La antigua Lena ya
no existe. Yo la enterré. La deje al otro lado, tras una pared de humo y
llamas. Con Álex. Ahora todo ha cambiado. Quiero luchar por un mundo donde el
amor no sea considerado una enfermedad. Aunque no creo que pueda volver a
enamorarme.
ahora
Estoy tumbada junto a Álex sobre una manta, en el patio trasero de la casa
de la calle Brooks 37. Los árboles tienen un aspecto mucho más imponente y
sombrío de lo habitual; están llenos de hojas oscuras que forman un manchón que
no deja ver el cielo.
—Me temo que no es el mejor día para hacer un picnic —dice.
En ese momento me doy cuenta de que es cierto: no hemos tocado la cesta de
comida. Sigue a los pies de la manta, llena de fruta medio podrida, cubierta de
diminutas hormigas negras.
—¿Por qué no? —pregunto. Estamos tumbados de espaldas contemplando las
nubes, tupidas como una muralla, que se entremezclan por encima de nuestras
cabezas.
—Porque está nevando —responde él riendo. Una vez más veo que tiene razón.
Está nevando: a nuestro alrededor revolotean gruesos copos de color ceniza.
Además, hace mucho frío. Mi aliento forma pequeñas nubes de vaho. Me aprieto
contra Álex, intentando conservar el calor.
—Abrázame —le pido, pero no reacciona. Intento arrebujarme contra su pecho,
pero tiene el cuerpo rígido, inflexible—. Álex —digo—. Venga, que tengo frío.
—Tengo frío —repite él como un loro, sin mover apenas los labios
agrietados, de color azul. Contempla las hojas fijamente, sin pestañear.
—Mírame —exijo, pero no vuelve la cabeza, no pestañea, no se mueve en
absoluto. Me empieza a entrar la histeria y lucho por contener el grito que
dice: «No está bien, no está bien, no está bien». Me incorporo y le pongo la
mano en el pecho. Está frío como el hielo—. Álex —digo, y luego chillo—. ¡Álex!
—¡Lena Morgan Jones!
Vuelvo al presente entre un coro de risitas apagadas.
La señora Flerstein, la profesora de Ciencias del último curso de
Secundaria en el Instituto Femenino Quincy Edwards de Brooklyn, sección 5,
distrito 17, me está mirando. Es la tercera vez que me quedo dormida en su
clase en lo que va de semana.
—Ya que parece que la Creación del Orden Natural te resulta tan soporífera
—dice—, ¿qué tal si vas a la oficina de la directora a ver si te espabilas?
—¡No! —suelto más alto de lo que pretendía, lo que provoca una nueva oleada
de risitas de las chicas de la clase.
Me matriculé en esta escuela justo después de las vacaciones de invierno,
hace poco más de dos meses, y ya me han plantado el mote de Rarita Número Uno. Me evitan como si
tuviera una enfermedad; como si tuviera la enfermedad.
Si ellos supieran…
—Este es el último aviso, señorita Jones —declara la señora Flerstein—.
¿Está claro?
—No volverá a suceder —aseguro obedientemente, tratando de parecer
arrepentida. Aparto de mi mente la pesadilla, sepulto mis recuerdos de Álex, de
Hana y de mi antigua escuela, lo entierro todo, todo, todo, como me enseñó a
hacer Raven.
Mi antigua vida ha muerto.
La señora Flerstein me lanza una última mirada que pretende ser
intimidatoria y se gira hacia la pizarra para retomar su clase sobre la energía
divina de los electrones.
La señora Flerstein habría aterrorizado a la antigua Lena. Es una profesora
vieja y mezquina que parece un cruce entre una rana y un pitbull, una de esas
personas que hacen pensar que la cura no es necesaria: resulta imposible imaginarla
capaz de amar a alguien, incluso aunque no la hubieran operado.
Pero la antigua Lena también está muerta.
Yo la enterré.
La dejé al otro lado de la alambrada, tras una pared de humo y de llamas.
entonces
Al principio, el fuego.
Fuego en mis piernas y en mis pulmones, fuego que arrasa cada nervio y cada
célula de mi cuerpo. Así es como vuelvo a nacer, en medio del dolor: surjo de
la oscuridad entre un calor sofocante. Me abro camino desde la húmeda negrura,
llena de ruidos y olores extraños.
Corro y corro y, cuando ya no puedo correr más, avanzo cojeando hasta que
me siento incapaz de andar. Entonces me arrastro centímetro a centímetro,
hundiendo las uñas en el suelo, como un gusano que repta entre la vegetación
exuberante del territorio desconocido de la Tierra Salvaje.
Sangro también, cuando nazco.
No estoy segura de cuánto he avanzado ni del tiempo que llevo adentrándome
en el bosque cuando me percato de que estoy herida. Al menos uno de los
reguladores me alcanzó cuando estaba trepando por la alambrada. Una bala me ha
rozado en el costado, justo por debajo de la axila, y tengo la camiseta
empapada en sangre. Pero he tenido suerte; la herida es superficial, aunque la
visión de la sangre y de la piel desgarrada hace que todo resulte real,
auténtico: este sitio desconocido, esta espantosa vegetación desmesurada, todo
lo que ha sucedido, todo lo que he dejado atrás.
Todo lo que me ha sido arrebatado.
Tengo el estómago vacío, pero vomito de todos modos. Toso y escupo bilis
que cae sobre las hojas planas y brillantes que tengo al lado. Los pájaros
gorjean por encima de mi cabeza.
Un animal que se ha acercado a investigar corre a refugiarse de nuevo entre
la tupida vegetación.
Piensa, piensa, piensa. Álex. Piensa en
lo que haría Álex.
Álex está aquí, justo aquí. Imagínatelo.
Me quito la camiseta, rasgo el dobladillo y me ato la parte más limpia
alrededor del pecho, de forma que haga presión contra la herida y me ayude a
contener la hemorragia. No tengo ni idea de dónde estoy ni adónde me dirijo.
Solo pienso en moverme, seguir moviéndome, adentrarme más y más, lejos de las
alambradas y de ese mundo de perros y de armas y de…
Álex.
No. Álex está aquí. Tienes que imaginártelo.
Paso a paso, avanzo luchando contra espinas, abejas y mosquitos, apartando
ramas gruesas y fuertes y enjambres de insectos como neblinas suspendidas en el
aire. De pronto llego hasta un río: me encuentro tan débil que la corriente
casi me derriba. Es de noche, la lluvia cae torrencial, violenta y gélida; me
acurruco entre las raíces de un roble gigantesco, mientras a mi alrededor
multitud de animales invisibles aúllan, jadean y se pasean en la oscuridad.
Estoy demasiado aterrada para dormir. Si me duermo, moriré.
No nace de pronto la nueva Lena.
Nace paso a paso, y luego centímetro a centímetro.
Arrastrándome, con las entrañas retorcidas hasta que parecen convertirse en
polvo, con la boca llena de sabor a humo.
Un dedo tras otro, como una oruga.
Así es como viene al mundo esa nueva Lena.
Cuando ya no puedo avanzar más, ni siquiera un centímetro, dejo caer la
cabeza en la tierra y espero a la muerte. Estoy demasiado cansada para sentir
miedo. Por encima de mi cabeza y a mí alrededor solo hay negrura, y los ruidos
del bosque conforman una melodía que me expulsa de este mundo. Ya estoy en mi
funeral. Me bajan a un oscuro y angosto nicho, y la tía Carol está aquí, y
Hana, y mi madre y mi hermana y hasta mi padre, muerto hace mucho.
Todos contemplan cómo mi cuerpo desciende hasta la tumba y cantan.
Me encuentro en un túnel oscuro, lleno de niebla, pero no tengo miedo.
Álex me espera en el otro lado; Álex de pie, sonriente, bañado en la luz
del sol.
Álex alarga los brazos hacia mí, me llama…
Eh, eh…
Despierta.
—Eh. Despierta. Vamos, venga, vamos.
La voz me trae de vuelta desde el túnel, y por un momento me siento
tremendamente desilusionada al abrir los ojos y ver que no estoy ante Álex,
sino delante de un rostro desconocido y afilado. No puedo pensar, mi mundo está
hecho añicos. Cabello negro, nariz puntiaguda, ojos verdes brillantes: piezas
de un rompecabezas al que no encuentro sentido.
—Venga, eso es, quédate conmigo. Bram, ¿dónde demonios está el agua?
Una mano bajo mi nuca y entonces, de repente, la salvación. Una sensación
helada, líquida, deslizante: el agua me llena la boca, la garganta, rebosa por
la barbilla, se lleva el polvo y el sabor a fuego. Primero toso, me ahogo, casi
lloro. Luego trago todo lo que puedo y succiono, mientras la mano sigue
sujetándome la nuca, y la voz no deja de animarme susurrando:
—Eso es. Bebe, bebe todo lo que necesites. Está bien. Ya estás a salvo.
Cabello negro, suelto, que me rodea como si estuviera dentro de una tienda
de campaña: una mujer. No, una chica, una chica con boca fina y apretada,
arrugas en las comisuras de los ojos y las manos tan ásperas como la madera y
tan grandes como dos cestas. Pienso: «Gracias». Pienso: «Madre».
—Estás a salvo. Todo está bien. Estás bien.
Así es como nacen los bebés: acunados en brazos de alguien, succionando,
indefensos.
Después, la fiebre me arrastra una vez más. Tengo escasos momentos de
vigilia y capto impresiones inconexas. Más manos me levantan, escucho más voces
y distingo un caleidoscopio de verdes y de fractales en el cielo. Después
percibo el olor de un fuego de campamento y noto algo frío y húmedo contra mi
piel, huelo el humo y escucho conversaciones amortiguadas, siento un dolor
lacerante en el costado; luego, el hielo y el alivio. Una suavidad que se
desliza por mis piernas.
Mis sueños son completamente diferentes a los que he tenido en toda mi
vida. Están llenos de explosiones y violencia: sueños de piel que se derrite y
de esqueletos calcinados hasta convertirse en restos negros.
Álex nunca volverá a mí. Me ha adelantado y ha desaparecido en el fondo del
túnel. Se ha ido más allá.
Casi siempre que me despierto está ahí la mujer del pelo negro, pidiéndome
que beba agua o poniéndome una toalla fresca en la frente. Las manos le huelen
a humo y a cedro. Y, por debajo, entre el sueño y el despertar, entre la fiebre
y los escalofríos, laten las palabras que repite una y otra vez, de forma que
se van introduciendo en mis sueños, que empiezan a hacer retroceder parte de la
oscuridad y me traen de vuelta desde el abismo. A salvo. A salvo. A salvo. Ya estás a salvo.
La fiebre cede, por fin, después de no sé cuánto tiempo, y finalmente me
deslizo hacia la conciencia, aupada por la cadencia de esas palabras,
suavemente, con delicadeza, como si cabalgara sobre una única ola hasta llegar
a la orilla.
Incluso antes de abrir los ojos, oigo el entrechocar de platos, huelo una
fritura y escucho un murmullo de voces. Lo primero que pienso es que estoy en
casa y que tía Carol está a punto de llamarme para que baje a desayunar: una
mañana como cualquier otra.
Luego viene el aluvión de recuerdos: la huida con Álex, la escapada fallida
y mis días y noches sola en la Tierra Salvaje regresan con estruendo. Abro los
ojos de repente, tratando de incorporarme, pero el cuerpo no me obedece. Solo
puedo alzar la cabeza, es como si me hubiera convertido en piedra.
La chica del pelo negro, la que debe de haberme encontrado y traído aquí
—sea donde sea «aquí»—, está de pie en el rincón, junto a una pileta grande de
roca. Se da la vuelta en cuanto me oye
moverme en la cama.
—Con cuidado —dice. Saca la mano de la pila, empapada hasta el codo. Tiene
la cara afilada y alerta, como un animal. Sus dientes son diminutos, demasiado
pequeños para el tamaño de tu boca, y están un poco torcidos. Atraviesa el
cuarto y se agacha junto a la cama—. Llevas inconsciente un día entero.
—¿Dónde estoy? —consigo articular con un graznido. Tengo la voz áspera;
apenas la reconozco como propia.
—Campamento base —responde, observándome detenidamente—. Así lo llamamos,
vaya.
—No, quiero decir… —me esfuerzo por organizar mis recuerdos, por recomponer
lo que sucedió después de que escalara la verja. Solo puedo pensar en Álex—. O
sea, ¿esto es la Tierra Salvaje?
Un gesto que parece de sospecha le cruza rápidamente la cara.
—Estamos en una zona libre, sí —contesta con cautela. Se pone en pie y, sin
decir una palabra más, se aleja de la cama y desaparece por una puerta oscura.
Me llegan voces indistintas del interior del edificio. Siento una breve punzada
de miedo y me pregunto si habré cometido un error al mencionar la Tierra
Salvaje y si estas personas serán de fiar. Es la primera vez que oigo a alguien
llamar a la tierra no regulada «zona libre».
Pero no. Sean quienes sean, deben de estar de mi lado; me han salvado y me
han tenido completamente a su merced durante días.
Consigo incorporarme hasta quedar casi sentada, con la cabeza apoyada en la
dura pared de piedra a mis espaldas. Todo el cuarto es de piedra: el suelo, de
piedra ordinaria, y las paredes, de piedra con una fina película de moho negro
en partes de la superficie. Hay un fregadero de piedra anticuado con un grifo
oxidado. Tiene aspecto de no haber funcionado en años. Estoy tumbada en un
catre estrecho y duro, cubierto de edredones raídos. Es el único mueble de la
estancia, además de una silla de madera y unos cuantos cubos metálicos en el
rincón, bajo la pila. No hay ventanas ni luces, solo dos focos de emergencia
que funcionan con baterías y llenan la habitación de una débil luz azulada.
En una pared hay una pequeña cruz de madera con la figura de un hombre
suspendido en el centro. Reconozco el símbolo: pertenece a una de las antiguas
religiones de los tiempos anteriores a la cura, aunque no recuerdo a cuál.
De repente me acuerdo de mi primer año de Historia de América y de la
señora Dernler, que nos miraba desde detrás de sus enormes gafas mientras
golpeaba el libro de texto abierto con el dedo y decía:
—¿Lo veis? ¿Lo veis? Las viejas religiones, corruptas, manchadas con el
amor. Apestaban a deliria, rezumaban
amor.
Y, claro, en aquel momento aquello resultaba terrible y verdadero.
El amor, la más letal de las cosas letales.
El amor que mata.
Álex.
Tanto si lo tienes…
Álex.
Como si no.
Álex.
—Cuando te encontramos estabas medio muerta —comenta con naturalidad la
chica del pelo negro al regresar al cuarto. Trae entre las manos un cuenco de
arcilla que sostiene con cuidado—. O incluso peor. No creíamos que fueras a
conseguirlo. Yo pensé que al menos había que intentarlo.
Me dirige una mirada dubitativa, como si no estuviera segura de si ha
valido la pena el esfuerzo. Durante un instante me acuerdo de mi prima Jenny,
de la forma en que solía poner los brazos en jarras y me miraba de hito en
hito, y tengo que cerrar los ojos rápidamente para que no me regrese de golpe
la avalancha de imágenes y recuerdos de una vida que ya está muerta.
—Gracias —digo.
Se encoge de hombros, pero replica: «De nada», y parece decirlo en serio.
Acerca la silla de madera a la cama y se sienta. Lleva la larga melena sujeta
tras la oreja izquierda. Más abajo se ve la marca de la operación, una cicatriz
de tres puntas, justo como la que tenía Álex. Pero no puede estar curada porque
se encuentra aquí, al otro lado de la verja: es una inválida.
Intento levantarme del todo, pero tengo que volver a recostarme tras luchar
unos segundos, agotada del esfuerzo. Me siento como una marioneta medio muerta.
Además noto un dolor abrasador en los ojos. Cuando bajo la vista veo que tengo
la piel todavía llena de cortes, rozaduras y arañazos, picaduras de insectos y
costras.
El bol que sostiene la chica está lleno de un caldo verdoso bastante claro.
Hace ademán de pasármelo, luego vacila.
—¿Puedes sujetarlo tú sola?
—Claro que puedo —contesto con voz cortante sin pretenderlo. El cuenco pesa
más de lo que pensaba. Me cuesta llevármelo a la boca, pero lo consigo
finalmente. Tengo la garganta tan áspera como la lija y el caldo me sienta
bien, aunque deja un sabor extraño, como a musgo. Trago con avidez y me lo
termino entero.
—Despacio —aconseja la chica, pero me siento incapaz de parar. Es como si
el hambre abriera las fauces en mi interior, mostrando un fondo negro,
infinito, que lo llena todo. En cuanto me acabo el caldo, quiero más
desesperadamente, aunque casi al momento me empiezan a dar calambres en el
estómago—. Te vas a poner enferma —dice moviendo la cabeza, y me quita el
recipiente.
—¿Hay más? —pregunto con un graznido ahogado.
—Dentro de un rato —contesta.
—Por favor.
El hambre es una serpiente que culebrea al fondo de mi estómago,
devorándome desde el interior.
La chica del pelo negro suspira, se levanta y desaparece por la puerta
oscura. Me parece oír que las voces se alzan en el pasillo y el ruido se hace
más fuerte. Luego, de repente, el silencio. Regresa con un segundo cuenco de
caldo. Se lo quito de las manos y se vuelve a sentar a mi lado. Se abraza las
piernas apretándolas contra el pecho, como lo haría un niño pequeño. Tiene las
rodillas morenas y huesudas.
—Bueno —dice—, ¿desde dónde cruzaste? —al verme dudar, se contradice
rápidamente—. No importa. No tienes que hablar de ello si no quieres.
—No, no. No pasa nada —bebo a sorbitos de la escudilla, más despacio,
degustando el extraño sabor a tierra; es como si lo hubieran cocido con
piedras. Igual lo han hecho así. Álex me contó una vez que los inválidos, la
gente que vive en la Tierra Salvaje, han aprendido a arreglárselas con las
provisiones más escasas—. Vine de Portland —demasiado pronto el cuenco vuelve a
estar vacío, aunque la serpiente de mi estómago dista mucho de estar
satisfecha—. ¿Dónde estamos ahora?
—A algunos kilómetros al este de Rochester.
—¿Rochester, en New Hampshire? —pregunto.
Se sonríe.
—Exacto. Debes de haber caminado un montón. ¿Cuánto tiempo estuviste sola?
—No lo sé —apoyo la cabeza en la pared. Rochester, New Hampshire. Eso
significa que, aunque crucé por la frontera norte, me debo de haber desviado
mientras estuve perdida en la Tierra Salvaje: he acabado noventa kilómetros al
suroeste de Portland. Vuelvo a sentirme exhausta, aunque llevo días durmiendo
sin parar—. Perdí la noción del tiempo.
—Los tienes bien puestos —comenta. No estoy muy segura de lo que significa,
pero me lo puedo imaginar—. ¿Cómo cruzaste?
—No estaba…, no estaba yo sola —digo, y la serpiente me muerde las entrañas
y se contrae después—. O sea, se suponía que no iba a estar yo sola.
—¿Estabas con alguien más? —Me escudriña de forma penetrante, con los ojos
casi tan oscuros como el pelo—. ¿Algún amigo?
No sé cómo corregirla. Mi mejor amigo. Mi novio. Mi amor. Sigo sin sentirme
del todo cómoda con esa palabra y me parece casi sacrílega, así que me limito a
asentir con la cabeza.
—¿Qué pasó? —pregunta con voz más suave.
—ÉL… él no lo consiguió —sus ojos relampaguean de comprensión cuando
pronuncio «él»: si veníamos juntos de Portland, de un lugar segregado, debemos
de haber sido algo más que simplemente amigos. Por suerte, no sigue
preguntando—. Conseguimos llegar hasta la misma alambrada fronteriza. Pero
luego los reguladores y los guardias… —se intensifica el dolor en mi estómago—.
Había demasiados.
De repente se pone de pie y coge uno de los cubos metálicos del rincón, lo
coloca junto a la cama y se vuelve a sentar.
—Nos llegaron rumores —dice brevemente—. Historias de una gran escapada en
Portland, mucha policía, y que habían tapado todo el asunto.
—¿Sí? —vuelvo a intentar incorporarme, pero los calambres hacen que me
apoye de nuevo en la pared—. ¿Y sabéis qué le pasó a… a mi amigo?
Pregunto aunque sé la respuesta. Claro que la sé.
Lo vi allí de pie, cubierto de sangre, cuando se abalanzaron sobre él como
un enjambre, como las hormigas negras de mi sueño.
La chica no contesta, se limita a apretar la boca en una línea rígida y
mueve la cabeza. No tiene que añadir nada más, está claro lo que quiere decir.
Está escrito en la compasión de su cara.
La serpiente se desenrosca del todo y empieza a dar latigazos. Cierro los
ojos. Álex, Álex, Álex: mi razón de vivir, mi futuro, la promesa de algo mejor,
se ha ido, se ha convertido en ceniza. Nada volverá a ir bien.
—Yo tenía la esperanza…
Suelto un pequeño gemido a medida que la horrible serpiente de mi estómago
repta hasta mi garganta y me provoca un acceso de náusea.
La chica vuelve a suspirar y separa la silla de la cama.
—Creo —logro articular, conteniendo las ganas de vomitar—. Creo que voy a…
Y entonces me doblo sobre la cama y devuelvo en el cubo que me ha colocado
al lado, con el cuerpo retorcido por las arcadas.
—Sabía que lo ibas a echar —asiente con un gesto. Luego desaparece por el
pasillo oscuro. Un segundo después, vuelve a asomar la cabeza por la puerta—.
Por cierto, me llamo Raven.
—Yo, Lena —digo, y las palabras traen consigo una nueva oleada de vómito.
—Lena —repite. Da un golpe en la pared con los nudillos—. Bienvenida a la
Tierra Salvaje.
Luego vuelve a desaparecer y me quedo a solas con el cubo.
Esa misma tarde, Raven regresa y pruebo de nuevo el caldo. Esta vez lo bebo
a sorbitos pequeños y consigo retenerlo. Sigo tan débil que apenas puedo alzar
el bol hasta los labios.
Necesito que me ayude a sostenerlo. Supongo que debería darme vergüenza,
pero soy incapaz de sentir nada. Cuando se me pasa la náusea, me siento
invadida por una sensación de atontamiento tan completa como si me hubiera
sumergido en agua helada.
—Muy bien —sentencia Raven con tono aprobador cuando consigo tomar la mitad
del líquido. Aparta el cuenco y se marcha de nuevo.
Ahora que estoy despierta y consciente, lo único que deseo es volver a
dormirme. Al menos en sueños puedo estar con Álex, puedo soñar que estoy en un
mundo diferente. Aquí, en este mundo, no tengo nada: ni familia, ni hogar, ni
un sitio al que ir. Álex se ha ido. Ahora mismo, hasta mi identidad habrá sido
invalidada oficialmente.
No puedo ni llorar. Tengo las entrañas deshechas. No hago más que recordar
una y otra vez el instante final en que me volví y lo vi de pie tras aquella
pared de humo. Intento alargar los brazos mentalmente a través de la alambrada,
más allá del humo, trato de cogerle la mano y tirar de él.
Álex, vuelve.
No hay nada que hacer más que hundirse. Las horas se cierran en torno a mí
y me ahogan. Me siento encajonada, como si estuviera en una tumba.
Poco después oigo ruidos de pasos, y luego, ecos de risas y conversaciones.
Esto, por lo menos, me da algo en lo que concentrarme. Intento diferenciar las
voces, adivinar cuántas personas hablan, pero no consigo más que distinguir
algunos tonos (hombres, chicos) y alguna risa aguda; de vez en cuando, una
carcajada. Oigo a Raven gritar: «Vale, vale», pero en general las voces son
olas de sonido, tonos indistintos, como una canción lejana.
Claro, es lógico que chicas y chicos compartan casa en la Tierra Salvaje.
Después de todo, ese es el objetivo principal: la libertad para elegir, la
libertad para estar cerca unos de otros, la libertad para mirar y tocar y
amarse unos a otros; pero el simple pensamiento me resulta tan alejado de lo
habitual que no puedo evitar que me dé un poco de miedo.
En realidad, Álex es el único chico que he conocido, el único con el que he
hablado. No me gusta la idea de tener a un montón de hombres desconocidos justo
al otro lado de la pared de piedra, con sus voces de barítono y sus resoplidos
de risa. Antes de conocer a Álex, viví casi dieciocho años con una fe ciega en
el sistema, creyendo al cien por cien que el amor era una enfermedad, que
debíamos protegernos, que las chicas y los chicos tenían que mantenerse
estrictamente separados para evitar el contagio. Miradas, contactos, abrazos:
todo traía consigo el riesgo de contaminación. Y aunque estar con Álex me
cambió, ese miedo no desaparece de la noche a la mañana. Es imposible.
Cierro los ojos, respiro profundamente e intento de nuevo obligarme a
descender capa tras capa de conciencia para llegar hasta el sueño y abandonarme
en él.
—Venga, Blue. Fuera de aquí. Hora de dormir.
Abro los ojos de golpe. Una niña de unos seis o siete años lleva un rato
mirándome desde el umbral de la puerta. Es morena y delgada, lleva unos
harapientos vaqueros cortos y una sudadera de algodón que le queda como catorce
tallas demasiado grande, tan grande que se le cae en los hombros y deja al
descubierto unos omóplatos tan puntiagudos como las alas de un pájaro. Su pelo,
de un color rubio sucio, le llega casi hasta la cintura, y está casi descalza.
Raven intenta esquivarla con un plato en las manos.
—No estoy cansada —replica la niña sin dejar de mirarme fijamente. Da
saltitos sobre un pie y luego sobre el otro, pero no se atreve a adentrarse en
el cuarto. Tiene los ojos de un matiz azul asombroso, del color de un cielo
resplandeciente.
—No discutas —la riñe Raven, dándole un empujón cariñoso con la cadera al
pasar a su lado—. Fuera.
—Pero…
—¿Cuál es la regla número uno, Blue? —la voz de Raven se vuelve severa.
La niña se lleva el pulgar a la boca y se muerde la uña.
—Obedecer a Raven —farfulla.
—Obedecer siempre a Raven. Y Raven dice que es hora de dormir. Ya. Vete.
Blue me lanza una última mirada de pesar y se va corriendo.
Raven suspira, pone los ojos en blanco y aparta la silla de la cama.
—Lo siento —se disculpa—. Todo el mundo está deseando conocer a la chica
nueva.
—¿Quién es todo el mundo? —pregunto. Tengo la garganta seca. No he sido
capaz de levantarme y llegar hasta el fregadero, y de todos modos, seguro que
las cañerías no funcionan. En la Tierra Salvaje no puede haber agua corriente.
Todas esas instalaciones, el agua y la electricidad, fueron destruidas hace
años, durante la gran campaña de bombardeos—. Quiero decir, ¿cuántos sois?
Raven se encoge de hombros.
—Bueno, el número varía, ya sabes. La gente va y viene, pasa de un hogar a
otro. Probablemente en este momento seamos unos veinte o así, pero en junio
hemos llegado a tener hasta cuarenta flotantes, y en invierno este hogar se
cierra completamente.
Asiento con la cabeza, aunque me confunden los términos hogares y flotantes. Álex me contó lo
mínimo sobre la Tierra Salvaje y, claro, solo llegamos a cruzar con éxito una
vez: la primera y única que estuve en territorio no regulado antes de nuestra
gran escapada.
Antes de mi gran escapada.
Hinco las uñas en las palmas de mis manos.
—¿Estás bien?
Raven me contempla con atención.
—No me vendría mal un poco de agua —confieso.
—Aquí tienes —dice—. Tómate esto.
Me entrega un plato con dos pastelitos redondos, parecidos a crepes pero
más oscuros y toscos. Agarra de un rincón una lata de sopa abollada y la usa
como cazo para recoger un poco de agua de uno de los cubos que hay bajo la
pila. Solo espero que ese cubo no sea el mismo en el que vomité.
—Es difícil encontrar vidrio por aquí —comenta al verme alzar las cejas
ante la lata de sopa—. Por las bombas.
Lo dice como si estuviera en una frutería y pidiera pomelos, como si fuera
lo más natural del mundo. Se vuelve a sentar, trenzándose un mechoncito de pelo
con los largos dedos morenos.
Me acerco a los labios la lata de sopa. Tiene los bordes dentados, así que
bebo con precaución.
—Aquí aprendes a apañártelas con lo que hay —declara con cierto orgullo—.
Somos capaces de construir cosas a partir de la nada, solo con basura, desechos
y huesos. Ya verás.
Me quedo mirando el plato que tengo en el regazo. Estoy hambrienta, pero
las palabras basura y huesos hacen
que se me quiten las ganas de comer.
Raven debe de adivinar lo que estoy pensando, porque se ríe.
—No te preocupes —añade—. No es nada asqueroso. Solo frutos secos, un poco
de harina y algo de aceite. No es lo mejor que has comido en tu vida, pero te dará
fuerzas. Andamos mal de provisiones; hace una semana que no hemos recibido
ninguna entrega. La huida nos fastidió pero bien, ya sabes.
—¿Mi huida?
Asiente con la cabeza.
—Las fronteras han estado muy vigiladas durante toda la semana pasada, con
seguridad reforzada en las alambradas —abro la boca para pedir disculpas, pero
me corta—. No pasa nada. Eso lo hacen cada vez que hay una violación en la
seguridad. Andan siempre preocupados porque vaya a producirse un levantamiento
masivo y la gente salga corriendo hacia la Tierra Salvaje. Dentro de poco
volverán a relajarse y entonces recibiremos más víveres. Mientras tanto.
—Apunta con la barbilla hacia el plato—. Frutos secos.
Le doy un pequeño mordisco a uno de los pastelillos. La verdad es que no
está mal: tostadito, crujiente y un poco grasiento. Me deja los dedos
pringosos. Es mucho mejor que el caldo, y así se lo digo a Raven.
Me dedica una sonrisa luminosa.
—Sí, Roach es el cocinero habitual. Puede preparar una comida deliciosa con
prácticamente nada. Bueno, es capaz de elaborar algo comestible casi a partir
de la nada.
—¿Roach? ¿Es su nombre auténtico?
Raven acaba de trenzarse un mechón, se echa la trencita por detrás del
hombro y empieza a hacer otra.
—Tan autentico como cualquier nombre —dice—. Roach lleva toda la vida en la
Tierra Salvaje. Procedía de uno de los hogares más al sur, cerca de Delaware.
El nombre se lo pondría alguien de allí. Cuando llegó aquí ya se llamaba Roach.
—¿Y Blue? —pregunto. Consigo comerme todo el primer pastelito sin que se me
revuelva el estómago y dejo el plato en el suelo junto a la cama. No quiero
arriesgarme a tomar el segundo.
Raven duda apenas un instante.
—Ella nació justo aquí, en el hogar.
—Y le pusisteis el nombre por sus ojos —comento.
Raven se pone de pie de repente y se aparta antes de contestar.
—Eso es.
Se acerca al fregadero y apaga una de las linternas. El cuarto se sume aún
más en las sombras.
—¿Y tú? —le pregunto.
Se señala el pelo, negro como el ala de un cuervo.
—Raven —sonríe—. No es que sea lo más original.
—No, lo que quiero decir es... ¿has nacido aquí? ¿En la Tierra Salvaje?
La sonrisa desaparece de pronto como si alguien soplara una vela. Durante
un momento, parece casi enfadada.
—No —responde secamente—. Vine aquí cuando tenía quince años.
Ya sé que no debería hacerlo, pero no puedo evitar insistir en el tema.
—¿Tú sola?
—Sí.
Recoge la segunda linterna, que sigue emitiendo una luz tenue, y se acerca
a la puerta.
—¿Y cómo te llamabas antes? —pregunto, y ella se queda inmóvil, de espaldas
a mí—. Antes de que vinieras a la Tierra Salvaje, quiero decir.
Continua quieta unos instantes. Luego se da la vuelta. Mantiene la linterna
baja, así que tiene la cara envuelta en la oscuridad. Sus ojos son dos reflejos
desnudos, como piedras negras iluminadas por la luz de la luna.
—Más vale que te acostumbres cuanto antes —dice, con serenidad pero con
firmeza—. Todo lo que fuiste, la vida que tenías, la gente que conocías son
polvo —menea la cabeza y su tono se endurece—. No hay un antes. Solo hay el
ahora y lo que venga después.
Luego sale al pasillo. Se lleva la linterna y me deja en una oscuridad
completa. El corazón me late a toda velocidad.
A la mañana siguiente, me despierto muerta de hambre. El plato sigue ahí
con el segundo pastelillo. Al intentar cogerlo, me caigo de la cama y me golpeo
las rodillas contra el frío suelo de piedra.
Hay un escarabajo recorriendo el dulce. Antes me habría dado tanto asco que
ya no me lo habría comido, pero ahora tengo tanta hambre que me da lo mismo. Aparto
el insecto de un golpecito, veo cómo se escabulle por un rincón y me como el
pastelillo con avidez, sujetándolo con las dos manos y chupándome los dedos.
Apenas amortigua los gruñidos de mi estómago.
Me incorporo lentamente, apoyándome en la cama. Es la primera vez que me
pongo de pie en días, la primera vez que hago algo más que gatear hasta el
barreño que Raven dejó en un rincón para que hiciera mis necesidades. Agachada
en la oscuridad, con la cabeza baja y las piernas temblorosas, soy como un animal;
ya no soy humana.
Estoy tan débil que, al llegar a la puerta, tengo que hacer un descanso,
apoyada en la jamba. Me siento igual que una garza, con su pico descomunal y
sus patas flacuchas, igual que aquellas que se veían en la ensenada en
Portland, totalmente desproporcionadas y torcidas.
Mi cuarto desemboca en un corredor largo y oscuro, también sin ventanas,
también de piedra. Oigo voces de gente que habla y que ríe, ruidos de sillas
contra el suelo, alguien que chapotea con agua y tintineo de cacharros. Sonidos
de comida. El pasillo es estrecho y voy palpando el muro con las manos a medida
que avanzo, según voy sintiendo de nuevo las piernas y el cuerpo. A la
izquierda hay un vano sin puerta que da a un cuarto amplio, lleno de productos
de limpieza y de materiales médicos: gasas, frascos y frascos de antibióticos,
cientos de cajas de jabón y de vendas. Al otro lado hay cuatro colchones
estrechos colocados directamente sobre el suelo, con un revoltijo de mantas y
de ropa encima. Un poco más allá veo otro cuarto que debe de usarse solo para
dormir. Tiene colchones extendidos de lado a lado; cubren la superficie casi
por entero, de forma que el suelo recuerda a un enorme edredón de retales.
Siento una punzada de culpa. Está claro que me han dado la mejor cama y el
mejor cuarto. Me sigue asombrando lo equivocada que estuve durante todos
aquellos años en que creía los rumores y las mentiras que me contaban. Pensaba
que los inválidos eran animales; pensaba que me iban a destrozar con sus
garras. Pero esta gente me ha salvado y me ha dejado el sitio más blando para
dormir, me ha cuidado para que me cure y no me ha pedido nada a cambio.
Los animales son los del otro lado de la alambrada: esos monstruos que
llevan uniforme. Hablan con voz dulce y suave, y mienten y sonríen mientras te
rebanan el cuello.
El pasillo gira bruscamente a la izquierda y las voces aumentan de volumen.
Ahora huelo carne que se está cocinando y el estómago me gruñe ruidosamente.
Paso al lado de otros cuartos. Algunos son dormitorios, pero hay uno casi
vacío, lleno de estanterías. En un rincón hay media docena de latas de alubias,
un paquete a medio usar de harina y, extrañamente, una cafetera cubierta de
polvo. Al otro lado se apilan cubos y latas de café junto a una fregona.
Otro giro a la derecha; el pasillo termina bruscamente y se abre en una
sala grande, mucho más iluminada que las otras. A lo largo de una pared entera
se extiende una pileta de piedra similar a la de mi cuarto. Por encima, sobre
una balada larga, descansan media docena de linternas a pilas, que llenan el
espacio con una luz cálida. En el centro hay dos mesas de madera largas y
estrechas, llenas de gente.
Cuando entro, la conversación se detiene de repente. Docenas de ojos se
alzan en mi dirección y de pronto me doy cuenta de que no llevo nada más que
una amplia camiseta sucia que me llega a la mitad del muslo.
Hay hombres en la sala, sentados junto a las mujeres. Son personas de todas
las edades, todas incuradas, y esto me resulta tan extraño, tan contrario a
como debiera ser, que casi me quedo sin aliento. Estoy muerta de miedo. Abro la
boca para hablar, pero no me salen las palabras. Y sigo sintiendo el peso del
silencio, la ardiente quemadura de todas esas miradas.
Raven acude en mi ayuda.
—Seguramente tendrás hambre —comenta incorporándose, y le hace un gesto a
un chico que está sentado al final de la mesa. Tendrá unos trece o catorce
años; está muy delgado, casi esquelético, y tiene unos cuantos granos en la
piel.
—Squirrel —llama con dureza. Otro mote extraño—. ¿Has terminado de comer?
El chico contempla su plato vacío con aire compungido, como si pudiera
hacer que se materializara más comida por arte de magia.
