Mármara - Inés Fernandez Moreno


Los relatos de Mármara despliegan una mirada aguda, inteligente y amable sobre los objetos, los espacios y las relaciones humanas, tramando situaciones en las que el lector puede reconocerse de inmediato. Fluyen con una naturalidad infrecuente y dichosa, e irradian un humor que combina en justas proporciones la mordacidad y la compasión. Con este nuevo libro, Inés Fernández Moreno confirma sus dotes de cuentista y encuentra su lugar entre los grandes narradores argentinos.   

 'Sus cuentos tienen una inmediata vocación de transparencia: dicen el mundo y las relaciones humanas con la levedad que recomendaba Calvino. Uno ve a través de ellos el espectáculo cotidiano tocado por una inteligencia amable.'    Julio Ortega

I. En la periferia

Confesiones en un ascensor


            ENTRÓ al ascensor justo cuando las puertas empezaban a cerrarse.
“Bienvenidos a la cabina”, dijo una voz femenina salida vaya a saber de dónde. A falta de alternativas más incitantes, pensó Clara, aquí tenemos el viaje en ascensor ascendido a vuelo internacional.
El tipo que estaba adentro le hizo un gesto de simpatía.
—Es la primera vez que voy a una oficina en un piso tan alto —dijo ella, mientras buscaba en la botonera el número 32. Tan alto como Groenlandia, pensó, para seguir con la pretensión del gran viaje.
—Ni lo va a notar —respondió él—. Estos ascensores son una flecha.
Error, pensó Clara, moviendo apenas la cabeza. Debería haber dicho que eran “un avión”. Pero no, “flecha” dijo, lo que sonaba bastante más primitivo.
Clara lo estudió con esas miradas cortas y sesgadas con que se mira a la gente en un ascensor. Primitivo no parecía, más bien empresario, o abogado, o funcionario. Con el pelo gris muy corto y un buen perfume. Traje también impecable, sólo que a la altura de la rodilla tenía un hilo negro, un hilo rematado en una pelusa como una araña. Tuvo el impulso de quitársela, pero no iba a tocar a un desconocido; podía decírselo en todo caso, pero tampoco. Que se quedara con su hilo y su pelusa. Una pequeña venganza, aunque el tipo qué culpa tenía de que ella se hubiera quedado sin trabajo y de que ésta fuera la primera entrevista que conseguía después de meses y meses de páramo.
La luz de los ascensores suele ser cruel. Así que optó por ignorar el espejo y miró más arriba, hacia el techo, con la cara tensa y concentrada: que fuera evidente que sus pensamientos estaban muy lejos de allí, tan lejos como para abolir aquellos segundos de intimidad forzada. ¿Acaso un ascensor es un lugar para...?
Un sacudón detuvo su pensamiento y el ascenso fulminante de la máquina. Se le hizo un vacío en los oídos, las luces titilaron y bajaron de intensidad hasta dejarlos casi en penumbras. De inmediato se oyó la voz femenina, tan animosa para dar la bienvenida como las malas nuevas: “Cabina en emergencia, aguarde instrucciones, por favor”.
—Ah, qué alegría —dijo él—, se cortó la luz.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó ella, tratando de dominar el sobresalto de su corazón.
—No se preocupe, en estos edificios todo está previsto. Deben tener su propio generador...
El hombre apretó el botón de alarma.
Esperaron en silencio, tal vez el motor volviera a arrancar en segundos.
Pero no, estaban allí suspendidos, inmóviles, conscientes uno del otro en un silencio húmedo al que llegaban algunos ecos como de submarino.
—Qué pasa con el aire aquí... —empezó a decir ella.
—La ventilación es normal, esto no es hermético.
La voz del hombre la tranquilizó, su aplomo. ¿Sería ingeniero?
—Claro, “parece” hermético —se defendió ella—, es por el acero y por el tamaño, ¿cuánto tiene este ascensor?
—Aproximadamente un metro veinte por uno cincuenta.
—Una jaula —dijo Clara, y empezó a apretar de manera un poco estúpida todos los botones de la botonera.
—Una jaula, en el mejor de los casos —agregó después, mientras pensaba en una ratonera, un tubo, un ataúd.
—No está tan mal, tenemos casi dos metros de altura, o sea más de cuatro metros cúbicos de aire. Suficiente para sobrevivir.
En ese momento una voz estridente se hizo oír a través de la rejilla metálica junto a la botonera: “Soy el encargado de seguridad del edificio”, dijo la voz, imponiendo con semejante título cierta tranquilidad. Después de preguntarles cuántos eran y si estaban bien, les aseguró que sólo había que tener paciencia y esperar a que llegaran los bomberos. “¿Cómo se llama usted?”, lo interrumpió su compañero de encierro. El otro le contestó que Rodríguez. “Ajá, Rodríguez”, dijo su hombre, como si entonces sí lo tuviera bien agarrado, y a continuación empezó a pedir precisiones. Una pregunta tras otra. Que si la “tracción”, el “motor trifásico” o el “grupo impulsor”. Chino para ella, que estaba alerta, sobre todo, al juego de jerarquías que se había establecido entre los dos hombres.
—¿Entonces no se puede hacer nada?, forzar la puerta, saltar, algo —intervino ella.
—Nada —dijo el de seguridad—, sólo esperar.
—Tiene razón —confirmó el otro—, no hace falta correr ningún riesgo inútil.
La palabra “riesgo” le produjo un nuevo sobresalto.
Se sintió presa de un abominable ataque de feminidad, dispuesta sin pudor a que él asumiera el mando, a que fuera el capitán de aquel barco inmóvil, más bien submarino, varado entre el piso quince y el dieciséis de uno de los edificios más altos de Puerto Madero.
—Parece un confesionario —dijo ella cuando la voz del otro lado de la rejilla se apagó.
Él la miró de una manera muy directa, o un instante más de lo debido le pareció, pero tal vez fuera sólo el efecto de la penumbra.
—Esa rejilla —aclaró— me recuerda las celosías de los confesionarios. —Se odió en silencio. Le pasaba con frecuencia, dejar escapar pensamientos que después la obligaban a dar explicaciones un poco absurdas.
—Me acuerdo muy bien —dijo él—. Una reja de madera que se deslizaba para poder oír las confesiones. Eso era en el caso de las mujeres. Nosotros, los varones, nos confesábamos frente a frente —y, sin cambiar casi el tono, como si estuvieran en una reunión social, agregó—: ¿Qué le parece si nos sentamos?
Sí, caballero. Parecía razonable, no iban a estar dos horas parados en un ascensor.
Clara se deslizó hacia abajo y se sentó muy derecha con la espalda contra la pared metálica.
Él hizo otro tanto sobre la pared de enfrente. Los dos tuvieron que plegar un poco las piernas para caber.
—Ahora remamos —dijo ella, y los dos estallaron en una risa que los igualó y que barrió en él esa solemnidad como de ingeniero o de funcionario.
Pero la risa de ella se transformó en una oleada de angustia.
—Tengo un poco de claustrofobia —confesó.
—Relájese —le indicó él—. Afloje los hombros, la cabeza...
Ella obedeció.
—Inspire profundamente por la nariz, sin esfuerzo. Cuando no pueda más, sin brusquedad, pase de la inspiración a la exhalación. Trate de regular la salida de aire, siempre con el mismo ritmo y con el mismo volumen de aire.
Le mostró cómo. Era notable cómo lo hacía, produciendo una espiración interminable y un sonido constante, como si alguien hubiera abierto una garrafa de gas.
Aprovechando la penumbra, le miró la boca y después las rodillas, tan cercanas a las de ella. Pensó que la pelusa seguiría allí, pegada al pantalón, por más que no pudiera verla. Poco a poco sintió que el pánico pasaba, como una ola que pierde fuerza y se deshace en espuma.
—¿Se siente mejor?
Ella asintió.
—¿Siempre tuvo claustrofobia?
—No, es algo de los últimos años.
Desde que supo, al fin, después de tanto tiempo, cómo había sido lo de Ariel. Pero no iba a contarle esa historia. Apenas se la podía contar a ella misma.
—La respiración profunda ayuda mucho. Es una estrategia de las artes marciales. Otra es moverse con el pensamiento.
—Pero el pánico puede ser más fuerte. —O el tormento o la locura, agregó para ella.
—En situaciones extremas. Y ése no es nuestro caso. ¿Tenía algo importante que hacer aquí?
—Una entrevista de trabajo. ¿Y usted?
—Una cita con mis abogados.
“Abogados”, en plural, eso sonaba importante. A continuación se imponía la seguidilla de preguntas idiotas del tipo ¿usted qué hace?, ¿es ingeniero?, ¿tiene hijos? Pero se contuvo, como con la pelusa.
Entonces apareció otra vez la voz del tipo de seguridad. Les confirmó que todo estaba bajo control y les comentó que el corte era en media ciudad.
—Habrá que esperar bastante —dijo él—. Si el del confesionario tiene buena información —agregó con ironía.
—La voz del cura no era así de estridente.
—Tiene razón, era un susurro.
—Un susurro medio viscoso —dijo ella—. Discúlpeme, tal vez usted se confiesa, es practicante...
El hombre se rió.
—Yo peco, sí. Pero no me confieso.
Se quedaron en silencio. Él tampoco emprendía la cruzada de preguntas idiotas.
—La última vez que me confesé tendría unos once años. Después hice algo inconfesable.
—¿Tan chico?
—¿No cree que ésos son los verdaderos pecados? Los otros, con el tiempo, se vuelven más relativos.
—No, no lo creo. ¿Qué puede haber hecho tan grave a esa edad?
—¿Quiere que le cuente?
Un ramalazo de pánico volvió a atravesarla; en ese momento debería estar mostrando su carpeta al director de una empresa, y en cambio estaba encerrada en un ascensor con un desconocido, emprendiendo esa conversación rara.
Él metió la mano en un bolsillo y sacó un paquete de pastillas. Le ofreció una.
El aire se llenó de olor a menta.
—Sí, ¿por qué no? —dijo ella.
Él se quedó en silencio. Le habría hecho un chiste, supuso ella, pura retórica para llenar la incomodidad del silencio.
Sin embargo, después de un momento, en un tono apagado, empezó a hablar.
—Mis padres eran personas muy severas. Yo vivía cumpliendo reglas: horarios, estudios, deportes, descanso...
—Antes los padres eran más estrictos —dijo ella, y se acordó de la pelea constante con sus padres cuando empezó lo de Ariel.
—Sí, había una cuestión generacional, pero ellos eran más duros. Todo era premios o castigos. Y después estaba Elsa. Elsa era la mujer que me cuidaba y que ayudaba a mi madre con la casa.
Se interrumpió un momento y se pasó la mano por la frente, como si pudiera tocar aquel recuerdo.
—No sé por qué le cuento eso.
—Porque estamos en un ascensor, encerrados, una especie de purgatorio —le recordó ella.
—Usted es optimista. Podríamos ser dos condenados —dijo él con una risa un poco cínica.
Primero la ayudaba a respirar bien y después la asustaba. ¿Quién era ese tipo?
—¿Me da otra pastilla? —pidió ella para ganar tiempo.
—Aunque los condenados no hablan tanto —dijo él—. Salvo si piensan que pueden salvarse.
—No somos condenados. Y además —agregó ella con una vocecita que quiso ser frívola—, usted y yo no nos vamos a ver nunca más en la vida.
—Es probable —aprobó él.
Después lo dijo de un tirón:
—Un día robé un vuelto y ellos creyeron que había sido Elsa. La echaron y yo no hice nada para impedirlo.
—Bueno, al menos no mató a nadie. Me había asustado con tanto prólogo. Cuando uno es chico quiere algunas cosas con demasiada fuerza.
—Pero Elsa me adoraba. Cuando mis padres salían, me dejaba leer hasta tarde; me ordenaba los juguetes para que no me castigaran; en las mañanas heladas me masajeaba los pies y me ponía las medias adentro de la cama...
Clara se acordó del frío cortante de las mañanas de otoño, cuando también ella era chica. Porque el hombre de la pelusa, dedujo, el capitán de la cabina en emergencia y ella debían tener edades semejantes. Alrededor de cincuenta.
—¿Y nunca más la vio?
—Después, de grande, alguna vez la busqué.
—No es fácil encontrar a alguien después de tantos años —dijo ella.
—Yo conocía gente, pensé que podría rastrearla y encontrarla, pero fue imposible. Si alguna culpa tengo en la vida es ésa.
—¿Sólo ésa?
—Sólo ésa —dijo él, y levantó la cabeza con un gesto desafiante—. Además, un pecado contiene todos. ¿Qué le parece? ¿Me absuelve?
—Sí, está perdonado —dijo ella rápidamente.
Después miró el reloj.
—¿Sabe cuánto hace que estamos encerrados?
—Unos cuarenta minutos.
—Parece una eternidad. Tengo sed.
—Es el miedo, el miedo da sed. Tome otra pastilla.
Se sintió agradecida. Si esto le hubiera pasado sola habría sido un desastre.
Sería bueno tener un marido como ése. Un ingeniero con respuestas. Pero ella siempre había elegido otro tipo de hombres.
—Mejor volvamos a la infancia, ¿quiere?
Le contó su robo de infancia. Unas correas para unos patines. Unas miserables correas, aunque la monja se lo reprochó como si hubiera sido un pecado mortal.
—¿Ése fue su peor pecado?
—No, creo que el peor fue la envidia —Lo dijo y se arrepintió al instante. Iba a confesar cosas que ni siquiera tenían una forma exacta dentro de ella y que apenas tocaban el borde de su conciencia la hacían sentir una miserable.
—Pecado por pecado —dijo él, animándola a seguir.
—Mi prima Vivian —dijo ella. Recordó su risa desbordante. Su facilidad para vivir.— Tal vez sea una mujer perfecta, después de todo.
La luz titiló y la penumbra se hizo más densa. Era como estar encerrado en la propia conciencia, pensó Clara.
—¿Pero?
—Tuvo un amante durante diez años. Llevaba adelante una doble vida sin el menor esfuerzo. Ella me lo había contado. Y yo...
—La delató.
—No. Pero me hubiera gustado.
—Tal vez usted no soportaba la mentira.
—No, no era así de simple.
No quería decirlo, pero las palabras se formaron y se dijeron pese a todo, con una claridad demoledora.
—Me hubiera gustado verla... caer en la desdicha.
Clara se quedó aplastada. Ella, que se había creído idealista y pura, había llegado a jugar con algunas fantasías venenosas. Una carta anónima, una palabra ambigua, un gesto que despertara las sospechas del marido. Se había regodeado en las escenas del desastre.
—Sin embargo —le recordó él—, no llegó a traicionarla. Y traicionar es tan fácil.
—Después él se enfermó.
—¿El marido o el amante?
—El marido.
—¿Y ella?
—Una viuda inconsolable, durante un tiempo prudente.
Vivian, con su instinto de vida, había salido indemne. Mientras que ella había arrastrado un muerto durante treinta años.
—¿Se fue con el amante?
Clara negó con la cabeza.
—El amante —dijo— funcionaba en forma solidaria con el marido. Caído uno, cayó el otro.
—El sufrimiento de los otros es atractivo. Hasta puede ser afrodisíaco.
Clara se quedó callada y él retrocedió algunas posiciones.
—Cuando era chica, ¿nunca le arrancó las alas a una mosca?
—No.
—¿Nunca hizo reventar un sapo?, ¿o le tiró una piedra a un gato?
—Tampoco.
—Sin embargo, todos somos sádicos. Desde el circo romano en adelante —dijo él—. En ese morbo natural se sostienen algunas prácticas.
“Prácticas”, vaya palabra inesperada que había usado.
—Por más antecedentes que me nombre, no me lo perdono.
—Yo sí —dijo él—. Yo la perdono, usted también está absuelta. La ética, como le dije antes, es algo relativo. Un tema de perspectivas, de puntos de vista. Usted piensa que nosotros dos estamos atrapados aquí en este ascensor, de una manera casual, absurda. Pero si lo mira de otra manera, todos estamos atrapados en el planeta Tierra, tan colgados en el espacio como nosotros en esta cabina. Lo mismo con el bien y el mal.
Por un instante Clara pensó que estaba presa. Presa de él, más que del ascensor. Otra vez su corazón se puso a retumbar.
En ese momento la luz parpadeó y recobró su intensidad. Los dos se quedaron sorprendidos y mudos, como dos actores a los que empujan a escena de golpe y no recuerdan bien qué deben hacer o decir. Casi al mismo tiempo, con un chirrido áspero, el ascensor empezó a moverse. Los dos se pararon con cautela.
—¿Nos están izando?
—¿O estamos bajando?
La voz del de seguridad reapareció en el interfono. “Ya estamos listos”, dijo, “por razones técnicas van a bajar a tracción la cabina hasta la planta baja”.
—Bueno, se acabó —dijo ella con una sonrisa forzada—. Parece que ya estamos a salvo.
—Nunca corrimos ningún peligro —dijo él sacudiéndose el traje. Entonces vio la pelusa negra en la rodilla y se la quitó.
La vida iba a retomar ahora su rutina. “Me quedé encerrada con un tipo en el ascensor”, iba a contarle ella a sus amigas. “Y tuvimos una conversación.” Dios mío, pensó Clara, realmente avergonzada, ¿por qué habría hablado tanto?
Él no parecía incómodo, pero como si adivinara sus pensamientos le dijo:
—No se preocupe, lo que nos contamos es secreto de confesionario.
A medida que llegaban a la planta baja, empezaron a oírse voces.
—Mis abogados deben estar como locos —dijo él.
Con una suavidad inesperada, la cabina se apoyó al fin sobre su base y las puertas se abrieron.
“Capitán” fue la primera palabra que Clara escuchó. Y después, otra vez, como para que no quedaran dudas, “Capitán, por aquí”, “Capitán, lo esperan”.
Clara se quedó un instante apoyada junto a la puerta del ascensor. Él la buscó con la mirada y, antes de unirse al grupo de abogados, volvió a acercarse a ella:
—Que tenga mucha suerte —le dijo, y después, en voz muy baja—: Recuerde que usted me absolvió.
“Gracias por su visita”, soltó entonces la voz de la cabina con su lógica idiota.








Hombre en la taberna


            SI hubieran estado juntos, habrían pedido cava. Pero pidió cerveza, y tomó más de lo debido empujado por la simpatía del tabernero, por las anchoas frescas y el pan con tomate que circulaban por la barra con el sabor añadido de otras historias: dónde se pescaban las anchoas más grandes del Mediterráneo, cuál era la mejor forma de aliñarlas, cómo se retiraba y se comía la espina central, frita en aceite de oliva.
Hubiera cedido a la modorra, tirado al sol en alguna playa, como estaría ella, desentendida de cualquier obligación de buen turista. Pero Pedro ya había hecho sus planes, ahora tenía el Museo Picasso enfrente y no pensaba saltearlo, por más que Lila se riera de sus mapas y sus itinerarios precisos.
De manera que pagó la cuenta y cruzó al edificio de piedra con enormes puertas de madera —cinco palacios tradicionales de la ciudad, decían, se habían fundido para crear el museo—. Lo tranquilizó la advertencia de que sólo le quedaba una hora para la visita. Sacó su entrada y se quedó un poco desorientado en el hall central hasta que un guardián, con un gesto perentorio de la mano enguantada, le indicó por dónde iniciar el recorrido. Obediente, entró detrás de una pareja a la primera sala. Eran casi todos dibujos pequeños: retratos de trazos rápidos, esbozos de naturalezas muertas, el estudio de una mano y de un pie. Aunque nunca había tenido demasiada sensibilidad para las artes plásticas, Pedro no era partidario de las visitas guiadas ni de los audífonos informativos. Se detenía con aplicación frente a cada obra. Se entregaba con cierto orgullo a las vacilaciones un poco absurdas que le provocaba la visita. ¿Cuánto tiempo era necesario detenerse ante un cuadro? ¿Cuándo se daba por terminada la contemplación? A veces miraba de reojo la manera en que los otros miraban, intentaba escuchar los susurros que intercambiaban.
La pareja que lo precedía, unos franceses, leía cada título antes de mirar la obra. Se inclinaban como pájaros sobre el cartel, uno detrás del otro. ¿Había allí alguna clave? Pero sobre todo, ¿qué tipo de emoción, de experiencia estética debía producir, por ejemplo, un pie? Ese pie, esa mano. Le parecía evidente la dificultad del modelo, la búsqueda virtuosa que expresaba el recorrido de las venas, las protuberancias tiernas de la palma, la presencia de los huesos por debajo de la carne. Sí, se veía allí al genio precoz trabajando su materia. Pero lo avergonzó reconocer que lo que más lo impresionaba de aquellas imágenes era la simple aparición del pie o de la mano separados del cuerpo por un corte preciso, la tarea de un descuartizador, pensó. Cuando leyó en la pared que aquéllos eran trabajos de Picasso niño, entre los diez y los doce años, se apuró a pasar a la sala siguiente. Los franceses ya habían desaparecido de su vista hacía rato.
Una sucesión de telas y tablas pequeñas hechas al óleo, al parecer escenas rurales, se alineaban a la misma altura de la pared. Allí estaban ellos discutiendo con pasión, inclinados sobre la última tabla. Cuando se retiraron, le pareció escuchar la palabra surprenant. Inclinado a su vez sobre la tabla, Pedro vio un carromato con hierba y un buey que tiraba de ella. El tamaño era muy reducido, apenas tendría unos veinte por veinte centímetros. ¿Sería eso lo sorprendente? Tal vez esa escala diminuta —una mancha oscura para el buey, otra ocre para la carreta— no fuera deliberada, tal vez se tratara de algo tan simple como tener a mano esas tablas y no otras. Un poco impaciente, pasó a la sala contigua.
Según lee en la pared, son obras de Picasso durante su estadía en Barcelona: el mar, la playa de la Barceloneta, el parque de la Ciutadella, azoteas, algunas iglesias...
Antes de contemplar el primer óleo, lo sobresalta una voz a su lado: “Eso no tiene nada que ver con lo que es ahora”. Es un guardián de ojos azules un poco planos, pero de voz cordial. “Aquello era entonces una zona industrial”, rememora el hombre. Pedro responde con una sonrisa de cortesía y gira la cabeza hacia el óleo. Pero no consigue completar el movimiento. El guardián se le ha acercado un poco más reclamando su atención: “Estaba lleno de piedras y de ladrillos”, dice, como si se tratara de una ignominia. Ahora se interpone entre Pedro y el cuadro de manera que le impide verlo. “Cuando yo era chaval”, dice, “íbamos a hacer caminatas, pero nunca a bañarnos...”. Pedro se desliza como un gato junto al guardián y avanza hacia el cuadro siguiente, pero la voz se le adelanta: “Esta iglesia tampoco existe ya. Sin embargo, yo la recuerdo, no era tan pequeña y tenía una capilla lateral preciosa dedicada a Santa Rita”. Él vuelve a girar la cabeza hacia el guardián, que ya le está indicando cómo mirar el próximo cuadro. “Aquí, fíjese el genio del pintor: la luminosidad del mar, la soltura del trazo, y eso que era muy joven todavía, no tendría más de catorce o quince años.” Pedro hace un nuevo gesto de cortesía. Piensa que aquí terminan los comentarios. Pero el guardián vuelve a la carga. “Ahora va a ver una perspectiva de la Ciutadella. Picasso estaba todavía muy atado a lo académico...” Pedro da media vuelta y de una zancada se planta frente a la pared opuesta de la sala. La maniobra fracasa: el guardián, que lo marca de cerca, ya está a su lado. “Es que lo llevaba en la sangre”, afirma. “¿Sabe usted que su padre era profesor de dibujo?” Pedro está irritado, el hombre no lo deja hacer sus propias observaciones, lo tiene atrapado, en su sala. Había que escapar rápido de allí. Como si le hubiera leído el pensamiento, angustiado por el inminente abandono, el guardián lo asalta: “En la otra sala verá usted a la madre, Doña María, la cogió dormida, por eso es tan tierno ese retrato... y el de la Tía Pepa, tenga en cuenta que lo pintó en quince minutos, fíjese en los ojillos de la dama, qué arrogantes, pero la obra más importante allí es la comunión de la hermana Lola, la blancura desafiante del vestido, el mantel del altar...”. Pedro retrocede. “Luego están los desnudos...” Ahora el guardián se ha desbocado, quiere aprovechar su presa al máximo. “El color de la piel dice la edad del hombre... cuanto más gris, más viejo; el amarillo y el rosa, en cambio, son los tonos de la piel joven... El de su derecha es un hombre muy mayor, reclinado en una silla, pero lo importante... —los ojos azules se abren y se aplanan más aún en un gesto de suspenso— ha tenido la delicadeza, Picasso, de no pintar sus partes íntimas, por respeto a la vejez, ya verá usted...” Pedro da varias cabezadas de asentimiento y despedida y ya pisa la sala contigua, a salvo. El guardián, resignado, lo deja partir y mira con avidez hacia la entrada de su sala donde dos mujeres acaban de aparecer.
Ofuscado por la persecución, Pedro pasa de largo varias salas y se detiene al fin en una dedicada a grabados y litografías. Una de ellas le llama la atención de inmediato. Un hombre y una mujer están sentados a una mesa. Él tiene su brazo sobre los hombros de ella, pero la cara está vuelta de costado. Ella tiene la barbilla apoyada en una mano y mira al frente, con una expresión resignada y distante. Están juntos pero irremediablemente separados. Se diría que sólo los une la melancolía. La mujer, su cara alargada, le recuerda a Lila. ¿Estará todavía en la playa o se habrá ido al hotel? En el último tiempo parecía cada vez más difícil hacer cosas juntos. Se acerca al cuadro y lee el título: La comida frugal.
La sala siguiente es la de los desnudos. El primero es un hombre joven, sentado en una silla, con la cabeza inclinada hacia abajo donde el sexo aparece dibujado con precisión. Tiene una actitud de abandono, como desentendida de su desnudez. Cuando se enfrenta al segundo desnudo, oye un suspiro. Una guardiana se pasea en redondo, con las manos detrás de la espalda. Pedro intenta no mirarla. Se concentra en el cuadro: la piel es más grisácea, en efecto, y el modelo no está de frente, sino de perfil; en el lugar del sexo, sólo se ve una nube de vello púbico. Ése era sin duda el hombre muy mayor objeto de la “delicadeza” de Picasso. “Disculpe, ¿tiene hora?” Era la guardiana. “Sí, claro”, contesta Pedro, alerta. “Son las siete menos veinte.” Otra vez un suspiro, escalonado. “A veces se me hace eterno” se disculpa ella. “¿Sabe cuántos años llevo aquí?” “Diez”, se contesta a sí misma con voz grave, como si quisiera golpearse con la palabra. “Diez años con estos guarros”, agrega en voz más baja, lanzando una mirada resentida a los desnudos. “Hasta sueño con ellos. No sabe cuántas veces he pedido que me cambien de sala, pero ni caso los muy puñeteros, las reglas son las reglas.” Era una mujer robusta, los botones de la casaca parecían a punto de estallar a la altura del pecho. “Pero no me haga usted caso”, agrega un poco arrepentida de su arranque. “Hala, mire que le queda poco tiempo para el cierre y todavía hay mucho para ver.” En su voz había un dejo de envidia, él era libre, podía ir de sala en sala, mientras que ella se quedaba allí, tan atrapada en su recinto como en aquel uniforme que le quedaba estrecho.
En la sala siguiente no había guardián. Según leyó en el cartel, eran trabajos dedicados al pueblo de Pallarès durante una estadía en que Picasso se reponía de la escarlatina, un tiempo que se adivinaba libre y feliz: paisajes ligeros, gente de pueblo, prados y colinas que pasaron veloces bajo sus ojos como un aire fresco. Una imagen lo retiene: un árbol sobre una ladera, luchando contra el viento: más que luchar, el árbol parece entregado felizmente al viento, como si quisiera soltar sus raíces y abandonar aquel paisaje árido.
Unos pasos más allá, en la sala doce, Picasso había regresado a Barcelona y se había sumergido en el ambiente intelectual catalán. A las impresiones espontáneas de Pallarès, le sucedían los retratos de personajes complejos. Un aire atormentado, un tono verdoso, enfermizo, parecía rodearlos a todos. Pedro se reencontró allí con los franceses. Estaban sentados en una butaca, con las piernas estiradas, tal vez descansando, o sumidos en alguna reflexión. También ellos tenían un aire poco saludable, unas caras afiladas y pálidas, unos pies demasiado grandes.
De Barcelona, Picasso saltó a París. Pedro cayó de inmediato en la mirada inquietante de la Margot que espera, abrazada a sí misma, incendiada de rojos. Se desprendió de ella para detenerse junto a la placidez de El abrazo: un hombre y una mujer en una calle, de noche, los cuerpos y las caras mezcladas, envueltos por el círculo de un beso. Como en las cábalas infantiles, pensó que era necesario elegir. Algo importante dependía de ello. Margot o El abrazo. Pero París lo llevó sin alternativa a las salas del cubismo. Época azul. Época rosa. Para él, en cambio, Época Lila. ¿Cuántos años llevaban juntos? Diez años. Suspiró casi tan fuerte como la guardiana de los desnudos. Mujer en un sillón, leyó. Cubismo pleno: había que reconstruir. Encontrar las pistas, un ojo por aquí, la curva de una cadera por allá, el triángulo de un pie. Entonces aparecía la mujer. Otra mujer. Una mujer inesperada, pensó Pedro. Pero cuál era la verdadera. ¿La primera Lila? ¿O ésta de los últimos años? ¿A cuál quería él? Había preguntas estúpidas, o imposibles, para el caso daba igual.
Pasó distraídamente por varias salas hasta llegar a Las Meninas. Miró con detenimiento los bocetos preliminares. Admiró la tenacidad, la búsqueda de variantes a lo largo de la serie. “Nunca conformarse con la primera respuesta”, decía su profesor de filosofía de la secundaria. Aunque tal vez no se tratara de una respuesta, como si siempre hubiera un algo valioso y cierto al final de las cosas, sino de cada cosa por separado, del valor necesario para saltar de una en otra, y de la forma de sumarse entre sí, subiendo y bajando, como las palabras de una oración.
Ahora sí: Las Meninas. El enigma y la trampa. Un pintor que pinta a otro pintor que se pinta y que, a su vez, pinta un juego de miradas a través de un espejo. Algo había leído sobre el tema. También estaba él, el espectador que miraba la pintura del pintor que etcétera. Y por encima de ellos, el ojo de la cámara que los miraba. Una arqueología de miradas superpuestas, y eso sin tener en cuenta la acumulación de miradas pasadas ni de miradas futuras. Una tela invisible, pero espesísima. A veces se le ocurrían pensamientos interesantes. En algún tiempo Lila se lo decía y lo miraba de esa manera que a él le aflojaba algo por dentro. Y él, ¿cuántas veces la habría mirado en su vida? ¿Cuántas noches la había visto desnudarse frente a él?
En la sala siguiente, el museo mostraba la proyección de Las Meninas de Picasso sobre una reproducción del original de Velázquez: el conjunto, y después una secuencia de distintos sectores y personajes. Pedro se acercó al grupo de visitantes estacionados frente a la pantalla. Un disparo del proyector, y la rubia Infanta Margarita se rompe y se transforma en una figura dislocada; otro, y Velázquez con su paleta y sus pinceles se desarticula y se multiplica en una geometría loca; ahora la enana corre la misma suerte y el mastín elegante se vuelve perro-gato-conejo o escuerzo elemental... Pedro se quedó mirando la proyección que se repetía una y otra vez. “La enana ha salido favorecida”, escuchó entonces. ¿Había sido otro de sus pensamientos brillantes? No, era una mujer a su lado. “Porque, dime, ¿qué diferencia hay ahora entre la Infanta Margarita y ella, la enana?” La mujer bajó la voz. “Imagina a este pobre ser comparándose toda la vida con la Infanta, esa carita perfecta, ese pelo dorado. Qué abismo de injusticia.” Pedro la miró perplejo. “Y ahora, ahí tienes: dos monstruos iguales.” La mujer se rió de una manera entrecortada y silenciosa, como si se tratara de su propia revancha. “Lástima que ninguna de las dos llegará a saberlo”, agregó, y se alejó rápidamente. ¿Quién era aquella mujer? ¿Era rubia? ¿Morocha? Pedro se dio cuenta de que no había llegado a percibir su rostro. Sin embargo, a la distancia, la figura de la mujer parecía atractiva. Fue tras ella, pero la perdió de vista al llegar a uno de los pasillos. Se asomó a una sala vacía, y después a otra. ¿Qué se habría hecho de los franceses? Los pocos visitantes que ahora se cruza han empezado a dispersarse y los guardianes pasan apurados, conectándose por sus interfonos. Debe estar ya casi al final del recorrido: sala número veinte, la penúltima.
Detrás de una vitrina, hay una sucesión de vasijas de aire intemporal. Tanto podrían ser egipcias como de un ceramista contemporáneo. ¿Se habría equivocado? No recordaba haber visto nunca esas cerámicas de Picasso. Junto a ellas, un guardián sentado en una silla. El primero que aparece sentado: tal vez sea por sus años. Está en una postura rígida y tiene un bigote relamido que le atraviesa la cara de lado a lado, como si se la sostuviera. Pedro pensó en preguntarle por la sala veintiuno, pero se contuvo, el hombre estaba adormecido, él mismo, se diría, ganado por la quietud de la piedra o la cerámica. Salió de la sala casi en puntas de pie y desembocó en un nuevo pasillo. Ya no quedaban visitantes, sólo el ojo de la cámara, desde lo alto, atento a sus movimientos. Las galerías laterales estaban clausuradas. Sin embargo, todavía quedaba una pequeña salita frente a él. Supuso que era la veintiuno y entró esperando encontrar algo así como un sentido final. El broche de oro, por así decir, teniendo en cuenta el orden y la astucia del itinerario propuesto. Pero la salita estaba vacía. Sólo se veía al fondo una puerta de madera —una puerta pequeña, un poco discordante—. Pedro miró con atención todos los rincones esperando encontrar alguna instrucción, pero no vio nada. De manera que la abrió y desembocó sobre la calle Montcada, ahora oscurecida. Debía haber dado por error con alguna salida de servicio o de emergencia, y no con la sala veintiuno. Para reponerse vaya a saber de qué desconcierto —un poco de decepción y otro de alivio— volvió a entrar en la taberna vecina. El lugar estaba tan lleno como a la tarde, un cuadro móvil y ruidoso, similar al que había dejado. Se abrió paso hasta la barra y se ubicó en el mismo sitio donde había estado la primera vez, junto a las canillas cromadas de cerveza. Pensó en pedir una cava, como si estuviera con Lila. Como si todo fuera igual que antes. Pero después, ganado por una vaga superstición, pidió una copa de vino tinto. El tabernero se inclinó hacia él con la misma simpatía y solicitud que la primera vez y volvió a sugerirle las anchoas, una especialidad de la casa. A continuación le habló de sus orígenes en el Mediterráneo, de la mejor manera de aliñarlas y de la suprema exquisitez: la espina central, frita en aceite de oliva.






