Delirium 2: Pandemonium - Lauren Oliver (Parte 2)

Segunda parte




entonces

En el primer campamento nos quedamos cuatro días. La noche antes de que nos volvamos a poner en marcha, Raven me lleva a un lado.
—Es el momento —me dice.
Sigo enfadada con ella por lo que me dijo junto a la trampa, aunque la rabia ha sido sustituida por un resentimiento sordo, apagado. Ella siempre lo ha sabido todo sobre mí. Me siento como si se hubiera introducido en mi interior, hasta lo más profundo, y hubiera roto algo.
—¿El momento de qué? —pregunto.
A mi espalda, el fuego del campamento arde suavemente. Blue, Sarah, y algunos otros se han quedado dormidos a la intemperie en un enredo de mantas, pelo y piernas. Han empezado a dormir así, revueltos, formando un edredón de retales humanos para conservar el calor. Grandpa charla con Lu en voz baja mientras masca un poco del último tabaco que le queda. Se lo mete y se lo saca de la boca y a veces escupe a la hoguera, provocando que se eleven algunas llamas verdes. Los demás se han debido de meter en las tiendas.
Raven me ofrece la más leve de las sonrisas.
—De hacerte la operación.
El corazón me da un salto. Hace un frío intenso y me duelen los pulmones si inspiro profundamente. Raven me conduce lejos del campamento, unos treinta metros río abajo, hasta la orilla ancha y llana donde rompemos la gruesa capa de hielo para coger agua cada mañana.
Bram nos espera ahí. Ha encendido otra hoguera, que arde con buena llama y da calor. Me pican los ojos por la ceniza y el humo, aunque aún nos encontremos a un par de metros de distancia. La madera está colocada en forma de tipi indio y las llamas azules y blancas intentan lamer el cielo. El humo actúa como un borrador que difumina las estrellas.
—¿Todo listo? —pregunta Raven.
—Casi —dice Bram—. Cinco minutos más.
Está agachado junto a un cubo de madera torcido, que han apoyado contra varios troncos a un lado de la hoguera. Lo habrá remojado en agua para que no se queme, porque está tan cerca del fuego que al final el agua romperá a hervir.
Veo que saca un instrumento pequeño y delgado de una bolsa que tiene a los pies. Parece un destornillador con el mango redondo y fino y la punta afilada y reluciente. Lo echa dentro del cubo, se pone de pie y contempla cómo el mango de plástico describe lentos círculos en el agua que ya empieza a hervir.
Me siento mal. Miro a Raven, pero ella observa fijamente el fuego con un gesto indescifrable.
—Toma —Bram se aparta de la hoguera y me pone en la mano una botella de whisky—. Te conviene beber un poco.
No me gusta el sabor del whisky, pero le quito el tapón cierro los ojos y doy un buen trago. El alcohol me quema la garganta y tengo que luchar contra las ganas de vomitar.
Al momento, me sube un calor desde el estómago que me adormece la boca y la garganta y me protege la lengua, así que bebo otro trago y un tercero.
Cuando Bram dice: «Estamos listos» ya me he pulido un cuarto de la botella. Por encima, a través del humo, las estrellas describen lentos movimientos, brillantes como puntas de metal. Parece como si tuviera la cabeza separada del cuerpo. Me siento pesadamente en el suelo.
—Con cuidado —aconseja Bram. Sus blancos dientes destacan en la oscuridad—. ¿Cómo te encuentras, Lena?
—Bien —respondo; me cuesta más de lo normal pronunciar la palabra.
—Ya está listo —sentencia Bram—. Raven, coge la manta, ¿vale?
Raven se desplaza detrás de mí, y entonces Bram me pide que me tumbe. Obedezco, agradecida. Noto que se mitiga la sensación de atontamiento, de encontrarme en un barco que se balancea.
—Sujétale tú del brazo izquierdo —ordena Raven, arrodillándose junto a mí. El pendiente que lleva de la oreja derecha, una pluma y un colgante de plata, se mece como un péndulo—. Yo cojo el derecho.
Me agarran fuerte y entonces me entra el pánico.
—Oye —lucho por incorporarme—. Que me hacéis daño.
—Es importante que te quedes muy quieta —Raven hace una pausa—. Te va a doler un poco, Lena. Pero se pasa enseguida, ¿vale? Confía en nosotros.
El miedo me provoca un nuevo incendio en el pecho, Bram sujeta el instrumento metálico que acaba de esterilizar, y la hoja atrapa toda la luz de la hoguera y desprende un brillo horrible, azul y blanco. Me da tanto pavor que no intento luchar, sé que no serviría de nada. Raven y Bram son demasiado fuertes.
—Muerde esto —Bram me mete en la boca una tira de cuero que huele al tabaco de Grandpa.
—Espera —trato de protestar, pero no puedo hablar por culpa del cuero. Bram me pone una mano en la frente y me sube la cabeza hasta que la barbilla apunta al cielo. A continuación se inclina sobre mí, con el instrumento metálico en la mano. Noto la presión de la punta justo detrás de mi oído izquierdo. Me gustaría gritar, pero no puedo; me gustaría salir corriendo, pero tampoco puedo.
—Bienvenida a la Resistencia, Lena —me susurra—. Intentaré que sea rápido.
El primer corte es profundo. Me invade una sensación quemadora. Luego recupero la voz y grito.



 ahora

—Lena.
Mi nombre me saca del sueño. Me incorporo, con el corazón acelerado en el pecho.
Julián ha movido su catre hacía la puerta, junto a la pared, lo más lejos posible de mi. El sudor se acumula en mi labio superior. Hace días que no me ducho y el cuarto desprende un olor animal, a cerrado.
—¿Al menos es tu nombre auténtico? —pregunta Julián tras una pausa. Su voz sigue siendo fría, aunque ha perdido parte de su agresividad.
—Es mi nombre —replico. Cierro los ojos, los aprieto bien hasta que aparecen pequeños estallidos de color tras los párpados. He tenido una pesadilla. Estaba en la Tierra Salvaje, Raven y Álex estaban allí, y había también un animal, algo enorme que habíamos matado.
—Llamabas a Álex —siento un pequeño espasmo de dolor en el estómago. Más silencio—. Fue él ¿no? Fue él quien te pasó la enfermedad.
—¿Qué más te da? —digo. Me tumbo de nuevo.
—¿Y qué le pasó? —pregunta Julián.
—Murió —replico cortante; eso es lo que quiere oír. Visualizo una alta torre con paredes lisas, que se alza hasta el mismo cielo. Hay escaleras incrustadas a un lado, que van dando vueltas hacia arriba. Doy el primer paso hacia la frescura y la sombra.
—¿De qué? —pregunta Julián—. ¿Por los deliria?
Sé que si digo que sí, se sentirá bien. «¿Lo ves?», pensará. «Tenemos razón. Estábamos en lo cierto desde el principio. Si la gente muere, es porque tenemos razón».
—Vosotros —respondo—. Tu gente.
Julián toma aire rápido. Cuando vuelve a hablar, su voz es más suave.
—Dijiste que no tenías pesadillas.
Me encierro entre los muros. Desde la torre, las personas de abajo no son más que hormigas, manchitas, signos de puntuación: se borran fácilmente.
—Soy una inválida —digo—. Mentimos.
Por la mañana tengo un plan más claro, más firme, Julián sigue sentado en el rincón, observándome igual que me miraba cuando nos atraparon. Continúa llevando el trapo en torno a la cabeza, pero ahora parece más alerta y se le ha bajado la hinchazón de la cara.
Deshago el paraguas, separando la parte de nailon del armazón de metal. Luego extiendo la tela y la corto en cuatro tiras largas. Las ato juntas y pruebo su resistencia. No está mal. No aguantará mucho rato, pero solo necesito algunos minutos.
—¿Qué haces? —me pregunta Julián. Noto que está esforzándose por no parecer demasiado curioso. No le contesto. YA no me importa lo que haga, si viene conmigo o si se queda aquí pudriéndose para siempre, con tal de que no me moleste.
No me lleva mucho tiempo sacar las bisagras de la gatera. Lo consigo tirando en varias direcciones y jugando con la punta del cuchillo; estaban flojas y oxidadas. Consigo empujar la puerta hacia fuera y cae contra el corredor haciendo ruido. Eso hará que venga alguien, y pronto. Se me acelera el corazón. «Es la hora de la función», como decía Tack justo antes de salir de caza. Saco el Manual de FSS y le arranco una página.
—No vas a caber por ese espacio —comenta Julián. Es demasiado pequeño.
—Cállate —le pido—. ¿Puedes hacer eso por mi? Solo te pido que te calles.
Abro el tubito de rimel y mentalmente le mando un mensaje de agradecimiento a Raven. Ahora que está en el otro lado, en Zombilandia, busca todas esas pequeñas comodidades y chucherías, esas tiendas bien iluminadas llenas de baldas repletas de cosas que comprar.
Julián me mira mientras escribo una nota en el lado en blanco del papel.
La chica es violenta. Me da miedo que me mate. Dispuesto a hablar si me dejáis salir AHORA.
Lanzo la nota por el agujero para que caiga en el pasillo. Luego vuelvo a guardar en la mochila el libro, la cantimplora vacía con los trozos del paraguas despedazado. Agarro el cuchillo, me coloco junto a la puerta y espero, intentando disminuir la velocidad de la respiración, pasando el arma de vez en cuando a la otra mano y limpiándome el sudor de las palmas contra los pantalones. Hunter y Bram me llevaron una vez a cazar ciervos con ellos, solo a observar, y esta era la parte que no podía soportar: la inmovilidad, la espera.
Por suerte, no tengo que esperar mucho. Alguien debe de haber oído caer la gatera. Enseguida oigo que se cierra otra puerta: más información, la información es buena. Eso significa que hay otra puerta en alguna parte, otra habitación subterránea. Me llega un ruido de pasos que se acerca. Espero que sea la chica, la que llevaba el anillo de matrimonio clavado en la nariz.
Sobre todo, espero que no sea el albino.
Pero las pisadas suenan fuerte y, cuando se detienen justo ante la puerta, es un hombre quien masculla:
—¿Qué coño pasa?
Todo mi cuerpo está en tensión, cargado como un cable eléctrico. Solo voy a tener una oportunidad para que esto funcione.
Ahora que he utilizado la trampilla, distingo perfectamente unas botas militares manchadas de barro y unos pantalones verdes anchos como los que usan los técnicos de laboratorio y los barrenderos. El hombre gruñe y empuja un poco la puertecita con la bota como si fuera un ratón y quisiera ver si está vivo. Luego se arrodilla y coge la nota.
Aprieto más el cuchillo. Mi corazón parece haberse detenido. No respiro, el periodo entre latidos es eterno.
Abre la puerta. No pidas refuerzos. Abre la puerta ya. Vamos, venga, vamos.
Por fin se oye un suspiro pesado y un ruido de llaves. Y también un chasquido, me figuro que cuando le quita el seguro al arma.
Todo es muy definido y muy lento, cómo si lo viera por un microscopio. Va a abrir la puerta.
Las llaves giran en la cerradura y Julián salta alarmado, se pone de pie y suelta un grito. Durante un instante, el guardia vacila. Luego, la puerta comienza a abrirse hacia dentro, hacía mí, hacía donde estoy de pie apretada contra la pared, invisible.
Y así, sin más, es como si un columpio girara en dirección contraria. Los segundos se atropellan a tal velocidad que no puedo contarlos. Todo es instinto y una imagen borrosa. Los acontecimientos se concentran en un único momento: la puerta se abre del todo, a unos pocos centímetros de mi cara, y el guardia entra en la celda diciendo: «Vale, soy todo oídos».
En ese instante empujo la puerta con las dos manos y le golpeo con ella. Oigo una breve exclamación, una maldición y un gruñido.
—¡Joder! —Grita Julián—. ¡Joder!
Salto desde detrás de la puerta por puro instinto, sin pensar, y aterrizo sobre la espalda del carroñero. Vacila sobre sus pies y se agarra la cabeza, donde le ha debido de dar la puerta. Mi impulso le hace caer al suelo. Le golpeo con la rodilla en la espalda y le acerco el cuchillo a la garganta.
—No te muevas —estoy temblando. Espero que no lo note—. No digas nada. Ni se te ocurra gritar. Quédate así como estás, callado y tranquilito, no te pasará nada.
Julián me observa con los ojos muy abiertos, en silencio. El carroñero se porta bien. Se queda quieto. Mantengo la rodilla contra su espalda y la punta del arma en la garganta. Cojo un extremo de la cuerda de nailon con los dientes y le tuerzo los brazos a la espalda, manteniéndolos juntos con la rodilla.
De repente, Julián se separa de la pared y se acerca.
—¿Qué estás haciendo?
Mi voz suena como un gruñido, entre el nailon y los dientes apretados. No puedo enfrentarme a Julián y al carroñero a la vez. Si interfiere, se acabó.
—Dame la cuerda —me pide con calma. Durante un instante no me muevo—. Voy a ayudarte —añade.
Le paso la cuerda sin hablar y se arrodilla detrás de mí. Mantengo al carroñero sujeto contra el suelo mientras Julián le ata de pies y manos. Lo mantengo quieto presionando la rodilla contra su espalda y visualizo los espacios entre las costillas, la piel suave, las capas de carne y grasa y, más abajo el corazón, que bombea de vida. Solo haría falta un golpe rápido.
—Dame el cuchillo —dice Julián.
Aprieto más el mango.
—Dámelo.
Dudo antes de entregárselo, pero Julián se limita a cortar la cuerda sobrante. No lo maneja con excesiva precisión y tarda un minuto antes de entregarme el pedazo y devolverme el cuchillo.
—Deberías amordazarle —comenta en tono práctico—. Así no podrá pedir ayuda.
Está asombrosamente tranquilo. Levanto la cabeza del carroñero y le introduzco la improvisada mordaza en la boca. Patalea y se revuelve como un pez fuera del agua, pero consigo atarle la tela en la nuca. Los nudos no son muy fuertes se librará en diez o quince minutos, pero eso debería darnos tiempo suficiente.
Me pongo de pie con rapidez y me cuelgo la mochila de los hombros. La puerta de la celda sigue abierta. Solo eso, la puerta abierta, me llena de una alegría tan completa que podría gritar. Me imagino a Raven y Tack observándome con aprobación.
No os decepcionaré.
Vuelvo la vista. Julián se ha puesto de pie.
—¿Vienes o qué? —pregunto.
Asiente. Sigue teniendo muy mal aspecto. Sus ojos son apenas dos rendijas, pero aprieta la boca en una línea tensa.
—Vamos.
Meto el cuchillo en su funda y me lo guardo en el cinto de los pantalones. No me preocupa que Julián retrase mi huida: tal vez hasta sea de utilidad. Por lo menos, es otro objetivo. Si me persiguen o me atacan, puede servir de distracción.
Cerramos la puerta del cuarto sigilosamente a nuestra espalda, amortiguando los gritos inarticulados del guardia y el forcejeo de sus botas contra el suelo.
Al salir de la celda, nos hallábamos ante un corredor largo, estrecho y bien iluminado. Cuatro puertas de metal, todas cerradas, se suceden al lado izquierdo, y al final del pasillo hay otra puerta de acero. Esto me confunde un poco; yo daba por sentado que nuestra celda era simplemente un anexo de uno de los viejos túneles del metro, y que saldríamos a la oscuridad, al frío y la humedad. Pero obviamente nos encontramos en un espacio más complicado, dentro de un complejo subterráneo.
Las voces que he escuchado antes proceden de una de las puertas cerradas de la izquierda. Me parece reconocer el gruñido bajo y monótono del albino. Capto apenas algunas palabras de la conversación: «… esperar… mala idea desde el principio». Sigue una respuesta entrecortada, otra voz del hombre. Me tranquiliza saber dónde se encuentra el albino, pero no oigo a la chica de los piercings. Eso significa que al menos cuatro carroñeros estuvieron implicados en nuestro secuestro. Obviamente, se están organizando. Eso es malo, muy malo.
A medida que avanzamos, las voces se hacen más fuertes y claras. Los carroñeros discuten: «… Atenernos al acuerdo original. No debemos a nadie…». Siento como si se me hubiera atascado el corazón en la garganta y soy incapaz de respirar. Justo cuando estoy a punto de deslizarme junto a la puerta, se oye un ruido fuerte en el interior del cuarto. Me quedo inmóvil, pensando que ha sido un disparo. Oigo girar la manilla de la puerta. Se me aflojan las entrañas y pienso: «ya está, se acabó».
Luego, la voz que no reconozco dice fuerte:
—Venga, no te mosquees. Hablemos de esto.
—Estoy harto de hablar.
Ese es el albino. Así que, fuera lo que fuera el ruido no eran disparos.
Julián se ha quedado inmóvil junto a mí. Instintivamente nos hemos pegado a la pared; no es que vaya a ayudarnos mucho si los hombres salen de golpe al pasillo. Nuestros brazos casi se tocan y siento una leve pelusa de su antebrazo. Parece que transmite una corriente de pequeños impulsos eléctricos. Me separo un centímetro.
Por fin, el tirador hace un último ruido y entonces el albino dice:
—Vale, escucho.
Sus pasos se retiran hacia el interior del cuarto y se me relaja el espasmo del pecho. Le hago un gesto a Julián. Vámonos. Asiente con la cabeza. Tenía los puños apretados, y sus nudillos forman medias lunas blancas.
Todas las puertas del corredor están cerradas. No se oyen más voces y no hay ni rastro de otros carroñeros. Me pregunto qué contienen esos cuartos: quizá, pienso, haya prisioneros en todos, tumbados en catres gemelos, esperando a que paguen su rescate o a que los maten. La idea me enferma, pero no puedo pensar en eso mucho rato. Esa es otra regla de la Tierra Salvaje: lo primero es cuidar de uno mismo.
Esa es la desventaja de la libertad: cuando eres completamente libre, también estás completamente solo.
Llegamos a la puerta situada al final del pasillo. Agarro el pomo y tiro. Nada. Entonces observo el teclado numérico que hay colocado justo encima. Es del mismo tipo que había en la cancela de Hana.
La puerta requiere un código.
Julián debe de verlo al mismo tiempo que yo, porque murmura:
—Mierda. Mierda.
—Vale, vale, pensemos —susurro intentando aparentar serenidad. Pero la mente se me ha vuelto de nieve: en ella solo hay una idea que cae como una ventisca, congelándome la sangre. Estoy perdida. Me voy a quedar aquí atrapada y, cuando me encuentren, tendré que pagar por el guardia atado y lleno de moretones. Y ya no serán tan descuidados conmigo. Nada de puertecitas con gatera para mí.
—¿Qué hacemos? —pregunta Julián.
—¿Hacemos? —le lanzo una mirada por encima del hombro. Tiene la coronilla cubierta de sangre seca y aparto la vista para evitar sentir compasión por él—. ¿Así que ahora estamos juntos en esto?
—Tenemos que estarlo —dice—. Tendremos que ayudarnos el uno al otro si queremos escapar.
Me agarra de los codos y me aparta suavemente pero con firmeza. El contacto me sorprende; debía de hablar en serio cuando propuso dejar a un lado nuestras diferencias por el momento. Y si él puede, yo también.
—No vas a poder abrirlo sin la llave —advierto—. Necesitamos el código.
Julián pasa los dedos por el teclado. Luego da un paso atrás, se queda mirando la puerta con los ojos entrecerrados y toca el marco, como poniendo a prueba su resistencia.
—Tenemos un teclado similar en la cancela de casa —comenta pasando los dedos por la jamba y buscando grietas en el yeso—. Yo nunca me acuerdo de código. Mi padre lo ha cambiado muchas veces y entran y salen demasiados trabajadores, así que tuvimos que buscar un sistema, una serie de claves, un código dentro de un código; pequeñas señales colocadas en la puerta y alrededor para que, aunque se cambie el código, yo pueda saber cuál es.
De repente, se me enciende la lamparita: entiendo el porqué de la historia y la forma de salir.
—El reloj —señalo el que hay encima de la puerta. Está inmóvil: la manilla pequeña se encuentra situada un poco por encima de las nueve y la grande parada en las tres—. Nueve y tres —según lo digo, me siento insegura—. Pero eso son solo dos números. La mayoría tiene cuatro, ¿no?
Julián introduce 9393 y prueba a abrir la puerta. Nada. 39393 tampoco funciona.
—Mierda —Julián le da un puñetazo al teclado para mostrar su frustración.
—Vale, vale —respiro profundamente. Nunca he sido muy buena con los códigos y los rompecabezas. La asignatura que peor se me da es Matemáticas—. Pensemos detenidamente en esto.
Es ese instante, resurgen las voces pasillo abajo. Una puerta se abre apenas unos pocos centímetros.
—Sigo sin estar convencido —declara el albino—. Si dicen que no quieren pagar, nosotros nos salimos del juego.
—Julián.
Le toco el brazo, víctima de un terror repentino. El albino está saliendo al pasillo. Nos va a ver en cualquier momento.
—Mierda —repite Julián en voz baja, casi sin soltar el aire. Se desplaza un poco en el sitio hacia atrás y hacia delante, como si tuviera frío, pero sé que debe de tener tanto miedo como yo. De repente se queda inmóvil—. Las nueve y quince —señala mientras la puerta se abre otros pocos centímetros y las voces se derraman en el pasillo.
—¿Qué?
Agarro fuerte el cuchillo volviendo la cabeza una y otra vez, mirando a Julián y a la puerta que se abre, se abre.
—No es nueve y tres. Son las nueve y quince. Cero, nueve, uno, cinco.
Ya se ha inclinado sobre el teclado de nuevo e introduce los números a golpes. Se oye un zumbido bajo y un chasquido. Julián se inclina hacia la puerta, que se desplaza justo cuando las voces se hacen más claras y cortantes a nuestra espalda. Pasamos justo en el momento en que la puerta se abre del todo y los carroñeros dan sus primeros pasos por el corredor.
Entramos en un cuarto amplio y bien iluminado, con el techo alto. Las paredes están cubiertas de estanterías, tan llenas de cosas que en ciertos sitios la madera ha empezado a ceder y a combarse bajo el peso: paquetes de comida, bidones grandes de agua y mantas, pero también cuchillos, cubiertos y líos de joyas revueltas, zapatos y chaquetas de cuero, pistolas, porras de policía y botes de gas pimienta. Luego hay cosas que no sirven de nada: piezas de radio caídas por el suelo, un viejo armario de madera, taburetes de cuerda y un cofre lleno de juguetes de plástico rotos. En el otro extremo de la habitación hay una puerta de cemento pintada de color rojo cereza.
—Venga.
Julián me agarra violentamente del brazo y tira de mí hacia ella.
—No —me suelto de un tirón; no sabemos dónde estamos y no tenemos ni idea de cuánto tiempo pasará hasta que podamos escapar—. Aquí hay comida. Armas. Tenemos que aprovisionarnos.
Él abre la boca para contestar, pero desde el corredor llega un sonido de gritos y un martilleo de pies. De alguna forma, el guardia debe de haber dado la voz de alarma.
—Tenemos que escondernos.
Julián me lleva hasta el armario. Dentro huele a caca de ratón y a moho. Abro de par en par las puertas; el espacio es tan pequeño que Julián y yo prácticamente nos sentamos uno encima del otro. Me pongo la mochila en el regazo. Tengo la espalda apretada contra su pecho, y siento cómo sube y baja con la respiración. A pesar de todo, me alegra que esté conmigo. No estoy segura de que hubiera conseguido llegar tan lejos sola.
El teclado emite otro zumbido; la puerta del almacén se abre de par en par y golpea la pared. Me encojo sin querer y las manos de Julián encuentran mis hombros. Me da un apretón, una muestra rápida de aliento.
—¡Maldita sea! —es el albino, con su voz bronca, tan llena de ira, como un cable cargado de electricidad—. ¿Cómo coño ha sucedido? ¿Cómo han podido…?
—No pueden haber ido muy lejos. No tienen el código.
—Muy bien, pero entonces, ¿dónde demonios están? Dos críos de mierda, joder.
—Puede que se hayan escondido en alguno de los cuartos —dice el otro.
Interviene otra voz, esta de mujer, probablemente la de los piercings:
—Briggs lo está comprobando. La chica se ha lanzado sobre Matt y lo ha atado. Tienen un cuchillo.
—¡Joder!
—A estas alturas ya estarán en los túneles —dice la chica—. Seguro. Matt debe de haberles revelado el código.
—¿Te lo ha dicho él?
—Bueno, no iba a admitirlo, ¿no?
—Vale, mira es el albino otra vez; es el que manda. Ring, tu registra los cuartos de contención con Briggs. Nosotros miraremos en los túneles. Nick, tu coge el este. Yo voy para el oeste con Don. Diles a Briggs y Forest que se ocupen del norte, y ya encontraré a alguien que cubra el sur.
Voy haciendo una lista con los nombres y contando: así que tenemos que vérnosla con siete carroñeros por lo menos. Más de lo que esperaba.
El albino dice:
—Quiero tener a esos mierdas de vuelta en una hora. Ni de coña me van a joder el día de cobro por esto, ¿vale? No porque haya habido una metedura de pata en el último momento.
Día de cobro. Una idea se revuelve en los confines de mi conciencia, pero cuando intento centrarme el ella, se disuelve en la niebla. Si esto no tiene que ver con un rescate, ¿qué tipo de paga están esperando? Quizá supongan que Julián va a cantar y les va a soltar toda la información que necesitan para entrar en su casa, pero es un procedimiento complicado y peligroso para un robo normal en una vivienda. Además, no es la forma en la que operan habitualmente. Ellos no hacen planes. Prenden fuego, aterrorizan y se apoderan de cosas.
Y sigo sin ver qué pinto yo en todo esto.
Ahora se oye un ruido de gente que arrastra los pies, que carga armas y se coloca correas. Entonces el miedo regresa a toda velocidad: al otro lado de una fina puerta de contrachapado hay tres carroñeros con un arsenal digno de un ejército. Por un momento me parece que me voy a desmayar. Hace tanto calor y esto es tan reducido que tengo la camiseta empapada de sudor. Nunca vamos a conseguir salir vivos de aquí. Es imposible. No hay forma.
Cierro los ojos y pienso en Álex, en cuando iba apretada junto a él en la moto y tenía esa misma certeza.
—Nos vemos aquí dentro de una hora —dice el albino—. Ahora id a buscar a esa pareja de mierdas y traédmelos ensartados en un palo si hace falta.
Las pisadas se desplazan hacia la esquina opuesta, así que la puerta roja debe de conducir a los túneles. La puerta se abre y se vuelve a cerrar. Luego hay silencio.
Julián y yo nos quedamos inmóviles. En un momento dado hago ademán de moverme, pero él me detiene.
—Espera —susurra—. Solo para estar seguros.
Ahora que ya no hay voces ni distracciones, me siento incómodamente consciente del calor que desprende su piel. Su aliento me hace cosquillas en la nuca.
Por fin ya no puedo soportarlo más.
—Está bien —digo—. Vámonos.
Abrimos de un empujón la puerta del armario con cautela, por si acaso hay más carroñeros husmeando.
—¿Y ahora qué? —pregunta Julián en voz baja—. Nos están buscando en los túneles.
—Tendremos que arriesgarnos —replico—. Es la única forma de salir de aquí.
Él aparta la mirada, aceptándolo.
—Vamos a hacer acopio —digo.
Julián se acerca a una de las baldas y se pone a inspeccionar una pila de ropa. Me lanza una camiseta.
—Toma —dice—. Parece de tu talla.
Encuentro también un par de vaqueros limpios, un sujetador deportivo y calcetines blancos. Me cambio rápidamente detrás del armario.
Aunque sigo sucia y sudorosa, me resulta asombroso ponerme ropa limpia. Julián coge una camiseta y un par de vaqueros. Le quedan demasiado grandes, así que se los sujeta con un cable eléctrico a manera de cinturón.
Llenamos la mochila con barriles de cereales y agua, guardamos dos linternas, bolsas de frutos secos y cecina. Hay una balda llena de medicamentos, así que cojo ungüento, vendas y toallitas antibacterianas. Julián me contempla sin hablar. Cuando se cruzan nuestras miradas, no tengo ni idea de lo que está pensando.
Bajo los medicamentos hay una balda en la que reposa una solitaria caja de madera. Curiosa, me agacho y levanto la tapa. El aliento se me corta en la garganta.
Tarjetas de identidad. La caja está llena de cientos y cientos de tarjetas atadas con gomas. Hay también un montón de identificaciones de la ASD que brillan en la oscuridad.
—Julián —susurro—. Mira esto.
De pie junto a mí, contempla sin hablar las tarjetas laminadas: un borrón de caras, hechos, identidades.
—Venga —dice un minuto después—. Tenemos que darnos prisa.
Elijo rápidamente media docena de tarjetas que corresponden a chicas de mi edad. Las ato con una goma y me las meto en un bolsillo. También cojo una identificación de la ASD. Puede venirnos bien en algún momento.
Por fin es el momento de las armas. Hay cajas enteras: viejos rifles que cogen polvo, amontonados como un amasijo de enormes espinas; pistolas bien engrasadas y pulidas por el uso; gruesas porras y cajas de munición. Le paso una pistola a Julián tras comprobar que esté cargada. Echo una caja de balas en la mochila.
—Nunca he disparado —admite manejándola con cautela, como si le preocupara que fuera a dispararse sola en cualquier momento—. ¿Y tú?
—Alguna vez —respondo, y él se muerde el labio inferior.
—Llévala tú —me pide, y la meto en la mochila, aunque no me gusta la idea de cargar tanto peso.
Los cuchillos, por el contrario, no solo son útiles para hacer daño a la gente. Me coloco una navaja bajo la correa del sujetador. Julián coge otra y también se la guarda.
—¿Estás lista? —me pregunta.
En este momento me doy cuenta: esa preocupación sorda que me rondaba la cabeza se hincha y explota. Esto está mal, esto está muy mal. Todo está demasiado organizado. Hay demasiados cuartos, demasiadas armas, demasiado orden.
—Han debido de tener ayuda —murmuro, como si la idea se me acabara de ocurrir—. Los carroñeros nunca podrían haber hecho esto solos.
—¿Quiénes? —pregunta impaciente Julián, lanzando una mirada ansiosa a la puerta.
Sé que tenemos que irnos, pero me siento incapaz de moverme; un cosquilleo me sube por las piernas desde los dedos de los pies. Ahora hay otra idea que parpadea en el fondo de mi mente, una impresión crece, un recuerdo de algo que he visto.
—Los carroñeros. Son no curados.
—Inválidos —sentencia Julián correctamente—. Como tú.
No. Como yo, no, ni inválidos. Distintos.
Aprieto los ojos y la imagen cristaliza: cuando hice presión con la punta del cuchillo contra la carne bajo la mandíbula del carroñero, justo ahí había una débil marca azul que de alguna forma me resultaba conocida.
—Ay, Dios mío.
Abro los ojos. Me falta el aliento, como si alguien me estuviera golpeando en el pecho.
—Lena, tenemos que irnos.
Julián hace ademán de agarrarme del brazo, pero me aparto de él.
La ASD —casi no puedo pronunciarlo—. Ese tipo, el guardia de ahí, al que atamos, tenía un tatuaje de un águila y una jeringa. Ese es el emblema de la ASD.
Julián se tensa. Es como si una corriente hubiera recorrido todo su cuerpo.
—Debe de ser una coincidencia.
Muevo la cabeza. Se me amontonan las ideas en la mente, pero todas fluyen en una dirección. Todo tiene sentido: el día de cobro, todo este equipo, el tatuaje, la caja llena de identificaciones. El complejo, la seguridad; todo esto cuesta dinero.
—Deben de estar trabajando juntos. No sé por qué o para qué.
—No —la voz de Julián es baja y gélida—. Te equivocas.
—Julián.
Me corta.
—Estás equivocada, ¿me entiendes? Es imposible.
Me obligo a sostenerle la mirada, aunque hay algo extraño en el fondo de sus ojos; un remolino, que se enturbia y me marea, como si estuviera en lo alto de un acantilado a punto de caer.
Así estamos, inmóviles como en un cuadro, cuando la puerta se abre de golpe y dos carroñeros irrumpen en el cuarto.
Durante un instante, no se mueve nadie. Me da tiempo a distinguir a un hombre (mediana edad) y una chica (pelo negro azulado, más alta que yo), ambos desconocidos. Quizá sea por el miedo, pero me centro también en los detalles más extraños: en el párpado izquierdo caído del hombre, como si la gravedad tirara de él, y en la expresión de la chica, que se queda paralizada con la boca abierta, mostrando una lengua más cereza. Debe de haber estado chupando algo, pienso. Un chupa-chup o algún dulce. Mi mente vuela hasta Grace.
Luego, la escena parece descongelarse. La chica intenta coger su arma, y ya no se puede pensar más.
Me lanzo sobre ella y le quito la pistola antes de que tenga tiempo de apuntarme con ella. Detrás de mí, Julián grita algo. Se oye un tiro. No puedo pararme a ver quién ha disparado. La chica me asesta un golpe en la mandíbula con el puño. Nunca me habían dado un puñetazo, y me aturde más la sorpresa que el dolor. En esa décima de segundo, consigue sacar la navaja y lo siguiente que veo es la hoja que se me acerca con un silbido. La esquivo, agacho la cabeza y me lanzo contra su estómago.
Suelta un gruñido. El impulso nos hace perder el equilibrio y caemos tambaleándonos sobre una caja de zapatos viejos que se hunde bajo nuestro peso. Estamos tan cerca que puedo oler su cabello y sentir el roce de su piel en mi boca. Primero consigo ponerme encima, forcejeando, luego le toca a ella: logra darme la vuelta y me doy con la cabeza contra el cemento. Siento sus duras rodillas en mis costillas; me aprietan tanto que me está vaciando de aire los pulmones. Intenta sacar otro cuchillo del cinturón y yo palpo afanosamente el suelo buscando otra arma, la que sea; pero me sujeta con demasiada fuerza, me tiene muy bien atrapada, así que lo único que encuentran mis dedos es aire y cemento.
Julián y el hombre están enzarzados en un abrazo confuso, luchando por conseguir ventaja sobre el otro, con la cabeza baja y gruñendo. Dan un giro violento y chocan contra una estantería de madera cargada de cazuelas y ollas. Se tambalea antes de caer, y al final las cazuelas se desparraman por todas partes en una cacofonía de tintineos metálicos.
La chica mira hacia atrás y esa pequeña distracción me proporciona espacio suficiente para moverme. Lanzo el puño hacia arriba con todas mis fuerzas y le doy en un lado de la cara. No creo que le haya hecho mucho daño, pero se aparta un poco y consigo quitármela de encima. Me doy la vuelta, ruedo sobre ella y le arrebato el cuchillo. Mi odio y mi miedo fluyen ahora duros, eléctricos y calientes. Sin pensar, levanto la hoja y se la clavo en el pecho con fuerza. Se estremece una vez, suelta un grito y luego se queda quieta. Mi mente entra en un bucle, en un estribillo interminable: «culpa tuya, culpa tuya, culpa tuya». Se oye un sollozo irreconocible que no sé de dónde viene. Tardo en darme cuenta de que quien llora soy yo.
Luego, todo se vuelve negro y el dolor llega una décima de segundo después de la oscuridad, cuando el otro carroñero, el hombre, me alcanza en la cabeza con una porra. Se oye un crujido atronador, caigo y todo se convierte en un borrón de imágenes inconexas: Julián de bruces cerca de la estantería caída; un reloj de pared en la esquina, que no había visto antes; grietas en el suelo de cemento que se expanden como una red para abrazarme.
Luego, nada durante varios segundos. Corte a la siguiente escena: estoy tumbada de espaldas, el cielo da vueltas a mí alrededor. Me muero. Extrañamente, pienso en Julián. Ha luchado bien.
El hombre está encima de mí y respira fuerte en mi cara. Le huele el aliento como algo que se hubiera estropeado en un lugar cerrado. Tiene un corte largo e irregular bajo el ojo —muy bien, Julián— y parte de esa sangre me cae en la cara. Noto la mordedura aguda de un cuchillo bajo la barbilla y dejo el cuerpo inmóvil. Me quedo completamente paralizada. Me mira con tal odio que de repente me siento muy serena. Voy a morir. Me va a matar. Esa certeza me relaja. Me hundo en la nieve blanca. Cierro los ojos y trato de visualizar a Álex igual que cuando solía soñar con él, de pie al final del túnel. Espero que aparezca, que me tienda las manos.
Vengo y vuelvo de la consciencia. Planeo por encima del suelo, luego vuelvo a él. Tengo en la garganta un sabor a ciénaga.
—No me has dado opción —jadea el carroñero, y abro los ojos de golpe. Hay algo en su voz, arrepentimiento quizá, o una disculpa, que no me esperaba. La esperanza vuelve a toda prisa, y también el pánico: «Por favor, por favor, quiero vivir».
Justo entonces toma aire, se tensa y la punta del cuchillo me rasga la piel y es demasiado tarde.
Entonces se convulsiona de repente encima de mí.
El arma cae de su mano. Sus ojos se giran hacia el techo, horribles, como la mirada bacía de una muñeca. Cae lentamente hacia delante, sobre mí, y me deja sin aire. Julián está de pie, respirando con dificultad, tembloroso. El mango de un cuchillo sobresale de la espalda del carroñero.
Sobre mí yace un hombre muerto. Me entra una sensación de histeria que se eleva y de repente me pongo a balbucear.
—¡Quítamelo de encima! ¡Quítamelo de encima!
Julián mueve la cabeza, mareado.
—Yo… yo no quería hacerlo.
—Por Dios bendito, Julián. ¡Quítamelo de encima! Tenemos que irnos ya.
Se sobresalta, parpadea y me mira. El peso del carroñero me está aplastando.
—Por favor, Julián.
Por fin se mueve. Se inclina y levanta el cuerpo. Me pongo de pie deprisa. Me late el corazón aceleradamente y me hormiguea la piel. Siento unas ganas desesperadas de bañarme, de quitarme toda esa muerte de encima. Los dos carroñeros yacen tan juntos que casi se tocan. Va extendiéndose en el suelo una mancha de sangre con forma de mariposa. Siento ganas de vomitar.
—Yo no quería, Lena. Solo que… le he visto encima de ti y he cogido un cuchillo y yo —mueve la cabeza—. Ha sido un accidente.
—Julián —le pongo las manos en los hombros—. Mira: me has salvado la vida.
Cierra los ojos por un instante y luego los abre de nuevo.
—Me has salvado la vida —repito—. Gracias.
Parece que va a decir algo, pero se limita a asentir y se pone la mochila. Le cojo la mano de manera impulsiva. No se aparta, y eso me alegra. Le necesito para que me sujete. Le necesito para que me ayude a mantenerme en pie.
—Hora de irse —digo, y salimos juntos del cuarto dando traspiés hasta que llegamos al fresco olor a moho de los viejos túneles, a los ecos, las sombras y la oscuridad.