—Sí —responde lentamente. Alza la vista hacia mí y luego la baja de nuevo
al plato vacío. Me abrazo el cuerpo, me rodeo la cintura.
—Entonces, levántate. Lena necesita un sitio para sentarse.
—Pero. —Squirrel hace ademán de protestar, pero Raven lo fulmina con la
mirada.
—Arriba, Squirrel. Haz algo útil. Vete a mirar los nidos, a ver si hay
mensajes.
El chico me lanza una mirada hosca, pero se pone de pie y lleva su plato al
fregadero. Lo deja caer sobre la piedra con estrépito, lo que provoca que
Raven, que se ha vuelto a sentar, suelte un grito: «¡Squirrel, como lo rompas,
te toca comprar otro!». Esto provoca algunas risitas ahogadas, y el chico sube
dramáticamente por los escalones de piedra que hay en el extremo más lejano de
la sala.
—Sarah, ponle a Lena algo de comer.
Raven ha vuelto a concentrarse en su comida: una especie de papilla
grisácea que forma un montón grumoso en el centro del plato.
Una niña se pone de pie con entusiasmo, igual que un resorte. Tiene los
ojos muy grandes y el cuerpo como un alambre. Todos en la sala están delgados,
la verdad. Solo veo codos y hombres por todas partes, bordes y ángulos.
—Ven, Lena —parece disfrutar al decir mi nombre, como si fuera un
privilegio especial—. Te serviré un plato.
Señala el rincón: un caldero de acero enorme y abollado y una cazuela
combada con tapa, dispuestos sobre una vieja cocina de leña. Al lado hay platos
y fuentes, cada uno procedente de una vajilla distinta, y algunas tablas de
cortar, todo apilado sin orden ni concierto.
Llegar allá significa entrar de verdad en la sala: pasar junto a las mesas.
Si antes notaba las piernas inseguras, ahora lo que me preocupa es que me
fallen en cualquier momento y se me doblen. Curiosamente, noto la diferencia de
textura de las miradas masculinas. Los ojos de las mujeres son penetrantes, evaluadores;
los de los hombres son más cálidos, sofocantes, igual que una caricia. Me
cuesta trabajo respirar.
Vacilante, me acerco a la cocina. Sarah me anima con gestos como si yo
fuera un bebé, aunque ella misma no tendrá más de doce años. Me mantengo lo más
cerca posible del fregadero, por si me tambaleo; quiero ser capaz de agarrarme
con la mano y recuperar rápidamente el equilibrio.
En general, los rostros de la sala forman un manchón indistinto de trazos
de color, pero algunos se destacan: veo a Blue que me contempla con los ojos
muy abiertos, y a un chico más o menos de mi edad, con una extraña mata de pelo
rubio, que parece a punto de echarse a reír en cualquier momento. Hay otro
chico un poco mayor con el ceño fruncido y una mujer con una larga melena de
color castaño que le cae por la espalda. Por un momento se cruzan nuestras
miradas y siento un latido fuerte, como si me tartamudeara hasta el corazón.
Pienso: «Mamá». Hasta este instante no se me había ocurrido que mi madre podría
estar aquí, que debería estar aquí, en alguna parte, en la Tierra Salvaje, en
alguno de los hogares o campamentos o como quiera que los llamen.
Luego, la mujer se mueve un poco, le veo la cara y me doy cuenta de que no,
por supuesto: no es ella. Es demasiado joven. Debe de tener la edad de mi madre
la última vez que la vi, hace doce años. Ni siquiera estoy segura de que fuera
capaz de reconocerla si la volviera a ver. Mis recuerdos de ella están
borrosos, distorsionados por capas de tiempo y de sueños.
—Gachas —dice Sarah en cuanto llego hasta ella. Me ha agotado cruzar la
sala. No puedo creer que este sea el mismo cuerpo que solía correr nueve
kilómetros fácilmente en un día, que subía y bajaba la colina de Munjoy Hill a
toda velocidad como si nada.
—¿Cómo?
—Gachas —destapa la olla—. Así las llamamos. Es lo que comemos cuando
andamos cortos de provisiones. Avena, arroz, a veces algo de pan, lo que nos
quede de cereales. Lo hervimos cagando leches y ya está: gachas.
Me sobresalta el taco que sale de su boca.
Sarah coge un plato de plástico para niños pequeños, con fantasmales
siluetas de animalitos que aún se vislumbran en la superficie, y me sirve una
enorme ración de gachas. Detrás de mí, en las mesas, la gente ha regresado a
sus conversaciones. La sala se llena con el zumbido bajo de las voces y yo
empiezo a sentirme algo mejor; al menos eso significa que ya no soy el centro
de atención.
—La buena noticia —continúa Sarah alegremente— es que anoche Roach trajo un
regalito a casa.
—¿Un regalito? —estoy haciendo auténticos esfuerzos por entender su manera
de hablar—. ¿Consiguió provisiones?
—Mejor que eso —me dedica una sonrisa y levanta la tapa de la segunda olla.
Dentro hay una carne dorada, chamuscada, crujiente: un olor que casi me hace
lloran—. Conejo.
Nunca en mi vida había comido conejo. Jamás me había planteado que ese
animal fuera comestible, y menos para desayunar, pero acepto agradecida el
plato y me falta muy poco para devorar la carne ahí mismo, de pie. La verdad es
que preferiría quedarme donde estoy. Cualquier cosa antes que sentarme entre
todos esos extraños.
Sarah debe de notar mi ansiedad.
—Vamos —dice—. Siéntate conmigo.
Me coge del brazo y me lleva hacia la mesa. Esto también me sorprende. En
Portland, en las comunidades, todo el mundo tiene mucho cuidado de no tocarse.
Hana y yo pocas veces nos dábamos abrazos o nos pasábamos el brazo por los
hombros, y eso que era mi mejor amiga.
Un retortijón recorre mi cuerpo y me doblo por la mitad. Casi tiro el
plato.
—Cuidado —al otro lado de la mesa está el chico rubio, el que antes casi no
podía contener la risa. Arquea las cejas, del mismo rubio pálido que el pelo:
resultan prácticamente invisibles. Tiene la marca del procedimiento bajo el
oído izquierdo, al igual que Raven, pero las dos deben de ser falsas. Solo los
incurados viven en la Tierra Salvaje; solo la gente que ha elegido huir de las
ciudades enclaustradas o se ha visto obligada a ello—. ¿Estás bien?
No respondo. No puedo. Una vida entera de temores y de amenazas se apodera
de mí, y las palabras destellan rápidamente en mi mente: ilegal, malo, simpatizante, enfermedad.
Respiro hondo e intento ignorar la sensación de rechazo. Esas son palabras
de Portland, palabras antiguas; ellas, como la antigua Lena, se han quedado al
otro lado de la alambrada.
—Está bien —interviene Sarah—. Solo tiene hambre.
—Estoy bien —respondo como un eco quince segundos más tarde. El chico
vuelve a sonreírse.
Sarah se sienta en el banco y señala el espacio vacío junto a ella, el que
acaba de dejar Squirrel. Menos mal que estamos al final de la mesa y no tengo
que preocuparme por estar apretujada entre dos personas. Me siento, con la
vista fija en el plato. Me doy cuenta de que todos me miran de nuevo. Por lo
menos, la conversación continúa como una reconfortante manta de ruido.
—Venga, come.
Sarah me hace gestos para animarme. Le saco al menos seis años, pero me
trata como si yo fuera la niña. Y a su lado me siento como si lo fuera.
—No tengo tenedor —murmuro. El rubio se ríe entonces, con una carcajada
larga y estruendosa. También Sarah.
—No hay tenedores —dice—. Ni cucharas. Ni nada. Tú come.
Me arriesgo a levantar la cabeza y veo que la gente de alrededor me mira y
sonríe: parece que les hago gracia. Uno de ellos, un hombre de pelo gris que
debe de tener por lo menos setenta años, me hace una señal de asentimiento, y
yo bajo los ojos rápidamente. Todo mi cuerpo arde de vergüenza. Claro, cómo van
a preocuparse por los cubiertos y esas cosas en la Tierra Salvaje.
Cojo con los dedos un trozo de conejo y muerdo la carne, separándola del
hueso. En ese momento estoy a punto de llorar: nunca en toda mi vida había
probado algo tan rico.
—Está bueno, ¿eh? —comenta Sarah, pero yo solo puedo asentir con la cabeza.
De pronto se me olvida que la sala está llena de desconocidos y que todos me
están mirando. Me lanzo a por el conejo como un animal. Agarro un puñado de
gachas con la mano, me lo meto en la boca y me chupo los dedos. Hasta eso me
sabe bueno. Tía Carol alucinaría si me viera. Cuando era pequeña, solo me comía
los guisantes si no tocaban el pollo; solía separar muy bien cada alimento en
el plato.
Casi enseguida dejo el plato vacío. Solo quedan unos pocos huesos
totalmente mondados. Chupo los restos de gachas de mis dedos y me paso el dorso
de la mano por la boca. Siento una náusea y cierro los ojos, luchando por que
pase.
—Vamos —interviene Raven poniéndose en pie de repente—. Hora de hacer las
tareas.
Se produce una oleada de actividad: todos se levantan ruidosamente de los
bancos y se oyen fragmentos de conversación que no puedo seguir («pusimos las
trampas ayer», «te toca a ti echarle un vistazo a Grandma»). La gente pasa por
detrás de mí, suelta su plato con estrépito en el fregadero y luego sube por
las escaleras de la izquierda que están más allá de la cocina. Siento hasta el
olor de sus cuerpos: es una corriente, un cálido río humano. Mantengo los ojos
cerrados hasta que la sala se queda vacía y se me pasan un poco las ganas de
vomitar.
—¿Cómo te encuentras?
Abro los ojos. Raven está de pie frente a mí, con las manos apoyadas en la
mesa. Sarah sigue sentada a mi lado. Se ha abrazado una pierna y tiene el
mentón sobre la rodilla. En esa postura se nota la edad que tiene.
—Mejor —contesto, y es cierto.
—Puedes ayudar a Sarah con los platos —dice Raven—, si te ves con fuerzas.
—Vale —respondo, y ella asiente con la cabeza.
—Bien. Y luego, Sarah, puedes acompañarla arriba. Lena es mejor que vayas
conociendo la casa, pero no te precipites tampoco. No quiero tener que traerte
de vuelta de los bosques otra vez.
—Vale —repito, y ella sonríe, satisfecha. Obviamente, está acostumbrada a
mandar. ¿Cuántos años tendrá? Imparte órdenes con gran autoridad, aunque debe
de ser más joven que la mitad de los inválidos de aquí. Se me ocurre que a Hana
le caería bien, y el dolor regresa como una cuchillada justo debajo de las
costillas.
—Ah, otra cosa. Sarah —Raven va hacia las escaleras—, consíguele a Lena
unos pantalones en el almacén, ¿vale? Para que no tenga que andar pavoneándose
por ahí medio en bolas.
Noto que me vuelvo a poner colorada y, tímidamente, me pongo a tirar del
dobladillo de la camiseta para que me cubra los muslos. Raven me mira y se ríe.
—No te preocupes —dice—, no tienes nada que no hayamos visto antes.
Luego sube los escalones de dos en dos y desaparece.
En casa de Carol normalmente me tocaba lavar los platos, y me acostumbré.
Pero fregar los cacharros en la Tierra Salvaje es harina de otro costal.
Primero, está el tema del agua. Sarah me acompaña por el pasillo hasta una de
las habitaciones por las que pasé de camino a la cocina.
—Este es el cuarto de las provisiones —explica, y contempla con el ceño
fruncido todos los estantes vacíos y el paquete de harina casi terminado—. En
este momento andamos un poco mal —continúa, como si no fuera evidente. Siento
una punzada de ansiedad por ella, por Blue, por todos los de aquí, que son solo
delgadez y puro hueso.
—Aquí guardamos el agua —continúa—. La cogemos por la mañana. Yo no, porque
aún soy demasiado pequeña. Los chicos, y a veces también Raven.
Se acerca al rincón de los cubos y veo que están llenos. Levanta uno por el
asa con las dos manos, y suelta un gruñido. Es muy grande, casi tanto como
ella.
—Con uno más seguramente bastará —dice—. Agarra uno pequeño y ya está.
Sale de la habitación con el cubo a cuestas, caminando como un bebé patoso.
Avergonzada, me doy cuenta de que apenas soy capaz de levantar uno de los
cubos más pequeños. El asa de metal se me clava dolorosamente en las palmas,
que siguen cubiertas de ampollas y costras por el tiempo que pasé sola en la
Tierra Salvaje. Antes de llegar al pasillo, tengo que dejarlo en el suelo y
apoyarme en la pared.
—¿Estás bien? —me grita Sarah desde delante.
—Sí, sí —contestó, un poco cortante. No pienso permitir que venga en mi
auxilio. Vuelvo a alzar el cubo, avanzo titubeante unos pasos, lo dejo en el
suelo, descanso. Lo levanto, arrastro los pies, suelo, descanso. Lo levanto,
arrastro los pies, suelo, descanso. Cuando llego a la cocina, estoy sin aliento
y empapada. El sudor hace que me piquen los ojos. Por suerte, Sarah no lo nota.
Está agachada junto a la cocina, atizando el fuego con el extremo chamuscado de
un palo de madera para que arda más vivamente.
—Por las mañanas hervimos el agua para desinfectarla —me cuenta—. Tenemos
que hacerlo o nos iríamos por la patilla de la mañana a la noche.
Reconozco en su forma de hablar a Raven: este debe ser uno de sus mantras.
—¿De dónde viene el agua? —pregunto, agradecida porque esté de espaldas.
Así puedo descansar, al menos por el momento, en uno de los bancos más
cercanos.
—Del río Cocheco —responde—. No está lejos. Un kilómetro y medio, dos como
mucho.
Imposible: no puedo imaginarme cargar esos cubos, llenos, durante kilómetro
y medio.
—También conseguimos por el río muchas otras cosas —continúa Sarah—.
Nuestros amigos de dentro nos las mandan por ese medio. El Cocheco entra en
Rochester y vuelve a salir —se ríe—. Raven dice que algún día le harán llenar
un formulario de «propósito del viaje».
Sarah alimenta la estufa con madera de una pila que hay en el rincón. Luego
se pone de pie y hace un gesto de asentimiento.
—Solo vamos a calentar el agua un poco. Limpia mejor si está caliente.
En una de las baldas altas sobre el fregadero hay una cazuela metálica, tan
grande que podría servir para bañar cómodamente a un niño. Antes de que pueda
ofrecerle ayuda, Sarah se sube a la pila, equilibrándose con cuidado sobre el
borde como una gimnasta, y se endereza hasta coger la olla. Luego da un salto y
aterriza sin ruido en el suelo.
—Vale —se aparta de la cara el pelo que se le ha salido de la coleta—.
Ahora tenemos que echar el agua en la cazuela y ponerla al fuego.
En la Tierra Salvaje todo es proceso, un lento avance hacia delante. Todo
lleva tiempo. Mientras esperamos a que hierva el agua, Sarah me hace una lista
de la gente que vive en este hogar y me suelta un lío de nombres que no seré
capaz de retener: Grandpa, el mayor; Lu, abreviatura de Lucky, que perdió un
dedo por una grave infección pero consiguió salvar la vida y conservar el resto
de sus miembros; Bram, abreviatura de Bramble, que apareció milagrosamente un
día en la Tierra Salvaje, en medio de una maraña de zarzas y espinas, como si
lo hubieran depositado allí los lobos. Casi cada nombre tiene su anécdota,
hasta el de Sarah. Cuando llegó a la Tierra Salvaje, hace siete años, con su
hermana mayor, les rogó a los habitantes del hogar que le dieran un nombre
nuevo, uno que molara. Al acordarse, hace una mueca: quería un nombre duro como
Blade o Iron, pero Raven se limitó a reírse, le puso una mano en la cabeza y
dijo:
—Pues a mí me pareces una Sarah.
Y así se quedó.
—¿Quién es tu hermana? —pregunto. Por un momento me acuerdo de la mía,
Rachel. No de la que dejé atrás, la curada, carente de expresión y lejana, como
cubierta por un velo, sino la Rachel que aún recuerdo de mi infancia. Luego
cierro los ojos un instante y dejo que la imagen se desvanezca.
—Ya no está aquí. Dejó el hogar este verano, no hace mucho, para unirse a
la R. Volverá por mí en cuanto yo tenga edad de ayudar.
En su voz hay una nota de orgullo, así que asiento para darle ánimos,
aunque no tengo ni idea de lo que es «la R».
Más nombres: Hunter, el chico rubio que estaba sentado frente a mí en la
mesa («Ese es su nombre de antes», dice Sarah, pronunciando la palabra antes de forma apagada, como si fuera un
taco. «No tiene ni idea de caza») y Tack, que vino del norte hace unos años.
—Todo el mundo dice que es un maleducado —comenta, y de nuevo percibo un
eco de Raven en sus palabras. Juguetea con la tela de su camiseta, que está tan
gastada que parece casi traslúcida—. Pero yo no lo creo. Conmigo tiene buen
rollo.
Por su descripción, deduzco que Tack es el chico de pelo negro que me
contempló con el ceño fruncido cuando entré en la cocina. Si esa es su forma
normal de mirar, no me extraña que la gente piense que es un borde.
—¿Por qué se llama Tack?
Se ríe.
—Porque pincha igual que una chincheta —dice—. Se lo puso Grandpa.
Decido mantenerme alejada de él, si finalmente me quedo en el hogar. No es
que crea que tengo muchas opciones, pero siento que no pinto nada en este
sitio, y una parte de mí desearía que Raven me hubiera dejado donde me
encontró. Allí estaba más cerca de Álex. Él se encontraba al otro extremo del
túnel negro y largo. Yo podría haber atravesado aquella negrura y haberme
reunido de nuevo con él.
—El agua ya está —anuncia por fin Sarah.
Proceso exasperantemente lento: llenamos una de las pilas con el agua
caliente y Sarah va echando el jabón despacio, sin malgastar ni una gota. Esa
es otra particularidad de la Tierra Salvaje: todo se usa y se vuelve a
utilizar, se mide y se raciona.
—¿Y qué pasa con Raven? —pregunto mientras meto los brazos en el agua
caliente.
—¿Cómo que qué pasa?
La cara de Sarah se ilumina. Le tiene cariño a Raven, lo noto.
—¿Cuál es su historia? ¿Dónde estaba antes?
No sé por qué insisto en ese tema. Supongo que siento curiosidad. Me
gustaría saber cómo se convirtió en la persona que es: segura, temible, una
líder.
El rostro de Sarah se ensombrece.
—El antes no existe —replica con sequedad. Luego se queda en silencio por
primera vez en una hora. Lavamos los platos sin hablar.
Sarah abandona su mutismo cuando terminamos y vamos a buscar algo que
ponerme. Me lleva a un cuarto pequeño que antes me pareció un dormitorio. Hay
ropa esparcida por todas partes, montones y montones por el suelo y las
estanterías.
—Esto es el almacén —dice, riéndose tontamente mientras hace un gesto
ampuloso con una mano.
—¿Y de dónde viene toda esta ropa?
Entro con cuidado en la habitación, pisando camisetas y calcetines
enrollados. Cada centímetro del suelo está cubierto de prendas.
—La encontramos —contesta Sarah vagamente, y de repente adopta un aire
feroz—. La gran campaña de bombardeos no fue como ellos dijeron, ¿sabes? Los
zombis mintieron, al igual que mienten sobre todo lo demás.
—¿Los zombis?
Sarah sonríe.
—Es como llamamos a los curados, una vez que han pasado la intervención.
Raven dice que es como si fueran zombis. Dice que la cura vuelve estúpida a la
gente.
—Eso no es cierto —rebato instintivamente, y estoy a punto de corregirla:
son las pasiones las que nos vuelven estúpidos animales. Librarse del amor es
acercarse al amor. Ese es un viejo dicho del Manual de FSS. Se suponía que la cura nos libraba de las emociones
extremas y nos aportaba claridad de pensamiento y de sentimiento.
Pero cuando me acuerdo de los ojos vidriosos de la tía Carol y de la cara
inexpresiva de mi hermana, me doy cuenta de que en realidad la palabra zombi es bastante adecuada. Y es cierto
que todos los libros de Historia y los profesores nos mintieron sobre la gran
campaña de bombardeo: se suponía que la Tierra Salvaje había sido barrida por
completo y que los inválidos, o los habitantes de los hogares, no existían.
Sarah se encoge de hombros.
—Si eres lista, te implicas. Si te implicas, amas.
—¿Eso también te lo ha dicho Raven?
Vuelve a sonreír.
—Raven es super lista.
Me lleva un rato rebuscar, pero al final encuentro un par de pantalones
verde caqui y una camiseta de algodón larga. Me resulta raro ponerme la ropa
interior vieja de otra persona, así que me quedo con lo que llevo puesto. Sarah
quiere que me ponga el nuevo modelo; está disfrutando con esto y no hace más
que decirme que me pruebe cosas distintas, comportándose por primera vez como
una chica normal. Cuando le pido que se dé la vuelta para cambiarme de ropa, me
mira como si estuviera loca; supongo que en la Tierra Salvaje no hay mucha intimidad.
Pero al final se encoge de hombros y se vuelve hacia la pared.
Es un gusto quitarme la camiseta larga que he llevado durante varios días.
Sé que huelo mal y me encantaría darme una ducha, pero de momento agradezco
tener ropa relativamente limpia. Los pantalones me van bien, me quedan bajos en
las caderas y no arrastran mucho después de darles unas cuantas vueltas, y la
camiseta es suave y cómoda.
—No está mal —sentencia Sarah cuando se vuelve a mirarme—. Ya casi pareces
humana.
—Gracias.
—He dicho casi.
Se vuelve a reír.
—Bueno, entonces, casi gracias.
Me cuesta más encontrar zapatos. En la Tierra Salvaje, casi nadie los usa
durante el verano, y Sarah me enseña orgullosa las plantas de sus pies, morenas
y encallecidas. Finalmente encontramos un par de zapatillas de deporte que me
quedan un poquito grandes; con calcetines gordos, me irán perfectas.
Al arrodillarme para atarme los cordones, me atraviesa una nueva oleada de
dolor. He hecho esto tantas veces antes en carreras de cross, en los
vestuarios, sentada junto a Hana, rodeada de una maraña de cuerpos, bromeando
sobre quién corre mejor de las dos. Y, de alguna manera, siempre lo daba por
hecho.
Por primera vez me viene el pensamiento: «Ojalá no hubiera cruzado». Lo
aparto al instante, intento enterrarlo. Ya está hecho y Álex ha muerto por
esto. No tiene sentido mirar atrás. No puedo mirar atrás.
—¿Estás lista para ver el resto del hogar? —pregunta Sarah.
Hasta el simple hecho de desnudarme y volverme a vestir me ha dejado
exhausta, pero necesito aire y espacio desesperadamente.
—Muéstrame el camino —digo.
Volvemos por la cocina y subimos la estrecha escalera de piedra del fondo.
Sarah se adentra corriendo y desaparece de mi vista cuando las escaleras hacen
un giro abrupto.
—¡Ya casi estamos! —me grita.
Tras una última curva sinuosa, se acaban las escaleras de repente: salgo a
una brillantez resplandeciente y siento el suelo blando bajo mis pies.
Tropiezo, confundida, ciega por un momento. Casi me parece estar soñando. Me
quedo ahí, parpadeando, esforzándome por encontrarle sentido a este mundo tan
extraño.
Sarah está a unos pocos metros, riendo a carcajadas. Alza los brazos,
bañados por la luz del sol.
—Bienvenida al hogar —dice, y baila un poco dando saltitos sobre la hierba.
He dormido bajo tierra; me lo podía figurar por la falta de ventanas y la
humedad, y ahora las escaleras nos han conducido hacia la superficie de forma
repentina. Donde debería haber una casa, un edificio, no se ve más que una
amplia extensión de hierba cubierta de madera carbonizada y enormes cascotes.
No estaba preparada para sentir la luz del sol ni el olor de la vida y la
vegetación. En torno a nosotras hay árboles altísimos. Las hojas tienen un tono
amarillento, como si estuvieran ardiendo, y el suelo es un mosaico donde se
alternan puntos de luz y de sombra.
Durante un instante, algo antiguo y profundo surge dentro de mí; siento
deseos de tirarme al suelo y llorar de alegría o abrir los brazos y dar
vueltas. Después de pasar tanto tiempo en el interior, quiero beberme todo ese
espacio, todo el aire brillante y todo el vacío que se extiende a mí alrededor.
—Esto era una iglesia —explica Sarah. Apunta hacia las piedras rotas y la
madera ennegrecida que tengo a mi espalda—, pero las bombas no afectaron la cripta.
Hay un montón de sitios subterráneos en la Tierra Salvaje que sobrevivieron a
los bombardeos, ya verás.
—¿Una iglesia?
Esto me sorprende. En Portland, nuestras iglesias están hechas de acero,
cristal y paredes claras de yeso blanco. Son espacios asépticos, lugares donde
se celebra el milagro de la vida y se demuestra la ciencia de Dios con
microscopios y tubos de ensayo.
—Es una de las antiguas —continúa Sarah—. También hay un montón de estas.
En el lado oeste de Rochester queda una entera, aún en pie. Ya te la enseñaré
algún día, si quieres —luego alarga el brazo y me tira de la camiseta—. Venga,
vamos. Hay un montón de cosas que ver.
La única vez que había estado en la Tierra Salvaje fue con Álex. Entonces
logramos pasar la frontera a hurtadillas para que él pudiera enseñarme dónde
vivía. Aquel asentamiento, como este, estaba situado en un claro, en un lugar
que estuvo habitado anteriormente, una zona de la que los árboles y la maleza
no se habían apoderado todavía. Pero este claro es enorme y está lleno de arcos
de piedra medio derruidos y de paredes que se mantienen en pie a duras penas. A
un lado hay unas escaleras de cemento que se elevan del suelo y desembocan en
la nada. En el último peldaño han anidado varios pájaros.
Apenas puedo respirar mientras Sarah y yo nos abrimos paso lentamente por
la hierba húmeda, que casi me llega a las rodillas en algunas zonas. Es un
mundo en ruinas, un lugar absurdo, con puertas que no separan nada, con un
camión oxidado, sin ruedas, en mitad de un tramo de hierba de color verde
pálido. Un árbol crece justo en el centro y hay desperdigados por todas partes
brillantes trozos de metal retorcido, fundidos y doblados en formas
irreconocibles.
Sarah camina a mi lado dando brincos, excitada por estar al aire libre.
Esquiva con facilidad las piedras y los desechos de metal que ensucian la
hierba, mientras que yo tengo que mantener la vista constantemente en el suelo.
Avanzo despacio, y es cansado.
—Aquí había una ciudad —informa Sarah—. Probablemente esto fuera la calle mayor.
Por aquí no queda casi ningún edificio, pero los árboles son jóvenes. Así es
cómo sabes dónde estaban las casas. La madera se quema mucho más fácilmente.
Por supuesto —baja la voz hasta que es solo un susurro, con los ojos muy
abiertos—, no fueron las bombas las que causaron más daño, ¿sabes? Fueron los
incendios que vinieron después.
Consigo asentir con la cabeza.
—Esto era una escuela —me señala una enorme de vegetación rastrera con la
forma aproximada de un rectángulo. Los árboles del perímetro están marcados por
el fuego: blancos, calcinados y casi sin hojas. Me recuerdan a fantasmas altos
y flacos—. Las taquillas estaban ahí sin más, abiertas. Y en algunas había ropa
y cosas.
Por un momento adopta un aire culpable, y luego caigo en la cuenta: la ropa
del almacén, los pantalones y la camiseta que llevo puestos; toda esa ropa debe
de venir de algún sitio, debe de haber sido rescatada de los restos.
—Espera un momento.
Siento que me falta la respiración, así que nos paramos un rato delante de
la antigua escuela para que descanse. Estamos en un trozo donde da el sol, y
agradezco el calor. Los pájaros gorjean y silban por encima de nosotras como
pequeñas sombras veloces sobre el fondo del cielo. Más lejos, distingo sonidos
de risas y gritos alegres: los inválidos que recorren los bosques. El aire está
lleno de hojas entre el verde y el dorado, que revolotean en remolinos.
Una ardilla, sentada sobre las patas traseras, mordisquea rápidamente un
fruto seco en el peldaño superior de lo que debía de ser una de las entradas de
la escuela. Ahora las escaleras están demolidas y se han convertido en tierra
blanda, cubierta de flores silvestres. Pienso en todos los pies que las habrán
pisado, que habrán pasado justo por donde está la ardilla. Imagino todas las manos
pequeñas que marcaron las combinaciones numéricas en las taquillas, en todas
las voces y en el ajetreo de gente en movimiento. Pienso en lo que debieron ser
los bombardeos: el pánico, los gritos, las carreras, el fuego.
En la escuela siempre nos enseñaron que la campaña de bombardeo, la
limpieza, todo aquello, fue algo rápido. Vimos imágenes de pilotos que
saludaban del avión mientras las bombas caían sobre una lejana alfombra verde,
con árboles tan pequeños que parecían de juguete y finas columnas de fuego que
se alzaban como plumas sobre la vegetación. Nada de caos, nada de dolor, nada
de ruidos y gritos. Solo una población entera, la gente que había resistido y
se había quedado, que se negó a trasladarse a los lugares aprobados y vallados,
los no creyentes y los contaminados, borrados todos a la vez, con la rapidez
con la que se pulsa un botón, como si todo fuera un sueño.
Pero no pudo haber sido así en realidad. Imposible. Las taquillas seguían
llenas, claro. A los chicos no les dio tiempo a hacer nada más que luchar con
uñas y dientes para alcanzar las salidas.
Algunos, pocos, puede que escaparan y consiguieran adaptarse a vivir en la
Tierra Salvaje, pero la mayoría murió. Nuestros profesores nos dijeron la
verdad, al menos en eso. Cierro los ojos, siento que me mareo y casi pierdo el
equilibrio.
—¿Te pasa algo? —me pregunta Sarah. Me toca la espalda con su mano fina y
firme—. Podemos volver si quieres.
Abro los ojos. Solo nos hemos alejado unos cien metros de la iglesia. Ante
nosotras se extiende casi toda la calle mayor, y estoy empeñada en verla
entera.
Caminamos aún más despacio mientras Sarah me va señalando los lugares
vacíos, los cimientos destrozados donde alguna vez debieron de alzarse los
edificios: un restaurante («Era una pizzería; ahí es donde conseguimos la
cocina»), una tienda de delicatessen
(«Aún se puede ver el letrero, ¿lo ves, medio enterrado por allí?: SÁNDWICHES A
LA CARTA») y una tienda de comestibles.
Esta última parece deprimir a Sarah. Aquí el terreno está calcinado y la
hierba parece más reciente que en los otros sitios, por haber excavado la
tierra durante años y años.
—Durante mucho tiempo no hacíamos más que encontrar cosas de comer, todas
enterradas por aquí. Latas de comida, ya sabes, y hasta artículos empaquetados
que consiguieron sobrevivir al fuego —suspira con aire apenado—. Ahora eso ya
se ha terminado.
Seguimos caminando. Otro restaurante, con un mostrador enorme de acero, y
dos sillas de respaldo metálico, colocadas una junto a la otra en un cuadrado
donde da la luz, una ferretería («Nos ha salvado la vida un montón de veces»).
Junto a la ferretería hay un antiguo banco: aquí también hay escaleras que
desaparecen de repente hundiéndose en la tierra, como una boca que bosteza
tallada en el suelo. El joven de pelo oscuro, el mirón, acaba de llegar adonde
da el sol. Camina tranquilamente, con un rifle colgado al hombro.
—Hola, Tack —saluda Sarah con timidez.
Él le revuelve el pelo al pasar.
—Eso es solo para chicos —dice—. Ya lo sabes.
—Ya sé, ya sé —ella pone los ojos en blanco—. Solamente le estoy enseñando
esto a Lena. Ahí es donde duermen los chicos —explica dirigiéndose a mí.
Así que ni siquiera los inválidos han acabado del todo con la segregación
de sexos. Este pequeño elemento de normalidad, de familiaridad, es un alivio.
Los ojos de Tack se vuelven hacia los míos y frunce el ceño.
Hola.
La voz me hace un gallo. Intento sonreír, sin éxito. Tack es muy alto y,
como todos los de la Tierra Salvaje, está delgado, pero sus brazos son puro
músculo. Tiene la mandíbula cuadrada y fuerte y lleva la marca de la operación:
una cicatriz de tres puntas tras la oreja izquierda. Me pregunto si será falsa,
como la de Álex, o si quizá en su caso la cura no funcionó.
—Sea como sea, manteneos alejadas de los sótanos.
Las palabras están dirigidas a Sarah, pero mantiene los ojos fijos en mí.
Son fríos y calculadores.
—Lo haremos —dice Sarah, y Tack se aleja—. Es así con todo el mundo
—susurra.
—Ya entiendo lo que dice Raven de que es un maleducado.
—Pero no te sientas mal, vamos. No te lo puedes tomar como algo personal.
—No, no —contesto, pero lo cierto es que el breve encuentro me ha dejado
muy agitada. Aquí todo está mal, todo está al revés, invertido: marcos de
puertas que se abren al aire, estructuras invisibles, edificios, señales,
calles que arrojan la sombra del pasado sobre todas las cosas. Los siento,
puedo oír el ajetreo de cientos de pies, escucho la risa antigua que corre por
debajo de los cantos de los pájaros. Es un lugar construido con ecos y
recuerdos.
De pronto me siento agotada. Solo hemos recorrido la mitad de la antigua
calle, pero mi empeño inicial entera me parece absurdo en este momento. El
brillo del sol, el aire y el espacio abierto me desorientan. Me doy la vuelta
demasiado rápido, aturdida, y tropiezo con un bloque de piedra manchado de
cagadas de pájaro; pierdo el equilibrio y aterrizo de bruces en la tierra.
—¡Lena! —Sarah se acerca a mí rápidamente y me ayuda a ponerme de pie. Me
he mordido la lengua y tengo un sabor metálico en la boca—. ¿Estás bien?
—Dame un momento —digo respirando entrecortadamente. Me siento en la roca y
caigo en que ni siquiera sé qué día es ni en qué mes estamos—. ¿Qué día es hoy?
—Veintisiete de agosto —contesta, con la cara fruncida de preocupación,
pero manteniendo la distancia.
Veintisiete de agosto: me fui de Portland el veintiuno. He perdido casi una
semana en la Tierra Salvaje, en este mundo al revés.
Este no es mi lugar. Mi mundo se encuentra a kilómetros de distancia: un
mundo donde las puertas dan a habitaciones y a limpias paredes blancas, un
mundo donde los frigoríficos emiten un zumbido apagado, un mundo de calles bien
definidas y de aceras que no están llenas de grietas. Me recorre otra punzada y
me doblo en dos, abrazándome las rodillas. En menos de un mes, Hana se someterá
a la operación.
Álex entendía cómo eran aquí las cosas. Podría haber reconstruido para mí
esta calle destruida y haberla convertido en un lugar con sentido y con orden.
Él iba a ser mi guía en este territorio inexplorado. Con él me habría sentido
bien.
—¿Te traigo algo?
La voz de Sarah suena insegura.
—Estoy bien —apenas puedo pronunciar las palabras entre el dolor—. Es por
la comida. No estoy acostumbrada.
Me voy a marear otra vez. Dejo caer la cabeza sobre las piernas y toso para
mantener a raya el sollozo que me estremece.
Pero Sarah debe de haberse dado cuenta de lo que me sucede, porque murmura
en voz muy bajita:
—Cuando pasa un tiempo, te acostumbras.
Me da la sensación de que habla de algo más que del desayuno.
Después de esto, lo único que podemos hacer es regresar, recorrer la calle
bombardeada y pasar entre los fragmentos de metal, que brillan entre la hierba
alta como serpientes al acecho.
El dolor es como hundirse, como ser enterrado. Estoy entre unas aguas del
color pardo de la tierra removida. Me ahogo con cada respiración. No hay nada a
lo que agarrarse, no tiene fin, no existe ningún asidero. No puedo hacer nada
más que dejarme ir.
Dejarme
ir. Sentir a mí alrededor el peso, cómo me aprietan los pulmones, la presión
lenta, baja. Dejarme ir más profundamente. No hay nada más que el fondo. No
queda nada más que el sabor a metal y los ecos de los recuerdos y los días que
parecen oscuridad.ahora
Esa es la chica que yo era entonces: tropezaba y me hundía, perdida en la
brillantez y en el espacio. Mi pasado había sido borrado por completo, lavado
con lejía hasta convertirlo en un blanco desnudo y puro.
Pero se puede construir un futuro a partir de cualquier cosa; de un
fragmento, de un parpadeo. Del deseo de avanzar lentamente, paso a paso. Se
puede construir una cuidad etérea desde las ruinas.
