Siempre me han dicho que el amor es una enfermedad, y que he de curarme
para vivir feliz y en calma. Siempre los he creído. Hasta ahora. Ahora todo ha
cambiado. Ahora prefiero estar enferma durante una fracción de segundo, que
vivir cien años ahogada por una mentira.
Una vida
sin amor es una vida sin sufrimiento: segura, medida, predecible y feliz. Por
eso cuando los habitantes de esta ciudad del siglo XXII cumplen los 18 años, se
someten a la intervención, que consiste en la extracción de la parte del
cerebro que controla las emociones. Lena espera ese momento con impaciencia,
hasta que un día se enamora…Uno
Las enfermedades más
peligrosas son aquellas que nos hacen creer que estamos sanos.
Proverbio 42, Manual de FSS
Hace sesenta y cuatro años que el Presidente y el Consorcio clasificaron el
amor como enfermedad, y hace cuarenta y tres que los científicos encontraron
una forma de curarlo. A todos los otros miembros de mi familia ya se les ha
efectuado la intervención. Mi hermana mayor, Rachel, lleva nueve años libre de
la enfermedad. Ha vivido tanto tiempo a salvo del amor que dice que ya ni
siquiera se acuerda de los síntomas. Yo tengo cita para mi operación dentro de
noventa y cinco días; exactamente, el 3 de septiembre. Es mi cumpleaños.
A mucha gente le da miedo la intervención. Algunas personas incluso se
resisten. Yo no tengo miedo. Estoy impaciente. Me la haría mañana mismo si
pudiera, pero hay que tener dieciocho años, a veces algo más, para que los
científicos te curen. Si no, pueden quedarte secuelas. La gente termina con
lesiones cerebrales, parálisis parcial, ceguera o cosas peores.
No me gusta pensar que ando por ahí con la enfermedad en la sangre. A veces
juraría que puedo sentirla retorciéndose en mis venas, contaminándome, como
leche agria. Me siento sucia. Me recuerda a los niños con rabietas. Me recuerda
a las chicas que se resisten, que se aferran a la acera con las uñas, se tiran
del pelo y lanzan espumarajos por la boca.
Y, por supuesto, me recuerda a mi madre.
Después de la operación, seré feliz y estaré a salvo para siempre. Es lo
que dice todo el mundo: los científicos y mi hermana y la tía Carol. Después de
la intervención, los evaluadores me emparejarán con un chico. Dentro de unos
años, nos casaremos. Últimamente he empezado a soñar con mi boda. Estoy bajo un
toldo blanco, con flores en el pelo. Voy de la mano de alguien, pero cuando me
vuelvo para mirarlo, su cara se vuelve borrosa, es como una cámara que se
desenfoca y me impide distinguir sus rasgos. Pero sus manos están frescas y
secas, y el corazón me late de forma regular en el pecho; y en el sueño sé que
siempre latirá con ese mismo ritmo, que no va a acelerarse, dar un vuelco,
brincar ni hacer cabriolas, que simplemente seguirá con su tic-tac-tic-tac
hasta que me muera.
Estaré a salvo y libre de dolor.
Las cosas no siempre han ido tan bien. En la escuela hemos aprendido que
hace muchos años, en los tiempos oscuros, la gente no era consciente de que el
amor era una enfermedad letal. Durante bastante tiempo, incluso lo vieron como
algo bueno, algo que había que buscar y celebrar. Evidentemente, esa es una de
las razones por las que resulta tan peligroso. «Afecta a la mente hasta tal
punto que impide pensar con claridad o tomar decisiones racionales sobre el
propio bienestar». Este es el síntoma número doce, como indica la sección
dedicada a los deliria nervosa de amor
de la duodécima edición del Manual de
felicidad, salud y seguridad, o Manual
de FSS, como solemos llamarlo. Sin embargo, la gente de aquella época daba
nombres a otras dolencias —estrés, infarto, ansiedad. Depresión, hipertensión,
insomnio, trastorno bipolar— sin darse cuenta de que estas enfermedades no eran
más que síntomas relacionados, en la mayoría de los casos, con los efectos de
los deliria nervosa de amor.
No es que en Estados Unidos estemos ya totalmente libres de los efectos de
los deliria. Hasta que se perfeccione
el tratamiento, hasta que se consiga hacerlo seguro para los menores de
dieciocho años, no estaremos protegidos por completo. Este mal seguirá reptando
entre nosotros con tentáculos invisibles, asfixiándonos. He visto muchísimos
incurados que tuvieron que ser llevados a rastras a la intervención, tan
atormentados por la enfermedad del amor que preferían sacarse los ojos antes
que vivir sin él.
Hace varios años, en el día de su operación, una chica consiguió librarse
de sus ataduras y llegó hasta la azotea del laboratorio. Se lanzó al vacío
inmediatamente, sin gritar. Durante los días siguientes, mostraron en
televisión el rostro de la muchacha muerta para recordar a todo el mundo los
peligros de los deliria. Tenía los
ojos abiertos y el cuello torcido en un ángulo extraño, pero por la forma en
que su mejilla reposaba en el suelo de cemento, se podría pensar que se había
tumbado a dormir la siesta. Curiosamente, había muy poca sangre, apenas un
hilillo oscuro en la comisura de los labios.
Noventa y cinco días más y estaré a salvo. Estoy nerviosa, claro. Me
pregunto si la intervención dolerá. Quiero que pase ya. Me cuesta tener
paciencia. Es difícil no tener miedo estando aún incurada, aunque lo cierto es
que, por el momento, los deliria no
me han tocado. Aun así, me preocupo. Dicen que en los viejos tiempos el amor
llevaba a la gente a la locura. El Manual
de FSS también cuenta historias de personas que murieron por un amor
perdido o por uno que nunca llegaron a encontrar, que es lo que más pánico me
da.
La más mortal de todas las cosas mortales. Te mata tanto cuando la tienes
como cuando no la tienes.
dos
Debemos estar
continuamente en guardia contra la enfermedad; la salud de nuestra nación, de
nuestro pueblo, de nuestras familias, de nuestras mentes depende de una
vigilancia constante.
«Medidas básicas
de salud», Manual de FSS (12.ª
edición)
El olor de las naranjas siempre me ha recordado a los funerales. Es ese
olor lo que me despierta la mañana de mi evaluación. Miro el reloj de la
mesilla de noche. Son las seis.
La luz es gris, pero los rayos del sol se van insinuando en las paredes del
cuarto que comparto con las dos hijas de mi prima Marcia. Gracie, la pequeña,
está acurrucada encima de su camita, ya vestida, y me mira. Tiene una naranja
entera en la mano. Intenta darle un mordisco, como si fuera una manzana, con
sus dientecitos de niña. Se me revuelve el estómago y tengo que cerrar los ojos
otra vez para no recordar aquel vestido áspero y sofocante que me obligaron a
llevar cuando murió mi madre; para no recordar los murmullos, o esa mano ruda y
grande que me pasaba una naranja tras otra para que me estuviera tranquila. En
el funeral me comí cuatro, gajo a gajo, y cuando ya solo me quedaban las
cáscaras en el regazo, empecé a chuparlas. El sabor amargo de la parte blanca
me ayudaba a contener las lágrimas.
Abro los ojos y Gracie se inclina hacia delante, con el brazo extendido y
la naranja en la mano.
—No, Gracie —digo mientras aparto la ropa de cama y me pongo de pie. El
estómago se me aprieta y se me afloja como un puño—. Y la cáscara no se come,
¿eh?
Ella me sigue mirando, parpadeando con sus grandes ojos grises, sin decir
nada. Yo suspiro y me siento junto a ella.
—Trae —le digo, y le muestro cómo pelar la fruta con las manos, dejando
caer los brillantes tirabuzones naranjas en su regazo mientras procuro contener
el aliento para que no me llegue el olor.
Ella me mira en silencio. Cuando termino, coge la fruta ya pelada con las
dos manos, como si fuera una bola de cristal y temiera romperla.
Le doy un golpecito con el codo.
—Anda, come —suspiro.
Ella se limita a mirar la fruta fijamente, así que empiezo a separarle los
gajos, uno a uno.
—¿Sabes qué? —le susurro lo más bajito que puedo—. Los demás serían más
amables contigo si les hablaras de vez en cuando.
No contesta. Tampoco es que yo esperara que lo hiciera. La tía Carol no le
ha oído decir ni una palabra en los seis años y tres meses que tiene la niña;
ni una sola sílaba. Carol cree que le pasa algo en el cerebro, pero por el
momento los médicos no han encontrado nada.
«Es más tonta que un capazo», comentó con toda naturalidad el otro día,
mientras miraba a Gracie. La niña le daba vueltas en las manos a un bloque de
madera pintada como si fuera algo bello y prodigioso, como si esperara que de
repente se convirtiera en otra cosa.
Me pongo de pie y me acerco a la ventana para alejarme de Gracie, de sus
grandes ojos fijos y de sus dedos finos y veloces. Me da pena.
Marcia, su madre, está muerta. Siempre dijo que no quería niños. Ese es uno
de los inconvenientes del tratamiento: al no sufrir los deliria nervosa, a algunas personas les resulta desagradable la
idea de tener hijos. Por fortuna, son pocos los casos de desapego total, en los
que un padre o una madre es incapaz de establecer un vínculo normal y
responsable con sus hijos, como es su obligación, y acaba ahogándolos o
golpeándolos hasta matarlos.
Pero los evaluadores decidieron que Marcia debía tener dos hijos. En aquel
momento parecía una buena elección. Su familia había conseguido una buena nota
de estabilización en la revisión anual. Su marido era un científico muy
respetado. Vivían en una casa enorme en Winter Street. Marcia preparaba a
diario la comida para los dos, y en su tiempo libre daba clases de piano para
mantenerse ocupada.
Pero, claro, todo cambió cuando se empezó a sospechar que su marido era
simpatizante. Marcia y sus hijas. Jenny y Gracie, tuvieron que mudarse a casa
de su madre, la tía Carol, y la gente empezó a murmurar y a apuntarlas con el
dedo fueran donde fueran. Gracie no se acordará de eso, desde luego; me
sorprendería que tuviera algún recuerdo de sus padres.
El marido de Marcia desapareció antes de que diera comienzo el juicio.
Puede que fuera lo mejor. Los juicios son, sobre todo, una cuestión de
apariencias. A los simpatizantes casi siempre se los ejecuta. Si no, se los
encierra en las Criptas, condenados a tres cadenas perpetuas seguidas. Marcia
lo sabía, por supuesto. La tía Carol piensa que por eso se detuvo su corazón
cuando, apenas unos meses después de que desapareciera su marido, la acusaron a
ella en su lugar. Un día después de que le entregaran la citación, mientras iba
caminando por la calle, sufrió un ataque y murió.
El corazón es algo muy frágil. Por eso hay que tener tanto cuidado con él.
Hoy va a hacer un día sofocante, lo noto. Ya hace calor en el dormitorio, y
cuando abro un poco la ventana para que se vaya el olor a naranja, el aire de
fuera es tan denso que parece lamerme las mejillas. Aspiro profundamente,
inhalando el olor limpio de algas y madera húmeda, mientras escucho los
chillidos lejanos de las gaviotas que describen círculos interminables sobre la
bahía, en algún lugar más allá de los almacenes achaparrados y los grises
edificios. El motor de un coche se pone en marcha junto a la casa. El ruido me
sobresalta.
—¿Estás nerviosa por la evaluación?
Me doy la vuelta. La tía Carol está de pie en el umbral, con las manos agarradas.
—No —respondo, aunque es mentira.
Ella sonríe apenas, una sonrisa breve, pasajera.
—No te preocupes. Lo harás bien. Date una ducha y luego te ayudaré con el
pelo. Por el camino podemos repasar las respuestas.
—Vale.
La tía sigue mirándome fijamente. Me siento violenta, clavo las uñas en el
alféizar que tengo detrás. Siempre he odiado que me miren así. Tendré que
acostumbrarme. Durante el examen habrá cuatro evaluadores que me mirarán de ese
modo durante casi dos horas. Tendré que llevar un camisón ligero de plástico,
semitransparente, como los que suelen dar en los hospitales, para que puedan
verme el cuerpo.
—Un siete o un ocho, diría yo —augura mi tía frunciendo los labios; es una
nota digna…, y yo me daría por satisfecha si la consiguiera—. Aunque no sacarás
más de un seis si no te lavas.
El curso casi ha terminado y la evaluación es el último examen que tengo
que pasar. Durante los cuatro meses anteriores he ido haciendo los diferentes
ejercicios de reválida: Matemáticas, Ciencias, Competencia Oral y Escrita,
Sociología, Psicología y Fotografía (una especialidad opcional), con lo que
recibiré mis notas en algún momento de las próximas semanas. Estoy bastante
satisfecha de cómo me han salido, así que supongo que me asignarán una
universidad. Siempre he sido buena estudiante. Los asesores académicos
valorarán mis fortalezas y debilidades y elegirán para mí una facultad y una
carrera.
La evaluación es necesaria para que puedan emparejarnos. En los próximos
meses, los evaluadores me enviarán una lista con los cuatro o cinco candidatos
aprobados. Uno de ellos se convertirá en mi marido cuando termine la carrera
(suponiendo que haya aprobado todos los exámenes de reválida; a las chicas que
no aprueban se las empareja y se las casa en cuanto terminan el instituto). Los
evaluadores harán todo lo posible por asignarme candidatos que hayan recibido
notas similares en las evaluaciones. En la medida de lo posible, procuran
evitar grandes disparidades de inteligencia, carácter, edad y procedencia
social. Claro que a veces se oyen historias de terror: casos en los que una
pobre chica de dieciocho años ha sido entregada a un hombre adinerado de
ochenta.
Las escaleras sueltan un gemido quejumbroso y aparece la hermana de Gracie,
Jenny. Tiene nueve años y es alta para su edad, pero está muy delgada; parece
un saco de huesos, con su pecho hundido como una bandeja combada. Tiene el
mismo aspecto demacrado que tenía su madre. Ya sé que suena mal, pero es que no
me cae demasiado bien.
Se une a mi tía en el umbral y se me queda mirando. Yo mido un metro
sesenta escaso, y ella un poco menos. Es una tontería que me sienta cohibida
ante mi tía y mis primas, pero me empieza a subir un picor ardiente por los
brazos. Sé que todos están preocupados por mi evaluación. Es crucial que me
emparejen con alguien bueno. A Jenny y a Gracie les faltan varios años para sus
respectivas intervenciones. Si yo consigo una buena boda, en poco tiempo eso se
traducirá en más dinero para la familia. Y de paso, podría hacer desaparecer
los monótonos rumores que, cuatro años después del escándalo, aún parecen
seguirnos dondequiera que vamos, como el susurro de las hojas secas arrastradas
por el viento.
Simpatizantes.
Simpatizantes. Simpatizantes.
Durante años, tras la muerte de mi madre, me persiguió una palabra aún
peor, un siseo ondulante como una culebra que iba dejando un rastro venenoso: suicidio. Una palabra de soslayo, una
palabra que la gente masculla entre cuchicheos o toses, una palabra que solo se
murmura tras el refugio de una puerta cerrada. Era solo en mis sueños donde la
oía aullada, lanzada a gritos.
Respiro hondo, luego me agacho para sacar la caja de plástico de debajo de
la cama. No quiero que la tía vea que estoy temblando.
—¿Se va a casar Lena hoy? —le pregunta Jenny a la tía. Su voz siempre me ha
recordado al zumbido constante de las abejas en un día de calor.
—No seas tonta —dice la tía sin aspereza—. Ya sabes que no se puede casar
antes de estar curada.
Saco la toalla de la caja y me incorporo, apretándola contra el pecho. Esa
palabra, casarse, hace que se me seque la boca. Todo el mundo se casa en cuanto
termina su formación. Así son las cosas. «El matrimonio significa orden y
estabilidad, señales de una sociedad sana» (Manual
de FSS, «Principios básicos de la sociedad», p. 114). Pero la mera idea de
casarme sigue haciendo que el corazón me lata agudamente, como un insecto tras
el cristal. Nunca he tocado a un chico, por supuesto: el contacto físico entre
incurados del sexo opuesto está prohibido. Sinceramente, ni siquiera he hablado
nunca con un chico más de cinco minutos, a menos que cuente a mis primos, a mi
tío y a Andrew Marcas, el que ayuda a mi tío en su tienda Stop-N-Save y que,
por cierto, siempre se hurga la nariz y deja los mocos bajo las latas de
verdura.
Y si no apruebo los exámenes de reválida —por favor, por favor, que los
apruebe—, me casaré en cuanto esté curada, dentro de menos de tres meses. Lo
que significa que llegará mi noche de bodas.
El olor a naranjas sigue siendo fuerte y el estómago me da otro salto.
Entierro la cara en la toalla e inspiro, haciendo esfuerzos para no vomitar.
De abajo llega un ruido de cacharros. La tía suspira y mira el reloj.
—Queda menos de una hora —comenta—. Más vale que empieces a prepararte.
tres
Señor, ancla nuestros pies
en la tierra y nuestros ojos en el camino, y no nos dejes olvidar a los ángeles
caídos que, queriendo elevarse, se quemaron con el sol y perecieron en el mar
con las alas derretidas. Señor, ancla mis pies en la tierra y mantén mis ojos
en el camino para que nunca tropiece.
Salmo 42
La tía insiste en acompañarme a los laboratorios, que, como todas las
oficinas de la Administración, están dispuestos en línea a lo largo de los
muelles: una fila de edificios blancos que brillan como dientes sobre la boca ruidosa
del océano.
Cuando era pequeña y acababa de mudarme a casa de Carol, ella me llevaba a
la escuela todos los días. Mi madre, mi hermana y yo habíamos vivido más cerca
de la frontera, y yo me moría de miedo en aquellas calles enrevesadas y oscuras
donde olía a basura y a pescado rancio. Siempre deseé que la tía me tomara de
la mano, pero ella nunca lo hizo; yo apretaba los puños y seguía el hipnótico
frufrú de sus pantalones de pana, temiendo el momento en que la Academia
Femenina Saint Anne se alzara en lo alto de la última colina: aquel edificio
oscuro de piedra, cubierto de grietas y fisuras como el rostro curtido de los
pescadores que trabajaban en los muelles.
Es asombroso cómo cambian las cosas. Entonces me daban pánico las calles de
Portland y era reacia a alejarme de mi tía. Ahora las conozco tan bien que
podría seguir sus curvas y pendientes con los ojos cerrados; de hecho, en este
momento desearía quedarme sola. Aunque el océano está oculto por las tortuosas
ondulaciones de las calles, su olor me relaja. La sal del mar vuelve el aire
granuloso y cargado.
—Recuerda —me está diciendo la tía por enésima vez—. Quieren saber cosas de
tu personalidad, pero cuanto más generales sean tus respuestas, más
posibilidades tendrás de que te tengan en cuenta para distintos puestos.
Mi tía siempre habla del matrimonio con palabras sacadas directamente del Manual de FSS, palabras como deber,
responsabilidad y perseverancia.
—Vale —respondo.
A nuestro lado pasa veloz un autobús. Lleva el emblema de la Academia Saint
Anne pintado en un lateral; rápidamente bajo la cabeza, imaginándome a Cara
McNamara o Hillary Packer al otro lado de las ventanas cubiertas de polvo,
riéndose y apuntándome con el dedo. Todo el mundo sabe que hoy me van a
evaluar. Solo se hace cuatro veces a lo largo del año y los turnos se asignan
con mucha antelación.
El maquillaje que la tía me ha obligado a ponerme hace que sienta la piel
pastosa y resbaladiza. Al mirarme en el espejo del baño parecía un pez, sobre
todo por el pelo, completamente recogido con horquillas y pinzas; un pez con un
montón de ganchitos de metal que sobresalen de la cabeza.
No me gusta el maquillaje, nunca me han interesado la ropa ni los
cosméticos. Mi mejor amiga, Hana, cree que estoy loca. Claro, ella es
guapísima: incluso cuando no hace más que enrollarse el pelo rubio con un
descuidado moño en lo alto de la cabeza, parece como si acabara de peinarla el
mejor estilista. Yo no soy fea, pero tampoco guapa; soy del montón. Mis ojos no
son ni verdes ni castaños, sino de algún color a medio camino entre los dos. No
soy delgada, pero tampoco gorda. Lo único claro que se puede decir sobre mí es
que soy baja.
—Si te preguntaran, Dios no lo quiera, por tu prima, acuérdate de decir que
no la conocías muy bien…
—Va-a-le.
Solo la escucho a medias. Hace calor, demasiado teniendo en cuenta que aún
estamos en junio. El sudor empieza ya a picarme en las axilas y en la parte
baja de la espalda, a pesar de que esta mañana me embadurné de desodorante. A
la derecha queda la bahía de Casco Bay, encajonada entre Peaks Island y Great
Diamond Island, donde se alzan las torres de vigilancia. Más allá está el
océano abierto, y más lejos aún, todos los países y ciudades que se vendrán
abajo destruidos por la enfermedad.
—¿Lena? ¿Pero me estás escuchando?
Carol me agarra el brazo y me da la vuelta para que la mire.
—Azul —recito de memoria—. El azul es mi color favorito. O el verde —el
negro resulta demasiado morboso, el rojo los pondrá nerviosos, el rosa es
demasiado aniñado, el naranja queda raro.
—¿Y las cosas que te gusta hacer en tu tiempo libre?
Suavemente, me desprendo de su apretón.
—Eso ya lo hemos repasado.
—Lena, esto es importante. Puede que sea el día más importante de toda tu
vida.
Suspiro. Ante mí, las puertas que bloquean los laboratorios estatales se
abren lentamente con un gemido mecanizado. Ya se está formando una doble cola:
en un lado, las chicas, y unos veinte metros más allá, frente a otra entrada,
los chicos. Entrecierro los ojos para evitar el sol, tratando de localizar a
alguien conocido, pero el océano me ha deslumbrado y mi visión está nublada por
puntos negros.
—¿Lena? —insiste la tía.
Inspiro profundamente y me lanzo a soltar la retahíla que hemos ensayado
hasta la saciedad:
—Me gusta trabajar en el periódico escolar. Me interesa la fotografía
porque me gusta el modo en que captura y preserva un momento concreto de
tiempo. Me gusta pasar tiempo con mis amigos e ir a conciertos en el parque de
Deering Oaks. Disfruto corriendo y fui cocapitana del equipo de cross durante
dos años. Tengo el récord escolar en los 5.000 metros lisos. Y a menudo cuido
de los pequeños de mi familia: me encantan los niños.
—Estás poniendo un gesto muy raro —comenta mi tía.
—Me encantan los niños —repito, forzando una sonrisa.
La verdad es que en realidad no me gustan, excepto Gracie. Son trastos y
chillan todo el tiempo; siempre están cogiendo cosas, babeando y haciéndose
pis. Pero sé que tendré que tener mis propios hijos en algún momento.
—Mejor así —aprueba Carol—. Continúa.
—Mis asignaturas favoritas son Matemáticas e Historia —remato, y ella
asiente, satisfecha.
—¡Lena!
Me vuelvo. Hana baja del coche de sus padres; el pelo rubio le cae
alrededor de la cara en mechones ondulados, y lleva una túnica semitransparente
sujeta sobre un hombro bronceado. Todos los chicos y chicas que están haciendo
cola para entrar en los laboratorios se vuelven a mirarla. Ese es el efecto que
suele tener Hana en la gente.
—¡Lena! ¡Espera!
Hana sigue acercándose a toda velocidad, haciéndome señales como una loca.
Detrás de ella, el vehículo comienza a maniobrar en el estrecho sendero, atrás
y adelante, atrás y adelante, hasta que se coloca en sentido contrario. El
coche de sus padres es tan elegante y oscuro como una pantera. Las pocas veces
que hemos montado juntas en él, me he sentido como una princesa. Ya casi nadie
tiene coches, y menos todavía vehículos que puedan circular. El petróleo está
rigurosamente racionado y es muy caro. Algunas personas de clase media tienen
coches inmóviles delante de su casa, como estatuas frías e inservibles, con los
neumáticos sin estrenar.
—Hola, Carol —dice Hana sin aliento cuando nos alcanza. De su bolso medio
abierto sobresale una revista, y se inclina para sacarla. Es una de las
publicaciones gubernamentales, Hogar y
Familia, y en respuesta a mis cejas arqueadas, hace una mueca.
—Mi madre me ha obligado a traerla. Me ha dicho que debo leerla mientras
espero a la evaluación para causar buena impresión.
Se mete los dedos en la boca como si fuera a vomitar.
—¡Hana! —susurra mi tía enérgicamente.
La ansiedad de su tono hace que me dé un vuelco el corazón. Carol raramente
pierde la compostura. Gira la cabeza con brusquedad en ambas direcciones, como
si esperara encontrar reguladores o evaluadores merodeando por la calle en esta
clara mañana.
—No te preocupes. No nos están espiando —Hana le vuelve la espalda a mí tía
y vocaliza sin emitir ningún sonido: «… todavía». Luego sonríe.
Ante nosotras, la doble cola de chicas y chicos se va haciendo más larga.
Se extiende por la calle, incluso cuando las puertas de cristal de los
laboratorios se abren con un zumbido para dar paso a varias enfermeras con
papeles en la mano, que empiezan a conducir a la gente hacia las salas de
espera. La tía me posa una mano suavemente en el codo, rápida como un pájaro.
—Más vale que te pongas a la cola —dice, de nuevo en su tono normal. Ojalá
se me pegara parte de su serenidad—. ¿Lena?
—¿Sí?
No me siento muy bien. Los laboratorios me parecen lejanos, tan blancos que
apenas puedo mirarlos, y el suelo resulta también demasiado brillante. Las
palabras que escuché por la mañana, «puede que sea el día más importante de tu
vida», resuenan en mi cabeza. El sol parece un enorme foco.
—Buena suerte —mi tía me ofrece su sonrisa fugaz.
—Gracias.
Deseo que Carol diga algo más, algo como «estoy segura de que lo vas a
hacer muy bien», o «intenta no preocuparte», pero se limita a quedarse allí,
parpadeando, tan serena e impenetrable como siempre.
—No se preocupe, señora Tiddle —dice Hana guiñándome un ojo—. Me aseguraré
de que no meta la pata demasiado. Lo prometo.
Ahora sí se disuelve todo mi nerviosismo. Hana está completamente relajada,
despreocupada y normal.
Caminamos juntas hacia los laboratorios. Ella mide casi un metro ochenta.
Cuando voy a su lado, tengo que dar medio saltito cada dos pasos para mantener
el ritmo, y acabo sintiéndome como un pato que cabecea en el agua. Hoy, sin
embargo, no me importa. Me alegra que esté conmigo. Si estuviera sola, me
sentiría totalmente perdida.
—Tu tía se toma todo esto demasiado en serio, ¿no? —comenta mientras nos
acercamos a las colas.
—Bueno, es que es serio.
Nos ponemos al final de la fila. Veo a algunas personas conocidas: varias
chicas que recuerdo vagamente de la escuela, chicos a los que he visto jugando
al fútbol detrás de la Preparatoria Spencer. Por un momento, mi mirada se cruza
con la de uno que se da cuenta de que lo estaba observando. Arquea las cejas y
yo bajo la vista rápidamente; me pongo toda colorada y se me concentran los
nervios en el estómago. «En menos de tres meses estarás emparejada», me digo,
pero la frase suena ridícula, no significa nada; es como aquellas frases
absurdas que nos salían cuando éramos niñas y jugábamos a los disparates:
«Quiero banana para lancha motora» o «Dale mi zapato borracho a tu bizcocho
abrasador».
—Sí, lo sé. Confía en mí, he leído el Manual
de FSS, como todos —Hana se sube las gafas de sol hasta la frente y me mira
moviendo las pestañas, edulcorando la voz—. «El día de la evaluación es el
emocionante rito iniciático que te prepara para un futuro de felicidad,
estabilidad y vida en pareja».
Se vuelve a bajar las gafas y hace una mueca.
—¿Tú no lo crees? —bajo la voz todo lo que puedo.
Hana lleva una temporada un poco rara. Siempre ha sido distinta de las
demás, más franca, más independiente, más intrépida. Esa es una de las razones
por las que al principio quise ser amiga suya. Yo soy tímida y siempre me da
miedo meter la pata. Ella es todo lo contrario.
Pero últimamente hay algo más. Para empezar, ha dejado de preocuparse por
la escuela, y ya la han llamado varias veces a la oficina del director por
contestar a los profesores. A veces, en mitad de una conversación, se calla de
pronto y cierra la boca, como si hubiera encontrado una barrera. Y en varias ocasiones
la he sorprendido escrutando el océano como si pensara huir a nado.
Al mirarla en este momento, con sus claros ojos grises y la boca fina y
tensa como un arco, siento una punzada de temor. Me imagino a mi madre
debatiéndose confusa en el aire durante un segundo antes de caer al océano como
una piedra. Me acuerdo de la cara de aquella chica que se tiró de la azotea del
laboratorio hace años, de su mejilla apoyada en el pavimento. Aparto de mi
mente con un esfuerzo cualquier pensamiento negativo: Hana no está enferma. No
puede estarlo. Yo lo sabría.
—Si de veras quisieran que fuéramos felices, nos dejarían elegir a nosotras
—refunfuña.
—Hana —le digo cortante, criticar el sistema es el peor delito que existe—.
Retira lo que has dicho.
—Vale, vale. Lo retiro —dice levantando las manos.
—Ya sabes que no funciona. Mira lo que pasaba antes. Caos, peleas y guerra.
La gente no era feliz.
—He dicho que lo retiro.
Me sonríe, pero yo sigo enfadada y aparto la mirada.
—Además —continúo—, nos dan la posibilidad de elegir.
Normalmente, los evaluadores elaboran una lista de cuatro o cinco
candidatos aprobados y se nos permite escoger entre ellos. De esta forma, todo
el mundo se queda contento. En todos los años que se lleva efectuando la
intervención y se conciertan los matrimonios, no ha habido más de diez porcios
en el estado de Maine, y menos de mil en Estados Unidos. En casi todos los
casos, el marido o la esposa eran sospechosos de ser simpatizantes, así que el
porcio era inevitable y contó con la aprobación del estado.
—Con muy pocas opciones —puntualiza—. Solo podemos elegir entre los chicos
que nos han asignado.
—Las opciones son siempre limitadas —replico brusca—. Así es la vida.
Hana abre la boca como si fuera a hablar pero simplemente se echa a reír.
Luego me coge la mano y me da dos apretones cortos y dos largos. Es nuestra
señal, una costumbre que empezamos en segundo cuando una de las dos tenía miedo
o estaba disgustada. Era una manera de decir: «Estoy aquí, no te preocupes».
—Vale, vale, no te pongas a la defensiva. Me encantan las evaluaciones,
¿vale? ¡Viva el día de la evaluación!
—Más vale así —digo, pero sigo preocupada e inquieta.
La cola avanza lentamente. Pasamos las puertas de hierro, con su intrincado
remate de alambre de espino, y entramos en el largo sendero que nos lleva a los
diferentes pabellones. Nos dirigimos al edificio 6-C. Los chicos van al 6-B, y
las colas comienzan a alejarse la una de la otra describiendo una curva.
A medida que nos acercamos a la parte delantera, nos llega una ráfaga de
aire acondicionado cada vez que las puertas correderas de cristal zumban para
abrirse y cerrarse. Es una sensación asombrosa, como sumergirse de pronto de
pies a cabeza en una fina capa de hielo polar. Me vuelvo y me aparto la coleta
del cuello, deseando que no haga tanto calor En casa no tenemos aire
acondicionado, solo ventiladores de pie que se oyen demasiado por las noches. Y
la mayor parte del tiempo, Carol ni siquiera nos deja usarlos; chupan demasiada
electricidad, dice, y no podemos desperdiciarla.
Al menos ya solo quedan unas pocas chicas delante de nosotras. Sale una
enfermera del edificio, con un montón de papeles apoyados en tablillas y un
puñado de bolis que empieza a distribuir a lo largo de la fila.
—Por favor aseguraos de que rellenáis toda la información que se os pide
—explica—, incluyendo vuestro historial médico y familiar.
El corazón me sube hasta la garganta. Las casillas claramente organizadas
en el papel, Apellidos, Nombres,
Dirección actual, Edad, se mezclan y se confunden. Me alegro de que Hana
esté delante de mí. Ella se pone enseguida a rellenar el formulario, apoyando
la tablilla en el antebrazo mientras el boli se desliza ágilmente sobre el
documento.
—Siguiente.
La puerta vuelve a abrirse con un zumbido y aparece una segunda enfermera,
que le hace un gesto a Hana para que entre. En la penumbra fresca a su espalda,
distingo una sala de espera de un blanco reluciente con moqueta verde.
—Buena suerte —le digo a Hana.
Se vuelve y me dedica una rápida sonrisa. Pero me doy cuenta de que está
nerviosa. Por fin. Entre sus cejas hay un fino pliegue y se está mordiendo la
comisura de los labios.
Hace ademán de entrar en el edificio, pero luego se gira de repente y se
vuelve hasta mí. Acerca su rostro salvaje y extraño, me agarra por los hombros
y me susurra algo al oído. Me quedo tan sorprendida que dejo caer la tablilla.
—Ya sabes que no puedes ser feliz a menos que seas desgraciada alguna vez,
¿verdad? —me dice susurrando, y su voz es áspera como si acabara de llorar.
—¿Cómo?
Me está clavando las uñas en los hombros y en ese momento me da un miedo
terrible.
—Que no puedes ser verdaderamente feliz a menos que seas desgraciada alguna
vez. Lo sabes, ¿no?
Me suelta
antes de que yo pueda responder, y al separarse, veo su cara tan serena, bella
y tranquila como siempre. Se inclina para recoger mi tablilla y me la pasa
sonriendo. Luego se vuelve y desaparece tras las puertas de cristal, que se
abren y se cierran a sus espaldas con la misma suavidad con que la superficie
del agua se cierra sobre algo que se hunde.
cuatro
El diablo se introdujo a
escondidas en el Jardín del Edén. Llevaba consigo la enfermedad, deliria nervosa
de amor, en forma de semilla. Creció y
floreció hasta convertirse en un magnifico manzano que daba unas frutas tan
relucientes como la sangre.
«Génesis», Historia completa del mundo y del universo
conocido, Dr. Steven Horace (Universidad de Harvard)
Para cuando la enfermera me permite entrar en la sala de espera, Hana ya se
ha ido; ha desaparecido por alguno de los blancos pasillos, tras una de las
docenas de puertas blancas idénticas, pero quedan cinco o seis chicas más dando
vueltas, esperando. Una está sentada en una silla, inclinada sobre su tablilla,
garabateando las respuestas, tachándolas y volviendo a escribirlas. Otra le
pregunta muy nerviosa a una enfermera cuál es la diferencia entre «enfermedad
crónica» y «enfermedad preexistente». Da la sensación de que en cualquier
momento le va a dar algún tipo de ataque: le sale una vena en la frente y su
voz tiene un tono histérico. Me pregunto si añadirá a sus respuestas «tendencia
a la ansiedad».
Ya sé que no tiene gracia, pero me dan ganas de reír Me llevo la mano a la
cara y me cubro la boca. Cuando estoy muy nerviosa, me da la risa tonta.
Durante los exámenes, en la escuela, siempre me metía en líos por culpa de esta
manía. Quizá debería haberlo mencionado en la hoja.
Una enfermera me quita la tablilla y ojea las páginas, asegurándose de que
no he dejado ninguna respuesta en blanco.
—¿Lena Haloway? —pregunta con el tono abrupto que parecen compartir todas,
como si fuera parte de su formación médica.
—Ajá —contesto, y rápidamente me corrijo; mi tía me ha dicho que los
evaluadores esperarán un cierto nivel de formalidad—. Sí, soy yo.
Me sigue resultando extraño oír mi apellido verdadero, Haloway, y se me
instala un cierto sentimiento triste en el estómago. Durante los últimos diez
años he usado el de mi tía, Tiddle. Aunque como apellido suena bastante tonto
(podría ser, según Hana, el nombre de una raza de perro pequeño y peludo),
tiene la ventaja de que no está asociado con mi madre y mi padre. Por lo menos,
los Tiddle son una familia de verdad. Los Haloway no son más que un recuerdo.
Pero en los documentos oficiales tengo que usar mi apellido de nacimiento.
—Acompáñame.
La enfermera indica uno de los pasillos y yo sigo el nítido toc toc que
producen sus tacones en el linóleo. El corredor tiene una claridad cegadora.
Las mariposas me van subiendo poco a poco desde el estómago hasta la cabeza y
me siento mareada. Trato de calmarme imaginando el océano que está fuera, su
respiración irregular, las gaviotas que hacen molinetes en el cielo. «Esto
terminará pronto», me digo. «Pronto se habrá acabado y entonces me iré a casa y
nunca más volveré a pensar en las evaluaciones».
El pasillo parece prolongarse hasta el infinito. Una puerta se abre y se
cierra, y un momento después, al doblar una esquina, nos cruzamos con una
chica. Tiene la cara roja y, obviamente, ha estado llorando. Debe de haber
terminado ya.
La recuerdo vagamente, es una de las primeras que han entrado.
No puedo evitar que me dé pena. Las evaluaciones duran normalmente entre
media hora y dos horas, pero la gente dice que cuanto más te retengan los
evaluadores, mejor lo estás haciendo. Claro que no siempre es así. Hace dos
años, Marcy Davies entró y salió del laboratorio en cuarenta y cinco minutos y
consiguió un diez redondo. Y el año pasado, Corey Winde batió el récord mundial
en tiempo de evaluación (tres horas y media), y sin embargo solo sacó un tres.
Las evaluaciones siguen unas pautas, evidentemente, pero siempre hay un
componente de azar. A veces da la sensación de que todo el proceso está
concebido para confundir e intimidar lo más posible.
De repente me imagino que corro por estos pasillos limpios y estériles
dando patadas a todas las puertas. Luego, al instante, me siento culpable. Este
es el peor momento para sentir dudas sobre las evaluaciones, y maldigo
mentalmente a Hana. Es culpa suya, por decirme lo que me dijo cuando estábamos
fuera: No puedes ser feliz a menos que
seas desgraciada alguna vez. Muy pocas opciones. Solo podemos elegir entre los
chicos que nos han asignado.
Pues yo me alegro de que alguien elija por nosotras. Me alegro de no tener
que hacerlo yo y me alegro más aún de que nadie tenga que elegirme a mí.
Evidentemente, a Hana le iría bien si las cosas fueran como antes. Ella, con su
pelo dorado como un halo, los ojos grises brillantes, los dientes derechos y
perfectos, y esa risa que hace que cualquiera en un radio de tres kilómetros se
vuelva y se ría también… Hasta la torpeza le queda bien, dan ganas de ayudarla
o recogerle los libros. Cuando yo me tropiezo con mis propios pies o me echo
café en la camisa, la gente aparta la vista. Casi se puede oír lo que piensan:
«¡Qué desastre de chica!». Y cuando estoy con desconocidos, la mente se me
enmaraña, se me pone húmeda y gris, como las calles cuando la nieve comienza a
fundirse después de una gran nevada; no como a Hana, que siempre sabe qué
decir.
Ningún chico en sus cabales me elegiría a mí habiendo gente como ella en el
mundo. Sería como conformarse con una galleta rancia cuando lo que quieres en
realidad es un cuenco grande de helado con nata, cerezas y fideos de chocolate.
Así que yo estaré encantada de recibir una pulcra hoja impresa con mis
«emparejamientos aprobados». Por lo menos, eso me garantiza que terminaré
emparejada con alguien. Da igual que nadie haya pensado nunca que soy guapa
(aunque a veces desearía, solo por un segundo, que alguien lo creyera). Incluso
daría igual que yo fuera tuerta.
—Por aquí —la enfermera se detiene, por fin, ante una puerta que es
idéntica a todas las demás—. Puedes dejar la ropa y tus otras cosas en la
antesala. Por favor, ponte el camisón que se te ha proporcionado, con el cierre
hacia atrás. Puedes tomarte un momento para beber algo de agua y hacer un poco
de meditación.
Me imagino a cientos y cientos de chicas sentadas en el suelo con las
piernas cruzadas y las manos plegadas hacia arriba sobre las rodillas, cantando
Om, y tengo que sofocar de nuevo el impulso desenfrenado de reír.
—Pero, por favor no olvides que cuanto más tardes en prepararte, menos
tiempo tendrán los evaluadores para conocerte.
Sonríe forzadamente. Todo en ella es un poco estirado: la piel, los ojos,
la bata de laboratorio. Me mira directamente, pero tengo la sensación de que
realmente no enfoca, de que en su mente ya está taconeando camino de la sala de
espera, lista para llevar a otra muchacha por el pasillo y soltarle el mismo
rollo. Me siento muy sola, rodeada por estas gruesas paredes que amortiguan
todos los sonidos, aislada del sol y del viento y del calor: todo perfecto y
antinatural.
—Cuando estés lista, pasa por la puerta azul. Los evaluadores te estarán
esperando en el laboratorio.
Una vez que la enfermera se va con su toc toc, yo entro en una antesala
pequeña, tan reluciente como el pasillo. Parece la consulta del médico. En una
esquina hay un aparato enorme que pita a intervalos regulares, y una camilla
cubierta con papel. Todo huele a antiséptico. Me quito la ropa temblando porque
el aire acondicionado hace que se me ponga la piel de gallina, que se me erice
el vello de los brazos. Estupendo. Así los evaluadores pensarán que soy una
bestia peluda.
Doblo la ropa, sujetador incluido, en un montón ordenado y me pongo el
camisón. Está hecho de plástico muy transparente y, mientras me lo coloco
alrededor del cuerpo y lo aseguro a la cintura con un nudo, soy muy consciente
de que deja ver prácticamente todo, hasta el contorno de mi ropa interior.
«Pronto. Pronto habrá terminado».
Inspiro profundamente y paso por la puerta azul.
En el laboratorio hay aún más luz, un brillo deslumbrante. La primera
impresión que se forman de mí los evaluadores debe de ser la de alguien que
entrecierra los ojos, retrocede y se lleva una mano a la cara. Cuatro sombras
flotan en una canoa delante de mí. Luego, mis ojos se acostumbran y la visión
se define: hay cuatro evaluadores, todos sentados tras una mesa larga y baja.
La sala es muy amplia y está totalmente despejada; en una esquina veo una mesa
metálica de operaciones arrimada a la pared. Dos filas de luces cenitales
proporcionan una claridad intensa. Me doy cuenta de lo alto que está el techo,
al menos a diez metros. Siento una urgencia desesperada de cruzar los brazos
sobre el pecho, de cubrirme de alguna forma. Se me seca la boca y me quedo con
la mente en blanco, tan ardiente, tan vacía como los focos. No recuerdo lo que
se supone que debo hacer, ni lo que debo decir.
Por suerte, uno de los evaluadores, una mujer, habla primero:
—¿Tienes los formularios?
Su voz suena cordial, pero no ayuda a aflojar el nudo que se me ha formado
en el estómago y que me retuerce los intestinos.
«¡Qué horror!», pienso. «Me voy a hacer pis. Me voy a hacer pis aquí
mismo». Trato de imaginarme lo que dirá Hana cuando esto haya pasado, cuando
estemos dando un paseo a la luz de la tarde, con el aire pesado por el olor a
sal y a pavimento recalentado por el sol. «Vaya pérdida de tiempo», comentará.
«Todos allí sentados mirándome como cuatro ranas en un tronco».
—Eh… sí.
Me acerco sintiendo que el aire se ha vuelto sólido, que me ofrece
resistencia. Cuando me encuentro a un metro de la mesa, les paso la tablilla
con el papel a los evaluadores. Hay tres hombres y una mujer, pero no soy capaz
de fijarme en sus rasgos demasiado tiempo. Los recorro rápidamente con la
mirada y luego vuelvo atrás de nuevo, quedándome solo con una impresión vaga de
varias narices, algunos ojos oscuros y el parpadeo de un par de gafas.
Mi tablilla recorre la línea de los evaluadores dando saltitos. Pego los
brazos a los costados e intento parecer relajada.
Detrás de mí hay una plataforma de observación, situada a unos seis metros
del suelo. Se accede a ella por una pequeña puerta roja que está más arriba de
las gradas. Tiene asientos blancos obviamente destinados a estudiantes,
doctores, internos y científicos en formación. Los científicos de los
laboratorios no solo realizan la operación, también llevan a cabo revisiones
posteriores y a menudo tratan casos difíciles de otras enfermedades.
Se me viene a la cabeza que las intervenciones deben de realizarse aquí, en
esta misma sala. Para eso debe de servir la mesa de operaciones. La ansiedad
comienza a apretarme de nuevo el estómago. Aunque he imaginado a menudo cómo
sería estar curada, nunca he pensado de verdad en la operación en sí, la dura
mesa de metal, las luces que parpadean por encima, los tubos y los cables. Y el
dolor.
—¿Lena Haloway?
—Sí, soy yo.
—De acuerdo. ¿Por qué no comienzas contándonos algo sobre ti misma? —el
evaluador de las gafas se inclina hacia delante y extiende las manos sonriendo.
Sus enormes dientes blancos y cuadrados me hacen pensar en azulejos de baño. El
reflejo de sus gafas hace imposible verle los ojos; desearía que se las
quitara—. Háblanos de lo que te gusta: tus intereses, tus aficiones, tus
asignaturas favoritas…
Me lanzo con el discurso que he preparado sobre cuánto me gusta la
fotografía y correr y pasar tiempo con mis amigas, pero no estoy centrada. Veo
que los evaluadores asienten frente a mí y que las sonrisas comienzan a
distenderles el rostro mientras toman notas. Supongo que lo estoy haciendo
bien, pero ni siquiera puedo oír las palabras que salen de mi boca. Sigo
obsesionada con la mesa de operaciones y no hago más que mirarla con el rabillo
del ojo, viendo cómo brilla y parpadea a la luz como el filo de una cuchilla.
Y de repente pienso en mi madre. Mi madre siguió incurada a pesar de sus
tres operaciones y la enfermedad se fue apoderando de ella, le fue royendo las
entrañas e hizo que sus ojos se volvieran huecos y sus mejillas palidecieran.
La enfermedad le robó el control y se la fue llevando, centímetro a centímetro,
hasta el borde de un acantilado arenoso, hasta el aire liviano y brillante del
salto al vacío.
O eso es lo que me han contado. Yo tenía seis años entonces. Solo recuerdo
la presión cálida de sus dedos en mi cara por la noche y las últimas palabras
que me susurró: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo».
Cierro los ojos rápidamente, abrumada por la idea de mi madre retorciéndose
mientras una docena de científicos con batas de laboratorio la miran,
garabateando impasibles en una libreta. En tres ocasiones distintas fue atada
con correas a una mesa metálica, en tres ocasiones distintas un grupo de
observadores la miró desde la plataforma, tomando nota de sus respuestas a
medida que las agujas y luego los láseres le atravesaban la piel. Normalmente,
a los pacientes se los anestesia durante la intervención y no sienten nada,
pero a mi tía se le escapó una vez que durante la tercera operación de mi madre
se negaron a sedarla, pensando que la anestesia podría estar interfiriendo con
la respuesta de su cerebro a la cura.
—¿Quieres beber un poco de agua?
El evaluador 1, la mujer, señala una botella de agua y un vaso que están
sobre la mesa. Ha notado mi alteración momentánea, pero no importa. He
terminado mi declaración personal, y por la forma en que me miran los
evaluadores —contentos, orgullosos, como si yo fuera una niña pequeña que ha
conseguido encajar cada pieza en su agujero correspondiente—, veo que lo he
hecho bien.
Me sirvo un vaso de agua y tomo algunos sorbos, agradecida por el respiro.
Siento el sudor que me pica en las axilas, en el cuero cabelludo y en la base
del cuello, y rezo para que no lo noten. Intento mantener la vista fija en los
evaluadores, pero ahí está en mi visión periférica, sonriéndome, esa maldita
mesa.
—Bueno, Lena, ahora te vamos a hacer algunas preguntas. Queremos que
contestes con sinceridad. Recuerda: intentamos conocerte como persona.
«¿Cómo podrían conocerme si no?». Se me viene la pregunta a la mente antes
de que pueda detenerla: «¿Como animal?». Inspiro hondo, me obligo a asentir y
sonrío.
—Perfecto.
—Dinos algunos de tus libros preferidos.
—Guerra, paz e interferencia, de
Christopher Malley —contesto de forma automática—. Frontera, de Philippa Harolde.
No puedo seguir manteniendo alejadas las imágenes: se alzan ya como una
inundación. Hay una palabra que no hace más que inscribirse en mi cerebro, como
si estuviera marcada a fuego. Dolor.
Querían que mi madre se sometiera a una cuarta intervención. Iban a venir por
ella la noche en que murió, venían para llevarla a los laboratorios. Pero en
lugar de esperarlos, ella huyó hacia la oscuridad, desplegó las alas. Y antes,
me despertó con aquellas palabras: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden
quitártelo». Esas palabras que el viento parecía traerme de vuelta mucho
después de que ella desapareciera, repetidas en los árboles secos, en las hojas
que tosían y susurraban durante los fríos amaneceres grises.
—Y Romeo y Julieta, de William
Shakespeare.
Los evaluadores asienten, toman notas. Romeo
y Julieta es lectura obligatoria para todas las clases de Salud de primer
año de Secundaria.
—¿Y por qué te gusta? —pregunta el evaluador 3.
«Da miedo». Es lo que se supone que debo decir. Es una historia
aleccionadora, una advertencia sobre los peligros de los deliria antes de que existiese la cura. Pero parece que se me ha
hinchado la garganta y me duele. No queda sitio para que salgan las palabras,
se han quedado pegadas como esas semillas con pinchos que se clavan en la ropa
cuando hacemos footing por las
granjas. Y en ese momento parece que puedo oír el rugido del océano, puedo oír
su murmullo lejano, insistente, puedo imaginarlo cerrándose sobre mi madre, el
agua pesada como una losa. Y me sale otra respuesta:
—Es bello.
Al momento, las cuatro caras se alzan bruscamente para mirarme, como
marionetas movidas por la misma cuerda.
—¿Bello?
El evaluador 1 arruga la nariz. Se percibe una tensión gélida en el aire y
me doy cuenta de que he cometido un error descomunal.
El evaluador de las gafas se inclina hacia delante.
—Ese es un término interesante. Muy interesante —esta vez, sus dientes me
recuerdan a los caninos blancos y curvos de un perro—. ¿Tal vez el sufrimiento
te parece bello? ¿Quizá disfrutas con la violencia?
