida operación de rastreo ejercida
sobre todo en los medios familiares y profesionales de los afectados por la
pérdida de visión. Los primeros en ser trasladados al manicomio desocupado
fueron el médico y su mujer. Había soldados de vigilancia. Se abrió el
portalón para que los ciegos pasaran, y luego fue cerrado de inmediato. Sirviendo
de pasamanos, una gruesa cuerda iba del portón de entrada a la puerta
principal del edificio. Sigan un poco hacia la derecha, ahí hay una cuerda,
agárrenla y síganla siempre hacia delante, hacia delante, hasta los escalones,
los escalones son seis, advirtió un sargento. Ya en el interior, la cuerda se
bifurcaba, una hacia la izquierda, otra hacia la derecha, el sargento gritó,
Atención, su lado es el derecho. Al tiempo que arrastraba la maleta, la mujer
guiaba al marido hacia la sala más próxima a la entrada. Era amplia como una
enfermería antigua, con dos filas de camas pintadas de un gris ceniciento,
pero ya con la pintura descascarillada. Las mantas, las sábanas y las colchas
eran del mismo color. La mujer llevó al marido al fondo de la sala, lo hizo
sentarse en una de las camas, y le dijo, No salgas de aquí, voy a ver cómo es
esto. Había más salas, corredores largos y estrechos, gabinetes que habrían
servido como despachos de los médicos, letrinas empercudidas, una cocina que
conservaba aún el hedor de mala comida, un enorme refectorio con mesas forradas
de cinc, tres celdas acolchadas hasta la altura de dos metros y cubiertas de
láminas de corcho a partir de ahí. Detrás del edificio había un cercado
abandonado, un jardín con árboles descuidados, los troncos parecían desollados.
Se encontraba basura por todas partes. La mujer del médico volvió hacia dentro.
En un armario medio abierto encontró camisas de fuerza. Cuando llegó junto al
marido le preguntó, A que no eres capaz de imaginar adónde nos han traído, No,
iba a añadir, A un manicomio, pero él se adelantó, Tú no estás ciega, no puedo
permitir que te quedes aquí, Sí, tienes razón, no estoy ciega, Voy a pedirles
que te lleven a casa, les diré que los engañaste para quedarte conmigo, No vale
la pena, desde donde están no te oyen, y, aunque te oyeran no te harían caso,
Pero tú puedes ver, Por ahora, lo más probable es que me quede también ciega
un día de éstos o dentro de un minuto, Vete, por favor, No insistas, además,
estoy segura de que los soldados no me dejarían poner un pie fuera, No te puedo
obligar, No, amor mío, no puedes, me quedo aquí para ayudarte y para ayudar a
los que vengan, pero no les digas que yo veo, Qué otros, No creerás que vamos a
ser los únicos, Esto es una locura, Debe serlo, estamos en un manicomio.
Los
otros llegaron juntos. Los habían recogido en sus casas, uno tras otro, el del
automóvil fue el primero, el ladrón que lo robó, la chica de las gafas oscuras,
el niño estrábico, ése no, a ése lo fueron a buscar al hospital al que su madre
lo había llevado. La madre no venía con él, no había tenido la astucia de la
mujer del médico, decir que estaba ciega sin estarlo, es una mujer sencilla,
incapaz de mentir, ni siquiera en su beneficio. Entraron en la sala
tropezando, tanteando el aire, aquí no había cuerda que los guiase, tendrían
que ir aprendiendo a costa de su dolor, el niño lloraba, llamaba a su madre, y
era la chica de las gafas oscuras la que intentaba sosegarlo, Ya viene, ya
viene, le decía, y como llevaba las gafas oscuras, tanto podía estar ciega como
no, los otros movían los ojos a un lado y a otro y nada veían, mientras que
ella, con aquellas gafas, sólo porque decía Ya viene, ya viene, era como si
estuviera viendo entrar por la puerta a la madre desesperada. La mujer del
médico acercó la boca al oído del marido y susurró, Han entrado cuatro, una
mujer, dos hombres y un niño, Qué aspecto tienen los hombres, preguntó el
médico en voz baja, ella los fue describiendo, y él, A ése no lo
conozco, el otro, por lo que dices, tiene todo el aire de ser el ciego que fue
a la consulta, El pequeño tiene estrabismo, y la mujer que lleva gafas de sol
parece bonita, Estuvieron allí los dos. A causa del ruido que hacían buscando
un sitio donde sentirse seguros, los ciegos no oyeron este intercambio de palabras,
pensarían que no había allí otros como ellos, y no hacía tanto tiempo que
habían perdido la vista como para que se les avivase el sentido del oído por
encima de lo normal. Por fin, como si hubiesen llegado a la conclusión de que
no valía la pena cambiar lo seguro por lo dudoso, se sentó cada uno en la cama
con la que habían tropezado, los dos hombres estaban muy cerca, pero no lo
sabían. La chica, en voz baja, continuaba consolando al niño, No llores, ya
verás cómo tu madre no tarda. Se hizo luego un silencio, y entonces la mujer
del médico dijo de modo que se oyera desde el fondo de la sala, donde estaba la
puerta, Aquí estamos dos personas más, cuántos son ustedes. La voz inesperada
sobresaltó a los recién llegados, pero los dos hombres continuaron callados,
quien respondió fue la joven, Creo que somos cuatro, estamos este niño y yo,
Quién más, por qué no hablan los otros, preguntó la mujer del médico, Estoy yo,
murmuró, como si le costase pronunciar las palabras, una voz de hombre, Y yo,
rezongó a su vez, contrariada, otra voz masculina. La mujer del médico dijo
para sí, Se comportan como si temieran darse a conocer el uno al otro. Los
veía crispados, tensos, el cuello en alto como si olfateasen algo, pero,
curiosamente, las expresiones eran semejantes, una mezcla de amenaza y de
miedo, pero el miedo de uno no era el mismo que el miedo del otro, como tampoco
lo eran las amenazas. Qué habrá entre ellos, pensó.
En
aquel mismo instante se oyó una voz fuerte y seca, de alguien, por el tono,
habituado a dar órdenes. Venía de un altavoz colocado encima de la puerta por
la que habían entrado, la palabra Atención fue pronunciada tres veces, luego
empezó la voz, El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente
lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por
todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando
parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera,
provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la
colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio,
en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de
coincidencias por ahora inexplicables. La decisión de reunir en un mismo lugar
a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos
con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar
seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus
responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje
asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las
responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que
ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración
personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional.
Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes,
primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier
tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan,
segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata
de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser
utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene
y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se
recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación,
no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición
de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a enunciar,
sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de
entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los
pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser
quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante,
las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material
combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores
del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las
consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste
fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco
deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior, en el
supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que
haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte,
cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el
cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los
pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central
del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto,
los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala
segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será
repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos
ingresados. El Gobierno y la Nación esperan que todos cumplan con su deber.
Buenas noches.
En el silencio que siguió a estas palabras se oyó la
voz del niño, Quiero ver a mi madre, pero las palabras fueron articuladas sin
expresión, como un mecanismo repetidor automático que antes hubiera dejado en
suspenso una frase, y ahora, fuera de tiempo, la soltase. El médico dijo, Las
órdenes que acabamos de oír no dejan dudas, estamos aislados, más aislados de
lo que probablemente jamás lo estuvo alguien anteriormente, y sin esperanza de
poder salir de aquí hasta que se descubra un remedio contra la enfermedad,
Conozco su voz, dijo la chica de las gafas oscuras, Soy médico, médico
oftalmólogo, Es el médico a quien fui a ver ayer, es su voz, sí, Y usted, quién
es, Tenía una conjuntivitis, supongo que la tengo aún, pero ahora, ciega ya,
la cosa no debe de tener la menor importancia, Y ese niño que está con usted,
No es mío, no tengo hijos, Ayer examiné a un niño con estrabismo, eras tú,
preguntó el médico, Sí señor, la respuesta del niño salió con un tono de
despecho, como si no le gustara que mencionasen su defecto físico, y tenía
razón, que defectos tales, éstos y otros, sólo por el hecho de hablar de ellos
pasan de males perceptibles a males evidentes, Hay alguien a quien no conozca,
volvió a preguntar el médico, está aquí el hombre que fue ayer a mi
consultorio acompañado por su esposa, el que se quedó ciego de repente cuando
iba en su coche, Soy yo, respondió el primer ciego, Hay otra persona aún, que diga
quién es, por favor, nos han obligado a vivir juntos no sabemos por cuánto
tiempo, es indispensable que nos conozcamos unos a otros. El ladrón del coche
murmuró entre dientes, Sí, sí, creyó que aquello era suficiente para confirmar
su presencia, pero el oculista insistió, La voz suena como de alguien
relativamente joven, usted no es el enfermo de avanzada edad, el que tenía
catarata en un ojo, No, doctor, no lo soy, Y cómo se quedó ciego, Iba por la
calle, Y qué más, Nada más, iba por la calle y me quedé ciego. El médico abría
la boca para preguntar si su ceguera era también blanca, pero se calló, para
qué, de qué servía, fuese cual fuese la respuesta, blanca o negra la ceguera,
de allí no iban a salir. Tendió la mano vacilante hacia su mujer y encontró la
mano de ella en el camino. La mujer le besó la cara, nadie más podía ver esta
frente marchita, la boca apagada, los ojos muertos, como de cristal, atemorizadores,
porque parecían ver y no veían, También me llegará el turno, pensó, cuándo, tal
vez en este mismo instante, sin darme tiempo a acabar lo que estoy diciéndome,
en cualquier momento, como ellos, o tal vez despierte ciega, me quedaré ciega
al cerrar los ojos para dormir, y creeré que sólo me he quedado dormida.
Miró a
los cuatro ciegos, estaban sentados en las camas, y a sus pies estaba el poco
bagaje que habían podido llevarse, el niño con su mochila escolar, los otros
con las maletas, pequeñas, como si fueran para un fin de semana. La chica de
las gafas oscuras conversaba en voz baja con el niño, en la fila del otro
lado, próximos los dos, sólo una cama vacía en medio, el primer ciego y el
ladrón del coche se enfrentaban sin saberlo. El médico dijo, Hemos oído las
órdenes, pase lo que pase sabemos una cosa, nadie va a venir a ayudarnos, por
eso sería conveniente que nos empezásemos a organizar ya, porque no pasará
mucho tiempo antes de que esta sala se llene de gente, ésta y las otras, Cómo
sabe que hay otras salas, preguntó la muchacha, Anduvimos un poco por ahí antes
de instalarnos en ésta, que era la que quedaba más cerca de la puerta de
entrada, explicó la mujer del médico mientras apretaba el brazo del marido
recomendándole prudencia. Dijo la muchacha, Lo mejor sería que usted, doctor,
fuera el responsable, al fin y al cabo es médico, Y para qué sirve un médico
sin ojos y sin medicinas, Tiene la autoridad. La mujer del médico sonrió, Creo
que tendrías que aceptar, si los demás están de acuerdo, claro, Yo no creo que
sea una buena idea, Por qué, Por ahora sólo somos seis, pero mañana, seguro,
seremos más, todos los días llegará gente, sería apostar por lo imposible
figurarse que iban a estar dispuestos a aceptar una autoridad que no han elegido
y que, además, nada les puede dar a cambio de su acatamiento, eso suponiendo
que reconocieran una autoridad y una reglamentación, Entonces va a ser difícil
vivir aquí, Tendremos mucha suerte si sólo es difícil. La chica de las gafas
oscuras dijo, Mi intención era buena, pero, realmente, el doctor tiene razón,
aquí cada uno va a tirar por su lado.
Fuera
porque se sintió movido por estas palabras, o porque ya no pudo aguantar más
la furia, uno de los hombres se puso en pie bruscamente, Este tipo es el que
tiene la culpa de nuestra desgracia, si tuviera ojos acababa con él ahora
mismo, vociferó apuntando hacia el lugar en que creía que estaba el otro. El
desvío no era grande, pero lo dramático del gesto resultó cómico, porque el
dedo acusador, tenso, indicaba hacia una mesita de noche. Calma, dijo el
médico, en una epidemia no hay culpables, todos son víctimas, Si yo no hubiera
sido la buena persona que fui, si no le hubiera ayudado a llegar a su casa, aún
tendría mis benditos ojos, Quién es usted, preguntó el médico, pero el acusador
no respondió, y ya parecía contrariado por haber hablado. Entonces se oyó la
voz del otro, Me llevó a casa, es verdad, pero luego se aprovechó de mi estado
para robarme el coche, No es verdad, yo no robé nada, Lo robó, sí señor, lo
robó, Si alguien le birló el coche, no fui yo, y el pago que he recibido por mi
buena acción es quedarme ciego, además, dónde están los testigos, a ver, los
testigos, La discusión no resuelve nada, dijo la mujer del médico, el coche
está ahí fuera y ustedes están aquí dentro, es mejor que hagan las paces,
recuerden que vamos a tener que vivir aquí juntos, Sé muy bien quién no va a
vivir con él, ustedes hagan lo que les dé la gana, pero yo me voy a otra sala,
no me quedo aquí con un bribón como éste, capaz de robarle a un ciego, se queja
de que por mi culpa se quedó ciego, pues eso demuestra que todavía hay justicia
en el mundo. Cogió la maleta y, arrastrando los pies para no tropezar,
tanteando con la mano libre, salió al pasillo que separaba las dos filas de
camas, Dónde están las otras salas, preguntó, pero no llegó a oír la
respuesta, si es que alguien se la dio, porque de repente le cayó encima una
confusión de brazos y piernas, el ladrón del coche cumplía como podía su
amenaza de desquite contra el causante de sus males. Uno abajo, otro
encima, rodaron por aquel apretado espacio, mientras, de nuevo asustado, el
niño estrábico volvía a llorar y a llamar a su madre. La mujer del médico tomó
al marido por el brazo, sabía que sola no iba a poder acabar con la pelea, y lo
llevó por el corredor hasta el lugar donde se debatían, jadeantes, los furiosos
combatientes. Guió las manos del marido, ella personalmente se encargó del
ciego que estaba más cerca, y así, con gran esfuerzo, consiguieron separarlos.
Se están comportando ustedes estúpidamente, gritó el médico, si lo que quieren
es convertir esto en un infierno, pueden seguir, van por buen camino, pero
recuerden que estamos entregados a nosotros mismos, que no vamos a recibir
ninguna ayuda de fuera, ya han oído lo que dijeron, Es que me robó el coche, se
lamentó el primer ciego, más deteriorado que el otro, Y qué importa el coche
ahora, dijo la mujer del médico, cuando se lo robaron tampoco podía servirse de
él, Pero era mío, y este ladrón se lo llevó no sé adónde, Lo más probable, dijo el
médico, es que su coche esté en el sitio donde este hombre se quedó ciego,
Tiene usted razón, doctor, se nota que sabe, allí estará sin duda, dijo el
ladrón. El primer ciego hizo un movimiento como para soltarse de las manos que
lo sujetaban, pero sin forzar, como si hubiese comprendido que ni la
indignación, por justificada que estuviese, iba a devolverle el coche, ni el
coche iba a devolverle la vista. Pero el ladrón amenazó de nuevo, Si crees que
no te va a ocurrir nada, te equivocas, sí, fui yo quien te robó el coche, pero
tú me has robado a mí la vista de mis ojos, a ver quién de los dos es más
ladrón, Acaben de una vez, protestó el médico, todos aquí estamos ciegos y no
nos quejamos, ni acusamos a nadie, Mucho me importa a mí el mal de los otros,
dijo el ladrón, desdeñoso, Si quiere irse a otra sala, dijo el médico al primer
ciego, mi mujer podrá llevarlo, ella se orienta mejor que yo, He cambiado de
idea, prefiero quedarme aquí. El ladrón se burló, El niño tiene miedo a estar
allí solito, no se le vaya a aparecer un sacamantecas que yo sé, Basta, gritó
el médico, impaciente, Mire, doctorcillo, rezongó el ladrón, aquí todos somos
iguales, a mí no me da usted órdenes, No le estoy dando órdenes, sólo le digo
que deje a ese hombre en paz, Sí, sí, pero cuidadito conmigo, que no se me
hinchen las narices, que pronto se me acaba la paciencia, que, a bueno, no hay
otro como yo, pero a las malas nadie me gana. Con gestos y movimientos
agresivos, el ladrón buscó la cama donde había estado sentado, empujó la maleta
debajo y dijo luego, Me voy a acostar, y por el tono fue como si dijese Vuélvanse,
que me voy a desnudar. La chica de las gafas oscuras le dijo al niño
estrábico, Tú también tienes que meterte en cama, ponte aquí, a este lado, y si
de noche necesitas algo, me lo dices, Quiero hacer pipí, dijo el niño. Al
oírlo, todos sintieron unas súbitas y urgentes ganas de orinar, pensaron, con
éstas o con otras palabras, A ver cómo se resuelve eso ahora, el primer ciego
palpó debajo de la cama, buscando un orinal, pero, al mismo tiempo deseando que
no lo hubiera porque le daría vergüenza orinar en presencia de otras personas,
que no podrían verlo, desde luego, pero el ruido es indiscreto, indisimulable,
los hombres, al menos, pueden usar un truco que no está al alcance de las mujeres,
en eso tienen más suerte. El ladrón se había sentado en la cama, y decía
ahora, Mierda, a ver dónde se mea en esta casa, Ojo con las palabras, que hay
un niño, protestó la chica de las gafas oscuras, Sí, guapita, pues a ver si
encuentras un sitio o verás cómo tu chiquillo se mea por las patas abajo. Dijo
la mujer del médico, Tal vez pueda dar yo con los retretes, recuerdo haber
notado por ahí un olor, Yo voy con usted, dijo la chica de las gafas oscuras
cogiendo de la mano al niño, Mejor será que vayamos todos, observó el médico,
así sabremos el camino, Te entiendo, amigo, esto lo pensó el ladrón del coche,
pero no se atrevió a decirlo en voz alta, lo que tú no quieres es que tu
mujercita tenga que llevarme a mear cuando me apetezca. El pensamiento, por el
segundo sentido implícito, le provocó una pequeña erección que le sorprendió,
como si el hecho de estar ciego debiera tener como consecuencia la pérdida o
disminución del deseo sexual, Bien, pensó, no se ha perdido todo, entre muertos
y heridos alguno escapará, y, desentendiéndose de la conversación, empezó a
fantasear. No le dieron tiempo, el médico ya estaba diciendo, Formamos una
fila, mi mujer va delante, cada uno pone la mano en el hombro del que va ante
él, así no habrá peligro de que nos perdamos. El primer ciego dijo, Yo con ése
no voy, se refería, obviamente, al ladrón.
Sea
porque se buscaban, sea porque se evitaban, el hecho es que apenas se podían
mover en el estrecho pasillo entre las camas, tanto más cuanto que la mujer del
médico tenía que actuar también como si estuviese ciega. Al fin quedó la fila
ordenada, detrás de la mujer del médico iba la chica de las gafas oscuras con
el niño estrábico de la mano, después el ladrón en calzoncillos y camiseta,
luego el médico, y, al fin, a salvo de agresiones por ahora, el primer ciego.
Avanzaban muy lentamente, como si no se fiaran de quien los guiaba, con la
mano libre iban tanteando el aire, buscando de paso un apoyo sólido, una pared,
el marco de una puerta. Tras la chica de
las gafas oscuras, el ladrón, estimulado por el perfume que de ella se
desprendía y por el recuerdo de la reciente erección, decidió usar las manos
con mayor provecho, una acariciándole la nuca por debajo del cabello, la otra,
directa y sin ceremonias, palpándole los pechos. Ella se sacudió para escapar
del desafuero, pero él la tenía bien agarrada. Entonces, la muchacha soltó una
patada hacia atrás como una coz. El tacón del zapato, fino como un estilete,
se clavó en el muslo desnudo del ladrón, que soltó un grito de sorpresa y de
dolor. Qué pasa, preguntó la mujer del médico mirando hacia atrás, Fui yo, que
tropecé, respondió la chica de las gafas oscuras, y parece que le he hecho
daño al de atrás. La sangre aparecía ya entre los dedos del ladrón que, gimiendo
y soltando maldiciones, intentaba percibir los efectos de la agresión, Estoy
herido, esta idiota no ve dónde pone los pies, Y usted no ve dónde pone
las manos, respondió secamente la chica. La mujer del médico comprendió lo que
había pasado, primero sonrió, pero luego vio que la herida presentaba mal
aspecto, la sangre corría por la pierna del desgraciado, y no tenían agua
oxigenada, ni mercromina, ni vendas, ni gasas, ni desinfectante alguno, nada.
El médico preguntó, Dónde está la herida, Aquí, Aquí, dónde, En la pierna, no
lo ve, me clavó el tacón del zapato, Tropecé, no he tenido la culpa, repitió la
muchacha, pero, inmediatamente, estalló, exasperada, Este cerdo, que estaba
metiéndome mano, quién se cree él que soy. La mujer del médico intervino,
Ahora lo que hay que hacer es lavar la herida, hacer la cura, Y dónde hay agua,
preguntó el ladrón, En la cocina, en la cocina hay agua, pero no tenemos por
qué ir todos, mi marido y yo llevaremos a este señor, y los otros se quedan
aquí, no tardaremos, Quiero hacer pipí, dijo el chiquillo, Espera un poco, ya
volvemos. La mujer del médico sabía que tenía que doblar una vez a la derecha,
otra a la izquierda, y seguir luego por un corredor ancho que formaba un ángulo
recto. La cocina estaba al fondo. Pasados unos minutos fingió que se había
equivocado, se detuvo, volvió atrás, luego exclamó, Ah, ya recuerdo, y fueron
directamente a la cocina, no podían perder más tiempo, la herida sangraba abundantemente.
Al principio vino sucia el agua y hubo que esperar a que se aclarase. Estaba
templada y turbia, como si llevara mucho tiempo estancada en la cañería, pero
el herido la recibió con un suspiro de alivio. Realmente, la herida tenía mal
aspecto. Y ahora, cómo le ponemos un vendaje, preguntó la mujer del médico.
Debajo de una mesa había unos cuantos paños sucios que debían de haber servido
para fregar, pero sería una imprudencia grave utilizarlos como vendajes, Aquí
por lo visto no hay nada, dijo mientras fingía andar buscando, Pero no voy yo a
quedarme así, doctor, que la sangre no para, por favor ayúdeme, y perdone si
fui maleducado con usted, se lamentaba el ladrón, Estamos ayudándole, hacemos
todo lo que podemos, dijo el médico, y luego, quítese la camiseta, no hay más
remedio. El herido protestó, dijo que le hacía falta, pero se la quitó al fin.
Rápidamente, la mujer del médico hizo con ella un rollo, lo pasó por el muslo,
apretó con fuerza y consiguió, con las puntas de los tirantes y el faldón, atar
un nudo tosco. No eran movimientos que un ciego pudiera ejecutar fácilmente,
pero ella no quiso perder más tiempo simulando, ya había perdido demasiado
cuando fingía no dar con el camino de la cocina. Al ladrón le pareció notar
allí algo anormal, el médico, lógicamente, aunque fuera un oftalmólogo, era
quien debería haberle hecho la cura, pero el consuelo de verse tratado
correctamente se sobrepuso a las dudas, en todo caso vagas, que durante un
momento rozaron su conciencia. Cojeando él, volvieron hasta donde los otros
estaban, y la mujer del médico vio inmediatamente que el niño estrábico no
había podido aguantarse más y se había orinado en los pantalones. Ni el primer
ciego, ni la muchacha de las gafas oscuras, se habían dado cuenta de lo
sucedido. A los pies del niño se iba ampliando un charquito de orines, las
perneras del pantalón goteaban aún. Pero, como si nada hubiera pasado, la
mujer del médico dijo, Vamos, pues, en busca de esos retretes. Los ciegos
movieron los brazos ante la cara, buscándose unos a otros, menos la chica de
las gafas oscuras, que dijo inmediatamente que no quería ir delante del
descarado que había intentado meterle mano, al fin se reconstruyó la fila,
cambiando de lugar el ladrón y el primer ciego, con el médico colocado entre
ellos. El ladrón cojeaba más, arrastraba la pierna. El torniquete le molestaba
y la herida parecía latir con tanta fuerza que era como si el corazón se le
hubiera cambiado de sitio y se encontrara ahora en el fondo del agujero. La chica
de las gafas oscuras llevaba de nuevo al niño de la mano, pero él se apartaba
todo lo que podía hacia un lado, con miedo a que alguien descubriera su incontinencia,
como el médico, que observó, Aquí huele a orines, y la mujer creyó que debía
confirmar la impresión, Sí, realmente, hay un olor, no podía decir que venía
de las letrinas, porque aún estaban lejos, y, teniendo que comportarse como si
fuese ciega, tampoco podía revelar que el olor venía de los pantalones
empapados del chiquillo.
Cuando
llegaron a los retretes, hombres y mujeres se mostraron de acuerdo que fuera
el niño el primero en aliviarse, pero los hombres acabaron por entrar juntos,
sin distinción de urgencias ni de edades, el mingitorio era colectivo, en un
sitio como éste tenía que serlo, y los retretes también lo eran. Las mujeres se
quedaron en la puerta, dicen que aguantan más, pero todo tiene sus límites, y,
al cabo de un momento, la mujer del médico sugirió, Tal vez haya otros
servicios, pero la chica de las gafas oscuras dijo, Por mí, puedo esperar, Yo
también, dijo la otra, después se hizo un silencio, y luego empezaron a hablar
de nuevo, Cómo se quedó ciega, Como los demás, de repente dejé de ver, Estaba
en casa, No, Entonces fue cuando salió del consultorio de mi marido, Más o
menos, Qué quiere decir más o menos, Que no fue inmediatamente después, Sintió
dolor, Dolor, no, pero cuando abrí los ojos, estaba ciega, Yo no, No qué, No tenía
los ojos cerrados, me quedé ciega en el momento en que mi marido subió a la
ambulancia, Pues tuvo suerte, Quién, Su marido, así podrán estar juntos, En ese
caso también yo tuve suerte, Claro, Y usted, está casada, No, no lo estoy, y a
partir de ahora no creo que nadie quiera casarse, Pero esta ceguera es tan
anormal, tan fuera de lo que la ciencia conoce, que no podrá durar siempre, Y
si nos quedáramos así para toda la vida, Nosotros, Todos, Sería horrible, un
mundo todo de ciegos, No quiero ni imaginarlo.
El
niño estrábico fue el primero en salir del retrete, ni tenía por qué haber
entrado. Traía los pantalones enrollados hasta media pierna y se había quitado
los calcetines. Dijo, Ya estoy aquí, la mano de la chica de las gafas oscuras
se movió inmediatamente en dirección a la voz, no acertó a la primera ni a la
segunda, pero a la tercera encontró la mano vacilante del pequeño. Poco después
apareció el médico, y luego el primer ciego, uno de ellos preguntó, Dónde
están, la mujer del médico había cogido ya un brazo del marido, el otro brazo
fue tocado y agarrado por la chica de las gafas oscuras. El primer ciego no
tuvo durante unos segundos quien lo amparase, después, alguien le puso una
mano en el hombro. Estamos todos, preguntó la mujer del médico, El de la pierna
herida se ha quedado aliviando otra urgencia, respondió el marido. Entonces,
la chica de las gafas oscuras dijo, Quizá haya otros retretes, empiezo a no
aguantar más, perdonen, Vamos a ver si los hay, dijo la mujer del médico, y se
alejaron con las manos cogidas. Pasados unos diez minutos,
volvieron, habían encontrado un gabinete de consulta que tenía unos servicios
anejos. El ladrón salía ya del retrete, se quejaba de frío y de dolores en la
pierna. Rehicieron la fila por el mismo orden en que vinieron y, con menos
trabajo que antes y ningún accidente, regresaron a la sala. Con habilidad, sin
que se notara, la mujer del médico les ayudó a alcanzar la cama correspondiente,
la misma en que estaban antes. Fuera de la sala, como si se tratara de algo
obvio, recordó que la manera más fácil de que cada uno encuentre su sitio era
contar las camas a partir de la entrada, Las nuestras son las últimas del lado
derecho, la diecinueve y la veinte. El primero en avanzar por el pasillo fue el
ladrón. Estaba casi desnudo, tenía temblores, quería aliviar la pierna
dolorida, razones suficientes para que le dieran primacía. Fue yendo de cama
en cama, palpando el suelo en busca de la maleta, y cuando la reconoció dijo en
voz alta, Aquí está, y añadió, Catorce, De qué lado, preguntó la mujer del
médico, El izquierdo, respondió, otra vez vagamente sorprendido, como si ella
debiera saberlo sin tener que preguntar. Luego le tocó el turno al primer
ciego. Sabía que su cama era la segunda a partir de la del ladrón, del mismo
lado. Ya no tenía miedo de dormir cerca de él, estando como estaba con la
pierna en tan mísero estado, a juzgar por los lamentos y los suspiros, apenas
se podría mover. Cuando llegó, dijo, Dieciséis izquierdo, y se acostó vestido.
Entonces, la chica de las gafas oscuras pidió en voz baja, Ayúdennos a
quedarnos cerca de ustedes, enfrente, del otro lado, ahí estaremos bien.
Avanzaron juntos los cuatro, y rápidamente se instalaron. Pasados unos
minutos, el niño estrábico dijo, Tengo hambre, y la chica de las gafas oscuras
murmuró, Mañana, mañana comemos, ahora duerme. Luego abrió el bolso y buscó el
frasquito que había comprado en la farmacia. Se quitó las gafas, inclinó hacia
atrás la cabeza y, con los ojos muy abiertos, guiando una mano con la otra,
hizo gotear el colirio. No todas las gotas cayeron en los ojos, pero la
conjuntivitis, así tan bien tratada, no tardará en curarse.
Tengo que abrir los ojos, pensó la
mujer del médico. A través de los párpados cerrados, las distintas veces que
se despertó durante la noche, había visto la claridad mortecina de las bombillas
que apenas iluminaban la sala, pero ahora le parecía notar una diferencia,
otra presencia luminosa, quizá el efecto de las primeras luces del alba, aunque
bien podría ser ya el mar de leche anegándole los ojos. Se dijo a sí misma que
contaría hasta diez y que luego abriría los párpados, dos veces lo dijo, dos
veces contó y dos veces no los abrió. Oía la respiración profunda del marido en
la cama de al lado, alguien roncaba, Cómo irá la pierna de ése, se preguntó,
pero sabía que en este momento no se trataba de compasión verdadera, lo que
quería era fingir otra preocupación, lo que quería era no tener que abrir los
ojos. Se abrieron un instante después, simplemente, y no porque lo hubiera
decidido. Por las ventanas, que empezaban a media altura de la pared y
terminaban a un palmo del techo, entraba la luz turbia y azulada del amanecer.
No estoy ciega, murmuró, y luego, alarmada, se incorporó en la cama, podía haberlo
oído la chica de las gafas oscuras, que ocupaba la cama de enfrente. Estaba
durmiendo. En la cama de al lado, la que estaba apoyada contra la pared, el
niño dormía también; Hizo como yo, pensó la mujer del médico, le ha dejado el
sitio más protegido, débiles murallas seríamos, sólo una piedra en medio del
camino, sin otra esperanza que la de que en ella tropiece el enemigo, enemigo,
qué enemigo, aquí no va a venir nadie a atacarnos, podríamos haber robado y
asesinado ahí fuera y no vendrían a detenernos, nunca ese que robó el coche
estuvo tan seguro de su libertad, tan lejos estamos del mundo que pronto
empezaremos a no saber quiénes somos, ni siquiera se nos ha ocurrido
preguntarnos nuestros nombres, y para qué, ningún perro reconoce a otro perro
por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por él se da a
identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por
la manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara,
color de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso
existiera, yo veo, todavía veo, pero hasta cuándo. La luz varió un poco, no
podía ser la noche volviendo para atrás, sería el cielo, que por cubrirse de
nubes atrasaría la mañana. De la cama del ladrón llegó un gemido, Si se le ha
infectado la herida, pensó la mujer del médico, no tenemos nada para curarla,
ningún recurso, el menor accidente, en estas condiciones, puede convertirse en
una tragedia, probablemente eso es lo que ellos están
esperando, que acabemos aquí uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia.
La mujer del médico se levantó de la cama, se inclinó hacia el marido, iba a
despertarlo, pero no tuvo valor para arrancarlo del sueño y saber que
continuaba ciego. Descalza, paso a paso, fue hasta la cama del ladrón. Tenía
los ojos abiertos, fijos. Cómo está, susurró la mujer del médico. El ladrón
movió la cabeza en dirección a la voz y dijo, Mal, me duele mucho la pierna,
ella iba a decirle, Déjeme ver, pero se calló a tiempo, qué imprudencia, fue él
quien no se acordó que allí sólo había ciegos, actuó sin pensar, como habría
hecho pocas horas antes, allá fuera, si un médico le dijera A ver cómo va eso,
y levantó la manta. Hasta en aquella penumbra, quien pudiera servirse de los
ojos, aunque fuese mínimamente, vería el jergón empapado en sangre, el agujero
negro de la herida con los bordes hinchados. La atadura se había soltado. La
mujer del médico bajó cuidadosamente la manta, luego, con un gesto leve y
rápido, posó la mano en la frente del hombre. La piel, seca, estaba ardiendo.
La luz varió otra vez, las nubes se alejaban. La mujer del médico volvió a su
cama, pero no se acostó ya. Miraba al marido, que murmuraba en sueños, los
bultos de los otros bajo las mantas grises, las paredes sucias, las camas
vacías a la espera, y serenamente deseó estar ciega también, atravesar la piel
visible de las cosas y pasar al lado de dentro de ellas, a su fulgurante e
irremediable ceguera.
De
pronto, procedente del exterior de la sala, probablemente del vestíbulo que
separaba las dos alas frontales del edificio, se oyó un ruido de voces violentas,
Fuera, fuera, salgan, Lárguense, Aquí no pueden quedarse, Tienen que cumplir
las órdenes. Creció el tumulto, disminuyó luego, una puerta se cerró con estruendo,
ahora sólo se oía algún sollozo, el rumor inconfundible de alguien que acababa
de tropezar. En la sala estaban ya todos despiertos. Con la cabeza vuelta hacia
el lado de la entrada, no necesitaban ver para saber que también eran ciegos
los que iban a entrar. La mujer del médico se levantó, por su voluntad habría
ido a ayudar a los recién llegados, les diría unas palabras de afecto, los
guiaría hasta los camastros, les informaría, Mire, ésta es la siete del lado
izquierdo, ésta es la cuatro del lado derecho, no se equivoque, sí, aquí estamos
seis, llegamos ayer, fuimos los primeros, los nombres qué importan, uno creo
que cometió un robo, otro fue el robado, hay una muchacha misteriosa de gafas
oscuras que se pone colirio en los ojos para tratar una conjuntivitis, que cómo
sé yo, que estoy ciega, que son oscuras las gafas, es que mi marido es oftalmólogo
y ella fue a su consultorio, sí, también él está aquí, nos ha tocado a todos,
ah, es verdad, y el niño estrábico. No se movió, sólo le dijo al marido, Llegan
más. El médico saltó de la cama, la mujer le ayudó a ponerse los pantalones,
no tenía importancia, nadie podía verlo, en aquel momento empezaron a entrar
los ciegos, eran cinco, tres hombres y dos mujeres. El médico dijo, levantando
la voz, Tengan calma, no se precipiten, aquí somos seis personas, cuántos son
ustedes, hay sitio para todos. Ellos no sabían cuántos eran, cierto es que se
habían tocado unos a otros, a veces tropezaron mientras eran empujados desde
el ala izquierda hacia ésta, pero no sabían cuántos eran. Y no traían
equipajes. Cuando, en la otra parte del edificio, despertaron ciegos, y
comenzaron a lamentarse, los otros los echaron sin contemplaciones, sin darles
siquiera tiempo para despedirse de algún pariente o amigo que con ellos
estuviera. Dijo la mujer del médico, Lo mejor sería que se fueran numerando y
diciendo cada uno quién es. Parados, los ciegos vacilaron, pero alguien tenía
que empezar, dos hombres hablaron al mismo tiempo, siempre pasa igual, luego
los dos se callaron, y fue un tercero quien
comenzó, Uno, hizo una pausa, parecía que iba a dar su nombre, pero lo que dijo
fue, Soy policía, y la mujer del médico pensó, No ha dicho cómo se llama,
seguro que sabe que eso aquí no tiene importancia. Ya otro hombre se estaba
presentando, Dos, y siguió el ejemplo del primero, Soy taxista. El tercer
hombre dijo, Tres, soy dependiente de farmacia. Después, una mujer, Cuatro, soy
camarera de hotel, y la última, Cinco, soy oficinista. Es mi mujer, mi mujer,
gritó el primer ciego, dónde estás, dime dónde estás, Aquí, estoy aquí, decía
ella llorando y avanzando trémula por el pasillo, con ojos desorbitados, las
manos luchando contra el mar de leche que por ellos entraba. Más seguro, él
avanzó hacia ella, Dónde estás, dónde estás, murmuraba ahora como si rezase.
Las manos se encontraron, un instante después estaban abrazados, eran un cuerpo
solo, los besos buscaban los besos, a veces se perdían en el aire porque no
sabían dónde estaban los rostros, los ojos, la boca. La mujer del médico se
agarró al marido, sollozando como si también ellos se hubieran encontrado,
pero lo que decía era, Qué desgracia la nuestra, qué fatalidad. Entonces se oyó
la voz del niño estrábico que preguntaba, Y mi madre. Sentada en la cama del
pequeño, la chica de las gafas oscuras murmuró, Vendrá, no te preocupes,
vendrá.
Aquí,
la verdadera casa de cada uno es el sitio donde duerme, por eso no es extraño
que el primer cuidado de los recién llegados fuese elegir cama, tal como habían
hecho en la otra sala, cuando aún tenían ojos para ver. En el caso de la mujer
del primer ciego no cabía duda, su lugar propio y natural estaba al lado del
marido, en la cama diecisiete, dejando la dieciocho en medio, como un espacio
vacío que la separa de la chica de las gafas oscuras. Tampoco sorprenderá que
todos busquen estar juntos, lo más posible, hay por aquí muchas afinidades,
unas que ya son conocidas, otras que se revelarán ahora mismo, por ejemplo, el
dependiente de farmacia fue quien vendió el colirio a la chica de las gafas
oscuras, el taxista fue quien llevó al primer ciego al médico, este que dijo
ser policía fue quien encontró al ladrón ciego llorando como un niño perdido, y
en cuanto a la camarera del hotel, fue ella la primera persona que entró en el
cuarto cuando la chica de las gafas oscuras empezó a gritar. Sin embargo, lo
cierto es que no todas estas afinidades resultarán explícitas y conocidas, sea
por falta de ocasión, sea porque ni imaginaron que pudieran existir, sea por
una simple cuestión de sensibilidad y tacto. La camarera del hotel ni sueña que
está aquí la mujer a quien vio desnuda, del dependiente de farmacia se sabe
que atendió a otros clientes que llevaban gafas oscuras puestas y compraron
colirios, al policía nadie va a cometer la imprudencia de denunciarle la
presencia del tipo que robó un automóvil, el taxista juraría que en los últimos
días no llevó ningún ciego en el taxi. Naturalmente, el primer ciego ya le ha
dicho a su mujer, en un susurro, que uno de los internados es el golfo que les
robó el coche, Mira tú qué coincidencia, pero, como entretanto supo que el
pobre diablo está herido en una pierna, tuvo la generosidad de añadir, Ya tiene
castigo bastante. Y ella, por la inmensa tristeza de estar ciega y la inmensa
alegría de haber recuperado al marido, la alegría y la tristeza pueden andar
unidas, no son como el agua y el aceite, ni se acordó de que dos días antes
dijo que daría un año de vida para que el golfo, palabra suya, se quedara
ciego. Y si aún le turbaba el espíritu una última sombra de rencor, seguro que
se disipó cuando oyó al herido gemir lastimosamente, Doctor, por favor, ayúdeme.
Dejándose guiar por la mujer, el médico tanteaba delicadamente los bordes de la herida,
era lo único que podía hacer, ni siquiera valía la pena lavarla, la infección
lo mismo podría tener su origen en la profunda estocada de un tacón de zapato
que había estado en contacto con el suelo en las calles y aquí dentro, como por
agentes patógenos con gran probabilidad existentes en el agua fétida, medio
muerta, salida de tuberías antiguas y en mal estado. La muchacha de las gafas
oscuras, que se había levantado al oír el gemido, se fue acercando lentamente,
contando las camas. Se inclinó hacia delante, y luego, extendió la mano, que
rozó la cara de la mujer del médico, y después, alcanzando, sin saber cómo, la
mano del herido, que quemaba, dijo pesarosa, Le pido perdón, fue mía toda la
culpa, no tenía por qué hacer lo que hice, No se preocupe, dijo el hombre, son
cosas fue pasan en la vida, también yo hice algo que no debería haber hecho.
Casi
cubriendo las últimas palabras, se oyó la voz áspera del altavoz, Atención,
atención, se comunica que la comida ha sido depositada a la entrada, y también
los productos de higiene y de limpieza, tienen que salir primero los ciegos a
recogerlo, el ala de los posibles contaminados será informada en el momento
oportuno, atención, atención, tienen la comida a la entrada, saldrán primero
los ciegos. Confundido por la fiebre, el herido no entendió todas las palabras,
creyó que les ordenaban salir, que había terminado la reclusión, e hizo un
movimiento para levantarse, pero la mujer del médico lo retuvo, Adónde va, No ha
oído lo que dicen, preguntó él, que salgan los ciegos, Sí, pero para recoger la
comida. El herido soltó un Ah, desalentado, y sintió de nuevo que el dolor le
revolvía las carnes. Dijo el médico, Quédense aquí, iré yo, Voy contigo, dijo
la mujer. Cuando salían de la sala, uno de los que acababan de llegar del ala
opuesta preguntó, Quién es ése, la respuesta vino del primer ciego, Es médico,
un médico de los ojos, Ésta sí que es buena, de lo mejor que he oído en mi
vida, dijo el taxista, nos ha tocado el único médico que no nos va a servir de
nada, También nos ha tocado un taxista que no podrá llevarnos a ninguna parte,
respondió sarcástica la chica de las gafas oscuras.
La
caja con la comida estaba en el zaguán. El médico le pidió a su mujer, Guíame
hasta la puerta de entrada, Para qué, Voy a decirles que tenemos un enfermo
con una infección grave y que no tenemos medicinas, Recuerda el aviso, Sí,
pero quizá ante un caso así, Lo dudo, También yo, pero nuestra obligación es
intentarlo. En el zaguán, la luz del día aturdió a la mujer, y no porque fuese
demasiado intensa, por el cielo pasaban nubes oscuras, quizá estuviera
lloviendo, He perdido la costumbre de la claridad, en tan poco tiempo, pensó.
En aquel mismo instante, un guardián les gritó desde el portón, Alto, atrás,
tengo orden de disparar, y luego, en el mismo tono, apuntando el arma,
Sargento, hay aquí unos tipos que quieren salir, No queremos salir, negó el
médico, Pues les aconsejo que realmente no lo quieran, dijo el sargento
mientras se acercaba, y, asomando tras las rejas del portón, preguntó, Qué
pasa, Una persona se hirió en una pierna y presenta una infección, necesitamos
inmediatamente antibióticos y otros medicamentos, Las órdenes que tengo son muy
claras, salir, no sale nadie, entrar, sólo comida, Si la infección se agrava,
que es lo más seguro, el caso puede rápidamente acabar de la peor manera
posible, Eso no es cosa mía, Hable entonces con sus superiores, dígaselo,
Mire, ciego, con quien voy a hablar es con usted, y le voy a decir una cosa, o
vuelven usted y ésa ahora mismo ahí dentro, o les pego un tiro, Vamos, dijo la
mujer, no hay nada que hacer, no tienen ellos la culpa, están llenos de miedo y
obedecen órdenes, No quiero creer que esté ocurriendo esto, va contra toda regla
de humanidad, Mejor es que lo creas, porque nunca te has encontrado ante una
verdad tan evidente, Aún están ahí, gritó el sargento, voy a contar hasta tres,
si a las tres no han desaparecido de mi vista pueden estar seguros de que no
volverán a entrar, uuuno, dooos, trees, fue verlo y no verlo, y a los soldados,
Ni aunque fuera un hermano mío, no dijo a quién se refería, si al hombre que
había venido a pedir los medicamentos o al de la pierna infectada. Dentro, el
herido quiso saber si iban a dejar pasar medicamentos, Cómo sabe que fui a
pedir medicinas, le preguntó al médico, Pensando, usted es médico, Lo siento
mucho, Eso quiere decir que los medicamentos no van a venir, Sí, Ah, bien.
Habían
calculado justo la comida para cinco personas. Había botellas de leche y
galletas, pero quien calculó las raciones se olvidó de los vasos, tampoco había
platos, ni cubiertos, vendrían quizá con la comida del mediodía. La mujer del
médico fue a dar de beber al herido, pero éste vomitó. El taxista dijo que no
le gustaba la leche y quiso saber si había café. Algunos, tras haber comido,
volvieron a acostarse, el primer ciego llevó a su mujer a conocer los sitios,
fueron los únicos que salieron de la sala. El dependiente de farmacia pidió
permiso para hablar con el señor doctor, le gustaría que el señor doctor le
dijera si tenía una opinión formada sobre la enfermedad, No creo que,
propiamente, se le pueda llamar enfermedad, comenzó precisando el médico, y
luego, simplificando mucho, resumió lo que había investigado en los libros
antes de quedarse ciego. Unas camas más allá, el taxista escuchaba
atentamente, y, cuando el médico terminó su relato, dijo desde lejos, Apuesto
que lo que ha ocurrido es que se han atascado los canales que van de los ojos a
la sesera, Qué animal eres, dijo el dependiente de farmacia, Quién
sabe, el médico sonrió sin querer, realmente, los ojos no son más que unas
lentes, como un objetivo, es el cerebro quien realmente ve, igual que en una
película la imagen aparece, y si esos canales se han atascado, como dice aquí
el señor, Eso es lo mismo que un carburador, si la gasolina no consigue llegar,
el motor no trabaja y el coche no anda, Nada más sencillo, como ve, dijo el
médico al dependiente de farmacia, Y cuánto tiempo cree usted, doctor, que vamos
a seguir aquí, preguntó la camarera de hotel, Por lo menos mientras estemos sin
ver, Y cuánto tiempo será eso, Francamente, no creo que lo sepa nadie, Y es
algo pasajero o va a ser para siempre, Ojalá lo supiera yo. La camarera suspiró
y, pasados unos momentos, dijo También me gustaría a mí saber qué fue de
aquella chica, Qué chica, preguntó el dependiente de farmacia, La del hotel, qué impresión me hizo verla allí, en medio del cuarto,
desnuda como vino al mundo, no llevaba más que unas gafas oscuras puestas, y
venga a gritar que estaba ciega, lo más seguro es que fuera ella la que me pegó
la ceguera a mí. La mujer del médico miró, vio a la chica quitarse las gafas
oscuras lentamente, disimulando el movimiento, luego las metió debajo de la
almohada mientras preguntaba al niño estrábico, Quieres otra galleta. Por
primera vez desde que entraron allí, la mujer del médico se sintió como si
estuviera detrás de un microscopio observando el comportamiento de unos seres
que ni siquiera podían sospechar su presencia, y esto le pareció súbitamente
indigno, obsceno, No tengo derecho a mirar si los otros no me pueden mirar a
mí, pensó. Con mano trémula, la muchacha estaba poniéndose unas gotas de
colirio. Así siempre podría decir que no eran lágrimas lo que brotaba de sus
ojos.
Cuando,
horas después, el altavoz anunció que se podía ir a recoger la comida del
mediodía, el primer ciego y el taxista se presentaron voluntarios para una
misión en la que los ojos no eran indispensables, bastaba el tacto. Las cajas
estaban lejos de la puerta que unía el zaguán con el corredor, para
encontrarlas tuvieron que caminar a gatas, barriendo el suelo ante ellos con
un brazo extendido, mientras el otro hacía de tercera pata, y si no encontraron
mayor dificultad en regresar a la sala fue porque la mujer del médico tuvo la
idea, que justificó cuidadosamente aduciendo su propia experiencia, de rasgar
en tiras una manta, haciendo con ellas una especie de cuerda, una de cuyas
puntas estaría siempre sujeta al tirador de fuera de la puerta de la sala, mientras la otra sería atada cada vez al
tobillo de quien tuviese que salir a buscar la comida. Fueron los dos hombres,
vinieron los platos y los cubiertos, pero los alimentos continuaban siendo
para cinco, lo más probable era que el sargento que mandaba el pelotón de
guardia no supiera que había allí seis ciegos más, dado que desde fuera del
portón, aun estando atento a lo que ocurriera del lado de dentro de la puerta
principal, sólo por casualidad, en la sombra del zaguán, se vería pasar gente
de una de las alas a la otra. El taxista se ofreció para reclamar la comida que
faltaba, y fue solo, no quiso compañía, Que no somos cinco, somos once, gritó
a los soldados, y el mismo sargento le respondió desde fuera, Tranquilos, que
van a ser muchos más, y lo dijo con un tono que le debió parecer de mofa al
taxista, si tenemos en cuenta lo que contó cuando volvió a la sala, Era como si
me estuviera tomando el pelo. Repartieron la comida, cinco raciones divididas
entre diez, porque el herido seguía sin querer comer, sólo pedía agua, que le
mojasen la boca, por favor. Su piel quemaba. Como no podía soportar durante
mucho tiempo el contacto y el peso de la manta sobre la herida, de vez en
cuando descubría la pierna, pero el aire frío de la sala lo obligaba a cubrirse
de nuevo inmediatamente y así horas y horas. Gemía a intervalos regulares,
con una especie de arranque sofocado, como si el dolor, constante, firme,
súbitamente se adensara antes de que pudiera agarrarlo y sostenerlo en los
límites de lo soportable.
Mediada la tarde, entraron tres ciegos más, expulsados
de la otra ala. Una de ellas era la empleada del consultorio, la mujer del
médico la reconoció inmediatamente, y los otros, así lo había decidido el destino,
eran el hombre que había estado con la chica de las gafas oscuras en el hotel y
aquel policía grosero que la llevó a casa. Sólo tuvieron tiempo para llegar a
las camas y sentarse en ellas, al azar, la empleada del consultorio lloraba
desconsoladamente, los dos hombres permanecían callados como si no pudieran
entender aún lo que les pasaba. De pronto, se oyó, llegada de la calle, una
confusión de gritos, órdenes dadas a pleno pulmón, un vocerío inextricable. Los
ciegos de la sala volvieron todos la cara para el lado de la puerta, esperando.
No podían ver, pero sabían lo que iba a pasar en los minutos siguientes. La
mujer del médico, sentada en la cama, al lado del marido, dijo en voz baja,
Tenía que ocurrir, el infierno prometido va a empezar. Él le apretó la mano
entre las suyas y murmuró, No te alejes, de ahora en adelante ya no podías
hacer nada. Los gritos habían disminuido, ahora se oían ruidos confusos en el
zaguán, eran los ciegos traídos en rebaño, que tropezaban unos con otros, se
agolpaban en el vano de las puertas, unos pocos se habían desorientado y fueron
a parar a otras salas, pero la mayoría, trastabillando, agarrados en racimos o
separados uno a uno, agitando afligidos las manos como quien se está ahogando,
entraron en la sala en torbellino, como si fueran empujados desde fuera por
una máquina arrolladora. Cayeron unos cuantos, fueron pisoteados. Aprisionados
en el estrecho pasillo, los ciegos, poco a poco, se fueron liberando por los
espacios entre los camastros, y allí, como barco que en medio del temporal
logra al fin entrar en puerto, tomaban posesión de su fondeadero personal, que
era la cama, y protestaban diciendo que ya no cabía nadie más, que los de atrás
buscasen otro sitio. Desde el fondo, el médico gritó que había más salas, pero
los pocos que se habían quedado sin cama tenían miedo de perderse en el
laberinto que imaginaban, salas, corredores, puertas cerradas, escaleras que
sólo en el último momento descubrirían. Al fin comprendieron que no podrían seguir
allí y, buscando penosamente la puerta por donde habían entrado, se
aventuraron en lo desconocido. Buscando un último y seguro refugio, los ciegos
del segundo grupo, el de cinco, pudieron ocupar los camastros que, entre ellos
y los del primer grupo, habían quedado vacíos. Sólo el herido quedó aislado,
sin protección, en la cama catorce, lado izquierdo.
Un
cuarto de hora después, salvo algunas lamentaciones, unas quejas, unos ruidos
discretos de gente que ordena sus cosas, la calma, que no la tranquilidad,
volvió a la sala. Todas las camas estaban ahora ocupadas. La tarde llegaba a su
fin, las bombillas mortecinas parecían ganar fuerza. Entonces se oyó la voz
seca del altavoz. Tal como había sido anunciado el primer día, repetían las
instrucciones sobre el funcionamiento de las salas y las reglas que deberían
obedecer los internos, El Gobierno lamenta haberse visto forzado a ejercer
enérgicamente lo que considera su derecho y su deber, proteger por todos los
medios a su alcance a la población en la crisis que estamos atravesando, etc.,
etc. Cuando calló la voz, se levantó un coro indignado de protestas, Estamos
encerrados, Vamos a morir todos aquí, No hay derecho, Dónde están los médicos
que nos habían prometido, esto era algo nuevo, las autoridades habían prometido
médicos, asistencia, tal vez incluso la curación completa. El médico no dijo
que si precisaban un médico allí estaba él. Nunca más lo diría. A un médico no
le bastan las manos, un médico cura con medicinas, fármacos, compuestos químicos,
drogas y combinaciones de esto y aquello, y aquí no hay rastro de nada de eso
ni esperanza de conseguirlo. Ni siquiera tenía ojos para percibir la palidez
de un rostro, para observar un rubor en la circulación periférica, cuántas
veces, sin necesidad de más minuciosos exámenes, esas señales exteriores
equivalían a la historia clínica completa, o la coloración de las mucosas y de
los pigmentos, con altísima probabilidad de acierto, De ésta no escapas. Como
los otros camastros próximos estaban todos ocupados, la mujer ya no podía irle
contando lo que le pasaba, pero él percibía el ambiente cargado, tenso, rozando
ya la aspereza de un conflicto, que se había intensificado desde la llegada de
los últimos ciegos. Hasta la atmósfera de la sala parecía haberse vuelto más
espesa, con hedores que flotaban, gruesos y lentos, con súbitas corrientes nauseabundas,
Cómo será esto dentro de una semana, se preguntó, y le asustó imaginar que dentro de una
semana aún estarían encerrados en este lugar, Suponiendo que no haya
dificultades con el abastecimiento de comida, y seguro que las habrá, dudo que
la gente de fuera sepa en cada momento cuántos vamos siendo aquí, la cuestión
es cómo se van a resolver los problemas de higiene, no hablo ya de cómo nos
lavaremos, ciegos recientes, de pocos días, y sin ayuda de nadie, y si las
duchas funcionarán, y por cuánto tiempo, hablo de lo demás, de los demases
todos, un simple atasco en los retretes, sólo uno, y esto se convertirá en una
cloaca. Se frotó la cara con las manos, sintió la aspereza de la barba de tres
días, Es mejor así, espero que no se les ocurra la idea de mandarnos hojas de
afeitar y tijeras. En la maleta tenía todo lo que necesitaba para afeitarse,
pero sabía que sería un error hacerlo, Y dónde, dónde, no aquí, en la sala, en
medio de todos éstos, cierto es que ella podría afeitarme, pero los otros no
tardarían en darse cuenta, y les sorprendería que alguien lo hiciera,
y allá dentro, en las duchas, aquella confusión, Dios santo, qué falta nos
hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras, estar
delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi
cara, lo que tenga luz no me pertenece.
Las
protestas fueron amortiguándose poco a poco, alguien llegado de la otra sala
apareció preguntando si quedaba algo de comida, quien le respondió fue el
taxista, Ni migajas, y el dependiente de farmacia, mostrando buena voluntad,
dulcificó aquella negativa perentoria, Puede que luego llegue algo. No llegó.
Se cerró la noche. De fuera, ni comida, ni palabras. Se oyeron gritos en la
sala de al lado, luego se hizo el silencio, si alguien lloraba, lo hacía
bajito, el llanto no atravesaba las paredes. La mujer del médico fue a ver
cómo se encontraba el enfermo, Soy yo, le dijo, y levantó cuidadosamente la
manta. La pierna tenía un aspecto terrorífico, hinchada toda por igual desde
el muslo, y la herida, un círculo negro con franjas rojizas, sanguinolentas,
se había ampliado muchísimo, como si la carne hubiera sufrido una erupción, y
exhalaba un olor entre fétido y dulzón. Cómo se encuentra, preguntó la mujer
del médico, Gracias por venir, Dígame cómo se encuentra, Mal, Le duele, Sí y
no, Explíquese, Me duele, pero es como si la pierna no fuera mía, está como
separada del cuerpo, no sé cómo explicarlo, es una impresión extraña, como si
estuviera aquí tumbado viendo cómo la pierna me duele, Eso es la fiebre, Será,
Haga ahora por dormir. La mujer del médico le posó la mano en la frente, luego
iba a retirarse, pero no tuvo tiempo ni de dar las buenas noches, el enfermo la
agarró por un brazo y la atrajo, obligándola a acercar la cara, Sé que usted
ve, dijo con una voz muy baja. La mujer del médico se estremeció, y murmuró,
Se equivoca,
de dónde ha sacado eso, veo como cualquiera de los que están aquí, No quiera engañarme, señora, sé muy bien que ve, pero, descuide, no se lo voy a decir a nadie, Duerma, duerma, No tiene confianza en mí, La tengo, No se fía de la palabra de un ladrón, Le he dicho ya que tengo confianza, Entonces, por qué no me dice la verdad, Hablaremos mañana, ahora duerma, Bueno, mañana, si llego, No debemos pensar lo peor, Yo pienso, o la fiebre está pensando por mí. La mujer del médico volvió al lado de su marido y le susurró al oído, La herida tiene un aspecto horrible, será gangrena, En tan poco tiempo no me parece probable, Sea lo que sea, ese hombre está muy mal, Y nosotros aquí, dijo el médico con voz audible a propósito, no basta con que estemos ciegos, es como si nos hubieran atado de pies y manos. De la cama catorce, lado izquierdo, el enfermo respondió, A mí no me atará nadie, doctor.
Fueron pasando las horas, uno tras otro los ciegos entraron en el sueño. Algunos se habían cubierto la cabeza con la manta, como si deseasen que la oscuridad, una oscuridad auténtica, una negra oscuridad, apagara definitivamente los soles deslustrados en que sus ojos se habían convertido. Las tres bombillas colgadas del techo alto, fuera del alcance, derramaban sobre los camastros una luz sucia, amarillenta, que ni capaz era de producir sombras. Cuarenta personas dormían o intentaban desesperadamente dormir, algunas suspiraban y murmuraban en sueños, quizá vieran en el sueño aquello que soñaban, tal vez dijeran, Si esto es un sueño, no quiero despertar. Los relojes de todos ellos estaban parados, se olvidaron de darles cuerda o creyeron que no valía la pena, sólo el de la mujer del médico seguía funcionando. Pasaba ya de las tres de la madrugada. Adelante, muy lentamente, apoyándose en los codos, el ladrón de coches alzó el cuerpo. No notaba la pierna, sólo el dolor estaba allí, el resto había dejado de pertenecerle. Estaba rígida la articulación de la rodilla. Dejó caer el cuerpo hacia el lado de la pierna sana, que quedó colgando fuera de la cama, luego, con las manos juntas por debajo del muslo, intentó mover en el mismo sentido la pierna herida. Como una jauría de lobos que despertaran de súbito, los dolores corrieron en todas direcciones para seguir luego cercando el cráter soturno del que se alimentaban. Ayudándose con las manos, fue arrastrando lentamente el cuerpo por el jergón en dirección al pasillo. Cuando alcanzó el alzado de los pies de la cama, tuvo que descansar. Respiraba con dificultad, como si padeciera de asma, la cabeza oscilaba sobre los hombros y apenas podía sostenerse en ellos. Al cabo de unos minutos, la respiración se le reguló, y él empezó a levantarse lentamente, apoyado en la pierna buena. Sabía que la otra de nada iba a servirle, que tendría que arrastrarla tras de sí a donde quiera que fuese. Sintió un mareo, un temblor irreprimible le atravesó el cuerpo, el frío y la fiebre le hicieron castañetear los dientes. Amparándose en los hierros de las camas, pasando de una a otra, fue avanzando entre los dormidos, tiraba, como de un saco, de la pierna herida. Nadie lo vio, nadie le preguntó, Adónde va a estas horas, si alguien lo hubiera hecho, ya sabía qué responder, Voy a mear, diría, lo que no quería era que la mujer del médico le preguntara, a ella no podría engañarla, tendría que decirle la idea que llevaba en la cabeza, No puedo seguir pudriéndome aquí, sé que su marido hizo lo que estaba a su alcance, pero cuando yo iba a robar un coche no le pedía a otro que lo robase por mí, ahora es lo mismo, soy yo quien tengo que ir fuera, cuando me vean en este estado se darán cuenta de que estoy muy mal, me meterán en una ambulancia y me llevarán al hospital, seguro que hay hospitales sólo para ciegos, uno más no les importará, me tratarán la pierna, me curarán, oí decir que eso es lo que se hace con los condenados a muerte, si tienen apendicitis, los operan y sólo después los matan, para que mueran sanos, aunque, por mí, si quieren pueden volver a traerme aquí, no me importa. Avanzó más, apretando los dientes para no gemir, pero no pudo reprimir un sollozo de agonía cuando, llegado al extremo de la fila, perdió el equilibrio. Se había equivocado en la cuenta de las camas, esperaba que quedara una más y era ya el vacío. Caído en el suelo, no se movió. hasta estar seguro de que nadie se había despertado con el ruido del golpe. Luego descubrió que la posición convenía perfectamente a un ciego, si avanzaba a gatas podría encontrar con más facilidad el camino. Se fue arrastrando así hasta llegar al zaguán, allí se detuvo para pensar qué iba a hacer, si sería mejor llamar desde la puerta, o acercarse a la reja aprovechando la cuerda que había servido de pasamanos. Sabía muy bien que si llamaba pidiendo ayuda lo mandarían que volviera inmediatamente para atrás, pero la alternativa de tener como único socorro, después de todo lo que, pese al apoyo sólido de las camas, había sufrido, una cuerda bamboleante, insegura, le hizo dudar. Pasados unos minutos, creyó encontrar la solución, Iré a gatas, pensó, me pongo debajo de la cuerda, de vez en cuando levanto la mano para ver si voy por el buen camino, esto es lo mismo que robar un coche, siempre encuentra uno la manera. De repente, sin que se apercibiera, su conciencia se despertó y le censuró ásperamente por haber sido capaz de robar el automóvil a un pobre ciego, Si estoy ahora en esta situación, argumentó, no es por haberle robado el coche, sino por haberle acompañado hasta su casa, ése fue mi inmenso error. No estaba la conciencia para debates casuísticos, sus razones eran simples y claras, Un ciego es sagrado, a un ciego no se le roba, Técnicamente hablando, no le robé, ni él llevaba el coche en el bolsillo ni yo le apunté con una pistola, se defendió el acusado, Déjate de sofismas, rezongó la conciencia, y sigue andando.
de dónde ha sacado eso, veo como cualquiera de los que están aquí, No quiera engañarme, señora, sé muy bien que ve, pero, descuide, no se lo voy a decir a nadie, Duerma, duerma, No tiene confianza en mí, La tengo, No se fía de la palabra de un ladrón, Le he dicho ya que tengo confianza, Entonces, por qué no me dice la verdad, Hablaremos mañana, ahora duerma, Bueno, mañana, si llego, No debemos pensar lo peor, Yo pienso, o la fiebre está pensando por mí. La mujer del médico volvió al lado de su marido y le susurró al oído, La herida tiene un aspecto horrible, será gangrena, En tan poco tiempo no me parece probable, Sea lo que sea, ese hombre está muy mal, Y nosotros aquí, dijo el médico con voz audible a propósito, no basta con que estemos ciegos, es como si nos hubieran atado de pies y manos. De la cama catorce, lado izquierdo, el enfermo respondió, A mí no me atará nadie, doctor.
Fueron pasando las horas, uno tras otro los ciegos entraron en el sueño. Algunos se habían cubierto la cabeza con la manta, como si deseasen que la oscuridad, una oscuridad auténtica, una negra oscuridad, apagara definitivamente los soles deslustrados en que sus ojos se habían convertido. Las tres bombillas colgadas del techo alto, fuera del alcance, derramaban sobre los camastros una luz sucia, amarillenta, que ni capaz era de producir sombras. Cuarenta personas dormían o intentaban desesperadamente dormir, algunas suspiraban y murmuraban en sueños, quizá vieran en el sueño aquello que soñaban, tal vez dijeran, Si esto es un sueño, no quiero despertar. Los relojes de todos ellos estaban parados, se olvidaron de darles cuerda o creyeron que no valía la pena, sólo el de la mujer del médico seguía funcionando. Pasaba ya de las tres de la madrugada. Adelante, muy lentamente, apoyándose en los codos, el ladrón de coches alzó el cuerpo. No notaba la pierna, sólo el dolor estaba allí, el resto había dejado de pertenecerle. Estaba rígida la articulación de la rodilla. Dejó caer el cuerpo hacia el lado de la pierna sana, que quedó colgando fuera de la cama, luego, con las manos juntas por debajo del muslo, intentó mover en el mismo sentido la pierna herida. Como una jauría de lobos que despertaran de súbito, los dolores corrieron en todas direcciones para seguir luego cercando el cráter soturno del que se alimentaban. Ayudándose con las manos, fue arrastrando lentamente el cuerpo por el jergón en dirección al pasillo. Cuando alcanzó el alzado de los pies de la cama, tuvo que descansar. Respiraba con dificultad, como si padeciera de asma, la cabeza oscilaba sobre los hombros y apenas podía sostenerse en ellos. Al cabo de unos minutos, la respiración se le reguló, y él empezó a levantarse lentamente, apoyado en la pierna buena. Sabía que la otra de nada iba a servirle, que tendría que arrastrarla tras de sí a donde quiera que fuese. Sintió un mareo, un temblor irreprimible le atravesó el cuerpo, el frío y la fiebre le hicieron castañetear los dientes. Amparándose en los hierros de las camas, pasando de una a otra, fue avanzando entre los dormidos, tiraba, como de un saco, de la pierna herida. Nadie lo vio, nadie le preguntó, Adónde va a estas horas, si alguien lo hubiera hecho, ya sabía qué responder, Voy a mear, diría, lo que no quería era que la mujer del médico le preguntara, a ella no podría engañarla, tendría que decirle la idea que llevaba en la cabeza, No puedo seguir pudriéndome aquí, sé que su marido hizo lo que estaba a su alcance, pero cuando yo iba a robar un coche no le pedía a otro que lo robase por mí, ahora es lo mismo, soy yo quien tengo que ir fuera, cuando me vean en este estado se darán cuenta de que estoy muy mal, me meterán en una ambulancia y me llevarán al hospital, seguro que hay hospitales sólo para ciegos, uno más no les importará, me tratarán la pierna, me curarán, oí decir que eso es lo que se hace con los condenados a muerte, si tienen apendicitis, los operan y sólo después los matan, para que mueran sanos, aunque, por mí, si quieren pueden volver a traerme aquí, no me importa. Avanzó más, apretando los dientes para no gemir, pero no pudo reprimir un sollozo de agonía cuando, llegado al extremo de la fila, perdió el equilibrio. Se había equivocado en la cuenta de las camas, esperaba que quedara una más y era ya el vacío. Caído en el suelo, no se movió. hasta estar seguro de que nadie se había despertado con el ruido del golpe. Luego descubrió que la posición convenía perfectamente a un ciego, si avanzaba a gatas podría encontrar con más facilidad el camino. Se fue arrastrando así hasta llegar al zaguán, allí se detuvo para pensar qué iba a hacer, si sería mejor llamar desde la puerta, o acercarse a la reja aprovechando la cuerda que había servido de pasamanos. Sabía muy bien que si llamaba pidiendo ayuda lo mandarían que volviera inmediatamente para atrás, pero la alternativa de tener como único socorro, después de todo lo que, pese al apoyo sólido de las camas, había sufrido, una cuerda bamboleante, insegura, le hizo dudar. Pasados unos minutos, creyó encontrar la solución, Iré a gatas, pensó, me pongo debajo de la cuerda, de vez en cuando levanto la mano para ver si voy por el buen camino, esto es lo mismo que robar un coche, siempre encuentra uno la manera. De repente, sin que se apercibiera, su conciencia se despertó y le censuró ásperamente por haber sido capaz de robar el automóvil a un pobre ciego, Si estoy ahora en esta situación, argumentó, no es por haberle robado el coche, sino por haberle acompañado hasta su casa, ése fue mi inmenso error. No estaba la conciencia para debates casuísticos, sus razones eran simples y claras, Un ciego es sagrado, a un ciego no se le roba, Técnicamente hablando, no le robé, ni él llevaba el coche en el bolsillo ni yo le apunté con una pistola, se defendió el acusado, Déjate de sofismas, rezongó la conciencia, y sigue andando.
