dieciséis
La infelicidad es
cautiverio, la felicidad es libertad. El camino para encontrar la felicidad
pasa por la cura. Solo a través de la cura encontramos la libertad.
Folleto oficial de
las agencias gubernamentales de EE UU: ¿Me
va a doler? Preguntas y respuestas normales sobre la intervención.
Asociación de Científicos Estadounidenses (9ª edición)
Después de lo ocurrido, trato de ver a Álex casi a diario, incluso los días
en que tengo que trabajar en el súper. A veces Hana viene con nosotros. Pasamos
mucho tiempo en la ensenada de Back Cove, sobre todo por las noches, cuando
todos se han ido. Álex figura como curado, así que técnicamente no es ilegal
que pasemos tiempo con él, pero si alguien se enterara de cuánto tiempo estamos
juntos, o si nos vieran reír, hacernos ahogadillas, luchar en batallas
acuáticas y echar carreras por las marismas, indudablemente sospecharían. Por
eso, cuando caminamos por la ciudad, tenemos cuidado de no ir juntos: Hana y yo
vamos por una acera y Álex por la de enfrente. Además, buscamos las calles
menos transitadas, los parques en ruinas, las casas abandonadas, lugares donde
no nos vea nadie.
Volvemos a las casas de Deering Highlands. Por fin comprendo cómo supo Álex
encontrar el cobertizo de las herramientas aquella noche durante la redada
nocturna, y cómo supo orientarse con tanta precisión por los pasillos de la
casa en aquella oscuridad total. Durante años ha pasado varias noches cada mes
en alguna de las casas abandonadas. Le gusta tomarse un descanso del ruido y el
bullicio de Portland. No lo dice, pero sé que ocupar una casa abandonada le
recuerda su vida en la Tierra Salvaje.
Una casa en concreto se convierte en nuestra preferida: el número 37 de la
calle Brooks, una vieja mansión colonial donde vivía una familia de
simpatizantes. Como muchas otras del barrio, la propiedad ha sido vallada y
tiene las ventanas y las puertas cubiertas con tablas desde la gran desbandada
que despobló esta zona, pero Álex nos enseña cómo entrar apartando una plancha
suelta de una de las ventanas de la planta baja. Es raro: aunque el lugar ha
sido saqueado, quedan algunos de los muebles más grandes y los libros. Y si no
fuera por las manchas de humo que ascienden por paredes y techos, se podría
esperar el regreso de los dueños en cualquier momento.
La primera vez que vamos allí Hana camina delante de nosotros gritando
«¡hola!, ¡hola!» por los cuartos oscurecidos.
Tiemblo en el repentino frescor de la penumbra. Tras la luz cegadora del
exterior, esto supone un cambio tremendo. Álex me acerca a él. Por fin me estoy
acostumbrando a dejar que me toque, y ya no me estremezco ni me vuelvo
bruscamente para mirar por encima del hombro cada vez que se inclina hacia mí
para besarme.
—¿Quieres bailar? —pregunta en broma.
—Venga ya —le aparto con un golpe de la mano.
Se me hace raro hablar en voz alta en un lugar tan silencioso. La voz de
Hana nos llega desde la distancia y me pregunto cómo será de grande la casa.
Está cubierta de una gruesa capa de polvo, toda envuelta en sombras.
—Lo digo en serio —dice extendiendo los brazos—. Es un lugar perfecto para
bailar.
Estamos en el centro de lo que debe de haber sido una bella sala de estar. Es
enorme, más grande que toda la planta baja de la casa de Carol y William. El
techo es altísimo y por encima de nosotros cuelga una gran araña, que parpadea
débilmente reflejando los escasos rayos de luz que se cuelan por las ventanas
entabladas. Si se escucha con atención, se puede oír a los ratones que se
mueven sigilosamente por el interior de las paredes. Pero no da miedo ni asco.
De algún modo es agradable: me hace pensar en la naturaleza y en ciclos
interminables de crecimiento, muerte y renacimiento; parece como si lo que
estuviéramos oyendo en realidad fuera cómo la casa se repliega a nuestro
alrededor, centímetro a centímetro.
—No hay música —digo.
Se encoge de hombros, me guiña un ojo y me tiende la mano.
—Se le da demasiada importancia a la música —dice.
Me dejo arrastrar hasta quedar de pie frente a él. Es mucho más alto que
yo, mi cabeza apenas le llega al hombro. Oigo el latido de su corazón y eso nos
da todo el ritmo que necesitamos.
Lo mejor de la casa es el jardín trasero: un enorme prado descuidado
salpicado de árboles muy viejos, tan gruesos, retorcidos y nudosos que las
ramas se entrelazan por la parte superior formando un dosel. El sol se filtra
entre las hojas y salpica la hierba de un color blanco pálido. Todo el jardín
tiene un aire tan fresco y tranquilo como la biblioteca de la escuela. Álex
trae una manta y la deja en la casa. Siempre que venimos la extendemos en la
hierba y los tres nos tumbamos allí, a veces durante horas, hablando y riendo
sobre nada en particular. A veces, Hana o Álex compran comida para hacer un picnic, en otra ocasión consigo birlar
tres latas de refresco y un paquete entero de chuches del súper de mi tío y nos
volvemos totalmente locos con el subidón de azúcar. Ese día jugamos a los
juegos de cuando éramos pequeños: el escondite, el pilla pilla y el potro.
Algunos de los árboles tienen troncos tan anchos como cuatro cubos de
basura juntos, y le hago una foto a Hana, que sonríe mientras trata de abrazar
uno de ellos. Álex dice que los árboles deben de llevar aquí cientos de años, y
Hana y yo nos quedamos en silencio. Eso significa que estaban aquí antes: antes
de que cerraran las fronteras, antes de que se elevaran los muros, antes de que
se expulsara la enfermedad a la Tierra Salvaje. Cuando lo dice, noto un dolor
en la garganta. Ojalá pudiera saber cómo se vivía en aquella época.
Álex y yo también pasamos mucho tiempo a solas. Hana nos sirve de tapadera.
Después de semanas y semanas de no verla en absoluto, de repente voy a su casa
cada día, a veces hasta dos veces (cuando quedo con Álex y cuando realmente la
veo a ella). Por suerte, mi tía no se entromete. Creo que supone que nos
peleamos y que ahora estamos recuperando el tiempo perdido, lo que tiene algo
de verdad y además me viene muy bien. Soy más feliz de lo que recuerdo haberlo
sido nunca. Soy más feliz incluso de lo que he soñado jamás, y cuando le digo a
Hana que no podría pagarle ni en un millón de años el favor que nos hace como
tapadera de nuestros encuentros, ella se limita a torcer la boca en una sonrisa
y decir: «Ya me has pagado». No estoy segura de lo que quiere decir, pero en
cualquier caso me siento muy contenta de que vuelva a estar de mi lado.
Cuando Álex y yo estamos solos, no hacemos demasiadas cosas; tan solo nos
quedamos sentados y hablamos, pero igualmente el tiempo parece arrugarse,
rápido como un papel cuando arde. Un minuto son las tres de la tarde. Al
siguiente, lo juro, la luz se vacía en el cielo y casi empieza el toque de
queda.
Álex me cuenta historias de su vida, de su «tía» y de su «tío», y parte del
trabajo que hacen, aunque sigue sin dar muchos detalles sobre los objetivos de
los simpatizantes y los inválidos y la forma en que trabajan para lograrlos. No
importa. No estoy segura de querer saberlo. Cuando habla de la necesidad de
resistir, hay cierta tensión en su voz, y el enfado late bajo sus palabras. En
esas ocasiones, y solo durante unos segundos, me sigue dando miedo, sigo oyendo
la palabra inválido martilleando en
mi oído.
Pero, sobre todo. Álex me cuenta cosas normales: que su tía prepara un
chile con carne y nachos estupendo, o que, cada vez que se juntan, su tío se
pone un poco achispado y cuenta las mismas batallitas una y otra vez. Ambos
están curados, y cuando le pregunto si no son más felices ahora, se encoge de
hombros.
—También echan de menos el dolor —dice mirando por el rabillo del ojo mi
cara de extrañeza—. Es entonces cuando de verdad pierdes a la gente, ¿sabes?
Cuando se pasa el dolor.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo habla de la Tierra Salvaje y de la
gente que vive allí, y yo apoyo la cabeza en su pecho, cierro los ojos y sueño
con ese lugar: me habla de una mujer a la que todo el mundo llama Lucy la Loca,
que hace enormes carillones de viento usando metal reciclado y latas de
refresco aplastadas; del abuelo Jones, que debe de tener al menos noventa años,
pero sigue dando caminatas por los bosques cada día, buscando bayas y animales
salvajes para comer. Me habla de fuegos de campamento al aire libre, y de
noches bajo las estrellas, y de larguísimas veladas cantando y comiendo y
charlando, mientras el cielo nocturno se va difuminando por el humo.
Sé que él vuelve de vez en cuando, y sé que sigue considerándolo su verdadero
hogar. Estuvo a punto de confesarlo una vez que le dije que sentía mucho no
poder ir a casa con él para ver su estudio en la calle Forsyth, donde vive
desde que empezó la universidad. Si alguno de sus vecinos me viera entrar en el
edificio con él, estaríamos perdidos.
—Esa no es mi casa —me corrige rápidamente.
Admite que él y los otros inválidos han encontrado una forma de entrar y
salir de la Tierra Salvaje, pero cuando le presiono para que me dé detalles, se
cierra en banda.
—Tal vez lo veas algún día —se limita a decir, y yo me siento aterrorizada
y feliz a partes iguales.
Le pregunto por mi tío, que se escapó antes de ser sometido a juicio, y
Álex frunce el ceño y mueve la cabeza.
—Prácticamente nadie usa su nombre verdadero en la Tierra Salvaje —dice
encogiéndose de hombros—. Aun así, no me suena.
Pero me explica que hay miles y miles de asentamientos por todo el país. Mi
tío podría haber ido a cualquier parte, al norte, al sur o al oeste. Al menos
sabemos que no fue al este, o habría terminado en el mar. Álex me cuenta que en
Estados Unidos hay al menos la misma superficie de territorio salvaje que de
ciudades reconocidas. Esto me parece tan increíble que tardo un tiempo en
aceptarlo, y cuando se lo cuento a Hana, ella tampoco lo cree.
Además. Álex sabe escuchar, y puede estar callado durante horas mientras le
cuento cómo ha sido crecer en casa de Carol, cómo todo el mundo piensa que
Gracie no sabe hablar y cómo solo yo conozco la verdad. Se ríe a carcajadas
cuando le describo a Jenny, su aspecto estreñido, su cara de vieja y su
costumbre de mirarme por encima del hombro, como si fuera yo la que tiene nueve
años.
También me siento cómoda hablando con él de mi madre y de cómo eran las
cosas cuando estaba viva y solo estábamos las tres: Rachel, ella y yo. Le hablo
de las calcetinadas y de las canciones de cuna que nos cantaba, aunque solo
puedo recordar algunos fragmentos. Quizá sea por la forma silenciosa que tiene
de escuchar: me mira sin pestañear con sus ojos cálidos y brillantes, sin
juzgarme nunca. Incluso en una ocasión me decido a contarle lo último que ella
me dijo. De pronto, me dan ganas de llorar y él simplemente se sienta y me
acaricia la espalda. Se me seca el llanto. La calidez de sus manos hace que se
me quite.
Y, por supuesto, nos besamos. Nos besamos tanto que cuando no nos estamos
besando parece raro, como si ya me hubiera acostumbrado a respirar a través de
sus labios y en su boca.
Lentamente, a medida que nos sentimos más cómodos, también empiezo a
explorar otras partes de su cuerpo. La delicada estructura de sus costillas
bajo la piel, el pecho y los hombros, como piedra tallada, los suaves rizos de
pelo claro en sus piernas, la forma en que su piel huele siempre un poco como
el océano, bello y extraño. Y, lo más sorprendente, permito que él también me
mire. Primero, solo dejo que me aparte un poco la ropa y que me bese en la
clavícula y los hombros. Luego, admito que me quite la camiseta sacándola por
la cabeza y que me tienda a la luz brillante del sol y me observe. La primera
vez tiemblo. Deseo cruzar los brazos sobre el pecho, taparme, ocultarme. De
repente soy consciente de lo pálida que estoy a la luz del sol y de cuántos
lunares tengo, y sé que me está mirando y piensa que soy deforme o que me pasa
algo malo.
Pero después susurra: «Eres preciosa», y cuando sus ojos se juntan con los
míos sé que es de verdad, que lo dice en serio.
Esa noche, por primera vez en mi vida, me pongo delante del espejo del
cuarto de baño y no veo a una chica del montón. Por primera vez, con el cabello
recogido atrás y el camisón cayendo por un hombro y los ojos radiantes, creo lo
que él ha dicho. Soy preciosa.
Pero no soy solo yo. Todo es bello. El Manual
de FSS dice que los deliria
alteran la percepción, inutilizan la habilidad para razonar claramente,
perjudican la capacidad para formular juicios sólidos. Pero no explica que el
amor provoca que todo parezca maravilloso. Hasta el vertedero maloliente que
brilla con el calor, un montón enorme de chatarra y plásticos que se funden, se
vuelve exótico y prodigioso, como un mundo extraterrestre transportado a la
Tierra. A la luz de la mañana, las gaviotas posadas en el tejado del
ayuntamiento parecen haber sido pintadas con una gruesa capa de blanco,
resplandecientes contra el pálido cielo azul. Creo que no he visto nunca nada
tan bonito, tan nítido y tan claro en mi vida. Las tormentas de verano son
increíbles: fragmentos de vidrio que caen, aire lleno de diamantes. El viento
susurra el nombre de Álex y el océano lo repite; los árboles se balancean como
si bailaran. Todo lo que veo y toco me recuerda a él, y así, todo lo que toco y
veo es perfecto.
El Manual de FSS no menciona
tampoco la forma en que el tiempo comienza a huir.
El tiempo salta. Brinca. Se escapa como el agua entre los dedos. Cada vez
que bajo a la cocina y veo que el calendario ha saltado otro día, me niego a
creerlo. Me va creciendo en el estómago una sensación de náusea, un peso que se
hunde cada vez más.
Treinta y tres días hasta la operación. Treinta y dos días. Treinta días.
Y entre medias, instantáneas, momentos, meros segundos. Álex que me echa
helado de chocolate en la nariz cuando me quejo de que tengo mucho calor, el
zumbido pesado de las abejas que dan vueltas por encima de nosotros en el
jardín, una hilera de hormigas que desfila silenciosamente sobre los restos de
nuestro picnic, sus dedos en mi pelo,
la curva de su codo bajo mi cabeza, su deseo susurrado: «Ojalá pudieras
quedarte conmigo», mientras otro día se desangra por el horizonte, rojo, rosa y
oro. Miramos al cielo e inventamos formas para las nubes: una tortuga con
sombrero, un topo que lleva un calabacín, un pez tropical persiguiendo un
conejo que corre para salvar la vida.
Instantáneas, momentos, meros segundos: tan frágiles y bellos y
desesperados como una única mariposa que aletea en el viento creciente.
diecisiete
Ha habido bastante debate
en la comunidad científica sobre si el deseo es síntoma de un organismo
infectado con deliria nervosa de amor o un requisito previo a la enfermedad en
si misma. Sin embargo, todos, están de acuerdo en que el amor y el deseo
mantienen una relación simbiótica, lo que significa que uno no puede existir
sin el otro. El deseo es la antítesis de la satisfacción; el deseo es
enfermedad, una afección cerebral. ¿Qué persona que siente deseo puede ser
considerada sana? La palabra misma sugiere una carencia, un empobrecimiento, y
eso es lo que significa el deseo: un empobrecimiento del cerebro, un defecto,
un error. Por suerte, ese error ahora se puede corregir.
Origen de los «deliria nervosa de amor» y
repercusiones en el funcionamiento cognitivo, Dr. Phillip Berryman (4ª
edición)
Agosto se va acomodando en Portland, lanzando su aliento cálido y hediondo
sobre todas las cosas. Las calles resultan insoportables durante el día, el sol
cae implacable, y la gente se apresura hacia parques y playas, desesperada por
encontrar algo de sombra o brisa. Ahora es más difícil quedar con Álex. La
playa del East End, que normalmente no es muy popular, está llena casi todo el
tiempo, incluso por las tardes cuando salgo de trabajar. En dos ocasiones que
quedamos, es demasiado peligroso que hablemos o que nos comuniquemos; solo nos permitimos
una rápida señal de saludo como la que pueden intercambiar dos desconocidos.
Colocamos las toallas a cinco metros de distancia. Él se pone los cascos y yo
finjo que leo. Cuando nuestros ojos se encuentran, todo mi cuerpo se ilumina
como si él estuviera tumbado a mi lado, acariciándome la espalda, y aunque
mantiene una expresión seria, noto por sus ojos que está sonriendo. Nada me ha
resultado nunca tan doloroso y a la vez tan placentero como estar tan cerca de
él y no poder hacer nada para estar juntos; es como tragar de golpe una bola de
helado en un día de calor y terminar con un dolor de cabeza horrible. Comienzo
a entender lo que comentó sobre su «tía» y su «tío», sobre cómo, después de
haber sido intervenidos, echaban de menos incluso el dolor. De alguna manera,
nuestro dolor lo hace todo más intenso, mejor; hace que valga más la pena.
Como no podemos estar juntos en las playas, vamos mucho a la calle Brooks.
El jardín se está secando. Lleva más de una semana sin llover, y la luz del sol
que se filtra por entre las hojas, que en julio caía suavemente, como la más
ligera pisada, ahora atraviesa como un puñal el dosel de los árboles, volviendo
parda la hierba. Hasta las abejas parecen borrachas con el calor: giran
lentamente y se estrellan contra las flores marchitas antes de caer al suelo,
para luego volver a alzar el vuelo mareadas.
Una tarde. Álex y yo estamos tumbados en la manta. Yo estoy de espaldas,
observando cómo el cielo parece romperse en formas cambiantes de azul y verde y
blanco. Él está tendido sobre el estómago y parece nervioso por algo. No hace
más que encender cerillas, mirar cómo arden y apagarlas cuando la llama le
llega casi a los dedos. Me acuerdo de lo que me contó aquella vez en la cabaña:
su enfado por venir a Portland y su vieja costumbre de quemar objetos.
Hay tantas cosas que aún desconozco sobre él, tanto pasado y tanta historia
enterrados en algún rincón de su interior… Ha tenido que aprender a ocultar
todo eso, más incluso que la mayoría de nosotros. En algún sitio, creo, posee
un núcleo. Ese núcleo brilla como un fragmento de carbón aplastado lentamente
por el peso de toneladas de roca hasta convertirse en diamante.
Hay muchas cosas que no le he preguntado, y muchas otras sobre las que
nunca hablamos. Sin embargo, en otros aspectos siento que le conozco de verdad
y que siempre le he conocido, sin necesidad de que él me haya contado nada.
—Debe de ser agradable estar en la Tierra Salvaje justo ahora —suelto de
repente, por decir algo. Álex se vuelve a mirarme—. Quiero decir… no sé, debe
de hacer más fresco allí. Por los árboles y la sombra —digo tartamudeando.
—Así es.
Se apoya en un codo. Cierro los ojos y veo puntos de color y de luz que
bailan detrás de mis párpados. Por un momento no dice nada, pero noto que me
observa.
—Podríamos ir —dice por fin.
Debe de estar de broma, así que me echo a reír. Él sigue callado, sin
embargo, y cuando abro los ojos veo que su expresión sigue completamente
serena.
—No lo dices en serio —afirmo; pero ya se ha abierto en mi interior un pozo
profundo de miedo y sé que si lo dice en serio. De algún modo sé, también, que
es por eso por lo que se ha comportado de un modo tan raro durante todo el día.
Echa de menos la Tierra Salvaje.
—Podríamos ir si tú quieres —me mira durante un minuto más y luego se tumba
de espaldas—. Podríamos ir mañana. Cuando salgas del trabajo.
—¿Pero cómo haríamos…? —empiezo a decir.
—Eso déjamelo a mí —me interrumpe. Durante un momento, sus ojos parecen más
oscuros y más profundos que nunca, como túneles—. ¿Tú quieres ir?
Me parece mal hablar de ello de este modo tan informal, tirados en la
manta, así que me siento. Cruzar la frontera es un delito penado con la muerte.
Y aunque sé que Álex sigue pasando a veces, no me había formado una idea del
gran riesgo que entraña hasta ahora.
—Es imposible —digo, casi en un susurro—. Es imposible. La alambrada… y los
guardias… y las armas…
—Ya te lo he dicho. Eso déjamelo a mí —repite mientras se sienta y me
acaricia rápidamente la cara, sonriendo—. Todo es posible, Lena —dice usando una
de sus expresiones favoritas. El miedo retrocede. Con él me siento segura, no
concibo que nos pueda pasar algo malo estando juntos—. Unas pocas horas
—continúa—. Solo para echar un vistazo.
—No sé —titubeo apartando la mirada.
Siento cómo las palabras me raspan en la garganta seca al salir.
Álex se inclina hacia delante, me da un rápido beso en el hombro y se
vuelve a tumbar.
—No tiene importancia —dice colocándose un brazo sobre los ojos para
protegerse del sol—. Solo pensaba que sentirías curiosidad, eso es todo.
—Y la siento. Pero…
—Lena, no hace falta que vayas si no quieres hacerlo. De veras. Era solo
una idea.
Asiento con la cabeza. Aunque tengo las piernas pegajosas de sudor, me las
acerco al pecho. Siento un alivio increíble, pero también decepción. Me vuelve
de pronto el recuerdo de aquella vez en que Rachel me desafió a que me tirara
de espaldas desde el embarcadero de la playa de Willard y yo me quedé temblando
en el borde, demasiado asustada para saltar. Al final, ella me sacó del apuro.
Se inclinó y murmuró: «No importa, Lena-Luni. Aún no estás preparada». Yo no
veía el momento de huir del borde del embarcadero, pero cuando volvíamos a la
playa me sentí enferma y avergonzada.
Es entonces cuando reacciono.
—Sí quiero ir —suelto.
Álex aparta el brazo.
—¿Seguro?
Asiento con la cabeza, demasiado asustada para pronunciar las palabras una
vez más. Tengo miedo de echarme atrás si vuelvo a abrir la boca.
Álex se incorpora lentamente. Pensaba que estaría más emocionado, pero no
sonríe. Solo se muerde el interior del labio y aparta la mirada.
—Eso significa violar el toque de queda —dice—. Y muchas otras reglas.
Entonces me mira, y su rostro está tan lleno de preocupación que me hace
daño mirarlo.
—Oye, Lena —baja la mirada y reordena el montón de cerillas que ha hecho,
colocándolas cuidadosamente una al lado de otra—. Quizá no sea tan buena idea.
Si nos pillan, es decir, si te pillan a ti… —respira profundamente—. Quiero
decir, si algo te sucediera, no me lo perdonaría nunca.
—Confío en ti —digo, y es tan cierto como que estoy aquí con él.
Sigue sin mirarme.
—Sí, pero… la pena por cruzar… —vuelve a respirar profundamente—. La pena
por cruzar al otro lado es la…
En el último momento no es capaz de decir «la muerte».
—Oye —digo dándole un golpecito suave con el codo. Es algo increíble, cómo
te puedes sentir tan cuidada por alguien y al mismo tiempo saber que morirías o
harías cualquier cosa por protegerle a él también—. Conozco las reglas. Llevo
viviendo aquí más tiempo que tú.
Entonces sonríe. Me devuelve el codazo.
—Para nada.
—Nacida y criada aquí. Tú eres un recién llegado.
Le vuelvo a dar un codazo, algo más fuerte, y se ríe e intenta cogerme el
brazo. Yo me escurro riendo, y él se estira para hacerme cosquillas en la
tripa.
—¡Paleto! —chillo mientras me coge y, forcejeando entre risas, consigue
tumbarme de nuevo en la manta.
—Urbanita —replica rodando encima de mí, y me besa.
Todo se disuelve. Calor, explosiones de color, sensación de flotar.
Quedamos en Back Cove la tarde siguiente, miércoles, pues no tengo que
volver a trabajar hasta el sábado; no creo que me resulte difícil conseguir que
Carol me permita dormir en casa de Hana. Álex me explica los puntos principales
del plan. Cruzar al otro lado no es imposible, pero casi nadie se arriesga.
Supongo que el hecho de que esté penado con la muerte no constituye un gran
atractivo.
Al principio no entiendo cómo vamos a pasar la valla electrificada, pero
Álex me explica que solo algunas secciones están electrificadas realmente.
Llevar el tendido a lo largo de kilómetros y kilómetros de valla sería
demasiado caro, así que hay relativamente pocos trozos de la alambrada que
estén «conectados»; el resto no encierra más peligro que la verja que rodea el
parque infantil de Deering Oaks. Pero mientras la gente crea que toda ella está
cargada con el suficiente voltaje para freír a una persona como si fuera un
huevo en una sartén, la alambrada sirve perfectamente a su propósito.
—Un truco de ilusionismo barato —dice Álex haciendo un gesto vago con la
mano.
Asumo que se refiere a Portland, a las leyes, quizá a todo el país. Cuando
se pone serio, se le forma un pequeño pliegue entre las cejas, como una coma,
que me resulta increíblemente atractiva. Intento no distraerme.
—Sigo sin comprender cómo sabes todo esto —afirmo—. Es decir, ¿cómo lo
habéis descubierto? ¿Os pusisteis a enviar gente que corriera hasta la valla,
para ver en qué tramos no salían achicharrados?
Álex me dirige una sonrisa breve.
—Secreto profesional. Lo que te puedo decir es que se llevaron a cabo
ciertos experimentos basados en la observación de los animales salvajes
—responde alzando las cejas—. ¿Has comido alguna vez castor frito?
—¡Puaj!
—¿Y mofeta frita?
—¿Pero tú qué quieres? ¿Que me muera de asco?
«Somos más de los que crees». Esa es otra de las expresiones que Álex
repite constantemente. Simpatizantes por todas partes, incurados y curados, que
ocupan cargos de reguladores, oficiales de policía, funcionarios, científicos…
«Así es como pasaremos las garitas de vigilancia», me cuenta. Una de las
simpatizantes más activas de Portland está emparejada con el guardia que hace
el turno de noche en el extremo norte del puente de Tukey, justo por donde
vamos a atravesar la frontera. Álex y ella han desarrollado un código. En las
noches en que quiere cruzar, él le deja un folleto en su casillero, una de esas
tonterías fotocopiadas que reparten las tintorerías y los delicatessen. Este anuncia una revisión oftalmológica gratis con el
doctor Salvatierra (que a mí me parece un nombre demasiado obvio, pero Álex
dice que los resistentes y simpatizantes viven con tanto estrés que necesitan
tener sus pequeños chistes privados), y cuando ella lo ve se asegura de poner
una dosis extra de valium en el café que prepara para que su marido lo tome
durante su turno.
—Pobre hombre —dice Álex sonriendo—. Por mucho café que tome, no consigue
mantenerse despierto.
Me doy cuenta de lo mucho que significa para él la resistencia y lo
orgulloso que se siente de que el movimiento esté ahí, saludable, prosperando,
extendiendo sus brazos por Portland. Intento sonreír, pero noto las mejillas
rígidas. No termino de asimilar que todo lo que me han enseñado esté mal, y me
resulta duro pensar en los simpatizantes y los resistentes como aliados y no
como enemigos.
Pero pasar a escondidas la frontera me va a convertir en uno de ellos más
allá de toda duda. Al mismo tiempo, ya no puedo considerar seriamente la
posibilidad de echarme atrás. Quiero ir, y si soy sincera conmigo misma, me
convertí en simpatizante hace mucho, cuando Álex me preguntó si quería quedar
con él en Back Cove y acepté. Parece que solo tengo recuerdos borrosos de la
chica que era antes de aquello, la chica que siempre hacía lo que le decían y
nunca mentía y contaba los días que faltaban para su intervención con ilusión,
no con terror e inquietud. La chica a la que le daban miedo todos y todo. La
chica que tenía miedo incluso de sí misma.
Al día siguiente, al llegar a casa del súper, le pido a Carol que me preste
el móvil y le mando un mensaje de texto a Hana: «¿Dormims sta noch c A?». Este
ha sido nuestro código cada vez que yo necesitaba que ella me sirviera de
tapadera. Le hemos dicho a Carol que pasamos mucho tiempo con Allison Doveney,
una compañera que se acaba de graduar con nosotras.
Los Doveney son incluso más ricos que la familia de Hana, y Allison es una
gilipollas y una creída. Hana al principio se opuso a que la usáramos como la
misteriosa A, diciendo que no le gustaba ni siquiera fingir que salíamos con
semejante arpía, pero al final la convencí. Carol nunca llamaría a los Doveney
para controlar si estoy o no. Se sentiría demasiado intimidada y probablemente
le daría vergüenza: mi familia es impura, está manchada por la deserción del
marido de Marcia y, por supuesto, por mi madre, mientras que el señor Doveney
es el presidente y fundador de la sección local de la ALD (América Libre de
Deliria). Allison apenas soportaba mirarme cuando íbamos juntas a la escuela, y
en Primaria, después de la muerte de mi madre, pidió a la profesora que la
cambiara de pupitre para estar más lejos de mí, argumentando que yo olía a
podrido.
La respuesta de Hana llega casi al momento: «Sin problm. Nos vems sta
noch».
Me pregunto qué pensaría Allison si supiera que la he estado usando como
tapadera para mi novio. Seguro que se subiría por las paredes. Esa idea me hace
sonreír.
Un poco antes de las ocho, bajo con mi mochila bien visible, colgada del
hombro. Incluso he dejado que sobresalga una esquina del pijama. He preparado
todo exactamente como lo habría hecho si de verdad fuera a casa de Hana. Cuando
Carol me lanza una breve sonrisa y me dice que lo pase bien siento una leve
punzada de culpa. Ahora miento tanto y con tanta facilidad…
Pero eso no basta para detenerme. Una vez en la calle, me dirijo hacia el
West End, por si acaso Jenny o Carol están mirando por la ventana. Solo cuando
llego a la calle Spring doy la vuelta hacia la avenida Deering y me dirijo al
37 de la calle Brooks. El trayecto es largo y consigo llegar a Deering
Highlands justo cuando la última luz desaparece del cielo con un remolino. Como
siempre, las calles están desiertas en esta zona. Empujo la cancela de la
oxidada verja que rodea la finca, muevo a un lado las tablas sueltas que cubren
una de las ventanas de la planta baja y entro en la casa.
Me sorprende la repentina penumbra y, por un momento, me detengo
parpadeando hasta que mis ojos se acostumbran a la falta de luz. El ambiente
está cargado y pegajoso, y la casa huele a moho. Comienzan a emerger diversas
formas y me dirijo a la sala de estar, al sofá con manchas de humedad. Los
muelles están destrozados y falta parte del relleno, probablemente por obra de
los ratones, pero se nota que antaño debió de ser muy bonito, incluso elegante.
Saco el reloj de la bolsa y pongo el despertador a las once y media. Va a
ser una noche larga. Me tumbo en el incómodo sofá, después de hacer una bola
con la mochila y ponérmela bajo la cabeza. No es la almohada más cómoda del
mundo, pero servirá.
Cierro los ojos y dejo que los sonidos de los ratones, los suaves gemidos y
los misteriosos toques de las paredes me acunen hasta que me duermo.
Me despierto en la oscuridad, angustiada por una pesadilla sobre mi madre.
Me incorporo y, durante un momento de pánico, no sé dónde estoy. Los viejos
muelles chirran bajo mi cuerpo y entonces me acuerdo: Brooks 37. Busco a
tientas el despertador y veo que ya son las 11:20. Sé que debería levantarme,
pero aún me siento aturdida por el calor y el mal sueño, y durante unos minutos
me quedo sentada respirando profundamente. Estoy sudando, con el pelo pegado a
la nuca.
Mi pesadilla era la de siempre, pero esta vez invertida: yo flotaba en el
océano, en vertical, mirando a mi madre. Ella estaba de pie en un saliente que
se derrumbaba a cientos de metros por encima de mí, tan lejos que no podía
distinguir ninguno de sus rasgos, solo las líneas borrosas de su silueta
recortada contra el sol. Yo intentaba gritar para avisarla, intentaba alzar los
brazos y hacerle señales para que retrocediera, para que se alejara del
saliente; pero cuanto más luchaba, más me arrastraba y me retenía el agua, como
si fuera pegamento. Sentía los brazos inmovilizados por la fuerza del océano y
mi garganta llena de líquido que taponaba las palabras. Y mientras tanto, la
arena se acumulaba a mí alrededor como la nieve, y yo sabía que en cualquier
segundo ella caería y se rompería la cabeza en las recortadas rocas que
sobresalían del agua como uñas afiladas.
Y entonces ella caía y caía, un punto negro que se hacía cada vez más
grande contra el cielo resplandeciente, y yo intentaba gritar pero no podía, y
a medida que la figura se acercaba me daba cuenta de que no era mi madre quien
se dirigía irremediablemente hacia las rocas.
Era Álex.
Y entonces me desperté.
Por fin me pongo de pie, un poco mareada, procurando ignorar el sentimiento
de temor que me invade. Me acerco despacio, a tientas, hasta la ventana y me
siento aliviada cuando estoy fuera, aunque salir es peligroso. Al menos sopla
un poco de brisa. El ambiente de la casa era sofocante.
Cuando llego a Back Cove, Álex ya me está esperando. Está en cuclillas bajo
un grupo de árboles, cerca del viejo aparcamiento. Se ha escondido tan bien que
casi tropiezo con él. Alza un brazo y me hace agacharme a su lado. A la luz de
la luna, sus ojos parecen brillar como los de un gato.
En silencio hace un gesto hacia el otro lado de la ensenada, la fila de
luces que parpadean justo antes de la frontera: las garitas de los guardias.
Desde lejos parece una línea de brillantes farolillos blancos colocados para un
picnic a medianoche, casi alegres.
Seis metros más allá de los puntos de seguridad se encuentra la alambrada, y
más allá, la Tierra Salvaje. Nunca me había parecido tan extraña como en este
momento, con sus árboles agitándose y meciéndose en el viento. Me alegro de que
Álex y yo hayamos decidido no hablar hasta llegar al otro lado. Tengo un nudo
en la garganta que me hace difícil respirar, así que resulta imposible decir
nada.
Cruzaremos por el final del puente de Tukey, en el extremo noreste de la
cala: si fuéramos nadando, sería una diagonal directa desde el punto de
encuentro. Álex me aprieta la mano tres veces. Es la señal para ponernos en
movimiento.
Le sigo mientras bordeamos el perímetro de la ensenada, con cuidado de
evitar la marisma; en apariencia parece hierba, sobre todo en la oscuridad,
pero si la pisas te puedes hundir hasta la rodilla antes de darte cuenta. Álex
corre desde una sombra a otra, moviéndose sin ruido entre la maleza. En ciertos
lugares parece desvanecerse por completo ante mis ojos, fundirse con la
oscuridad.
Mientras seguimos la curva en dirección al norte de la cala, comenzamos a
ver con más claridad las garitas de vigilancia; ya parecen edificios reales,
casetas bajas hechas de hormigón y cristal a prueba de balas.
Me pican las manos por el sudor, y el nudo de la garganta se ha hecho tan
fuerte que siento que me estrangula. En ese momento me doy cuenta de lo
estúpido que es nuestro plan. Hay cien, mil cosas que podrían ir mal. El
guardia de la veintiuno podría no haberse tomado el café todavía, o quizá sí,
pero no en cantidad suficiente para quedarse noqueado, o puede que el valium
todavía no le haya hecho efecto. E incluso si está dormido, Álex podría haberse
equivocado sobre los trozos de la valla que no están electrificados, o quizá
los encargados municipales aumenten el suministro eléctrico de las vallas
durante la noche.
Tengo tanto miedo que me parece que me voy a desmayar. Quiero atraer la
atención de Álex y gritarle que tenemos que dar la vuelta, cancelar todo el
plan, pero él sigue moviéndose velozmente por delante de mí, y gritar algo o
hacer cualquier otro ruido atraería la atención de los guardias. Y estos
vigilantes hacen que los reguladores parezcan niños inofensivos jugando a policías
y ladrones. Los reguladores y los equipos de redada tienen perros y palos; los
guardias tienen fusiles y gases lacrimógenos.