Filtro de amor


            SOÑAR con Liniers no es algo que me suceda todos los días, ni tampoco conocer un personaje como el que resultó ser mi vecino.
La mudanza fue al día siguiente de aquel sueño, unos días antes del 25 de Mayo. Me acuerdo porque había visto en televisión varios programas dedicados a la Semana Patria. Volví a recordar la inteligencia avanzada de Moreno, su discutido envenenamiento, su enfrentamiento con Liniers. Vi otra vez en pinturas y medallones, esas caras desgarbadas —tal vez resultado de los malos pintores o de la moda de la época—, aquel aire patibulario de nuestros próceres que anunciaba un mal final. Me llamó la atención, sobre todo, el perfil de Liniers, y tal vez por eso apareció en mi sueño, transmutado en anfitrión de una fiesta fellinesca, en una especie de club de barrio, donde se mezclaban protagonistas de distintas épocas de mi vida.
Por eso, cuando vi al nuevo vecino bajarse del auto, me quedé atónita: era parecido a Liniers. Llegó al mismo tiempo que el camión de la mudanza. Lo pude observar desde una distancia bastante cercana porque yo estaba entrando a casa, luchando con la llave que nunca termina de calzar bien. Vi después, por la ventana, cómo bajaban los muebles, el colchón de dos plazas, unas sillas de cuero blanco, una mesa redonda, una alfombra enrollada. Todo parecía nuevo, sin ese aire miserable que revelan las cosas fuera de su lugar de rutina.
Así que, desde el primer día, él fue para mí Liniers.
Dos días después volvimos a coincidir en la puerta: él guardaba una valija en el baúl del auto y yo sacaba al perro a dar una vuelta a la manzana. Justo entonces pasó una moto con escape libre atronando el aire tranquilo del barrio.
Los dos pusimos la misma cara. Que era una de las pocas desventajas del barrio, le dije, las motitos. Él me comentó que cada día toleraba menos los lugares ruidosos, la música obligada en todos los bares, los televisores siempre encendidos, el chirrido del subte, sobre todo el de la línea C. Yo fui coincidiendo con él en todos los puntos, sólo me abstuve de contarle lo de los tapones para los oídos porque Liniers, pese a su perfil de prócer, era un hombre atractivo.
La vez siguiente nos encontramos en la calle cuando pasaba el camión de compra de usados, una especie de botellero modernizado. Como los circos de pueblo, iba pregonando por un altoparlante: “Compro señora compro, muebles viejos, calefones, heladeras...”. Nos miramos y sonreímos. Parece que a usted y a mí nos atacan los ruidos, dijo él. Fuimos caminando juntos hasta la esquina de Pampa hablando del barrio y de viejos proveedores como el afilador o el mimbrero.
Ahí nomás me contó la primera historia que me hechizó, la del quitapenas de Guatemala Antigua, donde había vivido un tiempo. “Quitapenas, bálsamos, consuelos”, ése era el pregón del indio que vendía por monedas las tradicionales muñequitas de la buena suerte, minúsculas y tejidas de lanas de colores. Había que confesarles una pena (una por muñeca) y dejarlas bajo la almohada —como los niños los dientes— para que ellas, durante la noche, se las llevaran. Un trabajo colosal, siendo tan pequeñas, pensé. Él, Liniers, me las mostraría algún día. Y pasando sin más del realismo mágico al realismo doméstico, me preguntó por el estado de mi tanque de agua. Yo, desde que me había separado del ingeniero, no había oído hablar nunca más de tanques, ni de relés ni de bobinados, así que me quedé desconcertada. Me dijo que él se especializaba en eso —tanques y filtros— que la contaminación del agua era un problema gravísimo, mucho más que los ruidos, y que si yo no tenía inconveniente me haría una visita para controlar el mío. Yo seguía bajo el efecto de las muñequitas quitapenas, así que le di mi teléfono fijo, el celular y el mail.
Pasaron varios días y aunque me ejercito en no tejer fantasías —sé lo dañino que es para las mujeres solas—, en fortalecer una vida independiente, sin hombres, pero llena de teóricos intereses, me descubrí como cualquier idiota esperando el llamado de Liniers.
No hubo que esperar mucho. Liniers llamó y quedamos en que vendría la mañana del sábado a mirar el estado del tanque. Me pasé un rato más largo que el habitual pensando qué me ponía. Al final opté por el previsible jean y las zapatillas blancas. Ya que íbamos a subir a la terraza más alta de la casa, mejor que estuviera cómoda.
Liniers llegó con el pelo húmedo, en jogging y con un MP3 que apagó en cuanto le abrí la puerta. Me contó que iba a correr todas las mañanas, una hora, y que ése era su momento preferido del día, cuando se le ocurrían las mejores ideas.
Apenas entró y le mostré mi casa, empezó a elogiarla. A través de sus ojos pude reconocer otra vez aquellos espacios generosos, la luz del Norte, el jardín salvaje pero hospitalario...
Subimos al primer piso y trepamos después por la escalera caracol hasta la terraza superior, a la altura de las copas de los árboles. Hacía años que no subía hasta allí y la expedición, seguida por Liniers y su mirada que renovaba la mía, me pareció una aventura —como si estuviéramos subiendo una montaña o explorando una isla desconocida— por más que no dejara de registrar las canaletas de desagüe caídas y la hilera de hormigas diligentes que entraban y salían por debajo de las tejas para seguir carcomiendo las maderas del techo, transformándolas en ese fino y misterioso polvillo que yo encontraba cada tanto al pie de la escalera.
Liniers levantó la tapa del tanque y los dos nos asomamos. Sentí un vértigo, no sé si por la cercanía de él o por la resonancia de nuestras palabras contra la superficie del agua.
Soñé esa noche que, desnudos, nos sumergíamos en el tanque, como si fuera un jacuzzi. Me desperté en el peor momento, o sea en el mejor, cuando él se acercaba a mí para abrazarme mientras me recordaba las amenazas que me acechaban, parásitos, arenillas y líquenes adheridos a las paredes, producto de años de no haber hecho la limpieza correspondiente. Esa misma mañana contraté una limpieza total con la empresita de Liniers. El día que vinieron, él y dos operarios, Liniers se sentó conmigo a tomar café y me contó que, a los veinte, había completado el itinerario soñado de la década de los sesenta (había recorrido toda Latinoamérica), después se había ido a Europa, a España, y había recalado en el sur, donde consiguió trabajo en los buques desnatadores de la Costa del Sol. Allí pasó casi un año, y me hizo una lista exhaustiva de todo lo que aquellos buques recogían y filtraban para mantener limpias las playas, gracias a un sistema bastante elemental de enormes coladores y filtros adosados a la proa. El Mediterráneo era, salvando las distancias, más o menos como mi tanque de agua, polucionado a un lado y otro de la costa con todo tipo de materiales. Más que los detergentes, el aceite de oliva hacía estragos, y después, los desechos de la construcción. Cada tanto aparecían restos humanos. También encontraron en una ocasión un alijo de marihuana abandonado a su suerte. Después de varias peripecias, Liniers terminó llevándose buena parte de aquella carga, con lo que sobrevivió otro año en España sin trabajar y en estado de ensoñación permanente.
Yo, por mí, hubiera contratado una segunda y hasta una tercera limpieza de tanque. Los hombres con los que había tropezado en el último tiempo eran un actuario, un empleado administrativo y el dueño de una veterinaria, con lo que Liniers era por mucho el hombre más interesante de los que había conocido en los últimos diez años.
Él mismo vino en mi ayuda cuando me aseguró que además de la limpieza del tanque era imprescindible tener un filtro de agua. Y me propuso volver para hacerme una serie de demostraciones.
Unos días después tuve la suerte de encontrármelo en el supermercado del barrio. Recorrimos las góndolas juntos, como una pareja bien avenida, e intercambiamos algunos comentarios sobre distintos productos; él recomendaba la ricota en lugar del queso blanco, yo sugerí pasas rubias en lugar de moscatel. En fin, me pareció además que el contenido de mi carrito y el del suyo eran complementarios. Yo, milanesas de soja; él, arroz yamaní. Yo, un pedazo de queso gruyère; él, un Trapiche Malbec; y así.
Cuando llegué a casa, un poco asustada por mis fantasías de comedia romántica, me propuse dar marcha atrás, olvidar a Liniers. Debía ser un hombre de la misma edad que yo, o sea, de alrededor de cincuenta, y a esa edad los hombres prefieren a una mujer de treinta o de cuarenta. No los culpo.
Sin embargo, el día que vino a casa con el equipo de pruebas para el agua, me contó que había discutido con la representante de la empresa, una mujer demasiado joven. La gente joven era superficial y soberbia, y él apreciaba cada vez más a la gente madura. Hay poco de qué hablar con una mujer de treinta, remató.
A continuación, para mostrarme las diferencias entre el agua filtrada y la común y corriente, empezó a sacar una serie de pequeños goteros y a combinar esos líquidos en distintos vasos con alimentos que me iba pidiendo: azúcar, un saquito de té, etc. Yo aproveché para observarlo, porque en Liniers había algo desconcertante. Concentrado en sus frasquitos, con la cara alzada hacia la luz, me pareció ver en él dos perfiles, como las máscaras de la tragedia y la comedia: por momentos parecía bondadoso y hasta infantil, y por momentos sus rasgos adquirían cierta crueldad. Cuando terminó sus pases de mago, fue evidente que el agua filtrada no tenía olor a cloro, no coloreaba los reactivos, no tenía residuos, era sin duda agua bendita, mientras que la que salía de mi canilla era una asquerosidad.
Compré el filtro de agua. Desde entonces cada vez que tomaba un vaso, lo hacía con cierta unción, bebía el agua más que tomarla.
Seguí viendo a Liniers con frecuencia. Ayudaban la primavera que se resistía a terminar, las ventanas abiertas, mi joven jacarandá que daba sus primeras flores azules. Y aunque cada vez que nos veíamos circulaba entre nosotros una corriente de atracción, él mantenía siempre cierta reticencia. En lo que sí era generoso era en sus historias. Una parte de mí se dejaba fascinar y otra tejía dudas. ¿Podía haber vivido en Guatemala, en España, y antes en Chile, y después en Canadá, como me aseguró, en un aserradero que exportaba maderas a Europa? ¿Cómo había aparecido, en el paisaje chato de un barrio que daba pequeños comerciantes, veterinarios y contadores, un aventurero como él?
Pese a mis dudas, les hablé a algunas de mis amigas acerca de Liniers, les di incluso las mejores recomendaciones, porque él necesitaba vender los cien filtros de agua que le habían quedado como remanente de su pelea con la empresa y me había pedido ayuda.
Una tarde vino a casa a traerme unos repuestos del filtro y nos quedamos conversando hasta bastante tarde. Lo invité a tomar un vino y como era un tinto chileno, me contó algunas historias de su vida allí donde había trabajado con un equipo técnico de los Carabineros dedicado al mantenimiento de fronteras. Uno de sus compañeros había caído muerto de un síncope en un paraje desolado de Las Cuevas, entre los mojones que delimitaban los dos territorios, y eso había generado un problema burocrático. ¿Dónde había muerto aquel hombre? Para cortar el nudo gordiano, él tuvo que trasladar el cadáver sentado, como si estuviera vivo, hasta un pueblo kolla donde al fin se hicieron cargo unos primos lejanos. También me habló de las montañas, de los colores de las nubes a esas alturas y de los imperceptibles cambios atmosféricos que anuncian una tormenta. Hubo varios rescates, poblados de detalles. Y la desdichada historia de la mujer bipolar que atendía la taberna de Las Cuevas... Yo quedé suspendida en las nubes de la alta cordillera cuando al fin, al despedirse, me besó en la mejilla, cerca de la boca, y tuvo un instante de vacilación, hasta que se separó de mí y me dijo que pasaría a la mañana siguiente a buscar la lista: le había prometido más contactos, un listado exhaustivo de posibles compradoras para sus filtros.
A la semana siguiente tuve que viajar a Córdoba a dar un seminario y como me propusieron varias charlas en colegios secundarios, me quedé casi diez días más de lo previsto.
Cuando volví, el jacarandá había perdido sus flores y de Liniers no había noticias. Durante varios días estuve a la expectativa, pero la puerta de su casa se veía desolada y se acumulaban volantes y algunas facturas que el viento arremolinaba en el umbral. Una mañana vi aparecer al pibe de los diarios que tocó el timbre varias veces, inútilmente. Cuando vino hasta mi puerta a cobrarme, me comentó que Liniers se había mudado. Había desaparecido con el mismo misterio y rapidez con que había aparecido.
Sin embargo, el filtro de agua seguía funcionando perfectamente. Y los de mis amigas que habían seguido mis pasos también. ¿En qué consistía entonces la estafa? En todo caso, Liniers era un vendedor excepcional, un sherezade masculino imposible de resistir.
Volví a mi vida rutinaria, empecé a considerar con mejores ojos a aquel veterinario que me rondaba y traté de olvidarme de Liniers. Unos meses más tarde, me encontré por la calle con Lucrecia, una psicóloga, amiga de una amiga, a la que veía muy de vez en cuando. Normalmente nos hubiéramos saludado apenas con una cabezada, un gesto con la mano, pero esta vez Lucrecia se encaminó directo a mí, interesada en comentarme y recibir a su vez noticias de Liniers, a quien había conocido a través de aquella amiga común. Traté de zafar: no quería ser testigo de su entusiasmo, comparar sombras con sombras. De todas maneras no pude evitar que me hablara de él.
Liniers era un personaje resbaladizo. Pero él debía saber que yo sabía, y que lo dejaba jugar y lucirse con sus floreos. Al menos eso me gustaba creer para que hubiera entre nosotros algo exclusivo, aunque más no fuera un respeto de espadachines.
Por eso me dolió que hubiera reservado para Lucrecia lo que debía ser la perla de sus invenciones, la muerte insólita de su padre con cuyo cadáver había convivido días y días, sin saberlo, y siendo un niño.
Un tipo muy especial, había dicho Lucrecia. Un hombre que ha sufrido mucho. Opté por el silencio y, a través del relato de Lucrecia, vi a Liniers viviendo en el campo, feliz, hasta que una noche lo había despertado un estruendo. Su madre lo había tranquilizado, le había dicho que sólo se trataba de una tormenta de campo. Bastante tiempo después se descubrió que el padre se había pegado un tiro de escopeta en su estudio, hecho que la madre ocultó casi un mes. Si no fuera porque el resto de la familia intervino y obligó a abrir la puerta atrancada, vaya a saber cuánto tiempo más hubiera durado aquel horror. Lucrecia me hizo jurar que no repetiría la historia. Tal vez se lo había confesado a ella, porque sabía que era psicóloga. No quise escuchar más, pero antes de despedirnos Lucrecia me dijo que, en el negocio de los terrenos para cultivar bosques, a Liniers empezaba a irle bastante bien. Había conseguido varios inversionistas. Ella misma lo estaba pensando porque las maderas y el papel daban una rentabilidad segura. Yo le dije que sí, que había escuchado decir que las papeleras eran el negocio del futuro y mientras me despedía y volvía a jurarle no contar nada, pensé que dentro de poco el problema, para mí y al menos para una docena de mujeres, iba a ser conseguir los repuestos del filtro de agua.






No es que Pepe no apriete


            LA chica se pasa la valija de una mano a la otra.
—¿Falta mucho, mamá?
—Dentro de media hora llegamos. ¿Querés ir un rato a la plaza?
La chica hace que no con la cabeza.
—Quiero ir a tomar la leche.
—Sabés que todavía no podemos.
—Sí, pero igual —dice.
—Dame la valija —pide la madre.
La chica hace otra vez que no con la cabeza concienzudamente.
Le gusta llevarla, aunque sea pesada y cada tanto la tenga que pasar de una mano a la otra. Es su valija. Todo lo que está allí adentro es de ella. La cartuchera, los dos manuales y los cuatro cuadernos forrados con papel araña azul y verde. Forrados como le gusta a ella, piensa con orgullo, porque su madre lo hace apurada, marcando con una uña los dobleces —todo lo hace apurada, su madre—. Ella, en cambio, lo hace con regla, cuida que todos los rebordes tengan el mismo ancho y en las esquinas, lo más difícil, corta el papel sobrante con tijera. Recién cuando el forro está tan tirante que casi no se diferencia del libro, le pega la etiqueta con su nombre.
La madre se detiene a mirar una vidriera y ella apoya la valija en el suelo entre las piernas. Nada en el mundo es tan de ella como lo que lleva allí dentro. Si pudiera, llevaría también su ropa, al menos su ropa preferida, la falda tableada a cuadros, la blusa con botones de perla...
Piensa en su cartuchera de cuero y se sopla el flequillo —cada vez que está nerviosa se sopla el flequillo—. Puede sentir el olor que sale de allí, ver el sacapuntas, la escuadra de color rosa, la lapicera fuente, el osito de peluche en miniatura que le regaló su abuela Irene y el tesoro de los tesoros: la fresa que sacó de uno de los cajones de Norberto y que le ha mostrado en secreto a Laura, su compañera de banco. Es una fresa-diamante. ¿Una joya?, preguntó Laura. Sí, afirmó Alicia: eso decía en la cajita: “fresa-diamante”. También sabe, porque se lo dijo la maestra, que “fresa” es como llaman los españoles a las frutillas. Y pensándolo bien, se parecen. Esa piedra áspera tiene granitos como una frutilla. Si él se enterara, la mata. Su madre y él siempre discuten porque ella tocó esto o aquello. Cuando se mudaron, fue lo primero que él dijo: Cuando yo no estoy, nadie entra al consultorio y nadie contesta el teléfono, ¿está claro? Na-die, había repetido separando la palabra en sílabas y mirando alternativamente a su madre y a ella.
La primera vez, cuando la encontró sacando gasas de un tambor metálico, Norberto la sacudió fuerte de un brazo, como si con eso ella fuera a soltar, además de las gasas, la confesión de todas las otras cosas que había tocado. Después, a la noche, oyó cómo la madre la defendía. Qué querés, la chica no tiene un cuarto, no tiene dónde jugar. No tiene dónde jugar, se había burlado él, llevala a la plaza, o si no, se acabó.
Pero ese sillón giratorio que sube y baja pisando un pedal, esa bandeja móvil llena de herramientas, el aspirador de saliva, la canillita con su vaso plástico, el torno amenazante con su cable enrollado... En la plaza no hay nada que se le compare. Sin embargo, lo que en Alicia produce la mayor fascinación es el armario con sus cajones alargados y chatos donde se ordenan de mayor a menor las fresas, las pinzas, las espátulas, las cajitas de cemento de distintos colores que Norberto mezcla en unos recipientes minúsculos como las tazas de té de un juego para muñecas. A veces, cuando está simpático con ella, la asusta con la dentadura que tiene sobre el armario. Le dice que es de un muerto. Pero ella sabe que no, su madre le ha explicado que son de porcelana, una imitación.
—¿Y si vamos al cine, mamá?
—Hoy no —dice la madre.
Cada tanto, en lugar de dar vueltas por el barrio o de sentarse en la plaza, van al cine y ella toma la merienda en la oscuridad. Eso es extraordinario, pero no sucede muchas veces.
—Además, seguís castigada —agrega la madre.
Pese a que le ha prometido no volver a tocar nada besándose los dedos en cruz sobre la boca, no lo puede cumplir, es irresistible. La última vez, cuando la descubrió frente al espejo del baño metiéndose el espejito en la boca, Norberto le pegó un cachetazo. La próxima va a ser peor, le advirtió. Pero Alicia no se arrepiente: nunca en su vida se había visto las muelas de esa manera, el paladar, la campanilla. Esa noche casi no pudo dormir pensando en todos los recovecos del cuerpo que tiene adentro y no puede ver.
La madre ha entrado en una zapatería y se ha probado un par de sandalias plateadas. Cuando camina frente al espejo, con esos tacos tan altos, se le marcan los músculos de las piernas, como si fuera una bailarina clásica. Después han entrado a un almacén a comprar café y a una mercería donde su madre le compró una hebilla. A cada entrada, Alicia resopla.
Hace seis meses que están en la nueva casa, desde que empezaron las clases. Este año, al menos, lo vas a terminar en el mismo colegio, dijo su madre. Hace seis meses entonces que sale a las cuatro de la tarde y que su madre la busca y esperan hasta las cinco antes de volver a casa. Una hora por día. Si terminara de saberse bien la regla del tres, Alicia podría calcular cuántas horas han estado dando vueltas por el barrio en los últimos seis meses. ¿Más de cien horas? Cuando al fin llegaban, a su madre se le acababa de golpe toda la paciencia. Alicia la veía ir y venir con una rapidez y un ímpetu desproporcionados para aquel departamento tan pequeño. Le preparaba la leche en la cocina y mientras ella la tomaba, le arreglaba su cuarto en la salita de espera. Le hacía la cama en el diván duro de cuero, ponía sus dos muñecas encima y sus libros de cuentos sobre las revistas manoseadas de la mesita baja. A ella le hubiera gustado tener cortinas con flores y en la pared un afiche de Bambi, como el que tenía Laura en su cuarto. Pero tenía uno que decía “Fluordent”, con una muela enorme como una montaña recorrida por líneas azules y rojas. Tampoco había ventana en su cuarto, sólo una puerta con vidrios esmerilados que daba al consultorio. Su madre hacía lo mismo con el cuartito chico —el escritorio lo llamaban ellos— donde dormía con Norberto, en un diván que se transformaba en cama doble, igual de duro que el de la sala de espera. La madre entraba al baño y lo limpiaba, después volvía a la cocina y al lavaderito, y otra vez al escritorio donde doblaba y ordenaba la ropa. En eso no había problemas, porque la ropa de ellas era muy poca y entraba en algunas de las cajas donde venían los vasitos de plástico, las servilletas y las bandejas descartables. En el armario se guardaban sólo las batas de Norberto, unas batas verde clarito, que a ella, no sabía bien por qué, le daban un poco de asco. El problema era con la comida. Había una heladera que parecía un cajón de fruta y dos hornallas donde se podía cocinar muy poco. Norberto no quería que el consultorio se llenara de olores de repollo, por ejemplo, o de papas fritas. Así que, por lo general, él traía la comida hecha del restaurante de la esquina. Por suerte tenían los fines de semana y algunas noches de libertad que era cuando Norberto se iba a visitar a su familia, en Ituzaingó.
—Pobre Norberto —dice a veces la madre—, tiene que viajar demasiado.
También los oye discutir, Alicia, por lo de Ituzaingó. Su madre no quiere que vaya tanto. Que Elena esto, que Rosita aquello, dice él. No me hables más de Elena, dice ella, ni de Rosita. Me aburre, siempre lo mismo. Después hay un silencio largo, algunos susurros y Alicia ya no puede oír de qué hablan.
—¿Y por qué nosotros no vamos también a Ituzaingó y listo? —había preguntado ella.
—Es lejos —decía la madre—. Y además no hay chicos para vos, es toda gente grande.
—¿Quiénes son Elena y Rosita?
—Tías —decía la madre.
Alicia suspira. “Tía” le parece una palabra mágica como abracadabra. Ella sólo tiene una abuela vieja a la que le tiemblan las manos. En cambio Laura tiene dos tías que la llevan al Zoológico, le hacen regalos, le cuentan secretos de familia. Alicia casi cambiaría su fresa-diamante por una tía.
Cuando se quedaban solas, sí que lo pasaban bien. El consultorio iba perdiendo minuto a minuto su aspecto impecable. Se despertaban tarde y se quedaban hasta el mediodía en camisón, escuchaban la radio, hacían panqueques de dulce de leche, ella desparramaba todas las piezas de sus rompecabezas en el suelo, la madre colgaba toallas en las manijas de las puertas, hablaba por teléfono con sus amigas, se ponía ruleros, se pintaba las uñas y después se daba un larguísima ducha cantando tangos a viva voz. Al final, cuando el agua según ella empezaba a ponerse fría, cantaba esa canción que a Alicia le daba risa: Y no es que Pepe no apriete, sino que sabe apretar...
Apenas su madre hacía correr el agua, Alicia podía entrar en puntas de pie al consultorio, encender la lámpara de luz azul que la hacía ver estrellas de colores, abrir frascos y marearse con esos olores misteriosos, meter sus muñecas en el autoclave como si fuera una casita y abrir todos los cajones. Se reservaba para el final el de las fresas, de dos pisos, como si fuera una caja de bombones. Cuando escuchaba Y no es que Pepe no apriete..., ponía todo en orden y cerraba la puerta sin hacer ruido. Aunque cada vez se repetía que no lo iba a volver a hacer, sabía que sí, que iba a volver a hacerlo, cada fin de semana, y también sabía que una fresa era demasiado poco. Si sacara otra, de la bandeja de abajo, ¿se daría cuenta Norberto?
El domingo a la noche, mientras ella terminaba sus deberes, la madre limpiaba y ordenaba el departamento. Parecía un cambio de decorado, como Alicia había visto en el teatro una vez que fue con el colegio: desde arriba bajaban una cortina pintada con otro paisaje y entonces los personajes ya no estaban en su casa sino en el bosque o en un barco navegando por el mar.
—Estoy cansada, mamá, ¿ya podemos ir?
—Falta. Vení, vamos a sentarnos un rato en el banco.
Alicia se sienta y hunde la cara entre las manos.
—¿No te vas a dormir, no? ¿Te canto algo?
—El tango de los cinco hermanos.
—Ése te pone triste.
—Entonces la canción de Pepe.
La madre canta. Canta la letra y le pone música con sonidos que inventa —chu chu chu, mm mm mm, ay ay ay— y cosas así.
Después de un rato la madre mira su reloj.
—Las cinco menos diez —dice—. Si nos vamos caminando despacito por Ibarguren, llegamos a tiempo.
Por el camino ven a un chico que camina con zancos y casi al mismo tiempo un gatito que maúlla bajo un árbol.
—¿Podemos llevarlo a casa mamá?
—¿Al chico de los zancos o al gatito?
La chica se ríe, su madre era chistosa a veces.
Por fin llegan a su casa y llaman el ascensor. El ascensor siempre tarda en venir.
Cuando se detiene en la planta baja, al abrirse la puerta, ven salir a un hombre con un traje marrón clarito y con cara de afligido.
—El último paciente —le susurra la madre al oído.
Al entrar, Norberto casi no las saluda, está con sus guantes de látex, inclinado sobre un molde de yeso.
Alicia toma un vaso de leche tibia y no llega a comerse las vainillas. Está tan cansada que empieza a dormirse sentada en el banco de la cocina.
Se despabila con el timbrazo agudo del portero eléctrico.
Norberto aparece junto a ella y se acerca extrañado a atender. ¿Quién podría ser a esa hora? Tal vez sea equivocado, dice, mientras le hace gestos a su madre de mantenerse callada.
Su madre se para junto a él, expectante. Alicia se sopla el flequillo.
—¿Pero qué hacés aquí? —exclama Norberto con la voz chillona que pone cuando la reta.
Alicia ve que su madre se pone pálida.
—No, no, nadie me avisó... Claro, hiciste bien —dice—, qué barbaridad...
Norberto levanta la mano y le hace a la madre un gesto rápido, como si girara una llave, que Alicia no alcanza a entender.
—No, ningún problema, es sólo que tengo una urgencia, pero me esperás y ya está. Bajo a abrirte...
En cuanto cuelga, le susurra a su madre: Elena.
Después todo empieza a pasar muy rápido. Norberto la mira, y la apunta con el dedo como si la culpara.
—Hoy te arreglamos la caries, preparala —le dice a su madre, y sale con las llaves en la mano.
Su madre la empuja hacia el consultorio.
—Pero si no tengo nada...
—Obedeceme —la interrumpe su madre, mientras la sienta en el sillón—. Y ni una palabra más —agrega con un tono de voz que la deja clavada al asiento.
Después le pone el babero con los brochecitos metálicos y la aspiradora de saliva que la termina de enmudecer con su gorgoteo. No entiende qué está pasando. Con un ramalazo de miedo piensa en la fresa robada. Escucha a su madre corriendo por el departamento. Su taconeo apurado, puertas que se abren y se cierran, el silbido mudo de la ropa que se descuelga, el tintineo de algunos platos y vasos que se guardan y después, agitada, a través de la puerta abierta del consultorio, la ve sentarse con el tapado puesto sobre el diván de la salita de espera, poner a sus dos muñecas sobre la falda y desde allí rogarle moviendo apenas los labios, después te explico, Alicia, después....
Lo demás, con el sopor de la anestesia, recién lo puede recordar más tarde, sobre el tren que las lleva a Virreyes donde vive su abuela. Aquella mujer de cola de caballo y de cara afilada que subió con Norberto. La manera de moverse por el departamento, como si fuera la dueña, abriendo la puerta de la cocina, la del baño y la del escritorio. Sus gestos de impaciencia desde la puerta del consultorio y Norberto que le clava una aguja con anestesia y le dice terminamos prontito, y después tu mamá y vos se pueden ir, ¿eh? Entonces un embotamiento empieza a subirle por la cara hasta la frente, se siente tan mareada que el sonido discordante del torno repercutiendo en su cabeza, la cara desencajada de la madre, la mujer que está ahora parada junto a ella con los brazos cruzados, le parecen formar parte de un sueño. Hasta que al fin Norberto le hace tomar agua del vasito y escupir y secarse con el babero. Me la trae en unos días señora, dice, y su madre hace que sí con la cabeza y le da la mano, hasta la próxima doctor, y saluda también a la mujer que sigue allí de brazos cruzados esperando que ellas se vayan, así que se meten rápido en el ascensor con las muñecas y la valija y llegan en silencio hasta la calle donde todavía hay luz y ha empezado a caer una llovizna tenue. Después el taxi y la estación. ¿Todo eso porque ella robó una fresa?
Protegida por el traqueteo del tren y la mano de su madre en la suya, Alicia quiere hablarle, decirle, jurarle que la fresa-diamante, que ella nunca más, pero no puede, tiene la cara hinchada e insensible, y las palabras se le resisten en una boca que todavía no siente suya. Mira en cambio la valija que está sobre su falda y la aprieta fuerte pensando que, una vez más, su madre la va a cambiar de colegio.
Truhanes