El
aire frío de la madrugada le refrescó la cara. Qué bien se respira aquí fuera,
pensó. Le pareció notar que la pierna le dolía mucho menos, pero eso no le
sorprendió, ya antes, más de una vez, le había ocurrido lo mismo. Estaba en el
rellano exterior, no tardaría en llegar a los escalones, Va a ser complicado,
pensó, bajar con la cabeza delante. Levantó un brazo para asegurarse de que
la cuerda estaba allí, y avanzó. Tal como había previsto, no era fácil pasar de un
escalón al otro, sobre todo por la pierna, que no ayudaba, y la prueba la tuvo
inmediatamente, cuando, en medio de la escalera, resbaló una de las manos en un
escalón y el cuerpo cayó todo hacia un lado y fue arrastrado por el peso muerto
de la maldita pierna. Los dolores volvieron instantáneamente, con las sierras,
las brocas y los martillos, y ni él supo cómo consiguió no gritar. Durante
largos minutos permaneció tendido de bruces, con la cara pegada al suelo. Un
viento rápido, rastrero, lo hizo tiritar. No lleva sobre el cuerpo más que la
camisa y los calzoncillos. La herida estaba, toda ella, en contacto con la
tierra, y pensó, Puede infectarse, era un pensamiento estúpido, no recordó que
la venía arrastrando así desde la sala, Bueno, es igual, ellos van a curarme
antes de que se infecte, pensó luego, para tranquilizarse, y se puso de lado
para mejor alcanzar la cuerda. No la encontró de inmediato. Había olvidado que
estaba en posición perpendicular a ella cuando dio la vuelta y rodó por la
escalera, pero el instinto le hizo permanecer donde estaba. Luego fue el raciocinio lo que
le orientó para sentarse y moverse lentamente hasta tocar con los riñones el
primer peldaño, y con un sentimiento exultante de victoria sintió la aspereza
de la cuerda en la mano alzada. Probablemente fue también ese sentimiento lo
que le llevó a descubrir, seguidamente, la mejor manera de desplazarse sin que
la herida rozase el suelo, ponerse de espaldas hacia donde estaba el portón
y, usando los brazos como muletas, como hacían antes los que no tenían piernas,
desplazar con pequeños movimientos el cuerpo sentado. Hacia atrás, sí, porque
en este caso, como en otros, tirar de algo era más fácil que empujarlo. La
pierna, así, no sufría tanto, aparte de que el suave declive del terreno,
bajando hacia la salida, le ayudaba. En cuanto a la cuerda, no había peligro
de perderla, que casi le tocaba la cabeza. Se preguntaba si aún le faltaría
mucho para llegar al portón, no era lo mismo ir por su pie, y mejor aún con
los dos, que avanzar a reculones, en desplazamientos de medio palmo o menos.
Olvidando por un instante que estaba ciego, volvió la cabeza como para
comprobar el espacio que le faltaba por recorrer y encontró delante la misma
blancura sin fondo. Será de noche, será de día, se preguntó, bueno, si fuera de
día me habrían visto ya, además, sólo hubo un desayuno, y fue hace muchas
horas. Le asombraba el espíritu lógico que se iba descubriendo, la rapidez y
el acierto de los razonamientos, se veía a sí mismo diferente, otro hombre, y
si no fuera por la mala suerte de esta pierna, juraría que nunca en toda la
vida se había encontrado tan bien. Sus espaldas golpearon con la parte inferior
chapeada del portón. Había llegado. Metido en la garita para protegerse del
frío, el soldado de guardia creyó oír un leve rumor que no había conseguido
identificar, de todos modos no pensó que nadie pudiera acercarse desde dentro,
habría sido el movimiento del ramaje de los árboles, las hojas que el viento
hacía rozar contra la reja. Otro ruido le llegó repentinamente a los oídos,
pero éste fue diferente, un golpe, un choque, para ser más preciso, que no
podía ser obra del viento. Nervioso, el soldado salió de la garita empuñando el
fusil automático y miró hacia el portón. No vio nada. Pero el ruido volvió a
sonar, más fuerte, ahora como de uñas que rasparan una superficie rugosa. La
chapa del portón, pensó. Dio un paso hacia la tienda de campaña donde dormía el
sargento, pero lo contuvo el pensamiento de que si daba una falsa alarma le
iban a echar una bronca, a los sargentos no les gusta que los despierten, ni
cuando hay motivo suficiente. Volvió a mirar hacia el portón, y esperó, tenso.
Muy lentamente, en el espacio entre dos hierros verticales, como un fantasma,
empezó a aparecer una cara blanca. La cara de un ciego. El miedo le heló la
sangre al soldado, y fue el miedo lo que le hizo apuntar su arma y disparar una
ráfaga a quemarropa.
El
estruendo seco de las detonaciones hizo surgir de dentro de las tiendas,
inmediatamente, medio vestidos aún, a los soldados que componían el pelotón
encargado de la guardia del manicomio y de los que dentro de él estaban. El
sargento ya estaba al mando de sus hombres, Qué coño pasa, Un ciego, un ciego,
balbuceó el soldado, Dónde, Allí, e indicó el portón con el cañón del arma, No
veo nada, Estaba allí, lo vi. Los soldados habían acabado de equiparse y
esperaban alineados, fusil en mano. Encended el proyector, ordenó el sargento.
Uno de los soldados subió a la plataforma del vehículo. Segundos después, el
foco deslumbrante iluminó el portón enrejado y la fachada del edificio. No hay
nadie, animal, dijo el sargento, y se disponía a soltar unas cuantas amenidades
militares del mismo estilo cuando vio que por debajo del portón se extendía,
bajo la violenta luz del foco, un charco negro. Le diste de lleno, amigo, dijo.
Después, recordando las órdenes rigurosas que había recibido, gritó, Atrás,
eso se pega. Los soldados retrocedieron, medrosos, pero continuaron mirando el
charco que lentamente asomaba por
entre las junturas de las piedras de la acera. Crees que el tipo ese está
muerto, preguntó el sargento, Tiene que estarlo, le solté una ráfaga de lleno
en la cara, respondió el soldado, contento ahora con su obvia demostración de
puntería. En ese momento, otro soldado gritó nervioso, Sargento, sargento, mire
ahí. En el rellano exterior de la escalera se veían unos cuantos ciegos, más
de diez. Quietos, no avancen, gritó el sargento, un paso más y los achicharro a
todos. En las ventanas de las casas de enfrente, algunas personas, arrancadas
del sueño por los disparos, miraban asustadas a través de los cristales.
Entonces, el sargento gritó, Que vengan cuatro a recoger el cuerpo. Como no
podían ver ni contar, fueron seis los ciegos que se movieron, He dicho cuatro,
gritó el sargento histéricamente. Los ciegos se tocaron, volvieron a tocarse,
dos se quedaron atrás. Los otros empezaron a andar a lo largo de la cuerda.
Vamos
a ver si hay por aquí una pala o un azadón, algo, cualquier cosa que sirva
para cavar, dijo el médico. Llevaron con gran esfuerzo el cadáver al cercado
interior, lo dejaron en el suelo, entre la basura y las hojas caídas de los
árboles. Ahora, había que enterrarlo. Sólo la mujer del médico conocía el
estado en que se encontraba el muerto, la cara y el cráneo destrozados por la
descarga, tres orificios de bala en el cuello y en la parte del esternón.
También sabía que en todo el edificio no encontrarían nada con lo que se
pudiera abrir una sepultura. Después de recorrer el espacio que les había sido
destinado, no halló más que una vara de hierro, Ayudará, pero no será
suficiente. Había visto, detrás de las ventanas cerradas del corredor que continuaba
a lo largo del ala reservada a los posibles contagiados, más bajas de este
lado de la cerca, rostros atemorizados de gente esperando su hora, el momento
inevitable en que tendrían que decirles a los otros, Me he quedado ciego, o
cuando, si hubieran intentado ocultar lo sucedido, se denunciasen con un gesto
equivocado, con un movimiento de cabeza en busca de una sombra, un tropezón injustificado
en quien tiene ojos. Todo esto lo sabía también el médico, la frase que había
dicho formaba parte de la comedia pactada entre los dos, a partir de ahora ya
podría decir la mujer, Y si pidiésemos a los soldados que nos traigan una pala,
Buena idea, vamos a probar, y todos se mostraron de acuerdo, que sí, que era
una buena idea, sólo la chica de las gafas oscuras se quedó en silencio, sin
decir nada sobre la pala o el azadón, su manera de hablar eran, por ahora,
lágrimas y lamentos, Tuve yo la culpa, lloraba, y era verdad, no se podía
negar, pero también es cierto, si eso le sirve de consuelo, que si antes de
cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar
en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las
probables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos
siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho
detenernos. Los buenos y los malos resultados de nuestros dichos y obras se
van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por
todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no
estaremos aquí para poder comprobarlo, para congratularnos o para pedir
perdón, hay quien dice que eso es la inmortalidad de la que tanto se habla, Lo
será, pero este hombre está muerto y hay que enterrarlo. Fueron, pues, el
médico y su mujer a parlamentar, la chica de las gafas oscuras, inconsolable,
dijo que iba con ellos. Por remordimientos de conciencia. Apenas estuvieron a
la vista, en la entrada de la puerta, un soldado les gritó, Alto, y como si
temiera que la intimidación verbal, aunque enérgica, no fuera suficiente,
disparó al aire. Asustados, retrocedieron buscando protección en las sombras
del zaguán, tras las gruesas maderas de la puerta abierta. Luego, avanzó sola
la mujer del médico, desde donde estaba podía ver los movimientos del soldado y resguardarse a tiempo si fuese necesario,
No tenemos con qué enterrar al muerto, dijo, necesitamos una pala. En el portón,
pero del lado opuesto a aquel donde había caído el ciego, apareció otro
militar. Sargento era, pero no el de antes, Qué quieren, gritó, Necesitamos
una pala o un azadón, No tenemos, venga, fuera, lárguense, Tenemos que enterrar
el cuerpo, Pues no lo entierren, déjenlo pudrirse ahí, Si lo dejamos,
contaminará la atmósfera, Pues que la contamine, y que os aproveche, La
atmósfera no se está quieta, tanto está aquí como va para donde estáis. La
pertinencia de la argumentación obligó a reflexionar al militar. Había venido a
sustituir al otro sargento, que se quedó ciego y lo trasladaron al lugar donde
estaban siendo concentrados los enfermos pertenecientes al Ejército de Tierra,
ni que decir tiene que la Marina y la Aviación disponían cada una de sus propias
instalaciones, pero éstas de menor tamaño e importancia por ser más reducidos
sus efectivos. Tiene razón la mujer, reconsideró el sargento, en un caso como
éste no hay duda de que todas las precauciones son pocas. Como prevención, dos
soldados, con máscaras antigás, habían lanzado ya sobre la sangre dos botellas
de amoníaco, cuyos últimos vapores aún hacían lagrimear al personal e
irritaban las mucosas de la garganta y de la nariz. Al fin, el sargento dijo,
Voy a ver si se puede arreglar, Y la comida, la mujer del médico aprovechó la
ocasión para recordarlo, La comida, aún no ha llegado, Somos más de cincuenta
sólo en nuestra ala, tenemos hambre, lo que nos traen no es suficiente, Eso de
la comida no es cosa del Ejército, Pero alguien tendrá que remediar la
situación, el Gobierno se comprometió a alimentarnos, Se acabó, vuelvan
dentro, no quiero ver a nadie en la puerta, El azadón, gritó aún la mujer del
médico, pero el sargento se había retirado ya. Iba mediada la mañana cuando se
oyó el altavoz de la sala, Atención, atención, los internos se alegraron
creyendo que era el anuncio de la comida, pero no, se trataba
de la pala, Que venga alguien a recoger el azadón, pero nada de grupos. Por la
posición y por la distancia en que se encontraba, más cerca del portón que de
la escalera, debieron tirarla desde fuera, No tengo que olvidar que estoy
ciega, pensó la mujer del médico, Dónde está, preguntó, Baja la escalera, ya te
iré guiando, respondió el sargento, muy bien, sigue ahora andando en esa misma
dirección, así, así, alto ahora, vuélvete un poco hacia la derecha, no, a la
izquierda, menos, menos, ahora adelante, si no te desvías te darás de narices
con ella, caliente, que te quemas, mierda, ya te dije que no te desviases, frío, frío,
vas calentándote otra vez, caliente, cada vez más caliente, ya está, da ahora
media vuelta y vuelvo a guiarte, no quiero que te quedes ahí como una burra
en la noria, dando vueltas, y acabes junto al portón, No te preocupes, pensó
ella, iré desde aquí a la puerta en línea recta, a fin de cuentas, es igual,
aunque sospechase que no soy ciega, a mí qué me importa, no va a venir a
buscarme. Se echó el azadón al hombro, como un viñador que va al trabajo, y se
dirigió a la puerta sin desviarse un paso, Mi sargento, ve eso, exclamó uno de
los soldados, para mí que ésa tiene ojos, Los ciegos aprenden muy rápido a
orientarse, explicó, convencido, el sargento.
Fue trabajoso abrir la tumba. La tierra estaba dura,
apretada, había raíces a un palmo del suelo. Cavaron el taxista, los dos
policías y el primer ciego. Ante la muerte, lo que se espera de la naturaleza
es que los rencores pierdan su fuerza y su veneno, cierto es que se dice que
odio viejo no cansa, y de eso no faltan pruebas en la literatura y en la vida,
pero esto, la verdad, no era realmente odio, y de viejo no tenía nada, pues qué
vale el robo del coche al lado del muerto que lo había robado, y menos en el
mísero estado en que se encuentra, que no son precisos ojos para saber que esta
cara no tiene nariz ni boca. Sólo pudieron cavar tres palmos. Si el muerto
fuera gordo, le habría quedado asomando la barriga, pero el ladrón era flaco,
un auténtico palo de escoba, y más aún después del ayuno de tres días, cabrían
en aquella tumba dos como él. No hubo oraciones. Podríamos ponerle una cruz,
recordó la chica de las gafas oscuras, los remordimientos hablaron por ella,
pero nadie tenía noticia de lo que el difunto pensaba en vida de tales
historias de Dios y de la religión, lo mejor era callar, si es que otro
procedimiento tiene justificación ante la muerte, además, téngase en
consideración que hacer una cruz es algo mucho menos fácil de lo que parece,
por no hablar del tiempo que iba a sostenerse, con todos estos ciegos que no
ven dónde ponen los pies. Volvieron a la sala. En los sitios más frecuentados,
salvo en el campo abierto, como el cercado, ya no se pierden aquellos ciegos,
que con un brazo tendido hacia delante y unos dedos moviéndose como antenas de
insectos se llega a todas partes, incluso es probable que los ciegos más
dotados no tarden en desarrollar eso que llamamos visión frontal. La mujer del
médico, por ejemplo, es asombroso cómo consigue moverse y orientarse por ese
procedimiento entre aquel rompecabezas de salas, desvanes y corredores, cómo
sabe doblar una esquina en el punto exacto, cómo se detiene ante una puerta y
abre sin vacilar, cómo no tiene que ir contando las camas hasta llegar a la
suya. Está sentada ahora en la cama del marido, habla con él, muy bajito, como
de costumbre, se ve que es gente de educación, y tienen siempre algo que
decirse el uno al otro, no son como el otro matrimonio, el primer ciego y su
mujer, después de aquellas conmovedoras efusiones del reencuentro casi no han
conversado, y es que, en ellos, probablemente, ha podido más la tristeza de
ahora que el amor de antes, con el tiempo se acostumbrarán. Quien no se cansa
de repetir que tiene hambre es el niño estrábico, pese a que la chica de las
gafas oscuras se quita prácticamente la comida de la boca para dársela a él.
Hace muchas horas que el mozalbete no pregunta por su madre, pero seguro que
volverá a echarla de menos después de haber comido, cuando el cuerpo se
encuentre liberado de servidumbres brutales y egoístas que resultan de la
simple, pero imperiosa, necesidad de mantenerse. Sería por causa de lo
ocurrido de madrugada, o por motivos ajenos a nuestra voluntad, la verdad es
que no habían llegado las cajas con el desayuno. Ahora se aproxima la hora de
comer, es ya la una en el reloj que la mujer del médico acaba de consultar a
hurtadillas, no es, pues, extraño que la impaciencia de los jugos gástricos
haya empujado a unos cuantos ciegos, tanto de ésta como de la otra sala, a
esperar en el zaguán la llegada de la comida, y esto por dos excelentes
razones, la pública, de unos, porque así se ganaría tiempo, y la reservada, de
otros, porque sabido es que quien llega primero, mejor se sirve. En total, no
serán menos de diez los ciegos atentos al ruido que hará el portón enrejado al
ser abierto, a los pasos de los soldados que han de traer las benditas cajas. A
su vez, temerosos de una súbita ceguera que pudiese resultar de la proximidad
inmediata de los ciegos que esperaban en el zaguán, los contaminados del ala
izquierda no se atreven a salir, pero algunos de ellos atisban por la rendija
de la puerta, ansiosos de que les llegue su turno. Fue pasando el tiempo.
Cansados de esperar algunos ciegos se han sentado en el suelo, más tarde dos o
tres regresaron a las salas. Fue poco después cuando se oyó el rechinar inconfundible
del portón. Excitados, los ciegos, atropellándose, empezaron a moverse hacia
donde, por los ruidos de fuera, calculaban que estaba la puerta, pero, de
súbito, presos de una vaga inquietud que no tendrían tiempo de definir y
explicar, se detuvieron y luego confusamente retrocedieron, justo cuando
empezaron a oír con nitidez los pasos de los soldados que traían la comida y
de la escolta armada que los acompañaba.
Aún
bajo la impresión causada por el trágico suceso de la noche, los soldados que
llevaban las cajas habían acordado que no las dejarían junto a las puertas que
daban a las alas, como más o menos hacían antes, sino que las dejarían en el
zaguán, Que esa gente se las arregle como pueda, dijeron. La ofuscación
producida por la intensa luz del exterior y la transición brusca a la penumbra
del zaguán les impidió, en el primer momento, ver al grupo de ciegos. Los
vieron luego, inmediatamente. Soltando gritos de terror, tiraron las cajas al
suelo y salieron como locos por la puerta afuera. Los dos soldados de escolta,
que esperaban en el descansillo, reaccionaron ejemplarmente ante el peligro.
Dominando, sólo Dios sabe cómo, el miedo legítimo que sentían, avanzaron hasta
el umbral de la puerta y vaciaron sus cargadores. Empezaron los ciegos a caer
unos sobre otros, y al caer seguían recibiendo en el cuerpo balas que ya eran
un puro despilfarro de munición, fue todo tan increíblemente lento, un cuerpo,
otro cuerpo, que parecía que nunca acabarían de caer, como se ve a veces en
las películas y en la televisión. Si los soldados tuvieran que dar cuenta del
uso de las balas que disparan, éstos podrían jurar sobre la bandera que actuaron
en legítima defensa, y por añadidura en defensa también de sus compañeros
desarmados que iban en misión humanitaria y de repente se vieron amenazados
por un grupo de ciegos numéricamente superior. Retrocedieron corriendo
desatinadamente hacia el portón, cubiertos por los fusiles que los otros
soldados del piquete, trémulos, apuntaban entre la reja, como si los ciegos que
quedaban vivos estuvieran a punto de hacer una salida vengadora. Lívido, uno de
los que habían disparado decía, Yo no vuelvo ahí dentro ni aunque me maten,
y, realmente, no volvió. Bruscamente, aquel mismo día, caída ya la tarde, a la
hora de arriar bandera, pasó a ser un ciego más entre los ciegos, y de algo le
valió ser de la tropa, porque si no habría tenido que quedarse allí, haciendo
compañía a los ciegos paisanos, colegas de aquellos a los que había
acribillado, y Dios sabe cómo lo recibirían. El sargento dijo, Mejor sería
dejarlos morir de hambre, muerto el perro se acabó la rabia. Como sabemos, no
falta por ahí quien haya dicho y pensado esto muchas veces, afortunadamente
un resto precioso de sentido humanitario le hizo decir a éste, A partir de hoy
dejamos las cajas a medio camino, que vengan ellos a buscarlas, estaremos
atentos y, al menor movimiento sospechoso, fuego con ellos. Se dirigió al
puesto de mando, tomó el micrófono y, juntando las palabras lo mejor que pudo,
recurriendo al recuerdo de otras semejantes oídas en ocasiones más o menos
parecidas, dijo, El Ejército lamenta vivamente haberse visto obligado a
reprimir por las armas un movimiento sedicioso responsable de una situación de
riesgo inminente, cuya culpa directa o indirecta en modo alguno puede hacerse
recaer sobre las fuerzas armadas, se advierte en consecuencia que a partir de
hoy los internos recogerán la comida fuera del edificio, quedan advertidos que
sufrirán las consecuencias de cualquier tentativa de alteración del orden,
como ha acontecido ahora y como aconteció la pasada noche. Hizo una pausa, sin
saber muy bien cómo tenía que terminar, había olvidado las palabras adecuadas,
que las había, sin duda, y no hizo más que repetir, No hemos tenido la culpa,
no hemos tenido la culpa.
Dentro
del edificio, el estruendo de los disparos, con resonancia ensordecedora en el
espacio limitado del zaguán, había causado pavor. En los primeros momentos se
creyó que los soldados iban a irrumpir en las salas barriendo a balazos todo lo
que encontraran en su camino, que el Gobierno había cambiado de idea, optando
por la liquidación física en masa, hubo quien se metió debajo de la cama,
algunos, de puro miedo, no se movieron, pensando que era mejor no hacerlo,
para poca salud más vale ninguna, si hay que acabar, que sea rápido. Los
primeros en reaccionar fueron los contagiados. Al oír los disparos, huyeron
pero, luego, el silencio los alentó a volver, y se acercaron de nuevo a la
puerta que daba acceso al zaguán. Vieron los cuerpos amontonados, la sangre
sinuosa arrastrándose lentamente por las losas como si estuviese viva, y las
cajas de la comida. El hambre los empujó hacia fuera, allí estaba el ansiado
alimento, verdad es que iba destinado a los ciegos, que luego traerían el que
les correspondía a ellos, de acuerdo con el reglamento, pero a la mierda el
reglamento, nadie nos ve, y vela que va delante alumbra por dos, ya lo dijeron
los antiguos de todo tiempo y lugar, y los antiguos no eran lerdos. No
obstante, el hambre sólo tuvo fuerza suficiente para hacerles avanzar tres
pasos, la razón se interpuso y les advirtió que el peligro acecha a los imprudentes,
en aquellos cuerpos sin vida, sobre todo en la sangre, quién podría saber qué
vapores, qué emanaciones, qué venenosos miasmas estarían desprendiéndose ya de
la carne destrozada de los ciegos. Están muertos, no pueden hacernos nada, dijo
alguien, la intención era tranquilizarse a sí mismo y a los otros, pero fue
peor el remedio, era verdad que los ciegos estaban muertos, que no podían
moverse, fijaos, ni se mueven ni respiran, pero quién nos dice que esta ceguera
blanca no será precisamente un mal del espíritu, y si lo es, partamos de esta
hipótesis, los espíritus de aquellos ciegos nunca habrían estado tan sueltos
como ahora, fuera de los cuerpos, y por tanto libres de hacer lo que quieran,
sobre todo el mal, que, como es de conocimiento general, siempre ha sido lo
más fácil de hacer. Pero las cajas de comida, allí expuestas, atraían
irresistiblemente sus ojos, son de este calibre las razones del estómago que no
atienden a nada, aunque sea para su bien. De una de las cajas se derramaba un
líquido blanco que se iba acercando lentamente al charco de sangre, tiene
todos los visos de ser leche, es un color que no engaña. Más valerosos, o más
fatalistas, que no siempre es fácil la distinción, dos de los contagiados
avanzaron, y estaban ya casi tocando con sus manos golosas la primera caja
cuando en el vano de la puerta que daba al ala de los ciegos aparecieron unas
cuantas personas. Puede tanto la imaginación, y en circunstancias mórbidas como
ésta parece que lo puede todo, que, para aquellos dos que habían ido de
avanzada, fue como si los muertos, de repente, se hubieran levantado del
suelo, tan ciegos como. antes, ahora, pero mucho más dañinos, porque sin duda
estaría incitándoles el espíritu de venganza. Retrocedieron prudentemente en
silencio hasta la entrada de su sección, podía ser que los ciegos comenzasen a
ocuparse de los muertos, que eso era lo que mandaban la caridad y el respeto,
o, si no, que dejaran allí, por no haberla visto, alguna de las cajas, por
pequeña que fuese, que realmente los contagiados no eran muchos, quizá la mejor
solución fuese ésta, pedirles, Por favor, tengan compasión, dejen al menos una
cajita para nosotros, puede que no traigan más comida hoy, después de lo que
ha sucedido. Los ciegos se movían como ciegos que eran, a tientas, tropezando,
arrastrando los pies, no obstante, como si estuviesen organizados, supieron distribuir
las tareas eficazmente, algunos de ellos, resbalando en la sangre pegajosa y en
la leche, empezaron de inmediato a retirar y transportar los cadáveres hacia
el cercado, otros se ocuparon de las cajas, una a una, las ocho que habían sido
arrojadas al suelo por los soldados. Entre los ciegos se encontraba una mujer
que daba la impresión de estar al mismo tiempo en todas partes, ayudando a
cargar, haciendo como si guiara a los hombres, cosa evidentemente imposible
para una ciega, y, fuese por casualidad o a propósito, más de una vez volvió la
cara hacia el ala de los contagiados, como si los pudiera ver o notase su
presencia. En poco tiempo el zaguán quedó vacío, sin más señal que la mancha
grande de sangre, y otra pequeña rozándola, blanca, de la leche derramada,
aparte de esto, sólo las huellas cruzadas de los pies, pisadas rojas o
simplemente húmedas. Los contagiados cerraron resignadamente la puerta y fueron
en busca de las migajas, era tanto el desaliento que uno de ellos llegó a
decir, y esto muestra bien lo desesperados que estaban, Si vamos a quedarnos
ciegos, si es ése nuestro destino, mejor sería irnos ya a la otra parte, al
menos tendríamos qué comer, Es posible que los soldados traigan todavía lo
nuestro, dijo alguien, Ha hecho usted el servicio militar, preguntó otro, No,
Ya me lo parecía.
Teniendo
en cuenta que los muertos pertenecían a una y otra sala, se reunieron los
ocupantes de la primera y de la segunda con la finalidad de decidir si comían
primero y enterraban a los cadáveres después, o lo contrario. Nadie parecía
tener interés en saber quiénes eran los muertos. Cinco de ellos se tuvieron en
la sala segunda, no se sabe si ya se conocían de antes o, en caso de que no, si
tuvieron tiempo y disposición para presentarse unos a otros e intercambiar
quejas y desahogos. La mujer del médico no recordaba haberlos visto cuando
llegaron. A los otros cuatro, sí, a ésos los conocía, habían dormido con ella,
por así decir, bajo el mismo techo, aunque de uno no supiera más que eso, y
cómo podría saberlo, un hombre que se respeta no va a ponerse a hablar de
asuntos íntimos a la primera persona que aparezca, decir que había estado en el
cuarto de un hotel haciendo el amor con una chica de gafas oscuras, la cual, a
su vez, si es de ésta de quien se trata, ni se le pasa por la cabeza que estuvo
y está tan cerca de quien la hizo ver todo blanco. Los otros muertos eran el
taxista y los dos policías, tres hombres robustos, capaces de cuidar de sí
mismos, y cuyas profesiones consistían, aunque en distinto modo, de cuidar de
los otros, y ahí están, segados cruelmente en la fuerza de la vida, esperando
que les den destino. Van a tener que esperar a que estos que quedan acaben de
comer, no por causa del acostumbrado egoísmo de los vivos, sino porque alguien
recordó sensatamente que enterrar nueve cuerpos en aquel suelo duro y con un
solo azadón era trabajo que duraría al menos hasta la hora de la cena. Y como
no sería admisible que los voluntarios dotados de buenos sentimientos
estuvieran trabajando mientras los otros se llenaban la barriga, se decidió
dejar a los muertos para después. La comida venía en raciones individuales y
era, en consecuencia, fácil de distribuir, toma tú, toma tú, hasta que se
acababa. Pero la ansiedad de unos cuantos ciegos, menos sensatos, vino a
complicar lo que en circunstancias normales habría sido cómodo, aunque un
maduro y sereno juicio nos aconseje admitir que los excesos que se dieron
tuvieron cierta razón de ser, bastará recordar, por ejemplo, que al principio
no se podía saber si la comida iba a llegar para todos. Verdad es que
cualquiera comprenderá que no es fácil contar ciegos ni repartir raciones sin
ojos que los puedan ver, a ellos y a ellas. Añádase que algunos ocupantes de la
segunda sala, con una falta de honradez más que censurable, quisieron convencer
a los otros de que su número era mayor del que realmente era. Menos mal que
para eso estaba allí, como siempre, la mujer del médico. Algunas palabras
dichas a tiempo valen más que un discurso que agravaría la difícil situación.
Malintencionados y rastreros fueron también aquellos que no sólo intentaron,
sino que consiguieron, recibir comida dos veces. La mujer del médico se dio
cuenta del acto censurable, pero creyó prudente no denunciar el abuso. No
quería ni pensar en las consecuencias que resultarían de la revelación
de que no estaba ciega. Lo mínimo que le podría ocurrir sería verse convertida
en sierva de todos, y lo máximo, tal vez, sería convertirse en esclava de
algunos. La idea, de la que se había hablado al principio, de nombrar un
responsable de sala, podría ayudar a resolver esos aprietos y otros por
desgracia aún peores, a condición, sin embargo, de que la autoridad de ese responsable,
ciertamente frágil, ciertamente precaria, ciertamente puesta en causa en cada
momento, fuera claramente ejercida en bien de todos y como tal reconocida por
la mayoría. Si no lo conseguimos, pensó, acabaremos por matarnos aquí unos a
otros. Se prometió a sí misma hablar de estos delicados asuntos con el marido,
y continuó repartiendo las raciones.
Unos
por indolencia, otros por tener el estómago delicado, a nadie le apeteció
ejercer el oficio de enterrador después de comer. Cuando el médico, que por su
profesión se consideraba más obligado que los otros, dijo de mala gana, Bueno,
vamos a enterrar a éstos, no se presentó ni un solo voluntario. Tendidos en las
camas, los ciegos sólo querían que les dejasen hacer tranquilamente la breve
digestión, algunos se quedaron dormidos inmediatamente, cosa que no era de
extrañar, después de los sustos y sobresaltos por los que habían pasado, y el
cuerpo, pese a estar tan parcamente alimentado, se abandonaba al relajamiento
de la química digestiva. Más tarde, cerca ya del crepúsculo, cuando las
lámparas mortecinas parecieron ganar alguna fuerza por la progresiva
disminución de la luz natural, mostrando así también lo débiles que eran y lo
poco que servían, el médico, acompañado de su mujer, convenció a dos hombres
de su sala para que los acompañaran al cercado, aunque sólo fuera, dijo, para
hacer balance del trabajo que debería ser hecho y para separar los cuerpos ya
rígidos, una vez decidido que cada sala enterraría a los suyos. La ventaja de
que gozaban estos ciegos era la de algo que podría llamarse ilusión de la luz.
Realmente, igual les daba que fuera de día o de noche, crepúsculo matutino o
vespertino, silente madrugada o rumorosa hora meridiana, los ciegos siempre
estaban rodeados de una blancura resplandeciente, como el sol dentro de la
niebla. Para éstos, la ceguera no era vivir banalmente rodeado de tinieblas;
sino en el interior de una gloria luminosa. Cuando el médico cometió el desliz
de decir que iban a separar los cuerpos, el primer ciego, que era uno de los
que concordaran ayudarle, quiso que le explicase cómo iban a reconocerlos,
pregunta lógica la del ciego, que desconcertó al doctor. Esta vez la mujer
pensó que no tenía que acudir en su auxilio, porque se denunciaría si lo
hiciese. El médico salió airosamente de la dificultad, por el método radical
del paso adelante, es decir, reconociendo el error, Uno, dijo en el tono de
quien se ríe de sí mismo, se acostumbra tanto a tener ojos que cree que los
puede utilizar incluso cuando no le sirven para nada, de hecho sólo sabemos que
hay aquí cuatro de los nuestros, el taxista, los dos policías y otro que estaba
también con nosotros, la solución es, por tanto, coger al azar cuatro de estos
cuerpos, enterrarlos como se debe, y así cumplimos con nuestra obligación. El
primer ciego se mostró de acuerdo, su compañero también, y de nuevo, relevándose,
empezaron a cavar las tumbas. No sabrían estos auxiliares, como ciegos que
eran, que los cadáveres enterrados, sin excepción, habían sido precisamente
aquellos de los que hablaron, y no será preciso decir cómo trabajó aquí lo que
parece el azar, la mano del médico, guiada por la mano de la mujer, tocaba una
pierna o un brazo, y decía, Éste. Cuando ya estaban enterrados dos cuerpos,
aparecieron al fin, procedentes de la sala, tres hombres dispuestos a ayudar,
es probable que no se ofrecieran si alguien les hubiera dicho que ya era noche
cerrada. Psicológicamente, incluso estando ciego un hombre, hay que reconocer
que existe una gran diferencia entre cavar sepulturas a la luz del día y
después de la caída del sol. En el momento en que entraban en la sala, sudados,
sucios de tierra, llevando aún en las narices el primer hedor dulzón de la
corrupción, repetía el altavoz las instrucciones consabidas. No hubo ninguna
referencia a lo que había pasado, no se habló de tiros ni de muertos a
quemarropa. Avisos como aquel de Abandonar el edificio sin previa autorización
significará la muerte inmediata, o Los internos enterrarán sin formalidades el
cadáver en el cercado, cobraban ahora, gracias a la dura experiencia de la
vida, maestra suprema en todas las disciplinas, pleno sentido, mientras aquel
otro que prometía cajas de comida tres veces al día resultaba grotesco sarcasmo
o ironía aún más difícil de soportar. Cuando la voz calló, el médico, solo,
porque empezaba a conocer los rincones de la casa, fue hasta la puerta de la
otra sala para informar, Los nuestros están enterrados ya, Si enterraron a
unos, también podían haber enterrado a los otros, respondió desde dentro una
voz de hombre, Lo acordado fue que cada sala enterraría a sus muertos, nosotros
contamos cuatro y los enterramos, Está bien, mañana enterraremos a los de aquí,
dijo otra voz masculina, y luego, cambiando de tono, preguntó, No ha llegado
más comida, No, respondió el médico, Pero el altavoz dijo que llegaría comida
tres veces al día, Dudo que cumplan la promesa, Entonces habrá que racionar
los alimentos que vayan llegando, dijo una voz de mujer, Parece una buena idea,
si quieren, hablamos mañana, De acuerdo, dijo la mujer. Ya se retiraba el médico
cuando oyó la voz del hombre que había hablado primero, A ver quién manda aquí,
y se paró aguardando a que alguien respondiera, lo hizo la misma voz femenina,
Si no nos organizamos en serio, van a mandar aquí el hambre y el miedo, como
si no fuera vergüenza bastante que no haya ido nadie con ellos a enterrar a
los muertos, Y por qué no los entierras tú, ya que eres tan lista y hablas tan
bien, Sola no puedo, pero estoy dispuesta a ayudar, Mejor no discutir,
intervino la segunda voz de hombre, mañana por la mañana trataremos de eso. El
médico suspiró, la convivencia iba a ser difícil. Se dirigía ya a la sala
cuando sintió una fuerte urgencia de evacuar. Desde el sitio donde se encontraba
no tenía seguridad de dar con las letrinas, pero decidió aventurarse. Esperaba
que alguien se hubiera acordado de llevar el papel higiénico que trajeron con
las cajas de comida. Se equivocó dos veces de camino, angustiado porque
apretaba la necesidad cada vez más, y ya estaba en las últimas, cuando, por
fin, pudo bajarse los pantalones y ponerse en cuclillas sobre el agujero. Le
asfixiaba el hedor. Tenía la impresión de haber pisado una pasta blanda, los
excrementos de alguien que no acertó con el agujero o que había decidido aliviarse
sin más. Intentó imaginar cómo sería el lugar donde se encontraba, para él era
todo blanco, luminoso, resplandeciente, lo eran las paredes y el suelo que no
podía ver y, absurdamente, concluyó que la luz y la blancura, allí, olían mal.
Nos volveremos locos de horror, pensó. Luego quiso limpiarse, pero no había
papel. Palpó la pared detrás de él, donde podrían estar los soportes de los
rollos o los clavos en los que, a falta de algo mejor, habrían sujetado algunos
papeles cualquiera. Nada. Se sintió desgraciado, desgraciado a más no poder,
allí, con las piernas arqueadas, amparando los pantalones que rozaban el suelo
repugnante, ciego, ciego, ciego, y, sin poder dominarse, empezó a llorar en
silencio. Tanteando, dio algunos pasos hasta que resbaló y se golpeó contra la
pared de enfrente. Extendió un brazo, extendió el otro, al fin dio con una
puerta. Oyó los pasos arrastrados de alguien que debía de andar también
buscando los retretes y tropezaba, Dónde estará esa mierda, murmuraba con voz
neutra, como si, en el fondo, nada le importase saberlo. Pasó a dos palmos del
médico sin apercibirse de su presencia, pero no tenía importancia, la situación
no llegó a resultar indecente, podría serlo, realmente, un hombre con aquella
pinta, descompuesto, pero, en el último instante, movido por un desconcertante
sentimiento de pudor, el médico se había subido los pantalones. Luego, cuando
pensó que no había nadie, volvió a
bajárselos, demasiado tarde, estaba sucio, sucio como no recordaba haberlo
estado nunca en su vida. Hay muchas maneras de convertirse en un animal,
pensó, y ésta es sólo la primera. Pero no se podía quejar mucho, aún tenía
alguien a quien no le importaba limpiarlo.
Tumbados en los camastros, los ciegos esperaban que
el sueño se compadeciera de su tristeza. Discretamente, como si hubiera
peligro de que los otros pudieran ver el mísero espectáculo, la mujer del médico
ayudó al marido a asearse lo mejor posible. Había ahora un
silencio dolorido, de hospital, cuando los enfermos duermen, y sufren
durmiendo. Sentada, lúcida, la mujer del médico miraba las camas, los bultos
sombríos, la palidez fija de un rostro, un brazo que se movía en sueños. Se
preguntaba si alguna vez se quedaría ciega como ellos, qué razones
inexplicables la habrían preservado hasta ahora. Con un gesto fatigado se
llevó las manos a la cara para apartar el pelo, y pensó, Vamos todos a oler
mal. En aquel momento, empezaron a oírse unos suspiros, unos gemidos, unos
jadeos, primero sofocados, murmullos que parecían palabras, que debían de
serlo, pero cuyo significado se perdía en un crescendo que las iba convirtiendo
en sonido ronco, en grito y, al fin, en estertor. Alguien protestó desde el
fondo de la sala, Puercos, son como cerdos. No eran puercos, sólo un hombre
ciego y una mujer ciega que probablemente nunca sabrían uno del otro más que
esto.
Un estómago que trabaja en falso amanece pronto.
Algunos de los ciegos abrieron los ojos cuando la mañana aún venía lejos, y no
fue por culpa del hambre sino porque el reloj biológico, o como se llame eso,
estaba desajustándose, supusieron que era ya día claro, y pensaron, Me he
quedado dormido, y pronto comprendieron que no, allí estaba el roncar de los
compañeros que no daba lugar a equívocos. Dicen los libros, y mucho más la
experiencia vivida, que quien madruga por gusto o quien por necesidad tuvo que
madrugar, tolera mal que otros, en su presencia, sigan durmiendo a pierna
suelta, y con razón doblada en este caso del que hablamos, porque hay una gran
diferencia entre un ciego que esté durmiendo y un ciego a quien de nada le ha
servido el haber abierto los ojos. Estas observaciones de tipo psicológico que,
por su finura, aparentemente poco tienen que ver con las dimensiones
extraordinarias del cataclismo que el relato se viene esforzando en describir,
sirven sólo para explicar la razón de que estuvieran despiertos tan temprano
los ciegos todos, a algunos, como se dijo al principio, los agitó desde dentro
el estómago, pero a otros los arrancó del sueño la impaciencia nerviosa de los
madrugadores, que no se cuidaron de hacer más ruido que el inevitable y
tolerable en ayuntamientos de cuartel y sala hospitalaria. Aquí no hay sólo
gente discreta y bieneducada, algunos son unos zotes de poca crianza, que se
alivian matinalmente con gargajos y ventosidades sin pensar en quien al lado
está, verdad es que durante el día obran de la misma conformidad, por eso la
atmósfera va tornándose cada vez más pesada, y no hay nada que hacer contra
esto, que la única abertura es la puerta, a las ventanas no se puede llegar de
altas que están.
Acostada
al lado del marido, lo más juntos que podían estar, dada la estrechez del
camastro, pero también por gusto, cuánto les había costado, en medio de la
noche, guardar el decoro, no hacer como aquellos a quienes alguien había
llamado cerdos, la mujer del médico miró el reloj. Marcaba las dos y veintitrés
minutos. Afirmó mejor la vista, vio que la aguja de los segundos no se movía.
Se había olvidado de dar cuerda al maldito reloj, o maldita ella, maldita yo,
que ni siquiera ese deber tan sencillo había sabido cumplir después de apenas
tres días de aislamiento. Sin poder dominarse, rompió en un llanto convulsivo,
como si le acabara de ocurrir la peor de las desgracias. Pensó el médico que su
mujer se había quedado ciega, que llegara lo que tanto temía, desatinado
estuvo a punto de preguntarle, Te has quedado ya ciega, pero en el último
instante le oyó un murmullo, No es eso, no es eso, y después, en un lento
susurro, casi inaudible, tapadas las cabezas de ambos con la manta, Tonta de
mí, no le di cuerda al reloj, y continuó llorando, inconsolable. Desde su cama,
al otro lado del pasillo, la chica de las gafas oscuras se levantó y, guiada
por los sollozos, se acercó con los brazos extendidos, Está angustiada, necesita
algo, iba preguntando a medida que avanzaba, y tocó con las dos manos
los cuerpos acostados. Mandaba la discreción que inmediatamente las retirase,
y sin duda el cerebro le dio esa orden, pero las manos no obedecieron, sólo
hicieron más sutil el contacto, nada más que un leve roce de la epidermis en la
manta grosera y tibia. Necesita algo, volvió a preguntar, y, ahora sí, las
manos se retiraron, se levantaron, se perdieron en la blancura estéril, en el
desamparo. Sollozando aún, la mujer del médico saltó de la cama, se abrazó a la
muchacha, No es nada, fue un momento de aflicción, Si usted, que es tan fuerte,
se desanima, entonces es que de verdad no tenemos salvación, se lamentó la
chica. Más tranquila, la mujer del médico pensaba, mirándola de frente, Ya casi
no tiene rastros de conjuntivitis, qué pena que no se lo pueda decir, con lo
contenta que se pondría. Probablemente sí, se pondría contenta, aunque tal
contento fuese absurdo, no tanto por estar ciega sino porque también toda la
gente allí lo estaba, de qué sirve tener los ojos límpidos y bellos como son
éstos, si no hay nadie que los vea. La mujer del médico dijo, Todos tenemos
nuestros momentos de flaqueza, menos mal que todavía somos capaces de llorar,
el llanto muchas veces es una salvación, hay ocasiones en que moriríamos si no
llorásemos, No tenemos salvación, repitió la chica de las gafas oscuras, Quién
sabe, esta ceguera no es como las otras, tal como vino puede desaparecer, Sería
ya tarde para los que han muerto, Todos tenemos que morir, Pero no tendríamos
que ser muertos, y yo he matado a una persona, No se acuse, fueron las
circunstancias, aquí todos somos culpables e inocentes, peor, mucho peor fue lo
que hicieron los soldados que nos vigilan, y hasta ésos podrán alegar la mayor
de todas las disculpas, el miedo, Qué más daba que el pobre hombre me tocase,
ahora él estaría vivo y yo no tendría en el cuerpo ni más ni menos que lo que
tengo, No piense más en eso, descanse, intente dormir. La acompañó hasta la
cama, Acuéstese, Es usted muy buena, dijo la muchacha, y luego, bajando la voz,
No sé qué hacer, me va a venir la regla y no tengo compresas, Tranquila, tengo
yo. Las manos de la chica de las gafas oscuras buscaron dónde asistirse, pero
fue la mujer del médico quien, suavemente las cogió entre las suyas, Descanse,
descanse. La muchacha cerró los ojos, se quedó así un minuto, se habría quedado
dormida de no ser por el barullo que en aquel momento se armó, alguien había
ido al retrete y, al volver, encontró su cama ocupada, no había sido por mala
intención, el otro se había levantado para el mismo fin, se cruzaron los dos en
el camino, está claro que a ninguno de los dos se le ocurrió decir, Ojo, no se
equivoque de cama cuando vuelva. De pie, la mujer del médico miraba a los dos
ciegos que discutían, notó que no hacían gestos, que casi no movían el cuerpo,
muy rápido han aprendido que sólo la voz y el oído tienen ahora alguna
utilidad, cierto es que no les faltaban brazos, que podían pegarse, luchar,
llegar a las manos, como suele decirse, pero un cambio de cama no era para
tanto, que todos los errores de la vida fuesen como éste, bastaba con que se
pusieran de acuerdo, La dos es la mía, la suya es la tres, que quede claro, Si
no fuéramos ciegos, no habría ocurrido esto, Tiene razón, lo malo es que somos
ciegos. La mujer del médico le dijo al marido, El mundo está todo aquí dentro.
No
todo. La comida, por ejemplo, estaba fuera, y tardaba. De una sala y de la
otra, varios hombres se habían ido acercando al zaguán, aguardando que dieran
la orden por el altavoz. Pateaban el suelo, nerviosos, impacientes. Sabían que
iban a tener que salir al recinto exterior para recoger las cajas que los
soldados, cumpliendo lo prometido, dejarían en el espacio entre el portón y la
escalera, y temían que aquello fuera una añagaza, una trampa, Quién nos dice
que no empiezan a disparar contra nosotros, Visto lo que ya hicieron, muy
capaces son, No podemos fiarnos, Yo no voy allá fuera, Ni yo, Alguien tendrá
que ir, si queremos comer, Puede que morir de un tiro sea mejor que ir
muriendo de hambre poco a poco, Yo iré, Y yo también, No es preciso que
vayamos todos, A los, soldados puede que no les guste ver tanta gente, O se
asusten, pensando que queremos huir, puede que por eso mataran al de la
pierna, Hay que decidirse, Toda prudencia es poca, acordaos de lo que pasó
ayer, nueve muertos, nada menos, Los soldados nos tienen miedo, Y yo les tengo
miedo a ellos, Me gustaría saber si ellos también se quedan ciegos, Ellos,
quiénes, Los soldados, Yo creo que ellos deberían ser los primeros. Todos se mostraron
de acuerdo, sin preguntarse por qué, faltó alguien que diera la razón
fundamental, Porque así no podrían disparar. El tiempo iba pasando, y el
altavoz seguía callado, Habéis enterrado ya a los vuestros, preguntó por decir
algo uno de la primera sala, Todavía no, Pues van a empezar a oler mal, van a
apestarlo todo, Pues que infecten y apesten, porque lo que es yo, no pienso
coger una pala mientras no haya comido, que, como dice el refrán, primero es
comer y luego lavar los platos, La costumbre no es ésa, tu dicho se equivoca,
es después de los entierros cuando se come y se bebe, Pues conmigo es al revés.
Pasados unos minutos, dijo uno de estos ciegos, Estoy pensando una cosa, Qué,
No sé cómo vamos a repartir la comida, Como se hizo antes, sabemos cuántos
somos, se cuentan las raciones, cada uno recibe su parte, es la manera más justa
y más sencilla, No ha dado resultado, hubo quien se quedó con la barriga vacía,
Y también hubo quien comió el doble, Es que dividimos mal, Si no hay respeto y
disciplina siempre repartiremos mal, Si tuviésemos a alguien que al menos
viera un poco, Pues se quedaría él con la mayor parte, Ya decía el otro que en
el país de los ciegos el tuerto es rey, Déjate de refranes, aquí ni los tuertos
se salvarían, Yo creo que lo mejor será repartir la comida por salas, a partes
iguales, y luego que cada cual se las arregle con lo que haya recibido, Quién
ha dicho eso, Yo, Yo, quién, Yo, De qué sala eres, De la segunda, Claro, ya lo
sabía, como ahí sois menos, salíais ganando, comeríais más que nosotros, que
tenemos la sala abarrotada, Yo lo he dicho porque así es más fácil, El otro
también decía que quien parte y reparte y no se queda con la mejor parte, o es
loco, o en el repartir no tiene arte, Mierda, a ver si acabas ya con lo que
dice el otro, que me ponen nervioso los refranes, Lo que tendríamos que hacer
es llevar toda la comida al refectorio, cada sala elegir tres para el reparto,
con seis personas contando no habrá peligro de trampas y triquiñuelas, Y cómo
vamos a saber que es verdad cuando digan que somos tantos en la sala, Estamos
tratando con gente honrada, Y eso, también lo dijo el otro, No, eso lo digo yo,
Mira, amigo, lo que somos aquí de verdad es gente con hambre.
Como
si durante todo este tiempo hubiera estado esperando la consigna, el ábrete
sésamo, se oyó por fin el altavoz, Atención, atención, los internos tienen
autorización para venir a recoger la comida, pero cuidado, si alguien se
aproxima demasiado a la reja del portón, recibirá un primer aviso verbal, en
caso de no volver inmediatamente atrás, el segundo aviso será una bala. Los
ciegos avanzaron con lentitud, algunos, más confiados, directamente hacia donde
creían que estaría la puerta, los otros, menos seguros de sus incipientes
capacidades de orientación, preferían ir deslizándose a lo largo de la pared,
así no habría error posible, cuando llegasen a la esquina sólo tenían que
seguir la pared en ángulo recto, allí estaría la puerta. Imperativo,
impaciente, el altavoz repitió la llamada. El cambio de tono, notorio incluso
para quien no tuviera motivos de desconfianza, asustó a los ciegos. Uno de
ellos declaró, Yo no salgo de aquí, lo que quieren es reunirnos fuera para
matarnos a todos, Yo tampoco salgo, dijo otro, Ni yo, reforzó un tercero.
Estaban parados, irresolutos, algunos querían salir, pero el miedo iba
apoderándose de todos. Se oyó la voz de nuevo, Si pasan tres minutos sin que
aparezca nadie para llevarse las cajas de comida, las retiramos. La amenaza no
venció al temor, sólo lo empujó hacia las últimas cavernas de la mente, como un
animal perseguido que queda a la espera de una ocasión para atacar. Recelosos,
intentando cada uno ocultarse detrás de otro, fueron saliendo los ciegos hacia
el rellano de la escalera. No podían ver que las cajas no se encontraban junto
al pasamanos, que era donde esperaban encontrarlas, no podían saber que los
soldados, temiendo el contagio, se habían negado incluso a aproximarse a la
cuerda de la que se habían servido todos los ciegos internados. Las cajas de
comida habían sido apiladas, más o menos, en el sitio donde la mujer del ciego
recogió el azadón. Avancen, avancen, ordenó el sargento. De modo confuso, los
ciegos intentaban ponerse en fila para avanzar ordenadamente, pero el sargento
les gritó, Las cajas no están ahí, dejen la cuerda, déjenla, desplácense hacia
la derecha, la vuestra, la vuestra, idiotas, no hay que tener ojos para saber
de qué lado está la mano derecha. La advertencia fue hecha a tiempo, algunos
ciegos de espíritu riguroso habían entendido la orden al pie de la letra, si
era la derecha, tenía que ser, lógicamente, la derecha de quien hablaba, por
eso intentaban pasar por debajo de la cuerda para ir en busca de las cajas sabe
Dios dónde. En circunstancias diferentes, lo grotesco del espectáculo hubiera
hecho reír a carcajadas al más grave de los observadores, era de partirse de
risa, unos cuantos ciegos avanzando a gatas, de narices casi contra el suelo,
como gorrinos, un brazo adelantado tentando el aire, mientras otros, tal vez con
miedo a que el espacio blanco, fuera de la protección del
techo, los engullera, se mantenían desesperadamente aferrados a la cuerda y
aguzaban el oído, esperando la primera exclamación que señalaría el hallazgo de
las cajas. Los soldados sentían ganas de apuntar las armas y descargarlas
deliberadamente, fríamente, en aquellos imbéciles que se movían ante sus ojos
como cangrejos cojos, agitando las pinzas torpes en busca de la pata que les
faltaba. Sabían lo que había dicho en el cuartel aquella misma mañana el
comandante del regimiento, que el problema de los ciegos sólo podría
resolverse a través de la liquidación física de todos ellos, los habidos y los
por haber, sin contemplaciones falsamente humanitarias, palabras suyas, del
mismo modo que se corta un miembro gangrenado para salvar la vida del cuerpo,
la rabia de un perro muerto, decía ilustrativamente, está curada por
naturaleza. A algunos soldados, menos sensibles a la belleza del lenguaje
figurado, les costó entender que la rabia de un perro tuviese algo que ver con
los ciegos, pero la palabra de un comandante, del jefe de un regimiento, vale
lo que pesa, digámoslo hablando también en sentido figurado, nadie llega tan
alto en la vida militar sin tener razón en todo cuanto piensa, dice y hace. Al
fin, un ciego había tropezado con las cajas y gritaba, abrazado a ellas, Están
aquí, están aquí, si este hombre recupera la vista algún día, seguro que no
anuncia con mayor alegría la buena nueva. En pocos segundos se atropellaban
los ciegos entre sí y con las cajas, brazos y piernas en confusión, tirando
cada uno para su lado, disputándose la primacía, ésta me la llevo yo, quien se
la lleva soy yo. Los que se quedaron junto a la cuerda estaban nerviosos, ahora
era otro su miedo, el quedar, por castigo a su pereza o cobardía, excluidos del
reparto de alimentos, Ah, vosotros, no quisisteis andar por el suelo, con el
culo al aire, expuestos a un tiro, pues ahora no coméis, recuerden lo que decía
el otro, quien no se arriesga no pasa la mar. Empujado por este pensamiento
decisivo, uno de ellos dejó la cuerda y fue, brazos al aire, en dirección al
tumulto, A mí no me van a dejar fuera, pero las voces se callaron de repente,
quedaron sólo unos ruidos arrastrados, unas interjecciones sofocadas, una masa
dispersa y confusa de sonidos que llegaban de todos los lados y de ninguno. Se
detuvo, indeciso, quiso regresar a la seguridad de la cuerda, pero le falló
el sentido de la orientación, no hay estrellas en su cielo blanco, ahora lo que
se oía era la voz del sargento dando instrucciones a los de las cajas para que
volvieran a la escalera, pero lo que él decía sólo tenía sentido para ellos, el
llegar a donde se quiere depende de donde se esté. Ya no había ciegos agarrados
a la cuerda, a ellos les bastaba desandar el camino, esperaban ahora en el
descansillo la llegada de los otros. El ciego despistado no se atrevía a
moverse de donde estaba. Angustiado, soltó un grito, Ayudadme, por favor, no
sabía que los, soldados lo tenían en la mira de sus fusiles, esperando que
pisase la línea invisible por la que se pasaba de la vida a la muerte. Es que
te vas a quedar ahí, cegato de mierda, preguntó el sargento, pero en su voz
había cierto nerviosismo, la verdad es que no compartía la opinión de su
comandante, Quién me dice que mañana no me toca a mí, que a los soldados, ya se
sabe, se les da una orden y matan, se les da otra y mueren, No disparen hasta
que yo lo ordene, gritó el sargento. Estas palabras hicieron comprender al
ciego el peligro en que estaba. Se puso de rodillas, imploró, Por favor,
ayúdenme, díganme por dónde tengo que ir, Ven hacia aquí, cieguecito, anda, ven
hacia aquí, dijo la voz de un soldado en tono almibarado, falsamente amistoso,
el ciego se levantó, dio tres pasos, pero se detuvo de nuevo, el tiempo del
verbo le pareció sospechoso, ven no es ve, ven quiere decir que hacia aquí, por
aquí mismo, en esta dirección llegarás al lugar desde el que te llaman, al
encuentro de la bala que sustituirá en ti una ceguera por otra. Fue una iniciativa,
por así decir, de un soldado malvado, y el sargento la cortó inmediatamente
con dos gritos sucesivos, Alto, Media vuelta, seguidos de una severa llamada al
orden al desobediente, por lo visto pertenece a aquella especie de personas a
quienes no se les puede poner un arma en las manos. Animados por la benevolente
intervención del sargento, los ciegos que habían alcanzado ya el rellano de la
escalera armaron una algazara tremenda que sirvió de polo magnético al
desorientado invidente. Seguro ya de sí, avanzó en línea recta. Seguid,
seguid, decía mientras los ciegos aplaudían como si estuvieran asistiendo a un
largo, vibrante y esforzado sprint. Fue recibido con abrazos, el caso
no era para menos, en las adversidades, tanto las probadas como las previsibles,
se conocen los amigos.
No
duró mucho la confraternización. Aprovechándose del alborozo, algunos colegas
se habían escabullido con unas cuantas cajas, las que consiguieron
transportar, manera evidentemente desleal de prevenir hipotéticas injusticias
en el reparto. Los de buena fe, que siempre los hay por más que se diga lo
contrario, protestaron, indignados, que así no se podía vivir, Si no podemos
confiar unos en otros, adónde vamos a parar, preguntaban unos, retóricamente,
aunque llenos de razón, Lo que están pidiendo esos cabrones es una buena soba,
amenazaban otros, no era verdad que la hubieran pedido, pero todos entendieron
lo que aquel hablar quería decir, expresión, ésta, algo mejorada de un
barbarismo que sólo espera ser perdonado por el hecho de venir tan a
propósito. Ya a cubierto en el zaguán, los ciegos se pusieron de acuerdo en que
la manera más práctica de resolver la primera parte de la delicada situación
era dividir en partes iguales para cada sala las cajas que quedaban, por suerte
en número par, y organizar una comisión, también paritaria, de investigación,
con vista a recuperar las cajas perdidas, mejor dicho, robadas. Tardaron algún
tiempo, como de costumbre, en debatir el antes y el después, es decir, si
debían comer primero e investigar después, o al contrario, habiendo
prevalecido la opinión de que lo más conveniente, habida cuenta las muchas
horas que llevaban ya de ayuno forzado, era empezar por confortar el estómago,
y proceder después a las averiguaciones, Y no os olvidéis de enterrar a los
vuestros, dijo uno de la primera sala, Todavía no les hemos matado y quieres
ya que los enterremos, respondió un gracioso de la segunda, jugando jovialmente
con las palabras. Se echaron todos a reír. Sin embargo, no tardaron en saber
que los bribones no se encontraban en las salas. A la puerta de una y otra
había habido siempre ciegos esperando que llegara la comida, y éstos fueron
los que contaron que oyeron pasar por los corredores gente que parecía llevar
mucha prisa, pero en las salas no había entrado nadie, y mucho menos con cajas
de comida, eso podían jurarlo. Alguien recordó que la manera más segura de
identificar a los golfantes sería que fueran todos a ocupar sus respectivas
camas, y, obviamente, las que quedaran vacías delatarían a los ladrones, por
tanto, lo que procedía era esperar que volvieran, de allá donde se hubieran
escondido, relamiéndose de gusto, y echárseles encima para que aprendiesen a
respetar el sagrado principio de la propiedad colectiva. Actuar de conformidad
con la sugerencia, por otra parte oportuna y muy asentada en justicia, tenía
sin embargo el grave inconveniente de posponer, hasta sabe Dios cuándo, el
deseado y a estas horas ya frío desayuno, Comamos primero, dijo uno de los
ciegos, y la mayoría creyó que sí, que lo mejor era que comiesen primero. Por
desgracia, sólo lo poco que había quedado tras el robo infame. En ese momento,
en un lugar oculto de la vetusta y arruinada construcción, estarían los rateros
llenándose la barriga con raciones dobles y triples de un rancho que,
inesperadamente, aparecía mejorado, compuesto de café con leche, realmente
frío, galletas y pan con margarina, mientras la gente honrada no tenía más
remedio que darse por satisfecha con dos o tres veces menos, y no de todo. Se
oyó allá fuera, lo oyeron algunos de la primera sala, mientras trincaban
melancólicamente el agua-y-sal, el altavoz llamando a los contagiados para que
fuesen a recoger su parte de comida. Uno de los ciegos, sin duda influido por
la atmósfera malsana dejada por el delito cometido, tuvo una inspiración, Si
los esperamos en el zaguán, seguro que se llevan un susto morrocotudo con sólo
vernos, y tal vez dejen caer entonces una o dos cajas, pero el médico dijo que
eso no le parecía bien, que sería una injusticia castigar a quien no tiene
culpa. Cuando acabaron todos de comer, la mujer del médico y la chica de las
gafas oscuras llevaron al jardín las cajas de cartón, los envases vacíos de
leche y de café, los vasos de papel, en fin, todo lo que no se podía comer,
Tenemos que quemar la basura, dijo luego la mujer del médico, a ver si se van
de aquí esas nubes de moscas.
Sentados en las camas, cada uno en la suya, los ciegos
se pusieron a la espera de que volvieran al redil las ovejas descarriadas,
Cabrones es lo que son, comentó una voz fuerte, sin pensar que respondía a la
pastoril reminiscencia de quien no tiene culpa de no saber decir las cosas de
otra manera. Pero los maleantes no aparecieron, sin duda desconfiaban, seguro
que había entre ellos uno tan astuto como el de aquí, el que tuvo la idea de la
soba. Iban pasando los minutos, algunos ciegos se tumbaron, varios se habían
quedado dormidos ya. Que esto, señores, es comer y dormir. Bien vistas las
cosas no se está mal del todo. Mientras no falte la comida, que sin ella no se
puede vivir, es como estar en un hotel. Al contrario, qué calvario sería estar
ciego allá fuera, en la ciudad, sí, qué calvario. Andar dando tumbos por las
calles, huyendo todos de él, la familia aterrorizada, con miedo de acercársele,
amor de madre, amor de hijo, historias, quizá me hicieran lo mismo que aquí,
me encerraban en un cuarto y me ponían el plato a la puerta, como mucho favor.
Pensando fríamente en la situación, sin prejuicios ni resentimientos que
siempre oscurecen el raciocinio, es preciso reconocer que las autoridades
tuvieron vista cuando decidieron juntar ciegos con ciegos, cada oveja con su
pareja, que es buena regla de vecindad, como leprosos, no hay duda, aquel
médico allá al fondo tiene razón cuando dice que tenemos que organizarnos, la
cuestión, realmente, es la organización, primero la comida, después la
organización, ambas son indispensables en la vida, elegir unas cuantas
personas disciplinadas y disciplinadoras para dirigir esto, establecer reglas
consensuadas de convivencia, cosas simples, barrer, ordenar y lavar, de eso no
podemos quejarnos, que hasta jabón nos mandaron, y detergentes, tener la cama
hecha, lo fundamental es que no nos perdamos el respeto a nosotros mismos,
evitar conflictos con los militares que cumplen con su deber vigilándonos, para
muertos ya tenemos bastantes, preguntar quién conoce aquí buenas historias para
contarlas al caer la tarde, historias, fábulas, chistes, es igual, lo que sea,
imagínese la suerte que sería que alguien se supiera la Biblia de memoria,
repetiríamos todo, desde la creación del mundo, lo importante es que nos
oigamos unos a otros, qué pena que no haya una radio, la música fue siempre una
gran distracción, y oiríamos las noticias, por ejemplo, si encontraban remedio
para nuestra enfermedad, la alegría que iba a haber aquí.
Ocurrió
entonces lo que tenía que ocurrir. Se oyeron tiros en la calle. Vienen a
matarnos, gritó alguien, Calma, dijo el médico, seamos lógicos, si quisieran
matarnos vendrían aquí dentro a disparar, no dispararían fuera. Tenía razón el
médico, fue el sargento quien dio orden de disparar al aire, no es que un
soldado se hubiera quedado ciego de repente cuando estaba con el dedo en el
gatillo, se comprende que no hubiera otra manera de encuadrar y mantener en orden
a los ciegos que salían de los autobuses a empujones, el ministerio de Sanidad
había avisado ya al del Ejército, vamos a enviar unos autobuses de ciegos, Cuántos
ciegos en total, Unos doscientos, Y dónde vamos a meter a toda esa gente, las
salas destinadas a los ciegos son las tres del ala derecha, y según la
información que tenemos sólo caben ciento veinte, y ya hay sesenta o setenta,
menos una docena que tuvimos que matar, La cosa tiene remedio, que se ocupen
todas las salas, Si lo hacemos, los contagiados estarán en contacto directo con
los ciegos, Lo más probable es que tarde o temprano se queden ciegos también
ésos, además, tal como está la cosa, supongo que contagiados ya estamos todos,
seguro que no queda nadie que no haya estado a la vista de un ciego, Si un
ciego no ve, pregunto yo, cómo puede transmitir el mal por la vista, Mi
general, ésa debe de ser la enfermedad más lógica del mundo, el ojo que está
ciego transmite la ceguera al ojo que ve, así de simple. Hay aquí un coronel
que cree que la solución más sencilla sería ir matando a los ciegos a medida
que fueran quedándose sin vista, Muertos en vez de ciegos, el cuadro no iba a
cambiar mucho, Estar ciego no es estar muerto, Sí, pero estar muerto sí es
estar ciego, Bueno, el caso es que vais a mandarnos unos doscientos, Sí, Y qué
hacemos con los conductores de los autobuses, Los metéis también ahí. Aquel
mismo día, al caer la tarde, el ministerio del Ejército llamó de nuevo al
ministerio de Sanidad, Les voy a dar una noticia, aquel coronel de quien les
hablaba hace un rato, se ha quedado ciego, A ver qué piensa ahora de aquella
idea suya, Ya lo ha pensado, acaba de pegarse un tiro en la cabeza, Coherente
actitud, sí señor, El ejército está siempre dispuesto a dar ejemplo.
Se abrió el portón de par en par. Llevado por sus
hábitos cuarteleros, el sargento mandó formar en columnas de a cinco, pero los
ciegos no conseguían atinar con la cuenta, unas veces eran de más, otras de
menos, acabaron amontonándose todos a la entrada, como civiles que eran, sin
ningún orden, ni se acordaron siquiera de poner delante a las mujeres y a los
niños, como en los otros naufragios. Hay que decir, antes de que se nos
olvide, que no todos los disparos habían sido hechos al aire, uno de los
conductores de los autobuses se negó a ir con los ciegos, protestó, dijo que
veía perfectamente, el resultado, tres segundos después, vino a darle la razón
al ministerio de Sanidad cuando afirmaba que estar muerto es estar ciego. El
sargento dio las órdenes ya conocidas, Sigan adelante, en línea recta, hay una
escalera con seis peldaños, seis, cuando las alcancen, suban lentamente, si
alguien tropieza, no quiero ni pensar lo que ocurrirá, la única recomendación
que se echó en falta fue la de seguir la cuerda, pero se comprende, si la
usasen no acabarían nunca de entrar, Atención, recomendaba el sargento, ya
tranquilo porque estaban todos del otro lado del portón, hay tres salas a la
derecha y tres a la izquierda, cada sala tiene cuarenta camas, que no se
separen las familias, procuren no atropellarse, cuéntense a la entrada, pidan
a los que están allí que les ayuden, ya verán cómo todo va bien, acomódense
tranquilos, tranquilos, luego les daremos la comida.
No
estaría bien imaginar que estos ciegos, en tal cantidad, van allí como borregos
al matadero, balando como de costumbre, un poco apretados, es cierto, pero ésa
fue siempre su manera de vivir, pelo con pelo, aliento con aliento, hedor con
hedor. Aquí van unos que lloran, otros que gritan de miedo o de rabia, otros
que blasfeman, alguien ha soltado una amenaza inútil y terrible, Como os agarre
un día, se supone que se dirige a los soldados, os arranco los ojos.