entonces

Durante el trayecto hacia el segundo campamento, la temperatura cae de repente. Me congelo hasta cuando duermo en las tiendas. Cuando me toca dormir fuera, a menudo me despierto con esquirlas de hielo enredadas en el pelo.
Sarah permanece estoica, silenciosa y pálida. Blue cae enferma. El primer día se despierta aletargada. Le cuesta mantener el ritmo y se queda dormida al final del día de ruta, antes incluso de que hayamos hecho un fuego, ovillada en el suelo como un pequeño animal.
Raven la lleva a su tienda y esa noche me despiertan gritos amortiguados. Me incorporo sobresaltada. El cielo está despejado y las estrellas se ven muy claras y brillantes. En el aire hay un olor a nieve.
En la tienda de Raven se escuchan algunos gemidos, el sonido de un consuelo susurrado. Blue sufre pesadillas.
A la mañana siguiente, la niña tiene fiebre. No hay opción: tiene que caminar de todos modos. Se acerca la nieve y aún nos faltan cincuenta kilómetros hasta el segundo campamento, y muchos más hasta el hogar de invierno.
Llora mientras camina, tropezando cada vez más. Nos turnamos para transportarla: Raven, Bram, Lu, Grandpa y yo. Arde de fiebre. Sus brazos en torno a mi cuello son como cables de alta tensión; laten de calor.
Al día siguiente llegamos al segundo campamento: una zona de pizarra suelta, bajo una vieja pared de ladrillo medio derruida que forma una barrera y nos cobija un poco del viento. Nos ponemos a trabajar, desenterramos la comida, montamos las tiendas e inspeccionamos la zona, que antes debía de ser una ciudad de buen tamaño, en busca de comida enlatada y de todo lo que pueda sernos útil. Nos quedaremos aquí dos días, quizás tres, según lo que podamos encontrar. Más allá del ulular de los búhos y del ruido de las criaturas nocturnas, nos llega el sonido distante de estruendosos camiones. Estamos a menos de quince kilómetros de una de las autopistas interurbanas.
Es extraño pensar en lo cerca que hemos estado de los sitios acondicionados, de ciudades estables donde abundan la comida, la ropa y las medicinas, y sin embargo es como si estuviéramos en un universo separado. Ahora el mundo está bifurcado, dividido en dos de forma nítida, como los lados de una tienda de campaña: los válidos y los inválidos viven en planos diferentes, en dimensiones distintas.
Los terrores nocturnos de Blue empeoran. Sus gritos son desgarradores y balbucea cosas sin sentido en el lenguaje incomprensible de los sueños. Cuando llega la hora de ponerse en marcha hacia el tercer campamento —las nubes han cubierto el cielo como un capa densa, y la luz es de un gris apagado y oscuro que presagia nieve—, la niña casi no responde. Ese día la carga Raven y no deja que nadie la ayude, aunque ella también está débil y a menudo se queda atrás.
Caminamos en silencio. El miedo nos lastra, nos cubre con una tupida manta, nos hace sentir que ya estamos caminando por la nieve, porque todos sabemos que la niña va a morir. Raven también lo sabe. Tiene que saberlo.
Esa noche, Raven enciende el fuego y sitúa a Blue al lado de la hoguera. Aunque le arde la piel, la niña tiembla con tanta intensidad que le castañean los dientes, los demás nos movemos en el mayor silencio posible, como sombras en el humo, me quedo dormida fuera, junto a Raven, que permanece despierta para atizar el fuego y asegurarse de que los niños conserven el calor.
En mitad de la noche me despierta un llanto ahogado, Raven esta arrodillada sobre Blue. Se me desfonda el estómago y me invade el pánico, nunca antes había visto llorar a Raven. Me da miedo hablar, respirar, moverme. Sé que debe de creer que estamos dormidos; de otro modo, nunca se permitiría llorar.
Soy incapaz de quedarme en silencio. Hago ruido con el saco de dormir y al momento cesa el llanto. Me incorporo
—¿Estas…? —susurro. No puedo pronunciar la última palabra.
Muerta.
Raven niega con la cabeza
—No respira muy bien
—Al menos respira —digo. Se extiende entre nosotras un largo silencio. Estoy desesperada por arreglar esto. Sin saber cómo, sé que si perdemos a Blue perderemos también una parte de Raven. Y la necesitamos, en especial ahora que Tack no está—. Se pondrá mejor —la reconforto—. Estoy segura de que se va a poner bien.
Raven se vuelve hacia mí. El fuego refleja en sus ojos y hace que brillen como los de un animal.
—No —replica con sencillez—. No se va a poner bien.
Su voz está llena de certeza. No puedo contradecirla. Durante un instante, no dice nada más. Luego continúa:
—¿Sabes por qué la llamé Blue?
La pregunta me sorprende.
—Creía que por sus ojos.
Raven se vuelve hacia el fuego y se abraza las rodillas.
—Yo vivía en Yarmouth, cerca de una alambrada fronteriza. Una zona pobre. Nadie más quería vivir tan cerca de la tierra salvaje. Siempre afirmaba que no existía tal cosa. Que no había un antes.
—Yo era como todo los demás, la verdad. Simplemente aceptaba lo que la gente me decía y no pensaba mucho más en ello. Solo los curados van al cielo. Las patrullas están para protegernos. Los incurados son sucios, se vuelven como animales. La enfermedad te pudre desde dentro. La estabilidad es adoración a Dios y felicidad —se encoge de hombros, como si quisiera sacudirse el recuerdo de la persona que era entonces—. Solo que yo no me sentía feliz, y no comprendía por qué. No comprendía por qué no podía ser como los demás.
Entonces me acuerdo de Hana, dando vueltas en su habitación con los brazos extendido diciendo: «¿crees que esto es todo? ¿Qué no hay nada más?».
—El verano que cumplí catorce años, empezaron una nueva construcción junto a la cerca. En realidad eran viviendas sociales para las familias más pobres de Yarmouth: los que habían sido mal emparejados y la gente que había adquirido fama de simpatizante, aunque no fuera más que un rumor. Ya sabes cómo es, por el día jugábamos cerca de la obra. Éramos unos cuantos. Claro, teníamos cuidado de mantenernos separados, los chicos y las chicas. Había una línea que nos dividía: todo lo que estaba al este del agua nos pertenecía y lo que estaba al oeste era de ellos —se ríe suavemente—. Ahora me parece un sueño. Pero en aquel momento me resultaba lo más normal del mundo.
—No había nada con lo que compararlo—digo, y ella me lanza una rápida mirada y asiente bruscamente.
—Luego hubo una semana de lluvias. Las construcción se paró y nadie quería explorar la obra. A mí no me importaba la lluvia. No me gustaba mucho estar en casa. Mi padre era… —se le quiebra la voz y se interrumpe—. Después de la operación, no quedo del todo bien. La intervención no funcionó adecuadamente. Sufría una disrupción de los lóbulos temporales, que regulan los estados de ánimo. Así es como lo llamaban. La mayor parte del tiempo estaba bien, como cualquier persona. Pero de vez en cuando le daban ataques de ira.
Durante un rato se queda mirando al fuego fijamente, en silencio.
—Mi madre —continua— nos ayudaba a tapar los cardenales con maquillaje y cosas así. No se lo podíamos contar a nadie, no queríamos que la gente se enterara que la cura de mi padre no había salido bien. La gente se pone histérica; podrían haberle despedido. Mi madre decía que tendríamos problemas, así que lo ocultábamos. Manga larga en verano. Muchos días en casa por enfermedad. Muchas mentiras también: me he caído, me he dado un golpe en la cabeza, me he tropezado con la jamba de la puerta.
Nunca me había imaginado a Raven de joven, pero visualizo a una chica delgada con la misma boca orgullosa, tapándose los cardenales de los brazo, de los hombros y del rostro.
—Lo siento—murmuro. Las palabras suenan frágiles, ridículas. Ella carraspea y pone los hombros derechos.
—No tiene importancia —añade rápidamente. Rompe en pedacitos una rama larga y fina y la va echando al fuego, un trozo cada vez. Me pregunto si se ha olvidado del tema original de la conversación, el nombre de Blue, pero en ese momento retoma la historia—. Esa semana, la de la lluvia, coincidió con una de las épocas más malas de mi padre, así que yo iba mucho a la obra. Un día estaba rebuscando cerca de los cimientos; todo eran bloques y pozos, en realidad casi no habían construido nada del edificio. Y entonces vi una caja pequeña. Una caja de zapato.
Toma aire y hasta la oscuridad distingo su tensión. El resto de su historia brota apresuradamente.
—Alguien debía de haberla dejado ahí, en un hueco bajo los cimientos, pero había llovido tanto que el agua provoco u pequeño alud de barro que arrastro la caja afuera. No sé por qué decidir mirar dentro. Estaba muy sucia. Supongo que pensaba que habría un par de zapatos o quizás algunas joyas.
Ya sé adónde conduce esta historia. Camino junto a Raven hacia la caja enlodada y levanto la tapa abombaba por el agua. El horror y la indignación son también como una avalancha de fango que se alza negra en mi interior hasta ahogarme.
La voz de Raven se reduce a un susurro.
—Estaba envuelta en una manta. Una manta azul con corderitos amarillos. No respiraba. Yo… yo creí que estaba muerta. Estaba, estaba azul. La piel, las uñas, los labios, los dedos. Tenía los dedos tan pequeñitos.
El barro me llena la garganta. No puedo respirar.
—No sé por qué intente revivirla. Creo que me entro una especie de locura. Aquel verano trabajaba como socorrista ayudante, así que me habían enseñado a hacer las respiración boca a boca, pero nunca la había puesto en práctica. Y ella era tan pequeña, quizá tenía una semana, tal vez dos. Pero funciono. Nunca me olvidare de cómo me sentí cuando tomo aliento, cuando le volvió el color a la piel rápidamente. Era como si el mundo entero se hubiera partido en dos, y todo lo que yo sentía que faltaba: el sentimiento, el colorido. Todo aquello me llegara con su primer aliento. La llame Blue para acordarme siempre de aquel momento, para no olvidarlo nunca.
Deja de hablar abruptamente. Alarga la mano y ajusta el saco de dormir de Blue. A la luz del fuego, un resplandor rojo atenuado, observo la palidez de la niña. Tiene la frente cubierta de sudor y respira despacio, con estertores. Me llena una furia ciega, abrumadora y sin destinatario.
Raven no ha terminado su historia.
—Ni siquiera volví a casa. Simplemente la cogí y Salí corriendo. Sabía que en Yarmouth no podría conservarla. Este tipo de secretos no se pueden guardar durante mucho tiempo. Ya era bastante duro tapar los moretones, y sabía que ella debía ser ilegal: de alguna chica sin emparejar. Un bebe de los deliria están contaminados. Crecen torcidos, lisiados, locos. Probablemente se la llevarían y la matarían. Ni siquiera la enterrarían. Les preocuparía el riesgo de contagio. La incinerarían y la tiraría a la basura.
Coge otra ramita y la echa a la hoguera. Arde un momento, con una violenta lengua blanca de fuego.
—Había oído rumores de que una parte de la valla no estaba reformada. Solíamos contar historias de que los inválidos entraban y salían y se comían el cerebro de la gente, esas cosas que se cuentan cuando se es niño. No estoy segura de sí me lo seguía creyendo o no, pero me arriesgue con la alambrada. Tardé muchísimo en encontrar la forma de pasar con Blue. Al final tuve que usar la manta para hacer una bolsa en la que cagarla. La lluvia me vino bien; los guardias y los reguladores se mantenían a cubierto y conseguí cruzar sin dificultad. No sabía adónde iba ni que iba a hacer una vez hubiera cruzado. No les dije adiós ni a mi padre ni a mi madre. Lo único que hice fue correr —me mira de soslayo—. Pero supongo que con eso fue suficiente. Y supongo que eso lo sabes tú también.
—Si —respondo con un graznido. Tengo un dolor que me desgarra la garganta. Podría llorar en cualquier momento. En lugar de eso me hinco las uñas, tan profundo como puedo, en los muslos, tratando de rasgar la piel por debajo de la tela de los vaqueros.
Blue murmura algo ininteligible y da vueltas dormida. Los estertores se han hecho más fuertes. Cada respiración trae consigo un horrible ruido chirriante y un eco acuoso y fluido. Raven se inclina hacia delante y le aparta de la frente el pelo empapado de sudor.
—Está ardiendo—dice.
—Traeré un poco de agua—me ofrezco, desesperada por hacer algo, lo que sea, para ayudar.
—No va a cambiar nada—susurra suavemente Raven.
Pero yo necesito moverme, así que voy de todas formas. En la helada oscuridad, me abro paso hacia el arroyo cubierto por una capa de hielo recorrida de grietas y fisuras. Hay luna llena; esta alta, y se refleja en la superficie plateada y en el agua oscura que fluye por debajo. Rompo el hielo con un cubo metálico y suelto un grito entrecortado cuando el agua fluye entre mis dedos para llenarlo.
Raven y yo no dormimos esa noche. Nos turnamos con una toalla para enfriarle la frente a Blue hasta que su respiración se calma y se reducen los gemidos. Al final deja de moverse y yace dócil y silenciosa bajo nuestras manos. Nos vamos alternando con la toalla hasta que amanece. El cielo tiene un rubor rosado, pálido y líquido. Para entonces hace horas que Blue ya no respira.



 ahora 

Julián y yo nos movemos en una oscuridad sofocante. Avanzamos despacio, trabajosamente; aunque estamos deseando con todas nuestras fuerzas echar a correr, no podemos arriesgarnos a hacer ruido ni a que se vea la luz de una linterna. Aunque andamos por lo que parece ser una vasta red de túneles, me siento como una rata dentro de una caja. No camino con seguridad. La oscuridad está llena de formas que giran como en un remolino y tengo que mantener la mano izquierda apoyada en la pared resbaladiza del túnel, cubierta de humedad y de insectos.
Hay ratas. Ratas que salen de los rincones con un chillido, ratas que corretean por las vías, patas que resuena contra la piedra con un tic, tic, tic.
No sé durante cuánto tiempo avanzamos. Es imposible calcularlo porque no se percibe ningún cambio en el sonido ni en la negrura. No hay forma de saber si vamos hacia el este o el oeste o si estamos caminando en círculos interminables.
A veces nos desplazamos a lo largo de viejas vías de ferrocarril, por lo que deben de ser los túneles de los trenes subterráneos, a pesar del agotamiento y los nervios, no puedo evitar el asombro ante la idea de estos espacios laberínticos y retorcidos. Los imagino llenos de tuneladoras y de gente que grita libremente en la oscuridad.
Otras veces los túneles están inundados, ya sea con un pequeño reguero de agua o con un charco grande de algún líquido maloliente y lleno de basura que probablemente proceda de una alcantarilla. Eso significa que nos estamos demasiado lejos de una ciudad.
Cada vez doy más traspiés. Hace días que no como nada sólido y me duele mucho el cuello, en el punto en que el carroñero me corto la piel con el cuchillo. Gradualmente, Julián tiene que sujetarme con más fuerza hasta que me pone una mano en la espalda para dirigirme hacia delante. Agradezco el contacto. Hace más soportable la agonía de caminar, el silencio y el esfuerzo por distinguir los sonidos de los carroñeros de los ecos y las goteras.
Seguimos durante horas sin detenernos. Por fin la oscuridad se va haciendo blanquecina hasta que veo un poco de luz, una larga corriente plateada que se filtra desde arriba. En el techo hay cinco rejillas. Sobre nuestras cabezas, por primera vez en días, veo el cielo: un fragmento de cielo nocturno, lleno de nubes y estrellas.
Sin darme cuenta, suelto un grito. Es lo más bello que he visto en mi vida.
—Las rejillas —digo— ¿podemos…?
Julián se adelanta y nos arriesgamos a encender la linterna. La enfoca hacia arriba y luego niega con la cabeza.
—Están atornilladas desde el exterior —se pone de puntillas y da un empujón—. No hay forma de moverlas.
La decepción me quema en el fondo de la garganta. Estamos tan cerca de la libertad, lo puedo oler: el viento y el espacio y algo más. La lluvia. Debe de haber llovido hace poco. El olor me hace llorar. Nos encontramos en un andén elevado. Las vías están inundadas de agua y tiene una capa de hojas que habrán caído por las rejillas. A la izquierda hay un hueco a medio excavar lleno de cajas de madera; en la pared se distingue un cartel, asombrosamente bien conservado, PELIGRO, dice. ZONA DE CONSTRUCCIÓN. OBLIGATORIO LLEVAR CASCO.
No puedo soportarlo más. Me aparto del apoyo de Julián y caigo pesadamente de rodillas.
—Oye —se arrodilla a mi lado—. ¿Estás bien?
—Cansada —suelto con un jadeo. Me hago un ovillo en el suelo y oculto la cabeza en el hueco del brazo, se me hace cada vez más difícil mantener los ojos abiertos. Cuando lo consigo, las estrellas de arriba se confunden y se mezclan en un único punto enorme de luz antes de volver a fragmentarse.
—Duerme —dice Julián mientras deja en el suelo la mochila y se sienta junto a mí.
—¿Y si vienen los carroñeros?
—Yo me quedare despierto —contesta—. Y a la escucha.
Un minuto después, se tumba de espaldas. Por las rejillas sopla el viento, y me estremezco sin querer.
—¿Tienes frio? —me pregunta.
—Un poco —admito. Apenas puedo hablar. También la garganta se me ha quedado helada.
Hay una pausa. Luego, se vuelve de lado y me pasa un brazo por los hombros. Me va acercando hasta que estamos pegados, hasta que me arropa con su cuerpo. Su corazón late contra mi espalda con un ritmo extraño, como un tartamudeo.
—¿No te preocupan los deliria? —le pregunto
—Sí —ríe brevemente— pero yo también tengo frio.
Poco después, sus latidos se hacen más regulares y los míos se van calmando para acoplarse a los suyos. Se me empieza a pasar el frio.
—¿Lena? —susurra Julián. Abro los ojos: la luna está ahora justo encima de nosotros, un alto rayo blanco.
Noto que su corazón ha vuelto a acelerarse.
—¿Quieres saber cómo murió mi hermano?
—Mi hermano y mi padre nunca se llevaron bien. Mi hermano era testarudo, muy obstinado, y además tenía mal genio. La gente decía que todo iría bien cuando estuviera curado —se detiene—, pero se volvió cada vez peor a medida que crecía. Mis padres hablaban de adelantar la operación. No daba buena impresión, ya sabes, para la ASD y todo eso. Era un rebelde, no hacía caso a mi padre y ni siquiera estoy seguro de que creyera en la cura. Tenía seis años más que yo. Yo tenía… yo tenía miedo por él. ¿Sabes lo que quiero decir?
No puedo hablar, así que asiento con la cabeza. Los recuerdos se me están acumulando. Surgen lo de los lugares oscuros en los que los había encerrado: la constante ansiedad que sentía cuando era niña, como un zumbido, cuando veía a mi madre reír, bailar, y cantar al ritmo de la música extraña que salía de nuestros altavoces; una alegría entretejida de pánico; miedo por Hana, miedo por Álex, miedo por todos nosotros.
—Hace siete años, tuvimos otra gran concentración en Nueva York. La ASD estaba alcanzando repercusión nacional. Fue el primer mitin al que acudí; tenía once años. Mi hermano no fue. No sé qué excusa dio.
Julián se mueve. Durante un momento me aprieta con los brazos en un gesto involuntario, luego se relaja una vez más. Sin saber cómo, sé que es la primera vez que le cuenta a alguien esta historia.
—Fue un desastre. A mitad de la concentración, los manifestantes irrumpieron donde estábamos, en el ayuntamiento. La mitad de ellos iban enmascarados. La protesta se volvió violenta y llegó la policía para disolverla, y de repente se convirtió en una auténtica pelea. Yo me escondí detrás del estrado, como un niño pequeño. Me dio tanta vergüenza después. Uno de los manifestantes se acercó demasiado al escenario, donde estaba mi padre. Gritaba algo, pero no entendí lo que decía. Llevaba puesto un pasamontañas, y un guardia lo derribó con la porra. Curiosamente, recuerdo que oí eso: el chasquido de la madera contra su rodilla, el ruido cuando se desplomó. Entonces fue cuando mi padre debió de ver la marca de nacimiento en el dorso de la mano izquierda, como una gran media luna. La marca de mi hermano. Saltó del estrado hacía el público, le quitó el gorro y… era él. Mi hermano yacía ahí, paralizado por el dolor, con la rodilla destrozada en mil fragmentos. Nunca olvidaré la mirada que le lanzó a mi padre. Totalmente serena y también resignada, como… como si supiera lo que iba a suceder. Finalmente conseguimos salir, la policía nos escoltó hasta casa. Mi hermano iba tendido en la parte trasera de la camioneta, gimiendo. Yo quería preguntarle si se encontraba bien, pero sabía que mi padre me mataría. Fue conduciendo todo el camino a casa sin decir una palabra, sin apartar los ojos de la calzada. No sé que sentiría mi madre. Quizá no mucho, pero sé que estaba preocupada. El manual de FSS dice que nuestra obligación para con nuestros hijos es sagrada, ¿no? «Y la buena madre solo termina de dar cumplimiento a sus deberes en el cielo.» —cita en voz baja—. Ella quería que lo viera un médico, pero mi padre no quiso ni oír hablar de ello. La rodilla de mi hermano tenía mal aspecto. Estaba hinchada, prácticamente como una pelota. Sudaba un montón y sentía muchísimo dolor. Yo quería ayudar. Yo quería —le recorre un temblor—. Cuando llegamos a casa, mi padre metió a mi hermano en el sótano y lo encerró. Pensaba dejarle ahí durante un día, en la oscuridad, para que aprendiera la lección.
Me imagino a Thomas Fineman; la ropa limpia y planchada los gemelos de oro que deben darle tanta satisfacción; el reloj elegante; el pelo bien arreglado. Puro, limpio, sin tacha, como un hombre que siempre duerme bien por la noche. «Te odio» pienso en nombre de Julián, que nunca ha tenido la oportunidad de decir esas palabras, de sentir el alivio que representan.
—Oíamos a mi hermano gritar al otro lado de la puerta. Le oíamos desde el comedor mientras cenábamos. Mi padre nos hizo estar ahí quietos toda la comida. Nunca lo perdonaré.
La única frase es apenas un susurro. Busco su mano, entrelazo los dedos con los suyos y aprieto. Me devuelve el gesto.
Durante un rato nos quedamos en silencio. Luego, desde arriba, nos llega un sonido suave que pronto se divide y se convierte en miles de gotas de lluvia que golpean la acera. El agua se cuela por las rejillas y resuena en los raíles de metal de las viejas vías.
—Luego, los gritos cesaron —dice Julián con sencillez, y yo me acuerdo de aquel día en la Tierra Salvaje con Raven, cuando nos turnábamos para enjuagar la frente de Blue mientra el sol salía como una ola sobre los árboles, aunque hacía bastante rato que Blue se había quedado fría. Julián se aclara la garganta—. Dijeron que había sido un accidente inesperado; un coágulo de sangre de la herida le había subido hasta el cerebro. Una posibilidad entre un millón. Mi padre no tenía forma de saberlo. Pero aún así, yo… —se interrumpe—. A partir de eso, sabes, siempre tuve mucho cuidado. Lo hacía todo bien. Era el hijo perfecto un modelo para la ASD. Incluso cuando me enteré de que la cura probablemente me mataría. Era más que miedo —dice, en un torrente apresurado de palabras—. Pensé que si cumplía las reglas, las cosas irían bien. Eso es lo que tiene la cura, ¿no? No solo por los deliria. Tiene que ver con el orden. Un sendero para cada uno. Solo tienes que seguirlo y todo irá bien. De eso va la ASD. Eso es él lo que yo creía, en lo que tenía que creer. Porque si no, solo hay caos.
—¿Le echas de menos? —pregunto.
No me contesta inmediatamente y sé, de alguna manera, que nadie le ha hecho esa pregunta antes.
—Creo que sí —admite por fin, en voz baja—. Le eché de menos durante mucho tiempo. Mi madre me dijo que después de la operación no sería tan malo. Dijo que ya no pensaría más en él de esa forma.
—Eso es incluso peor —murmuro suavemente—. Entonces se cuando se han ido de verdad.
Cuento tres largos segundos de silencio y, en cada uno de ellos, el corazón de Julián golpea contra mi espalda. Ya no tengo frío. Si acaso, tengo demasiado calor. Nuestros cuerpos están muy cerca, piel contra piel, los dedos entrelazados, su aliento en mi cuello.
—Ya no sé lo que está pasando —susurra Julián—. Ya no entiendo nada. No sé qué es lo que se supone que ocurre después.
—Se supone que no tienes que saberlo —respondo, y es cierto: los túneles pueden ser largos, llenos de curvas y oscuros, pero debes recorrerlos igualmente.
Más silencio. Por fin, Julián dice:
—Tengo miedo.
Es solo un susurro, pero siento que sus labios se mueven contra mi cuello. Es como si deletreara ahí las palabras.
—Lo sé —digo—. Yo también.
Ya no puedo seguir despierta. Navego por el tiempo y la memoria, entre esta lluvia y otras lluvias antes que esta, subiendo y bajando por una escalera de caracol. Julián me rodea con el brazo y luego lo hace Álex; después, Raven me acuna, pongo la cabeza en su regazo, y más tarde, mi madre me canta.
—Contigo tengo menos miedo —dice Julián. Quizá es Álex quien habla, o tal vez solo he soñado las palabras. Abro la boca para responder, pero no puedo hablar. Trago agua y luego estoy flotando y después ya no queda nada más que sueño, líquido y profundo.



 entonces

Enterramos a Blue junto al río. Nos lleva horas romper el suelo helado y cavar un hoyo en el que quepa su cuerpo. Antes de introducirla, tenemos que quitarle el chaquetón. No podemos permitirnos no aprovecharlo. Al bajarla al agujero, pesa tan poco que es como una cría de pájaro, frágil y de huesos ligeros.
En el último momento, cuando estábamos a punto de cubrirla de tierra, Raven se lanza hacía delante con una histeria repentina.
—Va a tener frío —dice—. Así se va a congelar.
Nadie quiere detenerla. Se quita el jersey y salta al interior de la improvisada tumba, toma a la niña en sus brazos y la envuelve en la prenda. Está llorando. Casi todos nos damos la vuelta, incómodos. Solo Lu da un paso adelante.
—Raven, Blue estará bien —musita suavemente—. La nieve la abrigará.
Raven alza la vista, con la cara surcada por las lágrimas y un gesto feroz. Recorre nuestros rostros con la mirada como si estuviera luchando por recordar quiénes somos. Se incorpora de golpe y sale de la tumba.
Bram se adelanta y empieza a echar paladas de tierra otra vez sobre el cuerpo de Blue, pero Raven le detiene.
—Déjala —pronuncia en voz alta, con un extraño tono agudo—. Lu tiene razón. Va a nevar en cualquier momento.
Así es: se pone a nevar según estamos recogiendo el campamento. Sigue nevando durante todo el día, mientras caminamos por los bosques en una larga línea irregular. El frío es ya un dolor constante, un tormento atroz en los dedos de las manos y los pies. La nieve está helada y quema como ceniza ardiente, pero me imagino que cae dulcemente sobre Blue y que la cubre como una manta, para cobijarla y mantenerla a salvo hasta la primavera.



