Isaac Asimov
1
El Ejecutor
Andrew
Harlan entró en la cabina. Sus lados perfectamente esféricos se ajustaban
dentro de un tubo vertical formado por barras metálicas muy espaciadas, cuyos
extremos parecían fundirse en el vacío, a unos dos metros sobre la cabeza de
Harlan. Éste situó los mandos y tiró poco a poco de la palanca de arranque.
La cabina
no se movió.
Harlan
tampoco se lo había propuesto. Sabía que no iba a haber movimiento, ni arriba
ni abajo, a derecha o izquierda, ni adelante o atrás. En cambio, los huecos
entre las barras se llenaban de una opacidad grisácea, sólida al tacto pero
inmaterial, sin embargo. Al mismo tiempo sintió aquella ligera opresión en el
estómago, la leve sensación de náusea (tal vez psicosomática), que le decía que
todo cuanto contenía la cabina, incluyéndole a él, estaba siendo lanzado al
hipertiempo a través de la Eternidad.
Había
entrado en la cabina en el Siglo 575, la Base Temporal donde fue destinado dos
años antes. En aquel entonces, el 575 era el hipertiempo más distante que había
visitado nunca. Ahora se desplazaba hacia el hipertiempo del Siglo 2456.
En
circunstancias normales le habría intimidado un poco la perspectiva de aquel
viaje. Su Siglo natal estaba en el lejano hipotiempo, en el Siglo 95, para ser
exactos. El 95 era un Siglo muy restrictivo en el empleo de la energía atómica,
aficionado a lo rústico, gran consumidor de madera natural para sus
construcciones, gran exportador de licores a los cercanos isotiempos e
importador de semillas forrajeras. Aunque Harlan no había regresado al 95.°
desde que empezó su formación especial como Aprendiz a los quince años,
experimentaba siempre aquella sensación de nostalgia cuando se alejaba de «su»
Siglo. En el 2456.° estaría a casi doscientos cuarenta milenios del día de su
nacimiento, y eso era mucho, incluso para un empedernido Eterno.
Tal habría
sido su estado de ánimo en circunstancias normales.
Pero en
aquel momento. Harlan no podía pensar otra cosa sino que los documentos le
pesaban en el bolsillo, y que su plan le pesaba en la conciencia. Estaba algo
asustado, algo tenso, algo confuso.
Fueron sus
manos, como si estuviesen dotadas de voluntad propia, las que detuvieron la
cabina en el Siglo previsto y en la forma prevista.
Era
extraño que un Ejecutor estuviera tenso o nervioso. Como dijo en cierta ocasión
el Instructor Yarrow:
«Ante
todo, el Ejecutor debe ser impasible. El Cambio de Realidad a programar puede
afectar la vida de cincuenta mil millones de seres, o más. Un millón o más
pueden quedar afectados de tal modo que deberá considerárseles como individuos
nuevos. Dadas estas condiciones, un temperamento emotivo sería un serio
inconveniente para el Ejecutor».
Harlan
meneó la cabeza casi salvajemente, para aventar el recuerdo de las secas
palabras de su maestro. En aquellos días no podía suponer que él mismo reunía
las peculiares condiciones exigidas. Sin embargo, ahora le embargaba la
emoción. No por cincuenta mil millones de seres, ¡qué le importaban a él
cincuenta mil millones!
Era sólo
por una persona. Sólo una.
Al notar
que la cabina se había detenido interrumpió sus divagaciones para recobrar la
mentalidad fría e impersonal que cuadraba a un Ejecutor, y salió del aparato.
La cabina
que dejaba, desde luego, no era la misma donde había entrado, en el sentido de
que no estaba compuesta de los mismos átomos. Aquello no le preocupaba más que
a cualquier otro Eterno. El centrarse en la «mística» de la Traslación
Temporal, dejando de lado el mero hecho de su existencia, constituía la meta de
todo Aprendiz tan pronto como era admitido a la Eternidad.
Se detuvo
un instante frente a la cortina infinitamente delgada de No—Espacio y No—Tiempo
que le separaba en un sentido de la Eternidad y en otro del Tiempo normal.
Aquella
Sección de Eternidad sería del todo nueva para él. Conocía sus peculiaridades a
grandes rasgos por haberlas estudiado en el «Manual de todas las Épocas». Sin
embargo, la experiencia directa nunca dejaba de ser un choque para el que
convenía estar preparado.
Ajustó los
mandos, operación sencilla cuando se trataba de pasar a la Eternidad, pero muy
complicada para ingresar en el Tiempo normal, una traslación mucho menos
frecuente. Atravesó la cortina y al instante quedó cegado por un aluvión de
reflejos. Levantó instintivamente una mano para cubrirse los ojos.
Un
individuo le esperaba. Harlan, deslumbrado, apenas conseguía distinguirlo.
—Soy el
Sociólogo Kantor Voy —dijo el hombre a Harlan—. Supongo que usted es el
Ejecutor Harlan. Harlan asintió.
—¡ Santo
Cronos! ¿No podría moderar esa decoración?
Voy miró a
su alrededor y dijo con indulgencia:
—¿Se
refiere a las películas moleculares?
—En efecto
—dijo Harlan—. El «Manual» ya las menciona, pero no dice nada de esta orgía de
reflejos.
Tenía
bastante motivo para enojarse, pensó Harlan. En el Siglo 2456 predominaba la
materia, lo mismo que en casi todos los Siglos; cabía esperar una
compatibilidad fundamental entre ellos. No presentaba la absoluta confusión
(para alguien nacido en una época de predominio material) de los remolinos energéticos
del 300.° o de los campos dinámicos del 600.° En el Siglo 2456, para descanso
de los Eternos que lo visitaran, la materia era empleada para todo, desde un
clavo hasta un edificio.
Desde
luego, existían distintas clases de material. A un miembro de un Siglo con
predominio de la energía tal vez le pasaran desapercibidas. Para él, todas las
materias serían variaciones sobre un mismo tema basto, pesado y bárbaro. Pero
Harlan, educado en un medio de formas materiales, reconocía diferencias entre
la madera, los metales (con distinción entre ligeros y pesados), los plásticos,
la sílice, el hormigón, el cuero, y así sucesivamente.
Pero ¡una
materia compuesta enteramente de espejos!
Tal fue su
primera impresión del 2456.° Todas las superficies reflejaban y emitían luz. En
todo aparecía la ilusión del pulimento perfecto, debido a la presencia de una
película reflectante. Y en la infinita repetición de su propia imagen, de la
del Sociólogo Voy y de cuanto les rodeaba, Harlan no veía más que confusión.
¡Una confusión absurda y vertiginosa!
—Lo siento
—dijo Voy—. Es una costumbre de este Siglo y la Sección competente estima que
conviene adoptar en lo posible las costumbres locales. Pronto se acostumbrará a
ello.
Voy anduvo
rápidamente sobre las huellas de otro Voy, su reflejo invertido en el suelo.
Alargó una mano y puso a cero un indicador capilar que se desplazaba sobre una
escala en espiral.
Los
reflejos desaparecieron y la iluminación adoptó una intensidad soportable. A
Harlan le pareció que su mundo regresaba a la normalidad.
—Acompáñeme,
por favor —dijo Voy. Harlan le siguió por varios corredores que momentos antes,
supuso, estallaban de luces y resplandores enloquecidos. Subieron por una
rampa, y después de cruzar una antecámara, penetraron en un amplio despacho.
Durante el
breve recorrido no vieron alma viviente. Harlan estaba tan acostumbrado a eso,
le parecía tan normal, que le habría sorprendido y casi escandalizado
distinguir alguna figura humana tratando de apartarse de su camino. Sin duda,
la noticia de la llegada de un Ejecutor había corrido pronto. Hasta Voy se
mantenía apartado de él, y cuando la mano de Harlan rozó casualmente el brazo
del Sociólogo, éste se hizo a un lado con evidente sobresalto.
Harlan se
sorprendió un poco al notar cierta amargura ante tal reacción. Se creía
revestido de una coraza mucho más fuerte, más eficazmente insensible. Si estaba
equivocado, si su armadura tenía puntos débiles, sólo podía haber una causa:
¡Noys!
El
sociólogo Kantor Voy se inclinó hacia el Ejecutor en un gesto que parecía
bastante cordial, pero Harlan no podía dejar de notar que estaban sentados en
los extremos opuestos de una mesa bastante larga.
Voy dijo:
—Me
complace que nuestro pequeño problema haya interesado a un Ejecutor de su fama.
—Sí —dijo
Harlan en el tono frío e impersonal que todos esperaban de él—. Presenta
algunos aspectos interesantes.
Pensó si
parecería lo bastante imparcial. A lo peor estaba dejando entrever sus
verdaderos motivos, y su delito era delatado por las gotitas de sudor que
acompañaban su frente.
Sacó de un
bolsillo interior la transparencia con el resumen del Cambio de Realidad
proyectado. Era el mismo texto enviado al Gran Consejo Pantemporal un mes
antes. Gracias a sus relaciones con el Jefe Programador Twissell (el ilustre
Twissell), no le fue difícil a Harlan hacerse con el proyecto.
Antes de
desenrollar la lámina dejando que se extendiera sobre la superficie de la mesa
donde quedaría retenida por un débil campo paramagnético, Harlan hizo una breve
pausa.
La
película molecular que cubría la mesa había sido opacada, pero no del todo. El
movimiento de su brazo atrajo su mirada, y por un momento el reflejo de su
propio rostro pareció contemplarle hoscamente desde la mesa. Tenía treinta y
dos años, pero parecía más viejo. No necesitaba que nadie se lo dijera. Quizá
su rostro alargado y las cejas negras sobre unos ojos aún más oscuros
contribuyesen a darle la expresión severa y la fría mirada que todos los
Eternos asimilaban a la caricatura de un Ejecutor. O quizás era sólo su propia
convicción de ser un Ejecutor.
En seguida
extendió la transparencia sobre la mesa y volvió al asunto que le traía allí.
—Yo no soy
Sociólogo, señor mío... Voy sonrió.
—Eso suena
formidable. Cuando alguien empieza por manifestar su incompetencia en cualquier
especialidad, generalmente anuncia que se dispone a formular una opinión
categórica.
—No se
trata de una opinión —dijo Harlan—. Sólo de una petición. Deseo que examine
este resumen y me diga si no ha cometido usted un pequeño error en alguna
parte.
Voy se puso
serio inmediatamente.
—Espero
que no.
Harlan
dejó colgar un brazo sobre el respaldo, y la otra mano sobre las piernas. No
era cuestión de tamborilear con los dedos sobre la mesa, ni de —morderse los
labios. No debía permitir que le traicionasen sus emociones.
Desde
aquel instante que cambió toda la orientación de su vida, había estudiado con
atención todos los proyectos de Cambios de Realidad que pasaban por la
maquinaria administrativa del Gran Consejo Pantemporal.
Como
Ejecutor adjunto al Jefe Programador Twissell podía hacerlo, saltándose un poco
la ética profesional. Menos mal que Twissell estaba cada vez más entretenido
con su propio y más importante proyecto. (Las aletas de la nariz de Harlan se
dilataron. Ahora sabía algo acerca de la naturaleza de tal proyecto.)
Harlan no
podía estar seguro de encontrar lo que buscaba dentro de un plazo razonable.
Cuando estudió por primera vez el proyecto de Cambio de Realidad 2456—2781,
número de orden V—5, creyó que sus deseos hacían una jugarreta a su capacidad
de raciocinio. Pasó un día entero verificando una y otra vez las ecuaciones y
desarrollos, atenazado por una dolorosa incertidumbre mezclada con una
creciente excitación y amarga gratitud, puesto que al menos le habían enseñado
psicomatemáticas elementales.
Ahora Voy
estudiaba la misma lámina y sus símbolos con expresión entre confusa y
preocupada.
—Me
parece... digo que me parece que todo está en orden —aseguró al fin.
—Compruebe
en particular los ritos sociales del noviazgo en la Realidad actual de este Siglo
—dijo Harlan—. Eso es sociología y supongo que cae dentro de su
responsabilidad. Por eso dispuse verle a usted a mi llegada, antes que a
ningún otro.
Voy
frunció el ceño. Aún se mostraba cortés, pero su tono al responder fue glacial:
—Los
Observadores destinados a nuestra Sección son muy competentes. Estoy seguro que
los asignados a este proyecto han proporcionado datos exactos. ¿Tiene pruebas
de lo contrario?
—Nada de
eso, sociólogo Voy —dijo Harlan—. Acepto los datos, pero no estoy de acuerdo
con el planteamiento del problema. ¿No observa un tensor complejo indeterminado
en este punto, si ponderamos correctamente el comportamiento prenupcial?
Voy miró
con atención, y una expresión de alivio se extendió por su rostro.
—En efecto, Ejecutor, en efecto. Pero se resuelve por sí mismo
en una identidad. Se tiene un bucle de pequeñas dimensiones, que no presenta
caminos secundarios. Espero que me perdone si uso imágenes gráficas en vez de
expresiones matemáticas exactas.
—Se lo
agradezco. Así como no soy Sociólogo, tampoco soy Programador —replicó Harlan.
—Muy bien,
pues —dijo Voy—. Ese tensor complejo indeterminado a que alude, o bifurcación
del camino, como si dijéramos, no es significativo. La dicotomía se resuelve
más adelante y tenemos un. camino único. Nos pareció innecesario mencionarlo en
nuestro informe.
—Si es su
criterio, me someto al mismo. Sin embargo, queda la cuestión del C.M.N.
El
Sociólogo torció el gesto al oír aquellas siglas, como había previsto Harlan.
C.M.N. El Cambio Mínimo Necesario. Aquí el Ejecutor era el amo. Un Sociólogo
podía creerse inmune a la crítica en lo relativo al análisis matemático de las
infinitas Realidades posibles en el Tiempo, pero al definir el C.M.N., el
Ejecutor tenía la última palabra.
El cálculo
mecánico no era suficiente. La mayor Computaplex existente, manejada por los
más expertos y hábiles Jefes Programadores, no servía sino para señalar los
límites dentro de los cuales se situaba el C.M.N. Era entonces cuando el
Ejecutor, examinando los datos del problema, decidía el punto exacto del Cambio
dentro de aquellas condiciones límite. Un buen Ejecutor rara vez se equivocaba.
Los mejores Ejecutores no se equivocaban nunca.
Harlan no
se equivocaba nunca.
—El C.M.N.
recomendado por su Sección —dijo Harlan, hablando en tono pausado, frío,
silabeando el Idioma Pantemporal Normalizado con meticulosidad— implica la
inducción de un accidente espacial, y una muerte inmediata y bastante horrible
para una docena o más de personas.
—Es inevitable
—dijo Voy, encogiéndose
de hombros, indiferente.
—Sugiero
que el C.M.N. puede reducirse al mero traslado de un envase de un estante a
otro. ¡Aquí! —señaló Harlan. La blanca y bien cuidada uña de su índice dejó una
leve huella debajo de un grupo de perforaciones.
Voy
examinó aquel punto con dolorosa pero muda atención.
—¿No
altera eso la situación con respecto a la dicotomía que ha dejado de tener en
cuenta? —continuó Harlan—. ¿No cree que entonces se utiliza el camino de mínima
probabilidad, convirtiéndolo prácticamente en una certeza, y que eso nos
conduce a...?
—Virtualmente,
al R.M.D. —dijo Voy en un susurro.
—Exactamente
al Resultado Máximo Deseado —afirmó Harlan.
Voy alzó
los ojos, con una expresión entre compungida e irritada en su moreno rostro.
Harlan, indiferente, observó que aquel hombre tenía entre los incisivos
superiores un hueco que le daba un aspecto conejil, lo cual chocaba con la
contenida energía de sus palabras.
Voy
preguntó:
—Supongo
que esto llegará a conocimiento del Gran Consejo Pantemporal.
—No lo
creo —dijo Harlan—. Que yo sepa el Gran Consejo no se ha ocupado de ello. Por
lo menos, el Cambio de Realidad programado se me pasó sin ningún comentario.
Harlan no
creyó oportuno explicar con más detalle cómo le fue «pasado», y Voy se abstuvo
de preguntar.
—Entonces,
ese error, ¿lo ha descubierto usted?
—Sí.
—¿Y no dio
parte al Gran Consejo Pantemporal?
—No.
Hubo una
reacción de alivio, y luego Voy se puso en guardia.
—¿Por qué?
—Pocas
personas habrían dejado de caer en ese error. Pensé que podía corregirlo antes
de que se cometiera un daño irreparable. Así lo hice. ¿Por qué ir más allá?
—Bien...
gracias, ejecutor Harlan. Se ha portado como un amigo. El error de esa Sección
que, como usted dice, era prácticamente inevitable, habría manchado nuestra
hoja de servicios.
Voy
continuó después de una breve pausa:
—Aunque,
en realidad, y teniendo en cuenta las alteraciones de personalidad que va a
inducir este Cambio de Realidad, la muerte de algunos hombres resultaba de
escasa importancia.
Harlan
pensó fríamente: «No parece muy agradecido. Igual me guarda rencor. Cuando
tenga tiempo para pensarlo, es posible que su rencor aumente aún más, por haber
sido salvado de una descalificación gracias a un Ejecutor. Si yo fuese
Sociólogo como él, me estrecharía la mano con gratitud, pero no quiere dar la
mano a un Ejecutor. No le repugna condenar una docena de hombres a la asfixia,
pero sí el contacto de un Ejecutor».
Comprendiendo
que no le convenía dar tiempo al resentimiento de su interlocutor, Harlan atacó
casi en seguida:
—Espero que
su agradecimiento me autorice a pedirle que su Sección haga un pequeño trabajo
para mí.
—¿Un
trabajo? —preguntó Voy.
—Un
problema de Análisis Individualizado. He traído todos los datos, así como los
de un Cambio de Realidad propuesto para el Siglo 482. Deseo saber el efecto de
este Cambio sobre la probabilidad de supervivencia de cierta persona.
—No estoy
seguro de haberle entendido bien —dijo el Sociólogo con vacilación—. ¿No
dispone de medios para hacer este análisis en su propia Sección?
—En
efecto. Sin embargo, estoy realizando una investigación personal y por ahora no
quiero que figure en los archivos. Sería muy difícil encargar este trabajo a mi
Sección sin que...
Harlan
hizo un gesto vago, sin concluir la frase.
—¿Entonces,
no quiere que esto vaya por vía oficial?
—preguntó
Voy.
—Debe
hacerse confidencialmente, y quiero una contestación confidencial.
—Es muy
irregular. No puedo aceptarlo. Harlan frunció el ceño.
—No es más
irregular que mi olvido en denunciar su error al Gran Consejo Pantemporal. En ese
caso no tuvo usted ninguna objeción. Si hemos de atenernos a las normas en un
caso, tendremos que ser igualmente formales en otro. Creo que me comprende,
¿verdad?
La
expresión de Voy revelaba que le había comprendido perfectamente, sin lugar a
dudas. Alargó la mano hacia Harlan.
—¿Puedo
ver los documentos?
Harlan se
tranquilizó. Había superado el obstáculo principal. Miró con atención mientras
el Sociólogo se inclinaba sobre las láminas que había traído.
—¡En
nombre del Tiempo! Es un Cambio de Realidad sin importancia —fue el único
comentario de Voy.
Harlan
aprovechó la ocasión, mintiendo a medida que hablaba:
—Así es.
Demasiado pequeño, creo. De ahí surge la discusión. Está por debajo de la
diferencia crítica y he escogido un solo individuo como caso piloto.
Naturalmente, no sería hábil que yo usara el equipo de nuestra Sección sin
estar del todo seguro de mi acierto.
Voy no
dijo nada a esto, y Harlan no continuó. No convenía exagerar la comedia.
Voy se
puso en pie.
—Pasaré
estos datos a uno de mis Analistas. Esto quedará entre nosotros, aunque
comprenderá que no podemos sentar un precedente.
—En modo
alguno.
—Y si no
le importa, me gustaría observar el Cambio de Realidad que vamos a efectuar
aquí. Espero que nos haga ,el honor de dirigir el C.M.N. personalmente.
Harlan
asintió.
—Asumo
toda la responsabilidad.
Cuando
entraron en la sala de control dos de las pantallas estaban conectadas. Los
técnicos las habían ajustado según las coordenadas exactas de Espacio y Tiempo,
y luego salieron. Harlan y Voy se vieron a solas en la centelleante sala. (La
decoración a base de películas moleculares reflectantes se hacía notar, y no
poco por cierto, pero esta vez Harlan, atento a las pantallas, no hizo caso.)
Ambas
imágenes aparecían inmóviles. Semejaban naturalezas muertas, pues representaban
instantes matemáticos del Tiempo.
Una de las
vistas era en colores naturales muy contrastados: la sala de máquinas de un
vehículo espacial experimenta], como bien sabía Harlan. Una puerta se estaba
cerrando y aún asomaba por el resquicio un brillante zapato de material rojo
semitransparente. No se movía. Nada se movía. Si se hubiese aumentado el
contraste de la imagen hasta el punto de hacer visibles las motas de polvo en
el aire, ni siquiera éstas se habrían movido.
Voy dijo:
—Esta sala
de máquinas permanecerá vacía durante dos horas y treinta y seis minutos a
partir del instante que contemplamos. En la Realidad actual, desde luego.
—Lo sé
—murmuró Harlan.
Empezó a
ponerse los guantes y mientras tanto sus ojos recorrían con rapidez los
estantes, memorizando la situación del envase crítico, midió los pasos
necesarios para llegar a él y el mejor emplazamiento adonde trasladarlo. Lanzó
una breve ojeada a la otra pantalla.
Mientras
la sala de máquinas, situada en el «presente» definido con respecto a la
Sección Eternidad en la que ahora se encontraba, aparecía iluminada en colores
naturales, la otra escena, situada a unos veinticinco Siglos de distancia en el
«futuro», presentaba el filtro azulado que servía para diferenciar las imágenes
«futuras».
Era la
vista de un espaciopuerto. Un cielo color azul oscuro, con edificios azulados
de desnudo metal sobre un terreno verdeazulado. Un cilindro azul de raro
diseño, con una protuberancia en la base, destacaba en primer plano. Al fondo
se veían dos cilindros más, parecidos al primero. Los tres apuntaban al cielo,
sus extrañas ojivas partidas, en cuyo interior se alojaba seguramente la
maquinaria principal.
Harlan
frunció el ceño.
—Raros
aparatos —dijo.
—Electro—gravitacionales
—dijo Voy—. El Siglo Dos mil cuatrocientos ochenta y uno es el primero en
desarrollar la navegación espacial por electro—gravitación. No necesita
combustible ni energía nuclear. Una solución elegante; lástima que nuestro
Cambio la haga desaparecer. ¡Una verdadera lástima!
Clavó la
mirada en Harlan con visible disgusto.
Harlan
apretó los labios. Conque disgustado, ¿eh? ¿Por qué no? El Ejecutor era él.
Sin duda,
algún Observador habría presentado un informe sobre la cuestión del abuso de
drogas. Algún Estadístico demostró que los últimos Cambios habían aumentado el
número de adictos hasta que llegó a ser el mayor en todas las presentes
Realidades de la humanidad. Un Sociólogo, probablemente el propio Voy,
estableció el perfil psiquiátrico de aquella sociedad, y un Programador calculó
el Cambio de Realidad necesario para disminuir la tendencia al uso de drogas,
hallando que, como efecto secundario, la navegación espacial por
electro—gravitación iba a desaparecer. En la decisión final habían intervenido
una docena, cien hombres quizá, de todas las categorías en la Eternidad.
Pero, a
fin de cuentas, tendría que ser un Ejecutor quien la llevase a la práctica.
Siguiendo las instrucciones convenidas por los demás, a él le tocaba iniciar el
Cambio de Realidad. Y entonces los demás le mirarían con ojos acusadores, y sus
miradas parecerían decir: «A ti, y no a nosotros, se debe la destrucción de
toda esa belleza».
Y por esa
razón, los demás le condenarían y evitarían su presencia. Descargaban su propia
culpa sobre los hombros del Ejecutor, y por ello le odiaban. Harlan dijo con
sequedad:
—Las naves
no importan. Debemos preocuparnos por ellos.
«Ellos»
eran un grupo de personas, en apariencia insignificantes al lado de la nave
espacial, del mismo modo que las dimensiones físicas de las trayectorias
interplanetarias hacen parecer insignificante la Tierra así como la sociedad
humana que la puebla.
Parecían
pequeños muñecos. Sus diminutos brazos y piernas permanecían en posturas
extrañas y ridículas, inmovilizados en aquel instante del Tiempo.
Voy se
encogió de hombros.
Harlan
ajustó el pequeño generador de campo que llevaba en su muñeca izquierda.
—Acabemos
cuanto antes —dijo.
—Un
momento —dijo Voy—. Quiero preguntarle al Analizador de Destinos cuánto tardará
en completar este trabajo suyo. Yo también quiero terminar cuanto antes.
Sus manos
desplazaron hábilmente un pequeño cursor; luego escuchó con atención el
repiqueteo que recibió en respuesta.
«Otra
característica de esta Sección de Eternidad —pensó Harlan—. Un código de ruidos
intermitentes. Espectacular, pero innecesario, al igual que las películas
moleculares reflectantes».
—Dice que
tardará unas tres horas —dijo Voy por fin—. Además, dice que le gusta el nombre
de esa persona, Noys Lambent. Es una mujer, ¿no?
Harlan
sintió la garganta seca.
—Sí.
Los labios
de Voy se curvaron en una lenta sonrisa.
—Parece
interesante. Me gustaría verla sin que ella se diese cuenta. No hemos tenido
ninguna mujer en esta Sección desde hace meses.
Harlan
contuvo un arrebato de ira y no contestó. Miró fríamente al Sociólogo y
bruscamente le dio la espalda.
Si había
un defecto en la Eternidad, era esta cuestión de las mujeres. Desde que ingresó
en la Eternidad había comprendido claramente el problema, pero no se sintió
personalmente afectado hasta que conoció a Noys. De aquel momento había llegado
a este otro, en que se hallaba traidor a su juramento de fidelidad y a todo lo
que había creído hasta entonces.
¿Por qué?
Por Noys.
No sentía
remordimiento. Esto era lo que más le sorprendía. No sentía ningún remordimiento.
No tenía sensación de culpabilidad por las faltas que ya había cometido, entre
las cuales el uso prohibido de un Análisis de Destino para fines particulares
casi carecía de importancia.
Iría hasta
donde fuese necesario.
Aquella
idea, que por primera vez se planteaba con claridad, le pareció blasfema y
escarnecedora. Y aunque la apartó de sí con horror, sabía que estaba dispuesto
a hacerlo. La idea era sencillamente esta: que destruiría la Eternidad, si se
veía obligado a hacerlo.
Y lo peor
era saber que tenía poder para hacerlo, si se lo proponía. Harlan estaba frente
a la entrada del Tiempo y pensó en sí mismo de una manera diferente: antes todo
era muy sencillo; existían ideales, aunque sólo fueran palabras, por y para las
cuales vivía uno. Cada fase de la vida de un Eterno tenía su propósito. ¿No
rezaban así los «Principios Básicos»?
«La vida
de un Eterno puede dividirse en cuatro etapas...»
Todo era
claro y sencillo; sin embargo, para él todo había cambiado, y lo que se había
roto nunca podría recomponerse.
Él había
pasado confiadamente por las cuatro etapas de su vida como Eterno. Primero, el
período de quince años durante los cuales no fue un Eterno, sino un simple
habitante del Tiempo. Sólo un ser humano extraído del Tiempo, un Temporal,
podía llegar a ser un Eterno; nadie nacía en tal posición.
A la edad
de quince años fue seleccionado, tras un proceso riguroso de eliminación cuya
naturaleza no pudo comprender entonces. Le habían llevado detrás del velo de la
Eternidad después de una desgarradora despedida de sus familiares. (Antes le
habían dicho que, pasara lo que pasara, nunca regresaría. Hasta mucho más tarde
no supo la verdadera razón de ello.)
2
El Observador
Ingresado
en la Eternidad, pasó diez años en la escuela como Aprendiz y una vez hubo aprobado
los exámenes entró en la tercera etapa, para graduarse como Observador. Sólo
después de ello se convirtió en Especialista y en un verdadero Eterno. Era la
cuarta y última parte de la vida de un Eterno: Temporal, Aprendiz, Observador y
Especialista.
Harlan
había pasado por todas ellas fácilmente. Podía decir que con éxito.
Recordaba
perfectamente el día en que terminó su período de Aprendiz, día que se
convirtió en un miembro independiente de la Eternidad; pues, aunque aún no
fuese Especialista, ya tenía derecho al honroso título de «Eterno».
Lo
recordaba bien. Estaba formado con los otros cinco que habían terminado el
último curso con él, las manos a la espalda, las piernas ligeramente separadas,
la vista al frente, escuchando.
Les
hablaba el Instructor Yarrow, de pie al lado de su mesa. Harlan recordaba muy
bien a Yarrow. Era un hombre bajito y enérgico, de rojos y rebeldes cabellos,
antebrazos pecosos y una expresión de desamparo en su mirada. (Era muy
frecuente encontrar aquella mirada entre los Eternos. Asomaba a sus ojos la
nostalgia del hogar y de su ambiente natal, el deseo de volver al Siglo que
nunca más verían: un deseo prohibido y que ninguno de ellos habría confesado
jamás.)
Desde
luego. Harlan no recordaba las palabras exactas de Yarrow, pero el significado
de las mismas acudía con claridad a su mente.
Yarrow
había dicho, en sustancia: «Vais a convertiros en Observadores. No es un cargo
de gran categoría. Los Especialistas lo consideran trabajo de aprendiz. Quizá
vosotros, Eternos... (hizo una pausa intencionada después de aquella palabra,
para darles tiempo de sentirse embargados por el honor implícito en tal
calificativo), también penséis lo mismo. En tal caso, sois unos necios e
indignos de esa responsabilidad.
»Si no
fuese por los Observadores, los Coordinadores no tendrían nada que coordinar,
los Analizadores de Destino nada que analizar, ni los Sociólogos podrían trazar
cuadros de los grupos sociales; ninguno de los Especialistas podría hacer nada.
Ya sé que habréis oído antes este argumento, pero quiero que tengáis nociones
claras y concretas acerca de este asunto.
«Seréis
vosotros, los jóvenes, quienes entraréis en el tiempo normal, bajo las
condiciones más difíciles, para recoger los hechos. Hechos fríos y objetivos,
no influidos por vuestras propias opiniones ni deseos, ya lo sabéis. Hechos
exactos que puedan ser pasados por los ordenadores. Hechos definidos que sirvan
de fundamento a las ecuaciones sociales. Hechos fiables para decidir los
Cambios de Realidad necesarios.
»Y
recordad esto. Vuestra etapa de Observadores no es para pasar por ella con la
mayor rapidez y de la forma más cómoda que os sea posible. Se os calificará
según vuestro trabajo de Observadores. No será lo que hicisteis en la escuela,
sino lo que hagáis como Observadores, el criterio determinante de vuestra
Especialidad y de la categoría que tendréis dentro de ella. Ésta será vuestra
tesis de Doctorado, Eternos, y un error en ella, aunque sea pequeño, servirá
para ser destinados al Servicio de Mantenimiento, sin tener en cuenta lo
brillante de vuestra capacidad. He dicho».
Estrechó
la mano a cada uno de ellos y Harlan, grave y lleno de entusiasmo, orgulloso en
su creencia de que el privilegio de ser un Eterno acarreaba el supremo
privilegio de velar por la felicidad de todos los seres humanos existentes en
los confines de la Eternidad, se sintió lleno de respeto por su misión.
Las
primeras misiones encomendadas a Harlan fueron poco importantes y se
desarrollaron bajo estrecha supervisión. Pero sirvieron para aguzar su habilidad
con la experiencia adquirida en una docena de Siglos y a través de una docena
de Cambios de Realidad.
En su
quinto año como Observador le nombraron Jefe Observador de Zona y fue asignado
al Siglo 482. Por primera vez trabajaría sin las orientaciones de otro, y eso
fue lo primero que le hizo sentirse algo inseguro cuando abordó al Programador
que dirigía aquella Sección.
Se trataba
del Ayudante Programador Hobbe Finge, cuya boca apretada y ceñudo gesto
parecían incongruentes en un rostro como el suyo. Tenía la nariz redonda y
gruesa y las mejillas sonrosadas. Sólo le faltaba la barba y la cabellera
blanca para convertirse en la imagen del mito Primitivo de Papá Noel, también
llamado Santa Claus o San Nicolás. Harlan conocía esos tres nombres. No creía
que existiera un Eterno entre cien mil que los conociese ni de oídas. Harlan
sentía una vanidad oculta y casi vergonzante por su afición a los conocimientos
arcanos. Desde sus primeros días en la escuela le interesó el estudio de la
Historia Primitiva, y el Instructor Yarrow le había animado a ello. Harlan
llegó a simpatizar con aquellos extraños y oscuros Siglos anteriores, no sólo
al establecimiento de la Eternidad en el 27.°, sino incluso al descubrimiento
del Campo Temporal, en el Siglo 24. Durante sus estudios había leído libros y
periódicos. Había viajado muy lejos en el pretiempo hasta los primeros Siglos
de la Eternidad, para consultar viejas bibliotecas, siempre que pudo obtener
permiso para ello. Desde hacía más de quince años estaba reuniendo una notable
biblioteca privada, casi toda en papel impreso. Tenía un libro de un tal H. G.
Wells, y otro de un llamado W. Shakespeare, y algunos libros de historia medio
destrozados. Pero la joya de su colección era un juego completo de volúmenes
encuadernados de una revista semanal primitiva. Ocupaban un espacio
extraordinario, pero nunca pudo decidirse a microfilmarlos.
En
ocasiones se trasladaba con la imaginación a un mundo donde la vida era vida y
la muerte, muerte; donde el hombre tomaba decisiones irrevocables; donde el mal
no podía ser atajado ni el bien alentado, y donde la Batalla de Waterloo, una
vez perdida, quedaba perdida para siempre. Tenía unas páginas de poesía, que
guardaba con indecible cariño, donde se podía leer que lo que una mano había hecho
nunca podía deshacerlo.
Luego se
le hacía difícil, casi violento, el traer de nuevo sus pensamientos a la
Eternidad y a un Universo donde la Realidad era algo flexible y cambiante, algo
que hombres como él podían tomar en sus manos para convertirla en algo mejor.
El falso
aspecto de Papá Noel se desvaneció cuando el Programador Hobbe Finge le habló
en un tono rápido y objetivo.
—Empezará
a trabajar mañana con una inspección de rutina de la Realidad actual. Necesito
que sea exacta, completa y definida. No toleraré la menor imprecisión. Su
programa espacio—temporal estará preparado mañana por la mañana. ¿Comprendido?
—Sí,
Programador —dijo Harlan.
En aquel
momento se dio cuenta que él y el Ayudante Programador Hobbe Finge no se iban a
llevar bien, y lo lamentó.
A la
mañana siguiente Harlan recibió su programa de trabajo en láminas llenas de
intrincadas perforaciones, tal como salían de la Computaplex electrónica. Usó
un decodificador de bolsillo para traducirlas al Idioma Pan—temporal
Normalizado, a fin de asegurarse de no cometer ningún error en aquella su
primera misión. Desde luego, habría podido leer las perforaciones directamente,
pero prefería la seguridad que le daba el decodificador.
El
programa le indicó dónde y cuándo podía penetrar en el Siglo 482 y dónde y
cuándo no; lo que podía hacer y lo que debía evitar a toda costa. Su presencia
debía sólo afectar a aquellos lugares y tiempos donde no entrase en
contradicción con la Realidad actual.
El 482.°
no le pareció un Siglo agradable. No se parecía nada a su Siglo natal, austero
y laborioso. Aquélla era, a su entender, una época sin ética ni principios
morales, sensual, materialista y con un extendido sistema matriarcal. Era la
única época, según pudo comprobar en los archivos, en la cual los nacimientos
por ectogénesis habían llegado a ser tan comunes, que el cuarenta por ciento de
las mujeres cumplían con sus deberes maternales simplemente donando un óvulo
fertilizado al incubador comunal. Los matrimonios se formaban y se deshacían
por mutuo acuerdo y no tenían otra vigencia sino la de un contrato privado sin
responsabilidades ante la Ley. Los vínculos con el fin de tener descendencia se
consideraban algo completamente aparte de las funciones sociales del
matrimonio; los primeros se contraían únicamente a fines eugenésicos.
Aquella
sociedad le pareció a Harlan pervertida en muchos aspectos; por ello creía
necesario un Cambio de Realidad. Más de una vez se le ocurrió que su propia
presencia en aquel Siglo, como ser que no pertenecía a aquel Tiempo, podía
desviar la Historia. Si los efectos de su presencia llegaban a ser cruciales en
algún punto clave, una opción de probabilidad diferente se convertiría en
dominante. En esa nueva senda, millones de mujeres que sólo vivían para el
placer de los sentidos se transformarían en madres verdaderas, de corazón puro.
Serían transportadas a otra Realidad, y todos sus recuerdos pertenecerían a la
nueva Realidad, sin llegar siquiera a sospechar que alguna vez habían sido muy
diferentes.
Desgraciadamente,
para realizar tal propósito Harlan habría tenido que transgredir los límites
señalados por su programa espacio—temporal, y ello era impensable. Aunque se
atreviese a hacerlo, el traspasar al azar los límites fijados podía cambiar la
Realidad actual de muchos modos imprevisibles. El resultado podía ser mucho
peor que la Realidad presente. Sólo un análisis exacto y una Programación
ajustada definían el óptimo entre posibles Cambios de Realidad.
Por tanto,
y cualesquiera que fuesen sus opiniones particulares, Harlan siguió siendo
exteriormente un Observador. Y el Observador ideal no era más que un conjunto
sensorial receptor, unido a un mecanismo de escribir informes. Entre la
percepción y el informe no debía interponerse ningún sentimiento.
En ese
sentido, los informes de Harlan eran perfectos.
El
Ayudante Programador Finge lo llamó a su despacho después de su segundo informe
semanal.
—Le
felicito, Observador —le dijo en tono desprovisto de cordialidad—. Pero, ¿qué
piensa realmente de la situación?
Harlan se
refugió en una expresión impasible; su rostro parecía tallado en un trozo de
madera de los que tanto amaba su Siglo natal.
—No tengo
opinión sobre este asunto —dijo.
—¡Vamos,
Observador! Usted procede del Noventa y cinco y ambos sabemos lo que eso
significa. Sin duda este Siglo le desagrada.
Harlan se
encogió levemente de hombros.
—¿Ha
encontrado en mis informes algo que le haga pensar tal cosa?
Era casi
una impertinencia, y los dedos de Finge, tamborileando sobre la mesa,
traicionaron su contrariedad. Al fin dijo:
—Conteste
a mi pregunta.
—En un
aspecto sociológico —dijo Harlan—, muchas facetas de este Siglo representan
puntos extremos. Los tres últimos Cambios de Realidad han acentuado esa
situación. Supongo que eso debe ser corregido eventual—mente. Nunca conviene
tal alejamiento del término medio.
—¿Quiere
decir que se ha tomado la molestia de comprobar los resultados de los últimos
Cambios que afectan a este Siglo?
—Como
Observador, debo estudiar todos los hechos pertinentes.
Harlan, en
efecto, tenía el derecho y la obligación de conocer aquellos hechos. Finge lo
sabía. Todos los Siglos eran sacudidos continuamente por los Cambios de
Realidad. Ninguna Observación, por cuidadosa que fuese, podía considerarse
definitiva por mucho tiempo, sin ser verificada periódicamente. Una de las
normas de la Eternidad era el someter a todos y cada uno de los Siglos a una
Observación continua. Y para observar correctamente, uno debía ser capaz de
presentar, no sólo los hechos de la Realidad presente, sino también su relación
con los hechos de las Realidades anteriores.
Sin
embargo, a Harlan le pareció que había algo más que curiosidad en aquellas
preguntas de Finge, en aquel interrogatorio sobre las opiniones de Harlan.
Finge demostraba una evidente hostilidad.
En otra
ocasión Finge le dijo a Harlan, después de presentarse sin previo anuncio en el
pequeño despacho de este último:
—Sus
informes han creado una impresión muy favorable en el Gran Consejo Pantemporal.
Harlan no
supo qué replicar a esto, por lo que se limitó a decir:
—Muchas gracias.
—Todos
parecen estar de acuerdo en que denotan un grado extraordinario de penetración.
—Lo hago
lo mejor que puedo.
Finge
cambió de tema inopinadamente:
—¿Conoce
al Jefe Programador Twissell?
—¿Al
Programador Twissell? —los ojos de Harlan se agrandaron—. No, señor. ¿Por qué
me lo pregunta?
—Parece
muy interesado en sus informes. Finge apretó los labios y luego cambió
nuevamente de conversación:
—Tengo la
impresión de que usted ha desarrollado su propia filosofía de la Historia, un
punto de vista original.
La
tentación fue demasiado fuerte para Harlan. La vanidad y la prudencia lucharon
por un momento en su mente, y la primera ganó la batalla.
—He
estudiado Historia Primitiva, señor.
—¿Historia
Primitiva? ¿En la academia?
—No
exactamente, Programador. Por mi cuenta. Es... una afición. ¡Es como contemplar
la Historia inmóvil, sin Cambios, congelada! La Historia Primitiva puede ser
estudiada con todo detalle, mientras que los Siglos de la Eternidad son siempre
cambiantes —fue entusiasmándose a medida que hablaba de su tema favorito—. Es
como si pudiéramos tomar una serie de vistas fijas de un libro filmado y las
estudiáramos con minuciosidad. Se observan muchos detalles que pasan
inadvertidos cuando contemplamos la película en movimiento. Creo que esto me ayuda
mucho en mi trabajo.
Finge le
miró con sorpresa, abrió los ojos un poco y salió del despacho sin replicar
palabra.
Después de
aquello volvió a hablarle, en ocasiones, del tema de la Historia Primitiva, y
aceptó las respuestas que Harlan le daba de no muy buena gana, sin que su
redondo rostro mostrase ninguna expresión.
Harlan no
estaba seguro de si arrepentirse de su franqueza o considerar el asunto como un
posible mérito para adelantar en su carrera.
Decidió
que la primera alternativa era la más acertada, un día que se cruzaron en el
Pasillo A, cuando Finge le dijo súbitamente y de modo que pudieran oírle los
demás:
—¡Por
Cronos, Harlan! ¿Es que no saluda usted nunca?
Después de
aquello, Harlan se convenció que Finge le detestaba. Sus propios sentimientos
hacia él se aproximaban al odio.
A los tres
meses de estudiar la Realidad actual del 482.°, Harlan había ya agotado todos
los hechos y detalles dignos de mención. Por ello no le sorprendió recibir
orden de presentarse inmediatamente en el despacho de Finge. Hacía días que
esperaba que le asignaran otra misión, una vez presentado su resumen final. El
Siglo 482 deseaba exportar más tejidos de celulosa a los Siglos que no contaban
con grandes bosques, como por ejemplo el 1174.°, pero no quería recibir pescado
ahumado a cambio. El informe detallaba una larga lista de artículos por orden
de prioridad y con sus recomendaciones.
Tomó el
borrador de su informe para llevarlo consigo al despacho de Finge.
Pero
durante la entrevista no se habló del Siglo 482. A su llegada Finge le presentó
a un hombre bajito y delgado, con la cara llena de finas arrugas, escaso
cabello blanco y expresión astuta, que durante toda la conversación mantuvo en
perpetua sonrisa. Aquella sonrisa traslucía extremos de nerviosismo y de jovialidad,
sin llegar a desaparecer en ningún momento. El hombre sostenía entre dos dedos
manchados de amarillo un cigarrillo encendido.
Era el
primer cigarrillo que veía Harlan; a no ser por este motivo, se habría fijado
más en el hombre y menos en el humeante cilindro, y la presentación de Finge no
le habría cogido desprevenido.
Finge
dijo:
—Jefe
Programador Twissell, éste es el Observador Andrew Harlan.
Los ojos
de Harlan, espantados, pasaron del cigarrillo al rostro del Jefe de la
Eternidad.
El Jefe
Programador Twissell dijo con voz aguda:
—¿Cómo
está usted? ¿De manera que éste es el joven que escribe esos magníficos
informes?
Harlan no
pudo articular palabra. Laban Twissell era una leyenda viviente, un hombre a
quien se reconocía en el acto. Era el principal Programador de la Eternidad, lo
que en otras palabras significaba que era el más eminente de los Eternos. Era
el Presidente del Gran Consejo Pantemporal. Había dirigido más Cambios de
Realidad que ningún otro hombre en la historia de la Eternidad. Sus títulos y
sus éxitos no tenían fin.
La
serenidad había desertado de la mente de Harlan. Asintió con la cabeza, sonrió
con expresión confusa y no dijo nada.
Twissell
se llevó el cigarrillo a los labios, le dio una rápida chupada y exhaló el
humo.
—Déjenos
solos, Finge. Quiero hablar con el muchacho. Finge se levantó, murmuró algo
entre dientes y salió del despacho.
—Parece
nervioso, muchacho —dijo Twissell—. No tiene por qué preocuparse.
Pero el
encontrarse cara a cara con Twissell había sido demasiado para Harlan. Siempre
desconcierta el descubrir que alguien a quien uno miraba como a un gigante, no
mide en realidad sino un metro sesenta de estatura. ¿Era posible que aquella cabeza
medio calva albergase el cerebro de un genio? Aquellos ojos astutos,
rodeados de arrugas, ¿relucían por efecto de una aguda inteligencia, o era sólo
que su propietario estaba de buen humor?
Harlan no
sabía qué pensar. El cigarrillo parecía dispersar los restos de su lucidez. Se
echó un poco atrás cuando le alcanzó una volunta de humo.
Los ojos
de Twissell se estrecharon como si tratase de ver a través de la humareda de su
cigarrillo, y continuó en el dialecto del Siglo 100, con un acento horrible:
—¿Es que
mejor entenderá si hablar en su suyo dialecto, muchacho?
A punto de
estallar en una risa histérica, Harlan contestó con prudencia:
—Puedo
hablar el Idioma Pantemporal perfectamente, señor.
Pronunció
correctamente la frase en el Pantemporal que él y los demás Eternos usaban
desde su aprendizaje en la Eternidad.
—Tonterías
—dijo Twissell, imperioso—. Mí no preocupar de Intertemporal. Mi habla de
Milenio Diez es mucho perfecta.
Harlan se
dio cuenta de que por lo menos hacía cuarenta años desde que Twissell usaba de
los dialectos hipotemporales.
Satisfecho
por haber demostrado sus conocimientos de idiomas, Twissell siguió hablando en
Pantemporal.
—Le
ofrecería un cigarrillo, pero estoy seguro de que no fuma. El fumar ha sido
mirado como una costumbre reprobable en casi todos los Tiempos de la Historia.
En realidad, sólo se consiguen buenos cigarrillos en el Siglo Setenta y dos;
los importan especialmente para mí. Le aconsejo que vaya a buscarlos allí, si
se decide a convertirse en fumador. Es muy triste. Ahora nadie fuma, ni
siquiera en la Sección de la Eternidad destinada al Siglo Ciento veintitrés.
Los Eternos de aquella Sección han adoptado las costumbres locales. Si
encendiera un cigarrillo se pondrían furiosos. A veces pienso que me gustaría
calcular un gran Cambio de Realidad y hacer desaparecer los prejuicios contra
el tabaco de todos los Siglos. Pero me lo impide la seguridad que un Cambio
semejante produciría una gran guerra en el Cincuenta y ocho o una sociedad
esclavista en el Mil. Todo tiene sus inconvenientes.
Al
principio, Harlan estaba confuso, pero luego despertó su aprensión. Seguro que
aquellas divagaciones ocultaban algo.
Tenía la
garganta seca. Al fin pudo decir:
—¿Puedo
preguntar por qué ha solicitado mi presencia, señor?
—Me gustan
sus informes, muchacho. Hubo un destello de placer en los ojos de Harlan, pero
no sonrió.
—Tienen el
toque del artista. Usted tiene intuición, sabe captar las cosas. Creo que sé
cual es el puesto adecuado para usted en la Eternidad, y he venido a
ofrecérselo.
Harlan
pensó: «No puedo creerlo».
Reprimió
la nota de triunfo en su voz y dijo:
—Es un
gran honor para mí, señor.
En aquel
momento el Jefe Programador Twissell, habiendo acabado su cigarrillo, hizo
aparecer otro en su mano izquierda como por arte de prestidigitación y lo
encendió. Exhaló un par de nubes de humo y dijo:
—¡Por vida
de Cronos, muchacho! Habla como si recitase en el teatro. ¡Gran honor! ¡Bah,
tonterías! Dígame en palabras sencillas lo que le parece. Está contento, ¿no es
así?
—Sí, señor
—dijo Harlan con precaución.
—Bien; es
lo normal. ¿Qué le parecería llegar a ser Ejecutor?
—¡Ejecutor!
—exclamó Harlan, saltando de su asiento.
—Siéntese,
siéntese. Parece sorprendido.
—Nunca he
pensado en especializarme como Ejecutor, Programador Twissell.
—Nadie lo
piensa —dijo Twissell secamente—. Todos esperan llegar a ser algo, menos eso.
Por eso los Ejecutores son difíciles de encontrar y siempre hay puestos
vacantes. Ni una sola Sección de la Eternidad tiene los que necesita.
—No creo
reunir las condiciones necesarias.
—Quiere
decir que no quiere aceptar un puesto difícil. ¡Por Cronos! Si desea servir a
la Eternidad, como creo que desea, las dificultades del puesto no deben
importarle. Y tendrá la satisfacción de saber que le necesitamos, y mucho.
Especialmente yo.
—¿Usted,
señor? ¿Usted especialmente?
Hubo un
reflejo de astucia en la sonrisa del anciano.
—No será
un simple Ejecutor. Será mi Ejecutor personal. Tendrá una categoría especial.
¿Qué le parece ahora?
—No lo sé,
señor —dijo Harlan—. Es posible que no reúna condiciones para desempeñar ese
puesto. Twissell meneó la cabeza con decisión.
—Yo le
necesito. Le necesito a usted. Sus informes y su trabajo me aseguran de que
tiene en su cabeza lo que yo necesito. —Se golpeó la frente con el índice—. Su
hoja de servicios como Aprendiz es buena; las Secciones en donde ha trabajado
como Observador informan favorablemente. Pero lo que me ha convencido ha sido
el informe de Finge.
Harlan se
sorprendió.
—¿Me es
favorable el informe del Programador Finge?
—¿Acaso
esperaba lo contrario?
—Pues...
no lo sé.
—Bien,
muchacho, no he dicho que le fuese favorable. He dicho que me había convencido.
En realidad, el
37informe de
Finge no habla a su favor. Recomienda que se le releve de todas las
misiones relativas a Cambios de Realidad, y sugiere que se le traslade al
Servicio de Mantenimiento.
Harlan
enrojeció.
—¿Qué
motivos tiene para decir eso?
—Por lo
visto tiene usted una afición, muchacho. ¿Le interesa la Historia Primitiva,
verdad?
Hizo un
ademán con su cigarrillo. En su irritación, Harlan se olvidó de contener el
aliento, respiró humo y se vio sacudido por un incontenible acceso de tos.
Twissell
esperó con calma a que cesara la tos de Harlan y luego continuó:
—¿No es
cierto?
—El
Coordinador Finge no tiene derecho... —empezó Harlan.
—Tranquilo,
hombre. Le he hablado de ese informe porque guarda relación con el trabajo que
va a desempeñar para mí. De hecho, el informe era confidencial y secreto, y
debe olvidar lo que le he dicho sobre él. Olvidarlo completamente, muchacho.
—Pero ¿qué
hay de malo en mi interés hacia la Historia Primitiva?
—Finge
opina que su afición demuestra un fuerte Complejo de Retorno. ¿Me comprende
ahora, muchacho?
Harlan le
comprendía, en efecto. Todo el mundo llegaba a conocer algo de la jerga
psiquiátrica. Sobre todo, aquella frase. Se suponía que todos los miembros de
la Eternidad sentían una fuerte tendencia, tanto más poderosa por cuanto
estaban oficialmente prohibidas todas sus manifestaciones, a regresar, no
necesariamente a su propio Siglo, pero cuando menos a un Tiempo definido; a
formar parte de un Siglo, en vez de pasar incesantemente a través de todos
ellos. Desde luego, en la mayor parte de los Eternos, aquella tendencia
permanecía siempre oculta en el subconsciente.
—No creo
que sea éste mi caso —dijo Harlan.
—Tampoco
yo lo creo. Opino que su afición es interesante y de mucho valor para nosotros.
Como le he dicho, por ella me interesa usted. Quiero que enseñe a un Aprendiz
que le traeré, todo cuanto sepa y cuanto pueda averiguar sobre Historia
Primitiva. Durante el tiempo que le quede libre será mi Ejecutor personal.
Ocupará su nuevo cargo dentro de unos días. ¿Está conforme?
¿Conforme?
¿Tener permiso oficial para estudiar cuanto pudiera sobre los años anteriores a
la Eternidad? Estar personalmente asociado con el más distinguido de los
Eternos? Hasta los aspectos desagradables del cargo de Ejecutor eran
soportables bajo aquellas condiciones.
Su
cautela, sin embargo, no le abandonó por completo, y dijo:
—Si es
necesario para el bien de la Eternidad, señor...
—¿Para el bien de la Eternidad? —exclamó con
súbita agitación el pequeño Programador, arrojando su colilla tan bruscamente,
que chocó contra la pared y rebotó en medio de una lluvia de chipas—. Le
necesito para la misma existencia de la Eternidad.
3
El Aprendiz
Harlan
pasó varias semanas en el Siglo 575 antes de' conocer a Brinsley Sheridan
Cooper. Tuvo tiempo de acostumbrarse a su nuevo alojamiento, a la higiene y
claridad del cristal, a la porcelana. Aprendió a llevar el emblema de Ejecutor
sin avergonzarse, y a no empeorar la situación como hacían otros, cuando se
colocaban la insignia de manera que la volvían hacia una pared o la tapaban con
cualquier otro objeto que llevasen.
Los demás
sonreían con desprecio cuando se daban cuenta de tales añagazas y su actitud se
hacía aún más desdeñosa, como si sospechasen que ello fuese un intento de
ganarse amigos por medio del fingimiento.
El Jefe
Programador Twissell le presentaba diversos problemas diariamente. Harlan. los
estudiaba y preparaba sus análisis en borradores que rehacía cuatro o cinco
veces, entregando la versión final sin estar muy convencido.
Twissell
los examinaba meneando la cabeza y al final decía:
—Bien,
vamos a ver.
Luego, sus
cansados ojos azules miraban rápidamente a Harlan y su sonrisa se hacía fría
mientras decía:
—Voy a
comprobar sus conjeturas en la Computaplex.
Siempre
llamaba «conjeturas» a los análisis de Harlan. Nunca le comunicó el resultado
de sus comprobaciones en la Computaplex, y Harlan no se atrevía a preguntar. Le
decepcionaba el que nunca fuesen puestas en práctica las recomendaciones de sus
análisis. ¿Sería que la Computaplex daba unos resultados diferentes, o que él
había seleccionado un punto equivocado para la inducción del Cambio de
Realidad? Quizá le faltaba habilidad para encontrar el Cambio Mínimo Necesario
dentro de los límites señalados. (Le costó mucho tiempo acostumbrarse a
pronunciar aquella frase por sus iniciales, diciendo simplemente C.M.N.)
Un día
Twissell vino a verle junto con un joven de aspecto tímido, que a duras penas
se atrevía a levantar los ojos para mirar a Harlan.
—Ejecutor
Harlan —dijo Twissell—, éste es el Aprendiz B. S. Cooper.
Automáticamente
Harlan dijo:
—Encantado.
Examinó el
aspecto de aquel hombre y lo que vio le dejó indiferente. El joven era más bien
de corta estatura, con negros cabellos peinados con raya en el medio. Tenía la
barbilla estrecha y sus ojos eran de color castaño indefinible, mientras que
sus orejas eran algo grandes y sus uñas mostraban señales de ser mordidas con
frecuencia.
—Éste es
el muchacho a quien debe enseñar Historia Primitiva —dijo Twissell.
—¡Por
Cronos! —dijo Harlan, animándose de pronto—. ¡Caramba! Encantado de conocerle.
Casi había olvidado el asunto.
—Prepare
un horario de estudios que le sea satisfactorio, Harlan —dijo Twissell—. Si
puede dedicarle dos tardes a la semana, creo que será lo más conveniente. Use
sus propios métodos de enseñanza. Dejo esta cuestión a su dirección. Si
necesita libros microfilmados o documentos antiguos impresos sobre papel,
dígamelo, y si existen en la Eternidad o en cualquier parte del Tiempo adonde
podamos llegar, se los buscaremos. ¿Conforme, muchachos?
Como hacía
siempre, un cigarrillo apareció en su mano como si lo extrajera del vacío y el
aire se llenó de humo. Harlan tosió y, por los gestos que hacía el Aprendiz,
era evidente que habría hecho lo mismo si se hubiera atrevido.
Cuando
Twissell hubo salido, Harlan dijo:
—Bien,
siéntate... —dudó un momento y luego concluyó con decisión—, muchacho.
Siéntese, muchacho. Mi despacho no es gran cosa, pero considérese en su casa
siempre que estemos juntos.
Harlan
estaba lleno de entusiasmo. Se movía en su elemento. La Historia Primitiva era
algo a lo que podía dedicar todas sus energías.
El Alumno
levantó los ojos por primera vez, y dijo con voz confusa:
—Usted es
un Ejecutor.
Gran parte
del entusiasmo y alegría de Harlan se desvanecieron.
—¿Y qué
hay con eso?
—Nada
—dijo el Aprendiz—. Sólo que...
—Ha oído
al Programador Twissell dirigirse a mí como Ejecutor, ¿no es así?