Inevitablemente, los primeros en llegar a la escalera tuvieron que pararse,
había que tantear con el pie la altura y la profundidad del peldaño, la presión
de los que venían detrás hizo caer a dos o tres de los de delante,
afortunadamente no pasó de ahí, sólo unas piernas desolladas, el consejo del
sargento valía como una bendición. Una parte entró en el zaguán, pero
doscientas personas no se acomodan con facilidad, para colmo ciegas y sin guía,
añadiéndose a esta circunstancia, ya de por sí penosa, el hecho de
encontrarnos en un edificio antiguo, de distribución poco funcional, no basta
que diga un sargento que apenas sabe de su oficio, Hay tres salas a cada lado,
hay que ver el interior, aquí dentro, unos vanos de puertas tan estrechos que
más parecen cuellos de botella, unos corredores tan locos como los que ocuparon
antes el edificio, empiezan no se sabe por qué, acaban no se sabe dónde, y
nunca llega a saberse lo que quieren. Por instinto, la vanguardia de los ciegos
se había dividido en dos columnas, desplazándose a lo largo de las paredes, de
un lado y del otro, en busca de una puerta por donde entrar, método seguro, sin
duda, en el supuesto de que no haya muebles cruzados en el camino. Tarde o
temprano, con paciencia y habilidad, los nuevos huéspedes acabarán por
acomodarse, pero no antes de que se decida la batalla que acaba de trabarse
entre las primeras líneas de la columna de la izquierda y los contaminados que
de ese lado viven. Era de esperar. Lo que estaba decidido, y había incluso un
reglamento redactado por el ministerio de Sanidad, era que ese lado quedaba
reservado para los contaminados, y si verdad era que podía preverse, con
altísimo grado de probabilidad, que todos ellos acabarían por quedarse ciegos,
verdad era también, obedeciendo a la pura lógica, que mientras no lo estuvieran
no se podía jurar que efectivamente estaban destinados a la ceguera. Está uno
tranquilamente sentado en su casa, confiando en que, pese a los ejemplos
contrarios, al menos en su caso acabe todo resolviéndose bien, y de repente ve
que avanza en su dirección un bando ululante de aquellos a quienes más teme. En
el primer momento, los contaminados pensaron que se trataba de un grupo de
iguales a ellos, sólo que más numeroso, pero poco duró el engaño, aquella gente
estaba ciega, Aquí no podéis entrar, esta parte es nuestra, sólo nuestra, no es
para ciegos, a vosotros os toca al otro lado, gritaron los que estaban de
guardia en la puerta. Algunos ciegos intentaron dar media vuelta para buscar
la otra entrada, tanto les daba izquierda como derecha, pero la masa de los que
seguían fluyendo desde el exterior los empujaba inexorablemente. Los
contagiados defendían la puerta a puñetazos y puntapiés, los ciegos respondían
como podían, no veían a los adversarios pero sabían de dónde les venían los
golpes. En el zaguán no cabían doscientas personas, ni mucho menos, por eso
quedó muy pronto atascada la puerta que daba al cercado, pese a ser bastante
ancha. Era como si la obstruyera un tapón, ni para atrás ni para delante, los
que estaban dentro, comprimidos, ahogándose, intentaban protegerse con los
codos, dando puntapiés contra los vecinos que los empujaban, se oían gritos,
niños ciegos que lloraban, mujeres ciegas que se desmayaban, mientras los muchos
que no habían conseguido entrar empujaban cada vez más, atemorizados por los
gritos de los soldados, que no entendían por qué aquellos idiotas estaban
todavía allí. Un momento terrible fue cuando se produjo un reflujo violento de
gente que forcejeaba por librarse de la
confusión, del inminente peligro de morir aplastados, pongámonos en el lugar de
los soldados, de repente ven salir reculando a muchos de los que habían
entrado, pensaron lo peor, que los ciegos iban a volver, recordemos los casos
precedentes, podría haber ocurrido una carnicería. Felizmente, el sargento
estuvo una vez más a la altura de la crisis, disparó él mismo un tiro al aire,
de pistola, sólo para llamar la atención, y gritó por el altavoz, Calma,
retrocedan un poco los que están en la escalera, calma, no empujen, ayúdense
unos a otros. Era pedir demasiado, dentro continuaba la lucha, pero el zaguán,
poco a poco, fue quedando despejado gracias a un desplazamiento más numeroso de
ciegos hacia la puerta del ala derecha, allí eran recibidos por ciegos a
quienes no les importaba encaminarlos hacia la tercera sala, libre hasta
ahora, y hacia las camas que en la segunda aún estaban desocupadas. Por un
momento pareció que la batalla iba a resolverse a favor de los contagiados, no
tanto por ser ellos los más fuertes y los que más vista tenían, sino porque los
ciegos, dándose cuenta de que la entrada del otro lado estaba expedita,
rompieron el contacto, como diría el sargento en sus lecciones cuarteleras de
estrategia y de táctica elemental. No obstante, poco duró la alegría de los
defensores. De la puerta del ala derecha empezaron a llegar voces anunciando
que ya no quedaba sitio, que todas las salas estaban llenas, hubo incluso ciegos
que fueron empujados de nuevo hacia el zaguán, exactamente en el momento en
que, deshecho el tapón humano que hasta entonces atrancaba la entrada principal,
los ciegos que todavía estaban fuera, que eran muchos, empezaban a avanzar
acogiéndose al techo bajo el cual,
a salvo de las amenazas de los soldados, irían a vivir. El resultado de estos
dos desplazamientos, prácticamente simultáneos, fue que se trabó de nuevo la
pelea a la entrada del ala izquierda, otra vez golpes, de nuevo gritos, y, como
si esto fuese poco, unos cuantos ciegos despistados, que habían encontrado y
forzado la puerta del zaguán que daba acceso directo al cercado interior,
empezaron a gritar que allí había muertos. Imagínese el pavor. Retrocedieron
éstos como pudieron, Ahí hay muertos, hay muertos, repetían, como si los
llamados á morir de inmediato fuesen ellos, en un segundo el zaguán volvió a
ser un remolino furioso como en los peores momentos, después la masa humana se
fue desviando en un impulso súbito y desesperado hacia el ala izquierda,
llevándose todo por delante, rota ya la línea de defensa de los contagiados,
muchos que ya habían dejado de serlo, otros que, corriendo como locos,
intentaban escapar de la negra fatalidad. Corrían en vano. Uno tras otro se
fueron todos quedando ciegos, con los ojos de repente ahogados en la hedionda
marea blanca que inundaba los corredores, las salas, el espacio entero. Fuera,
en el zaguán, en el cercado, se arrastraban los ciegos desamparados, doloridos
por los golpes unos, pisoteados otros, eran sobre todo los ancianos, las
mujeres y los niños de siempre, seres en general aún o ya con pocas
defensas, milagro que no resultaran de este trance muchos más muertos por
enterrar. En el suelo, dispersos, aparte de algunos zapatos que habían perdido
el pie, había bolsos, maletas, cestos, la última riqueza de cada uno, ahora
para siempre perdida, quien venga a la rebusca dirá que lo que se lleva es
suyo.
Un
viejo con una venda negra en un ojo vino del cercado. O es que ha perdido
también su equipaje, o no lo trajo. Fue el primero en tropezar con los muertos,
pero no gritó. Se quedó con ellos, junto a ellos, aguardando que volvieran la
paz y el silencio. Durante una hora esperó. Ahora anda en busca de abrigo. Despacio,
con los brazos extendidos, busca el camino. Encontró la puerta de la primera
sala del ala derecha, oyó voces que venían de dentro, entonces preguntó, Hay
aquí una cama para mí.
La
llegada de tantos ciegos pareció traer al menos una ventaja. Pensándolo bien,
dos, siendo la primera de orden por así decir psicológico, ya que es muy
diferente estar esperando, en cada momento, que se nos presenten nuevos
inquilinos, a ver que el edificio se encuentra lleno, y que a partir de ahora
será posible establecer y mantener con los vecinos relaciones permanentes,
duraderas, no perturbadas, como sucedía hasta ahora, por sucesivas
interrupciones e interposiciones de recién llegados que nos obligaban a
reconstituir continuamente los canales de comunicación. La segunda ventaja,
ésta de orden práctico, directa y sustancial, fue que las autoridades de
fuera, civiles y militares, comprendieran que una cosa era proporcionar
alimentos para dos o tres docenas de personas, más o menos tolerantes, más o
menos predispuestas, por su pequeño número, a resignarse ante ocasionales
fallos o retrasos en la distribución de la comida, y otra cosa era ahora la
repentina y compleja responsabilidad de sustentar a doscientos cuarenta seres
humanos de todos los talantes, procedencias y maneras de ser en cuestión de
humor y temperamento. Doscientos cuarenta, repárese, es una manera de decir,
porque son al menos veinte los que no han encontrado camastro y duermen en el
suelo. En todo caso, hay que reconocer que no es lo mismo que tengan que comer treinta personas de lo que sería apenas
suficiente para diez, que distribuir para doscientos sesenta el alimento
destinado a doscientos cuarenta. La diferencia casi no se nota. Pudo ser la
asunción consciente de esta acrecentada responsabilidad, y quizá, posibilidad
ésta digna de ser tenida en cuenta, el temor de que se desencadenasen nuevos
tumultos, lo que determinó la mudanza de procedimiento de las autoridades, en
el sentido de hacer llegar la comida a tiempo y a las horas y en las
cantidades convenientes. Evidentemente, tras la pugna, a todo título
lastimosa, a que acabamos de asistir, no podría ser fácil, ni exenta de
conflictos localizados, la acomodación de tantos ciegos, baste recordar a los
infelices contagiados que antes veían y ahora no ven, los matrimonios
divididos y los hijos perdidos, los lamentos de los pisoteados y atropellados,
algunos dos o tres veces, los que andan en busca de sus queridos bienes y no
los encuentran, sería preciso que uno fuera completamente insensible para
olvidar, así como así, la aflicción de estas pobres gentes. Ahora, lo que no se
puede negar es que el anuncio de la llegada del almuerzo fue, para todos, un
bálsamo reconfortante. Y si es innegable que la recogida de tan grandes
cantidades de comida y su distribución entre tantas bocas, debido a la falta de
una organización adecuada y de una autoridad capaz de imponer la necesaria
disciplina, dio origen a nuevas faltas de entendimiento, tenemos que reconocer
que ha cambiado mucho el ambiente, y para mejor, cuando en todo el antiguo manicomio no
se oyó más que el ruido de doscientas sesenta bocas masticando. Quién limpiará
todo esto es cuestión por ahora sin respuesta, sólo al caer la tarde el altavoz
volverá a recitar las reglas de buena conducta que deberán ser observadas para
bien general, y entonces se verá qué grado de acatamiento van a merecer por
parte de los recién llegados. Ya no es poco que los ocupantes de la sala segunda
del ala derecha hayan decidido al fin enterrar a sus muertos, al menos de este
hedor quedamos libres, que al olor de los vivos, aunque fétido, será más fácil
que nos acostumbremos.
En
cuanto a la primera sala, tal vez por ser la más antigua y llevar por tanto más
tiempo en proceso de adaptación al estado de ceguera, un cuarto de hora después
de que sus ocupantes acabaran de comer, no se veía en el suelo un papel sucio,
un plato olvidado, un recipiente goteando. Todo había sido recogido, las cosas
menores metidas dentro de las mayores, las más sucias dentro de las menos
sucias, como determinaría una reglamentación de higiene racionalizada, tan atenta
a la mayor eficacia posible en la recogida de los restos y detritus como a la
economía del esfuerzo necesario para realizar este trabajo. La mentalidad que
forzosamente habrá de determinar comportamientos sociales de este tipo, ni se
improvisa, ni nace por generación espontánea. En el caso en examen parece haber
tenido una influencia decisiva la acción pedagógica de la ciega del fondo de
la sala, la que está casada con el oculista, que dijo hasta la saciedad, Si no
somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no
vivir enteramente como animales, y tantas veces lo repitió, que el resto de la
sala acabó por convertir en máxima, en sentencia, en doctrina, en regla de
vida, aquellas palabras, en el fondo simples y elementales. Probablemente, tal
estado de espíritu, propicio al entendimiento de las necesidades y de las
circunstancias, fue lo que contribuyó, aunque de forma colateral, a la
benévola. acogida que acabó encontrando el viejo de la venda negra cuando asomó
por la puerta y preguntó, Hay aquí una cama para mí. Por una afortunada
casualidad, obviamente prometedora de consecuencias para el futuro, había una
cama, la única, Dios sabe por qué razones sobrevivió, por así decir, a la invasión,
en aquella cama había sufrido el ladrón de automóviles indecibles dolores, tal
vez por eso haya quedado en ella un aura de padecimiento que hizo alejarse a la
gente. Son disposiciones del destino, misterios de los arcanos, y esta
casualidad no ha sido la primera, lejos de eso, basta reparar que a esta sala
llegaron todos los pacientes de la vista que se encontraban en el consultorio
cuando apareció el primer ciego, entonces todavía se pensaba que la cosa no
iba a más. Bajito, como de costumbre, para no descubrir el secreto de su presencia,
la mujer del médico susurró al oído del marido, Quizá haya sido también enfermo
tuyo, es un hombre ya de edad, calvo, de pelo blanco, y lleva una venda negra
en uno de los ojos, recuerdo que me hablaste de él, En qué ojo, En el
izquierdo, Tiene que ser él. El médico avanzó por el corredor y dijo,
levantando un poco la voz, Me gustaría poder tocar a la persona que acaba de
unirse a nosotros, le ruego que venga andando en esta dirección, yo iré a su
encuentro. Coincidieron en medio del camino, los dedos con los dedos, como dos
hormigas que se reconocieran por el manejo de las antenas, no será así en este
caso, el médico pidió permiso, tanteó con las manos la cara del viejo, encontró
rápidamente la venda, No hay duda, era el último que nos faltaba aquí. El
paciente de la venda negra, exclamó, Qué quiere decir, quién es usted,
preguntó el viejo, Soy, era su oftalmólogo, se acuerda, estuvimos hablando de
la fecha de su operación de cataratas, Y cómo me ha reconocido, Sobre todo por
la voz, la voz es la vista de quien no ve, Sí, la voz, también yo reconozco la
suya, quién nos lo iba a decir, doctor, ahora ya no necesito que me opere, Si
hay remedio para esto, los dos lo necesitamos, Recuerdo que usted, doctor, me
dijo que después de operado no iba a reconocer el mundo en que vivimos, ahora
sabemos cuánta razón tenía, Cuándo se quedó ciego, Ayer por la noche, Y lo han
traído ya, Hay tanto miedo ahí fuera que pronto van a matar a las personas
cuando descubran que se han quedado ciegas, Aquí ya
liquidaron a diez, dijo una voz de hombre, Los encontré, dijo el viejo de la
venda negra simplemente, Eran de otra sala, a los nuestros los enterramos
inmediatamente, añadió la misma voz como si acabase un informe. La chica de las
gafas oscuras se había ido acercando, Se acuerda de mí, llevaba puestas unas gafas
oscuras, Me acuerdo muy bien, a pesar de la catarata recuerdo que era muy
bonita, la chica sonrió, Gracias, dijo, y volvió a su sitio. Desde allí añadió,
También está aquí el niño, Quiero ver a mi madre, dijo el pequeño con voz como
cansada por un llanto remoto e inútil. Y yo soy el primero que se quedó ciego, dijo
el primer ciego, estoy aquí con mi mujer, Y yo soy la empleada del consultorio,
dijo la empleada del consultorio. La mujer del médico dijo, Sólo quedo yo por
presentarme, y dijo quién era. Entonces el viejo, como para agradecer la
acogida, anunció, Tengo una radio, Una radio, exclamó la chica de las gafas
oscuras dando palmadas, música, qué bien, Sí, pero es una radio pequeña, de
pilas, y las pilas no duran siempre, recordó el viejo, No me diga que nos vamos
a quedar aquí para siempre, se lamentó el primer ciego, Para siempre, no, para
siempre es siempre demasiado tiempo, Podremos oír las noticias, observó el
médico, Y algo de música, insistió la chica de las gafas oscuras, No nos gusta
a todos la misma música, pero todos sin duda estamos interesados
en saber cómo andan las cosas por ahí fuera, lo mejor es ahorrar las pilas, Eso
creo yo también, dijo el viejo de la venda negra. Sacó el aparatito del
bolsillo exterior de la chaqueta y lo encendió. Empezó a buscar emisoras, pero
su mano, poco segura aún, perdía fácilmente el ajuste de la onda, al principio
no se oyeron más que ruidos intermitentes, fragmentos de música y de
palabras, al fin la mano cobró firmeza, la música se hizo reconocible, Déjela
sólo un momentito, pidió la chica de las gafas oscuras, las palabras ganaron
claridad, No son noticias, dijo la mujer del médico, y luego, como si fuera una
idea que se le ocurriese de repente, Qué hora será, preguntó, aunque nadie
podía responderle. La aguja de sintonización seguía extrayendo ruidos de la
cajita, luego se quedó parada, era una canción, una canción sin importancia, pero
los ciegos se fueron acercando lentamente, no se empujaban, se detenían cuando
notaban una presencia ante ellos, y allí se quedaban, oyendo, con los ojos muy
abiertos en dirección a la voz que cantaba, algunos lloraban, como
probablemente sólo los ciegos pueden llorar, las lágrimas fluían naturalmente,
como de una fuente. La canción se acabó, el locutor dijo, Atención, al oír la
tercera señal, serán las cuatro, Una de las ciegas preguntó, riendo, De la
tarde o de la mañana, y fue como si le doliese la risa. Disimuladamente, la
mujer del médico puso el reloj en hora y le dio cuerda, eran las cuatro de la
tarde, aunque, realmente, a un reloj le es igual, va de la una a las doce, lo
demás son ideas de los humanos. Qué ruido es ése, preguntó la chica de las
gafas oscuras, parecía, Fui yo, oí que en la radio decían que eran las cuatro y
le di cuerda a mi reloj, son esos movimientos automáticos que hacemos tantas
veces, se adelantó la mujer del médico. Luego pensó que no había valido la pena
arriesgarse así, le hubiera bastado mirar la muñeca de los ciegos recién
llegados, alguno tendría un reloj en hora. Lo tenía hasta el mismo viejo de la
venda negra, como comprobó en aquel momento, y con la hora exacta. Entonces el
médico pidió, Díganos cómo andan las cosas por ahí fuera. El viejo de la venda
dijo, Sí, pero lo mejor es que me siente, que no me tengo en pie. Esta vez,
tres o cuatro en cada cama, de compañía, los ciegos se fueron acomodando lo
mejor que pudieron, se hizo el silencio, y, entonces, el viejo de la venda
negra contó lo que sabía, lo que había visto con sus propios ojos cuando los
tenía, lo que había oído en los pocos días transcurridos entre el inicio de la
epidemia y su propia ceguera.
En
las primeras veinticuatro horas, dijo, si era verdadera la noticia, que
circuló, hubo cientos de casos, todos iguales, todos sobrevinieron del mismo
modo, instantáneamente, con una ausencia desconcertante de lesiones, sólo esa blancura
resplandeciente en el campo visual, sin dolor antes y sin dolor después. Al segundo
día se dijo que había cierta disminución en el número de casos, se pasó de los
centenares a las decenas, y eso llevó al Gobierno a anunciar que, de acuerdo
con las perspectivas más razonables, la situación pronto estaría bajo control.
A partir de este momento, salvo algunos comentarios sueltos que no se pueden
evitar, el relato del viejo de la venda negra no será seguido al pie de la
letra, siendo sustituido por una reorganización del discurso oral, orientada
en el sentido de valorizar la información mediante el uso de un vocabulario
correcto y adecuado. Esta alteración, no prevista antes, está motivada por la
expresión bajo control, nada vernácula, empleada por el narrador, que poco a
poco lo va descalificando como relator complementario, importante sin duda,
pues sin él no tendríamos manera de saber lo que ha pasado en el mundo
exterior, como relator complementario, decíamos, de estos extraordinarios
acontecimientos, cuando se sabe que la descripción de cualquier hecho gana con
el rigor y la propiedad de los términos usados. Volviendo al asunto, el
Gobierno excluyó la hipótesis inicial de que el país se encontrase bajo la
acción de una epidemia sin precedentes conocidos, provocada por un agente
mórbido aún no identificado, de efecto instantáneo, con ausencia total de
señales previas de incubación o de latencia. Se trataría, pues, de acuerdo con
la nueva opinión científica y la consecuente y actualizada interpretación
administrativa, de una casual y desafortunada concomitancia temporal de
circunstancias, de momento tampoco averiguadas, y en cuya exaltación patogénica
ya era posible, acentuaba el comunicado del Gobierno, a partir de los datos
disponibles, que indican la proximidad de una clara curva descendente, observar
indicios tendenciales de agotamiento. Un comentarista de la televisión tuvo el
acierto de dar con la metáfora justa cuando comparó la epidemia, o lo que
fuese, con una flecha lanzada hacia arriba, y que, tras alcanzar el punto más
alto en su ascenso, se detiene un momento, como suspendida en el aire, y
empieza luego a describir la obligada curva de caída, que, si Dios quiere, y
con esta invocación regresaba el comentarista a la trivialidad de las
expresiones humanas y a la epidemia propiamente dicha, la gravedad tratará de
acelerar hasta que desaparezca la terrible pesadilla que nos atormenta, media
docena de palabras éstas que se repetían constantemente en los distintos medios
de comunicación, que acababan siempre por formular el piadoso voto de que los
infelices ciegos recuperen en breve la visión perdida, prometiéndoles,
entretanto, la solidaridad de todo el cuerpo social organizado, tanto el
oficial como el privado. En un pasado remoto, razones y metáforas
semejantes eran traducidas por el impertérrito optimismo de la gente común en
dicterios como éste, No hay bien que siempre dure, ni mal que no se ature, o,
en versión literaria, Del mismo modo que no hay bien que dure siempre, tampoco
hay mal que siempre dure, máximas supremas de quien tuvo tiempo para aprender
con los golpes de la vida y de la fortuna, y que, trasladadas a tierra de
ciegos, deberían leerse como sigue, Ayer veíamos, hoy no vemos, mañana
veremos, con una ligera entonación interrogativa en el tercio final de la
frase, como si la prudencia, en el último instante, hubiera decidido, por si
acaso, añadir la reticencia de una duda a la esperanzadora conclusión.
Desgraciadamente,
pronto se demostró la inanidad de tales votos, las expectativas del Gobierno y
las previsiones de la comunidad científica se las llevó el agua. La ceguera iba
extendiéndose, no como una marea repentina que lo inundara todo y todo lo arrastrara,
sino como una infiltración insidiosa de mil y un bulliciosos arroyuelos que,
tras empapar lentamente la tierra, súbitamente la anegan por completo. Ante la
alarma social, a punto de desencadenarse, las autoridades convocaron a toda
prisa reuniones médicas, sobre todo de oftalmólogos y neurólogos. Visto el tiempo
que se tardaría en organizarlo, no se llegó a convocar el congreso que algunos
preconizaban, pero, en compensación, no faltaron coloquios, seminarios, mesas
redondas, abiertas unas al público, otras a puerta cerrada. El efecto
conjugado de la patente inutilidad de los debates y los casos de algunas
cegueras repentinas, sobrevenidas en medio de las sesiones, con el orador gritando,
Estoy ciego, estoy ciego, llevaron a los periódicos, la radio y la televisión
a dejar de ocuparse casi por completo de tales iniciativas, exceptuando el discreto
y a todas luces loable comportamiento de ciertos medios de comunicación social
que, viviendo a costa de sensacionalismos de todo tipo, de las gracias y
desgracias ajenas, no estaban dispuestos a perder ninguna ocasión que se
presentara de relatar en directo, con el dramatismo que la situación
justificaba, la ceguera súbita, por ejemplo, de un catedrático de oftalmología.
La prueba del progresivo deterioro del estado de
espíritu general la dio el propio Gobierno, alterando dos veces, en media
docena de días, su estrategia. Primero creyó que sería posible circunscribir
aquel extraño mal confinando los afectados en unos cuantos espacios
discriminatorios, como el manicomio en que nos encontramos. Luego, el crecimiento
inexorable de los casos de ceguera llevó a algunos miembros influyentes del
Gobierno, temerosos de que la iniciativa oficial no cubriera las necesidades,
de lo que se deriva rían graves costes políticos, a defender la idea de que
debería ser cosa de las familias el guardar a sus ciegos en casa, sin dejarlos
ir a la calle, a fin de no complicar el ya difícil tráfico, ni ofender la
sensibilidad de las personas que aún veían con los ojos que tenían y que,
indiferentes a las opiniones más o menos tranquilizadoras, creían que el mal
blanco se contagiaba por contacto visual, como el mal de ojo. En efecto, no era
legítimo esperar una reacción distinta de alguien que, abismado en sus
pensamientos, tristes, neutros, o alegres, si aún hay de éstos, veía cómo se
transformaba la expresión de una persona que caminaba en su dirección, cómo se
dibujaban en su rostro las señales todas del terror absoluto, y luego el grito
inevitable, Estoy ciego, estoy ciego. No había nervios que resistieran. Lo peor
es que las familias, sobre todo las menos numerosas, se convirtieron
rápidamente en familias completas de ciegos, sin nadie que los pudiera guiar,
guardar, proteger de ellos a la comunidad de vecinos con buena vista, y estaba
claro que no podían esos ciegos, por mucho padre, madre e hijo que fuesen,
cuidarse entre sí, o les ocurriría lo mismo que a los ciegos de la pintura,
juntos caminando, juntos cayendo y juntos muriendo.
Ante
esta situación, no tuvo el Gobierno más remedio que dar marcha atrás
aceleradamente, ampliando los criterios que había establecido sobre lugares y
espacios requisables, de lo que resultó la ocupación inmediata e improvisada
de fábricas abandonadas, templos sin culto, pabellones deportivos y almacenes
vacíos. Hacía ya dos días que se hablaba de montar campamentos de tiendas de
campaña, añadió el viejo de la venda negra. Al principio, muy al principio,
algunas organizaciones caritativas ofrecieron voluntarios para cuidar a los
ciegos, hacer las camas, limpiar los retretes, lavarles la ropa, prepararles la
comida, cuidados mínimos sin los que la vida resulta pronto insoportable hasta
para los que ven. Los pobres voluntarios se quedaban. ciegos de inmediato, pero
al menos quedaba para la historia la belleza de su gesto. Vino alguno de ellos
a este manicomio, preguntó ahora el viejo de la venda negra, No, respondió la
mujer del médico, no ha venido ninguno, Quizá haya
sido sólo un rumor, Y la ciudad, y los transeúntes, preguntó el primer ciego,
acordándose de su coche y del taxista que lo había llevado al consultorio y que
luego había ayudado él a enterrar, Los transportes son un caos, respondió el
viejo de la venda negra, y explicó pormenores, sucesos e incidentes. Cuando
por primera vez se quedó ciego un conductor de autobús, en marcha y en plena
vía pública, la gente, pese a los muertos y heridos causados por el accidente,
no le prestó gran atención, por la misma razón, es decir, por la fuerza de la
costumbre, que llevó al jefe de relaciones públicas de la empresa a declarar,
sin más, que el accidente había sido ocasionado por un fallo humano, sin duda
lamentable, pero, pensándolo bien, tan imprevisible como habría sido un infarto
mortal en persona que nunca había sufrido del corazón. Nuestros empleados,
explicó el jefe, y lo mismo la mecánica y los sistemas eléctricos de nuestros
vehículos, son sometidos periódicamente a revisiones extremadamente rigurosas,
como lo confirma, en directa y clara relación de causa a efecto, el bajísimo
porcentaje de accidentes, en cómputo general, en que se han visto envueltos
hasta hoy los vehículos de nuestra compañía. La profusa explicación salió en
los periódicos, pero la gente tenía más en que pensar que preocuparse por un
simple accidente de autobús, que a fin de cuentas no habría sido peor si se le partieran
los frenos. Sin embargo ésa fue, dos días después, la auténtica causa de otro
accidente, pero, así es el mundo, tiene la verdad muchas veces que disfrazarse
de mentira para alcanzar sus fines, y el rumor que corrió fue que se había
quedado ciego el conductor. No hubo manera de convencer al público de lo que
efectivamente había acontecido, y el resultado no tardó en verse, de un momento a otro
la gente dejó de utilizar los autobuses, decían que preferían quedarse ciegos
antes que morir porque se hubiera quedado ciego otro. Un tercer accidente, acto
seguido y por el mismo motivo, que implicaba a un autobús que no llevaba
pasajeros, alentó comentarios como éste, muestra de la sabiduría popular, Mira
si yo fuera dentro. No podían imaginar los que así hablaban cuánta razón
tenían. Por la ceguera simultánea de los dos pilotos, no tardó un avión
comercial en estrellarse e incendiarse al tomar tierra, muriendo todos los
pasajeros y tripulantes, pese a que, en este caso, se encontraban en perfecto
estado tanto la mecánica como la electrónica, según revelaría el examen de la
caja negra, única superviviente. Una tragedia de estas dimensiones no era lo
mismo que un vulgar accidente de autobús, la consecuencia fue que perdieron las
últimas ilusiones quienes aún las tenían, en adelante ya no se oirá ruido
alguno de motor, ninguna rueda, pequeña o grande, rápida o lenta, volverá a
ponerse en movimiento. Los que antes solían quejarse de las crecientes
dificultades del tráfico, peatones que a primera vista parecían ir sin rumbo
cierto porque los coches, parados o andando, constantemente les cortaban el
camino, conductores que, tras haber dado mil y tres vueltas hasta conseguir descubrir
un lugar donde al fin aparcar el automóvil, se convertían en peatones y protestaban
por las mismas razones que éstos después de haber andado reclamando por las
suyas, todos ellos deberían estar ahora satisfechos, salvo por la
circunstancia manifiesta de que no habiendo ya quien se atreva a conducir un
vehículo, aunque sea para ir de aquí a la esquina, los coches, los camiones,
las motos y hasta las bicicletas, tan discretas, aparecen caóticamente
estacionados por toda la ciudad, abandonados en cualquier sitio donde el miedo
haya sido más fuerte que el sentido de propiedad, como evidenciaba
grotescamente aquella grúa con un automóvil medio levantado, suspendido del
eje delantero, probablemente el primero en quedarse ciego había sido el
conductor de la grúa. Mala para todos, la situación, para los ciegos, era
catastrófica, dado que, según la expresión corriente, no podían ver dónde
ponían los pies. Daba lástima verlos tropezar con los coches abandonados, uno
tras otro, desollándose las pantorrillas, algunos caían y lloraban, Hay
alguien ahí que me ayude a levantarme, pero los había también, brutos por la desesperación
o por naturaleza propia, que blasfemaban y rechazaban la mano benemérita que
acudía en su ayuda, Deje, deje, que también va a llegarle su vez, entonces el
compasivo se asustaba y se iba, huía perdiéndose en el espesor de la niebla
blanca, súbitamente consciente del riesgo en que su bondad le había hecho
incurrir, quién sabe si para ir a perder la vista unos pasos más allá.
Así
están las cosas en el mundo de fuera, acabó el viejo de la venda negra, y no lo
sé todo, sólo hablo de lo que pude ver con mis propios ojos, aquí se interrumpió,
hizo una pausa y corrigió inmediatamente, Con mis ojos, no, porque sólo tenía
uno, ahora ni ése, es decir, sigo teniendo uno pero no me sirve, Nunca le
pregunté por qué no llevaba un ojo de cristal en vez del parche, Y para qué lo
quería yo, a ver, dígame, dijo el viejo de la venda negra, Se suele hacer, por
estética, además, es mucho más higiénico, se lo quita uno, lo lava, se lo pone,
como las dentaduras, Sí señor, dígame entonces qué pasaría hoy si todos los que
están ahora ciegos hubiesen perdido, digo perdido materialmente, los dos ojos,
de qué les serviría ahora andar con dos ojos de cristal, Realmente, no serviría
de nada, Si acabamos todos ciegos, como parece que va a ocurrir, para qué
queremos la estética, y en cuanto a la higiene, dígame, doctor, qué higiene hay
aquí, Probablemente, sólo en un mundo de ciegos serán las cosas lo que
realmente son, dijo el médico, Y las personas, preguntó la chica de las gafas
oscuras, Las personas también, nadie estará allí para verlas, Se me ocurre una
idea, dijo el viejo de la venda negra, vamos a jugar para matar el tiempo, Cómo
se puede jugar sin ver lo que se juega, preguntó la mujer del primer ciego, No
va a ser exactamente un juego, se trata de que cada uno de nosotros diga
exactamente lo que estaba viendo en el momento en que se quedó ciego, Puede ser
poco conveniente, recordó alguien, Quien no quiera entrar en el juego, no
entra, lo que no vale es inventar, Dé un ejemplo, dijo el médico, Se lo doy, sí
señor, dijo el viejo de la venda negra, me quedé ciego cuando estaba mirando mi
ojo ciego, Qué quiere decir, Muy sencillo, sentí como si el interior de la
órbita vacía se estuviera inflamando, me quité el parche para comprobarlo, y en
ese momento me quedé ciego, Parece una parábola, dijo una voz desconocida, el
ojo que se niega a reconocer su propia ausencia, Yo, dijo el médico, había
estado consultando en casa unos libros de oftalmología, precisamente a causa
de lo que está ocurriendo, lo último que vi fueron mis manos sobre el libro, Mi
última imagen fue diferente, dijo la mujer del médico, el interior de una
ambulancia cuando estaba ayudando a mi marido a entrar, Mi caso, ya se lo conté
al doctor, dijo el primer ciego, me había parado en un semáforo, la luz estaba
en rojo, había gente atravesando la calle de un lado a otro, fue entonces
cuando perdí la vista, después, aquel al que mataron el otro día me llevó a
casa, la cara ya no se la vi, claro, En cuanto a mí, dijo la mujer del primer
ciego, la última cosa que recuerdo haber visto fue mi pañuelo, estaba en casa
llorando, me llevé el pañuelo a los ojos, y en aquel mismo instante me quedé
ciega, Yo, dijo la empleada del consultorio, acababa de entrar en el ascensor,
tendí la mano para apretar el botón y de repente me quedé sin ver nada, imagine
mi aflicción, allí encerrada, sola, no sabía si tenía que subir o bajar, no
encontraba el botón que abría la puerta, Mi caso, dijo el dependiente de
farmacia, fue más sencillo, oí decir que había gente que se estaba quedando
ciega, entonces pensé cómo sería si yo también perdiera la vista, cerré los
ojos para probarlo y, cuando los abrí, ya estaba ciego, Parece otra parábola,
habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás. Se quedaron callados.
Los otros ciegos habían vuelto a sus camas, lo que no era pequeño trabajo,
porque si bien es verdad que sabían los números que les correspondían, sólo
empezando a contar por uno de los extremos, de uno para arriba o de veinte para
abajo, podían tener la seguridad de llegar a donde querían. Cuando se apagó el
murmullo de la numeración, monótono como una letanía, la chica de las gafas
oscuras contó lo que le había sucedido, Estaba en el cuarto de un hotel, tenía
un hombre sobre mí, en este punto se calló, sintió vergüenza de decir lo que
estaba haciendo, que lo había visto todo blanco, pero el viejo de la venda
negra preguntó, Y lo viste todo blanco, Sí, respondió ella, Quizá tu ceguera
no sea como la nuestra, dijo el viejo de la venda negra. Sólo faltaba la
camarera de hotel, Estaba haciendo una cama, alguien se había quedado ciego
allí, levanté y extendí la sábana blanca ante mí, la ajusté por los lados
metiendo las puntas como se debe, y cuando con las dos manos estaba alisando la
sábana, lentamente, era la de abajo, entonces dejé de ver, me acuerdo de cómo
estaba alisando la sábana, lentamente, era la de abajo, terminó como si
aquello tuviera una importancia especial. Han contado todos su última historia
del tiempo en que veían, preguntó el viejo de la venda negra, Yo contaré la
mía, dijo la voz desconocida, si no hay nadie más, Si hubiera hablará luego,
a ver, empiece, Lo último que vi fue un cuadro, Un cuadro, repitió el viejo de
la venda negra, y dónde estaba, Había ido al museo, era un trigal con cuervos y
cipreses y un sol que parecía hecho con retazos de otros soles, Eso tiene todo
el aire de ser un holandés, Creo que sí, pero había también un perro
hundiéndose, estaba ya medio enterrado, el pobre, Ése sólo puede ser de un
español, antes de él nadie pintó así un perro, y después de él nadie se
atrevió, Probablemente, y había un carro cargado de heno, tirado por caballos,
atravesando un río, Tenía una casa a la izquierda, Sí, Entonces es de un
inglés, Podría ser, pero no lo creo, porque había también allí una mujer con
un niño en el regazo, Mujeres con niños en el regazo es lo más visto en
pintura, Realmente, ya me había dado cuenta, Lo que yo no entiendo es cómo
pueden encontrarse en un solo cuadro pinturas tan diferentes y de tan
diferentes pintores, Y había unos hombres comiendo, Han sido tantos los
almuerzos, las meriendas y las cenas en la historia del arte, que por sólo esa
indicación no me es posible saber quién comía, Los hombres eran trece, Ah,
entonces es fácil, siga, También había una mujer desnuda, de cabellos rubios,
dentro de una concha que flotaba en el mar, y muchas flores a su alrededor, Italiano,
claro, Y una batalla, Estamos como en el caso de las comidas y de las madres.
con niños en el regazo, eso no es suficiente para saber quién lo pintó, Muertos
y heridos, Es natural, tarde o temprano todos los niños mueren y los soldados
también, Y un caballo espantado, Con los ojos como saliéndosele de las
órbitas, Tal cual, Los caballos son así, y qué otros cuadros más había en ese
cuadro suyo, No llegué a saberlo, me quedé ciego precisamente cuando estaba
mirando el caballo. El. miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, Son
palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento en que perdimos la vista, el
miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos, Quién es el que está hablando,
preguntó el médico, Un ciego, respondió la voz, sólo un ciego, eso es lo que
hay aquí. Entonces preguntó el ciego de la venda negra, Cuántos ciegos serán
precisos para hacer una ceguera. Nadie le supo responder. La chica de las gafas
oscuras le pidió que pusiera la radio, tal vez dieran noticias. Las dieron más
tarde, mientras tanto estuvieron oyendo un poco de música. En cierta altura,
aparecieron a la puerta de la sala unos cuantos ciegos, uno de ellos dijo, Qué
pena no haber traído la guitarra. Las noticias no fueron alentadoras, corría el
rumor de que se iba a formar de inmediato un gobierno de unidad y salvación
nacional.
Cuando,
al principio, los ciegos de aquí se contaban aún con los dedos, cuando bastaba
cambiar dos o tres palabras para que los desconocidos se convirtieran en
compañeros de infortunio, y con tres o cuatro más se perdonaban mutuamente
todas las faltas, algunas de ellas graves, y si el perdón no podía ser completo,
era cuestión de paciencia, de esperar unos días, bien se vio cuántas ridículas
pesadumbres tuvieron que sufrir los infelices cada vez que el cuerpo les
exigió cualquiera de aquellos alivios urgentes que solemos llamar satisfacción
de necesidades. Con todo, y aun sabiendo que son rarísimas las educaciones
perfectas y que incluso los recatos más discretos tienen sus puntos débiles,
hay que reconocer que los primeros ciegos traídos a esta cuarentena fueron
capaces, con mayor o menor conciencia, de llevar con dignidad la cruz de la
naturaleza eminentemente escatológica del ser humano. Pero ahora, ocupados
como están todos los camastros, doscientos cuarenta, sin contar los ciegos que
duermen en el suelo, ninguna imaginación, por fértil y creadora que sea en
comparaciones, imágenes y metáforas, podría describir con propiedad el tendal
de porquería que por aquí hay. No es sólo el estado a que rápidamente llegaron
las letrinas, antros fétidos, como deberán ser, en el infierno, los desagües de
las almas condenadas, sino también la falta de respeto de unos o la súbita
urgencia de otros que, en poquísimo tiempo, convirtieron los corredores y
otros lugares de paso en retretes que empezaron siendo de ocasión y acabaron
siendo de costumbre. Los despreocupados o los urgidos pensaban, No tiene
importancia, nadie me ve, y no iban más allá. Cuando fue imposible, en
cualquier sentido, llegar a las letrinas, los ciegos empezaron a utilizar el
cercado como aliviadero de todos sus desahogos y descomposiciones corporales. Los
que eran delicados por naturaleza o por educación, se pasaban el día encogidos,
aguantando como podían hasta la noche, pues se suponía que sería por la noche
cuando en las salas habría más gente durmiendo, y entonces iban allá,
agarrándose la barriga o apretando las piernas, en busca de tres palmos de
suelo limpio, si los había en el inmenso tapiz de excrementos mil veces
pisados, y, además, con el peligro de perderse en el espacio infinito del
cercado donde no había más señal orientadora que los escasos árboles, cuyos
troncos habían sobrevivido a la manía exploratoria de los antiguos locos, y
también las pequeñas lomas, casi rasadas ya, que malcubrían
a los muertos. Una vez al día, siempre al caer la tarde, como un despertador
regulado para la misma hora, el altavoz repetía las conocidas instrucciones y
prohibiciones, insistía en las ventajas del uso regular de los productos de
limpieza, recordaba que había un teléfono en cada sala para reclamar el
suministro necesario cuando faltase, pero lo que allí realmente se necesitaba
era un chorro poderoso de manguera que se llevase por delante toda la mierda, y
luego una brigada de fontaneros que reparasen las cisternas, las pusieran en
funcionamiento, y después agua, agua en cantidad, para llevar a los sumideros
lo que al desagüe debía ir, después, por favor, ojos, unos simples ojos, una
mano capaz de conducir y guiar, una voz que me diga, Por aquí. Estos ciegos,
si no les ayudamos, no tardarán en convertirse en animales, peor aún, en
animales ciegos. No lo dijo la voz desconocida, aquella que habló de los
cuadros y de las imágenes del mundo, lo está diciendo, con otras palabras, muy
entrada ya la noche, la mujer del médico, acostada al lado de su marido, cubiertas
las cabezas con la misma manta, Hay que poner remedio a este horror, no aguanto
más, no puedo seguir fingiendo que no veo, Piensa en las consecuencias, lo más
seguro es que intenten hacer de ti una esclava, tendrás que atenderlos a todos,
cuidar de todo, te exigirán que los alimentes, que los laves, que los acuestes
y los levantes, que los lleves de aquí para allá, que les suenes y les seques
sus lágrimas, te llamarán cuando estés durmiendo, te insultarán si tardas en
acudir, Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente
ante los ojos y no mover un dedo para ayudar, Ya es mucho lo que haces, Qué
hago yo, si mi mayor preocupación es evitar que alguien se dé cuenta de que
veo, Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho
mejores, Tampoco nos ha hecho peores, Vamos camino de serlo, mira lo que pasa
cuando llega el momento de distribuir la comida, Precisamente, una persona que
viera podría encargarse de repartir los alimentos entre todos los que están
aquí, hacerlo con equidad, con criterio, dejaría de haber protestas, acabarían
esas disputas que me enloquecen, no sabes lo que es ver a dos ciegos pegándose,
Siempre ha habido peleas, luchar fue siempre, más o menos, una forma de
ceguera, Esto es diferente, Haz lo que te parezca, pero no olvides lo que
somos aquí, ciegos, simplemente ciegos, ciegos sin retórica ni conmiseraciones,
el mundo caritativo y pintoresco de los cieguitos se ha acabado, ahora es el
reino duro, cruel e implacable de los ciegos, Si pudieras ver tú lo que yo
estoy obligada a ver, querrías ser ciego, Lo creo, pero no es preciso, ciego ya
estoy, Perdona, querido, si supieses, Lo sé, lo sé, pasé mi vida mirando al
interior de los ojos de la gente, es el único lugar del cuerpo donde tal vez
exista un alma, y si se perdieron, Mañana voy a decirles que veo, Ojalá no
tengas que arrepentirte, Mañana les diré, hizo una pausa y añadió, A no ser que
al fin también yo haya entrado en ese mundo.
No
fue esta vez. Cuando despertó a la mañana siguiente, muy temprano, como solía,
sus ojos veían tan claramente como antes. Los ciegos de la sala dormían aún.
Pensó en cómo decirles que veía, si convocarlos a todos y anunciarles la
novedad, quizá fuese preferible hacerlo de una manera discreta, sin alardes,
contarles, por ejemplo, como sin darle importancia, Ya ven, quién había de
pensar que iba yo a conservar la vista en medio de tantos que no la tienen, o
quizá fuera más conveniente declarar que había estado realmente ciega y que de
repente había recuperado la visión, sería hasta una manera de darles algo de
esperanza, Si ella ha vuelto a ver, se dirían unos a otros, tal vez también
nosotros, pero igualmente podría suceder que le respondieran, Si es así,
váyase, en tal caso, objetaría que no podía irse de allí sin su marido, y como
el ejército no dejaba salir a ningún ciego de la cuarentena, no tendrían más
remedio que consentir que se quedase. Algunos ciegos se revolvían en los
camastros, aliviaban los gases como todas las mañanas, pero la atmósfera no se
tornó por eso más nauseabunda, seguro que había alcanzado ya el nivel de
saturación. No era sólo el olor fétido que llegaba de las letrinas en
vaharadas, en exhalaciones que daban ganas de vomitar, era también el hedor acumulado
de doscientas cincuenta personas, cuyos cuerpos, macerados en su propio sudor,
no podían ni sabrían lavarse, que vestían ropas cada día más inmundas, que
dormían en camas donde no era raro que hubiera deyecciones. De qué servían el
jabón, las lejías, los detergentes por ahí olvidados, si las duchas, muchas de
ellas, estaban atascadas o rotas las cañerías, si los desagües devolvían el
agua sucia, que salía de los cuartos de baño impregnando la madera del piso de
los corredores, infiltrándose por las juntas de las tablas. En qué locura me
voy a meter, dudó entonces la mujer del médico, aunque no exigiesen que los
sirviera, cosa que podría suceder, yo misma no aguantaría sin ponerme a lavar,
a limpiar, cuánto tiempo me durarían las fuerzas, ése no es trabajo para una
persona sola. Su valor, que antes le había parecido tan firme, comenzaba a
desmoronarse, a romperse en mil pedazos ante la realidad abyecta que invadía
sus narices y ofendía sus ojos, ahora que se presentaba el momento de pasar de
las palabras a los actos. Soy cobarde, murmuró exasperada, para eso más me valdría
estar ciega, no andaría con veleidades de misionera. Se habían levantado tres
ciegos, uno era el dependiente de farmacia, iban a tomar posiciones en el zaguán
para recoger la parte de comida que correspondía a la primera sala. Faltando
los ojos, no se podía decir que el reparto se hiciera a ojo, paquete más,
paquete menos, al contrario, daba pena ver cómo se equivocaban al contar y
volvían al principio, alguno, más desconfiado, quería saber exactamente lo que
se llevaban los otros, siempre terminaban discutiendo, algún empujón, un sopapo
a ciegas, como tenía que ser. En la sala ya todos estaban despiertos,
dispuestos para recibir su parte, con la experiencia habían establecido un
sistema bastante cómodo de hacer la distribución, empezaban por llevar toda la
comida hasta el fondo de la sala, donde estaban los camastros del médico y de
su mujer, y los de la chica de las gafas oscuras y el chiquillo que llamaba a
su madre, y allí la iban a buscar, dos de cada vez, empezando por las camas más
próximas a la entrada, uno derecha e izquierda, dos derecha e izquierda, y así
sucesivamente, sin enfados ni atropellos, se tardaba más, es cierto, pero la
tranquilidad compensaba la espera. Los primeros, es decir aquellos que tenían
la comida al alcance de la mano, eran los últimos en servirse, excepto el
niño estrábico, claro está, que siempre acababa de comer antes de que la chica
de las gafas oscuras recibiese su parte, de lo que resultaba que una porción
que debía ser de ella acababa invariablemente en el estómago del pequeño. Los
ciegos estaban todos con la cabeza vuelta hacia el lado de la puerta, esperando
oír los pasos de los compañeros, el rumor inseguro, inconfundible, de quien
lleva una carga, pero el sonido que se oyó no fue ése, más bien parecía como si
vinieran a la carrera, si tal proeza es posible tratándose de gente que no
puede ver dónde pone los pies. Y, con todo, nadie podría decir otra cosa
cuando ellos aparecieron jadeantes en la puerta. Qué habrá pasado para que
hayan venido así, corriendo, y estén los tres intentando entrar al mismo
tiempo para dar la inesperada noticia, No nos han dejado traer la comida, dijo
uno, y los otros repitieron, No nos han dejado, Quién, los soldados, preguntó
una voz cualquiera, No, los ciegos, Qué ciegos, aquí todos somos ciegos, No
sabemos quiénes eran, dijo el dependiente de farmacia, pero creo que deben ser
de aquellos que vinieron juntos, los últimos que llegaron, Y cómo es eso, por
qué no os dejaron traer la comida, preguntó el médico, hasta ahora no ha habido
ningún problema, Ellos dicen que eso se ha acabado, que a partir de hoy, quien
quiera comer, tendrá que pagar. De todos los lugares de la sala saltaron las
protestas, No puede ser, Quitarnos la comida, Cuadrilla de ladrones, Una vergüenza,
ciegos contra ciegos, nunca pensé que viviría para ver una cosa así, Vamos a
quejarnos al sargento. Alguno, más decidido, propuso que se juntaran todos para
ir a reclamar lo que era suyo, No será fácil, fue la opinión del dependiente de
farmacia, son muchos, me quedé con la impresión de que era un grupo grande, y
lo peor es que están armados, Armados, cómo, Palos al menos tienen, todavía me
duele este brazo del estacazo que me pegaron, dijo uno, Vamos a tratar de
resolver todo esto por las buenas, dijo el médico, voy con vosotros a hablar
con esa gente, aquí debe de haber un malentendido, Bien, doctor, lo acompaño,
pero, por los modos que tienen, dudo mucho que consigamos convencerlos, dijo
el dependiente de farmacia, De cualquier manera, tenemos que ir, la cosa no
puede quedarse así, Yo voy contigo, dijo la mujer del médico. Salió de la sala
el pequeño grupo, menos el que se quejaba del brazo, ése creía que había
cumplido ya con su obligación, y se quedó contando a los otros la arriesgada
aventura, la comida allí, a dos pasos, y una muralla de cuerpos defendiéndola,
Con palos, insistía.
Avanzando
juntos, como una piña, emprendieron el camino entre los ciegos de las otras
salas. Cuando llegaron al zaguán, la mujer del médico comprendió que no iba a
ser posible ningún acuerdo diplomático, y que, probablemente, no lo sería
nunca. En medio del zaguán, cubriendo las cajas de comida, un círculo de ciegos
armados de palos y hierros arrancados de las camas, apuntando hacia delante
como bayonetas o lanzas, hacía frente a la desesperación de los ciegos que los
rodeaban y que, con torpes intentonas, procuraban entrar en la línea defensiva,
algunos, con la esperanza de encontrar una abertura, un postigo mal cerrado,
aguantaban los golpes en los brazos extendidos, otros se arrastraban a gatas
hasta tropezar con las piernas de los adversarios, que los recibían a palos y
puntapiés. Golpe ciego, se suele decir. No faltaban en el cuadro las protestas
indignadas, los gritos furiosos, Exigimos nuestra comida, Reclamamos el derecho
al pan, Bribones, Golfos, Esto es un robo, sinvergüenzas, Parece imposible,
hubo incluso un ingenuo o distraído que dijo, Llamad a la policía, tal vez allí
los hubiera, policías, la ceguera, ya se sabe, no mira oficios y menesteres,
pero un policía ciego no es lo mismo que un ciego policía, y en cuanto a los
dos que conocíamos, ésos están muertos y, con mucho trabajo, enterrados. Impelida
por la esperanza absurda de que una autoridad viniera a restaurar en el
manicomio la paz perdida, a fortalecer la justicia, a devolver la tranquilidad,
una ciega se acercó como pudo a la puerta principal y gritó a los aires, Ayúdennos, que éstos nos quieren robar
la comida. Los soldados hicieron oídos sordos, las órdenes que el sargento
recibiera del capitán que había pasado en visita de inspección eran
perentorias, clarísimas, Si se matan entre ellos, mejor, quedarán menos. La
ciega se desgañitaba como las locas de antes, casi loca ella también, pero de
puro desconsuelo. Al fin, dándose cuenta de la inutilidad de sus llamadas, se
calló, sollozando se volvió para dentro y, sin darse cuenta de por dónde iba,
recibió en su cabeza desprotegida un estacazo que la derribó. La mujer del
médico quiso correr a levantarla, pero la confusión era tal que no pudo dar ni
dos pasos. Los ciegos que habían venido a reclamar la comida empezaban a
retroceder a la desbandada, perdida toda orientación tropezaban unos con otros,
caían, se levantaban, volvían a caer, algunos ni lo intentaban, se dejaban
estar, postrados en el suelo, agotados, míseros, retorciéndose de dolor con la
cara contra las losetas. Entonces, la mujer del médico, aterrorizada, vio cómo
uno de los ciegos cuadrilleros sacaba del bolsillo una pistola y la alzaba
bruscamente en el aire. El disparo hizo soltarse del techo una gran placa de
estuco que cayó sobre las desprevenidas cabezas, aumentando el pánico. El ciego
gritó, Quietos todos ahí, y callados, si alguien se atreve a levantar la voz,
tiraré al cuerpo, no al aire, caiga quien caiga, luego no os quejéis. Los ciegos
ni se movieron. El de la pistola continuó, Lo dicho, y no hay vuelta atrás, a
partir de hoy seremos nosotros quienes nos encarguemos de la comida, están
avisados todos, y que no se le ocurra a nadie salir a buscarla, vamos a poner
guardias en esta entrada, y quien se acerque las va a pagar, de aquí en
adelante, la comida se vende, y quien quiera comer tendrá que aflojar los
cuartos, Y cómo vamos a pagar, preguntó la mujer del médico, He dicho que todos
callados, ni una palabra, gritó el de la pistola moviendo el arma ante él,
Alguien tendrá que hablar, necesitamos saber cómo actuamos, dónde encontraremos
la comida, si vamos todos juntos o uno a uno, Ésta se las da de lista, comentó
uno del grupo, si le pegas un tiro será una boca menos, Si la viera ya tenía
una bala en la barriga. Luego, dirigiéndose a todos, Volved inmediatamente a
las salas, ja, ja, cuando hayamos llevado la comida para dentro ya diremos lo
que tienen que hacer, Y el pago, volvió a preguntar la mujer del médico, cuánto
nos va a costar un café con leche y una galleta, La tía se la está jugando,
dijo la misma voz, Déjamela a mí, dijo el otro, y cambiando de tono, Cada sala
nombrará dos responsables que se encargarán de recoger todo lo que haya de
valor, todo, de cualquier tipo, dinero, joyas, anillos, pulseras, pendientes,
relojes, todo lo que tengan, y luego lo llevan a la tercera sala del lado
izquierdo, que es donde estamos, y si quieren un consejo de amigo, que no se
les pase por la cabeza engañarnos, sabemos que algunos van a esconder parte de
lo que tengan de valor, pero les advierto que ésa será una idea pésima, si lo
que nos entregáis no nos parece suficiente, simplemente no coméis, tendréis
que entreteneros masticando los billetes y los brillantes. Un ciego de la
segunda sala, lado derecho, preguntó, Y cómo hacemos, entregamos todo de una
vez o vamos pagando conforme vayamos comiendo, Por lo visto no me he explicado
bien, dijo el de la pistola riéndose, primero pagáis, después comeréis, y, en
cuanto a lo de pagar según vayáis comiendo, eso exigiría una contabilidad muy
complicada, lo mejor es que lo llevéis todo de una vez, y ya veremos qué
cantidad de comida merecéis, estáis avisados, que no se os ocurra esconder
nada, porque a quien lo haga le va a costar muy caro, y para que veáis que
actuamos legalmente, os advierto que después de que entreguéis lo que tengáis,
haremos una inspección, y ay de vosotros si encontramos algo, aunque sólo sea
una moneda, y ahora, fuera de aquí todos, rápido. Alzó el brazo y disparó de
nuevo, Cayó un pedazo más de yeso. Y tú, dijo el de la pistola, no olvidaré tu
voz, Ni yo, tu cara, respondió la mujer del médico.
Nadie
pareció reparar en lo absurdo de que una ciega diga que no va a olvidar una
cara que no ha visto. Los ciegos retrocedieron a toda prisa, en busca de las
puertas, poco después estaban los de la primera sala informando de la situación
a los compañeros, Por lo que hemos oído, no creo que podamos, de momento, hacer
otra cosa que obedecer, dijo el médico, deben de ser muchos, y lo peor es que
tienen armas, También nosotros podríamos hacernos con algunas, dijo el dependiente
de farmacia, Sí, unas ramas arrancadas de los árboles, si es que quedan ramas a
la altura del brazo, unos hierros de las camas, que apenas tendríamos fuerzas para
manejar, mientras que ellos disponen, al menos, de una pistola, Yo no doy nada
de lo mío a esos hijos de puta ciega, dijo alguien, Ni yo, añadió otro, O damos
todos, o nadie, dijo el médico, No tenemos otra alternativa, dijo la mujer,
además, la regla, aquí dentro, tendrá que ser la misma que nos han impuesto
fuera, quien no quiera pagar, que no pague, está en su derecho, pero entonces
no comerá, lo que no puede ser es que alguien esté alimentándose a costa de los
otros, Daremos todos y lo daremos todo, dijo el médico, Y quien no tenga nada
que dar, preguntó el dependiente de farmacia, Ése sí, comerá de lo que los
otros le den, es justamente lo que alguien dijo, de cada uno según sus
posibilidades, a cada uno según sus necesidades. Se hizo una pausa, y el viejo
de la venda negra preguntó, A quiénes designamos como responsables, Yo elijo
al doctor, dijo la chica de las gafas oscuras. No fue necesario proceder a la
votación, toda la sala estaba de acuerdo. Tendremos que ser dos, recordó el
médico, se presenta alguien, preguntó, Yo, si no se presenta nadie más, dijo el
primer ciego, Muy bien, comencemos a dar las cosas, necesitamos un saco, una
bolsa, una maleta pequeña, cualquier cosa sirve, Yo puedo dar esto, dijo la
mujer del médico, y empezó a vaciar un bolso donde había guardado algunos
productos de belleza y otras menudencias, cuando no podía ni imaginar en qué
condiciones iba a vivir. Entre los frascos, las cajas y los tubos venidos del
otro mundo, había unas tijeras grandes de punta fina. No recordaba haberlas
metido allí, pero allí estaban. La mujer del médico levantó la cabeza. Los
ciegos estaban esperando, el marido había ido hasta la cama del primer ciego y
hablaba con él, la chica de las gafas oscuras le decía al niño estrábico que no
tardaría en llegar la comida, en el suelo, detrás de la mesita de noche, como si la
chica de las gafas oscuras hubiera querido, con pueril e inútil pudor,
ocultarlo de la vista de quienes no veían, estaba una compresa higiénica
manchada de sangre. La mujer del médico miraba las tijeras, intentaba pensar
por qué las estaba mirando así, así cómo, así, pero no encontraba ninguna
razón, realmente, no podría hallarse razón alguna en unas simples tijeras
grandes, colocadas en sus manos abiertas, con sus dos hojas niqueladas y las
puntas agudas y brillantes. Ya lo tienes, preguntaba desde lejos el marido, Ya
lo tengo, respondió y tendió el brazo que sostenía el bolso vacío mientras el
otro brazo escondía las tijeras en la espalda, Qué pasa, preguntó el médico,
Nada, respondió la mujer, como podría haber respondido, Nada que tú puedas ver,
debe de haberle extrañado algo en mi voz, fue sólo eso, nada más. Junto con el
primer ciego, el médico se acercó a ese lado, cogió el bolso con sus manos
vacilantes y dijo, Vayan preparando lo que tengan, empezamos la recogida. La
mujer se quitó el reloj, hizo lo mismo con el del marido, echó al bolso los
pendientes, un anillo pequeño con rubíes, la cadenilla de oro que llevaba al
cuello, la alianza, la del marido, no les costó trabajo sacarlas, Tenemos los
dedos más delgados, pensó, fue echándolo todo dentro de la bolsa, el dinero que
habían traído de casa, unos cuantos billetes de diferente valor, unas monedas,
Está todo, dijo, Estás segura, preguntó el médico, busca bien, De valor, era
todo lo que teníamos. La chica de las gafas oscuras había reunido ya sus bienes,
no eran muy diferentes, sólo había unas pulseras de más, y, de menos, una
alianza. La mujer del médico esperó a que el marido y el primer ciego le
dieran las espaldas, y a que la chica de las gafas oscuras se volviera hacia el
niño estrábico, Soy como si fuera tu madre, pago por ti y por mí, y luego
retrocedió hacia la pared del fondo. Allí, como a lo largo de las otras
paredes, había unos grandes clavos que utilizarían a los locos para colgar en
ellos sabe Dios qué tesoros y manías. Eligió el más alto al que podía llegar y
colgó de él las tijeras. Después se sentó en la cama. Lentamente, el marido y
el primer ciego caminaban hacia la puerta, recogiendo, de un lado y de otro, lo
que cada uno tenía para entregar, algunos protestaban diciendo que aquello era
una vergüenza, que les estaban robando, y era la pura verdad, otros se
deshacían de sus posesiones con una especie de indiferencia, como si pensasen
que, bien vistas las cosas, no hay en el mundo nada que, en sentido absoluto,
nos pertenezca, verdad ésta no menos transparente. Cuando llegaron a la puerta
de la sala, terminada la colecta, el médico preguntó, Lo han entregado todo,
unas cuantas voces resignadas respondieron que sí, hubo quien se quedó callado,
a su tiempo sabremos si fue por no mentir. La mujer del médico alzó los ojos
hacia donde estaban las tijeras. Le sorprendió verlas tan altas, colgadas por
uno de los aros o argollas, como si no hubiera sido ella misma quien las puso
allí, después, para sí, pensó que fue una excelente idea traerlas, ahora ya
podría arreglarle la barba al marido, dejarlo más presentable, porque, ya se
sabe, en las condiciones en que vivimos, es imposible que un hombre pueda
afeitarse normalmente. Cuando miró otra vez hacia la puerta, los dos hombres
habían desaparecido en la penumbra del corredor, camino de la tercera
sala, lado izquierdo, donde tendrían que pagar la comida. La de hoy, la de
mañana también, tal vez la de toda la semana, Y después, la pregunta no tenía
respuesta, todo lo que teníamos va ahí.
Contra
lo que era habitual, los corredores estaban vacíos, en general no era así,
cuando se salía de las salas no se hacía otra cosa que tropezar, resbalar y
caer, los agredidos echaban pestes, soltaban groseros tacos,
los agresores respondían en el mismo tono, pero nadie le
daba importancia, uno tiene que desahogarse de alguna
manera, mayormente si está ciego. Ante ellos se oía un ruido de
pasos y de voces, serían los emisarios de otra sala que iban
a la misma obligación. Qué situación la nuestra, doctor, dijo el primer
ciego, no bastaba con estar como estamos y vamos a caer en manos
de unos ciegos ladrones, hasta parece mi sino, primero el del coche, ahora
estos que nos roban la comida, y además a punta de pistola,
La diferencia es ésa, el arma, Pero no siempre van a tener balas, no
duran eternamente,
Nada dura siempre, aunque, en este caso, tal vez
sea deseable que sí, Por qué, Si se les acaban las balas será porque las han disparado, y ya tenemos
muertos de sobra, Estamos en una
situación insostenible, Es
insostenible desde que entramos, y a pesar de todo vamos aguantando, Es usted optimista, doctor, No
es que sea optimista, es que no
puedo imaginar nada peor de lo que
estamos viviendo, Pues yo empiezo a pensar que no hay límites para lo malo, para el mal, Quizá tenga razón, dijo el médico, y luego, como si
estuviera hablando consigo mismo, Algo tiene que ocurrir aquí, conclusión ésta que supone cierta contradicción,
o hay al fin algo peor que esto, o de ahora en adelante
todo va a mejorar, aunque por la muestra no lo parezca. Dado el camino recorrido, las esquinas que doblaron, se estaban
acercando a la tercera sala. Ni el médico ni el primer ciego habían venido nunca aquí, pero la construcción de las dos
alas, lógicamente, obedecía a una estructura
simétrica, y quien conociese bien la parte derecha fácilmente podría
orientarse en el lado izquierdo, y viceversa, bastaba virar a la
izquierda en un lado cuando en el otro se
habría girado a la derecha. Oyeron voces,
debían de ser los que llegaron antes que ellos, Tendremos que esperar, dijo el médico en voz baja, Por qué, Los
de dentro querrán saber exactamente qué es lo
que éstos traen, para ellos es igual, como ya han comido no tienen
prisa, No debe de faltar mucho para la hora
de la comida. Aunque pudieran ver, de nada les serviría, no tienen ya relojes. Un cuarto de hora después, minuto más, minuto menos, acabó el trueque. Los
dos hombres pasaron por delante del médico y del primer ciego, por lo que decían llevaban la comida, Cuidado, no
la dejes caer, exclamó uno, y el otro murmuraba, Lo que no sé es si
llegará para todos, Pues nos apretamos el cinturón.
Deslizando la mano por la pared, con el primer ciego tras él, el médico avanzó
hasta que sus dedos tocaron las tablas lisas de la puerta, Somos
de la sala
primera lado derecho. Avanzó un paso, pero su pierna
chocó con un obstáculo, se dio cuenta de que era una cama atravesada, puesta allí como si fuera el mostrador de una tienda, Están organizados, pensó,
esto no ha nacido improvisadamente.
Oyó voces, pasos, Cuántos serán, la
mujer le había hablado de unos diez, pero
posiblemente serían muchos más, sin duda no estaban todos en el zaguán cuando se apropiaron de la comida. El de la pistola era el jefe, era su voz
grosera y áspera la que decía, Vamos
a ver las riquezas que nos trae la
primera sala lado derecho, y luego, en tono más bajo, hablando con alguien que
debía de estar muy cerca, Toma nota. El médico quedó perplejo,
qué significa este Toma nota, sin duda hay alguien que puede escribir, por lo
tanto hay alguien que no está ciego, ya son
dos casos, Tenemos que andar con cuidado, pensó, mañana este individuo puede
estar a nuestro lado sin que nos demos cuenta, el pensamiento del médico poco
difería de lo que el primer ciego estaba pensando, Con la pistola y un espía,
estamos listos, no levantaremos cabeza en nuestra vida. El ciego de dentro,
capitán de los ladrones, había abierto ya la bolsa y, con manos hábiles, iba
sacando, palpando e identificando los objetos, el dinero, sin duda distinguía
por el tacto lo que era oro y lo que no lo era, y también por el tacto el valor
de los billetes y de las monedas, es fácil cuando se tiene experiencia. Sólo
pasados unos minutos el oído distraído del médico empezó a notar un ruido inconfundible,
sin duda allí al lado alguien estaba escribiendo en alfabeto braille, también
llamado anagliptografía, se oía el sonido al mismo tiempo sordo y nítido del
puntero perforando el papel grueso y batiendo contra la plancha metálica del
tablero inferior. Había, pues, un ciego normal entre los ciegos delincuentes,
un ciego como todos aquellos a los que antes se daba el nombre de ciegos,
evidentemente había sido atrapado en la red con los demás, pero no era el
momento de hacer averiguaciones, Oiga, es usted de los ciegos modernos o de los
antiguos, a ver, explíquenos su manera de no ver. Qué suerte han tenido éstos,
aparte de tocarles un escribano, también podrán aprovecharlo como guía, un
ciego entrenado es otra cosa, vale su peso en oro. Continuaba el inventario, de
tiempo en tiempo el de la pistola pedía la opinión del contable, Qué crees que
es esto, y el otro interrumpía el registro para dar un parecer, decía,
Baratija, y en este caso el de la pistola comentaba, Muchas como ésta y no
coméis, Es bueno, y entonces el comentario era, No hay como tratar con gente
honrada. Al fin colocaron tres cajas encima de la cama, Os lleváis esto, dijo
el de la pistola. El médico las contó, No son suficientes, dijo, recibíamos
cuatro cuando la comida era sólo para nosotros, en el mismo instante notó la
frialdad del cañón de la pistola en la garganta, para estar ciego no había sido
mala puntería, Cada vez que reclames te quitaremos una caja, ahora largo de
aquí, te llevas ésas, y da gracias a Dios por poder comer todavía. El médico
murmuró, Está bien, recogió dos cajas, el primer ciego cargó con la otra, y,
más lentos ahora porque llevaban peso, rehicieron el camino que los llevaría a
la sala. Cuando llegaron al zaguán, donde parecía que no había nadie, el médico
dijo, No volveré a tener una oportunidad así, Qué quiere decir,
preguntó el primer ciego, Me puso la pistola en el cuello, podría habérsela
quitado de las manos, Sería arriesgado, No tanto como parece, yo sabía dónde
estaba la pistola y él no sabía dónde estaban mis manos, Aun así, Estoy seguro,
en aquel momento él era el más ciego de los dos, fue una pena que no se me
ocurriera, o quizá lo pensé y no tuve valor, Y luego, preguntó el primer ciego,
Y luego, qué, Vamos a suponer que realmente conseguía quitarle el arma, estoy
seguro de que no iba a ser capaz de usarla, Si tuviera la certeza de que se
resolvía la situación, sí, Pero no está seguro, No, realmente no lo estoy,
Entonces es mejor que las armas estén del lado de ellos, al menos mientras no
las usen contra nosotros, Amenazar con un arma es ya atacar, Si le hubiese
quitado la pistola, comenzaría la verdadera guerra, y lo más probable es que
ni siquiera hubiésemos salido de allí, Tiene razón, dijo el médico, olvidaré
todo esto, Lo que sí tiene que recordar es lo que me dijo antes, Qué le dije,
Que algo va a ocurrir, Ocurrió ya, y no aproveché la ocasión, Otra cosa será, y
no ésta.