—No, no, no es eso —estoy tratando de pensar con claridad, pero mi mente
está totalmente ocupada por el rugido sin palabras del mar. A cada momento se
hace más fuerte. Y, solapado, oigo débilmente el grito de mi madre, como si su
aullido me llegara a través de una década—. Lo que quiero decir es que… tiene
algo muy triste…
Estoy luchando, voy a la deriva, me debato, siento que en ese momento me
estoy hundiendo en la luz blanca y en el rugido. Sacrificio. Quiero decir algo
sobre el sacrificio, pero no me viene la palabra.
—Continuemos —el evaluador 1, que parecía tan dulce cuando me ofreció el
agua, ha perdido su gesto de cordialidad. Ahora es totalmente profesional—.
Dinos algo sencillo: tu color favorito, por ejemplo.
Una parte de mi cerebro, la parte racional, instruida, mi yo lógico, grita:
«¡Azul! ¡Di azul!». Pero la otra cabalga desbocada por las ondas del sonido,
elevándose entre el ruido creciente.
—Gris —suelto.
—¿Gris? —repite farfullando el evaluador 4.
El corazón me está bajando en espiral hacia el estómago. Sé que lo he
estropeado, que la estoy fastidiando; prácticamente puedo ver cómo se derrumban
mis calificaciones. Pero es demasiado tarde: estoy acabada. El rugido que
siento en los oídos se hace cada vez más fuerte, es una estampida que me impide
pensar. Rápidamente, tartamudeo una explicación.
—Bueno, no es gris exactamente. Es el color del cielo justo antes de la
salida del sol; ese color pálido indefinido… No es realmente gris, sino una
especie…, una especie de blanco, y siempre me ha gustado porque lo relaciono
con la esperanza de que suceda algo bueno.
Pero ya no me escuchan. Están mirando detrás de mí, con la cabeza ladeada y
expresión confundida, como intentando discriminar las palabras conocidas de un
idioma extranjero.
Y entonces, de repente, se elevan el rugido y los gritos y me doy cuenta de
que durante todo este rato no eran imaginaciones mías. La gente grita de verdad
y se oye algo que se atropella, retumba y golpea, como si mil pies se movieran
a la vez. Hay un tercer sonido, también, que se distingue por debajo de los
otros dos, un bramido sin palabras que no parece humano.
En mi confusión, todo parece inconexo, igual que en los sueños. El
evaluador 1 se incorpora a medias en su silla.
—Pero… ¿qué diablos…?
En ese momento, Gafas interviene:
—Siéntate, Helen. Voy a ver qué pasa.
En ese instante, la puerta se abre de par en par y entra con gran estrépito
en el laboratorio un torbellino borroso de vacas, vacas de verdad, reales y
vivas, que sudan y mugen.
«Definitivamente, es una estampida», pienso, y por un raro instante me
siento orgullosa de mí misma por haber sido capaz de identificar el ruido.
Luego me doy cuenta de que estoy siendo embestida por una manada de
animales muy pesados y muy asustados, que están a punto de derribarme y
pisotearme.
Me lanzo hacia la esquina y me agazapo tras la mesa de operaciones,
totalmente protegida de la masa de animales aterrorizados. Saco la cabeza
apenas lo suficiente para ver lo que pasa. En este momento, los evaluadores se
suben a la mesa de un salto, mientras un muro de vacas marrones y moteadas se
mueve en torno a ellos. El evaluador 1 grita a todo pulmón y Gafas, aferrado a
ella, chilla:
—¡Calma, calma! —a pesar de que la agarra como si fuera una balsa
salvavidas y él estuviera a punto de hundirse.
Algunas de las vacas tienen pelucas que les cuelgan de la cabeza, y otras
van medio vestidas con camisones idénticos al que llevo yo, lo que les da un
aire esperpéntico. Por un momento me parece que estoy soñando. Quizá todo este
día haya sido un sueño y, cuando me despierte, descubriré que sigo en casa, en
la cama, la mañana de mi evaluación. Pero enseguida noto que las vacas llevan
algo escrito en los costados: NO CURA. MATA. Las palabras están escritas
descuidadamente, justo encima del nítido número que identifica a estos animales
como destinados al matadero.
Me sube un pequeño escalofrío por el espinazo y todo comienza a encajar.
Los inválidos, la gente que vive en la Tierra Salvaje, el terreno no regulado
que existe entre las ciudades y pueblos reconocidos; entran cada uno o dos años
clandestinamente en Portland y montan algún tipo de protesta. Un año vinieron
por la noche y pintaron calaveras rojas en las casas de todos los científicos
conocidos. Otro año consiguieron introducirse en la comisaría central, que
coordina todas las patrullas y los turnos de guardia de la ciudad, y
trasladaron los muebles a la azotea, máquinas de café incluidas. La verdad es
que tuvo cierta gracia: era asombroso que hubieran accedido a la central, en
teoría el edificio más seguro de la ciudad. La gente de la Tierra Salvaje no ve
el amor como una enfermedad y considera la cura una mutilación cruel. De ahí el
eslogan de las vacas.
Empiezo a comprender, las vacas están vestidas como nosotros, los
evaluados; es como si fuéramos un puñado de reses.
Los animales se van calmando un poco. Ya no embisten, y han empezado a
vagar por el laboratorio. El evaluador 1 tiene una tablilla en la mano, y la
agita como si estuviera matando moscas mientras los animales dan topetazos
contra la mesa, gimiendo, mugiendo y mordisqueando los papeles desperdigados
por su superficie. Cuando una vaca se apodera de una hoja de papel y la rompe
con los dientes, me doy cuenta de que son las notas de mi evaluación. Menos
mal. A lo mejor se las comen todas y los evaluadores olvidan que yo iba camino
del desastre. Medio oculta tras la mesa, y a salvo ya, he de admitir que todo
esto tiene bastante gracia.
Es entonces cuando lo oigo. Por encima de los resoplidos, las pisadas y los
gritos, percibo una risa que viene de arriba, una risa baja, breve y musical,
como si alguien estuviera probando unas notas en un piano.
Hay un chico en la plataforma de observación que mira riendo el caos que se
muestra a sus pies.
En cuanto alzo la vista, sus ojos se clavan en mí. Me quedo sin aire y todo
se congela por un instante, como si le estuviera mirando a través de la lente
de mi cámara, con el zoom a tope;
como si el mundo se detuviera en ese breve lapso de tiempo, entre la apertura y
el cierre del obturador.
Su cabello es castaño dorado, como las hojas en otoño justo cuando cambian
de color, y tiene los ojos ambarinos y brillantes. En cuanto le veo, sé que es
uno de los responsables de lo ocurrido. Sé que viene de la Tierra Salvaje, sé
que es un inválido. El miedo me atenaza el estómago y abro la boca para gritar
algo, no sé exactamente qué, pero justo en ese momento él mueve la cabeza
ligerísimamente en un gesto de negación y ya no puedo emitir ningún sonido. Y
entonces hace algo absoluta y totalmente impensable.
Me guiña un ojo.
Por fin salta la alarma. Suena tan fuerte que tengo que taparme los oídos
con las manos. Compruebo si los evaluadores lo han visto, pero siguen haciendo
su número de baile sobre la mesa y, cuando alzo de nuevo la mirada, ya no está.
cinco
Si pisas raya, tu madre
estalla; si pisas cruz, te quedas sin luz; si pisas un palo, te pasa algo malo.
Mira donde pisas, o morirás deprisa.
Canción popular
infantil (para comba o palmas)
Esa noche vuelvo a tener el sueño.
Me encuentro al borde de un gran acantilado blanco de arena. El terreno es
inestable. El saliente sobre el que estoy comienza a desmoronarse, se
desprenden cada vez más pedazos que van cayendo a miles de metros por debajo de
mí, hasta el océano que rompe y golpea con tal fuerza que parece un enorme
guiso espumoso, todo crestas blancas y oleadas de agua. Me da pánico la idea de
caerme, pero por algún motivo no puedo moverme ni alejarme del borde del
precipicio, incluso cuando siento que el suelo se desliza debajo de mí,
millones de moléculas que se recolocan en el espacio para convertirse en
viento. Voy a caer en cualquier momento.
Y justo antes de saber que no tengo nada más que aire bajo los pies, que
voy a caer irremediablemente al agua envuelta en el aullido del viento, las
olas que baten allá abajo se detienen y se abren por un momento, y veo el
rostro de mi madre, pálido, hinchado, con manchas azules, flotando bajo la
superficie. Sus ojos están abiertos, y sus labios separados como si estuviera
gritando. Tiene los brazos extendidos a los costados, y se mueve con la
corriente como si esperara para abrazarme.
Ahí es cuando me despierto. Ahí es cuando me despierto cada vez.
La almohada está húmeda y me pica la garganta. He llorado en sueños. Gracie
está acurrucada junto a mí, con una mejilla apretada contra la sábana, mientras
su boca se mueve una y otra vez sin emitir ningún sonido. Siempre se mete en la
cama conmigo cuando tengo ese sueño. De alguna manera ella lo percibe.
Le aparto el cabello de la cara y retiro de sus hombros las sábanas
empapadas en sudor. Me va a doler dejarla cuando me vaya. Nuestros secretos nos
han acercado y nos han unido. Ella es la única que sabe de la frialdad, ese
sentimiento que me viene a veces cuando estoy en cama, un sentimiento negro y
vacío que me quita el aliento y me deja jadeando como si me acabaran de tirar
al agua helada. En noches así, aunque está mal y es ilegal, pienso en aquellas
palabras extrañas y terribles «Te amo», y me pregunto qué sabor tendrían en mi
boca, intento recordar su ritmo cadencioso en la voz de mi madre.
Y por supuesto, guardo el secreto de Gracie. Soy la única que sabe que no
es tonta ni retrasada; no le pasa nada en absoluto. Soy la única que la ha oído
hablar alguna vez. Una de las noches que vino a dormir a mi cama, me desperté
muy temprano, apenas cuando empezaba a clarear. Ella estaba a mi lado. Ahogaba
su llanto contra la almohada y repetía lo mismo una y otra vez tapándose la
boca con las mantas; apenas podía oírla: «Mamá, mamá, mamá». Era como si
estuviera intentando acabar con la palabra a mordiscos, como si la asfixiara en
el sueño. La tomé entre mis brazos y apreté y después de lo que me parecieron
horas, se agotó de repetirla y volvió a caer dormida, con la cara caliente e
hinchada por las lágrimas. Poco a poco, la tensión de su cuerpo se fue
relajando.
Esa es la verdadera razón por la que no habla. El resto de sus palabras
están acumuladas en esa palabra única y acechante, que sigue despertando un eco
en los rincones oscuros de su memoria.
Mamá.
Lo sé. Lo recuerdo.
Me incorporo y observo cómo la luz va adueñándose de las paredes, aguzo el
oído para escuchar los gritos de las gaviotas, bebo un trago del vaso de agua
que tengo junto a la cama. Estamos a dos de junio. Faltan noventa y dos días.
Deseo por Gracie, que la cura pudiera hacerse antes. Me consuelo pensando
que algún día a ella también le harán la operación. Algún día la salvarán, y el
pasado y todo su dolor se volverán tan suaves y agradables como la papilla con
que alimentamos a nuestros bebés.
Algún día, todos seremos salvados.
Al día siguiente, cuando consigo salir de la cama y bajar a desayunar,
siento como si tuviera arena en los ojos. Ya se ha hecho pública la versión
oficial del incidente en los laboratorios. Carol mantiene bajo el volumen de
nuestra pequeña tele mientras prepara el desayuno, y el murmullo de los
presentadores casi me hace dormirme de nuevo. «Ayer, un camión de ganado
destinado al matadero se confundió con un cargamento de productos
farmacéuticos, dando lugar al inaudito y pertido caos que pueden ver en su
pantalla». Lo que se ve en la pantalla: enfermeras que chillan y golpean con
tablitas a vacas que mugen.
No tiene ningún sentido, pero mientras nadie mencione a los inválidos,
todos contentos. Se supone que no sabemos nada de ellos. Se supone que ni
siquiera existen; en teoría, toda la gente que vivía en la Tierra Salvaje fue
exterminada hace medio siglo, durante la gran campaña de bombardeo.
Hace cincuenta años, el gobierno cerró las fronteras de Estados Unidos. El
país está vigilado constantemente por personal militar. Nadie puede entrar.
Nadie sale. Cada comunidad aprobada y sancionada debe estar también rodeada por
una frontera, esa es la ley, y todo viaje entre comunidades requiere la
aprobación oficial por escrito del gobierno municipal, que debe obtenerse con
seis meses de antelación. Es para nuestra protección. Seguridad, inviolabilidad, comunidad. Ese es el lema de nuestro
país.
En general, se puede decir que ha sido un éxito. No hemos sufrido ninguna
guerra desde que se cerró la frontera y casi no hay delitos, apenas incidentes
aislados de vandalismo o hurtos menores. Ya no hay odio en Estados Unidos, al
menos entre los curados. Solamente casos esporádicos de desapego, pero toda
intervención quirúrgica conlleva un riesgo.
Sin embargo, hasta ahora el gobierno no ha conseguido librar al país de los
inválidos, y ellos constituyen el único fallo de la administración pública y
del sistema en general. Así que no se habla de ellos. Fingimos que la Tierra
Salvaje, y la gente que vive allí, ni siquiera existe. Es raro incluso oír esa
palabra, a menos que desaparezca alguien sospechoso de ser simpatizante, o que
descubra que una joven pareja contaminada ha huido antes de la intervención.
Pero hay otra noticia buena de verdad: todas las evaluaciones de ayer han
sido inválidas. A cada uno de nosotros se le asignará una nueva fecha, lo que
significa que tengo una segunda oportunidad. Esta vez, juro que no lo voy a
echar a perder. Me siento completamente estúpida por lo tonta que fui en los
laboratorios. Sentada a la mesa de desayuno, todo parece tan limpio, brillante
y normal —las tazas azules desportilladas llenas de café, el pitido irregular del
microondas (uno de los pocos aparatos eléctricos, aparte de las luces, que
Carol nos permite usar)— que lo de ayer parece un sueño largo y extraño. Es un
milagro, la verdad, que un puñado de inválidos fanáticos decidieran provocar
una estampida en el preciso momento en que yo lanzaba por la borda la prueba
más importante de toda mi vida. No sé lo que me pasó. Recuerdo a Gafas
enseñando los dientes y ese momento en que oigo a mi boca decir: «Gris», y me
estremezco. «Estúpida, estúpida».
De pronto me doy cuenta de que Jenny me está hablando.
—¿Qué?
Parpadeo para enfocar y la veo. Me fijo en sus manos mientras corta con
precisión la tostada en cuartos.
—Que digo que qué te pasa —adelante y atrás, adelante y atrás…, el cuchillo
resuena contra el borde del plato—. Parece como si estuvieras a punto de potar
o algo así.
—Jenny —la reprende Carol, que está en el fregadero lavando los platos—. No
hables así mientras tu tío desayuna.
—Estoy bien —separo un trozo de tostada, lo deslizo sobre la barra de
mantequilla que se funde en mitad de la mesa y me fuerzo a comer. Lo último que
necesito es uno de esos interrogatorios familiares—. Solo cansada.
Carol se vuelve hacia mí. Su cara siempre me ha recordado a la de una
muñeca. Incluso cuando habla, hasta cuando está irritada o feliz o confundida,
su expresión permanece extrañamente inmóvil.
—¿No has podido dormir?;
—Sí, he dormido —contesto—. Solo que he tenido pesadillas, eso es todo.
Al otro extremo de la mesa, el tío alza la cabeza del periódico.
—¡Anda!, ¿sabes qué? Me lo acabas de recordar. Yo también tuve un sueño la
noche pasada.
Carol arquea las cejas y hasta Jenny parece interesada. Es extremadamente
raro que la gente curada sueñe. La tía me dijo una vez que, en las escasas
ocasiones en que le ha ocurrido, sus sueños están llenos de platos: pilas y
pilas que se alzan hasta el cielo; ellas las escala, una a una, impulsándose
hacia las nubes, intentando alcanzar la cima. Pero nunca terminan, se extienden
hasta el infinito. Y, por lo que yo sé, mi hermana Rachel ya no sueña nunca.
William sonríe.
—Soñé que estaba sellando la ventana del baño. Carol, ¿recuerdas que el
otro día comenté que entraba corriente? Bueno pues yo colocaba la masilla, pero
en cuanto terminaba se caía, como si fuera nieve, así que entraba el aire y me
tocaba volver a empezar desde el principio. Y así una vez y otra, durante
horas, o eso me parecía.
—¡Qué raro! —comenta la tía sonriendo, mientras trae a la mesa un plato de
huevos fritos.
Están muy poco hechos, como le gustan a mí tío, y sus yemas tiemblan como
bailarinas de hula-hop, manchadas de aceite. Se me revuelve el estómago.
—Con razón me siento tan cansado esta mañana. Me ha pasado toda la noche
haciendo bricolaje —dice William.
Todo el mundo se ríe menos yo. Doy otro bocado a la tostada, preguntándome
si soñare alguna vez cuando esté curada.
Espero que no.
Este año es el primero desde sexto en que no comparto ni una sola
asignatura con Hana, así que no la veo hasta después de clase, cuando nos juntamos
en el vestuario para ir a correr aunque la temporada de cross terminó hace un
par de semanas. (Cuando el equipo fue a los campeonatos regionales era solo la
tercera vez que yo salía de Portland, y aunque apenas nos alejamos sesenta
kilómetros por la desolada y gris autopista municipal, casi no podía tragar, de
lo agitadas que estaban las mariposas en mi garganta). Sin embargo, Hana y yo
procuramos correr todo lo posible, incluso durante las vacaciones escolares.
Empecé a correr cuando tenía seis años, después del suicidio de mi madre.
La primera vez que corrí un kilómetro entero fue el día de su funeral. Me
habían dicho que me quedara arriba con mis primas mientras mi tía ordenaba la
casa para el velatorio y preparaba toda la comida. Marcia y Rachel tenían que
arreglarme a mí, pero mientras me vestían se pusieron a discutir por algo y
dejaron de prestarme atención. Así que me fui abajo, con el vestido abrochado
solo hasta la mitad de la espalda, a pedirle ayuda a la tía. La señora Eisner,
la vecina de mi tía en aquel momento, estaba allí. Cuando entré en la cocina,
estaba hablando:
—Es horrible, claro. Pero de todas maneras no había esperanza para ella. Es
mucho mejor así. Y mucho mejor para Lena también. ¿Quién quiere una madre como
esa?
Se suponía que yo no debía oírlo. La señora Eisner sofocó un grito cuando
me vio, su boca se cerró de inmediato, como un corcho que volviera de golpe a
la botella. Mi tía se quedó rígida y, en ese instante, fue como si presente y
futuro se superpusieran en un solo punto y entendí que esto —la cocina, los
impolutos suelos de linóleo color crema, las luces deslumbrantes, la montaña de
gelatina verde que reposaba en la encimera— era todo lo que me quedaba ahora
que mi madre se había ido.
De pronto quise salir de allí. No soportaba estar en la cocina de mi tía,
que ahora iba a ser mi cocina. No podía ver la gelatina. Mi madre odiaba la
gelatina. Sentí un horrible picor en todo el cuerpo, como si miles de mosquitos
circularan por mi sangre mordiéndome por dentro, urgiéndome a gritar, a saltar,
retorcerme.
Salí corriendo.
Cuando entro, Hana está atándose las zapatillas con el pie sobre un barco.
Mi horrible secreto es que, en parte, me gusta que quedemos a correr porque,
por nimio que parezca, es lo único en lo que algo mejor que ella. Pero eso no
lo admitiría en voz alta ni en un millón de años.
Se me acerca y me agarra del brazo sin darme tiempo a soltar la bolsa
siquiera.
—¡No te lo vas a creer! —dice mientras hace esfuerzos por no reírse. Sus
ojos son ahora un molinillo de colores, azul, verde, oro, que brillan como
siempre que está entusiasmada por algo—. Han sido los inválidos, está claro. Al
menos, eso es lo que dice todo el mundo.
Estamos solas en el vestuario, pues ha terminado la temporada de los
deportes de equipo, pero instintivamente vuelvo la cabeza cuando esa palabra.
—Baja la voz.
Se aparta un poco, colocándose el pelo sobre el hombro.
—Relájate. Lo tengo controlado. He comprobado hasta los cuartos de baño.
Todo despejado.
Abro la taquilla que he tenido durante los diez años que llevo en Saint
Anne. En el fondo hay una capa de envolturas de chicle, papeles rotos y clips
sueltos, y encima de todo eso, mi pequeño montón de ropa de correr, dos pares
de zapatillas, la camiseta del equipo de cross, unos cuantos desodorantes a
medio usar, suavizante y colonia. En menos de dos semanas, me graduaré y nunca
volveré a ver el interior de este armario; por un momento, me invade la
tristeza. Suena asqueroso, lo sé, pero la verdad es que siempre me ha gustado
el olor de los gimnasios: el desinfectante, el desodorante, los balones de
fútbol y hasta el persistente olor a sudor. Me resulta reconfortante. Es raro
cómo funciona la vida. Deseas algo y tienes que esperar y esperar, y sientes
que no llega nunca. Luego sucede y se va, y todo lo que deseas es acurrucarte
una vez más en el instante anterior a que cambiaran las cosas.
—Además, ¿quién es todo el mundo? Las noticias dicen que fue solo un error,
un problema con el transporte o algo así.
Siento la necesidad de repetir la versión oficial, aunque estoy tan segura
como Hana de que es una bola como un piano.
Ella se sienta a horcajadas en el banco, mirándome. Como de costumbre, pasa
totalmente de la vergüenza que me da que me vean medio desnuda.
—No seas tonta. Si lo han dicho en las noticias, no puede ser verdad.
Además, ¿quién puede confundir una vaca y una caja de medicinas? No es tan
difícil distinguirlas.
Me encojo de hombros. Evidentemente, tiene razón. Sigue mirándome, así que
me vuelvo un poco. Nunca me he sentido cómoda con mi cuerpo, a diferencia de
Hana y otras chicas de la escuela. Nunca he conseguido superar la desagradable
sensación de que estoy hecha de partes que no acaban de encajar en su lugar.
Como si fuera un boceto realizado por un artista aficionado. De lejos está bien,
pero cuando te acercas y te fijas, se ven muy claramente los borrones y los
fallos.
Hana lanza una pierna hacia fuera y empieza a estirar, resistiéndose a
dejar el tema. Es la persona más obsesionada con la Tierra Salvaje que conozco.
—Si lo piensas, es realmente asombroso. La planificación y todo eso. Habrán
hecho falta por lo menos cuatro a cinco personas quizá más, para organizarlo
todo.
Me acuerdo brevemente del chico que vi en la plataforma de observación, de
su reluciente cabello dorado, de cómo echaba la cabeza hacia atrás al reírse.
No le he hablado a nadie de él, ni siquiera a Hana, y ahora pienso que debería
haberlo hecho.
Ella continúa hablando:
—Alguien tenía que tener los códigos de seguridad. Tal vez un simpatizante.
Se oye el ruido de una puerta que golpea en la entrada de los vestuarios;
nos sobresaltamos y nos miramos con los ojos muy abiertos. Se oyen pasos
rápidos. Tras algunos segundos de vacilación, Hana se lanza sin dificultad a
hablar de un tema inofensivo: el color de las togas de la graduación, naranja
este año. En ese preciso momento, la señora Johanson, la directora deportiva,
aparece por detrás de las taquillas, balanceando el silbato que lleva enrollado
en un dedo.
—Por lo menos no son marrones, como las de la Preparatoria Fielston
—comento, aunque apenas escucho a Hana.
Me palpita el corazón. Sigo pensando en el chico de ayer y en si la
Johanson nos habrá oído mencionar la palabra simpatizante. Hace un gesto de asentimiento cuando pasa a nuestro
lado, así que no es probable.
Ha llegado a dárseme muy bien eso de decir una cosa cuando estoy pensando
otra, hacer ver que presto atención cuando no lo hago, fingir que estoy
tranquila y feliz cuando en realidad estoy desquiciada. Es una de las destrezas
que se van perfeccionando a medida que una se hace mayor. Hay que ser
consciente de que siempre hay gente escuchando lo que dices. La primera vez que
usé el teléfono móvil que comparten mi tía y mi tío, me sorprendió una
interferencia irregular que cortaba constantemente mi conversación con Hana. La
tía me explicó que era por los sistemas de escucha del gobierno, que rastrean
de forma arbitraria conversaciones telefónicas, las graban y las motorizan
buscando determinadas palabras como amor,
inválidos o simpatizante. No es que haya un objetivo concreto, todo se hace
al azar, para que sea justo. Pero es casi peor así. Muy a menudo tengo la
sensación de que una enorme mirada giratoria está a punto de posarse sobre mí,
congelando mis malos pensamientos en su resplandor blanco.
A veces siento que hay dos yoes, uno situado directamente encima del otro:
el yo superficial, que asiente cuando se supone que debe de asentir y dice lo
que debe de decir; y otro, más profundo, la parte que se preocupa y sueña y
dice: «Gris». Casi siempre funcionan de forma sincronizada y apenas noto la
escisión, pero en ocasiones se comportan como dos personas distintas y siento
que estoy a punto de romperme. Una vez se lo confesé a Rachel. Ella se limitó a
sonreír y me dijo que todo iría mejor tras la operación. Después de la
intervención, dijo, todo será como deslizarse suavemente, cada día será tan
fácil como coser y cantar.
—Ya estoy lista —digo mientras cierro la taquilla.
Seguimos oyendo a la Señora Johanson, que arrastra los pies en el baño
mientras silba. Se oye el ruido de una cisterna que se descarga. Y un grifo que
se abre.
—Me toca a mí elegir la ruta —afirma Hana con los ojos brillantes, y antes
de que yo pueda abrir la boca para protestar, se lanza hacia adelante y me toca
en el hombro—. Tú la llevas —dice. Y así, sin más, se levanta del banco y sale
corriendo hacia la puerta entre risas, y tengo que darme prisa para alcanzarla.
Ha llovido y la tormenta lo ha refrescado todo. El agua se evapora de los
charcos y deja una capa de neblina brillante sobre la ciudad. Por encima de
nosotras, el cielo tiene un tono azul profundo. La bahía, de un suave color
plata, está en calma, y la costa parece un cinturón gigante y ceñido que la
mantiene en su lugar.
No le pregunto adónde va, pero tampoco me sorprende cuando se encamina
callejeando hacia el Puerto Viejo, en la dirección del antiguo sendero que
discurre a los largo de Commercial Street y llega hasta los laboratorios.
Intentamos mantenernos en las calles más pequeñas para no cruzarnos con mucha
gente, pero es casi imposible. Son las tres y media. Acaban de terminar las
clases y la ciudad está repleta de estudiantes que vuelven a casa. Vemos
algunos autobuses y uno o dos coches. Los coches se consideran amuletos de la
suerte. Cuando pasan, la gente extiende la mano para rozar la capota brillante
o las relucientes ventanillas, que se cubren constantemente de huellas
dactilares.
Hana y yo comemos juntas, comentando los cotilleos del día. No hablamos de
la chapuza de las evaluaciones de ayer, ni de los rumores sobre inválidos. Hay
demasiada gente alrededor. En vez de eso, ella me cuenta su examen de Ética, y
yo le cuento la pelea de Cora Dervish con Minna Wilkinson. Hablamos también de
Willow Marks, que no ha venido a clase desde el miércoles pasado. Corre el
rumor de los reguladores la encontraron en el parque Deering Oaks después del
toque de queda. Con un chico.
Llevamos años oyendo rumores similares sobre ella. Es la típica persona
sobre la que la gente hablar. Tiene el pelo rubio, pero siempre se está
añadiendo reflejos con rotuladores. Recuerdo que una vez, durante una excursión
a un museo en primero de Secundaria, pasamos junto a un grupo de chicos de la
Preparatoria Spencer y ella comentó, tan alto que podía haberla oído cualquiera
de nuestras monitoras: «Me gustaría besar en la boca a algunos de ellos». Al
parecer, en décimo la pillaron con un chico y solo le pusieron una advertencia
porque no mostraba síntomas de deliria.
De vez en cuando, la gente comete errores, es biológico, es una consecuencia
del mismo tipo de desequilibrios químicos y hormonales que a veces conducen al
antinaturalismo: chicos que se sienten atraídos por chicos y chicas que se
sienten atraídas por chicas. Estos impulsos también se anulan con la cura.
Pero esta vez, al parecer, va en serio, y Hana suelta la bomba justo cuando
giramos hacia Center. El señor y la señora Marks han accedido a adelantar la
fecha de operación de su hija nada menos que seis meses. ¡Se va a perder el día
de la graduación!
—¿Seis meses? —repito.
Llevamos veinte minutos corriendo a buen ritmo, así que no estoy segura de
si el pesado de mi corazón es resultado del ejercicio o de la noticia. Siento
que me falta el aliento más de lo que debería, como sí tuviera a alguien
sentado sobre el pecho.
—¿No es peligroso? —pregunto.
Hana vuelve la cabeza hacía la derecha, señalaron un callejón.
—Ya se ha hecho antes.
—Sí, pero no con éxito. ¿Qué pasa con los efectos secundarios? Problemas
mentales, ceguera…
Hay muchas razones por las que los científicos no permiten que nadie menor
de dieciocho años sea intervenido, pero la más poderosa es que no parece
funcionar igual de bien. En los peores casos, puede causar todo tipo de
problemas. Los especialistas manejan la hipótesis de que, antes de esa edad, el
cerebro y sus recorridos neurológicos son aún demasiado plásticos; posiblemente
estén todavía en proceso de formación. La verdad es que cuanto mayor seas en el
momento de ser operado, mejor, pero a la mayoría de la gente se le programa la
intervención lo más cerca posible de la fecha de su dieciocho cumpleaños.
—Supongo que habrán pensando que vale la pena correr el riesgo —comenta
Hana—. Mejor que la alternativa, ¿sabes?; «Deliria
nerviosa de amor. La más mortal de todas las armas mortales».
Este es el slogan que está escrito en todos los folletos de salud mental
que se han escrito sobre los deliria. Hana lo repite con voz carente de
entonación que me produce un nudo en el estómago. El desastre de ayer me ha
hecho olvidar el comentario que hizo antes de la evaluación. Pero en este
momento me acuerdo y me viene a la mente el aspecto tan raro que tenía Hana,
con los ojos nublados e inescrutables.
—Venga —noto cierta tensión en los pulmones, y se me está formando un
calambre en el muslo izquierdo. La única forma de superarlo es correr más
rápido—. Vamos a darle un poco más fuerte, Babosa.
—¡Dale caña!
Su rostro se ilumina con una sonrisa y ambas incrementamos la velocidad. El
dolor en los pulmones se hincha y florece hasta que se extiende por todas
partes, desgarrando cada una de mis células y mis músculos. El calambre de la
pierna me hace torcer el gesto cada vez que el talón toca el suelo. Siempre es
así en los kilómetros cuatro y cinco, como si todo el estrés, la ansiedad, la
irritación y el miedo se transformaran en pequeños pinchazos de aguja;
entonces, apenas consigo respirar y no soy capaz de pensar en otra cosa que no
sea: «No puedo. No puedo. No puedo».
Y luego, igual de repentinamente, se pasa. Todo el dolor desaparece, el
calambre se disipa, el puño libera mi pecho y logro respirar sin dificultad. Al
momento me burbujea dentro una sensación de felicidad total, la sensación
tangible del suelo bajo mis pies, la sencillez del movimiento, que explota
desde mis talones empujando hacia adelante en el tiempo y en el espacio, libre,
liberada. Echo un vistazo a Hana. Por su expresión puedo ver que ella también
lo siente. Ha conseguido atravesar el muro.
Nota que la miro, vuelve la cabeza con la coleta rubia dibujando un arco
brillante, y levanta el pulgar como signo de complicidad.
Es extraño cuando corremos, me siento más cerca que nunca de ella. Incluso
cuando no hablamos, es como si hubiera una cuerda invisible que nos mantuviera
atadas acompasando nuestros ritmos respectivos, nuestros brazos y piernas, como
si respondiéramos al mismo toque de tambor. Cada vez más a menudo pienso que
esto, también, cambiará después de la operación. Ella se refugiará en el West
End y se hará amiga de sus vecinos, más ricos y sofisticados que yo. Yo me
quedaré en algún apartamento cutre de Cumberland, y no la echaré de menos ni
recordaré lo que era correr a su lado. Me han advertido de que, después de mi
intervención, quizá ni siquiera me guste correr. Otro efecto secundario de la
cura. La gente a menudo cambia de hábitos, pierde interés por sus antiguas
aficiones y por las cosas que antes les proporcionaban placer.
«Los curados, incapaces de sentir un deseo intenso, se libran así tanto del
dolor recordado como del futuro» (Manual
de FSS, «Después de la intervención», p. 132).
El mundo gira a nuestro alrededor, la gente y las calles son una larga
cinta extendida de color y sonido. Pasamos por Saint Vincent, el colegio de
chicos más grande de la ciudad. Media docena de chavales están fuera jugando al
baloncesto, pasándose la pelota perezosamente, llamándose unos a otros. No se
entiende lo que dicen: es una serie inconexa de gritos, órdenes y breves
estallidos de risa; el ruido típico de los grupos de chicos, siempre que se los
oye desde detrás de una esquina, desde el otro lado de la calle o desde lejos
en la playa. Es como si tuvieran un lenguaje propio, y por milésima vez vuelvo
a pensar en lo contenta que estoy de que las políticas de segregación nos
mantengan separados la mayor parte del tiempo.
Cuando pasamos por su lado, noto una pausa momentánea, una fracción de
segundo en que todos los ojos se alzan y se vuelven en nuestra dirección. Me da
demasiada vergüenza mirar. Todo mi cuerpo se pone al rojo vivo, como si me
hubiera metido de cabeza en un horno. Pero un instante después, noto que sus
miradas pasan por encima de mí para detenerse en Hana. Su cabello rubio
resplandece a mi lado como una moneda al sol.
El dolor va volviendo a mis piernas y se concreta en una fuerte sensación
de pesadez, pero me obligo a seguir mientras doblamos la esquina de Commercial
Street y dejamos atrás el colegio. Noto que Hana hace un esfuerzo por
mantenerse a mi altura.
—Te echo una carrera —digo en un jadeo mientras me vuelvo hacia ella.
Pero cuando se abalanza impulsándose con los brazos y casi me adelanta, yo
bajo la cabeza y muevo las piernas lo más rápido que puedo tratando de que me
entre aire en los pulmones, que luchan contra el grito de los músculos y se
encogen hasta hacerse del tamaño de un guisante. La negrura mordisquea los
bordes de mi campo de visión y lo único que puedo ver es la alambrada de tela
metálica que se alza de pronto ante nosotras bloqueándonos el paso. En ese
momento, extiendo la pierna y le doy un golpe tan fuerte que la hago temblar.
—¡He ganado! —grito dándome la vuelta.
Hana llega un segundo después, intentando recuperar el aliento. Ambas nos
reímos, nos entra hipo y respiramos a grandes bocanadas mientras caminamos en
círculos, intentando recuperarnos.
Cuando por fin puede volver a respirar con normalidad, Hana se endereza
riendo.
—Te he dejado ganar —bromea como siempre. Yo le echo grava con el pie, pero
ella la esquiva y prosigue—: ¡Que no se te olvide!
El pelo se me ha salido de la coleta y lo saco de la goma, bajando la
cabeza para que me dé el viento en el cuello. Me cae el sudor a los ojos.
Escuece.
—Te queda bien ese look.
Hana me empuja suavemente y yo tropiezo hacia un lado, al tiempo que
levanto la cabeza para devolverle el golpe.
Ella me esquiva. Hay un hueco en la alambrada que marca el comienzo de una
estrecha vía de servicio. Está bloqueada con una cancela baja de metal. Hana la
salta y me hace un gesto para que la siga. La verdad es que no me había dado
cuenta de dónde estábamos. El sendero discurre por un aparcamiento, un bosque
de contenedores industriales de basura y naves de almacenamiento: Más allá se
ve una fila de edificios cuadrados blancos como dientes gigantes, que me
resulta familiar. Esta debe ser una de las entradas laterales al complejo de
los laboratorios. Ahora veo que la verja está coronada de alambre con letreros
que dicen: PROPIEDAD PRIVADA, PROHIBIDO EL PASO, SOLO PERSONAL AUTORIZADO.
—Me parece que no debemos —empiezo a decir, pero Hana me corta.
—¡Venga! —me grita—. ¡Atrévete!
Hago un rápido recorrido visual por el aparcamiento que está más allá de la
puerta y por el camino a nuestra espalda. No hay nadie. En la garita que está
justo al otro lado de la entrada tampoco hay guardia. Me inclino y miro dentro:
un bocadillo a medio comer apoyado en papel encerado y un montón de libros
apilados en desorden sobre una mesa pequeña. Junto a ellos, una vieja radio que
interrumpe el silencio con chisporroteos de interferencias y fragmentos de
música. No veo cámaras de seguridad, aunque seguro que hay alguna. Todos los
edificios gubernamentales están vigilados. Vacilo un segundo más, luego paso
por encima de la verja y alcanzo a Hana. Sus ojos brillan de excitación y me
doy cuenta de que este era su plan, este era su destino desde el principio.
—Así debieron de entrar los inválidos —comenta jadeando apresuradamente,
como si lleváramos todo el rato hablando del drama de ayer—. ¿No crees?
—No parece demasiado difícil.
Intento que mi voz suene natural, pero todo el asunto me inquieta: la vía
de servicio y el aparcamiento desiertos brillando al sol, los contenedores
azules y los cables eléctricos que zigzaguean por el cielo, los blancos y
relucientes tejados inclinados de los laboratorios. Todo está en silencio y muy
tranquilo, casi congelado, como están las cosas en un sueño o justo antes de
una gran tormenta. No quiero decírselo a Hana, pero daría casi cualquier cosa
por volver al Puerto Viejo, al complicado nido de calles y tiendas conocidas.
Aunque no hay nadie, me da la impresión de que nos vigilan. Es peor que la
sensación habitual de ser observada en la escuela, en la calle e incluso en
casa, midiendo lo que uno dice y hace, esa sensación de ahogo y bloqueo a la
que todo el mundo acaba acostumbrándose.
—Sí —Hana le da un puntapié al camino de tierra. Se levanta una columna de
polvo que se asienta lentamente—. Bastante cutre la seguridad para una
instalación medica.
—Sería bastante cutre hasta para un minizoo.
—Me molesta que digas eso.
La voz viene de atrás, y Hana y yo nos sobresaltamos.
Me vuelvo. El mundo parece detenerse un instante.
A nuestra espalda hay un chico con los brazos cruzados y la cabeza ladeada.
Un chico con la piel color caramelo y el pelo castaño dorado, como hojas de
otoño que se preparan para caer del árbol.
Es él. Es el chico de ayer, el de la terraza de observación. El inválido.
Solo que no es uno de los inválidos, evidentemente. Lleva una camisa azul
de manga corta con vaqueros, y una identificación gubernamental plastificada
sujeta al cuello de la camisa.
—Me voy dos minutos para rellenarla —señala la botella de agua que lleva—,
vuelvo y me encuentro un allanamiento en toda regla.
Me siento tan confundida que no puedo moverme, ni hablar ni hacer nada.
Hana debe de pensar que estoy asustada, porque interviene rápidamente:
—No es un allanamiento. No estábamos haciendo nada. Solo estábamos
corriendo y… eh, nos hemos perdido.
El chico cruza los brazos sobre el pecho, balanceándose sobre los talones.
—No habéis visto los letreros de fuera, ¿no? ¿Los que dicen «Prohibido el
paso», «Solo Personal Autorizado»?
Hana aparta la mirada. Ella también está nerviosa. Lo noto. Tiene mil veces
más confianza en sí misma de la que tengo yo, pero ninguna de las dos está
acostumbrada a entrar en un lugar prohibido, donde cualquiera pueda vernos, ni
a hablar con un chico, un chico que encima es guardia. Incluso Hana se da
cuenta de que el guardia en cuestión tiene elementos más que suficientes para
detenernos.
—Debe de ser que no los hemos visto —musita.
—Ajá —dice él arqueando las cejas. Está claro que no nos cree, pero al
menos no parece enfadado—. Pasan bastante desapercibidos. Solo hay unas cuantas
docenas. Está claro que es fácil no darse cuenta.
Aparta la vista por un segundo, entrecerrando los ojos y me da la sensación
de que está haciendo esfuerzos para no reírse. No se parece a ningún otro
guardia, al menos no a los típicos que se ven en la frontera y por toda la
ciudad: gordos, viejos y ceñudos. Pienso en lo segura que estaba ayer de que
venía de la Tierra Salvaje, la certeza tangible que sentí en el fondo de mi
corazón.
Obviamente estaba equivocada. Cuando vuelve la cabeza veo la señal
inconfundible de un curado: la marca de la operación, una cicatriz con tres
patas justo detrás del oído izquierdo. Los científicos insertan ahí una aguja
especial de tres puntas que se usa exclusivamente para inmovilizar al paciente
de modo que se le pueda efectuar la cura. La gente presume de sus cicatrices
como si fueran medallas al valor: casi no se ven personas curadas con el pelo
largo, y las mujeres que no se lo cortan del todo, procuran llevarlo recogido.
Se me quita el miedo. Hablar con un curado no es ilegal. No se aplican las
reglas de segregación.
No estoy segura de si me ha reconocido o no. Si lo ha hecho, no lo
manifiesta. No puedo soportarlo más.
—Tú… yo te vi a ti —exploto, pero no soy capaz de completar la frase: «Yo
te vi ayer».
«Tú me guiñaste el ojo».
Hana parece sorprendida.
—¿Ya os conocéis?
Me mira sorprendida. Sabe que yo jamás he intercambiado más de dos palabras
con un chico: un escueto «disculpa» por la calle o un breve «perdón por haberte
pisado» cuando tropiezo con alguien. Se supone que las chicas no debemos tener
más que un mínimo contacto con chicos incurados que no sean de nuestra familia.
Incluso cuando están curados, casi no hay necesidad o excusa para ello, a menos
que se trate de un médico, un maestro o alguien así.
Él se vuelve a mirarme. Su rostro tiene un aspecto totalmente sereno y
profesional, pero podría jurar que veo un destello en sus ojos, una mirada de
diversión o de placer.
—No —contesta suavemente—. Nunca nos hemos visto. Estoy seguro de que me
acordaría.
Vuelve ese brillo a sus ojos. ¿Se está riendo de mí?
—Yo me llamo Hana —dice Hana—. Y ella es Lena.
Me da un codazo. Sé que debo de parecer un pez, ahí de pie con la boca
abierta, pero me siento demasiado indignada para hablar. Está mintiendo. Sé que
es el chico que vi ayer, me apuesto el cuello.
—Yo soy Álex. Encantado —mantiene sus ojos en mí mientras Hana y él se
estrechan la mano; luego me la ofrece—. Lena —comenta pensativamente—, nunca
había oído ese nombre.
Yo vacilo. Estrechar la mano de alguien siempre me hace sentir torpe, como
si estuviera jugando a disfrazarme con ropas de adulto que me quedan demasiado
grandes. Además, nunca he tocado a un desconocido. Pero él sigue ahí con la
mano extendida, así que un segundo después alargo la mía y se la estrecho. En
el momento en que nos tocamos, siento una descarga eléctrica y me retiro
rápidamente.
—Es una abreviación de Magdalena —explico.
—Magdalena —Álex inclina levemente la cabeza hacia atrás, mirándome con los
ojos entrecerrados—. Bonito nombre.
Me distrae por un momento la forma en que pronuncia mi nombre. En sus
labios suena musical, no desmañado y anguloso como siempre lo han hecho sonar
los maestros. Sus ojos son de un color ambarino cálido, y cuando le miro me
llega el recuerdo repentino y centelleante de mi madre echando sirope sobre un
montón de tortitas. Aparto la mirada: me siento avergonzada, como si de algún
modo él fuera el responsable de desenterrar ese recuerdo, como si hubiera extendido
su mano hasta mi interior y me lo hubiera arrancado. La vergüenza me hace
sentir enfadada y continúo:
—Yo sí te conozco. Ayer te vi en los laboratorios. Estabas en la plataforma
de observación, mirando, mirándolo todo.
De nuevo, me falta el valor y no puntualizo: «Mirándome a mí».
Noto que Hana clava los ojos en mí, pero la ignoro. Debe de estar furiosa
porque no le he contado nada de todo esto.
La expresión de Álex sigue inmutable. No pestañea y no deja de sonreír ni
siquiera durante una fracción de segundo.
—Supongo que me has confundido con otra persona. A los guardias no se les
permite la entrada en los laboratorios durante las evaluaciones. Y menos a los
que trabajamos a tiempo parcial.
Durante un segundo más nos quedamos así, mirándonos el uno al otro. Ahora
sé que está mintiendo, y esa sonrisa espontánea y perezosa me da ganas de
extender la mano y darle una bofetada. Aprieto los puños y respiro hondo,
obligándome a mantener la calma. No soy una persona violenta. No sé por qué
estoy tan indignada.
Hana interviene, rompiendo la tensión:
—¿Así que eso es todo? ¿Un guardia a tiempo parcial y algunos letreros de
«Prohibido el paso»?
Álex sigue mirándome medio segundo más. Luego se vuelve hacia Hana como si
la viera por primera vez.;
—¿A qué te refieres?
—Yo pensaba que los laboratorios estarían mejor protegidos, eso es todo. Da
la sensación de que no sería demasiado difícil allanar este lugar.
Álex arquea las cejas.
—¿Estás pensando en intentarlo?
Hana se queda inmóvil y a mí se me hiela la sangre. Ha ido demasiado lejos.
Si Álex nos denuncia como posibles simpatizantes o como alborotadoras, o como
lo que sea, nos esperan meses y meses de ser vigiladas e investigadas. Y ya nos
podemos despedir de nuestra oportunidad de aprobar la evaluación con notas decentes.
Visualizo una vida entera sintiendo náuseas al observar cómo Andrew Marcus se
saca mocos de la nariz con la uña del pulgar.
Álex debe de notar nuestro miedo, porque alza las manos.
—Tranquilas, estaba bromeando. No parecéis precisamente terroristas.
Entonces me doy cuenta de lo ridículas que debemos de estar con los
pantalones cortos de correr, las camisetas sudadas y las zapatillas neón.
Bueno, por lo menos yo; Hana parece una modelo de ropa deportiva. Una vez más,
noto que me voy a sonrojar y siento una ataque de irritación. No me extraña que
los reguladores decidieran que había que mantener separados a chicos y chicas.
Habría sido una pesadilla esta mezcla permanente de sentimientos: enfadada y
cohibida, confusa e irritada.
—En cualquier caso, esta es solo la zona de descarga para mercancías y esas
cosas —Álex señala más allá de la línea de naves de almacenamiento—. La
seguridad de verdad empieza más cerca de las instalaciones. Guardias a tiempo
completo, cámaras, vallas electrificadas. De todo.
Hana no me mira, pero cuando habla puedo oír la excitación en su voz.
—¿La zona de descarga? O sea, ¿dónde llegan los pedidos?
Empiezo a rezar mentalmente: «No menciones a los inválidos».
—Eso es.
Hana baila en el sitio, desplazando el peso desde atrás hacia delante. Yo
intento lanzarle una mirada de advertencia, pero ella evita mis ojos.
—Entonces, ¿aquí es donde llegan los camiones? ¿Con equipo médico y… otras
cosas?
—Exactamente.
Una vez más tengo la sensación de que hay un destello en lo profundo de sus
ojos, aunque el resto de su cara permanece totalmente natural. No confío en él,
pienso, y de nuevo me pregunto por qué habrá mentido sobre su presencia ayer en
los laboratorios. Quizá es solo porque está prohibido, como ha dicho. Tal vez
se estaba riendo en lugar de intentar ayudar.
Y, por otro lado, puede que realmente no me recuerde. Solo nos miramos unos
segundos, y estoy segura de que para él yo no fui más que una cara indistinta,
del montón, fácil de olvidar. No tengo una cara bonita. Ni fea tampoco. Simplemente
normal, como otras mil caras que puedes ver por la calle.
Él, por el contrario, no es en absoluto del montón. Es una locura que yo
esté hablando abiertamente con un muchacho desconocido, aunque esté curado. La
cabeza me da vueltas, pero mi vista adquiere una agudeza extraordinaria, así
que me fijo en todo con gran detalle. Observo la forma en que un mechón de pelo
se riza en torno a su cicatriz, como si fuera un marco; noto sus manos anchas y
morenas, la blancura de sus dientes y la perfecta simetría de su rostro. Sus
vaqueros están gastados y los lleva por las caderas, sujetos con un cinturón;
los cordones de sus zapatillas son de color azul tinta, muy raros, como si los
hubiera pintado con rotulador.
¿Cuántos años tendrá? Parece de mí edad, pero debe de ser algo mayor, quizá
diecinueve. Me pregunto también —un pensamiento breve, pasajero— si ya habrá
sido emparejado. Por supuesto que lo habrán emparejado.
Me he quedado mirándolo sin querer y de repente él se vuelve hacia mí. Yo
bajo los ojos, sintiendo un terror rápido e irracional a que haya leído el
pensamiento.
—Me encantaría echar un vistazo —suelta Hana sin demasiada sutileza. Yo le
doy un pellizco cuando Álex se vuelve y ella pega un respingo y me mira con
aire culpable. Al menos no le está sometiendo a un cuestionario de tercer grado
sobre lo que sucedió ayer; eso sí que nos llevaría directas a la cárcel o, al
menos a un interrogatorio exhaustivo.
Álex lanza la botella de agua al aire y la recoge con la misma mano.
—No hay nada que ver, creedme. A menos que os guste los desechos
industriales. De eso si hay bastantes por aquí —hace un signo con la cabeza
indicando los contenedores—. Ah, y la mejor vista de la bahía que se puede
encontrar en toda la ciudad. Eso también lo tenemos.
—¿De veras? —Hana arruga la nariz, distraída por un momento de su misión
detectivesca.
Álex asiente, lanza la botella de nuevo y la recoge. Cuando el recipiente
recorre el aire formando un arco, el sol parpadea a través del agua como el
destello de una joya.
—Eso sí os lo puedo enseñar —dice—. Venid.
Todo lo que quiero es salir de aquí, pero Hana se me adelanta.
—¡Claro! —dice.
La sigo con desgana, maldiciendo en silencio su curiosidad y su obsesión
por todo lo relativo a los inválidos, prometiéndome no dejar que elija la ruta
para correr nunca más. Álex y ella van delante, y me llegan fragmentos aislados
de su conversación; él cuenta que va a la universidad, pero no pillo lo que
estudia; Hana le responde que nosotras estamos a punto de terminar el
instituto. Él comenta que tiene diecinueve años; ella que las dos cumpliremos
dieciocho dentro de unos meses. Por suerte, evita hablar del altercado en las
evaluaciones de ayer.