—Sí,
señor.
—¿Cree que
fue un error? ¿Algo tan malo que no puede ser cierto?
—No,
señor.
—¿Se le ha
comido la lengua el gato? —preguntó Harlan brutalmente, y al hacerlo, sintió
vergüenza de tratar al muchacho de aquella forma.
Cooper se
ruborizó.
—Aún no
domino muy bien el Pantemporal Normalizado.
—¿Por qué
no? ¿Cuánto tiempo hace que es Aprendiz?
—Algo
menos de un año, señor.
—¿Qué edad
tiene?
—Veinticuatro
fisio-años, señor. Harlan \e miró fijamente.
—¡No me
diga que ha ingresado en la Eternidad a los veintitrés!
—Sí,
señor.
Harlan se
sentó en una silla y se frotó las manos, pensativo. Aquello no era posible. De
quince a dieciséis era la edad de ingreso en la Eternidad. ¿Qué podía
significar aquello? ¿Una nueva prueba a la que le sometía Twissell?
—Siéntese
y empecemos a trabajar —dijo—. Dígame su nombre completo y su Siglo natal. El
Aprendiz tartamudeó:
—Brinsley
Sheridan Cooper, del setenta y ocho, señor.
Harlan
casi experimentó cierta simpatía por el muchacho. Sólo diecisiete Siglos de
distancia del suyo propio. Eran casi unos vecinos en el Tiempo.
—¿Le
interesa la Historia Primitiva? —preguntó Harlan.
—El
Programador Twissell me ha pedido que la aprenda. No conozco gran cosa sobre
este tema.
—¿Qué
otras cosas está estudiando?
—Matemáticas:
Ingeniería Temporal. Hasta ahora sólo he aprendido los fundamentos básicos. En
el Siglo 78, yo era mecánico de Rapidvac.
Harlan no
consideró necesario preguntarle qué era Rapidvac. Podía tratarse de una
aspiradora eléctrica, una máquina calculadora o cierta marca de pintura por
aire comprimido. A Harlan no le importaba en absoluto.
—¿Sabe
algo de Historia? —preguntó—. ¿Cualquier clase de Historia?
—He
estudiado Historia Europea.
—Supongo
que se trata de su grupo político.
—Nací en
Europa, en efecto. Desde luego nos enseñaron principalmente Historia Moderna.
Quiero decir la posterior a las revoluciones del Siete mil quinientos cincuenta
y cuatro.
—Bien. Lo
primero que debe hacer es olvidar lo que le han enseñado. No significa nada. La
Historia que enseñan a los Temporales se modifica con cada Cambio de Realidad.
Desde luego ellos no se dan cuenta. Dentro de cada Realidad, su Historia es la
única verdadera. En esto estriba la diferencia con la Historia Primitiva y su
belleza. No importa lo que nosotros hagamos, la Historia Primitiva existe
precisamente en la forma que siempre ha existido. Colón y Washington, Mussolini
y Hereford existen siempre.
Cooper
sonrió débilmente. Se pasó el dedo meñique a través del labio superior y por
primera vez Harlan se dio cuenta de que tenía allí algunos pelos, como si el
Aprendiz empezara a dejarse el bigote.
Cooper
dijo:
—En
realidad, no acabo de acostumbrarme, a pesar del tiempo que llevo aquí.
—¿Acostumbrarse
a qué?
—A
encontrarme a quinientos Siglos de distancia del mío.
—Yo
también soy de muy cerca. Del Noventa y cinco.
—Eso es
otra cosa que me cuesta comprender. Usted es más viejo que yo, pero en otro
sentido yo soy diecisiete Siglos más viejo que usted. Podría ser el tatarabuelo
de su más remoto antepasado.
—¿Qué
importa eso? Supongamos que lo sea.
—Bien,
pues cuesta acostumbrarse.
Había un
tono de obstinación en la voz del Aprendiz.
—Todos
tenemos que pasar por ello —dijo Harlan severamente y empezó a hablar de los
Primitivos. Al cabo de tres horas, estaba enfrascado explicando las razones de
que existieran Siglos anteriores al Primero de la Eternidad.
(Cooper
había preguntado en tono lastimero:
—¿Cómo es
posible que el Siglo Uno no sea el Primero?)
Por último
Harlan le entregó al Discípulo un libro, no muy bueno, pero que serviría para
un principiante.
—Ya le
daré libros más avanzados a medida que vayamos progresando en nuestros estudios
—le dijo.
Al cabo de
una semana, el bigote de Cooper era ya tan visible que le hacía parecer diez
años más viejo y además acentuaba la estrechez de su barbilla. Bien mirado,
decidió Harlan, aquel bigote no favorecía nada al Aprendiz.
—Ya he
terminado el libro —le dijo Cooper.
—¿Qué le ha parecido?
—En cierto
modo... —hizo una larga pausa y luego continuó la frase—. Algunas partes de los
últimos Siglos Primitivos eran muy parecidas al Setenta y ocho. Me han hecho
recordar mi hogar. Por dos veces he soñado con mi esposa.
—¿Su
esposa? —estalló Harlan.
—Estaba
casado antes de venir aquí.
—¡Por el
Gran Cronos! ¿Han traído también a su esposa?
Harlan
recobró la serenidad. Desde luego, si el Aprendiz tenía veintitrés años cuando
ingresó en la Eternidad, era muy posible que estuviese casado. Una cosa sin
precedentes conducía inevitablemente a otra.
¿Qué
estaba pasando? Si se empezaban a modificar las reglas, pronto se llegaría al
punto en que todo se convertiría en un caos. La Eternidad era una organización
demasiado delicadamente equilibrada para poder soportar muchas modificaciones.
Quizá fue
su irritación en favor de la Eternidad lo que puso una nota de dureza en su voz
cuando preguntó:
—¿Supongo
que no piensa en regresar al 78.° para ver como sigue su esposa?
El
Aprendiz levantó la cabeza y sus ojos eran firmes y serenos.
—No.
Harlan
cambió de postura, confuso.
—Bien.
Ahora no tiene familia. Ahora es un Eterno y no debe pensar en nadie de los que
conoció en el Tiempo normal.
Los labios
de Cooper se apretaron y sus rápidas palabras fueron cortantes.
—Está
hablando como un Ejecutor.
Harlan
apretó los puños sobre la mesa. Dijo con voz ronca:
—¿Qué
quiere decir? ¿Que soy un Ejecutor y que tengo la culpa de los Cambios? ¿Que
estoy aquí para defenderlos y exigir que los acepte? Mire, muchacho, aún no
lleva aquí un año; no puede hablar correctamente el Pan—temporal; está lleno de
nociones erróneas sobre el Tiempo y las Realidades, pero ya cree que sabe
cuanto hay que saber sobre los Ejecutores y cómo se les puede hablar.
—Lo siento
—dijo Cooper rápidamente—. No he querido ofenderle.
—No, no.
¿Quién puede ofender a un Ejecutor? Ya ha escuchado lo que dicen los demás, ¿no
es eso? Todos dicen: «Helado como el corazón de un Ejecutor», ¿no es así?
También dicen: «Un trillón de personalidades cambiadas cada vez que un Ejecutor
bosteza». O quizás algunas cosas peores. ¿Y cuál es la respuesta, señor Cooper?
¿Es que se siente más importante al ponerse al lado de ellos? ¿Ello le
convierte en un personaje? ¿Tendrá así más categoría en la Eternidad?
—Ya le he
dicho que lo siento.
—Bien.
Sólo quiero que sepa que me nombraron Ejecutor hace menos de un mes, y que
nunca he inducido un Cambio de Realidad personalmente. Y ahora, volvamos al
trabajo.
El jefe
Programador Twissell llamó a Andrew Harlan
a su
despacho al día siguiente.
—¿Le
gustaría dirigir un C.M.N., muchacho? —dijo.
Parecía
una coincidencia. Durante toda la mañana Harlan había estado reprochándose su
cobardía al negar toda relación personal con el trabajo propio de un Ejecutor;
su grito infantil de: «Yo no he sido, yo no tengo la culpa de nada».
Era como
admitir tácitamente que había algo reprobable en la misión del Ejecutor, y
querer disculparse sólo porque era demasiado nuevo en el oficio para haber
tenido tiempo de convertirse en un criminal.
Recibió
con alegría la oportunidad de poder eliminar aquella excusa. Era casi una
penitencia que se imponía a sí mismo. Ahora podría decirle a Cooper: «Mire,
ahora ya lo hice, y millones de personas tendrán nuevas personalidades; pero fue
un acto necesario y estoy orgulloso de haber sido la causa de ello».
De manera
que Harlan contestó alegremente:
—A su
disposición, señor.
—Bien,
bien. Le agradará saber —Twissell aspiró y la punta del cigarrillo brilló con
un color rojizo— que todos los análisis han demostrado ser de gran precisión.
—Gracias,
señor.
Ahora los
llamaba análisis, pensó Harlan, y no conjeturas.
—Usted
tiene talento. Una mano maestra. Espero grandes cosas de usted, muchacho.
Podemos empezar con este Cambio en el Doscientos veintitrés. Su indicación de
que simplemente un embrague atascado en cierto vehículo, puede facilitarnos la
bifurcación necesaria, sin efectos secundarios perniciosos, es perfectamente
exacta. ¿Quiere usted encargarse de atascar ese mecanismo?
—Sí,
señor.
Aquella
fue la verdadera iniciación de Harlan en su carrera de Ejecutor. Después de
aquello se convirtió en algo más que un hombre con un emblema rojo. Había
manipulado en la Realidad. Había descompuesto aquel mecanismo de un coche
durante unos rápidos minutos sustraídos al Siglo 223, y como resultado, un
joven no llegó a tiempo para asistir a una conferencia sobre la Ingeniería
Solar, y un sencillo invento retrasó su aparición en diez años críticos. Aunque
parecía extraño, debido a todo ello desapareció de la Realidad una guerra en el
224.°.
¿No era
aquello un bien? ¿Qué importaba que se modificasen las personalidades? Las
nuevas personalidades eran tan humanas como las anteriores y tan merecedoras de
vivir. Si algunas personas resultaban con la vida acortada, otras, en cambio,
vivían mucho más y más felices. Una gran obra de literatura, un monumento de la
inteligencia y sensibilidad del Hombre, nunca se escribió en la nueva Realidad,
pero varias copias de la misma se conservaban en las bibliotecas de la Eternidad,
¿no era cierto? En cambio, fueron creadas otras nuevas obras.
A pesar de
todo ello, aquella noche Harlan pasó muchas horas atormentado por el insomnio,
y cuando finalmente consiguió dormirse, ocurrió algo que no había sucedido en
muchos años.
Soñó con
su madre.
A pesar de
haber tenido unos principios tan sencillos en su carrera, bastó un fisio-año
para que a Harlan se le conociera en toda la Eternidad como el «Ejecutor de
Twissell» y, con un deje de maligna ironía, como «El Niño Prodigio» y «El Infalible».
Sus
relaciones con Cooper llegaron a ser casi agradables. A pesar de ello, no se
hicieron íntimos amigos. (Si Cooper hubiese tratado de demostrar su amistad,
Harlan no habría sabido corresponderle.) Sin embargo, trabajaban en buena
armonía y el interés de Cooper por la Historia Primitiva creció a tal punto que
llegó a rivalizar con el propio Harlan.
Un día
Harlan le dijo al Aprendiz:
—Mire,
Cooper, ¿le molestaría dejar la clase para mañana? Tengo que desplazarme hasta
el Tres mil para comprobar una Observación y la persona que necesito ver está
libre esta tarde.
Los ojos
de Cooper se encendieron de deseo.
—¿No
podría acompañarle?
—¿Le
gustaría?
—Desde
luego. Nunca he estado en una cabina cronomóvil excepto la vez que me trajeron
aquí desde el Siglo Setenta y ocho, y entonces no me pude dar cuenta de nada.
Harlan estaba
acostumbrado a usar
la cabina del Tubo C, que, de acuerdo con una costumbre inmemorial, se
reservaba a los Ejecutores en toda su inconmensurable longitud a lo largo de
los Siglos. Cooper no demostró ningún embarazo porque los demás le viesen en
compañía de un Ejecutor. Entró en la cabina sin vacilar y se sentó en el
asiento circular que corría a todo lo largo de la pared.
A pesar de
ello, cuando Harlan estableció el Campo y lanzó la cabina a gran velocidad
hacia el hipertiempo, el rostro de Cooper mostró una expresión casi cómica de
sorpresa.
—No siento
nada —dijo—. ¿Algo va mal?
—Todo
marcha normalmente. No siente nada porque en realidad no se mueve. Estamos
lanzados a lo largo de la extensión temporal del Tubo. En realidad —continuó
Harlan en tono didáctico—, en este momento ni usted ni yo tenemos materia, a
pesar de las apariencias. Cien personas distintas podrían estar usando este
aparato al mismo tiempo, moviéndose (si podemos llamarlo movimiento) a diversas
velocidades en cada dirección del Tiempo y pasaríamos unos a través de los
otros, sin darnos cuenta de nuestra mutua presencia. Las leyes del Universo
normal no se aplican a los Tubos del Cronomóvil.
Cooper
apretó fuertemente las mandíbulas y Harlan pensó, intranquilo: «El muchacho
está estudiando Ingeniería Temporal y probablemente sabe de esto más que yo.
¿Por qué no me callo y dejo de hacer el estúpido?».
Se quedó
silencioso y contempló sombríamente a Cooper. Desde hacía meses, el bigote del
joven había llegado a su plena expansión. Caía ligeramente sobre las comisuras
de la boca, enmarcando sus labios en lo que los Eternos llamaban la línea de
Mallansohn, porque la única fotografía reconocida como auténtica del inventor
del Campo Temporal (una fotografía oscura y desenfocada) le mostraba con un
bigote como aquél. Por tal motivo, aquel tipo de bigote gozaba de cierta
popularidad entre los Eternos, aunque sólo favorecía a unos pocos entre ellos.
Los ojos
de Cooper estaban fijos en los números del indicador que señalaba el paso de
los Siglos con respecto a ellos. Al fin dijo:
—¿Hasta
qué distancia en el hipertiempo llegan los Tubos?
—¿Es que
aún no le han enseñado eso?
—En
realidad, apenas han mencionado ese tema en la escuela.
Harlan se
encogió de hombros.
—La
Eternidad no tiene fin. El Tubo es infinito.
—¿A qué
distancia en el hipertiempo ha llegado usted?
—Este será
el Siglo más lejano a que he llegado. El doctor Twissell ha llegado hasta el
Cincuenta mil.
—¡Gran
Cronos! —suspiró Cooper.
—Ése no es
el fin. Algunos Eternos han llegado más allá del Siglo Ciento cincuenta mil.
—¿Qué
aspecto tiene?
—Completamente
distinto del actual. Hay muchas especies vivientes, pero ninguna humana. El
Hombre ha desaparecido.
—¿La
especie se ha extinguido? ¿O ha sido destruida?
—No creo
que nadie sepa con exactitud lo que sucedió.
—¿Y no
podemos hacer algo para cambiar esa situación?
—Verá, a
partir de los Setenta mil... —empezó Harlan y luego se interrumpió
bruscamente—. Déjelo. Cambiemos de conversación.
Si existía
un tema sobre el que los Eternos se sentían casi supersticiosos, era el de los
Siglos Ocultos, el Tiempo que transcurría entre los Siglos 70.000 y 150.000.
Era un asunto que rara vez se mencionaba en las conversaciones entre Eternos.
Sólo gracias a la estrecha relación que unía a Harlan con Twissell, aquél pudo
averiguar algunos datos sobre aquella lejana Era. En realidad, toda la
información disponible podía resumirse en que los Eternos no podían penetrar en
el Tiempo normal durante todos aquellos Siglos. Las puertas que separaban la
Eternidad del Tiempo normal eran infranqueables. ¿Por qué? Nadie lo sabía.
Harlan
suponía, por algunos comentarios oídos a Twissell, que se había intentado hacer
un Cambio de Realidad en los Siglos inmediatamente anteriores al 70.000.°, pero
sin Observación adecuada más allá del 70.000.° no se podía hacer nada.
Recordaba
que una vez Twissell había dicho riendo: «Algún día entraremos allí. Mientras
tanto, los 70.000 Siglos que tenemos son más que suficientes para darnos
trabajo».
Sin
embargo, su voz no había sonado muy convincente.
—¿Qué le
pasa a la Eternidad después del Ciento cincuenta mil? —preguntó Cooper.
Harlan
suspiró. Por lo visto, no había manera de cambiar de tema.
—Nada. Las
Secciones continúan, pero no hay Eternos en ninguna de ellas después del
Setenta mil. Las Secciones continúan durante millones de Siglos hasta que el
Sol se convierte en nova y aún siguen, más y más. La Eternidad no tiene fin.
Por eso la llamamos Eternidad.
—Entonces
¿el Sol llega a convertirse en nova?
—Ciertamente.
La Eternidad no podría existir sino fuese por este hecho. La nova Sol es
nuestra fuente de energía. Dígame, ¿sabe qué potencia se necesita para activar
un Campo Temporal? El primer Campo de Mallansohn sólo tenía dos segundos desde
el extremo hipotiempo hasta el extremo hipertiempo, y consumió toda la energía
de una central nuclear durante un día entero. Se necesitaron casi cien años
antes de poder enviar un Campo Temporal del grueso de un cabello lo bastante
lejos, para poder utilizar la energía radiante de la nova y a fin de construir
un Campo que pudiera acomodar a un hombre.
Cooper
suspiró.
—Quisiera
haber llegado a un punto en mis estudios en que dejaran de hacerme aprender
ecuaciones y mecánica de Campo y empezaran a enseñarme algo interesante. Si yo
hubiese vivido en el Tiempo de Mallansohn...
—No habría
podido aprender nada. Él vivió en el Siglo Veinticuatro, pero la Eternidad no
empezó hasta finales del Veintisiete. Ya comprenderá que inventar el Campo no
es lo mismo que construir la Eternidad, y los hombres del Veinticuatro no
tenían la menor idea de la tremenda importancia del invento de Mallansohn.
—¿Quiere
decir que estaba muy por delante de su generación?
—Exactamente.
No solamente inventó el Campo Temporal, sino que describió los fundamentos
básicos que hicieron posible la Eternidad, y predijo casi todos los aspectos de
su funcionamiento excepto los Cambios de Realidad. En realidad, estuvo muy
cerca de la verdad... pero creo que nos hemos detenido, Cooper. Vámonos.
Salieron
de la cabina.
Harlan
nunca había visto al Jefe Programador Twissell tan irritado como en aquella
ocasión. La gente decía que era incapaz de albergar ningún sentimiento, que era
un instrumento sin alma de la Eternidad, hasta el punto de haber olvidado la
cifra exacta de su Siglo natal. Decían que a muy temprana edad su corazón se
había atrofiado y que en su lugar le habían colocado una calculadora de
bolsillo, parecida a la que llevaba siempre en el bolsillo de sus pantalones.
Twissell
nunca se había molestado en desmentir esos rumores. En realidad mucha gente se
figuraba que él mismo había llegado a creérselos.
Por esto
Harlan, incluso mientras se doblegaba ante el iracundo huracán de palabras,
todavía se maravillaba del hecho de que Twissell fuese capaz de dejarse llevar
Por la ira. Se preguntó si más tarde Twissell se sentiría mortificado, al darse
cuenta que su corazón le había traicionado revelándose únicamente como un pobre
amasijo de músculos y venas, sujeto a los vaivenes de la emoción.
Entre
otras cosas, Twissell le dijo, con voz aguda de rabia:
—¡Por el
Padre Cronos, muchacho! ¿Es que se cree ya miembro del Gran Consejo
Pantemporal? ¿Es usted quien da las órdenes por aquí? ¿Es usted quien me dice
lo que tengo que hacer, o soy yo quien le ordena el trabajo que debe
realizarse? ¿Es usted quien dispone todos los viajes de las cabinas en esta
Sección? ¿Es que ahora tendremos que acudir a usted para pedirle permiso?
Se
interrumpía a menudo con bruscas interjecciones como:
—Contésteme,
vamos, contésteme —y luego continuaba lanzando más preguntas desde el hirviente
fondo de su ira.
Al final
dijo:
—Si alguna
otra vez vuelve a salirse de sus atribuciones, le mandaré al Servicio de
Mantenimiento como simple operario para siempre. ¿Me ha entendido? .
Harlan,
pálido de confusión y vergüenza, contestó:
—Nunca se
me dijo que el Discípulo Cooper no debía ser llevado en cabina.
Aquella
explicación no sirvió para calmar la irritación de Twissell.
—¿Qué
excusa es una doble negativa, muchacho? Nunca se le ha dicho que no lo
emborrache. Nunca se le ha dicho que no le afeite la cabeza a rape. Nunca se le
ha dicho que no le quite la piel a tiras con una navaja de afeitar. ¡Por el
gran Padre Cronos, muchacho! ¿Qué se le dijo que hiciera con él?
—Tengo
instrucciones de enseñarle Historia Primitiva.
—Entonces,
haga eso, ni más ni menos.
Twissell
dejó caer su cigarrillo al suelo y lo aplastó salvajemente con el tacón, como
si se tratase de un enemigo mortal.
—Quisiera
indicarle, Programador —dijo Harlan—, que muchos Siglos de la presente Realidad
se parecen a ciertas eras específicas de la Historia Primitiva en varios
aspectos. Tenía la intención de llevarlo a esos Tiempos,
previa una
programación espacio—temporal cuidadosa, a modo de viaje de estudios.
—¿Qué?
Dígame, cabezota, ¿es que no piensa pedir permiso para nada? No y no.
Limítese a enseñarle Historia Primitiva. Nada de viajes de estudios. No haga
ningún experimento en el Laboratorio. Cualquier día se le podría ocurrir hacer
un Cambio de Realidad, para que aprendiera el procedimiento.
4
El Programador
Harlan
había pasado dos años como Ejecutor cuando regresó al Siglo 482, por primera
vez desde que lo había abandonado para ir a trabajar con Twissell. Casi no lo
reconoció.
El Siglo
no había cambiado, pero él sí.
Dos años
como Ejecutor habían significado mucho para él. En cierto modo habían aumentado
su aplomo. Ya no tenía que aprender nuevos idiomas, nuevas formas de vestido y
nuevas maneras de vivir con cada proyecto de Observación al que fuese
destinado. Por otro lado, Harlan se había encerrado en sí mismo. Casi había
llegado a olvidar la camaradería que unía al resto de los Especialistas en toda
la Eternidad.
Pero,
principalmente, había saboreado el poder de ser un Ejecutor. Había tenido el
Destino de millones de personas en sus manos, y si por ello debía seguir un
camino solitario, podía recorrerlo con orgullo.
De modo
que pudo mirar fríamente al técnico de Comunicaciones que ocupaba la mesa de
recepción en el 482.° y anunciarse a sí mismo con acento preciso.
—Andrew
Harlan, Ejecutor, presentándose al Programador Finge con destino eventual en el
Siglo Cuatrocientos ochenta y dos.
No hizo el
menor caso de la rápida mirada que le lanzó el hombre de mediana edad a quien
se dirigía.
Era lo que
muchos llamaban el «vistazo al Ejecutor», una rápida e involuntaria mirada
disimulada al emblema rojo que los Ejecutores ostentaban en el hombro, seguida
de unos mal disimulados esfuerzos para no volver a mirarlo.
Harlan se
fijó en el emblema del otro. No era ni el amarillo del Programador, ni el verde
del Analista, ni el azul del Sociólogo, ni el blanco del Observador.
Simplemente una barra azul sobre fondo blanco. Aquel hombre pertenecía a
Comunicaciones, una rama del Servicio de Mantenimiento y no llegaba ni con
mucho a la categoría de Especialista.
Pero
también se permitía «el vistazo al Ejecutor».
Harlan
dijo con cierta acritud:
—¿Bien?
Comunicaciones
contestó rápidamente:
—Estoy
llamando al Programador Finge, señor.
Harlan
recordaba al 482.° como sólido y vigoroso, pero ahora le parecía algo triste y
escuálido.
Se había
acostumbrado al cristal y a la porcelana del 575.°, a su obsesión por la
higiene. Se había acostumbrado a un mundo de blancura y claridad, sólo
interrumpido por ligeros toques de color pastel.
Las
pesadas paredes estucadas del 482.°, con sus fuertes colores vivos y sus
superficies de metal pintado, le parecieron casi repulsivas.
Hasta
Finge le pareció distinto, como empequeñecido. Dos años antes, cada gesto de
Finge había parecido siniestro y poderoso al Observador Harlan.
Ahora,
desde la solitaria altura de su cargo de Ejecutor, Finge le parecía un hombre
patético y confuso. Harlan le contempló mientras hojeaba una pila de láminas
preparándose para atender al recién llegado, con el aire del que ya ha hecho
esperar lo suficiente a la visita.
Finge
pertenecía a un Siglo, el 600°, basado en la energía pura. Twissell se lo había
contado y aquello explicaba muchas cosas. Los arrebatos de malhumor de Finge
podían ser el resultado de la inseguridad natural en un hombre acostumbrado a
la solidez de los Campos de energía, que se sentía desgraciado al tener que
vivir entre estructuras de débil materia. Harlan recordaba bien el felino paso
de Finge, pues a menudo había levantado la vista de su trabajo para encontrarse
a Finge de pie a su lado, observándole, sin que Harlan hubiera advertido su
llegada. Ahora comprendía que ello no era un carácter traicionero, sino más
bien el temeroso caminar del que teme constantemente que el suelo pueda
hundirse bajo su peso.
Harlan
pensó, condescendiente: «Finge está mal adaptado a esta Sección. Posiblemente
lo único que puede ayudarle es que lo trasladen».
—Saludos,
Ejecutor Harlan —dijo Finge.
—Saludos,
Programador —contestó Harlan.
—Por lo
visto, en los dos años desde que... —empezó Finge.
—Dos
fisio-años —corrigió Harlan. Finge lo miró sorprendido.
—Desde
luego, dos fisio-años.
En la
Eternidad no existía el Tiempo tal como se le consideraba normalmente en el
universo exterior, pero los organismos de los 'hombres envejecían y ésta era la
inevitable medida del Tiempo, aun en ausencia de fenómenos físicos
significativos. Fisiológicamente el Tiempo pasaba, y en un fisio-año en la
Eternidad un hombre se hacía tan viejo como hubiera ocurrido durante un año
ordinario en el Tiempo normal.
Sin embargo,
sólo los más pedantes entre los Eternos cuidaban de subrayar aquella
distinción, y aun eso raramente. Era mucho más conveniente decir: «Hasta
mañana» o «No pude localizarte ayer» o «Nos veremos la semana que viene», como
si el mañana o el ayer existieran en algo más que en el sentido puramente
fisiológico. Y se tuvieron en cuenta los instintos de la Humanidad, dividiendo
las actividades de la Eternidad en un día arbitrario de veinticuatro
fisio-horas, fingiendo creer en la presencia del día y de la noche, del hoy y
del mañana. Finge continuó:
—Por lo
visto, en los dos fisio-años desde que usted se marchó, se ha ido formando una
crisis en el Cuatrocientos ochenta y dos. Una crisis bastante extraña,
delicada, casi sin precedentes. Necesitamos ahora de una Observación más exacta
que nunca.
—¿Y usted
me necesita como Observador?
—Sí. No es
rentable pedir a un Ejecutor que realice tareas de Observador, pero las
anteriores Observaciones de usted fueron perfectas en cuanto a claridad y
penetración. Necesitamos sus cualidades de nuevo. Ahora voy a darle unos
cuantos detalles...
De
aquellos detalles Harlan no iba a enterarse inmediatamente. Finge habló, pero
la puerta se abrió en el mismo instante y Harlan no oyó lo que le decía.
Se quedó
contemplando a la persona que acababa de entrar.
No era que
Harlan no hubiese visto a una muchacha en la Eternidad otras veces.
¡Pero una
muchacha como aquélla! ¡Y en la Eternidad!
Harlan
había visto a muchas mujeres en sus viajes por el Tiempo, pero allí sólo eran
objetos para él, como las paredes y las calles, los animales y los insectos.
Estaban hechos simplemente para ser observados.
En la
Eternidad una muchacha era algo distinto. Sobre todo si era como aquélla.
Iba
vestida según la moda de las clases elevadas del 482.a, es decir,
con una blusa de un material parecido a la seda y unos pantalones del mismo
material que le llegaban a la rodilla. Éstos, sin ser transparentes, sugerían
unas formas muy femeninas.
Su cabello
era negro azabache, en melena hasta los hombros, mientras que sus labios rojos
estaban cuidadosamente perfilados. Los párpados y el lóbulo de las orejas eran
de un color rosa pálido mientras el resto de su juvenil (casi infantil) rostro
era sorprendentemente blanco.
La
muchacha se apoyó en el escritorio que estaba en un rincón del despacho de
Finge, y sólo levantó sus largas pestañas una vez para lanzar una rápida mirada
al rostro de Harlan.
Cuando
Harlan reparó de nuevo en la voz de Finge, éste estaba diciendo:
—Recibirá
toda esta información en el resumen oficial. Mientras tanto puede disponer de
su antiguo despacho y de las mismas habitaciones.
Harlan se
halló fuera de la oficina de Finge sin recordar exactamente cómo había salido
de allí. Probablemente se había marchado sin despedirse.
Entre las
emociones que lo dominaban, la más saliente era la ira. ¡Por Cronos! ¡No se
podía permitir que Finge hiciera esas cosas! Sería de pésimos efectos sobre la
moral del personal. Era una burla...
Se detuvo,
aflojó los puños y dejó de apretar las mandíbulas. ¡Ahora verían! Sus pasos
resonaron fuertemente en sus propios oídos mientras se dirigía con decisión al
técnico de Comunicaciones que estaba en recepción.
Comunicaciones
levantó la vista, sin mirarle de frente, y dijo con precaución:
—¿Diga,
señor?
—Hay una
mujer en el despacho del Programador Finge —dijo Harlan—. ¿Es nueva aquí?
Quiso que
pareciese una pregunta indiferente. Se trataba de aparentar que hacía una
pregunta ociosa, casual. Pero le pareció que sonaba como un toque de clarín.
Aquello
despertó la atención del técnico. La mirada de sus ojos expresó algo de lo que
hace a todos los hombres compañeros, Ejecutores inclusive. El técnico dijo:
—¿Se
refiere a aquella morena? ¡Estupenda! ¿No le parece que tiene un cuerpo como
una estatua de energía pura?
Harlan
tartamudeó ligeramente.
—Limítese
a contestar a mi pregunta. El técnico le lanzó una ojeada, y su simpatía se
desvaneció.
—Es nueva
aquí —dijo—. Es una Temporal.
—¿Cuál es
su empleo?
El de
Comunicaciones esbozó una lenta sonrisa que se convirtió en una mueca.
—Se supone
que es la secretaria del Jefe. Su nombre es Noys Lambent.
—Perfecto.
Harlan dio
media vuelta y se marchó.
El primer
viaje de Observación de Harlan al 482.° tuvo lugar al día siguiente, pero sólo
duró treinta minutos. Se trataba de un viaje de orientación, preparado para que
pudiera hacerse una idea de la situación. Reingresó una hora y media al otro
día; el tercer día no fue al Tiempo normal.
Ocupó las
horas estudiando sus informes anteriores, refrescando la memoria en sus propias
anotaciones, revisando el sistema idiomático de aquel Siglo, familiarizándose
de nuevo con las costumbres locales.
El 482.°
había soportado un Cambio de Realidad, aunque de poca importancia. Un partido
político que fue predominante había desaparecido, pero por lo demás la organización
social no parecía haber cambiado.
Sin darse
plena cuenta de ello se dedicó a buscar en sus viejos informes la información
disponible sobre la aristocracia. Sin duda había realizado Observaciones.
Los datos
estaban allí, pero eran impersonales, distantes. Sus comentarios se referían a
un grupo social, no a los individuos.
Desde
luego sus programas de trabajo espaciotemporales nunca le habían exigido o
permitido observar a la aristocracia en su propio ambiente. Las razones no
estaban al alcance de un Observador. Se sentía irritado consigo mismo por
sentir curiosidad respecto a aquellos detalles.
Durante
aquellos tres días tuvo ocasión de ver a la muchacha Noys Lambent cuatro veces.
Al principio sólo se había fijado en sus ropas y en su aspecto general. Ahora
se dio cuenta de que medía un metro setenta de altura, un poco más baja que él.
Sin embargo, era delgada y andaba de un modo erguido y gracioso que la hacía
parecer más alta. Tenía más edad de la que aparentaba a primera vista, quizá
frisaba en los treinta, y desde luego pasaba de los veinticinco...
Era
tranquila y reservada. Una vez, cuando se cruzaron en el pasillo, le sonrió
para luego bajar los ojos. Harlan se hizo a un lado para evitar el rozarla, y
luego continuó su camino, sintiéndose irritado consigo mismo.
Al final
del tercer día. Harlan empezaba a creer que su condición de Eterno le exigía
una resolución. No había duda de que a ella le agradaba estar allí. No había
duda de que Finge no infringía la letra de la Ley. Sin embargo, la poca discreción
de Finge en aquel asunto y su descuido iban contra el espíritu de las
ordenanzas, y ya era hora que se pusiera remedio a aquella afrenta.
Harlan
decidió que no había un hombre en toda la Eternidad que le desagradase tanto
como Finge. Las excusas que había tenido para él, hacía sólo unos cuantos días,
le parecieron ya carentes de valor.
En la
mañana del cuarto día, Harlan solicitó y recibió permiso para hablar con Finge
en privado. Entró en el despacho con paso decidido y fue directo al grano, no
sin sorpresa para él mismo.
—Programador
Finge, sugiero que la señorita Lambent sea devuelta al Tiempo normal.
Finge
apretó los labios, le indicó una silla con un gesto, juntó las manos cerradas
bajo la barbilla y enseñó parte de sus dientes.
—Por
favor, siéntese, siéntese. ¿Le parece que la señorita Lambent es incompetente?
¿Ineficiente?
—En cuanto
a su eficiencia o ineficiencia, Programador, no tengo nada que decir. Depende
del trabajo que deba realizar, y yo no le he encargado ninguno. Pero
comprenderá usted que su presencia es perniciosa para
la moral
de la Sección.
Finge le
miró sin verle, como si su cerebro de Progra—mador estuviera sopesando
abstracciones incomprensibles para un Eterno corriente.
—¿En qué
manera cree que daña nuestra moral, Ejecutor?
—No creo
que sea necesario explicarlo más —dijo Harlan, cada vez más irritado—. Sus
ropas son exhibicionistas. Su...
—Espere,
espere. Un momento, Harlan. Usted ha sido Observador en este Siglo. Ya sabe que
sus vestidos corresponden a la moda corriente en el Cuatrocientos ochenta y
dos.
—En su
propio ambiente, en su medio cultural normal, no tendría nada que decir, si
bien me parece que sus trajes son extremados inclusive para el Cuatrocientos
ochenta y dos. Creo que me permitirá opinar sobre este punto. Pero aquí, en la
Eternidad, esa persona está ciertamente fuera de lugar.
Finge
asintió con la cabeza. En realidad, parecía disfrutar con aquella discusión.
Harlan se puso rígido.
—Está aquí
con una finalidad determinada —dijo Finge—. Realiza una función importante,
aunque eventual. Trate de soportarla mientras tanto.
Los labios
de Harlan temblaron. Había presentado su protesta y la habían dejado de lado.
Diría lo que pensaba.
—Ya puedo
imaginar cuál es la función esencial de esa mujer. Pero el tenerla de un modo
tan descarado no debería permitirse.
Dio media
vuelta y se dirigió hacia la puerta. La voz de Finge le detuvo.
—Ejecutor,
sus relaciones con Twissell pueden haberle dado una idea exagerada de su propia
importancia. Debe corregirla. Y mientras tanto, dígame, Ejecutor, si ha tenido
nunca —vaciló un segundo, buscando la palabra adecuada— una novia.
Con
deliberada e insultante precisión, y dando todavía la espalda a Finge, Harlan
recitó:
—A fin de
evitar relaciones emocionales con el Tiempo normal, un Eterno no debe casarse.
A fin de evitar relaciones emocionales con su familia, un Eterno no debe tener
hijos.
El
Coordinador dijo gravemente:
—No le
hablo de casamiento ni de hijos. Harlan siguió recitando:
—Se podrán
tener relaciones eventuales con los Temporales previa la debida solicitud al
Departamento Central del Gran Consejo Pantemporal, que dispondrá el Análisis
individualizado del Temporal en cuestión. Las relaciones deberán atenerse a las
limitaciones del programa específico espacio—temporal que haya sido concedido.
—En
efecto. ¿Nunca ha presentado una solicitud para relaciones eventuales,
Ejecutor?
—No,
Programador.
—¿Ni
piensa hacerlo?
—No,
Programador.
—Quizá le
convendría. Le daría mayor amplitud de miras. Es posible que entonces se fijase
menos en detalles como los vestidos de una muchacha, ni tampoco en sus posibles
relaciones con otros Eternos.
Harlan
salió, mudo de rabia.
Le resultó
casi imposible realizar su viaje diario por el 482.°, aunque el período más
largo de permanencia seguía siendo de algo menos de dos horas.
Se sentía
violento, y conocía la causa. ¡Finge! Finge y sus groseros consejos respecto a
las relaciones con Temporales.
Las
relaciones existían. Todo el mundo lo sabía. La Eternidad siempre había tenido
en cuenta la necesidad de consentir los apetitos humanos (para Harlan aquella
frase tenía un significado repulsivo), pero las restricciones impuestas a la
selección de amantes hacían muy rígida y poco generosa tal tolerancia. Los
escasos afortunados que conseguían una situación semejante debían portarse con
la mayor discreción, por consideración a la mayoría y por decencia.
Entre las
clases inferiores de Eternos, especialmente entre los de Mantenimiento, siempre
corrían rumores de mujeres importadas en forma más o menos permanente y por
razones obvias. El rumor siempre señalaba a los Programadores y a los Analistas
como los más beneficiados.
Ellos y
sólo ellos sabían decidir qué mujeres podían ser trasladadas del Tiempo normal
hacia la Eternidad sin peligro para la Realidad actual.
Mucho
menos sensacionales, eran las historias que contaban sobre las empleadas
Temporales que cada Sección contrataba como eventuales (siempre que el análisis
espacio—temporal lo permitiese) para desempeñar las aburridas tareas de
cocinar, limpiar y lavar.
Pero una Temporal,
aquella Temporal, y empleada como secretaria, sólo podía significar qué Finge
se burlaba de los ideales que habían hecho de la Eternidad una organización
gloriosa.
Aparte de
las exigencias físicas, a las cuales los prácticos Jefes de la Eternidad se
sometían con indiferencia, seguía siendo cierto que el Eterno ideal era un
hombre austero, que sólo vivía para la misión a la que era destinado, para la
mejora de la Realidad y para incrementar la suma de la felicidad humana. A
Harlan le gustaba pensar en la Eternidad, como si fuese uno de aquellos
antiguos monasterios de los Tiempos Primitivos.
Aquella
noche soñó que había hablado con Twissell sobre aquel asunto y que éste, el
Eterno ideal, compartía su repulsión. Soñó que Finge era degradado y trasladado.
Se vio a sí mismo con el emblema de Programador. Implantaba un nuevo régimen en
el 482.° y relegaba a Finge a una posición secundaria en Mantenimiento.
Twissell estaba a su lado, sonriendo con admiración, mientras él fijaba un
nuevo programa de organización, claro, simple y efectivo, y ordenaba a Noys
Lambent que distribuyera copias entre los asistentes.
Pero ella
estaba desnuda, y Harlan despertó tembloroso y avergonzado.
Un día
encontró a la muchacha en un corredor y Harlan se hizo a un lado para dejarla
pasar, sin mirarla.
Ella se
plantó ante él, obligándole a mirarla y a enfrentarse con sus ojos. Estaba
llena de vida y de colorido y Harlan aspiró el perfume que emanaba su persona.
—¿Es usted
el Ejecutor Harlan, no es así? —dijo ella.
Su primer
impulso fue ignorarla, alejarse de allí. Pero al fin y al cabo, se dijo a sí
mismo, ella no tenía la culpa. Además, tendría que rozarla para marcharse.
Harlan
asintió brevemente.
—Sí.
—Me han
dicho que es un experto en nuestro Tiempo.
—He estado
allí.
—Me gustaría
hablar de esto con usted, algún día.
—Estoy muy
ocupado. No tengo tiempo.
—Pero,
señor Harlan, quizá consiga encontrar un rato algún día.
Ella le
sonrió.
Harlan
dijo en voz baja, desesperado:
—¿Quiere
pasar, o prefiere hacerse a un lado para que pueda pasar yo? ¡Hágame el favor!
Ella se
hizo a un lado, con un movimiento de caderas que encendió de rubor las mejillas
de Harlan; éste se sintió irritado contra ella por haberle hecho perder la
serenidad, irritado consigo mismo por la misma causa y principalmente, por
alguna oscura razón, irritado contra Finge.
Finge le
llamó dos semanas más tarde. Sobre su mesa tenía una lámina de intrincadas
perforaciones cuya longitud reveló a Harlan que esta vez no se refería a
ninguna excursión de media hora en el Tiempo normal.
—¿Quiere
sentarse, Harlan, y examinar este programa espacio—temporal? —dijo Finge—. No,
no lo haga directamente. Utilice la lectora.
Harlan
enarcó las cejas con un gesto de indiferencia e insertó cuidadosamente la
lámina en la abertura de la lectora que estaba sobre la mesa de Finge. La
lámina fue penetrando lentamente en el interior de la máquina y a medida que lo
hacía, los grupos tabulados de perforaciones iban siendo traducidos a palabras
que aparecían en el rectángulo de cristal del visor.
Antes de
llegar a la mitad, Harlan alzó rápidamente la mano y desconectó el mecanismo.
Arrancó la lámina con tal fuerza, que se rasgó a pesar de su fuerte contextura.
Finge dijo
tranquilamente:
—Tengo
otra copia.
Harlan
sostenía los restos de la lámina entre el pulgar y el índice como si temiera
que fuesen a estallar.
—Programador
Finge, aquí hay algún error. No es posible que se me ordene utilizar la casa de
esa mujer como base para una permanencia de casi una semana en el Tiempo
normal.
El
Programador hizo una mueca.
—¿Y por
qué no, si las especificaciones espacio—temporales lo requieren? Pero si hay
diferencias personales entre usted y la señorita Lambent...
—No
existen cuestiones personales —interrumpió Harlan.
—Es
posible que sea otra clase de cuestiones. En vista de las circunstancias, voy a
explicarte ciertos aspectos del problema de esta Observación. Desde luego, ello
no debe sentar precedente.
Harlan no
contestó. Estaba pensando a toda velocidad. De ordinario, por orgullo
profesional habría desdeñado toda explicación. Un Observador, o un Ejecutor,
hacía su trabajo sin formular preguntas. Y normalmente un Programador ni
siquiera soñaba en ofrecer explicaciones.
Sin
embargo, aquí había algo fuera de lo corriente. Harlan se había quejado de la
presencia de la muchacha, a la que llamaban secretaria. Quizá temiera Finge que
la queja llegara más lejos. («Los culpables huyen sin que nadie los persiga»,
pensó Harlan con amarga satisfacción, y trató de recordar dónde había leído
aquella frase.)
La
estrategia de Finge era evidente, por lo tanto. Alojando a Harlan en casa de la
mujer podría oponer contraacusaciones, si la cuestión llegaba demasiado lejos.
Harlan no podría atestiguar contra él.
Desde
luego, debía tener una buena explicación para enviar a Harlan a semejante
lugar. Ahora iba a presentarla. Harlan escuchó con mal disimulado desprecio.
—Como
sabe, todos los Siglos conocen la existencia de la Eternidad —empezó Finge—.
Saben que controlamos el comercio intertemporal. Creen que ésta es nuestra
función principal, lo cual es conveniente para nosotros. También tienen una
vaga idea de que estamos aquí para impedir que le ocurra ninguna catástrofe a
la Humanidad. Esto es más una superstición que otra cosa, pero es más o menos
exacta y también conveniente. Damos a todas las generaciones una imagen
paternal y cierta sensación de seguridad. ¿Lo comprende, no es cierto?
Harlan
pensó: «¿Me habrá tomado por un Aprendiz?».
Pero
asintió brevemente.
Finge
continuó:
—Hay
algunas cosas, sin embargo, que no deben saber. La más importante, por
supuesto, es la forma en que alteramos la Realidad cuando es necesario. La
inseguridad que tal información crearía sería muy peligrosa. Es preciso
eliminar siempre de todas las Realidades cualquier factor susceptible de hacer
que se filtre tal información, y nunca hemos tenido dificultades en
conseguirlo. Sin embargo, siempre aparecen otras creencias indeseables sobre la
Eternidad, que nacen de tiempo en tiempo en uno u otro Siglo. Normalmente, las
creencias más peligrosas son las que tienden a prevalecer entre las clases
dominantes de cada época, que son las que tienen más contacto con nosotros y
que, al mismo tiempo, suelen arrastrar a lo que se llama la opinión pública.
Finge hizo
una pausa, como si esperase que Harlan fuese a hacer algún comentario o
pregunta. Pero éste guardó silencio. Finge continuó:
—Desde el
Cambio de Realidad Cuatrocientos treinta y tres—Cuatrocientos ochenta y seis,
número de serie F—Dos, que se realizó hace un año... un fisio-año, quiero
decir, tenemos pruebas de que se ha incorporado a la Realidad actual una de
esas creencias indeseables. He llegado a ciertas conclusiones respecto a la
naturaleza de esta creencia y las he presentado al Gran Consejo Pan—temporal.
El Consejo no se muestra muy dispuesto a aceptarla, pues dependen de la
realización de una alternativa del cálculo de programación, cuya probabilidad
es extremadamente baja. Antes de poner en práctica mis recomendaciones, se me
exige una confirmación por medio de una Observación directa. La misión es de
naturaleza muy delicada, y por esta razón he solicitado su ayuda y el Jefe
Programador Twissell ha permitido que usted colabore con nosotros. También me
he ocupado de localizar a un miembro de la aristocracia actual que hallase
interesante o emocionante el trabajar en la Eternidad. La he destinado a esta
oficina y la he mantenido bajo estrecha vigilancia para determinar si era
adecuada para nuestro propósito...
Harlan
pensó: «¡Estrecha vigilancia! ¡Cómo no!».
De nuevo
su irritación se dirigía más contra Finge que contra la muchacha.
Finge
seguía hablando.
—Por lo
visto, ella es lo que necesitamos. Ahora vamos a devolverla a su Tiempo.
Usaremos su casa como base, desde donde usted podrá estudiar la vida social de
su círculo de amistades. ¿Comprende ahora la razón de tener a esta muchacha
aquí, y por qué quiero que usted se aloje en su casa?
Harlan
dijo, con no disimulada ironía:
—Lo
comprendo perfectamente, puedo asegurárselo.
—Entonces,
debe aceptar esta misión. Harlan salió hecho una fiera. No iba a tolerar que
Finge le engañase. Nadie se burlaba de él impunemente.
Sin duda
fue el ardor de la batalla, la determinación de derrotar a Finge, lo que le
hizo experimentar aquella ansiedad, casi impaciencia, ante la idea de su
próximo viaje al 482.°
No existía
otra razón para ello.
5
La Temporal
La
residencia de Noys Lambent estaba algo aislada, aunque a corta distancia de una
de las principales ciudades del Siglo. Harlan conocía muy bien aquella ciudad;
la conocía mejor que cualquiera de sus habitantes. En sus Observaciones de
exploración dentro de aquella Realidad, había visitado todos los distritos de
la ciudad durante todas las décadas dentro de los límites de la Sección.
Conocía la
ciudad a la vez en el Espacio y en el tiempo. Podía imaginarla como una unidad,
concebirla como a un organismo vivo, en pleno desarrollo, con sus catástrofes y
sus reconstrucciones, sus alegrías y sus penas. Ahora estaba en una semana
determinada del Tiempo en aquella ciudad, que era como un fotograma
inmovilizado de su lenta vida de acero y hormigón.
Aún más
importante, sus exploraciones preliminares, se habían centrado de preferencia
en los «periecos», los ciudadanos más importantes, que, sin embargo, vivían
lejos, en relativo aislamiento.
El 482.°
era uno de tantos Siglos en que la riqueza estaba desigualmente distribuida.
Los Sociólogos tenían una fórmula para aquel fenómeno (que Harlan había es5 La Temporal
La residencia de Noys Lambent
estaba algo aislada, aunque a corta distancia de una de las principales
ciudades del Siglo. Harlan conocía muy bien aquella ciudad; la conocía mejor
que cualquiera de sus habitantes. En sus Observaciones de exploración dentro de
aquella Realidad, había visitado todos los distritos de la ciudad durante todas
las décadas dentro de los límites de la Sección.
Conocía la ciudad a la vez en el
Espacio y en el tiempo. Podía imaginarla como una unidad, concebirla como a un
organismo vivo, en pleno desarrollo, con sus catástrofes y sus
reconstrucciones, sus alegrías y sus penas. Ahora estaba en una semana determinada
del Tiempo en aquella ciudad, que era como un fotograma inmovilizado de su
lenta vida de acero y hormigón.
Aún más importante, sus
exploraciones preliminares, se habían centrado de preferencia en los
«periecos», los ciudadanos más importantes, que, sin embargo, vivían lejos, en
relativo aislamiento.
El 482.° era uno de tantos Siglos
en que la riqueza estaba desigualmente distribuida. Los Sociólogos tenían una
fórmula para aquel fenómeno (que Harlan había estudiado
en los libros, pero que sólo comprendía vagamente). La fórmula se reducía a
tres ecuaciones, aplicables a cualquier Siglo dado. Para el 482 °, las tres
ecuaciones indicaban un desequilibrio casi intolerable. Los Sociólogos
meneaban tristemente la cabeza sobre ello y Harlan había oído cómo uno de ellos
dijo que cualquier empeoramiento de la situación debido a nuevos Cambios de
Realidad, requería la «más estrecha observación».
Sin
embargo, una cosa justificaba aquella desfavorable distribución de la riqueza.
Llevaba consigo la existencia de una clase social desocupada y brillante, y el
desarrollo de un estilo de vida atractivo, protector de la cultura y las artes.
Mientras el otro extremo de la escala no estuviese demasiado desfavorecido,
mientras las clases desocupadas no olvidasen completamente las responsabilidades
inherentes a sus privilegios, mientras su cultura no llevase a extremos
perniciosos, la Eternidad prefería tolerar una distribución injusta de la
riqueza para dedicarse a corregir otros males menos llamativos.
Contra su
voluntad, Harlan empezaba a comprender ese punto de vista. Normalmente sus
estancias nocturnas en el Tiempo normal le llevaban a hoteles en los distritos
más pobres, donde uno pudiera pasar desapercibido, donde nadie hacía caso de
los forasteros, donde una presencia más o menos no significaba nada y, por lo
tanto, apenas estremecía la trama de la Realidad. Cuando aun eso era
peligroso, cuando existía la posibilidad de que la intrusión sobrepasase el
punto crítico e hiciese derrumbarse una parte importante del castillo de naipes
de la Realidad, lo corriente era dormir debajo de un seto en el campo.
Y
normalmente, primero era preciso explorar más de un seto, para comprobar cuál
de ellos no sería visitado durante la noche por granjeros, vagabundos o
inclusive perros callejeros.
Pero esta
vez, Harlan contemplaba las cosas desde el otro extremo de la escala social.
Dormía en una cama, sobre colchón de materia energizada, una rara mezcla de
materia y energía que sólo estaba al alcance de las clases más ricas de la sociedad.
En todos los Tiempos, dicho material era menos corriente que la materia pura,
pero más que la energía pura. En todo caso se amoldaba perfectamente al cuerpo
de Harlan, firme cuando permanecía quieto y blando cuando rebullía en su sueño.
Harlan
hubo de admitir que tales comodidades resultaban atractivas, y comprendió la
sabiduría de la Eternidad al disponer que todas las Secciones se adaptaran al
término medio de su Siglo, en vez de disfrutar de las máximas comodidades. De
este modo, uno podía mantenerse en contacto con todos los problemas del Siglo,
sin identificarse demasiado estrechamente con ninguno de sus extremos sociales.
Resultaba
fácil, pensó Harlan aquella primera noche, vivir como un aristócrata.
Y antes de
quedarse dormido, pensó en Noys.
Soñó que
se encontraba en el Gran Consejo Pantemporal, con las manos entrelazadas en
gesto severo. Veía a un diminuto, muy diminuto Finge, que escuchaba con horror
la sentencia que lo desterraba de la Eternidad, condenado a perpetua
Observación en un Siglo arcano del más alejado hipertiempo. Las fatales
palabras de la sentencia surgían lentamente de la boca de Harlan, y sena su
lado estaba Noys Lambent.
Al
principio Harlan no se había dado cuenta de ello, pero luego miró de repente
hacia ella, y sus palabras se hicieron entrecortadas.
¿Es que
los demás no podían verla? Los otros miembros del Gran Consejo miraban
fijamente hacia delante, excepto Twissell. Éste se inclinó y le sonrió a
Harlan, mirando a través de la muchacha, como si ésta no se encontrase allí.
Harlan
quiso ordenarle que se marchase, pero las palabras no brotaban de sus labios.
Trató de golpear a la muchacha, pero su brazo se movió despacio, muy despacio y
ella no se movió. Seguía inmóvil a su lado. Tenía la piel helada.
Finge ahora se reía, reía,
reía...
De súbito se dio cuenta de que
estaba despierto y que era Noys la que reía.
Harlan abrió los ojos a la
brillante luz del sol y contempló a la muchacha por un momento, antes de darse
cuenta de dónde estaban y quién era ella.
—Estaba quejándose y golpeando la
almohada —dijo ella—. ¿Acaso tenía una pesadilla? Harlan no contestó.
—Su baño está preparado. También
sus nuevas ropas. He enviado las invitaciones para la fiesta de esta noche. Me
parece extraño volver a mi vida pasada, después de haber permanecido tanto
tiempo en la Eternidad.
A Harlan le molestó aquella
voluble charla.
—Supongo que no les habrá dicho
quién soy —dijo.
—Por supuesto que no.
¡Por supuesto! Finge habría
cuidado de aquel pequeño detalle hipnotizándola ligeramente, si fuera
necesario.
Aunque era posible que no lo
considerase necesario. Al fin y al cabo, la había tenido bajo «su estrecha
vigilancia».
Aquella idea le molestó.
—Preferiría que me dejaran a
solas siempre que fuese posible —dijo.
Ella lo miró un momento, indecisa,
y luego se alejó sin pronunciar palabra.
Malhumorado, Harlan consumó el
rito matinal de lavarse y vestirse. No le entusiasmaba la idea de una reunión
nocturna. Procuraría no hablar ni moverse; era preciso convertirse en un
accesorio de las paredes. Su verdadera función era la de ser todo ojos y oídos.
Para ligar estos sentidos con el informe final estaba su mente, que no debía
proponerse otro objetivo.
Como Observador, normalmente no
le molestaba desconocer cuál era el propósito final de sus investigaciones.
Cuando era Discípulo le habían enseñado que un Observador no debía tener ideas
preconcebidas sobre la información pedida o las conclusiones que se esperaban
de él. Se les decía que cualquier información previa sólo serviría para
deformar sus impresiones, por mucho que tratase de ser imparcial.
Pero bajo las circunstancias en
que se encontraba ahora, aquella ignorancia era irritante. Harlan sospechaba
que en realidad no pasaba nada anormal, sino que le habían convertido en peón
del juego de Finge. Y además Noys...
Contempló con ira su propia
imagen tridimensional, proyectada por el Reflector. Los ajustados vestidos del
482.°, de brillantes colores y desprovistos de costuras, le daban un aspecto
ridículo, pensó.
Noys Lambent llegó a su lado
cuando terminaba el solitario desayuno que le fue servido por un Mekkano.
—Estamos en junio, Ejecutor
Harlan —dijo Noys sin aliento.
—No mencione mi título aquí —dijo
Harlan con severidad—. ¿Qué pasa si estamos en junio?
—Pero, ¿no lo comprende? Fue en
febrero cuando ingresé en la Eternidad, y de eso no hace sino un mes —dijo ella
en tono de sorpresa.
Harlan arrugó la frente.
—¿En qué año estamos?
—¡Ah! El año es el mismo.
—¿Está segura?
—Completamente. ¿Acaso ha
ocurrido algún error?
Noys tenía la costumbre
desconcertante de ponerse muy cerca de él para hablarle, y su ligero ceceo (una
costumbre de aquel Siglo, no exclusiva de ella) hacía que su voz pareciera la
de una niña. Pero a él no le engañaba. Se apartó con rápido gesto.
—No hay ningún error. Nos han
situado en este Tiempo porque es el más adecuado. En la Realidad, usted ha
estado aquí durante todo ese tiempo.
—¿Cómo es posible? —pareció
asustarse—. No recuerdo nada de eso. ¿Cómo pueden existir dos personas
idénticas al mismo tiempo?
Harlan se sintió más
irritado de lo que justificaba la pregunta. No era fácil explicar los
microcambios causados por cada una de las interferencias con el Tiempo, los
cuales podían alterar la vida de algunas personas sin efectos apreciables en el
conjunto del Siglo. Hasta los Eternos olvidaban a veces la diferencia que
existía entre los microcambios (con «c» minúscula) y los Cambios (con «C»
mayúscula) que alteraban completamente la Realidad.
—La Eternidad sabe lo que hace
—dijo Harlan—. No pregunte demasiado.
Lo dijo con orgullo, como si él
fuese un Jefe Programador y hubiera decidido personalmente que aquel mes de
junio era el momento adecuado, y que el microcambio producido por el lapso de
aquellos tres meses no podía convertirse en un Cambio de Realidad.
