S. J. Watson
No confíes en nadie
La habitación me resulta extraña. Desconocida. No sé dónde estoy ni cómo he llegado hasta aquí. No sé cómo voy a volver a casa…
Christine sufre las secuelas de un terrible accidente: solo
logra retener recuerdos durante un día. Vive atrapada en una existencia en la
que se despierta cada mañana creyendo que es joven y con el futuro por delante,
para descubrir después que es una mujer de cincuenta años, casada y con una
vida más que hecha.
Este es el angustioso mapa de los intentos de Christine por
lograr que todo lo que la rodea cobre sentido. Cada día aprende que ha estado
viendo a un psicólogo que está ayudándola a recuperar la memoria y que,
siguiendo sus sugerencias, ha estado escribiendo un diario para documentar sus
recuerdos. Pero poco a poco va dándose cuenta de que algo en la imagen que va formando
de su vida no termina de cuadrar, hay algo que no encaja en el rompecabezas.
Nací mañana
hoy vivo
ayer me mató
hoy vivo
ayer me mató
Parviz Owsia
PRIMERA PARTE
Hoy
El dormitorio me es ajeno. Desconocido. No sé dónde estoy,
ni cómo he llegado hasta aquí. Ignoro cómo volveré a casa.
He pasado la noche aquí. Me despertó la voz de una mujer —al
principio pensé que se encontraba en la cama conmigo, hasta que comprendí que
ella estaba leyendo las noticias y yo escuchando una radio despertador— y
cuando abrí los ojos me descubrí aquí. En esta habitación que no reconozco.
Una vez que mis ojos se acostumbran a la penumbra, miro a mi
alrededor. De la puerta del ropero cuelga una bata —femenina, aunque propia de
una mujer mucho mayor que yo— y sobre el respaldo de una silla, frente al
tocador, descansa un pantalón azul marino cuidadosamente doblado, pero no
alcanzo a vislumbrar mucho más. La radio despertador parece complicada, pero le
doy al botón que parece tener más probabilidades de silenciarla.
En ese momento oigo una inspiración trémula a mi espalda y
caigo en la cuenta de que no estoy sola. Me doy la vuelta. Veo una masa de piel
y pelo moreno salpicado de blanco. Un hombre. Tiene el brazo izquierdo sobre las
mantas, y un anillo de oro en el cuarto dedo de la mano. Ahogo un gemido. Este
tipo no solo es maduro y con canas, pienso, sino que encima está casado. No
solo me he tirado a un hombre casado, sino que lo he hecho en la que imagino es
su casa, en la cama que normalmente debe de compartir con su esposa. Me
recuesto e intento serenarme. Debería darme vergüenza.
Me pregunto dónde está la esposa. ¿Debería preocuparme que
pueda volver en cualquier momento? Me la imagino en la otra punta del
dormitorio, gritando, llamándome zorra. Medusa. Cúmulo de serpientes. Me
pregunto cómo voy a defenderme si realmente aparece, o si puedo siquiera. No
obstante, el tipo que yace en la cama no parece preocupado. Se ha dado la
vuelta y sigue roncando.
Trato de no mover ni un pelo. Por lo general soy capaz de
recordar cómo he llegado a este tipo de situaciones, pero hoy no. Probablemente
estaba en una fiesta, o en un bar, o en una discoteca. Debía de llevar un buen
colocón. El suficiente para no recordar nada en absoluto. El suficiente para
haberme acostado con un hombre casado y con pelos en la espalda.
Retiro las mantas con la mayor suavidad posible y me siento
en el borde de la cama. Antes que nada necesito ir al cuarto de baño. No hago
caso de las zapatillas que tengo a mis pies —follarse al marido es una cosa,
pero nunca podría ponerme los zapatos de otra mujer— y, descalza, salgo
sigilosamente al pasillo. Consciente de mi desnudez, temo equivocarme de
puerta, toparme con un inquilino, o con un hijo adolescente. Compruebo, aliviada,
que la puerta del cuarto de baño está entornada. Entro y corro el pestillo.
Utilizo el retrete, tiro de la cadena y me doy la vuelta
para lavarme las manos. Cuando voy a alcanzar el jabón percibo algo extraño. Al
principio no sé qué es, hasta que lo veo. La mano que coge el jabón no parece
mi mano. Tiene la piel arrugada y los dedos rollizos, las uñas descuidadas y
comidas, y luce, como el hombre al que acabo de dejar en la cama, una alianza
de oro.
Me quedo mirándola. Muevo mis dedos. Los dedos de la mano
que sostiene el jabón también se mueven. Ahogo un grito y el jabón golpea con
violencia el lavamanos. Levanto la vista hacia el espejo.
La cara que me está mirando no es mi cara. El cabello no
tiene volumen y es mucho más corto que el mío, la piel de las mejillas y la
papada cuelga, los labios son delgados, la boca se curva hacia abajo. Suelto
una exclamación muda que, de no haberla controlado, habría derivado en un
alarido, y en ese momento reparo en mis ojos. Tienen arrugas, cierto, pero los
reconozco como míos. La persona del espejo soy yo pero veinte años mayor. O
veinticinco. Puede que incluso más.
Imposible. Empiezo a temblar y mis dedos se aferran al borde
del lavamanos. Otro alarido trepa por mi pecho y esta vez sale en forma de
grito ahogado. Me alejo del espejo y es entonces cuando las veo. Fotografías.
Pegadas con celo a la pared, y al espejo. Imágenes intercaladas con papelitos
engomados de color amarillo, notas escritas con rotulador, húmedas y con las
puntas levantadas.
Elijo un papelito al azar. «Christine», dice, y una flecha
señala una fotografía donde aparezco yo —este yo nuevo, este yo viejo— sentada
en un banco de un muelle junto a un hombre. El nombre me resulta familiar,
aunque solo vagamente, como si tuviera que hacer un esfuerzo para creer que es
mi nombre. En la fotografía estamos cogidos de la mano y sonriendo a la cámara.
Es un hombre guapo, apuesto, y tras mirarlo detenidamente caigo en la cuenta de
que es el mismo hombre con el que me he acostado, el que he dejado en la cama.
Debajo de la foto aparece escrita la palabra «Ben» y, al lado, «Tu marido».
Ahogo un grito y arranco la foto de la pared. No, pienso,
¡No! No puede ser… Barro el resto de las fotografías con la mirada. En todas
salimos ese hombre y yo. En una llevo un vestido horrible y estoy
desenvolviendo un regalo, en otra estamos los dos con impermeables delante de
una cascada mientras un perrito nos olisquea los pies. Al lado hay una foto
donde aparezco sentada junto a él, con la bata que he visto en el dormitorio, bebiendo
un zumo de naranja.
Me alejo un poco más, hasta que noto unos azulejos fríos en
la espalda. En ese momento vislumbro una luz débil que relaciono con la
memoria. Cuando mi mente intenta concentrarse en ella, se disipa como cenizas
atrapadas en una brisa, y tomo conciencia de que en mi vida hay un entonces, un
antes, aunque no pueda decir antes de qué, y un ahora, y que entre uno y otro
no hay nada salvo un largo y silencioso vacío que me ha conducido hasta aquí,
hasta él y yo, hasta esta casa.
* * *
Regreso al dormitorio. Todavía tengo la foto en la mano —la
foto donde salgo con el hombre junto al que he amanecido— y la sostengo delante
de mí.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —le pregunto. Estoy gritando,
lágrimas ruedan por mi rostro. El hombre se sienta en la cama con los párpados
entrecerrados—. ¿Quién eres?
—Soy tu marido —responde. Su cara somnolienta no muestra el
más mínimo atisbo de irritación. No presta atención a mi cuerpo desnudo—.
Llevamos años casados.
—¿De qué estás hablando? —digo. Quiero echar a correr, pero
no tengo adónde—. ¿Años casados? ¿De qué hablas?
Se levanta.
—Toma —dice. Me tiende la bata y espera a que me la ponga.
Él lleva un pantalón de pijama demasiado grande y una camiseta blanca. Me
recuerda a mi padre.
—Nos casamos hace veintidós años, en mil novecientos ochenta
y cinco. Tú…
Le interrumpo.
—¿Qué…? —Noto que palidezco y la habitación empieza a dar
vueltas. En algún lugar de la casa un reloj hace tictac y suena fuerte como un
martillo—. ¿Pero…? —Da un paso hacia mí—. ¿Cómo…?
—Christine, ahora tienes cuarenta y siete años —dice. Le
miro, miro a ese extraño que me está sonriendo. No quiero creerle, no quiero
escuchar lo que está diciendo, pero sigue hablando—. Tuviste un accidente. Un
accidente grave. Sufriste lesiones en el cerebro. Tienes problemas para
recordar las cosas.
—¿Qué cosas? —pregunto, queriendo decir en realidad: «¿No te
estarás refiriendo a los últimos veinticinco años?»—. ¿Qué cosas?
Da otro paso. Se está acercando como si yo fuera un
animalillo asustado.
—Todo —dice—. Unas veces desde los veinte años. Otras
incluso antes.
Fechas y edades giran dentro de mi cabeza. No quiero
preguntar, pero sé que debo hacerlo.
—¿Cuándo… cuándo tuve el accidente?
Me mira y su rostro es una mezcla de compasión y miedo.
—A los veintinueve años…
Cierro los ojos. Aunque mi mente intenta rechazar esa
información, en algún rincón de mi cerebro sé que es cierta. Oigo que rompo a
llorar, y al hacerlo ese hombre, ese «Ben», se acerca. Noto su presencia a mi
lado, no me muevo cuando me rodea la cintura, no opongo resistencia cuando me
atrae hacia sí. Me abraza. Nos mecemos suavemente y reparo en que el movimiento
me resulta familiar. Me calma.
—Te quiero, Christine —dice, y aunque sé que debería
contestar que yo también le quiero, guardo silencio. ¿Cómo voy a quererle? Es
un desconocido. Todo esto es una locura. Deseo saber tantas cosas… Cómo llegué
hasta esta situación, cómo me las apaño para sobrevivir, pero no sé cómo
preguntarlas.
—Tengo miedo —digo.
—Lo sé, lo sé —responde—. Pero no tienes de qué preocuparte,
Chris. Yo cuidaré de ti, siempre cuidaré de ti. Estarás bien. Confía en mí.
* * *
Dice que va a enseñarme la casa. Estoy algo más tranquila.
Me he puesto las bragas y la camiseta vieja que me ha dado, y la bata sobre los
hombros. Salimos al rellano.
—El cuarto de baño ya lo conoces —dice, abriendo la puerta
contigua—. Este es el estudio.
Veo una mesa de cristal con lo que supongo es un ordenador,
aunque parece absurdamente pequeño, casi de juguete. Junto a la mesa hay un
archivador de color gris plomo y, encima, una agenda de pared. Está todo muy
ordenado.
—A veces trabajo ahí —explica, cerrando la puerta. Cruzamos
el rellano y abre otra puerta. Una cama, un tocador, otro ropero. Es casi
idéntica a la habitación donde me he despertado—. De vez en cuando, cuando te
apetece, duermes aquí, pero por lo general no te gusta despertarte sola. Cuando
te das cuenta de que no sabes dónde estás te entra el pánico. —Asiento con la
cabeza. Me siento como una posible inquilina a la que están enseñando una casa.
Una compañera de piso potencial—. Bajemos.
Le sigo hasta la planta baja. Me muestra una sala de estar
—un sofá marrón con sillones a juego, una pantalla plana atornillada a la pared
que me explica es un televisor—, un comedor y una cocina. Ni una sola de las
estancias me resulta familiar. No siento nada, ni siquiera cuando veo, sobre un
aparador, una fotografía enmarcada de nosotros dos.
—En la parte de atrás hay un jardín —dice, y miro por la
puerta de cristal de la cocina. Está empezando a clarear, el negro cielo se
está tiñendo de azul y puedo adivinar la silueta de un árbol grande y de un
cobertizo situado al fondo del pequeño jardín, pero eso es todo. Caigo en la
cuenta de que ni siquiera sé en qué parte del mundo estamos.
—¿Dónde estamos? —le pregunto.
Se detiene detrás de mí. Puedo ver nuestro reflejo en el
cristal. Yo. Mi marido. Entrados en años.
—En el norte de Londres —contesta—. Crouch End.
Retrocedo. El pánico sube por mi estómago.
—Señor, ni siquiera sé dónde vivo…
Me coge la mano.
—Tranquila, estarás bien. —Me vuelvo hacia él para mirarle,
para esperar que me diga cómo, cómo voy a apañármelas para estar bien, pero no
lo hace—. ¿Quieres que te prepare tu café?
Por un momento el rencor me invade, pero finalmente digo:
—Sí, por favor. —Llena de agua el hervidor—. Solo, por
favor. Sin azúcar.
—Lo sé —dice con una sonrisa—. ¿Quieres tostadas?
Digo que sí. Debe de saber tantas cosas sobre mí, sin
embargo esto parece la mañana siguiente a un polvo de una noche: desayuno con
un desconocido, en su casa, mientras calculas cuándo será aceptable emprender
la huida, regresar a tu casa.
Pero he ahí la diferencia. Que esta, supuestamente, es mi
casa.
—Creo que necesito sentarme —digo.
Me mira.
—Ve a la sala de estar. Enseguida te llevo el desayuno.
Salgo de la cocina.
Ben aparece instantes después con un libro en la mano.
—Es un álbum de recortes —me dice—. Puede que te ayude. —Lo
cojo. Está forrado con un plástico que pretende en vano imitar el cuero gastado
y envuelto por una cinta roja con un lazo hecho de cualquier manera—. Vuelvo
enseguida —dice, y se marcha.
Me siento en el sofá. El álbum de recortes pesa sobre mi
regazo. Tengo la sensación de estar fisgoneando. Me recuerdo que todo lo que
hay aquí dentro tiene que ver conmigo, que me lo ha dado mi marido.
Deshago el lazo y abro el álbum por una página al azar. Una
foto de Ben y de mí, mucho más jóvenes.
Lo cierro bruscamente. Deslizo las manos por la tapa, paso
las hojas. «Debo de hacer esto todos los días.»
No puedo creerlo. Estoy convencida de que se ha producido un
terrible error, pero no puede ser. Las pruebas están ahí, en el espejo de
arriba, en las arrugas de las manos que acarician el álbum que tengo delante.
No soy la persona que pensaba que era cuando me desperté esta mañana.
Pero ¿quién era esa persona?, me pregunto. ¿Cuándo fui yo
esa persona que amaneció en la cama de un desconocido y solo podía pensar en
huir? Cierro los ojos. Tengo la sensación de que estoy flotando, de que podría
perderme en el espacio.
Necesito anclarme. Cierro los ojos y trato de concentrarme
en algo sólido. No encuentro nada. Tantos años de mi vida, pienso. Ausentes.
Este álbum me dirá quién soy, pero no quiero abrirlo.
Todavía no. Deseo quedarme un rato así, con todo mi pasado como un gran espacio
en blanco. En estado de incertidumbre, a caballo entre lo posible y lo real. Me
asusta descubrir mi pasado. Mis logros, mis fracasos.
Ben entra en la sala y me pone una bandeja delante.
Tostadas, dos tazas de café, una jarrita de leche.
—¿Estás bien? —me pregunta.
Asiento con la cabeza.
Se sienta a mi lado. Se ha afeitado y se ha puesto un
pantalón, una camisa y una corbata. Ya no parece mi padre. Ahora parece un
empleado de un banco, o de una oficina. No está mal por eso, me digo, y
enseguida aparto ese pensamiento de mi mente.
—¿Cada día es así? —le pregunto.
Coloca una tostada en un plato y la cubre de mantequilla.
—Más o menos —dice—. ¿Quieres? —Niego con la cabeza y le da
un bocado—. Eres capaz de retener información mientras estás despierta, pero
cuando te duermes, la mayor parte de esa información desaparece. ¿Está bien el
café?
Le digo que sí y me coge el álbum.
—Es una especie de álbum de recortes —explica, abriéndolo—.
Hace unos años hubo un incendio y perdimos muchas fotos y objetos, pero todavía
quedan algunas cosas aquí dentro. —Señala la primera hoja—. Este es tu título
universitario, y aquí sales en la ceremonia de tu graduación. —Miro el lugar
donde ha posado el dedo. Estoy sonriendo, deslumbrada por el sol, y llevo
puesta una toga negra y un sombrero de fieltro con una borla dorada. Detrás hay
un hombre con traje y corbata mirando hacia otro lado.
—¿Eres tú? —le pregunto.
Sonríe.
—No. Yo me gradué más tarde. En esta foto todavía estaba
estudiando. Química.
Levanto la vista.
—¿Cuándo nos casamos?
Se vuelve hacia mí y toma mi mano entre las suyas.
Acostumbrada, supongo, a la suavidad de unas manos jóvenes, me sorprende la
aspereza de su piel.
—Un año después de que te sacaras el doctorado. Llevábamos
varios años saliendo juntos pero querías, queríamos, esperar a que terminaras
los estudios.
Tiene sentido, pienso, aunque se me antoja una postura
demasiado prudente. Me pregunto si realmente deseaba casarme con él.
Como si me hubiera leído el pensamiento, dice:
—Estábamos muy enamorados. —Y añade—: Todavía lo estamos.
No sé qué contestar. Sonrío. Bebe un sorbo de café antes de
devolver la mirada al álbum que sostiene en el regazo. Pasa algunas páginas.
—Estudiaste filología inglesa —dice—. Después de doctorarte
hiciste algunos trabajillos, cosas sueltas. De secretaria, de comercial. Creo
que no sabías muy bien a qué querías dedicarte. Yo me licencié y me formé como
profesor. Durante algunos años no lo tuvimos fácil, pero finalmente me
ascendieron y vinimos a parar aquí.
Contemplo la sala. Es elegante, agradable. Insulsamente
convencional. Sobre la chimenea pende la foto enmarcada de un bosque y el reloj
de la repisa está flanqueado por unas figuritas de porcelana. Me pregunto si
intervine en la decoración.
Ben sigue hablando.
—Enseño en un colegio de secundaria que hay cerca de aquí.
Ahora soy director de departamento. —Lo dice sin el menor atisbo de orgullo.
—¿Y yo? —pregunto, pese a saber que solo hay una respuesta
posible.
Me estrecha la mano.
—Después del accidente tuviste que dejar de trabajar. No
haces nada. —Probablemente percibe mi decepción—. No lo necesitas. Gano un buen
sueldo. Nos las apañamos bien.
Cierro los ojos y me llevo una mano a la frente. Todo esto
me supera y quiero que calle. Tengo la sensación de que solo puedo procesar una
cantidad dada de información y que si sigue añadiendo datos estallaré.
«Entonces, ¿qué hago en todo el día?», quiero preguntarle,
pero no lo hago, porque temo la respuesta.
Termina la tostada y se lleva la bandeja a la cocina. Cuando
regresa lleva puesto un abrigo.
—Debo irme a trabajar —dice.
Noto que me pongo tensa.
—No te preocupes, estarás bien —añade—. Te llamaré, te lo
prometo. No olvides que hoy es igual que los demás días. Estarás bien.
—Pero… —empiezo.
—Lo siento, he de irme —dice—. Pero antes te enseñaré
algunas cosas que podrías necesitar.
En la cocina me muestra qué artículos van en qué alacenas y
señala algunas sobras que hay en la nevera y que puedo comer al mediodía, y una
pizarra blanca atornillada a la pared, con un cordel del que cuelga un
rotulador negro.
—A veces te dejo mensajes aquí —dice. Veo que ha escrito la
palabra «Viernes» con mayúsculas cuidadas y uniformes y, debajo, las palabras
«¿Colada?» «¿Paseo?» «(¡Coger teléfono!)» «¿TV?». Debajo de la palabra «Comida»
ha anotado que queda algo de salmón en la nevera y añadido la palabra
«¿Ensalada?». Por último ha escrito que regresará en torno a las seis—. También
tienes una agenda, en el bolso —continúa—. En la última página encontrarás
anotados algunos números de teléfono importantes y nuestra dirección, por si te
pierdes. Y tienes un móvil…
—¿Un qué? —digo.
—Un teléfono sin cable. Puedes utilizarlo en cualquier
lugar, fuera de casa, donde quieras. Lo tienes en el bolso. Asegúrate de
llevarlo encima si sales.
—De acuerdo —digo.
—Bien. —Salimos al recibidor y recoge una cartera de cuero
gastado que hay junto a la puerta—. Entonces, me marcho.
—Vale. —No sé qué más decir. Me siento como una niña a la
que dejan sola en casa mientras sus padres se van a trabajar. «No toques nada»,
me imagino que dice. «No olvides tomarte la medicina.»
Se acerca y me da un beso en la mejilla. No se lo impido
pero tampoco le devuelvo el beso. Justo cuando se dispone a abrir la puerta se
detiene.
—¡Por cierto, casi lo olvidaba! —exclama, volviéndose de
nuevo hacia mí. De pronto su voz suena forzada, su entusiasmo exagerado. Se
está esforzando por sonar natural, pero es evidente que lleva rato dando
vueltas a lo que se dispone a decir.
Al final no es tan malo como temía.
—Esta tarde nos vamos de fin de semana —dice—. Es nuestro
aniversario y se me ocurrió reservar algo. ¿Te parece bien?
Asiento con la cabeza.
—Sí —digo.
Sonríe. Parece aliviado.
—Algo diferente, ¿sí? Un poco de aire marino nos hará bien.
—Se da la vuelta y abre la puerta—. Te telefonearé más tarde para ver cómo lo
llevas.
—Sí, por favor.
—Te quiero, Christine —me dice—. Nunca olvides eso.
Cierra la puerta tras de sí y giro sobre mis talones. Entro
de nuevo en la casa.
* * *
Más tarde, media mañana. Me siento en un sillón. Los platos
están fregados y cuidadosamente apilados en el escurridor, la colada en la
lavadora. He estado manteniéndome ocupada.
Ahora, no obstante, me noto vacía. Lo que Ben dijo es
cierto. No tengo memoria. Ninguna. No hay una sola cosa en esta casa que
recuerde haber visto antes. Ni una sola fotografía —ni en el espejo ni en el
álbum— que recuerde cuándo fue hecha. Tampoco puedo recordar un solo momento
con Ben, exceptuando los que hemos vivido desde que nos vimos esta mañana.
Tengo la mente completamente vacía.
Cierro los ojos, trato de concentrarme en algo. En lo que
sea. Ayer. La última Navidad. Cualquier Navidad. Mi boda. No encuentro nada.
Me levanto y recorro la casa, habitación por habitación.
Despacio. Deslizándome como un espectro, dejando que mi mano roce las paredes,
las mesas, el respaldo de los muebles, pero sin llegar a tocarlos. ¿Cómo he
llegado a esta situación?, pienso. Contemplo las moquetas, las alfombras
estampadas, las figuritas de porcelana sobre la repisa de la chimenea, los
platos decorativos expuestos en los estantes del comedor. Intento convencerme
de que todo esto es mío. Todo. Mi casa, mi marido, mi vida. Pero en realidad no
me pertenecen, no forman parte de mí. Abro el ropero del dormitorio y veo una
hilera de ropa cuidadosamente colgada que no reconozco. Parecen versiones
huecas de una mujer a la que no conozco, una mujer por cuyo hogar estoy
deambulando, cuyo jabón y champú he utilizado, cuya bata me he quitado y cuyas
zapatillas ahora calzo. Se esconde de mí como una presencia fantasmal, distante
e intocable. Esta mañana elegí mi ropa interior con sentimiento de culpa,
rebuscando en el barullo de bragas y medias como si temiera ser descubierta. Se
me cortó la respiración cuando hallé bragas de seda y encaje en el fondo del
cajón, prendas adquiridas para ser admiradas. Tras dejarlas donde las había
encontrado, escogí unas bragas celeste con un sujetador a juego y, a
continuación, me puse unos calcetines finos, un pantalón y una blusa.
Hecho esto, me senté frente al tocador para estudiar mi cara
en el espejo, abordando mi reflejo con cautela. Contemplé las líneas de la
frente, los pliegues bajo los ojos. Sonreí y observé mis dientes, las arrugas
que se congregaban en las comisuras de los labios, las patas de gallo que
asomaban en las sienes. Reparé en las manchas de la piel, y particularmente en
una en la frente que parecía los restos de un moretón. Encontré maquillaje y me
puse un poco. Unos polvos ligeros, un toque de colorete. Imaginé a una mujer
—mi madre, comprendo ahora— haciendo lo mismo, llamándolo su «pintura de
guerra», y mientras me secaba el carmín con un pañuelo de papel y guardaba el
rímel, el término me pareció adecuado. Tenía la sensación de estar preparándome
para una batalla.
Mandándome al colegio. Poniéndome su maquillaje. Traté de
imaginarme a mi madre haciendo otras cosas, lo que fuera. Nada. Solo veía
vacío, vastas lagunas entre diminutas islas de memoria, años enteros de
vacuidad.
Ahora estoy en la cocina, abriendo alacenas: bolsas de
pasta, paquetes de un arroz denominado arborio, latas de frijoles. Comida que
no reconozco. Recuerdo comer tostadas con queso, bolsas de pescado para
microondas, sándwiches de carne en conserva. Saco una lata con una etiqueta que
reza «garbanzos» y un saquito de algo llamado cuscús. No sé qué son esas cosas,
y aún menos cómo cocinarlas. ¿Cómo consigo entonces ejercer de esposa?
Contemplo la pizarra blanca que Ben me ha mostrado antes de
irse. Tiene un color gris sucio. Multitud de palabras han sido anotadas en
ella, y borradas, reemplazadas, corregidas, dejando cada una su huella. Me pregunto
qué encontraría si pudiera ir hacia atrás y descifrar cada capa, si me fuera
posible hurgar en mi pasado de ese modo, pero caigo en la cuenta de que, aunque
fuera posible, de nada me serviría. Estoy segura de que solo encontraría
mensajes y listas de cosas que comprar y tareas que realizar.
¿A esto se reduce realmente mi vida?, pienso. ¿Esto es
cuanto soy? Cojo el rotulador y escribo otra nota en la pizarra: «Preparar la
bolsa para esta noche.» Un pobre recordatorio, pero por lo menos lo he escrito
yo.
Oigo algo. Una melodía que sale de mi bolso. Lo abro y vacío
el contenido sobre el sofá. Un monedero, pañuelos de papel, bolígrafos, una
barra de labios. Una polvera, un recibo de dos cafés. Una agenda de apenas diez
centímetros por diez con un dibujo floral en la tapa y un lápiz en las anillas.
Encuentro algo que imagino es el teléfono que Ben me
describió, una cosa pequeña, de plástico, con un teclado numérico que parece de
juguete. Está sonando y la pantalla parpadea. Pulso un botón con la esperanza
de que sea el correcto.
—¿Diga? —pregunto.
La voz que responde no es la de Ben.
—¿Christine? —dice—. ¿Eres Christine Lucas?
No quiero responder. Mi apellido me resulta tan ajeno como
mi nombre. Siento que el poco suelo firme que había conseguido reunir desaparece
de nuevo y es sustituido por arenas movedizas.
—¿Estás ahí, Christine?
¿Quién puede ser? ¿Quién sabe dónde estoy, quién soy? Caigo
en la cuenta de que podría ser cualquiera. El pánico se adueña de mí. Mi dedo
titubea sobre el botón que pondrá fin a la llamada.
—¿Christine? Soy yo, el doctor Nash. Responde, por favor.
El nombre no me dice nada, pero de todos modos pregunto:
—¿Con quién hablo?
La voz adopta otro tono. ¿De alivio?
—Soy el doctor Nash —dice—. Tu médico.
Otra oleada de pánico.
—¿Mi médico? —digo. «No estoy enferma», quiero añadir, pero
hasta eso ignoro. Noto que la cabeza empieza a darme vueltas.
—Tu médico. Pero no tienes de qué preocuparte, solo hemos
estado trabajando con tu memoria. No te pasa nada.
Reparo en el tiempo verbal que ha utilizado. Hemos estado.
He aquí, por tanto, otra persona de la que no me acuerdo.
—¿De qué manera? —pregunto.
—Estoy intentando ayudarte a mejorar —me explica—. Tratando
de averiguar qué ha provocado exactamente tus problemas de memoria y si hay
algo que podamos hacer al respecto.
Lo que dice tiene sentido, pero de pronto me asalta una
duda. ¿Por qué no me habló Ben de este médico antes de marcharse a trabajar?
—¿Qué hemos estado haciendo? —le pregunto.
—Desde hace unos meses nos vemos un par de veces por semana,
más o menos.
No puedo creerlo. Otra persona a la que veo regularmente que
no ha dejado en mí impronta alguna.
«Pero yo no te conozco», quiero decirle. «Podrías ser
cualquiera.»
Sin embargo, no lo digo. Lo mismo podría decirse del hombre
con el que amanecí esta mañana, y resultó ser mi marido.
—No lo recuerdo —digo.
Suaviza el tono.
—No te preocupes, lo sé. —Si lo que dice es cierto,
significa que entiende mi situación. Me explica que nuestra próxima cita es
hoy.
—¿Hoy? —Pienso en lo que Ben me ha dicho esta mañana, en la
lista de tareas anotadas en la pizarra de la cocina—. Mi marido no me dijo nada
de una cita. —Me percato de que es la primera vez que utilizo ese término para
referirme al hombre con el que amanecí esta mañana.
Tras un breve silencio, el doctor Nash dice:
—Creo que Ben no sabe que nos estamos viendo.
Reparo en el hecho de que conoce el nombre de mi marido,
pero digo:
—¡Eso es ridículo! ¿Cómo no va a saberlo? ¡Me lo hubiera
dicho!
Oigo un suspiro.
—Christine, tienes que confiar en mí. Puedo explicártelo
todo cuando nos veamos. Estamos haciendo muchos progresos.
Cuando nos veamos. ¿Y cómo espera que hagamos eso? La idea
de salir a la calle sin Ben, o sin que él sepa dónde estoy o con quién, me
aterra.
—Lo siento —digo—. No puedo.
—Christine, esto es importante —dice—. Si consultas tu
agenda verás que lo que te digo es verdad. ¿La tienes ahí contigo? Debería
estar en tu bolso.
Cojo la agenda del sofá y observo, estupefacta, el año que
aparece impreso en la tapa con letras doradas. Dos mil siete. Veinte años más
tarde de lo que debería ser.
—Sí.