La vía de servicio conecta con otro sendero más estrecho que discurre
paralelo a la calle Fore, pero cortando por la empinada colina hacia el paseo
marítimo. Pasamos junto a largas naves metálicas de almacenamiento. El sol está
alto y cae de plano, sin misericordia. Tengo una sed enorme, pero cuando Álex
se vuelve y me ofrece un trago de su botella le digo que no, aunque demasiado
rápido y demasiado alto. La idea de poner mi boca donde ha estado la suya me
hace sentir ansiedad otra vez.
Cuando llegamos a la cima de la colina, jadeando un poco por el ascenso, la
bahía se despliega a nuestra derecha como un mapa gigantesco, un mundo
brillante y reluciente de azules y verdes. Hana sofoca un grito. Es realmente
una vista muy hermosa, perfecta y sin obstáculos. El cielo está lleno de
orondas nubes blancas que me recuerdan a almohadas de plumas. Las gaviotas describen
arcos perezosos sobre el agua, trayectorias de pájaros que se forman y se
deshacen en el cielo.
Hana se adelanta unos metros.
—Es sensacional. Precioso, ¿no? A pesar del tiempo que llevo viviendo aquí,
sigo sin acostumbrarme —se vuelve a mirarme—. Creo que esta es mi vista
favorita del océano; en mitad de la tarde, un día soleado y luminoso. Es como
una fotografía, ¿no te parece, Lena?
Estoy absolutamente relajada, disfrutando del viento que sopla en lo alto
de la colina, ese viento que me roza los brazos y las piernas y me produce una
sensación fresca y agradable.
La bahía está preciosa y el sol parpadea como un ojo en lo alto. Casi se me
ha olvidado que Álex está aquí. Se ha quedado rezagado justo detrás de
nosotras; desde que hemos llegado a la cima, no ha dicho ni una palabra. Por
eso, casi salgo volando del susto cuando se inclina hacia delante y me susurra
una sola palabra al oído: «Gris».
—¿Cómo?
Me doy la vuelta, con el corazón en un puño. Hana se ha vuelto a mirar el
agua y sigue diciendo que le gustaría tener aquí su cámara y que nunca se tiene
lo que se necesita de verdad. Álex está inclinado hacia mí, tan cerca que puedo
ver cada una de sus pestañas, como pinceladas perfectas en un retrato sobre
lienzo; en este momento, sus ojos bailan literalmente con la luz,
resplandeciendo como si estuvieran en llamas.
—¿Qué has dicho? —repito en una especia de graznido susurrado.
Se acerca un poco más y es como si las llamas saltaran de sus ojos y le
prendieran fuego a todo mi cuerpo. Nunca antes había estado tan cerca de un
chico. Siento como si me quisiera desmayar y echar a correr al mismo tiempo.
Pero no puedo moverme.
—He dicho que prefiero el océano cuando está gris. No exactamente gris. Un
color pálido, indefinido. Lo relaciono con la esperanza de que suceda algo
bueno.
Se acuerda. Estaba allí. El suelo desaparece bajo mis pies, como lo hace en
el sueño sobre mi madre. Lo único que puedo ver son sus ojos, las formas
cambiantes de sombra y luz que giran en ellos.
—Has mentido —consigo decir—. ¿Por qué has mentido?
No me contesta. Se aparta un poco y continúa hablando.
—Claro que es incluso más bello al atardecer. Sobre las ocho y media es
como si el sol estuviera ardiendo, especialmente en la ensenada de Back Cove.
Deberías verlo —hace una pausa y, aunque habla bajo y con tono natural, me
parece que quiere decirme algo importante—. Esta noche, probablemente va a ser
alucinante.
Mi cerebro se pone en marcha con dificultad, procesa lentamente sus
palabras, la forma en que hace hincapié en ciertos detalles. Luego, todo
encaja: me ha dado un lugar y una hora. Me está diciendo que me reúna con él.
—¿Me estás pidiendo que…? —empiezo a decir, pero justo en ese momento, Hana
se vuelve hacia mí y me coge del brazo.
—¡Se hace tarde! —exclama riendo—. Son más de las cinco. Tenemos que irnos.
Me
arrastra hacia atrás sin darme tiempo a responder ni a protestar. Cuando
consigo mirar por encima de su hombro para ver si Álex me hace algún tipo de
señal, ya no se le ve.
seis
Mamá, mamá, llévame a
casa. Estoy en el bosque y nadie me acompaña. Me encontré un hombre lobo, una
bestia malvada, me enseñó los dientes y fue directo a mis entrañas.
Mamá, mamá, llévame a
casa. Estoy en el bosque y nadie me acompaña. Me asaltó un vampiro, con su
pálida cara, me enseñó los dientes y fue directo a mi garganta.
Mama, mamá, llévame a la
cama. Estoy medio muerta y lejos de casa. Conocía un inválido y me cantó una
canción, me mostró su sonrisa y me arrancó el corazón.
«Una niña camina
hacia casa», Canciones infantiles y
cuentos tradicionales (edición de Cory Levinson)
Esa noche no puedo concentrarme. Al poner la mesa para la cena, sin querer
sirvo vino en la taza de zumo de Gracie y echo el zumo en la copa de vino de mi
tío y cuando estoy rallando queso, me raspo los nudillos tantas veces que al
final mi tía me echa de la cocina, diciendo que preferiría no comer piel como
aderezo de los raviolis. No puedo dejar de pensar en las palabras de Álex, en
los dibujos cambiantes de sus ojos, en la extraña complicidad de su cara
invitándome a quedar con él. «Sobre las ocho y media, el cielo parece estar en
llamas, especialmente en Back Cove. Deberías verlo…».
¿Es concebible, incluso remotamente posible, que me estuviera enviando un
mensaje? ¿Realmente me estaba pidiendo que quedara con él?
La idea me da vértigo.
No hago más que pensar, además, en esa única palabra, pronunciada en voz
baja y tranquila, directamente en mi oído: «Gris». Estuvo allí, me vio, me
recordaba. Se me acumulan tantas preguntas en el cerebro, que parece que una de
las famosas nieblas de Portland hubiera subido desde el océano y se hubiera
instalado en mi cabeza; me resulta imposible tener pensamientos normales o, al
menos, prácticos.
Al final, mi tía nota que me pasa algo. Justo antes de la cena, ayudo a Jenny
con sus deberes, como siempre, y le pregunto la tabla de multiplicar. Estamos
sentadas en el suelo del salón, que está pegado al «comedor» (un hueco en el
que a duras penas cabe una mesa y seis sillas); yo tengo su cuaderno en las
rodillas mientras le tomo la lección, pero mi mente está en piloto automático y
mis pensamientos se encuentran a miles de kilómetros de distancia. Para ser más
exactos, a cinco kilómetros, en el borde pantanoso de Back Cove. Conozco la
distancia exacta porque es un buen trayecto para hacer corriendo desde casa. En
este momento estoy calculando el tiempo que me llevaría llegar allí con la
bici, e inmediatamente me reprocho incluso el pensar en ello.
—¿Siete por ocho?
Jenny aprieta los labios.
—Cincuenta y seis.
—¿Nueve por seis?
—Cincuenta y dos.
Por otro lado, no hay ninguna ley que prohíba hablar con un curado. Los
curados son seguros. Pueden actuar como mentores o guías de los incurados.
Aunque Álex solo tiene un año más que yo, estamos separados, de forma total e
irrevocable, por la operación. Daría igual que fuera mi abuelo.
—¿Siete por once?
—Setenta y siete.
—Lena —mi tía ha salido de la cocina y está de pie detrás de Jenny.
Parpadeo dos veces, intentando concentrarme. Su cara está tensa de
preocupación—. ¿Te pasa algo?
—No —bajo la mirada rápidamente.
Odio que la tía me mire así, como si pudiera leer los peores recovecos de
mi alma. Me siento culpable solo por pensar en un chico, aunque esté curado. Si
se enterara, me advertiría: «Lena, ten cuidado. Acuérdate de lo que le sucedió
a tu madre». Diría: «Estas enfermedades pueden ser genéticas».
—¿Por qué? —pregunto.
Mantengo los ojos fijos en la moqueta gastada. Carol se inclina hacia
delante y coge el cuaderno de Jenny de mi regazo.
—Nueve por seis son cincuenta y cuatro —dice con su voz aguda y clara
mientras cierra el cuaderno de golpe—. No cincuenta y dos. Lena. Supongo que te
sabes las tablas de multiplicar.
Jenny me saca la lengua.
Me pongo colorada al darme cuenta del error.
—Perdón. Supongo que estoy un poco… distraída.
Hay una breve pausa. Los ojos de Carol no se apartan de mi nuca. Noto cómo
me queman. Siento que voy a gritar, o a llorar, o a confesar, si sigue
clavándome la mirada así.
Por fin suspira.
—Sigues pensando en las evaluaciones, ¿verdad?
Expulso el aire que he estado conteniendo y me desaparece del pecho la
carga de ansiedad.
—Sí, supongo que sí.
Me arriesgo a mirarla y ella me concede una sonrisa huidiza.
—Sé que estás disgustada por tener que volver a hacerla. Pero míralo de
esta manera: la próxima vez estarás aún mejor preparada.
Muevo la cabeza arriba y abajo e intento aparentar entusiasmo, a pesar de
que empieza a roerme un molesto sentimiento de culpa. No había pensado en las
evaluaciones desde esta mañana. Ni una sola vez.
—Sí, tienes razón.
—Venga, vamos. Hora de cenar.
La tía alarga el brazo y me pasa un dedo por la frente. Está fresco y me
resulta tranquilizador, pero es tan pasajero como una levísima brisa. Hace que
la culpa estalle con toda su fuerza, y en ese momento no puedo creer que se me
haya pasado por la cabeza ir a Back Cove. Sería un error garrafal, un completo
disparate. Me pongo de pie para ir a cenar sintiéndome limpia, liviana y feliz,
como la primera vez que te encuentras bien después de pasar varios días con
fiebre.
Pero durante la cena regresa mi curiosidad y, con ella, mis dudas. Apenas
puedo seguir la conversación. Todo lo que puedo pensar es: «¿Voy? ¿No voy?
¿Voy? ¿No voy?». En cierto momento, mi tío cuenta una historia sobre uno de sus
clientes y noto que todos ríen, así que me río yo también, pero es una risa
excesivamente aguda y dura demasiado. Todos se vuelven a mirarme, hasta Gracie,
que arruga la nariz e inclina la cabeza como un perro que ha olfateado algo
nuevo.
—¿Estás bien, Lena? —pregunta el tío, ajustándose las gafas como si
intentara enfocarme mejor—. Te noto un poco rara.
—Estoy bien —revuelvo los raviolis del plato. Normalmente me como medio
paquete yo sola (y me sobra sitio para el postre), sobre todo después haber
corrido un buen rato, pero hoy apenas he conseguido tragar unos bocados—. Un
poco estresada.
—Déjala en paz —dice la tía—. Está disgustada por lo de las evaluaciones.
No es que salieran exactamente como esperábamos.
Alza la vista hacia el tío e intercambian una rápida mirada. Siento una corriente
de nerviosismo. Es raro que se miren de esa forma, sin palabras pero diciéndose
tantas cosas. Normalmente, sus interacciones se limitan al intercambio de
historias sobre el trabajo en el caso del tío, o sobre los vecinos en el caso
de la tía, y a algún «¿qué hay para cenar?», «hay una gotera en el tejado»,
«bla, bla, bla». Creo que por primera vez van a decir algo sobre la Tierra
Salvaje y los inválidos. Pero inmediatamente, el tío sacude la cabeza.
—Es frecuente que haya ese tipo de confusiones —comenta pinchando raviolis
con el tenedor—. El otro día, sin ir más lejos, le pedí a Andrew que recolocara
tres cajas de zumo de naranja Vik’s, pero se equivocó con los códigos y ¿sabéis
lo que había? ¡Tres cajas de leche para bebés! Así que le dije: «Andrew…».
Desconecto otra vez, agradeciendo que el tío sea tan charlatán, y
satisfecha de que la tía se haya puesto de mi lado. Lo único bueno de ser un
poco tímida es que nadie te molesta cuando quieres que te dejen en paz. Me
inclino hacia delante y echo una ojeada al reloj de la cocina. La siete y
media, y aún no hemos terminado de cenar. Luego tendré que ayudar a recoger y a
lavar los platos, que siempre se hace eterno. Como el lavaplatos consume
demasiada electricidad, hay que fregarlos a mano.
Fuera, el sol está veteado de oro y rosa. Parece el algodón dulce que hilan
en el puesto Sugar Shack del centro: todo brillo, hilos y color. Se avecina una
puesta de sol preciosa. En ese momento, la urgencia por irme es tan fuerte que
tengo que aferrarme a la silla para no salir corriendo.
Finalmente, decido dejar de agobiarme y que sea la suerte quien decida, o
la casualidad, o como queramos llamarlo. Si terminamos de comer y consigo
fregar los cacharros a tiempo para ir a la ensenada, iré. Si no, me quedaré. En
cuanto tomo la decisión, me siento mil veces mejor e incluso consigo tragar
otros pocos bocados de pasta antes de que a Jenny (milagro de milagros) le dé
un súbito ataque de velocidad y vacíe su plato. Entonces, mi tía dice que puedo
recoger la mesa cuando quiera.
Me pongo de pie y empiezo a apilar los platos. Son casi las ocho. Incluso
si pudiera lavarlos todos en un cuarto de hora, y eso es mucho decir,
resultaría difícil llegar a la playa a las ocho y media. Y, en todo caso,
imposible volver antes de las nueve, hora del toque de queda obligatorio para
incurados.
Y si me pillan por la calle después del toque de queda…
La verdad es que no sé lo que pasaría. Nunca he violado el toque de queda.
Justo cuando por fin he aceptado que no hay forma de llegar a la cala y
volver a tiempo, mi tía hace algo inesperado: según estoy haciendo ademán de
coger su plato, me detiene.
—Hoy friego yo, Lena —dice poniéndome una mano en el brazo. Igual que
antes, el contacto es fugaz y fresco como el viento.
Y sin pensar en las implicaciones de lo que voy a decir a continuación, lo
digo:
—La verdad es que tengo que pasarme un momento por casa de Hana.
—¿Ahora? —una expresión de alarma, ¿o de sospecha?, atraviesa su rostro—.
Son casi las ocho.
—Lo sé. Nosotras… Ella… ella tiene una guía de estudio que me iba a dejar.
Acabo de acordarme.
En ese momento, la expresión de sospecha —es claramente de sospecha— se
instala con franqueza en su rostro, haciendo que frunza las cejas y apriete los
labios.
—Pero si no compartís ninguna clase. Y, además, ya habéis acabado los
exámenes de reválida. ¿Cómo es que es tan importante?
—No es para clase —pongo los ojos en blanco intentando evocar la
despreocupación de Hana, aunque me sudan las manos y el corazón me salta
agitadamente en el pecho—. Es una guía con sugerencias para las evaluaciones.
Sabe que necesito prepararme más; ayer estuve a punto de fastidiarla.
De nuevo, la tía dirige una mirada breve al tío.
—El toque de queda comienza dentro de una hora —me dice—. Si te encuentran
por la calle después de las nueve…
Los nervios hacen que me salga el temperamento.
—Ya sé lo que es el toque de queda —estallo—. Me he pasado toda la vida
oyendo hablar del toque de queda.
En el momento en que las palabras salen de mi boca, me siento culpable y
bajo la vista para evitar la mirada de Carol. Nunca le he respondido mal,
siempre he intentado ser paciente, obediente y dispuesta. Trato de ser lo más
invisible que puedo, una niña buena que ayuda con los platos y con los niños
pequeños y hace sus deberes y escucha y mantiene la cabeza baja. Sé que tengo
una deuda con ella por habernos acogido a Rachel y a mí cuando murió mi madre.
Si no hubiera sido por ella, me estaría consumiendo en algún orfanato,
olvidada, sin instrucción, destinada probablemente a trabajar en algún matadero
limpiando entrañas de oveja, mierda de vaca o algo parecido. Como máximo, y con
mucha suerte, conseguiría trabajo en un servicio de limpieza.
Ninguna familia de acogida quiere adoptar a un niño cuyo pasado está
manchado por la enfermedad.
Ojalá pudiera leerle la mente. No tengo ni idea de lo que está pensando,
pero parece que me estudia, que analiza mi expresión. Pienso una y otra vez:
«No voy a hacer nada malo, es inofensivo. Estoy bien», y me limpio las manos en
la parte de atrás de los vaqueros, segura de que estoy dejando una marca de
sudor.
—No te entretengas —dice finalmente.
En cuanto termina de hablar, me doy la vuelta, subo las escaleras volando y
me cambio las sandalias por deportivas. Bajo a la misma velocidad y salgo
escopetada por la puerta. La tía apenas ha tenido tiempo de llevar los platos a
la cocina. Me grita algo cuando paso, pero yo ya estoy saliendo por la puerta
de la calle y no entiendo lo que dice. El reloj antiguo del cuarto de estar
empieza a dar la hora en cuanto la mosquitera se cierra a mis espaldas. Las
ocho en punto.
Le quito el candado a la bici y pedaleo por el sendero delantero hasta la
calle. Los pedales chirrean, gimen y se estremecen. Esta bici perteneció a
Marcia antes de ser mía y tiene al menos quince años; dejarla fuera todo el año
no ayuda a conservarla en muy buen estado.
Me dirijo rápidamente hacia la ensenada que, por suerte, queda colina
abajo. Las calles suelen estar bastante desiertas a estas horas. En general,
los curados están sentándose a cenar, o limpiando, o preparándose para
acostarse y dormir otra noche sin sueños; y todos los incurados están en casa o
de camino a ella, mirando nerviosamente cómo pasan los minutos hasta el toque
de queda de las nueve.
Las piernas me siguen doliendo por la carrera de hoy. Si consigo llegar a
tiempo a Back Cove y Álex está allí, me va a ver hecha un desastre, toda
sudorosa y sucia. Pero no dejo de avanzar. Ahora que estoy fuera de la casa,
aparto de mi mente todas las dudas y preguntas y me concentro en ir tan rápido
como me permiten los calambres de las piernas, pedaleando por las calles vacías
hacia la cala, tomando todos los atajos que se me ocurren. Mientras tanto,
contemplo cómo el sol desciende sin pausa hacia la línea dorada del horizonte.
Es como si el cielo, que tiene un brillante color azul eléctrico en este
momento, fuera agua, y la luz simplemente se estuviera hundiendo en su
interior.
Casi nunca salgo sola a estas horas, y me siento rara: me asusta y me
excita al mismo tiempo, como lo de hablar con Álex esta tarde. Es como si el
ojo giratorio que sé que está siempre vigilando se hubiera quedado ciego por
una fracción de segundo, como si la mano que te ha guiado toda tu vida
desapareciera de repente y te dejara libre para moverte en cualquier dirección.
Las luces chisporrotean en las ventanas a mí alrededor, casi todas velas o
farolillos. Este es un barrio pobre y todo está racionado, especialmente el gas
y la electricidad. A ratos, el sol queda oculto por las casas de cuatro o cinco
pisos, que se van haciendo más abundantes cuando giro hacia la calle Preble:
son edificios altos, oscuros, esbeltos, apretados unos con otros como si ya se
estuvieran preparando para el invierno, acurrucándose para conservar el calor.
La verdad es que no he pensado en lo que le voy a decir a Álex, y la idea de
estar a solas con él me abre de pronto un agujero en el estómago. Tengo que
aparcar la bici, detenerme y recobrar el aliento. El corazón me late
aceleradamente. Descanso un minuto y vuelvo a pedalear, pero ahora más
despacio. Me falta como kilómetro y medio, pero ya se ve la cala, centelleando
por la derecha. El sol vacila en el horizonte por encima de la masa oscura de
árboles. Quedan diez, quince minutos como máximo, para que se haga
completamente de noche.
Entonces, otra idea me golpea como un puño y me hace parar de nuevo: él no
va a estar allí. Llegaré demasiado tarde y se habrá ido. O quizá todo sea solo
una broma, o una trampa.
Me paso el brazo por el estómago, haciendo un esfuerzo para que los
raviolis se queden donde están, y vuelvo a coger velocidad.
Estoy tan concentrada en pedalear con un pie después del otro —derecho,
izquierdo, derecho, izquierdo— y en el tira y afloja mental con mi tracto
digestivo, que no oigo acercarse a los reguladores.
El semáforo de Baxter lleva siglos sin funcionar, y estoy a punto de
acelerar cuando de repente me deslumbra un muro de luz intensa: los haces de
una docena de linternas están centrados en mis ojos, así que me detengo
bruscamente derrapando un poco, alzo una mano para taparme la cara y casi salto
por delante del manillar, lo que, por cierto, habría sido un verdadero desastre
porque, con las prisas por salir de casa, se me ha olvidado coger el casco.
—Alto —grita uno de los reguladores, supongo que el jefe de la patrulla—.
Control de identidad.
Hay grupos de reguladores, tanto ciudadanos voluntarios como empleados del
gobierno, que patrullan la ciudad cada noche buscando a incurados que violen el
toque de queda, inspeccionando las calles y (si las cortinas están descorridas)
también las casas, para erradicar cualquier tipo de actividad no aprobada: dos
incurados que se estén tocando, o que paseen juntos por la noche, o incluso dos
curados dedicados a «actividades que puedan provocar la reaparición de los deliria después de la intervención»,
como darse demasiados besos y abrazos. Esto sucede raramente, pero sucede.
Los reguladores informan al gobierno y trabajan directamente con los científicos
de los laboratorios. Los reguladores fueron los que mandaron a mi madre a su
tercera operación: una noche, una patrulla que pasaba la vio llorando delante
de una foto, después de su segunda intervención fallida. Miraba un retrato de
mi padre, y se le había olvidado cerrar las cortinas del todo. A los pocos
días, estaba de vuelta en los laboratorios.
Suele ser fácil evitarlos. Habitualmente, se les puede oír a kilómetros de
distancia. Llevan walkie-talkies para
coordinarse con otras patrullas, y la interferencia de las radios al encenderse
y apagarse hace que suenen como si se acercara un enjambre gigante de
abejorros. Pero yo tenía la cabeza en otra cosa. Maldiciéndome mentalmente por
ser tan estúpida, saco la cartera del bolsillo de atrás. Al menos me he
acordado de cogerla. Es ilegal circular sin identificación en Portland. Lo
último que me apetecería es pasar la noche en la cárcel mientras las
autoridades competentes intentan comprobar mi identidad.
—Magdalena Ella Haloway —respondo, intentando mantener firme la voz,
mientras le paso mi identificación al regulador responsable.
Apenas puedo distinguir su cara tras la linterna, que me enfoca
directamente a los ojos obligándome a entrecerrarlos. Sé que es grande, pero es
todo lo que puedo distinguir. Alto, delgado, anguloso.
—Magdalena Ella Haloway —repite.
Coge mi carné y le da la vuelta para mirar mi código, el número que se
asigna a cada ciudadano de Estados Unidos. Los primeros tres dígitos
corresponden al estado; los tres siguientes, a la ciudad; los tres posteriores,
al grupo familiar; los cuatro últimos, a la persona.
—¿Y qué estás haciendo, Magdalena? El toque de queda comienza en menos de
cuarenta minutos.
Menos de cuarenta minutos. Eso quiere decir que son casi las ocho y media.
Muevo los pies, intentando por todos los medios no dejar traslucir mi
impaciencia. Muchos reguladores, en especial los voluntarios, son técnicos
urbanos mal pagados: limpiaventanas, lectores de contadores de gas o guardias
de seguridad.
Respiro hondo y procuro parecer lo más inocente posible.
—Quería hacer una carrera rápida hasta Back Cove —hago todo lo que puedo
por sonreír y por parecer medio tonta—. Me sentía hinchada después de cenar.
No tiene sentido mentir más de lo necesario. Solo conseguiría meterme en
líos.
El regulador jefe me examina, con la linterna alumbrándome directamente a
la cara y con mi identificación en la mano. Por un momento parece titubear y
estoy convencida de que me va a dejar ir, pero luego le pasa el carné a otro
regulador.
—Pásalo por el SVS, ¿vale? Asegúrate de que es válido.
Se me cae el alma a los pies. El SVS es el sistema de validación segura,
una red informática en la que se almacenan los datos de todos los ciudadanos
válidos, de todas y cada una de las personas del país. El sistema puede tardar
entre veinte y treinta minutos en encontrar la correspondencia del código de
identificación, según el número de personas que estén usando la red en ese
momento. No puede pensar en serio que he falsificado un carné de identidad,
pero me va a hacer perder un montón de tiempo mientras alguien lo comprueba.
Y entonces, milagrosamente, se alza una voz desde la parte de atrás del
grupo.
—Es válida, Gerry. La reconozco. Es cliente de la tienda. Vive en el 172 de
Cumberland.
Gerry se da la vuelta, bajando la linterna al hacerlo. Yo parpadeo hasta
que mis ojos se acostumbran de nuevo a ver con nitidez. Reconozco vagamente
algunas caras: la mujer que se ocupa de la tintorería del barrio y pasa las
tardes apoyada en la jamba de la puerta, comiendo chicle y escupiendo de vez en
cuando hacia la calle; el policía de tráfico que trabaja en el centro, cerca de
Franklin Arterial, uno de los pocos barrios de Portland que tiene coches
suficientes como para justificar la presencia de un agente; uno de los tipos
que recogen nuestra basura, y al fondo, Dev Howard, el dueño de la tienda
Quikmart que está poco más abajo de mi casa.
Normalmente, el tío trae a casa la mayor parte de los alimentos que
consumimos (las latas, la pasta y los embutidos) de su Stop-N-Save, una mezcla
de ultramarinos y delicatessen
situado en Munjoy Hill. Pero de vez en cuando, si necesitamos desesperadamente
papel higiénico o leche, yo me acerco corriendo al Quikmart. El señor Howard
siempre me ha producido escalofríos. Es muy flaco y tiene unos ojos negros de
párpados caídos que me recuerdan los de una rata. Pero esta noche me entran
ganas de darle un abrazo. Ni siquiera imaginaba que supiera mi nombre. Nunca me
ha dirigido la palabra, excepto para decir: «¿Eso es todo por hoy?», después de
anotarme las compras en la caja, mirándome desde debajo de la sombra espesa de
sus cejas. Tomo nota mentalmente para darle las gracias la próxima vez que lo
vea.
Gerry vacila durante una fracción de segundo más, pero me doy cuenta de que
los otros reguladores están empezando a impacientarse y mueven los pies,
ansiosos por continuar patrullando para encontrar a alguien a quien trincar.
Gerry lo debe de notar también, porque mueve la cabeza abruptamente hacia
mí.
—Pásale el carné.
El alivio hace que me den ganas de reír, y tengo que esforzarme por mostrar
un aspecto serio cuando cojo el documento y lo devuelvo a su lugar. Me tiemblan
las manos ligeramente. Estar cerca de los reguladores produce ese efecto en la
gente. Es extraño. Incluso cuando se muestran relativamente simpáticos, es
inevitable pensar en todas las historias que circulan por ahí sobre las
redadas, las palizas y las emboscadas.
—Ten cuidado. Magdalena —dice Gerry mientras monto de nuevo en la bici—.
Asegúrate de volver a casa antes del toque de queda —me vuelve a enfocar con la
linterna. Yo me llevo el brazo a los ojos para protegerlos—. Más vale que no te
metas en ningún jaleo.
Lo dice en tono ligero, aunque por un momento me parece oír algo duro por
debajo de sus palabras, un trasfondo de enfado o agresividad. Pero luego me
digo a mí misma que soy una paranoica. Hagan lo que hagan los reguladores,
existen para nuestra protección, por nuestro propio bien.
La patrulla se mueve en bloque en torno a mí, y durante unos segundos me
veo atrapada en una marea de hombros duros y chaquetas de algodón, colonia
extraña y olor a sudor. El sonido de los walkie-talkie
se desvanece a mí alrededor. Capto fragmentos de palabras y de avisos: «Calle
Market, una chica y un chico, posiblemente infectados, música no aprobada en St
Lawrence, parece que hay gente bailando…». Me empujan a un lado y a otro contra
brazos, pechos y codos, hasta que por fin el grupo pasa y quedo libre de nuevo.
Me quedo sola en la calle, escuchando cómo los pasos de los reguladores se hacen
más distantes a mis espaldas. Espero hasta que ya no me llega el rumor de las
radios ni el ruido de sus botas golpeando el pavimento.
Luego salgo disparada, notando de nuevo la excitación en mi pecho, esa
mezcla de alegría y libertad. No puedo creer lo fácil que ha sido salir de
casa. Nunca había intentado mentirle a mi tía, nunca supe que fuera capaz de
mentir en general, y cuando pienso en lo cerca que he estado de ser interrogada
por los reguladores durante horas, deseo dar saltos en el aire con los puños en
alto. Esta noche, el mundo entero está de mi parte. Y me faltan solo unos
minutos para llegar a Back Cove. Mi corazón recupera su ritmo mientras me
imagino deslizándome por la colina cubierta de hierba, frente a un Álex
enmarcado por los últimos rayos de sol. Se me viene a la cabeza esa única
palabra susurrada en mi oído: «Gris».
Bajo a toda pastilla por Baxter, que desciende en curva durante el último
kilómetro y pico antes de llegar a la ensenada. Luego me detengo de repente.
Los edificios han ido quedando atrás para dar paso a casetas destartaladas,
dispersas a ambos lados del camino abandonado y lleno de grietas. Más allá, una
breve franja de malas hierbas desciende hacia la cala. El agua es un espejo
enorme, bordeado del rosa y oro del cielo. En ese único momento resplandeciente
en que doy la vuelta a la curva, el sol, sobre el borde del horizonte como un
sólido arco dorado, lanza sus últimos rayos de luz titilantes, haciendo añicos
la oscuridad del agua, y lo vuelve todo blanco durante una milésima de segundo.
Luego cae, se hunde, arrastrando consigo el rosa y el rojo y el morado. El
color se desangra en un instante y todo se queda oscuro.
Álex tiene razón. Ha sido bellísimo, una de las mejores puestas de sol que
he visto nunca.
Por un instante, no puedo hacer otra cosa que no sea quedarme quieta
respirando con dificultad, con la mirada perdida. Luego se apodera de mí una
especie de insensibilidad. He llegado demasiado tarde. Los reguladores debían
de llevar el reloj atrasado. Deben de ser las ocho y media en este momento.
Incluso si Álex decide esperarme en algún punto del largo bucle de la ensenada,
no tengo ninguna posibilidad de encontrarlo y volver a casa antes del toque de
queda.
Me pican los ojos y el mundo se vuelve acuoso, los colores y las formas se
mezclan y se confunden. Durante un segundo me parece que estoy llorando y me
sorprende tanto que me olvido de todo, me olvido de mi decepción y de mi
frustración, me olvido de Álex de pie en la playa, y del brillo cobrizo de su
pelo cuando capta los últimos rayos del sol. No puedo recordar la última vez
que lloré. Hace años. Me limpio los ojos con el dorso de la mano y la vista se
me agudiza de nuevo. Es solo sudor, me doy cuenta aliviada, estoy sudando, y se
me ha metido en los ojos. De todos modos, ese sentimiento plomizo de agobio no
encuentra la forma de salir de mi estómago.
Me quedo en ese lugar durante algunos minutos, subida a la bici, apretando
fuerte el manillar hasta que me noto más calmada. Por un lado me gustaría
decir: «A la mierda», y largarme, tirar colina abajo con las piernas
extendidas, volar hacia el agua con el viento revolviéndome el cabello. «A la
mierda el toque de queda, a la mierda los reguladores, a la mierda todo». Pero
no puedo, no podría, no podría jamás. No tengo elección. Tengo que volver a
casa.
Doy la vuelta con la bici torpemente y comienzo el regreso calle arriba.
Ahora que se han disipado la adrenalina y el nerviosismo, siento como si mis
piernas fueran de acero, y me encuentro jadeando antes de recorrer el primer
medio kilómetro. Esta vez tengo cuidado de mantenerme alerta para eludir a los
reguladores, a la policía y a las patrullas.
De camino a casa, me doy cuenta de que quizá sea lo mejor. Debo de estar
loca, dando vueltas a toda pastilla en la semioscuridad solo para reunirme con
no sé qué chico en la playa. Además, todo ha quedado explicado: trabaja en los
laboratorios, probablemente se coló el día de la evaluación por alguna razón
completamente inocente, para usar el baño o rellenar su botella de agua.
De hecho, lo más probable es que yo me lo haya imaginado todo: el mensaje,
la cita… Seguro que él está en su apartamento estudiando para sus clases.
Seguro que ya se ha olvidado de las dos chicas a las que ha conocido hoy en el
complejo de los laboratorios. Seguro que solo estaba siendo amable, manteniendo
una conversación sin importancia.
«Es mejor así». Pero por muchas veces que me lo repita, el extraño
sentimiento de vacío en el estómago no se va. Y por ridículo que sea, no puedo
quitarme de la cabeza la sensación persistente e incómoda de que algo se me
escapa, o se me ha olvidado, o quizá lo he perdido para siempre…
siete
De todos los sistemas del
cuerpo (el neurológico, el cognitivo, el sensorial…), el aparato cardiológico
es el más sensible y el que se altera más fácilmente. El papel de la sociedad
debe ser el de proteger estos aparatos de la infección y del deterioro, pues de
otro modo el futuro de la raza humana estaría en peligro. Como una fruta de
verano a la que se protege de la invasión de los insectos o de los golpes y se
evita que se pudra con las técnicas de la agricultura moderna; así se debe
proteger al corazón.
«Papel y propósito
de la sociedad», Manual de FSS
A mí me pusieron el nombre por María Magdalena, que se podría decir que
murió de amor: «Tan infectada de deliria
que, violando de forma flagrante los pactos de la sociedad, se enamoró de
hombres que no la aceptaban o que no podían mantenerla» (Libro de las lamentaciones, María, 13:1).
Todo esto nos lo enseñan en la clase de Ciencia Bíblica.
Su corazón fue primero para Juan, luego para Mateo, después para Jeremías y
Pedro y Judas, y entre medios muchos otros sin nombre. Su último amor, según
dicen, fue el más intenso: un hombre llamado José, que llevaba soltero toda su
vida y que la encontró en la calle, deshecha, llena de cardenales y medio
enloquecida por los deliria. Hay
cierto desacuerdo sobre qué tipo de hombre era, si era virtuoso o si alguna vez
había sucumbido a la enfermedad, pero en cualquier caso la trató bien. La cuidó
hasta que parecía restablecida y trató de llevarle la paz.
Pero era demasiado tarde. Ella estaba atormentada por su pasado,
atormentada por los amores perdidos, desperdiciados y heridos, por el mal que
había infligido a otros y el que los demás le habían infligido a ella. Apenas
podía comer, lloraba todo el día, y se aferró a José rogándole que nunca la
dejara; sin embargo, no pudo encontrar consuelo en la bondad de aquel hombre.
Una mañana se despertó y él se había ido, sin decir una palabra ni darle
una explicación. Este último abandono quebró su espíritu definitivamente y
Magdalena se desplomó, mientras le rogaba a Dios que la librara de aquel
tormento.
Él escuchó sus plegarias y, en su infinita misericordia, la liberó de la
maldición de los deliria, con la que
todos los humanos han tenido que cargar como castigo por el pecado original de
Adán y Eva. De alguna forma, María Magdalena fue la primera curada.
«Y así, tras años de dolor
y tribulaciones, ella caminó por la senda de la virtud y de la paz hasta el fin
de sus días» (Libro de las lamentaciones. María, 13:1).
Siempre he pensado que era extraño que mi madre me pusiera el nombre de
Magdalena. Ella ni siquiera creía en la cura. De hecho, ese era su problema. Y
el Libro de las lamentaciones trata
en su totalidad de los peligros de los deliria.
Le he dado muchas vueltas y, finalmente, tengo la impresión de que, a pesar de
todo, mi madre era consciente de su equivocación, de que la intervención, la
cura, era la mejor solución. Pienso que incluso sabía lo que iba a suceder.
Creo que mi nombre fue su último regalo para mí, una especie de mensaje.
De alguna manera me pedía perdón, estaba tratando de decirme: «Algún día te
librarán de este dolor».
¿Lo ves? A pesar de lo que todo el mundo dice, a pesar de todo, yo sé que
ella no era mala.
Las siguientes dos semanas son las más ajetreadas de mi vida. El verano
estalla en Portland. A comienzos de junio, el calor ya estaba aquí, pero no el
colorido propio de la estación: los verdes seguían siendo pálidos y
provisionales y por las mañanas hacía un fresco cortante. Pero en la última
semana de clase todo es una explosión de color: magníficos cielos azules,
tormentas moradas, noches color tinta y flores rojas tan intensas como gotas de
sangre. Cada día después de clase hay una asamblea, una ceremonia o una fiesta
de graduación a la que ir. A Hana la invitan a todas. A mí me invitan a la
mayoría, lo que no deja de sorprenderme.
Harlowe Davis, que vive con Hana en el West End y cuyo padre trabaja en
algo del gobierno, me invita a una «pequeña fiesta de despedida». Creía que ni
siquiera sabía mi nombre; cuando habla con Hana, sus ojos siempre me pasan por
encima, como si no valiera la pena detener la mirada sobre mí. De todas formas
voy. Siempre he sentido curiosidad por conocer su casa, y resulta ser tan
espectacular como la imaginaba. Su familia tiene coche, y electrodomésticos por
todas partes que, obviamente, se usan a diario: lavadoras y secadoras, y
enormes arañas con docenas y docenas de bombillas. Harlowe ha invitado a casi
toda la promoción; somos sesenta y siete en total, y en la fiesta habrá unas
cincuenta personas. Me siento menos especial, pero sigue siendo divertido. Nos
sentamos en el patio trasero. El ama de llaves entra y sale de la casa con
bandejas y más bandejas de comida, ensalada de col y de patata, mientras el
padre de Harlowe asa costillas y hamburguesas en la enorme parrilla humeante.
Como tanto que estoy a punto de estallar y tengo que tumbarme en la manta que
comparto con Hana. Nos quedamos casi hasta el toque de queda, cuando las
estrellas comienzan a asomarse por una cortina azul oscuro y todos los
mosquitos salen a la vez, y volvemos a casa gritando y riendo, apartándolos a
manotazos. Pienso después que es uno de los días más felices que he pasado en
mucho tiempo.
Incluso algunas de las chicas que no me caen nada bien, como Shelly
Pierson, que me odia desde que en sexto yo gané en la feria de ciencia y ella
quedó segunda, ahora se vuelven simpáticas. Supongo que es porque todas sabemos
que el final está cerca. La mayoría no volveremos a vernos después de la
graduación, y aunque nos veamos será distinto. Nosotras seremos distintas.
Seremos adultas, estaremos curadas, numeradas, etiquetadas y emparejadas;
identificadas y colocadas pulcramente en nuestro camino vital, canicas bien
pulidas a las que se empuja rodando por cuestas uniformes bien trazadas.
A Theresa Grass y a Morgan Dell, que cumplen los dieciocho antes de que
termine el curso, les han hecho la operación. Faltan algunos días a clase y
vuelven justo antes de la ceremonia final. El cambio es asombroso. Ahora
parecen en paz, maduras y de alguna manera distantes, como si estuvieran
recubiertas por una fina capa de hielo. Hasta hace dos semanas, el mote de
Theresa era Theresa la Basta, y todos
se reían de ella por encorvarse, por chuparse el pelo y por ser un desastre
total; pero ahora camina derecha con los ojos fijos al frente, los labios
apenas curvados en una sonrisa, y la gente se retira un poco por los pasillos
para abrirle paso. Lo mismo sucede con Morgan. Es como si toda su ansiedad y su
timidez hubieran sido eliminadas junto con la enfermedad. A Morgan ya ni
siquiera le tiemblan las piernas cuando tiene que hablar en clase; antes, le
temblaba hasta el pupitre. Pero después de la intervención, de golpe se le han
quitado todos los nervios. Por supuesto, no son las primeras chicas curadas de
nuestra clase: Eleanor Rana y Annie Hahn fueron intervenidas hace bastante, en
el otoño, y otra media docena de chicas se han operado este semestre pasado;
pero en Theresa y en Morgan, de algún modo, la diferencia es más pronunciada.
Yo sigo con la cuenta atrás. Ochenta y un días, luego ochenta, luego
setenta y nueve.
Willow Marks ya no vuelve a clase. Nos llegan rumores: que le hicieron la
intervención y resultó bien; que la operaron, que se le ha ido la olla y que
hablan de enviarla a las Criptas, el lugar de Portland que combina prisión y
manicomio; que ha huido a la Tierra Salvaje… Solo una cosa es segura: en este
momento, toda la familia Marks está bajo vigilancia constante. Los reguladores
culpan al señor y a la señora Marks, y a toda su familia, por no inculcarle una
educación apropiada, y solo unos días después de que supuestamente la
encontraran en el parque de Deering Oaks, oigo por casualidad a mis tíos
comentar en susurros que tanto el padre como la madre han sido despedidos de
sus respectivos empleos. Una semana más tarde, nos enteramos de que han tenido
que irse a vivir con un pariente lejano. Al parecer, la gente no hacía más que
tirarles piedras a las ventanas, y toda una pared lateral de su casa apareció
cubierta con una sola palabra: SIMPATIZANTES. No tiene sentido, porque el señor
y la señora Marks insistieron públicamente en que se adelantara la operación de
su hija, a pesar de los riesgos; pero, como dice mi tía, la gente actúa así
cuando tiene miedo. Todo el mundo está horrorizado ante la idea de que los deliria consigan de alguna manera entrar
en Portland e infectarnos en masa. Todos quieren prevenir una epidemia.
Lo siento por la familia Marks, claro, pero así son las cosas. Es como lo
de los reguladores. Tal vez no te gusten las patrullas y los controles de
identidad, pero como sabes que todo se hace para protegerte, es imposible no
cooperar. Y puede que suene horrible, pero tampoco pienso en la familia de
Willow mucho rato. Hay demasiados trámites relacionados con el final de la
Secundaria: nervios, taquillas que limpiar, exámenes finales que hacer y gente
a la que decir adiós.
Hana y yo apenas encontramos tiempo para correr juntas. Cuando lo hacemos,
por acuerdo tácito seguimos nuestros recorridos de siempre. Ella nunca vuelve a
mencionar la tarde de los laboratorios, para mi sorpresa. Pero su mente tiene
tendencia a saltar de un tema a otro, y su nueva obsesión es un derrumbamiento
en el extremo norte de la frontera que, según la gente, puede haber sido
causado por los inválidos. Yo ni siquiera me planteo volver a bajar a los
laboratorios, ni por una milésima de segundo. Me centro en cualquier otra cosa
que no sean mis persistentes preguntas sobre Álex, pero no me cuesta tanto,
teniendo en cuenta que ahora no puedo creer que me pasara una noche pedaleando
arriba y abajo por las calles de Portland, y que mintiera a Carol y a los
reguladores, solo para reunirme con él. Al día siguiente me pareció un sueño, o
un delirio. Me justifico a mí misma diciéndome que sufrí un ataque de locura
transitoria, o que se me chamuscó el cerebro por correr bajo el sol.
El día de la graduación. Hana se sienta tres filas por delante de mí en la
ceremonia de entrega de diplomas. Cuando pasa a mi lado para llegar a su
asiento, me toma la mano: dos toques largos, dos cortos. Al sentarse, echa
hacia atrás la cabeza para que vea que se ha escrito con rotulador encima del
birrete: «¡Por fin!». Contengo la risa; ella se vuelve y me mira con una
expresión de fingida seriedad. Todas estamos un poco aturdidas, pero nunca me
he sentido tan cercana a las chicas de Saint Anne como hoy: todas sudando al
sol, que cae sobre nosotras como una sonrisa exagerada, mientras nos abanicamos
con los folletos de la ceremonia procurando no bostezar o poner los ojos en
blanco. Mientras la directora Mclntosh habla monótonamente sobre la «edad
adulta» y nuestra «entrada en el orden comunitario», nos damos codazos unas a
otras o tiramos del cierre de nuestras ásperas togas para que entre algo de
aire que nos refresque el cuello.
Los familiares están sentados en sillas plegables de plástico, bajo una
lona de color crema adornada con banderas: la de la escuela, la del estado, la
de Estados Unidos. Aplauden educadamente a medida que cada alumna sube a
recibir su diploma. Cuando me toca el turno, recorro el público con la vista
buscando a mi tía y a mi hermana. Estoy tan nerviosa ante la posibilidad de
tropezar y caerme mientras ocupo mi lugar en el escenario y recibo el diploma
de manos de la directora, que no veo más que colores —verde, azul, blanco, una
mezcla desordenada de caras rosadas y morenas— y no distingo ningún sonido
concreto más allá del ruido de los aplausos. Solo me llega la voz de Hana, alta
y clara como una campana:
—¡Aúpa Halena!
Es nuestra consigna para darnos ánimo. Una combinación de los nombres de
ambas que solíamos gritar antes de las sesiones en la pista de atletismo y de
los exámenes.
Después, esperamos la cola para hacernos los retratos individuales que
acompañan a los diplomas. Han contratado un fotógrafo oficial y han puesto un
fondo de color azul en mitad del campo de fútbol, donde nos vamos colocando de
una en una para posar. Pero estamos demasiado excitadas para tomarnos las fotos
en serio. Cada vez que una se pone delante del fotógrafo, se empieza a doblar
de la risa y en la foto no sale mucho más que la parte superior de la cabeza.
Cuando me toca a mí, en el último momento. Hana se cuela de un salto y me
pasa el brazo por los hombros: el fotógrafo se queda tan sorprendido que
aprieta el botón. ¡Clic! Ahí estamos: yo vuelta hacia ella, con la boca
abierta, sorprendida a punto de reírme. Hana me está cogiendo la cabeza, con
los ojos cerrados y la boca entreabierta. De verdad pienso que aquel día había
algo especial, algo dorado y quizá incluso mágico, porque aunque yo estaba
colorada y mi pelo tenía un aspecto pegajoso sobre la frente, es como si se me
hubiera contagiado algo de Hana; a pesar de todo, y justo en esa única foto,
estoy guapa. Más que guapa. De hecho, estoy preciosa.
La banda de la escuela sigue tocando, casi sin desafinar. La música flota
por el campo y los pájaros responden revoloteando por el cielo. Es como si en
ese momento algo se elevara, una gran presión o línea pisoria, y antes de que
sepa lo que está sucediendo, todas las compañeras de clase nos apretamos en un
enorme abrazo, saltando como locas y gritando.
—¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos!
Ni los padres ni los profesores intentan impedírnoslo. Cuando empezamos a
separarnos, los veo haciéndonos corro, observando con expresión paciente, las
manos juntas. Capto la mirada de mi tía y mi estómago describe un extraño
vuelco: y sé que ella, como todos los demás, nos está concediendo este momento,
nuestro último momento juntas, antes de que las cosas cambien definitivamente y
para siempre.
Todo va a cambiar, está cambiando en ese mismo instante. Cuando el grupo se
separa en corrillos de alumnas y los corrillos se separan en chicas solas, noto
que Theresa Grass y Morgan Dell se dirigen hacia la calle atravesando el
césped. Cada una camina junto a su familia, la cabeza baja, sin mirar atrás ni
una sola vez. Me doy cuenta de que no han participado de nuestra celebración, y
se me ocurre que tampoco he visto a Eleanor Rana, a Annie Hahn ni a ninguna de
las otras curadas. Deben de haberse ido ya a casa. En el fondo de la garganta
me late un curioso dolor, aunque, claro, así son las cosas. Todo termina, la
gente cambia y no mira atrás. Así debe ser.
Veo a Rachel entre la multitud y me dirijo corriendo hasta ella,
repentinamente ansiosa de estar a su lado, deseando que alargue la mano y me
revuelva el pelo como solía hacer cuando yo era muy pequeña. Deseo que me diga:
«¡Buen trabajo, Luni!», su viejo mote para mí.
—¡Rachel! —me falta el aliento sin motivo, y me cuesta que salgan las
palabras. Estoy tan contenta de verla que podría romper a llorar. Pero no lo
hago, claro—. ¡Has venido!
—Por supuesto que sí —me sonríe—. Eres mi única hermana, ¿recuerdas? —me
pasa un ramo de margaritas que ha traído, envuelto de cualquier manera en papel
marrón—. Enhorabuena, Lena.
Acerco la cara a las flores y aspiro, intentando detener la urgencia de
abrazarla. Durante un segundo nos quedamos ahí, mirándonos la una a la otra, y
luego ella alarga el brazo. Estoy segura de que me va a estrechar en recuerdo
de los viejos tiempos, o que al menos me va a pasar un brazo por el hombro.
En lugar de eso, simplemente me aparta un rizo de la frente.
—Qué asco —dice, aún sonriendo—. Estás toda sudada.
Es tonto e inmaduro que me sienta decepcionada, pero así es.
—Esta toga —digo, y me doy cuenta de que sí, de que ese debe de ser el
problema. Estas ropas me están ahogando, me están sofocando y hacen que me
resulte difícil respirar.
—Venga —dice—. La tía Carol querrá felicitarte.
La tía está de pie en el borde del campo con mi tío, Gracie y Jenny,
hablando con la señora Springer, mi profesora de Historia. Echo a andar junto a
Rachel. Ella me saca solo algunos centímetros y caminamos al mismo paso, pero
separadas por un metro de distancia. Está en silencio. Sé que se está
preguntando cuándo podrá irse a casa y seguir con su vida.
Me permito mirar atrás una vez. No puedo remediarlo. Miro a las chicas que
circulan con sus togas naranjas como llamas. Todo parece retroceder de repente,
como un zoom. Las voces se mezclan y
se convierten en un solo sonido, como el ruido continuo del océano que discurre
por debajo del ritmo de las calles de Portland, tan constante que casi no se
nota. Todo parece descarnado y vivido y congelado en el tiempo, como si
estuviera dibujado de forma precisa y delineado en tinta: las sonrisas
estáticas de los padres, los cegadores flashes
de las cámaras, las bocas abiertas y los dientes brillantes, los relucientes
cabellos oscuros, el cielo azul profundo y la luz implacable en la que se hunde
todo, tan claro y tan perfecto que estoy segura de que es ya un recuerdo o un
sueño.
ocho
H de hidrógeno que pesa
uno: fusión ardiente cual sol caliente.
He de helio, que pesa dos:
el noble gas que eleva más.
Li de litio, que pesa
tres: pira funeral, sueño mortal.