Cuando entraron en la sala y tuvieron que presentar
lo poco que llevaban para poner en la mesa, hubo quien creyó que la culpa era
de ellos, por no haber reclamado y exigido más, para eso habían sido nombrados
representantes del colectivo. Entonces, el médico explicó lo que había pasado,
habló del ciego escribiente, de los modos insolentes del ciego de la pistola,
de la pistola también. Los descontentos bajaron el tono, acabaron por
concordar, sí señor, la defensa de los intereses de la sala está en buenas
manos. Distribuyeron al fin la comida, hubo quien recordó a los impacientes
que poco es más que nada, aparte de eso, por la hora que debía de ser, estaría
a punto de llegar la comida del mediodía, Lo malo es si nos ocurre lo que al
caballo del cuento, que murió cuando ya estaba acostumbrado al ayuno, dijo
alguien. Los otros sonrieron pálidamente, y otro añadió, No sería mala idea,
si es que el caballo, cuando muere, no sabe que va a morir.
El
viejo del ojo vendado había entendido que su radio portátil, tanto por la
fragilidad de su estructura como por la información conocida sobre su tiempo
de vida útil, quedaba excluida de la lista de valores a entregar como pago de
la comida, considerando que el funcionamiento del aparato dependía, en primer
lugar, de tener o no tener pilas dentro, y, en segundo lugar, del tiempo que
durasen. Por el sonido catarroso de la voz que aún salía de la cajita, era
evidente que no debía esperarse mucho de ella. Decidió, pues, el viejo de la
venda negra no repetir las audiciones públicas, pensando también que podían
aparecer por allí los ciegos de la tercera sala, lado izquierdo y tener una
opinión diferente, no por el valor material del aparato, prácticamente nulo a
corto plazo, como quedó demostrado, sino por su valor de uso inmediato, que
ése es sin duda altísimo, sin hablar ya de la plausible posibilidad de que
haya pilas donde, al menos, hay una pistola. Anunció el viejo de la venda
negra que oiría las noticias oculto bajo la manta, con la cabeza tapada, y que
si hubiera alguna novedad interesante, avisaría de inmediato. La chica de las
gafas oscuras le pidió que la dejase oír de vez en cuando un poquito de música,
Sólo para no perder el recuerdo, justificó, pero el viejo fue inflexible,
argumentando que lo importante era saber lo que estaba
pasando fuera, que quien quisiera música la oyera dentro de su propia cabeza,
que para algo bueno nos ha de servir la memoria. Tenía razón el viejo de la
venda negra, la música de la radio rasguñaba como sólo es capaz de herir un
mal recuerdo, y por eso la mantenía en el mínimo volumen sonoro que le era
posible, mientras llegaban las noticias. Entonces avivaba un poco el sonido y
apuraba el oído para no perder una sílaba. Luego, con palabras suyas, resumía
la información y la transmitía a los vecinos más próximos. Así, de cama en
cama, iban las noticias circulando por la sala, desfiguradas cada vez que
pasaban de un receptor al receptor siguiente, disminuida o agravada la
importancia de las informaciones, conforme al grado personal de optimismo o
pesimismo propio de cada emisor. Hasta que llegó el momento en que las palabras
se callaron y el viejo de la venda negra se encontró sin nada que decir. Y no
fue porque la radio se hubiera averiado o se agotaran las pilas, la experiencia
de la vida y de las vidas cabalmente demuestra que al tiempo no hay quien lo
gobierne, parecía que este aparatito iba a durar poco, y alguien tuvo que
callarse antes que él. A lo largo de todo el primer día vivido bajo la garra de
los ciegos malvados, el viejo de la venda negra había estado oyendo las
noticias y pasándoselas a los otros, rebatiendo por su cuenta la obvia
falsedad de lo o amistas vaticinios oficiales, y ahora, avanzada la noche, con
la cabeza al fin fuera de la manta, aplicaba el oído a la ronquera en que la
débil alimentación eléctrica de la radio convertía la voz del locutor, cuando,
de súbito, lo oyó gritar, Estoy ciego, después el ruido de algo que chocaba
violentamente contra el micrófono, una
secuencia precipitada de rumores confusos, exclamaciones, y, de repente, el
silencio. Se había callado la única emisora de radio que se podía captar desde
allí dentro. Durante mucho tiempo se mantuvo el viejo de la venda negra con la
oreja pegada a la caja ahora inerte, como si esperara el regreso de la voz y
el resto de las noticias. Sin embargo, adivinaba, sabía, que la voz no
regresaría. El mal blanco no cegó sólo al locutor. Como un reguero de pólvora,
había alcanzado, rápida y sucesivamente, a todos cuantos en la emisora se
encontraban. Entonces, el viejo de la venda negra dejó caer el aparato al
suelo. Los ciegos malvados, si viniesen a la rebatiña, buscando joyas escondidas,
encontrarían confirmada la razón, si en tal cosa habían pensado, de por qué no
habían incluido las radios portátiles en la lista de objetos de valor. El viejo
de la venda negra se cubrió la cabeza con la manta, para poder llorar a gusto.
Poco
a poco, bajo la luz amarillenta y sucia de las débiles bombillas, la sala fue
hundiéndose en un profundo sueño, reconfortados los cuerpos por las tres refecciones
del día, como raramente antes ocurriera. Si siguen así las cosas, acabaremos,
una vez más, por llegar a la conclusión de que hasta en los peores males es
posible hallar una ración suficiente de bien para que podamos soportar esos
males con paciencia, lo que, trasladado a la presente situación, significa
que, contrariamente a las primeras e inquietantes previsiones, la
concentración de los alimentos en una sola entidad robadora y distribuidora
tenía, al fin, sus aspectos positivos, por mucho que se quejaran algunos
idealistas que hubieran preferido continuar luchando por la vida con sus
propios medios, aunque por esa obstinación tuvieran que pasar algún hambre.
Descuidados del día de mañana, olvidando que quien paga por adelantado siempre
acaba mal servido, la mayoría de los ciegos, en todas las salas, dormían a
pierna suelta. Otros, cansados de buscar sin resultado una salida honrosa a
los vejámenes sufridos, fueron también quedándose dormidos, soñando con días
mejores que los presentes, más libres si no más hartos. Sólo en la primera sala
del lado derecho la mujer del médico estaba en vela. Tumbada en la cama,
pensaba en lo que le había contado el marido cuando creyó que entre los ciegos
ladrones había uno que veía, alguien que podrían utilizar como espía. Era
curioso que no hubieran vuelto a hablar del asunto, como si al médico, lo que
hace el hábito, no se le hubiese ocurrido que su propia mujer seguía viendo. Lo
pensó ella, pero se calló, no quiso pronunciar palabras obvias, Eso que,
irremediablemente, no podrá hacer él, lo podría hacer yo, Qué, preguntaría el
médico, fingiendo no entender. Ahora, con los ojos clavados en las tijeras
colgadas de la pared, la mujer del médico se preguntaba a sí misma, De qué me
sirve ver. Le servía para saber del horror más de lo que hubiera podido
imaginar alguna vez, le servía para desear estar ciega, nada más que para eso.
Con un movimiento cauteloso se sentó en la cama. Ante ella estaban durmiendo la
chica de las gafas oscuras y el niño estrábico. Se dio cuenta de que las dos
camas estaban muy próximas, la chica había empujado la suya, sin duda para estar más
cerca del pequeño si él necesitaba consuelo, o que le secaran las lágrimas por
la falta de una madre perdida. Cómo no se me ocurrió, pensó, podía haber unido
ya nuestras camas, dormiríamos juntos, sin estar con la constante preocupación
de que él pueda caerse de la cama. Miró al marido, que dormía pesadamente en
un sueño de puro agotamiento. No llegó a decirle que había traído las tijeras,
que un día de éstos le arreglaría la barba, es trabajo que hasta un ciego puede
hacer, siempre que no acerque demasiado las láminas a la piel. Se dio a sí
misma una buena justificación para no hablarle de la tijera, Después vendrían
todos los hombres, no haría otra cosa que cortar barbas. Rodó el cuerpo hacia
fuera, asentó los pies en el suelo, buscó los zapatos. Cuando iba a
calzárselos, se detuvo, los miró fijamente, después movió la cabeza y, sin
ruido, los dejó en el suelo. Pasó al corredor entre las camas y fue andando
lentamente en dirección a la puerta de la sala. Los pies descalzos sentían la
inmundicia pegajosa del suelo, pero ella sabía que fuera, en los pasillos, sería
mucho peor. Iba mirando a un lado y a otro, por si encontraba algún ciego
despierto, aunque hubiera alguno vigilando, o toda la sala, no tenía importancia,
con tal de que no hiciese ruido, y por más que lo hiciese, sabemos a cuánto
obligan las necesidades del cuerpo, que no escogen horas, en fin, lo que no
quería es que el marido se despertara y notase la ausencia a tiempo aún de
preguntarle, Adónde vas, que es, probablemente, la pregunta que más hacen los
hombres a sus mujeres, la otra es Dónde has estado. Una de las ciegas estaba
sentada en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera, la mirada vacía
clavada en la pared de enfrente, sin conseguir alcanzarla. La mujer del médico
se detuvo un momento como si dudara tocar aquel hilo invisible que flotaba en
el aire, como si un simple contacto pudiera
destruirlo irremediablemente. La ciega alzó el brazo, debía de haber percibido
una leve vibración en la atmósfera, después lo dejó caer, desinteresada, le
bastaba con no poder dormir por culpa de los ronquidos del vecino. La mujer del
médico continuó andando, cada vez más deprisa a medida que se aproximaba a la
puerta. Antes de seguir en dirección al zaguán, miró a lo largo del corredor
que llevaba a las otras salas de este lado, más adelante estaban las letrinas,
y al fin la cocina y el refectorio. Había ciegos tumbados junto a las paredes,
eran de aquellos que a la llegada no fueron capaces de conquistar una cama, o
porque en el asalto se quedaron atrás, o porque les faltaron fuerzas para
disputarla y vencer en la lucha. A diez metros, un ciego estaba tumbado encima
de una ciega, él aprisionado entre las piernas de ella, lo hacían lo más
discretamente que podían, eran de los discretos en público, pero no se
necesitaba tener el oído muy apurado para saber en qué se ocupaban, mucho menos
cuando uno y otro no pudieron reprimir los jadeos y los gemidos, alguna palabra
inarticulada, que son señales de que todo aquello estaba a punto de acabar. La
mujer del médico se quedó parada mirándolos, no por envidia, que tenía a su
marido y la satisfacción que él le daba, sino por causa de una impresión de
otra naturaleza para la que no encontraba nombre, podría ser un sentimiento de simpatía,
como si estuviera pensando en decirles, No se preocupen, sigan, también sé yo
lo que es eso, podría ser un sentimiento de compasión, Aunque ese instante de
goce supremo pudiera duraros la vida entera, nunca los dos que sois podréis
llegar a ser uno solo. El ciego y la ciega descansaban ahora, separados ya, uno
al lado del otro, pero seguían cogidos de la mano. Eran jóvenes, tal vez
novios, fueron al cine y allí se quedaron ciegos, o un azar milagroso los juntó
aquí, y, siendo así, cómo se reconocieron, vaya por Dios, por las voces,
hombre, por las voces, que no es sólo la voz de la sangre la que no necesita
ojos, el amor, que dicen que es ciego, tiene también su palabra que decir. Lo
más probable, con todo, es que los hubieran atrapado al mismo tiempo en una
redada de ciegos, en ese caso, las manos enlazadas no son de ahora, están así
desde el principio.
La
mujer del médico suspiró, se llevó las manos a los ojos, necesitó hacerlo
porque estaba viendo mal, pero no se asustó, sabía que sólo eran lágrimas.
Después continuó su camino. Una vez en el zaguán, se acercó a la puerta que
daba a la cerca exterior. Miró hacia fuera. Tras el portón había una luz, y
sobre ella la silueta negra de un soldado. Del otro lado de la calle las casas
estaban todas a oscuras. Salió al rellano. No había peligro. Aunque el soldado
viera su silueta, sólo dispararía si ella, tras bajar la escalera, se
aproximara, después de una advertencia, a aquella otra línea invisible que era
para él la frontera de su seguridad. Habituada ya a los ruidos continuos de la
sala, a la mujer del médico le sorprendió aquel silencio, un silencio que
parecía estar ocupando el espacio de una ausencia, como si la humanidad, toda
ella, hubiera desaparecido, dejando sólo una luz encendida y un soldado
guardándola, a ella y a un resto de hombres y de mujeres que no la podían ver.
Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el marco de la puerta, en la
misma posición en que había visto a la ciega de la sala, y mirando hacia el
frente, como ella. Estaba fría la noche, el viento soplaba a lo largo de la
fachada del edificio, parecía imposible que aún hubiera viento en el mundo,
que fuese negra la noche, no, lo decía por ella, pensaba en los ciegos para
quienes el día duraba siempre. En la luz apareció otra silueta, debía de ser
el relevo de la guardia, Sin novedad, estaría diciendo el soldado que irá a la
tienda, a dormir el resto de la noche, no imaginaban ellos lo que estaba
pasando detrás de aquella puerta, probablemente no les había llegado el ruido
de los disparos, una pistola común no hace un gran estruendo. Unas tijeras aún
menos, pensó la mujer del médico. No se preguntó inútilmente de dónde le vino
tal pensamiento, sólo se sorprendió de la lentitud de su llegada, cómo la
primera palabra había tardado tanto en aparecer, el vagar de las siguientes, y
cómo después encontró que el pensamiento ya estaba allí, donde quiera que
fuese, y sólo le faltaban las palabras, como un cuerpo que buscase, en la cama,
la concavidad que había sido preparada para él por la simple idea de acostarse.
El soldado se acercó al portón, pese a estar a contraluz se nota que mira hacia
este lado, debe de haber reparado en aquel bulto inmóvil, pero no hay luz bastante
para distinguir que es una mujer sentada en el suelo, con los brazos agarrando
las piernas y el mentón apoyado en las rodillas, entonces el soldado apunta el
foco de una linterna hacia este lado, no hay duda, es una mujer que se está
levantando ahora con un movimiento tan lento como antes había sido el
pensamiento, pero esto no puede saberlo el soldado, lo que él sabe es que tiene
miedo de aquella figura que parece no acabar nunca de levantarse, se pregunta
si debe dar la alarma, inmediatamente decide que no, es sólo una mujer, y está
lejos, en todo caso, y por si las moscas, apunta preventivamente el arma, pero
para hacerlo tuvo que dejar la linterna, en ese momento el foco luminoso le dio
de lleno en los ojos, como una quemadura instantánea le quedó en la retina una
sensación de deslumbramiento. Cuando se restableció la visión, la mujer había
desaparecido, ahora este centinela no podrá decir a quien venga a relevarle,
Sin novedad.
La
mujer del médico está ya en el lado izquierdo, en el corredor que la llevará a
la tercera sala. También aquí hay ciegos durmiendo en el suelo, más que en el
ala derecha. Camina sin hacer ruido, despacio, siente que el suelo viscoso se
le pega a los pies. Mira para dentro de las dos primeras salas, y ve lo que esperaba
ver, los bultos tumbados bajo las mantas, un ciego que tampoco consigue dormir
y lo dice con voz desesperada, oye los ronquidos entrecortados de casi todos.
En cuanto al olor que esta humanidad desprende, no le extraña, no hay otro en
todo el edificio, es también el olor de su propio cuerpo, de las ropas que
viste. Al doblar la esquina para ir hacia el corredor que da acceso a la
tercera sala, se detuvo. Hay un hombre en la puerta, otro centinela. Tiene un
garrote en la mano, hace con él movimientos lentos, a un lado y a otro, como
para interceptar el paso de alguien que pretenda aproximarse. Aquí no hay
ciegos durmiendo en el suelo, el corredor está libre. El ciego de la puerta
sigue con su vaivén uniforme, parece que no se cansa, pero no es así, pasados
unos minutos cambia el garrote de mano y vuelve a empezar. La mujer del médico avanzó
pegándose a la pared del otro lado, con cuidado de no rozarla. El arco que el
garrote describe no llega siquiera a la mitad del ancho corredor, dan ganas de
decir que este centinela hace la guardia con el arma descargada. La mujer del
médico está ahora exactamente ante el ciego, puede ver la sala tras él. Las
camas no están todas ocupadas, Cuántos serán, pensó. Avanzó un poco más, casi
hasta el límite del alcance del garrote, y allí se detuvo, el ciego volvió la
cabeza hacia el lado donde ella estaba, como si hubiera percibido algo anormal,
un suspiro, un estremecimiento en el aire. Era un hombre alto, de manos
grandes. Primero estiró hacia delante el brazo que sostenía
el garrote, barrió con gestos rápidos el vacío ante él, dio luego un paso
breve, durante un segundo la mujer del médico temió que estuviera viéndola, que
no hiciese otra cosa que buscar el lugar más favorable para atacarla. Esos ojos
no están ciegos, pensó alarmada. Sí, claro que estaban ciegos, tan ciegos como
los de todos los que viven bajo estos techos, entre estas paredes, todos,
todos, excepto ella. En voz baja, casi un susurro, el hombre preguntó, Quién
está ahí, no gritó como los centinelas de verdad, Quién vive, la respuesta
sería Gente dé paz, y él diría Pase de largo, no fue así como ocurrieron las
cosas, sólo movió la cabeza como si se respondiera a sí mismo, Qué locura, aquí
no puede haber nadie, a estas horas está todo el mundo durmiendo. Palpando con
la mano libre, retrocedió y, tranquilizado por sus propias palabras, dejó caer
los brazos. Tenía sueño, llevaba mucho tiempo esperando al compañero que
viniese a relevarlo, pero para eso era preciso que el otro, a la voz interior
del deber, se despertase por sí mismo, que allí no había despertadores ni
manera alguna de usarlos. Cautelosamente, la mujer del médico se acercó a la
otra jamba y miró hacia dentro. La sala no estaba llena. Hizo un recuento rápido,
le pareció que debían de ser unos diecinueve o veinte. En el fondo vio unas
cuantas cajas de comida apiladas, otras estaban encima de las camas desocupadas,
Era de esperar, no dan toda la comida que reciben, pensó. El ciego pareció otra
vez inquieto, pero no hizo ningún movimiento para investigar. Pasaban los minutos.
Se oyó una tos fuerte, de fumador, llegada de dentro. El ciego volvió la cabeza
ansioso, al fin podría irse a dormir. Ninguno de los que estaban acostados se
levantó. Entonces, el ciego, lentamente, como si tuviera miedo de que lo
sorprendiesen en delito de flagrante abandono de puesto o infracción de las
reglas por las que los centinelas están obligados a regirse, se sentó en el
borde de la cama que tapaba la entrada. Cabeceó aún unos momentos, pero luego
se dejó ir en el río del sueño, lo más seguro es que al hundirse en él pensara,
No tiene importancia, nadie me ve. La mujer del médico volvió a contar a los
que dormían dentro, Con éste son veinte, al menos se llevaba de allí una
información segura, no había sido inútil la excursión nocturna, Pero habrá
sido sólo para esto por lo que he venido, se preguntó a sí
misma, y no quiso darse respuesta. El ciego dormía apoyando la cabeza en el
marco de la puerta, el garrote había resbalado sin ruido hasta el suelo, allí
estaba un ciego desarmado y sin columnas para derribar. Deliberadamente, la
mujer del médico quiso pensar que este hombre era un ladrón de comida, que
robaba lo que a los otros pertenecía en justicia, que la hurtaba de la boca
de los niños, pero aun pensándolo no llegó a sentir desprecio, ni siquiera una
leve irritación, sólo una extraña piedad ante el cuerpo caído, con la cabeza
inclinada hacia atrás, el cuello recorrido por venas gruesas. Por primera vez
desde que salió de la sala se estremeció, parecía que las losas del suelo le
estaban helando los pies, como si se los quemaran, Ojalá no sea fiebre, pensó.
No lo sería, sería sólo una fatiga infinita, unas ganas locas de envolverse a
sí misma, los ojos, ah, sobre todo los ojos, vueltos hacia dentro, más, más,
más, hasta poder alcanzar y observar el interior de su propio cerebro, allí
donde la diferencia entre el ver y el no ver es invisible a simple vista.
Lentamente, aún más lentamente, arrastrando el cuerpo, volvió hacia atrás,
hacia el lugar al que pertenecía, pasó al lado de ciegos que parecían
sonámbulos, sonámbula también para ellos, ni siquiera tenía que fingir que
estaba ciega. Los ciegos enamorados ya no tenían las manos enlazadas, dormían
tumbados de lado, encogidos para conservar el calor, ella en la concha formada
por el cuerpo de él, al fin, mirando mejor, sí, se habían dado las manos, el
brazo de él por encima del cuerpo de ella, los dedos entrelazados. Dentro, en la sala, la
ciega que no conseguía dormir continuaba sentada en la cama, esperando que la
fatiga del cuerpo fuese tanta que acabase por rendir la resistencia obstinada
de la mente. Todos los otros parecían dormir, algunos con la cabeza tapada,
como si buscaran una oscuridad imposible. Sobre la mesita de noche de la chica
de las gafas oscuras se veía el frasquito de colirio. Los ojos ya estaban
curados, pero ella no lo sabía.
Si
el ciego encargado de escriturar las ganancias ilícitas de la sala de los
malvados hubiese decidido, por efecto de una iluminación esclarecedora de su
dudoso espíritu, pasarse a este lado con sus tableros de escribir, su papel
grueso y su punzón, sin duda andaría ahora ocupado en redactar la instructiva y
lamentable crónica de la magra pitanza y de los muchos sufrimientos de estos
nuevos y expoliados compañeros. Empezaría por decir que en el lugar de donde
había venido, no sólo los usurpadores expulsaron de la sala a los ciegos
honrados, para quedar dueños y señores de todo el espacio, sino que, encima,
prohibieron a los ocupantes de las otras dos salas del ala izquierda el acceso
y uso de sus respectivas instalaciones sanitarias, como son llamadas.
Comentaría que el resultado inmediato de la infame prepotencia había sido el que
toda aquella afligida gente acudiera a las letrinas de este lado, con
consecuencias fáciles de imaginar por quien no haya olvidado el estado en que
todo esto se encontraba antes. Haría constar que no se puede andar por el
cercado interior sin tropezar con ciegos aliviando sus urgencias y retorciéndose
con la angustia de diarreas que habían prometido mucho y al fin se resolvían en
nada, y, siendo un espíritu observador, no dejaría de registrar la patente
contradicción entre lo poco que se ingería y lo mucho que se evacuaba, quedando
así demostrado que la célebre relación de causa y efecto, tantas veces citada,
no es siempre de fiar, al menos desde un punto de vista cuantitativo. También
diría que, mientras a estas horas la sala de los malvados deberá estar
abarrotada de cajas de comida, aquí los desgraciados no tardarán en verse
obligados a recoger las migajas del suelo inmundo.
No
se olvidaría el ciego escribano de condenar, en su doble cualidad de parte en
el proceso y de cronista de él, el procedimiento criminal de los ciegos
opresores, que prefieren dejar que se pudra la comida antes de darla a quienes
de ella tan precisados están, pues si es cierto que algunos de aquellos alimentos
pueden durar unas semanas sin perder su virtud, otros, en particular los que
vienen cocinados, si no son consumidos de inmediato, acaban en poco tiempo ácidos
y cubiertos de moho, impresentables, pues, para seres humanos, si es que
todavía éstos lo son. Cambiando de asunto, pero no de tema, escribiría el cronista,
con gran pena en su corazón, que las enfermedades de aquí no son sólo del
tracto digestivo, sea por carencia de ingestión suficiente, sea por mórbida descomposición
de lo ingerido, que para este lugar no han venido sólo personas saludables,
aunque ciegas, incluso algunas de éstas, que parecían traer salud para dar y
vender, están ahora, como las otras, sin poderse levantar de sus pobres
camastros, derrumbadas por unas gripes fortísimas que entraron no se sabe
cómo. Y no se encuentra en ninguna parte de las cinco salas una aspirina que
pueda bajar esta fiebre y aliviar este dolor de cabeza, que en poco tiempo se
acabó lo que había, rebuscando hasta en el forro de los bolsos de las señoras.
Renunciaría el cronista, por circunspección, a hacer un relato discriminativo
de otros males que están afligiendo a muchas de las casi trescientas personas
puestas en tan inhumana cuarentena, pero no podría dejar de mencionar, al menos, dos
casos de cáncer bastante avanzados, que no quisieron las autoridades tener
contemplaciones humanitarias a la hora de cazar a los ciegos y traerlos aquí,
dijeron incluso que la ley cuando nace es igual para todos, y que la democracia
es incompatible con tratos de favor. Médicos, entre tanta gente, así lo quiso
la mala suerte, hay sólo uno, y para colmo oculista, el que menos falta nos
hace. Llegado a este punto, el ciego cronista, cansado de describir tanta
miseria y tanto dolor, dejaría caer sobre la mesa el punzón metálico, buscaría
con mano trémula el mendrugo de pan duro que había dejado a un lado mientras
cumplía con sus obligaciones de escribano, pero no lo encontraría, porque otro
ciego, de tanto le puede valer el olfato para esta necesidad,
se lo había robado. Entonces, renegando de su gesto fraternal, del abnegado
impulso que lo había traído a este lado, decidió el ciego cronista que lo
mejor, si aún estaba a tiempo, era volver a la tercera sala lado izquierdo,
donde al menos, por mucho que se le revuelva el espíritu de santa indignación
ante la injusticia de aquellos malvados, no pasará hambre.
De
esto realmente se trata. Cada vez que los encargados de ir a buscar comida
vuelven a las salas con lo poco que les fue entregado, estallan, furiosas, las
protestas. Hay siempre alguien que propone una acción colectiva organizada,
una masiva manifestación, presentando como argumento en su apoyo la tantas
veces comprobada fuerza expansiva del número, sublimada en la afirmación
dialéctica de que las voluntades, en general apenas adicionables unas a otras,
también son muy capaces, en ciertas circunstancias, de multiplicarse entre sí
hasta el infinito. No obstante, los ánimos se calmaban pronto, bastaba con que
alguien, más prudente, con la simple y objetiva intención de ponderar las
ventajas y los riesgos de la acción propuesta, recordase a los entusiastas los
efectos mortales que suelen tener las pistolas, Quienes vayan delante saben lo
que les espera, decían, en cuanto a los de atrás, lo mejor es no imaginar qué
sucederá en el caso bastante probable de que nos asustemos al primer disparo,
seremos más los que moriremos aplastados que a tiros. Como solución intermedia,
se decidió en una de las salas, y de esa decisión pasaron noticia a las otras,
que mandarían a buscar la comida, no a los ya escarmentados emisarios de
costumbre, sino a un grupo nutrido de ellos, manera de decir ésta obviamente impropia,
unas diez o doce personas, que tratarían de expresar, coralmente, el
descontento de todos. Pidieron voluntarios, pero, tal vez por efecto de las
conocidas advertencias de los cautelosos, en ninguna sala fueron tantos los que
se presentaron para la misión. Gracias a Dios, esta evidente muestra de
flaqueza moral dejó de tener cualquier importancia, e incluso de ser motivo de
vergüenza, cuando, dando la razón a la voz de la prudencia, se tuvo
conocimiento del resultado de la expedición organizada por la sala autora de
la idea. Los ocho valerosos que se presentaron fueron inmediatamente corridos
a garrotazos, y si bien es verdad que sólo fue disparada una bala, no es menos
cierto que ésta no llevaba la puntería tan alta como las primeras, la prueba
está en que los reclamantes juraron después haberla oído silbar cerquísima de
sus cabezas. Si hubo aquí intención asesina, tal vez lo vengamos a saber
después, concédase por ahora al tirador el beneficio de la duda, es decir, que
aquel disparo no pasó de ser un aviso, aunque más en serio, o que el jefe de
los malvados se equivocó acerca de la altura de los manifestantes, por
imaginarlos más bajos, o quizá, suposición inquietante, el equívoco fue
imaginarlos más altos de lo que realmente eran, caso en el que la intención de
matar tendría que ser inevitablemente considerada. Dejando ahora de lado estas
menudas cuestiones, y atendiendo a los intereses generales, que son los que
cuentan, se celebró como una auténtica providencia, aunque haya sido sólo
casualidad, que los reclamantes se hubieran anunciado como delegados de la
sala número tal. Así sólo ella tuvo que ayunar por castigo durante tres días, y
con mucha suerte, que podían haberles privado de víveres para siempre, como es
justo que ocurra con quien osa morder la mano que le da de comer. No tuvieron,
pues, más remedio los de la sala insurrecta, durante esos tres días, que andar
de puerta en puerta implorando la limosna de un mendrugo por las almas del
purgatorio, y si es posible, adornado con algún condumio, no murieron de hambre, es
verdad, pero tuvieron que oír lo que no quisieron, Con ideas de ésas bien
pueden cambiar de oficio, Si hubiéramos hecho caso de lo que decíais, en qué
situación estaríamos ahora, pero lo peor fue cuando les dijeron, Tened
paciencia, tened paciencia, no hay palabras más duras de oír, mejor los
insultos. Y cuando los tres días de castigo acabaron y parecía que iba a nacer
un día nuevo, se vio que el castigo de la infeliz sala donde se albergaban los cuarenta
ciegos insurrectos no había acabado, pues, la comida, que hasta entonces apenas
llegaba para veinte, pasó a ser tan poca que ni diez conseguían calmar el
hambre. Se puede uno imaginar la revuelta, la indignación, y también, duela a
quien duela, que hechos son hechos, el miedo de las salas restantes, que se
veían asaltadas por los necesitados, divididas, ellas, entre el deber clásico
de humana solidaridad y la observancia del viejo y no menos clásico precepto de
que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.
Estaban
así las cosas cuando llegó orden de los malvados para que les fuese entregado
más dinero y objetos valiosos, dado que, decían, la comida proporcionada
rebasaba con mucho el valor del pago inicial, que, aseguraban, habían calculado
con generosidad. Respondieron desconsoladas las salas que no, que no quedaba
en sus bolsillos ni un céntimo, que todos sus bienes fueron puntualmente
entregados, y que, argumento éste en verdad vergonzoso, no sería del todo
ecuánime cualquier decisión que deliberadamente dejase de lado las diferencias
de valor entre las distintas contribuciones, es decir, con palabras sencillas
y de fácil entendimiento, no estaba bien que pagaran justos por pecadores, y
por tanto, no se debían cortar los alimentos a quienes, probablemente,
tendrían todavía un saldo a su favor. Ninguna de las salas, evidentemente, conocía
el valor de lo entregado por las restantes, pero cada una imaginaba razones
para continuar comiendo cuando a las demás se les hubiese acabado el crédito.
Felizmente los conflictos latentes murieron al nacer, porque los malvados
fueron terminantes, la orden tenía que ser cumplida por todos, si había
diferencias en la valuación de lo recaudado, pertenecían al secreto registro
del ciego contable. En las salas, la discusión fue encendida, áspera, algunas
veces llegó a la violencia. Sospechaban algunos que otros, egoístas y
malintencionados, ocultaron parte de sus valores en el momento de la recogida,
y que estuvieron, en consecuencia, comiendo a costa de quienes honestamente se
habían despojado de todo en beneficio de la comunidad. Alegaban otros,
recuperando para uso personal lo que hasta entonces era argumentación
colectiva, que lo que entregaron daría para continuar comiendo durante
muchos días, en vez de tener que estar allí sustentando parásitos. La amenaza
que los ciegos malvados hicieron al principio, de venir a pasar revista a las
salas y castigar a los infractores, acabó siendo ejecutada dentro de cada una,
ciegos buenos contra ciegos malos, malvados también. No se encontraron
riquezas estupendas, pero fueron descubiertos aún unos cuantos relojes y
anillos, más de hombre que de mujer. En cuanto a los castigos de la justicia
interna, no pasaron de unos tortazos al azar, unos débiles puñetazos mal
dirigidos, lo que más se oyó fueron insultos, alguna frase perteneciente a una
antigua retórica acusatoria, por ejemplo, Serías capaz de robar a tu propia
madre, imagínense, como si una ignominia así, y otras de mayor consideración,
para ser cometidas, tuvieran que esperar al día en que toda la gente se quedara
ciega y, por haber perdido la luz de los ojos, perder también el faro del
respeto. Los ciegos malvados recibieron el pago con amenazas de duras
represalias, que por suerte luego no cumplieron, se pensó que por olvido,
cuando lo cierto es que andaban ya con otra idea en la cabeza, como no tardará
en saberse. Si hubiesen ejecutado sus amenazas, nuevas injusticias vendrían a
agravar la situación, acaso con consecuencias dramáticas inmediatas, porque dos
salas, para ocultar el delito de retención de que eran culpables, se
presentaron en nombre de otras, cargando a las salas inocentes con culpas que
no eran suyas, pues alguna era tan honesta que lo había entregado todo el
primer día. Felizmente, para no tener tanto trabajo, el ciego contable había
resuelto escriturar aparte, en una sola hoja de papel las distintas nuevas
contribuciones, y eso los salvó a todos, tanto inocentes como culpables,
porque sin duda la irregularidad fiscal le habría saltado a los ojos si la
hubiera llevado a las respectivas cuentas.
Pasada
una semana, los ciegos malvados mandaron aviso de que querían mujeres. Así,
simplemente, Tráigannos mujeres. Esta inesperada, aunque no del todo insólita,
exigencia, causó la indignación que es fácil imaginar, los aturdidos emisarios
que vinieron con la orden volvieron de inmediato para informar que las salas,
las tres de la derecha y las dos de la izquierda, sin exceptuar siquiera a los
ciegos y ciegas que dormían en el suelo, habían decidido, por unanimidad, no
acatar la degradante imposición, objetando que no podía rebajarse hasta ese
punto la dignidad humana, en ese caso femenina, y que si en la tercera sala
lado izquierdo no había mujeres, la responsabilidad, si la había, no les
podía ser atribuida. La respuesta fue corta y seca, Si no nos traen mujeres,
no comen. Humillados, los emisarios regresaron a las salas con la orden, O van
allá, o no nos dan de comer. Las mujeres solas, las que no tenían pareja o no
la tenían fija, protestaron inmediatamente, no estaban dispuestas a pagar la
comida de los hombres de las otras con lo que tenían entre las piernas, una de
ellas tuvo incluso el atrevimiento de decir, olvidando el respeto que a su sexo
debía, Yo soy muy señora de ir allí, pero, en todo caso, será en beneficio
propio, y si me apetece me quedo a vivir con ellos, así tengo cama y mesa asegurada.
Con estas inequívocas palabras lo dijo, pero no pasó a los actos subsecuentes,
porque pensó a tiempo lo que sería aguantar sola el furor erótico de veinte
machos desbocados que, por la urgencia, parecían estar ciegos de celo. No
obstante, esta declaración, así, livianamente proferida en la segunda sala lado
derecho, no cayó en saco roto, uno de los emisarios, con especial sentido de la
oportunidad, propuso de inmediato que se presentasen voluntarias para el
servicio, teniendo en cuenta que lo que se hace por propia voluntad cuesta en
general menos que lo que se hace por obligación. Sólo cierta cautela, una
última prudencia, le impidió coronar su llamada con el conocido proverbio,
Sarna con gusto no pica. Incluso así, las protestas estallaron apenas
acabó de hablar, saltaron las furias de todos los lados, sin dolor ni piedad
los hombres fueron moralmente arrasados, les llamaron chulos, proxenetas,
alcahuetes, vampiros, explotadores, según la cultura, el medio social y el
estilo personal de las justamente indignadas mujeres. Algunas de ellas se declararon
arrepentidas por haber cedido, por pura generosidad y compasión, a las solicitaciones
sexuales de sus compañeros de infortunio, que tan mal se lo agradecían ahora,
queriendo empujarlas a la peor de las suertes. Los hombres intentaron
justificarse, qué no era eso, que no dramatizasen, qué diablo, que hablando se
entiende la gente, fue sólo porque la costumbre manda pedir voluntarios en las
situaciones difíciles y peligrosas, como ésta sin duda lo es, Estamos todos en
peligro de morir de hambre, vosotras y nosotros. Se calmaron algunas mujeres,
así llamadas a razón, pero otra, súbitamente inspirada, lanzó una nueva tea a
la hoguera preguntando, irónicamente, Y qué haríais vosotros si ésos en vez de
pedir mujeres, hubiesen pedido hombres, qué haríais, a ver, decidlo para que
lo oigamos. Las mujeres estaban exultantes, A ver, qué haríais, gritaban a
coro, entusiasmadas por tener a los hombres acorralados contra la pared,
cogidos en su propia trampa lógica, de la que no podrían escapar, ahora querían
ver hasta dónde llegaba la tan pregonada coherencia masculina, Aquí no hay
maricas, se atrevió a protestar un hombre, Ni putas, replicó la mujer que había
hecho la pregunta provocadora, y aunque las haya, puede que no estén dispuestas
a serlo para vosotros. Incomodados, los hombres se encogieron, conscientes de
que sólo habría una respuesta capaz de dar satisfacción a las vengativas
hembras, Si ellos pidieran hombres, iríamos, pero ninguno tuvo el valor
suficiente para pronunciar estas palabras desinhibidas, y tan perturbados
quedaron que ni tuvieron en cuenta que no habría gran peligro en pronunciarlas,
dado que aquellos hijos de puta no querían desahogarse con hombres, sino con
mujeres.
Ahora
bien, lo que ningún hombre pensó, parece que lo pensaron las mujeres, no tenía
otra explicación el silencio que poco a poco se fue apoderando de la sala
donde se produjeron estas confrontaciones, como si hubiesen comprendido que,
para ellas, la victoria en la pelea verbal no se distinguía de la derrota que
inevitablemente vendría después. Es posible que en las salas restantes no
hubiera sido diferente el debate, sabido es que las razones humanas se repiten
mucho, y las sinrazones también. Aquí, quien dio la sentencia final fue una
mujer de unos cincuenta años que tenía consigo a su anciana madre y ningún otro
modo de darle de comer, Pues yo voy, dijo, y no sabía que estas palabras eran
el eco de las que en la primera sala del lado derecho pronunció la mujer del
médico, Yo voy, en esta sala son pocas las mujeres, tal vez por eso las
protestas no fueron tan numerosas ni tan vehementes, estaba la chica de las
gafas oscuras, estaba la mujer del primer ciego, estaba la empleada del
consultorio, estaba la camarera del hotel, estaba una que no se sabía quién
era, estaba la que no podía dormir, pero ésta era tan desgraciada, tan
desgraciada, que lo mejor sería dejarla en paz, de la solidaridad entre las
mujeres no tenían por qué beneficiarse sólo los hombres. El primer ciego
comenzó por decir que su mujer no se sometería a la vergüenza de entregar su
cuerpo a unos desconocidos, diéranle a cambio lo que le dieran, que ni ella
querría ni él lo permitiría, que la dignidad no tiene precio, que una persona
empieza por ceder en las pequeñas cosas y acaba por perder todo el sentido de
la vida. El médico le preguntó qué sentido de la vida veía él en la situación
en que todos se encontraban, hambrientos, cubiertos de porquería hasta las
orejas, devorados por los piojos, comidos por las chinches, picados por las
pulgas, Tampoco quisiera yo que mi mujer fuese, pero ese querer mío no sirve de
nada, dijo que está dispuesta a ir, fue ésa su decisión, sé qué mi orgullo de
hombre, esto que llamamos orgullo de hombre, si es que después de tanta
humillación aún conservamos algo que merezca tal nombre, sé que va a sufrir,
ya está sufriendo, no lo puedo evitar, pero es probablemente el único recurso
si queremos sobrevivir, Cada uno actúa de acuerdo con la moral que tiene, yo
pienso así, y no tengo intención de cambiar de ideas, replicó agresivo el
primer ciego. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Los otros no saben
cuántas mujeres hay aquí, puede quedarse usted con la suya para su uso
exclusivo que nosotros los alimentaremos, a usted y a ella, pero me gustaría
saber cómo va a sentirse de dignidad después, cómo le va a saber el pan que le
traigamos, La cuestión no es ésa, empezó el primer ciego a responder, la
cuestión es, pero se quedó con la frase en el aire, en realidad no sabía cuál
era la cuestión, lo que él había dicho antes no pasaba de unas cuantas
opiniones sueltas, sólo opiniones, pertenecientes a otro mundo, no a éste, lo
que él tendría que hacer, eso sí, era alzar las manos al cielo y agradecer la
suerte de que las vergüenzas se queden en casa, por así decirlo, en vez de
soportar el vejamen de saberse sostenido por las mujeres de los otros. Por la
mujer del médico, para ser preciso y exacto, porque las restantes, exceptuando
a la chica de las gafas oscuras, soltera y libre, de cuya vida disipada ya
tenemos información más que suficiente, si tenían maridos no estaban allí. El
silencio que siguió a la frase interrumpida parecía esperar que alguien
aclarase definitivamente la situación, por eso no tardó mucho en hablar quien tenía que hacerlo, la mujer del primer
ciego, que dijo sin que le temblase la voz, Soy como las otras, y lo que ellas
hagan, lo haré yo, Sólo harás lo que yo diga, interrumpió el marido, Déjate de
ejercer tu autoridad, que aquí no te sirve de nada, estás tan ciego como yo,
Eso es una indecencia, En tu mano está no ser indecente, a partir de ahora no
comas, ésta fue la cruel respuesta, inesperada en persona que hasta ese momento
se había mostrado dócil y respetuosa con su marido. Se oyó una brusca
carcajada, era la camarera de hotel, Vaya si comerá, pobrecillo, qué va a hacer
si no, de repente la risa se convirtió en llanto, las palabras cambiaron, Qué
vamos a hacer, dijo, era casi una pregunta, una pregunta apenas resignada para
la que no existía respuesta, como un desalentado movimiento de cabeza, tanto
así que la empleada del consultorio la repitió, Qué vamos a hacer. La mujer del
médico alzó los ojos hacia las tijeras colgadas de la pared, por la expresión
de ellos se diría que estaban haciéndole la misma pregunta, a no ser que
buscasen una respuesta a la pregunta que las tijeras devolvían, Qué quieres
hacer conmigo.
No
obstante, cada cosa llegará a su propio tiempo, no por mucho madrugar se muere
más temprano. Los ciegos de la sala tercera lado izquierdo son gente
organizada, y han decidido que empezarán por lo que tienen más cerca, por las
mujeres de las salas de su ala. La aplicación del método rotativo, palabra más
que justa, presenta todas las ventajas y ningún inconveniente, en primer lugar
porque permitirá saber, en cualquier momento, lo hecho y lo por hacer, es como
mirar un reloj y decir del día que pasa, He vivido desde aquí hasta aquí, me
falta tanto o tan poco, en segundo lugar porque, cuando la rotación de las
salas esté terminada, el regreso al principio traerá una indiscutible brisa de
novedad, sobre todo para los de memoria sensorial más corta. Descansen pues
las mujeres de las salas del ala derecha, con el mal de mis vecinas yo puedo,
palabras que ninguna pronunció pero que todas pensaron, en verdad aún está por
nacer el primer ser humano desprovisto de esa segunda piel a la que llamamos
egoísmo, mucho más dura que la otra, que por nada sangra. Hay que decir todavía
que estas mujeres descansan doblemente, así son los misterios del alma humana,
pues la amenaza, de todos modos próxima, de la humillación a que van a ser
sometidas, despertó y exacerbó, dentro de cada sala, apetitos sensuales que la
convivencia había debilitado, era como si los hombres estuviesen poniendo en
las mujeres desesperadamente su marca antes de que se las llevasen, era como
si las mujeres quisieran llenar la memoria de sensaciones experimentadas
voluntariamente para defenderse mejor de la agresión de aquellas que, pudiendo
ser, rechazarían. Es inevitable preguntar, tomando como ejemplo la primera sala
del lado derecho, cómo se resolvió la cuestión de la diferencia de cantidades
de hombres y mujeres, descontando incluso a los incapaces del sexo masculino,
que los hay, como debe de ser el caso del viejo de la venda negra en el ojo y
de otros, desconocidos, viejos o jóvenes, que por esto o por lo de más allá no
dijeron ni hicieron nada que interesara al relato. Se ha dicho que son siete
las mujeres que hay en esta sala, incluyendo la ciega de los insomnios y
aquella que nadie sabe quién es, y que las parejas normalmente constituidas
sólo son dos, lo que da una desequilibrada cantidad de hombres, el niño
estrábico aún no cuenta. Acaso haya en otras salas más mujeres que hombres,
pero una regla no escrita, que el uso hizo nacer y convirtió luego en ley,
manda que todas las cuestiones se resuelvan dentro de las salas en que se
hayan suscitado, a ejemplo de lo que enseñaban los antiguos, cuya sabiduría
nunca nos cansaremos de loar, Fui a casa de la vecina, me avergoncé, volví a la
mía, me remedié. Darán, pues, las mujeres de la primera sala lado derecho
remedio a las necesidades de los hombres que viven bajo su mismo techo, con
excepción de la mujer del médico, a la que, Dios sabe por qué, nadie se atrevió
a solicitar, con palabras o con la mano tendida. Ya la mujer del primer ciego,
después del paso al frente que había sido la abrupta respuesta al marido, hizo,
aunque discretamente, igual que las otras, como ella misma había advertido.
Hay, sin embargo, resistencias contra las cuales no pueden ni razón ni sentimiento,
como el caso de la chica de las gafas oscuras, a quien el dependiente de
farmacia, por más que multiplicó los argumentos, por más que se deshizo en súplicas,
no consiguió rendir, pagando así la falta de respeto que cometió al principio.
Esta misma chica, entienda a las mujeres quien pueda, que es la más bonita de
todas las que aquí se encuentran, la de mejor cuerpo, la más atractiva, la que
todos desearon cuando corrió la voz de lo que valía, fue al fin, una de estas
noches, a meterse por su propia voluntad en la cama del viejo de la venda
negra, que la recibió como a lluvia de abril, y cumplió lo mejor que pudo, bastante bien
para su edad, quedando así demostrado, una vez más, que las apariencias
engañan, y que no es por el aspecto de la cara ni por la presteza del cuerpo
por lo que se conoce la fuerza del corazón. Toda la sala comprendió que había
sido pura caridad lo que llevó a la chica de las gafas oscuras a ofrecerse al
viejo de la venda negra, pero hubo hombres, de los sensibles y soñadores, que,
habiendo gozado de ella, se pusieron a devanear, a pensar que no había mejor
premio en este mundo que encontrarse un hombre tendido en su cama, solo,
imaginando imposibles, y descubrir que una mujer acaba de levantar los
cobertores muy, despacio y bajo ellos se insinúa, rozando lentamente el cuerpo
a lo largo del cuerpo, hasta quedarse quieta al fin, en silencio, a la espera
de que el ardor de las sangres apacigüe el súbito temblor de la piel
sobresaltada. Y todo esto por nada, sólo porque ella lo quiso. Son fortunas que
no andan por ahí al desbarato, a veces es preciso ser viejo y llevar una venda
negra tapando una órbita definitivamente ciega. O quizá, ciertas cosas es
mejor dejarlas sin explicación, decir simplemente lo que ocurrió, no interrogar lo
íntimo de las personas, como aquella vez que la mujer del médico salió de la
cama para ir a tapar al niño estrábico, que se había destapado. No se acostó
inmediatamente. Apoyada en la pared del fondo, en el espacio estrecho entre las
dos filas de camastros, miraba desesperada la puerta del otro extremo, aquella
por la que había entrado un día que ya parecía distante y que no llevaba ahora
a parte alguna. Así estaba cuando vio al marido levantarse, con los ojos fijos,
como un sonámbulo, dirigiéndose a la cama de la chica de las gafas oscuras. No
hizo un gesto para detenerlo. De pie, sin moverse, vio cómo él levantaba la
manta y se acostaba después junto a ella, cómo la chica despertó y lo recibió
sin protestas, cómo las dos bocas se buscaron y se encontraron, y después lo
que tenía que pasar pasó, el placer de uno, el placer del otro, el placer de
ambos, los murmullos sofocados, ella dijo, Doctor, y esta palabra podía haber
sido ridícula y no lo fue, él dijo, Perdón, no sé qué me ha pasado, realmente
teníamos razón, cómo podríamos nosotros, que apenas vemos, saber lo que ni él
sabe. Acostados en el catre estrecho, no podían imaginar que estaban siendo observados,
el médico seguro que sí, súbitamente inquieto, estaría durmiendo la mujer, se
preguntó, andará por los corredores como todas las noches, hizo un movimiento
para volver a su cama, pero una voz dijo, No te levantes, y una mano se posó en
su pecho con la levedad de un pájaro, iba él a hablar, quizá a repetir que no
sabía lo que le había ocurrido, pero la voz dijo, Lo comprenderé mejor si no
dices nada. La chica de las gafas oscuras empezó a llorar,
Qué desgraciados somos, murmuraba, y después, También yo quise, también quise,
el doctor no tiene la culpa, Calla, dijo suavemente la mujer del médico,
callémonos todos, hay ocasiones en las que de nada sirven las palabras, ojalá pudiera
llorar yo también, decirlo todo con lágrimas, no tener que hablar para ser
entendida. Se sentó al borde de la cama, tendió el brazo por encima de los dos
cuerpos, como para ceñirlos en el mismo abrazo, e, inclinándose hacia la chica
de las gafas oscuras murmuró muy bajo a su oído, Yo veo. La chica se quedó
inmóvil, serena, sólo perpleja porque no sentía ninguna sorpresa, era como si
lo supiese desde el primer día y no hubiera querido decirlo en voz alta por ser
un secreto que no le pertenecía. Volvió la cabeza un poco y susurró a su vez al
oído de la mujer del médico, Lo sabía, no sé si estoy segura de que lo sabía,
pero lo sabía, Es un secreto, no puedes decir nada a nadie, No se preocupe, no
lo haré, Tengo confianza en ti, Puede tenerla, preferiría morir a engañarla,
Debes tratarme de tú, Eso no, no puedo. Murmuraban al oído, ahora una, ahora la
otra, tocando con los labios el cabello, el lóbulo de la oreja,
era un diálogo insignificante, era un diálogo profundo, si pueden darse juntos
estos contrarios, una pequeña charla cómplice que parecía no conocer el hombre
acostado entre las dos, pero que lo envolvía en una lógica fuera del mundo de
las ideas y de las realidades comunes. Luego, la mujer del médico le dijo al
marido, Puedes quedarte aquí un poco más si quieres, No, voy a nuestra cama,
Entonces te ayudo. Se levantó para dejarle libres los movimientos, contempló
por un instante las dos cabezas ciegas, posadas lado a lado en la almohada
sucia, las caras sucias también, el pelo enmarañado de los dos, sólo los ojos
resplandecían inútilmente. Él se levantó con lentitud, buscando apoyo, luego se
quedó parado al lado de la cama, indeciso, como si de pronto hubiese perdido la
noción del lugar donde se hallaba, entonces ella, como siempre hiciera, lo cogió
de un brazo, pero ahora el gesto tenía un sentido nuevo, nunca él había
necesitado tanto que lo guiasen como en este momento, pero no podría saber
hasta qué punto, sólo las dos mujeres lo supieron realmente cuando la mujer del
médico tocó con la otra mano el rostro de la chica y ella se la tomó para
llevársela a los labios. Le pareció al médico que oía llorar, un sonido casi
inaudible, como sólo puede ser el de unas lágrimas que se van deslizando
lentamente hasta las comisuras de la boca y ahí desaparecen para reanudar el
ciclo eterno de los inexplicables dolores y alegrías humanas. La chica de las
gafas oscuras iba a quedarse sola, ella era quien debía ser consolada, por eso
la mano de la mujer del médico tardó tanto en desprenderse.
Al
día siguiente, a la hora de la cena, si unos míseros mendrugos de pan duro y
carne podre merecen tal nombre, aparecieron en la puerta de la sala tres
ciegos del otro lado, Cuántas mujeres hay aquí, preguntó uno, Seis, respondió
la mujer del médico con la buena intención de dejar fuera a la ciega de los
insomnios, pero ella enmendó con voz apagada, Somos siete. Los ciegos se
echaron a reír, Bueno, bueno, entonces vais a tener que trabajar mucho esta
noche, y el otro sugirió, Quizá sería mejor ir a buscar refuerzos a la sala
siguiente, No vale la pena, dijo el tercer ciego, que sabía aritmética,
prácticamente tocan a tres hombres por cada mujer, ya verás cómo ellas
aguantan. Se rieron otra vez, y el que había preguntado cuántas mujeres había,
dio la orden, Venga, vamos, eso si queréis comer mañana y dar de mamar a
vuestros hombres. Decían estas palabras en todas las salas, pero continuaban
divirtiéndose tanto con la gracia como el día que la inventaron. Se retorcían
de risa, pateaban, batían en el suelo con los garrotes, uno de ellos avisó
súbitamente, Eh, si alguna está con sangre, no la queremos, será para la
próxima, Ninguna está con sangre, dijo serenamente la mujer del médico,
Entonces, preparaos, y no tardéis, que estamos esperando. Se volvieron y desaparecieron
en el pasillo. La sala quedó en silencio, un minuto después dijo la mujer del
primer ciego, No puedo seguir comiendo, casi no era nada lo que tenía en la
mano y no conseguía comer, Ni yo, dijo la ciega de los insomnios, Ni yo, dijo
aquella que no sabían quién era, Yo ya he acabado, dijo la camarera de hotel,
también, dijo la empleada del consultorio, Yo vomitaré en la cara del primero
que se acerque a mí, dijo la chica de las gafas oscuras. Estaban todas
levantadas, trémulas y firmes. Entonces, la mujer del médico dijo, voy delante.
El primer ciego se tapó la cabeza con la manta, como si eso le sirviese de
algo, ciego ya estaba, el médico atrajo hacia él a su mujer y, sin hablar, le
dio un rápido beso en la frente, qué más podía hacer él, a los otros hombres
tanto les daba, no tenían ni derechos ni obligaciones de marido sobre ninguna
de las mujeres que salían, por eso nadie podrá decirles, Cuerno consentidor es
dos veces cuerno. La chica de las gafas oscuras se colocó detrás de la mujer
del médico, luego, sucesivamente, la camarera de hotel, la empleada del
consultorio, la mujer del primer ciego, aquella de quien nada se sabe, y, al
fin, la ciega de los insomnios, una fila grotesca de mujeres malolientes, con las
ropas inmundas y andrajosas, parece imposible que la fuerza animal del sexo sea
tan poderosa, hasta el punto de cegar el olfato, que es el más delicado de los
sentidos, siendo así que hay teólogos que dicen, aunque no con estas exactas
palabras, que la mayor dificultad para poder vivir razonablemente en el
infierno es el hedor que allí hay. Lentamente, guiadas por la mujer del médico,
cada una con la mano en el hombro la
siguiente, las mujeres empezaron a caminar. Iban todas descalzas porque no
querían perder los zapatos en medio de las aflicciones y angustias por las que
tendrían que pasar. Cuando llegaron al zaguán de entrada, la mujer del médico
se encaminó hacia la puerta, querría saber si aún había mundo. Al sentir el
frescor del aire, la camarera de hotel recordó asustada, No podemos salir, los
soldados están ahí fuera, y la ciega de los insomnios dijo, Más valdría, al menos
en un minuto estaríamos muertas, Nosotras, preguntó la empleada del
consultorio, No, todas, todas las que estamos aquí, al menos tendríamos la
mejor de las razones para estar ciegas. Nunca había pronunciado tantas palabras
seguidas desde que la trajeron. La mujer del médico dijo, Vamos, sólo quien
tenga que morir morirá, la muerte escoge sin avisar. Pasaron la puerta que
daba acceso al ala izquierda, se metieron por los amplios corredores, las
mujeres de las dos primeras salas podrían, si quisieran, decirles lo que les
esperaba, pero estaban encogidas en sus camas, como bestias apaleadas, los
hombres no se atrevían a tocarlas, ni siquiera intentaban acercarse a ellas
porque empezaban a chillar.
En
el último corredor, allá al fondo, la mujer del médico vio a un ciego que
estaba de centinela, como de costumbre. Debía de haber oído los pasos arrastrados,
dio el aviso, Ahí vienen, ahí vienen. De dentro salieron gritos, relinchos,
carcajadas. Cuatro ciegos apartaron rápidamente la cama que servía de barrera a
la entrada. Rápido, chicas, adentro, que estamos todos aquí como caballos, vais
a hartaros, decía uno. Los ciegos las rodearon, intentaban palparlas, pero retrocedieron
luego, tropezando, cuando el jefe, el que tenía la pistola, gritó, El primero
que elige soy yo, ya lo sabéis. Los ojos de aquellos hombres buscaban
golosamente las mujeres, algunos tendían las manos ávidas, si fugazmente
tocaban a una, sabían al fin para dónde mirar. En medio del pasillo central de
la sala, entre las camas, las mujeres eran como soldados formados esperando
que les pasen revista. El jefe de los ciegos, pistola en mano, se acercó, tan
ágil y despierto como si con los ojos que tenía pudiera ver. Puso la mano libre
en la ciega de los insomnios, que era la primera, la palpó por delante y por
detrás, las nalgas, los pechos, la entrepierna. La ciega comenzó a gritar y él
la empujó, No vales nada, puta. Pasó a la siguiente, que era aquella que no se
sabe quién es, palpaba ahora con las dos manos, se había metido la pistola en
el bolsillo del pantalón, No está nada mal ésta, no, y fue luego a la mujer del
primer ciego, luego a la empleada del consultorio, juego a la camarera de hotel,
exclamó, muchachos, están realmente buenas. Los ciegos relincharon,
patalearon, Venga, vamos, que se hace tarde, gritó alguno, Calma, dijo el de
la pistola, dejadme ver primero cómo son las otras. Palpó a la chica de las
gafas oscuras y soltó un silbido, Olé, nos tocó el gordo, ganado como éste no
había aparecido nunca por aquí. Excitado, mientras continuaba palpando a la
chica, pasó a la mujer del médico y silbó otra vez, Ésta es de las maduras,
pero está también para comérsela. Atrajo hacia sí a las dos mujeres, casi se
babeaba cuando dijo, Me quedo con éstas, cuando las despache os las paso. Las
arrastró hasta el fondo de la sala, donde se amontonaban las cajas de comida,
los paquetes, las latas, una despensa que podría abastecer a un regimiento. Las
mujeres, todas ellas, estaban gritando, se oían golpes, bofetadas, órdenes, A
callar, a callar, so putas, todas son iguales, siempre tienen que gritar, Dale
con fuerza, verás cómo se calla, Ya veréis cuando me toque a mí, ya veréis cómo
piden más, Date prisa, no aguanto un minuto. La ciega de los insomnios aullaba
de desesperación bajo un ciego gordo, las otras cuatro estaban rodeadas de
hombres con los pantalones bajados que se empujaban unos a otros como hienas en
torno de la carroña. La mujer del médico se encontraba junto al catre a donde
había sido llevada, estaba de pie, con las manos convulsas aferradas a los
hierros de la cama, vio cómo el ciego de la pistola rasgó la falda de la chica
de las gafas oscuras, cómo se bajó los pantalones y, guiándose con los dedos,
apuntó al sexo de la chica, cómo empujó y forzó, oyó los ronquidos, las
obscenidades. La chica de las gafas oscuras no decía nada, sólo abrió la boca
para vomitar, con la cabeza de lado, los ojos vueltos hacia la otra mujer, él
ni se enteró de lo que ocurría, el olor del vómito sólo se nota cuando el aire
y lo demás no huelen a lo mismo, al fin el hombre se agitó, dio dos o tres
sacudidas violentas como si clavase tres estoques, gruñó como un cerdo
atragantado, había acabado. La chica de las gafas oscuras lloraba en silencio.
El ciego de la pistola retiró el sexo goteante aún y dijo con voz que vacilaba,
mientras tendía el brazo hacia la mujer del médico, No tengas celos, ahora voy
por ti, y luego, subiendo el tono, Eh, podéis venir a por ésta, pero a ver si la
tratáis con cariño, que aún la puedo necesitar. Media docena de ciegos avanzaron
en tropel por el pasillo central, pusieron sus manos sobre la chica de las
gafas oscuras, se la llevaron casi a rastras, Primero yo, primero yo, decían
todos. El ciego de la pistola se había sentado en la cama, el sexo flácido
estaba posado en el borde del colchón, los pantalones enrollados sobre los
pies. Arrodíllate aquí, entre mis piernas, dijo. La mujer del médico se
arrodilló. Chupa, dijo él. No, dijo ella, O chupas o te muelo a palos y te vas
sin comida, dijo él, No tienes miedo de que te la arranque de un mordisco,
preguntó ella, Puedes intentarlo, tengo las manos en tu cuello, te estrangulaba antes de
que me hicieras sangre, respondió él. Luego dijo, Reconozco tu voz, Y yo tu
cara, Eres ciega, no me puedes ver, No, no te puedo ver, Entonces, por qué
dices que reconoces mi cara, Porque esa voz sólo puede tener esa cara, Chupa y
déjate de charla fina, No, O chupas, o tu sala no verá nunca más una migaja de
pan, vas y les dices que si no comen es porque te negaste a chuparme, y luego
vuelves para contarme qué ha pasado. La mujer del médico se inclinó hacia
delante, con las puntas de dos dedos de la mano derecha cogió y alzó el sexo
pegajoso del hombre, la mano izquierda se apoyó en el suelo, tocó los pantalones,
tanteó, sintió la dureza metálica y fría de la pistola, Puedo matarlo, pensó.
No podía. Con los pantalones así como estaban, enrollados sobre los pies, era
imposible llegar al bolsillo donde se encontraba el arma. No lo puedo matar
ahora, pensó. Avanzó la cabeza, abrió la boca, la cerró, cerró los ojos para
no ver, empezó a chupar.
Amanecía
cuando los ciegos malvados dejaron ir a las mujeres. La ciega de los insomnios
tuvo que ser llevada en brazos por sus compañeras, que apenas podían, ellas
mismas, arrastrarse. Durante horas habían pasado de hombre en hombre, de
humillación en humillación, de ofensa en ofensa, todo lo que es posible hacerle
a una mujer dejándola con vida. Ya sabéis, el pago es en especies, decidles a
los hombrecitos que vengan por la sopa boba, las escarneció aún más al despedirlas
el ciego de la pistola. Y añadió chocarrero, Hasta la vista, chicas, e iros
preparando para la próxima sesión. Los otros ciegos repitieron más o menos a
coro, Hasta la vista, algunos dijeron chicas, otros dijeron putas, pero se les
notaba la fatiga en la escasa convicción de las voces. Sordas, ciegas,
calladas, a tumbos, sólo con la voluntad suficiente para no dejar la mano de
la que llevaban delante, la mano, no el hombro como cuando vinieron, ninguna
podría responder si le preguntasen, Por qué vais con las manos cogidas, ocurrió
así, hay gestos para los que no se puede encontrar una explicación fácil, a
veces ni la difícil se encuentra. Cuando atravesaron el zaguán, la mujer del
médico miró hacia fuera, allí estaban los soldados, había también un camión
que estaría distribuyendo la comida por las cuarentenas. En aquel preciso
instante la ciega de los insomnios cayó, literalmente, como si le hubiesen
segado las piernas de un tajo, también el corazón se le fue abajo, ni acabó
la sístole que había iniciado, al fin sabemos por qué esta ciega no conseguía
dormir, ahora dormirá, no la despertemos. Está muerta, dijo la mujer del
médico, y su voz no tenía ninguna expresión, si era posible que una voz así,
tan muerta como la palabra que había dicho, saliera de una boca viva. Levantó
en brazos el cuerpo repentinamente descoyuntado, las piernas ensangrentadas,
el vientre torturado, los pobres senos descubiertos, marcados con furia,
una mordedura en el hombro, Éste es el retrato de mi cuerpo, pensó, el retrato
del cuerpo de cuantas aquí
vamos, entre estos insultos y
nuestros dolores no hay más que una diferencia, nosotras, por ahora, todavía estamos
vivas. Adónde la llevamos, preguntó la chica de las gafas oscuras, De momento a
la sala, más tarde la enterraremos, dijo la mujer del médico.
Los
hombres esperaban en la puerta, sólo faltaba el primer ciego, que se había
vuelto a cubrir la cabeza con la manta al notar que venían las mujeres, y el
niño estrábico, que estaba durmiendo. Sin vacilar, sin necesidad de contar las
camas, la mujer del médico acostó a la ciega de los insomnios en el camastro
que le había pertenecido. No le importó la posible extrañeza de los otros, al
fin toda la gente sabía que ella era la ciega que mejor conocía los rincones de
la casa. Está muerta, repitió. Cómo fue, preguntó el médico, pero la mujer no
respondió, la pregunta de él podía ser lo que parecía significar, Cómo murió,
pero también podría ser, Qué os han hecho, ni para una ni para otra habría
respuesta, murió, simplemente, no importa de qué, preguntar de qué ha muerto
alguien es estúpido, con el tiempo se olvida la causa, sólo la palabra queda,
Murió, y nosotras ya no somos las mismas mujeres que de aquí salimos, las
palabras que ellas dirían ya no las podemos decir nosotras, y en cuanto a las
otras, lo innominable existe, y ése es su nombre, nada más. Podéis ir a buscar
la comida, dijo la mujer del médico. El azar, el hado, la suerte, el destino o
como se llame exactamente lo que tantos nombres tiene, están hechos de pura
ironía, no se puede entender de otro modo que fueran precisamente los maridos
de estas dos mujeres los elegidos para representar a la sala y recoger los
alimentos cuando nadie imaginaba que el precio acabaría siendo el que habían
pagado. Podrían haber sido otros hombres, solteros, libres, sin un honor
conyugal que defender, pero tuvieron que ser éstos, seguro que ahora no van a
querer pasar la vergüenza de tender la mano de la limosna a los salvajes y a
los malvados que violaron a sus mujeres. Lo dijo el primer ciego con todas las
letras de una firme decisión, Que vaya quien quiera, yo no voy, Yo iré, dijo el
médico, Yo voy con usted, dijo el viejo de la venda negra, No va a ser mucha la
comida, pero pesará, Para transportar el pan que como aún me quedan fuerzas,
Lo que más pesa es siempre el pan de los otros, No tengo derecho a quejarme,
el peso de la parte de los otros es el que pagará mi alimento. Imaginemos, no
el diálogo, que ése queda dicho, sino a los hombres que lo sostuvieron, están
uno frente al otro como si se pudieran ver, que en este caso no es imposible,
basta con que la memoria de cada uno haga brotar de la deslumbrante blancura
del mundo, la boca que está articulando las palabras, y después, como una
lenta irradiación a partir de ese centro, el resto de las caras irá apareciendo
también, una de hombre viejo, otro no tanto, no se diga que es ciego quien así
es capaz de ver. Cuando se alejaban para cobrar el salario de la vergüenza, y
como el primer ciego protestaba, la mujer del médico dijo a las otras mujeres,
Quedaos aquí, vuelvo en seguida. Sabía lo que quería, no sabía si lo iba a
encontrar. Quería un cubo o algo que sirviera como tal, quería llenarlo de
agua, aunque fétida, aunque podrida, quería lavar a la ciega de los insomnios,
limpiarle la sangre propia y la mocada ajena, entregarla purificada a la
tierra, si algún sentido tiene aún hablar de purezas de cuerpo en este
manicomio en el que vivimos, que las del alma, ya se sabe, no hay quien pueda
alcanzarlas.