—Busca la fecha de hoy —dice—. Treinta de noviembre.
Deberías tener anotada nuestra cita.
No entiendo que pueda ser noviembre —mañana diciembre—, pero
así y todo paso las hojas, finas como el papel de seda, hasta llegar al día de
hoy. Encajado entre las páginas veo un trozo de papel. Escritas en él, con una
letra que no reconozco, están las palabras «30 de noviembre – cita con el Dr.
Nash» y, debajo, «No se lo cuentes a Ben». Me pregunto si Ben las ha leído, si
hurga en mis cosas.
Decido que no hay razón para que lo haga. Los demás días
están en blanco. Ni cumpleaños, ni salidas a cenar, ni fiestas. ¿Realmente esta
agenda describe mi vida?
—Así es —digo.
Me explica que pasará a recogerme, que sabe dónde vivo y
llegará en una hora.
—Pero mi marido…
—No te preocupes, estaremos de vuelta mucho antes de que él
regrese del trabajo. Te lo prometo. Confía en mí.
El reloj de la repisa de la chimenea da la hora y me vuelvo
hacia él. Es un reloj clásico, una esfera grande dentro de una caja de madera,
con los números romanos. Marca las once y media. Al lado hay una llavecita de
plata para darle cuerda, lo que supongo que Ben se acuerda de hacer cada noche.
Casi parece lo bastante viejo para ser antiguo, y me pregunto cómo llegó
semejante reloj a nuestras manos. Tal vez no tenga historia, o por lo menos una
historia con nosotros, tal vez lo vimos un día en una tienda o en un mercado y
le gustó a uno de los dos. Probablemente a Ben, me digo. Caigo en la cuenta de
que no me gusta.
Le veré solo esta vez, pienso. Y esta noche, cuando Ben
llegue a casa, se lo contaré. No puedo creer que le esté ocultando algo así.
Con lo mucho que dependo de él.
La voz del doctor Nash, sin embargo, me resulta extrañamente
familiar. A diferencia de Ben, no lo siento como un completo desconocido. A
diferencia de Ben, me cuesta menos creer que nos hemos visto antes.
«Estamos haciendo muchos progresos», ha dicho. Necesito
saber a qué progresos se refiere.
—De acuerdo —digo.
* * *
Cuando llega, el doctor Nash propone que salgamos a tomar un
café.
—¿Tienes sed? —me pregunta—. No tiene mucho sentido que
vayamos hasta la consulta. En realidad, hoy solo quiero hablar.
Asiento con la cabeza y le digo que sí. A su llegada yo me
encontraba en el dormitorio, y le observé mientras estacionaba y cerraba el
coche, se mesaba el pelo, se alisaba la cazadora y recogía la cartera. No es
él, pensé cuando le vi saludar con la cabeza a unos obreros que estaban
descargando herramientas de una furgoneta, pero entonces echó a andar hacia
nuestra casa. Parecía joven —demasiado joven para ser médico— y aunque ignoro
qué ropa había esperado que vistiera, no era la cazadora y el pantalón de pana
gris que llevaba puestos.
—Al final de esta calle hay un parque —me dice—. Creo que
dentro hay una cafetería. Podríamos ir allí.
Nos ponemos en camino. Hace un frío cortante y me ciño la
bufanda al cuello. Me alegro de llevar en el bolso el móvil que Ben me ha dado.
Y de que el doctor Nash no haya insistido en coger el coche. Una pequeña parte
de mí confía en este hombre, pero otra parte, mayor, me dice que podría ser
cualquiera. Un desconocido.
Soy una mujer adulta pero frágil. Sería muy fácil para este
hombre llevarme a un lugar recóndito, aunque ignoro con qué intenciones. Soy
vulnerable como una niña.
Llegamos a la calzada que separa el final de la calle del
parque que hay delante y aguardamos para cruzar. El silencio entre nosotros es
agobiante. Había decidido esperar a que estuviéramos sentados para empezar a
hablar, pero me descubro preguntándole:
—¿Qué clase de médico eres? ¿A qué te dedicas? ¿Cómo diste
conmigo?
Se vuelve hacia mí.
—Soy neuropsicólogo —responde con una sonrisa. Me pregunto
si le hago la misma pregunta cada vez que nos vemos—. Estoy especializado en
pacientes con trastornos cerebrales y me interesan especialmente las nuevas
técnicas de neuroimagen funcional. Desde hace mucho tiempo mi interés se
centra, sobre todo, en el proceso y el funcionamiento de la memoria. Leí sobre
tu caso en artículos relacionados con el tema y te seguí la pista. No me costó
mucho encontrarte.
Un coche dobla por una esquina y avanza hacia nosotros.
—¿Artículos?
—Sí. Se han escrito un par de estudios sobre tu caso. Me
puse en contacto con el centro donde te estaban tratando antes de que volvieras
a casa.
—¿Por qué? ¿Por qué querías encontrarme?
Sonríe.
—Porque pensaba que podía ayudarte. Llevo tiempo trabajando
con pacientes con problemas de esta índole. Creo que se les puede ayudar,
aunque precisan más atención que la acostumbrada hora semanal. Tenía algunas
ideas sobre cómo lograr ciertas mejoras y deseaba ponerlas en práctica. —Hace
una pausa—. Además, estoy escribiendo un artículo sobre tu caso. La obra
definitiva sobre el tema, podría decirse. —Empieza a reír, pero se interrumpe
bruscamente al ver que no me uno a él. Carraspea—. Tu caso es raro. Creo que es
posible descubrir mucho más sobre cómo funciona la memoria de lo que ya
sabemos.
El coche pasa y cruzamos. Noto que empiezo a inquietarme, a
ponerme tensa. «Trastornos cerebrales.» «Investigación.» «Seguirte la pista.»
Trato en vano de respirar, de relajarme. En estos momentos soy dos personas
dentro de un mismo cuerpo; una mujer de cuarenta y siete años serena y educada,
consciente de cómo debe comportarse, y una joven de veintipocos que no para de
gritar. No puedo decidir cuál de ellas soy, pero como el único ruido que oigo
es el murmullo distante del tráfico y el griterío de los niños que juegan en el
parque, imagino que soy la primera.
Ya en el otro lado me detengo y digo:
—¿Qué está pasando aquí? Esta mañana me despierto en una
casa que no conozco pero donde se supone que vivo, tumbada junto a un hombre al
que no conozco pero que me asegura que lleva años casado conmigo, y tú pareces
saber más cosas de mí que yo misma.
Asiente lentamente con la cabeza.
—Sufres amnesia —dice, posando una mano en mi brazo—. Desde
hace mucho tiempo. No puedes retener recuerdos nuevos, por lo que has olvidado
gran parte de lo que te ha sucedido a lo largo de toda tu vida adulta. Cada día
te despiertas como si fueras una mujer joven. Algunos días te despiertas como
si fueras una niña.
En cierto modo, suena peor aún viniendo de él. De un médico.
—Entonces, ¿es cierto?
—Me temo que sí. El hombre de la casa es tu marido. Ben.
Llevas muchos años casada con él, desde mucho antes de que comenzara tu
amnesia. —Asiento con la cabeza—. ¿Seguimos?
Digo que sí y entramos en el parque. Lo rodea un sendero y
tiene una zona de juegos cerca de una caseta de la que veo salir a gente con
bandejas. Nos dirigimos a ella y me instalo en una de las mesas de formica
desconchada mientras el doctor Nash se dirige a la barra.
Regresa con dos tazas de plástico llenas de café cargado, el
mío solo, el suyo con leche. Se sirve azúcar de un cuenco que descansa sobre la
mesa y no me ofrece, y es ese detalle, más que cualquier otro, el que me
convence de que nos hemos visto con anterioridad. Levanta la vista y me
pregunta qué me ha pasado en la frente.
—¿En la…? —digo, hasta que recuerdo el moretón que vi en
ella esta mañana. El maquillaje, al parecer, no ha conseguido taparlo—. ¿Esto?
No lo sé. Supongo que no es nada. No me duele.
No responde. Remueve su café.
—¿De modo que mi esposo se ocupa de mí en casa? —le
pregunto.
Levanta la vista.
—Sí, aunque al principio tu estado era tan grave que necesitabas
una persona pendiente de ti las veinticuatro horas del día. Ben no ha podido
ocuparse de ti él solo hasta hace poco.
De modo que mi estado actual constituye un avance. Me alegro
de no poder recordar los tiempos en que estuve peor que ahora.
—Debe de quererme mucho —digo, más para mí que para Nash.
Asiente. Se hace un silencio. Bebemos café.
—Sí, supongo que sí.
Sonrío y bajo la mirada hacia las manos que sostienen la
taza, hacia la alianza de oro, las uñas cortas, las piernas, educadamente
cruzadas. No reconozco mi propio cuerpo.
—¿Por qué no sabe mi marido que te estoy viendo? —le
pregunto.
Suspira y cierra los ojos.
—Voy a ser franco contigo —dice, uniendo las palmas de las
manos e inclinándose hacia delante—. Desde el principio te pedí que no se lo
contaras.
Una punzada de miedo me recorre por dentro, casi como un
eco. Sin embargo, el doctor Nash no me parece un hombre del que deba
desconfiar.
—Continúa —digo. Quiero creer que puede ayudarme.
—En el pasado, muchos médicos, psiquiatras y psicólogos os
han expresado a ti y a Ben su deseo de trabajar con vosotros, pero Ben siempre
se ha mostrado muy reacio a permitir que veas a tales profesionales. Ha dejado
muy claro que ya recibiste un tratamiento exhaustivo en su momento y que nada
se consiguió salvo aumentar tu angustia. Como es lógico, quiere ahorrarte, y
ahorrarse, más decepciones.
Claro, no quiere que me haga ilusiones.
—¿Y lograste convencerme de que nos viéramos a sus espaldas?
—Ajá. Primero se lo planteé a Ben. Hablamos por teléfono. Le
propuse que nos viéramos en persona para poder explicarle lo que podía
ofrecerte, pero no quiso, de modo que me puse directamente en contacto contigo.
Otra punzada de miedo.
—¿Cómo? —digo.
Mira su taza.
—Fui a verte. Esperé a que salieras de tu casa y me presenté.
—¿Y yo accedí a verte así, sin más?
—Al principio, no. Tuve que convencerte de que podías
confiar en mí. Te propuse que nos viéramos aunque solo fuera una vez y, a ser
posible, sin que Ben estuviera al corriente. Te dije que te explicaría por qué
quería que nos viéramos y lo que creía que podía ofrecerte.
—Y yo me mostré de acuerdo…
Levanta la vista.
—Sí. Te dije que después de la primera visita la decisión de
contárselo o no a Ben sería tuya y solo tuya, pero que si decidías no
contárselo te telefonearía para recordarte nuestras citas.
—Y decidí no contárselo.
—Exacto. Dijiste que querías esperar a que hiciéramos
algunos progresos. Pensabas que era lo mejor.
—¿Y ha sido así?
—¿Qué?
—¿Hemos hecho progresos?
Bebe otro sorbo de café y deja la taza sobre la mesa.
—Creo que sí, aunque son difíciles de cuantificar con
precisión. Durante las últimas semanas parece que te han venido multitud de
recuerdos, muchos de ellos, que sepamos nosotros, por primera vez. Y hay
ciertas realidades de las que ahora eres consciente con más frecuencia que
antes. Por ejemplo, hay días que te despiertas recordando que estás casada. Y…
Se interrumpe.
—¿Y? —digo.
—Creo que estás ganando independencia.
—¿Independencia?
—Ajá. Ya no dependes tanto de Ben. Ni de mí.
Eso es todo, pienso. Ese es el progreso del que está
hablando. Independencia. Quizá se refiera a que puedo ir a una tienda o a una
biblioteca sin un acompañante, aunque en estos momentos no estoy segura ni de
eso. En cualquier caso, todavía no he hecho los progresos suficientes para
poder mostrárselos orgullosamente a mi marido. Ni siquiera los progresos
suficientes para poder despertarme todos los días recordando que tengo un
marido.
—¿Eso es todo?
—Es importante —responde—. No lo subestimes, Christine.
No respondo. Bebo café y miro a mi alrededor. La cafetería
está casi vacía. Se oyen voces procedentes de una pequeña cocina situada en la
parte de atrás, el burbujeo esporádico de una tetera alcanzando su punto de
ebullición, la algarabía de niños jugando a lo lejos. Me cuesta creer que este
lugar se encuentre tan cerca de mi casa y no recuerde haber estado antes aquí.
—Afirmas que llevamos semanas viéndonos —digo al doctor
Nash—. ¿Qué hemos estado haciendo?
—¿Recuerdas algo de nuestras sesiones anteriores? ¿Por
pequeño que sea?
—No, nada. Por lo que a mí respecta, hoy es la primera vez
que nos vemos.
—Perdona la pregunta pero, como ya he dicho, a veces te
vienen recuerdos repentinos. Unos días pareces saber más cosas que otros.
—Hay algo que no entiendo —digo—. No recuerdo haberte visto
antes, tampoco lo que ocurrió ayer, anteayer o el año pasado, y sin embargo
recuerdo cosas de muchos años atrás. Recuerdo mi infancia. A mi madre. Recuerdo
vagamente mi época universitaria. No entiendo cómo han podido sobrevivir esos
viejos recuerdos cuando todo lo demás se ha esfumado.
El doctor Nash asiente durante toda la pregunta. No me cabe
duda de que la ha oído otras veces. Seguro que le pregunto lo mismo cada
semana. Seguro que cada semana tenemos la misma conversación.
—La memoria es un fenómeno complejo —explica—. Los seres
humanos tenemos una memoria a corto plazo, capaz de almacenar hechos e
información durante más o menos un minuto, y una memoria a largo plazo. En la
memoria a largo plazo podemos almacenar una enorme cantidad de información y
retenerla durante un período de tiempo indefinido. Actualmente sabemos que
estas dos funciones las controlan partes del cerebro diferentes, las cuales
tienen entre sí algunas conexiones neuronales. También existe una parte del
cerebro que, por lo visto, se encarga de recoger recuerdos efímeros, a corto
plazo, y codificarlos como recuerdos a largo plazo para que los recordemos
mucho después.
Habla con fluidez, con rapidez, como si ahora estuviera en
terreno conocido. Supongo que hubo un tiempo en que yo también hablaba así,
segura de mí misma.
—Existen dos tipos fundamentales de amnesia —prosigue—. En
el más corriente, la persona no puede recordar acontecimientos pasados, siendo
los más recientes los más afectados. Por ejemplo, si una persona sufre un
accidente de moto, puede que no recuerde el accidente en sí, o los seis meses
anteriores al mismo, pero sí todo lo demás.
Asiento.
—¿Y el otro?
—El otro es menos corriente —dice—. A veces la persona es
incapaz de transferir recuerdos del almacén a corto plazo al almacén a largo
plazo. La gente que padece esta amnesia vive en el momento presente, solo puede
recordar el pasado más inmediato y durante poco tiempo.
Calla, como si esperara de mí una réplica. Como si cada uno
de nosotros tuviera unas frases concretas, como si hubiéramos ensayado esta
conversación muchas veces.
—¿Y yo tengo ambas cosas? —pregunto—. ¿La pérdida de viejos
recuerdos y la incapacidad de formar recuerdos nuevos?
Se aclara la garganta.
—Por desgracia, sí. No es algo frecuente, pero puede
ocurrir. Lo que hace, no obstante, que tu caso sea tan particular es el patrón
de tu amnesia. Normalmente no tienes un recuerdo constante de nada de lo
sucedido desde tu primera infancia pero, por otro lado, pareces procesar los
recuerdos nuevos de una manera con la que nunca antes me había topado. Si ahora
mismo me marchara de aquí y regresara dentro de dos minutos, la mayoría de la
gente con amnesia anterógrada no recordaría haberme visto antes, y aún menos
hoy. Tú, en cambio, pareces recordar largos períodos de tiempo, de hasta
veinticuatro horas, que luego olvidas. Se trata de algo bastante insólito. Para
serte franco, resulta incomprensible, teniendo en cuenta cómo funciona la
memoria. Sugiere que eres perfectamente capaz de transferir cosas del almacén a
corto plazo al almacén a largo plazo. No entiendo por qué no puedes retenerlas.
Quizá tenga una vida rota, pero al menos está rota en
pedazos lo bastante grandes como para mantener una apariencia de independencia.
Supongo que debería considerarme afortunada.
—¿Por qué? —digo—. ¿Qué ha provocado mi amnesia?
No responde. El silencio se adueña de la cafetería. El aire
está quieto, pegajoso. Cuando el doctor Nash vuelve a hablar, las paredes
parecen devolver el eco de sus palabras.
—Muchas cosas pueden provocar un trastorno de la memoria
tanto a largo como a corto plazo. Una enfermedad, un trauma, el consumo de
drogas. La naturaleza exacta del trastorno varía según la parte del cerebro
afectada.
—Vale, pero ¿cuál es la causa de mi trastorno?
Me mira durante un largo instante.
—¿Qué te ha contado Ben?
Rememoro nuestra conversación en el dormitorio. «Un
accidente», dijo. «Un accidente grave.»
—No mucho —contesto—. En realidad nada concreto, solo que
tuve un accidente.
—Sí —dice mientras coge su cartera del suelo—. Tu amnesia
fue provocada por un trauma. Al menos en parte. —Abre la cartera y saca un
cuaderno. Me pregunto si va a consultar sus apuntes, pero en lugar de eso lo
empuja hacia mí—. Quiero que tengas esto —dice—. Te lo explicará todo mejor que
yo. Lo que te ha provocado la amnesia, sobre todo, pero también otras cosas.
Lo levanto. Está forrado de piel marrón y rodeado por una
cinta elástica. Retiro la cinta y lo abro por una hoja al azar. El papel es
grueso, con tenues renglones y un margen de color rojo, y una letra apretada
llena sus páginas.
—¿Qué es? —digo.
—Un diario —responde—. Un diario que llevas varias semanas
escribiendo.
Le miro sin comprender.
—¿Un diario? —Me pregunto por qué lo tiene él.
—Sí. Una relación de lo que hemos estado haciendo últimamente.
Yo te pedí que lo escribieras. Hemos estado trabajando mucho en intentar
descubrir cómo actúa exactamente tu memoria y pensé que llevar un registro de
lo que hacemos podría ayudarte.
Contemplo el cuaderno.
—¿Todo esto lo he escrito yo?
—Sí. Te pedí que escribieras lo que te apeteciera. Muchos
amnésicos han probado técnicas similares, pero por lo general no resultan todo
lo útiles que cabría esperar debido a su escaso margen de memoria. Tú, en
cambio, eres capaz de recordar cosas a lo largo de todo un día, así que pensé
que sería una buena idea que las anotaras en un cuaderno por la noche. Se me
ocurrió que eso podría ayudarte a intentar seguir el hilo de tus recuerdos de
un día para otro. Además, creo que la memoria es algo que podría funcionar como
un músculo, algo que puede fortalecerse mediante el ejercicio.
—¿Y tú has estado leyéndolo sobre la marcha?
—No. Has estado escribiéndolo en privado.
—Pero ¿cómo…? —empiezo. Entonces digo—: ¿Ben ha estado
recordándome que escribiera?
El doctor Nash sacude la cabeza.
—Te propuse que lo mantuvieras en secreto. Has estado
escondiéndolo en casa. Y yo he estado llamándote para decirte dónde lo tenías
escondido.
—¿Cada día?
—Más o menos.
—¿No ha sido Ben?
Hace una pausa antes de contestar.
—No. Ben no lo ha leído.
Me pregunto por qué no, qué puede contener este diario que
no quiero que mi marido vea. ¿Qué secretos puedo tener? Secretos que ni yo
misma conozco.
—¿Lo has leído tú?
—Me lo diste hace unos días —contesta—. Dijiste que querías
que lo leyera, que había llegado el momento.
Contemplo el cuaderno. Estoy nerviosa. Un diario. Una
conexión con un pasado perdido, bien que reciente.
—¿Lo has leído todo?
—Casi todo. Creo que he leído lo más importante. —Calla y
desvía la mirada al tiempo que se rasca la nuca. Creo que está incómodo. Me
pregunto si está diciendo la verdad. Me pregunto qué contiene el cuaderno.
Apura su café y dice—: Quiero que sepas que no te obligué a que me dejaras
leerlo.
Asiento y termino mi café en silencio mientras paso las
hojas del cuaderno. En el reverso de la tapa hay varias fechas anotadas.
—¿Qué son? —pregunto.
—Los días que nos hemos visto y los días que tenemos
previsto vernos. Hemos ido fijándolos sobre la marcha. Yo te llamo para
recordártelo y pedirte que mires en tu diario.
Pienso en la nota amarilla metida entre las hojas de mi
agenda.
—¿Pero hoy?
—Hoy yo tenía tu diario, de modo que escribimos la fecha en
un papel.
Asiento con la cabeza y hojeo el resto del cuaderno. Está
escrito con una letra apretada que no reconozco. Hojas y hojas. Días y días de
trabajo.
Me pregunto de dónde he sacado el tiempo, entonces pienso en
la pizarra de la cocina y la respuesta es obvia: no tenía nada mejor que hacer.
Vuelvo a dejar el cuaderno sobre la mesa. Un joven con
tejanos y camiseta entra y nos mira antes de pedir una bebida e instalarse en
una mesa con el periódico. No me mira una segunda vez y mi mujer de veinte años
se ofende. Me siento invisible.
—¿Vamos? —sugiero.
Regresamos por el mismo camino. El cielo se ha cubierto y en
el aire flota una neblina fina. Noto la humedad del suelo bajo los pies, como
si caminara sobre arenas movedizas. En la zona de juegos vislumbro un tiovivo
que gira lentamente pese a ir vacío.
—No solemos reunirnos aquí, ¿verdad? —digo cuando alcanzamos
la calle—. En esa cafetería, quiero decir.
—No. Normalmente nos vemos en mi consulta, donde hacemos
ejercicios y pruebas.
—Entonces, ¿por qué hemos venido hoy aquí?
—Porque en realidad solo quería devolverte el cuaderno. Me
inquietaba que no lo tuvieras.
—¿He acabado por depender de él? —pregunto.
—En cierto modo, sí.
Cruzamos la calle y ponemos rumbo a la casa que comparto con
Ben. Diviso el coche del doctor Nash, todavía aparcado donde lo dejó, el
diminuto jardín frente a nuestra ventana, el caminito y los pequeños arriates
de flores. Todavía no puedo creer que viva aquí.
—¿Quieres pasar? —digo—. ¿Te apetece otro café?
Sacude la cabeza.
—No, gracias, debo irme. Julie y yo tenemos planes para esta
tarde.
Se queda mirándome unos instantes. Reparo en su pelo, corto
y con la raya al lado, en la forma en que una de las rayas verticales de su
camisa choca con una raya horizontal de su jersey. Caigo en la cuenta de que
apenas tiene unos años más de los que yo creía tener esta mañana cuando me
desperté.
—¿Julie es tu esposa?
Sonríe y menea la cabeza.
—No, mi novia. Bueno, mi prometida. Siempre se me olvida que
nos hemos prometido.
Sonrío. Es la clase de detalles que yo debería recordar, me
digo. Las pequeñas cosas. Tal vez sean esas trivialidades las que he estado
anotando en mi cuaderno, esos pequeños ganchos de los que pende toda una vida.
—Felicidades —le digo, y me da las gracias.
Tengo la sensación de que debería hacerle más preguntas, de
que debería mostrar más interés, pero sería una pérdida de tiempo. Todo lo que
me cuente ahora lo habré olvidado para cuando me despierte mañana. Hoy es todo
lo que tengo.
—Debo entrar —digo—. Ben y yo nos vamos de fin de semana. A
la costa. He de preparar la bolsa…
Sonríe.
—Adiós, Christine. —Hace ademán de marcharse pero se vuelve
de nuevo hacia mí—. En la primera página de tu diario tienes anotados mis
números de teléfono. Llámame si quieres volver a verme. Para continuar con tu
tratamiento, quiero decir. ¿De acuerdo?
—¿Si? —pregunto. Recuerdo mi diario, las citas que hemos
anotado entre hoy y final de año—. Pensaba que teníamos más días reservados.
—Lo entenderás cuando leas tu diario —responde—. Lo
entenderás, te lo prometo.
—De acuerdo. —Me doy cuenta de que confío en él y eso me
alegra. Me alegra que mi marido no sea la única persona con la que puedo
contar.
—La decisión es tuya, Christine. Llámame cuando te parezca
oportuno.
—Lo haré.
Me dice adiós con la mano, sube a su coche mientras mira por
encima de su hombro y se aleja.
Me preparo una taza de café y la llevo a la sala de estar.
En la calle suenan unos pitidos, perforados de tanto en tanto por una
taladradora o un estallido de carcajadas, pero hasta eso se reduce a un leve
murmullo cuando me instalo en el sillón. El sol entra débilmente por los
visillos y siento su amortiguado calor en los brazos y los muslos. Saco el
diario del bolso.
Estoy nerviosa. Ignoro qué contiene este cuaderno. Qué
sorpresas. Qué golpes. Qué misterios. Vislumbro el álbum de recortes sobre la
mesita del café. Ese álbum encierra una versión de mi pasado, pero una versión
elegida por Ben. ¿Contiene otra el cuaderno que sostengo en mis manos? Lo abro.
La primera hoja no tiene renglones. En el centro he escrito
mi nombre con tinta negra. «Christine Lucas.» Me sorprende que no haya escrito
«¡Privado!» o «¡No lo abras!».
Pone algo más. Algo inesperado, aterrador. Más aterrador que
todo lo que he visto hoy. Ahí, debajo de mi nombre, escritas en mayúsculas con
tinta azul, hay cuatro palabras:
Pero no puedo hacer otra cosa que girar la página.
Y empezar a leer mi historia.
SEGUNDA PARTE
El diario de Christine Lucas
Viernes, 9 de noviembre
Me llamo Christine Lucas. Tengo cuarenta y siete años. Soy
amnésica. Estoy sentada en esta cama que no reconozco, escribiendo mi historia,
vestida con un camisón de seda que el hombre de abajo —que dice ser mi marido y
llamarse Ben— me compró, al parecer, por mi cuarenta y seis cumpleaños. La
habitación está en silencio e iluminada únicamente por el suave resplandor
anaranjado de la lámpara que descansa sobre la mesita de noche. Tengo la
sensación de estar flotando, suspendida en un círculo de luz.
He cerrado la puerta del dormitorio. Estoy escribiendo esto
en privado. En secreto. Puedo oír a mi marido en la sala de estar —el quedo
suspiro del sofá cuando se inclina hacia delante o se levanta, algún que otro
acceso de tos que ahoga educadamente—, pero si sube esconderé el cuaderno. Lo
guardaré debajo de la cama o de la almohada. No quiero que vea que estoy
escribiendo en él. No quiero verme obligada a contarle de dónde lo he sacado.
Miro el reloj de la mesita de noche. Son casi las once; debo
escribir deprisa. Imagino que pronto oiré apagarse el televisor, crujidos en el
parquet cuando Ben cruce la sala, el chasquido de un interruptor. ¿Entrará en
la cocina para hacerse un sándwich o servirse un vaso de agua o vendrá
directamente a la cama? Lo ignoro. No conozco sus rituales. Tampoco los míos.
Porque no tengo memoria. Según Ben, según el médico al que
vi esta tarde, esta noche, mientras duerma, mi mente borrará todo lo que he
hecho hoy. E igual que hoy me despertaré mañana. Pensando que soy joven.
Pensando que aún tengo por delante toda una vida llena de posibilidades.
Y descubriré, una vez más, que estoy equivocada. Que mis
elecciones ya han sido hechas. Que la mitad de mi vida ya ha quedado atrás.
* * *
El médico se llamaba Nash. Me telefoneó esta mañana, vino a
buscarme en coche y me llevó a su consulta. Me preguntó si me acordaba de él y
le dije que era la primera vez que lo veía; sonrió —sin malicia— y abrió la
tapa del ordenador que descansaba sobre su mesa.
Me puso una película. Un vídeo de él y de mí sentados con
otra ropa pero en las mismas sillas y en el mismo despacho. En el vídeo me
pasaba un lápiz y me pedía que dibujara formas en un folio, pero mirando por un
espejo para que todo apareciera del revés. No me resultaba fácil, pero al mirar
ahora el vídeo solo podía ver mis dedos arrugados y el centelleo de mi alianza
en la mano izquierda. Cuando hube terminado de dibujar, el médico se mostró
satisfecho. «Cada vez vas más deprisa», me decía en el vídeo, y añadía que en
algún lugar muy, muy profundo de mi mente debía de estar recordando los efectos
de mis semanas de entrenamiento aunque no recordara el entrenamiento en sí.
«Eso significa que tu memoria a largo plazo está funcionando en cierto grado»,
me decía. Yo sonreía, pero no parecía muy animada. La película terminaba ahí.
El doctor Nash cerró su ordenador. Dijo que llevábamos
varias semanas viéndonos, que sufro un severo trastorno de algo denominado
memoria episódica. Me explicó que eso significa que no puedo recordar sucesos o
detalles autobiográficos, y que normalmente se debe a algún tipo de problema
neurológico. Estructural o químico, dijo. O a un desequilibrio hormonal. Es un
trastorno muy poco corriente y, por lo visto, estoy gravemente afectada. Cuando
le pregunté cuán gravemente, me explicó que algunos días no puedo recordar más
allá de mi primera infancia. Pensé en esta mañana, cuando desperté sin un solo
recuerdo de mi vida adulta.
—¿Algunos días? —pregunté.
No contestó y, por su silencio, supe lo que en realidad
había querido decir: «La mayoría de los días».
Existen tratamientos para la amnesia persistente, explicó
—medicamentos, hipnosis—, pero la mayoría ya han sido probados.
—Pero tú, Christine, estás en la excepcional situación de
poder ayudarte a ti misma —concluyó.
Y cuando le pregunté por qué, me dijo que porque soy
diferente de la mayoría de los amnésicos.
—El patrón de tus síntomas sugiere que no has perdido tus
recuerdos definitivamente —prosiguió—. Puedes recordar cosas durante horas.
Hasta el momento en que te duermes. Puedes incluso dormitar y seguir recordando
cosas cuando te despiertas, siempre y cuando no hayas entrado en un sueño
profundo. Eso es muy raro. La mayoría de los amnésicos pierden sus recuerdos
nuevos cada pocos segundos…
—¿Y? —repuse.