Be de berilio, que pesa
cuatro…
Oraciones
sencillas («Plegaría y estudio» Manual de
FSS)
Durante los veranos tengo que ayudar a mi tío en el Stop-N-Save los lunes,
miércoles y sábados. Me ocupo sobre todo de reponer y atender el mostrador de delicatessen: a veces, ayudo con los
papeles y con la contabilidad en una pequeña oficina que hay detrás del pasillo
de los cereales y los artículos no perecederos. Por suerte, a finales de junio,
Andrew Marcus será curado y le asignarán un puesto permanente en otra tienda de
comestibles.
El cuatro de julio por la mañana voy a casa de Hana. Todos los años
quedamos para ir a ver los fuegos artificiales en el paseo marítimo. Siempre
hay una banda que toca y gente que monta carritos para vender pinchos morunos,
mazorcas de maíz y pastel de manzana en un charco de helado, todo servido en
pequeños barcos de papel. El cuatro de julio, el día de nuestra independencia,
el día en que conmemoramos el cierre definitivo de la frontera de nuestra
nación, es una de mis fiestas preferidas. Me encanta la música que resuena por
las calles, me encanta la forma en que el vapor que sube de los asadores hace
que las calles parezcan nubladas, y la gente difusa y poco clara. Y sobre todo,
me encanta el retraso excepcional del toque de queda. En lugar de tener que
estar en casa a las nueve en punto, a todos los incurados se nos permite estar
fuera hasta las once. En los últimos años. Hana y yo hemos convertido en una
especie de juego lo de quedarnos fuera de casa hasta el último segundo,
arriesgándonos más cada vez. El año pasado entré en casa a las 10:58, con el
corazón latiendo a mil por hora y temblando por el esfuerzo; había tenido que
ir a casa corriendo a toda velocidad. Pero cuando me tumbé en la cama, no podía
dejar de sonreír. Me sentía como sí hubiera conseguido salirme con la mía.
Introduzco el código de cuatro dígitos de Hana para poder entrar; me lo dio
en octavo, como «prueba de confianza», diciendo que me rajaba «de pies a
cabeza» si se lo decía a alguien más. Paso de llamar al timbre. Sus padres casi
nunca están en casa, y ella nunca sale a abrir. Y yo soy prácticamente la única
persona que viene a verla. Es extraño. Hana siempre ha sido muy popular en la
escuela, la gente siempre la ha admirado y ha querido ser como ella, pero
aunque era muy simpática con todos, nunca ha intimado con nadie más que
conmigo.
A veces me pregunto si ella hubiera preferido tener otra compañera de
pupitre cuando estábamos en segundo con la señora Jablonski; ahí empezamos a
hacernos amigas. Hana se apellida Tate y nos juntaron por orden alfabético
(para entonces yo ya usaba el apellido de mi tía. Tiddle). Quizá hubiera
preferido estar con Rebecca Tralawny o Katie Scarp o incluso Melissa Portofino.
A veces siento que se merece una amiga que sea un poquito más especial. Una vez
me dijo que yo le gustaba porque soy real, porque siento las cosas de verdad.
Pero ese es el problema: lo mucho que siento las cosas.
—¿Hola? —grito en cuanto entro en la casa.
El recibidor está fresco y oscuro como siempre. Se me pone la carne de
gallina. Por muchas veces que venga, siempre me asombra la potencia del aire
acondicionado, que emite un ruidoso zumbido desde el interior de las paredes.
Por un momento me quedo ahí, inhalando el abrillantador de muebles, el
limpiador de suelos y el olor a flores frescas. Se oye la música que tiene
puesta Hana en su cuarto del piso de arriba. Intento identificar la canción,
pero no reconozco la letra; solo distingo el bajo, cuya vibración atraviesa las
tablas del suelo.
Me detengo en lo alto de las escaleras. La puerta de su dormitorio está
cerrada. Definitivamente, no reconozco lo que está escuchando, a un volumen tan
atronador que tengo que recordarme que la casa está totalmente rodeada de
árboles y césped, y que nadie la va a denunciar a los reguladores. La canción
no se parece a ninguna otra que yo haya oído antes. Es una música chillona,
estridente, intensa. Ni siquiera se distingue si quien canta es hombre o mujer.
Unas suaves descargas eléctricas me suben por la columna; es como la sensación
que tenía de pequeña cuando me metía a hurtadillas en la cocina para coger una
galleta extra de la despensa, ese ardor que notaba justo antes de que los pasos
de mi madre crujieran a mi espalda en el momento en que yo me daba la vuelta,
con migas en las manos y en la cara, ineludiblemente culpable.
Dejo a un lado el recuerdo y abro de par en par la puerta de su cuarto.
Está sentada delante del ordenador, con los pies apoyados en la mesa, moviendo
la cabeza arriba y abajo mientras sigue el ritmo golpeándose los muslos. Cuando
me ve, se echa hacia delante y aprieta una tecla. La música se corta al
instante. Curiosamente, el silencio que se produce a continuación parece igual
de estridente.
Se echa el pelo sobre un hombro y se levanta. Algo destella en su cara, una
expresión que pasa demasiado rápido para que pueda identificarla.
—Hola —gorjea, con una alegría un poco excesiva—. No te he oído entrar.
—Dudo que me hubieras oído ni aunque hubiera tirado todos los muebles.
Llego hasta su cama y me dejo caer en ella. Tiene una cama grande, con tres
almohadas de plumas. Es como el paraíso.
—¿Qué era eso? —pregunto.
—¿Qué era qué?
Alza las rodillas hasta el pecho y describe un círculo completo con la
silla. Me incorporo apoyándome en los codos y la miro. Hana solo se hace la
tonta de esta manera cuando está ocultando algo.
—La música —sigue mirándome sin dar señales de entender lo que estoy
diciendo—. La canción que estabas oyendo a todo volumen cuando he entrado. La
que casi me revienta los tímpanos.
—Ah, eso —se aparta los rizos de la cara con un soplido. Esta es otra de
las señales que la delatan: siempre que se tira un farol jugando al póquer, no
para de hacer cosas con el pelo—. Es un grupo nuevo que he encontrado en la
red.
—¿En BMPA? —pregunto.
Hana está obsesionada por la música; cuando estábamos en Preparatoria
pasaba horas buscando en la BMPA, la Biblioteca de Música y Películas
Autorizadas.
Aparta la vista.
—No exactamente.
—¿Qué quieres decir con «no exactamente»?
El acceso a internet, como todo en Estados Unidos, está controlado y monitorizado
para nuestra protección. Todas las páginas web, todo el contenido, está
redactado por agencias gubernamentales, incluyendo la Lista de Entretenimientos
Autorizados, que se actualiza cada dos años. Los libros electrónicos están en
la BLA, la Biblioteca de Libros Autorizados; las películas y la música, en la
BMPA, y por una pequeña cuota se pueden descargar en el ordenador. Si tienes
uno, claro. Yo no tengo.
Hana suspira sin fijar la vista en mí. Por fin me mira.
—¿Eres capaz de guardar un secreto?
En ese momento, me incorporo totalmente y me siento en el borde de la cama.
No me gusta la forma en que me mira. No me inspira confianza.
—¿De qué se trata, Hana?
—¿Eres capaz de guardar un secreto? —insiste.
Me viene a la memoria la forma en que Hana, el día de la evaluación, cuando
estábamos juntas delante de los laboratorios bajo aquel sol abrasador, acercó
su boca a mi oído y me susurró algo sobre la felicidad y la infelicidad. De
repente, tengo miedo por ella, de ella. Pero asiento y respondo:
—Claro, por supuesto.
—Vale —baja la mirada, juguetea un momento con el dobladillo de sus
pantalones cortos, respira hondo—. Bueno, la semana pasada conocí a un chico…
—¿Cómo?
Casi me caigo de la cama.
—Tranquila —alza una mano—. Está curado, ¿vale? Trabaja para el ayuntamiento.
La verdad es que es censor.
Se me calma el corazón y me acomodo de nuevo contra las almohadas.
—Vale. ¿Y qué?
—Resulta queee… —dice Hana estirando la palabra—, bueno, que coincidí con
él en la sala de espera del médico. Cuando fui a que me hicieran la
fisioterapia, ¿sabes? —Hana se hizo un esguince de tobillo en el otoño y desde
entonces le han tenido que dar sesiones de fisioterapia una vez a la semana,
para fortalecerlo—. Y nos pusimos a hablar.
Se interrumpe. Yo no veo adonde quiere llegar con la historia o qué
relación tiene con la música que estaba escuchando, así que espero a que
continúe.
—Entonces, le hablé sobre los exámenes de reválida y le conté que realmente
quiero ir a la USM, y él me habló de su trabajo, de lo que hace cada día, ya
sabes. Se dedica a codificar las restricciones de acceso a la red, para que la
gente no pueda escribir cualquier cosa, colgar un post, escribir información falsa o expresar «opiniones
incendiarias» —hace un gesto para entrecomillarlo, poniendo los ojos en
blanco—, y cosas por el estilo. Es una especie de guardia de seguridad de la
red.
—Vale —vuelvo a decir.
Quiero que Hana vaya al grano. Ya sé que hay restricciones de acceso por
motivos de seguridad, todo el mundo lo sabe, pero si se lo digo, se cerrará en
banda.
Aspira hondo.
—Pero no se dedica solo a codificar la seguridad. También comprueba fallos
y busca gente que se cuela en el sistema. Básicamente, son hackers que se saltan todas las medidas de seguridad y consiguen
colgar su propia información. El gobierno habla de «flotadores»: páginas que
están colgadas tan solo una hora, o un día, o dos, antes de ser descubiertas.
Webs llenas de contenido no autorizado, foros de opinión, videoclips y música.
—Y tú encontraste una.
Me entran náuseas. Una ristra de palabras se pone a parpadear en mi cerebro
con letras de neón: ilegal,
interrogatorio, vigilancia. Hana.
No parece darse cuenta de que me he quedado totalmente paralizada. De
pronto, su cara se anima, se vuelve viva y tan llena de energía como no la he
visto nunca; se inclina hacia delante apoyándose en las rodillas y habla
apresuradamente.
—No solo una. Docenas. Hay un montón por ahí, si sabes cómo buscar. Y si
sabes dónde buscar. Es increíble, Lena. Debe de haber gente de esa por todo el
país, colándose por los agujeros y fallas de los sistemas de seguridad.
Tendrías que ver algunas de las cosas que escriben sobre… sobre la cura. No son
solo los inválidos quienes no creen en ella. Hay gente aquí, y por todas
partes, que no cree… —me quedo mirándola con tal expresión de dureza que baja
los ojos y cambia de tema—. Y tendrías que oír la música. Una música increíble,
asombrosa, que no se parece a nada que hayas oído antes, una música que te hace
alucinar, ¿sabes? Que te da ganas de gritar y saltar y romper cosas y llorar…
El cuarto de Hana es grande, casi el doble que el mío, pero siento como si
las paredes me presionaran. Si el aire acondicionado sigue funcionando, yo no
lo noto. El ambiente parece bochornoso, como una bocanada de aliento húmedo; me
pongo de pie y me acerco a la ventana. Hana se interrumpe por fin. Intento
abrir la ventana de un empellón, pero no se mueve. Sigo empujando y haciendo
presión contra el marco.
—Lena —dice Hana tímidamente, después de un minuto.
—No se abre.
Lo único que puedo pensar es: «Necesito aire». El resto de mi mente es un
revoltijo de ruido de estática y luces fluorescentes y batas de laboratorio y
mesas de operaciones y bisturíes; veo a Willow Marks arrastrada hasta los
laboratorios contra su voluntad, gritando, con la cara pintarrajeada con
rotuladores y otras pinturas.
—Lena —repite, más alto esta vez—. Anda, venga.
—Está atascada. La madera se ha debido de combar por el calor. ¿Por qué no
se abre?
Tiro fuerte y por fin la ventana se levanta. Se oye un sonido agudo y el
pestillo que la mantenía en su sitio se desprende y sale volando para aterrizar
en mitad de la habitación. Por un momento, las dos nos quedamos mirándolo. El
aire que entra por la ventana abierta no me hace sentir mejor. Afuera hace aún
más calor.
—Lo siento —musito. No soy capaz de mirarla—. No tenía intención de… No
sabía que estaba cerrada con pestillo. Las ventanas de mi casa no cierran así.
—No te preocupes por la ventana. No me importa para nada la puñetera
ventana.
—Una vez, Gracie se salió de la cuna cuando era pequeña y casi llega hasta
el tejado. Simplemente abrió la ventana, que era corredera, y empezó a subir.
—Lena —Hana extiende los brazos y me agarra por los hombros.
No sé si tengo fiebre o qué, siento que me sube y me baja la temperatura
cada cinco segundos, pero el contacto con ella hace que me recorra un
escalofrío y me aparto rápidamente.
—¿Estás enfadada conmigo? —pregunta.
—No estoy enfadada. Estoy preocupada por ti.
No es verdad del todo. Estoy enfadada; es más, estoy furiosa. Todo este
tiempo me he dejado llevar a ciegas, la cómplice tonta, pensando en nuestro
último verano juntas, preocupándome por los candidatos que me asignarán para el
emparejamiento, por las evaluaciones y los exámenes de reválida y otras cosas
normales. Y ella me ha seguido la corriente, diciendo: «Sí. sí, yo también» y
«Estoy segura de que todo va a salir bien», y mientras tanto, a mis espaldas,
se ha ido convirtiendo en alguien a quien no conozco, alguien con secretos y
costumbres increíbles y opiniones sobre cosas que no deberíamos ni plantearnos.
Ahora sé por qué me sorprendí tanto el día de la evaluación cuando se volvió y
me susurró con los ojos brillantes y muy abiertos. Era como si se hubiera ido
por un segundo mi mejor amiga, mi única amiga verdadera, y en su lugar hubiera
una extraña.
Eso es lo que ha estado sucediendo todo este tiempo. Hana se ha ido
metamorfoseando hasta convertirse en una desconocida.
Me vuelvo hacia la ventana.
Me atraviesa un filo agudo de tristeza, veloz y profundo. Supongo que tenía
que suceder en un momento u otro. Siempre supe que ocurriría. Todas las
personas en quienes confías, todas aquellas con las que crees que puedes
contar, te acaban decepcionando. Cuando la gente actúa a su libre albedrío,
miente y guarda secretos, cambia y desaparece; algunos, tras una cara o una
personalidad distintas; otros, tras una densa niebla o tirándose por un
acantilado. Por eso la cura es tan importante. Por eso la necesitamos.
—Mira, no me van a arrestar solo por entrar en algunas páginas web. O por
escuchar música, o lo que sea.
—Podrían. A otros los han detenido por menos.
Ella también lo sabe. Lo sabe y no le importa.
—Ya, bueno, pues yo estoy harta.
Le tiembla un poco la voz, y eso me desconcierta. Nunca he oído más que
certeza en su tono.
—No deberíamos ni hablar de esto. Alguien podría estar…
—¿Alguien podría estar escuchando? —me interrumpe para terminar la frase
por mí—. Ay, Lena, estoy harta también de eso. ¿Tú no? Estoy harta de vigilar
siempre lo que pasa detrás, mirando a mi espalda, midiendo lo que digo, lo que
pienso, lo que hago. No puedo… no puedo respirar, no puedo dormir, no puedo
moverme. Me siento como si hubiera muros por todas partes. Por donde quiera que
voy… ¡plaf!, me topo con un muro. Cada cosa que deseo… ¡plaf!, otro muro.
Se pasa la mano por el pelo. Por una vez no parece tan guapa ni mantiene la
calma. Está pálida y se la nota infeliz. Su expresión me recuerda a algo, pero
no lo puedo identificar en ese momento.
—Es por nuestro propio bien —digo deseando que mi voz suene más segura.
Nunca se me han dado bien las peleas—. Todo será mejor una vez nos hayan…
De nuevo me corta la frase:
—¿Una vez que estemos curadas? —se ríe; un breve sonido como un ladrido,
sin alegría, pero al menos no me contradice directamente—. Claro. Eso es lo que
todo el mundo dice.
De repente caigo en la cuenta. Me recuerda a los animales que vimos una vez
en una excursión al matadero. Todas las vacas estaban en fila, agrupadas en sus
compartimentos, mirándonos silenciosas mientras pasábamos, con esa misma mirada
en los ojos: miedo, resignación y algo más. Desesperación. En ese momento me
entra miedo de verdad, estoy realmente aterrada por ella.
Pero cuando habla de nuevo, parece más calmada.
—Tal vez funcione. Tal vez mejore, quiero decir, cuando estemos curadas.
Pero hasta entonces… Esta es nuestra última oportunidad, Lena. Nuestra última
oportunidad de hacer algo. Nuestra última oportunidad para elegir.
Esa es la palabra del día de la evaluación: elegir. Pero asiento porque no quiero que estalle de nuevo.
—¿Y qué vas a hacer entonces?
Aparta la vista mordiéndose el labio, y noto que está pensando si confiar o
no en mí.
—Hay una fiesta esta noche…
—¿Cómo? —el miedo vuelve a inundarme.
Ella se apresura a contestar.
—Lo encontré en una de las páginas flotantes, es un concierto: unos cuantos
grupos que van a tocar cerca de la frontera en Stroudwater, en una de las
granjas.
—No puedes hablar en serio. No… no vas a ir, ¿verdad? No puedo creer que te
lo plantees siquiera.
—No hay peligro, ¿vale? Te lo prometo. Esas páginas… Es alucinante. Lena,
estoy segura de que te gustarían si entraras. Están escondidas. Hay enlaces,
normalmente ocultos en páginas normales, de esas que tienen contenido aprobado
por el gobierno, pero no sé. De alguna forma se nota que hay algo que no
encaja, ¿sabes? Se ve que no pertenecen a ese sitio.
Me agarro a una sola palabra.
—¿Que no hay peligro? ¿Cómo puede no haber peligro? Ese tipo al que has
conocido, el censor. Su trabajo consiste en rastrear a gente lo bastante
estúpida como para colgar esas cosas.
—No son estúpidos, la verdad es que son muy inteligentes.
—Por no hablar de los reguladores, y las patrullas, y la guardia de la
juventud, y el toque de queda, y la segregación, y todo lo demás que hace que esta
sea una de las peores ideas…
—Vale —Hana alza los brazos y los baja hasta golpearse los muslos. El ruido
es tan fuerte que me sobresalta—. Vale. Así que es una mala idea. Así que es
peligrosa. ¿Pues sabes qué? Que no me importa.
Durante un instante reina el silencio. Nos quedamos mirándonos y el aire se
vuelve cargado y peligroso, un fino resorte eléctrico, listo para saltar.
—¿Y qué pasa conmigo? —digo por fin, haciendo un esfuerzo para que no me
tiemble la voz.
—Tú estás invitada a venir. A las diez y media, en la granja Roaring Brook,
en Stroudwater. Habrá música y baile. Ya sabes, diversión. El tipo de cosas que
tenemos que disfrutar antes de que nos corten la mitad del cerebro.
Ignoro la última parte del comentario.
—No creo que vaya. Hana. Por si te has olvidado, tenemos otros planes para
esta noche. Hemos tenido planes para esta noche desde hace quince años.
—Ya lo sé, pero las cosas cambian.
Me vuelve la espalda, pero yo me siento como si me hubiera dado un puñetazo
en el estómago.
—Vale —respondo con la garganta encogida.
Esta vez sé que es de verdad, que estoy a punto de llorar. Me acerco a su
cama y me pongo a recoger mis cosas. Por supuesto, se ha salido todo de la
bolsa y en ese momento la colcha está cubierta de trocitos de papel, envolturas
de chicle, monedas y bolis. Lo empiezo a meter todo de nuevo, luchando contra
las lágrimas.
—Adelante. Haz lo que quieras, Hana. No me importa.
Tal vez se siente mal, porque su voz se suaviza un poco.
—En serio. Lena. Deberías pensarte lo de venir. No nos vamos a meter en
ningún lio, te lo prometo.
—Eso no me lo puedes prometer —aspiro hondo deseando que deje de temblarme
la voz—. Eso no lo sabes. No puedes tener ninguna seguridad de que no nos van a
pillar.
—Y tú no puedes seguir con tanto miedo todo el tiempo.
Eso es. Se acabó. Me doy la vuelta rápidamente, furiosa. En mi interior se
eleva algo profundo, negro y antiguo.
—Por supuesto que estoy asustada. Y tengo razones de sobra para estarlo. Y
si tú no lo estás es solo porque tienes una vida perfecta y una familia
perfecta y para ti todo es perfecto, perfecto, perfecto. Tú no ves nada. Tú no
sabes nada.
—¿Perfecto? ¿Eso es lo que crees? ¿Que mi vida es perfecta?
No levanta la voz, pero está muy enfadada.
Me dan tentaciones de alejarme de ella, pero me obligo a quedarme donde
estoy.
—Sí, eso creo.
De nuevo suelta una carcajada que parece un ladrido, una rápida explosión.
—Así que tú crees que esto es lo máximo que podemos esperar de la vida,
¿no? —se gira completamente, con los brazos abiertos, como abarcando la
habitación, la casa, el barrio.
Su pregunta me sorprende.
—¿Qué más hay?
—Todo, Lena —sacude la cabeza—. Mira, no voy a pedir disculpas. Ya sé que
tú tienes tus razones para estar asustada. Lo que le pasó a tu madre fue
terrible…
—No metas a mi madre en esto.
El cuerpo se me pone tenso.
—Es que no puedes seguir haciéndola responsable de todo lo que sientes.
Murió hace más de diez años.
La ira se apodera de mí como una niebla espesa que me traga. Mi mente se
precipita sin control como si se deslizara sobre hielo, tropezando con palabras
al azar. Miedo. Culpa. No olvidar. Mamá.
Te amo. Y ahora me doy cuenta de que Hana es una serpiente: ha esperado
mucho tiempo para decirme esto, ha esperado para introducirse reptando en lo
más profundo y doloroso de mí ser y morderme.
—Que te den —al final, esas son las únicas palabras que me salen.
Alza los brazos.
—Lena, escucha, solo te digo que tienes que olvidarte de eso. Tú no te
pareces en nada a ella. Y no vas a terminar como ella. No lo llevas dentro.
—Que te den.
Está intentando ser amable, pero se me ha cerrado la mente y las palabras
salen solas, atropellándose como una cascada. Me gustaría que cada una fuera un
puño para poder golpearla en la cara. Bam, bam, bam, bam.
—Tú no sabes nada sobre ella. Ni sabes nada sobre mí. Tú no sabes nada de
nada.
—¡Lena! —intenta agarrarme.
—No me toques.
Retrocedo tambaleándome, agarro la bolsa, me golpeo contra la mesa mientras
me dirijo hacia la puerta. Tengo la vista nublada. Apenas puedo distinguir la
barandilla. Bajo las escaleras tropezándome, casi me caigo, encuentro la puerta
principal al tacto. Puede que Hana me esté llamando, pero todo se pierde en un
estruendo que se acelera en mis oídos, en el interior de mi cabeza. La luz del sol,
brillante, brillante luz blanca; el fresco acero áspero bajo mis dedos, la
cancela; los olores del océano, la gasolina. Un gemido que se hace más intenso.
Un chillido periódico: bip, bip, bip.
Se me aclara la mente de golpe y salgo de la calzada justo antes de que me
atropelle un coche de policía que pasa a toda velocidad, con la bocina todavía
sonando y las luces encendidas, mientras yo me quedo tosiendo por el polvo y el
humo. Me duele tanto la garganta que parece que me voy a ahogar, y cuando finalmente
dejo que caigan las lágrimas, el alivio es enorme, como cuando sueltas algo
pesado después de haberlo cargado durante mucho tiempo. Una vez que empiezo a
llorar, no puedo parar, y durante todo el camino tengo que apretarme los ojos
con la palma de la mano cada pocos segundos para poder ver por dónde voy. Me
consuelo pensando que en menos de dos meses todo esto no será nada para mí.
Todo esto se desvanecerá y yo me alzaré renovada y libre, como un pájaro que se
eleva en el aire.
Eso es lo que Hana no comprende, lo que nunca ha comprendido: para algunas
personas no se trata solo de los deliria.
Algunos de nosotros, los afortunados, tendremos la oportunidad de nacer otra
vez renovados, más frescos, mejores. Estaremos sanados y completos y perfectos
de nuevo, como una placa de acero deforme que sale de la fragua incandescente y
afilada como una navaja.
Eso es todo lo que quiero, es lo que siempre he querido. Esa es la promesa
de la cura.
nueve
Señor, fija nuestros
corazones como fijaste los planetas en sus órbitas y ordenaste el caos
emergente. Igual que la gravedad de tu voluntad impide que las estrellas se
derrumben, que los océanos se vuelvan tierra y que la tierra se convierta en
agua, que los planetas colisionen y que les soles exploten, así, Señor, fija
nuestros corazones en una órbita estable y ayúdalos a mantener su trayectoria.
Salmo 21
(«Plegaria y estudios», Manual de FSS)
Esa noche, incluso después de meterme en la cama, las palabras de Hana me
vuelven sin cesar a la mente: «Tú no vas a terminar como tu madre. No lo llevas
dentro». Solo lo ha dicho para consolarme, y debería tranquilizarme, pero por
alguna razón no surte ese efecto. Por algún motivo me disgusta, me produce un
profundo dolor en el pecho, como si tuviera dentro una gran piedra, afilada y
fría.
Hana no lo comprende: pensar en la enfermedad, preocuparme por ella y
agobiarme sobre si he heredado cierta disposición hacia los deliria es todo lo que tengo de mi
madre. La enfermedad es lo único que sé de ella. Es nuestro vínculo.
No me queda nada más.
No es que no tenga recuerdos de mi madre. Los tengo, y muchos, sobre todo
si consideramos lo pequeña que yo era cuando murió. Me acuerdo de que cuando
había nevado me mandaba fuera a llenar de nieve las cazuelas. Una vez dentro,
echábamos chorros de sirope de arce en los recipientes y veíamos cómo se
endurecía casi al momento hasta formar un dulce de color ámbar. Era una
filigrana azucarada de frágiles curvas, como encaje comestible. Recuerdo cuánto
le gustaba cantar para nosotras mientras se bañaba conmigo en la playa de
Eastern Prom. En aquel momento, yo no sabía lo raro que era aquello. Otras
madres enseñan a sus hijos a nadar. Otras madres se bañan con sus bebés, les
dan cremas protectoras para que no se quemen y hacen todas las cosas que se
supone que una madre debe hacer, como se expone en la sección de «Paternidad»
del Manual de FSS.
Pero no cantan.
Recuerdo que cuando estaba enferma me traía bandejas de tostadas con
mantequilla, y cuando me hacía daño me besaba los arañazos. Recuerdo que una
vez, cuando me caí de la bici, me levantó y empezó a mecerme entre sus brazos,
y una mujer le dijo sofocada: «Tendría que darle vergüenza». Yo no comprendí
por qué lo decía, pero me hizo llorar aún más. Desde ese día, me consoló solo
en privado. En público se limitaba a fruncir el ceño y a decir: «No pasa nada,
Lena. Levántate».
Además, ensayábamos bailes. Mi madre los llamaba «calcetinadas» porque
enrollábamos las alfombras del salón para apartarlas a un lado, nos poníamos
los calcetines más gordos que teníamos y nos deslizábamos arriba y abajo por
los pasillos de madera. Hasta Rachel participaba, aunque siempre decía que era
demasiado mayor para juegos de niños. Mi madre corría las cortinas, apretaba
cojines contra las puertas delantera y trasera y subía el volumen de la música.
Nos reíamos tanto que siempre me iba a la cama con dolor de estómago.
Luego me di cuenta de que, en nuestras calcetinadas, ella corría las
cortinas para impedir que nos vieran las patrullas, y que taponaba los
resquicios de las puertas con cojines para que los vecinos no nos denunciaran
por escuchar música y reír en exceso, síntomas en potencia de los deliria. Comprendí por qué ocultaba una
insignia militar de mi padre, una daga de plata que él a su vez había heredado
de su padre y que ella se metía por dentro de la blusa cada vez que salíamos,
para que nadie la viera y sospechara. Comprendí que los momentos más felices de
mi infancia eran una mentira. Estaban mal y eran peligrosos e ilegales. Eran
propios de gente extravagante. Mi madre era una persona extravagante, y
probablemente yo había heredado esa rareza.
Por primera vez, me pregunto realmente qué debió de pensar y sentir la
noche en que fue caminando hasta los acantilados y siguió dando pasos, con los
pies pedaleando en el aire. Me pregunto si tendría miedo. Me pregunto si
pensaría en mí o en Rachel. Me pregunto si lamentaría dejarnos atrás.
También pienso en mi padre. No le recuerdo en absoluto, aunque tengo una
impresión antigua, borrosa, de unas manos cálidas y ásperas, y de un rostro
ancho que aparecía flotando por encima del mío, pero creo que eso es solo
porque mi madre tenía en su habitación un retrato enmarcado de mi padre y de
mí. Yo solo tenía unos meses y él me sostenía, sonriendo mientras miraba a la
cámara. Pero no hay forma de que yo recuerde nada de verdad. Ni siquiera tenía
un año cuando él murió. Cáncer.
El calor es pesado, horrible, parece cuajar en las paredes. Jenny está
tumbada de espaldas, con los brazos y las piernas extendidos sobre la colcha,
respirando en silencio con la boca totalmente abierta. Hasta Gracie está
profundamente dormida, murmurando sin sonido contra la almohada. Todo el cuarto
huele a aliento húmedo, a piel y a leche caliente.
Salgo de la cama sin hacer ruido, ya vestida con vaqueros negros y
camiseta. Ni siquiera me he molestado en ponerme el pijama. Sabía que esta
noche no iba a ser capaz de dormir. Y durante la velada he tomado una decisión.
Estaba sentada a la mesa de la cena con Carol, el tío William, Jenny y Gracie.
Todos masticaban y tragaban en silencio, mirándose unos a otros sin expresión,
y yo sentía que el aire me presionaba hacia abajo dificultándome la
respiración, como dos puños que apretaran más y más un globo lleno de agua.
Entonces me di cuenta de algo.
Hana había dicho que yo no lo llevaba dentro, pero se equivocaba.
Me late el corazón tan fuerte que puedo oírlo y tengo la certeza de que los
demás lo van a oír también, que mi tía se va a incorporar de repente en la
cama, lista para atraparme y acusarme de intentar huir a escondidas. Que por
otra parte es, exactamente, lo que me propongo hacer. Ni siquiera sabía que un
corazón pudiera latir tan fuerte, y eso me recuerda un relato de Edgar Allan Poe
que tuvimos que leer para una de nuestras clases de Estudios Sociales: un tipo
mata a otro, y luego se entrega a la policía porque está convencido de que
puede oír los latidos del corazón del muerto, enterrado bajo las tablas del
suelo. Se supone que es un cuento sobre la culpa y los peligros de la
desobediencia civil, pero cuando lo leí por primera vez me pareció que era
melodramático y cutre. Ahora, sin embargo, lo entiendo. Poe debió de
escabullirse de su casa un montón de veces cuando era joven.
Abro suavemente la puerta del dormitorio, conteniendo el aliento mientras
rezo para que no chirríe. En cierto momento, Jenny suelta un grito y se me para
el corazón. Pero luego se da la vuelta pasando un brazo por encima de la
almohada, y me relajo lentamente al darme cuenta de que simplemente se ha
alborotado en sueños.
El pasillo está totalmente oscuro. La habitación que comparten los tíos
también está en tinieblas, y lo único que se oye es el susurro de los árboles
en el exterior y los gemidos y crujidos de las paredes: los ruidos artríticos
normales en una casa vieja. Por fin, reúno el coraje para salir al pasillo y
cerrar la puerta del cuarto a mi espalda. Me muevo tan despacio que casi parece
que no me desplazo en absoluto. Orientándome por los bultos y las arrugas del
papel de la pared, llego hasta las escaleras; luego deslizo la mano centímetro
a centímetro por la barandilla y camino de puntillas. Incluso así parece que la
casa se rebelara contra mí, como si estuviera gritando para que me pillaran.
Cada paso parece crujir, o chillar, o gemir. Cada tabla del suelo tiembla y se
estremece bajo mis pies, y empiezo a negociar mentalmente con la casa: «Si
consigo llegar hasta la puerta principal sin que se despierte tía Carol, juro
por Dios que nunca volveré a cerrar de golpe ninguna puerta. Nunca te volveré a
llamar vieja casucha de mierda, ni
siquiera en mi cabeza; nunca volveré a maldecir al sótano cuando se inunde, y
nunca, nunca jamás cerraré de un puntapié la puerta del cuarto cuando me enfade
con Jenny».
Tal vez la casa me oiga, porque, milagrosamente, consigo llegar a la puerta
principal. Me detengo un minuto más, tratando de distinguir sonidos de pasos en
el piso de arriba, voces susurradas, cualquier cosa, pero aparte de mi corazón,
que sigue latiendo fuerte y sólido, todo está en silencio. Hasta la casa parece
vacilar y tomarse un descanso, porque la puerta principal se abre sin apenas
ruido y en el último momento, antes de salir a la noche, las habitaciones que
dejo atrás están oscuras e inmóviles como tumbas.
Una vez fuera, me detengo en los peldaños delanteros. Los fuegos
artificiales han terminado hace una hora —he oído el tartamudeo de las últimas
explosiones, como disparos lejanos, cuando me estaba preparando para acostarme—
y ahora las calles están extrañamente silenciosas, vacías por completo. Son más
de las once. Quizá queden algunos curados en el paseo marítimo. El resto ya
estará en casa. No hay ni una sola luz en la calle. Todas las farolas dejaron
de funcionar hace años, excepto en las zonas más acomodadas de la ciudad, y me
miran como ojos ciegos. Por suerte, la luna ilumina bastante.
Me esfuerzo por detectar los sonidos de las patrullas o los grupos de
reguladores; casi tengo la esperanza de oírlos, porque entonces tendría que
volver adentro, a mi cama, a la seguridad. El pánico comienza a acosarme de
nuevo. Pero reinan la quietud y el silencio, como si la ciudad se hubiera
congelado. Mi parte racional, correcta y sensata me grita que vuelva atrás y
suba las escaleras, pero un núcleo de tozudez me hace avanzar.
Bajo por el sendero y en la cancela le quito el candado a la bicicleta.
Si comienzo a pedalear haré demasiado ruido, así que camino un trecho calle
abajo. Las ruedas producen un sonido tranquilizador sobre el pavimento. Nunca
en toda mi vida he estado sola tan tarde. Nunca he violado el toque de queda.
Pero junto al miedo —que está siempre ahí, por supuesto, ese peso constante que
me aplasta— parpadea una pequeña excitación que se eleva y desciende por debajo
del miedo, haciéndolo retroceder un poco. Una especie de «vale, estoy bien, soy
capaz de hacerlo». Solo soy una chica, una chica del montón, metro sesenta,
nada especial, pero puedo hacer esto y no me va a parar ningún toque de queda
ni ninguna patrulla del mundo. Es asombroso cómo me reconforta esta idea. Es
increíble cómo consigue disolver el miedo, como una velita en mitad de la
noche, que ilumina el entorno y quema la oscuridad.
Cuando alcanzo el final de la calle, me subo a la bici y noto que la marcha
se coloca en su sitio. La brisa resulta agradable cuando empiezo a pedalear.
Avanzo con cuidado para no ir demasiado deprisa, alerta por si hay reguladores
cerca. Por suerte, Stroudwater y la granja Roaring Brook están en dirección
opuesta a las celebraciones del cuatro de julio de Eastern Prom. Una vez que
alcance la amplia franja de terreno agrícola que rodea la ciudad como un
cinturón, todo debería ir bien. Por las granjas y los mataderos casi no hay
patrullas. Pero primero tengo que pasar por el West End, donde vive gente rica
como Hana, atravesar Libbytown y cruzar el río Fore por el puente de la calle
Congress. Afortunadamente, las calles están desiertas.
Stroudwater queda a media hora larga, incluso yendo deprisa. A medida que
dejo la península, alejándome de los edificios y negocios del centro en
dirección a los barrios residenciales, las casas se van haciendo más pequeñas y
hay más distancia entre ellas. Las rodean patios con poco césped y muchos
hierbajos. Esto no es todavía la parte rural de Portland, pero ya hay señales
de que el campo se va acercando: plantas que crecen entre las tablas medio
podridas de los porches, un búho que ulula lastimero en la oscuridad, una
guadaña negra de murciélagos que corta el cielo de repente. Casi todas estas
casas tienen coches delante, como las mansiones acomodadas del West End, pero
estos han sido, a todas luces, rescatados de la chatarra. Muchos están apoyados
sobre bloques de hormigón en vez de ruedas. Veo uno cuyo techo corredizo está
atravesado por un árbol, como si el vehículo acabara de caer del cielo y se
hubiera empalado allí; hay otro, con el capó abierto, al que le falta el motor.
Cuando paso, de esa cavidad negra sale de repente un gato que maúlla y me mira.
Una vez que cruzo el río Fore, desaparecen las casas y hay solo campo, granjas
con nombres como Meadow Lane, Sheepsbay o Willow Creek, lo que les da un toque
agradable y acogedor. Lugares donde alguien podría estar horneando magdalenas y
separando la nata fresca para hacer mantequilla. Pero casi todas las granjas
pertenecen a grandes empresas, están repletas de ganado y a menudo explotan a
huérfanos.
Siempre me ha gustado esta zona, pero en la oscuridad me produce una
sensación extraña; es un lugar abierto y totalmente vacío, y no puedo evitar
pensar que si me encontrara con una patrulla no tendría recodo donde
esconderme, ni callejuela por la que escabullirme. Más allá de los campos, veo
las siluetas bajas y oscuras de graneros y silos, algunos nuevos y otros que
apenas se tienen en pie y se aferran a la tierra como si le clavaran los
dientes. El aire huele ligeramente dulce, como a plantas que crecen y a
estiércol de vaca.
La granja Roaring Brook está justo al lado de la frontera sudoeste. Lleva
años abandonada, desde que la mitad del edificio principal y los dos silos de
grano fueron destruidos en un incendio. Unos cinco minutos antes de llegar, me
parece escuchar un ritmo de tambor que resulta casi imperceptible tras el canto
de los grillos, pero durante un rato no sé si me lo estoy imaginando o solo
escucho mi corazón, que se ha puesto a latir con fuerza de nuevo. Un poco más
adelante, sin embargo, ya estoy segura. Incluso antes de llegar al camino de
tierra que lleva al granero, o al menos a la parte de este que todavía se
mantiene en pie, me llegan sonidos de música, que cristalizan en el aire
nocturno como lluvia que de repente se convirtiera en nieve y cayera lentamente
hasta la tierra.
Me entra otra vez el miedo. Lo único que puedo pensar es: «Esto está mal.
Está mal, está mal, está mal». La tía Carol me mataría si supiera lo que estoy
haciendo. Me mataría o haría que me encerraran en las Criptas o que me llevaran
a los laboratorios para una intervención anticipada, como a Willow Marks.
Me bajo de la bici cuando veo el cruce hacia Roaring Brook y el gran
letrero de metal clavado en el suelo donde se lee PROPIEDAD DE PORTLAND,
PROHIBIDO EL PASO. Me interno un poco en el bosque que hay junto al camino para
dejar la bici. La casa de la granja y el viejo granero quedan todavía a unos
doscientos metros hacia abajo, pero no me apetece llevar la bici más allá. No
le pongo el candado, eso sí. No quiero ni pensar en lo que pasaría si hubiera
una redada, pero si la hay, no quiero tener que estar peleándome con el candado
en la penumbra. Necesitaré velocidad.
Paso junto al letrero de PROHIBIDO EL PASO. Me viene a la cabeza cómo
saltamos Hana y yo la valla de los laboratorios, y me doy cuenta de que me
estoy haciendo toda una experta en ignorar esos carteles. Es la primera vez en
mucho tiempo que me acuerdo de aquella tarde y justo en ese momento me viene la
imagen de Álex. Lo recuerdo en la plataforma de observación, riéndose con la
cabeza echada hacia atrás.
Tengo que centrarme en el camino que estoy siguiendo, el brillo de la luna,
las flores silvestres. Eso me ayuda a vencer la sensación de que voy a vomitar
en cualquier momento. La verdad es que no sé qué es lo que me ha hecho salir de
casa, por qué he sentido que tenía que demostrarle a Hana que estaba
equivocada. Trato de ignorar la idea, mucho más perturbadora que todo lo demás,
de que la discusión con ella no ha sido más que una excusa. Quizá, en lo más
profundo de mí, simplemente sentía curiosidad.
Ya no siento curiosidad. Tengo miedo. Y me siento muy, muy tonta.
La granja y el viejo granero están situados en una hondonada entre dos colinas,
un pequeño valle, como si los edificios estuvieran colocados justo en medio de
unos labios fruncidos. Por la forma en que está orientado el terreno, aún no
puedo ver la granja, pero a medida que me acerco a lo alto de la colina la
música se oye más fuerte, más nítida. No se parece a nada que haya escuchado
antes. Desde luego, no es como la música autorizada que se puede descargar en
la BMPA: correcta, armoniosa, estructurada, el tipo de música que toca la banda
en el kiosco del parque de Deering Oaks durante los conciertos oficiales de
verano.
Alguien canta. Es una voz bella. Tan espesa y con tanto cuerpo como la miel
caliente. Sube y baja por las escalas a tal velocidad que me marea escucharla.
La música que suena por debajo de la voz es extraña y chocante y salvaje, pero
no se parece en absoluto a los aullidos y chirridos que Hana escuchaba hoy en
su ordenador. Veo ciertas similitudes, ciertos patrones de melodía y ritmo.
Pero aquella música era metálica y horrible, y por los altavoces sonaba medio confusa.
Esta fluye irregular, triste. Es como contemplar el mar durante una tempestad,
las olas que golpean y rompen, la espuma del mar chocando contra los muelles.
Esta música, como el océano inmenso y poderoso, te deja sin aliento.
Así me voy sintiendo a medida que llego a la última cresta de la colina y
se extienden ante mí el granero medio derruido y la granja maltrecha, justo
cuando la música se alza como una ola a punto de romper. Mi cuerpo se queda sin
aire de golpe, me quedo muda y llena de asombro por su belleza. Por un momento,
me parece que estoy realmente mirando al océano: un mar de gente se revuelve y
baila a la luz que se derrama desde el silo, como sombras que giran en torno a
una llama.
El granero está vacío, partido por el centro y ennegrecido por el fuego,
expuesto a los elementos. Solo queda en pie la mitad, fragmentos de tres
paredes, una parte del tejado y unos metros de plataforma elevada que alguna
vez debió de usarse para almacenar el heno. Ahí es donde toca el grupo. En los
campos han empezado a brotar arbolillos delgados que no tienen más que tronco.
Los árboles más viejos, calcinados por el fuego hasta quedar blancos y
totalmente desprovistos de hojas y ramas, apuntan al cielo como dedos espectrales.
Veinte metros más allá del granero, veo el borde de negrura donde comienza
la tierra no regulada. La Tierra Salvaje. A esta distancia no distingo la
alambrada fronteriza, pero de algún modo puedo sentirla, puedo sentir la
electricidad que zumba en el aire. Solo he estado cerca de esa valla unas pocas
veces. Una con mi madre hace años, cuando me hizo escuchar el siseo de la
electricidad, una corriente tan fuerte que el aire parece zumbar con ella.
Puede dar calambre aun estando a más de un metro. Mi madre me hizo prometer que
nunca, nunca jamás la tocaría. Me dijo que cuando la cura se hizo obligatoria,
algunas personas intentaron escapar cruzando la frontera. No llegaron a poner
más que una mano en la alambrada antes de freírse como beicon; recuerdo que eso
es exactamente lo que dijo: «como beicon». Desde entonces he corrido a lo largo
de la frontera algunas veces con Hana, siempre con cuidado de mantenernos al
menos a tres metros de distancia.
En el granero, alguien ha montado altavoces y amplificadores, e incluso dos
enormes focos de tamaño industrial que iluminan a los que están cerca del
escenario con un blanco descarnado e hiperreal, y al resto los hacen parecer
oscuros e indistintos, borrosos. Termina una canción y la multitud ruge al
unísono, un sonido oceánico. Se me ocurre que deben de haber puenteado la
electricidad de una red en alguna de las otras granjas. Pienso que todo esto es
una tontería, que nunca encontraré a Hana: hay demasiada gente. Entonces
comienza un nuevo tema, igual de bello y salvaje. Es como si la música
atravesara todo ese espacio oscuro y tocara algo en lo más profundo de mí,
punteándome como un instrumento de cuerda. Bajo la colina hacia el granero. Lo
raro es que no lo hago por voluntad propia. Mis pies se mueven por sí mismos,
como si hubieran encontrado un sendero invisible y se dejaran llevar hacia
abajo, hacia abajo.
Por un momento me olvido de que se supone que estoy buscando a Hana. Me
siento como en un sueño donde suceden cosas extrañas, pero que no parecen
extrañas. Todo es confuso, todo está envuelto en la niebla, y yo noto, desde la
cabeza a los pies, el deseo único y ardiente de acercarme a la música, de oír
mejor la música, de que la música siga, siga y siga.
—¡Lena, has venido! ¡Lena!
Escuchar mi nombre hace que salga del aturdimiento, y de repente me doy
cuenta de que estoy en medio de una aglomeración enorme de gente.
No. No es solo gente. Son chicos. Y chicas. Incurados todos, sin rastro de
marcas en el cuello, al menos por lo que puedo ver desde aquí. Chicos y chicas
que hablan. Chicos y chicas que ríen. Chicos y chicas que beben de los mismos
vasos. De repente siento que voy a desmayarme.
Hana viene hacia mí a toda velocidad, abriéndose paso a codazos, y antes de
que yo pueda abrir la boca, se me echa encima como hizo en la graduación y me
da un abrazo apretado.
Me quedo tan sorprendida que retrocedo tambaleándome y casi me caigo.
—¡Estás aquí! —se aparta y me mira, manteniendo sus manos en mis hombros—.
¡Estás aquí de verdad!
Termina otra canción y la vocalista, una chica menuda con el pelo negro y
largo, grita algo sobre un descanso. A medida que mi cerebro se reinicia
lentamente, se me ocurre una idea completamente absurda: «Esa chica es más baja
que yo y está cantando ante quinientas personas».
Y luego pienso: «Quinientas personas, quinientas personas, ¿qué estoy
haciendo yo aquí con quinientas personas?».
—No puedo quedarme —digo rápidamente.
En cuanto las palabras salen de mi boca me siento aliviada. Lo que había
venido a demostrar está demostrado; ya me puedo ir. Tengo que salir de esta
multitud, del estruendo de voces, es como un muro en movimiento: codos y
hombros que me sacuden. Antes estaba demasiado absorta en la música para mirar
a mí alrededor, pero ahora percibo colores, perfumes y manos que giran y dan
vueltas cerca de nosotras.
Hana abre la boca, quizá para oponerse, pero en ese momento nos
interrumpen. Un chico con un flequillo rubio apagado que le cae sobre los ojos
se abre paso hasta nosotras, con dos vasos grandes de plástico en la mano.
El chico del pelo rubio le da un vaso a Hana. Ella lo acepta, le da las
gracias y luego se vuelve hacia mí.
—Lena —dice—, este es mi amigo Drew.
Percibo en ella, por un momento, una sombra de culpabilidad, pero luego la
sonrisa vuelve a su rostro, tan ancha como siempre, como si estuviéramos en
mitad del colegio hablando de un control de Biología.
Abro la boca, pero no me salen las palabras; probablemente es mejor,
teniendo en cuenta que acaba de sonar en mi cabeza una alarma gigante de
incendios. Puede parecer tonto e ingenuo, pero ni una sola vez cuando venía
hacia las granjas se me ha ocurrido siquiera la posibilidad de que la fiesta
fuera mixta, que Hana estuviera con un chico. No me lo había planteado.
Violar el toque de queda es una cosa; escuchar música no autorizada es
incluso peor. Pero violar las leyes de la segregación es uno de los peores
delitos que existen. De ahí el adelanto de la intervención de Willow Marks y
las pintadas en la pared de su casa, de ahí que Chelsea Bronson fuera expulsada
de la escuela tras haber sido, supuestamente, encontrada más allá del toque de
queda con un chico de Spencer, de ahí que sus padres fueran despedidos
misteriosamente del trabajo, y que toda su familia se viera obligada a
abandonar su casa. Y, al menos en el caso de Chelsea Bronson, no había ni una
sola prueba. Tan solo rumores.
Drew me hace un pequeño saludo con la mano.
—¿Qué hay, Lena? —mi boca se abre y se cierra. Aún no hay sonido. Por un
momento nos quedamos allí en un silencio incómodo—. ¿Whisky? —me ofrece un vaso
con un gesto repentino, espasmódico.
—¿Whisky? —respondo con voz aguda.
He bebido alcohol muy pocas veces. En Navidad, cuando la tía Carol me sirve
un poco de vino, y una vez en casa de Hana, cuando robamos un licor de
zarzamora del minibar de sus padres y estuvimos bebiendo hasta que el techo
empezó a dar vueltas sobre nuestras cabezas. Ella se reía a carcajadas, pero a
mí no me gustó, no me gustó aquel sabor dulzón y asqueroso en la boca, ni la
forma en que mis pensamientos se desvanecían como la neblina al sol. Fuera de
control, así me sentía, y lo odiaba.
Drew se encoge de hombros.
—No quedaba nada más. El vodka es lo primero que se acaba en estas cosas.
Supongo que la expresión «estas cosas» quiere decir que ocurren a menudo.
—No —intento devolverle el vaso—. Toma.
Me hace un gesto, se ve que no me ha entendido.
—No pasa nada. Ya pillo otro.
Drew sonríe rápidamente a Hana antes de desaparecer entre la multitud. Me
gusta su sonrisa, la forma en que se alza medio torcida hacia su oreja
izquierda, pero al darme cuenta de que estoy pensando en que me gusta su
sonrisa, siento el pánico que me recorre, que late en mi sangre, toda una vida
de susurros y acusaciones.
Control. Todo tiene que ver con el control.
—Tengo que irme —consigo decirle a Hana. Algo es algo.
—¿Irte? —arruga la frente—. ¿Has venido hasta aquí a pie?
—He venido en bici.
—Da igual. ¿Has venido hasta aquí en bici y te vas a ir ya?
Busca mi mano, pero me cruzo de brazos rápidamente para evitarla. Por un
momento parece dolida. Yo finjo que tiemblo para que no se sienta mal,
preguntándome por qué me cuesta tanto hablar con ella. Es mi mejor amiga, la
chica que conozco desde segundo, la que compartía sus galletas conmigo a la
hora de la comida y la que una vez le dio un puñetazo en la cara a Julian
Dawson cuando dijo que mi familia estaba contaminada.
—Estoy cansada —digo—. Y no debería estar aquí.
Lo que quiero decir es: «Tú tampoco deberías estar aquí», pero me detengo.