En las
amplias mesas del refectorio había ciegos tumbados, De un grifo mal cerrado
salía un hilillo de agua. La mujer del médico miró a su alrededor en busca
de un cubo, un recipiente, pero no vio nada que pudiera servirle. A uno de los
ciegos le extrañó aquella presencia, preguntó, Quién anda ahí. Ella no respondió,
sabía que no iba a ser bien recibida, nadie le iba a decir, Quieres agua, pues
llévatela, y si es para lavar a una muerta, toda la que necesites. En el suelo,desperdigadas, había bolsas de plástico de las de la comida, grandes algunas. Supuso que estarían rotas, luego pensó que usando dos o tres, metidas unas en otras, sería poca el agua que se perdiera. Actuó rápidamente, los ciegos bajaban ya de las mesas y preguntaban, Quién está ahí, más alarmados cuando oyeron el ruido del agua que corría, avanzaron en aquella dirección, la mujer del médico empujó una mesa para que no pudieran acercarse, volvió después a la bolsa, el agua fluía lentamente, desesperada forzó la manilla y entonces, como si la hubieran liberado de una prisión, el agua salió con fuerza y la salpicó de pies a cabeza. Los ciegos se asustaron y retrocedieron, pensaron que se había reventado una cañería, y más razón tuvieron para pensarlo cuando el agua les mojó los pies, no podían saber que fue derramada por el extraño que había entrado, porque la mujer comprendiera que no podría con tanto peso. Retorció y anudó la boca de la bolsa, se la echó a cuestas, y, como pudo, salió corriendo de allí.
Cuando el médico y el viejo de la venda negra entraron en la sala con la comida, no vieron, no podían ver, a siete mujeres desnudas, la ciega de los insomnios tendida en la cama, limpia como en su vida lo había estado, mientras otra mujer lavaba, una tras otra, a sus compañeras, y después a sí misma.
Al
cuarto día, los malvados volvieron a aparecer. Venían a exigir el tributo de
las mujeres de la segunda sala, pero se detuvieron un momento en la puerta de
la primera para preguntar si estas mujeres estaban ya restablecidas de los
asaltos eróticos de la otra noche, Una buena noche, sí señor, exclamó uno,
relamiéndose, y el otro confirmó, Estas siete valían por catorce, claro que una
no era gran cosa, pero en aquel follón ni se notaba, tienen suerte éstos, si
son lo bastante hombres para ellas, Mejor que no lo sean, así llegan con más
ganas. Desde el fondo de la sala, la mujer del médico dijo, Ya no somos siete,
Ha escapado alguna, preguntó riéndose uno de los del grupo, No ha escapado,
ha muerto, Diablo, entonces vais a tener que trabajar más la próxima vez, No se
ha perdido mucho, no era gran cosa, dijo la mujer del médico. Desconcertados,
los mensajeros no acertaron a responder, les parecía indecente lo que acababan
de oír, alguno incluso llegó a pensar que al fin y al cabo las mujeres son
todas unas cabras, qué falta de respeto, hablar de una tía en esos términos, sólo
porque no tenía las tetas en su sitio y era escurrida de nalgas. La mujer del
médico los miraba, parados en la entrada de la sala, indecisos, moviéndose
como muñecos mecánicos. Los reconocía, había sido violada por los tres. Al fin,
uno de ellos golpeó con el palo en el suelo, Venga, vámonos, dijo. Los golpes
y las advertencias, Fuera, apartaos, fuera, somos nosotros, fueron alejándose a
lo largo del corredor, luego hubo un silencio, después, rumores confusos, las
mujeres de la sala segunda estaban recibiendo la orden de presentarse acabada
la cena. Sonaron de nuevo los golpes de los garrotes en el suelo, Fuera,
fuera, apartaos, los bultos de los tres ciegos pasaron el umbral de la puerta,
desaparecieron.
La
mujer del médico, que antes había estado contándole una historia al niño estrábico,
levantó el brazo, y, sin ruido, cogió las tijeras del clavo. Le dijo al niño,
Luego te cuento lo que falta. Nadie de la sala le preguntó por qué había
hablado de la ciega de los insomnios con aquel desdén. Pasado algún tiempo, se
descalzó y le dijo al marido, No tardo, vuelvo en seguida. Se encaminó hacia
la puerta, allí se detuvo y esperó. Diez minutos después aparecieron en el
corredor las mujeres de la segunda sala. Eran quince. Algunas iban llorando. No
venían en fila, sino en grupos, unidos unos a otros por tiras de paño, por el
aspecto parecían desgarradas de una manta. Cuando acabaron de pasar, la mujer
del médico las siguió. Ninguna de ellas se dio cuenta de que llevaban compañía.
Sabían lo que les esperaba, la noticia de las humillaciones no era secreto
para nadie, ni había en estos vejámenes nada nuevo, seguro que el mundo
comenzó así. Lo que las aterrorizaba no era tanto la violación como la orgía,
la desvergüenza, la previsión de una noche terrible, quince mujeres despatarradas por
las camas y el suelo, los hombres yendo de una a otra, jadeando como puercos,
Lo peor será si siento placer, pensaba una de las mujeres. Cuando entraron en
el corredor que llevaba a la sala de destino, el ciego de guardia dio la voz de
alerta, Ya las oigo, ahí vienen. La cama que servía de cancela fue apartada
rápidamente, las mujeres entraron una a una. Vaya, son muchas, exclamó el ciego
de la contabilidad, e iba numerándolas con entusiasmo, Once, doce, trece,
catorce, quince, son quince. Se lanzó sobre la última, metiéndole las manos
voraces por debajo de la falda, Ésta es mía, está buenísima, decía. Habían
dejado de pasar revista, de hacer la evaluación previa de las dotes físicas de
las mujeres. Realmente, si estaban todas condenadas a pasar por lo mismo, no
valía la pena gastar el tiempo enfriando la concupiscencia con selecciones de
alturas y medidas de pecho y caderas. Las iban llevando a las camas, las
desnudaban a tirones, en seguida se oyeron los llantos acostumbrados,
las súplicas, las voces implorantes, pero las respuestas, cuando las había, no
variaban, Si quieres comer, tienes que abrir las piernas. Y las abrían, a
algunas les ordenaban que usasen la boca, como aquella que estaba en cuclillas
entre las rodillas del jefe de los malvados, ésa no decía nada. La mujer del
médico entró en la sala, se deslizó lentamente entre las camas, no era
necesaria tanta prudencia, nadie la oiría aunque viniera con zuecos, y si, en
medio del barullo, algún ciego la toca y se da cuenta de que se trata de una mujer,
lo peor que le puede ocurrir es que tenga que unirse a las otras, en una
situación como ésta no es fácil notar la diferencia entre quince y dieciséis.
La
cama del jefe de los malvados seguía en el fondo de la sala, donde se
amontonaban las cajas de comida. Los camastros cercanos habían sido retirados,
al hombre le gustaba revolcarse a sus anchas, sin tener que tropezar con los
vecinos. Iba a ser fácil matarlo. Mientras avanzaba por el pasillo central, la
mujer del médico observaba los movimientos de aquél a quien no tardaría en
matar, cómo el placer le hacía inclinar la cabeza hacia atrás, era como si le
ofreciera el cuello. Despacio, la mujer del médico se aproximó, dio la vuelta a
la cama y se colocó detrás de él. La ciega continuaba su trabajo. La mano
levantó lentamente las tijeras, las hojas un poco separadas para penetrar como
dos puñales. En aquel momento, el último, el ciego pareció notar una presencia
inesperada, pero el orgasmo lo alejaba del mundo de las sensaciones comunes, lo
privaba de reflejos, No llegarás a gozar, pensó la mujer del médico, y bajó
violentamente el brazo. Las tijeras se enterraron con toda la fuerza en la
garganta del ciego, girando sobre sí mismas lucharon contra los cartílagos y
los tejidos membranosos, luego, furiosamente, siguieron penetrando hasta ser
detenidas por las vértebras cervicales. El grito apenas se oyó, podía ser el ronquido
animal de quien está a punto de eyacular, como a otros les estaba ocurriendo, y
tal vez lo fuese, porque, al tiempo que un chorro de sangre le daba de lleno en
la cara, la ciega recibía en la boca la descarga convulsiva del semen. Fue el
grito de la mujer lo que alarmó a los ciegos, de gritos tenían experiencia sobrada,
pero éste no era como los otros. La ciega gritaba, sin entender lo que estaba
ocurriendo, pero gritaba de dónde viene esta sangre, probablemente, sin saber
cómo, había hecho lo que por un momento pensó, arrancarle el pene a
dentelladas. Los ciegos dejaron a las mujeres, avanzaban a tientas, Qué pasa,
por qué gritas de ese modo, preguntaban,
pero ahora la ciega tenía una mano sobre la boca, alguien le decía al oído,
Cállate, y luego notó que la empujaban suavemente hacia atrás, No digas nada,
era una voz de mujer y esto la tranquilizó, si tanto se puede decir en semejante
situación. El ciego contable venía delante, fue el primero en tocar el cuerpo
que había caído atravesado en la cama, en recorrerlo con las manos. Está
muerto, dijo al cabo de un momento. La cabeza colgaba hacia el otro lado del
camastro, y la sangre seguía fluyendo a borbotones, Lo han matado, dijo. Los
ciegos parecían aturdidos, no podían creer lo que oían, Que lo han matado,
cómo, quién ha sido, Le han hecho una herida enorme en la garganta, habrá sido
la puta de mierda que estaba con él, tenemos que atraparla. Se movieron otra
vez los ciegos, más despacio ahora, como si tuvieran miedo de ir al encuentro
del arma que había matado a su jefe. No podían ver que el ciego de la
contabilidad metía precipitadamente las manos en los bolsillos del muerto, encontraba
la pistola y una bolsita de plástico con media docena de cartuchos. La
atención de todos se vio distraída súbitamente por el alarido de las mujeres,
ya puestas en pie, presas del pánico, queriendo salir de allí, pero algunas
habían perdido la noción de dónde estaba la puerta de la sala, fueron en
dirección equivocada y tropezaron con los ciegos, éstos creyeron que los atacaban,
entonces la confusión de cuerpos alcanzó el delirio. Quieta, al fondo, la
mujer del médico esperaba la ocasión para escapar. Mantenía a la ciega
firmemente agarrada, con la otra mano empuñaba las tijeras, dispuesta a
apuñalar al primer hombre que se acercara. De momento, aquel espacio libre la
favorecía pero sabía que no podía estar mucho tiempo allí. Algunas mujeres consiguieron
dar con la puerta, otras luchaban por liberarse de las manos que las
sujetaban, alguna intentaba estrangular al enemigo y añadir un muerto a otro
muerto. El ciego contable gritó a los suyos con autoridad, Calma, calma, vamos
a resolver esto, y con intención de hacer la orden más acuciante, disparó un
tiro al aire. El resultado fue precisamente el contrario. Sorprendidos al ver
que la pistola ya estaba en otras manos y que, en consecuencia, iban a tener
un nuevo jefe, los ciegos dejaron de luchar con las ciegas, desistieron de su
intento de dominarlas, uno de ellos había incluso desistido de todo
porque acaba de ser estrangulado. Fue entonces cuando la mujer del médico
decidió avanzar. Dando golpes a diestro y siniestro, se fue abriendo camino.
Ahora eran los ciegos quienes gritaban, se atropellaban, pasaban unos sobre
otros, quien tuviera ojos para ver, comprobaría que, comparada con ésta, la
primera confusión era sólo un juego. La mujer del médico no quería matar, sólo
quería salir, y lo más rápido posible, sobre todo, no dejar detrás ninguna
ciega. Probablemente ése no va a sobrevivir, pensó cuando clavó las tijeras en
un pecho. Se oyó otro tiro, Vamos, vamos, decía la mujer del médico empujando
ante ella a las ciegas que encontraba en su camino. Las ayudaba a levantarse,
y repetía, Rápido, rápido, y ahora era el ciego contable el que gritaba desde
el fondo, Agarrarlas, no las dejéis marchar, pero era demasiado tarde, ya
estaban todas en el corredor, avanzando a tumbos, medio desnudas, sosteniendo
los trapos como podían. Parada en la entrada de la sala, la mujer del médico
gritó con furia, Recordad lo que dije el otro día, que no me iba a olvidar de
su cara, y en adelante, pensad en lo que os digo, tampoco olvidaré las
vuestras, Me las pagarás, amenazó el ciego contable, tú y tus amigas, y todos
los cabrones de hombres que ahí tenéis, No sabes quién soy ni de dónde he
venido, Eres de la primera sala del otro lado, dijo uno de los que habían ido a
llamar a las mujeres, y el ciego de las cuentas añadió, La voz no engaña, basta
que pronuncies una palabra junto a mí y estarás muerta, El otro también dijo
eso, y ahí lo tienes, Pero yo no soy un ciego como ellos, como vosotros,
cuando os quedasteis ciegos yo ya identificaba a todo el mundo, De mi ceguera
tú no sabes nada, Tú no eres ciega, a mí no me engañas, Quizá sea la más
ciega de todos, maté y volveré a matar si es necesario, Antes te morirás de
hambre, ahora se os ha acabado la comida, aunque vengáis aquí todas a ofrecer
en bandeja los tres agujeros con que habéis nacido, Por cada día que estemos
sin comer por vuestra culpa, morirá uno de vosotros, bastará con que ponga un
pie fuera de esta puerta, No lo conseguirás, Lo conseguiremos, sí, a partir de
ahora seremos nosotros quienes recojamos la comida, vosotros comeréis de lo
que tenéis aquí, Hija de puta, Las hijas de puta no son hombres ni son mujeres,
son hijas de puta, y ya sabes lo que valen las hijas de puta. Furioso, el ciego
contable disparó un tiro hacia la puerta. La bala pasó entre las cabezas de los
ciegos sin alcanzar a nadie hasta clavarse en la pared del corredor. No me has
dado, dijo la mujer del médico, y ten cuidado, se te acabarán las municiones,
hay otros ahí que también quieren ser jefes.
Se
alejó, dio unos cuantos pasos todavía firmes, luego avanzó a lo largo de la
pared del corredor, casi desmayándose, en un momento las rodillas se le doblaron,
y cayó redonda. Los ojos se le nublaron, Voy a quedarme ciega, pensó, pero
luego comprendió que no sería esta vez, eran sólo lágrimas lo que cubría su
vista, lágrimas como jamás las había llorado en su vida, He matado, dijo en voz
baja, quise matar y maté. Volvió la cabeza hacia la puerta de la sala, si
vinieran los ciegos ahora, no sería capaz de defenderse. El corredor estaba desierto.
Las mujeres habían desaparecido, los ciegos, asustados por los disparos y mucho
más por los cadáveres de los suyos, no se atrevían a salir. Poco a poco le
fueron regresando las fuerzas. Las lágrimas seguían fluyendo, pero lentas,
serenas, como ante lo irremediable. Se levantó trabajosamente. Tenía sangre en
las manos y en la ropa, y súbitamente el cuerpo agotado le dijo que estaba
vieja, Vieja y asesina, pensó, pero sabía que si fuese necesario volvería a
matar, Y cuándo es necesario matar, se preguntó a sí misma mientras se dirigía
hacia el zaguán, y a sí misma se respondió, Cuando está muerto lo que aún está
vivo. Movió la cabeza y pensó, Qué quiere decir esto, palabras, palabras, nada
más. Seguía sola. Se acercó a la puerta que daba al exterior. Entre las rejas
del portón distinguió con dificultad la silueta del centinela, Aún hay gente
fuera, gente que ve. Un rumor de pasos detrás de ella le hizo estremecerse,
Son ellos, pensó, y se volvió rápidamente con las tijeras dispuestas. Era el
marido. Las mujeres de la sala segunda llegaron gritando por el camino lo que
ocurriera en el otro lado, que una mujer había matado a puñaladas al jefe de
los malvados, que hubo tiros, el médico no preguntó quién era la mujer, sólo
podía ser la suya, le dijo al niño estrábico que después le contaría el resto
de la historia, y ahora, cómo estaría, probablemente muerta también, Estoy
aquí, dijo ella, y fue hacia él, lo abrazó sin reparar en que lo manchaba de
sangre, o reparando, sí, era igual, hasta hoy lo habían compartido todo, Qué ha
pasado, preguntó el médico, dicen que han matado a un hombre, Sí, lo he matado
yo, Por qué, Alguien tenía que hacerlo, y no había nadie más, Y ahora, Ahora
estamos libres, ellos saben lo que les espera si quieren servirse de nosotras
otra vez, Va a haber lucha, guerra, Los ciegos están siempre en guerra, siempre
lo han estado, Volverás a matar, Sí, si es preciso, de esa ceguera ya nunca me
libraré, Y la comida, Vendremos nosotros a buscarla, dudo que ellos se atrevan
a venir hasta aquí, por lo menos durante unos días tendrán miedo de que les
pase lo mismo, que unas tijeras les atraviesen la garganta, No supimos resistir
como deberíamos cuando vinieron con las primeras exigencias, Pues no, tuvimos
miedo, y el miedo no siempre es buen consejero, y ahora vámonos, será
conveniente, para mayor seguridad, que atravesemos camas en la puerta de la
sala, camas sobre camas, como ellos hacen, y si alguno de nosotros tiene que
dormir en el suelo, paciencia, antes eso que morir de hambre.
En
los días siguientes se preguntaron si no sería eso lo que les iba a ocurrir.
Al principio, no les extrañó, fallos en la distribución de la comida los había
habido desde el principio, estaban acostumbrados, los ciegos malvados tenían
razón cuando decían que los soldados a veces se atrasaban, pero esta razón la
pervertían luego cuando, en tono jocoso, afirmaban que por eso no habían
tenido más remedio que imponer un racionamiento, son las penosas obligaciones
de quien gobierna. Al tercer día, cuando ya no era posible encontrar en las
salas un mendrugo, una migaja, la mujer del médico, con algunos compañeros,
salió a la cerca y preguntó, Eh, qué retraso es éste, qué pasa con la comida,
llevamos ya dos días sin comer. El sargento, otro, no el de antes, se acercó a
la reja asegurando que la culpa no era del Ejército, que ellos no quitaban el pan
de la boca a nadie, que nunca el honor militar permitiría eso, si no había
comida es porque no había comida, Y no deis un paso, porque el primero que lo
haga ya sabe lo que le espera, que las órdenes no han cambiado.
Así intimidados, volvieron para dentro hablando unos con otros, Y ahora qué
hacemos, si no nos traen de comer, Puede que llegue mañana, O pasado mañana, O
cuando ya no nos podamos mover, Tendríamos que salir, No llegaríamos ni a la
puerta, Si tuviésemos vista, Si tuviésemos vista no nos habrían metido en este
infierno, Cómo irá todo por ahí fuera, Tal vez a esos tipos no les importe
darnos comida, si se la pedimos, en cualquier caso, si falta comida para
nosotros, también les faltará a ellos, Por eso van a darnos lo que tienen, Y
antes de que se les acabe habremos muerto de hambre, Qué podemos hacer.
Estaban sentados en el suelo, bajo la luz amarillenta de la única bombilla del
zaguán, más o menos en círculo, el médico y la mujer del médico, el viejo de la
venda negra, entre otros hombres y mujeres, dos o tres de cada sala, tanto del
ala izquierda como del ala derecha, y entonces, siendo este mundo de los ciegos
lo que es, ocurrió lo que siempre ocurre, uno de los hombres dijo, Lo que yo sé
es que no estaríamos como estamos si no hubieran matado al jefe, qué importa
que fueran las mujeres dos veces al mes a dar lo que la naturaleza ha dado para
darse, preguntó. Hubo a quien le hizo gracia la reminiscencia, hubo quien
disimuló la risa, a alguna voz de protesta no la dejó hablar el estómago, y el
mismo hombre insistió, Me gustaría saber quién fue el de la hazaña, Las mujeres
que estaban allí juraron que no había sido ninguna de ellas, Lo que tendríamos
que hacer es tomarnos la justicia por la mano y hacérselo pagar, Eso a
condición de que supiéramos quién fue, Les decíamos, aquí está el que buscáis,
ahora dadnos la comida, Para eso hay que saber quién fue. La mujer del médico
bajó la cabeza, pensó, Tienen razón, si alguien muere de hambre, la culpa será
mía, pero, después, dando voz a la cólera que sentía crecer dentro de sí,
contradiciendo esta aceptación de responsabilidad, Pero que sean éstos los
primeros en morir para que mi culpa pague su culpa. Luego pensó, levantando
los ojos, Si ahora les dijese que fui yo quien lo mató, me entregarían,
sabiendo que me entregaban a una muerte cierta. Fuese por efecto del hambre,
o porque el pensamiento súbitamente la sedujo como un abismo, una especie de
aturdimiento se apoderó de su cabeza, el cuerpo se le movió hacia delante, se abrió
su boca para hablar, pero en ese momento alguien la agarró por el brazo, era el
viejo de la venda negra, que dijo, Mataría con mis manos a quien le denunciase,
Por qué, preguntaron los del corro, Porque si todavía tiene algún significado
la vergüenza, en este infierno al que nos arrojaron y que nosotros convertimos
en infierno del infierno, es gracias a esa persona, que tuvo el valor de ir a
matar a la hiena en el cubil de la hiena, Sí, claro, pero no será la vergüenza
quien nos llene el plato, Quien quiera que seas, tienes razón, siempre hubo
quien se llenó la barriga con la falta de vergüenza, pero nosotros, que nada
tenemos ya, a no ser esta última y no merecida dignidad, seamos capaces, al
menos, de luchar por los derechos que son nuestros, Qué quieres decir con eso,
Que habiendo empezado por mandar allí a las mujeres, y comido a costa de ellas
como chulos de barrio, ahora hay que mandar a los hombres, si es que aún los
hay aquí, Explícate, pero primero dinos de dónde eres, De la primera sala del lado
derecho, Habla, Es muy sencillo, vamos a buscar la comida con nuestras propias
manos, Tienen armas, Que se sepa, sólo una pistola, y no les van a durar
siempre las balas, Con las que tienen morirán algunos de los nuestros, Otros
han muerto ya por menos, No estoy dispuesto a perder la vida para que los demás
sigan aquí, llenando la barriga, Supongo que también estarás dispuesto a no
comer si alguien pierde la vida para que tú comas, preguntó sarcástico el viejo
de la venda negra, y el otro no respondió.
A
la entrada de la puerta que daba a las salas del ala derecha apareció una mujer
que había estado oyendo escondida, era la que recibió en la cara el chorro de
sangre, aquella en cuya boca eyaculó el muerto, aquella a cuyo oído dijo la
mujer del médico, Cállate, y ahora esta mujer está pensando, Desde aquí donde
estoy, sentada en medio de éstos, no te puedo decir cállate, no me denuncies,
pero sin duda reconoces mi voz, es imposible que la hayas olvidado, mi mano
estuvo sobre tu boca, tu cuerpo contra mi cuerpo, y yo te dije cállate, ahora
ha llegado el momento de saber realmente a quién salvé, de saber quién eres,
por eso voy a hablar, por eso voy a decir en voz alta y clara, para que puedas
acusarme si es ése tu destino y mi destino, ya lo digo, No irán sólo los
hombres, irán también las mujeres, volveremos al lugar donde nos humillaron
para que nada quede de la humillación, para que podamos liberarnos de la misma
manera que escupimos lo que dejaron en nuestra boca. Lo dijo y se quedó
esperando, hasta que la mujer habló, A donde tú vayas, iré yo, fue esto lo que
dijo. El viejo de la venda negra sonrió, parecía una sonrisa feliz. Y tal vez
lo fuese, no es ésta la ocasión para preguntárselo, mejor es fijarse en la
expresión de extrañeza de los otros ciegos, como si algo hubiera pasado por
encima de sus cabezas, un pájaro, una nube, una primera y tímida luz. El médico
cogió la mano de la mujer, luego preguntó, Hay todavía alguien empeñado en
descubrir quién mató a aquél, o estamos de acuerdo en que la mano que degolló
a ese hombre era la mano de todos nosotros, más exactamente, la mano de cada
uno de nosotros. Nadie respondió. La mujer del médico dijo, Démosles un plazo,
esperemos hasta mañana, si los soldados no traen comida, entonces avanzamos. Se
levantaron, se dividieron, unos para el lado derecho, otros para el lado
izquierdo, imprudentemente no pensaron que podía haber estado escuchando algún
ciego de la sala de los malvados, por fortuna el diablo no siempre está detrás
de la puerta, este proverbio viene muy a cuento ahora. Fuera de tiempo habló el
altavoz, últimamente unos días hablaba y otros no, pero siempre a la misma
hora, como había prometido, seguro que había en el transmisor un sistema de relojería que en el momento preciso hacía entrar en
movimiento la cinta grabada, la razón por la que falló algunas veces no la
conoceremos, son cosas del mundo exterior, en todo caso bastante serias,
porque el resultado fue un lío de calendario, la llamada cuenta de los días,
que algunos ciegos, maníacos por naturaleza, o amantes del orden, que es una
forma moderada de manía, intentaban llevar escrupulosamente haciendo nudos en
un cordel, aquellos que no se fiaban de su memoria, como quien va escribiendo
un diario. Ahora sonaba fuera de tiempo, debía de haberse averiado el
mecanismo, un eje torcido, una soldadura suelta, ojalá la grabación no vuelva
una y otra vez al principio, infinitamente, era lo que nos faltaba, además de
ciegos, locos. Por los corredores, por las salas, como en un último e inútil
aviso, resonaba la voz autoritaria, El Gobierno lamenta haberse visto obligado
a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a
la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que
estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico
de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el
civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación
del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie
de coincidencias por ahora inexplicables. La decisión de reunir en un mismo
lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a
aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin
ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus
responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman
también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades
que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará,
por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad
para con el resto de la comunidad nacional. Dicho esto, pedimos la atención de
todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán
siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores,
que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin
autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada
sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior
la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos
lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de
responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los
internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las
reglas anteriores y las que seguidamente vamos a anunciar, sexto, tres veces al
día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a
la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles
contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose
restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos,
los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema
deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado,
noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la
quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los
bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con
ningún tipo de intervención exterior en el supuesto de que sufran cualquier
otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o
desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los
internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero,
la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles
contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han
entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente
al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta
comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento
de los nuevos ingresados. El Gobierno, en este momento se apagaron las luces y
calló el altavoz. Indiferente, un ciego hizo un nudo en el cordel que tenía en
las manos, luego intentó contar los nudos, los días, pero desistió, había nudos
sobrepuestos, ciegos, por así decir. La mujer del médico le dijo al marido, Se
han apagado las luces, La bombilla se habrá fundido, no es extraño, después de
tantos días encendida. Se apagaron todas, el problema ha sido fuera, Ahora también
tú te has quedado ciega, Esperaré hasta que nazca el sol. Salió de la sala,
atravesó el zaguán, miró hacia fuera. Esta parte de la ciudad estaba a oscuras,
el proyector del ejército estaba apagado, debían de tenerlo enchufado a la red
general, y ahora, por lo visto, se había acabado la energía.
Al
día siguiente, unos antes, otros después, porque el sol no nace al mismo
tiempo para todos los ciegos,
muchas veces depende de la finura del oído de cada uno, empezaron a reunirse en
los peldaños exteriores del edificio hombres y mujeres procedentes de las distintas
salas, con excepción, ya se sabe, de la de los malvados, que a esa hora deben
de estar desayunando. Esperaban el ruido del portón al ser abierto, el
chirrido de los goznes sin aceite, los sonidos que anunciaban la llegada de la
comida, y después las voces del sargento de servicio, No salgan de ahí, que
nadie se acerque, el arrastrar de los pies de los soldados, el rumor sordo de
las cajas al ser depositadas en el suelo, la retirada a toda prisa, de nuevo el
ruido del portón, y, al fin, la autorización, Pueden venir ya. Esperaron hasta
que la mañana se hizo mediodía y el mediodía tarde. Nadie, ni siquiera la
mujer del médico, quiso preguntar por la comida. Mientras no hiciesen la
pregunta no oirían el temido no, y mientras no se dijera conservarían la
esperanza de oír palabras como éstas, Está a punto de llegar, está a punto de
llegar, paciencia, aguanten el hambre un poquito más. Algunos, por mucho que
quisieran, no podían aguantar, y se desmayaban allí mismo como si se hubieran
quedado dormidos de repente, menos mal que les ayudaba la mujer del médico,
parecía imposible cómo esta mujer conseguía hacerse cargo de todo lo que
pasaba, debía de estar dotada de un sexto sentido, de una especie de visión sin
ojos, gracias a ella no se quedaron los pobres infelices allí, cociéndose al
sol, los transportaron al interior como pudieron, y con tiempo, agua y
palmaditas en la cara acabaron todos por salir del deliquio. Pero era inútil
contar con éstos para la guerra, no podrían ni con una gata por el rabo, modo
de decir muy antiguo que se olvidó de aclarar por qué extraordinaria razón es
más fácil llevar por el rabo a una gata que a un gato. Finalmente, dijo el
viejo de la venda negra, La comida no ha venido, la comida no vendrá, vamos por
la comida. Se levantaron sabe Dios cómo y fueron a reunirse en la sala más
apartada de la fortaleza de los malvados, para imprudencia bastó la del otro
día. Desde allí mandaron escuchas al otro lado, lógicamente, los ciegos que
vivían en aquella parte conocían mejor los sitios, Al primer movimiento
sospechoso, venid a avisarnos. Fue con ellos la mujer del médico y trajo una
información poco alentadora, Han cerrado la entrada con cuatro camas
superpuestas, Y cómo has sabido que eran cuatro, preguntó alguien, Muy fácil,
palpándolas, Y no te descubrieron, No creo, Qué hacemos, Vamos allá, volvió a
decir el viejo de la venda negra, lo habíamos decidido, o lo hacemos o estamos
condenados a una muerte lenta, Algunos morirán más deprisa si vamos, dijo el
primer ciego, Quien va a morir está ya muerto y no lo sabe, Que hemos de morir
es algo que sabemos desde que nacemos, Por eso, en cierto modo, es como si ya
hubiéramos nacido muertos, Dejaos de charla inútil, dijo la chica de las gafas
oscuras, yo sola no puedo ir, pero si ahora empezamos a dar lo dicho por no
dicho, entonces me tumbo en la cama y me dejo morir, Sólo morirá quien tenga
los días contados, nadie más, dijo el médico, y, alzando la voz, preguntó,
Quien esté decidido a ir que alce la mano, es lo que le ocurre a quien no lo
piensa dos veces antes de abrir la boca para hablar, de qué servía pedir que levantaran
las manos si no había nadie para contarlas, así lo creían en general, y después
decir, Somos trece, caso en el que, seguro, empezaría una nueva discusión para
ver lo que, en buena lógica, sería más correcto, si pedir que se presentase otro
voluntario que rompiera el maleficio por exceso, o evitarlo por defecto,
echando a suertes quién se libraba. Algunos habían alzado la mano con poca
convicción, en un movimiento que denunciaba la vacilación y duda, bien por la
consciencia del peligro a que se exponían, bien porque se habían dado cuenta de
lo absurdo de la orden. El médico rió, Qué disparate, pedirles que levanten la
mano, vamos a hacerlo de otra manera, que se retiren los que no puedan o no
quieran ir, los demás que se queden para organizar la acción. Hubo movimientos,
pasos, murmullos, suspiros, poco a poco fueron saliendo los débiles y los timoratos,
la idea del médico había tenido tanto de excelente como de generosa, así será
menos fácil saber quién había estado y dejó de estar. La mujer del médico contó
los que quedaban, eran diecisiete, contándose ella y el marido. De la primera
sala lado derecho estaba el viejo de la venda negra, el dependiente de
farmacia, la chica de las gafas oscuras, y eran todos hombres los voluntarios
de las otras salas, con excepción de aquella mujer que había dicho, A donde tú
vayas iré yo, ésa también estaba aquí. Se alinearon a lo largo del pasillo, el
médico los contó, Diecisiete, somos diecisiete, Somos pocos, dijo el ayudante
de farmacia, así no vamos a conseguir nada, La vanguardia, si puedo usar este
lenguaje que más parece de militar, tendrá que ser estrecha, dijo el ciego de
la venda negra, lo que nos espera es la anchura de una puerta, creo que si
fuésemos más lo complicaríamos todo, Dispararían al tuntún, concordó alguien,
y al fin todos parecieron contentos por ser tan pocos.
El
armamento era el que ya conocemos, hierros arrancados de las camas, que tanto
podrían servir de palanca como de lanza, conforme entraran en combate los
zapadores o las tropas de asalto. El viejo de la venda negra, que por lo visto
algunas lecciones de táctica aprendió en su juventud, recordó la conveniencia
de mantenerse siempre juntos y mirando en la misma dirección, por ser ésa la
única forma de no agredirse unos a otros, y que debían avanzar en silencio absoluto
para que el ataque se beneficiase del efecto sorpresa, Descalcémonos, dijo,
Después va a ser difícil que cada uno encuentre sus zapatos, dijo alguien, y
otro comentó, Los zapatos que sobren serán los verdaderos zapatos del difunto,
con la diferencia de que, en este caso, siempre habrá quien los aproveche, Qué
historia es esa de los zapatos del difunto, Es un dicho, esperar los zapatos
del difunto es como esperar la nada, Por qué, Porque los zapatos con que se
enterraban a los muertos eran de cartón, también es cierto que no necesita más,
las almas no tienen pies que se sepa, Otra cuestión, interrumpió el viejo de la
venda negra, seis de nosotros, los seis que nos sintamos con más ánimo, cuando
lleguemos empujamos con todas nuestras fuerzas las camas para dentro, de modo
que podamos entrar todos, Siendo así tendremos que soltar los hierros, Creo
que no va a ser necesario, hasta pueden servirnos, si los usamos en posición
vertical. Hizo una pausa, luego dijo, con una nota sombría en la voz, Sobre todo,
no nos separemos, si nos separamos somos hombres muertos, Y mujeres, dijo la
chica de las gafas oscuras, no te olvides de las mujeres, Tú también vas,
preguntó el viejo de la venda negra, preferiría que no fueses, Por qué, si
puede saberse, Eres muy joven, Aquí no cuenta la edad, ni el sexo, así que no
olvides a las mujeres, No, no me olvido, la voz con la que el viejo de la venda
negra dijo estas palabras parecía pertenecer a otro diálogo, las siguientes ya
estaban en su lugar, Al contrario, ojalá alguna de vosotras pudiera ver lo que
nosotros no vemos, llevarnos por el camino seguro, guiar la punta de nuestros hierros
contra la garganta de los malvados con tanta seguridad como hizo aquélla, Sería
pedir demasiado, una vez no son veces, además, quién nos dice que no se quedó
muerta allí, al menos yo no he tenido noticias de ella, recordó la mujer del
médico, Las mujeres resucitan unas en otras, las honradas resucitan en las
putas, las putas resucitan en las honradas, dijo la chica de las gafas oscuras.
Después hubo un largo silencio, por parte de las mujeres todo estaba dicho, los
hombres tendrían que buscar las palabras, y de antemano sabían que no iban a
ser capaces de encontrarlas.
Salieron
en fila, los seis más fuertes delante, como acordaron, entre ellos estaban el
médico y el dependiente de farmacia, después venían los otros, armados cada
cual con su hierro de cama, una brigada de lanceros escuálidos y andrajosos,
cuando atravesaban el zaguán uno de ellos dejó caer el hierro que atronó en el
enlosado como una ráfaga de metralleta, si los malvados oyeron el barullo y
saben a lo que vamos, estamos perdidos. Sin dar aviso a nadie, ni siquiera al
marido, la mujer del médico se adelantó al grupo, miró hacia el fondo del
corredor, luego, despacio, pegada a la pared, se fue acercando a la entrada de
la sala, allí quedó a la escucha, las voces de dentro no parecían alarmadas.
Trajo rápidamente la información, y se reanudó el avance. A pesar de la lentitud
y del silencio con que la hueste se movía, los ocupantes de las dos salas que
precedían al bastión de los malvados, sabedores de lo que iba a acontecer, se
acercaban a las puertas para oír mejor el fragor inminente de la batalla, y
algunos de ellos, más nerviosos, excitados por el olor de una pólvora que aún
estaba por quemar, decidieron en el último momento acompañar al grupo, unos
pocos volvieron atrás para armarse, ya no eran diecisiete, al menos habían
doblado el número, el refuerzo no iba a gustar seguramente al viejo de la venda
negra, pero él no llegó a enterarse de que mandaba dos regimientos en vez de
uno. Por las pocas ventanas que daban al patio interior entraba una claridad
turbia, moribunda, que declinaba rápidamente, deslizándose hacia el pozo negro
y profundo que esta noche iba a ser. Fuera de la tristeza irremediable causada
por la ceguera que sin explicación alguna seguían padeciendo, los ciegos,
válgales eso al menos, estaban a salvo de las deprimentes melancolías causadas
por estas y semejantes alteraciones atmosféricas, comprobadamente responsables
de innumerables acciones de desesperación en el tiempo remoto en el que la
gente tenía ojos para ver. Cuando llegaron a la puerta de la sala maldita, la
oscuridad era ya tal que la mujer del médico no pudo ver que no eran cuatro,
sino ocho, las camas que formaban la barrera, duplicada, como los asaltantes,
pero con peores consecuencias inmediatas para ellos, como no tardarán en comprobar. La voz del viejo de la venda negra sonó como
un grito, Ahora, fue la orden, no se acordó del clásico Al asalto, o si lo
recordó quizá le pareció ridículo
tratar con tanta consideración militar una barrera de catres infectos, llenos
de pulgas y de chinches, con los colchones podridos por el sudor y los orines,
las mantas andrajosas, ya no grises, sino de todos los colores con que puede
vestirse la repugnancia, eso lo sabía de antes la mujer del médico, no es que
lo pudiera ver ahora, cuando ni siquiera se había apercibido del refuerzo de
la barricada. Los ciegos avanzaron como arcángeles envueltos en su propio
resplandor, se lanzaron contra el obstáculo con los hierros en alto, como
habían sido instruidos, pero las camas no se movieron, cierto es que las
fuerzas de estos fuertes apenas superarían las de los débiles que venían
detrás, que apenas podían ya con las lanzas, como alguien que llevó una cruz a
cuestas y ahora tiene que esperar que lo suban a ella. El silencio había
acabado, gritaban los de fuera, comenzaron los de dentro a gritar, probablemente
nadie hasta hoy habrá notado qué terribles son los gritos de los ciegos,
parece que están gritando sin saber por qué, queremos decirles que se callen y
acabamos gritando nosotros también, sólo nos falta ser ciegos, pero ya
llegará. En esto estaban, unos gritando porque atacaban, otros gritando porque
se defendían, cuando los del lado de fuera, desesperados por no haber podido
apartar las camas, soltaron los hierros que cayeron en el suelo de cualquier
manera, y, todos a una, al menos aquellos que consiguieron meterse en el
espacio del vano de la puerta, y los que no cupieron hacían fuerza contra los
de delante, se pusieron a empujar, a empujar, a empujar, parecía que iban a
conseguir la victoria, las camas se habían movido ya un poquitito, cuando de repente,
sin previo aviso o amenaza se oyeron tres disparos, era el ciego contable
haciendo puntería baja. Dos de los atacantes cayeron heridos, los otros
retrocedieron precipitadamente, atropellándose, tropezando con los hierros y
cayendo, como locas las paredes del corredor multiplicaban los gritos, también
gritaban en las otras salas. La oscuridad era ahora completa, no era posible
saber quién había sido alcanzado por las balas, claro que se podría preguntar
desde aquí, desde lejos, Quiénes sois, pero no parecía propio, a los heridos
hay que tratarlos con respeto y consideración, acercarse
a ellos caritativamente, posarles la mano en la frente, salvo si fue ahí donde
la bala, por una desgraciada casualidad, les alcanzó, después preguntarles en
voz baja cómo se encuentran, decirles que no es nada, que ya vienen los
camilleros, y en fin, darles agua, pero sólo si no han sido heridos en el
vientre, como expresamente se recomienda en el manual de primeros socorros.
Qué hacemos ahora, preguntó la mujer del médico, hay dos caídos en el suelo.
Nadie le preguntó cómo sabía ella que eran dos, los disparos fueron tres, sin
contar con el efecto de los rebotes, si los hubo. Tenemos que ir a buscarlos,
dijo el médico. El peligro es grande, observó hundido el viejo de la venda
negra, que había visto cómo su táctica acababa en desastre, si se dan cuenta de
que hay gente volverán a disparar, hizo una pausa y añadió suspirando, Pero
tenemos que ir, yo, por mí, estoy dispuesto, También yo voy, dijo la mujer del
médico, el peligro será menor si nos acercamos a rastras, lo que necesitamos
es dar con ellos pronto, antes de que los de dentro tengan tiempo de
reaccionar, Yo voy también, dijo la mujer que el otro día había dicho A donde
tú vayas iré yo, de entre tantos no hubo nadie a quien se le ocurriera decir
que era facilísimo averiguar quiénes eran los heridos, cuidado, heridos o
muertos, que esto aún no se sabe, bastaba con que todos fuesen diciendo, Yo
voy, yo no voy, los que se hubieran quedado callados eran los tales.
Empezaron
pues a arrastrarse los cuatro voluntarios, las dos mujeres en el centro, un
hombre a cada lado, no lo hicieron por cortesía masculina o por un instinto
caballeresco de protección a las damas, sino porque la cosa salió así, la
verdad es que todo va a depender del ángulo de tiro, si el ciego contable
dispara otra vez. En fin, tal vez no ocurra, nada, el viejo de la venda negra
tuvo una idea antes de ponerse en marcha, una idea mejor que la primera, que
los que queden empiecen a hablar muy alto, incluso a gritar, que además
razones no les faltan, para cubrir el inevitable ruido de ir y volver, y
también el que por medio hubiese, cualquier cosa puede ocurrir, sabe Dios qué.
En pocos minutos llegaron los socorristas a su destino, lo supieron cuando aún
no habían tocado los cuerpos, la sangre sobre la que se iban arrastrando era
como un mensajero que les decía, Yo era la vida, tras de mí ya no hay nada,
Dios santo, pensó la mujer del médico, cuánta sangre, y era verdad, un charco,
las manos y las ropas se pegaban al suelo como si las tablas y las losas
estuvieran cubiertas de visco. La mujer del médico se alzó sobre los codos y
siguió avanzando, los otros habían hecho lo mismo. Tendiendo los brazos,
alcanzaron al fin los cuerpos. Los compañeros seguían detrás haciendo todo el
ruido que podían, eran ahora como plañideras en trance. Las manos de la mujer
del médico y del viejo de la venda negra se aferraron a los tobillos de uno
de los caídos, a su vez el médico y la otra mujer habían agarrado un brazo y
una pierna del segundo, se trataba ahora de tirar de ellos, de salir rápidamente
de la línea de fuego. No era fácil, para eso necesitarían levantarse un poco,
ponerse a gatas, era la única forma de seguir utilizando con eficacia las pocas
fuerzas que aún les quedaban. La bala partió, pero esta vez no alcanzó a nadie.
El miedo fulminante no les hizo huir, al contrario, les dio la porción de
energía que les faltaba. Un instante después estaban ya a salvo, se habían
acercado lo más posible a la pared del lado de la puerta de la sala, sólo un
tiro muy sesgado tendría posibilidad de alcanzarlos, pero era dudoso que el
ciego contable fuese perito en balística, incluso de la más elemental.
Intentaron levantar los cuerpos pero desistieron. Lo único que podían hacer era
arrastrarlos, con ellos venía, ya medio seca, como traída por una rasera, la
sangre derramada, y otra, fresca aún, que seguía manando de las heridas.
Quiénes son, preguntaron los que estaban esperando, Cómo lo vamos a saber, si
no vemos, dijo el viejo de la venda negra, No podemos seguir aquí, dijo
alguien, Si deciden hacer una salida, vamos a tener mucho más que dos heridos,
dijo otro, O muertos, dijo el médico, a éstos no les noto el pulso. Cargaron
con los cuerpos a lo largo del corredor como un ejército en retirada, en el
zaguán hicieron alto, se diría que habían resuelto acampar allí, pero la verdad
de los hechos es otra, lo que ocurrió es que se quedaron sin fuerzas, aquí me
quedo, no puedo más. Es hora de reconocer que parecerá sorprendente que los
ciegos malvados, antes tan prepotentes y agresivos, tan fácilmente y con tanto
gusto brutales, ahora no hagan más que defenderse, levantando barricadas y
disparando desde dentro a mansalva como si tuvieran miedo a la lucha en campo
abierto, cara a cara, los ojos en los ojos. Como todas las cosas de la vida,
también ésta tiene su explicación, y es que después de la trágica muerte del
primer jefe se había relajado en la sala el espíritu de disciplina y el sentido
de la obediencia, el gran error del ciego contable fue creer que bastaba
apoderarse de la pistola para detentar el poder en el bolsillo, cuando el
resultado fue precisamente el contrario, cada vez que hace fuego le sale el
tiro por la culata, dicho con otras palabras, cada bala disparada es una
fracción de autoridad que pierde, a ver qué acontece cuando la munición se le
acabe. Así como el hábito no hace al monje, tampoco el cetro hace al rey, es
ésta una verdad que conviene no olvidar. Y si es cierto que el cetro real lo
empuña ahora él ciego contable, hay que decir que el rey, pese a estar muerto,
pese a estar enterrado en la propia sala, y mal, apenas a tres palmos del
suelo, sigue siendo recordado, al menos se nota por el hedor su fortísima
presencia. Entretanto ha nacido la luna. Por la puerta del zaguán que da a la
cerca exterior entra una difusa claridad que va creciendo poco a poco, los
cuerpos que están en el suelo, muertos dos de ellos, los otros aún vivos, van
lentamente ganando volumen, dibujo, rasgos, facciones, todo el peso de un
horror sin nombre, entonces la mujer del médico comprendió que no tenía ningún
sentido, si es que lo había tenido alguna vez, seguir fingiendo que está ciega,
está visto que aquí nadie puede salvarse, la ceguera también es esto, vivir en
un mundo donde se ha acabado la esperanza. Podía, pues, decir quiénes eran los muertos, éste es el dependiente de farmacia,
éste es aquel que dijo que los ciegos dispararían al buen tuntún, ambos
tuvieron razón en cierto modo, y si me preguntan cómo lo sé, la respuesta es
sencilla, Veo. Algunos de los congregados ya lo sabían y se habían callado,
otros andaban desde hacía tiempo con sospechas y ahora las veían confirmadas,
inesperada fue la indiferencia de los restantes, y, con todo, pensándolo mejor,
tal vez no debamos sorprendernos, en otra ocasión el descubrimiento habría
sido causa de inmenso alborozo, de una desenfrenada conmoción, qué suerte la
tuya, cómo conseguiste escapar del universal desastre, cómo se llaman las
gotas que te pones en los ojos, dame la dirección de tu médico, ayúdame a salir
de esta prisión, pero ahora da lo mismo, en la muerte la ceguera es igual para
todos. Lo que no pueden hacer es seguir allí, sin defensa de ningún tipo, hasta
los hierros de las camas se quedaron atrás, los puños de nada servirían.
Orientados por la mujer del médico, arrastraron los cadáveres hacia el rellano
exterior y allí los dejaron, a la luna, bajo el albor lechoso del astro, blancos
por fuera, negros al fin por dentro. Volvamos a las salas, dijo el viejo de la
venda negra, ya veremos más tarde lo que se puede hacer. Lo dijo, y fueron
palabras locas a las que nadie hizo caso. No se dividieron en grupos de origen,
se fueron encontrando y reconociendo por el camino, unos al lado izquierdo,
otros al derecho, vinieron juntas hasta aquí la mujer del médico y aquella que
había dicho A donde tú vayas, iré yo, no era ésta la idea que llevaba ahora en
la cabeza, muy al contrario, pero no quiso hablar de ella, no siempre se
cumplen los juramentos, unas veces por flaqueza, otras por causa de una fuerza
superior con la que uno no había contado.
Pasó
una hora, se alzó la luna, el hambre y el temor alejan el sueño, nadie duerme
en las salas. Pero no son ésos los únicos motivos. Sea por causa de la excitación
de la reciente de la batalla, aunque tan desastradamente perdida, o por algo
indefinible que flota en el aire, los ciegos están inquietos. Nadie se atreve a
salir a los corredores, pero el interior de cada sala es como una colmena sólo
poblada de zánganos, bichos zumbadores que, como se sabe, son poco dados al orden
y al método, no hay registro de que alguna vez hayan hecho algo por la vida o
de que se hayan preocupado mínimamente por el futuro, aunque en el caso de los
ciegos, desgraciada gente, sería injusto acusarlos de aprovechados o chupones,
aprovechados de qué migaja, chupones de qué líquido, hay que tener cuidado con
las comparaciones, no vayan a ser livianas. Con todo, no hay regla sin
excepción, y ésta no falta aquí, en la persona de una mujer que, apenas entró
en la sala, la segunda del lado derecho, empezó a rebuscar en sus trapos hasta
encontrar un pequeño objeto que apretó en la palma de la mano como si quisiera
esconderlo de la vista de los otros, los viejos hábitos son difíciles de
olvidar, incluso en el momento en que los creíamos todos perdidos. Aquí, donde
debería haber sido uno para todos y todos para uno, hemos podido ver con qué
crueldad quitaron los fuertes el pan de la boca de los débiles, y ahora esta
mujer, recordando que tenía un encendedor en el bolso, si es que en tanto
desconcierto no lo había perdido, fue ansiosamente a buscarlo y celosamente lo
oculta como si fuese condición de su propia supervivencia, no piensa que tal
vez alguno de estos sus compañeros de infortunio tenga por ahí un último
pitillo que no puede fumar por faltarle la mínima llama necesaria. Ni estaría
ya a tiempo de pedir fuego. La mujer ha salido sin decir palabra, ni adiós ni
hasta luego, va por el corredor desierto, pasa rozando la puerta de la sala
primera, nadie de dentro se ha dado cuenta de su paso, cruza el zaguán, la luna
descendente trazó y pintó un tanque de leche en las losas del suelo, ahora la
mujer está en el otro lado, otra vez un corredor, su destino está al fondo, en
línea recta, no engañaría a nadie. Además, oye unas voces que la llaman,
manera figurada de decir, lo que llega a sus oídos es la algazara de los
malvados de la última sala, están festejando la victoria comiendo por todo lo
alto y bebiendo de lo fino, perdonen la exageración intencionada, no olvidemos
que en la vida todo es relativo, comen y beben simplemente de lo que hay, y
viva la suerte, ya les gustaría a los otros meter el diente, pero no pueden,
entre ellos y el plato hay una barricada de ocho camas y una pistola cargada.
La mujer está de rodillas en la entrada de la sala, junto a las camas, tira
lentamente de los cobertores hacia fuera, luego se levanta, hace lo mismo en
la cama que está encima, y en la tercera, a la cuarta no le llega el brazo, no
importa, la mecha está ya preparada, sólo falta prenderle fuego. Aún recuerda
cómo tendrá que regular el mechero para sacarle una llama grande, ya la tiene,
un pequeño puñal de fuego vibrante como la punta de unas tijeras. Empieza por
la cama de arriba, la llama lame trabajosamente la suciedad de los tejidos,
prende al fin, ahora en la cama de en medio, ahora la cama de abajo, la mujer
sintió el olor de sus propios cabellos chamuscados, tiene que andar con ojo,
ella es la que prende la pira, no la que en ella debe morir, oye los gritos de
los malvados en el interior, fue en ese momento cuando pensó, Y si tienen agua,
si consiguen apagarlo, desesperada se metió debajo de la primera cama, paseó
el mechero a todo lo ancho del jergón, aquí, allí, entonces, de repente, las
llamas se multiplicaron, se convirtieron en una cortina ardiente, aún pasó
entre ellas un chorro de agua y fue a caer sobre la mujer, pero inútilmente, ya
era su propio cuerpo el que estaba alimentando la hoguera. Cómo va aquello por
dentro, nadie puede arriesgarse a entrar, pero de algo ha de servir la
imaginación, el fuego va saltando velozmente de cama en cama, quiere acostarse
en todas al mismo tiempo, y lo consigue, los malvados gastaron sin criterio y
sin provecho el agua escasa que tenían, intentan ahora alcanzar las ventanas,
con difícil equilibrio trepan por las cabeceras de las camas a las que el fuego
no ha llegado aún, pero, de pronto, el fuego allí está, y ellos resbalan,
caen, y el fuego allí está también, con el calor infernal los cristales
estallan, se hacen añicos, el aire fresco
entra silbando y atiza el incendio, ah, sí, no lo olvidemos, los gritos de rabia y miedo, los aullidos de dolor y de agonía, ahí queda mención de ellos, nótese, en todo caso, que cada vez irán siendo menos, la mujer del mechero, por ejemplo, lleva ya mucho tiempo callada.
entra silbando y atiza el incendio, ah, sí, no lo olvidemos, los gritos de rabia y miedo, los aullidos de dolor y de agonía, ahí queda mención de ellos, nótese, en todo caso, que cada vez irán siendo menos, la mujer del mechero, por ejemplo, lleva ya mucho tiempo callada.
A
estas alturas los otros ciegos corren despavoridos por los pasillos llenos de humo,
Fuego, fuego, gritan, y aquí se puede observar en vivo lo mal pensados y
organizados que han sido estos ajuntamientos humanos de asilo, hospital y
manicomio, véase cómo cada uno de los camastros, por sí solo, con su armazón de
hierros picudos, puede convertirse en una trampa mortal, véanse las
consecuencias terribles de que haya una sola puerta en cada sala, cuando en ellas
viven cuarenta personas, aparte de las que duermen en el suelo, si el fuego
llega allí primero y les cierra la salida, no escapa nadie. Por suerte, y como
la historia humana tantas veces ha mostrado, no hay cosa mala que no traiga
consigo una cosa buena, se habla menos de las cosas malas traídas por las cosas
buenas, así andan las contradicciones de nuestro mundo, merecen unas más consideración
que otras, en este caso la cosa buena fue, precisamente, que las salas
tuvieran una sola puerta, gracias a esto, el fuego que quemó a los malvados se entretuvo
allí tanto tiempo, si la confusión no se hace mayor, tal vez no tengamos que
lamentar la pérdida de más vidas. Evidentemente, muchos de estos ciegos están
siendo pisoteados, empujados, golpeados, son los efectos del pánico, efecto
natural podríamos decir, la naturaleza animal es así, también la vegetal se comportaría
de esa manera si no tuviera aquellas raíces que la prenden al suelo, qué bonito
sería ver los árboles del bosque huyendo del incendio. El refugio del cercado
interior fue bien aprovechado por los ciegos que tuvieron la idea de abrir las
ventanas de los corredores. Saltaron, tropezaron, cayeron, lloraron y gritaron,
pero por ahora están a salvo, mantengamos la esperanza de que al fuego, cuando
haga que el tejado se desmorone, y lance por los aires un volcán de llamaradas
y tizones ardientes, no se le ocurra propagarse a las copas de los árboles. En
el otro lado el miedo es el mismo, a un ciego le basta con oler a humo para
imaginar de inmediato que las llamas están a su lado, figúrense lo que ocurre
cuando es verdad, en poco tiempo el corredor quedó abarrotado de gente, si no
hay quien ponga orden, esto va a acabar en tragedia. En un momento alguien
recuerda que la mujer del médico tiene ojos que ven, dónde está, preguntan, que
nos diga ella lo que pasa, hacia dónde tenemos que ir, dónde está, estoy aquí,
sólo ahora he logrado salir de la sala, la culpa fue del niño estrábico, que
nadie conseguía saber dónde se había metido, ahora está aquí, lo agarró con
fuerza de la mano, tendrían que arrancarme el brazo para que lo soltara, con la
otra mano llevo la mano de mi marido, y luego viene la chica de las gafas
oscuras, y luego el viejo de la venda negra, donde está uno está el otro,
y después el primer ciego, y después su mujer, todos juntos, como una piña,
que, al menos eso espero, ni este calor pueda abrir. Entre tanto, unos cuantos
ciegos de este lado habían seguido el ejemplo de los de la otra ala, saltaron
al cercado interior, no pueden ver que la mayor parte del edificio es una
hoguera, pero notan en las manos y en la cara el vaho ardiente que de allí
viene, por ahora aún aguanta el tejado, las hojas de los árboles se van
arrugando lentamente. Entonces alguien gritó, Qué estamos haciendo aquí, por
qué no salimos de una vez, la respuesta llegó de este mar de cabezas, sólo
precisó cuatro palabras, Ahí están los soldados, pero el viejo de la venda
negra dijo, Antes morir de un tiro que quemados, parecía la voz de la
experiencia, aunque quizá no haya sido exactamente él quien habló, quizá por su
boca ha hablado la mujer del mechero, que no tuvo la suerte de ser alcanzada
por la última bala del ciego contable. Dijo entonces la mujer del médico,
Déjenme pasar, voy a hablar con los soldados, no van a dejarnos morir así, los
soldados también tienen sentimientos. Gracias a la esperanza de que los
soldados tuviesen sentimientos, pudo abrirse en la apretura un estrecho canal,
por el que avanzó la mujer del médico con dificultad llevando a los suyos
detrás. El humo le tapaba la visión, en poco tiempo estaría tan ciega como los
otros. En el zaguán apenas se podía ver nada. Las puertas que daban a la cerca
habían sido destrozadas, los ciegos que se refugiaron allí, dándose cuenta de
que aquel sitio no era seguro, querían salir, empujaban, pero los del otro
lado resistían, hacían toda la fuerza que podían, todavía en ellos era más
fuerte el miedo de aparecer a la vista de los soldados, pero cuando cedieran
las fuerzas, cuando el fuego se aproximase, el viejo de la venda negra tenía
razón, es preferible morir de un tiro. No fue preciso esperar tanto, la mujer
del médico consiguió al fin salir al rellano, prácticamente llegó medio
desnuda, por tener ambas manos ocupadas no se había podido defender de los que
querían unirse al pequeño grupo que avanzaba, coger, por así decirlo, el tren
en marcha, los soldados iban a abrir unos ojos como platos cuando apareciera
ella con los pechos casi al aire. Ya no era la luz de la luna lo que iluminaba
el espacio vacío que iba hasta el portón, sino la claridad violenta del
incendio. La mujer del médico gritó, Por favor, por vuestras madres, dejadnos
salir, no disparéis, Nadie respondió desde el otro lado. El proyector seguía
apagado, nada se movía. Aún con miedo, la mujer del médico bajó dos peldaños, Qué pasa,
preguntó el marido, pero ella no respondió, no podía creerlo. Bajó los
restantes peldaños, caminó en dirección al portón, arrastrando siempre tras
ella al niño estrábico, al marido y compañía, ya no había dudas, los soldados
se habían ido, o se los llevaron, ciegos ellos también, ciegos todos al fin.
Entonces, para simplificar, ocurrió todo al mismo
tiempo, la mujer del médico anunció a gritos que estaban libres, el tejado del
ala izquierda se vino abajo con horrible estruendo, dispersando llamaradas por
todas partes, los ciegos se precipitaron hacia la tapia gritando, algunos no lo
consiguieron, se quedaron dentro, aplastados contra las paredes, otros fueron
pisoteados hasta convertirse en una masa informe y sanguinolenta, el fuego que
se extendía rápidamente, hará ceniza de todo esto. El portón está abierto de
par en par. Los locos salen.
Le
dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo,
Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio
de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no
hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición,
un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el
laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues
sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para
llegar. Apostados ante el edificio, que arde de un extremo al otro, los ciegos
sienten en la cara las olas vivas del calor del incendio, las reciben como
algo que en cierto modo los resguarda, como antes habían sido las paredes,
prisión y seguridad al mismo tiempo. Se mantienen juntos, apretados, como un
rebaño, ninguno quiere ser la oveja perdida, porque de antemano saben que no
habrá pastor para buscarlos. El fuego va decreciendo lentamente, la luna
ilumina otra vez, los ciegos comienzan a inquietarse, no pueden continuar allí,
Eternamente, dijo uno. Alguien preguntó si era de día o de noche, la razón de
aquella incongruente curiosidad se supo enseguida, Quién sabe si nos traerán
comida, puede que hubiera una confusión, un retraso, otras veces pasó, Pero
aquí no hay soldados, Eso no tiene nada que ver, puede que se hayan ido porque
ya no son necesarios, No entiendo, Por ejemplo, porque se ha acabado la
epidemia, O porque se ha descubierto el remedio para nuestra enfermedad, No
estaría mal eso, Qué hacemos, Yo me quedo aquí hasta que se haga de día, Y cómo
vas a saber tú cuándo es de día, Por el sol, por el calor del sol, Eso si no
está el cielo cubierto, Alguna vez será de día, después de tantas horas.
Agotados, muchos ciegos se habían sentado en el suelo, otros, aún más
debilitados, simplemente se dejaron caer, unos cuantos se habían desmayado, es
probable que el fresco de la noche los haga volver en sí, pero podemos tener
por seguro que a la hora de levantar el campamento no se pondrán en pie algunos
de estos míseros, habían aguantado hasta aquí, son como aquel corredor de
maratón que se derrumbó tres metros antes de la meta, a fin de cuentas lo que
está claro es que todas las vidas acaban antes de tiempo. Se sentaron también,
o se tumbaron, los ciegos que todavía esperan a los soldados, o a otros que
lleguen en vez de ellos, la Cruz Roja, por ejemplo, con la comida y los
otros confortos que la vida necesita, el desengaño para éstos llegará un poco
después, es la única diferencia. Y si alguien creyó que se ha descubierto cura
para nuestra ceguera, no por eso parece más contento.
Por
otras razones pensó la mujer del médico, y se lo dijo a los suyos, que sería
mejor esperar a que la noche acabase, Lo más urgente, ahora, es encontrar comida,
y a oscuras no va a ser fácil, Tienes idea de dónde estamos, preguntó el
marido, Más o menos, Lejos de casa, Bastante. Los otros quisieron saber también
a qué distancia estarían de sus casas, dieron las direcciones, y la mujer del médico le dio los datos que pudo,
sólo el niño estrábico no consiguió recordar dónde vivía, no es extraño, hace
ya tiempo que dejó de preguntar por su madre. Si fueran de casa en casa, desde
la más cercana a la que está más lejos, la primera sería la de la chica de las
gafas oscuras, la segunda la del viejo de la venda negra, después la de la
mujer del médico, y, finalmente, la del primer ciego. Seguirán este itinerario,
porque la chica de las gafas oscuras ha pedido que la lleven, cuando sea
posible, a su casa, No sé cómo estarán mis padres, dijo. Esta sincera preocupación
muestra qué infundados son los prejuicios de quienes niegan la posibilidad de
que existan sentimientos profundos, incluyendo el amor filial, en los casos,
desgraciadamente abundantes, de comportamientos irregulares, mayormente en el
plano de la moralidad pública. Ha refrescado la noche, al incendio no le queda
ya gran cosa por quemar, el calor que se desprende del brasero no llega para
calentar a los ciegos transidos que se encuentran más lejos de la entrada, como
es el caso de la mujer del médico y su grupo. Están sentados juntos, las tres
mujeres y el niño en medio, los tres hombres alrededor, quien los viese diría
que nacieron así, verdad es que parecen un cuerpo solo, con una sola
respiración y una única hambre. Uno tras otro se fueron quedando dormidos, un
sueño leve del que despertaron varias veces porque había ciegos que, saliendo
de su propio torpor, se levantaban y acababan tropezando como sonámbulos en
este accidente humano, uno de ellos se quedó allí, le daba igual dormir aquí
que en otro lado. Cuando nació el día sólo unas tenues columnas de humo
ascendían de los escombros, pero ni esas duraron mucho, porque al cabo de un rato
empezó a llover, una llovizna fina, una leve rociada es verdad, pero
persistente, al principio ni conseguía llegar al suelo abrasado, se convertía
antes en vapor, pero, con la insistencia, ya se sabe, agua blanda en brasa viva
tanto da hasta que apaga, la rima que la ponga otro. Algunos de estos ciegos no
lo son sólo de los ojos, también lo son del entendimiento,
no se explica de otro modo el raciocinio tortuoso que los llevó a concluir que
la deseada comida, con aquella lluvia, no llegaría. No hubo manera de
convencerlos de que la premisa estaba errada y que, en consecuencia, errada
tenía que estar también la conclusión, de nada sirvió decirles que todavía no
era la hora del desayuno, desesperados, se tiraron al suelo llorando, No
vienen, está lloviendo, no vienen, repetían, si aquella lamentable ruina
tuviera algunas condiciones de habitabilidad, aunque fueran mínimas, volviera a
ser el manicomio que fue antes.
El
ciego que en la noche se quedó a dormir con ellos después de haber tropezado,
no pudo levantarse. Enrollado en sí mismo, como si hubiera querido proteger el
último calor del vientre, no se movió, pese a la lluvia, que había empezado a
caer más persistente y abundante. Está muerto, dijo la mujer del médico, y es
mejor que nosotros también nos vayamos de aquí mientras nos quedan fuerzas. Se
levantaron trabajosamente, vacilando, con vértigos, agarrándose unos a otros,
luego se pusieron en fila, primero la de los ojos que ven, luego los que
teniendo ojos no ven, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda
negra, el niño estrábico, la mujer del primer ciego, su marido, el médico va el
último. El camino que tomaron lleva al centro de la ciudad, pero no es ésa la
intención de la mujer del médico, lo que ella quiere es encontrar rápidamente
un sitio donde dejar seguros a los que vienen detrás, e ir sola en busca de
comida. Las calles están desiertas, es aún temprano, o quizá sea la lluvia,
que cae cada vez más fuerte. Hay basura por todas partes, algunas tiendas
tienen las puertas abiertas, pero la mayoría están cerradas, no parece que haya
gente dentro, ni luz. La mujer del médico pensó que sería una buena idea dejar
a sus compañeros en una de aquellas tiendas, reteniendo el nombre de la calle,
el número de la puerta, no vaya a perderlos al volver. Se paró, le dijo a la
chica de las gafas oscuras, Esperaos aquí, no os mováis, y fue a mirar por la
puerta acristalada de una farmacia, le pareció ver dentro unos bultos tumbados,
llamó en los cristales, una de las sombras se movió, alguien se levantó
volviendo la cara hacia el lugar de donde venía el ruido, Están todos ciegos,
pensó la mujer del médico, sin entender por qué se encontraban allí, quizá sea
la familia del farmacéutico, pero, si es así, por qué no están en su propia
casa, con más comodidad que aquel suelo duro, a no ser que estuviesen guardando
el establecimiento, contra quién, y menos siendo estas mercancías lo que son,
que tanto pueden salvar como matar. Se alejó de allí, un poco más adelante se
detuvo a mirar el interior de otra tienda, vio más gente tumbada en el suelo,
mujeres, hombres, niños, algunos parecían estar preparándose para salir, uno de
ellos se acercó a la puerta, tendió el brazo hacia fuera y dijo, Está
lloviendo, Mucho, fue la pregunta de dentro, Sí, tendremos que esperar a ver si
escampa, el hombre, era un hombre, estaba a dos pasos de la mujer del médico, no había reparado en que estaba acompañado,
por eso se sobresaltó al oír decir, Buenos días, se había perdido la costumbre
de dar los buenos días, no sólo porque días de ciegos, propiamente hablando,
nunca pueden ser buenos, sino también porque nadie está completamente seguro de
que los días no fuesen tardes, o noches, y si ahora, en una aparente
contradicción con lo que acaba de ser explicado, estas personas despiertan más
o menos al mismo tiempo que la mañana, es porque algunas se quedaron ciegas
hace pocos días y aún no han perdido del todo el sentido de la sucesión de los
días y las noches, del sueño y de la vigilia. El hombre dijo, Está lloviendo, y
luego, Quién es usted, No soy de aquí, Anda buscando comida, Sí, llevamos
cuatro días sin comer nada, Y cómo sabe que son cuatro días, Es un cálculo,
Está sola, Estoy con mi marido y unos compañeros, Cuántos son, Siete en total,
Si están pensando en quedarse con nosotros, quítenselo de la cabeza, ya somos
muchos aquí, Sólo estamos de paso, De dónde vienen, Estuvimos internados desde
que empezó la ceguera, Ah, sí, en cuarentena, no ha servido de nada, Por qué
dice eso, Los han dejado salir, Hubo un incendio y entonces nos dimos cuenta de
que los soldados que nos vigilaban habían desaparecido, Y salieron, Sí,
Vuestros soldados serían los últimos en quedarse ciegos, todo el mundo está
ciego, Todos, la ciudad entera, todo el país, Si alguien ve, no lo dice, se lo
calla, Por qué no vive en su casa, Porque no sé dónde está, No lo sabe, Y
usted, sabe dónde está la suya, Yo, la mujer del médico iba a responder que
precisamente se dirigía allí con su marido y los compañeros, se habían
detenido sólo para comer algo, para recuperar fuerzas, pero en este mismo
instante vio con toda claridad la situación, ahora, alguien que estando ciego
saliera de casa, sólo por milagro conseguiría reencontrarla, no es lo mismo que
antes, pues los ciegos de aquel tiempo podían siempre contar con la ayuda de un
transeúnte, bien para cruzar una calle, bien para volver al camino cierto en
caso de que se hubieran desviado inadvertidamente del habitual, Sólo sé que
está lejos, dijo, Pero no es capaz de llegar a ella, No, Pues mire, a mí me
pasa igual, ustedes, todos los que estuvieron en cuarentena, tienen mucho que
aprender, no saben lo fácil que es quedarse sin casa, No comprendo, Los que andan en
grupo, como nosotros, como casi todo el mundo, cuando vamos a buscar comida
tenemos que ir juntos, es la única manera de no perdernos unos de otros, y
como vamos todos, como no queda nadie cuidando la casa, lo más seguro,
suponiendo que consigamos volver, es que esté ocupada por otro grupo que
tampoco ha podido encontrar la suya, somos una especie de noria, siempre dando
vueltas, al principio hubo algunas peleas, pero pronto nos dimos cuenta de que
nosotros, los ciegos, por así decir, no tenemos nada a lo que podamos llamar
nuestro, a no ser lo que llevamos encima, La solución sería vivir en una tienda
de comestibles, al menos mientras duren los alimentos no será necesario salir,
A quien lo hiciera, lo mínimo que le podría ocurrir es que no tuviera nunca un
minuto de sosiego, digo lo mínimo porque he oído hablar del caso de unos que lo
intentaron, se encerraron dentro, cerraron las puertas, pero no pudieron evitar
que saliera el olor a comida, así que se reunieron fuera los que querían comer
y, como los de dentro no abrían, le pegaron fuego a la tienda, fue santo
remedio, yo no lo vi, me lo contaron, que yo sepa nadie más se ha atrevido, Y
no se vive ya en las casas, en los pisos, Sí, se vive, pero es igual, por mi
casa debe de haber pasado cantidad de gente, no sé si algún día conseguiré dar
con ella, además, en esta situación, es mucho más práctico dormir en las
tiendas, en los almacenes, nos ahorramos andar subiendo y bajando escaleras,
Ya no llueve, dijo la mujer del médico, Ya no llueve, repitió el hombre hacia
dentro. Al oír estas palabras se levantaron los que todavía estaban tumbados,
recogieron sus cosas, mochilas, maletines, bolsas de tela y de plástico, como
si fueran de expedición, y era verdad, iban a cazar comida, uno a uno fueron
saliendo de la tienda, la mujer del médico observó que iban abrigados, cierto
es que los colores de las ropas no casaban entre sí, que los pantalones eran
tan cortos que dejaban los tobillos al aire, o tan largos que tenían que
enrollar los bajos, pero no les entraría el frío, algunos hombres usaban
gabardinas o abrigos, dos de las mujeres llevaban abrigos largos de piel, lo
que no se veía eran paraguas, probablemente por lo incómodos que son, siempre
las varillas amenazando los ojos. El grupo, unas quince personas, se alejó. A
lo largo de la calle aparecían otros grupos, también personas aisladas, arrimados
a las paredes había hombres aliviando la urgencia matinal de la vejiga, las
mujeres preferían el resguardo de los coches abandonados. Ablandados por
la lluvia, los excrementos, aquí y allá, moteaban la calle.