            ¿TE acordás del primer velorio al que fuimos?
Era una tía lo suficientemente lejana como para que el programa resultara un gran entretenimiento, sin una gota de pena. Nuestros ojos descarados habían recolectado todos los detalles, sobre todo los más truculentos. Hablamos meses y meses del color anaranjado de la muerta, de aquel dedo índice que por alguna imprevisión había quedado rígido y un poco levantado como si quisiera advertir algo a los que se acercaban, de los agujeros de la nariz que se habían revelado profundos y llenos de misterio, y de aquel extraordinario pelo en la barbilla, un pelo negro, tan vivo y lustroso que contradecía a la propia muerte. Tocamos la puntillas ásperas que bordeaban como un cerco de ligustrina el cajón, leímos todas las cintas moradas de las coronas, tocamos también las flores, armadas con alambres y rodeadas de penachos puntiagudos como las puntillas. No nos perdimos ni un detalle. Lamentamos cuando cerraron la puerta de la capilla ardiente para soldar el cajón. ¿Te acordás? La sola frase “soldar el cajón” que se repetían unos a otros en un susurro nos dejó sin aliento. Pero nadie pudo impedirnos que aspiráramos hasta marearnos aquel olor a metal derretido que de a poco fue invadiendo la sala.
Después fuimos a otros velorios pero ninguno fue como aquél.
¿A qué viene todo esto? No es que sea mi tema preferido. Pero tengo que contarte lo de Otilio. Su muerte y todo lo que vino después. Se murió de una cirrosis galopante. Lo único capaz de galopar en él, ya que el resto de sus movimientos —voluntarios o vegetativos— se habían vuelto como en cámara lenta. Lo dejamos de ver durante mucho tiempo —nunca fue un tío muy querido— pero en los últimos años lo encontré dos veces por la calle. No me acerqué ni lo saludé, todo lo contrario: una vez me escondí detrás de un árbol y otra me metí adentro de un negocio para que él no me viera. Daba un pasito, y después otro, y otro, con aire aterrado, como si a cada instante estuviera por desplomarse. Y al final se desplomó, aunque no fuera tan viejo.
La semana pasada fue su velorio y me reencontré con toda la familia. Ante todo, con sus nombres. Esos nombres absurdos que tienen —y de los que están orgullosos— empezando por Otilio, pasando por Musia y Hesperia y terminando por Acasto, al que todos llaman Acaso por su carácter dubitativo. De ahí les debe venir ese amor por las letras que pulula en la familia en sus más variadas modalidades, su propensión a la fantasía, por no decir extravagancia o locura.
Vos y yo siempre fuimos las más sensatas, opusimos una dosis saludable de racionalidad a los disparates de la familia. Como decía papá: “Cada cuerdo, con su loco”. A nosotras nos tocó más de uno, pero el principio, como el de Arquímedes, igual se cumple.
Allí estaba Hesperia, rebosante de gordura, devota furiosa del Scrabble y de todos los crucigramas y juegos de letras que se hayan inventado. Musia, profesora de castellano que escribía poesías un poco rancias —poesía mustia— pero cada tanto con algún chispazo de imaginación. El propio Otilio, cronista obsesivo de las cuestiones familiares, coleccionista de citas y de recortes. Acasto, estudioso de las lenguas indoeuropeas. Qué conjunto.
De manera que una vez que todos se fueron acostumbrando a esa situación inusual de rodear un féretro, cuando las lamentaciones, esos comentarios más o menos absurdos sobre la expresión del muerto (que siempre es terrorífica por más que se empeñen en encontrarla natural, “como si durmiera”), cuando las anécdotas y las supuestas virtudes del desaparecido se fueron agotando, la conversación empezó a tomar otros cauces. La ocasión fue un festín: para nuestra familia tan letrada caían, como uvas o cerezas, unas palabras exquisitas. La tía Hesperia dijo que el de la cochería era un “truhán” porque no había traído a tiempo los pies para las coronas, aunque los había cobrado como un ítem en el rubro “varios”. Hacía años que nadie oía semejante palabra, así que se habló largo tiempo de ella, se hicieron especulaciones acerca de cuántas veces figuraría en El Quijote, e incluso en toda la picaresca española.
Musia, regocijada, nos preguntó si adivinábamos cómo se llamaba el portero de la cochería, un hombre que estaba apostado en la puerta y que desalentaba desde el umbral toda idea de seguir viviendo, tan pálido y desgarbado era. Se llama “lacayo”, nos informó, dando un saltito en la silla. ¿Existiría el verbo “lacayear”?, se preguntó a continuación. Con la “y griega” hay pocas palabras para el Scrabble, la “ye” es un problema, aclaró. Un disparate dijeron todos. ¿Alguien diría acaso que existe el verbo “yuyuscar”?, saltó ella. Y, sin embargo, existe, dijo con aire triunfal. Después, en lugar de rezar el rosario como en un velorio normal, y para zaherir a la pobre Hesperia, se pasaron un buen rato enumerando palabras que contuvieran la “ye”. También se comentó el nombre del ataúd —modelo “imperial”—, que habían elegido nuestras primas, su color —entre marrón y negro— para el que no existía una vocablo exacto, la existencia de féretros temáticos y también la última moda americana de animación de velorios, sea con poesía, sea con obritas teatrales que dramatizaban algunos momentos de la vida del difunto. Hasta que llegó el lacayo y anunció que iban a proceder al traslado del extinto.
La palabra “extinto” produjo su efecto, pero hubo que abocarse al traslado y el grupito se disolvió. Magda, la mujer de Otilio, asumió el mando. Dicho sea de paso, se la veía bastante rozagante pese a que declaró primero que se sentía “denodada” y después “decapitada”, en un esfuerzo loco por ponerse a la altura de las circunstancias, ya que en la familia siempre se la consideró una ignorante.
Bueno, me estoy yendo por las rámulas, como decía papá.
La cuestión empezó aquella tarde en el velorio, pero con los días se fue trasladando a otros campos contiguos: la bóveda familiar, las cremaciones o reducciones, las sepulturas y las urnas, que es donde vos aparecés en escena.
Resultó que la bóveda estaba llena, desbordante de cajones remotamente familiares y entonces no había lugar para Otilio.
Se tomaron algunas decisiones transitorias —dejarlo a Otilio en un depósito— y después hubo una reunión para resolver la cuestión de fondo. Fue en lo de Hesperia. Tendrías que verla, siempre fue gorda, pero ahora es obesa, casi no puede moverse de su casa. Mantuvimos unos diálogos terribles donde circularon otras palabras y precisiones, como la etimología de “inhumar” y “exhumar”, o la diferencia entre “nicho” y “sepultura” que hasta ahora ignoraba. Para matizar la conversación Hesperia se tiraba cada tanto unos pedos larguísimos, como si necesitara desinflarse un poco para poder seguir respirando. En cada oportunidad, yo levantaba la cabeza y miraba a mis primas, pero nadie se daba por enterado. Al parecer era algo habitual. Es el estrés, me aclaró Magda después de una buena media hora. Yo, como había que decidir a quién guardaban y a quién tiraban o reducían, aclaré que era partidaria de la cremación, no estar en ninguna parte o en todas al mismo tiempo, que cualquier comercio con los huesos me parecía asqueroso. Hesperia declaró que la aterraba la idea de que la quemaran. ¿Quién podía asegurarle a ella que eso no dolería? Ella quería estar en la bóveda cuando le llegara el turno y, por sus dimensiones, tendría que ocupar un lugar doble. Yo voy a hacer un crucero en primavera, dijo Musia de golpe. Todos la miramos. Disculpen, explicó, fue pura metonimia, lo de la “cremación” me recordó lo del “crucero” que tengo reservado para octubre. (Lo dijo haciendo un gestito con los dedos índice y pulgar, como si tomara entre ellos la porción “cr” común de ambas palabras.) Podría recordarte una “crucifixión”, apuntó Magda con mirada trágica. Bueno, si hay que elegir entre “cremación” o “crucero”, intervino Acasto, en principio yo voto por crucero. Y digo en principio porque...
Antes de que empezara con la cadena de dudas, todos lo interrumpieron y alguien propuso al fin lo razonable: consultar con el cementerio a ver qué soluciones proponían ellos, los especialistas. Lo tiraron a suertes y me tocó a mí. Yo tenía que hablar con Albertina Papardelli de Frontis, la Directora, a quien durante los días que siguieron sólo podía mencionar como la Directora del Zoológico. No por hacerme la chistosa, sino por algún mecanismo que escapaba a mi control: cada vez que iba a decir “del Cementerio”, me saltaban las palabra “del Zoológico”. Y si lo pensás, no está tan mal. ¿Acaso no son unos pobres animalitos los que descansan allí en distintas escalas de degradación? Papardelli fue muy clara: o se reducían animalitos o se los pasaba a tierra. La clave era si los candidatos a la reducción estaban a punto o no, esto dependía de la “consunción”, dijo ella. A todos se les hizo agua la boca con esta palabreja. Había que abrir las tapas y mirar el punto de cocción de cada uno de ellos, lo ideal era que estuvieran bien peladitos. Ahora vamos a los bifes: ¿quién iba a tomarse semejante trabajo? Adivinaste: Montoto.
Entonces la lógica indicaba deshacerse de algún cajón de los más antiguos. Por ejemplo, el de Nemesio. El hipotético Nemesio, porque las letras del registro están un poco borroneadas. Podría ser Nastasio. En todo caso, nadie nunca había oído hablar de él. Ésa es la verdadera muerte, pensé yo. Cuando nadie recuerda nada de vos. No queda ni una foto, ni una carta, ni un pelo. Nemesio o Nastasio pertenecía de factum al olvido universal. Sin embargo fue bien zorro, tuvo la precaución de ubicarse debajo de todos los otros. Así que de allí no lo sacaban ni a garrotazos.
Hubo nuevas reuniones, hasta que la Directora del Zoológico nos emplazó, no se podía seguir postergando la decisión.
Voy a ahorrarte los detalles, sabés lo fantasiosos que son todos en la familia. Al final, aunque yo estuve en furioso desacuerdo, las otras partes coincidieron en que el cajón que había que remover para hacerle lugar a Otilio era el tuyo. Porque era el que estaba más arriba. No tuve más remedio que aceptar. Aunque estaba indignada. No se puede perturbar la paz de los sepulcros. De manera que, si me apoyás, puedo iniciar una contraofensiva. Ir al cementerio y hacer mis propias movidas: si ellos sacan tu cajón, yo puedo a mi vez sacar el del marido de Hesperia —que al fin y al cabo es un pariente político— y hacerles jaque mate. También puedo juntar los huesos de los dos hermanitos muertos de difteria en una misma urna, o reducir a los abuelos, ya sea que estén pelados o carnosos. Pero ¿vale la pena ese esfuerzo? Pienso que a vos te dará igual. Incluso es probable que prefieras estar sola en un nicho —en la cuarta fila que es lo que se consiguió—, que estar apretada en la bóveda con ese conjunto de locos.
De todas maneras el tema me inquieta. Supongo que estás de acuerdo conmigo. Pero si no es así, hacémelo saber de alguna manera. Yo voy a estar atenta a todas las señales. El golpeteo de una puerta. Los clasificados de los diarios. Los sueños. En fin, vos verás de qué medios disponés para comunicarte. Porque si ellos son una banda de truhanes, yo bien puedo comportarme como una bribona.





En la periferia


            YO lo repito ahora tal como me lo contó, o como recuerdo que me lo contó. Ella, que hasta entonces sólo había sido depositaria, testigo mudo, dijo que entonces tomó partido. Se había hecho responsable. Tal vez hasta había sido soberbia con su piedad. Por eso necesitaba hablar con alguien.
Guardó durante doce años el par de zapatos y la cartera. Congeló aquella historia durante todo ese tiempo. Pero ahora había llegado al final, o a uno de los finales posibles, dijo, porque quién puede afirmar cómo son las cosas de verdad y, menos aún, cuándo terminan. Creyó, sobre todo, que se la iba a sacar de encima haciendo lo que hizo en Buenos Aires, pero había sido por lo menos ingenua, si no estúpida, no había podido desligarse, más bien todo lo contrario: ahora la historia era más de ella que nunca, le pertenecía, dijo, como le pertenece a uno la infancia.
Cuando cayó la dictadura pensó enseguida en la posibilidad del regreso, entonces también sería el momento de deshacerse de ese paquete que había llevado por Europa como una piedra atada a la espalda, como una joroba más que se agregaba a las deformidades que nos provocaba el país. Pero eso del “momento” era un engaño de la razón. Otra cosa era el instinto, vencer la resistencia acumulada por el miedo, ese sedimento de plomo; así que no lo hizo ese año, pasaron cinco más antes del primer viaje y ella siguió trasladando aquello como lo había hecho por toda Europa a través de sus muchas mudanzas, hasta que al fin, ya más estable, lo había escondido en lo alto de un placard en su departamento madrileño de la calle Ferrán. Los zapatos y la cartera de la desconocida, de Rosita, como la habían llamado sus compañeros y como desde entonces se acostumbró a pensarla ella. Porque el documento que podría haberle revelado su verdadero nombre, el que estaba adentro de la cartera, junto con la billetera, una bolsita de maquillaje, un ejemplar viejo de El Descamisado, una libreta de tapas verdes con la mayoría de las hojas arrancadas, dos biromes Bic con la tinta endurecida, el documento metido en el único compartimento con cierre de aquella cartera, nunca lo había abierto. Primero por miedo, dijo, y después por algo que no podía o no quería terminar de explicarse, una suerte de juramento o de obstinado tributo. Ese gesto natural de abrirlo para ver quién era la chica que sangraba en la sala de urgencias del Hospital Rivadavia quedó detenido en el tiempo, hasta doce años después, cuando volvió a Buenos Aires y decidió por fin buscar a la familia y devolverlo junto con el resto de sus cosas. Esas otras cosas que sí había mirado muchas veces, dijo. Había imaginado gestos, reconstruido secuencias: Rosita arrancando las hojas de la libreta, anotando citas con una birome, consignas, o tal vez imaginando nombres para el chico, pasándose brillo por los labios en esa paradoja entre la muerte y la coquetería. ¿Hasta cuándo persistía el deseo de estar linda? Al menos presentable, como decían las abuelas, la ropa interior limpia, los zapatos lustrados, esas prendas de la dignidad anteriores a toda coquetería. ¿Cuándo se perdía la vergüenza? ¿Recordaría ella, extrañaría su bolsita de maquillaje, los gestos banales de la vida cuando todavía se parecía a la vida? El lápiz negro y el brillo labial eran de buena marca. La cartera y los zapatos también: unos mocasines de gamuza suave y un bolso de cuero negro, de esos blandos y enormes como se usaban entonces para transportar libros, ropa, folletos, armas. Además de la revista, el maquillaje, la billetera, había sueltos en el fondo, como un residuo de su vida, algunos boletos de la línea 39 y la 167, unas hebras de tabaco, un polvillo ocre. Eso era todo lo que había quedado de ella, dijo. En cuanto la vio, una noche helada en Buenos Aires, pudo entender por qué el sobrenombre. Era una rubia con cara de ángel, una chica de Barrio Norte que uno podía imaginarse casada con un polista y pariendo hijos pero nunca volanteando o armando caños. Ella había visto a la chica una sola vez, esa vez del hospital. Sin embargo sabía algunos fragmentos de la historia por Goyo, su amigo el psiquiatra, del que se había enamorado de forma fulminante durante un fin de semana que pasaron en Escobar, en la casa quinta de los padres de él. Aunque no estaba adentro, él hacía tareas de apoyo, en la periferia, como decían entonces. Por él entró en la historia, y porque los que no militaban arrastraban una culpa que podía ser más letal que la militancia misma.
A Goyo lo habían llamado para atender al Puma (ya entonces no le decían más el Puma, habían empezado a decirle Juan Carlos, llamarlo el Puma parecía una burla, postrado como estaba en una silla de ruedas). El Puma era un cuadro importante, uno de los más audaces, hasta que en Ezeiza un balazo de Guardia de Hierro le había dado en la columna. Todos desearon que lo hubiera matado. Pero en cambio le lesionó la médula y lo dejó parapléjico. El grupo lo sostuvo, pese a su constante depresión, y a que cada vez se volvía más difícil y peligroso trasladarlo. Rosita era la compañera (tal vez todos estuvieran un poco enamorados de Rosita, dijo ella, como los ladrones de Tuñón, por la forma tierna que tenían de nombrarla). Aunque estuviera semiparalizado, parece que el Puma podía hacer el amor, o había podido alguna vez, porque unos dos años después del accidente, Rosita se declaró embarazada. El Puma estuvo desesperado desde el primer día de su parálisis, pero cuando supo lo del hijo fue mucho peor. Se puso como loco. Quería matarse lo antes posible, antes de que a Rosita le creciera la panza, antes de que ninguna idea o sentimiento de padre viniera a tentarlo, a untarlo con su hipócrita promesa de vida. Fue entonces cuando lo llamaron a Goyo, dijo ella, para que hablara con el Puma y tratara de disuadirlo. No llegaron a tener muchas reuniones, sólo cuatro o cinco. Después cambiaron de idea, pensaron que si el Puma quería matarse había que ayudarlo. Era la decisión de un tipo libre y entero. Su muerte iba a ser inteligente, digna, infinitamente mejor que las de cientos de compañeros a los que estaban torturando y asesinando.
Así que pasaron de la atención psiquiátrica a buscarle un lugar para el suicidio. Le pidieron a Goyo la casa de Escobar. Lo dejaron solo, al Puma, con los fierros. Pero falló dos veces. Tal vez las manos ya no le respondían. Hay que tener fuerza y precisión para gatillar una 45. O tal vez se acobardaba en el último instante. Ella, que había tenido en aquella casa de Escobar sus primeros encuentros con Goyo, pasó unos días de pesadilla imaginando cómo, en qué momento, en qué rincón de la casa la bala salía disparada y su recuerdo romántico quedaba destrozado, como la cabeza del Puma. Cuando por seguridad empezaron a buscar otro lugar, Goyo le pidió que los ayudara y, aunque no la mencionó, seguro que pensaba en su casita de Chascomús. Pero ella iba a decir que no. Que ya había hecho muchas cosas por la Orga. Había prestado su oficina para reuniones, una cochera para que cambiaran chapas de coches robados, había escondido gente dos veces. La idea de que alguien se matara en su casa de infancia le resultaba intolerable. Pero no fue necesario, porque la noche antes de dejar Escobar, sucedió. El Puma pudo. No supieron los detalles, sólo que se ocuparon de dejar todo como estaba, ni una mancha, ni un rasguño en la pared.
Por un tiempo los dejaron tranquilos.
Dos meses después, una noche en que ella dormía en lo de Goyo, los despertó el portero eléctrico. Era uno al que le decían Tape, y otro del que ella no recordaba el nombre. La tenían a Rosita en el auto, con la cintura envuelta en un toallón en medio de una hemorragia que no sabían cómo parar. Alguien tenía que llevarla al hospital y no podían ser los compañeros. Tenía que ser alguien de afuera, y si era una mujer como ella, limpia de sospecha, mejor; podría decir que la había asistido en la calle, que la había encontrado así. Fue entonces cuando la conoció, en la penumbra del auto y después bajo la luz plana de la guardia. Era muy joven y tenía un aspecto vulnerable, el pelo fino y ensortijado recogido con una hebilla blanca, un pulóver grueso tejido a mano y una pulsera de plata con un dije, una tijerita, me aclaró. A ella ese detalle la había conmovido porque la pulsera de dijes era algo que había deseado cuando era chica, algo un poco kitsch, de niña mimada: cada año se regalaba un dije o una esclava de oro, y eso era crecer, la suma de esos objetos de oro o de plata, como trofeos. Casi no hablaron mientras estuvieron juntas, la chica se abrazaba con fuerza para contener el temblor que la recorría cada tanto, pero se mantenía firme en su silencio y en la ausencia de la mirada. Sólo cuando la pasaron a la camilla y se la llevaban, Rosita la miró y movió los labios, le decía gracias, o se despedía o murmuraba algún mensaje último, a ella que abrazaba perpleja los zapatos y la cartera de la chica, tenga usted sus cosas, había dicho la enfermera, hasta que se despierte de la anestesia, y ella, como una autómata, había abierto los brazos, recogido esas pertenencias. La vio desaparecer por una puerta, y entonces también le vio los pies, blancos y pequeños, con las uñas pintadas de rojo, otro detalle incongruente que, como la tijerita, quedaron grabados en su memoria. Le dijeron que si quería tener noticias volviera al día siguiente, cosa que hizo.
Pero cuando preguntó por la chica, la que había llegado la noche anterior desangrándose, nadie sabía nada. Las enfermeras, apuradas, se la sacaban de encima con evasivas. El que registraba las entradas le dijo que esa noche a él no le tocaba guardia y que en el libro no figuraba. Entonces se le acercó el tipo con los termos de café y sin que ella se lo pidiera le sirvió uno. Tenga, disimule, le dijo, a la chica que usted busca, la rubia, se la llevaron los milicos a las cinco de la mañana.
Ese mismo día Goyo viajó al Uruguay —y después a Brasil y después a Suecia, donde le perdió el rastro—. Sólo quedó ella con los zapatos y la cartera metidos adentro de una bolsa. Los miró sin saber qué hacer, tal vez dejarlos abandonados como esos zapatos impares, patéticos, que se encuentran al borde de una ruta. Pero no, a ella le habían tocado y tal vez fueran el único testimonio de la chica ensangrentada, de su silencio y su temblor. Así que se quedó con las cosas de Rosita, con su documento y con su historia. Y cuando se fue a España, aunque no fuera lo más sensato, decidió meter todo en la misma valija.
Doce años pasaron. Cada tanto volvía a mirar aquellas cosas, los zapatos y la cartera, con el cuero que se iba gastando o resecando, como cualquier cuerpo que ya no estuviera vivo.
La segunda parte de la historia empieza cuando ella volvió a Buenos Aires.
Después de un tiempo, cuando se aquietaron las emociones del regreso, una mañana se sentó en la cama y, como un ritual largamente postergado, abrió el documento de Rosita. Las hojas estaban apenas un poco pegadas por la humedad: allí estaba ella, una imagen artificial, inexpresiva, como son las fotos de carnet, pero suficiente para reconocerla: Rosita, con el pelo aplastado por una vincha y la cara infantil sin una gota de maquillaje, anclada para siempre en los dieciocho años. Pero no se llamaba Rosita, sino Emilia, tenía un apellido altisonante de esos que figuran en los libros de historia, y vivía en la calle Quintana.
Por ahí empezó la búsqueda, por la guía telefónica. Con respuestas temerosas, llenas de suspicacias al principio, confirmó que la familia seguía viviendo en la misma dirección. Habló con Martina, una tía, y ella fue el eslabón para llegar a la madre: Delia, apellido italiano, casada con el altisonante. Le dijo por teléfono que quería hablarle de Emilia, que tenía algunos “efectos personales” para devolverle. Se sintió como un policía, usando esas palabras contaminadas: individuo, efectos personales, el lugar del hecho...
Llegó una tarde hasta el edificio de la calle Quintana. Subió hasta el quinto piso en un ascensor lento y lleno de quejidos, entró a un living alfombrado, de muebles oscuros y con un olor leve a eucaliptus. Y allí, en esa casa que no conocía, tuvo esa impresión brumosa de lo que ya se ha vivido al ir pisando los mismos lugares que Rosita o Emilia, repitiendo sus movimientos, como lo había hecho antes cuando miraba su libreta de hojas arrancadas o abría el cierre de su bolsita de maquillaje. La atendió una vieja mucama o ama de llaves. “La señora la quiere atender en el cuarto de la niña Emilia”, le dijo. Y a la mitad del pasillo que llevaba a los cuartos, vacilando, sin saber en verdad si le correspondía hacer ese comentario, se volvió y le hizo una advertencia, “la señora Delia está delicada”, dijo.
Entró en el cuarto. Almohadones de raso, cortinado y cubrecamas de flores, afiches de Los Beatles y de Joan Baez en las paredes, estanterías con fotos, recuerdos, muñequitos... todo quieto, brillante, recién repasado. Delia la esperaba sentada a contraluz sobre la cama. El mismo pelo fino y ensortijado que la hija, pero ya blanco y escaso. La cara demacrada, pero los ojos vivos como de quien sigue esperando.
“Usted parece una buena persona”, le dijo apenas la vio. “Lo sé porque a mí ya me han engañado muchas veces”, agregó.
Entonces ella, sin palabras, le dio los zapatos y la cartera.
Delia los abrazó unos instantes. Después dejó la cartera sobre la cama y puso los zapatos en el piso. Las dos los miraron de una forma parecida, como si desde allí pudieran dibujar o materializar por un momento el cuerpo de Emilia. Por fin Delia se levantó y fue hasta el placard, abrió la puerta y tiró de uno de los cajones de abajo: un botinero donde había otros zapatos, zapatillas, sandalias. Y entre ellos, un espacio vacío. Delia los puso allí, los acarició y cerró el cajón. “Todo está como cuando ella se fue”, le había dicho, como si hiciera falta aclararlo. Aunque sabía, había agregado con presteza, que Emilia no volvería más. Ella iba a empezar a hablar, a contarle, pero Delia la detuvo. Le dijo que la había buscado durante diez años. Todas fueron mentiras, pistas que no conducían a nada. Había caído en manos de un falso informante. Sabía, por otros casos, que existían esos canallas, que no había que escucharlos, pero le habían dado una prueba irresistible.
Fue hasta la mesa de luz y abrió el cajón. Sacó algo de allí. Después abrió el hueco flaco de la mano y ella pudo ver una vez más aquella pulsera de plata con el dije: la tijerita. Se la habían regalado cuando cumplió diez años, dijo Delia, y Emilia nunca más se la sacó. Decía que le traía suerte. Con ese anzuelo la habían ido despojando, y le habían quebrado las esperanzas. Después se resignó. Le dijo que a Emilia ya no la esperaba más, o mejor dicho que la esperaba, pero de otra manera. Había sonreído, con una sombra de felicidad: un nieto, o una nieta. La misma Emilia le había dicho que estaba embarazada la última vez que se había comunicado con ellos. Según calculaba, ese nieto debía tener doce o trece años. Vivía esperando ese encuentro, como muchas abuelas. Después abrió otra hoja del placard y le mostró más cosas. Regalos que había ido comprando para él o para ella. Para cuando llegara el momento y que él o ella supiera cómo lo había esperado, con qué lenta y confiada acumulación de amor.
Cuando al fin se quedó callada, dispuesta a escucharla, ella no tuvo coraje para decirle lo que sabía. Y a los tropezones inventó otra historia, llena de huecos y contradicciones, donde Emilia apenas había recalado en su casa una noche y después se había ido, con otra ropa, otra identidad, y a ella le habían quedado esos zapatos y esa cartera con el documento que nunca nadie había ido a reclamar. Poco tiempo después, ella misma se había ido del país. Así habían sido las cosas. O podrían haber sido así, y mucho más inexplicables o caóticas porque el horror trituraba entonces todas las reglas aprendidas. Quedaron en volver a verse, en volver a hablar alguna vez. Después ella se fue, dejándola a Delia flotando en aquel limbo de espera.
Había cambiado aquella cartera con su documento por el peso de dudas y culpas indiscernibles. Por eso me lo contó a mí cuando estuvo en Buenos Aires. Y cuatro años después, cuando murió Delia y cesó la espera, se lo contó al abogado de la familia. Para que se supiera la verdad, o al menos lo que ella creía que era una parte de la verdad.




Pensamiento lateral


            ESTABAN terminando de desayunar cuando empezó la discusión. Palabras mansas al principio, y de a poco más filosas, con ese estilo refinado que sus padres dominaban como dos artistas. Cecilia subió el volumen de su MP3 para no oírlos. Algunas palabras se le colaban cada tanto: “paciencia” —pedía su padre—, “agotada” —se quejaba su madre—, que tu m’aimais encore... —decía Carla Bruni.
Por fin su madre miró la hora, se puso el abrigo y salió apurada.
Desde que su padre estaba en casa, sin trabajo, era así. Los desayunos eran tensos, imprevisibles.
Mientras Cecilia se preparaba para salir con la bici, el padre levantó las tazas del desayuno. Después empezó a canturrear y salió al jardín. Le encantaba trabajar en el jardín. Perseguía a las hormigas con una obsesión desmedida, podaba las plantas de manera un poco salvaje. Pero, sobre todo, le gustaba regar. Apuntaba el chorro hacia arriba y apretaba la manguera para que una fina lluvia mojara las plantas desde las hojas más altas hacia las más bajas, después hacía eses y remolinos. Jugaba con los dibujos del sol y del agua, como un chico.
Cuando la vio pasar a Ceci por la vereda, movió un poco la manguera a través del cerco para salpicarla. La chica pegó un grito, y el padre se disculpó exageradamente.
Conserva el buen humor, pensó ella.
Cecilia tenía dieciocho años, la cara redonda y fresca, como recién salida de la infancia, y era, por supuesto, una chica moderna. Sabía cómo había que tener el pelo cortado, qué ropa y qué colores usar, qué aros, qué mochila. Pero también tenía intuición y audacia para romper con las reglas de la tribu, y sabía qué decir cuando algo no le gustaba.
Iba pedaleando sin esfuerzo en el aire frío de la mañana. Sin los auriculares, podía sentir el momento exacto en que engranaban los cambios —clac, clac— cada vez que disminuía o que aumentaba la velocidad, y también en su mochila, contra la espalda, el peso del llavero. Las llaves de un reino. Porque desde que había conseguido el trabajo en la productora, ella era la encargada de abrir la oficina. Manipulaba las dos llaves de la reja de entrada con orgullo de abadesa. Recogía la correspondencia, abría la segunda puerta, encendía las luces del tablero principal y después las computadoras, ponía agua a calentar, abría las ventanas, pequeñas rutinas de las que era dueña absoluta porque los demás llegaban recién al mediodía. Salvo la Momia, que había aparecido un mes atrás. Pensó en él con impaciencia.
¿Por qué tan viejo?, había preguntado. En esa oficina eran todos jóvenes, vendían música para jóvenes y escribían notas y catálogos para jóvenes.
Calvetti se va a ocupar de la parte fiscal, le había dicho Javier. Va a venir a la mañana cuatro horas, sólo le tenés que abrir la puerta a las diez. Además, había agregado, no es tan viejo.
Durante esas dos horas que compartían, casi no se hablaban. Apenas algún comentario trivial, qué lindo día, hay café hecho, te dejaron un mensaje y cosas así. Ella evitaba hacerlo. Poco a poco los demás le dieron la razón. Calvetti, además de ese apellido ridículo, tenía mal aliento y una mirada muerta vaya a saber desde cuánto tiempo atrás. Tal vez ésa fuera la razón secreta de sus corbatas llamativas, tan discordantes en esa oficina como un traje de astronauta.
También Cecilia era bastante nueva en la empresa, haría apenas cinco o seis meses que estaba allí.
Cuando le habían dicho que sí, que el puesto era de ella, había dado saltos de alegría por toda la casa. El sueldo era bastante bueno por tratarse de unas pocas horas y el lugar era justo para ella: la productora de una de sus bandas preferidas.
No se iba a olvidar nunca de la cara que puso su padre cuando se lo anunció. Un poco de incredulidad, un poco de emoción, pero sobre todo, de alivio.
Su hermano Bruno todavía no se las arreglaba solo, había que ayudarlo a sostener su independencia y hacía pedidos extra con una frecuencia desesperante. Ella tenía sólo dieciocho años, la universidad era cara, y los recitales, y la ropa, y cada salida con sus amigas. Así que ya no tendría que soportar la mirada de vaca sacrificada que ponía su madre cada vez que le pedía plata.
Al principio estuvo bastante nerviosa, tenía que ordenar pedidos y entregas, chequear las tarjetas de crédito y las fechas de vencimiento, hablar por teléfono con proveedores y exigirles plazos. ¿Y si se equivocaba? Pero después del primer mes de entrenamiento, empezó a moverse más segura. A sentir ese placer un poco maligno de dominar un sistema, de que aquellos números, aquellas listas dependieran de ella, de atender el teléfono con autoridad y de dar respuestas precisas. Hasta le quedaban algunos huecos para chatear con sus amigas.
Aquella mañana, la Momia llegó más temprano que de costumbre. Serían sólo las nueve y media cuando tocó el timbre. Ella estaba con Poli en el Messenger. Llegó la momia, tecleó, perame un toqe.
Calvetti se sentó donde lo hacía siempre, en la mesa de atrás, a sólo unos cincuenta centímetros de ella, espalda contra espalda.
¿tás de vuelta?, tecleó Poli. Sip, dijo Ceci. ¿ké me decís de las trolas?
Vera y Lu se habían sacado fotos un poco locas y las habían colgado de su página. Más que “un poco locas”. Vera salía en ropa interior, en pose provocativa. Mostrando el ort, decía Poli. Lu lo mismo, y se metía entre las tetas un chupetín gigante. ¿De dónde habrán sacado el chupetín? ké naba, Ce, ké desubicada. Pensamiento lateral Po, desps tesplico interrumpió ella. Tenía que empezar ya con la tanda de las suscripciones de agosto. Y además, no sabía bien qué pensar de esas fotos.
Se puso los auriculares y la Bruni empezó a balancearla con Raphaël: Quatre consonnes et trois voyelles, c’est le prénom de Raphaël, je le murmure a son oreille et chaque lettre m’émerveille, c’est le tréma qui m’ensorcèle, dans le prénom de Raphaël...
De pronto escuchó muy cerca el carraspeo agónico de la Momia. ¿Me hablaste? No, no, cantaba, dijo ella y se sumergió en el trabajo.
Cuando empezaba a pasar cifras a las planillas del Excel, se abstraía totalmente. Ella y el reflejo de la pantalla formaban algo único, un huevo luminoso. Cada tanto se acariciaba con el índice un arito plateado que llevaba en la nariz, cada tanto acercaba la cara a la pantalla, como para impedir que algo se le escapara. Y así habrá pasado una hora o tal vez más hasta que algo impreciso, una sombra, una vibración del aire, la trajo de regreso bruscamente, como si hubiera cesado la hipnosis. Se levantó del sillón y fue hacia la cocina. Le pareció que la Momia, detrás de ella, se sobresaltaba. Y entonces, al pasar a su lado, con el rabillo del ojo, percibió en la pantalla de él una imagen que supo monstruosa. No pudo recomponerla de inmediato, como si su mente se resistiera a hacerlo, pero en la cocina, mientras se servía café, lo tuvo claro: eran unos globos enormes, tetas, o tal vez glúteos, y un miembro igualmente enorme y oscuro moviéndose entre ellos. La Momia estaba bajando material porno. Se le aflojaron las rodillas. Ella sola con aquel tipo. Abrió la canilla de la pileta para disimular, guardó las tacitas limpias en el armario, y después se concentró en la imagen de Jim Morrison que la invitaba desde el afiche con los brazos abiertos: Come on baby, light my fire, come on baby... the time to hesitate is through... Por fin levantó el tubo del teléfono de la cocina y marcó el número de Javier. En voz baja, le contó. Javier la tranquilizó, mucha gente se metía en páginas porno, a veces se tropieza por casualidad, dijo. Pero tenían que saber un poco más. Una cosa era una página, una imagen aislada, y otra sexo on line. Llamalo, dijo Javier, decile que tengo que pasarle unos datos. Después fijate en el chat y me volvés a hablar.
Cecilia siguió las instrucciones con valentía. Mientras la Momia hablaba con Javier desde la cocina, se acercó a su computadora, tapó la webcam para que nadie la viera y movió el mouse. En instantes apareció el diálogo interrumpido. Eran las promesas, los pedidos y las exclamaciones más soeces que ella hubiera podido imaginar. ¿Y ahora qué pasa papito?, no te veo, tecleaba alguien del otro lado, alguien que ahora balanceaba el pubis frente a la cámara. Ceci soltó el mouse con asco y se metió en el baño con su móvil para llamar a Javier. Es sexo on line, Javi. El viejo se estaba masturbando a mis espaldas. Javier se quedó callado un instante. Pero qué pelotudo, dijo como para sí mismo. Y después de un silencio, le pidió que agarrara su mochila y se fuera. Y que no volviera hasta que él le avisara.
Cuando salió del baño la Momia estaba en la cocina, se estaría preparando un mate, como todas las mañanas. Pensó con alivio que nunca le había aceptado uno.
Recogió su mochila, su MP3, y antes de cerrar la puerta lanzó tras de sí un anuncio breve: ¡Tengo que salir un rato!
Se subió a la bici y pedaleó con fuerza para alejarse lo más rápido posible. Pero apenas una cuadra después se sintió sin fuerzas. Se bajó y empezó a caminar llevando la bici del manubrio. Las rodillas le temblaban un poco. Le daba rabia admitirlo, pero tenía ganas de llorar. Como una nena, la nena de papá que al primer obstáculo de la vida se desmorona como un flancito. Es que no le había pasado algo, pensó. No era una cosa, sino varias cosas distintas y eso la confundía. Por ejemplo, la reacción de Javier. Javier no se había impresionado demasiado, tal vez le preocupaba que ella fuera menor de edad. La Momia podía ser un jugador inocente o un pervertido que la atacara por la espalda. Y eso ya sería responsabilidad de la productora.
Cruzó la calle distraída y un bocinazo le taladró el oído.
El corazón le dio un vuelco: podían arrepentirse de haber tomado a una pendeja. Alguien más grande hubiera manejado de otra manera la situación, hubiera enfrentado al tipo sin crearle un problema a la empresa. Ni al propio Calvetti. Empezó a imaginar el diálogo entre Javier y el Gerente. Ahora las cosas ya no tenían marcha atrás. Se detuvo en el bar de Echeverría y Crámer. Estacionó la bici y se sentó en una de las mesitas de la vereda. Tenía la boca seca.
Llamó al mozo y pidió una Coca-Cola.
Pensó en esas corbatas brillantes, en esos ojos pálidos de la Momia, después saltó a su amiga Lu y aquel chupetín enorme cuando sonó su celular.
Era Javier. Ya estaba todo resuelto, dijo. Al tipo lo rajaban. Estaban mandándole un telegrama en ese mismo momento.
—¿Estás ahí?
—Sí, claro.
—¿Estás bien?
—Sí, claro, sólo que... no sé...
Cecilia se apretó el arito de la nariz hasta que le dolió.
—¿No se puede arreglar de otra manera?
—¿De qué otra manera?
Un chico pasó por la vereda haciendo eses con su triciclo.
—¿Estás ahí Ceci? —volvió a preguntar Javier.
—Sí, disculpame —dijo ella—, estoy un poco rara.
Se apoyó la lata de Coca-Cola contra la frente, le hacía bien ese frío.
—Ya hablé con Gerencia —dijo Javi—, vos quedate tranquila. Tomate un día o dos, por las dudas que al chabón se le ocurra algo y después volvés.
¿Qué se le podía ocurrir al chabón? Matarla. Un tipo que se queda sin trabajo, a su edad, por culpa de ella. ¿Quién lo vuelve a tomar?
Marcó otra vez el teléfono de Javi. Pero cortó. Terminó la Coca-Cola y se quedó un rato con los ojos cerrados. Por culpa tuya, volvió a machacarle una vocecita por dentro.
El chico del triciclo volvió a pasar cerca de ella y casi choca contra su silla. Entonces se acordó del instante exacto en que había aprendido a andar en bicicleta. Era un día de calor, debía ser enero. Ella avanzaba mirando fijamente un punto, como le había dicho su padre, y de pronto se dio cuenta de que él ya no la sostenía del asiento, su padre la había soltado y ella avanzaba sola entre los árboles, manteniendo la velocidad y el equilibrio. Sentía el viento contra la cara, el aroma penetrante de los tilos. La sensación de volar y el tiempo detenido en aquel vértigo y aquella felicidad.
Ceci pagó, se subió a la bici y volvió a su casa. No tardó mucho en llegar porque a la vuelta había muchas calles en bajada.
Cuando entró al living su padre dormitaba en el sillón. Se quedó parada frente a él, mirándolo. Tenía la cabeza apoyada contra una mano, en una pose forzada, y un rayo de luz iluminaba su mejilla encanecida. Hacía días que no se afeitaba. De pronto abrió los ojos. Enderezó la cabeza y se quedó un instante callado. Después, con una voz cautelosa, como si temiera romper algo, le preguntó:
—Qué hay nena, ¿todo bien?
—Sí, todo bien —dijo Ceci, y subió corriendo a su cuarto.