 ahora

Por la mañana sigue lloviendo.
Me incorporo despacio. Tengo un dolor de cabeza tremendo y estoy mareada. Julián no está a mi lado. La lluvia cae por las rejillas como largas cintas negras que se retuercen. Julián está de pie bajo ellas.
Permanece de espaldas, vestido únicamente con un par de gastados pantalones cortos de algodón que debió de encontrar mientras buscábamos ropa y provisiones. El aliento se me corta en la garganta. Sé que debería apartar la vista, pero no puedo. Estoy paralizada por la visión de la lluvia que se desliza por su espalda: una espalda ancha, fuerte, musculosa, como la de Álex; atrapada en el paisaje ondulado de sus brazos y sus hombros; en su pelo, oscuro ahora por el agua, en la forma en que inclina la cabeza hacia atrás y deja que el agua le entre en la boca.
En la Tierra Salvaje me acostumbré por fin a ver hombres desnudos o semidesnudos. Me acostumbré a sus cuerpos extraños, al pelo rizado del pecho, que a veces se extendía por la espalda y los hombros, a la superficie ancha y plana de su estómago y las alas de sus caderas, que se arquean sobre la cinturilla de los pantalones. Pero esto es diferente. Julián permanece en una quietud perfecta y, a la pálida luz gris, parece brillar un poco, como una estatua tallada en roca blanca.
Es bello.
Sacude un poco la cabeza y el agua salta de su pelo haciendo molinillos en un semicírculo centelleante; feliz y ajeno, se pone a tararear quedamente. De repente me da mucha vergüenza: estoy invadiendo un momento íntimo. Me aclaro la garganta ruidosamente y se da vuelta. Al ver que me he despertado, salta fuera del agua, recoge su ropa del extremo del andén y se cubre con ella.
—No sabía que estabas despierta —dice, luchando por ponerse la camiseta a pesar de que está empapado. Sin darse cuenta introduce la cabeza por un agujero de los brazos y luego lo intenta de nuevo. Me reiría si no tuviera un aire tan desesperado.
Ahora que se ha lavado la sangre, le veo claramente la cara. Ya no tiene los ojos hinchados, pero conserva profundos cardenales alrededor. Los cortes de la frente y el labio están empezando a cicatrizar. Eso es buena señal.
—Acabo de despertarme —le informo cuando consigue ponerse la camiseta—. ¿Has dormido algo?
Ahora lucha con los vaqueros. Su pelo crea un dibujo de manchas de agua en el cuello de la camiseta.
—Un poco —admite con aire culpable—. No quería. Creo que caí sobre las cinco. Estaba empezando a amanecer—ya se ha puesto los vaqueros y sube a la plataforma de un salto, con una elegancia inesperada—. ¿Estás lista para seguir?
—Enseguida —digo—. Me gustaría… me gustaría lavarme, como tú. Bajo las rejillas.
—Vale.
Asiente pero no se mueve. Noto que me vuelvo a poner colorada. Hace mucho que no me sentía así, tan abierta y expuesta. Estoy perdiendo la conexión con la nueva Lena, la dura, la guerrera forjada en la Tierra Salvaje. Es como si no pudiera volver a meterme en su cuerpo.
—Tengo que desnudarme —suelto, ya que Julián parece no captar la indirecta.
—Ah. Ah, vale —tartamudea, retrocediendo—. Claro. Yo. voy a adelantarme para explorar.
—Me daré prisa —digo—. Tenemos que ponernos en marcha otra vez.
Espero hasta que sus pisadas se convierten en un eco amortiguado antes de quitarme la ropa. Durante un minuto me olvido de que los carroñeros están por ahí en la oscuridad, buscándonos. Durante un minuto olvido lo que he hecho, lo que he tenido que hacer para escapar. Olvido la sangre que se extendía por el suelo del almacén, los ojos de la carroñera, sorprendidos, acusadores. Me quedo desnuda al borde del andén, con los brazos alzados hacía el cielo, mientras los ríos de agua caen sin cesar por las rejillas: líquido gris, como si el cielo hubiera empezado a derretirse. El aire frío hace que se me ponga la carne de gallina. Me agacho, salto a la vía y empiezo a andar sintiendo la dureza del metal y la madera en los pies descalzos. Voy chapoteando hasta las rejillas y levanto la cara para que la lluvia me caiga en ella directamente y baje por el pelo, la espalda los hombros doloridos y el pecho.
Nunca he sentido nada tan asombroso en mi vida. Desearía gritar de alegría, o cantar. El agua está helada y huele a limpio, como si en su descenso en espiral se hubiera empapado de los aromas de las ramas desnudas y los diminutos brotes de marzo.
Después de dejar que el agua me caiga por la cara y se acumule en mis ojos y en la boca, me inclino hacia delante y siento su golpeteo contra la espalda, como el tamborileo de miles de pies diminutos. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo dolorida que estoy. Me duele todo. Tengo las piernas y los brazos cubiertos de cardenales.
Sé que ya no puedo quitarme más suciedad, pero me cuesta apartarme de la corriente de agua, aunque el frío me hace temblar. Es un frío bueno, que purifica.
Por fin regreso al andén. Me lleva dos intentos saltar las vías por lo débil que estoy. Salpico agua por todas partes, dejo charcos con forma humana, en el oscuro cemento. Me recojo el pelo, lo estrujo e incluso esto me produce alegría: la normalidad de la acción, rutinaria y familiar.
Me meto los pantalones que les cogí a los carroñeros y les doy una vuelta en la cintura para que no se me caigan; aun así me cuelgan bastante en las caderas.
Luego, pisadas a mis espaldas. Me doy la vuelta rápidamente, tapándome el pecho con las manos.
Julián sale de las sombras y yo agarro la camiseta sin dejar de cubrirme.
—Espera —grita. Algo en su tono de voz, entre la orden y la urgencia, me impulsa a detenerme—. Espera —repite con más suavidad.
Nos separan unos ocho metros, pero por la manera en que me mira me siento como si estuviéramos pegados. Noto sus ojos sobre mi piel, como una comezón. Sé que debería ponerme la camiseta, pero no puedo moverme. Casi no puedo ni respirar.
—Nunca antes había podido mirar —dice sencillamente, y da otro paso hacía mí. La luz cae directamente sobre su cara y en este momento distingo una suavidad en sus ojos, algo difuso que hace que el ardor rugiente en mi cuerpo se funda y dé paso a una calidez, un sentimiento firme y maravilloso. Al mismo tiempo, se alza una voz diminuta en el fondo de mi mente: «Peligro, peligro, peligro». Por debajo, un eco más tenue «Álex, Álex, Álex».
Álex solía mirarme así.
—Tienes una cintura tan estrecha.
Eso es todo lo que dice, en una voz tan baja que casi no le oigo.
Me obligo a darme la vuelta. Me tiemblan las manos mientras forcejeo con el sujetador deportivo para metérmelo por la cabeza. Luego hago lo mismo con la camiseta. Cuando me giro otra vez, no sé por qué Julián me da miedo. Se ha acercado más. Huele a lluvia.
Me ha visto sin sujetador, expuesta.
Me ha mirado como si fuera guapa.
—¿Te sientes mejor? —pregunta.
—Sí —murmuro bajando la mirada. Me paso el dedo con cuidado por el corte del cuello. Mide unos dos centímetros y ya le ha salido una costra de sangre seca.
—Déjame ver —alarga la mano y luego titubea, con los dedos casi rozándome la cara. Levanto la vista; parece que me esté pidiendo permiso. Asiento con la cabeza y me pasa la mano con dulzura por la barbilla, alzándola para poder verme el cuello—. Deberíamos vendarlo.
Deberíamos, en plural. Ahora estamos del mismo lado. Ha enterrado el hecho de que yo le mentí y de que soy una incurada. Me pregunto cuánto le durará.
Se acerca a la mochila. Revuelve buscando artículos que robamos del botiquín y se aproxima a mí con una venda ancha, un frasco de agua oxigenada, un ungüento antibacteriano y varias bolas de algodón.
—Puedo hacerlo yo —dice. Primero moja las bolas de algodón con el agua oxigenada y me limpia el corte con cuidado. Escuece, y me echo hacía atrás con un gemido. Enarca las cejas—. Venga —me anima, curvando los labios para formar una sonrisa—. No duele tanto.
—Si duele —insisto.
—¿Ayer te enfrentaste a dos maniacos homicidas y ahora no aguantas un poco de escozor?
—Eso es distinto —replico con hostilidad. Sé que se está burlando de mí y no me gusta—. Aquello era una cuestión de supervivencia.
Él levanta las cejas, pero no dice nada. Me vuelve a frotar una vez más con el algodón y ahora aprieto los dientes y aguanto. Luego deposita una fina línea de pomada en la venda y me la coloca cuidadosamente en el cuello. Álex me curó una vez, justo así. Fue una noche de redada, estábamos escondidos en una caseta de herramientas diminuta y un perro acababa de llevarse un buen pedazo de mi pierna. Hacía mucho que no pensaba en esa noche y, cuando las manos de Julián se deslizan por mi piel, de repente me quedo sin aliento.
Me pregunto si así íntima a la gente: se curan unos a otros las heridas, se arreglan la piel rasgada.
—Ya está. Como nuevo —sus ojos han tomado el color gris del cielo que se divisa por encima de las rejillas—. ¿Te encuentras con fuerzas para que nos marchemos?
Asiento con la cabeza, aunque aún me siento débil y muy mareada.
Julián alarga la mano y me da un apretón en el hombro. Me pregunto qué pensará cuando me toca, si notará el pulso eléctrico que recorre mi cuerpo. No está acostumbrado a tener contacto con chicas, pero no parece preocuparle. Ha cruzado una frontera. Me pregunto qué hará cuando finalmente salgamos de aquí. Sin duda volverá a su antigua vida, a su padre y a la ASD.
Quizá haga que me arresten.
Siento un ataque de náuseas y cierro los ojos, tambaleándome un poco.
—¿Estás segura de que te encuentras lo bastante bien como para que sigamos?
Su voz es tan dulce que el pecho me estalla en miles de piececitas aleteantes. Esto no formaba parte del plan. Esto no tenía que suceder.
Pienso en lo que le dije la noche pasada: «Se supone que no tienes que saberlo». La verdad, dura, insoportable, hermosa.
—Julián —abro los ojos, luchando porque mi voz suene menos temblorosa—, no somos iguales. Estamos en lados diferentes. Eso lo sabes, ¿verdad?
Sus ojos se endurecen un poco, son más intensos: incluso en la penumbra tienen un azul resplandeciente. Pero cuando habla, su voz sigue siendo suave y tranquila.
—Yo ya no sé en qué lado estoy —dice.
Da otro paso hacia mí.
—Julián.
Casi no puedo pronunciar su nombre.
Entonces lo oímos: un sonido amortiguado que procede de uno de los túneles, un tamborileo de pisadas. Julián se tensa y en ese instante, cuando nos miramos, no hay ninguna necesidad de hablar.
Los carroñeros han llegado.
El terror es una descarga repentina. Las voces proceden del túnel por el que vinimos anoche, Julián recoge la mochila y yo me calzo rápidamente las zapatillas sin preocuparme de los calcetines. Cojo el cuchillo del suelo; Julián me agarra la otra mano y me empuja hacia adelante, más allá de las cajas de madera y del extremo más alejado del andén. Incluso a unos quince metros de las rejillas es casi imposible ver nada. Nos tragan una vez más el barro y las tinieblas. Parece como si entráramos en una boca, e intento luchar contra el terror que se sacude en mi interior.
Sé que debería estar agradecida por la penumbra y por todas las oportunidades que ofrece para esconderse, pero no puedo evitar pensar en lo que esa negrura podría ocultar: cosas silenciosas que aparecen de repente, cuerpos que se bambolean colgados de las tuberías.
Al final del andén se abre un túnel, tan bajo que tenemos que agacharnos para entrar. Al cabo de varios metros llegamos a una estrecha escalera de metal que nos conduce a un túnel más amplio de un nivel inferior. También lo recorren unas viejas vías de tren, pero por suerte está libre de agua. Cada pocos pasos, Julián se detiene para comprobar si se oyen ruidos de carroñeros.
Y luego oímos, inconfundible y ya más cerca, una voz que dice con un gruñido:
—Por aquí.
Esas dos palabras me dejan sin aliento, exactamente como si me hubieran dado un puñetazo. Es el albino. Me maldigo a mi misma por haber guardado la pistola en la mochila, tonta, tonta, ya no hay forma de sacarla en medio de la oscuridad, mientras avanzamos. Aprieto el mango del cuchillo, sintiéndome un poco reconfortada por el tacto suave de la madera, por el peso. Pero sigo débil, mareada y también hambrienta. Rezo en silencio para que podamos perderlos en la oscuridad.
—¡Por aquí abajo!
Pero las voces se hacen más fuertes, están más cerca. Oímos pies que golpean en la escalera de metal, un sonido que hace que se me hiele la sangre de terror. Justo entonces lo veo: una luz que zigzaguea en las paredes lanzando tentáculos amarillos. Están usando linternas, claro. Por eso avanzan tan rápido. Ellos no tienen que preocuparse por ser vistos u oídos. Ellos son los depredadores.
Y nosotros somos la presa.
Ocultarnos. Es nuestra única esperanza. Debemos ocultarnos.
Hay un arco a la derecha, un recorte de oscuridad más intensa todavía. Aprieto la mano de Julián y tiro de él, dirigiéndole hacia ese otro túnel. Está unos centímetros más abajo que el anterior y se encuentra salpicado de charcos de agua estancada y maloliente.
Avanzamos muy despacio, a ciegas, palpando. Las paredes son completamente lisas, no hay entrantes ni cajas de madera apiladas. No hay donde esconderse, y mi pánico aumenta. Julián también debe de sentirlo, porque pierde el equilibrio en la oscuridad y tropieza en uno de los charcos con un chapoteo repentino.
Nos quedamos inmóviles.
Los carroñeros también se paran. Sus pasos se detienen, sus voces enmudecen.
Y entonces la luz se cuela por el arco como un animal que olfatea y se arrastra recorriendo el terreno, hambriento. Julián y yo no nos movemos. Me aprieta la mano una vez antes de soltarme. Le oigo bajarse la mochila del hombro y sé que debe de estar buscando un arma. Ya no tiene sentido correr. Ya no tiene sentido luchar tampoco, pero al menos pondremos llevarnos por delante a un carroñero o dos.
Se me enturbia la visión de pronto y me sobresalto. Las lágrimas hacen que me escuezan los ojos, y me las limpio con el dorso de la muñeca. Solo puedo pensar: «Aquí no, así no, no en este subterráneo, no con las ratas».
La luz se expande y se le une un segundo rayo. Los carroñeros se mueven ahora en silencio, pero noto que se toman su tiempo, que lo disfrutan, como un cazador que tensa su arco antes de soltar la flecha, esos últimos momentos de silencio y quietud antes de matar a la presa. Se me humedece la palma que sostiene el cuchillo. A mi lado, Julián respira pesadamente.
Así no, así no. Tengo la cabeza llena de ecos, de fragmentos desdibujados: el olor pesado de la madreselva en verano, los abejorros que zumban, los árboles que se inclinan bajo el peso de una nevada abundante, Hana que corre delante de mí, riendo, con su pelo rubio meciéndose.
Y curiosamente, lo que me sorprende en ese instante preciso en que sé con sólida certeza que voy a morir, es que he dejado atrás todos los besos que me han dado. Los deliria, el dolor, todos los problemas que ha provocado, todo aquello por lo que hemos luchado, para mí está acabado, ha quedado atrás, arrastrado por la marea de mi vida.
Y entonces, justo cuando los rayos de luz se amplían y se convierten en focos que nos apuntan, enormes y cegadores, cuando las sombras se desdoblan y se convierten en personas, me lleno de una rabia desesperada. No puedo ver; la luz me ha deslumbrado y la oscuridad se ha fundido para convertirse en explosiones de color, en puntos brillantes que flotan. Mientras me lanzo hacia delante y ataco ciegamente con el cuchillo, oigo gritos y rugidos atenuados y un aullido que reverbera en mi pecho, que sale entre mis dientes como el reflejo de un filo metálico.
Todo es caos: cuerpos calientes y jadeos. Siento un codo contra el pecho y gruesos brazos que me sujetan, ahogándome. Agarro un mechón de pelo grasiento, noto un filo de dolor en el costado, un aliento nauseabundo en la cara y gritos guturales. No sé cuantos carroñeros hay. ¿Tres, cuatro? No sé dónde está Julián. Golpeo sin mirar, luchando por respirar, y todos son cuerpos duros que me acorralan —no hay forma de huir, no hay forma de liberarse— y movimientos de mi cuchillo. Encuentro carne y más carne hasta que me arrebatan el arma y alguien me retuerce la muñeca hasta hacerme gritar.
Unas manos enormes encuentran mi cuello y aprietan. El túnel se queda sin aire, se arruga y se agudiza hasta que se convierte en la punta de un bolígrafo contra mis pulmones. Abro la boca para respirar, pero no puedo. En lo alto veo una diminuta burbuja de luz que flota inalcanzable en la oscuridad. Intento llegar a ella y lucho por salir de esa densidad espesa, absorbente, pero siento los pulmones como si estuvieran llenos de barro. Me hundo.
Hundirme. Morir.
Débilmente, escucho un diminuto tamborileo, un ruidito constante, repetido. Pienso que debe de estar lloviendo otra vez.
En ese momento vuelven a aparecer luces que me deslumbran a ambos lados: luces móviles que bailan, se retuercen y viven. Fuego.
De repente se rompe la presión en torno a mi cuello. El aire es como agua fresca que me lava y me hace jadear y resoplar. Caigo de rodillas y durante un momento de confusión me parece que estoy soñando. Me derrumbo sobre una corriente blanda y peluda, un borrón de pequeños cuerpos.
Mi mente empieza a aclararse y el mundo resurge de la niebla. Me doy cuenta de que el túnel está lleno de ratas. Cientos y cientos de ellas: ratas que saltan unas sobre otras, que se revuelven y se contorsionan, que chocan contra mis muñecas y me mordisquean las rodillas. Se oyen dos disparos que reverberan en el túnel; alguien grita de dolor. Por encima se distinguen formas, gente que forcejea que huelen a aceite sucio y cortan el aire con su fuego como los granjeros siegan el trigo en el campo. Varias imágenes inmóviles, iluminadas brevemente: Julián doblado en dos, con una mano en la pared del túnel; una carroñera con la cara contorsionada, que grita con el pelo en llamas.
Este es un nuevo tipo de terror. Me quedo quieta de rodillas mientras las ratas pasan apresuradas junto a mí, golpeándome con sus cuerpos, chillando y dándome latigazos con la cola. Estoy asqueada, paralizada por el miedo.
Esto es una pesadilla. Debe de serlo.
Una rata se me sube al regazo. Grito y la aparto de un manotazo, mientras la náusea se me sube por la garganta. Golpea la pared con un sonido repugnante, chillando, y al momento cae de pie y se une de nuevo a la corriente hasta confundirse con ella. Siento tanta repugnancia que no puedo ni moverme.
Se me escapa un gemido. Quizá he muerto y he ido al infierno; quizá me estén castigando por los deliria y por todas las cosas horribles que he hecho, por vivir en el caos y la miseria, justo como predice el Manual de FSS que les sucederá a los desobedientes.
—Ponte de pie.
Alzo la cabeza. Hay dos monstruos por encima de mí, armados de antorchas. Eso es lo que parecen: bestias del subsuelo, no del todo humanas. Uno de los monstruos es enorme, casi un gigante. Tiene un ojo blanco lechoso, ciego; el otro posee un brillo tan oscuro como el de un animal.
La segunda figura está agachada, y su espalda parece tan abombada y torcida como el casco de un barco. No sé si es hombre o una mujer. El cabello largo y grasiento oculta la cara casi por completo. Ella, o él, le ha atado las manos a Julián por detrás con un cable. Los carroñeros han desaparecido.
Me levanto. Se me ha aflojado la venda del cuello y noto la piel húmeda y resbaladiza.
—Camina.
El hombre rata hace un gesto con su antorcha, apuntando hacia la oscuridad a mi espalda. Veo que está un poco torcido y que se agarra el costado derecho con la mano que no sostiene la antorcha. Me acuerdo de los disparos y de haber oído que alguien gritaba. Me pregunto si estará herido.
—Escucha —me tiembla la voz. Alzo las manos en un gesto de paz—. No sé quiénes sois ni qué queréis, pero solo estamos intentando salir de aquí. No tenemos mucho, pero podéis coger lo que queráis. Solo… dejadnos ir. Por favor. ¿Vale? —Se me quiebra un poco la voz—. Por favor, dejadnos ir.
—Camina —repite el hombre rata, y esta vez me acerca tanto la antorcha que siento el calor de la llama.
Miro a Julián. Hace un mínimo movimiento negativo con la cabeza. La expresión de sus ojos es clara. ¿Qué podemos hacer?
Me vuelvo y camino. El hombre rata va detrás de mí con su antorcha. Por delante, cientos de ratas desaparecen en la oscuridad.




entonces

Nadie sabe qué podemos encontrarnos en el tercer campamento, ni siquiera si habrá un tercer campamento. Como Tack y Hunter no regresaron al hogar, no tenemos forma de saber si consiguieron enterrar provisiones en las afueras de Hartford, Connecticut, a unos doscientos setenta kilómetros al sur de Rochester, o si les sucedió algo por el camino. El frio ya había clavado sus garras en el paisaje. Es implacable y no va a remitir hasta la primavera. Estamos cansados, hambrientos y derrotados. Ni siquiera Raven consigue mantener la apariencia de fortaleza. Camina despacio, con la cabeza inclinada, sin hablar.
No sé qué vamos a hacer si no hay comida en el tercer campamento. Raven también está preocupada, aunque no hable de ello. Nadie lo menciona. Simplemente avanzamos a ciegas.
Pero el miedo sigue ahí. A medida que nos aproximamos a Hartford, abriéndonos paso entre las ruinas de antiguas ciudades y esqueletos de casas bombardeadas como caparazones de insectos secos, no hay sensación de alegría. En lugar de eso hay ansiedad. Es como un murmullo que nos recorre a todos, haciendo que el bosque nos parezca un sitio de mal agüero. La puesta de sol esta llena de malicia, las sombras son largos dedos puntiagudos, un bosque de manos oscuras, mañana alcanzaremos el tercer campamento, si esta ahí. Si no, algunos de nosotros moriremos de hambre antes de llegar al sur.
Y si no está ahí, podremos dejar de preguntarnos que les habrá sucedido Tack y Hunter: con toda probabilidad, significa que están muertos.
La mañana amanece débilmente, cargada de una extraña electricidad, como el sentimiento de espera que suele preceder a una tormenta. Aparte del crujido que produce nuestro calzado en la nieve, caminamos en silencio.
Finalmente llegamos al lugar donde tendría que estar el tercer campamento, pero no hay señales de que Tack y Hunter hayan estado aquí: no se ven marcas en los árboles ni trozos de tela atados a las ramas, ninguno de los símbolos que usamos para comunicarnos. No vemos indicación alguna de que aquí se hayan enterrado comida o suministros. Eso es lo que todos temíamos, pero aun así la decepción es casi física.
Raven suelta una breve exclamación de dolor, como si la hubieran abofeteado. Sarah se derrumba ahí mismo, en la nieve, y repite «¡No, no, no, no!», hasta que Lu le ordena que se calle. Yo siento que algo se me ha desprendido del pecho.
—Debe de haber algún error —digo. Mi voz suena demasiado alta en mitad del claro—. Nos habremos equivocado de sitio.
—No —insisto—. Tenemos que haber cogido el camino equivocado. O Tack habrá encontrado un sitio mejor para las provisiones.
—Calla, Lena —exige Raven. Se frota las sienes enérgicamente. Veo que sus uñas tienen el borde morado—. Tengo que pensar.
—Hay que encontrar a Tack —sé que no estoy ayudando; sé que estoy medio histérica. Pero el frio y el hambre me embotan las ideas y es lo único que soy capaz de decir—. Tiene nuestra comida. Hay que encontrarle. Tenemos…
Me interrumpo cuando Bram dice:
—Chist. Sarah se pone en pie de un salto. De repente nos tensamos, vigilantes. Todos los hemos oído: el chasquido de una ramita en los arboles, agudo como una detonación de rifle. Mientras lanzo una mirada a los demás y observo sus caras alerta y ansiosas, me acuerdo de un ciervo que vimos hace dos días en el bosque, de la forma en que se quedo inmóvil y se puso en tensión justo antes de salir corriendo.
El bosque está totalmente tranquilo: pinceladas de arboles negros, derechos y sin hojas, extensiones de blanco, maderos caídos y troncos podridos encorvados bajo la nieve.
Y en ese momento, uno de los maderos —desde lejos es solo una masa gris y parda— se mueve. Entonces me doy cuenta de que algo va mal, muy mal. Abro la boca para decirlo, pero en ese mismo instante, todo estalla: los carroñeros salen de todas partes sacudiendo la ropa y las pieles con las que se cubren: los arboles se convierten en gente que se transforma en armas y en cuchillos y lanzas, y nos dispersamos, corremos gritando en todas las direcciones.
Eso es por supuesto, lo que quieren: que estemos aterrorizados, débiles y separados.
Así es más fácil matarnos.



 ahora

El túnel que seguimos empieza a descender. Por un minuto me imagino que estamos avanzado hacia el centro de la Tierra.
Más adelante hay luz y movimiento: un resplandor intenso y sonidos de golpes y voces. Tengo el cuello empapado en sudor y los mareos son más intensos que antes. Me cuesta mantenerme en pie.
Tropiezo y apenas puedo volver a enderezarme. El hombre rata da un paso adelante y me agarra por el brazo. Intento soltarme, pero mantiene la mano firmemente en mi codo mientras camina junto a mí. Huele fatal.
La luz se extiende y se abre en una sala cavernosa llena de fuego y de gente. El techo esta abovedado, y salimos de la oscuridad a un espacio con altos andenes a ambos lados. En ellos hay más monstruos: gente sucia, astrosa, harapienta, todos ellos pálidos, como si les faltara la sangre. Bizquean y cojean, se desplazan entre cubos de basura metálicos en los que arden varias hogueras. El ambiente está cargado de humo y de olor a aceite usado. Las paredes están cubiertas de azulejos, empapeladas con anuncios desgastados y llanas de pintadas.
A medida que avanzamos por las vías, la gene se vuelve y se nos queda mirando. Todos están marchitos o dañados de algún modo. A muchas les falta algún miembro o tienen otros tipos de defectos: manos infantiles retorcidas, extraños tumores en la cara, la columna vertebral torcida o las rodillas tullidas
—Arriba —ordena el hombre rata apuntando con la barbilla hacia el andén. Este muy alto.
Julián continúa con las manos atadas a la espalda. Dos de los hombres más corpulentos de los andenes se acercan le agarran por las axilas y la ayudan a subir. El jorobado se mueve con elegancia sorprendente. Atisbo brazos fuertes y muñecas delicadas, bien torneadas. Así que se trata de una mujer
—Yo… yo no puedo —digo. La gente de los andenes se ha quedado inmóvil. Nos miran fijamente a Julián y a mí—. Está demasiado alto.
—Arriba —repite el hombre rata. Me pregunto si conocerá otras palabras aparte de en pie, camina, arriba, abajo.
El andén queda al nivel de mis ojos. Apoyo las manos sobre el cemento e intento darme impulso, pero estoy demasiado débil. Me caigo hacia atrás.
—Esta herida —grita Julián—. ¿No lo veis? Por Dios bendito tenemos que salir de aquí. Es la primera vez que habla desde que los carroñeros dieron con nosotros, y su voz está llena de miedo y dolor.
El hombre rata me vuelve a dirigir hacia el andén, pero esta vez, como si siguieran un acuerdo silencioso, se nos acercan al mismo tiempo algunos observadores, se agachan junto al extremo de la plataforma y alargan los brazos, intento retorcerme, pero el hombre rata me agarra fuerte por la cintura.
—Parad —ahora Julián intenta liberarse de sus captores. Los dos hombres que le ayudaros a subir le siguen sujetando con fuerza— ¡soltadla!
Me agarran manos por todas partes. No puedo dejar de gritar. Caras monstruosas se ciernen sobre mí, flotando en la luz mortecina.
Julián sigue gritando.
—¿Me oís? ¡Apartaos de ella! ¡Soltadla!
Una mujer avanza entre la gente hacia mí. Parece faltarle parte de la cara, tiene la boca torcida en una mueca horrible.
No. Quiero gritar. Las manos me agarran y me suben al andén. Doy patadas y me sueltan. Caigo de costado con dureza y me giro hasta quedar de espaldas. La mujer con la media cara se cierne sobre mí. Extiende las dos manos.
Me va a estrangular.
—¡Apártate de mí! —grito debatiéndome, intentado apartarla, mi cabeza golpea el suelo y durante un instante veo una exposición de colores.
—Quieta —susurra con voz tranquilizadora, una voz de canción de cuna, curiosamente tierna y el dolor cede y los gritos cesan y me adentro en la niebla.



 entonces

Nos dispersamos como animales acosados, ciegos y llenos de pavor. No hemos tenido tiempo de cargar las armas y nos faltan las fuerzas para luchar. Mi cuchillo está en la mochila, fuera de mi alcance. No hay tiempo de pararse y sacarlo. Los carroñeros son veloces y fuertes; mas grandes, me parece, que una persona normal, mas grandes de lo que debería ser cualquiera que pasa la vida en la Tierra Salvaje.
—¡Por aquí! ¡Por aquí!
Raven corre delante de mí arrastrando de la mano a Sarah, que tiene demasiado miedo para gritar. Apenas puede mantener el ritmo de Raven. Tropieza en la nieve.
El terror es un latido que golpetea en mi pecho. Nos persiguen tres carroñeros. Uno de ellos sostiene una hacha. Oigo el silbido del filo en el aire. Me arde la garganta, y a cada paso me hundo quince centímetros y tengo que sacar la pierna para volver a avanzar. Me tiemblan los muslos por el esfuerzo.
Llegamos a una colina y, de repente, ante nosotras aparece un afloramiento de roca, grandes piedras unidas unas a otras como si se juntaran para darse calor. Están cubiertas de hielo y forman una serie de cuevas que se comunican, bocas oscuras donde no ha penetrado la nieve. No hay forma de rodearlas o de escalarlas. Aquí nos van a atrapar, aprisionadas como animales en un corral.
Raven se detiene un momento y veo que está aterrorizada. Un carroñero se lanza sobre ella y yo suelto un grito. Raven tira otra vez a Sarah hacia delante y corre directa hacía la roca; no hay otra salida. La veo buscar en el cinturón su largo cuchillo. Mueve los dedos con torpeza; los tiene completamente helados. No consigue sacarlo de la funda y me doy cuenta, con el corazón encogido, de que tiene intención de plantar cara. Ese es su único plan: vamos a morir aquí y nuestra sangre empapará la nieve.
Tengo la garganta áspera; las ramas desnudas me golpean la cara, haciéndome llorar. Un carroñero esta cerca de mí, tan cerca que puedo oír sus jadeos y ver su sombra corriendo al tiempo que la mía, a la izquierda: dos largas figuras gemelas proyectadas en la nieve. En ese momento, antes de que me alcance, me acuerdo de Hana. Dos sombras en las calles de Portland, el sol alto y cálido, las piernas que se mueven al mismo ritmo.
Y luego ya no queda ninguna salida.
—¡Vete!
Raven esta gritando mientras empuja a Sarah hacia delante para que se meta en un espacio oscuro, una de las cuevas formadas por las rocas. Sarah es pequeña cabe. Es de esperar que los carroñeros no puedan alcanzarla. Luego noto una mano en la espalda, doy un traspié y caigo violentamente de rodillas. Los dientes me retumban cuando choco con el hielo. Me doy la vuelta a pocos centímetros de la pared de roca.
Esta encima de mí: un gigante, un monstro maligno. Alza el hacha y el filo reluce al sol. Tengo tanto miedo que no puedo moverme, ni respirar, ni gritar.
Se tensa, listo para blandir el arma.
Cierro los ojos.
En el silencio resuena un disparo de rifle y luego dos más. Abro los ojos y el carroñero se desploma a un lado como una marioneta a la que le han cortado los hilos de repente. El hacha cae en la nieve, con el fio hacia abajo. Otros dos carroñeros han caído también, perforados por las balas: su sangre se extiende por el blanco de la nieve.
Y entonces los veo: Tack y Hunter corren hacia nosotros con los rifles en la mano, delgados, pálidos, demacrados y vivos.