Esta es la chica que soy en este preciso momento: las rodillas apretadas,
las manos en los muslos. Blusa de seda ceñida en torno al cuello, falda con
cinturilla de lana, modelo estándar, con la divisa del Instituto Quincy
Edwards. Pica. Desearía poder rascarme, pero no lo haré. Ella se lo tomaría
como una señal de nerviosismo, y no estoy nerviosa; no volveré a estar nerviosa
en mi vida.
Ella parpadea. Yo no. Ella es la señora Tulle, la directora, con la cara
como un pescado apretado contra un cristal y los ojos tan abiertos que parecen
distorsionados.
—¿Va todo bien en casa, Magdalena?
Se me hace raro escuchar mi nombre completo en sus labios. Todo el mundo me
ha llamado siempre Lena.
—Sí —contesto.
Revuelve los papeles de su escritorio. Todo en su oficina está ordenado,
todos los ángulos se encuentran alineados de forma precisa. Hasta el vaso de
agua está perfectamente centrado sobre el posavasos. A los curados siempre les ha gustado el orden: enderezar, alinear,
ajustar. La limpieza está cercana a la divinidad, y el orden es ascensión.
Eso les da algo que hacer, supongo: tareas con las que llenar todas esas largas
horas vacías.
—Vives con tu hermana y su marido, ¿es correcto?
Asiento con la cabeza y repito el resto de la historia de mi nueva vida.
—Mi padre y mi madre murieron en uno de los incidentes.
Esto, por lo menos, se acerca algo a la verdad. La antigua Lena también era
huérfana, o como si lo fuera, vaya.
No hace falta dar más explicaciones. Todo el mundo ha oído hablar ya sobre
los incidentes: en enero, la Resistencia organizó sus primeros ataques
violentos y visibles de importancia.
En un puñado de ciudades, miembros de la Resistencia, ayudados por
simpatizantes y, en algunos casos, por jóvenes no curados, provocaron
explosiones simultáneas en varios edificios municipales importantes.
En Portland, la Resistencia eligió como objetivo parte de las Criptas. En
el caos que siguió a la explosión murieron unos doce civiles. La policía y los
reguladores consiguieron restaurar el orden, pero no antes de que escaparan
varios cientos de prisioneros.
Me resulta irónico. Mi madre pasó diez años abriendo un túnel para escapar
de aquel lugar. Si hubiera esperado seis meses, habría salido caminando sin
dificultad.
La señora Tulle hace una mueca.
—Sí, ya lo vi en tu historial.
Detrás de ella, un humidificador gira silenciosamente. Sin embargo, el aire
está seco. En su despacho huele a papel y, más débilmente, a espuma del pelo.
Me baja por la espalda un hilillo de sudor. La falda da calor.
—Nos preocupa que estés teniendo dificultades para adaptarte —dice
mirándome con esos ojos de pescado—. Siempre comes sola —es una acusación.
Hasta a la nueva Lena le da un poco de vergüenza; lo único peor que no
tener amigos es que te compadezcan por no tenerlos.
—La verdad es que he tenido ciertos problemas con las chicas —dice la nueva
Lena—. Las encuentro un poco, inmaduras.
Mientras hablo, ladeo la cabeza un poco para que se vea la marca triangular
que tengo justo detrás del oído izquierdo: la marca de la operación, la señal
de que estoy curada.
Al momento, su expresión se suaviza.
—Bueno, claro, eso es normal. Después de todo, muchas de ellas son más
jóvenes que tú. Aún no han cumplido los dieciocho, no han sido curadas.
Extiendo las manos como para decir: «Era de esperar».
Pero la señora Tullen no ha terminado conmigo, aunque su voz ya no es tan
cortante.
—La señora Flerstein me dice que te has vuelto a quedar dormida en clase.
Estamos preocupadas, Lena. ¿Te parece que la carga de trabajo es excesiva para
ti? ¿Tienes problemas para dormir por la noche?
—Estoy un poco estresada —confieso—. Es por todo lo de la ASD.
La señora Tulle arquea las cejas.
—No sabía que estabas en la ASD.
—En la división A —digo—. Tenemos una gran concentración el próximo
viernes. La verdad es que esta tarde hay una reunión de planificación en
Manhattan. No querría llegar tarde.
—Claro, claro, estoy al corriente de lo del mitin del viernes —la señora
Tulle alza los papeles, los golpea sobre el escritorio para asegurarse de que
los bordes están alineados y los coloca dentro de un cajón. Me doy cuenta de
que me he librado. La ASD es la palabra mágica: América sin Delirium. Es el Ábrete Sésamo. En cuanto la menciono,
la señora Tulle es todo amabilidad—. Es impresionante que estés tratando de
compaginar tus compromisos extracurriculares con tus tareas escolares, Lena. Y
apoyamos el trabajo que está llevando a cabo la ASD. Simplemente asegúrate de
que encuentras un equilibrio. No quiero que tus calificaciones se resientan por
tu trabajo social, por muy importante que sea.
—Comprendo.
Bajo la cabeza y adopto un aire compungido. La nueva Lena es buena actriz.
La señora Tulle me sonríe.
—Ya puedes irte. No quiero que llegues tarde a tu reunión.
Me pongo de pie y me cuelgo la bolsa al hombro.
—Gracias.
Hace una señal con la cabeza indicando la puerta, lo que significa que
puedo irme.
Camino por los pasillos de linóleo recién fregados. Más paredes blancas,
más silencio. Todas las alumnas se han ido ya a casa.
Luego salgo por la puerta de doble hoja al paisaje de un blanco
deslumbrante: una inesperada nevada en marzo, una dura luz brillante, los
árboles cubiertos de gruesas fundas negras de hielo.
Me aprieto la chaqueta y cruzo con paso firme la cancela de hierro hasta la
Octava Avenida.
Esta es la chica que soy en este momento. Aquí está mi futuro, en esta
ciudad llena de carámbanos que cuelgan como cuchillos listos para caer.
Hay más tráfico en las ciudades hermanas del que he visto en toda mi vida.
En Portland casi nadie tenía coches que funcionaran; en Nueva York, la gente es
más rica y puede permitirse la gasolina. Cuando llegué a Brooklyn por primera
vez, solía ir a Times Square solo para verlos, a veces doce seguidos, uno
detrás de otro.
Sin embargo, mientras me dirijo a Manhattan, las calles están casi vacías.
En la Treinta y Uno, el autobús se para detrás de un camión de basura que se ha
quedado atascado en un montón de nieve de color carbonilla. Cuando llego al
Javits Center ya ha empezado la reunión de la ASD. La escalera está desierta,
al igual que el enorme vestíbulo. Oigo el ruido distante y atronador de un
micrófono y un aplauso que suena como un rugido. Me apresuro a llegar al
detector de metales y me quito el bolso antes de quedarme de pie con los brazos
y piernas abiertos, mientras un hombre imperturbable me pasa el detector sobre
el pecho y entre las piernas. Hace tiempo que ya no me dan vergüenza estos
procedimientos. Luego hay que pasar por la mesa plegable que está colocada
justo delante de una enorme puerta de doble hoja. Me llegan aplausos
entrecortados del otro lado y más voces de micrófono, amplificadas,
apasionadas, atronadoras. No se distinguen las palabras.
—Tarjeta de identidad, por favor —pide automáticamente la mujer que está
sentada tras la mesa, una voluntaria. Espero mientras escanea la tarjeta y paso
cuando me hace una señal con la cabeza.
El salón de actos es enorme. Deben de caber al menos dos mil personas y,
como siempre, está casi lleno. Quedan algunos asientos vacíos a la izquierda,
cerca del escenario, así que doy la vuelta por la parte de fuera, tratando de
acomodarme en un sitio sin llamar la atención. No tengo de qué preocuparme:
todo el mundo está con el hombre que se encuentra tras el atril del orador. El
ambiente está cargado de energía; es como si hubiera miles y miles de gotas
suspendidas, a punto de caer.
—… no basta con afianzar nuestra seguridad —dice el hombre. Su voz retumba
por el salón. Bajo las altas luces de los fluorescentes, el cabello le brilla
con un tono negro, como un casco. Es Thomas Fineman, el fundador de la ASD—.
Nos hablan de riesgos y de daños, de perjuicios y efectos colaterales. Pero
¿qué peligro entraña para nosotros como pueblo, como sociedad, el que no
actuemos? Si no insistimos en proteger el todo, ¿de qué nos sirve la salud de
una parte?
Aplausos dispersos. Thomas se ajusta los puños y se inclina para acercarse
más al micrófono.
—Este ha de ser nuestro propósito único y unificado. Este es el objetivo de
nuestra manifestación. Pedimos que nuestro gobierno, nuestros científicos,
nuestras agencias, nos protejan. Pedimos que mantengan su lealtad hacia Dios y
hacia su Orden. ¿No fue Dios mismo quien, a lo largo de miles de años, rechazó
millones de especies que eran defectuosas o tenían algún tipo de fallo, en su
camino hacia una creación perfecta? ¿No aprendemos que a veces hay que expurgar
lo débil y lo enfermo para evolucionar una sociedad mejor?
El aplauso asciende hasta alcanzar la cumbre. Yo también aplaudo. Lena
Morgan Jones aplaude.
Esta es mi misión, el trabajo que me ha encontrado Raven. Vigilar a la ASD.
Observar. Mezclarme con ellos.
No me han dicho nada.
—Por último, pedimos al gobierno que mantenga la promesa del Manual de FSS: asegurar la Seguridad,
Salud y Felicidad de nuestras ciudades y de nuestro pueblo.
Yo observo.
Filas de luces altas.
Filas de rostros como medias lunas, pálidos, hinchados, temerosos y
agradecidos: los rostros de los curados.
Una moqueta gris, deshilachada por el roce de tantos pies.
Un hombre a mi derecha resuella, con los pantalones ceñidos por el cinturón
demasiado apretado sobre su panza.
Cerca del escenario, en una pequeña zona acordonada, hay tres sillas. Solo
una está ocupada.
Un chico.
Es lo más interesante que veo. Las otras cosas —la moqueta, los rostros—
son iguales en cada reunión de la ASD. Hasta el hombre gordo. A veces es gordo,
a veces es delgado, otras es una mujer. Pero da igual: todo ellos son siempre
iguales.
El chico tiene el pelo ondulado y de color rubio caramelo, y le llega hasta
la mitad de la mandíbula. Sus ojos son azul oscuro, de un color tormentoso.
Viste un polo rojo, de manga corta a pesar del frío, y vaqueros oscuros bien
planchados. Sus mocasines son nuevos, y lleva un brillante reloj plateado en la
muñeca. Todo en él exuda riqueza. Mantiene las manos juntas sobre el regazo.
Todo en él exuda también distinción. Hasta su expresión impasible, mientras
contempla a su padre sobre el escenario, es fruto de la perfección y de la práctica,
la encarnación del desapego controlado de una persona curada.
Por supuesto, no está curado, todavía no. Es Julián Fineman, el hijo de
Thomas Fineman, y aunque tiene dieciocho años, aún no le han hecho la
operación. Hasta ahora, los científicos se han negado a tratarle. Eso cambiará
el próximo viernes, el mismo día en que está planeada la gran concentración de
la ASD en Times Square. Le practicarán la intervención y entonces estará
curado.
Posiblemente. También es posible que muera, o que su funcionamiento mental
se vea tan dañado que será como si estuviera muerto. Pero aun así le harán la
intervención. Su padre insiste. Julián insiste.
Nunca lo había visto en persona, aunque sabía quién era porque su cara
aparecía en pósteres y en la parte de atrás de los panfletos. Julián es famoso.
Es un mártir de la causa, un héroe de la ASD, preside la división juvenil de la
organización.
Es más alto de lo que esperaba. Y más guapo, también. Las fotos no hacen
justicia al ángulo de su mandíbula ni a la anchura de sus hombros: tiene
constitución de nadador.
En el estrado, Thomas Fineman está acabando su parte del discurso.
—No negamos los peligros derivados de que la cura se administre más
temprano —continúa—, pero afirmamos que los riesgos de retrasarla son aún
peores. Estamos dispuestos a asumir las consecuencias. Tenemos el valor
suficiente para sacrificar a unos pocos por el bien de todos.
Hace una pausa mientras el auditorio se llena de aplausos una vez más, e
inclina la cabeza apreciativamente hasta que se desvanece el rugido. La luz
destella en su reloj. Su hijo y él usan modelos idénticos.
—Y ahora me gustaría presentarles a una persona que encarna todos los
valores de la ASD. Este joven entiende mejor que nadie la importancia de
insistir en una cura, incluso para los jóvenes, incluso para los casos en que
la operación resulta peligrosa. Él comprende que, para que los Estados Unidos
progresen, para que todos nosotros vivamos felices y a salvo, ocasionalmente
hay que sacrificar las necesidades de los individuos. El sacrifico es la
seguridad, y la salud solo puede darse en el todo. Miembros de la ASD, por
favor, den la bienvenida a mi hijo, Julián Fineman.
Clap, clap, clap, aplaude Lena junto al resto de la multitud. Thomas
abandona el escenario cuando su hijo sube. Se cruzan en las escaleras, se
saludan con un breve gesto de asentimiento. No se tocan.
Julián ha traído algunos apuntes que coloca en el atril, delante de él. Por
un momento, el auditorio se llena con el sonido amplificado de los papeles que
se rozan. Los ojos de Julián recorren la multitud y, durante un segundo, se
posan en mí. Entreabre la boca y mi corazón se detiene. Es como si acabara de
reconocerme. Luego sigue paseando la mirada, y mi corazón vuelve a latir contra
mis costillas. Lo único que pasa es que estoy paranoica.
Julián manipula el micrófono para ajustarlo a su altura. Es incluso más
alto que su padre. Es curioso que tengan un aspecto tan distinto: Thomas es
alto, moreno y con aspecto feroz, como un halcón; su hijo es aún más alto y de
hombros anchos, pero rubio, con esos imposibles ojos azules. Solo comparten el
duro ángulo de la mandíbula.
Se pasa una mano por el pelo y me pregunto si estará nervioso, pero cuando
empieza a hablar, su voz tiene un tono firme y lleno de poder.
—Tenía nueve años cuando me dijeron que me estaba muriendo —comienza sin
rodeos, y de nuevo noto esa sensación de expectativa suspendida en el aire.
Gotas relucientes, como si todos nos hubiéramos inclinado hacia delante solo
unos centímetros—. Entonces comenzaron los ataques. El primero fue tan violento
que casi me corté la lengua de un mordisco; durante el segundo, me golpeé la
cabeza contra la chimenea. Mis padres se inquietaron.
Algo se desgarra en mi estomago, muy profundamente, bajo todas las capas
que he ido añadiendo en los últimos seis meses. Atraviesa a la falsa Lena, con
su coraza y sus tarjetas de identidad y la cicatriz de tres puntas en el
cuello.
Este es el mundo en el que vivimos: un mundo de seguridad, felicidad y
orden, un mundo sin amor.
Un mundo en el que los niños se golpean la cabeza en chimeneas de piedra y
casi se cortan la lengua de un mordisco y los padres se inquietan. No están
desconsolados, desesperados, frenéticos. Se inquietan, como cuando suspendes
Matemáticas o como cuando se les olvida pagar los impuestos.
—Los médicos me dijeron que tenía un tumor en el cerebro; estaba creciendo,
y eso era lo que causaba los ataques. La operación para extirparlo pondría en
peligro mi vida. No estaban seguros de que pudiera soportarla. Pero si no me operaban,
si dejaban que el tumor creciera y se expandiera, entonces ya no tendría
ninguna posibilidad.
Hace una pausa y me parece verle lanzar una breve mirada hacia su padre.
Thomas Fineman ha tomado el asiento que su hijo ha dejado vacío, y está
sentado, con las piernas cruzadas y el rostro impasible.
—Ninguna posibilidad —repite Julián—. Y por eso esa cosa enferma, esa
formación, tenía que ser extirpada. Tenía que ser separada del tejido limpio.
De otro modo, no haría más que crecer y conseguiría que el tejido sano acabara
también enfermo.
Revuelve sus papeles y mantiene los ojos fijos en ellos mientras lee en voz
alta:
—La primera operación fue un éxito y, por un tiempo, los ataques
desaparecieron. Luego, cuando tenía doce años, volvieron de nuevo. El cáncer
estaba de vuelta y esta vez presionaba la base del tronco encefálico.
Aprieta con las manos el podio brevemente y luego lo suelta. Por un
momento, reina el silencio. Alguien tose entre el público. Gotas, gotas: todos
somos gotas idénticas, gotas en suspensión, esperando que alguien nos derrame,
que alguien nos muestre el camino, que alguien nos vierta en una dirección
determinada.
Julián alza la vista. A sus espaldas hay una pantalla donde se proyecta su
imagen, quince veces más grande. Sus ojos son un remolino de azul, verde y oro,
como la superficie del océano en un día de sol. Tras la placidez, tras la
consumada calma, me parece ver algo que destella, una expresión que se
desvanece antes de que pueda encontrarle un nombre.
—Desde la primera me han hecho tres operaciones más —continúa—. Han
extirpado el tumor cuatro veces, y en tres ocasiones ha vuelto a aparecer, como
sucede con la enfermedad, a menos que se elimine por completo —hace una pausa
para que se comprendan las implicaciones de su declaración—. Llevo dos años sin
cáncer.
Se oyen algunos aplausos. Alza la mano y el salón vuelve a quedar en
silencio.
Sonríe, y el enorme Julián que hay tras él sonríe también: una versión
pixelada, un borrón.
—Los médicos me han dicho que realizar más operaciones podría poner en
peligro mi vida. Ya han eliminado demasiado tejido, han llevado a cabo
demasiadas extirpaciones; si me hicieran la cura, podría perder por completo la
capacidad de regular mis emociones. Podría dejar de hablar, de ver, de moverme
—se gira un poco en el podio—. Hasta es posible que mi cerebro deje de
funcionar.
No puedo remediarlo, yo también estoy conteniendo el aliento junto a todos
los demás. Solo Thomas Fineman tiene un aspecto relajado: me pregunto con qué
frecuencia habrá escuchado este discurso.
Julián se inclina un poco hacia el micrófono y de pronto es como si se
estuviera dirigiendo a cada uno de nosotros de forma individual. Habla en un
tono bajo y urgente, como si nos susurrara un secreto al oído.
—Es por eso por lo que se han negado a curarme. Llevamos más de un año
luchando para que nos asignen una fecha para la operación, y por fin hemos
conseguido que nos den una. El veintitrés de marzo, el día de nuestro mitin, me
practicarán la intervención.
Otra ronda de aplausos, pero Julián sigue hablando. Aún no ha terminado.
—Será una fecha histórica, aunque puede que sea mi último día. No piensen
que no soy consciente de los riesgos, porque sí lo soy —se endereza y su voz se
hace más potente, atronadora. Los ojos relampaguean en la pantalla,
deslumbrantes, llenos de luz—. Pero no hay otra opción, como no la había cuando
tenía nueve años. Debemos extirpar la enfermedad. Tenemos que suprimirla, sean
cuales sean los riesgos. Si no, no hará más que crecer. Se extenderá como el
peor de los cánceres y nos pondrá en peligro a todos nosotros, a cada persona
nacida en este vasto y maravilloso país. Así que esto es lo que os digo: vamos
a eliminar la enfermedad dondequiera que esté. Tenemos que hacerlo. Muchas
gracias.
Eso es, ya está. Lo ha conseguido. Nos ha inclinado hacia un lado, a todos
los que aguardábamos con una expectación indefinida, y ahora nos vertemos hacia
él, fluyendo en una ola de estruendosos gritos y aplausos. Lena aplaude junto
con los demás, hasta que le arden las palmas; sigue aplaudiendo hasta que se le
quedan entumecidas. La mitad del públicos se pone de pie, vitoreando. Alguien
comienza a vocear una consigna: «¡ASD!, ¡ASD!», y pronto nos unimos todos. Es
ensordecedor, casi rompe los tímpanos. En cierto momento, Thomas se une a su
hijo en el estrado una vez más y se colocan juntos solemnemente, uno al lado
del otro, uno rubio, el otro moreno, como las dos caras de la luna. Los
contemplamos mientras seguimos aplaudiendo, cantando, mostrando nuestra
aprobación con un rugido. Son la luna, nosotros somos una marea y bajo su
liderazgo libramos al mundo de toda la enfermedad y la plaga.
entonces
Siempre hay alguien enfermo en la Tierra Salvaje. En cuanto me encuentro lo
bastante bien como para salir de la enfermería y pasar a ocupar un colchón en
el suelo, Squirrel toma el relevo, y después Grandpa. Por la noche, en el hogar
resuenan los ruidos de toses, de respiraciones agitadas, de gente que parlotea
por la fiebre: sonidos de la enfermedad que atraviesan las paredes y nos llenan
a todos de temor. El problema es el espacio y la cercanía. Vivimos amontonados
unos sobre otros, respiramos el mismo aire que estornudamos, lo compartimos
todo. Nada ni nadie está verdaderamente limpio.
El hambre nos corroe y nos vuelve irritables. Tras mi primera exploración,
me he retirado al subsuelo como un animal que se arrastra desesperadamente
hasta alcanzar la seguridad de su madriguera. Pasa un día, luego otro. Siguen
sin llegar víveres. Cada mañana va gente distinta a comprobar los mensajes;
deduzco que han encontrado alguna forma de comunicarse con los simpatizantes y
con la Resistencia del otro lado. Eso es todo lo que puedo hacer: escuchar,
observar, guardar silencio.
Por las tardes duermo y, cuando no puedo dormir, cierro los ojos y me
imagino que estoy de nuevo en la casa abandonada del número 37 de la calle
Brooks y que Álex está tumbado junto a mí. Intento atravesar la cortina, pienso
que si de algún modo consigo desandar los días que han trascurrido desde la
escapada, si puedo reparar ese desgarrón en el tiempo, podré recuperarle.
Pero en cuanto abro los ojos, veo que sigo ahí, en un colchón en el suelo,
aún hambrienta.
Al cabo de cuatro días, todo el mundo se mueve lentamente como si nos
encontráramos bajo el agua. Me resulta imposible alzar las cazuelas. Si intento
ponerme de pie demasiado rápido, me dan mareos. Paso mucho tiempo en cama y,
cuando no estoy acostada, me da la impresión que todos me miran con hostilidad;
puede sentir el resentimiento de los inválidos, duro, como una pared. Quizá son
solo imaginaciones mías, pero, después de todo, esto es por mi culpa.
La caza tampoco ha ido bien. Roach atrapa algunos conejos y hay bastante
excitación general, pero la carne es dura y tiene mucho cartílago y, cuando la
sirven, casi no llega para todos.
Raven insiste en que sigamos la misma rutina y en que lo mantengamos todo
limpio. Mientras barro el almacén, oigo de pronto gritos desde la superficie,
risas y carreras. Por las escaleras bajan pies apresurados. Hunter entra
decidido en la cocina, seguido por una mujer mayor, Miyako. Hace días que no
los veo con tanta energía, ni a ellos ni a nadie.
—¿Dónde está Raven? —me pregunta Hunter sin aliento.
Me encojo de hombros.
—No lo sé.
Miyako suelta un gruñido de exasperación y ambos se dan la vuelta,
dispuestos a subir las escaleras de nuevo a toda prisa.
—¿Qué pasa?
—Nos ha llegado un mensaje del otro lado —dice Hunter. Así llaman a las
comunidades valladas: «el otro lado» cuando se sienten caritativos; si no
Zombilandia—. Los pertrechos llegarán hoy. Necesitamos ayuda para recogerlos.
—¿Tú puedes ayudar? —pregunta Miyako, evaluándome. Ella es ancha de hombros
y muy alta; si comiera la suficiente, sería una amazona. En la situación
actual, es puro músculo y nervio.
Muevo la cabeza en sentido negativo.
—Yo. aún no he recuperado las fuerzas.
Hunter y Miyako intercambian una mirada.
—Los otros nos ayudarán —murmura Hunter. Luego suben de nuevo las
escaleras, deprisa y me dejan sola.
Regresan esa misma tarde diez personas, cargando con las resistentes bolsas
de basura empapadas de agua que nos han llegado por el río Cocheco, en la
frontera. Ni siquiera Raven puede mantener el orden o controlar la excitación.
Todos rompen las bolsas en pedazos, gritando y saltando de alegría a medida que
los víveres caen al suelo: latas de alubias, atún, pollo, sopa, paquetes de
arroz, harina, lentejas y más alubias; cecina, sacos de frutos secos y
cereales, huevos cocidos envueltos en un nido de toallas, tiritas, vaselina,
cacao para los labios, medicamentos, incluso un paquete nuevo de ropa interior,
ropas, botes de jabón y champú.
Sarah abraza la cecina contra su pecho y Raven acerca la nariz a un paquete
de jabón y aspira su aroma. Es como una fiesta de cumpleaños, pero mejor: es de
todos, es para compartirlo. En ese momento siento una ráfaga de felicidad. Solo
por un instante, me da la sensación de que pertenezco a este lugar.
Nuestra suerte ha cambiado. Pocas horas después, Tack caza un ciervo.
Esa noche disfrutamos de nuestra primera comida en condiciones desde que
llegué. Nos servimos enormes platos de arroz integral cubierto con carne
estofada, tomates triturados y hierbas secas. Está tan rico que me dan ganas de
llorar y, de hecho, Sarah lo hace: solloza sentada frente a su plato. Miyako le
pasa el brazo por el hombro y le susurra algo. Ese gesto me recuerda a mi
madre: hace algunos días le pregunté a Raven por ella, pero no pudo decirme
nada.
«¿Qué aspecto tiene?», me preguntó. Tuve que confesar que no lo sabía.
Cuando yo era niña, tenía el pelo castaño, largo y suave, y la cara redonda.
Pero después de más de diez años en las Criptas, la cárcel de Portland, donde
pasó toda mi vida mientras yo la creía muerta, dudo que se parezca a la mujer
de mis borroso recuerdos infantiles.
«Se llama Annabel», le dije, pero Raven ya estaba negando con la cabeza.
—Come, come —le insta Miyako a Sarah, y esta obedece. Todos lo hacemos,
vorazmente: cogemos el arroz con la mano y lamemos el plato hasta dejarlo
limpio. A alguien del otro lado hasta se le ha ocurrido incluir una botella de
whisky cuidadosamente envuelta en una sudadera, y todo el mundo aplaude cuando
va pasando. Solo he bebido alcohol una o dos veces cuando vivía en Portland y
nunca le vi el punto, pero cuando me llega la botella le doy un traguito. Me
quema a medida que baja y me hace toser. Hunter sonríe y me da palmadas en la
espalda. Tack casi me arranca la botella de las manos.
—No bebas si luego lo vas a escupir —me espeta con aspereza.
—Ya te acostumbrarás —susurra Hunter, inclinado sobre mí; casi las mismas
palabras que me dijo Sarah hace una semana. No estoy segura de si se refiere al
whisky o a la actitud de Tack, pero ya noto un cálido bienestar que se extiende
por mi estómago. Cuando la botella vuelve a llegar a mi lado, le doy un trago
más largo, y luego otro, y el calor se extiende hasta mi cabeza.
Más tarde lo veo todo dividido, fragmentado, como una serie de fotografías
barajadas que caen al azar. Miyako y Lu en el rincón, con los brazos entrelazados,
bailando mientras los demás aplauden; Blue, hecha un ovillo en el asiento y
luego Squirrel llevándola en sus brazos, dormida, fuera del cuarto; Raven, de
pie en uno de los bancos, dando un discurso sobre la libertad. Se ríe también y
el pelo le cae como una cortina brillante. Tack la ayuda a bajar, manos morenas
en torno a su cintura, un momento suspendido cuando ella se detiene en el aire,
entre sus brazos. Me recuerda a bandadas de pájaros que salen volando. Me
recuerda a Álex.
Un día, Raven se vuelve hacia mí y me suelta de repente:
—Si quieres quedarte, tendrás que trabajar.
—Ya trabajo —replico yo.
—Tú limpias —me rebate ella—. Y hierves el agua. Los demás traemos agua,
buscamos comida y salimos a recoger los mensajes. Hasta Grandma trae agua, y
acarrea los cubos grandes durante tres kilómetros. Y eso que tiene sesenta
años.
—Yo…
Claro que tiene razón, y lo sé. La culpa me acompaña cada día, tan pesada
como el aire enrarecido del hogar. Oí a Tack comentarle a Raven que conmigo se
desperdicia una buena cama. Tuve que quedarme agachada en el almacén durante
casi media hora abrazándome las rodillas hasta que dejé de temblar. Hunter es
el único de los habitantes del hogar que es bueno conmigo, pero es que él es
bueno con todo el mundo.
—No estoy lista. Aún no he recuperado las fuerzas.
Ella me contempla durante un momento y deja que el silencio se extienda
incómodo entre nosotras para que me percate de lo absurdo de mis palabras. Si
todavía no estoy lo suficientemente fuerte, también es por mi culpa.
—Pronto nos iremos. El traslado comenzará dentro de algunas semanas.
Necesitaremos toda la ayuda posible.
—¿El traslado? —repito.
—Nos vamos al sur —se vuelve y hace ademán de alejarse por el pasillo—.
Cerramos el hogar para el invierno. Si quieres venir, tendrás que colaborar.
Luego se detiene.
—También puedes quedarte aquí, claro —añade volviéndose y arqueando una
ceja—. Aunque los inviernos son letales. Cuando se hiela el río, no podemos
conseguir más provisiones. Pero quizá es eso lo que quieres.
Yo no digo nada.
—Tienes hasta mañana para decidir —sentencia.
A la mañana siguiente, Raven me despierta en mitad de una pesadilla. Me
incorporo jadeando. Recuerdo que caía por el aire y que había una masa de
pájaros negros. Todas las chicas siguen durmiendo y la habitación está llena de
su respiración rítmica.
Debe haber una vela encendida en el pasillo, porque un rayito de luz
penetra en el cuarto. Apenas puedo distinguir la silueta de Raven, agachada
junto a mí. Me doy cuenta de que ya está vestida.
—¿Qué has decidido? —musita.
—Quiero ir con vosotros —susurro a mi vez. Es lo único que soy capaz de
decir. Mi corazón sigue latiendo con fuerza en el pecho.
No puedo ver su sonrisa, pero me parece oírla: los labios que chasquean,
una pequeña exhalación que podría ser una risa.
—Me alegro por ti —sostiene un cubo abollado—. Es hora de ir por agua.
Se retira y yo busco a tientas mi ropa en la oscuridad. Cuando llegué al
hogar, el cuarto de dormir me provocó una sensación de caos, una explosión de
telas, de prendas y de pertenencias desordenadas. Con el tiempo me he dado
cuenta de que no está tan desorganizado. Cada persona tiene un pequeño espacio,
circunscrito por sus posesiones. Hemos trazado círculos invisibles en torno a
nuestras pequeñas camas, mantas o colchones, y la gente defiende esos nichos
como sea, como perros que marcan su territorio. Hay que mantener todo lo que
posees y necesitas dentro de tu pequeño círculo. Si sale de esa línea, deja de
ser tuyo. La ropa que he cogido del almacén está doblada al pie de mi manta.
Salgo del cuarto y camino por el pasillo, guiándome por el tacto. Encuentro
a Raven en la cocina, rodeada de cubos vacíos, atizando el fuego de anoche con
el extremo romo y calcinado de un palo largo. No ha encendido las linternas
aquí tampoco: sería un desperdicio de pilas. El olor de la madera quemada, las
sombras y los hombros de Raven recubiertos de un resplandor naranja que me dan
la impresión de que continúo soñando.
—¿Lista?
Se vuelve hacia mí, se endereza y se cuelga un cubo de cada brazo.
Yo asiento y ella me señala con la cabeza los demás cubos.
Subimos las escaleras y salimos al mundo exterior. Abandonar el
subterráneo, el aire cerrado y la falta de espacio, resulta tan asombroso y
abrupto como la primera vez, cuando exploré el resto del hogar con Sarah. Lo
primero que me sorprende es el frío. El viento helado me atraviesa la camiseta,
y suelto un grito ahogado sin darme cuenta.
—¿Qué pasa? —pregunta Raven, hablando con un tono normal ahora que estamos
afuera.
—Frío —replico. El aire huele ya a invierno, aunque las copas aún conservan
sus hojas. En el borde del horizonte, por encima de la irregular y deshilachada
línea de los árboles, se ve un pequeño resplandor dorado donde el sol comienza
a elevarse poco a poco. El mundo es gris y morado, y los animales y los pájaros
comienzan a moverse.
—Falta menos de una semana para octubre —comenta Raven encogiéndose de
hombros—. Cuidado con lo que pisas —añade cuando tropiezo con un trozo de metal
retorcido medio hundido en la tierra.
Entonces me doy cuenta de que he estado dejándome llevar al ritmo de los
días, sin pensar en las fechas: mientras estaba enterrada bajo el suelo, he
supuesto que el resto del mundo también se mantenía inmóvil.
—Dime si camino demasiado rápido —me pide Raven.
—Vale —respondo. Mi voz suena extraña en el aire vacío, tenue, de este
mundo otoñal.
Nos abrimos paso a través de la antigua calle mayor. Raven camina con
facilidad, evitando casi instintivamente los trozos rotos de hormigón y la
basura de metal retorcido, al igual que lo hacía Sarah. En la entrada a la
cámara acorazada del banco, donde duermen los chicos, nos espera Bram. Tiene el
pelo oscuro y la piel color café. Es uno de los más silenciosos, uno de los
pocos que no me dan miedo. Hunter y él están siempre juntos, y verlos así me
trae recuerdos de Hana y yo: la una morena, la otra rubia. Raven le pasa varios
cubos en silencio y él se une a nosotros sin hablar, pero me sonríe y se lo
agradezco.
Aunque el aire es frío, pronto empiezo a sudar y el corazón me presiona
dolorosamente contra las costillas. Hace más de un mes que no camino más de
veinte metros de una vez. Tengo los músculos débiles y enseguida me duelen los
hombros de cargar incluso con los cubos vacíos. No hago más que mover las asas
en las palmas; me niego a quejarme o a pedirle ayuda a Raven, aunque debe de
haberse dado cuenta de que me cuesta mantenerme a su altura. No quiero ni
pensar en lo largo y lento que va a ser el camino de vuelta, cuando los cubos
estén llenos.
Hemos dejado atrás el hogar y la antigua calle mayor y nos dirigimos hacia
los árboles. En torno a nosotros, las hojas muestran diferentes matices de
dorado, naranja, rojo y marrón.
Es como si el bosque entero estuviera ardiendo, un bello fuego lento.
Siento el espacio a mi alrededor, sin límites ni muros, el aire libre y
brillante. Los animales se mueven a ambos lados sin que los veamos, produciendo
un crujido al pisar las hojas secas.
—Casi hemos llegado —informa Raven desde delante—. Lo estás haciendo muy
bien, Lena.
—Gracias —respondo entre jadeos. Me cae el sudor en los ojos y me cuesta
creer que antes tuviera frío. Ni siquiera me molesto en apartar de mi camino
las ramas sueltas. Bram va delante de mí y, según avanza, las ramas se doblan.
Cuando paso me golpean fuerte en brazos y piernas, dejándome pequeñas marcas de
latigazos en la piel. Estoy demasiado cansada para que me importe. Siento como
si llevara horas caminando, pero eso es imposible. Sarah comentó que el río
estaba a unos dos kilómetros. Además, el sol acaba de elevarse.
Avanzamos un poco más y lo oímos, por encima del gorjeo de los pájaros y
del ruido del viento entre los árboles: un sonido bajo, el murmullo del agua en
movimiento. Luego, los árboles se separan, el suelo se vuelve rocoso y nos
encontramos en el borde de un riachuelo amplio y calmo. El sol se refleja en el
agua y da la sensación de que hay monedas brillando bajo la superficie. A unos
quince metros hacia la izquierda, cae una pequeña cascada y el río rodea una
serie de piedrecitas negras, manchadas de líquenes. De repente tengo que
contener las ganas de llorar. Este lugar ha existido siempre: cuando las
ciudades fueron bombardeadas y cayeron en la ruina, cuando los muros se
elevaron, el riachuelo estaba aquí, saltando sobre las rocas, lleno de su
propia risa secreta.
Somos cosas tan pequeñas, tan tontas… Durante la mayor parte de mi vida
pensé que la naturaleza era estúpida: ciega, animal, destructora. Nosotros, los
humanos, éramos limpios e inteligentes, y teníamos el control; habíamos luchado
para someter al resto del mundo, lo habíamos derribado a golpes, lo habíamos
fijado en una diapositiva y en las páginas del Manual de FSS.
Raven y Bram ya se han metido en el río y se inclinan para llenar los
cubos.
—Venga —ordena Raven, cortante—. Los otros se estarán despertando.
Ambos han venido descalzos; yo me agacho para desatarme los cordones. Tengo
los dedos hinchados de frío, aunque ya no puedo sentirlo. Me arde el cuerpo. Lo
paso mal con los cordones y, cuando me acerco al agua, Raven y Bram ya tienen
sus cubos llenos y alineados en la orilla. En la superficie flotan briznas de
hierba e insectos muertos que giran. Luego los quitaremos y herviremos el agua
para esterilizarla.