Deslizó un cuaderno marrón por la mesa.
—Creo que sería una buena idea que reflejaras por escrito tu
tratamiento, tus sentimientos, todas las impresiones o recuerdos que te vengan.
Aquí.
Me incliné hacia delante y levanté el cuaderno. Tenía las
hojas en blanco.
¿A eso se reduce mi tratamiento?, pensé. ¿A escribir un
diario? Quiero recordar cosas, no limitarme a anotarlas.
Debió de percibir mi decepción.
—Por otro lado, confío en que el acto de escribir tus
recuerdos te lleve a recordar otras cosas —dijo—. Podría tener un efecto
acumulativo.
Callé unos instantes. ¿Cuáles eran realmente mis opciones?
Escribir un diario o quedarme para siempre como estaba.
—De acuerdo —acepté—. Lo haré.
—Bien. He anotado mis números de teléfono en la primera
hoja. Llámame si te sientes desconcertada.
Le cogí el cuaderno y le prometí que lo haría. Tras una
larga pausa, dijo:
—Últimamente hemos estado trabajando en tu primera infancia.
Mirando fotos. —No contesté. Sacó entonces una fotografía de la carpeta que
tenía delante—. Hoy me gustaría que echaras un vistazo a esta foto. ¿La
reconoces?
Era la fotografía de una casa. Al principio no me dijo
absolutamente nada, pero luego vi el escalón gastado que conducía a la puerta
de entrada. Era la casa donde había crecido, la casa donde creí haberme
despertado esta mañana. Me parecía diferente, en cierto modo menos real, pero
era ella, sin duda. Tragué saliva.
—Es la casa donde crecí —respondí.
Asintió con la cabeza y me dijo que casi todos mis primeros
recuerdos permanecen intactos. Me pidió que describiera el interior de la casa.
Le conté lo que recordaba: que la puerta daba directamente a
la sala de estar, que en la parte de atrás había un pequeño comedor, que se
pedía a las visitas que utilizaran el callejón que separaba nuestra casa de la
del vecino y entraran directamente por la cocina.
—¿Qué más? —quiso saber—. ¿Qué había arriba?
—Dos dormitorios —dije—. Uno daba a la parte de delante y el
otro a la parte de atrás. El baño y el retrete estaban al fondo, detrás de la
cocina. Formaban un anexo separado, hasta que los unieron al resto de la casa
mediante dos paredes de ladrillo y un tejado de plástico corrugado.
—¿Qué más?
Ignoraba qué estaba buscando.
—No estoy segura… —dije.
El doctor Nash me preguntó si recordaba algún detalle.
En ese momento me vino uno a la mente.
—Mi madre tenía un tarro donde ponía «Azúcar» —contesté—. Lo
utilizaba para guardar dinero y lo escondía en el estante superior de la despensa.
En ese estante también había mermeladas que ella misma preparaba. Recogíamos
moras en un bosque al que llegábamos en coche. No recuerdo dónde estaba. Los
tres nos adentrábamos en la espesura y recogíamos moras, bolsas y bolsas de
moras que luego mi madre hervía para hacer mermelada.
—Bien —dijo, asintiendo con la cabeza—. ¡Excelente! —Estaba
anotando cosas en la carpeta—. ¿Qué puedes decirme de estas?
Me puso delante otras dos fotos. En una aparecía una mujer a
la que, después de unos segundos, reconocí como mi madre, y en la otra aparecía
yo. Le dije lo que pude. Cuando hube terminado, las guardó.
—Muy bien. Has recordado más cosas de tu infancia de lo
habitual. Creo que ha sido gracias a las fotografías. —Hizo una pausa—. La
próxima vez me gustaría enseñarte algunas más.
Le dije que sí. Me pregunté cómo había conseguido esas
fotos, cuántas cosas sabía de mi vida que yo ignoraba.
—¿Puedo quedármela? —pregunté—. ¿La foto de mi antigua casa?
Sonrió.
—¡Por supuesto!
Me la tendió y la deslicé entre las hojas del cuaderno.
El doctor Nash me acompañó a casa en coche. Me había
explicado que Ben no sabe que nos estamos viendo, pero me dijo que me planteara
seriamente si deseaba contarle lo del diario.
—Puede que eso te inhiba —comentó—, que te frene a la hora
de escribir sobre ciertas cosas. Creo que es muy importante que sientas la
libertad de escribir lo que te apetezca. Además, puede que a Ben no le haga
gracia saber que has decidido probar otro tratamiento. —Guardó silencio—. Quizá
deberías esconderlo.
—¿Y cómo sabré que debo escribir en él? —pregunté. No
contestó. Se me ocurrió una idea—. ¿Me lo recordarás tú?
Me respondió que sí.
—Pero tienes que decirme dónde vas a esconderlo —dijo.
Estábamos frenando delante de una casa. Cuando el coche se detuvo caí en la
cuenta de que era mi casa.
—En el ropero —decidí—. Lo esconderé en el fondo del ropero.
—Buena idea —convino—. Pero esta noche, antes de acostarte,
tendrás que escribir. De lo contrario, mañana no será más que un cuaderno en
blanco. Ignorarás qué es.
Le prometí que así lo haría, que lo entendía. Bajé del
coche.
—Cuídate, Christine —dijo.
* * *
Ahora estoy sentada en la cama, esperando a mi marido.
Contemplo la foto de la casa donde crecí. Parece tan normal, tan familiar…
¿Cómo llegué desde allí hasta aquí?, pienso. ¿Qué ocurrió?
¿Cuál es mi historia?
El reloj de la sala de estar da la hora. Medianoche. Ben
está subiendo. Meteré este cuaderno en una caja de zapatos que he encontrado y
esconderé la caja en el ropero, exactamente donde le dije al doctor Nash. Mañana,
si me telefonea, seguiré escribiendo.
Sábado, 10 de noviembre
Estoy escribiendo esto a las doce del mediodía. Ben está
abajo, leyendo. Cree que estoy descansando, pero aunque me noto fatigada, no
estoy descansando. No tengo tiempo. He de escribir esto antes de que lo olvide.
He de escribir mi diario.
Consulto mi reloj y anoto la hora. Ben me ha propuesto que
esta tarde demos un paseo. Dispongo de poco más de una hora.
Esta mañana me desperté sin saber quién era. Abrí los ojos
esperando ver los cantos rectos de una mesita de noche y una lámpara amarilla.
Un armario achaparrado en un rincón de la habitación y las paredes forradas con
un suave estampado de helechos. Esperando oír a mi madre friendo tocino en la
cocina o a mi padre silbando en el jardín mientras podaba el seto. Esperando
que la cama donde yacía fuera individual, sin más compañía que un conejo de
peluche con una oreja arrancada.
No fue así. Estoy en el dormitorio de mis padres, pensé
entonces, pero me di cuenta de que no reconocía el espacio. La habitación me
resultaba del todo extraña. Me recosté de nuevo. Aquí pasa algo raro, pensé.
Aquí pasa algo muy, muy raro.
Para cuando bajé ya había visto las fotografías del espejo,
leído las leyendas. Ya sabía que no era una niña, ni siquiera una adolescente,
y ya había comprendido que el hombre al que podía oír preparando el desayuno y
silbando una melodía de la radio no era mi padre, ni un compañero de piso, ni
tan siquiera un novio, sino alguien llamado Ben, y que dicho alguien era mi
marido.
Me detuve frente a la puerta de la cocina, indecisa.
Asustada. Me disponía a verle la cara por primera vez. ¿Cómo será? ¿Tendrá el
mismo aspecto que en las fotos? ¿Estará más viejo, más gordo, más calvo? ¿Cómo
hablará? ¿Cómo se moverá? ¿Me había casado con un buen partido?
De pronto me asaltó una imagen. Una mujer —¿mi madre?—
diciéndome que tuviera cuidado. «Quien se apresura en casarse…»
Abrí la puerta. Ben se hallaba de espaldas a mí, empujando
con una espátula lonchas de tocino que chisporroteaban en la sartén. No me oyó
entrar.
—¿Ben? —dije.
Se volvió raudamente.
—¡Christine! ¿Estás bien?
No sabía qué contestar, así que dije:
—Sí, creo que sí.
Sonrió con alivio y yo hice otro tanto. Parecía mayor que en
las fotos —su rostro tenía más arrugas, su pelo estaba empezando a encanecer y
a retroceder por las sienes— pero eso, en lugar de disminuir su atractivo, lo
acrecentaba. Su mandíbula proyectaba una fuerza propia de un hombre de más
edad, sus ojos un brillo pícaro. Advertí que parecía una versión de mi padre con
unos años más. Podría haberme ido peor, pensé, mucho peor.
—¿Has visto las fotos? —me preguntó. Asentí—. No te
preocupes, te lo explicaré todo. Ve a sentarte si quieres. —Señaló el pasillo—.
El comedor está por ahí. Enseguida estoy contigo. Toma, lleva esto.
Me tendió un molinillo de pimienta y me dirigí al comedor.
Minutos después él me siguió con dos platos. Una pálida loncha de tocino
nadando en grasa y, al lado, un huevo frito acompañado de pan también frito.
Mientras comíamos me explicó cómo me las apañaba para sobrevivir.
Hoy es sábado, me dijo. Trabaja durante la semana; es
profesor. Me habló del teléfono que llevo en el bolso, de la pizarra clavada en
la pared de la cocina. Me enseñó dónde guardamos nuestro fondo para imprevistos
—dos billetes de veinte libras enrollados y escondidos detrás del reloj de la
repisa de la chimenea— y el álbum de recortes que contiene fragmentos de mi
vida. Me contó que juntos nos iba bien. No sabía si creerle, pero tenía que
hacerlo.
Después de desayunar le ayudé a recoger la mesa.
—Más tarde podríamos salir a dar un paseo —sugirió—. Si te
apetece. —Le respondí que sí y pareció alegrarse—. Voy a leer el periódico, ¿de
acuerdo?
Subí al dormitorio. Una vez sola sentí que la mente me daba
vueltas, llena y vacía al mismo tiempo. No entendía nada. Todo me parecía
irreal. Contemplaba la casa donde me encontraba —la que ahora sabía que era mi
casa— como si la estuviera viendo por primera vez. Por un momento me dieron
ganas de salir corriendo. Tenía que tranquilizarme.
Me senté en el borde de la cama donde había pasado la noche.
Debería hacerla, pensé. Poner orden. Mantenerme ocupada. Cogí la almohada para
ahuecarla y en ese momento oí un zumbido.
Ignoraba de dónde salía. Era bajo, insistente. Una melodía
serena y queda. Tenía el bolso justo a mis pies. Cuando lo levanté me percaté
de que el zumbido provenía de su interior. Recordé lo que Ben me había contado
sobre el teléfono.
El teléfono estaba parpadeando cuando finalmente di con él.
Me quedé mirándolo unos segundos. Una parte enterrada en lo más hondo de mi
ser, o en los márgenes de mi memoria, sabía exactamente de qué trataba esa
llamada. Contesté.
La voz de un hombre.
—¿Hola? ¿Christine? Christine, ¿estás ahí?
Le dije que sí.
—Soy tu médico. ¿Estás bien? ¿Está Ben contigo?
—No —contesté—. Está… ¿Qué quiere?
Me dijo su nombre y que llevábamos varias semanas trabajando
juntos.
—Con tu memoria —especificó, y al ver que no contestaba,
añadió—: Quiero que confíes en mí. Quiero que mires en el ropero de tu
dormitorio. —Otra pausa antes de continuar—. Hay una caja de zapatos en el
suelo. Ábrela. Dentro debería haber un cuaderno.
Me volví hacia el ropero situado en una esquina de la
habitación.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Tú me lo dijiste —respondió—. Nos vimos ayer. Decidimos que
sería una buena idea que escribieras un diario. Me dijiste que lo esconderías
en el ropero.
«No te creo», quise decirle, pero me parecía poco cortés, y
no del todo cierto.
—Mira en el ropero, por favor. —Le dije que lo haría y
añadió—: Hazlo ahora. No se lo cuentes a Ben. Hazlo ahora.
En lugar de colgar fui hasta el ropero. Tenía razón. En el
suelo había una caja de zapatos —una caja azul con la palabra «Scholl» escrita
en la tapa— y dentro un cuaderno envuelto en papel de seda.
—¿Lo tienes? —preguntó el doctor Nash.
Lo cogí y retiré el papel. Estaba forrado en piel marrón y
parecía caro.
—¿Christine?
—Lo tengo.
—Bien. ¿Has escrito algo en él?
Lo abrí por la primera hoja. Vi que, efectivamente, lo había
hecho. «Me llamo Christine Lucas», comenzaba. «Tengo cuarenta y siete años. Soy
amnésica». Me sentí nerviosa e impaciente al mismo tiempo. Tenía la sensación
de estar fisgoneando, pero sobre mí misma.
—Sí.
—¡Genial! —exclamó. Me dijo que me telefonearía mañana y
colgamos.
No me moví. Acuclillada en el suelo junto al ropero abierto,
con la cama aún por hacer, empecé a leer.
Al principio me llevé una decepción. No recordaba nada de lo
que había escrito. Tampoco al doctor Nash, ni el despacho al que aseguro que me
llevó, ni los rompecabezas que cuento que hicimos. Aunque acababa de escuchar
su voz no podía imaginarme su aspecto, ni podía imaginarme con él. Tenía la
sensación de estar leyendo una novela. Entonces hacia el final, metida entre
dos hojas, encontré una fotografía. La casa donde me había criado, la casa donde
había creído estar cuando desperté esta mañana. Lo que había escrito era real,
he aquí la prueba. Había visto al doctor Nash y él me había dado esta foto,
este fragmento de mi pasado.
Cerré los ojos. Ayer describí mi antigua casa, el tarro de
azúcar en la despensa, nuestras excursiones al bosque para recoger moras.
¿Seguían esos recuerdos ahí? ¿Podía evocar otros? Pensé en mi madre, en mi
padre, y nuevas imágenes adquirieron forma. Una moqueta naranja de un tono
apagado, un jarrón verde aceituna. Una alfombra basta. Un pelele amarillo con
un pato rosa cosido en la pechera y una hilera de botones metálicos subiendo
por el centro. Una sillita de plástico azul marino para el coche y un orinal
rosa pálido.
Colores y formas, mas nada que describiera una vida. Nada.
Quiero ver a mis padres, pensé, y fue entonces cuando, por vez primera, caí en
la cuenta de que sabía que estaban muertos.
Suspiré y me senté en el borde de la cama. Entre las hojas
del diario había un bolígrafo y, casi sin pensar, lo saqué con intención de
seguir escribiendo. Sosteniéndolo sobre la hoja, cerré los ojos para
concentrarme.
Y entonces ocurrió. Ignoro si ese descubrimiento —que mis
padres habían muerto— fue el desencadenante, pero el caso es que sentí como si
mi mente estuviera despertando de un sueño largo y profundo. Volviendo a la
vida. No fue algo gradual, sino fulminante, como una descarga eléctrica. De
repente ya no estaba en el dormitorio con una hoja en blanco delante, sino en
otro lugar. En el pasado, un pasado que creía haber perdido y que ahora podía
tocar, sentir, saborear. Comprendí que estaba recordando.
Me vi regresando a mi casa, al hogar donde crecí. Tengo
trece o catorce años y estoy impaciente por continuar un relato que estoy
escribiendo, pero encuentro una nota en la mesa de la cocina. «Hemos tenido que
salir», dice. «Tío Ted te recogerá a las seis.» Cojo un refresco y un sándwich
y me siento con mi libreta. La señora Royce ha dicho que mis relatos son
intensos y conmovedores; cree que podría dedicarme a escribir. Pero no me sale
nada, no puedo concentrarme. Por dentro estoy furiosa. Ellos tienen la culpa.
¿Dónde están? ¿Qué están haciendo? ¿Por qué no he sido invitada? Arranco la
hoja y la arrugo.
La imagen se diluyó pero enseguida apareció otra. Más
poderosa. Más real. Estoy en el coche con mis padres, volviendo a casa. Yo
estoy sentada en el asiento de atrás con la mirada clavada en un punto del
parabrisas. Un trozo de arenilla, creo. Abro la boca, aunque no estoy segura de
lo que voy a decir.
—¿Cuándo pensabais decírmelo?
No responden.
—¿Mamá?
—No empieces, Christine —dice mi madre.
—¿Papá? ¿Cuándo pensabais decírmelo? —Silencio—. ¿Vas a
morirte? —pregunto con los ojos todavía clavados en el punto del parabrisas—.
¿Vas a morirte, papá?
Mira por encima de su hombro y me sonríe.
—Claro que no, cariño. No pienso morirme hasta que sea un
anciano muy anciano. ¡Y con un montón de nietos!
Sé que miente.
—Lucharemos —dice—. Te lo prometo.
Un grito ahogado. Abrí los ojos. La imagen se había esfumado
de golpe. Me encontraba sentada en un dormitorio, el mismo en el que me había
despertado aquella mañana, pero por un momento me pareció diferente. Apagado.
Gris. Sin energía. Como si estuviera mirando una fotografía descolorida por el
sol. Como si la efervescencia del pasado hubiera eclipsado el presente.
Contemplé el cuaderno que tenía en la mano. El bolígrafo
había resbalado por mis dedos y marcado la hoja con una fina raya azul en su
descenso hacia el suelo. El corazón me latía con fuerza. Había recordado algo.
Algo grande, importante. No lo había perdido. Recuperé el bolígrafo y empecé a
escribir esto.
Me detendré aquí. Si cierro los ojos y me concentro, puedo
recuperar la imagen. Mis padres y yo. En el coche. Ha perdido brillo, como si
se hubiera apagado con el tiempo, pero sigue ahí. Me alegro, no obstante, de
haber dejado constancia de ella por escrito. Sé que tarde o temprano
desaparecerá. Por lo menos ahora no está completamente perdida.
Probablemente Ben haya terminado de leer el periódico. Me ha
preguntado desde abajo si estoy lista. Le he dicho que sí. Esconderé el
cuaderno en el ropero y buscaré un abrigo y unas botas. Seguiré escribiendo más
tarde. Si me acuerdo.
* * *
Hace horas que escribí eso. Hemos pasado fuera toda la
tarde, pero ya estamos de vuelta en casa. Ben se halla en la cocina, haciendo
pescado para la cena. Tiene puesta la radio y el sonido del jazz trepa hasta el
dormitorio donde ahora me encuentro escribiendo esto. No me ofrecí a preparar
la cena —estaba impaciente por subir y anotar lo que había visto esta tarde— y
a él no pareció importarle.
—Echa una cabezada —me dijo—. Aún faltan tres cuartos de
hora para que comamos. —Asentí—. Te avisaré cuando la cena esté lista.
Miro mi reloj. Si escribo deprisa, debería tener tiempo.
Salimos de casa en torno a la una. No nos alejamos mucho y
dejamos el coche junto a un edificio achaparrado. Parecía abandonado. En cada
una de sus ventanas entabladas se había posado una paloma gris y una chapa de
zinc ocultaba la puerta.
—Es la piscina —dijo Ben mientras bajaba del coche—. La
abren en verano, creo. ¿Caminamos?
Un sendero asfaltado ascendía hasta la cima de la colina.
Echamos a andar en silencio, escuchando el graznido de los cuervos
desperdigados por el desierto campo de fútbol, el ladrido lejano y quejumbroso
de un perro, voces de niños, el murmullo de la ciudad. Pensé en mi padre, en su
muerte y en el hecho de que hubiera recordado algo de ella. Una corredora
solitaria caminaba por una pista de atletismo. Me quedé observándola hasta que
el sendero se adentró en un seto elevado y alcanzó la cresta de la colina. Aquí
había vida; un niño manejando una cometa con ayuda de su padre y una niña
paseando un perrito con una larga correa.
—Estamos en Parliament Hill —dijo Ben—. Venimos a menudo.
No dije nada. La ciudad se extendía ante nosotros bajo un
cielo encapotado. Parecía tranquila. Y más pequeña de lo que imaginaba; podía
ver los montes bajos que se elevaban al otro lado. Podía ver la torre Telecom,
la cúpula de San Pablo, la central eléctrica de Battersea, formas que reconocía,
aunque vagamente y sin saber por qué. Había otras construcciones menos
familiares: un enorme edificio de cristal con forma de puro y, a lo lejos, una
noria gigante. Como mi casa, el paisaje me resultaba extraño y familiar al
mismo tiempo.
—Creo que reconozco este lugar —dije.
—Sí —dijo Ben—. Hace tiempo que venimos, aunque el paisaje
cambia constantemente.
Proseguimos con el paseo. La mayoría de los bancos estaban
ocupados por parejas o personas solas. Nos dirigimos a uno situado al otro lado
de la colina y tomamos asiento. Olía a kétchup; debajo del banco había una caja
de cartón con una hamburguesa dentro a medio comer.
Ben cogió la caja con cuidado, fue a tirarla a una papelera
y regresó para sentarse a mi lado. Señaló algunos edificios.
—Ese de ahí es Canary Wharf —dijo, señalando un bloque que
incluso de lejos parecía increíblemente alto—. Lo construyeron a principios de
los noventa, creo. Son todo oficinas.
Los noventa. Se me hacía extraño escuchar una década que no
podía recordar haber vivido resumida en dos palabras. He debido de perderme
tantas cosas… Tanta música, tantas películas y libros, tantas noticias.
Desastres, tragedias, guerras. Puede que países enteros se hayan hecho pedazos
mientras yo pasaba mis días en la más completa ignorancia.
Tantas cosas sobre mi propia vida. Tantos paisajes que no
reconozco pese a verlos a diario.
—Ben —dije—, háblame de nosotros.
—¿De nosotros? ¿A qué te refieres?
Me volví hacia él. El viento soplaba colina arriba, frío
contra mi cara. Un perro ladraba en algún lugar. No sabía muy bien qué
responder; Ben sabe que no guardo ningún recuerdo de él.
—Lo siento —dije—. No sé nada de nosotros. Ni siquiera sé
cómo nos conocimos o cuándo nos casamos.
Sonrió y avanzó por el banco para rodearme los hombros.
Empecé a recular pero entonces recordé que no se trataba de un extraño, sino
del hombre con quien me había casado.
—¿Qué quieres saber?
—No sé. ¿Cómo nos conocimos?
—Los dos estábamos estudiando en la universidad. Tú acababas
de comenzar tu doctorado. ¿Recuerdas eso?
Negué con la cabeza.
—La verdad es que no. ¿Qué estudiaba?
—Te habías licenciado en filología inglesa.
De repente me vino una imagen clara y nítida. Me vi en una
biblioteca, y recordé vagas ideas de escribir una tesis sobre teoría feminista
y literatura de principios del siglo XX, aunque en realidad solo era algo que
podría estar haciendo mientras escribía novelas, algo que mi madre quizá no
entendería pero por lo menos encontraría aceptable. La imagen permaneció unos
instantes, tan real que casi podía tocarla, pero se evaporó cuando Ben volvió a
hablar.
—Yo estaba estudiando química. Tropezaba contigo en todas
partes. En la biblioteca, en el bar. Te encontraba preciosa, pero nunca
conseguía reunir el valor suficiente para hablarte.
Me reí.
—¿En serio? —No podía imaginarme intimidando de ese modo a
un hombre.
—Parecías muy segura de ti misma. Y apasionada. Te pasabas
horas rodeada de libros, leyendo y tomando apuntes mientras dabas sorbos a una
taza de café. Estabas tan bella… En ningún momento se me pasó por la cabeza que
pudieras fijarte en mí. Pero un día me senté a tu lado en la biblioteca y tú,
sin querer, volcaste tu taza y el café se derramó sobre mis libros. Te
deshiciste en disculpas, aunque en realidad no era para tanto. Limpiamos el
café e insistí en invitarte a otro. Dijiste que eras tú la que debía invitarme
a mí. Acepté y fuimos a tomar un café. Y así fue como empezamos.
Traté de imaginarme la escena, de recordarnos a los dos en
una biblioteca, jóvenes, rodeados de hojas empapadas de café, riendo. No pude,
y sentí una punzada de tristeza. Pensé en lo mucho que a las parejas les gusta
rememorar el momento en que se conocieron —quién habló primero, qué se
dijeron—, pero yo no tengo ese recuerdo. El viento agitó la cola de la cometa
del niño con un sonido que me recordó al estertor de la muerte.
—¿Qué ocurrió después?
—Empezamos a salir. Yo terminé la carrera, tú terminaste tu
doctorado y nos casamos.
—¿Cómo? ¿Quién se lo pidió a quién?
—Ah —dijo—. Yo te lo pedí a ti.
—¿Dónde? Cuéntame cómo ocurrió.
—Estábamos locamente enamorados —dijo. Su mirada se perdió
en la distancia—. Siempre estábamos juntos. Tú compartías piso pero apenas
ponías los pies en él. Pasabas casi todo tu tiempo conmigo. Tenía sentido que
viviéramos juntos, que nos casáramos, de modo que un día de San Valentín te
compré un jabón bueno, de esos que tanto te gustan. Retiré el celofán, hundí
una sortija de compromiso en el jabón, puse de nuevo el celofán y te lo di. Esa
noche, mientras te arreglabas, encontraste la sortija y aceptaste.
Sonreí para mí. Un poco enrevesado, pensé. Un anillo
escondido en un jabón que podría haber tardado semanas en abrir. Así y todo,
tenía su punto romántico.
—¿Con quién compartía piso? —pregunté.
—Oh, no lo recuerdo muy bien —dijo—. Con una amiga. El caso
es que nos casamos un año después en una iglesia de Manchester, cerca de donde
vivía tu madre. Fue una boda preciosa. En aquel entonces yo estaba formándome
como profesor y no nos sobraba el dinero, pero fue de todos modos preciosa.
Hacía un sol radiante y la gente estaba encantada. Nos fuimos de luna de miel a
los lagos de Italia. Fue maravilloso.
Intenté visualizar la iglesia, mi vestido, las vistas desde
la habitación de nuestro hotel. No me vino ninguna imagen.
—No recuerdo nada de eso —repuse—. Lo siento.
Ben miró hacia otro lado para que no pudiera verle la cara.
—No te preocupes, lo comprendo.
—En el álbum de recortes no hay muchas fotografías —dije—.
No hay fotos de nuestra boda.
—Tuvimos un incendio —explicó—. En la última casa donde
vivimos.
—¿Un incendio?
—Ajá. La casa quedó prácticamente calcinada. Perdimos muchas
cosas.
Suspiré. Me parecía injusto que hubiera perdido no solo los
recuerdos, sino también los objetos de mi pasado.
—¿Qué ocurrió después?
—¿Después?
—Después de la boda, de la luna de miel.
—Nos fuimos a vivir juntos. Éramos muy felices.
—¿Y luego?
Soltó un suspiro, pero no contestó. Eso no puede ser todo,
pensé. Eso no puede describir toda mi vida. No puedo ser solo eso. Una boda,
una luna de miel, un matrimonio. Pero ¿qué más estaba esperando? ¿Qué más
podría haber habido?
La respuesta surgió de golpe. Hijos. Bebés. Con un
estremecimiento, caí en la cuenta de que eso era lo que parecía faltar en mi
vida, en nuestro hogar. En la repisa de la chimenea no había fotos de un hijo o
de una hija con un título universitario en la mano, o haciendo rafting, o simplemente posando para
la cámara con cara de aburrimiento, y tampoco de nietos. No había tenido hijos.
Sentí la bofetada de la decepción. El deseo no cumplido
estaba grabado en mi subconsciente. Aunque esta mañana me había despertado sin
conocer siquiera mi edad, una parte de mí debía de saber que había deseado
tener hijos.
De repente vi a mi madre describiendo el reloj biológico
como si se tratara de una bomba. «Apresúrate en alcanzar todo lo que deseas en
la vida», decía, «porque cuando menos te lo esperes…»
Sabía a qué se refería: ¡bum! Mis ambiciones se
desvanecerían y no desearía otra cosa que ser madre. «Así me ocurrió a mí»,
decía, «así te ocurrirá a ti. Le ocurre a todo el mundo.»
Pero, por lo visto, no había sido así. O había sucedido algo
en lugar de eso. Miré a mi marido.
—¿Ben? —pregunté—. ¿Y luego?
Se volvió hacia mí y me apretó la mano.
—Luego perdiste la memoria.
Mi memoria. Al final, todo acababa volviendo a eso. Siempre.
Contemplé la ciudad. El sol había descendido y brillaba
débilmente entre las nubes, proyectando largas sombras en la hierba. Otro día
que tocaba a su fin. Otro día perdido.
—No tuvimos hijos —dije. No era una pregunta.
No respondió, pero me miró. Tomó mis manos entre las suyas y
empezó a frotarlas para espantarles el frío.
—No, no tuvimos hijos.
La tristeza le nubló el semblante. ¿Tristeza por él o por
mí? No estaba segura. Dejé que me acariciara las manos, que enredara sus dedos
en los míos. Advertí que, pese a mi desconcierto, me sentía segura allí, con
ese hombre. Me daba cuenta de que era amable, considerado, paciente. Por
espantosa que fuera mi situación, podría ser mucho peor.
—¿Por qué? —pregunté.
Guardó silencio. Me miró y vi el dolor reflejado en su
semblante. Dolor y decepción.
—¿Qué ocurrió exactamente, Ben? —dije—. ¿Cómo llegué a este
estado?
Noté que se ponía tenso.
—¿Estás segura de que quieres saberlo?
Clavé la mirada en una niña que estaba montando en triciclo.
Sabía que aquella no podía ser la primera vez que le hacía esas preguntas, la
primera vez que Ben se veía obligado a explicarme esas cosas. Probablemente se
las hago todos los días.
—Sí —dije, consciente de que esta vez iba a ser diferente.
Esta vez escribiré lo que me cuente.
Respiró hondo.
—Era diciembre y hacía mucho frío. Estabas regresando a casa
del trabajo. Era un paseo corto. No hubo testigos. No sabemos si cruzaste la
calle o si el coche que te atropelló se subió a la acera, pero el caso es que
saliste volando por encima del capó. Sufriste muchas contusiones. Te rompiste
dos piernas, un brazo y la clavícula.
Guardó silencio. Podía oír el quedo fragor de la ciudad. El
tráfico, el zumbido de un avión, el murmullo del viento entre los árboles. Ben
me apretó la mano.