Por fin llegamos al brazo norte de la ensenada. Álex se agazapa tras uno de
los árboles más anchos y espera a que yo le alcance. Me agacho junto a él. Esta
es mi última oportunidad de decirle que quiero volver atrás. Pero no puedo
hablar, y cuando intento mover la cabeza en un gesto de negación, no sucede
nada. Siento que estoy otra vez en el sueño, la oscuridad me absorbe, me debato
como un insecto atrapado en un cuenco de miel.
Tal vez Álex note lo asustada que estoy, porque se inclina hacia delante y
trata de encontrar mi oído a tientas. Su boca choca con mi cuello y me acaricia
ligeramente la mejilla, lo que, a pesar del pánico, me hace temblar de placer;
luego me roza el lóbulo.
—Todo va a ir bien —susurra, y me siento algo mejor. Nada malo me va a
suceder estando con él.
Luego nos ponemos de pie otra vez. Corremos hacia delante a intervalos, en
silenciosos trayectos de un árbol al siguiente, y luego nos paramos mientras él
escucha y se asegura de que no ha habido ningún cambio, ni gritos, ni sonidos
de pisadas que se acercan. Los momentos de estar expuestos, mientras corremos
entre dos puntos seguros, se hacen más largos a medida que los árboles
comienzan a escasear: nos vamos acercando a la línea donde desaparece por
completo la maleza. Ahí nos tendremos que mover en terreno descubierto, seremos
completamente vulnerables. Solo hay una distancia de unos quince metros desde
el último arbusto hasta la valla, pero, por lo que a mí respecta, lo mismo
podría ser un lago en llamas.
Más allá de los restos destrozados de una carretera que existía antes de
que Portland fuera cercada, la alambrada se alza, plateada a la luz de la luna
como una telaraña gigante. Un lugar donde seres minúsculos se pegan, quedan
atrapados, son devorados. Álex me ha dicho que me lo tome con calma, que me
concentre cuando suba por encima del alambre de espino que la corona, pero no
puedo evitar verme atravesada por todas esas puntas afiladas y punzantes.
Y de repente estamos fuera, más allá de la limitada protección que ofrecen
los árboles, moviéndonos rápidamente por la gravilla suelta de la carretera
vieja. Álex va delante de mí, doblado casi en dos, y yo me agacho tanto como
puedo, aunque eso no me hace sentir menos expuesta. El miedo grita y me golpea
desde todos los lados a la vez; nunca he sentido nada igual. No estoy segura de
si el viento se levanta en ese momento o si es solo el terror que me atraviesa,
pero todo mi cuerpo parece de hielo.
La oscuridad cobra vida por todas partes: está llena de sombras fugitivas y
formas maliciosas y amenazantes, listas para convertirse en un guardia en
cualquier momento, y me imagino el silencio interrumpido de repente por gritos,
suspiros, megáfonos, balas; me imagino un dolor que florece y luces radiantes.
El mundo se transforma en una serie de imágenes inconexas. La garita 21 está
rodeada de un brillante círculo de luz blanca que se extiende hacia fuera, como
si estuviera hambrienta y deseosa de tragarnos; dentro, un guardia duerme
desplomado hacia atrás en su silla, con la boca abierta.
Álex se vuelve hacia mi sonriendo (¿es posible que esté sonriendo?), las
piedrecillas bailan bajo mis pies. Todo parece lejano y remoto, tan irreal e
insustancial como la sombra producida por una llama. Ni siquiera yo me siento
real, no me noto respirar ni moverme, aunque debo de estar haciendo ambas
cosas.
Y así, de pronto, hemos llegado a la alambrada. Álex salta y, por un
momento, se detiene en el aire. Quiero gritar: «¡Párate! ¡Párate!». Me imagino
el crujido y el chisporroteo cuando su cuerpo reciba cincuenta mil voltios de
electricidad, pero entonces aterriza en la valla, que se mece silenciosa,
muerta y fría, como él dijo.
Yo tendría que subir después de él, pero no puedo. Todavía no. Me invade un
sentimiento de asombro que hace retroceder al miedo poco a poco. La alambrada
fronteriza me ha inspirado pánico desde que era una cría. Nunca me he acercado
a menos de un metro. Se nos ha advertido que no lo hagamos, nos han machacado
con ello. Nos dijeron que nos freiríamos, nos dijeron que la valla haría que
nuestro corazón se volviera loco, que nos mataría al momento.
Entonces extiendo el brazo y engancho la mano en ella, paso los dedos por
encima. Muerta, fría e inofensiva: es del mismo tipo que la usada en Portland
para los parques infantiles y los patios escolares. En ese segundo realmente me
doy cuenta de lo profundas y complejas que son las mentiras que, como
alcantarillas, vertebran la ciudad recorriéndolo todo, llenándola de hedor: un
lugar construido y enjaulado dentro de un perímetro de falsedades.
Álex es un escalador rápido, ya ha llegado a la mitad de la valla. Mira por
encima del hombro y ve que sigo allí de pie, como una idiota, sin moverme. Me
hace un gesto con la cabeza, como preguntando: «¿Qué haces?».
Vuelvo a poner la mano en la alambrada y al momento la retiro otra vez. De
repente me recorre una descarga, pero no tiene que ver con el voltaje que
debería estar circulando por ahí. Se me acaba de ocurrir una cosa.
Han mentido sobre todo: sobre la valla, sobre la existencia de los
inválidos, sobre un millón de cosas más. Nos han dicho que las redadas se
llevaban a cabo por nuestra propia protección. Nos dijeron que a los reguladores
solo les interesaba mantener la paz.
Nos dijeron que el amor era una enfermedad. Nos dijeron que acabaría
matándonos.
Por primera vez me doy cuenta de que esto, también, podría ser una mentira.
Álex se mece con cuidado de un lado a otro, con lo que la alambrada se
mueve un poco. Miro hacia arriba y me vuelve a hacer un gesto. Aquí corremos
peligro. Alzo el brazo, agarro la valla y comienzo a escalar. Estar ahí subidos
es incluso peor que estar corriendo por la gravilla. Al menos allí teníamos más
control, podríamos haber visto si algún guardia estaba patrullando, podríamos
haber regresado a la cala con la esperanza de refugiarnos en la oscuridad y los
árboles. Una pequeña esperanza, pero esperanza al fin y al cabo. Aquí estamos
de espaldas a las garitas, y siento que soy un gigantesco objetivo móvil con un
letrero en la espalda que dice: DISPÁRAME.
Álex llega arriba antes que yo y le veo abrirse paso lenta y
laboriosamente, entre las curvas de alambre de espino. Consigue pasar y baja
con cuidado por el otro lado, descendiendo unos pocos metros y haciendo una
pausa para esperarme. Sigo sus movimientos al milímetro. Estoy temblando por el
miedo y el cansancio, pero consigo pasar por encima de la valla y enseguida
bajo por el otro lado. Mis pies tocan el suelo. Álex me toma de la mano y me
lleva rápidamente hacia los bosques, lejos de la frontera.
Hacia la Tierra Salvaje.
dieciocho
María, saca el paraguas,
el sol brilla esta mañana, pero si cae la ceniza, tal vez te llene de canas.
María, rema con fuerza, vienen olas encarnadas, y no se puede saber si son
sangre o rojas aguas.
«Miss Mary» (juego
de palmas que se remonta a la época del gran bombardeo), Juegos de palmas y más – Historia del juego.
Las luces de la garita desaparecen de repente como si las hubieran guardado
en una cámara sellada. Los árboles se cierran a nuestro alrededor, las hojas y
los arbustos me aprietan por todas partes, me acarician la cara, las espinillas
y los hombros como miles de manos oscuras. Comienza una extraña cacofonía de
seres que aletean, criaturas que ululan y animales que huyen entre la maleza.
El aire huele tan intensamente a flores y a vida que parece tener textura, como
si fuera una cortina que se pudiera apartar. Oscuridad total. No puedo ni
siquiera ver a Álex delante de mí, solo siento su mano que tira de la mía.
Creo que ahora estoy aún más asustada que cuando estábamos cruzando, y le
aprieto la mano a Álex con la esperanza de que me entienda y se pare.
—Un poco más —su voz llega desde la penumbra que se extiende delante de mí.
Sigue tirando de mi mano para que continúe. Caminamos despacio. Oigo el
crujido de palos que se rompen bajo nuestros pies y el rumor de las ramas que
se apartan a nuestro paso, y sé que está tratando de abrir un sendero. Parece
que avanzamos centímetro a centímetro, pero es asombroso lo rápido que hemos
perdido de vista la frontera y todo lo que está al otro lado, como si nunca
hubiera existido. A mi espalda solo queda oscuridad. Es como estar bajo tierra.
—Álex… —empiezo a decir. Me sale la voz extraña y medio estrangulada.
—Alto —dice—. Espera.
Suelta mi mano y yo pego un respingo. Luego, sus manos tantean buscando las
mías y su boca se choca contra mi nariz cuando me besa.
—No pasa nada —dice.
Lucho por respirar con normalidad, sintiéndome estúpida. Me pregunto si
lamenta haberme traído. No es que haya sido precisamente miss Valentía.
Como si pudiera leerme la mente, me besa de nuevo, esta vez cerca de la
comisura de los labios. Supongo que sus ojos tampoco se han acostumbrado aún a
la oscuridad.
—Lo estás haciendo muy bien —dice. Ahora habla casi a un volumen normal,
así que supongo que estamos a salvo—. No me voy a ninguna parte. Es solo que
tengo que encontrar la puñetera linterna, ¿vale?
—Sí, vale.
Luego le oigo tantear entre las ramas que nos rodean, musitando pequeñas
maldiciones entre dientes en un monólogo que no acabo de entender. Un minuto
después, suelta un gritito de alegría; en ese momento, se alza un amplio rayo
de luz que ilumina un lugar densamente poblado de árboles y vegetación.
—La encontré —dice sonriendo y enseñándome orgulloso la linterna. Dirige la
luz hacia una caja de herramientas herrumbrosa, medio enterrada en el suelo—.
La dejamos aquí para los que cruzan —explica—. ¿Estás preparada?
Asiento con la cabeza: me siento mucho mejor ahora que podemos ver por
dónde vamos. Las ramas forman un dosel por encima de nuestras cabezas; me
recuerda el techo abovedado de la catedral de San Pablo, donde me sentaba en la
escuela dominical para escuchar sermones sobre los átomos, las probabilidades y
el orden divino. Las hojas se agitan y hacen ruido a nuestro alrededor, un
movimiento constante de verdes y negros que bailan y saltan de rama en rama. De
vez en cuando, la luz de la linterna se refleja en unos ojos brillantes que nos
miran solemnemente desde el interior de la masa de follaje antes de desaparecer
de nuevo en la oscuridad. Es increíble. Nunca he visto nada igual, toda esta
vida que surge por todos lados y crece como si a cada segundo estuviera
expandiéndose y empujando hacia arriba. Realmente no puedo explicarlo, pero me
hace sentir pequeña y un poco tonta, como si hubiera entrado sin permiso en un
territorio que pertenece a alguien mucho más viejo y más importante que yo.
Álex camina ahora con mayor confianza, y de vez en cuando aparta una rama
para que yo pueda pasar por debajo o golpea las que nos bloquean el paso. No
estamos siguiendo ningún sendero que yo pueda distinguir, y un cuarto de hora
después empiezo a temer que estemos caminando en círculos, o que nos estemos
adentrando más y más en los bosques sin ningún destino definido. Estoy a punto
de preguntarle cómo sabe adónde vamos cuando noto que, de vez en cuando duda y
dirige la luz de la linterna hacia los troncos de los árboles que nos rodean
como altas siluetas espectrales. Algunos de ellos están marcados con una franja
de pintura azul.
—Esas marcas…
Álex me lanza una mirada por encima del hombro.
—Son nuestra hoja de ruta —dice mientras sigue caminando—. Por aquí no conviene
perderse, créeme.
De golpe, los árboles se acaban. Un momento estamos en mitad del bosque,
rodeados por todos lados, y al siguiente salimos a un camino pavimentado, una
cinta de hormigón plateada por la luz de la luna que me recuerda a una lengua acanalada.
El camino está lleno de agujeros, agrietado y combado en algunos sitios,
así que tenemos que sortear montones enormes de escombros. Serpentea por la
ladera de una colina baja y luego desaparece tras la cima, donde comienza otra
hilera negra de árboles.
—Dame la mano —dice Álex.
Vuelve a susurrar y, sin saber por qué, me alegro. Por alguna razón, me
siento como si acabara de entrar en un cementerio. A ambos lados de la
carretera hay claros descomunales cubiertos de hierba que me llega hasta la
cintura, hierba que canta y susurra, y algunos arbolitos finos, que parecen
frágiles en medio de tanto terreno abierto. Parece haber también algunas vigas,
vigas de madera enormes apiladas unas encima de otras, y amasijos metálicos que
brillan entre la hierba.
—¿Qué es eso? —musito, pero en cuanto hago la pregunta se me forma un
pequeño grito en la garganta: ya lo veo, lo sé.
En mitad de uno de esos campos de hierba susurrante hay un gran camión azul
perfectamente intacto, como si alguien acabara de usarlo para venir a celebrar
un picnic.
—Esto era una calle —dice Álex; su voz se ha puesto tensa—. Fue destrozada
durante el gran bombardeo. Hay miles y miles de ellas por todo el país. Fueron
voladas, totalmente destruidas.
Me estremezco. Con razón me sentía como si estuviera caminando por un
cementerio. De alguna manera, eso es lo que es. El gran bombardeo fue una
campaña que tuvo lugar mucho antes de que yo naciera, cuando mi madre era aún
un bebé. Se suponía que había acabado con todos los inválidos y con todos los
resistentes que no quisieron dejar sus casas y trasladarse a comunidades
aprobadas. Mi madre me dijo una vez que sus primeros recuerdos estaban nublados
por el sonido de las bombas y el olor a humo. Decía que ese olor a quemado
siguió llegando hasta la ciudad durante años, y que cada vez que soplaba el
viento traía consigo una capa de ceniza.
Seguimos caminando. Me dan ganas de llorar. Estar aquí, ver esto, no se
parece en nada a lo que me enseñaron en las clases de Historia: pilotos
sonrientes con el pulgar levantado, gente que vitoreaba en las fronteras porque
al fin estábamos a salvo, casas incineradas limpiamente, sin desorden, como si
simplemente fueran borradas de una pantalla de ordenador. En los libros de
Historia no había gente que viviera en aquellas casas: eran solo sombras,
espectros, seres irreales. Pero a medida que Álex y yo caminamos de la mano por
la carretera bombardeada, comprendo que no fue así en absoluto. Hubo caos y
gritos y sangre y olor a carne quemada. Había gente: gente de pie y gente que
comía, que hablaba por teléfono, que freía huevos o cantaba en la ducha. Me
abruma la tristeza por todo lo que se perdió, y me lleno de odio hacia los que
provocaron todo eso. Mi gente, o al menos quienes eran mi gente. Ya no sé quién
soy, adónde pertenezco.
Aunque eso no es del todo cierto. Álex. Sé que yo soy de Álex.
Un poco más arriba, en la colina, nos encontramos una elegante casa blanca
en mitad de un campo. Por alguna razón, escapó sin daños al bombardeo y, aparte
de una contraventana que se ha soltado y cuelga en un ángulo extraño
bamboleándose ligeramente por el viento, es como cualquier casa de Portland.
Aquí parece pequeña y fuera de lugar, en medio de todo ese vacío, rodeada por
la metralla de los vecinos desintegrados. Es como un cordero solitario que se
ha perdido en un prado ajeno.
—¿Vive alguien ahí ahora? —le pregunto.
—A veces la gente la ocupa, cuando llueve o hiela. Pero solo los errantes,
los inválidos que van todo el tiempo de un lado a otro —dice haciendo una
brevísima pausa antes de decir «inválidos», torciendo el gesto como si la
palabra le supiera mal—. En general, nos mantenemos alejados de aquí. La gente
dice que los bombarderos podrían volver para rematar el trabajo. Pero en
realidad es un asunto de superstición. Piensan que la casa trae mala suerte.
Aunque la han vaciado completamente: camas, mantas, ropa, todo. De aquí saqué
mis platos —añade con una sonrisa forzada.
Hace algún tiempo me contó que tenía un sitio propio en la Tierra Salvaje,
pero cuando le pedí más detalles, se cerró en banda y me dijo que esperara.
Todavía me resulta raro pensar que la gente que vive aquí, en medio de esta
inmensidad, necesita platos y mantas y otras cosas normales.
—Por aquí.
Me saca de la carretera y me lleva de nuevo hacia los bosques. La verdad es
que me alegro de volver a los árboles. Se percibía una extraña pesadumbre en
aquel espacio abierto, con la casa solitaria, el camión oxidado y los edificios
destruidos, una herida abierta en la superficie del mundo.
Esta vez seguimos un sendero bastante transitado. Los troncos siguen
teniendo marcas azules a intervalos, pero no parece que Álex tenga que
orientarse por ellas. Caminamos ligeros, el delante y yo detrás. Los árboles no
son tan ásperos en esta zona y alguien ha debido de arrancar la maleza, así que
es más fácil avanzar. Bajo mis pies, la tierra ha sido apisonada a lo largo del
tiempo por el peso de muchos otros pies. El corazón empieza a latirme con
fuerza contra las costillas. Noto que nos estamos acercando.
Álex se vuelve a mirarme, tan bruscamente que casi choco con él. Apaga la
linterna; en la repentina oscuridad se alzan extrañas siluetas que parecen
tomar forma y luego se desvanecen.
—Cierra los ojos —dice, y noto que está sonriendo.
—¿Para qué? No veo nada.
Prácticamente puedo oír que pone los ojos en blanco.
—Venga, Lena.
—Vale.
Cierro los ojos y Álex toma mis manos entre las suyas. Luego me lleva hacia
delante otros seis metros, murmurando cosas como «levanta el pie. Hay una roca»
o «un poco a la izquierda». Un ligero nerviosismo va creciendo en mi interior.
Por fin nos detenemos y me suelta.
—Ya hemos llegado —dice con tono expectante—. Abre los ojos.
Los abro y por un momento no puedo hablar. Abro la boca varias veces y
tengo que cerrarla de nuevo: por más que lo intento, no me sale la voz.
—¿Y bien? —Álex se mueve nerviosamente junto a mí—. ¿Qué te parece?
—Es… es de verdad —tartamudeo por fin.
Suelta una carcajada.
—Claro que es de verdad.
—Quiero decir que es asombroso.
Avanzo algunos pasos. Ahora que estoy aquí, no recuerdo cómo me imaginaba
que era la Tierra Salvaje exactamente, pero, fuera lo que fuera, no me figuraba
esto. Un claro largo y amplio corta el bosque, aunque en algunos sitios los
árboles han empezado a crecer unos junto a otros, elevando sus esbeltos troncos
hacia el cielo que se extiende por encima de nosotros; un dosel vasto y
reluciente, con la luna sentada en el centro, brillante, enorme, hinchada.
Rosas silvestres rodean un abollado letrero, tan descolorido que casi no se
puede leer. Apenas puedo distinguir las palabras PARQUE DE CARAVANAS DE CREST
VILLAGE. El claro está lleno de caravanas y otras residencias más creativas:
lonas extendidas entre varios árboles, con mantas y cortinas de ducha que hacen
de puertas, camiones herrumbrosos con tiendas montadas en la parte trasera de
la cabina, viejas furgonetas con telas colocadas en las ventanas para preservar
la intimidad. El claro está lleno de agujeros donde se han encendido fuegos de
campamento a lo largo del día; en este momento, bastante después de la
medianoche, siguen humeando. Huele a madera carbonizada.
—¿Ves? —Álex sonríe y extiende los brazos—. El bombardeo no acabó con todo.
—No me lo habías contado —digo mientras echo a andar hacia el centro del
claro, evitando unos troncos que están colocados en círculo como si fuera una
sala de estar al aire libre—. No me dijiste que era así.
Se encoge de hombros, trotando junto a mí como un cachorro feliz.
—Es el tipo de lugar que tienes que ver por ti misma —afirma echando con el
pie un poco de tierra sobre un fuego moribundo—. Parece que hemos llegado
demasiado tarde para la fiesta de esta noche.
Mientras avanzamos por el claro, me señala cada «casa» y me cuenta algo
sobre la gente que vive allí, hablando todo el tiempo en susurros para no
despertar a nadie. Algunas historias ya las he oído antes, otras me resultan
totalmente nuevas. No estoy del todo concentrada en lo que dice, pero agradezco
el sonido de su voz, grave y seguro, familiar y reconfortante. Aunque el
asentamiento no es muy grande, quizá unos doscientos metros de longitud, siento
como si el mundo se hubiera abierto por la mitad, revelando una profundidad y
una sucesión de capas que nunca hubiera podido imaginar.
No hay muros. No hay muros por ninguna parte. En comparación, Portland
parece diminuta, apenas un puntito.
Álex se detiene delante de una deslucida caravana gris. Le faltan las
ventanas y los huecos han sido tapados con cuadrados de tela multicolor.
—Y… bueno… esta es mi casa.
Hace un gesto incómodo. Es la primera vez que se muestra nervioso en toda
la noche, lo que me pone nerviosa a mí. Me trago el impulso urgente y
totalmente inapropiado de soltar una carcajada histérica.
—¡Anda! Es… es…
—No parece gran cosa desde fuera —interrumpe él apartando la mirada
mientras se muerde la comisura del labio—. ¿Quieres… eh, entrar?
Asiento con la cabeza, segura de que si intentara hablar en este momento,
volvería a quedarme sin voz. He estado a solas con él muchas veces, pero esta
es diferente. Aquí no hay ojos que esperen atraparnos, ni voces que deseen
gritarnos, ni manos listas para separarnos; solo kilómetros y kilómetros de
espacio.
Me ilusiona y me asusta a la vez. Aquí podría suceder cualquier cosa, y
cuando se inclina para besarme es como si el peso de la oscuridad aterciopelada
que nos rodea, el rumor suave de los árboles, el ruido de los animales ocultos,
comenzara a golpearme en el pecho, haciéndome sentir que me disuelvo y me fundo
con la noche. Cuando se aparta, me lleva algunos momentos recuperar el aliento.
—Ven —dice.
Apoya un hombro contra la puerta de la caravana hasta que se abre con un
chirrido.
Dentro está oscuro. Distingo algunas siluetas vagas que desaparecen al
cerrar la puerta, tragadas por la penumbra.
—Aquí no hay electricidad —dice Álex.
Se mueve por la caravana chocándose contra los objetos, maldiciendo de vez
en cuando entre dientes.
—¿Tienes velas? —pregunto.
La caravana huele raro, como a hojas de otoño caídas. Es agradable. Hay
también otros olores: el limón penetrante y agudo del líquido de limpieza y,
más débilmente, el aroma de la gasolina.
—Tengo algo mejor —dice mientras suena un crujido. Me cae un poco de agua
desde arriba, y ahogo un grito—. Perdón, perdón. Hace tiempo que no vengo.
Cuidado —se disculpa Álex.
Más ruidos. Y luego, lentamente, el techo de la caravana tiembla, se
enrolla sobre sí mismo y, de repente, el cielo se revela en su inmensidad. La
luna está casi directamente encima de nosotros, bañando con su luz el interior
de la caravana y coronándolo todo de plata. Ahora veo que el techo es en realidad
un enorme plástico, una versión grande de lo que se usaría para tapar una
barbacoa. Álex está de pie en una silla, enrollándolo, y con cada centímetro
que recoge aparece un poco más de cielo y todo el interior resplandece con más
intensidad.
Me quedo sin aliento.
—¡Es precioso!
Álex me lanza una mirada por encima del hombro y sonríe. Continúa
recogiendo el plástico, parando cada pocos minutos para mover la silla hacia
delante y comenzar de nuevo.
—Un día, una tormenta se llevó la mitad del techo. Yo no estaba aquí, por
suerte —él también resplandece, sus brazos y hombros tienen un ligero toque
plateado. Como en la noche de la redada, me acuerdo de los cuadros de ángeles
que extienden las alas—. Decidí que más valía quitarlo del todo —continúa
mientras acaba de recoger el plástico. Luego salta de la silla y se vuelve
hacia mí con una sonrisa—. Es mi propia casa descapotable.
—Es increíble —digo, y lo pienso de verdad.
El cielo parece tan cercano… Podría alzar el brazo y llegar con los dedos
hasta la luna.
—Ahora voy a buscar las velas.
Álex pasa por mi lado hacia la zona de la cocina y se pone a revolver. Ya
puedo distinguir los objetos más grandes, aunque los detalles se pierden en la
penumbra. Hay una pequeña estufa de leña en un rincón. En el extremo opuesto
hay una cama inpidual. Al verla, mi estómago da un vuelco y me asaltan un
montón de recuerdos: Carol, sentada en mi cama, hablándome con su tono comedido
sobre las expectativas de marido y mujer; Jenny que se pone la mano en la
cadera y me suelta que no voy a saber qué hacer cuando llegue el momento;
historias murmuradas sobre Willow Marks; Hana preguntándose en voz alta en los
vestuarios cómo será el sexo, mientras yo le digo en voz baja que se calle, al
tiempo que miro por encima del hombro para asegurarme de que nadie nos oye.
Álex encuentra un puñado de velas y se pone a encenderlas una por una, y
las esquinas del cuarto van tomando forma a medida que coloca las luces
cuidadosamente por la caravana. Lo que más me sorprende son los libros.
Siluetas abultadas que en la semipenumbra parecían parte del mobiliario se
revelan ahora como altísimos montones de libros; hay más de los que he visto en
ningún otro sitio, si no contamos la biblioteca. Hay tres estanterías apoyadas
contra una pared. Hasta la nevera, que tiene la puerta rota, está llena de
ellos.
Cojo una vela y miro los títulos. No reconozco ninguno.
—¿Qué libros son estos?
Algunos de los volúmenes están tan viejos y estropeados que temo que si los
toco se harán pedazos. Voy leyendo en un susurro inaudible los nombres de los
lomos, al menos los que distingo: Emily Dickinson, Walt Whitman, William
Wordsworth.
Álex me mira.
—Es poesía —dice.
—¿Qué es la poesía?
Nunca había oído esa palabra, pero me gusta su sonido. Es elegante y al
mismo tiempo natural, como una mujer bella que aparece con un vestido largo.
Álex enciende la última vela. Ahora la caravana está llena de una luz
cálida que parpadea. Se acerca conmigo a las estanterías y se agacha buscando
algo. Saca un libro, se pone de pie y me lo pasa para que lo mire.
Poemas de amor famosos.
El estómago me da un vuelco al ver esa palabra, amor, escrita tan descaradamente en la tapa de un libro. Álex me
observa intensamente, así que para ocultar mi desazón lo abro y recorro la
lista de autores que aparece en las primeras páginas.
—¿Shakespeare? —ese nombre lo reconozco de las clases de salud—. ¿El tipo
que escribió Romeo y Julieta, esa
historia aleccionadora?
Álex suelta una carcajada.
—No es un cuento aleccionador —dice—. Es una gran historia de amor.
Me acuerdo de aquel día en los laboratorios: la primera vez que vi a Álex.
Me parece que ha pasado una eternidad. Recuerdo que mi mente daba vueltas a la
palabra bello. Recuerdo que pensé
algo sobre el sacrificio.
—Prohibieron la poesía hace años, justo cuando descubrieron la cura
—explica mientras me quita el libro y lo abre—. ¿Te gustaría escuchar un poema?
Asiento. Él tose, se aclara la garganta, luego cuadra los hombros y
flexiona el cuello como si estuviera a punto de entrar en un partido de fútbol.
—Venga —digo entre risas—. Te estás distrayendo.
Se aclara otra vez la garganta y comienza a leer:
—¿A un día de verano habré de
compararte?
Cierro los ojos y escucho. La sensación que tenía antes de estar rodeada de
calor se hincha y crece dentro de mí como una ola. La poesía no se parece a
nada que yo haya escuchado antes. No lo comprendo todo, solo fragmentos de
imágenes, frases que parecen a medio terminar, todas aleteando juntas como
cintas de colores vivos en el viento. Me doy cuenta de que me recuerda a la
música que me dejó muda de asombro hace casi dos meses en la granja. Me produce
ese mismo efecto: me hace sentir triste y llena de júbilo al mismo tiempo.
Termina de leer. Cuando abro los ojos, me está mirando.
—¿Qué? —pregunto. La intensidad de su mirada casi me deja sin aliento, como
si me estuviera viendo por dentro.
No me contesta directamente. Avanza algunas páginas en el libro, pero no lo
mira. Mantiene sus ojos clavados en mí.
—¿Quieres oír otro? —pregunta, aunque no espera a que le conteste para
empezar a recitar—. ¿Cómo te amo? Deja
que cuente los modos.
Ahí está esa palabra otra vez: amor.
El corazón se me detiene cuando Álex la pronuncia, y luego se pone a latir a
mil por hora.
—Te amo con toda la profundidad,
amplitud y altura que mi alma alcanza…
Sé que solo está diciendo las palabras de otra persona, pero, de cualquier
forma, parecen venir de él. Sus ojos bailan con la luz, en cada uno veo
reflejado el punto brillante de la llama de las velas.
Avanza un paso y me besa suavemente en la frente.
—Te amo hasta el nivel de la más
silenciosa necesidad cotidiana…
Parece como si el suelo se balanceara, como si me estuviera cayendo.
—Álex… —empiezo a decir, pero las palabras se me quedan enredadas en la
garganta.
Me besa los pómulos, un beso suave, delicioso, que apenas me roza la piel.
—Te amo libremente…
—Álex —digo un poco más alto. Me late el corazón a tal velocidad que temo
que se me salga entre las costillas.
Se aparta un poco y me lanza una sonrisa torcida.
—Elizabeth Barrett Browning —dice, y luego me pasa un dedo por el puente de
la nariz—. ¿No te gusta?
La forma en que lo dice, tan grave y tan seria, mientras me sigue mirando a
los ojos, me hace sentir que en realidad está preguntando otra cosa.
—No. Es decir, sí. Quiero decir que me gusta, pero…
La verdad es que no estoy segura de lo que quiero decir. No soy capaz de
hablar ni de pensar con claridad. En mi interior se arremolina una sola
palabra, una tormenta, un huracán, y tengo que apretar bien los labios para
impedir que crezca tanto que me llegue a la lengua y consiga salir. Amor, amor, amor, amor. Una palabra que
no he pronunciado jamás con todo su significado ante nadie, una palabra que en
realidad ni siquiera me he permitido pensar nunca.
—No tienes que darme explicaciones.
Álex retrocede otro paso. De nuevo tengo la sensación confusa de que
estamos hablando de cosas distintas. De alguna manera, le he decepcionado. Lo
que acaba de pasar entre nosotros —y algo ha pasado, aunque no estoy segura de
qué o cómo o por qué— le ha entristecido. Lo puedo ver en sus ojos, aunque
sigue sonriendo, y me hace desear disculparme, o echarle los brazos al cuello y
pedirle que me bese. Pero aún me da miedo abrir la boca, me da miedo que la
palabra salga disparada, y me da más miedo todavía lo que viene después.
—Ven aquí —Álex deja el libro y me ofrece su mano—. Quiero enseñarte algo.
Me lleva hasta la cama y de nuevo una oleada de timidez se apodera de mí.
No estoy segura de lo que espera y, cuando se sienta, me hago la remolona,
sintiéndome cohibida.
—No pasa nada. Lena —dice.
Como siempre, oírle decir mi nombre me relaja. Se echa hacia atrás en la
cama y se tiende de espaldas; yo hago lo mismo hasta quedar tumbada junto a él.
La cama es estrecha. Hay espacio justo para los dos.
—¿Ves? —dice alzando la barbilla.
Sobre nuestras cabezas, las estrellas resplandecen: miles y miles de ellas,
tantas que parecen copos de nieve que giran en la oscuridad color tinta. No
puedo contener mi asombro, y ahogo una exclamación admirada. Creo que nunca he
visto tantas estrellas en mi vida. El cielo parece tan cercano —tensado sobre
nuestras cabezas, más allá de la caravana descapotable— que me siento caer
hacia él, como si pudiéramos saltar de la cama, aterrizar en su superficie y
botar hacia él como si estuviéramos sobre una cama elástica.
—¿Qué te parece? —pregunta.
—Hace que me sienta llena de… de amor
—la palabra sale de repente y al momento se me quita el peso que tenía en el
pecho—. De amor —vuelvo a decir,
saboreando la palabra.
Una vez que lo has probado, sale sin dificultad. Corta. Concreta. No se
pega a la lengua. Es asombroso que nunca la haya pronunciado de este modo.
Noto que Álex está contento. La sonrisa en su voz se hace más grande.
—Lo de no tener tuberías es una lata —dice—. Pero tienes que admitir que la
vista mola un montón.
—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí… —me sale la frase sola y empiezo a
tartamudear—. Es decir, no en serio. No para siempre, pero… Ya sabes lo que
quiero decir.
Álex me pasa un brazo bajo el cuello. Me acerco poco a poco y apoyo la
cabeza en el punto donde el hombro se junta con el pecho; ahí encajo a la
perfección.
—Me alegro de que hayas podido verlo —dice.
Durante un rato, simplemente nos quedamos ahí en silencio. Su pecho sube y
baja con la respiración y, poco después, ese mismo movimiento hace que me entre
sueño. Me pesan muchísimo los brazos y las piernas, y las estrellas parecen
estar reordenándose en palabras. Quiero seguir mirando, leer su significado,
pero también me pesan los párpados: imposible, imposible mantener los ojos
abiertos.
—¿Álex?
—¿Sí?
—Recita ese poema otra vez.
Mi voz no parece mía, mis palabras parecen venir desde lejos.
—¿Cuál de todos? —susurra.
—El que te sabes de memoria —a la deriva, voy a la deriva.
—Me sé muchos de memoria.
—Cualquiera de ellos, entonces.
Respira hondo y comienza:
—Llevo tu corazón conmigo. Lo llevo
en mi corazón. Nunca estoy sin él…
Sigue hablando y sus palabras me pasan por encima como si me lavaran, como
la luz del sol pasa sobre la superficie del agua y se filtra hasta las
profundidades, iluminando la oscuridad. Mantengo los ojos cerrados. Es
asombroso: aún puedo ver las estrellas, galaxias enteras que florecen desde la
nada, soles rosas y violetas, vastos océanos plateados, mil lunas blancas.
Parece que solo llevo dormida cinco minutos cuando Álex me despierta
suavemente. El cielo sigue teniendo una negrura de tinta, la luna está alta y
brillante, pero por la forma en que las velas se han consumido a nuestro
alrededor, noto que debo de haber dormido al menos una hora.
—Debemos irnos —dice apartándome el cabello de la frente.
—¿Qué hora es? —mi voz está aún teñida de sueño.
—Un poco menos de las tres —Álex se sienta y salta de la cama; luego me
tiende una mano y me ayuda a ponerme de pie—. Tenemos que cruzar antes de que
despierte la Bella Durmiente.
—¿La Bella Durmiente? —muevo la cabeza, confusa.
Álex se ríe suavemente.
—Después de la poesía —dice inclinándose para besarme—, pasamos a los cuentos
de hadas.
Más tarde volvemos a cruzar los bosques, bajamos por el sendero estropeado
que pasa entre las casas bombardeadas y nos internamos en los bosques otra vez.
Todo el tiempo tengo la sensación de que no me he despertado del todo. Ni
siquiera me da miedo ni estoy nerviosa cuando escalamos la valla. Pasar por el
alambre de espino es muchísimo más fácil la segunda vez, y tengo la sensación
de que las sombras tienen textura y nos cobijan como una capa. El guardia de la
garita número veintiuno sigue exactamente en la misma posición, con la cabeza
echada hacia atrás, los pies sobre la mesa y la boca abierta. Enseguida estamos
recorriendo el perímetro de la ensenada. Luego nos deslizamos silenciosos por
las calles hacia Deering Highlands, y es entonces cuando se me ocurre la idea
más extraña, entre el deseo y el temor quizá todo esto sea un sueño y cuando
despierte me vuelva a encontrar en la Tierra Salvaje. Quizá me despierte para
descubrir que siempre he estado allí, y que todo Portland y los laboratorios y
el toque de queda y la intervención han sido una pesadilla larga y retorcida.