En cuanto doy un paso en el río, estoy a punto de caerme. Incluso acerca de
la orilla la corriente es mucho más fuerte de lo que parece. Muevo los brazos
como loca tratando de mantener el equilibrio y dejo caer uno de los cubos.
Bram, que está esperando en la orilla, se echa a reír. Su risa es aguda y
sorprendentemente dulce.
—Venga —Raven le da un empujón—. Ya vale de espectáculo. Nos vemos en el
hogar.
Bram se lleva obedientemente dos dedos a la sien.
—Hasta luego, Lena —se despide, y me doy cuenta de que es la primera vez
que alguien que no sea Raven, Sarah o Hunter me dirige la palabra en una
semana.
—Hasta luego —contesto.
El lecho del riachuelo está cubierto de pequeños guijarros. Los siento
resbaladizos y duros contra la planta de los pies. Recupero el cubo caído y me
agacho bastante, como han hecho Raven y Bram, para llenarlo. Cargar con él
hasta la orilla me cuesta más. No tengo fuerza en los brazos y las asas de
metal se me clavan dolorosamente en las palmas.
—Falta uno más —indica Raven, observándome de brazos cruzados.
El siguiente es un poco más ancho que el primero, y más difícil de manejar
una vez lleno. Tengo que llevarlo con las dos manos, algo agachada, y me golpea
la espinilla. Llego a la orilla y lo deposito con un suspiro de alivio. No
tengo ni idea de cómo conseguiré volver al hogar cargando los dos a la vez. Es
imposible. Me va a llevar horas.
—¿Lista? —pregunta Raven.
—Dame solo un minuto —digo posando las manos en las rodillas. Ya me
tiemblan un poco los brazos. Me gustaría quedarme aquí el mayor tiempo posible,
con el sol que se cuela entre los árboles, el arroyo que habla su propio
lenguaje antiguo y los pájaros que vuelan de un lado a otro como sombras
oscuras. «A Álex le encantaría este sitio», me digo sin querer. He intentado
con todas mis fuerzas no pensar en su nombre, ni siquiera recordar la idea.
Junto a la orilla hay un pajarito con un plumaje de color azul tinta que se
acicala con el agua, y de repente me entra un deseo intenso de desnudarme y
nadar para limpiarme todas las capas de polvo, sudor y mugre que no he podido
quitarme en el hogar.
—¿Te puedes dar la vuelta? —le pregunto a Raven. Pone los ojos en blanco
con aire divertido, pero accede.
Me quito los pantalones, la ropa interior y la camiseta, y lo dejo todo en
la hierba. Entrar en el agua me produce dolor y placer a partes iguales; me
recorre el cuerpo entero un frío cortante, una sensación pura. A medida que
avanzo hacia el centro del riachuelo, las piedras que piso se hacen amplias y
planas y la corriente tira de mis piernas con más fuerza. Aunque no es muy
ancho, más allá de la cascada diminuta hay un espacio oscuro donde el lecho se
hunde y forma una poza natural en la que se puede nadar. Estoy de pie
temblando, el agua me llega a las rodillas, y en el último momento me echo
atrás. Está tan fría. El agua parece tan oscura, negra y profunda.
—No te voy a esperar eternamente —me grita Raven, vuelta de espaldas.
—¡Cinco minutos! —contesto, y extiendo los brazos y me zambullo en la
profundidad del agua. Siento un golpe: el frío es un muro gélido e impenetrable
que me desgarra cada nervio del cuerpo; me pitan lo oídos y siento un murmullo
a mi alrededor. El aliento me abandona y salgo con la respiración entrecortada,
rompiendo la superficie del agua, mientras el sol se eleva y el cielo se vuelve
más profundo, se hace sólido, casi inalcanzable.
Y así, de repente, el frío desaparece. Meto la cabeza bajo el agua,
tragando líquido, y dejo que la corriente me arrastre en la dirección que
quiera. Con la cabeza bajo el agua, casi puedo comprender su idioma, el sonido
balbuceante, como un gorgoteo. Sumergida, escucho cómo el arroyo pronuncia el
nombre que me he esforzado en olvidar: Álex,
Álex, Álex. También oigo cómo se lleva el nombre lejos de mí. Salgo del
arroyo temblando y riendo, y me visto mientras me castañetean los dientes, con
las uñas ribeteadas de azul.
—Nunca antes te había oído reír —comenta Raven una vez que me he puesto la
ropa. Lleva razón. No me había reído desde que llegué a la Tierra Salvaje. Es
una sensación tontamente maravillosa—. ¿Estás lista?
—Sí —respondo.
Ese primer día cargo un solo cubo cada vez, agarrándolo con las dos manos.
Se me cae agua al avanzar, y yo juro y maldigo. Un pequeño avance, deposito el
cubo, vuelvo por el otro. Avanzo algunos metros. Luego, pausa, descanso, jadeo.
Raven se adelanta. De vez en cuando hace una parada, deja sus cubos,
arranca trozos de corteza de los árboles y los tira por el sendero para que
encuentre el camino cuando se ha alejado demasiado y no la veo. Vuelve media
hora después, con una taza de metal llena de agua potabilizada y un retal de
algodón lleno de almendras y pasas. El sol ya está alto y brillante y su luz
penetra entre los árboles como una cuchilla.
Raven se queda conmigo, aunque en ningún momento me ofrece ayuda. Tampoco
se la pido. Me mira impasible, con los brazos cruzados, mientras yo recorro mi
lento y doloroso trayecto por el bosque.
Recuento final: dos horas y tres ampollas en las palmas, una del tamaño de
una cereza. Los brazos me tiemblan tanto que apenas puedo llevármelos a la cara
cuando intento enjuagarme el sudor. Un corte rojo en una mano, donde el asa de
metal de uno de los cubos me ha abierto la piel.
Durante la cena, Tack me sirve una enorme cantidad de arroz con alubias y,
aunque apenas puedo sostener el plato por las ampollas y a Squirrel se le ha
quemado el arroz, que está marrón y crujiente por la parte de abajo, me parece
que es lo mejor que he comido desde que vine a la Tierra Salvaje.
Después de cenar, me siento tan cansada que me quedo dormida con la ropa
puesta, casi en cuanto apoyo la cabeza contra la almohada, y por eso se me
olvida pedirle a Dios, en mis oraciones, que no me deje despertar.
Solo a la mañana siguiente me doy cuenta de qué día es: veintiséis de
septiembre.
A Hana le hicieron la operación ayer.
Hana se ha ido.
No he llorado desde que Álex murió.
Álex está vivo.
Eso se convierte en mi mantra. Es lo que me repito cada día a medida que
emerjo al amanecer oscuro y a la niebla, y comienzo, lenta y concienzudamente,
a entrenarme otra vez.
Si soy capaz de llegar corriendo hasta el antiguo banco, con los pulmones
que me estallan y los muslos temblorosos, entonces Álex estará vivo.
Primero son solo quince metros; luego, veinte; luego, dos minutos seguidos;
luego, cuatro.
Si consigo llegar hasta aquel árbol, Álex volverá.
Álex está justo más allá de esa colina; si consigo llegar arriba sin
detenerme, estará allí.
Al principio, tropiezo y casi me tuerzo el tobillo media docena de veces.
No estoy acostumbrada a este paisaje accidentado, lleno de basura, y apenas
distingo los obstáculos a la luz baja y turbia del alba. Pero mi vista mejora o
mis pies se aprenden el camino, y algunas semanas después me acostumbro a los
planos y ángulos del terreno y a la geometría de todas estas calles y edificios
rotos, y consigo recorrer toda la calle mayor sin mirar al suelo.
Y después llego más lejos, y más rápido.
Álex está vivo. Un esfuerzo más, solo el sprint final, y ya verás.
Cuando Hana y yo estábamos en el equipo de cross, solíamos motivarnos con
este tipo de jueguecitos mentales. Correr es una disciplina de la mente más que
otra cosa. Uno vale tanto como su entrenamiento, y tu entrenamiento vale solo
lo que tu fuerza mental. Si consigues
hacer los doce kilómetros sin caminar, sacarás un diez en los exámenes de
Historia. Nos solíamos decir la una a la otra ese tipo de cosas. A veces
funcionaba; otras veces, no. A veces, riendo, nos rendíamos en el kilómetro
diez: «¡Vaya! A la mierda la nota de Historia».
Esa es la cuestión: en realidad, no nos importaba. Un mundo sin amor es
también un mundo donde no hay nada en juego.
Álex está vivo. Un poco más, más, más. Corro hasta que se me hinchan los
pies, hasta que me sangran los dedos y me salen ampollas. Raven me riñe
mientras me prepara cubos de agua fría para que ponga los pies en remojo, me
dice que tenga cuidado y me advierte del riesgo de infección. Los antibióticos
no se consiguen fácilmente por aquí.
La mañana siguiente, me envuelvo los dedos en trapos antes de meterlos en
las zapatillas y vuelvo a correr. Si eres capaz, solo un poco más lejos, solo
un poco más deprisa, ya verás, ya verás, ya verás. Álex está vivo.
No estoy loca. Ya sé que no está vivo, no de verdad. En cuanto acabo de
correr y vuelvo cojeando hacia la cripta de la iglesia, me doy cuenta de la
verdad: la estupidez de todo esto, el sinsentido. Álex se ha ido y, por mucho
que corra, que me esfuerce o que sangre, no va a volver.
Lo sé. Pero cuando estoy corriendo, hay siempre una fracción de segundo en
que el dolor me parte por la mitad, casi no puedo respirar y todo lo que veo es
una mancha de color, y en esa décima de segundo, justo cuando el dolor alcanza
su punto culminante y se hace imposible y noto cómo me atraviesa algo blanco,
entonces veo algo a mi izquierda, un parpadeo de color (pelo castaño, intenso, como
una corona de hojas), y entonces sé también que si volviera la cabeza, él
estaría ahí, riendo, mirándome, con los brazos abiertos hacia mí.
Nunca vuelvo la cabeza para mirar, claro. Pero un día lo haré. Un día
miraré y él estará de vuelta, y todo irá bien.
Mientras tanto, corro.
ahora
Después de la reunión de la ASD, sigo a la muchedumbre que sale a la luz de
la primavera temprana. La energía sigue ahí, latiendo en todos nosotros, pero a
la luz del sol y con el frío resulta más mezquina, tiene un filo más duro; es
un impulso para destruir.
Hay varios autobuses esperando en la acera, y las colas para subir
describen un zigzag que sube por las escaleras del Javits Center. Llevo media
hora esperando y ya he visto volver tres veces los autobuses cuando me doy
cuenta de que me he dejado uno de los guantes en el salón de actos. Consigo no
ponerme a maldecir. Estoy rodeada de curados y no quiero levantar sospechas.
Como me faltan solo veinte personas para llegar a la cabeza de la fila, por
un momento me planteo dejar el guante. Pero los últimos seis meses me han
enseñado mucho sobre la escasez: en la Tierra Salvaje es prácticamente un
pecado el desperdiciar y, además, casi siempre trae mala suerte. «Si malgastas
hoy, mañana te faltará»: otro de los mantras favoritos de Raven.
Me salgo de la fila, lo que atrae miradas confusas y ceños fruncidos, y
vuelvo escaleras arriba hacia las puertas de cristal esmerilado. El regulador
que se ocupaba del detector de metales ya se ha ido, aunque ha dejado una radio
portátil enchufada y medio vaso de café sin la tapa. La mujer que comprobó mi
tarjeta de identidad también se ha ido, y han retirado la mesa plegable de los
folletos de la ASD. Las luces superiores están apagadas y, en la penumbra, el
vestíbulo parece incluso más amplio de lo normal.
Al abrir de un empujón las puertas del salón, por un instante me siento
desorientada. De repente veo la cima enorme de una montaña cubierta de nieve,
como si yo cayera hacia ella desde arriba. La foto está proyectada, enorme, en
la pantalla donde antes se encontraba la cara ampliada de Julián Fineman. El
resto del salón está a oscuras, y la imagen es vívida y definida. Distingo un
denso anillo de árboles en la base, como pelo negro, y unos picos afilados como
cuchillos en la cumbre coronada de encaje blanco. Me quedo sin aliento. Es
hermoso.
Luego, la imagen cambia. Esta vez contemplo una playa de arena pálida y un
océano como un remolino verde y azul. Avanzo hacia el interior de la sala
conteniendo un grito. No he vuelto a ver el mar desde que me fui de Portland.
La imagen cambia otra vez. Ahora la pantalla está llena de árboles enormes
que se elevan hacia el cielo, apenas visible por el dosel que forman las
gruesas ramas. La luz del sol se refleja en ángulos agudos sobre los troncos
rojizos y la vegetación de flores y rizados helechos verdes. Sigo avanzando,
encantada, embelesada, y me tropiezo con una de las sillas metálicas plegables.
Al momento, una persona se levanta en la primera fila y una silueta en sombra
aparece flotando en la pantalla, ocultando parte del bosque. La pantalla se
queda en blanco y se encienden las luces: la silueta es Julián Fineman. En la
mano tiene un control remoto.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunta enérgicamente. Claramente, le he pillado con
la guardia baja—. La reunión ha terminado —añade sin esperar respuesta.
Por debajo de esa actitud agresiva, noto algo más: vergüenza. Y estoy
segura, en ese momento, de que este es el secreto de Julián Fineman: se sienta
en la oscuridad y se imagina en otros lugares. Mira fotos hermosas.
Me quedo tan sorprendida que apenas pudo soltar, tartamudeando:
—Yo. Se me ha perdido un guante.
Julián aparta la mirada y aprieta el mando a distancia. Cuando sus ojos
vuelven a posarse en los míos, ha recuperado la compostura y la cortesía.
—¿Dónde estabas sentada? —me pregunta—. Puedo ayudarte a buscarlo.
—No —suelto en voz demasiado alta. Sigo en estado de shock. El aire entre
nosotros sigue estando cargado, es inestable, como durante la reunión. Una
parte profunda de mí sufre. Ver esas imágenes, ese océano aumentado en la
enorme pantalla, me ha hecho sentir como si pudiera caer por el espacio y
llegar al bosque, o lamer la nieve de esa cumbre igual que si fuera nata
montada. Ojalá pudiera pedirle que apagara las luces y me las mostrara de
nuevo.
Pero él es Julián Fineman, es todo lo que odio, y no voy a pedirle nada.
Me desplazo rápidamente adonde estaba sentada durante la reunión. Él me
observa todo el rato sin moverse. Se queda ahí totalmente quiero, ante la
pantalla en blanco. Solo sus ojos se mueven, están vivos. Puedo sentirlos en mi
nuca, en mi espalda, enredados en mi pelo. Encuentro el guante sin dificultad,
lo recojo del suelo y lo enarbolo bien alto para que lo vea.
—Lo he encontrado —digo, evitando cuidadosamente sus ojos. Me dirijo
presurosa a la salida, pero me detiene con una pregunta.
—¿Cuánto tiempo llevabas ahí?
—¿Cómo?
Me vuelvo otra vez a mirarle. Su rostro en este momento resulta carente de
expresión, imposible de leer.
—¿Cuánto tiempo llevabas ahí detrás? ¿Cuántas imágenes has visto?
Dudo, preguntándome si es una especie de prueba.
—He visto la montaña —digo por fin.
Se mira los pies y luego sube la vista. Incluso desde lejos me sobresalta
la claridad de sus ojos.
—Estamos buscando fortalezas —comenta alzando la barbilla, como si esperara
que yo le contradijera—. Campamentos de inválidos. Estamos usando todo tipo de
técnicas de vigilancia.
Vale, otro hecho probado: Julián Fineman es un mentiroso.
Al mismo tiempo, es un síntoma de progreso que alguien como él use siquiera
la palabra inválido. Hace dos años,
se suponía que los inválidos ni siquiera existían. Se creía que habíamos sido
exterminados durante la gran campaña de bombardeo. Éramos un mito, como los
unicornios y los hombres lobo.
Eso fue antes de los incidentes, antes de que la Resistencia comenzara a
hacerse notar con más fuerza, hasta el punto en que se hizo imposible ignorar
su existencia.
Me obligo a sonreír.
—Espero que los encontréis —digo—. Espero que los encontréis a todos y cada
uno de ellos.
Julián asiente con la cabeza.
Al volverme, añado:
—Antes de que ellos os encuentren a vosotros.
Su voz suena cortante.
—¿Qué has dicho?
Le lanzo una mirada por encima del hombro.
—Antes de que nos encuentren a nosotros —respondo. Abro las puertas de un
empujón, y luego dejo que se cierren a mi espalda.
Cuando llego de vuelta a Brooklyn, ya se ha puesto el sol. El apartamento
está frío. Las persiana están echadas y sólo hay una luz encendida en el recibidor.
Sobre el aparador de la entrada hay un montón de cartas.
NADIE ESTARÁ A SALVO HASTA QUE TODOS ESTÉN CURADOS, dice el primer sobre en
nítida letra de imprenta, encima de nuestra dirección. Luego, debajo: POR
FAVOR, APOYE A LA ASD.
Junto al correo hay una pequeña bandeja de plata con nuestros documentos de
identificación. Hay dos tarjetas de identidad colocadas una junto a la otra:
Rebecca Ann Sherman y Thomas Clive Sherman, ambos con caras serias en sus
retratos oficiales, mirando directamente al frente. Rebecca tiene el cabello
negro como el carbón, con la raya perfectamente trazada, y grandes ojos verdes.
Thomas lleva el pelo tan corto que resulta difícil saber de qué color es. Tiene
los ojos semi-cerrados, como si estuviera a punto de dormirse.
Bajo las tarjetas están sus documentos, unidos con un clip. Si alguien los
hojeara, podría enterarse de todos los hechos relevantes de sus vidas: fechas y
lugares de nacimiento, padres y abuelos, sueldos, notas escolares, incidentes
de desobediencia, evaluaciones y notas finales, fecha y lugar de su ceremonia
de boda, todas sus direcciones anteriores.
Por supuesto, Rebecca y Thomas no existen en realidad, como tampoco existe
Lena Morgan Jones: una muchacha de rostro delgado, que tampoco sonríe en su
tarjeta oficial de identidad. Coloco mi tarjeta junto a la de Rebecca. Nunca se
sabe cuándo podría haber una redada o un censo. Más vale no tener que andar
buscando los documentos. Más vale que nadie se ponga a fisgar por aquí.
Hasta que llegué a Nueva York no comprendí la obsesión de Raven por el
orden en la Tierra Salvaje: todas las superficies deben tener el aspecto
adecuado. Deben estar pulidas. No deben tener migas.
De esa forma no hay rastro que seguir.
En el salón, las cortinas están cerradas. Así se conserva el calor y se
mantienen alejados los ojos curiosos: de los vecinos, de los reguladores, de
las patrullas que pasan. En Zombilandia siempre hay alguien vigilando. La gente
no tiene nada más que hacer. No piensa. No siente pasión, ni odio, ni tristeza.
No sienten nada más que miedo y deseo de controlar. Así que vigilan, fisgan,
husmean.
En la parte de atrás del apartamento está la cocina. Colgadas en la pared,
sobre la mesa, hay una fotografía de Thomas Fineman y otra de Cormac T. Holmes,
el científico a quien se atribuye la primera cura que se llevó a cabo con
éxito.
Más allá de la cocina hay una especie de pequeña alcoba que sirve de
despensa. Está cubierta de baldas estrechas y llena a rebosar de comida. El
recuerdo de haber pasado hambre es difícil de olvidar, y todos nos hemos
convertido en unos acaparadores en secreto. Llevamos barritas de cereales en el
bolso y nos llenamos los bolsillos con sobres de azúcar.
Nunca se sabe cuándo puede volver el hambre.
Una de las tres paredes de la despensa es, en realidad, una puerta oculta.
La abro suavemente y aparece ante mis ojos un tramo de bastos peldaños de
madera. Una luz mortecina ilumina el sótano y me llega el sonido entrecortado
de voces. Raven y Tack están discutiendo; nada nuevo. Oigo que Tack dice con tono
de reproche:
—Es que no entiendo por qué no podemos ser sinceros unos con otros. Se
supone que estamos del mismo lado.
—Ya sabes que eso es muy poco realista, Tack —responde Raven cortante—. Es
mejor así. Tienes que fiarte de mí.
—Tú eres la que no se fía.
La voz se corta de repente cuando cierro la puerta a mi espalda con
bastante ruido, para que sepan que estoy ahí. Detesto oírlos pelear. Nunca
había oído discutir a adultos hasta que escapé a la Tierra Salvaje, aunque con
el tiempo me he ido acostumbrando. He tenido que hacerlo. Da la sensación de
que siempre están riñendo por algo.
Bajo las escaleras. Al verme, Tack se aparta y se pasa una mano por los
ojos. Raven dice bruscamente:
—Llegas tarde. La reunión ha terminado hace horas. ¿Qué ha pasado?
—He perdido la primera tanda de autobuses —antes de que se ponga a echarme
un sermón, continúo hablando rápidamente—. Me había olvidado un guante y me ha
tocado volver a buscarlo. He hablado con Julián Fineman.
—¿Qué? —estalla Raven, y Tack suspira y se frota la frente.
—Nada, apenas un minuto —casi les cuento lo de las imágenes y, en el último
momento, decido no hacerlo—. Tranquila. No ha pasado nada.
—Nada de tranquila, Lena —gruñe Tack—. ¿Qué te habíamos dicho? Se trata de
mantenerse en todo momento fuera del radar.
A veces me parece que Tack y Raven se toman sus papeles de Thomas y
Rebecca, tutores rigurosos, un poco demasiado en serio, y tengo que luchar
contra el impulso de poner los ojos en blanco.
—No ha sido nada importante —insisto.
—Todo es importante. ¿No lo entiendes? Nosotros.
Raven le corta:
—Si lo entiende. Lo ha escuchado miles de veces. Déjala tranquila, ¿vale?
Tack la contempla en silencio durante un momento. Su boca es una fina línea
blanca. Raven le devuelve la mirada con firmeza. Sé que están enfadados por
otras cosas, no solo por mí, pero de todas formas siento una oleada cálida de
culpabilidad. Estoy empeorando la situación.
—Eres increíble —murmura Tack lentamente; creo que no desea que yo lo oiga.
Luego pasa junto a mí y sube las escaleras.
—¿Adónde vas? —pregunta Raven con tono exigente, y durante un instante algo
arde en sus ojos, una especie de necesidad o de miedo. Pero desaparece antes de
que pueda identificarlo.
—Voy a salir —dice Tack sin detenerse—. Aquí no hay aire. No puedo respirar.
Luego, dando un empujón, se abalanza dentro de la despensa. La puerta se
cierra en lo alto de la escalera, y Raven y yo nos quedamos solas.
Durante un segundo permanecemos calladas. Luego, ella hace un gesto con la
mano y suelta una risita.
—No le hagas caso —dice—. Ya sabes cómo es.
—Sí —digo, sintiéndome incómoda. La pelea ha enrarecido el ambiente.
Tack llevaba razón: el sótano tiene un ambiente pesado, grumoso.
Normalmente, este lugar secreto es mi parte favorita de la casa, y también lo
es para Raven y Tack. Es el único sitio donde podemos quitarnos nuestra piel
falsa, nuestros nombres falsos, nuestros pasados falsos.
Al menos este cuarto parece habitado. La parte de arriba tiene el aspecto
de una casa normal, huele como una casa normal y está llena de las cosas
normales de una casa, pero de algún modo es incorrecta. Es como si estuviera
inclinada algunos centímetros.
Al contrario que el resto del piso, el sótano es un desastre. Raven no es
capaz de limpiar y ordenar todo lo que Tack es capaz de acumular y revolver.
Libros, libros de verdad, libros prohibidos, libros viejos, amontonados por
todas partes. Tack los colecciona. Los almacena como los demás acumulamos
comida. He intentado leer algunos, solo para enterarme de cómo eran las cosas
antes de la cura y de las alambradas, pero me produce dolor imaginármelo: toda
aquella libertad, todos aquellos sentimientos, tanta vida. Es mejor, mucho
mejor, no pensar demasiado en ello.
A Álex le encantaban los libros. Fue el primero que me enseñó la poesía. Esa
es otra razón por la cual ya no soy capaz de leer.
Raven suspira y se pone a ordenar algunos papeles amontonados de cualquier
manera en una desvencijada mesa de madera situada en el centro del cuarto.
—Es esa maldita concentración —dice—. Hace que todo el mundo esté nervioso.
—¿Qué pasa? —inquiero.
No hace caso de la pregunta.
—Es lo mismo de siempre. Hay rumores de disturbios. La red clandestina dice
que van a aparecer los carroñeros, que intentarán montar una buena. Pero no se
sabe nada seguro.
Su voz adopta un aire duro. A mí no me gusta ni siquiera pronunciar la
palabra carroñeros. Me deja mal sabor
de boca, como de algo podrido, un gusto a ceniza. Todos nosotros, los
inválidos, la Resistencia, odiamos a los carroñeros. Nos dan mala fama. Estamos
de acuerdo en que echarán a perder mucho de lo que tratamos de conseguir; ya lo
han hecho. Los carroñeros son inválidos como nosotros, pero no luchan por nada.
Nosotros queremos acabar con las vallas y terminar con la cura. Los carroñeros
quieren acabar con todo, quemarlo todo hasta convertirlo en polvo, robar y
matar y prenderle fuego al mundo.
Solo me he encontrado una vez con un grupo de carroñeros, pero sigo
teniendo pesadillas.
—No serán capaces de llevarlo a cabo —digo intentando parecer segura de mí
misma—. No están organizados.
Raven se encoge de hombros.
—Eso espero.
Apila unos libros sobre otros, asegurándose de que las esquinas se
correspondan. Durante un segundo me asalta la tristeza: Raven, ahí de pie entre
tanto desorden, ordenando libros como si significara algo, como si sirviera de
algo.
—¿Puedo ayudarte?
—No te preocupes —me lanza una sonrisa un poco tensa—. Ese es mi trabajo,
¿vale?
Otra de sus frases hechas. Al igual que cuando insiste en que el pasado ha
muerto, esto se ha convertido en una especie de mantra. Yo me ocupo, tú haz lo que yo te diga. Todos necesitamos mantras,
supongo, dichos que nos repetimos para seguir avanzando.
—Vale.
Por un instante nos quedamos ahí y me siento rara. En algunas cosas Raven
es como mi familia —lo que más se aproxima a una familia—, pero en otras
ocasiones me doy cuenta de que no la conozco mejor que en agosto, cuando me
encontró. Sigo sin saber quién era antes de llegar a la Tierra Salvaje. Ha
cerrado esa parte de sí misma, la ha doblado y la ha escondido en algún lugar
profundo e inalcanzable.
—Vamos —señala con la cabeza hacia la escalera—. Es tarde. Deberías comer
algo.
Al subir los peldaños, rozo con los dedos la matrícula metálica que hemos
pegado en la pared. La encontramos en la Tierra Salvaje, medio enterrada en el
barro y la nieve casi derretida durante el traslado. En aquel momento veíamos
la muerte de cerca, estábamos agotados y muertos de hambre, enfermos y
congelados.
Bram fue el que la vio primero y, cuando la levantó del suelo, el sol se abrió
paso a través de la cubierta de nubes y el metal relució de repente con un
brillo claro, casi hasta cegarme, por lo que apenas pude leer las palabras
grabadas bajo el número.
Palabras antiguas, palabras que casi me hicieron caer de rodillas.
Vive libre o muere.
Cuatro palabras. Quince letras. Crestas, bultos, volutas bajo las yemas de
mis dedos.
Otro dicho. Nos aferramos a él, y nuestra fe lo vuelve realidad.
entonces
Cada día hace más frío. Por las mañanas, la hierba está cubierta de
escarcha. El aire me hace daño en los pulmones cuando corro, y los bordes del
río están cubiertos por una fina capa de hielo que se quiebra en torno a
nuestros tobillos cuando nos metemos en el agua con los cubos. El sol está
aletargado y se hunde tras el horizonte cada día más temprano, tras un débil
trayecto aguado por el cielo.
Estoy recuperando las fuerzas. Soy una roca que se erosiona lentamente por
el roce del agua; soy un palo endurecido al fuego. Tengo las palmas y las
plantas de los pies encallecidas, tan gruesas y duras como piedras. Nunca dejo
de correr. Cada día me ofrezco voluntaria para traer el agua, aunque se supone
que tenemos que rotar. Pronto consigo cargar los dos cubos yo sola todo el
trayecto hasta el campamento sin detenerme a hacer un solo descanso.
Álex pasa junto a mí, entrando y saliendo de las sombras, colándose entre
los árboles de color amarillo y carmesí. En el verano tenía una silueta más
definida: podía verle los ojos, el pelo, parte del brazo. A medida que las
hojas van cayendo al suelo entre espirales y los árboles se quedan cada vez más
desnudos, Álex se va convirtiendo en una sombra negra que aletea al borde de mi
mirada.
También aprendo. Hunter me enseña cómo nos llegan los mensajes, cómo los
simpatizantes del otro lado nos alertan de la llegada de un cargamento.
—Vamos —me insta una mañana después del desayuno. Blue y yo estamos en la
cocina lavando los platos. La niña nunca se ha abierto a mí. Contesta mis
preguntas con simples movimientos de cabeza. Su pequeño tamaño, su timidez, lo
fino de sus huesos. Cuando estoy con ella, no puedo evitar acordarme de Grace.
Por eso la evito siempre que puedo.
—¿Adónde? —le pregunto.
Sonríe.
—¿Se te da bien trepar?
La pregunta me intriga.
—Más o menos —me sorprende acordarme de repente de cuando escalé la
alambrada fronteriza con Álex. Enseguida la sustituyo por otra imagen; trepo
entre las ramas frondosas de uno de los grandes arces de Deering Oaks Park. El
pelo rubio de Hana aparece por entre las capas de verde. Da vueltas en torno al
tronco, animándome para que suba más arriba.
Pero en ese momento tengo que apartarla del recuerdo. Aquí, en la Tierra
Salvaje, he aprendido a hacer eso. La borro de mi mente: su voz, el brillo de
su pelo. Dejo solo la sensación de la altura, las hojas que se mueven, la
hierba verde por debajo.
—Entonces es hora de enseñarte los nidos —dice Hunter.
No me seduce la idea de salir al exterior. Anoche hacía un frío
paralizante. El viento aullaba entre los árboles, se colaba por las escaleras y
entraba por cada grieta hasta alcanzar todos los rincones de la madriguera con
dedos largos y gélidos. Esta mañana, después de correr, he vuelto medio
congelada, con los dedos entumecidos, ateridos e insensibles. Pero los nidos me
inspiran curiosidad; he oído a los otros habitantes del hogar usar esa palabra
y estoy deseando alejarme de Blue.
—¿Puedes acabar tú sola? —le pregunto, y ella asiente mordiéndose el labio
inferior. Grace también solía hacer ese gesto cuando estaba nerviosa. Me siento
muy culpable. No es culpa suya que me recuerde a Grace.
No es culpa suya que yo dejara atrás a Grace.
—Gracias, Blue —digo, y le pongo una mano en el hombro. Siento como tiembla
ligeramente bajo mis dedos.
El frío es un muro, una fuerza física. Entre la colección de ropas he
conseguido encontrar un viejo anorak, pero me viene demasiado grande y no
impide que se me congelen las manos y el cuello. El viento se desliza por el
interior hasta que se me entumece el corazón en el pecho. El suelo está helado
y la hierba escarchada cruje bajo nuestros pies. Caminamos deprisa para
conservar el calor. Nuestro aliento forma nubecitas de vaho.
—¿Por qué no te cae bien Blue? —me pregunta Hunter de improviso.
—Sí me cae bien —replico rápidamente—. Bueno, la verdad es que ella no me
habla, pero —me interrumpo—. ¿Es tan evidente?
Se ríe.
—O sea, que no te cae bien.
—Lo que pasa es que me recuerda a alguien, eso es todo —contesto con
brusquedad, y Hunter se pone serio.
—¿De antes? —pregunta.
Asiento, y él alarga la mano y me aprieta ligeramente el codo, para indicar
que me entiende. Hunter y yo hablamos de todo menos de antes. De todos los
habitantes del hogar, es con el que me llevo mejor. Nos sentamos juntos en la
cena y a veces nos quedamos charlando después, hasta que el aire del cuarto se
desdibuja con el humo del fuego agonizante.
Hunter me hace reír, aunque durante mucho tiempo pensé que no volvería a
hacerlo.
No me ha sido fácil sentirme cómoda con él. Me ha resultado duro dejar de
lado todas las lecciones que había aprendido en el otro lado, en Portland,
advertencias que me habían repetido hasta la saciedad todas las personas a las
que admiraba y en las que confiaba.
Me habían enseñado que la enfermedad crecía en el espacio entre hombres y
mujeres, entre chicos y chicas, que se transmitía por el contacto, por las
miradas y las sonrisas, y arraigaba en su interior al igual que el moho que
pudre un árbol desde dentro hacia fuera.
Pero Hunter es un amigo, nada más, y cuando estoy con él nunca tengo miedo.
Ahora nos dirigimos hacia el norte, lejos del hogar. Es temprano y el
bosque está silencioso. Solo se oye el sonido de nuestros zapatos sobre la
gruesa capa de hojas muertas. No ha llovido desde hace varias semanas. Los
bosques están sedientos. Es curioso cómo he aprendido a sentir el bosque, a
entenderlo: sus estados de ánimo y sus rabietas, sus explosiones de alegría y
color; es tan distinto de los parques cuidadosamente mantenidos de Portland.
Aquellos espacios verdes eran como animales en el zoológico: enjaulados y, de
alguna forma, sometidos. La Tierra Salvaje está viva, es hermosa y muy
temperamental. A pesar de las privaciones de esta vida, me doy cuenta de que
estoy comenzando a amar este lugar.
—Casi hemos llegado —declara Hunter mientras señala hacia la izquierda con
la cabeza. Más allá de las ramas desnudas, veo un alambre de pinchos enrollado
en lo alto de una valla y siento un zarpazo de miedo, caliente y repentino. No
me había dado cuenta de que habíamos llegado tan cerca de la frontera. Debemos
de estar bordeando el límite de Rochester—. No te preocupes —alarga la mano y me
aprieta el hombro—. En esta parte de la barrera no hay patrullas.
Ya llevo un mes y medio en la Tierra Salvaje y casi me había olvidado de
las vallas. Es asombroso lo cerca que he estado, todo este tiempo, de mi
antigua vida. Sin embargo, la distancia que me separa de ella es inmensa.
Nos volvemos a alejar de la alambrada. Pronto llegamos a una zona de
árboles my altos, con ramas grises desnudas y retorcidas como dedos artríticos.
Parecen llevar muertos mucho tiempo.
Cuando se lo comento a Hunter, se limita a reír y mueve la cabeza.
—Nada de muertos —le da un golpecito a uno con los nudillos al pasar—. Solo
están esperando su momento. Están almacenando energía. Acumulan toda su vida en
lo más profundo, para el invierno. Cuando llegue el calor, volverán a florecer.
Ya verás.
Me siento reconfortada por sus palabras. «Ya verás» significa: «Vamos a
volver aquí». Significa: «Ya eres una de nosotros». Paso los dedos por el
tronco y siento la corteza seca que se descama bajo mis yemas. Es imposible
imaginar que pueda quedar algo vivo bajo toda esa dureza, que algo fluya o se
mueva.
Hunter se detiene tan de repente que casi me choco con él.
—Ya hemos llegado —dice sonriendo—. Estos son los nidos.
Señala hacia arriba. En lo alto de las ramas hay grandes marañas de palos y
ramilletes, trozos de musgo y de matas trepadoras colgantes, todo entretejido
hasta dar la sensación de que los árboles están coronados por una cabellera… y
lo que es más raro: las ramas están pintadas.
Gotas de pintura azul y amarilla manchan la corteza y delicadas huellas de
pájaro, también de colores, bailan en torno a los nidos.
—¿Pero qué…?
Veo un pájaro grande, del tamaño de un cuervo, que se dirige hacia un nido
justo por encima de nosotros. Se detiene, nos observa. Todo el pájaro es negro
excepto las patas, que están pintadas de un tono muy vivo azul claro. Lleva
algo en el pico. Un momento después, vuela hasta el nido y comienza un coro de
gorjeos.
—Azul —dice Hunter con aire satisfecho—. Eso es buena señal. Las
provisiones llegarán hoy.
—No entiendo.
Me paseo bajo la red de nidos. Debe de haber cientos de ellos. En realidad,
algunos están colgados entre ramas de árboles distintos, como formando un
dosel. Aquí hace incluso más frío, el sol apenas llega penetrar.
—Ven —dice Hunter—. Te lo enseñaré.
Se sube al árbol más cercano y trepa sin dificultad por el tronco, usando
los abundantes salientes y ramas para apoyar manos y pies.
Le sigo con torpeza, imitando sus movimientos y agarrándome en los mismos
sitios. Hace mucho tiempo que no subo a los árboles. Lo recuerdo como algo que
hacia sin esfuerzo en la infancia: trepaba por las ramas sin pensar y
encontraba inconscientemente los huecos y las grietas del árbol. Ahora me
resulta difícil y doloroso.