—Entonces, he perdido tres meses
de mi vida —dijo ella.
Harlan suspiró.
—Sus desplazamientos a través del
Tiempo no tienen nada que ver con su edad fisiológica.
—Bien, ¿es verdad o no?
—Verdad o no, ¿el qué?
—Que se han perdido tres meses.
—¡Por Cronos!, señorita, ya se lo
he explicado. No ha perdido ninguna parte de su vida. Nunca podrá perderla.
Ella dio un paso atrás ante sus
gritos, y de repente, se echó a reír.
—Tiene un acento muy gracioso,
especialmente cuando está enfadado.
Harlan frunció el ceño ¿Qué
significaba aquello? Su conocimiento del idioma del Siglo 482 era tan bueno
como el de cualquiera en la Sección. Probablemente mejor.
¡Qué muchacha más estúpida! Menos
mal que ya se había marchado.
Se volvió de nuevo hacia el
Reflector, contemplando su propia imagen. Observó que tenía una profunda arruga
vertical entre los ojos.
Pasó la mano para alisarla y
pensó: «Mi rostro no es nada atractivo. Los ojos demasiado pequeños, las orejas
salientes y la barbilla es demasiado grande».
Nunca le había preocupado
aquello, pero ahora se le ocurrió, de repente, que resultaría muy agradable
tener un rostro hermoso.
A última hora de la noche,
después de la fiesta, Harlan empezó a preparar sus notas sobre las
conversaciones que había oído, mientras todo ello aún estaba fresco en su
mente.
Como de costumbre en casos
semejantes, usaba una grabadora molecular fabricada en el Siglo 55. Era un
cilindro delgado, de unos diez centímetros de largo por dos de diámetro, y de
color castaño oscuro. Cabía fácilmente en cualquier bolsillo o en el forro del vestido,
según el estilo del traje, o bien podía usarse suspendido del cinturón, de un
botón o de la muñeca.
De cualquier modo que se llevase,
la grabadora tenía una capacidad de unos veinte millones de palabras en cada
uno de sus tres niveles de energía molecular. Con un extremo del cilindro
conectado a un diminuto auricular y el otro extremo al micrófono de laringe,
Harlan podía hablar y escuchar simultáneamente.
Todos los sonidos de la fiesta se
repetían ahora en su oído. Mientras escuchaba, Harlan pronunciaba frases que se
iban grabando en el segundo nivel, en correspondencia con el nivel primario
donde se habían registrado las conversaciones de la reunión de aquella noche,
pero por separado. Harlan describió sus propias impresiones, hizo resaltar
detalles, anotó ciertas correlaciones. Más adelante, cuando hiciera uso de la
grabadora para escribir su informe, no sólo dispondría de una reproducción fiel
del sonido, sino también de una reconstrucción comentada de lo sucedido.
Noys Lambent entró en su habitación
sin llamar.
Molesto, Harlan se quitó el
auricular y el micrófono, los unió a la grabadora molecular, guardó el aparato
en su estuche y lo cerró con un chasquido seco.
—¿Por qué está enfadado conmigo?
—preguntó Noys.
Llevaba los
brazos y los hombros desnudos, y
las piernas enfundadas en medias de foamite fluorescente.
—No estoy enfadado —dijo Harlan—.
No tengo nada contra usted.
En aquel momento creyó que decía
la pura verdad.
—¿Trabajando a estas horas?
—preguntó ella—. Debe estar cansado.
—No puedo trabajar, puesto que
usted está aquí —dijo él, malhumorado.
—Está enfadado conmigo. No me ha
dirigido la palabra durante toda la noche.
—He procurado no hablar con
nadie. No estaba allí para pronunciar discursos —dijo Harlan, y esperó que ella
se marchase.
Pero ella continuó:
—Le he traído algo de beber. Me
pareció que le gustaba la única copa que bebió en la reunión, y una no es
bastante. Sobre todo si va a seguir trabajando.
Harlan se fijó en el pequeño
Mekkano que la seguía, deslizándose suavemente sobre un campo magnético.
Durante la cena había comido muy
poco, probando sólo algunos platos ya conocidos por anteriores observaciones
(excepto algunos bocados de otros, para ampliar información). A pesar suyo,
descubrió que le gustaban. A pesar suyo, tuvo que confesar que le gustaba la
bebida espumosa, de un color verde claro y con sabor a menta, que era de
consumo obligado en las reuniones y fiestas. En realidad no era una bebida
alcohólica, aunque producía un efecto muy estimulante. Aquella clase de bebida no
existía en el Siglo con anterioridad al último Cambie! de Realidad, acontecido
dos fisio-años antes.
Cogió el vaso que le ofrecía el
Mekkano, con un breve ve gesto de gracias para Noys.
Un Cambio de Realidad que
virtualmente no había producido efectos físicos en el Siglo, ¿cómo podía
suscitar la aparición de una nueva clase de bebida? Harlan no era un
Programador, conque era ocioso que se hiciese tal pregunta. Ni las más
completas y detalladas Programaciones podían eliminar el azar entre las
variaciones posibles, los efectos secundarios de infinitas combinaciones de
hechos. Si ello hubiera sido posible, se podría prescindir de los Observadores.
Noys y él se encontraban solos en
la casa. Los Mekkanos eran muy usados durante las dos últimas décadas, y seguirían
siéndolo durante la próxima década de aquella Realidad. Por ello, en aquella
sociedad no existían sirvientes humanos.
Naturalmente, siendo la hembra de
la especie económicamente tan independiente como el varón, y capaz de elegir la
maternidad, si así lo deseaba, sin someterse a las exigencias físicas de la
misma, no podía haber nada «impropio» en que aquellos dos se encontrasen solos
en la casa, según la mentalidad del Siglo 482 al menos.
Sin embargo. Harlan sentía una
creciente confusión ante la presencia de ella.
La muchacha se había tendido en
el sofá en un extremo de la habitación, y los sedosos cojines se hundían bajo
su peso, como si quisieran abrazarla. Noys se había quitado los zapatos
transparentes y empezó a mover los dedos de los pies dentro de la flexible
foamite, como si fueran las patas de una gatita lujuriosa.
Noys agitó la cabeza, y lo que
fuese que había mantenido su cabellera cuidadosamente peinada se desprendió
dejando caer el cabello suelto hasta los hombros. Su blanca piel se hizo más
adorable y mórbida en contraste con la negrura de su pelo.
Ella murmuró:
—¿Qué edad tienes?
Ciertamente, él no debía
contestar aquella pregunta. Era cosa personal y a ella no le importaba. Lo que
iba a contestarle en seguida con educada firmeza sería: «¿No le importa que
siga trabajando solo?»
En vez de ello, Harlan se escuchó
a sí mismo decir:
—Treinta y dos años.
Se refería a fisio-años, desde
luego.
Ella dijo:
—Soy más joven que tú. Tengo
veintisiete. Pero supongo que no pareceré siempre más joven. Supongo que tú
seguirás igual cuando yo sea una vieja. ¿Por qué decidiste tener treinta y dos
años? ¿No podrías cambiar de edad si quisieras? ¿No te gustaría ser más joven?
—¿De qué está hablando?
Harlan se pasó la mano por la
frente para aclarar sus ideas.
Ella dijo suavemente:
—Tú vives eternamente. Eres un
Eterno.
—Está equivocada —dijo él—.
Envejecemos y morimos como todos los demás. Ella dijo:
—No necesitas fingir conmigo.
Su voz era baja y acariciadora.
El lenguaje del quincuagésimo milenio, que siempre le había parecido a Harlan
duro y desagradable, ahora le sonó eufónico por primera vez. ¿O quizás era que
aquella bebida y el ambiente perfumado habían embotado su audición?
—Puedes conocer todos los
Tiempos, visitar todos los lugares —dijo Noys—. Tenía tantas ganas de trabajar
en la Eternidad, que aguardé todo el tiempo que quisieron. Pensé que quizá me
harían Eterna, pero después me di cuenta de que sólo había hombres. Algunos de
ellos ni siquiera quisieron hablar conmigo porque yo era una mujer. Tú tampoco
quisiste.
—Todos tenemos mucho trabajo
—dijo Harlan, tratando de apartar de sí algo que sólo podía describirse como
una sensación de absurda felicidad—. Yo también estaba muy ocupado.
—¿Por qué no hay más mujeres en
la Eternidad?
Harlan no se atrevió a decirle la
verdad. ¿Qué podía decirle? Los miembros de la Eternidad eran seleccionados con
infinito cuidado, pues debían reunir condiciones esenciales. Ante todo, debían
poseer las dotes necesarias para su trabajo; en segundo lugar, su extracción
del Tiempo normal no debía ejercer ninguna repercusión perniciosa sobre la
Realidad.
¡La Realidad! Aquella era la
palabra que no debía pronunciar en ninguna circunstancia. Sintió que el
torbellino arreciaba dentro de su cabeza y cerró los ojos un momento para detenerlo.
Cuántos excelentes candidatos
hubieron de quedarse en el Tiempo normal, porque su ingreso en la Eternidad
habría significado que sus hijos no nacieran, que otros hombres y mujeres no
murieran, que no se casaran: cien circunstancias cuya ausencia habría
encaminado a la Realidad en una dirección que el Gran Consejo Pantemporal no
podía permitir.
¿Podía Harlan explicarle todo
aquello a Noys? Era imposible. No podía decirle que las mujeres casi nunca
ingresaban en la Eternidad, porque por alguna razón recóndita que él no
comprendía, aunque quizás algún Jefe Programador la supiera, su extracción del
Tiempo normal tenía de diez a cien veces más probabilidades de deformar la
Realidad que el traslado de un hombre.
Todos aquellos pensamientos
giraban en su cabeza inconexos y vertiginosos, enlazándose unos a otros en
absurdas frases y ridículas sensaciones. Noys estaba ahora muy cerca de él,
sonriendo.
Escuchó la voz de ella como el
susurro de la brisa.
—¡Vosotros los Eternos! Siempre
llenos de secretos. No queréis compartir vuestro bien. Haz de mí una Eterna.
Su voz ahora no llegaba en
palabras separadas, sino como una delicada modulación que penetraba
directamente en la mente de él.
Harlan deseaba poder decir:
Mujer, no existe la diversión en la Eternidad. ¡Trabajamos! Trabajamos
"para analizar todos los detalles del Tiempo desde el principio de la
Eternidad hasta que la Tierra quede vacía dé huella humana. Tratamos de agotar
las infinitas posibilidades de «todo lo que pudo ser», para escoger un «pudo
ser» mejor que la Realidad actual, y entonces decidimos en qué lugar del Tiempo
cabe hacer un pequeño Cambio para convertir el «es» en el «pudo ser» deseado. Y
entonces tenemos un nuevo «es» y nos ponemos a buscar otro «pudo ser» y de
nuevo repetimos el ciclo, siempre igual desde los tiempos en que Wikkor
Mallansohn descubrió el Campo Temporal, allá en el 24.°, de modo que fue
posible empezar la Eternidad en el 27.°; aquel misterioso Mallansohn a quien
nadie conoce en realidad, pero que fue el iniciador de la Eternidad de todos
los «pudo ser», realmente, mientras el ciclo se repite, y se repite, y se
repite...
Harlan sacudió la cabeza, pero el
torbellino de ideas siguió girando en su cerebro, cada vez más rápido, hasta
que culminó en un instantáneo destello de luz que persistió durante un segundo
deslumbrador para luego desaparecer.
Aquel momento le serenó. Trató de
recobrar aquella inspiración, pero fue en vano.
¿Sería la bebida mentolada?
Noys estaba ahora aún más cerca
de él y Harlan veía su rostro desenfocado. Sintió que los cabellos de ella
rozaban su mejilla, y el cálido aliento que le rozaba. Algo le decía que se
separase de ella, pero —cosa extraña— descubrió que no deseaba hacerlo.
—Si me hicieras Eterna...
—suspiró ella, aunque Harlan casi no podía oírla, ensordecido por los latidos
de su propio corazón. Los labios de Noys estaban húmedos y entreabiertos.
—¿Querrás hacerlo?
Harlan no comprendió lo que ella
quería decir, pero de repente nada de aquello tuvo importancia. Dentro de él
ardía un fuego abrasador. La rodeó con los brazos torpemente, con impaciencia.
Ella no se le resistió, sino que se fundió con él en una unión completa.
Todo sucedió como en un sueño,
como si fuesen otras personas las protagonistas de aquel momento.
No fue, ni con mucho, un acto tan
repulsivo como él había creído siempre. No lo fue en absoluto, y esto era para
Harlan como un choque, una súbita revelación.
Más tarde, cuando ella se apretó
contra él sonriendo tiernamente, Harlan alargó la mano para acariciar su
cabello con lento y acariciador gesto.
A los ojos de Harlan, ella era
ahora completamente diferente. Ya no era una mujer extraña, una personalidad
separada. De repente se había convertido en un aspecto de sí mismo. En una
forma extraña e inesperada, era parte de su propia personalidad.
El programa de trabajo
espacio—temporal no decía nada de ello, pero Harlan no tenía ninguna sensación
de culpabilidad. Sólo el pensar en Finge suscitaba una fuerte emoción en el
pecho de Harlan. Y no era remordimiento. ¡ Era satisfacción, casi júbilo!
Aquella noche Harlan no pudo
dormir. La embriaguez había desaparecido de su mente, pero quedaba el hecho
extraordinario de que, por primera vez en su vida de adulto, una mujer hecha y
derecha compartía su cama.
Podía escuchar a su lado la suave
respiración de ella, y en la penumbra a que se había reducido la iluminación
del dormitorio adivinar las formas de su cuerpo.
Le bastaba alargar la mano para
volver a tocarla, para notar el calor y la suavidad de su carne. Pero no se
atrevió a hacerlo, no fuese a arrancarla de sus sueños, cualesquiera que
fuesen. Era como si ella hubiera soñado por ambos, viviendo en sueños todo lo
ocurrido, y temió que al despertar lo borrase todo de la realidad.
Fueron pensamientos extraños los
que le ocuparon aquella noche, en aquellos momentos en que no distinguía entre
lo lógico y lo ilógico. Trató de recordarlos y no pudo. Y de repente se dio
cuenta de que era muy importante que pudiera recordarlos. Porque, aun después
de olvidar los detalles, podía recordar que, por un instante, había comprendido
algo de vital importancia.
No sabía qué era ello, pero sabía
que lo había contemplado con toda claridad durante un segundo, con la lucidez
sobrenatural de los umbrales del sueño, cuando la inteligencia se duerme y el
subconsciente gana imperio.
Su ansiedad creció. ¿Por qué no
podía recordarlo? Durante un momento lo tuvo a su alcance y luego lo dejó
escapar.
Pensó: s«Si recorriera
de nuevo el mismo camino... Estaba pensando en la Realidad y en la Eternidad...
sí, en Mallansohn y en el Aprendiz».
De ahí no pudo pasar. ¿A qué
venía el Aprendiz? ¿Por qué Cooper? Cooper no había estado mezclado en aquellos
extraños pensamientos.
Pero si no fue así, ¿por qué se
acordaba ahora de Brinley Sheridan Cooper?
Harlan apretó los dientes. ¿Dónde
estaba la clave que ligaba todo aquello? ¿Qué era lo que trataba de encontrar?
¿Por qué estaba tan seguro de que había algo oculto?
Harlan se estremeció, porque al
hacerse aquellas preguntas un débil reflejo del resplandor anterior quiso
surgir sobre el horizonte de su mente y, por un momento, casi supo.
Harlan contuvo el aliento, trató
de relajar su mente, dejó que la idea inundara su cerebro.
Y en el silencio de aquella
noche, una noche ya de importancia excepcional en su vida, comprendió por
primera vez una explicación y una interpretación de los hechos, que en
condiciones normales no habría considerado ni por un momento.
Dejó que la idea creciera y se
desarrollase, hasta ver cómo explicaba cien extraños aspectos de la situación
que de otro modo hubieran permanecido... extraños.
Necesitaría investigar,
comprobar, cuando regresara a la Eternidad, pero en el fondo de su corazón ya
estaba convencido de que conocía un secreto terrible que no le pertenecía.
¡El
secreto de la Eternidad!
6
El Analista
Había
pasado un fisio-año desde aquella noche en el 482° durante la cual comprendió
tantas cosas. Ahora, tomando tiempo normal, se encontraba casi a 2.000 Siglos
en el futuro de Noys Lambent, tratando de averiguar, por medio de sobornos e
influencias, lo que le reservaba el destino a ella en una nueva Realidad.
Aquello
era una falta grave, pero no le importaba. En el pasado fisio-mes se había
convertido en un criminal a sus propios ojos. No podía escapar de aquel hecho.
No sería más criminal por rematar la cadena de delitos, y podía ganar mucho al
hacerlo.
Ahora,
como parte de sus maniobras traicioneras (Harlan no vaciló en aplicarse tal
calificativo), estaba frente a la barrera que lo separaba del Tiempo normal del
2456.°. La entrada en el Tiempo normal era mucho más complicada que el paso de
la Eternidad a los Tubos. Para entrar en el Tiempo normal, las coordenadas que
definían el punto de destino en la superficie de la Tierra tenían que ser
elegidas cuidadosamente, así como el momento exacto del Tiempo normal escogido
dentro del Siglo. Sin embargo, y a pesar de su tensión interior, Harlan manejó
los mandos con la facilidad y seguridad de la experiencia y el talento.
Harlan se
encontró en la sala de máquinas que ya había visto en la pantalla de
observación de la Eternidad. En aquel fisio-momento, el Sociólogo Voy estaría
sentado tranquilamente detrás de aquella pantalla observando la Ejecución que
iba a desarrollarse.
Harlan no
tenía prisa. La sala permanecería vacía durante los próximos 156 minutos. Desde
luego, el programa espacio—temporal sólo le concedía 110 minutos, dejando los
restantes 46 para el margen acostumbrado de seguridad. Aquel margen estaba
previsto para casos de emergencia, pero no se esperaba que un Ejecutor tuviera
necesidad de utilizarlos. Un Ejecutor que cometiese fallos no duraba mucho como
Especialista.
Harlan no
contaba con usar más de dos de aquellos 110 minutos. Ajustó su generador de
campo de pulsera y se rodeó de un aura de fisio-tiempo (una emanación, como si
dijéramos, de la Eternidad) para protegerse de cualquier efecto del Cambio de
Realidad, y dio un paso hacia la pared. Tomó un pequeño envase de su lugar en
el estante y lo colocó en el otro lugar, previamente seleccionado, en el
estante inferior.
Hecho el
cambio, volvió a entrar en la Eternidad de una forma que le pareció tan
prosaica como atravesar una puerta. Si un Temporal hubiera estado observando a
Harlan, sencillamente le habría visto desaparecer.
El pequeño
envase continuó donde lo había colocado. No jugaba un papel inmediato en la
historia del Mundo. Una mano humana, horas más tarde, se dirigió a buscarlo,
pero no lo encontró. Una investigación consiguió localizarlo media hora más
tarde, pero, entretanto, una máquina se había detenido por falta del
combustible contenido en aquel envase, y otro hombre se había irritado por
aquella detención. Una decisión que no habría tomado en la anterior Realidad,
ahora fue tomada sin vacilar. Un encuentro no tuvo lugar; un hombre que habría
muerto, vivió un año más, bajo otras circunstancias; otro que habría vivido,
murió mucho antes.
Como una
piedra arrojada a un estanque, la Ejecución fue extendiendo sus efectos y
alcanzó el máximo en el Siglo 2481, a veinticinco Siglos de la Ejecución. La
intensidad del Cambio de Realidad declinó a partir de aquel punto. Los teóricos
decían que los efectos del Cambio se extendían hasta el infinito en el
hipertiempo, sin llegar nunca a cero, pero que a cincuenta Siglos de distancia
de la Ejecución, el Cambio se hacía demasiado pequeño para ser observado ni aun
por los mejores Programadores, y que allí alcanzaba su límite práctico.
Ningún ser
humano en el Tiempo pudo advertir que se hubiera producido un Cambio. La mente
cambiaba al igual que la materia, y sólo los Eternos permanecían en el exterior
para ser testigos del Cambio.
El
Sociólogo Voy estaba contemplando la azulada escena del 2481.°, que antes había
reflejado la intensa actividad de un espaciopuerto. No levantó la vista cuando
entró Harlan. Apenas murmuró algo que pudiera tomarse por un saludo.
Era
evidente que un cambio había asolado el espaciopuerto. Su vitalidad había
desaparecido, los pocos edificios que se veían ya no eran las poderosas
construcciones que habían sido. Se veía una nave espacial abandonada, con el
casco cubierto de herrumbre. No se veía a nadie. No había movimiento.
La sonrisa
de Harlan brilló por un momento y luego desapareció. Era un R.M.D., el
Resultado Máximo Deseado. Y había ocurrido en el acto. Los cambios no se
producían siempre en el preciso instante de la Ejecución. Si los cálculos tenían
un pequeño grado de error, podían pasar horas o días antes de que el Cambio se
manifestase (contando, desde luego, en fisio-tiempo). Esto sólo ocurría una vez
descartados todos los posibles grados de libertad. Mientras existiera una
posibilidad matemática de acontecimientos alternativos, el Cambio no se
producía.
Harlan se
envanecía de que, cuando él calculaba el C.M.N., cuando era su mano la que
realizaba la Ejecución, las variaciones aleatorias se anulaban inmediatamente y
el Cambio se producía en el acto. Voy dijo lentamente:
—¡Era tan
hermoso!
La frase
hirió los oídos de Harlan; era como si quisiera rebajar la belleza de su propio
trabajo.
—No
lamentaría que los viajes interplanetarios desaparecieran completamente de la
Realidad —dijo.
—¿No?
—inquirió Voy.
—¿Para qué
sirven? Nunca duran más de un milenio o dos. La gente se cansa. Regresan a casa
y las colonias quedan abandonadas. Luego, después de cuatro o cinco milenios, o
cuarenta o cincuenta, prueban de nuevo para fracasar otra vez. Es desperdiciar
la inteligencia y el esfuerzo humano.
—Es usted
un filósofo —dijo Voy secamente. Harlan enrojeció. Pensó: «¿De qué me sirve hablar con ellos?»
—¿Qué hay
del Análisis individualizado? —dijo, con un súbito cambio de tema.
—¿Qué
quiere que haga?
—¿Vamos a
ver al Analista? Seguramente, a estas horas tendrá el trabajo casi terminado.
El
Sociólogo dejó que una sombra de desagrado cruzase su rostro, como si pensara:
«Eres muy impaciente, ¿no?»
—Acompáñeme
y vamos a verlo —dijo Voy en voz alta.
La placa
en la puerta del despacho decía: «Nerón Feruque», lo que llamó la atención de
Harlan por su ligera similitud con los nombres de un par de gobernantes del
área Mediterránea durante los Tiempos Primitivos. (Sus clases semanales con
Cooper habían aguzado en gran manera su interés por la Historia Primitiva.)
Sin
embargo, el hombre sentado detrás de la mesa no se parecía a ninguno de los dos
gobernantes, tal como Harlan los recordaba. Era delgado, casi cadavérico, con
la piel fuertemente estirada sobre una prominente nariz.
Tenía los
dedos largos y sus muñecas eran huesudas. Mientras acariciaba su pequeña
calculadora, parecía la Muerte pesando un alma en su balanza.
Harlan
miró la calculadora con ansiedad. Aquella máquina era el corazón y los músculos
del Análisis individualizado. Cuando se le daban los datos de una biografía
individual y las ecuaciones de un Cambio de Realidad, empezaba a trepidar,
burlona, por un tiempo variable entre un minuto y un día, y por último escupía
un formulario que detallaba todas las posibles vidas alternativas de la persona
estudiada (bajo la nueva Realidad), asignando a cada una un índice de
probabilidad.
El
Sociólogo Voy presentó a Harlan. Feruque contempló con animosidad el emblema
del Ejecutor, inclinó la cabeza y no pronunció palabra.
Harlan
dijo:
—¿Ha
terminado ya con el Análisis individualizado de la señorita?
—No.
Cuando termine ya se lo diré. Era uno de aquellos que despreciaban a los
Ejecutores hasta llegar a ser groseros. Voy dijo:
—Cuidado,
Analista.
Las cejas
de Feruque eran tan blancas que parecían invisibles. Eso aumentaba su parecido
con una calavera. Sus ojos se movieron en donde uno creería ver cuencas vacías,
y dijo:
—¿Ya ha
matado a las naves interplanetarias, no?
—Las hemos
retrasado un Siglo —dijo Voy.
Feruque
hizo una mueca y ahogó un comentario despectivo.
Harlan
cruzó los brazos y contempló fijamente al Analista, hasta que éste desvió la
mirada, confuso.
Harlan
pensó: «Sabe que él también tiene la culpa».
Feruque se
dirigió a Voy:
—Oiga, ya
que está aquí, ¿qué quiere que haga con las peticiones de suero anti-cáncer? No
somos el único Siglo que tiene el anti-cáncer. ¿Por qué vienen aquí todas las
peticiones?
—Los demás
Siglos que lo poseen están tan agobiados como nosotros, y usted lo sabe —dijo
Voy.
—Pues que
dejen de enviar peticiones.
—¿Cómo se
consigue eso?
—Fácil.
Que el Gran Consejo deje de admitirlas.
—Yo no
tengo influencia con el Gran Consejo —dijo Voy.
—Pero
tiene influencia con el Viejo.
Harlan
escuchó la conversación con indiferencia. Pero al menos servía para distraerle
de la ruidosa calculadora. Entendió que lo de «Viejo» se refería al Programador
encargado de aquella Sección.
—He
hablado con el Jefe —dijo el Sociólogo— y ya se ha dirigido al Gran Consejo.
—Tonterías.
Ha enviado una instancia de rutina. Debe luchar por eso. Es una cuestión de
importancia básica.
—Estos
días el Gran Consejo Pan temporal no está dispuesto a considerar cambios en su
política básica. Conocerá los rumores que están corriendo.
—¡Ah, sí!
Que preparan un asunto importante. Siempre que se presenta un problema
desagradable, empiezan a rumorear que el Consejo tiene algo importante entre
manos.
Si Harlan
hubiera estado de humor, se habría sonreído ante aquellas palabras.
Feruque
permaneció callado unos momentos y luego continuó:
—Lo que la
mayoría de la gente no comprende es que el suero anti—cáncer no es una cuestión
como las semillas vegetales o los motores electrónicos. Verdad es que cada
semilla ha de ser vigilada por sus posibles efectos perniciosos en la Realidad,
pero lo del anti—cáncer tiene que ver con las vidas humanas, y esto es cien
veces más difícil de analizar.
«¡Piénselo!
Considere cuántas personas mueren al año de cáncer en cada Siglo de los que no
poseen sueros anti—cáncer de una u otra clase. Ya imaginará si los enfermos
tienen ganas de morir. Por eso los Gobiernos Temporales de esos Siglos no paran
de enviar instancias a la Eternidad: "Por favor, envíennos setenta y cinco
mil ampollas de suero para los enfermos absolutamente indispensables a nuestra
civilización. Incluimos los datos biográficos".»
Voy
asintió rápidamente.
—Ya lo sé.
Ya lo sé.
Pero
Feruque necesitaba desahogar su resentimiento.
—Cuando
uno lee los datos biográficos, cada uno de ellos es un héroe. Cada hombre será
una pérdida insoportable para su mundo. De modo que uno los analiza. Hay que
calcular qué pasaría con la Realidad si cada uno siguiera viviendo y, ¡por
Cronos!, si diferentes combinaciones de hombres continuaran viviendo. Durante
el mes pasado he estudiado quinientas setenta y dos instancias. Diecisiete,
fíjese, sólo diecisiete Análisis individualizados resultaron exentos de cambios
de Realidad perniciosos. Y tenga en cuenta que no hubo ni un solo caso de
Cambio de Realidad favorable. Pero el Consejo dice que en los casos neutrales
se autoriza el envío del suero. Por humanidad ya se sabe. Por consiguiente,
este mes se curarán, exactamente, diecisiete personas de los diferentes Siglos.
¿Y qué sucede? ¿Son más felices los Siglos por eso? Desde luego que no. Un
hombre se cura y una docena del mismo país, del mismo Tiempo, mueren. Todos
preguntan: ¿Por qué ha tenido que ser Fulano? Quizá los tipos a quienes no
dimos suero eran mejores, quizás eran filántropos amados por todos, mientras
que el único a quien asistimos apela a su madre anciana siempre que le sobra
tiempo para dejar de pegar a sus hijos. Las gentes desconocen los Cambios de
Realidad, y nosotros no podemos explicárselo. Estamos creando problemas y
dificultades para nosotros mismos, Voy, a menos que el Gran Consejo decida
estudiar todas las peticiones y aprobar sólo aquellas que resulten en un Cambio
de Realidad favorable. Eso es. O el curarlos produce algún bien para la
Humanidad o, de lo contrario, no debemos hacerlo.
No debemos
seguir diciendo: Lo haremos siempre que
no cause ningún daño.
El Sociólogo
le escuchó con un gesto de amargura en su rostro y al final dijo:
—Si fuera
usted el enfermo de cáncer...
—Eso es
estúpido, Voy. Nosotros no tomamos nuestras decisiones fundándonos en tales
ideas. En tal caso nunca habría un Cambio de Realidad. Algún pobre diablo
siempre sale perdiendo, ¿no es así? Suponga que es usted ese pobre diablo, ¿eh?
Y otra cosa. Recuerde que cada vez que realizamos un Cambio de Realidad es más
difícil encontrar otro favorable en lo sucesivo. Cada fisio-año, la
probabilidad de que un Cambio fortuito resulte pernicioso aumenta
continuamente. Eso significa que la proporción de personas que podemos curar se
hace siempre más pequeña. Siempre disminuye. Pronto podremos curar sólo a uno
cada fisio-año, incluso teniendo en cuenta los casos neutrales. Recuerde lo que
le digo.
Harlan no
sentía el menor interés por todo aquello. Era la clase de quejas que se
escuchaban siempre entre los Eternos. Los Psicólogos y los Sociólogos, en sus
raros estudios sobre la Eternidad, lo llamaban identificación. Los hombres
tendían a identificarse con el Siglo con que se relacionaban profesionalmente.
Las luchas de éste, demasiado a menudo, se convertían en sus propias luchas.
La
Eternidad combatía al demonio de la identificación por todos los medio a su alcance.
Nadie podía ser destinado a una Sección alejada menos de dos Siglos del suyo
natal. Para hacer la identificación más difícil, se daba preferencia a los
Siglos con culturas muy diferentes de la natal. Harlan recordó a Finge,
destinado al 482.°. Además, los destinos eran cambiados en forma rotativa tan
pronto como se observaban reacciones sospechosas. Harlan no apostaría ni diez
grafen del Siglo 50 por las posibilidades de que Feruque continuara en aquel
puesto un fisio-año más.
Y sin
embargo, los Eternos seguían experimentando el absurdo deseo de tener un hogar
estable en el Tiempo. Por alguna razón ignorada, aquello afectaba con mayor
intensidad a los Siglos que poseían la navegación espacial. Era algo que
merecía ser investigado, y lo habría sido a no intervenir la crónica
resistencia de la Eternidad a examinar su propia organización.
Un mes
antes, Harlan habría despreciado a Feruque como a un estúpido sentimental, un
descontento que reaccionaba frente a la pérdida de las naves
antigravitacionales en la nueva Realidad, lanzando invectivas contra los Siglos
que necesitaban el suero anti-cáncer.
Tendría
que denunciarle. Así lo exigía el reglamento. Las reacciones de aquel hombre ya
no eran seguras.
Pero ahora
no podía decidirse a hacerlo. Simpatizaba con aquel hombre. Su propio crimen
era mucho más grave.
Qué fácil
le resultaba volver a pensar en Noys.
Al final
consiguió dormirse aquella noche. Cuando despertó, con la habitación de paredes
translúcidas bañada de sol, le pareció que había despertado en el interior de
una nube en un alegre cielo matinal.
Noys
estaba a su lado, sonriente.
—¡Caramba!
Sí que te cuesta despertarte.
La primera
reacción de Harlan fue tratar de cubrirse con las sábanas, pero no tenía. Poco
a poco recordó lo sucedido la noche anterior y sintió cómo se encendían sus
mejillas. ¿Qué pensar de lo ocurrido entre ellos?
Pero de
súbito recordó algo y se sentó de un salto en la cama.
—Son más
de la una, ¿no es cierto? ¡Por Cronos!
—No. Sólo
son las once. El desayuno te espera y aún te queda mucho tiempo.
—Gracias
—murmuró él.
—Tienes la
ducha preparada y la ropa dispuesta. ¿Qué podía decir?
—Gracias
—volvió a murmurar.
Evitó su
mirada durante el desayuno. Ella se sentó delante de él, sin comer, con la
barbilla apoyada en la palma de la mano, su negro cabello peinado hacia un
lado, sus largas pestañas enmarcando sus bellos ojos.
Ella
contempló todos los gestos de él, mientras Harlan bajaba los ojos y trataba de
encontrar la amarga vergüenza que a su modo de ver debía atormentarle.
—¿Adonde
tienes que ir a la una? —preguntó al fin.
—Al
partido de aeropelota —murmuró él.
—Conque
vas al partido. Yo me he perdido toda la temporada gracias a esos tres meses
que hemos saltado, ya sabes. ¿Quién ganará el partido, Andrew?
Él sintió
un extraño desmayo ante el sonido de su propio nombre. Negó con la cabeza.
—Pero, sin
duda sabes el resultado. Habrás estudiado todo este período, ¿no es cierto?
Ahora su
obligación era dar una respuesta terminante y fría, pero en vez de ello,
explicó débilmente:
—Había
mucho Espacio y Tiempo para estudiar. No puedo enterarme de detalles tan
insignificantes como los resultados de los partidos.
—¡ Bah! Ya
veo que no quieres decírmelo. Harlan no contestó. Clavó el tenedor en el
pequeño y jugoso fruto y lo llevó a sus labios. Al cabo de un rato Noys
insistió:
—¿Has
podido ver lo que sucedía en esta casa antes de que tú llegases?
—No
conozco los detalles, N...noys. —Le costó pronunciar su nombre por primera vez.
La muchacha dijo suavemente:
—¿No nos
has visto? ¿No supiste siempre que...? Harlan tartamudeó.
—No, no.
No puedo verme a mí mismo. Yo no estoy en la Rea... No estoy aquí hasta que
llegué. No puedo explicártelo.
Se sentía
confuso. En primer lugar, no debía hablar de aquellos asuntos. Después, había
estado a punto de pronunciar «Realidad»: entre todas las palabras, la más
prohibida en las conversaciones con los Temporales.
Ella
enarcó las cejas y sus ojos se agrandaron, sorprendidos.
—¿Estás
avergonzado?
—Lo que
hemos hecho no está bien.
—¿Por qué
no?
Y en el
482.° su pregunta era perfectamente inocente.
—¿Es que
los Eternos no debéis hacerlo? Lo dijo en tono de broma, como si preguntase si
no se les permitía comer a los Eternos.
—No uses
esta palabra —dijo Harlan—. En cierto sentido nos está prohibido.
—Pues no
se lo cuentes a nadie. Yo no lo haré.
Ella se
levantó, dio la vuelta a la mesa y se sentó en sus rodillas, apartando la
mesita de un caderazo.
Harlan se
puso rígido y esbozó un gesto como si quisiera echarla. No llegó a hacerlo.
Ella le
besó, y nada le pareció ya vergonzoso. Nada que se refiriese a Noys y a él.
No estaba
seguro de cuándo fue la primera vez que hizo algo improcedente para un
Observador. Es decir, cuándo empezó a pensar en la naturaleza del problema
relativo a la Realidad actual y al Cambio de Realidad que se preparaba.
No era la
moral del Siglo, ni la ectogénesis, ni el matriarcado, lo que perturbaba a la
Eternidad. Todo aquello estaba en la anterior Realidad y el Gran Consejo lo
toleró con ecuanimidad entonces. Finge había dicho que era algo muy sutil y diferente.
El Cambio
debía ser, pues, muy sutil, y se refería al grupo social que estaba observando.
Esto parecía obvio.
Comprendería
a la aristocracia, a los ricos, a las clases superiores, a los que se
beneficiaban con aquel sistema.
Lo que le
preocupaba es que ciertamente comprendería a Noys.
Durante
los tres días fijados en su programa sufrió un estado de creciente aprensión
que incluso le amargaba los ratos pasados en compañía de Noys.
—¿Qué te
sucede? —preguntó ella un día—. Pareces diferente de como eras en la Éter... en
aquel lugar. Pareces preocupado. ¿Es porque piensas en el momento de regresar
allí?
—En parte
—contestó Harlan.
—¿No
tienes otra alternativa?
—Tengo que
volver —dijo Harlan.
—De todas
maneras, ¿quién se va a fijar si te retrasas un poco?
Harlan
casi sonrió ante aquella pregunta.
—No les
gustaría que me retrasara —contestó. Sin embargo, se acordó del margen de dos
días que le permitía su programa.
Noys
ajustó los mandos de un instrumento musical que emitía los acordes suaves pero
complicados de la música creada en su interior al compás de intrincadas
fórmulas matemáticas. Las notas y los acordes se formaban y combinaban al azar,
pero mediante factores ponderados que favorecían sólo las combinaciones
agradables al oído. Esta música aleatoria no se repetía jamás; como los copos
de nieve, no había dos figuras iguales aunque todas fuesen bellas.
Mecido por
la armonía del sonido, Harlan contempló a Noys y sus pensamientos se fijaron en
ella. ¿En qué se convertiría, en la nueva Realidad? ¿En una pescadera o en una
obrera de fábrica, o quizás en la madre de seis hijos, fea, gorda y enferma?
Como quiera que fuese, ella nunca recordaría a Harlan. En la nueva Realidad él
ya no formaría parte de su vida. Y en cualquier caso, ya no sería la misma Noys.
No estaba
simplemente enamorado de una muchacha. (Cosa extraña, Harlan usó por primera
vez en sus pensamientos la palabra «enamorado», sin detenerse a reflexionar
siquiera sobre su significado.) Estaba enamorado de un conjunto de factores; su
modo de vestir, de andar, de hablar, sus frases y sus gestos. Un cuarto de
siglo de vida y de experiencia en la Realidad actual habían sido
necesarios
para llegar a formar todo aquello. Ella no fue la Noys que él amaba en la
anterior Realidad de un fisio-año antes. Y tampoco sería la Noys que él amaba,
una vez inducida la próxima Realidad.
La nueva
Noys posiblemente fuera mejor en algún sentido, pero Harlan estaba seguro de
una cosa. Él quería a aquella Noys, la que podía ver en aquel momento, la que
vivía en esta Realidad. Si tenía defectos, también amaba esos defectos.
¿Qué podía
hacer? ¿Qué camino tomar?
Se le
ocurrieron varias ideas, todas ilegales. La primera, conocer la naturaleza del
Cambio y luego enterarse cómo afectaría individualmente a Noys. Al fin y al cabo,
nunca se podía estar seguro de que...
Un
silencio ominoso arrancó a Harlan de sus reflexiones. Estaba en el despacho del
Analista. El Sociólogo Voy le miraba de soslayo. Feruque volvía hacia él su
rostro de calavera.
El
silencio era penetrante.
Le costó
unos momentos darse cuenta de lo que significaba; sólo unos momentos. La
calculadora había cesado en su tableteo.
Harlan
habló:
—Supongo
que ya tiene la solución, Analista.
—Sí, desde
luego. Aunque pasa algo raro. Feruque
contemplaba las láminas
que tenía en la mano.
—¿Puedo
verlo?
Harlan
alargó una mano que temblaba visiblemente.
—No se
puede ver nada. Eso es lo raro.
—¿Qué
quiere decir... nada?
Mientras
miraba a Feruque, los ojos de Harlan se nublaron hasta no ver sino una mancha
alargada en el lugar donde permanecía su interlocutor.
La serena
voz del Analista resonó como una sentencia.
—Esta
mujer no existe en la nueva Realidad proyectada. No hay cambio de personalidad.
Simplemente desaparece, eso es todo. He estudiado todas las alternativas hasta
una probabilidad de una diezmilésima. No aparece en ninguna de ellas. En
realidad —Feruque alargó sus largos y huesudos dedos para frotarse la
barbilla—, con la combinación de factores que me ha dado, no acabo de
comprender cómo puede existir en la Realidad actual. Harlan a duras penas pudo
murmurar:
—Pero...
si el Cambio proyectado es casi insignificante...
—Ya lo sé.
Es una rara combinación de factores. ¿Quiere quedarse con los cálculos?
La mano de
Harlan tomó las láminas casi sin darse cuenta de ello. ¿Noys desaparecida?
¿Noys ya no existiría? ¿Cómo era posible?
Sintió que
una mano se apoyaba en su hombro, y la voz de Voy retumbó en sus oídos.
—¿Se
siente enfermo, Ejecutor?
La mano se
apartó como si su propietario se arrepintiera de haber tocado a un Ejecutor.
Harlan se
pasó la lengua por los resecos labios e hizo un esfuerzo por recobrar la
serenidad.
—Estoy
bien. ¿Quiere acompañarme hasta la cabina?
No debía
demostrar sus sentimientos. Era preciso fingir que todo aquello no era más que
una simple investigación rutinaria. Debía ocultar el hecho de que la no
existencia de Noys en la proyectada Realidad le llenaba de alegría, de una
exaltación casi insoportable.
7
El preludio del crimen
Harlan
entró en la cabina en el Siglo 2456 y miró a sus espaldas para asegurarse de
que la barrera que separaba el Tubo y la Eternidad era perfectamente
impenetrable, de que el Sociólogo Voy no podía espiarle. Durante las últimas
semanas aquello se había convertido en un hábito, en un gesto automático;
siempre la mirada furtiva a sus espaldas, por encima del hombro, para
convencerse de que no le había seguido nadie hasta el Tubo.
Y luego,
aunque ya se encontraba en el 2456.°, Harlan ajustó los mandos para seguir aún
más allá, hacia el lejano hipertiempo. Contempló los números en el indicador de
Siglos. Aunque las cifras se sucedían con vertiginosa rapidez, le sobraba
tiempo para pensar en lo que iba a hacer.
¡En qué
extraña forma las palabras del Analista habían cambiado la situación! ¡Cómo
había cambiado la misma naturaleza de su crimen!
Y todo
dependía de Finge. La frase se grabó en su mente y empezó a resonar en un
enloquecido ritmo de su cerebro: Todo dependía de Finge... de Finge...
Harlan
había evitado cualquier contacto personal con Finge desde su regreso a la
Eternidad, después de los días pasados con Noys en el 482.° A medida que los
hábitos y costumbres de la Eternidad recobraban su imperio, volvieron con
redoblada fuerza los remordimientos. El incumplimiento del deber que había
parecido no importar en el 482.°, ahora en la Eternidad parecía gravísimo.
Envió su
informe por el correo neumático en vez de presentarlo personalmente, y se
retiró a sus habitaciones privadas. Necesitaba pensar, ganar tiempo para
considerar y acostumbrarse a la nueva orientación de su vida.
Finge no
le dio tiempo para ello. Se puso en comunicación con Harlan cuando aún no había
transcurrido una hora desde que éste enviara su informe.
La imagen
del Programador le contemplaba desde la pantalla.
—Esperaba
encontrarle en su oficina —dijo.
—Ya he presentado
mi informe, señor —dijo Harlan—. El lugar donde espere una nueva misión carece
de importancia.
—¿Usted
cree?
Finge miró
el rollo de láminas metálicas que tenía en su mano, revisando los grupos de
perforaciones.
—No creo
que esté completo —continuó—. ¿Puedo ir a sus habitaciones?
Harlan
vaciló un momento. El Programador era su jefe, y el negarle la entrada en sus
habitaciones privadas tendría un tufillo a insubordinación. Le pareció que
sería como una confesión de culpabilidad, y no se atrevió.
—Será bien
recibido, Programador —contestó Harlan.
La suave
elegancia de Finge contrastaba con el severo aspecto del aposento de Harlan. Su
siglo 95 natal tendía a lo espartano en el decorado de las viviendas, y Harlan
nunca pudo acostumbrarse a otro estilo. Las sillas de tubo metálico estaban
revestidas de un material mate al que se había intentado dar aspecto de madera
(aunque con poco éxito). En un rincón de la habitación había un pequeño mueble
aún más desacorde con las costumbres del Siglo donde se encontraba ahora.
Finge
reparó en él al instante.
El
Programador tocó el mueble con su dedo rechoncho, como si quisiera probar su
consistencia.
—¿Qué
material es ése?
—Madera,
señor —dijo Harlan.
—¿Es
posible? ¿Madera natural? ¡Sorprendente! Supongo que usan la madera en su Siglo
natal.
—Ciertamente.
—Comprendo.
El reglamento no lo prohibe, Ejecutor. 5 Finge se limpió el dedo con los
pantalones, para quitarse el polvo del objeto que había tocado.
—Aunque no
creo aconsejable el dejarse influir por la cultura del Siglo natal de uno. El
verdadero Eterno adopta cualquier cultura en donde se encuentre. Por ejemplo,
dudo de que yo haya comido con cubierto de energía pura más de dos veces en los
últimos cinco años
—suspiró
Finge—. Y sin embargo, siempre me ha parecido poco limpio permitir que los
alimentos entren en contacto con objetos materiales. Pero no me rindo. No me
rindo.
Sus ojos
se dirigieron de nuevo hacia el objeto de madera, pero ahora mantuvo sus dos
manos en su espalda y continuó:
—¿Qué es
eso? ¿Para qué sirve?
—Es una
librería —dijo Harlan.
Contuvo el
impulso de preguntarle a Finge cómo se sentía ahora que sus manos estaban
colocadas en el trasero de sus pantalones. ¿No le parecería más limpio que sus
vestidos y su mismo cuerpo estuviesen hechos de pura e impoluta energía?
Finge
enarcó las cejas.
—Una
librería. Por tanto, esos objetos colocados en los estantes deben ser libros,
¿no es así?
—Sí,
señor.
—¿Ejemplares
auténticos?
—Completamente,
Programador. Los he obtenido en el Siglo Veinticuatro. Los pocos que tengo aquí
datan del Siglo Veinte. Si... si quiere examinarlos, le ruego que tenga
cuidado. Las páginas han sido restauradas e impregnadas, pero no son de metal.
Requieren un trato cuidadoso.
—No voy a
tocarlas. No tengo ningún deseo de examinarlos. Supongo que aún conservarán el
polvo original del Siglo Veinte. Libros auténticos. Las páginas serán de
celulosa, ¿no es cierto? Es lo natural —rió Finge.
Harlan
asintió.
—Son de
celulosa modificada por el tratamiento de impregnación a fin de darles mayor
duración. Desde luego.
Respiró
hondo, tratando de conservar la calma. Era ridículo identificarse tanto con
aquellos libros, sentir que un desprecio hacia ellos era también un desprecio
hacia él mismo.
—Me
atrevería a decir —continuó Finge, insistiendo en el tema— que todo el
contenido de estos libros podría ser microfilmado en dos metros de película y
guardado en un dedal. ¿Qué contienen estos libros?
—Son tomos
encuadernados de una revista del Siglo Veinte —dijo Harlan.
—¿Usted
lee esas cosas? Harlan contestó con orgullo:
—Éstos son
sólo algunos volúmenes de la colección completa que poseo. No existe otra
colección como ésta en todas las bibliotecas de la Eternidad.
—Ya
comprendo. Se trata de una afición suya. Recuerdo que una vez me contó su
interés hacia los Primitivos. Es raro que su Instructor autorizase una cosa
semejante. Es malgastar su energía.
Harlan
apretó los labios. Aquel hombre, decidió, estaba tratando de enfurecerlo y
hacerle perder la serenidad. No podía permitir que se saliera con la suya.
Por ello
respondió secamente:
—Tengo
entendido que ha venido aquí para hablarme de mi informe.
—En
efecto.
El
Programador miró a su alrededor, escogió una silla y se sentó con
grandes precauciones.
—No está
completo, como ya le dije por el intercomunicador.
—¿A qué se
refiere?
«Debo
conservar la calma», pensó Harlan. Finge inició una sonrisa nerviosa.
—¿Qué
ocurrió, que no haya mencionado en su informe, Harlan?
—Nada,
señor.
Y aunque
lo dijo con entereza, no las tenía todas consigo.
—¡Vamos,
Ejecutor! Ha pasado varios períodos de tiempo en compañía de la joven. ¿O es
que no siguió las instrucciones del programa? Supongo que lo ha obedecido
exactamente.
Harlan
estaba tan atenazado por su conciencia que ni siquiera replicó ante aquel
declarado ataque a su competencia profesional.
Sólo pudo
contestar:
—Lo he
seguido en todos sus puntos.
—¿Y qué
sucedió? Su informe no dice nada de los períodos pasados a solas con la mujer.
—No
sucedió nada importante —dijo Harlan, con la garganta seca.
—Eso es
absurdo. A su edad y con su experiencia, no necesita que yo le diga que un
Observador no debe opinar sobre lo que es importante y lo que no lo es.
Los ojos
de Finge estaban clavados en Harlan. Eran mucho más duros y desafiantes de lo
que justificaban sus tranquilas preguntas.
Harlan se
dio cuenta de ello, y no se dejó engañar por el tono suave que empleaba Finge.
Sin embargo, su sentido del deber le indujo a contestar la verdad. Un
Observador debe comunicarlo todo. Un Observador no es más que una sonda lanzada
por la Eternidad hacia el Tiempo normal. Debe tantear todo lo que le rodea y
luego retirarse. En el cumplimiento de su misión el Observador no tenía
personalidad propia; no era, en realidad, un hombre.
Casi
automáticamente Harlan empezó a narrar los incidentes omitidos en su informe.
Lo hizo con la perfecta memoria del Observador, recitando las conversaciones
palabra por palabra, imitando el tono de la voz y los gestos de los
interlocutores. Lo hizo reviviendo de nuevo aquellas horas, y casi llegó a
olvidar que gracias a las preguntas de Finge y a su rígido sentido del deber,
estaba prácticamente confesando su culpabilidad.
Sólo
cuando llegó al final de su primera y larga conversación con Noys empezó a
vacilar, y la firmeza objetiva del Observador mostró las primeras grietas.
Finge le
ahorró más detalles alzando la mano de pronto, y diciendo con su voz dura y
aguda:
—Basta. Ya
ha dicho bastante. Creo que iba a contarme que hizo el amor con esa mujer.
Harlan se
puso furioso. Lo que Finge había dicho era literalmente verdad, pero su tono
implicaba algo obsceno, grosero y, lo que era peor, ordinario. Fuera lo que
fuese, o lo que pudiera ser, no era nada ordinario.
Harlan se
explicaba la actitud de Finge, su implacable interrogatorio, la interrupción
del informe verbal en el momento en que lo hizo. ¡Estaba celoso! Harlan habría
jurado que estaba en lo cierto. Harlan había conseguido arrebatarle la chica
que Finge quería para sí.
Harlan
notó una sensación de triunfo, y le pareció agradable. Por primera vez en su
vida tenía un objetivo distinto de los fríos deberes de la Eternidad. Seguiría
haciendo sufrir a Finge de celos, porque Noys seguiría siendo suya.
En medio
de aquella exaltación, se precipitó a presentar la solicitud que en principio
había planeado demorar en un plazo prudencial de cuatro o cinco días.
—Voy a
solicitar autorización para entablar relaciones con un individuo del Tiempo
normal. Finge pareció despertar de un sueño.
—¿Con Noys
Lambent, supongo?
—Sí,
señor. Como Programador encargado de esta Sección, mi solicitud tendrá que ser
tramitada por usted...
Harlan
quería que fuese tramitada por Finge. Que sufriera. Si deseaba la muchacha para
él mismo, tendría que decirlo y entonces Harlan podría solicitar que Noys
declarase su preferencia. Casi se sonrió ante aquella idea. Se alegraría que
las cosas llegaran a aquel punto. Sería un triunfo definitivo.
Normalmente,
un Ejecutor no soñaría en ganar semejante confrontación con un Programador,
pero Harlan estaba seguro de que Twissell le apoyaría, y Finge no podía dejar
de tener en cuenta a Twissell.
Sin
embargo, Finge parecía tranquilo.
—Creo que
usted ya ha tomado posesión ilegal de la muchacha —dijo.
Harlan
enrojeció y presentó una débil defensa:
—El
programa insistía en que permaneciésemos juntos. Como nada de lo sucedido
estaba específicamente prohibido, no me siento culpable.
Lo cual
era mentira; por la expresión divertida de Finge se adivinaba que éste también
lo sabía.
—Pero
vamos a realizar un Cambio de Realidad —dijo Finge.
—Si es
así, rectificaré mi solicitud para obtener relación con la señorita Lambent en
la nueva Realidad.
—No creo
que eso sea aconsejable. ¿Cómo sabe si ella accedería? En la nueva Realidad,
ella puede estar casada o tener un defecto físico. De hecho, voy a decirle lo
siguiente: en la nueva Realidad, ella no le querrá. Ella no querrá saber nada
de usted.
Harlan
tartamudeó:
—Usted no
sabe nada de eso.
—¡Bah!
¿Cree que ese gran amor suyo trasciende el Tiempo y el Espacio? ¿Que puede
sobrevivir a todos los cambios externos? ¿Es que ha estado leyendo novelas sentimentales?
—En primer
lugar, no le creo —explicó Harlan. Finge dijo fríamente:
—Temo que
no le entiendo.
—¡ Miente!
Harlan ya
no medía sus palabras.
—Está
celoso, eso es lo que le pasa. Está celoso. Tenía proyectos respecto a Noys,
pero ella me prefiere a mí.
—¿Se da
cuenta...? —empezó Finge.
—Me doy
cuenta de muchas cosas. No soy un estúpido. Quizá no sea Programador, pero
tampoco soy un ignorante. Dice que ella no me querrá en la nueva Realidad. Ni
siquiera sabe cuál será la nueva Realidad. Ni siquiera sabe si el Cambio
proyectado llegará a ser efectivo. Acaba de recibir mi informe. Debe ser
analizado antes de poder coordinar un Cambio de Realidad, para someterlo luego
a la aprobación del Gran Consejo. Por tanto, está mintiendo cuando pretende
conocer la naturaleza del Cambio.
Finge
podía replicar de muchas maneras. Hasta la obnubilada mente de Harlan se daba
cuenta de ello. O retirarse mostrándose ofendido, o llamar a un miembro del
Cuerpo de Seguridad para detener a Harlan por insubordinación, o gritar a su
vez irritado, contestando a las acusaciones de Harlan, o llamar inmediatamente
a Twissell y presentar una queja formal; podía hacer mil cosas, y ninguna de
ellas agradable para Harlan.
Pero Finge
no hizo ninguna de ellas.
—Siéntese,
Harlan —dijo suavemente—. Hablemos de esto.
Y como
aquello era completamente inesperado, Harlan abrió la boca y se sentó lleno de
confusión. Su resolución empezó a flaquear. ¿Qué estaba pasando?
—Sin duda
recordará —dijo Finge— que le he dicho que nuestro problema en el Siglo.
Cuatrocientos ochenta y dos se refería a una actitud indeseable por parte de
los Temporales de la Realidad actual hacia la Eternidad. ¿Se acuerda, no?
Hablaba
con el tono levemente apremiante de un maestro para con un estudiante no muy
brillante, pero Harlan creyó ver un brillo siniestro en sus ojos.
—Desde
luego —contestó Harlan.
—Se
acordará también que le expliqué que el Gran Consejo Pantemporal no estaba
dispuesto a aceptar mi análisis de la situación sin una Observación específica
que lo confirmase. ¿No comprende ahora que ya había sido calculado el Cambio de
Realidad Necesario?
—Pero la
Observación que he realizado sería la confirmación, ¿no? _§j
—Y
necesitará tiempo para analizarla adecuadamente.
—Nada de
eso. Su informe no significa nada. La confirmación está en lo que acaba de
decirme hace unos momentos.
—No le
comprendo.
—Mire,
Harlan, déjeme que le explique lo que pasa con el Siglo Cuatrocientos ochenta y
dos. Entre las clases superiores de la sociedad, especialmente entre las
mujeres, se ha desarrollado la creencia de que los Eternos somos realmente
Eternos, en el sentido literal de la palabra: que vivimos siempre... ¡Por
Cronos, Harlan! Noys Lambent se lo dijo claramente. Usted me repitió sus
palabras hace un rato.
Harlan
miró a Finge sin verle. Recordaba claramente la suave y acariciadora voz de
Noys: «Tú vives eternamente. Eres un Eterno».
Finge
continuó:
—Una
creencia semejante es mala, pero en sí misma no demasiado. Puede causarnos
inconvenientes aumentar las dificultades de la Sección, pero el Análisis nos
demuestra que un Cambio sólo sería necesario en un pequeño número de casos. De
todas maneras, si queremos hacer un Cambio, se comprende que los habitantes del
Siglo que deben ser afectados en forma máxima por el Cambio, serán los sujetos
a tal superstición. En otras palabras, la aristocracia femenina. Es decir,
Noys.
—Es
posible, pero acepto el riesgo —dijo Harlan.
—¡No tiene
ninguna posibilidad! Usted creerá que su fascinación y su encanto han inducido
a esa bella aristócrata a caer en los brazos de un insignificante Ejecutor.
Vamos, liarían, ¡sea realista!
Harlan
apretó fuertemente las mandíbulas, pero no respondió.
Finge
continuó:
—Fácilmente
adivinará qué otra superstición han añadido esas gentes a su creencia en la
vida eterna de los Eternos. Dése cuenta, Harlan: la mayoría de las mujeres
creen que la intimidad con un Eterno permite a una mujer mortal (lo que ellas
creen ser) el obtener la inmortalidad.
Harlan
sintió que el piso cedía debajo de sus pies. Podía oír de nuevo la voz de Noys:
Si me hicieras Eterna...