 ahora

Cuando recupero el sentido, estoy tumbada sobre una sábana vieja. Julián permanece arrodillado junto a mí, con las manos libres.
—¿Cómo te encuentras?
De repente me vuelven los recuerdos: las ratas, los monstruos y la mujer con media cara. Lucho por incorporarme. En mi cabeza estallan pequeños fuegos artificiales de dolor.
—Con cuidado, con cuidado —Julián me pasa el brazo por los hombros y me ayuda a sentarme—. Te has dado un buen golpe en la cabeza.
—¿Qué ha pasado?
Estamos en una zona parcialmente separada con cajas de cartón. A lo largo de todo el andén hay sábanas de flores colgadas entre láminas rotas de contrachapado, lo que permite cierta intimidad a los que viven aquí; en el interior de las particiones han colocado colchones en enormes estructuras de cartón medio derrumbadas, y las paredes y los apuntalamientos se han conseguido trabando sillas rotas y mesas de tres patas. El ambiente es sorprendentemente cálido, y huele a aceite y ceniza. Observo cómo el humo traza una línea a lo largo del techo hasta ser absorbido por un diminuto conducto de ventilación.
—Te han curado —murmura Julián con tono de incredulidad—. Al principio he pensado que te iban a… —se interrumpe moviendo la cabeza—. Pero luego ha venido una mujer, con vendas y todo. Te ha vendado el cuello. Había vuelto a sangrar.
Me toco el cuello. Me han puesto una gasa gruesa. También se han ocupado de Julián. Le han limpiado el corte en el labio y le ha bajado la hinchazón de los moretones de los ojos.
—¿Quiénes son estas personas? —digo—. ¿Qué es este sitio?
Julián mueve la cabeza otra vez.
—Inválidos —al verme hacer un gesto de incomodad, se excusa—. No conozco otra palabra para llamarlos, ni para llamarte a ti.
—No somos iguales —replico, observando las figuras inclinadas y tullidas que se mueven más allá del fuego humeante. Están cocinando algo. Lo huelo. No quiero pensar qué tipo de comida comerán aquí abajo ni que animales conseguirán atrapar. Pienso en las ratas y mi estomago sufre una sacudida— ¿todavía no lo entiendes? Todos somos diferentes. Queremos cosas distintas. Vivimos de maneras diversas. Esa es la clave.
El abre la boca para responder, pero en ese momento aparece la mujer monstruo con la que he intentado luchar al borde del andén. Hace a un lado la barricada de cartón y me doy cuenta de que la han puesto así para que Julián y yo tengamos cierta intimidad.
—Estas despierta —dice la mujer.
Ya no me da tanto miedo. No le falta parte de la cara, como yo pensaba; lo que pasa es que el lado derecho del rostro es más pequeño que el izquierdo. Esta como hundido hacia dentro, como si estuviera compuesta de dos mascaras distintas mal unidas. Un defecto de nacimiento, imagino, aunque en mi vida solo he visto a unos pocos defectivos, en los libros de texto. En la escuela nos decían siempre que los niños de los incurados acabarían así, tullidos y destrozados. Los sacerdotes nos decían que los deliria se manifestaban en su cuerpo.
Los niños nacidos de los sanos y de los completos son sanos y completos; los niños nacidos de la enfermedad tendrán enfermedad en sus huesos y en su sangre.
Toda esta gente, nacida lisiada, contrahecha o deforme, se ha visto reducida a vivir en el subsuelo. Me pregunto que les habría sucedido cuando eran bebés, cuando eran niños, de haberse quedado en la superficie.
En ese momento me acuerdo de lo que me dijo Raven cuando encontró a Blue. Ya sabes lo que dicen de los bebés de los deliria… probablemente se la habrían llevado y la habrían matado. Ni siquiera la habrían enterrado… la habrían incinerado y la habrían tirado a la basura.
La mujer no espera a que conteste. Se arrodilla junto a mí. Julián y yo guardamos silencio, quiero decir algo, darle las gracias, pero me faltan las palabras. Quiero apartar la vista de su rostro, pero no puedo.
—Gracias —consigo decir por fin. Me mira rápidamente. Sus ojos castaños están bordeados de finas arrugas y tiene una bizquera permanente, probablemente a consecuencia de vivir en este extraño mundo crepuscular.
—¿Cuántos eran? —pregunta. Esperaba que estuviera la voz estropeada y rota, un reflejo de su cara, pero es aguda y clara. Bonita. Insiste cuando no respondo—. Los intrusos. ¿Cuántos eran?
Inmediatamente intuyo que se refiere a los carroñeros, aunque emplea una palabra distinta para denominarlos. Lo sé por la forma en que lo dice, por la mezcla de enfado, miedo y asco.
—No estoy segura —respondo—. Al menos siete. Tal vez más.
—Vinieron hace tres estaciones —comenta ella—. Quizá cuatro. Debo de parecer sorprendida porque añade:
—En los túneles es fácil perder la noción del tiempo. Días, semanas. A menos que subamos a la superficie, no hay forma de saberlo.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí abajo? —pregunto, casi con miedo de saber la respuesta.
Me mira bizqueado con esos ojos pequeños de color del barro. Hago todo lo posible por no mirarle la boca y la barbilla: ahí es donde se manifiesta más claramente la deformidad, como si su cara se curvara sobre si misma, una flor que se marchita.
Yo he estado siempre aquí —dice—. O casi siempre.
—¿Cómo…?
La pregunta se me queda atrapada en la garganta.
Sonríe. Al menos, me parece que es una sonrisa. Un lado de la boca se eleva, torcido como un sacacorchos.
—Para nosotros no hay nada en la superficie —dice—. Bueno nada más que la muerte, vaya.
Es lo que yo pensaba, entonces. Me pregunto si eso es lo que sucede siempre a los bebes que no consiguen llegar al subsuelo o a un hogar en la Tierra Salvaje. A lo mejor los encierran cárceles e instituciones mentales. O quizás sencillamente los matan.
—Durante toda mi vida, los túneles nos han pertenecido —dice. Me sigue costando reconciliar la melodía de su voz con su aspecto. Me centro en sus ojos: incluso a la luz mortecina y llena de humo, veo que están llenos de calidez—. La gente encuentra la forma de llegar a nosotros con sus bebés. Este es un lugar seguro para ellos.
Sus ojos vuelan hacia Julián e inspecciona su cuello carente de marcas; luego se vuelve hacia mí.
—Tú has sido curada —dice—. Así es como lo llaman en la superficie, ¿no?
Asiento. Abro la boca para intentar explicar: «yo soy de los buenos, estoy de vuestro lado», pero, para mi sorpresa, interviene Julián.
—Nosotros no estamos con los intrusos —dice— no estamos con nadie. Nosotros estamos solos.
No estamos con nadie, sé que lo dice solo para contentarla pero aun así las palabras me animan y me ayudan a romper el nudo de miedo que se me ha alojado en el pecho desde que nos encontramos bajo tierra.
Luego me acuerdo de Álex y me vuelven a dar náuseas. Ojalá nunca hubiéramos abandonado la Tierra Salvaje. Ojalá nunca hubiera aceptado unirme a la Resistencia.
—¿Cómo llegasteis aquí? —dice la mujer.
Sirve agua de una jarra y me ofrece una taza de plástico: una taza infantil, con un dibujo gastado de ciervos que brincan en torno al borde. Esto, como todo lo que hay aquí abajo, debe de haber llegado de arriba: desechado, descartado, se colaría por las grietas del terreno como la nieve derretida.
—Nos atraparon —la voz de Julián se hace mas fuerte—. Nos secuestraron los intrusos —duda, y sé que está pensando en las identificaciones de la ASD que encontramos, en el tatuaje que yo vi. Aún no lo entiende, y yo tampoco, pero sé que aquello no fue solo cosa de los carroñeros. Alguien debió de pagarles o prometió que les iba a pagar por ello—. No sabemos por qué —añade.
—Estamos intentando encontrar una salida —añado, y entonces recuerdo algo que ha dicho antes la mujer y siento una repentina descarga de esperanza—. Espera, has dicho antes que aquí no había forma de medir el paso del tiempo a menos que subierais a la superficie, ¿no? Así que, ¿hay una forma de salir? ¿De subir a la superficie?
—Yo no voy a la superficie —pronuncia la palabra superficie como si fuera un taco.
—Pero alguien lo sabe —insisto—. Alguien tiene que saberlo.
Tiene que haber formas de conseguir provisiones: sábanas, tazas, combustibles y todos esos montones de muebles desvencijados que nos rodean en el andén.
—Sí —dice sin alterar la voz—. Claro
—¿Nos llevaréis? —pregunto. Tengo la garganta seca. Solo pensar en el sol, en el espacio y en la superficie, me dan ganas de llorar. No sé lo que va a pasar una vez que estemos arriba de nuevo, pero destierro mis dudas.
—Aún estás muy débil —dice—. Tienes que comer y descansar.
—Estoy bien —insisto—. Puedo caminar.
Intento ponerme de pie y la visión se me nubla en negro. Me vuelvo a tumbar pesadamente.
—Lena.
Julián me pone la mano en el hombro. Algo se vislumbra en sus ojos: «Confía en mí, está bien, un poco más de tiempo no nos hará daño». No sé qué está pasando, ni cómo hemos empezado a comunicarnos en silencio, ni por qué me gusta tanto.
Se vuelve hacia la mujer
—Vamos a descansar un poco. Luego, ¿podrá alguien mostrarnos el camino para subir?
La mujer vuelve a mirarnos a Julián y a mí. Después asiente.
—Vosotros no tenéis por qué quedaros aquí abajo —sentencia, y se pone de pie.
De repente siento que he recibido una lección de humildad. Toda esta gente se ha construido una vida a base de basura y objetos rotos. Viven en la oscuridad, respirando humo, y sin embargo nos han ayudado. Nos han ayudado aunque no nos conocían, y sin más razón que porque sabían cómo hacerlo. Me pregunto si yo habría hecho lo mismo, de haber estado en su situación. No estoy segura.
Álex lo habría hecho, creo. Y luego se me ocurre que Julián también lo haría.
—¡Espera! —le dice Julián a la mujer—. Nosotros, no sabemos cómo te llamas.
Una expresión de sorpresa atraviesa su cara. Luego sonríe otra vez, con sus pequeños labios de sacacorchos.
—Me bautizaron aquí —dice—. Me llaman Coin.
Julián arruga la frente, pero yo lo pillo al momento. Es un nombre de inválido: descriptivo, fácil de recordar, gracioso, con un poco de mala idea. Coin, moneda, por lo de las dos caras.
Coin tenía razón. Es difícil medir el paso del tiempo en los túneles, incluso más que en la celda. Al menos allí teníamos la luz eléctrica para orientarnos: encendida durante el día, apagada durante la noche. Aquí cada minuto se convierte en una hora.
Julián y yo nos comemos tres barritas de cereales cada uno y parte de la cecina que robamos del alijo de los carroñeros. Es como una fiesta, e incluso antes de terminar me empiezan los calambres en el estómago. Aún así, después de comer y de beberme una jarra entera de agua, me siento mejor que en los últimos días. Dormimos un poco, tumbados tan cerca que noto que el aliento de Julián me mueve el pelo. Nuestras piernas casi se rozan, y los dos nos despertamos a la vez.
Coin está ahí otra vez. Ha rellenado la jarra de agua. Julián suelta un grito ahogado mientras trata de despejarse. Luego se incorpora rápidamente, avergonzado. Se pasa las manos por el pelo y se lo deja de puntas en todas las direcciones de manera caótica. Me entran unas ganas enormes de colocárselo.
—¿Puedes andar? —me pregunta Coin. Yo asiento—. En ese caso, haré que alguien os lleve a la superficie.
Una vez más, pronuncia superficie como si fuera un taco o una maldición.
—Gracias —las palabras resultan mínimas e insuficientes—. No tenías por qué. Quiero decir, muchísimas gracias. De no haber sido por ti y por tus amigos seguramente estaríamos muertos.
Casi digo «tu gente», pero en el último momento me corrijo. Me acuerdo de cómo me enfadé con Julián por decirme eso mismo.
Se me queda mirando un momento sin sonreír y me pregunto si la he ofendido de alguna manera.
—Como he dicho, vosotros no tenéis por qué quedaros aquí abajo —alza la voz hasta alcanzar un tono agudo—. Hay un lugar para cada cosa y para cada persona, ¿sabéis? Ese es el error que cometen arriba. Creen que solo cierta gente tiene un sitio, que solo tienen cabida determinados tipos de personas. Es resto sobra. Pero incluso las sobras han de tener su lugar. Si no, se coagularán y atascarán los conductos, se pudrirán y supurarán.
La recorre un estremecimiento y agarra de forma convulsa los pliegues de su sucio vestido.
—Voy a buscar a alguien que os lleve —dice bruscamente, como si le diera vergüenza el estallido anterior, y se aleja de nosotros.
El que viene hacia nosotros es el hombre rata. Verle me recuerda el vértigo y la náusea, aunque ahora está solo. Las ratas han vuelto a sus agujeros y escondrijos.
—Coin me ha dicho que queríais subir —es la frase más larga que le he oído hasta ahora. Julián y yo ya estamos de pie. Él ha cogido la mochila y, aunque le he dicho que puedo mantenerme en pie yo sola, insiste en cogerme el brazo. «Por si acaso», dice, y yo pienso en lo distinto que es del chico que vi en el escenario del Javits Center. Resulta impensable que aquella imagen fría que se proyectaba en la pantalla pueda ser la misma persona. Me pregunto si aquel chico es el verdadero Julián o lo es este, y si hay algún modo de saberlo.
Entonces me doy cuenta: ya tampoco estoy segura de quién es la verdadera Lena.
—Estamos listos —declara Julián.
Rodeamos los montones de basura y los improvisados refugios que cubren el andén. Por donde quiera que vayamos, alguien nos observa. Hay siluetas que se agazapan en las sombras. Han sido obligados a vivir aquí abajo, como nosotros nos hemos vistos forzados a vivir en la Tierra Salvaje: todo por una sociedad de orden y regularidad.
Para que una sociedad sea sana, ni uno solo de sus miembros puede estar enfermo. La filosofía de la ASD tiene unas implicaciones más profundas, mucho más profundas, de lo que yo cría. Los peligrosos no son solo los incurados: también los diferentes, los deformes, los anormales. Ellos también deben ser erradicados. Me pregunto si Julián se da cuenta de esto o si lo ha sabido siempre.
La irregularidad debe ser regulada, la suciedad debe ser limpiada, las leyes de la física nos enseñan que los sistemas tienden gradualmente al caos y por eso hay que trabajar sin tregua contra él. Las reglas de la censura están incluso escritas en el Manual de FSS.
Al final del andén, el hombre rata baja a las vías de un salto. Ahora camina bien. Si resultó herido durante la refriega con los carroñeros, le han atendido y vendado. Julián va detrás y luego me ayuda: alza los brazos y me sujeta de la cintura mientras bajo torpemente del andén. Aunque me siento mejor que antes, todavía no me muevo bien del todo. Llevo demasiado tiempo sin comer ni beber lo suficiente y continúo notando un zumbido en la cabeza. Al apoyar el pie izquierdo, me falla el tobillo y por un momento caigo sobre Julián. Me golpeo la barbilla contra su pecho, pero él me sujeta entre sus brazos.
—¿Estás bien? —pregunta. Me siento muy consciente de la cercanía de nuestros cuerpos y de la calidez de sus brazos.
Me aparto de él mientras el corazón se me dispara.
—Sí, sí —digo.
Luego llega la hora de adentrarse una vez más en la oscuridad. Me resisto y el hombre rata debe de pensar que tengo miedo. Se vuelve y dice:
—Los intrusos no llegan hasta aquí. No te preocupes.
Él no lleva linterna ni lámpara. Me pregunto si usaron el fuego solo para intimidar a los carroñeros. El túnel esta oscuro como la boca de un lobo, pero el hombre rata parece ver perfectamente.
—Vamos —me anima Julián, y seguimos al hombre rata a la luz mortecina de la linterna, adentrándonos en las tinieblas.
Caminamos en silencio, aunque el hombre rata se para de vez en cuando y chasquea la lengua como si llamara a un perro. En cierto momento se agacha, saca de los bolsillos del abrigo trozos de galletas aplastadas y los esparce por el suelo entre las vigas de madera de las vías. De los rincones del túnel emergen las ratas: olisquean sus dedos, se pelean por las migajas, suben de un salto hasta sus palmas abiertas y corren hacia arriba por sus brazos hasta los hombros. Es horrible verlo, pero no puedo apartar los ojos.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —pregunta Julián cuando el hombre rata se pone derecho otra vez. Ahora oímos a nuestro alrededor un sonido de uñas y dientes pequeñitos, y la linterna ilumina rápidas sombras que se revuelven. Me entra un pánico repentino a que las ratas me rodeen por todas partes, hasta por el techo.
—No sé —contesta el hombre rata—. He perdido la cuenta.
A diferencia de las otras personas que han construido su hogar en el andén, no tiene deformidades físicas visibles. No puedo remediarlo y lo suelto:
—¿Por qué?
Se vuelve hacia mí de golpe. Durante un minuto no dice nada y los tres nos quedamos ahí, en la asfixiante oscuridad. Respiro rápidamente, con la garganta áspera.
—No quise que me curaran —replica finalmente, y las palabras suenan tan normales, tan propias de mi mundo, de la superficie, que el alivio se abre paso en mi pecho. Después de todo, no está loco.
—¿Por qué no? —pregunta Julián.
Otra pausa.
—Yo ya estaba enfermo —responde el hombre rata. Aunque no puedo verle la cara, siento que sonríe levemente. Me pregunto si Julián estará tan sorprendido como yo.
Entonces se me ocurre que las personas mismas están llenas de túneles: sinuosos espacios oscuros y cavernas imposibles de conocer. Imposibles incluso de imaginar.
—¿Qué sucedió? —insiste Julián.
—Ella fue curada —dice cortante el hombre rata antes de darnos la espalda y reanudar la marcha—. Y yo elegí, esto.
—Espera, espera —Julián tira de mí y corremos un poco para alcanzarle—. No lo entiendo. ¿Os infectasteis y luego la curaron a ella?
—Sí.
—¿Y tú elegiste esto? —Julián mueve la cabeza—. Debiste de ver lo que le pasaba. Quiero decir que la cura habría acabado con el dolor.
En las palabras de Julián se intuye una pregunta. Sé que está luchando, que se está aferrando todavía a sus antiguas creencias, a las ideas que le han reconfortado durante tanto tiempo.
—No lo vi —el hombre rata camina más deprisa. Debe de haber memorizado las curvas y depresiones del túnel, y Julián y yo casi no podemos seguirle el ritmo—. Después de aquello, no volví a verla.
—No lo entiendo —dice Julián, y durante un segundo mi corazón vuela hacia él. Tiene la misma edad que yo, pero hay tantas cosas que no sabe.
El hombre rata se detiene. No nos mira, pero veo que le suben y bajan los hombros con un suspiro inaudible.
—Ya me la habían quitado una vez —murmura—. No quería volver a perderla.
Siento ganas de ponerle una mano en el hombro y decirle: «Lo comprendo».
Pero las palabras parecen estúpidas. Nunca podemos comprender, solo intentarlo, avanzar torpemente por lo túneles tratando de alcanzar la luz.
Y en ese momento dice: «Hemos llegado», y se echa a un lado. La luz de la linterna alumbra una escalera de metal oxidado y, antes de que se me ocurra nada más que decir, él se sube al primer peldaño y empieza a ascender hacia la superficie.
En cuanto llega arriba, el hombre rata se pone a forzar una tapa metálica del techo. Cuando consigue deslizarla a un lado, y tengo que apartar la vista, parpadeando, mientras giran puntos de color en mis párpados.
El hombre rata se da impulso y sale por el agujero antes de tenderme la mano para ayudarme. Julián viene en último lugar.
Hemos salido a un amplio andén al aire libre. Más abajo hay una vía de tren destrozada: un revoltijo de madera y hierros rotos. En algún punto descenderá a los túneles subterráneos. El andén está manchado de cagadas de pájaro. Las palomas están por todas partes, posadas en los bancos descoloridos, en los viejos cubos de basura y entre las vías. Un letrero desgastado por el sol y el viento debió de contener en algún momento el nombre de la estación. Ahora resulta ilegible, salvo por unas cuantas letras: H, O, B, K. Las paredes están manchadas con eslóganes: MI VIDA, MI DECISIÓN, dice uno.
Otro dice: MANTENED A SALVO A AMÉRICA. Viejas consignas, antiguas señales de la lucha entre los creyentes y los no creyentes.
—¿Dónde estamos? —le pregunto al hombre rata. Está agachado junto a la boca negra del agujero que lleva al subsuelo. Se ha puesto la capucha del abrigo para protegerse los ojos del sol y parece tener mucha prisa por regresar a la oscuridad. Es la primera vez que tengo la oportunidad de verle bien, y me doy cuenta de que es mucho más joven de lo que pensaba. Aparte de algunas leves arrugas entrecruzadas junto a los ojos, su piel está tersa y suave, tan pálida que posee el tinte azulado de la leche. Los ojos castaños tienen una mirada confusa, borrosa; no están acostumbrados a tanta luz.
—Eso es el vertedero —dice extendiendo un brazo. A unos cien metros en la dirección hacia la que apunta hay una alta alambrada, más allá de la cual vemos un montón brillante de basura y metal—. Manhattan está al otro lado del río.
—El vertedero —repito lentamente. Claro, la gente del subsuelo necesita abastecerse y el vertedero es perfecto para ello. En él hay montones y montones de cosas que se tiran: comida, cables, muebles…
De repente siento una sacudida y me parece reconocer este lugar. Me pongo de pie de un salto.
—Sé dónde estamos —digo—. Aquí cerca hay un hogar.
—¿Un qué? —pregunta Julián con los ojos entrecerrados, pero estoy demasiado nerviosa para contestarle. Bajo corriendo del andén; mi aliento forma nubes de vaho. Alzo los brazos al sol. El vertedero es enorme. Tack me dijo que ocupaba varios kilómetros cuadrados, que daba servicio a todo Manhattan y a sus ciudades hermanas, pero seguramente nos encontramos en el extremo norte. Hay un camino de grava que nace en sus puertas y pasa entre las ruinas de viejos edificios bombardeados. Este pozo de basura fue una vez una ciudad, y a menos de un kilómetro y medio hay un hogar. Raven, Tack y yo vivimos ahí durante un mes mientras esperábamos a que llegaran nuestra documentación y las últimas instrucciones de la Resistencia para la reubicación y reabsorción. En el hogar habrá comida, agua y ropa, y encontraremos un modo de contactar con Raven y Tack. Mientras vivíamos ahí usábamos señales de radio, y cuando fue demasiado peligroso, trapos de distintos colores, que izábamos en el asta calcinada de una escuela cercana.
—Aquí os dejo —dice el hombre rata. Ya ha metido la mitad del cuerpo en el agujero. Se nota que está impaciente por alejarse del sol y regresar adonde se siente seguro.
—Gracias —digo. La palabra parece tonta e insuficiente, pero no se me ocurren otras. El hombre rata asiente y está a punto de bajar por la escalerilla cuando Julián lo detiene.
—No sabemos tu nombre —dice.
Los labios del hombre rata se tuercen en una sonrisa.
—No tengo —dice.
Julián parece sorprendido.
—Todo el mundo tiene un nombre.
—Ya no —responde el hombre rata con esa sonrisa amarga—. Los nombres ya no significan nada. El pasado está muerto.
El pasado está muerto. La cantinela de Raven. Se me seca la garganta. Después de todo, no soy tan distinta de esa gente del subsuelo.
—Tened cuidado —la mirada del hombre rata se desenfoca de nuevo—. Siempre están vigilando.
Luego se introduce por completo en el agujero. Un segundo más tarde, vuelve a colocar la tapa de hierro en su lugar. Julián y yo nos quedamos en silencio, mirándonos.
—Lo hemos conseguido —dice por fin, sonriéndome. Está un poco más abajo, en el andén, y el sol vetea el pelo de blanco y oro. A su espalda pasa un pájaro por el cielo, una sombra veloz contra el azul. En las grietas del pavimento crecen florecitas blancas.
De pronto me doy cuenta de que estoy llorando. Sollozo de alivio y de gratitud. Hemos conseguido salir, el sol sigue brillando y el mundo aún existe.
—¡Eh! —Julián se acerca a mí. Duda un momento, luego extiende la mano y me acaricia la espalda, moviéndola en pequeños círculos—. Eh, no pasa nada. Lena, no pasa nada.
Niego con la cabeza. Quiero decirle que lo sé y que por eso estoy llorando, pero no puedo hablar. Me atrae hacia sí y lloro sobre su camiseta y nos quedamos así, al sol, en el mundo exterior, donde estas cosas son ilegales. Y alrededor todo es silencio, excepto el gorjeo ocasional de los pájaros y el ruido de las palomas en el andén vacío.
Por fin me aparto. Durante un instante me parece ver movimiento detrás de él, en los recovecos sombríos de la escalera de la vieja estación, pero enseguida decido que han sido solo imaginaciones mías. La luz es implacable. No me puedo imaginar el aspecto que debo tener en este momento. A pesar de que la gente del subsuelo ha curado y tratado las heridas de Julián, su cara sigue cubierta de cardenales como un edredón de retales multicolores. Seguro que yo estoy igual o peor que él.
Bajo la superficie hemos sido aliados, amigos. Arriba no sé lo que somos, y me siento intranquila.
Por suerte, él rompe la tensión.
—Bueno… Entonces, ¿sabes dónde estamos? —dice.
Asiento con la cabeza.
Sé dónde podemos conseguir ayuda de… mi gente.
No hace ningún gesto, lo que le honra.
—Vamos, entonces —dice.
Me sigue por las vías. Espantamos a las palomas, que echan a volar a nuestro alrededor formando un remolino, un huracán difuso, emplumado. Avanzamos despacio por las vías y luego por la hierba alta y descolorida por el sol, todavía ribeteada de escarcha. El suelo está duro y recubierto de hielo, aunque aquí también se ven señales de la primavera: pequeños brotes verdes enroscados, unas pocas flores tempranas dispersas entre la tierra.
El sol nos calienta la nuca, pero sopla un viento helado Ojalá tuviera algo más abrigado que una sudadera. El frío se cuela a través del algodón, me agarra de las entrañas y tira de ellas.
Por fin el paisaje se vuelve conocido. El sol traza descarnadas sombras en el suelo: formas enhiestas y fragmentadas de viejos edificios bombardeados. Pasamos una antigua señal de tráfico, doblada por la mitad, que antaño marcaba la dirección a Columbia Avenue. En la actualidad, esa calle no es más que unas placas rotas de asfalto, hierba cubierta de escarcha y una alfombra de diminutas esquirlas de cristal, convertidas en polvo reflector.
—Aquí es —digo—. Justo aquí.
Echo a correr. La entrada al hogar está a menos de veinte metros, pasando una curva del camino.
Y sin embargo, experimento una sensación obsesiva: una alarma interior que suena en silencio. Conveniente. Esa es la palabra que gira una y otra vez por mi mente. Es tan conveniente que saliéramos tan cerca del hogar, es tan conveniente que los túneles nos condujeran hasta aquí…
Demasiado conveniente para que sea una coincidencia.
Aparto la idea.
Doblamos la esquina y lo vemos. Sin más, todas mis preocupaciones desaparecen, barridas por una descarga de alegría. Julián se detiene, pero yo voy derecha hasta la puerta, renovada y llena de energía. Casi todos los hogares, al menos los que yo he visto, están construidos en lugares ocultos: sótanos, bodegas, refugios antiaéreos y cámaras acorazadas de bancos afectados por los bombardeos. Los hemos poblado como insectos reivindicando la tierra.
Pero este hogar no se construyó mucho después de que terminara la gran campaña de bombardeos. Raven me contó que fue uno de los primeros, y que sirvió de cuartel general al primer grupo improvisado de la Resistencia. Ellos buscaron materiales y construyeron una especie de casa, una extraña estructura hecha de madera, cemento, piedra y metal. El sitio tiene un aire improvisado, una fachada a lo Frankenstein; es inverosímil que se mantenga en pie.
Y sin embargo, ahí está.
—¿Qué pasa? —digo volviéndome hacia Julián—. ¿Vienes o qué?
—Nunca… No es posible —Julián mueve la cabeza como si intentara despertarse de un sueño—. Esto no se parece en absoluto a lo que yo me imaginaba.
—Podemos construir algo casi a partir de la nada, solo con desechos —recuerdo de pronto que Raven me dijo casi lo mismo poco después de escaparme, cuando estaba enferma y débil y no sabía si quería vivir o morir. Aquello fue hace medio año, hace una vida. Durante un segundo, me asalta la tristeza: pienso en los horizontes que se desvanecen detrás de nosotros, en las personas y los lugares que dejamos atrás, como si fueran diminutas casas de muñecas que almacenamos y acabamos por enterrar.
Los ojos de Julián un tono eléctrico, reflejo del cielo, se vuelve hacia mí.
—Hasta hace dos años, creía que todo era un cuento de hadas. La Tierra Salvaje, los inválidos —da dos pasos y de repente, estamos muy cerca—. Tu. Yo. Nunca lo hubiera creído.
Nos separan todavía algunos centímetros, pero a mi me parece que nos estamos tocando. Entre nosotros hay una electricidad que hace que ese espacio encoja hasta desaparecer.
—Yo soy de verdad —declaro, y la electricidad es como un picor, un brinco nervioso bajo mi piel. Me siento demasiado expuesta. Todo está demasiado iluminado, demasiado silencioso.
Julián dice:
—No creo. No estoy seguro de que pueda regresar.
Sus ojos están llenos de una profundidad líquida. Quiero apartar la mirada de ellos, pero no puedo. Siento que estoy cayendo.
—No entiendo lo que dices —me obligo a pronunciar las palabras.
—Lo que quiero decir es que yo…
Se oye un fuerte estallido a la derecha, como si alguien te hubiera dado una fuerte patada o algo. Julián se interrumpe y veo que su cuerpo se tensa. Instintivamente, lo sitúo detrás de mi, en dirección a la puerta. Saco como puedo la pistola de la mochila. Recorro la zona con la mirada: metralla y piedra, hondonadas y huecos, muchos lugares para esconderse. Tengo el vello de punta en el cuello y todo el cuerpo en estado de alerta. Siempre están vigilando.
Nos quedamos quietos en un silencio angustioso. El viento levanta una bolsa de plástico del suelo quebradizo. Describe tres vueltas lentamente y luego cae junto a la base de una farola inutilizada desde hace tiempo.
De repente veo un movimiento hacia la izquierda. Me vuelvo con un grito, empujando el arma. Un gato sale corriendo de detrás de un montón de bloques de cemento. Julián suelta el aliento y yo aflojo la presión en la pistola, relajando el cuerpo. El gato, flaco y con los ojos muy redondos, se detiene y vuelve la cabeza en nuestra dirección. Maúlla lastimero.
Julián me roza los hombros con las dos manos y salto rápidamente, de manera instintiva.
—Vamos —ordeno. Me doy cuenta de que he herido sus sentimientos.
—Iba a decirte una cosa —dice Julián. Noto que busca mi mirada, que desea que le mire, pero yo ya estoy en la puerta, luchando con el pomo oxidado.
—Dímela luego —me inclino sobre la puerta. Por fin cede y se abre hacia adentro, soltando una vaharada de olor a polvo y moho. A él no le queda otra opción que seguirme.
Me da miedo lo que tiene que decir, lo que va a elegir y por donde va a ir. Pero me da mucho más miedo lo que yo quiero para él y, lo que es peor, de él.
Porque quiero algo. Ni siquiera estoy segura de qué exactamente pero el deseo está ahí, igual que antes estaban el odio, la ira. Pero no es una torre; es un pozo interminable, como un túnel, que se adentra profundamente y abre un agujero en mi interior.





entonces

Tack y Hunter no pudieron rescatar muchas provisiones del hogar de Rochester porque las bombas y los incendios posteriores cumplieron su función, pero encontraron algunas cosas, milagrosamente conservadas entre los escombros humeantes: latas de alubias, varias armas, trampas y, extrañamente, una barra de chocolate entera, intacta, sin fundir. Tack insiste en que no nos la comamos. La ata a su mochila, como un amuleto. Sarah la mira mientras caminamos.
Desde luego, el chocolate nos trae buena suerte, o quizá es sólo que tener de vuelta a Tack y Hunter le cambia el ánimo a Raven. El tiempo se estabiliza. Sigue haciendo frio, pero todos agradecemos el sol.
Las alubias bastan para darnos energía con la que continuar, y sólo medio día después de abandonar el último campamento nos encontramos por casualidad con una casa totalmente conservada en mitad del bosque. Debió de construirse lejos de cualquier carretera importante y parece un champiñón que sobresale de la tierra; sus muros están cubiertos de hiedra marrón, tupida como si fuera pelo, y tiene el tejado bajo y redondo, inclinado como un gorro. Antes de la campaña de bombardeos sería una casa de ermitaño, alejada del mundo. No es de extrañar que haya sobrevivido intacta. Los bombarderos no la verían, y ni siquiera los incendios llegarían hasta aquí.
Unos inválidos la han convertido en su hogar. Nos invitan a acampar en su terreno. Hay dos hombres, dos mujeres y cinco niños, ninguno de los cuales parece pertenecer a una pareja en particular. Nos cuentan durante la cena que todos se comportan como una única familia y que llevan diez años viviendo en esta casa. Son lo suficiente generosos como para compartir lo que tienen: berenjena y calabacitas encurtidas, muy agrias, con ajo y vinagre, tiras de venado seco conservado desde el otoño y varios tipos más de carne ahumada de mamíferos y aves: conejo, faisán, ardilla.
Hunter y Tack pasan la velada volviendo sobre nuestros pasos y haciendo marcas en los árboles para que el año próximo, cuando emigremos, si volvemos a hacerlo, seamos capaces de encontrar la casa champiñón.
Por la mañana, uno de los niños sale a todo correr mientras estamos preparando para irnos. Va descalzo a pesar de la nieve.
—Tomad —dice, y me da un trapo de cocina. Dentro hay varias hogazas duras y planas de pan. Una de las mujeres había comentado que lo hacían con bellotas. También nos entrega carne seca.
—Gracias —digo, pero se va corriendo de vuelta, dando saltos y riendo. Durante un momento, siento envidia: él ha crecido aquí, sin miedo, feliz. Quizá nunca sepa del mundo del otro lado de la alambrada, el mundo real. Para él no existirá tal cosa.
Pero tampoco tendrán medicinas cuando se ponga enfermo ni habrá comida suficiente para todos, y algunos inviernos serán tan fríos que las mañanas se sentirán como un puñetazo en el estomago.
Y algún día, a menos que triunfe la Resistencia y se haga cargo del país, los aviones y los incendios le encontrarán. Algún día, el ojo se volverá en su dirección, como un rayo láser, consumiendo todo lo que encuentre en su camino. Algún día, toda la Tierra Salvaje será arrastrada y nos quedaremos con un paisaje de cemento, un paisaje de casas bonitas y cuidados jardines, de parques y bosques planificados; un mundo que funciona como un reloj puesto en hora: un mundo de metal y marchas, y de gente que avanza, tic, tic, tic, hacia la muerte.
Racionamos la comida con cuidado y, por fin, después de tres días más de marcha, llegamos al puente que marca los últimos cincuenta kilómetros. Es enorme y estrecho, fabricado con gruesas cuerdas de metal. Está ennegrecido por el tiempo y resbaladizo por el hielo. Me parece un insecto gigante a horcajadas sobre el río, hundiendo sus patas puntiagudas en el agua. Hace años lo cerraron con maderas, pero lleva tanto tiempo sin que lo usen más que los inválidos, que las tablas erigidas torpemente a la entrada casi se han podrido y se han caído.
Hay una gran señal verde colgada a un lado del soporte de metal; las palabras están en vertical. Leo al pasar: PUENTE TARPAN ZEE. Se bambolea con el viento, que sopla furioso. En terreno abierto, como ahora, nos atraviesa haciéndonos llorar, y llena el aire de gemidos fantasmales.
Abajo, el agua es de color cemento y está coronada de olas. La altura de vértigo. Una vez leí que tirarse al agua desde esta altura sería como zambullirse en piedra. Me acuerdo de la historia de una incurada que se mató lanzándose desde la azotea de los laboratorios el día de su operación, y el recuerdo me trae un sentimiento de culpa.
Pero esto es lo que Álex hubiera querido para mí: la cicatriz en el cuello, milagrosamente bien curada, como si fuera una marca real de la operación; los músculos fibrosos; ese sentido de misión. Él creía en la Resistencia y ahora yo voy a creer en ella por él.
Y quizá algún día vuelva a verle. Puede que haya de verdad un cielo tras la muerte. Y tal vez esté abierto para todos, no solo para los curados.
Pero por ahora el futuro, como el pasado, no significa nada. Por ahora solo hay un hogar construido de basura y desechos al borde de la ciudad destruida, más allá de un enorme basurero urbano. Y hemos llegado hambrientos, medio congelados, a un lugar con comida, con agua y paredes que no dejan pasar los crudos vientos. Esto, para nosotros, es el paraíso.