Por fin consigo llegar a una de las ramas bajas más gruesas. Hunter está
sentado a horcadas encima, esperándome. Me agacho detrás de él. Me tiemblan un
poco las piernas, y él me sujeta por los tobillos para que no me caiga.
Los nidos están llenos de pájaros: montones de plumas oscuras y lisas y de
chispeantes ojos negros. Saltan y picotean entre multitud de pequeñas semillas
marrones, almacenadas para el invierno. Varios de ellos, molestos por nuestra
llegada, vuelan hacia el cielo chillando y graznando.
Los nidos están pintados con la misma pintura azul vivo, una enmarañada red
de huellas de cuando las aves pasan de un nido a otro.
—Sigo sin entender —digo—. ¿De dónde viene el color?
—Del otro lado —contesta Hunter, y noto el orgullo en su voz—. De
Zombilandia. En el verano crecen matas de arándanos al otro lado de la valla.
Los pájaros buscan comida por allí. A lo largo de los años, los de dentro
empezaron a alimentarlos con frutos y semillas, a mantenerlos a lo largo del
invierno. Cuando tienen que enviarnos mensajes, colocan comedores de diferentes
colores, con semillas y pintura a partes iguales. Los pájaros picotean esa
mezcla y luego vuelan de regreso aquí para almacenar las semillas. Los nidos se
colorean y recibimos el mensaje. Azul, amarillo, o rojo. Azul si todo va bien,
si podemos esperar un cargamento. Amarillo si algún problema o retraso.
—¿Y no se mezclan los colores? —pregunto.
Hunter se gira con los ojos brillantes.
—Eso es lo maravilloso —dice, y señala con la cabeza en dirección a los
nidos—. A los pájaros no les gusta el color. Atrae a los depredadores. Por eso
están aseando los nidos. Cada día comienzan con la paleta en blanco.
Según estoy mirando, el pájaro del nido más cercano a nosotros escoge las
ramitas de color azul y las separa del resto con el pico: está puliendo,
cortando y limpiando, como alguien que arranca las malas hierbas de su jardín.
Ante nuestros ojos, el nido se transforma en algo gris y pardo, de colores
discretos.
—Es asombroso —comento.
—Es la naturaleza —la voz de Hunter adopta un tono serio—. Los pájaros
alimentan, y luego anidan. Los puedes pintar de cualquier color que quieras y
mandarlos al otro lado del mundo, pero siempre encontrarán un modo de volver. Y
al final mostrarán su verdadero color una vez más. Eso es lo que hacen los
animales.
Mientras habla, de repente me acuerdo de las redadas del verano pasado:
cuando los reguladores uniformados irrumpieron en una fiesta ilegal, con bates
de béisbol y porras, y usaron a los perros contra la multitud. Los animales
soltaban espuma por la boca y enseñaban los dientes. Me acuerdo de un enorme
charco de sangre en una pared, del sonido de cráneos quebrándose bajo el golpe
de la madera dura. Bajo sus insignias y sus miradas inexpresivas, los curados
están llenos de un odio que resulta más frío y también da más miedo. Están
desprovistos de pasión, pero también carecen de empatía.
Bajo sus colores, ellos también son animales. No podría haberme quedado
allí, nunca volveré. No me convertiré en uno de los muertos vivientes.
Hasta que regresamos al suelo y nos dirigimos al hogar, no caigo en lo que
había dicho Hunter.
—¿Y qué significa el rojo? —pregunto.
Me mira sobresaltado. Llevamos un rato en silencio, ambos perdidos en
nuestros pensamientos.
—¿Qué?
—El azul se refiere a los cargamentos. El amarillo es para ha habido un
retraso. ¿Y qué significa el rojo, entonces?
Durante un momento me parece ver miedo en sus ojos y de golpe vuelvo a
sentir frío.
—El rojo significa «huye» —dice.
Pronto comenzará el traslado en toda regla. Nos iremos todos, el hogar
entero, en dirección al sur. Es una empresa ardua, y Raven y Tack pasan horas
planeando, debatiendo y peleando. No es la primera vez que organizan un
traslado, pero deduzco que todos fueron duros y peligrosos y que para Raven
resultaron un fracaso.
Sin embargo, pasar los inviernos en el norte es todavía más penoso y está
demostrando que resulta más peligroso aún, así que nos iremos. Raven insiste en
que esta vez no morirá nadie. Todo el que salga del hogar llegará sano y salvo
a nuestro destino.
—Eso no lo puedes garantizar —oigo que dice Tack una noche. Es tarde; me ha
despertado el ruido de arcadas que viene de la enfermería. Ahora le toca a Lu.
Me he levantado de la cama y me he dirigido a la cocina a buscar agua
cuando me doy cuenta de que Tack y Raven siguen ahí, iluminados por el
resplandor atenuado del fuego. La cocina está oscura, llena de humo de la
madera.
Me detengo en el pasillo.
—Nadie va a morir —repite Raven con testarudez. La voz le tiembla un poco.
Tack suspira. Se le nota cansado, y también algo más. Sensible. Preocupado.
He llegado a pensar en él como si fuera un perro, todo ladrido y gruñidos. Sin
nada de suavidad o de cariño.
—No puedes salvarlos a todos, Raven —dice.
—Puedo intentarlo —dice ella.
Me vuelvo a mi cuarto sin beber agua y me tapo con las mantas basta la
barbilla. El ambiente está lleno de sombras, de formas cambiantes que no puedo
identificar.
Una vez abandonemos el hogar, habrá dos problemas esenciales: comida y
cobijo. Hay otros campamentos, otros grupos de inválidos más al sur, pero los
asentamientos son escasos y están separados por vastas extensiones de terreno
descubierto. En otoño e invierno, la parte norte de la Tierra Salvaje es
implacable: yerma y precaria, llena de animales hambrientos.
A lo largo de los años, los invitados que se desplazaban han trazado un
itinerario. Han marcado los árboles con un sistema de agujeros y tajos de
cuchillo para indicar la ruta más sencilla hacia el sur.
La próxima semana, un grupo de exploradores del hogar iniciará las expediciones
preliminares. Seis irán caminando hasta nuestro siguiente campamento grande,
que está a unos ciento veinte kilómetros hacia el sur, llevarán consigo comida
y pertrechos en mochilas. Cuando lleguen, enterrarán la mitad de los alimentos
para que no se los coman los animales, y marcarán el sitio con un grupo de
piedras. Dos volverán y los cuatro restantes avanzarán otros noventa kilómetros
y enterrarán la mitad de lo que quede. De ellos, dos volverán al hogar.
El quinto explorador esperará allí mientras el sexto, con lo que quede de
comida, sigue otros setenta kilómetros y deja las provisiones, luego, los dos
volverán juntos al hogar, sobreviviendo con lo que consigan encontrar y cazando
con trampas. Para entonces el resto habremos terminado los preparativos y lo
tendremos todo empaquetado.
Cuando le pregunto a Raven por qué los campamentos están cada vez más cerca
a medida que se llega al sur, apenas levanta la vista de lo que está haciendo.
—Ya lo verás —replica, cortante. Lleva el cabello sujeto con muchas
trencitas pequeñas. Se lo ha peinado Blue y lo ha decorado con hojas doradas y
bayas negras de cristobalina, que son venenosas.
—¿No sería mejor avanzar todo lo que podemos cada día? —insisto.
El tercer campamento está a unos ciento cincuenta kilómetros de nuestro
destino final, aunque supongo que, según avancemos hacia el sur, encontraremos
otros hogares, más caza y gente que compartirá su comida y alojamiento con
nosotros.
Raven suspira.
—Para entonces estaremos débiles —dice por fin, enderezándose para
mirarme—. Estaremos hambrientos y tendremos frío. Probablemente nevará. Te digo
que la Tierra Salvaje te absorbe la energía. No es como cuando sales a dar una
de tus carreritas matutinas. No se puede hacer mayor esfuerzo. Yo he visto… —se
interrumpe moviendo la cabeza, como para apartar un recuerdo— tenemos que tener
mucho cuidado —concluye.
Me siento tan ofendida que por un momento no puedo habla. Raven las ha
llamado «carreritas», como si fueran una especie de juego. Pero ahí me he
dejado fragmentos de mí misma, piel, sangre, sudor y vómito, trozos de Lena
Haloway, que se han ido deshaciendo poco a poco, esparcidos en la oscuridad.
Raven nota que me ha sentado mal.
—Ayúdame con esto, ¿vale? —pregunta. Está confeccionando bolsitas de
emergencia, una para cada habitante del hogar, con aspirinas, tiritas y
toallitas antibacterianas. Lo apila todo en el centro de un cuadrado de tela de
una sabana vieja, luego lo dobla para hacer una bolsa y la ata con un trozo de
alambre—. Tengo los dedos tan gordos que no hago más que enredarme con todo.
No es cierto tiene los dedos tan finos como el resto de su cuerpo, y sé que
está intentando que me sienta mejor. Pero contesto:
—Sí, claro.
Casi nunca pide ayuda, así que cuando la pide, se la das.
Los exploradores acabaran agotados. Aunque llevarán la carga de toda la
comida, es para conservarla, no para comérsela, y solo gastarán un poco para sí
mismos. El último explorador, el que va a recorrer los trescientos veinte
kilómetros, tiene que ser el más fuerte. Sin debatirlo ni hablar de ello, todo
el mundo sabe que será Tack.
Una noche, consigo reunir el valor para abordarle. Está de un humor raro.
Hoy Bram ha traído tres conejos que habían caído en las trampas, y por una vez
todos hemos comido hasta llenarnos.
Después de la cena, Tack se sienta junto al fuego para liarse un
cigarrillo. No alza la mirada mientras me aproximo.
—¿Qué? —pregunta, abrupto como siempre, pero su voz sostiene el filo
habitual.
—Quiero ser una de los exploradores.
Llevo toda la semana dándole vueltas. He escrito mentalmente discursos
completos, pero en el último momento no me salen más que esas pocas palabras.
—No —responde Tack sin más miramientos. Y así, sin más toda mi
preocupación, mis planes y mis estrategias se quedan en nada.
—Soy rápida —digo—. Soy fuerte.
—No lo suficiente.
—Quiero ayudar —insisto, consciente de la queja que desprende mi voz, de
que me parezco a Blue cuando le da una de sus escasa rabietas.
Tack pasa la lengua por el papelillo y luego cierra el cigarro con unos
cuantos giros expertos de los dedos. Alza la vista hacia mí y en ese instante
me doy cuenta de que él nunca me mira. Sus ojos son astutos, evaluadores,
llenos de mensajes que no comprendo.
—Hasta luego —dice. Sin más, se pone de pie, pasa a mi lado y sube la
escalera.
ahora
La mañana de la concentración hace un calor impropio de esa época del año.
La poca nieve que continua en el suelo y en los tejados se deshace en arroyos
que se cuelan por las alcantarillas, y gotea de las farolas y de las ramas de
los árboles. Hay una luz cegadora. Los charcos del suelo parecen metal pulido,
un espejo perfecto.
Raven y Tack me acompañan al mitin, aunque me han advertido de que en
realidad no se van a quedar conmigo. Mi trabajo es mantenerme cerca del
escenario. Tengo que vigilar a Julián antes de que se dirija hacia el Columbia
Memorial, en el distrito residencial, donde se le hará la intervención.
—Pase lo que pase, no le quites los ojos de encima —me ha instruido Raven—.
Pase lo que pase, ¿vale?
—¿Por qué? —pregunto, sabiendo que mi pregunta no será contestada. A pesar
de que oficialmente soy un miembro de la Resistencia, prácticamente no sé nada
de cómo funciona ni de lo que se supone que hacemos.
—Porque lo digo yo.
Muevo los labios al mismo tiempo que ella y coreo sus palabras sin emitir
ningún sonido, mientras me mantengo de espaldas para que no me vea.
Curiosamente, en las paradas de autobús hay largas colas. Dos reguladores
distintos reparten los números a los pasajeros que esperan: Raven, Tack y yo
iremos en el 5, cuando llegue. Hoy la cuidad ha cuadriplicado el transporte
público. Se esperaran veinticinco mil personas en la manifestación, de las
cuales unas cinco mil serán miembros de ASD, y el resto espectadores y
curiosos.
También estarán allí mucho de los grupos que se oponen a la ASD y a la idea
de una operación temprana, lo que incluye a gran parte de la comunidad
científica. La intervención aun no es segura para los niños, alegan y puede
derivar en defectos sociales tremendos: una nación de locos e imbéciles. La ASD
alega que su cautela es excesiva. Las consecuencias positivas, dicen,
sobrepasan con mucho a los riesgos. Y si es necesario, lo que haremos será
ampliar nuestras prisiones para meter en ellas a los defectuosos, fuera de la
vista.
—Muévanse, muévanse.
El regulador de delante nos dirige hacia el autobús. Avanzamos
ordenadamente, mostrando nuestra tarjeta de identidad y volviendo a enseñarla
de nuevo al subir al vehículo. Me viene a la cabeza la imagen de un rebaño de
animales que camina pesadamente, con la cabeza baja.
Raven y Tack no se hablan, deben haber tenido otra pelea. Noto entre ellos
una tensa electricidad que no me ayuda a calmar la desazón que siento. Raven
encuentra dos sitios vacíos al fondo, pero sorprendentemente, Tack se sienta
junto a mí.
—¿Qué haces? —pregunta ella, enérgica, inclinándose hasta adelante. Tiene
que ir con cuidado de hablar en voz baja. Las personas curadas no discuten. Ese
es uno de los beneficios de la operación.
—Quiero asegurarme de que Lena está bien —musita él como respuesta.
Alarga la mano y toma la mía, apenas un contacto rápido. Una mujer sentada
al otro lado del pasillo nos mira con curiosidad.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —respondo, pero mi voz suena ahogada. Durante la mañana no
estaba intranquila en absoluto. Ellos han sido los que me han puesto nerviosa.
Obviamente están preocupados por algo, y creo saber qué es. Deben de creer que
los rumores sobre los carroñeros son ciertos; que van a montar algo, que
intentarán impedir la concentración por algún medio.
Ni siquiera cruzar el puente de Brooklyn surte el efecto habitual de
tranquilizarme. Por primera vez, está atascado por el tráfico: coches
particulares y autobuses que llevan gente al mitin.
A medida que nos aproximamos a Times Square, me voy poniendo más nerviosa.
No he visto tanta gente junta en mi vida. Nos toca bajarnos en la Treinta y
Cuatro porque los autobuses no pueden avanzar más. Las calles están abarrotas:
un manchón enorme de gente, un río de color. También hay reguladores, oficiales
y voluntarios que llevan uniformes inmaculados, además de miembros de la
guardia armada, situados muy tiesos en filas, mirando fijamente al frente como
soldaditos de juguete alineados a punto de desfilar. Solo que estos soldaditos,
los de verdad, llevan enorme pistolas, con cañones que brillan a la luz del
sol.
En cuanto me uno a la multitud, me empujan y me zarandean por todas partes.
Aunque Raven y Tack están detrás de mí, los pierdo de vista unas cuantas veces
entre la gente. Ahora no veo por qué me han dado instrucciones con
anterioridad. No hay forma de que pueda mantenerme cerca de ellos.
Hay un ruido espantoso. Los reguladores usan sus silbatos para dirigir el
flujo de peatones, y oigo en la distancia tambores Y gente que corea eslóganes.
La manifestación no empieza oficialmente hasta dentro de dos horas, pero ya me
parece distinguir el sonsonete del eslogan de la ASD: En los números hay seguridad y de nada carecemos…
Avanzamos lentamente hacia el norte por las amplias e interminables simas
entre los edificios, apretados y contenidos por todos lados. La gente sale a
los balcones para mirarnos. Veo cientos y cientos de estandartes blancos,
pancartas de apoyo hacia la ASD, y apenas unos pocos de color esmeralda, de
oposición.
—¡Lena! —me vuelvo; Tack se abre paso entre la masa de gente y me coloca un
paraguas en la mano—. Dicen que va a llover más tarde.
El cielo es de un perfecto color azul pálido, veteado de finas nubes como
mechones de cabello blanco.
—No creo —comienzo a decir.
—Cógelo —me interrumpe—. Confía en mí.
—Gracias.
Intento que mi voz suene amable; es raro que Tack sea tan atento. Él duda,
se muerde la comisura de los labios. Le he visto hacer el mismo gesto cuando
está trabajando en un puzle en el apartamento y no consigue encajar todas las
piezas. Me parece que está a punto de decirme algo más, de darme algún consejo,
pero solo comenta:
—Tengo que encontrar a Rebecca.
Tartamudea un poco al pronunciar el nombre oficial de Raven.
—Vale.
Ya la hemos perdido de vista. Guardo el paraguas en la mochila con
dificultad. La gente de alrededor me mira mal porque apenas hay sitio para
respirar, y mucho menos para quitarme la bolsa de la espalda. De repente me doy
cuenta de que no hemos quedado después de la concentración. No sé dónde se
supone que voy a encontrarme con ellos.
—Oye.
Alzo la vista, pero Tack ya se ha ido. Todas las caras me resultan desconocidas;
estoy rodeada de extraños. Me giro en redondo y siento un pinchazo en las
costillas. Un regulador me empuja hacia delante con su porra.
—Estás reteniendo a todos —dice terminante—. Muévete.
Tengo el pecho lleno de mariposas. Me ordeno seguir respirando. No hay nada
de qué preocuparse; es solo como ir a las reuniones de la ASD, pero más grande.
En la calle Treinta y Ocho están los controles, donde tenemos que esperar
en fila para que nos manoseen y nos cacheen agentes de policía con dispositivos
electrónicos. También nos comprueban el cuello —los incurados tienen su propia
sección especial separada de la concentración— y escanean nuestras tarjetas de
identidad, aunque por suerte no pueden comprobarlo todo por medio del SVS, el
sistema de validación segura. Aun así, me lleva una hora pasar. Más allá de las
vallas de seguridad, hay voluntarios que reparten toallitas antibacterianas:
pequeños paquetes blancos con el logo de la ASD.
La limpieza está cercana a la divinidad. La seguridad está en los detalles.
La felicidad está en el método.
Permito que una mujer de cabello plateado me ponga un paquete en la mano.
Y luego, por fin, entro. Aquí los tambores producen un ruido furioso y el
canto de eslóganes es una onda constante, como el sonido de las olas que golpean
contra la orilla. El corazón me late en la garganta al mismo ritmo.
Una vez vi una foto de Times Square antes de la cura, antes de que se
cerraran las fronteras. Tack la encontró cerca de Salvamento, un hogar en Nueva
Jersey, justo al otro lado del rio frente a Nueva York. Nos refugiamos allí
mientras esperábamos a que llegara nuestra documentación falsa. Un día encontró
un álbum entero de fotos, totalmente intacto, enterrado bajo un montón de
piedras y madera carbonizada. Por las noches, yo lo hojeaba y fingía que esas
fotos, esa vida de amigos y de novios y de hacer tonterías, todas aquellas
imágenes luminosas y alegres, eran mías.
Times Square tiene un aspecto muy distinto al de entonces. A medida que
avanzo entre la multitud, se me corta el aliento en la garganta.
Hay una enorme plataforma elevada, una tarima construida en el extremo de
la plaza abierta, bajo la valla publicitaria más grande que he visto en mi
vida. Está cubierta de estandartes de la ASD: cuadrados rojos y blancos que
ondean ligeramente al viento.
La iglesia Unificada de la Ciencia y la Religión ha tomado posesión de una
valla y la ha marcado con su símbolo fundamental: una mano gigante que sostiene
una molécula de hidrógeno. Los otros letreros que hay, grandísimos, sobre las
paredes de un blanco reluciente, están desgastados hasta resultar ilegibles. Es
imposible saber lo que anunciaban en su momento. En uno de ellos me parece
distinguir la huella espectral de una sonrisa.
Y, por supuesto, todas las luces están muertas.
La foto que vi de Times Square era una toma nocturna, pero podría haber
sido sacada con la luna llena: no he visto más luces en mi vida, ni podría
haberlas imaginado. Luces que brillaban, que destellaban, en colores chillones
que me hacían pensar en esos puntos que flotan en los ojos después de mirar al
sol.
Las bombillas siguen ahí, pero no están encendidas. Las palomas se posan
encima y se acomodan entre las luces apagadas. Nueva York y sus ciudades
hermanas tienen controles obligatorios sobre la electricidad, como Portland.
Aunque hay un mayor número de coches y autobuses, los apagones son más severos
y frecuentes. Hay demasiada gente, y no llega para todos.
En el estrado hay dispuestos micrófonos y sillas; detrás se eleva una
enorme pantalla de video, como la que suele usar la ASD en sus reuniones.
Hombres de uniforme se ocupan de los arreglos de último momento. Ahí es
donde tiene que estar Julián; debo acercarme de alguna forma.
Comienzo a abrirme paso despacio, trabajosamente, entre la multitud. Me
cuesta avanzar, no progreso mucho. Tengo que pelear, dar codazos y pedir perdón
cada vez que me aprieto contra alguien para pasar. Ni siquiera me ayuda medir
menos de un metro setenta: no hay espacio suficiente entre los cuerpos, no hay
fisuras por las que colarse.
Entonces me vuelve a entrar el pánico. Si vienen los carroñeros, si algo
sale mal, no habrá donde esconderse. Estaríamos atrapados aquí como animales en
un corral. La gente se pisotearía intentando salir. Se produciría una autentica
estampida.
Pero los carroñeros no vendrán. No se atreverán. Es demasiado peligroso.
Hay demasiada policía, demasiados reguladores, demasiadas armas.
Apretándome, consigo pasar junto a una serie de gradas, todas acordonadas,
donde se sientan miembros de la Joven Guardia de la ASD, chicas y chicos
separados, por supuesto, todos esforzándose por no mirarse los unos a los otros
en ningún momento.
Por fin consigo llegar hasta el pie de la plataforma, que debe de medir
tres o cuatro metros de altura. Una serie de empinados peldaños de madera
conduce a los potentes. Al pie se ha reunido un grupo de personas. Distingo a
Thomas y Julián Fineman detrás de una maraña de guardaespaldas y agentes de
policía.
Julián y su padre van vestidos igual. Julián lleva el pelo peinando hacia
atrás con espuma, y se le riza justo detrás de las orejas. Cambia el peso de un
pie a otro, intentando ocultar su evidente nerviosismo.
Me pregunto por qué es tan importante, por qué Tack y Raven me han dicho
que no le quite ojo. Se ha convertido en un símbolo de la ASD, claro —el
sacrificio en nombre de la seguridad general—, pero me pregunto si presenta
algún tipo de riesgo adicional.
Me acuerdo de lo que dijo en la reunión: «Tenía nueve años cuando dijeron
que me estaba muriendo».
Me pregunto qué se sentirá al morir lentamente.
Me pregunto qué se sentirá al morir deprisa.
Me clavo las uñas en la palma para mantener alejados los recuerdos.
Un retumbar de tambores llega desde el otro lado de la plataforma, una
parte de la plaza que no se ve desde aquí. Seguramente allí haya una banda
desfilando. El canto aumenta de volumen y ahora todo el mundo se une; la
multitud entera se deja influir inconscientemente por ese ritmo. En la
distancia distingo otra consigna, inconexa y entrecortada: «La ASD es peligrosa
para todos nosotros. La cura debería proteger, no lastimar». Los disidentes.
Deben de estar recluidos en algún otro sitio, lejos del estrado.
Más alto, cada vez más fuerte. Me uno al canto, dejo que mi cuerpo
encuentre el ritmo, siento que el zumbido de todos esos miles de personas me
recorre de los pies a la cabeza y anida en mi pecho.
Y aunque no crea en nada de todo esto —ni en las palabras, ni en la causa,
ni en la gente que me rodea—, aun así me asombra la energía que experimento por
estar en una muchedumbre, la electricidad, la sensación de poder.
Peligroso.
De repente, justo cuando el cántico llega a su punto más alto, Thomas
Fineman se aparta de los guardaespaldas y sube los escalones de dos en dos
hasta lo alto de la plataforma.
El ritmo se rompe entre oleadas de gritos y aplausos. Por todas partes
aparecen banderolas y pancartas blancas que se despliegan y ondean al viento.
Algunas son las oficiales de la ASD. Otras personas simplemente han recortado
largas tiras de tela. Times Square está lleno de tentáculos blancos.
—Gracias —dice Thomas Fineman por el micrófono. Su voz resuena por encima
de todos nosotros; luego hay un chirrido agudo cuando el amplificador suelta un
quejido. Fineman hace una mueca, tapa el micrófono con la mano y se inclina
para darle instrucciones a alguien. El ángulo de su cuello muestra a la
perfección la marca de la operación. La cicatriz de tres puntas se ve ampliada
en la pantalla de video.
Vuelvo la vista hacia Julián. Está de pie con los brazos cruzados,
observando a su padre desde detrás de la muralla de guardaespaldas. Debe de
tener frio, pues no lleva ningún abrigo sobre la chaqueta del traje.
—Gracias —Thomas Fineman vuelve a intentarlo y continúa al comprobar que el
amplificador no reverbera—. Mucho mejor. Amigos míos.
Entonces es cuando sucede.
Ta, ta, ta.
Tres pequeñísimas explosiones, como los petardos que solíamos tirar el 4 de
julio en Eastern Prom.
Un grito agudo y desesperado.
Y luego, todo es ruido.
Figuras de negro aparecen de ninguna parte, de todas partes. Suben desde
las alcantarillas, se materializan en el suelo, adquieren forma detrás del
vapor maloliente. Descienden por las fachadas de los edificios como arañas,
ayudándose de largas cuerdas negras. Atraviesan la muchedumbre con cuchillos
afilados y brillantes, agarrando bolsos y arrancando collares del cuello de la
gente, arrebatando anillos de un tajo.
Ta, ta, ta.
Carroñeros. Las entrañas se me vuelven liquidas. El aliento se detiene en
mi garganta.
La gente tira y empuja en todas direcciones, desesperada por encontrar una
salida. Los carroñeros nos tienen rodeados.
—¡Al suelo, al suelo, al suelo!
Ahora el aire se llena de disparos. La policía ha abierto fuego. Un
carroñero que había descendido hasta la mitad de un edificio recibe un balazo,
en la espalda. Su cuerpo se sacude una vez, rápidamente, y luego se queda
colgando sin vida en el extremo de la cuerda, meciéndose suavemente al viento.
No sé cómo, una de las pancartas de la ASD se ha enredado en su equipo y veo la
mancha de sangre que se extiende lentamente por la tela blanca.
Estoy en una pesadilla. Estoy en el pasado. Esto no está sucediendo.
Alguien tira de mí desde atrás, y caigo al suelo. El impacto contra el
cemento me hace volver a la realidad. La gente corre en estampida y consigo
apartarme a toda prisa de un par de pesadas botas.
Tengo que volver a ponerme de pie.
Intento incorporarme y me vuelven a derribar. Esta vez me quedo sin
aliento; alguien me pisa, siento su peso en mitad de la espalda. El miedo hace
que me centre y que se agudicen mis instintos. Tengo que ponerme de pie.
Ya se ha roto una de las barreras policiales. Tengo ante mí un trozo de
madera astillada. Lo cojo y lo utilizo para defenderme de la multitud; golpeo
al lastre abrumador de la gente, al miedo. La madera impacta contra las
piernas, contra el músculo y la piel. Por un breve instante noto que cambia el
peso, un ligero alivio. Me pongo en pie de un salto y corro a toda prisa hacia
el estrado.
Julián se ha ido. Se supone que debo vigilarle. Pase lo que pase.
Gritos desgarradores. Olor a humo.
Luego lo veo a mi izquierda. Se lo llevan hacia uno de los antiguos accesos
del metro, que está, como todas las otras entradas, tapado con tablones de
madera. Uno de los guardaespaldas se adelanta y abre el contrachapado
empujándolo hacia dentro.
No era una barrera. Era una puerta.
A continuación desaparecen y la hoja se cierra a sus espaldas.
Siguen los disparos. Los gritos se elevan todavía más. Un carroñero ha
recibido una bala justo cuando iniciaba el descenso. Cae por el balcón hasta la
multitud de abajo. La gente es una ola: cabezas, brazos, rostros crispados.
Corro hacia la entrada de metro por la que ha desaparecido Julián. Encima
hay una vieja serie de números y letras, gastadas siluetas desnudas: N, R, Q,
1, 2, 3, 7. Lo encuentro reconfortante en mitad del pánico y los gritos; es un
código del mundo antiguo, una señal de otra vida.
Me pregunto si el viejo mundo pudo haber sido peor que este; esa época de
luces deslumbrantes, electricidad crepitante y gente que se amaba abiertamente.
Me pregunto si también gritaban y se pisoteaban unos con otros hasta morir, si
disparaban a sus vecinos.
Luego me dan otro golpe que me deja sin aliento y caigo hacia atrás sobre
el codo izquierdo. Oigo un crujido y el dolor me atraviesa como una estaca.
Sobre mi se cierne un carroñero. Imposible saber si es hombre o mujer. Va
todo vestido de negro y lleva un pasamontañas que le tapa hasta el cuello.
—Dame el bolso —gruñe, pero la voz suena más grave, pero se puede
distinguir el timbre por debajo.
No sé por qué, esto hace que me enfade aún más. «¿Cómo te atreves?», me
apetece soltarle. «Lo has fastidiado todo para todos». Pero me incorporo y me
quito poco a poco la mochila, sintiendo pequeñas explosiones de dolor que
irradian desde el codo hasta el cuello.
—Venga, venga, deprisa.
Cambia el peso de un pie a otro mientras acaricia el largo cuchillo afilado
que lleva enganchado en el cinturón.
Mentalmente hago recuerdo de todo lo que llevo en la mochila: una
cantimplora metálica vacía. El paraguas de Tack. Dos barritas de cereales.
Llaves. Una edición en pasta del Manual
de FSS. Tack insistió en que lo trajera, y ahora me alegro. Tiene casi seiscientas
páginas. Debería ser lo suficiente pesado. Agarro las asas de la mochila con la
mano derecha, aferrándolas bien.
—He dicho que te muevas.
La carroñera, impaciente, se inclina para agarrar la bolsa. La giro hacia
arriba con ímpetu, luchando contra el dolor. Le da en la cabeza con fuerza
suficiente para derribarla: se tambalea hacia un lado y cae al suelo. Me pongo
en pie de un salto, pero ella se lanza a mis tobillos. Le pego dos buenas
patadas en las costillas.
Los sacerdotes y los científicos llevan razón en una cosa: en nuestro
corazón, en el fondo, somos como animales.
La carroñera gime, se dobla en dos y salto por encima de ella; evito todas
las barreras de la policía, que están tiradas, rotas y destrozadas. Los gritos
siguen formando una cresta de sonido en torno a mí: se han convertido en un
aullido tremendo, como una sirena gigantesca, amplificada.
Consigo llegar a la vieja entrada del metro. Por un instante dudo, con la
mano en la plancha de madera. Su textura me reconforta: gastada por el tiempo,
caldeada por el sol, representa un poco de normalidad en medio de toda esta
locura.
Otro disparo de rifle. Oigo un cuerpo que cae al suelo a mi espalda. Más
gritos.
Me inclino hacia delante y empujo. La puerta se entreabre algunos
centímetros y revela una turbia oscuridad y un olor acre, rancio.
No miro atrás.
Vuelvo a cerrar la puerta de un empujón y me quedo ahí un momento para que
se me acostumbren los ojos a la falta de luz, tratando de captar sonidos de
voces o pasos. Nada. El olor es más intenso aquí, es el olor de la muerte
antigua: huesos de animales y putrefacción. Me llevo el puño de la chaqueta a
la nariz y aspiro. Se oye un goteo continuo hacia la izquierda. Por lo demás, todo
es silencio.
Ante mi se abren unas escaleras llenas de trozos de periódicos arrugados,
vasos de papel aplastados y colillas, todo apenas iluminado por una lámpara
eléctrica como las que teníamos en la Tierra Salvaje. Alguien debe de haberla
dejado ahí antes.
Me muevo hacia las escaleras, totalmente alerta. Puede que los
guardaespaldas de Julián me hayan oído abrir la puerta. Quizá estén esperando
para saltar sobre mí. Mentalmente, maldigo los detectores de metales y los
escáneres corporales. Daría cualquier cosa por tener un cuchillo, un
destornillador, lo que fuera.
Entonces me acuerdo de las llaves. Una vez más me quito la mochila. El
doblar el codo, el dolor sube hasta el hombro, y tengo que contener el aliento
para no gritar. Menos mal que he caído sobre el brazo izquierdo; si fuera el
derecho, estaría completamente incapacitada.
Moviéndome con dolorosa lentitud para no hacer demasiado ruido, encuentro
las llaves en el fondo de la bolsa y las sujeto entre los dedos como me enseñó
Tack. No es que sea una gran arma, pero es mejor que nada. Luego bajo las
escaleras escudriñando la oscuridad, buscando algo que se mueva, formas
repentinas que surjan de pronto.
Nada. Todo está perfectamente tranquilo y silencioso.
Al pie de la escalera hay una lúgubre cabina de cristal que todavía
conserva manchas de dedos. Más allá se alinean doce tornos oxidados en un
túnel. Como molinos de viento en miniatura paralizados. Los salto con cuidado y
aterrizo suavemente al otro lado. Desde aquí se abren varios túneles hacia las
sombras, cada uno marcado con letreros diferentes, más letras y números. Julián
puede haber ido por cualquiera de ellos y todos están en tinieblas; la luz de
la lámpara no llega tan lejos. Considero la idea de volver atrás para
recogerla, pero eso me delataría.
Una vez más, me detengo y escucho. Al principio no se oye nada. Luego me
parece oír un ruido apagado que procede del túnel de la izquierda. Sin embargo,
en cuanto me pongo a caminar en la dirección del ruido, vuelve el silencio una
vez más. Me invade la certeza de que solo me lo he imaginado y vacilo,
frustrada, sin saber qué hacer a continuación.
He fallado en mi misión, eso es evidente. Mi primera misión de verdad para
el movimiento. Por otro lado, Raven y Tack no pueden culparme por perder a Julián
cuando atacaron los carroñeros. No tenía forma de preverlo o de haberme
preparado para ese caos. Nadie podría haber previsto eso.
Me imagino que lo mejor que puedo hacer es esperar aquí unas horas, al
menos hasta que la policía restablezca el orden; cosa que harán, no me cabe
ninguna duda. Si hace falta, me quedaré aquí a pasar la noche. Mañana pensaré
en cómo regresar a Brooklyn.
En ese momento, una sombra aparece repentinamente por la izquierda. Me giro
rápidamente con el puño extendido, pero no hay más que aire. Una rata
gigantesca pasa rápido por delante de mí, a unos centímetros de mi zapatilla.
Suelto aire al ver que se mete por otro túnel, arrastrando su larga cola sobre
la suciedad. Siempre he odiado las ratas.
Entonces lo oigo, claro e inconfundible: dos ruidos apagados y un gemido
bajo, una voz que murmura:
—Por favor.
La voz de Julián.
Todo mi cuerpo se pone en tensión. En ese momento, el miedo tira de mis
entrañas. La voz procedía de algún punto del interior del túnel, que está
completamente a oscuras.
Me deslizo junto a la pared pegándome a ella todo lo posible, palpando con
los dedos el musgo y los baldosines lisos a medida que avanzo, con cuidado de
no hacer ningún ruido al caminar ni al respirar. Cada pocos pasos me detengo y
escucho, esperando que Julián vuelva a decir algo, pero lo único que oigo es un
goteo constante. Debe de haber un escape en alguna cañería.
Entonces lo veo.
Hay un hombre ahorcado, colgado de una rejilla del techo con un cinturón
que le rodea el cuello. Por encima, el agua se condensa en una tubería metálica
y gotea sobre el suelo del túnel. Tap, tap, tap.
Está tan oscuro que no distingo su cara. La rejilla solo deja pasar un
débil hilo de luz grisácea, pero por la anchura de sus hombros lo identifico:
es uno de los guardaespaldas de Julián. A sus pies yace el otro, hecho un
ovillo en postura fetal. Tiene un cuchillo de mango largo clavado en la
espalda.
Me precipito hacia delante, olvidando no hacer ruido. Entonces oigo otra
vez la voz de Julián, más tenue:
—Por favor.
Estoy aterrada. No sé de dónde viene la voz, no puedo pensar en nada más
que en salir de aquí, en escapar, escapar. Preferiría enfrentarme a los
carroñeros en terreno abierto antes que atrapada como una rata, en la
oscuridad. No moriré bajo tierra.
Corro ciegamente, cubriéndome los brazos, hasta que choco contra una pared.
Regreso a tientas hacia el centro del túnel. El pánico me ha hecho torpe.
Tap, tap,
tap.
Por favor. Por
favor, sacadme de aquí. Nunca he corrido tan rápido. Me va a estallar el corazón,
no puedo tomar aliento.
Dos siluetas negras se despliegan de repente a ambos lados, como enormes
pájaros oscuros que extienden sus alas para envolverme.
Me agarran de la muñeca y se me caen las llaves.
—No tan rápido —dijo uno de ellos. Entonces, un dolor abrasador, un
fogonazo blanco.