Finge
prosiguió:
—Era
difícil aceptar que existiese tal creencia. No tenía precedentes. Sin duda
proviene de un error fortuito en un Cambio anterior, pero una investigación
hecha en los Análisis de ese Cambio no proporcionó información en uno u otro
sentido. El Gran Consejo Pantemporal exigía pruebas evidentes, una
corroboración directa. Seleccioné a la señorita Lambent en tanto que ejemplar
notable de su grupo social. Y le seleccioné a usted para este experimento...
Harlan se
puso en pie.
—¿Que me
escogió a mí? ¿Para un experimento?
—Lo siento
—dijo Finge secamente—, pero era necesario. Los resultados así lo justifican.
Harlan le
miró fijamente.
Finge se
agitó levemente bajo aquella silenciosa mirada. Continuó:
—¿No lo
comprende? No, ya veo que no. Mire, Harlan, usted es un frío producto de la
Eternidad. Nunca le han importado las mujeres. Ellas, y todo lo que a ellas se
refiere, le parecen inmorales. O, mejor dicho, las considera pecaminosas. Esas
actitudes siempre fueron patentes en usted, y estoy seguro de que, hace un mes,
para cualquier mujer usted no tenía más atractivo que un pez muerto. A pesar de
ello, aquí tenemos a una mujer, un bello producto de esa refinada civilización,
y en la primera noche que pasan juntos, prácticamente es ella quien seduce a
usted. Debe comprender que esto es ilógico y ridículo, a menos... Bien, a menos
que sea la confirmación que estábamos buscando.
Harlan
trató de encontrar las palabras adecuadas.
—¿Quiere
decir que ella se prostituyó por...?
—¿Por qué
tiene que usar tal expresión? En este Siglo nadie se avergüenza del sexo. Sólo
es raro que ella le escogiera a usted. Estoy seguro que lo hizo para obtener la
vida eterna; es algo evidente.
En aquel
momento Harlan se abalanzó sobre Finge con los brazos levantados, las manos
como garras, sin ninguna idea racional o irracional aparte de su impulso de
ahogar, de estrangular a Finge.
El
Programador dio rápidamente un paso atrás. Con un gesto rápido, aunque
tembloroso, sacó de un bolsillo una pistola desintegradora.
—¡Atrás!
¡No me toque!
A Harlan
le quedaba la suficiente cordura para detener su acción. El cabello le caía
sobre la frente. Su camisa estaba empapada de sudor. Su silbante respiración
brotaba entrecortada de las lívidas ventanillas de su nariz.
Finge dijo
agitadamente:
—Le
conozco bien, Harlan, y sabía que su reacción podía ser violenta. Si es
necesario, le mato. Harlan sólo dijo:
—¡ Fuera
de aquí!
—Ahora
mismo. Pero antes va a escucharme. Ya sabe que puedo hacer que lo degraden por
atacar a un Programador, pero vamos a olvidar eso ahora. Quiero que sepa, que
no he mentido. La Noys Lambent de la nueva Realidad, cualquiera que sea su
nueva personalidad, no tendrá aquella superstición. El único propósito del
Cambio será, precisamente, eliminar la superstición. Y sin ella, Harlan
—Finge casi le escupió las palabras—, ¿cómo puede una mujer como Noys desear a
un hombre como usted?
El
Programador salió de las habitaciones de Harlan, sin dejar de apuntarle con la
pistola desintegradora.
Se detuvo
en el umbral para decir con una especie de siniestra alegría:
—Desde
luego, si ahora la tuviese, Harlan, podría hacerla suya. Podría mantener sus
relaciones con ella y conseguir el permiso. Pero sólo si la tuviese ahora.
Porque el Cambio será pronto, Harlan, y después, ya no estará a su alcance.
Lástima que el presente sea efímero, incluso en la Eternidad, ¿eh, Harlan?
Harlan ya
no le miraba. Finge había ganado y abandonaba el campo en plena victoria.
Harlan miraba al suelo sin ver, y cuando levantó los ojos, Finge ya no estaba
allí... Harlan nunca supo si habían pasado cinco segundos o quince minutos.
Las horas
pasaron como en una pesadilla, y Harlan estaba prisionero en la trampa de su
propia mente. Todo lo que había dicho Finge era verdad indiscutible. Con su
mente de Observador, Harlan podía mirar retrospectivamente, y sus relaciones
con Noys, aquellos breves y extraños amores, se le aparecían ahora bajo una luz
muy distinta.
No podía
ser un caso de amor repentino. ¿Quién iba a creer tal cosa? ¿Amor por un hombre
como él?
Era
imposible. Las lágrimas le abrasaron los ojos y se sintió avergonzado. Por
supuesto, todo sucedió por frío cálculo. La muchacha era atractiva y no tenía
principios morales que le impidieran usar sus atractivos para conseguir sus
fines. Y lo hizo a pesar de no sentir ningún interés por Harlan. Lo hizo
simplemente obedeciendo a su equivocada creencia acerca de lo que era la
Eternidad y lo que significaba.
Los largos
dedos de Harlan acariciaron maquinalmente los volúmenes de la pequeña librería.
Cogió uno y, sin mirar, lo abrió.
Las letras
bailaron ante sus ojos, confusas. Los desvaídos colores de las ilustraciones le
parecieron manchas informes y sin contenido.
¿Por qué
se había molestado Finge en decirle todo aquello? A decir verdad, no hacía
ninguna falta. Un Observador, o quien quiera que actuase como Observador, no
podía tener acceso a los objetivos de su Observación. Ello podía perjudicar a
su neutralidad ideal de inhumano y objetivo instrumento.
Lo hizo
para atormentarle, para dar satisfacción a sus celos.
Harlan
pasó los dedos por la página abierta de la revista. Estaba contemplando una
reproducción de un vehículo terrestre de color rojo brillante, parecido a los
vehículos característicos de los Siglos 45, 182, 590 y 984, así como de los
últimos Tiempos Primitivos. Era una máquina elemental, con motor de combustión
interna. En la Era Primitiva los derivados del petróleo natural constituían el
origen de la energía y la goma natural protegía las ruedas. Desde luego, eso no
se aplicaba a ninguno de los Siglos posteriores.
Harlan se
lo había explicado a Cooper. Fue toda una disertación; en aquel momento, como
si su mente quisiera apartarse de su desdichada situación actual empezó a
recordar. Las imágenes de su conversación volvieron a la vida.
—Estos
anuncios —había dicho— nos dicen más acerca de los Tiempos Primitivos que los
artículos llamados de noticias en el mismo volumen. Los artículos noticiosos
exigen un conocimiento básico del mundo a que se refieren. Se emplean muchos
términos para los que no ofrecen ninguna explicación. Por ejemplo, ¿qué es una
pelota de golf?
Cooper
confesaba prontamente su ignorancia.
Harlan
continuó en el tono didáctico que no podía evitar en tales ocasiones:
—Podemos
deducir que se trata de una esfera pequeña gracias al comentario casual que se
hace de la misma. Sabemos que se usaba para un juego deportivo, puesto que
parece mencionada bajo el epígrafe «Deportes». Podemos aventurar otra deducción
y suponer que era golpeada con alguna clase de bastón largo, y que el propósito
del juego consistía en introducir la pelota en un agujero del suelo. Pero ¿es
necesario molestarnos en razonar y deducir? ¡Observemos este anuncio! Su única
finalidad es inducir a los lectores a que compren esa clase de pelota, pero al
hacerlo nos ofrece un excelente retrato del objeto en primer plano, así como un
dibujo en sección para mostrar su estructura.
Cooper,
que procedía de un Siglo en el que la publicidad no era tan usada como en los
últimos Siglos de los Tiempos Primitivos, encontró todo aquello algo difícil de
entender y así lo dijo.
—¿No es
desagradable la ostentación que esas gentes hacían de sus creaciones? ¿Quién
puede ser tan estúpido como para creer a una persona que ensalza su propio
producto? ¿Acaso va a confesar sus defectos? ¿Retrocederá ante cualquier
exageración?
Harlan,
cuyo Siglo natal conocía bien el arte de la publicidad, enarcó las cejas,
tolerante, y contestó:
—Tenemos
que aceptarlos como son. Nunca combatimos las costumbres de cualquier
civilización, mientras no causen un grave daño a la Humanidad.
La mente
de Harlan volvió de pronto a considerar su presente situación, y su mirada se
clavó en los chillones y tentadores anuncios de la revista. De repente se
preguntó: Lo que acababa de pensar, ¿no guardaba cierta relación con su
problema? ¿No estaba buscando inconscientemente una solución a sus
dificultades, que pudiera devolverle al lado de Noys?
¡Los
anuncios! Un procedimiento para atraer a los desinteresados.
¿Qué le
importaba a un fabricante de vehículos terrestres si el deseo de un individuo
desconocido hacia su producto era espontáneo o provocado? Si el cliente —ésa
era la palabra— podía ser artificialmente convencido o sugestionado para sentir
tal deseo y actuar en consecuencia, ¿no era eso todo lo que le importaba al
fabricante?
Entonces,
¿qué importancia tenía que Noys le quisiera por amor o por cálculo? Cuando
hubiesen pasado algún tiempo juntos, ella aprendería a amarle. Él haría que
ella le amase, y, en definitiva, el amor y no sus motivos era lo que importaba.
Ahora deseó haber leído alguna de las novelas del Siglo normal que Finge había
mencionado con desprecio.
Una nueva
idea hizo que Harlan apretara los puños. Si Noys acudió a él, a Harlan, para
obtener la inmortalidad, ello sólo podía significar que aún no había cumplido
la condición necesaria para obtener aquel don. Era imposible que hubiese hecho
el amor con otro Eterno anteriormente. Aquello significaba que su relación con
Finge no pasó de ser la de una secretaria con su jefe. De lo contrario, ¿qué
necesidad tenía de acudir a Harlan?
Sin
embargo, Finge habría probado..., debió intentar... Finge pudo querer
aprovecharse de aquella superstición; sin duda debió ocurrírsele, estando Noys
delante de él como constante tentación. Esto significaba que ella lo había
rechazado.
Tuvo que
recurrir a Harlan, y Harlan había tenido éxito. Por aquella razón, Finge se
vengaba torturando a Harlan, al explicarle los motivos de Noys y al demostrarle
que nunca podría hacerla suya.
Sin
embargo, Noys rechazó a Finge, aun creyendo que rechazaba la vida eterna, y en
cambio había aceptado a Harlan. Pudo escoger, y se decidió por Harlan. Por lo
tanto, no era sólo cálculo. Los sentimientos también jugaban su parte.
Los
pensamientos de Harlan eran deshilvanados y confusos, y a cada momento que
pasaba su agitación era mayor.
Debía
acudir al lado de ella, en seguida. Antes de que se produjese el Cambio de
Realidad. Como le había dicho Finge en su rencor: el presente es efímero,
incluso en la Eternidad.
—¿No era
verdad? ¿Podía hacerse otra cosa?
Harlan
sabía exactamente lo que debía hacer. Los insultos de Finge le habían llevado a
un estado en el que se encontraba dispuesto para cometer cualquier crimen. Y el
último dardo de Finge le había dado la idea de cómo hacerlo.
Después de
aquello ya no perdió un instante. Dejó sus habitaciones con exaltación, casi
con alegría, a paso rápido, dispuesto a cometer un crimen contra la Eternidad.
8
El crimen
Nadie le
hizo preguntas. Nadie lo detuvo. El aislamiento social de un Ejecutor tenía sus
ventajas. Por los pasillos de acceso a las cabinas llegó a una de las entradas
al Tiempo normal y ajustó los mandos. Desde luego, era posible que alguien se
encaminase allí con una finalidad legítima, y se diera cuenta de que el acceso
estaba en uso. Vaciló un momento y luego decidió estampar su sello en el
registro que estaba al lado del acceso. Una entrada en uso oficial no llamaría
la atención. En cambio, una entrada en actividad sin permiso llamaría demasiado
la atención.
Desde
luego, podía ser Finge quien tropezase por azar con aquel acceso. Tenía que
correr ese riesgo.
Noys
seguía de pie tal como la había dejado. Amargas horas (fisio-horas) habían
transcurrido desde que Harlan abandonó el 482.° por una Eternidad fría y
solitaria, pero ahora regresaba en el mismo Tiempo, a segundos de diferencia
del momento en que se había marchado. Noys no había tenido tiempo de volverse.
Ella
pareció sorprendida.
—¿Has
olvidado algo, Andrew?
Él la contempló
con pasión, pero no
hizo ningún gesto para acudir a su lado. Recordaba las palabras de Finge
y temía que ella le rechazase. Dijo duramente:
—Debes
hacer lo que te diga.
—Sucede
algo, ¿no es cierto? —dijo Noys—. Acabas de marcharte hace sólo un momento.
—No te
preocupes —dijo Harlan.
Era todo
lo que podía hacer para no cogerla en sus brazos, para calmarla. En vez de
ello, le habló con dureza. Era como si un demonio le obligase a hacer todo
aquello contra su voluntad. ¿Por qué había vuelto en el primer momento posible?
Sólo consiguió asustarla con su casi instantáneo regreso después de su
despedida.
En
realidad, conocía la razón. Tenía un margen de seguridad de dos días en su
programa. Las primeras horas de aquel período marginal eran más seguras y
presentaban menos posibilidades de ser descubierto. El tratar de aprovechar al
máximo la ventaja que aquello le proporcionaba era una tendencia natural. De
todos modos, corría un grave riesgo. Era fácil equivocarse y entrar en el
Tiempo normal antes de abandonarlo algunas fisio-horas antes. ¿Qué podía
suceder entonces? Era una de las primeras reglas que había aprendido como
Observador. Una persona que ocupe dos puntos del Espacio, en el mismo Tiempo y
en la misma Realidad, corre el riesgo de encontrarse a sí misma.
Aquello
debía ser evitado a toda costa. ¿Por qué? Harlan sólo sabía que no debía
encontrarse a sí mismo. No quería verse mirando a los ojos de otro Harlan
llegado antes o después. Además, sería una paradoja, y como solía decir
Twissell: «Las paradojas no existen en el Tiempo, pero sólo gracias a que el
Tiempo evita deliberadamente cualquier paradoja».
Mientras
Harlan pensaba confusamente en todo aquello, Noys le contemplaba con sus
grandes y luminosos ojos.
Ella se le
acercó y puso sus suaves manos en las de él, que ardían, diciendo con cariño:
—Estás en
dificultades.
A Harlan
le pareció que su mirada era cariñosa, llena de amor. Pero, ¿cómo podía ser? Ya
había logrado lo que buscaba. ¿Qué más quería? La tomó de las muñecas y le dijo
con voz ronca:
—¿Querrás
acompañarme ahora mismo, sin preguntar nada? ¿Harás exactamente lo que yo te
diga?
—¿Debo
hacerlo? —preguntó ella.
—Sí debes,
Noys. Es muy importante.
—Entonces,
iré.
Lo dijo
con naturalidad, como si todos los días le hiciesen peticiones semejantes y
estuviese acostumbrada a aceptarlas.
Cuando
llegaron— junto a la cabina, Noys titubeó un poco, pero luego entró.
—Vamos al
hipertiempo, Noys —dijo Harlan.
—Eso
significa el futuro, ¿verdad?
La cabina
zumbaba ya levemente cuando entraron. Apenas se hubo sentado ella, Harlan
desplazó disimuladamente una palanca con el codo.
Contrariamente
a lo que él temía, ella no dio muestras de vértigo cuando empezó la
indescriptible sensación de «viajar» a través del Tiempo.
Guardó
silencio, inmóvil y bella. Tanto, que al mirarla se le oprimió el corazón y no
le importó lo más mínimo la traición que acababa de cometer al introducir a una
Temporal en la Eternidad sin autorización.
—¿Esta
escala muestra los números de los años, Andrew? —preguntó ella.
—De los
Siglos.
—¡No me
digas que ya hemos avanzado un millar de años hacia el futuro!
—En efecto.
—Pues no
me lo parece.
—Ya lo sé.
Ella miró
a su alrededor.
—Pero,
¿cómo avanzamos?
—No lo sé,
Noys.
—¿No lo
sabes?
—En la Eternidad hay muchas cosas que
difícilmente se comprenden.
Las cifras del indicador volaban, cada vez
más rápidas, hasta resultar ilegibles. Con el codo, Harlan había puesto al
máximo la palanca de velocidad. El consumo de potencia podía suscitar alguna
curiosidad en las centrales de energía, pero no era probable. Nadie le esperaba
en la Eternidad cuando regresó allí con Noys, y con eso tenía a su favor nueve
posibilidades entre diez. Lo que ahora importaba era buscar un lugar seguro
para ella.
Volviéndose hacia su interlocutora, Harlan
explicó:
—Ni siquiera los Eternos lo sabemos todo.
—Y yo no soy una Eterna —murmuró ella—. ¡Es
tan poco lo que sé!
El corazón de Harlan dio un vuelco. ¿Todavía
no se consideraba una Eterna? Pues ¿qué había dicho Finge...?
Déjalo correr, pensó. Déjalo correr. Ella
está contigo, te sonríe. ¿Qué más quieres?
No obstante, habló sin poder evitarlo.
—Tú crees que los Eternos vivimos siempre,
¿no?
—Bien, puesto que les llaman Eternos, y todo
el mundo dice que lo son...
Le dirigió una radiante sonrisa.
—Pero no es verdad, ¿o sí?
—Así pues, ¿tú no lo crees?
—Cuando estuve en la Eternidad, al cabo de
algún tiempo me di cuenta de que no hablabais como si fuerais a vivir siempre.
Además, vi hombres ancianos.
—Sin embargo, tú lo dijiste... aquella noche.
Ella se movió a lo largo del asiento para acercársele, sin dejar de sonreír.
—Es que pensé: ¡quien sabe!
Harlan continuó, sin lograr dominar del todo
la tensión que se reflejaba en su voz:
—¿Qué puede hacer un Temporal para
convertirse en Eterno?
La sonrisa de ella desapareció, y quizá fue
imaginación de Harlan, pero le pareció ver en las mejillas de Noys un leve rubor.
—¿Por qué me lo preguntas? —dijo.
—Para saberlo.
—Es una tontería, y prefiero no hablar de
ello —replicó.
Bajó la vista para contemplarse sus graciosos
dedos, terminados en uñas que brillaban sin color definido bajo la luz
amortiguada de la cabina. Harlan pensó distraídamente que en una fiesta de
sociedad, con unas cuantas lámparas ultravioleta entre la iluminación de sala,
aquellas uñas podían brillar con un color verde o rojo oscuro, según el ángulo
en que ella mantuviera sus manos. Una muchacha inteligente como Noys podía
obtener quizá media docena de tonos, y fingir que los colores reflejaban sus
sentimientos. Azul de inocencia, amarillo brillante de alegría, morado de pena,
escarlata de pasión.
—¿Por qué me has amado? —dijo Harlan. Ella se
apartó el cabello de la frente y le miró con un rostro pálido y grave.
—Si quieres saberlo, uno de los motivos fue
la creencia de que una muchacha puede convertirse en Eterna de esa forma. No me
importaría vivir eternamente.
—Acabas de decir que no creías en eso.
—No lo creía, pero no podía perjudicarme la
prueba. Especialmente porque...
Él la miraba con serenidad, hallando consuelo
a su dolor y desengaño en una actitud de fría reprobación, inspirada en la
moralidad de su Siglo natal.
—Continúa —dijo Harlan.
—Especialmente porque deseaba hacerlo.
—¿Deseabas amarme?
—Sí.
—¿Por qué a mí?
—Porque me gustabas. Porque pensé que eras
curioso.
—¿Curioso?
—Bien, raro, si lo prefieres. Siempre
procurabas no mirarme, pero acababas mirándome. Tratabas de odiarme, y sin
embargo yo podía ver que me deseabas. Sentía un poco
de compasión por ti, creo.
—¿Compasión?
¿Por qué?
—Porque te
creabas tanto problema con tu deseo, cuando la cosa es tan sencilla. Si te
gusta una chica, no tienes más que decírselo. Es fácil ser amable. ¿A qué sufrir?
Harlan
asintió. ¡Aquella era la moralidad del Siglo 482! Luego murmuró:
—¡Una cosa
tan sencilla! ¡No hay más que decirlo!
—Desde
luego, es preciso que la chica tenga ganas, y que no tenga otro compromiso.
¿Por qué no? A mí me parece muy sencillo.
Ahora fue
Harlan quien bajó los ojos. Desde luego, era una cosa bien fácil.
Y, ¿qué
opinas de mí ahora? —preguntó humildemente.
—Que eres
muy simpático —dijo ella suavemente— y que si quisieras mostrarte natural...
¿Por qué no sonríes nunca?
—No puedo
sonreír en estos momentos, Noys.
—Por
favor. Quiero ver cómo te sienta. Vamos a ver.
Ella le
puso los dedos en las comisuras de la boca y las estiró. Él echó la cabeza atrás,
con sorpresa, y no pudo evitar una sonrisa.
—Lo ves.
Eres casi guapo. Con alguna práctica..., poniéndote delante de un espejo y
sonriendo a menudo, y haciendo algún guiño con los ojos... Apuesto que
llegarías a ser realmente atractivo.
Pero la
recién nacida sonrisa de Harlan desapareció.
Noys dijo:
—¿Estamos
en dificultades, no es cierto?
—Sí, Noys.
Dificultades graves.
—¿Por lo
que hicimos tú y yo aquella noche?
—No
exactamente.
—Aquello
fue culpa mía, ya lo sabes. Si quieres, yo misma lo explicaré.
—¡ Nunca!
—dijo Harlan con energía—. Nunca te consideres culpable por ello. No has hecho
nada, nada, de que sentirte culpable. Es otra cosa.
Intranquila,
Noys miró el indicador de Siglos.
—¿Dónde
estamos? Ni siquiera puedo ver los números.
—¿En qué
Tiempo estamos? —la corrigió automáticamente Harlan.
Redujo la
velocidad y los Siglos pudieron leerse en el indicador.
Los
hermosos ojos de Noys se agrandaron y sus pestañas contrastaron con la blancura
de su cutis.
—¿Es
posible?
Harlan
lanzó una rápida ojeada al indicador. Estaba en 72.000.
—Puedes
estar segura.
—Pero
¿adonde vamos? —preguntó ella.
—Al más
lejano hipertiempo —dijo él, sombrío—. Lo más lejos posible, donde no puedan
encontrarte.
Y en
silencio, ambos contemplaron el rápido paso de los números. En silencio, Harlan
se repitió una y otra vez que la muchacha era inocente de las acusaciones de
Finge. Había confesado sin rodeos que aquellas acusaciones eran verdad en
parte, pero también había admitido, con igual franqueza, la existencia de una
atracción personal.
Levantó
los ojos al darse cuenta del movimiento de Noys. Ella había pasado al otro lado
de la cabina y con un gesto decidido, había detenido el aparato con una
deceleración brusca, que resultó extremadamente desagradable para los dos.
Harlan se
agarró al borde del asiento y cerró los ojos hasta que pasó el mareo.
—¿Qué
pasa? —preguntó Harlan. Ella estaba pálida, y durante un segundo no contestó.
Luego, dijo:
—No quiero
ir más lejos. Los números son muy elevados.
El
indicador de Siglo marcaba: 111.394.
—Es
suficiente —dijo él.
Luego, Harlan tendió la mano, muy serio.
— Ven, Noys. Éste será tu hogar por algún
tiempo.
Juntos caminaron como niños por los desiertos
corredores, cogidos de la mano. Las luces estaban encendidas en los pasillos y
las oscuras habitaciones se encendían alegremente al apretar un botón. El aire
era fresco y agradable, indicando la existencia de buena ventilación, aunque no
se notaba ninguna corriente.
Noys
susurró:
— ¿No hay nadie aquí?
— Nadie — dijo Harlan.
Trató de
que su voz sonara firme y decidida. Como se hallaban en uno de los Siglos
Ocultos, quiso romper el encanto, pero sus palabras no pasaron de ser un
susurro.
Ni
siquiera sabía cómo referirse a algo tan lejano en el hipertiempo. Llamarlo el
Siglo uno—uno—uno—tres—nueve—cuatro parecía ridículo. Tendría que decir
simplemente: «Más allá del Siglo cien mil».
Era absurdo
el preocuparse ahora de este problema, pero una vez agotada la excitación de la
huida, se encontraba solo en una región de la Eternidad donde ningún humano
había puesto los pies, y aquello no le gustaba. Sentía vergüenza redoblada,
puesto que Noys podía darse cuenta, por no poder dominar un leve temblor
correspondiente al leve terror que empezaba a experimentar.
Noys dijo:
— Está muy
limpio. No se ve rastro de polvo.
—
Automático — dijo Harlan. Con un esfuerzo que pareció arrancarle las cuerdas
vocales, alzó la voz hasta el tono normal — . Pero no hay nadie aquí, ni en los
híper o hipotiempos, por miles y miles de Siglos.
Noys
pareció entenderlo fácilmente.
— ¿Cómo es
posible que esté tan bien equipado? Hemos hallado depósitos de alimentos y una
biblioteca de microfilms, ¿no te has fijado?
— Sí, ya
lo he visto. En efecto, todo está dispuesto. Todas están plenamente equipadas.
Cada Sección.
— Pero,
¿por qué, si nadie viene aquí nunca?
—Es una
cosa lógica —dijo Harlan.
—El hecho
de hablar de aquel asunto hizo desaparecer algo del misterio de aquel lugar. Al
explicar en voz alta lo que ya sabía, empezaba a contemplarlo como una cosa
prosaica. Harlan continuó:
—En los
comienzos de la Historia de la Eternidad, uno de los Siglos del Trescientos
inventó un duplicador de masa. ¿Sabes a qué me refiero? Estableciendo un campo
de resonancia, la energía puede ser convertida en materia. Las partículas
subatómicas ocupan exactamente los mismos niveles, bajo las mismas condiciones
de incertidumbre, que en los átomos en el objeto usado como modelo. El
resultado es una copia exacta. Los de la Eternidad hemos utilizado ese
instrumento para nuestros fines. En aquellos tiempos sólo se habían construido
seiscientas o setecientas Secciones. Teníamos proyectos de ampliación, desde
luego. Uno de los lemas de aquella época era: «Diez nuevas Secciones cada
fisio-año». El duplicador de masa resolvió el problema de una vez para siempre.
Construimos una nueva Sección completa con alimentos, reserva de energía, agua
y los automatismos más adelantados; la usamos como patrón y la duplicamos para
cada Siglo a través de toda la Eternidad. No sé cuánto tiempo estuvo
funcionando el duplicador, millones de Siglos, probablemente.
—¿Todas
iguales, Andrew?
—Todas
exactamente iguales. A medida que la Eternidad se extiende, simplemente nos
instalamos adaptando la construcción original según las costumbres del Siglo en
que nos hallemos. El único problema surge cuando nos encontramos con una
civilización basada en el uso de la energía pura. La verdad es que... nosotros
aún no habíamos llegado a esta Sección.
(No era
preciso decirle que los Eternos no podían penetrar en el Tiempo normal en
aquellos Siglos Ocultos. ¿Qué importaba ahora?)
Harlan la
miró y observó que pareció preocupada. Continuó rápidamente:
—No es un
despilfarro el construir tantas Secciones. Sólo gastamos energía, y como
disponemos de la nova... Ella le interrumpió:
—No es
eso. Es que no puedo recordarlo.
—¿Recordar
el qué?
—Dijiste
que el duplicado de masa se inventó en los Trescientos. Sin embargo, nosotros,
en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos no lo conocemos. Y no recuerdo haber
visto nada de esto en las Historias.
Harlan se
quedó pensativo. Aunque ella sólo medía cinco centímetros menos que él, de
súbito se sintió un gigante a su lado. Ella era como un niño y él era un
semidiós de la Eternidad, que debía enseñarla y conducirla pacientemente hasta
la verdad.
Harlan
dijo:
—Noys,
querida, busquemos un lugar donde podamos sentarnos y donde... pueda explicarte
algo.
El
concepto de una Realidad variable, una Realidad que no fuese fija, eterna e
inmutable, no era una idea que pudiese ser aceptada fácilmente por cualquiera.
A veces,
en sueños, Harlan regresaba a los primeros días de su época de Discípulo y
evocaba los desgarradores intentos de divorciarse de su Siglo y de su Tiempo.
Al
Aprendiz corriente le costaba seis meses el aprender toda la verdad, el
descubrir que nunca más podría regresar a sus orígenes en un sentido absoluto.
No era sólo la Ley de la Eternidad la que lo impedía, sino el frío hecho de que
sus orígenes, según él los entendía, podían en cierto modo no existir.
Aquello
afectaba a los Aprendices de distintas maneras. Harlan recordaba cómo el rostro
de Bonky Latourette se había vuelto blanco el día que el Instructor Yarrow explicó
claramente lo que era la Realidad.
Ninguno de
los Discípulos pudo comer aquella noche. Se agruparon juntos buscando una
especie de consuelo psíquico, todos excepto Latourette, que había desaparecido.
Hubo muchas falsas risas y se cruzaron tristes bromas entre ellos.
Alguien
dijo con voz trémula e insegura: «Supongo que ya no tengo madre, que nunca la
he tenido. Si regresara al Noventa y cinco me dirían: ¿Quién eres tú? No te
conocemos. No constas en nuestros registros. Ya no existes».
Todos
sonrieron débilmente y movieron la cabeza. Eran unos chicos solitarios, y no
les quedaba nada excepto la Eternidad.
Encontraron
a Latourette a la hora de dormir, tendido en su cama y respirando débilmente.
Tenía la ligera marca de una hipodérmica en el brazo, y, afortunadamente,
también se dieron cuenta de ello.
Avisaron a
Yarrow, y por un momento pareció que aquél era el fin de la carrera de un
Aprendiz, pero al final consiguieron hacerlo volver en sí. Una semana más tarde
volvía a ocupar su asiento en la clase. Sin embargo, la marca de aquella noche
quedó impresa en la personalidad del muchacho, según pudo comprobar Harlan en
posteriores encuentros.
Y ahora
Harlan tenía que explicar la Realidad a Noys Lambent, una muchacha que no tenía
mucha más edad que aquellos Aprendices, y explicársela de una vez y
completamente. Tenía que hacerlo. No quedaba otro remedio. Ella tenía que saber
exactamente lo que les esperaba y lo que debía hacer.
Harlan se
lo explicó. Comieron carne en conserva, frutas congeladas y leche en una larga
mesa de reuniones donde cabían doce personas, y allí se lo dijo.
Lo hizo
tan suavemente como le fue posible, pero casi no fue necesaria su precaución.
Ella comprendió rápidamente todas las ideas que él le exponía y, antes de
llegar a la mitad de su explicación, Harlan observó, con sorpresa, que ella no
mostraba reacciones negativas. No se mostró asustada. No pareció confusa ni
desamparada. Sólo parecía furiosa.
La ira
tiñó el rostro de Noys de un rojo subido mientras sus oscuros ojos parecían aún
más negros.
—¡Pero eso
es criminal! —dijo—. ¿Quiénes son los Eternos para hacer semejante cosa?
—Se hace por el bien de la Humanidad —dijo
Harlan.
Desde luego, ella no podía comprenderlo. La
compadeció por su mentalidad de Temporal, sujeta siempre a los límites de su
Siglo.
—¿Lo crees así? Supongo que por eso
eliminaron el duplicador de masa.
—Tenemos copias. No te preocupes por eso.
Nosotros lo conservamos.
—Vosotros lo guardáis. Pero, ¿qué hay con
nosotros? —dijo Noys—. Nosotros, los del Cuatrocientos ochenta y dos, podríamos
tenerlo.
Ella hizo un gesto con los puños cerrados.
—No os habría beneficiado. Mira, querida, no
te excites y escúchame.
Con un gesto casi convulsivo, Harlan (que aún
tenía que aprender a tocarla naturalmente, sin que su gesto pareciera una
ridícula invitación a que lo rechazara) cogió las manos de Noys y las apretó
con fuerza.
Por un instante, ella trató de liberarse y
luego se sometió. Rió suavemente.
—¡Bah! Continúa, y no pongas esta cara tan
solemne. No digo que tú tengas la culpa.
—No debes culpar a nadie. No existe culpa.
Hemos hecho lo que debía hacerse. El duplicador de masa es un ejemplo típico.
Lo estudiábamos en la Escuela. Cuando se puede duplicar la materia, también
pueden duplicarse personas. De esto pueden resultar problemas muy difíciles.
—Debemos permitir que la Sociedad resuelva
sus propios problemas.
—Cierto, pero nosotros hemos analizado
aquella sociedad a lo largo de su evolución en el Tiempo, y vemos que no ha
resuelto su problema de una manera satisfactoria. Ten en cuenta que su fracaso
también afecta a todas las civilizaciones siguientes. Se ha llegado a la
conclusión de que no existe una solución satisfactoria para el problema del
duplicador de masa. Es una de esas cosas, como las guerras atómicas y la
esclavitud, que no pueden permitirse. Sus resultados nunca son satisfactorios.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Tenemos nuestros Cerebros electrónicos,
Noys; calculadoras mucho más exactas que cualquier otra que se haya podido
inventar en cualquier Realidad. Podemos analizar las posibles Realidades y
evaluar las ventajas entre miles y miles de variables.
—¡Bah!
¡Máquinas! —dijo ella con desprecio. Harlan frunció el ceño y luego
trató de convencerla.
—No seas así. Es natural que te haya
sorprendido el saber que la vida no es tan inmutable como pensabas. Hace un
año, tú misma y el mundo donde vivías es posible que sólo fuerais una
probabilidad teórica, pero, ¿qué importa eso? Posees todos tus recuerdos, sean
de hechos hipotéticos o no. ¿No es cierto que puedes recordar tu propia
infancia, y a tus padres?
—Naturalmente.
—Entonces es lo mismo que si la hubieras
vivido. ¿No es verdad? Quiero decir que no importa si la has vivido en realidad
o no.
—No estoy tan segura; tendría que pensarlo.
¿Qué sucedería si mañana me vuelvo a encontrar hecha una probabilidad teórica,
o un fantasma o como lo llames?
—Habría una nueva Realidad y una nueva Noys
con nuevos recuerdos. Sería como si nada hubiese ocurrido, excepto que la suma
total de la felicidad humana habría aumentado.
—No me parece del todo convincente.
—Además —la interrumpió Harlan—, nada puede
su—cederte ahora. Habrá una nueva Realidad, pero tú estás en la Eternidad. Ya
no pueden cambiarte.
—Acabas de decir que ello no tiene
importancia —dijo Noys, pensativa—. ¿Por qué te has tomado tantas molestias,
pues?
Harlan contestó con emoción:
—Porque te quiero tal como eres. Exactamente
igual.
No quiero que cambies. De ninguna manera, ni
para bien ni para mal.
Estuvo a punto de confesar la verdad, que sin
la ventaja de aquella superstición acerca de los Eternos y la inmortalidad,
ella nunca se habría interesado por él.
—Entonces, ¿tendré que quedarme aquí para
siempre? —dijo ella, mirándole fijamente—. Me sentiré muy sola.
—No, no. No pienses en eso —dijo Harlan con
ansiedad, apretándole las manos tan fuerte que ella gimió—. Estudiaré tu nueva
personalidad después del Cambio en el Cuatrocientos ochenta y dos, y entonces
volverás allí para fingir esa personalidad. Yo lo arreglaré. Pediré permiso
para establecer una relación formal contigo, y conseguiré que los Cambios
ulteriores no te afecten. Soy un Especialista y buen Ejecutor, y conozco bien
la técnica de los Cambios de Realidad. —Luego, añadió sombríamente—: También sé
otras cosas más.
—Lo que hemos hecho ¿está permitido?
—preguntó Noys—. Quiero decir, si te es posible llevar a otra persona a la
Eternidad y evitar que sufra los efectos del Cambio. Por lo que me has dicho,
creo que debe constituir una falta.
Por un momento Harlan sintió frío, y el ánimo
abatido por la inmensa soledad de los miles de Siglos que los rodeaban. Por un
instante se sintió desterrado de aquella Eternidad que era su único hogar y su
única fe; sólo la mujer por quien había renunciado a todo aquello permanecía a
su lado.
—Sí, es un crimen —dijo Harlan, desde el
fondo de su alma—. Es un crimen enorme y me siento terriblemente avergonzado
por ello. Pero lo volvería a cometer, una y mil veces si fuese necesario.
—¿Lo has hecho por mí, Andrew? ¿Por mí? Él no
pudo mirarla a los ojos.
—No, Noys, lo he hecho por mí mismo. No podría
soportar el perderte.
—Si nos sorprenden... —dijo ella.
Harlan sabía lo que podía sucederles. Lo
sabía desde aquel momento de inspiración que tuvo la primera noche que conoció
a Noys. Pero a pesar de todo, no se atrevía a pensar en sus terribles consecuencias.
—No temo a nadie —contestó—. Sé cómo cuidar
de mí mismo, y otras muchas cosas que ellos ignoran.
9
Intermedio
El período
que siguió fue realmente idílico, aunque esto no lo supo Harlan hasta más
tarde.
Cien cosas
distintas sucedieron durante aquellas fisio-semanas y todas se mezclaron
inextricablemente en la memoria de Harlan, pareciéndole que aquella época había
sido mucho más larga. La única cosa idílica que hubo fueron, desde luego, las
horas pasadas con Noys, y aquellas horas dieron sabor a todo lo demás.
En primer
lugar, preparó cuidadosamente su equipaje en la Sección del Siglo 482, sus
vestidos, y sus microfilms, pero sobre todo sus amados volúmenes de la revista
de los Tiempos Primitivos. Vigiló personalmente el envío a su base permanente en
el 575.°.
Finge
estaba a su lado cuando las últimas cosas fueron colocadas en la cabina
de carga por los operarios de Mantenimiento.
—Nos
abandona, por lo que veo —dijo Finge, escogiendo sus palabras.
Su sonrisa
parecía cordial, pero tenía los labios apretados de manera que casi no se le
veían los dientes. Tenía las manos enlazadas a la espalda y se balanceaba rítmicamente sobre la punta de los
pies. Harlan no miró a su superior.
—Sí, señor —dijo en tono inexpresivo.
—Informaré al Jefe Programador Twissell que
ha desempeñado su misión de Observador en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos
de manera completamente satisfactoria.
Harlan no pudo ni siquiera darle las gracias.
Permaneció callado.
Finge continuó, en voz mucho más baja:
—Pero no le informaré, por ahora, de su
reciente intento de agresión contra un superior.
Y aunque continuaba sonriendo y su mirada era
inexpresiva, había un deje de cruel satisfacción en sus palabras.
—Como guste, Programador —dijo Harlan.
En segundo lugar, volvió a su destino en el
Siglo 575.
Casi en seguida tropezó con Twissell. Sintió
alegría al volver a ver aquella pequeña figura, rematada por el arrugado pero
vivaz rostro. Hasta le agradó volver a ver aquel blanco cilindro humeante entre
dos dedos manchados, que de vez en cuando Twissell se llevaba a los labios.
Harlan dijo:
—Programador...
Twissell, que salía de su despacho, miró a
Harlan y por un momento pareció no reconocerle. Su rostro expresaba fatiga y
tenía los ojos irritados.
—¡Ah!, el Ejecutor Harlan. ¿Ya ha terminado su
trabajo en el Cuatrocientos ochenta y dos?
—Sí, señor.
Las siguientes palabras de Twissell fueron
extrañas. Miró su reloj, el cual, como todos los relojes de la Eternidad,
señalaba sólo el fisio-tiempo, indicando el día del mes al mismo tiempo que la
hora, y dijo:
—Muy puntual, muchacho, muy puntual.
Magnífico. Magnífico.
Harlan sintió que el corazón le daba un
vuelco. La última vez que habló con Twissell no le habría sido posible entender
aquel comentario. Ahora creía saber a qué se refería. Twissell debía estar
cansado, o de lo contrario no se habría referido tan directamente a un asunto
tan importante. O quizás el Programador creía que sus palabras serían
indescifrables para él.
—¿Cómo está mi Aprendiz? —dijo Harlan,
procurando aparentar indiferencia para que no pareciera que su pregunta tenía
alguna relación con lo que Twissell acababa de decir.
—Bien, bien —dijo Twissell, aparentemente
distraído.
Llevó el cigarrillo a sus labios, exhaló una
bocanada de humo y después de un corto gesto de despedida, se marchó
apresuradamente.
En tercer lugar, lo del Aprendiz.
Parecía más viejo. Parecía rodeado de un aura
de madurez, cuando alargó la mano para saludar a Harlan diciendo:
—Encantado de volver a verle, Ejecutor.
O quizás era porque, mientras antes Harlan sólo
veía en él a un Aprendiz, ahora le parecía mucho más que un principiante. Ahora
lo veía como un gigantesco instrumento en las manos de los Eternos. Era
natural que a los ojos de Harlan, su Aprendiz hubiese adquirido una nueva
importancia.
Harlan procuró disimular sus pensamientos. Se
encontraban en las habitaciones de Harlan, y el Ejecutor contempló con agrado
las sencillas superficies de porcelana que le rodeaban, satisfecho de haber
dejado atrás los chillones adornos del 482.°. Aunque tratase de asociar el
recargado barroco del 482.° con Noys, sólo conseguía recordar a Finge. El
recuerdo de Noys se asociaba con el de un satinado crepúsculo, y extrañamente,
con la desnuda austeridad de las Secciones de los Siglos Ocultos.
Empezó a hablar atolondradamente, como para
ocultar sus peligrosos pensamientos.
—Bien, Cooper, ¿qué ha hecho mientras yo
estuve de viaje? —Cooper rió y se frotó su lacio bigote con un dedo diciendo
con timidez:
—Estudiando matemáticas. Siempre matemáticas.
—¿Sí? Supongo que habrá llegado ya a los
cursos superiores.
—Los
últimos grados.
—¿Son
difíciles?
—Por ahora puedo soportarlos. Me resulta
bastante fácil. Me gusta esta materia. Pero, realmente, estoy cargado de
trabajo.
Harlan asintió con cierta satisfacción.
—Las matrices de Campo Temporal y todo eso,
¿eh? Pero Cooper, un poco sofocado, se dirigió a la estantería llena de libros
y dijo:
—Hablemos de los Primitivos. Tengo algunas
preguntas que hacerle.
—¿Sobre qué?
—Sobre la vida en las grandes ciudades del
Siglo Veintitrés. En Los Ángeles, especialmente.
—¿Por qué Los Ángeles?
—Me parece una ciudad interesante, ¿a usted
no?
—Ciertamente,
pero sería mejor verla en el Veintiuno. En el Siglo Veintiuno se encontraba en
su apogeo.
—Preferiría el Veintitrés. Harlan respondió:
—Bien, ¿por qué no?
Su rostro seguía impasible. Pero si hubiera
sido posible arrancarle su máscara de impasibilidad, dicho rostro habría
aparecido sombrío. Su intuición resultaba ser algo más que una pura
coincidencia. Todo concordaba exactamente.
En cuarto lugar, la investigación. En dos
sentidos.
Ante todo, para sí. Cada día, con ojos
escrutadores, estudiaba los informes que se amontonaban en el escritorio de
Twissell. Hacían referencia a distintos Cambios de Realidad en proyecto o que
habían sido recomendados.
De todos ellos llegaban copias a poder de
Twissell, por ser miembro del Gran Consejo Pantemporal; Harlan sabía que no
dejaría de recibir ni uno solo. Primero buscó el Cambio que se avecinaba en el
Siglo 482. Luego, buscó —entre los demás Cambios uno que pudiera presentar un
error, una ambigüedad, algo que se apartara de la perfección y que sería
visible a sus ojos de Ejecutor entrenado y con talento.
En estricta aplicación de las reglas,
aquellos informes no estaban destinados a que él los viera, pero Twissell se
encontraba raramente en su despacho aquellas días y nadie se preocupó de
mezclarse en los asuntos del Ejecutor personal de Twissell.
Aquélla era una parte de su investigación. La
otra parte le llevó a la biblioteca de la Sección del Siglo 575. Por primera
vez se aventuró a apartarse de aquellas partes de la biblioteca que
ordinariamente monopolizaban su atención. En el pasado, Harlan había sido un
asiduo lector de Historia Primitiva (una parte de la biblioteca bastante
deficiente, de manera que la mayoría de sus libros de estudio o referencia sólo
se referían a los comienzos del tercer milenio, como era natural). Pero ahora
se dedicó, con mayor ahínco, a los estantes dedicados a los Cambios de
Realidad, su teoría, técnica e historia; una colección excelente (la mejor que
existía en la Eternidad, excepto la de la Central, gracias a Twissell), la cual
llegó a dominar completamente.
También leyó con curiosidad otros libros,
éstos microfilmados. Por primera vez estudió con detenimiento los estantes
dedicados al propio Siglo 575: su geografía, que variaba muy poco de una a otra
Realidad, sus Historias, que variaban más, y sus sociologías, que variaban aún
más. No eran libros o informes escritos sobre el Siglo por los Observadores o
Coordinadores de la Eternidad (con los cuales se hallaba familiarizado), sino
obras de los mismos Temporales.
Allí estaban los libros de literatura del
575.°, que recordaron agitadas discusiones sobre él valor de los Cambios
alternativos. ¿Podía aquella obra maestra ser alterada? Si lo era, ¿en qué
sentido? ¿Cómo influían los Cambios anteriores sobre las obras de arte?
En cuanto a esto, ¿existía unanimidad sobre
la definición del arte? ¿Podría nunca ser reducido a términos cuantitativos,
capaces de ser evaluados por los cerebros electrónicos?
Uno de los principales antagonistas de
Twissell en estas discusiones era un Programador llamado Angus Sennor. Harlan,
intrigado por las apasionadas opiniones de Twissell sobre aquel hombre y sus
puntos de vista, había leído algunas de las obras de Sennor, y le parecieron
sorprendentes.
Sennor se preguntaba públicamente, y para
Harlan en forma desconcertante, si una nueva Realidad no podía contener en sí
misma una personalidad homologa de la de un hombre que hubiera sido llevado a
la Eternidad en una realidad anterior. Analizaba la posibilidad de que un
Eterno encontrase a su homólogo en el Tiempo normal, bien a sabiendas o por
sorpresa, y especulaba sobre los resultados posibles en cada caso. (Aquel era
uno de los temores más vivos de la Eternidad, y Harlan se estremeció y se
apresuró a terminar de leer aquella discusión.) Luego disertaba sobre el
destino de la literatura y del arte en los Cambios de Realidad de distintos
tipos y clasificaciones.
Pero Twissell no quería saber nada de todo
aquello. —Si los valores del arte no pueden ser analizados —le gritó a Harlan
en una ocasión—, ¿qué necesidad tenemos de preocuparnos por ellos?
Y la opinión de Twissell, como sabía muy bien
Harlan, era compartida por la mayor parte del Gran Consejo Pantemporal.
Ahora Harlan estaba ante los estantes de las
obras de Eric Linkollew, generalmente considerado como el más conspicuo
escritor del 575.°, y dudó de que Twissell tuviese razón. Podía contar hasta
quince colecciones de «Obras Completas», cada una de las cuales, indudablemente,
había sido escrita en una Realidad distinta. Todas eran diferentes, por
supuesto. Una de ellas era considerablemente más pequeña que todas las demás,
por ejemplo. Cien sociólogos distintos, pensó, habrían escrito profundos
análisis de las diferencias existentes entre aquellas colecciones en función de
las bases sociológicas de cada Realidad.
Harlan se dirigió a la sala de la biblioteca
dedicada a los instrumentos e inventos de los distintos 575.° Muchos de
aquellos aparatos, recordaba Harlan, fueron eliminados del Tiempo normal y sólo
permanecían intactos, como muestras del talento humano, en la Eternidad. La
Humanidad debía ser defendida frente a sus propias creaciones técnicas. Esta
cuestión tenía prioridad. Casi no pasaba un fisio-año sin que en alguna parte
del Tiempo normal la tecnología nuclear no se acercase demasiado a una
profundización peligrosa, y tuviera que ser llevada de nuevo por caminos
distintos.
Volvió de nuevo a las salas de libros
microfilmados y a los estantes sobre matemáticas y sobre Historia de las
matemáticas. Sus dedos se pasearon sobre los volúmenes y después de
reflexionar, escogió media docena de libros de aquella estantería y firmó la
ficha de salida.
En quinto lugar lo de Noys.
Aquélla era la parte más importante del intermedio,
y todo lo que tenía de idílico.
En sus horas libres, cuando Cooper se iba y
normalmente Harlan se habría quedado solo para cenar, o para esperar el próximo
día... se encaminaba a los Tubos.
Agradecía de todo corazón la especial
consideración que los Ejecutores recibían en la mente de los Eternos. Y
agradecía, como nunca había soñado que fuese posible hacerlo, la manera en que
todos procuraban evitar su presencia.
Nadie se molestó en inquirir su derecho a
ocupar una cabina, ni se preocupó de averiguar si se dirigía al pasado o al
futuro. Ninguna mirada de curiosidad siguió sus pasos, ni hubo una mano que se
ofreciese a ayudarle, ni nadie se detuvo para cambiar unas palabras con él.
Podía ir donde quisiera cuando quisiera.
—Has
cambiado, Andrew —le dijo
Noys un día—. Por los Cielos, has cambiado mucho. Él la miró y sonrió.
—¿En qué forma, Noys?
—Has aprendido a sonreír, ¿no es cierto?
—dijo ella—. Éste es uno de los cambios. ¿Nunca te has mirado en un espejo para
ver cómo sonríes?
—Tengo miedo de hacerlo. Tendría que decirme:
Esta felicidad no puede ser cierta. Debo estar enfermo. Deliro. Sin duda estoy
recluido en un sanatorio mental, viviendo en sueños y sin darme cuenta de ello.
Noys se acercó y le pellizcó fuertemente.
—¿Sientes algo?
Él la atrajo hacia sí y se enredó en su mata
de cabello negro.
Cuando se separaron, ella dijo sin aliento:
—En eso también has cambiado. Lo haces muy
bien ahora.
—He tenido una buena maestra —empezó Harlan,
interrumpiéndose al pensar que sus palabras podían implicar una referencia a
los muchos hombres que le hubieran precedido hasta llegar a formar tan buena
maestra. Pero la risa de Noys disipó estas preocupaciones.
Habían comido y Noys aparecía adorable en el
nuevo vestido que Harlan le había traído de su casa en el 482.°
Ella se dio cuenta y pasó la mano por la
suave tela de la falda.
—No debiste hacerlo, Andrew. Realmente
preferiría que no lo hicieras.
—No hay ningún peligro —dijo él con
seguridad.
—Hay peligro. No seas absurdo. Me basta con
lo que tengo aquí, hasta... hasta que puedas arreglar las cosas.
—¿Por qué no has de tener tus propias ropas y
tus cosas personales?
—Porque
no valen el riesgo que corres al
ir a mi casa en el Tiempo y que te pueden sorprender. ¿Y si hacen el Cambio
mientras estás allí? Él trató de aparentar tranquilidad.
—No pueden sorprenderme. Luego prosiguió con
animación:
—Además, mi escudo electrónico de protección
me mantiene en el fisio-año, de modo que no puede afectarme ningún Cambio,
¿comprendes?
—No —suspiró Noys—. Creo que nunca llegaré a
entenderlo.
—No tiene nada de particular.
Y Harlan trató de explicárselo una y otra
vez, lleno de animación, y Noys le escuchó con aquellos ojos brillantes que
nunca dejaban ver si le escuchaba o si se burlaba de él, o quizás ambas cosas a
la vez.
Todo aquello era un gran aliciente en la vida
de Harlan. Tenía alguien con quien hablar, alguien con quien podía discutir su
vida, sus preocupaciones y sus pensamientos. Era como si ella fuese una parte
de él mismo, pero una parte diferente, con la que necesitaba comunicarse
hablando, en vez de pensar a solas. Y como era diferente, podía contestar en
forma inesperada, gracias a sus procesos mentales independientes. Era curioso,
pensó Harlan, cómo uno podía hacer una Observación de un fenómeno social como
el matrimonio, y, sin embargo, no advertir una verdad tan importante como era
aquélla. ¿Cómo adivinar, por ejemplo, que cuando más tarde recordase aquel
idilio, lo menos destacado serían ! los momentos de pasión?
Ella se sentó a su lado y preguntó:
—¿Cómo siguen tus estudios de matemáticas?
—¿Quieres ver el libro que traigo? —dijo
Harlan.
—¿Es posible que lleves esos libros encima?
—¿Por qué no? El viaje en la cabina lleva
bastante tiempo. No hay ninguna necesidad de desperdiciarlo.
Él sacó una pequeña lectora de su bolsillo,
insertó el rollo de microfilm y sonrió con cariño cuando ella se lo llevó a los
ojos.
Ella le devolvió la lectora y meneó la
cabeza.
—Nunca he visto tantos garabatos. Me gustaría
saber leer el idioma Pantemporal.
—En realidad —dijo Harlan— la mayor parte de
los garabatos que dices no son del idioma Pantemporal, sino signos matemáticos.
—Tú los entiendes, ¿no es eso?
A Harlan le contrariaba decir nada que
pudiese apagar el brillo de franca admiración que lucía en sus ojos, pero se
vio forzado a confesar:
—No tanto como yo quisiera. Sin embargo, he
aprendido bastantes matemáticas para saber lo que necesito. No es necesario
saber mucho para ver un agujero en la pared tan grande como para dar paso a una
cabina de carga.
Lanzó la lectora al aire y la cogió al vuelo antes
de que cayese, dejándola sobre una mesita.
Los ojos de Noys le miraban con ilusión y
Harlan comprendió de pronto el sentido de aquella mirada.
—¡Por el Gran Cronos! —dijo él—.
¡Naturalmente! ¿No puedes leer el Idioma Pantemporal?
—No, desde luego que no.
—Entonces la biblioteca de esta Sección te
resultará completamente inútil. No se me había ocurrido. Deberías tener tus
propios libros del Cuatrocientos ochenta y dos.
Ella contestó con prontitud:
—No, no los quiero.
—Los tendrás —dijo Harlan.
—De veras, no los necesito. Es una tontería
el arriesgarse...
—¡Los tendrás! —repitió él.
Por última vez se encontró delante de la
frontera inmaterial que separa a la Eternidad de la casa de Noys en el 482.
Había creído que la vez anterior sería la última. El Cambio debía ya estar muy
cerca, cosa que no le había contado a Noys para no preocuparla.
Pero no le fue difícil decidirse a repetir el
viaje, aquella excursión adicional. En parte, era el deseo de merecer la
admiración de Noys al traerle sus libros metiéndose en la misma boca del león;
en parte su deseo —¿cuál era la frase que usaban los Primitivos?— de «tirar de
las barbas al Rey», si es que aquella frase podía aplicarse a las mejillas
lampiñas de Finge.
Además, así podría saborear el extraño
encanto que tenía el ambiente de una casa condenada a desaparecer en la nueva
Realidad.
Lo había experimentado antes, cuando entró en
ella durante el período marginal de gracia que le concedía su programa
espacio—temporal. Lo sintió mientras vagaba por sus habitaciones, recogiendo
ropas, bibelots y extrañas botellas e instrumentos del tocador de Noys.
Era el sombrío silencio de una Realidad a
punto de extinguirse, muy diferente de la mera ausencia física de ruidos.
Harlan no podía decir cuál sería la equivalente de aquella casa en la nueva
Realidad. Podía ser una pequeña quinta suburbana, o una casa de pisos en una
calle de la ciudad. O podía desaparecer, mientras las hierbas salvajes
crecerían en el mismo lugar que ahora ocupaba el cuidado jardín de Noys.
Incluso era posible que no sufriera cambios de importancia. Y podía ser
habitada —Harlan cambió rápidamente de pensamiento— por la análoga de Noys, o
desde luego, por otra persona.
Para Harlan aquella casa ya era como un
fantasma, un espectro prematuro que hacía sus apariciones antes de haber
muerto. Puesto que la casa, tal como estaba, significaba tanto para él, halló
que se dolía de su desaparición y que lo lamentaba.
Sólo una vez en los cinco viajes que había
hecho pudo escuchar un ruido que rompiera la quietud de aquellas salas. En
aquel momento se hallaba en la despensa, dando gracias al hecho de que la
tecnología de aquella Realidad y de aquel Siglo permitía prescindir de
sirvientes, lo cual le evitaba ahora un problema. Recordó que acababa de escoger
entre los envases de alimentos preparados, habiendo decidido que tenía bastante
para aquel viaje y que Noys se alegraría de poder variar la saludable pero
monótona comida de los almacenes de la Sección con aquellos platos predilectos.
Incluso se vio a solas mientras pensaba que no hacía mucho, las comidas de
aquel Siglo se le antojaban decadentes y artificiales.
Estaba en la mitad de aquella carcajada,
cuando escuchó un claro ruido metálico. ¡Harlan se quedó helado!
El sonido había llegado de algún lugar a sus
espaldas. Durante el segundo de sorpresa en que Harlan permaneció inmóvil, lo
primero que se le ocurrió fue que había entrado un ladrón. El verdadero y
tremendo peligro de que fuese un Eterno, se le ocurrió en segundo lugar.
Pero no podía ser un ladrón. Todo el período
comprendido en el programa espacio—temporal, incluyendo el margen de seguridad,
era cuidadosamente aprobado y seleccionado entre otros períodos similares
teniendo en cuenta la ausencia de factores imprevistos. Por otro lado, él había
inducido un microcambio (quizá no tan pequeño) al llevarse a Noys de allí.
Con el corazón saltándole en el pecho, Harlan
se volvió, no sin esfuerzo. Le pareció que la puerta acababa de cerrarse a su
espalda, y que aún recorría el último milímetro necesario para acabar de
encajar en su dintel.
Reprimió el impulso de empujar aquella puerta
y registrar toda la casa. Regresó a la Eternidad cargado con los regalos para
Noys y esperó durante dos días enteros antes de aventurarse de nuevo hacia el
lejano hipertiempo. No sucedió nada anormal y Harlan acabó por olvidar el
incidente.