La
mujer del médico volvió al lado de los suyos, recogidos por instinto bajo el
toldo de una pastelería de donde salía un hedor de nata ácida y otras
podredumbres, Vamos, dijo, he encontrado un abrigo, y los llevó a la tienda de
donde los otros acababan de salir. Los estantes del establecimiento estaban
intactos, la mercancía no era de las de comer o vestir, había frigoríficos,
máquinas de lavar ropa y vajilla, hornos normales y de microondas, batidoras,
exprimidores, aspiradoras, las mil y una invenciones electrodomésticas
destinadas a hacer más fácil la vida. La atmósfera estaba cargada de malos
olores, haciendo absurda la blancura inmaculada de los objetos. Descansad aquí,
dijo la mujer del médico, voy a buscar comida, no sé dónde la encontraré,
cerca, lejos, esperad con paciencia, hay grupos por ahí fuera, si alguien
quiere entrar, decidle que el sitio está ocupado, será suficiente para que se
vayan a otro lugar, es la costumbre. Voy contigo, dijo el marido, No, es mejor
que vaya sola, tenemos que saber cómo se vive ahora, por lo que he oído toda la
gente está ciega, Entonces, dijo el viejo de la venda negra, es como si todavía
estuviéramos en el manicomio, No hay comparación, podemos movernos libremente,
y lo de la comida ya se resolverá, no vamos a morir de hambre, también tengo
que hacerme con algo de ropa, vamos andrajosos, quien más lo necesitaba era
ella, de cintura para arriba casi desnuda. Besó al marido, sintió en ese momento
una punzada en el corazón, Por favor, pase lo que pase, aunque alguien quiera
entrar, no dejéis este sitio, y si os echan, cosa que no creo que ocurra, es
sólo para tener prevista cualquier posibilidad, quedaos en la puerta, juntos,
hasta que yo llegue. Los miró con los ojos anegados en lágrimas, allí estaban,
dependían de ella como los niños pequeños dependen de la madre, Si les falto,
pensó, no se le ocurrió que fuera estaban todos ciegos y vivían, tendría que
quedarse ciega ella también para comprender que una persona se acostumbra a
todo, especialmente si ha dejado de ser persona, incluso sin llegar a tanto,
ahí está el niño estrábico, por ejemplo, que ya ni por su madre pregunta. Salió
a la calle, miró y fijó en su memoria el número de la puerta, el nombre de la
tienda, ahora tenía que ver cómo se llamaba la calle, en aquella esquina, no
sabía hasta dónde la iba a llevar la búsqueda de comida, y qué comida, serían
tres puertas o trescientas, no podía perderse, no habría nadie a quien preguntar
el camino, los que antes veían estaban ahora ciegos, y ella, viendo, no sabría
dónde estaba. El sol había salido, brillaba en los charcos formados entre la
basura, se veía mejor la hierba que crecía entre las losetas de la calzada. Había mucha
gente fuera. Cómo se orientarán, se preguntó la mujer del médico. No se
orientaban, caminaban rozando las casas, con los brazos tendidos hacia
delante, tropezaban continuamente unos con otros, como las hormigas que van en
cadena, pero cuando esto ocurría, no se oían protestas, ni necesitaban hablar,
una de las familias se despegaba de la pared, avanzaba a lo largo de la que
venía en dirección contraria, y así seguían hasta el próximo tropiezo. De vez
en cuando se paraban, olfateaban a la entrada de las tiendas, por ver si olía a
comida, sea lo que fuera, luego continuaban su camino, doblaban una esquina,
desaparecían de la vista, poco después aparecía otro grupo, no traían aire de
haber encontrado lo que buscaban. La mujer del médico se mueve con mayor rapidez,
no pierde el tiempo entrando en las tiendas para saber si son de comestibles,
pero pronto tuvo claro que no resultaría fácil abastecerse en cantidad, las
pocas tiendas que encontró parecían haber sido devoradas por dentro, eran como
caparazones vacíos.
Estaba
ya muy lejos del lugar donde aguardaban el marido y los compañeros, había
cruzado y recruzado calles, avenidas, plazas, cuando se encontró ante un
supermercado. Dentro el aspecto no era diferente, estanterías vacías, vitrinas
rotas, vagaban ciegos por los pasillos, la mayoría a gatas, barriendo con las
manos el suelo inmundo, con la esperanza de encontrar algo que se pudiera
aprovechar, una lata de conservas que hubiese resistido los golpes con que
intentaron abrirla, un paquete cualquiera, de lo que fuese, una patata, aunque
estuviese pisoteada, un trozo de pan, aunque pareciera una piedra. La mujer del
médico pensó, Aun así, algo habrá, esto es enorme. Un ciego se levantó del
suelo quejándose, se había clavado un casco de botella en la rodilla y la sangre
le corría por la pierna. Los ciegos del grupo lo rodearon, Qué te pasa, qué te
pasa, y él dijo, un vidrio, en la rodilla, En cuál, En la izquierda, una de las
ciegas se agachó, Cuidado no sea que haya más por aquí, tanteó, palpó para distinguir
una pierna de otra, Ésta es, dijo, lo tienes espetado ahí, uno de los ciegos se
echó a reír, Pues si está espetado, aprovecha, y los otros rieron también, sin
diferencia entre mujeres y hombres. Haciendo una pinza con el pulgar y el
índice, es un gesto natural que no precisa aprendizaje, la ciega extrajo el
cristal, luego ató la rodilla con un trapo que rebuscó en el saco que llevaba a
hombros, y después contribuyó con su propio chiste al buen humor
general, No hay nada que hacer, el espeto se le ha pasado, todos rieron, y el
herido replicó, Cuando tengas ganas, me lo dices, verás si tengo vara de
espetar, seguro que entre éstos no hay esposos y esposas, nadie se escandalizó,
será toda gente de costumbres liberales y de uniones libres, a no ser que
éstos, justamente, sean marido y mujer, de ahí la confianza, pero realmente no
lo parecen, en público no hablarían así. La mujer del médico miró alrededor, lo
que había de aprovechable se lo disputaban otros ciegos a puñetazos, que casi
siempre se perdían en el aire, y empujones que no distinguían entre amigos y
adversarios, ocurría a veces que el objeto de la pelea se les caía de las manos
y acababa en el suelo esperando que alguien tropezase con él, Aquí no hay más
que mierda, pensó, usando una palabra que no formaba parte de su léxico
habitual, demostrando una vez más que la fuerza de las circunstancias y su naturaleza
influyen mucho en el léxico, pensemos si no en aquel militar que también dijo
mierda cuando le pidieron que se rindiera, absolviendo así del delito de mala
educación futuros desahogos en situaciones menos peligrosas. Aquí no hay más
que mierda, volvió a pensar, y se disponía a salir cuando otro pensamiento le
acudió como una providencia, Un establecimiento como éste debe tener un
almacén, no digo un, almacén grande, que ése estará en otro sitio,
probablemente lejos, sino una reserva de los productos de más consumo. Excitada
por la idea se lanzó a la busca de una puerta cerrada que la condujera a la
cueva de los tesoros, pero todas estaban abiertas, y dentro reinaba la misma
devastación, los mismos ciegos rebuscando en la misma basura. Al fin, en un
pasillo oscuro, donde apenas llegaba la luz del sol, vio lo que le parecía un
montacargas. Las puertas metálicas estaban cerradas, y al lado había otra puerta
lisa, de las que se deslizan sobre carriles, El sótano, pensó, los ciegos que
llegaron hasta aquí encontraron el camino cerrado, sin duda se dieron cuenta
de que se trataba de un ascensor, pero a nadie se le ocurrió que lo normal es
que haya también una escalera para cuando falle la energía eléctrica, por
ejemplo, como es el caso. Empujó la puerta corredera y recibió, casi
simultáneas, dos poderosas impresiones, primero, la de la oscuridad profunda
por donde tendría que bajar para llegar al sótano, y luego, el olor
inconfundible de cosas que se comen, aunque estén encerradas en recipientes de
esos que llamamos herméticos, y es que el hambre siempre tuvo un olfato
finísimo, capaz de atravesar todas las barreras, como el de los perros. Volvió
rápidamente atrás para coger de la basura las bolsas de plástico que iba a
necesitar para transportar la comida, al tiempo que se preguntaba, Sin luz,
cómo voy a saber lo que tengo que llevarme, se encogió de hombros, la preocupación era
estúpida, la duda ahora, teniendo en cuenta el estado de debilidad en que se
encontraba, debería ser si tendría fuerzas para cargar con los sacos llenos,
desandar el camino por donde vino, en este momento le entró un miedo horrible
de no encontrar el lugar donde el marido la estaba esperando, sabía el nombre
de la calle, eso no lo había olvidado, pero fueron tantas las vueltas que la
desesperación la paralizó, luego, lentamente, como si el cerebro inmóvil se
hubiese puesto al fin en movimiento, se vio a sí misma inclinada sobre un plano
de la ciudad, buscando con la punta del dedo el itinerario más corto, como si
tuviese dos veces ojos, unos que la miraban viendo el plano, otros que veían el
plano y el camino. El pasillo seguía desierto, era una suerte, a causa del
nerviosismo que le había provocado su descubrimiento, olvidó cerrar la puerta.
La cerró ahora cuidadosamente, y se encontró sumergida en una oscuridad total,
tan ciega ella como los ciegos que estaban fuera, la diferencia era sólo el
color, si efectivamente son colores el blanco y el negro. Rozando la pared,
empezó a bajar la escalera, si este lugar no fuera tan secreto como es, si
alguien subiera desde el fondo, tendrían que hacer como había visto en la
calle, despegarse uno de ellos de la seguridad del muro, avanzar rozando la
imprecisa sustancia del otro, tal vez por un instante temer absurdamente que la
pared no continuara del otro lado, Estoy a punto de volverme loca, pensó, y
tenía razones para eso, bajando por aquel agujero tenebroso, sin luz ni
esperanza de verla, hasta dónde, estos almacenes subterráneos en general no son
altos, primer tramo de escalera, ahora sé lo que es ser ciega, segundo tramo de
escaleras, Voy a gritar, voy a gritar, tercer tramo, las tinieblas son como un
engrudo negro que ha cuajado en su cara, los ojos transformados en bolas de
brea, Quién es ese que está ahí delante, y luego, de inmediato, otro pensamiento,
aún más amedrentador, Y cómo voy a dar luego con la escalera, un desequilibrio
súbito la obligó a inclinarse para no caer desamparada, con la consciencia
casi perdida balbuceó, Está limpio, se refería al suelo, le parecía asombroso,
un suelo limpio. Poco a poco comenzó a volver en sí, sentía un dolor sordo en
el estómago, no es que sea una novedad, pero en este momento era como si no
existiese en su cuerpo ningún otro órgano vivo, allá estarían, pero no daban
señales de vida, el corazón, sí, el corazón resonaba como un
tambor inmenso, siempre trabajando a ciegas en la oscuridad, desde la primera
de todas las tinieblas, el vientre donde lo formaron, hasta la última, cuándo
llegará ésa. Llevaba en la mano unas bolsas de plástico, no las había soltado,
ahora tendrá que llenarlas, tranquilamente, un almacén no es lugar de
fantasmas y dragones, aquí no hay más que oscuridad, y la oscuridad no muerde
ni ofende, en cuanto a la escalera, ya la encontraré, seguro, aunque tenga que
dar la vuelta entera a este agujero. Decidida, iba a levantarse, pero recordó
que ahora estaba tan ciega como los ciegos, mejor sería hacer como ellos,
avanzar a gatas hasta encontrar algo al frente, estanterías abarrotadas de
comida, lo que fuese, con tal de que se pueda comer como está, sin
preparaciones de cocina, que no está el tiempo para fantasías.
Volvió
el miedo, subrepticio, pero ella avanzó algunos metros, tal vez estuviera
equivocada, quizá allí mismo, ante ella, invisible, un dragón la esperase con
la boca abierta. O un fantasma con la mano tendida, para llevarla al mundo
terrible de los muertos que nunca acaban de morir, porque siempre viene alguien
a resucitarlos. Luego, prosaicamente, con una infinita, resignada tristeza,
pensó que el sitio donde estaba no era un depósito de comida sino un garaje,
incluso le pareció sentir el olor a gasolina, hasta este punto puede engañarse
el espíritu cuando se rinde a los monstruos que él mismo ha creado. Entonces,
su mano tocó algo, no los dedos viscosos del fantasma, no la lengua ardiente y
las fauces del dragón, lo que ella sintió fue el contacto con un metal frío,
una superficie vertical, lisa, adivinó, sin saber que era ése el nombre, el
montante de una estantería metálica. Calculó que debía de haber otras iguales
a ésta, paralelas, como era normal, se trataba ahora de saber dónde estaban los
productos alimenticios, no aquí, que este olor no engaña, detergentes. Sin
pensar más en las dificultades que iba a tener para encontrar la escalera,
empezó a recorrer las estanterías, palpando, oliendo, agitando. Había envases
de cartón, botellas de vidrio y de plástico, frascos pequeños, medianos y
grandes, latas que debían de ser de conservas, recipientes varios, tubos,
bolsas, frasquitos. Llenó al azar una de las bolsas. Será todo de comer, se
preguntaba inquieta. Pasó a otras estanterías, y en la segunda de ellas
ocurrió lo inesperado, la mano ciega, que no podía ver por donde iba, tocó e
hizo caer unas cajitas. El ruido que hicieron al chocar contra el suelo casi le
paraliza el corazón a la mujer del médico, Son fósforos, pensó. Temblorosa de
excitación, se inclinó, paseó las manos por el suelo, encontró lo que buscaba,
éste es un olor que no se confunde con ningún otro, y el ruido de los palitos
al agitar la caja, el deslizamiento de la tapa, la aspereza de la lija exterior, el
raspar la cabeza del palito, al fin la deflagración de una pequeña llama, el
espacio alrededor, una difusa esfera luminosa como un astro a través de la
niebla, Dios mío, la luz existe, y yo tengo ojos para verla, alabada sea la
luz. A partir de ahora, la cosecha sería fácil. Empezó por las cajas de
fósforos, y llenó casi una bolsa. No es necesario llevarlas todas, le decía la
voz del buen sentido, pero ella no hizo caso del buen sentido, después las
trémulas llamas de los fósforos fueron mostrando las estanterías, aquí, allá,
en poco tiempo llenó las bolsas, la primera la vacío porque no había metido
nada útil, las otras ya llevaban riqueza suficiente para comprar la ciudad, no
es de extrañar la diferencia de valores, basta que recordemos que un día hubo
un rey que quiso cambiar su reino por un caballo, qué no daría él si estuviese
muriéndose de hambre y le mostraran estas bolsas de plástico. La escalera está
allí, el camino es todo recto. Antes, sin embargo, la mujer del médico se
sienta en el suelo, abre un envase de chorizo, otro de lonchas de pan negro,
una botella de agua y, sin remordimientos, come. Si no comiese ahora no
tendría fuerzas para llevar la carga adonde hace falta, ella es la
abastecedora. Cuando acabó, enfiló en los brazos las asas de las bolsas, tres
en cada lado, y con las manos alzadas delante fue encendiendo cerillas hasta
llegar a la escalera, luego, penosamente, la subió, la comida aún no ha pasado
del estómago, precisa tiempo para llegar a los músculos y a los nervios, en
este caso lo que ha aguantado mejor es la cabeza. La puerta corrediza se
deslizó sin ruido, Y si hay alguien en el corredor, pensó la mujer del médico,
qué hago. No había nadie, pero ella volvió a preguntarse, Qué hago. Podría,
cuando llegase a la salida, volverse hacia dentro y gritar, Al fondo del
corredor hay comida, una escalera lleva al almacén, aprovechaos, he dejado la
puerta abierta. Podría hacerlo, pero no lo hizo. Ayudándose con el hombro,
cerró la puerta, se decía a sí misma que lo mejor era callar, imaginen lo que
ocurriría, los ciegos corriendo hacia allí como locos, sería como en el
manicomio, cuando se declaró el incendio, rodarían escaleras abajo, pisoteados
y aplastados por los que venían detrás, que caerían también, no es lo mismo
poner el pie en un peldaño firme o en un cuerpo resbaladizo. Y cuando se acabe
la comida, podré volver a por más, pensó. Cogió las bolsas con las manos, respiró
hondo y avanzó por el corredor. No la verían, pero el olor de lo que había
comido, Chorizo, que idiota he sido, sería como un rastro vivo. Cerró los
dientes, apretó con toda su fuerza las asas de las bolsas, Tengo que correr,
dijo. Se acordó del ciego herido en la rodilla por un casco de botella, Si me
ocurre lo mismo a mí, si no voy con cuidado y me clavo un vidrio en el pie,
quizá hayamos olvidado que esta mujer va descalza, no ha tenido tiempo de
entrar en las zapaterías, como hacen los ciegos de la ciudad, que pese a ser
desgraciados invidentes pueden elegir el calzado por el tacto. Tenía que
correr, y corrió. Al principio intentó deslizarse entre los grupos de ciegos,
procurando no rozarlos, pero eso la obligaba a ir lentamente, parándose para
elegir camino, lo suficiente para desprender un aura de olor, porque no sólo
las auras perfumadas y etéreas son auras, al cabo de un instante empezó a
gritar un ciego, Quién anda por aquí comiendo chorizo, apenas dichas estas palabras
la mujer del médico se dejó de cuidados y se lanzó a una carrera desenfrenada,
atropellando, empujando, derribando, en un sálvese el que pueda merecedor de
severa crítica, pues no es así como se trata a unos ciegos, que para desgracia
ya tienen bastante.
Llovía
torrencialmente cuando llegó a la calle. Mejor, pensó, jadeando, con las
piernas temblándole, así se sentiría menos el olor. Alguien la había agarrado
por el último andrajo que apenas la cubría de cintura arriba, ahora iba con los
pechos al aire, por ellos, lustralmente, palabra fina, corría el agua del
cielo, no era la libertad guiando al pueblo, las bolsas, afortunadamente
llenas, pesan demasiado como para llevarlas alzadas como una bandera. Tiene
esto sus inconvenientes, ya que las excitantes fragancias van viajando a la
altura de la nariz de los perros, cómo podían faltar los perros, ahora sin
dueños que los cuiden y alimenten, es casi una jauría lo que va tras la mujer
del médico, ojalá no se le ocurra a uno de estos animales soltar una dentellada
para comprobar la resistencia del plástico. Con una lluvia así, que es casi
diluvio, sería de esperar que la gente estuviera recogida, esperando que escampase.
Pero no es así, por todas partes hay ciegos con la boca abierta hacia las
alturas, matando la sed, almacenando agua en todos los rincones del cuerpo, y
otros ciegos, más previsores, y sobre todo más sensatos, sostienen en sus
manos cubos, palanganas, cazos, y los levantan al cielo generoso, cierto es que
Dios da nubes cuando hay sed. No se le había ocurrido a la mujer del médico la
posibilidad de que de los grifos de las casas no saliera ni una gota del
precioso líquido, es defecto de la civilización, nos habituamos a la comodidad
del agua canalizada, llevada a domicilio, y olvidamos que, para que tal suceda,
tiene que haber gente que abra y cierre las válvulas de distribución,
estaciones elevadoras que necesitan energía eléctrica, computadoras para
regular los débitos y administrar las reservas, y para todo faltan ojos.
También faltan para ver este cuadro, una mujer cargada con bolsas de plástico,
andando por una calle inundada, entre basura podrida y excrementos humanos y
de animales, automóviles y camiones abandonados de cualquier manera, bloqueando
la vía pública, algunos con las ruedas ya cercadas de hierba, y los ciegos,
los ciegos, con la boca abierta, abriendo también los ojos hacia el cielo
blanco, parece imposible cómo puede llover de un cielo así. La mujer del médico
va leyendo los nombres de las calles, unos los recuerda, otros no, hasta que llega un
momento en que comprende que se ha desorientado y anda perdida. No hay duda, se
ha extraviado. Dio una vuelta, dio otra, ya no reconoce ni las calles ni los
nombres que llevan, entonces, desesperada, se deja caer en un suelo sucísimo,
empapado en cieno negro, y, vacía de fuerzas, de todas las fuerzas, rompe a
llorar. Los perros la rodearon, olfatean las bolsas, pero sin convicción, como
si ya se les hubiera pasado la hora de comer, uno de ellos le lame la cara, tal
vez desde pequeño esté habituado a enjugar llantos. La mujer le acaricia la
cabeza, le pasa la mano por el lomo empapado, y el resto de lágrimas las llora
abrazada a él. Cuando al fin alzó los ojos, mil veces alabado sea el dios de
las encrucijadas, ve que tiene ante ella un gran plano, de esos que los
departamentos de turismo colocan en el centro de las ciudades, sobre todo para
uso y tranquilidad de los visitantes, que tanto quieren poder decir adónde han
ido como saber dónde están. Ahora, estando todos ciegos, parece fácil dar por
mal empleado el dinero que han gastado, pero, en fin, hay que tener paciencia,
dar tiempo al tiempo, debíamos haber aprendido ya, y de una vez para siempre, que
el destino tiene que dar muchos rodeos para llegar a cualquier parte, sólo él
sabe lo que le habrá costado traer aquí este plano para decir a esta mujer
dónde está. No estaba tan lejos como creía, sólo se había desviado un poco en
otra dirección, no tienes más que seguir por esta calle hasta una plaza, ahí
cuentas dos calles a la izquierda, doblas después en la primera a la derecha,
ésa es la que buscas, del número no te has olvidado. Los perros se fueron
quedando atrás, algo los distrajo por el camino, o están muy acostumbrados al
barrio y no quieren dejarlo, sólo el perro que había
bebido las lágrimas acompañó a quien las lloraba, probablemente este encuentro de la mujer y el plano, tan bien dispuesto por el destino, incluía igualmente al perro. Lo cierto es que entraron juntos en la tienda, al perro de las lágrimas no le sorprendió ver a todas aquellas personas tendidas en el suelo, tan inmóviles que parecían muertos, estaba habituado, a veces lo dejaban dormir entre ellas, y cuando era hora de levantarse, casi siempre estaban vivas. Despertad, si estáis durmiendo, traigo comida, dijo la mujer del médico, pero primero había cerrado la puerta, no la vaya a oír alguien que pase por la calle. El niño estrábico fue el primero en levantar la cabeza, sólo eso puede hacer, la debilidad no le dejaba, los otros tardaron un poco más, estaban soñando que eran piedras, y nadie ignora lo profundo que es el sueño de las piedras, un simple paseo por el campo lo demuestra, allí están durmiendo, medio enterradas, esperando no se sabe qué despertar. Tiene, no obstante, la palabra comida poderes mágicos, mayormente cuando aprieta el apetito, hasta el perro de las lágrimas, que no conoce lenguaje, empezó a mover el rabo, el instintivo movimiento le hizo recordar que aún no había hecho aquello a que están obligados los perros mojados, se agitó con violencia, salpicando todo a su alrededor, en ellos es fácil, llevan la piel como quien lleva un abrigo.
bebido las lágrimas acompañó a quien las lloraba, probablemente este encuentro de la mujer y el plano, tan bien dispuesto por el destino, incluía igualmente al perro. Lo cierto es que entraron juntos en la tienda, al perro de las lágrimas no le sorprendió ver a todas aquellas personas tendidas en el suelo, tan inmóviles que parecían muertos, estaba habituado, a veces lo dejaban dormir entre ellas, y cuando era hora de levantarse, casi siempre estaban vivas. Despertad, si estáis durmiendo, traigo comida, dijo la mujer del médico, pero primero había cerrado la puerta, no la vaya a oír alguien que pase por la calle. El niño estrábico fue el primero en levantar la cabeza, sólo eso puede hacer, la debilidad no le dejaba, los otros tardaron un poco más, estaban soñando que eran piedras, y nadie ignora lo profundo que es el sueño de las piedras, un simple paseo por el campo lo demuestra, allí están durmiendo, medio enterradas, esperando no se sabe qué despertar. Tiene, no obstante, la palabra comida poderes mágicos, mayormente cuando aprieta el apetito, hasta el perro de las lágrimas, que no conoce lenguaje, empezó a mover el rabo, el instintivo movimiento le hizo recordar que aún no había hecho aquello a que están obligados los perros mojados, se agitó con violencia, salpicando todo a su alrededor, en ellos es fácil, llevan la piel como quien lleva un abrigo.
Agua
bendita de la más eficaz, bajada directamente del cielo, aquella rociada ayudó
a las piedras a transformarse en personas, mientras la mujer del médico
participaba de la metamorfosis abriendo una tras otra las bolsas de plástico.
No todo olía a lo que contenía, pero el perfume de un trozo de pan duro ya sería,
hablando elevadamente, la esencia misma de la vida. Están, al fin, todos
despiertos, tienen las manos trémulas, las caras ansiosas, y entonces el
médico, tal como le había ocurrido antes al perro de las lágrimas, recuerda
quién es, Cuidado, no conviene comer mucho, puede hacernos daño, Lo que nos
hace daño es el hambre, dijo el primer ciego, Haz caso de lo que dice el
doctor, le reprendió la mujer, y el marido se calló, pensando con una sombra de
rencor, Éste ni de ojos entiende, palabras injustas éstas, tanto más si tenemos
en cuenta que no está el médico menos ciego que los otros, la prueba es que ni
advirtió que su mujer venía desnuda de cintura para arriba, fue ella quien le
pidió la chaqueta para taparse, los otros ciegos miraron en su dirección, pero
era demasiado tarde, que hubieran mirado antes.
Mientras
comían, la mujer del médico contó sus aventuras, de todo lo que hizo y le
ocurrió, sólo calló que había dejado la puerta del almacén cerrada, no estaba
muy segura de las razones humanitarias que a sí misma se había dado, en
compensación contó el episodio del ciego que se había clavado el vidrio en la
rodilla, todos se rieron a gusto, todos no, que el viejo de la venda negra no
hizo más que esbozar una sonrisa cansada, y el niño estrábico sólo tenía oídos
para el ruido que hacía al masticar. El perro de las lágrimas recibió su parte,
que pronto pagó ladrando furiosamente cuando alguien de fuera empujó la puerta
con violencia. Quienquiera que fuese no insistió, se decía que había perros
rabiosos por las calles, para rabia ya tengo bastante con ésta de no ver dónde
pongo los pies. Volvió la calma, y entonces, sosegada ya en todos la primera
hambre, la mujer del médico contó la charla con el hombre que había salido de
esta misma tienda para ver si llovía. Luego, concluyó, Si lo que me dijo es
verdad, no podemos tener la seguridad de encontrar nuestras casas tal como las
dejamos, ni siquiera sabemos si podremos entrar en ellas, hablo de aquellos
que se olvidaron de llevarse las llaves cuando salieron, o que las perdieron,
nosotros, por ejemplo, no las tenemos, se quedaron allí, cuando el incendio,
sería imposible encontrarlas ahora entre los escombros, pronunció la palabra y
fue como si estuviese viendo las llamas envolviendo las tijeras, quemando
primero la sangre seca que hubiese en ellas, luego mordiéndole el filo, las
puntas agudas, embotándolas, y transformándolas al cabo de un tiempo en rombos
blandos, informes, deshechos, imposible creer que aquello hubiera perforado la
garganta de nadie, cuando el fuego acabe su trabajo, será imposible, en la
masa única de metal fundido, distinguir dónde están las tijeras y dónde están
las llaves, Las llaves, dijo el médico, las tengo yo, e introduciendo con
dificultad tres dedos en un bolsillo pequeño de los andrajosos pantalones,
junto a la cintura, extrajo de dentro una argollita con tres llaves. Y cómo las
tienes tú, si yo las había metido en mi bolso, que se quedó allí, Las saqué,
tenía miedo de que pudieran perderse, creí que estaban más seguras conmigo, y
era también una forma de seguir confiando en que algún día íbamos a volver a
casa, Está bien eso de tener las llaves, pero puede que nos encontremos con la
puerta derribada, Pueden haberlo intentado, o no, por un momento se olvidaron
de los otros, pero ahora es preciso saber,
de todos ellos, lo que ha pasado con sus llaves, la primera en hablar fue la
chica de las gafas oscuras, Mis padres se quedaron en casa cuando la ambulancia
fue a buscarme, no sé qué les habrá ocurrido luego, después habló el viejo de
la venda negra, Yo estaba en mi cuarto cuando me quedé ciego, llamaron a la
puerta, la dueña de la casa vino a decirme que unos enfermeros me buscaban, no
era momento para pensar en llaves, sólo faltaba la mujer del primer ciego,
pero ésta dijo, No sé, no me acuerdo, sabía, se acordaba, pero no quería
confesar que cuando se vio ciega, expresión absurda, pero enraizada, que no
hemos conseguido evitar, salió de casa gritando, llamando a las vecinas, las
que estaban en casa se guardaron muy bien de acudir en su ayuda, y ella, que
tan firme y capaz se había mostrado cuando la desgracia cayó sobre el marido,
se comporta ahora alocadamente, abandonando la casa con la puerta abierta de
par en par, ni se le ocurrió que la dejaran volver atrás, sólo un minuto, sólo
cerrar la puerta y ya estoy aquí. Al niño estrábico nadie le preguntó por la
llave de su casa, el pobrecillo ni de dónde vivía se acordaba. Entonces, la
mujer del médico tocó levemente la mano de la chica de las gafas oscuras,
Empezaremos por tu casa, que es la que está más cerca, pero antes tenemos que
encontrar ropa y zapatos, no podemos andar así por la calle, sucios y rotos.
Hizo un movimiento para levantarse, pero reparó en el niño estrábico, que,
confortado ya, y harto, había vuelto a quedarse dormido. Dijo, descansemos,
durmamos un poco, ya veremos más tarde lo que nos espera. Se quitó la falda
mojada, luego, para calentarse, se acercó al marido, lo mismo hicieron el
primer ciego y su mujer, Eres tú, preguntó él, ella se acordaba de su casa y
sufría, no dijo Consuélame, pero fue como si lo hubiera pensado, lo que no se
sabe es qué sentimiento habrá llevado a la chica de las gafas oscuras a poner
un brazo sobre el hombro del viejo de la venda negra, pero el caso es que lo
hizo, y así permanecieron, ella durmiendo, él no. El perro fue a tumbarse junto
a la puerta, guardando el paso, es un animal áspero e intratable cuando no
tiene que enjugar lágrimas.
Se
vistieron y se calzaron, lo que aún no encontraron es manera de lavarse, pero
se nota ya una gran diferencia con los otros ciegos, los colores de las ropas,
pese a la relativa escasez de la oferta, porque, como se suele decir, la fruta
está ya muy sobada, combinan bien entre sí, es la ventaja de llevar con
nosotros a alguien que nos aconseja, Ponte tú esto, que va mejor con esos pantalones,
las rayas no casan con los lunares, detalles así, a los hombres, probablemente,
les daba igual tambor que pandereta, pero la chica de las gafas oscuras y la
mujer del primer ciego hicieron cuestión de saber qué colores y qué corte
tenían las ropas que llevaban, de este modo, y con ayuda de la imaginación,
podrán verse a sí mismas. En cuanto al calzado, todos se mostraron de acuerdo
en que había que cuidar más la comodidad que la belleza, nada de cordones y
tacones altos, nada de antes y charoles, en el estado en que las calles están
sería un disparate, lo mejor son unas buenas botas altas de goma, totalmente
impermeables, la caña hasta media pierna, fáciles de poner y de quitar, nada
mejor para andar por los barrizales. Desgraciadamente no encontraron botas de
este tipo para todos, al niño estrábico, por ejemplo, no había número que le
sirviera, le quedaban los pies nadando por dentro, por eso tuvo que contentarse
con unas botas deportivas sin finalidad definida, Qué coincidencia, diría su
madre, allá donde esté, a alguien que viniera a contarle lo ocurrido, es
exactamente lo que habría elegido mi hijo si pudiera ver. El viejo de la venda
negra, que tiene unos pies que tiran más bien a grandes, resolvió el problema
poniéndose unos zapatos de baloncesto, de los especiales para jugadores de dos
metros y extremidades en proporción. Verdad es que va un poco ridículo, parece
que lleva unas pantuflas blancas, pero estos ridículos son de los que duran
poco, en menos de diez minutos ya estarán sucísimos los zapatos, es como todo
en la vida, dar tiempo al tiempo, que todo lo arregla.
Dejó
de llover, ya no hay ciegos con la boca abierta. Andan por ahí, sin saber qué
hacer, vagan por las calles, pero nunca mucho tiempo, andar o estar parado
viene a ser lo mismo para ellos, salvo encontrar comida no tienen otros
objetivos, la música se ha acabado, nunca hubo tanto silencio en el mundo,
teatros y cines sirven a quien se ha quedado sin casa o ha dejado de buscarla,
algunas salas de espectáculos, las mayores, se usaron para las cuarentenas
cuando el Gobierno, o lo que de él sucesivamente fue quedando, aún creía que
el mal blanco podía ser atajado con trucos e instrumentos que de tan poco
sirvieron en el pasado contra la fiebre amarilla y otros pestíferos contagios,
pero eso se ha acabado, aquí ni siquiera ha sido necesario un incendio. En cuanto a los
museos, es un auténtico dolor del alma, algo que rompe el corazón, toda
aquella gente, gente digo bien, todas aquellas pinturas, aquellas esculturas
no tienen delante ni una persona a quien mirar. No se sabe qué esperan ahora
los ciegos de la ciudad, esperarían su curación si todavía creyeran en ella,
pero esa esperanza se acabó cuando se enteraron de que el mal había afectado a
todos, sin dejar a nadie libre, que no había quedado vista humana para mirar
por la lente de un microscopio, que habían sido abandonados los laboratorios,
donde no le quedaba a las bacterias más solución, si querían sobrevivir, que
devorarse entre sí. Al principio, muchos ciegos, acompañados por parientes aún
con vista y espíritu de familia, acudían a los hospitales, pero allí sólo
encontraron médicos ciegos tomando el pulso a enfermos que no veían,
auscultándolos por delante y por detrás, eso era todo lo que podían hacer, para
eso todavía tenían oídos. Después, bajo el aprieto del hambre, los enfermos, los que
podían andar, huían de los hospitales, y acababan muriendo en la calle,
abandonados, las familias, si las tenían, dónde andarían, y luego, para que los
enterrasen, no bastaba que alguien tropezase con ellos por casualidad, tenían
que empezar a oler mal, e, incluso así, sólo si habían ido a morir a un lugar
de paso. No es extraño que los perros sean tantos, algunos ya parecen hienas,
los matojos del pelo apestan a podredumbre, corren por ahí con los cuartos
traseros encogidos, como si tuvieran miedo de que los muertos y devorados
cobrasen vida de nuevo para hacerles pagar la vergüenza de morder a quien ya
no puede defenderse. Cómo está el mundo, preguntó el viejo de la venda negra, y
la mujer del médico respondió, No hay diferencia entre fuera y dentro, entre
aquí y allá, entre los pocos y los muchos, entre lo que hemos vivido y lo que
vamos a tener que vivir, Y la gente, cómo va, preguntó la chica de las gafas
oscuras, Van como fantasmas, ser fantasma debe de ser algo así, tener la
certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder
verla, Hay muchos coches por ahí, preguntó el primer ciego, que no puede
olvidar que le robaron el suyo, Es un cementerio. Ni el médico ni la mujer del
primer ciego hicieron preguntas, para qué, si las respuestas serían del mismo
talante que éstas. Al niño estrábico le basta la satisfacción de llevar
puestos los zapatos con los que siempre soñó, ni siquiera lo entristece el
hecho de no poder verlos. Por esta razón, probablemente, no va como un
fantasma. Y tampoco merecería que le llamen hiena al perro de las lágrimas que
sigue a la mujer del médico, no anda olisqueando carne muerta, acompaña a unos
ojos que él sabe muy bien que están vivos.
La
casa de la chica de las gafas oscuras no está lejos, pero estos hambrientos de
una semana sólo ahora empiezan a notar que les vuelven las fuerzas, y por eso
andan tan lentamente, para descansar no tienen más remedio que sentarse en el
suelo, no valió la pena el cuidado de selección de colores y cortes, si al cabo
de poco tiempo las ropas estarán inmundas. La calle donde vive la chica de las
gafas oscuras es estrecha aparte de corta, lo que explica que no se encuentren
por aquí automóviles, era de dirección única y ni así quedaba espacio para
estacionar, estaba prohibido. Que tampoco hubiese personas no era de extrañar,
en calles así no son raros los momentos del día en que no se ve un alma. Cuál
es el número de tu casa, preguntó la mujer del médico, El siete, segundo
izquierda. Una de las ventanas estaba abierta, en otro tiempo sería señal
segura de que había alguien en casa, ahora todo es dudoso. Dijo la mujer del
médico, No iremos todos, subiremos sólo nosotras dos, los demás que esperen
abajo. Se veía que la puerta de la calle había sido forzada, se notaba
claramente que el anclaje de la cerradura estaba retorcido, una ancha lasca de
madera se había soltado casi por completo del batiente. La mujer del médico no
dijo nada de esto, dejó que la chica fuera delante, ella conocía el camino, no
le importaba la penumbra en que la escalera estaba inmersa. Con el nerviosismo
de la prisa, la chica de las gafas oscuras tropezó dos veces, pero creyó que lo
mejor era, reírse de sí misma, Imagínate, esta escalera, la subía y bajaba yo
antes con los ojos cerrados, las frases hechas son así, no tienen sensibilidad
para las mil sutilezas de sentido, ésta, por ejemplo, no conoce la diferencia
entre cerrar los ojos y estar ciego. En el rellano del segundo la puerta que
buscaban estaba cerrada. La chica de las gafas oscuras deslizó la mano por la
hoja de la puerta hasta encontrar el timbre, No hay luz, le recordó la mujer
del médico, y estas tres palabras, que no hacían más que repetir lo que todo
el mundo sabía, las oyó la chica como el anuncio de una mala noticia. Llamó una
vez, dos veces, tres veces, a la tercera con violencia, a puñetazos, llamaba,
Mamaíta, Papá, y nadie venía a abrir, los apelativos cariñosos no conmovían la
realidad, nadie vino a decir, Mi hija querida, al fin estás aquí, creímos que
nunca te íbamos a ver, entra, entra, esta señora debe de ser amiga tuya, que
entre, que entre también, la casa está un poco desordenada, no se fije mucho,
la puerta seguía cerrada, No hay nadie, dijo la chica de las gafas oscuras, y
rompe a llorar apoyada en la puerta, la cabeza sobre los antebrazos cruzados,
como si con todo el cuerpo estuviese implorando una desesperada piedad, si no
hubiéramos aprendido ya lo suficiente de las complicaciones del espíritu
humano, nos sorprendería que quiera tanto a sus padres, hasta el punto de estas
demostraciones de dolor, una chica de costumbres tan libres, aunque no está
lejos quien dijo que no hay contradicción, ni la hubo nunca, entre esto y
aquello. La mujer del médico quiso consolarla, pero tenía poco que decir,
sabemos que es casi imposible que la gente permanezca mucho tiempo en sus
casas, Podemos preguntar a los vecinos, sugirió, si hay alguno, Sí, vamos a
preguntar, dijo la chica de las gafas oscuras, pero en su voz no había ninguna
esperanza. Empezaron por llamar a la puerta de la otra vivienda del rellano,
pero nadie respondió. En el piso de encima, las dos puertas estaban abiertas.
Las viviendas habían sido saqueadas, los roperos estaban vacíos, en los sitios
de guardar comida no quedaba sombra de ella. Había señales de haber pasado
gente por allí hacía poco tiempo, algún grupo errante, como lo eran todos
ahora, siempre de casa en casa, de ausencia en ausencia.
Bajaron
al primero, la mujer del médico llamó con los nudillos en la puerta más
cercana, hubo un silencio expectante, después, una voz ronca preguntó,
desconfiada, Quién anda por ahí, la chica de las gafas oscuras se adelantó, Soy
yo, la vecina del segundo, estoy buscando a mis padres, sabe dónde están, qué
ha sido de ellos. Se oyeron pasos arrastrados, la puerta se abrió y apareció
una vieja flaquísima, sólo la piel sobre los huesos, escuálida, con el pelo
largo, blanco y desgreñado. Una mezcla nauseabunda de olores ácidos y de una
indefinible podredumbre hizo retroceder a las dos mujeres. La vieja abría mucho
los ojos, los tenía casi blancos, No sé nada de tus padres, vinieron a buscarlos
al día siguiente de llevarte a ti, entonces yo aún veía, Hay alguien más en la
casa, De vez en cuando oigo subir y bajar la escalera, pero es gente de fuera,
de esos que sólo vienen a dormir, Y mis padres, Ya te he dicho que no sé nada
de ellos, Y su marido, y su hijo, y su nuera, También se los llevaron, Y a
usted no, por qué, Porque me escondí, Dónde, En tu casa, ya ves, Y cómo
consiguió entrar, Por la parte de atrás, por la escalera de socorro, rompí un
cristal y abrí la puerta por dentro, la llave estaba en la cerradura, Y desde
entonces cómo ha podido vivir sola en su casa, preguntó a su vez la mujer del
médico, Quién más hay aquí, preguntó la vieja aterrada volviendo la cabeza, Es
una amiga, anda en mi grupo, respondió la chica de las gafas oscuras, Y no sólo
es el hecho de estar sola, la comida, cómo se las arregló para conseguir
comida durante todo este tiempo, insistió la mujer del médico, No soy tonta,
me voy gobernando como puedo, Si no quiere, no lo diga, era sólo por
curiosidad, Claro que se lo digo, no faltaba más, lo primero que hice fue ir
por todas las casas de la escalera recogiendo la comida que hubiese, la que se
estropeaba me la comí en seguida, la otra la guardé, Tiene algo todavía,
preguntó la chica de las gafas oscuras, No, se ha acabado todo, respondió la
vieja con una súbita expresión de desconfianza en los ojos ciegos, modo de decir
que en estas situaciones siempre se suele usar, pero que realmente no es muy
riguroso, porque los ojos, los ojos propiamente dichos, no tienen expresión,
ni siquiera cuando han sido arrancados, son dos canicas que están allí
inertes, los párpados, las pestañas, y también las cejas, son los que se
encargan de las diversas elocuencias y retóricas visuales, pero la fama la
tienen los ojos, Entonces, de qué vive ahora, preguntó la mujer del médico, La
muerte anda por las calles, pero en los corrales la vida no se ha acabado, dijo
la vieja con misterio, Qué quiere decir, En los patios, en los corrales, hay
conejos, gallinas, en los huertos hay coles, flores, pero las flores no se pueden
comer, Y cómo hace, Depende, unas veces cojo unas coles, otras veces mato un
conejo o una gallina, Y los come crudos, Al principio encendía una hoguera, después
me he acostumbrado a la carne cruda, y los tronchos de las coles son dulces, no
se preocupen, que de hambre no va a morir esta hija de mi madre. Retrocedió
dos pasos, casi se perdió en la oscuridad de la casa, sólo los ojos, blancos,
brillaban, y dijo desde allí, Si quieres ir a tu casa, entra, te doy paso. La
chica de las gafas oscuras iba a decir que no, que muchas gracias, no vale la
pena, para qué, si mis padres no están, pero súbitamente sintió el deseo de ver
su cuarto, Ver mi cuarto, qué estupidez, si estoy ciega, al menos pasar las
manos por las paredes, por la colcha de la cama, por la almohada donde
descansaba mi loca cabeza, por los muebles, quizá esté en la cómoda el jarrón
de flores que recordaba, si la vieja no lo ha tirado al suelo, por rabia de no
encontrar qué comer. Dijo, Bueno, si me lo permite, aprovecharé su
ofrecimiento, es mucha bondad de su parte, Entra, entra, pero ya sabes, comida
no vas a encontrar, ya tengo poca para mí, además, a ti no te sirve, seguro que
no te gusta la carne cruda, No se preocupe, nosotros tenemos comida, Ah, tienen
comida, en ese caso denme algo en pago del favor, Ya le daremos, descuide, dijo
la mujer del médico. Pasaron al corredor, el hedor se hacía insoportable. En
la cocina, mal iluminada por la escasa luz de fuera, había pieles de conejo por
el suelo, plumas de gallina, huesos, y, sobre la mesa, en un plato lleno de
sangre reseca, pedazos de carne irreconocibles, como si hubiesen sido
masticados ya muchas veces, Y los conejos y las gallinas, qué comen, preguntó
la mujer del médico, Coles, hierbas, restos, dijo la vieja, Restos de qué, De
todo, hasta carne, No nos diga que las gallinas y los conejos comen carne, Los conejos
aún no, pero las gallinas, a ésas les encanta, los animales son como las
personas, se acostumbran a todo. La vieja se movía con seguridad, sin tropezar,
apartó una silla del camino como si la hubiera visto, después indicó la puerta
que daba a la escalera de socorro, Por ahí, pero con cuidado, no resbalen, el
pasamano no está muy seguro, Y la puerta, preguntó la chica de las gafas
oscuras, Basta empujarla, la llave la tengo yo, está por ahí, Es mía, iba a
decir la chica, pero en el mismo instante pensó que esta llave no le serviría
para nada si los padres, o alguien por ellos, se hubiesen llevado las otras,
las de la puerta de entrada, no podía estar pidiéndole a esta vecina que la
dejase pasar siempre que quisiera entrar o salir. Sintió una leve opresión en
el corazón, sería porque iba a entrar en su casa, sería por saber que los
padres no estaban, sería por qué.
La
cocina estaba limpia y ordenada, no había demasiado polvo sobre los muebles,
otra ventaja del tiempo lluvioso, aparte de haber hecho crecer las coles y las
hierbas, realmente, los huertos, vistos desde arriba, le parecían a la mujer
del médico selvas en miniatura, Andarán por aquí sueltos los conejos, se
preguntó, seguro que no, seguirían viviendo en las conejeras, esperando la
mano ciega que les llevase hojas de col y que luego los agarre de las orejas y
los saque de allí pataleando, mientras la otra mano prepara el golpe ciego que
les romperá las vértebras junto al cráneo. La memoria de la chica de las gafas
oscuras la conducía por el interior de la casa, como la vieja del piso de
abajo, tampoco tropezó ni dudó, la cama de los padres estaba por hacer, debían
de haberlos recogido de madrugada, se sentó allí a llorar, la mujer del médico
se sentó a su lado, le dijo, No llores, qué otras palabras se pueden decir, las
lágrimas qué sentido tienen cuando el mundo ha perdido todo su sentido. En el
dormitorio de la chica, sobre la cómoda, había un jarrón de vidrio con
flores ya secas, el agua se había evaporado, fue a ellas a donde se dirigieron
las manos ciegas, los dedos rozaron los pétalos muertos, qué frágil es la vida
si la abandonan. La mujer del médico abrió la ventana, miró a la calle, allí
estaban todos, sentados en el suelo, esperando pacientemente, el perro de las
lágrimas fue el único que levantó la cabeza, le dio aviso el sutil oído. El
cielo, otra vez cubierto, empezaba a oscurecerse, caía la noche. Pensó que hoy
no precisarían buscar un abrigo donde dormir, se quedarían aquí, A la vieja no
le va a gustar que pasemos todos por su casa, murmuró. En aquel momento, la
chica de las gafas oscuras le tocó el hombro, y dijo, Las llaves están en la
cerradura, no se las llevaron. La dificultad, si lo era, estaba resuelta, no
tendrían que soportar el malhumor de la vieja del primero, Voy a bajar a
llamarlos, se está haciendo de noche, qué bien, hoy al menos podemos dormir en
una casa, bajo el techo de una casa, dijo la mujer del médico, Ustedes se
quedarán en la cama de mis padres, Ya veremos luego, Aquí quien manda soy yo,
estoy en mi casa, Tienes razón, lo haremos como tú quieras, la mujer del médico
abrazó a la chica, después bajó a buscar a los otros. Escaleras arriba,
hablando animados, tropezando de vez en cuando en los peldaños pese a las
advertencias de la guía, Son diez en cada tramo, parecía que venían de visita.
El perro de las lágrimas los seguía tranquilamente, como si fuese cosa de toda
la vida. En el rellano, la chica de las gafas oscuras miraba para abajo, es la
costumbre cuando sube alguien, sea para saber de quién se trata, si no es persona
conocida, sea para celebrar con palabras la acogida, si son amigos, en este
caso no era necesario tener ojos para saber quién llega, Entrad, entrad, poneos
cómodos. Apareció la vieja del primero acechando en la puerta, creyó que aquel
tropel sería uno de esos bandos que aparecen para dormir, y no se equivocaba,
preguntó, Quién anda por ahí, y la chica de las gafas oscuras respondió desde
arriba, Es mi grupo, la vieja quedó confusa, cómo pudo la chica llegar al
rellano, lo comprendió inmediatamente y se irritó consigo misma por no haber
tenido la precaución de buscar y recoger las llaves de las puertas de salida,
era como si estuviese perdiendo los derechos de propiedad de una casa de la
que, desde hacía meses, era única habitante. No encontró mejor manera de compensar
la súbita frustración que decir, abriendo la puerta, Recuerden lo de la
comida, no se hagan los olvidadizos. Y como ni la mujer del médico ni la chica
de las gafas oscuras, una ocupada en guiar a los que llegaban, otra en
recibirlos, le respondieran, gritó destemplada, Lo han oído. Mala cosa hizo,
porque el perro de las lágrimas, que en ese momento exacto pasaba ante ella,
empezó a ladrar furioso, la escalera atronaba toda con los alaridos del can,
fue mano de santo, la vieja soltó un grito de miedo y se metió atropelladamente
en su casa, cerrando la puerta. Quién es esa bruja, preguntó el viejo de la
venda negra, son cosas que se dicen cuando no tenemos ojos para nosotros
mismos, si hubiera vivido él como vivió ella, ya veríamos lo que le duraban
sus modos civilizados.
No
había otra comida sino la que traían en las bolsas, el agua tenían que
ahorrarla hasta la última gota, y con respecto a la iluminación, la suerte fue
que encontraron dos velas en el armario de la cocina, guardadas allí para
ocasionales apagones y que la mujer del médico encendió en su propio beneficio,
que los otros no las necesitaban, ya tienen una, luz dentro de las cabezas,
tan fuerte que los había cegado. No disponían los compañeros más que de este
poco, y, aun así, fue una fiesta de familia, de esas, raras, donde lo que es de
cada uno es de todos. Antes de sentarse a la mesa, la chica de las gafas
oscuras y la mujer del médico fueron al piso de abajo, a cumplir la promesa,
aunque más exacto sería decir que fueron a satisfacer la exigencia de pagar con
comida el paso por aquella aduana. La vieja las recibió quejosa, rezongando,
aquel perro maldito que no la devoró de milagro, Mucha comida debéis de tener
para mantener a una fiera así, insinuó, como si esperara, por medio de este
recriminatorio reparo, suscitar en las dos emisarias lo que llamamos remordimientos
de consciencia, realmente, dirían una a la otra, no sería humano dejar morir de
hambre a una pobre anciana mientras un animal come hasta reventar. No volvieron
atrás las dos mujeres para buscar más comida, la que llevaban ya era una
generosa ración, si tenemos en cuenta las difíciles circunstancias de la vida
actual, y así inesperadamente lo entendió la vieja del piso de abajo, a fin de
cuentas menos malvada de lo que parecía, que fue adentro a buscar la llave de
atrás diciéndole a la chica de las gafas oscuras, Toma, la llave es tuya, y,
como si esto fuese poco, aún murmuró, al cerrar la puerta, Gracias.
Maravilladas subieron las dos mujeres, la bruja tenía sentimientos, No era mala
persona, quedarse sola le ha hecho perder el juicio, comentó la chica de las
gafas oscuras sin parecer pensar lo que decía. La mujer del médico no
respondió, decidió guardar la charla para más tarde, la ocasión la tuvo cuando
los otros estaban ya acostados, algunos dormidos, sentadas las dos en la
cocina como madre e hija ganando fuerzas para seguir poniendo un poco de orden
en la casa, entonces la mujer del médico preguntó, Y tú, qué vas a hacer
ahora, Nada, me quedo aquí, esperando que vuelvan mis padres, Sola y ciega, A
la ceguera me he habituado ya, Y a la soledad, Tendré que habituarme, también
la vecina de abajo vive sola, Quieres convertirte en lo que ella es,
alimentarte de coles y de carne cruda, mientras dure, en estas casas no parece
quedar nadie, seréis dos a odiaros con miedo de que se acabe la comida, cada
troncho que una coja lo estará quitando de la boca de la otra, tú no has visto
a esa pobre mujer, de su casa sólo sentiste el olor, te digo que ni allá donde
vivíamos era tan repugnante, Tarde o temprano todos seremos como ella, y cuando
acabemos ya no habrá más vida, Por ahora vivimos, Escúchame, tú sabes mucho
más que yo, a tu lado soy sólo una ignorante, pero lo que pienso es que estamos
ya muertos, estamos ciegos porque estamos muertos, o, si prefieres que te lo
diga de otra manera, estamos muertos porque estamos ciegos, da lo mismo, Yo
sigo viendo, Afortunadamente para ti, afortunadamente para tu marido, para mí,
para los otros, pero no sabes si vas a seguir viendo durante mucho tiempo mas,
en caso de que te quedes ciega te volverás igual que nosotros, acabaremos
todos como la vecina de abajo, Hoy es hoy, mañana será mañana, y es hoy cuando
tengo la responsabilidad, no mañana, si estoy ya ciega, Responsabilidad de
qué, La responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido, No
puedes guiar ni dar de comer a todos los ciegos del mundo, Debería, Pero no
puedes, Ayudaré en todo lo que esté a mi alcance, Sé muy bien que lo harás, de
no ser por ti quizá yo no estaría viva, Y ahora no quiero que mueras, Tengo que
quedarme, es mi obligación, ésta es mi casa, quiero que mis padres, si
vuelven, me encuentren aquí, Si vuelven, tú misma lo has dicho, y falta saber
si entonces seguirán siendo tus padres, No comprendo, Has dicho que la vecina
de abajo había sido una buena persona, Pobre mujer, Pobres tus padres, pobre
tú, cuando os encontréis, ciegos de ojos, ciegos de sentimientos, porque los
sentimientos con que hemos vivido y que nos hicieron vivir como éramos,
nacieron de los ojos que teníamos, sin ojos serán diferentes los sentimientos,
no sabemos cómo, no sabemos cuáles, tú dices que estamos muertos porque
estamos ciegos, ahí está, Tú amas a tu marido, Sí, como a mí misma, pero si
yo me quedo ciega, si después de perder la vista dejo de ser
quien he sido, quién seré entonces para seguir amándolo, y con qué
amor, Antes, cuando veíamos, también había ciegos, Pocos en comparación con los que hay hoy, los sentimientos normales eran los de
quien ve, y los ciegos sentían
entonces con sentimientos ajenos, no
como los ciegos que eran, ahora, sí, lo que está naciendo es el auténtico sentir de los ciegos, y sólo estamos en el inicio, por ahora aún vivimos de
la memoria de lo que sentíamos, no
precisas tener ojos para saber cómo
es hoy la vida, si a mí me dijesen que un
día mataría, lo tomaría como una ofensa, y he matado, Qué quieres entonces que haga, Ven conmigo, ven a nuestra casa, Y ellos, Lo que vale para ti,
vale para ellos, pero es sobre todo a
ti a quien quiero, Por qué, Yo misma
me pregunto por qué, quizá porque te siento como una hermana, quizá porque mi marido se acostó contigo, Perdóname, No es crimen que necesite
perdón, Vamos a chuparte la sangre,
vamos a ser como parásitos, No
faltaban parásitos cuando veíamos, y en lo que dices de la sangre, para algo ha de servir, aparte de para sustentar el cuerpo que la transporta, y ahora,
vámonos a dormir, que mañana es
otra vida.
Otra vida, o la
misma. El niño estrábico, cuando despertó, quiso ir al retrete, tenía
diarrea, algo que le sentó mal en su debilidad, pero pronto se vio que
era imposible entrar allí, por lo visto, la vieja del
piso de abajo había ido utilizando todos los retretes de la
casa hasta no poder usarlos más, sólo por una extraordinaria
casualidad, ninguno de los siete, ayer, antes de acostarse, necesitó
aliviar las urgencias del bajo vientre, si no ya lo sabrían.
Ahora todos las sentían, y sobre todo el pobre chiquillo,
que no aguantaba más, realmente por mucho que nos cueste reconocerlo,
estas realidades sucias de la vida también deben ser contempladas
en un relato, con la tripa en sosiego cualquiera tiene ideas,
discute, por ejemplo, si existe una relación directa entre los ojos y los
sentimientos, o si el sentido de responsabilidad es consecuencia natural
de una buena visión, pero cuando aprieta la barriga, cuando el
cuerpo se nos desmanda de dolor y de angustias es cuando
se ve el animal que somos. El patio trasero, el huerto, exclamó
la mujer del médico, y tenía razón, si no fuese tan temprano nos
encontraríamos a la vecina del piso de abajo, es hora de dejar
de llamarle vieja como hemos venido haciendo peyorativamente, allí
estaría, decíamos, agachada, rodeada de gallinas, por qué,
quien hizo la pregunta seguramente no sabe nada de gallinas.
Agarrándose la barriga, sostenido por la mujer del médico, el niño
estrábico bajó las escaleras en ansia, mucho ha conseguido
aguantar, pobrecillo, no le pidamos más, en los últimos
peldaños ya desistió el esfínter de contener la presión interna, imaginen las consecuencias.
Entretanto, los otros cinco bajaron como pudieron la escalera de
socorro, nombre muy adecuado, si algún pudor había quedado
del tiempo en que vivieron en cuarentena, ya era hora de perderlo.
Dispersos por el huerto, gimiendo por el esfuerzo, sufriendo por
un resto inútil de vergüenza, hicieron lo que había que hacer,
también la mujer del médico, pero ésta lloraba viéndolos, lloraba
por todos ellos, que ni eso parece que puedan hacer, su
propio marido, el primer ciego y la mujer, la chica de las
gafas oscuras, el viejo de la venda negra, ese niño, los veía
a todos en cuclillas sobre los hierbajos,
entre los troncos nudosos de las coles, con las gallinas al acecho, el perro de
las lágrimas había bajado también, era uno más. Se limpiaron como pudieron,
poco y mal, unos con puñados de hierbajos, otros con pedazos de teja, cualquier
cosa que estuviera al alcance del brazo, en algún caso fue peor la enmienda.
Subieron la escalera de socorro callados, la vecina del primero no salió a
preguntarles quiénes eran, de dónde venían, adónde iban, estaría durmiendo la
buena digestión de la cena, y, cuando entraron en casa, primero no supieron de
qué hablar, luego, la chica de las gafas oscuras dijo que no podían quedarse en
aquella situación, que ni siquiera tenían agua para lavarse, qué pena que no
lloviera torrencialmente como llovió ayer, saldrían de nuevo al patio trasero,
pero ahora, desnudos y sin vergüenza, recibirían en la cabeza y en los hombros
el agua generosa del cielo, la sentirían resbalar por la espalda y por el
pecho, por las piernas, podrían recogerla en las manos, al fin limpias, y en
esa taza darle de beber al sediento, quien fuese no importaba, acaso los labios
rozarían la piel antes de encontrar el agua, y, siendo la sed mucha, ávidamente
irían a recoger en la concavidad las últimas gotas, despertando así, quién
sabe, otra sed. A la chica de las gafas oscuras, como otras veces se ha
observado, lo que le pierde es la imaginación, las cosas que se le ocurren en
una situación como ésta, trágica, grotesca, desesperada. Aun así, no le falta
un cierto sentido práctico, la prueba es que fue al armario de su cuarto, luego
al de los padres, trajo unas cuantas sábanas y toallas, Limpiémonos con esto,
dijo, es mejor que nada, y no hay duda de que fue una buena idea, cuando se
sentaron a comer se sentían otros.
Fue
en la mesa donde la mujer del médico expuso su pensamiento, Ha llegado el
momento en que tenemos que decidir lo que vamos a hacer, estoy convencida de
que todo el mundo está ciego, al menos se comportan como tales las personas que
he visto hasta ahora, no hay agua, no hay electricidad, no hay abastecimientos
de ningún tipo, estamos en el caos, el caos auténtico tiene que ser esto, Habrá
un Gobierno, dijo el primer ciego, No lo creo, pero, en caso de que lo haya,
será un gobierno de ciegos gobernando a ciegos, es decir, la nada pretendiendo
organizar la nada, Entonces, no hay futuro, dijo el viejo de la venda negra, No
sé si habrá futuro, de lo que ahora se trata es de cómo vamos a vivir este
presente, Sin futuro, el presente no sirve para nada, es como si no existiese,
Puede que la humanidad acabe consiguiendo vivir sin ojos, pero entonces dejará
de ser la humanidad, el resultado, a la vista está, quién de nosotros sigue
considerándose tan humano como creía ser antes, yo, por ejemplo, he matado a un
hombre, Que mataste a un hombre, dijo el primer ciego, asombrado, Sí, al que
mandaba en el otro lado, le clavé unas tijeras en la garganta, Lo mataste para
vengarnos, para vengar a las mujeres tenía que ser una mujer, dijo la chica de
las gafas oscuras, y la venganza, cuando es justa, es cosa humana, si la
víctima no tuviera un derecho sobre el verdugo, entonces no habría justicia, Ni
humanidad, añadió la mujer del primer ciego, Volvamos a la cuestión, dijo la
mujer del médico, si seguimos juntos quizá consigamos sobrevivir, si nos
separamos seremos engullidos por la masa y despedazados, Has dicho que hay
grupos de ciegos organizados, observó el médico, eso significa que se están
inventando maneras nuevas de vivir, no es forzoso que acabemos
despedazados, como prevés, No sé hasta qué punto estarán realmente
organizados, sólo
los veo andar por ahí en busca de comida y de un sitio donde dormir, nada más, Volvemos a la horda primitiva, dijo el viejo de la venda negra, Con la
diferencia de que no somos unos
cuantos millares de hombres y mujeres en una naturaleza inmensa e intacta, y sí
millares de millones en un mundo
descarnado y consumido, Y ciego, añadió la mujer del médico, cuando conseguir agua y comida comience a ser difícil, los
grupos se segregarán, cada persona
pensará que sola se las arregla mejor, no tendrá que repartir con otros,
lo que consiga es suyo, de nadie más, Los
grupos que andan por ahí tendrán
jefes, alguien que mande y organice, apuntó el primer ciego, Tal vez, pero tan ciegos son los que mandan como los
mandados, Tú no estás ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, por eso eres la que manda y organiza, No mando, organizo como puedo, soy los ojos que dejasteis de tener,
Una especie de jefe natural, un rey con ojos en una tierra de
ciegos, dijo el viejo de la venda negra, Si es así, dejaos guiar por mis ojos
mientras duren, por eso propongo que, en vez de dispersarnos,
ella en esta casa, vosotros en la vuestra, tú en la tuya, sigamos viviendo juntos,
Podemos quedarnos aquí, dijo la chica de las gafas oscuras, Nuestra casa es
mayor, Suponiendo que no esté ocupada,
recordó la mujer del primer ciego, Lo
sabremos cuando lleguemos, y si es así,
nos volvemos aquí, o iríamos a ver la vuestra, o la tuya, añadió dirigiéndose al viejo de la venda
negra, y él respondió, No tengo
casa, vivía solo en un cuarto alquilado,
No tienes familia, preguntó la chica de las gafas oscuras, Ninguna, Ni mujer, ni hijos, ni hermanos,
No tengo a nadie, Si no aparecen mis padres, me quedaré tan sola como
tú, Yo me quedo contigo, dijo el niño estrábico,
pero no añadió, Si mi madre no aparece, no ha puesto esta condición, es extraño este comportamiento, o no será tan extraño, la gente joven se
conforma rápidamente, tiene toda la
vida por delante, Qué decidís,
preguntó la mujer del médico, Voy con vosotros, dijo la chica de las gafas oscuras, sólo te pido que, al menos una vez por semana, me acompañes hasta aquí, a
ver si han vuelto mis padres, Déjale
las llaves a la vecina de abajo, No
tengo otro remedio, ella no puede llevarse más de lo que ya se ha llevado, Pero destruirá, Después de haber estado yo aquí quizá no, Nosotros también vamos con vosotros, dijo el primer ciego, pero
nos gustaría, lo antes posible,
pasar por nuestra casa para saber qué ha ocurrido, Pasaremos, claro, Por la mía no
vale la pena, ya os he dicho cómo vivía, Pero vendrás con nosotros, Sí, con una condición, a primera vista
parecerá escandaloso que alguien ponga condiciones a un favor que le hacen, pero algunos viejos son así, les
sobra orgullo a medida que les va
faltando tiempo, Qué condición es
esa, preguntó el médico, Cuando sea una carga insoportable, decídmelo, y si, por amistad o por compasión, decidís callaros, espero tener suficiente
juicio en la cabeza para hacer lo que
debo, Y qué será eso, si puede saberse,
preguntó la chica de gafas oscuras, Retirarme, alejarme, desaparecer, como hacían antes los elefantes, he oído decir que ahora ya no es así, porque
ningún elefante llega a viejo, Tú no
eres precisamente un elefante,
Tampoco soy ya precisamente un hombre, Sobre todo si empiezas a dar respuestas de niño, replicó la
chica de las gafas oscuras, y la charla
acabó aquí.