—¿Has escuchado al grupo? Son espectaculares, ¿verdad?
Está siendo demasiado formal, no le pega nada, y eso me produce un dolor
agudo y profundo bajo las costillas. Está intentando ser amable. Se comporta
como si fuéramos extrañas. Ella también nota la incomodidad entre nosotras.
—Yo… yo no estaba escuchando.
Por alguna razón no quiero que Hana sepa que sí, que lo he escuchado y que
me han parecido increíbles, más que espectaculares. Es algo demasiado personal,
incluso embarazoso, algo de lo que me avergüenzo. Y a pesar de que he recorrido
todo el camino hasta la granja Roaring Brook y he violado el toque de queda
solo para verla y pedirle disculpas, vuelvo a sentir lo que sentí antes. Ya no
la conozco y ella realmente no me conoce a mí.
Estoy acostumbrada a la sensación de doblez, a pensar una cosa y hacer
otra, a un continuo tira y afloja. Pero, de algún modo, ella ha caído
limpiamente en la otra mitad, el otro mundo, el mundo de pensamientos, cosas y
personas innombrables.
¿Es posible que durante todo este tiempo yo haya estado viviendo mi vida,
estudiando para los exámenes, corriendo con Hana, mientras este otro mundo
también existía, en paralelo y por debajo del mío, vivo, listo para salir a
escondidas de las sombras y de los callejones en cuanto se pone el sol? Fiestas
ilegales, música no aprobada, gente que se roza sin miedo a la enfermedad, sin
miedo a sí mismos.
Un mundo sin miedo. Imposible.
Y aunque me encuentro en medio de la mayor multitud que he visto en mi
vida, me siento completamente sola.
—Quédate —dice Hana suavemente. Aunque es una orden, hay cierta vacilación
en su voz, como si estuviera haciendo una pregunta—. Aún puedes ver la segunda
parte.
Muevo la cabeza. Ojalá no hubiera venido. Ojalá no hubiera visto nada de
esto. Ojalá no supiera lo que sé en este momento, ojalá pudiera levantarme
mañana y coger la bici hasta su casa, tumbarnos juntas en Eastern Prom y
quejarnos de lo aburridos que son los veranos, como hacemos siempre. Ojalá
pudiera creer que nada ha cambiado.
—Me voy —digo deseando que no me tiemble la voz—. Pero no importa. Tú
puedes quedarte.
En cuanto lo digo me doy cuenta de que ella no se había ofrecido a volver
conmigo. Me mira con la más extraña mezcla de compasión y arrepentimiento.
—Puedo volver contigo si quieres —dice, pero sé que solo lo dice para
hacerme sentir mejor.
—No, no. Estoy bien.
Me arden las mejillas y doy un paso atrás, desesperada por irme de allí. Me
choco con alguien, un chico, que se vuelve y me sonríe. Me aparto de él
rápidamente.
—¡Lena, espera!
Hana hace ademán de cogerme otra vez. Aunque ya tiene una bebida, le pongo
mi vaso en la mano libre para detenerla. Frunce el ceño por un momento mientras
trata de equilibrar los dos vasos en el hueco del codo, pero en ese momento me
sitúo fuera de su alcance.
—Estaré bien, te lo prometo. Mañana te llamo.
Luego me deslizo por un estrecho hueco entre dos personas; es la única
ventaja de medir un metro sesenta, que se tiene un punto de vista privilegiado
de todos los espacios intermedios, y antes de que me dé cuenta, ella ha quedado
atrás, engullida por la multitud. Esquivo la gente alejándome del granero, con
los ojos bajos y esperando impaciente a que se me enfríen las mejillas.
Las imágenes giran en espiral, confusas, haciéndome creer que estoy soñando
otra vez. Chico. Chica. Chico. Chica. Se ríen, se empujan, se tocan el pelo
unos a otros. Nunca, ni una sola vez en toda mi vida, me he sentido tan
distinta y tan fuera de lugar. Se oye un aullido agudo y metálico y el grupo
comienza a tocar de nuevo, pero esta vez la música no me llega en absoluto. Ni
siquiera me detengo. Simplemente, continúo caminando en dirección a la colina,
imaginando el silencio fresco de los campos iluminados por las estrellas, las
oscuras calles conocidas de Portland, el ritmo regular de las patrullas que
marchan silenciosamente en sincronía, los comentarios de los walkie-talkies de los reguladores. Cosas
uniformes, familiares, normales, mías.
Por fin, la muchedumbre empieza a aclarar. Me moría de calor encajonada
entre tanta gente, y la brisa me azota la piel y me refresca las mejillas. He
empezado a calmarme y, en el borde de la aglomeración, me permito una mirada
hacia el escenario. El granero, abierto al cielo y a la noche, me hace pensar
en una mano que sostuviera una pequeña llama.
—¡Lena!
Es extraño cómo reconozco la voz al instante aunque, antes de hoy, solo la
he oído una vez y durante apenas diez minutos, quince a lo sumo. Es como una
alegría contenida, como si alguien se inclinara a contarte un secreto
interesantísimo en mitad de la clase más aburrida del mundo. Todo se queda
inmóvil. La sangre deja de fluir por mis venas. Me quedo sin aliento.
Por un segundo, hasta la música desaparece y todo lo que oigo es algo
firme, sereno y bello, como el toque lejano de un tambor, y pienso: «Estoy
escuchando mi corazón», pero sé que eso es imposible, porque mi corazón también
se ha detenido. Mi visión hace un zoom
de cámara otra vez y lo único que veo es a Álex. Que viene hacia mí usando los
hombros para abrirse paso entre la gente.
—¡Lena! ¡Espera!
Me recorre un breve ramalazo de terror. Durante un segundo desesperado,
pienso que debe de formar parte de una patrulla, de un grupo de redadas o algo
así, pero luego veo que está vestido con ropa informal: los vaqueros, sus
zapatillas gastadas con los cordones azul tinta y una camiseta desteñida.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le pregunto tartamudeando mientras se acerca
a mí.
Sonríe.
—Yo también me alegro de verte.
Ha dejado un metro de distancia entre nosotros, y se lo agradezco. En la
semipenumbra, no puedo distinguir el color de sus ojos y no puedo permitirme
distracciones en este momento, no quiero sentirme como me sentí en los
laboratorios cuando se inclinó para susurrarme, aquella conciencia total de la
distancia infinitesimal que separaba su boca de mi oído: terror, culpa y
excitación, todo a la vez.
—Lo digo en serio.
Hago todo lo que puedo por mirarle con el ceño fruncido.
Su sonrisa pierde intensidad, aunque no desaparece del todo. Suelta aire
por la boca.
—He venido a escuchar la música —dice—. Como todo el mundo.
—Pero no puedes… —lucho por encontrar las palabras, no estoy segura de cómo
decir lo que quiero expresar—. Pero esto es…
—¿Ilegal? —se encoge de hombros. Un mechón de cabello cae sobre su ojo
izquierdo y, cuando se vuelve a observar la fiesta, su pelo capta la luz del
escenario y refleja su extraño color castaño dorado—. No pasa nada —añade en
voz tan baja que tengo que inclinarme hacia delante para oírle por encima de la
música—. Nadie hace daño a nadie.
«Eso no lo sabes», estoy a punto de decir, pero la forma en que sus
palabras rezuman tristeza me detiene. Se pasa una mano por el pelo y distingo
detrás de su oído izquierdo la pequeña cicatriz oscura de tres patas
perfectamente simétricas. Quizá solo lamenta lo que ha perdido tras la cura. La
música no emociona a la gente del mismo modo, por ejemplo, y aunque también
debería estar curado de cualquier sentimiento de arrepentimiento, la operación
funciona de modo distinto para cada persona y no siempre es perfecta. Por eso
es por lo que mi tía y mi tío aún sueñan algunas veces. Por eso es por lo que
la prima Marcia estallaba de pronto en un llanto histérico, sin previo aviso ni
causa aparente.
—¿Y tú qué? —se gira hacia mí y vuelven su sonrisa y el tono travieso y
juguetón de su voz—. ¿Qué excusa tienes tú?
—Yo no quería venir —respondo rápidamente—. He tenido que hacerlo… —me
interrumpo, dándome cuenta de que no sé a ciencia cierta por qué debía venir—.
Tenía que darle algo a alguien —digo por fin.
Arquea las cejas. Evidentemente, no le convence mucho mi respuesta. Yo me
apresuro a continuar.
—A Hana. Mi amiga. La que conociste el otro día.
—Ya me acuerdo —dice. Nunca he visto a nadie que mantenga la sonrisa
durante tanto tiempo. Parece como si su cara estuviera moldeada así de forma
natural—. Por cierto, todavía no has dicho que lo sentías.
—¿El qué?
La muchedumbre ha seguido presionando para acercarse al escenario, así que
ya no estamos rodeados de gente. A veces pasa alguien por nuestro lado,
jugueteando con una botella o cantando al ritmo de la música, aunque un poco
desafinado, pero por lo demás estamos solos.
—Por dejarme plantado —un lado de su boca se alza más, y de nuevo tengo la
sensación de que está compartiendo conmigo un secreto delicioso, que está
intentando decirme algo—. No te dignaste aparecer aquel día en Back Cove.
Siento un estallido de triunfo: «¡Me estuvo esperando en la ensenada!
¡Realmente quería que yo me reuniera con él!». Al mismo tiempo, la ansiedad
florece en mi interior. Quiere algo de mí. No estoy segura de lo que es, pero
puedo sentirlo, y eso me hace tener miedo.
—Bueno, entonces, ¿qué? —se cruza de brazos y se balancea sobre los
talones, siempre sonriendo—. ¿Me vas a pedir disculpas o qué?
Su naturalidad y confianza en sí mismo me exasperan, como me pasó en los laboratorios.
Es tan injusto…, tan distinto de como me siento yo, que parece que me va a dar
un infarto, o que me voy a derretir hasta convertirme en un charco.
—Yo no me disculpo con los mentirosos —digo, sorprendida de la firmeza de
mi voz.
Él da un respingo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—¡Venga ya! —pongo los ojos en blanco, sintiéndome a cada instante más
segura de mi misma—. Mentiste al decir que no me habías visto en la evaluación.
Mentiste cuando afirmaste que no me conocías —voy haciendo un recuento de sus
mentiras con los dedos—. Incluso mentiste al negar que estabas dentro de los
laboratorios el día de la evaluación.
—Vale, vale —alza los brazos—. Lo siento, ¿de acuerdo? Mira, soy yo quien
debería pedir disculpas —se me queda mirando por un instante y luego suspira—.
Te lo dije: al personal no se le permite entrar en los laboratorios durante las
evaluaciones. Para mantener la pureza del proceso o algo así, no sé. Pero yo
necesitaba una taza de café y hay una máquina en el primer piso del complejo C
que tiene café del bueno, con leche de verdad incluso, así que usé mi código
para entrar. Eso es todo. Fin de la historia. Y luego tuve que mentir al
respecto. Podría perder mi empleo. Además, yo solo trabajo en los puñeteros
laboratorios para pagarme la universidad…
Deja de hablar. Por una vez no parece tan seguro de sí mismo. Se le nota
preocupado, como si de verdad tuviera miedo de que lo denunciara.
—Entonces, ¿por qué estabas en la plataforma de observación? —insisto—.
¿Por qué me mirabas?
—Ni siquiera llegué al primer piso —aclara. Me mira atentamente, como
calibrando mi reacción—. Entró y… y justo en aquel momento oí un ruido extraño.
Un ruido como un bramido o un rugido. Y algo más, también. Como gritos o algo
así.
Cierro los ojos brevemente, recordando la sensación de calor que me daban
las luces blancas, la impresión de oír el océano golpeando en el exterior de
los laboratorios, de oír los gritos de mi madre desde la distancia de una
década. Cuando los abro, Álex sigue mirándome.
—Bueno, yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Pensé, no sé, te
parecerá una tontería, pero pensé que quizá los laboratorios estuvieran siendo
atacados. Y ahí estaba yo, y de repente había como cien vacas que venían contra
mí… —se encoge de hombros—. Había una escalera a mi izquierda. Me entró pánico
y subí a toda pastilla. Pensé que las vacas no podían subir escaleras —aparece
de nuevo una sonrisa, esta vez fugaz, tentativa—. Y acabé en la plataforma de
observación.
Una explicación perfectamente natural y razonable. Me siento aliviada y ya
me da menos miedo. Al mismo tiempo, hay algo que se mueve bajo mi pecho, un
sentimiento apagado, una decepción. Y una cierta cabezonería, una parte de mí
que sigue dudando de él. Recuerdo el aspecto que tenía en la plataforma de
observación, con la cabeza echada hacia atrás, riendo, la forma en que me guiñó
un ojo. La expresión que tenía, pertida, segura, feliz. Sin miedo en absoluto.
Un mundo sin miedo.
—Entonces, ¿no sabes nada de cómo… cómo sucedió?
No puedo creer que yo esté siendo tan audaz. Hago una bola con las manos y
aprieto los puños; espero que no note el tono repentinamente estrangulado de mi
voz.
—¿Te refieres a la confusión con las entregas? —lo dice con toda
naturalidad, sin hacer pausas y sin que se le quiebre la voz, y mis últimas
dudas se desvanecen. Como cualquier curado, no cuestiona la versión oficial—.
Yo no estaba encargado de firmar las entregas aquel día. El responsable. Sal,
fue despedido. Se supone que hay que comprobar la carga. Supongo que se saltó
ese paso —ladea la cabeza, extiende las manos—. ¿Satisfecha?
—Sí —digo.
Pero la presión de mi pecho sigue ahí. Antes estaba desesperada por salir
de casa, pero ahora todo lo que deseo es poder volver allí con un parpadeo,
estar sentada en la cama, apartar las mantas de mis piernas, darme cuenta de
que todo, la fiesta, Álex, todo, ha sido un sueño.
—¿Entonces…? —hace una señal con la cabeza hacia el granero. El grupo toca
algo fuerte y con ritmo vivo. No sé por qué la música me ha afectado tanto al
llegar. En este momento me parece simplemente ruido, un ruido acelerado—.
¿Crees que podemos acercarnos sin que nos aplasten?
Ignoro el hecho de que acaba de referirse a «nosotros», una palabra que por
alguna razón suena asombrosamente atractiva cuando la pronuncia con su acento
cadencioso, risueño.
—Bueno, yo me iba a casa.
Me doy cuenta de que estoy enfadada con él sin saber por qué. Por no ser lo
que yo creía que era, supongo, aunque debería estar agradecida porque sea una
persona normal, curada e inofensiva
—¿Que te vas a casa? —repite con incredulidad—. No te puedes ir a casa.
Siempre he tenido mucho cuidado de no ceder a sentimientos de enfado o de
irritación. En casa de Carol no me lo puedo permitir. Le debo demasiado y
además, después de algunas rabietas que agarró cuando era niña, odiaba la forma
en que me miraba de reojo durante días, como si me estuviera analizando, como
si me estuviera midiendo. Sabía que estaba pensando: «Es igual que su madre».
Pero en este momento me dejo llevar, dejo que salga el enfado. Estoy harta de
que la gente actúe como si este mundo, este otro mundo, fuera el normal,
mientras que yo soy la rara. No es justo: todas las reglas han cambiado de
repente y alguien se ha olvidado de contármelo.
—Puedo y lo voy a hacer.
Me doy la vuelta y camino hacia la colina, suponiendo que se irá de nuevo
hacia la muchedumbre. Pero, para mi sorpresa, no lo hace.
—¡Espera!
Viene corriendo colina arriba detrás de mí.
—¿Qué haces?
Me doy la vuelta para enfrentarme a él, sorprendida una vez más por lo seguro
de mi tono de voz, sobre todo teniendo en cuenta que mi corazón da volteretas,
apresurado. Quizá este sea el secreto para poder hablar con un chico, quizá
solo haya que estar todo el tiempo enfadada.
—¿Qué quieres decir? —estamos casi sin aliento por la carrera, pero aun así
él consigue sonreír—. Solo quiero hablar contigo.
—Me estás siguiendo —me cruzo de brazos, y eso me ayuda a sentir que estoy
bloqueando el espacio entre nosotros—. Me estás siguiendo otra vez.
Ahí está. Se sorprende, da un paso atrás y yo recibo una punzada fugaz y
enfermiza de placer por haber sido capaz de desconcertarlo.
—¿Otra vez? —repite.
Me alegro de no ser yo por una vez quien tartamudea o no encuentra las
palabras. Las mías salen volando.
—Me resulta un poco extraño que haya vivido toda mi vida sin verte y de
repente aparezcas por todas partes.
No tenía planeado decir esto, la verdad es que no me había parecido raro,
pero en cuanto me escucho hablar me doy cuenta de que es cierto.
Me parece que se va a enfadar, pero, para mi sorpresa, echa la cabeza hacia
atrás y se ríe: una risa fuerte y sostenida. La luz de la luna vuelve plateada
la curva de sus mejillas, la barbilla y la nariz. Me asombra tanto su reacción
que, simplemente, me quedo quieta observándolo. Por fin me mira. Aunque todavía
no distingo sus ojos —la luna lo dibuja todo de forma descarnada, resaltando
unas cosas con una luz de plata brillante y cristalina y dejando otras en la
oscuridad—, percibo calor, luz…, la misma sensación que tuve aquel día en los
laboratorios.
—Quizá es que simplemente no has prestado atención —dice en voz baja,
balanceándose ligeramente hacia delante sobre sus talones.
Inconscientemente, doy medio paso hacia atrás arrastrando los pies. Me
asusta su cercanía, el hecho de que aunque nuestros cuerpos estén separados por
varios centímetros, es como si nos estuviéramos tocando.
—¿Qué… qué quieres decir?
—Quiero decir que te equivocas —se detiene mirándome y yo lucho por
mantener una expresión serena, aunque noto que mi ojo izquierdo palpita por la
tensión. Espero que en la oscuridad no lo perciba—. Nos hemos visto muchas
veces.
—Si nos hubiéramos conocido antes, me acordaría.
—Yo no he dicho que nos hayamos conocido —no intenta salvar la nueva
distancia que nos separa y yo se lo agradezco. Se muerde un extremo de la boca,
un gesto que le hace parecer más joven—. Deja que te haga una pregunta
—continúa—. ¿Por qué ya no corres nunca por el Gobernador?
Sin querer, sofoco un pequeño grito.
—¿Cómo sabes tú lo del Gobernador?
—Estudio en la UP —dice.
Universidad de Portland. Ahora me acuerdo: esa tarde que subimos para ver
el océano desde la parte trasera del complejo de los laboratorios, cuando
escuchó fragmentos de conversación que me llegaban con el viento, él dijo que
era estudiante.
—El semestre pasado trabajé en el café Grind, en Monument Square. Solía
verte cada dos por tres.
Mi boca se abre y se cierra. No me salen las palabras, el cerebro se me
bloquea como siempre que lo necesito desesperadamente. Claro que conozco ese
café. Hana y yo pasábamos corriendo por allí dos, quizá tres veces por semana,
veíamos a los universitarios que entraban y salían como copos de nieve
errantes, soplando el vapor de su café. El Grind da a una placita adoquinada,
llamada Monument Square, que marca el punto medio de una de las rutas de cuatro
kilómetros que hacíamos con frecuencia.
En el centro está la estatua de un hombre, medio erosionada por la nieve y
el tiempo y garabateada con unos grafitis. La figura está dando un paso hacia
delante, y con una mano se sujeta el sombrero en la cabeza como si estuviera
atravesando una terrible tormenta o el viento la azotara de cara. La otra mano
está extendida. Está claro que en el pasado sostenía algo, probablemente una
antorcha, pero en algún momento esa parte de la estatua se rompió o fue robada.
Así que ahora el Gobernador da un paso adelante con el puño vacío y tiene un
agujero circular en la mano, un escondite perfecto para notas u objetos
secretos. Hana y yo mirábamos allí a veces para ver si había algo dentro. Pero no
había nada, si acaso algún chicle masticado y unas pocas monedas.
La verdad es que no sé cuándo ni por qué empezamos a llamarlo «el
Gobernador». El viento y la lluvia han hecho que la placa que hay en la base de
la estatua resulte indescifrable. Nadie más le llama así. Todo el mundo se
refiere a él como «la estatua de Monument Square». Álex debió de oírnos hablar
de él en algún momento.
Sigue mirándome y me doy cuenta de que no le he contestado.
—Tengo que cambiar de ruta de vez en cuando —digo; llevo sin correr por
allí desde marzo o abril—. Aburre correr siempre por el mismo sitio —y luego,
como no lo puedo remediar, se lo pregunto—. ¿Tú te acuerdas de mí?
Se ríe.
—Es difícil no fijarse en ti. Solías girar alrededor de la estatua, dabas
un salto y soltabas un grito de alegría.
Me sube el calor por el cuello y las mejillas. Me debo de estar poniendo
colorada otra vez, y doy gracias a Dios de que nos hayamos alejado de las luces
del escenario. Se me había olvidado por completo: siempre daba un salto para
chocar los cinco con el Gobernador cuando Hana y yo pasábamos corriendo; era
una forma de darnos ánimos para el recorrido de vuelta hasta el colegio. A
veces incluso gritábamos: «¡Halena!». Supongo que parecíamos un par de locas.
—Yo no… —me humedezco los labios, buscando a tientas una explicación que no
suene ridícula—. Cuando se corre, a veces se hacen cosas raras. Por las
endorfinas y todo eso. Es como una droga, ¿sabes? Te afecta al cerebro.
—A mí me gustaba —dice—. Parecías… —se interrumpe por un momento. Su rostro
se contrae ligeramente, un cambio minúsculo que apenas puedo detectar en la
oscuridad, pero en ese momento está tan quieto y parece tan triste que casi me
deja sin aliento, como si fuera una estatua, o una persona distinta. Temo que
no va a terminar la frase, pero luego la remata—. Parecías feliz.
Por un momento nos quedamos ahí en silencio. Luego, de golpe. Álex vuelve,
relajado y sonriente.
—Una vez te dejé una nota. En el puño del Gobernador, ¿sabes?
«Una vez te dejé una nota». Es imposible, resulta absurdo siquiera
pensarlo, y me oigo repetir a mí misma:
—¿Que me dejaste una nota? ¿A mí?
—Alguna tontería. Quizá un «hola», un emoticono y mi nombre. Pero entonces
tú dejaste de venir —se encoge de hombros—. Probablemente siga allí. La nota,
quiero decir. Aunque seguramente a estas alturas será solo una bola de papel.
Me dejó una nota. Me dejó una nota a mí. A mí. La idea, la certeza, el
hecho de que me vio y pensó en mí durante más de un segundo, es abrumador hace
que sienta un hormigueo en las piernas y que parezca que se me han dormido las
manos.
Y luego me entra el miedo. Así es como empieza. Aunque él esté curado,
incluso aunque él esté a salvo, el hecho es que yo no lo estoy, y así es como
empieza. Fase 1: Preocupación, dificultad
de concentración, sequedad de boca, transpiración, palmas sudorosas, mareos y
desorientación. Siento una mezcla atropellada de alivio y náusea; es como
enterarte de que todos conocen tu peor secreto, que lo han sabido desde
siempre.
Todo este tiempo, la tía Carol tenía razón, los profesores tenían razón,
mis primas tenían razón. Soy como mi madre, después de todo. Y esa cosa, la
enfermedad, está dentro de mí, lista para salir a flote en cualquier momento,
para activarse en mis entrañas, para empezar a envenenarme.
—Tengo que irme.
Echo a andar colina arriba, casi corriendo, pero de nuevo camina detrás de
mí.
—No te vayas tan rápido —en la cima de la colina, me agarra por la muñeca
para detenerme. Su contacto me quema y salto hacia atrás rápidamente—. Lena.
Espera un minuto.
Aunque sé que no debería, me detengo. Es por la forma en que pronuncia mi
nombre, como si fuera música.
—No tienes por qué preocuparte, ¿vale? No tienes por qué tener miedo —su
voz brilla otra vez—. No estoy intentando coquetear contigo.
La vergüenza me invade. Coquetear.
Una palabra sucia. Él cree que yo creo que estaba coqueteando.
—Yo no… yo no creo que tú estuvieras… yo nunca pensaría que tú…
Las palabras colisionan en mi boca y en ese momento sé que no hay oscuridad
que pueda cubrir mi turbación.
Ladea la cabeza.
—Entonces, ¿tú sí que estabas coqueteando conmigo?
—¿Cómo? ¡No! —farfullo.
Mi mente gira ciegamente por el pánico y me doy cuenta de que ni siquiera
sé lo que es coquetear. Solo sé lo que he leído en los libros. Solo sé que es
malo. ¿Se puede coquetear sin saber que lo estás haciendo? ¿Está coqueteando
él? Mi ojo izquierdo palpita enloquecido.
—Tranquila —dice alzando las manos, como diciendo: «No te enfades
conmigo»—. Estaba bromeando —se vuelve ligeramente hacia la izquierda, sin dejar
de mirarme. La luna ilumina claramente su cicatriz de tres patas: un triángulo
blanco perfecto, una cicatriz que te hace pensar en el orden y la seguridad—.
No supongo ningún riesgo, ¿te acuerdas? No puedo hacerte daño.
Lo dice en voz baja, sin alterar el tono, y yo le creo. Y, sin embargo, mi
corazón no puede detener este frenético aleteo en mi pecho que se acelera cada
vez más, hasta que estoy segura de que me va a arrastrar lejos. Me siento como
cuando llego a la cima de la colina y veo abajo Congress Street y todo Portland
a mis espaldas —sus calles, a la vez bellas y desconocidas, son un resplandor
de verdes y grises—, me siento como cuando llego allí, justo antes de abrir los
brazos y dejarme ir, bajar la colina saltando y tropezando, con el sol en la
cara, sin siquiera tratar de moverme, solo dejando que la gravedad tire de mí.
Emocionada, sin aliento, esperando la caída.
De repente me doy cuenta del silencio que nos rodea. La banda ha dejado de
tocar y la gente se ha quedado callada. Solo se oye el viento que sisea entre
la hierba. Desde donde estamos, unos quince metros más allá de la cima de la
colina, ya no se ve el granero ni la fiesta. Por un momento, imagino que somos
las únicas personas que hay en la oscuridad, que somos las dos únicas personas
despiertas y vivas en la ciudad, en el mundo.
Poco después, ligeras hebras de música comienzan a entretejerse y a
ascender en el aire, suavemente, como un suspiro.
Al principio tan bajo que parece una brisa. Este tema es totalmente
distinto del que han tocado antes; este es delicado y frágil, como si cada nota
fuera cristal hilado, o una hebra de seda que serpentea en el aire nocturno.
De nuevo me sorprende lo absolutamente bello que es. Cómo surge de la nada.
Me sobrecoge el deseo de reír y de llorar a un tiempo.
—Esta canción es mi favorita —una nube se desliza a través de la luna y las
sombras bailan en su rostro. Sigue mirándome fijamente; me gustaría saber en
qué está pensando—. ¿Has bailado alguna vez?
—No —contesto, quizá demasiado enérgicamente.
Se ríe con suavidad.
—No importa. No se lo diré a nadie.
Me vienen a la cabeza imágenes de mi madre: el tacto leve de sus manos
mientras me hacía girar sobre los suelos de madera pulida de nuestra casa, como
si fuéramos patinadoras: la calidad aflautada de su voz mientras acompañaba las
canciones que salían de los altavoces, riendo.
—A mi madre le gustaba bailar —digo. Se me escapan las palabras y me
arrepiento casi al instante.
Pero Álex no se ríe ni me pregunta. Sigue mirándome tranquilamente. Por un
momento parece que va a decir algo. Pero luego, simplemente, alarga una mano
hacia mí a través del espacio, a través de la oscuridad.
—¿Te gustaría? —pregunta. Su voz es apenas audible por encima del viento;
es tan baja que parece casi un suspiro.
—¿Que si me gustaría qué?
Mi corazón ruge, apresurándose en mis oídos, y aunque todavía hay varios
centímetros entre su mano y la mía, siento una energía que palpita
conectándonos, y por el calor que inunda mi cuerpo se podría pensar que estamos
completamente abrazados, palma con palma, rostro con rostro.
—Bailar —dice, y al mismo tiempo salva esos pocos centímetros que nos
separan, encuentra mi mano y me acerca, y en ese momento la canción llega a una
nota aguda y confundo las dos sensaciones, la de su mano y la de la elevación,
el ascenso de la música.
Bailamos.
Casi todas las cosas, incluso los mayores movimientos de la Tierra, tienen
su comienzo en algo pequeño. Un terremoto que destruye una ciudad puede
comenzar con un temblor, con un estremecimiento, con una respiración. La música
comienza con una vibración. Las inundaciones que asolaron Portland hace veinte
años tras casi dos meses de lluvia ininterrumpida, que se precipitaron hasta
más allá de los laboratorios y dañaron más de mil viviendas; las inundaciones
que sacaron de los rincones neumáticos, bolsas de basura y viejos zapatos
malolientes y los llevaron flotando por las calles como trofeos: las
inundaciones que dejaron detrás una fina capa de moho verde y un olor a podrido
que tardó meses en quitarse; esas inundaciones comenzaron con un hilillo de
agua, no más ancho que un dedo, que lamia los muelles.
Y Dios creó todo el universo de un átomo no mayor que un pensamiento.
La vida de Gracie se hizo añicos por una sola palabra: simpatizante. Y mi mundo estalló por otra palabra: suicidio.
Mejor dicho: aquella fue la primera vez que estalló mi mundo.
La segunda vez que estalló mi mundo fue también por una palabra. Una
palabra que fue saliendo de mi garganta y llegó bailando hasta mis labios y
brotó antes de que yo pudiera pensar en ello, o detenerla.
La pregunta era: «¿Quieres quedar conmigo mañana?».
La
palabra: «Sí».
diez
SÍNTOMAS DE LOS
«DELIRIA NERVOSA DE AMOR»
FASE 1
Preocupación, dificultad
de concentración. Sequedad de boca. Transpiración, palmas sudorosas. Mareos y
desorientación. Conciencia mental reducida, pensamientos acelerados,
habilidades de razonamiento amenazadas.
FASE 2
Periodos de euforia; risa
histérica y energía intensificada. Periodos de desesperación, letargo.
Alteraciones en el apetito; rápidas pérdidas o ganancias de peso.
Obsesión; pérdida de otros
intereses. Habilidades de razonamiento deficientes; distorsión de la realidad.
Alteración de los patrones de sueño; insomnio o fatiga constantes. Pensamientos
y acciones obsesivas. Paranoia; inseguridad.
FASE 3 (CRÍTICA)
Dificultades
respiratorias. Dolores en pecho, garganta o estómago. Dificultades para tragar;
rechazo a ingerir alimentos. Completo colapso de las facultades racionales;
comportamiento errático; fantasías y pensamientos violentos; alucinaciones y
delirios.
FASE 4 (MORTAL)
Parálisis física o
emocional (parcial o total). Muerte.
Si teme que usted mismo o
alguien que conoce puede haber contraído deliria, por favor, llame al teléfono
de emergencia libre de cargo 1-800-PREVENCIÓN para concertar admisión y
tratamiento inmediatos.
Nunca había comprendido cómo Hana podía mentir tan a menudo y con tanta
facilidad. Pero, como sucede con todo, mentir se hace más fácil cuanto más se
practica.
Y así, cuando llego a casa del trabajo al día siguiente y Carol me pregunta
si me importa comer perritos calientes por cuarta noche consecutiva
(consecuencia de un excedente en una remesa del súper; una vez estuvimos dos
semanas completas comiendo a diario alubias cocidas), contesto que, en
realidad, Sophia Hennerson, una compañera de la escuela, nos ha invitado a mí y
a otras chicas a cenar. Ni siquiera tengo que pensarlo. La mentira sale sola. Y
aunque todavía noto el sudor que me pica en las manos, mi voz permanece
tranquila, y estoy casi segura de que mi cara mantiene el color habitual,
porque Carol se limita a lanzarme una de sus sonrisas fugaces y me desea que lo
pase bien.
A las seis y media me subo en la bici y me dirijo a la playa del East End,
donde he quedado con Álex.
Hay muchas playas en Portland. La del East End es, seguramente, una de las
menos populares, lo que la convirtió en una de las favoritas de mi madre. La
corriente allí es más fuerte que en Willard Beach o en Sunset Park. No sé
exactamente por qué. No me importa. Siempre he sido buena nadadora. Tras la
primera vez que mi madre me soltó la cintura en el agua y yo sentí una mezcla
de pánico, estremecimiento y emoción, aprendí bastante deprisa. Así que a los
cuatro años ya llegaba chapoteando yo sola hasta más allá de donde rompen las
olas.
Hay otras razones por las que casi todo el mundo evita esa playa, aunque se
llega muy fácilmente dando un corto paseo colina abajo desde Eastern Prom, uno
de los parques más populares de la ciudad. La playa no es más que una estrecha
franja de arena salpicada de rocas y gravilla. Está situada al otro lado del
complejo de los laboratorios, donde se localizan las naves de almacenamiento y
residuos, lo que no contribuye a crear un paisaje particularmente bello. Y
cuando se nada en esa playa, se tiene una vista clara del puente de Tukey y de
la cuña de tierra no regulada entre Portland y Yarmouth. A mucha gente no le
gusta estar tan cerca de la Tierra Salvaje. Los pone nerviosos.
A mí también me pone nerviosa; pero hay una parte de mí, una pequeñísima
parte, apenas un pequeño fragmento de parte, a la que le gusta. Durante una
época después de la muerte de mi madre, me dio por imaginar que no estaba
muerta de verdad y que mi padre tampoco estaba muerto, que se habían escapado a
la Tierra Salvaje para estar juntos. Él se había ido cinco años antes que ella
para prepararlo todo, para construir una casita con cocina de madera y muebles
hechos con ramas de árbol. En algún momento, me imaginaba, volverían para
recogerme.
Incluso llegué a imaginar mi habitación hasta el más mínimo detalle: una
alfombra granate, una silla del mismo color y un pequeño edredón de retazos
rojos y verdes.
Tuve aquella fantasía solo unas pocas veces antes de darme cuenta de que no
estaba bien. Si mis padres se hubieran escapado a la Tierra Salvaje, se habrían
convertido en simpatizantes, en resistentes. Mejor que estuvieran muertos.
Además, aprendí muy rápido que mis ensueños sobre la Tierra Salvaje eran solo
eso, fantasías infantiles. Los inválidos no tienen nada, no pueden comerciar, y
mucho menos conseguir edredones, sillas ni ninguna otra cosa. Rachel me contó
una vez que viven como animales, astrosos, hambrientos, desesperados. Dijo que
por eso el gobierno no se molesta en hacer nada al respecto, ni siquiera en
reconocer su existencia. Morirán dentro de poco. Todos ellos. De frío o de
hambre. O simplemente por la enfermedad, que seguirá su curso, los enfrentará a
unos con otros y hará que se vuelvan rabiosos, luchen y se saquen los ojos.
Dijo que, por lo que sabemos, quizá ya hubiera sucedido; dijo que la Tierra
Salvaje podría estar vacía, oscura y muerta, llena solo de los susurros y las
voces de los animales.
Probablemente tuviera razón sobre lo otro, lo de que los inválidos viven
como animales, pero claramente se equivocaba en lo de que están muertos. Están
vivos, están ahí fuera y no quieren que nos olvidemos. Por eso organizan las
manifestaciones. Por eso soltaron las vacas en los laboratorios.
No me pongo nerviosa hasta que llego a la playa. Aunque el sol se está
hundiendo a mi espalda, aún ilumina el agua y le da un color blanco que hace
que todo brille. Me protejo los ojos del reflejo y veo a Álex, una larga
pincelada negra en medio de todo el azul. Vuelvo a la noche pasada, a los dedos
de su mano apretados contra la parte baja de mi espalda, tan ligeros como si
solo estuviera soñando con ellos, la otra mano agarrada a la mía, seca y
tranquilizadora como un trozo de madera calentado por el sol. Bailamos de
verdad, como en las bodas, las que hay después de haber formalizado el
emparejamiento, pero de un modo mejor, más natural y menos forzado.
Está de espaldas a mí, mirando el océano, y me alegro. Me siento cohibida
mientras bajo trabajosamente los peldaños desvencijados y combados por la sal desde
el aparcamiento hasta la playa. Me paro a desatarme los cordones y a quitarme
las zapatillas, y luego cojo una en cada mano. Noto la arena caliente bajo mis
pies descalzos cuando echo a andar hacia él.
Un hombre viejo se acerca desde el agua con una caña en la mano. Me lanza
una mirada de sospecha; luego se vuelve y observa a Álex, me mira a mí otra vez
y frunce el ceño. Abro la boca para decir: «Está curado», pero el hombre gruñe
al pasar junto a mí y tengo la impresión de que no va a molestarse en llamar a
los reguladores, así que no digo nada. No es que nos fuéramos a meter en un lío
gordo si nos pillaran (eso es lo que Álex quiso decir cuando afirmó: «No
supongo riesgo»), pero no quiero tener que responder a un montón de preguntas,
ni que pasen mi carné de identidad por el SVS y todo lo demás. Además, si los
reguladores recorrieran a toda velocidad el camino hasta la playa del East End
para fiscalizar nuestra «conducta sospechosa» y descubrieran que solo se
trataba de un curado que se había compadecido de una mindundi de diecisiete
años, se iban a mosquear bastante, y seguro que lo pagaban con alguien.
Compadecerse. Desecho con
rapidez esta palabra, sorprendida de lo difícil que me resulta siquiera pensar
en ella. Durante todo el día he intentado no preguntarme por qué demonios Álex
es tan amable conmigo. Incluso he fantaseado, durante un breve segundo de
estupidez, con la idea de que quizá me emparejen con él después de la
evaluación. He tenido que dejar a un lado esa idea también. Álex ya habrá recibido
su hoja impresa, sus candidatas recomendadas: se la habrán enviado incluso
antes de la cura, justo después de la evaluación. No se habrá casado todavía
porque ella asiste aún a la universidad; eso es todo. Pero pronto se casará, en
cuanto termine.
Entonces he empezado a preguntarme por el tipo de chica con la que le
habrán emparejado. Alguien como Hana, he decidido, con brillante cabello rubio
y la exasperante habilidad de hacer que hasta recogerse el cabello en una
coleta resulte elegante, como en un baile coreografiado.
Hay otras cuatro personas en la playa. A unos treinta metros, una madre con
su hijo. La madre está sentada en una silla plegable con la tela desteñida,
mirando inexpresivamente al horizonte, mientras que el niño, que no debe de
tener más de tres años, camina inseguro por las olas, se cae, suelta un grito,
no sé si de dolor o de alegría, y se levanta afanosamente.
Más allá hay una pareja que pasea, un hombre y una mujer, sin tocarse.
Deben de estar casados. Ambos llevan las manos entrelazadas por delante y miran
al frente, sin hablar y sin sonreír, pero tranquilos, como si cada uno de ellos
estuviera rodeado por una burbuja protectora invisible.
En ese momento llego hasta Álex, que se vuelve y me ve. Sonríe. El sol
atrapa su cabello, lo vuelve momentáneamente blanco. Luego regresa poco a poco
a su habitual castaño dorado.
—Hola —dice—. Me alegro de que hayas venido.
De nuevo me siento tímida y tonta sosteniendo mis gastadas zapatillas en la
mano. Noto que me estoy poniendo colorada, así que bajo la mirada, dejo caer el
calzado y le doy la vuelta con el pie.
—Te dije que vendría, ¿no?
No quería que las palabras sonaran tan severas y hago una mueca de dolor,
maldiciéndome mentalmente. Es como si tuviera un filtro instalado en el
cerebro, solo que en vez de mejorar la calidad de lo que pasa por él, lo
retuerce todo de forma que lo que sale de mi boca es totalmente inadecuado,
completamente distinto de lo que yo quería decir.
Por suerte, Álex se ríe.
—Solo quería decir que la última vez me diste plantón —explica. Señala
hacia la arena con la cabeza—. ¿Nos sentamos?
—Claro —respondo aliviada.
En cuanto estamos sentados en la arena, me siento mucho más cómoda. Hay
menos posibilidades de caerse o de hacer algo estúpido. Levanto las piernas
hasta el pecho y apoyo el mentón en las rodillas. Álex deja un metro de
distancia entre nosotros.
Nos quedamos sentados en silencio durante algunos minutos. Al principio
busco desesperadamente algo que decir. Cada latido de silencio se extiende
hasta parecer una eternidad, y estoy segura de que Álex debe de pensar que soy
muda. Pero luego saca una concha que estaba medio enterrada en la arena y la
lanza al océano, y me doy cuenta de que él no está incómodo en absoluto. Así
que me tranquilizo. Incluso agradezco el silencio.
A veces siento que si uno observa las cosas, si se sienta quieto y deja que
todo exista frente a él, el tiempo se detiene por un instante y el mundo se
congela a medio giro. Solo por un instante. Y si de algún modo uno es capaz de
vivir en ese segundo, puede vivir para siempre.
—Está bajando la marea —comenta Álex.
Lanza otra concha trazando un arco muy grande y consigue que llegue hasta
la orilla.
—Lo sé.
El océano va dejando a su paso un rastro de desperdicios formado por algas
verdes carnosas, ramitas y cangrejos ermitaños que escarban en la arena. El
aire huele fuerte a sal y a pescado. Una gaviota recorre la playa picoteando
aquí y allá, pestañeando y dejando pequeñas huellas como de alambre.
—Mi madre me traía mucho aquí cuando era pequeña. Durante la marea baja
paseábamos junto a la orilla un poco, lo que se podía, vaya. En la arena se
quedan varados todo tipo de animales marinos: cangrejos cacerola, almejas
gigantes y anémonas de mar. Todo lo que queda atrás cuando el agua retrocede.
También me enseñó a nadar aquí —no sé por qué las palabras me salen a
borbotones, por qué de repente siento la necesidad de hablar—. Mi hermana se
quedaba en la orilla y construía castillos de arena, y fingíamos que eran
ciudades de verdad, como si hubiéramos llegado nadando hasta el otro lado del
mundo, hasta los lugares en los que no existía la cura.
Solo que en nuestros juegos no estaban contaminados para nada, ni
destrozados, ni feos. Eran lugares hermosos y pacíficos, hechos de cristal y
luz.
Álex sigue callado, trazando formas en la arena con el dedo. Pero sé que
está escuchando.
Las palabras salen atropellándose.
—Recuerdo que mi madre me subía y me bajaba en el agua, sosteniéndome por
la cintura. Y una vez me soltó. Bueno, en realidad yo llevaba aquellas cosas
hinchables en los brazos. Pero me asusté tanto que empecé a berrear como una
descosida. Era pequeñísima, pero aún me acuerdo, te lo juro. Sentí un alivio
inmenso cuando me volvió a coger. Y sin embargo, también sentí decepción. Como
si me hubiera perdido la oportunidad de algo grande, ¿entiendes?
—¿Y qué pasó? —Álex alza la cabeza para mirarme—. ¿Ya no vienes nunca aquí?
¿Tu madre le perdió el gusto al mar?
Aparto los ojos, miro al horizonte. Hoy la bahía está relativamente en
calma. No hay olas, todo es una sucesión de azules y malvas a medida que el mar
se aleja de la playa con un sonido bajo de succión. Inofensivo.
—Ella murió —digo, sorprendida de lo que me cuesta decirlo. Álex está
callado junto a mí y yo me apresuro a explicar—: Se suicidó. Cuando yo tenía
seis años.
—Lo siento —dice en voz tan baja que casi no lo oigo.
—Mi padre murió antes, cuando yo tenía ocho meses. No recuerdo nada de él.
Creo… creo que de algún modo eso acabó con ella, ¿entiendes? Con mi madre, quiero
decir. No estaba curada. No funcionó. No sé por qué. Lo intentaron en tres
ocasiones, trataron de salvarla. Le hicieron la operación tres veces, pero eso
no… no consiguió arreglarlo.
Hago una pausa y aspiro un poco de aire. Me da miedo mirar a Álex, que
sigue tan callado y tan quieto a mi lado como si fuera una estatua, una pieza
tallada en sombras. Con todo, no puedo dejar de hablar. Curiosamente, me doy
cuenta de que nunca había contado a nadie la historia de mi madre. Nunca he
tenido que hacerlo. Todos a mi alrededor —mis compañeros de escuela, mis
vecinos y los amigos de mi tía— sabían la historia de mi familia y sus
vergonzosos secretos. Esa es la razón de que siempre me miraran con compasión,
por el rabillo del ojo. Por eso es por lo que durante años cabalgué sobre una
ola de susurros cada vez que entraba en una habitación; al llegar a un sitio me
abofeteaba el silencio repentino, silencio y caras sorprendidas, culpables.
Hasta Hana lo sabía antes de que fuéramos compañeras de pupitre en segundo. Lo recuerdo
porque me encontró en un cubículo del baño, llorando con un trozo de toalla de
papel metido en la boca para que nadie pudiera oírme. Abrió la puerta de un
puntapié y se quedó mirándome. «¿Es por tu mamá?», esas fueron las primeras
palabras que me dirigió.
—Yo no sabía que le pasaba algo. No sabía que estaba enferma. Era demasiado
pequeña para comprender.
Mantengo los ojos centrados en el horizonte, una fina línea tangible, tensa
como un alambre de equilibrista. El mar se sigue alejando de nosotros y como
siempre, me viene la misma fantasía que tenía cuando era niña: tal vez el agua
no vuelva, tal vez el océano desaparezca para siempre, retirándose de la
superficie de la Tierra como los labios se retiran sobre los dientes, revelando
la dureza blanca y fresca de debajo, el hueso blanqueado.
—Si lo hubiera sabido, tal vez podría haber…
En el último momento me falla la voz y ya no puedo decir nada más, no puedo
completar la frase: «… tal vez podría haberla detenido». Es una frase que no he
pronunciado nunca, ni siquiera me he permitido pensarla. Pero la idea está ahí,
inminente, sólida e inevitable, una pared de pura roca: podría haberlo evitado.
Debería haberlo evitado.
Nos quedamos en silencio. En algún momento durante mi historia, la madre y
el hijo han debido de recoger y se han ido a casa. Álex y yo estamos solos en
la playa. Ahora que las palabras ya no borbotean y salen apresuradas de mí, no
puedo creer cuánto he compartido con una persona casi totalmente desconocida, y
chico además. De repente, un picor como de vergüenza casi me obliga a rascarme.
Busco desesperadamente algo más que decir, algo inofensivo, sobre las mareas o
el tiempo, pero, como de costumbre, se me queda la mente en blanco en este
momento en que realmente necesito que funcione. Me da miedo mirar a Álex.
Cuando por fin reúno la valentía para lanzarle una breve mirada de soslayo,
está sentado mirando a la bahía. Su rostro resulta completamente impenetrable,
a excepción de un pequeño músculo que sube y baja en la base de la mandíbula. Se
me hunde el corazón. Es lo que me temía. Ahora se avergüenza de mí, está
asqueado de mi historia familiar, de la enfermedad que llevo en la sangre. En
cualquier momento se levantará y me dirá que es mejor que no nos veamos más. Es
extraño. En realidad no lo conozco y entre nosotros hay una línea pisoria
infranqueable, pero de todas formas la idea me disgusta.
Estoy a dos segundos de ponerme en pie y echar a correr; no quiero tener
que asentir y fingir que comprendo cuando se vuelva hacia mí y me diga: «Oye,
Lena. Lo siento, pero…», y me lance esa mirada tan conocida. (El año pasado
había un perro rabioso suelto en la colina. Mordía y ladraba a todo el mundo,
con la boca llena de espuma. Estaba medio muerto de hambre, sarnoso, lleno de
pulgas y cojo, pero aun así hicieron falta dos policías para abatirlo. Se juntó
una muchedumbre a mirar, y yo estaba allí. Me detuve en el camino cuando volvía
de correr. Por primera vez comprendí la mirada que la gente me había dirigido
toda la vida, esa curva en los labios cada vez que oyen el nombre Haloway.
Compasión, sí, pero también asco y miedo a contaminarse. Era la misma forma en
que miraban al perro mientras daba vueltas y gruñía y soltaba espumarajos, y
luego hubo una exhalación masiva de alivio cuando la tercera bala lo derribó
por fin y el animal dejó de moverse).
Justo cuando pienso que ya no lo soporto más, Álex me roza suavemente el
codo con un dedo.
—Te echo una carrera —dice poniéndose de pie y sacudiéndose la arena de los
pantalones.
Me ofrece la mano para ayudarme, una sonrisa de nuevo aleteando en su
rostro. Le estoy Interminablemente agradecida en ese segundo. No me va a echar
en cara el pasado de mi familia. No cree que yo esté sucia o dañada. Tira de mí
y creo que después me aprieta la mano, apenas un momento, y yo me quedo
sorprendida y contenta, pensando en mi señal secreta con Hana.
—Solo acepto si te mola la humillación total —digo.
Arquea las cejas.
—¿O sea que crees que puedes ganarme?
—No es que lo crea. Es que lo sé.
—Eso ya lo veremos —ladea la cabeza—. A ver quién llega primero hasta las
boyas, ¿vale?
Eso me descoloca. La marea no baja tanto en la bahía; las boyas están aún
flotando sobre algo más de un metro de agua.
—¿Quieres que hagamos la carrera hacia dentro del agua?
—¿Tienes miedo? —pregunta sonriendo.
—No es que tenga miedo, es solo que…
—Mejor —extiende el brazo y me toca el hombro con dos dedos—. Entonces,
¿qué tal un poco menos conversación y un poco más de…? ¡Ya!
Dice la última palabra gritando y sale corriendo a toda velocidad. Tardo
dos segundos completos en lanzarme tras él, mientras grito:
—¡No es justo! ¡No estaba preparada! —y ambos nos reímos mientras corremos
levantando salpicaduras, totalmente vestidos, por donde el agua apenas cubre;
las pequeñas ondas y concavidades del suelo del océano están a la vista ahora
por la bajada de la marea.
Las conchas crujen bajo mis pies. Se me engancha un dedo en una maraña de
algas rojas y púrpuras y estoy a punto de caer de bruces. Me impulso con una
mano en la arena húmeda para recuperar el equilibrio; casi consigo alcanzar a
Álex, pero él se agacha, coge un puñado de arena mojada y se gira para
tirármelo. Grito y me echo a un lado para evitarlo, pero aun así una parte me
alcanza en la mejilla y me resbala cuello abajo.
—¡Tramposo! —consigo decir entre jadeos, sin aliento por la carrera y las
risas.
—No se pueden hacer trampas si no hay reglas —me responde por encima del
hombro.
—Así que no hay reglas, ¿eh?