Pero ahora, mientras manipulaba los mandos
para entrar en el Tiempo por última vez, recordó de nuevo aquellos momentos. O
quizá lo que le torturaba era la idea de que el Cambio estaba cada vez más
cercano. Más tarde, al pasar revista a las posibles causas de lo sucedido,
comprendió que fue uno u otro de esos pensamientos lo que le hizo equivocarse
en el exacto ajuste de los mandos. No se le ocurría
otra excusa.
La
equivocación, de momento, no tuvo consecuencias. La habitación deseada quedó
enfocada en el acto y Harlan pasó directamente a la biblioteca de Noys.
Se había
acostumbrado lo suficiente a aquella época para gustarle la fina artesanía que
se utilizaba en los envases para microfilms. Las etiquetas de los títulos eran
intrincadas filigranas hasta convertirse en una obra de arte, pero casi
ilegibles. Era un triunfo de la estética sobre la utilidad.
Harlan
sacó algunos libros de los estantes, al azar, y quedó sorprendido. El título de
uno de ellos era: «La Historia Social y Económica de nuestros Tiempos».
Aquello le
revelaba una faceta insospechada del carácter de Noys. Desde luego, ella no era
estúpida, pero nunca se le habría ocurrido a Harlan que pudiera estar
interesada en materias tan sesudas. Pensó en echar una ojeada a aquella
«Historia Social y Económica», pero se contuvo. La encontraría en la biblioteca
de la Sección, si algún día quería leerla. Era muy posible que varios meses
antes Finge hubiera reunido para los archivos de la Eternidad todos los libros
importantes de las bibliotecas de aquella Realidad.
Dejó aquel
microfilm a un lado y revisó los demás, seleccionando la mayor parte de las
novelas y otros que le parecieron obras de literatura seria. Puso todo aquello
y dos lectoras portátiles en una mochila que llevaba.
En aquel
momento, una vez más, oyó un ruido en la casa. Aquella vez no podía haber
error. No era un golpe seco de origen indeterminado. Era una risa, la risa de
un hombre. Harlan no estaba solo en casa.
No se dio
cuenta de que dejaba caer la mochila. ¡Por un segundo terrible, sólo pudo
pensar que había caído en la trampa!
10
La trampa
De repente
todo pareció inevitable. Era una cruel ironía del Destino. Por fin había
entrado en el tiempo por última vez, se había burlado de Finge por última vez,
había llevado el cántaro a la fuente por última vez. ¡ Acababa de sorprenderle!
¿Era Finge
quien reía?
¿Quién
sino él podía perseguirle, esperándole en la habitación contigua para luego
estallar en una carcajada de triunfo?
Entonces,
¿todo estaba perdido? Como, en aquel momento de terror, estaba seguro de ello,
no se le ocurrió huir ni refugiarse de nuevo en la Eternidad. Se enfrentaría
con Finge.
Si era
preciso, le mataría.
Harlan se
acercó a la puerta tras la cual había sonado aquella risa, con el paso firme y
seguro del asesino decidido a matar. Desconectó el cierre automático de la
puerta y la abrió lentamente. Dos centímetros. Tres. La puerta se abrió sin
ningún ruido.
El
ocupante de la otra habitación estaba de espaldas a él. Parecía demasiado alto
para ser Finge, y tal observación penetró en la confusa mente de Harlan
dejándole inmovilizado en su lugar.
Entonces,
como si la extraña parálisis que parecía dominar a los dos hombres se hubiera
disipado poco a poco, el otro se volvió lentamente.
Harlan
nunca llegó a ver cómo se volvía del todo. El perfil del otro no se había
descubierto del todo cuando Harlan, reprimiendo su pánico con los últimos
fragmentos de serenidad que le quedaban, se retiró apresuradamente de la puerta.
El mecanismo automático la cerró silenciosamente.
Harlan dio
un paso atrás, ciego de confusión. Casi no podía respirar; pugnaba por llenar
de aire sus pulmones, mientras el corazón le palpitaba violentamente como si
quisiera escapar de su pecho.
Ni Finge,
ni Twissell, ni todo el Gran Consejo Pan—temporal podían haberle desconcertado
tanto. No era el temor a un peligro físico lo que le había causado aquella
impresión. Era una aversión casi instintiva por la misma naturaleza del
incidente que le acababa de ocurrir.
Recogió el
paquete de microfilms, y después de dos intentos infructuosos consiguió
franquear la entrada de la Eternidad. Pasó como un autómata, y nunca supo cómo
había conseguido llegar al 575.° y después a sus habitaciones particulares. Su
cargo de Ejecutor le salvó de nuevo. Los pocos Eternos a quienes encontró en su
camino se hicieron a un lado y miraron fijamente al vacío. Aquello fue una
suerte, pues en aquellos momentos Harlan no podía borrar de su rostro las
muestras de terror mortal que le acosaba, y su faz estaba pálida como la
muerte. Pero nadie le miró, y Harlan dio las gracias a la Eternidad y a la
ciega diosa que devanaba el oscuro hilo del Destino.
En
realidad no había visto por entero al hombre intruso en la casa de Noys, y sin
embargo supo quién era con extraña certeza.
La primera
vez que Harlan oyó un ruido en la casa, él, Harlan, estaba riendo y el sonido
que interrumpió su risa fue el de algo pesado que caía al suelo en la
habitación cercana. La segunda vez alguien había reído en la otra habitación y
él, Harlan, dejó caer la mochila con libros al suelo. La primera vez él,
Harlan, se volvió a tiempo de ver cómo se cerraba una puerta. La segunda
vez él, Harlan, había cerrado una puerta mientras otro hombre se volvía.
¡Se había
encontrado a sí mismo!
En el
mismo Tiempo y casi en el mismo lugar, él y su personalidad anterior en varios
fisio-días, se habían encontrado casi cara a cara. Por un error en el
ajuste de los mandos, graduándolos para un instante ya usado del Tiempo, Harlan
había visto a Harlan.
Durante
varios días realizó sus tareas mecánicamente, sin conseguir olvidar aquel
horror. Se maldijo a sí mismo llamándose cobarde, pero aquello no remedió la
situación.
Y a partir
de aquel momento, todo empezó a ir mal. Ahora localizaba con exactitud el
momento crucial. La Gran Divisoria estaba en el momento en que ajustó los
mandos para entrar por última vez en el Siglo 482, e inexplicablemente se había
equivocado. Desde entonces las cosas fueron de mal en peor.
El cambio
de Realidad proyectado para el Siglo 482 fue inducido durante aquel período de
abatimiento, lo cual acentuó su sensación de desaliento. En las dos últimas
semanas había seleccionado tres Cambios de Realidad condenados en los que había
algunos errores de detalle. Al final se decidió por uno de ellos, pero le
faltaba la energía necesaria para emprender la acción.
Había
escogido el Cambio de Realidad 2456—2781 V—5 por varias razones. De los tres,
era el que estaba en el más lejano hipertiempo. El error observado era pequeño,
pero tenía importancia en términos de vidas humanas. Sólo necesitaba un rápido
viaje al Siglo 2456 para averiguar la naturaleza de la homologa de Noys en la
nueva Realidad, usando para ello un pequeño chantaje.
Pero el
terror que le había causado su reciente experiencia le traicionó. El uso de
amenazas para conseguir su propósito ya no le parecía una cosa fácil. Y una vez
conocida la homologa de Noys, ¿qué sucedería? Colocar a Noys como cocinera,
costurera, obrera o lo que fuese, era sencillo. Pero ¿qué hacer con la otra
persona, la otra Noys? ¿Con el posible marido que dicha homologa pudiera tener,
con la familia, con los hijos?
Antes no
había pensado en nada de esto. Había evitado el pensarlo. Cada cosa a su
tiempo, se había dicho.
Pero ahora
no podía pensar en otra cosa.
Por eso
estaba inactivo en sus habitaciones, odiándose por su falta de decisión, cuando
Twissell lo llamó con voz interrogadora y un poco preocupada.
—Harlan,
¿se encuentra enfermo? Cooper me ha dicho que ha faltado a varías lecciones.
Harlan
trató de disimular la preocupación que se reflejaba en su rostro.
—No,
Programador Twissell. Sólo un poco cansado.
—Bien, eso
es comprensible, muchacho.
Y entonces
la eterna sonrisa llegó casi a desaparecer.
—¿Se ha
enterado de que se efectuó el Cambio en el Cuatrocientos ochenta y dos?
—Sí —dijo
Harlan, lacónico.
—Finge me
ha llamado —dijo Twissell—, y me encargó que le dijera que el Cambio tuvo un
éxito completo.
Harlan se
encogió de hombros y luego se dio cuenta de que los ojos del Programador le contemplaban
desde la pantalla. Se sintió confuso y preguntó:
—¿Decía,
Programador?
—Nada
—dijo Twissell, y quizá fue el manto de la edad lo que pesaba tanto sobre sus
hombros, pero su voz tenía un timbre extrañamente triste.
—Creí que
quería decirme algo —dijo Twissell.
—No tengo
nada que decir —replicó Harlan.
—Entonces,
le veré mañana a primera hora en la Sala de Programación. Tenemos mucho de que
hablar.
—Sí, señor
—dijo Harlan, y durante largos minutos se quedó mirando a la pantalla después
que ésta se oscureció.
Aquellas
últimas palabras parecían una amenaza. Finge había hablado con Twissell, ¿no?
Sin duda habló más de lo revelado por Twissell.
Pero
aquella amenaza era lo que Harlan necesitaba. Luchar contra una angustia en el
alma era como hundirse entre arenas movedizas y tratar de vencerlas
golpeándolas con un palo. Pero luchar contra Finge era otra cosa. Harlan
recordó el arma que tenía a su disposición, y por primera vez en muchos días le
pareció que recobraba la seguridad en sí mismo.
Era como
si una puerta se cerrase y otra se hubiese abierto. Así como antes se sentía
sin fuerzas para llevar a cabo sus proyectos, ahora Harlan desarrolló una
febril actividad. Viajó hasta el 2456.° y forzó al Sociólogo Voy a que
cumpliera con sus deseos precisos.
El éxito
fue completo. Consiguió la información que buscaba.
Más de la
que buscaba. Mucho más.
La audacia
rendía sus frutos, por lo visto. Había un proverbio en su Siglo natal que
decía: Coge la rama de espinos firmemente y tendrás un arma con la que vencer a
tu enemigo.
En
resumen, Noys no tenía ninguna homologa en la nueva Realidad. Absolutamente
ninguna. Podía ocupar su puesto en la nueva sociedad de la manera más
conveniente posible, o podía quedarse en la Eternidad. No había motivo para
negarle la autorización de relación formal con ella, excepto el hecho de que
había infringido la ley... y Harlan sabía perfectamente cómo contrarrestar tal
argumento.
Por ello
se dirigió hacia el hipertiempo con la mayor premura, para explicarle a Noys
aquellas buenas nuevas, para recrearse en aquel inesperado éxito después de
pasar días horribles sumido en un fracaso aparente.
Y en aquel
momento la cabina se detuvo.
No
deceleró; simplemente se detuvo. Si el movimiento hubiese sido a lo largo de
una de las tres dimensiones del espacio, el frenazo repentino habría aplastado
el vehículo, poniendo el metal al rojo vivo, y Harlan se habría convertido en
una masa de carne sangrante y huesos rotos. En el Tiempo, simplemente le hizo
doblarse sobre sí mismo con un ataque incontenible de náusea mezclada con
ramalazos de intenso dolor. Cuando recobró la vista se tambaleó hacia el
indicador de Siglos y lo contempló fijamente con una confusa mirada. Marcaba el
Siglo 100.000.
Aquello le
atemorizó de un modo extraño. Era un número demasiado definido, concreto. Ni
uno más ni uno menos: ¡ 100.000!
Se volvió,
lleno de agitación, hasta los mandos del aparato. ¿Qué habría sucedido?
Todo
parecía normal, y aquello también le asustó. Nadie había tocado la palanca de
arranque. Permanecía firmemente colocada en su posición normal de marcha
acelerada hacia el hipertiempo. Todos los instrumentos en el tablero de control
daban una lectura normal. No había ningún cortocircuito. Ningún corte exterior
de la corriente energizadora. La pequeña aguja que marcaba el consumo normal de
mega-megacoulombs de fuerza seguía insistiendo en que se consumía energía en
cantidades normales.
¿Qué era,
entonces, lo que había detenido la cabina? Lentamente y
con considerable vacilación,
Harlan tocó la palanca de arranque y la rodeó con su mano. La colocó en
punto muerto y la aguja del indicador de energía descendió hasta el cero.
Empujó la
palanca en sentido contrario. La aguja del indicador ascendió de nuevo y esta
vez el contador de Siglos marcó su paso hacia el hipotiempo, hacia el pasado, a
lo largo de la línea del Tiempo.
Hacia el
hipotiempo... hacia el pasado... 99.983, 99.972, 99.959...
Harlan
invirtió el mando. Otra vez hacia el futuro. Despacio, muy despacio.
El
indicador marcó 99.985... 99.993... 99.997... 99.998...
99.999...
100.000...
¡Crac! No
pudo pasar del 100.000. La energía de la nova Sol se estaba utilizando a una
velocidad aterradora, sin que sirviera para nada.
Volvió de
nuevo hacia atrás, hacia el pasado, más lejos. Se lanzó hacia el futuro a toda velocidad.
¡Crac!
Tenía las
mandíbulas rígidas, los labios abiertos en una mueca, la respiración jadeante y
agitada. Se sintió como un preso que se lanzase contra las rejas de su cárcel.
Cuando por
fin se detuvo, después de una docena de desesperadas tentativas, la cabina
continuaba inmóvil en el 100.000. Hasta allí podía llegar, pero no más
adelante.
¡Cambiaría
de cabina! (Pero en el fondo de su corazón, Harlan se dio cuenta de que sería
inútil.)
En el
vacío silencio del Siglo 100.000, Andrew Harlan salió de su aparato y escogió
otro Tubo al azar.
Un minuto
más tarde, con la palanca de arranque en la mano, contemplaba con rabia cómo el
indicador señalaba el 100.000, y supo con certeza que no podría pasar de allí
por ninguno de los Tubos.
Un impulso
de ira le agitó. ¡Precisamente en aquel momento! Cuando las cosas parecían
inclinarse a su favor, llegaba aquel desastre. La maldición de aquel fatal
error al entrar en el 482.° aún seguía ejerciendo su maligna influencia sobre
él.
Salvajemente
lanzó la cabina en la dirección opuesta hacia el hipotiempo, obligándola a
mantener su máxima velocidad. Por lo menos seguía libre en una dirección, libre
para hacer lo que quisiera. Con Noys prisionera detrás de aquella barrera y
fuera de su alcance, ¿qué más podían hacerle? ¿Qué otra cosa podía temer?
Llegó al
575.° y saltó de la cabina con un atrevido desprecio por todo lo que le
rodeaba. Se dirigió a la biblioteca de la Sección sin hablar con nadie, sin
mirar a nadie. Abrió una vitrina y cogió lo que deseaba sin preocuparse de
mirar a su alrededor para comprobar si era vigilado. ¡Qué le importaba!
De nuevo
entró en una cabina y se dirigió hacia el hipotiempo. Sabía exactamente lo que
iba a hacer. Lanzó una ojeada al gran reloj colocado en la estación de los
Tubos y que medía el Fisio-Tiempo oficial, marcando los días y los tres turnos
de trabajo en que se dividía el fisio-día de la Eternidad. Finge estaría ahora
en sus habitaciones y aquello le complació.
Cuando
llegó al 482.°, Harlan sintió que su piel ardía como si tuviera fiebre. Su boca
estaba seca y áspera. Le dolía el pecho. Pero sentía el duro contacto del arma
que llevaba debajo de la camisa, mientras la apretaba firmemente con el brazo
contra su costado. Aquélla era la única sensación que le importaba.
El
ayudante Programador Hobbe Finge alzó la vista para mirar a Harlan, y la
sorpresa reflejada en sus ojos lentamente se transformó en preocupación.
Harlan le
observaba en silencio desde la puerta, esperando a que la preocupación del otro
creciera y se transformara en temor. Cerró la puerta a sus espaldas y se
dirigió lentamente hacia Finge, colocándose entre éste y la pantalla del
intercomunicador.
Finge
estaba desnudo hasta la cintura. Tenía ralos pelos en el pecho y su grasiento
abdomen se doblaba por encima del cinturón.
Parece
insignificante, pensó Harlan con satisfacción, insignificante y desagradable.
Mucho mejor.
Metió la
mano derecha dentro de la camisa y empuñó firmemente la culata de su arma.
— Nadie me
ha visto entrar, Finge — dijo Harlan — ; de manera que no espere socorro. Nadie
va a venir. Observe, Finge, que está tratando con un Ejecutor. ¿Sabe lo que
significa eso?
Su voz era
áspera. Le molestaba que Finge no diese muestras de miedo y sólo apareciese la
preocupación en sus ojos. Finge tranquilamente alcanzó su camisa y, sin
pronunciar palabra, empezó a ponérsela.
Harlan
continuó:
—
¿Conoce las ventajas
de ser un Ejecutor, Finge?
Usted
nunca lo ha sido, conque no puede comprenderlo. Significa que nadie se fija
adonde va o lo que hace. Todos apartan los ojos y se esfuerzan tanto en no
vernos, que llegan a conseguirlo. Yo podría, por ejemplo, dirigirme a la
biblioteca de la Sección y apoderarme de cualquier cosa que me interesara,
mientras el bibliotecario me da la espalda para no tener que saludarme y no ve
nada de lo que yo hago. Puedo pasearme por los pasillos del Cuatrocientos
ochenta y dos, y cualquiera que se cruce conmigo, automáticamente se apartará
de mi camino y luego jurará que no me ha visto. Es algo inconsciente. Por lo
tanto, entienda que puedo hacer lo que quiera e ir donde guste. Puedo entrar en
el departamento privado del Ayudante Programador de esta Sección y obligarle
con un arma a que me diga la verdad, sin que nadie me lo impida.
Finge
habló por primera vez.
—¿Qué es
lo que tiene en la mano?
—Un arma
—dijo Harlan y encañonó a Finge. Su breve cañón se ensanchaba ligeramente
terminando en un abultamiento metálico liso.
—Si piensa
matarme... —empezó Finge.
—Esto no
le matará —dijo Harlan—. La última vez que nos vimos usted tenía una pistola
desintegradora. Esta arma fue inventada en una de las pasadas Realidades del
Siglo Quinientos setenta y cinco. Quizá no la conoce. La eliminamos de la
Realidad. Demasiado cruel. Puede matar, pero si se usa sin llegar al máximo de
su potencia afecta simplemente a los centros dolorosos y paraliza a la persona
atacada. Se llama un látigo neurónico. Éste funciona y tiene su carga completa.
Lo he probado en un dedo y es muy desagradable.
Harlan le
mostró su izquierda con el meñique curiosamente rígido.
Finge se
agitó en su silla.
—¡Por
Cronos! ¿A qué viene todo esto?
—Hay una
especie de barrera en los Tubos en el Cien mil. Quiero que sea retirada.
—¿Una
barrera en los Tubos?
—No quiera
fingir conmigo. Ayer habló usted con Twissell. Quiero saber lo que hicieron y
lo que harán. ¡Por el Tiempo, Programador! Si no habla pronto, usaré el látigo.
Si duda de mi palabra, inténtelo.
—Escuche...
Finge
habló con voz temblorosa, y por primera vez mostró terror y también una ira
llena de desesperación.
—Si quiere
saber la verdad, es ésta. Sabemos lo de usted y Noys.
Harlan
titubeó.
—¿Qué hay
de mí y de Noys?
—¿Acaso
creyó que iba a engañarnos? —dijo Finge. El Coordinador tenía los ojos clavados
en el látigo neurónico, y su frente empezaba a perlarse de gotitas de sudor—. ¡
Por Cronos! Con la excitación que demostró después de su período de
Observación, y con lo que hizo durante su estancia en el Tiempo normal, ¿creyó
que no íbamos a vigilarle? Merecería que me degradasen de mi cargo de
Programador si no me hubiese preocupado de esto. Sabemos que ha traído a Noys a
la Eternidad. Lo sabemos desde el primer día. Quería la verdad. Pues ya la
tiene.
En aquel
momento Harlan se maldijo por su propia estupidez.
—¿Lo
sabían desde el principio?
—Sí.
Supimos que la había llevado a los Siglos Ocultos. Le observamos cada vez que
entró en el Cuatrocientos ochenta y dos para llevarle ropas y otros objetos,
haciendo el papel de estúpido enamorado, olvidándose completamente de su
juramento de fidelidad.
—Entonces,
¿por qué no lo impidieron? Harlan estaba apurando las heces de aquella
humillación.
—¿Aún
quiere saber la verdad? —respondió Finge con sarcasmo, pareciendo crecerse a
medida que Harlan se hundía en la frustración.
—Continúe.
—Entonces,
le diré que nunca le he considerado un buen Eterno. Cuando le traje aquí en su
última misión, lo hice para convencer de ello a Twissell, quien por alguna
razón que desconozco le tiene a usted en gran estima. En la persona de aquella
muchacha, Noys, no estaba estudiando sólo su grupo social, también le estudiaba
a usted. Y usted falló, como yo había supuesto. Ahora, aparte esa arma, ese
látigo o lo que sea, y salga de aquí.
—Y, sin
embargo, usted vino una vez a mi departamento para inducirme a hacer lo que
hice —dijo Harlan, casi sin aliento, luchando por mantener su decisión y
sintiendo que se le escapaba de entre las manos, como si su espíritu estuviese
tan rígido e insensible como el dedo agarrotado de su mano izquierda.
—Sí, desde
luego. Si quiere la palabra exacta, le tendí una trampa. Le dije la verdad, que
podía seguir teniendo a Noys en la entonces Realidad actual. Usted decidió
proceder, no como un Eterno, sino como un traidor a su juramento.
—Y
volvería a hacerlo —dijo Harlan secamente—. Puesto que lo sabe todo,
comprenderá que no tengo nada que perder.
Levantó su
arma y apuntó a la gruesa cintura de Finge, hablando entre dientes:
—¿Qué le
ha sucedido a Noys?
—No tengo
ni la menor idea.
—No
mienta. ¿Qué le ha sucedido a Noys?
—Le repito
que no lo sé.
La mano de
Harlan se cerró sobre la culata de la pistola neurónica; su voz era ronca.
—Primero
la pierna. Esto le hará hablar.
—Por
favor, escuche. ¡Espere!
—Conforme.
¿Qué ha pasado con ella?
—No,
espere. Hasta ahora sólo se trata de una falta de disciplina. La Realidad no ha
sido afectada. Lo he comprobado. Todo lo que le harán será degradarlo. Si me
mata, o si me hiere con intención de matarme, habrá atacado a un superior. Esto
se castiga con la muerte.
Harlan
sonrió ante la vanidad de aquella amenaza. En vista de lo pasado, la muerte
sólo significaba para él una solución de incomparable sencillez.
Finge, sin
duda, interpretó mal los motivos de aquella sonrisa. Dijo apresuradamente:
—No crea
que no existe la pena de muerte en la Eternidad porque nunca haya visto tal
castigo. Nosotros lo conocemos; nosotros los Programadores. Es más, se ha
aplicado sin que nadie se entere. Es muy fácil. En cualquier Realidad siempre
ocurren accidentes fatales sin que sea posible recuperar los cuerpos. Cohetes
que estallan en el espacio, aviones que se hunden en el mar o que se estrellan
contra una montaña. Un asesino puede ser situado en una de estas naves, minutos
o segundos antes del accidente. ¿Cree ahora que eso le conviene?
Harlan se
balanceó sobre las puntas de los pies y dijo:
—Si trata
de ganar tiempo, no conseguirá nada. Le diré lo que pienso: No temo al castigo.
Además, estoy decidido a recobrar a Noys. La quiero ahora mismo. Ella no existe
en la Realidad actual. No tiene ninguna homologa. No hay razón que nos impida
establecer una relación formal.
—El
reglamento no permite que un Ejecutor...
—Dejaremos
que el Gran Consejo lo decida —dijo Harlan, y su orgullo habló al fin—. Tampoco
temo una decisión negativa, del mismo modo que no temo matarle. Yo no soy un
Ejecutor corriente.
—¿Lo dice
porque es el Ejecutor personal de Twissell?
Hubo una
extraña expresión en el sudoroso rostro de Finge, que podía ser de odio o
triunfo, o una mezcla de ambos sentimientos.
Harlan
respondió:
—Por
razones mucho más importantes que ésta. Y ahora...
Con
sombría decisión ciñó el dedo al disparador del arma.
Finge
chilló:
—Entonces,
acuda al Consejo, al Gran Consejo. Ellos lo saben. Si es usted tan
importante... —se interrumpió, jadeante.
El dedo de
Harlan se detuvo un instante.
—¿Qué
quiere decir?
—¿Cree que
yo tomaría una iniciativa personal en un caso como éste? He informado de todos
los pormenores al Consejo, al mismo tiempo que de los resultados del Cambio de
Realidad. ¡Vea! Aquí están las copias de mi informe.
—¡Quieto!
No se mueva.
Pero Finge
no hizo caso de aquella orden. Como espoleado por un demonio, Finge se dirigió
a un archivo particular. Con una mano marcó la combinación de números que
identificaba el documento buscado. Una plateada lámina salió de la rendija
lateral, sus grupos de perforaciones apenas visibles a simple vista.
—¿Quiere
que lo pase por la lectora? —preguntó Finge, y sin esperar respuesta lo insertó
en el aparato.
Harlan
escuchó, inmóvil. Ahora todo estaba muy claro. Finge había pasado un informe
completo. Detallaba todas las acciones de Harlan en los Tubos. No había olvidado
nada.
Cuando
terminó el informe, Finge gritó:
—Y ahora,
váyase al Gran Consejo. Yo no he puesto ninguna barrera en los Tubos. No sabría
cómo hacerlo. Y no piense que a ellos no les importa esta cuestión. Ya sabe que
he hablado con Twissell. Pero yo no lo llamé, él me llamó a mí. Vaya y hable
con Twissell. Dígale lo buen Ejecutor que es usted. Y si antes quiere matarme,
dispare y váyase al infierno.
Harlan no
dejó de notar el acento de triunfo en la voz del Programador. Sin duda, en
aquel momento se sentía el amo de la situación; lo suficiente para creer que
aun después de muerto sería el ganador de la batalla.
¿Por qué
era el fracaso de Harlan tan importante para él? ¿Era posible que sus celos por
Noys fuesen tan intensos?
Acababa,
de hacerse aquellas preguntas cuando su discusión con Finge le pareció, de
pronto, algo sin importancia.
Guardó la
pistola en el bolsillo y salió corriendo hacia el Tubo más cercano.
Tenía que
llegar hasta el Gran Consejo o por lo menos hasta Twissell. No temía a ninguno
de ellos.
A medida
que pasaba aquel mes increíble, se había convencido de que él, Harlan, era
imprescindible para la Eternidad. El Consejo, por muy Pantemporal que fuese, no
tendría otro remedio sino llegar a un acuerdo con él, cuando se tratase de
canjear una muchacha por la experiencia misma de la Eternidad.
11
El círculo se cierra
El
ejecutor Andrew Harlan se sorprendió al observar que llegaba al 575.° durante
el turno de noche. No había notado el transcurso de las fisio-horas durante sus
enloquecidos viajes por los Tubos. Harlan se quedó mirando, sin comprender, a
los oscurecidos corredores, al paso ocasional de uno de los trabajadores
nocturnos.
Encendido
de rabia, Harlan no quiso detenerse a contemplar todo aquello por más tiempo.
Corrió hacia la zona residencial. Encontraría las habitaciones de Twissell en
el Distrito de Programadores del mismo modo que había encontrado la morada de
Finge, y no temía ser detenido por nadie.
El látigo
neurónico seguía en contacto con su costado cuando se detuvo frente a la puerta
de Twissell. En la placa de cristal colocada a la altura de los ojos se leía el
nombre grabado en letras grandes y claras.
Harlan
apretó el pulsador dispuesto al lado de la puerta. Dejó que el sonido llenase
el interior de la casa, mientras seguía apretando el timbre con una mano húmeda
de sudor. Desde fuera se oía débilmente la llamada.
Oyó pasos
a su espalda, pero no se molestó en volverse, seguro de que el hombre,
quienquiera que fuese, no le dirigiría
la palabra (gracias a su emblema
rojo de Ejecutor).
Pero los
pasos cesaron y una voz le saludó.
—¿Ejecutor
Harlan?
Harlan se
volvió rápidamente. Era un Sub—Programador recientemente llegado a aquella
Sección. En su fuero interno Harlan lo maldijo con rabia. Allí no estaba en el
484.° Allí no le consideraban como un simple Ejecutor, sino como el Ejecutor
personal de Twissell, y los jóvenes Sub—Programadores, para congraciarse con el
gran Twissell, debían aparentar cortesía para su Ejecutor especial.
El
Sub—Programador dijo:
—¿Desea
ver al Jefe Programador Twissell? Harlan vaciló y al fin contestó:
—Sí,
señor.
¡Maldito
estúpido! ¿Qué podía hacer cualquiera que estuviese llamando a la puerta a
aquella hora?
—Temo que
no podrá verlo —dijo el Sub—Programador.
—Es un
asunto importante. Tendré que despertarle —dijo Harlan.
—No digo
que no. Pero el caso es que no se encuentra en esta Sección.
—¿Adonde
ha ido? —preguntó Harlan con impaciencia. La mirada del
otro dejó traslucir
que consideraba aquello como una
ofensa.
—Naturalmente,
no lo sé.
—Pero yo
tengo una reunión con él, a primera hora de la mañana —dijo Harlan.
—Comprendo
—dijo el otro, y Harlan no entendió por qué el Sub—Programador parecía
divertido ante aquella idea.
—Ha
llegado usted con algo de anticipación, ¿no le parece? —continuó sonriendo
levemente.
—Necesito
verlo ahora mismo.
—Estoy
seguro de que por la mañana lo encontrará en su despacho.
—Pero...
El otro
continuó su camino, evitando cualquier roce con los vestidos de Harlan.
Harlan
apretó los puños. Se quedó mirando cómo el otro se alejaba, y después, en vista
de que no podía hacer otra cosa, regresó lentamente hacia su departamento.
Harlan
trató de dormir. Se dijo a sí mismo que necesitaba el descanso del sueño. Trató
de dormirse mediante un esfuerzo de su voluntad y, desde luego, fracasó. Pasó
aquellas horas en un torbellino de fútiles pensamientos.
Sobre
todo, pensó en Noys
No se
atreverían a hacerle ningún daño, pensó con fervor. No podían devolverla al
Tiempo normal sin calcular antes su influencia en la Realidad, y aquello les
ocuparía, posiblemente, semanas. Como alternativa, podían hacer con ella lo que
Finge le había descrito como castigo para él: situarla en medio de un accidente
mortal.
Harlan no
quiso creer en ello. No había ninguna necesidad de tomar una medida de tal naturaleza.
Tampoco podían arriesgarse a enemistarse con Harlan. En la quietud de la oscura
habitación y en aquel estado de semivigilia que a menudo nos hace perder de
vista la proporción de las cosas, a Harlan le pareció natural que el Gran
Consejo Pantemporal no se atreviera a enemistarse con un simple Ejecutor.
Después
pensó en Twissell.
El viejo
estaba fuera del 575.° ¿Adonde habría ido, cuando normalmente debería estar
durmiendo? Un anciano necesitaba dormir. Harlan estaba seguro de la respuesta.
El Consejo se habría reunido para deliberar sobre Harlan y Noys. Sobre lo que
podría hacerse con un indispensable Ejecutor al que nadie se atrevía a tocar.
Harlan
hizo una mueca. El que Finge informase sobre la postura agresiva de Harlan
aquella tarde, no podía perjudicarle en lo más mínimo. Sus otras faltas no
serían peores con ello, ni ellos dejarían de depender de él.
Y Harlan
no creía que Finge fuese a dar parte de él.
Confesar
su humillación ante un Ejecutor, pondría a un Ayudante Programador en una
situación ridícula; lo más probable era que Finge decidiera no decir nada.
Harlan
pensó en los Ejecutores como grupo, lo que, últimamente, había hecho rara vez.
Su propia y algo anómala posición como ayudante de Twissell y como medio
Instructor le privaba de contactos con los demás Ejecutores. De todos modos, a
los Ejecutores les faltaba unión. ¿A qué sería debido?
¿Cómo era
posible pasar por el 575.° y por el 482.° sin haber visto sino raras veces a
otro Ejecutor? ¿Era necesario que incluso se evitasen entre sí? ¿Era natural
actuar como si aceptaran la superstición de los demás?
En su
mente ya había conseguido que el Gran Consejo aceptara su propósito respecto a
Noys, y ahora planteaba otras peticiones. Debían permitir que los Ejecutores
tuvieran una organización propia, reuniones periódicas... más relación... mejor
trato por parte de los demás.
Cuando ya
se consideraba como un héroe de la Eternidad, con Noys a su lado, se quedó
dormido.
La llamada
que sonaba en la puerta le despertó. Parecía reclamarle con impaciencia. Medio
dormido aún, miró el reloj que tenía a su lado y gimió.
¡Por el
gran Cronos! ¡Se le habían pegado las sábanas!
Consiguió
alcanzar al botón instalado junto a la cama, y el visor de la puerta se hizo
transparente. No reconoció al que llamaba, pero comprendió que era alguien
importante.
Harlan
abrió la puerta y el hombre, que llevaba el emblema naranja de los
Administradores, penetró en la habitación.
—¿Ejecutor
Andrew Harlan?
—Sí,
Administrador. ¿Tiene algo que decirme? El Administrador hizo una mueca de
desagrado ante el tono beligerante de la pregunta. Continuó:
—¿Tiene
usted una reunión esta mañana con el Jefe
Programador
Twissell?
—¿Y bien?
—He venido
para informarle de que se ha retrasado usted.
—¿A qué
viene todo eso? —dijo Harlan—. Usted no es del Quinientos setenta y cinco, ¿no
es cierto?
—Estoy
destinado en la Sección doscientos veintidós —dijo el otro fríamente—. Soy el
Ayudante Administrador Arbut Lemm. He sido encargado de organizar esa reunión,
y procuro evitar el innecesario escándalo que, sin duda, se produciría si me
hubiese puesto en contacto con usted oficialmente por medio del
Intercomunicador.
—¿Qué
escándalo? ¿Qué pasa aquí? Oiga, he tenido muchas reuniones con Twissell. Es mi
jefe. Nunca ha habido necesidad de hacer escándalo sobre ellas.
Un rastro
de sorpresa apareció por un momento en el rostro inexpresivo que el
Administrador había mantenido hasta aquel momento.
—¿Es
posible que no le hayan informado?
—¿De qué?
—De que va
a reunirse en sesión esta mañana, aquí en el Quinientos setenta y cinco, una
Comisión del Gran Consejo Pantemporal. Toda la Sección, me han dicho, está
enterada de esta noticia.
—¿V quieren
verme a mí?
Tan pronto
como hubo formulado la pregunta. Harlan pensé. «Es natural que quieran verme.
¿Para qué otra cosa iban a reunirse?»
Entonces
comprendió la ironía del Sub—Programador la noche anterior, ante la puerta del
departamento de Twissell. El Sub—Programador conocía la noticia de la reunión
que iba a celebrarse por la mañana, y le divirtió que un Ejecutor creyese que
Twissell iba a dedicarle su tiempo en una ocasión semejante. Muy divertido,
pensó Harlan amargamente.
El
Administrador continuó:
—He
recibido órdenes. No sé nada más. —Luego, aún sorprendido, añadió—: ¿No ha oído nada de todo esto?
—Los
Ejecutores llevamos una vida muy retirada —dijo Harlan con sarcasmo.
¡ Cinco
Consejeros además de Twissell! Todos eran Jefes Programadores, y ninguno
contaba menos de treinta y cinco años de servicio en la Eternidad.
Seis
semanas antes, a Harlan le habría abrumado el honor de verse en
presencia de semejantes personalidades, y no habría osado pronunciar palabra
ante la combinación de responsabilidad y poder que representaban. Le habrían
parecido de una estatura colosal.
Pero ahora
eran sus enemigos, peor aún, sus jueces. No era cuestión de sentirse
impresionado. Tenía que planear su estrategia.
Tal vez
ignoraban que él sabía que tenían a Noys en su poder. No podían saberlo a menos
que Finge les hubiera informado de su última conversación con Harlan. A la
clara luz del día, sin embargo, se convenció más que nunca de que Finge no se
atrevería a declarar públicamente que fue humillado e insultado por un
Ejecutor. Por tanto, parecía aconsejable tratar de conservar, de momento,
aquella posible ventaja. Que ellos iniciaran el combate, que dijeran la primera
palabra para aclarar la lucha.
Los
Consejeros no parecían tener prisa. Se limitaron a contemplarle tranquilamente
durante un almuerzo en el que no se sirvieron bebidas alcohólicas, como si se
tratase de un ejemplar interesante retenido sobre un plano de fuerza por
fuertes rayos repulsores. Desesperado, Harlan los contempló a su vez fijamente.
Los
conocía a todos por su fama y por las reproducciones en tres dimensiones que
aparecían cada fisio-mes en las películas de información. Las películas
mantenían informadas a las distintas Secciones de todos los adelantos y
progresos conseguidos en el conjunto de la Eternidad, y la asistencia era
obligatoria para todos los Eternos que tuvieran cargos superiores al de
Observador, inclusive.
Angus
Sennor, calvo completamente (ni siquiera tenía cejas o pestañas) atrajo en el
acto la atención de Harlan. En primer lugar porque la extraña expresión de sus
negros ojos que miraban fijamente, desde la desnuda frente, era aún más notable
en persona que en reproducciones tridimensionales. Después, porque Harlan
conocía sus diferencias de opinión con el Programador Twissell. Y por fin,
porque Sennor no se limitó a contemplar a Harlan. Le dirigió muchas preguntas
con voz aguda.
En su
mayoría, eran preguntas a las que no se podía contestar en dos palabras, como
por ejemplo:
—¿Cómo
llegó a interesarse en el estudio de los Tiempos Primitivos, joven? ¿Cree que
vale la pena?
Al fin,
pareció darse por satisfecho. Con un gesto indiferente dejó caer su plato en la
cinta transportadora que evacuaba el servicio, y enlazó las manos sobre la
mesa. (Harlan se fijó en que tampoco tenía pelo en el dorso de las manos.)
—Hay una
cosa que siempre he deseado saber —dijo Sennor—. Quizás usted pueda ayudarme.
Harlan
pensó: «Bien, ahora es cuando va en
serio». Pero contestó en voz alta:
—Algunos
de nosotros en la Eternidad... no diré todos, ni siquiera los suficientes —y
Sennor lanzó una rápida mirada al cansado rostro de Twissell, mientras los
demás se inclinaban para escucharle—, pero por lo menos algunos..., estamos
interesados en la filosofía del Tiempo. Quizás entienda a qué me refiero.
—¿A las
paradojas del viaje a través del Tiempo, señor?
—Si quiere
expresarlo en términos tan melodramáticos, así es. Pero no es todo el problema,
desde luego. Existe el problema de la verdadera naturaleza de la Realidad, la
cuestión de conservación de la energía másica durante el Cambio de Realidad,
etcétera. Nosotros, los de la Eternidad, estamos influenciados, en nuestro
estudio, de tales problemas, por la práctica del viaje en el Tiempo, que
dominamos. Los hombres de los Tiempos Primitivos, en cambio, no sabían nada del
Viaje a través del Tiempo. ¿Cuál era su opinión sobre estas cuestiones? El
murmullo irritado de Twissell, al otro lado de la mesa, llego claramente a los
oídos de todos:
—¡Tonterías!
Sennor
ignoró completamente aquel comentario y siguió diciendo:
—¿Puede
contestar a mi pregunta, Ejecutor? Harlan contestó:
—Los
Primitivos, virtualmente, no se preocupaban del Viaje en el tiempo,
Programador.
—¿No lo
consideraban posible, eh?
—Creo que
ésa es la verdad.
—¿Ni
siquiera especulaban sobre este asunto?
—Bien, en
cuanto a eso —dijo Harlan, inseguro—, creo que había diversas opiniones,
manifestadas generalmente en cierto tipo de literatura novelesca. No estoy muy
familiarizado con estos libros, pero creo que un tema muy usado era el de un
hombre que regresa al pasado para asesinar a su propio abuelo cuando éste era
aún un niño.
Sennor
pareció encantado.
—¡Maravilloso!
¡Maravilloso! Después de todo, esto es al menos una forma de expresar la
paradoja básica del Viaje a través del Tiempo, si asumimos una Realidad
invariable, ¿eh? Pero sus Primitivos, me atrevería a afirmar, nunca llegaron a
pensar en algo distinto de una Realidad invariable, ¿es así?
Harlan
hizo una pausa antes de contestar. No podía ver adonde se dirigía aquella
conversación, o cuáles eran los propósitos ocultos de Sennor, y aquello le
desconcertaba.
—No
conozco lo bastante de aquellos tiempos para contestarle con certeza, señor
—dijo—. Pero creo que algunos Primitivos llegaron a especular sobre la
existencia de sendas alternativas del Tiempo o planos de existencia. No estoy
seguro.
Sennor
hizo un gesto.
—Estoy
seguro de que se equivoca, joven. Es posible que le haya influido su propio
conocimiento del asunto al leer ciertas ambigüedades en tales obras. No, no es
posible que la mente humana pueda llegar a comprender la intrincada filosofía
de la Realidad sin tener una experiencia práctica del Viaje. Por ejemplo, ¿por
qué la Realidad posee inercia? Todos sabemos que existe. Cualquier alteración
de la Realidad debe alcanzar cierta magnitud antes de que se efectúe un Cambio
verdadero. Aun entonces, la Realidad tiene tendencia a regresar a su condición
original. Por ejemplo, supongamos un Cambio aquí, en el Quinientos setenta y
cinco. La Realidad cambiará con efectos progresivos hasta quizás el
Seiscientos. Seguirá cambiando, pero con efecto decreciente, hasta quizás el
Seiscientos cincuenta. Más allá la Realidad no resulta afectada. Todos sabemos
que ocurre así, pero ¿alguno de nosotros conoce la causa? El razonamiento
intuitivo nos sugiere que cualquier Cambio de la Realidad debe prolongar sus
efectos sin límite a través de los Siglos, y, sin embargo, no sucede así.
Tomemos otro punto. Me han dicho que el Ejecutor Harlan se distingue por su
capacidad de seleccionar el Cambio Mínimo Necesario para cualquier situación.
Apuesto cualquier cosa a que no puede explicarnos cómo llega a formar sus
decisiones. Piensen ahora en lo ignorantes que debían ser los Primitivos. Se
preocupaban del problema de un hombre que matase a su abuelo, porque no
comprendían la verdad de la Realidad. Examinemos un caso más posible y más
fácilmente analizado, y tomemos la situación de un hombre que en sus viajes a
través del Tiempo llegase a encontrarse a sí mismo.
—¿Qué
puede sucederle a un hombre que se encuentre a sí mismo? —dijo Harlan
bruscamente.
El hecho
de interrumpir a un Programador era una falta de etiqueta. El tono de Harlan
hacía la falta más notable y escandalosa. Todas tas miradas se volvieron con
reprobación hacia el Ejecutor.
Sennor
tosió, pero prosiguió con el gesto del que está decidido a no abandonar su
cortesía pese a dificultades casi insuperables. Continuó su interrumpida frase,
evitando dar la impresión de que contestaba directamente a la poco respetuosa
pregunta.
—Veamos
los cuatro casos que puede plantear tal situación. Llamemos A al hombre que
llegó primero en el fisio-tiempo, y B al que llegó después. Primer caso, A y B
no llegan a verse uno al otro, ni hacen nada que pueda afectar en forma
significativa a cualquiera de los dos. En tal caso, en realidad no se han
encontrado y podemos considerar la situación como trivial.
»O bien B,
el que llegó el último, puede ver a A mientras A no ve a B. Aquí tampoco pueden
esperarse consecuencias serias. B, al ver A, lo ve en una posición y ocupado en
actividades de las que ya tenía conocimiento. No, hay ninguna complicación
nueva. La tercera y cuarta posibilidades consisten en que A vea a B, mientras B
no ve a A, o que A y B se vean el uno al otro. En cada una de estas
posibilidades, el punto crucial está en que A ha visto a B; el que el hombre
del pasado se ha visto a sí mismo en el futuro. Fíjense en que así averigua que
seguirá vivo hasta la edad aparente de B. Sabe que vivirá lo bastante para
poder realizar la acción de que ha sido testigo. Un hombre que conozca su
propio futuro, aunque sea en el más pequeño detalle, pude actuar con arreglo a
tal seguridad y, por tanto, cambiar su propio porvenir. Se comprende que la
Realidad debe cambiar para impedir que A y B se encuentren, o por lo menos para
hacer imposible que A vea a B. Entonces, y dado que nada de lo sucedido en una
Realidad que ha sufrido un Cambio tiene efectos posteriores, A nunca se ha encontrado
con B. Igualmente, en cada una de las aparentes paradojas del viaje en el
Tiempo, la Realidad siempre cambia por sí misma para evitar tales paradojas, y
llegamos a la conclusión de que no existen paradojas en el viaje a través del
Tiempo, y de que no pueden existir nunca.
Sennor
pareció estar muy satisfecho de su disertación, pero en aquel momento Twissell
se puso en pie.
—Creo,
señores, que se nos hace tarde —dijo.
Con mayor
rapidez de lo que Harlan hubiese creído posible, el almuerzo llegó a su final.
Los cinco miembros de la Comisión se despidieron de él brevemente, con el aire
del que ha visto su curiosidad satisfecha. Sólo Sennor alargó la mano y añadió
una breve despedida a su gesto.
Harlan
observó su partida con sentimientos confusos. ¿Cuál había sido el objeto de
aquel almuerzo? Principalmente, ¿por qué se había referido al caso de un hombre
que se encuentre a sí mismo? No habían hablado para nada de Noys. ¿Quizá se
habían reunido sólo para estudiarle, para examinarle de pies a cabeza y luego
abandonarle a la decisión de Twissell?
Twissell
regresó al lado de la mesa, ahora completamente vacía de alimentos y cubiertos.
Estaban solos él y Harlan. Como para subrayar su intimidad, Twissell encendió
un nuevo cigarrillo.
—Y ahora,
a trabajar, Harlan —dijo Twissell—. Tenemos mucho que hacer.
Pero
Harlan no podía, no quería, esperar más.
—Para
empezar, tengo algo que decir —dijo secamente.
Twissell
pareció sorprendido. Las arrugas se acentuaron alrededor de sus cansados ojos,
y soltó la ceniza de su cigarrillo con aire pensativo.
—Desde
luego, hable si lo desea. Pero antes, siéntese, muchacho, siéntese —dijo.
El
ejecutor Andrew Harlan no se sentó. Empezó a caminar a lo largo de la mesa,
mordiendo las frases para evitar que su excitación le hiciese caer en la
incoherencia. El Jefe Programador Laban Twissell siguió los nerviosos paseos
del otro, con lentos movimientos de su anciana cabeza.
—Hace
muchas semanas que vengo estudiando los microfilms sobre Historia de las
matemáticas —dijo Harlan—, y los libros de las distintas Realidades del
Quinientos setenta y cinco. Las diferentes Realidades no tienen mucha
importancia. Las matemáticas no cambian. El orden de su desarrollo tampoco
cambia. No importa cómo se pueda variar una Realidad, la Historia del crecimiento
de las matemáticas sigue siendo la misma. Los matemáticos han cambiado;
diferentes personas han realizado los descubrimientos, pero los resultados
finales son los mismos... De todas maneras, he aprendido mucho. ¿Qué le parece
eso?
Twissell
arrugó el ceño y dijo:
—Una
extraña ocupación para un Ejecutor.
—Yo no soy
un Ejecutor cualquiera —dijo Harlan—. Usted lo sabe bien.
—Continúe
—dijo Twissell, y lanzó una rápida mirada al reloj que llevaba en la muñeca
izquierda. Los dedos que sostenían el cigarrillo se movieron con
desacostumbrado nerviosismo.
Harlan
dijo:
—Hubo un
hombre llamado Vikkor Mallansohn, que vivió en el Siglo Veinticuatro. Ya sabe
que esto es una parte de la Era Primitiva. Se le conoce por ser el primero que
construyó un Campo Temporal. Eso quiere decir, desde luego, que fue el inventor
de la Eternidad, ya que la Eternidad no es sino un enorme Campo Temporal que
atraviesa el Tiempo normal, y que está libre de las limitaciones de ese Tiempo
normal.
—Supongo
que le enseñaron eso cuando era un Aprendiz, muchacho.
—Pero no
me dijeron que no era posible que Vikkor Mallansohn pudiera inventar el Campo
Temporal en el Siglo Veinticuatro. Nadie pudo hacerlo, porque entonces no
existía la base matemática para ello, no existió hasta los estudios de Jan
Verdeer en el Siglo Veintisiete.
Si había
algún signo por el cual el Jefe Programador Twissell podía expresar una
completa sorpresa, era el de dejar caer su cigarrillo. Ahora lo dejó caer.
Hasta su eterna sonrisa había desaparecido.
—¿Le
enseñaron las ecuaciones de Lefebvre, muchacho? —dijo.
—No. Y no
digo que las comprenda. Pero son necesarias para el descubrimiento del Campo
Temporal. Eso he aprendido. Y que no fueron inventadas hasta el Siglo
Veintisiete. De eso también estoy seguro.
Twissell
se inclinó para recoger su cigarrillo y lo contempló con aire dubitativo.
—¿Y no
cree posible que Mallansohn hubiese descubierto el Campo Temporal por
casualidad, sin conocer su justificación matemática? ¿Que pudiera ser un
invento empírico? Se han hecho muchos descubrimientos semejantes.
—Ya lo
pensé. Pero después de la invención del Campo Temporal se tardó tres Siglos en
analizar sus consecuencias, y al final de todo este tiempo no fue posible
mejorar el Campo de Mallansohn. Eso no puede ser una simple coincidencia. El
trabajo de Mallansohn demostró de cien formas distintas que debió conocer las
ecuaciones de Lefebvre. Si las conocía o si las desarrolló sin el trabajo de
Verdeer, ¿por qué no lo dijo?
Twissell
dijo:
—Veo que
continúa hablando como un matemático. ¿Quién le ha mencionado todo esto?
—He
estudiado los microfilms.
—¿Nada
más?
—He
reflexionado.
—¿Sin
ayuda de estudios matemáticos superiores? Le he vigilado de cerca durante
muchos años, muchacho, y nunca creí que poseyera tal talento. Continúe.
—La
Eternidad nunca pudo ser establecida sin el descubrimiento por Mallansohn del
Campo Temporal. Mallansohn nunca pudo realizar tal cosa sin un conocimiento de
matemáticas que sólo existían en su futuro. Eso es lo primero. Mientras tanto,
aquí en la Eternidad, existe un Aprendiz que fue escogido como Eterno contra
todas las reglas, pues su edad no era la adecuada y además estaba casado. Le
han enseñado matemáticas y Sociología Primitiva.
—¿Bien?
—Afirmo
que se proyecta enviarle hacia el Pasado, más allá del origen de la Eternidad,
hasta el Siglo Veinticuatro. Usted se propone hacer que el Aprendiz Cooper
enseñe las ecuaciones de Lefebvre a Mallansohn. Comprenderá ahora —añadió
Harlan con pasión— que mi posición como experto en Tiempos Primitivos y mi
conocimiento de la situación me dan derecho a un trato especial, muy especial.
—¡Por el
Gran Tiempo! —murmuró Twissell.
—Es
cierto, ¿no es así? El círculo se cierra, con mi ayuda. Sin ella... —Harlan
dejó la frase inconclusa.
—Ha
llegado muy cerca de la verdad —dijo Twissell—. Sin embargo, habría jurado que
no había nada que indicase...
Se sumió
en pensamientos en los que ni Harlan ni el mundo exterior parecían jugar ningún
papel.
Harlan
dijo rápidamente:
—¿Sólo
cerca de la verdad? Es la verdad.
No podía
explicar por qué estaba tan seguro de la parte esencial de lo que había dicho,
aun descontando el hecho de que desesperadamente necesitaba que fuera así.
—No, no.
No es toda la verdad —dijo Twissell—. El Aprendiz Cooper no va al Siglo
Veinticuatro para enseñar nada a Mallansohn.
—No le
creo.
—Debe creerlo. Debe comprender la importancia de
todo esto. Necesito su cooperación para terminar nuestro proyecto. Debe
comprender, muchacho, que el círculo está mucho más completo de lo que usted
piensa. El Aprendiz Brinsley Sheridan Cooper es Vikkor Mallansohn.
12
El principio de la Eternidad
Harlan no
creyó que Twissell pudiera decir nada capaz de sorprenderle. Pero se había
equivocado. Dijo:
—Mallansohn,
¡él!
Twissell,
que había terminado su cigarrillo, hizo aparecer otro y continuó:
—Sí,
Mallansohn. ¿Quiere que le dé un rápido resumen de la vida de Mallansohn? Es
éste: Nació en el Setenta y ocho, pasó algún tiempo en la Eternidad y murió en
el Veinticuatro.
Twissell
apoyó la mano en el brazo de Harlan y su arrugado rostro se iluminó con otra de
sus imperturbables sonrisas.
—Pero
vámonos de aquí, muchacho. El fisio-tiempo pasa incluso para nosotros y hoy no
somos completamente dueños ni de nosotros mismos. ¿Quiere acompañarme a mi
despacho?
Salió de
allí el primero y Harlan lo siguió, sin fijarse en las puertas y correderas por
donde pasaban.
Harlan
trataba de relacionar aquella nueva noticia con su propio problema y su plan de
acción. Pasado el primer momento de desorientación, su decisión se hizo más
firme que antes. Después de todo, aquello no cambiaba nada, excepto para
reforzar su posición en
la Eternidad, facilitando la satisfacción de sus exigencias y asegurando
el regreso de Noys a sus brazos. ¡Noys!
¡Por el
Gran Cronos! ¡No debían hacerle ningún daño! Ella parecía ahora la única parte
real de su existencia. Al lado de ella, toda la Eternidad no era sino una débil
fantasía por la que no valía la pena vivir.
Cuando
llegaron al despacho del Programador Twissell, no pudo recordar por qué caminos
habían pasado y cómo había llegado allí. Aunque miró a su alrededor y se
esforzó en hallar real el despacho, aún seguía pareciéndole otra parte de un
sueño ya pretérito.
El
despacho de Twissell era una larga y limpia sala, aséptica como la porcelana.
Una pared del despacho estaba cubierta desde el suelo hasta el techo y de pared
a pared con las micro—unidades calculadoras que, juntas, formaban la
Computaplex más completa que existía en la Eternidad en manos de un particular,
y en realidad una de las mayores en servicio. La pared opuesta estaba ocupada
por estanterías llenas de microfilms. Entre las dos, lo que quedaba de la sala
era poco más que un corredor con espacio para dos sillas, un escritorio,
aparatos de registro y proyección y un objeto extraño que Harlan nunca había
visto, y cuyo uso no comprendió hasta que Twissell dejó caer los restos de un
cigarrillo en su interior.
El
cigarrillo se apagó silenciosamente y Twissell, con su acostumbrada habilidad
de prestidigitador, hizo aparecer otro en sus manos.
Harlan
pensó: «Ahora, a resolver mi problema».
Empezó a
hablar un poco demasiado alto, un poco demasiado atrevido:
—Lo de la
muchacha en el Cuatrocientos ochenta y dos...
Twissell
arrugó la frente e hizo un gesto rápido con una mano como si quisiera apartar
un objeto desagradable de su vida.
—Ya lo sé,
ya lo sé. No será molestada, ni tampoco usted. Todo saldrá bien. Yo me
encargaré de ello.
—¿Quiere
decir que...?
—Ya le he
dicho que conozco este asunto. Si ello le ha tenido preocupado, quede
tranquilo.
Harlan se
quedó mirando al anciano, estupefacto. ¿Eso era todo? Aunque estaba convencido
de poseer un poder enorme, no había esperado una demostración tan evidente.
Pero
Twissell estaba hablando de nuevo.
—Permítame
que le cuente una historia —empezó, casi en el tono que podía emplearse para
dirigirse a un Aprendiz novato—. No creí que esto fuese necesario, y quizá no
lo sea, pero su penetración e investigaciones le han hecho acreedor a ello.
Contempló
a Harlan, dubitativo, y dijo:
—Ya sabe
que aún no puedo acabar de creer que haya llegado a saber todo esto por sus
propios medios. —Y luego continuó—: El hombre a quien la mayor parte de la
Eternidad conoce como Vikkor Mallansohn, dejó una autobiografía antes de morir.
En realidad no se trata de un diario, ni es una biografía. Consiste en una
guía, legada a los Eternos, que él sabía que algún día tenían que existir.