 ahora

El paraíso es agua caliente. El paraíso es jabón.
Salvamento, como siempre hemos llamado a este hogar, se compone de cuatro habitaciones. Hay una cocina; un amplio espacio para guardar cosas, que tiene casi el tamaño del resto de la casa, y un abarrotado dormitorio lleno de literas destartaladas y torpemente construidas.
El último cuarto es para bañarse. Varias tinas de metal han sido transformadas en bañeras de distintos tamaños. Se asientan en una plataforma elevada que tiene una amplia rejilla; por debajo hay una parte de piedra plana y de maderos calcinados, restos de los fuegos que mantuvimos encendidos durante el invierno para calentar el cuarto y el agua a la vez.
En cuanto me abro paso en la oscuridad y encuentro una linterna, enciendo un fuego usando la madera que hay amontonada en una esquina de la caseta de almacenamiento, mientras Julián explora las otras partes de la casa con un quinqué. A continuación. Saco agua del pozo. Estoy débil y solo puedo llenar la mitad de una bañera antes de que me tiemblen los brazos. Pero es suficiente.
Cojo una pastilla de jabón del almacén y hasta encuentro una toalla de verdad. Me pica la piel, cubierta de polvo. Lo siento en todas partes, hasta en los párpados.
Antes de comenzar a desvestirme, grito:
—¿Julián?
—¿Sí? —su voz suena amortiguada. Deduzco por el sonido que está en el espacio de dormir.
—Quédate donde estás, ¿vale?
No hay puerta en el cuarto de baño. No hace falta, y en la Tierra Salvaje las cosas que no hacen falta no se construyen ni se usan.
Hay una ligera pausa.
—Vale —responde.
Me pregunto qué estará pensando. Su voz tiene un tono agudo, crispado, aunque podría ser el efecto de la distorsión al atravesar las paredes de conglomerado y metal.
Dejo la pistola en el suelo y me quito la ropa. Disfruto del sonido pesado de los vaqueros al caer. Durante un momento, mi cuerpo me resulta ajeno. Hubo un tiempo en que yo era redondita, salvo por los músculos de los muslos y las pantorrillas, desarrollados de tanto correr. Tenía un poco de tripa, y mis pechos eran abundantes y pesados.
Ahora estoy tallada hacia dentro, soy toda alambre y cuerda. Mis pechos forman dos picos pequeños y duros y tengo la piel cubierta de moretones. Me pregunto si a Álex le seguiría pareciendo bella. Me pregunto si Julián piensa que soy fea.
Aparto ambos pensamientos. Innecesarios, irrelevantes.
Me froto cada centímetro de piel: entre las uñas, por detrás y dentro de las orejas, entre los dedos de los pies y entre las piernas. Me enjabono el pelo y dejo que la espuma me entre en los ojos y me produzca escozor. Cuando por fin me pongo de pie, aún resbaladiza de jabón, como un pez, la bañera tiene un anillo de suciedad. Una vez más, agradezco que aquí no tengamos espejos; en la superficie del agua, mi reflejo es algo oscuro e indistinto, un ser de sombra. No quiero ver mi aspecto con mayor claridad.
Me seco y me pongo ropa limpia: pantalones de chandal, calcetines gordos y una amplia sudadera. El baño me ha revitalizado y me siento con fuerza suficiente para sacar más agua del pozo y llenar otra bañera para Julián.
Le encuentro en el almacén, agachado ante una estantería baja. Alguien ha dejado algunos libros, todos ellos prohibidos hace mucho. Está hojeando uno de ellos.
—Te toca —digo, y se sobresalta y cierra el libro de golpe. Se endereza y, cuando se vuelve, tiene cara de culpabilidad. Luego, sus ojos cambian de expresión y ya no puedo identificarla.
—No importa —le tranquilizo—. Aquí puedes leer lo que quieras.
—Yo… —titubea y luego se interrumpe, moviendo la cabeza. Sigue mirándome con esa extraña expresión en el rostro. Noto la piel acalorada. El baño debía de estar demasiado caliente—. Me acuerdo de este libro —murmura por fin, pero da la sensación de que no iba a decir eso inicialmente—. Estaba en el estudio de mi padre. En el segundo estudio, del que te hablé.
Asiento con la cabeza. Me enseña el libro: es un ejemplar de Grandes esperanzas, de Charles Dickens.
—Aún no lo he leído —confieso—. Tack siempre decía que era uno de sus preferidos.
Contengo el aliento. No debería haber mencionado el nombre de Tack. He ido confiando en Julián, contándole cosas poco a poco.
Pero sigue siendo Julián Fineman, y la fuerza de la Resistencia depende de su secreto.
Por suerte, no hace comentarios.
—Mi hermano.
Tose y vuelve a comenzar:
—Encontré este libro entre sus cosas. Después de su muerte. No sé por qué; no sé qué es lo que buscaba… «una forma de volver atrás», pienso, pero no lo digo.
—Lo observé —Julián tuerce un lado de su boca en una leve sonrisa—. Hice una raja en el colchón y la usé para guardarlo allí, para que mi padre no lo encontrara. Ese día empecé a leerlo.
—¿Es bueno? —pregunto.
—Está lleno de cosas ilegales —pronuncia despacio, como si estuviera volviendo a valorar el significado de las palabras. Sus ojos se van apartando de los míos y, por un momento, se produce una pausa tensa. Luego me mira y esta vez, cuando sonríe, sus ojos están llenos de luz—. Pero sí. Es bueno. Es muy bueno, creo yo.
Por alguna razón, me río; solo eso, la forma en que lo dice, rompe la tensión del cuarto y hace que todo sea fácil y manejable. Nos han secuestrado, nos han dado una paliza y nos han perseguido; no tenemos forma de volver a casa. Procedemos de dos mundos distintos y estábamos en dos lados opuestos. Pero todo va a ir bien.
—Te he llenado la bañera —digo—. Ya debería estar caliente. Puedes coger ropa limpia.
Señalo las baldas, ordenadas y etiquetadas: camisetas de hombre, pantalones de mujer, zapatos de niño. Esto es obra de Raven, por supuesto.
—Gracias —Julián elige en las estanterías una camiseta y pantalones nuevos y, tras un momento de duda, vuelve a dejar Grandes esperanzas entre los otros libros. Luego se endereza apretando la ropa contra el pecho—. Esto no está nada mal, ¿sabes?
Me encojo de hombros.
—Hacemos lo que podemos —digo, pero en secreto me siento complacida.
Para dirigirse al baño tiene que pasar junto a mí. Cuando llega a mi altura se detiene de repente. Todo su cuerpo se pone en tensión. Veo que le recorre un temblor y, durante un instante de pánico, pienso: «Ay, Dios mío, le va a dar un ataque».
Luego dice sencillamente:
—Tu pelo.
—¿Qué?
Me sorprendo tanto que apenas puedo soltar la palabra con un graznido.
Julián no me mira, pero siento que todo su cuerpo está alerta, absorto, y eso me hace sentir incluso más expuesta que si estuviera mirándome fijamente.
—Tu pelo huele a rosas.
Antes de que pueda responderle, se aparta de repente, se va por el pasillo y yo me quedo sola, con un aleteo en el pecho.
Mientras él se baña, yo organizo la cena. Estoy demasiado cansada para encender la vieja cocina de madera, así que saco galletas saladas y abro dos latas de alubias, una de champiñones y otra de tomates; todo lo que no requiere ser cocinado. También hay carne salada de vaca. Solo cojo una lata pequeña, aunque tengo tanta hambre que podría comerme una vaca entera yo sola. Pero hay que dejar algo para los que vengan después. Esa es la norma.
En Salvamentento no hay ventanas y todo está oscuro. Apago la linterna porque no quiero desperdiciar pilas, busco unas cuantas velas gordas bastante gastadas y las pongo en el suelo. No hay mesa en este hogar, cuando viví aquí con Raven y Tack, después de que Hunter se fuera con los otros más al sur, a Delaware, comíamos así cada noche, agachados sobre un plato común, con las rodillas en contacto mientras las sombras se reflejaban en las paredes. Creo que entonces fui más feliz que nunca desde que salí de Portland.
Del cuarto de baño me llegan ruidos de salpicaduras y un tarareo. Julián también ha encontrado el paraíso en las cosas pequeñas. Voy a la puerta principal y la entreabro. El sol ya se está poniendo; el cielo es de color azul pálido y está entretejido de nubes rosas y doradas. Los detritos metálicos que rodean el hogar, los escombros y la metralla, lanzan un resplandor rojo. Me parece distinguir un leve movimiento a mi izquierda. Debe de ser otra vez el gato, caminando entre la basura.
—¿Qué miras?
Me giro y cierro la puerta sin querer. No había oído venir a Julián. Está muy cerca de mí. Puedo oler su piel: desprende un aroma a jabón y, sin embargo, sigue oliendo a chico. Su pelo forma rizos húmedos en torno a la mandíbula.
—Nada —respondo. Se queda ahí, observándome con fijeza—. Casi pareces humano.
—Me siento casi humano —dice, pasándose la mano por el pelo. Ha encontrado una sencilla camiseta blanca y vaqueros de su talla.
Me alegro de que no haga demasiadas preguntas sobre este hogar, sobre quién vive aquí y cuándo se construyó, aunque debe de tener muchas ganas de saberlo. Enciendo las velas y nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas. Durante un rato estamos demasiado ocupados comiendo como para decir nada, pero una vez hemos saciado el hambre —ese horrible filo agudo—, hablamos: Julián me cuenta su infancia en Nueva York y me pregunta cosas de Portland. Me dice que quería estudiar Exactas en la universidad y yo le hablo de cuando practicaba cross.
No hablamos de la cura, de la Resistencia, de la ASD ni de lo que pasará mañana, y durante esa hora, mientras estamos sentados en el suelo uno enfrente del otro, siento que tengo un amigo de verdad. Se ríe con facilidad, como hacía Hana. Sabe hablar, y sabe escuchar incluso mejor. Me siento curiosamente a gusto con él, hasta más a gusto de lo que me encontraba con Álex.
No tenía intención de comparar, pero lo hago y me pongo en pie de golpe mientras Julián está en mitad de una historia. Llevo los platos al fregadero y él se interrumpe para observar cómo los suelto con estrépito.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Muy bien —replico, bastante cortante. En ese momento, me odio a mí misma y también a Julián, sin saber por qué—. Solo estoy cansada.
Eso al menos es verdad. De repente me siento más cansada de que he estado nunca. Podría dormir eternamente, podría dejar que el sueño cayera sobre mí como la nieve.
—Voy a buscar algunas mantas —se ofrece Julián, y se levanta. Siento que vacila detrás de mí y finjo que estoy ocupada en el fregadero. En este momento no soporto mirarle.
—Eh… —dice—. No te he dado las gracias —tose—. Me has salvado la vida ahí abajo, en los túneles.
Me encojo de hombros sin volverme hacia él. Agarro los bordes de la pila con tal intensidad que se me ponen blancos los nudillos.
—Tú también me has salvado la vida —respondo—. Por poco me agarra uno de los carroñeros.
Cuando vuelve a hablar, noto que está sonriendo.
—Bueno, entonces supongo que nos hemos salvado el uno al otro.
Me vuelvo en ese momento, pero él ya ha cogido una vela y se ha alejado por el pasillo, así que me quedo a solas con las sombras.
Ha seleccionado dos literas bajas y ha hecho las camas lo mejor que ha podido, con sábanas que no acaban de encajar y finas mantas de lana. Ha colocado mi mochila a los pies de mi cama. Hay una docena de camas en el cuarto y, sin embargo, ha elegido dos que están juntas. Intento no pensar en lo que significa esto. Está sentado en su litera, con la cabeza inclinada, quitándose los calcetines. Cuando entro con la vela, alza la mirada hacia mí con el rostro tan lleno de felicidad que casi la dejo caer. La llama se apaga y nos quedamos en penumbra.
—¿Puedes ver por dónde vas? —dice.
—Sí.
Avanzo hacia su voz, usando las otras literas para orientarme con cuidado.
Noto que su mano se desliza brevemente por mi espalda cuando paso junto a él antes de encontrar mi propia cama. Me tumbo entre la sábana y la manta de lana. Ambas huelen a moho y, muy tenuemente, a caca de ratón, pero agradezco que me abriguen. El calor del fuego de la sala de baños no ha llegado hasta aquí. Cuando suelto el aliento, pequeñas nubes de vaho cristalizan en la oscuridad. Va a ser difícil dormir. El agitamiento que se apoderó de mí después de la cena se ha evaporado tan rápido como llegó. Mi cuerpo está en máxima alerta, lleno de escarcha reluciente. Me siento tremendamente consciente de la respiración de Julián, de su largo cuerpo casi al lado del mío en la profunda oscuridad. Noto que él también está despierto.
Poco después habla. Su voz es grave, un poco ronca.
—¿Lena?
Me late el corazón a toda velocidad en la garganta y en el pecho. Noto que se da la vuelta para mirarme. Estamos a menos de medio metro.
—¿Te acuerdas de él alguna vez? ¿Del chico que te contagió?
Las imágenes se suceden a toda velocidad en la oscuridad: el pelo castaño como hojas de otoño que arden, la mancha de un cuerpo, una sombra que corre a mi lado, una figura de sueño.
—Intento no hacerlo —digo.
—¿Por qué no?
La voz de Julián es muy baja.
—Porque duele.
Su respiración es rítmica, me reconforta.
Pregunto:
—¿Tú te acuerdas alguna vez de tu hermano?
Hay una pausa.
—Todo el tiempo —responde Julián—. Me dijeron que mejoraría después de que me operaran —guarda un momento de silencio—. ¿Puedo contarte otro secreto?
—Sí.
Me aprieto más la manta sobre los hombro. Todavía tengo el pelo húmedo.
—Sabía que no funcionaría; la cura, quiero decir. Sabía que me mataría. Yo… yo quería que fuera así —las palabras salen apresuradas y bajas—. Esto nunca se lo he contado a nadie.
De repente podría ponerme a llorar. Desearía alargar la mano y coger la suya. Quiero decirle que no importa, y sentir la suavidad de su oreja en mis labios. Quiero enroscarme junto a él, como hubiera hecho con Álex, y permitirme aspirar su cálida piel.
Él no es Álex. No quieres a Julián. Quieres a Álex. Álex está muerto.
Pero eso no es del todo cierto. Quiero a Julián también. Mi cuerpo está lleno de anhelo. Deseo sus labios llenos y suaves contra los míos, y sus manos cálidas en mi espalda y mi pelo. Quiero perderme en él, disolverme en su cuerpo y sentir que nuestras pieles se funden.
Aprieto bien los ojos, deseando que esa idea desaparezca. Pero con los ojos cerrados, Julián y Álex se mezclan. Sus rostros se juntan y se separan para volverse a unir como imágenes reflejadas en un arroyo, pasan una sobre otra hasta que ya no estoy segura de cuál es la intento agarrar en la oscuridad, en mi mente.
—¿Lena? —vuelve a preguntar Julián, esta vez en voz aún más baja. Hace que mi nombre suene como si fuera música. Se ha acercado más. Puedo sentir las líneas largas de su cuerpo, el lugar donde ha desplazado la sombra. Yo también me he movido sin querer. Estoy al borde de la cama, lo más cerca posible de él. Pero no me doy la vuelta. Me obligo a quedarme quieta, dándole la espalda. Inmovilizo mis brazos y piernas y procuro paralizar también mi corazón.
—¿Si, Julián?
—¿Cómo es?
Sé a qué se refiere, pero aun así pregunto:
—¿Cómo es qué?
—Los deliria —se detiene. Luego le oigo bajar lentamente de la cama. Se arrodilla en el espacio entre nuestras literas. No puedo moverme ni respirar. Si giro la cabeza, nuestros labios estarán a unos veinte centímetros de distancia… a menos, incluso— estar contagiado.
—No… no puedo describirlo.
Tengo que obligarme a hablar. No puedo respirar, no puedo respirar, no puedo respirar. Su piel huele a humo de un fuego de leña, a jabón, a paraíso. Me imagino probando su piel, me imagino mordiendo sus labios.
—Quiero saber cómo es —sus palabras son un susurro, apenas audibles—. Quiero saber cómo es contigo.
Entonces sus dedos comienzan a recorrer mi frente con mucha dulzura. Su toque también es un susurro, el aliento más ligero, y yo sigo paralizada, inmóvil. Acaricia el puente de mi nariz y mis labios, con la más tenue presión, de forma que pruebo el sabor salado de su piel y siento las crestas y espirales de su pulgar en mi labio inferior, y luego pasar por mi barbilla y en torno a mi mandíbula y viaja hacia mi pelo, y me lleno de una blancura caliente y estruendosa que me ancla a la cama y me mantiene en mi sitio.
—Te dije… —Julián traga saliva, su voz suena ahora potente y ronca—. Te dije que una vez vi a dos personas besándose. ¿Quieres…?
Julián no termina su pregunta. No hace falta. De golpe, mi cuerpo sale de su inmovilidad; un calor blanco estalla en mi pecho y me afloja los labios. Todo lo que tengo que hacer es volver la cabeza, sólo un poco, y ahí está su boca.
Y entonces nos besamos, al principio despacio porque él no sabe cómo y para mí hace mucho tiempo, tanto que parece desde siempre. Percibo sabores a sal y a azúcar y jabón; paso la lengua por su labio inferior y durante un segundo se queda inmóvil. Sus labios son cálidos y llenos y maravillosos. Su lengua recorre mi boca y de repente nos separamos y respiramos cada uno el aliento del otro, y él sostiene mi cara con sus manos y yo cabalgo una ola de pura alegría; estoy tan feliz que casi podría llorar. Su pecho es sólido, y se aprieta contra el mío. Sin saber muy bien cómo, hago que suba a la cama conmigo. No quiero que esto termine. Podría besarle y sentir sus dedos en mi pelo, oírle decir mi nombre eternamente.
Por primera vez desde que Álex murió, he encontrado el camino hasta un espacio verdaderamente libre: un espacio sin los límites de unos muros y sin las inhibiciones del miedo.
—Lena —jadea con esfuerzo, como si acabara de correr una larga distancia.
—No lo digas —aún siento que podría llorar. Hay tanta fragilidad en besar, en las otras personas. Todo es cristal—. No lo estropees.
Pero él lo dice de todos modos:
—¿Qué va a suceder mañana?
—No lo sé —atraigo su cabeza hacia la almohada, junto a la mía. Durante un segundo me parece percibir una presencia junto a nosotros en la oscuridad, una figura en movimiento. Vuelvo la vista rápidamente hacia la izquierda. Nada. Me estoy imaginando fantasmas a nuestro alrededor. Estoy pensando en Álex—. No te preocupes por eso ahora —añado, tanto para él, como para mí.
La cama es muy estrecha. Me vuelvo de lado, de espaldas a Julián, pero cuando me rodea con sus brazos me relajo y me aprieto contra él; me cobijo en la larga curva de su cuerpo como si hubiera sido moldeada para mí. Quiero salir corriendo y llorar. Quiero rogarle a Álex, dondequiera que esté, allá donde se encuentre, que me perdone. Quiero volver a besar a Julián.
Pero no lo hago. Me quedo quieta y siento la respiración regular de Julián en mi espalda hasta que mi corazón se calma a su vez. Dejo que me abrace y, justo antes de quedarme dormida, pronuncio una breve oración para que nunca llegue la mañana.
Pero la mañana llega. Encuentra su camino colándose por las grietas del contrachapado y por las fisuras del techo. Es un gris turbio, un ligero amortiguamiento de la oscuridad. Mis primeros momentos de consciencia son confusos: me parece estar con Álex. No. Julián. Su brazo me rodea, su aliento cálido envuelve mi cuello. Durante la noche he apartado las sábanas hasta el pie de la cama. Veo un ligero movimiento en el pasillo, el gato se las ha ingeniado para entrar en la casa.
Luego, de repente, una certeza: no, anoche cerré la puerta y eché el cerrojo. El terror me aprieta el pecho.
—Julián —le llamo incorporándome.
Y entonces todo estalla. Entran por la puerta, echan abajo las paredes gritando y vociferando, decenas de policías y reguladores con máscaras antigás y uniformes grises a juego. Uno de ellos me agarra y otro tira de Julián para sacarlo de la cama. Ya está despierto, me llama, pero su voz queda ahogada por el tumulto y por esos gritos que deben de proceder de mí. Agarro la mochila, que seguía a los pies de la cama, y golpeo con ella al regulador, pero hay tres más, rodeándome en el estrecho espacio entre las literas. Es imposible. Me acuerdo de la pistola: todavía sigue en la sala de baños, lejos de mi alcance. Alguien me tira del cuello y me ahogo. Otro regulador me dobla los brazos hacia atrás y me esposa. Me empuja hacia adelante y camino medio a rastras, obligada desde atrás. Salimos de Salvamento a la brillante luz del sol y veo más armas y máscaras antigás. Permanecen inmóviles, silenciosos, esperando.
Una trampa. Esas son las palabras que martillean mi mente atravesando el pánico. Una trampa. No cabe otra posibilidad.
—Los tenemos —anuncia alguien por un intercomunicador. De repente, el aire parece hacerse vivo y vibra de sonido: todos se gritan unos a otros y se hacen gestos. Dos agentes de policía arrancan sus motos y la peste de humo se extiende por el aire. Los intercomunicadores chasquean por todas partes con un zumbido, una cacofonía de sonidos.
—Diez-cuatro, diez-cuatro. Los tenemos.
—A treinta kilómetros de territorio regulado… parecía una especie de escondite.
—Unidad quinientos ocho a Cuartel General.
Julián está detrás de mí, rodeado de reguladores; él también ha sido esposado.
—¡Lena, Lena!
Le oigo gritar mi nombre. Intento volverme, pero el regulador me empuja hacia adelante.
—Sigue andando —dice, y me sorprende oír una voz de mujer distorsionada por la máscara antigás.
Una caravana de vehículos está aparcada en el camino por el que vinimos Julián y yo, y ahí hay más agentes de policía y más miembros de las fuerzas especiales. Algunos llevan puesto el uniforme completo y todo el equipo, pero otros se apoyan relajados en sus coches, vestidos de paisano, charlando y soplando sus tazas desechables de café. Me miran mientras avanzo por la línea de vehículos sin dejar de debatirme. Me llena una rabia ciega, una furia que me hace desear escupir. Para ellos, esto es algo rutinario. Al final del día volverán a casa, a sus casas ordenadas y a sus familias ordenadas, y no pensarán ni por un minuto en la chica a la que vieron gritando y dando patadas mientras se llevaban a rastras probablemente hacia la muerte.
Veo un turismo negro; el rostro blanco y estrecho de Thomas Fineman me observa impasible al pasar. Si pudiera soltar un puño, lo metería por la ventana para estallar el cristal y clavárselo en el rostro; a ver lo tranquilo que estaba entonces.
—¡Eh, eh, eh!
Un agente de policía nos hace señales con la mano desde más adelante, señalando con su intercomunicador un furgón policial. Las palabras en negro se destacan claramente en la pintura blanca reluciente: Ciudad de Nueva York, Departamento de Corrección, Reforma y Purificación. En Portland teníamos una sola cárcel: las Criptas. Albergaba a todos los delincuentes y miembros de la Resistencia, además de a los locos residentes que habían perdido la razón como consecuencia de operaciones prematuras o chapuceras. En Nueva York y sus ciudades hermanas hay una red de cárceles interconectadas que se extiende por todas las ciudades. Su nombre es casi tan malo como el de la prisión de Portland: Craps.
—¡Por aquí, por este lado!
Ahora un policía nos indica otro furgón y hay una pausa momentánea. Toda la escena es un revoltijo confuso, más caótico que las demás redadas que he visto. Hay demasiada gente. Hay demasiados coches ahogando el aire con sus humos, demasiadas radios zumbando a la vez, gente que habla y grita sin hacerse caso. Un regulador y un agente de las fuerzas especiales discuten sobre jurisdicción.
Me duele la cabeza, el sol me quema los ojos. Todo lo que veo es la luz solar brillante, cegadora; un río metálico de coches y motocicletas y el humo que convierte el aire en un espejismo, en una bruma densa.
De repente, el pánico alcanza la cumbre. No sé qué le ha sucedido a Julián. Ya no está detrás de mí y no puedo verle en la multitud.
—¡Julián! —grito. No hay respuesta, aunque un policía se vuelve al oírme. Menea la cabeza y lanza un escupitajo marrón al suelo, a mis pies. Lucho otra vez contra la mujer que me sujeta desde atrás, intentando soltarme, pero me agarra con fuerza por las muñecas y, cuanto más forcejeo, más me aprieta.
—¡Julián!, ¡Julián!
No hay respuesta. El pánico se ha convertido en un grumo sólido que me atasca la garganta. No, no, no, no. Otra vez no.
—Venga, sigue andando.
La voz de la mujer, distorsionada por la máscara, me insta a que siga delante. Me lleva más allá de la línea de coches que esperan. El regulador que dirigía la procesión discute velozmente por el intercomunicador sobre quién va a llevarme a la comisaria, y apenas nos mira mientras atravesamos la multitud. Sigo luchando con toda la fuerza que tengo. La mujer me sujeta el brazo de forma que me duele intensamente desde las muñecas a los hombros; aunque consiguiera liberarme, seguiría esposada y no podría alejarme más que unos pocos metros sin que me atraparan.
Pero la roca en mi garganta sigue ahí, y el pánico, y la certeza. Tengo que encontrar a Julián. Tengo que salvarle.
Por debajo, palabras más antiguas, más urgentes, siguen recorriéndome: «Otra vez no, otra vez no, otra vez no».
—¡Julián!
Lanzo un golpe hacia atrás con el pie y le doy a la mujer en la espinilla. La oído maldecir y durante un segundo afloja un poco. Pero vuelve a retenerme, tirando de mis muñecas con tal fuerza que tengo que inclinarme hacia atrás, jadeante.
Y entonces, según estoy echada hacia atrás para aliviar mis brazos; intentando recobrar el aliento, intentando no llorar, ella se inclina un poco hacia delante de forma que la boca de la máscara me roza una oreja.
—Lena —murmura—. Por favor. No quiero hacerte daño. Soy una luchadora por la libertad.
Esas palabras me inmovilizaron: es un código secreto que usan simpatizantes e inválidos para identificarse. Dejo de intentar luchar y ella, a su vez, relaja la presión. Pero sigue impulsándome hacia delante, más allá de la caravana de coches. Camina rápidamente y con tal determinación que nadie la detiene o interfiere.
Más adelante veo un furgón blanco aparcado en la cuneta del camino de tierra. Tiene también el letrero de CRAP, pero las marcas parecen un poco extrañas: algo pequeño, aunque hay que mirarlas detenidamente para darse cuente. Hemos pasado una curva en el camino y estamos ocultos de resto del personal de seguridad por una enorme pila de metal retorcido y hormigón fragmentado.
De repente, la mujer me suelta los brazos. Va hasta el furgón y saca un juego de llaves de uno de sus bolsillos. Abre las puertas de atrás: el interior está oscuro y vacío, y desprende un olor ligeramente agrio.
—Adentro —dice.
—¿Adónde me lleváis?
Estoy harta de esta impotencia; llevo días en un remolino de confusión, y me invade una impresión de alianzas secretas y conspiraciones complicadas.