Me hundo
en la oscuridad.entonces
Miyako, que debería haber sido una de las exploradoras, es, por el
contrario, la última en pasar por la enfermería.
—Volverá a estar bien mañana —dice Raven—. Ya verás. Es fuerte como un
toro.
Pero al día siguiente tose tanto que oímos cómo el ruido reverbera en las
paredes. Su respiración suena pesada y acuosa. Suda hasta empapar las mantas
mientras se queja de que tiene frío; está helada.
Empieza a toser sangre. Cuando me toca cuidar de ella, veo que se le ha
secado en las comisuras de la boca. Se la limpio con un trapo húmedo, pero
tiene todavía fuerza suficiente para oponerse. La fiebre le hace ver formas y
sombras en el aire, les da manotazos y musita algo incompresible.
Ya no puede ponerse de pie, ni siquiera cuando Raven y yo intentamos
alzarla entre los dos. Gime de dolor, y al final nos damos por vencidas. En vez
de eso, cambiamos las sábanas cuando se orina. Yo creo que deberíamos
quemarlas, pero Raven insiste en que no podemos; esa noche la veo frotándolas
furiosamente en la pila mientras sube el vapor del agua hirviendo. Sus
antebrazos tienen el color rojo brillante de la carne cruda.
Y después, una noche me despierto y el silencio es perfecto, un estanque
fresco y profundo.
Durante un momento, aún envuelta por la niebla de mis sueños, pienso que
Miyako debe de haberse puesto mejor. Mañana estará agachada en la cocina,
atizando el fuego. Mañana haremos las rondas juntas y la veré preparar trampas
con sus largos dedos. Cuando me vea observándola, sonreirá.
Pero todo está demasiado silencioso. Me levanto; un nudo de temor se tensa
en mi pecho. El suelo está helado.
Raven permanece sentada al pie de la cama de Miyako, mirando el vacío.
Lleva el pelo suelto, y las sombras aleteantes de la vela hacen que sus ojos
parezcan dos pozos huecos.
Los ojos de Miyako están cerrados. Sé sin lugar a dudas que está muerta.
El deseo de reírme, histérico e inapropiado, me atenaza la garganta. Para
sofocarlo digo:
—¿Está…?
—Sí —responde Raven brevemente.
—¿Cuándo?
—No estoy segura. Me he quedado dormida un momento —se pasa una mano por
los ojos—. Cuando me he despertado, ya no respiraba.
Mi cuerpo sufre un golpe de calor y después se queda completamente frío. No
sé qué decir, así que me quedo ahí un rato, intentando no mirar el cuerpo de
Miyako: una estatua, una sombra, un rostro adelgazado por la enfermedad,
reducido al hueso.
Solo puedo pensar en sus manos, que hace apenas unos días se movían de
forma tan experta sobre la mesa de la cocina, tocando un ritmo suave para que
Sarah cantara. Eran como un fogonazo, como alas de colibrí, llenas de vida.
Siento como si algo se me hubiera quedado atrapado en el fondo de la
garganta.
—Lo… lo siento.
Raven no dice nada durante un rato. Luego:
—No tendría que haberle hecho cargar agua. Me dijo que no se encontraba
bien. Tenía que haberla dejado descansar.
—No puedes culparte —digo rápidamente.
—¿Por qué no?
Entonces Raven alza la vista. En ese momento parece muy joven, desafiante,
testaruda, como mi prima Jenny cuando la tía Carol le decía que era hora de
hacer los deberes. Recuerdo que Raven es muy joven: veintiún años, solo unos
pocos más que yo. La Tierra Salvaje te envejece.
Me pregunto cuánto tiempo duraré yo aquí.
—Porque no es culpa tuya —me pone nerviosa no verle los ojos—. No puedes,
no debes sentirte mal por esto.
Entonces se pone de pie, protegiendo la vela con una mano.
—Ahora estamos del otro lado de la valla —murmura con cansancio al pasar a
mi lado—. ¿No lo entiendes? Aquí no puedes decirme lo que debo sentir.
Al día siguiente nieva. Durante el desayuno, Sarah llora en silencio
mientras sirve la papilla de avena: era amiga de Miyako.
Los exploradores dejaron el hogar hace cinco días: Tack, Hunter, Roach,
Buck, Lu y Squirrel. Se han llevado la pala para enterrar las provisiones, así
que buscamos trozos de metal y madera, cualquier cosa que sirva para cavar un
hoyo.
Por suerte, la nevada es ligera: a media mañana apenas han caído dos
centímetros, pero hace frío y el suelo está helado. Después de golpear y
escarbar durante media hora, apenas hemos conseguido abrir un pequeño agujero
en la tierra. Raven, Bram y yo estamos sudando. Sarah, Blue y algunos otros
están acurrucados a algunos metros de distancia, temblando.
—Esto no funciona —declara Raven, jadeante. Suelta un trozo retorcido de
metal que ha usado como pala y lo manda lejos de una patada. Luego se vuelve y
comienza a caminar de regreso hacia la madriguera—. Tendremos que quemar su
cuerpo.
—¿Quemar su cuerpo? —las palabras me salen como una explosión antes de que
pueda detenerlas—. No podemos quemar su cuerpo. Eso es…
Raven se vuelve de repente, con los ojos centelleantes.
—¿De veras? ¿Y tú qué quieres hacer, eh? ¿Quieres dejarla en la enfermería?
Normalmente, cuando Raven alza la voz yo cedo, pero esta vez me mantengo
firme.
—Se merece que la enterremos —replico, deseando que no me tiemble la voz.
Raven se me acerca en dos zancadas.
—Es un desperdicio de nuestra energía —responde entre dientes, y entonces
me doy cuenta de toda la furia y desesperación que siente. Me acuerdo de que le
oí decirle a Tack: «No va a morir nadie»—. No podemos permitírnoslo.
Se vuelve de nuevo de espaldas a mí y anuncia en voz alta, para que los
otros lo oigan:
—Tenemos que quemar su cuerpo.
Envolvemos el cadáver de Miyako en las sábanas que Raven lavó. Quizá
supiera todo el tiempo que se usarían para esto. No hago más que pensar que voy
a vomitar.
—Lena —Raven me ladra, cortante—. Tómala de los pies.
Obedezco. Su cuerpo pesa más de lo que parece posible. En la muerte, se ha
convertido en un bloque de hierro. Me siento furiosa con Raven, tanto que
podría escupirle.
A esto nos vemos reducidos aquí. Esto es lo que nos hace a todos la Tierra
Salvaje: pasamos hambre, morimos, envolvemos a nuestros amigos en sábanas
viejas y andrajosas y los quemamos al aire libre.
Sé que no es culpa de ella: es de la gente del otro lado de la alambrada,
es de ellos, de los zombis, de mi
antigua gente, pero el enfado se niega a disiparse. Me quema hasta abrirme un
agujero en la garganta.
A medio kilómetro del hogar hay un barranco por el que algún momento
discurrió un arroyo. La colocamos ahí y Raven salpica el cuerpo con gasolina:
solo un poco, porque no tenemos mucha.
La nieve cae ahora con más fuerza. Al principio no arde. Blue empieza a
llorar a gritos y Grandma se la lleva bruscamente lejos del fuego diciéndole:
—Calla, Blue. No estás ayudando.
La niña entierra la cara en el chaquetón de pana demasiado largo de Grandma
para amortiguar el sonido de sus lloros. Sarah está en silencio, con la cara
pálida, temblando.
Raven echa más gasolina al cuerpo y por fin consigue que arda. Enseguida el
aire se llena de un humo asfixiante, del olor del cabello quemado; el ruido
también es horrible, un crujido que te hace pensar en carne que se desprende
del hueso. Raven ni siquiera puede pronunciar el elogio fúnebre completo antes
de que le den náuseas.
Me aparto con los ojos llenos de lágrimas, no sé si por el humor o por el
enfado.
De repente siento unas ganas locas de cavar, de enterrar, de hacerles unos
buenos tajos a la tierra. Me muevo a ciegas, camino atontada de regreso a la
guarida. Me lleva un rato localizar los pantalones cortos de algodón y la vieja
camiseta hecha jirones que llevaba cuando vine a la Tierra Salvaje. La camiseta
la hemos estado usado como trapo para secar los platos. Estas son las únicas
cosas que me quedan de antes: los restos de mi antigua vida.
Los otros están reunidos en la cocina. Bram atiza el fuego para avivarlo de
nuevo. Raven hierve agua en una olla, para preparar café, sin duda. Sarah
baraja unas cartas abombadas por la humedad y muy manoseadas. Los demás están
sentados en silencio.
—Eh, Lena —me dice Sarah cuando pasó junto a ella. Me he guardado los
pantalones y la camiseta bajo la chaqueta, y mantengo los brazos cruzados con
fuerza sobre el estómago. No quiero que nadie sepa lo que voy a hacer, sobre
todo Raven—. ¿Quieres jugar a los descartes?
—Ahora no —gruño. La Tierra Salvaje nos vuelve mezquinos también. Mezquinos
y duros, todo aristas.
—Podemos jugar a otra cosa —dice—. Podríamos jugar a…
—Te he dicho que no.
Salgo corriendo escaleras arriba antes de percatarme de que he herido sus
sentimientos.
El ambiente está pesado y el paisaje es una mancha blanca. Por un momento,
el frío me deja pasmada y quedo ahí, parpadeando, confusa. Todo está cubierto
con una capa de nieve como una envoltura afelpada. Aún me llega el olor a
quedado del cuerpo de Miyako. Empiezo a imaginar que, con la nieve, la ceniza
volará sobre nosotros. Fantaseo pensando que nos cubrirá mientras dormimos, que
sellará la madriguera y nos asfixiara a todos en el interior, bajo tierra.
En el límite del hogar hay un enebro. Es donde comienzo y termino mis
carreras. Debajo no se ha acumulado la nieve; solo hay una fina película que aparto
con el piño del anorak.
Luego me pongo a cavar.
Araño la tierra con los dedos. El enfado y el dolor me pinzan los ojos y me
estrechan la visión hasta reducirla a un túnel. Ni siquiera siento el frío y el
dolor en las manos. La tierra y la sangre se me van secando en las uñas, pero
no me importa. Entierro ahí los gastados recuerdos que me quedan de mi vida
anterior, bajo el enebro, en la nieve.
Dos días después de quemar el cuerpo de Miyako, la nieve sigue cayendo.
Raven mira al cielo ansiosamente, maldiciendo entre dientes. Es hora de irse.
Lu y Squirrel, los primeros exploradores, ya han regresado. Casi todo el hogar
está recogido, aunque seguimos acumulado comida y provisiones del río y cazamos
y ponemos todas las trampas que podemos; pero la nieve lo hace difícil porque
los animales se mantienen bajo tierra.
En cuanto vuelva el resto de los exploradores, nos iremos. Estarán de
vuelta en cualquier momento, le decimos todos a Raven para calmar su ansiedad.
La nieve cae lenta, constante, y convierte el mundo en un ventisquero
blanco.
He empezado a comprobar los nidos cada día a la busca de mensajes. Se hace
más difícil trepar a los árboles cubiertos de hielo. Después, cuando vuelvo a
la guardia, me laten los dedos dolorosamente a medida que recuperan la
sensibilidad. Nos han llegado suministros de forma regular durante semanas,
aunque a veces se han quedado retenidos río arriba, en las aguas poco
profundas, que se hielan más rápido. Nos toca liberarlos del hielo con mangos
de escoba. Roach y Buck regresan al hogar, exhaustos pero triunfantes. Por fin
deja de nevar. Ahora solo queda esperar a Hunter y Tack.
Luego, un día, los nidos están amarillos. Y al día siguiente también:
amarillos.
El tercer día de amarillo, Raven me lleva aparte.
—Estoy preocupada —dice—. Algo debe de suceder dentro.
—Quizá hayan vuelto a patrullar —comento—. Tal vez hayan vuelto a conectar
la corriente en la valla.
Se muerde el labio y mueve la cabeza.
—Sea lo que sea, debe de ser algo importante. Todo el mundo sabe que es
hora de que nos vayamos. Necesitamos todos los víveres que podamos conseguir.
—Seguro que es algo temporal —digo—. Fijo que mañana nos llega un
cargamento.
Raven vuelve a mover la cabeza.
—No podemos permitirnos esperar mucho más —murmura con voz estrangulada. Sé
que no solo está pensando en las provisiones, sino también en los exploradores.
Al día siguiente, el cielo está azul pálido y el sol alto produce un calor
asombroso, que se cuela entre las nubes y convierte el hielo en arroyitos. La
nieve trajo consigo el silencio, pero ahora los bosques vuelven a estar vivos,
llenos del sonido de gotas, crujidos y gorjeos. Es como si a la Tierra Salvaje
le hubieran quitado el bozal.
Todos estamos de buen humor, todos excepto Raven, que hace su inspección
diaria del cielo y se limita a musitar:
—No durará.
De camino a los nidos, por la nieve, tengo tanto calor que me quito la
chaqueta y me la anudo a la cintura. Hoy los nidos van a estar azules, lo
intuyo. Estarán azules y llegarán las provisiones, los exploradores regresarán
y todos viajaremos juntos hacia el sur. La luz es cegadora, se refleja en las
hojas brillantes y me llena el campo de la visión de puntos de color,
destellados rojos y verdes.
Cuando llego a los nidos, me desato la chaqueta y la cuelgo en una de las
ramas bajas. Ya se me da bien trepar; encuentro el camino con facilidad y noto
una especie de alegría en el pecho que hace mucho que no sentía. Desde lejos
llega un zumbido vago, una vibración baja que me recuerda a los grillos que
cantan en verano.
Hay un vasto mundo a nuestro alrededor, un espacio sin límites más allá de
las fronteras y las reglas, y también en los intersticios entre ellas. Vamos a
viajar libremente por ese mundo. Todo va a salir bien.
Casi he alcanzado los nidos. Ajusto mi peso, busco un apoyo mejor para mis
pies y me impulso hacia arriba, hasta la última rama.
Justo entonces, una sombra pasa rápido junto a mí, tan repentina que me
asusto y por poco me caigo hacia atrás. Durante un instante siento el terror de
la caída, la inclinación, el aire frio a mis espaldas, pero en el último
momento consigo enderezarme. Aun así, me late el corazón y no puedo evitar la
sensación fugaz de que me hundo.
Y entonces veo que lo que me ha sobresaltado no ha sido una sombra.
Es un pájaro. Un pájaro que luchaba contra algo pegajoso, un pájaro
cubierto de pintura que forcejeaba en su nido, salpicando color por todas
partes.
Rojo. Rojo. Rojo.
Hay un montón: plumas marrones cubiertas con una gruesa capa de color
escarlata, que aletean entre las ramas.
El rojo significa: «Huye».
No sé cómo consigo bajar del árbol. Me deslizo y caigo; debido al terror,
mis miembros han perdido toda la gracia y la agilidad. El color rojo significa:
«Huye». Me lanzo desde algo más de un metro de altura y aterrizo en la nieve
con una voltereta. El frío se me cuela por los vaqueros y el jersey. Cojo la
chaqueta y salgo corriendo, justo como Hunter me dijo que hiciera, por ese
mundo deslumbrante de hielo que se funde, mientras la negrura me invade la
mirada. Cada paso es una agonía, y siento como si estuviera en una de esas
pesadillas en las que intentas escapar pero no puedes moverte.
El zumbido que oía antes se ha hecho más fuerte. No son grillos en absoluto.
Parecen avispas.
Parecen motores.
Me arden los pulmones, me duele el pecho, las lágrimas me escuecen en los
ojos mientras me dirijo tambaleante hacia el hogar. Quiero gritar. Quiero que
me salgan alas y poder volar. Y por un momento pienso: «Quizá todo haya sido un
error. Puede que no pase nada malo».
Entonces el zumbido se convierte en un rugido, y veo por encima de los
árboles el primer avión que rasga el cielo, gritando.
Pero no. Soy yo la que grita.
Grito mientras corro. Grito cuando cae la primera bomba y la Tierra Salvaje
se convierte en un incendio a mí alrededor.
ahora
Abro los ojos al dolor. Durante un segundo, todo es un remolino de color y
por un instante siento un pánico total. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? Luego
enfoco la mirada y distingo formas y contornos. Estoy en un cuarto de piedra
son ventanas, tendida en un catre. En mi confusión, pienso que tal vez he
conseguido regresar a la madriguera y me encuentro en la enfermería.
Pero no. Este cuarto es más pequeño y está más sucio. No hay fregaderos,
solo un cubo en un rincón. El colchón en el que estoy tumbada es fino, tiene
manchas y no hay sábanas.
Me vuelven los recuerdos: el mitin en Nueva York, la entrada al metro, la
visión terrible de los guardaespaldas. Me acuerdo de una voz áspera en mi oído:
No tan rápido.
Intento incorporarme y al momento tengo que cerrar los ojos, abrumada por
el peso que siento tras ellos, como la presión de un cuchillo.
—El agua ayuda.
Esta vez me incorporo y me giro, venciendo el dolor. Julián Fineman está
sentado en otro catre estrecho detrás de mí, con la cabeza apoyada en la pared,
y me mira con los ojos entrecerrados. Sostiene una taza metálica, que me
ofrece.
—La han traído hace poco —dice.
Tiene un corte profundo que va desde la ceja hasta la mandíbula, cubierto
de sangre seca, y un moretón en la frente, a la izquierda, justo bajo el
comienzo del pelo. Hay una pequeña bombilla en la celda, en el alto techo. A la
luz blanca, su pelo es del color de la paja fresca.
Inmediatamente, mis ojos se dirigen hacia la puerta. Él menea la cabeza en
sentido negativo.
—Cerrada con llave desde afuera.
Vale. Presos.
—¿Quiénes son? —pregunto, aunque ya lo sé. Los que nos han traído a este
sitio deben de ser carroñeros. Me acuerdo de aquella visión infernal en los
túneles, del guardia colgado y el otro muerto a puñaladas. Nadie más que los
carroñeros podrían haber hecho eso.
Julián mueve la cabeza. Ahora veo que también tiene cardenales en el
cuello. Le deben de haber agarrado como para ahogarle. No lleva chaqueta y
tiene la camisa desgarrada, manchada de sangre de la nariz, pero conserva un
aire sorprendentemente tranquilo. La mano que sostiene la taza es firme.
Solo sus ojos son eléctricos, intranquilos; con ese azul vívido, imposible,
están atentos y vigilantes.
Alargo la mano para aceptar la taza, pero en el último momento, él la
aparta unos centímetros.
—Yo te conozco de la reunión —dice, y algo aletea en sus ojos—. Perdiste un
guante.
—Sí.
De nuevo hago ademán de coger la taza.
El agua sabe a musgo, pero la sensación en mi garganta es asombrosa. En
cuanto bebo un trago, me doy cuenta de que nunca en mi vida había tenido tanta
sed. El vaso no alcanza más que para calmarme el ansia. Me bebo casi toda de un
trago antes de darme cuenta, con cierta culpa, de que quizá Julián quiera un
poco. Queda apenas un centímetro, que le ofrezco.
—Puedes acabártela —dice, y no se lo discuto. Al beber, siento que me mira
otra vez y veo que contempla mi cicatriz de tres puntas junto a la nuca. Parece
hacerle sentir seguro.
Aunque parezca mentira, aún tengo la mochila: por alguna razón, los
carroñeros no me la han quitado. Eso me da esperanza. Puede que sean
sanguinarios, pero está claro que no tienen mucha práctica en secuestrar a la
gente. Saco una barrita de cereal, luego me lo pienso. Todavía no estoy muerta
de hambre y no tengo ni idea de cuánto tiempo voy a estar atrapada en esta
ratonera. Eso lo aprendí en la Tierra Salvaje: es mejor esperar mientras aún
puedes hacerlo. Al final estarás tan desesperado que perderás el autocontrol.
Las otras cosas que he traído, el Manual del FSS, el tonto paraguas de
Tack, la cantimplora que vacié en el autobús hacia Manhattan y un tubo de rímel
al fondo, probablemente de Raven, no sirve nada. Ahora sé por qué no se han
molestado en confiscármela.
Aun así, lo saco todo, lo coloco con cuidado sobre la cama y vuelco la
mochila agitándola vigorosamente, como si de repente pudiera materializarse un
cuchillo, una ganzúa o cualquier otra forma de salvación.
Nada. Sin embargo, tiene que haber alguna forma de salir de aquí.
Me pongo de pie y voy a la puerta, doblando el brazo izquierdo. El dolor en
el codo se ha amortiguado hasta quedarse en un latido apagado, así que no está
roto; otra buena señal.
Pruebo a abrir la puerta: está cerrada con llave, como ha dicho Julián, y
es de hierro macizo. Imposible de romper. Hay una puertecita más pequeña, como
del tamaño de una gatera, acoplada en la grande. Me agacho para examinarla. La
forma en que están colocadas las bisagras permite que se abra solo desde su
lado, no desde el nuestro.
—Por ahí han pasado el agua —dice Julián—. Y también comida.
—¿Comida? —eso me sorprende—. ¿Te han dado comida?
—Un poco de pan. También algunos frutos secos. Me lo he comido todo. No
sabía cuánto tiempo ibas a estar sin sentido.
Aparta la mirada.
—No pasa nada —incorporándome, recorro las paredes a la búsqueda de grietas
o fisuras, una puerta oculta, un punto débil por el que podamos evadirnos—. Yo
hubiera hecho lo mismo.
Comida, agua, una celda subterránea: esos son los hechos. Me doy cuenta de
que estamos bajo tierra por el moho que crece en lo alto de las paredes; es de
un tipo especial, el mismo que teníamos en la madriguera. Viene de la tierra a
nuestro alrededor.
Quiere decir, en esencia, que estamos enterrados.
Pero si hubieran querido matarnos, ya estaríamos muertos. Eso también es un
hecho.
Aun así, no resulta particularmente reconfortante. Si los carroñeros nos
han mantenido con vida hasta ahora, solo puede ser porque nos tienen preparado
algo mucho peor que la muerte.
—¿Qué recuerdas? —le pregunto a Julián.
—¿Qué?
—¿Qué recuerdas sobre el ataque? ¿Ruidos, olores, orden de los
acontecimientos?
Cuando le miro directamente, aparta los ojos. Claro, ha sufrido años de
entrenamiento: segregación, principios de evasión, los tres protectores: Distancia, Separación, Desapasionamiento.
Me siento tentada de recordarle que no es ilegal establecer contacto visual con
una persona curada, pero me parece absurdo mantener aquí una conversación sobre
el bien y el mal.
Supongo que aún no se ha hecho a la idea de cuál es nuestra verdadera
situación. Por eso se mantiene tan sereno.
Suspira, se pasa una mano por el pelo.
—No me acuerdo de nada.
—Inténtalo.
Mueve la cabeza como esforzándose por liberar los recuerdos, se echa hacia
atrás de nuevo y se queda mirando al techo.
—Cuando aparecieron los inválidos durante la concentración…
Hago una mueca inconsciente cuando pronuncia esa palabra. Tengo que
morderme el labio para no corregirle: carroñeros.
No inválidos. No todos somos iguales.
—Sigue —le animo. Me desplazo a lo largo de las paredes, pasando las manos
por el cemento. No sé lo que espero encontrar. Estamos atrapados, no hay más.
Pero parece que a Julián le resulta más fácil hablar cuando no le miro.
—Bill y Tony, los escoltas de mi padre, me agarraron y tiraron de mí hacia
la salida de emergencia. Lo habíamos planeado con anterioridad: en caso de que
sucediera algo, se suponía que deberíamos entrar en los túneles y esperar a mi
padre —su voz se quiebra un poco al pronunciar la palabra padre y tose—. Los túneles estaban oscuros. Tony fue a buscar las
linternas que había escondido antes. Entonces oímos un grito y un ruido como un
chasquido. Como una nuez, Julián traga saliva. Por un momento me siento mal por
él. Ha visto mucho en un tiempo muy breve.
Pero me recuerdo a mí misma que su padre y él son la razón de que existan
los carroñeros, de que se vean forzados a existir. La ASD y otras
organizaciones similares han ejercido presión y han recurrido a todo tipo de
tretas para eliminar cualquier sentimiento del mundo. Han tratado de impedir
que explotara el géiser del descontento taponándolo con un puño de hierro.
Pero la presión acaba por acumularse y al final la explosión llega siempre.
—Entonces Bill se adelantó para asegurarse de que Tom estaba bien
—prosigue—. Me dijo que no me moviera, así que me quedé esperando donde estaba.
Y entonces alguien me cogió del cuello desde atrás. No podía respirar. Todo se
volvió borroso. Otra persona se acercó, pero no le vi la cara. Entonces me
golpearon —se señala la nariz y la camisa—. Perdí el sentido. Al despertar
estaba aquí. Contigo.
He terminado mi inspección de nuestra improvisada celda, pero me siento
llena de energía nerviosa y no consigo sentarme. Continúo dando vueltas de un
lado para otro, con los ojos fijos en el suelo.
—¿Y no te acuerdas de nada más? ¿De ningún otro ruido o algún olor?
—No.
—¿Y nadie ha hablado? ¿Nadie te ha dicho nada?
Se produce una pausa.
—No.
No estoy segura de si está mintiendo o no, pero lo paso por alto. Noto cómo
se apodera de mí el agotamiento total. El dolor vuelve a martillarme el cráneo
y veo puntos de color que estallan tras mis párpados. Caigo pesadamente en el
suelo y me llevo las rodillas al pecho.
—¿Y ahora qué? —pregunta Julián. En su tono se percibe cierta
desesperación. Me doy cuenta de que sí es consciente de nuestra situación. Y no
está sereno: está asustado, y lucha contra ello.
Apoyo la cabeza en la pared y cierro los ojos.
—Ahora, a esperar.
Es imposible saber qué hora es y si es de día o de noche. La bombilla lanza
una plana luz blanca. Pasan las horas. Al menos, Julián sabe estar callado. Se
queda en su catre y noto que me mira cuando no le miro. Seguramente es la
primera vez que está a solas con una chica de su edad durante tanto tiempo. Sus
ojos recorren mi pelo, mis piernas y mis brazos, como si yo fuera una extraña
especie de animal en el zoo. Me entran deseos de volver a ponerme la chaqueta y
taparme, pero no lo hago. Tengo calor.
—¿Cuándo te hicieron la operación? —me pregunta en un momento dado.
—En noviembre —contesto de forma automática. Mi mente le da vueltas una y
otra vez a las mismas preguntas. ¿Por qué traernos aquí? ¿Por qué mantenernos
vivos? Lo de Julián lo puedo comprender. Él tiene valor; deben de querer un
rescate.
Pero yo no valgo nada. Y eso me pone nerviosa.
—¿Te dolió? —pregunta.
Alzo la vista hacia él. De nuevo me sobresalta la claridad de sus ojos:
ahora tienen el color de un río transparente, mezclado con sombras violeta y azul
oscuro.
—No demasiado —miento.
—Yo odio los hospitales —murmura apartando la mirada—. Los laboratorios,
los científicos, los médicos. Todo eso.
Se hace el silencio.
—¿No estás ya acostumbrado a ello? —replico sin poder evitarlo.
Alza un poco la comisura izquierda de la boca: una pequeña sonrisa. Me mira
de soslayo.
—Hay ciertas cosas a las que uno no se acostumbra nunca, supongo —dice, y
sin ninguna razón, me acuerdo de Álex y noto que se me encoge el estómago.
—Sí, supongo que sí —respondo.
Más tarde se produce un cambio, el silencio se transforma. Estaba tumbada
en el catre para conservar las fuerzas, pero me incorporo hasta quedarme
sentada.
—¿Qué pasa? —pregunta Julián, y levanto la mano para que se calle.
Pisadas al otro lado de la puerta que se acerca. Luego, un ruido metálico
cuando las bisagras de la gatera giran con lentitud.
Me lanzo inmediatamente al suelo, para tratar de ver a nuestros
secuestradores. Caigo con fuerza sobre el hombro derecho justo en el momento en
que pasa una bandeja por la abertura. Se vuelve a cerrar la portezuela.
—Mierda.
Me incorporo frotándome el hombro. La bandeja contiene solo dos rebanadas
grandes de pan y varios trozos de cecina. Nos han dado también una cantimplora
llena de agua. No está mal, considerando algunas de las cosas que comía en la
Tierra Salvaje.
—¿Has visto algo? —pregunta Julián. Muevo la cabeza en sentido negativo—.
Tampoco serviría de mucho, imagino.
Duda un minuto y luego baja de la cama para sentarse también en el suelo.
—La información sirve siempre —replico con brusquedad. Esa es otra cosa que
he aprendido de Raven; claro que Julián no lo entiende. La gente como él no
quiere saber, ni pensar, ni tener que elegir nada: eso es parte del problema.
Ambos hacemos ademán de alcanzar el agua y nuestras manos se tocan sobre la
bandeja. Julián aparta la suya como si se hubiera quemado.
—Adelante —digo.
—Tu primero —dice él.
Cojo el agua y tomo un sorbo sin dejar de observarle. Hace pedacitos el
pan. Noto que quiere que dure; debe de estar muerto de hambre.
—Quédate con mi pan —digo. No estoy segura de por qué se lo ofrezco. No es
inteligente: para escapar de aquí tengo que estar fuerte.
Se me queda mirando. Curiosamente, a pesar de tener el pelo rubio trigo y
caramelo y los ojos azules, sus pobladas pestañas son negras.
—¿Estás segura?
—Cógelo —estoy a punto a añadir: «Antes de que cambie de idea».
Se come el segundo trozo ansiosamente, agarrándolo con las dos manos.
Cuando termina, le paso la cantimplora, y duda antes de llevársela a la boca.
—Ya sabes que no puedes contagiarte por mí —le digo.
—¿El qué?
Se sobresalta un poco, como si hubiera interrumpido un largo silencio.
—La enfermedad. Los deliria nervosa
de amor. No te la puedo contagiar. Estás a salvo —Álex me dijo una vez
exactamente lo mismo. Sepulto los recuerdos, deseando que se queden en lo
profundo de las tinieblas—. Y además, en cualquier caso, no la puedes contraer
por compartir comida o bebida. Eso es un mito.
—Pero se puede contagiar por los besos —comenta él tras una pausa. Duda
antes de decir «besos». No es un término que use ya muy a menudo, excepto en la
intimidad.
—Eso es distinto.
—Además, no es eso lo que me preocupa —añade con aire convincente, y se
bebe un gran trago de agua como para demostrarlo.
—¿Qué es lo que te preocupa, entonces?
Cojo mi trozo de cecina, me apoyo en la pared y empiezo a mordisquearlo.
No me mira a los ojos.
—Es solo que no he pasado mucho tiempo con…
—¿Chicas?
Niega con la cabeza.
—Con nadie —dice—. Con nadie de mi edad.
Por un momento nos miramos a los ojos, y entonces me recorre una pequeña
sacudida. Sus ojos han cambiado: ahora las aguas transparentes se han extendido
y se han hecho más profundas, se han convertido en un océano de colores
cambiantes, verdes, dorados y púrpuras.
Julián parece pensar que ha hablado demasiado. Se pone de pie, camina hasta
la puerta y se vuelve. Es la primera señal de agitación que le he visto.
Durante todo el día ha estado muy calmado.
—¿Por qué crees que nos tienen encerrados aquí? —pregunta.
—Para pedir un rescate, probablemente.
Es lo único que tiene sentido.
Julián se pasa el dedo por el corte del labio, pensándolo.
—Mi padre pagará —dice un momento después—. Yo soy valioso para el
movimiento.
Yo no comento nada. En un mundo sin amor, eso es lo que somos las personas:
valores, beneficios y cargas, números y datos. Sopesamos, cuantificamos,
medimos, y el alma quedara reducida a polvo.
—No le gustará tener que tratar con los inválidos —añade.
—No sabes si ellos son los responsables de que estemos aquí —replico
rápidamente, y luego me arrepiento. Incluso aquí, Lena Morgan Jones tiene que
actuar como se espera de ella.
Julián me mira frunciendo el ceño.
—Ya los viste en la manifestación, ¿no? —me quedo callada—. No sé. Quizá lo
que ha sucedido sea para bien. Quizá ahora la gente comprenda lo que intenta
hacer la ASD. Así entenderán por qué es tan necesario.
Usa su voz pública, como si se estuviera dirigiendo a una muchedumbre.
Me pregunto cuántas veces le habrán dicho esas mismas palabras, cuántas
veces le habrán insistido con esas mismas ideas. Me pregunto si tendrá dudas
alguna vez.
De pronto me indigno con él y con su serena certeza sobre el mundo, como si
la vida se pudiera diseccionar y etiquetar nítidamente igual que un espécimen
en un laboratorio.
Pero no digo nada de esto. Lena Morgan Jones mantiene la máscara puesta.
—Eso espero —sentencio fervientemente, y luego me voy a mi catre y me hago
un ovillo de cara a la pared para que se dé cuenta de que no me apetece seguir
hablando con él.
Como venganza, musito palabras dirigidas al cemento: palabras antiguas,
palabras prohibidas que Raven me enseñó, de una de las antiguas religiones.
El Señor es mi pastor,
nada me falta.
En prados de hierba fresca
me hace reposar,
me conduce junto a fuentes
tranquilas
y repara mis fuerzas. Me
guía por el camino justo,
haciendo honor a su
nombre.
Aunque pase por un valle
tenebroso, ningún mal temeré…
Termino quedándome dormida. Cuando abro los ojos, todo está oscuro, y tengo
que contener un grito. Han apagado la bombilla y nos han dejado en la negrura.
Me noto congestionada y enferma. Aparto la manta de lana hasta los pies del
catre y disfruto del aire fresco sobre la piel.
—¿No puedes dormir?
La voz de Julián me sobresalta. No está en su catre. Apenas puedo verle: es
una silueta grande recortada contra la sombra.
—Estaba durmiendo —digo—. ¿Y tú?
—No —contesta. Su voz suena ya más suave, menos precisa, como si de algún
modo la oscuridad hubiera derretido sus límites—. Es tonto, pero.
—¿Pero qué?
Imágenes del sueño siguen aleteando en mi mente, bordeando los límites de
la conciencia. He soñado con la Tierra Salvaje. Estaba Raven; Hunter también
estaba.
—Sueño. Tengo pesadillas —Julián pronuncia las palabras apresuradamente,
parece sentirse avergonzado—. Las sufro desde siempre.
Durante una décima de segundo siento un tirón en el pecho, como si algo
duro se me hubiera aflojado. Hago esfuerzos para apartar ese sentimiento.
Estamos en lados opuestos, él y yo. Nunca podrá existir ninguna comprensión
entre nosotros.
—Dicen que eso mejorará después de la operación —añade casi como una
disculpa, y yo me pregunto si estará pensando en lo obvio: «Si consigo
sobrevivir a ella».
Me quedo callada. Tose y luego se aclara la garganta.
—¿Y tú qué? —pregunta—. ¿Has tenido pesadillas alguna vez? O sea, antes de
que te hicieran la operación.
Pienso en los cientos y cientos de curados que duermen sin sueños en sus
camas de matrimonio, con la cabeza envuelta en niebla, en un sueño dulce y
vacío.
—Nunca —respondo, y me doy la vuelta, me subo la manta por encima de las
piernas y finjo que duermo.
entonces
No hay tiempo para irnos como habíamos planeado. Cogemos lo que podemos y
salimos corriendo, mientras a nuestras espaldas la Tierra Salvaje se vuelve
fuego rugiente y humo. Nos mantenemos cerca del río con la esperanza de que el
agua nos proteja si el incendio avanza.
Raven lleva en brazos a Blue, rígida y aterrorizada. Yo llevo a Sarah de la
mano. Llora en silencio, envuelta en el enorme chaquetón de Lu. No ha tenido
tiempo de coger el suyo. Lu se las apaña sin él. Cuando llega el peligro de
congelación, Raven y yo nos turnamos para prestarle nuestros abrigos. El frío
se te introduce en el cuerpo, te aprieta las entrañas, hace que te lloren los
ojos.
Y tras nosotros están las llamas.
Hemos conseguido escapar sanos y salvos del hogar quince. Faltan Squirrel y
Grandma. Nadie recuerda haberlos visto, con las prisas por abandonar la
guarida. Una de las bombas se hundió profundamente en la tierra justo al lado,
lo que provocó el derrumbamiento de un muro de la enfermería y lanzó una nube
de piedras, polvo e insectos hacia la entrada. Después de eso, no hubo más que
caos y gritos.
Cuando se retiran los aviones, llegan los helicópteros. Durante horas dan
vueltas sobre nuestras cabezas y el aire se fragmenta, se hace jirones por el
interminable zumbido. Lanzan productos químicos sobre la Tierra Salvaje hasta
crear una niebla que nos quema la garganta, nos ahoga y nos provoca escozor en
los ojos. Nos ponemos camisetas y trapos en el cuello y sobre la boca y
avanzamos entre la bruma. Al menos no mandan tropas de tierra. Debemos
considerarnos afortunados por eso.