Brooks 37. Entramos por la ventana y el calor y el olor a moho nos golpean
fuerte, como un muro. Solo he pasado unas horas allí y ya echo de menos la
Tierra Salvaje, el viento entre los árboles que suena como el océano, los
increíbles olores de las plantas en flor, las cosas invisibles que se mueven,
toda esa vida que puja y se extiende en todas las direcciones, y más y más y
más…
Sin muros…
Luego, Álex me lleva al sofá y me cubre con una manta, me besa y me desea
buenas noches. Tiene el tumo de mañana en los laboratorios y le queda apenas el
tiempo justo para ir a casa, ducharse y llegar al trabajo. Escucho cómo sus
pasos se disuelven en la oscuridad.
Después duermo.
Amor, una sola
palabra, una cosa pequeña, una palabra no mayor ni más larga que el filo de una
navaja. Eso es lo que es: una cuchilla. Corta tu vida por el centro,
separándolo todo en dos, haciendo que caiga a uno u otro lado. Antes y después.
Antes y después. Pero también durante:
un instante no mayor ni más largo que el filo de una navaja.
diecinueve
Vive libre o muere.
Antiguo dicho, de
procedencia desconocida, incluido en la Compilación
exhaustiva de palabras e ideas peligrosas, www.cepip.gob.org
Lo más extraño de la vida es que sigue su traqueteo, ciega e ignorante,
incluso cuando tu mundo privado, la pequeña esfera que te has forjado, se
retuerce y deforma hasta que llega a explotar. Un día tienes padres, al
siguiente eres huérfana. Un día tienes un lugar y un camino. Al siguiente estás
perdida en una selva.
Y sin embargo, el sol sigue saliendo y las nubes se juntan y van a la
deriva y la gente compra comida y las persianas suben y bajan y se tira de la
cadena. Es entonces cuando te das cuenta de que casi todo, la vida, el
incesante mecanismo de existir, no tiene que ver contigo. No te incluye en
absoluto. Va a empujarte hacia delante incluso después de que hayas saltado más
allá. Incluso después de que hayas muerto.
Cuando por la mañana vuelvo al centro de la ciudad, me sorprende lo normal
que parece todo. No sé qué esperaba. No es que pensara realmente que los
edificios fueran a derrumbarse de un día para otro o que las calles se
fundieran y quedaran solo escombros, pero me sigue chocando ver a un montón de
gente con cartera, tenderos que suben el cierre de sus negocios y un coche que
intenta avanzar por una calle concurrida.
Parece absurdo que no lo sepan, que no hayan sentido ningún cambio ni
temblor, en este momento en que mi vida se ha vuelto del revés. Mientras me
dirijo a casa, no dejo de sentirme paranoica, como si alguien fuera capaz de
oler la Tierra Salvaje en mí, como si pudieran adivinar solo con mirarme a la
cara que he cruzado al otro lado. Me pica la nuca como si me rozaran las ramas
de los árboles, y no hago más que sacudir la mochila para asegurarme de que no
quedan hojas o semillas (no es que importe, ¡como si no hubiera árboles en
Portland!). Pero nadie me mira. Son casi las nueve y la mayor parte de la gente
se afana para llegar a tiempo al trabajo. Un borrón interminable de personas
normales que hacen cosas normales con los ojos fijos en lo que tienen delante,
sin prestar atención a la chica bajita y sosa que pasa por su lado con una
mochila abultada.
La chica bajita y sosa con un secreto que le quema por dentro como el
fuego.
Es como si la noche que he pasado en la Tierra Salvaje hubiera agudizado mi
visión por los bordes. Aunque superficialmente todo está igual, de algún modo
me parece distinto, poco sólido, casi como si pudiera atravesar los edificios y
el cielo y hasta la gente con la mano. Me viene a la cabeza un día, cuando era
muy pequeña, en que Rachel se puso a hacer un castillo de arena en la playa.
Debió de trabajar en él durante horas, usando diferentes vasos y cubos para dar
forma a torres y torretas. Cuando lo terminó parecía perfecto, como si
estuviera hecho de piedra. Pero luego subió la marea, y no hicieron falta más
que dos o tres olas para acabar con él totalmente. Recuerdo que me eché a
llorar, y mi madre me compró un helado y me hizo compartirlo con mi hermana.
Este es el aspecto que tiene Portland esta mañana, como algo que corre
peligro de disolverse.
No hago más que pensar en lo que dice siempre Álex: «Somos más de los que
crees». Miro de reojo a la gente que pasa, pensando que ahora tal vez seré
capaz de encontrar alguna señal secreta en su cara, una marca de la
resistencia. Pero todo el mundo tiene el mismo aspecto de siempre: agobiado,
apresurado, ausente.
Cuando llego a casa, Carol está en la cocina lavando los platos. Intento
pasar rápido junto a ella, pero me llama. Me detengo con un pie en las
escaleras. Sale al pasillo, secándose las manos en un trapo.
—¿Cómo te ha ido en casa de Hana? —pregunta.
Sus ojos me recorren el rostro buscando, como si quisiera comprobar algo.
Intento contener otro ataque de paranoia. No hay forma de que sepa dónde he
estado.
—Bien —digo encogiéndome de hombros, esforzándome porque mi voz suene
natural—. Pero no es que hayamos dormido mucho.
—Ah —Carol sigue mirándome intensamente—. ¿Y qué hicisteis?
Lleva años sin preguntarme por lo que hemos hecho en casa de Hana. «Aquí
pasa algo», pienso.
—Pues ya sabes, lo normal. Vimos la tele un rato. Hana tiene como siete
canales.
No sé si mi voz suena extraña y demasiado aguda, o son solo imaginaciones
mías.
Carol aparta la mirada y tuerce la boca como si se hubiera bebido
accidentalmente un trago de leche agria. Noto que está buscando una forma de
decir algo que no es agradable, porque se le pone ese gesto hosco que tiene
cuando da malas noticias. «Sabe lo de Álex, lo sabe, lo sabe». Las paredes se
acercan unas a otras y el calor es sofocante.
Luego, para mi sorpresa, su boca se curva en una sonrisa y me pone una mano
en el brazo.
—¿Sabes, Lena…? No va a ser así durante mucho más tiempo.
He conseguido no pensar en la operación durante veinticuatro horas, pero
ahora ese número horrible, inminente, vuelve a mi cabeza proyectando una sombra
sobre todo. Diecisiete días.
—Lo sé —consigo decir. Ahora mi voz suena claramente distorsionada.
Carol asiente y mantiene esa extraña sonrisa fija en la cara.
—Se que te resultará difícil de creer, pero no la echarás de menos cuando
todo pase.
—Lo sé.
Como si tuviera una rana moribunda en la garganta.
Ella sigue asintiendo de forma muy enérgica. Parece como si tuviera la
cabeza conectada a un yo-yo. Me da la impresión de que quiere decir algo más,
algo que me tranquilice, pero claramente no se le ocurre nada porque nos
quedamos allí, paralizadas, durante casi un minuto.
Al final digo:
—Voy arriba. Ducha.
Necesito toda mi fuerza de voluntad para conseguir pronunciar esas
palabras. Diecisiete días. El número no hace más que dar vueltas por mi mente
como una sirena de bomberos.
Carol parece aliviada de que yo haya roto el silencio.
—Vale —dice—. Vale.
Empiezo a subir las escaleras de dos en dos. Estoy impaciente por
encerrarme en la habitación. Aunque la temperatura de la casa debe de superar
los veintiséis grados, quiero colocarme bajo una corriente de agua muy caliente
y convertirme en vapor.
—Ah. Lena —Carol me llama casi como si acabara de acordarse. Me vuelvo,
pero ella no me mira. Está inspeccionando el borde desgastado de uno de sus
trapos de cocina—. Deberías ponerte algo bonito. Un vestido, o esos pantalones
blancos tan monos que te compraste el año pasado. Y arréglate el pelo. No te lo
seques al aire sin más.
—¿Por qué?
No me gusta esa forma de evitar mi mirada, en particular porque se le ha
vuelto a poner el gesto raro en la boca.
—He invitado a Brian Scharff a que venga hoy a vernos —dice hablando con
ligereza, como si fuera una cosa normal, cotidiana.
—¿Brian Scharff? —repito tontamente. El nombre parece extraño en mi boca,
como si tuviera un gusto metálico.
Carol vuelve la cabeza bruscamente y me mira.
—No va a venir solo —dice rápidamente—. Por supuesto que no vendrá solo. Su
madre vendrá con él. Y yo también estaré aquí, claro. Además, Brian fue
intervenido el mes pasado.
Como si fuera eso lo que me preocupa.
—¿Que va a venir aquí? ¿Hoy?
Tengo que apoyarme en la pared para no caer. Había conseguido olvidar
completamente a Brian Scharff, ese nombre pulcramente impreso en una página.
Carol debe de pensar que estoy nerviosa ante la idea de conocerlo, porque
me sonríe.
—No te preocupes. Lena. Todo va a ir bien. Nosotras llevaremos el peso de
la conversación. Simplemente se me ocurrió que tendríais que conoceros, dado
que…
No termina la frase. No hace falta.
Dado que estamos emparejados. Dado que nos vamos a casar. Dado que voy a
compartir mi cama con él y a despertarme a su lado cada día de mi vida y que
tendré que permitir que me toque y tendré que sentarme a la mesa de la cena con
él para comer espárragos de lata y oírle parlotear sobre la fontanería o la
carpintería o lo que sea que le asignen como trabajo.
—¡No! —estallo.
Carol parece asustada. No está acostumbrada a escuchar esa palabra; desde
luego, no de mí.
—¿Qué quieres decir con ese «no»?
Me humedezco los labios. Sé que es peligroso decirle que no y sé que está
mal. Pero no quiero conocer a Brian Scharff. No lo haré. No voy a sentarme ahí
y fingir que me cae bien ni voy a escuchar a Carol hablar de dónde viviremos
dentro de algunos años, mientras Álex está por ahí en algún sitio, esperándome
porque hemos quedado o golpeando con los dedos en la mesa mientras escucha
música o respirando o haciendo cualquier otra cosa.
—Quiero decir… —lucho por encontrar una excusa—. Quiero decir… o sea, ¿no
podríamos hacerlo en otro momento? No me encuentro nada bien.
Esto, por lo menos, es verdad. Carol me mira con el ceño fruncido.
—Es una hora, Lena. Si has podido dormir en casa de Hana, bien puedes hacer
esto.
—Pero… pero —aprieto el puño, hundiendo las uñas en la palma de la mano
hasta que me empieza a doler, lo que me proporciona algo en lo que
concentrarme—. Pero yo quería que fuera una sorpresa.
La voz de Carol adquiere un tono de crispación:
—No hay nada de sorprendente en esto, Lena. Es el orden de las cosas. Esta
es tu vida. Él es tu pareja. Le conocerás, te gustará y punto. Ahora ve arriba
y métete en la ducha. Llegarán a la una.
Mediodía. Álex sale hoy de trabajar a mediodía. Se suponía que iba a
encontrarme con él. Íbamos a hacer un picnic
en Brooks 37, como hacemos siempre que sale del turno de mañana. Íbamos a
disfrutar pasando la tarde juntos.
—Pero… —empiezo a protestar, sin saber qué más puedo decir.
—Nada de peros —me ataja cruzándose de brazos con su mirada implacable—.
Arriba.
No sé cómo consigo subir las escaleras. Estoy tan enfadada que casi no
puedo ver. Jenny está en el descansillo, mascando chicle, vestida solo con un
bañador viejo de Rachel. Le queda demasiado grande.
—¿Qué te ocurre? —pregunta cuando paso por su lado.
No contesto. Me voy directamente al baño y regulo el grifo a la máxima
temperatura. Carol odia que desperdiciemos agua, y normalmente me ducho lo más
rápido posible, pero hoy no me importa. Me siento en el váter, me meto los
dedos en la boca y los muerdo para no gritar. Todo es culpa mía. He ignorado la
fecha de la operación y he evitado hasta pensar el nombre de Brian Scharff. Y
Carol tiene toda la razón: esta es mi vida, este es el orden de las cosas. No
hay forma de cambiarlo. Respiro hondo y me digo que debo dejar de ser una cría.
Todo el mundo tiene que madurar en algún momento, y mi momento es el tres de
septiembre.
Voy a ponerme de pie, pero entonces veo una imagen de Álex anoche, muy
cerca de mí, pronunciando aquellas palabras extrañas, maravillosas: «Te amo con
toda la profundidad y amplitud y altura que mi alma puede alcanzar». Esa imagen
me derriba y vuelvo a caer sentada en la tapa del váter.
Álex que ríe, que respira, que está vivo pero lejos, desconocido. Una
oleada de náuseas se apodera de mí y me doblo con la cabeza entre las rodillas,
luchando contra las arcadas.
«La enfermedad», me digo a mí misma. «La enfermedad progresa. Todo irá bien
después de la operación. Ese es el objetivo».
Pero no funciona. Cuando por fin consigo meterme en la ducha, trato de
perderme en el ritmo del agua que golpea la porcelana, pero los recuerdos de
Álex no dejan de pasarme por la mente: me besa, me acaricia el pelo, sus dedos
se deslizan sobre mi piel. Las imágenes bailan y parpadean como la luz de una
vela a punto de extinguirse.
Lo peor es que ni siquiera puedo avisarle de que no podré reunirme con él.
Es demasiado peligroso llamarle. Mi plan era bajar a los laboratorios y decírselo
en persona, pero cuando llego al piso de abajo, duchada y vestida, y me dirijo
a la puerta, Carol me detiene.
—¿Dónde crees que vas? —dice con aspereza.
Noto que sigue enfadada porque antes he discutido con ella; sigue enfadada
y seguramente ofendida. Sin duda, piensa que yo tendría que estar dando
volteretas de alegría porque finalmente he sido emparejada. Tiene derecho a
pensarlo: hace unos meses, yo habría reaccionado exactamente así.
Agacho la mirada e intento sonar lo más dulce y dócil posible.
—Solo pensaba dar un paseo antes de que llegue Brian —intento ruborizarme a
voluntad—. Estoy un poco nerviosa.
—Ya has pasado demasiado tiempo fuera de casa —replica—. Y lo único que vas
a conseguir es ensuciarte y volver a sudar. Si quieres algo que hacer, puedes
ayudarme a ordenar el armario de la ropa blanca.
No puedo desobedecerla, así que la sigo escaleras arriba y me siento en el
suelo mientras me pasa toalla raída tras toalla raída. Las inspecciono buscando
agujeros, manchas y otros daños, las desdoblo y las vuelvo a doblar, cuento
servilletas… Siento tal enfado y tanta frustración que estoy temblando. Álex no
sabrá lo que me ha sucedido. Se preocupará. O, lo que es peor, creerá que le
estoy evitando deliberadamente. Quizá piense que la visita a la Tierra Salvaje
me ha hecho acobardarme.
Me asusta lo violento de mis sentimientos: casi rozan la locura, y creo que
sería capaz de cualquier cosa. Quiero escalar las paredes, quemar la casa,
¡algo! Varias veces tengo la fantasía de coger uno de los estúpidos trapos de
cocina de Carol y estrangularla con él. Contra esto es contra lo que me han
advertido siempre todos los libros de texto y el Manual de FSS y los profesores. No sé si llevan razón ellos o la
lleva Álex. No sé si este sentimiento, esto que crece en mi interior, es algo
horrible y morboso o es lo mejor que me ha pasado nunca.
Sea como sea, no puedo pararlo. He perdido el control. Y lo más terrible es
que, a pesar de todo, estoy contenta.
A las doce y media, Carol me lleva abajo, a la sala de estar, donde se nota
que ha estado limpiando y ordenando. Las notas de pedidos del tío, que
normalmente están tiradas por todas partes, han sido colocadas en un pulcro
montón, y tampoco se ven los libros escolares viejos ni los juguetes rotos que
normalmente cubren el suelo. Me sienta en un sofá y empieza a enredar con mi
pelo. Me siento como un cerdo de concurso, pero sé que no debo decir nada. Si
hago todo lo que ella me mande, si todo va bien, quizá me dé tiempo para ir a
Brooks 37 cuando Brian se marche.
—Ya está —dice Carol apartándose de mí y mirándome con expresión crítica—.
Esto es lo máximo que se puede hacer.
Me muerdo el labio y aparto la vista. No quiero que lo note, pero sus
palabras me han producido un agudo dolor. Es asombroso, pero de verdad se me
había olvidado que se supone que soy fea. Estoy tan acostumbrada a que Álex me
diga que soy bella, a sentirme bella cuando estoy con él… Se me abre un agujero
en el pecho. Así es como será la vida sin él. Todo se volverá normal y
corriente otra vez. Yo volveré a ser normal y corriente una vez más.
Unos minutos después de la hora acordada, la cancela delantera se abre con
un chirrido y suenan pasos en el sendero de entrada. He estado tan centrada en
Álex que no he tenido tiempo de ponerme nerviosa por la llegada de Brian
Scharff. Pero en este momento siento la urgencia desesperada de correr hasta la
puerta trasera o de precipitarme por la ventana abierta. Pensar en lo que Carol
haría si me lanzara de tripa contra la mosquitera hace que me dé un ataque incontrolable
de risa floja.
—Lena —me dice entre dientes, justo cuando Brian y su madre llaman a la
puerta principal—. Contrólate.
Me siento tentada de replicar: «¿Por qué?». Aunque Brian me odie, no podrá
hacer nada para cambiar las cosas. Tiene que apechugar conmigo y yo tengo que
apechugar con él. Los dos tenemos que aguantarnos.
Eso es lo que significa hacerse adulto, supongo.
En mi imaginación, Brian Scharff era alto y gordo, una especie de mole. En
realidad solo me saca unos centímetros, lo que resulta impresionantemente bajo
para ser chico, y está tan delgado que me preocupa romperle la muñeca al
estrecharle la mano. Tiene la palma húmeda de sudor y apenas aprieta. Es como
coger un pañuelo de papel mojado. Luego, cuando nos sentamos, me limpio la mano
a escondidas en los pantalones.
—Muchas gracias por venir —dice Carol, y entonces se produce una pausa
larga e incómoda.
En ese silencio puedo oír cómo Brian resuella. Da la impresión de que tiene
un animal moribundo atrapado en el conducto nasal.
Me he debido de quedar mirándolo, porque la señora Scharff explica:
—Brian tiene asma.
—Ah —digo.
—Las alergias se lo empeoran.
—Esto… ¿a qué tiene alergia? —pregunto, porque ella parece esperarlo.
—Al polvo —contesta categóricamente, como si hubiera estado esperando usar
esa palabra desde que ha entrado por la puerta. Recorre con mirada fulminante
la habitación impoluta, y Carol se ruboriza—. Y al polen. Y a los perros y a
los gatos, claro, y a los cacahuetes, el marisco, el trigo, los productos
lácteos y el ajo.
—No sabía que se podía tener alergia al ajo —digo. No he podido remediarlo.
Se me ha escapado.
—Se le hincha la cara como un acordeón —dice la señora Scharff girándose
hacia mí con mirada desdeñosa, como si de alguna forma yo fuera la culpable.
—Ah —repito, y de nuevo se instala entre nosotros un silencio incómodo.
Brian no dice nada, pero resuella más fuerte que antes.
Esta vez es Carol la que acude al rescate.
—Lena —dice—, quizá a Brian y a la señora Scharff les apetezca un poco de agua.
Nunca he agradecido más una excusa para irme de un cuarto. Me pongo de pie
con tal entusiasmo que por poco tiro accidentalmente una lámpara con la
rodilla.
—Claro, ahora la traigo.
—Asegúrate de que sea filtrada —me dice la señora Scharff cuando salgo de
la sala a toda pastilla—. Y no le pongas demasiado hielo.
En la cocina, me tomo mi tiempo llenando los vasos (del grifo, claro) y
dejando que el aire frío del congelador me refresque la cara. Del salón me
llega el ruido amortiguado de una conversación, pero no puedo distinguir quién
habla ni lo que se dice. Quizá la señora Scharff haya decidido retomar la lista
de las alergias de Brian.
Sé que al final tendré que volver al salón, pero mis pies no quieren
moverse hacia el pasillo. Cuando por fin les obligo a que lo hagan, parece como
si se hubieran vuelto de un material muy pesado; con todo, me llevan demasiado
rápido hacia la sala. No hago más que ver una serie interminable de días
anodinos, días blancuzcos y amarillentos como pastillas, días que dejan el
regusto amargo de una medicina. Mañanas y noches llenas de un humidificador que
runrunea bajito, de Brian que no deja de resollar, del plop, plop, plop de un
grifo averiado.
No hay forma de detener el tiempo. El pasillo no dura eternamente y llego
al salón justo a tiempo de oír a Brian que dice:
—No es tan guapa como en las fotos.
Él y su madre están de espaldas a mí, pero Carol se queda con la boca
abierta cuando me ve ahí de pie, y los dos Scharff se vuelven a mirarme. Al
menos tienen la cortesía de parecer avergonzados. Brian baja la vista
rápidamente y ella se pone colorada.
Nunca me he sentido más humillada o expuesta. Esto es incluso peor que
estar de pie vestida con el camisón transparente de las evaluaciones, bajo el
resplandor descarnado de los fluorescentes. Me tiemblan tanto las manos que el
agua se sale de los vasos.
—Aquí tienen el agua —digo. No sé de dónde saco las fuerzas para rodear el
sofá y colocar los vasos en la mesita de café—. Sin mucho hielo.
—Lena… —comienza a decir mi tía, pero la interrumpo.
—Lo siento —milagrosamente, consigo incluso sonreír. Pero no mantengo la
sonrisa más que una fracción de segundo. Además, me tiembla la mandíbula y sé
que me voy a poner a llorar en cualquier momento—. No me encuentro muy bien.
Creo que voy a salir un segundo.
No espero a que me den permiso. Me vuelvo y corro hacia la puerta. Al
abrirla para salir al sol oigo a la tía Carol que pide disculpas por mi
comportamiento.
—Aún le faltan varias semanas para la intervención —dice—. Así que tendrán
que perdonarla por ser tan sensible. Estoy segura de que todo va a salir bien…
En cuanto salgo, me pongo a llorar a lágrima viva. El mundo comienza a
derretirse, los colores y las formas se funden unos con otros. Todo parece
inmóvil. El sol ha ido avanzando hasta la mitad del cielo, un disco blanco
plano como un círculo de metal recalentado. Un globo rojo se ha quedado
atrapado en un árbol. Debe de llevar tiempo ahí. Se está quedando flácido,
moviéndose lánguidamente, medio desinflado, varado.
No sé cómo voy a enfrentarme a Brian cuando tenga que volver adentro. No sé
cómo voy a poder enfrentarme nunca a él. Se me vienen a la mente mil cosas
horribles, insultos que me gustaría soltarle: «Por lo menos, yo no parezco una
tenia», o «¿Se te ha ocurrido alguna vez que a lo que le tienes alergia es a la
vida?».
Pero sé que no lo haré, que no puedo decir ninguna de esas cosas. Además,
en realidad el problema no es que él resuelle o que sea alérgico a todo. El
problema no es ni siquiera que no me considere guapa.
El problema es que no es Álex.
Detrás de mí, la puerta se abre con un crujido. Brian dice:
—¿Lena?
Rápidamente, me aprieto las palmas de las manos contra las mejillas para
secarme las lágrimas. Lo último que deseo en el mundo es que sepa que su
estúpido comentario me ha disgustado.
—Estoy bien —digo sin volverme, porque estoy segura de que tengo mal
aspecto—. Entraré enseguida.
Debe de ser tonto o cabezota, porque no me deja sola. Por el contrario,
cierra la puerta a sus espaldas y baja los escalones. Le oigo resollar algunos
metros detrás de mí.
—Tu madre ha dicho que podía venir contigo —dice.
—No es mi madre —le corrijo rápidamente.
No sé por qué me parece tan importante decirlo. Antes me gustaba que la
gente pensara que Carol era mi madre. Eso significaba que no conocían la
verdadera historia. Pero, claro, antes me gustaban muchas cosas que ahora me
parecen ridículas.
—Ah, vale —ataja. Brian debe de saber algo sobre mi verdadera madre. Está
en el historial que habrá visto—. Perdón, se me había olvidado.
«Claro, por supuesto que se te había olvidado», pienso, pero no digo nada.
Al menos, el hecho de que esté revoloteando a mí alrededor me enfada tanto que
se me pasa la tristeza. Ya no lloro. Me cruzo de brazos y espero a que pille la
indirecta o a que se canse de mirarme la espalda y se vuelva dentro. Pero el
resuello continúa.
Hace menos de media hora que le conozco y ya me dan ganas de matarle. Por
fin me canso de estar ahí en silencio, así que me vuelvo y paso rápidamente a
su lado.
—Ya me siento mucho mejor —digo sin mirarle, dirigiéndome hacia la casa—.
Deberíamos entrar.
—Espera, Lena.
Alarga la mano y me agarra la muñeca. Supongo que realmente agarrar no es la palabra correcta; más
bien, me unta la muñeca de sudor. Pero en cualquier caso me detengo, aunque
sigo sin poder mirarle a los ojos. Los mantengo fijos en la puerta delantera,
notando por primera vez que la mosquitera tiene tres agujeros grandes cerca de
la esquina superior derecha. Con razón la casa ha estado llena de insectos este
verano. El otro día, Gracie encontró una mariquita en nuestro cuarto. Me la
trajo, cobijada en su manita. La ayudé a llevarla abajo y a soltarla fuera.
Se apodera de mí una oleada de tristeza que no tiene que ver con Álex ni
con Brian ni nada de eso. Simplemente me impresiona lo rápido que pasa el
tiempo. Algún día me despertaré y toda mi vida estará ya detrás de mí y me
parecerá que ha transcurrido tan deprisa como un sueño.
—Siento mucho que oyeras lo que he dicho antes —susurra. Me pregunto si su
madre le ha obligado a disculparse. Las palabras parecen requerir un esfuerzo
tremendo por su parte—. Ha sido de mala educación.
Como si no me sintiera ya completamente humillada, ahora tiene que
disculparse por llamarme fea. Se me van a derretir las mejillas de lo calientes
que están.
—No te preocupes —digo intentando liberar mi muñeca de su mano.
Curiosamente, no me la suelta, aunque técnicamente no debería tocarme para
nada.
—Lo que quería decir es… —su boca se abre y se cierra durante un momento.
No me mira a los ojos. No hace más que observar la calle detrás de mí; sus ojos
se mueven de un lado a otro, como un gato que vigila a un pájaro—. Lo que
quería decir es que en las fotos parecías más feliz.
Esto es una sorpresa y, por un momento, no se me ocurre qué responder.
—¿Ahora no parezco feliz? —suelto, y entonces me da todavía más vergüenza.
Resulta tan extraño estar manteniendo esta conversación con un desconocido,
sabiendo que no lo seguirá siendo durante mucho tiempo…
Pero no parece que la pregunta le choque. Solo mueve la cabeza.
—Sé que no lo eres —dice.
Me suelta la muñeca, pero ya no me siento tan desesperada por entrar. Sigue
observando la calle, y aprovecho para mirar más de cerca a su cara. Supongo que
se le podría considerar guapo. No es comparable a Álex, por supuesto —tiene la
piel superblanca y un aire un poco femenino, con la boca grande y redonda y la
nariz pequeña y afilada—, pero sus ojos son de color azul pálido, como el cielo
de la mañana, y tiene una mandíbula fuerte. Ahora empiezo a sentirme culpable.
Debe de notar que no estoy contenta de que me hayan emparejado con él. No es
culpa suya que yo haya cambiado: que haya visto la luz o que haya contraído deliria, según con quién hables. Tal vez
las dos cosas.
—Lo siento —digo—. No es por ti. Es solo… es que me da miedo la
intervención, eso es todo.
Pienso en cuántas noches he pasado fantaseando sobre cómo sería tenderme en
la camilla, esperar la anestesia que convertiría el mundo en niebla, con la
esperanza de levantarme renovada. Ahora despertaré en un mundo sin Álex.
Despertaré envuelta en niebla, en un mundo gris, borroso e irreconocible.
Brian me mira, por fin, con una expresión que al principio no puedo
descifrar. Luego me doy cuenta: compasión. Le doy pena. Se pone a hablar
apresuradamente:
—Oye, igual no debería contarte esto, pero antes de que me operaran, yo era
como tú —dice, y sus ojos vuelven a la calle. Ha dejado de resollar. Ahora
habla claramente, pero en voz baja, para que su madre y Carol no lo puedan oír
por la ventana abierta—. Yo no… yo no estaba listo —baja la voz hasta que es
solo un susurro y se humedece los labios—. Había una chica a la que veía a
veces en el parque. Ella cuidaba a sus primos, los solía llevar al parque
infantil que había allí. Yo era capitán del equipo de esgrima del instituto y
allí era donde practicábamos.
«Claro, tenías que ser capitán del puñetero equipo de esgrima», pienso.
Pero no lo digo en voz alta, me doy cuenta de que está intentando ser
agradable.
—Bueno, el caso es que a veces hablábamos. No pasó nada… —se apresura a
aclarar—. Solo alguna conversación, aquí y allá. Tenía una sonrisa bonita. Y yo
sentí… —se interrumpe.
El asombro y el miedo me atraviesan. Está intentando decirme que somos
parecidos. De alguna manera sabe lo de Álex; no lo de Álex en concreto, pero
sabe que hay alguien.
—Espera un momento —le interrumpo mientras la mente me da vueltas sin
parar—. ¿Estás intentando decirme que antes de la operación tú estuviste…
estuviste enfermo?
—Solo estoy diciendo que lo comprendo.
Sus ojos se encuentran con los míos apenas una fracción de segundo, pero no
necesito más. Ahora tengo la certeza. Sabe que me he contagiado. Me siento
aliviada y aterrorizada. Si lo puede notar él, otra gente también se dará
cuenta.
—Lo único que quiero decir es que la cura funciona —dice remarcando la
última palabra como si quisiera consolarme—. Ahora soy mucho más feliz. Y tú lo
serás también, te lo prometo.
Cuando dice eso, algo se fractura en mi interior y me dan ganas de llorar otra
vez. Su voz es reconfortante. No hay nada que desee más en ese momento que
creerle. Seguridad, felicidad, estabilidad: lo que he deseado toda mi vida. Y
en ese instante pienso que quizá las últimas semanas hayan sido en realidad un
delirio largo y extraño. Puede que después de la intervención me despierte como
si hubiera tenido fiebre alta, con apenas un recuerdo vago de mis sueños y un
sentimiento abrumador de alivio.
—¿Amigos? —dice Brian ofreciéndome la mano para estrecharla, y esta vez no
hago una mueca cuando me toca. Incluso le dejo que la sostenga unos segundos
extra.
Sigue de cara a la calle y, mientras estamos ahí, frunce el ceño
momentáneamente.
—¿Qué querrá ese? —musita, pero alza después la voz—. No pasa nada. Es mi
pareja.
Me vuelvo justo a tiempo de ver un destello de pelo castaño claro, como
quemado, del color de las hojas en otoño, que desaparece por la esquina. Álex.
Desprendo bruscamente mi mano de la de Brian, pero es demasiado tarde. Ya se ha
ido.
—Debía de ser un regulador —dice Brian—. Estaba ahí mirando.
La sensación de serenidad y consuelo que he tenido un minuto antes se
desvanece de golpe. Álex me ha visto, nos ha visto, con las manos juntas, y le
ha oído a Brian decir que yo era su pareja. Y se supone que yo había quedado
con él hace una hora. No sabe que no he podido salir de casa, que no he podido
hacerle llegar un mensaje. No puedo imaginar lo que debe de estar pensando de
mí en este momento. O la verdad es que si me lo puedo imaginar.
—¿Estás bien? —me pregunta Brian.
Sus ojos son tan pálidos que parecen casi grises. Un color enfermizo, como
el moho o la putrefacción, y en absoluto parecido al cielo. No puedo creer que
me haya parecido atractivo ni siquiera por un segundo.
—No tienes muy buen aspecto —dice.
—Estoy bien —afirmo intentando dar un paso hacia la casa, pero me tambaleo.
Brian hace ademán de ayudarme, pero me giro para evitarle—. Estoy bien —repito,
aunque todo se está rompiendo a mí alrededor, fracturándose.
—Hace calor aquí fuera —dice. No soporto mirarle—. Vamos dentro.
Me pone una mano en el codo y me impulsa por las escaleras, a través de la
puerta y hasta el salón, donde nos esperan Carol y la señora Scharff,
sonriendo.
veinte
EX REMEDIUM SALVAE (De la
cura, salvación)
Impreso en toda la
moneda nacional
Por algún milagro, debo de causar en Brian y la señora Scharff una
impresión lo suficientemente buena como para satisfacer a Carol, aunque apenas
hablo durante el resto de la visita (o quizá precisamente porque apenas hablo).
Para cuando se van es media tarde y, aunque la tía insiste en que ayude con
algunas otras tareas y hace que me quede para la cena (cada minuto en que no
puedo salir corriendo hacia Álex es una agonía, sesenta segundos de pura,
intensa tortura), me promete que podré salir a dar un paseo cuando termine de
cenar, antes del toque de queda. Me trago las alubias cocidas y los palitos de
pescado congelado a tal velocidad que casi vomito, y me quedo dando botes en la
silla hasta que me deja ir. Incluso me dispensa de la tarea de fregar los platos,
pero estoy demasiado enfadada con ella por el encierro como para agradecérselo.
Voy primero a Brooks 37. No es que de verdad crea que Álex vaya a estar
allí esperándome, pero tengo esperanzas de todos modos. Sin embargo, los
cuartos están vacíos, y también el jardín. Para entonces debo de estar
delirando, porque miro hasta detrás de los árboles y de los arbustos como si de
repente fuera a aparecer de la nada, igual que hace algunas semanas cuando
Hana, él y yo jugábamos al escondite. Solo de pensar en eso me duele el
corazón. Hace menos de un mes, todo agosto, largo, dorado y reconfortante, se
extendía ante mí como un período interminable de sueños delicioso.
Bueno, ahora he despertado.
Regreso atravesando las habitaciones. Ver todas nuestras cosas esparcidas
por la sala de estar (las mantas, algunas revistas y libros, una caja de
galleta, latas de refresco, viejos juegos de mesa, incluyendo una partida de scrabble a medio terminar, abandonada
cuando Álex empezó a inventarse palabras como quozz o yregg) me pone profundamente triste, y me trae a la mente
aquella casa solitaria que sobrevivió al bombardeo y a la calle agrietada y
destruida: un lugar donde todos siguieron estúpidamente haciendo sus cosas de
cada día justo hasta el momento del desastre, para que después los
supervivientes comentaran: «¿Cómo no se imaginaron lo que iba a ocurrir?»
Es estúpido, ser tan descuidados con nuestro tiempo y creer que nos queda
tanto.
Después me dirijo hacia las calles, frenética y desesperada, sin saber qué
debo hacer. Una vez, Álex me comentó que vivía en Forsyth, en una larga fila de
edificios de piedra gris que pertenecen a la universidad, por lo que me
encamino hacia allí. Pero todos me parecen idénticos. Debe de haber docenas de
ellos, cientos de apartamentos individuales. Me siento tentada a entrar en
todos y cada uno hasta encontrarle pero eso sería suicidio. Cuando un par de
estudiantes me lanzan miradas de sospecha, me doy cuenta de que debo de tener
un aspecto desastroso, cercano a la histeria, con ojos de loca y la cara
colorada, así que me refugio en una calle lateral. Para calmarme empiezo a
recitar las plegarias básicas: «H de hidrógeno, que pesa uno: fusión ardiente
cual sol caliente».
De camino a casa, estoy tan distraída que me pierdo en el laberinto de calles
que salen del campus de la universidad. Acabo en una vía estrecha de un solo
sentido por la que nunca había pasado, y tengo que retroceder hasta Monument
Square. El Gobernador está allí como siempre, con la palma vacía extendida. A
la luz decreciente de la tarde tiene un aspecto triste y desolado, como si
fuera un mendigo condenado para siempre a pedir limosna.
Pero verlo me da una idea. Rebusco en el fondo de mi bolso hasta encontrar
un trozo de papel y un boli y escribo: «Déjame que te explique. A medianoche en
la casa. 17/8». Luego, tras echar un vistazo para asegurarme que nadie está
mirándome por las escasas ventanas iluminadas que dan a la plaza, salto hasta
el pedestal de la estatua e introduzco la nota en la pequeña oquedad del puño.