Las
bolsas de plástico van mucho más ligeras de lo que vinieron, no es extraño, la
vecina del primero comió también de ellas, dos veces comió, primero anoche, y
hoy le dejaron también algo cuando le pidieron que se quedara con las llaves y
las guardara por si aparecían los legítimos dueños, cuestión de endulzarle la
boca, que del carácter de ella tenemos ya noticia suficiente, y esto sin
hablar del perro de las lágrimas que también comió de las bolsas, sólo un
corazón de piedra habría sido capaz de fingir indiferencia ante aquellos ojos
suplicantes, y a propósito, dónde se ha metido el perro, no está en la casa,
por la puerta no ha salido, sólo puede estar en el huerto, fue la mujer del
médico a comprobarlo, y así era en efecto, el perro de las lágrimas estaba
comiéndose una gallina, tan rápido había sido el ataque que ni una señal de
alarma se había disparado, pero si la vieja del primero tuviera ojos y
anduviese con las gallinas contadas, no se sabe el destino que, de rabia,
podían tener las llaves. Entre la consciencia de haber cometido un delito y la
impresión de que la criatura humana a quien protegía se marchaba de allí, el
perro de las lágrimas no lo dudó un momento, rápidamente escarbó el suelo
blando, y antes de que la vieja del primero se asomara al rellano de la
escalera de socorro para olfatear la fuente de los ruidos que le entraban en la
casa, estaba ya enterrado lo que quedaba de la gallina, oculto el crimen,
reservados para otra ocasión los remordimientos. El perro de las lágrimas se
escabulló por la escalera arriba, rozó como un soplo las faldas de la vieja,
que ni tiempo tuvo de darse cuenta del peligro por el que acababa de pasar, y
se fue junto a la mujer del médico, donde anunció a los vientos su proeza. La
vieja del primero, oyendo ladrar con tamaña ferocidad, temió, ya sabemos que
demasiado tarde, por la seguridad de su despensa, y gritó estirando el cuello
hacia arriba, Ese perro tiene que estar sujeto, que va a matarme cualquier día
una gallina, Descuide, respondió la mujer del médico, el perro no tiene hambre,
ha comido ya, y nosotros nos vamos ahora mismo, Ahora, repitió la vieja, y
hubo en su voz un quiebro como de tristeza, como si quisiera que lo entendieran
de un modo muy distinto, por ejemplo, Y me van a dejar sola aquí, pero no dijo
una palabra más, sólo aquel Ahora que no pedía siquiera una respuesta, también
los duros de corazón tienen sus disgustos, el de esta mujer fue tal que después
no quiso abrir la puerta para despedir a los desagradecidos a quienes había
dado paso franco por su casa. Los oyó bajar la escalera, iban hablando unos con
otros, decían, Cuidado, no tropieces, Pon la mano en mi hombro, Agárrate al
pasamanos, las palabras de siempre, pero ahora más comunes en este mundo de
ciegos, lo que sí le pareció extraño fue oír a una de las mujeres, que decía,
Aquí está tan oscuro que no veo nada, que la ceguera de esta mujer no fuese
blanca ya era, de por sí, algo sorprendente, pero que la oscuridad no la
dejase ver, qué podría significar. Quiso pensar, se estrujó el cerebro, pero la
cabeza medio desvanecida no se lo permitió, al cabo de un rato estaba
diciéndose a sí misma, Seguro que oí mal, eso fue. En la calle, la mujer del
médico se acordó de lo que había dicho, tenía que andar con más cuidado,
moverse como quien tiene ojos, eso sí podía hacerlo, Pero las palabras tienen
que ser de ciego, pensó.
Reunidos en la acera, dispuso a los compañeros en dos
filas de a tres, en la primera colocó al marido y a la chica de las gafas
oscuras, con el niño estrábico en el medio, en la segunda iban el viejo de la
venda negra y el primer ciego, encuadrando a la mujer. Quería tenerlos a todos
cerca, no en la frágil fila india de costumbre, en hileras que en cualquier
momento podrían romperse, bastaba con que se cruzasen en el camino con un
grupo más numeroso o más brutal, y sería como en el mar un paquebote cortando
en dos una falúa que se le hubiese puesto delante, ya se conocen las
consecuencias de semejantes accidentes, naufragio, destrozos, gente ahogada,
inútiles gritos de socorro en la amplitud del océano, el barco sigue adelante,
ni se ha dado cuenta del atropello, así ocurriría con éstos, un ciego aquí,
otro allá, perdidos en las desordenadas corrientes de los otros ciegos, como
las olas del mar que no se detienen y no saben adónde van, y la mujer del
médico sin saber, tampoco ella, a quién deberá acudir primero, dándole la mano
al marido, tal vez al niño estrábico, pero perdiendo a la chica de las gafas
oscuras, a los otros dos, el viejo de la venda negra, muy lejos, camino del
cementerio de los elefantes. Lo que hace ahora es pasar alrededor del grupo,
incluyéndose ella, una cuerda de tiras de paño atadas, la hizo mientras los
otros dormían, No os agarréis a mí, dijo, agarrad la cuerda con todas vuestras
fuerzas, sin dejarla en ningún caso, pase lo que pase. No debían caminar
demasiado juntos para evitar tropiezos entre ellos, pero tendrían que sentir la
proximidad de sus vecinos, el contacto si fuese posible, sólo uno no necesitaba
preocuparse de estas cuestiones nuevas de táctica y dominio del terreno, ése
era el niño estrábico, que iba en medio, protegido por todos los lados. A
ninguno de nuestros ciegos se le ha ocurrido preguntar cómo van navegando los
otros grupos, si también andan atados, por este u otro procedimiento, pero la
respuesta sería fácil, por lo que se ha podido observar, los grupos, en
general, salvo el caso de alguno más cohesionado por razones que le son propias
y que no conocemos, van perdiendo y ganando adherentes a lo largo del día,
siempre hay un ciego que se extravía y deja el rebaño, otro que, atrapado por
la fuerza de gravedad ha sido arrastrado, quizá lo acepten, quizá lo expulsen,
depende de lo que traiga consigo. La vieja del primero abrió la ventana
lentamente, no quiere que se sepa que tiene esta flaqueza sentimental, pero de
la calle no llega ningún ruido, ya se han ido, han dejado este sitio por donde
casi nadie pasa, la vieja debería estar contenta, así no tendrá que compartir
con otros sus gallinas y sus conejos, tendría que estarlo, y no lo está, de los
ojos ciegos brotan dos lágrimas, por primera vez se preguntó si tenía algún
motivo para seguir viviendo. No encontró respuesta, las respuestas no llegan
siempre cuando uno las necesita, muchas veces ocurre que quedarse esperando es
la única respuesta posible.
Por
el camino que llevaban pasarían a dos manzanas de la casa donde el viejo de la
venda negra tenía su cuarto de hombre solo, pero habían decidido que seguirían
adelante, comida allí no hay, ropas no necesita, los libros no los puede leer.
Las calles están llenas de ciegos que andan buscando algo que se coma. Entran
y salen de las tiendas, con las manos vacías entran y con las manos vacías
salen casi siempre, después discuten entre ellos la necesidad o la ventaja de
dejar este barrio y buscar en otras partes de la ciudad, el gran problema es
que, tal como están las cosas, sin agua corriente, sin energía eléctrica, con
las bombonas de gas vacías, y con el peligro añadido de encender fuego dentro
de las casas, no se puede cocinar, eso contando que supiéramos dónde está la
sal, el aceite, los condimentos, en el supuesto de querer preparar un plato
con algún vestigio de sabores a la antigua, que si hubiera hortalizas, sólo
con un hervor nos daríamos por satisfechos, y lo mismo la carne, aparte de los
conejos y gallinas de siempre, servirían los perros y los gatos que se dejaran
atrapar pero, como la experiencia es realmente maestra de la vida, hasta estos
animales, antes domésticos, han aprendido a desconfiar de las caricias, ahora
cazan en grupo, y en grupo se defienden de ser cazados, como, gracias a Dios,
siguen teniendo ojos, saben mejor cómo esquivar y cómo atacar si es preciso.
Todas estas circunstancias y razones han llevado a la conclusión de que los
mejores alimentos para los humanos son los que vienen en lata, no sólo porque
en muchos casos están ya cocinados, dispuestos para ser consumidos, sino
también por la facilidad de transporte y la comodidad de uso. Cierto es que en
las latas, tarros y embalajes varios en los que vienen estos comestibles se
menciona la fecha de caducidad, y que a partir de esta fecha su consumo resulta
inconveniente, e incluso, en algunos casos, peligroso, pero la sabiduría
popular no tardó en poner en circulación un proverbio en cierto modo
indiscutible, simétrico a otro que ha dejado ya de usarse, ojos que no ven,
corazón que no siente, se decía, ahora los ojos que no ven gozan de un estómago
insensible, por eso se comen tantas porquerías por ahí. Delante de su grupo,
la mujer del médico hace mentalmente balance de la comida que aún tiene,
llegará, si llega, para una cena, sin contar con el perro, pero él, que se las
arregle como pueda, que bien pudo con la gallina, agarrarla por el pescuezo y
cortarle la voz y la vida. Tiene en casa, si no recuerda mal y si nadie por
allí anduvo, una razonable cantidad de conservas, lo adecuado para un
matrimonio, pero aquí son siete a comer, las reservas poco durarán, aunque se
aplique un severo racionamiento. Mañana, o cualquier día de éstos, tendrá que
volver al almacén subterráneo del supermercado, tendrá que decidir si va sola o
si le pide al marido que la acompañe, o al primer ciego, que es más joven y más
ágil, la elección está entre recoger una cantidad mayor de comida y la rapidez
de acción, incluyendo, conviene no olvidarlo, las condiciones de la retirada.
La basura en las calles, que parece haberse duplicado desde ayer, los
excrementos humanos, medio licuados por la lluvia violenta los de antes, pastosos
o diarreicos los que están siendo evacuados ahora mismo por estos hombres y
mujeres mientras vamos pasando, saturan de hedores la atmósfera, como una
niebla densa a través de la cual sólo con gran esfuerzo es posible avanzar. En
una plaza rodeada de árboles, con una gran estatua en el centro, una jauría
está devorando a un hombre. Debía de haber muerto hace poco, sus miembros no
están rígidos, se nota cuando los perros los sacuden para arrancar al hueso la
carne desgarrada con los dientes. Un cuervo da saltitos en busca de un hueco
para llegar también a la pitanza. La mujer del médico desvió los ojos, pero era
demasiado tarde, el vómito ascendió irresistible de las entrañas, dos veces,
tres veces, como si su propio cuerpo, aún vivo, se viera sacudido por otros
perros, la jauría de la desesperación absoluta, hasta aquí he llegado, quiero
morir aquí. El marido preguntó, Qué tienes, los otros, unidos por la cuerda, se
acercaron más, repentinamente asustados, Qué ha pasado, Te ha sentado mal la
comida, Algo que estaría pasado, Pues yo no noto nada, Ni yo. Menos mal, mejor
para ellos, sólo podían oír la agitación de los animales, un insólito y
repentino graznido de cuervo, en la confusión uno de los perros le había
mordido en un ala, de pasada, sin mala intención, entonces la mujer del médico
dijo, No lo he podido evitar, perdonadme, es que hay aquí unos perros que se
están comiendo a otro perro, Se están comiendo a nuestro perro, preguntó el
niño estrábico, No, no es el nuestro, el nuestro, como tú dices, está vivo,
anda alrededor de ellos, pero no se acerca, Después de la gallina que se ha
comido, seguro que ya no tiene hambre, dijo el primer ciego, Estás mejor,
pregunta el médico, Sí, mucho mejor, vámonos ya, Y nuestro perro, volvió a
decir el niño, El perro no es nuestro, sólo viene con nosotros, probablemente
se quede ahora con éstos, seguro que anduvo antes con ellos y se ha encontrado
con amigos, Quiero hacer caca, Aquí, Tengo muchas ganas, me duele la barriga,
se quejó el niño. Se alivió allí mismo, como le fue posible, la mujer del
médico vomitó una vez más, pero sus razones eran otras. Atravesaron luego la
amplia plaza y, cuando llegaron a la sombra de los árboles, la mujer del médico
miró hacia atrás. Habían aparecido más perros, se disputaban ya lo que quedaba
del cuerpo. El perro de las lágrimas venía con el hocico pegado al suelo como
si estuviera siguiendo algún rastro, cuestión de costumbre, porque esta vez la
simple mirada bastaba para encontrar a aquella a quien busca.
Continuó
la caminata, la casa del viejo de la venda negra quedó atrás, ahora siguen por
una amplia avenida con altos y lujosos edificios a un lado y a otro. Los
automóviles, aquí, son de precio, amplios y cómodos, por eso se ven tantos
ciegos durmiendo dentro, y, a juzgar por la apariencia, una enorme limusina fue
transformada en residencia permanente, probablemente porque es más fácil
regresar a un coche que a una casa, los ocupantes de éste deben de hacer como
se hacía en la cuarentena para encontrar la cama, ir palpando y contando los
automóviles a partir de, la esquina, veintisiete, lado derecho, ya estoy en
casa. El edificio ante cuya puerta se encuentra la limusina es un banco. El
coche trajo al presidente del consejo de administración a la reunión plenaria
semanal, la primera que se realizaba desde la declaración de la epidemia de mal
blanco, y luego no hubo tiempo para llevarlo al garaje subterráneo donde
esperaría hasta el final de los debates. El chofer se quedó ciego cuando el
presidente entraba en el edificio por la puerta principal, como le gustaba
hacer, dio aún un grito, estamos hablando del chofer, pero él, estamos hablando
del presidente, no lo oyó. Por otra parte, la reunión no sería tan plenaria
como el nombre hacía suponer, pues en los últimos días se quedaron ciegos algunos
miembros del consejo. El presidente no llegó a abrir la sesión, cuyo orden del
día tenía previsto precisamente la discusión y medidas convenientes en caso de
que perdieran la vista todos los miembros del consejo de administración
efectivos o suplentes, y ni siquiera pudo entrar en la sala de reunión porque,
cuando el ascensor lo llevaba al decimoquinto piso, exactamente entre el noveno
y el décimo, falló la electricidad, y para siempre. Y como las desgracias nunca
vienen solas, en el mismo instante se quedaron ciegos los electricistas que se
ocupaban del mantenimiento de la red interna de energía, consecuentemente
también del generador, modelo antiguo, no automático, que habría tenido que ser
sustituido ya hacía tiempo, el resultado, como ha sido dicho, fue la
paralización del ascensor entre el piso noveno y el décimo. El presidente vio
cómo se quedaba ciego el ascensorista que lo acompañaba, él mismo perdió la
vista una hora después, y como la energía no volvió y los casos de ceguera
dentro del banco se multiplicaron aquel mismo día, lo más seguro es que estén
los dos, muertos, no es necesario decirlo, encerrados en una tumba de acero, y
por eso, afortunadamente, a salvo de perros devoradores.
No
habiendo testigos, y si los hubo, no consta que hayan sido llamados a estos
autos para declarar lo que pasó, es comprensible que alguien pregunte cómo se
sabe que estas cosas ocurrieron así y no de otra manera, la respuesta es que
todos los relatos son como los de la creación del universo, nadie estaba allí,
nadie asistió al evento, pero todos sabemos lo que ocurrió. La mujer del médico
había preguntado, Qué habrá pasado con los bancos, no es que le importase
mucho, aunque había confiado sus economías a uno de ellos, hizo la pregunta
por simple curiosidad, sólo porque se le pasó por la cabeza, nada más, ni
esperaba que le respondiesen, por ejemplo, En un principio, Dios creó los
cielos y la tierra, la tierra era informe y estaba vacía, las tinieblas
cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las
aguas, en vez de esto lo que ocurrió fue que el viejo de la venda negra comentó
mientras seguían por la avenida abajo, Por lo que pude saber cuando aún tenía
un ojo para ver, al principio fue el caos, las personas, con miedo a quedarse ciegas
y desprotegidas, acudieron a los bancos para retirar su dinero, creían que tenían que
asegurarse su futuro, y eso hay que comprenderlo, si alguien sabe que no va a
poder trabajar más, el único remedio, duren lo que duren, es recurrir a los
ahorros hechos en tiempo de prosperidad y de previsiones a largo plazo,
suponiendo que la persona hubiera tenido la prudencia de ir acumulando ahorros
grano a grano, el resultado de la fulminante carrera fue que quebraron en
veinticuatro horas algunos de los principales bancos, intervino entonces el
Gobierno pidiendo que se calmasen los ánimos y apelando a la consciencia
cívica de los ciudadanos, terminando la proclama con la declaración solemne de
que asumiría todas las responsabilidades y deberes derivados de la situación
de calamidad pública que se vivía, pero el parche no consiguió aliviar la
crisis, no sólo porque la gente seguía quedándose ciega, sino también porque
quien aún veía sólo pensaba en salvar sus cuartos, al final, era inevitable,
los bancos, en quiebra o no, cerraron las puertas y pidieron protección policial,
no les sirvió de nada, entre la multitud que se juntaba gritando ante los
bancos había también policías de paisano que reclamaban lo que tanto les había
costado ganar, algunos, para poder manifestarse a gusto, avisaron al mando
diciendo que estaban ciegos, y se dieron de baja, y los otros, los que todavía
estaban uniformados y en activo, con las armas apuntando a la multitud
insatisfecha, de pronto dejaban de ver el punto de mira, éstos, si tenían
dinero en el banco, perdían todas las esperanzas y encima eran acusados de
haber pactado con el poder establecido, pero lo peor vino luego, cuando los
bancos fueron asaltados por hordas furiosas de ciegos y no ciegos, pero
desesperados todos, aquí no se trataba ya de presentar pacíficamente en la ventanilla
un cheque, y decirle al empleado, Quiero retirar mi saldo, sino de echar mano
a lo que se podía, al dinero del día, lo que hubiera en los cajones, en alguna
caja fuerte descuidadamente abierta, en un saquete de cambio a la antigua, como
los que usaban los tatarabuelos, no os podéis imaginar lo que fue aquello, los
grandes y suntuosos patios de operaciones de las sedes bancarias, las
sucursales de barrio, asistieron a escenas realmente aterradoras, y no hay que
olvidar el detalle de las cajas automáticas, saqueadas hasta el último billete,
en los monitores de algunas, enigmáticamente, aparecieron unas palabras de
gratitud por haber elegido este banco, las máquinas son así de estúpidas, o
quizá sería mejor decir que éstas traicionaban a sus señores, en fin, todo el
sistema bancario se vino abajo en un soplo, como un castillo de naipes, y no porque la
posesión de dinero hubiese dejado de ser apreciada, la prueba está en que,
quien lo tiene, no lo quiere soltar, alegan ésos que no se puede prever lo que
será el día de mañana, y también con esa idea estarán sin duda los ciegos que
se instalaron en los sótanos de los bancos, donde están las cajas fuertes,
esperando un milagro que les abra de par en par las pesadas puertas de acero-níquel
que los separan de la riqueza, sólo salen de allí para buscar comida y agua o
para satisfacer las otras necesidades del cuerpo, y vuelven luego a su puesto,
usan consignas y señales de los dedos para que ningún extraño entre en su
reducto, claro que viven en la oscuridad más absoluta, pero es igual, para
esta ceguera todo es blanco. El viejo de la venda negra fue narrando todos
estos tremendos acontecimientos de banca y finanzas mientras atravesaban con
toda calma la ciudad, con algunas paradas para que el niño estrábico pudiera
apaciguar los tumultos insufribles de su intestino, y pese al tono verídico que
supo imprimir a la apasionante descripción, es lícito sospechar la existencia
de ciertas exageraciones en su relato, la historia de los ciegos que viven en
los sótanos de los bancos, por ejemplo, cómo la iba a saber él si no conoce la
consigna ni el truco del pulgar, pero, en todo caso, sirvió para hacernos una
idea.
Declinaba el día cuando por fin llegaron a la calle
donde viven el médico y su mujer. No se distingue de las otras, las inmundicias
se amontonan por todas partes, bandas de ciegos vagan a la deriva, y, por primera
vez, aunque si no las encontraron antes fue por simple casualidad, enormes ratas,
dos, con las -que no se atreven los gatos que por allí andan, porque son casi
del tamaño de ellos y sin duda mucho más feroces. El perro de las lágrimas miró
a unas y otros con la indiferencia de quien vive en otra esfera de emociones,
se diría esto si no fuera el perro que sigue siendo, pero un animal de los humanos.
A la vista de los sitios conocidos, la mujer del médico no hizo la melancólica
reflexión de costumbre, que consiste en decir, Hay que ver cómo pasa el tiempo,
hace nada éramos felices aquí, a ella lo que le sorprende es la decepción,
inconscientemente había creído que, por ser la suya, iba a encontrar la calle
limpia, barrida, aseada, que sus vecinos estarían ciegos de los ojos pero no
del entendimiento, Qué estupidez la mía, dijo en voz alta, Por qué, qué pasa,
preguntó el marido, Nada, fantasías, Cómo pasa el tiempo, a ver cómo está la
casa, dijo él, Ya falta poco para que lo sepamos. Las fuerzas eran escasas, por
eso subieron la escalera lentamente, parándose en cada rellano, Es en el
quinto, había dicho la mujer del médico. Iban como podían, cada uno cuidando
de su propia persona, el perro de las lágrimas a ratos delante, a ratos
detrás, como si hubiera nacido para guardar rebaños, con orden de evitar que
se perdiera ninguna oveja. Había puertas abiertas, voces en el interior, el
nauseabundo olor de siempre saliendo en vaharadas, dos veces aparecieron ciegos
en el umbral mirando con ojos vagos, Quién está ahí, preguntaron, la mujer del
médico reconoció a uno de ellos, el otro no era de la casa, Vivíamos aquí, se
limitó a responder. Por la cara del vecino pasó también una expresión de
reconocimiento, pero no preguntó, Es usted la esposa del doctor, tal vez diga,
cuando vaya a acostarse, Han vuelto los del quinto. Superado el último tramo
de escalera, antes incluso de posar el pie en el rellano, la mujer del médico
anunció, Está cerrada. Había indicios de tentativas de echarla abajo, pero la
puerta resistió. El médico introdujo la mano en el bolsillo interior de la
chaqueta nueva y sacó las llaves. Se quedó con ellas en el aire, esperando,
pero la mujer le guió suavemente la mano en dirección a la cerradura.
Salvo
el polvo doméstico, que aprovecha la ausencia de las familias para ir
cubriendo suavemente la superficie de los muebles, y digamos a propósito que es
ésta la única ocasión que tiene para descansar, sin agitaciones ni zarandeos
de paños o aspiradores, sin carreras de niños que desencadenan torbellinos
atmosféricos a su paso, la casa estaba limpia, y el desorden era sólo el de
esperar cuando uno tuvo que salir precipitadamente. Aun así, mientras aquel día
esperaban las llamadas del ministerio y del hospital, la mujer del médico, con
un espíritu de providencia semejante al que lleva a las gentes sensatas a
resolver en vida sus asuntos, para que después de la muerte no haya que
recurrir a arreglos violentos, lavó los platos, hizo la cama, ordenó el cuarto
de baño, no quedó lo que se dice una perfección pero realmente hubiera sido
cruel exigirle más, con aquellas manos temblando y con los ojos arrasados en
lágrimas. Fue, pues, a una especie de paraíso adonde llegaron los peregrinos, y
tan fuerte resultó esta impresión que, sin violentar demasiado el rigor del
término, la podríamos llamar transcendental, que se detuvieron a la entrada,
como paralizados por el inesperado olor a casa, y era simplemente el olor de
una casa cerrada, en otro tiempo habríamos corrido a abrir las ventanas, Para
airear, diríamos, pero hoy es bueno tenerlas calafateadas para que la
podredumbre de fuera no pueda entrar. La mujer del primer ciego dijo, Te lo vamos a poner todo perdido, y tenía razón, si
entrasen con aquellos zapatos cubiertos de cieno y mierda, en un instante el
paraíso se convertiría en infierno, segundo lugar éste, conforme afirman
autoridades, en el que el hedor pútrido, nauseabundo, pestilente, fétido, es el
mayor castigo que tienen que soportar las almas condenadas, no las tenazas
ardientes, los calderos de pez hirviendo y otros artefactos de forja y cocina. Desde
épocas inmemoriales la costumbre de las amas de casa era decir, Entrad, entrad,
no os preocupéis, lo que se ensucia ya se limpiará, pero ésta, tanto ella como
sus invitados, saben de dónde vienen, saben que en el mundo en el que viven lo
que está sucio acabará ensuciándose mucho más, y por eso les pide y agradece
que se descalcen en el rellano, cierto es que tampoco los pies están limpios,
pero no hay comparación, las toallas y las sábanas de la chica de las gafas
oscuras sirvieron de algo, se llevaron lo peor. Entraron, pues, descalzos, la
mujer del médico buscó, y encontró, una bolsa grande de plástico en la que
metió todos los zapatos, a la espera de una limpieza en forma, no sabía cuándo
ni cómo, después la llevó a la terraza, el aire de fuera no va a empeorar por
eso. El cielo empezaba a oscurecerse, había nubes cargadas, Ojalá llueva,
pensó. Con una idea clara de lo que era preciso hacer, volvió junto a sus
compañeros. Estaban en la sala, quietos, de pie a pesar de estar tan cansados,
no se habían atrevido a buscar un asiento, sólo el médico recorría vagamente
los muebles con las manos, dejaba señales en la superficie, era la primera
limpieza que empezaba, algo de este polvo va ya agarrado a la punta de los
dedos. La mujer del médico dijo, Desnudaos todos, no podemos quedamos como
estamos, nuestras ropas están casi tan sucias como los zapatos, Desnudarnos,
preguntó el primer ciego, aquí, unos delante de los otros, no me parece bien,
Si queréis, os dejo a cada uno una parte de la casa, respondió irónicamente la
mujer del médico, así no habrá vergüenzas, Yo me arreglo aquí mismo, dijo la
mujer del primer ciego, sólo tú me puedes ver, y, además, no olvido que me
viste peor que desnuda, mi marido es quien tiene débil la memoria, No sé qué
interés tienes en recordar cosas desagradables que ya han pasado, rezongó el
primer ciego, Si fueses mujer y hubieses estado donde nosotras estuvimos,
pensarías de otra manera, dijo la chica de las gafas oscuras mientras empezaba
a desnudar al niño estrábico. El médico y el viejo de la venda negra ya estaban
desnudos de cintura para arriba, ahora se estaban quitando los pantalones, el
viejo de la venda negra le dijo al médico, que estaba a su lado, Déjame
apoyarme en ti para sacar los pantalones. Estaban tan ridículos, los pobres,
dando saltitos, que hasta daban ganas de llorar. El médico perdió el
equilibrio, arrastró en su caída al viejo de la venda negra, afortunadamente
ambos tomaron la cosa a risa, y ahora causaba ternura verlos allí, con sus
cuerpos maculados por todas las suciedades posibles, los sexos como
empastados, pelos blancos, pelos negros, en esto acababa la respetabilidad de
una edad avanzada y de una profesión tan meritoria. La mujer del médico les
ayudó a levantarse, dentro de poco todo estará oscuro, nadie tendrá motivo
para sentirse avergonzado, Habrá velas en casa, se preguntó, la respuesta fue
recordar que tenía en casa dos reliquias de la iluminación, un antiguo candil
de aceite, con tres picos, y una vieja lámpara de petróleo, de las de chimenea
de vidrio, por hoy este candil servirá,
aceite tengo, la mecha se improvisa, mañana iré a buscar petróleo por las
droguerías, será mucho más fácil encontrar petróleo que encontrar una lata de
conservas, Sobre todo si no la busco en las droguerías, pensó, sorprendiéndose
a sí misma por ser capaz aún, en esta situación, de bromear. La chica de las
gafas oscuras se estaba desnudando lentamente, de una manera que parecía que
iba a quedarle siempre, por mucha ropa que se quitase, una última pieza cubriéndola,
no se entiende a qué viene ahora este recato, pero si la mujer del médico
estuviera más cerca, vería cómo se está ruborizando su cara, pese a la
suciedad, que entienda a las mujeres quien pueda, a una le han llegado de
repente los pudores tras haber andado acostándose con hombres a los que apenas
conocía, la otra sabemos que sería muy capaz de decirle al oído, con toda la
tranquilidad del mundo, No tengas vergüenza, él no te puede ver, se referiría a
su propio marido, claro, no olvidemos cómo él fue a tentarla a su cama y ella
no lo recusó, son mujeres, quien las entienda que las compre, Aunque quizá la
razón sea otra, hay aquí dos hombres desnudos más, y uno de ellos la recibió en
su cama.
La
mujer del médico recogió las ropas que habían quedado en el suelo, pantalones,
calzoncillos, camisas, una chaqueta, camisetas, alguna ropa interior pegajosa
de inmundicia, a ésta ni un mes de remojo en el barreño le devolvería la
limpieza, hizo un brazado con todo, Quedaos aquí, dijo, ya vuelvo. Llevó la
ropa a la terraza, como había hecho con los zapatos, allí, a su vez, se
desnudó, contemplando la ciudad negra bajo el cielo pesado. Ni una pálida luz
en las ventanas, ni un reflejo desmayado en las fachadas, lo que estaba ante
ella no era una ciudad, era una extensa masa de alquitrán que al enfriarse se
había moldeado a sí misma en formas de casas, tejados, chimeneas, todo muerto,
todo apagado. Apareció en la terraza el perro de las lágrimas, inquieto, pero
ahora no había llanto que enjugar, la desesperación era toda por dentro, los
ojos estaban secos. La mujer del médico sintió frío, se acordó de los otros,
allí en medio de la sala, desnudos, esperando no sabrían qué. Entró. Se habían
convertido en simples siluetas sin sexo, manchas imprecisas, sombras perdiéndose
en la sombra, Pero para ellos no, pensó, ellos se diluyen en la luz que los
rodea, es la luz lo que no les deja ver. Voy a encender una luz, dijo, en este
momento estoy casi tan ciega como vosotros, Hay ya electricidad, preguntó el
niño estrábico, No, voy a encender un candil de aceite, Qué es un candil,
volvió a preguntar el niño, Luego te lo digo. Buscó en una de las bolsas de
plástico una caja de fósforos, fue a la cocina, sabía dónde guardaba el
aceite, no necesitaba mucho, rasgó un paño de secar la vajilla y con una tira
hizo una mecha, luego volvió a la sala, donde estaba el candil, iba a ser útil
por primera vez desde que lo fabricaron, al principio no parecía que éste fuera
su destino, pero ninguno de nosotros, candiles, perros o humanos, sabe, al
principio, todo aquello para lo que venimos al mundo. Una tras otra,
sobre los picos del candil, se encendieron, trémulas, tres almendras luminosas
que de vez en cuando se estiraban hasta parecer que la parte superior de las
llamas iría a perderse en el aire, después se recogían sobre sí mismas, como
si se volvieran densas, sólidas, unas pequeñas piedras de luz. La mujer del
médico dijo, Ahora ya veo, voy a buscaros ropa limpia, Pero nosotros estamos
sucios, dijo la chica de las gafas oscuras. Tanto ella como la mujer del primer
ciego se tapaban con las manos el pecho y el pubis, No es por mí, pensó la
mujer del médico, es porque la luz del candil las está mirando. Luego dijo,
Mejor será tener ropa limpia en el cuerpo sucio que llevar ropa sucia en el
cuerpo limpio. Cogió el candil y fue a rebuscar en los cajones de la cómoda,
en los roperos, al cabo de unos minutos volvió, traía pijamas, batas, faldas,
blusas, vestidos, calzoncillos, camisetas, lo necesario para cubrir con
decencia a siete personas, verdad es que no todas eran de la misma estatura,
pero en delgadez parecían gemelas. La mujer del médico los ayudó a vestirse, el
niño estrábico se puso unos pantalones del médico, de esos de llevar a la playa
y al campo, que nos reconvierten a todos en niños. Ahora, ya podemos sentarnos,
suspiró la mujer del primer ciego, guíanos, por favor, no sabemos dónde
ponernos.
La
sala es igual a todas las salas, tiene una mesita en el centro, alrededor hay
sofás que bastan para todos, en éste se sientan el médico y su mujer, y con
ellos el viejo de la venda negra, en aquél la chica de las gafas oscuras y el
niño estrábico, en el otro, la mujer del primer ciego y el primer ciego. Están
exhaustos. El niño se ha quedado dormido con la cabeza en el regazo de la chica
de las gafas oscuras, ya no se acuerda del candil. Pasó así una hora, aquello
era como una felicidad, bajo la luz suavísima los rostros mugrientos parecían
limpios, brillaban los ojos de los que no dormían, el primer ciego buscó la
mano de su mujer y la retuvo con la suya, gestos como éste indican hasta qué
punto el descanso del cuerpo puede contribuir a la armonía de los espíritus.
Dijo entonces la mujer del médico, Dentro de poco comeremos algo, pero antes
tendríamos que ponernos de acuerdo sobre cómo vamos a vivir aquí, tranquilos,
no voy a repetiros el discurso del altavoz, para dormir hay espacios
suficientes, tenemos dos dormitorios que serán para los matrimonios, en esta
sala pueden dormir los demás, cada uno en un sofá, mañana saldré a buscar
comida, se está acabando la que tenemos, sería conveniente que uno de vosotros
fuera conmigo para ayudarme a traer las cosas, pero también para empezar a
aprender los caminos de casa, para reconocer las esquinas, un día puedo ponerme
enferma o quedarme ciega yo también, estoy siempre esperando que esto ocurra,
entonces tendré que aprender de vosotros, otra cosa, para las necesidades
habrá un cubo en la terraza, sé que no es agradable ir ahí fuera, con la lluvia
que ha caído y el frío que hace, pero siempre es mejor eso que llenar la casa
de malos olores, no olvidemos lo que fue nuestra vida durante el tiempo en que
estuvimos internados, bajamos todos los escalones de la indignidad, todos,
hasta la abyección, y, aunque de manera diferente, podría ocurrir lo mismo
aquí, entonces teníamos la disculpa de la abyección de los de
fuera, ahora no, ahora somos todos iguales ante el mal y el bien, por favor, no
me preguntéis qué es el bien y qué es el mal, lo sabíamos cada vez que
actuábamos en el tiempo en el que la ceguera era una excepción, lo cierto y lo
equivocado son sólo modos diferentes de entender nuestra relación con los
demás, no la que tenemos con nosotros mismos, en ésa no hay que confiar, y
perdonadme el sermón, es que no sabéis, no podéis saber, lo que es tener ojos
en un mundo de ciegos, no soy reina, no, soy
simplemente la que ha nacido para ver el horror, vosotros lo sentís, yo lo siento
y, además, lo veo, y, ahora, punto final, se acabó el sermón, vamos a comer.
Nadie hizo preguntas, el médico dijo, Si alguna vez vuelvo a tener ojos,
miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el
alma, El alma, preguntó el viejo de la venda negra, O el espíritu, el nombre es
igual, fue entonces cuando, sorprendentemente, si tenemos en cuenta que se
trata de una persona que no ha hecho estudios avanzados, la chica de las gafas
oscuras dijo, Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo
que somos.
La
mujer del médico puso en la mesa un poco de la comida que quedaba, después los
ayudó a sentarse, dijo, Masticad despacio, ayuda a engañar al estómago. El
perro de las lágrimas no vino a pedir comida, estaba habituado a ayunar,
además, habrá pensado que no tenía derecho, después del banquete de la mañana,
a quitar, por poca que fuese, la comida de la boca a la mujer que había
llorado, los otros no parecían tener para él mucha importancia. En medio de la
mesa, el candil de tres picos esperaba que la mujer del médico diera la
explicación que había prometido, ocurrió al final, cuando ya acababan de comer, Dame
tus manos, dijo ella al niño estrábico, luego se las guió lentamente mientras
iba diciendo, Esto es la base, redonda, como ves, y esto es la columna que
sostiene la parte superior, que es el depósito de aceite, aquí, cuidado no te
quemes, están los picos, uno, dos, tres, de ellos salen las mechas, unas
tiritas de paño retorcido que chupan el aceite de dentro, se les acerca una
cerilla y arden hasta que el aceite se acaba, son unas lucecillas débiles, pero
lo suficiente para que podamos ver, Yo no veo, Un día verás, ese día te
regalaré el candil, De qué color es, Has visto alguna vez una cosa de latón, No
sé, no me acuerdo qué es latón, El latón es amarillo, Ah. El niño estrábico
reflexionó un poco, Ahora va a preguntar por su madre, pensó la mujer del
médico, pero se equivocaba, el chiquillo sólo dijo que quería agua, tenía
mucha sed, Tendrás que esperar hasta mañana, no tenemos agua en casa, en ese
mismo momento recordó que sí, que había agua, unos cinco litros o más de preciosa
agua, el contenido intacto de la cisterna del retrete, no podía ser peor que
la que bebieron durante la cuarentena. Ciega en la oscuridad, fue al cuarto de
baño, a tientas levantó la tapa de la cisterna, no podía ver si realmente
había agua, la había, se lo dijeron los dedos, buscó un vaso, lo sumergió, lo
llenó con todo cuidado, la civilización había regresado a sus primitivas
fuentes de sumersión. Cuando entró en la sala, todos seguían sentados en su
sitio. Las llamas iluminaban los rostros, dirigidos hacia ellas, era como si el
candil estuviese diciéndoles, Estoy aquí, vedme, aprovechaos, que esta luz no
va a durar siempre. La mujer del médico acercó el vaso a los labios del niño
estrábico, dijo, Aquí tienes agua, bebe lentamente, lentamente, saboréala, un
vaso de agua es una maravilla, no hablaba para él, no hablaba para nadie,
simplemente comunicaba al mundo la maravilla que es un vaso de agua, Dónde la
has encontrado, es agua de lluvia, preguntó el marido, No, es de la cisterna,
Y no teníamos un garrafón de agua cuando nos fuimos, preguntó él de nuevo, la
mujer exclamó, Sí, es verdad, cómo no se me ha ocurrido, un garrafón, que
estaba a medias y otro que ni lo habíamos empezado, qué alegría, no bebas, no
bebas más, esto se lo decía al niño, vamos todos a beber agua pura. Se llevó
esta vez el candil y fue a la cocina, volvió con la garrafa, la luz entraba por
el plástico y hacía centellear la joya que tenía dentro. Colocó el recipiente
en la mesa, fue a por vasos, los mejores que tenían, de cristal finísimo,
luego, lentamente, como si estuviese oficiando un rito, los llenó. Al fin,
dijo, Bebamos. Las manos ciegas buscaron y encontraron los vasos, los alzaron
temblando, Bebamos, repitió la mujer del médico. En el centro de la mesa el
candil era como un sol rodeado de astros brillantes. Cuando posaron los vasos,
la chica de las gafas oscuras y el viejo de la venda negra estaban llorando.
Fue
una noche inquieta. Vagos al principio, imprecisos, los sueños iban de
durmiente en durmiente, cogían de aquí y de allá, se llevaban consigo nuevas
memorias, nuevos secretos, nuevos deseos, por eso los dormidos suspiraban y
murmuraban, Este sueño no es mío, decían, pero el sueño respondía, No conoces
aún tus sueños, fue así como la chica de las gafas oscuras se enteró de quién
era el viejo de la venda negra que dormía a dos pasos, y así también creyó él
saber quién era ella, sólo lo creyó, porque no basta con que los sueños sean
recíprocos para que sean iguales. Empezó a llover cuando clareaba la mañana. El
viento lanzó contra las ventanas un aguacero que resonó como mil latigazos. La
mujer del médico se despertó, abrió los ojos y murmuró, Cómo llueve, luego
volvió a cerrarlos, en el dormitorio seguía siendo noche profunda, podía dormir.
No llegó a estar así ni un minuto, despertó abruptamente con la idea de que
tenía algo que hacer, pero sin comprender qué era, la lluvia estaba
diciéndole, Levántate, qué querría la lluvia. Despacio, para no despertar al marido,
salió del cuarto, atravesó la sala de estar, se detuvo un instante para mirar a
los que dormían en los sofás, luego siguió por el pasillo hasta la cocina,
sobre esta parte de la casa caía la lluvia aún con más fuerza, empujada por el
viento. Con la manga de la bata limpió los cristales empañados de la puerta y
miró hacia fuera. El cielo era, todo él, una sola nube, la lluvia caía en
torrentes. En el suelo de la terraza, amontonadas, estaban las ropas
sucias que se habían quitado, estaba la bolsa de plástico con los zapatos que
había que lavar. Lavar. El último velo del sueño se abrió súbitamente, era eso
lo que tenía que hacer. Abrió la puerta, dio un paso, de inmediato la lluvia la
empapó de la cabeza a los pies como si estuviese bajo una cascada. Tengo que
aprovechar esta agua, pensó. Volvió a entrar en la cocina y, evitando en lo
posible cualquier ruido empezó a reunir lebrillos, cazos, palanganas, todo lo
que pudiera recoger un poco de esta lluvia que caía del cielo a cántaros, en
cortinas que el viento hacía oscilar, que el viento iba empujando sobre los
tejados de la ciudad como una inmensa y rumorosa escoba. Los sacó,
disponiéndolos a lo largo de la terraza, ahora tendría agua para lavar aquellas
ropas inmundas, los zapatos asquerosos. Que no escampe, que no pare esta
lluvia, murmuraba mientras buscaba en la cocina jabón, detergentes, estropajos,
todo lo que sirviese para limpiar un poco esta suciedad insoportable del alma.
Del cuerpo, dijo, como para corregir el metafísico pensamiento, después
añadió, Es igual. Entonces, como si sólo ésa pudiese ser la conclusión inevitable, la conciliación armónica entre lo que
había dicho y lo que había pensado, se quitó de golpe la bata mojada, y,
desnuda, recibiendo en el cuerpo unas veces la caricia, otras veces los
latigazos de la lluvia, empezó a lavar la ropa al tiempo que se lavaba a sí
misma. El ruido de las aguas que la rodeaba le impidió darse cuenta de que ya
no estaba sola. En la puerta de la terraza habían aparecido la chica de las
gafas oscuras y la mujer del primer ciego, qué presentimientos, qué
intuiciones, qué voces interiores las habían despertado es algo que no se sabe,
tampoco se sabe cómo consiguieron encontrar el camino hasta aquí, no vale la
pena buscar ahora explicaciones, las conjeturas son libres. Ayudadme, dijo la
mujer del médico cuando las vio, Cómo, si no vemos, preguntó la mujer del
primer ciego, Quitaos la ropa que lleváis puesta, cuanta menos tengamos que
secar después, mejor, Pero nosotras no vemos, repitió la mujer del primer
ciego, Es igual, dijo la chica de las gafas oscuras, haremos lo que podamos, Y
yo acabaré después, dijo la mujer del médico, limpiaré lo que haya quedado
sucio, y ahora, a trabajar, vamos, somos la única mujer con dos ojos y seis
manos que hay en el mundo. Tal vez en la casa de enfrente, detrás de aquellas
ventanas cerradas, algunos ciegos, hombres y mujeres, en vela por la violencia
de los golpes de agua, con la cara apoyada en los fríos cristales, recubriendo
con el vaho de la respiración el vaho de la noche, recuerden el tiempo en que
así, tal como ahora están, veían caer la lluvia del cielo. No pueden imaginar
que tienen tan cerca a tres mujeres desnudas, desnudas como vinieron al mundo,
parecen locas, deben de estar locas, personas en su sano juicio no se ponen a
lavar en la terraza, expuestas a los reparos de la vecindad, y menos aún así,
qué importa que estemos todos ciegos, son cosas que no se deben hacer, santo
Dios, cómo resbala el agua por ellas, cómo se escurre entre los senos, cómo se
demora y pierde en la oscuridad del pubis, cómo, en fin, baña y envuelve los
muslos, tal vez hayamos pensado mal de ellas injustamente, tal vez no seamos
capaces de ver lo más bello y más glorioso que haya acontecido alguna vez en la
historia de la ciudad, cae del suelo de la terraza una cascada de espuma, ojalá
yo pudiera ir con ella, cayendo interminablemente, limpio, purificado, desnudo.
Sólo Dios nos ve, dijo la mujer del primer ciego, que a pesar de los desengaños
y de las contrariedades mantiene firme la creencia de que Dios no es ciego, a
lo que respondió la mujer del médico, Ni siquiera él, el cielo está cubierto,
sólo yo puedo veros, Estoy fea, preguntó la chica de las gafas oscuras, Estás
flaca y sucia, fea no lo serás nunca, Y yo, preguntó la mujer del primer ciego,
Sucia y flaca como ella, no tan guapa, pero más que yo, Tú eres guapa, dijo la
chica de las gafas oscuras, Cómo puedes saberlo, si nunca me viste, Soñé dos
veces contigo, Cuándo, La segunda fue esta noche, Estabas soñando con la casa
porque te sentías segura y tranquila, es natural, después de todo lo que hemos
pasado, en tu sueño yo era la casa, y como, para verme, tenías que ponerme
cara, la inventaste, Yo también te veo guapa, y nunca he soñado contigo, dijo
la mujer del primer ciego, Eso viene a demostrar que la ceguera es la
providencia de los feos, Tú no eres fea, No, realmente no lo soy, pero la edad,
Cuántos años tienes, preguntó la chica de las gafas oscuras, Me acerco a los
cincuenta, Como mi madre, Y ella, Ella, qué, Sigue siendo guapa, Lo era más antes,
Es lo que nos pasa a todos, siempre hemos sido más alguna vez, Tú nunca lo has
sido tanto, dijo la mujer del primer ciego. Las palabras son así, disimulan
mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran a dónde
quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de
repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un
adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la
superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los
sentimientos, a veces son los nervios que no pueden aguantar más, han soportado
mucho, lo soportaron todo, era como si llevasen una armadura, decimos, La mujer
del médico tiene nervios de acero, y resulta que también la mujer del médico
está deshecha en lágrimas por obra de un pronombre personal, de un adverbio, de
un verbo, de un adjetivo, meras categorías gramaticales, meros designativos,
como lo están igualmente las dos mujeres, las otras, pronombres indefinidos,
también ellos llorosos, que se abrazan a la de la oración completa, tres
gracias desnudas bajo la lluvia que cae. Son momentos que no pueden durar
eternamente, hace más de una hora que estas mujeres están aquí, ya deben sentir
frío, Tengo frío ha dicho la chica de las gafas oscuras. Por la ropa ya no se
puede hacer más, los zapatos están de lo más limpios, ahora es el momento de
que se laven estas mujeres, se enjabonen el pelo y la espalda unas a otras, se
ríen como sólo reían las niñas que jugaban a la gallina ciega en el jardín, en el
tiempo en que no eran ciegas. Ha amanecido el día, el primer sol todavía
acecha por encima del hombro del mundo antes de esconderse otra vez tras las
nubes. Sigue lloviendo, pero con menos fuerza. Las lavanderas entraron en la
cocina, se secaron y se frotaron con las toallas que la mujer del médico trajo
del armario del cuarto de baño, la piel les huele tanto a detergente que el
olor aturde, pero así es la vida, quien no tiene can caza con gato, el jabón se
deshizo en un abrir y cerrar de ojos, aun así en esta casa parece que
hay de todo, o será que saben hacer buen uso de lo que tienen, al fin se vistieron, el paraíso era allá fuera, en la terraza, la bata de la mujer está empapada, pero ella se puso un vestido de ramajes y flores, que llevaba años sin ponerse y que la convirtió en la más bonita de las tres.
hay de todo, o será que saben hacer buen uso de lo que tienen, al fin se vistieron, el paraíso era allá fuera, en la terraza, la bata de la mujer está empapada, pero ella se puso un vestido de ramajes y flores, que llevaba años sin ponerse y que la convirtió en la más bonita de las tres.
Cuando entraron en la sala de estar, la mujer del
médico vio que el viejo de la venda negra estaba sentado en el sofá donde
había dormido. Tenía la cabeza entre las manos, los dedos enredados en el pelo
blanco que aún le puebla las sienes y la nuca, está inmóvil, tenso, como si
quisiera retener los pensamientos o, al contrario, impedirles que sigan
pensando. Las oyó entrar, sabía de dónde venían, qué habían estado haciendo,
cómo habían estado desnudas, y si sabía tanto no era porque de repente
recuperara la vista y paso a paso hubiera ido, como los otros viejos, a espiar
no a una susana en el baño, sino a tres, ciego estaba, ciego sigue, sólo se
había asomado a la puerta de la cocina y desde allí oyó lo que decían en la
terraza, las risas, el rumor de la lluvia y los golpes del agua, respiró el
olor a jabón, luego se volvió a su sofá, para pensar que aún existía vida en el
mundo, para preguntarse si alguna parte de esta vida sería para él. La mujer
del médico dijo, Las mujeres ya están limpias, ahora les toca a los hombres, y
el viejo de la venda negra preguntó, Llueve todavía, Sí llueve, y hay agua en
los recipientes de la terraza, Entonces prefiero lavarme en el cuarto de baño,
en la pila, pronunciaba la palabra como si estuviera presentando su certificado
de nacimiento, como si explicase, Soy del tiempo en que no se decía bañera,
sino pila, y añadió, Si no te importa, claro, no quiero ensuciarte la casa,
prometo no encharcarte el suelo, en fin, haré lo posible, En ese caso te
llevaré los lebrillos al cuarto de baño, Te ayudo, Puedo llevarlos sola, Para
algo podré servir, digo yo, no estoy inválido, Ven, entonces. En la terraza, la
mujer del médico eligió un lebrillo casi rebosante, Agárralo de ahí, le dijo al
viejo de la venda negra guiándole las manos, Ahora, levantaron el recipiente a
pulso, Menos mal que me has ayudado, yo sola no podría, Conoces el proverbio,
Qué proverbio, El trabajo del viejo es poco, pero quien lo desprecia es loco,
Ese refrán no es así, Lo sé, donde dije viejo, es niño, donde dije desprecia,
dice desdeña, pero los proverbios, si quieren seguir diciendo lo mismo porque
es necesario decirlo, hay que adaptarlos a los tiempos, Eres un filósofo, Qué
idea, sólo soy un viejo. Echaron el agua en la bañera, luego la mujer del
médico abrió un cajón, recordando que tenía una pastilla de jabón sin
estrenar. Se la puso en la mano al viejo de la venda negra, Vas a oler a
gloria, mejor que nosotras, gasta todo el jabón que quieras, no te preocupes,
faltará comida pero jabón hay de sobra por esos supermercados, Gracias, Ten
cuidado, no te resbales, si quieres llamo a mi marido para que venga a
ayudarte, No, prefiero lavarme solo, Como quieras, y aquí tienes, fíjate, dame
la mano, una maquinilla de afeitar y una brocha, por si quieres raparte esas
barbas, Gracias. La mujer del médico salió. El viejo de la venda negra se quitó
el pijama que le había tocado en suerte en la distribución de la ropa, luego,
con mucho cuidado, entró en la bañera. El agua estaba fría y era poca, no
llegaba a tener un palmo de profundidad, qué diferencia entre recibirla viva,
cayendo del cielo a chorros, riendo como las tres mujeres, y este chapotear
triste. Se arrodilló en el fondo de la bañera, aspiró hondo, con las manos en
concha se echó al pecho el primer golpe de agua, que casi le cortó la
respiración. Se mojó entero rápidamente para no tener tiempo de estremecerse,
luego, por orden, con método, empezó a enjabonarse, a frotarse enérgicamente,
partiendo de los hombros, brazos, pecho y abdomen, el pubis, el sexo, la
entrepierna, Estoy peor que un animal, pensó, después los muslos flacos, hasta
la corteza de suciedad que calzaba sus pies. Dejó quieta la espuma para que la
acción de la limpieza fuese más prolongada, y dijo, Tengo que lavarme la
cabeza, y se llevó las manos atrás para desatar la venda, También necesitas un
buen baño, se desprendió del parche y lo sumergió en el agua, ahora sentía el
cuerpo caliente, mojó y se enjabonó el pelo, era un hombre de espuma, blanco en
medio de una inmensa ceguera blanca donde nadie lo podría encontrar. Si lo
pensó se engañaba, en ese momento sintió que unas manos le tocaban la espalda,
recogían la espuma de los brazos, del pecho también, y luego se la dispersaban
por la espalda, suavemente, lentamente, como si, no pudiendo ver lo que
hacían, tuviesen que prestar más atención al trabajo. Quiso preguntar, Quién
eres, pero se le trabó la lengua, no fue capaz, ahora sentía el cuerpo
estremecido, no de frío, las manos seguían lavándolo suavemente, la mujer no
dijo Soy la del médico, soy la del primer ciego, soy la chica de las gafas
oscuras, las manos acabaron su obra, se retiraron, se oyó en el silencio el
leve ruido de la puerta del cuarto de baño al cerrarse, el viejo de la venda
negra se quedó solo, arrodillado en la bañera como si estuviera implorando una
misericordia, temblando, temblando, Quién habría sido, se preguntaba, la razón
le decía que sólo podría haber sido la mujer del médico, ella es la que ve, ella
es la que nos ha protegido, cuidado y alimentado, no sería de extrañar que
hubiera tenido también esta discreta atención, eso era lo que la razón le
decía, pero él no creía en la razón. Continuaba temblando, no sabía si por la
conmoción o por el frío. Buscó la venda en el fondo de la bañera, la frotó con
fuerza, la escurrió, se la puso y la ató, con el ojo tapado se sentía menos
desnudo. Cuando entró en la sala de estar, seco, oliendo a jabón, la mujer del
médico, dijo, Ya tenemos un hombre limpio y afeitado, y luego, en el tono de
quien acaba de recordar algo que debería haber hecho y no hizo, Te quedaste con
la espalda por lavar, qué pena. El viejo de la venda negra no respondió, sólo
pensó que había tenido razón al no creer en la razón.
Lo
poco que había para comer se lo dieron al niño estrábico, los otros tendrían
que esperar hasta la reposición de la despensa. Tenían en casa compotas, frutos
secos, azúcar, algún resto de galletas, unas cuantas tostadas secas, pero a
estas reservas, y a otras que se les fuesen uniendo, sólo recurrirían en caso
de necesidad extrema, la comida cotidiana, la comida del día a día, tendría que
ser ganada, si por mala suerte regresaba la expedición de manos vacías,
entonces sí, dos galletas para cada uno, con una cucharilla de compota, La hay
de fresas y de melocotón, cuál preferís, unas nueces también hay, un vaso de
agua, un lujo, mientras dure. La mujer del primer ciego dijo que le gustaría ir
también a la búsqueda de comida, tres no serían demasiados, incluso siendo ciegos
dos de ellos podrían servir para cargar, y, además, si fuese posible, teniendo
en cuenta que no estaban tan lejos, acercarse a su casa, ver si había sido
ocupada, si sería gente conocida, por ejemplo, vecinos a quienes les hubiera
aumentado la familia por llegarles del campo parientes con la idea de salvarse
de la epidemia de ceguera que hizo estragos en la aldea, sabido es que en la
ciudad hay siempre otros recursos. Salieron, pues, los tres, trajeados con lo
que en casa tenían de ropa de vestir, que las otras, las recién lavadas,
tendrán que esperar a que llegue el buen tiempo. El cielo continuaba cubierto,
pero no amenazaba lluvia. Arrastrada por el agua, sobre todo en las calles en
pendiente, la basura se había ido juntando en pequeños montones, dejando
limpios amplios trozos de pavimento. Ojalá siga la lluvia, el sol, en esta
situación, sería lo peor que podría ocurrirnos, dijo la mujer del médico,
podredumbre y malos olores tenemos ya de sobra, Lo notamos más porque estamos
limpios, dijo la mujer del primer ciego, y el marido se mostró de acuerdo,
aunque sospechaba que se había resfriado con el baño de agua fría. Multitudes
de ciegos en las calles aprovechaban que había escampado para buscar comida y
satisfacer las necesidades excretorias, a las que todavía obligaban el poco
comer y el poco beber. Los perros andaban olfateando por todas partes,
escarbaban en la basura, alguno llevaba en la boca una rata ahogada, caso éste
rarísimo y que sólo podrá tener explicación en la abundancia extraordinaria de
las últimas lluvias, le sorprendió la inundación en mal sitio, de nada le
sirvió ser tan buena nadadora. El perro de las lágrimas no se
mezcló con sus antiguos compañeros de pandilla y cacería, su
elección está hecha, pero no es animal para quedarse esperando
que lo alimenten, ya viene masticando sabe Dios qué, esas montañas de basura
encierran
tesoros inimaginables, todo consiste en buscar, revolver y encontrar. Buscar y revolver en la memoria es ejercicio que también tendrán que hacer, cuando
la ocasión se presente, el primer
ciego y su mujer, ahora que ya han aprendido las cuatro esquinas, no las
de la casa en que viven, que tiene muchas
más, sino de la calle donde moran,
las cuatro esquinas que serán sus cuatro
puntos cardinales, a los ciegos no les interesa saber dónde está oriente u occidente, el norte o el sur, lo que ellos quieren es que sus manos tanteantes
les digan si van por el buen camino,
antiguamente, cuando aún eran pocos,
solían llevar bastones blancos, el sonido de los continuos golpes en el suelo y
en las paredes era como una especie
de cifra que iba identificando y
reconociendo la ruta, pero en los días de hoy, ciegos todos, un bastón de ésos, en medio del barullo general, sería poco menos que inútil, sin hablar ya de
que, inmerso en su propia blancura,
el ciego podría hasta dudar de si
llevaba algo en la mano. Los perros tienen, como se sabe, aparte de lo que llamamos instinto, otros medios de orientación, cierto es que, por ser
miopes, no se fían mucho de la
vista, pero, como llevan la nariz muy
por delante de los ojos, llegan siempre a donde quieren, en este caso, por lo que pueda ocurrir, el perro de las
lágrimas alzó la pata en los cuatro vientos principales, la brisa se encargará de guiarlo a casa si algún día se pierde. Mientras iban andando, la mujer del médico miraba a un lado y a otro de las calles,
buscando tiendas de comestibles donde pudiera reabastecer la menguada despensa. La razia sólo no era completa
porque en algún que otro
establecimiento todavía se podían encontrar
judías o garbanzos en sacos, son leguminosas que tardan mucho en cocerse, y está el problema del agua y el combustible, por eso el crédito que
tienen es escaso. No era la mujer del médico muy dada a la manía de los proverbios, en todo caso, algo de
esta ciencia le debía de haber quedado
en la memoria, la prueba fue que llenó
de habichuelas y garbanzos dos de las
bolsas que llevaban, Guarda lo que no sirve y encontrarás lo que
necesites, le había dicho su abuela, a fin de
cuentas, el agua en que las pusiera a remojo serviría también para cocerlas, y la que quedase de la cocedura habría dejado de ser agua para
convertirse en caldo. No es sólo en
la naturaleza donde algunas veces no
todo se pierde y algo se aprovecha.
Por qué cargaban
con las bolsas de judías y garbanzos, más lo que iban encontrando, cuando
aún tenían tanto que andar antes de llegar a la calle
donde vivían el primer ciego y su mujer, que aquí van, es pregunta
que sólo podría salir de la boca de quien en la vida nunca ha
sabido lo que es necesidad. A casa, aunque sea una piedra,
había dicho aquella misma abuela de la mujer del médico, pero le faltó
añadir, Aunque
sea necesario dar la vuelta al mundo, ésa era la proeza que ellos estaban realizando ahora, iban a casa por el
camino más largo. Dónde estamos, preguntó el primer ciego, se lo dijo la mujer del médico, para eso tenía ojos, y él, Aquí me quedé ciego, en la esquina
donde está el semáforo, Estamos justo
en esa esquina, No quiero ni
acordarme de lo que pasé, encerrado en el coche sin ver, la gente gritando fuera, y yo desesperado,
diciendo que estaba ciego, hasta que vino aquél y me llevó a casa, Pobre
hombre, dijo la mujer del primer ciego, nunca más robará coches, Tanto nos
cuesta la idea de que tenemos que morir, dijo la mujer del médico, que siempre
buscamos disculpas para los muertos, es como si anticipadamente estuviésemos
pidiendo que nos disculpen cuando nos llegue la vez, Todo esto me sigue
pareciendo un sueño, dijo la mujer del primer ciego, es como si soñase que estoy
ciega, Cuando estaba en casa esperándote, también lo pensé; dijo el marido. La
plaza donde el caso había sucedido quedó atrás, subían ahora por unas calles
estrechas, laberínticas, la mujer del médico apenas conoce estos parajes, pero
el primer ciego no se pierde, va orientándola, anuncia los nombres de las
calles y dice, Tenemos que doblar a la izquierda, y luego a la derecha, y al
fin dijo, Ésta es nuestra calle, la casa está a la izquierda, más o menos hacia
el medio, Qué número es, preguntó la mujer del médico, él no se acordaba, Vaya,
hombre, ahora no me acuerdo, se me ha borrado de la memoria, dijo, era un
pésimo agüero, si ni siquiera sabemos dónde vivimos, el sueño ocupando el lugar
de la memoria, adónde iremos a parar por ese camino. Pero esta vez el caso no
era grave, fue una suerte que a la mujer del primer ciego se le ocurriera venir
en esta excursión, ya está diciendo el número de la casa, no tuvieron que recurrir
al primer ciego, que estaba jactándose de que podría reconocer la puerta por la
magia del tacto, como si tuviera una varita mágica, un toque, metal, otro -toque,
madera, con tres o cuatro más llegaría al dibujo completo, no hay duda, ésta es
la puerta. Entraron, la mujer del médico delante, Qué piso es, preguntó, El
tercero, respondió el primer ciego, no andaba con la memoria tan flaca como
parecía, unas cosas se olvidan, es la vida, otras se recuerdan, por ejemplo, se
acuerda de cuando, ya ciego, entró por esta puerta, En qué piso vive, le
preguntó el hombre que aún no le había robado el coche, Tercero, respondió, la
diferencia es que ahora no suben en el ascensor, van pisando los escalones
invisibles de una escalera que es al mismo tiempo oscura y luminosa, qué falta
hace la electricidad a quien no es ciego, o la luz del sol, o un cabo de vela,
ahora los ojos de la mujer del médico han tenido tiempo de adaptarse a la
penumbra, a medio camino los que suben tropiezan con dos mujeres que bajan,
ciegas de los pisos de arriba, quizá del tercero, nadie hizo preguntas, de
hecho los vecinos ya no son lo que eran antes.
La
puerta estaba cerrada. Qué vamos a hacer, preguntó la mujer del médico, Yo
hablo, dijo el primer ciego. Llamaron una vez, dos, tres veces. No hay nadie,
dijo uno de éstos en el preciso momento en que la puerta se abría, la tardanza
no era de extrañar, un ciego que esté en el fondo de la casa, no puede venir
corriendo a atender a quien llama, Quién es, qué desea, preguntó el hombre que
apareció, tenía un aire serio, educado, parecía una persona tratable. Dijo el
primer ciego, Yo vivía en esta casa, Ah, fue la respuesta del otro, después
preguntó, Hay alguien más con usted, Mi mujer, y también una amiga nuestra,
Cómo puedo saber que ésta era su casa, Es fácil, dijo la mujer del primer
ciego, le digo todo lo que hay dentro. El otro se quedó callado unos segundos,
luego dijo, Entren. La mujer del médico se quedó atrás, nadie la necesitaba
aquí de guía. El ciego dijo, Estoy solo, los míos salieron a buscar comida,
probablemente debería decir las mías, pero no creo que sea apropiado, hizo una
pausa y añadió, Aunque creo que tengo la obligación de saberlo, Qué quiere
decir, preguntó la mujer del médico, Las mías de que hablaba son mi mujer y mis
dos hijas, Y por qué debería saber si es o no es propio usar el posesivo femenino,
Soy escritor, se supone que debemos saber estas cosas. El primer ciego se sintió
lisonjeado, fíjense, un escritor instalado en mi casa, entonces se le presentó
una duda, si sería de buena educación preguntarle cómo se llama, quizá lo
conozca de nombre, incluso podría ser que lo hubiera leído, estaba en este
balanceo entre la curiosidad y la discreción cuando la mujer le hizo la
pregunta directa, Cómo se llama, Los ciegos no necesitan nombre, yo soy esta
voz que tengo, lo demás no es importante, Pero ha escrito libros, y esos libros
llevan su nombre, dijo la mujer del médico, Ahora nadie los puede leer, por
tanto es como si no existiesen. El primer ciego creyó que el rumbo de la
conversación se estaba alejando demasiado de la cuestión que más le interesaba,
Y cómo llegó aquí, a mi casa, preguntó, Como muchos otros que no viven ya donde
vivían, encontré mi casa ocupada por gente que no quiso saber de razones,
puede decirse que nos echaron por las escaleras abajo, Está lejos de aquí su
casa, No, Hizo algún intento más de recuperarla, preguntó la mujer del médico,
ahora es frecuente que las personas vayan de una casa a otra, Lo intenté dos
veces, Y seguían allí, Sí, Y qué piensa hacer ahora que sabe que esta casa es
nuestra, preguntó el primer ciego, va a echarnos como los otros hicieron con
usted, No tengo ni edad ni fuerzas para hacerlo, y, aunque las tuviese, no
sería capaz de recurrir a procesos tan expeditivos como ése, un escritor acaba
por tener en la vida la paciencia que necesitó para escribir, O sea que nos
dejará la casa, Sí, si no encontramos otra solución, No veo qué solución más se
podrá encontrar. La mujer del médico había adivinado cuál iba a ser la
respuesta del escritor, Usted y su mujer, como la amiga que los acompaña, viven
en una casa, supongo, Sí, exactamente en su casa, Está lejos, No se puede decir que
esté lejos, Entonces, si me lo permiten, tengo una propuesta que hacerles,
Diga, Que continuemos como estamos, en este momento ambos tenemos una casa
donde vivir, yo seguiré atento a lo que vaya pasando con la mía, si un día la
encuentro libre, me cambiaré a ella inmediatamente, y usted hará lo mismo,
vendrá aquí con regularidad, y cuando la encuentre vacía se traslada, No estoy
seguro de que la idea me guste, No esperaba que le gustase, pero dudo que le
sea más agradable la única alternativa que queda, Cuál es, Recuperar en este
mismo instante la casa que les pertenece, Pero, siendo así, Exacto, siendo así
nos iremos a vivir por ahí, No, eso ni pensarlo, intervino la mujer del primer
ciego, dejemos las cosas como están, a su tiempo ya veremos, Se me acaba de
ocurrir otra solución, dijo el escritor, Cuál es, preguntó el primer ciego, Que
sigamos viviendo aquí como huéspedes suyos, la casa es suficiente para todos,
No, dijo la mujer del primer ciego, seguiremos como hasta ahora, viviendo con
nuestra amiga, no necesito preguntarte si estás de acuerdo, añadió dirigiéndose
a la mujer del médico, Ni yo necesito responderte, Les quedo muy agradecido a
todos, dijo el escritor, la verdad es que siempre he pensado que en cualquier
momento vendría alguien a reclamarnos la casa, Contentarse con lo que uno va
teniendo es lo más natural cuando se está ciego, dijo la mujer del médico, Cómo
vivieron desde que empezó la epidemia, Salimos del internamiento hace tres
días, Ah, son de los que estuvieron en cuarentena, Sí, Fue duro, Eso sería
decir poco, Fue horrible, Usted es escritor, tiene, como dijo hace poco, obligación
de conocer las palabras, sabe que los adjetivos no sirven para nada, si una
persona mata a otra, por ejemplo, sería mejor enunciarlo así y confiar que el
horror del acto, por sí solo, fuese tan impactante que nos liberase de decir
que fue horrible, Quiere decir que tenemos palabras de más, Quiero decir que
tenemos sentimientos de menos, O los tenemos, pero dejamos de usar las palabras
que los expresan, Y, en consecuencia, los perdemos, Me gustaría que me
hablasen de cómo vivieron en la cuarentena, Por qué, Soy escritor, Sería
necesario haber estado allí, Un escritor es como otra persona cualquiera, no
puede saberlo todo, ni puede vivirlo todo, tiene que preguntar e imaginar, Un
día quizá le cuente cómo fue aquello, luego podrá escribir un libro, Estoy
escribiéndolo, Cómo, si está ciego, Los ciegos también pueden escribir, Quiere
decir que ha tenido tiempo de aprender el alfabeto braille, No conozco el
alfabeto braille, Entonces, cómo puede escribir, preguntó el primer ciego, Voy
a mostrárselo. Se levantó de la silla, salió, en un minuto regresó, llevaba en
la mano una hoja de papel y un bolígrafo, Es la última página completa que he
escrito, No la podemos ver, dijo la mujer del primer ciego,
Tampoco yo, dijo el escritor, Entonces, cómo puede escribir, preguntó la mujer
del médico, mirando la hoja de papel, donde, en la penumbra de la sala, se
distinguían las líneas muy apretadas, sobrepuestas en algunos puntos, Por el
tacto, respondió sonriendo el escritor, no es difícil, se coloca la hoja de
papel sobre una superficie un poco blanda, por ejemplo sobre otras hojas de
papel, después sólo es escribir, Pero, si no ve, dijo el primer ciego, El
bolígrafo es un buen instrumento de trabajo para escritores ciegos, no sirve
para darle a leer lo que haya escrito, pero sirve para saber dónde escribió,
basta con ir siguiendo con el dedo la depresión de la última línea escrita,
ir andando así hasta la arista de la hoja, calcular la distancia para la nueva
línea y continuar, es muy fácil, Noto que las líneas a veces se sobreponen,
dijo la mujer del médico, cogiéndole delicadamente de la mano la hoja de
papel, Cómo lo sabe, Yo veo, Ve, recuperó la vista, cómo, cuándo, preguntó el
escritor, nervioso, Supongo que soy la única persona que nunca la perdió, Y por
qué, qué explicación tiene para eso, No tengo ninguna explicación, probablemente
no la hay, Eso significa que ha visto todo lo que ha pasado, Vi lo que vi, no
tuve más remedio, Cuántas personas había en aquel lugar de la cuarentena, Cerca
de trescientas, Desde cuándo, Desde el principio, salimos sólo hace tres días,
como le he dicho, Creo que yo fui el primero en quedarme ciego, dijo el primer
ciego, Debió de ser horrible, Otra vez esa palabra, dijo la mujer del médico,
Perdone, de repente me parece ridículo todo lo que he estado escribiendo desde
que nos quedamos ciegos, mi familia y yo, De qué trata, De lo que hemos
sufrido, sobre nuestra vida, Cada uno debe hablar de lo que sabe, y lo que no
sepa, pregunta, Yo le pregunto a usted, Y yo le responderé, no sé cuándo, un
día. La mujer del médico tocó con la hoja de papel la mano del escritor, No le
importa mostrarme dónde trabaja, lo que está escribiendo, Al contrario, venga
conmigo, Nosotros también podemos ir, preguntó la mujer del primer ciego, La
casa es suya, dijo el escritor, yo aquí sólo estoy de paso. En el dormitorio
había una mesita y sobre ella una lámpara apagada. La luz turbia que entraba
por la ventana dejaba ver, a la izquierda, unas hojas en blanco, otras, a la
derecha, escritas, en el centro una estaba a medio escribir. Había dos bolígrafos
nuevos al lado de la lámpara. Aquí tienen, dijo el escritor. La mujer del
médico preguntó, Puedo, sin esperar la respuesta cogió las hojas en blanco,
serían unas veinte, pasó los ojos por aquella menuda caligrafía, por las líneas
que subían y bajaban, por las palabras inscritas en la blancura del papel,
grabadas en la ceguera, Estoy de paso, había dicho el escritor, y éstas eran
las señales qué iba dejando, al pasar. La mujer del médico le posó la mano en
el hombro, y él con sus dos manos la buscó, se la llevó lentamente a sus labios,
No se pierda, no se deje perder, dijo, y eran palabras inesperadas,
enigmáticas, no parecía que vinieran a cuento.