Encerrada afuera


            SALIÓ al balcón porque había viento y la ropa se estaba por volar. Pero la idea era salir y volver a entrar, no quedarse encerrada allí. Se detiene incrédula ante la puerta hermética. ¿Fue culpa de ella, la imprevisora, o una derrota más de ser argentina? Acostumbrados al golpe seco, al empujón complementario, a la puteada para que los mecanismos se avengan a funcionar, ¿quién podía esperar una puerta corrediza tan corrediza, un deslizarse tan insensible e idiota que en menos de un segundo la encerrara en su propia casa? Lo de su propia casa era una manera de decir, trampas del lenguaje, piensa ella, y se desploma con rabia sobre la única sillita de mimbre que hay en el balcón. Su propia casa nunca le hubiera hecho esto.
Habrán pasado apenas diez minutos y ya se siente abrumada. Calculó las alternativas más sensatas de la espera hasta que él volviera. Llegó a una primera conclusión: tiene por lo menos para una hora más. Llegó a una segunda conclusión: que la primera podía estar totalmente equivocada.
Teje y desteje ahora alternativas infinitas, disparatadas. Las espanta como a moscas, pero no puede evitarlas. Tampoco puede dejar de mirar con fijeza el marco de la puerta ni de palparlo cada tanto como si fuera a descubrir algún truco capaz de revertir el mecanismo: abrir lo que antes se cerró. Pero no hay secreto. El marco es liso, la realidad inexpugnable.
Sentada como un presidiario contra la pared, se pregunta si fue un puro alarde de eficiencia o si hubo, en aquel cerrarse, alguna intención maligna. Puede imaginar una voz —falsa y melosa— invitándola a reflexionar sobre las diferencias entre argentinos y españoles. Sutiles pero abismales. ¿A quién se le ocurre una puerta de balcón que se abre sólo desde adentro? A ellos se les ocurre. ¿Cuál es la lógica? Si el balcón está en un noveno piso y da al pulmón de la manzana, ¿de quién se protegen?, ¿del hombre araña?, ¿de los ilegales? “Ilegales no”, había dicho la abogada levantando un dedito, “irregulares”. Qué afortunada. Podría ser una magrebí ahogándose a metros de la deseada costa de España. Pero es apenas una irregular encerrada en un balcón. No debería quejarse. Ni siquiera hace frío, al menos no todavía.
Era lógico que le sucediera algo así. Hace meses que viene luchando contra los pomos de las puertas, canillas, llaves y mecanismos en general: empujar en lugar de tirar, girar la llave a la derecha en lugar de a la izquierda, levantar en lugar de presionar, cosas que ya había aprendido y en las que ya no era necesario pensar, automatismos.
El tiempo pasa con lentitud sideral. Pero no lo suficiente como para ponerse a la par de su otra vida, en el otro hemisferio.
Se para y se sienta. Camina desde la puerta corrediza hasta la baranda del balcón. Se asoma hacia afuera, pero no mucho, para no dejarse atrapar por el vértigo. Golpea inútilmente el vidrio, como si alguien pudiera abrirle, salta, da unos grititos ridículos de indignación, se agarra la cabeza. La desesperación va y viene, como las ráfagas de viento.
Intenta ahora no caer en el ejercicio masoquista del “si no hubiera hecho esto, si no hubiera hecho aquello”. No poder torcer la realidad es, en efecto, uno de los mayores dolores de la existencia. Ella salió a proteger su ropa y también la sillita de mimbre que acababa de traer de un contenedor. Debería dejar de mirar la basura, dice siempre él. Pero gracias a ella tienen un tablón con dos caballetes como mesa, una mesita de luz que pintó de azul y dos sillas de mimbre. Una de cal y otra de arena. Ahora toca la de arena. Está pagando, literalmente, el derecho de piso. Dos meses de depósito, un mes adelantado y varias horas de encierro en el balcón. Tal vez la puerta, con buena intención, le quiere advertir que no deberían alquilar ese departamento. Que es un poco caro para ellos, para lo incierto de su situación. Lo que los animó a correr el riesgo precisamente fue ese balcón terraza. Esa pasión argentina. ¿Cómo descender, si no, de la infinita llanura a la estrechez del metro cuadrado? Los animó la visión lejana pero prometedora del mar. Poesía. Hipocresía. La decisión de aferrarse con uñas y dientes a una forma de vivir.
Pataditas en la pared no. Más civilizado es esperar tranquila. Porque él tiene que llegar en algún momento. Además fue culpa de ella. Los errores se pagan. Porque ella se encerró. Fue viendo cómo se quedaba encerrada desde ese lugar del cerebro donde uno asiste a todas sus desgracias, a todo acontecer. Unas décimas o centésimas de segundo antes del hecho consumado, uno contempla la propia torpeza, las infinitas trampas de la mente en complicidad con el cuerpo: caídas, pérdidas, errores, malentendidos; la cosa va desde tirar una cucharita a la basura al vaciar un plato, hasta incorporarse a la autopista distraído sin ver el camión enorme que de forma irrefrenable te aplasta en un segundo. Estuvo encerrada en un balcón ocho horas, dirá su epitafio.
Cierra los ojos con fuerza y vuelve a abrirlos. Sigue allí, testigo de otro paso en falso de la enrevesada coreografía que los ha llevado desde las callecitas de Villa Urquiza a ese barrio marbellí, a fundar una interesante paradoja: está encerrada afuera. O sea, podría estar libre adentro. Pero ¿qué es adentro y qué es afuera? ¿Acaso no lo sabe? Afuera, el espacio que va desde la puerta acristalada hasta los barrotes horizontales del balcón, no más de tres metros. ¿Y más allá? Las montañas. Y al otro lado, el mar. ¿Y detrás de las montañas y más allá del mar? Un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Tres millones de kilómetros cuadrados ricos en tierras fértiles, en minerales, en climas y paisajes, adonde por ahora no puede volver. Por ahora debe seguir dando vueltas a la noria sobre seis áridos metros cuadrados de baldosas. A ver cómo organiza su tiempo, qué hace. ¿Gimnasia? Tiene frío, el viento es cada vez más penetrante.
Mira, como un absurdo Robinson, los pocos objetos que la rodean: la sillita de mimbre, su helecho testigo (en él ha depositado una cierta confianza: si vive, se ha dicho, tal vez ella también pueda hacerlo en esta ciudad), una reposera (tumbona) rota, una sombrilla cerrada con el parante oxidado, un poco de ropa, una lata con un resto de pintura bordó. Podría pintarse la cara de bordó, acostarse boca abajo sobre la reposera y sumergir la cabeza en el helecho, tirar pintura por la ventana, clavarse el parante oxidado en el pecho. Pero hace lo más razonable, se sienta en la silla de mimbre y dobla la ropa que descolgó. Con papeles o sin papeles, en cualquier lugar del mundo, una mujer lava y tiende su ropa de la misma manera.
Y ahora qué. Mira alrededor. Enfrente y bastante alejados, hay dos edificios recién construidos. Entre ambos se abre un enorme espacio destinado a dos piscinas. Se ven dos fosas gigantescas de formas caprichosas. (La palabra fosa le produce un escalofrío. Allí van a enterrar agua.) Lo más notorio es el efecto del viento, el contraste entre las plantas y los toldos agitándose contra las moles blancas de los edificios. Algunos geranios de tallos altos se mecen apenas. Los helechos, en cambio, y las cenefas de los toldos, se mueven con más gracia, ondulan, establecen un sistema de señales, una clave que le envía mensajes. Boluda, dicen, bo-lu-da. O, mejor dicho, gi-li-po-llas, ya que ondulan en español, una sílaba más para atormentarla.
Se sienta contra los barrotes del balcón, de espaldas al vacío. Los oídos le zumban un poco. Cuando alguien está alerta, esperando que se abra una puerta, empieza a oír mucho más. ¿Y si grita? Una vergüenza empezar a los gritos. Una mujer grande, hacer tamaña estupidez. Una sudaca, ignorante. Y sin papeles. En mi país no hacen puertas de balcones herméticas por fuera. De mi caserón de Villa Urquiza se puede entrar y salir cuantas veces se quiera al jardín, sin caer en ninguna trampa. Una casa fiel incapaz de atacar a sus dueños. No se imagina cómo le pasé el plumero alto antes de irme, meticulosa, por todos los techos y todos los ángulos. Moldura por moldura. No crea. No era por las telas de araña. Eran caricias, una despedida.
¿Qué tal cantar? Un tango no, a quién se le ocurre. Mejor Barquito de papel, de Serrat, que le gusta tanto. De paso salta un poco, se quita el frío. Barquito de papel, entona con sentimiento, con el mentón alzado, rompiendo con esfuerzo la quietud que la circunda. Cuesta sacar la voz a la intemperie, exponerla. Como el graznido de las gaviotas, su voz destemplada le lastima algo adentro. Aventurero audaz, lará, lará. La letra le falla a los dos segundos. Tanta cara ceñuda de “quién está desafinando” a lo largo de la vida que al final se ha acostumbrado a no cantar. No sabe ni una letra completa. Sin embargo, insiste: Barquito de papel... Tiene una súbita iluminación: sin nombre, sin patrón ¡y sin bandera! ¿Y qué más, por dios, qué más? Se clausura la memoria. Se jura a sí misma, una vez que salga de ese ridículo encierro, aprender algunas letras de memoria. Son un equipaje de supervivencia. Como una cantimplora con agua en el desierto o un pedazo de pan y queso, hay que tener en la cabeza una canción completa.
Vale, pasemos de cantar. ¿Y hablar en voz alta? ¿Hacerse una entrevista, comentar minuto a minuto el encierro? Sería poco emocionante su caso, sin sol abrasador sobre la piel llagada, ni tiburones al acecho, a lo sumo cuenta con el chillido desagradable de las gaviotas, que —según ha leído— se han vuelto voraces en la ciudad, carroñeras. Da unos golpecitos rítmicos a la baranda del balcón. Ya está, puede recordar las estaciones de tren de la línea Mitre: Retiro, Tres de Febrero, Lisandro de la Torre, Ministro Carranza, Lacroze, Coghlan, Belgrano R, Drago, Urquiza, Marbella. Si te gustan los viajes apacibles, sacá un boleto en tren Buenos Aires-Marbella. Podés mirar por la ventanilla, ir viendo cómo cambia el paisaje: de a poco el Tercer Mundo queda atrás, las villas miseria, los pibes descalzos, los sapos muertos. Si no querés enterarte, vení en avión. Llegás a Málaga, seguís todo recto en dirección Cádiz, y en cuanto entrás a Marbella hay una gasolinera, doblás a la izquierda, vas a ver un edificio blanco, como una proa apuntando al mar, es ahí, noveno piso. Mirá hacia arriba, ¿ves una figura de mujer de pulóver verde agitando los brazos desesperadamente? Soy yo.
El cielo se ha oscurecido y ella ha visto cómo lo hace. Con qué lenta indiferencia. Qué importa que haya una mujer allí, desgreñada por el viento, contraída por el frío, sentada contra una pared, con la cabeza vuelta dramáticamente hacia una puerta cerrada. Hace ya tiempo que ha abandonado sus ejercicios y su posición de espaldas contra los barrotes del balcón. No soportaba más saber que detrás de ella se abría el vacío. Y así está, un poco aletargada por el desaliento cuando se desencadena el final. Porque las cosas, tarde o temprano, suceden. Sólo hay que sentarse a esperar. Ve una sombra. Oye un ruido. ¿La estarán engañando una vez más sus oídos, sus ojos cansados de tanto observar los cambios de la luz? No. Esta vez sí: es él quien aparece frente al cristal, con la maleta en la mano, el rostro cansado de quien regresa de un viaje. Él deja la maleta en el suelo y abre de inmediato la puerta. ¿Pero por qué la mira así? ¿Qué cree? ¿Que ella se iba a tirar por el balcón? No. Es sólo que aunque él abra la puerta corrediza —de una manera tan fácil, tan simple, piensa ella maravillada— de qué sirve que salga de allí. No son ganas lo que le faltan. Saldría del balcón, saldría del salón. Tomaría el primer tren de Marbella a Buenos Aires. Llegaría a Urquiza. Abriría la puerta de su casa, girando la llave a la derecha y dando un empujoncito seco hacia adentro, porque sería un día de lluvia y la madera con la humedad se hincha un poco, correría hasta su cuarto y allí se quedaría durante los próximos veinte años, encerrada adentro, pero con la ventana abierta para respirar aquel aire de infancia cargado con olor a ozono y a tierra mojada y a jazmines. Pero todavía no puede hacerlo. Hay que tener paciencia. Hay que seguir esperando hasta que le salgan los papeles.




Perversiones


            Somos un par de poseídos, una pareja de bailarines demoníacos.

JEAN LUC NANCY

Que vuelva a pintar, le digo, aunque le tiemblen las manos.
Así se quedaría contenta en casa, y yo estaría más tranquila. Estoy cansada de llevarla siempre a la rastra. Me da pena y me da culpa y me da rabia. Son demasiadas cosas que me atan como para poder decir no. Entonces termino accediendo a sus pedidos, por más que sepa que me va a arruinar cada programa.
Este verano, por ejemplo, yo estaba tan contenta de poder ir al mar. Era por pocos días, pero a mí el mar se me mete adentro, con sólo mirarlo me da alegría. En mala hora la llevé. Porque ella cree que puede, y su inocencia me conmueve y a veces hasta me convence. Después se ve que no, que no puede, pero ya es tarde, ahí es cuando estoy perdida, ya se me aguó la fiesta. ¿Qué le pasó esta vez? Le subió la presión. Según el que la atendió en la guardia, fue por el agua fría y salada. La sal, así como no conviene en las comidas, parece que tampoco es buena en contacto con el cuerpo. De manera que de ahora en adelante, que se olvide de los baños de mar, dijo. Ese día, la pobre lloró. Como lloran los viejos: una o dos lágrimas tan escuálidas que ni llegan a atravesar las mejillas. Cuidado, le dije, mirá que eso también es agua salada. El chiste era malo pero yo quería consolarla. Y a falta del mar está el río. Del mar yo me río, le dije. Otro chiste malo, pero esa vez al menos sonrió. Con cuidado, acompañada, la vieja se puede meter en el río, chapotear, incluso meter la cabeza debajo del chorro frío del embalse, como hacíamos cuando ella también era joven y nos íbamos de vacaciones a Córdoba.
Y así estoy, siempre vacilando entre la pena, la culpa y la irritación. Últimamente va ganando la rabia.
¿Por qué no volvés a pintar?, le repito. Y ella que no, que me acuerde de la estampilla y la señorita Gipietro. Insiste con esa historia ridícula de la infancia. Ya se sabe que en la vejez la memoria se vuelve inmanejable, caprichosa.
Al principio fueron sólo algunos episodios. Se olvidaba las llaves, se dejaba la billetera en el mostrador de una tienda o perdía plata, cosas que le pasan a cualquiera a partir de cierta edad. Pero la cosa fue in crescendo. A la tercera vez que hubo que llamar al cerrajero de urgencia —gastamos fortunas en aperturas nocturnas, en Trabex y en pasadores nuevos—, la convencí de que era imprescindible darle un juego de llaves al portero. A ese hombre lo detesto, decía ella. ¿Cómo le voy a dar las llaves de mi casa? Si le pregunto de dónde le viene la bronca, no lo sabe muy bien. El hombre no es mala persona. El hombre es callado, un poco hosco, hay que encontrarle la vuelta. Pero a ella no le gusta su aspecto. Parece un mono, dice. Monos parecemos casi todos, digo yo. Sería bueno aprender algunas cosas de ellos, no hay más que ver Animal Planet o el canal de la National Geographic, esos documentales donde se ve cómo viven en comunidad, cómo se ayudan entre ellos: “paciencia”, “altruismo”, “compasión”, dice el locutor. El chimpancé solitario está perdido. Si uno vive en un edificio, le digo, y no tiene familia que se ocupe de uno, hay que trabar buenas relaciones con el portero, con algún vecino, hay que ser más razonable, tragarse las broncas y las opiniones personales.
Después de los olvidos empezó con el vértigo y los mareos. Cada tanto las cosas se mueven a su alrededor y claro, así no podemos salir a caminar, a tomar un cafecito, a mirar vidrieras. Todo es provocado, dijo el médico, por los otolitos. Después nos mostró una lámina donde se veía el oído por dentro y se regodeó con esas palabras curiosas: el vestíbulo, el utrículo, el sáculo, la cóclea. Las decía sobre todo para él mismo, para darse un gusto personal. Era irritante ver cómo las silabeaba, cómo se quedaba suspendido, con los ojos brillantes cada vez que terminaba de decirlas, como si hubiera tocado un instrumento, el violín por ejemplo, y no quisiera perderse las últimas vibraciones que había dejado en el aire. Ella le pidió que no siguiera. Por más que uno llegara a entender aquel complejo mecanismo de cámaras, recámaras y huesecitos vibradores, ¿en qué cambiaban las cosas? Le dijo que escucharlo le daba más vértigo, terror de tener esas palabras dentro del cuerpo. Que mejor era no entender tanto (y en eso estuve de acuerdo con ella), mejor concentrarse en esos ejercicios tan aburridos que hay que hacer tres veces por día. Mirar fijo un punto de referencia y mover los ojos hacia arriba, hacia un lado y hacia el otro, como dibujando un triángulo. Fue entonces cuando, después de buscarlos durante horas, sacó a relucir sus viejos pinceles, eligió uno y con témpera roja pintó tres marcas en la pared, como guía para los ejercicios. Después de un mes de hacerlos, las cosas mejoraron un poco y pudimos volver a salir.
Al cine vamos igual, aunque la vieja no entienda algunas películas. Las policiales o las de espionaje son casi imposibles para ella. No identifica bien a los actores, ni los tiempos en que suceden las cosas: ¿éste es el mismo que sale al principio?, ¿o es otro?, ¿pero cómo...?, ¿ella no estaba muerta?, ¿esto pasa ahora, o están yendo hacia atrás?, ¿el hombre es real o ella lo está imaginando? Y así, hasta que alguien nos chista de mala manera. Las películas modernas, ya se sabe, abusan de ciertos recursos y hay que tener los reflejos muy rápidos para asociar y entender. No se queja de eso. Aunque no siga paso a paso la trama, la mezcla de imágenes en movimiento, de música y de climas es más que suficiente para entretenerse. En Cuba, una vez que fuimos, hace muchos años, nos asombrábamos de cómo miraban cine los cubanos. Entraban a la sala en cualquier momento, como si fuera un espectáculo continuado. No pretendían entender. Tampoco tenían el menor problema en hacerse comentarios en voz alta, de una punta a la otra del cine. A que el tío la mata... Que no, que no... pérate chico, se va a escapar... Ahora va a llegar el otro, el grandote mandibulón... te lo dije, caballero, ése es el asesino... Las conjeturas no cesaban hasta que encendían las luces.
En una época jugábamos a las cartas, dos o tres veces por semana. Y teníamos muy buena suerte, siempre volvíamos con algo de dinero. Pero ya no la puedo llevar a ninguna mesa. Me ha hecho perder plata con sus jugadas absurdas. Se olvidó de lo que era “blufear”. “Pasa” cuando tiene que “ver”. “Ve” cuando apenas tiene una pareja. Y la canasta la aburre. Así que eso de las cartas es asunto terminado. A veces tengo la impresión de ir con ella recorriendo una gran mansión, cerrando las puertas y las ventanas, una tras otra, como en “Casa tomada”, ese cuento tan famoso. Las cartas no, zas, otra puerta que se cierra. Así será hasta que uno clausure todas las puertas, salga de la casa, se quede al descampado, a cielo abierto y se vaya caminando hasta perderse en la niebla como en aquella película que vimos, creo que de Fellini.
En otra época también tejíamos. Lo mismo. Los dedos se van poniendo como garfios, los nietos aceptan por lástima esos pulóveres desparejos, torcidos, y después no se los vemos puestos jamás. Una bufanda o una mantita para bebé pueden correr mejor suerte. Pero hace tanto que no nacen bebés en la familia. Zas, otra puerta que se cerró. Lo que más le gustaba era dibujar y pintar. No era genial, pero lo hacía bien. Sobre todo las acuarelas, los paisajes cordobeses tenían una frescura y una imaginación que todo el mundo le alababa. Si hubieras seguido pintando, le digo, ahora podrías entretenerte. De eso se trata, dice ella con rabia, de entretenerse. “Hacer menos molesto y más llevadero algo”, como dice el diccionario. ¿Y sabés qué es ese algo tan poco llevadero y molesto, no? ¿Y si es al revés? ¿Y si hay que concentrarse en el algo en lugar de entretenerse? Cuando empieza con estas especulaciones, no le hago caso. Aunque haya perdido precisión, insisto (los pinceles necesitan una mano firme, un movimiento fino), puede hacer una pintura más libre, concentrarse en el color, en las formas. Cuanto más la pinchaba yo, más detalles recordaba ella de la historia de la Gipietro. Me parece que en el último tramo de vida cada experiencia pasada empieza a adoptar algo así como su forma final. Termina de dibujarse. Algunas van perdiendo color, se desvanecen; otras, que tal vez no considerábamos importantes, anécdotas del montón, se muestran reveladoras, anticipos que la vida nos mostró y que no supimos entender entonces. Eso pasó con aquella anécdota un poco ridícula de cuando estábamos en quinto grado. Era una de las únicas chicas que no necesitaba calcar, miraba un paisaje, la casita de Tucumán o una batalla, y las trasladaba directamente al papel. Era muy buena con los animales, con pocos trazos conseguía mostrarlos en movimiento. Una vez dibujó la batalla de Cancha Rayada y puso en primer plano a San Martín sobre su caballo blanco, con las patas levantadas, desafiante. Toda la clase se quedó admirada hasta que llegó la maestra y sacudió la cabeza. ¿Qué era lo que estaba mal? El problema no era el caballo, dijo, era el prócer. Ése no era el rostro de San Martín. El caballo podía ser cualquier caballo, pero el Libertador era único, y como tal había que respetarlo. Nos quedamos con la boca abierta. Era algo así como la bandera nacional que no se puede arrugar ni guardar de cualquier manera. Entonces la maestra —la señorita Gipietro—, hizo algo increíble, abrió la cartera y de su billetera sacó una estampilla con la cara de San Martín, unas rojas y anaranjadas que ustedes no recordarán porque ahora ya no existen, estampillas de 10 y de 20 centavos. Bueno, sacó la estampilla, le pasó la lengua y se la pegó en el lugar donde estaba dibujada la cara del jinete. Ahora sí, dijo. Ella sintió algo extraño en ese momento, miedo del dibujo, con esa cabeza decapitada y reinjertada en un cuerpo ajeno, y desde ese día dejó de dibujar en la escuela, empezó a calcar como todos los demás. Mucho después, de grande, decidió ir a un taller y retomar su afición. Aquel dibujo, el injertado, estuvo en un tiempo guardado entre las fotos. Cada vez que lo encontrábamos nos reíamos hasta que un día se puso seria y me dijo que ella se sentía así, como con otra cabeza pegada con saliva. Después no lo vimos más. A veces nos pasamos una tarde entera mirando los álbumes. Por suerte, en los últimos años, fue tomando la precaución de anotar atrás el año, y los nombres de los que aparecen. Ah sí, éste era Menganito o Zutanito, ésta era la casa de Córdoba o una vacación en el mar. Es un reaseguro contra el olvido, pero ilusorio, porque el epígrafe es hueco, pura escenografía. “Córdoba 1935, con Gerardo”, o “Rambla de Mar del Plata con Pupé, 1942” o “Asado en lo de Marité, 1925”. No hay recuerdo más allá de las palabras. Al menos algunos rostros de amigos, de amores están presentes, confirmando que uno ha tenido una vida. Pero el pasado ya no sirve para nada. El tema es hoy y qué se puede hacer para vivir cada día arrastrando a una vieja, en un forcejeo constante contra el cuerpo, si no es la artritis son las cataratas, o las arterias, o los dientes o los juanetes, o todo eso junto. Ojalá mis amantes hubieran tenido tantas atenciones con mi cuerpo, dice a veces, cuando vamos a hacer algún estudio médico. Ninguno demostró tanta curiosidad, dice, mientras colecciona radiografías, ecografías, tomografías, calciuremias, análisis de sangre, de orina, potenciales evocados. Podríamos hacer un álbum, sugiere después. Se llamaría “Perversiones”. Tiene ese tipo de ideas, se obsesiona durante semanas con cosas así. Yo estoy harta de escucharla. De seguirle la corriente y de sostener esta parodia. A veces pienso que lo mejor va a ser terminar con ella. Romper con esta esclavitud, con esta torpeza de siameses. Ella y yo esposadas como el policía y el delincuente. ¿Pero quién es el policía? ¿Y quién el delincuente? ¿Ella, la vieja? O yo, que estoy igual que a los veinte, los treinta o los cuarenta. Da igual.
Si finalmente me animo y lo hago, voy a dejar todo escrito dentro de un sobre, para que no culpen a nadie. Habrá sido una decisión libre y soberana entre la vieja y yo. Faltaría encontrar esos frasquitos que vengo acumulando desde hace unos meses. Sé que los puse en un lugar raro adonde a nadie se le ocurriría buscarlos. Tal vez el mismo donde escondí el dibujo con la estampilla de San Martín. Sólo tengo que esperar un momento de lucidez extrema, de los muchos que todavía tengo, para recordar dónde.