—A un sitio seguro —contesta, y través de la máscara percibo la urgencia de su voz. No me queda más remedio que creerla. Me ayuda a subir al vehículo y me ordena que me vuelva mientras me quita las esposas. Luego me entrega la mochila y cierra la puerta de golpe. Doy un respingo cuando la oigo echar el cierre. Ahora estoy atrapada, pero no puede ser peor que lo que me esperaría fuera. Se me cae el alma a los pies cada vez que pienso en Julián. Me pregunto qué le va a suceder. Siento un breve aleteo de esperanza: le tratarán con indulgencia, por su padre. Quizá decidan que todo ha sido un error.
Y fue un error: los besos, la forma en que nos tocamos.
¿O no?
El furgón se pone en marcha y me tambaleo. Las ruedas traquetean mientras avanzamos por el camino lleno de baches. Intento reproducir mentalmente nuestro avance: ya debemos de estar cerca del vertedero, luego pasamos la vieja estación de tren y nos dirigimos hacia el túnel que entra en Nueva York. Diez minutos después, nos detenemos. Me arrastro hasta la parte delantera y aprieto el oído contra el cristal pintado de negro, totalmente opaco, que me separa del asiento del conductor. Me llega la voz de la mujer. Distingo una segunda voz, esta de hombre. Debe de ser un guardia de control de Fronteras.
La espera es una agonía. Ahora estarán comprobando su tarjeta SVS, pienso. Pero los segundos van pasado lentamente y se entienden hasta convertirse en minutos. La mujer guarda silencio. Quizá el SVS esté colapsado. Aunque hace frio en el interior de vehículo, tengo las axilas mojadas de sudor. A veces se tarda un rato.
Luego vuelvo a escuchar la segunda voz, que suelta una orden como un ladrido, se apaga el motor y el silencio es repentino y extremo. La puerta de conductor se abre y se cierra con un golpe. El furgón se mece un poco.
¿Por qué se ha bajado? Mi mente va a toda velocidad: si ella forma parte de la Resistencia, puede que la hayan cogido, que la hayan reconocido. Seguro que después me encuentran a mí. O puede que no me encuentren. No sé qué es peor; si me quedo atrapada aquí, moriré de hambre o me asfixiaré. De repente me cuesta respirar. El aire parece denso y pesado. El sudor me gotea por el cuello y me cubre el cuero cabelludo.
Luego se vuelve a abrir la puerta del conductor, el motor se pone en marcha y el furgón se lanza hacia delante. Suelto el aire casi con un sollozo. De alguna forma puedo sentir cuándo entramos en el túnel de Holland: la larga garganta oscura en torno al camión, un lugar acuoso lleno de ecos. Me imagino el rio por encima de nosotros, con un moteado grisáceo. Me acuerdo de los ojos de Julián, de la forma en que cambian como el agua para reflejar distintos tipos de luz.
La furgoneta pilla un bache y mi estómago se sobresalta cuando salto en el aire como un cohete y caigo de nuevo al piso de la furgoneta. Luego subimos una cuesta y me llegan ruidos de tráfico a través de las paredes metálicas: el runrún distante de una sirena, una bocina que suena cerca. Seguramente estamos en Nueva York. Espero que el vehículo pare en cualquier momento; espero que se abran las puertas y que la mujer de la máscara me lleve a Craps, aunque me ha dicho que estaba de mi lado. Pasan otros veinte minutos. He dejado de intentar adivinar dónde estamos. En vez de eso me hago un ovillo en el suelo sucio, que vibra bajo mi mejilla. Aún tengo náuseas. El ambiente huele a comida putrefacta y a cuerpos sin lavar.
Por fin el furgón reduce la velocidad, y luego se detiene del todo. Me siento, con el corazón golpeándome en el pecho. Oigo una breve conversación, la mujer dice algo que no puedo distinguir y alguien más comenta: «Todo despejado». Luego se oye un chirrido prolongado, como si unas puertas viejas giraran sobre sus bisagras. El vehículo avanza otros cinco o diez metros y vuelve a parar. El motor se queda en silencio. Oigo que la conductora se baja y me tenso agarrando la mochila con una mano, preparada para luchar o huir.
Se abren las puertas y, mientras me acerco cautelosamente, la decepción es un puño en mi garganta. Esperaba descubrir alguna clave, alguna respuesta sobre por qué me han detenido y quién lo ha hecho. En vez de eso, me encuentro en un cuarto sin rasgos distintivos, todo cemento y vigas metálicas. En una pared hay una enorme puerta doble, lo suficientemente ancha para que quepa el furgón; en otra hay otra puerta metálica, pintada del mismo gris apagado que el resto. Al menos hay luces eléctricas. Eso significa que estamos en una ciudad aprobada, o al menos cerca.
La conductora se ha quitado la máscara de gas, pero aún lleva justada a la cabeza una especie de tela de nailon con agujeros recortados para los ojos, nariz y boca.
—¿Dónde estamos? —Pregunto mientras me enderezo y me cuelgo la mochila de un hombro—. ¿Quién eres tú?
Me mira atentamente sin contestarme. Sus ojos son grises, un color tormentoso. De repente, extiende el brazo como para tocarme la cara. Doy un salto hacia atrás y me golpeo con el furgón. Ella también retrocede un paso, apretando el puño.
—Espera aquí —dice. Se vuelve para salir por las puertas dobles, pero la agarro por la muñeca.
—Quiero saber de que va esto —insisto. Estoy cansada de paredes vacías y cuartos cerrados y máscaras y juegos. Necesito respuestas—. Quiero saber cómo me encontrasteis y quién te envió a por mí.
—Yo no te puedo dar las respuestas que necesitas —responde tratando de escabullirse.
—Quítate la máscara —exijo. Durante un segundo me parece distinguir un destello de miedo en sus ojos. Luego, eso desaparece.
—Suéltame.
Su voz es suave, pero firme.
—Vale —digo—. Te la quitaré yo misma.
Intento alcanzar la máscara. Me aparta la mano, pero no lo suficientemente rápido. Consigo alzar una esquina de la tela y dejar al descubierto el cuello, donde se ve un número tatuado verticalmente desde el oído hacia el hombro: 5996. Antes de que pueda subir más la capucha, me agarra la muñeca y me aparta.
—Por favor, Lena —dice, y de nuevo oigo la urgencia en su voz.
—Deja de decir mi nombre.
No tienes derecho a decir mi nombre. La cólera brota en mi pecho y le lanzo un golpe con la mochila, pero ella la esquiva. Antes de que pueda golpearla de nuevo, se abre la puerta que está detrás de mí y me doy la vuelta justo en el momento en que Raven entra en la sala.
—¡Raven! —grito corriendo hacia ella. Impulsivamente, lanzo mis brazos alrededor de ella. Nunca nos habíamos abrazado, pero me permite que la apriete fuerte durante unos segundos antes de apartarse. Está sonriendo.
—Hola, chica —me pasa un dedo suavemente por el corte del cuello y me mira la cara buscando otras heridas—. Tienes una pinta horrible.
Detrás de ella está Tack, apoyado en la jamba. Sonríe igualmente y casi no puedo contener las ganas de lanzarme también sobre él. Me contento con acercarme y apretarle la mano que me ofrece.
—Bienvenida de vuelta, Lena —dice. Sus ojos cálidos.
—No lo entiendo —estoy abrumadoramente feliz; el alivio hace olas en mi pecho—. ¿Cómo me habéis encontrado? ¿Cómo sabíais dónde iba a estar? Ella no me ha querido decir nada, y yo.
Me vuelvo para señalar a la mujer enmascarada, pero se ha ido. Ha debido de escabullirse por la puerta doble.
—Tranquila, tranquila —Raven se ríe y me pasa un abrazo por los hombros—. Vamos a buscarte algo de comer, ¿vale? Probablemente también estés cansada. ¿Estás cansada?
Me dirige hacia la puerta abierta, más allá de Tack. Debemos de estar en una especie de nave reconvertida. A través de los endebles tabiques divisorios, oigo otras voces que hablan y ríen.
—Me secuestraron —en este momento las palabras me salen como burbujas. Necesito contárselo todo a Tack y Raven. Ellos lo entenderán, ellos me lo podrán explicar y encontrarle sentido—. Después de la manifestación, seguí a Julián hasta los antiguos túneles. Unos carroñeros aparecieron, me atacaron y me capturaron, solo que creo que estaban conchabados con la ASD y…
Raven y Tack intercambian una mirada.
—Oye, Lena —interviene Tack con voz tranquilizadora—. Sabemos que lo has pasado muy mal. Relájate, ¿vale? Ahora estás a salvo. Come y descansa.
Me han llevado a una sala dominada por una amplia mesa metálica plegable. En ella hay alimentos que no he probado desde hace un montón de tiempo: fruta fresca, verdura, pan, queso. Es lo más bonito que he visto nunca. Huele a café, bueno y fuerte.
Pero todavía no me puedo sentar a comer. Primero tengo que saber. Y necesito que ellos sepan, necesito hablarles de los carroñeros y de la gente que vive en el subsuelo y de la redada de esta mañana y de Julián.
Ellos pueden ayudarme a rescatarle: la idea se me ocurre de repente, como una liberación.
—Pero, —empiezo a protestar. Raven me interrumpe poniéndome una mano en el hombro.
—Tack tiene razón, Lena. Tienes que recuperar las fuerzas. Ya habrá tiempo de sobra para hablar cuando estemos de camino.
—¿De camino? —repito mirándolos. Ambos me siguen sonriendo, y eso me produce una especie de picor nervioso en el pecho. Es una sonrisa paternalista, como la que usan los médicos con los niños cuando les tiene que poner una inyección dolorosa «vamos, te prometo que esto va a ser solo un pequeño pinchazo».
—Nos vamos al norte —dice Raven con una voz demasiado alegre—. De vuelta al hogar. Bueno, no al de siempre; pasaremos el verano a las afueras de Waterbury. Hunter ha tenido noticias de un gran hogar cerca del noreste de la ciudad. Al otro lado hay muchos simpatizantes y.
Se me ha quedado la mente en blanco.
—¿Nos vamos? —murmuro atontada, y Raven y Tack se vuelve a mirar entre ellos—. No podemos irnos ahora.
—No tenemos otra opción —dice ella, y yo comienzo a sentir que la ira se alza en mi pecho. Usa una voz cantarina, como si le estuviera hablando a un bebé.
—No —muevo la cabeza en sentido negativo, aprieto los puños contra los muslos—. No ¿No lo entendéis? Creo que los carroñeros están colaborando con la ASD. Me secuestraron junto a Julián Fineman. Nos tuvieron presos bajo tierra durante días.
—Lo sabemos —dice Tack, pero yo sigo navegando sobre la furia, dejando que aumente.
—Tuvimos que salir luchando. Casi… casi me matan. Julián me salvo —la roca que tengo en el estomago se está desplazando hacia la garganta—. Y ahora le han cogido a él y quién sabe lo que le van a hacer. Probablemente, llevarle directamente a los laboratorios o meterle en la cárcel y…
—Lena —Raven me pone las manos en los hombros—. Cálmate.
Pero no puedo, estoy temblando, de miedo y de rabia, Tack y Raven deben comprender, tienen que comprender.
—Tenemos que hacer algo. Tenemos que ayudarle. Tenemos que…
—Lena —la voz de Raven se hace más cortante—. Sabemos lo de los carroñeros, ¿vale? Sabemos que han estado trabajando con la ASD.
Y lo sabemos todo sobre Julián y lo que pasó en el subsuelo. Te hemos buscado por todas las salidas de los túneles. Esperábamos que consiguieras salir hace días.
Esto, por lo menos, me hace callar. Por fin han dejado de sonreír, en vez de hacerlo, me miran ambos con el mismo aire compasivo
—¿Qué quieres decir? —me aparto de Raven y me tambaleo un poco; cuando Tack aparta una silla de la mesa, me dejo caer en ella, ninguno de los dos me responde—. No lo entiendo.
Tack coge la silla de enfrente. Se mira las manos y luego dice lentamente:
—La Resistencia sabe desde hace tiempo que a los carroñeros los unta la ASD, fueron contratados para montar aquel número que viste durante la manifestación.
—Eso no tiene sentido.
Es como si tuviera el cerebro cubierto de una pasta espesa: mis pensamientos están confusos y no llegan a concretarse. Me acuerdo de los gritos, los disparos, los cuchillos relucientes de los carroñeros.
—Tiene todo el sentido —interviene Raven. Sigue de pie, con los brazos cruzados frente al pecho—. En Zombilandia nadie conoce la diferencia entre los carroñeros y el resto de nosotros los inválidos. Para ellos, todos somos lo mismo. Así que ellos llegan y actúan como animales, y ASD le muestra al país entero lo horribles que somos sin la cura y lo importante que es que todo el mundo sea tratado inmediatamente de los deliria. De otro modo, el mundo se irá al carajo. Los carroñeros lo demuestran.
—Pero... —me acuerdo de cómo los carroñeros irrumpieron entre la gente como un enjambre, de los rostros monstruosos que gritaban—. Pero murió gente.
—Doscientos —dice Tack en voz baja. Sigue sin mirarme—. Veinticuatro agentes, el resto, civiles. No se molestaron en contar los carroñeros que murieron —se encoge de hombros, en una rápida convulsión—. A veces es necesario que los individuos se sacrifiquen por la salud del común.
Eso parece sacado directamente de un panfleto de la ASD.
—Vale —digo. Me tiemblan las manos y me agarro a los lados de la silla. Me sigue costando pensar de manera lógica—. Vale. ¿Y qué vamos a hacer al respecto?
Los ojos de Raven vuelan hacia Tack, pero este mantiene la cabeza inclinada.
—Ya hemos hecho algo, Lena —dice ella, aún con esa voz dedicada a los bebés, y de nuevo siento un extraño picor en el pecho. Hay algo que no me están contando, algo malo.
—No lo entiendo.
Mi voz suena hueca.
Siguen algunos minutos de silencio tenso. Luego Tack suspira y se dirige a Raven:
—Te lo dije, se lo teníamos que haber contado desde el principio. Te dije que debíamos confiar en ella.
Raven no dice nada. Le tiembla un músculo en la mandíbula. Y de repente me acuerdo de cuando bajé al sótano, pocas semanas antes de la concentración, y los pille discutiendo.
Es que no entiendo por qué no podemos ser sinceros unos con otros… se supone que estamos del mismo lado.
Ya sabes que eso es muy poco realista, Tack. Es mejor así. Tienes que fiarte de mí.
Eres tú la que no se fía…
Se estaban peleando por mí.
—¿Contarme el qué?
La comezón se está convirtiendo en un zumbido sordo, agudo y doloroso.
—Adelante —le dice Raven a Tack—. Si estás desesperado por contárselo, no te cortes.
Su tono es mordaz, pero noto que por debajo tiene miedo. Tiene miedo de mí y de cómo voy a reaccionar.
—¿Contarme el qué?
Ya no puedo soportar las miradas enigmáticas, la red impenetrable de frases a medias.
Tack se pasa una mano por la frente.
—Vale, mira —habla rápidamente, como si estuviera ansioso por terminar la conversación—. No fue un error que los carroñeros os cogieran a Julián y a ti, ¿vale? No fue un error. Estaba planeado.
El calor me sube por la nuca. Me humedezco los labios.
—¿Quién lo planeó? —pregunto, aunque ya lo sé: tiene que haber sido la ASD. Contesto a mi propia pregunta murmurando: «La ASD», justo en el momento en que Tack hace una mueca y dice:
—Nosotros.
Se produce un silencio palpable, uno, dos, tres, cuatro. Cuento los segundos, respiro hondo, cierro los ojos y los vuelvo a abrir.
—¿Qué?
Tack hasta se pone colorado.
—Lo hicimos nosotros. Lo planeo la Resistencia.
Más silencio. La garganta y la boca se han convertido en polvo.
—No… no lo entiendo.
El vuelve a evitar mi mirada. Pasa un dedo por el borde de la mesa, arriba y abajo, arriba y abajo.
—Pagamos a los carroñeros para que se llevaran a Julián. Bueno, lo hizo la Resistencia. Uno de los más altos cargos del movimiento ha estado haciéndose pasar por un agente de la ASD, aunque eso no importa. Los carroñeros harían lo que fuera por dinero. Es verdad que la ASD los tiene en el bolsillo desde hace tiempo, pero eso no significa que su lealtad no esté en venta.
—Julián —murmuro. El aturdimiento se está apoderando de mi cuerpo—. ¿Y qué pasa contigo?
Tack duda durante una fracción de segundo.
—Les pagaron para que te cogieran también a ti. Se les informó de que Julián le seguía una chica, para que os pusieran a los dos juntos.
—Y ellos pensaron que obtendrían un rescate por nosotros —digo. Tack asiente con la cabeza. Mi voz suena extraña, como si llegara de lejos. Apenas puedo respirar—. ¿Por qué? —consigo soltar con un jadeo.
Raven está de pie, quieta, mirando fijamente al suelo. De repente suelta:
—Nunca estuviste en peligro. No en peligro de verdad. Los carroñeros sabían que no se les pagaría si te tocaban.
Me acuerdo de la discusión que escuche en los túneles, de la voz aduladora que urgía al albino a seguir con el plan original, de la forma en la que intentaron sonsacar a Julián sus códigos de seguridad. Evidentemente, los carroñeros se estaban impacientando. Querían adelantar el día de paga.
—¿Qué nunca estuve en peligro? —repito. Raven tampoco me mira—. Estuve a punto de morir —la cólera extiende sus calientes tentáculos por mi pecho—. Pasamos hambre. Nos atacaron. A Julián le dieron una paliza que lo dejaron medio muerto. Tuvimos que luchar.
—Y luchaste —por fin Raven me mira y me horroriza ver que le brillan los ojos, que está contenta—. Conseguiste escapar y también conseguiste salvar a Julián.
Durante varios segundos, no puedo hablar. Me quemo, estallo en llamas cuando me doy cuenta del verdadero significado de todo esto.
—Esto… ¿todo esto es una prueba?
—No —dice Tack con firmeza—. No, Lena. Tienes que comprender. Eso era una parte, pero… —me aparto bruscamente de la mesa, me alejo del sonido de su voz. Desearía hacerme una bola, gritar o darle un golpe a algo—. Fue mucho más que eso lo que hiciste, lo que nos has ayudado a conseguir. Y nos habíamos asegurado de que estuvieras a salvo. Tenemos a nuestra propia gente en el subsuelo. Se le dijo que os cuidaran.
El hombre rata y Coin. Con razón nos ayudaron. Se les había pagado para ello.
Ya no puedo hablar. Me cuesta tragar. Solo mantenerme en pie requiere toda mi energía. La celda, el miedo, los guardaespaldas que fueron asesinados en el metro, todo culpa de la Resistencia. Culpa nuestra. Una prueba.
La voz de Raven está llena de tranquila urgencia: es como un vendedor intentando convencerte de que compres, compres, compres.
—Has hecho una gran cosa por nosotros, Lena has ayudado a la Resistencia de más maneras de las que crees.
—No he hecho nada —suelto.
—Lo has hecho todo. Julián tenía importancia tremenda para la ASD. Era un símbolo de todo lo que representa la organización. Líder de las Juventudes. Eso son seiscientas mil personas, solas, jóvenes, incuradas. No convencidas.
Toda mi sangre se vuelve hielo. Me doy cuenta despacio. Raven y Tack me miran esperanzados, como si pensaran que esto me iba a gustar.
—¿Qué tiene que ver Julián con todo esto? —pregunto.
De nuevo intercambian una mirada. Esta vez deduzco lo que piensan: estoy resistiéndome, haciéndome la tonta. Ya debería haberlo comprendido todo.
—Julián tiene que ver con todo esto, Lena —explica Raven. Se sienta junto Tack. Ellos son los padres pacientes y yo la adolescente que monta una escenita. Podríamos estar comentando un examen suspendido—. Julián está fuera de la ASD, si le expulsan.
—O mejor aún, si él decide irse —interviene Tack, y Raven extiende las manos como para decir: «Por supuesto».
Raven continúa:
—Tanto si le expulsan como si se va solo, en cualquier caso eso constituye un mensaje muy poderoso para todos los incurados que le han seguido y le consideran su líder. Puede que se piensen de qué lado están; por lo menos, algunos lo harán. Tenemos una oportunidad de atraerlos a nuestra causa. Piénsalo, Lena. Eso basta para marcar la diferencia de verdad. Eso basta para dar vuelta a la tortilla a nuestro favor.
Mi mente se mueve lentamente, como si estuviera metida en hielo, la realidad de esta mañana, planeada. Se me había ocurrido que era una trampa, y tenía razón. La Resistencia estaba detrás: les dieron el soplo a la policía y a los reguladores. Han revelado la ubicación de uno de sus propios hogares solo para atrapar a Julián.
Y yo he contribuido. Me acuerdo de la cara de su padre, flotando en la ventanilla del turismo negro: tiesa, sombría, resuelta. Me acuerdo de la historia que Julián me contó sobre su hermano mayor, la forma en que su padre le encerró en el sótano, herido, para que muriera solo en la oscuridad. Y solamente por participar en una manifestación.
Julián estaba en la cama junto a mí. Quien sabe lo que le van a hacer como castigo.
La negrura se alza en mi interior. Cierro los ojos y veo las caras de Álex y Julián: se funden y se separan como en mí sueño. Está sucediendo otra vez. Está volviendo a suceder y una vez más es culpa mía.
—¿Lena? —Oigo el ruido de una silla que se aparta de la mesa y Raven me pasa un brazo por los hombros—. ¿Estás bien?
—¿Te podemos traer algo? —pregunta Tack.
Me aparto.
—No me toques.
—Lena —llama Raven con voz persuasiva—. Venga, siéntate.
Vuelve a intentar rodearme con el brazo.
—He dicho que no me toques.
Me aparto de ella, me tambaleo hacia atrás tropiezo con una silla.
—Voy a traer un poco de agua—dice Tack. Se levanta de la mesa y se dirige a un pasillo que seguramente conduzca al resto de la nave. Durante un momento oigo que las conversaciones suben de volumen, estridentes, acogedoras. Luego, silencio.
Me tiemblan tanto las manos que ni siquiera puedo apretar los puños. Si no, le daría un puñetazo en la cara a Raven.
Ella suspira.
—Entiendo por qué estas tan furiosa. Quizá Tack tuviera razón. Quizá tendríamos que haberte contado todo el plan desde el inicio.
Se le oye cansada.
—Vosotros… vosotros me habéis utilizado —suelto.
—Dijiste que querías ayudar —responde Raven simplemente.
—No. Así no.
—No podemos elegir —vuelve a sentarse y coloca las manos sobre la mesa—. No es así como funciona.
Siento que desea fervientemente que yo ceda, que me siente, que comprenda. Pero no puedo y no lo voy a hacer.
—¿Y qué pasa con Julián?
Me obligo a mirarla a los ojos y me parece que la veo estremeceré ligeramente.
—Él no es problema tuyo.
Su voz es ahora un poco más dura.
—¿Ah, sí? —me acuerdo de los dedos de Julián acariciándome el pelo, del cálido abrigo de sus brazos, de cómo me susurro: «Quiero saber. Quiero saberlo contigo»—. ¿Y qué pasa si quiero que sea mi problema?
Nuestros ojos se encuentran y nos miramos fijamente. A ella se le está acabando la paciencia. Su boca traza una línea enfadada y tiesa.
—No hay nada que puedas hacer —replica cortante—. ¿No lo entiendes? Lena Morgan Jones ya no existe. Paf. Ha desaparecido. No hay forma de que regrese. Tu trabajo ha terminado.
—¿Así que dejamos que le maten? ¿O que le metan en la cárcel?
Suspira una vez más, como si yo fuera una niña mimada con una rabieta.
—Julián Fineman es el presidente de las Juventudes de la ASD —comienza de nuevo.
—Ya sé todo eso —estallo—. Me hiciste memorizarlo, ¿te acuerdas? ¿Y qué? ¿Tiene que ser sacrificado por la causa?
Raven me mira en silencio: asentimiento.
—Vosotros sois tan malos como ellos —consigo articular, a pesar de la opresión de la furia en la garganta y de la pesada losa de la indignación. Ese es también el lema de la ASD; «algunos morirán por la salud del común». Nos hemos hecho como ellos.
Raven se pone de píe otra vez y se dirige al pasillo.
—No puedes sentirte culpable, Lena —dice—. Esto es una guerra, ya lo sabes.
—¿No lo entiendes? —contraataco con las mismas palabras que ella usó conmigo hace mucho tiempo en la madriguera. Cuando murió Miyako—. No puedes decirme lo que debo sentir.
Ella mueve la cabeza. Veo un destello de compasión en su cara.
—¿Te… te gustaba de verdad, entonces? ¿Julián?
No puedo contestar. Solo asiento con la cabeza.
Se frota la frente con aire cansado y vuelve a suspirar. Durante un segundo me parece que va a dar marcha atrás. Va a aceptar ayudarme. Siento una oleada de esperanza.
Pero luego me mira de nuevo y su rostro está sereno, sin emociones.
—Salimos mañana hacia el norte —informa y así termina la conversación. Julián irá a la cárcel por nosotros, y nosotros sonreiremos y soñaremos con la victoria, un amanecer cercano, una mañana de neblina roja, color de sangre.
El resto del día pasa entre la bruma. Deambulo de habitación en habitación. Las caras se vuelven hacia mí, expectantes y sonrientes, y se dan la vuelta cuando no les hago caso. Deben de ser otros miembros de la Resistencia. Solo reconozca uno, un tipo de la edad de Tack que fue una vez a Salvamento para llevarnos nuestras tarjetas de identidad. Busco a la mujer que me ha traído aquí, pero no veo a nadie que se le parezca, nadie que hable como ella.
Me dejo llevar y escucho. Voy comprendiendo que estamos a unos treinta kilómetros al norte de Nueva York, junto al sur de la ciudad llamada White Plains. Debemos de estar puenteándoles la electricidad, porque tenemos luces, una radio y hasta una cafetería eléctrica. Un de los cuartos está lleno de tiendas de campaña y de sacos de dormir enrollados. Tack y Raven ya nos han preparado para el traslado. No tengo ni idea de cuántos miembros más de la Resistencia se unirán a nosotros; es de imaginar que se queden algunos, por lo menos aparte de la mesa plegable, las sillas y los catres para dormir, no hay muebles. La radio y la cafetera están colocadas directamente en el suelo de cemento, entre una maraña de cables. La radio esta encendida la mayor parte del día. El sonido traspasa los finos tabiques y, vaya, no puedo escapar de él.
«Julián Fineman… presidente de las Juventudes de América sin Deliria e hijo del presidente de la organización… él también víctima de la enfermedad…»
Cada emisora es igual. Todas cuentan la misma historia.
«… descubierto hoy…
»…en este momento bajo arresto domiciliario…
»… Julián, ha dimitido de su puesto y se ha negado a recibir la cura…»
Hace un año, de esta historia ni siquiera se habría informado. Se habría ocultado. Como seguramente se fue eliminando de los registros públicos lenta y sistemáticamente la propia existencia de su hermano después de su muerte. Pero las cosas han cambiado desde los incidentes. Raven lleva razón en una cosa: ha estallado la guerra, y los ejércitos necesitan símbolos.
«… reunión de emergencia del Comité Regulador de Nueva York, el CRNY… juicio sumarísimo… prevista la ejecución por inyección letal mañana a las diez de la mañana…
»…algunos consideran las medidas innecesariamente estrictas… protesta pública contra la ASD y el CRNY…»
Me hundo en una opacidad, en un espacio suspendido: ya no puedo sentir nada. El enfado se ha disuelto, y también la culpa. Estoy completamente aturdida. Julián va a morir mañana. Yo he contribuido a que muera.
Ese era el plan desde el principio. No me reconforta saber que si le hubieran operado, con toda probabilidad también habría muerto. Tengo el cuerpo helado, congelado como el hielo. Aunque llevo puesta un sudadera, no puedo entrar en calor. 