Estaba encerrada en un campo estático Temporal que sólo podía ser abierto por
los Programadores de la Eternidad, y que por ello permaneció intacto hasta tres
siglos después de su muerte, hasta que se inició la Eternidad y el Jefe
Programador Henry Wadsman, el primero de los grandes Eternos, lo abrió. El
documento ha pasado a los sucesivos Jefes Programado—res en el mayor de los
secretos, a lo largo de una línea que termina en mí. Le llamamos la Memoria de
Mallansohn. La Memoria nos cuenta la historia de un hombre llamado Brinsley
Sheridan Cooper, nacido en el Setenta y ocho, que ingresó en la Eternidad a los
veintitrés años, habiendo estado casado por algo más de un año, pero que aún no
había tenido ningún hijo. Una vez ingresado en la Eternidad, Cooper fue
instruido en matemáticas por un Programador llamado Laban Twissell, y en
Sociología Primitiva por un Ejecutor llamado Andrew Harlan. Después de una
enseñanza completa en ambas materias y otros temas, tales como ingeniería
Temporal, fue enviado al Siglo Veinticuatro para enseñar ciertas técnicas necesarias
a un científico
Primitivo llamado Vikkor
Mallansohn. Llegado al Veinticuatro pasó primero por un lento proceso de adaptación
a aquella sociedad. En aquella tarea le fue útil la enseñanza recibida del
Ejecutor Harlan, así como los minuciosos consejos del Programador Twissell,
quien había previsto con increíble acierto los problemas con los que iba a
enfrentarse. Después de dos años, Cooper encontró a Vikkor Mallansohn, un
excéntrico científico recluido
en una casa de campo de
California, sin amigos ni parientes, pero dotado de una inteligencia atrevida y
libre de prejuicios. Cooper se hizo amigo de él poco a poco, le acostumbró con
grandes precauciones a la idea de haber encontrado a un viajero del futuro, y
empezó a enseñarle las matemáticas que debía conocer. Con el paso del tiempo,
Cooper adoptó las costumbres del otro, aprendió a hacer experimentos con la ayuda
de un anticuado generador eléctrico movido por un motor Diesel y con
instrumentos eléctricos que le independizaban de las redes de electricidad.
Pero los progresos eran muy lentos y Cooper comprendió que él no era el
maravilloso maestro que había creído ser, Mallansohn se volvió cada día más
excéntrico y se mostraba menos dispuesto
a cooperar, hasta que un día murió en un
accidente ocurrido al caer por un barranco de la salvaje y montañosa región
donde vivían. Cooper, después de semanas de desesperación, enfrentado con la
ruina del trabajo de toda su vida y, al parecer, con la ruina de la Eternidad,
decidió hacer uso de un recurso supremo. No dio parte a las autoridades de la
muerte de Mallansohn. En vez de hacerlo, se dedicó a propagar la construcción
de un Campo Temporal con los elementos
primitivos de que disponía. Los detalles
ya no importan. Después de infinitos trabajos e ingeniosas improvisaciones,
Cooper alcanzó su propósito y presentó el generador al Instituto Tecnológico de
California, exactamente como debía hacer
el gran Mallansohn, según lo previsto. Ya conoce la historia por sus propios
estudios. Ya sabe la desconfianza y la burla con que fue recibido, el tiempo
que lo tuvieron en observación
en un sanatorio para enfermos mentales, su huida de allí mientras el
generador estaba a punto de ser destruido, la ayuda que le prestó aquel
camarero de bar cuyo nombre nunca llegó a saberse, pero que ahora es uno de los
grandes héroes de la Eternidad. Y también la demostración final que hizo ante
el profesor Zimbalist, cuando consiguió que un
ratoncillo blanco viajase adelante y atrás en el Tiempo. No quiero
aburrirle repitiendo todas estas cosas. Cooper usó el nombre de Mallansohn
durante todo este período, porque le daba una personalidad definida y le
convertía en un miembro auténtico de la sociedad del Siglo Veinticuatro. El
cuerpo del verdadero Mallansohn nunca fue hallado. Durante el resto de su vida
se dedicó a cuidar de su generador y ayudó a los científicos del Instituto en
la tarea de construir otro generador más potente. No se atrevió a hacer más. No
podía enseñarles las ecuaciones de Lefebvre sin darles a conocer tres Siglos de
procesos matemáticos que aún estaban por venir. Tampoco podía insinuar su
verdadero origen. No se atrevió a hacer más de lo que había hecho el verdadero
Vikkor Mallansohn, en la Historia que él conocía. Los hombres que trabajaron
con él tuvieron una decepción al encontrarse con un sabio capaz de inventar
algo tan importante y que, sin embargo, no podía explicar cómo funcionaba su
aparato. Y Cooper también se sintió frustrado porque preveía, sin que le fuera
posible acelerarlos, los trabajos e
investigaciones que conducirían, paso a
paso, hasta los experimentos clásicos de Jan Verdeer, que servirían de base al gran
Antoine Lefebvre para plantear las
ecuaciones fundamentales de la
Realidad. Y cómo después de aquello se establecería la
Eternidad. Sólo hacia el final de su larga vida, en una ocasión en que se
encontraba contemplando una puesta de Sol en el Pacífico (la escena está
descrita extensamente en su Memoria), Cooper llegó a comprender, al fin, que él
era Vikkor Mallansohn, un
sustituto. El nombre podía no ser el suyo, pero el hombre descrito
en la Historia como Mallansohn era, en realidad, Brinsley Sheridan Cooper.
Excitado por aquella idea y por todo
lo que implicaba, deseoso de acelerar y asegurar la
Eternidad, escribió su Memoria y la colocó en un Campo estático Temporal, en el
salón de su casa. De este modo se cerraba el círculo. La intención de
Cooper—Mallansohn al escribir su Memoria naturalmente no fue tenida en cuenta.
Cooper debe vivir su vida exactamente como estaba previsto. La Realidad
Primitiva no permite ningún cambio. En este momento del fisio-tiempo, el Cooper
a quien conocemos no sabe nada de lo que le espera. Cree que sólo ha de enseñar
a Mallansohn y luego regresar a la Eternidad. Continuará creyéndolo hasta que
los años le enseñen lo contrario y un día se siente a escribir su Memoria. El
propósito del círculo en el
tiempo es el de establecer el
conocimiento del viaje temporal y de la naturaleza de la Realidad, a fin
de construir la Eternidad antes
de su tiempo natural. Por sí misma, la Humanidad no habría aprendido la verdad
sobre el tiempo antes de que los avances tecnológicos en otras direcciones
hicieran inevitable el suicidio de la raza.
Harlan
escuchó atentamente, absorto ante la visión de un poderoso círculo en el
Tiempo, cerrado sobre sí mismo y que atravesaba a la Eternidad en parte de su
curso. Casi llegó a olvidarse de Noys en aquel momento.
—Entonces,
durante todo este tiempo, ¿usted sabía lo que debía hacer, todo lo que yo haría
y todo lo que he hecho? —preguntó.
Twissell,
que parecía perdido en sus pensamientos, después de relatar la historia, volvió
lentamente a la realidad. Sus cansados ojos se clavaron en Harlan y contestó
con un tono de reproche:
—Desde
luego que no. Quedan varias décadas de fisio-tiempo entre la estancia de Cooper
en la Eternidad y el momento en que escribió su Memoria. Sólo podía relatar lo
que él mismo había visto y lo que aún recordase. Compréndalo.
Twissell
suspiró y aventó con la mano una nube de azulado humo que se disolvió en
pequeños torbellinos.
—Todo se
fue desarrollando perfectamente. Primero me encontraron a mí y me llevaron a la
Eternidad. Al cumplirse el fisio-tiempo prescrito me convertí en Jefe
Programador, me entregaron la memoria y me encargaron de la ejecución de este
asunto. La memoria decía que yo estaba al frente del proyecto, de modo que tuve
que ser yo mismo. De nuevo, al llegar el fisio-tiempo requerido, usted apareció
en el cambio de una Realidad, cuando ya habíamos observado a sus anteriores
homólogos cuidadosamente, y luego surgió Cooper. Pude completar los detalles
usando mi sentido común y nuestros servicios de cálculo. Por ejemplo, tuvimos
que preparar cuidadosamente al Instructor Yarrow para su papel sin descubrir ni
la más pequeña parte de la verdad. Él, a su vez, debía estimular con precaución
el interés de usted en los Tiempos Primitivos. Fue preciso un control muy
estricto para que Cooper no aprendiera nada que no hubiese aprendido antes por
referencia a su Memoria —Twissell sonrió amargamente—. Sennor se divierte con
estas cosas. Lo llama la reversión de la causa y el efecto. Conociendo el
efecto, se puede producir la causa. Afortunadamente, yo no tengo tiempo para
sutilezas de esta clase. Me complació, muchacho, el ver que se había convertido
en un excelente Observador y Ejecutor. La Memoria no lo mencionaba, pues Cooper
no tuvo oportunidad de observar el trabajo de usted, o de calificar su mérito.
Aquello me convenía. Yo podía usarle en un trabajo corriente sin llamar la
atención hacia su misión primordial. Incluso su reciente trabajo con el
coordinador Finge se ajusta a las líneas generales de la Memoria. Coo per
menciona allí un período en el que usted estuvo ausente, durante el cual sus
estudios matemáticos progresaron tanto que él deseaba que usted regresara para
poder contárselo. Una vez, sin embargo, usted me espantó.
Harlan
contestó en seguida:
—¿Se refiere
a la vez que me llevé a Cooper en la cabina?
—¿Cómo lo
ha adivinado? —preguntó Twissell.
—Fue la
única vez que estuvo realmente irritado conmigo. Ahora supongo que aquello iría
contra algo de lo que dice la Memoria de Mallansohn.
—En
realidad, no. Era que la Memoria no habla de las cabinas. Me pareció que la
omisión de un aspecto tan importante de la Eternidad sólo podía significar que
Cooper casi no había tenido ninguna experiencia con las cabinas. Por eso me
propuse mantenerle apartado de los Tubos tanto como fuese posible. Cuando me
enteré de que usted se lo había llevado hacia el hipertiempo, me irritó en gran
manera, pero después de aquello no sucedió nada anormal. Las cosas continuaron
igual que antes, de modo que aquello no tuvo importancia.
El anciano
Programador se frotó las manos lentamente, mientras contemplaba al joven
Ejecutor con una mirada llena de sorpresa y curiosidad.
—Y
mientras tanto usted ha adivinado la verdad. Esto me asombra. Habría jurado que
ni siquiera un Programador de gran experiencia sería capaz de hacer las
deducciones acertadas, si no tenía más información que la que tuvo usted. Pero
que lo haya logrado un Ejecutor parece sobrenatural.
Twissell
se inclinó hacia delante, y golpeó ligeramente la rodilla de Harlan.
—La Memoria
de Mallansohn no dice nada de usted, después de la marcha de Cooper,
naturalmente.
—Lo
comprendo, señor —dijo Harlan.
—Por lo
tanto, estamos en situación de hacer lo que queramos con su propio porvenir. Ha
demostrado poseer un talento que no debemos despreciar. Creo que reúne
condiciones para ser algo más que un simple Ejecutor.
En este
momento no le prometo nada, pero hágase cargo de que la categoría de
Programador está dentro de sus posibilidades.
A Harlan
le era fácil mantener el rostro sin expresión. Tenía muchos años de práctica.
Pensó: «Un soborno».
Pero nada
debía quedar al azar. Sus deducciones, quiméricas y sin fundamento al
principio, concebidas por casualidad durante una noche de insomnio, se habían
convertido en razonables como resultado de sus investigaciones en la
biblioteca. Después de lo que le había dicho Twissell, eran certidumbre. Sin
embargo, se había equivocado en un detalle. Cooper era el mismo Mallansohn.
Aquello
reforzaba su posición, pero igual que se había equivocado en aquello podía
estar equivocado en otras cosas. Por lo tanto, no debía dejar nada al azar.
¡Tenía que asegurarse!
Harlan
dijo tranquilamente, casi con indiferencia:
—También
yo tengo una gran responsabilidad, ahora que conozco la verdad.
—¿Y por
qué?
—¿Hasta
qué punto es sólida la situación? Supongamos que ocurriese algo inesperado, y
que yo no asistiera a una clase en la que debiera enseñarle a Cooper algo
vital.
—No le
comprendo.
(Eran
imaginaciones de Harlan, o en los ojos del anciano Programador había aparecido
una chispa de alarma.)
—Quiero
decir que el círculo puede romperse. Déjeme explicarle. Si alguien me envía al
hospital de un golpe inesperado en la cabeza, en un momento en que la Memoria
diga claramente que estoy bien y en plena actividad, podemos esperar que toda
la trama se deshaga. O supongamos que, por alguna razón, yo decida
deliberadamente no seguir las instrucciones de la Memoria. ¿Qué pasaría
entonces?
—¿Quién le
ha metido estas ideas en la cabeza?
—Parece
lógico. Creo entender que yo mismo puedo romper el círculo con una acción
descuidada o deliberada, y entonces ¿cuál será el resultado? ¿Destruir la
Eternidad? Es—posible. Y si es así —añadió Harlan tranquilamente— creo que debe
decírmelo para que yo evite el cometer ninguna imprudencia. Aunque supongo que
se necesitarían unas circunstancias bastante extraordinarias para que yo
cometiese alguna torpeza en un proyecto de tanta importancia.
Twissell
rió, pero la risa sonó falsa y forzada en los oídos de Harlan.
—Todo esto
es teórico, muchacho —dijo—. Nada de lo que dice puede suceder, pues no sucedió
antes. El círculo no se romperá.
—Puede
romperse —dijo Harlan—. La muchacha del Cuatrocientos ochenta y dos...
—Está
segura —exclamó Twissell, poniéndose en pie con impaciencia—. Esta clase de
conversaciones no tienen fin, y ya he tenido muchas discusiones con el resto de
la Comisión encargada de este proyecto. Mientras tanto, aún tengo que hablarle
del asunto para el que lo llamé aquí, y el fisio-tiempo pasa rápidamente.
¿Quiere acompañarme?
Harlan se
sintió satisfecho. La situación era clara, y su poder innegable.
Twissell sabía que Harlan podía decir en cualquier momento: «No quiero saber
nada de Cooper». Twissell sabía que Harlan podía, en cualquier momento,
destruir la Eternidad, al dar a Cooper información previa respecto a la
Memoria. Harlan era un buen Ejecutor y sabía cómo inducir un cambio.
Harlan
sabía lo suficiente para conseguir lo que deseaba. Twissell creyó impresionarle
con la importancia de su misión, pero si el Programador creía mantener a raya a
Harlan de aquella manera, estaba equivocado.
Harlan
había lanzado una amenaza clara respecto a la seguridad de Noys, y la expresión
de Twissell cuando había contestado: «Está segura», demostraba que había tomado
nota de la amenaza.
Harlan se
levantó y siguió a Twissell.
Entraron
en una sala que Harlan no conocía. Era enorme y completamente despejada. Su
único acceso estaba al final de un estrecho corredor bloqueado por una pantalla
de energía, que no se abatió hasta que el rostro de Twissell fue identificado
claramente por el sistema de seguridad.
La mayor
parte de la sala estaba ocupada por una esfera que casi llegaba al techo. Tenía
una escotilla abierta, mostrando una escalera de cuatro peldaños que conducía a
una plataforma interior brillantemente iluminada.
Varias
voces sonaron en el interior y mientras Harlan miraba, un par de piernas
aparecieron por la escotilla, bajando por la escalera. Un hombre saltó al
exterior y otro par de piernas le siguió. El primero de ellos era Sennor, del
Gran Consejo Pantemporal, y el que salió detrás de él era otro de los que
formaron el grupo en la mesa del almuerzo aquel mediodía.
Twissell
pareció contrariado al verlos. Su voz, sin embargo, era contenida.
—¿Aún
sigue aquí la Comisión? —preguntó.
—Sólo
nosotros dos, Rice y yo —dijo Sennor tranquilamente—. Tenemos aquí un
maravilloso instrumento. Ha llegado a alcanzar la complejidad de una
espacionave.
Rice era
un hombre de ancha cintura, con la mirada perpleja del que sabe que tiene razón
pero, sin embargo, se halla siempre en desventaja en cualquier polémica. Se
frotó su bulbosa nariz y terció en la conversación.
—Últimamente
Sennor viene aplicando su capacidad a la cuestión de los viajes espaciales.
La calva
de Sennor brilló debajo de los grandes focos.
—Es muy
interesante, Twissell —dijo—. Me gustaría conocer su opinión. Los viajes
interplanetarios, ¿constituyen un factor positivo o negativo en el cálculo de
la Realidad?
—La pregunta no tiene sentido—dijo Twissell con im—i paciencia—.
¿Qué tipo de viaje espacial, en qué Sociedad, bajo qué circunstancias?
—¡Bah!
Seguramente podemos considerar en esta ocasión los viajes interplanetarios en
abstracto.
—Sólo que
su influencia tiene límites bien definidos, ya que se consumen a sí mismos y
luego se extinguen.
—Por
tanto, son inútiles —dijo Sennor con satisfacción—, y, en consecuencia, son un
factor negativo. Opino lo mismo.
—Cooper
llegará dentro de unos minutos. Necesitamos estar solos, por favor —dijo
Twissell.
—Claro,
claro.
Sennor
tomó del brazo a Rice y se lo llevó de allí. Su voz continuó en tono recitativo
mientras ambos se alejaban:
—Periódicamente,
mi querido Rice, todo el esfuerzo mental de la Humanidad se concentra en los
viajes espaciales, que por la misma naturaleza de las cosas están condenados a
agotarse y desaparecer. Podría plantear las ecuaciones sociológicas necesarias,
pero estoy seguro de que me comprende perfectamente. Mientras la mente se ocupa
del espacio, descuida el desarrollo de los bienes terrestres. Estoy preparando
una tesis para someterla al Gran Consejo, recomendando que todas las Realidades
sean cambiadas para eliminar de oficio todas las eras donde existen los viajes
interplanetarios.
La voz
aguda de Rice contestó:
—No
podemos tomar medidas tan drásticas. Los viajes interplanetarios son una válvula
de seguridad de gran importancia para algunas civilizaciones. Por ejemplo,
considere la Realidad cincuenta y cuatro del Siglo Doscientos noventa, que en
este momento acude a mi memoria. En esa civilización...
Las voces
dejaron de escucharse y Twissell comentó:
—Sennor es
un hombre extraño. Su inteligencia vale tanto como la de dos de nosotros, pero
su capacidad se pierde en estos entusiasmos caprichosos.
—¿Cree que
pueda tener razón? Me refiero a la cuestión de los viajes interplanetarios.
—Lo dudo.
Podríamos juzgar este asunto si Sennor llegara, en realidad, a someter su tesis
al Gran Consejo. Pero no lo hará. Se entusiasmará con otra cosa antes de que
termine de escribirla y la abandonará. Pero no importa...
Twissell
dio un golpe con la palma de la mano en la pared de la esfera, haciéndola
vibrar, y luego retiró la mano para quitarse el cigarrillo de los labios.
—¿Sabe qué
es esto, Ejecutor? —preguntó.
—Parece
una cabina de gran tamaño.
—Exactamente.
Lo ha adivinado. Eso es. Entremos.
Harlan
siguió a Twissell al interior de la esfera. Tenía capacidad para cuatro o cinco
personas, pero su interior no presentaba ningún aspecto extraordinario. El
suelo era liso y las curvas paredes estaban provistas de dos ventanas. Eso era
todo.
—¿Dónde
están los mandos? —preguntó Harlan.
—Funciona
por mando a distancia —contestó Twissell.
Pasó la
mano sobre la lisa superficie y continuó:
—Paredes
dobles. El espacio comprendido entre ambas se ha utilizado para instalar un
Campo Temporal autónomo. Este aparato es, en realidad, una cabina que no
depende de los campos de fuerza de los Tubos, y puede pasar del límite extremo
de la Eternidad en el hipotiempo. Su estudio y construcción fue posible gracias
a valiosas indicaciones que hemos encontrado en la Memoria de Mallansohn. Acompáñeme.
El cuadro
de mandos estaba en un extremo de la gran sala, al otro lado de un tabique.
Harlan entró y contempló sombríamente las inmensas barras conductoras.
Twissell
dijo:
—¿Puede
oírme, muchacho?
Harlan,
cogido por sorpresa ante aquella pregunta, miró a su alrededor. No se había
dado cuenta de que Twissell no le había seguido al interior del cuarto de
control. Se acercó a la ventana de inspección, y Twissell le hizo un gesto
desde fuera. Harlan contestó:
—Puedo
oírle perfectamente, señor ¿Quiere que salga?
—Nada de
eso. Está encerrado en el interior.
Harlan se
abalanzó sobre la puerta, y su estómago se retorció en una fría y mortal
opresión. Twissell tenía razón. ¿Qué había pasado?
—Le
satisfará saber, muchacho, que su responsabilidad ha terminado. A usted le
pesaba tal responsabilidad; ha hecho muchas preguntas sobre ella, y creo que
comprendo lo que quería decirme. Usted no debe tener responsabilidad en este
asunto. Es sólo mía. Desgraciadamente, usted ha de quedarse en el cuarto de
mandos, ya que sabemos que estaba allí al cargo de los instrumentos. Así se
describe la escena en la Memoria de Mallansohn. Cooper le verá a través de la
ventana y eso será suficiente. Además, tengo que pedirle que haga el contacto
final de acuerdo con las instrucciones que le diré. Si cree que esto es
demasiada responsabilidad, puede estar tranquilo. Hay otro contacto paralelo
con el suyo, que será actuado por otra persona. Si, por cualquier razón, no le
es posible hacer funcionar el suyo, él lo hará. Como precaución final, he
ordenado cortar la comunicación de sonido desde ese cuarto. Usted podrá oírnos,
pero no podrá hablar con nosotros. Por tanto, no tema que cualquier exclamación
involuntaria pueda romper el círculo.
Harlan le
contemplaba con desesperación al otro lado del grueso cristal.
Twissell
continuó:
—Cooper
llegará dentro de un momento y su viaje a los Tiempos Primitivos se realizará
dentro de las dos próximas fisio-horas. Después de esto, muchacho, el trabajo
habrá terminado y quedará usted libre.
Harlan se hundía
en la vorágine de una pesadilla. ¿Le había engañado Twissell? ¿Era posible que
todo estuviese preparado para conseguir que Harlan entrase voluntariamente en
la sala de mandos que ahora era su prisión? Al saber que Harlan conocía su
propia importancia, Twissell había improvisado con diabólica inteligencia,
distrayéndole con su conversación, calmando sus emociones con palabras,
llevándole de aquí para allá, hasta que llegó el momento adecuado para
reducirle a la impotencia.
¡Su fácil
aceptación de la cuestión de Noys! No le pasaría nada, había dicho Twissell.
Todo iría bien.
¡Cómo pudo
ser tan ingenuo! Si no tenía intención de hacerle ningún daño, ¿por qué habían
puesto la barrera temporal en los Tubos en el 100.000.°? Bastaba aquello para
ver quién era Twissell.
Sólo su
propio deseo de creer lo que le decía hizo posible que el Programador jugase
con él durante las últimas fisio-horas, y lo encerrase en el lugar donde ya no
le necesitaba, ni siquiera para hacer el último contacto.
De un solo
golpe le habían quitado la fuerza de su situación. Sus triunfos eran ahora
cartas sin valor, y Noys quedaba para siempre lejos de su alcance. El castigo
que pudieran imponerle no le importaba. Nunca volvería a ver a Noys.
Nunca se
le había ocurrido que el proyecto pudiera estar tan cerca de su término.
Aquello, desde luego, era lo que le había derrotado.
La voz de
Twissell resonó, lejana:
—Voy a
cortar la comunicación, muchacho.
Harlan se
sintió solo, inútil, desesperado...
13
Hacia el límite del hipotiempo
Brinsley
Sheridan Cooper entró en la sala. La excitación coloreaba su delgado rostro y
casi lo hacía aparecer juvenil, pese al grueso bigote a lo Mallansohn que
llevaba.
Harlan
podía verle a través de la ventana de inspección y escucharle claramente por la
instalación de sonido que ahora funcionaba en un solo sentido. Pensó
amargamente: «Un bigote a lo Mallansohn. ¡Naturalmente!»
Cooper se
acercó a Twissell.
—No me
permitieron la entrada hasta este momento, Programador.
—Perfectamente
—contestó Twissell—. Tenían instrucciones en este sentido.
—Ha
llegado el momento, ¿no es así? ¿Debo irme ya?
—Falta muy
poco.
—¿Podré
regresar? ¿Podré ver de nuevo la Eternidad?
Pese a la
rigidez de su postura, había inseguridad en las palabras de Cooper.
Dentro del
cuarto de mandos, Harlan aplastó sus puños crispados contra el sólido cristal
de la ventana, como buscando un modo de salir de allí, queriendo gritar:
¡Deténgase! ¡ Acepte mis condiciones, o de lo contrario...!
Pero todo
fue inútil.
Cooper
miró a su alrededor, al parecer sin darse cuenta de que Twissell se había
abstenido de contestar a su pregunta. Su mirada se fijó en Harlan, al otro lado
de la ventana del cuarto de control.
Cooper
agitó el brazo animadamente.
—Salga,
Ejecutor Harlan. Quiero estrechar su mano antes de partir.
Twissell
se interpuso.
—Ahora no
puede ser, muchacho, ahora no. Está ocupado con los mandos.
—¡Ah! Me
parece que no se encuentra bien —dijo Cooper.
—Le he
contado la verdadera naturaleza de este proyecto —dijo Twissell—. Temo que sea
suficiente para poner nervioso a cualquiera.
—¡Por
Cronos!, desde luego. Yo lo he. sabido hace semanas y aún no me he
acostumbrado.
Había un
tono de histerismo en su risa.
—Aún no he
podido convencerme de que en realidad sea yo el protagonista de este proyecto.
Estoy... un poco asustado.
—No se lo
reprocho.
—Es mi
estómago, ya sabe. Nunca se somete a mis deseos.
—Eso es
algo natural y ya pasará —dijo Twissell—. Mientras tanto, el momento exacto de
su partida ya ha sido determinado y aún tengo que darle algunas instrucciones.
Por ejemplo, aún no ha visto la cabina que va a usar.
Durante
las dos horas siguientes, Harlan pudo oírlo todo, lo mismo cuando se
encontraban al alcance de su vista como si no. Twissell instruyó a Cooper de un
modo extrañamente fragmentario, y Harlan comprendió la razón de que fuese así.
Sólo podía dar a Cooper la información que estuviese mencionada en la Memoria
de Mallansohn.
Un círculo
completo. Un círculo ciego. Y Harlan aún no podía hallar el modo de romper
aquel círculo con un último y desesperado esfuerzo, como Sansón en el templo.
En su mente el círculo giraba lentamente, una y otra vez.
—Las
cabinas corrientes —oyó que decía Twissell — son a la vez empujadas y atraídas,
si podemos aplicar tales términos al caso de las fuerzas de la energía Pantemporal.
Al trasladarse del Siglo Equis al Siglo Y, existe un punto inicial que
suministra energía y también un punto final que atrae a la cabina. Lo que
tenemos aquí, en cambio, es una cabina con un punto inicial impulsor, pero sin
energía en el punto de destino. Sólo puede ser empujada, pero no atraída. Por
esta razón vamos a utilizar energía en órdenes de magnitud muy superiores a las
que se consumen en las cabinas normales. Se han tenido que instalar grupos
transformadores especiales . a lo largo de los Tubos, para absorber suficientes
cantidades de energía de la nova Sol. Esta cabina especial, sus instrumentos y
el suministro de . potencia constituyen un conjunto autónomo. Durante muchas
fisio-décadas hemos estudiado las diferentes Realidades para encontrar las
aleaciones especiales y los necesarios procesos de fabricación. La clase la
encontramos en la Realidad trece del Siglo Doscientos veintidós. Allí han
desarrollado el Compresor Temporal, y sin él no hubiéramos podido construir
esta cabina. Fue en la Realidad trece del Siglo Doscientos veintidós.
Pronunció
las últimas palabras con deliberada claridad.
Harlan
pensó: «¡Recuerda eso, Cooper! Recuerda la Realidad 13 del Siglo 222 de modo
que puedas decirlo en la Memoria de Mallansohn, para que los Eternos sepan
dónde tienen que buscar y luego puedan decirte lo que debes escribir,..» El
círculo seguía girando.
Twissell
continuó:
—La cabina
no ha sido probada más allá del límite de la Eternidad en el hipotiempo, desde
luego; pero ha hecho numerosos viajes por la Eternidad. Estamos seguros de que funcionará perfectamente.
—No puede
ser de otro modo, ¿verdad? —preguntó Cooper—. Quiero decir que estuve allí, o
de lo contrario Mallansohn no habría podido construir su Campo, y sabemos que lo hizo.
Twissell
dijo:
—Exactamente.
Se encontrará en lugar seguro, en la escasamente poblada zona Sudoeste de un
país llamado los Estados Unidos de América...
—América
—corrigió Cooper.
—Bien,
América. En el Siglo Veinticuatro, o para ser exactos, en el año Dos mil
trescientos veintisiete. Supongo que podemos llamarlo así. La cabina, como ve,
es muy grande, más de lo necesario para usted. Está provista de alimentos, agua
y medios defensivos. Encontrará instrucciones detalladas que serían, por
supuesto, incomprensibles para cualquier otra persona. Debo recordarle que su
primera tarea consiste en asegurarse de que ninguno de los habitantes de aquel
Siglo le descubra antes de que usted esté preparado para ello. El aparato está
provisto de excavadoras de energía con las que podrá penetrar en una ladera
para formar una cueva. Tendrá que sacar el contenido de la cabina rápidamente.
Todo está preparado para que esta tarea le sea fácil.
Harlan
pensó: « ¡Repite! ¡Repite! En otra ocasión ya le habrán dicho todo esto, pero
hay que repetir todo lo que deba figurar en la Memoria. El círculo sigue
girando».
Twissell
decía:
—Tendrá
que descargar sus provisiones y utensilios en quince minutos. Después de ese
tiempo, la cabina regresará automáticamente a su punto de partida, llevando
consigo todos los instrumentos que sean demasiado avanzados para aquel Siglo.
Encontrará una lista que los especifica. Cuando la cabina haya regresado, podrá
empezar a trabajar independientemente.
Cooper
preguntó:
—¿Es
necesario que la cabina regrese tan pronto?
—Un regreso
rápido aumenta las probabilidades de éxito —dijo Twissell.
Harlan
pensó: «Debe hacerlo al cabo de quince minutos, pues antes regresó a los quince
minutos. El círculo sigue... »
Twissell
se apresuró:
—No hemos
intentado falsificar sus medios de pago ni ninguno de sus valores negociables.
Hemos previsto que disponga de oro en pepitas. Le será posible explicar su
posesión de acuerdo con sus instrucciones. Encontrará ropas autóctonas
adecuadas o, por lo menos, que pueden pasar como autóctonas.
—Conforme
—dijo Cooper.
—Ahora,
recuerde esto. Proceda despacio. Emplee semanas, si es necesario. Acostúmbrese
espiritualmente a las costumbres de aquella era. Las instrucciones del Ejecutor
Harlan le servirán de mucho menos, pero no pueden preverlo todo, naturalmente.
Tendrá a su disposición un receptor de radio, construido de acuerdo con la
técnica del Siglo Veinticuatro, lo que le permitirá estar al corriente de los
acontecimientos, y, lo que es más importante, aprender la correcta
pronunciación y forma de hablar del lenguaje de aquel tiempo. Hágalo
cuidadosamente. Estoy seguro de que el inglés de Harlan es excelente, pero
desconocemos la pronunciación autóctona.
Cooper
preguntó:
—¿Qué
puede suceder si no llego al lugar exacto? Quiero decir, si no es exactamente
el año Dos mil trescientos diecisiete?
—Compruébelo
con atención, por supuesto. Pero estamos seguros de que llegará allí. Tiene que
llegar.
Harlan
pensó: «Llegará, porque ya llegó una vez. El círculo sigue... »
Cooper
debió parecer poco convencido, porque Twissell continuó:
—La
exactitud del foco ha sido graduada exactamente. Pensaba explicarle nuestros
métodos y creo que ahora es el momento. Además, ayudará a que el el ejecutor
Harlan comprenda el funcionamiento de los instrumentos.
Harlan
abandonó la ventana como un rayo para volverse hacia los instrumentos. Una
esquina de la negra cortina de desesperación se levantó. ¿Qué sucedería si...?
Twissell
seguía dando sus últimas instrucciones a Cooper en tono preciso y preocupado,
como un profesor dando su última clase. Sólo una parte de la mente de Harlan
seguía escuchándole.
Twissell
dijo:
—Naturalmente,
uno de nuestros problemas más serios era el de determinar hasta qué punto
penetra en los Tiempos Primitivos un objeto al que se aplica un impulso dado.
El método más directo habría sido el de enviar a un hombre hacia el hipotiempo
por medio de esta cabina, usando impulsos cuidadosamente calculados. Sin
embargo, para llevar este sistema a la práctica era necesario incurrir en un
pérdida de tiempo en cada caso, mientras nuestro mensajero fijaba el Siglo
dentro de una aproximación centesimal por medio de la observación astronómica u
obteniendo la información por radio. Eso habría sido muy lento y además
peligroso, ya que nuestro enviado podía ser descubierto por los autóctonos,
probablemente con resultados catastróficos para nuestro proyecto. En vez de
ello, he aquí lo que hicimos: lanzamos hacia el pasado una masa conocida de un
isótopo radiactivo llamado niobio—noventa y cuatro, que se transforma por
emisión de partículas beta en el isótopo estable molibdeno—noventa y cuatro.
Este proceso tiene una vida media de quinientos siglos, casi exactamente. La
intensidad de radiación original de la masa nos era conocida. Esa intensidad
disminuye con el tiempo de acuerdo con la proporción simple descrita en la
cinética de primer grado y desde luego puede ser medida con gran precisión.
Cuando la cabina llega a su destino en el hipotiempo, la cápsula que contiene
el isótopo se descarga automáticamente sobre las rocas y la cabina regresa en
seguida a la Eternidad. En el mismo instante del fisiotiempo en que la cápsula
aparece en el Tiempo normal, simultáneamente aparece en todos los Tiempos
futuros, aunque correlativamente más vieja. Y en el Quinientos setenta y cinco,
en el mismo lugar de descarga en el Tiempo normal y no en la Eternidad, un
Ejecutor localiza la cápsula por su radiación y la recupera. Se calibra la
intensidad de su radiación, y entonces se conoce el tiempo que ha estado
enterrada en la montaña y el Siglo adonde llegó el cronomóvil en el hipotiempo,
con una aproximación de dos decimales. Hemos enviado docenas de cápsulas,
utilizando distintos niveles de impulsos, y con los resultados hemos trazado
una gráfica de calibración. Esta sirvió para comprobar las cápsulas que no se
enviaron hasta los Tiempos Primitivos, sino a los primeros Siglos de la
Eternidad, donde también podíamos hacer observaciones directas. Naturalmente,
hubo algunos fracasos. Las primeras cápsulas se perdieron hasta que aprendimos
a tener en cuenta los cambios geográficos ocurridos entre el Tiempo Primitivo y
el Quinientos setenta y cinco. Después, tres de las últimas cápsulas que
enviamos no llegaron a aparecer en el Quinientos setenta y cinco. Supusimos que
algo falló en el mecanismo de descarga y quedaron enterradas en un lugar
demasiado profundo para ser localizadas. Detuvimos nuestros experimentos cuando
la fuerza de la radiación aumentó tanto que empezamos a pensar que los
autóctonos podrían darse cuenta de ello y preguntarse qué hacían en su región
aquellos artefactos radiactivos. Pero teníamos suficientes datos para nuestro
propósito y ahora estamos seguros de poder enviar a un hombre a cualquier
centésima de Siglo de los Tiempos Primitivos. ¿Ha comprendido, Cooper?
—Perfectamente,
Programador Twissell —dijo Cooper—. Ya había visto la gráfica de calibración,
sin que entonces comprendiera su propósito. Ahora lo veo claro.
Pero
Harlan estaba interesado en otro asunto completamente distinto. Tenía la mirada
fija en el arco graduado que indicaba los Siglos. El brillante arco del
indicador era de porcelana y metal, y estaba
dividido por finas líneas que representaban los Siglos, decisiglos y
centisiglos. Líneas plateadas que brillaban sobre la porcelana, marcando las
divisiones claramente. Las cifras eran muy diminutas, e inclinándose, Harlan no
pudo leer los Siglos desde el 17 al 27. La delgada aguja indicaba la línea del
Siglo 23,17.
En otras
ocasiones Harlan había visto otros Indicadores de Siglos parecidos, y casi
automáticamente dirigió su mano hacia el mando de ajuste. El instrumento no
respondió a su presión. La aguja siguió en el mismo lugar.
Casi dio
un salto cuando escuchó la voz de Twissell que se dirigía a él.
—¡Ejecutor
Harlan!
—Sí,
Programador —exclamó, y recordó entonces que no le podían oír. Se dirigió a la
ventana y asintió con un gesto.
Twissell
dijo, casi como si adivinase los pensamientos de Harlan:
—El
indicador de Siglos está graduado para un impulso hacia el pasado hasta
Veintitrés, coma, diecisiete. No necesita ningún ajuste. Su única misión es
conectar la energía en el momento adecuado del lisio—tiempo. Hay un cronómetro
a la derecha del indicador. Haga un gesto cuando lo haya localizado.
Harlan
asintió.
—Alcanzará
el cero en cuenta atrás. A menos quince segundos, cierre los puntos de
contacto. Es sencillo. ¿Lo ha entendido?
Harlan
asintió de nuevo.
Twissell
continuó:
—La
sincronización no es vital. Puede hacerlo a menos catorce o trece o incluso a
menos cinco segundos, pero le ruego que procure hacerlo antes de los menos diez
segundos por razones de seguridad. Una vez haya cerrado el contacto, un
mecanismo automático sincronizado con el cronómetro se encargará del resto,
asegurando que el impulso final de potencia tenga lugar precisamente en el instante cero. ¿Me ha
comprendido?
Harlan
volvió a asentir. Comprendía mucho más
de lo que Twissell había
dicho. Si no cerraba el contacto a menos diez segundos, otro técnico lo haría
en su lugar.
Harlan
pensó fríamente: «No habrá necesidad de ningún extraño».
Twissell
dijo:
—Nos
quedan treinta fisio-minutos. Cooper y yo vamos a comprobar las provisiones.
La puerta
se cerró detrás de ellos y Harlan se quedó a solas con los instrumentos, el
temporizador (que ya empezaba la cuenta atrás)... y una decisión sobre lo que
debía hacer.
Harlan se
apartó de la ventana. Puso la mano en su bolsillo y empuñó el látigo neurónico
que llevaba. Durante todas aquellas horas lo había llevado consigo. Su mano
temblaba un poco.
Volvió a
pasar por su mente un pensamiento familiar: «Sansón derribando el templo».
Otra parte
de su cerebro pudo pensar aún: «¿Cuántos Eternos habrán oído hablar alguna vez
de Sansón? ¿Cuántos saben cómo murió?»
Sólo le
quedaban veinticinco minutos. No podía estar seguro de los que necesitaría para
llevar a cabo su trabajo. Ni siquiera estaba seguro de si tendría éxito.
Pero ¿qué
otra cosa podía hacer? Sus manos húmedas casi dejaron caer la pistola al suelo
antes de que pudiera empezar a desarmarla.
Trabajó
rápidamente, absorto en su tarea. De todos los aspectos de su plan, el que
menos le preocupaba era la posibilidad de que él mismo pudiera pasar a la
Irrealidad.
A menos un
minuto, Harlan estaba al lado de los mandos.
Pensó si
aquél sería el último minuto de su vida.
No veía
otra cosa sino la lenta marcha de la aguja del cronómetro que marcaba los
segundos transcurridos.
Menos
treinta segundos.
Pensó: «No
sentiré dolor. No es la muerte».
Trató de
pensar sólo en Noys.
Menos
quince segundos.
¡Noys!
Menos doce
segundos.
¡
Contacto!
El
mecanismo sincronizado empezó a funcionar. El arranque tendría lugar a la hora
cero. A Harlan sólo le quedaba un último recurso. ¡El golpe de Sansón!
Su mano
derecha se movió, tomando la palanca del indicador de Siglos.
¡Noys!
Su mano
derecha se mo... CERO... vió convulsivamente. Ni siquiera le dirigió una
mirada.
¿Era
aquello la no—existencia?
Todavía
no. Todavía no era la no—existencia.
Harlan
miró a través de la ventana de observación, no se movió. El tiempo pasó y él no
se dio cuenta de su curso.
La sala
estaba vacía. Donde estuvo la gigantesca esfera de la cabina ahora no había
nada. La base de metal que le había servido de apoyo permanecía vacía,
levantando sus brazos de hierro en el aire de aquella gran sala.
Twissell,
extrañamente empequeñecido en aquel lugar que se había convertido en una
caverna vacía, era el único que se movía, paseando nerviosamente de un lado a
otro.
Los ojos
de Harlan le miraron por un momento y luego dejaron de verle.
Sin ningún
sonido ni movimiento aparente, la cabina apareció de nuevo en el lugar que
había abandonado. Su paso a través de la frontera invisible que separaba el
Tiempo pasado del Tiempo presente no había desplazado ni una molécula de aire.
Twissell
estaba ahora oculto a los ojos de Harlan por la gran esfera, pero un momento
después apareció por uno de los lados, corriendo.
Con un
gesto de la mano hizo funcionar el mecanismo que cerraba la puerta del cuarto
de mandos. Se lanzó a su interior gritando, lleno de excitación:
—Lo hemos
conseguido. Lo hemos conseguido. Hemos cerrado el círculo.
No tuvo
fuerzas para decir nada más.
Harlan no
contestó.
Twissell
miró por la ventana, con las manos apoyadas en el grueso cristal. Harlan se
fijó en las manchas de la edad que aparecían sobre ellas y la forma en que
temblaban. Era como si su mente ya no tuviera la capacidad de distinguir lo importante
de lo trivial, sino que estuviera captando todas sus impresiones en forma
inconexa.
Cansado,
pensó: «¿Qué importa eso ahora? Ya no hay nada que importe».
Twissell
dijo:
—Ahora
puedo decirle que estaba más preocupado de lo que quería confesar. Sennor solía
decir que este proyecto era imposible. Insistía en que debía ocurrir algo que
lo impidiese... ¿Qué le sucede?
Se había
vuelto nada más oír la exclamación de Harlan.
Harlan
movió la cabeza, como quitando
importancia, y consiguió articular:
—Nada.
Twissell
no insistió y siguió hablando. Era difícil saber si se dirigía a Harlan o a un
auditorio invisible. Era como si ahora liberase, por medio de aquellas
palabras, sus años de reprimida ansiedad.
—Sennor
siempre dudaba. Los demás razonamos con él, y tratamos de convencerle con
demostraciones matemáticas y los trabajos de generaciones de investigadores que
nos habían precedido en el fisio-tiempo de la Eternidad. Todo lo dejaba de
lado, argumentando sólo la paradoja del hombre que se encuentra a sí mismo. Ya
le ha oído contarla. Es su tema favorito. Nosotros conocíamos nuestro propio
futuro, según Sennor. Yo, Twissell, por ejemplo, sabía que sobreviviría, a
pesar de mis años, hasta que Cooper emprendiese su viaje más allá del límite de
la Eternidad. Conocía otros detalles de mi futuro, otras cosas que haría.
«Imposible», decía Sennor. «La Realidad debe cambiar para corregir tal
conocimiento, aunque esto significara que el círculo no llegase a cerrarse y la
Eternidad no pudiera establecerse.» Por qué argumentaba así, no lo sé. Quizá
creía en ello honestamente, quizás era como un deporte intelectual para él,
quizás era sólo el deseo de sorprender a los demás con un punto de vista
original. De cualquier modo, el proyecto siguió adelante y los puntos explicados
en la Memoria empezaron a cumplirse. Encontramos o Cooper, por ejemplo, en el
Siglo y en la Realidad indicada en la Memoria. Los argumentos de Sennor no
podían explicarlo, pero a él ya no le interesaba, porque andaba ocupado en otra
cosa. Y a pesar de todo, a pesar de todo —Twissell rió suavemente, con algo de
timidez y dejó que su cigarrillo, olvidado, llegase casi a quemarle los dedos
debo confesar que nunca me sentí tranquilo. Algo podía ocurrir. La Realidad en
que fue establecida la Eternidad podía cambiar en alguna forma para impedir lo
que Sennor llamaba una paradoja. Y se transformaría en otra Realidad donde no
existiría la Eternidad. A veces, en medio de una noche de insomnio, casi
llegaba a convencerme de que tenía que ser así..., pero ahora ha pasado y puedo
reírme de mis temores absurdos.
Harlan
dijo en voz baja:
—El
Programador Sennor tenía razón.
Twissell
se volvió hacia él de pronto.
—¿Qué?
—El
proyecto ha fracasado —la mente de Harlan se estaba despejando de las sombras
que la envolvían—. El círculo no se ha cerrado.
—¿Qué está
diciendo, muchacho? —las descarnadas manos de Twissell cayeron sobre los
hombros de Harlan con fuerza sorprendente—. Está enfermo, muchacho. Debe ser la
tensión nerviosa.
—No estoy
enfermo. Es odio. A usted, a mí mismo. No estoy enfermo. Mire el indicador de
Siglos. Mírelo usted mismo.
—¿El
indicador?
La aguja
señalaba el Siglo 27, fija al extremo derecho del cuadrante.
—¿Qué ha
sucedido? —preguntó Twissell: la alegría había desaparecido de su rostro, y el
horror se reflejaba ahora en sus ojos.
Harlan
dijo claramente:
—He
fundido el mecanismo de cierre y liberado el ajuste del indicador.
—¿Cómo
pudo...?
—Tenía un
látigo neurónico. Lo he desmontado para usar la micropila atómica en una sola
descarga, como un soplete. Aquí está todo lo que queda de ella —Harlan movió
con el pie un pequeño montón de fragmentos metálicos en un rincón.
Twissell
aún no lo comprendía.
—¿En el
Veintisiete? ¿Quiere decir que Cooper está ahora en el Siglo Veintisiete?
—No sé
dónde se encuentra —dijo Harlan con voz apagada—. He movido el indicador hacia
el hipotiempo, más allá del Veinticuatro. No sé dónde. No miré. Luego lo volví
atrás. Tampoco miré.
Twissell
le miró fijamente. Su rostro iba tomando un color pálido, amarillento, mientras
sus labios temblaban un poco.
—No sé
dónde está ahora —repitió Harlan—. Está perdido en los Tiempos Primitivos. El
círculo se ha roto. Pensé que todo terminaría cuando hice aquel movimiento. A
la hora cero. Parece absurdo. Ahora tenemos que esperar. Habrá un momento en el
fisio-tiempo, cuando Cooper se dé cuenta de que está en otro Siglo, en que hará
algo que contradiga las instrucciones de la Memoria, cuando él...
Harlan se
interrumpió, lanzando una carcajada lenta y temblorosa.
—¿Qué
importa eso? Sólo es una demora hasta que Cooper acabe de romper el círculo. No
hay manera de impedirlo. Minutos, horas, días, ¡qué importa! Cuando llegue el
momento, la Eternidad dejará de existir. ¿Me oye? Será el fin de la Eternidad.
14
El primer crimen
—¿Por qué?
¿Por qué?
Twissell miraba
desalentado del indicador al Ejecutor, mientras sus ojos reflejaban la
confusión que delataban sus palabras.
Harlan
levantó la cabeza. Sólo pudo pronunciar una palabra:
—¡Noys!
—¿La mujer
que llevó a la Eternidad? —dijo Twissell.
Harlan
sonrió amargamente sin pronunciar palabra.
—¿Qué
tiene ella que ver con esto? —dijo Twissell—. ¡Por el Gran Tiempo! ¡No le
comprendo, muchacho!
—¿Qué
necesita comprender? —dijo Harlan, atormentado por la tristeza—. ¿Por qué
quiere aparentar ignorancia? Yo tenía a la muchacha. Era feliz, y ella también
lo era. No hacíamos daño a nadie. Ella no existe en la nueva Realidad. ¿Qué
daño hacíamos?
Twissell
trató en vano de interrumpirle.
Harlan
gritó:
—Pero
existen los reglamentos de la Eternidad, ¿no es cierto? Los conozco bien. Las
relaciones formales requieren un permiso. Necesitan un análisis
individualizado. Requieren una categoría en la Eternidad. Son cosas muy
difíciles de conseguir. ¿Qué pensaba hacer con Noys cuando todo esto hubiera
terminado? ¿La habría colocado en un cohete a punto de estrellarse? Ahora no
podrá hacer nada, estoy seguro.
Se
interrumpió desesperado, y Twissell se dirigió rápidamente a la pantalla del
intercomunicador. Había sido conectado de nuevo como transmisor, sin duda.
El
Programador gritó hasta que consiguió respuesta, y entonces ordenó:
—Soy
Twissell. Que no se permita la entrada a nadie. A nadie, ¿comprende?... Pues
asegúrese de que se cumplen mis órdenes. También incluyen a los miembros del
Gran Consejo. Especialmente a ellos.
Se volvió
de nuevo hacia Harlan, diciendo en voz baja:
—Lo harán
porque soy un anciano y el Jefe del Consejo, y porque creen que soy un viejo
raro y medio loco. Respetarán mis órdenes porque soy raro y quizás esté medio
loco.
Guardó
silencio sumido en sus reflexiones.
—¿Usted
también cree que estoy loco? —y su rostro se volvió hacia Harlan, semejante al
de un mono viejo.
Harlan
pensó: «¡Por el Gran Cronos, el hombre se ha vuelto loco! La impresión lo ha
hecho enloquecer».
Dio un
paso atrás, involuntariamente, al pensar que estaba encerrado con un demente.
Luego se repuso. El anciano, aunque loco, era débil y hasta su locura
terminaría pronto.
¿Pronto?
¿Por qué no enseguida? ¿Por qué se retrasaba el fin de la Eternidad?
Twissell
no tenía ningún cigarrillo en sus manos, ni hizo ningún movimiento para sacar
uno. Dijo con voz tranquila e insinuante:
—Aún no me
ha contestado. ¿Usted también cree que estoy loco? Supongo que lo cree.
Demasiado loco para hablar conmigo. Si me hubiera creído un amigo, en vez de un
viejo medio perturbado y caprichoso, me habría contado francamente su problema.
No tenía necesidad de hacer lo que ha hecho.
Harlan
arrugó el ceño. El Programador creía que él, Harlan, estaba loco. No podía ser
otra cosa.
—Mi
decisión era adecuada —dijo irritado—. Estoy en mis cabales.
—Le
prometí que no le pasaría nada a la muchacha.
—Fui un
estúpido al creerlo ni siquiera un instante, como al creer que el Gran Consejo
tendría compasión de un Ejecutor.
—¿Quién le
ha dicho que el Consejo sepa nada de todo esto?
—Finge lo
sabía y envió un informe al Consejo.
—¿Cómo lo
sabe?
—Se— lo
arranqué al mismo Finge con un látigo neurónico. Un arma como esa elimina todas
las diferencias de categoría.
—¿La misma
que ha hecho esto? —Twissell señaló al indicador, con su masa de metal fundido
sobre la superficie del cuadrante.
—Sí.
—Un arma
muy útil. ¿Sabe por qué Finge llevó el asunto al Consejo en vez de solucionarlo
personalmente? —agregó en seguida.
—Porque me
odiaba y quería estar seguro de mi perdición. Quería a Noys para sí.
Twissell
dijo:
—Es usted
muy inocente. S: hubiera querido la muchacha le hubiera sido fácil conseguir
permiso para una relación. Un simple Ejecutor no se lo habría impedido. Finge
me odiaba a mí, muchacho.
Twissell
aún no había encendido ningún cigarrillo. Extrañaba verle sin el acostumbrado
cilindro; los dedos manchados de amarillo, que apoyaba en su pecho mientras
pronunciaba las últimas palabras, parecían anormalmente desnudos.
—¿A usted?
—Existe lo
que se llama la política del Consejo, muchacho. No todos los Programadores son
miembros del Gran Consejo. Finge quería ser Consejero. Yo lo impedí, porque le
juzgaba emocionalmente inestable. Ahora me doy cuenta de cuán acertado estaba.
Compréndalo, muchacho. El sabía que yo le protegía a usted. Observó que yo le
relevaba de su puesto de Observador para convertirlo en Ejecutor Especialista.
Sabía que trabajaba para mí. ¿Qué mejor manera de atacarme y destruir mi
influencia? Si podía probar que mi Ejecutor favorito era el culpable de un
terrible crimen contra la Eternidad, ello perjudicaría a mi posición en el
Consejo. Era posible que me viese obligado a dimitir del Gran Consejo
Pantemporal, y ¿quién sería nombrado en mi lugar?
Alzó la
mano hacia los labios, y como nada sucedía se quedó mirando el vacío entre su
pulgar e índice, asombrado.
Harlan
pensó: «No está tan tranquilo como aparenta. No puede estarlo. Pero, ¿por qué
habla de todo esto ahora? Cuando la Eternidad va a morir.»
Luego
pensó, acongojado: «¿ Por qué no termina de una vez? ¡Ahora! »
Twissell
dijo:
—Recientemente,
cuando le permití que fuese a la Sección de Finge, sospechaba algún peligro
oculto. Pero la Memoria de Mallansohn decía que usted estuvo ausente durante el
último mes, y no se presentó ninguna otra razón lógica para enviarle lejos.
Afortunadamente, Finge no jugó bien sus cartas.
—¿De qué
modo? —preguntó Harlan, cansado.
En
realidad, aquello ya no le importaba, pero Twissell seguía hablando y era más
fácil tomar parte en la conversación que tratar de cerrar sus oídos a las
palabras del otro.
Twissell
continuó:
—Finge
tituló su informe: «Con referencia a la conducta indeseable del Ejecutor Andrew
Harlan». Seguía siendo el leal Eterno, ¿comprende? Trataba de mostrarse frío,
imparcial, sereno. Por desgracia para él, no conocía la verdadera importancia
que tenía usted. Quería que el Consejo se manifestara contra mí. No comprendió
que cualquier informe relativo a usted obraría inmediatamente en mi poder, a
menos que se hiciera constar en forma inequívoca su suprema importancia.
—¿Por, qué
no me habló antes de esto?
—¿Cómo
podía hacerlo? Tenía miedo de hacer nada que pudiera influir sobre sus
acciones, en vista de la importancia del proyecto que teníamos entre manos.
Pero le di oportunidad de acudir a mí con su problema.
¿Oportunidad?
Harlan hizo un gesto de desconfianza, pero luego pensó en la cansada faz del
Programador en la pantalla del intercomunicador, preguntándole si no tenía nada
que decirle. Aquello fue ayer. Ayer mismo.
Harlan
meneó la cabeza, pero ahora apartó la vista.
Twissell
dijo suavemente:
—Me di
cuenta inmediatamente de que Finge le había forzado a su... impremeditada
acción.
Harlan
levantó la cabeza.
—¿Sabe
eso?
—¿Le
sorprende? Yo sabía que Finge tramaba algo contra mí. Lo he sabido desde hace
mucho tiempo. Soy un viejo, muchacho. Adivino esas cosas. Pero hay formas de
vigilar a los Programadores en quienes no se tiene confianza. Existen ciertos
métodos de protección, seleccionados en el Tiempo, que no pueden verse en los
museos. Hay algunos que sólo son conocidos por el Gran Consejo.
Harlan pensó
con amargura en la barrera colocada en el 100.000.
—Teniendo
en cuenta el informe de Finge y lo que yo ya sabía, era fácil deducir lo que
había sucedido —dijo Twissell.
Harlan
preguntó de pronto:
—¿Finge
sospechaba que era espiado por orden de usted?
—Es
posible. No me sorprendería.
Harlan
trató de recordar sus primeros días con Finge, cuando Twissell empezó a
demostrar interés por el joven Observador. Finge no sabía nada del proyecto
Mallansohn, e inmediatamente se fijó en la interferencia de Twissell:
«¿Conoce
al jefe coordinador Twissell?», le había preguntado una vez, y ahora Harlan se
daba cuenta del tono de sospecha e intranquilidad que había en aquella
pregunta. Desde entonces, Finge debió sospechar que Harlan era un espía de
Twissell. Su odio y enemistad debieron nacer entonces.
Twissell
seguía hablando.
—De modo
que si me hubiese hablado...
—¿Hablarle
a usted? —exclamó Harlan—. ¿Qué hubiera dicho el Consejo?
—Entre
todos los Consejeros, sólo yo lo sabía.
—¿Y nunca
les ha informado? —se burló Harlan.
—Nunca.
Harlan
sintió fiebre. Las ropas le ahogaban. ¿Iba a continuar aquella terrible
pesadilla? ¡Absurda conversación! ¿Para qué?
¿Por qué
no terminaba ya la Eternidad? ¿Por qué no se encontraban ya en la oscura y
serena paz de la Irrealidad? ¡Por el Gran Cronos! ¿Qué estaba pasando?
Twissell
dijo:
—¿No me
cree?
—¿Por qué
he de creerle? —gritó Harlan—. Vinieron para examinarme durante aquel almuerzo,
¿no es cierto? ¿Por qué habrían hecho una cosa semejante si no conocieran el
informe? Vinieron para conocer al raro fenómeno que había violado las leyes de
la Eternidad, pero al que no se podía castigar hasta el día siguiente. Un día
más, y el proyecto Mallansohn habría terminado. Vinieron a disfrutar por
anticipado del mañana.
—No fue
por eso, muchacho. Querían verle sólo porque son humanos. Los Programadores son
también humanos. No podían ser testigos del último viaje de la cabina porque la
Memoria Mallansohn no hacía ninguna mención de su presencia. A pesar de todo,
querían ver algo. ¡Por el Gran Cronos, muchacho! ¿No entiende que cualquiera en
su lugar se sentiría devorado por la curiosidad? Usted era el protagonista más
inmediato a quien podían conocer. Por eso se sentaron a su lado y lo
contemplaron a su gusto.
—No le
creo.
—Es la
verdad.
Harlan
dijo:
—No es
posible. Mientras comíamos, el consejero Sennor habló de un hombre que se
encuentra a sí mismo. No hay duda de que conocía mis excursiones ilegales en el
Tiempo del Cuatrocientos ochenta y dos, y que estuve a punto de enfrentarme
conmigo mismo. Se divirtió burlándose de mí.
—¿Sennor?