Gato virtual


            —LAS reuniones en lo de Medori son aburridas.
Levanté los hombros y empecé a buscar con la mirada a algún mozo.
—Tal vez sean los sillones —dijo Charly—. Esos sillones antiguos, de respaldo alto, en los que te hundís sin remedio. Una vez que te atrapan, zas. Sobreviene la modorra, la apatía.
Yo ya había elegido mi presa —un chico alto y flaco que parecía moverse con bastante presteza— y le había asestado una mirada fija, casi malvada.
—¿Pero me estás escuchando?
—Te escucho —le contesté con paciencia. Lo conozco a Charly, empieza las historias por la punta más inesperada. Y es un poco ceremonioso, siempre dándole vueltas a las palabras.— No me habrás traído acá, después de meses de no verte —le dije— para hablarme de los sillones de Medori.
Los ojos del chico estuvieron a punto de caer en mi trampa, pero a último momento su mirada saltó de la mesa de los vecinos al mostrador y quedó enganchada con los de la chica que atendía el bar.
—Creo que me enamoré de ella cuando la vi con el gato.
—Ah, un nuevo amor.
Charly sacudió la cabeza.
Lo sabía. Íbamos a hablar de amores muertos.
—Era hermosa —dijo Charly—. Aunque no sé en realidad si era hermosa. Porque vaya a saber qué significa que una mujer sea “hermosa”.
Yo había conseguido al fin acertar con la mirada errática del mozo. Clac. Ahora sí, prendido a mis ojos, el chico venía derecho hacia nuestra mesa.
—¿Qué es para vos una mujer hermosa?
Levanté un poco los hombros, aunque sabía bien qué era una mujer hermosa. A veces es tan fácil saberlo.
Pedimos el plato del día y un Trapiche Malbec.
Ella, Rita, había llegado con otro hombre, dijo Charly. Sonreía todo el tiempo. Después, observándola mejor, se dio cuenta de que no sonreía, parecía que sonreía, era más bien una intención de sonrisa.
—Como las estatuas griegas —dije.
De todas maneras, dijo Charly, ella era una mujer que inducía a la sonrisa, como los sillones de Medori a la indolencia.
Le había llamado la atención, sin embargo, que estuviera mal vestida.
Una pollera larga, dijo, con una especie de sobrefalda que le hacía las caderas demasiado anchas. Firmes eran, sí, de acuerdo, pero no excesivas, según llegó a saber después. Y zapatos sin taco, adornados con hilos plateados.
—Son modas —protesté, pensando en la pollera—. Pero ¿hilos plateados?
—Sí, como una tela de araña —dijo él—. Debí haberme dado cuenta entonces, los signos siempre están a la vista.
—¿Y si te hubieras dado cuenta qué? A veces uno elige sufrir.
Como para confirmarlo, Charly se apretó los nudillos hasta arrancarles un crujido alarmante.
—¿Y lo del gato? —pregunté—. ¿Dijiste algo de un gato o yo soñé?
—No, lo del gato es importante —dijo—. Empezó con el siamés de la casa, el de Medori. Tendrías que haber visto cómo lo alzó, con qué autoridad. El gato se dejó arrastrar, y después levantar desde el suelo, entregado, sin reservas. Y después cómo lo acarició. Tenía unas manos grandes, de dedos finos pero palma fuerte. No le rascó la cabeza con un dedo, o detrás de las orejas; le pasaba la mano entera, abierta, por toda la cabeza, de un lado al otro, como si le dijera yo a vos te conozco bien, vos me pertenecés. No pude dejar de imaginar cómo sería ser acariciado así, con esa certidumbre.
—Hay mujeres así —asentí.
—Unos días después, me la volví a encontrar en el banco. La reconocí enseguida. La misma sonrisa universal y sus manos fuertes apretando un maletín. Tampoco esa vez estaba muy bien vestida, no mal, pero con un toque de rareza o de extravagancia. Tenía una chaqueta con unas mangas muy anchas y con un doblez que se abrochaba aquí, en el codo.
Charly se quedó pensando un momento.
—Tenía algún parentesco, la chaqueta —agregó—, con aquella pollera de capas de la primera vez.
Estuve a punto de decirle que debería haber sido modisto, no abogado. Pero me callé y preparé con mucha aplicación una tostada con roquefort.
—A partir de aquel encuentro, empezamos a salir. Poco tiempo después pensábamos en vivir juntos. Los tres: Rita, yo y su gato Cortés.
Dios, iba a ser terrible aquello. Estuve a punto de decirle que no siguiera, pero justo entonces llegaron la comida y el Malbec.
Ella adoraba a su gato, pero Charly, además de tenerles un poco de aprensión, lo que se cuidó bien de disimular, les tenía alergia.
—Se me irritaban los ojos, me picaba la cara, estornudaba. Pero lo aguantaba con tal de estar con ella.
Cortés era un gato de la calle, bien alimentado, altanero, lo que se dice un gato soberbio. Y un soberbio hijo de puta.
—Desde el principio se planteó entre nosotros una guerra de esas que se llaman “sordas”. Al principio, cuando llegaba, corría y me mordía los tobillos, después saltaba y se prendía de las cortinas y se balanceaba desde allí como un mono. Estaba loco de celos. Recién cuando nos encerrábamos en el cuarto, Cortés se resignaba.
Estuve a punto de decir aquella estupidez de que lo Cortés no quita la valiente, pero me callé.
—Una vez que entré en la intimidad de Rita me enamoré hasta el caracú. Ella era siempre más de lo que me imaginaba. No “más”. No era la cantidad lo asombroso, sino...
Charly se quedó sin palabras y yo aproveché para reiniciar la persecución del mozo que se había olvidado de traer la sal.
—En la cama —retomó Charly—, nada de gritos, nada de arañazos en la espalda, nada de esa pasión prefabricada.
—Sexo puro, malditamente inocente —dije.
—Nunca conocí una mujer igual, con una total aceptación de sus deseos. Yo me sentía por primera vez en la vida bien administrado.
—¿Administrado?
—Quiero decir que ella usaba toda mi capacidad amorosa. Hasta la última gota. Y tenía orgasmos múltiples como sus faldas.
Los dos nos quedamos callados mirando nuestras copas vacías.
—¿Pensás que exagero? Hacer el amor con ella es lo más extraordinario que me pasó nunca.
Charly decía la verdad y me apuré a servirle otra copa de Malbec.
—¿Y cómo era la casa? —pregunté por rescatarlo de la melancolía.
—Ah, curiosa —dijo Charly—. El mismo gusto por las cosas superpuestas, acolchadas, recamadas. Nada terminaba donde vos suponías que terminaba. Para meterse en la cama había que retirar como una docena de almohadas y almohaditas. Tenía una planta de jazmín doble, una mesa de dos pisos, funda en el inodoro, una cortina de baño con bolsillos... Hasta me confesó que tenía algo que se llama útero bicorne: no uno, dos úteros.
—Una mujer previsora —dije yo—. Con recursos extra.
—Sí. Con ella me sentía a salvo. Ahora estoy perdido.
—¿Tendrá que ver con las siete vidas del gato? —dije, haciéndome el chistoso.
—No fue el caso de Cortés —dijo Charly con una sonrisita cruel—. Cortés, pese a todas las previsiones de Rita, se enfermó. Tenía no sé qué en la próstata.
—¿Los gatos tienen próstata? —me escandalicé.
—Próstata, hígado, riñones, tienen todo. Yo lo veía languidecer con alegría y cuando llegué una tarde a su departamento y la encontré a Rita llorando, me imaginé lo que había pasado. Aunque no fue como vos ni nadie lo hubiera imaginado. Cortés se tiró por el balcón. Yo digo que se tiró, ella decía que se había caído de debilidad porque hacía días y días que no comía.
—Así terminan los triángulos amorosos —dije—. Alguno tiene que darse el porrazo.
—Al fin tenía el terreno libre. Pero me servía de poco. Rita estaba triste y yo no sabía cómo consolarla.
—Necesitaba otro gato —dije, mientras trataba de recordar en qué animales transformaba Circe a los compañeros de Ulises. ¿Cerdos?
—Sí, pensé lo mismo. Por eso, pese a todo, se lo prometí. Un gato que íbamos a tener, pero un poco más adelante. Un gato virtual.
—Nunca es bueno sustituir a alguien tan rápido. Eso no funciona.
—Pero la idea, la idea del gato —subrayó Charly— la consolaba.
Como era de esperar, Rita no tardó en recuperarse. Apenas hablaba de Cortés y estaba muy cariñosa con Charly. Cariñosa de una manera nueva, dijo Charly, como si quisiera compensarlo por algo.
—Muchas veces caminábamos por el Botánico. Era como meterse en un cuento fantástico, decía ella. Además estaba lleno de gatos que conocía muy bien. Los de pelaje liso, los manchados, los de color azafrán, los atigrados; me explicó por qué les brillan los ojos de noche, por qué les gusta meterse en un cajón de ropa o refregarse entre tus piernas.
—Ya sé, te contó que en la Antigüedad eran animales sagrados —lo interrumpí un poco irritado—. Que pueden ver espíritus o fantasmas.
—Pueden ver lo que nosotros no vemos —dijo Charly.
Nos habíamos terminado la botella de Malbec. Podríamos haber pedido otra. Pero no tuve ánimo para reiniciar la cacería del mozo.
—Era un poco disparatado —dijo él—. Pero hablábamos bastante del futuro gato. Le buscábamos nombres, por ejemplo Ámbar, Mus, Catón. Hasta que pasamos del gato virtual a un gato real. Ahí cometí el error: cuando encontré uno. Un cachorro gris y desvalido que estaba como esperándome en la escalinata de Tribunales.
Charly se calló. Me pareció que se le enturbiaban los ojos.
—¿Pedimos café? —dije para ganar tiempo.
Hizo que sí con la cabeza.
—No puedo entenderlo. Con la llegada del gato todo se desbarrancó. Y el gato era buenísimo, tranquilo, comía bien, no ensuciaba, no se hacía las uñas en el sofá. Pero Rita no se entendía con él. Desde el primer día se reveló entre los dos alguna incompatibilidad secreta. Este gato tiene un ojo desviado, decía. Los bigotes sin brillo. Al final se le había metido en la cabeza que el gato la espiaba. ¿Te das cuenta qué locura? Y cuanto menos lo quería a él, más se alejaba de mí. Yo y Lilo —así lo llamamos al gato— caímos en desgracia, pasamos a ser una carga. Fue un cambio inexplicable.
—Eran más felices con el gato virtual —dije por decir algo.
Charly me miró resentido.
—Mejor te ahorro la agonía —dijo—, ya sabés cómo es.
Aunque conocía la respuesta, se lo pregunté:
—¿Y el gato?
—Me lo quedé yo. Aunque a veces me pregunto si no debería echarlo de mi vida, como hizo ella conmigo, abandonarlo en el Botánico.
Por Rita no le pregunté, no pude. Sabía lo que había pasado. No porque fuera suspicaz: con sus sobrefaldas y su útero bicorne y sus repuestos para todo, cualquiera, menos Charly, podía suponer que tenía otro hombre. Siempre los tenía. Nos quedamos los dos en silencio, los dos moviendo tontamente algo sobre la mesa, una cucharita, una servilleta. El chico tardó una eternidad en traer la cuenta. Es probable que durante esos minutos, elásticos como los de un sueño, los dos estuviéramos recordando a Rita, su atisbo de sonrisa, sus pestañas rojizas, su olor a bosque cuando hacíamos el amor.





Cubanitos con dulce de leche


            LAS buenas noticias también llegan por teléfono, ya sé. Las banalidades de todos los días. Pero “comprá un kilo de pescado” o “se murió tu madre”, al robot idiota le da igual. ¿Que qué esperaba? ¿Los acordes iniciales de la marcha fúnebre? Podría ser. Sentémonos aquí y te cuento. Mirá quiénes están enfrente: el borracho lituano y su novia gorda. Toman sol como cualquiera. Como cualquiera no, tenés razón. ¿Qué hacen? Parece que ella le busca algo en el bolsillo. No. Más abajo del bolsillo busca. Ahora encuentra. Y él la deja hacer, como si nada. ¿Cambiamos de banco? Vale, no miremos y ya está. Fijate en los que pasan. Qué perfecta hipocresía, los guiris. No es exhibicionismo, de acuerdo, ese banco es la casa de ellos, al fin y al cabo. Una de las casas. Banco en el Paseo Marítimo frente al Mediterráneo. Ahora él se fuma un cigarrito. Brisa suave, sol acariciador, sexo acariciado. La famosa calidad de vida de la Costa del Sol llega hasta los más humildes. Lo que acabamos de ver me lleva de cabeza a los cubanitos con dulce de leche. Todo tiene que ver con todo, como dice un refrán porteño: sexo, muerte, cubanitos. Fui a Buenos Aires porque soy la única hija y a ella tenían que hacerle un cateterismo. Sin embargo, el tema dominante no fue la insuficiencia arterial, el infarto probable, el paro cardiorrespiratorio, la muerte, no, eso se daba por hecho, eso era inminente. El tema principal fueron los cubanitos con dulce de leche; en segundo lugar, Lidia, la chica con cara de ternero degollado que iba a su casa a limpiar, y, por último, el milagro del crucifijo, la muerte burlada. Y eso que no te cuento lo de la plaqueta que llevé en el pecho de acá para allá, días y días. Una joya familiar para vender y pagar los probables baipás, cambiar brillantes por tubitos para las arterias. Son demasiadas cosas, así que voy a ir por orden.
Apenas deshice la valija, me dijo que en Buenos Aires habían desaparecido los cubanitos con dulce de leche. Que ella se iba a morir, dijo, sin volver a probarlos. No le creí. Yo me fui hace dos años, en dos años las cosas no pueden cambiar tanto. Que desaparecieran los dólares, los ahorros de la gente (y antes la gente, pero otra gente, silenciosamente, sin cacerolazos ni asambleas populares), sí, pero ¿los cubanitos? Era como si desapareciera mi viejo Colegio Nacional o la plaza Rodríguez Peña, era inaceptable. No hay, chica, no hay, repetía ella irritada. Y cuando Lidia que limpiaba los vidrios se acercó y dijo con timidez que en Isidro Casanova donde ella vivía sí que había, la fulminó con la mirada. Qué va a haber, dijo. Y que mejor se subiera al banquito para limpiar la banderola. Al día siguiente salí a la calle con un ojo en el cielo límpido de la patria, en los paraísos y los jacarandás, en la cara de malhumor de los porteros, en el estilo ganador —o derrotado— de nuestros varones, en los canillitas, el colectivo sesenta, las veredas rotas y los chicos que pedían, esas cosas que te hacen saber que estás allá y no acá, y otro, otro ojo atento a cuanta confitería apareciera a mi paso. Tenía la convicción de desbaratar en una mañana la tesis de ella, de volver blandiendo el cubanito en su cara para que viera.
¿Me estás escuchando? Ah, ellos. ¿Otra vez van a empezar? No, ella se levanta y se va un poco más lejos, a otro banco, a mirar el mar. ¿Será muy distinto lo que le pasa a ella de lo que nos pasa a vos o a mí? Ese vacío que provoca mirar el mar, inevitable y gradual, como si entrara en tu pensamiento y lo disolviera todo.
Pero nada de eso. Quiero decir, nada de los cubanitos. Ni rastros. ¿Y? ¿Qué te dije?, dijo ella triunfal, cerraron la fábrica y no me lo discutas más.
A la noche cuando salí con mis amigos y les comenté, todos estuvieron de acuerdo. No podían haberse extinguido. Había que ir a buscarlos a las estaciones de trenes, a la salida de la cancha o del Zoológico, donde también están los pochocleros y las manzanitas acarameladas, cómo iban a desaparecer si hasta el afilador y el vendedor de plumeros seguían existiendo en Buenos Aires. Incluso ahora, con la pobreza, había vuelto la tracción a sangre, yo misma lo vi en Almagro, un día en que fui a la editorial, un carro tirado con caballos pero con ruedas de camión, artes de cartonero. Terminamos en un recuento de viejos proveedores, sodero, hielero, pavero y Pepe hizo su numerito de siempre cantó si su piloto no es Aguamar, no es un piloto le puedo asegurar. Esos temas recurrentes de nuestra edad, todos ávidos por retomar el hilo de la memoria. No te impacientes. Sí, es como vos decís, todavía caigo en sus trampas, más de cincuenta años y me embarco en esa ridiculez de rastrear cubanitos. Pero en algo ella tenía razón, mejor hablar de cubanitos que de enfermedades, además estaba en Buenos Aires de paso, podía perder el tiempo como cualquier turista. Así que me pasé días entrando a las confiterías, atisbando las esquinas y las salidas de los colegios para ver si descubría a algún cubanitero. Recordé el pregón célebre del vendedor de Caballito: Cómo gusta cómo excita con el dulce en la puntita. Y, sin embargo, alfajorcitos de maicena sí, pañuelos de dulce de leche, inefables tortitas negras y panes de leche también, pero los cubanitos o habían regresado a Cuba o habían quedado sepultados en el pasado como el gofio, las torrijas, los caramelos Ophyr de envase art déco y tantas otras cosas. Un dato más para confirmar que éstos eran otros tiempos, que la ciudad había sido ocupada por un ejército de gente joven: los dependientes de las tiendas, los empleados de banco, los ejecutivos, los mozos, todos tenían entre veinte y treinta años. Pelo gris se veía poco. O estaban en las cimas del poder o estaban retirados, como los cubanitos. Los taxis eran la excepción, ahí te podías topar cada tanto con algún coetáneo, incluso con ancianos a los que todos tratan de evitar, su catramina, su lentitud sideral.
¿Y? ¿Encontró?, me preguntaba Lidia cada vez que me veía. Ella estaba decididamente de mi lado, del lado de los creyentes. Tomaba tres colectivos para llegar a trabajar a lo de mi madre unas pocas horas. Lidia conocía bien la fauna de los vendedores ambulantes. ¿Los barquillos? Claro, son parecidos, es la misma masa. Te acordás el ruido que hacían, crac, crac, crac. Cuando estaban húmedos no, eran como un chicle. Bueno, así pasó la primera semana. Después vino la pelea por Lidia. No quiero una mujer extraña metida en casa. Chez moi, decía, porque me hablaba en francés para que Lidia no entendiera. Avec ses yeux de chien, decía. Yo le dije que no era una extraña, que era una buena chica, llena de voluntad y de paciencia. Que después de los ochenta y en su estado era peligroso estar sola, que necesitaba una chica joven y fuerte que la asistiera. No quiero que nadie me cuide, dijo, y menos esa villera. Eso me lo dijo en castellano porque vaya a saber cómo se dice “villera” en francés. No quería que tocara sus cosas, ni escuchar su tos, decía que le tenía terror a la aspiradora, que debía ser la primera vez en su vida que veía una, que limpiaba la biblioteca y dejaba los libros del revés, que le llevaba la taza de té con un plato que no era del mismo juego, que no aguantaba ese olor pestilente de la lavandina en toda la casa. Sobre todo, que no quería que fuera Lidia la que la encontrara muerta. Al final aceptó que fuera dos veces por semana, total, dijo, no va a venir más que una. Siempre les pasa algo en la villa, que la inundación, que la prima, que el hospital, nunca podés contar con esa gente. Decile dos y va a venir cuando se le cante. Así que suprimimos la lavandina y Lidia empezó a venir menos. En lenguaje mudo yo le pedía que le tuviera paciencia, le agradecía que siguiera yendo, es una persona mayor decía ella, como si eso lo perdonara todo. Una de esas mañanas Lidia se me acercó y me dio un paquetito. Algo empezó a explicarme, pero entre la vergüenza y la tos no conseguí entenderle nada. Eran dos cubanitos con dulce de leche. Yo los dejé sin decir una palabra en la mesa de luz de mi madre. Cuando los descubrió, se puso a inspeccionar cada cilindro envuelto en papel celofán como si fuera un insecto rarísimo. ¿Te imaginás cómo los habrán hecho, no? Una asquerosidad, dijo, como si lo estuviera viendo. Algún gordo en camiseta con un tacho de dulce lleno de moscas soplando por una punta para que el dulce llegue hasta la otra punta. Yo ya estaba harta. Había dejado todo aquí, en España, marido, hijos, trabajo, porque ella se podía morir. Le iban a hacer un análisis peligroso. Tenían que meterle desde la ingle al corazón un tubito y después también a ella soplarle por allí un líquido blanco, rellenarle las arterias de punta a punta, para poder mirar después en su interior.
Unos pocos días antes del análisis, sucedió el segundo episodio relevante de mi estadía: el del Cristo volador.
¿Se fue la pareja feliz? Sí, allí van. Se encontraron con el resto de la banda. Son todos del Este, los nuevos pobres de Europa. Pero nunca se meten con uno, siempre saludan. A mí, al menos, me saludan, reconocimiento entre emigrantes, debe ser.
Bueno, sigo. El crucifijo es de madera oscura y tiene un Cristo de bronce que siempre estuvo bien amarrado a su cruz, nunca había resucitado, no al menos hasta esa mañana en que amaneció desclavado, boca arriba, a los pies de la cama de mi madre. Un milagro, dedujo ella. Cómo pudo, si no, haber volado hasta ahí, desde la pared lateral donde estaba colgando hasta los pies de la cama. Por lógica tendría que haber caído en forma vertical y directa al piso. En cambio, así, era evidente que había hecho una especie de elipse, una curva intencional. Yo me acordé de que Lidia había limpiado la pared el día anterior. Seguramente descolgó el Cristo, dije, y se olvidó de volver a colgarlo. Que podía ser, dijo a regañadientes, pero como no estaba convencida hubo que llamar por teléfono a Lidia, tomarle examen, qué idea peregrina esa de descolgar los cuadros, le dijo. Lidia juró y perjuró que ella los había colgado otra vez, sobre todo el crucifijo, que no podía equivocarse porque le había rezado, le había hecho una promesa, y después le había besado la frente y los pies varias veces, para que se la cumpliera. ¿Ves?, dijo mi madre cuando cortó, es un milagro. ¿Vos no estudiaste la ley de gravedad, chica? ¿El nombre de Newton no te dice nada? Entonces sacó un centímetro del costurero y empezó a tomar medidas, desde los pies de la cama hasta la pared lateral, desde el clavo del crucifijo al piso, medidas horizontales y verticales de la posible parábola, y anotó las cifras en un cuaderno. También dibujó un plano del cuarto, de las posiciones de todos los objetos implicados: la cama, la ventana, la pared, el Cristo, los cuadros paganos que lo rodeaban, etcétera. Y se fue con el cuaderno a ver al cura del Patrocinio de San José. Ahora decime, si era un milagro, ¿cómo había que interpretarlo? ¿Significaba “no temas, yo te protejo”, o “te veo dentro de poco en el cielo”? Eso no lo sabía, pero lo que era seguro era que Dios había tomado cartas en el asunto. Ella, que en su vida fue creyente. El cura se la sacó de encima con excusas. Se lavó las manos como Pilatos, dijo mi madre, un gallego bruto. Lidia, que estaba esa mañana, asintió. Es un mensaje, dijo en voz bajísima. Por primera vez ella la miró con interés. Es algo que él nos quiere dar a entender, dijo Lidia.
Por fin llegó el día de los análisis y todo resultó mejor de lo esperado, la inminencia de muerte se desvaneció y el descenso del Cristo sobre su cama quedó aclarado de forma favorable. Con la plata ahorrada de la eventual operación, mi madre decidió pintar el living. Hubo que desmontar la biblioteca. Yo estornudando y Lidia tosiendo, hicimos cajas y cajas de libros y adornos. La Enciclopedia Larousse hubo que meterla en la parte más alta del placard. Eran cajas demasiado pesadas. Que las subiera Lidia, dijo mi madre, que para eso era joven y fuerte. Allí, entre los libros polvorientos que metimos en el cuartito del fondo, entre susurros, Lidia y yo hicimos nuestro último acuerdo. Me juró que la iba a cuidar, que yo volviera tranquila a España, que ella entendía ese carácter tan “especial” de mi madre. Que en cuanto apareciera el menor síntoma, con las tarjetas que yo le había dejado, me iba a llamar para avisarme. Le di un beso y un abrazo. Y le dije que se cuidara de esa tos. Una santa Lidia. No, si no lloro. No quiero llorar más.
Lo de la plaqueta te lo cuento otro día. ¿No sabés qué es? Una especie de prendedor chato, con brillantes: se usaban en la época de nuestras abuelas. Al final me dieron mil doscientos dólares. Como te dije, no hubo que gastarlos, sólo una parte en la pintura. Así que hoy, después de que me enteré, intenté convencerla de que pagara el entierro y la lápida, como pedía la familia. Me dijo que ella tenía que pensar en su propio entierro. Que no era por egoísmo, que ella también estaba muy impresionada por la noticia. Tanto que hasta se había comido aquellos cubanitos verdes y gomosos. En memoria de Lidia. Así que no pensaba pagar el entierro, pero que la lápida sí, se la iba a pagar siempre y cuando fuera una lápida discreta.
¿Aquella tos? No sabemos. Dijeron poco y nada. O sida, o pobreza, o todo eso junto.
En todo caso, algo que el milagro del Cristo no pudo resolver.
Mirá los lituanos, bajaron a la playa. Mirá como caminan por la orilla, no parecen borrachos no, todos en hilera, como gaviotas.





Carne de exportación*


            A Rolando Daniel Epstein y AlbertoTeszkiewicz

Lomo, ojo de bife, vacío, chuletones, unos cincuenta kilos de carne de primera repartidos en Coral Gables. Cortes seleccionados para que los coman casi crudos y bañados en salsa barbecue, como les gusta a ellos. Daniel gira por Collins Street y siente un pinchazo de bronca. Creen que saben preparar la carne mejor que los argentinos, con sus parrillas de juguete llenas de manivelas, en sus jardines sin hormigas y sin olor. “De eso estás viviendo”, le dice siempre Vera, así que mejor se calla. Pero no puede impedir que le lleguen, desde tantos veranos y tantos lugares de la infancia, el olor y el sonido de las ramitas que crepitan, la felicidad de juntarlas en el pasto húmedo; si entrecierra los ojos, hasta puede ver la fina columna de humo que se levanta de la pila que han armado con sus primos. Para eso es necesario un jardín generoso, un jardín con algo de bosque, no esos canteros presuntuosos, esos céspedes cortados al rape, como si fuera la cabeza de un marine. Se merecen su charcoal, piensa, y otra vez recuerda el sentido común de Vera. “Hay que adaptarse, dejar atrás las nostalgias inútiles.” Como prueba de su capacidad de adaptación, ella le ha regalado ese pantalón, el que lleva puesto, un pantalón de carpintero americano con por lo menos diez bolsillos de distintos tamaños donde nunca sabrá qué guardar. Es raro que Vera todavía no haya dado señales de vida, no le haya mandado aunque sea un mensaje, en función de esa amorosa preocupación con que suele agobiarlo. Daniel se remueve en el asiento, sabe que tiene que tomar una decisión. Debería irse a vivir con ella. O dejarla: jugarse por ese sueño inconfesable en el que todavía espera a una mujer extraordinaria. ¿De dónde le vendría a él esa idea? A los cuarenta años y con poca plata, casi pelado, ¿sigue esperando a la princesa de Kapurthala? La princesa de Kapurthala le iba a llegar marchita y en harapos. Daniel saca de la guantera su libreta de pedidos y la apoya sobre el tablero. Mientras espera el cambio de luces confirma que ya pasó por La Estancia y Chikito Way, levantó el pedido de Johnny Meat y Che chorizo. Sólo le falta El Danzón, el minimarket de Mariel y Omar. Le caen simpáticos los cubanos, algunos cubanos, pero ponerle El Danzón a un minimarket, qué idea, como el tipo que le puso Socorro Ramírez a una heladería en honor a su mujer, una mulata tremenda que sólo despierta ideas obscenas: cuerpo de chocolate, baños de crema de maní, siropes tibio y, cada tanto, una frutita abrillantada... Empieza a imaginar algunos dulzores sutiles cuando lo detiene el semáforo de la avenida. Daniel saca la cabeza por la ventanilla y se mira de refilón en el espejo retrovisor. Se sobresalta. Cada vez que su imagen aparece de improviso, le pasa lo mismo. ¿Quién es ese hombre con poco pelo, con bolsas bajo los ojos? Mirándolo bien, un hombre cada vez más parecido a su padre. También su padre, llegado el caso, hubiera sido capaz de ponerle Esther Sidelnik a una heladería. Sin embargo, a los cubanos de Miami, por más que desafiaran las leyes elementales del marketing, les iba bien. ¿Y a los argentinos? Los argentinos casi siempre en la montaña rusa, como él. Una crisis lo emboca y lo deja en la lona, otra impensadamente lo levanta y le deja algunos dólares en el bolsillo. Lo suficiente como para emprender una vez más la aventura. Ahora Miami, con la empresita de carnes argentinas, en realidad uruguayas, transitoriamente uruguayas hasta que se termine el rebrote de aftosa, que va a ser muy pronto, cuestión de días según sus contactos en la Argentina, rebrote que se declaró justo cuando él y su socio arrancaban con el proyecto. No termina de saber qué pensar de él, si es un desdichado perseguido por la mala suerte, un butz o un tipo que a la larga va a sorprender a todos, empezando por él mismo. Cada vez que piensa en esto, recuerda la cara de su bobe. Cómo lo miraba cuando era chico, con una expresión de esas que en las novelas policiales llaman “indescifrables”.
Daniel entra por Camino Way y aminora la velocidad hasta llegar a la entrada de El Danzón. El aparcamiento está casi vacío. Avanza hasta el tinglado del fondo, donde algunos pocos autos se protegen del sol feroz de la mañana, y en una sola y suave maniobra estaciona. Uno de los placeres de vivir en Miami es la Savannah Diesel que compraron con su socio, un modelo inteligente, pequeños zumbidos y ronroneos que te confirman a cada instante que allí las cosas funcionan.
Daniel baja, se despereza y después va hacia la parte trasera. Abre la cámara refrigerada, entra de un salto y camina hasta donde se apilan las cajas para Omar. Otra cosa de la que está contento es de los envases que diseñaron, la etiqueta ovalada y la ilustración elegante de una estancia argentina. Nadie podía dudar de que era un gourmet cuando se llevaba un paquete de Southamerican Beef, un pedazo de mítica pampa argentina. Aquellas carnicerías de pueblo, recordó. Con el mármol siempre manchado de sangre y moscas revoloteando alrededor. Cómo había cambiado, cómo se había sofisticado —y pervertido— el mercado, piensa, cuando de pronto escucha un clac y se queda en la oscuridad. Clac hace también su corazón, por más que sabe que no hay más que ir hasta la puerta que se ha cerrado a traición, buscar a tientas la palanca interna, porque todo está pensado, contemplado, previsto, sobre todo que un pobre sudamericano deje la puerta entreabierta sin tener en cuenta el probable declive, el peso de la misma, la predilección de las cosas por volver a su posición o estado normal, porque nadie quiere cambiar: todo, seres y cosas quieren seguir siendo lo que eran y estando en donde estaban. En el caso de la puerta, eso significa: cerrada. Pero no es la puerta quien decide, piensa Daniel, es el hombre, el ingeniero que ha diseñado esa camioneta, y se desliza con las manos contra las paredes frías de la cámara hacia la puerta, donde ve, a la altura de su cabeza, la lucecita roja del termostato, un resplandor que gana fuerza de a poco, a medida que sus ojos se acostumbran a la nueva situación: dos grados centígrados para que las carnes —también la suya sumada ahora a las del bovino rioplatense— se mantengan frías en su centro, piensa, mientras un estremecimiento le recorre el espinazo. Su mano encuentra la palanca, la gira hacia abajo y, en cuanto lo hace, sabe que está perdido: la palanca se mueve flojamente, como si fuera de juguete: ningún mecanismo responde a su mando. Repite el movimiento, la sacude, tira hacia delante y hacia atrás, se resiste a aceptar lo que es evidente, la palanca está rota. Se palpa el cuerpo, ¿qué espera encontrar?, ¿un martillo, una tenaza? Está casi desnudo con su musculosa y el pantalón de los bolsillos inútiles, liso como un pez. Además, recapacita, mientras vuelve a sacudir la manija, no es que se haya soltado o aflojado alguna pieza que él pueda ajustar, es algo que va por dentro, algo inaccesible. Daniel se desliza hasta el suelo y se agarra la cabeza. “Anda como un Mercedes”, le había dicho el dueño anterior, un tipo que distribuía pescado, pero minga de que la manija interior estuviera fallada. Daniel lo maldice, yanqui estafador, hijo de mil putas, recuerda sus cachetes rosados y saludables, su cuello de toro, jura que si vuelve a encontrarlo lo estrangula. En un instante pasa de la furia a la impotencia. Pero se levanta al fin, no hay que desesperar, hay que mantener la calma, pensar en el después, cuando esto sea una anécdota divertida, dentro de unos días. Porque va a salir de allí muy pronto, aunque por ahora sólo pasen por su cabeza las posibilidades más macabras. Sabe que el teléfono móvil está adelante, sobre el tablero, donde suele dejarlo, qué error, sólo queda patear la puerta, gritar, confiar en su buena suerte, esperar a que alguien de los dos o tres autos que ha visto estacionados en el parking pueda escucharlo. Se lanza contra la puerta y la golpea frenéticamente con los puños y con los pies. Lo importante es mantener la sangre fría, a dos grados. ¿Cuánto tardaría su carne en enfriarse hasta la hipotermia?, ¿cuánto se resiste en ese estado?, ¿cómo era la muerte por congelamiento? Tiene que administrar sus fuerzas, nada de golpear histéricamente: respirar hondo y patear cada cinco, tres, dos minutos, entre tanto, caminar en forma constante alrededor de la caja para mantener el calor. ¿Quién podría imaginar que le ha pasado algo? Nadie. ¿Cuándo empezaría alguien a preocuparse por su ausencia? Repasa el improbable contenido de ese “alguien” en Miami. No más de dos o tres personas. Mientras mantiene el ritmo de caminata y golpes en la puerta, hace las más locas especulaciones. La mente se le nubla un poco y las agujas del reloj lo confunden. La larga era para las horas, la corta para los minutos, segundero no tiene. Debe haber arremetido contra la puerta unas veinte veces. Se da un golpecito en la frente contra la pared como si eso fuera a acomodarle las ideas. ¿Habrá pasado media hora, una hora? De pronto ve a su tío abuelo Gregorio, el del daguerrotipo, levantando los hombros como si le pidiera perdón. Porque él es el culpable y lo sabe. El idiota de la familia, el que originó la saga de la que él puede resultar el último y triste eslabón. Una injuria del destino, venir a morir asfixiado después de haber escapado a los pogroms y a los campos de concentración. Recuerda los camiones de reparto de los frigoríficos porteños, tan espaciosos y aireados, aquella medias reses colgando de sus ganchos, ni siquiera va a morir, él, cuerpo a cuerpo con las vaquitas argentinas, “como abrazao a una res”, piensa y se ríe mientras le castañetean los dientes, sino congelado con una pila de paquetitos presumidos como cajas de bombones. Siente un hormigueo en el estómago, como si una araña le caminara por dentro. Atrapada, la araña, como él en el camión. Fenómenos de cajas chinas, piensa y vuelve a ver a Gregorio, al valeroso y tonto de Gregorio cruzando el Moldava con las monedas de toda la familia cosidas en el forro del sobretodo. Enseguida mostró la hilacha, Gregorio, en cuanto el barquero lo miró supo que era un pusilánime y ahí nomás, sin esperar siquiera a llegar a la mitad del río, le arrancó casi toda su fortuna, apenas le quedó, escondido debajo de una suela, un billete para la mitad del pasaje que lo traería a América. A Nueva York, lo traería. Toda la familia dependiendo de él, piensa Daniel. Si Gregorio hubiera desembarcado en Nueva York, otro gallo cantaría, él sería hoy un comerciante próspero, no tendría problemas de papeles, estaría en un yate en Miami tomando sol, no encerrado en esa caja refrigerada. En cambio le tocó Argentina. La dictadura militar, la tablita, las devaluaciones, el corralito. Sin contar con la adversidad cotidiana, las pequeñas estafas, lo que no hay, lo que no se puede, lo que no funciona. ¿Quién podía resistir semejante cóctel? No entendió, Gregorio, el peso de su responsabilidad. El tamaño de su estupidez, cosa que mirando bien el daguerrotipo saltaba a la vista, en esos hombros encogidos, esa barbita rala. Porque tuvo más de una oportunidad, Gregorio. Pudo haber bajado en un puerto brasilero. Pudo incluso haberse quedado en Montevideo. Serían pobres pero humildes, él no se habría envenenado con la soberbia argentina. Y eso que había estado dos días en Montevideo, donde el barco tenía que cargar y descargar mercadería. Contaban incluso que, caminando por una callecita del centro, Gregorio se había asomado a una ventana donde un sastre trabajaba. Der harbl is shlejt gueneit, le había dicho al ver el esfuerzo que hacía el hombre por coser una manga. El sastre uruguayo, que también era paisano, lo entendió y lo desafió: ya que le parecía mal cosida, si se creía tan bueno, que se sentara en su lugar y la pegara él. Gregorio lo hizo y, como había aprendido el oficio de su padre desde muy chico, hilvanó primero y después cosió la manga con puntadas finas y la dejó perfecta, el hombro calzado sin una sola arruga. Allí mismo el uruguayo le ofreció trabajo. Y Gregorio volvió a equivocarse cuando le dijo que no, de puro fatalista, porque su pasaje, que al principio creyó que era para Nueva York, era para Buenos Aires y él quería llegar hasta el extremo que le había señalado su suerte.
Y por esa suma de errores, que después se propagaron y multiplicaron en otros, él, Daniel Sidelnik, estaba ahora allí, como el último de los Buendía nacido con cola de chancho, cansado de patear contra una puerta cerrada. Odió a Gregorio y a su tía Ethel que habían arrastrado al resto de la familia, incluyendo a su abuelo Julio, y puesto así el ancla en la Argentina, odió a sus tíos David y José y a sus mediocres fábricas textiles y a sus hijos pretenciosos, sus primos mayores que habían adoptado con pasión el tango, el mate, el billar, el peronismo, y después las pastas italianas y la tarantela porque a su vez varios de sus hijos se habían mezclado con sangre italiana. Sintió la cara húmeda, serían lágrimas, las últimas tal vez de su vida. “No llorés”, vein nisht, le decía su bobe, y supo entonces con exactitud cómo lo miraba. Carne sacrificada, pensó, y estas dos palabras cayeron sobre él con peso bíblico. Entonces le pareció escuchar los primeros acordes de Eight days a week. Tardó en reconocerlos: era la llamada musical de su celular. ¿Pero cómo podía escucharlo desde allí, si su teléfono estaba adelante, en la cabina? El sonido cesó unos segundos y después, con la misma alegría inconsistente, volvió a arrancar. Provenía de algún lugar cercano, muy cercano. Parecía salir de su propio cuerpo. ¿La primera alucinación? Se palpó de arriba a abajo y entonces, temblando, descubrió, en uno de los diez bolsillos del pantalón ridículo, en el más bajo y estrecho, casi junto a la pantorrilla, algo increíble, milagroso: ¡su teléfono móvil! Tardó en sacarlo de allí y, cuando al fin lo hizo, pudo leer en la pantalla luminosa el mensaje enternecedor de Vera: “No te olvides que te quiero”. Pese al frío que ya le había dormido los pies, sintió un arrebato de calor y con un dedo entumecido pero que vagamente percibió divino, adánico, marcó el número de El Danzón. ¿Yeahh?, dijo la voz chillona de Mayito, la empleada. Daniel quiso hablar pero una mezcla de voz y sollozo le atravesó la garganta y la empleada, impaciente, cortó. Daniel volvió a marcar, y otra vez apareció la voz de Mayito, un poco entrecortada por la mala cobertura: ¡Diga! ¡Omar, Omar!, gritó Daniel. ¿Dónde tás chico? Atrás, llámalo a Omar. ¿Que Omar te llame para atrás? ¿Call back? ¡No!, yo atrás, yo para atrás, en el garage, ¿o debía decir parking, aparcadero, palenque? ¿Qué tú dices, chico? ¡Que la concha de tu madre!, que lo llamés a Omar, perra, aulló Daniel. Concha viene nomás los sábados... pééérate que te pongo a Omar, dijo Mayito tratando de calmarlo.
El silencio redobló su pavor. A ver si esta esperanza fallida era el último de los tormentos. Pero un instante después apareció la voz redonda y alegre de Omar. ¿Daniel, eres tú? ¡Sí, Omar, sí!, estoy atrás... ¿Atrasado? ¡No!, atrás, atrás de tu negocio, de tu mercadito, tu “marketa”, aquí en la camioneta, la Van, la “troca”, estoy encerrado, ENCERRADO, bendijo al fin la palabra, igual en Cuba que en la Argentina que en España que en el resto del mundo donde los españoles habían desembarcado y depositado su precioso idioma.
Se quedó sin aliento, derrumbado, hasta que al fin la puerta de la camioneta se abrió. El relumbrón de la luz lo encegueció primero, después, poco a poco, vio aparecer la cara sonriente de Omar, y la de Mayito asomada detrás. Y más atrás todavía imaginó a Vera que lo abrazaría por la noche, y a su bobe que lo recriminaba: a ver cuándo te dejás de dar vueltas, Daniel, cuándo encontrás una buena chica de la colectividad y te casás. Sí, tenía razón su bobe, debería casarse con Vera. Pero todavía necesitaba recuperar el aire, entrar en calor, pensarlo un poco más. Tal vez, pensó, hasta debería volver a la Argentina. Y entonces, detrás de su bobe, le pareció ver otra vez a Gregorio, con sus hombritos mezquinos y su barba rala, que le guiñaba un ojo y se desvanecía después.
* Cuento ganador del premio Hucha de Oro, otorgado por FUNCAS (España) en 2007.
II. Mármara