La posibilidad de que a Álex se le ocurra mirar ahí es de una entre un millón.
Pero siempre es una posibilidad.
Esa noche, cuando estoy a punto de salir del dormitorio, oigo un ruido
detrás de mí. Al volverme, veo otra vez a Gracie sentada en la cama,
observándome con los ojos brillantes como los de un animalito. Me llevo el dedo
a los labios. Ella hace lo mismo, imitándome inconscientemente, y salgo sin
ruido por la puerta.
Cuando estoy en la calle, alzo la mirada una vez hasta la ventana. Por un
instante me parece ver su cara pálida como una luna. Pero quizá sea solo un
truco de las sombras que se deslizan silenciosamente por el costado de la casa.
Cuando vuelvo a mirar, ya no está.
La casa de Brooks 37 está a oscuras cuando entro por la ventana, totalmente
en silencio. «No está aquí», pienso. «No ha venido». Pero una parte de mí se
niega a creerlo. Tiene que haber venido.
He traído una linterna y, a su luz, empiezo a hacer un barrido de la casa,
el segundo del día, negándome a llamarle por pura superstición. Si no contestara,
no podría soportarlo: me vería obligada, por fin, a aceptar que no ha visto mi
nota o, lo que es peor, que sí la ha visto pero ha decidido no venir.
En el salón me detengo de pronto.
Todas nuestras cosas (las mantas, los juegos, los libros) han desaparecido.
El suelo de madera parece vacío y expuesto a la luz de la linterna. Los muebles
tienen un aire desolado y silencioso, desnudos de todos nuestros toques
personales, sin sudaderas abandonadas ni botes de broncear a medio usar. Hace
mucho que no me da miedo la casa ni me asusta pasear de noche por sus
habitaciones, pero en este momento regresa el recuerdo de los oscuros lugares
que me rodean: cuarto tras cuarto de objetos en decadencia, de cosas que se
pudren, de roedores que miran desde rincones tenebrosos. Me recorre un profundo
escalofrío. Álex debe de haber estado aquí, después de todo, para recoger
nuestras cosas.
El mensaje me resulta tan claro como cualquier nota. Ya no quiere saber
nada de mí.
Por un momento, casi me olvido de respirar. Y luego siento un horrible frío
en mi interior, una sacudida en el pecho, como si avanzara directamente contra
los rompientes en la playa. Me fallan las rodillas y me agacho, temblando de
forma incontrolable.
Se ha ido. Me sale de la garganta un sonido estrangulado que rompe el
silencio a mí alrededor. De repente, me pongo a llorar a gritos en la
oscuridad, y la linterna cae al suelo y se apaga. Sueño despierta que voy a
llorar tanto que se llenará la casa y me ahogaré, o que un río de lágrimas me
arrastrará a algún lugar lejano.
Luego siento una mano cálida en la nuca, que me acaricia por entre el pelo
enredado.
—Lena.
Me doy la vuelta y Álex está ahí, inclinado hacia mí. En realidad no puedo
distinguir su expresión, pero a la escasa luz de la noche me parece dura, dura
e inmóvil, como si estuviera hecha de piedra. Por un momento me preocupa que
sea solo un sueño, pero luego me vuelve a tocar y su mano es sólida y cálida y
áspera.
—Lena —repite, pero no parece saber qué más decir. Me pongo de pie,
limpiándome la cara con el antebrazo.
—Has recibido mi nota.
Intento tragarme las lágrimas, pero solo consigo que me dé un ataque de
hipo.
—¿Una nota? —repite.
Ojalá tuviera todavía la linterna en la mano para poder verle la cara más
claramente. Al mismo tiempo, eso me aterra por la distancia que podría
encontrar en ella.
—Te he dejado una nota en el Gobernador —digo—. Te decía que quedábamos
aquí.
—No la he visto —dice. Me parece distinguir cierta frialdad en su voz—.
Solo he venido a…
Interrumpo. No puedo dejar que continúe. No puedo dejar que diga que ha
venido a recoger, que no quiere volver a verme. Eso me matará. «Amor, la más
mortal de todas las cosas mortales».
—Escucha —le digo entre hipos—. Escucha: lo de hoy no ha sido idea mía.
Carol me ha dicho que tenía que conocerle y yo no he podido hacerte llegar un
mensaje. Así que ahí estábamos los dos, y yo estaba pensando en ti y en la
Tierra Salvaje y en cómo todo ha cambiado tanto y en que ya no queda tiempo y
que a ti y a mí se nos acaba el plazo y, por un segundo, por un solo segundo,
he deseado poder volver a como eran las cosas antes.
Lo que digo no tiene ningún sentido, y lo sé. La explicación a la que había
dado tantas vueltas mentalmente se me está revolviendo, las palabras se
atropellan unas a otras. Las excusas parecen irrelevantes. A medida que hablo,
me doy cuenta de que solo hay una sola cosa que importa realmente: a Álex y a
mí no nos queda tiempo.
—Pero juro que ese deseo no era de verdad. Nunca habría. Si nunca te
hubiera conocido, yo nunca habría. Antes de ti, yo no sabía lo que significaba
nada.
Álex se acerca y me envuelve entre sus brazos. Entierro mi cara en su
pecho. Encajo tan bien como si nuestros cuerpos hubieran sido diseñados el uno
para el otro.
—Ssssh —me susurra al oído. Me aprieta tan fuerte que me duele un poco,
pero no me importa. Me gusta. Si quisiera, podría elevar los pies del suelo y
él seguiría sosteniéndome—. No estoy enfadado contigo, Lena.
Me aparto apenas un centímetro. Sé que, incluso en la oscuridad, debo de
tener un aspecto horrible. Se me están hinchando los ojos y tengo el pelo
pegado a la cara. Por suerte, Álex no me suelta.
—Pero tú… —trago saliva, inspiro profundamente—. Te lo has llevado todo.
Todas nuestras cosas.
Aparta la vista por un segundo y las sombras se tragan su rostro. Cuando
habla, lo hace demasiado alto, como si tuviera que forzar las palabras para que
salgan.
—Siempre supimos que sucedería esto. Sabíamos que no nos quedaba mucho
tiempo.
—Pero.
No hace falta que le diga que hemos estado fingiendo. Hemos actuado como si
las cosas fueran a cambiar nunca.
Coloca las manos a ambos lados de mi cara, me seca las lágrimas con los
pulgares.
—No llores, ¿vale? Ya no llores más —dice besándome ligeramente la punta de
la nariz; luego me toma de la mano—. Quiero enseñarte algo.
Se le quiebra un poco la voz; me hace pensar en cosas que se desquician,
que se desmoronan.
Me lleva hasta la escalera. Por encima de nosotros, el techo está podrido
en ciertos lugares, y los escalones están delineados en una luz plateada. Esta
escalera debe de haber sido magnífica en algún momento, deslizándose hacia
arriba de forma majestuosa para luego dividirse en dos, con un rellano a cada
lado.
No he estado arriba desde la primera vez que Álex me trajo aquí con Hana,
cuando nos propusimos explorar todos los cuartos de la casa. Ni siquiera se me
ha ocurrido mirar ahí al llegar esta tarde. Aquí está aún más oscuro que en la
planta baja y también hace más calor, como si en el aire flotara una neblina
negra y sofocante.
Álex avanza por el pasillo arrastrando los pies. Vamos pasando una fila de
puertas de maderas idénticas.
—Por aquí.
Por encima de nosotros se oye un aleteo frenético de murciélagos a lo que
ha perturbado la voz de Álex. Suelto un grito de temor. ¿Ratones? Perfecto
¿Ratones voladores? No tan perfecto. Esa es otra razón por la cual me he
quedado en el piso de abajo. Durante nuestra exploración inicial llegamos a lo
que debió ser el dormitorio principal, una habitación enorme: en medio había
una cama con dosel, con los palos medio derrumbados. Al alzar la vista hacia la
parte en tinieblas, vimos docenas y docenas de formas oscuras y silenciosas
alineadas en las vigas de madera, como capullos horribles que colgaran de un
tallo de flor, a punto de caer. Cuando nos movimos, algunos abrieron los ojos y
parecieron hacer un guiño. El suelo estaba salpicado de heces de murciélago y
flotaba un olor dulzón y enfermizo.
—Por aquí —dice, y aunque no estoy segura, creo que se detiene en la puerta
del dormitorio principal. Me estremezco. No tengo ningún deseo de ver el
interior de la Sala Murciélago de nuevo. Pero Álex se muestra categórico, así
que dejo que abra la puerta y paso delante de él.
En cuanto entramos a la habitación, suelto un grito ahogado y me detengo
tan bruscamente que se choca contra mí. El cuarto está increíble, está
transformado.
—¿Y bien? —en su voz hay una nota de ansiedad—. ¿Qué te parece?
No puedo responder inmediatamente. Álex ha quitado de en medio la vieja
cama y la ha dejado en un rincón, y ha barrido el suelo hasta dejarlo
perfectamente limpio. Las ventanas, o lo que queda de ellas, están abiertas de
par en par, así que el aire huele a gardenias y a jazmín, y sus aromas se
mezclan con la brisa que viene del exterior. Ha colocado nuestra manta y los
libros en el centro de la habitación y ha desenrollado además un saco de
dormir. Ha rodeado toda la zona con decenas de velas colocadas en improvisadas
palmatorias, como tazas o vasos viejos o latas de coca-cola desechadas, igual
en su casa de la Tierra Salvaje.
Pero lo mejor es el techo, o más bien, la falta de techo. Debe de haber
retirado la madera podrida del tejado y ahora, una vez más, se extiende por
encima de nosotros un enorme fragmento de cielo. En Portland se ven menos
estrellas que en el otro lado de la frontera, pero sigue siendo bello. Pero
esto no es todo: los murciélagos, molestos con el cambio, se han ido. Muy por
encima de nosotros, en el exterior, veo varias formas oscuras que vuelan en
círculos cruzando la luna, pero mientras estén al aire libre, no me preocupan.
Y de repente me doy cuenta: lo ha hecho por mí. Incluso después de lo que
ha sucedido hoy, ha venido y ha hecho esto por mí. Me siento llena de gratitud,
pero hay otro sentimiento que trae consigo una punzada de dolor. No me lo
merezco. No me merezco a Álex. Me vuelvo hacia él y no puedo siquiera hablar:
su rostro está iluminado por las velas y aparece radiante, como si se estuviera
transformando en fuego. Es el ser más bello que he visto en mi vida.
—Álex… —empiezo, pero no puedo continuar. De repente, me da casi miedo de
él, me aterra su absoluta y total perfección.
Se inclina hacia delante y me besa. Y cuando está tan cerca de mí que noto
la suavidad de su camiseta acariciándome la cara y el olor a bronceador y a
hierba que desprende su piel, entonces me da menos miedo.
—Es demasiado peligroso volver a la Tierra Salvaje —dice con voz ronca,
como si hubiera estado gritando durante mucho tiempo. Le tiembla frenéticamente
un músculo en la mandíbula—. Así que he traído aquí la Tierra Salvaje. He
pensado que te gustaría.
—Me gusta. Me… me encanta.
Me llevo la mano al pecho, deseando que hubiera alguna forma de estar
incluso más cerca de él. Odio la piel. Odio los huesos y los cuerpos. Quiero
acurrucarme dentro de él y que me lleve consigo para siempre.
—Lena… —dice, y cruzan su rostro diversas expresiones, tan rápidas que
apenas puedo captarlas todas, mientras su mandíbula no deja de moverse—. Sé que
no tenemos mucho tiempo, como tú has dicho. Apenas nos queda tiempo.
—No —respondo. Entierro mi cara en su pecho, le envuelvo en mis brazos y
aprieto.
Inimaginable, incomprensible: una vida vivida sin él. La idea me destroza,
el hecho de que esté casi llorando me hace pedazos. La idea de que haya hecho
esto por mí, que crea que yo merezco esto, me mata. Él es mi mundo y mi mundo
es él, y sin él no hay mundo.
—No lo voy a hacer. No voy a seguir con esto. No puedo. Quiero estar
contigo. Necesito estar contigo —afirmo.
Álex toma mi cara, se inclina para mirarme a los ojos. Su rostro está
radiante, lleno de esperanza.
—No tienes que hacerlo —dice. Sus palabras salen atropelladamente. Es obvio
que lleva mucho tiempo pensando en esto y procurando no decirlo—. Lena, no
tienes que hacer nada que no quieras hacer. Podríamos huir juntos. A la Tierra
Salvaje. Podríamos irnos y no volver más. El único problema, Lena, es que no
podríamos volver nunca jamás. Lo sabes, ¿verdad? Nos matarían a los dos, o nos
encerrarían para siempre. Pero podríamos hacerlo, Lena.
«Nos matarían a los dos». Por supuesto, tiene razón. Una vida entera de
huir: eso es lo que acabo de decir que deseo. Doy un paso atrás rápidamente: de
repente me siento mareada.
—Espera —digo—. Espera un minuto.
Me suelta. La esperanza muere en su rostro de repente, y por un momento nos
quedamos ahí, mirándonos.
—No hablabas en serio —dice por fin—. No lo decías en serio.
—No, sí lo decía en serio, es solo que…
—Es solo que tienes miedo —dice. Se acerca a la ventana y se queda
contemplando la noche, negándose a mirarme. Su espalda vuelve a darme terror,
sólida e impenetrable, un muro.
—No tengo miedo. Es solo…
Tengo que luchar contra un sentimiento turbio. No sé lo que soy. Quiero a
Álex y quiero mi antigua vida y quiero paz y felicidad y sé que no puedo vivir
sin él, todo al mismo tiempo.
—No importa —su voz suena apagada—. No tienes que darme explicaciones.
—Mi madre —suelto, y él se vuelve con aspecto sorprendido. Yo estoy tan
sorprendida como él; ni siquiera sabía que iba a decir esas palabras hasta que
las he pronunciado—. No quiero ser como ella, ¿no lo entiendes? He visto lo que
le hizo a ella, vi cómo era. La mató, Álex. Me dejó a mí, dejó a mi hermana, lo
dejó todo. Todo por esa cosa, esa cosa en su interior. Y yo no quiero ser como
ella.
Realmente, nunca he hablado de esto y me sorprende lo que me cuesta
hacerlo. En este momento tengo que volverme, me siento enferma y avergonzada
porque he roto de nuevo a llorar.
—¿Por qué no estaba curada? —pregunta Álex suavemente.
Por un momento no puedo hablar, y simplemente me permito llorar, ahora en
silencio, esperando que no lo note. Cuando recupero el control de la voz, digo:
—No es solo eso.
Luego, todo sale apresuradamente, los detalles, cosas que nunca había
compartido con nadie.
—Ella era tan distinta de todas las demás personas. Yo sabía que ella era
distinta, que nosotras éramos distintas, pero al principio no me daba miedo.
Era nuestro pequeño, delicioso secreto. Mío, de mamá y de Rachel también, como
si estuviéramos en nuestro mundo particular. Era… era fascinante. Corríamos
bien todas las cortinas para que nadie nos viera. Jugábamos a un juego en el
que ella se escondía en el pasillo y nosotras intentábamos pasar a su lado
corriendo, y ella saltaba y nos atrapaba; lo llamaba «jugar al trasgo». Siempre
terminaba con una batalla de cosquillas. Ella reía constantemente. Las tres
reíamos constantemente. Pero a veces, cuando hacíamos demasiado ruido, nos
tapaba la boca con la mano, se ponía muy tensa y se quedaba escuchando. Supongo
que lo hacía para ver si oía a los vecinos, para asegurarse de que ninguno de
ellos se alarmara. Pero nadie vino nunca.
—A veces nos hacía crepes de arándanos para cenar, como una celebración
especial. Los recogía ella misma. Y siempre estaba cantado. Tenía una voz
preciosa, magnífica, como la miel… —se me quiebra la voz, pero ya no puedo
detenerme; las palabras me salen como una avalancha, tropezándose—. También
bailaba. Ya te conté. Cuando yo era pequeña, me colocaba con mis pies sobre los
suyos. Me envolvía en sus brazos y nos movíamos lentamente por la habitación
mientras ella marcaba el compás, intentando enseñarme lo que es el ritmo. A mí
se me daba fatal, era muy torpe, pero ella siempre me decía que era preciosa.
Las lágrimas hacen que las tablas del suelo aparezcan borrosas a mis pies.
—No todo fue bueno, no todo el tiempo. A veces me levantaba en mitad de la
noche para ir al baño y la oía llorar. Ella siempre intentaba amortiguar el
ruido con la almohada, pero yo lo sabía. Cuando lloraba era aterrador. Yo nunca
había visto a una persona adulta llorar, ¿entiendes? Y la forma en que lloraba,
los gemidos. Parecía un animal. Y luego había días en que no se levantaba de la
cama para nada. Los llamaba días negros.
Álex se acerca más a mí. Tiemblo tanto que casi no puedo mantenerme en pie.
Parece como si mi cuerpo entero intentara expulsar algo, sacarlo de lo más
profundo de mi pecho.
—Yo rezaba para que Dios la curara de los días negros. Para que la
mantuviera… la mantuviera a salvo por mí. Quería que siguiéramos juntas. A
veces parecía que las oraciones funcionaban. Casi todo el tiempo, las cosas
iban bien. Mejor que bien —apenas consigo decir estas palabras; tengo que
sacarlas a la fuerza en un susurro bajo—. ¿No lo entiendes? Abandonó todo
aquello. Renunció a ellos… por el amor. Deliria
nervosa de amor, como quieras llamarlo. Renunció a mí.
—Lena, lo siento —susurra detrás de mí. Esta vez sí extiende los brazos.
Comienza lentamente a dibujarme largos círculos en la espalda. Yo me inclino
hacia él.
Pero aún no he terminado. Me limpio las lágrimas furiosamente, respiro
hondo.
—Todo el mundo piensa que se mató porque no podía soportar la idea de
volver a hacerse la operación. Seguían intentando curarla, ¿sabes? Habría sido
la cuarta vez. Después de la segunda operación se negaron a anestesiarla,
pensaron que eso interfería con la forma en que se desarrollaba la cura. Le
abrieron el cerebro, Álex, mientras estaba despierta.
Noto que su mano se tensa momentáneamente y noto que está tan indignado
como yo. Luego, vuelven los círculos.
—Pero yo sé que esa no era la verdadera razón —digo moviendo la cabeza—. Mi
madre era valiente. No le tenía miedo al dolor. En realidad, ese era el
problema. Ella no tenía miedo. No quería que la curaran; no quería dejar de
amar a mi padre. Recuerdo que me lo dijo una vez, justo antes de morir. «Tratan
de arrebatármelo», dijo y sonreía de una forma tan triste. «Intentan
quitármelo, pero no pueden». Llevaba una de sus insignias militares alrededor
del cuello, con una cadena. La mayor parte del tiempo la mantenía escondida,
pero esa noche la tenía fuera y la estaba mirando. Era una especie de extraña
daga larga de plata, con dos joyas brillantes en la empuñadura, como ojos. Mi
padre la llevaba prendida en la manga. Cuando él murió, mi madre se quedó con
ella. La llevaba siempre, no se la quitaba nunca, ni para bañarse.
De pronto me doy cuenta de que Álex ha apartado la mano y se ha alejado de
mí. Me doy la vuelta y veo que me está mirando fijamente, la cara pálida y
horrorizada, como si acabara de ver un fantasma.
—¿Qué pasa? —Me pregunto si es posible que le haya ofendido de alguna
forma. Algo en el modo en que me mira hace que el miedo comience a latir en mi
pecho con un aleteo frenético—. ¿He dicho algo malo?
Niega con la cabeza, un movimiento casi imperceptible. El resto de su
cuerpo sigue derecho y tenso como un alambre extendido entre dos postes.
—¿Cómo era de grande? La insignia, quiero decir —su voz suena extrañamente
aguda.
—¿Qué importa la insignia, Álex? Lo que importa es…
—¿Cómo era de grande? —repite en tono más fuerte y enérgico.
—No lo sé. Del tamaño del pulgar, tal vez —contesto. Me siento totalmente
desconcertada por su comportamiento. Tiene un gesto dolorido, como si estuviera
intentando tragarse un puercoespín—. Inicialmente perteneció a mi abuelo, la
hicieron para él como premio por un servicio especial para el gobierno. Era
única. Bueno, eso es lo que decía siempre mi padre.
Durante un minuto, no dice nada. Se aparta. La luna derrama su luz sobre
él, y su perfil parece tan duro e inmóvil que podría estar tallado en piedra.
Pero me alegro de que ya no me esté mirando directamente. Empezaba a darme miedo.
—¿Qué vas a hacer mañana? —me pregunta por fin, lentamente, como si le
costara pronunciar cada palabra.
Parece una pregunta extraña en mitad de una conversación sobre un tema
completamente distinto, y empiezo a mosquearme.
—¿Pero tú me has estado escuchando?
—Lena, por favor —su voz vuelve a sonar ahogada, sofocada—. Por favor,
contéstame. ¿Trabajas mañana?
—Hasta el sábado, no —digo frotándome los brazos. El viento que sopla tiene
un filo helado. Me eriza el vello de los brazos y hace que se me ponga la carne
de gallina. Se acerca septiembre—. ¿Por qué?
—Tenemos que quedar. Tengo… tengo que enseñarte algo —dice, y se vuelve
hacia mí otra vez. Sus ojos parecen tan oscuros y salvajes, su rostro tiene un
aspecto tan extraño que doy un paso atrás.
—Tendrás que ser más claro —insisto. Intento reírme, pero lo que me sale es
un pequeño balbuceo. «Tengo miedo». Quiero decir. «Me estas asustando»—. ¿No me
puedes dar ni siquiera una pista?
Álex respira hondo y por un momento me parece que no me va a contestar.
Pero luego me contesta.
—Lena
—dice por fin—, creo que tu madre está viva.
veintiuno
LIBERTAD EN LA ACEPTACIÓN,
PAZ EN LA RECLUSIÓN, FELICIDAD EN LA RENUNCIA.
(Palabras grabadas
sobre la puerta de entrada a las Criptas)
Cuando estaba en cuarto, fuimos de excursión a las Criptas. Es obligatorio
que todos los niños las visiten al menos una vez durante la Primaria como parte
de la educación antidelincuencia y antiresistencia. No recuerdo mucho de la
visita, salvo un sentimiento de horror absoluto, una leve impresión de frialdad
y una serie de imágenes borrosas: puertas electrónicas y pasillos ennegrecidos
de hormigón, resbaladizos por el moho y la humedad. Para ser sincera, creo que
he conseguido bloquear casi todo lo que vi aquel día. La finalidad principal
del viaje era traumatizarnos para que no nos desmandáramos y, desde luego, en
lo de traumatizarnos tuvieron un éxito total.
Lo que sí recuerdo es salir después a la brillante luz de un día de
primavera con una sensación abrumadora, irresistible, de alivio, y también de
confusión, al darme cuenta de que, para dejar las Criptas, en realidad habíamos
bajado varios tramos de escalera hasta la planta baja. Todo el tiempo que
estuvimos dentro, incluso cuando subíamos, tuve la impresión de estar
enterrada, recluida varios pisos por debajo del suelo.
Supongo que sería por lo oscuro que estaba, por aquel ambiente tan cargado
y maloliente como el de un ataúd con cuerpos putrefactos. También recuerdo que,
en cuanto salimos, Liz Billmun se puso a llorar, empezó a sollozar allí mismo
mientras una mariposa aleteaba en torno a su hombro, y todas nos quedamos
impactadas porque Liz Billmun era superdura, una especie de mandona dominante
que no lloró ni siquiera cuando se rompió el tobillo en clase de gimnasia.
Aquel día juré que por nada del mundo volvería a las Criptas. Pero la
mañana después de la conversación con Álex estoy ante la puerta, dando vueltas
de un lado para otro, con los brazos cruzados sobre el estómago. Esta mañana no
he podido tomar nada excepto el espeso barro negro al que mi tío llama café,
una decisión que ahora lamento. Es como si el ácido me corroyera las extrañas.
Álex debería haber llegado ya.
El cielo está cubierto por completo de enormes nubes negras de tormenta. Se
supone que estallará una dentro de poco, lo que parece conveniente. Más allá de
la puerta, al final de un corto camino pavimentado, se alzan las Criptas,
negras e imponentes. Recortadas contra el cielo gris, parecen salidas de una
pesadilla. Unos pocos ventanucos, como los ojos múltiples de una araña, están
repartidos por la fachada de piedra. Entre la verja y el edificio se extiende
un tramo despejado. De niña lo recordaba como un prado, pero en realidad son
unos metros de césped poco cuidado y salpicado de calvas. Con todo, el verde
vivo de la hierba, donde realmente consigue afirmarse y salir de la tierra,
parece fuera de lugar. Este es un sitio donde nada debería crecer ni florecer,
donde no debería lucir nunca el sol, un lugar en el borde, en el límite, un
lugar completamente fuera del tiempo y de la felicidad y de la vida.
Supongo que técnicamente está al borde, pues las Criptas están situadas
justo en la frontera este, limitadas en la parte trasera por el río
Presumpscot, y más allá, por la Tierra Salvaje. La valla electrificada, o no
tanto, llega justo hasta uno de los costados y continúa de nuevo en el otro
lado, de forma que el edificio mismo funciona como un puente de conexión.
—¡Hola!
Álex baja por la acera, con el pelo agitado. Hoy sopla un viento realmente
frío. Tendría que haberme puesto una sudadera más gruesa. Álex también parece
notarlo, porque se protege el pecho con los brazos. Por supuesto, él solo lleva
una camisa fina de lino, el uniforme oficial de guardia que usa en los
laboratorios. También lleva su identificación colgada al cuello. No le había
visto con ella desde el primer día que hablamos. Incluso lleva unos vaqueros
oscuros buenos, bien planchados, con un dobladillo que no está completamente
pisado ni hecho polvo. Todo esto forma parte del plan: para que podamos entrar
los dos, tiene que convencer a los administradores de la cárcel de que venimos
por un asunto oficial. Pero me reconforta el hecho de que lleve sus zapatillas
gastadas con los cordones manchados de tinta. De alguna forma, ese pequeño
detalle familiar hace posible que yo esté aquí, con él, haciendo esto. Me
proporciona algo en lo que concentrarme y a lo que agarrarme, un diminuto
destello de normalidad en un mundo que de repente se ha vuelto irreconocible.
—Siento llegar tarde —dice. Se detiene a varios pasos de mí. Veo la
preocupación en sus ojos, aunque consigue mantener sereno el resto de la cara.
Algunos guardias circulan por el patio o vigilan de pie justo al otro lado de
la puerta. Este no es el lugar para tocarnos ni para revelar ningún tipo de
familiaridad entre nosotros.
—No importa.
Se me quiebra la voz. Puede que tenga fiebre. Desde que hablamos anoche, me
da vueltas la cabeza y mi cuerpo arde un minuto para quedarse helado al
siguiente. Apenas puedo pensar. Es un milagro que haya sido capaz de salir hoy
de casa. Es un milagro que me haya vestido y un doble milagro que me haya
acordado de ponerme los zapatos.
«Mi madre podría estar viva. Mi madre podría estar viva». Esa es la única
idea en mi mente, la que ha eliminado toda posibilidad de cualquier otro
pensamiento racional.
—¿Estás preparada para esto?
Álex habla con voz baja e inexpresiva por si acaso los guardias nos oyen,
pero por debajo detecto preocupación.
—Creo que sí —digo. Intento sonreír, pero parece que tengo los labios
agrietados y secos como la piedra—. Puede que ni siquiera sea ella, ¿verdad?
Podrías estar equivocado.
Asiente con la cabeza, pero noto que está seguro de que no ha cometido un
error. Está seguro de que mi madre se encuentra aquí, que ha estado aquí todo
el tiempo, en este lugar, en esta tumba sobre la Tierra. La idea me resulta
abrumadora. No puedo pensar demasiado en la posibilidad de que él lleve razón.
Tengo que concentrarme, centrar toda mi energía en mantenerme de pie.
—Ven —dice.
Camina por delante, como si me llevara allí para un asunto oficial.
Mantengo los ojos fijos en el suelo. Casi me alegro de que tenga que ignorarme
para disimular ante los guardias. No creo que pudiera mantener una conversación
en este momento. Dentro de mí se revuelven mil sentimientos, mil preguntas se
agolpan en mi mente, mil deseos y esperanzas silenciados, enterrados hace
mucho, y sin embargo no consigo aferrarme a nada, ni a una sola teoría o
explicación que tenga algo de sentido.
Álex se ha negado a contarme nada más después de lo de anoche.
—Tienes que verlo por ti misma —repetía una y otra vez anonadado, como si
fuera lo único que sabía decir—. No quiero darte falsas esperanzas.
Y luego me dijo que me reuniera con él en las Criptas. Creo que me
encontraba en estado de shock. No hacía más que felicitarme a mí misma por no
haber perdido los nervios, por no haberme puesto a llorar o a gritar o a exigir
una explicación, pero cuando llegué a casa más tarde, me di cuenta de que no me
acordaba en absoluto de cómo había hecho el camino de regreso, y de que no
había prestado ninguna atención a posibles reguladores o patrullas. Supongo que
simplemente caminé por las calles como un robot, sin darme cuenta de nada.
Pero en este momento comprendo el objetivo del estado de shock, de la
insensibilidad. Sin ella no habría podido levantarme esta mañana ni vestirme.
No habría sido capaz de encontrar el camino hasta aquí y no estaría ahora dando
pasos cuidadosos hacia delante, deteniéndome a una distancia respetuosa de Álex
mientras él muestra su identificación al guardia de la puerta y se pone a hacer
gestos señalándome.
Álex se lanza a dar explicaciones que, obviamente, ha ensayado antes:
—Hubo un… pequeño problema con su evaluación —dice con la voz helada.
Tanto él como el guardia me miran fijamente: el guardia, con aire suspicaz;
Álex, con tanta distancia como puede. Sus ojos parecen de acero, toda la
calidez los ha abandonado, y me pone nerviosa que le salga tan bien convertirse
en otro, en alguien que no siente ningún apego por mí.
—Nada demasiado grave. Pero sus padres y mis superiores pensaron que le
podría venir bien un pequeño recuerdo de los riesgos que entraña desobedecer.
El guardia me lanza una mirada. Su cara es gorda y roja, la piel a ambos
lados de los ojos está hinchada y sobresale como un montículo de masa en mitad
de la fermentación. Pronto, fantaseo, sus ojos quedarán completamente ocultos
por la carne
—¿Qué tipo de problema? —dice sin dejar de mascar chicle. Cambia de hombro
el enorme fusil automático que lleva.
Álex se inclina hacia adelante, de forma que aunque el guardia y él están
en lados distintos de la verja, los separan apenas unos centímetros. Baja la
voz, pero aun así lo oigo.
—Su color favorito es el del amanecer —dice.
El guardia se me queda mirando durante una fracción de segundo más y luego
nos hace un gesto de que pasemos.
—Apártense mientras abro la puerta.
Desaparece en el interior de una garita de vigilancia, similar a las de los
laboratorios donde está destinado Álex, y unos segundos después las puertas
electrónicas se abren hacia dentro con un estremecimiento. Cruzamos el patio
hasta la entrada del edificio. Con cada paso, la silueta pesada de las Criptas
se va haciendo más grande. Se levanta una ráfaga de viento que hace girar
remolinos de polvo por el desolado lugar. El aire está cargado con ese tipo de
electricidad que parece a una tormenta eléctrica, el tipo de energía
enloquecida y vibrante que hace creer que en cualquier momento podría suceder
algo terrible, como que el caos se adueñara del mundo, daría lo que fuera
porque Álex se volviera, me sonriera y me ofreciera su mano. Por supuesto, no
puede. Camina ligero delante de mí, con la espalda tiesa y la mirada al frente.
No estoy segura de cuántas personas hay confinadas en las Criptas. Álex calcula
que rondan los tres mil. Casi no hay delincuencia en Portland, gracias a la
cura, pero de vez en cuando la gente roba cosas, comete actos vandálicos o se
resiste a los procedimientos policiales. Y luego están los resistentes y los
simpatizantes. Si no son ejecutados inmediatamente, a algunos de ellos se les
permite que se pudran en este lugar.
El sitio también funciona como manicomio de Portland y, aunque delincuencia
no hay mucha, a pesar de la cura tenemos nuestra cuota de dementes, como en
todas partes. Álex diría que es precisamente debido a la cura, y es cierto que
si se anticipa la operación o no sale bien, el resultado puede provocar
problemas mentales o algún tipo de colapso nervioso. Por otro lado, hay algunas
personas que no vuelven a ser las mismas después de la intervención. Se vuelven
catatónicas, miran con ojos fijos y babean, y si sus familias no pueden
permitirse cuidarlos, se los mandan también a las Criptas para que se pudran
allí.
Una enorme puerta doble da acceso al edificio. Tiene dos diminutos paneles
de cristal, que debe de ser blindado, manchados con suciedad y restos de
insectos, que me proporcionan una visión borrosa del largo pasillo oscuro que
hay más allá, con varias luces eléctricas que parpadean. Pegado a la puerta hay
un letrero escrito a máquina, combado por la lluvia y el viento, donde dice:
VISITANTES, DIRÍJANSE DIRECTAMENTE A CONTROL Y SEGURIDAD.
Álex se detiene durante una fracción de segundo.
—¿Estás lista? —me dice sin volverse.
—Sí —consigo responder a duras penas.
El olor que nos recibe al entrar casi me lanza para atrás, más allá de la
puerta, a través del tiempo, de vuelta a cuarto curso. Es el tufo de miles de
cuerpos sin lavar acumulados muy cerca unos del otros, bajo el olor penetrante
y fuerte de la lejía y del desinfectante. Entremezclados con todo eso, la
simple peste a humedad y pasillos que nunca están secos de verdad, cañerías que
gotean, moho que crece detrás de las paredes y en todos los pequeños rincones
retorcidos que a los visitantes nunca se les permite visitar. El puesto de
control está a la izquierda, y la mujer que atiende la mesa situada detrás de
otro cristal a prueba de balas lleva una mascarilla. No la culpo.
Curiosamente, al acercarnos a su mesa, levanta la vista y se dirige a Álex
por su nombre.
—Álex —dice asintiendo bruscamente con la cabeza. Sus ojos vuelan hasta
mí—. ¿Quién es esta?
Álex repite su historia sobre el problema en las evaluaciones. Obviamente
la conoce bastante bien, porque usar su nombre un par de veces y no veo que
ella lleve ninguna acreditación. La guardia introduce nuestros nombres en el
antiquísimo ordenador que tiene en la mesa y nos dice que vayamos a seguridad.
Allí Álex también saluda al personal, y le admiro por su frialdad. A mí me está
costando incluso desabrocharme el cinturón para el detector de metales, por lo
mucho que me tiemblan las manos. Los guardias de las Criptas parecen ser casi
un cincuenta por ciento más grandes que las personas normales, con manos como
raquetas de tenis y torsos tan anchos como barcos. Y todos llevan armas, armas
grandes. Hago lo que puedo por no parecer completamente aterrada, pero es
difícil mantener la calma cuando hay que desnudarse hasta quedar prácticamente
en ropa interior ante gigantes equipados con fusiles de asalto.
Finalmente, conseguimos pasar seguridad. Nos volvemos a vestir en silencio
y a mí me sorprende y me agrada conseguir atarme los zapatos.
—Pabellones del uno al cinco solamente —grita uno de los guardias, mientras
Álex me indica con un gesto que le siga por el pasillo. Las paredes están
pintadas de un color amarillo enfermizo. En una casa o en una oficina o en un
cuarto infantil bien iluminados, podría resultar alegre; pero aquí, con solo
unas irregulares luces fluorescentes que no hacen más que encenderse y apagarse
con un zumbido, manchadas además por años y años de humedad, insectos
aplastados, huellas de manos y no quiero saber qué mas, el resultado es
increíblemente deprimente, como una gran sonrisa con dientes ennegrecidos y
podridos.
—Entendido —contesta Álex. Asumo que eso significa que ciertas zonas están
vedadas a los visitantes.