«… la declaración oficial de Thomas Fineman…
»… las ASD apoya la decisión del Comité Regulador… Los Estados Unidos se hallan en una encrucijada crítica, y ya no podemos tolerar a quienes quieren hacernos daño… hay que sentar un precedente…»
La ASD y los Estados Unidos de América ya no pueden permitirse ser indulgentes. La Resistencia es demasiado fuerte. Está creciendo de forma clandestina bajo el subsuelo, en túneles y madrigueras, en los lugares oscuros y húmedos a las que no pueden legar.
Así que van a usar esto para hacer un escarmiento público. A la luz del día.
En la cena consigo comer algo y, aunque aún soy incapaz de mirar a Raven y a Tack, noto que interpretan el hecho de que coma como una señal de que he transigido. Muestran una alegría forzada, demasiado chillona. Cuentan chistes e historias para los otros cuatro o cinco miembros de la Resistencia que se han reunido en torno de la mesa. La voz de la radio se filtra y penetra por las paredes como el siseo sibilante de una serpiente.
«… ninguna otra declaración de Julián ni de Thomas Fineman…»
Después de la cena voy a la letrina exterior, una pequeña cabaña a veinte metros del edificio principal, más allá de una extensión de pavimento agrietado.
Es la primera vez que salgo en todo el día y aprovecho para echar un vistazo. Estamos en una especie de nave vieja, ubicada al final de un largo y sinuoso sendero rodeado de bosques. Hacia el norte distingo el resplandor brillante de la iluminación urbana: eso debe ser White Plains. Hacia el sur, contra el cielo rosa azulado del atardecer, puedo detectar apenas un resplandor desvaído, como un halo: corona artificial de luces que identifica a la ciudad de Nueva York. Deben de ser sobre las siete, demasiado pronto para el toque de queda o el apagón obligatorio. Julián tiene que encontrarse en algún sitio entre esas luces, en esa maraña de gente y edificios. Me pregunto si estará asustado. Me pregunto si estará pensando en mí.
Sopla un viento frío, pero lleva consigo el olor de la tierra que se deshiela y de la vegetación que vuelve a crecer: un olor a primavera. Me acuerdo de muestro apartamento en Brooklyn, todo recogido ya o quizás registrado de arriba abajo por los reguladores y la policía. Lena Morgan Jones está muerta, como ha dicho Raven, y ahora habrá una nueva Lena, al igual que cada primavera a los árboles les salen nuevas hojas y brotes por encima de los viejos, sobre lo muerto y lo podrido. Me pregunto quién será esa Lena.
Durante un momento siento una punzada de tristeza. Ya he tenido que renunciar a tanto, a tantas vidas y a tantos yos. He crecido y he resurgido de los escombros de mis antiguas vidas, de las cosas y las personas a las que he amado. Mi madre, Grace, Hana, Álex.
Y ahora, Julián.
No quería ser esta persona.
Un búho ulula es algún sitio. Es un sonido agudo en la creciente penumbra, como una alarma lejana. Entonces me doy cuenta de la verdad, y la certeza es como un muro de hormigón que se eleva en mi interior. Esto no es lo que yo quería. No vine a la Tierra Salvaje para esto. Álex no quiera que yo viniera para ser así, para volver la espalda y enterrar a las personas que me importan y erigirme dura e indiferente sobre sus cadáveres, como hace Raven. Como hace también los zombis.
Pero yo no lo haré. He dejado que desaparezcan demasiadas cosas. Ya he renunciado a bastante.
El búho vuelve a ulular y ahora el sonido se oye agudo, nítido. Todo me parece más claro: el crujido de los árboles secos: los olores que flotan en el aire, matizados y profundos; un estruendo distante, que se hace más fuerte y luego vuelve a decaer.
Camiones. Los escuchaba sin pensar, pero luego la palabra, la idea, se vuelve más clara; no podemos estar lejos de una autopista. Tenemos que haber llegado en un coche desde la ciudad, lo que significa que debe haber una forma de entrar.
No necesito a Raven ni a Tack. E incluso aunque Raven tuviera razón sobre Lena Morgan Jones —ella ya no existe, después de todo—, por suerte, tampoco la necesito a ella.
Vuelvo al interior del edificio. Raven está sentada frente la mesa plegable, empaquetando comida en fardos de tela. Nos los ataremos a las mochilas y, cuando acampemos por la noche. Los colgaremos de los árboles para que los animales no puedan alcanzarlos.
Por lo menos, eso es lo que va a hacer ella.
—Hola —me sonríe demasiado amistosa, como ha hecho toda la noche—. ¿Has comido suficiente?
Asiento con la cabeza.
—Hacía mucho tiempo que no comía tanto —respondo, y hace una pequeña mueca. Es una indirecta, pero no puedo evitarlo. Me apoyo en la mesa; hay varios cuchillos afilados puestos a secar sobre un trapo de cocina.
Raven se abraza una rodilla contra el pecho.
—Oye, Lena. Siento no habértelo dicho antes. Pensé que sería… Bueno, sólo pensé que sería mejor así.
—Además, así la prueba era más real —replico, y ella alza la mirada rápidamente. Me inclino hacia adelante y coloco la palma sobre el mango de uno de los cuchillos. Siento cómo su contorno se me clava en la carne.
Ella suspira y aparta la vista.
—Sé que en este momento debes de odiarnos —empieza a decir, pero la corto.
—No os odio.
Me vuelvo a enderezar, llevándome conmigo el cuchillo. Me lo guardo cuidadosamente en el bolsillo trasero.
—¿De verdad?
Durante un momento parece mucho más joven de lo que es.
—De verdad —repito, y me dedica una sonrisa pequeña, tensa, aliviada. Es una sonrisa sincera—. Pero tampoco quiero ser como vosotros.
Su sonrisa flaquea. Mientras estoy ahí de pie, mirándola se me ocurre que esta podría ser la última vez que la veo. Me atraviesa un dolor afilado, como un filo en el centro del pecho. No estoy segura de haberla amado alguna vez, pero ella me parió aquí, en la Tierra salvaje. Ha sido tanto una madre como una hermana. Es otra persona más que tendré que enterrar.
—Algún día lo comprenderás —dice, y sé que lo cree de verdad. Me mira con los ojos muy abiertos, deseando que entienda que la gente debe de ser sacrificada por las causas, que la belleza se puede construir sobre la espalda de los muertos.
Pero no es culpa suya. En realidad, no. Raven ha sufrido pérdidas profundas una y otra vez, y ella también ha tenido que enterrarse a sí misma. Hay fragmentos de Raven repartidos por todas partes. Su corazón está acurrucado junto a un pequeño conjunto de huesos enterrados a la orilla de un río helado, que volverán a salir con el deshielo de primavera como el armazón de un barco que se eleva de las aguas.
—Espero que no —declaro, con toda la suavidad que puedo y así es como le digo adiós.
Guardo el cuchillo en la mochila y palpo para asegurarme de que aún conservo el pequeño paquete de tarjetas de identificación que les robé a los carroñeros. Desde luego, me van a venir muy bien. Cojo un anorak de uno de los catres y robo barritas de cereales y varias botellas de agua de una bolsa de nailon ya preparada para mañana. Me pesa la mochila, incluso después de sacar el Manual de FSS —eso ya no lo voy a necesitar nunca más—, pero no me atrevo a dejar las provisiones. Si consigo liberar a Julián, tendremos que huir rápido e irnos lejos, aún no sé cuánto tiempo puede pasar hasta que nos encontremos con un hogar.
Me desplazo sin ruido hacia la parte de atrás de la nave hacia una puerta lateral que da al aparcamiento y la letrina exterior. Solo me cruzo con una persona, un tipo alto y desgarbado con pelo rojo fuego que me mira una vez y luego aparta la vista. Esa es una habilidad que aprendí en Portland y que nunca he olvidado: cómo encogerme sobre mí misma y hacerme invisible. Me escabullo rápidamente y paso de largo el cuarto en le que están la mayor parte de los miembros de la Resistencia, incluido Tack, holgazaneando en torno a la radio, riendo y hablando. Alguien fuma un cigarrillo liado a mano. Otro juega con una baraja de cartas. Veo la nuca de Tack y mentalmente le mando un adiós.
Y luego salgo una vez más a la oscuridad, y soy libre.
Al sur de aquí, Nueva York sigue lanzando su aureola resplandeciente hacia el cielo. Debe de faltar una hora larga para el toque de queda y el apagón que afecta a casi toda la ciudad. Solo los ricos, los funcionarios del gobierno, los científicos y la gente como Thomas Fineman tienen acceso ilimitado a la luz.
Echo a correr en dirección a la autopista, haciendo pausas de vez en cuando para tratar de escuchar el ruido de los camiones. En general hay silencio, solo interrumpido por los búhos que ululan y los pequeños animales que se escabullen en la oscuridad. El tráfico es esporádico. Sin duda es una carretera que se usa casi exclusivamente para camiones de aprovisionamiento.
De repente, ahí está: un río largo y grueso de cemento, iluminado por la luz plateada de la luna que se alza en el cielo. Giro hacia el sur y reduzco la velocidad hasta ir al paso. Mi aliento se convierte en vaho delante de mí. El aire está limpio y frío y me parte los pulmones cada vez que aspiro, pero es una buena sensación.
Sigo caminando de forma que la autopista quede a mi derecha, con cuidado de no acercarme demasiado. Puede que haya puestos de control por el camino, y lo último que necesito es que me agarre una patrulla.
Quedan aproximadamente unos treinta kilómetros hasta la frontera norte de Manhattan. Resulta fácil perder la noción del tiempo, pero creo que pasan al menos seis horas antes de que vea, en la distancia, los altos muros de hormigón que marcan la frontera de la ciudad. La marcha ha sido lenta. No tengo linterna y a menudo la luna se perdía entre la densa maraña de ramas entrelazadas por encima de mí, entre esos dedos esqueléticos que se enredan unos con otros. En algunos tramos prácticamente tenía que avanzar a tientas. Por suerte, la autopista producía alguna luz a mi derecha y me servía para orientarme. De otro modo, estoy segura de que me hubiera perdido.
Portland estaba completamente rodeado por una alambrada de tela metálica que teóricamente estaba electrificada. En Nueva York hay tramos de la frontera que están hechos de hormigón y alambre de espino. Se ven altas torres de vigía situadas a intervalos a lo largo del muro, con potentes focos dirigidos a la oscuridad que iluminan las siluetas de los árboles del otro lado, la Tierra Salvaje. Aún me faltan unos cientos metros hasta el puesto de cruce y se ven un poco las luces entre los árboles, pero me agacho y me muevo lentamente hacia la autopista, atenta a cualquier movimiento. Dudo que haya patrullas a este lado de la frontera, pero por otro lado, las cosas están cambiando.
Nunca se es lo suficientemente cuidadoso.
A unos cinco metros de la carretera hay un barranco largo y poco profundo cubierto por una fina capa de hojas en descomposición. Todavía tiene charcos de lluvia y nieve derretida. Bajo hasta él y me tumbo boca abajo. De esta forma debería ser prácticamente invisible desde la autopista, incluso si alguien estuviera de patrulla. La humedad traspasa mis pantalones y me doy cuenta de que, cuando llegue a Manhattan, voy a necesitar otro juego de ropa y un sitio para cambiarme. Va a ser imposible caminar por las calles de la ciudad vestida así sin levantar sospechas. Ya me ocuparé más tarde de eso.
Pasa mucho tiempo antes de que oiga a lo lejos un rugido del motor de un camión. Luego aparecen los faros en la oscuridad, iluminando la neblina. El camión pasa renqueante junto a mí, enorme, blanco, estampado con el logotipo de una cadena de alimentación. Va frenando a medida que se acerca al puesto fronterizo. Me alzo sobre los codos. Hay un hueco en el muro a través del cual la autopista se extiende como una lengua plateada. Está cerrado con una pesada verja de hierro. Cuando el camión frena, salen dos figuras oscuras de una garita. Iluminadas por los focos, no son más que sombras grabadas en las que se destaca la silueta negra de los rifles. Estoy demasiado lejos para distinguir lo que dicen, pero imagino que están comprobando los papeles del conductor. Uno de los guardias da una vuelta en torno al vehículo, para inspeccionarlo. Sin embargo, no abre la puerta trasera para comprobar el interior. Descuidado. El descuido es bueno.
A lo largo de las horas siguientes, observo pasar otros cinco camiones más. En cada caso se repite el ritual, aunque un camión que luce un letrero de EXXON es abierto y registrado exhaustivamente. Mientras espero, hago planes. Me acerco más, manteniéndome en el suelo, moviéndome sólo cuando la carretera está vacía y la luna se ha ocultado tras alguna de las pesadas masas de nubes en el cielo. Cuando me faltan unos quince metros para llegar al muro, me agacho de nuevo a esperar. Estoy tan cerca que puedo distinguir rasgos particulares de los guardias, ambos hombres, cuando salen de la garita para dar la vuelta a los camiones que se acercan. Oigo también fragmentos de conversaciones: piden la tarjeta de identidad, comprueban el permiso y la matrícula. El ritual no dura más de tres o cuatro minutos. Tendré que actuar rápidamente.
Debería haberme puesto algo de más abrigo que un anorak, aunque al menos el frío me mantiene despierta.
Cuando veo la oportunidad de moverme, el sol ya se está alzando tras una fina capa de nubes oscuras. Los focos siguen encendidos, pero su potencia se ve reducida por el turbio amanecer y ya no resultan tan cegadores.
Un camión de la basura, con una escalera que asciende por uno de los lados hasta el techo metálico, se detiene con un estremecimiento ante la verja. Me agacho y agarro bien la piedra que he cogido antes en la zanja. He de flexionar los dedos unas cuantas veces para que circule la sangre. Tengo los miembros agarrotados y me duelen de frío.
Un guardia da la vuelta al vehículo mientras completa la inspección, sosteniendo el rifle contra su pecho. El otro se mantiene en la ventana del conductor, echándose el aliento en las manos y preguntando las cosas habituales: «¿De dónde vienes? ¿A dónde te diriges?»
Me pongo de pie con la piedra en la mano derecha y me meto rápidamente entre los árboles, con cuidado de pisar donde las hojas se han convertido ya en un mantillo húmedo para que amortigüen mis pisadas. Me late tan fuerte el corazón que casi no puedo respirar. Los guardias están a unos siete metros hacia la derecha, quizá menos. Sólo tengo una oportunidad.
Cuando estoy lo suficientemente cerca del muro como para poder confiar en mi puntería, tomo impulso y lanzo la piedra hacia uno de los reflectora. Al impactar contra él, hay una pequeña explosión y se oye el ruido del cristal que cae. Inmediatamente, vuelvo sobre mis pasos dando una vuelta por detrás, mientras los dos guardias se giran.
—¿Qué diablos? —dice uno de ellos, y echa a correr hacia el foco dañado, preparando el rifle. Rezo para que el segundo guardia le siga. Este vacila, se pasa el arma de la mano derecha a la izquierda. Escupe.
Ve, ve, ve.
—Espera aquí —le dice al conductor, y entonces él también se aleja del camión de basura.
Eso es, esta es mi oportunidad, mientras los guardias están distraídos estudiando la luz rota a quince metros de distancia. Tengo que acercarme al camión en ángulo, por el lado del copiloto. Me doblo en dos e intento hacerme lo más pequeña posible. No puedo arriesgarme a que el conductor me vea por el retrovisor.
Durante veinte minutos de pánico estoy en la carretera, al descubierto, lejos de los árboles y de los retorcidos arbustos pardos que me han servido de protección, y justo en ese momento me acuerdo de la primera vez que Álex me llevó a la Tierra Salvaje, del miedo que tenía de trepar la alambrada, de lo vulnerable que me sentía, aterrorizada y expuesta, como si me hubieran cortado para abrirme.
Tres metros, dos metros, un metro. Y luego subo por la escalera: el metal helado me muerde los dedos. Cuando llego al techo, me tumbo boca abajo sobre una capa de polvo y cagadas de pájaro. Hasta el metal huele dulce y extraño, como a basura podrida. Es un olor que ha debido de ir penetrando a lo largo de los años en el armazón del camión. Entierro la cara contra el puño del anorak para no toser. El techo es un poco cóncavo y está bordeado por una barandilla metálica de unos seis centímetros de alto, lo que significa que al menos no corro peligro de carme cuando el vehículo se ponga en marcha. Eso espero.
—¡Oye! —grita el conductor llamando a los guardias—. ¿Me dejáis pasar o qué? Tengo un horario que cumplir.
No hay una reacción inmediata. Parece que pasa una eternidad antes de que oiga las pisadas que vuelven al camión y la voz de uno de los guardias, que dice:
—Vale, adelante.
La verja metálica se abre con un chasquido y el camión se pone en marcha. Cuando coge velocidad, me deslizo hacia atrás, pero consigo encajar manos y piernas en la barandilla de metal. Desde arriba debo de parecer una estrella de mar gigante, pegada al techo de ventosas. El viento golpea fuerte y me hace llorar; el frio cortante trae consigo los olores del río Hudson, y sé que debe de estar cerca. A la izquierda, justo al lado de la autopista, se encuentra la ciudad: vallas publicitarias, farolas desmanteladas y los feos edificios de apartamentos con fachadas entre el gris y el morado, como caras hostiles y magulladas vueltas hacia el horizonte.
El camión prosigue por la autopista y yo tengo que hacer un esfuerzo para sostenerme, para no caer al suelo en un bache. El frío es ya una agonía: mil agujas en la cara y las manos. Tengo que apretar los ojos por lo mucho que me lloran. Llega el día, oscuro y lento. El resplandor rojo del horizonte arde rápidamente y se consume, tragando por unas nubes esponjosas como la lana. Comienza a lloviznar. Cada gota de agua es una esquirla de cristal contra mi piel, y el techo del camión se pone resbaladizo, lo que me hace más difícil permanecer agarrada.
Por suerte, el camión enseguida reduce la velocidad y sale de la autopista. Es aún muy temprano y las calles están prácticamente en silencio. Pasamos por estrechos cañones entre torres enormes de piedra y acero. Por encima se ciernen edificios de apartamentos como dedos enormes que apuntan al cielo. Ahora percibo aromas a comida que salen a la calle por las ventanas de millones y millones de personas.
Esta es mi parada.
En cuanto el camión se detiene en un semáforo, me deslizo por la escalera, observando la calle para asegurarme de que no haya nadie mirando, y salto a la acera. El camión de la basura prosigue su torpe viaje mientras yo intento entrar en calor dando saltitos y soplándome en las manos. La 72. Julián vive en Charles Street, según me dijo, al otro lado del centro. A juzgar por la luz, deben de ser sobre las siete, quizá algo más tarde, pues la espesa cubierta de nubes hace difícil precisar la hora con exactitud. No puedo arriesgarme a que me vean en un autobús con la pinta que tengo: con manchas de agua, cubierta de barro.
Doblo hacia West Side Highway y atravieso el sendero para peatones que corta de norte a sur por el parque amplio y bien cuidado que discurre paralelo al Hudson. Por ahí será más fácil evitar a la gente; nadie va a dar un paseo tan pronto por la mañana en un día lluvioso. En este momento, el agotamiento me arde en los ojos y noto los pies como si fueran de plomo. Cada paso es una agonía.
Pero cada paso me acerca más a Julián y a la persona en que he prometido convertirme.
He visto en las noticias fotos de la casa de los Fineman y, una vez llego a la maraña de calles estrechas del West Village, tan diferente a la plantilla ordenada que define al resto de Manhattan —una elección sorprendente para Thomas Fineman—. No tardó mucho en dar con ella. La lluvia sigue cayendo, y mis zapatillas chapotean en la acera a cada paso que doy. La casa de los Fineman es inconfundible; es la más grande de la manzana y la única que está rodeada por un alto muro de piedra. Una verja de hierro, medio cubierta de hiedra parda, ofrece una vista parcial del sendero delantero y de un pequeño patio marrón, cubierto casi completamente de barro. Me paseo por la calle buscando señales de actividad en la casa, pero todas las ventanas están oscuras y, si hay guardias que vigilen a Julián deben estar dentro. Siento una oleada de placer al ver la pintada que alguien ha hecho en el muro de la casa: ASESINO. Raven llevaba razón: la Resistencia crece cada día.
Otra vuelta a la manzana y esta vez observo toda la calle, manteniendo la vista alta y buscando testigos, vecinos fisgones, problemas, rutas de escape. Aunque estoy empapada, agradezco la lluvia. Me facilitará las cosas. Al menos, mantiene a la gente fuera de las calles.
Me acerco a la verja de hierro de los Fineman, intentando ignorar la ansiedad que me recorre como un zumbido. Hay un teclado electrónico, justo como me dijo Julián: una diminuta pantalla me pide que teclee un código de acceso. Durante un instante, a pesar de la lluvia y del golpeteo desesperado de mi corazón en el pecho, no puedo evitar quedarme ahí, asombrada ante esa elegancia: un mundo de cosas hermosas y vibrantes, electricidad generosa y controles remotos, mientras la mitad del país lucha penosamente en la oscuridad y los espacios cerrados, entre el frio y calor, rebañando migajas de poder como los perros chupan cartílago de un hueso.
Por primera vez se me ocurre que esto, en realidad, puede haber sido el objetivo de los muros y las fronteras, de la intervención y las mentiras: convertirse en un puño que aprieta cada vez más. Es un mundo hermoso para la gente a la que le toca hacer de puño.
Siento que el odio se tensa en mi interior. Eso también me va a ayudar.
Julián comento que su familia dejaba claves en la verja o alrededor para recordar el código.
No tardo mucho en deducir los tres primeros dígitos. En lo alto de la cerca hay una placa metálica grabada con una cita del Manual de FSS: «felices son quienes tiene un lugar, sabios son quienes siguen el sendero, benditos son quienes obedecen la palabra».
Es un proverbio famoso, uno que procede, por cierto, del Libro de Magdalena, un pasaje del Manual que conozco bien. Magdalena es mi tocaya, así que solía leer esas páginas con detenimiento, buscando huellas de mi madre, de sus razones y de su mensaje para mí.
Libro 9, Proverbio 17. Tecleo 917 en el teclado: si tengo razón solo me falta un numero. Estoy a punto de probar al azar cuando algo capta mi atención. Cuatro farolillos blancos de papel con el logo de la ASD ondean sobre el porche, agitándose con el viento, uno casi se ha soltado de la cuerda; cuelga de una manera rara, como una cabeza medio decapitada, y golpea rítmicamente en la puerta principal. Salvo por el logo de la ASD, las lamparitas parecen decoraciones típicas de una fiesta infantil de cumpleaños. Resultan extrañamente incongruentes coronado el enorme porche de piedra, meciéndose por encima del desolado patio.
Una señal. Tiene que serlo.
9174. la verja produce un chasquido cuando se deslizan los cerrojos.
Entro rápidamente en el patio delantero y cierro a mi espalda, tratando de absorber la mayor cantidad de información posible. Cinco pisos, incluido un sótano; las cortinas echadas, todo a oscuras. Ni siquiera me planteo entrar por la puerta principal. Estará cerrada con llave y, si hay guardias en alguna parte, sin duda estarán esperando en el recibidor. En vez de eso, me deslizo por el costado de la casa y encuentro unas escaleras de cemento que descienden hasta una puerta combada de madera: la entrada al sótano. Hay una ventanita en la pared de ladrillo, pero está tapada por unas pesadas persianas de madrea y no consigo ver el interior. Tendré que entrar a ciegas y rezar por que no haya guardias aquí.
Esta puerta también está cerrada, pero el pomo es viejo y esta suelto, así que debería resultar bastante fácil abrirlo… me pongo de rodillas y saco el cuchillo. Tack me mostro una vez como abrir cerrojos con la punta de una navaja, pero Hana y yo habíamos adquirido esa habilidad hacia años, porque sus padres guardaban todas las galletas y los dulces bajo llave es un despensa. Introduzco la punta del cuchillo en el resquicio entre la puerta y el marco. Tras unos instantes de forcejeo, noto que el cerrojo cede. Me guardo el cuchillo en el bolsillo de anorak. Ahora tendré que tenerlo a mano. Respiro hondo y entro con cautela en la casa.
Esta muy oscuro. Lo primero que noto es el olor: un olor a lavandería, a toallas con aroma a limón y sabanas pasadas por la secadora. Lo segundo que noto es el silencio. Me apoyo en la puerta y dejo que mis ojos se adapten a la oscuridad. Las formas comienzan a precisarse: una lavadora y una secadora en un rincón, un cuarto lleno de cuerdas de tender.
Me pregunto si aquí encerraron al hermano de Julián, si moriría en este lugar solo, hecho ovillo en el suelo de cemento, bajo sabanas que goteaban con el olor a humedad llenándole la nariz.
Aparto rápidamente esa idea de mi mente. La ira sirve solo hasta cierto punto. Más allá, se convierte en cólera, y la cólera te hace descuidado.
Suelto un poco de aire. Aquí abajo no hay nadie, siento el silencio.
Atravieso la lavandería, pasando por debajo de varios pares de calzoncillos que están tendidos en una cuerda. Se me cruza velozmente por la mente la idea de que alguno de ello podría ser de Julián.
Es absurdo como la mente intenta distraerse.
Pasando el cuarto de lavar hay un trastero lleno de productos de limpieza y, más allá, unas estrechas escaleras de madera que conducen a la planta baja. Las subo muy lentamente. Muchos de los peldaños están abombados y podrían hacer ruido.
En lo alto hay una puerta. Me detengo a escuchar. La casa está en silencio y me empieza a recorrer la piel un sentimiento de ansiedad creciente. Esto no está bien. Es demasiado fácil. Debería haber guardias y reguladores, algo más que este silencio de peso muerto, que cuelga insoportablemente como una manta gruesa.
Cuando abro la puerta con cuidado y salgo al vestíbulo, la constatación es como un golpe físico; ya se han ido todos. Llego demasiado tarde. Deben de haberse llevado a Julián esta mañana temprano y ahora la casa está vacía.
Aun así, me siento obligada a comprobar cada cuarto. Se está formando en mi interior una sensación de pánico: llego demasiado tarde, se ha ido, todo ha acabado, y lo único que puedo hacer para contenerla es seguir moviéndome, seguir avanzando sin hacer ruido por los suelos enmoquetados y buscar en cada armario, como si Julián pudiera estar en alguno de ellos.
Compruebo el salón, que huele a barniz. Los pesados cortinajes están cerrados. Lo que impide ver la calle. Hay una cocina inmaculada y un comedor que parece que no se usa, un baño que huele de forma empalagosa a lavanda, y un pequeño cuarto de estar, presidido por la pantalla de televisión más grande que he visto en mi vida. Hay un estudio lleno de panfletos de la ASD y otros artículos de propagada a favor de la cura. Más abajo, me encuentro una puerta cerrada con llave. Me acuerdo de lo que Julián me contó sobre el segundo estudio del señor Fineman. Este debe ser el cuarto de los libros prohibidos.
Arriba hay tres dormitorios. El primero está vacío, deshabitado, huele a cerrado. Me invade la certeza de que era la habitación del hermano de Julián y que ha permanecido cerrada desde su muerte.
Aspiro profundamente cuando llego al cuarto de Julián, sé que es el suyo. Huele a él. Aunque ha estado preso aquí, no hay señales de lucha. Hasta la cama está hecha, pero la colcha estirada de cualquier manera sobre las sabanas de rayas verdes y blancas.
Durante un instante siento un impulso de meterme en su cama y llorar, de envolverme con sus mantas como deje que me envolviera entre sus brazos en Salvamento. Su armario esta entreabierto; veo estanterías llenas de vaqueros desgastados y alegres camisas. La normalidad de todo esto casi acaba conmigo. Hasta en un mundo de revés, un mundo de guerra y locura, la gente cuelga su ropa, dobla sus pantalones, hace la cama.
Es la única forma.
La siguiente habitación es mucho más grande y está dominada por dos camas dobles, separadas por un espacio amplio: es el dormitorio principal. Me veo de repente en un enorme espejo colgado sobre una de las camas y doy un paso tras. Hacía días que no veía mi reflejo. Tengo la cara pálida y la piel tirante sobre los pómulos. Mi barbilla esta sucia de tierra, y mi ropa también. El pelo se me ha encrespado con la lluvia. Por mi aspecto, cualquiera dirías que acabo de escaparme de un manicomio.
Rebusco entre la ropa de la señora Fineman y encuentro un suave jersey de cachemir y un par de vaqueros negros limpios. Me quedan grandes de la cintura, pero cuando me pongo un cinturón tengo un aspecto casi normal. Saco el cuchillo de la mochila y envuelvo la hoja en una camiseta para llevarlo sin peligro en el bolsillo de anorak. Hago un rebujo con el resto de mi ropa y la escondo en la parte de atrás del armario, detrás del zapatero. Miro la hora en el reloj en la mesilla. Las ocho y media de la mañana.
Al bajar, veo una estantería en un entrante del pasillo y la figurita de un gallo colocada en la balda superior. No sé explicar las sensaciones que me abruman ni por qué me importa, pero de repente necesito saber si Thomas Fineman ha seguido guardando ahí la llave del segundo estudio durante todos estos años. Es el tipo de hombre que haría eso, incluso después de que su hijo hubiera descubierto el escondrijo. Estoy segura de que considero que la paliza había sido suficiente como elemento disuasorio. Es muy posible que dejara ahí la llave para ponerle a prueba y para provocarle, para que cada vez que Julián la viera, se acordara y lo lamentara.
La estantería no es particularmente grande, y la última balda no está muy alta. Julián podría llegar sin dificultad, pero yo tengo que subirme a un taburete para alcanzar la figurita. En cuanto tiro del animal de porcelana hacia mí, algo suena en su tripa. La cabeza del gallo se desenrosca y cae en mi mano una llave metálica.
Y en ese momento oigo un sonido amortiguado de pasos y alguien que dice «si, si, exacto». Se me para el corazón: es la voz de Thomas Fineman. En el extremo del pasillo, veo que el pomo de la puerta principal se mueve mientras Fineman gira una llave en la cerradura.
Instintivamente, bajo del taburete, aun con la llave en la mano, y voy corriendo a la puerta cerrada. Me lleva unos segundos meterla en la cerradura mientras oigo como se deslizan los cerrojos, primero uno y luego el otro. Me quedo inmóvil en el pasillo, aterrorizada, cuando la puerta principal se abre un poco.
Luego, Fineman dice:
—Maldición.
Se detiene
—No, Mitch, no es por ti. Se me ha caído una cosa.
Debe estar hablando por teléfono. En el tiempo que le lleva hacer una pausa y recoger lo que se ha caído, consigo introducir la llave y me meto rápidamente en el estudio prohibido. Cierro una decima de segundo antes de que la puerta principal se cierre también, en una especie de doble latido.
Luego, las pisadas se acercan por el pasillo. Yo me alejo de la puerta como si Fineman pudiera olerme. El cuarto esta en penumbra y los pesados cortinajes de terciopelo de la ventana no están bien cerrados, lo que permite que penetre un hilo de luz gris. Torres de libros y dibujos se elevan hacia el techo en espiral como tótems retorcidos. Me tropiezo con una mesa y tengo que girarme. Atrapo en el último momento un pesado volumen encuadernado en cuero, antes de que caiga al suelo y haga ruido.
Fineman se detiene frente a la puerta del estudio y creo que voy a desmayarme. Me tiemblan las manos.
Ya no me acuerdo de si he devuelto a su sitio la cabeza del gallo.
Por favor, por favor, por favor sigue tu camino.
—Ajá —dice por teléfono. Su voz es precisa y fría, dura como el pedernal: no se parece en nada al acento arrastrando y optimista que usa cuando habla en entrevistas de radio y en los actos de la ASD—. Sí, exactamente. A las diez. Está decidido.
Otra pausa, y luego dice:
—Bueno, la verdad es que hay otra opción, ¿no? ¿Qué impresión daría si yo tratara de apelar?
Sus pasos se alejan escaleras arriba y yo suelto un poco de aire, aunque sigo demasiado asustada para moverme. Me aterroriza volver a tropezarme con algo y tirar alguno de los montones de libros. Me quedo petrificada, inmóvil, hasta que los pasos de Fineman se vuelven a ir bajando las escaleras.
—Lo tengo —dice. Y su voz se va haciendo más tenue. Se va calle Dieciocho con Sexta. Centro Médico Noreste.
Luego, la puerta principal se abre y se vuelve a cerrar, y todo vuelve a quedar a silencio.
Espero algunos minutos más antes de moverme, solo para estar totalmente segura de que estoy sola, de que Fineman no va a regresar. Me sudan tanto las palmas que apenas puedo devolver el libro a su sitio. Es un volumen de gran formato, con letras doradas, que estaba colocado en una mesa junto a una docena de libros similares. Pienso que debe de ser una especie de enciclopedia hasta que veo grabadas en el lomo las palabras Costa Este, Nueva York: terroristas, anarquista, disidentes.
De repente tengo la sensación de que me han dado un puñetazo en el estomago. Me agacho para leer los títulos con más calma. No son libros, sino registros: una lista numerada de los presos más peligrosos de los Estados Unidos, divididos por zonas y por sistemas penitenciario.
Debería irme. El tiempo se acaba y tengo que encontrar a Julián, aunque sea demasiado tarde para ayudarle. Pero dentro de mi otro impulso igual de fuerte: el de encontrarla, ver su nombre. Necesito saber si está incluida en la lista, aunque sé que tiene que estar. Mi madre estuvo confinada durante doce años en el Pabellón Seis, un lugar de celdas de aislamiento reservadas exclusivamente para los miembros de la Resistencia y los agitadores políticos más peligrosos.
No sé por qué me importa. Mi madre escapó. Consiguió abrir un agujero hasta perforar el muro, escarbando y escarbando a lo largo de años, durante más de una década, como un animal. Y ahora está en algún sitio, libre. La he visto en mis sueños, corriendo por una parte de la Tierra Salvaje que es siempre verde, donde siempre hace sol y abunda la comida.
Aun así, tengo que ver su nombre.
No tardo en encontrar Costa Este, Maine Connecticut. La lista de los presos políticos que han estado encarcelados en las Criptas durante los últimos veinte años ocupa cincuenta páginas. Los nombres no están ordenados alfabéticamente, sino por fecha, este libro ha pasado por muchas manos. Tengo que acercarme a la ventana, hasta la fina grieta de luz, para leer. Me tiemblan las manos, así que apoyo el libro en una esquina del escritorio casi completamente oculta por más libros, títulos prohibidos de los tiempos anteriores a la cura. Estoy demasiado centrada en la lista de nombre —cada uno una persona, cada uno una vida oculta por muros de piedra— para que me importen o para mirar más de cerca. Solo me consuela un poco saber que algunas de estas personas habrán escapado tras el atentado de las Criptas.
Localizo sin dificultad el año en que se llevaron a mi madre, cuando cumplí seis años, cuando me dijeron que se había muerto. Es una sección de cinco o seis páginas, y contiene unos doscientos nombres.
Voy corriendo la pagina hacia abajo con el dedo, sintiéndome mareada sin razón. Sé que va a estar en el libro. Y sé que en este momento está a salvo. Pero aun así. Tengo que verlo; hay una parte de ella que existe en los desvaídos trazos de su nombre. Su vida fue tomada por ese trazo de pluma, y también la mía.
Y entonces lo veo. Se me queda el aliento atrapado en la garganta. Su nombre está escrito pulcramente, en una caligrafía amplia y elegante, como si quien tuviera el libro en aquel momento disfrutara con las amplias curvas de las aes y las eles: «Annabel Gilles Haloway. Las Criptas. Pabellón Seis. Celda de aislamiento. Agitadora nivel 8»
Junto a esas palabras figura su número. Está escrito con cuidado, nítidamente: 5996.
Mi visión se estrecha y en ese momento el número parece iluminado por un rayo enorme. Todo lo demás es negrura niebla. 5996… el descolorido número verde que tenía tatuado la mujer que me rescato de Salvamento, la mujer de la máscara.
Mi madre.
Ahora regresan mis impresiones de ella. Pero deshilvanadas, como piezas de un rompecabezas que no acaban de encajar. Su voz, grave, desesperada y algo más. ¿Quizás suplicante? La forma en que alargó la mano como para tocarme el rostro, antes de que yo la rechazara de un manotazo. La forma que repetía mi nombre, su altura. La recordaba alta, pero es bajita como yo, no debe medir más de un metro sesenta y dos. La última vez que la vi, yo tenía seis años. Como no iba a parecerme alta entonces.
Dos palabras me recorren ardientes y cada una es una mano caliente que me desgarra las entrañas: imposible y madre.
La culpa y la incredulidad me destrozan, me aflojan es estómago. No la reconocí. Siempre pensé que la reconocería. Me imaginaba que sería como la madre de mis recuerdos, de mis sueños: borrosa, castaña, risueña. Me imaginé que olería a jabón y a limones, que sus manos tendrían una suavidad de crema.
Ahora me doy cuenta de que era una tontería. Ha pasado más de una década en las Criptas, en una celda. Ha cambiado, se ha endurecido.
Cierro el libro de golpe, con rapidez, como si eso pudiera ayudarme, como si su nombre fuera un insecto que corriera entre las páginas y yo pudiera mandarlo de vuelta al pasado solo con aplastarlo. Madre. Imposible. Después de todo aquello, de esperar y desear y buscar, estuvimos tan cerca. Nos tocamos.
Y aun así, prefirió no decirme quien era. Aun así, prefirió marcharse.
Voy a vomitar. Camino sin ver. Dando tumbos por el pasillo. Salgo a la llovizna. No pienso, apenas puedo respirar. Solo cuando llego a la Sexta Avenida, a varia manzanas de distancia, el frio comienza a despejar la bruma de mi mente. En ese momento me doy cuenta de que sigo apretando la llave del estudio prohibido en una mano. Se me ha olvidado volver a cerrarlo. Ni siquiera estoy segura de haber cerrado la puerta principal al salir; igual la he dejado abierta de par en par.
Ya no importa. No importa nada. Llego demasiado tarde para ayudar a Julián. Llego demasiado tarde para hacer nada más que verle morir.
Los pies me llevan hacia la calle Dieciocho, donde Thomas Fineman va presenciar la ejecución de su hijo. Mientras camino con la cabeza baja, aferro el mango del cuchillo que llevo en el bolsillo del anorak.
Quizá no sea demasiado tarde para la venganza.
El Centro Médico Noreste es uno de los complejos de laboratorios más bonitos que he visto nunca, con fachada de piedra y balcones de hierro decorados. Solo una discreta placa dorada encima de la puerta de madera indica que es una institución médica. Probablemente antaño fuera un banco o una oficina de correos, en aquellos días en que el gasto no estaba regulado, cuando la gente se comunicada libremente entre ciudades y fronteras. Tiene ese aire majestuoso e imponente. Claro que Julián Fineman no puede ser ejecutado entre mortales comunes, en uno de los pabellones municipales o en el ala hospitalaria de las Criptas. Solo lo mejor para los Fineman, hasta el mismo fin.
La llovizna por fin afloja un poco y me detengo en la esquina. Me meto en el portal de un edificio vecino y miro rápidamente el montón de tarjetas de identidad que robe a los carroñeros. Elijo a Sarah Beth Miller, una chica que se me parece mucho en edad y aspecto, y uso el cuchillo para hacer una muesca donde indica la altura, 1,72 metros, de forma que no se pueda leer bien. Luego emborrono el número de identificación que aparece bajo la foto. No cabe duda de que ese número ha sido inválido. Con toda probabilidad, Sarah Beth Miller está muerta.