Mármara


            A Estela

La primera vez que fui a El Escorial era bien entrado el otoño. Debería describir el paisaje. El trabajo paciente del otoño sobre los verdes: la diversidad de rojos y marrones y dorados de las hojas; los árboles desguarnecidos pero altos, principescos; la limpidez del aire con esa calidad misteriosa de apagar los sonidos.
No es por pereza que no lo haga. Sino que en aquel viaje, lo importante para mí fue el encuentro con Mara.
Yo vivía en aquella época en una ciudad costera y desabrida del sur de España. Parte de mi familia y todos mis amigos habían quedado lejos. Pablo, mi marido, trabajaba todo el día, mi hija estudiaba en otra ciudad y yo estaba un poco a la deriva, saltando de trabajo en trabajo ocasional, como habiendo perdido mi lugar entre las cosas.
De manera que Mara, a quien había conocido cuando éramos jóvenes y con quien habíamos compartido la adolescencia, se me presentaba como una posibilidad de amistad preciosa en España.
Después de intercambiar los primeros mails, ella fue quien tomó la iniciativa.
—Hola, Reina —me dijo una mañana—, no puede ser que estés en España y todavía no hayas venido a visitarme.
Le dije que lo pensaría, que tal vez más adelante, que tenía poco dinero...
Y entonces Mara me dio el primer consejo.
—Siempre es mejor ahora, Reina, el tiempo es muy guarro, así que vente ya mismo. Cogés el autobús y por quince euros atravesás Castilla como el Quijote, hasta Madrid.
Aunque usaba un léxico muy español, alternaba el tú con el vos y no había perdido el acento porteño ni el tono zumbón que yo le había conocido y que revelaba, como la punta de un iceberg, todo su humor. No sé si fue por lo de “Reina”, un modismo que arrastraba del interior —y que producía un instante de ilusión—, por lo de los quince euros o por la determinación que emanaba de su voz, pero en pocos minutos me encontré sin excusas, desarmada, y prometiéndole una visita cuanto antes.
Casi no la reconocí en la estación de autobuses adonde me fue a buscar. Hacía más de veinte años que no la veía, pero no fue sólo por el desgaste natural del tiempo, sino porque yo había conocido a una Mara distinta, morocha, flaca y alta, y la que veía ahora era una rubia de altura mediana y más bien robusta. Era otra Mara.
—Tú estas igual —me dijo, y pensé que, en algún sentido, no mentía. Aunque también a mí me había pasado el tiempo, podría decirse que los años se me habían acumulado respetando un orden o una organización previa.
Nos dimos un abrazo emocionado y largo, como si en su transcurso fuéramos repasando todos los sobreentendidos de nuestra generación y nuestro grupo, desde las frivolidades de la Galería del Este hasta el obligado pasaje por el terror.
—Éste es Silver —me presentó cuando llegamos al estacionamiento—. Va a ser difícil que encuentres en España otro coche tan mayor como él. Y tan fiel.
Era un Citroën plateado que la acompañaba desde hacía diez años y que Mara se resistía a cambiar.
—Yo envejecí mucho más que él, por eso no me reconociste.
—Es que estás casi rubia —dije a modo de disculpa, mientras acomodábamos mi valijita en el baúl, lleno de planos enrollados y de bolsas de supermercado.
—Está todo calculado —dijo Mara.
La estrategia consistía en ir haciéndose claritos a medida que encanecía, de manera que en un año más iba a transformarse en una rubia completa.
—No veas lo que eso significa para una morocha chaqueña como yo —dijo, y lanzó una de esas risas entrecortadas parecida a la onomatopeya “hi, hi, hi”, un poco incongruentes con su cuerpo y su estilo, y tal vez por eso tan contagiosa.
La altura que yo recordaba no era real —sólo medía 1,68—, sino más bien efecto de lo espigada que había sido, de lo largos que tenía los brazos y las piernas, de aquel pelo ultra lacio que sólo se alcanzaba con la toca y de una convicción que ella cultivaba. “Yo quería ser alta y lo fui”, dijo con orgullo. Su contundencia era también una decisión filosófica. Detestaba las dietas, esa idea de “mantener la silueta” le parecía abominable, ella prefería “entretenerla”, dijo, y se entregaba con un regocijo infantil a darse todos los gustos. Por el mismo motivo, seguía fumando desaprensivamente (iba dejando un rastro de cenizas por donde pasaba) cuando en nuestra generación casi todos habían dejado de hacerlo.
Mara tenía una voluntad tenaz, como me fui dando cuenta después, y mantenía con la realidad un enfrentamiento amistoso, como de buen deportista. Debía —y muchas veces podía— resistir y torcer los movimientos supuestamente inexorables de los acontecimientos.
En aquel primer encuentro, y a la media hora de subirnos en su auto rumbo al Escorial, descubrí que me faltaba la billetera. Cuando uno viaja, se vuelve un ser más vulnerable. Me dolió la evidencia de que me habían elegido en cuanto bajé del autobús —una presa fácil— con esa cara desolada de quien teme que nadie lo vaya a recibir. Me habrían metido la mano en la cartera mientras trataba de descubrir entre la gente a Mara, o tal vez un minuto después, cuando nos vimos y nos abrazamos. Nuestras emociones eran el campo de trabajo de los chorros. Una zancadilla depravada. Por lo demás, un delito de rutina en las estaciones de trenes y autobuses de las grandes ciudades. Aquella era la Estación del Sur de Madrid, tan sórdida como muchas otras que conocí en España, uno de esos lugares de los que uno quiere irse lo más rápido posible. Porque el autobús es el medio de transporte más barato, el de los trayectos cortos y los horizontes domésticos. Poco y nada se respira allí de la alegría del viaje. Flota más bien un aire de desdicha y precariedad: cualquier estación de autobuses es el puerto natural para los rezagados, borrachos, vagabundos o chorros, como la basura que deja la marea en las orillas...
Nos habremos pasado una buena media hora lamentando el robo, recordando otros casos, diciendo las cosas previsibles e inútiles que se dicen cuando se nos revela ese otro mundo marginal y agazapado, un mundo al que no atendemos, concentrados como estamos en nuestros esfuerzos de hormiga. Y tal vez sea ese hecho, más que el despojo, lo que provoca la sensación de desamparo, de estar culo al viento, como diría un porteño. Tal vez uno sólo sea capaz de moverse en encuadres pequeños, artificiales, algunos más, otros menos, según la tolerancia o capacidad de cada cual. “Conozco todo el sur”, decía con orgullo una tía vieja que vivía en Olavarría. No se refería al Cono Sur, ni tampoco a la Patagonia, ni siquiera al sur de la provincia de Buenos Aires —a las localidades que se extienden más abajo del río Colorado—, sino sólo a las más cercanas a su pueblo, como Tres Arroyos, Coronel Dorrego o Bahía Blanca.
Así estábamos, digo, Mara y yo, consolándonos con el argumento de que no llevaba demasiado dinero en la billetera perdida, aunque tenía todas las tarjetas, cuando sonó mi móvil. Una voz joven preguntó por mi nombre. “Disculpe”, tanteó con prudencia, “¿pero a usted le falta algo?”. Una vez pasada esta prueba, declaró que ella había encontrado la billetera tirada en un baño de la Estación del Sur. Al abrirla, ya sin dinero, vio el documento de identidad de una argentina. Ella y su novio también eran argentinos, qué casualidad, de Mar del Plata, por eso llamaron enseguida al número que figuraba en la tarjeta. Se llamaban Teresita y Sergio Martínez. Vivían en las afueras de Madrid, en Móstoles, y trabajaban de camareros como cientos de argentinos en aquella época en España. Nos dieron una cita en un bar, en la esquina de su casa, para que fuéramos a buscarla.
Yo tenía vivo el recuerdo de la inseguridad de Buenos Aires, los secuestros exprés, los llamados engañosos desde las cárceles y todo tipo de historias y artimañas, así que el llamado me pareció inquietante, pero Mara no tuvo ni sombra de dudas.
—Estás en España, Reina, y aquí la gente es buena y honrada. Salvo los chorizos, los asesinos, los fachas —agregó después, atajando mi previsible protesta.
—Pero ellos son argentinos —dije.
—Marplatenses —corrigió Mara—. Y aquí, no sé si notaste, los argentinos mejoran un poco. Por la cercanía de la madre. La madre patria —me aclaró enseguida, advirtiendo que entre el viaje y el robo yo había quedado un poco entontecida.
El único peligro, me confesó, era perderse. Las carreteras la mareaban un poco pero al final siempre encontraba el camino.
En suma, había que ir a encontrarlos y recuperar la billetera. Entonces, pese a que ya habíamos recorridos unos treinta kilómetros hacia El Escorial, Mara dio la media vuelta silbando y retomamos la carretera hacia Madrid.
—¿Ves? —me dijo—, Silver nunca protesta, siempre está bien dispuesto. —Y le dio una palmadita en el tablero, como si fuera su caballo.
Cuando llegamos al punto de encuentro, identificamos enseguida a los argentinos. ¿La manera de vestir? ¿Una cierta precariedad? ¿Un tipo físico de una belleza media? ¿Por qué a la distancia y sin haber intercambiado una sola palabra se veía que eran argentinos? Los invitamos a una cerveza, charlamos un rato sobre la desventura de los papeles, el tema obligado, agradecimos la devolución de la billetera y nos despedimos. Mara, con su estilo expansivo, les dejó sus teléfonos y los invitó a visitarla cuando pasaran por El Escorial.
Durante todo el viaje de regreso fui acunando la billetera, sintiendo su dulce peso sobre mi falda. Es curioso por qué caminos inesperados uno puede llegar a sentirse dichoso, en este caso, al comprobar que sólo nos ha tocado una mínima porción de la catástrofe.
Después de ese incidente, el resto de mis días en El Escorial se deslizaron ingrávidos y placenteros, fuera del tiempo en algún sentido, como una tregua a todos los problemas que me planteaba por entonces mi vida en España. El departamento de Mara, donde había instalado también su estudio de arquitecta, era un dúplex amplio, un segundo y tercer piso que daba a las montañas. En el balcón, donde trabajaba un largo rato todas las mañanas, Mara tenía una serie de macetas, frascos y potecitos con todo tipo de plantas, muchas desconocidas para mí. ¿Por españolas o por montañesas?, preguntaba yo. Mara, que además de ser arquitecta casi se había recibido de ingeniera agrónoma, me dio largas explicaciones al respecto. Yo la escuchaba con atención, no tanto porque me interesara aquella sabiduría botánica, sino porque me gustaban las descripciones y aquel despliegue de palabras preciosas que uno llegaría a pronunciar muy pocas veces en la vida, como estambre y sépalos, o completamente desconocidas como acícula, estolón o corimbo. Por su parte, las plantitas, pequeñas y hasta minúsculas, alineadas sobre el alféizar del balcón, producían una especie de vértigo al enfrentarse al paisaje que se desplegaba por detrás, como si dijeran: “La belleza de esas montañas es también la de esta hojita, y la de este gajo, y sólo es posible porque este gajo y esta hojita están verdes y saludables”.
Adentro reinaba una mezcla de caos y orden que me parecía una condición privilegiada, caos de la vida múltiple que le insuflaba Mara y que ofrecía al visitante (en este caso, yo) todas las libertades para moverse a su aire. Las casas muy organizadas no admiten otros movimientos que los previstos, no quedan huecos por donde colar otras costumbres, otras maneras de hacer las cosas. Vivir en lo de Mara, en cambio, era fácil: usar los baños, prepararse las tostadas, colgar la ropa en un placard o tirarse en un sillón a leer el diario.
Aunque vivía con un hijo adolescente, Mara tenía costumbres de persona sola. Por ejemplo, no ponía la mesa para comer. Se preparaba una bandeja y comía en la sala frente a la tele. Le gustaba ver esos programas del corazón y de chimentos que hacen en España, con una pasión y una crueldad como no he visto iguales: le sacaban el cuero a tiras a quien fuera, igual que atormentaban al toro, lo azuzaban, le clavaban banderillas, le asestaban por fin la puntilla y después, no contentos con esto, le cortaban el rabo y las orejas.
—Para compensar —dijo Mara—, cada tanto me leo un ensayo bien morrocotudo.
Últimamente estaba interesada en el magnetismo y en ciertas creencias esotéricas.
Me mostró algunos de esos libros, no recuerdo los títulos, pero no se trataba de best sellers ligeros sino más bien de cruzas extrañas como psicomagia, magnetismo y religiones, física cuántica y humanismo. Cosas así.
Mara tampoco dormía en su cuarto. En principio porque, un año atrás, había decidido pintarlo y nunca le llegaba el momento de hacerlo. Al menos eso decía. Después entendí que lo de dormir en el salón iba más con ella, le daba un aire de transitoriedad a su estar allí que le gustaba, como si fuera una adolescente de visita en casa de una amiga. Tal vez fuera sobre todo una forma de engañar a la soledad, la ausencia de un hombre que la acompañara. De manera que la mesa del comedor, rodeada de espejos, funcionaba más bien como un tocador, siempre había un cepillo de pelo, limas para uñas, una cartera en uso... y su cuarto se había transformado en un cuarto de vestir. Sobre la cama se acumulaban perchas, ropa, bolsos. Era un desorden que no provocaba angustia, uno sentía que todos esos objetos estaban controlados y mantenían entre sí un acuerdo singular y secreto.
El cuarto que me tocó en suerte era el de los collares, un hobby de Mara. Yo estaba encantada de dormir allí entre las cajas que contenían cuentas de colores de distintos pesos y tamaños. También había percheritos donde se exhibían algunas piezas terminadas. Todas estaban armadas con piedras de bijouterie, pero con un diseño y una presencia que les daba un aire de piezas únicas y hasta un poco extravagantes. Era como estar en la cueva de Alí Babá. Me sentí retrotraída a la infancia, cuando dormía en el cuarto de mi tía Eugenia, que también se dedicaba a la confección de sombreros y bijouterie. Estar allí, en el corazón de ese impulso artesanal femenino, me producía una calma y un bienestar profundos.
Frente al espejo, Mara me hizo probar varios collares.
—Para ti, ésta es la altura —dictaminó— adonde tiene que llegar el collar. Y me apoyó el dedo en un punto preciso del esternón.
Lo decisivo de un collar, decía Mara, era el largo: si caía entre las clavículas, más arriba o más abajo, aquél sería el foco de atención y no, por ejemplo, las arrugas del cuello.
Después me aconsejó un corte de pelo.
—Una cara es un espacio —dijo—. No te podés cambiar la nariz de lugar, ni la boca. Pero el pelo sí, el pelo es la parte móvil, y hay que saber usarlo, como los collares.
Mara sabía muy bien qué quería de las cosas y cómo. Y a todo le imponía su singularidad.
¿Qué hicimos durante cinco días? Sólo turismo interior, pese a que habíamos planificado paseos aquí y allá. Tomamos helados, nos limamos las uñas, miramos fotos, hablamos de nuestras madres, maridos y hermanas, de las novelas que habíamos leído, dormimos siestas, nos paseamos por el pueblo, recogimos setas del bosque del Príncipe, todo esto sin que ella dejara de trabajar. Mara se había especializado en viviendas rurales; así, decía, se seguía sintiendo en el campo, igual que en el Chaco aunque aquello fuera Castilla. Tenía en aquel momento dos o tres casas en refacción, en localidades cercanas, y una parte del trabajo era visitar las obras cada mañana. Yo la acompañaba, callada y observadora, como un chico que admira los poderes de los adultos. En el caso de Mara, su destreza para manejarse en ese mundo rudo de la construcción. Tenía capacidad de mando. Se enfrentaba al capataz de la obra, al carpintero, al herrero, a los hombretones de los gremios con una fortaleza y unas decisiones que no admitían discusión. En una de las casas que visitamos se había caído parte de una pared debido a la decisión inconsulta de romper en cierto lugar para que el fontanero tendiera una cañería. La vi enfrentar furiosa a dos hombres, los vi a ellos agachar la cabeza y pedir disculpas, “disculpe arquitecta”, decían. Mara se fue indignada de la obra, no sin antes negociar con los responsables un plan detallado de reconstrucción. Su trabajo de arquitecta experimentada consistía, más que en diseñar, en enderezar entuertos, me dijo, como el Quijote. Cuando le hice notar que mencionaba mucho al Quijote, me explicó que desde que vivía en España era su libro de cabecera.
—Además de todo lo que me divierto —dijo—, es la mejor manera de entenderlos.
El último día en El Escorial conocí a Salvadora, la mucama colombiana y medio ciega que Mara tenía desde hacía muchos años y a la que conservaba por piedad. Salvadora hacía las cosas más o menos de memoria y Mara iba detrás corrigiendo sus errores, igual que con sus obreros. Toda la mañana estuvimos circulando en trencito por la casa. Ella iba detrás de Salvadora y yo detrás de Mara, registrando con curiosidad las costumbres diversas de las amas de casa. Por ejemplo, Mara no tenía trapo rejilla o estropajo, como lo llamaban los españoles, herramienta que a mi modo de ver es imprescindible.
—La esponja no seca como un trapo —decía yo.
—Es que detesto los estropajos, Reina, con semejante nombre.
Ella era partidaria de las esponjitas. Y como había leído que era el lugar de la casa donde se concentraba la mayor cantidad de bacterias, guardaba en la alacena muchas de repuesto y las cambiaba sin cesar. Otra decisión casera drástica consistía en tener sólo toallas blancas, con lo que siempre parecían impolutas. Ésa sí me pareció una idea que valía la pena adoptar. Otra, una astucia de arquitecta, eran los diez centímetros cruciales que se ganaban si uno elegía una cama de 1,90 de largo en lugar de una de 2 metros, decisión contraindicada sólo en caso de compartir la vida con alguien de más de 1,86 de altura.
Yo, que era por naturaleza vacilante y me sentía llevada y traída por el vendaval de las circunstancias, me quedaba admirada por estas pequeñeces. En todas leía la determinación con que algunas personas saben manejar sus vidas, elegir ciudades para vivir, gente para rodearse, proyectos para participar, casas, colores, muebles, ropa, estropajos o esponjitas.
Cuando Salvadora se fue, Mara se tiró en el sofá y decidió que aquél, como muchos de los días en que venía Salvadora, era un día perdido.
—¿Por casualidad, Reina, vos no jugás al Scrabble? —me preguntó inesperadamente.
A mí se me iluminaron los ojos porque yo había jugado mucho tiempo al Scrabble cuando era chica, con mi abuela y mi padre y mis tíos. Era uno de los recuerdos felices de mi infancia. Una oportunidad en que se suspendía todo conflicto o discusión pendientes, para comulgar en aquel regocijo que provocaba en todos la manipulación de las palabras. El ñú y el ox de las gallinas, la gaya ciencia y el gay saber, el holán y el brin circulaban como el pan y me dejaban incrédula y boquiabierta. ¿Qué era la cornucopia? ¿Y el brécol? ¿Y la babirusa? Siempre había a mano un viejo diccionario mamotrético, un Larousse de hojas otoñales y olor dulzón que pasaba como un tótem de mano en mano y donde se confirmaba la existencia de tales palabras. Por otra parte, la familia se tomaba unas libertades extremas y disparatadas como permitir todo tipo de enclíticos en cualquier verbo por lo que se aceptaban locuras como tendréselas o lloveréte, y para más datos se buscaba un ejemplo: un hombre podría mantener este diálogo con una planchadora: “¿Me tendrá las camisas planchadas a las siete? Sí, tendréselas”. Una divinidad responsable de lluvias y tormentas bien podía prometerle a su amada: “Lloveréte gotas dulcísimas para perfumar tu jardín”. Y así.
Entonces Mara, entusiasmada (ella misma había jugado durante años con un primo escritor y con unas primas lesbianas y cultísimas), empezó a revolver los roperos hasta encontrar su Scrabble. Era uno de los modelos antiguos, aquellos de tablero de cartón duro y fichas de madera. Nos preparamos una jarra de café y jugamos todo el resto de la tarde.
En las primeras partidas sobrellevamos esos arduos finales donde sólo se trata de ubicar unas miserables consonantes en los huecos que va dejando el tablero, pero en las últimas, por cansancio, aflojamos con el reglamento y las dábamos por liquidadas apenas se ponían pesadas.
—¿Ves? —dijo Mara—, mantener las buenas intenciones, en cualquier aspecto de la vida, es igual de difícil.
Ella había traído a su padre con Alzheimer de la Argentina y se había hecho el firme propósito de tenerlo en su casa y hacerle lo más felices posible esos últimos años de vida. Pero no pudo tolerarlo. A los pocos meses, lo internó en un geriátrico. “Un geriátrico español”, dijo Mara afligida. La torturaba la idea de que su padre no entendiera bien a los que lo rodeaban, que sumara a su caos mental ese otro idioma abrupto que puede resultar el español a un argentino.
Mientras jugábamos, hablábamos en voz baja. Repasábamos esos momentos determinantes, nudos alrededor de los que se teje la trama de una vida: la muerte del hermano, del que conservaba un zapatito de bebé como un amuleto en un estante de la biblioteca, una amenaza de cáncer a los treinta años, la entrada y la salida de la militancia, los grandes amores, su primer hijo, la decisión de venir a España, la muerte de la hermana y del padre... Empatábamos en hijos y en muertos. En el Scrabble, ella empezó ganándome, y de a poco empecé a llevarle la delantera.
Me fui del Escorial con una buena cantidad de gajos y consejos de Mara para conseguir trasplantarme a España.
Sin embargo, en cuanto abrí la puerta de mi casa, todo me pareció más desolado que nunca. Entre los pocos muebles dispersos que tenía, no había ningún lazo, ninguna armonía.
Cerraba los ojos y recordaba el salón de Mara: allí había un fondo común, un sedimento, como si todos los objetos correspondieran a un mismo sistema, a un universo autónomo y vivo. En mi salón estaban aislados uno del otro, discordantes, todo provenía del azar. Como la mesa formada por un tablón ancho y pesado (encontrado en una obra en la que había intervenido mi marido), una hermosa madera pero sostenida por dos caballetes cromados demasiado livianos (un préstamo de una amiga). Cada vez que uno apoyaba allí una taza o un libro sentía la vacilación del conjunto. Una mesa como una balsa. Un sofá que era un colchón. Un conjunto variopinto de tres sillas y un banquito. Una computadora llena de virus que alguien había desechado. Etcétera. Pero un balcón que daba al mar que era un balcón que daba al mar. Eso me consolaba.
Al día siguiente de mi regreso, Mara me llamó. Y desde entonces, lo hizo casi todos los días.
Eran conversaciones largas, entretenidas, en las que ella vencía mis reticencias. Siempre me resultó trabajoso sostener el entusiasmo, o la voluntad al menos, que requiere una conversación larga. A veces el mecanismo se atasca por completo y enmudezco, otras veces fluye como el agua, no sé de qué depende. Pero Mara era una persona que promovía la comunicación, encadenaba una idea con otra con espontaneidad y sin prejuicios. Creaba casi de la nada un oleaje que producía choques inesperados, como sucedía en la organización de su casa. Tal vez todo se tratara de que no tenía miedo, se lanzaba a las conversaciones igual que lo hacía por las carreteras, confiada en que el camino siempre la llevaría a algún lugar interesante.
“Qué pena no poder jugar al Scrabble”, nos lamentábamos. Estar en El Escorial, tomar el té junto al fuego, comer chocolate y jugar mientras afuera nevaba... eso era la felicidad, como en una lámina navideña de Norman Rockwell.
Empezamos a planificar un nuevo encuentro, pero las cosas se complicaron.
A mí me había llegado el encargo de traducir la tesis de un arquitecto francés —las reformas urbanísticas del Barón Haussmann y sus repercusiones sociales— que me mantenía atada a la computadora y sumergida en dilemas obsesivos, como la traducción precisa —o eliminación lisa y llana— de la partícula or que el autor prodigaba línea tras línea. A Mara, por su parte, le habían tocado por sorteo unos trabajos de perito en el Ayuntamiento que la alejaban de sus obras y la tenían sumergida en una maraña de papeles y de trámites.
—Verificación de planos, causas probables de un derrumbe, límites entre parcelas, un tedio, Reina, que ni veas. Así que mejor hablemos de amores. En episodios, como las telenovelas, así se lucen más.
Cualquiera sabe que después de los cincuenta años las posibilidades amorosas se van reduciendo, en cantidad y en materialidad. Por lo tanto eran amores más bien imaginarios, exiguos, como tal vez sean todos los amores. Y era preciso dosificarlos.
—Son amores más para ser hablados, o dibujados, que para ser vividos —sintetizó Mara.
En los últimos dos años ella había tenido dos historias, de las cuales una seguía vigente: la del Futurible. La anterior era la del hombre de las mesas, el Estratega.
El Futurible vivía en Buenos Aires, siempre a punto de separarse, y viajaba cada dos meses a España donde mantenía con ella un coqueteo verbal. El coqueteo, según iba yo entendiendo, estaba vinculado sobre todo al campo, hablaban de la soja, del maíz, de la cría y engorde de ganado, mientras se calibraban de reojo.
Mara era la hija de un chacarero de mediana importancia. De allí probablemente su capacidad de mando. Desde muy chica —sólo tendría cinco o seis años— todas las mañanas, como una princesa, ella le decía a un peón: “¡Eustaquio, el petiso!”. Y Eustaquio le traía ensillado el petiso, el petiso de la niña, para que ella diera su paseo desde la casa hasta la tranquera de entrada del campo. Uno de los motivos por los que me sentía tan bien con ella era ése. Ella mandaba y yo la dejaba hacer. Me gustaba plegarme a su fortaleza. Como en el cuarto de los collares, me dejaba flotar en una suerte de infancia, en una entrega confiada y placentera...
El Futurible era un hombre más que maduro, alto y agradable, con unos ojos verdes un poco empañados que le daban un aspecto de alma sensible, aunque Mara temía que aquello fuera casual, un mero efecto de la edad, el avance de una catarata. Pero uno de sus atractivos más ciertos era que tenía campo en la Argentina. Ella podía soñar así con un regreso al país, y a la infancia. Después de la violencia y el exilio, de años de sacrificios y de trabajo, podría volver a esa zona muelle del pasado. En lugar de un padre chacarero, tendría un marido estanciero, y terminaría la última etapa de su vida como la primera, en la quietud de la llanura, sin más sobresalto que el paso de las estaciones. El Futurible la veía cada vez que visitaba España, a través de amigos comunes; sus avances eran exiguos, pero de todas maneras avances que Mara medía con avaricia. En el último viaje, en lugar de los almuerzos y charlas casuales en casa de amigos, el Futurible la había invitado a cenar y le había confesado sus desavenencias conyugales. Ése había sido un gran paso. Aunque a ciertas alturas no se puede perder demasiado tiempo, ella había decidido tener paciencia. Era un hombre un poco rudo, de esos que manejan verdades de a puño, para quienes las mujeres tienen ese aura de incomprensibles, de animal esquivo, como si las mujeres y los hombres no fueran igualmente contradictorios, admirables o risibles. Pero a ella le gustaba que él fuera un poco bruto. Los hombres demasiado sutiles eran más difíciles en la convivencia. Más que un marido imaginaba una especie de socioamante para vivir en el campo.
Se regodeaba entonces repasando los avances que habían hecho a lo largo del último año, como si fueran materias aprobadas en vistas a terminar una carrera y recordaba cada encuentro como una adolescente, con la misma pasión por los detalles.
—Ésta es la edad de la paradoja, Reina. Porque las edades no se acaban, se acumulan. Tenemos cincuenta, veinte, quince, diez, treinta... En total, más de cien.
La historia del Futurible se nos agotó cuando yo llegaba a las últimas páginas de la traducción. Había superado las angustias por el or y por los soit y me encontraba más bien sumergida en dudas de estilo. ¿Debía simplificar y poner al derecho el orden de aquellas frases enroscadas de la sintaxis francesa que —se suponía— reflejaban la complejidad del pensamiento, o respetarlas tal cual?
—Simplificá, Reina, que no es literatura. Y los arquitectos son bastante rústicos.
Después del consejo, me anunció la siguiente historia.
—Y este amor que te voy a contar ahora, es uno para ser dibujado, ya verás.
Antes del Futurible, había tenido un romance trunco con un ingeniero de caminos.
Ella lo llamaba el Estratega, por cómo lo había conocido.
Mara iba a desayunar a una cafetería en las afueras del pueblo. Allí se sentía, dijo, como “dispuesta al viaje”, no sólo porque estaba al borde de la carretera, sino también porque, cada tanto, aparecía alguna cara nueva, gente de paso.
El primer día que lo vio le pareció un tipo agradable, elegante incluso, de unos cincuenta y pico de años, tal vez sesenta muy bien llevados. Pero también observó, esa primera vez, que tenía algo solemne, algo de director de orquesta. Una forma un poco marcial de dar vuelta las páginas del diario, como si quisiera evitar que el diario se arrugara o que quedaran desalineados sus pliegos. Fue así, apenas una ráfaga. De puro aburrida, y también por espíritu profesional, Mara calculó que estaban a unos seis metros de distancia, sentados en mesas ubicadas en los extremos de una diagonal virtual, él apuntando al Este y ella al Oeste. Y se hubiera olvidado para siempre del personaje a no ser porque tres días después, desde la mesa que ella ocupaba habitualmente, lo vio entrar otra vez en su cafetería (a esa hora, casi vacía). Le pareció que él le dirigía una mirada fugaz, fugacísima, antes de sentarse. El hombre eligió una mesa que mantenía con ella la misma diagonal que en el primer encuentro, pero esta vez no en la última mesa del fondo al Oeste, sino en la penúltima. “Como si hubiera avanzado un casillero”, dijo Mara, y prometió escanearme y mandarme el dibujo. Sería una pura casualidad. Sin embargo, esa vez lo miró un poco más. El mismo aire decidido para pasar de una hoja a la otra del diario. Dedos largos y un anillo con una piedra azul en el dedo anular. Pidió un carajillo. Se lo tomó en dos o tres tragos, con la misma decisión. “La tercera vez que me lo encontré, adiviná”, me desafió Mara.
A estas alturas ya me había mandado por mail un dibujo de la disposición de las mesas del bar, como un tablero de la Batalla Naval. Así que yo lo imprimí y le contesté con otro dibujo: supuse que el tipo había elegido una mesa en la misma diagonal, pero más cercana que la elegida la segunda vez.
Había acertado. El ingeniero de caminos tenía una cuadrícula de seducción bien definida. Había avanzado a un segundo casillero. Y, entre página y página del diario, le había echado unas miradas como flechas. Ya había pasado un mes. En el cuarto encuentro ella decidió hacer su movida. No se sentó en la mesa de siempre, rompió la diagonal en la que se habían desplazado hasta entonces, sólo para comprobar que los movimientos de él no eran casuales. El Estratega dudó un instante cuando entró, notando el cambio, pero de inmediato reaccionó y se avino a crear una nueva diagonal.
“De ajedrez sé poco y nada”, me aclaró Mara, “yo actué intuitivamente”. Para ilustrarlo, me mandó una serie de dibujos donde había seguido paso a paso los cambios. Un poco avergonzada, y tal vez influida por las lecturas esotéricas de aquel momento, pensó que algo misterioso se había trazado allí. En los meses siguientes vivió en una constante agitación, como si estuviera enamorada. Las movidas se transformaron en lo único importante de su vida, dibujos azarosos que entre los dos trazaban en aquel espacio de la cafetería y en los que intentaba encontrar cierta lógica para seguir avanzando. ¿Avanzando hacia dónde? “Hacia la cama, guapa”, la había cortado en seco su amiga Pelines, la antropóloga. También le comentó que aquello era un baile nupcial. Que así cortejaban los machos de ciertas especies a sus hembras. La expectativa de Mara creció. Si era cierto que ambos estaban repitiendo alguna conducta animal, primitiva, allí tendría que haber un encuentro fulminante, un sexo desatado...
Hasta el día en que los dos quedaron finalmente en dos mesas vecinas, no enfrentadas, contiguas. Pudo olerlo. Confió en su perfil. Se dejó mirar. Supo por largos minutos que él la miraba, pero no giró la cabeza. Podía aún estirar el cortejo. Pero no mucho más. La vez siguiente él entró a la cafetería y la enfrentó. Como pasa tantas veces, fue el principio del desastre.
La voz, para empezar, no estaba mal, tampoco las cosas que dijo ni que hizo. Las dos primeras salidas fueron bastante auspiciosas. El desastre se produjo cuando él la invitó a su casa. Acostumbrada a leer en los espacios, en la circulación, en los muebles y su disposición, en los adornos, como en un mapa secreto, Mara quedó espantada. Una hilera de medallas antiguas sobre la repisa de la chimenea, me dijo, fue el detalle final que había acabado con toda posibilidad de relación. El tipo era sin duda un fascista, un solitario con algunas tendencias perversas. De manera que la historia tuvo una corta duración, por más que él insistió, le hizo buenos regalos y la llamó durante casi un año.
Unos meses después de aquella primera visita al Escorial, por distintas circunstancias familiares, me quedé sola unos días. Había terminado la traducción y Mara había viajado a Dubai por un posible contrato de trabajo, por lo que sus llamados se habían espaciado. Esto coincidió con la llegada de un temporal que nos castigó con lluvias torrenciales y un viento arremolinado durante días y días. En la región se hablaba de “la gota fría”, fenómeno que sonaba amenazante y misterioso, como si se tratara de un asesino serial imprevisible. De manera que, salvo alguna mañana en que corría hasta el supermercado de la esquina para aprovisionarme, no salí nunca de casa. Me mantenía melancólica y clausurada tomando té, comiendo avellanas y queso, leyendo novelas y navegando sin rumbo por Internet. Las pocas veces que el teléfono sonaba, cuando lo atendía, mi propia voz me sobresaltaba. Como si descubriera que, al fin y al cabo, no estaba sola sino conviviendo con alguien.
Fue así como una tarde encontré una página —cruzadas.com— donde, al parecer, se podía jugar al Scrabble on line. Excitada por la novedad, le mandé de inmediato un mail a Mara para que investigara. Otra de sus virtudes era llevarse bien con las máquinas y entender rápidamente los códigos y sistemas del mundo virtual.
Cuando volvió de su viaje, empezamos a jugar.