Le sigo por un corredor estrecho y luego por otro. Están vacíos y, por el
momento, no hemos pasado ninguna celda, aunque a medida que continuamos
doblando esquinas y dando vueltas, empezamos a oír gemidos y gritos, que más
bien parecen extraños balidos, mugidos y graznidos; es como si un grupo de
personas imitara a animales de granja. Debemos de estar cerca del pabellón
psiquiátrico. No nos cruzamos con nadie, ni enfermeros, ni guardias, ni
pacientes. Todo está tan quieto que casi da miedo, y no se oye nada salvo esos
sonidos horribles que parecen surgir de las paredes.
Me da la impresión de que podemos hablar sin peligro, así que le pregunto a
Álex:
—¿Cómo es que todo el mundo te conoce?
—Me paso bastante por aquí —dice, como si eso fuera una respuesta
satisfactoria.
La gente no «se pasa» por las Criptas. Ir a las Criptas no es como ir a la
playa. Ni siquiera es como ir a un baño público.
Pienso que ya no va a decir nada más, y estoy a punto de pedirle una
respuesta más clara cuando suelta el aire que ha acumulado en las mejillas y
dice:
—Mi padre está aquí. Por eso vengo.
La verdad es que no creía que nada pudiera sorprenderme ya o penetrar en la
niebla de mi cerebro, pero esto lo consigue.
—Creí que habías dicho que ti padre estaba muerto.
Hace mucho tiempo me contó que su padre había muerto, pero se negó a darme
más detalles. «Nunca supo que tenía un hijo», eso es lo único que me dijo, y yo
me imagine que significaba que su padre había muerto antes de que él naciera.
Por delante de mí, sus hombros se alzan y descienden en un pequeño suspiro.
—Lo está —dice, y gira abruptamente a la derecha por un pasillo corto que
termina en una pesada puerta de acero. Está marcada con otro letrero impreso.
Dice: CADENA PERPETUA. Bajo esa línea, alguien ha escrito con boli: Y TANTO.
—¿Qué quieres…?
Me siento más confundida que nunca, pero no tengo tiempo de completar la
pregunta. Álex abre la puerta empujándola y el olor que nos recibe, de viento y
hierba y frescor, es tan inesperado y tan bienvenido que dejo de hablar y
respiro profundamente, agradecida. Sin darme cuenta, he estado respirando por
la boca.
Estamos en un patio diminuto, rodeado por paredes del color gris sucio de
las Criptas. Aquí la hierba es asombrosamente exuberante, me llega
prácticamente hasta la rodilla. Hay un solo árbol que se alza retorcido a
nuestra izquierda con un pájaro que gorjea en sus ramas. Es sorprendentemente
agradable, tranquilo y bonito; resulta extraño estar en el centro de un pequeño
jardín rodeado por los sólidos muros de una cárcel. Es como llegar al centro
exacto de un huracán y encontrar paz y silencio en medio de tanto daño
descontrolado.
Álex se ha alejado varios pasos. Está de pie con la cabeza inclinada, mirando
al suelo. También él debe de estar apreciando la calma de este lugar y la
quietud que parece suspendida en el aire como un velo que lo cubre todo de
suavidad y descanso. El cielo está ahora mucho más oscuro que cuando hemos
entrado en las Criptas. Contra ese gris y esa sombra, la hierba reluce vivida y
eléctrica, como si estuviera iluminada desde dentro. Va a llover en cualquier
momento. Tiene que hacerlo. Me da la impresión de que el mundo contiene el
aliento antes de soltar el aire en una gigantesca exhalación, de que ya no
puede aguantar más la respiración y en cualquier momento se dejará ir.
—Es aquí —la voz de Álex resuena sorprendentemente alta, y me sobresalta—.
Justo aquí —señala un fragmento torcido de roca que sobresale del suelo—. Ahí
es donde está mi padre.
El prado está roto por decenas y decenas de esas rocas, que a primera vista
parecían estar colocadas sin orden, al azar. Luego me doy cuenta de que han
sido clavadas en la tierra de forma deliberada. Algunas están cubiertas de
gastadas marcas negras, casi ilegibles, aunque en una de ellas reconozco la
palabra RICHARD y en otra veo MURIÓ.
Lápidas, por fin me doy cuenta. Estamos en mitad de un cementerio.
Álex se ha quedado mirando un trozo grande de hormigón, tan plano como una
tableta, clavado en la tierra delante de él. Se ve bien la escritura: las
palabras están pulcramente escritas con lo que parece rotulador negro, y tienen
los bordes un poco borrosos como si alguien las hubiera repasado una y otra vez
a lo largo del tiempo. Dice: WARREN SHEATHES, R.I.P.
—Warren Sheathes —digo.
Quiero alargar la mano y tomar la de Álex, pero no creo que sea prudente.
Hay algunas ventanas en la planta baja que dan al patio, y aunque están
cubiertas por una gruesa capa de suciedad, alguien podría pasar en cualquier
momento, mirar hacia afuera y vernos.
—¿Tu padre?
Álex asiente con la cabeza y luego mueve los hombros en una sacudida
repentina, como si estuviera tratando de quitarse el sueño.
—Sí.
—¿Estuvo aquí?
Un lado de su boca se tuerce en una sonrisa, pero el resto de la cara
permanece frío.
—Durante catorce años.
Traza un lento círculo en la tierra con el pie, la primera señal de
malestar o de distracción que ha mostrado desde que llegamos. En ese momento me
siento intimidada por él: desde que le conozco, no ha hecho más que apoyarme,
escucharme y ofrecerme consuelo, y todo este tiempo ha cargado también con el
peso de sus propios secretos.
—¿Qué sucedió? —pregunto en voz baja—. Quiero decir, ¿qué…?
Me interrumpo. No quiero presionarle.
Álex me mira rápidamente y luego aparta la vista.
—¿Que qué hizo? —dice. La dureza ha vuelto a su voz—. No lo sé. Lo mismo
que el resto de los que terminan en el pabellón seis. Pensó por sí mismo. Luchó
por aquello en lo que creía. Se negó a rendirse.
—¿El pabellón seis?
Álex evita mis ojos cuidadosamente.
—El pabellón de los muertos —dice en voz baja—. Es, sobre todo, para presos
políticos. Los encierran en celdas de aislamiento. Y ninguno llega a salir
—dice señalando con un ademán los otros fragmentos de piedra que sobresalen de
la hierba, docenas de tumbas improvisadas—. Jamás —insiste, y me acuerdo del
letrero de la puerta: CADENA PERPETUA Y TANTO.
—Lo siento muchísimo, Álex.
Daría cualquier cosa por tocarle, pero lo más que puedo hacer es acercarme
mínimamente a él, de forma que nuestra piel queda separada por solo unos
centímetros.
Entonces me mira y me lanza una sonrisa triste.
—Mi madre y él solo tenían dieciséis años cuando se conocieron. ¿Puede
creerlo? Ella solo tenía dieciocho cuando me tuvo.
Se agacha y recorre el nombre de su padre con el pulgar sobre la losa. De
repente comprendo por qué viene aquí tan a menudo: es para continuar repasando
las letras a medida que se desgastan, para mantener la memoria de su padre.
—Querían escaparse juntos, pero a él lo atraparon antes de que pudiera
ultimar el plan. Nunca supe que lo habían hecho prisionero. Creía que estaba
muerto. Mi madre pensó que sería lo mejor para mí, y nadie en la Tierra Salvaje
sabía lo suficiente para contradecirla. Creo que para mi madre era más fácil
creer que él había muerto. No quería imaginarlo pudriéndose en este lugar
—continúa recorriendo las letras con un dedo, adelante y atrás—. Mi tío y mi
tía me dijeron la verdad cuando cumplí los quince. Querían que yo lo supiera.
Vine a conocerle, pero… —me parece ver que Álex se estremece, un movimiento de
tensión repentina en los hombros y la espalda—. De cualquier manera, era
demasiado tarde. Estaba muerto, llevaba algunos meses muerto y había sido
enterrado aquí, donde sus restos no pudieran contaminar nada.
Me siento enferma. Las paredes parecen irse cerrando sobre nosotros al
tiempo que se hacen más altas y estrechas, de forma que el cielo queda cada vez
más lejano, un punto que se reduce más y más… «Nunca podremos salir de aquí,
pienso, y luego respiro hondo intentando mantener la calma».
Álex se incorpora.
—¿Lista? —me pregunta por segunda vez en esta mañana. Asiento con la
cabeza, aunque en realidad no creo estarlo. Él se permite una breve sonrisa y
por un momento veo una pizca de calidez que chispea en sus ojos. Luego vuelve a
mostrarse serio.
Lanzo una última mirada a la lápida antes de volver dentro. Trato de pensar
en una plegaria o algo apropiado que decir, pero no se me ocurre nada. Las
enseñanzas de los científicos sobre lo que sucede cuando morimos no son muy
claras: supuestamente, nos dispersamos en la materia celestial que es Dios y
somos absorbidos por él, aunque también nos dicen que los curados van al cielo
y viven para siempre en perfecto orden y armonía.
—Tu nombre… —me giro para mirar a Álex, que ya ha echado a andar hacia la
puerta—. ¿Álex Warren?
Niega con la cabeza de forma casi imperceptible.
—Me lo asignaron —dice.
—Tu verdadero nombre es Álex Sheathes —digo, y él asiente con la cabeza.
También tiene un nombre secreto, como yo, nos quedamos ahí un momento más,
mirándonos, y en ese instante siento que nuestra conexión es tan fuerte que
parece adquirir una existencia física, y se convierte en una mano que nos
rodea, nos abriga, nos protege. Esto es lo que la gente trata de explicar
cuando habla de Dios: que los hace sentirse abrazados, comprendidos y
protegidos. Supongo que esta sensación es lo más parecido que hay a pronunciar
una oración; tras este singular rezo, sigo a Álex hacia el interior y contengo
el aliento cuando vuelve a golpearnos ese hedor horrible.
Le sigo por una serie de pasillos sinuosos. La sensación de quietud y de
paz que he tenido en el patio se ve sustituida casi al momento por un miedo tan
agudo como una cuchilla dirigida directamente al centro de mi alma, que penetra
más y más hasta que apenas puedo respirar ni seguir caminando, en algunos
momentos, los aullidos se hacen más fuertes, desquiciados, y me tengo que tapar
las orejas; luego se van amortiguando de nuevo. En algún momento nos cruzamos
con un hombre que lleva una larga bata blanca de laboratorio, manchada con lo
que parece sangre. Lleva a un paciente sujeto con una correa. Ninguno de los
dos nos mira al pasar.
Damos tantas vueltas y giros que empiezo a preguntarme si Álex se ha
perdido, sobre todo porque los pasillos se hacen más sucios y las luces del
techo van escaseando. Al cabo de un rato, caminamos entre la penumbra, con solo
una bombilla encendida cada seis metros de pasillo. A intervalos, se encienden
en la oscuridad letreros de neón que parecen surgir del vacío: PABELLÓN 1,
PABELLÓN 2, PABELLÓN 3, PABELLÓN 4. Pero Álex sigue adelante. Cuando pasamos el
pasillo que lleva al pabellón 5, le llamo, convencida de que se ha confundido o
se ha equivocado de camino.
—Álex —digo; pero según empiezo a hablar, la palabra se me estrangula en la
garganta. Acabamos de llegar a una pesada puerta doble marcada con un letrero
iluminado tan débilmente que apenas puedo leerlo. Y sin embargo, parece lucir
con tanta fuerza como mil soles.
Álex se vuelve y, para mi sorpresa, su cara no está serena en absoluto. Le
tiembla la mandíbula y sus ojos están llenos de dolor; sé que se odia a sí
mismo por estar aquí, por ser él quien me lo dice, por ser él quien me lo
muestra.
—Lo siento, Lena —dice. Por encima de su cabeza, veo el letrero que reluce
en la oscuridad: PABELLÓN 6.
veintidós
Los humanos, sin
regulación, son crueles y caprichosos, violentos y egoístas, desdichados y
pendencieros. Solo cuando sus instintos y emociones primigenias han sido
controlados pueden ser felices, generosos y buenos.
Manual de FSS
De repente me da miedo avanzar más. Tengo un nudo en la boca del estómago
que me dificulta la respiración. No puedo continuar. No quiero saber.
—Tal vez no deberíamos —digo—. Él dijo… él dijo que no podíamos entrar.
Álex alarga la mano como si pensara tocarme; luego se acuerda de dónde
estamos y se fuerza a bajar los brazos a los costados.
—No te preocupes —dice—. Tengo amigos aquí.
—Probablemente ni siquiera sea ella —mi voz se alza un poco y me preocupa
que me dé un ataque de nervios. Me humedezco los labios, intentando mantener la
calma—. Tal vez todo haya sido un gran error. Para empezar, no deberíamos haber
venido. Quiero irme a casa.
Sé que parezco una niña pequeña con una rabieta, pero no puedo remediarlo.
Pasar por esas puertas me resulta absolutamente imposible.
—Venga, Lena. Tienes que confiar en mí —dice, rozándome el antebrazo con un
dedo en una caricia que solo dura un segundo. ¿Vale? Confía en mí.
—Lo hago: confío en ti. Es solo… —el aire, el hedor, la oscuridad y la
sensación de podredumbre a mí alrededor me empujan a salir corriendo—. Si no
está aquí. Bueno, eso sería malo. Pero si está… creo, creo que podría ser
incluso peor.
Álex me mira atentamente durante un instante.
—Tienes que saberlo, Lena —dice por fin, firmemente, y lleva razón.
Asiento con la cabeza. Me lanza una brevísima sonrisa; luego alarga el
brazo y abre de un empujón las puertas del pabellón 6.
Entramos en un vestíbulo que tiene exactamente el aspecto con el que he
imaginado siempre las celdas de las Criptas. Las paredes y el suelo son de
cemento y, cualquiera que fuera el color con que se pintaron inicialmente, se
ha ido desgastando hasta convertirse en un gris lúgubre como de mojo. En el
techo alto solo hay una bombilla, que apenas consigue lanzar luz suficiente
para iluminar el reducido espacio. Hay un taburete en la esquina, ocupado por
un guardia. Este es de tamaño normal, casi flaco, con marcas de granos en la
cara y un pelo que me recuerda a los espaguetis demasiado cocidos. En cuanto
pasamos por la puerta, el guardia realiza un pequeño movimiento reflejo para
ajustarse el arma, acercándola más a su cuerpo y girando el cañón ligeramente
hacia nosotros.
Junto a mí, Álex se tensa. Me pongo alerta.
—No pueden estar aquí —dice el guardia—. Zona restringida.
Por primera vez desde que hemos entrado en las Criptas, Álex parece
incómodo. Juguetea nerviosamente con su identificación.
—Pensaba… pensaba que Thomas estaría aquí.
El guardia se pone de pie. Asombrosamente, no es mucho más alto que yo, y
desde luego es más bajo que Álex, pero de todos los guardias que he visto hoy,
es el que más miedo me da. Hay algo extraño en sus ojos, una dureza y una
inexpresividad que me recuerdan a una serpiente. Nunca me habían apuntado con
un arma, y mirar el largo túnel del cañón me marea como si fuera a desmayarme.
—Ah, ¡vaya si está aquí!, ya te digo. Últimamente, siempre está aquí —dice
el guardia sonriendo sin una pizca de simpatía, y sus dedos bailan junto al
gatillo. Cuando habla, sus labios se curvan hacia arriba mostrando una boca
llena de dientes amarillos y torcidos—. ¿Qué sabes tú de Thomas?
El cuarto adopta la quietud y la tensión del aire exterior, como si tuviera
a punto de estallar un trueno. Álex se permite una pequeña muestra de
nerviosismo: curva y flexiona los dedos junto a sus muslos. Casi le puedo ver
pensar, intentando decidir qué va a decir ahora. Debe de ser consciente de que
mencionar a Thomas ha sido un error; incluso yo he podido notar el desprecio y
la sospecha en la voz del guardia al pronunciar el nombre.
Después de lo que parece un tiempo larguísimo, pero que probablemente no
dure más que unos pocos segundos, la mirada neutra de vigilante oficial se
instala de nuevo en su cara.
—Hemos oído que ha habido algún problema, eso es todo.
La afirmación es lo suficiente vaga para encajar en cualquier situación.
Álex da vueltas con dos dedos a su identificación de seguridad. El guardia posa
la vista en ella por un momento y noto que se relaja. Por suerte, no intenta
echarle una mirada más detenida. Álex solo tiene autorización de nivel 1 en los
laboratorios, lo que significa que apenas tiene derecho a visitar el cuarto de
limpieza, y ya no digamos a pasearse por zonas restringidas, allí o en ningún
otro sitio de Portland, como si fuera su propietario.
—Pues habéis tardado lo vuestro —dice el guardia secamente—. Lo de Thomas
fue hace cuatro meses. Mejor para el DIC, supongo. No es el tipo de cosas que
queremos que se sepan.
El DIC es el Departamento de Información Controlada (o, si uno es cínico
como Hana, el Departamento de Idiotas Corruptos o el Departamento de
Implementación de la Censura). Se me pone la carne de gallina: algo muy grave
debió de pasar en el pabellón 6 para que tuviera que intervenir el DIC.
—Ya sabes cómo son estas cosas —dice Álex. Se ha recuperado de su
momentáneo desliz; la seguridad y la simpatía vuelven a su voz—. Imposible
obtener una respuesta clara de nadie por allí.
Otra afirmación vaga, pero el guardia se limita a asentir.
—Ya te digo —luego hace un gesto con la cabeza hacia mí—. ¿Quién es?
Noto que me mira el cuello y se da cuenta de que no tengo la marca de la
operación. Como mucha gente, retrocede inconscientemente, apenas unos
centímetros, pero lo suficiente para que se apodere de mí el viejo sentimiento
de humillación, la sensación de estar contaminada. Bajo los ojos al suelo.
—No es nadie —dice Álex, y aunque sé que tiene que decirlo oírle me produce
un dolor sordo en el pecho—. Se supone que le tengo que enseñar las Criptas,
eso es todo. Un proceso de reeducación, ya sabes a qué me refiero.
Contengo el aliento, convencida de que en cualquier momento nos va a echar
de un puntapié, casi deseando que lo haga. Y sin embargo. Justo más allá del
taburete hay una sola puerta hecha de un metal pesado y grueso y protegida por
un teclado numérico. Me recuerda la cámara acorazada del banco Savings, en el
centro. A través de ella me parece distinguir sonidos lejanos, sonidos humanos,
creo, aunque es difícil de precisar.
Mi madre podría estar al otro lado de esa puerta. Podría estar ahí dentro.
Álex tenía razón. Tengo que saberlo.
Por primera vez, empiezo a entender plenamente lo que me contó Álex anoche.
Puede que mi madre haya estado viva todo este tiempo. Cuando yo respiraba, ella
respiraba también. Cuando yo dormía, ella dormía en otro lugar. Cuando yo
estaba despierta pensando en ella, puede que ella también haya pensara en mí.
Es abrumador, a la vez que extraordinario e intensamente doloroso.
Álex y el guardia se miran durante un minuto. Álex sigue dándole vueltas a
la credencial, enrollando y desenrollando la cadena. El gesto parece hacer que
el guardia se relaje.
—No os puedo dejar entra ahí —dice, pero esta vez su voz tiene un tono de
disculpa. Baja el arma y se vuelve a sentar en el taburete. Suelto el aire; sin
darme cuenta, he estado conteniendo el aliento.
—Solo estás haciendo tu trabajo —dice Álex en tono neutro—. Entonces, ¿tú
eres el sustituto de Thomas?
—Eso es —contesta.
El guardia vuelve a mirarme y de nuevo noto que su mirada se detiene en mi
cuello sin marcas. Tengo que hacer un esfuerzo para no cubrirme la piel con la
mano. Finalmente, el guardia parece decidir que no le vamos a dar problemas.
—Frank Dorset. Me reasignaron aquí el tres de febrero, después del
incidente —dice mirando a Álex.
Algo en la forma de pronunciar la palabra incidente me produce un escalofrío.
—Es duro, ¿eh?
Álex se apoya en una pared; es la imagen misma de la naturalidad. Solo yo
detecto la tensión en su voz. Está atascado. En ese momento no sabe qué hacer
ni cómo conseguir que entremos.
Frank se encoge de hombros.
—Bueno, esto es más tranquilo, desde luego. No sale ni entra nadie. O casi
nadie, vaya.
Vuelve a sonreír mostrando sus horribles dientes, pero los ojos conservan
esa extraña falta de expresión, como si hubiera una cortina echada sobre ellos,
me pregunto si será un efecto secundario de la cura, o si siempre habrá sido
así.
Inclina la cabeza hacia atrás, mirando a Álex con los ojos entrecerrados, y
su parecido con una serpiente se hace incluso mayor.
—¿Y cómo te has enterado tú de lo de Thomas?
Álex mantiene la postura de despreocupación, sonriendo y moviendo la
credencial.
—Los rumores van y vienen —dice encogiéndose de hombros—. Ya sabes cómo es.
—Sí, lo sé —dice Frank—. Pero el DIC no estaba muy contento con el asunto.
Nos tuvieron unos cuantos meses controladísimos. ¿Tú qué oíste exactamente?
Noto que la pregunta es importante, como una especie de test. «Ten
cuidado», le digo mentalmente a Álex como si pudiera oírme.
Álex duda solo un momento ante de decir:
—Oí que quizá tuviera contacto con el otro lado.
De repente lo comprendo todo: el hecho de que Álex dijera: «Tengo amigos
aquí», el hecho de que parezca haber tenido acceso al pabellón 6 en el pasado.
Uno de los guardias debe de haber sido simpatizante o quizá miembro activo de
la resistencia. Resuena en mi mente lo que Álex repite continuamente: «Somos
más de lo que crees».
Frank se relaja. Esa debía de ser la respuesta correcta. Parece decidir que
Álex es digno de confianza, después de todo. Acaricia el cañón del arma, que ha
dejado descansando entre sus rodillas como si fuera una mascota.
—Eso es. Cuando lo oí, me quedé tieso. Claro que yo casi no le conocía. Le
vi algunas veces en el cuarto de descanso, una o dos veces yendo a mear al
tigre, eso es todo. En general, no se juntaba mucho con la gente. Supongo que
es lógico; debió de hacerse colega de los inválidos.
Esta es la primera vez que he oído a alguien con un cargo oficial reconocer
la existencia de gente en la Tierra Salvaje. Trago aire bruscamente. Sé que
debe de ser doloroso para Álex quedarse ahí, hablando despreciativamente de un
amigo que ha sido atrapado por ser simpatizante. El castigo habrá sido severo y
rápido, en especial porque él estaba en la nómina del gobierno. Lo más probable
es que lo hayan colgado, fusilado o electrocutado, o que hayan dejado que se
pudra en una celda, si el tribunal fue magnánimo y votó en contra de un
veredicto de muerte con tortura. Suponiendo que hubiera juicio.
Asombrosamente, la voz de Álex no flaquea:
—¿Y cómo os llegó el chivatazo?
Frank no hace más que frotar el arma. En sus gestos hay una especie de
ternura, casi como si pensara que se trata de un ser vivo; me da náuseas.
—No fue exactamente un chivatazo —dice apartándose el pelo de la cara, lo
que revela una frente con manchas rojas, brillante de sudor. Aquí hace más
calor que en los otros pabellones: el aire debe de quedarse atrapado entre
estas paredes, ulcerándose y pudriéndose como todo lo demás—. Creen que sabía
algo sobre la huida. Estaba encargado de la inspección de las celdas. Y el
túnel no pudo aparecer de la noche a la mañana.
—¿La huida?
Las palabras se me escapan antes de que pueda evitarlo. El corazón se pone
a saltar dolorosamente en mi pecho, nadie ha huido de las Criptas, nunca jamás.
Por un instante, la mano de Frank se detiene sobre el arma, y una vez más
sus dedos bailan sobre el gatillo.
—Claro —dice manteniendo los ojos en Álex, como si yo no estuviera—. Habrás
oído hablar de ello.
Álex se encoge de hombros.
—Bueno, un poco aquí, un poco allá. Nada confirmado.
Frank se ríe. Es un sonido horrible. Me recuerda a una vez que vi dos
gaviotas que peleaban en el aire por un poco de comida, gritando mientras se
precipitaban hacia el océano.
—Pues ya te lo confirmo yo —dice—. Sucedió en febrero. De hecho, fue Thomas
quien dio la alarma. Claro que, si estaba implicado, la fugitiva pudo tener una
ventaja de seis o siete horas.
Cuando dice la palabra fugitiva,
las paredes parecen derrumbarse a mí alrededor. Doy rápidamente un paso hacia
atrás, me choco con la pared. «Podría ser ella», pienso, y durante un terrible
momento me siento casi decepcionada. Luego me recuerdo a mí misma que tal vez
mi madre no esté aquí; en cualquier caso, podría ser cualquier mujer la que se
escapó, una simpatizante o agitadora. Con todo, no se me pasa el mareo. Me
siento llena de ansiedad y de miedo y de un anhelo desesperado, todo a la vez.
—¿Qué le pasa? —pregunta Frank. Su voz suena lejana.
—Aire —consigo decir—. Es el aire de aquí.
Frank vuelve a soltar una carcajada desagradable y burlona.
—Pues si te crees que aquí huele mal —dice—, que sepas que esto es un
paraíso comparado con las celdas.
Parece encontrar placer en lo que dice, y me recuerda un debate que mantuve
hace algunas semanas con Álex, en que él atacaba la utilidad de la cura. Yo
decía que sin amor tampoco había odio, y sin odio no había violencia. «El odio
no es lo más peligroso», dijo él. «Es la indiferencia».
Álex comienza a hablar. Su voz es baja y mantiene el tono natural, pero por
debajo hay un trasfondo persuasivo; es el tipo de voz que los vendedores
callejeros usan cuando intentan que les compres una caja de fruta magullada o
un juguete roto. «No pasa nada, te hago un buen precio, no hay problema, confía
en mí».
—Escucha, déjanos entrar solo un minuto. No me hace falta más: un minuto.
Ya ves que tienes más miedo que vergüenza. He tenido que venir hasta aquí solo
para esto, a pesar de que era mi día libre. Tenía pensado ir al embarcadero a
ver si pescaba algo. El caso es que si la llevo a casa y no se ha enderezado…
Bueno, ya sabes, lo más probable es que me toque volver otra vez. Y solo me
quedan un par de días libres, y el verano casi se ha acabado.
—¿Y por qué tanto lío? —dice Frank moviendo la cabeza hacia mí—. Si está
causando problemas, hay una forma sencilla de arreglarla.
Álex sonríe forzadamente.
—Su padre es Steven Jones, comisionado de los laboratorios. No quiere una
intervención anticipada; no quiere problemas, ni violencia, ni movidas. Mala
publicidad, ya sabes.
Es una mentira audaz. Frank podría pedir que le enseñe mi identificación, y
entonces Álex y yo restaríamos fastidiados. No sé cuál será el castigo por
infiltrarse en las Criptas con falsos pretextos, pero dudo que sea leve.
Por primera vez, Frank parece interesado en mí. Me mira de arriba abajo
como si tuviera un pomelo que está examinando en el supermercado para ver si está
maduro, y por un momento no dice nada.
Luego, por fin, se pone de pie echándose el arma al hombro.
—Venga —dice—. Cinco minutos.
Se acerca a la puerta, teclea un código y posa la mano en una especie de
pantalla de huelas dactilares. Cuando acaba, Álex me toma del codo.
—Vamos.
Me habla con voz irritada, como si mi pequeño ataque le hubiera hecho
impaciente. Pero su toque es tierno y su mano resulta cálida y reconfortante.
Ojalá pudiera dejarla donde está; pero solo un segundo después, me vuelve a
soltar: «Sé fuerte. Casi estamos, aguanto solo un poco más».
Los cerrojos de la puerta se abren con un chasquido. Frank apoya el hombro,
empuja con fuerza y la puerta se abre apenas lo justo para que accedamos al
pasillo que hay más allá. Álex pasa primero, luego yo, y por último Frank. El
pasaje es tan estrecho que tenemos que avanzar en fila india y está aún más
oscuro que el resto de las Criptas.
Pero el olor es lo que realmente me impacta: un hedor asqueroso,
pestilente, putrefacto, como los contenedores de la bahía —el lugar donde se
tiran todas las tripas de pescado— es un día caluroso. Hasta Álex maldice y
tose, tapándose la nariz con la mano.
Detrás de mí, me imagino a Frank sonriendo.
—El pabellón 6 tiene su perfume particular —dice.
Mientras caminamos, oigo cómo el cañón del arma golpea contra su muslo. Me
da miedo desmayarme y siento la tentación de apoyarme en las paredes para
mantenerme en pie, pero están cubiertas de humedad y hongo. A ambos lados
aparecen a intervalos las puertas metálicas de las celdas, cada una con su
cerrojo y su ventanita mugrienta del tamaño de un plato. A través de las
paredes nos llegan gemidos ahogados, una vibración constante. Es peor, de algún
modo, que los gritos y aullidos de antes. Este es el sonido que producen las personas
cuando han perdido hace tiempo la esperanza de que nadie las oiga, un sonido
reflejo destinado solo a llenar el tiempo y el espacio y la oscuridad.
Voy a vomitar. Si Álex tiene razón, mi madre está aquí, tras una de esas
terribles puertas, tan cerca que si pudiera reordenar las partículas y hacer
que la piedra se disolviera, podría alargar la mano y tocarla. Más cerca de lo
que nunca creí que volvería a estar de ella.
Me inundan deseos y pensamientos enfrentados. «Mi madre no puede estar
aquí; preferiría que estuviera muerta; quiero verla viva». Y me llena, también,
esa otra palabra que hace presión desde debajo de mis otros pensamientos: huida, huida, huida. Una posibilidad
demasiado fantástica para pensar en ella. Si mi madre hubiera sido la que escapó,
yo lo habría sabido. Ella habría venido a buscarme.
El pabellón 6 está formado exclusivamente por un largo corredor. Por lo que
puedo ver, hay unas cuarenta puertas, cuarentas celdas separadas.
—Esto es todo —dice Frank—. El gran tour
—ironiza golpeando en unas de las primeras puertas—. Aquí está muestro amigo
Thomas, por si le quieres decir hola.
Luego vuelve a reírse, con ese detestable tono de mofa.
Me acuerdo de lo que comentó cuando entramos en el vestíbulo. «Últimamente,
siempre está aquí».
Por delante, Álex no contesta, pero me parece que le veo estremecerse.
Frank me toca abruptamente en la espalda con el cañón del arma.
—Bueno, ¿qué te parece?
—Horrible —consigo decir. Me parece tener la garganta rodeada de alambre de
espino. Frank parece complacido.
—Más vale que escuches y hagas lo que te dicen —afirma—. No tiene sentido
terminar como este tipo.
No hemos detenido ante unas de las celdas. Frank nos hace una señal
indicando la diminuta ventana y doy un paso vacilante hasta apoyar la cara en
el cristal. Está tan sucio que resulta casi opaco, pero si entrecierro los ojos
puedo distinguir algunas formas en la oscuridad de la celda: una cama
individual con un colchón fino y sucio, un váter, un cubo que podría ser
equivalente humano del cuenco de agua para un perro.
Al principio me parece que también hay un montón de harapos en un rincón,
hasta que me doy cuenta de que esos harapos son el «tipo» al que Frank se
refería: un asqueroso bulto en cuchillas, un montón de piel y huesos con el
pelo enredado y aspecto de loco. No se mueve, y su piel está tan sucia que se
confunde con el gris de la pared de piedra a sus espaldas. Si no fuera por los
ojos, que se mueven continuamente de un lado para otro como si estuviera
buscando insectos en el aire, cualquiera pensaría que está muerto. Apenas
parece humano.
Me vuelve la idea de antes: «Preferiría que estuviera muerta». No quiero
encontrarla en este lugar. En cualquier sitio menos aquí.
Álex ha seguido pasillo abajo, y de pronto oigo que inspira bruscamente.
Alzo la vista. Está totalmente quieto, y la expresión de su rostro me da miedo.
—¿Qué? —pregunto.
Por un momento, no contesta. Está mirando algo que no puedo ver, supongo
que alguna puerta de las que hay más adelante. Luego se vuelve hacia mí y hace
un gesto de negación rápido, convulsivo.
—No —dice. Su voz es un graznido, y el miedo se alza hasta abrumarme.
—¿Qué pasa? —pregunto de nuevo.
Avanzo por el pasillo hacia él. De repente me parece que está muy lejos, y
cuando Frank habla detrás de mí, su voz también suena remota.
—Aquí es donde estaba ella —dice—. La número ciento dieciocho. La
administración aún no ha soltado la pasta necesaria para arreglar las paredes,
así que por el momento lo hemos dejado así. Aquí no hay mucho presupuesto para
reformas.
Álex me mira fijamente. Todo su control y su seguridad se han desvanecido.
Sus ojos arden de enfado, o quizá de dolor, y su voz se tuerce en una mueca. Mi
cabeza parece llena de ruido.
Álex alza la mano como si quisiera detener mi avance. Nuestras miradas se
cruzan por un segundo y algo destella entre nosotros, una advertencia o una
disculpa, tal vez, y luego paso a su lado hasta llegar a la celda 118.
Es idéntica en casi todo a las celdas que he entrevisto por las diminutas
ventanas del pasillo: un áspero suelo de cemento, un váter oxidado y un cubo
lleno de agua, en el que dan vueltas lentamente varias cucarachas: también hay
una diminuta cama de metal con un colchón de papel de fumar, que alguien ha
arrastrado hasta el centro mismo del cuarto.
Y paredes.
Las paredes están cubiertas, centímetro a centímetro, de escritura. No. No
de escritura. Están cubiertas por una sola palabra de cuatro letras que ha sido
inscrita una y otra vez sobre todas las superficies disponibles.
Amor.
Grabada con curvas enormes y apenas arañadas en los rincones; acuñada con
una caligrafía elegante y con sólidas mayúsculas, rascada, tallada, labrada,
como si las paredes se estuvieran volviendo poesía lentamente.
Y en el suelo, junto a una pared, hay una cadena de plata ennegrecida, con
un colgante todavía unido a ella: una daga con rubíes incrustados cuya cuchilla
se ha gastado hasta quedar reducida a un pequeño fragmento. La insignia de mi
padre. El collar de mi madre.
Mi madre.
Todo este tiempo, durante cada segundo de mi vida en que la creía muerta,
ella estaba aquí: arañando, rascando, rayando, encajonada entre estas paredes
de piedra como un secreto largamente enterrado.
De repente siento como si estuviera de vuelta en mi sueño, de pie en lo
alto de un acantilado mientras el suelo que casi piso se desintegra y se
transforma en la arena de un reloj que escapa bajo mis pies. Me siento como en
ese momento en que me doy cuenta de que el suelo ha desaparecido y estoy de pie
en un filo desnudo de aire, preparada para caer.
—Es terrible, ¿lo veis? Mirad lo que le provocó la enfermedad. Quién sabe
cuántas horas pasaría escribiendo en esas paredes, como una rata.
Frank y Álex están de pie detrás de mí. Las palabras de Frank me llegan
como si estuvieran amortiguadas por una capa de tejido. Doy un paso hacia el
interior de la celda, y de repente me fijo en un rayo de luz que se extiende
como un largo dedo dorado desde una grieta abierta en la pared. Las nubes han
debido de empezar a dispersarse en el exterior; por el resquicio, al otro lado
de la fortaleza de piedra, veo el azul llameante del río Presumpscot y las
hojas que se mueven y se atropellan unas a otras, una avalancha de verde y sol
y perfume de plantas que crecen a su antojo. La Tierra Salvaje.
Tantas horas, tantos días, escribiendo esas mismas cuatro letras una y otra
vez: esa palabra extraña y aterradora, esa palabra que la recluyó durante más
de diez años.
Y, en última instancia, la palabra que la ayudó a escapar. En la parte
inferior de una pared trazó la palabra, AMOR, tantas veces y con una escritura
tan grande que cada letra tenía el tamaño de un niño, y penetró tan
profundamente en la piedra que la formó un túnel y ella se fue.
veintitrés
Para el cuerpo comida,
para los huesos calcio, para los golpes hielo y en la tripa un guijarro.
Bendición
tradicional.
Incluso una vez que las puertas se cierran con un sonido metálico y las
Criptas se van haciendo pequeñas a nuestras espaldas, no se me pasa la
sensación de estar completamente enjaulada. Sigo sintiendo una presión terrible
que me aprieta el pecho, y tengo que luchar para conseguir llenar de aire los
pulmones.