Por fin oscurece demasiado para que continúen los ataques. El cielo
nocturno está sucio de humo. Los bosques se llenan de crujidos y chasquidos a
medida que muchos árboles sucumben a las llamas, pero por lo menos nos hemos
alejado lo suficiente río abajo para estar a salvo del fuego. Por fin Raven
considera que no hay peligro en hacer una pausa para descansar y ver con qué
contamos.
Solo tenemos una cuarta parte de la comida que habíamos almacenado, y
ningún medicamento.
Bram piensa que deberíamos regresar por la comida.
—Nunca conseguiremos llegar al sur con lo que tenemos —alega, y me doy
cuenta de que Raven tiembla mientras lucha para prender un fuego. Apenas puede
encender una cerilla. Debe de tener las manos congeladas. Yo hace horas que no
siento las mías.
—¿Es que no lo entiendes? —le espeta ella—. El hogar está acabado. Ya no
podemos volver atrás. Hoy querían terminar con nosotros, con todos y cada uno.
Si Lena no nos hubiera avisado, estaríamos todos muertos.
—¿Y qué pasa con Tack y Hunter? —insiste testarudo Bram—. ¿Qué harán cuando
vuelvan por nosotros?
—¡Maldita sea, Bram! —la voz de Raven se alza un poco, histérica, y Blue,
que se ha quedado dormida, hecha un ovillo entre las mantas, se revuelve
nerviosa. Raven se pone de pie; por fin ha conseguido que el fuego prenda.
Retrocede un paso y se queda mirando las primera llamas que se revuelven,
azules y verdes y rojas—. Tendrán que cuidarse ellos solos —murmura. Aunque ha
recuperado el control de sí misma, percibo el dolor que se desprende de sus
palabras, como una cinta de miedo y de pena—. Tendremos que continuar sin
ellos.
—Vaya mierda —declara Bram sin ganas. Sabe que ella tiene razón.
Raven se queda ahí durante largo rato, mientras los demás se mueven en
silencio por la ribera del río para montar el campamento: apilan las mochilas
para formar un refugio contra el viento, recolectan la comida y calculan las
nuevas raciones. Yo me acerco a Raven y me quedo un rato a su lado. Me gustaría
abrazarla, pero no puedo. No es el tipo de cosas que puedes hacer con Raven. De
alguna manera extraña, comprendo que ahora necesito su dureza más que nunca.
Con todo, desearía reconfortarla, así que digo, muy bajo para que nadie
pueda oírme:
—Tack va a estar bien. Si alguien puede sobrevivir ahí fuera, pase lo que
pase, es él.
—Sí, lo sé —dice—. Eso no me preocupa. Él va a sobrevivir sin problema.
Pero cuando me mira veo algo apagado en sus ojos, como si hubiera cerrado
una puerta en lo más profundo de su ser, y sé que no se lo cree de veras.
La mañana siguiente gris y fría. Ha empezado a nevar otra vez. Nunca había
pasado tanto frío, y tengo que dar saltitos durante un buen rato hasta que
vuelvo a sentir los pies. Hemos dormido todos a la intemperie. A Raven le
preocupaba que las tiendas se vieran demasiado, lo que nos habría convertido en
objetivo fácil si volvían los aviones o los helicópteros, pero el cielo está
vacío y los bosques en silencio. Con la nieve se mezclan partículas de ceniza
que extienden un tenue olor a humo.
Nos dirigimos hacia el primer campamento, el que prepararon Roach y Buck
para nuestra llegada, a ciento veinte kilómetros de distancia. Al principio
caminamos en silencio, mirando al cielo de vez en cuando, pero al cabo de
algunas horas empezamos a relajarnos, sigue cayendo la nieve, suavizando el
paisaje y purificando el aire hasta que sepulta el olor a humo.
Entonces hablamos con mayor libertad. ¿Cómo nos habrán encontrado? ¿Por qué
nos habrán atacado? ¿Por qué en este momento?
Durante años, los inválidos han contado con una ventaja fundamental: se
suponía que no existían. Durante décadas, el gobierno ha negado que hubiera
ningún habitante en la Tierra Salvaje, lo que mantuvo a los inválidos
relativamente a salvo. Cualquier ataque a gran escala habría equivalido a
admitir su error.
Pero eso parece haber cambiado.
Mucho más tarde, nos enteramos de la razón: la Resistencia ha incrementado
sus ataques. Se han cansado de esperar, de montar protestas y pequeñas
travesuras: de ahí los incidentes: explosivos colocados en prisiones,
ayuntamientos y dependencias oficiales de todo el país.
Sarah, que se había adelantado, regresa junto a mí.
—¿Qué crees que les habrá sucedido a Tack y Hunter? —me pregunta—. ¿Estarán
bien? ¿Crees que nos encontrarán?
—Chist —la hago callar con brusquedad. Raven camina delante de mí, y
levanto la mirada para ver si nos ha oído—. No te preocupes por eso. Saben
cuidar de sí mismos.
—¿Y qué pasa con Squirrel y Grandma? ¿Crees que habrán conseguido escapar?
Pienso en ese estremecimiento gigante, en toda la piedra y el cemento que
se hundieron, en el humo y los gritos. Había tanto ruido y tantas llamas.
Intento pensar si pisé a Squirrel y a Grandma corriendo por los bosques, pero
no recuerdo más que siluetas que chillaban, órdenes dadas a gritos, personas
que se convertían en humo.
—Haces demasiadas preguntas —la censuro—. Deberías conservar las fuerzas.
Sarah, que venía trotando como un perrillo, baja el ritmo hasta ir al paso.
—¿Vamos a morir? —pregunta con aire solemne.
—No seas tonta. Ya has hecho traslados antes.
—Pero la gente de dentro de la valla —se muerde el labio—. Nos quieren
matar, ¿verdad?
Siento que algo se tensa en mi interior, un espasmo de odio profundo. Le
pongo una mano en la cabeza.
—Todavía no han acabado con nosotros —respondo, y empiezo a imaginarme que
un día volaré sobre Portland, sobre Rochester, sobre todas y cada una de las
ciudades valladas de todo el país, y las bombardearé una y otra vez, y veré
cómo arden sus edificios hasta reducirse a polvo y cómo todas esas personas se
derriten y sangran hasta convertirse en llamas, para darles a probar su propia
medicina.
Si nos quitas algo, nosotros te quitaremos otra cosa. Si nos robas, te
robaremos hasta la camisa. Si nos presionas, golpearemos.
Esa es la forma en que funciona el mundo ahora.
Llegamos el primer campamento justo antes de la medianoche del tercer día,
tras una confusión en el último minuto junto a un árbol caído, con las raíces
expuestas al cielo, que Roach había marcado con un pañuelo rojo. Dudamos si
dirigirnos al este o al oeste, perdemos una hora caminando en la dirección
equivocada y tenemos que desandar ese tramo; pero en cuanto avistamos la
pequeña pirámide de piedras que levantaron Roach y Buck para marcar dónde está
enterrada la comida, reina la alegría general.
Corremos los último veinte metros dando gritos hasta alcanzar el claro,
llenos de una energía renovada.
El plan era quedarse aquí un día, a los sumo dos, pero Raven opina que
deberíamos acampar durante más tiempo y tratar de cazar lo que podamos con
trampas. Hace cada día más frío; gradualmente se hará más difícil encontrar
pequeñas piezas de caza y no tenemos comida suficiente para recorrer todo el
camino hasta el sur.
Ya es
seguro plantar las tiendas, durante un tiempo podemos olvidar que estamos
huyendo, que hemos perdido a miembros de nuestro grupo y que dejamos atrás
muchas provisiones en el hogar. Encendemos un fuego, nos sentamos alrededor de
su resplandor y nos calentamos las manos mientras contamos historias para
distraernos del frío, del hambre y del viento, que huele a la nevada que se
avecina.ahora
—Cuéntame una historia.
—¿Cómo?
La voz de Julián me sobresalta. Lleva horas sentado en silencio. Yo me he
puesto a dar vueltas otra vez, pensando en Raven y en Tack. ¿Habrán podido
escapar de la concentración? ¿Pensarán que estoy herida o muerta? ¿Vendrán a
buscarme?
—Que me cuentes una historia —está sentado en su catre, con las piernas
cruzadas. Me he dado cuenta de que es capaz de quedarse sentado así durante
horas, con los ojos entrecerrados, como si estuviera meditando. Su calma ha
empezado a irritarme—. Hará que el tiempo pase más rápido —añade.
Otro día, más horas que se arrastran. Ha vuelto la luz y nos han traído el
desayuno (más pan, más cecina, más agua). Esta vez me he pegado a la puerta y
he podido ver unos pantalones oscuros y unas botas pesadas. Una áspera voz
masculina me ha ordenado que pase la bandeja vieja por la gatera y yo he
obedecido.
—No sé ninguna historia —digo. Julián ya no se siente incómodo mirándome;
es más, se siente demasiado cómodo. Noto sus ojos fijos en mí mientras doy
vueltas, como si me estuviera dando un ligero toque en el hombro.
—Bueno. Entonces, cuéntame tu vida —dice Julián—. No tiene por qué ser una
buena historia.
Suspiro mientras repaso la vida que Raven me ayudó a construir para Lena
Jones.
—Nací en Queens. Fui al colegio Unity hasta quinto y luego me pasé a
Nuestra Señora de la Doctrina. El año pasado me trasladé a Brooklyn y me
matriculé en el Quincy Edwards para mi último curso.
Julián sigue mirándome, como si esperara más. Hago un gesto rápido de
impaciencia con la mano y añado:
—Me hicieron la cura en noviembre. Sin embargo, pasaré mi evaluación a
finales de este semestre, con todas las demás. Todavía no tengo una pareja
asignada.
Me quedo sin cosas que decir. Lena Jones, como todos los curados, es
bastante aburrida.
—Esos son hechos —dice Julián—. No es una historia.
—Vale —me siento en mi catre con las piernas dobladas y me vuelvo hacia
él—. Si sabes tanto... ¿por qué no me cuentas una historia tú a mí?
Espero que se ponga todo colorado, pero se limita echar la cabeza hacia
atrás con un resoplido. Hoy la herida del labio tiene peor aspecto; está
amoratada e hinchada. Han empezado a extenderse por su mandíbula sombras de
color amarillo y verde, pero no se ha quejado, ni de eso ni del feo corte que
tiene en la mejilla.
Por fin comienza:
—Una vez, cuando era muy pequeño, vi a dos personas besándose en público.
—¿En una ceremonia de matrimonio, quieres decir? ¿Para sellarla?
Niega con la cabeza.
—No. En la calle. Eran manifestantes, ¿sabes? Era justo delante de la ASD.
No sé si no estaban curados o si el procedimiento no había funcionado o qué. Yo
solo tenía unos seis años. Ellos…
En el último momento titubea.
—¿Ellos qué?
—Se besaban con la lengua.
Me mira durante apenas un segundo y luego aparta la vista. Hoy en día,
besarse con la lengua es algo peor que ilegal. Está considerado algo sucio, un
acto asqueroso, un síntoma de que la enfermedad se ha afianzado.
—¿Y qué hiciste?
Me inclino hacia delante a mi pesar. Estoy asombrada, tanto por la historia
como por el hecho de que Julián la esté compartiendo conmigo.
Él esboza una sonrisa.
—¿Quieres saber algo divertido? Al principio pensé que él se la estaba
comiendo.
No puedo remediarlo: suelto una breve carcajada y, cuando empiezo, ya no
puedo parar. Toda la tensión de las últimas cuarenta y ocho horas se rompe en
mi pecho y me río tan fuerte que se me saltan las lágrimas. El mundo entero
está del revés. Vivimos en la casa de la risa.
Julián también se echa a reír; luego hace una mueca y se toca el labio
amoratado.
—¡Ay! —exclama, y esto me provoca nuevas carcajadas, que se le contagian.
Vuelve a decir: «¡Ay!», y al momento estamos los dos muertos de risa. Julián
tiene una risa sorprendentemente agradable, grave y musical.
—Vale, ahora te toca a ti otra vez —dice por fin, jadeando, y se acaba la
risa.
Yo sigo esforzándome por recobrar el aliento.
—Espera, espera. ¿Y qué pasó después?
Él me mira, aún sonriendo. Tiene un hoyuelo en la mejilla derecha. En su
entrecejo aparece una arruga.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué le sucedió a la pareja? ¿A los que se besaban?
La arruga de su entrecejo se hace más profunda y mueve la cabeza,
confundido.
—Vino la policía —continúa, como si fuera evidente—. Los pusieron en
cuarentena en Rikers. Puede que sigan allí.
Y así, tal cual, la risa restante me abandona como un golpe seco en el
pecho. Me acuerdo de que Julián es uno de ellos: los zombis, los enemigos. Los
que me arrebataron a Álex.
De pronto, me siento mal. Acabo de reírme con él. Hemos compartido algo. Me
mira como si fuéramos amigos, como si fuéramos iguales.
Me dan ganas de vomitar.
—Venga —dice él—. Te toca a ti.
—Ya no tengo ninguna historia —digo. Mi voz suena áspera, como un ladrido.
—Todo el mundo tiene —empieza a decir él.
—Yo no —le corto, y me bajo otra vez del catre. Me pica todo el cuerpo y
solo puedo quitarme la sensación caminando.
Pasamos el resto del día sin cruzar palabra. Unas cuantas veces parece que
Julián va a decir algo, así que al final me voy al catre y me tumbo, cierro los
ojos y finjo que duermo. Pero no duermo.
En mi mente se revuelven una y otra vez las mismas palabras:
Tiene que haber una salida. Tiene que haber una salida.
El sueño auténtico no llega hasta mucho después, cuando de nuevo apagan la
luz. Es como hundirse lentamente, como ahogarse en la niebla. Demasiado pronto,
me vuelvo a destapar y me incorporo, con el corazón a cien por hora.
Julián grita en sueños en el catre junto al mío, musitando palabras
incoherentes. La única que puedo identificar es «no».
Espero un poco para ver si se despierta solo. Da patadas y se revuelve. El
somier metálico cruje.
—Eh —digo. Sigue hablando angustiado, así que me incorporo—. Eh, Julián —le
llamo en voz más alta.
Sigue sin responder. Alargo el brazo y busco el suyo en la oscuridad. Tiene
el pecho cubierto de sudor. Encuentro su hombro y le muevo suavemente.
—Julián, despierta.
Por fin abre los ojos, jadeante, y se aparta bruscamente de mi contacto. Se
incorpora. Oigo el ruido del colchón cuando se desplaza su peso y distingo su
silueta, una negrura densa, la curva de su columna. Durante un momento nos
quedamos sentados en silencio. Él respira con dificultad. De su garganta sale
un ruido ronco. Me vuelvo a tumbar y le escucho inspirar en la oscuridad.
Espero a que se calme.
—¿Más pesadillas? —preguntó.
—Sí —responde tras un momento.
Dudo. Parte de mí se siente inclinada a darse la vuelta y volver a dormir.
Pero estoy demasiado despierta, y la oscuridad resulta opresiva.
—¿Quieres hablar de ello? —pregunto.
Hay un largo minuto de silencio. Luego comienza a hablar apresuradamente.
—Estaba en un complejo de laboratorio —comienza—. Y fuera había una gran
alambrada y toda una serie de… La verdad es que no sé explicarlo, pero no era
una valla de verdad. Estaba hecha de cuerpos. De cadáveres. El aire estaba
negro por la cantidad de moscas.
—Sigue —susurro cuando Julián hace una nueva pausa.
Traga saliva.
—Llegaba el momento de mi operación, me ataban a una camilla y me decían
que abriera la boca. Dos científicos me obligaban tirando de la mandíbula. Mi
padre, que estaba también ahí, acercaba un cubo lleno de hormigón fresco y yo
sabía que me lo iba a echar por la garganta. Gritaba y trataba de impedírselo
por todos los medios, pero él no hacía más que decir que todo iría bien, que me
iba a hacer bien, y entonces el hormigón me empezaba a llenar la boca y no
podía respirar.
Deja de hablar. Noto una presión en el pecho. Durante un segundo de locura
siento la necesidad de abrazarlo, pero eso sería terrible, y estaría mal por
miles de razones. Él debe de sentirse mejor después de contarme el sueño,
porque se vuelve a tumbar.
—Yo también tengo pesadillas —rápidamente me corrijo—. Bueno, quiero decir
que las tenía.
Incluso en la oscuridad, me da la impresión de que Julián se me ha quedado
mirando.
—¿Quieres hablar de ello?
Me devuelve mis mismas palabras.
Pienso en las pesadillas que solía tener sobre mi madre: sueños en los que
contemplaba impotente cómo ella saltaba de un acantilado. Nunca le he hablado a
nadie de eso, ni siquiera a Álex. Los sueños cesaron cuando supe que estaba
viva, que había estado encerrada en las Criptas durante todos los años en que
creía que había muerto. Ahora mis pesadillas han adoptado nuevas formas. Están
llenas de fuego, y de Álex, y de espinas que se convierten en cadenas y me
arrastran hasta el interior de la tierra.
—A menudo tenía pesadillas sobre mi madre —casi me ahogo al pronunciar
«madre», y espero que él no se dé cuenta—. Murió cuando tenía seis años.
Esto también podría resultar cierto. Nunca la volveré a ver.
Se oye un ruido en el catre de Julián y, cuando habla, me doy cuenta de que
se ha vuelto hacia mí.
—Háblame de ella —me pide suavemente.
Me quedo mirando a la oscuridad, que parece estar llena de diseños
cambiantes.
—Le gustaba experimentar en la cocina —explico lentamente. No puedo
contarle demasiado; no debo decir nada que le haga concebir sospechas. Pero
hablar en la oscuridad proporciona alivio, así que me dejo llevar—. Solía
sentarme en la encimera de la cocina y mirar cómo enredaba. Casi todo lo que
preparaba acababa en la basura, pero siempre era divertido, y me hacía reír
—hago una pausa—. Me acuerdo de una vez que hizo crepes de pimienta picante. No
estaban mal —Julián permanece en silencio. El ritmo de su respiración se ha
vuelto regular—. También solía jugar conmigo —añado.
—¿De veras?
La voz de Julián tiene un tono asombrado.
—Sí. Juegos de verdad no solo esos rollos educativos que promueven en el Manual de FSS. Ella fingía.
Me detengo y me muerdo el labio, preocupada por haber ido demasiado lejos.
—¿Qué fingía?
Noto un peso descontrolado en el pecho y de pronto regresa todo: mi vida de
verdad, mi antigua vida, la casa destartalada en Portland, el sonido del agua y
el olor de la bahía, las paredes ennegrecidas de las Criptas y las formas de
diamante color verde esmeralda que creaba el sol al colocarse entre los árboles
de la Tierra Salvaje; todas las capas, apiladas unas sobre otras, que he
enterrado para que nadie las encuentre nunca. Y de repente siento que tengo que
seguir hablando; si no, voy a explotar.
—Mi madre tenía una llave con la que supuestamente abría las puertas a
otros mundos. Era solo una llave normal, no sé de dónde la sacaría, a lo mejor
de algún mercadillo, pero la guardaba en una caja roja y solo la sacaba en las
ocasiones especiales. Y cuando la sacaba, fingíamos que viajábamos por todas
esas dimensiones distintas. En un mundo, los animales tenían humanos como
mascotas; en otro, cabalgábamos sobre la cola de estrellas fugaces. Había
también un mundo submarino, y otro en el que la gente dormía por el día y
bailaba durante la noche. Mi hermana también jugaba.
—¿Cómo se llamaba?
—Grace —contesto, me aprieta la garganta, y ahora combino capas y lugares,
mezclando vidas. Mi madre desapareció incluso antes de que Grace naciera;
además, Grace era mi prima. Pero, curiosamente, lo puedo imaginar: mi madre
levantando a Grace y haciéndola girar en un círculo enorme, mientras la música
sale de los viejos altavoces; las tres corriendo por largos pasillos de madera,
fingiendo que cazamos una estrella. Abro la boca, pero me doy cuenta de que no
puedo hablar más. Estoy a punto de llorar, y me trago las lágrimas mientras se
me contrae la garganta.
Julián se queda callado durante un minuto. Luego dice:
—Yo también fingía cosas.
—¿Ah, sí? —vuelvo la cara hacia la almohada para que se amortigüe el
temblor de mi voz.
—Sí… En los hospitales, sobre todo, y en los laboratorios —otro instante—.
Imaginaba que estaba de vuelta en casa. Cambiaba los ruidos por otras cosas,
¿entiendes? Por ejemplo, el ruido de los monitores de actividad cardiaca era
justo como el bip, bip, bip de la cafetera eléctrica. Cuando oía pisadas fingía
que eran mis padres, aunque nunca eran ellos. Ya sabes que los hospitales
siempre huelen a lejía con un ligero toque a flores; yo me figuraba que era
porque mi madre estaba lavando las sábanas.
Ya se me ha pasado la presión en la garganta y ahora puedo respirar con
mayor facilidad. Agradezco que Julián no haya comentado que el comportamiento
de mi madre parece no regulado, que no se haya mostrado desconfiado no haya
hecho demasiadas preguntas.
—Los funerales también huelen así —digo—. A lejía. Y a flores también.
—No me gusta ese olor —musita Julián. Si estuviera menos entrenado y fuera
menos cuidadoso, diría que lo odia. Pero no puede decirlo: eso está demasiado
cerca de la pasión, la pasión es muy similar al amor y el amor es deliria nervosa de amor, la más letal de
todas las cosas letales; es la razón de las capas secretas de las personas, la
razón de los espasmos en la garganta.
Julián continúa:
—Y también imaginaba que era un explorador. Pensaba cómo sería viajar a…
otros lugares.
Me acuerdo de cuando le encontré después de la reunión de la ASD: sentado a
solas en la oscuridad, contemplando todas aquellas imágenes vertiginosas de
montañas y bosques.
—¿Qué tipo de lugares? —pregunto, con el corazón un poco acelerado.
Vacila unos instantes.
—Otros sitios, sin más —dice por fin—. Otras ciudades de los Estados
Unidos.
Algo me dice que vuelve a mentir. Me pregunto si en realidad está hablando
de la Tierra Salvaje o de otras partes del mundo: lugares sin alambradas, donde
aún existe el amor, aunque se supone que ya tendría que haber acabado con
todos.
Quizá nota que no le creo, porque se apresura a añadir:
—Eran solo cosas de niños. Así me entretenía de noche en los laboratorios,
cuando me hacían pruebas y operaciones y cosas así. Era para no tener miedo.
En el silencio, siento el peso de la tierra sobre nuestras cabezas: capas y
capas, densas y sin aire. Intento luchar contra la abrumadora impresión de que
vamos a estar aquí enterrados para siempre.
—¿Ahora tienes miedo? —pregunto.
Tarda una décima de segundo en contestar.
—Tendría más miedo si estuviera solo.
—Yo también —admito, y una vez más siento una oleada de complicidad con
él—. ¿Julián?
—¿Sí?
—Dame la mano.
No sé por qué digo eso; quizá porque no le veo. En la oscuridad es más
fácil.
—¿Para qué?
—Tú hazlo.
Lo oigo moverse. Se acerca y alarga el brazo en el espacio entre los dos
catres. Extiendo la mano y encuentro la suya grande, fresca y seca. Se
sobresalta un poco cuando su piel entra en contacto con la mía.
—¿Crees que es seguro? —pregunta. Su voz suena ronca.
No sé si se refiere a los deliria
o al hecho de que estamos atrapados aquí, pero deja que mis dedos se entrelacen
con los suyos. Nunca le ha tocado la mano a nadie, y se nota. Le lleva un
momento de titubeo el comprender cómo hacerlo.
—Todo va ir bien —digo. No sé si lo creo o no. Me da un pequeño apretón, lo
que no deja de sorprenderme. Supongo que hay ciertas cosas que se nos ocurren
de forma natural, aunque no las hayamos hecho nunca. Nos quedamos agarrados de
la mano y poco después escucho su respiración, que se va haciendo más lenta y
profunda. Cierro los ojos y pienso en olas que llegan despacio a la orilla.
Poco después me quedo dormida: sueño que estoy en un tiovivo con Grace y que
contemplamos, riendo, cómo todos los caballitos de madera se liberan de sus
sitios y se lanzan a galopar por el aire.
entonces
Durante tres días, el tiempo se mantiene igual. Los bosques formas una
sinfonía de sonido a medida que los árboles y el río van deshaciéndose del
hielo. Enormes gotas de agua con colores de piedras preciosas caen sobre
nuestras cabezas según caminamos por el bosque buscando bayas, guaridas de
animales y buenos sitios para cazar. Hay una sensación generalizada de alivio y
de celebración, casi como si de verdad hubiera llegado la primavera, aunque
somos conscientes de que esto es solo un aplazamiento temporal. Raven es la
única que no parece contenta.
Ahora tenemos que estar todo el tiempo alerta a la busca de comida. La
tercera mañana, Raven me nombra a mí para que la acompañe a comprobar las
trampas. Cada vez que encontramos una vacía, maldice un poco entre dientes. En
general, los animales se han refugiado bajo tierra.
Antes de llegar a la última trampa, escuchamos a la presa y Raven aprieta
el paso. Se oye un ruido frenético de algo que escarba en las frágiles hojas
que cubren el suelo del bosque, y también un chillido asustado. Un conejo
grande ha quedado atrapado por una pata trasera en los dientes metálicos de la trampa.
Tiene el pelo manchado de sangre oscura. Aterrorizado, intenta saltar hacia
delante y luego vuelve a caer, jadeando, de lado.
Raven se agacha y saca un cuchillo de mango largo de la bolsa. Está
afilado, pero aún tiene manchas de óxido y, supongo, de sangre seca. Si dejamos
ahí el conejo, se retorcerá, dará vueltas y se sacudirá hasta desangrarse, o
tal vez al final se dé por vencido y muera lentamente de hambre. Si ella lo
mata con rapidez, le hará un favor. Aun así, no puedo mirar. Nunca me ha tocado
ocuparme de las trampas, no tengo estómago para eso.
Raven vacila. Luego, de repente, me pone el cuchillo en la mano.
—Toma —me dice—. Hazlo tú.
No es que no sea aprensiva; caza constantemente. Esta es otra de sus
pruebas.
Curiosamente, el cuchillo es bastante pesado. Miro al conejo, que escarba y
se revuelve en el suelo.
—Yo… no puedo. Nunca he matado.
La mirada de Raven es dura.
—Bueno, ya es hora de que aprendas.
Sujeta al animal con las dos manos. No deja de retorcerse; le pone una en
la cabeza y la otra en la tripa para inmovilizarlo. El conejo debe de pensar
que ella intenta ayudarlo, porque deja de moverse. Incluso así, noto cómo
respira acelerada, desesperadamente.
—No me obligues —le pido, avergonzada porque tengo que rogarle y enfadada por
verme obligada a hacerlo.
Raven vuelve a ponerse de pie.
—Sigues sin entenderlo, ¿no? —dice—. Esto no es un juego, Lena. Y no
termina aquí, ni cuando lleguemos al sur, ni nunca. Lo que pasó en el hogar —se
interrumpe moviendo la cabeza—. No hay sitio para nosotros en ninguna parte.
No, a menos que cambien las cosas. Van a venir a por nosotros. Bombardearán y
quemarán nuestros hogares, se expandirán las fronteras y las ciudades y ya no
quedará Tierra Salvaje, nadie para luchar ni nada por lo que hacerlo, ¿lo
entiendes?
No respondo. Siento el calor que asciende hasta mi nuca. Me estoy mareando.
—No siempre voy a estar a tu lado para ayudarte —sentencia, y se arrodilla
de nuevo. Esta vez aparta el pelo del conejo con los dedos, dejando al
descubierto parte del cuello rosado, carnoso, y una arteria que late.
—Aquí —dice—. Hazlo.
Se me ocurre en ese momento que el animal que está sujetando es como
nosotros: atrapado, obligado a huir de su madriguera, luchando desesperadamente
por respirar, por tener un poco más de espacio. Y de repente me entra una
cólera cegadora contra ella, por sus sermones y sus cabezonería, por pensar que
la forma de ayudar a la gente es ponerla contra la pared o pegarla hasta que
empieza devolver los golpes.
—No creo que sea un juego —le espeto sin ocultar mi enfado.
—¿Qué?
—Te crees que eres la única que sabe algo —aprieto los puños, uno contra el
muslo y el otro cerrado sobre el mango del cuchillo—. Te crees que eres la
única que sabe lo que es la pérdida o la ira. Te crees que eres la única que
sabe lo que es huir.
Me estoy acordando de Álex, y la odio por ello también, por traérmelo de
vuelta. El dolor y la furia crecen como una ola negra.
—No creo que yo sea la única —replica Raven—. Todos hemos perdido algo. Esa
es norma ahora, ¿no? Incluso en Zombilandia. Ellos pierden más que los demás,
posiblemente.
Alza los ojos y me mira. No sé por qué, no puedo dejar de temblar.
Raven habla con una serena intensidad.
—Más vale que aprendas una cosa: si quieres algo, si lo haces tuyo, siempre
se lo estarás quitando a otra persona. Esa es otra regla. Y algo debe morir
para que otros vivan.
Me quedo sin aliento. Por un momento, el mundo deja de girar y solo queda
el silencio y los ojos de Raven.
—Pero tú ya lo sabes todo al respecto, ¿no, Lena?
Nunca alza la voz, pero siento las palabras como un golpe físico. Me
empieza a zumbar la cabeza y se me llena el pecho de un dolor abrasador. Todo
lo que pienso es: «No lo digas, no lo digas, no lo digas», y caigo en los
profundos túneles oscuros de sus ojos, de vuelta hasta aquella terrible
madrugada en la frontera, cuando el sol penetraba por la bahía como una mancha
lenta.
Ella continúa:
—¿No intentaste cruzar la frontera con alguien más? Nos llegaron los
rumores. Estabas con alguien —lo dice como si acabara de acordarse, aunque me
doy cuenta en este momento de que ya lo sabía, claro que lo sabía, lo ha sabido
desde el principio. La ira y el odio me llenan tan rápido y con tanta fuerza
que me da la sensación de que voy a ahogarme—. Se llamaba Álex, ¿no?
Me lanzo contra ella antes de darme cuenta de que me he movido. Tengo el
cuchillo en la mano y se lo voy a clavar justo en la garganta, la voy a
desangrar y a destripar y la voy a dejar ahí para que se la coman los animales.
En el instante en que caigo sobre ella, me da un golpe en las costillas y
pierdo el equilibrio. Me agarra de la muñeca y tira de mi hacia abajo, de forma
que el cuchillo se clava directamente en el cuello del conejo, justo donde ella
señalaba la arteria. Suelto un grito. Sigo sosteniendo el arma, y ella me
aprieta la mano para mantenerla en el sitio. El conejo se revuelve una vez y
luego se queda quieto. Durante un instante, me imagino que aún puedo sentir el
latido de su corazón bajo mis dedos como un eco rápido. El cuerpo del animal
está caliente. Junto a la punta del cuchillo brota un poco de sangre.
Raven y yo estamos tan cerca que puedo oler su aliento y el sudor que
impregna su ropa. Intento apartarme, pero ella me agarra más fuerte.
—No te enfades conmigo —dice—. No he sido yo quien lo ha hecho.
Para enfatizar sus palabras, me aprieta más la mano; el cuchillo penetra
unos centímetros más en el cuerpo del animal y se acumula más sangre en torno a
él.
—Que te den —suelto, y de repente me pongo a llorar por primera vez desde
que llegué a la Tierra Salvaje, por primera vez desde que Álex murió. Se me
cierra la garganta y apenas puedo pronunciar las palabras. Casi me ahogo. Se me
está pasando el enfado, reemplazado por una intensa lástima hacia ese maldito
animal, tonto y confiado, que corría demasiado rápido y no miraba por dónde iba
y, aun así, incluso cuando tenía la pata atrapada en la trampa, siguió creyendo
que podía escapar. Estúpido, estúpido, estúpido.
—Lo siento, Lena. Las cosas son como son.
Efectivamente, tiene un aire contrito: sus ojos se han suavizado y veo lo
cansada que está, lo cansada que debe de haber estado siempre, viviendo años y
años de esta forma, teniendo que luchar a brazo partido solo por un espacio en
el que respirar.
Raven me suelta por fin, y de forma experta y rápida libera al animal
muerto de la trampa. Saca el cuchillo del cuerpo, lo limpia en el suelo y se lo
mete en el cinto. Luego engancha las patas del conejo con una anilla de metal
de su mochila, para que cuelgue cabeza abajo. Cuando se pone de pie, el animal
oscila como un péndulo. Raven sigue observándome.
—Y así sobrevivimos un día más —dice, se da la vuelta y se aleja.
Una vez leí algo sobre una especie de hongo que crece en los árboles. El
hongo empieza a invadir los sistemas que transportan el agua y los nutrientes
desde las raíces hasta las ramas. Los va inutilizando uno por uno y los va
desplazando. Pronto, el hongo, y sólo él, transporta agua, los elementos
químicos y todo lo que el árbol necesita para sobrevivir. Así va
descomponiéndolo lentamente desde dentro, haciendo que se pudra minuto a
minuto.
Eso es lo que hace el odio. Te alimenta y al mismo tiempo te va pudriendo.
Es duro, profundo y afilado, un sistema que bloquea. Es completo y lo
abarca todo.
El odio
es una alta torre. En la Tierra Salvaje, empiezo a construirla y a ascender.ahora
Me despierta una voz que grita:
—¡Bandeja!
Me incorporo en la cama y veo que Julián se ha acercado a la puerta. Está a
cuatro patas, como me puse yo ayer para echar un vistazo a nuestro captor.
—¡Cubo! —es la siguiente orden áspera, y siento alivio y tristeza a la vez
cuando Julián coge del rincón el cubo metálico que hace que el cuarto huela
intensamente a orina. Ayer nos turnamos para usarlo. Julián me hizo prometer
que me mantendría de espaldas, con los oídos tapados, y que además cantaría.
Cuando me tocó a mí, sólo le dije que se volviera, pero él se tapó los oídos y
se puso a cantar igualmente. Tiene una voz horrible, totalmente desafinada,
pero cantó en voz alta y alegre, como si no lo supiera o no le importara, una
canción que hacía siglos que no escuchaba, una que forma parte de un juego
infantil.
Aparece una nueva bandeja, seguida por un cubo limpio. Luego, la trampilla
se vuelve a cerrar con un chasquido, los pasos se alejan y Julián se pone de
pie.
—¿Has podido ver algo? —pregunto, aunque sé que la respuesta será negativa.
Tengo la garganta ronca y me siento extrañamente avergonzada. Anoche me abrí
demasiado. Los dos lo hicimos.
A Julián le vuelve a costar mirarme.
—Nada —contesta.
Compartimos la comida en silencio. Esta vez es un cuenco pequeño lleno de
frutos secos y otro pedazo grande de pan.
Bajo la luz brillante de la bombilla resulta raro estar sentados en el
suelo, tan juntos, así que mientras como doy vueltas por el cuarto. El silencio
entre nosotros tiene un peso. Hay una tensión en la celda que no existía antes.
Sin ninguna lógica, culpo a Julián por ello. Él me hizo hablar anoche y no
debería haberlo hecho. Por otro lado, yo fui la que le tocó la mano. Ahora
mismo, eso me parece inconcebible.
—¿Vas a estar todo el día así? —pregunta Julián con voz forzada. Me doy
cuenta de que él también siente la tensión.
—Si no te gusta, no mires —replico bruscamente.
Más silencio. Luego dice:
—Mi padre me sacará de aquí. Seguro que paga enseguida.
El odio contra él vuelve a florecer en mi interior. Debe de saber que a mí
no hay nadie en el mundo que me ayude a salir de este sitio. Debe de saber que
cuando nuestros secuestradores, quienesquiera que sean, se den cuenta de ello,
o bien me matarán o me dejarán aquí para que me pudra.
Pero no digo nada. Asciendo las verticales y lisas paredes de la torre. Me
encierro en lo más profundo; elevo muros de piedra entre nosotros.
Las horas aquí son planas y redondas, discos grises que se apilan unos
sobre otros. Tienen un olor agrio y almizclado, como el aliento de alguien
desnutrido. Se desplazan despacio, monótonamente, hasta dar la sensación de que
no se mueven en absoluto. Solo ejercen presión hacia abajo, interminablemente.
Y luego, de repente, la luz se apaga, lo que nos sume una vez más en las
tinieblas. Siento un alivio tan intenso que llega casi a la alegría: he
conseguido sobrevivir un día más. Con la oscuridad, parte de mi desasosiego
comienza a disolverse. A la luz, Julián y yo somos aristas colocadas de forma
incómoda, que chocan la una con la otra. Pero en la penumbra me reconforta oír
cómo se tumba en su catre y saber que solo nos separan algunos metros.
Encuentro consuelo en su presencia.
Hasta el silencio tiene un aire distinto: más cómodo, más comprensivo.
—¿Estás dormida? —pregunta Julián poco después.
Oigo que se da la vuelta para estar de cara a mí.
—¿Quieres escuchar otra historia? —pregunta.
Asiento. No puede verme, pero interpreta mi silencio como aceptación.