—Dijeron que tu cabeza debió de ser la parte de tu cuerpo
que primero golpeó el suelo y que por eso perdiste la memoria.
Cerré los ojos. No podía recordar nada del accidente, de
manera que no me sentí enfadada, ni siquiera disgustada. Solo sentía un pesar
sosegado. Un vacío. Una onda sobre la superficie del lago de la memoria.
Me estrechó la mano. La coloqué sobre la suya y noté el oro
duro y frío de su alianza.
—No falleciste de puro milagro —dijo.
Noté que se me helaba la sangre.
—¿Qué le ocurrió al conductor?
—No se detuvo. Después de atropellarte se dio a la fuga. No
sabemos quién te embistió.
—¿Cómo puede hacer alguien una cosa así? —dije—. ¿Cómo puede
alguien atropellar a una persona y darse a la fuga?
Ben no contestó. Ignoro qué esperaba oír. Pensé en lo que
había leído sobre mi encuentro con el doctor Nash. «Un problema neurológico»,
me había dicho. «Estructural o químico. Un desequilibrio hormonal.» Había dado
por sentado que se estaba refiriendo a una enfermedad, a algo que me había
sucedido sin un motivo concreto. «Cosas que pasan.»
Pero esto me parecía todavía peor; mi trastorno me lo había
causado otra persona, pudo evitarse. Si esa noche hubiera regresado por otro
camino —o si lo hubiera hecho el conductor del coche que me atropelló— ahora
sería una persona normal. Puede que incluso abuela.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué?
No era una pregunta que Ben pudiera responder, de modo que
no lo hizo. Nos quedamos callados, con las manos entrelazadas. Estaba empezando
a anochecer. La ciudad se estaba llenando de luces. Falta poco para el
invierno, pensé. Estamos casi a mediados de noviembre. Luego vendrán diciembre
y Navidad. No podía imaginar cómo iba a llegar hasta allí. No podía imaginarme
viviendo una interminable sucesión de días idénticos.
—¿Volvemos a casa? —propuso Ben.
No contesté.
—¿Dónde estaba? —dije—. El día que me atropelló el coche.
¿Qué había estado haciendo?
—Volvías a casa del trabajo.
—¿Qué trabajo? ¿Qué estaba haciendo?
—Tenías un empleo temporal como secretaria. Bueno, en
realidad como ayudante personal, creo que de unos abogados.
—Pero ¿por qué…? —comencé.
—Tenías que trabajar para que pudiéramos pagar la hipoteca
—explicó—. En aquel entonces íbamos justos de dinero.
No me estaba refiriendo a eso. Lo que quería decir era:
«Dijiste que me doctoré. ¿Por qué me conformé entonces con un trabajo de
secretaria?».
—¿Por qué estaba trabajando de secretaria?
—Fue el único empleo que encontraste. Eran tiempos
difíciles.
Recordé la sensación que había tenido hacía un rato.
—¿Estaba escribiendo? —pregunté—. ¿Libros?
Negó con la cabeza.
—No.
De modo que solo fue una ambición pasajera. O puede que lo
hubiera intentado y hubiera fracasado. Justo cuando me volvía para
preguntárselo las nubes se iluminaron y, un segundo después, hubo una fuerte
explosión. Miré a lo lejos, sobresaltada. Chispas en el cielo, lloviendo sobre
la ciudad.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Un cohete —dijo Ben—. Hoy es la noche de las Fogatas.
Un segundo cohete iluminó el cielo, acompañado de otra
explosión.
—Al parecer va a haber una exhibición de fuegos artificiales
—dijo—. ¿Nos quedamos a verla?
Asentí. Aunque una parte de mí ansiaba volver a casa para
escribir en mi diario lo que Ben acababa de contarme, otra parte deseaba
quedarse con la esperanza de que me explicara más cosas.
—Vale —dije.
Ben sonrió y volvió a rodearme los hombros. El cielo se
quedó unos instantes a oscuras, luego se oyó un chisporroteo seguido de un
suave silbido cuando una chispa salió disparada hacia arriba. Tras permanecer
unos instantes suspendida en el aire, estalló con gran estruendo en un resplandor
naranja. Fue precioso.
—Normalmente vamos a ver una exhibición —dijo Ben—. Una de
las grandes. Pero había olvidado que era esta noche. —Me acarició el cuello con
la barbilla—. ¿Estás bien aquí?
—Sí —respondí, contemplando las explosiones de color, las
luces que centelleaban sobre la ciudad—. Desde aquí se ven todos los fuegos.
Suspiró. Observamos en silencio cómo el cielo se cubría de
luces y colores mientras el vaho de nuestros alientos se mezclaba. El humo se
elevaba sobre los parques de la ciudad, iluminado de rojos y naranjas, de
azules y morados, y un olor silíceo, seco y metálico, inundaba el aire. Me pasé
la lengua por los labios, notando un gusto a azufre y, mientras, me asaltó otro
recuerdo.
Afilado como una aguja. Los ruidos eran demasiado fuertes,
los colores demasiado brillantes. No me sentía como una observadora, sentía que
me hallaba justo en el centro. Tuve la sensación de que me caía hacia atrás. Me
agarré a Ben.
Me vi junto a una chica. Una chica pelirroja. Estamos en una
azotea mirando una exhibición de fuegos artificiales. Puedo oír el ritmo
vibrante de la música que suena en la habitación de abajo, y un humo acre flota
sobre nuestras cabezas, arrastrado por una brisa fresca. Embriagada de alcohol
y del porro que todavía sostengo entre los dedos, aunque solo llevo un vestido
fino no tengo frío. Noto gravilla en las plantas de los pies y me acuerdo de
que me he quitado los zapatos y los he dejado abajo, en el dormitorio de esta
chica. Cuando se vuelve hacia mí la miro y me siento viva, feliz.
—Chrissy —dice, cogiéndome el porro—, ¿te apetece una pasti?
No sé de qué está hablando y se lo digo.
Se ríe.
—¡Ya sabes, una pasti! —exclama—. Un tripi. Un ácido. Seguro
que Nige tiene. Me dijo que traería unos cuantos.
—No sé —digo.
—¡Va! ¡Será divertido!
Me río, recupero el porro y le doy una larga calada para
demostrarle que no soy una chica aburrida. Nos hemos hecho la promesa de que
nunca seremos aburridas.
—Mejor no —respondo—. Ese rollo no me va. Creo que prefiero
seguir con esto y con cerveza. ¿De acuerdo?
—Qué se le va a hacer —dice, volviéndose hacia la
barandilla. Sé que está decepcionada, pero no enfadada, y me pregunto si se
tomará el ácido de todos modos, sin mí.
Lo dudo. Nunca antes he tenido una amiga como ella. Una
amiga que lo sabe todo sobre mí, una amiga en la que confío, a veces incluso
más de lo que confío en mí misma. Observo sus cabellos pelirrojos azoados por
el viento, el extremo del porro brillando en la oscuridad. ¿Es feliz con la
dirección que está tomando su vida? ¿O es demasiado pronto para saberlo?
—¡Mira! —dice, señalando el lugar donde una Vela Romana ha
estallado, iluminando los árboles con su resplandor rojo—. ¡Joder, qué
maravilla!
Me río al tiempo que asiento y nos quedamos un rato
calladas, pasándonos el porro. Me invita a apurar la colilla y cuando la
rechazo la aplasta con la bota.
—Bajemos —dice, cogiéndome del brazo—. Quiero presentarte a
alguien.
—¡No, por favor! —protesto, pero la sigo de todos modos.
Pasamos por encima de una pareja que está dándose el lote en la escalera—. ¿No
será otro gilipollas de tu clase?
—¡Que te zurzan! —replica—. ¡Pensaba que Alan te había
gustado!
—¡Y me gustó, hasta que me dijo que estaba enamorado de un
tal Kristian!
—¿Cómo iba a saber yo que Alan te elegiría para salir del armario?
—dice, riendo—. Este es diferente. Te encantará, lo sé. Por lo menos, salúdalo.
—De acuerdo —digo. Abro la puerta y entramos en la fiesta.
La sala es espaciosa, con paredes de cemento y bombillas
desnudas colgando del techo. Nos abrimos paso hasta la cocina, cogemos dos
cervezas y encontramos un lugar junto a la ventana.
—¿Y bien? ¿Dónde está ese tío? —digo, pero mi amiga no me
oye. Siento el efecto del alcohol y la hierba y me pongo a bailar. Hay mucha
gente, la mayoría vestida de negro. Malditos estudiantes de Bellas Artes,
pienso.
Alguien se acerca a nosotras. Le reconozco. Es Keith. Nos
hemos visto antes, en otra fiesta donde terminamos besándonos en uno de los
dormitorios. Ahora, sin embargo, está hablando con mi amiga, señalando uno de
los cuadros que cuelgan de la pared de la sala y que ella ha pintado. Me
pregunto si me está ignorando a propósito o si realmente no recuerda haberme
visto antes. Da igual, pienso, es un capullo. Apuro mi cerveza.
—¿Quieres otra?
—Sí —dice mi amiga—. ¿Te importa ir a buscarlas mientras
hablo con Keith? Después te presentaré al tío del que te hablé.
Me río.
—Lo que tú digas.
Regreso a la cocina.
Entonces una voz. Fuerte en mi oído.
—¡Christine! ¡Chris! ¿Estás bien?
Me desconcerté; la voz me era familiar. Abrí los ojos y me
di cuenta de que estaba en Parliament Hill, con Ben gritando mi nombre y fuegos
artificiales tiñendo de rojo el cielo nocturno.
—Tenías los ojos cerrados —dijo—. ¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?
—Nada. —Estaba mareada, me costaba respirar. Desvié los ojos
de mi marido e hice ver que me concentraba en la exhibición—. Lo siento, no es
nada. Estoy bien, en serio.
—Estás temblando. ¿Tienes frío? ¿Quieres volver a casa?
Me di cuenta de que, efectivamente, estaba temblando. De que
quería volver a casa. De que quería escribir lo que acababa de ver.
—Sí —dije—. ¿Te importa?
Por el camino pensé en la visión que había tenido mientras
veíamos los fuegos artificiales. Me había sorprendido su nitidez. La escena me
había absorbido, me había succionado, como si estuviera reviviéndola. Podía
sentir los olores, los sabores. La brisa fresca, el gas de la cerveza. La
quemazón de la hierba en la garganta. La saliva de Keith, caliente en mi
lengua. Podía sentirlo todo como si fuera real, en cierto modo más real que la
vida a la que había abierto los ojos cuando la imagen desapareció.
No sabía exactamente de cuándo era. De la universidad,
supuse, o poco después. La fiesta donde me había visto era de las que imaginaba
que gustaban a los estudiantes. Se respiraba un aire despreocupado, liviano,
sin responsabilidades.
Y aunque no podía recordar su nombre, esa chica era
importante para mí. Era mi mejor amiga. Para siempre, había pensado en la
visión, y aunque no sabía quién era, me había sentido segura a su lado.
Me pregunté si todavía éramos amigas e intenté hablar de
ello con Ben en el coche, mientras regresábamos a casa. Estaba muy callado; no
parecía enfadado pero sí distraído. Durante un breve instante se me pasó por la
cabeza contarle la visión, pero en lugar de eso le pregunté qué amigas tenía
cuando él y yo nos conocimos.
—Tenías varias —dijo—. Eras muy popular.
—¿Tenía una amiga íntima? ¿Alguien especial?
Se volvió hacia mí.
—No, creo que no.
Me pregunté por qué no podía recordar el nombre de esa chica
cuando había recordado el de Keith y el de Alan.
—¿Estás seguro? —insistí.
—Sí —dijo, y se concentró de nuevo en la carretera.
Empezó a llover. Las luces y los letreros de neón de las
tiendas se reflejaban en el asfalto. Deseo preguntarle tantas cosas, pensé,
pero no dije nada, y transcurridos unos minutos fue demasiado tarde. Estábamos
en casa y él había empezado a cocinar.
* * *
En cuanto hube terminado de escribir eso Ben me llamó para
que bajara a cenar. Había puesto la mesa y servido dos copas de vino blanco,
pero yo no tenía apetito y el pescado estaba seco. Apenas toqué la comida.
Luego, como Ben había cocinado me ofrecí a lavar los platos. Los trasladé al
fregadero y abrí el agua caliente, confiando en que más tarde pudiera
inventarme un pretexto para subir a leer mi diario y tal vez escribir un poco
más. No obstante, llegado el momento me di cuenta de que no podía —si pasaba
demasiado tiempo en nuestro dormitorio podría levantar sospechas—, así que
pasamos la sobremesa delante del televisor.
No podía relajarme. Pensaba en mi diario y observaba cómo
las manecillas del reloj de la repisa se arrastraban, pasando de las nueve a
las diez, de las diez a las diez y media. Finalmente, cuando faltaba poco para
las once, comprendí que esta noche ya no dispondría de más tiempo y dije:
—Creo que voy a acostarme. Ha sido un día largo.
Ben me sonrió, ladeando la cabeza.
—Como quieras, cariño. Subo enseguida.
Asentí con la cabeza y dije que vale, pero cuando salía de
la sala noté que el pánico se apoderaba de mí. Este hombre es mi marido, me
dije, estoy casada con él. Sin embargo sentía que no estaba bien que me fuera a
la cama con él. No podía recordar haberlo hecho antes y no sabía qué esperar.
En el cuarto de baño utilicé el retrete y me cepillé los
dientes sin mirarme al espejo y sin mirar las fotos pegadas a su alrededor.
Entré en el dormitorio, encontré un camisón doblado sobre mi almohada y procedí
a desvestirme. Quería encontrarme bajo las sábanas antes de que Ben entrara.
Durante un instante tuve la absurda ocurrencia de hacerme la dormida.
Me quité el jersey y me miré en el espejo. Me fijé en el
sujetador de color crema que me había puesto esta mañana y de repente me vi de
niña, preguntando a mi madre por qué ella llevaba sujetador y yo no, y a mi
madre diciéndome que un día yo también llevaría. Ese día había llegado, y no de
forma gradual sino de golpe. Aquí, más aún que en las líneas de la cara y las
arrugas de las manos, se hacía patente que ya no era una niña sino una mujer.
Aquí, en la blanda carnosidad de mis senos.
Me introduje el camisón por la cabeza. Metí las manos por
debajo de la tela, desabroché el sujetador y sentí el peso de mis senos.
Después me quité los pantalones. No quería seguir examinando mi cuerpo, esta
noche no, de modo que una vez que me hube quitado los calcetines y las bragas
que me había puesto esta mañana, me deslicé entre las sábanas, cerré los ojos y
giré sobre un costado.
Oí al reloj de abajo dar la hora y a Ben entrar en la
habitación poco después. Escuché cómo se desvestía y noté el hundimiento del
colchón cuando se sentó en el borde de la cama. Se quedó quieto unos instantes
y luego sentí el peso de su mano en mi cadera.
—Christine —susurró—, ¿estás despierta? —Murmuré que lo
estaba—. ¿Te has acordado hoy de una amiga?
Abrí los ojos y rodé sobre mi espalda. Podía ver la amplia
extensión de su espalda desnuda, el fino vello repartido sobre los hombros.
—Sí —contesté.
Se volvió hacia mí.
—¿Qué recordaste?
Se lo conté, aunque solo por encima.
—Una fiesta —dije—. Éramos estudiantes, creo.
Se levantó y se dio la vuelta para meterse en la cama. Vi
que estaba desnudo. Su pene se columpiaba en su oscuro nido de pelo y tuve que
reprimir una risita. No recordaba haber visto antes unos genitales masculinos,
ni siquiera en un libro, y sin embargo no me eran del todo extraños. Me
pregunté cuánto sabía de ellos, qué experiencias había tenido. Desvié
instintivamente la mirada.
—Has recordado esa fiesta otras veces —dijo mientras tiraba
del edredón—. Te viene a la memoria bastante a menudo, creo. Hay algunos
recuerdos que te afloran con regularidad.
Suspiré. «No es nada nuevo», parecía estar diciendo. «Nada
por lo que lanzar cohetes.» Se tumbó a mi lado y nos cubrió a los dos con el
edredón. No apagó la luz.
—¿Recuerdo cosas a menudo? —pregunté.
—Sí, algunas. La mayoría de los días.
—¿Las mismas cosas?
Apoyándose en un codo, se volvió hacia mí.
—Normalmente sí. Raras veces surge algo nuevo.
Clavé la mirada en el techo.
—¿Alguna vez te recuerdo?
—No. —Me cogió la mano y la estrechó—. Pero no pasa nada. Te
quiero. No pasa nada.
—Debo de ser una terrible carga para ti —dije.
Deslizó su mano por mi brazo y empezó a acariciarlo. Noté un
chispazo y me encogí.
—En absoluto —dijo—. Te quiero.
Arrimó su cuerpo al mío y me besó en los labios.
Cerré los ojos. Turbada. ¿Quería sexo? Para mí él era un
extraño. Aunque mi mente sabía que cada noche dormíamos juntos, que así había
sido desde que nos casamos, mi cuerpo hacía menos de un día que le conocía.
—Estoy muy cansada, Ben —dije.
Bajó la voz y empezó a murmurar.
—Lo sé, cariño. —Me besó suavemente en la mejilla, en los
labios, en los ojos—. Lo sé. —Su mano descendió por debajo de las sábanas y
sentí una oleada de angustia rayana en el pánico.
—Lo siento, Ben. —Le cogí la mano y detuve el descenso.
Reprimiendo el impulso de apartarla como si me diera asco, la acaricié—. Estoy
cansada —repetí—. Esta noche no, ¿de acuerdo?
Sin decir otra palabra, retiró la mano y rodó sobre su
espalda. Podía sentir la fuerza de su decepción. No sabía qué decir. Una parte
de mí pensaba que debía disculparme, pero otra parte aún mayor me decía que no
había hecho nada malo. Guardamos silencio, tendidos en la cama pero sin
tocarnos, y me pregunté cuántas veces se produce esta situación. Cuántas veces
Ben llega a la cama pidiendo sexo, si alguna vez me apetece a mí también o si
me siento capaz de complacerle, y si esto es lo que sucede siempre, este
silencio incómodo, cuando no cedo.
—Buenas noches, cariño —me dijo al cabo de unos minutos, y
la tensión se disipó.
Esperé a que estuviera roncando para escabullirme, y aquí,
en la habitación de invitados, me he sentado a escribir esto.
Me gustaría mucho recordarle. Aunque solo fuera
una vez.Lunes, 12 de noviembre
El reloj acaba de dar las cuatro y está empezando a
oscurecer. Ben aún tardará en volver a casa, pero mientras escribo estoy
pendiente de su coche. La caja de zapatos descansa en el suelo, junto a mis
pies, y el papel de seda que envolvía este cuaderno asoma por ella. Si viene
guardaré el cuaderno en el ropero y le diré que he estado descansando. Es una
mentira, pero pequeña, y no tiene nada de malo que quiera mantener el contenido
de mi diario en secreto. Debo escribir lo que he visto, lo que he descubierto,
pero eso no significa que quiera que otra persona —la que sea— lo lea.
Hoy he visto al doctor Nash. Nos sentamos cada uno a un lado
de su escritorio. Detrás tenía un archivador sobre el que descansaba un cerebro
de plástico partido por el centro y desgajado como una naranja. Me preguntó
cómo me iba.
—Supongo que bien —dije.
Era una pregunta difícil de responder; las pocas horas
transcurridas desde que me despertara esta mañana eran las únicas que podía
recordar con claridad. Había visto a mi marido, como si fuera la primera vez
aunque yo sabía que no lo era, y me había telefoneado mi médico, el cual me
contó lo de mi diario. Después de comer me recogió y me trajo en coche hasta su
consulta.
—El sábado, después de que me telefonearas, escribí en mi
diario —dije.
Parecía complacido.
—¿Crees que te ayudó en algo?
—Sí.
Le hablé de los recuerdos que había tenido. La visión de la
chica en la fiesta, del día que me enteré de la enfermedad de mi padre. El
doctor Nash iba tomando apuntes mientras yo hablaba.
—¿Todavía recuerdas esas cosas? —me preguntó—. ¿Las
recordabas cuando te despertaste esta mañana?
Titubeé. En realidad no las recordaba. O solo recordaba una
parte. Esa mañana había leído mi entrada del sábado sobre el desayuno con mi
marido, sobre el paseo por Parliament Hill. Me había parecido tan irreal como
una novela, una historia que nada tenía que ver conmigo, y me descubrí leyendo
y releyendo la misma entrada una y otra vez para grabarla en mi mente, para
fijarla. Tardé más de una hora.
Leí las cosas que Ben me había contado, cómo nos conocimos y
nos casamos, cómo vivíamos, y no sentí nada. Otras, en cambio, se quedaron
conmigo. La chica, por ejemplo. Mi amiga. No podía recordar los pormenores —las
dos en la azotea viendo los fuegos artificiales, mi encuentro con un hombre
llamado Keith— pero el recuerdo de ella seguía vivo en mí y esta mañana,
conforme leía y releía mi entrada del sábado, recordé otros detalles. El rojo
intenso de sus cabellos, su preferencia por la ropa negra, el cinturón de
tachuelas, el carmín colorado, cómo hacía que fumar pareciera lo más guay del
mundo. No recordaba su nombre, pero recordé la noche que nos conocimos. Fue en
una sala velada por una espesa niebla de humo de cigarrillo y animada por una
pequeña rockola y los golpes y tintineos de unas máquinas del millón. Yo le
había pedido fuego y ella, después de dármelo, se presentó y me invitó a unirme
a sus amigos. Bebimos vodka y cerveza, y más tarde me sostuvo el pelo mientras
vomitaba en el retrete.
—¡Creo que ya podemos decir que somos amigas! —dijo riendo
cuando me levanté—. Que sepas que no hago esto por cualquiera.
Se lo agradecí, y sin saber por qué, como si eso explicara
lo que acababa de hacer, le conté que mi padre había muerto.
—Joder… —dijo, y en la que probablemente fue la primera de
sus muchas transiciones de estupidez ebria a eficiencia compasiva, me llevó a
su habitación, donde comimos tostadas y bebimos café solo, escuchamos discos y
hablamos de nuestras vidas hasta el amanecer.
Tenía cuadros apoyados en las paredes y cuadernos de bocetos
desperdigados por el suelo, a los pies de la cama.
—¿Eres pintora? —le pregunté.
Asintió.
—Por eso estoy en la universidad —dijo. Recordaba que me
había contado que estudiaba Bellas Artes—. Terminaré dando clases,
naturalmente, pero entretanto tenemos que soñar, ¿no crees? —dijo y se rió—. ¿Y
qué estudias tú? —Se lo dije. Filología inglesa—. Oh. Y dime, ¿te gustaría
escribir novelas o enseñar? —Se rió sin malicia, pero no le mencioné el relato
que había estado escribiendo en mi cuarto antes de bajar.
—No lo sé —respondí—. Supongo que estoy en la misma
situación que tú.
Volvió a reírse y dijo:
—¡Pues por nosotras! —Y mientras brindábamos con café sentí,
por primera vez en muchos meses, que las cosas empezaban a rodar.
Recordaba todo eso. El esfuerzo de hurgar en el vacío de mi
memoria en busca de detalles, por insignificantes que fueran, que pudieran
desencadenar un recuerdo me dejaba agotada. Los recuerdos de mi vida con mi
marido, no obstante, habían desaparecido. Leer sobre ellos no había tenido el
más mínimo efecto en mi memoria. Era como si no solo el paseo por Parliament
Hill no hubiera tenido lugar, sino las cosas que me había contado allí.
—Recuerdo algunas cosas —le dije al doctor Nash—. Cosas de
cuando era más joven, cosas que recordé ayer. Siguen ahí y puedo recordar otros
detalles. Sin embargo, no puedo recordar nada de lo que hice ayer. O el sábado.
Puedo imaginarme la escena que describo en mi diario, pero sé que no es un
recuerdo. Sé que solo lo estoy imaginando.
Asintió.
—¿Recuerdas algo de anteayer? ¿Algún detalle que anotaras y
que todavía recuerdes? ¿Del final del día, por ejemplo?
Pensé en lo que había escrito sobre el momento de acostarme.
Me di cuenta de que me sentía culpable. Culpable por no haber sido capaz de
entregarme a mi marido pese a su ternura.
—No —mentí—. Nada.
Me pregunté qué otra cosa podría haber hecho Ben para
despertar en mí el deseo de abrazarle, de dejarme amar. ¿Flores? ¿Bombones?
¿Necesita tener gestos románticos conmigo cada vez que desea mantener
relaciones sexuales, como si fuera la primera vez? Me percaté de los pocos
recursos de que dispone para seducirme. Ni siquiera puede poner la primera
canción que bailamos en nuestra boda, o recrear la comida que elegimos la
primera vez que fuimos a un restaurante, porque no recuerdo nada de eso.
Además, soy su esposa. No debería verse obligado a seducirme como si acabáramos
de conocernos cada vez que tiene ganas de sexo.
Pero ¿alguna vez le permito que me haga el amor? Es más,
¿deseo alguna vez hacer el amor con él? ¿Me despierto algún día sabiendo lo
suficiente de él para que me brote el deseo de manera espontánea?
—No me acuerdo de Ben —dije—. No tenía ni idea de quién era
esta mañana.
Asintió.
—¿Te gustaría acordarte?
Casi me echo a reír.
—¡Naturalmente! Quiero recordar mi pasado. Quiero saber
quién soy. Con quién me casé. Todo forma parte de lo mismo.
—Naturalmente —dijo. Puso los codos sobre la mesa y unió las
manos frente a su cara, como si estuviera pensando detenidamente lo que iba a
decir o cómo decirlo—. Lo que me has contado es alentador. Sugiere que no has
perdido del todo tus recuerdos. No es un problema de almacenamiento, sino de
acceso.
Lo medité unos instantes.
—Me estás diciendo que mis recuerdos están ahí, que
simplemente no puedo llegar a ellos.
Sonrió.
—Va por ahí, sí.
Sentí una mezcla de impaciencia y frustración.
—Entonces, ¿cómo puedo recordar más cosas?
Se reclinó en su silla y consultó la carpeta que tenía
delante.
—La semana pasada —dijo—, el día que te di el cuaderno,
¿escribiste que te enseñé una foto de la casa donde creciste? Creo que te la
di.
—Sí.
—Tuve la impresión de que recordaste muchas más cosas
después de ver esa foto que cuando te pregunté sobre la casa de tu infancia sin
mostrarte nada. —Hizo una pausa—. En cierto modo, es normal que así sea, pero
me gustaría ver qué ocurre si te enseño fotos del período que no recuerdas. Me
gustaría ver si entonces te viene algo a la memoria.
Vacilé, no sabiendo muy bien adónde podía llevarme eso, pero
consciente de que era un camino que no tenía más remedio que tomar.
—De acuerdo —dije.
—¡Bien! Hoy solo miraremos una foto. —Sacó una fotografía del
fondo de la carpeta y rodeó la mesa para sentarse a mi lado—. Antes de verla,
¿recuerdas algo de tu boda?
Yo ya sabía que no había nada ahí; por lo que a mí
concernía, el enlace con el hombre con quien me había despertado esta mañana
sencillamente no había tenido lugar.
—No —dije—. Nada.
—¿Estás segura?
Asentí.
—Sí.
Dejó la fotografía sobre la mesa, frente a mí.
—Te casaste aquí —dijo, dándole golpecitos con el dedo. Era
una iglesia pequeña, con el tejado bajo y un chapitel diminuto. No me sonaba de
nada.
—¿Te dice algo?
Cerré los ojos y traté de vaciar la mente. Vi agua. A mi
amiga… Un suelo de baldosas negras y blancas. Nada más.
—No. Ni siquiera recuerdo haberla visto antes.
Parecía decepcionado.
—¿Estás segura?
Volví a cerrar los ojos. Oscuridad. Traté de pensar en el
día de mi boda, traté de imaginarnos a Ben y a mí, él con traje, yo con un
vestido blanco, posando en el césped que había delante de la iglesia, pero no
me vino nada. Ningún recuerdo. Me inundó una profunda tristeza. Seguro que,
como todas las novias, me había pasado semanas planificando la boda, eligiendo
el vestido y esperando inquieta las modificaciones, buscando un peluquero,
pensando en el maquillaje. Me imaginé dando vueltas al menú, escogiendo los
cánticos, seleccionando las flores, confiando en todo momento que ese gran día
estuviera a la altura de mis expectativas imposibles. Y ahora no tengo forma de
saber si lo estuvo. Todo me ha sido arrebatado. Todo salvo el hombre con el que
me casé.
—No —dije—. No me viene nada.
Guardó la fotografía.
—Según los datos que anoté al iniciar tu tratamiento, te
casaste en Manchester —dijo—, en la iglesia de San Marcos. La foto que te he
mostrado es reciente, la única que he podido conseguir, pero imagino que no ha
cambiado mucho en este tiempo.
—No hay fotografías de nuestra boda —dije. Era tanto una
pregunta como una afirmación.
—No. Por lo visto se perdieron en un incendio que sufrió tu
casa.
Asentí. En cierto modo, oírselo decir a él lo confirmaba, lo
hacía más real. Como si el hecho de ser médico confiriera a sus palabras una
autoridad de la que Ben carecía.
—¿Cuándo me casé?
—A mediados de los ochenta.
—Antes de mi accidente… —dije.
El doctor Nash parecía incómodo. Me pregunté si alguna vez
le había hablado del accidente que me dejó sin memoria.
—¿Sabes qué te provocó la amnesia? —me preguntó.
—Sí. El otro día estuve hablando con Ben. Me lo contó todo.
Lo escribí en mi diario.
Asintió.
—¿Y qué piensas?
—No estoy segura. —Lo cierto era que no recordaba el
accidente y eso hacía que no me pareciera real. Lo único que tenía eran sus
efectos, el estado en el que me había dejado—. Pienso que debería odiar a la
persona que me hizo esto. Sobre todo porque nunca se descubrió su identidad,
nunca fue castigada por dejarme así. Por destrozarme la vida. Pero, por extraño
que parezca, no le odio. No puedo. No puedo imaginármela, ni visualizar su
cara. Es como si no existiera.
Parecía decepcionado.
—¿Eso piensas? —dijo—. ¿Que tu vida está destrozada?
—Sí —dije al cabo de unos segundos—. Sí, eso pienso. ¿No lo
está?
No sé qué esperaba que el doctor Nash hiciera o dijera.