Un viejo autobús de prisioneros con un motor asmático nos transporta
alejándonos de la frontera, hasta Deering. Desde ahí, Álex y yo volvemos
caminando hacia el centro de Portland. Vamos por la misma acera pero procuramos
separarnos tanto como podemos. Cada pocos pasos, él gira la cabeza para mirarme
y abre y cierra la boca, como si estuviera pronunciando una serie de palabras
inaudibles. Sé que está preocupado por mí, y probablemente teme que me dé un
ataque, pero no puedo mirarle a los ojos ni hablarle. Mantengo la vista al
frente y mis piernas dan un paso detrás de otro sin pedir permiso a mi cerebro.
Aparte de un terrible dolor en el pecho y en el estómago, mi cuerpo parece
entumecido. No noto siquiera el suelo bajo mis pies, ni el viento que corre
entre los árboles y me roza la cara; no puedo sentir la calidez del sol que,
contra todo pronóstico, ha conseguido romper las nubes negras e ilumina el
mundo con un extraño color verduzco, como si todo estuviera sumergido en el
mar.
Cuando yo era pequeña y mi madre murió —cuando pensé que había muerto—,
recuerdo que salí por primera vez a correr y me perdí irremisiblemente al final
de la calle Congress, un sitio en el que había jugado durante toda mi vida.
Doblé una esquina y me encontré delante de Limpiezas Bubble & Soap, y de
pronto fui incapaz de recordar dónde estaba, o si mi casa quedaba hacia la
derecha o hacia la izquierda. Nada era igual. Todo parecía una copia de sí
mismo, frágil y distorsionada, como si me hubiera quedado atrapada en la
galería de los espejos de la «casa de la risa» y viera allí reflejado mi
antiguo mundo.
Así es como me siento en este momento: he perdido algo, lo he encontrado y
lo he vuelto a perder, todo al mismo tiempo. Y ahora sé que en algún lugar de
este mundo, en la tierra agreste del otro lado de la alambrada, mi madre está
viva y respira y suda y se mueve y piensa. Me pregunto si pensará en mí y el
dolor se hace más profundo, me deja sin aliento hasta tal punto que me detengo
y me doblo en dos con una mano en el estomago.
Seguimos sin haber llegado a la península; de hecho, no estamos lejos de
Brooks 37. En esta zona, las casas están separadas por amplios tramos de césped
descuidado y jardines abandonados, llenos de basura, Aun así hay gente por la
calle, incluyendo un hombre al que identifico enseguida como regulador. A pesar
de la hora —no es ni siquiera mediodía—, lleva un megáfono colgado del cuello y
una porra de madera atada al muslo. Álex también debe de haberlo visto. Se
mantiene a cierta distancia, recorriendo la calle con la mirada, intentando
aparentar indiferencia, pero me susurra:
—¿Estás bien?
Tengo que vencer el dolor. En este momento irradia por todo mi cuerpo hasta
llegar a la cabeza, donde palpita sordamente.
—Creo que sí —consigo decir en un jadeo.
—En el callejón. A tu izquierda. Ve.
Me enderezo todo lo que puedo, lo suficiente, al menos para llegar con
dificultad hasta el callejón que se abre entre dos edificios altos. Hacia la
mitad hay varios contenedores de metal, colocados en paralelo, llenos de
moscas. El olor es asqueroso, es como estar de vuelta en las Criptas, pero
igualmente me meto entre ellos agradecida por la posibilidad de sentarme. En
cuanto me detengo, se calma el latido de mi cerebro. Inclino la cabeza hacia
atrás hasta apoyarla en la pared de ladrillo. Siento que el mundo se mece, soy
un barco que ha perdido sus amarras.
Álex llega un minuto después, se acuclilla delante de mí y me aparta el
cabello de la cara. Es la primera vez que ha podido tocarme en todo el día.
—Lo siento, Lena —dice, y sé que es verdad—. Pensé que querrías saberlo.
—Doce años —digo simplemente—. He pasado doce años pensando que estaba
muerta.
Durante un rato nos quedamos en silencio. Él me dibuja círculos en los
hombros, en los brazos, en las rodillas, por donde alcanza, como si estuviera
desesperado por mantener contacto físico conmigo. Ojalá pudiera cerrar los ojos
y convertirme en polvo y en nada, sentir que mis pensamientos se dispersan como
pelusas de diente de león llevadas por el viento. Pero sus manos siguen
trayéndome de vuelta al callejón, a Portland y a un mundo que de pronto ha
dejado de tener sentido.
«Ella está por ahí, respira, pasa sed, come, camina, nada». Me resulta
imposible, en este momento, pensar en seguir con mi vida, imposible imaginar
que puedo dormir y atarme los cordones para correr, ayudar a Carol a llevar los
platos y hasta estar en la casa con Álex, cuando sé que ella existe, que está
por ahí en algún sitio, en una órbita tan lejana de la mía como una
constelación remota.
«¿Por qué no vino a por mí?». La idea se me pasa por la mente con una
claridad tan veloz como una descarga eléctrica, trayendo consigo de vuelta un
dolor agudo. Cierro los ojos, dejo caer la cabeza hacia delante, rezo para que
pase. Pero no sé a quién rezar. De repente, no puedo recordar ninguna palabra;
solo puedo pensar en una vez que fui a la iglesia cuando era pequeña y vi cómo
resplandecía el sol y luego se desvanecía más allá de la vidriera, y contemple
cómo moría toda aquella luz dejando solo paneles de vidrio de colores apagados
y polvorientos.
—Oye, mírame.
Abrir los ojos me supone un esfuerzo tremendo. Álex se me aparece borroso,
aunque está agachado a poca distancia de mí.
—Tienes que tener hambre —dice dulcemente—. Voy a llevarte a casa, ¿vale?
¿Puedes caminar? —se echa hacía atrás un poco, dejando sitio para que me ponga
de pie.
—No —me sale más enérgico de lo que yo quería, y Álex parece desconcertado.
—¿Que no puedes caminar?
Entre sus cejas aparece un pliegue.
—No —me cuesta mantener la voz a un volumen normal—. Quiero decir que no
puedo ir a casa. No puedo ni quiero.
Álex suspira y se frota la frente.
—Podríamos ir un rato a Brooks, quedamos en la casa. Y cuando te sientas
mejor…
—No lo comprendes —le corto en seco.
En mi interior se va acumulando un grito, un insecto negro escarba en mi
garganta. Lo único que pienso es: «Lo sabían». Lo sabían todos: Carol y el tío
William, quizá incluso Rachel, y aun así dejaron que siguiera creyendo que
estaba muerta.
Dejaron que creyera que me había abandonado. Dejaron que creyera que no me
quería lo suficiente. De repente, me siento llena de ira al rojo vivo que me
quema por dentro. Si los veo, si vuelvo allí, no seré capaz de detenerme. Le
prenderé fuego a la casa o la echaré abajo, viga a viga.
—Quiero irme contigo a la Tierra Salvaje, como hablamos.
Pensaba que le haría ilusión, pero su gesto al oírlo era más de cansancio.
Aparta la vista y entrecierra los ojos.
—Mira, Lena, ha sido un día muy largo. Estás agotada. Tienes hambre. No
piensas con claridad.
—Si pienso con claridad —afirmó, poniéndome de pie para no parecer tan
impotente. Estoy enfadada con él también, aunque sé que no es culpa suya. Pero
la furia da vueltas en mi interior, sin objetivo, mientras gana impulso—. No
puedo quedarme aquí, Álex. Ya no. No después, no después de esto —se me
agarrota la garganta mientras me vuelvo a tragar el grito que quiere salir—. Lo
sabían, Álex. Ellos lo sabían y nunca me lo contaron.
Él también se pone de pie, lentamente, como si le doliera.
—No puedes estar segura —dice.
—Lo estoy —insisto, y es verdad.
En lo más profundo de mí ser, no tengo dudas. Pienso en mi madre inclinada
sobre mí, en la palidez de su rostro que se abre paso en mi sueño, su voz: «Te
amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo», esas palabras susurradas en mi oído
en voz baja, una pequeña sonrisa triste que le bailaba en los labios. Ella
también lo sabía. Ella sabía que venían a por ella para llevarla a aquel
horrible lugar. Y solo una semana después, yo estaba sentada con un vestido
negro que picaba delante de un ataúd vacío, con un montón de cáscaras de
naranja para chupar, intentando contener las lágrimas mientras todos aquellos
en quienes creía construían en torno a mí una superficie sólida y suave de
mentiras («Estaba enferma», «Eso es lo que hace la enfermedad», «Suicidio»).
Fue a mí a quien realmente enterraron aquel día.
—No puedo volver a casa y no lo voy a hacer, Voy a ir contigo. Podemos
construirnos un hogar en la Tierra Salvaje. Otra gente lo hace, ¿no? Otras
personas lo han hecho. Mi madre.
Quiero decir: «Mi madre lo va a hacer», pero se me quiebra la voz al
pronunciar esa palabra.
Álex me mira atentamente.
—Lena, si te vas, si te vas de verdad, para ti no podrá ser como es ahora
para mí. Eso lo entiendes, ¿verdad? No podrás ir y volver. No podrás regresar
nunca. Tu número será invalidado. Todo el mundo sabrá que eres una resistente.
Todo el mundo te buscará. Si alguien te encontrara… si alguna vez te atraparan…
—no termina la frase.
—No me importa —replico; ya no puedo controlar mi temperamento—. Tú fuiste
quien lo sugirió, ¿no? Entonces, ¿qué? Ahora que estoy lista para irme, ¿tú te
echas atrás?
—Solo estoy tratando de…
Le vuelvo a interrumpir; estoy desvariando, deslizándome sobre el enfado,
sobre mi deseo de hacer daño, romper, destrozar.
—Eres como los demás. Eres igual que ellos. Venga a hablar, hablar, hablar,
se te da muy bien. Pero cuando llega el momento de hacer algo, cuando llega el
momento de ayudarme.
—Estoy tratando de ayudarte —dice con dureza—. Estás hablando de algo muy
grave. ¿Te das cuenta? Es una elección tremenda y estás cabreada y no sabes lo
que dices.
Él también se está enfadando. El tono de su voz hace que sienta una punzada
de dolor, pero no puedo parar de hablar. Destrozar, destrozar, destrozar.
Quiero romperlo todo, a él, a mí, a nosotros, a la ciudad entera, al mundo
entero.
—No me trates como a una niña —digo.
—Entonces deja de actuar como si lo fueras —me replica; en cuanto las
palabras salen de su boca, sé que las lamenta. Se aparta un poco, respira y
entonces dice, en un tono normal de voz—: Escucha Lena. Lo siento muchísimo. Sé
que has tenido… en fin, con todo lo que ha sucedido hoy, no puedo ni imaginar
cómo te sientes.
Es demasiado tarde. Las lágrimas me emborronan la visión. Me aparto de él y
me pongo a rascar la pared con una uña. Una escama de ladrillo se desprende.
Verla caer al suelo me recuerda a mi madre y a aquellas paredes extrañas y
terroríficas. Y lloro aún con más intensidad.
—Si yo te importara, me llevarías lejos —digo—. Si yo te importara algo,
nos iríamos ya mismo.
—Tú me importas —dice Álex.
—No, no te importo —ahora sé que me estoy comportando como una cría, pero
no puedo remediarlo—. A ella tampoco le importé. No le importaba en absoluto.
—Eso no es cierto.
—¿Por qué no vino por mí entonces? —aún estoy de espaldas a él, con una
mano apoyada en la pared, sintiendo cómo eso también, podría derrumbarse en
cualquier momento—. ¿Dónde está ahora? ¿Por qué no vino a buscarme?
—Ya sabes por qué —dice con mayor firmeza—. Ya sabes lo que le habría
sucedido si la hubieran vuelto a atrapar, si la hubieran cogido contigo. Habría
significado la muerte para las dos.
Sé que tiene razón, pero eso no me alivia en absoluto. Sigo adelante
obstinadamente, incapaz de detenerme.
—No es eso. A ella no le importo y a ti tampoco. No le importo a nadie.
Me paso el brazo por la cara, limpiándome la nariz.
—Lena —me llama colocando las manos en mis codos y haciéndome girar para
situarme frente a él. Cuando me niego a mirarle a los ojos, me alza la barbilla
obligándome a que le mire—. Magdalena —repite; es la primera vez que ha usado
mi nombre completo desde que nos conocemos—. Tu madre te amaba, ¿lo entiendes?
Te amaba. Te sigue amando. Quería que estuvieras a salvo.
El calor me invade. Por primera vez en mi vida, no me da miedo el verbo
amar. Algo parece abrirse dentro de mí como un bostezo, se estira como un gato
que intenta absorber el sol, y necesito desesperadamente que me lo vuelva a
decir.
Su voz es infinitamente suave. Sus ojos son cálidos y están veteados de
luz, con ese color del sol que se derrite como mantequilla a través de los
árboles en una luminosa tarde otoñal.
—Y yo también te amo —sus dedos me acarician el borde de la mandíbula,
bailando brevemente sobre mis labios—. Tendrías que saberlo. Tienes que
saberlo.
Entonces es cuando sucede.
De pie entre dos contenedores asquerosos en una callejuela de mierda,
mientras el mundo se derrumba a mi alrededor, al oír cómo Álex dice esas
palabras, todo el miedo que he llevado conmigo desde que aprendí a sentarme, a
ponerme de pie, a respirar, desde que me dijeron que dentro de mí había algo
malo, algo enfermo y podrido, algo que debía ser eliminado, desde que me
dijeron que estaba casi echada a perder… todo se desvanece de repente. Eso que
habita en lo más profundo de mi espíritu, el corazón de mi corazón, se estira y
se despliega más, se alza como una bandera y me hace sentir más fuerte de lo
que me había sentido nunca.
Abro la boca y digo:
—Yo también te amo.
Es extraño, pero después de ese momento en el callejón, de pronto comprendo
el significado de mi nombre completo, la razón principal por la cual mi madre
me puso Magdalena, el significado de la antigua historia bíblica de José y su
abandono de María Magdalena. Comprendo que él renunció a ella por una razón. Él
renunció a ella para que pudiera ser salvada, aunque a él le destrozó dejarla
marchar.
Renunció a ella por amor.
Creo que tal vez mi madre ya sabía cuando nací que ella tendría que hacer
lo mismo algún día. Supongo que eso forma parte de lo que significa amar a las
personas. Hay que renunciar a cosas. A veces incluso hay que renunciar a esas
personas.
Álex y yo hablamos de todas las cosas que yo dejaría atrás para ir con él a
la Tierra Salvaje. Quiere estar totalmente seguro de que sé en lo que nos
estamos metiendo. Pasar por la panadería Fat Cats después del cierre y comprar
panecillos y bollos de queso por un dólar la pieza, sentarme en los
embarcaderos y oír chillar a las gaviotas mientras vuelan en círculos, echar
largas carreras hasta las granjas cuando el rocío hace relucir cada brizna de
hierba como si estuvieran envuelta en cristal, escuchar el ritmo constante de
los océanos que palpita bajo la ciudad como el latido del corazón, ver las
callejuelas adoquinadas del puerto viejo, las tiendas atiborradas de cosas
brillantes y hermosas que nunca he podido permitirme.
Lo único que lamento es perder a Hana y Gracie. El resto de Portland, por
lo que a mí respecta, puede desvanecerse. Sus brillantes y altas torres falsas,
y los escaparates tapados, y la gente obediente que mira con ojos fijos y
agacha la cabeza para recibir más mentiras, como animales que se ofrecen para
ser sacrificados.
—Si nos vamos juntos, estaremos solos tú y yo —Álex no deja de repetirlo,
como si necesitara asegurarse de que yo lo comprendo, como si necesitara
asegurarse de que yo estoy segura—. No hay forma de volver atrás. Nunca.
—Eso es lo que quiero. Solo tú y yo. Siempre —corroboro.
Y lo digo en serio. Ni siquiera tengo miedo. Ahora que sé que lo voy a
tener a él, que nos tenemos el uno al otro, siento que nunca más voy a tener
miedo de nada.
Decidimos irnos de Portland una semana después, exactamente nueve días
antes de la fecha prevista para mi intervención. Preferiría no posponer nuestro
viaje tanto tiempo, me siento tentada de echar a correr directamente hacia la
valla fronteriza y tratar de pasarla a plena luz del día, pero Álex me calma y
me explica porqué es importante que esperemos.
En los últimos años, él solo ha cruzado unas pocas veces. Es muy peligroso
ir y venir más a menudo. Sin embargo, en la próxima semana cruzará dos veces
antes de que llevemos a cabo la escapada final; es un riesgo casi suicida, pero
me convence de que es necesario. Cuando se vaya conmigo y empiece a faltar al
trabajo y a clase, él también será invalidado, aunque técnicamente su identidad
nunca ha sido realmente válida, ya que fue creada por la resistencia.
Y en cuanto nos invaliden a los dos, nos borrarán del sistema como un clic.
Será como si nunca hubiéramos existido. Al menos, podemos contar con que no nos
perseguirán por la Tierra Salvaje. No habrá grupos de captura. Nadie irá a
buscarnos. Si quisieran atraparnos, tendrían que admitir que habíamos
conseguido salir de Portland, qué se puede hacer, que los inválidos existen.
No seremos más que fantasmas, rastros, recuerdos. Y pronto, como los
curados mantienen la vista firmemente centrada en el futuro y en la larga
procesión de días por los que marchar, ni siquiera seremos eso.
Como Álex ya no podrá entrar en Portland, tendremos que llevarnos toda la
comida que podamos, además de ropa para el invierno y todo aquello de lo que no
podamos prescindir. Los inválidos de los asentimientos suelen compartir lo que
tienen sin problemas. Sin embargo, el otoño y el invierno son siempre duros
allí y, después de tanto tiempo viviendo en la ciudad, Álex no es precisamente
un cazador-recolector experto.
Quedamos en vernos en la casa a medianoche para continuar los preparativos.
Yo le pasaré el primer cargamento de cosas que quiero llevarme: mi álbum de
fotos, un montón de notas que Hana y yo nos intercambiamos en clase de
Matemáticas en décimo y toda la comida que pueda escamotear del Stop-N-Save.
Son casi las tres cuando nos separamos y me dirijo a casa. Las nubes han
empezado a dispersarse y con ellas se entrelazan jirones de cielo, de un azul
pálido como seda desvaída. El aire es cálido, pero el viento tiene un filo de
olores otoñales a frío y humo. Pronto los verdes del paisaje darán paso a
violentos rojos y naranjas, y después esos también serán sustituidos por la
desnudez quebradiza del invierno. Y yo me habré ido, estaré por ahí en alguna
parte, entre los árboles temblorosos, envueltos por la nieve. Pero Álex vendrá
conmigo y estaremos a salvo. Caminaremos de la mano y nos besaremos a plena luz
del día y nos amaremos todo lo que queramos y nadie intentará separarnos.
A pesar de todo lo que ha sucedido, hoy me siento más serena de lo que he
estado nunca, como si las palabras que nos hemos dicho el uno al otro me
hubieran envuelto en una neblina protectora.
Hace más de un mes que no corro de forma regular. Ha hecho demasiado calor,
y hasta hace poco Carol me lo tenía prohibido. Pero en cuanto llego a casa,
llamo a Hana y le pido que se reúna conmigo en las pistas, nuestro punto de
inicio habitual, y ella simplemente se ríe.
—Estaba a punto de llamarte y sugerirte lo mismo —dice.
—Ya sabes lo que dicen de las grandes mentes.
Su risa se pierde por un momento en el zumbido que resuena por el
auricular, cuando un censor en algún punto de Portland conecta con nuestra
conversación. El ojo giratorio, siempre dando vueltas, siempre vigilante. Por
un momento me invade el enfado, pero se disipa enseguida. Pronto estaré fuera
del mapa totalmente y para siempre.
Esperaba poder salir de casa sin ver a Carol, pero se cruza conmigo cuando
me dirijo a la puerta. Como siempre, está en la cocina, repitiendo hasta la
saciedad su ciclo de guisos y limpieza.
—¿Dónde has estado todo el día? —pregunta.
—Con Hana —respondo automáticamente.
—¿Y vas a volver a salir?
—Solo a correr.
Antes pensé que si la volvía a ver, le arañaría la cara o la mataría. Pero
en este momento, al mirarla, me siento totalmente indiferente, como si fuera
una valla publicitaria o un extraño que pasa en un autobús.
—La cena es a las siete y media —dice—. Me gustaría que estuvieras en casa
para poner la mesa.
—Estaré en casa —digo. Se me ocurre que esta insensibilidad, esta sensación
de distancia, desde de ser lo que ella y los demás curados experimentan todo el
tiempo: como si hubiera un cristal grueso entre cada persona y los demás, un
cristal que lo amortigua todo. Casi nada lo atraviesa. Casi nada importa. Dicen
que la cura tiene que ver con la felicidad, pero ahora comprendo que no es así,
que nunca ha sido así. Tiene que ver con el miedo: miedo al dolor, miedo al
daño, miedo, miedo, miedo. Una ciega existencia animal, aterrorizada, embotada,
estúpida, sin más horizonte que toparse con las paredes y arrastrar los pies
por los pasillos cada vez más angostos.
Por primera vez en mi vida, realmente siento compasión por Carol. Solo
tengo diecisiete años y ya sé algo que ella no sabe. Sé que la vida no es vida
si te limitas a dejarte llevar por ella. Sé que el objetivo, el único objetivo,
es encontrar las cosas que importan y aferrarse a ellas, luchar por ellas y
negarse a soltarlas.
—Vale —Carol se queda ahí, un poco incómoda, como le pasa siempre que
quiere decir algo importante pero no sabe muy bien cómo hacerlo—. Dos semanas
hasta el día de tu cura —dice por fin.
—Dieciséis días —digo, pero mentalmente cuento: «siete días». Siete días
para ser libre y estar lejos de todas estas personas y sus vidas superficiales,
en las que se deslizan rozándose apenas unos a otros, resbalando, resbalando de
la vida a la muerte. Para ellos, casi no hay cambios entre la una y la otra.
—Es comprensible que estés nerviosa —dice. Esas deben de ser palabras de
consuelo que le ha costado tanto esfuerzo recordar y pronunciar.
Pobre tía Carol: una vida de platos y latas abolladas de alubias y días que
se funden unos con otros. Me doy cuenta, en ese momento, de lo vieja que está.
Su cara está llena de arrugas y su cabello tiene zonas grises. Eran sus ojos
los que me habían convencido de que no tiene edad: esos ojos fijos, diáfanos,
que comparten todos los curados, como si estuvieran siempre mirando algo en la
lejanía. Debió de ser bastante bonita antes de ser curada. Es tan alta como mi
madre, y probablemente igual de delgada; me viene a la cabeza una imagen de dos
muchachas adolescentes, dos esbeltos paréntesis negros separados por un océano
plateado, que se echan agua con el pie la una a la otra, riéndose. Esas son las
cosas a las que no se renuncia.
—Ah, no estoy nerviosa —le digo—. Créeme. Estoy impaciente.
Solo siete días más.
veinticuatro
¿Qué es la belleza? La
belleza no es más que un truco, una ilusión; la influencia de partículas y
electrones excitados que colisionan en tus ojos, que se empujan en tu cerebro
como un puñado de escolares sobreexcitados a punto de salir al recreo. ¿Vas a
dejar que te engañen? ¿Vas a permitir que te mientan?
«Sobre la belleza
y la falsedad», La nueva filosofía,
Ellen Dorpshires
Hana ya está allí cuando llego, apoyada en la valla metálica que rodea la
pista, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados para protegerse del
sol. El pelo, largo y suelto sobre su espalda, parece casi blanco al sol. Me
detengo a unos cinco metros deseando poder recordarla exactamente así,
conservar esa imagen en mi mente para siempre.
Entonces abre los ojos y me ve.
—Todavía no hemos empezado a correr —dice apartándose de la verja y mirando
el reloj con un gesto teatral—, y ya llegas en segundo lugar.
—¿Me estás retando? —digo salvando la distancia que nos separa.
—Solo constato un hecho —dice sonriendo. Su rostro vacila un poco a medida
que me acerco—. Pareces distinta.
—Estoy cansada —digo. Me parece raro que nos saludemos sin un abrazo ni
nada, aunque así es como han sido siempre las cosas entre nosotras, como debían
ser. Me parece extraño no haberle dicho nunca cuánto significa para mí—. Ha
sido un día muy largo.
—¿Te apetece hablar? —me mira con los ojos entrecerrados. Este verano se ha
puesto morena, y las pecas de su nariz forman una especie de constelación. Tal
vez sea una de las chicas más bellas de Portland, quizá del mundo entero. Noto
un dolor agudo detrás de las costillas al pensar que envejecerá y se olvidará
de mí. Algún día apenas pensará en todo el tiempo que pasamos juntas y, cuando
lo haga, le parecerá lejano y bastante ridículo, como el recuerdo de un sueño
cuyos detalles ya han comenzado a desvanecerse.
—Tal vez después de correr —digo. Es todo lo que se me ocurre. Hay que
avanzar. Es la única manera. Hay que avanzar, pase lo que pase. Esa es la ley
universal.
—O sea, después de que muerdas el polvo —dice, inclinándose hacia delante
para estirar los tendones de la corva.
—Te veo muy segura de ti misma para haberte pasado todo el verano sin mover
un músculo.
—Mira quién habla —alza la cabeza y me guiña un ojo—. No creo que lo que
habéis estado haciendo Álex y tú cuente realmente como ejercicio.
—Ssssh.
—Tranquila, tranquila. No hay nadie. Ya lo he comprobado.
Todo parece tan normal, tan deliciosa y maravillosamente normal, que me
lleno de pies a cabeza con una alegría que me marea. Las calles están rayadas
de sol dorado y sombra, el aire huele a sal y a frituras y, más débilmente, a
las algas que se secan en las playas. Quiero guardar ese momento dentro de mí
para siempre, mantenerlo a salvo, como un corazón en la sombra: mi antigua
vida, mi secreto.
—A que no me pillas —le digo a Hana dándole una palmadita en el hombro—.
¡Tú la llevas!
Y entonces salgo disparada mientras ella grita e intenta alcanzarme. Damos
la vuelta a la pista y nos dirigimos a los embarcaderos sin vacilar ni debatir
sobre la ruta. Mis piernas están fuertes, firmes, la mordedura que sufrí la
noche de la redada se ha curado por completo, solo me ha quedado una fina marca
roja que recorre como una sonrisa la parte posterior de la pantorrilla. El aire
fresco entra y sale de mis pulmones; duele, pero es un dolor agradable, ese
dolor que te recuerda lo asombroso que es respirar, sufrir, ser capaz de sentir
lo que sea. La sal hace que me escuezan los ojos y parpadeo rápidamente, sin
saber si estoy sudando o llorando.
No es el día que hemos corrido más rápido, pero es uno de los mejores.
Mantenemos exactamente el mismo ritmo, corremos casi hombro con hombro,
describiendo una curva desde el puerto viejo hasta Eastern Prom.
Vamos más despacio que al comienzo del verano, eso sin duda. Al acercarnos
a la marca de los cinco kilómetros, comenzamos a bajar el ritmo y, sin hablar,
atajamos por el césped que baja hacia la playa, donde nos tiramos en la arena y
nos echamos a reír.
—Dos minutos —dice Hana jadeando—. Solo necesito dos minutos.
—Das pena —digo, aunque yo me siento igual de agradecida por el descanso.
—Eso te digo yo a ti —dice lanzándome un puñado de arena.
Ambas caemos de espaldas, con los brazos y las piernas abiertos como si
estuviéramos a punto de hacer ángeles de nieve. La arena resulta
sorprendentemente fresca y hasta un poco húmeda. Debe de haber llovido, quizá
cuando Álex y yo estábamos en las Criptas. Al pensar otra vez en esa celda
diminuta y en las palabras taladradas en la pared, con el sol que relucía
atravesando la O como si fuera un telescopio, algo se contrae de nuevo en mi
pecho. Incluso ahora, en este mismo instante, mi madre está ahí fuera, en algún
sitio, moviéndose, respirando, siendo.
Bueno, pronto yo también estaré ahí fuera.
Solo hay unas pocas personas en la playa, en su mayor parte familias que
pasean, y un anciano que camina trabajosamente por la orilla clavando el bastón
en la arena. El sol se va hundiendo más allá de las nubes y la bahía adquiere
un tono gris oscuro, apenas teñido de verde.
—No puedo creer que dentro de unas pocas semanas ya no tengamos que
preocuparnos más por el toque de queda —dice Hana, y luego gira la cabeza para
mirarme—. Para ti, menos de tres semanas. Dieciséis días, ¿verdad?
—Sí.
No me gusta mentirle, así que me siento y me rodeo las rodillas con los
brazos.
—Creo que el primer día después de la cura me voy a quedar fuera toda la
noche. Solo porque puedo —Hana se alza sobre los codos—. Podemos hacer planes
para pasarla juntas, tú y yo.
En su voz hay un tono de ruego. Sé que debería decir: «Claro, por
supuesto», o «¡Qué buena idea!». Sé que la haría sentir mejor: a mí también me
haría sentir mejor fingir que la vida va a continuar como siempre.
Pero no consigo hacer que las palabras salgan de mi boca. En vez de eso,
empiezo a quitarme arena de los muslos con el pulgar.
—Oye, Hana. Tengo que contarte una cosa. Sobre la operación…
—¿Qué pasa con la operación? —me mira con cierta prevención. Está
preocupada por la seriedad de mi voz.
—Prométeme que no te vas a enfadar, ¿vale? No seré capaz de… —me detengo
antes de decir: «No seré capaz de irme si te enfadas conmigo». Me estoy
precipitando.
Hana se sienta, alza una mano, fuerza una risa.
—Déjame que lo adivine. Vas a desertar con Álex, os vais a pirar y os vais
a convertir en inválidos y renegados.
Lo dice en tono de broma, pero su voz tiene un filo, un trasfondo de
necesidad. Quiere que yo la contradiga.
Pero yo no digo nada. Por un momento nos miramos fijamente hasta que toda
la luz y la energía desaparecen de su rostro.
—No lo digo en serio —dice por fin—. No puede ser.
—Tengo que hacerlo, Hana —le digo en voz baja.
—¿Cuándo? —se muerde el labio y aparta la vista.
—Lo hemos decidido hoy. Esta mañana…
—No, quiero decir cuándo. ¿Cuándo os vais?
Dudo solo un momento. Después de esta mañana, siento que no sé demasiado
sobre el mundo ni sobre lo que hay en él. Pero lo que sí sé es que Hana no me
traicionaría nunca, al menos no ahora, no hasta que le inserten agujas en el
cerebro y se lo corten en trozos. Me doy cuenta de que eso es lo que hace la
cura, después de todo. Fractura a la gente por medio de esos cortes, los aísla
de sí mismos.
Pero para entonces, para cuando lleguen a ella, será demasiado tarde.
—El viernes —digo—. Dentro de una semana.
Suelta bruscamente el aire, que sale con un silbido suave entre sus
dientes.
—No puedes estar hablando en serio —repite.
—Este lugar no es para mí —digo.
Entonces se vuelve a mirarme. Tiene los ojos muy abiertos y me doy cuenta
de que la he herido.
—Yo estoy aquí.
De repente se me ocurre la solución, sencilla, ridículamente simple. Casi
me río a carcajadas.
—Ven con nosotros —suelto. Hana recorre ansiosamente la playa con la vista,
pero todo el mundo se ha ido. El anciano ha seguido su camino laboriosamente, y
ya está demasiado lejos para oírnos—. Lo digo de verdad. Hana. Podrías venir
con nosotros. Te encantaría la Tierra Salvaje. Es increíble. Allí hay
asentamientos enteros…
—¿Has estado allí? —me interrumpe con severidad.
Me ruborizo, dándome cuenta de que nunca le he hablado de la noche que pasé
con Álex en la Tierra Salvaje. Sé que esto lo va a ver, también, como una
traición. Antes se lo contaba todo.
—Solo una vez —digo—. Y un par de horas nada más. Es asombroso, Hana. No es
para nada como lo imaginábamos. Y el cruce… El mero hecho de que se pueda
cruzar… Muchas cosas son distintas de como nos las han contado. Nos han
mentido, Hana.
Me detengo, momentáneamente abrumada. Ella baja la cabeza y empieza a
hurgar en la costura de sus pantalones cortos.
—Podríamos conseguirlo —digo más suavemente—. Los tres juntos.
Durante largo rato no dice nada. Mira al océano con los ojos entrecerrados.
Por fin mueve la cabeza, un movimiento casi imperceptible, y me lanza una
sonrisa triste.
—Te echaré de menos. Lena —dice, y se me rompe el corazón.
—Hana… —comienzo a decir, pero me interrumpe.
—O quizá no te eche de menos —resuelve poniéndose de pie enérgicamente, y
se sacude la arena de la ropa—. Esa es una de las promesas de la cura, ¿no? Ya
no hay dolor. Al menos, no ese tipo de dolor.
—No tienes por qué seguir adelante con eso —yo también me pongo de pie
rápidamente—. Ven a la Tierra Salvaje.
Suelta una risa hueca.
—¿Y dejar todo esto atrás?
Hace un gesto circular con el brazo. Sé que lo dice en broma, pero solo a
medias. Al final, después de tanto hablar, de las fiestas clandestinas y la
música prohibida, no quiere renunciar a esta vida, a este lugar: el único hogar
que hemos conocido. Por supuesto, aquí tiene una vida: una familia, un futuro,
un buen partido. Yo no tengo nada.
Le tiemblan las comisuras de los labios. Baja la cabeza y empieza a dar
puntapiés a la arena. Quiero hacer que se sienta mejor, pero no se me ocurre
qué decirle. Hay un dolor frenético en mi pecho. Mientras estamos aquí, veo
desvanecerse toda mi vida con ella, toda nuestra amistad: las noches en que nos
quedábamos a dormir juntas, con cuencos prohibidos de palomitas de madrugada;
todas las veces que ensayamos para el día de la evaluación, cuando Hana se
disfrazaba con unas gafas viejas de su padre y daba golpes en la mesa con una
regla cada vez que yo me equivocaba en las respuestas y acabábamos casi ahogándonos
de risa; aquella vez que le dio un puñetazo en la cara a Jillian Dawson porque
esta dijo que mi sangre estaba contaminada; los helados que compartíamos en el
embarcadero mientras soñábamos que estábamos emparejadas y que vivíamos en
casas idénticas, una al lado de la otra. Todo esto gira en un remolino hasta
desaparecer, como arena barrida por la corriente.
—Sabes que no es por ti —digo. Tengo que forzar las palabras para que
atraviesen el nudo que tengo en la garganta—. Gracie y tú sois las únicas
personas que me importáis. Nada más… —me interrumpo—. El resto no significa
nada.
—Lo sé —dice, pero sigue sin mirarme.
—Ellos… se llevaron a mi madre. Hana.
No había planeado contárselo. No quería hablar de ello. Pero las palabras
me salen apresuradamente.
Me mira con dureza.
—¿Qué quieres decir?
Entonces le cuento la historia de las Criptas. Curiosamente, consigo
mantener la calma. Simplemente, le cuento todo con detalle. El pabellón 6, la
huida, la celda, la palabra de las paredes. Ella escucha en un silencio
congelado. Nunca la he visto tan quieta y tan seria. Cuando acabo de hablar, su
cara está pálida. Tiene exactamente el mismo aspecto que se le ponía cuando, de
pequeñas, nos quedábamos despiertas por la noche y tratábamos de asustarnos la
una a la otra contándonos historias de fantasmas. De alguna manera, supongo que
la historia de mi madre es una historia de fantasmas.
—Lo siento, Lena —dice; su voz es apenas un suspiro—. No sé qué más decir.
Lo siento muchísimo.
Asiento con la cabeza, mirando al océano. Me pregunto si lo que hemos
aprendido sobre las otras partes del mundo, las partes incuradas, es verdad: si
realmente la gente es tan salvaje y despiadada, si está tan llena de dolor y ha
sufrido tanto los estragos de la enfermedad. Tengo bastante claro que eso,
también, es una mentira. Aunque, en cierto modo, resulta más creíble que un
lugar como Portland, un lugar encerrado por muros y barreras y medias verdades,
un lugar donde el amor sigue surgiendo, pero de forma imperfecta.
—Tengo que irme —concluyo. No es una pregunta, pero ella asiente.
—Sí —mueve ligeramente los hombros, como intentando sacudirse el sueño.