—dijo Twissell—. ¿Le preocupa Sennor? ¿Es que no conoce la tragedia de su
personalidad? Su Siglo natal es el Ochocientos tres, una de las pocas
civilizaciones que desfiguran deliberadamente el cuerpo humano para adaptarlo a
los gustos estéticos de aquella sociedad. Se les depila total y definitivamente
en su adolescencia. ¿Sabe lo que eso significa para la personalidad del hombre?
Hágase cargo. Cualquier deformación separa al hombre de sus antepasados y de
sus descendientes. Los hombres del Ochocientos tres no son buen material para
la Eternidad; resultan demasiado distintos de los demás. Pocos son los
escogidos. Sennor es el único de su Siglo que ha podido llegar hasta el Gran
Consejo. ¿Se da cuenta ahora de cómo le afecta esto? Ya sabe que la inseguridad
es un obstáculo. ¿Se le ha ocurrido nunca que un Consejero de la Eternidad
pueda sentirse inseguro? Sennor tiene que escuchar propuestas para eliminar su
Realidad, por la misma característica que le hace distinto de todos nosotros. Y
si elimináramos esta Realidad, sólo quedarían él y algunos más de su
generación, que permanecerían desfigurados.
Algún día
puede suceder. Busca alivio en la filosofía. Trata de compensar su defecto
buscando siempre discusiones, exponiendo puntos de vista impopulares o
inaceptables. Su paradoja del hombre que se encuentra a sí mismo es un ejemplo.
Ya le he dicho que acostumbraba a predecir el desastre para este proyecto. Era
a nosotros, los restantes Consejeros, a quienes quería impresionar, y no a
usted. No tenía nada contra usted, nada.
Twissell
se había excitado. Con la emoción de sus palabras pareció olvidarse de donde se
hallaba y la crisis que les enfrentaba, y de nuevo fue el anciano ágil y de
rostro arrugado, que Harlan conocía tan profundamente. Hasta hizo aparecer un
cigarrillo entre sus dedos, y esta vez dejó ver que los llevaba en un bolsillo
especial de su manga.
Pero luego
se detuvo antes de encenderlo, dio media vuelta y se quedó mirando de nuevo a
Harlan, tratando de recordar algo que éste había dicho, como si hasta aquel
momento no le hubiera entendido.
—¿Qué ha
querido decir con eso de que se encontró a sí mismo? —preguntó.
Harlan se
lo explicó brevemente y terminó:
—¿No lo
sabía?
—No.
Hubo unos
momentos de silencio, que Harlan recibió como una bendición para su alma
atormentada.
—¿Conque
fue esto? —dijo Twissell—. ¿Qué habría pasado si se hubiera encontrado de
frente?
—No
ocurrió.
Twissell
ignoró la respuesta.
—Siempre
existe la posibilidad de variaciones fortuitas. Con un número infinito de
Realidades, no puede existir lo que llamamos determinismo. Supongamos que en la
Realidad de Mallansohn, en el giro anterior del círculo...
—¿El
círculo gira indefinidamente? —preguntó Harlan con un resto de curiosidad que
aún quedaba en su interior.
—¿Creyó
que sólo lo hacía dos veces? ¿Se figura que el dos es un número mágico? El
círculo gira un número infinito de veces dentro de un fisio-tiempo finito. Lo
mismo que se puede seguir pasando el lápiz un número infinito de veces sobre la
circunferencia de un círculo, y sin embargo el área abarcada es finita. En los
giros anteriores del círculo, usted no se había encontrado a sí mismo. ista
vez, la incertidumbre estadística de las cosas lo hizo posible. La realidad
tenía que cambiar para impedir el encuentro, y en la nueva Realidad usted no ha
enviado a Cooper al Veinticuatro, sino a...
Harlan
exclamó:
—¿A qué
vienen todas estas frases? ¿Qué quiere conseguir con ello? Todo está hecho.
¡Todo! ¡Déjeme! ¡Déjeme solo!
—Quiero
hacerle comprender que estaba equivocado. Quiero que se dé cuenta de que hizo
lo que no debía.
—No es
verdad. Y aunque fuese así, ya está hecho.
—Pero no
definitivamente. Escúcheme un poco más.
Twissell
trataba de convencerle, casi suplicante, con inflexiones de agonía en su voz.
—Le devolveremos
a su muchacha. Se lo he prometido, y lo mantengo. No sufrirá ningún daño, ni
usted tampoco. Se lo prometo. Tiene mi garantía personal.
Harlan lo
contempló con los ojos abiertos.
—Pero ya
es demasiado tarde. ¿De qué sirve todo eso ahora?
—No es
demasiado tarde. La situación no es irreparable. Con su ayuda, aún podemos
tener éxito. Es necesario que me ayude. Debe entender que cometió una acción
equivocada. Estoy tratando de explicárselo. Debe desear deshacer lo que hizo.
Harlan
pasó la punta de la lengua por los labios resecos y pensó: «Está loco. Su mente
no puede aceptar la verdad... o, de lo contrario, es que el Consejo tiene algún
recurso desconocido».
¿Sería
posible? ¿Podía el Consejo revertir el resultado de los cambios? ¿Podía
Twissell detener el Tiempo o hacerlo retroceder?
—Me
encerró en el cuarto de mandos para reducirme, hasta que todo hubo terminado
—objetó Harlan.
—Usted
dijo que tenía miedo de cometer alguna torpeza; que a lo mejor no podía cumplir
con su parte de la misión.
—Lo dije como
una amenaza.
—Yo lo
entendí literalmente. Perdóneme. Necesito su ayuda.
Conque así
estaban las cosas. Necesitaban su ayuda.
¿Estaba
loco Twissell? ¿Era Harlan el demente? ¿Tenía aquella locura algún significado
oculto?
El Consejo
necesitaba su ayuda. Por ella le prometerían cualquier cosa. Noys, el cargo de
Programador, ¿qué podían negarle? ¿Y cuando hubieran obtenido su ayuda, que le
darían? ¿Le engañarían por segunda vez?
—¡ No!
—Tendrá a
Noys.
—¿Quiere
decir que el Consejo estará dispuesto a infringir las leyes de la Eternidad una
vez se vean fuera del peligro? No lo creo.
¿Cómo
podía evitarse el peligro desencadenado por su acción?, se preguntaba Harlan.
¿Qué había en el fondo de todo aquello?
—El
Consejo nunca lo sabrá.
—Entonces,
¿estará usted dispuesto a faltar a la Ley? Usted es el Eterno ideal. Cuando se
haya remediado esta emergencia, obedecerá a la Ley. No podría hacerlo de otro
modo.
Twissell
enrojeció, con dos manchas de color en cada pómulo. Todo rastro de maliciosa
inteligencia desapareció de su arrugado rostro. Sólo quedó una profunda pena.
—Mantendré
la palabra que le doy y faltaré a las Leyes por una razón que usted desconoce
—respondió—. No sé cuánto tiempo nos queda antes de que desaparezca la
Eternidad. Pueden ser horas o quizá meses. Pero ya he perdido tanto tiempo, en
la esperanza de hacer'— ver la razón, que me entretendré un poco más. ¿Quiere
escucharme? Se lo ruego.
Harlan
vaciló. Luego, convencido de que aquello era tan inútil como todo lo que
pudiera hacerse en aquel mundo condenado a desaparecer, dijo con voz cansada:
—Continúe.
—Dicen de
mí —empezó Twissell— que nací viejo, que me salieron los dientes mordiendo una
calculadora, que llevo otra en un bolsillo especial de mis pijamas, cuando me
voy a dormir. Que mi cerebro está compuesto de incontables campos de fuerza
conectados en paralelo, y que cada corpúsculo de mi sangre contiene un diminuto
programa espacio—temporal flotando en aceite especial para cerebros
electrónicos. Un día u otro, todas estas críticas llegan a mis oídos, y creo
que a veces me he sentido un poco orgulloso de ellas. Puede que a veces haya
llegado a creérmelas. Es absurdo en un anciano, pero ha hecho mi vida más
fácil.
»¿Esto le
sorprende? ¿Que yo busque consuelo en mi vida? ¿Yo, el jefe programador Laban Twissell,
Presidente del Gran Consejo Pantemporal? Quizás es por eso que fumo. ¿Nunca se
le ha ocurrido buscar la razón oculta de
ese vicio?
La Eternidad es esencialmente una civilización contraria al tabaco, como la
mayor parte de los Siglos. Muchas veces he reflexionado sobre esto. A veces
pienso que es una protesta mía contra la Eternidad. Algo que ocupa el lugar de
una rebelión mucho más grande que fracasó...
»No, no me
pasa nada. Una lágrima o dos no pueden
hacerme
daño, créame. Es que hace mucho tiempo que no pensaba en todo esto. No es nada
agradable.
»Se
trataba de una mujer, por supuesto, igual que en su caso. No es ninguna
coincidencia. Es casi inevitable, si se mira bien. El Eterno que deja las
satisfacciones normales de la vida por un puñado de perforaciones en una lámina
metálica, está predispuesto a caer en la tentación. Por eso la Eternidad toma
tantas precauciones. Y, por lo visto, es también la razón de que los Eternos
demuestren tanta inteligencia en burlar las precauciones de vez en cuando.
»Aún
recuerdo a la mujer de quien yo estaba enamorado. Quizá sea ridículo por mi
parte. Pero no puedo recordar otra cosa sino aquella época de mi fisio-vida.
Mis viejos colegas son sólo nombres en los registros, los Cambios que he
dirigido (todos menos uno) son sólo cifras en los centros memorizadores de los
cerebros electrónicos. Pero a ella la recuerdo perfectamente. Estoy seguro de
que usted me comprende.
—Había
presentado mi solicitud hacía ya mucho tiempo, y después de alcanzar el puesto
de Ayudante Programador me concedieron el permiso. Ella era una muchacha de
este mismo Siglo, el Quinientos setenta y cinco. Era inteligente y bondadosa.
No era hermosa ni siquiera bonita, pero yo de joven (sí, yo también he sido
joven) tampoco era muy guapo: Nuestros temperamentos eran muy parecidos, y si
yo hubiera sido un hombre del Tiempo, me habría enorgullecido de poder hacerla
mi esposa. Se lo dije muchas veces. Creo que le gustaba, y yo decía la verdad.
No todos los Eternos, que deben visitar a sus mujeres cuando y como les permite
el programa espaciotemporal, tienen esta suerte.
»En
aquella Realidad particular, ella tenía que morir joven. Al principio, yo
acepté aquella situación con filosofía. Al fin y al cabo, era precisamente su
corto lapso de vida lo que había hecho posible que yo pudiese vivir con ella
sin efectos perniciosos para la Realidad.
»Ahora me
da vergüenza el haber sido capaz de despreocuparme de que sólo le quedaran
pocos meses de vida. Sólo fue al principio, únicamente al principio.
»La
visitaba tan a menudo como me lo permitía mi programa espacio—temporal.
Aprovechaba todos los minutos de mi permiso, aguantando sin comer ni dormir
cuando era necesario, pasando mi trabajo a otros, sin sentir escrúpulos por
ello, siempre que podía. Su ternura y amor eran inmensos, y yo estaba
enamorado. Lo digo sin rodeos. Mi experiencia del amor es muy pequeña, y es
difícil comprenderlo a través de Observaciones en el Tiempo normal. Pero en
cuanto a mis sentimientos, puedo asegurar que estaba enamorado.
»Lo que
empezó como la satisfacción de una necesidad emocional y física, se convirtió
en algo mucho más grande y sublime. Su muerte inminente dejó de parecerme algo
conveniente y se transformó en una insufrible calamidad. finalicé su
probabilidad de supervivencia. No lo hice a través de los Departamentos de
Análisis. Lo hice yo mismo, en secreto. Supongo que esto le sorprende. Era una
falta grave, pero aquello no tuvo importancia comparado con los crímenes que
llegué a cometer más adelante.
»Sí, yo
mismo, Laban Twissell, el Jefe Programador Twissell.
»En tres
ocasiones distintas llegó un punto del fisio-tiempo durante el cual yo pude
alterar su Realidad personal. Los dejé pasar sin hacer nada. Naturalmente, yo
sabía que el Gran Consejo no podía autorizar semejantes Cambios por razones
puramente personales. De todos modos, empecé a sentirme responsable de su
muerte.
»Un día
ella me confesó, ruborizada, que tendríamos un hijo. No informé de ello a mis
superiores, aunque era mi deber. Yo había analizado su probabilidad de supervivencia,
incluyendo los factores variables de sus relaciones conmigo, y sabía que
aquello podía ocurrir. Como seguramente usted ya sabe, y dado que ningún Eterno
puede
tener
hijos, tales situaciones no están permitidas. Existen muchos métodos.
»Mi análisis
me indicó que ella debía morir antes de dar a luz, de manera que quise
ahorrarle aquel dolor adicional. Ella era feliz en su nuevo estado, y yo quería
que fuese feliz. De modo que me limité a mirarla y sonreír cuando me contaba
que podía sentir cómo se agitaba una nueva vida dentro de ella.
»Pero
entonces sucedió algo imprevisto. Dio a luz prematuramente.
»No me
extraña que me mire así. Yo he tenido un hijo. Un hijo propio. Es posible que
no exista otro Eterno que pueda decir eso. Aquello era algo más que una falta
grave. Se trataba ya de un crimen contra la Eternidad, pero le siguieron muchos
más.
»Yo no
esperaba aquello. La paternidad y sus problemas eran un aspecto de la vida del
cual yo no tenía experiencia.
»Repasé mi
análisis, lleno de pánico, y entonces pude encontrar al hijo vivo, en una
solución alterna a una rama secundaria de ínfima probabilidad, y que yo no
había tenido en cuenta. Un Analista profesional no habría dejado de fijarse en
ella, y yo había sido un estúpido al fiarme tanto de mis conocimientos.
»Pero,
¿qué podía hacer ahora?
»No podía
matar a la criatura. A la madre le quedaban dos semanas más de vida. Dejemos
que el niño viva con ella hasta entonces, pensé. Dos semanas de felicidad no es
mucho pedir.
»La madre
murió, como estaba previsto y en la forma normal. Yo estuve sentado en su
habitación durante todo el tiempo admisible, mientras el remordimiento me
devoraba las entrañas por haber esperado su muerte, sabiéndolo, durante más de
un año. En mis brazos, apretaba a mi hijo, mío —y de ella.
»Sí, dejé
que mi hijo viviera. ¿Por qué esa mueca? ¿También usted me condena?
»No puede
saber lo que significa tener en los brazos una pequeña parte de nuestra propia
vida. Yo podré tener cables eléctricos por nervios y programas espaciotemporales
en la sangre, pero yo lo sé.
»Dejé que
mi hijo viviese. He cometido ese crimen. Lo dejé al cuidado de una organización
adecuada y regresé a verlo siempre que pude. Hice los pagos necesarios y le vi
crecer.
»Dos años
pasaron de aquella forma. Periódicamente, yo estudiaba la probabilidad de
supervivencia de mi hijo (ahora ya estaba acostumbrado a infringir las normas)
y me alegré de saber que no se presentaban efectos perniciosos en la Realidad
vigente, con aproximación de una diezmilésima. El niño aprendió a andar y
empezó a hablar con su deliciosa media lengua. No le enseñaron a llamarme
«papá». No sé que pensarían las gentes de la institución que cuidaba del niño.
Aceptaron mi dinero y nunca me preguntaron nada.
»Entonces,
pasados dos años, un proyecto de Cambio que incluía al Siglo Quinientos setenta
y cinco fue presentado al Gran Consejo Pantemporal. Yo había sido ascendido
recientemente a Ayudante Programador y me confiaron aquella misión— Era el
primer Cambio que debía realizar bajo mi sola responsabilidad.
»Estaba
orgulloso de ello, pero en el fondo de mi corazón había un doloroso temor. Mi
hijo era un intruso en aquella Realidad. Yo no podía esperar que tuviera
homólogos. Me entristecía pensar que mi hijo desaparecía completamente de la
Realidad.
»Me
dediqué a preparar el Cambio, y aún ahora estoy seguro de que hice un trabajo
impecable. Mi primer Cambio. Pero sucumbí a una tentación. Quizá cedí a ella
más fácilmente porque ya estaba acostumbrado. Yo ya era un criminal
empedernido, un delincuente habitual. Preparé un nuevo análisis para mi hijo
bajo la nueva Realidad, sintiéndome seguro de lo que iba a encontrar.
»Luego
pasé veinticuatro horas en mi despacho, sin comer ni dormir, luchando con el
análisis terminado, tratando desesperadamente de encontrar algún error.
»No había
ningún error.
»Al día
siguiente, reteniendo mi solución del Cambio, preparé un programa
espacio—temporal propio, usando una aproximación sencilla, ya que aquella
Realidad no iba a durar mucho, y entré en el Tiempo a unos treinta y cuatro
años del nacimiento de mi hijo.
»Ahora
tenía treinta y cuatro años, mi misma edad. Me presenté como un pariente
lejano, utilizando mi conocimiento de la familia de su madre. No sabía quién
era su padre, ni recordaba mis visitas cuando él era niño.
»Era
ingeniero de aviación. El Siglo Quinientos setenta v cinco estaba muy
adelantado en casi media docena de formas de viaje aéreo, como aún lo está en
la presente Realidad. Mi hijo era un miembro feliz y próspero de aquella
sociedad. Estaba casado con una muchacha a quien amaba, pero no tenían hijos.
Si mi hijo no hubiera existido, aquella muchacha no se habría casado. Lo sabía
desde el principio. Siempre había sabido que no tendría efecto pernicioso sobre
la realidad. De otro modo, quizá no me habría decidido a dejarle vivir. No he
renegado por completo de los principios de la Eternidad.
»Pasé el
día con mi hijo. Hablé tranquilamente, sonriendo con cortesía y al final me
despedí en el momento indicado por las instrucciones de mi programa
espaciotemporal. Pero por debajo de las apariencias de cortesía yo le
contemplaba con amor, tratando de retener su imagen y el recuerdo del día
vivido con él en aquella Realidad que a la mañana siguiente ya no existiría.
»Ansiaba
también volver a visitar a mi esposa una vez más regresando al Tiempo en que
ella había vivido, pero ya había consumido todos los segundos que me estaban
permitidos. Ni siquiera me atrevía a entrar en el Tiempo para verla sin que
ella me viese a mí.
»Regresé a
la Eternidad y pasé una noche horrible debatiéndome inútilmente contra lo
inevitable. A la mañana siguiente presenté mis recomendaciones para el Cambio.
La voz de
Twissell había ido bajando de tono hasta que no fue más que un susurro, y ahora
guardó silencio. Quedó sentado, allí, en el cuarto de mandos de la cabina
especial, con los hombros hundidos, los ojos fijos en el suelo entre sus
rodillas, retorciéndose las manos sin darse cuenta.
Harlan
tosió, esperando a que el anciano continuara su relato. Sentía lástima por
aquel hombre, a pesar de todas sus faltas contra la Eternidad.
—¿Esto es
todo? —preguntó.
—No. Aún
falta lo peor... Lo peor... En la nueva Realidad apareció un homólogo de mi
hijo..., paralítico desde los cuatro años. Vivió cuarenta y dos años en la
cama, en circunstancias que me impidieron aplicarle los procedimientos de
regeneración de nervios descubiertos en el Siglo Novecientos, o al menos
disponer que su vida terminase rápidamente y sin dolor.
»Aquella
nueva Realidad aún existe. Mi hijo sigue allí viviendo los años correspondientes
de su Siglo. Yo tengo la culpa de ello. Mi cerebro y mis cálculos hicieron
posible aquella vida atormentada, y fue mi palabra la que ordenó el Cambio. He
cometido muchos crímenes, pero aquella última acción, aunque era la única que
se ajustaba exactamente a mi juramento de Eterno, siempre me ha parecido que
era mi verdadero crimen, el único.
No había
nada que decir, y Harlan guardó silencio.
Twissell
dijo:
—Ahora ya
sabe por qué comprendo su caso, y por qué estoy dispuesto a dejar que siga
viviendo con su chica. No puede hacer ningún daño a la Eternidad y, en cierto
modo, servirá para expiar mi crimen.
Y, de
repente, Harlan comprendió. En un solo momento tuvo fe en las palabras del
anciano.
Harlan
cayó de rodillas y levantó sus puños hasta las sienes. Inclinó la cabeza y se
balanceó lentamente, mientras una salvaje desesperación se apoderaba de él.
Había destruido la Eternidad y perdido a Noys,
cuando, si no fuera por su golpe de Sansón, podía haber salvado a la primera y
conservado la segunda.
15
Perdidos en los Tiempos Primitivos
Twissell
sacudía a Harlan tomándole por los hombros. El anciano le llamaba con ansiedad.
—¡Harlan!
¡ Harlan! ¡Por el Gran Tiempo, Harlan!
Harlan
emergió lentamente de aquella negra profundidad.
—¿Qué
podemos hacer?
—Todo lo
contrario de esto. No debemos desesperar. Para empezar, escúcheme. Olvídese de
su punto de vista de la Eternidad como Ejecutor y contémplela a través de los
ojos de un programador. Es mucho más complicado. Cuando usted altera algo en el
Tiempo normal y crea un Cambio de Realidad, el Cambio puede ocurrir
inmediatamente. ¿Por qué debe ser así?
Harlan
dijo, confuso:
—Porque la
alteración ha hecho el Cambio inevitable.
—¿Lo cree
así? Usted podría volver de nuevo al Tiempo y revocar su propia modificación,
¿no es cierto?
—Supongo
que sí. Yo nunca lo he hecho. Nadie lo ha hecho, que yo sepa.
—En
efecto. No nos proponemos revocar nuestras acciones, y por eso todo continúa
tal como se había planeado. Pero aquí nos encontramos en una situación
distinta.
Una
alteración de la Realidad cometida sin plena intención. Usted envió a Cooper a
un Siglo equivocado, y yo ahora firmemente decido revocar esta alteración y
traer de nuevo a Cooper.
—Pero,
¿cómo? —gritó Harlan.
—Todavía
no estoy seguro de cómo hacerlo, pero debe existir el medio. Si no hubiese
forma de corregirla, la alteración sería irreversible; el Cambio se efectuaría
inmediatamente. Pero el Cambio no ha llegado todavía hasta aquí. Esto significa
que la alteración causada por usted es todavía reversible, y será revocada.
—¿Cómo?
—Harlan se sentía inmerso en una pesadilla cada vez más profunda y oscura.
—Hemos de
buscar el modo de volver a unir el círculo en el Tiempo, y hemos de intentarlo
bajo una máxima probabilidad de éxito. Mientras exista nuestra Realidad, podemos
estar seguros de que la solución sigue siendo posible. Si en cualquier momento
usted o yo tomamos una decisión equivocada, si la posibilidad de volver a
cerrar el círculo cae por debajo de un valor crítico, la Eternidad
desaparecerá. ¿Me comprende?
Harlan no
estaba seguro de entenderlo. No podía ver claro. Lentamente se puso en pie y se
tambaleó hasta una silla.
—¿Quiere
decir que si podemos traer de nuevo a Cooper... ?
—Y podemos
reexpedirlo al lugar adecuado, todo se arreglará. Debemos encontrarlo en el
momento en que abandone su cabina, para que pueda llegar a su destino .'n el
Siglo Veinticuatro sin que hayan transcurrido sino algunas horas de
filio—tiempo, o unos fisio-días como mucho. Será una alteración, desde luego,
pero, sin duda, no eficiente para producir un Cambio. La Realidad se
tambaleará, pero no quedará destruida.
—¿Cómo
podemos localizarle?
—Sabemos
que existe un medio, o, de lo contrario, la Eternidad ya no existiría en este
momento. En cuanto a cuál sea este medio, para eso le necesito y he luchado por
volver a traerlo a mi lado. Usted es experto en Tiempos primitivos. Dígame la
solución.
—No lo sé
—gimió Harlan.
—Lo sabe
—dijo Twissell.
De
repente, todo rastro de cansancio o de vejez desapareció de la voz del anciano.
Sus ojos estaban encendidos con el ardor de la lucha y agitaba su cigarrillo
como si fuese una espada. Incluso para los sentidos embotados de Hartan, aquel
hombre parecía disfrutar en realidad, sentirse feliz en medio de aquella lucha.
—Podemos
reconstruir el accidente —dijo Twissell—. Aquí está la palanca del indicador de
Siglos. Usted se encuentra a su lado, esperando la señal. El momento crucial ha
llegado. Usted establece el contacto y al mismo tiempo coloca la palanca en
dirección al hipotiempo. ¿Hasta dónde?
—No lo sé,
ya lo he dicho. No lo sé.
—Usted no
lo sabe, pero sus músculos conservan la memoria de lo que hizo. «Póngase aquí y
tome la palanca en sus manos. Concéntrese. Cójala. Está esperando la señal. Me
está odiando. Está odiando a todo el Gran Consejo. Odia a la Eternidad. Tiene
el corazón lleno de dolor por Noys. Sitúese de nuevo en aquel momento. Reviva
lo que sentía en aquel instante. Ahora pondré de nuevo en marcha el cronómetro.
Le doy un minuto, muchacho, para recordar sus emociones y lanzarlas de nuevo a
través de
su sistema
nervioso. Luego, cuando se acerque el cero, deje que su mano derecha mueva la
palanca como lo hizo antes. Luego ¡quite la mano! No la mueva de nuevo. ¿Está
preparado?
—No creo
que pueda hacerlo.
—¡Cómo!
¡Por el Gran Cronos! ¡No tiene otro remedio! ¿Acaso existe otro medio de volver
a ver a Noys?
No había
otro. Harlan se acercó a los mandos, y al hacerlo sintió que volvían sus
pasadas emociones. No tuvo que buscarlas. El repetir los movimientos de
aquellos instantes fue suficiente. La roja aguja del cronómetro empezó a
moverse.
Pensó si
aquél sería el último minuto de su vida.
Menos
treinta segundos.
Pensó: «No
sentiré dolor. No es la muerte».
Trató de
pensar sólo en Noys.
Menos
quince segundos.
¡Noys!
La mano
izquierda de Harlan cerró un conmutador estableciendo el contacto.
Menos doce
segundos.
¡
Contacto!
Su mano
derecha se movió.
Menos
cinco segundos.
¡Noys!
Su mano
derecha se mo... CERO... vió convulsivamente.
Se apartó
de un salto, anhelante.
Twissell
se acercó y miró el indicador.
—El Siglo
Veinte —dijo—. Diecinueve coma treinta y ocho, para ser exactos.
Harlan
trató de hablar.
—No estoy
seguro. He tratado de hacer el mismo movimiento, pero esta vez fue distinto.
Sabía lo que estaba haciendo y es posible que me haya equivocado.
—Ya lo sé.
Ya lo sé —dijo Twissell—. Quizá todo esto es un error. Llamémoslo una primera
aproximación.
Hizo una
pausa, sumido en cálculos mentales; luego sacó una calculadora de bolsillo,
pero volvió a guardarla.
—Dejemos
los decimales. Digamos que la probabilidad de que usted lo haya enviado al
segundo cuarto de Siglo es cero noventa y nueve. En alguna parte entre
Diecinueve, coma, veinticinco y Diecinueve, coma, cincuenta. ¿Conforme?
—No lo sé.
—Bien,
entonces fíjese. Si tomo la decisión final de buscar en esa parte de los
Tiempos Primitivos con exclusión de las demás y estoy equivocado, lo más
probable es que hayamos perdido la oportunidad de volver a unir el círculo, y
entonces la Eternidad desaparecerá. Esta decisión que voy a tomar es el punto
crucial, el Cambio Mínimo Necesario, el C.M.N. que puede provocar el Cambio.
Ahora tomo esta decisión. Decido, irrevocablemente...
Harlan
miró a su alrededor, temeroso, como si la Realidad se hubiera convertido en
algo tan frágil que un movimiento repentino pudiera derribarla.
Harlan
dijo:
—Estoy
plenamente consciente de la Eternidad.
Las ideas
de Twissell le habían convencido de tal forma, que su voz sonaba ahora firme a
sus propios oídos.
—Por
tanto, aún existe —dijo Twissell con decisión—, y hemos tomado una decisión acertada.
Ya no tenemos nada más que hacer aquí por el momento. Vamos a mi despacho, y
dejemos que la Comisión del Gran Consejo venga a curiosear por aquí, si ello ha
de hacerles más felices. En lo que a ellos respecta, nuestro proyecto ha
terminado con éxito. Si no es así, nunca lo sabrán. Y nosotros tampoco.
Twissell
contempló su cigarrillo y dijo:
—La
cuestión con que nos enfrentamos ahora es la siguiente: ¿Qué hará Cooper cuando
se encuentre en un Siglo distinto del que esperaba hallar?
—No lo sé.
—Estamos
seguros de algo. Cooper es un muchacho brillante, inteligente, con imaginación,
¿no es cierto?
—Bien, él
es Mallansohn.
—Exactamente.
Y ya pensó en la posibilidad de que algo fuese mal. Una de sus últimas
preguntas fue: «¿Qué pasará si no llego al sitio indicado?» ¿Lo recuerda?
—¿Y bien?
—Harlan no comprendía adónde conducía aquella conversación.
—Por
tanto, está mentalmente preparado para encontrarse desplazado en el Tiempo.
Hará algo. Tratará de llegar hasta nosotros. Tratará de dejar un rastro. Recuerde
que durante parte de su vida ha sido un Eterno. Eso es importante.
Twissell
hizo un anillo de humo azulado, pasó un dedo por su centro y contempló cómo se
deshacía.
—Está
acostumbrado a la idea de la comunicación a través del Tiempo. No se rendirá a
la idea de hallarse aislado en el Tiempo Primitivo. Sabe que le buscamos.
—En el
Siglo Veinte, sin cabinas ni Eternidad, ¿cómo podrá comunicarse con nosotros?
—preguntó Harlan.
—Con
usted, Ejecutor, con usted. Use el singular. Usted es nuestro experto sobre los
Primitivos. Ha enseñado a Cooper lo que sabe de aquellos Tiempos. Usted es el
único que él creerá capaz de encontrarle.
—¿Cómo,
Programador?
—Se
pretendía dejar a Cooper en el Primitivo. —La inteligente faz de Twissell miró
fijamente a Harlan—. Se encuentra sin la protección del escudo electrónico de
fisiotiempo. Toda su existencia se encuentra ahora unida al curso del tiempo
normal, y permanecerá así hasta que usted revoque la alteración. Igualmente
unido al curso del Tiempo Normal se hallará cualquier instrumento, señal o
mensaje que haya dejado para nosotros. Deben existir ejemplares antiguos, que
habrán usado en sus estudios del Siglo Veinte. Documentos, archivos, películas,
utensilios, libros de referencia. Me refiero a ejemplares originales, procedentes
de aquella época.
—Sí.
—¿Y él los
estudio con usted?
—Sí.
—¿Hay
algún ejemplar particular que fuese su favorito, uno que él supiera le era
familiar a usted, de modo que le fuese fácil hallar cualquier referencia sobre
Cooper?
—Empiezo a
comprender lo que quiere decir —dijo Harlan, y se quedó pensativo unos minutos.
—¿Bien?
—preguntó Twissell con impaciencia.
—Mis
volúmenes de la revista, casi con toda seguridad. Las revistas son un fenómeno
de la primera parte del Veinte. Tengo una colección casi completa, que empieza
a principios del Veinte y continúa hasta mediados del Veintidós.
—¡Magnífico!
¿Puede Cooper hacer uso de esas revistas para enviarle un mensaje? Recuerde que
él sabe que usted conoce esa publicación, que está familiarizado con ella, que
sabe cómo manejarla.
—No lo sé.
—Harlan movió la cabeza—. La revista tenía un estilo artificial. Seleccionaba
ciertos acontecimientos y omitía otros en forma completamente imprevisible.
Sería muy difícil o casi imposible conseguir que publicase algo que uno quisiera
hacer público. A Cooper le sería difícil crear una noticia con la seguridad de
verla publicada. Aunque consiguiera obtener un puesto entre su personal de
redactores, lo cual es improbable, no podría estar seguro que sus mismas
palabras pasaran por los distintos jefes de redacción sin ser modificadas. No
lo veo claro, Programador.
—¡Por el
Gran Cronos, piense! Concéntrese en esa revista. Imagine que se encuentra en el
Veinte y que es Cooper, con su educación y su experiencia. Usted ha instruido
al muchacho, Harlan. Usted ha influido en sus ideas. ¿Qué haría él? ¿Qué podría
hacer para insertar algo en la revista con las palabras exactas que él
quisiera?
Los ojos
de Harlan se agrandaron.
—¡Un
anuncio!
—¿Qué?
—Un
anuncio. Un aviso pagado, que se verían obligados a publicar exactamente según
sus deseos. Cooper y yo hemos hablado de ellos en ocasiones.
—Comprendo.
Tenemos algo semejante en el Ciento ochenta y seis —dijo Twissell.
—No es
exactamente como en el Veinte. En este sentido el Siglo Veinte alcanza el
máximo. El ambiente cultural de aquella civilización...
—Volvamos
a nuestro anuncio —le interrumpió Twissell con prontitud—. ¿Cómo podría ser?
—Me
gustaría saberlo.
Twissell
contempló el extremo encendido de su cigarrillo, como si buscara inspiración.
—No podría
expresarse claramente. Por ejemplo, no podría decir: Cooper del Setenta y ocho,
perdido en el Veinte, llama a la Eternidad...
—¿Y por
qué no?
—¡Imposible!
Divulgar en el Siglo Veinte una información que sabemos que no poseían, sería
tan fatal para la Realidad de Mallansohn como pueda serlo un movimiento
equivocado por nuestra parte. Seguimos aquí, de modo que durante toda su vida
en la Realidad actual de los Tiempos Primitivos, Cooper no ha causado ningún
daño irreparable.
—Además
—dijo Harlan sin tratar de comprender aquel tipo de razonamiento circular que
parecía tan fácil para Twissell—, la revista no estaría dispuesta a publicar
nada que pareciese absurdo o incomprensible. Sospecharía un fraude o alguna
clase de ilegalidad, y no querría verse complicada en algo parecido. Por tanto,
Cooper no podría usar el idioma Pantemporal para su propósito.
—Tiene que
ser algo sutil —dijo Twissell—. Habrá usado un procedimiento indirecto. Habrá
colocado un anuncio que parecerá perfectamente normal a los habitantes de los
Tiempos Primitivos. ¡Perfectamente normal! Y, sin embargo, debe ser evidente
para nosotros, una vez sepamos lo que estamos buscando. ¡Del todo evidente!
Algo que salte a la vista, porque habremos de buscarlo entre incontables
anuncios semejantes. ¿De qué tamaño cree que debe ser, Hartan? ¿Son muy caros
esos anuncios?
—Bastante
caros, creo.
—Y Cooper
tendrá que administrar su dinero. Además, para evitar preguntas indiscretas, lo
mejor sería que fuese pequeño. Piense, Harlan, ¿de qué tamaño?
Harlan
separó las manos.
—Quizá
media columna.
—¿Columna?
—Ya sabe
que se trata de revistas impresas. Sobre papel. Las líneas están dispuestas en
columna.
—¡Ah,
claro! No acabo de distinguir la literatura impresa y los microfilms... Bien,
ya tenemos una primera aproximación. Hemos de buscar un anuncio de media
columna que, prácticamente a la primera ojeada, nos demostrará que el hombre
que lo insertó procedía de otro Siglo, en el hipertiempo, desde luego. Y sin
embargo, será de aspecto tan corriente que cualquiera de los habitantes de
aquel Siglo no encontraría nada sospechoso.
Harlan
dijo:
—¿Qué
pasará si no lo encuentro?
—Lo
encontrará. La Eternidad aún sigue. Mientras permanezca, quiere decir que
estamos sobre la pista acertada. Dígame, ¿puede recordar algún anuncio
semejante en sus estudios con Cooper? ¿Algo que le pareciese anormal, fuera de
lugar, sutilmente extraño?
—No.
—No quiero
una contestación tan rápida. Tómese cinco minutos y piense.
—No es
necesario. Cuando estudiaba la revista con Cooper, él no había estado en el
Siglo Veinte.
—Por
favor, muchacho. Use la cabeza. Al enviar a Cooper al Veinte ha introducido un
elemento de cambio. No es un Cambio, no es una alteración irreversible. Pero se
han efectuado algunos cambios con «c» minúscula, microcambios, como se les
llama en Programación. En el mismo instante en que Cooper fue enviado al
Veinte, el anuncio apareció en el número apropiado de la revista que usted
guarda. Su propia Realidad ha sido microcambiada en el sentido de que ahora
tendrá memoria de haber visto una página con aquel anuncio, en vez de una sin
anuncio como ocurría en su anterior Realidad. ¿Me comprende?
Harlan se
quedó asombrado, tanto por la facilidad con que Twissell seguía el hilo entre
la selva de la filosofía temporal, como por las paradojas del Tiempo. Meneó
la cabeza.
—No
recuerdo haber visto nada parecido.
—Entonces,
¿dónde guarda su archivo de esa revista?
—Hice
construir una biblioteca especial en el Nivel
Dos,
usando como justificación mis estudios con Cooper.
—Era
suficiente —dijo Twissell—. Vamos allí, ¡ahora mismo!
Harlan
contempló cómo Twissell miraba con curiosidad los viejos y encuadernados
volúmenes de la biblioteca y cómo luego tomaba uno entre sus manos. Eran tan
antiguos que el frágil papel había sido protegido por métodos especiales, pero
las páginas crujían entre las manos nerviosas de Twissell
Harlan
hizo un gesto. En cualquier otro momento le habría dicho a Twissell que se
apartara de los libros, aunque se tratase del Jefe Programador de la Eternidad.
El anciano
ojeó las viejas páginas y silenciosamente pronunció aquellas arcaicas palabras.
—¿Éste es
el inglés de que siempre nos hablan los lingüistas? —dijo, golpeando con un
dedo el volumen que tenía ante sí.
—Sí, es
inglés —contestó Harlan.
Twissell
volvió a colocar el libro en su lugar.
—Pesado e
incómodo.
Harlan se
encogió de hombros. En efecto, la mayor parte de los Siglos de la Eternidad
usaban los microfilms. Una pequeña parte utilizaba el registro molecular. A
pesar de todo, la imprenta y el papel no eran desconocidos.
Harlan
dijo:
—Los
libros no precisan de equipos técnicos, como ocurre con los microfilms, para
leerlos.
Twissell
se frotó la barbilla.
—Tiene
razón. ¿Empezamos ya?
Sacó otro
volumen de su estante y lo abrió encima de la mesa, mirándolo con dolorosa
intensidad.
Harlan
pensó: «¿Acaso cree que va a encontrar la solución con un golpe de suerte?»
Su idea
debió ser acertada, porque Twissell, observando la mirada de Harlan, enrojeció
y devolvió el libro a su lugar.
Harlan
cogió el primer volumen del Centisiglo 19,25 y empezó a pasar las hojas
metódicamente. Sólo sus ojos y su mano derecha se movían. El resto de su cuerpo
permanecía rígido.
En lo que
le parecieron intervalos enormes, Harlan se levantaba con un suspiro para
alcanzar un nuevo volumen. En otras ocasiones, se interrumpía para tomar una
taza de café, o un bocadillo, o para las demás necesidades.
Harlan
dijo cansadamente:
—No le
necesito aquí.
—¿Le
molesto? —dijo Twissell. —río.
—Entonces
me quedaré —murmuró Twissell.
Durante
todo aquel espacio de tiempo, se acercó en ocasiones a los estantes,
contemplando los títulos fijamente. Las puntas de sus cigarrillos le quemaron a
veces los dedos, pero él no pareció notarlo.
Pasó un
fisio-día.
El sueño
fue agitado y de corta duración. A media mañana, rodeado de libros, Twissell
apuró su taza de café y dijo:
—A veces
me pregunto por qué no dimití de mi cargo de Programador después de aquel
asunto... Ya sabe a qué me refiero.
Harlan
asintió.
—En
ocasiones me propuse hacerlo —continuó el anciano—. Estaba dispuesto. Durante
muchos meses esperé con ansiedad que no me asignaran más Cambios. Los odiaba.
Empecé a preguntarme si los Cambios eran justos. Es curioso cómo afectan a
nuestros sentimientos. Usted conoce la Historia Primitiva, Harlan. Sabe cómo
era. Su Realidad seguía la línea de la máxima probabilidad. Si aquella máxima
probabilidad comprendía una pandemia, o diez Siglos de economía esclavista, o
la ruina de la tecnología hasta..., vamos a ver, algo realmente pernicioso...,
incluso hasta la guerra atómica si eso hubiera sido posible en aquel tiempo,
¡por Cronos!, aquello sucedía. Nada podía impedirlo. Pero donde existe la
Eternidad, todo esto ha sido evitado. A partir del Siglo Veintiocho ya no
suceden cosas semejantes. Hemos llevado nuestra Realidad hasta un punto de
bienestar mucho más perfecto que lo que pudieron imaginar los Tiempos
Primitivos; a un nivel al que, si no fuese por la intervención de la Eternidad,
hubiera tenido muy pocas probabilidades' de llegar.
Harlan
pensó, avergonzado: «¿Qué quiere decirme? ¿Quiere que trabaje más de prisa?
Estoy haciendo todo lo que puedo».
Twissell
dijo:
—Si
perdemos esta ocasión, la Eternidad desaparecerá, probablemente por todo el
fisio-tiempo. Y en un enorme Cambio, toda la Realidad revertirá a su curso de
máxima probabilidad, donde, estoy seguro, existirán las guerras atómicas y la
destrucción de la Humanidad.
—Será
mejor que continúe con mi trabajo —dijo Harlan.
Durante el
siguiente descanso, Twissell dijo, desalentado:
—¡Tenemos
tanto que hacer! ¿No hay una forma más rápida de hacerlo?
—Dígame
cuál —dijo Harlan—. Creo que debo buscar en cada página, y mirar en cada parte
de ella, además. ¿Cómo puedo hacerlo más de prisa?
Siguió
pasando las hojas con regularidad.
—Llega un
momento en que las letras empiezan a parecer confusas, y eso quiere decir que
es hora de dormir —dijo Harlan.
El segundo
fisio-día terminó.
A las
10.22 de la mañana, fisio-tiempo oficial del tercer día de su búsqueda, Harlan
se quedó mirando una página con asombro y dijo:
—¡Ésta es!
Twissell
no entendió sus palabras.
—¿Qué?
Harlan
levantó la vista con expresión de sorpresa.
—No podía
creerlo. No llegaba a convencerme, aun mientras usted no paraba de hablarme de
todo ese lío de revistas y anuncios.
Twissell
se había dado cuenta por fin:
—¡Lo ha encontrado!
Saltó para
coger el volumen que Harlan tenía en sus manos, agarrándolo con dedos
temblorosos.
Harlan se
lo quitó y cerró el libro.
—¡Alto!
Usted no lo encontrará, aunque le dijese en qué página está.
—¡Qué
hace! —chilló Twissell—. ¡Lo ha perdido!
—No está
perdido. Sé dónde se encuentra. Pero antes...
—Antes,
¿qué?
—Hemos de
aclarar una cuestión, Programador Twissell. Usted dijo que tendré a Noys.
Entonces, tráigala. Deje que la vea —dijo Harlan.
Twissell
contempló a Harlan, su blanco cabello completamente revuelto.
—¿Está
bromeando?
—No —dijo
Harlan secamente—. No bromeo. Usted me prometió que lo arreglaría. ¿Acaso
bromeaba? Que Noys y yo volveríamos a estar juntos. Me lo prometió.
—Sí, lo
hice. Eso está resuelto.
—Entonces
preséntela viva, sana y sin daño.
—No le
entiendo. Yo no la tengo. Nadie le ha hecho nada. Se encuentra todavía en el
lejana hipertiempo, donde Finge dijo que estaba. Nadie ha ido a buscarla. ¡Por
Cronos!, le dije que estaba segura.
Harlan se
quedó mirando al Programador y se puso rígido.
—Está
jugando con las palabras dijo sordamente. Desde luego, ella está en el
hipertiempo, pero ¿de qué me sirve eso? Quite la barrera en el cien mil.
—¿La qué?
—La
barrera. La cabina no puede pasar.
—Nunca me
ha hablado de esto —dijo Twissell, aturdido.
—¿No lo
hice? —dijo Harlan con sorpresa.
—Era
posible? Había pensado en ello continuamente. No le había dicho nada a
Twissell? En efecto, no recordaba haberlo hecho. Pero luego recobró su firmeza.
—Conforme
—dijo—. Se lo digo ahora. Quite la barrera.
—Pero esto
es imposible. ¿Una barrera contra las cabinas? ¿Una barrera temporal?
—¿Quiere
decir que usted no mandó colocarla?
—Yo no lo
hice. Por el Tiempo, lo juro.
—Entonces...
entonces —Hartan se puso pálido—. Entonces lo ha hecho el Consejo. Conocían
todo este asunto y han tomado una iniciativa sin consultarle a usted y..., por
todos los Tiempos y Realidades, pueden seguir esperando su anuncio y a Cooper,
Mallansohn y a toda la Eternidad. No se lo daré. No, ¡nunca!
—¡Espere,
espere! —dijo Twissell, agarrando desesperadamente el brazo de Hartan—.
Serénese. Piense, muchacho, piense. El Consejo no ha puesto ninguna barrera.
—La
barrera está allí.
—Pero
nadie puede haber puesto semejante barrera. Nadie puede hacerlo. Es
teóricamente imposible.
—Usted no
lo sabe todo. La barrera está allí.
—Yo sé más
que ningún otro del Consejo, y tal barrera es imposible.
—Pues allí
está.
—En tal
caso...
Hartan se
dio cuenta de que en los ojos de Twissell había aparecido un terror abyecto; un
terror que ni siquiera había surgido cuando se enteró de la pérdida de Cooper y
del peligro que amenazaba a la Eternidad.
16
Los Siglos Ocultos
Andrew
Hartan contempló con mirada distraída cómo trabajaban aquellos hombres. Ellos
trataban de ignorar su presencia, porque era un Ejecutor. De costumbre él ni
siquiera se habría fijado en su presencia, pues eran del Servicio de
Mantenimiento. Pero ahora los observaba y, en su desesperación, hasta llegó a
envidiarlos.
Eran
mecánicos del Servicio de Transporte Pantemporal, vestidos con uniformes grises
y un emblema formado por una flecha de dos puntas rojas sobre un fondo negro.
Estaban usando intrincados instrumentos de verificación para comprobar los
motores de las cabinas y la capacidad de los tubos. Sin duda, pensó Hartan, no
tenían grandes conocimientos teóricos sobre ingeniería temporal, pero era
evidente que poseían una gran práctica del funcionamiento de los viajes por el
Tiempo.
Hartan no
había aprendido mucho sobre mantenimiento cuando era un Aprendiz. O, para
decirlo más exactamente, no quiso aprenderlo. Los Aprendices que no aprobaban
eran destinados a Mantenimiento. La profesión no especializada, como se la
llamaba con irónico eufemismo, llevaba consigo la marca del fracaso, y todos
los Aprendices evitaban hablar de ello.
Pero
ahora, mientras les contemplaba, a Harlan le parecieron hombres bastante
felices, rápidos y eficientes en su trabajo.
¿Por qué
no? Eran muchos más que los Especialistas, los «verdaderos Eternos», en
proporción de diez a uno. Tenían una vida social propia, viviendas exclusivas
para ellos,. y sus propios placeres. Su trabajo estaba fijado en tantas horas
al día, y no se les exigía que supeditasen ala profesión sus actividades
durante los períodos de descanso. Al contrario de los Especialistas, tenían
tiempo libre para dedicarlo a la literatura y a las obras filmadas
seleccionadas de las distintas Realidades.
Eran
ellos, después de todo, quienes probablemente llevaban unas vidas más
completas. La personalidad del Especialista resultaba deforme y artificial en
comparación con la tranquila y sencilla existencia de los de Mantenimiento.
Eran los
cimientos de la Eternidad. Le pareció extraño el no haber advertido hasta
entonces aquel hecho tan evidente. Realizaban la importación de los alimentos y
del agua procedentes del Tiempo normal, la eliminación de los desperdicios, y
cuidaban del funcionamiento de las centrales de energía. Mantenían en marcha la
maquinaria de la Eternidad. Si todos los Especialistas desaparecieran al mismo
tiempo, Mantenimiento podía hacer que la Eternidad siguiera funcionando
indefinidamente. Pero, en cambio si Mantenimiento desapareciera, los
Especialistas tendrían que abandonar la Eternidad en cuestión de días, o morir
miserablemente.
¿Estaban
resentidos los hombres de Mantenimiento por la pérdida de sus Siglos natales, o
por sus vidas sin mujeres o hijos? ¿Era suficiente compensación la protección
contra la pobreza, la enfermedad o los Cambios de realidad? ¿Se les consultaba
alguna vez en los asuntos de importancia?
El Jefe
Programador Twissell interrumpió las ideas de Harlan al llegar apresuradamente.
Parecía aún más agitado que media hora antes, cuando se había marchado a su
despacho, una vez hubo dado sus instrucciones para los de Mantenimiento.
Harlan
pensó: «¿Cómo puede resistirlo? Es un anciano».
Twissell
miró a su alrededor con movimientos que recordaban a los de un pájaro, y los
hombres automáticamente se pusieron firmes con respetuosa atención.
—¿Hay
novedad en los Tubos? —preguntó.
Uno de los
hombres respondió:
—Todo está
normal, señor. Los pasos están libres y los Campos funcionan perfectamente.
—¿Lo han
comprobado todo?
—Sí,
señor. En el Hipertiempo, hasta donde tenemos instalados grupos transformadores
de energía.
—Entonces
pueden retirarse —dijo Twissell.
No había
error posible en la interpretación de tal orden. Los hombres de Mantenimiento
se inclinaron respetuosamente, dieron media vuelta y se fueron.
Twissell y
Harlan se encontraron solos en la estación de las cabinas.
Twissell
habló el primero.
—Usted se
queda aquí. Se lo ruego.
Harlan
meneó la cabeza.
—Debo ir.
—Compréndalo
—dijo Twissell—. Si me sucede algo, usted aún puede encontrar a Cooper. Si le
sucede a usted, ¿qué podría hacer yo u otro Eterno o combinación de Eternos?
Harlan
volvió a menear la cabeza.
Twissell
se puso un cigarrillo entre los labios.
—Sennor
empieza a sospechar —dijo—. Estos dos últimos fisio-días me ha llamado varias
veces por el intercomunicador. Quiere saber por qué me encierro con usted.
Cuando sepa que he ordenado una revisión total de las máquinas de los Tubos...
Debo irme, Harlan. No podemos perder más tiempo.
—Yo
tampoco quiero perderlo. Estoy dispuesto a partir. Ahora.
—¿Insiste
en hacer ese viaje?
—Si no hay
barrera, no habrá peligro. Aun si la hubiese, yo he estado allí y he vuelto.
¿Qué teme usted, Programador?
—No quiero
correr ningún riesgo innecesario.
—Entonces
use la lógica, Programador. Tome la firme decisión de que yo le acompañe. Si la
Eternidad aún existe después de eso, significa que el círculo aún puede
cerrarse. Quiere decir que sobreviviremos. Si es una decisión equivocada,
entonces la Eternidad pasará a la Irrealidad, pero será lo mismo si no voy,
porque sin Noys no moveré un dedo para salvar a Cooper. Lo juro.
Twissell
dijo:
—Yo se la
traeré.
—Si es tan
sencillo, entonces no puede haber peligro en que yo también vaya.
Evidentemente,
Twissell estaba atormentado por la duda. Al final dijo con voz ronca:
—Acompáñeme,
pues.
Y la
Eternidad sobrevivió.
La
preocupación no desapareció de la mirada de Twissell una vez se vieron dentro
de la cabina. Contempló la rápida sucesión de las cifras en el indicador de
Siglos. Hasta el indicador principal, que medía el paso del Tiempo en unidades
de kilosiglos, iba cambiando a rápidos intervalos.
Twissell
dijo:
—No ha
debido venir.
Harlan se
encogió de hombros.
—¿Por qué
no?
—Me
preocupa. Nada razonable. Llámelo una antigua superstición mía. No consigo
evitarlo.
Enlazó las
manos, apretándolas fuertemente. Harlan dijo:
—No le
entiendo.
Twissell
parecía tener ganas de hablar, como si quisiera conjurar algún incubo mental.
—Quizás
entenderá lo que voy a decirle ahora —dijo Twissell—. Usted es experto en los
Primitivos. ¿Por cuánto tiempo existió el hombre en los Tiempos Primitivos?
—Diez mil
Siglos. Quince mil, quizá —dijo Harlan.
—En
efecto. Empezó como una especie de mono y terminó como Homo sapiens, ¿no?
—Todo el
mundo lo sabe.
—Entonces,
todo el mundo sabe que la evolución de ta especie humana progresa a un paso
rápido. Quince mil Siglos desde el mono al Homo sapiens.
—¿Bien?
—Bien, yo
pertenezco a un Siglo de los Treinta mil...
Harlan no
pudo evitar la sorpresa. Nunca había sabido cuál era el Siglo natal del
Programador, ni había encontrado a nadie que lo supiera.
—Pertenezco
a un Siglo de los Treinta mil —repitió Twissell—, y usted al Noventa y cinco.
La distancia entre nosotros equivale al doble de la existencia del hombre en
los Tiempos Primitivos; a pesar de ello, ¿qué diferencia hay entre nosotros
dos? Yo nací con cuatro dientes menos que usted y sin apéndice. Las diferencias
fisiológicas casi terminan ahí. Nuestro metabolismo es aproximadamente el
mismo. La diferencia principal es que su cuerpo puede sintetizar los núcleos
esteroides y el mío no; de modo que necesito colesterol en mis alimentos y
usted no. Pero me fue posible la paternidad con una mujer del Siglo Quinientos
setenta y cinco. Esto le demuestra la poca influencia del tiempo en la especie.
Harlan no se sintió impresionado. Nunca había dudado de la identidad básica del
Hombre a través de los Siglos. Era una de aquellas cosas de experiencia diaria
que se daban por sabidas. Contestó:
—Hay otras
especies que se reproducen sin cambio durante millones de siglos.
—Son más
bien las excepciones. Y sigue siendo un hecho evidente que la interrupción de
la evolución de la especie humana coincide con el desarrollo de la Eternidad.
¿Es sólo una coincidencia? Muy pocos piensan en esas cosas, excepto quizás el
Programador Sennor y unos cuantos como él. Pero yo no soy Sennor, y nunca he
creído en las, especulaciones puramente científicas. Si hay algo que no puede
ser calculado, entonces no vale la pena que un Programador pierda el tiempo con
ello. A pesar de todo, cuando yo era joven, a veces pensaba...
—¿En qué?
—dijo Harlan, diciéndose que no había daño alguno en seguirle la corriente al
anciano.
—A veces
pensaba sobre la Eternidad tal como era cuando empezó. Se extendía sólo en unos
cuantos Siglos de los Treinta y Cuarenta, y su función era principalmente
comercial. Se dedicaban a la repoblación forestal de zonas desérticas y a la
importación de abonos y productos químicos. Aquella era una vida sencilla.
Entonces se descubrieron los Cambios de Realidad. El primer Jefe Programador
Henry Wadseman, en la dramática intervención que todos conocemos, impidió una
guerra simplemente estropeando el freno del coche de un Senador. Después de
aquello, fueron presentándose cada vez más ocasiones que reclamaban nuestra
intervención. La Eternidad transfirió su centro de gravedad del comercio a los
Cambios de Realidad. ¿Por qué?
Harlan
contestó:
—Por
razones obvias. El mejoramiento de la humanidad.
—Sí, sí.
En circunstancias normales, yo también pienso así. Pero ahora estoy hablando de
mis pesadillas. ¿No podría ser que existiese otra razón, una razón oculta,
subconsciente? Un hombre que viaje por el ilimitado futuro podría encontrar
hombres tan superiores a él, como él está por encima del mono. ¿Por qué no?
—Tal vez.
Pero los hombres son hombres...
—Hasta en
el Siglo Setenta mil. Sí, lo sé. ¿No cree posible que nuestros Cambios de
Realidad tengan algo que ver con esto? Nosotros hemos eliminado lo
extraordinario. Hasta el Siglo natal de Sennor, la costumbre de la depilación
está sometida a continua crítica, y eso que es completamente inofensiva. En el
fondo, quizás hemos impedido la evolución de la especie porque no queremos encontrar
al superhombre.
—Es
posible —dijo Harlan—. ¿Qué nos importa?
—Pero ¿y
si el superhombre existe en efecto, fuera del alcance de la Eternidad? Nosotros
controlamos sólo hasta el Setenta mil. Al otro lado de esa frontera están los
Siglos Ocultos. ¿Por qué se ocultan? ¿Por qué el hombre evolucionado no quiere
tratos con nosotros y nos prohibe entrar en su Tiempo? ¿Por qué permitimos que
continúen ocultos? ¿Por qué no queremos saber nada de ellos, y habiendo
fracasado en nuestro primer intento, rehusamos hasta abordarlo de nuevo? No
quiero decir que sea una razón consciente, pero es una razón.
—De
acuerdo en todo —dijo Harlan, abatido—. Ellos están fuera de nuestro alcance y
nosotros del de ellos.
Vivamos y
dejemos vivir.
Twissell
pareció impresionado por la frase.
—Vivamos y
dejemos vivir. Pero no es así. Nosotros hacemos los Cambios. Los Cambios se
extienden sólo por unos cuantos Siglos antes que la inercia temporal los
reduzca a
cero. Recuerde que, durante el almuerzo, Sennor lo mencionó como uno de los problemas
sin solución del Tiempo. Pera pudo decir que eso sólo es verdad en términos
estadísticos. Algunos Cambios afectan a más Siglos que otros. Teóricamente,
cualquier número de Siglos pueden ser afectados por un solo Cambio: cien
Siglos, mil, cien mil. El hombre evolucionado de los Siglos Ocultos quizá lo
sepa. Supongamos que está preocupado por la posibilidad de que algún día un
Cambio llegue hasta el Siglo Doscientos mil.