Supongo que una parte de mí quería que dijera que estoy equivocada, que
intentara convencerme de que mi vida vale la pena vivirla. Pero no lo hizo. Se
limitó a mirarme directamente a los ojos. Reparé en lo sorprendentes que eran
los suyos. Azules con motas grises.
—Lo siento, Christine —dijo—. Lo siento, pero estoy haciendo
todo lo que está en mi mano, y creo que puedo ayudarte. En serio. Tienes que
creerme.
—Y te creo —dije.
Posó su mano en la mía, que descansaba sobre la mesa, entre
los dos. La sentí pesada. Cálida. Me estrechó los dedos y durante un segundo me
sentí turbada, por él y por mí, hasta que le miré a los ojos, miré la tristeza
reflejada en su cara, y comprendí que su gesto era el de un hombre joven
consolando a una mujer madura. Nada más.
—Disculpa —dije—. Necesito ir al baño.
Cuando regresé había servido café y nos sentamos el uno
frente al otro, dando pequeños sorbos a nuestras respectivas tazas. El doctor
Nash estaba hojeando los papeles de su mesa, revolviéndolos con torpeza, como
si estuviera evitando mi mirada. Pensé que tal vez estaba avergonzado por
haberme estrechado la mano, hasta que levantó la vista y dijo:
—Christine, me gustaría preguntarte una cosa. Bueno, dos en
realidad. —Asentí—. He decidido escribir sobre tu caso. Es bastante insólito y
creo que sería muy beneficioso dar a conocer los detalles a la comunidad
científica. ¿Te importa?
Miré las revistas, apiladas en desordenados montones sobre
los estantes. ¿Era esta la forma en que pretendía favorecer o consolidar su
carrera? «¿Es por eso por lo que estoy aquí?» Por un momento consideré la
posibilidad de decirle que preferiría que no utilizara mi historia, pero al
final me limité a negar con la cabeza y dije:
—No, no me importa.
Sonrió.
—Genial. Gracias. Ahora viene la segunda pregunta. Bueno, en
realidad es una idea. Algo que me gustaría probar. ¿Te importaría?
—¿De qué se trata? —Estaba nerviosa, pero al mismo tiempo me
alegraba de que finalmente se dispusiera a decirme lo que le rondaba por la
cabeza.
—Según tu historial, después de casaros Ben y tú seguisteis
viviendo en la casa de East London que compartíais. —Hizo una pausa. De pronto
me llegó una voz que debía de ser de mi madre. «Viviendo en pecado», un
chasquido de lengua, un meneo de cabeza que lo decía todo—. Al cabo de un año
cambiasteis de casa. Viviste en ella hasta que fuiste hospitalizada. —Hizo otra
pausa—. Está bastante cerca de donde vives ahora. —Empecé a intuir adónde
quería llegar—. Pensaba que podríamos pasar a verla camino de tu casa. ¿Qué
opinas?
¿Qué opinaba? Lo ignoraba. Era una pregunta casi imposible
de responder. Sabía que era una propuesta sensata, que podría ayudarme de
maneras que no podíamos ni imaginar, pero, a pesar de ello, tenía mis reservas.
Era como si de repente mi pasado se me antojara peligroso. Un lugar que quizá
fuera preferible no visitar.
—No estoy segura —dije.
—Viviste allí varios años.
—Lo sé, pero…
—Podemos verla por fuera. No hace falta que entremos.
—¿Entrar? —dije—. ¿Cómo…?
—Escribí a la pareja que ahora vive allí y después hablé con
ellos por teléfono. Dijeron que si eso podía ayudarte, sería un placer para
ellos enseñártela.
Le miré atónita.
—¿En serio?
Desvió ligeramente la mirada, apenas un instante, pero bastó
para que lo interpretara como vergüenza. Me pregunté qué me estaba ocultando.
—En serio —repuso—. No me tomo tantas molestias con todos
mis pacientes, Christine. —No dije nada. Sonrió—. Realmente creo que podría
ayudarte.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Por el camino intenté escribir en mi diario, pero era un
trayecto corto y apenas había terminado de leer los últimos renglones cuando
nos detuvimos delante de una casa. Cerré el cuaderno y levanté la vista. La
casa era similar a la que habíamos dejado esa mañana —la que tuve que
recordarme que era la casa donde ahora vivo— con su ladrillo rojo y su
carpintería pintada, la misma ventana en saliente y el mismo jardín cuidado. En
todo caso, parecía más grande, y la ventana del tejado hablaba de una
conversión en el desván que nosotros no habíamos hecho. No entendía por qué
habíamos dejado esta casa para mudarnos a otra casi idéntica y separada por
apenas tres kilómetros. Tras reflexionarlo unos instantes, comprendí el motivo:
los recuerdos. Recuerdos de una época mejor, anterior a mi accidente, recuerdos
de cuando éramos felices y llevábamos una vida normal. Aunque yo no podía tener
esos recuerdos, Ben sí los habría tenido.
De repente tuve el convencimiento de que esta casa podía
desvelarme cosas. Cosas de mi pasado.
—Quiero entrar —dije.
Me detengo aquí. Deseo escribir el resto, pero es importante
—demasiado importante para hacerlo con prisas— y Ben no tardará en llegar. De
hecho, se está retrasando; el cielo está oscuro y en la calle resuenan los
portazos de la gente que regresa del trabajo. Los coches reducen la velocidad
frente a la casa; pronto uno de ellos será el de Ben. Es preferible que lo deje
aquí y esconda el cuaderno en el ropero.
Continuaré más tarde.
* * *
Estaba cerrando la caja de zapatos cuando escuché la llave
de Ben en la cerradura. Me llamó al entrar en casa y le dije que bajaría
enseguida. Aunque no tenía por qué fingir que no había estado mirando en el
ropero, cerré la puerta con sigilo. Luego fui a reunirme con mi marido.
Me notaba intranquila. Mi diario me llamaba. Durante la cena
me estuve preguntando si podría escribir algo antes de fregar los platos, y
mientras fregaba los platos me pregunté si no debería fingir un dolor de cabeza
para poder subir al dormitorio a escribir. Cuando hube terminado en la cocina,
no obstante, Ben me dijo que tenía trabajo y se encerró en su estudio. Suspiré
aliviada y le dije que me iba a la cama.
Que es donde ahora me encuentro. Puedo oír a Ben —el
repiqueteo del teclado— y reconozco que el sonido me reconforta. Acabo de leer
lo que escribí antes de que Ben llegara a casa y ahora puedo imaginarme de
nuevo en el lugar donde me hallaba esta tarde: delante de una casa en la que
había vivido tiempo atrás. Ahora puedo retomar la historia.
Sucedió en la cocina.
Una mujer —Amanda— había respondido a nuestra insistente
llamada, saludado al doctor Nash con un apretón de manos y a mí con una mirada
a caballo entre la lástima y la fascinación.
—Usted debe de ser Christine —me saludó ladeando la cabeza y
tendiéndome una mano cuidada.
Nos invitó a pasar y cerró la puerta tras de sí. Vestía una
blusa de color crema y lucía joyas de oro. Tras presentarse, me dijo:
—Quédese el tiempo que quiera, ¿de acuerdo? El tiempo que
necesite. ¿Sí?
Asentí y miré a mi alrededor. Estábamos en un vestíbulo
luminoso y alfombrado. El sol entraba por los vidrios de la ventana y se posaba
en un jarrón de tulipanes rojos que descansaba sobre una mesa auxiliar. Se
había hecho un silencio largo e incómodo.
—Es una casa muy bonita —dijo finalmente Amanda, y por un
momento sentí como si el doctor Nash y yo fuéramos unos compradores potenciales
y ella una agente inmobiliaria impaciente por llegar a un acuerdo—. La
compramos hace unos diez años. Nos encanta. Tiene mucha luz. ¿Quieren pasar al
salón?
La seguimos hasta el salón, una estancia sobria y elegante.
Yo no sentía nada, ni siquiera me parecía familiar; podría haberse tratado de
un salón cualquiera de cualquier casa en cualquier ciudad.
—Le agradecemos mucho que nos permita ver su casa —dijo el
doctor Nash.
—¡Oh, es un placer! —repuso ella con un peculiar bufido. Me
la imaginé montando a caballo o arreglando un centro de flores.
—¿Ha hecho muchos cambios en la decoración desde que vive
aquí? —preguntó el doctor Nash.
—Unos cuantos.
Contemplé los lustrosos suelos de madera y las paredes
blancas, el sofá de color crema, los grabados de arte moderno que colgaban de
la pared. Pensé en la casa de la que había salido esta mañana; no habría podido
ser más diferente.
—¿Recuerda cómo era esta casa cuando se mudó? —dijo el doctor
Nash.
Amanda suspiró.
—Solo vagamente, me temo. Tenía una moqueta de color
tostado, creo. Y un papel de rayas en las paredes, si no recuerdo mal. —Intenté
visualizar la estancia tal como la estaba describiendo. No me vino ninguna
imagen—. También tenía una chimenea, pero la quitamos. Ahora me arrepiento. Era
un detalle original.
—¿Christine? —me preguntó el doctor Nash—.¿Algo? —Negué con
la cabeza—.¿Le importa que veamos el resto de la casa?
Subimos. Tenía dos habitaciones.
—Giles trabaja mucho desde casa —explicó mientras entrábamos
en la habitación que daba a la parte de delante. Tenía una mesa, archivadores y
libros—. Creo que los anteriores propietarios utilizaban este cuarto como
dormitorio. —Me miró, pero no dije nada—. Es algo más grande que el otro
cuarto, pero Giles no puede dormir aquí debido al ruido del tráfico. —Hizo una
pausa—. Giles es arquitecto. —Tampoco ahora dije nada—. Curiosamente, el hombre
al que le compramos la casa también era arquitecto —continuó—. Le conocimos
cuando vinimos a verla. Él y Giles congeniaron enseguida. Creo que conseguimos
que nos rebajara varios miles de libras gracias a esa conexión. —Otra pausa. Me
pregunté si esperaba que la felicitáramos—. Giles está montándose su propio
estudio.
Arquitecto, pensé. No profesor, como Ben. Esta no puede ser
la pareja a la que mi marido vendió la casa. Traté de imaginarme la habitación
con una cama en lugar de la mesa de cristal, con moqueta y papel pintado en
lugar de parquet y paredes blancas.
El doctor Nash se volvió hacia mí.
—¿Algo?
Negué con la cabeza.
—Nada. No recuerdo nada.
Entramos en la otra habitación, en el cuarto de baño. No me
vino ningún recuerdo, así que bajamos a la cocina.
—¿Seguro que no le apetece una taza de té? —me preguntó
Amanda—. No es ninguna molestia. Ya está hecho.
—No, gracias —dije. La cocina era un espacio diáfano, de
líneas rectas. Los muebles eran blancos y cromados y la encimera parecía hecha
de cemento. Un cuenco de limas proporcionaba la única nota de color—. Creo que
deberíamos irnos.
—Sí, claro —dijo Amanda.
Su actitud alegre y eficiente pareció desvanecerse y la
decepción se dibujó en su rostro. Me sentí culpable; me daba cuenta de que
Amanda estaba esperando que esta visita a su casa fuera el milagro que me
curara.
—¿Podría darme un vaso de agua?
Su rostro se iluminó.
—¡Por supuesto! —exclamó—. ¡Ahora mismo!
Me tendió un vaso y cuando fui a cogerlo la escena apareció
ante mí.
Amanda y el doctor Nash habían desaparecido. Estaba sola. En
la encimera, sobre una fuente ovalada, brillaba un pescado crudo y húmedo. Oí
una voz. Una voz de hombre. La voz de Ben, pensé, pero algo más joven.
—¿Blanco o tinto? —preguntó.
Me di la vuelta y lo vi entrar en la cocina. Era la misma
cocina donde ahora me encontraba con Amanda y el doctor Nash, pero el color de
las paredes era distinto. Ben sostenía una botella de vino en cada mano, y era
el mismo Ben, solo que más delgado y con menos canas, y bigote. Estaba
semidesnudo y su pene semierecto rebotaba cómicamente cuando andaba. Tenía la
piel suave, tersa sobre los músculos de los brazos y el torso, y sentí una
oleada de deseo. Me vi soltar una exclamación ahogada al tiempo que me reía.
—Mejor blanco —dijo, y se echó a reír también. Dejó las
botellas en la mesa, avanzó hacia mí y me rodeó con sus brazos. Cerré los ojos
y mi boca se abrió casi involuntariamente, y de pronto estaba besándole, y él a
mí, y podía sentir la presión de su pene en mi entrepierna y mi mano
descendiendo, yendo a su encuentro. Y mientras le besaba, pensé: He de recordar
esto, las sensaciones que estoy teniendo. He de incluir esto en mi libro. Es
esto sobre lo que quiero escribir.
Apreté mi cuerpo al suyo y sus manos empezaron a tirar de mi
vestido, buscando la cremallera a ciegas.
—¡Para! —dije—. ¡No…! —Pero al mismo tiempo que le pedía que
parara sentía que le deseaba como no había deseado antes a nadie—. Subamos
—dije—. Subamos ya.
Salimos de la cocina desgarrándonos la ropa, en dirección al
dormitorio de la moqueta gris y el papel estampado en azul, y mientras lo
hacíamos no podía parar de pensar: Sí, sobre esto debería escribir en mi
próxima novela, estas son las sensaciones que deseo plasmar.
Me tambaleé. Oí una rotura de cristales y la imagen
desapareció bruscamente, como si el carrete se hubiera terminado y las imágenes
de la pantalla hubieran sido reemplazadas por motas de polvo y una luz
parpadeante. Abrí los ojos.
Seguía en la cocina, pero ahora tenía delante al doctor Nash
y, algo más cerca, a Amanda, y los dos me estaban mirando con cara de
preocupación. Me di cuenta de que había dejado caer el vaso.
—Christine —dijo el doctor Nash—. Christine, ¿estás bien?
No contesté. Ignoraba cómo me sentía. Era la primera vez
—que yo supiera— que recordaba a mi marido.
Cerré los ojos e intenté recuperar la escena. Intenté ver el
pescado, el vino, a mi marido desnudo, con bigote, con su pene bamboleante,
pero no pude. El recuerdo se había ido, evaporado, como si nunca hubiera
existido, o como si el presente lo hubiera hecho cenizas.
—Sí —dije—, estoy bien. He…
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Amanda—. ¿Seguro que está
bien?
—He recordado algo —dije.
Vi que Amanda se llevaba las manos a la boca y su rostro se
iluminaba.
—¿En serio? —dijo—. ¡Eso es fantástico! ¿Qué? ¿Qué ha
recordado?
—Por favor… —pidió el doctor Nash, acercándose a mí y
cogiéndome del brazo. Los trozos de cristal crujían bajo sus pies.
—A mi marido —repuse—. Aquí. He recordado a mi marido…
El semblante de Amanda se ensombreció. «¿Eso es todo?»,
parecía estar diciendo.
—¡Doctor Nash, he recordado a Ben! —exclamé, y empecé a
temblar.
—Bien —dijo—. ¡Bien! ¡Eso es fantástico!
Me llevaron al salón y me sentaron en el sofá. Amanda me
tendió una taza de té caliente y un platito con una galleta. No lo entiende,
pensé. No puede entenderlo. He recordado a Ben. Y a mí misma cuando era joven.
A los dos juntos. Ahora sé que estábamos enamorados, ya no tengo que limitarme
a creer en su palabra. Esto es importante. Mucho más importante de lo que ella
pueda imaginar.
Durante el trayecto a casa me sentí exultante. Presa de una
energía vigorizante. Contemplaba el mundo —el extraño, misterioso, desconocido
mundo— y ya no me parecía un lugar amenazador, sino un lugar lleno de
posibilidades. El doctor Nash dijo que pensaba que estábamos llegando a algún
sitio. Parecía muy contento. «Genial», no paraba de decir. «Genial.» Ignoraba
si se refería a que era genial para mí o para él, para su carrera. Me dijo que
le gustaría que me hicieran un escáner y, casi sin pensarlo, le dije que vale.
También me dio un móvil, diciéndome que había pertenecido a su novia. Era diferente
del que Ben me había dado. Más pequeño, con una cubierta que se abría para
mostrar un teclado y una pantalla. «Un teléfono de repuesto», me dijo. «Puedes
llamarme a cualquier hora. Siempre que lo juzgues importante. Y tenlo siempre a
mano. Te llamaré a este número para recordarte lo del diario.» De eso hace
horas. Ahora comprendo que me lo ha dado para poder telefonearme sin que lo
sepa Ben. De hecho, me lo insinuó. «El otro día te llamé y contestó Ben. La
situación podría complicarse. Este móvil nos facilitará las cosas.» Lo acepté
sin vacilar.
He recordado a Ben. He recordado que le amaba. No tardará en llegar a casa. Puede que más tarde, cuando nos vayamos a la cama, le compense por el rechazo de anoche. Me siento viva. Llena de esperanza.
Martes, 13 de noviembre
Por la tarde. Ben no tardará en llegar a casa después de
otro día de trabajo. Estoy sentada con este diario delante. Un hombre —el
doctor Nash— me telefoneó este mediodía y me dijo dónde encontrarlo. Me hallaba
en la sala de estar en el momento en que me llamó, y al principio no me creí
que supiera quién era yo. «Mira en la caja de zapatos del ropero», me dijo al
fin. «Dentro encontrarás un cuaderno.» Se mantuvo al teléfono mientras iba a
buscarlo, y tenía razón. Allí estaba mi diario, envuelto en papel de seda. Lo
saqué de la caja como si fuera un objeto sumamente delicado y tras despedirme
del doctor Nash, me arrodillé junto al ropero y lo leí. Hasta la última
palabra.
Estaba nerviosa, aunque ignoraba por qué. Sentía el diario
como algo prohibido, peligroso, aunque puede que fuera únicamente por el
cuidado con que lo había escondido. Mientras leía iba levantando la vista de
las hojas para consultar la hora, y en una ocasión hasta lo cerré de golpe y lo
devolví al papel de seda cuando escuché el motor de un coche. Pero ya me he
tranquilizado. Estoy escribiendo esto sentada en el saliente de la ventana del
dormitorio. Este rincón me resulta familiar, como si me sentara en él a menudo.
Desde aquí puedo ver la calle, a un lado una hilera de árboles altos al final
de los cuales se vislumbra un parque, al otro una hilera de casas y otra calle
más transitada. Caigo en la cuenta de que aunque elija ocultarle a Ben la
existencia de este diario, tampoco pasaría nada si lo encontrara. Es mi marido.
Puedo confiar en él.
He vuelto a leer la parte donde describo la excitación que
sentí ayer cuando volvía a casa. Ha desaparecido. Ahora estoy tranquila. Por la
calle pasan coches. Y algún que otro transeúnte, un hombre silbando, una mujer
joven llevando a su hijo al parque y regresando del mismo un rato después. A lo
lejos, un avión se dispone a aterrizar, pero parece clavado al cielo.
Las casas de enfrente están vacías. En la calle reina un
silencio roto únicamente por el hombre que silba y los ladridos de un perro
descontento. El jaleo de la mañana, con su sinfonía de portazos, despedidas
cantarinas y aceleración de motores, ha desaparecido. Me siento sola en el
mundo.
Empieza a llover. Los goterones se estrellan contra la
ventana que tengo delante y remolonean unos segundos antes de unirse a otros e
iniciar su lento descenso. Poso mi mano en el frío cristal.
Es tanto lo que me separa del resto del mundo…
Leo sobre mi visita a la casa que había compartido con mi
marido. ¿Realmente fue solo ayer cuando escribí esas palabras? No las siento
como mías. Leo sobre el recuerdo que me vino estando allí. Estaba besando a mi
marido —en la casa que habíamos comprado juntos— y cuando cierro los ojos me
vuelve la imagen. Borrosa al principio, desenfocada, pero poco a poco gana en
resolución y de repente se me muestra con una viveza casi abrumadora. Mi marido
y yo arrancándonos la ropa. Ben abrazándome, cubriéndome de besos cada vez más
urgentes, más profundos. Recuerdo que no nos comimos el pescado ni nos bebimos
el vino; cuando terminamos de hacer el amor nos quedamos en la cama con las
piernas entrelazadas, con mi cabeza reposando en su pecho, su mano
acariciándome el cabello, su semen secándose sobre mi vientre. No hablábamos.
La felicidad nos envolvía como una nube.
—Te quiero —dijo finalmente Ben. Hablaba en susurros, como
si nunca antes hubiera pronunciado esas palabras, y aunque probablemente lo
había hecho cientos de veces, sonaban nuevas. Prohibidas. Peligrosas.
Contemple, su barbilla sin afeitar, sus labios carnosos, el
contorno de su nariz.
—Y yo a ti —dije, murmurando las palabras en su pecho, como
si fueran frágiles.
Me estrechó contra su cuerpo y me besó con dulzura en la
cabeza, en la frente. Cerré los ojos y pasó suavemente sus labios por mis
párpados. Me sentía segura, en casa. Sentía que este era mi lugar, aquí,
acurrucada contra su cuerpo. El único lugar donde siempre había deseado estar.
Permanecimos un rato en silencio, abrazados, formando una sola piel, un solo
aliento. Pensé que si el silencio pudiera prolongar eternamente este momento,
seguiría pareciéndome insuficiente.
Ben rompió el hechizo.
—Tengo que irme —dijo.
Abrí los ojos y le cogí la mano. La tenía caliente. Suave.
Me la llevé a los labios y la besé. Sabía a cristal y a tierra.
—¿Ya? —dije.
Volvió a besarme.
—Es más tarde de lo que crees. Perderé el tren.
Sentí que mi cuerpo caía al vacío. La separación me parecía
impensable. Insoportable.
—Quédate un poco más —le rogué—. Coge el siguiente tren.
Sonrió.
—No puedo, Chris —dijo—. Lo sabes muy bien.
Volví a besarle.
—Lo sé —repuse—, lo sé.
Cuando se hubo marchado me duché. Sin prisa, enjabonándome
lentamente, sintiendo el agua en la piel como una experiencia nueva. En el
dormitorio me eché perfume, me puse el camisón y la bata y bajé al comedor.
Estaba a oscuras. Encendí la luz. En la mesa había una
máquina de escribir con una hoja en blanco ensartada, y al lado un pequeño
legajo de folios colocados boca abajo. Me senté delante de la máquina y empecé
a teclear: «Capítulo dos.»
Me detuve. No sabía qué otra cosa escribir, cómo continuar.
Suspiré, descansando los dedos sobre el teclado. Fresco y suave, acogió mis
yemas con naturalidad. Cerré los ojos y me puse a escribir.
Mis dedos se desplazaron por las teclas instintivamente,
casi sin pensar. Cuando abrí los ojos había escrito una frase:
«Lizzy ignoraba lo que había hecho, o cómo deshacerlo.»
Contemplé la frase, su firme trazo grabado en la hoja.
Basura, pensé enfadada. Sabía que podía hacerlo mejor. Lo
había hecho antes, dos veranos atrás, cuando las palabras me brotaban solas y
cubrían las hojas como si fueran confeti. En cambio ahora… Algo iba mal. El
lenguaje se había vuelto denso, rígido. Duro.
Agarré un lápiz y tracé una raya sobre la frase. Ahora que
la había tachado me sentía un poco mejor, pero me había quedado de nuevo en
blanco, sin un punto de partida.
Me levanté y encendí un cigarrillo del paquete que Ben había
dejado sobre la mesa. Inhalé profundamente el humo, llevándolo hasta el fondo
de mis pulmones, y lo retuve unos instantes antes de soltarlo. Por un momento
lamenté que no fuera hierba y me pregunté dónde podría conseguir un poco, para
la próxima vez. Me serví una copa —vodka a palo seco en un vaso de whisky— y le
di un trago. Tendría que conformarme con eso. El bloqueo del escritor, pensé. ¿Cómo
he podido convertirme en semejante cliché?
La última vez. ¿Cómo lo hice la última vez? Me acerqué a las
estanterías que cubrían la pared del comedor y con el cigarrillo colgando de
mis labios cogí un libro del estante superior. Tiene que haber alguna pista por
aquí.
Dejé el vodka sobre la mesa y giré el libro sobre mis manos.
Posé los dedos sobre la tapa como si se tratara de un libro delicado y los
deslicé suavemente por el título. Para los pájaros madrugadores,
rezaba. «Christine Lucas.» Abrí la tapa y pasé las hojas.
La imagen se esfumó de golpe. Abrí los ojos. La habitación
donde me encontraba era sosa, gris, y estaba respirando entrecortadamente.
Detecté vagamente la sorpresa de que en otros tiempos hubiera sido fumadora,
pero fue rápidamente sustituida por otra cosa. ¿Era cierto? ¿Era cierto que
había escrito una novela? ¿Que la había publicado? Me levanté y el cuaderno se
me cayó del regazo. Si lo era, significaba que había sido alguien, alguien con
una vida, con metas y ambiciones, con logros. Bajé corriendo a la sala.
¿Era cierto? Esta mañana Ben no me había mencionado que yo
hubiera sido escritora. Esta mañana había leído sobre nuestro paseo por
Parliament Hill. Allí me contó que cuando sufrí el accidente estaba trabajando
de secretaria.
Barrí con la mirada los estantes de la sala de estar.
Diccionarios. Un atlas. Un libro de bricolaje. Algunas novelas en tapa dura y,
a juzgar por su aspecto, aún por leer. Pero nada mío. Nada escrito por mí. Nada
que sugiriera que me habían publicado una novela. Giré sobre mis talones, medio
enloquecida. Tiene que estar aquí, pensé. Tiene que estar en esta casa. Pero en
ese momento me asaltó otro pensamiento. Puede que mi visión no sea un recuerdo
sino una invención. Puede que, al no tener un pasado real al que aferrarme, mi
mente se haya creado uno. Puede que mi subconsciente haya decidido que soy
escritora porque es lo que siempre he deseado ser.
Subí corriendo al estudio. Los estantes estaban llenos de
clasificadores y manuales de informática, y esta mañana, cuando exploré la
casa, no vi libros en ninguno de los dormitorios. Me quedé inmóvil unos
instantes, desconcertada, hasta que vi el ordenador, oscuro y silencioso,
delante de mí. Enseguida supe lo que debía hacer, aunque ignoraba por qué lo
sabía. Le di al interruptor y la máquina situada debajo de la mesa cobró vida.
Al cabo de unos segundos la pantalla se iluminó. Del altavoz que descansaba a
su lado salió una musiquita y en la pantalla apareció una imagen. Una
fotografía de mí y de Ben sonriendo. Encima de nuestros rostros había una
casilla. «Nombre de usuario», ponía. Y otra debajo. «Contraseña.»
En la visión que había tenido deslizaba instintivamente mis
dedos por las teclas de una máquina de escribir. Coloqué el cursor parpadeante
sobre la casilla donde ponía «Nombre de usuario» y sostuve las manos sobre el
teclado. ¿Era cierto? ¿Había aprendido a escribir a máquina? Dejé que mis dedos
descendieran hasta las teclas. Los meñiques se desplazaron sin titubeos hasta
sus respectivas letras y el resto siguió inmediatamente su ejemplo. Cerré los
ojos y empecé a teclear. Sin pensar, escuchando únicamente mi respiración y el
repiqueteo del teclado. Cuando hube terminado, miré lo que había escrito en la
casilla. Esperaba algo carente de sentido, pero lo que leí me dejó estupefacta:
«El raudo zorro castaño se abalanza sobre el perro
perezoso.»
Miré la pantalla de hito en hito. Era verdad. Sabía escribir
a máquina. Puede que mi visión no fuera, después de todo, una invención, sino
un recuerdo.
Puede que, efectivamente, hubiera escrito una novela.
Entré corriendo en el dormitorio. No podía ser. Durante unos
instantes tuve la sensación casi insoportable de que estaba enloqueciendo. La
novela parecía existir y no existir al mismo tiempo, parecía real pero también
imaginaria. No podía recordar nada acerca de ella, de su argumento o sus
personajes, ni siquiera por qué le había puesto ese título. Y sin embargo, la
sentía como algo real, como si latiera dentro de mí igual que un corazón.
¿Por qué no me había dicho nada Ben? ¿Por qué no mantenía un
ejemplar de mi novela a la vista? Me imaginé el ejemplar escondido en la casa,
en el desván o en el sótano, envuelto en papel de seda y enterrado en una caja.
¿Por qué?
Se me ocurrió una explicación. Ben me había dicho que había
trabajado de secretaria. Quizá fuera esa la razón, la única razón, de que
supiera escribir a máquina.
Hurgué en mi bolso en busca de uno de los teléfonos, el que
fuera, sin importarme a quién llamaba. A mi marido o a mi médico. Los dos eran
unos extraños para mí. Lo abrí, avancé por el menú hasta dar con un nombre que
reconocí y pulsé el botón de llamada.
—¿Doctor Nash? —dije cuando descolgaron—. Soy Christine.
—Empezó a hablar pero le interrumpí—. ¿He escrito una novela?
—¿Qué? —Parecía desconcertado y por un momento sentí que
había cometido un terrible error. Me dije que a lo mejor ni siquiera sabía
quién era yo, hasta que dijo—: ¿Christine?
Le repetí la pregunta.
—Acabo de recordar algo. Que hace muchos años, creo que
cuando conocí a Ben, estaba escribiendo algo. Una novela. ¿He escrito yo una
novela?
No parecía entender de qué le estaba hablando.
—¿Una novela?
—Sí —dije—. Creo recordar que de pequeña quería ser
escritora, pero me pregunto si alguna vez llegué a escribir algo. Ben me contó
que trabajaba de secretaria, pero estaba pensando que…
—¿Es que no te lo ha explicado? —me interrumpió—. Cuando
perdiste la memoria estabas escribiendo tu segunda novela. Te habían publicado
la primera. Fue un éxito. No se hallaba entre las más vendidas, pero fue
decididamente un éxito.
Las palabras se arremolinaban en mi cabeza. Una novela. Un
éxito. Publicada. Era cierto, mi recuerdo era real. No supe qué más decir. Qué
pensar.
Me despedí y subí para escribir esto.
* * *
El despertador de la mesita de noche marca las diez y media.