Vamos salpicando con el agua por debajo de las rodillas y empiezo a echarle
agua a él, dejándole un rastro de gotas en la espalda y los hombros. Se vuelve,
barriendo con el brazo la superficie del mar en un arco brillante. Yo me giro
para evitarlo y acabo resbalándome y cayendo hasta los codos. Me mojo los
pantalones cortos y la parte inferior de la camiseta, y el frío repentino me
hace emitir un grito sofocado. Él sigue avanzando trabajosamente, con la cabeza
estirada hacia atrás y la sonrisa resplandeciente; su risa alta se extiende
tanto que imagino que sobrepasa la isla Great Diamond y va más allá del
horizonte hasta alcanzar las otras partes del mundo. Yo me levanto y me
apresuro a seguirle. Las boyas se balancean unos seis metros por delante de
nosotros: el agua me llega por las rodillas y luego por el muslo y después a la
cintura, hasta que los dos vamos chapoteando con los brazos, medio corriendo y
medio nadando, avanzando frenéticamente hacia delante. No puedo respirar, ni
pensar, ni hacer nada que no sea reír y salpicar y mirar las boyas bailarinas
de color rojo vivo; me centro en vencer, vencer, tengo que ganar. Y cuando solo
faltan algunos metros y él sigue teniendo ventaja y yo llevo las zapatillas
llenas de agua y la ropa me lastra como si llevara los bolsillos llenos de
piedras, sin pensar, salto hacia delante y le hago un placaje hasta derribarle.
Noto que mi pie toca su muslo mientras me separo a toda velocidad, extiendo la
mano y toco la boya más cercana. Al hacerlo, el plástico sale disparado
apartándose de mi mano. Debemos de estar a unos cuatrocientos metros de la orilla,
pero la marea sigue bajando, así que aún hago pie: el agua me llega al pecho.
Alzo los brazos triunfante cuando se acerca Álex, que echa agua por la boca y
mueve la cabeza haciendo que las gotas salten de su pelo con pequeñas
volteretas.
—He ganado —digo jadeando.
—Has hecho trampa —replica. Avanza algunos pasos más y se derrumba con los
brazos hacia atrás, enganchándolos en la cuerda que une las boyas.
Arquea la espalda de modo que su cara queda inclinada hacia el cielo. Su
camiseta está empapada y le caen gotas de las pestañas, que luego descienden
por sus mejillas.
—No había reglas —digo—, así que no hay trampas.
Se vuelve hacia mí sonriendo.
—Bueno, entonces te he dejado ganar.
—Sí, claro —le salpico un poco y él alza las manos, rindiéndose—. Eres un
mal perdedor.
—No tengo mucha práctica.
Ahí está de nuevo esa seguridad, esa naturalidad suya que me exaspera un
poco, la inclinación de su cabeza y la sonrisa. Pero hoy no me irrita. Hoy me
gusta, parece como si se me estuviera contagiando de algún modo, como si
pasando suficiente tiempo con él no me fuera a sentir nunca incómoda, asustada
o insegura.
—Lo que tú digas.
Pongo los ojos en blanco y engancho un brazo sobre las boyas junto a él,
disfrutando de la sensación de las corrientes que susurran en tomo a mi pecho,
disfrutando de lo extraño de estar en el agua con la ropa puesta, lo pegajoso
de mi camiseta y la succión de las zapatillas en mis pies. Pronto cambiará la
marea y volverá a subir el nivel del agua. Entonces tendremos que nadar lenta y
trabajosamente para volver a la playa.
Pero no me importa. No me importa nada en el mundo, no me preocupa cómo le
voy a explicar dentro de un millón de años a Carol por qué he llegado a casa
empapada, con algas pegadas a la espalda y con olor a sal en el pelo, no me
preocupa cuánto tiempo falta hasta el toque de queda o por qué Álex es tan
simpático conmigo. Sencillamente estoy feliz, un sentimiento puro y
burbujeante. Más allá de las boyas, la bahía tiene un color morado oscuro, y
las olas llevan crestas blancas de espuma pintadas encima. Es ilegal pasar más
allá de las boyas; más allá están las islas y los puntos de vigilancia, y más
allá todavía, el mar abierto, un océano que lleva a lugares no regulados, a
lugares de enfermedad y miedo, pero por un momento tengo la fantasía de
escabullirme por debajo de la cuerda y nadar hacia fuera.
A nuestra izquierda podemos ver la brillante silueta blanca del complejo de
los laboratorios, y más lejos, a bastante distancia, en el Puerto Viejo, los
muelles de madera como gigantescos ciempiés leñosos. A nuestra derecha están el
puente de Tukey y la larga cinta de garitas de vigilancia que discurre paralela
a él y continúa a lo largo de la frontera. Álex me sorprende mirando.
—Bonito, ¿verdad? —dice.
El puente está manchado de verde y gris, todo cubierto de salpicaduras y
algas, y parece como si se inclinara ligeramente hacia el viento. Arrugo la
nariz.
—Tiene aspecto de estar pudriéndose, ¿no? Mi hermana siempre ha dicho que
algún día se caerá en el océano, que simplemente se derrumbará.
Álex se ríe.
—No me refería al puente —inclina la barbilla un poquito, señalando—. Me
refería a lo que está más allá del puente —se detiene durante una fracción de segundo—.
Me refería a la Tierra Salvaje.
Más allá del puente está la frontera norte, situada al otro lado de Back
Cove. Mientras estamos ahí se encienden las luces de las garitas, una tras
otra, brillando contra el cielo azul que se va oscureciendo, señal de que se
está haciendo tarde y de que debería irme a casa enseguida. Aun así, no soy
capaz de irme, incluso cuando noto que el agua empieza a burbujear y a formar
remolinos en torno a mi pecho. Está cambiando la marea. Más allá del puente, el
verdor suntuoso de la Tierra Salvaje se mueve acompasado por la fuerza del
viento, como una pared que se recompusiera constantemente, una ancha cuña de
verde que se Interna en la bahía y que separa Portland de Yarmouth. Desde aquí
podemos distinguir la parte más desnuda, un lugar vacío sin luces, sin barcos,
sin edificios, impenetrable, negro y extraño. Pero sé que la Tierra Salvaje se
extiende más allá, que continúa durante kilómetros y kilómetros por todo el
continente, por todo el país, como un monstruo que extendiera sus tentáculos
alrededor de las partes civilizadas del mundo.
Quizá haya sido el esfuerzo, o haberle ganado la carrera hasta las boyas, o
el hecho de que no me haya criticado ni a mí ni a mi familia cuando le he
hablado de mi madre, pero en ese momento la felicidad y el aturdimiento siguen
fluyendo con intensidad en mi interior y siento que podría contarle cualquier
cosa, que podría preguntarle cualquier cosa.
—¿Te puedo contar un secreto? —no espero a que conteste, no lo necesito, y
saberlo me marea y me hace descuidada—. De pequeña pensaba en ello muchísimo.
En la Tierra Salvaje, en cómo sería… y si existirían de verdad los inválidos
—por el rabillo del ojo veo que se estremece ligeramente—. Alguna vez pensé…,
fingía que mi madre no había muerto, ¿entiendes? Que quizá solo se hubiera
escapado a la Tierra Salvaje. No es que eso fuera mejor, supongo. Es solo que
no quería que se hubiera ido para siempre. Era mejor imaginármela por ahí en
algún sitio, cantando… —me interrumpo y muevo la cabeza, asombrada de lo cómoda
que me siento hablando con él. Asombrada y agradecida—. ¿Y tú? —pregunto.
—Y yo… ¿qué?
Me mira con una expresión que no puedo descifrar. Casi como si le hubiera
herido, pero eso no tiene ningún sentido.
—¿Tú no pensabas en ir a la Tierra Salvaje cuando eras pequeño? Solo para
divertirte, o sea, como un juego.
Entrecierra los ojos, aparta la mirada y hace una mueca.
—Sí, claro. Un montón de veces —extiende el brazo y golpea las boyas—. Sin
nada de esto. Sin muros con los que chocarse. Sin ojos vigilantes. Libertad y
espacio, lugares en los que estirarse. Sigo pensando en la Tierra Salvaje.
Me quedo mirándole. Ya nadie utiliza palabras como esas: libertad, espacio. Palabras antiguas.
—¿Todavía? ¿Incluso después de esto?
Sin querer y sin pensarlo siquiera, extiendo la mano y rozo con los dedos
la cicatriz de tres patas de su cuello.
Se aparta bruscamente, huyendo de mi contacto como si le hubiera escaldado,
y yo dejo caer la mano, avergonzada.
—Lena —dice con un tono muy extraño, como si mi nombre fuera amargo, una
palabra que le supiera mal en la boca.
Sé que no debería haberle tocado así. Me he pasado y me lo va a decir, me
va a recordar lo que significa ser incurado. Creo que voy a morir de
humillación si me echa un sermón, así que, para disimular lo incómoda que me
siento, me pongo a parlotean
—La mayoría de los curados no piensan en ese tipo de cosas. Carol, mi tía,
siempre ha dicho que era una pérdida de tiempo. Dice que ahí no hay nada más
que animales y tierra y bichos; que todas las historias sobre los inválidos son
meras fantasías, cuentos de niños. Dice que creer en los inválidos es como
creer en el hombre lobo o en los vampiros. ¿Te acuerdas de cuando la gente
decía que en la Tierra Salvaje había vampiros?
Álex sonríe, aunque parece más una mueca leve de dolor.
—Lena, tengo que contarte una cosa.
Su voz suena ahora un poco más fuerte, pero algo en su tono hace que me dé
miedo dejar que siga.
En ese momento no puedo parar de hablar.
—¿Te dolió? La operación, quiero decir. Mi hermana decía que no era para
tanto, con todos los analgésicos que te dan, pero mi prima Marcia decía que era
lo peor, peor que tener un niño, y eso que el parto de su segunda hija duró…
como quince horas… —me interrumpo, sonrojándome, mientras me maldigo
mentalmente por este absurdo giro en la conversación. Ojalá pudiera volver
atrás hasta la fiesta de anoche, cuando mi cerebro estaba vacío; parece como si
hubiera estado reservándose para un caso de vómito verbal—. Pero yo no tengo
miedo —casi grito, mientras Álex vuelve a abrir la boca para hablar. Estoy
desesperada por salvar la situación como pueda—. Mi operación se va acercando.
Me quedan sesenta días. Parece una niñería, ¿no? Lo de cortar los días, me
refiero. Pero es que estoy impaciente.
—Lena.
La voz de Álex suena más fuerte, más enérgica, y finalmente consigue
pararme. Se gira hasta que quedamos frente a frente. En ese momento, mis
zapatillas rozan la arena del fondo y me doy cuenta de que el agua me llega al
cuello. La marea está subiendo deprisa.
—Escúchame. Yo no soy quien… yo no soy quien tú crees.
Tengo que hacer un esfuerzo para mantenerme en pie. De repente, las
corrientes tiran de mí y me empujan. Siempre ha sido así. La marea baja muy
despacio y luego sube de golpe.
—¿Qué quieres decir?
Sus ojos cambiantes, oro y ámbar, ojos animales, buscan mi cara y, sin que
sepa por qué, me vuelve a entrar miedo.
—A mí no me han curado nunca —dice. Por un momento cierro los ojos y me
imagino que he oído mal; me imagino que solo he confundido su voz con el rumor
de las olas. Pero al volver a abrirlos sigue ahí de pie, mirándome fijamente,
con expresión culpable y con algo más, ¿tristeza?, y sé que he oído bien—.
Nunca me han hecho la operación.
—¿Quieres decir que no funcionó? —pregunto. Me recorre un hormigueo, me
estoy quedando entumecida, y empiezo a sentir el frío que hace—. ¿Que te
hicieron la operación y no funcionó? ¿Como lo que le pasó a mi madre?
—No, Lena. Yo… —aparta la vista, cierra los ojos y dice entre dientes—. No
sé cómo explicártelo.
Todo mi cuerpo, desde las puntas de los dedos hasta las raíces del cabello,
parece estar cubierto de hielo. Me pasan por la mente imágenes inconexas, un
rollo de película entrecortado. Álex de pie en la terraza de observación, con
su cabello como una corona de hojas; girando la cabeza para mostrar la clara
cicatriz de tres patas justo debajo de su oído izquierdo; alargando la mano
hacia mí y diciendo: «No supongo ningún riesgo. No te haré daño». Las palabras
salen otra vez como un parloteo, pero no las siento, no siento nada.
—La operación no funcionó y tú has mentido al respecto. Has mentido para
poder ir a la universidad, para conseguir un trabajo, para que te emparejaran y
te buscaran candidatas y todo eso. Pero en realidad no estás… todavía estás…
todavía podrías…
No consigo pronunciar la palabra. Contaminado.
Incurado. Enfermo. Siento que voy a vomitar.
—¡No! —habla tan alto que me sobresalta.
Retrocedo un paso, las zapatillas se deslizan en el fondo desigual y
resbaladizo del mar, y casi me hundo. Cuando Álex hace un gesto para cogerme,
me echo hacia atrás bruscamente, fuera de su alcance. Algo se endurece en su
cara, como si hubiera tomado una decisión.
—Lo que te estoy diciendo es que nunca me han curado. Nunca me han
emparejado ni nada. Ni siquiera me han evaluado jamás.
—Imposible —la palabra consigue salir a duras penas, en un susurro. El
cielo gira por encima de mí; todos los azules y rosas y rojos se mezclan en un
torbellino que hace que el cielo parezca estar sangrando por algunas partes—.
Eso es imposible. Tienes la cicatriz.
—Tengo una cicatriz —me corrige, un poco más dulcemente—. Solo una
cicatriz. No la cicatriz —vuelve a apartar la mirada dejando el cuello a la
vista—. Tres pequeñas cicatrices, un triángulo invertido. Es muy fácil de
reproducir. Con un bisturí, con una navaja, con cualquier cosa.
Vuelvo a cerrar los ojos. Las olas se alzan a mí alrededor, y su movimiento
de vaivén me convence de que realmente voy a vomitar ahí mismo, en el agua. Me
trago esa sensación, intento mantener apartada la certeza que me golpea en el
fondo de la mente y amenaza con aplastarme, lucho contra la impresión de que me
hundo. Abro los ojos y me sale la voz ronca:
—¿Cómo?
—Lena, tienes que comprenderme. Yo confió en ti, ¿lo entiendes? —me mira
tan fijamente que siento como si sus ojos me tocaran y aparto los míos—. No
tenía intención de…, no quería mentirte.
—¿Cómo? —vuelvo a decir, ya más alto.
De alguna forma, mi cerebro se queda parado en la palabra mentira y describe un bucle
interminable: «No hay modo de evitar la evaluación a menos que se mienta. No
hay modo de evitar la intervención a menos que se mienta. Hay que mentir».
Por un momento sigue callado y creo que se va a acobardar, que se va a
negar a contarme nada más. Casi deseo que no siga.
Estoy desesperada por dar marcha atrás en el tiempo, por volver al momento
en que pronunció mi nombre con aquel extraño tono de voz, regresar al momento
triunfante, pletórico de alegría y de libertad, en que le he ganado la carrera
hasta las boyas. Haremos una carrera para volver a la playa. Quedaremos mañana
para intentar sacarles algunos cangrejos frescos a los pescadores del muelle.
Pero en ese momento él retoma el hilo.
—Yo no soy de aquí —dice—. Vamos, que no nací en Portland. No exactamente
—habla con ese tono de voz que usa todo el mundo cuando está a punto de hacerte
pedazos. Dulce, amable incluso, como si pudieran hacer que la noticia sonara
mejor por hablar con tono de canción de cuna. «Lo siento, Lena, tu madre era
una mujer atribulada». Como si no fueras a percibir la violencia que subyace.
—¿De dónde eres?
No hace falta que lo pregunte. Ya lo sé. Ese conocimiento se ha roto, se ha
vertido y me ha inundado. Pero una pequeña parte de mí piensa que mientras no
lo diga, no es verdad.
Sus ojos permanecen fijos en los míos, pero inclina la cabeza hacia atrás,
hacia la frontera, más allá del puente, hacia ese orden eternamente cambiante
de ramas, hojas, enredaderas y plantas que crecen enmarañadas.
—De allí —dice, o quizá solo creo que lo dice. Sus labios apenas se mueven.
Pero el significado está claro.
Viene de la Tierra Salvaje.
—Un inválido —digo. Parece como si la palabra me chirriara en la garganta—.
Eres un inválido.
Le estoy dando una última oportunidad de negarlo.
Pero no lo niega. Solo hace un gesto de dolor y contesta:
—Siempre he odiado esa palabra.
En ese momento me doy cuenta de otra cosa: no era casual que siempre que
Carol se burlaba de mi por seguir creyendo en los inválidos, siempre que movía
la cabeza sin preocuparse por alzar la vista de su labor de punto (tic, tic,
tic, sonaban las agujas de metal reluciente), dijera: «Supongo que también
crees en vampiros y hombres lobo, ¿no?».
Vampiros, hombres lobo e inválidos: seres que te desgarran y te hacen
pedazos. Criaturas mortíferas.
De pronto me siento tan aterrorizada que una presión apremiante comienza a
hacer fuerza desde la base de mi estómago hasta la ingle y por un instante
ridículo y salvaje, estoy segura de que voy a hacerme pis encima. El faro de la
isla de Little Diamond se enciende y proyecta una amplia franja de luz que
corta el agua, un enorme dedo acusador. Me da pánico que me atrape con su
resplandor, me aterra que apunte en mi dirección y se oiga el remolino de los
helicópteros estatales y los megáfonos de los reguladores que gritan:
«¡Actividad ilegal! ¡Actividad ilegal!». La orilla parece desesperada,
imposiblemente lejana. No sé cómo he podido llegar tan lejos. Noto los brazos
pesados e inútiles, y pienso en mi madre y en su chaqueta que se impregna de
agua lentamente.
Respiro hondo e intento que la cabeza deje de darme vueltas, tratando de
centrarme. Es imposible que nadie sepa que Álex es un Inválido. Yo no lo sabía.
Parece normal, tiene la cicatriz en su sitio. No hay forma de que nadie nos
haya oído hablar.
Una ola rompe contra mi espalda. Me tambaleo hacia delante. Álex extiende
la mano y me coge del brazo para impedir que me caiga, pero me revuelvo para
escapar justo cuando una segunda ola se abate sobre nosotros. Me entra agua
salada en la boca, los ojos me escuecen por la sal y me quedo ciega por un
momento.
—No —digo tartamudeando—. No te atrevas a tocarme.
—Lena, te lo juro, no era mi intención hacerte daño. No era mi intención
mentirte.
—¿Por qué haces esto? —no puedo pensar, apenas puedo respirar—. ¿Qué
quieres de mí?
—¿Querer…? —mueve la cabeza.
Parece sinceramente confuso. Y herido. Como si fuera yo la que ha hecho
algo malo. Durante un instante siento un destello de compasión por él. Tal vez
lo vea en mi cara, esa fracción de segundo en que bajo la guardia, porque en
ese momento su expresión se suaviza y sus ojos brillan como el fuego. Aunque
apenas le veo moverse, de repente salva la distancia que nos separa y me pone
las manos en los hombros; noto sus dedos, tan fuertes y tan cálidos que casi me
hacen llorar.
—Lena, me gustas, ¿vale? Eso es todo. Eso es todo. Me gustas.
Habla en voz tan baja y con un tono tan hipnótico que parece una canción.
Pienso en depredadores que saltan silenciosamente desde los árboles. Pienso en
enormes felinos con relucientes ojos de ámbar, igual que los suyos.
Y entonces, haciendo un gran esfuerzo, retrocedo, chapoteo tratando de
alejarme de él. La camisa y las zapatillas empapadas me pesan como piedras, el
corazón me late dolorosamente en el pecho y el aire me raspa la garganta. Me
impulso en el suelo y me lanzo hacia delante con los brazos estirados, medio
corriendo, medio nadando, mientras la marea me alza y tira de mí hacia abajo.
Apenas avanzo un centímetro cada vez, me muevo como en un tarro de melaza. Álex
grita mi nombre, pero me da demasiado miedo volver la cabeza para comprobar si
viene tras de mí. Es como una de esas pesadillas en las que algo te persigue
pero te da demasiado miedo mirar a ver qué es. Todo lo que oyes es su
respiración que se acerca más y más. Percibes su sombra amenazante a tus espaldas,
pero estás paralizada. Sabes que en cualquier momento sentirás sus dedos
helados sobre tu cuello.
«Nunca lo conseguiré», pienso. «No puedo llegar hasta la orilla». Algo me
hiere la espinilla y empiezo a imaginar que toda la bahía a mi alrededor está
llena de horrendas criaturas submarinas: tiburones, medusas y anguilas
venenosas; y aunque sé que me estoy asustando demasiado, tengo la tentación de
abandonar y rendirme. La playa sigue estando demasiado lejos y me pesan
muchísimo los brazos y las piernas.
El viento se lleva la voz de Álex; suena cada vez más débil, y cuando por
fin reúno el valor para mirar por encima del hombro, lo veo por las boyas,
subiendo y bajando con el agua. Me doy cuenta de que he avanzado más de lo que
creía y él no me sigue. Se atenúa mi miedo y se me afloja el nudo del pecho. La
siguiente ola es tan fuerte que me ayuda a pasar sobre una roca empinada y
luego me lanza de rodillas sobre la arena suave. Cuando intento ponerme de pie,
el agua me llega hasta la cintura, y recorro el resto del camino hasta la
orilla chapoteando, aliviada, aterida y agotada.
Me tiemblan los muslos. Me derrumbo en la playa entre toses y jadeos, con
las zapatillas chorreando. Por las llamaradas de color que lamen el cielo sobre
Back Cove —naranjas, rojos, rosas— deduzco que es casi la hora de la puesta de
sol; deben de ser las ocho. Una parte de mí solo quiere tumbarse, abrir los
brazos, estirarse y dormir toda la noche. Tengo la sensación de haber tragado
la mitad de mi peso en agua salada. Me escuece la piel y tengo arena por todas
partes, en la ropa interior, entre los dedos de los pies y en las uñas de las
manos. Lo que me hizo daño antes, en el agua, ha dejado su marca: un largo
hilillo de sangre que serpentea por la pantorrilla.
Alzo la vista y, durante un momento de pánico, no soy capaz de localizarle
junto a las boyas. Se me para el corazón. Luego le veo, un punto negro que
atraviesa el agua rápidamente. Al nadar, sus brazos describen elegantes
molinillos. Es rápido. Me pongo de pie, cojo las zapatillas y subo cojeando
hasta la bici. Tengo las piernas tan débiles que me cuesta un poco encontrar el
equilibrio. Al principio zigzagueo como loca por la calle, como un niño que
monta por primera vez.
No miro atrás ni una vez hasta que llego a la cancela de mi casa. Para
entonces, las calles están desiertas y silenciosas. Está a punto de caer la
noche, y el toque de queda llega como un enorme abrazo cálido que nos mantiene
a todos en nuestro sitio, que nos mantiene a todos a salvo.
once
Miradlo de esta forma:
cuando fuera hace frío y os castañetean los dientes, os envolvéis en un abrigo
de invierno y os ponéis bufandas y guantes para no contagiaros de la gripe.
Pues las fronteras son como gorros, bufandas y abrigos de invierno para el país
entero. Mantienen alejada a la peor de las enfermedades para que todos podamos
seguir sanos. Cuando se establecieron las fronteras, al presidente y al
Consorcio les quedaba una última cuestión de la que ocuparse, antes de que
todos nosotros pudiéramos sentirnos felices y a salvo. La Gran Desinfección* (a
veces llamada Gran Campaña de Bombardeo) duró menos de un mes, y después todos
los espacios salvajes quedaron libres de la enfermedad. Intervinimos en esa
zona a la antigua usanza y rascamos y rascamos hasta limpiar los puntos
problemáticos, justo como cuando tu mamá limpia las encimeras de la cocina con
un estropajo, tan fácil como contar hasta tres.
* Desinfección:
1. Aplicación de medidas
sanitarias con el fin de limpiar o de proteger la salud.
2. Eliminación de aguas
residuales y desperdicios.
Manual de historia para niños del doctor Richard. Capítulo 1
Aquí va un secreto sobre mi familia: varios meses antes de la fecha
prevista para su operación, mi hermana contrajo los deliria. Se enamoró de un chico llamado Thomas, que también era
incurado. Se pasaban el día tumbados en un campo de flores silvestres,
protegiéndose los ojos del sol, susurrándose promesas que nunca pudieron
mantener. Ella lloraba todo el tiempo, y una vez me confesó que a Thomas le gustaba
besarla para que dejara de llorar. Todavía en este momento, cuando pienso en
aquellos días en que yo tenía solo ocho años, me viene a la boca el sabor
salado de las lágrimas.
Poco a poco, la enfermedad se fue introduciendo más y más en ella, como un
animal que la mordisqueara desde dentro.
Mi hermana no podía comer. Lo poco que conseguíamos que tragara lo vomitaba
casi instantáneamente, y yo temía por su vida.
Thomas le rompió el corazón, por supuesto, lo que no sorprendió a nadie. El
Manual de FSS dice: «Los deliria nervosa de amor producen cambios
en la corteza prefrontal del cerebro, lo que provoca fantasías y falsas
ilusiones que, una vez rotas, conducen a su vez a la devastación psíquica»
(«Efectos», p. 36). Después de la decepción, mi hermana no hacía otra cosa que
quedarse en la cama y mirar las sombras que se movían lentamente por las
paredes; las costillas se le marcaban bajo la piel pálida como trozos de madera
asomando del agua.
Incluso entonces se negó a ser intervenida y rechazó el consuelo que le
podía proporcionar la cura. El día de la operación hicieron falta cuatro
científicos y varias jeringuillas de tranquilizante para que se sometiera, para
que dejara de arañar con aquellas uñas largas y afiladas que no se había
cortado desde hacía semanas, para que dejara de gritar y maldecir y llamar a
Thomas. Los vi venir a por ella para llevarla a los laboratorios; yo estaba
sentada en un rincón, aterrada, mientras ella escupía, bufaba y daba patadas, y
me acordé de mi madre y de mi padre.
Esa tarde, aunque a mí todavía me faltaba más de una década para alcanzar
la seguridad, empecé a contar los meses para mi operación.
Al final, mi hermana fue curada. Volvió a mí dulce y contenta, con las uñas
redondas e impecables, el cabello recogido atrás en una trenza larga y gruesa.
Varios meses más tarde, se prometió con un informático, más o menos de su edad,
y algunas semanas después de que ella terminara la carrera, se casaron con las
manos ligeramente unidas bajo el toldo, ambos mirando hacia delante como si
pudieran ver un futuro de días libres de preocupación, descontento o
desacuerdo, un futuro de días idénticos como una hilera de burbujas bien
formadas.
Thomas también fue curado. Se casó con la antigua mejor amiga de mi
hermana, y ahora todos son felices. Rachel me dijo hace unos meses que las dos
parejas se ven a menudo en picnics y
fiestas del barrio, ya que viven bastante cerca, en el East End. Los cuatro se
sientan y mantienen conversaciones serenas y educadas, sin que un solo destello
del pasado perturbe lo tranquilo y lo perfecto del presente.
Eso es lo bueno de la cura. Nadie menciona aquellos días calurosos y
perdidos en aquel campo, cuando Thomas besaba a Rachel para que dejara de
llorar y se inventaba mundos para prometérselos, o cuando ella se desgarraba la
piel de los brazos ante la sola idea de vivir sin él. Estoy segura de que se
avergüenza de su pasado, si es que lo recuerda. Es cierto, ya no la veo tan a
menudo, solo una vez cada dos meses, cuando se acuerda de que debe pasarse de
vez en cuando por casa, y en ese sentido se podría incluso decir que con la
operación he perdido un poco de ella. Pero eso no importa. Lo que importa es
que está protegida. Lo que importa es que está a salvo.
Te voy a contar otro secreto, este por tu propio bien. Puedes pensar que el
pasado tiene algo que decirte. Puedes pensar que deberías escuchar, esforzarte
por distinguir susurros, que deberías hacer lo imposible, inclinarte para
escuchar la voz que murmura desde el suelo, desde los lugares muertos. Puede
que pienses que ahí vas a encontrar algo, algo que comprender o a lo que
encontrar un sentido.
Pero yo sé la verdad. La conozco de las noches de frialdad. Sé que el
pasado va a tirar de ti hacia abajo y hacia atrás, que te va a engañar con el
susurro del viento y los gemidos de los árboles, que te va a impulsar a
descifrar lo que no entiendes, a recomponer lo que estaba roto. No hay
esperanza. El pasado no es más que un lastre. Se instala en tu interior como
una piedra.
Hazme caso. Si oyes que el pasado te habla, si sientes que tira de tu
espalda y que te pasa los dedos por la columna, lo mejor que puedes hacer, lo
único, es correr.
En los días siguientes a la confesión de Álex, vigilo la posible aparición
de síntomas de la enfermedad. Mientras estoy en el súper de mi tío a cargo de
la caja, me inclino hacia delante apoyándome en el codo y descanso la mano en
la mejilla para poder doblar los dedos hacia el cuello y tomarme el pulso.
Necesito asegurarme de que es normal. Por las mañanas hago respiraciones largas
y lentas, para ver si oigo ruidos extraños o percibo síntomas de dificultad en
mis pulmones. Me lavo las manos constantemente. Sé que los deliria no son como un catarro, que no te puedes infectar si la
gente estornuda cerca de ti, pero igualmente es algo contagioso, y cuando me
levanto el día después de nuestro encuentro en el East End con los brazos y las
piernas aún pesados, la cabeza inflada como una burbuja y un dolor en la
garganta que se niega a irse, mi primera idea es que me he contaminado.
Unos días después, me siento mejor. Lo único extraño es la forma en que mis
sentidos parecen haberse apagado. Todo parece descolorido, como una fotocopia
en color pero de mala calidad. Tengo que echarme un montón de sal en la comida
para que sepa a algo, y cada vez que la tía se dirige a mí, me parece que su
voz ha bajado de volumen varios decibelios. Pero leo en el Manual de FSS todos los síntomas identificados de deliria y no veo nada que se corresponda
con lo que me está pasando, de modo que al final asumo que estoy a salvo.
Aun así, tomo precauciones, resuelta a no dar ni un paso en falso, resuelta
a demostrarme a mí misma que no soy como mi madre, que lo que sucedió con Álex
fue una casualidad, un error, un accidente terrible, terrible. No puedo ignorar
lo cerca que estuve del peligro. Ni siquiera quiero pensar en lo que habría
sucedido si alguien se hubiera enterado de lo que es, si alguien hubiera sabido
que estuvimos juntos temblando en el agua, que hablamos, que reímos, que nos
tocamos. Me dan ganas de vomitar. Tengo que repetirme a mí misma que me faltan
menos de dos meses para la operación. Todo lo que tengo que hacer es no llamar
la atención, sobrevivir durante las siguientes siete semanas, y todo irá bien.
Cada tarde vuelvo a casa dos horas antes del toque de queda. Me ofrezco
voluntaria para trabajar días extra en la tienda y ni siquiera reclamo mi
tarifa normal de ocho dólares a la hora. Hana no me llama. Tampoco yo la llamo.
Ayudo a mi tía a preparar la cena y recojo y lavo los platos sin que me lo
pidan. Gracie está en la escuela de verano (solo está en primero y ya hablan de
que repita curso), y cada noche me la siento en el regazo y la ayudo a hacer su
tarea, susurrándole al oído, rogándole que hable, que se concentre, que
escuche, engatusándola hasta que por fin escribe al menos la mitad de las
respuestas en su cuaderno.
Una semana después, la tía deja de mirarme con aire de sospecha cada vez
que entro en casa, deja de exigir que le cuente dónde he estado, y se me quita
otro peso de encima. Vuelve a confiar en mí. No fue fácil explicar por qué
diablos Sophia Hennerson y yo decidimos de repente ir a nadar al mar, con la
ropa puesta además, justo después de una gran cena familiar, y resulta incluso
más difícil justificar por qué llegué a casa pálida y temblorosa. Me di cuenta
perfectamente de que mi tía no se lo creía. Pero después de un tiempo vuelve a
tranquilizarse, deja de mirarme con desconfianza, como si yo fuera un animal
enjaulado capaz de volverse salvaje en cualquier momento.
Transcurren los días, el tiempo pasa despacio, los segundos caen hacia
delante con un chasquido, como piezas de dominó que se vienen abajo una detrás
de otra. Cada día, el calor se hace más intenso. Avanza arrastrándose por las
calles de Portland, se ceba en los contenedores, hace que la ciudad huela como
un sobaco gigantesco. Las paredes sudan, los carritos tosen y se estremecen, y
cada día la gente se junta frente a los edificios municipales, implorando esa
breve bocanada de aire frío que sale cada vez que las puertas automáticas se
abren con un zumbido para que entre o salga algún regulador, político o
guardia.
Tengo que dejar de salir a correr. La última vez que hago una ruta
completa, me doy cuenta de que mis pies me llevan hasta la plaza de Monument
Square, pasando por el Gobernador. El sol es una neblina blanca en lo alto,
todos los edificios se recortan nítidamente contra el cielo como una fila de
dientes metálicos. Al llegar a la estatua estoy jadeante, agotada, y me da
vueltas la cabeza. Cuando me agarro al brazo de la figura y me aúpo hasta el
pedestal, el metal arde bajo mi mano y el mundo da vueltas enloquecido, con
zigzags de luz en todas direcciones. Hasta cierto punto soy consciente de que
debería meterme en algún sitio, alejarme del calor, pero tengo la mente
confusa, así que voy y meto los dedos en el agujero del puño. No sé lo que
estoy buscando. Álex ya me dijo que la nota que me dejó meses atrás debía de
estar hecha una bola a estas alturas. Saco los dedos pegajosos, con chicle
medio derretido entre el pulgar y el índice, pero sigo rebuscando. Y entonces
noto algo que se me desliza entre los dedos, fresco y liso, doblado en cuatro:
una nota.
Estoy medio loca de emoción al abrirla, pero sigo sin esperar que sea de
él. Mis manos tiemblan mientras leo.
Lena:
Lo siento muchísimo. Por
favor, perdóname.
Álex
No recuerdo el trayecto hasta casa, y la tía me encuentra más tarde medio
desmayada en el pasillo, murmurando entre dientes. Me tiene que preparar un
baño con hielo para conseguir que me baje la fiebre. Cuando por fin vuelvo en
mí, no encuentro la nota por ningún sitio. Debo de haberla perdido, y me siento
aliviada y decepcionada a partes iguales. Esa noche leemos que el Edificio del
Tiempo y la Temperatura alcanzó los 39 grados, el día más caluroso desde que se
vienen haciendo registros.
La tía me prohíbe que corra al aire libre durante el resto del verano. No
discuto. No confío en mí misma, no estoy segura de que mis pies no me vayan a
llevar de vuelta al Gobernador, a la playa del East End, a los laboratorios.
Me asignan una nueva fecha para las evaluaciones y paso los días frente al
espejo ensayando las respuestas. La tía insiste en acompañarme de nuevo, pero
esta vez no veo a Hana. No veo a nadie conocido. Hasta los evaluadores son
diferentes: rostros ovalados que flotan, persos matices de moreno y rosado en
dos dimensiones, como dibujos sombreados. Esta vez no tengo miedo. No siento
nada.
Respondo todas las preguntas exactamente como debo hacerlo. Cuando me
preguntan por mi color favorito, durante el más pequeño, el más breve de los
segundos, mi mente parpadea en un cielo del color de la plata bruñida, y me
parece oír una palabra, «gris», susurrada en voz baja en mi oído.
Contesto:
—Azul —y todo el mundo sonríe.
Contesto:
—Quisiera estudiar Psicología y Regulación Social.
Contesto:
—Me gusta escuchar música, pero no demasiado alta.
Contesto:
—La definición de felicidad es «seguridad».
Sonrisas, sonrisas, sonrisas por todas partes, una sala llena de dientes.
Cuando voy a salir, me parece ver una sombra que se mueve, apenas un
parpadeo en el borde de mi campo visual. Alzo la vista hacia la plataforma de
observación. Evidentemente, está vacía.
Dos días después, recibo los resultados de los exámenes de reválida: apta
en todos. Y mi nota final: ocho. La tía me abraza por primera vez en años. El
tío me da una palmadita incómoda en el hombro, y en la cena me sirve la ración
más grande de pollo. Hasta Jenny está impresionada. Gracie me embiste en la
pierna con la cabeza, una, dos, tres veces, y me aparto de ella y le digo que
deje de molestar. Sé que está disgustada porque la voy a abandonar.
Pero así es la vida, y cuanto antes se haga a la idea, mejor.
Recibo también mis «candidatos aprobados», una lista de cuatro nombres con
datos: edad, calificaciones, intereses, trayectoria profesional recomendada,
proyecciones salariales, todo impreso ordenadamente en una hoja de papel blanco
con el emblema de la ciudad de Portland en el encabezamiento.
Por lo menos, Andrew Marcus no aparece. Solo reconozco un nombre: Chris
McDonnell. Tiene el pelo rojizo y brillante y dientes de conejo. Solo lo
conozco porque una vez, el año pasado, cuando yo estaba jugando fuera con
Gracie, él se puso a canturrear: «Ahí van la retrasada y la huérfana», y sin
pensar lo que hacía, cogí una piedra del suelo, me volví y se la tiré. Le di en
la sien. Por un momento se le cruzaron y descruzaron los ojos. Se llevó los
dedos a la cabeza, y cuando los apartó estaban manchados de sangre. Durante los
días siguientes me daba pánico salir, temiendo que me detuvieran y me echaran a
las Criptas. El señor McDonnell es dueño de una empresa de servicios
tecnológicos, y además trabaja como regulador voluntario. Estaba convencida de
que iba a venir a por mí por lo que le había hecho a su hijo.
Chris
McDonnell. Phinneas Jonston. Edward Wung. Brian Scharff. Me quedo
mirando los nombres durante tanto tiempo que las letras se recolocan formando
palabras sin sentido, como balbuceos de bebé. No cae. Coge Chris. Da todo.
A mediados de julio, cuando faltan solo siete semanas para mi intervención,
llega el momento de decidir. Voy ordenando mis preferencias de forma
arbitraria, asignando un número a cada nombre: Phinneas Jonston (1); Chris
McDonnell (2); Brian Scharff (3); Edward Wung (4). Ellos también presentarán
sus opciones y los evaluadores harán todo lo posible por encontrar una
correspondencia.
Dos días después, recibo la notificación oficial. Voy a pasar el resto de
mi vida con Brian Scharff, cuyas aficiones son «ver las noticias» y el «béisbol
de fantasía», que tiene intenciones de trabajar «en el gremio de electricistas»
y que espera «llegar a ganar 45.000 dólares», un salario que «permitiría
mantener a dos o tres hijos». Me comprometeré con él antes de empezar en la
Universidad Regional de Portland en el otoño. Cuando yo me gradúe, nos
casaremos.
Por las noches duermo sin sueños. Por las mañanas me despierto aturdida.
doce
En las décadas anteriores
al desarrollo de la cura, la enfermedad se había vuelto tan virulenta y estaba
tan extendida que era muy raro que una persona llegara a la edad adulta sin
haber contraído un caso grave de deliria nervosa de amor (ver «Estadísticas,
Era Prefronteriza») […].
Muchos historiadores han
defendido que la sociedad anterior a la cura era en sí misma un reflejo de la
enfermedad, y que se caracterizaba por la división, el caos y la inestabilidad
[…]. Casi la mitad de todos los matrimonios terminaban en disolución […]. La
incidencia del consumo de drogas se disparó, al igual que el número de muertes
relacionadas con el alcohol.
La gente estaba tan
desesperada por encontrar alivio y protección contra la enfermedad que se
iniciaron numerosos experimentos con improvisados remedios tradicionales que
eran en sí mismos mortales: se consumían brebajes a base de medicamentos para
el resfriado mezclados de tal forma que constituían un compuesto extremadamente
adictivo y que a menudo resultaba letal (ver «Remedios tradicionales a lo largo
de la historia»).
Habitualmente, el
descubrimiento de la intervención para curar los deliria se atribuye a Cormac
T. Holmes, un neurocientífico que fue miembro fundador del Consorcio de Nuevos
Científicos y uno de los primeros discípulos de la Nueva Religión que predica
la Santísima Trinidad formada por Dios, Ciencia y Orden. Holmes fue canonizado
varios años después de su muerte. Su cuerpo fue embalsamado y se encuentra en
el Monumento de Todos los Santos en Washington DC (ver fotografías en las
páginas 210–212).
«Antes de la
Frontera», Breve historia de los Estados
Unidos de América, E. D. Thompson
Una noche cálida de finales de julio, me dirijo a casa de vuelta del súper
cuando oigo que alguien grita mi nombre. Me vuelvo y veo a Hana que corre
colina arriba hacia mí.
—¿Pero qué te pasa? —dice mientras se acerca, jadeando un poco—. ¿Vas a
pasar a mi lado sin decir nada?
Me sorprende su evidente angustia.
—No te había visto —contesto. Es la verdad.
Estoy cansada. Hoy hemos hecho inventario, hemos vaciado estanterías y
repuesto paquetes de pañales, latas, rollos de papel de cocina, contando y
volviéndolo a contar todo. Me duelen los brazos, y cuando cierro los ojos no
veo más que códigos de barras. Estoy tan cansada que ni siquiera me da
vergüenza ir por la calle con mi camiseta del Stop-N-Save manchada de pintura y
como diez tallas más que la mía.
Hana aparta la vista mordiéndose el labio. No he vuelto a hablar con ella
desde aquella noche en la fiesta y busco desesperadamente algo que decir, algo
cotidiano y superficial. De repente me parece increíble que fuera mi mejor
amiga, que pudiéramos pasar días y días juntas sin que se nos acabaran los
temas de conversación, que volviera de su casa con la garganta irritada de
tanto reír. En este momento es como si entre nosotras hubiera un muro de
cristal, invisible pero infranqueable.
Por fin se me ocurre algo:
—Recibí mi lista de candidatos.
En el mismo momento, ella pregunta:
—¿Por qué no me has devuelto las llamadas?
Las dos nos interrumpimos, sorprendidas, y rompemos a hablar de nuevo a la
vez.
—¿Que me has llamado? —digo yo.
—¿Has aceptado ya? —pregunta ella.
—Tú primero —resuelvo.
La verdad es que parece incómoda. Mira al cielo, a un niño pequeño que está
al otro lado de la calle con un bañador holgado, a los dos hombres que cargan
cubos de algo en un camión calle abajo, a cualquier lado menos a mí.
—Te he dejado… como… tres mensajes.
—Pues no he recibido ninguno —replico rápidamente, mientras el corazón se
me acelera.
Durante semanas he estado mosqueada porque Hana no intentara ponerse en
contacto conmigo después de la fiesta. Mosqueada y dolida. Pero me dije que
quizá era mejor así. Me dije que había cambiado, que probablemente ya no tenía
mucho que decirme.
Me mira como tratando de decidir si estoy diciendo la verdad.
—¿Carol no te dijo que había llamado?
—No, te lo juro —me siento tan aliviada que me río.
En ese momento me doy cuenta de cuánto la he echado de menos. Incluso
cuando está furiosa conmigo, es la única persona que realmente se ha preocupado
de mí porque quería, no porque tuviera la obligación familiar de hacerlo, por deber o responsabilidad o todos esos
rollos que según el Manual de FSS son
tan importantes. Todas las otras personas en mi vida —Carol, mis primas, las
otras chicas de St. Anne, incluso Rachel— solo han pasado tiempo conmigo porque
estaban obligadas.
—No tenía ni idea —aclaro.
Sin embargo, Hana no se ríe. Frunce el ceño.
—No te preocupes. No pasa nada.
—Oye, Hana…
—Ya te lo he dicho, no tiene importancia —me interrumpe. Se cruza de brazos
y se encoge de hombros. No sé si me cree o no, pero está claro que las cosas
son diferentes después de todo. Esto no va a ser un gran reencuentro feliz—.
Así que… ¿ya te han emparejado?
Ahora su tono es educado y un poco formal, así que yo lo adopto también.
—Brian Scharff. He aceptado. ¿Y tú?
Asiente. Se le mueve un músculo en la comisura de los labios, casi
imperceptible.
—Fred Hargrove.
—¿Hargrove? ¿Como el alcalde?
—Su hijo —corrobora; luego vuelve a apartar la mirada.
—Vaya, enhorabuena.
No puedo evitar sentirme impresionada. Hana debe de haber sacado una
buenísima nota en las evaluaciones. No es que me sorprenda, la verdad.
—Sí. Qué suerte tengo.
Su voz carece por completo de entonación. No sé si está siendo sarcástica.
Pero el hecho es que tiene suerte, tanto si es consciente de ello como si no.
Y esa es la cuestión. Aunque estamos en el mismo trozo de pavimento
inundado de sol, lo mismo podríamos estar a miles de kilómetros de distancia.
«Venís de diferentes comienzos y llegaréis a diferentes finales». Es un
viejo dicho, algo que Carol solía repetir. Nunca comprendí lo cierto que era
hasta este momento.
Debe de ser por eso por lo que la tía no me dijo que Hana había llamado.
Tres llamadas son muchas para olvidarse, y Carol es bastante cuidadosa con esas
cosas. Tal vez estaba intentando acelerar lo inevitable, llevarnos más rápido a
la meta, a la parte en la que Hana y yo ya no somos amigas. La tía sabe que
después de la operación, cuando el pasado y nuestra historia compartida hayan
aflojado su presión sobre nosotras, cuando dejemos de sentir nuestros recuerdos
con tanta intensidad, no tendremos nada en común. Carol, probablemente, intente
protegerme a su manera.
No sirve de nada pedirle explicaciones. No lo negará. Se limitará a
lanzarme una de sus miradas inexpresivas y me soltará un proverbio del Manual de FSS: «Los sentimientos no son
para siempre. El tiempo no espera a nadie, pero el progreso espera a que el
hombre lo haga realidad».
—¿Vas hacia casa?
Hana sigue mirándome como a una extraña.
—Claro —me señalo la camiseta—. Supongo que debería esconderme antes de
deslumbrar a alguien con mi atuendo.
Una leve sonrisa recorre su cara.
—Te acompaño —dice, y eso me sorprende.
Durante un trecho caminamos en silencio. No falta mucho para mi casa y me
preocupa que recorramos todo el trayecto de regreso sin decir nada. Nunca he
visto a Hana tan callada, y eso me pone nerviosa.
—¿De dónde vienes? —pregunto, solo por decir algo.
A mi lado. Hana se sobresalta como si la hubiera despertado de un sueño.
—Del East End —dice—. Tengo un programa estricto de bronceado.
Acerca su brazo al mío. Está al menos siete tonos más moreno. El mío sigue
pálido, quizá con más pecas que en invierno.
—Tú no, ¿eh? —esta vez sonríe de verdad.
—Pues… no, no he bajado mucho a la playa.
A fuerza de desearlo, consigo no ponerme apenas colorada.
Por suerte, Hana no se da cuenta o, si lo hace, no dice nada.
—Lo sé. Te he estado buscando.
—¿De veras?
La miro con el rabillo del ojo.
Pone los ojos en blanco. Me alegra ver que está volviendo a su actitud
natural.
—Bueno, sin pasarse. Pero he bajado unas cuantas veces, sí. No te he visto
nunca.
—He estado trabajando mucho… —digo. No añado: «… para evitar el East End,
la verdad».
—¿Sigues corriendo?
—No. Demasiado calor.
—Yo tampoco. Decidí esperar hasta el otoño —caminamos un poco más en
silencio y luego ella me mira alzando la cabeza, con los ojos entrecerrados—.
Bueno, ¿y qué más?
Su pregunta me pilla con la guardia baja.
—¿Qué quieres decir con «qué más»?
—Eso es lo que quiero decir. O sea, ¿qué más? Venga. Lena, este es nuestro
último verano, ¿recuerdas? El último verano de libertad sin responsabilidades y
bla, bla, bla, todas esas cosas buenas. Así que ¿qué has estado haciendo?
¿Dónde te has metido?
—Pues yo… nada. No he hecho nada.
Este era el objetivo: mantenerme lejos de los problemas, hacer lo mínimo
posible, pero expresarlo con palabras me hace sentir un poco triste. El verano
parece estarse estrechando rápidamente, encogiéndose hasta convertirse en un
puntito, sin que yo haya tenido la oportunidad de disfrutarlo. Ya casi estamos
en agosto. Nos quedan otras cinco semanas de calor antes de que el viento
empiece a soplar cortante por la noche y a las hojas les salga un ribete
dorado.
—Y tú, ¿qué? ¿Está siendo un buen verano? —le pregunto.
—Lo normal —Hana se encoge de hombros—. He ido mucho a la playa. Y a ratos
he estado cuidando a los niños de los Farrell.
—¿De veras?
Arrugo la nariz. Hana siempre ha detestado a los niños. Dice que son
demasiado pegajosos y dependientes, como caramelos olvidados en un bolsillo.
Hace una mueca.
—Pues sí, por desgracia. Mis padres decidieron que necesitaba practicar
«manejo del hogar» o alguna chorrada por el estilo. ¿Sabes que me están
haciendo calcular un presupuesto? Como si pensar en la forma de gastar sesenta
dólares a la semana fuera a enseñarme cómo pagar las facturas, cómo ser
responsable o algo así.
—¿Y por qué? Total, tú no vas a tener que ajustarte a un presupuesto nunca.
No quiero parecer amargada, pero ahí está la diferencia en el futuro que
nos espera a ambas, abriendo una nueva brecha.
Después de eso nos quedamos en silencio. Ella aparta la vista,
entrecerrando los ojos ligeramente por la luz. Quizá es solo que me siento
deprimida por lo rápido que está pasando el verano, pero me empiezan a llegar
los recuerdos, muchos y rápido, como naipes que se barajan en mi mente: Hana
que se cruza de brazos al abrir la puerta del baño en aquel primer día de
segundo mientras suelta: «¿Es por tu mamá?»; las dos despiertas más allá de medianoche
una de las pocas veces que nos permiten dormir juntas; las dos a carcajadas
imaginándonos candidatos asombrosos o imposibles para nuestros emparejamientos,
como el presidente de los Estados Unidos o los protagonistas de nuestras
películas favoritas; las dos corriendo mientras los pies golpean el pavimento
en tándem, como el ritmo de un solo corazón; las dos nadando con las tablas en
la playa; las dos comprando conos triples de helado en el camino a casa y
discutiendo si la vainilla es mejor que el chocolate. Las dos.
Las mejores amigas durante diez años y al final todo se reduce al filo de
un bisturí, al movimiento de un rayo láser que atraviesa el cerebro, a un
destello del instrumental quirúrgico. Toda esa historia y su importancia son
seccionadas y se alejan flotando como un globo extirpado. Dentro de dos años,
dentro de dos meses, ella y yo nos cruzaremos por la calle sin intercambiar más
que un saludo educado, personas distintas, mundos diferentes, dos estrellas que
giran en silencio, separadas por miles de kilómetros de espacio oscuro.