Luego se vuelve hacia mí. Aunque sus ojos están tristes, consigue sonreír—.
Lena Haloway —dice—, tú eres una leyenda.
—Sí, claro —pongo los ojos en blanco. Pero me siento mejor: Hana ha
utilizado el apellido de mi madre, así que sé que comprende—. Quizá una
historia aleccionadora.
—Lo digo en serio —se aparta el cabello de la cara, mirándome
intensamente—. Yo estaba equivocada, ¿sabes? ¿Te acuerdas de lo que te dije al
comienzo del verano? Pensaba que tenías miedo. Creía que estabas demasiado
asustada para correr riesgos —la sonrisa triste vuelve a sus labios otra vez—.
Y resulta que tú eres más valiente que yo.
—Hana…
—No importa —hace un gesto con la mano, cortándome—. Te lo mereces. Tú
mereces más.
La verdad es que no sé qué contestar. Quiero abrazarla, pero en lugar de
eso me rodeo la cintura con los brazos y aprieto fuerte. El viento del mar es
cortante.
—Te voy a echar de menos, Hana —digo un minuto después.
Ella camina un par de pasos hacia el agua y le da un puntapié a la arena,
que se levanta formando un arco y parece mantenerse en el aire durante una
milésima de segundo antes de esparcirse.
—Bueno, ya sabes dónde estaré.
Nos quedamos ahí durante un rato, escuchando el ruido de las olas en la
orilla, el agua que sube y baja arrastrando trocitos de roca: roca tallada a lo
largo de miles y miles de años hasta convertirse en arena. Algún día, quizá
todo esto sea agua. Algún día, puede que todo esto se convierta en polvo.
Más tarde, Hana se gira y me dice:
—Venga. Te echo una carrera hasta las pistas —y se echa a correr antes de
que yo pueda decir: «Vale».
—¡No es justo! —grito. Pero no me esfuerzo mucho por alcanzarla. Dejo que
se mantenga unos metros por delante y trato de memorizarla exactamente como es:
una chica que corre y ríe, bronceada y feliz y bella y mía, con el pelo rubio
resplandeciente a la luz del ocaso como un faro que anunciara la llegada de
cosas buenas y de tiempos mejores para las dos.
Amor, la más mortal de las cosas mortales. Te mata tanto cuando la tienes
como cuando no la tienes.
Pero no es así exactamente.
Eres el que condena y el condenado. El verdugo, la cuchilla, el indulto de
última hora, la respiración jadeante y el cielo tormentoso y el «gracias,
gracias, gracias. Dios».
Amor: te mata y te salva a la vez.
veinticinco
Debo irme y vivir, o
quedarme y morir.
De la historia
aleccionadora Romeo y Julieta, de
William Shakespeare, recogido en 100 citas esenciales para los exámenes de
reválida, Princeton Review
Hace frío. Mientras camino hacia Brooks 37 poco después de medianoche,
tengo que subirme hasta arriba la cremallera de la cazadora de nailon. Las calles
están más oscuras y desiertas que nunca. No se percibe ningún movimiento: ni
cortinas que se agiten en las ventanas, ni sombras que pasen rozando las
paredes y me hagan saltar del susto, ni ojos brillantes de gatos callejeros, ni
patitas de rata que escarben, ni el golpeteo distante de pasos en el pavimento
cuando los reguladores hacen sus rondas. Es como si todo el mundo se hubiera
preparado ya para el invierno, como si la ciudad entera estuviera en mitad de
una gran helada. Resulta un poco raro, la verdad. Me viene a la mente otra vez
la casa que sobrevivió a los bombardeos y que ahora se alza ahí fuera en la
Tierra Salvaje, perfectamente conservada pero deshabitada por completo, con
flores silvestres que crecen en todos los cuartos.
Me siento aliviada cuando doblo la esquina y veo la verja herrumbrosa que
marca el perímetro de Brooks 37. Siento una oleada de felicidad al pensar en
Álex, que estará en alguno de los cuartos en penumbra, llenando solemnemente
una mochila con mantas y latas de comida. No me había dado cuenta hasta ahora
de que en algún momento del verano he empezado a considerar esta casa como mi
hogar. Me ajusto los tirantes de la mochila y me dirijo corriendo hacia la
cancela.
Pero sucede algo extraño: aunque la empujo varias veces, no se abre. Al
principio me parece que se ha quedado atascada. Luego me doy cuenta de que
alguien le ha puesto un candado. Además, parece nuevo. Cuando lo muevo reluce
nítidamente a la luz de la luna.
Alguien ha clausurado Brooks 37.
Me quedo tan sorprendida que ni siquiera siento miedo ni recelo. Solo
pienso en Álex, en dónde estará y en si será él quien lo ha puesto. Tal vez, se
me ocurre, haya cerrado la cancela para proteger nuestras cosas. O quizá yo
haya llegado pronto, o tal vez tarde. Estoy a punto de saltar por encima de la
verja cuando él emerge silenciosamente de la oscuridad a mi derecha.
—¡Álex!
Aunque solo hemos estado separados unas horas, me siento feliz de verlo.
Pronto será mío total y abiertamente, y esa idea hace que se me olvide bajar la
voz mientras me acerco a él corriendo.
—Ssssh —silba, envolviéndome entre sus brazos para frenar mi impulso, que
le ha hecho trastabillar. Pero cuando alzo la cabeza para mirarle, sonríe y veo
que está tan contento como yo. Me besa en la punta de la nariz—. Aún no estamos
a salvo.
—No, pero pronto lo estaremos —me pongo de puntillas y le beso suavemente.
Como siempre, la presión de sus labios en los míos parece emborronar todo lo
malo del mundo. Tengo que hacer un esfuerzo para soltarme, al tiempo que le doy
una palmada juguetona en la mano—. Por cierto, gracias por darme una llave.
—¿Una llave? —Álex me mira con los ojos entrecerrados, confuso.
—Para el candado.
Intento abrazarle fuerte, pero se aparta de mí sacudiendo la cabeza, su
cara de repente palidísima y aterrada; y en ese momento lo capto, los dos lo
captamos, y Álex abre la boca pero de ella no sale ningún sonido. Y en ese
instante preciso en que me doy cuenta de por qué de pronto le veo con tanta
claridad, enmarcado por la luz, inmóvil como un ciervo atrapado por los faros
de un camión (los reguladores están usando reflectores esta noche), en ese
mismo momento resuena una voz en la noche.
—¡Alto! ¡Las manos en la cabeza!
Y justo después, por fin me llega la voz de Álex, urgente:
—¡Corre, Lena, corre!
Él retrocede ya por la oscuridad, pero a mis pies les cuesta un poco más
ponerse en movimiento, y para cuando lo hago, cuando me pongo a correr
ciegamente y sin rumbo por la primera calle que veo, la noche ha cobrado vida y
se ha poblado de sombras vociferantes que me intentan agarrar del cuerpo y el
pelo, cientos de ellas que bajan por la colina, salen del suelo y descienden de
los árboles, hasta del aire.
—¡Cogedla! ¡Cogedla!
Me retumba el corazón en el pecho y no puedo respirar. En mi vida he tenido
tanto miedo, nunca he estado tan despavorida.
Cada vez más sombras se convierten en personas, y todas tratan de
aferrarme, me gritan, llevan armas de metal reluciente, pistolas y palos, botes
de espray. Me agacho y corro esquivando manos ásperas en dirección a la colina
que corta hacia Brandon Road, pero no sirve de nada. Un regulador me coge
violentamente desde atrás. Apenas consigo soltarme cuando reboto contra alguien
que lleva uniforme de guardia y siento otro par de manos que me agarran. El
miedo ya es una sombra, una manta que me asfixia y me impide respirar.
Aparece a mi lado un coche patrulla y las luces giratorias lo iluminan todo
con un resplandor descarnado durante un segundo y el mundo a mi alrededor se
vuelve blanco, negro, blanco, negro, y se mueve hacia delante en ráfagas, como
a cámara lenta.
Una cara contorsionada en un grito terrible, un perro que salta desde la
izquierda enseñando los dientes, alguien que chilla:
—¡Derribadla! ¡Derribadla!
«No puedo respirar. No puedo respirar. No puedo respirar».
Un sonido agudo de silbato, un grito, una porra que se detiene
momentáneamente en el aire.
Luego cae. El perro salta gruñendo, me atraviesa un dolor ardiente,
despiadado, como una llama.
Por último, oscuridad.
Cuando abro los ojos, el mundo parece haberse descompuesto en miles de
piezas. Solo veo fragmentos borrosos de luz que forman un remolino, como si
acabara de agitar un caleidoscopio. Parpadeo varias veces y poco a poco los
fragmentos se reorganizan hasta formar una lámpara acampanada y un techo color
crema, atravesado por una amplia mancha de humedad con forma de búho. Mi
cuarto. Mi casa. Estoy en casa.
Por un momento, me siento aliviada. Me pica el cuerpo como si me hubieran
pinchado con agujas por toda la piel, y lo único que quiero es tenderme sobre
la suavidad de las sábanas y hundirme en la oscuridad y el olvido del sueño,
esperando que se disipe el dolor agudo de cabeza. Luego me acuerdo: el candado,
el ataque, el enjambre de sombras. Y Álex.
No sé qué le ha sucedido a Álex.
Me debato intentando sentarme, pero un dolor atroz me baja desde la cabeza
hasta el cuello y me obliga a reclinarme de nuevo en las almohadas, jadeando.
Cierro los ojos y oigo que la puerta del cuarto se abre con un crujido. De
repente llegan voces del piso de abajo. Mi tía habla con alguien en la cocina,
un hombre cuya voz no reconozco. Probablemente un regulador.
Unos pasos cruzan la habitación. Cierro los ojos con fuerza fingiendo que
duermo, mientras alguien se inclina sobre mí. Noto un aliento cálido que me
hace cosquillas a un lado del cuello.
Luego, más pasos que suben por las escaleras y la voz de Jenny, como un
bufido, en la puerta:
—¿Qué estás haciendo tú aquí? La tía Carol te dijo que te quitaras del
medio. Baja antes de que se lo cuente.
Se alza un peso de la cama y los pasos ligeros se alejan, de vuelta al
pasillo. Abro los ojos un poquito, lo mínimo, lo suficiente para ver a Gracie
que se agacha al pasar junto a Jenny, de pie en el umbral. Ha debido de venir a
ver cómo estaba. Cierro los ojos de nuevo cuando Jenny da algunos pasos
indecisos hacia la cama.
Luego se gira abruptamente, como si tuviera mucha prisa por irse. La oigo
gritar:
—¡Sigue dormida!
La puerta vuelve a cerrarse. Pero antes de hacerlo, oigo muy claramente a
alguien que pregunta en la cocina:
—¿Quién habrá sido? ¿Quién la habrá infectado?
Esta vez me obligo a sentarme, a pesar del dolor que me atraviesa la cabeza
y el cuello como un cuchillo y de la terrible sensación de mareo que acompaña
cada movimiento que hago. Intento ponerme de pie, pero las piernas no me
sostienen y caigo al suelo. Aun así, voy hasta la puerta a gatas. Incluso
avanzar a cuatro patas requiere un esfuerzo agotador, y al llegar a mi destino
me tumbo en el suelo, temblando, mientras el cuarto se mueve hacia atrás y
hacia delante como un balancín diabólico.
Por suerte, al posar la cabeza en el suelo puedo escuchar la conversación
de abajo. Capto las palabras de mi tía:
—Pero al menos ustedes le habrán visto.
Nunca la había oído hablar con un tono tan histérico.
—No se preocupe —dice el regulador—. Le encontraremos.
Esto, al menos, es un alivio. Álex debe de haber escapado. Si los
reguladores supieran quién estaba conmigo en la calle, si tuvieran siquiera una
sospecha, ya le habrían detenido. Rezo en silencio una oración de gratitud
porque, milagrosamente, Álex ha conseguido salvarse.
—No teníamos ni idea —dice Carol, aún con esa voz temblorosa, urgente, tan
distinta de su mesurado tono habitual. Y en ese momento lo comprendo: no es que
esté histérica, es que está aterrada—. Tiene usted que creer que no teníamos ni
idea de que se hubiera infectado. No mostraba síntomas. Su apetito era el de
siempre. Iba puntual al trabajo. No tenía cambios de humor…
—Probablemente se esforzaba al máximo por ocultarlos —interrumpe el
regulador—. Es lo que hacen a menudo los infectados.
Prácticamente puedo oír el asco en su voz cuando pronuncia la palabra infectado, como si en realidad estuviera
diciendo «cucaracha» o «terrorista».
—¿Y ahora qué hacemos?
La voz de Carol suena más tenue en ese momento. El regulador y ella deben
de estar dirigiéndose a la sala de estar.
—Hemos movilizado a todo el mundo con la máxima urgencia —replica la voz de
hombre—. Con un poco de suerte, antes de que acabe la semana…
Sus voces se hacen ininteligibles, un zumbido bajo. Apoyo la cabeza en la
puerta durante un minuto, me concentro en inspirar y soltar aire, intentando
superar el dolor con respiraciones. Luego me pongo de pie con mucho cuidado. El
mareo sigue siendo intenso y tengo que apoyarme en la pared en cuanto me incorporo.
Trato de valorar mis opciones. Tengo que averiguar qué ha pasado exactamente.
Necesito saber cuánto tiempo llevaban los reguladores vigilando la casa de
Brooks 37, y tengo que asegurarme más allá de toda duda de que Álex está a
salvo. Tengo que hablar con Hana. Ella me ayudará. Ella sabrá qué hacer. Tiro
de la puerta antes de darme cuenta de que la han cerrado con llave.
Claro, ahora estoy prisionera.
Todavía tengo agarrado el pestillo cuando la puerta comienza a abrirse. Me
vuelvo tan rápido como puedo y me lanzo de vuelta a la cama —hasta eso me
duele— justo en el momento en que la puerta se abre completamente para dar paso
a Jenny.
No cierro los ojos lo bastante rápido. Ella se gira hacia el pasillo.
—Ya está despierta —grita.
Trae un vaso de agua, pero parece reacia a acercarse. Se queda mirándome
junto a la puerta.
No es que me apetezca demasiado hablar con ella, pero necesito
desesperadamente beber algo. Tengo la garganta como papel de lija.
—¿Es para mí? —digo señalando el vaso. Mi voz es un graznido.
Jenny asiente en silencio, con los labios estirados en una fina línea
blanca. Por una vez, no sabe qué decir. De pronto se lanza hacia delante,
coloca el vaso en la mesilla desvencijada que hay junto a la cama y retrocede
con la misma velocidad.
—Tía Carol dijo que podría sentarte bien. —¿Sentarme bien para qué?
Bebo un largo trago y el ardor de la garganta y la cabeza parece reducirse.
Jenny se encoge de hombros.
—Para la infección, supongo.
Eso explica por qué se mantiene junto a la puerta y no quiere acercarse a
mí. Estoy enferma, infectada, sucia. Le preocupa la posibilidad de contagiarse.
—No puedes ponerte enferma solo por estar cerca de mí, ¿sabes? —le digo.
—Lo sé —responde rápidamente, a la defensiva, pero se queda donde está,
mirándome con recelo.
Me siento cansadísima.
—¿Qué hora es? —le pregunto a Jenny.
—Las dos y media.
Eso me sorprende. Ha pasado relativamente poco tiempo desde que fui a mi
cita con Álex.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
Se vuelve a encoger de hombros.
—Estabas inconsciente cuando te trajeron a casa.
Lo dice con tono práctico, como si esto fuera un hecho natural de la vida,
algo que yo he hecho, y no el resultado de los golpes en la nuca de un grupo de
reguladores. Qué ironía: me mira como si yo fuera la loca, la peligrosa.
Mientras tanto, el tipo de abajo que casi me fractura el cráneo y me esparce
los sesos por toda la calle es el salvador.
No soporto mirarla, así que me vuelvo hacia la pared.
—¿Dónde está Gracie?
—Abajo —dice. Parte del tono quejica habitual vuelve a su voz—. Hemos
tenido que poner sacos de dormir en el salón.
Por supuesto, quieren mantener a Gracie alejada de mí: la pequeña e
impresionable Gracie, protegida de su prima enferma y enloquecida. Realmente me
siento enferma, de ansiedad y de asco. Me acuerdo de que antes he fantaseado
con prenderle fuego a la casa. Es una suerte para la tía Carol que yo no tenga
cerillas. Si no, tal vez lo haría.
—Bueno, ¿y quién ha sido? —la voz de Jenny desciende hasta ser un susurro
sinuoso, como una pequeña serpiente que lanza su lengua bífida hacia mi oído—.
¿Quién ha sido el que te ha infectado?
—Jenny.
Vuelvo la cabeza, sorprendida al oír la voz de Rachel. Está de pie en el
umbral, observándonos con una expresión totalmente indescifrable.
—La tía Carol quiere que bajes —le dice a Jenny, y esta sale disparada
hacia la puerta, no sin lanzarme una última mirada por encima del hombro con un
gesto que mezcla el miedo y la fascinación.
Me pregunto si yo tendría el mismo aspecto hace años, cuando Rachel contrajo
los deliria y tuvo que ser
inmovilizada por cuatro reguladores antes de que pudieran llevarla por la
fuerza a los laboratorios.
Rachel se acerca a la cama, observándome con esa expresión que no muestra
nada.
—¿Cómo te sientes? —pregunta.
—De fábula —respondo sarcástica, pero ella se limita a parpadear.
—Tómate esto.
Deja dos pastillas blancas en la mesita.
—¿Qué son? ¿Tranquilizantes?
Ella pestañea de nuevo.
—Ibuprofeno.
Su voz suena irritada, y me alegro por ello. No me gusta verla así, serena
e indiferente, evaluándome como si yo fuera un espécimen de taxidermia.
—O sea que… ¿te ha llamado Carol?
Me pregunto si debo confiar en ella con lo del ibuprofeno, pero decido
arriesgarme. El dolor de cabeza me está matando, y a estas alturas no creo que
haya nada que me pueda hacer sentir aún peor. En cualquier caso, por más empeño
que le ponga, no puedo escapar corriendo de la casa en este estado. Me tomo las
dos pastillas con un buen sorbo de agua.
—Sí, vine en cuanto me avisó —se sienta en la cama—. Estaba durmiendo,
claro.
—Perdón por las molestias. No es que yo pidiera que me dejaran sin sentido
y me trajeran aquí a la fuerza.
Nunca le he hablado de esta forma, y veo que le sorprende. Se frota la
frente con aire cansado y por un segundo entreveo a la Rachel que yo conocía,
mi hermana mayor, la que me torturaba con cosquillas y me trenzaba el pelo y se
quejaba de que siempre me tocaba el helado más grande.
Luego, la indiferencia vuelve a cubrir su rostro como un velo. Es asombroso
que nunca me haya llamado la atención la forma en que la mayor parte de los
curados pasan por el mundo, como envueltos en una gruesa capa de sueño. Quizá sea
porque también yo estaba dormida. Hasta que Álex me despertó, no pude ver las
cosas con claridad.
Durante un rato, Rachel no dice nada más. Yo tampoco tengo nada que
decirle, así que las dos nos quedamos ahí sentadas. Yo cierro los ojos
esperando que se me pase el dolor, intentando distinguir palabras en el barullo
de abajo —las voces, los sonidos de pasos, las exclamaciones amortiguadas, la
televisión que está enchufada en la cocina—, pero no puedo captar ninguna
conversación en concreto.
Por fin, Rachel pregunta:
—¿Qué ha sucedido esta noche, Lena?
Cuando abro los ojos, veo que vuelve a mirarme fijamente.
—¿Crees que te lo voy a contar?
Ella menea levemente la cabeza.
—Soy tu hermana.
—Como si eso significara algo para ti.
Retrocede ligeramente, apenas una fracción de centímetro. Cuando me vuelve
a hablar, su voz es dura.
—¿Quién ha sido? ¿Quién te ha infectado?
—Esa es la pregunta de la noche, ¿verdad? —me doy la vuelta para no verla
hasta quedar de cara a la pared; siento frío—. Si has venido aquí a interrogarme,
estás perdiendo el tiempo. Más vale que te vuelvas a casa.
—He venido porque estaba preocupada —dice.
—¿Por qué? ¿Por la familia? ¿Por nuestra reputación? —sigo mirando a la
pared obstinadamente, mientras me subo la fina manta de verano hasta el
cuello—. ¿O quizá te preocupa que todo el mundo crea que tú lo sabías? ¿Es que
piensas que te van a tildar de simpatizante?
—Sé razonable, anda —suspira—. Estoy preocupada por ti. Me importas, Lena.
Quiero que estés a salvo. Quiero que seas feliz.
Vuelvo la cabeza para mirarla, sintiendo una oleada de cólera y, por debajo
de eso, odio. La odio, la odio por mentirme. La odio por fingir que le importo,
hasta por usar esa palabra en mi presencia.
—Eres una mentirosa —suelto—. Tú sabías lo de mamá.
Esta vez, el velo cae. Se mueve agitadamente.
—¿De qué estás hablando?
—Tú sabías que ella no… que en realidad no se suicidó. Sabías que se la
llevaron.
Me mira con ojos entrecerrados.
—La verdad es que no sé de qué estás hablando, Lena.
Y en ese momento me doy cuenta de que, al menos en esto, estoy equivocada.
Ella no lo sabe. Nunca lo ha sabido. Siento que me inundan el alivio y el
arrepentimiento a partes iguales.
—Rachel —le digo con más delicadeza—. Ella estaba en las Criptas. Ha estado
en las Criptas todo este tiempo.
Se me queda mirando durante un rato, con la boca abierta. Luego se pone de
pie y se alisa las perneras de los pantalones como si sacudiera migas
invisibles.
—Escucha, Lena… Has recibido un golpe bastante fuerte en la cabeza —de
nuevo habla como si me lo hubiera hecho yo sola—. Estás cansada. Estás confusa.
No la corrijo; no tiene sentido. En cualquier caso, para ella es demasiado
tarde. Está condenada a existir detrás del muro. Siempre estará dormida.
—Deberías dormir un poco —dice—. Te traeré más agua.
Coge el vaso, se va hacia la puerta y apaga la luz del cuarto. Se detiene
un momento en el umbral, de espaldas a mí. La luz del pasillo difumina su
contorno y emborrona sus rasgos; parece una persona-sombra, una silueta.
—¿Sabes, Lena? —dice por fin, volviéndose para mirarme—. Las cosas van a ir
mejor. Sé que estás enfadada. Sé que crees que no te entendemos. Pero yo sí te
entiendo —se interrumpe, mirando al vaso vacío—. Yo era como tú. Yo recuerdo
aquellos sentimientos, aquella ira y aquella pasión, la sensación de que no
puedes vivir sin eso, de que preferirías morir —suspira—. Pero créeme, Lena.
Todo eso es parte del trastorno. Es una enfermedad. Ya verás dentro de unos
días. Todo esto te parecerá un sueño. A mí me lo parece.
—¿Y ahora eres más feliz? ¿Te alegras de haberlo hecho? —le pregunto.
Quizá interpreta mi pregunta como una señal de que estoy escuchando y
prestando atención. En cualquier caso, sonríe.
—Mucho —dice.
—Entonces, tú no eres como yo —susurro furiosamente—. No eres como yo en
absoluto.
Abre la boca para decir algo más, pero en ese momento Carol se acerca a la
puerta. Su cara está colorada y tiene el pelo revuelto, pero cuando habla el
tono es tranquilo:
—Todo va bien —le dice a Rachel en voz baja—. Ya está todo arreglado.
—Gracias a Dios —contesta Rachel—. Pero no va a ir de buena gana —añade en
tono grave.
—¿Alguna vez van de buena gana? —repone con sequedad.
Luego vuelve a desaparecer.
El tono de Carol me ha asustado. Intento sentarme apoyándome en los codos,
pero es como si los brazos se me hubieran convertido en gelatina.
—¿Qué es lo que está arreglado? —pregunto, sorprendida al ver que arrastro
las palabras.
Rachel me mira por un instante.
—Te lo he dicho: solo queremos que estés a salvo —responde de manera
inexpresiva.
—¿Qué habéis arreglado?
Me invade el pánico, empeorado por la pesadez que parece estar apoderándose
de mí. Tengo que hacer un esfuerzo para mantener los ojos abiertos.
—Tu intervención —esa es Carol, que acaba de entrar de nuevo en el cuarto—.
Hemos conseguido que te adelanten la cita. Te harán la operación el domingo, a
primera hora de la mañana. Una vez realizada, tenemos la esperanza de que te
pongas bien.
—Imposible —me ahogo. Para el domingo por la mañana faltan menos de
cuarenta y ocho horas. No hay tiempo para alertar a Álex, no hay tiempo para
planear nuestra huida. No hay tiempo para hacer nada—. No lo haré.
En este momento, mi voz ni siquiera se parece a mi voz. Es un largo gemido.
—Algún día lo entenderás —dice Carol. Tanto ella como Rachel avanzan hacia
mí, y entonces veo que cada una sujeta un extremo de una larga cuerda de
nailon—. Algún día nos lo agradecerás.
Intento retorcerme, pero mi cuerpo parece pesar toneladas y lo veo todo
borroso. Una sucesión de nubes desfila por mi mente, el mundo se vuelve
confuso. «Así que me ha mentido sobre el ibuprofeno», pienso. Algo puntiagudo
se clava en mis muñecas. «Eso duele», pienso luego. Y después ya no pienso nada
en absoluto.
veintiséis
He aquí el más profundo
secreto que nadie conoce (la raíz de la raíz, el brote del brote, el cielo del
cielo de un árbol llamado tierra, que crece más de lo que puede esperar un alma
o puede ocultar una mente), y este es el prodigio que mantiene a las estrellas
en su lugar llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón).
De «Llevo tu
corazón conmigo», poema prohibido de C. C. Cummings, incluido en la Compilación exhaustiva de palabras e ideas
peligrosas, www.cepip.gob.org
Me despierto al oír que alguien repite mi nombre. Mientras lucho por
recuperar la conciencia, veo mechones de pelo rubio, como un halo, y durante un
instante de confusión pienso que quizá haya muerto. Tal vez los científicos
estén equivocados y el cielo no sea solo para los curados.
Luego se concretan los rasgos de Hana y me doy cuenta de que está inclinada
sobre mí.
—¿Estás despierta? —dice—. ¿Puedes oírme?
Gimo y ella retrocede un poco, soltando aire.
—Gracias a Dios —dice. Habla muy bajito y parece asustada—. Estabas tan
quieta que por un minuto pensé que tú… que ellos… —se interrumpe—. ¿Cómo te
encuentras?
—Fatal —grazno, y ella hace una mueca y mira por encima de su hombro.
Noto que hay una sombra revoloteando justo fuera de la puerta del
dormitorio. Por supuesto: quieren enterarse de lo que nos decimos. O eso, o me
han puesto alguien de guardia las veinticuatro horas. Probablemente, las dos
cosas.
Por lo menos se me va pasando el dolor de cabeza, aunque ahora noto un
fuego abrasador en los hombros. Me siento todavía bastante grogui y trato de
buscar otra postura antes de acordarme de Carol. Rachel y la cuerda de nailon.
Constato que tengo los brazos extendidos por encima de la cabeza y atados al
cabecero, como una prisionera en toda regla. Me vuelve el enfado en oleadas,
seguido del pánico cuando me acuerdo de lo que ha dicho Carol. Han adelantado
mi intervención para el domingo por la mañana.
Giro la cabeza hacia un lado. Por las finas persianas de plástico, que
están echadas, entra un haz de luz que ilumina motas de polvo en suspensión.
—¿Qué hora es? —intento incorporarme y grito de dolor cuando las cuerdas se
me clavan aún más en las muñecas—. ¿Qué día es hoy?
—Ssssh —Hana me empuja para que vuelva a tumbarme y me obliga a quedarme en
esa posición—. Estamos a sábado. Son las tres.
—No lo entiendes —cada palabra me raspa en la garganta—. Mañana me van a
llevar a los laboratorios. Han adelantado la operación…
—Lo sé. Me lo han dicho —Hana me mira atentamente como si intentara
comunicarme algo importante—. He venido en cuanto he podido.
Incluso esa pequeña lucha me ha dejado agotada. Caigo de nuevo sobre las almohadas.
El brazo izquierdo se me ha quedado totalmente dormido por haberlo tenido en
alto toda la noche, y la sensación de aturdimiento se va extendiendo en mi
interior haciendo que mis entrañas se vuelvan hielo. No hay esperanza. Todo
esto no tiene remedio. He perdido a Álex para siempre.
—¿Cómo te has enterado? —le pregunto a Hana.
—Todo el mundo habla de ello —se levanta, va hasta su bolso y rebusca
dentro hasta encontrar una botella de agua. Luego vuelve y se arrodilla junto a
la cama para quedar a mi altura—. Bebe esto —dice—. Te sentará bien…
Tiene que sostener la botella cerca de mis labios como si yo fuera una
niña. Me da un poco de vergüenza, pero a estas alturas ya no me importa.
El agua apaga parte del fuego de la garganta. Tiene razón, el agua me ha
hecho sentir algo mejor.
—¿La gente sabe…? ¿Están diciendo…? —me humedezco los labios y lanzo una
mirada por encima de su hombro. La sombra sigue ahí; cuando se mueve un poco,
distingo un delantal de rayas rojas y blancas. Bajo la voz hasta que es apenas
un susurro—. ¿Hablan de quién…?
Hana dice, demasiado alto:
—No seas cabezota, Lena. Más pronto o más tarde, averiguarán quién te ha
infectado. Más vale que nos digas de una vez quién ha sido.
Este pequeño discurso es para Carol, obviamente. Mientras habla, Hana me
guiña un ojo y mueve un poco la cabeza en sentido negativo. Así que Álex está a
salvo. Quizá haya alguna esperanza, después de todo.
Articulo con la boca para que Hana me lea los labios: «Álex». Luego le hago
un gesto con la barbilla, esperando que entienda que quiero que ella lo
encuentre y le explique lo que ha pasado.
Sus ojos parpadean y la pequeña sonrisa que había esbozado desaparece de
sus labios. Sé que me va a dar malas noticias. Aun así, pronunciando en voz
alta y clara, dice:
—No es solo cabezonería. Lena. Es egoísmo. Si se lo dices, tal vez se den
cuenta de que yo no he tenido nada que ver. No quiero que alguien me esté
cuidando las veinticuatro horas del día.
Se me cae el alma a los pies. Por supuesto, Hana también está vigilada.
Deben de sospechar que está implicada de algún modo, o por lo menos que sabe
algo.
Quizá sea egoísta, pero en este momento no lamento en absoluto los
problemas que le he causado. Solo puedo sentirme tremendamente desilusionada.
No hay forma de hacerle llegar un mensaje a Álex sin que toda la fuerza de
policía de Portland caiga sobre él. Y si se enteran de que se ha hecho pasar
por curado y que ha ayudado a la resistencia… Bueno, dudo que se molestaran en
juzgarlo. Directamente, sería ejecutado.
Hana debe de leer la desesperación en mi rostro.
—Lo siento, Lena —dice, esta vez en un susurro—. Sabes que te ayudaría si
pudiera.
—Ya, pero no puedes.
En cuanto las palabras salen de mi boca, me arrepiento. Hana tiene un
aspecto terrible; probablemente se sienta tan mal como yo. Tiene los ojos
hinchados y la nariz roja, como si hubiera estado llorando, y está claro que ha
venido corriendo en cuanto se ha enterado. Lleva las zapatillas de correr, una
falda plisada y la camiseta grande que normalmente usa para dormir, como si se
hubiera vestido con lo primero que ha cogido del suelo.
—Lo siento —le digo con menos dureza—. No quería ser tan brusca.
—No importa.
Se aparta de la cama y se pone a dar vueltas, como hace cuando está
pensando. Por un instante, por una mínima fracción de segundo, casi desearía no
haber conocido nunca a Álex. Ojalá pudiera rebobinar hasta el comienzo mismo
del verano, cuando todo era tan claro, sencillo y fácil, o incluso más atrás,
hasta el otoño pasado, cuando Hana y yo dábamos vueltas alrededor del
Gobernador y estudiábamos para los exámenes de cálculo en el suelo de su
habitación, y los días que faltaban para mi operación iban cayendo hacia
delante como una hilera de piezas de dominó.
El Gobernador. Donde Álex me vio por primera vez, donde me dejó una nota.
Y entonces, así de repente, se me ocurre una idea.
Me esfuerzo por adoptar un tono despreocupado.
—¿Y qué ha sido de Allison Doveney? —digo—. ¿No ha querido despedirse?
Hana se vuelve y me mira fijamente. Allison Doveney fue siempre nuestro
nombre en código para Álex cuando teníamos que hablar de él por teléfono o en
mensajes electrónicos. Junta las cejas.
—No he podido ponerme en contacto con ella —dice cuidadosamente. Su mirada
dice: «Esto ya te lo he explicado».
Arqueo las cejas, esperando que entienda lo que quiero decirle: «Confía en
mí».
—Sería agradable verla antes de la operación de mañana —espero que Carol
esté escuchando y acepte esto como una señal de que me he resignado al cambio
de planes—. Las cosas serán distintas después de la cura.
Hana se encoge de hombros y abre los brazos. «¿Qué quieres que haga?».
Yo suspiro y cambio de tema:
—¿Te acuerdas de cuando nos daba clase el señor Raider, en quinto? ¿Cómo
nos pasábamos notas todo el día?
—Sí —contesta Hana cautelosamente.
Aún sigue confundida. Veo que empieza a preocuparse porque el golpe en la
cabeza haya podido afectar a mi capacidad para pensar con claridad.
Vuelvo a suspirar exageradamente, como si el recordar lo bien que lo
pasábamos juntas me estuviera llenando de nostalgia.
—¿Te acuerdas de cuando nos pilló y nos hizo sentarnos separadas? Cada vez
que nos queríamos decir algo, nos levantábamos a afilar el lápiz y dejábamos
una notita en el florero vacío del fondo de la clase —me obligo a reír—. Un día
creo que afilé el lápiz diecisiete veces. Y el bueno de Raider nunca llegó a
enterarse…
Una lucecita se enciende en sus ojos y se queda muy quieta, en estado de
alerta, como un ciervo justo antes de saltar para escapar de un depredador. Aun
así, se echa a reír.
—Sí, ya me acuerdo. Pobre señor Raider, no se enteraba de nada —dice.
A pesar de su tono despreocupado. Hana se sienta en la cama de Gracie y se
inclina hacia delante con los codos en las rodillas y los ojos clavados en mí.
Y entonces sé que se ha dado cuenta de adónde quiero ir a parar con todas estas
tonterías sobre Allison Doveney y la clase del señor Raider. Tiene que llevarle
una nota a Álex.
Vuelvo a cambiar de tema.
—¿Y te acuerdas de la primera vez que hicimos una ruta larga corriendo? Yo
al final tenía las piernas como gelatina. ¿Y la primera vez que fuimos desde el
West End hasta el Gobernador? Yo salté y le toqué la mano como si le estuviera
chocando los cinco.
Hana entrecierra los ojos.
—Llevamos años haciendo bobadas cuando pasamos por allí —dice con cuidado,
y sé que todavía no ha comprendido del todo.
Hago un esfuerzo para mantener la voz en calma.
—¿Sabes? Alguien me dijo que antes tenía algo en la mano. Me refiero al
Gobernador. Una antorcha o un rollo de pergamino o algo así. Ahora solo le
queda un hueco en el puño —eso es, ya lo he dicho. Hana inspira bruscamente y
sé que ahora comprende—. ¿Me harías un favor? ¿Correrías esa ruta por mí hoy?
¿Una última vez? —añado por si acaso.
—No seas melodramática, Lena. La cura afecta al cerebro, no a las piernas.
Pasado mañana podrás volver a correr —me da una respuesta frívola, como tiene
que hacer, pero ahora sonríe y asiente con la cabeza. «Sí. Lo haré. Y esconderé
allí una nota». La esperanza late en mi interior, un resplandor cálido que
consume parte del dolor.
—Sí. pero será distinto —me quejo. La cara de Carol aparece un momento en
la puerta, apenas entreabierta. Parece satisfecha, pues debe de pensar que me
he resignado a hacerme la operación, después de todo—. Además, algo podría
salir mal.
—Nada va a salir mal —Hana se pone de pie y me mira un momento—. Te prometo
—dice lentamente, dándole peso a cada palabra— que todo va a salir
perfectamente.