Supongo que Ben no tardará en venir a la cama, pero sigo sentada en el borde,
escribiendo. Después de cenar hablé con él. Había pasado una tarde frenética,
entrando y saliendo de las habitaciones, mirándolo todo como si fuera por
primera vez, preguntándome por qué Ben había retirado las pruebas incluso de
este modesto éxito. No podía entenderlo. ¿Acaso se avergonzaba? ¿Estaba
abochornado? ¿Había escrito acerca de él, de nuestra vida juntos? ¿O el motivo
era algo peor? ¿Algo sombrío que yo todavía no era capaz de vislumbrar?
Para cuando llegó a casa había decidido preguntárselo sin
rodeos, pero ¿ahora? Ahora lo veía inviable. Daría la impresión de que le estoy
tachando de embustero.
Hablé tan despreocupadamente como pude.
—Ben —dije—, ¿cómo me ganaba la vida? —Levantó la vista del
periódico—. ¿Trabajaba?
—Trabajaste una temporada de secretaria —respondió—. Justo
después de casarnos.
Intenté mantener a raya el temblor de la voz.
—¿En serio? ¿Sabes una cosa? Tengo la sensación de que
deseaba ser escritora.
Cerró el periódico, prestándome toda su atención.
—¿Una sensación?
—Sí. Recuerdo claramente que de niña me encantaba leer, y
tengo un recuerdo vago de que quería ser escritora. —Ben deslizó su brazo por
la superficie de la mesa del comedor para cogerme la mano. Había tristeza en
sus ojos. Decepción. «Qué pena», parecían estar diciendo. «Mala suerte.» «Me
temo que nunca lo sabrás»—. ¿Estás seguro de que no? —continué—. Me parece
recordar que…
—Christine, por favor —me interrumpió—. Estás imaginando
cosas.
No abrí la boca el resto de la noche. Solo podía escuchar
los pensamientos que retumbaban en mi cabeza: ¿Por qué lo hace? ¿Por qué hace
ver que jamás he escrito una sola palabra? ¿Por qué?
Le observé mientras dormitaba en el sofá, roncando
suavemente. ¿Por qué no le había dicho que sabía que había escrito una novela?
¿Tan poco confiaba en él? Había recordado la escena de los dos en la cama,
abrazados, murmurando nuestro amor por el otro mientras fuera caía la noche.
¿Cómo habíamos pasado de aquello a esto?
Pero entonces empecé a imaginar qué ocurriría si tropezara
realmente con un ejemplar de mi novela en un armario o en lo alto de una
estantería. Qué otra cosa me diría aparte de «Mira lo bajo que has caído. Mira
de lo que eras capaz antes de que un coche te lo arrebatara todo en una
carretera helada, antes de que te dejara peor que inútil.»
No sería una experiencia agradable. Me imaginé poniéndome
histérica —mucho más histérica que esta tarde, cuando por lo menos el
descubrimiento fue gradual, desencadenado por un recuerdo buscado—, gritando,
llorando. El efecto podría ser devastador.
Con razón Ben desea ocultármelo. Me lo imagino retirando
todos los ejemplares, quemándolos en la barbacoa metálica del porche de atrás
antes de decidir qué contarme, cómo reinventar mi pasado para hacerlo
tolerable, qué debería creer el resto de mis días.
Pero eso se ha acabado. Ahora sé la verdad. Mi verdad, una
verdad que no me ha sido contada, que yo he recordado. Y está escrita, grabada
en este diario en lugar de en mi memoria, pero permanente de todos modos.
Caigo en la cuenta de que el libro que estoy escribiendo
ahora —mi segundo libro, advierto con orgullo— podría ser, además de necesario,
peligroso. No es ficción. Podría desvelar cosas que sería preferible mantener
enterradas. Secretos que no deberían buscar la luz.
Así y todo, mi bolígrafo sigue deslizándose por la página.
Miércoles, 14 de noviembre
Esta mañana le pregunté a Ben si alguna vez había llevado
bigote. Seguía confundida, seguía dudando de qué era y qué no era verdad. Me
había despertado temprano, y a diferencia de otros días, no lo hice pensando
que era una niña, sino una mujer adulta, sexual. Lo primero que pensé no fue
¿Por qué estoy en la cama con un hombre?, sino ¿Quién es? y ¿Qué hemos hecho?
En el cuarto de baño observé mi reflejo con horror, pero sentí que las fotos
del espejo eran reales. Leí el nombre del individuo —Ben— y me resultó
familiar. Mi edad, mi matrimonio, me parecían hechos que me estaban siendo
recordados, no contados por primera vez. Recuerdos enterrados, mas no a
demasiada profundidad.
El doctor Nash me había telefoneado casi inmediatamente
después de que Ben se marchara a trabajar. Me recordó lo del diario y, después
de decirme que pasaría a recogerme más tarde para lo de mi escáner, procedí a
leerlo. Contenía algunas cosas que creía recordar, y pasajes enteros que
recordaba haber escrito. Era como si algún residuo de mi memoria hubiera
sobrevivido a la noche.
Probablemente por eso necesité asegurarme de que las cosas
que contenía eran ciertas. Llamé a Ben al trabajo.
—Ben —dije cuando descolgó y me contó que no estaba
ocupado—, ¿alguna vez has llevado bigote?
—¡Qué pregunta tan rara!
Oí el tintineo de una cuchara contra una taza y me lo
imaginé echándose azúcar en el café con un periódico desplegado delante. Me
puse nerviosa. No sabía muy bien cómo continuar.
—Lo digo porque… —comencé—. Tuve un recuerdo. Creo.
Silencio.
—¿Un recuerdo?
—Creo que sí. —En mi mente centellearon las cosas sobre las
que había escrito el otro día (el bigote de Ben, su cuerpo desnudo, su
erección) y las que había recordado ayer. Los dos en la cama, besándonos.
Brillaron fugazmente antes de sumergirse de nuevo en las profundidades. De
repente me entró miedo—. Me parece que te he recordado con bigote.
Ben soltó una carcajada y le oí dejar la taza. Sentí que el
suelo desaparecía bajo mis pies. Puede que todo lo que había escrito fuera
mentira. Después de todo, pensé, soy novelista. O lo fui, cuando menos.
Reparé en lo absurdo de mi razonamiento. Si escribía
ficción, la afirmación de que era novelista quizá formara parte de esa ficción,
lo cual significaría que no había sido novelista. La cabeza me daba vueltas.
Así y todo, lo había sentido como algo real. Además, sabía
escribir a máquina, o por lo menos había escrito que sabía…
—¿Has llevado bigote alguna vez? —insistí, desesperada—. Es…
es importante…
—Déjame pensar. —Me lo imaginé cerrando los ojos,
mordiéndose los labios para hacer ver que se concentraba—. Supongo que es
posible —dijo al fin—. Poco tiempo. Hace muchos años, por eso. He olvidado…
—Una pausa—. Sí, ahora que lo pienso, es muy probable que sí. Una semana más o
menos. Hace mucho tiempo.
—Gracias —dije, aliviada. Noté que el suelo bajo mis pies
recuperaba cierta solidez.
—¿Estás bien? —me preguntó.
Respondí que sí.
El doctor Nash me recogió al mediodía. Me había aconsejado
que comiera algo antes de salir, pero no tenía hambre. Debido a los nervios,
supongo.
—Vamos a ver a un colega mío —me explicó en el coche—. El
doctor Paxton. —No dije nada—. Es un experto en el campo de la imagen funcional
de pacientes con problemas como el tuyo. Trabajamos juntos.
—Bien —repuse. Estábamos detenidos en un atasco—. ¿Te llamé
ayer? —le pregunté.
Me dijo que sí.
—¿Has leído tu diario?
—Casi todo. Me he saltado algunos trozos. Empieza a
alargarse.
Parecía interesado.
—¿Qué trozos?
Lo medité.
—Hay partes que me suenan. Tengo la sensación de que me
están recordando cosas que ya sé, que ya recuerdo…
—Eso está bien —dijo, mirándome—. Muy bien.
Sentí que me henchía de orgullo.
—¿Por qué te llamé ayer?
—Querías saber si realmente habías escrito una novela.
—¿Y es así? —pregunté—. ¿La he escrito?
Se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Sí —respondió—, has escrito una novela.
El tráfico comenzó de nuevo a rodar. Sentí un profundo
alivio. Ahora ya sabía que lo que había escrito era verdad. Me relajé el resto
del trayecto.
El doctor Paxton era mayor de lo que me había imaginado.
Vestía una americana de tweed, y por las orejas y la nariz le asomaban algunos
pelos blancos. Tenía pinta de haber sobrepasado la edad de jubilación.
—Bienvenida al Centro de Imagen Vincent Hall —me dijo cuando
el doctor Nash nos hubo presentado. Sin apartar sus ojos de los míos, me hizo
un guiño y me estrechó la mano—. No se inquiete, es menos importante de lo que
pueda hacer creer el nombre. Se lo enseñaré.
Entramos en el edificio.
—Estamos conectados con el hospital y la universidad
—comentó mientras cruzábamos el vestíbulo—, lo cual es una bendición y una
maldición.
Ignoraba a qué se refería y esperé a que se explicara, pero
no lo hizo. Sonreí.
—¿De veras? —dije. Deseaba ayudarme. Quería ser amable con
él.
—Todos quieren que les hagamos el trabajo —repuso, riendo—,
pero nadie quiere pagarnos por él.
Pasamos a una sala de espera. Tenía algunas sillas vacías y
desperdigadas, ejemplares de las mismas revistas que Ben había dejado en casa
para mí —Radio Times,
Hello!, además de Country Life y Marie Claire— y
tazas de plástico usadas. Daba la impresión de que se hubiera celebrado una
fiesta de la que los invitados habían tenido que marcharse deprisa y corriendo.
El doctor Paxton se detuvo frente a otra puerta.
—¿Le gustaría ver la sala de control?
—Sí, por favor —dije.
—La técnica IRM es bastante nueva —explicó una vez dentro—.
¿Ha oído hablar de la IRM? ¿Imagen por Resonancia Magnética?
Estábamos en un cuarto pequeño, iluminado únicamente por la
luz espectral de una hilera de pantallas de ordenador. En una de las paredes
había un cristal que conectaba con otro cuarto dominado por una gran máquina
con forma cilíndrica de la que asomaba, como una lengua, una cama. Me asusté.
No sabía nada sobre esa máquina. ¿Cómo iba a saberlo careciendo de memoria?
—No —dije.
Sonrió.
—Lo siento. Es lógico que no haya oído hablar de ella. La
IRM es un procedimiento bastante sencillo. Se parece un poco a una radiografía
del cuerpo. Aquí utilizamos algunas de esas técnicas, pero para observar cómo
funciona el cerebro cuando está trabajando.
El doctor Nash tomó entonces la palabra —la primera vez
desde hacía rato— y su voz sonó queda, casi cohibida. Me pregunté si el doctor
Paxton le intimidaba o si estaba deseando desesperadamente causarle buena
impresión.
—Si tuvieras un tumor cerebral necesitaríamos escanearte la
cabeza para averiguar dónde se aloja, qué parte del cerebro está afectada. Al
hacer eso estaríamos observando la estructura. Lo que la IRM funcional nos
permite ver es qué parte del cerebro utilizas cuando haces determinadas tareas.
Queremos ver de qué modo tu cerebro procesa la memoria.
—Qué partes se encienden, como si dijéramos —añadió Paxton—.
Por dónde circulan los líquidos.
—¿Y eso me ayudará? —pregunté.
—Esperamos que nos ayude a identificar dónde se encuentra la
lesión —dijo el doctor Nash—. Dónde está el fallo. Qué es lo que no funciona
como debiera.
—¿Y eso me ayudará a recuperar la memoria?
Guardó silencio. Luego dijo:
—Esperemos que sí.
Me quité la alianza y los pendientes y los puse en una
bandeja de plástico.
—También debe dejar el bolso —dijo el doctor Paxton antes de
preguntarme si tenía algún otro piercing—. Se sorprendería, querida —añadió
cuando indiqué que no con la cabeza—. Esta pequeña bestia hace un poco de
ruido, por lo que necesitará esto. —Me tendió unos tapones para los oídos de
color amarillo—. ¿Está lista?
Vacilé.
—No lo sé. —Estaba empezando a asustarme. El cuarto me
parecía cada vez más pequeño y oscuro, y la máquina se alzaba amenazadora al
otro lado del cristal. Tenía la sensación de haberla visto antes, o de haber
visto una igual—. No estoy segura de querer hacerlo.
El doctor Nash se acercó entonces a mí y posó una mano en mi
brazo.
—No hace ningún daño —dijo—. Solo ruido.
—¿No corro ningún peligro? —le pregunté.
—Ninguno. Y yo estaré aquí, a este lado del cristal.
Podremos verte durante todo el proceso.
Probablemente seguía sin parecer convencida, porque en ese
momento el doctor Paxton dijo:
—No se preocupe, querida, está en buenas manos. Todo irá
bien. —Le miré y me sonrió—. Piense en sus recuerdos como si estuvieran
extraviados en algún lugar de su mente. Lo único que haremos con esta máquina
es intentar descubrir dónde se encuentran.
Tenía frío, pese a la manta con que me habían envuelto, y la
habitación estaba a oscuras salvo por una luz roja que parpadeaba en algún
lugar y un espejo colgado a unos centímetros de mi cabeza que reflejaba la
imagen de una pantalla de ordenador. Además de los tapones en las orejas
llevaba unos auriculares por los que habían dicho que me hablarían, pero hasta
el momento no habían abierto la boca. Solo alcanzaba a oír un zumbido distante,
el sonido de mi respiración, fuerte y pesada, y los amortiguados latidos de mi
corazón.
En mi mano derecha sostenía una perilla llena de aire.
«Apriétela si necesita decirnos algo», me había indicado el doctor Paxton. «No
podremos oírla si habla.» Acaricié su superficie gomosa. Me habría gustado
cerrar los ojos, pero me habían pedido que los mantuviera abiertos y mirara la
pantalla. Unas cuñas de espuma me inmovilizaban por completo la cabeza; no
habría podido moverme aunque hubiese querido. Sobre mi cuerpo una manta, como
una mortaja.
Un instante de quietud y luego un chasquido. Tan fuerte que
di un respingo pese a los tapones, seguido de otro, y de un tercero. Un sonido
profundo que no podía decir si provenía de la máquina o de mi cabeza. Una
bestia enorme despertando, ese momento de silencio que precede al ataque.
Sujeté firmemente la perilla, decidida a no apretarla, y de pronto otro ruido,
semejante a una alarma, o a un taladro, repetitivo y sumamente fuerte, tan
fuerte que el cuerpo me temblaba con cada nueva descarga. Cerré los ojos.
Una voz en mi oído.
—Christine, ¿te importaría abrir los ojos? —De modo que
podían verme—. No te preocupes, todo va bien.
¿Bien?, pensé. Qué sabrán ellos. Qué sabrán ellos de lo que
se siente estando aquí tumbada, en una ciudad que no recuerdo y con gente que
no he visto antes. Estoy flotando, pensé, totalmente a la deriva, a merced del
viento.
Otra voz. La del doctor Nash.
—¿Te importaría mirar las imágenes? Piensa a qué
corresponden y dilo, pero para ti. No digas nada en voz alta.
Abrí los ojos. En el espejo situado sobre mi cabeza estaban
pasando unos dibujos blancos sobre fondo negro. Un hombre. Una escalera de
mano. Una silla. Un martillo. Los fui mencionando conforme aparecían, y en un
momento dado asomaron las palabras «¡Gracias! Ahora, relájese», y también me
las dije, para mantenerme ocupada, al tiempo que me preguntaba cómo era posible
relajarse dentro de la panza de semejante máquina.
En la pantalla aparecieron otras instrucciones. «Recuerde un
acontecimiento pasado», decía y, debajo, «Una fiesta». Cerré los ojos.
Intenté pensar en la fiesta que me había venido a la memoria
cuando Ben y yo estábamos viendo los fuegos artificiales. Traté de verme con mi
amiga en la azotea, escuchar el barullo de la fiesta que tenía lugar bajo
nuestros pies, aspirar el olor de los fuegos artificiales.
Me venían imágenes, pero no parecían reales. Me daba cuenta
de que no las estaba recordando, sino inventando.
Intenté ver a Keith, recordar su indiferencia, pero no pude.
Había vuelto a perder esos recuerdos, a enterrarlos, puede que para siempre,
aunque por lo menos ahora sabía que existían, que estaban cerrados bajo llave
en algún lugar.
Mi mente se trasladó a las fiestas de mi infancia. A
cumpleaños con mi madre, mi tía y mi prima Lucy. El Twister. El juego de las
sillas. El juego de las estatuas. Mi madre con bolsas de caramelos para
envolverlos como premios. Sándwiches de patés de carne y pescado con las
cortezas recortadas. Bizcocho y gelatina.
Me vino a la memoria un vestido blanco con volantes en las
mangas, unos calcetines también con volantes y unos zapatos negros. Todavía
tengo el cabello rubio y estoy sentada frente a una tarta con velas. Cojo aire,
me inclino hacia delante y soplo. El humo de las velas se eleva en el aire.
Recuerdos de otra fiesta se arremolinaron en mi mente. Me vi
en casa, mirando por la ventana de mi cuarto. Estoy desnuda, tengo unos
diecisiete años. La calle está invadida por mesas de caballete dispuestas en
largas hileras y cubiertas de bandejas con sándwiches y hojaldres de salchicha,
y de jarras de naranjada. Hay banderas del Reino Unido por doquier y de todas
las ventanas cuelgan banderines. Azules. Rojos. Blancos.
Veo niños con elaborados disfraces —piratas, magos,
vikingos— y adultos intentando organizarlos en equipos para la carrera del huevo
en la cuchara. Puedo ver a mi madre al otro lado de la calle, atando una capa
al cuello de Matthew Soper y, justo debajo de mi ventana, a mi padre sentado en
una silla de playa con un zumo en la mano.
—Vuelve a la cama —dice una voz. Me doy la vuelta. Dave
Soper está sentado en mi cama, debajo de mi póster de The Slits. Tiene la
sábana blanca enrollada en la cadera, salpicada de sangre. No le había dicho
que era mi primera vez.
—No —digo—. ¡Levántate! ¡Tienes que vestirte antes de que
lleguen mis padres!
Se ríe, pero no con crueldad.
—¡Ven aquí!
Me pongo los tejanos.
—No —digo, agarrando una camiseta—. Levántate, te lo ruego.
Parece decepcionado. Yo no había planeado esto —lo que no
quiere decir que no lo deseara— y ahora me apetece quedarme sola. No tiene nada
que ver con él.
—Está bien —dice, poniéndose en pie. Tiene el cuerpo blanco
y flaco, un pene casi ridículo. Mientras se viste desvío la mirada hacia la
ventana. Mi mundo ha cambiado, pienso. Acabo de cruzar una línea y no puedo dar
marcha atrás—. Adiós —dice, pero no respondo. No me doy la vuelta hasta que se
ha marchado.
Una voz en mi oído me devolvió al presente.
—Bien. Ahora vamos a pasarle otras imágenes, Christine —dijo
el doctor Paxton—. Obsérvelas detenidamente y diga para sí qué o quién es. ¿De
acuerdo? ¿Está lista?
Tragué saliva. ¿Qué van a mostrarme?, pensé. ¿A quién? ¿Me
afectarán?
Estoy lista, pensé para mí, y empezamos.
La primera foto era en blanco y negro. Una niña de cuatro o
cinco años en los brazos de una mujer, señalando algo. Las dos están riendo y a
su espalda, algo desenfocada, hay una valla con un tigre detrás, tumbado. Una
madre, pensé. Una hija. En el zoo. Observé la cara de la niña con detenimiento
y advertí, sobresaltada, que era yo, y que la mujer era mi madre. Se me cortó la
respiración. No podía recordar haber visitado nunca un zoo, y sin embargo aquí
estaba la prueba de que lo había hecho. Yo, dije en silencio, recordando lo que
me habían pedido que hiciera. Mi madre. Miré fijamente la pantalla, tratando de
grabar la imagen en mi memoria, pero la foto desapareció y fue sustituida por
otra, también de mi madre, ahora mayor, aunque no lo parece tanto como para
necesitar el bastón en el que se apoya. Sonríe pero tiene aspecto de cansada,
los ojos hundidos en el delgado rostro. Mi madre, pensé de nuevo, y otra
palabra brotó espontáneamente en mi mente: sufriendo. Cerré instintivamente los
ojos, tuve que obligarme a abrirlos de nuevo. Cada vez sujetaba la perilla con
más fuerza.
Las fotografías transcurrían ahora con rapidez y solo
alcanzaba a reconocer algunas. En una aparecía la amiga que había visto en mi
recuerdo. La reconocí casi al instante. Salía tal y como la había imaginado,
con unos tejanos gastados y una camiseta, un cigarrillo en la mano y la melena
pelirroja suelta y despeinada. En otra foto salía con el pelo corto, teñido de
negro, y unas gafas de sol sobre la cabeza. A esta le siguió un retrato de mi
padre —con la misma cara que cuando yo era niña, sonriente y feliz, leyendo el
periódico en el salón— y una foto donde aparecemos Ben y yo con otra pareja a
la que no reconocí.
Otras fotos eran de gente que no conocía. Una mujer de raza
negra vestida de enfermera, otra con traje sentada frente a una estantería y
mirando por encima de sus gafas de media luna con expresión grave. Un hombre
con el pelo rojizo y la cara redonda, otro con barba. Un niño de seis o siete
años comiendo un helado, y luego el mismo niño sentado a una mesa, dibujando.
Un grupo de personas desperdigadas mirando a la cámara. Un hombre atractivo,
con el pelo negro y un poco largo, unas gafas de montura oscura enmarcando unos
ojos afilados y una larga cicatriz en una mejilla. Las fotografías se sucedían
y yo trataba de identificarlas, de recordar cómo —o incluso si— estaban
entretejidas en el tapiz de mi vida. Estaba haciendo justo lo que me habían
pedido, pero sentí que el pánico se apoderaba de mí. El zumbido de la máquina
pareció aumentar de tono y de volumen, hasta convertirse en una alarma, una
señal de aviso, y el estómago se me cerró. No podía respirar. Cerré los ojos y
la manta empezó a empujarme hacia abajo, pesada como una losa de mármol, y
sentí que me ahogaba.
Apreté la mano derecha, pero esta se cerró en un puño vacío.
Las uñas se me clavaron en la carne. Había soltado la perilla. De mi garganta
escapó un grito mudo.
—Christine —dijo una voz en mi oído—. Christine.
No sabía quién era, ni qué quería de mí. Solté otro grito y
empecé a quitarme la manta a patadas.
—¡Christine!
Más fuerte esta vez. La alarma calló de golpe, una puerta se
abrió bruscamente y oí voces en el cuarto. Noté unas manos en los brazos y las
piernas, en el torso. Abrí los ojos.
—Tranquila —dijo el doctor Nash en mi oído—. Estás bien.
Estoy aquí.
Después de tranquilizarme y asegurarme de que todo iría bien
—y devolverme el bolso, los pendientes y la alianza— el doctor Nash y yo nos
fuimos a una cafetería situada junto al pasillo. Era pequeña, con sillas de
plástico naranja y mesas de formica amarilla. Bandejas de pastas y bocadillos
se marchitaban bajo la agresiva iluminación. No llevaba dinero, por lo que dejé
que el doctor Nash me invitara a un café y un trozo de bizcocho de zanahoria, y
luego elegí un lugar junto a la ventana mientras él pagaba y traía la bandeja.
Fuera lucía el sol, y en el césped del patio las sombras eran alargadas. Flores
moradas moteaban la hierba.
El doctor Nash acercó su silla a la mesa. Parecía mucho más
relajado ahora que estábamos solos.
—Toma —dijo, colocándome la bandeja delante—. Espero que
esté bueno.
Advertí que había escogido té para él; la bolsita todavía
flotaba en el líquido marrón cuando se sirvió azúcar del cuenco colocado en el
centro de la mesa. Di un sorbo a mi café y torcí el gesto. Estaba amargo y
demasiado caliente.
—Está bueno —dije—. Gracias.
—Lo siento —se disculpó al cabo de unos instantes. Al
principio pensé que se refería al café—. No imaginé que estar dentro de esa
máquina te afectaría tanto.
—Es claustrofóbica —dije—, y ruidosa.
—Lo sé.
—Solté la perilla de emergencia sin querer.
No comentó nada. Removió el té, sacó la bolsita y la dejó
sobre la bandeja. Bebió un sorbo.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
—Es difícil saberlo. Te entró el pánico, lo cual no es tan
extraño. Como bien has dicho, no es un lugar agradable.
Contemplé mi bizcocho. Intacto. Reseco.
—¿Quiénes eran las personas de las fotografías? ¿De dónde
las has sacado?
—Son una mezcla. Unas fotos las obtuve de tus historiales
médicos. Ben las había donado años atrás. Otras te pedí que las trajeras de tu
casa para este ejercicio; dijiste que estaban dispuestas alrededor de tu espejo.
Algunas las traje yo y en ellas sale gente que no conoces. Las llamamos
controles. Las mezclamos todas. Algunas fotos eran de personas que conociste de
niña, gente que deberías o podrías recordar, como familiares y amigos del
colegio. El resto eran de personas de la etapa de tu vida que no recuerdas. El
doctor Paxton y yo estamos tratando de averiguar si existe alguna diferencia en
la manera en que intentas acceder a los recuerdos de estos dos períodos. La
reacción más fuerte la tuviste con tu marido, claro, pero también reaccionaste
con otras personas. Aunque no recuerdas a esa gente de tu pasado, los patrones
de excitación neural están decididamente presentes.
—¿Quién era la mujer pelirroja? —dije.
Sonrió.
—Una vieja amiga, probablemente.
—¿Sabes cómo se llama?
—Me temo que no. Las fotos estaban en tu historial pero sin
catalogar.
Asentí. «Una vieja amiga.» Eso ya lo sabía. Quería su
nombre.
—¿Has dicho que reaccionaba al ver las fotos?
—Con algunas.
—¿Y eso es bueno?
—Antes de sacar conclusiones debemos examinar los resultados
con más detenimiento. Se trata de un método muy nuevo —dijo—. Experimental.
—Entiendo.
Corté un trozo de bizcocho. También estaba amargo, y el
glaseado demasiado dulce. Nos quedamos un rato callados. Le ofrecí un poco de
bizcocho y lo rechazó dándose unas palmaditas en la barriga.
—¡He de vigilarme! —dijo, aunque yo no veía razones para
preocuparse aún. El doctor Nash tenía el estómago prácticamente liso, aunque
parecía la clase de hombre que criaría barriga con el tiempo. Por el momento,
sin embargo, era joven y la edad apenas había hecho mella en él.
Pensé en mi cuerpo. No estoy gorda, ni siquiera me sobran
kilos, pero no por eso deja de sorprenderme. Cuando me siento adopta una forma
distinta de la que espero. Las nalgas se hunden, los muslos se rozan cuando los
cruzo. Me inclino hacia delante para coger la taza y los senos se reajustan
dentro del sujetador, como si quisieran recordarme que existen. Me ducho y noto
un ligero bamboleo en la carne interna de los brazos. Soy más grande de lo que
creo, ocupo más espacio del que pienso. No soy una niña, compacta y con la
carne bien pegada a los huesos, ni siquiera una adolescente. Mi cuerpo está
empezando a distribuir su grasa en capas.
Contemplé el bizcocho y me pregunté qué me depararía el
futuro. Tal vez siga ensanchándome, pensé. Me pondré rellenita, después gorda,
y acabaré hinchada como un globo. O puede que conserve mi talla actual y siga
sin acostumbrarme a ella, y me dedique a observar en el espejo del cuarto de
baño cómo las arrugas de mi cara se hacen más profundas y la piel de mis manos
se vuelve fina como la de una cebolla, y cómo me convierto, poco a poco, en una
anciana.
El doctor Nash inclinó la cabeza para rascarse y a través
del pelo pude verle el cuero cabelludo, una pizca más evidente en la zona de la
coronilla. Todavía no es consciente, pensé, pero un día lo será. Verá una
fotografía suya hecha desde atrás, o se sorprenderá ante el espejo de un
probador, o su peluquero o su novia le harán algún comentario. La edad acaba
por alcanzarnos a todos, pensé cuando levantó la cabeza. De una manera u otra.
—Por cierto —dijo con una alegría que parecía forzada—, te
he traído algo. Un regalo. Bueno, no exactamente. Se trata de algo que creo que
te gustará tener. —Se inclinó para recoger su cartera del suelo—. Es posible
que ya tengas un ejemplar —dijo, abriéndola. Sacó un sobre—. Ten.
Ya sabía qué era antes incluso de cogerlo. ¿Qué otra cosa
podía ser? Noté su peso en mi mano. El sobre era acolchado y estaba cerrado con
celo. Tenía mi nombre escrito con rotulador negro. «Christine.»
—Es la novela que escribiste —dijo.
No sabía qué sentir. He aquí una prueba, me dije. Una
prueba, en el caso de que mañana la necesitara, de que lo que había escrito en
mi diario era verdad.
El sobre contenía un ejemplar de una novela. Lo saqué. Era
una edición en rústica. No era nueva. Había un círculo de café sobre la tapa y
el tiempo había amarilleado los cantos de las páginas. Me pregunté si el doctor
Nash me estaba regalando su ejemplar, si estaba siquiera disponible en el
mercado. Al sostenerlo entre las manos volví a verme como el otro día: más
joven, mucho más joven, buscando en esta novela inspiración para comenzar la
siguiente. Sabía que no había funcionado, que nunca llegué a terminar mi segunda
novela.
—Gracias —dije—. Muchas gracias.
Sonrió.
—De nada.
Me la guardé debajo del abrigo, donde estuvo latiendo como
un corazón durante todo el trayecto hasta casa.
* * *
Abrí la novela nada más cruzar la puerta de la calle, pero
solo le eché un vistazo rápido. Quería anotar en mi diario todo lo que había
sucedido antes de que Ben llegara a casa, pero en cuanto hube terminado regresé
corriendo abajo para mirar con más detenimiento lo que el doctor Nash me había
regalado.
Giré el libro. La tapa exhibía un dibujo al pastel de una
mesa sobre la que descansaba una máquina de escribir con un cuervo encaramado
al carro, ladeando la cabeza como si estuviera leyendo el folio en él
ensartado. Encima del cuervo estaba escrito el título y, debajo de este, mi
nombre.
Para los pájaros madrugadores,
rezaba. «Christine Lucas.»