Cuando volvieron a casa, cargando alimentos suficientes
para tres días, la mujer del médico, intercalada con las excitadas explicaciones
del primer ciego y de su mujer, contó lo que había ocurrido. Y por la noche,
como tenía que ser, leyó para todos unas cuantas páginas de un libro que sacó
de la biblioteca. El tema del libro no le interesaba al niño estrábico, que se
quedó dormido al poco tiempo con la cabeza en el regazo de la chica de las
gafas oscuras y los pies sobre las piernas del viejo de la venda negra.
Pasados
dos días, el médico dijo, Me gustaría saber cómo está el consultorio, ahora no
servimos para nada ni él ni yo, pero puede que algún día volvamos a tener uso
de los ojos, los aparatos deben de estar allí, esperando, Vamos cuando quieras,
dijo la mujer, ahora mismo, Y podíamos aprovechar la salida para pasar por mi
casa, si no os importa, dijo la chica de las gafas oscuras, no es que crea que
hayan vuelto mis padres, es sólo por descargar la consciencia, Iremos también a
tu casa, dijo la mujer del médico. Nadie más se quiso unir a la expedición de
reconocimiento de los domicilios, el primer ciego y la mujer porque ya sabían
lo que iban a encontrar, el viejo de la venda negra también lo sabía, aunque no
por las mismas razones, y el niño estrábico porque seguía sin recordar el
nombre de la calle donde había vivido. El tiempo estaba claro, parecía que se
habían acabado las lluvias, y el sol, aunque pálido, empezaba a sentirse en la
piel, No sé cómo vamos a vivir si el calor aprieta, dijo el médico, toda esa
basura pudriéndose por ahí, los animales muertos, quizá también personas, debe
de haber gente muerta en las casas, lo malo es que no estemos organizados,
debería haber una organización en cada casa, en cada calle, en cada barrio, Un
gobierno, dijo la mujer, Una organización, el cuerpo también es un sistema
organizado, está vivo mientras se mantiene organizado, la muerte no es más que
el efecto de una desorganización, Y cómo podría organizarse una sociedad de
ciegos para que viva, Organizándose, organizarse ya es, en cierto modo, tener
ojos, Quizá tengas razón, pero la experiencia de esta ceguera sólo nos ha
traído muerte y miseria, mis ojos, como tu consultorio, no han servido para
nada, Gracias a tus ojos estamos vivos, dijo la chica de las gafas oscuras,
También lo estaríamos si yo estuviera ciega, el mundo está lleno de ciegos
vivos, Creo que vamos a morir todos, es cuestión de tiempo, Morir siempre es
una cuestión de tiempo, dijo el médico, Pero morir sólo porque se está ciego
debe de ser la peor manera de morir, Morimos de enfermedades, de accidentes,
de casualidades, Y ahora moriremos también porque estamos ciegos, quiero decir
que moriremos de ceguera y cáncer, de ceguera y tuberculosis, de ceguera y
sida, de ceguera e infarto, las enfermedades podrán ser diferentes de persona
a persona, pero lo que verdaderamente nos está matando ahora es la ceguera, No
somos inmortales, no podemos escapar a la muerte, pero al menos deberíamos no
ser ciegos, dijo la mujer del médico, Cómo, si esta ceguera es concreta y real,
dijo el médico, No tengo la certeza, dijo la mujer, Ni yo, dijo la chica de las
gafas oscuras.
No
tuvieron que forzar la puerta, la abrieron normalmente, la llave estaba en el
llavero personal del médico, las dejó en casa cuando fueron llevados a la
cuarentena. Aquí está la sala de espera, dijo la mujer del médico, La sala
donde yo estuve, dijo la chica de las gafas oscuras, el sueño continúa, pero no
sé qué sueño es, si el sueño de soñar que estuve aquel día soñando que estoy
aquí ciega, o el sueño de haber estado siempre ciega y venir soñando al
consultorio para curarme de una inflamación en los ojos en la que no había
ningún peligro de ceguera, La cuarentena no fue un sueño, dijo la mujer del
médico, Tampoco lo fue, no, como no lo fue la violación, Ni que yo apuñalara a
un hombre, Llévame al gabinete, podría llegar solo, pero llévame tú, dijo el
médico. La puerta estaba abierta. La mujer del médico dijo, Está todo revuelto,
papeles por el suelo, se han llevado los cajones del fichero, Serían los del
ministerio, para no perder tiempo buscando, Probablemente, Y los aparatos, Por
lo que se ve, parecen en orden, Menos mal, dijo el médico. Avanzó solo, con los
brazos extendidos, tocó la caja de las lentes, el oftalmoscopio, la mesa, posó
las manos en el cristal que la cubría, cubierto de polvo, después dijo, dirigiéndose
a la chica de las gafas oscuras, Comprendo lo que quieres decir cuando hablas
de vivir un sueño. Se sentó a la mesa con una sonrisa triste e irónica, como si
se dirigiera a alguien que estuviera allí, delante de él, Pues no, doctor, lo
siento mucho pero su caso no tiene remedio, si quiere que le dé un consejo,
acójase al dicho antiguo, tenían razón los que decían que la paciencia es
buena para la vista, No nos hagas sufrir, dijo la mujer, Perdona, perdona tú
también, estamos en el lugar donde antes se hacían los milagros, ahora ni
siquiera tengo las pruebas de mis poderes mágicos, se las llevaron todas, El
único milagro a nuestro alcance es seguir viviendo, dijo la mujer, amparar la
fragilidad de la vida un día tras otro, como si fuera ella la ciega, la que no
sabe a dónde ir, y quizá sea así, quizá realmente la vida no lo sepa, se
entregó a nuestras manos tras habernos hecho inteligentes, y a esto la hemos
traído, Hablas como si también tú estuvieses ciega, dijo la chica de las gafas
oscuras, En cierto modo, es verdad, estoy ciega de vuestra ceguera, tal vez
pudiese empezar a ver mejor si fuésemos más los que ven, Temo que seas como el
testigo que anda buscando el tribunal al que fue convocado no sabe por quién y
donde tendrá que declarar no sabe qué, dijo el médico, El tiempo se está
acabando, la podredumbre se amontona, las enfermedades encuentran puertas
abiertas, el agua se agota, la comida se ha convertido en veneno, sería ésta mi
primera declaración, dijo la mujer del médico, Y la segunda, preguntó la
chica de las gafas oscuras, Abramos los ojos, No podemos, estamos ciegos, dijo
el médico, Es una gran verdad eso de que el peor ciego es el que no quiere ver,
Pero yo quiero ver, dijo la chica de las gafas oscuras, No por eso vas a ver,
la única diferencia es que dejarías de ser la peor ciega, y, ahora, vámonos, no
hay más qué ver aquí, dijo el médico.
De camino a la casa de la chica de las gafas oscuras
atravesaron una gran plaza donde había grupos de ciegos escuchando los
discursos de otros ciegos, a primera vista ni unos ni otros parecían ciegos,
los que hablaban giraban la cara gesticulante hacia los que oían, los que oían
dirigían la cara atenta a los que hablaban. Se proclamaba allí el fin del
mundo, la salvación penitencial, la visión del séptimo día, el advenimiento
del ángel, la colisión cósmica, la extinción del sol, el espíritu de la tribu,
la savia de la mandrágora, el ungüento del tigre, la virtud del signo, la
disciplina del viento, el perfume de la luna, la reivindicación de la tiniebla,
el poder del conjuro, la marca del calcañar, la crucifixión de la rosa, la
pureza de la linfa, la sangre del gato negro, la dormición de la sombra, la
revuelta de las mareas, la lógica de la antropofagia, la castración sin dolor,
el tatuaje divino, la ceguera voluntaria, el pensamiento convexo, el cóncavo,
el plano, el vertical, el inclinado, el concentrado, el disperso, el huido, la
ablación de las cuerdas vocales, la muerte de la palabra, Aquí no hay nadie
que hable de organización, dijo la mujer del médico a su marido, Quizá la
organización esté en otra plaza, respondió él. Siguieron andando. Un poco más
allá dijo la mujer del médico, En el camino hay más muertos que de costumbre,
Es nuestra resistencia lo que está llegando al fin, se acaba el tiempo, se
agota el agua, proliferan las enfermedades, la comida se convierte en veneno,
lo dijiste tú antes, recordó el médico, Quién sabe si entre estos muertos no
estarán mis padres, dijo la chica de las gafas oscuras, y yo aquí, pasando a su
lado, y no los veo, Es una vieja costumbre de la humanidad ésa de pasar al lado
de los muertos y no verlos, dijo la mujer del médico.
La
calle donde vivía la chica de las gafas oscuras parecía aún más abandonada. En
la puerta de la casa estaba el cuerpo de una mujer. Muerta, medio comida por
los animales asilvestrados, menos mal que hoy el perro de las lágrimas no quiso
venir, hubiera sido necesario disuadirlo de meter el diente en esta carroña. Es
la vecina del primero, dijo la mujer del médico, Quién, dónde, preguntó el
marido, Aquí mismo, la vecina del primer piso, se nota el hedor, Pobre mujer,
dijo la chica de las gafas oscuras, por qué habrá salido a la calle, ella
nunca lo hacía, Tal vez se dio cuenta de que estaba llegando la muerte, quizá
no haya podido soportar la idea de quedarse sola en casa, pudriéndose, dijo el
médico. Ahora no podremos entrar, no tengo las llaves, Salvo que hayan vuelto
tus padres y estén esperándote, dijo el médico, No lo creo, Tienes razón al no
creerlo, dijo la mujer del médico, las llaves están aquí. En la concavidad de
la mano muerta, medio abierta, posada en el suelo, aparecían, brillantes,
luminosas, unas llaves. Tal vez sean las de ella, dijo la chica de las gafas oscuras,
No lo creo, no tenía ningún motivo para llevar sus llaves a donde pensaba morir,
Pero yo, ciega como estoy, no las podría ver, si fue ésa su idea, devolvérmelas,
para que pudiera entrar en casa, No sabemos qué pensamientos tuvo cuando
decidió traerse las llaves, quizá pensó que recuperarías la vista, quizá pensó
que hubo algo poco natural, demasiado fácil, en la manera de movernos cuando
estuvimos aquí, quizá me haya oído decir que la escalera estaba oscura, que
apenas se podía ver, o nada de eso, sólo delirio, demencia, como si, con la
razón perdida, le hubiera entrado la obsesión de entregarte las llaves, lo
único que sabemos es que la vida se le escapó al poner los pies fuera de casa.
La mujer del médico recogió las llaves, las entregó a la chica de las gafas
oscuras, luego preguntó, Y qué hacemos ahora, vamos a dejarla aquí, No podemos
enterrarla en la calle, no tenemos con qué levantar los adoquines, dijo el
médico, Atrás, en el huerto, Habría que subirla hasta el segundo, y luego
bajarla por la escalera de socorro, Es la única manera, Tendremos fuerzas para
tanto, preguntó la chica de las gafas oscuras, La cuestión no es si tendremos
fuerzas o si no las tendremos, la cuestión es si vamos a permitirnos dejar aquí
a esta mujer, Eso, no, dijo el médico, Entonces habrá que sacar fuerzas de
flaqueza. Realmente, las sacaron, pero fue un esfuerzo horroroso subir el
cadáver por las escaleras, y no por lo que pesaba, ya poco de natural, y ahora
aún menos después de lo que de él se habían beneficiado los perros y los
gatos, sino porque el cuerpo estaba rígido, inflexible, costaba darle la vuelta
en las curvas de la estrecha escalera, en una ascensión tan corta tuvieron que
descansar cuatro veces. Ni el ruido, ni las voces, ni el olor a descomposición
hicieron aparecer en los rellanos a los otros moradores de la casa, Tal como
pensaba, mis padres no están aquí, dijo la chica de las gafas oscuras. Cuando
al fin llegaron a la puerta, estaban agotados, y tenían aún que atravesar la
casa hacia la parte trasera, bajar la escalera de socorro, pero allí, con ayuda
de los santos, que siendo cuesta abajo acuden todos, la carga se llevó mejor,
podían dar con facilidad la vuelta en los rellanos al ser la escalera a cielo
abierto, sólo hubo que tener cuidado en que no se les fuera de las manos el
cuerpo de la pobre criatura, la caída lo dejaría sin remedio, por no hablar de
los dolores, que después de la muerte son peores.
El
patio trasero estaba como una selva jamás explorada, las últimas lluvias
hicieron crecer abundantemente la hierba y las plantas bravas que trae el viento,
no faltará comida fresca a los conejos que andaban saltando por allí, las
gallinas se gobiernan incluso en régimen de sequía. Estaban sentados en el
suelo, jadeantes, el esfuerzo los había dejado baldados, al lado el cadáver
descansaba con ellos, protegido por la mujer del médico, que ahuyentaba a las
gallinas y a los conejos, éstos sólo curiosos, con la nariz temblándoles, ellas
ya con el pico en bayoneta, dispuestas a todo. Dijo la mujer del médico, Antes
de salir a la calle se acordó de abrir la puerta de la conejera, no quiso que
los animales murieran de hambre, Bien cierto es que lo difícil no es vivir con
las personas, lo difícil es comprenderlas, dijo el médico. La chica de las
gafas oscuras se estaba limpiando las manos sucias con un puñado de hierbas que
había arrancado, la culpa era suya, agarró el cadáver por donde no debía, eso
pasa por andar sin ojos. Dijo el médico, Lo que necesitamos ahora es un azadón,
o una pala, aquí se puede observar cómo el auténtico eterno retorno es el de
las palabras, ahora regresan éstas, dichas por las mismas razones, primero fue
el hombre que robó el automóvil, ahora va a ser la vieja que restituyó las
llaves, después de enterrados no se notarán las diferencias, salvo si alguna
memoria las ha guardado. La mujer del médico subió a la casa de la chica de las
gafas oscuras a por una sábana limpia, tuvo que elegir entre las que se
encontraban menos sucias, cuando bajó estaban de banquete las gallinas, los conejos
sólo mordisqueaban la hierba fresca. Cubierto y envuelto el cadáver, la mujer
fue a buscar la pala o el azadón. Encontró ambas cosas en un cobertizo donde
también había otras herramientas. Yo me ocupo de esto, dijo, la tierra está
húmeda, se cava bien, vosotros descansad. Escogió un sitio en el que no había
raíces de esas que hay que cortar con golpes sucesivos de azadón, que nadie
piense que es tarea fácil, las raíces tienen sus mañas, saben aprovechar la
blandura de la tierra para esquivar el golpe y amortiguar el efecto mortífero
de la guillotina. Ni la mujer del médico, ni el marido, ni la chica de las
gafas oscuras, ella por estar entregada a su trabajo, ellos porque de nada les
servían los ojos, se dieron cuenta de la aparición de los ciegos en los balcones
circundantes, no muchos, no en todos, debía de haberlos atraído el ruido del
azadón, que es inevitable hasta estando la tierra blanda, sin olvidar que hay
siempre una piedrecilla escondida que responde con sonoridad al golpe. Eran
hombres y mujeres que parecían fluidos como espectros, podían ser fantasmas
asistiendo por curiosidad a un entierro, sólo para recordar cómo había sido en
su caso. La mujer del médico los vio, al fin, cuando, terminada la tumba,
aplomó los riñones doloridos y se llevó el brazo a la frente para secar el
sudor. Entonces, urgida por un impulso irresistible, sin haberlo pensado antes,
gritó para aquellos ciegos y para todos los ciegos del mundo, Resurgirá,
repárese en que no dijo Resucitará, el caso no era para tanto, aunque el
diccionario esté ahí para afirmar, prometer o insinuar que se trata de
perfectos y exactos sinónimos. Los ciegos se asustaron y se metieron en sus casas,
no entendían por qué fue dicha tal palabra, además no estaban preparados para
una revelación así, se veía que no frecuentaban la plaza de las anunciaciones
mágicas, a cuya relación, para quedar completa, sólo faltaba añadir la cabeza
de la mantis y el suicidio del alacrán. El médico preguntó, Por qué has dicho
resurgirá, para quién hablabas, Para unos ciegos que aparecieron en los
balcones, me asusté y debo de haberles asustado, Y por qué esa palabra, No lo
sé, apareció en mi cabeza y la dije, Sólo te faltaba ir a predicar a la plaza
por donde pasamos, Sí, un sermón sobre el diente de conejo y el pico de
gallina, ven a ayudarme ahora, por aquí, eso es, cógele los pies, yo la levanto
por este lado, cuidado, no te vayas a caer dentro de la fosa, eso es, así,
bájala lentamente, más, más, he hecho la fosa un poco honda por las gallinas,
cuando se ponen a escarbar nunca se sabe adónde pueden llegar, ya está. Se
sirvió de la pala para llenar la fosa de tierra, la apretó bien, compuso el
montículo que siempre sobra de la tierra que ha vuelto a la tierra, como si
nunca hubiera hecho otra cosa en su vida. Finalmente, arrancó una rama del
rosal que crecía en un extremo del patio y la plantó en la base de la
sepultura, del lado de la cabeza. Resurgirá, preguntó la chica de las gafas
oscuras, Ella no, respondió la mujer del médico, más necesidad tendrían los que
están vivos de resurgir de sí mismos, y no lo hacen, Estamos ya medio muertos,
respondió el médico, Todavía estamos medio vivos, contestó la mujer. Guardó en
el alpendre la pala y el azadón, echó un vistazo al patio trasero para
asegurarse de que todo estaba en orden, Qué orden, se preguntó a sí misma, y a
sí misma se dio respuesta, El orden que quiere a los muertos en su lugar de
muertos y a los vivos en su lugar de vivos, mientras gallinas y conejos
alimentan a unos y se alimentan de otros, Me gustaría dejarles una señal, una
advertencia cualquiera a mis padres, dijo la chica de las gafas oscuras, sólo
para que sepan que estoy viva, No quiero matar tus ilusiones, dijo el médico,
pero primero tendrían que encontrar la casa, y eso es poco probable, piensa que
nunca habríamos conseguido llegar aquí si no tuviéramos a alguien que nos guíe,
Tiene razón, ni siquiera sé si están aún vivos, pero si no les dejo una señal,
cualquier cosa, me sentiré como si los hubiera abandonado, Qué puede ser,
preguntó la mujer del médico, Algo que ellos puedan reconocer por el tacto,
dijo la chica de las gafas oscuras, lo malo es que ya no llevo nada de los
otros tiempos en el cuerpo. La mujer del médico la miraba, estaba sentada en el
primer peldaño de la escalera de socorro, con las manos abandonadas en las
rodillas, angustiado su hermoso rostro, el pelo suelto sobre los hombros, Ya sé
qué señal puedes dejarles, dijo. Subió rápidamente la escalera, entró de
nuevo en la casa y regresó con unas tijeras y un pedazo de cordel, Qué idea es
la tuya, preguntó la chica de las gafas oscuras, inquieta, al sentir el rechinar
de las tijeras cortándole el cabello, Si tus padres vuelven, encontrarán
colgado del tirador de la puerta un mechón de pelo, de quién iba a ser sino de
su hija, preguntó la mujer del médico, Me vas a hacer llorar, dijo la chica de las
gafas oscuras, e inmediatamente rompió en lágrimas, con la cabeza caída sobre
los brazos cruzados en las rodillas fue desahogando su pena, la añoranza, la
conmoción por la ocurrencia de la mujer del médico, luego se dio cuenta, sin
saber por qué caminos del sentimiento había llegado hasta allí, de que también
lloraba por la vieja del primero, la comedora de carne cruda, la bruja
horrible, la que con su mano muerta le había restituido las llaves de su casa.
Y entonces la mujer del médico dijo, Qué tiempos éstos, vemos cómo se invierte
el orden de las cosas, un símbolo que casi siempre fue de muerte se convierte
en señal de vida, Hay manos capaces de ésos y de mayores prodigios, dijo el
médico, La necesidad puede mucho, querido, dijo la mujer, y basta ya de
filosofías y de taumaturgias, démonos la mano y vamos a la vida. Fue la propia
chica de las gafas oscuras quien colgó del tirador de la puerta el mechón de
cabellos, Crees que mis padres se darán cuenta, preguntó, El tirador de la
puerta es la mano tendida de una casa, respondió la mujer del médico, y con
esta frase de efecto podríamos decir que dieron por terminada la visita.
Aquella
noche hubo de nuevo lectura y audición, no tenían otra manera de distraerse,
lástima que el médico no fuese, por ejemplo, violinista aficionado, qué dulces
serenatas podrían oírse entonces en este quinto piso, los vecinos dirían
envidiosos, A ésos, o les va bien en la vida o son unos inconscientes que creen
huir de su desgracia riéndose de la desgracia de los demás. Ahora no hay más
música que la de las palabras, y ésas, sobre todo las que están en los libros,
son discretas, aunque la curiosidad trajera a alguien a escuchar tras la puerta
de la casa, no oiría más que un murmullo solitario, ese largo hilo de sonido
que podrá prolongarse infinitamente, porque los libros del mundo, todos
juntos, son como dicen que es el universo, infinitos. Cuando acabó la lectura,
avanzada la noche, el viejo de la venda negra dijo, A esto estamos reducidos, a
oír leer, Yo no me quejo, podría estar siempre así, dijo la chica de las gafas
oscuras, Tampoco me quejo yo, digo que sólo servimos para esto, para oír leer
la historia de una humanidad que existió antes que nosotros, aprovechamos la
suerte de tener unos ojos lúcidos, los últimos que quedan, si un día estos
ojos se apagan, y no quiero ni pensarlo, entonces el hilo que nos une a esa
humanidad se romperá, será como si estuviésemos apartándonos los unos de los
otros en el espacio, para siempre, tan ciegos ellos como nosotros, Mientras
pueda, dijo la chica de las gafas oscuras, mantendré la esperanza, la esperanza
de encontrar a mis padres, la esperanza de que aparezca la madre de este niño,
Has olvidado la esperanza de todos, Cuál, La esperanza de recuperar
la vista, Hay esperanzas que es locura alimentar, Pues os digo que si no fuera
por ellas, ya habría desistido de la vida, Dame un ejemplo, Volver
a ver, Ése ya lo conocemos, dame otro, No lo doy, Por qué, No te
importa, Cómo sabes que no me importa, qué sabes de mí para
decidir por tu cuenta lo que a mí me importa o no, No te
enfades, no tuve intención de molestarte, Los hombres son
todos iguales, piensan que con haber nacido de barriga de mujer, ya lo
saben todo de las mujeres, Yo de mujeres sé
poco, de ti, nada, y en cuanto al hombre,
para mí, tal como van las cosas, ahora
soy un viejo, y tuerto además de ciego, No tienes nada más que decir contra ti, Mucho más, no
puedes ni imaginar la lista negra de
mis autorecriminaciones y cómo crece
a medida que los años van pasando, joven soy yo, y ya voy bien servida, Aún no has hecho nada verdaderamente malo, Cómo puedes saberlo si nunca
has vivido conmigo, Sí, nunca he
vivido contigo, Por qué repites en
ese tono mis palabras, Qué tono, Ése, Sólo he dicho que nunca he vivido
contigo, El tono, el tono, no finjas que no
me entiendes, No insistas, te lo ruego,
Insisto, necesito saberlo, Volvamos a las esperanzas, Pues volvamos, El
otro ejemplo de esperanza que me negué a dar
era ése, Ese, cuál, La última autorecriminación de mi lista, Explícate, por favor, no entiendo de galimatías, El monstruoso deseo de que no
recuperemos la vista, Por qué, Para seguir viviendo así, Quieres decir todos
juntos, o tú conmigo, No me obligues a responder, Si fueses sólo un hombre podrías esquivar la respuesta, como hacen todos, pero tú mismo acabas
de decir que eres un viejo, y un
viejo, si haber vivido tanto sirve de
algo, no debería volverle la cara a la verdad, responde, Yo contigo, Y por qué quieres vivir
conmigo, Esperas que te lo diga
delante de todos, Cosas más sucias,
más feas, más repugnantes hemos hecho unos ante los otros, seguro que no será peor lo que tienes que decirme, Sea, si
lo quieres, porque al hombre que aún soy le gusta la mujer que tú eres, Tanto te ha costado hacer una declaración de amor, A mi edad uno tiene miedo
al ridículo, No ha sido ridículo, Olvidemos esto, por favor, No tengo
intención de olvidar ni dejarte que olvides,
Es un disparate, me has obligado a hablar, y ahora, Y ahora me toca a mí, No digas nada de lo que puedas arrepentirte, recuerda lo de la lista
negra, Si yo soy sincera hoy, qué importa que mañana tenga que arrepentirme, Cállate, Tú quieres vivir conmigo, y
yo quiero vivir contigo, Estás loca,
Viviremos juntos aquí, como un
matrimonio, y juntos seguiremos viviendo si tenemos que separarnos de nuestros amigos, dos ciegos pueden ver más que uno, Es una locura, tú no me
quieres, Qué es eso de querer, yo
nunca quise a nadie, sólo me acosté
con hombres, Estás dándome la razón,
No. lo estoy, Has hablado de
sinceridad, respóndeme sinceramente
si es verdad que me quieres, Te quiero lo suficiente como para querer
estar contigo, y esto es la primera vez que
se lo digo a alguien, Tampoco me lo dirías a mí si me hubieras encontrado antes, un hombre viejo, medio calvo, el pelo que le queda blanco, con una
venda en un ojo y una catarata en el
otro, No lo diría la mujer que
entonces era, lo reconozco, quien lo ha dicho es la mujer que ahora soy,
Veremos entonces qué va a decir la mujer que serás mañana, Me pones a
prueba, Qué idea, quien soy yo para ponerte a prueba, la vida es quien decide estas cosas, Una la ha decidido ya.
Tuvieron
esta conversación cara a cara, los ojos ciegos de uno clavados en los ojos
ciegos del otro, los rostros encendidos y vehementes, y cuando, por haberlo dicho
uno de ellos y por quererlo los dos, concordaron en que la vida había decidido
que vivieran juntos, la chica de las gafas oscuras tendió las manos, simplemente
para darlas, no para saber por dónde iba, tocó las manos del viejo de la venda
negra, que la atrajo suavemente hacia sí, y se quedaron sentados los dos,
juntos, no era la primera vez, claro está, pero ahora habían sido dichas las
palabras de recibimiento. Ninguno de los otros hizo comentarios, ninguno dio la
enhorabuena, ninguno expresó votos de felicidad eterna, los tiempos, en
verdad, no están para festejos e ilusiones, y cuando las decisiones son tan
graves como parece haber sido ésta, nada tendría de sorprendente que alguien
hubiera pensado que hay que ser ciego para comportarse de este modo, el
silencio es el mejor aplauso. Lo que la mujer del médico hizo fue extender en
el corredor unos cuantos cojines de sofá, suficientes para improvisar
cómodamente una cama, después condujo allí al niño estrábico, y le dijo, A
partir de hoy dormirás aquí. En cuanto a lo que ocurrió en la sala, todo indica
que en esta primera noche habrá quedado finalmente aclarado el caso de la mano
misteriosa que le lavó la espalda al viejo de la venda negra aquella mañana en
que corrieron tantas aguas, todas ellas lustrales.
Al día siguiente, acostados aún, la mujer del médico le
dijo al marido, Tenemos poca comida en casa, va a ser necesario dar una vuelta
por el almacén subterráneo del supermercado, aquel donde estuve el primer día,
si hasta ahora no ha dado nadie con él, podremos abastecernos para una o dos
semanas, Voy contigo, y decimos a uno o dos de ellos que vengan también,
Prefiero que seamos sólo nosotros, es más fácil, no habrá tanto peligro de
perdernos, Hasta cuándo aguantarás la carga de seis personas que no se pueden
valer, Aguantaré mientras pueda, pero la verdad es que ya me flaquean las
fuerzas, a veces me sorprendo deseando ser ciega también para ser igual que
los otros, para no tener más obligaciones que los demás, Nos hemos habituado a
depender de ti, si nos faltases sería como si una segunda ceguera nos hubiera
alcanzado, gracias a los ojos que tienes conseguimos ser un poco menos ciegos,
Llegaré hasta donde sea capaz, no puedo prometer más, Un día, cuando
comprendamos que nada bueno y útil podemos hacer por el mundo, deberíamos tener
el valor de salir simplemente de la vida, como él dijo, Él, quién, El
afortunado de ayer, Tengo la seguridad de que hoy no lo diría, no hay nada
mejor para cambiar de opinión que una sólida esperanza, Él la tiene ya, ojalá
le dure, Hay en tu voz un tono que parece de contrariedad, Contrariedad, por
qué, Como si se hubiesen llevado algo que te pertenece, Te refieres a lo que
ocurrió con esa chica cuando estábamos en aquel lugar horrible, Sí, Recuerda
que fue ella quien vino a buscarme, La memoria te engaña, fuiste tú quien la
buscó, Estás segura, No estaba ciega, Pues yo juraría que, Jurarías en falso,
Es extraño cómo puede la memoria engañarnos así, En este caso es fácil de
comprender, nos pertenece más lo que vino a ofrecerse a nosotros que aquello
que tuvimos que conquistar, Ni ella me buscó después, ni yo la busqué más,
Queriendo, pueden encontrarse en la memoria, para eso sirve, Tienes celos, No,
no tengo celos, ni siquiera los tuve entonces, lo que sentí fue pena, por ella
y por ti, y también por mí, porque no podía ayudaros, Cómo estamos de agua,
Mal. Después de la menos que frugal refección de la mañana, amenizada por
algunas alusiones discretas y sonrientes a los acontecimientos de la noche
pasada, convenientemente vigiladas las palabras por el recato debido a la
presencia de un menor, vano cuidado éste, si recordamos las escandalosas
escenas de que fue testigo presencial en la cuarentena, salieron para el
trabajo el médico y su mujer, acompañados esta vez por el perro de las
lágrimas, que no quiso quedarse en casa.
El
aspecto de las calles empeoraba cada hora que iba pasando. La basura parecía
multiplicarse durante la noche, era como si desde el exterior de algún país
desconocido, donde todavía hubiera vida normal, viniesen sigilosamente a
vaciar aquí sus contenedores, si no fuese porque estamos en tierra de ciegos,
veríamos avanzar por esta blanca oscuridad los carros y los camiones fantasmas
cargados de detritus, sobras, desechos, depósitos químicos, cenizas, aceites
quemados, huesos, botellas, vísceras, pilas cansadas, plásticos, montañas de
papel, lo que no traen son restos de comida, ni siquiera unas mondas de fruta
con las que podríamos engañar el hambre, mientras esperamos esos días mejores
que siempre están por llegar. La mañana está en sus comienzos, pero se siente
el calor. El hedor que desprende el inmenso basurero es como una nube de gas
tóxico. No tardarán en aparecer por ahí unas cuantas epidemias, volvió a decir
el médico, no escapará nadie, estamos completamente indefensos, Como dice el
refrán, por una parte nos llueve, por otra nos hace viento, dijo la mujer, Ni
siquiera eso, la lluvia nos ayudaría a matar la sed, y el viento aliviaría los
hedores, al menos en parte. El perro de las lágrimas anda olfateando inquieto,
se detuvo a hacer pesquisas en un montón de basura, seguro de que en el fondo
se encontraba oculta alguna golosina superior que ahora no consigue encontrar,
si estuviera solo, se quedaría aquí, pero la mujer que lloró va ya delante, su
deber es ir tras ella, nunca se sabe si no va a tener que enjugar otras
lágrimas. Es difícil andar. En algunas calles, sobre todo en las más
inclinadas, el caudal de agua de lluvia, transformada en torrente, lanzó coches
contra coches, o contra las casas, derribando puertas, rompiendo escaparates,
el suelo está cubierto de pedazos de vidrio grueso. Aprisionado entre dos
coches se pudre el cuerpo de un hombre. La mujer del médico desvía los ojos. El
perro de las lágrimas se aproxima, pero la muerte lo intimida, da dos pasos, de
súbito se le encrespó el pelo, un aullido lacerante salió de su garganta, lo
malo de este perro es que se ha aproximado tanto a los humanos que va a acabar
sufriendo como ellos. Atravesaron una plaza donde había grupos de ciegos que
se entretenían oyendo los discursos de otros ciegos, a primera vista ni unos
ni otros parecían ciegos, los que hablaban giraban la cara gesticulante hacia
los que oían, los que oían dirigían la cara atenta a los que hablaban. Se
proclamaban allí los principios de los grandes sistemas organizados, la
propiedad privada, el librecambio, el mercado, la bolsa, las tasas fiscales,
los réditos, la apropiación, la desapropiación, la producción, la distribución,
el consumo, el abastecimiento y desabastecimiento, la riqueza y la pobreza, la
comunicación, la represión y la delincuencia, las loterías, las instituciones
carcelarias, el código penal, el código civil, el régimen de carreteras, el
diccionario, el listín de teléfonos, las redes de prostitución, las fábricas de
material de guerra, las fuerzas armadas, los cementerios, la policía, el
contrabando, las drogas, los tráficos ilícitos permitidos, la investigación
farmacéutica, el juego, el precio de los tratamientos médicos y de los
servicios funerarios, la justicia, los créditos, los partidos políticos, las
elecciones, los parlamentos, los gobiernos, el pensamiento convexo, el cóncavo,
el plano, el vertical, el inclinado, el concentrado, el disperso, el huido, la
ablación de las cuerdas vocales, la muerte de la palabra. Aquí se habla de
organización, dijo la mujer del médico al marido, Ya me he dado cuenta,
respondió él, y se calló. Siguieron andando, la mujer del médico consultó un
plano de la ciudad que había en una esquina, como un antiguo crucero en una
encrucijada. Estaban muy cerca del supermercado, en alguno de estos sitios se
había dejado caer, llorando, aquel día en el que se vio perdida, grotescamente
derrengada por el peso de las bolsas de plástico afortunadamente llenas, la
ayudó un perro que vino a consolar su desconcierto y su angustia, el mismo que
viene aquí enseñando los dientes a las jaurías que se acercan demasiado, como
si estuviese advirtiéndoles, A mí no me engañan ustedes, lárguense de aquí. Una
calle a la izquierda, otra a la derecha, y aparece la puerta del supermercado.
Sólo la puerta, es decir, está la puerta, está el edificio todo, pero lo que no
se ve es gente entrando y saliendo, aquel hormiguero de personas que a todas
horas encontramos en estos establecimientos que viven del concurso de grandes
multitudes. La mujer del médico temió lo peor, y le dijo al marido, Hemos
llegado demasiado tarde, ya no deben de quedar ahí dentro ni unas migajas de
galleta, Por qué dices eso, No veo entrar y salir a nadie, Puede que no hayan
descubierto el sótano, Ésa es mi esperanza. Estaban parados en la acera,
enfrente del supermercado mientras cambiaban estas frases. A su lado, como si
estuviesen esperando que se encendiese en el semáforo la luz verde, había tres
ciegos. La mujer del médico no se fijó en la cara que pusieron, de sorpresa
inquieta, de una especie de confuso temor, no vio que la boca de uno de ellos se abrió
para hablar y luego se cerró, no notó el rápido encogerse de hombros, Lo verás
por ti misma, se supone que habrá pensado este ciego. Ya en medio de la calle,
atravesándola, la mujer del médico y el marido no pudieron oír la observación
del segundo ciego, Por qué habrá dicho ella que no veía, que no veía entrar ni
salir a nadie, y la respuesta del tercer ciego, Son maneras de hablar, hace un
rato, cuando tropecé, tú me preguntaste si no veía dónde ponía los pies, es lo
mismo, todavía no hemos perdido la costumbre de ver, Dios mío, cuántas veces
hemos dicho eso ya, exclamó el primer ciego.
La claridad del día iluminaba hasta el fondo el amplio
espacio del supermercado. Casi todos los exhibidores estaban derribados, no
había más que basura, cristales rotos, embalajes vacíos, Es curioso, dijo la
mujer del médico, incluso no habiendo aquí nada de comida, me sorprende que no
haya gente viviendo. El médico dijo, Realmente, no parece normal. El perro de
las lágrimas soltó un aullido en tono muy bajo. De nuevo tenía el pelo erizado.
Dijo la mujer del médico, Hay aquí un olor, Siempre huele mal, dijo el marido,
No es eso, es otro olor, a podrido, Algún cadáver que esté por ahí, No veo
ninguno, Entonces será una impresión tuya. El perro volvió a gemir. Qué le
pasa al perro, preguntó el médico, Está nervioso, Qué hacemos, Vamos a ver, si
hay algún cadáver pasamos de largo, a estas alturas los muertos ya no nos
asustan, Para mí es más fácil, no los veo. Atravesaron el supermercado hasta
la puerta que daba acceso al corredor por donde se llegaba al almacén del
sótano. El perro de las lágrimas los siguió, pero se detenía de vez en cuando,
gruñía llamándolos, luego el deber le obligaba a seguir andando. Cuando la
mujer del médico abrió la puerta, el olor se hizo más intenso, Realmente huele
muy mal, dijo el marido, Quédate tú aquí, vuelvo en seguida. Avanzó por el
corredor, cada vez más oscuro, y el perro de las lágrimas la siguió como si lo
llevasen a rastras. Saturado del hedor a putrefacción, el aire parecía pastoso.
A medio camino, la mujer del médico vomitó. Qué habrá pasado aquí, pensó entre
dos arcadas, y murmuró luego, una y otra vez, estas palabras mientras se iba
aproximando a la puerta metálica que daba al sótano. Confundida por la náusea,
no había notado que en el fondo se percibía una claridad difusa, muy leve.
Ahora sabía lo que era aquello. Pequeñas llamas palpitaban en los intersticios
de las dos puertas, la de la escalera y la del montacargas. Un nuevo vómito le
retorció el estómago, fue tan violento que la tiró al suelo. El perro de las
lágrimas aulló largamente, con un aullido que parecía no acabar jamás, un lamento
que resonó en el corredor como la última voz de los muertos que se encontraban
en el sótano. El médico la oyó vomitar, las arcadas, la tos, corrió como pudo,
tropezó y cayó, se levantó y cayó, al fin apretó un brazo de la mujer, Qué ha
pasado, preguntó, trémulo, ella sólo decía, Llévame de aquí, llévame de aquí,
por favor, por primera vez desde que le afectó la ceguera era él quien guiaba a
la mujer, la guiaba sin saber hacia dónde, hacia cualquier lugar lejos de estas
puertas, de las llamas que él no podía ver. Cuando salieron del corredor, los
nervios de ella se desataron de golpe, el llanto se convirtió en convulsión, no
hay manera de enjugar lágrimas como éstas, sólo el tiempo y la fatiga las
podrán reducir, por eso el perro no se acercó, sólo buscaba una mano para
lamerla. Qué ha pasado, volvió a preguntar el médico, qué has visto, Están
muertos, consiguió decir entre sollozos, Quiénes están muertos, Ellos, y no
pudo continuar, Cálmate, me lo contarás cuando puedas. Unos minutos después,
ella dijo, Están muertos, Has visto algo, abriste la puerta, preguntó el
marido, No, sólo vi que había fuegos fatuos agarrados a las rendijas, estaban
allí agarrados y danzaban, no se soltaban, Hidrógeno fosforado resultante de la
descomposición, Imagino que sí, Qué habrá ocurrido, Seguro que dieron con el
sótano, se precipitaron escaleras abajo en busca de comida, era muy fácil
resbalar y caer en aquellos escalones, y si cayó uno cayeron todos,
probablemente ni consiguieron llegar a donde querían, o si lo consiguieron,
con la escalera obstruida no consiguieron volver, Pero tú dijiste que la puerta
estaba cerrada, La cerraron seguramente los otros ciegos y convirtieron el
sótano en un inmenso sepulcro, y yo tengo la culpa de lo que ocurrió, cuando
salí de aquí corriendo con las bolsas sospecharon que se trataba de comida y
fueron a buscarla, En cierto modo, todo cuanto comemos es robado de la boca de
los otros, y, si les robamos demasiado acabamos causando su muerte, en el
fondo, todos somos más o menos asesinos, Flaco consuelo, Lo que no quiero es
que empieces a cargarte tú misma con culpas imaginarias cuando ya apenas puedes
soportar la responsabilidad de sostener seis bocas concretas e inútiles, Sin
tu boca inútil, cómo podría vivir, Continuarías viviendo para sustentar a las
otras cinco que nos esperan, La cuestión es por cuánto tiempo, No será mucho
más, cuando se acabe todo, tendremos que ir por esos campos en busca de comida,
recogeremos todos los frutos de los árboles, mataremos todos los animales a los
que podamos echar mano, si es que antes no empiezan a devorarnos aquí los
perros y los gatos. El perro de las lágrimas no se manifestó, la cosa no iba
con él, de algo le servía el haberse convertido en los últimos tiempos en el
perro de lágrimas.
La mujer del médico apenas
podía arrastrar los pies. La conmoción la había dejado sin fuerzas. Cuando salieron del supermercado, ella, desfallecida, él,
ciego, nadie podría decir cuál de los dos amparaba al otro. Quizá a causa de la
intensidad de la luz le dio un vértigo, pensó que iba a perder la vista, pero
no se asustó, era sólo un desmayo. No llegó a caer ni a perder completamente
el sentido. Necesitaba acostarse, cerrar los ojos, respirar pausadamente, si
pudiera estar unos minutos tranquila, quieta, seguramente le volverían las
fuerzas, y era necesario que volvieran, las bolsas de plástico seguían vacías.
No quería acostarse sobre la inmundicia de la acera, volver al supermercado,
eso ni muerta. Miró alrededor. Al otro lado de la calle, un poco más allá,
había una iglesia. Habría gente dentro, como en todas partes, pero sería un
buen sitio para descansar, al menos antes era así. Le dijo al marido, Tengo que
recuperar fuerzas, llévame allí, Allí dónde, Perdona, sosténme un poco, es ahí
mismo, ya te iré indicando, Qué es, Una iglesia, si me pudiera tumbar un poco,
quedaría como nueva, Vamos allá. Se entraba en el templo por seis escalones,
seis escalones que la mujer del médico los superó con gran dificultad, tanto
más que tenía también que guiar al marido. Las puertas estaban abiertas de par
en par, suerte tuvieron de eso, una antepuerta, una mampara de las más
sencillas, sería en esta ocasión un obstáculo difícil de superar. El perro de
las lágrimas se detuvo indeciso en el umbral. Y es que, pese a la libertad de
movimientos de que han gozado los perros en los últimos meses, se mantenía
genéticamente incorporada en el cerebro de todos ellos la prohibición que un
día, en remotos tiempos, cayó sobre la especie, la prohibición de entrar en las
iglesias, probablemente la culpa la tuvo
aquel otro código genético que les ordena marcar el terreno dondequiera que
lleguen. De nada sirvieron los buenos y leales servicios prestados por los
antepasados de este perro de las lágrimas, cuando lamían asquerosas llagas de
santos antes de que como tales hubieran sido declarados y aprobados,
misericordia, ésta, de las más desinteresadas, porque bien sabemos que no
consigue cualquier mendigo ascender a la santidad por muchas llagas que pueda
tener en el cuerpo, y también en el alma, lugar a donde no llega la lengua de
los perros. Se atrevió ahora éste a penetrar en el sagrado recinto, la puerta
estaba abierta, portero no había, y, razón sobre todas fuerte, la mujer de las
lágrimas ha entrado, ni sé cómo puede arrastrarse, va murmurándole al marido
sólo una palabra, Sosténme, la iglesia está llena, casi no hay un palmo de
suelo libre, en verdad se podría decir que no hay aquí una piedra donde
descansar la cabeza, una vez más fue una suerte que estuviera a su lado el
perro de las lágrimas, con dos gruñidos y dos embestidas, todo sin maldad,
abrió un espacio donde pudo dejarse caer la mujer del médico rindiendo el
cuerpo al desmayo, cerrados al fin por completo los ojos. El marido le tomó el
pulso, está firme y regular, sólo un poco leve, después hizo un esfuerzo para
levantarla, no es buena esta posición, hay que procurar que vuelva la sangre
rápidamente al cerebro, aumentar la irrigación cerebral, lo mejor sería
sentarla, ponerle la cabeza entre las rodillas, y confiar en la naturaleza y en
la fuerza de la gravedad. Al fin, después de algunos esfuerzos fallidos, la
pudo levantar. Pasados unos minutos, la mujer del médico suspiró profundamente,
se movió un poquito, casi nada, empezaba a volver en sí. No te levantes aún, le dijo el marido, quédate un poco
más con la cabeza baja, pero ella se sentía bien, no había señal de vértigo,
los ojos entreveían las losas del suelo, que el perro de las lágrimas, gracias
a los tres enérgicos revolcones que dio antes de acostarse él mismo, había
dejado aceptablemente limpias. Levantó la cabeza hacia las esbeltas columnas,
hacia las altas bóvedas, para comprobar la seguridad y la estabilidad de la
circulación sanguínea, luego dijo, Ya estoy bien, pero en aquel mismo instante
pensó que se había vuelto loca, o que, desaparecido el vértigo, sufría ahora
alucinaciones, no podía ser verdad aquello que los ojos le mostraban, aquel
hombre clavado en la cruz con una venda blanca cubriéndole los ojos, y, al lado
una mujer con el corazón traspasado por siete espadas y con los ojos también
tapados por una venda blanca, y no eran sólo este hombre y esta mujer los que
así estaban, todas las imágenes de la iglesia tenían los ojos vendados, las
esculturas con un paño blanco atado alrededor de la cabeza, y los cuadros con
una gruesa pincelada de pintura blanca, y más allá estaba una mujer enseñando a
su hija a leer, y las dos tenían los ojos tapados, y un hombre con un libro
abierto donde se sentaba un niño pequeño, y los dos tenían los ojos tapados, y
un viejo de larga barba, con tres llaves en la mano, y tenía los ojos tapados,
y otro hombre con el cuerpo acribillado de flechas, y tenía los ojos tapados,
y una mujer con una lámpara encendida, y tenía los ojos tapados, y un hombre
con heridas en las manos y en los pies y en el pecho, y tenía los ojos
tapados, y otro hombre con un león, y los dos tenían los ojos tapados, y otro
hombre con un cordero, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con un
águila, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con una lanza
dominando a un hombre caído, con cornamenta el caído y con pies de cabra, y los
dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con una balanza, y tenía los ojos
tapados, y un viejo calvo sosteniendo un lirio blanco, y tenía los ojos
tapados, y otro viejo apoyado en una espada desenvainada, y tenía los ojos
tapados, y una mujer con una paloma, y tenían las dos los ojos tapados, y un
hombre con dos cuervos, y los tres tenían los ojos tapados, sólo había una
mujer que no tenía los ojos tapados porque los llevaba arrancados en una bandeja
de plata. La mujer del médico le dijo al marido, No vas a creer lo que te digo,
pero todas las imágenes de la iglesia tienen los ojos vendados, Qué extraño,
por qué será, Cómo voy a saberlo yo, puede haber sido obra de algún desesperado
de la fe cuando comprendió que iba a quedarse ciego como los otros, puede
haber sido el propio sacerdote de aquí, tal vez haya pensado justamente que,
dado que los ciegos no podrían ver a las imágenes, tampoco las imágenes
tendrían que ver a los ciegos, Las imágenes no ven, Equivocación tuya, las
imágenes ven con los ojos que las ven, sólo ahora la ceguera es para todos, Tú
sigues viendo, Iré viendo menos cada vez, y aunque no pierda la vista me volveré
más ciega cada día porque no tendré quien me vea, Si fue el cura quien cubrió
los ojos a las imágenes, Eso es sólo idea mía, Es la única posibilidad que tiene
verdadero sentido, es la única que puede dar alguna grandeza a esta miseria
nuestra, imagino a ese hombre entrando aquí, desde el mundo de los ciegos, al
que luego tendría que regresar para quedarse ciego también, imagino las puertas
cerradas, la iglesia desierta, el silencio, imagino las estatuas, las
pinturas, lo veo yendo de un lado a otro, subiendo a los altares y anudando
los paños sobre los ojos, dos nudos, para que no se caigan, y dando dos
brochazos de pintura blanca en los cuadros para hacer más espesa la noche en
que entraron, ese cura tiene que haber sido el mayor sacrílego de todos los
tiempos y de todas las religiones, el más justo, el más radicalmente humano, el
que vino aquí para decir al fin que Dios no merece ver. La mujer del médico no
llegó a responder, alguien a su lado se le anticipó, Qué están diciendo, qué
charla es ésa, quiénes son ustedes, Ciegos como tú, dijo ella, Pero yo te he
oído decir que veías, Son maneras de hablar que no pierde una de la noche a la
mañana, cuántas veces voy a tener que decirlo, Y qué es eso de que están ahí
las imágenes con los ojos tapados, Es verdad, Y tú, cómo lo sabes, si estás
ciega, También tú lo sabrás si haces lo que hice yo, tócalas con las manos, las
manos son los ojos de los ciegos, Y por qué lo has hecho, He pensado que para
haber llegado a lo que hemos llegado alguien más tendría que estar ciego, Y esa
historia de que ha sido el cura de la iglesia quien tapó los ojos de las imágenes,
yo lo conocía muy bien y sé que sería incapaz de hacer tal cosa, Nunca se puede
saber de antemano de qué son capaces las personas, hay que esperar, dar tiempo
al tiempo, el tiempo es el que manda, el tiempo es quien está jugando al otro
lado de la mesa y tiene en su mano todas las cartas de la baraja, a nosotros
nos corresponde inventar los encartes con la vida, la nuestra, Hablar de juego
en una iglesia es pecado, Levántate, usa tus manos, si dudas de lo que digo,
Me juras que es verdad que las imágenes tienen todas los ojos tapados, Qué
juramento es suficiente para ti, júralo por tus ojos, Lo juro dos veces por los
ojos, por los míos y por los tuyos, Es verdad, Es verdad. Oían la conversación
los ciegos que se encontraban más cerca, y excusado sería decir que no fue
precisa la confirmación del juramento para que la noticia empezase a circular,
a pasar de boca en boca, con un murmullo que poco a poco fue cambiando de tono,
primero incrédulo, después inquieto, otra vez incrédulo, lo malo fue que hubiera
en aquella concurrencia unas cuantas personas supersticiosas e imaginativas, la
idea de que las sagradas imágenes estaban ciegas, de que sus misericordiosas y
sufridoras miradas no contemplaban más que su propia ceguera, les resultó
súbitamente insoportable, fue igual que si les hubieran dicho que estaban
rodeados de muertos-vivos, bastó que se oyera un grito, y luego otro, y otro,
luego el miedo hizo que todos se levantaran, el pánico los empujó hacia la
puerta, se repitió aquí lo que ya se sabe, que el pánico es mucho más rápido
que las piernas que tienen que llevarlo, los pies del fugitivo acaban por
liarse en la carrera, mucho más si el fugitivo es ciego, y helo ahí, en el
suelo, el pánico le dice, Levántate, corre, que vienen a matarte, qué más
quisiera, pero ya otros corrieron y han caído también, es preciso estar dotado
de muy buen corazón para no reírse a carcajadas ante esta grotesca maraña de
cuerpos en busca de brazos para librarse y de pies para escapar. Aquellos
seis escalones de fuera van a ser como un precipicio, pero, en fin, la caída no
será grande, la costumbre de caer endurece el cuerpo, haber llegado al suelo
ya es un alivio por sí solo, De aquí no voy a pasar, es el primer pensamiento, y a veces
el último también, en casos fatales. Lo que tampoco cambia es que unos se
aprovechen del mal de otros, como muy bien saben desde el principio del mundo
los herederos y herederos de los herederos. La fuga desesperada de esta gente
hizo que dejaran atrás sus pertenencias, y cuando la necesidad haya vencido al
miedo y vuelvan a por ellas, aparte del difícil problema que va a ser aclarar
de modo satisfactorio lo que era mío y lo que era tuyo, veremos que ha
desaparecido parte de la poca comida que teníamos, quizá todo esto haya sido
una cínica artimaña de la mujer que dijo que las imágenes tenían los ojos
tapados, la maldad de cierta gente no tiene límites, inventar tales patrañas
sólo para poder robar a los pobres unos restos de comida indescifrables. Ahora
bien, la culpa la tuvo el perro de las lágrimas, que al ver la plaza libre fue
a olfatear por allí, era su trabajo, justo y natural, pero mostró, por así
decir, la entrada de la mina, de lo que resultó que salieran de la iglesia la
mujer del médico y el marido sin remordimientos de hurto llevando las bolsas
medio llenas. Si pueden aprovechar la mitad de lo que cogieron, pueden darse
por satisfechos, ante la otra mitad dirán, No sé cómo la gente puede comer
estas porquerías, incluso cuando la desgracia es común a todos, siempre hay
unos que lo pasan peor.
El relato de estos acontecimientos, cada uno en su
género, dejó consternados y asombrados a los compañeros, siendo de notar, con
todo, que la mujer del médico, quizá por negársele las palabras, no consiguió
comunicar el sentimiento de horror absoluto que había experimentado ante la
puerta del subterráneo, aquel rectángulo de pálidas y vacilantes luminarias que
daba a la escalera por la que se llegaría al otro mundo. Lo de las imágenes
con los ojos vendados impresionó fuertemente, aunque de diverso modo, la
imaginación de todos, en el primer ciego y en su mujer, por ejemplo, se notó
cierto malestar. Para ellos se trataba, principalmente, de una indisculpable
falta de respeto. Que todos ellos, humanos, se encontrasen ciegos, era una
fatalidad de la que no tenían la culpa, son desgracias que llegan, nadie está
libre, pero ir, sólo por eso, a taparles los ojos a las santas imágenes, les parecía
un atentado sin perdón posible, y peor si quien lo cometió fue el cura de la
iglesia. El comentario del viejo de la venda negra es bastante diferente,
Entiendo la impresión que te habrá causado, imagino una galería de museo,
todas las estatuas con los ojos tapados, no porque el escultor no hubiera
querido desbastar la piedra hasta donde estaban los ojos, sino tapados así como
dices, con esos paños atados, como si una ceguera sola no bastase, es curioso
que una venda como ésta mía no causa la misma impresión, a veces da incluso un
aire romántico a la persona, y se rió de lo que había dicho y de sí mismo. En
cuanto a la chica de las gafas oscuras, se contentó con decir que esperaba no
tener que ver en sueños esa maldita galería, que de pesadillas ya iba bien
servida. Comieron de lo malo que había, que era lo mejor que tenían, la mujer
del médico dijo que cada día era más difícil encontrar comida, que quizá
tendrían que salir de la ciudad e irse a vivir al campo, allí, al menos, los
alimentos que cogieran serían más sanos, y debe de haber cabras y vacas
sueltas, podríamos ordeñarlas, tendríamos leche, y está el agua de los
pozos, podremos cocer lo que nos parezca, la cuestión
es encontrar un buen sitio. Cada uno dio después su opinión, unas más entusiastas
que las otras, pero para todos estaba claro que la situación acuciaba, quien
expresó una satisfacción sin reticencias fue el niño estrábico, posiblemente
por tener buenos recuerdos de vacaciones. Después de haber comido, se echaron a
dormir, lo hacían siempre, desde el tiempo de la cuarentena, cuando les
enseñó la experiencia que un cuerpo acostado aguanta mejor el hambre. Por la
noche no comieron, sólo el niño estrábico recibió algo para ir entreteniendo
los molares y engañar el apetito, los otros se sentaron a oír la lectura del
libro, al menos no podrá protestar el espíritu contra la falta de alimento, lo
malo es que la debilidad del cuerpo llevaba a veces a distraer la atención de
la mente, y no por falta de interés intelectual, no, lo que ocurría era que el
cerebro se deslizaba hacia una media modorra, como un animal que se dispone a
hibernar, adiós mundo, por eso no era raro que cerrasen estos oyentes
mansamente los párpados, se disponían a seguir con los ojos del alma las peripecias
del enredo hasta que un lance más enérgico los sacudía de su torpor, cuando no
era simplemente el ruido del libro encuadernado cerrándose de golpe, con
estruendo, la mujer del médico tenía estas delicadezas, no quería dar a
entender que sabía que el soñador se había quedado dormido.
En este suave sopor
parecía haber entrado el primer ciego, y, pese a todo, no era así. Verdad es
que tenía los ojos cerrados y que prestaba a la lectura una atención más que
vaga, pero la idea de irse todos a vivir al campo le impedía dormir, le parecía
un grave error apartarse tanto de su casa, por simpático que fuese, al escritor
aquél convenía tenerlo bajo vigilancia, aparecer por allí de vez en cuando. Se
encontraba, por tanto, muy despierto el primer ciego, y si alguna otra prueba
fuese necesaria, ahí estaba el blancor deslumbrante de sus ojos, que
probablemente sólo el sueño oscurecía, pero ni de esto se podría tener
seguridad, ya que nadie puede estar al mismo tiempo durmiendo y en vela. Creyó
el primer ciego haber esclarecido al fin estas dudas cuando de repente el
interior de sus párpados se le volvió oscuro, Me he quedado dormido, pensó,
pero, no, no se había quedado dormido, continuaba oyendo la voz de la mujer del
médico, el niño estrábico tosió, entonces le entró un gran miedo en el alma,
creyó que había pasado de una ceguera a otra, que habiendo vivido en la
ceguera de la luz iría ahora a vivir en la ceguera de las tinieblas, el pavor
le hizo gemir, Qué te pasa, le preguntó la mujer, y él respondió
estúpidamente, sin abrir los ojos, Estoy ciego, como si ésa fuese la última
novedad del mundo, ella lo abrazó con cariño, Venga, hombre, ciegos lo estamos
todos, qué le vamos a hacer, Lo he visto todo oscuro, creí que me había
dormido, y resulta que no, estoy despierto, Eso es lo que tendrías que hacer,
dormir, no pensar en esto. El consejo le puso furioso, estaba allí un hombre
angustiado hasta un punto que sólo él sabía, y a su mujer no se le ocurría más
que decirle que se fuese a dormir. Irritado, y ya con la respuesta ácida escapando
de la boca, abrió los ojos y vio. Vio y gritó, Veo. El primer grito fue aún el
de la incredulidad, pero con el segundo, y el tercero, y unos cuantos más, fue
creciendo la evidencia, Veo, veo, se abrazó a su mujer como loco, después
corrió hacia la mujer del médico y la abrazó también, era la primera vez que la
veía, pero sabía quién era, y sabía también quién era el médico, y la chica de
las gafas oscuras, y el viejo de la venda en el ojo, con éste no habría
confusión, y el niño estrábico, la mujer iba detrás de él, no quería dejarlo,
y él interrumpía los abrazos para abrazarla a ella, ahora había vuelto al
médico, Veo, veo, doctor, no lo trató de tú como se había convertido casi en
regla en esta comunidad, explique quien pueda la razón de la súbita diferencia,
y el médico le preguntó, Ve realmente bien, como veía antes, no hay trazas de
blanco, Nada de nada, hasta me parece que veo mejor que antes, y no es decir
poco, que nunca llevé gafas. Entonces el médico dijo lo que todos estaban pensando
pero nadie se atrevía a decir en voz alta, Es posible que esta ceguera haya
llegado a su fin, es posible que empecemos todos a recuperar la vista, al oír
estas palabras la mujer del médico empezó a llorar, tendría que estar
contenta, y lloraba, qué singulares reacciones tiene la gente, claro que estaba
contenta, Dios mío, es bien fácil de entender, lloraba porque de. golpe se le
había agotado toda la resistencia mental, era como una niña que acabase de
nacer y este llanto es su primero y aún inconsciente vagido. Se le acercó el
perro de las lágrimas, éste sabe siempre cuándo lo necesitan, por eso la mujer
del médico se agarró a él, no es que no siguiera amando a su marido, no es que
no quisiera bien a todos cuantos se encontraban allí, pero en aquel momento fue
tan intensa su impresión de soledad, tan insoportable, que le pareció que sólo
podría ser mitigada en la extraña sed con que el perro le bebía las lágrimas.
La alegría general fue sustituida por el nerviosismo,
Y ahora, qué vamos a hacer, preguntó la chica de las gafas oscuras, después de
lo que ha ocurrido yo no conseguiré dormir, Nadie lo conseguirá, creo que
deberíamos seguir aquí, dijo el viejo de la venda negra, interrumpiéndose como
si aún dudara, luego continuó, Esperando. Las tres luces del candil iluminaban
el corro de rostros. Al principio conversaron con animación, querían saber
exactamente cómo había ocurrido, si el cambio se produjo sólo en los ojos o si
también notó algo en el cerebro, luego, poco a poco, las palabras fueron
decayendo, en cierto momento al primer ciego se le ocurrió decirle a su mujer
que al día siguiente se irían a su casa, Pero yo todavía estoy ciega,
respondió ella, Es igual, yo te llevo, sólo quien allí se encontraba, y en
consecuencia lo oyó con sus propios oídos, fue capaz de entender cómo en
palabras tan sencillas pueden caber sentimientos tan distintos como son los de
protección, orgullo y autoridad. La segunda en recuperar la vista, avanzada la
noche, y el candil en las últimas de aceite, fue la chica de las gafas oscuras.
Había estado todo el tiempo con los ojos abiertos como si por ellos tuviera
que entrar la visión y no renacer por dentro, de repente dijo, Me parece que
estoy viendo, era mejor ser prudente, no todos los casos son iguales, se suele
decir incluso que no hay cegueras sino ciegos, cuando la experiencia de los
días pasados no ha hecho más que decirnos que no hay ciegos, sino cegueras.
Aquí son ya tres los que ven, uno más y serán mayoría, aunque la felicidad de
volver a ver no viniese a contemplar a los restantes, la vida para éstos
pasaría a ser mucho más fácil, no la agonía que ha sido hasta hoy, véase el
estado al que aquella mujer llegó, está como una cuerda que se ha roto, como
un muelle que no aguantó más el esfuerzo a que estuvo constantemente sometido.
Quizá por eso fue a ella a quien la chica de las gafas oscuras abrazó primero,
entonces no supo el perro de las lágrimas a cuál de las dos acudir, porque
tanto lloraba una como la otra. El segundo abrazo fue para el viejo de la venda
negra, ahora sabremos lo que valen realmente las palabras, nos conmovió tanto
el otro día aquel diálogo del que salió el hermoso compromiso de vivir juntos
estos dos, pero la situación ha cambiado, la chica de las gafas oscuras tiene
ahora ante sí a un hombre viejo a quien ya puede ver, se han acabado las
idealizaciones emocionales, las falsas armonías en la isla desierta, arrugas
son arrugas, calvas son calvas, no hay diferencia entre una venda negra y un
ojo ciego, es lo que él está diciendo en otros términos, Mírame bien, yo soy la
persona con quien tú dijiste que vivirías, y ella respondió, Te conozco, eres
la persona con quien estoy viviendo, al fin hay palabras que valen más de lo
que habían querido parecer, y este abrazo tanto como ellas. El tercero en
recuperar la vista, cuando empezaba a clarear la mañana, fue el médico, ahora
ya no caben dudas, el que los otros la recuperen es sólo cuestión de tiempo.
Pasadas las naturales y previsibles expansiones, que, por haber quedado de
ellas, anteriormente, registro suficiente, no se ve ahora necesidad de repetir,
aun tratándose de figuras principales de este vero relato, el médico hizo la
pregunta que tardaba, Qué estará pasando ahí fuera, la respuesta llegó de la
propia casa donde estaban, en el piso de abajo alguien salió al rellano
gritando, Veo, veo, de seguir así va a nacer el sol sobre una ciudad en
fiesta.
De fiesta fue el banquete de la mañana. Lo que estaba
en la mesa, además de poco, repugnaría a cualquier apetito normal, la fuerza
de los sentimientos, como en momentos de exaltación siempre ocurre, había
ocupado el lugar del hambre, pero la alegría les servía de manjar, nadie se
quejó, hasta los que aún estaban ciegos se reían como si los ojos que ya veían
fuesen los suyos. Cuando acabaron, la chica de las gafas oscuras tuvo una idea,
Y si fuese a poner en la puerta de mi casa un papel diciendo que estoy aquí,
así si aparecen mis padres podrán venir a buscarme, Llévame contigo, quiero
saber lo que está ocurriendo fuera, dijo el viejo de la venda negra, Y también
nosotros salimos, dijo hacia su mujer el que había sido el primer ciego, es
posible que el escritor ya vea, que esté pensando en volver a su casa, de
camino trataré de encontrar algo que se coma, Yo voy a hacer lo mismo, dijo la
chica de las gafas oscuras. Minutos después, ya solos, el médico se sentó al
lado de su mujer, el niño estrábico dormía en un extremo del sofá, el perro de
las lágrimas, tumbado, con el hocico sobre las patas delanteras, abría y
cerraba los ojos de vez en cuando para indicar que seguía vigilante, por la
ventana abierta, pese a la altura del piso, llegaba el rumor de las voces
alteradas, las calles debían de estar llenas de gente, la multitud gritaba una
sola palabra, Veo, la decían los que ya habían recuperado la vista, la decían
los que de repente la recuperaban, Veo, veo, realmente empieza a parecer una
historia de otro mundo aquella en que se dijo, Estoy ciego. El niño estrábico
murmuraba, debía de estar soñando, tal vez estuviera viendo a su madre, preguntándole,
Me ves, ya me ves. La mujer del médico preguntó, Y ellos, y el médico dijo,
Éste probablemente estará curado cuando despierte, con los otros no será
diferente, lo más seguro es que estén ahora recuperando la vista, el que va a
llevarse un susto, pobrecillo, es el amigo de la venda negra, Por qué, Por la
catarata, después del tiempo pasado desde que lo examiné, debe de estar como
una nube opaca, Va a quedarse ciego, No, en cuanto la vida esté normalizada,
cuando todo empiece a funcionar, lo opero, será cuestión de semanas, Por qué
nos hemos quedado ciegos, No lo sé, quizá un día lleguemos a saber la razón,
Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos,
creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven.
La
mujer del médico se levantó, se acercó a la ventana. Miró hacia abajo, a la
calle cubierta de basura, a las personas que gritaban y cantaban. Luego alzó
la cabeza al cielo y lo vio todo blanco, Ahora me toca a mí, pensó. El miedo súbito
le hizo bajar los ojos. La ciudad aún estaba allí.