La segregación se equivoca. De quien deberían protegernos es de la gente
que al final nos abandonará, de toda la gente que desaparecerá o nos olvidará.
—¿Te acuerdas de todos nuestros planes para este verano? ¿De todas las
cosas que dijimos que íbamos a hacer por fin? —por la pregunta deduzco que ella
también se siente nostálgica.
—Colarnos en la piscina de la Escuela Spencer… —no vacilo ni un segundo.
—… y nadar en ropa interior —completa Hana.
—Saltar la valla de Granjas Cherryhill… —sonrío.
—… y beber sirope de arce directamente de los barriles.
—Correr todo el camino desde la colina hasta el aeropuerto viejo.
—Bajar con las bicis por Suicide Point.
—Intentar encontrar aquella tirolina de la que nos habló Sarah Miller. La
que está sobre el río Fore.
—Meternos a escondidas en el cine y vernos cuatro películas una tras otra.
—Terminarnos la supercopa de helado Trasgo en Mae’s.
Sonrío de oreja a oreja. Y Hana también.
—«¡Una copa pantagruélica solo para enormes apetitos, que incluye trece
bolas, nata montada, caramelo caliente…!» —cito de memoria.
—«¡Y todos los extras que vosotros, pequeños monstruos, podáis digerir!»
—remata Hana.
Nos reímos. Hemos leído ese letrero unas mil veces. Llevamos comentando la
posibilidad de lanzar un segundo ataque a la copa Trasgo desde cuarto. Fue
entonces cuando lo intentamos por primera vez. Hana se empeñó en ir allí
conmigo para celebrar su cumpleaños. Nos pasamos el resto de la noche
abrazándonos la tripa en el suelo de su baño, y solamente habíamos conseguido
comer siete de las trece bolas de helado.
Hemos llegado a mi calle. Algunos niños juegan en mitad de la calzada. Es
un partido de fútbol improvisado. Le dan patadas a una lata y gritan, cuerpos
morenos y brillantes por el sudor. Veo a Jenny entre ellos. Mientras miro, una
niña trata de moverla de su sitio a codazos y Jenny se vuelve y la tira al
suelo de un empujón. La niña se pone a llorar. Nadie sale de las casas, ni
siquiera cuando la voz de la pequeña se eleva in crescendo hasta alcanzar un grito agudo, como una sirena. En
alguna ventana aletea una cortina o un trapo de cocina. Aparte de eso, siguen
silenciosas, inmóviles.
Estoy desesperada por mantener el buen rollo, por arreglar las cosas con
Hana, aunque sea solo durante un mes.
—Oye, Hana —me da la sensación de que pronuncio las palabras a través de un
enorme bulto en la garganta, me noto casi tan nerviosa como antes de las
evaluaciones—. Esta noche ponen en el parque El detective defectuoso. Programa doble. Michael Wynn. Podemos ir
juntas si te apetece.
El detective defectuoso nos encantaba
cuando éramos pequeñas. Es una película sobre un detective que en realidad es
un inepto, y su fiel ayudante, que es su perro. Es el animal quien siempre
acaba resolviendo los crímenes. Muchos actores han interpretado el papel
protagonista, pero nuestro favorito es Michael Wynn. De niñas rezábamos para
que nos emparejaran con él.
—¿Esta noche?
La sonrisa de Hana decae y se me agarrota el estómago. «Tonta, tonta»,
pienso. «Total, ¿qué más da?».
—Si no puedes, no importa. No pasa nada. Solo era una idea —digo
rápidamente apartando la vista para que no note lo decepcionada que estoy.
—No…, la verdad es que si quiero, pero… —Hana toma aire. Odio esto, odio lo
incómodas que estamos las dos—. Es que tengo una fiesta —se corrige
rápidamente—, una movida para la que se supone que ya he quedado con Angélica
Marston.
Noto como un puñetazo en la boca del estómago. Es asombroso cómo una frase
puede destrozarte las entrañas, así, sin más. Dicen que una palabra hiere más
profundamente que una espada; nunca me había dado cuenta de lo cierto que es.
—¿Desde cuándo sales con Angélica Marston?
Una vez más intento que mi voz no suene resentida, pero me doy cuenta de
que parezco la hermana quejica de alguien, que gimotea porque la han dejado
fuera de un juego. Me muerdo el labio y me aparto, furiosa conmigo misma.
—La verdad es que no es tan tonta —dice Hana suavemente.
Lo noto en su voz: siente pena por mí. Eso es peor que cualquier otra cosa.
Casi preferiría que estuviéramos gritándonos otra vez, como aquel día en su
casa; incluso eso sería mejor que este cuidadoso tono de voz, que la forma en
que evitamos herirnos la una a la otra.
—En realidad no es engreída. Es solo que es tímida, supongo —aclara.
Angélica Marston hizo tercero el año pasado. Hana se burlaba de ella por
cómo llevaba el uniforme, siempre impecablemente planchado e impoluto, con el
cuello de la camisa doblado de forma precisa y la falda exactamente por la
rodilla. Hana decía que Angélica Marston se había tragado un palo de escoba
porque su padre era un científico importante en los laboratorios. Y lo cierto
es que caminaba un poco así, toda cuidadosa y como estreñida.
—Pero si antes la odiabas —suelto. Parece que las palabras no piden permiso
al cerebro antes de salir disparadas de mi boca.
—No la odiaba —dice como si estuviera intentando explicarle álgebra a un
niño de dos años—. Es que no la conocía. Siempre pensé que era una bruja,
¿entiendes? Por su ropa y todo eso. Pero es cosa de sus padres. Son muy
estrictos, superprotectores y demás —mueve la cabeza—. Ella no es así. Es…
distinta.
Esa palabra parece vibrar en el aire durante un segundo: distinta. Por un
momento veo una imagen de Hana y Angélica, tomadas del brazo, intentando no
reírse, escabullándose por las calles después del toque de queda. Angélica sin
miedo, bella y pertida, como Hana. Expulso la imagen de mi mente. Calle abajo,
uno de los chicos le pega un buen puntapié a la lata, que se desliza entre
otros dos botes abollados colocados en la calzada como portería improvisada. La
mitad de los chavales se ponen a dar saltos levantando el puño: los otros,
incluyendo a Jenny, gesticulan y gritan algo sobre un fuera de juego. Por
primera vez se me ocurre pensar en lo fea que le debe de parecer mi calle a
Hana, con todas las casas apretujadas, sin cristales en la mitad de las
ventanas, con los porches hundidos por el centro como colchones viejos y
castigados. Es tan distinta de las avenidas limpias y silenciosas del West End,
con sus coches relucientes y mudos, y los setos verdes…
—Podrías venir —dice Hana en voz baja.
Una oleada de odio se apodera de mí. Odio por mi vida, por su estrechez y
sus espacios sobrecargados: odio por Angélica Marston, con su sonrisa secreta y
sus padres ricos: odio por Hana, por ser tan tonta, tan cabezota y tan poco
atenta, lo primero y principal, y por dejarme atrás antes de que yo estuviera
lista para ser dejada. Aunque por debajo de todas esas capas hay algo más, un
filo de infelicidad al rojo vivo, que destella en lo más profundo de mí ser. No
puedo nombrarlo, ni siquiera enfocarlo claramente, pero de algún modo comprendo
que es esa insatisfacción mía lo que más me enfada de todo.
—Gracias por la invitación —contesto, sin preocuparme de que no se note el
sarcasmo—. Parece que va a ser un buen jolgorio. ¿Irán chicos también?
O Hana no nota el tono de mi voz —que lo dudo—, o prefiere ignorarlo.
—Esa es la idea —contesta inexpresiva—. Bueno, y música.
—¿Música? —pregunto. No puedo evitar parecer interesada—. ¿Como la última
vez?
Su cara se ilumina.
—Sí, bueno, no. Otro grupo. Pero me han dicho que esos tíos son
alucinantes, incluso mejores que los de la última vez —hace una pausa, y luego
insiste en voz baja—: Podrías venir con nosotras.
A pesar de todo, lo de la música me hace vacilar. En los días siguientes a
la fiesta de la granja Roaring Brook, parecía que los fragmentos de las
canciones que había escuchado me seguían a todas partes. Los oía aleteando en
el viento, los sentía cantando en el océano y gimiendo entre las paredes de la
casa. A veces me despertaba en mitad de la noche, empapada en sudor, con el
corazón acelerado, escuchando las notas que resonaban en mi oído. Pero cada vez
que estaba despierta e intentaba conscientemente recordar las melodías,
tararear algunas notas o rememorar los acordes, no podía.
Hana me mira expectante, aguardando mi respuesta. Por un momento, hasta me
siento mal por ella. Quiero hacerla feliz, como siempre he tratado de hacer, quiero
verla dar un salto de alegría con el puño en alto y una de sus famosas
sonrisas. Pero luego me acuerdo de que ahora tiene a Angélica Marston y algo se
me endurece en la garganta; saber que voy a decepcionarla me produce una
especie de sorda satisfacción.
—Creo que paso —digo—. Pero gracias de todos modos.
Hana se encoge de hombros y noto que tiene que hacer un esfuerzo para
fingir que no pasa nada.
—Por si cambias de opinión… —esboza una sonrisa, pero no puede mantenerla
más de un segundo—. Tanglewild
Lane. En Deering Highlands. Sabes dónde encontrarme.
Deering
Highlands. Claro. Es un distrito abandonado fuera de la península. Hace diez años, el
gobierno descubrió a varios simpatizantes y, si los rumores son ciertos,
incluso algunos inválidos que vivían juntos en una de las grandes mansiones de
esa zona. Fue un gran escándalo, precedido de una operación secreta que duró un
año y terminó con una gran redada. Al final, se ejecutó a cuarenta y dos
personas y otras doscientas fueron enviadas a las Criptas. Desde entonces
Deering Highlands ha sido una ciudad fantasma, olvidada, condenada, evitada.
—Sí, bueno. Tú también sabes dónde encontrarme —hago un gesto señalando
calle abajo.
—Sí.
Hana se mira los pies, salta de uno al otro. No queda nada que decir, pero
no puedo soportar la idea de darme la vuelta y alejarme. Tengo el horrible
presentimiento de que esta va a ser la última vez que la veo hasta que estemos
curadas. De repente, el miedo se apodera de mí; desearía que fuera posible dar
marcha atrás en nuestra conversación, retirar todas las cosas mezquinas o
sarcásticas que he dicho, decirle que la echo de menos y que quiero que
volvamos a ser amigas otra vez.
Pero justo cuando estoy a punto de abrir mi corazón, me hace un gesto
rápido de despedida y dice:
—Venga, vale. Nos vemos —y así, el punto de inflexión desaparece, y con él
mi oportunidad de hablar.
—Vale. Hasta luego.
Hana comienza a andar y yo me quedo mirando cómo se marcha. Noto la
urgencia de memorizar su paso, de imprimírmelo en la memoria de algún modo,
justo así como es ella. Pero mientras la veo titubear entre la poderosa luz del
sol y la sombra, su silueta se confunde en mi mente con otra, una silueta que
entra y sale de la oscuridad, a punto de saltar del acantilado, y ya no sé a
quién estoy mirando. De repente, los bordes del mundo se vuelven borrosos y
siento un dolor agudo en la garganta, así que me doy la vuelta y camino deprisa
hacia casa.
—Lena —me llama, justo antes de que llegue a la cancela.
Me giro con el corazón dando saltos. Quizá sea ella la que lo diga: «Te
echo de menos. Volvamos a ser amigas».
A pesar de los quince metros que nos separan, noto que vacila. Luego hace
un gesto leve con la mano y grita:
—No importa.
Esta vez no titubea cuando se da la vuelta. Camina rápidamente hacia
delante, dobla una esquina y desaparece.
¿Pero qué esperaba yo?
Ese es el
quid de la cuestión, después de todo. No se puede volver atrás.
trece
En los años anteriores a
que se hubiera perfeccionado la cura, esta se ofrecía de forma experimental.
Los riesgos inherentes eran grandes. En esa época, uno de cada cien pacientes
sufría una pérdida fatal de funciones cerebrales después de la operación. Sin
embargo, la gente acudía en masa a los hospitales rogando que se los curara;
acampaban en el exterior de los laboratorios durante días y semanas, intentando
asegurarse turno para la intervención. Ese periodo es también conocido como
«los Años Milagrosos» por la cantidad de vidas que fueron sanadas y
fortalecidas, y el gran número de almas que fueron rescatadas de la enfermedad.
Si hubo gente que murió en la mesa de operaciones, fue por una buena causa, y
nadie debe llorarlas…
«Los Años
Milagrosos: ciencia temprana de la cura». Breve
historia de los Estados Unidos de América, E. D. Thompson
Entro en casa y noto que hace incluso más calor del habitual, un muro
húmedo y sofocante. Carol debe de estar cocinando. El olor a carne dorada y a
especias, mezclado con los olores normales del verano —sudor y moho—, me
produce ganas de vomitar. Durante las últimas semanas hemos cenado en el
porche: ensalada de macarrones con mucha mayonesa, embutidos y bocadillos de la
sección delicatessen del súper.
Carol asoma la cabeza por la puerta de la cocina cuando paso. Tiene la cara
colorada y suda a mares. Tiene cercos de sudor en las axilas de su blusa azul
pastel, medias lunas pardas.
—Más vale que te cambies —dice—. Rachel y David llegarán en cualquier
momento.
Se me había olvidado por completo que venían a cenar mi hermana y su
marido. Normalmente la veo cuatro o cinco veces al año, como máximo. Cuando yo
era más pequeña, justo después de que ella se fuera de la casa de Carol, estuve
una temporada contando los días que faltaban para su primera visita. Creo que
entonces no comprendía bien lo que significaba la operación y lo que implicaba
para ella, para mí, para nosotras. Sabía que la habían salvado de Thomas y de
la enfermedad, pero eso era todo. Creo que suponía que, por lo demás, las cosas
seguirían como siempre. Pensaba que en cuanto viniera a verme sería como en los
viejos tiempos, que sacaríamos los calcetines para hacer un baile, o que me
subiría en su regazo y empezaría a trenzarme el pelo y a contarme una de sus
historias de lugares lejanos y brujas que se convertían en animales.
Pero cuando entró por la puerta, se limitó a pasarme una mano por la cabeza
y a aplaudir cortésmente cuando Carol me hizo recitar las tablas de multiplicar
y dividir.
—Ahora es adulta —dijo Carol cuando le pregunté por qué a Rachel ya no le
gustaba jugar—. Algún día lo comprenderás.
Después de eso dejé de prestar atención a la nota que aparecía cada pocos
meses en el calendario de la pared de la cocina: «Visita de R».
Durante la cena, los grandes temas de conversación son: Brian Scharff (el
marido de Rachel, David, trabaja con un amigo del primo de Brian, así que David
cree ser un experto en esa familia) y la Universidad Regional de Portland,
donde empezaré a estudiar en otoño. Es la primera vez en mi vida que voy a
estar en clase con personas del sexo opuesto, pero Rachel me dice que no me
preocupe.
—Ni siquiera lo notarás —dice—. Estarás demasiado ocupada con el trabajo y
los estudios.
—Hay garantías —dice tía Carol—. Todos los estudiantes han sido examinados.
Lo que significa realmente: «Todos los estudiantes han sido curados». Me
acuerdo de Álex y por poco suelto: «¡No todos!».
La cena se alarga hasta bastante después del toque de queda. Para cuando la
tía me ayuda a quitar la mesa, son casi las once y, aun así, Rachel y su marido
no hacen amago de irse. Eso también me hace ilusión: dentro de treinta y seis
días, ya no tendré que preocuparme por el toque de queda.
Después de cenar, David y el tío salen al porche. David ha traído dos
puros; son baratos, pero no importa. El humo, dulce y picante y un poquito
untuoso, se cuela por las ventanas, se mezcla con el sonido de las voces y
llena la casa de una neblina azul.
Rachel y la tía Carol se han quedado en el comedor, bebiendo una taza de
café aguado que tiene el color pálido y sucio del agua de fregar. Del piso de
arriba me llega un ruido de pasos que corretean. Jenny hará rabiar a Gracie
hasta aburrirse, y entonces se meterá en la cama, amargada e insatisfecha, y
dejará que la opacidad y la monotonía de otro día la arrullen hasta que se
duerma.
Lavo los platos. Hay bastantes más de lo habitual, ya que Carol ha
insistido en que tomáramos una sopa (caliente, de zanahoria, que nos hemos
tragado todos sudando), un asado cargado de ajo y unos espárragos flácidos,
probablemente rescatados del fondo de la bandeja de las verduras, aparte de
algunas galletas rancias. Estoy llena, y el calor del agua de fregar en las
muñecas y en los codos, sumado a los ritmos familiares de las conversaciones,
el golpeteo de pies en el piso de arriba y el pesado humo azul, me da mucho
sueño. Finalmente, Carol se ha acordado de preguntar por los niños de Rachel y
esta recita sus logros como si leyera una lista que acabara de memorizar hace
poco y con dificultad: Sara ya sabe leer y Andrew dijo su primera palabra con
solo trece meses.
—¡REDADA! ¡REDADA! ¡ESTO ES UNA REDADA! ¡HAGAN LO QUE SE LES ORDENA Y NO
OFREZCAN RESISTENCIA…!
La voz que resuena en el exterior hace que me sobresalte. Rachel y Carol han
hecho una breve pausa en su charla y escuchan el alboroto de la calle. Tampoco
se oye hablar a David y al tío William. Incluso Jenny y Gracie detienen sus
pasos.
Desde la calle llegan sonidos intermitentes, cientos de botas marchando al
unísono, y esa voz horrible amplificada por el megáfono: «Esto es una redada.
Atención, esto es una redada. Por favor, tengan sus documentos de identidad
preparados».
Noche de redada. Al momento pienso en Hana y en la fiesta. La habitación
empieza a dar vueltas. Necesito agarrarme a la encimera para no caer redonda.
—Parece bastante pronto para una redada —comenta suavemente Carol en el
comedor—. Tuvimos otra hace unos pocos meses, creo.
—El dieciocho de febrero —dice Rachel—. Me acuerdo. David y yo tuvimos que
salir a la calle con los niños. Hubo algún problema con el SVS esa noche.
Pasamos media hora bajo la nieve antes de que pudieran verificar nuestros
datos. Luego, Andrew estuvo dos semanas con pulmonía.
Cuenta la historia como si estuviera hablando de un pequeño inconveniente
en la lavandería, como si se le hubiera extraviado un calcetín.
—¿Ya ha pasado tanto tiempo? —Carol se encoge de hombros y bebe un sorbito
de café.
Las voces, los pies, el chisporroteo de las radios, todo se va acercando.
El grupo de redadas se desplaza como una unidad de casa en casa; a veces entran
en todas las de una calle, a veces se saltan manzanas enteras. Funcionan al
azar. O, al menos, se supone que es al azar. Algunas casas son elegidas como
objetivo más a menudo que otras.
Pero aunque uno no esté en una lista de vigilancia, puede terminar de pie
en la nieve, como Rachel y su marido, mientras los reguladores y la policía
intentan probar la validez de la documentación de esa persona. O, lo que es
peor, mientras el equipo entra en la casa y echa abajo las paredes, buscando
indicios de actividades sospechosas. En las noches de redada, quedan
suspendidas las leyes de la propiedad privada. En general, todas las leyes
quedan suspendidas en las noches de redada.
Todos hemos oído historias de terror sobre mujeres embarazadas a las que se
desnuda y registra delante de todo el mundo, de personas que se han pasado dos
o tres años en la cárcel solo por mirar mal a un policía o por intentar impedir
a un regulador la entrada en determinada habitación.
«Esto es una redada. Si se le pide que salga de su casa, asegúrese de que
tiene todos sus documentos de identidad en la mano, incluyendo los de cualquier
niño mayor de seis años… Cualquiera que se resista será arrestado e
interrogado… Cualquiera que se retrase será acusado de obstrucción a la
justicia…».
Al final de la calle. Luego, a unas pocas casas de distancia. Luego, a dos
casas. No. En la casa de al lado. Oigo que el perro de los Richardson se pone a
ladrar furiosamente. Después, a la señora Richardson, que se disculpa. Más
ladridos. Luego, alguien (¿un regulador?) masculla algo y suenan algunos golpes
pesados y un gemido. Al poco, una voz que dice: «No tienes por qué matar al
puñetero bicho», y otro que replica: «¿Y por qué no? Total, seguro que está lleno
de pulgas».
Luego, durante un rato todo queda en silencio: solo el chasquido ocasional
de los walkie-talkies, alguien que
lee números de identificación mientras habla por teléfono, un susurro de
papeles…
Y más tarde: «Muy bien, vale. Están libres de sospecha».
Las botas se ponen en marcha otra vez.
A pesar de toda su despreocupación, incluso Rachel y Carol se ponen tensas
cuando las botas resuenan delante de nuestra casa. Veo que la tía agarra su
taza de café con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos. Mi corazón
brinca y salta; hay un saltamontes en mi pecho.
Pero las botas pasan de largo. Se oye el suspiro de alivio de Rachel cuando
oímos que los reguladores golpean una puerta de más allá.
—¡Abran…! ¡Esto es una redada!
La taza de Carol choca contra el platito, haciendo que me sobresalte.
—Qué tontería, ¿verdad? —dice riendo forzadamente—. Aunque no hayas hecho
nada malo, no puedes evitar ponerte nerviosa.
Siento un dolor sordo en la mano y me doy cuenta de que sigo aferrándome a
la encimera como si me fuera la vida en ello. No puedo relajarme, no puedo
tranquilizarme; ni siquiera cuando los pasos se atenúan y la voz del megáfono
se distorsiona hasta volverse ininteligible. Solo puedo pensar en los grupos de
redada (a veces hay hasta cincuenta en una sola noche) girando por toda la
ciudad como un enjambre, rodeándola como el agua que da vueltas en un remolino,
hostigando a todas las personas a las que pueden acusar de mala conducta o
desobediencia. Y a las que no.
En algún sitio ahí fuera, Hana sigue bailando, girando, riendo, con el pelo
rubio suelto, mientras a su alrededor se aprietan los chicos y de los altavoces
sale música no aprobada. Lucho contra una horrible sensación de náusea. No
quiero siquiera pensar en lo que le pasará, lo que les pasará a todos ellos si
los pillan.
Todo lo que puedo hacer es esperar que no haya llegado aún a la fiesta. Tal
vez le haya llevado mucho tiempo prepararse (podría ser, ella siempre llega
tarde), y quizá estuviera todavía en casa cuando han empezado las redadas. Ni
siquiera ella se aventuraría a salir en una noche así. Es un suicidio.
Pero Angélica Marston y todos los demás… Cada uno de ellos. Cualquiera de
los que solo querían oír un poco de música…
Pienso en lo que Álex comentó la noche en que me lo encontré en la granja
Roaring Brook: «He venido a oír la música, como todo el mundo».
Hago un esfuerzo por quitarme esa imagen de la cabeza y me digo que no es
problema mío. Debería alegrarme si hay una redada en la fiesta y trincan a todo
el mundo. Lo que están haciendo es peligroso, y no solo para ellos, sino para
todos nosotros. Así es como se propaga la enfermedad.
Pero mi yo más profundo, la parte testaruda que dijo «gris» en mi primera
evaluación, sigue haciendo presión y dándome la lata. «¿Y qué?», pregunta. «Así
que querían oír un poco de música. Música de verdad, no esas cancioncitas
tontorronas que tocan en la temporada de conciertos de Portland, con ritmos
aburridos y notas brillantes y alegres. No están haciendo nada malo».
Y entonces me acuerdo de lo que dijo Álex: «Nadie le hace daño a nadie».
Además, siempre existe la posibilidad de que Hana no fuera con retraso esta
noche, y de que ya esté allí, sin enterarse, mientras los de las redadas dan
vueltas acercándose cada vez más. Tengo que apretar los ojos para alejar esa
imagen, y también la de docenas de agujas relucientes clavándose en su cuerpo.
Si no la llevan a la cárcel, la transportarán directamente a los laboratorios y
será intervenida antes del amanecer, al margen de los riesgos o los peligros.
De alguna manera, a pesar de mis pensamientos acelerados y a pesar de que
el cuarto sigue dando vueltas frenéticamente, he conseguido lavar todos los
platos. También he tomado una decisión.
Tengo que ir. Tengo que avisarla.
Tengo que avisarlos a todos.
Para cuando Rachel y David se van y todo el mundo se acuesta, ya es
medianoche. Cada segundo que pasa es como una agonía. Solo puedo esperar que el
recorrido puerta por puerta en la península dure más de lo habitual y que los
grupos tarden en llegar a Deering Highlands. Quizá hayan decidido pasar de esa
zona por completo. Dado que la mayoría de las casas están deshabitadas, cabe
esa posibilidad. Aun así, como ese barrio fue el semillero de la resistencia en
la ciudad, me extrañaría.
Salgo de la cama sin plantearme que voy en pijama. Tanto los pantalones
como la camiseta son negros. Luego me pongo las zapatillas negras y, aunque
hace un calor tremendo, saco un gorro negro del armario. Esta noche, toda
precaución es poca.
Justo cuando estoy a punto de abrir la puerta del cuarto, oigo un leve
ruido a mi espalda, como el maullido de un gato. Me vuelvo. Gracie está sentada
en la cama, observándome.
Durante un segundo nos miramos. Si baja de la cama o hace un ruido o
cualquier movimiento, seguro que despierta a Jenny, y en ese caso, se acabó,
nada que hacer, a la mierda. Intento pensar qué puedo decir para
tranquilizarla, trato de pensar una mentira, pero entonces, oh milagro de
milagros, se vuelve a tumbar y cierra los ojos. Y aunque está muy oscuro,
juraría que sonríe levemente.
Siento una rápida oleada de alivio. ¿Algo bueno en el hecho de que Gracie
se niegue a hablar? Sé que no se va a chivar.
Me escabullo hasta la calle sin dificultad, incluso me acuerdo de saltarme
el antepenúltimo peldaño, porque la última vez soltó un crujido tan horrible
que pensé que Carol se despertaría.
Después del ruido y el jaleo de la redada, la calle está extrañamente
silenciosa y tranquila. Las ventanas oscuras, las persianas bajadas, como si
las casas intentaran volverse de espaldas a la calle o alzar los hombros contra
miradas curiosas. Una hoja de papel rojo vuela cerca de mí, dando vueltas en el
aire como las plantas del desierto que se ven en las viejas películas de
vaqueros. Lo identifico como un aviso de redada, una proclamación llena de
palabras impronunciables que explican la legalidad de suspender los derechos de
todo el mundo por una noche. Aparte de eso, podría ser cualquier otra noche,
cualquier otra noche normal, silenciosa, muerta.
Pero hay algo diferente: en el viento se puede oír el murmullo lejano de
pasos, un alarido agudo como si alguien llorara. Los sonidos son tan tenues que
casi se podrían confundir con los ruidos del océano. Casi.
Los equipos de redada han seguido su recorrido.
Me dirijo rápidamente hacia Deering Highlands. Me da miedo llevar la bici.
El pequeño reflectante de las ruedas podría llamar la atención. No puedo pensar
en lo que estoy haciendo, no puedo pensar en lo que sucederá si me pillan. No
sé de dónde he sacado esta repentina determinación. Nunca hubiera pensado que
tendría el valor de salir de casa en una noche de redada, ni en un millón de
años.
Supongo que Hana se equivocaba respecto a mí. Supongo que no vivo tan
asustada como ella cree.
Paso junto a una bolsa negra de basura depositada en la acera cuando un
gemido sordo me hace detenerme. Me doy la vuelta al instante, con el cuerpo en
alerta máxima. Nada. El ruido se repite: una especie de lamento inquietante que
hace que se me pongan los pelos de punta. Luego, la bolsa de basura que tengo a
los pies se mueve sola.
No. No es una bolsa de basura. Es Riley, el perro negro de los Richardson.
Me acerco vacilante. Solo necesito un vistazo para saber que se está
muriendo. Está completamente cubierto de una sustancia oscura, pegajosa,
brillante. Al acercarme más me doy cuenta de que es sangre. Por eso, en la
oscuridad, he confundido su pelo con la superficie negra pulida de una bolsa de
plástico. Uno de sus ojos está apretado contra el suelo, el otro está abierto.
Le han golpeado en la cabeza. Le sale mucha sangre por la nariz, negra y
viscosa.
Recuerdo la voz que he oído. «Total, seguro que tiene pulgas», ha dicho el
regulador, y a continuación el golpe sordo.
Riley me dirige una mirada tan lastimera y acusadora que por un momento
juraría que es humano y trata de decirme algo, algo como: «Vosotros me habéis
hecho esto». Noto unas horribles náuseas y me siento tentada de ponerme de
rodillas y tomarlo entre mis brazos, o de quitarme la ropa para empapar la
sangre. Pero al mismo tiempo me quedo paralizada. No puedo moverme.
Mientras estoy ahí de pie, inmóvil, hace un movimiento brusco, como un
estremecimiento desde el extremo de la cola hasta el morro. Luego se queda
quieto.
Al momento se me pasa la parálisis. Me tambaleo hacia delante, con la bilis
en la boca. Doy una vuelta completa, sintiéndome como el día en que me
emborraché con Hana, sin ningún control sobre mi propio cuerpo. Me inundan la
ira y el asco y me dan ganas de gritar.
Encuentro una caja de cartón aplastada junto a un contenedor y la arrastro
hasta el cuerpo de Riley. Lo cubro por completo. Intento no pensar en los
insectos que se abalanzarán sobre él por la mañana. Me sorprendo al sentir el
picor de las lágrimas en los ojos. Me las seco con el reverso del brazo. Pero cuando
echo a andar camino de Deering, no pienso más que «lo siento, lo siento, lo
siento», como un mantra o una plegaria.
Las redadas solo tienen una cosa buena: hacen mucho ruido. Lo único que
debo hacer es detenerme en las sombras y comprobar si se oyen sonidos de pasos,
ruido de estática, voces de megáfono. Cambio de dirección y elijo las calles
laterales, en las que no ha habido redada o por donde ya han pasado los
equipos. Hay indicios por todas partes: cubos y contenedores volcados, basura
tirada por el suelo, montones de recibos viejos y cartas hechas pedazos,
verdura podrida, una mugre de olor asqueroso que no quiero saber lo que es, las
octavillas rojas que lo cubren todo como una capa de polvo. Los zapatos se me
ponen pegajosos al pasar por encima, y en los sitios peores tengo que extender
los brazos como una equilibrista para no caerme. Dejo atrás unas cuantas casas
marcadas con una gran X. La pintura negra salpica los muros y las ventanas como
una herida abierta, y verla me desfonda el estómago. Las personas que viven ahí
han sido identificadas como alborotadores o resistentes. El viento caliente que
sopla por las calles trae sonidos de gritos y lloros y ladridos de perros.
Intento no pensar en Riley.
Me mantengo en la sombra, deslizándome por las callejuelas y corriendo
desde un contenedor hasta el siguiente. Se me acumula el sudor en la nuca y
bajo los brazos. No es solo por el calor. Todo tiene un aspecto extraño,
grotesco, distorsionado. Ciertas calles brillan por los vidrios rotos de las
ventanas. Huele a quemado.
En un momento dado, llego a una esquina que da a la avenida Forest justo
cuando un grupo de reguladores entra en esa calle desde el otro extremo.
Retrocedo a toda pastilla y me aprieto contra la pared de una ferretería
mientras reculo centímetro a centímetro por la dirección en que venía. Las
posibilidades de que alguno de los reguladores me haya visto son escasas (yo
estaba a una manzana de distancia y está oscuro como la boca del lobo), pero mi
corazón no parece capaz de recuperar su ritmo normal. Me parece que estoy
jugando a un videojuego gigante o intentando resolver una ecuación matemática
realmente complicada: «Una chica intenta eludir a cuarenta equipos de redada de
entre quince y veinte personas cada uno, extendidos en un radio de unos once
kilómetros. Si tiene que caminar durante tres kilómetros por el centro, ¿cuáles
son las probabilidades de que mañana amanezca en un calabozo? (Está permitido
redondear a 3,14)».
Antes de la gran operación policial, Deering Highlands era uno de los
mejores barrios de Portland. Las casas eran grandes y nuevas, al menos para
Maine. Habían sido construidas en los últimos cien años, y tenían cancelas,
setos y plantas, como sucedía en la calle de las Lilas o el camino de los
Árboles. Todavía quedan algunas familias que aguantan viviendo allí, pobres de
solemnidad que no pueden permitirse ir a ningún otro sitio o que no tienen
permiso para una nueva residencia; pero la mayor parte del área está totalmente
desierta. Nadie quiso quedarse, nadie quiso que se le asociara con la
resistencia.
Lo más llamativo es lo rápido que fue desocupado el lugar. Todavía se ven
juguetes oxidados tirados por la hierba y coches aparcados en algunos de los
senderos de acceso, aunque la mayoría han sido saqueados: los ladrones se han
llevado el metal y el plástico como si fueran cadáveres expuestos a las aves
carroñeras. Toda la zona tiene el aire triste de un animal abandonado; las
casas se inclinan poco a poco hacia los jardines llenos de maleza.
Normalmente, me pongo de los nervios solo con acercarme. Mucha gente dice
que trae mala suerte, como pasar por un cementerio sin contener el aliento.
Pero esta noche, cuando por fin llego, siento que podría ponerme a bailar en la
calle. Todo está oscuro, silencioso e intacto, no se ve ni un solo anuncio de
redada, no se oye ni un susurro, ni el roce de un tacón en el suelo. Aquí no
han llegado los reguladores todavía. Puede que ni siquiera vengan.
Paso por las calles a toda velocidad, acelerando el paso ahora que no tengo
que preocuparme tanto por mantenerme en la sombra y desplazarme sin ruido. El
barrio es bastante grande, un laberinto de calles intrincadas que parecen
extrañamente similares, casas que emergen de la oscuridad como barcos varados.
Los jardines se han asilvestrado a lo largo de los años, los árboles extienden
sus ramas retorcidas hacia el cielo y proyectan locas sombras en zigzag sobre
el pavimento iluminado por la luna. Me pierdo en la calle de las Lilas; no sé
cómo, consigo hacer un círculo completo y termino dos veces en el mismo cruce,
pero cuando doblo por Tanglewild Lane veo una luz mortecina que alumbra a lo
lejos, más allá de un enmarañado grupo de árboles, y sé que he encontrado mi
objetivo.
Junto al camino de acceso hay un viejo buzón sobre un poste medio torcido.
Una X negra se ve aún a duras penas en uno de los lados. Tanglewild Lane, 42.
Comprendo por qué han elegido esta casa para la fiesta. Está situada
bastante lejos de la calle y rodeada por árboles tan frondosos que no puedo
evitar pensar en los bosques oscuros y susurrantes del otro lado de la
frontera. Subir por el sendero da un poco de miedo. Mantengo los ojos fijos en
la pálida luz borrosa de la casa, que se va haciendo más grande y brillante a
medida que me acerco, hasta que al final toma la forma de dos ventanas
iluminadas. Las otras han sido cubiertas con algún tipo de tela, quizá para
ocultar que hay alguien dentro. No funciona. Se distinguen siluetas de gente
que se mueve de un lado a otro en el interior. La música está muy baja. No la
oigo hasta que llego al porche, débiles sonidos amortiguados que parecen vibrar
desde las tablas del suelo. Debe de haber un sótano.
Me he dado prisa para llegar, pero, ya con la mano en la puerta principal,
vacilo. Tengo la palma cubierta de sudor. No he pensado mucho en cómo sacaré a
todo el mundo. Si me pongo a gritar que hay una redada, provocaré una
estampida. Todos saldrán a la calle a la vez, y entonces las posibilidades de
volver a casa sin que nos detecten se reducirán a cero. Alguien oirá algo, los
de la redada se enterarán y todos estaremos jodidos.
Me corrijo mentalmente. Ellos estarán jodidos. Yo no soy como esta gente
que está al otro lado de la puerta. Yo no soy ellos.
Pero luego me acuerdo de Riley cuando se ha estremecido y se ha quedado
quieto. Yo no soy de esos otros tampoco, los que hicieron eso, los que miraron.
Ni siquiera los Richardson se preocuparon por salvar a su propio perro. Ni
siquiera lo cubrieron cuando se estaba muriendo.
«Yo nunca haría eso. Nunca, nunca jamás. Ni aunque me hubieran operado un
millón de veces. Estaba vivo. Tenía pulso, sangre y aliento, y lo dejaron ahí
como si fuera basura».
Ellos. Yo. Nosotros. Ellos. Las palabras rebotan en mi cabeza. Coloco las
manos en la parte trasera de mis pantalones y abro la puerta.
Hana dijo que la fiesta sería discreta, pero a mí me parece que está más
abarrotada que la última, quizá porque los cuartos son diminutos y están
repletos de gente. Hay una cortina asfixiante de humo de tabaco que deja un
resplandor trémulo sobre todas las cosas y produce la sensación de que nos
movemos bajo el agua. Hace un calor de muerte, al menos diez grados más que
fuera. La gente se desplaza lentamente. Se han remangado las camisas hasta los
hombros y los vaqueros hasta la rodilla, y la piel de sus brazos y piernas
tiene un brillo reluciente. Por un momento, lo único que puedo hacer es
quedarme mirando. «Ojalá tuviera una cámara», pienso. Si paso por alto el hecho
de que hay manos que tocan manos y cuerpos que se chocan y mil cosas que son
terribles y malas, puedo percibir algo bello.
Luego, me doy cuenta de que estoy perdiendo el tiempo.
Hay una chica justo delante de mí, que me impide el paso. Está de espaldas.
Alargo la mano y la coloco sobre su brazo.
Su piel está tan caliente que quema. Se vuelve hacia mí, la cara roja y
brillante, y estira la cabeza para oír.
—Es noche de redada —le digo, sorprendida de que la voz me salga tan firme.
La música, baja pero insistente, viene indudablemente de algún tipo de
sótano. No es tan enloquecida como la última vez, pero resulta igual de extraña
e igual de maravillosa. Me hace pensar en algo cálido que se desliza, en miel,
en luz de sol, en hojas rojas que giran con el viento. Pero las capas de
conversación, el crujido de los pasos y las tablas del suelo amortiguan su
sonido.
—¿Cómo? —se aparta el cabello del oído.
Abro la boca para decir «redada», pero en lugar de mi voz, la que sale es
la de otra persona: un vozarrón metálico que brama desde el exterior, una voz
que vibra y parece llegar desde todos los lados al mismo tiempo, una voz que
atraviesa la calidez de la música como el filo helado de una navaja sobre la
piel. Al mismo tiempo, el cuarto empieza a girar en una masa de luces rojas y
blancas que dan vueltas sobre rostros confusos y aterrados.
—ATENCIÓN. ESTO ES UNA REDADA. NO INTENTEN HUIR. NO INTENTEN RESISTIRSE.
ESTO ES UNA REDADA.
Unos segundos después, la puerta estalla hacia dentro y un punto de luz tan
brillante como el sol lo vuelve todo blanco e inmóvil, lo convierte todo en
polvo y estatuas.
Luego, sueltan los perros.
catorce
Los seres humanos, en su
estado natural, son impredecibles, erráticos e insatisfechos. Solo cuando se
han controlado sus instintos animales pueden ser responsables, dignos de
confianza y felices.
Manual de FSS
Una vez vi una noticia sobre un oso pardo al que el domador había pinchado
accidentalmente en el circo de Portland durante un ensayo rutinario. Yo era
bastante pequeña, pero nunca se me olvidará el aspecto del animal, una enorme
mancha oscura que daba vueltas en círculo con un ridículo sombrero de papel
rojo colgándole de la cabeza, rompiendo todo lo que podía alcanzar con sus
mandíbulas: serpentinas de papel, sillas plegables, globos. También al domador.
El oso lo atacó y convirtió su cara en carne picada.
Lo peor, la parte que nunca he olvidado, fue su aullido de pánico, un
bramido horrible, continuo, enfurecido, que sonaba casi humano.
Eso es lo que me viene a la cabeza cuando los de la redada empiezan a
llenar la casa, entrando por la puerta destrozada, golpeando las ventanas. Eso
es lo que pienso cuando la música se corta de repente y el aire se llena de
ladridos, gritos y estrépito de cristal roto: mientras manos calurosas me
empujan por todos lados y recibo un codazo en la mandíbula y otro en las
costillas. Me acuerdo del oso.
Sin saber cómo, me he mezclado con la multitud aterrorizada que huye hacia
la parte trasera de la casa. A mi espalda oigo a los perros que chasquean las
mandíbulas y a los reguladores que golpean con sus porras. Hay tanta gente
gritando que parece una sola voz. Una chica cae detrás de mí, tropieza e
intenta alcanzarme mientras una de las porras la golpea en la parte trasera de
la cabeza con un chasquido lúgubre. Siento que sus dedos se agarran por un
momento al algodón de mi camiseta, pero me desprendo y sigo corriendo,
empujando hacia delante. No tengo tiempo de lamentarlo ni de asustarme. No
tengo tiempo para nada que no sea moverme, empujar, salir, no puedo pensar más
que en huir, huir, huir.
Lo raro es que, por un instante, en mitad de todo ese ruido y confusión,
percibo las cosas a cámara lenta con gran claridad, como si estuviera viendo
una película desde lejos. Veo un perro guardián que salta a mi izquierda sobre
un chico, que cae con un ruido muy leve, casi un suspiro, mientras de su
cuello, donde se han clavado los dientes del animal, empieza a brotar sangre.
Una chica de cabello rubio se hunde bajo las porras de los reguladores y, al
ver el arco de su pelo, por un segundo se me para el corazón y pienso que he
muerto, que todo ha terminado. Luego gira la cabeza hacía mí, gritando, y
cuando los reguladores la atacan con espray de pimienta y veo que no es Hana,
respiro aliviada.
Más instantáneas. Una película, solo una película. No está sucediendo, no
puede suceder de verdad. Un chico y una chica luchan por llegar a uno de los
cuartos laterales, pensando que tal vez por ese lado haya una salida. La puerta
es demasiado pequeña para que entren los dos a la vez. Él lleva una camisa azul
donde se lee Escuela Naval de Portland, y ella tiene el cabello rojizo y
brillante como el fuego. Cinco minutos antes estaban hablando y riendo juntos,
tan juntos que si uno de ellos se hubiera inclinado levemente sin querer, se
habrían besado. Ahora luchan, pero ella es demasiado pequeña. Aun así, le clava
los dientes en el brazo, como una criatura salvaje; él ruge, la agarra por los
hombros y la estampa contra la pared para quitársela de en medio. Ella se
tambalea, cae resbalándose, intenta ponerse de pie. Uno de los reguladores, un
hombre enorme con la cara más roja que he visto nunca, se enrolla la coleta de
la chica en la mano y tira hasta ponerla de pie, escuela naval no sale mejor
parado. Dos reguladores le siguen; mientras corro, oigo el sonido sordo de sus
porras y un grito truncado.
«Animales», pienso. «Somos animales».
La gente empuja, tira, se usan los unos a los otros como escudos mientras
los reguladores ganan terreno avanzando, golpeando. Tenemos a los perros en los
talones, las porras pasan tan cerca de mi cabeza que noto el estremecimiento
del aire en mi nuca cuando la madera gira junto a la parte posterior de mi
cráneo. Pienso en un dolor lacerante. Pienso en rojo. A medida que los
reguladores avanzan, va quedando menos gente a mí alrededor. Uno a uno van
haciendo ¡crac! y caen derribados por tres, cuatro, cinco perros. Gritan,
gritan. Todo el mundo grita.
No sé cómo he conseguido evitar que me cojan, y corro disparada por los
estrechos pasillos, atravesando habitaciones borrosas, una maraña de gente y
reguladores, más luces, más ventanas destrozadas, ruido de motores. Tienen la
zona rodeada. Y entonces se alza ante mí la puerta trasera abierta, y más allá
los árboles oscuros, los bosques frescos y susurrantes de detrás de la casa. Si
consigo llegar a la salida… Si consigo ocultarme de las luces el tiempo
suficiente…
Oigo un perro que ladra detrás de mí, y tras él las pisadas violentas de un
regulador que avanza, avanza, y una voz cortante que grita: «¡Alto!».
Y de pronto me doy cuenta de que estoy sola en el pasillo. Quince pasos
más… luego diez. Si consigo llegar a la oscuridad…
A un metro de la puerta, siento un dolor punzante que me atraviesa la
pierna. El perro hinca sus mandíbulas en torno a mi pantorrilla y me vuelvo, y
es entonces cuando le veo, el regulador con la enorme cara roja, los ojos
brillantes, que sonríe («Dios mío, está sonriendo, realmente disfruta con
esto»), la porra en alto, listo para golpear. Cierro los ojos, pienso en un
dolor tan grande como el océano, pienso en un mar rojo sangre. Pienso en mi
madre.
Entonces, alguien tira de mí y oigo un crujido y un grito y al regulador
que dice:
—Mierda.
Se apaga el fuego de mi pierna y ya no noto el peso del perro. En torno a
mi cintura hay un brazo y una voz suena en mi oído, una voz tan familiar que es
como si la hubiera estado esperando desde el principio, como si la hubiera oído
desde siempre en mis sueños. Una voz que dice: «Por aquí».
Álex me sigue rodeando, me lleva en volandas. Ya estamos en otro pasillo
distinto, más pequeño y totalmente vacío. Cada vez que apoyo el peso en la
pierna derecha, el dolor vuelve, abrasándome en una línea que sube hasta la
cabeza. El regulador nos viene siguiendo y está cabreado. Álex debe de haberme
salvado en el momento justo, así que la porra golpeó al perro en vez de a mi
cráneo. Sé que por mi culpa Álex avanza más despacio, pero no me suelta ni un
segundo.
—Por aquí —repite, y nos metemos en otra habitación. Debemos de estar en
una parte de la casa que no se usó para la fiesta. El cuarto está totalmente
oscuro, aunque Álex no se detiene, sigue caminando en la negrura. Yo dejo que
me guíe la presión de sus dedos, izquierda, derecha, izquierda, derecha.
Aquí huele a moho y a algo más, a pintura fresca y a humo, como si alguien
hubiera estado cocinando. Pero eso es imposible. Estas casas llevan años
vacías.
El regulador nos pisa los talones, peleándose con la oscuridad. Se choca
con algún objeto y maldice. Un segundo después algo cae al suelo con estrépito,
un vidrio se hace pedazos. Más maldiciones. Por el sonido de su voz, sé que se
está quedando atrás.
—Arriba —susurra Álex, tan cerca de mí y en voz tan baja que me parece
haberlo imaginado. Sin decir más me sube y me doy cuenta de que estoy
atravesando una ventana, porque la madera áspera del marco me raspa la espalda.
Al fin aterrizo con el pie bueno sobre la hierba fresca y húmeda.
Un segundo después, Álex me sigue sin hacer ruido y aparece junto a mí en
la oscuridad. Aunque el aire es cálido, se ha levantado algo de brisa, y cuando
me roza la piel me dan ganas de gritar de alivio y agradecimiento.
Pero aún no estamos a salvo. En absoluto. La oscuridad se mueve, se
retuerce, está plagada de haces luminosos. Luces de linterna cortan los bosques
a izquierda y derecha; en el resplandor veo figuras que huyen, iluminadas como
fantasmas, congeladas por un momento en el rayo de luz. Continúan los gritos,
algunos muy cercanos, otros tan lejanos y lastimeros que podrían ser cualquier
cosa, quizá búhos que ululan pacíficamente en sus árboles. Luego, Álex me toma
de la mano y volvemos a correr. Cada paso con el pie derecho es como fuego,
como una hoja afilada. Me muerdo el interior de las mejillas para no gritar y
noto sabor a sangre.
Caos. Escenas del infierno, focos desde la carretera, sombras que caen,
huesos que se rompen, voces que se hacen añicos y se disuelven en el silencio.
—Por aquí.
Hago lo que dice sin vacilar. En la oscuridad ha aparecido milagrosamente
una pequeña cabaña. Está medio en ruinas, tan cubierta por el musgo y las
enredaderas que a unos metros parece solo una maraña de arbustos y vegetación.
Me agacho para entrar y, al hacerlo, el olor a orines de animal y a perro mojado
es tan intenso que me dan arcadas.
Álex entra detrás de mí y cierra la puerta. Oigo un ruido y veo que se
arrodilla y tapa con una manta el hueco entre la puerta y el suelo. Es la manta
lo que huele; suelta un tufo insoportable.
—¡Qué horror! —susurro. Es lo primero que le digo, poniéndome la mano sobre
la boca y la nariz.
—Así los perros no podrán hallar nuestro rastro —contesta en voz baja, con
tono práctico.
Nunca he conocido a nadie tan sereno. Pienso fugazmente que quizá las
historias que oía de pequeña eran ciertas: tal vez los inválidos realmente sean
unos monstruos, unas criaturas extrañas.
Luego me avergüenzo. Me acaba de salvar la vida.
Me ha salvado la vida, me ha salvado de los reguladores. De la gente que se
supone que nos protege y nos mantiene a salvo. De la gente que se supone que
nos protege de las personas como Álex.
Ya nada tiene sentido. Me da vueltas la cabeza y me siento mareada. Me
tambaleo y choco contra la pared trasera. Álex se acerca a sostenerme.
—Siéntate —me dice con ese tono seguro que ha usado todo el rato. Me
reconforta escuchar sus órdenes urgentes enunciadas en tono bajo, dejarme
llevar. Me siento en el suelo áspero y húmedo. La luna debe de haberse abierto
paso entre las nubes; por los agujeros de las paredes y en el techo se ven
puntos de luz plateada. Alcanzo apenas a distinguir algunas baldas detrás de la
cabeza de Álex, varias latas (¿tal vez de pintura?) apiladas en un rincón.
Ahora que estamos los dos sentados, casi no hay sitio para moverse: la cabaña
no llega a los dos metros de ancho.
—Voy a echar un vistazo a tu pierna, ¿vale? —sigue susurrando. Asiento con
la cabeza. Incluso sentada, el mareo persiste.
Se apoya sobre las rodillas y coloca mi pierna en su regazo. Hasta que no
enrolla hacia arriba la pernera, no me doy cuenta de lo mojada que está la
tela. Debe de ser sangre. Me muerdo los labios y aprieto con fuerza la espalda
contra la pared, esperando que duela, pero la sensación de sus manos frescas y
fuertes sobre mi piel consigue amortiguarlo todo, deslizándose sobre el dolor
como un eclipse que oscurece la luna.