—Es inútil
preocuparse por semejantes cosas —dijo Harlan con el aire del que tiene
problemas más importantes en qué pensar.
—Pero
supongamos —dijo Twissell en un susurro que se sintieron tranquilos mientras
dejábamos vacías las Secciones de los Siglos Ocultos. Significaba que no éramos
agresores. Supongamos que esta tregua, a como quiera llamarla, fuese
quebrantada, y alguien pareciera establecerse con carácter permanente más lejos
del Setenta mil. Supongamos que ellos se lo tomasen como el principio de una
invasión. Pueden impedirnos la entrada en su Tiempo, por cuanto su ciencia debe
estar más adelantada que la nuestra. Supongamos que pueden hacer lo que nos
parece imposible a nosotros, y establecer una barrera a través de los Tubos,
aislándonos de...
Entonces
Harlan comprendió, aterrorizado.
—¿Tienen a
Noys en su poder?
—No lo sé.
Sólo es una hipótesis. Quizá se estropeó algo en los motores de su cabina...
—¡ La
barrera estaba allí! —gritó Harlan—. ¿Qué otra explicación puede haber? ¿Por
qué no me lo dijo antes?
—No estaba
seguro —dijo Twissell—. Aún no lo estoy. No he debido pronunciar una sola
palabra de estas divagaciones absurdas. Fueron mis propios temores... el
problema de Cooper... y todo eso... Pero esperemos, sólo faltan unos minutos.
Señaló el
indicador de Siglos. El cuadrante principal marcaba la posición entre los
Siglos 95.000 y 96.000.
—¿Qué
podemos hacer? —murmuró Harlan.
Twissell
meneó la cabeza con un elocuente gesto de esperanza y paciencia, y quizá
también de desamparo.
99.851...,
99.852..., 99.853...
Harlan se
preparó para el choque contra la barrera y pensó desesperado: ¿Sería la
salvación de la Eternidad el único medio de combatir a las criaturas de los
Siglos Ocultos? ¿Cómo recuperar a Noys, si no? Regresar de nuevo al 575 ° y
trabajar enloquecido para...
99.984. .
. , 99.985. . . , 99.986. . .
—Ahora,
ahora —dijo Harlan en un susurro, sin darse cuenta de las palabras que
pronunciaba.
99.998 . .
. , 99.999. . . , 100.000. . . , 100.001. . . , 100.002. . .
Los
números siguieron cambiando regularmente y los dos hombres contemplaron el
movimiento del indicador en un silencio mortal.
Luego
Twissell gritó:
—¡No hay
ninguna barrera!
Y Harlan
contestó:
—¡La
había! ¡La había! —y continuó con un grito agónico—. Quizá se han apoderado de
ella y ya no necesitan la barrera.
111.394.
Harlan
saltó de la cabina y gritó:
—¡Noys!
¡Noys!
Un eco
apagado le contestó desde las paredes de la vacía Sección.
Twissell,
que le seguía más despacio, le llamó:
—Espere,
Harlan...
Era
inútil. Harlan se perdía a la carrera por los corredores que conducían a la
parte de la Sección que había sido una especie de hogar para él y Noys.
Pensó
vagamente en la posibilidad de encontrar a uno de los hombres evolucionados de
Twissell y sintió que se le erizaba el cabello, pero apartó la idea en su
ansiedad por encontrar a Noys.
—¡Noys!
Todo fue
tan rápido, que ella estuvo en sus brazos antes de que él se diera cuenta de
que la había visto. Noys estaba allí, con él, y notó el rostro de ella contra
su hombro.
—¿Andrew?
—dijo ella, con la voz ahogada de felicidad—. ¿Dónde estabas? Han pasado muchos
días y empezaba a estar asustada.
Harlan se
apartó un poco mirándola con ansiedad.
—¿Estás
bien?
—Estoy
bien. Creí que te había pasado algo. Creí .. —Noys se interrumpió con un brillo
de temor en los ojos, y exclamó—: ¡Andrew!
Harlan se
volvió rápidamente, dispuesto a enfrentarse con lo que fuese.
Era
Twissell, que llegaba jadeante.
Noys
recobró la seguridad ante la expresión de Harlan. Con voz más tranquila,
preguntó:
—¿Le
conoces, Andrew? ¿Va todo bien? Harlan dijo:
—Sí. Es mi
superior, el Jefe Programador Laban Twissell. Conoce nuestro caso.
—¿Un Jefe
Programador? —Noys se apartó, temerosa.
Twissell
se adelantó.
—Yo la
ayudaré, hija mía. Los ayudaré a los dos. El Ejecutor tiene mi palabra, si
quiere creer en ella.
—Le pido
perdón, Programador —dijo Harlan secamente, no del todo arrepentido en
realidad.
—Perdonado
—dijo Twissell. Alargó la mano para coger la de la muchacha.
—Dígame,
muchacha, ¿no le ha pasado nada aquí?
—He estado
preocupada.
—¿No ha
visto a nadie desde que Harlan se marchó?
—No...,
no, señor.
—¿Seguro?
Ella
asintió con la cabeza. Sus oscuros ojos buscaron los de Harlan.
—¿Por qué
me lo pregunta?
—Por nada,
muchacha. Una absurda pesadilla —dijo Twissell—. Vamos; la devolveremos al
Siglo Quinientos setenta y cinco.
Durante el
viaje de regreso, en la cabina, Andrew Harlan permaneció silencioso. Parecía
preocupado. Ni siquiera levantó la vista cuando pasaron por el Siglo 100.000,
mientras Twissell dejaba escapar un suspiro de alivio, como si temiera verse
encerrado en el futuro.
Casi no se
movió cuando la mano de Noys se posó en la suya, y la manera en que devolvió su
apretón fue casi mecánica.
Noys
dormía ahora en la habitación contigua y la inquietud de Twissell alcanzó una
devoradora intensidad.
—¡El
anuncio! Ya tiene a su amada. Yo he cumplido con mi parte de nuestro convenio.
Silenciosamente,
aún abstraído, Harlan pasó las páginas del libro, que seguía sobre la mesa.
Encontró en seguida la página que buscaba.
—Es muy
sencillo —dijo—, pero está en inglés. Voy a leérselo y luego se lo traduciré.
Era un
pequeño anuncio en el ángulo superior izquierdo de la página 30. Sobre un
dibujo de líneas irregulares que formaba el fondo aparecían unas mayúsculas,
claras y sin adornos:
ACCIONES
TÍTULOS
OBLIGACIONES
MERCADO
OFICIAL
Debajo, en
letras más pequeñas, se podía leer: «Agente de Bolsa, Apartado 14, Denver,
Colorado».
Twissell
escuchó con ansiedad la traducción de Harlan, y era evidente que se sentía
defraudado.
—¿Qué son
acciones? ¿Qué quiere decir con eso? —preguntó.
—Acciones
—dijo Harlan con impaciencia—. Un sistema por el cual se invierte capital
particular en los negocios. Pero eso no tiene nada que ver. ¿No ve el dibujo
que sirve de fondo al anuncio?
—Sí. La
nube en forma de hongo de una explosión atómica. Es para llamar la atención.
¿Qué tiene que ver con nuestro problema?
Harlan
estalló:
—¡Por el
Gran Tiempo, Programador! ¿Qué le pasa? Mire la fecha de la revista.
Apuntó a
la cabecera, a la derecha del número de la página. Decía: 28 de marzo, 1932.
Harlan
continuó:
—Eso casi
no necesita traducción. Los número son los mismos del Idioma Oficial
Pantemporal, conque puede ver que se trata del Siglo Diecinueve, coma, treinta
y dos. ¿No sabe que en aquella época no había ningún ser viviente que hubiera
contemplado la nube atómica? Nadie podía reproducirla con tanta exactitud,
excepto...
—Espere,
espere. Sólo es un dibujo —dijo Twissell tratando de serenarse—. Puede
parecerse a la nube atómica sólo por coincidencia.
—¿Lo cree?
;.Quiere volver a leer el anuncio? —los dedos de Harlan recorrieron las líneas:
Acciones, Títulos, Obligaciones,, Mercado, Oficial—. Leyendo las iniciales de
cada palabra se obtiene la palabra ÁTOMO. ¿Es eso también una coincidencia?
Imposible. Observe, Programador, que este anuncio llena en todas sus partes los
requisitos que usted mismo señaló. Llamó mi atención en seguida. Cooper supo
que así sería, gracias a su anacronismo. Al mismo tiempo, no tiene otro sentido
que el aparente, y ninguno en especial para un hombre del Diecinueve, coma,
treinta y dos. Por eso tiene que ser Cooper. Este es su mensaje. Tenemos la
fecha exacta de su Centisiglo. Tenemos su dirección postal. Sólo nos queda ir a
buscarle, y yo soy el único que tiene suficientes conocimientos de los Tiempos
Primitivos para conseguirlo.
—¿Está
decidido a ir?
El rostro
de Twissell irradiaba alivio y felicidad.
—Iré...
con una condición.
Twissell
frunció el ceño, en repentino cambio de expresión.
—¿Más
condiciones?
—La misma.
No añado ninguna más. Noys debe estar segura. Me acompañará. No la dejaré sola.
—¿Aún no
se fía de mí? ¿Cuándo le he engañado?
¿Que le preocupa todavía?
—Sólo una
cosa, Programador —dijo Harlan, sombrío—. Una sola cosa. Había una barrera en
el Cien mil. ¿Por qué? Eso es lo que me preocupa.
17
El círculo se cierra
Aquello no
dejó de preocuparle. El pensamiento seguía fijo en su mente mientras pasaban
los días de preparación para su viaje. Aquella idea se interponía entre
Twissell y él; entre Noys y él. Cuando llegó el día de la partida, apenas si se
fijó en ello.
Fingió
interés cuando Twissell regresó de una sesión con la Comisión del Consejo,
preguntándole:
—¿Qué tal
ha ido?
Twissell
contestó con voz cansada:
—No ha
sido exactamente la conversación más agradable que haya tenido en mi vida.
Harlan
estaba casi dispuesto a no insistir en aquel tema, pero al cabo de un rato de
silencio, preguntó:
—¿Supongo
que no habrá dicho nada de...?
—No, no
—fue la firme respuesta—. No les he dicho nada de la muchacha, ni de su
intervención al enviar a Cooper a otro Siglo. Ha quedado como un error, un
fallo de la maquinaria. He aceptado toda la responsabilidad.
La
conciencia de Harlan, abrumada como estaba, aún pudo sentir compasión del
anciano.
—Eso
perjudicará su posición en el Gran Consejo —dijo.
— ¿Qué
pueden hacerme? Tendrán que esperar a que corrijamos el error antes de proceder
contra mí. Si fallamos, ya nada importa. Si tenernos éxito, éste me protegerá.
Y si no fuese así... —El viejo Programador se encogió de hombros—. De cualquier
manera, ya estaba dispuesto a retirarme de la dirección activa de los asuntos
de la Eternidad.
Twissell
fracasó por dos veces en sus intentos de encender su cigarrillo, y lo tiró a
medio consumir.
—Habría
preferido no tener que informarles de todo esto, pero de otro modo no me habría
sido posible usar la cabina especial para otro viaje más allá de los límites de
la Eternidad.
Harlan se
volvió. Sus pensamientos seguían ocupándose del problema que le torturaba desde
hacía días, al punto de excluir todo lo demás. Escuchó distraído la pregunta
que le hacía Twissell, y sólo cuando éste la repitió replicó sobresaltado:
—¿Qué
decía?
—He dicho:
¿está dispuesta la muchacha? ¿Ha comprendido bien lo que debe hacer?
—Está
dispuesta. Se lo he explicado todo.
—¿Cómo ha
reaccionado?
—¿Qué?...
¡Ah, sí!, tal como yo esperaba. No tiene miedo.
—Sólo
faltan tres fisio-horas.
—Lo sé.
Aquello
era todo por el momento, y Harlan se quedó solo con sus pensamientos y con una
decisión desagradable.
Una vez
cargadas las provisiones en la cabina y preparados los mandos, Harlan y Noys
aparecieron vestidos con las ropas que debían usar, correspondientes a una
región rural de los primeros años del 20°
Noys había
influido en las ideas de Harlan respecto a su vestuario de acuerdo con algún
instinto que según ella poseían las mujeres cuando se trataba de cuestiones de
vestidos y de estética. Escogió cuidadosamente entre los anuncios de la revista
de Harlan, y pasó revista a los artículos importados de una docena de Siglos
diferentes.
A veces le
preguntaba a Harlan:
—¿Qué te
parece?
Él se
encogía de hombros:
—Si es un
conocimiento instintivo, lo dejo a tu elección.
—Mala
señal, Andrew —dijo ella en un tono festivo que no parecía auténtico—. No
parece importarte. ¿Qué te pasa? No eres el mismo. Hace días que pareces
preocupado.
—Estoy
bien —decía Harlan.
Cuando
Twissell los vio por primera vez en su papel de nativos del Siglo 20, trató de
bromear.
—¡Por el
Tiempo! —dijo—. ¡Qué feos vestidos usaban los Primitivos, y a pesar de todo no
llegan a ocultar su belleza, querida!
Noys le
sonrió con aprecio. Harlan, de pie a su lado, pese a su impasible silencio, se
dijo que la galantería de Twissell tenía algo de verdad. Los vestidos de Noys
la cubrían sin poder disimular su figura esbelta y graciosa. Su maquillaje se
reducía a unas absurdas manchas de color en los labios y en las mejillas, y en
una fea corrección de línea de las cejas. Su precioso cabello había sido
cortado sin piedad. A pesar de todo, estaba hermosa.
Harlan
también se habituó a su incómodo cinturón, a la opresión que sentía en los
hombros y en la cintura, y ala desagradable falta de color en sus ropas de tela
áspera. Estaba acostumbrado a llevar vestidos extraños para adaptarse a las
modas de otro Siglo.
Twissell
estaba diciendo:
— Quise
instalar los mandos en el interior de la cabina, tal como lo proyectamos, pero
según parece no hay forma de hacerlo. Los ingenieros necesitan una fuente de
potencia suficiente para el desplazamiento temporal, y esto no se puede
conseguir fuera de la Eternidad. Todo lo que se puede hacer es retener la
tensión temporal mientras la cabina esté en el Tiempo Primitivo. Con todo,
disponemos de una palanca de retorno.
Los llevó
al interior de la cabina, buscando su camino entre las apiladas provisiones, y
les señaló la barra metálica que ahora sobresalía de la pared interior.
—En
realidad, no es más que un simple conmutador —dijo—. En vez de regresar
automáticamente a la Eternidad, la cabina permanecerá indefinidamente en el
Tiempo Primitivo. Cuando se cierre este contacto, ustedes regresarán. Entonces
queda la cuestión del segundo viaje, que será el último según espero.
—¿Un
segundo viaje? —preguntó Noys en el acto.
—Todavía
no te lo he explicado —dijo Harlan—. Mira, este primer viaje sólo servirá para
determinar con exactitud el tiempo de la llegada de Cooper. No sabemos qué
lapso de tiempo ha transcurrido entre su llegada y la publicación del anuncio.
Lo encontraremos por la dirección postal y entonces sabremos, si es posible, el
minuto exacto de su llegada, o por lo menos con la mayor aproximación. Entonces
podremos volver a dicho momento más quince minutos, para dar tiempo a que la
cabina deje a Cooper...
Twissell
le interrumpió:
—No
podemos permitir que la cabina esté en el mismo lugar, en el mismo instante y
en dos fisio-tiempos distintos, ya —lo comprende —y sonrió débilmente.
Noys
pareció pensarlo.
—Claro —dijo,
sin demasiada seguridad.
Twissell
se dirigió a Noys.
—Cuando
Cooper sea recogido en el momento de su llegada, todos los microcambios se
renovarán. El anuncio de la bomba A desaparecerá, y Cooper sólo recordará que
la cabina, después de desaparecer tal como le dijimos, había vuelto a aparecer
inesperadamente... No sabrá que ha estado en un Siglo equivocado, y no se lo
diremos. Le explicaremos que se nos olvidó darle unas instrucciones vitales
(tendremos que inventarlas), y confiemos en que considerará poco importante
este asunto y no mencionará en su Memoria que le enviamos dos veces al Tiempo
Primitivo.
Noys
levantó sus finas cejas:
—Me parece
muy complicado.
—Sí. Por
desgracia es así —Twissell se frotó las manos y se quedó mirando a sus
interlocutores, como si le quedase alguna duda oculta. Luego se irguió, hizo
aparecer un nuevo cigarrillo y aún consiguió aparentar cierta despreocupación—.
Y ahora, muchachos, buena suerte.
Twissell
apretó brevemente la mano de Harlan, hizo un saludo a Noys y salió de la
cabina.
—¿Ya nos
vamos? —preguntó Noys a Harlan cuando se quedaron solos.
—Dentro de
unos minutos.
Dirigió
una mirada a Noys. Ella le observaba tranquilamente, sonriente, sin miedo. Por
un momento, sus sentimientos se inclinaron hacia ella. Pero aquello era
emoción, no la razón, se dijo Harlan; instinto, no cerebro. Harlan apartó la
mirada.
El viaje
no presentó ningún inconveniente, o casi ninguno. No pudieron observar ninguna
diferencia con un viaje en las cabinas ordinarias. A medio camino sintieron una
especie de sacudida interior, que pudo ser el límite de la Eternidad, o bien
algo puramente psicosomático, casi imperceptible.
De súbito
se encontraron en el Tiempo Primitivo y salieron al exterior, a un salvaje y
solitario mundo, brillante bajo el esplendor del sol vespertino. Soplaba una
suave brisa que llevaba consigo frescos aromas y, sobre todo, en aquel lugar
reinaba el silencio.
Las
desnudas rocas se alzaban poderosas, con los colores del arco iris gracias a
sus minerales de hierro, cobre y cromo. La grandeza de aquellos parajes, libres
de la presencia humana y casi de toda otra forma de vida, estremeció a Harlan,
que se sintió empequeñecido al lado de aquella magnífica Naturaleza. La
Eternidad, que no pertenecía al mundo de la materia, no conocía el Sol y hasta
el aire que respiraba tenía que ser importado. Los recuerdos de su Siglo natal
eran ya muy débiles. Sus observaciones en los diferentes Siglos se habían
consagrado siempre a los hombres y a sus ciudades. Nunca había conocido
aquello.
Noys le
tocó en el brazo.
—Tengo
frío, Andrew.
Él se
volvió hacia ella, sobresaltado.
—¿No será
mejor que instalemos el radiante? —dijo ella.
—Sí, en la
caverna de Cooper —contestó Harlan.
—¿Sabes
dónde está?
—Aquí
mismo —dijo él brevemente.
No tenía
ninguna duda de ello. La Memoria lo había indicado y, primero Cooper y ahora él
habían sido enviados exactamente hasta allí.
Desde sus
primeros días de Aprendiz nunca había dudado de la precisión de las
localizaciones en el Tiempo. Recordaba que una vez se dirigió seriamente al
instructor Yarrow, diciendo:
—Pero la
Tierra se mueve alrededor del Sol y el Sol se mueve hacia el centro de la
Galaxia, y la Galaxia también se mueve. Si partimos de un punto determinado de
la Tierra y nos trasladamos al hipertiempo, dentro de cien años nos
encontraremos en el espacio sideral, porque la Tierra aún tardará cien años en
llegar a aquel lugar.
Aquéllos
eran los días en que Harlan aún se refería a un siglo como cien años.
El
Instructor Yarrow le contestó brevemente:
—No se
puede separar el Tiempo del Espacio. Al movernos a través del Tiempo,
compartimos los movimientos de la Tierra. ¿O acaso cree que un pájaro que vuela
por el aire queda desamparado en el espacio porque la Tierra gira alrededor del
Sol a una velocidad de treinta kilómetros por segundo?
Discutir
con analogías es peligroso, pero Harlan pudo convencerse con pruebas rigurosas
mucho más adelante; y ahora después de aquel viaje sin casi precedentes al
hipotiempo de los Primitivos, tenía plena confianza en que rallaría la abertura
de la cueva precisamente donde le dijeron que estaba.
Apartó a
un lado el camuflaje de matorrales y piedras y entró.
Proyectó
hacia el interior la luz de su lámpara casi como si fuese un escalpelo.
Registró las paredes, el techo, el suelo, centímetro a centímetro.
Noys, que
le seguía de muy cerca, murmuró:
—¿Qué
buscas?
—Algo, no
lo sé —dijo él.
Encontró
lo que buscaba al final de la cueva. Era un fajo de papeles verdes, cubiertos
por una piedra plana a manera de pisapapeles.
Harlan
apartó la piedra a un lado y recogió los papeles.
—¿Qué son?
—preguntó Noys.
—Billetes
de Banco. Dinero.
—¿Sabías
que estarían aquí?
—No sabía
nada. Pero esperaba algo parecido.
En este
caso Harlan había aplicado la lógica inversa de Twissell, para calcular la
causa partiendo del efecto. La Eternidad existía; por consiguiente Cooper debía
estar tomando las decisiones adecuadas. Al decidir que el anuncio atraería a
Harlan al Tiempo exacto, la cueva iba a ser un medio más de comunicación.
Casi era
más perfecto de lo que había esperado. Más de una vez, durante sus preparativos
para el viaje hacia los Tiempos Primitivos, Harlan pensó que el adentrarse en
una ciudad sin llevar, consigo nada más que oro en pepitas resultaría demasiado
llamativo y sospechoso.
Cooper lo
había conseguido, desde luego, pero Cooper dispuso de todo el tiempo necesario.
Harlan sopesó el grueso paquete de billetes. Le habría costado tiempo el
acumular tanto dinero. El muchacho se había portado bien, maravillosamente
bien.
El
radiante fue instalado en la cueva, y la linterna en una grieta de la pared, de
modo que tuvieron luz y calor. En el exterior cayó la oscuridad de una fría
noche de marzo.
Noys
contempló pensativa la pantalla paraboloide del radiante, que iba girando poco
a poco.
—¿Qué
planes tienes? —preguntó.
—Mañana
por la mañana —dijo él— iré a la ciudad más cercana. Sé dónde está..., o dónde
debería estar.
En su
mente volvió a decir «está». No habría ninguna dificultad. Twissell tenía
razón.
—Me
llevarás contigo, ¿no?
—El meneó
la cabeza.
—Todavía desconoces
el idioma, y el viaje será bastante difícil incluso para uno solo.
Noys
parecía extrañamente arcaica con sus cabellos cortos, y la repentina
indignación que apareció en sus ojos hizo que Harlan desviara la mirada.
—No soy
una estúpida, Andrew —dijo ella—. Casi no me hablas. Ni siquiera me miras. ¿Y
dices que me quieres? No es posible, o de lo contrario no me harías víctima de
tu temperamento. ¿Por qué me has traído aquí? Dilo, ¿por qué no me dejaste en
la Eternidad, ya que no te sirvo para nada y casi no puedes soportar mi
presencia?
Harlan
murmuró:
—Hay
peligro.
—¡Bah! No
digas tonterías.
—Más que
un peligro, es una pesadilla. La pesadilla del coordinador Twissell —dijo
Harlan—. Durante nuestro loco viaje al hipertiempo de los Siglos Ocultos, Twissell
me contó sus ideas sobre esos Siglos. Especuló sobre la posibilidad de
variedades evolucionadas de la especie humana, una nueva raza, quizá
superhombres, escondidos en el lejano futuro, aislándose de nuestras
interferencias, planeando el fin de nuestras intervenciones sobre la Realidad.
Twissell creía que fueron ellos quienes construyeron aquella barrera en el Cien
mil. Entonces te encontramos y el Programador Twissell dejó de preocuparse.
Creyó que la barrera no había existido más que en mi imaginación. Se dedicó al
problema inmediato de salvar a la Eternidad. Pero yo, como comprenderás, me he
contagiado de su pesadilla. Yo tengo experiencia directa de esa barrera, de
modo que no puedo dudar de su existencia. Ningún Eterno la había colocado, y
Twissell dijo que tal cosa era teóricamente imposible. Es posible que la teoría
de la Eternidad aún no esté lo suficientemente desarrollada. Porque la barrera
estaba allí. Alguien la había colocado. Alguien o algo. Desde luego —continuó
Harlan, pensativo—, Twissell se equivocó en algunos puntos. Él creía que el
hombre debe evolucionar, pero eso no es cierto. La Paleontología es una de las
ciencias que no interesan a los Eternos, pero interesaba a los últimos
Primitivos, y por eso yo sé algo de ella. Sé esto: las especies evolucionan
únicamente para adaptarse alas necesidades de un nuevo ambiente. En un ambiente
estable, una especie puede conservarse sin evolucionar durante millones de
Siglos. El Hombre Primitivo evolucionó rápidamente, porque vivía en un ambiente
imprevisible y duro. Pero cuando la Humanidad aprendió a crearse su propio
ambiente, se envolvió en uno de su propia creación, confortable y estable.
Naturalmente, dejó de evolucionar.
—No sé de
qué me hablas —dijo Noys, sin dejarse convencer—, pero no dices nada de
nosotros, que es lo que yo quiero.
Harlan ,
procuró conservar la calma, y continuó:
—Entonces,
¿cuál era la razón de la barrera en el Cien mil? ¿Cuál era su propósito? Nadie
te hizo ningún daño. ¿Qué podía significar, pues? Me hice la siguiente pregunta:
¿qué consecuencias tuvo su presencia, que no habría tenido en caso de no
existir?
Harlan
hizo una pausa, contemplando sus toscas y grandes botas de cuero natural. Se le
ocurrió que estaría más cómodo si se las quitara durante la noche, aunque no en
seguida...
—Sólo
había una respuesta para mi pregunta —dijo—. La existencia de aquella barrera
me hizo regresar a la Eternidad, furioso, pata procurarme un látigo neurónico y
enfrentarme con Finge. Me inflamó con la idea de combatir a la Eternidad para
recobrarte, y de destruirla cuando creí que había fracasado. ¿Me explico?
Noys le
miraba con una mezcla de horror e incredulidad.
—¿Quieres
decir que la gente del futuro quería que tu hicieras todo esto? ¿Que lo
planearon así?
—Sí. No me
mires de esa manera. ¡Sí! ¿Comprendes ahora que toda la cuestión se presenta
bajo un aspecto distinto? Cuando yo actúo por mi propia voluntad, por razones
propias, acepto las consecuencias materiales y espirituales de mis actos. Pero
que me engañen, que me impulsen a cometerlos, unas gentes que manejan y
manipulan mis emociones como si yo fuese un cerebro electrónico que sólo
necesita recibir las instrucciones adecuadas...
De repente
Harlan reparó en que estaba gritando, y se interrumpió. Dejó pasar unos
momentos y luego continuó:
—Eso no
puedo aceptarlo. Debo deshacer lo que me impulsaron a emprender. Y cuando lo
haya deshecho, podré descansar de nuevo.
Y tal vez
era verdad. Podría aceptar su triunfo como algo impersonal, distinto de la
tragedia personal que le Volvía en el pasado y en el futuro. ¡Pero el círculo
se cerraba!
La mano de
Noys se alzó, insegura, como si quisiera buscar refugio en la de él.
Harlan se
apartó, rechazándola.
—Todo
estaba preparado —dijo—. Mi encuentro cono. Todo. Mis emociones fueron
analizadas. Acción y retardo automáticos. Aprieta este botón y el hombre hará
esto. Aprieta aquél, y el hombre hará aquello.
Harlan
hablaba con dificultad, hundido en su propia vergüenza. Meneó la cabeza,
tratando de ahuyentar aquel terror, y luego continuó:
—Había una
cosa que no acababa de comprender.
¿Cómo pude
adivinar que Cooper iba a ser enviado a los Tiempos Primitivos? Era una cosa
extraordinaria. No tenía ninguna base para sospecharlo. Twissell tampoco lo
entendió. Más de una vez me he preguntado cómo llegué a intuirlo con mis
escasos conocimientos de matemáticas. Sin embargo, lo hice. La primera vez
fue... aquella noche. Tú estabas dormida, pero yo no. Tenía la impresión de que
debía recordar algo; algún comentario, algún pensamiento, algo que yo había
percibido inconscientemente en la excitación de aquella noche. Cuando traté de
recordar, toda la importancia de la posición de Cooper penetró en mi cerebro, y
con ella la idea de que yo podía destruir la Eternidad. Más tarde, estudié la
Historia de las matemáticas; pero, en realidad, no era necesario. Lo sabía.
Estaba seguro de ello. ¿Cómo? ¿Cómo fue posible?
Noys le
miraba fijamente. Ahora no intentó tocarle.
—¿Quieres
decir que los hombres de los Siglos Ocultos también prepararon aquello? ¿Que
introdujeron todas estas ideas en tu mente y luego jugaron contigo?
—Sí, sí.
Todavía lo hacen. Aún no ha terminado mi trabajo. El círculo podrá estar
cerrándose, pero aún no lo está del todo.
—¿Qué
pueden hacer ahora? No están aquí con nosotros.
—¿No?
—Harlan pronunció aquella palabra en un tono tan sombrío, que Noys palideció.
—¿Superhombres
invisibles? —murmuró ella.
—No son
superhombres. No son invisibles. Ya te he dicho que el hombre no evoluciona
mientras pueda controlar su propio ambiente. La gente de los Siglos Ocultos son
Homo sapiens. Seres normales como tú y como yo.
—Entonces,
no están aquí.
Hartan
dijo tristemente:
—Tú estás
aquí, Noys.
—Sí,
contigo. No hay nadie más.
—Tú y yo
—dijo Harlan—. Sólo una mujer de los Siglos Ocultos y yo... No finjas más,
Noys, te lo ruego.
Ella lo
miró con horror.
—¿Qué
estás diciendo, Andrew?
—Lo que
debo. ¿Qué fue lo que me dijiste aquella noche, cuando me ofreciste aquella
suave bebida con sabor a menta? Me hablabas con suave voz, suaves palabras...
No oí nada conscientemente, pero recuerdo el murmullo de tu voz. ¿Qué
murmurabas? Sobre el viaje al pasado de Cooper; sobre Sansón derribando el
templo. ¿Estoy equivocado?
—Ni
siquiera sé quién era Sansón —dijo Noys.
—Puedes
adivinarlo fácilmente, Noys. Dime, ¿cuándo entraste en el Cuatrocientos ochenta
y dos? ¿A quién reemplazaste? ¿O, simplemente, te instalaste allí? Hice
analizar tu probabilidad de supervivencia por un experto del Dos mil
cuatrocientos ochenta y seis. En la nueva Realidad no existías. Tampoco tenías
homólogas. Cosa extraña para un Cambio tan pequeño, pero no imposible. Y luego
el analista dijo una cosa que no entendí hasta mucho después. Dijo: «Con la
combinación de factores que me ha dado, no acabo de entender cómo puede existir
en la actual Realidad». Tenía razón. Tú no eras de allí. Eras una invasora del
lejano futuro, para influir sobre mí y sobre Finge a fin de conseguir tus
propósitos.
Noys dijo
suavemente.
—Andrew...
—Todo
concordaba perfectamente. ¡Ojalá lo hubiera visto antes! En tu casa encontré un
microfilm titulado Historia social y económica. Me sorprendió cuando lo vi por
primera vez. Lo necesitabas, ¿verdad? Para aprender a comportarte como una
mujer de aquel Siglo. Otra cosa. En nuestro primer viaje a los Siglos Ocultos,
¿recuerdas? Detuviste la cabina en el Ciento once mil trescientos noventa y
cuatro. Lo hiciste con seguridad, sin errores. ¿Dónde aprendiste a controlar
una cabina? Si tú fueses quien aparentabas ser, aquél hubiera sido tu primer
viaje en una cabina. Además, ¿por qué aquél? ¿Es tu siglo natal?
Ella
preguntó en voz baja:
—¿Por qué
me has traído a los Tiempos Primitivos?
Harlan
gritó con furia:
—¡Para
proteger a la Eternidad! Desconozco qué daños podrías causar allí. Aquí estás
indefensa, porque yo te conozco. Confiesa que digo la verdad. ¡Confiésalo!
Harlan se
levantó en un paroxismo de ira, con el brazo levantado. Ella no hizo ningún
gesto. Seguía completamente tranquila. Parecía una estatua modelada en bella y
caliente cera. Harlan no terminó su movimiento, sino que repitió:
—¡Confiesa!
Ella dijo:
—¿Aún no
estás seguro, después de todas tus deducciones? ¿Qué puede importarte que lo
confiese o no?
Harlan
notó que su ira iba en aumento.
—Di que es
verdad, de todos modos, para que no tenga que sentir remordimientos.
—¿Remordimientos?
—Sí, Noys,
porque tengo una pistola desintegradora y estoy decidido a matarte.
18
El comienzo del Infinito
Había una
corrosiva inseguridad dentro de Harlan, una indecisión que lo consumía. Tenía
la pistola en la mano y apuntaba directamente al corazón de Noys.
Pero, ¿por
qué no se defendía ella? ¿Por qué permanecía en su actitud impasible?
¿Cómo
decidirse a matarla?
¿Cómo
dejar de hacerlo?
—¿Bien?
—dijo Harlan roncamente.
Ella se
movió, pero sólo para unir las manos en el regazo, dando la impresión de que
estaba aún más tranquila, más distante. Cuando habló, su voz no parecía la de
un ser humano. Frente al cañón de una desintegradora tenía tonos de completa
seguridad y alcanzó una calidad de casi mística elevación.
—No es
verdad que quieras matarme sólo para proteger a la Eternidad —dijo ella—. Si
ése fuese tu verdadero motivo, podrías golpearme, atarme fuertemente y
encadenarme dentro de esta cueva, para irte tranquilo a la ciudad por la
mañana. O pudiste pedirle al Programador Twissell que me encerrase incomunicada
en los Tiempos Primitivos durante tu ausencia. O podrías llevarme contigo por
la mañana para dejarme abandonada en esta selva. Pero si sólo mi muerte puede
satisfacerte, es porque crees que yo te he traicionado, que primero te enamoré
para luego poder traicionarte. Eso es un asesinato para satisfacer tu orgullo
herido, y no el justo castigo que proclamas...
Harlan
preguntó:
—¿Eres de
los Siglos Ocultos? Dilo.
—Lo soy
—dijo Noys—. ¿Vas a disparar ahora?
El dedo de
Harlan tembló sobre el contacto de la pistola. Pero vaciló. En su interior algo
irracional la defendía y salvaba los restos de su amor por Noys. ¿Acaso ella
estaba desesperada al ver que él la rechazaba? ¿Estaba mostrándose absurdamente
heroica al ver que él dudaba de su sinceridad?
¡No!
Esto podía
ocurrir en los microfilms de la empalagosa literatura del 289°, pero una
muchacha como Noys nunca haría una cosa semejante. Ella nunca buscaría la
muerte a manos de un falso amante con el gozoso masoquismo de un lirio roto.
Entonces,
¿se burlaba de él, segura de que no era capaz de matarla? ¿Confiaba
tranquilamente en la atracción que, como sabía, él sentía por ella, segura de
que ello le inmovilizaría, helado de flaqueza y vergüenza?
Aquello le
hirió. Su dedo apretó un poco más el contacto de la desintegradora.
Noys habló
de nuevo:
—¿Me das
tiempo? ¿Significa eso que esperas mi defensa?
—¿Qué
defensa? —Harlan trató de hablar con desprecio, pero, sin embargo, le alegró la
demora. Podían aún alejar el momento en que contemplaría los restos de su
cuerpo destrozado, sabiendo que lo ocurrido a su amada Noys había sido hecho
por su propia mano.
Harlan
trató de buscar excusas a su espera. Pensó con agitación: «Dejemos que hable.
Que cuente lo que sepa sobre los Siglos Ocultos. Será una mejor garantía para
la Eternidad».
Aquello
dio una apariencia de firme decisión a sus actos, y por un momento pudo mirarla
con un rostro tan tranquilo como el que ella le presentaba.
Parecía
que Noys hubiera leído sus pensamientos.
—¿Quieres
que te hable de los Siglos Ocultos? —dijo—. Si ésa es mi defensa, será una cosa
muy fácil. ¿Quieres saber, por ejemplo, por qué la Tierra ya no alberga a la
humanidad después del Siglo Ciento cincuenta mil? ¿Quieres saberlo?
Harlan no
iba a pedirle nada, ni pagaría aquella información perdonando a Noys. Tenía la
pistola. No iba a mostrar ningún signo de debilidad.
—¡Habla!
—dijo Harlan, y se sorprendió ante la sonrisa con que ella contestó a su orden.
Noys dijo:
—En un
instante del fisio-tiempo, cuando la Eternidad aún no se había extendido mucho
en el hipertiempo, antes de que llegara siquiera al Diez mil, nosotros, los de
mi siglo (y tenías razón, era el Ciento once mil trescientos noventa y cuatro)
averiguamos la existencia de la Eternidad. Nosotros también conocíamos los
viajes por el Tiempo, aunque los nuestros están basados en una serie de
postulados distintos de los vuestros, y preferimos contemplar las realidades en
vez de transportar la materia. Además, sólo nos ocupábamos del pasado, nuestro
hipotiempo. Descubrimos la existencia de la Eternidad indirectamente. Primero,
desarrollamos el cálculo de Realidades y analizamos con él nuestra propia
Realidad. Nos sorprendimos al comprobar que vivíamos en una Realidad de muy
baja probabilidad. Era un asunto serio. ¿Por qué era tan improbable nuestra
Realidad?... Pareces distraído, Andrew. ¿Te interesa todo esto?
Harlan oyó
cómo ella pronunciaba su nombre con la íntima ternura que había usado durante
las últimas semanas. Aquello debió irritarle, enfurecerle con su cínica
deslealtad. No sintió nada de eso, sólo amor.
—Continúa
y termina ya, mujer —dijo Harlan desesperado.
Trató de
compensar la ternura del «Andrew» de ella con la fría sequedad de su «mujer»,
pero ella volvió a sonreírle tímidamente.
Noys
continuó:
—Buscamos
en nuestro pasado, a través del Tiempo, y un día encontramos a la poderosa
Eternidad. En seguida comprendimos que en un momento del fisio-tiempo (concepto
que también poseemos, aunque bajo otro nombre) habíamos tenido otra Realidad.
Aquella Realidad perdida, la que tenía una existencia de máxima probabilidad,
nosotros la llamamos el Estado Básico. El Estado Básico había existido en
nuestro Siglo y nosotros lo habíamos conocido, o al menos, nuestros homólogos.
En aquel momento no podíamos decir cuál era la naturaleza del Estado Básico. No
teníamos forma de saberlo. Sin embargo, sabíamos que algún Cambio provocado por
la Eternidad en el lejano pasado había conseguido, por medio de la probabilidad
estadística, alterar el Estado Básico hasta nuestro Siglo y aún más allá. Nos
dedicamos a investigar la naturaleza del Estado Básico con la intención de
corregir el mal, si lo era. Primero establecimos la zona aislada que vosotros
llamáis los Siglos Ocultos, dejando a los Eternos en el hipotiempo, por debajo
de los Setenta mil. Aquella barrera de aislamiento nos protegería a todos, o de
la mayor parte de los efectos de los Cambios que inducía la Eternidad. No era
una protección absoluta, pero nos daba el tiempo que necesitábamos para
terminar nuestras investigaciones. Después hicimos algo que nuestra civilización
y nuestro sentido de la ética ordinariamente no nos habrían permitido hacer.
Investigamos nuestro propio futuro, nuestro hipertiempo. Averiguamos el destino
del hombre en la Realidad actual, a fin de poder compararlo con el que habría
tenido en el Estado Básico. Un poco más lejos del Siglo Ciento veinticinco mil,
la Humanidad resolvió el problema del salto interestelar. Aprendieron el
secreto del hiperespacio. Por fin, el hombre podía. llegar alas estrellas.
Harlan la
escuchaba absorto. ¿Cuánta verdad habría en todo aquello? ¿Qué parte era un
intento deliberado de engañarle? Trató de romper el hechizo interrumpiendo el
curso de las palabras de ella.
—Y una vez
supieron cómo llegar a las estrellas lo hicieron y abandonaron la Tierra.
Algunos de nosotros ya lo adivinamos.
—Entonces,
os equivocáis. El Hombre trató de abandonar la Tierra. Desgraciadamente, no
estaba solo en la Galaxia. Hay otras estrellas y otros planetas. Existen otras
razas inteligentes. Ninguna, por lo menos en esta Galaxia, es tan antigua como
la Humanidad, pero durante los ciento veinticinco mil siglos que el Hombre
permaneció en la Tierra otras inteligencias más jóvenes nos alcanzaron
dejándonos atrás, descubrieron el viaje interestelar y colonizaron la Galaxia.
Cuando nos adentramos en el espacio, todo estaba ocupado. Todas las estrellas
nos rechazaron. Prohibido el paso. No molesten. Propiedad particular. La
Humanidad tuvo que retirar sus naves exploradoras y quedarse en su casa. Pero
entonces comprendió que la Tierra no era más que una prisión en medio de una
libertad infinita... ¡Y la Humanidad languideció hasta morir!
—¿Dices
que murió? —exclamó Hartan—. Es absurdo.
—No se
extinguió inmediatamente. Tardó miles de Siglos. Tuvo sus momentos de vitalidad
aún; pero, en conjunto, le faltaba un objetivo digno de vivir. Había una
sensación de futilidad, una desesperanza que no pudo ser superada. Poco a poco
fue sufriendo una reducción de la natalidad, y por último desapareció. ¡Gracias
a tu Eternidad!
Hartan
defendió a la Eternidad ahora con mayor énfasis, porque no hacía mucho que la
había atacado con todas sus fuerzas. Dijo:
—Dejad que
entremos en las Siglos Ocultos y nosotros lo solucionaremos. Nunca hemos
fracasado en conseguir el Bien para aquellos Siglos en los que hemos
intervenido.
—¿El Bien?
—dijo Noys con un tono suave que parecía convertir aquella palabra en una
burla—. ¿Qué es eso?
—Lo que
vuestras máquinas os dicen. Pero ¿quién instruye a las máquinas y les dice lo
que deben pesar en la balanza? Las máquinas no resuelven los problemas con
mayor penetración que un hombre, sólo pueden hacerlo más rápidamente, ¡sólo más
de prisa! ¿Qué es el Bien para los Eternos? Yo te lo diré. Protección y
seguridad. El término medio. Nada en exceso. No aceptar ningún riesgo, si no es
con una abrumadora probabilidad a favor del éxito más completo.
Harlan se
humedeció los labios. De repente, recordó las palabras de Twissell en la
cabina, mientras hablaban de los hombres evolucionados de los Siglos Ocultos.
Había
dicho: «Nosotros eliminamos lo extraordinario».
¿No era
verdad?
—Bien,
creo que esto te ha hecho pensar —dijo Noys—. Piensa en esto, en la Realidad
que ahora existe. ¿Por qué razón el hombre se esfuerza continuamente en
alcanzar el viaje interplanetario sin poder conseguirlo? No hay duda que cada
Era conocedora del viaje espacial debe conocer también las épocas anteriores y
sus fracasos. ¿Por qué lo intentan de nuevo?
—No he
estudiado este punto —contestó Harlan.
Pensaba
con incertidumbre en las colonias de Marte, establecidas una y otra vez, siempre
fracasando. Pensó en la extraña atracción que los viajes espaciales tenían aún
para los Eternos. Podía recordar las palabras del sociólogo Kantor Voy, del
2456°, lamentando la desaparición de las naves espaciales antigravedad en el
transcurso de un Siglo y diciendo con pena: «Era algo muy hermoso». Y recordaba
también al Analista Nerón Feruque, que maldijo amargamente aquella pérdida y
empezó a criticar las normas de la Eternidad para la distribución de los sueros
anticáncer, como si quisiera aliviar su espíritu.
¿Era
posible que existiera en los seres inteligentes un deseo instintivo de buscar
lo desconocido, de llegar alas estrellas, de abandonar la prisión de la
gravedad terrestre? ¿Qué impulsaba al Hombre a intentar los viajes
interplanetarios docenas de veces, a visitar una y otra vez los mundos muertos
del sistema solar, donde sólo la Tierra era habitable? ¿Sería aquel fracaso, la
convicción de que un día u otro habrían de volver a su prisión, lo que producía
.aquellas perturbaciones que la Eternidad se veía obligada a combatir
continuamente? Harlan recordó el abuso de drogas en el mismo Siglo en que
fracasaban las naves antigravedad.
Noys dijo:
—Al
impedir los fracasos de la Realidad, la Eternidad también impide el logro de
los triunfos. Sólo haciendo frente a las grandes pruebas puede la Humanidad
elevarse a nuevas y mayores alturas. Del peligro y de la aventura han salido
siempre las fuerzas que han llevado al Hombre a nuevas y más grandes
conquistas. ¿No lo entiendes? ¿No comprendes que al impedir las miserias y
fracasos que torturan al Hombre, la Eternidad no le deja encontrar sus propias
soluciones, difíciles pero provechosas, las soluciones verdaderas que se
obtienen al vencer las dificultades, no al evitarlas?
Harlan
trató de convencerla:
—Nosotros
buscamos el Bien para el mayor número posible...
Noys le
interrumpió:
—Supongamos
que no se hubiese establecido la Eternidad.
—¿Qué
sucedería?
—Puedo
explicarte lo que habría sucedido. Las energías que se consumieron en la
Ingeniería Temporal se habrían dedicado a la ciencia Nuclear. La Eternidad no
existiría, pero tendríamos el viaje interestelar. El Hombre habría llegado a
las estrellas unos cien mil siglos antes que en la Realidad actual. Las
estrellas habrían estado aún inexploradas y la Humanidad habría conquistado la
Galaxia. Habríamos sido los primeros.
—¿Y qué
habríamos ganado? —insistió Harlan—. ¿Seríamos más felices?
—¿A quién
te refieres? —dijo Noys—. El hombre no estaría solo en este mundo, sino en un
millón de mundos. Tendríamos el infinito en nuestras manos. Cada mundo tendría
su propio Tiempo, sus valores, la oportunidad de buscar la Felicidad a su
manera y en su ambiente. Hay muchas clases de Felicidad, de Bien, una infinita
variedad de propósitos. ¡Ése es el Estado Básico de la Humanidad!
—Eso es lo
que tú imaginas —dijo Harlan, y se maldijo al sentirse extrañamente atraído por
las imágenes que ella había conjurado con sus palabras—. ¿Cómo puedes saber lo
que habría sucedido?
Noys
contestó:
—Os
burláis ante la ignorancia de los Temporales que sólo conocen una Realidad.
Nosotros sonreímos ante la ignorancia de los Eternos que conocen muchas
Realidades distintas, pero creen que sólo una puede existir en el Tiempo.
—¿Qué
quieres decir?
—Nosotros
no analizamos las Realidades alternativas. Nosotros las vemos. Podemos verlas
en su estado de Irrealidad.
—Una
especie de país de fantasmas donde los que pudieron ser viven entre sombras.
—Sin mofa,
así es.
—¿Cómo lo
conseguís?
Noys hizo
una pausa y luego dijo:
—¿Cómo
explicártelo, Andrew? Se me ha educado para saber ciertas cosas sin conocer
realmente su base científica, lo mismo que en otras materias te pasará a ti.
¿Puedes explicarme cómo funciona la Computaplex? Sin embargo sabes que existe y
que funciona.
Harlan
enrojeció:
—Bien,
continúa.
—Nosotros
hemos aprendido a ver Realidades y hemos visto que el Estado Básico es tal como
te he dicho. Encontramos, también, el Cambio que destruyó el Estado Básico. No
ha sido ningún Cambio inducido por la Eternidad; ha sido la misma Eternidad...
el simple hecho de su existencia. Una organización como la Eternidad, que
permite a los hombres escoger su propio futuro, termina por escoger la
mediocridad y la seguridad, y en una Realidad semejante las estrellas están
fuera de nuestro alcance. La mera existencia de la Eternidad hizo desaparecer
el Imperio Galáctico. Para restaurarlo, la Eternidad debe ser destruida. El
número de Realidades es infinito. El número de cualquier subclase de Realidades
es también infinito. Por ejemplo, el número de Realidades en donde existe la
Eternidad es infinito; el número de Realidades en donde no existe la Eternidad
es infinito; el número de aquellas en donde la Eternidad existe, pero es
destruida, es también infinito. Pero mi pueblo escogió entre las infinitas
posibilidades un grupo que me comprendía a mí. Yo no tuve nada que ver con eso.
Ellos me educaron para mi misión, lo mismo que Twissell y tú habéis entrenado a
Cooper para la suya. Pero el número de Realidades en donde yo era la causa de
la destrucción de la Eternidad es también infinito. Se me ofreció la elección
entre cinco Realidades que parecían menos complejas. Yo escogí ésta, la que te
comprende a ti, el único sistema de Realidad en donde aparecías tú.
Harlan
dijo:
—¿Por qué
lo escogiste?
Noys miró
un momento a lo lejos:
—Porque te
amaba. Te he amado mucho antes de conocerte.
Harlan se
estremeció. Ella lo había dicho con voz llena de sinceridad. Pensó, angustiado:
«Está fingiendo...»
—Me parece
ridículo —replicó Harlan.
—¿Sí? He
estudiado las Realidades que se me ofrecieron. He estudiado la Realidad en
donde yo regresaba al Cuatrocientos ochenta y dos, conocía a Finge y luego a
ti. La Realidad en donde tú venías a mí para amarme, en donde me llevabas a la
Eternidad, para protegerme de mi propio Siglo en el lejano futuro. En donde
enviabas a Cooper a un Siglo erróneo y en donde tú y yo, juntos, viajábamos a
los Tiempos Primitivos. Vivimos en los Tiempos Primitivos durante el resto de
nuestra vida. Pude ver nuestra existencia juntos y fuimos felices, y yo te
amaba. De manera que no me parece ridículo. Escogí esta alternativa para que
nuestro amor pudiera llegar a ser real.
Harlan
dijo:
—¡Todo eso
es falso! Mentira. ¿Cómo esperas que te crea?
Hizo una
pausa y luego añadió:
—¡Espera!
¿Has dicho que sabías esto por anticipado? ¿Que todo iba a suceder de este
modo?
—Sí.
—Entonces,
mientes. Porque habrías sabido que yo te apuntaría con mi pistola. Habrías
sabido que fracasarías. ¿Qué puedes contestarme?
Noys
suspiró:
—Ya te he
dicho que existe un número infinito de cualquier subclase posible de
Realidades. No importa cuán finamente ajustemos el foco de nuestra visión hacia
una Realidad dada, lo que contemplamos siempre representa un número infinito de
Realidades muy parecidas. Siempre hay puntos confusos. Cuanto más claro el
enfoque, menos confusa la visión, pero una visión perfecta no puede
conseguirse. Cuanto más perfecta sea, disminuye la posibilidad de que una
variación fortuita altere el resultado, pero esta probabilidad nunca es
absolutamente nula. Un pequeño error fue suficiente para producir la
alteración.
—¿Cuál?
—Debiste
volver al futuro cuando fue retirada la barrera en el Cien mil y lo hiciste.
Pero debías volver solo. Por esta razón me sorprendí un momento al ver que
llegaba contigo el Programador Twissell.
Harlan
titubeó. ¡ Todo era tan lógico al escucharla!
Noys
continuó:
—Aún me
habría sentido más sorprendida si hubiera comprendido la tremenda importancia
de aquella variación. Si hubieras vuelto solo, me habrías llevado a los Tiempos
Primitivos, como hiciste. Entonces, por amor a la Humanidad y por amor a mí,
habrías dejado a Cooper extraviado en este Siglo. El círculo se habría roto, la
Eternidad sería destruida y nuestra vida aquí hubiera sido segura. Pero
llegaste con Twissell, una variación fortuita. Mientras viajabais juntos, él te
habló de sus ideas sobre los Siglos Ocultos y te condujo por una serie de
deducciones hasta que llegaste a dudar de mi buena fe. Todo terminó con una
pistola entre nosotros... Ahora, Andrew, ésta es mi historia. Puedes matarme.
Nada puede impedírtelo.
La mano de
Harlan le dolía de apretar fuertemente la culata de la pistola. La pasó, sin
darse cuenta, a la otra mano. ¿Sería cierto cuanto decía? ¿Dónde estaba la
decisión firme, después de saber con certeza que ella procedía de los Siglos
Ocultos? Se sentía desgarrado entre dos impulsos contradictorios, y la hora del
amanecer se aproximaba.
Harlan
preguntó:
—¿Por qué
son necesarios dos esfuerzos para terminar con la Eternidad? ¿Por qué no
desapareció de una vez para siempre cuando envié a Cooper al Siglo equivocado?
Harlan
deseaba desde el fondo de su corazón que las cosas hubieran terminado entonces,
para no tener que sufrir aquella agonía de incertidumbre.
—Porque
—dijo Noys— el destruir esta Eternidad no es suficiente. Debemos reducir la
probabilidad de que se establezca cualquier otra forma de Eternidad, hasta el
cero matemático si es posible. De modo que aún nos queda una cosa por hacer
aquí en el Primitivo. Un pequeño Cambio, casi insignificante. Ya sabes lo que
es un Cambio Mínimo Necesario. Se trata sólo de una carta enviada a una
península llamada Italia, aquí en el Siglo Veinte. Ahora estamos en el
Diecinueve, coma, treinta y dos. Dentro de unos cuantos Centisiglos, siempre
que yo pueda enviar esta carta, un hombre en Italia empezará a experimentar con
el bombardeo neutrónico del uranio.
Harlan se
espantó.
—¿Quieres
alterar la Historia Primitiva?
—Sí. Es
nuestro propósito. En la nueva Realidad que será la Realidad final, la primera
explosión tendrá lugar no en el Treinta, sino en el Siglo Diecinueve, coma,
cuarenta y cinco.
—Pero,
¿ignoras el peligro? ¿Has podido calcular el inmenso riesgo que implica el
alterar la Historia Primitiva?
—Conocemos
ese peligro. Hemos estudiado el grupo de Realidades que pueden resultar de
ello. Existe la probabilidad, no la certeza, desde luego, de que la atmósfera
de la Tierra se vuelva radiactiva, pero, en cambio...
—¿Quieres
decir que puede haber una compensación por tal riesgo?
—El
Imperio Galáctico. Una intensificación del Estado Básico.
—Y, sin
embargo, tú acusas a los Eternos de interferir...
—Los
acusamos de interferir muchas veces para mantener a la Humanidad en una segura
prisión. Nosotros interferimos sólo una vez para llevarla hacia la ciencia
nuclear, de modo que nunca, nunca, pueda establecer una Eternidad.
—No —dijo
Harlan, desesperado—. La Eternidad debe existir.
—Si tú
quieres. La elección es tuya. Si deseas que sea un puñado de psicópatas quien
dicte el futuro del Hombre...
—¡Psicópatas!
—estalló Harlan.
—¿Es que
no lo son? Tú los conoces bien. ¡Piensa!
Harlan la
contempló con horror, pero no pudo evitar el pensar. Pensó en los Aprendices al
conocer la verdad sobre la Realidad, y en el Aprendiz Latourette que intentó
suicidarse al saberlo. Latourette había sobrevivido para llegar a ser un
Eterno, pero nadie podía saber qué profundas huellas quedaron en su
personalidad a consecuencia de ello; sin embargo ayudaba a decidir sobre
Realidades alternativas.
Pensó en
el sistema de castas de la Eternidad, en la vida anormal que convertía los
complejos de culpabilidad en odio contra los Ejecutores. Pensó en los
Programadores luchando entre sí, en Finge intrigando contra Twissell y Twissell
ordenando que se espiaran las acciones de Finge. Pensó en Sennor, luchando
contra su cuerpo sin pelo y al mismo tiempo contra todos los Eternos.
Pensó en
sí mismo.
Y luego
pensó en Twissell, el gran Twissell, quien también había roto las reglas de la
Eternidad.
Era como
si siempre hubiera sabido que la Eternidad no era más que eso. ¿Por qué, si no,
había querido destruirla? Sin embargo, nunca quiso confesarse aquella verdad.
Hasta entonces nunca había mirado la verdad cara a cara.
Y ahora
contemplaba a la Eternidad como una masa de morbosas psicosis, un pozo maligno
de motivos anormales, unas vidas desesperadas arrancadas brutalmente de su
curso normal.
Miró a
Noys sin expresión.
Ella dijo
suavemente:
—¿Lo
comprendes ahora? Ven a la entrada de la cueva conmigo, Andrew.
Él la
siguió, hipnotizado, deslumbrado por la completa claridad con que ahora veía la
situación. Su pistola se apartó de la línea que apuntaba al corazón de Noys.
Las
primeras luces del alba ahuyentaban a la noche y la gran cabina en el exterior
de la cueva era una sombra opresiva contra la claridad matinal. Sus contornos
aparecían confusos y borrosos bajo el protector.
Noys dijo:
—Ésta es
la Tierra. No el eterno hogar de la Humanidad, sino el punto de partida de una
infinita aventura. Todo lo que has de hacer para conseguirlo es tomar tu
decisión. Es sólo tuya. Tú, yo y el contenido de esa cueva estaremos protegidos
por un campo de fisio-tiempo contra el Cambio. Cooper y su mensaje
desaparecerán. La Eternidad desaparecerá junto con la Realidad de mi Siglo,
pero nosotros nos quedaremos para tener hijos y nietos, y la Humanidad
permanecerá para llegar hasta las Estrellas.
Él se
volvió para mirarla, y ella le sonrió. Era la Noys de siempre, y su propio
corazón latía como antes.
Ni
siquiera se dio cuenta de que su decisión estaba tomada, hasta que la grisácea
claridad lo invadió todo, cuando desapareció la sombra de la cabina.
Con
aquella desaparición, comprendió Harlan, mientras Noys se acercaba lentamente
hacia sus brazos, había llegado el fin de la Eternidad ...
...Y el comienzo del Infinito.