—Una vez hubo un tornado realmente malo —hace una pausa—. Esta es una
historia inventada, por cierto.
—Vale —digo, y cierro los ojos. Pienso que estoy de vuelta en la Tierra
Salvaje, que me escuecen los ojos por el humo del fuego del campamento y que a
través de la neblina me llega la voz de Raven.
—Había una niña, Dorothy, que se quedó dormida en su casa, y toda la casa
se elevó del suelo por el tornado y fue por el cielo dando vueltas. Cuando la
niña se despertó, se encontró en una tierra extraña llena de gente pequeña, y
la casa había aterrizado encima de una bruja malvada y la había aplastado. Así
que todas las personas pequeñas, los munchkins, le quedaron muy agradecidos y
le dieron a Dorothy un par de zapatillas mágicas.
Se queda en silencio.
—¿Y…? —pregunto—. ¿Qué pasa después?
—No sé —admite.
—¿Cómo que no sabes? —digo.
Hace un ruido al volverse en el catre.
—Solo llegué hasta ahí —explica—. Nunca leí el resto.
Me siento muy alerta de repente.
—O sea, que no te la habías inventado, ¿no?
Duda durante un segundo.
—No —contesta finalmente.
Mantengo un tono de voz sereno, plano.
—Es la primera vez que oigo esa historia —comento—. No la recuerdo de
ninguna de las cartillas escolares. Creo que me acordaría si hubiera estado en
el programa.
Muy pocas historias son aprobadas para Uso y Divulgación: dos o tres al año
como máximo, y a veces ninguna. Si no la conozco, lo más probable es que se
deba a que nunca fue aprobada.
Julián carraspea.
—No estaba. En el programa quiero decir —hace una pausa—. Estaba prohibida.
Noto un cosquilleo en la piel.
—¿Y dónde encontraste tú una historia prohibida?
—Mi padre conoce a mucha gente importante en la ASD. Gente del gobierno,
sacerdotes, científicos. Así que tiene acceso a documentos confidenciales y
cosas que se remontan a la época anterior. A los tiempos de la enfermedad.
Me quedo callada. Le oigo tragar saliva antes de continuar.
—Cuando era pequeño, mi padre tenía un estudio. Bueno, la verdad es que
tenía dos. Un estudio normal, donde realizaba la mayor parte de su trabajo para
la ASD. Mi hermano y yo nos sentábamos y le ayudábamos a doblar panfletos
durante toda la noche. Hasta hoy, la medianoche siempre me huele a papel.
Me sorprende la referencia a su hermano. Nunca he oído hablar de él, nunca
he visto su foto en los materiales de la ASD o en el Word, el periódico del país. Pero no quiero interrumpirle.
—Su otro estudio estaba siempre cerrado con llave. Nadie podía entrar y mi
padre mantenía la llave escondida. Pero… —más ruidos—. Pero un día vi dónde la
guardaba. Era tarde. Se suponía que yo tenía que estar durmiendo. Salí de mi
cuarto a por un vaso de agua y le vi desde el descansillo de la escalera. Se
acercó a una estantería del salón. En la balda superior había una figurita de
porcelana de un gallo. Separó la cabeza del cuerpo y metió la llave dentro. Al
día siguiente, fingí que estaba enfermo para no tener que ir a la escuela.
Cuando mi madre y mi padre se fueron a trabajar y mi hermano a coger el
autobús, bajé sin hacer ruido, cogí la llave y abrí el segundo estudio de mi
padre —se ríe brevemente—. No creo haber pasado más miedo en mi vida. Me
temblaban tanto las manos que se me cayó la llave tres veces antes de meterla
en la cerradura. No tenía ni idea de lo que me iba a encontrar dentro. No sé lo
que me imaginaba, tal vez cadáveres o inválidos encerrados.
Me tenso, como cada vez que escucho la palabra. Luego me relajo y dejo que
me resbale sin tocarme.
Se ríe de nuevo.
—Cuando finalmente abrí la puerta y vi todos aquellos libros, me mosqueé.
Vaya chasco. Pero luego me di cuenta de que no eran libros normales. No se
parecían en nada a los libros que veíamos en la escuela ni a los que leíamos en
la iglesia. Entonces me di cuenta de lo que eran: tenían que ser libros
prohibidos.
No puedo remediarlo. Florece un recuerdo, largo tiempo olvidado: cuando
puse el pie por primera vez en la caravana de Álex y vi decenas y decenas de
títulos extraños, con los lomos estropeados, brillando a la luz de las velas;
cuando escuché por primera vez la palabra poesía. Cada historia aprobada cumple
un propósito, pero los libros prohibidos son mucho más que eso. Algunos de
ellos son redes; puedes ir siguiendo un camino, tanteando sus hilos con las
manos, hasta llegar a rincones oscuros y extraños. Otros son globos que vuelan
por el cielo dando bandazos: inalcanzables y totalmente ajenos, pero es bello
mirarlos.
Y algunos de ellos, los mejores, son puertas.
—A partir de entonces, bajaba al estudio cada vez que me quedaba solo en
casa. Sabía que estaba mal, pero no podía evitarlo. También había música, muy
diferente de los rollos aprobados por la Biblioteca de Música y Películas
Autorizadas. No te lo creerías, Lena. Llena de palabras malas, toda sobre los deliria… Pero no todo era malvado o
desesperado. Se supone que en la época anterior todos eran infelices, ¿verdad?
Se supone que todos estaban enfermos. Pero parte de la música —se interrumpe y
canturrea en voz baja—. «Todo lo que necesitas es amor».
Me recorre un escalofrío. Se me hace extraño escuchar la palabra
pronunciada en voz alta. Él se queda en silencio durante un rato. Luego
continúa, en voz aún más baja:
—¿Te lo puedes creer? «Todo lo que necesitas.» —su voz se aleja, como si se
hubiera dado cuenta de lo cerca que estábamos tumbados y se apartara. En la
oscuridad es apenas una silueta—. Bueno, la cosa es que al final mi padre me
pilló. Acababa de empezar la historia que te he contado, El maravilloso Mago de Oz, se llamaba. Nunca le había visto tan
enfadado. La mayor parte del tiempo es muy tranquilo, ya sabes, por la cura.
Pero ese día me arrastró hasta el salón y me golpeó tanto que me desmayé.
Me lo cuenta en un tono inexpresivo, carente de sentimientos, y se me
encoge el estómago de odio hacia su padre y hacia todos lo que son como él.
Predican la unión y la santidad, y en su casa y en su corazón golpean, golpean,
golpean.
—Me dijo que eso me enseñaría lo que podían hacer los libros prohibidos
—continúa, y se queda meditabundo—. Al día siguiente tuve mi primer ataque
—añade.
—Lo siento —susurro.
—Yo no le echo la culpa de nada —repone Julián rápidamente—. Los médicos
dijeron que puede que aquel ataque me salvara la vida. Así fue como
descubrieron el tumor. Además, él solo intentaba ayudarme. Quería mantenerme a
salvo, ya sabes.
En ese momento se me rompe el corazón por él y, antes de dejarme llevar por
esa marea, me acuerdo de las lisas murallas de mi odio. Me imagino que subo un
tramo de escaleras y que desde mi torre apunto al padre de Julián y le veo
arder.
Un rato después, Julián pregunta:
—¿Tú crees que soy una mala persona?
—No —contesto, oprimiendo la palabra para que pase junto a la roca que
tengo en la garganta.
Durante algunos minutos, respiramos al unísono. Me pregunto si él se da
cuenta.
—Nunca comprendí por qué aquel libro estaba prohibido —dice poco después—.
La parte mala debía de venir más tarde, después de la bruja de los zapatos.
Llevo preguntándomelo desde entonces. Es curioso cómo algunas cosas nunca se
olvidan.
—¿Te acuerdas de alguna otra historia de las que leíste? —pregunto.
—No. Y de las canciones tampoco. Solo ese verso. «Todo lo que necesitas es
amor».
Vuelve a cantar.
Nos quedamos en silencio un rato y yo empiezo a flotar a medias entre el
sueño y la vigilia. Camino por la cinta color plata brillante de un río que
describe curvas por el bosque, llevo zapatos que lucen al sol como si
estuvieran hechos de monedas.
Paso bajo una rama y hay una maraña de hojas en mi pelo. Acerco la mano y
siento una mano cálida, dedos.
Me sobresalto y recupero la consciencia. La mano de Julián merodea a unos
centímetros de mi cabeza. Se ha desplazado al borde de su catre y siento la
calidez de su cuerpo.
—¿Qué estás haciendo?
Me late el corazón a toda velocidad. Siento el ligero temblor de su mano
cerca de mi oído derecho.
—Lo siento —susurra, pero no la aparta—. Yo... —no puedo verle la cara. Es
una sombra larga, curva, inmóvil, como si estuviera hecha de madera pulida—.
Tienes un pelo muy bonito —dice por fin.
Siento como si me aplastaran el pecho. El cuarto parece más caluroso que
nunca.
—¿Puedo? —pregunta en voz tan baja que casi no lo oigo, y asiento con la
cabeza porque no puedo hablar. También es como si me aplastaran la garganta.
Suave, tiernamente, baja la mano esos pocos centímetros. Durante un momento
la deja ahí, y de nuevo oigo que exhala rápidamente, como una especie de
liberación. Se me queda el cuerpo paralizado, silencioso, caliente: una
estrella que explota, un estallido mudo. Luego me pasa los dedos por el pelo y
yo me relajo y se me alivia la tensión, y respiro y me siento viva porque todo
va bien, todo va a salir bien.
Julián continúa deslizando la mano por mi cabello, retorciéndolo entre sus
dedos, rizándolo en torno a su muñeca y dejando que caiga de nuevo sobre la
almohada, y esta vez, cuando cierro los ojos y veo el brillante río plateado,
entro directamente en el agua y dejo que me arrastre.
Por la mañana, lo primero que veo al despertar es azul: los ojos de Julián,
que me observan. Se vuelve rápidamente, pero no lo suficiente. Me ha estado
mirando mientras dormía. Me da vergüenza; me siento enfadada y halagada al
mismo tiempo. Me pregunto si habré dicho algo. A veces pronuncio el nombre de
Álex, y estoy bastante segura de que he soñado con él la noche pasada. Ya no me
acuerdo de nada, pero me he despertado con ese sentimiento de Álex, como un
hueco tallado en el centro del pecho.
—¿Cuánto tiempo llevas despierto? —pregunto. Con la luz, todo parece tenso
y embarazoso otra vez. Estoy a punto de creer que lo que sucedió anoche fue un
sueño. Julián me puso los dedos en el pelo. Julián me tocó. Y yo dejé que me
tocara.
Me gustó.
—Un rato —responde—. No podía dormir.
—¿Pesadillas? —pregunto. El aire del cuarto es sofocante. Cada palabra
implica un esfuerzo.
—No —dice. Espero que añada algo más, pero el silencio se extiende entre
nosotros.
Me incorporo. Hace calor en la celda y huele mal. Siento náuseas. Busco
algo que decir, algo para acabar con la tensión.
Y entonces Julián dice:
—¿Crees que nos van a matar?
La tensión se deshincha de golpe. Hoy estamos del mismo lado.
—No —contesto, con más seguridad de la que siento. Cada día que pasa estoy
más y más confusa. Si los carroñeros estuvieran planeando pedir rescate por él,
seguramente ya lo habrían hecho. Pienso en Thomas Fineman, en el metal pulido
de sus gemelos y en su sonrisa dura y brillante. Pienso en él dándole una
paliza a su hijo de nueve años hasta que pierda la consciencia.
Puede que haya decidido no pagar. La idea está ahí, una duda punzante que
trato de ignorar.
Pensar en Thomas Fineman hace que me acuerde de algo.
—¿Cuántos años tiene ahora tu hermano? —pregunto.
—¿Qué?
Julián se incorpora y se queda de espaldas a mí. Tiene que haberme oído,
pero de todas formas repito la pregunta. Observo cómo su espalda se tensa, una
pequeña contracción apenas perceptible.
—Está muerto —responde bruscamente.
—¿Cómo…? ¿Cómo murió? —pregunto con suavidad.
Una vez más, Julián casi escupe la palabra.
—Accidente.
Aunque me doy cuenta de que se siente incómodo, no quiero dejar el tema.
—¿Qué tipo de accidente?
—Sucedió hace mucho tiempo —replica secamente, y luego, de repente, se gira
hacia mí—. ¿Y a ti qué te importa? ¿Por qué quieres saberlo? Yo no sé nada de
ti. Y no me meto en tus asuntos ni te doy la tabarra al respecto.
Me asusta tanto su estallido que estoy a punto de contestarle en el mismo
tono. Pero me he ido descuidando demasiado, así que me refugio en la suavidad,
en la calma perfecta de Lena Jones: la calma de los muertos andantes, la calma
de los curados.
—Solo sentí curiosidad —comento suavemente—. No tienes por qué contarme
nada.
Durante un segundo, me parece distinguir el pánico en su rostro, que
relampaguea como una advertencia. Luego desaparece, sustituido por la misma
severidad que he visto en su padre. Asiente una vez con la cabeza, cortante, se
pone de pie y empieza a dar vueltas por el cuarto. Su agitación me produce un
placer perverso. Al principio estaba tan sereno. Me agrada verle perder los
papeles al menos un poco. Aquí abajo, la protección y la certeza ofrecidas por
la ASD no significaban nada.
Y así, sin más, estamos otra vez en lados contrarios. Hay cierto consuelo
en el silencio glacial de la mañana. Así es como deberían ser las cosas. Es lo
justo.
Nunca debería haber dejado que me tocara. No debería haber permitido que se
me acercara. Mentalmente, repito una disculpa: «Lo siento. Voy a tener cuidado.
Nada de descuidos». No estoy segura si la dirijo a Raven, a Álex o a los dos.
El agua no llega. Ni la comida. Y entonces, a mitad de la mañana, se
produce un cambio sutil en el aire: ecos distintos a los sonidos del agua que
gotea y el hueco fluir del aire subterráneo. Por primera vez en horas, Julián
me mira.
—¿Oyes…? —empieza a decir, pero lo hago callar.
Voces en el corredor y ruido de botas pesadas: se acerca más de una
persona. Se me acelera el corazón e instintivamente miro alrededor buscando un
arma. Aparte del cubo, no hay gran cosa. Ya he intentado aflojar las patas
metálicas de los catres sin éxito. Mi mochila está al otro lado del cuarto y,
justo cuando estoy pensando en lanzarme a por ella —cualquier arma es mejor que
no tener nada—, se descorren los cerrojos, la puerta gira hacia dentro y dos
carroñeros armados entran en la celda.
—Tú —el primer carroñero, de mediana edad, con la piel más blanca que he
visto nunca, señala a Julián con el extremo de su rifle—. Ven.
—¿A dónde vamos? —pregunta Julián, aunque debe de saber que no le van a
contestar. Está de pie, con los brazos a los costados. Su voz es firme.
—Somos nosotros los que hacemos las preguntas —le espeta el hombre pálido,
y sonríe. Tiene los dientes amarillos y las encías con manchas oscuras. Lleva
pantalones de estilo militar y una vieja chaqueta del ejército, pero es un
carroñero, sin la menor duda. En su mano izquierda distingo un tatuaje azul
medio borrado y, cuando recorre el interior del cuarto dando vueltas en torno a
Julián como un chacal con su presa, se me hiela la sangre. Tiene una cicatriz
de la operación, pero es una chapuza de cuidado: tres trazos en el cuello,
rojos como heridas abiertas. En ellas se ha tatuado un triángulo negro. Hace
décadas, el procedimiento era mucho más arriesgado que ahora; cuando era
pequeña, mis compañeras de clase contaban historias sobre gente que no se había
curado, sino que habían enloquecido, había sufrido muerte cerebral o se había
vuelto total y absolutamente despiadada, incapaz de sentir nada por nadie nunca
más.
Intento combatir el pánico que se instala en mi pecho y hace que me lata el
corazón con un ritmo agitado, errático. El segundo carroñero, una chica que
podría tener la edad de Raven, se apoya en la jamba de la puerta, bloqueándome
la salida. Es más alta que yo y está más delgada. Tiene muchos piercing en la cara: cuento cinco aros
en cada ceja y piedrecitas incrustadas en la frente y en la barbilla, además de
lo que parece un anillo de boda en su nariz. No quiero ni pensar de dónde lo
habrá sacado. Lleva en la cadera una pistola colgada del cinturón, e intento
calcular lo que tardaría en sacarla y apuntarme en la cabeza.
Sus ojos se vuelven hacia mí. Debe de leer la expresión de mi cara, porque
dice:
—Ni lo pienses siquiera.
Su voz sueña extraña y arrastra las palabras. Cuando abre la boca para
bostezar, veo que es porque su lengua reluce un metal. Tachuelas, aros,
pinchos, todo colgado en la lengua o alrededor. Da la impresión de que se ha
tragado un alambre de espino.
Julián vacila solo un momento. Se lanza hacia delante con un movimiento
repentino, dislocado, y luego se recupera. Al pasar por la puerta, flanqueado
por la chica de los piercings a un
lado y por el albino al otro, camina con elegancia, como si se fuera de picnic.
No me mira ni siquiera una vez. Luego, la puerta vuelve a cerrarse con un
chasquido, oigo cómo se deslizan los cerrojos y me quedo sola.
La espera es una agonía. Es como si me ardiera el cuerpo. Aunque tengo
hambre y sed y me siento débil, soy incapaz de dejar de dar vueltas. Intento no
pensar en lo que habrán hecho con Julián. Quizá, después de todo, hayan pagado
el rescate por él y lo hayan liberado, pero no me ha gustado la forma en que el
albino ha sonreído cuando decía: «Somos nosotros los que hacemos las
preguntas».
En la Tierra Salvaje, Raven me enseñó a buscar patrones y repeticiones por
todas partes: la orientación del musgo en los árboles, el nivel de sotobosque,
el color del suelo. También me enseñó a fijarme en las anomalías, en lo que
encajaba en el patrón: una zona donde de repente crecía vegetación podía
indicar que había agua. Una calma súbita normalmente significaba que había un
gran depredador cerca. ¿Y si se veían más animales de lo normal? Que había más
comida.
La aparición de los carroñeros es una anomalía, y no me gusta nada.
Para mantenerme ocupada, deshago la mochila y la vuelvo a hacer. Luego la
deshago una vez más y coloco el contenido en el suelo, como si esa triste
colección de objetos fuera un jeroglífico que me pudiera revelar significados
inéditos. Dos envoltorios de barritas de cereal. Un tubo de rímel. Una botella
de agua vacía. El Manual de FSS. Un
paraguas. Me levanto, doy vuelta y me vuelvo a sentar.
A través de las paredes, me parece oír un sonido amortiguado.
Me digo que es solo mi imaginación.
Me coloco el Manual de FSS en el
regazo y hojeo las páginas. Aunque los salmos y las oraciones siguen siendo
familiares, las palabras me resultan extrañas, de un significado indescifrable;
es como volver a un sitio donde no habías estado desde la infancia y descubrir
que todo es más pequeño y decepcionante.
Me recuerda a la vez que Hana sacó un vestido que en Primero se ponía todos
los días. Estábamos en su habitación, aburridas, sin hacer nada, y nos reíamos
como locas y ella no hacía más que repetir: «No puedo creer que haya habido un
momento en que yo fuera tan pequeña».
Me duele el pecho. Parece que hiciera muchísimo tiempo, un tiempo imposible
de concebir, desde aquella época en que nos sentábamos en una habitación con
moqueta y nos pasábamos los días vagueando juntas, sin hacer nada. No me di
cuenta del privilegio que era aquello: estar aburrida con tu mejor amiga, tener
tiempo que perder.
Hacia la mitad del Manual hay una
página marcada. Me detengo y veo que hay varias palabras enérgicamente
subrayadas en un párrafo. El fragmento está situado en el capítulo 22: Historia
Social.
«Cuando tienes en cuenta cómo la sociedad puede persistir en su ignorancia,
tienes que considerar también cuánto tiempo persistirá en el error. Toda
estupidez se transforma entonces en algo inevitable, y todos los males se
convierten en valores (a las opciones que se las llama libertad, y al amor
felicidad), y de ese modo no queda posibilidades de escapar».
Hay tres palabras subrayadas con mucho énfasis: Tienes. Que. Escapar.
Avanzo algunos capítulos más y encuentro otra página marcada. Varias
palabras están rodeadas por un círculo, en apariencia al azar y de forma
chapucera. El pasaje completo dice: «Las herramientas de una sociedad saludable
son la obediencia, el compromiso y el acuerdo. La responsabilidad corresponde
tanto al gobierno como a los ciudadanos. Las responsabilidades son tuyas».
Alguien —¿Tack? ¿Raven?— ha trazado un círculo en torno a varias palabras
en el párrafo: Las herramientas. Son.
Tuyas.
Ahora busco en cada página. De algún modo, ellos sabían que esto iba a
ocurrir, sabían que yo podía ser secuestrada o que esto iba a suceder. No me
extraña que Tack insistiera en que me trajera el Manual de FSS: me dejó claves en su interior. Me llena un
sentimiento de pura alegría. No se han olvidado de mí; no me han abandonado.
Hasta ahora no me había dado cuenta de lo aterrorizada que estaba: sin Tack y
Raven no tengo a nadie. Durante este año se han convertido en algo muy
importante para mí: amigos, padres, hermanos, mentores.
Hay otra página marcada. Alguien ha dibujado una gran estrella junto al
Salmo 37.
A través del viento y la
tempestad,
En medio de la tormenta y
la lluvia,
La calma habitará en mi
interior.
Una piedra cálida, pesada
y seca;
La raíz, la fuente, un
arma contra el dolor.
Leo varias veces el salmo completo y la decepción llega con un sonido
sordo. Yo esperaba una especie de mensaje cifrado, pero no distingo ningún
significado oculto. Quizá Tack solo quería decirme que mantuviera la sangre
fría. O quizá la estrella es de antes y no tiene relación, o quizá yo no he
entendido nada y todas las marcas están ahí por pura chiripa, resultado del
azar.
Pero no. Tack me dio el libro porque sabía que podría necesitarlo. Tanto él
como Raven son minuciosos. No hacen las cosas a lo tonto ni sin una razón.
Cuando se vive al borde del abismo, no se pueden hacer las cosas a tontas y a
locas.
A través del viento y la
tempestad,
En medio de la tormenta y
la lluvia,
Lluvia.
El paraguas de Tack, el que me puso en la mano y me insistió en que cogiera
en un día despejado.
Me tiemblan las manos mientras agarro el paraguas y me pongo a examinarlo
con más detenimiento. Casi al momento veo una fisura diminuta, casi
imperceptible si no la hubiera estado buscando, que discurre a lo largo del
mango. Introduzco la uña en la estrechísima ranura y trato de abrirla, pero no
se mueve.
—Mierda —exclamo en voz alta, lo que me hace sentir mejor—. Mierda, mierda,
mierda.
Cada vez que lo digo, agito el paraguas en todas direcciones y le doy
vueltas, pero el mango de madera sigue en su sitio, pulido y sólido.
—¡Mierda!
Algo estalla en mi interior: es la frustración, la espera, el pesado
silencio. Lanzo el paraguas con fuerza contra la pared y oigo un sonido seco.
Al caer, las dos mitades del mango se separan limpiamente y un cuchillo golpea
contra el suelo. Cuando lo saco de su funda de acero, veo que es uno de los de
Tack. La empuñadura es de hueso tallado y la hoja está muy afilada. Una vez vi
a Tack destripar un ciervo completo con él, desde el cuello hasta la cola.
Ahora la hoja está tan pulida que puedo reflejarme en ella.
De repente se oye un ruido en el corredor: pisadas fuertes y un sonido como
si llevaran algo a rastras hacia la celda. Me tenso y aferro el arma, todavía
agachada: podría salir corriendo cuando se abra la puerta, lanzarme contra los
carroñeros, atacar, atacar, al menos sacarles un ojo o soltar algún tajo antes
de echar a correr. Antes de que pueda planear nada, se abre la puerta y es
Julián quien entra cayéndose, medio inconsciente, sangrando y tan lleno de
golpes que solo lo reconozco por la camisa. La puerta vuelve a cerrarse con
estrépito.
—Ay, Dios mío.
Parece como si le hubiera atacado un animal salvaje. Tiene la ropa empapada
en sangre, y durante un segundo de terror vuelvo atrás en el tiempo, hasta la
alambrada. Veo cómo el rojo traspasa la camiseta de Álex y sé que va a morir.
Entonces esa visión se disuelve: contemplo de nuevo a Julián, a cuatro patas,
tosiendo y escupiendo sangre en el suelo.
—¿Qué ha pasado? —guardo el cuchillo rápidamente bajo mi colchón y me
arrodillo junto a él—. ¿Qué te han hecho?
De su garganta sale un gorgoteo, seguido de otro ataque de tos. Julián cae
sobre los codos y el pecho se me llena de un temor aleteante. «Va a morir»,
pienso, y la certeza aparece en la cúspide de una oleada de pánico.
No. Esto es diferente. Esto puedo arreglarlo.
—Déjalo. No intentes hablar —digo. Ha ido arrastrándose hasta adoptar una
postura casi fetal. Mueve el párpado izquierdo, pero no estoy segura de si me
oye o me entiende. Pongo su cabeza con cuidado en mi regazo y le ayudo a
girarse para que se quede tumbado de espaldas. Tengo que ahogar un grito al
verle la cara: carne sin forma, una masa machacada. Y sangrienta. El ojo
derecho está tan hinchado que no se abre, y le sale mucha sangre de un corte
profundo por encima de la ceja.
—Mierda —murmuro.
He visto heridas graves antes, pero siempre he tenido material médico, por
primitivo que fuera. Aquí no hay nada y Julián se sacude de forma extraña,
agitada me preocupa que le dé un ataque.
—Quédate conmigo —susurro, intentando mantener la voz serena por sí está
consciente y puede oírme—. Tengo que quitarte la camisa, ¿vale? Quédate todo lo
quieto que puedas. Voy a hacer una compresa con ella. Ayudará a contener la
hemorragia.
Le desabrocho la camisa mugrienta. Al menos no tiene marcas en el cuerpo,
aparte de unos pocos golpes grandes y de mal aspecto. Toda la sangre debe ser
de la cara. Los carroñeros le han dado una buena paliza, pero sin intención de
causarle un daño serio. Al sacarle los brazos de las mangas gime de dolor, pero
consigo quitarle la prenda. La presiono contra la herida de la frente, deseando
tener un trapo limpio. Vuelve a quejarse.
—Chist —digo. Me late el corazón a toda velocidad. Su piel desprende olas
de calor—. Estás bien. Tú respira. ¿Vale? Todo va a ir bien.
Queda un poquito de agua en la taza que nos trajeron ayer; Julián y yo lo
la estábamos reservando. Humedezco la camisa y le limpio la cara con ella.
Luego me acuerdo de las toallitas antibacterianas que distribuía la ASD durante
la concentración y, por primera vez, les agradezco su obsesión por la limpieza.
Aún conservo la mía doblada en el bolsillo trasero del pantalón. Al abrirla, el
olor astringente del alcohol me provoca una mueca: sé que va a doler, pero si
Julián contrae una infección será imposible que logremos salir de aquí.
—Esto te va a escocer un poco —advierto, y le acerco la toallita a la piel.
Al momento suelta una aullido. Abre los ojos todo lo que puede y se
incorpora de golpe. Tengo que sujetarlo por los hombros para obligarle a que se
tumbe de nuevo.
—Duele —musita, pero al menos ya está consciente y alerta. El corazón me
salta en el pecho. Me doy cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
—No seas niño —digo, y sigo limpiándole la cara mientras tensa todo el
cuerpo y aprieta los dientes. Al retirar casi toda la sangre, me doy cuenta de
todo el daño que le han hecho. Se le ha vuelto a abrir el corte en el labio y
le han debido de dar muchos golpes en la cara, no sé si con los puños o con un
objeto romo. Lo más preocupante es la herida de la frente. Sigue sangrando,
pero en general podría haber sido mucho peor.
Vivirá.
—Toma —le acerco la taza metálica a los labios, al tiempo que apoyo su
cabeza en mis rodillas. Queda un centímetro de agua—. Bebe esto.
Cuando se acaba el agua, cierra otra vez los ojos, pero ya respira con
normalidad y se le han pasado los temblores. Cojo la camisa y rasgo una tira
larga de tela, intentando contener los recuerdos que presionan y resurgen: esto
lo aprendí de Álex. En algún momento, en otra vida, el me salvó cuando estaba
herida. Me envolvió la pierna con una venda. Me ayudó a escapar de los
reguladores.
Doblo el recuerdo con cuidado en mi interior y lo enterró muy
profundamente.
—Alza un poco la cabeza.
Julián obedece, esta vez sin quejarse, así que puedo pasarle la tela
alrededor. Le ato la tira en la frente y la anudo fuerte cerca de la herida
para que forme una especie de torniquete.
Luego vuelvo a depositar su cabeza sobre mis muslos.
—¿Puedes hablar? —él asiente—. ¿Me puedes contar lo que ha pasado?
Tiene el lado izquierdo del labio tan hinchado que su voz suena
distorsionada, como si estuviera hablando a través de una almohada.
—Querían saber cosas —tartamudea, luego inhala profundamente y continúa—.
Me han preguntado cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—La casa de mi familia. En Charles Street. Los códigos de seguridad. Los
escoltas. Cuántos y cuándo.
No digo nada. No estoy segura de que se dé cuenta de lo que esto significa
y lo grave que es. Los carroñeros están desesperados. Quieren atacar su casa y
le están usando para encontrar la forma de entrar. Puede que planeen matar a
Thomas Fineman, o quizá solo busquen lo típico: joyas, aparatos electrónicos
con los que hacer trueques en el mercado negro, dinero y, por supuesto, armas.
Siempre están haciendo acopio de armas.
Esto solo puede significar una cosa: su plan de pedir un rescate por Julián
ha fallado, el señor Fineman no ha picado.
—No les he contado nada —jadea Julián—. Han dicho que… dentro de pocos
días… con más sesiones… hablaría.
Ya no queda ninguna duda: tenemos que salir de aquí en cuanto podamos.
Cuando Julián decida hablar, y al final lo hará, ni él ni yo seremos de ninguna
utilidad para los carroñeros, y no es que tengan fama de soltar a sus
prisioneros sin más.
—Vale, escucha —intento mantener la voz baja, con la esperanza de que así
no note mi inquietud—. Nos vamos a ir de aquí, ¿vale?
Mueve la cabeza en sentido negativo, un gesto mínimo de incredulidad.
—¿Cómo? —pregunta con un graznido.
—Tengo un plan.
No es verdad, pero supongo que algo se me ocurrirá. A la fuerza. Raven y
Tack confían en mí. Al pensar en los mensajes que me dejaron y en el cuchillo,
siento que me invade una sensación de calidez. No estoy sola.
—Armados —Julián traga, vuelve a intentarlo—. Están armados.
—Nosotros también.
Mi cerebro salta hacia delante y se centra en el corredor: las pisadas que
bajan y vuelven a subir, una cada vez. Solo un guardia a la hora de la comida.
Eso es bueno. Si conseguimos de alguna manera que abra la puerta… Me meto tanto
en el plan que no me doy cuenta de lo que digo.
—Mira, ya he estado en situaciones graves antes. Tienes que confiar en mí.
Una vez, en Massachusetts…
Julián me interrumpe:
—¿Cuándo… tú… Massachusetts?
Entonces me doy cuenta de que la he fastidiado. Lena Jones nunca ha estado
en Massachusetts, y él lo sabe. Durante un instante pienso si contarle otra
mentira, y en esa pausa Julián se apoya sobre los codos y se gira para mirarme
entre gestos de dolor.
—Ten cuidado —advierto—. No te vayas a hacer daño.
—¿Cuándo has estado en Massachusetts? —repite, con una lentitud dolorosa
para que se entienda cada palabra.
Quizá es el aspecto que tiene: con la tira de tela manchada de sangre
alrededor de la frente y los ojos tan hinchados que están casi cerrados, como
un animal apaleado. O quizá es que en este momento me doy cuenta de que los
carroñeros nos van a matar, si no mañana, al día siguiente o al otro.
O tal vez es que tengo hambre, estoy cansada y harta de fingir.
De repente decido contarle la verdad.
—Escucha —digo—, yo no soy quién tú crees. Julián se queda muy quieto. De
nuevo me recuerda a un animal: una vez encontramos una cría de mapache, casi
hundida en un charco de todo que se había abierto tras el deshielo. Bram fue a
ayudarlo, pero cuando se acercó, el animal se quedó así de quieto, con una
inmovilidad eléctrica, más alerta y con más energía que si se hubiera revuelto.
—Todo lo que te conté, que me críe en Queens y que tuve que repetir un año
en la escuela… No era verdad.
Una vez yo estuve del otro lado, en la posición de Julián.
Cuando Álex me dijo lo mismo: «Yo no soy quién tú crees».
Yo estaba luchando contra la corriente marina. Aún recuerdo cómo fui
nadando de regreso hasta la orilla: la vez que más he nadado y más me he
cansado en mi vida.
—No tienes por qué saber quién soy, ¿vale? No tienes por qué saber de dónde
vengo. Pero Lena Jones es una historia inventada. Incluso esto —me toco con los
dedos el cuello, pasándolos por la cicatriz de tres puntas—. Esto también es de
mentira.
Julián sigue sin decir nada, aunque ha retrocedido y se apoya en la pared
para incorporarse hasta quedar sentado. Mantiene las rodillas dobladas y las
manos y los pies apoyados en el suelo, de manera que, si pudiera, se lanzaría
hacia delante y echaría a correr.
—Sé que en este momento no tienes muchas razones para confiar en mí
—continuó—. Pero de todas formas, te pido que lo hagas. Si nos quedamos aquí,
nos van a matar. Yo puedo hacer que salgamos de aquí. Pero para eso voy a
necesitar tu ayuda.
En mis palabras hay una pregunta y me detengo, esperando su respuesta.
Durante un largo rato hay silencio. Al final pronuncia con un graznido.
—Vosotros.
Me sorprende la malevolencia de su voz.
—¿Qué?
—Vosotros —repite—. Vosotros habéis hecho esto. Vosotros me lo habéis hecho
a mí.
Mi corazón late con fuerza contra el pecho, dolorosamente.
Durante un segundo pienso que le está dando una especie de ataque, una
alucinación y casi tengo la esperanza de que sea así.
—¿De qué estás hablando?
—Tu gente —dice. Y entonces me viene a la boca un sabor desagradable y me
doy cuenta de que está totalmente lúcido. Sé lo que quiere decir y sé lo que
está pensando—. Tu gente ha hecho esto.
—No —digo, y luego lo repito más enérgicamente—. No. Nosotros no hemos
tenido nada que ver con…
—Eres una inválida. Eso es lo que me estás diciendo, ¿no? Estás infectada
—le tiemblan los dedos contra el suelo, producen un sonido como el tamborileo
de la lluvia. Me doy cuenta de que está furioso y, probablemente, también
asustado—. Estas enferma.
Casi escupe la palabra.
—Esos de ahí fuera no son mi gente —le rebato, y lucho por conseguir que el
enfado no se apodere de mí y me arrastre hacia el fondo: es una fuerza oscura,
una corriente qué presiona junto a los confines de mi mente—. Esa gente no es…
—casi digo: «No son humanos»—. No son inválidos.
—Mentirosa —espeta furioso. Ahí está. Justo como el mapache, cuando Bram
por fin lo fue a levantar del barro: se revolvió bruscamente y le hundió los
dientes en la carne de la mano derecha.
El sabor desagradable que tengo en la boca sube desde el estómago. Me pongo
de pie, con la esperanza de qué Julián no se dé cuenta de que yo también estoy
temblando.
—No sabes de lo que estás hablando —digo—. No sabes nada sobre nosotros y
no sabes nada de mí.
—Cuéntame —ordena Julián, aún con esa corriente subterránea de rabia y de
frialdad. Cada palabra suena cortante y dura—. ¿Cuándo te contagiaste?
Me río aunque no tiene nada de gracia. El mundo está al revés y todo es una
mierda y mi vida ha sido partida en dos y hay dos Lenas diferentes que corren
en paralelo: la antigua y la nueva, y nunca volverán a formar un todo completo.
Y sé qué Julián ya no me va a ayudar. He sido una idiota al pensar que lo
haría. Es un zombi, como siempre ha dicho Raven. Y los zombis hacen aquello
para lo que han sido diseñados: caminan sin pensar hacia adelante, con una
obediencia ciega, hasta que se pudren para siempre.
Bueno, pues yo no. Saco el cuchillo de debajo del colchón, me siento en el
catre y me pongo a pasar con rapidez la hoja por el armazón metálico para
afilarla, disfrutando de la forma en que capta la luz.
—No importa —le digo a Julián—. Nada importa.
—¿Cómo? —insiste—. ¿Cómo fue?
El espacio negro de mi interior se estremece levemente, se amplía un poco
más.
—Vete a
la mierda —respondo, pero ya estoy calmada. Mantengo la vista en el cuchillo,
que destella como una señal que marca el camino para salir de la oscuridad.