Una vez ha remangado el pantalón hasta la rodilla, me da la vuelta
suavemente para ver la parte trasera de la pantorrilla. Me apoyo con un codo en
el suelo, mientras siento que el suelo se mueve. Debo de estar sangrando un
montón.
Con un sonido breve, expulsa una bocanada de aire entre los dientes.
—¿Es grave? —pregunto, demasiado asustada para mirar.
—No te muevas —dice.
Y entonces sé que es serio, pero no me lo dice y entonces me inunda tal
agradecimiento hacia él y tal odio por esa gente de fuera —cazadores primitivos
con dientes afilados y palos pesados— que me quedo sin aire y tengo que hacer
esfuerzos para respirar.
Álex alarga el brazo hacia un rincón del cobertizo sin soltar mi pierna.
Localiza a tientas una caja de metal y la abre. Un momento después, se inclina
sobre mi pierna con un frasco.
—Esto te va a escocer un poco —advierte.
El líquido me salpica la piel y el olor astringente del alcohol hace que me
pique la nariz. Me salen llamas de la pierna y estoy a punto de gritar. Álex
extiende una mano y, sin pensar, la tomo y aprieto fuerte.
—¿Qué es eso? —consigo decir entre dientes.
—Alcohol de friegas —dice—. Previene las infecciones.
—¿Cómo sabías que estaba ahí? —pregunto, pero no me contesta.
Libera su mano de la mía y me doy cuenta de que se la he estado apretando
demasiado fuerte. Pero no tengo energía para sentirme avergonzada o temerosa.
La habitación parece vibrar, la semipenumbra se vuelve más borrosa.
—Mierda —musita Álex—. Estás sangrando mucho.
—No me duele tanto —susurro, aunque es mentira. Pero él esta tan sereno,
tan equilibrado, que me hace desear comportarme valerosamente.
Todo ha adoptado un carácter extraño, distante: los gritos del exterior se
comban y se distorsionan como si me llegaran a través del agua, y Álex parece
lejanísimo. Comienzo a pensar que puede que esté soñando, o quizá a punto de
desmayarme.
Y luego decido que claramente estoy soñando porque, mientras miro, él se
saca la camisa por la cabeza.
Estoy a punto de gritar: «¿Qué haces?». Termina de quitarse la prenda y
empieza a cortar la tela en largas tiras, lanzando una mirada nerviosa a la
puerta y deteniéndose para escuchar cada vez que rasga el tejido.
Nunca en mi vida, salvo en la playa, a mucha distancia y con demasiado
temor, había visto a un chico de más de diez años sin camisa.
En este momento no puedo evitar quedarme mirando. La luz de la luna le cae
sobre los omóplatos y les da un leve brillo, como si fueran alas, como esas
fotos de ángeles que he visto en los libros de texto. Es delgado, pero
musculoso. Cuando se mueve, distingo el contorno de sus brazos y de su pecho
—tan extraña, increíble y bellamente distinto del de una chica—, un cuerpo que
me hace pensar en correr y en estar al aire libre, que me evoca calidez y
sudor. El calor comienza a vibrar en mi interior, siento un aleteo de mariposas
en el estómago. No sé si es por la hemorragia, pero la habitación parece dar
vueltas tan rápidamente que corremos el riesgo de salir despedidos hacia fuera,
hacia la oscura noche, los dos. Antes, Álex parecía estar lejos. Ahora el
cuarto está lleno de él. Está tan cerca que no puedo respirar, moverme, hablar
ni pensar. Cada vez que me roza con sus dedos, el tiempo se tambalea, como si
estuviera a punto de disolverse. El mundo a mí alrededor se desvanece, todo
excepto nosotros. Nosotros.
—Oye —me toca el hombro solo un segundo, pero en ese instante mi cuerpo se
encoge hasta ser un único punto de presión bajo su mano, un punto que irradia
calor. Nunca me he sentido así, tan calmada y tan en paz. Quizá me esté
muriendo. En realidad, la idea no me disgusta, no sé por qué. De hecho, tiene
cierta gracia—. ¿Estás bien?
—Muy bien —me empiezo a reír bajito—. Estás desnudo.
—¿Qué? —hasta en la oscuridad noto que me mira con extrañeza.
—Nunca he visto a un chico des… así, sin camisa. No de cerca.
Con cuidado, comienza a envolver los jirones alrededor de mi pierna,
apretando bastante.
—El perro te ha agarrado bien —dice—. Esto debería detener la hemorragia.
La expresión «detener la hemorragia» suena tan clínica y da tanto miedo que
me despierta y me ayuda a centrarme. Álex termina de atar el improvisado
vendaje. Ahora el dolor abrasador de la pierna da paso a una presión sorda y
palpitante.
Delicadamente. Álex alza mi pierna de su regazo y la posa en el suelo.
—¿Va bien? —pregunta.
Yo asiento.
Luego se mueve rápidamente para sentarse a mi lado, apoyándose en la pared
como yo hasta que quedamos juntos, codo con codo. Siento el calor que desprende
su piel desnuda. Cierro los ojos y procuro no pensar en lo cerca que estamos o
en cómo sería pasar las manos por sus hombros o su pecho.
Fuera, los sonidos de la redada se han ido haciendo más lejanos, los gritos
más escasos, las voces más débiles. Los reguladores han debido de marcharse.
Rezo una oración en silencio para que Hana haya conseguido escapar; la
posibilidad de que no haya sido así es demasiado horrible para detenerme en
ella.
Álex y yo no nos movemos. Me siento tan cansada que podría dormir para
siempre. Mi casa parece inalcanzable, incomprensiblemente lejana, y no sé ni
siquiera cómo voy a conseguir regresar.
Álex se pone a hablar de repente, con su voz baja y urgente.
—Oye, Lena, siento muchísimo lo que sucedió en la playa. Tendría que
habértelo dicho antes, pero no quería asustarte y que te fueras.
—No tienes que darme explicaciones —digo.
—Pero quiero hacerlo. Quiero que sepas que no era mi intención…
—Escucha —le interrumpo—. No se lo voy a decir a nadie, ¿vale? No te voy a
meter en líos ni nada parecido.
Se detiene. Noto que se vuelve a mirarme, pero mantengo los ojos fijos en
la oscuridad.
—Eso no me importa —dice, más bajo—. Lo que quiero es que no me odies.
De nuevo, el cuarto parece encogerse en torno a nosotros. Siento sus ojos
en mí como un tacto cálido, pero me da demasiado miedo mirarle. Me da miedo
perderme en sus ojos, olvidarme de todas las cosas que se supone que tengo que
decir. Fuera, los bosques se han quedado en silencio. Los de la redada parecen
haberse retirado. Un segundo después, los grillos se ponen a cantar.
—¿Por qué te importa? —digo, apenas un susurro.
—Ya te lo dije —susurra a su vez. Siento su aliento que acaricia el espacio
detrás de mi oreja; haciendo que se me erice el pelo de la nuca—. Me gustas.
—¡Si no me conoces! —digo rápidamente.
—Pero quiero conocerte.
El cuarto da vueltas cada vez más rápido. Me aprieto aún más firmemente
contra la pared, intentando mantener cierta estabilidad para contrarrestar la
sensación de mareo. Es imposible. Tiene una respuesta para todo. Es demasiado
rápido. Debe de ser un truco. Apoyo las palmas en el suelo húmedo, encuentro
consuelo en la solidez de la madera áspera.
—¿Por qué yo? —no quería preguntar eso, pero ha salido solo—. Yo no soy
nadie… —Lo que quiero decir es «yo no soy nadie especial», pero las palabras se
me secan en la boca. Así es como supongo que uno se siente al escalar una
montaña hasta la cumbre, donde el aire es tan ligero que se puede inhalar e
inhalar e inhalar y aun así sentir que falta el aliento.
Él no responde y me doy cuenta de que no tiene respuesta; como yo
sospechaba, no hay una razón para ello en absoluto. Me ha elegido al azar, como
un juego, o porque sabía que yo estaría demasiado asustada para chivarme.
Pero luego comienza a hablar. Su narración es tan rápida y fluida que está
claro que ha pensado mucho en ello, es el tipo de historia que uno se cuenta a
sí mismo una y otra vez hasta pulir todas las aristas.
—Nací en la Tierra Salvaje. Mi madre murió poco después, y mi padre está
muerto. Nunca supo que tenía un hijo. Yo viví allí durante la primera parte de
mi vida, simplemente dejándome llevar. Todos los demás… —duda ligeramente, y
noto el gesto de dolor en su voz— inválidos me cuidaron juntos. En comunidad.
Fuera, los grillos detienen su canto por un instante. Durante ese breve
lapso es como si no hubiera sucedido nada malo, como si esta noche no hubiera
ocurrido nada fuera de lo normal y solo fuera otra noche de verano, calurosa y
lenta, esperando a que la desnude la mañana. El dolor me atraviesa entonces,
pero no tiene nada que ver con la pierna. Me sorprende lo insignificante que es
todo, nuestro mundo entero, lo que parece tener sentido: nuestras tiendas,
nuestras redadas, nuestros trabajos y hasta nuestras vidas. Mientras tanto, el
mundo sigue sencillamente igual que siempre, la noche da paso al día y este a
la noche en un círculo infinito, las estaciones cambian y se vuelven a formar
como un monstruo que se sacude trozos de piel que luego le vuelven a salir.
Álex sigue hablando.
—Vine a Portland cuando tenía diez años para unirme a la resistencia. No te
voy a contar cómo. Fue complicado. Conseguí un número de identidad, un nuevo
apellido, un nuevo domicilio. Somos más de los que piensas, inválidos y
simpatizantes, somos más de los que nadie cree. Tenemos gente en la policía, y
en todos los departamentos municipales. Tenemos gente hasta en los
laboratorios.
Cuando dice esto, se me pone la carne de gallina.
—Lo que quiero decir es que se puede entrar y salir. Es difícil, pero se
puede hacer. Me trasladé a vivir con dos extraños, ambos simpatizantes, y me
dijeron que los llamara tío y tía —se encoge de hombros ligeramente—. No me
importó. Nunca había conocido a mis verdaderos padres, y me habían criado
docenas de tíos y tías diferentes. Para mí no cambiaba nada.
Su voz se ha ido haciendo cada vez más baja, y parece que casi se ha
olvidado de que estoy aquí. No tengo claro a dónde quiere llegar, pero contengo
el aliento para no romper el hechizo de sus palabras.
—Odiaba estar aquí. Lo odiaba hasta un punto que no te puedes ni imaginar.
La gente tiene un aire aturdido. Odiaba los edificios, los olores, lo cerca que
estaba todo. Y las reglas. Reglas por todas partes. Reglas y muros, reglas y
muros. No estaba acostumbrado. Me sentía como en una jaula. Estamos en una
jaula, una jaula hecha de fronteras.
Me recorre un escalofrío. En los diecisiete años y once meses de mi vida,
nunca, ni una sola vez, he pensado en ello de esta forma. Me he acostumbrado
tanto a pensar en lo que las fronteras mantienen alejado, que no he considerado
que también nos mantienen a nosotros recluidos. Ahora lo veo a través de los
ojos de Álex, e imagino cómo se ha debido de sentir.
—Al principio estaba enfadado. Solía quemar cosas: papel, libros, cartillas
escolares… De alguna manera me hacía sentir mejor —se ríe en voz baja—. Incluso
quemé mi ejemplar del Manual de FSS.
Me recorre un nuevo escalofrío. Pintarrajear o destruir el Manual de FSS es un sacrilegio.
—Todos los días caminaba a lo largo de la frontera durante horas. A veces
lloraba.
Se revuelve a mi lado y me doy cuenta de que le da vergüenza. Es la primera
señal desde hace rato de que recuerda que estoy aquí, que me está hablando, y
casi me vence la urgencia de coger su mano, de darle un apretón o de ofrecerle
algún tipo de consuelo. Pero mantengo las manos pegadas al suelo.
—Pasado un tiempo, solo caminaba. Me gustaba observar a los pájaros.
Remontaban el vuelo desde aquí y se dirigían sin problema hacia la Tierra
Salvaje. Adelante y atrás, adelante y atrás, elevándose y girando por el aire.
Podía pasarme horas mirándolos. Libres, eran totalmente libres. Había pensado
que nada ni nadie era libre en Pórtland, pero me equivocaba. Siempre quedaban
los pájaros.
Se queda callado durante un rato y pienso que quizá haya terminado su
historia. Me pregunto si se le habrá olvidado mi duda inicial: «¿Por qué yo?»,
pero me da demasiada vergüenza recordárselo, así que me quedo ahí sentada y me
lo imagino de pie en la frontera, inmóvil, observando los pájaros que vuelan
por encima de su cabeza. Me calma.
Tras lo que parece una eternidad, comienza a hablar de nuevo, esta vez con
una voz tan baja que tengo que acercarme un poco más para poder oírlo.
—La primera vez que te vi, en el Gobernador, llevaba años sin ir a la
frontera a ver los pájaros. Pero aun así me recordaste a ellos. Estabas dando
un salto mientras gritabas algo, y el pelo se te había salido de la coleta, y
eras tan rápida… —mueve la cabeza—. Apenas un destello y desapareciste. Como
los pájaros.
Yo no tenía intención de moverme y no había notado que él se moviera, pero,
sin saber cómo, terminamos cara a cara en la oscuridad, a pocos centímetros de
distancia.
—Todo el mundo está dormido. Llevan años dormidos. Tú parecías… despierta
—susurra. Cierra los ojos, los vuelve a abrir—. Estoy harto de dormir.
Mi corazón se alza y aletea como si realmente en este instante se hubiera
transformado en un pájaro que vuela. El resto de mi cuerpo parecer flotar como
si un viento cálido soplara a través de mí, partiéndome en mil pedazos,
convirtiéndome en aire.
«Esto está mal», dice una voz en mi interior. Pero no es mi voz: es la de
otra persona, una mezcla de Carol y Rachel, y todos mis profesores, y aquel
evaluador mohíno que me hizo casi todas las preguntas en la segunda evaluación.
—No —consigo decir en voz alta. Aunque hay otra palabra que se alza y se
eleva en mi interior, burbujeando como el agua fresca surgida de la tierra:
«Sí, sí, sí».
—¿Por qué? —su voz es apenas un suspiro.
Sus manos encuentran mi rostro, sus yemas me rozan la frente, la parte
superior de los oídos, el hueco de las mejillas. Por donde toca, esparce fuego.
Todo mi cuerpo arde, los dos nos estamos convirtiendo en chispas gemelas de la
misma llama brillante y blanca.
—¿De qué tienes miedo? —pregunta.
—Tienes que entender que yo solo quiero ser feliz —apenas puedo pronunciar
las palabras. Mi mente es una neblina, está llena de humo, no existe nada más
que sus dedos bailando y deslizándose sobre mi piel, por mí pelo. Ojalá pudiera
parar. Deseo que continúe para siempre—. Solo quiero ser normal, como todo el
mundo.
—¿Estás segura de que ser como todo el mundo te va a hacer feliz?
El más tenue susurro, su aliento en mi oído y en mi cuello, su boca rozando
mi piel. Y entonces pienso que tal vez me haya muerto de verdad. Quizá el perro
me mordiera y me golpearan en la cabeza y todo esto sea solo un sueño. El resto
del mundo se ha disuelto. Solo queda él. Solo quedo yo. Solo nosotros.
—No conozco otro modo.
No noto que mi boca se abre, no siento las palabras que salen, pero ahí
están, flotando en la oscuridad.
—Déjame que te muestre —dice.
Y entonces nos besamos; al menos, creo que es eso lo que hacemos. Solo lo
he visto hacer algunas veces, como un picotazo breve con la boca cerrada en
bodas o en ocasiones formales, pero esto no se parece a nada que haya visto
antes, o que haya imaginado, ni siquiera soñado. Esto es como la música o como
el baile, pero mejor que ambos. Su boca está ligeramente abierta, así que yo
abro también la mía. Sus labios son suaves y ejercen la misma presión delicada
que la voz calladamente insistente que repite «sí» en mi mente.
Siento cada vez más calor en el pecho, olas de luz que se hinchan y rompen
y me hacen creer que estoy flotando. Sus dedos se entrelazan con mi pelo, me
acarician el cuello y la nuca, me rozan los hombros y sin pensar en ello y sin
que intervenga mi voluntad, mis manos encuentran su cuerpo, se desplazan por el
calor de su piel, por sus omóplatos como puntas de ala, por la curva de su
mandíbula, cubierta apenas con una sombra de pelo, todo ello extraño, desconocido
y glorioso, deliciosamente nuevo. Mi corazón late tan fuerte que me duele, pero
es un dolor agradable, como la sensación que se tiene en el primer día de
verdadero otoño, cuando el aire está frío y los bordes de las hojas se tiñen de
un rojo encendido y el viento huele vagamente a humo; me siento como si fuera
el final y el comienzo de algo, todo a la vez. Bajo mi mano, juro que siento su
corazón palpitando en respuesta al mío, un eco inmediato, como si nuestros
cuerpos se hablaran el uno al otro.
Y de repente me parece todo tan ridículo y estúpidamente claro que me dan
ganas de reír. Esto es lo que quiero. Esto es lo que siempre he querido. Todo
lo demás, cada segundo de cada día que ha pasado antes de este momento, antes
de este beso, no ha significado nada.
Cuando finalmente se aparta, es como si una manta me cubriera el cerebro,
sosegando todos los pensamientos y preguntas que me rondaban, llenándome de una
calma y una felicidad tan profundas y tan frescas como la nieve. La única
palabra que queda es sí. Si a todo.
—Me gustas mucho, Lena. ¿Me crees ahora?
—Sí.
—¿Puedo acompañarte a casa?
—Sí.
—¿Puedo verte mañana?
—Sí, sí, sí.
Las calles ya están vacías. La ciudad entera está silenciosa y en calma. Se
podría haber quemado o haber desaparecido por completo mientras estábamos en el
cobertizo, y yo no lo habría notado ni me habría importado. El camino a casa es
borroso, un sueño. Me lleva de la mano durante todo el trayecto y nos paramos
dos veces a besarnos en las sombras más profundas y más largas que encontramos.
En ambos casos desearía que esas sombras fueran sólidas, que tuvieran peso, y
que nos envolvieran y nos enterraran para que pudiéramos seguir así para
siempre, pecho con pecho, labio con labio. Las dos veces siento que mi cuerpo
se agarrota cuando él se aparta y me toma de la mano y tenemos que echar a
andar de nuevo, sin besarnos, como si de pronto solo pudiera respirar
correctamente cuando nos besamos.
De alguna manera, demasiado pronto, llegamos a mi casa; le susurro un adiós
y siento sus labios que rozan los míos una vez más, ligeros como el viento.
Entro a
escondidas, subo las escaleras, me meto en el cuarto y, hasta que no llevo un
buen rato tumbada en la cama temblando, dolorida, echándole de menos, no me doy
cuenta de que la tía, los profesores y los científicos llevan razón sobre los deliria. Siento un dolor que me
atraviesa el pecho, una sensación de náusea y ansia que da vueltas en mi
interior, y el deseo de Álex es tan fuerte que parece una navaja que se abre
paso por mis órganos, desgarrándome. Y solo pienso: «Esto me va a matar, esto
me va a matar, esto me va a matar. Y no me importa».
quince
Por último. Dios creó a
Adán y Eva, para que vivieran felices y juntos como marido y mujer, compañeros
para siempre. Habitaron en paz durante años en un hermoso jardín lleno de
plantas altas y erguidas que crecían en ordenados surcos y de mansos animales
que les hacían compañía. Sus mentes estaban tan limpias y libres de toda
preocupación como el pálido cielo azul sin nubes, que colgaba como un dosel
sobre sus cabezas. No les rozaban la enfermedad, el dolor ni el deseo. No
soñaban. No hacían preguntas. Cada mañana se levantaban tan revigorizados como
recién nacidos. Todo era siempre igual, pero parecía cada día bueno y nuevo.
«Génesis», Historia completa del mundo y el universo
conocido, Dr. Steven Horace (Universidad de Harvard)
Al día siguiente, sábado, me despierto pensando en Álex. Cuando intento
incorporarme, una oleada de dolor me recorre la pierna. Al subirme el pijama,
veo que un pequeño punto de sangre ha atravesado la camiseta con la que Álex me
envolvió la pantorrilla. Sé que debería lavarlo o cambiar el vendaje o hacer
algo, pero me da demasiado miedo descubrir la gravedad de la herida. Lo que
ocurrió en la fiesta, los gritos, los empujones, las porras girando letalmente
en el aire, los perros…, todo regresa como una inundación y, por un momento,
siento que voy a vomitar. Luego se me pasa y me acuerdo de Hana.
Nuestro teléfono está en la cocina. La tía está en el fregadero lavando los
platos, y me lanza una pequeña mirada de sorpresa cuando aparezco en el piso de
abajo. Me veo en el espejo del pasillo. Tengo un aspecto horrible, el pelo de
punta y unas bolsas horribles bajo los ojos; me sorprende muchísimo que alguien
pueda pensar que soy bonita.
Pero hay alguien que lo piensa. Acordarme de Álex hace que un resplandor
dorado inunde mi interior.
—Más vale que te des prisa —dice Carol—. Llegarás tarde al trabajo. Estaba
a punto de despertarte.
—Tengo que llamar a Hana un momento —digo. Desenrollo el cable todo lo que
puedo y me llevo el teléfono a la despensa para tener cierta intimidad.
Pruebo primero su casa. Uno, dos, tres, cuatro, cinco toques. Luego salta
el contestador. «Ha llamado a la residencia Tate. Por favor, deje un mensaje no
superior a dos minutos…».
Cuelgo rápidamente. Mis dedos han empezado a temblar y me cuesta trabajo
marcar su número de móvil. Directo al buzón de voz.
Su saludo es exactamente el mismo de siempre («Hola, siento no poder
responder. O quizá no siento no poder responder. Depende de quién llame»). La
voz no suena nítida, burbujea con risa reprimida. Escucharla tan normal después
de lo de anoche me produce una sacudida, como si de repente soñara que vuelvo a
un lugar en el que no he pensado durante mucho tiempo. Me acuerdo del día que
grabó el mensaje. Fue a la salida de la escuela; estábamos en su cuarto, y
probó un millón de saludos antes de decidirse por este. Yo estaba aburrida y no
hacía más que golpearla con una almohada cada vez que anunciaba su intención de
probar «solo uno más».
—Hana, tienes que llamarme —digo al teléfono en voz tan baja como puedo.
Soy demasiado consciente de que mi tía está escuchando—. Hoy trabajo. Me puedes
localizar en el súper.
Sintiéndome insatisfecha y culpable, cuelgo el teléfono. Mientras yo estaba
en el cobertizo con Álex, tal vez ella estuviera herida, detenida o quién sabe
qué; tendría que haberme esforzado más para encontrarla.
—Lena —mi tía me llama desde la cocina con voz cortante, justo cuando me
dirijo arriba para prepararme.
—¿Sí?
Se acerca unos pasos. Algo en su expresión me produce ansiedad.
—¿Estás cojeando? —pregunta. Yo he hecho todo lo posible por caminar con
normalidad.
Aparto la mirada. Es más fácil mentir si no la miro a los ojos.
—Creo que no.
—No me mientas —su voz se vuelve fría—. Tú crees que no sé de qué va esto,
pero sí que lo sé —durante un minuto horrorizado, me parece que me va a pedir
que me suba los pantalones del pijama o me va a decir que sabe lo de la fiesta—.
Has vuelto a correr, ¿verdad? Y mira que te dije que no lo hicieras.
—Solo una vez —digo aliviada—. Creo que me he torcido el tobillo.
Carol mueve la cabeza con expresión decepcionada.
—De veras, Lena. No sé cuándo has empezado a desobedecerme. Pensaba que tú,
por lo menos… —se interrumpe—. En fin. Solo quedan cinco semanas, ¿no? Y
después, todo esto se arreglará.
—Sí —me obligo a sonreír.
Durante toda la mañana, oscilo entre preocuparme por Hana y pensar en Álex.
Dos veces marco el precio equivocado a los clientes y tengo que llamar a Jed,
el encargado general de mi tío, para que corrija el error. Luego, tiro una
balda entera de platos precocinados de pasta y me equivoco al etiquetar doce
paquetes de queso blanco. Menos mal que el tío está fuera haciendo el reparto,
y estamos solos Jed y yo. Además, Jed apenas me mira y solo me habla con
gruñidos, así que estoy casi segura de que no va a notar que me he convertido
en un desastre torpe e incompetente.
Soy consciente de lo que ocurre, por supuesto. La desorientación, la
distracción, los problemas de concentración, son todos síntomas clásicos de la
fase 1 de los deliria. Pero no me
importa. Si la pulmonía fuera así de agradable, me quedaría de pie en la nieve
con los pies descalzos y sin abrigo, o iría al hospital y besaría a los
enfermos para que me contagiaran.
Le he contado a Álex mi horario de trabajo y hemos quedado en Back Cove
justo después de que yo termine mi turno, a las seis. Los minutos pasan
arrastrándose hasta mediodía. Juro que nunca he sentido que el tiempo
transcurriera tan despacio. Es como si cada segundo necesitara ánimos para
avanzar y dejar paso al siguiente. No hago más que desear que el reloj se mueva
más rápido, pero parece resuelto a resistirse. Veo a una clienta que se mete el
dedo en la nariz en la sección de productos (más o menos) frescos. Miro el
reloj, vuelvo a mirar a la clienta, vuelvo a mirar el reloj, y la manilla larga
no se ha movido ni un milímetro. Me da terror que el tiempo se detenga por
completo mientras esa mujer tiene el meñique enterrado en la ventana derecha de
su nariz, justo delante de una bandeja de lechuga lacia.
A las doce tengo un descanso de quince minutos. Salgo, me siento en la
acera y me trago unos pocos bocados de sándwich, aunque no tengo hambre. La
emoción de saber que voy a ver a Álex de nuevo me estropea el apetito una
barbaridad. Otro síntoma de deliria.
«Pues no me importa lo más mínimo».
A la una Jed comienza a reponer y yo sigo atrapada en la caja. Hace un
calor tremendo y hay una mosca en la tienda que no hace más que zumbar y
chocarse con la estantería que sobresale por encima de mi cabeza, donde tenemos
algunos paquetes de cigarrillos, la sal de frutas y otros productos así. El
zumbido de la mosca, el pequeño ventilador que gira detrás de mí y el calor me
dan sueño. Si pudiera, apoyaría la cabeza en el mostrador y soñaría, soñaría,
soñaría. Soñaría que estoy de vuelta en la cabaña con Álex. Soñaría con la
firmeza de su pecho apretado contra el mío, y con la fortaleza de sus manos, y
con su voz que dice: «Déjame que te muestre».
Suena la campanilla que hay encima de la puerta y salgo bruscamente de mi
ensoñación.
Ahí está, entrando por la puerta con las manos metidas en los bolsillos de
unos pantalones de surf y el pelo de punta, totalmente desbaratado en torno a
su cabeza como si realmente estuviera hecho de hojas y ramitas. Álex.
Casi me caigo del taburete.
Me lanza una rápida sonrisa de medio lado y comienza a caminar por los
pasillos con aire perezoso, cogiendo productos al azar, como una bolsa de
cortezas de cerdo y una lata de sopa de coliflor verdaderamente asquerosa.
Mientras pasea, emite exageradas exclamaciones de interés, como «esto parece
riquísimo», y me cuesta un esfuerzo enorme no soltar una carcajada. En cierto
momento tiene que pasar apretándose junto a Jed; los pasillos de la tienda son
bastante estrechos, y Jed no es exactamente un peso pluma, pero apenas le mira,
y a mí me recorre un escalofrío: no lo sabe. No sabe que aún puedo sentir el
sabor de los labios de Álex en los míos, que aún puedo sentir cómo su mano se
desliza por mis hombros.
Por primera vez en mi vida he hecho algo por mí misma, por elección propia,
y no porque alguien me haya dicho que era bueno o malo. Mientras Álex pasea por
el supermercado, pienso que hay un hilo invisible que nos mantiene unidos, y
eso me hace sentir más fuerte que nunca.
Por fin llega al mostrador con un paquete de chicles, una bolsa de patatas
y una zarzaparrilla.
—¿Algo más? —pregunto, con cuidado de mantener la voz firme. Pero siento el
color que me ruboriza las mejillas. Sus ojos hoy son asombrosos, casi oro puro.
Hace un gesto con la cabeza.
—No, eso es todo.
Marco las compras. Las manos me tiemblan; estoy desesperada por decir algo
más, pero me preocupa que me oiga Jed. En ese momento entra otro cliente, un
hombre mayor que tiene aspecto de regulador. Así que le entrego el cambio a
Álex contándolo tan despacio y tan cuidadosamente como puedo, tratando de
retenerle frente a mí el mayor tiempo posible.
Pero no hay tantas maneras de contar el cambio de un billete de cinco
dólares. Al final le paso la vuelta. Nuestras manos se tocan cuando se la doy,
y me recorre una descarga eléctrica. Quiero agarrarle, atraerle hacia mí,
besarle allí mismo.
—Que pase un buen día —mi voz suena muy aguda, estrangulada. Me sorprende
incluso ser capaz pronunciar alguna palabra.
—Desde luego que lo voy a pasar —me lanza su arrebatadora sonrisa torcida
mientras camina hacia la puerta—. Voy a ir a la cala.
Y entonces se va caminando por la calle. Intento verle marchar, pero el sol
me ciega en cuanto sale por la puerta y se vuelve una sombra borrosa y
titilante, que destella y desaparece.
No puedo soportarlo. Odio la idea de que recorra las calles, alejándose más
y más. Y me quedan más de cinco horas hasta el momento en que se supone que
hemos quedado. Nunca lo conseguiré. Antes de poder pensar en lo que estoy
haciendo, paso por debajo del mostrador y me quito el delantal que llevo puesto
desde que he tenido que ocuparme de un expositor de congelados que goteaba.
—Jed, ocúpate de la caja un momento, ¿vale? —le digo a gritos.
Me mira confuso.
—¿Adónde vas tú?
—El cliente —le contesto—. Le he dado mal el cambio.
—Pero… —va a decir algo, pero no me quedo a oír sus objeciones.
De todas formas, me puedo imaginar cuáles serán. «Pero si te has pasado
cinco minutos contando la vuelta». Ah, vaya, así que Jed va a pensar que soy
tonta. Vale, creo que puedo vivir con eso.
Calle abajo. Álex se ha parado en una esquina, esperando a que pase un
desvencijado camión del ayuntamiento.
—¡Oiga! —le grito, y se vuelve.
Una mujer que empuja un cochecito por el otro lado de la calle se detiene,
alza la mano para protegerse los ojos y me sigue con la mirada. Camino lo más
rápido posible, pero el dolor de la pierna me obliga a cojear. Siento la mirada
de la mujer como si fueran pinchazos.
—Le he dado mal el cambio —grito de nuevo, aunque estoy lo suficientemente
cerca para hablar en tono normal. Es de esperar que así la mujer se olvide de
nosotros. Pero sigue mirándonos.
—No deberías haber venido —susurro cuando llego a su altura. Finjo que le
doy algo—. Te dije que te vería más tarde.
Hace un movimiento con la mano hacia el bolsillo, siguiéndome el rollo, y
me susurra a su vez:
—Estaba impaciente.
Mueve la mano delante de mi cara con aspecto serio, como si me estuviera
regañando por ser una descuidada. Pero su voz es baja y dulce. De nuevo tengo
la sensación de que nada es real, ni el sol, ni los edificios, ni la mujer que
sigue con la vista clavada en nosotros.
—A la vuelta de la esquina, en el callejón, hay una puerta azul —le digo en
voz baja mientras retrocedo alzando las manos con un gesto de disculpa—. Nos
vemos ahí dentro de cinco minutos. Llama cuatro veces —susurro para después
alzar la voz—. Mire, lo siento de verdad. Como le he dicho, ha sido un error
sin mala intención.
A continuación, me vuelvo al súper cojeando. No puedo creer lo que acabo de
hacer. No puedo creer que me haya atrevido a correr los riesgos que estoy
corriendo. Pero tengo que verle. Necesito besarle. Lo necesito más de lo que
haya podido necesitar cualquier otra cosa jamás. Tengo la misma sensación en el
pecho que cuando llego al final de un sprint
y me estoy muriendo, deseosa de parar para recuperar el aliento.
—Gracias —le digo a Jed mientras vuelvo a mi puesto detrás del mostrador.
Masculla algo ininteligible y se vuelve arrastrando los pies hacia su
tablilla y su boli, que se ha dejado antes en el suelo del pasillo 3: dulces,
refrescos, patatas fritas.
El tipo que me había parecido un regulador tiene la nariz enterrada en los
congeladores. No estoy segura de si busca un plato precocinado o solo está
aprovechándose del aire frío gratis. Sea como sea, al mirarle, me vuelven los
recuerdos de la noche pasada, el silbido del aire cuando las porras descendían
como guadañas, y siento una oleada de odio hacia él, hacia todos ellos. Imagino
de pronto que le meto de un empujón en la cámara y echo el cerrojo.
Pensar en lo de ayer resucita mi ansiedad por Hana. Ha salido en los
periódicos la noticia de la redada. Al parecer, cientos de personas de toda la
ciudad fueron interrogadas o enviadas sin más a las Criptas, aunque no he oído
a nadie referirse específicamente a la fiesta de Deering Highlands.
Si Hana no me devuelve la llamada esta noche, iré a su casa. Me repito que
hasta entonces no tiene sentido preocuparse, pero al mismo tiempo me reconcome
un doloroso sentimiento de culpabilidad.
El viejo sigue rondando por los compartimentos frigoríficos sin hacerme
ningún caso. Perfecto. Me vuelvo a poner el delantal, y luego, tras comprobar
que Jed no está mirando, alzo el brazo, cojo todos los botes de ibuprofeno
—aproximada mente una docena— y me los guardo en el bolsillo del delantal.
A continuación suspiro en voz alta:
—Jed, necesito que me cubras otra vez.
Alza sus acuosos ojos azules y parpadea.
—Estoy reponiendo.
—Pero es que aquí se han acabado los analgésicos. ¿No te habías dado
cuenta?
Se me queda mirando durante varios larguísimos segundos. Mantengo las manos
apretadas a la espalda. Si no, estoy convencida de que el temblor me delataría.
Por fin mueve la cabeza.
—Voy a ver si encuentro alguno en el almacén. Hazte cargo de la caja,
¿vale?
Salgo del mostrador despacio para que los botes no hagan ruido, manteniendo
el cuerpo ligeramente apartado de él. Con suerte no notará el bulto. Este es un
síntoma de los deliria del que nadie
te habla. Al parecer, la enfermedad te convierte en un mentiroso de marca
mayor.
Al fondo del súper, me introduzco entre una pila de cajas de cartón que
parecen a punto de derrumbarse. Haciendo fuerza con el hombro, consigo entrar
en el almacén y cierro la puerta a mi espalda. Por desgracia, no tiene cerrojo,
así que arrastro una caja de compota de manzana hasta colocarla delante de la
puerta, por si acaso Jed decidiera venir a investigar cuando mi búsqueda de
ibuprofeno dure más de lo normal.
Un momento después, oigo un toque suave en la puerta que da al callejón.
Toc, toc, toc, toc. toc.
La puerta me parece más pesada que de costumbre. Necesito toda mi fuerza
solo para abrirla un poco.
—Te he dicho que llamaras cuatro veces —empiezo a decir mientras el sol se
cuela en el cuarto, deslumbrándome por un momento. Y luego las palabras se me
secan en la garganta y casi me ahogo.
—¡Hola! —dice Hana. Está en el callejón, cambiando el peso de un pie a
otro, pálida y preocupada—. Esperaba que estuvieras aquí.
Por un momento, no puedo ni contestar. Me inunda el alivio. Hana está aquí,
intacta, entera, bien, y al mismo tiempo la ansiedad comienza a tamborilear en
mi interior. Rápidamente, recorro el callejón con la mirada. Álex no está.
Quizá ha visto a Hana y se ha ido asustado.
—¡Eh! —arruga la frente—. ¿Me dejas entrar o qué?
—¡Ay, perdona! Claro, pasa.
Atraviesa rápidamente la puerta y echo una última ojeada al callejón antes
de cerrar. Estoy encantada de verla, pero también nerviosa. Si aparece Álex
estando ella aquí…
«Pero no lo hará», me digo. «Tiene que haberla visto. Se dará cuenta de que
no es seguro venir en este momento». No es que piense que ella va a chivarse,
pero aun así… Después de todos los sermones que le he echado sobre seguridad e
imprudencias, no la culparía si quisiera que me trincaran.
—Hace calor aquí —dice Hana, ahuecándose la ropa por la espalda. Lleva una
camisa blanca de mucho vuelo, con vaqueros anchos y un fino cinturón dorado a
juego con el color de su pelo. Pero parece preocupada, cansada y hasta un poco
flaca. Cuando da una vuelta en círculo para examinar el almacén, noto los
pequeños arañazos que le cruzan la parte posterior de los brazos—. ¿Te acuerdas
de cuando venía a pasar el tiempo aquí contigo? Yo traía revistas y aquella
vieja radio que tenía. Y tú robabas…
—… patatas y refrescos del frigo —concluyo—. Sí, me acuerdo.
Así era como sobrellevábamos los veranos antes de pasar a secundaria,
cuando empecé a ayudar en el súper. Yo me inventaba excusas para venir aquí
todo el tiempo, y ella aparecía en algún momento a primera hora de la tarde y
llamaba a la puerta cinco veces, muy suavemente. Cinco veces. Debería haberme
dado cuenta.
—He recibido tu mensaje esta mañana —dice volviéndose hacia mí. Sus ojos
parecen más abiertos de lo normal. Quizá es que el resto de su cara parece más
pequeño, como si tuviera los rasgos hundidos—. He pasado y, como no estabas en
la caja, se me ha ocurrido venir por aquí. No me apetecía hablar con tu tío.
—Hoy no está —empiezo a relajarme. Si Álex planeara venir, ya estaría
aquí—. Solo estamos Jed y yo.
No estoy segura de si me está escuchando o no. Se muerde la uña del pulgar,
un hábito nervioso que pensaba que había superado años atrás, y mira al suelo como
si fuera el trozo de linóleo más fascinante que hubiera visto en su vida.
—¿Hana? —digo—. ¿Estás bien?
De repente se estremece, sus hombros se hunden y comienza a llorar. Solo la
he visto llorar dos veces en mi vida: una en segundo. Cuando alguien la golpeó
directamente en el estómago jugando al balón prisionero, y otra el año pasado,
después de ver delante de los laboratorios cómo la policía sacaba a rastras a
la calle a una chica enferma que, al salir, se dio un golpe tan fuerte con el
suelo que se oyó a sesenta metros de distancia, donde estábamos nosotras. Por
un momento, me quedo paralizada y no sé qué hacer. Hana no se lleva las manos a
la cara ni trata de secarse las lágrimas. Simplemente se queda ahí abrazándose
los costados, temblando tanto que me da miedo que pierda el equilibrio.
Alargo el brazo y le rozo el hombro con una mano.
—Ssssssh, Hana. No pasa nada.
Se aparta bruscamente de mí.
—Sí que pasa —inspira hondo entrecortadamente y comienza a hablar de forma
apresurada—. Tenías razón, Lena. Tenías razón en todo. Anoche… fue horrible.
Hubo una redada… Disolvieron la fiesta. ¡Fue espantoso! Había gente que
gritaba, y perros… Lena, había sangre. Golpeaban a la gente, les daban en la
cabeza con las porras como si tal cosa. La gente caía a derecha e izquierda y
fue… Lena… fue tan horrible, tan horrible…
Sigue apretándose el estómago con los brazos y se inclina hacia delante
como si fuera a vomitar.
Empieza a decir algo más, pero el resto de sus palabras se pierden. Los
sollozos le estremecen el cuerpo. Me acerco y la envuelvo en un abrazo. Por un
momento se tensa —es muy raro que nos abracemos, pues siempre se nos ha
disuadido de hacerlo—, pero luego se relaja, aprieta su cara en mi hombro y se
permite llorar. Es un poco incómodo, porque ella es mucho más alta que yo, así
que tiene que inclinarse. Tendría gracia si no fuera tan horrible.
—Ssssssh —digo—. Sssssh. Todo va a ir bien.
Pero las palabras parecen estúpidas incluso en el momento de pronunciarlas.
Me acuerdo de cuando tomo a Gracie entre mis brazos y la acuno para que se
duerma, diciéndole lo mismo mientras ella grita silenciosamente en mi almohada.
«Todo va a ir bien». Palabras que no significan nada en realidad, no son más
que sonidos emitidos en la inmensidad y la penumbra, pequeños intentos
desesperados de agarrarnos a algo cuando caemos.
Hana dice algo más que no comprendo. Su rostro está apretado contra mi
clavícula y sus palabras resultan confusas.
Y entonces llaman a la puerta. Cuatro toques suaves pero deliberados, uno detrás
de otro.
Hana y yo nos separamos inmediatamente. Ella se pasa un brazo por la cara y
se deja un rastro brillante de lágrimas desde la muñeca hasta el codo.
—¿Qué ha sido eso? —dice. Le tiembla la voz.
—¿El qué?
Mi primera idea es fingir que no he oído nada y rezar para que Álex se
vaya.
Toc. toc, toc. Pausa. Toc. Una vez más.
—Eso —la voz de Hana suena irritada. Supongo que debería alegrarme de que
ya no esté llorando—. Alguien llama —entrecierra los ojos y me mira con aire de
sospecha—. Creía que nadie venía por este lado.
—No vienen. Bueno… a veces…, o sea, los de reparto…
Me tropiezo con las palabras y sigo rezando para que Álex se marche,
intentando pensar alguna mentira, pero soy incapaz. Vaya con mis recién
estrenadas habilidades para mentir.
Luego. Álex asoma la cabeza por la puerta y dice mi nombre.
—¿Lena?
Ve a Hana primero y se queda paralizado, a medias entre el almacén y la
calle.
Durante un momento, nadie habla. Hana se ha quedado literalmente con la
boca abierta. Mira a Álex y luego a mí y luego otra vez a Álex, tan rápido que
parece que la cabeza se le va a separar del cuello y va a echar a volar. El
tampoco sabe qué hacer. Se queda totalmente quieto, como si pudiera hacerse
invisible solo con no moverse.
Y a mi solo se me ocurre decir algo estúpido. Lo más estúpido del mundo.
—Llegas tarde.
Se ponen a hablar los dos a la vez:
—¿Tú le dijiste que viniera a verte? —dice ella.
Y al mismo tiempo él:
—Me ha parado una patrulla. He tenido que enseñarles mis documentos.
De repente, Hana se vuelve práctica. Por eso es por lo que la admiro: un
momento está sollozando histéricamente, y al siguiente está totalmente
controlada.
—Entra y cierra la puerta —dice.
Él lo hace y se queda allí con aire incómodo, arrastrando los pies. Tiene
el pelo más revuelto que nunca, y en ese momento parece tan joven y tan guapo y
tan nervioso que me dan unas ganas locas de acercarme a él y besarle aunque
Hana esté delante.
Pero al instante se me quitan las ganas. Hana se vuelve a mí, se cruza de
brazos y me lanza una mirada que podría jurar que ha robado a la señora
McIntosh, la directora del colegio.
—Lena Ella Haloway Tiddle —dice—, tienes mucho que explicar.
—¿Te llamas Ella de segundo nombre? —suelta Álex.
Hana y yo le dirigimos una mirada asesina, y él retrocede un paso y agacha
la cabeza.
—Esto… —las palabras aún no me vienen con facilidad—. Hana, ¿te acuerdas de
Álex?
Mantiene los brazos cruzados y entrecierra los ojos.
—Claro que me acuerdo de Álex. Lo que no consigo recordar es por qué está
aquí.
—Pues él… Bueno, iba a pasarse…
Sigo buscando una explicación convincente, pero, como de costumbre, mi
oportuno cerebro elige ese momento para morirse. Miro a Álex, impotente.
Me ofrece un diminuto encogimiento de hombros y, por un momento, nos
miramos fijamente. Aún no estoy acostumbrada a verle, a estar cerca de él, y
vuelvo a tener la sensación de hundirme en sus ojos. Pero esta vez no me
produce mareo. Al contrario, me sirve de anclaje, como si me susurrara sin
palabras que él está aquí y que está conmigo y que estamos bien.
—Cuéntaselo —dice.
Hana se apoya contra las baldas cargadas de papel higiénico y alubias
enlatadas, y relaja los brazos lo justo para que vea que no está furiosa.
Entonces me lanza una mirada que significa: «Más te vale hacerle caso».
Se lo cuento. No estoy segura de cuánto tiempo tenemos hasta que Jed se
canse de llevar la caja él solo, así que intento acortar el relato. Le cuento
que me encontró a Álex en la granja Roaring Brook; le cuento que nadé con él
hasta las boyas en la playa del East End, y lo que me confesó cuando estábamos
allí. Casi me ahogo al decir la palabra inválido
y Hana abre mucho los ojos; por un momento noto un gesto de alarma que cruza su
cara, pero en conjunto se lo toma bastante bien. Acabo contándole lo de anoche:
que fui a buscarla para advertirla de la redada, que un perro me hirió y que
Álex me salvó. Cuando le describo cómo nos escondimos en el cobertizo me vuelvo
a poner nerviosa, no le cuento lo de los besos, aunque no puedo evitar
pensarlo, pero para entonces ella se ha vuelto a quedar con la boca abierta
—está claramente horrorizada— y no creo que se dé cuenta.
Lo único que dice al final de mi historia es:
—¿Así que estuviste allí? ¿Estuviste allí anoche?
Su voz suena extraña y temblorosa, y me preocupa que vaya a ponerse a
llorar de nuevo. Al mismo tiempo, me invade una tremenda sensación de alivio.
No va a perder los nervios por lo de Álex, ni a enfadarse conmigo por no
contárselo.
Hago un gesto de asentimiento.
Ella mueve la cabeza, mirándome como si no me hubiera visto nunca.
—No puedo creerlo. No puedo creer que salieras a escondidas de casa durante
una redada, por mí.
—Sí, bueno…
Me muevo incómoda. Parece que llevo horas hablando, y Hana y Álex no han
dejado de mirarme fijamente. Tengo las mejillas al rojo vivo.
Justo en ese momento, alguien llama a la puerta que da al súper, y Jed dice
gritando:
—¿Lena? ¿Estás ahí?
Le hago un gesto frenético a Álex. Hana lo esconde detrás de la puerta
justo en el momento en que Jed se pone a empujar desde el otro lado. La puerta
se abre solo unos centímetros antes de chocar con la caja de tarros de compota.
Por ese espacio reducido, veo uno de los ojos de Jed que me mira con
desaprobación.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Hana asoma la cabeza desde detrás de la puerta y saluda con la mano.
—Hola, Jed —dice alegremente, cambiando sin esfuerzo una vez más a su
faceta pública de simpatía—. Acabo de venir para darle una cosa a Lena. Y nos
hemos puesto a cotillear…
—Tenemos clientes —dice Jed. Hosco.
—Salgo en un minuto —digo, intentando igualar el tono de Hana.
El hecho de que Jed y Álex estén separados solo por unos centímetros de
contrachapado resulta aterrador.
Jed gruñe y se retira, cerrando otra vez la puerta. Hana, Álex y yo nos
miramos en silencio. Los tres soltamos aire al mismo tiempo, un suspiro
colectivo de alivio.
Cuando Álex vuelve a hablar, lo sigue haciendo en un susurro.
—Te he traído algunas cosas para la pierna —dice.
Se quita la mochila y la pone en el suelo. Luego empieza a sacar agua
oxigenada, pomada antibiótica, vendas, esparadrapo y bolas de algodón. Se
arrodilla delante de mí.
—¿Puedo? —dice.
Me remango los vaqueros y él empieza a retirar los jirones de camiseta. No
puedo creer que Hana esté aquí de pie mirando cómo un chico, un inválido, me
toca la piel. Sé que no se lo habría esperado ni en un millón de años, y aparto
la vista, orgullosa y avergonzada al mismo tiempo.
Cuando los improvisados vendajes dejan mi pierna al descubierto, Hana da un
respingo. Sin querer, yo he cerrado los ojos.
—Uf, Lena —dice—. Ese perro te agarró bien.
—Se le pasará —dice Álex, y la serena confianza de su voz hace que una
sensación de calidez se extienda por todo mi cuerpo.
Abro un ojo y echo un vistazo a mi pantorrilla. Se me revuelve el estómago.
Parece que me falta un trozo enorme de carne en la pierna. Varios centímetros
cuadrados de piel han desaparecido sin más.
—Quizá deberíamos ir a un hospital —dice Hana, dudosa.
—¿Y qué les contamos? —Álex abre el frasco de agua oxigenada y empieza a
humedecer las bolas de algodón—. ¿Que resultó herida durante una redada en una
fiesta clandestina?
Hana no contesta. Sabe que realmente no podemos ir al médico. Antes de
haber dicho mi nombre completo, me encontraría atada a una mesa en los
laboratorios, o directamente en las Criptas.
—No duele tanto —digo, aunque es mentira. Hana me vuelve a lanzar esa
mirada, como si nunca nos hubiéramos visto antes, y me doy cuenta de que está
verdaderamente impresionada, quizá por primera vez en nuestra vida, y le
inspiro incluso un cierto temor reverencial.
Álex aplica una capa gruesa de pomada antibacteriana y luego empieza a
pelearse con la gasa y el esparadrapo. No tengo que preguntar de dónde ha
sacado tantas medicinas. Otra ventaja de tener acceso a los laboratorios como
personal de seguridad, supongo.
Hana se pone de rodillas.
—Lo estás haciendo mal —dice, y me alivia escuchar su tono normal, mandón.
Casi me río—. Mi prima es enfermera. Déjame a mí.
Prácticamente le aparta a codazos. Álex se mueve y alza las manos en señal
de derrota.
—Sí, señora —dice, y me guiña un ojo.
Entonces sí suelto una carcajada. Se apodera de mí un ataque de risa tonta
y tengo que taparme la boca con las manos para no ponerme a chillar de alegría,
lo que echaría a perder nuestra coartada. Durante un segundo, Álex y Hana se me
quedan mirando, asombrados, pero luego se miran el uno al otro y sonríen
tontamente.
Sé que todos estamos pensando lo mismo.
Es una locura. Es una estupidez. Es peligroso. Pero de alguna manera, en
ese cuarto sofocante, rodeados de cajas de macarrones con queso y remolacha en
lata y polvos de talco, los tres hemos formado un equipo.
Somos
nosotros contra ellos, nosotros tres contra cientos de miles. Pero por alguna
razón, y aunque sé que es absurdo, en ese momento me siento bastante optimista
sobre nuestras posibilidades de ganar.