Mi corazón se salta un latido. Esta vez, es ella quien me está pasando un
mensaje. Y sé que no se refiere a la intervención.
—Debería irme —dice dirigiéndose a la puerta con paso ligero.
Me doy cuenta de que si esto funciona, si logra de algún modo hacerle
llegar un mensaje a Álex y si él consigue sacarme de esta casa convertida en
prisión, esta será la última vez que la veo.
—Espera —grito cuando está a punto de salir.
—¿Qué?
Se da la vuelta. Sus ojos brillan: está emocionada, lista para ponerse en
acción. Por un momento, a la luz difusa que entra por las persianas, parece
relucir como si estuviera iluminada por una llama interior. Y en ese momento sé
por qué inventaron palabras para nombrar el amor, por qué tuvieron que hacerlo.
Es lo único que sirve para describir lo que siento ahora, esta mezcla
desconcertante de dolor y placer, de miedo y alegría, que me recorre
apresuradamente.
—¿Qué pasa? —repite con impaciencia, dando saltitos sin moverse del sitio.
Sé que está inquieta por irse y poner el plan en marcha. «Te quiero»,
pienso.
—Que disfrutes de la carrera —digo sin embargo, jadeando un poco.
—Tenlo por seguro —dice, y luego, sin más, desaparece.
veintisiete
Quien trata de alcanzar el
cielo de un salto puede caerse, es cierto. Pero también puede que vuele.
Dicho Antiguo, de
procedencia desconocida, incluido en la Compilación
exhaustiva de palabras e ideas peligrosas, www.cepip.gob.org
En mi vida ha habido días en los que el tiempo parecía extenderse
lentamente como ondas concéntricas en el agua, y otros en los que parecía
correr a tanta velocidad que me mareaba. Pero hasta ahora no sabía que pudiera
hacer las dos cosas a la vez. Los minutos parecen hincharse a mi alrededor para
sofocarme con su desidia. Miro cómo la luz se mueve centímetro a centímetro en
el techo. Lucho contra el dolor de cabeza y el que me azota los omóplatos.
Después del izquierdo, se me queda dormido el brazo derecho. Una mosca vuela
zumbando por la habitación y se golpea contra las persianas una y otra vez. Al
final cae agotada y choca contra el suelo con un pequeño chasquido.
«Lo siento, colega. Te entiendo muy bien».
Al mismo tiempo me asusta ver cuántas horas han pasado desde la visita de
Hana. Cada instante me acerca a la intervención y me aleja de Álex, y a pesar
de que cada minuto parece durar una hora, al mismo tiempo cada hora parece
disolverse en un minuto. Ojalá tuviera alguna forma de saber si Hana ha
conseguido ocultar una nota en el Gobernador.
Aunque lo haya hecho, hay muy pocas esperanzas de que a él se le ocurra
mirar allí para tener noticias mías. Queda tan solo la esperanza más diminuta, el
filo del filo.
Pero sigue siendo una esperanza.
Ni siquiera he pensado en los otros obstáculos que me dificultan la huida,
como el hecho de que estoy atada como un salchichón o el que Carol, el tío
William, Rachel o Jenny estén siempre de guardia en el pasillo junto a la
puerta. Tal vez pueda considerarse simple obstinación o locura, pero tengo que
seguir creyendo que Álex vendrá y me ayudará a liberarme como en uno de los
cuentos de hadas que me contó en el camino de regreso de la Tierra Salvaje, uno
de esos en los que el príncipe rescata a la princesa de una torre cerrada con
siete llaves, y los dos matan dragones y atraviesan bosques de espinos
venenosos solo para estar juntos.
A última hora de la tarde, Rachel vuelve con un cuenco de sopa humeante y se
sienta en mi cama sin decir nada.
—¿Más ibuprofeno? —le pregunto sarcásticamente cuando me ofrece una
cucharada.
—¿No te sientes mejor ahora que has dormido? —me rebate.
—Me sentiría mejor si no estuviera atada.
—Es por tu propio bien —dice aproximando de nuevo la cuchara a mi boca.
Lo último que quiero es aceptar comida de Rachel, pero si Álex viene a
buscarme (y vendrá; tengo que seguir creyendo), necesitaré estar fuerte.
Además, si Carol y Rachel se convencen de que he renunciado a la idea de huir,
tal vez me aflojen las ataduras o dejen de hacer guardia frente a la puerta del
dormitorio. Al menos así tendría una oportunidad de escapar.
Así que trago la cucharada de sopa, fuerzo una sonrisa tensa y digo:
—No está mal.
Ella me lanza una sonrisa radiante.
—Puedes tomar toda la que quieras —dice—. Tienes que estar en forma para
mañana.
«Amén, hermana», pienso, y me tomo todo el cuenco antes de pedir más.
Más minutos: se arrastran lentamente, como un peso que tirara de mi hacia
abajo. Pero luego, de repente, la luz del dormitorio se vuelve del color cálido
de la miel, y luego del blanco temblón de la nata fresca, y luego empieza a
girar alejándose de las paredes como el agua que se va por el sumidero. No es
que esperara que Álex apareciera antes de la noche —eso sería un suicidio—,
pero en cualquier caso, el dolor palpita en mi pecho. Casi no queda tiempo.
La cena consiste en más sopa, con trozos de pan empapados en ella. Esta vez
es Carol quien me la trae mientras Rachel se queda fuera. Carol me desata las
manos brevemente cuando le ruego que me deje ir al baño, pero insiste en
acompañarme y se queda ahí mientras hago pis, lo que resulta más que
humillante. Siento las piernas poco firmes y la cabeza me duele más cuando me
pongo de pie. Tengo marcas profundas en las muñecas, cortesía de la cuerda de
nailon, y mis brazos sondos pesos muertos que cuelgan sin vida de los hombros.
Cuando Carol se dispone a atarme de nuevo, me planteo resistirme. Aunque ella
es más alta que yo, yo soy claramente más fuerte, pero me lo pienso mejor. La
casa está llena de gente, incluido mi tío, y creo que sigue habiendo algún
regulador en el piso de abajo. Me tendrían atada y sedada en pocos minutos, y
no puedo permitirme estar inconsciente de nuevo. Esta noche tengo que
encontrarme despierta y bien alerta. Si Álex no viene, habré de pensar un plan
alternativo.
Una cosa es cierta: mañana no me van a operar. Antes prefiero morir.
Me centro en tensar los músculos todo lo que puedo mientras Carol me ata.
Cuando me vuelvo a relajar, queda un poco de espacio, apenas unos centímetros,
entre la cuerda y la carne. Quizá sea suficiente para zafarme de esposas
improvisadas, si me empeño en ello. Más buenas noticias: a medida que pasa el
día, todo el mundo va aflojando un poco la vigilancia constante de mi
dormitorio, como yo esperaba. Rachel abandona su puesto cinco minutos para ir
al baño. Jenny se pasa la mayor parte del tiempo sermoneando a Gracie sobre las
reglas de algún juego que se ha inventado. Carol deja su puesto durante media
hora cuando se va a lavar los platos. Después de la cena, llega el turno del
tío William. Eso me alegra. Tiene encendida su pequeña radio portátil; espero
que se quede dormido, como hace normalmente después de la cena.
Y después, tal vez —solo tal vez— pueda largarme de aquí.
Para las nueve, toda la luz del cuarto ha desaparecido y me quedo a
oscuras, con las sombras extendidas como tapices sobre las paredes. La luna
está brillante; se filtra por las persianas y delinea apenas los objetos con un
difuso resplandor plateado. El tío William sigue fuera, escuchando la radio con
el volumen bajo, un ruido indescifrable. Los sonidos suben flotando a través
del suelo: agua que corre en la cocina y en el baño de abajo, voces que murmuran
y pasos amortiguados, las últimas toses y movimientos antes de que la casa
quede en silencio para la noche, como los últimos estertores de un moribundo. A
Jenny y a Gracie aún no les permiten dormir en el cuarto conmigo. Supongo que
se están instalando para dormir en el salón.
Rachel entra con un vaso de agua. Es difícil ver en la penumbra, pero el
líquido parece sospechosamente turbio, como si hubieran disuelto algo en él.
—No tengo sed —digo.
—Solo algunos sorbitos.
—De veras, Rachel, no tengo sed.
—No seas tozuda, Lena —se sienta en la cama y me acerca el agua a los
labios a la fuerza—. Te has portado muy bien todo el día.
No me queda otra opción. Noto el sabor acre de las medicinas. Sin duda, el
agua estaba mezclada con más pastillas para dormir. Retengo el agua en la boca
y, en cuanto Rachel se pone de pie y se vuelve hacia la puerta, giro la cabeza
y dejo que el líquido caiga en la almohada. Da un poco de asco, pero es mejor
que tragármela. La humedad empapa la almohada y me alivia temporalmente el dolor
de los hombros.
Rachel vacila en la puerta como si estuviera buscando algo significativo
que decir. Pero todo lo que se le ocurre es:
—Te veré por la mañana.
«No, si puedo evitarlo», pienso, pero no digo nada. Luego se va y cierra la
puerta tras de sí.
Y entonces me quedo en la oscuridad total, acompañada solo por el
transcurso de las horas, los minutos que pasan. Y mientras estoy ahí tumbada
sin nada que hacer más que pensar, a medida que la casa se asienta y va
quedando en silencio en torno a mí, vuelve el miedo, una niebla terrible. Me
digo a mí misma que él va a venir, tiene que venir, pero el reloj sigue
avanzando, burlándose de mí. Fuera, las calles están silenciosas: solo se oye
el ladrido ocasional de algún perro.
Para impedir que mi mente siga dándole vueltas a la misma pregunta
(«¿Vendrá Álex o no?»), intento pensar en todas las maneras en que puedo
matarme de camino a los laboratorios. Si hay tráfico en la calle Congress, me
puedo tirar delante de algún camión. O quizá pueda salir corriendo en dirección
a los muelles; no debería ser muy difícil ahogarse, en especial si tengo aún
las manos atadas. Y en el peor de los casos, puedo intentar subir hasta la
azotea de los laboratorios, como hizo aquella chica hace tantos años, y
lanzarme al vacío como una piedra, partiendo las nubes.
Me acuerdo de las imágenes que mostraron las televisiones una y otra vez a
lo largo de aquel día: el hilillo de sangre, la extraña expresión de paz en su
cara.
Ahora lo comprendo. Parece un poco morboso, pero la verdad es que tramar
esos planes me hace sentir mejor, acaba con el miedo y la ansiedad que se
agitan dentro de mí. Prefiero morir a mi manera que vivir a la suya. Prefiero
morir amando a Álex que vivir sin él.
«Por favor, Dios, haz que venga a por mí. Nunca te volveré a pedir nada.
Renunciaré a todo lo que tengo. Tan solo, por favor, haz que venga».
Hacia medianoche, el miedo se convierte en desesperación. Si él no viene,
tendré que salir de aquí yo sola.
Muevo las manos en las ataduras, intentando hacer palanca con ese
centímetro extra de espacio. La cuerda me corta profundamente la piel y tengo
que morderme los labios para no gritar en la oscuridad. Por mucho que tire y
afloje y retuerza las muñecas, la cuerda se niega a ceder más, pero aun así
sigo intentándolo hasta que me cae el sudor por la línea del pelo. Me da miedo
hacer ruido y que venga alguien al cuarto. Algo húmedo me baja por el brazo y,
cuando giro la cabeza hacia atrás, veo una gruesa línea de sangre que me
recorre la piel, como una horrible serpiente negra. De tanto forcejear, he
terminado haciéndome una herida.
Las calles siguen tan tranquilas como siempre, y en ese momento me doy
cuenta de que no hay esperanza. No podré escapar yo sola. Mañana me despertaré
y mi tía y Rachel y los reguladores me escoltarán hasta el centro, y la única
vía de escape que me quedará será lanzarme al océano o arrojarme al vacío desde
la azotea de los laboratorios.
Pienso en los ojos de miel fundida de Álex, en la suavidad de su tacto y en
dormir bajo un dosel de estrellas, extendidas ahí arriba como si las hubieran
colocado solo para nosotros.
Ahora, tantos años después, comprendo lo que era la frialdad, y de dónde
venía aquella sensación de que todo se había perdido y ya nada valía la pena ni
tenía ningún significado. Por fin, el frío y la desesperación se vuelven
clementes y caen sobre mi mente como un velo oscuro y, milagro de milagros,
consigo dormir.
Me despierto poco después en la penumbra violácea del cuarto, con la
sensación de que hay alguien conmigo y de que se están aflojando las ataduras
de mis muñecas. Por un segundo, mi corazón se eleva y pienso: «Álex», pero a
continuación levanto la vista y veo a Gracie, sentada en la cama, manipulando
las cuerdas que me atan al cabecero. Tira y retuerce y se inclina a veces para
tirar del nailon con los dientes. Me recuerda a un animal callado y laborioso
que rompe una valla royéndola.
Y de pronto, la cuerda se rompe y estoy libre. El dolor en los hombros es
atroz, y siento pinchazos en los brazos. Pero, con todo, en ese momento de
liberación sería capaz de gritar y saltar de alegría. Así debió de sentirse mi
madre cuando vio el primer rayo de sol penetrar por la fisura en los muros de
piedra de su cárcel.
Me siento frotándome las muñecas. Gracie se acurruca junto al cabecero mirándome.
Me inclino hacia delante y la envuelvo en un gran abrazo. Huele a jabón de
manzana y un poco a sudor. Tiene la piel caliente, y no puedo imaginar lo
nerviosa que se habrá puesto al subir a escondidas a mi cuarto. Me sorprende lo
delgada y frágil que parece mientras tiembla ligeramente entre mis brazos.
Pero no es frágil en absoluto. Gracie es fuerte, y me doy cuenta de que
quizá sea más fuerte que ninguno de nosotros. Se me ocurre que durante mucho
tiempo ella ha mantenido su propia versión de la resistencia, y el hecho de que
sea una resistente nata me hace sonreír mientras la abrazo. Le va a ir bien. Le
va a ir mejor que bien.
Me aparto solo un poquito para susurrarle al oído:
—¿El tío William sigue ahí fuera?
Gracie asiente en silencio, y luego se pone las manos a un lado de la
cabeza para indicar que William está durmiendo.
Me inclino de nuevo hacia delante.
—¿Hay reguladores en la casa?
Gracie asiente de nuevo y muestra dos dedos. Se me hunde el estómago. No
solo uno, sino dos reguladores.
Me pongo de pie para probar las piernas; tengo calambres después de dos
días inmovilizada. Camino de puntillas hasta la ventana y abro la persiana tan
silenciosamente como puedo, consciente de que el tío William dormita a pocos
metros. En el exterior, el cielo muestra un tono púrpura oscuro, profundo, del
color de las berenjenas, y la calle está envuelta en sombras como si la
hubieran cubierto con terciopelo. Todo está inmóvil y silencioso, pero en el
horizonte se percibe un tenue rubor, una claridad gradual. No falta mucho para
el amanecer.
Abro cuidadosamente la ventana, con un deseo repentino de oler el mar. Ahí
está: ese olor a espuma salada y a neblina que siempre me trae a la mente la
idea de una revolución constante, de una marea eterna. En ese momento siento
una oleada de tristeza abrumadora. Sé que no hay forma de encontrar a Álex en
esta enorme ciudad durmiente, y es imposible que yo alcance sola la frontera.
Mi mejor opción es intentar llegar a los acantilados, al océano, y meterme en
el agua hasta que esta se cierre sobre mi cabeza. Me pregunto si dolerá. Me
pregunto si Álex estará pensando en mí.
En algún lugar de la ciudad se oye un motor en marcha, un rugido lejano
como el jadeo de un animal. Dentro de pocas horas, el rubor brillante de la
mañana se abrirá paso entre toda esa oscuridad y las formas volverán a
afirmarse; la gente se despertará y bostezará y hará café y se preparará para
ir a trabajar, como de costumbre. La vida seguirá. Algo me duele en lo más
profundo, algo antiguo y más fuerte que las palabras: ese filamento que nos une
a la raíz de la existencia, esa cosa antigua que se despliega y resiste y
forcejea desesperadamente buscando un punto de apoyo, una forma de seguir aquí,
de respirar, de continuar viviendo. Pero hago que se vaya, lo obligo a
acurrucarse de nuevo, a marcharse.
Prefiero morir a mi manera que vivir a la vuestra.
El ruido del motor se va haciendo más fuerte, se aproxima.
Y veo entonces una solitaria motocicleta, un punto negro que se acerca por
la calle. Por un momento la observo, fascinada.
Solo he visto una motocicleta en marcha dos veces en mi vida y, a pesar de
todo, me parece bella la forma en que sube por la calle, como un leve
resplandor atravesando la oscuridad, como la lustrosa cabeza negra de una
nutria que corta el agua. Observo también al motorista, una silueta oscura en
la parte trasera del vehículo, como una sombra inclinada hacia delante de la
que solo se distingue la parte alta de la cabeza. Se va acercando y adquiere
forma y detalle.
La parte alta de la cabeza como las hojas en otoño, un color que arde.
Arde.
Álex.
Ahogo a duras penas un grito.
Fuera del dormitorio se oye un sonido seco, como de algo que golpeara
contra la pared. Oigo al tío William.
—Mierda —masculla.
Álex entra en el pequeño jardín que separa nuestra propiedad de la
siguiente, y que consiste en una franja de hierba, un solo árbol anémico y una
verja metálica que llega hasta la cintura. Le hago señas desesperadamente.
Apaga el motor y vuelve la cara hacia arriba, hacia la casa. Aún está muy oscuro,
no estoy segura de que pueda verme.
Me arriesgo a gritar su nombre suavemente:
—¡Álex!
Vuelve la cabeza hacia mi voz, con la cara cruzada por una sonrisa, y abre
los brazos como diciendo: «Sabías que vendría, ¿verdad?». Me recuerda el
aspecto que tenía la primera vez que lo vi en la plataforma de los
laboratorios, resplandeciente como una estrella que parpadeara en la oscuridad
solo para mí.
En ese instante, me siento tan llena de amor que es como si mi cuerpo se
transformara en un único rayo de luz llameante que se alza hacia arriba más y
más. Más allá de la habitación y las paredes y la ciudad, como si todo hubiera
quedado atrás y Álex y yo estuviéramos en el aire solos y totalmente libres.
Entonces se abre de par en par la puerta del cuarto y William se pone a
gritar.
De repente, la casa es ruido y luz, pasos y gritos. El tío William se ha
quedado en la puerta, llamando a gritos a Carol; es como una de esas películas
de miedo en las que se despierta una bestia dormida, solo que aquí la bestia es
mi propia casa. Se oyen pasos pesados que suben las escaleras —los reguladores,
imagino—, y al final del pasillo Carol sale corriendo de su habitación, con el
camisón ondeando tras ella como una capa y la boca torcida en un largo grito
indescifrable.
Yo empujo la mosquitera con todas mis fuerzas, pero está atascada. Álex
también grita algo, pero el ruido del motor al arrancar de nuevo me impide
entenderlo.
—¡Detenla! —grita Carol. y William sale de su parálisis y se lanza al
interior del cuarto. Le doy otro empujón a la mosquitera y un latigazo de dolor
me recorre el hombro; parece que va a ceder, pero acaba aguantando. No hay
tiempo, no hay tiempo, no hay tiempo. En cualquier momento. William me agarrará
y todo habrá terminado.
Entonces, Gracie chilla:
—¡Esperad!
Todo el mundo se detiene por un momento. Es la primera y única vez que
Gracie les ha hablado. William tropieza y se queda mirando a su nieta, con la
boca abierta. Carol se detiene en el umbral y, tras ella, Jenny se frota los
ojos, convencida de que está soñando. Hasta los reguladores, los dos, se quedan
inmóviles en lo alto de las escaleras.
Ese segundo es todo lo que necesito. Le doy otro empellón a la mosquitera,
que se estremece y cae a la calle con un sonido metálico. Antes de pensar en lo
que estoy haciendo —en la caída o el golpe que me voy a dar—, me encaramo al
alféizar y me tiro. El aire me envuelve como en un abrazo, y por un momento mi
corazón canta de nuevo y pienso: «Estoy volando».
Golpeo el suelo con tal fuerza que mis piernas ceden y me quedo sin aire.
Se me tuerce el tobillo izquierdo y el dolor me atraviesa todo el cuerpo.
Derrapo hacia delante con las manos y las rodillas, rodando en dirección a la
verja. Arriba se han reanudado los gritos y un instante después la puerta
principal se abre de par en par y los dos hombres salen al porche.
—¡Lena!
Es la voz de Álex. Alzo la vista. Se inclina sobre la valla metálica con la
mano extendida. Subo un brazo, y él me agarra por el codo y de un tirón me
ayuda a pasar sobre la verja; un alambre suelto me engancha la camiseta y la
desgarra, arañándome la piel. No queda tiempo para tener miedo. En el porche
hay una explosión de interferencias de radio. Uno de los reguladores habla a
gritos por el walkie-talkie. El otro
está cargando una pistola. En medio del caos, se me ocurre una idea tonta: «No
sabía que a los reguladores se les permitiera llevar pistolas».
—¡Venga! —grita Álex.
Me subo como puedo a la moto detrás de él y me agarro fuerte a su cintura.
La primera bala rebota en la verja a nuestra derecha. La segunda golpea la
acera.
—¡Vamos! —grito, y Álex acelera justo en el momento en que una tercera bala
pasa silbando junto a nosotros, tan cerca que siento el aire vibrar a su paso.
Nos dirigimos a toda velocidad al fondo del callejón. Álex gira la rueda
violentamente a la derecha y salimos a la calle, tan inclinados que mi pelo
roza la calzada. Mi estómago pega una vuelta de campana y pienso: «Se ha
acabado». Pero, milagrosamente, la moto se endereza sola y nos abalanzamos por
la calle oscura, mientras los gritos y las detonaciones van quedando atrás.
Pero la tranquilidad no dura. Cuando giramos para entrar en la calle
Congress, oigo el sonido de las sirenas: se hace más y más fuerte, como un
aullido. Quiero decirle a Álex que acelere, pero el corazón me late tan
intensamente que no puedo pronunciar las palabras. Además, mi voz se perdería
en el furioso aleteo del viento a nuestro alrededor, y de todas formas sé que
no podemos ir más rápido. Los edificios son un borrón gris e informe, como una
masa de metal fundido. La ciudad nunca me ha parecido tan ajena, tan horrible y
deformada. Las sirenas suenan tan alto que son como cuchillas que me atraviesan
con su furiosa vibración. Las luces comienzan a parpadear en los edificios de
alrededor a medida que la gente despierta. El horizonte está teñido de rojo: el
sol está saliendo con un color herrumbroso, el color de la sangre vieja. Tengo
tanto miedo que me siento morir; es un sentimiento desgarrador, peor que
cualquier pesadilla que haya tenido nunca.
Entonces, al final de la calle surgen de la nada dos coches patrulla que
bloquean nuestro avance. Los reguladores y la policía —docenas de ellos, todo
cabezas y brazos y bocas que gritan— llenan la calle. Las voces retumban
amplificadas, distorsionadas por las radios y los megáfonos.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto o empezaremos a disparar!
—¡Agárrate! —grita Álex. y noto que sus músculos se tensan bajo mis brazos.
En el último momento, gira el manillar bruscamente a la izquierda y
derrapamos de costado hasta entrar en un callejón tan estrecho que pasamos
rozando la pared de ladrillo. Grito cuando mi pierna derecha golpea la pared.
Doblamos una esquina, todavía tan pegados al edificio que los ladrillos me
raspan la espinilla, hasta que al fin Álex recupera el control del vehículo y
salimos disparados hacia delante. En cuanto salimos por el otro extremo del
callejón, vemos dos coches patrulla que se lanzan detrás de nosotros.
Vamos tan rápido que me tiemblan los brazos mientras intento agarrarme. En
ese momento tengo un destello de lucidez y me doy cuenta de que nunca lo
conseguiremos. Hoy vamos a morir los dos, a tiros o aplastados o en una
explosión, en un instante terrible de fuego y metal retorcido. Y cuando nos vayan
a enterrar, estaremos tan entremezclados y fundidos que no podrán separar los
cuerpos; partes de él irán conmigo y partes mías irán con él. Curiosamente, esa
idea no me altera, estoy casi lista para darme por vencida y abandonar, lista
para exhalar mi último aliento mientras estoy abrazada a su espalda, sintiendo
sus costillas y sus pulmones y su pecho que se mueven con mi cuerpo por última
vez.
Pero Álex, obviamente, no está dispuesto a darse por vencido. Se mete por
el callejón más estrecho que puede encontrar y dos de los coches que nos
persiguen frenan con un chirrido antes de chocar. La entrada queda bloqueada y
los otros coches tienen que parar también. El olor acre a humo y a neumáticos
quemados hace que me lloren los ojos, pero enseguida nos alejamos, siguiendo a
toda velocidad por Franklyn Arterial.
Más sirenas, ahora a lo lejos: llegan los refuerzos.
Pero la ensenada aparece ante nosotros, desplegándose gris y tranquila como
si fuera de cristal o metal. El cielo arde por los bordes, un incendio creciente
de rosas y amarillos. Álex gira por Marginal Way y me castañetean los dientes
al abalanzarnos por su calzada llena de baches; cada vez que nos metemos en
otro socavón, mi estómago sube y baja como un yoyó. Nos estamos acercando. El
gemido de las sirenas se acerca, como un enjambre de avispones. Si pudiéramos
alcanzar la frontera antes de que lleguen más coches patrulla… Si de algún modo
consiguiéramos pasar más allá de los guardias, si pudiéramos escalar la
alambrada…
Luego, como un insecto enorme que acabara de echar a volar, un helicóptero
se alza delante de nosotros iluminando con sus focos el camino oscurecido. El
ruido de las hélices resulta atronador, produce turbulencias en el aire, lo
desgarra en jirones.
Resuena una voz:
—En nombre del gobierno de los Estados Unidos de América, les ordeno que se
detengan y se rindan.
Matas de hierba alta quemada por el sol aparecen a nuestra derecha. Hemos
conseguido llegar a la cala. Álex saca la moto bruscamente del camino y se
interna en la hierba; a medias acelerando y a medias resbalando, nos dirigimos
hacia las marismas, cortando en diagonal hacia la frontera. El barro me salpica
en la boca y en los ojos hasta ahogarme, y toso en la espalda de Álex mientras
lo siento jadear. El sol es ya un semicírculo, como un párpado a medio abrir.
El puente de Tukey se vislumbra a nuestra derecha, negro y espectral en la
penumbra. Delante de nosotros, las luces de las garitas están aún encendidas.
Incluso desde esta distancia parecen tan apacibles como farolillos de papel,
como algo frágil y provisional. Más allá están la valla, los árboles, la
seguridad. Tan cerca. Si tuviéramos tiempo… Tiempo…
Algo estalla, una explosión en la oscuridad, y el barro salta hacia arriba
formando un arco. Nos están disparando de nuevo, desde el helicóptero.
—¡Alto! ¡Desmonten y pongan las manos sobre la cabeza!
Los coches patrulla han llegado hasta el camino que bordea la ensenada, más
y más vehículos que frenan con un chirrido. Los policías comienzan a invadir la
hierba que rodea la marisma; hay cientos, más de los que he visto en ninguna
otra ocasión, oscuros y de aspecto inhumano, como una multitud de cucarachas.
Ahora subimos otra vez; estamos en la delgada franja de hierba que separa
el agua de la carretera vieja y de las garitas, serpenteando entre la maleza a
tal velocidad que las matas me azotan la piel.
Y en ese momento, de pronto. Álex se detiene. Choco contra su espalda y me
muerdo la lengua tan fuerte que el sabor de la sangre me inunda la boca. Por
encima de nosotros, la luz del helicóptero parece vacilar mientras intenta
localizarnos, hasta que nos congela en su resplandor. Álex levanta los brazos
por encima de la cabeza, se baja de la moto y se vuelve a mirarme. A la sólida
luz blanca, su expresión es indescifrable, como si se hubiera transformado en
piedra.
—¿Qué haces? —chillo. El ruido es ensordecedor: hélices, gritos, sirenas y,
por debajo de todo, el gemido infinito del agua a medida que la marea sube por
la ensenada, siempre allí, siempre llevándoselo todo, desgastándolo hasta
convertirlo en polvo—. ¡Aún podemos conseguirlo!
—Escúchame —no está gritando, pero de algún modo consigo oírle; es como si
me hablara directamente al oído, aunque está ahí de pie con los brazos en
alto—. Cuando yo te diga que te muevas, tú te mueves. Tienes que conducir esto,
¿vale?
—¿Cómo? Yo no sé…
—Ciudadana 914-238-6193216, desmonte y ponga las manos sobre la cabeza. Si
no desmonta inmediatamente, nos veremos obligados a disparar.
—Lena —la forma en que dice mi nombre me hace callar—. Han electrificado la
valla. Ahora tiene corriente.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú escúchame —se perciben la desesperación y el terror en su voz—. Cuando
yo te lo diga, tú conduces. Y cuando te diga que saltes de la moto, salta.
Podrás trepar por encima de la valla, pero solo tendrás treinta segundos antes
de que la electricidad vuelva a conectarse, a lo sumo un minuto. Tendrás que
escalar lo más rápido posible. Y después corre, ¿vale?
Todo mi cuerpo se queda frío como el hielo.
—¿Yo? ¿Y tú qué?
Su expresión no cambia.
—Yo estaré justo detrás de ti —dice.
—Disponen de diez segundos… nueve… ocho…
—Álex…
Dedos de hielo se alzan desde mi estómago.
Él sonríe solo un segundo, el más breve aleteo de sonrisa, como si ya
estuviéramos a salvo, como si se inclinara a apartarme el pelo de los ojos o a
besarme la mejilla.
—Te prometo que estaré justo detrás de ti —su expresión se endurece de
nuevo—. Pero tienes que prometerme que no mirarás atrás. Ni siquiera por un
segundo, ¿vale?
—Seis… cinco…
—Álex, no puedo…
—Júralo, Lena.
—Tres… dos…
—De acuerdo —digo, casi ahogándome al decirlo. Las lágrimas me impiden ver.
Es imposible. No tenemos ninguna posibilidad—. Lo juro.
—Uno…
En ese momento comienzan las explosiones a nuestro alrededor, estallidos de
fuego y de sonido. Al mismo tiempo Álex grita: «¡Ahora!» y yo me inclino hacia
delante y giro el acelerador como le he visto hacer a él. Siento que sus brazos
me abrazan en el último momento, tan fuerte que me habrían tirado de la moto si
no estuviera aferrada al manillar.
Más disparos. Álex grita y uno de sus brazos se suelta. Miro atrás un
momento y veo que lo tiene doblado contra el pecho. Aterrizamos con un salto en
la carretera vieja: allí nos espera una fila de guardias que nos apuntan con
los fusiles. Todos gritan, pero no puedo oírlos. Lo único que oigo es un rumor,
el rumor apresurado del viento y el zumbido de la electricidad que circula por
la valla, como Álex ha dicho. Lo único que puedo ver son los árboles de la
Tierra Salvaje, que se están volviendo verdes a la luz de la mañana, sus hojas
anchas y planas como manos que se extienden hacia nosotros.
Los guardias están ya tan cerca que distingo caras individuales, gestos
concretos: dientes amarillos en uno, una gran verruga en la nariz de otro. Pero
aun así no me detengo. Subidos en la moto, nos lanzamos contra ellos, y se
dispersan para que no los atropellemos.
La alambrada se yergue por encima de nosotros: cuatro metros, tres metros,
dos metros. Pienso: «Vamos a morir».
Entonces suena la voz de Álex, clara y fuerte y curiosamente serena, tanto
que no sé si le oigo o solo imagino que me dice las palabras al oído: «Salta…
Ahora… Conmigo».
Suelto el manillar y me dejo caer hacia un lado mientras la moto sigue
resbalando hacia delante hasta chocar con la valla. El dolor me alcanza todas
las partes del cuerpo —siento que los huesos se separan de los músculos, que
los músculos se separan de la piel— mientras ruedo sobre piedras afiladas,
escupiendo polvo, tosiendo, intentando respirar. Durante un segundo entero,
todo se vuelve negro.
Y luego, todo es color y explosión y fuego. La moto choca contra la
alambrada y se produce un estruendo ensordecedor que retumba por el aire. El
fuego se alza en el cielo, lenguas enormes que lamen un firmamento cada vez más
claro. Por un momento la valla suelta un quejido agudo, estridente, y luego
queda muerta de nuevo, en silencio. Sin duda, la descarga ha producido un
cortocircuito.
Esta es mi oportunidad para escalarla, como ha dicho Álex.
No sé cómo encuentro la fuerza para arrastrarme a cuatro patas, sacudida
por las arcadas. Oigo gritos a mis espaldas, pero todo suena distante, como si
estuviera bajo el agua. Llego a la alambrada cojeando y empiezo a trepar
centímetro a centímetro. Voy lo más rápido posible, pero aun así parece como si
no avanzara. Álex debe de estar detrás de mí, porque le oigo gritar.
—¡Vamos, Lena! ¡Vamos!
Me centro en su voz. Es lo único que me hace seguir. De alguna forma,
milagrosamente, consigo llegar arriba y paso al otro lado entre las curvas de
alambre de espino, como él me enseñó, y entonces me doy la vuelta y me dejo
caer hasta golpearme duro contra la hierba. Estoy medio inconsciente, soy
incapaz de sentir ya más dolor. Solo unos metros más y la Tierra Salvaje me
absorberá, me protegerá con su escudo impenetrable de árboles entrelazados,
sombra y vegetación. Espero a que Álex caiga a mi lado.
Pero no lo hace.
Entonces hago lo único que juré que no haría. De repente me vuelve toda la
fuerza, espoleada por el miedo. Me pongo de pie justo en el momento en que la
alambrada vuelve a zumbar.
Y miro atrás.
Álex sigue de pie en el otro lado, más allá de un muro de fuego y humo. No
se ha movido un centímetro desde que saltamos de la moto. Ni siquiera lo ha
intentado.
Extrañamente, en ese momento recuerdo lo que contesté hace meses en mi
primera evaluación, cuando me preguntaron por Romeo y Julieta y lo único que se me ocurrió decir fue que me
parecía «bello». Entonces no pude explicarlo, pero quise decir algo sobre el
sacrificio.
La camiseta de Álex es roja y por un momento me parece una ilusión óptica,
pero luego me doy cuenta de que está mojada, empapada en sangre, sangre que le
cubre el pecho, roja como la mancha que se extiende por el cielo trayendo otro
día al mundo. Y más allá está ese ejército humano de insectos que corren hacia
él con las pistolas empuñadas. Los guardias llegan hasta él y tratan de
agarrarle desde ambos lados como si le quisieran descuartizar. El helicóptero
le ilumina con su foco. Está de pie, inmóvil y blanco, petrificado en el rayo
de luz, y creo que nunca, en toda mi vida, he visto nada más bello que él.
Me mira a través del fuego, a través de la valla. No aparta los ojos de mí
ni por un segundo. Su pelo es una corona de hojas, de espinas, de llamas. Sus
ojos resplandecen con una luz que ilumina más que todas las luces de todas las
ciudades del mundo entero, más de la que podríamos inventar en diez mil
millones de años.
Y en ese momento abre la boca y sus labios forman la última palabra que me
dice.
La palabra es: «¡Huye!».
Después de eso, los hombres insecto caen sobre él y desaparece bajo todos
esos brazos y bocas que chasquean y desgarran, como un animal presa de los
buitres, engullido por la oscuridad.
No sé durante cuánto tiempo corro. Horas, quizá, o días. Álex me dijo que
huyera. Así que yo huyo.
Tienes que comprenderlo: yo no soy nadie especial. Soy solo una chica
normal. Mido uno sesenta y soy del montón en muchas cosas.
Pero tengo un secreto. Aunque construyan murallas que lleguen hasta el
cielo, yo encontraré la forma de volar sobre ellas. Aunque intenten atraparme
con cientos de armas, yo encontraré un modo de resistir. Y hay muchos como yo
ahí fuera, más de los que crees. Gente que se niega a dejar de creer. Gente que
se niega a volver a tierra. Gente que ama en un mundo sin murallas, gente que
ama frente al odio, frente al rechazo, sin miedo y contra toda esperanza.
Te amo.
Recuerda. Eso no pueden quitártelo.