Abrí el libro con mano temblorosa. En la portada había una
dedicatoria: «A mi padre», y a continuación las palabras «Te echo de menos».
Cerré los ojos. El roce de un recuerdo. Vi a mi padre tendido
en una cama bajo unas fuertes luces blancas, la piel translúcida y cubierta de
una pátina de sudor. Un tubo en el brazo, una bolsa con un líquido transparente
colgando de un soporte intravenoso, una bandeja de cartón y un frasco de
pastillas. Una enfermera tomándole el pulso, la tensión, y mi padre sin
reaccionar. Mi madre, sentada al otro lado de la cama, conteniendo las lágrimas
mientras yo intento forzar las mías.
De pronto, un olor. A flores cortadas y a tierra sucia.
Dulce y empalagoso. Vi el día que lo incineramos. Yo vestida de negro —color
que sé que es habitual en mí— pero esta vez sin maquillaje. Mi madre sentada al
lado de mi abuela. Las cortinas se abren, el féretro desaparece tras ellas y yo
lloro al imaginar a mi padre transformándose en polvo. Mi madre estrujando mi
mano. Nos vamos a casa, bebemos vino espumoso barato y comemos sándwiches
mientras cae el sol y mi madre se desvanece en la penumbra.
Suspiré. La imagen desapareció y abrí los ojos. Delante, mi
novela.
Giré la portada y leí la primera frase. «Fue entonces»,
había escrito, «con el motor aullando y el pie derecho hundido en el
acelerador, cuando soltó el volante y cerró los ojos. Ella sabía lo que iba a
ocurrir. Sabía adónde le llevaría. Siempre lo había sabido.»
Abrí la novela por el centro. Leí un párrafo, y otro próximo
al final.
Había escrito sobre una mujer llamada Lou y un hombre —su
marido, supuse— llamado George. La historia parecía ubicada en una guerra.
Estaba decepcionada. Ignoro qué esperaba —¿una autobiografía, quizá?— pero
intuí que las respuestas que pudiera darme esta novela serían limitadas.
Por lo menos me la habían publicado me dije mientras la
giraba para ver la contraportada.
No había ninguna foto de la autora, solo una biografía
breve.
«Christine Lucas nació en el norte de Inglaterra en 1960»,
decía. «Estudió filología inglesa en el University College de Londres, donde
reside actualmente. Esta es su primera novela.»
Sonreí para mí, de orgullo y felicidad. «La he escrito yo.»
Quería leerla, desentrañar sus secretos, pero al mismo tiempo no quería. Temía
que la realidad pudiera arrebatarme la felicidad que ahora sentía. Una de dos,
o la novela me gustaba y me entristecía el hecho de no haber escrito otra, o no
me gustaba y me frustraba por no haber desarrollado nunca el talento de
escritora. Ignoraba cuál de esas dos opciones era la más probable, pero sabía
que un día, incapaz de resistir la atracción de mi único logro, lo descubriría.
Hoy no, por eso. Hoy tenía otro descubrimiento que hacer,
algo mucho más doloroso que la tristeza, más dañino que la mera frustración.
Algo que podría hacerme pedazos.
Traté de meter el libro en el sobre. Había algo más en su
interior. Una hoja pulcramente doblada en cuatro. El doctor Nash había escrito
en ella: «Pensé que podría interesarte».
La desplegué. En el margen superior había escrito «Standard,
1988». Debajo había una copia de un artículo de periódico acompañado de una
fotografía. Tardé varios segundos en percatarme de que el artículo era una
crítica de mi novela y de que la mujer de la foto era yo.
Empecé a temblar. No entendía por qué. Se trataba de una
reseña escrita muchos años atrás; buena o mala, sus repercusiones ya eran
historia. Sus efectos se habían diluido por completo. No obstante, saber qué
acogida había recibido mi obra en aquel entonces era importante para mí. ¿Había
triunfado como escritora?
Leí el artículo por encima, confiando en poder captar el
tono antes de verme obligada a analizar los detalles. Algunas palabras llamaron
mi atención. La mayoría positivas. «Incisiva.» «Perceptiva.» «Hábil.»
«Humanidad.» «Brutal.»
Contemplé la fotografía. En blanco y negro, aparezco sentada
frente a mi mesa con el cuerpo girado hacia la cámara. Tengo una postura un
poco forzada, como si algo me incomodara, y me pregunto si es la persona
situada detrás de la cámara o la forma en que estoy sentada. Así y todo, estoy
sonriendo. Llevo el pelo largo y liso, y aunque la fotografía es en blanco y
negro me da la impresión de que lo llevo más oscuro que ahora, como si me lo
hubiera teñido de castaño o estuviera húmedo. Detrás de mí hay una
puertaventana y por una esquina del marco asoma un árbol deshojado. Debajo de
la fotografía hay una leyenda. «Christine Lucas en su casa del norte de
Londres.»
Caí en la cuenta de que probablemente era la casa que había
visitado con el doctor Nash. Por un momento me asaltó un deseo casi
irrefrenable de volver, de llevarme esta fotografía conmigo y convencerme de
que, efectivamente, era cierto. De que yo había existido.
Claro que eso ya lo sabía. Pese a no poder recordarlo ahora,
sabía que en aquella cocina había recordado a Ben, y también su erección
bamboleante.
Sonreí, y acaricié la fotografía, deslicé mis dedos por ella
buscando pistas ocultas como podría hacer un ciego. Seguí el contorno de mis
cabellos, paseé las yemas por mi cara. En la foto parezco incómoda y al mismo
tiempo radiante. Doy la impresión de estar guardando un secreto que sostengo
como un amuleto. Me han publicado la novela, sí, pero eso no es todo. Hay algo
más.
La observé con detenimiento. Podía ver la redondez de mis
pechos bajo el holgado vestido, la forma en que descanso un brazo sobre la
barriga. Un recuerdo brota de la nada: estoy posando para el retrato, el
fotógrafo se halla detrás de su trípode, la periodista con la que acabo de hablar
sobre mi novela está en la cocina. Desde allí pregunta cómo nos va y los dos
respondemos con un alegre «¡Bien!» y reímos. «Ya casi estamos», dice él
mientras cambia el carrete. La periodista ha encendido un cigarrillo y me
pregunta no si me importa, sino si tengo un cenicero. Eso me irrita, pero no en
exceso. Lo cierto es que daría lo que fuera por un cigarrillo, pero lo he
dejado, lo dejé cuando me enteré de que…
Miré de nuevo la foto y en aquel momento lo supe. En ella
estoy embarazada.
Mi mente se detuvo un instante, y luego empezó a correr.
Tropezaba consigo misma, atrapada en los afilados márgenes de este
descubrimiento, del hecho de que no solo había llevado un bebé en las entrañas
mientras posaba en ese comedor, sino que lo sabía y estaba feliz.
No tenía sentido. ¿Qué había pasado? El niño debería tener
ahora… ¿cuántos? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve años? ¿Veinte?
Pero no hay ningún niño, pensé. ¿Dónde está mi hijo?
Sentí que el mundo volvía a inclinarse. Esa palabra: «hijo».
La había pensado, la había pronunciado con convicción. Por la razón que fuera,
en algún lugar profundo de mi ser sabía que el bebé que había llevado dentro
era varón.
Me agarré al borde de la silla para no caer, y en ese
momento otra palabra trepó como una burbuja hasta la superficie y estalló.
«Adam.» Sentí que mi mundo salía de un pozo para entrar en otro.
Había tenido un hijo. Y le habíamos llamado Adam.
Me levanté y el sobre con la novela cayó al suelo. Mi mente
se aceleró como un motor reacio que finalmente hace contacto. Una energía
desesperada por salir hervía dentro de mí. Mi hijo tampoco figuraba en el álbum
de recortes de la sala. Estaba segura. Me habría acordado de haber visto una
foto de mi hijo cuando hojeé el álbum esta mañana. Le habría preguntado a Ben
quién era. Habría escrito sobre él en mi diario. Devolví el artículo al sobre y
corrí escaleras arriba. Me detuve frente al espejo del cuarto de baño, pero en
lugar de mirarme en él contemplé su contorno, las imágenes del pasado, las
fotografías que debo utilizar para construir mi persona cuando no tengo
memoria.
Ben y yo. Ben solo. Yo sola. Los dos con una pareja mayor
que imagino son sus padres. Yo mucho más joven, con bufanda y una gran sonrisa,
acariciando un perro. Pero no hay ningún Adam. Ningún bebé, ningún niño. Ninguna
fotografía de su primer día de colegio, o de la exhibición deportiva, o de las
vacaciones. Ninguna imagen de él construyendo castillos de arena. Nada.
No tenía sentido. Seguro que era la clase de fotos que todos
los padres hacían y jamás tiraban.
Tienen que estar aquí, pensé. Levanté las fotos del espejo
para ver si había otras pegadas debajo, capas de historia sobrepuestas cual
estratos. Nada. Nada salvo los azulejos celestes de la pared, el vidrio liso
del espejo. Un espacio vacío.
Adam. El nombre resonaba en mi cabeza. Cerré los ojos y me
asaltaron otros recuerdos, cada uno irrumpiendo con violencia y vibrando unos
segundos antes de diluirse y dar paso al siguiente. Vi a Adam, sus cabellos
rubios que sabía que el tiempo oscurecería, la camiseta de Spiderman que se
empeñaba en ponerse hasta que ya no le entró y hubo que tirarla. Le vi
durmiendo en un cochecito, y recuerdo haber pensado que era un bebé perfecto,
la cosa más bonita que había visto en mi vida. Le vi subido a un triciclo azul
de plástico y supe que se lo habíamos regalado por su cumpleaños, y que iba con
él a todas partes. Le vi en un parque, inclinado sobre el manillar, sonriendo
mientras bajaba como una flecha por una pendiente hacia mí, y un segundo
después dándose de bruces contra el suelo cuando el triciclo tropezó con algo y
se volcó. Me vi abrazándolo mientras lloraba, limpiándole la sangre de la cara
y vislumbrando uno de sus dientes en el suelo, junto a una rueda. Le vi
enseñándome un dibujo que había hecho —una franja azul para el cielo, una verde
para el suelo y entre ambas tres siluetas borrosas y una casita— y vi el conejo
de trapo del que nunca se separaba.
Regresé bruscamente al presente, al cuarto de baño donde me
encontraba, y cerré de nuevo los ojos. Quería recordarle en el colegio, o en la
adolescencia, verle conmigo o con su padre, pero cuando intentaba dirigir mis
recuerdos, estos se alejaban como una pluma atrapada en el viento que cambia de
dirección cada vez que una mano intenta atraparla. Le vi con un helado semiderretido
en la mano, con la cara manchada de regaliz, durmiendo en el asiento trasero de
un coche. No me quedaba más remedio que ver cómo esos recuerdos venían para
luego irse con la misma rapidez.
Tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no romper
las fotos que tenía delante. Quería arrancarlas de la pared para buscar pruebas
de la existencia de mi hijo. En lugar de eso, como si temiera que las piernas
fueran a fallarme al más mínimo movimiento, me quedé muy quieta delante del
espejo, tensando hasta el último músculo de mi cuerpo.
Tampoco había fotografías en la repisa de la chimenea. Ni el
cuarto de un adolescente con pósters de cantantes en la pared. Ni camisetas en
la cesta de la ropa sucia o en la pila de la plancha. Ni zapatillas de deporte
destrozadas en el armario del hueco de la escalera. Aunque se hubiera marchado
simplemente de casa, tendría que quedar algún rastro de su existencia, ¿no?
Alguna prueba.
Pero no, él no está en esta casa. Comprendí con un
estremecimiento que era como si no existiera, como si nunca hubiera existido.
Ignoro cuánto tiempo estuve en el cuarto de baño
contemplando su ausencia. ¿Diez minutos? ¿Veinte? ¿Una hora? En un momento dado
oí una llave en la puerta de la calle, el roce de los zapatos de Ben contra la
alfombrilla. No me moví de donde estaba. Entró en la cocina, luego en el
comedor, y desde el pie de la escalera me preguntó si estaba bien. Parecía
nervioso, había una agitación en su voz que no había percibido esta mañana,
pero me limité a farfullar que sí. Le oí entrar en la sala de estar y poner la
tele.
El tiempo se detuvo. Mi mente se vació. No quedó nada salvo
la necesidad de saber qué le había sucedido a mi hijo y el miedo, en igual
medida, a lo que pudiera descubrir.
Escondí mi novela en el armario y bajé.
Me detuve frente a la puerta de la sala de estar. Traté sin
éxito de calmar la respiración, que siguió saliendo en forma de tibios jadeos.
Ignoraba qué debía decirle a Ben, cómo debía contarle que sabía lo de Adam.
Seguro que me preguntaba cómo lo había averiguado. ¿Qué le diría entonces?
En realidad me daba igual. Solo me importaba saber dónde
estaba mi hijo. Cerré los ojos y cuando me sentí todo lo calmada que pensaba
que podría sentirme abrí suavemente la puerta. Noté cómo rozaba la moqueta.
Ben no me oyó. Estaba en el sofá, viendo la tele con un
plato en el regazo y, sobre el plato, media galleta. Sentí un arrebato de ira.
Parecía increíblemente relajado y satisfecho, y una sonrisa jugaba en sus
labios. Soltó una carcajada. Me dieron ganas de abalanzarme sobre él y no parar
de gritar hasta que me lo contara todo, por qué me había ocultado lo de mi
novela, por qué había escondido todo lo referente a mi hijo. De exigirle que me
devolviera cuanto me había quitado.
Pero sabía que eso no resultaría en nada bueno, así que me
limité a toser. Fue una tos minúscula, delicada. Una tos que decía «No quiero
molestarte, pero…».
Al verme, sonrió.
—¡Cariño! —exclamó—. ¡Estás aquí!
Entré en la sala.
—Ben —dije. Tenía la voz tensa. No parecía mi voz—. Tengo
que hablar contigo.
Se levantó con cara de preocupación y se acercó, dejando que
el plato resbalara hasta el suelo.
—¿Qué ocurre, cielo? ¿Estás bien?
—No —dije.
Se detuvo a un metro de mí. Abrió los brazos para que me
fundiera en ellos pero no me moví de donde estaba.
—¿Qué te ocurre?
Miré a mi marido, estudié la expresión de su cara. Parecía
tranquilo, como si hubiera estado antes en esta situación, como si estuviera
acostumbrado a estos momentos de histeria.
No pude reprimir la necesidad de pronunciar el nombre de mi hijo.
—¿Dónde está Adam? —pregunté. Las palabras sonaron como una
exclamación ahogada—. ¿Dónde está?
La expresión de Ben cambió bruscamente. ¿Sorpresa?
¿Conmoción? Tragó saliva.
—¡Contesta! —grité.
Me tomó en sus brazos. Quise rechazarle, pero no lo hice.
—Christine, cálmate, te lo ruego —dijo—. No pasa nada. Puedo
explicártelo todo, ¿de acuerdo?
Quería decirle que sí pasaba algo, pero callé. Le oculté mi
rostro enterrándolo en los pliegues de su camisa y empecé a temblar.
—Cuéntamelo todo —rogué—. Cuéntamelo ahora, por favor.
Nos sentamos en el sofá. Yo en una punta, él en la otra. Era
todo lo cerca que deseaba tenerlo.
No quería que hablara, pero lo hizo.
Volvió a decirlo.
—Adam murió.
Noté que me cerraba. Herméticamente, como una concha. Sus
palabras, afiladas como alambre de cuchillas.
Pensé en cuando me enteré de la enfermedad de mi padre, en
la mosca del parabrisas cuando volvía de casa de mi abuela.
Habló de nuevo.
—Christine, cariño, lo siento mucho.
Estaba enfadada. Enfadada con él. Cabrón, pensé, pese a
saber que él no tenía la culpa.
Me obligué a hablar.
—¿Cómo?
Suspiró.
—Estaba en el ejército.
Le miré paralizada. Todas mis emociones recularon, hasta
dejarme a solas con el dolor. El dolor. Reducido a un solo punto.
Un hijo que ni siquiera sabía que había tenido, y se había
hecho soldado. De pronto me asaltó un pensamiento. Un pensamiento absurdo: ¿Qué
pensará mi madre?
Ben empezó a hablar atropelladamente.
—Estaba en el Cuerpo de Marines. Le destinaron a Afganistán,
donde le mataron hace un año.
Tragué saliva. Tenía la garganta seca.
—¿Por qué? —dije, y a renglón seguido—: ¿Cómo?
—Christine…
—Quiero saberlo. Necesito saberlo.
Alargó un brazo para cogerme la mano y le dejé hacer, si
bien me tranquilizó que no intentara arrimarse a mí.
—No creo que quieras saberlo todo.
Finalmente mi ira estalló. No pude evitarlo. Mi ira y mi
pánico.
—¡Era mi hijo!
Ben volvió la cara hacia la ventana.
—Viajaba en un vehículo blindado. —Lo dijo despacio, casi en
susurros—. Estaban escoltando a una compañía. Una bomba explotó junto a la
carretera. Un soldado sobrevivió. Adam y otro compañero fallecieron.
Cerré los ojos y también mi voz se redujo a un susurro.
—¿Murió en el acto? ¿Sufrió?
Ben suspiró.
—No, no sufrió. Creen que fue muy rápido.
Me volví hacia él. Seguía mirando hacia la ventana.
Me estás mintiendo, pensé.
En mi cabeza empezaron a agolparse las preguntas. Preguntas
que no me atrevía a formular porque temía que las respuestas me mataran. «¿Cómo
había sido de niño, de adolescente, de adulto? ¿Estábamos unidos? ¿Discutíamos?
¿Era feliz? ¿Fui una buena madre?» Y «¿Cómo es posible que aquel niño del
triciclo de plástico hubiera acabado asesinado en la otra punta del mundo?».
—¿Qué estaba haciendo en Afganistán? —pregunté—. ¿Por qué
allí?
Ben me contó que estábamos en guerra. En guerra contra el
terrorismo, añadió, aunque ignoro qué significa eso. Dijo que hubo un atentado
en Estados Unidos, un terrible atentado en el que murieron miles de personas.
—¿Y por eso mi hijo acabó muriendo en Afganistán? —espeté—.
No lo entiendo.
—Es complicado. Siempre quiso ingresar en el ejército. Creía
que estaba cumpliendo con su deber.
—¿Su deber? ¿Y tú también lo pensabas? ¿Que estaba
cumpliendo con su deber? ¿Lo pensaba yo? ¿Por qué no le convenciste para que
hiciera otra cosa? Lo que fuera.
—Christine, era lo que él quería.
Durante un espantoso instante casi me eché a reír.
—¿Que le mataran? ¿Era eso lo que él quería? ¿Por qué? No
llegué a conocerle.
Ben no respondió. Me estrechó la mano y por mi cara rodó una
lágrima caliente como el ácido, seguida de otra, y otra. Las enjugué, temiendo
que si empezaba a llorar ya nunca fuera capaz de parar.
Sentí que mi mente se cerraba, se vaciaba, retrocedía hacia
la nada.
—No llegué a conocerle.
Ben bajó más tarde con una caja y la dejó sobre la mesa del
café, frente a los dos.
—La guardo arriba —dijo—, por seguridad.
¿Contra qué?, pensé. La caja era de metal gris, el tipo de
caja donde uno guardaría dinero o documentos importantes.
Su contenido debía de ser peligroso. Imaginé bichos
salvajes, escorpiones y serpientes, ratas hambrientas, sapos venenosos. O un
virus invisible, algo radiactivo.
—¿Por seguridad? —dije.
Suspiró.
—Hay cosas con las que es preferible que no tropieces cuando
estás sola —contestó—. Cosas que es mejor que te las explique yo.
Se sentó a mi lado y abrió la caja. Dentro solo vi papeles.
—Este es Adam de bebé —dijo, sacando un puñado de
fotografías que después me tendió.
Era una foto de mí, en la calle, caminando hacia la cámara
con un bebé —Adam— dentro de una bolsa que llevo amarrada al pecho. Lo tengo de
cara pero está mirando por encima de su hombro a la persona que nos está
haciendo la foto. Su sonrisa es igual que la mía pero sin dientes.
—¿La hiciste tú?
Ben asintió. Volví a mirarla. Tenía algún desgarrón y los
cantos manchados, y estaba perdiendo el color, como si estuviera blanqueándose
lentamente.
Yo con un bebé. Me parecía irreal. Intenté decirme que había
sido madre.
—¿Cuándo? —le pregunté.
Ben miró por encima de mi hombro.
—Aquí debía de tener unos seis meses, lo que quiere decir
que debí de hacerla en mil novecientos ochenta y siete.
Yo habría tenido veintisiete años. Toda una vida atrás.
La vida de mi hijo.
—¿Cuándo nació?
Volvió a hurgar en la caja y me pasó un papel.
—En enero —dijo.
Era un papel amarillo y quebradizo. Una partida de
nacimiento. La leí en silencio. En ella aparecía su nombre. Adam.
—Adam Wheeler —leí en voz alta. Tanto para mí como para Ben.
—Wheeler es mi apellido —dijo—. Los dos estuvimos de acuerdo
en que llevara mi apellido.
—Claro. —Alcé el papel. Me costaba creer que algo tan ligero
pudiera contener algo tan importante. Quería aspirarlo, convertirlo en parte de
mí.
—Aquí hay más fotos —dijo Ben, plegando el papel—. ¿Quieres
verlas?
Me las pasó.
—No tenemos demasiadas —señaló mientras las miraba—. Muchas
se perdieron.
Lo dijo como si hubieran sido olvidadas en un tren o
entregadas a extraños para que las pusieran a buen recaudo.
—Sí, recuerdo que hubo un incendio —dije sin pensar.
Me miró con extrañeza, entornando los párpados.
—¿Lo recuerdas?
De pronto me entró la duda. ¿Me había contado Ben lo del
incendio esta mañana? ¿Estaba recordando que me lo había contado otro día? ¿O
lo sabía porque lo había leído en mi diario después de desayunar?
—Me lo contaste tú.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Cuándo?
¿Cuándo fue? ¿Esta mañana? ¿Hacía unos días? Pensé en mi
diario. Recordaba haberlo leído después de que Ben se marchara a trabajar. Me
había contado lo del incendio cuando nos sentamos en Parliament Hill.
Habría sido un buen momento para hablarle de mi diario, pero
hubo algo que me frenó. No parecía alegrarse de que hubiera recordado algo.
—Antes de que te marcharas a trabajar —dije—. Cuando
estábamos viendo el álbum de recortes. Debió de ser entonces.
Frunció el entrecejo. Detestaba la idea de mentirle, pero no
me veía capaz de soportar más revelaciones.
—¿Cómo iba a saberlo si no?
Me miró directamente a los ojos.
—Supongo que tienes razón.
Contemplé las fotografías que tenía en la mano. Eran muy
pocas, y podía ver que en la caja no había más. ¿Realmente esa era toda la descripción
de la vida de mi hijo con la que contaba?
—¿Cómo empezó el incendio? —pregunté.
El reloj de la repisa dio la hora.
—Ocurrió hace muchos años, en la casa donde vivíamos antes
de mudarnos aquí. —Me pregunté si se refería a la casa que yo había visitado—.
Perdimos muchas cosas. Libros, documentos. Cosas así.
—Pero ¿cómo empezó? —insistí.
Tardó en contestar. Abrió y cerró la boca, y finalmente
dijo:
—Fue un accidente.
Me pregunté qué era eso que no me estaba contando. ¿Me había
dejado un cigarrillo encendido, la plancha enchufada, una olla en el fuego? Me
imaginé en la cocina donde había estado dos días antes, con su encimera de
cemento y sus muebles blancos, pero muchos años atrás. Me vi frente a una
freidora caliente, sacudiendo la cesta de alambre que contenía las patatas que
estaba friendo, viéndolas flotar en la superficie antes de rodar y hundirse de
nuevo en el aceite. Me vi oyendo el timbre del teléfono, limpiándome las manos
en el delantal que llevaba atado a la cintura, saliendo al pasillo.
¿Y luego? ¿Acaso había prendido el aceite mientras atendía
el teléfono? ¿Me había ido a la sala de estar o al cuarto de baño, olvidando
por completo que había empezado a preparar la cena?
No lo sé, no puedo saberlo. Pero agradecí que Ben me hubiera
dicho que había sido un accidente. Las tareas domésticas encierran muchos
peligros para una persona sin memoria, y es posible que otro marido hubiera
hecho hincapié en mis errores y carencias, hubiera sido incapaz de reprimir el
deseo de ejercer la autoridad moral que tal vez le correspondiera por derecho.
Le acaricié el brazo y sonrió.
Ojeé el puñado de fotos. En una salía Adam con un sombrero
vaquero de plástico y un pañuelo amarillo en el cuello, apuntando con una
escopeta también de plástico a la persona situada detrás de la cámara, y en
otra aparecía con unos años más, la cara más delgada, el pelo más oscuro, con
una camisa abotonada hasta arriba y una corbata de niño.
—Esta se la hicieron en el colegio —dijo Ben—. Es un retrato
oficial. —Señaló la fotografía y rió—. Mírala bien. ¡Qué desastre de foto!
Adam tenía el elástico de la corbata sobre el cuello de la
camisa. Pasé las manos por el retrato. No era un desastre de foto, pensé. Era
perfecta.
Traté de recordar a mi hijo, traté de verme arrodillada
delante de él sosteniendo una corbata con elástico, o peinándole, o limpiándole
la sangre reseca de una rodilla arañada.
No pude. El niño de la fotografía tenía mis labios carnosos,
y sus ojos guardaban cierto parecido con los de mi madre, pero por lo demás
podría tratarse de un extraño.
Ben sacó otra foto de Adam y me la tendió. En esta debía de
tener cinco o seis años.
—¿Crees que se parece a mí? —me preguntó.
Vestía un pantalón corto y una camiseta blanca y en las
manos sostenía un balón de fútbol. Tenía el pelo muy corto, y tieso por el
sudor.
—Un poco —dije—. Puede que un poco.
Ben sonrió y seguimos mirando las fotografías. Casi todas
eran de Adam y de mí, y unas pocas solo de Adam; Ben debió de hacer la mayoría.
En algunas Adam salía con amigos, en un par en una fiesta disfrazado de pirata
y blandiendo una espada de cartón. En otra con un perrito negro en los brazos.
Entre las fotos había una carta. Estaba escrita con
rotulador azul y dirigida a Papá Noel. Las entrecortadas letras bailaban por la
hoja. En ella cuenta que quiere una bicicleta, o un cachorro, y promete ser
bueno. Está firmada y ha anotado su edad. Cuatro años.
Ignoro por qué, pero mientras leía la carta sentí que mi
mundo se desmoronaba. La pena estalló en mi pecho como una granada. Hasta ese
momento había estado tranquila —no contenta, ni siquiera resignada, pero sí
tranquila— pero esa serenidad se evaporó de golpe. Debajo tenía el corazón en
carne viva.
—Lo siento —dije, devolviéndole las fotos—. No puedo. Ahora
no.
Me abrazó. Las náuseas treparon hacia mi garganta pero las
contuve. Ben me dijo que no me preocupara, que todo iría bien, me recordó que
él estaba conmigo, que siempre lo estaría. Me apreté contra él y nos mecimos en
silencio. Estaba como atontada, ausente de la habitación donde nos encontrábamos.
Le vi traerme un vaso de agua, le vi cerrar la caja de las fotografías mientras
yo sollozaba. Podía ver que él también estaba afectado, pero en su semblante
había algo más. Resignación, tal vez, o aceptación.
Con un estremecimiento, comprendí que él ya había pasado
antes por esto. Ha tenido tiempo de asentarlo en su interior, de convertirlo en
parte de sus cimientos, no en algo que los sacude.
Lo único nuevo aquí, cada día, es mi dolor.
Puse una excusa y subí al dormitorio. Regresé al ropero y seguí
escribiendo.
* * *
Estos momentos robados, arrodillada frente al ropero o
recostada en la cama, escribiendo. Incansable. Brotan de mí casi sin pensar.
Páginas y páginas. Vuelvo a estar aquí mientras Ben cree que estoy descansando.
No puedo parar. Quiero anotarlo todo.
Me pregunto si también era así cuando escribí mi novela,
este vertido imparable sobre la hoja. ¿O fue un proceso más lento, más
meditado? Ojalá pudiera recordarlo.
Cuando hube terminado, bajé y preparé dos tazas de té.
Mientras removía la leche pensé en la de veces que debí de prepararle la comida
a Adam, triturando verduras, mezclando zumos. Le pasé una taza a Ben.
—¿Fui una buena madre? —le pregunté.
—Christine…
—Necesito saberlo —dije—. ¿Cómo me las apañaba con un hijo?
Debía de ser muy pequeño cuando…
—… tuviste el accidente —terminó por mí—. Tenía dos años.
Fuiste una madre maravillosa hasta ese momento. Luego, en fin…
Se interrumpió, dejando que el resto de la frase se diluyera
en el aire, y desvió la mirada. Me pregunté qué estaba omitiendo, qué había
juzgado preferible no decirme.
Pero yo ya sé lo suficiente para llenar esos espacios en
blanco. Aunque no sea capaz de recordar esa época, puedo imaginármela. Puedo
verme mientras se me recordaba que era madre y esposa, que mi marido y mi hijo
vendrían a verme. Puedo verme recibiéndoles cada día como si nunca les hubiera
visto antes, algo fría quizá, o simplemente desconcertada. Puedo ver el dolor
que probablemente eso nos causaba. A los tres.
—No importa —dije—. Lo entiendo.
—No podías cuidar de ti misma, y estabas demasiado enferma
para que yo pudiera cuidar de ti en casa. No podías quedarte sola ni un minuto.
Olvidabas lo que estabas haciendo. Te ponías a caminar sin rumbo fijo. Me
inquietaba que te prepararas un baño y te dejaras el grifo abierto, o que
empezaras a cocinar algo y lo olvidaras. Era demasiado para mí. Así que me
quedé en casa para cuidar de Adam. Mi madre me ayudaba. Cada tarde, por eso,
íbamos a verte y…
Le cogí la mano.
—Lo siento —dijo—. No me resulta fácil recordar aquellos
tiempos.
—Lo sé, lo sé. Pero háblame de mi madre. ¿Te ayudaba
también? ¿Le gustaba ejercer de abuela? —Ben asintió con la cabeza y pareció
que iba a decir algo—. Esta muerta, ¿verdad? —me adelanté.