En la página de cruzadas.com, también era posible chatear y entrar al diccionario de la Real Academia para confirmar la existencia de palabras o buscar a ciegas cualquier disparate inducido por el azar de las letras que a cada uno le tocaran en suerte. En pocos días aprendimos las reglas y Mara, con su sociabilidad indomable, empezó a jugar no sólo conmigo sino con otros jugadores de la larga lista de hispanohablantes que participaban del sitio.
Y yo la seguí.
Tuvimos desde entonces mucho más para comentar que nuestras propias partidas: las estrategias caprichosas de algunos jugadores, la aparición de palabras latinoamericanas preciosas como jojolotes, guaicas, cojedeños o cocorota y, sobre todo, la elección de algunos nicks y las personalidades que sugerían. Había anodinos (tal vez la mayoría); infantiles —Pelín, Ositopanda—; románticos —Nomeolvides, Arcoiris, varias Alondras—; insensibles —Jonettver, Cañuti—; patoteros —Mirakegano, varias Faraonas—; tecnológicos, literarios, diversas cruzas entre todas estas categorías, y, por último, los inclasificables y las curiosidades —Chispamenguada, Memimomamu, Bestiaencadenas—. En cuanto a nosotras: Mara era Mármara y yo era Garamond.
Fuimos conformando un universo de personajes que sufrían las más arbitrarias distorsiones. Para ser honesta, yo era responsable de la mayoría. En gran parte, porque no avanzaba como Mara en los chats y me guiaba por los pocos datos que intercambiaba con los jugadores. A menor información, mayor era la distorsión. Un caso notable fue el de Señor X. Yo venía jugando con él varias partidas. Éramos muy parejos. Cada vez que él ganaba, yo le ponía en el chat —como indicaba la cortesía— ¡te felicito! Al principio, imitando a los jugadores más expresivos que repetían vocales y signos como hooooola!!!!! Bieeeen!!!!!, y abusaban del ajjj, jjajjja, jeeejjj y sus variantes —que a Mara y a mí nos revolvían el estómago— para imitar risas y complicidades. Yo también procedí así —con varios signos de admiración— para ser generosa y no mostrar el encono que en realidad me despertaba su habitual scrabble traicionero de la última mano. Cuando vi que él se limitaba a un bien escueto cada vez que yo ganaba, empecé a tomarle inquina. “¿Viste qué miserable Señor X?”, le comentaba a Mara. “¿Cómo bien solamente, cuando le gané por más de cien puntos de diferencia?” Pero él nunca se movía de ese bien condescendiente. Un día abandonó una partida por la mitad y unos diez días después reapareció con un disculpe, me caí. Me arrepentí de mis rencores. Era evidente que Señor X era un hombre mayor —por eso me trataba de usted—, se había caído y era probable que ya tuviera desde antes problemas de movilidad. Me lo imaginé enyesado, en silla de ruedas, con la amargura del hombre enfermo y reducido al juego como única compañía. Empecé a ser indulgente con él: le dejaba tripliques, no mezquinaba mis vocales, no especulaba ferozmente con la estrategia de hacer sólo scrabbles... volví a jugar con la gozosa inocencia de cuando era chica. Por lo tanto empecé a perder, pero pensando en el pobre Señor X caído en desgracia, no me importó.
Poco después supe por Mara que Señor X estaba muy lejos de ser un anciano enfermo. Era un gerente de mediana edad, una de esas hienas financieras que jugaba Scrabble para mantener la agilidad intelectual, y eso de “me caí” se refería al sistema, significaba “me colgué” o “me quedé sin red”. Su estilo escueto provenía de algo mucho peor que la soberbia que yo había imaginado.
Ese tipo de malentendidos era una constante. Porque yo quería jugar con entidades jugadoras, no me interesaba enterarme de sus vidas, de sus miserias, no quería sus confidencias, conocer sus gustos y preferencias, ni sus fotos, las de sus hijos, novios o mascotas. Otra cosa era la especulación, el trabajo imaginativo a partir de fragmentos que, muchas veces, podían llevar al disparate. (Cuando más tarde el sistema incorporó las fichas personales de los jugadores, con fotos y fechas de cumpleaños, me horroricé. Pero algunos tuvieron la decencia de no poner su foto, sino un paisaje, un animal, un símbolo.)
—Mirá, Reina —me dijo Mara un día—, lo que pasa es que tú estás como en un submarino. Cuando salgas a la superficie, otro gallo cantará.
Era cierto. Yo estaba sumergida en mi casa, en mis traducciones, en mis lecturas o en el Scrabble. Avanzaba en cámara lenta en aquel mundo estancado, como si me faltara oxígeno, y lo que sucedía afuera me llegaba enturbiado o deformado.
En cambio Mara se regodeaba con toda esa humanidad: “Alondrasola”, me decía, “es gorda, tiene que adelgazar quince kilos y cree que el marido la está engañando con una vecina; Morpheus es insomne y tiene una fábrica de colchones en el Tigre; Ku-no es profesora de braille para ciegos y se enamoró de un alumno con el que tiene dos hijos videntes; Bolasinmanija es ecuatoriano y vende equipamiento para gimnasios; Nicopepe es gay y una vez tuvo una aventura amorosa con el diseñador Pablo Hierro...”. Y así coleccionaba personajes a los que les contaba parte de su vida y lograba torrentes de confidencias.
Mientras yo me hundía en la anestesia del juego y en las historias envolventes de Mara, en mi vida familiar se iban gestando cambios definitivos. Un día nos encontramos con la necesidad y la decisión del regreso y yo me desperté de golpe. ¿Cuándo iba a volver a Europa? Ahora que Buenos Aires aparecía como un horizonte próximo, la conciencia de estar viviendo en España, tan cerca de tantos destinos, me despertó un ansia un poco estúpida de turismo, como si ignorara los verdaderos motivos de nuestra emigración. Yo estaba allí, en el corazón de la dorada Europa, hundida en un sillón jugando al Scrabble en lugar de haberme lanzado a tal o a cual cosa. Con cada ejemplo que esbozaba me metía en un berenjenal de angustias y autocríticas, justas o injustas, pero casi siempre tan irreales como las especulaciones sobre Señor X. ¿Cómo era que no había ido a Praga, ni a Lisboa, ni tomado aquella oferta de viaje a Estambul, ni siquiera viajado a las capitales más cercanas? Tampoco había intentado venderme más audazmente como periodista a las revistas femeninas. O a cualquier diario local. ¿Cómo no había llamado a mis contactos en Madrid y en Barcelona? ¿Por qué no había insistido con otras agencias de publicidad? Me había dormido un año completo, con el agravante de que yo no era Blancanieves ni tenía a la vista príncipe alguno que viniera a ofrecerme el mundo. Recordé mis dieciocho años en Francia, cuando terminé la beca que me había llevado por un año allí. Las cadenas de clips de oficina que armaba tirada en la cama, cada uno un eslabón de angustia o de impotencia porque ya entonces no podía decidir si quedarme o volver a la Argentina.
Casi cuarenta años más tarde volvía a encontrarme en una disyuntiva similar.
Por fin, de todas aquellas cosas que había postergado por falta de dinero, de oportunidades o de agallas, decidí hacer una: ir a conocer el pueblo de mi abuelo en Cantabria. La casa que había sido de su padre, mi bisabuelo, todavía existía.
Aunque hubiera visto fotos y escuchado el testimonio en vivo de mi padre y mis tíos, la historia siempre me había sonado a leyenda. Tampoco tenía ninguna certeza acerca de qué podría traer de bueno el conocimiento de los orígenes. Seguir una huella, la marca exigua de esa huella en el vasto universo, ¿afirmaría el sentido de nuestra existencia?, ¿aplacaría el miedo?, ¿sería un consuelo? Aunque no tenía la respuesta, me pareció que no podía abandonar España sin tocar aquello con mis propios ojos. Aunque fuera sólo para confirmar que era un mito, que nada en uno cambiaba, mejoraba o se ahondaba con la visión de lugares que ya nada guardarían de la vida de nuestros antepasados.
Así que hablé por teléfono al ayuntamiento del pueblo, me presenté como nieta de mi abuelo y sin transición, con generosidad y confianza, me invitaron a pasar por allí cuando quisiera. Podía contar con un hotel y dos días de estadía.
—Vamos con vos, Reina —me dijo Mara, en cuanto se enteró.
Ella podía tomarse dos o tres días libres, le encantaba manejar y adoraba los paisajes rurales. Por su parte, Silver languidecía encerrado en la cochera y estaba necesitando un cambio de aire, “mover las tabas”, me dijo Mara, y el teléfono vibró con sus “hi-hi-hi”.
Yo sólo tenía que viajar hasta El Escorial y después iríamos hacia el norte por carreteras secundarias, sin apuro, porque, como yo ya sabía, a ella le gustaba perderse.
Acepté de inmediato. La idea me gustaba doblemente, por hacer un viaje con una amiga como ella y porque me ayudaría a sobrellevar el rol formal de nieta al que yo le temía. Mara, con su afabilidad y su curiosidad por la gente, era la acompañante perfecta. Desde entonces, a lo largo de todo el trayecto, yo pasé a ser La Nietísima.
Aunque no tengo buena memoria, recuerdo con bastante detalle aquel viaje.
Mara conducía silbando tangos y milongas. Yo iba releyendo un libro de mi abuelo, en particular aquellos párrafos donde hablaba de sus recuerdos del pueblo, de las impresiones que iba a confrontar casi cien años después con las mías. Pese a su larga vida como argentino, él había conservado siempre la impronta profunda de su lengua de infancia. Me había quedado grabado, de esas lecturas, el ritmo y la nostalgia de un poema llamado “Infancia”, plagado de palabras que yo desconocía por completo. Ponía una cruz en cada una de ellas: trentes, broza, quimas, escajos y bardas.
Hacía un calor tremendo, de esos que resecan Castilla hasta la médula. Silver no estaba a la altura de los autos del Primer Mundo que nos pasaban como postes por la carretera. Era un modelo viejo y a último momento se habían estropeado no sé qué circuitos del aire acondicionado, así que viajábamos con las ventanillas abiertas, tomando litros de Solán de Cabras, un agua exquisita que Mara compraba por docenas, y repitiendo cada cinco minutos la frase inútil: “Qué calor, qué calor”.
Aun así, Mara hizo un largo rodeo para mostrarme algunos lugares de las cercanías que ella consideraba particularmente bellos. Y lo eran: árboles altísimos, verdes profundos, corrientes de agua, senderos y sierras que eran recorridas por grupos de caminantes con su mochila al hombro.
Más adelante sucedió lo de La Felicidad y el sapo, cuando bordeábamos las sierras de Guadarrama hacia el norte en busca de algunos parajes cercanos a La Granja.
Dimos por el camino con nombres tan poéticos, tan llenos de paisaje en sí mismos como Cerezo de Abajo, Campáspero o Aguilafuente. Siguiendo los impulsos erráticos de Mara, nos dejamos perder de nombre en nombre hasta que un cartel deteriorado nos anunció un pueblito, apenas un caserío, que se llamaba ni más ni menos que La Felicidad. Nos miramos sorprendidas y evocamos al unísono la máxima obvia: “Piérdete y hallarás la felicidad”.
Había que detenerse allí.
Nos instalamos bajo un árbol frondoso, comimos unos bocadillos y tomamos un Rioja que llevábamos en el morral. “Somos como dos pastoras perdidas en el tiempo”, dijo Mara. Y de pronto, vimos el sapo. ¿Qué podía hacer allí un sapo? No se veía agua por ninguna parte, sin embargo allí estaba, estático, plantado a pocos metros, sin molestarse en absoluto por nuestra presencia. Sin duda, aquel territorio debía pertenecerle más que a nosotras. Pese a ello, echamos una siestita acunadas por el canto de los pájaros y el balido lejano de algunas ovejas. Cuando Mara se despertó estaba sobresaltada. Había tenido un sueño extraño. El sapo se le subía a la cabeza y por más que ella quería echarlo, seguía prendido a su pelo como si fuera un murciélago. “Todavía siento sus patas húmedas aquí”, dijo, y se señaló la coronilla.
La media hora siguiente Mara estuvo abstraída y yo aproveché para mirar el mapa. Propuse entrar a Escarabajosa, un pequeño pueblo segoviano, sólo por el nombre y también a Cogeces del Monte. Pero estábamos un poco retrasadas. Si queríamos llegar durante el día, había que dejar pasar las ciudades y los pueblos que se anunciaban a lo largo de la ruta, sentir ese instante de infundada nostalgia cuando el nombre aparece tachado por una raya roja, un destino que descartamos con la sospecha de que será para siempre.
Lo que nunca pasaba de largo era la naturaleza, que se nos metía por la ventanilla invocada por la voz de Mara. Ella iba mencionando todas las especies que veía —encinas, robles, alcornoques, chopos— y otro tanto con los cultivos —alfalfa, trigo, vid—. Dejaba caer sus nombres con un gesto generoso de la mano, como si los acariciara, como si al nombrarlos ella misma los fuera creando.
Algunas ciudades, como Palencia, quedarían señaladas de forma arbitraria por ciertas anécdotas. Allí había estado internada la mujer de un abogado amigo, una fotógrafa que se había vuelto adicta a la heroína. En lugar de recordarla por sus monumentos o sus tradiciones, Palencia pasaba a ser la ciudad de la heroína y la historia trágica de aquella mujer. Otro tanto con Cuéllar, de la que no recordaríamos ni el arte mudéjar ni las Fiestas de San Miguel, sino una borrachera histórica de Mara y Gema en una cata de vinos, ocasión en que su amiga catalana había vomitado encima del mismísimo alcalde. Siguiendo este mapa personalísimo de España, cuando llegamos al País Vasco tampoco entramos a Bilbao. Nos contentamos con admirar desde lejos el verde brillante de sus montañas y sus bosques.
Pero sí nos detuvimos en el Parque de Cabárceno, en el valle del Pisueña, donde había animales en libertad y la tierra era de un marrón rojizo como yo nunca había visto antes. Según me explicó Mara, se debía al hierro. El parque mismo se había montado en una antigua mina.
Nos sacamos decenas de fotos que muy pocas veces he vuelto a mirar. Nos habíamos apostado en lo alto de una meseta y desde allí veíamos a los elefantes, empequeñecidos por la distancia y del color de la herrumbre, mimetizados con la naturaleza por su color, y con una manera lenta y nebulosa de desplazarse que los hacía parecer un espejismo.
Llegamos al anochecer al hotel de Bárcena que nos habían reservado. Estaba un poco retirado del pueblo y tenía un aire amigable de refugio montañés.
Estábamos agotadas, no tanto por el viaje sino más bien por el calor de todo el día.
Pedimos tomate y jamón en el cuarto, y mientras comíamos recordamos algunos hoteles que habíamos conocido en otros viajes. Mara recordaba uno en una ciudad de Alemania por el detalle kitsch de dejar sobre la cama el camisón extendido, pero con la cintura fruncida imitando la figura humana. La idea no sería tanto funcional —la de ahorrarle movimientos al huésped—, sino estética. Yo recordé un viaje que habíamos hecho con mi padre en que atravesábamos Francia hacia Italia y la sucesión de hoteles tétricos que conocimos a los que llamábamos de la cadena de Boris (por Boris Karloff), caserones o castilletes medio desfondados, de cuartos enormes con pisos crujientes, puertas clausuradas y, sobre todo, paredes empapeladas con motivos oscuros de flores, donde siempre parecía esconderse algún misterio. Ya no quedan hoteles así.
Los dos días que siguieron nos dedicamos a cumplir un programa exhaustivo de visitas al pueblo y sus alrededores en el que nos hicieron de guías dos chicas que trabajaban en el Ayuntamiento, especialistas en el patrimonio de Cantabria.
El pueblo me produjo cierta decepción. No era fácil distinguirlo de acuerdo con cierta imagen previa que uno tiene de lo que debe ser un pueblo. Estaba plantado alrededor de un cruce de carreteras —a Santoña, Laredo y Santander— llamado El Crucero, por lo que no tenía una unidad evidente, resultaba deshilvanado, con caseríos dispersos a uno y otro lado de las carreteras.
El paisaje, sin embargo, era uniforme y balsámico: prados verdes, colinas suaves, un paisaje sosegado, como abandonado en el tiempo. Sin embargo, no era así. La especulación inmobiliaria, según nos explicaron, avanzaba implacable en la comarca, un sitio ideal para construir viviendas para quienes trabajaban en Santander, a sólo una hora de viaje de allí.
Pese a la sencillez y la simpatía de nuestras guías, yo estaba incómoda. Tenía el sentimiento difuso de ser una impostora. Impostada la pertenencia, impostada la emoción que debía exhibir para justificar aquel viaje y aquellos trabajos que se tomaban de guiarme y mostrarme la ermita, la cueva, la fuente, la casa montañesa, los lugares pintorescos o simples que aparecían en la poesía de mi abuelo.
“Estás chalada, Reina”, me decía Mara que, para mi alivio, se dedicaba a rellenar mis tartamudeos con entusiasmo, a darme codazos, a proveer información arquitectónica suplementaria y a aconsejar, también a las chicas del Ayuntamiento, cómo organizar mejor nuestros paseos.
Esta impresión de desencaje, de error, se fue intensificando con las horas. Empecé a percibir las señales en la iglesia. El joven cura nos mostró uno de sus tesoros: la custodia, un artefacto de plata con forma de atril en cuyo centro, como un sol, descansaría la hostia. Las señoras devotas lo habían enriquecido con sus propias joyas, lo que creaba un engendro extraño: los pendientes, cadenitas o anillos donados no se percibían a primera vista sino que se iban descubriendo como pequeños parásitos adheridos a las filigranas de plata de la estructura. (¿Habría allí alguna joya familiar?) También los bancos de la iglesia habían sido donados por los más ricos del pueblo, entre ellos, tal vez, mi bisabuelo. (¿Algo de aquella madera me pertenecía?) En la sacristía, además de admirar la custodia, descubrimos entre bambalinas a la verdadera Virgen. Despojada de su manto bordado de perlas, se reducía a una percha, una cabeza montada en un palito, como un títere. La capa redonda, recamada de bordados y de perlas con que luego la cubrían, constituía toda su solemnidad; el ícono era esa vestidura y lo demás, superchería. Hasta el teléfono móvil del curita nos sorprendió sonando en medio de las platerías y los dorados y el aroma de incienso con una versión electrónica y chapucera del avemaría.
El clímax de aquel sentimiento de extrañeza se produjo con la aparición de la escultura de mi abuelo. La misma que aparecerá después en todas las fotos. Fue así.
Una mañana nos invitaron a una reunión en el Ayuntamiento para hablar del país. Nadie podía entender lo que había pasado con la Argentina. La vieja idea de un país próspero que los había salvado del hambre durante el franquismo era como un muro. Nuestra riqueza era inconmovible, fraguada en el hambre y la necesidad extremas de la España de entonces. ¿Estábamos arruinados? ¡Imposible! Ganadas por la convicción de ellos, también nosotras sentimos un vértigo de incredulidad y una emoción esperanzada que nos apretaba la garganta. ¿Y qué era o había sido el peronismo? Con la ayuda de Mara fuimos sorteando los escollos y nos vimos lanzadas a arduas explicaciones, sociales y políticas, que a duras penas podíamos creer nosotras mismas. Aquello era otro aspecto de la farsa. Sólo eran verdaderas las colinas claras de Cantabria, el perfume agreste que lo bañaba todo. Después de esa reunión de la que salimos acaloradas, y un poco avergonzadas, nos llevaron a un salón para conocer el busto de mi abuelo: una escultura de madera que era un orgullo local ya que era obra del artista más prestigioso de la región. Cuando me enfrenté a ella, me quedé muda. No se le parecía en absoluto. Tal vez algo en la forma alargada de la cabeza, o en la amplitud de la frente. Pero lejano y esquivo. La boca, sobre todo, sensual y en exceso dibujada, y los ojos entrecerrados, me provocaron un cierto horror. Como esperaban mi comentario caluroso tuve que recurrir rápido a alguna mentira. Me sorprendía, dije, una imagen de él de cuando era tan joven. Yo sólo lo había conocido por fotos, dije, y como hombre mayor. Me explicaron que el escultor también había trabajado sobre la base de algunos retratos, lo que explicaba la distorsión. Estábamos ante otro Señor X.
Nos sacamos como diez fotos con el extraño, yo siempre a su lado, en el centro de la escena, y todos los demás alrededor, fraguando para la posteridad aquella incongruencia de nuestro parentesco.
La última mañana, antes de irnos, nos invitaron por fin a visitar la casa que había sido de mis bisabuelos, indianos enriquecidos que la habían construido a su regreso de Buenos Aires: una casa señorial de dos plantas con su escalinata, su par de miradores y su piedra sillar en los muros.
Los dueños actuales, una mujer mayor y su hijo, muy afables, nos invitaron a pasear por el jardín, pero se excusaron de mostrar el interior ya que estaban haciendo arreglos. Acepté las excusas un poco decepcionada porque había leído una descripción detallada en el libro de mi abuelo, y me había despertado curiosidad esa mezcla de casa entre lo urbano y lo rural, donde convivían la matanza del cerdo en el sótano con las tertulias de salón, los clásicos en la biblioteca y el grano y la lana en el desván.
Así que me paseé con cierta indiferencia por los fondos adonde en otro tiempo llegaba el agua (el pueblo también tenía su cucharada de mar, decía en el libro) y se festejaba desde el júbilo de la pleamar al fango de la marisma (cuando las pejinas, que primero pensé que era el nombre de algún tipo de pescado, pero que resultaron ser las humildes pobladoras de las costas, salían a recoger cámbaros y muergos, éstos sí, moluscos y crustáceos propios de la canal).
Estábamos casi en las despedidas, cuando nos detuvimos bajo una enorme magnolia que nos mareaba con su perfume. Y entonces ocurrió el momento epifánico que justificaba y hacía estallar por fin aquel viaje de sentido. Fue cuando el dueño de casa, al ver la admiración de Mara por la magnolia, señaló unas ramas y nos ofreció con toda naturalidad: “¿Queréis unas quimas?”. Quimas, dijo, y esa palabra, como la magdalena de Proust, produjo su efecto de eternidad. Ante nuestros ojos, cargada del peso de las magnolias, de la blancura porosa de sus pétalos y de aquel perfume intenso, femenino, se revelaba la quima. Como los escajos y las bardas y los trentes, todas ellas no eran palabras sino cosas, cosas terrenas, cántabras, palpables, tan reales bajo mis sentidos como lo habrían sido cien años atrás para mi abuelo. Y después, como la pleamar que era el regocijo de la casa, fueron sumándose y creciendo otras realidades como la fuente del Espino, la torre de la iglesia y aquel coro de hermanas de la familia vecina (la de aquella casa, me dijeron, señalándola con un dedo y pude ver un techo, unos muros, un jardín...) con quienes él habría jugado junto a la carretera: Soledad, Ascensión, María José, Consuelo y blanca y rubia Inés con la que yo compartía el nombre. Las palabras y las cosas se abrazaron amorosamente ante mí, como si fuera por primera vez. Ésa era la huella que, sin saberlo, yo había seguido, y había encontrado.
El viaje a Cantabria removió en Mara la curiosidad por sus propios orígenes.
Teníamos muy presentes a los cientos de argentinos que habían emigrado en los últimos años y los que luchaban por hacerlo, arrastrando gestiones interminables en todos los consulados del país.
Si bien Mara se sentía chaqueña hasta el tuétano, tenía dos abuelas alemanas de las que debía haber heredado su “desorden organizado”, su buena mano para la artesanía y las plantas, su formato consistente y vaya a saber qué otros rasgos que ahora no alcanzaba a discernir. Ésa sería la tan mentada eternidad, coincidimos, esos genes que se arrastran inopinadamente contra todo orgullo individual. Pero también tenía, por el lado del padre, un abuelo italiano.
Mientras regresábamos, Mara me contó los caminos truncos que había seguido tras los documentos de aquel abuelo. Nunca los consiguió, por más diligentes que se habían mostrado todos en el pueblo: el cura del lugar había interrumpido la misa para atender a la recién llegada, el alcalde había hecho lo mismo con su almuerzo para ir a remover papeles, y muchos viejos del lugar le habían contado anécdotas confusas y contradictorias. La descripción de unos ojos o de un lunar, de un tic o de un oficio, el cambio de un acento o una vocal en el apellido la reenviaban a otra rama parental desconocida. Sintió que se hundía en unas arenas movedizas donde todos eran parientes y al final uno podía ser cualquiera. Entonces tramamos entre las dos una fábula que yo prometí escribir: la de una vieja que inventaba y condimentaba historias a discreción para contentar a los que iban al pueblo en busca de sus orígenes. ¿Quién la contaba? Tal vez el cura del lugar a un periodista, mientras tapeaban en una taberna. Sí, un cura era perfecto, decía Mara, sobre todo si estaba un poco achispado por el alcohol, sobre todo si era, como los curas más agudos, un poco ateo. Durante el viaje nos divertimos imaginando lo que aquella mujer inventaría, echando mano de los tíos, primos o abuelos propios o de cualquier conocido para darles color a los parientes añorados. ¿Y cómo se llamaría el cuento? “Ser otro”, dijo Mara sin la menor vacilación.
En el último tramo del regreso nos quedamos en silencio, agotadas por tanta conversación y por el calor acumulado durante el día. Hasta que inesperadamente, con un suave bufido, Silver empezó a echar aire frío. Algo en el circuito se había restablecido.
—Silver... ¡querido! —se emocionó Mara.
Reavivada por el frescor, empezó a silbar viejas tonadas francesas, dedicadas a Silver.
—Él también tiene nostalgias de su tierra —me dijo.
Entramos en El Escorial tarareando a dúo Bajo los cielos de París.
Cuando Mara volvió al Escorial y yo al sur, la vida estancada de mis últimos meses empezó a removerse. El regreso a Buenos Aires me obligaba a hacer trámites, a planificar el traslado, a ir desprendiéndome de aquel proyecto de vida española que en algún momento pareció definitivo. Había sufrido nostalgia durante años y llorado días y noches en todas las circunstancias imaginables: en la playa, en las calles, en los autobuses, en los cines, en las tabernas, en las procesiones, en las fiestas flamencas... Y ahora que el regreso estaba cerca, la idea de abandonar España también me lastimaba. Estaba irritada conmigo misma, cansada de mis cavilaciones, de dar vueltas estériles sobre los mismos temas.
Habrán pasado unas dos semanas, cuando una mañana Mara me contó que estaba jugando con Huarpe, un mendocino que se había ido a vivir a Málaga en la década del ochenta. Le pregunté si era dentista, como tantos argentinos llegados al sur por aquella misma época. “Es un dios”, me dijo Mara: como Hunuc Huar. Eso es lo que él le contaba en los chats, además de historias fabulosas de los araucanos, de los incas, de San Rafael, de los vinos. Huarpe tenía esa veta telúrica que a Mara la seducía. De estanciera con el Futurible podía pasar a imaginarse con toda facilidad dueña de viñedos en San Rafael. Por curiosidad, también yo empecé a jugar con él. Me contó, como a ella, que era argentino e intercambiamos algunos lugares comunes sobre el tema, pero nuestra comunicación se mantenía sobria y dentro de los carriles propios del juego. Mientras a mí me hablaba del clima de Mendoza, o de la altura de la cordillera, a Mara le contaba teorías sobre el erotismo entre los araucanos. Se mandaron fotos —él era mucho más joven y además casado— y después mensajes de texto que se volvieron cada vez más íntimos.
Mara me hablaba alarmada.
—¿Qué voy a hacer, Reina, con este chico? Es que vamos como un tren.
Como el Futurible estaba lejos, enrollado en su siempre postergado divorcio, Huarpe, en las antípodas de cualquier futuro, ganó posiciones.
Un día le anunció que viajaba a Londres y que estaría en Madrid unas pocas horas entre vuelo y vuelo. Se citaron en el aeropuerto.
Mara estuvo una semana haciendo preparativos. Me pidió que me ocupara del Scrabble, porque ella no podía concentrarse y no hacía más que perder, así que yo entraría a la página con su código secreto y jugaría por ella.
Cuando lo hice, me encontré con una lista de más de diez partidas abiertas.
Pero lo más difícil de sostener no fue el juego, sino los chats. Yo caía en medio de conversaciones empezadas tiempo atrás, basadas en sobreentendidos que desconocía. Así que me lo pasaba llamándola para que me aclarara a qué se refería Babirusa con eso de la “muestra cangrejal” y quién era Desquite que ahora estaba mejorando y sólo le quedaban unas pequeñas cicatrices en los antebrazos, y qué debía contestarle a Maryzielo a quien le entraba agua por la cumbrera a causa probable de la limahoya y si Chinchudo era un descarado como a mí me parecía o era normal que la llamara “mi zorra”. Descubrí como por el ojo de la cerradura que ella llevaba adelante un doble juego con sus oponentes. Había inventado unas cuantas historias, como el personaje de nuestro cuento. Sólo así podía explicarme comentarios como “espero que tu fábrica no se haya resentido con la caída de tensión del otro día” o “diles a tus hermanos que ya no te controlen tanto”. A Babirusa, probablemente le había dicho que era bióloga. Después me lo confesó, era un juego solitario y también un experimento, quería saber si al menos por un instante era posible ser otro, sentir un soplo de la emoción de otra vida.
Por fin se produjo el encuentro entre Mara y Huarpe que, contrariamente a la previsible decepción, resultó explosivo. Mara lo había buscado en Barajas, confundida por las multitudes que iban y venían en tiempo de vacaciones, corriendo por los pasillos y llamándolo a ciegas y a los gritos desde distintos puntos del hall de arribos, porque su móvil se había quedado sin batería.
Estuvieron a punto de desencontrarse, pero al fin se descubrieron y se abrazaron.
Después habían bajado al estacionamiento donde sin preámbulos se habían sacado la ropa y, desnudos sobre los asientos delanteros de Silver, chocando con el volante y enredándose en los cinturones de seguridad, habían tenido un encuentro furioso y torpe: dos o tres veces habían repetido la difícil maniobra en aquel espacio reducido hasta que al fin, sudoroso y agotado, él tuvo que salir corriendo para no perder la conexión con Londres.
Mara quedó trastornada, lo que le había sucedido, dijo, a sus años, no era sólo extraordinario sino hasta peligroso. A tal punto había quedado conmovida que ella, que era experta en dar consejos, empezó a pedirlos. Todos la animamos a seguir adelante.
Empezó a planificar un segundo encuentro. Como tenía que ver unos terrenos en la Costa del Sol, podría visitarme un día y después seguir hasta Málaga a encontrarse con él.
En el mes que habrá transcurrido entre el primer encuentro y el segundo, pasaron dos cosas. Una fue un llamado de la policía que estaba en busca de Teresita y Sergio Martínez, los dos argentinos que habían recuperado mi billetera y que estaban implicados en un caso de contrabando. Habían encontrado en la agenda de ella el teléfono de Mara y querían saber cómo y cuándo los había conocido. Mara me previno que podrían llamarme también a mí para confirmar nuestra historia y la descripción de los dos chicos.
La segunda fue que Mara se creó otro nick para jugar al Scrabble. Que estaba jugando mal, me dijo un día, estaba tonta y distraída. Se sentía, dijo, como blanda por dentro. No era sólo el nuevo amor, algo más misterioso le estaba sucediendo. Entonces ingresó en un ranking inferior como Volátil21 y así, con menos exigencia, recuperó las ganas de jugar. En cuanto a su nick habitual, con el que había alcanzado un puntaje muy alto, se lo reservaba para momentos más inspirados. Recuerdo haber pensado que tampoco se sentiría con fuerza ni ganas de llevar adelante aquella red de historias, reales y falsas, tejidas como Mármara.
Por fin Mara emprendió su viaje al sur. Pasó por casa y estuvo apenas una tarde y una noche. Se la veía rejuvenecida, había adelgazado, estaba más rubia que nunca, irradiaba vitalidad. Como también estaban Pablo y mi hija, no tuvimos muchas oportunidades de hablar a solas. Me dejó otra vez a cargo de sus partidas iniciadas, esta vez con los dos nicks, me dio varios consejos para los últimos meses en España y, a la noche, vimos juntas De-Lovely, la vida de Cole Porter. Tarareamos las canciones y hasta lloramos al unísono cuando él canta So in love.
A la mañana siguiente, Mara se fue muy temprano. Me quedaron de ella las melodías de Porter en el aire y su pelo rubio en el sofá azul donde había dormido, enrollados o adheridos al tapizado con una persistencia notable. Descubrí algunos hasta el último día en que hubo que devolverlo, día inolvidable porque Pablo casi se asfixia entre el cuerpo enorme de aquel sofá y el fondo del ascensor, ya que habíamos tenido que entrarlo a presión para poder bajarlo nueve pisos hasta la planta baja.
De manera que por varios días jugué como Mármara y también como Volátil21, tratando de adaptarme a sus distintas personalidades. Mármara era reflexiva, lenta en sus movidas y solía usar verbos como gauchear, emponchar, yerbear y otras palabras nuestras —entenado, puestero, achura, cardal— que me hacían casi sentir el olor recio del campo argentino. Volátil21, en cambio, no respetaba ninguna estrategia y hasta cometía errores inesperados en la conjugación de algunos verbos.
Cuando Mara volvió a su pueblo tuvo que retomar tanto trabajo acumulado que me pidió que la sustituyera por un tiempo más. Había pasado unos días maravillosos con Huarpe, pero el último había pasado algo que la tenía incómoda y rencorosa. No era que él estuviera casado, algo que supo desde el primer día, era más bien una cuestión de sensibilidad, me dijo ella, pero no quiso entrar en detalles.
La relación se enfrió pero seguían comunicados.
Mara retomó sus partidas, las de Volátil 21, y me pidió que siguiera con las pocas que había abierto como Mármara, una de ellas con el mismísimo Huarpe.
Hasta último momento, en medio de cajas y valijas, seguí jugando. Para mí y para ella.
Incluso en el aeropuerto, mientras esperaba el vuelo retrasado que me llevaría a Buenos Aires. Lo hice de manera frenética. Lloré de furia minutos antes de embarcar cuando un jugador escribió uh en medio del tablero. Mientras me reía y lloraba, sabiendo que lo hacía por tantas cosas, pensé que a lo largo de esa adicción que compartíamos con Mara —a veces me repugnaba y otras, más condescendiente, la aceptaba— también había conocido el mundo. La humanidad. Almas generosas, y miserables, distraídos, ingenuos, desconfiados, obtusos, todas las calidades humanas se transparentaban en movimientos minúsculos. ¿O no era una falta de elegancia absoluta haber escrito uh, una palabra de cinco puntos, un obstáculo mezquino donde hay un magnífico campo abierto para el Scrabble?
Al día siguiente de llegar tenía un mail largo y emotivo de Mara. Me daba la bienvenida a Buenos Aires, a mi casa, a mis amigos, a mis objetos guardados en cajas húmedas y a los que había repartido aquí y allá y que pronto recuperaría, como mi añorado diccionario de María Moliner. No hacía falta que dijera todo lo que me iba a extrañar, ni yo a ella. Las dos lo sabíamos, y también que nos iríamos alejando lentamente porque la amistad a tanta distancia, sin su comidilla diaria —y poderosa— de banalidades, se va resecando. En una nota final Mara me decía que estaba a maltraer con el juego. Algo le estaba sucediendo con las palabras. Le costaba arrastrar y alinear las letras sobre el tablero y se equivocaba muchas veces. “Tengo una especie de dislexia tardía”, dijo. Lo advertí en aquel mail: había escrito dos veces la palabra “amiga” como “agmia”. No estaba estresada ni tenía ninguna nueva preocupación más que el enfriamiento de su relación con Huarpe, cuyo motivo me contaría con detalle en algún día de impudor, pero que era una estupidez. O parecía una estupidez. Pero yo la entendería, porque, me lo adelantaba, el desencadenante había sido una palabra, una palabra inaceptable que él le había dicho en la intimidad.
¿Tal vez la descarga hormonal poderosa e inesperada a sus años había desequilibrado alguna química en su cerebro? Tenía que hacerse un chequeo general, admitió, que venía postergando desde hacía muchos meses.
Mi regreso a Buenos Aires fue un momento de felicidad. A los pocos días de estar entre mis cosas y mi gente, me resultaba incomprensible aquella decisión de habernos ido, casi cuatro años atrás. Una especie de enajenación, de locura inducida por la desesperación de las pérdidas, un estado colectivo de desesperanza...
Diez días después recibí un llamado de Mara.
“¿Te acordás del sapo?” Aquel sapo que ella había soñado trepado a su cabeza en nuestra siesta dichosa. “Era un anuncio”, me dijo. “Lo tengo de verdad en la cabeza.” Ya lo tenía entonces, cuando dormitábamos en La Felicidad, y empezaba a crecer. “Viste Reina: siempre hay anuncios, sólo que uno no los puede entender”, agregó. Me quedé muda hasta que fui asimilando la noticia: le habían descubierto un tumor cerebral. Tenía toda la apariencia de ser benigno, pero no lo podían confirmar hasta no hacer la biopsia. Por eso estaba jugando tan mal en los últimos tiempos. Estaba exaltada, casi contenta Mara, por haber encontrado una justificación a sus errores, a sus olvidos, una razón que lo explicaba todo. ¿Pero no tenía miedo? No, peor era pensarlo, dijo, que vivirlo. En realidad, no era para tanto. Uno hacía lo que había que hacer, como siempre. “Hacés la cola como en cualquier trámite. Seguís las instrucciones. Firmás donde te dicen. Volvés al día siguiente.” Con la misma naturalidad y el mismo empeño: construir una casa, emigrar, ordenar un placard, jugar al Scrabble o empezar a morirse.
En los dos meses siguientes, sin que me lo pidiera, jugué sus partidas. Las de Volátil21 las terminé en pocos días, pero las de Mármara las estiré lo más que pude. Cada vez que llegaba una invitación, yo la aceptaba y abría una nueva partida en su nombre.
De manera que cuando Mara se murió, Mármara estaba activa, con seis partidas en juego. Yo me esforzaba también por mantener vivos los diálogos con varios de sus amigos de la red, trataba de imitar el estilo espontáneo de Mara, su humor campechano, su arte para dar consejos balsámicos.
Por otro lado, evitaba hablar a España, hacer contacto con amigos comunes, enterarme de detalles dolorosos: operaciones, estertores, marchas y contramarchas, errores de los médicos... Quería ser libre para administrar su muerte como quisiera. Nadie puede morir tan rápido, tan entero y de una sola vez. El cuerpo tiene una manera gradual de morir. Y también las personas, pensé. Así que seguía jugando con obstinación las partidas de Mármara, miraba las fotos de Cantabria y releía nuestros mails para mantener fresca su presencia. Me iba afianzando en aquella sustitución, podía adivinar algunas de sus reacciones, mantener diálogos, y hasta seguir ciertos consejos que ella sin duda me daría. Habíamos hablado tanto en el último año, que retomar la huella de Mara no requería casi esfuerzo. ¿Cómo podía ser que Nube pusiera la palabra sudados? ¿Que un pelmazo como Bolasinmanija descubriera el verbo afirolar? Seguíamos riéndonos.
Tuve que resolver sobre la marcha situaciones imprevistas: Alondrasola anunció que pasaría por El Escorial y proponía encontrarse conmigo; Señor X me ofrecía presupuestar los arreglos de unas oficinas de su empresa; Morpheus me preguntaba si podía llamarme por teléfono cualquier noche de ésas (noches argentinas y madrugadas españolas) para charlar durante sus insomnios. Con distintas mentiras fui evadiendo estos avances, hasta que pasó lo inevitable. Apareció Huarpe.
“No termino de entenderte, pero quiero evitar lugares comunes”, decía. “Te propongo empezar de cero, sin reclamos. Jugar como la primera vez.”
“Vale”, contesté yo sin pensarlo demasiado, y empezamos una partida silenciosa. Duró varios días. Yo avanzaba con cautela, tratando de ser lo más neutral posible. Pero él no: él mostraba sus intenciones. Cómo, si no, se explica que pusiera las palabras nostalgia, erré, rompas, desatino, perro y exilio, a escasa distancia entre jugada y jugada, haciendo casi imposible no leer allí mensajes de amante despechado: romper con él era un desatino, yo lo exiliaba como a un perro etc. Me hubiera gustado responderle de idéntica manera, pero las letras no eran tan dóciles como yo hubiera querido y mis palabras —pechar, bebió, aderezo, tusen— eran tontas, inocentes. Sólo se me dio boludeo, aunque no era ése el tono con que me hubiera gustado detener su avance. Sobre el final pude escribir tacto que me pareció una forma cortés de detenerlo, pero él remató con cobardía —por añadidura hizo un scrabble usando la a libre de mi tacto—, con lo que parecía subrayar la acusación.
Pensé que estaba trastornada, que de la misma manera en que lo hacía con Huarpe, podía inventar una sintaxis y deducir mensajes caprichosos en cualquier otra partida, al fin y al cabo siempre se establecía un diálogo con el otro jugador. Las palabras que cada uno armaba con sus letras siempre eran singulares. La sucesión y la combinación con las del oponente también, fenómenos únicos que podían ser interpretados. Yo misma había observado los distintos dibujos que se formaban sobre el tablero. Había partidas soñadoras, de palabras largas sembradas generosamente aquí y allá, donde el tablero parecía echarse a volar. Otras miserables, intrincadas, un laberinto de obstáculos del que más bien uno quería huir. Estas elucubraciones me llevaron a revisar mis viejas partidas con Mara. Trataba de encontrar alguna guía, alguno de sus preciosos consejos, tal vez estuvieran allí atrapados y sólo se tratara de saber verlos, como había sucedido con el sapo y su sueño.
Después Huarpe me invitó a una segunda partida.
Así como en la primera expresaba su decepción, su nostalgia, en la segunda fue pura seducción. No le importaba ganar o perder, sino forzar sus letras en la dirección que él quería darles. Ah, donaire, cor, pungid, yaz, gocéis, melar, bulle, la mayoría de sus palabras conducían por caminos directos o laberínticos al terreno amoroso. Yo, en cambio, me esmeraba en el sentido contrario para disuadirlo. Con lo cual, desde el punto de vista del juego, nuestras partidas eran desastrosas: en lugar de hacer el promedio habitual de cuatrocientos puntos cada uno, apenas si llegábamos a doscientos.
Después de unos días, Huarpe cambió de táctica y me preguntó directamente:
“¿Por qué no contestas mis mensajes?”
“Porque estoy en Buenos Aires”, le contesté.
“¿En Buenos Aires?, ¿y por qué?”, me respondió al instante, con dos filas de signos de admiración y de pregunta. Le dije que por cuestiones familiares.
“Te advertí, cielo, que lo nuestro tenía mucho de química y de destino. Yo también viajo a Buenos Aires en unos días...” Tuve un momento de pánico y con una reacción instintiva, infantil, apagué la computadora de golpe. ¿Como había llegado hasta ese punto y cómo iba a salir de aquel atolladero?
Durante la semana siguiente no abrí la computadora ni jugué al Scrabble. Me dediqué a reorganizar mi casa y mis actividades. Recuperé libros y muebles prestados. Decidí hacer algunas compras y arreglos domésticos. Hice decenas de llamadas telefónicas. Fui y volví por la ciudad frenéticamente, incluso hasta barrios poco habituales para mí, como Pompeya y Floresta, como si tomara posesión de ella nuevamente.
Cuando por fin volví a abrir la página de Scrabble, me encontré un largo y comprometido mensaje de Huarpe. Arrancaba así: “Mi cielo. Es así. No te sientas mal. Necesito volver a decirte, a jurarte que aquellos días, aquellas caricias fueron únicas... Y cuanto más persistente es ella conmigo, más dolorosa es la diferencia, y más simple, cielo, entender, la primera vez, cuando tu cuerpo...”.
Cuando llegué a la palabra “cuerpo”, borré el mensaje, con la mirada más allá de la pantalla y los dientes apretados, aunque fue inevitable que me alcanzaran algunas palabras o fragmentos que, como esquirlas, me lastimaban en algún lugar indiscernible: boca, te asustaste, pechos, feliz, húmedos, traición, salir adelante...
No podía y no quería leer ese mensaje, me había excedido.
Furiosa conmigo misma, le escribí de inmediato.
Le dije que acababa de borrar su carta, casi sin leerla, que yo no era quien él creía que era, era una amiga de Mara y las explicaciones se las daría personalmente, en Buenos Aires. Le pedía una cita y que no me volviera a escribir hasta entonces.
La respuesta me llegó puntual al día siguiente: “jueves 20, 20 horas en el Dandy”.
Lo reconocí en cuanto entró, siempre sucede, el aire de buscar a alguien desconocido es evidente. Tuve tiempo de mirarlo con bastante atención antes de presentarme. Huarpe era alto, de aspecto atlético, como dicen las novelas policiales. Estaba vestido con una campera y un jean. No podría decir que fuera guapo. Tenía un mentón demasiado brutal, los ojos empequeñecidos por unos anteojos de aumento y se movía con torpeza. Después de unos instantes, le hice un gesto con la mano y se acercó.
—¿Sos la amiga de Mara? Yo soy Huarpe.
—Sí, claro —le dije—, yo soy Garamond.
Se quedó parado frente a mí, inmóvil, casi podía oír la rueda de su pensamiento. Se sentó. Más que sentarse, se dejó caer sobre la silla frente a la mía.
—Ya intuía yo que aquellas jugadas no eran de Mara —dijo—. Algo en la manera de arrancar, de moverse por el tablero... Uno siempre sabe mucho más de lo que cree que sabe. —Lo dijo casi para sí mismo.
Después disparó la pregunta mortal:
—¿Y Mara?
Había decidido ser muy racional, muy sincera, pero cuando escuché el nombre de Mara pronunciado por él, algo se derritió dentro de mí. No tuve que mencionar la palabra muerte. Él fue poniendo las palabras y yo los gestos, los asentimientos, las lágrimas. Por un momento Huarpe me miró espantado. Pudo haber pensado que todo era un fraude. La incredulidad suele ser la primera reacción ante la muerte, y tal vez lo siga siendo siempre. Hubo después muchos silencios, mechados cada tanto por algunas preguntas: quería precisiones. Y también hubo resentimiento, desconfianza. Por qué no se lo había dicho antes. Tal vez él hubiera llegado a tiempo para despedirse. Le pedí perdón y le expliqué todo lo que pude, hasta donde yo misma me lo podía explicar. Mientras lo hacía, sentí que también yo iba aceptando la muerte de Mara. Que ella estaba terminando de morirse allí mismo, entre nuestras manos. Por más que yo pudiera recordarla después con tanta precisión como si estuviera viva: su voz, su manera de decirme Reina, su risa infantil, sus manos eficientes, la vitalidad que la empujaban hacia las rutas y hacia los otros.
No sé cómo fue que nos despedimos Huarpe y yo, pero sí que cada uno salió de ese encuentro a los tumbos, como después de haber viajado en un barco en medio de una tormenta. Sé que en algún momento nos abrazamos y tengo todavía un papel con sus datos reales, su nombre y apellido, su dirección. Yo le di los míos. Y también una de las fotos de Mara en el zoológico de Cabárceno, con los elefantes color herrumbre de fondo.
Ahora, después de dos años, a veces sueño con ella. Me despierto de golpe tratando de recordar, pero por más que me apure las imágenes se vuelven impalpables, se desvanecen como sucede en los sueños.
Hace pocos días conseguí retenerla un poco más. Estoy casi segura de que me dijo “no vayas, Reina, no vayas”. Pero es ella la que no está, la que no viene.
Me da tristeza y me da rabia. Sólo quiero que reaparezca otra noche. Que me explique adónde no debo ir. Tengo la certeza de que me está dando un consejo precioso. Como tantos que me dio. De esos que de verdad ayudan a vivir.