Me aliso el pelo, rezando para tener un aspecto medio decente, y abro de un empujón la puerta principal del laboratorio.
Dentro hay una sala de espera decorada con gusto, con una lujosa moqueta verde y muebles de caoba. En la pared, un gran reloj, ostentosamente antiguo o fabricado para parecerlo, marca la hora sin hacer ruido. El péndulo oscila a intervalos rítmicos. Tras un amplio escritorio hay una enfermera sentada. Tras ella, una pequeña zona de oficina: una serie de archivadores metálicos, otro escritorio y una cafetera medio llena. Pero el reloj, los muebles caros y hasta el aroma a café recién hecho no pueden ocultar el olor a desinfectante de los laboratorios.
—¿Querías algo? —me pregunta la enfermera.
Camino directamente hasta él y pongo las manos en el mostrador, queriendo parecer segura de mí misma, serena.
—Necesito hablar con alguien —digo—. Es muy urgente.
—¿Tiene que ver con un tema médico? —pregunta. Tiene las uñas largas, bien limadas en forma redonda, y una cara que me recuerda a un bulldog, con los carrillos caídos y pesados.
—Sí. Bueno, no. Más o menos —me lo estoy inventado todo allí mismo. Frunce el ceño y yo vuelvo a intentarlo—. No es un tema médico mío. Tengo que informar —bajo la voz hasta que es solo un susurro—. Actividades no autorizadas. Creo… creo que mis vecinos se han contagiado.
Ella golpetea con las uñas en el mostrador.
—Lo mejor es presentar un informe oficial en comisaría. También puedes ir a cualquiera de las oficinas reguladoras municipales.
—No.
La interrumpo. Junto a mí hay un montón de hojas de asistencia, unidas con un clip, y las enderezo mientras leo rápidamente la lista de médicos, pacientes, dolencias: «Problemas de insomnio/¡sueños!; estados de ánimo desregulados; gripe». Elijo un nombre al azar.
—Mire, tengo que hablar con el doctor Branshaw.
—¿Eres paciente suya?
Vuelve a golpear con las uñas. Está aburrida.
—El doctor Branshaw sabrá qué hacer. Estoy muy alterada. Tiene que comprenderlo. Vivo debajo de esa gente. Y mi hermana, es incurada. Estoy pensando también en ella, ¿sabe? ¿No hay algún tipo de, no sé, vacuna que se le pueda dar?
Suspira. Vuelve su atención a la pantalla del ordenador, teclea algo rápidamente.
—El doctor Branshaw tiene el día completo. Todos nuestros especialistas médicos tienen citas copadas. Un hecho extraordinario lo ha hecho necesario.
—Sí, lo sé. Julián Fineman. Lo sé todo.
Hago un gesto con la mano y me mira con el ceño fruncido. Sus ojos son cautelosos.
—¿Cómo te has enterado…?
—Está en todos los boletines de noticias —la interrumpo. Ahora ya me estoy metiendo en mi papel: hija rica y mimada de político, quizá de un miembro importante de la ASD. Una chica acostumbrada a salirse con la suya—. Bueno, ya me imagino que querían mantener todo el asunto en secreto. Que no quieren que aparezca la prensa en manada. No se preocupe, no dicen dónde es. Pero yo tengo amigos que tienen amigos y… Bueno, ya sabe cómo se difunden están cosas.
Me inclino hacia delante colocando las dos manos en el escritorio, como si ella fuera mi mejor amiga y yo estuviera a punto de contarle un secreto.
—Personalmente, creo que es un poco tonto, ¿no? Si el doctor Branshaw le hubiera administrado la cura antes, la primera vez que vino aquí, un pequeño corte, un pequeño tijeretazo. Así es como funciona, ¿no? Todo esto se podría haber evitado.
Me echo hacia atrás.
—Y se lo voy a decir a él también, cuando le vea.
Rezo en silencio para que el doctor Branshaw sea un hombre. Es una apuesta bastante segura. La carrera de medicina es larga y dura, y lo que esta sociedad espera de las mujeres, por muy inteligentes que sean, es que dediquen su vida a cumplir con sus deberes de procreación y crianza de los hijos.
—Ese caso no le corresponde a él —replica la enfermera rápidamente—. No se le puede culpar.
Pongo los ojos en blanco como hacía Hana cuando Andrea Grengol comentaba algo particularmente tonto en clase.
—Claro que sí. Todo el mundo sabe que el doctor Branshaw es el médico de cabecera de Julián.
—El médico de cabecera de Julián es el doctor Hillebrand —me corrige.
Siento un rápido pulso de excitación, pero lo escondo con un resoplido desdeñoso.
—Lo que usted diga. ¿Va a avisar al doctor Branshaw o no? —me cruzo de brazos—. No me iré hasta haberle visto.
Me lanza una mirada de animal herido, de reproche, como si la hubiera pellizcado en la nariz. Estoy perturbando su mañana, la quietud rutinaria de sus horas.
—Tarjeta de identidad, por favor —dice.
Saco la tarjeta de Sarah Beth Miller del bolsillo y se la paso. El sonido del reloj parece haberse amplificado: el paso de los minutos suena muy fuerte y el aire de la sala vibra con él. Solo puedo centrarme en los segundos que acercan a Julián a la muerte. Me obligo a estarme quieta mientras lo comprueba, frunciendo el ceño otra vez.
—No puedo leer este número —me dice.
—Se quedó dentro de la secadora el año pasado —comento sin darle importancia—. Mire, le agradecería mucho si pudiera simplemente avisar al doctor Branshaw. Si pudiera decirle que estoy aquí.
—Tendré que comprobarte en el SVS —dice. Ahora su expresión de infelicidad se ha hecho más profunda. Lanza una mirada compungida a la cafetera que hay a su espalda y distingo una revista medio oculta bajo un montón de expedientes. Sin duda está pensando que su pacífica mañana se ha evaporado. Se pone de pie. Es una mujer corpulenta. Los botones de su uniforme corren un gran peligro: apenas consiguen mantener la tela cerrada sobre sus pechos y su estómago—. Siéntate. Esto me va a llevar algunos minutos.
Asiento con la cabeza y ella camina balanceándose entre las filas de archivadores antes de desaparecer. Se abre una puerta y por un momento oigo el sonido de un teléfono y voces. Luego, la puerta se cierra y todo queda en silencio excepto el tictac del reloj. Al momento, abro de un empujón la puerta doble y entro.
La imagen de riqueza no llega hasta esta zona. Aquí, por fin, se ve el mismo revestimiento de linóleo apagado, las mismas paredes deslucidas de tantos laboratorios y hospitales. Justo a la izquierda hay otra puerta doble, marcada con un letrero de salida de emergencia; por un pequeño panel de cristal veo una escalera estrecha.
Avanzo rápido por el corredor. Mis zapatillas resuenan en el suelo. Voy mirando las puertas de los lados; casi todas están cerradas, pero algunas permanecen abiertas de par en par mostrando habitaciones vacías, oscuras.
Una doctora viene hacia mí mientras consulta un historial. Me observa con curiosidad cuando paso, pero yo mantengo la mirada baja. Por suerte, no me para. Me froto las manos en la parte de atrás del pantalón. Me sudan.
El laboratorio es pequeño, y cuando llego al final del pasillo me doy cuenta de que tiene una distribución sencilla: un único corredor discurre a lo largo del edificio, y al final se accede a los otros seis pisos por un ascensor. No tengo más plan que encontrar a Julián, verle. No estoy segura de qué espero conseguir, pero el peso del cuchillo apretado contra mi estómago me reconforta como un secreto afilado.
Cojo el ascensor hasta la primera planta. Aquí hay más actividad: pitidos y conversaciones amortiguadas, médicos que entran y salen apresurados de las salas de consulta.
Me meto rápidamente en la puerta de la derecha, que resulta ser un baño. Respiro hondo, intento centrarme y calmarme.
Hay una bandeja en la parte de atrás de la estancia con un montón de vasos de plástico para muestras de orina. Cojo uno, lo lleno a medias de agua y vuelvo a salir al pasillo.
Dos técnicas están de pie junto a la puerta de una de las salas. Al acercarme se quedan calladas, aunque evito mirarlas a los ojos. Noto que me miran fijamente.
—¿Necesitas algo? —pregunta una cuando paso. Ambas parecen idénticas y por un momento pienso que son gemelas, pero es solo el efecto del pelo peinado hacia atrás, de los uniformes impolutos y de la misma mirada de indiferencia cínica.
Les enseño el vaso de plástico.
—Solo tengo que darle mi muestra al doctor Hillebrand —digo.
La enfermera se retira un poquito.
—La auxiliar del doctor Hillebrand está en la sexta planta —dice—. Se la puedes dejar a ella.
—Gracias —digo. Siento que sus ojos me siguen mientras continúo por el pasillo. El aire es seco, hace demasiado calor y me duele la garganta cada vez que intento tragar. Al final del pasillo veo una puerta de cristal. Al otro lado hay varios pacientes sentados en sillones, viendo la televisión, vestidos con camisones de papel blanco. Están atados de brazos y piernas a los asientos.
Entro por la puerta que da a la escalera. Con toda probabilidad, el doctor Hillebrand presidirá la muerte de Julián y, si su auxiliar está en la planta sexta, hay bastantes posibilidades de que sea ahí donde el médico lleva a cabo la mayor parte de su trabajo. Cuando llego a ese piso, me tiemblan las piernas y ya no sé si son los nervios, la falta de sueño o ambas cosas. Me deshago del vaso de plástico y me detengo un momento para recuperar el aliento. El sudor me va bajando por la espalda.
«Por favor», pienso sin dirigirme a nadie en particular. No estoy segura de lo que estoy pidiendo exactamente. Una oportunidad de salvarle. Una oportunidad, incluso, de verle. Necesito que sepa que he venido por él.
Por favor.
En cuanto salgo de la escalera, me doy cuenta de que lo he encontrado. A unos quince metros más allá, en el pasillo, está Thomas Fineman de pie ante la puerta de una sala de consulta, de brazos cruzados, rodeado de guardaespaldas, hablando en voz baja con un médico y tres técnicos de laboratorio.
Dos, tres segundos. Solo dispongo de un momento hasta que se vuelvan, hasta que me vean y me pregunten qué hago aquí.
Desde donde estoy no puedo descifrar su conversación porque hablan prácticamente en susurros. Por un instante se me funde el corazón y sé que es demasiado tarde, que ya ha sucedido y que Julián está muerto.
Luego, el médico —¿será el doctor Hillebrand? —mira el reloj. Las siguientes palabras que pronuncia son más altas, imposiblemente altas, y atraviesan el espacio y el silencio como si las gritara.
—Es la hora —dice, y a medida que el grupo comienza a deshacerse, a mí se me acaba el tiempo. Me meto a toda velocidad por la primera puerta que veo. Es una pequeña sala que por suerte está vacía.
No sé qué hacer a continuación. El pánico se alza en mi pecho, Julián está aquí, a mi lado, pero es totalmente inalcanzable. Había al menos tres guardaespaldas con Thomas Fineman, y no me cabe duda de que habrá más dentro. Nunca conseguiré pasar.
Me apoyo en la puerta procurando centrarme, pensar. He acabado en una pequeña antecámara. En una pared hay una puerta que conduce a una sala más grande, de operaciones, donde se llevan a cabo las cirugías complejas y la intervención para curar los deliria.
El pequeño espacio está presidido por una mesa cubierta de papel: en ella hay batas apiladas y dobladas, y una bandeja de instrumental quirúrgico. El cuarto huele a lejía y parece idéntico a aquel donde me desvestí para mi evaluación hace casi un año, el día en que empezó todo, el día que me lanzó hacia delante como un cohete y me hizo aterrizar aquí, en este nuevo cuerpo, en este nuevo futuro. Durante un instante me siento mareada y tengo que cerrar los ojos. Cuando los abro, tengo la impresión de estar mirando dos espejos colocados cara a cara, de estar siendo propulsada del pasado al ahora y de vuelta hacia atrás. Los recuerdos comienzan a brotar, y se acumulan: el paseo hasta los laboratorios en el aire pegajoso de Portland, las gaviotas, la primera vez que vi a Álex, la oscura caverna de su boca mientras me miraba desde la plataforma de observación, riéndose.
Entonces me doy cuenta: la plataforma de observación. Álex me miraba desde una plataforma que discurría a lo largo de la sala de operaciones. Si este laboratorio tiene una distribución similar al de Portland, quizá pueda acceder a la sala de Julián desde el séptimo piso.
Salgo con cautela al pasillo. Thomas Fineman ha desaparecido y solo queda un guardaespaldas. Por un momento me planteo probar suerte con él. El cuchillo está ahí, pesado, esperando, como una necesidad, pero luego el hombre vuelve los ojos en mi dirección. Son duros: no tienen color, son como dos piedras, y me hacen retroceder como si hubiera extendido el brazo por el corredor y me hubiera golpeado.
Antes de que pueda decirme nada, antes de que pueda identificar mi cara, doblo la esquina y salgo a la escalera.
El séptimo piso es oscuro y está más sucio que los demás. Reina el silencio: no hay conversaciones tras puertas cerradas, no hay pitidos regulares de equipos médicos ni técnicos de laboratorio que recorran los pasillos haciendo ruido con sus zapatillas blancas. Todo está quieto, como su el aire no se moviera muy a menudo.
Por el pasillo de la derecha se extiende una serie de puertas. El corazón me da un salto al ver que en la primera pone PLATAFORMA DE OBSERVACIÓN A.
Recorro el corredor de puntillas. Obviamente, no hay nadie aquí arriba, pero el silencio me pone nerviosa. Hay algo siniestro en tanta puerta cerrada, en el aire pesado y caliente como una manta; tengo la sensación amenazadora de que alguien me observa, de que todas las puertas son bocas listas para abrirse y denunciar a gritos mi presencia.
La última está marcada como PLATAFORMA DE OBSERVACIÓN D. Me sudan tanto las manos que casi no puedo girar el pomo para abrirla. En el último momento saco el cuchillo del bolsillo del anorak, por si acaso, y desenvuelvo la camiseta de la señora Fineman para dejar la hoja al descubierto. Entro agachada por la puerta, agarrando el arma con tanta fuerza que me duelen los nudillos.
La plataforma es amplia y oscura, está vacía y tiene forma de ele. Se extiende a lo largo de dos paredes enteras de la sala de operaciones de abajo. Está recubierta de cristal y contiene cuatro filas escalonadas de asientos, todos los cuales miran al piso principal. Huele como un cine, a chicle y a tapicería húmeda.
Bajo las escaleras manteniendo el cuerpo agachado, agradecida porque las luces estén apagadas y porque el muro bajo de ladrillo que sustenta los paneles de cristal me mantenga oculta, al menos parcialmente, de la vista de quienes están abajo.
No tengo ni idea de qué hacer a continuación.
Las luces de la sala de operaciones son deslumbrantes. Hay una camilla de metal en el centro y un par de técnicos de laboratorio que circulan, ajustan el equipo y apartan cosas a un lado. Thomas Fineman y otros pocos hombres, los del pasillo, han sido trasladados a una sala adyacente, también separada por dos cristales. Aunque se han dispuesto sillas para ellos, están todos de pie. Trato de imaginar en qué pensará Fineman. Me acuerdo brevemente de la madre de Julián. Me pregunto dónde estará.
No veo a Julián por ninguna parte.
Un destello de luz. Pienso: «Una explosión», pienso: «Corre», y todo en mí se hace un nudo apretado y despavorido, hasta que me doy cuenta de que en una esquina hay un hombre con una cámara y una identificación de prensa prendida en la corbata. Está tomando fotos del escenario. El resplandor del flash se refleja en las superficies metálicas pulidas y zigzaguea por las paredes.
Claro. Debería haber supuesto que los medios estarían invitados a tomar fotos. Deben dejar constancia del hecho y difundir la noticia para que tenga algún significado.
Se alza el odio y, con él, una ola alta, hinchada, de furia. Todos ellos se pueden ir al infierno.
Hay movimiento en una esquina, en la parte de la sala que queda oculta bajo la plataforma. Veo que Thomas Fineman y los otros se giran en esa dirección. Por detrás del cristal, Thomas se seca la frente con un pañuelo; es la primera señal de incomodidad de muestra. El cámara se gira también: flash, flash. Dos momentos de blanca luz cegadora.
Y entonces Julián entra en la sala. Está flanqueado por dos reguladores, aunque camina sin que le fuercen. Los sigue un hombre que lleva el alzacuello de los sacerdotes y sostiene delante del pecho una copia encuadernada en oro del Manual de FSS, como un talismán que le protegiera de todo lo sucio y horrible del mundo.
El odio es una cuerda que se tensa en torno a mi garganta.
Julián tiene las manos esposadas por delante. Lleva una americana azul oscuro y vaqueros planchados. Me pregunto si lo ha elegido él o si le han obligado a vestirse bien para su propia ejecución. Está de espaldas a mí, y le envío el deseo silencioso de que se vuelva y alce la vista. Necesito que sepa que estoy aquí, que no está solo. Alzo la mano sin pensar y la paso por el cristal. Querría hacerlo añicos, bajar de un salto y llevarme a Julián, pero el vidrio es grueso y posiblemente irrompible. Nunca funcionaría. No podríamos sacar más que unos pocos metros de ventaja, y luego habría una doble ejecución.
Pero quizá ya no importe. No me queda nada, no tengo nada a lo que regresar.
Los reguladores se han detenido en la mesa. Hay una breve conversación y oigo que Julián dice:
—Prefiero no tumbarme.
Su voz suena amortiguada y poco definida por el cristal, por la altura, pero su sonido me da ganas de gritar. Ahora todo mi cuerpo es un latido, una urgencia pulsante de hacer algo. Pero estoy inmóvil, pesada como una piedra.
Uno de los reguladores da un paso hacia adelante y le quita las esposas. Julián se vuelve y puedo verle la cara. Se masajea las muñecas con una mueca de dolor. Casi al momento, el regulador le amarra la mano derecha a una de las patas de la mesa y lo empuja de forma que se ve obligado a sentarse. No ha mirado a su padre ni una sola vez.
En la esquina de la sala, el médico se lava las manos en un lavabo amplio. El agua que golpetea contra el metal suena demasiado fuerte. Hay un silencio excesivo. Parece mentira que las ejecuciones tengan lugar aquí, en medio de esta brillantez y este silencio. El médico se seca las manos y se pone unos guantes de látex.
El sacerdote se adelanta y comienza a leer. Su voz es un zumbido bajo, monótono, amortiguado por el cristal.
así Isaac creció y fue el orgullo de su padre anciano, y durante un tiempo fue un reflejo perfecto de la voluntad de Abraham…
Esta leyendo el Libro de Abraham. Por supuesto. En él, Dios ordena a Abraham que mate a su único hijo, Isaac, cuando este enferma de deliria. Y lo hace. Lleva a su hijo a una montaña y le clava un puñal en el pecho. Me pregunto si el señor Fineman habrá pedido que leyeran este pasaje. Obediencia a Dios, a la seguridad, al orden natural. Eso es lo que nos enseña el Libro de Abraham.
Pero cuando Abraham vio que su hijo ya no era limpio, pidió consejo en su corazón.
Me trago el nombre de Julián. Mírame.
El doctor y los dos técnicos de laboratorio se adelantan. El médico sostiene una jeringa. La prueba dándole un toquecito con un dedo, mientras uno de los técnicos le sube a Julián la manga de la camisa hasta el codo.
Justo en ese momento, se produce un alboroto abajo. Inmediatamente se propaga por la sala. Julián alza la cabeza de golpe; el médico se aparta de él y vuelve a colocar la jeringa en la bandeja metálica que lleva el técnico. Thomas Fineman se inclina hacia adelante con el ceño fruncido y le susurra algo aun guardaespaldas en el momento en que otro técnico irrumpe la sala. No distingo lo que dice. Lleva una mascarilla de papel. Y una bata de laboratorio demasiado grande. Veo que es una mujer por la trenza que se balancea a su espalda. Gesticula agitadamente.
Algo sucede.
Me inclinó para acercarme más al vidrio, intentando oír lo que dice. Una idea aletea en el fondo de mi mente, una idea que no puedo precisar. Hay algo familiar en esa mujer, en la forma en que mueve las manos haciendo grandes aspavientos mientras señala el pasillo al doctor. Él mueve la cabeza, se quita los guantes y los hace una bola que guarda en su bolsillo. Suelta una orden breve como un ladrido antes de salir de la sala de operaciones. Uno de los técnicos se escurre detrás de él.
Thomas Fineman se dirige a la puerta de acceso al laboratorio. Julián se ha puesto pálido e incluso desde mi posición me doy cuenta de que está sucediendo. Su voz es más aguda de lo normal, tensa.
—¿Qué pasa? —su voz llega hasta mi—. Que alguien me diga que está pasando.
La técnica de la trenza se ha desplazado por la sala para abrirle la puerta a Thomas Fineman. Se mete una mano en el bolsillo de la bata cuando él irrumpe en la sala, con el rostro colorado.
La idea rompe como una ola y se alza sobre mí: la trenza, las manos, Raven. Y justo entonces se produce una única explosión, un chasquido y la boca de Thomas Fineman se abre sin control. Se tambalea hacia atrás y se desploma mientras rojos pétalos de sangre florecen en la parte delantera de su camisa.
Durante un momento, todo se detiene: Thomas Fineman, despatarrado en el suelo como una muñeca de trapo; Julián, pálido en la camilla; el periodista, con la cámara aun colocada; el sacerdote, en la esquina; los reguladores, junto a Julián, con las armas todavía en los cinturones; Raven, con una pistola.
Un destello.
El técnico de laboratorio, el de verdad, chilla.
Y todo es caos.
Más disparos que rebotan por toda la sala. Los reguladores gritan:
—¡Al suelo! ¡Al suelo!
Crac. Una gruesa bala se incrusta en el grueso cristal encima de mi cabeza, y desde ahí comienza a extenderse una red de fisuras. Es todo lo que necesitaba. Agarro una silla y la lanzo fuerte, en arco, rezando para que Julián haya agachado la cabeza.
El ruido es tremendo. Durante una fracción de segundo, todo está en silencio excepto la cascada de vidrio, una lluvia afilada. Luego salto sobre el murete de cemento y caigo al suelo del piso inferior. El cristal cruje bajo mis zapatillas y al aterrizar pierdo el equilibrio. Trato de recuperarlo apoyando una mano en el suelo. Al alzarla, esta manchada de sangre.
Raven es una mancha difusa en movimiento. Gira el cuerpo para escapar de un regulador, se vuelve hacia atrás y le golpea fuerte en la rodilla con el mango de la pistola. Cuando él se inclina hacia adelante, Raven le pone un pie en la espalda y empuja; se oye un chasquido cuando la cabeza choca con el lavabo de metal. Se vuelve hacia el cuarto donde están los guardaespaldas de Fineman e inserta un bisturí en el agujero de la cerradura para inutilizarla. Por si acaso, coloca una bandeja de metal con ruedas como una cuña en la puerta. Cuando los reguladores le dan empellones a la puerta, gritando, el instrumento quirúrgico sale despedido en todas direcciones y la bandeja se inclina algunos centímetros, pero la puerta resiste, al menos por el momento.
Estoy a tres metros de Julián. Gritos, disparos y el aullido de una alarma estridente; luego, dos metros y cuando por fin llego a su lado, le agarro de los brazos, de los hombros. Solo quiero sentirle, asegurarme de que es real.
—¡Lena!
Estaba forcejeando con las esposas que mantienen una de sus muñecas unida a la camilla, intentando abrirla. Ahora alza la vista, los ojos brillantes, relucientes, azules como el cielo.
—¿Qué haces tú…?
—No hay tiempo —le digo—. Quédate agachado.
Corro hacia el regulador que aun esta caído junto a los lavabos. A duras penas soy consciente de los gritos, de que Raven sigue dando vueltas esquivando golpes —desde lejos parece que baila— y de las explosiones amortiguadas. No veo al periodista; debe de haber huido.
El regulador esta casi inconsciente. Me arrodillo y le quito el cinturón rápidamente; luego cojo las llaves y regreso a la camilla. Tengo la palma derecha ensangrentada, pero casi no siento el dolor. Hago dos intentos antes de lograr introducir la llave en el cierre de las esposas; por fin lo consigo y Julián extiende el brazo, ya libre de la camilla, y me atrae hacia sí.
—Has venido —dice.
—Claro.
Raven se acerca a nosotros.
—¡Hora de irse!
Ha pasado un minuto, quizá menos. Thomas Fineman está muerto y la sala es un caos, pero estamos libres. Atravesamos la antesala corriendo justo cuando se oyó un estruendo metálico estremecedor y gritos cada vez más altos: los guardaespaldas habrán conseguido escapar. Luego salimos al pasillo, donde resuenan las alarmas, y escuchamos un ruido de pasos por la escalera.
Raven vuelve la cabeza hacia la derecha, hacia una puerta donde pone: ACCESO A LA TERRAZA, SOLO PARA EMERGENCIAS. Nos movemos rápidamente en silencio, tensos, hacia la puerta que lleva a la salida de incendios. Luego bajamos a toda velocidad por la escalera metálica, en fila india, hacia la calle. Raven se quita su enorme bata de laboratorio y la mascarilla de papel, hace una bola con todo y se lo coloca bajo el brazo. Me pregunto donde lo habrá conseguido hasta que me acuerdo de la mujer corpulenta de la recepción, aquella cuyos pechos casi hacían estallar la bata.
—Por aquí —indica brevemente Raven en cuanto llegamos abajo. Cuando vuelve la cabeza, veo que tiene cortes en la mejilla y en el cuello; las esquirlas de cristal deben de haberle pasado rozando.
Acabamos en un pequeño patio sucio, dominado por un juego de muebles de jardín oxidados y alfombrados por un trozo de áspera hierba parda. Lo bordea una valla de tela metálica de poca altura, que Raven salta sin dificultad. A mí me cuesta un poco más y Julián, que va detrás de mí, tiene que ayudarme a recobrar el equilibrio. Ha empezado a dolerme la mano y la tela metálica esta resbaladiza. La lluvia arrecia.
En el lado opuesto de la valla hay otro patio diminuto, casi idéntico al anterior, y otro desolado edificio marrón. Raven se lanza directa hacia la puerta, que se mantiene abierta por un ladrillo. Entramos en un pasillo oscuro lleno de puertas cerradas con placas doradas. Durante un momento me entra el pánico; pienso que hemos acabado volviendo a los laboratorios. Pero salimos a un amplio vestíbulo, también a oscuras, decorado con varias plantas falsas y letreros que indican el camino a las oficinas de Edward Wu y Metropolitan Vision Associates. Una puerta giratoria nos ofrece una visión borrosa de la calle: gente que pasa con paraguas, empujándose unos a otros.
Raven se dirige directamente a la salida, deteniéndose solo lo suficiente para recoger una mochila que habrá dejado antes detrás de una de las macetas. Se vuelve y nos lanza un paraguas a cada uno. Se pone un impermeable amarillo y se coloca la capucha. La ata de forma que los cortes en la cara queden ocultos.
Luego salimos a la calle y nos mezclamos con el flujo de gente que viene o va a algún sitio, entre la muchedumbre sin rostro, en una masa de cuerpos en movimiento. Nunca me he sentido más agradecida por el tamaño de Manhattan, por su apetito. Nos sumergimos en sus calles y ellas nos tragan, nos convertimos en cualquiera y en nadie: una mujer con un poncho amarillo, una chica bajita con un anorak rojo, un chico con la cara oculta por un paraguas enorme.
Giramos a la derecha en la Octava Avenida, luego a la izquierda en la calle Veinticuatro. Para entonces hemos escapado de la multitud: las calles están vacías; los edificios ciegos; las cortinas, corridas, y los postigos, cerrados contra la lluvia. Por encima de nuestras cabezas, la luz parpadea detrás de las finas persianas de los cuartos que se vuelven hacia adentro, de espaldas a la calle. Avanzamos inadvertidos, invisibles, por el mundo gris y acuoso las alcantarillas rebosan y se forman remolinos con basura, trozos de papel y colillas. He soltado la mano de Julián, pero camina a mi lado adaptando su zancada al ritmo de mi paso, de forma que casi nos tocamos.
Llegamos a un aparcamiento vacio, excepto por un furgón blanco que reconozco: es el que la Resistencia ha camuflado para hacerlo pasar por un vehículo de CRAP. Me acuerdo otra vez de mi madre, pero no es momento de preguntarle a Raven por ella. Abre las puertas traseras y se quita la capucha.
—Adentro —dice.
Julián vacila durante un minuto. Veo que sus ojos patinan sobre las palabras.
—Todo va bien —digo y subo a la parte de atrás. Me siento con las piernas cruzadas en el suelo sucio. El me sigue. Raven asiente y cierra la puerta. Oigo que se monta en el asiento del copiloto. Luego hay silencio. Solo se oye la lluvia que golpea el fino techo de metal. Su ritmo produce una vibración en todo mi cuerpo. Hace frio.
—¿Qué…? —pregunta Julián, pero le hago callar. Aun no estamos fuera de peligro, no del todo, y no voy a relajarme hasta que hayamos salido de la ciudad. Uso el anorak para limpiarme la sangre de la mano, hago un fruncido con el dobladillo y presiono.
Oímos unos pasos fuertes, el ruido de la puerta del conductor al abrirse y la voz de Tack: un gruñido.
—¿Los tienes?
La respuesta de Raven:
—¿Estaría aquí de no ser así?
—Estas sangrando.
—Es solo un rasguño.
—Vámonos, entonces.
El motor se pone en marcha con un rugido, y de repente podría gritar de alegría. Raven y Tack han vuelto y discuten como han hecho y seguirán haciendo siempre. Han vuelto por mi y ahora nos iremos al norte. Volvemos a estar del mismo lado. Volvemos a la tierra salvaje y veré de nuevo a Hunter, a Sara y a Lu.
Nos enroscaremos como un helecho que se dobla para protegerse de la helada y dejaremos a la a Resistencia con sus armas y sus planes, a los carroñeros con sus túneles, a la ASD con sus curas y al mundo entero con su enfermedad y su ceguera. Dejaremos que caiga en la destrucción. Nosotros estaremos a salvo, protegidos bajo los árboles, haciendo nidos como los pájaros.
Y tengo a Julián. Le he encontrado y él me ha seguido. En la penumbra extiendo el brazo, sin hablar, y encuentro sus manos. Entrelazamos los dedos y, aunque no diga nada, siento la calidez y la energía que pasan del uno al otro, un dialogo mudo. «Gracias», dice él, y yo respondo: «Estoy muy contenta, estoy tan contenta, necesitaba que tu estuvieras a salvo».
Espero que lo comprenda.
Hace veinticuatro horas que estoy despierta y, a pesar de las sacudidas del vehículo y del ruido atronador de la lluvia, acabo por quedarme dormida. Me despierta Julián llamándome suavemente, mi cabeza descansa en su regazo y aspiro el olor de sus vaqueros. Me incorporo rápidamente, avergonzada, frotándome los ojos.
—Nos hemos detenido —indica, aunque es obvio. La lluvia se ha reducido a un suave golpeteo. Las puertas del furgón dan un portazo; Raven y Tack ríen a carcajadas, en voz alta llenos de alegría. Nos hemos tenido que alejar bastante de la frontera.
Las puertas traseras se abren y ahí está ella con una sonrisa de oreja a oreja, delante de Tack, que esta de brazos cruzados, muy satisfecho consigo mismo. Reconozco la vieja nave por el suelo agrietado del aparcamiento y por la forma de la letrina exterior.
Raven me ofrece la mano y me ayuda a bajar. Me agarra fuerte.
—¿Cuál es ala palabra mágica? —dice en cuanto mis pies tocan el suelo. Esta relajada, sonriente y feliz.
—¿Cómo me has encontrado? —pregunto. Quiere que le dé las gracias, pero no lo hago. No hay necesidad. Me da un abrazo antes de soltarme y sé que entiende lo agradecida que estoy.
—Solo había un sitio donde pudieras estar —señala a Julián con los ojos antes de volver a mirarme, y siento que es su forma de hacer las paces conmigo y de admitir que estaba equivocada.
Julián también se ha bajado de la furgoneta y mira a su alrededor, con los ojos y la boca abiertos de par en par. Sigue teniendo el pelo mojado y se le ha empezado a rizar un poco por las puntas.
—Está bien —le digo. Alargo el brazo y le cojo la mano. La alegría vuelve a recorrerme. Aquí está bien cogerse de la mano, acurrucarse juntos para darse calor, acoplarse por la noche como estatuas diseñadas para encajar una al lado de la otra.
—¡Venga! —Tack camina hacia tras, dando saltitos, hacia la nave—. Estamos acabando de preparar el equipaje y nos vamos. Ya hemos perdido un día. Hunter nos estará esperando con los otros en Connecticut.
Raven sube un poco más la mochila y me hace un guiño.
—Ya sabes cómo es Hunter cuando esta de mal humor —dice. Más vale que nos pongamos en marcha.
Noto la confusión de Julián: el tamborileo del diálogo, los nombres desconocidos, la cercanía de los árboles, descuidados y sin podar; todo eso debe de ser abrumador. Pero yo se lo enseñaré y a él le encantará. Aprenderá y amará, y le encantará aprender. Las palabras discurren por mi interior como un rio, serenas, hermosas. Ahora hay tiempo absolutamente para todo.
—¡Esperad!
Salgo corriendo tras Raven, que ya ha echado a andar detrás de Tack. Julián se queda atrás. Mantengo la voz baja para que no me oiga.
—¿Tú… lo sabías? —pregunto tragando saliva. Me noto sin aliento, aunque he corrido menos de ocho metro—. Lo de mi madre, quiero decir.
Raven me mira confundida.
—¿Tú madre?
—Chist.
Por alguna razón, no quiero que Julián se entere, es demasiado, demasiado profundo, demasiado pronto. Ella niega con la cabeza.
—La mujer que vino por mí en Salvamento —insisto a pesar de la mirada de total confusión de Raven—. Tiene un tatuaje en el cuello: 5996. Ese era el número de presa de mi madre en las Criptas —trago saliva. Era mi madre.
Ella extiende los dedos como para tocarme el hombro: luego se lo piensa y deja caer la mano.
—Lo siento, Lena. No tenía ni idea.
Su voz es inusitadamente tierna.
—Tengo que hablar con ella antes de que nos vayamos —le pido—. Hay… hay cosas que tengo que decirle.
La verdad es que tan solo hay una cosa que quiero decirle, y pensar en ella hace que el corazón se me acelere. ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué dejaste que te llevaran? ¿Por qué permitiste que pensara que habías muerto? ¿Por qué no volviste por mí? ¿Por qué no me amaste más?
Una vez que permites que la palabra se introduzca, una vez que permites que arraigue. Se extiende como el moho por todos los rincones y lugares oscuros. Con ella aparecen las preguntas y los miedos temblorosos, escindidos, suficientes para mantenerte siempre despierta. La ASD tiene razón sobre eso, al menos.
Raven junta las cejas.
—Se ha ido, Lena.
Se me seca la boca.
—¿Qué quieres decir? Ella se encoge de hombros.
—Se ha ido esta mañana con algunos otros. Tiene una posición superior a la mía. No se adonde se dirigían. No debo preguntar.
—Entonces... ¿entonces ella pertenece a la Resistencia? —pregunto, aunque está claro.
Asiente con la cabeza.
—Es de las que mandan —dice suavemente, como si eso lo compensara todo. Abre las manos—. No sé más.
Aparto la vista mordiéndome el labio. Hacia el sur, las nubes se abren como la lana. Se desenredan lentamente, mostrándome fragmentos de cielo desnudo.
—Durante la mayor parte de mi vida, he creído que estaba muerta —murmuro. No sé por qué se lo cuento ni que va a cambiar por decírselo.
Entonces ella me roza el codo.
—Anoche llego alguien de Portland, un fugitivo. Se escapó de las Criptas después del atentado. No ha contado mucho. No ha dicho siquiera su nombre. No estoy segura de que le harían allí dentro, pero… —Raven se interrumpe—. Bueno, quizás sepa algo de tu madre. Sobre el tiempo que paso allí. Por lo menos.
—Vale —digo. La desilusión me hace torpe. Apagada. No quiero contarle a Raven que a mi madre la mantuvieron en una celda de aislamiento todo el tiempo que estuvo en la cárcel. Además, no me hace falta saber cómo era en aquella época. Quiero conocerla ahora.
—Lo siento —repite Raven, y me doy cuenta de que lo dice de verdad—. Pero al menos sabes que está libre. ¿No? Esta libre y a salvo —sonríe brevemente—. Como tú.
—Si —lleva razón, claro. La desilusión se aligera un poco. Libres y a salvo Julián, Raven, Tack, mi madre y yo. Todos vamos a estar bien.
—Voy a ver si Tack necesita ayuda —declara Raven, otra vez con tono práctico—. Nos vamos esta noche.
Asiento con la cabeza a pesar de todo lo sucedido, me gusta hablar con ella y verla de esta forma, preparada para partir, así es como debería ser. Entra en la nave y yo me quedo un momento con los ojos cerrados, aspirando el aire frio: olores a tierra húmeda y a corteza de árbol mojada; un aroma húmedo a renacimiento. Nos va a ir bien. Y algún día volveré a encontrar a mi madre.
—¿Lena? —la voz de Julián suena suavemente a mis espaldas. Me vuelvo. Está de pie junto a la furgoneta, con las manos caídas a los costados como si le diera miedo moverse por este nuevo mundo—. ¿Estás bien?
Al verle aquí, junto a los árboles que se extiende tupidos a nuestro alrededor y las nubes que se retiran, la alegra me llena una vez más. Me acerco corriendo, sin pensar, y me lanzo a sus brazos con tanta fuerza que casi se cae de espaldas.
—Si —digo—. Estoy bien, estamos bien —me rio—. Todo va a ir bien.
—Tú me has salvado —susurra. Siento su boca contra mi frente. El tacto de sus labios hace que el calor baile en mi interior—. No podía creerlo, nunca pensé que vendrías.
—Tenía que hacerlo. —Me aparto para poder mirarlo a los ojos, manteniendo los brazos en torno a su cintura. Él apoya las manos en mi espalda. Aunque he pasado mucho tiempo en la Tierra Salvaje, me sorprende una vez más lo prodigioso que es estar con alguien. Nadie puede decirnos que no. Nadie puede detenernos. Nos hemos elegido el uno al otro y el resto del mundo se puede ir a la mierda.
El alza una mano y me aparta un mechón de pelo de los ojos.
—¿Qué va a pasar ahora? —pregunta.
—Lo que nosotros queramos —respondo. La alegría es una descarga. Podría elevarme con ella y ascender hasta el cielo.
—¿Cualquier cosa?
Su sonrisa se extiende lentamente desde la boca hasta los ojos.
Los dos nos movemos al mismo tiempo y nuestros labios se encuentran. Al principio es torpe. Su nariz me golpea los labios y mi barbilla choca con la suya. Pero él sonríe y nos tomamos nuestro tiempo hasta que encontramos el ritmo del otro.
Paso mis labios lentamente por los suyos, exploro su lengua suavemente con la mía. Él me acaricia el pelo. Aspiro el olor de su piel; huele fresco y también a bosque, a jabón y a arboles perennes, todo mezclado.
Nos besamos despacio, delicadamente, porque ahora disponemos de todo el tiempo del mundo, tenemos todo el tiempo y el espacio para conocernos en libertad, y para besarnos cuanto queramos. Mi vida comienza de nuevo.
Julián se aparta de mí. Recorre mi mandíbula con un dedo.
—Creo que me los has pasado —dice, casi sin aliento—. Los…
—Amor —digo, y le aprieto la cintura—. Dilo.
Duda un momento;
—Amor —dice, probando la palabra. Luego sonríe—. Creo que me gusta.
—Te va a encantar. Confía en mí.
Me pongo de puntillas y me besa la nariz; luego me roza los labios hasta llegar a los pómulos, pasa junto al oído y deposita pequeños besos en mi coronilla.
—Prométeme que estaremos juntos, ¿vale? —sus ojos vuelven a tener el azul claro de una piscina totalmente transparente. Son ojos en los que nadar, en los que flotar para siempre—. Tú y yo.
—Te lo prometo —respondo. A nuestras espaldas, se entreabre la puerta y me vuelvo esperando que sea Raven. En ese momento, una voz corta el aire.
—No la creas.
El mundo entero se cierra a mí alrededor como un parpado por un momento, todo se vuelve oscuro.
Me caigo. Tengo los oídos llenos de ruido; una fuerza ha tirado de mí para meterme en un túnel, en un lugar de caos y de presión. Mi cabeza está a punto de estallar.
Ha cambiado. Esta mucho más delgado y tiene una cicatriz que baja desde la ceja hasta la mandíbula. En el cuello, justo detrás del oído izquierdo, un pequeño número tatuado se curva en torno a la cicatriz de tres puntas que me llevo creer, durante mucho tiempo, que se había curado. Sus ojos, que antes tenía un tono dulce como caramelo fundido, como almíbar, se han endurecido. Ahora son fríos, impenetrables.
Solo su pelo sigue siendo del mismo color, esa corona castaña, rojiza, como hojas de otoño.
Imposible. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir: el muchacho de un sueño, el de otra vida. Un chico que ha regresado de la muerte.
Álex.