Ser otro


            A casi todo el mundo le interesa saber de dónde viene. Como si eso pudiera aclararles algo acerca de hacia dónde van. O, al menos, acerca de cómo deben ir. Por eso esta historia va a interesarle. No voy a decirle el nombre del pueblo porque los hechos son recientes. Además, da igual si sucedió en Cantabria, en Asturias o en el País Vasco. Es una aldea prendida a la falda de una montaña, como tantas otras. Cuando usted va subiendo por la carretera puede ver cómo el suelo se vuelve cada vez más ceniciento, mordido en todas las estaciones por ráfagas violentas y caprichosas. Sin embargo, las vacas pastan. Desde lejos parecen irreales, figuras planas con la cabeza inmóvil inclinada hacia el suelo. ¿No quiere probar este vino blanco? Todavía es joven, un poco áspero tal vez, pero va muy bien con la carne del centollo. Las vacas, le decía, parecen irreales, casi una cortesía de la naturaleza para colorear el paisaje. Después aparece un puñado de casas del mismo color de la montaña, de la misma rudeza que el viento. Ésa es la sabiduría, o la resignación, como usted quiera verlo, de esos pueblos. Se pliegan a la naturaleza sin contradicción. No desean mucho más que respirar junto a ella, que mantener esa calma animal que las ciudades han perdido. Tampoco le voy a decir el nombre de ella, la vieja que dio origen a esta historia (y a la torre nueva de la iglesia). Pero pongamos que se llamaba Consuelo —algún nombre tenemos que darle, a ella, precisamente, que repartió tantos—. Y esto sí se lo digo con precisión: tenía entonces ciento dos años. Era la más vieja del lugar.
El pueblo estaba llamado a un destino simple como todos los de la comarca: bodas, nacimientos, muertes, cosechas, sequías... La vida y la muerte haciendo lo suyo sin mayores sobresaltos. Hasta que se desató la ola emigratoria de los argentinos. Latinoamérica —de donde yo también vine, hace mucho tiempo atrás— siempre estuvo hundida, son pobres desde hace siglos. Pero la Argentina era otra cosa, o quería ser otra cosa. Hasta que empezó a ser lo mismo. Y entonces ellos empezaron a llegar.
¿Quiere otra copa? Mire que no le sentará mal. Sobre todo si la acompaña con estos boquerones.
Resultó entonces que el pueblo del que le hablo, junto con otros de la comarca, había sido la cuna de muchos emigrantes. Fernández y Morenos, López y Gutiérrez, Riveras o Garnicas... Cientos de españoles, empujados llanamente por el hambre, se subieron a los barcos para no volver a ver su tierra más que en sueños, en el relato de otros como ellos, en sabores o en olores que, años después, súbitamente, los sorprendían en la nueva tierra y les traían, como un ramalazo, la certidumbre de que también ellos habían tenido infancia.
Pero si no volvieron a su tierra, sí sembraron nostalgia. Y cuando los nietos o los bisnietos argentinos empezaron a venir a España, quisieron conocerla. Pisar ese suelo que había sido tan ingrato, visitar la ermita o el molino, descubrir las caras ceñudas de esos otros hermanos, tíos o primos de sus abuelos, saber al fin qué era la solana o la herrada, sentir la humedad glacial de aquellos inviernos, probar las ciruelas claudias, calzar abarcas, beber agua de la fuente en una boina campesina... ¿me entiende usted? Producir para sus abuelos y bisabuelos —y para ellos mismos— un pequeño milagro de eternidad. Tal vez yo idealizo, tal vez a muchos todo esto les importara un bledo y sólo buscaran una fe de bautismo, un papel amarillo y carcomido que los ayudara a demostrar que también ellos tenían derecho a un poco de prosperidad. Sin embargo, no sucedió así con los que pasaron en estos últimos años por la región. Todos iban a parar al pueblo del que le hablo. Y a Consuelo. Porque, me olvidaba de decirle —estoy viejo y distraído—, ella había sido la comadrona de la comarca. Y también su madre lo fue. Súmele a esto dos terremotos y los destrozos de la Guerra Civil. Como ve, Consuelo era la autoridad incontestable, la última voz capaz de rescatar de una muerte definitiva a quienes ya estaban muertos y enterrados desde hacía décadas. De manera que si no lo sabía ella, no lo sabía nadie. Ésta era —podría decirse— su condición natural. Pero ella la llevó más lejos. La cumplió con locura, o con descaro, ya verá usted, yo mismo no podría decir hasta qué punto fue extravagancia lo suyo, el puro gusto de la invención o tal vez una forma de sabiduría. Porque mire cómo sucedieron las cosas.
Llegó al pueblo una parejita de recién casados. Ella, unos ojos azules de asombro permanente. Se llamaba Mariana. Él, prendido de sus ojos, muy alto y flexible, como adelgazado de tanto amor. Ella quería saber si aquél era el pueblo de su abuelo y el de los padres de su abuelo. Traía una foto pequeña y borrosa de dos viejos con una chorrera de niños alrededor sentados en el banco de una plaza. Podría haber sido tomada en cualquier lugar del mundo. Un suburbio de Bombay o de Buenos Aires, o en la plaza del pueblo. Piense además que los pueblos, por inmutables que parezcan, a veces cambian. Un río que se ha secado, una nueva carretera que los divide de Norte a Sur, la mudanza de un cementerio, el capricho de alguien que se volvió rico, y zas, el relato familiar ya no se ajusta a lo que encuentra el extranjero.
El apellido de la muchacha, no me lo olvido, era Carrió. Yo nunca lo había escuchado y, según supe después, Consuelo tampoco. Sin embargo, en cuanto la joven de los ojos azules lanzó su pregunta, Consuelo le tomó las manos y entrecerrando los ojos dijo para sí: “Carrió... Carrió...”, se acercó más al fuego, como si su calor pudiera también avivar sus recuerdos, y después de unos instantes sacudió la cabeza de arriba abajo, dando señal de que había encontrado en su venerable memoria la imagen correspondiente. La muchacha casi no respiraba por temor de que aquel hilo frágil de recuerdo pudiera cortarse. “Felipe Carrió”, dijo al fin Consuelo. Era ayudante del boticario. Silencioso y buena persona hasta el día en que conoció a Gloria, la hija del molinero. “Suspiró por ella durante un año.” Hasta que Gloria conoció a Antonio Colinas y se casó con él. “Ésa fue su perdición”, dijo Consuelo. Felipe se volvió distraído y dejado, confundía la belladona con la valeriana, no limpiaba el mortero con el cuidado de antes, y un día casi mata al sacristán con una receta equivocada. Tuvo que irse de la botica y del pueblo. Se mudó a una comarca vecina donde, según parece, tuvo mejor fortuna. Entró a trabajar con un tendero ambicioso que viajaba con frecuencia a América y allí le perdieron el rastro. A estas alturas la joven de los ojos azules estaba hechizada (ni reparó en algunas incongruencias de la historia, en algunos saltos del tiempo) y yo estallaba de indignación. ¿Por qué, me pregunta usted? Pues porque la historia del tal Carrió yo me la conocía muy bien y, aunque con algunos retoques aquí y allá, era la de Avelino Muñoz, un tío de Consuelo que también había emigrado a América.
Cuando la pareja se fue, los dos conmovidos hasta las lágrimas, la encaré a Consuelo. ¿Qué locura era ésa? Ella pegó un suspiro tan fuerte como para apagar el fuego que ardía en su brasero y me dijo que no había podido tolerar esa mirada sedienta de saber. Que no había hecho ningún mal a nadie, sólo le había dado o prestado a aquella joven un poco de historia. Qué importaba si no era la de su bisabuelo Carrió y era en cambio la de Avelino. Era su propia historia al final de cuentas, y ella era dueña y señora de administrarla como quisiera. Me pareció un capricho de anciana y me guardé entonces mis reparos. Aquella jovencita, por agradecimiento, hizo una donación para ayudar a reconstruir la torre de la iglesia, derruida y negra desde hacía años, siempre a la espera de unos fondos prometidos por el Ayuntamiento.
¿Nunca probó angulas? Es cierto, no tienen un aspecto muy agradable, pero pruébelas y después me cuenta.
Así pasó la primera vez. De la siguiente ya no fui testigo, pero me lo contó Francisca, la hermana menor de Consuelo. Esa vez tomó la historia de Federico, un jardinero humildísimo a quien un conde del lugar le había regalado parte de su ropa. Se hizo célebre los últimos años de su vida porque se paseaba por el pueblo con unos chalecos blancos de piqué que vaya a saber quién le almidonaba, unos gemelos de oro y unos levitones que le quedaban enormes. Al pobre de Federico, que en el pueblo rebautizaron como Fede-rico, Consuelo lo hizo tío bisabuelo de un joven de apellido Vázquez que quería conocer a alguno de sus antepasados. Después fueron apareciendo otros, y casi todos caían en sus manos. O mejor dicho, en su lengua y en la red de falsas historias que ella les servía. Usaba a su antojo a cualquier personaje que había conocido en la región. Gente simple por lo general, pero ella se apañaba para darles alguna personalidad. Pasiones, manías, algún rasgo físico singular, aunque más no fuera una verruga en medio de la frente. ¿No preferirías acaso tener un tío o un abuelo como los que yo cuento, que uno de esos que se desvanecen al minuto de ser enterrados? ¿Cómo los va a recordar si no esta gente? Cuando se le acabaron los conocidos, empezó lisa y llanamente a inventar. ¡Y qué bien lo hacía! Según me dijo una vez con orgullo, era porque su padre, Alonso Muñoz, además de carpintero, era un hombre con imaginación. De niña le hacía descubrir en las vetas de la madera, o en las orlas de la viruta que se acumulaba en el suelo, animales extraordinarios. Y nunca tallaba las patas de una silla de la misma manera. De él le venía entonces el don de la invención. Y con esa excusa ella le daba rienda suelta a la propia.
A unos Hernández les endilgó un bisabuelo que estudió magia por correspondencia y que se fue del pueblo detrás de un circo. Otro se llevó de pariente a un tarambana que perdió en apuestas su casita y su huerta. Pero como tenía una facilidad pasmosa para hacer cuentas, logró recuperarlas trabajando de contador. A unos Diéguez les contó que un bisabuelo, llamado Alcibíades, le pedía al alcalde que lo encerrara en el calabozo cada vez que soplaba el viento del Este, un viento feroz que lo llenaba de ira hasta sentirse capaz de matar a cualquiera. Pero sobre todo a su mujer que, a decir verdad, era bastante mandona y ponzoñosa. La mujercita del joven Diéguez se fue de allí inquieta, echando miradas de reojo a su marido, como quien sospecha, como usted y yo, que aquí sobre la Tierra los únicos inmortales son los genes.
Consuelo se envaneció con sus inventos. Cuando yo me cabreaba, ella insistía con eso de que no hacía daño. Al fin y al cabo, decía, las historias de la gente se parecen tanto: quién no tiene en la familia un jugador, un inútil, un gracioso, un Don Juan, una mujer hacendosa, otra ligerita de cascos... Que uno podría ser otro cualquiera, decía. Y otro, uno. Y así, hasta llegar a Adán.
En el pueblo ya nadie se escandalizaba. Porque a un agradecido se sumaba otro y con las donaciones la torre de la iglesia se iba volviendo más alta y más blanca. Al final todos eran cómplices. Hasta el mismo cura que llegó a interrumpir la misa para atender a unos visitantes. Y esto se lo digo con vergüenza, porque a ese cura lo conozco demasiado bien. Pero las cosas duran lo que duran. Y Consuelo ya había abusado de su larga vida.
Cuando agonizaba, yo estuve a su lado. En medio de su sueño, cada tanto, se reía. Usted puede imaginarse por qué. Yo sonreía apenas, porque como viejo cura que soy, también tenía mi secreto sobre ella. Y es que Consuelo no era hija de quien creía, de Alonso el carpintero, el hombre que leía en las vetas de la madera, sino de Lamberto Gil, que había sido siempre ladino y que a la hora en que los franquistas entraron al pueblo a sangre y fuego resultó un redomado traidor hijo de puta.
Una verdad amarga, tiene razón. Como el licor de endrinas que hacen en la comarca. Ahora vendría bien un pulpito, ¿o unas sardinas? Si no las prueba, usted no habrá conocido España.