—Murió hace unos años. Lo siento.
No me había equivocado. Pese a saber que mañana me
despertaría y no recordaría nada de esto, sentí que mi mente se cerraba,
incapaz de procesar más dolor, más detalles sobre mi caótico pasado.
¿Qué podía escribir en mi diario para hacer soportable
mañana, y pasado mañana?
Una imagen flotó delante de mí. Una mujer pelirroja. Adam en
el ejército. De repente, un nombre. «¿Qué pensará Claire?»
Ahí estaba. El nombre de mi amiga. «Claire.»
—¿Y Claire? —pregunté—. Mi amiga Claire. ¿Vive todavía?
—¿Claire? —Ben me miró con cara de pasmo un largo instante
antes de mudar la expresión—. ¿Te acuerdas de Claire?
Parecía sorprendido. Me recordé que —de acuerdo con mi
diario al menos— ya habían pasado unos días desde que le dijera que me había
acordado de la fiesta en la azotea.
—Sí —dije—. Éramos amigas. ¿Qué fue de ella?
Me miró con tristeza y por un momento se me heló la sangre.
Habló despacio, pero las noticias no eran tan malas como había temido.
—Se mudó —dijo—. Hace unos veinte años. Dos años después de
que nosotros nos casáramos, para ser exactos.
—¿Adónde?
—A Nueva Zelanda.
—¿Estamos todavía en contacto?
—Lo estuvisteis durante un tiempo, pero ya no lo estáis.
Me parece increíble. «Mi mejor amiga», había escrito después
de recordarla en Parliament Hill. Y hoy, al pensar en ella, había experimentado
la misma sensación de cercanía. ¿Por qué si no iba a importarme lo que ella
pensara?
—¿Discutimos?
Ben titubeó y volví a intuir un cálculo, un reajuste.
Comprendí que él sabía mejor que nadie lo que podía disgustarme. Ha tenido años
para aprender qué puedo asimilar y qué constituye terreno peligroso. Después de
todo, esta no es la primera vez que mantiene esta conversación conmigo. Ha
tenido la oportunidad de practicar, de aprender a tomar senderos que no rasguen
el paisaje de mi vida y me lancen al abismo.
—No, creo que no discutisteis —dijo—, o por lo menos no me
lo contaste. Creo que simplemente os fuisteis alejando, y luego Claire conoció
a un hombre, se casó con él y se fue a vivir a Nueva Zelanda.
Me vino una imagen. Claire y yo diciendo en broma que nunca
nos casaríamos. «¡El matrimonio es para los perdedores!», decía mientras se
llevaba una botella de vino a los labios, y yo asentía con la cabeza pese a
saber que algún día yo sería su dama de honor y ella la mía, y que, vestidas de
organza, beberíamos champán en copas largas en una habitación de hotel mientras
alguien nos peinaba.
De repente sentí una oleada de cariño. Aunque recuerdo muy
poco de nuestra relación, de nuestra vida juntas —y mañana hasta eso habré
olvidado— tuve la sensación de que seguimos conectadas, de que durante un
tiempo ella lo había significado todo para mí.
—¿Fuimos a su boda? —pregunté.
—Sí. —Ben asintió con la cabeza mientras hurgaba en la
caja—. Hay algunas fotos.
Eran fotos de una boda, aunque oscuras y borrosas, hechas
por un aficionado. Por Ben, supuse. Contemplé la primera con cautela. Hasta el
momento solo había visto a Claire en mi memoria.
Era tal como me la había imaginado. Alta, delgada. En todo
caso, más guapa. Estaba en lo alto de un acantilado con un vestido diáfano
mecido por el viento y un sol que empezaba a descender sobre el mar situado a
su espalda. Dejé la foto a un lado y miré las demás. En algunas salía con su
marido —un hombre al que no reconocí— y en otras aparecía yo con ellos, con un
vestido de seda celeste y casi igual de guapa. Era verdad; había sido su dama
de honor.
—¿Tenemos fotos de nuestra boda?
Ben meneó la cabeza.
—Estaban en otro álbum. Se perdieron.
Claro. El incendio.
Le tendí las fotos de Claire. Tenía la impresión de estar mirando
una vida que no era mía. Deseaba desesperadamente subir al dormitorio y anotar
todo lo que había averiguado.
—Estoy cansada —dije—. Necesito tumbarme.
—Claro. —Ben alargó una mano—. Dame. —Cogió las fotografías
y las devolvió a la caja—. Las pondré a buen recaudo —dijo, cerrando la tapa, y
yo subí al dormitorio y escribí esto en mi diario.
* * *
Medianoche. Estoy en la cama. Sola. Intentando encontrarle
el sentido a todo lo que me ha sucedido hoy. A todo lo que he averiguado. No sé
si podré.
Antes de la cena decidí darme un baño. Cerré la puerta del
lavabo con pestillo y examiné las fotos del espejo, fijándome únicamente en
aquello que no estaba. Abrí el grifo del agua caliente.
Supongo que la mayoría de los días no recuerdo a Adam en
absoluto, sin embargo hoy me acordé de él después de ver tan solo una foto.
¿Acaso Ben ha seleccionado las fotografías de este espejo para que me anclen
sin recordarme lo que he perdido?
La habitación empezó a llenarse de vaho. Podía oír a mi
marido abajo. Había puesto la radio y una música de jazz se elevaba hasta el
cuarto de baño, vaga e indistinguible. Por debajo de la música podía oír los
golpes rítmicos de un cuchillo sobre una tabla de cortar; recordé que aún no
habíamos cenado. Ben debía de estar troceando zanahorias, cebollas, pimientos.
Preparando la cena, como si hoy fuera un día como otro cualquiera.
Para él lo era, comprendí. Yo estoy abrumada por la pena,
pero él no.
No le reprocho que no me hable a diario de Adam, de mi
madre, de Claire. Yo en su lugar haría lo mismo. Son temas dolorosos, y si
puedo pasar un día entero sin recordarlos, yo me ahorro la pena y él el dolor
de causármela. Cuán tentador debe de ser para él no contarme nada, y cuán
difícil debe de ser para él la vida sabiendo que llevo esos fragmentos de
memoria conmigo siempre, como bombas diminutas, y que en cualquier momento uno
de esos fragmentos podría agujerear la superficie y obligarme a revivir el
dolor como si fuera la primera vez, arrastrándole a él conmigo.
Me desvestí despacio, doblé la ropa y la dejé sobre la silla
que hay junto a la bañera. Me puse delante del espejo y contemplé mi cuerpo
extraño. Me obligué a mirar de frente las arrugas de la piel, los pechos
caídos. No me conozco, pensé. No reconozco mi cuerpo ni mi pasado.
Me acerqué un poco más al espejo. Ahí estaban, en mi
estómago, en las nalgas, en los senos. Unas vetas finas, plateadas, las
cicatrices de mi pasado. No las había visto antes porque no las había buscado.
Me imaginé siguiendo atentamente su crecimiento, deseando que desaparecieran a
medida que mi cuerpo se ensanchaba. Ahora me alegro de que estén ahí. Son un
recordatorio.
Mi reflejo empezó a desaparecer bajo el vaho. Soy
afortunada, pensé. Afortunada de tener a Ben, alguien que cuide de mí en esta
casa que es mi hogar aunque no lo recuerde como tal. No soy la única que sufre.
Él ha pasado hoy por lo mismo que yo, pero se acostará sabiendo que quizá
mañana tenga que volver a pasar por ello. Puede que otro marido no hubiera sido
capaz de sobrellevar esta situación, o no hubiera querido. Puede que otro
marido me hubiera dejado. Observé detenidamente mi cara, como si quisiera
grabarla en mi cerebro, dejarla cerca de la superficie para que al despertarme
mañana no me fuera tan ajena, tan perturbadora. Cuando el vaho la cubrió por
completo me di la vuelta y entré en la bañera. Me quedé dormida.
No soñé —o por lo menos no me lo pareció— pero cuando
desperté no sabía dónde estaba. Me encontraba en otro cuarto de baño, con el
agua de la bañera todavía caliente, y alguien estaba llamando a la puerta. Abrí
los ojos y no reconocí el espacio. El espejo era liso, sin adornos, y estaba
atornillado a unos azulejos blancos en lugar de celestes. Sobre mi cabeza, una
cortina de ducha pendía de una barra. En un estante situado sobre el lavamanos
había dos vasos colocados boca abajo y, junto al retrete, un bidet.
Oí una voz.
—Ya voy —dijo, y me di cuenta de que era mi voz. Me senté en
la bañera y miré hacia la puerta cerrada con pestillo. De la pared de enfrente
colgaban dos albornoces, los dos blancos y con las letras R.G.H. bordadas. Me
levanté.
—¡Va! —dijo una voz al otro lado de la puerta. En parte
parecía la de Ben, en parte no. Empezó a canturrear—. ¡Va! ¡Va, va, va, va!
—¿Quién es? —pregunté, pero la voz siguió canturreando.
Salí de la bañera. El suelo era de baldosas negras y blancas
dispuestas en diagonal. Estaba mojado. Resbalé y mis piernas cedieron. Caí al
suelo, llevándome por detrás la cortina de la ducha. Mientras caía me golpeé la
cabeza contra el lavamanos. Grité:
—¡Socorro!
Me desperté, esta vez de verdad, mientras otra voz me
llamaba:
—¡Christine! ¡Chris! ¿Estás bien?
Comprendí, con gran alivio, que era la voz de Ben y que
había estado soñando.
Abrí los ojos. Estaba tendida en la bañera, con la ropa
doblada sobre una silla y fotos de mi vida pegadas a los azulejos celestes de
encima del lavamanos.
—Estoy bien —dije—. Solo ha sido un mal sueño.
Me levanté, cené y me fui a la cama. Quería escribir, anotar
todo lo que había averiguado antes de olvidarlo. No sabía si tendría tiempo de
hacerlo antes de que Ben subiera a acostarse.
Pero ¿qué podía hacer? Hoy he dedicado mucho tiempo a
escribir, pensé. Ben acabará sospechando algo, preguntándose qué he estado
haciendo tanto tiempo aquí arriba, sola. Le he dicho que estoy fatigada, que necesito
descansar, y por el momento se lo ha creído.
En cierto modo, me siento culpable. Le he oído caminar
sigilosamente por la casa, abriendo y cerrando armarios con suavidad para no
despertarme mientras yo escribía frenéticamente en mi diario. Pero no tengo
elección. He de dejar constancia de estas cosas. Casi me parece lo más
importante ahora mismo, porque de lo contrario las perderé para siempre. Tenía
que excusarme y regresar a mi cuaderno.
—Creo que esta noche dormiré en la habitación de invitados
—le había dicho—. Estoy muy afectada. Espero que lo entiendas.
Le pareció bien. Me dijo que entraría a verme por la mañana,
antes de irse a trabajar, para asegurarse de que estaba bien, y me dio un beso
de buenas noches. Ahora le oigo apagar el televisor y girar la llave de la
puerta de la calle. Encerrándonos. No me conviene salir a deambular, supongo.
En mi estado, no.
No puedo creer que dentro de un rato, cuando me duerma, me
olvidaré por completo de mi hijo. Los recuerdos que he tenido de él me han
parecido —todavía me parecen— increíblemente vívidos. Y seguí recordándole
después de dormitar en la bañera. Me parece imposible que una noche de sueño
vaya a borrarlo todo. Sin embargo, Ben y el doctor Nash dicen que eso es
exactamente lo que ocurrirá.
¿Sería una locura pensar que podrían estar equivocados? Cada
día recuerdo más cosas, me despierto sabiendo un poco más sobre mí. Puede que
mi situación esté mejorando. Este diario está sacando mis recuerdos a la
superficie.
Hoy podría ser el día que en un futuro rememore y reconozca
como el día que di un paso decisivo. Quién sabe.
Ahora estoy cansada. Pronto dejaré de escribir,
entonces esconderé mi diario, apagaré la luz y me dormiré. Ruego para que
mañana, al despertarme, me acuerde de mi hijo.Jueves, 15 de noviembre
Estaba en el cuarto de baño. Ignoraba cuánto tiempo llevaba
en él, contemplando las fotos donde salíamos Ben y yo juntos, sonriendo, fotos
donde tendríamos que haber sido tres. Las miré sin mover un solo músculo, como
si eso pudiera hacer que la imagen de Adam se materializara. Pero no se
materializó. Adam siguió ausente.
Me había despertado sin recordar nada de él, creyendo que mi
maternidad era un proyecto futuro, emocionante e inquietante. Y ni siquiera el
hecho de ver mi rostro maduro en el espejo, de averiguar que era una esposa con
edad suficiente para empezar pronto a tener nietos —ni siquiera el fuerte
impacto de esos descubrimientos— había logrado prepararme para el diario que el
doctor Nash me contó que escondía en el ropero cuando me telefoneó. En ningún
momento imaginé que me disponía a descubrir que había sido madre. Que había
tenido un hijo.
Tenía el diario en mi mano. En cuanto lo leí, supe que era
cierto. Había tenido un hijo. Lo sentí dentro de mí como si lo llevara todavía
en las entrañas. Lo leí y releí, tratando de grabarlo en mi mente.
Seguí leyendo, y entonces descubrí que había muerto. No
podía creerlo. Mi corazón luchó contra esa información, trató de rechazarla
pese a saber que era cierta. Sentí náuseas. La bilis trepó por mi garganta y
mientras bajaba la habitación empezó a dar vueltas. Tuve la sensación de que
caía hacia delante. El diario resbaló por mi regazo y ahogué un grito de dolor.
Me levanté y salí precipitadamente de la habitación.
Entré en el cuarto de baño y volví a mirar las fotos donde
hubiera debido estar Adam. Estaba fuera de mí, ignoraba cómo iba a reaccionar
cuando Ben llegara a casa. Me lo imaginé entrando, besándome, preparando la
cena. Nos imaginé a los dos cenando y, a continuación, viendo la tele o lo que
sea que hacemos por la noche, y teniendo que fingir durante todo ese rato que
ignoro que he perdido un hijo. Después nos iríamos a la cama, juntos, y…
Era más de lo que podía soportar. No pude frenarme. Ni
siquiera sabía muy bien qué estaba haciendo. Empecé a tirar de las fotos, a
arrancarlas. Y unos segundos después ahí estaban, en mis manos, desparramadas
por el suelo del cuarto de baño, flotando en el agua del retrete.
Agarré el diario y me lo metí en el bolso. Mi monedero
estaba vacío, de modo que cogí uno de los billetes de veinte libras que, según
había leído, guardábamos detrás del reloj de la chimenea y salí de casa.
Ignoraba adónde iba. Quería ver al doctor Nash, pero no sabía dónde estaba, ni
cómo llegar hasta allí aunque lo hubiera sabido. Me sentía indefensa. Sola. Y
eché a correr.
Giré a la izquierda, hacia el parque. Hacía una tarde
soleada. La luz naranja se reflejaba en los coches aparcados y en los charcos
dejados por el aguacero de la mañana, pero hacía frío y mi aliento se
condensaba a mi alrededor. Me ceñí el abrigo, me subí la bufanda hasta las
orejas y seguí corriendo. Las hojas caían de los árboles, eran transportadas
por el viento, se arremolinaban en los canalones formando una masa marrón.
Bajé de la acera. El chirrido de unos frenos. Un coche
deteniéndose en seco. La voz ahogada de un hombre desde el otro lado del
parabrisas.
—¡Quítate de en medio, maldita hija de puta!
Levanté la vista. Estaba en medio de la calzada, con un
coche calado delante de mí y un hombre en su interior gritando improperios.
Tuve una visión: mi cuerpo, metal contra hueso, encogiéndose, combándose,
volando por encima del capó del coche o rodando por debajo, hasta quedar
tendido en el suelo, hecho un guiñapo, el fin de una vida destrozada.
¿Realmente podía ser tan sencillo? ¿Podía una segunda
colisión poner fin a lo iniciado por la primera todos esos años atrás? Siento
como si ya llevara muerta veinte años.
¿Quién me echaría de menos? Mi marido. Y tal vez un médico,
aunque para él solo sea una paciente más. Pero eso es todo. ¿Es posible que mi
círculo se haya recudido tanto? ¿Me han ido abandonando poco a poco mis amigos?
¿Con qué rapidez sería olvidada si muriera?
Miré al hombre del coche. Él, o alguien como él, me había
hecho esto. Me lo había arrebatado todo, incluso a mí misma. Y sin embargo aquí
estaba él, todavía vivo.
Aún no, pensé. Aún no. No quería que mi vida terminara así.
Pensé en la novela que había escrito, en el hijo que había criado, incluso en
la fiesta, viendo los fuegos artificiales con mi mejor amiga. Todavía tengo
recuerdos que desenterrar. Cosas que descubrir. Mi propia verdad que encontrar.
Pronuncié con los labios las palabras «Lo siento», seguí
corriendo por la calzada hasta la verja de un parque y la crucé.
Sobre el césped había una caseta. Una cafetería. Entré, pedí
un café y me senté en uno de los bancos de fuera mientras me calentaba las
manos con la taza de poliestireno. Delante había una zona de juegos. Un
tobogán, columpios, un tiovivo. Un niño encaramado a un asiento con forma de
mariquita que estaba fijado al suelo por un pesado muelle. Observé cómo se
columpiaba sobre la mariquita. En la mano sostenía un helado, pese al frío.
De pronto me vino una imagen. Yo y otra niña en un parque,
subiendo a una jaula de madera para tirarnos por un tobogán de metal. En aquel
entonces me había parecido altísimo, pero ahora, mirando el parque, me doy
cuenta de que no debía de ser mucho más alto que yo. Nos llenábamos el vestido
de barro y éramos regañadas por nuestras madres, y regresábamos a casa dando brincos,
con una bolsa de chucherías o de relucientes galletas de naranja.
¿Era un recuerdo o una invención?
Observé al niño. Estaba solo. No se veía a nadie más en el
parque. Los dos solos en este frío, bajo un cielo encapotado. Bebí un sorbo de
café.
—¡Eh! —dijo el niño—. ¡Eh, señora!
Levanté un instante la mirada y volví a posarla en mis
manos.
—¡Eh! —gritó, más fuerte esta vez—. ¡Señora, ayúdeme!
¡Empújeme!
Se acercó al tiovivo.
—¡Empújeme! —insistió. Intentó girar el artilugio de metal
pero, pese al esfuerzo reflejado en su cara, este apenas se movió. Me miró con
cara de derrota—. Por favor —dijo.
—Seguro que puedes tú solo —respondí. Bebí un sorbo de café.
Decidí no moverme del banco hasta que su madre regresara de dondequiera que
estuviera. Lo vigilaría.
Subió al tiovivo y avanzó hasta colocarse justo en el
centro.
—¡Empújeme! —insistió. Su voz sonaba débil ahora,
implorante. Lamenté haber venido, lamenté no poder hacer que se marchara. Me
sentía excluida del mundo. Extraña. Peligrosa. Pensé en las fotos que había
arrancado de la pared y arrojado al suelo. Había venido aquí buscando paz, no
esto.
Miré al niño. Se había cambiado de sitio y estaba intentando
empujar de nuevo el tiovivo. Sus pies apenas rozaban el suelo. Parecía tan
frágil, tan indefenso. Me acerqué.
—¡Empújeme! —dijo.
Dejé el café en el suelo y sonreí.
—¡Agárrate fuerte! —Empujé la barra, ayudándome con el peso
de mi cuerpo. El tiovivo era increíblemente pesado, pero empezó a ceder y giré
con él para ganar velocidad—. ¡Ahí vamos! —exclamé, sentándome en el borde de
la plataforma.
Con una sonrisa de oreja a oreja, el niño se agarró a la
barra como si estuviéramos girando a toda velocidad. Parecía tener las manitas
frías, casi amoratadas. Llevaba un abrigo verde excesivamente fino y unos tejanos
volteados a la altura de los tobillos. Me pregunté quién le había dejado salir
sin guantes, o sin bufanda, o sin gorro.
—¿Dónde está tu mamá? —le pregunté. Se encogió de hombros—.
¿Tu papá?
—No lo sé —respondió—. Mamá dice que papá se ha ido. Dice
que ya no nos quiere.
Le miré de hito en hito. Lo había dicho sin dolor, sin pena.
Para él era una simple afirmación. Por un momento sentí que el tiovivo se
detenía y era el mundo el que giraba a nuestro alrededor.
—Apuesto a que tu mamá te quiere mucho —dije.
Tardó unos segundos en responder.
—A veces.
—¿A veces no?
Esperó.
—Creo que no. —Sentí un ruido sordo en mi pecho, como si
algo estuviera dándose la vuelta. O despertando—. Ella dice que a veces no me
quiere.
—Es una pena —supuse.
El banco donde había estado sentada se acercaba y se alejaba
de nosotros. Seguimos dando vueltas.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Alfie —dijo.
Empezamos a perder velocidad y el mundo situado detrás de su
cabeza se detuvo finalmente. Mis pies tocaron el suelo, volví a dar un impulso
al tiovivo y empezamos a girar otra vez. Pronuncié su nombre para mis adentros:
«Alfie.»
—Mamá dice a veces que estaría mejor si yo viviese en otro
sitio —dijo.
Me esforcé por seguir sonriendo, por mantener un tono
alegre.
—Apuesto a que lo dice en broma.
Se encogió de hombros.
Mi cuerpo se puso tenso. Me vi preguntándole si le gustaría
venir a vivir a mi casa. Me imaginé que la cara se le iluminaba pese a decirme
que no debía ir a ningún lugar con extraños. «Yo no soy una extraña», le decía
entonces. Le cogía en brazos —pesaba y olía dulce, a chocolate— y entrábamos
juntos en el café. «¿De qué quieres el zumo?», le preguntaba, y me respondía
que de manzana. Le compraba el zumo, y algunos dulces, y nos marchábamos del
parque. Camino de casa, de la casa que compartía con mi marido, me cogía la
mano, y por la noche le troceaba la carne y le aplastaba las patatas, y después
de ponerse el pijama le contaba un cuento, luego le arropaba bien y le besaba
dulcemente en la frente. Y mañana…
¿Mañana? Yo no tengo mañana, pensé. Como tampoco tenía ayer.
—¡Mamá! —gritó. Por un momento pensé que me estaba hablando
a mí, pero saltó del tiovivo y echó a correr hacia la cafetería.
—¡Alfie! —grité, hasta que vi que una mujer se acercaba a
nosotros con una taza de plástico en cada mano.
Al llegar junto al pequeño se acuclilló.
—¿Estás bien, cariño? —dijo cuando se le tiró a los brazos,
y levantó la vista hacia mí. Me miró muy seria, con los párpados entornados.
«¡Déjeme en paz!», quise gritarle. «¡No he hecho nada malo!»
Pero en lugar de eso miré hacia otro lado, y no bajé del tiovivo hasta que se
hubo marchado con Alfie. El cielo empezaba a teñirse de azul marino. Me senté
en el banco. Ignoraba qué hora era o cuánto tiempo llevaba fuera. Solo sabía
que no podía ir a casa, todavía no. No soportaba la idea de ver a Ben. No
soportaba la idea de tener que fingir que no sabía nada de Adam, que ignoraba
por completo que había tenido un hijo. Por un momento me entraron ganas de
contárselo todo. Lo de mi diario, lo de mis citas con el doctor Nash. Todo.
Pero enseguida aparté esa idea de mi mente. No quería ir a casa, pero tampoco
tenía otro lugar adonde ir.
Me levanté y eché a andar mientras la noche caía.
La casa estaba a oscuras. No sabía qué esperar cuando abrí
la puerta. Suponía que Ben me estaría echando de menos; había dicho que estaría
de vuelta a las cinco. Me lo imaginé en la sala, caminando de un lado a otro
—por alguna razón, aunque esta mañana no le había visto fumar, mi imaginación
añadió un cigarrillo a la escena— o fuera, buscándome por las calles en coche.
Imaginé cuadrillas de policías y voluntarios yendo de puerta en puerta con una
fotocopia de mi cara, y me sentí culpable. Aunque intenté decirme que pese a no
tener memoria no era ninguna niña, ni una persona desaparecida, entré en casa
decidida a disculparme.
—¿Ben? —le llamé. No obtuve respuesta pero intuí, más que
oí, movimiento. Un crujido en la madera del suelo, sobre mi cabeza, un cambio
casi imperceptible en el equilibrio de la casa. Volví a llamarle, más fuerte esta
vez—. ¿Ben?
—¿Christine? —llegó una voz. Sonaba débil, ronca.
—Ben, soy yo —dije—. Estoy aquí.
Apareció en lo alto de la escalera. Tenía aspecto de haber
estado durmiendo. Todavía llevaba la ropa que se había puesto esta mañana para
ir a trabajar, pero ahora tenía la camisa arrugada y fuera del pantalón, y el
pelo le apuntaba en todas direcciones, como electrizado, lo que daba un toque
cómico a su expresión de pasmo. Un recuerdo rozó mi mente —clases de ciencias y
generadores Van der Graaf— pero no llegó a materializarse.
Empezó a bajar.
—¡Chris, has vuelto!
—Necesitaba… necesitaba que me diera el aire —dije.
—Gracias a Dios. —Se acercó y me cogió la mano. La sostuvo
como si fuera a estrecharla, o como si quisiera asegurarse de que era real,
pero se quedó quieto—. Gracias a Dios.
Me miró con los ojos muy abiertos. Le brillaban en la tenue
luz, como si hubiera estado llorando. Cuánto me quiere, pensé. Mi sentimiento
de culpa aumentó.
—Lo siento —dije—. No era mi intención…
Me interrumpió.
—Oh, no merece la pena preocuparse por eso.
Se llevó mi mano a los labios. La expresión de su rostro
cambió, pasó a ser de placer, de alegría. Todo rastro de inquietud desapareció.
Me besó.
—Pero…
—Has vuelto, eso es lo único que importa. —Encendió la luz y
se aplastó el pelo—. ¡Bien! —dijo mientras se remetía la camisa—. ¿Por qué no
subes a arreglarte? He pensado que podríamos salir. ¿Qué me dices?
—No lo creo —dije—. Estoy…
—¡Oh, Christine, haríamos bien en salir! ¡Necesitas
distraerte un poco!
—No me apetece, Ben.
—Por favor. —Me cogió la mano y la estrechó suavemente—.
Significaría mucho para mí. —Tomó mis manos entre las suyas—. No sé si te lo
conté esta mañana. Hoy es mi cumpleaños.
¿Qué podía hacer? No tenía ganas de salir, aunque en
realidad no tenía ganas de nada. Le prometí que me arreglaría, tal como me
había pedido, y luego vería cómo me sentía. Subí. La actitud de Ben me había
desconcertado. Había dado la impresión de estar muy preocupado, pero en cuanto
me vio aparecer por la puerta sana y salva su preocupación se había evaporado.
¿Tanto me quería? ¿Tanto confiaba en mí que lo único que le importaba era que
estuviera bien, no dónde había estado?
Entré en el cuarto de baño. A lo mejor Ben no había visto
las fotografías desparramadas por el suelo y creía realmente que solo había
salido a dar un paseo. Puede que aún estuviera a tiempo de recogerlas. De
esconder mi ira, mi dolor.
Cerré la puerta tras de mí. Tiré del cordón de la luz. El
suelo estaba barrido. Y perfectamente dispuestas alrededor del espejo, como si
nadie las hubiera tocado, estaban las fotografías.
Le dije a Ben que estaría lista en media hora. Me senté en el dormitorio y escribí esto deprisa y corriendo.
Viernes, 16 de noviembre
No sé qué sucedió después. ¿Qué hice después de que Ben me
dijera que era su cumpleaños? ¿Después de subir y ver que las fotografías
habían sido devueltas a su lugar? No lo sé. A lo mejor me duché y me cambié de
ropa, a lo mejor salimos a cenar, o al cine. No lo escribí, y aunque solo han
pasado unas horas desde entonces, no puedo recordarlo. Nunca lo sabré a menos
que se lo pregunte a Ben. Tengo la sensación de estar enloqueciendo.
Esta mañana me desperté antes del alba con él tumbado a mi
lado. Una vez más, un desconocido. La habitación estaba a oscuras y en
silencio. Me quedé tendida en la cama, paralizada de miedo, sin saber quién era
ni dónde estaba. Solo podía pensar en echar a correr, en escapar, pero no podía
moverme. Tenía la mente vacía, hueca, hasta que unas palabras se abrieron paso
hasta la superficie. Ben. Marido. Memoria. Accidente. Muerte. Hijo.
Adam.
Quedaron suspendidas delante de mí. No podía relacionarlas.
Ignoraba qué significaban. Se repetían en mi mente como un mantra, y entonces
recordé el sueño, el sueño que probablemente me había despertado.
Estaba en un dormitorio, tumbada sobre una cama. Entre mis
brazos había un cuerpo, un hombre. Estaba estirado sobre mí, pesado, ancho de
espaldas. Yo tenía una sensación rara, extraña, me notaba la cabeza demasiado
ligera, el cuerpo demasiado pesado. La habitación se movía y cuando abría los
ojos veía el techo desenfocado.
No sabía quién era el hombre —tenía su cabeza demasiado
pegada a la mía para poder verle la cara— pero era consciente de todo, incluso
del vello de su torso, áspero contra mis senos desnudos. En la lengua notaba un
sabor pastoso, dulzón. Me estaba besando. Con excesiva brusquedad. Deseaba que
parara pero no se lo decía. «Te quiero», murmuró en mi pelo, en la curva de mi
cuello. Yo sabía que quería hablar —aunque no tenía ni idea de lo que deseaba decir—
pero no sabía cómo. Mi boca no parecía estar conectada con mi cerebro, así que
guardé silencio mientras él me besaba y le hablaba a mi pelo. Recordé que había
querido que siguiera y al mismo tiempo que parara, que me había dicho a mí
misma, cuando empezó a besarme, que no tendríamos sexo, pero luego su mano
resbaló por la curva de mi espalda hasta las nalgas y no la detuve. Y de nuevo,
cuando introdujo la mano por debajo de mi blusa, pensé: Esto es todo lo lejos
que te dejaré llegar. No te detendré ahora porque estoy disfrutando, porque
siento el calor de tu mano en mi pecho, porque mi cuerpo está respondiendo con
pequeños estremecimientos de placer. Porque, por primera vez en mi vida, me
siento mujer. Pero no tendré sexo contigo. Esta noche no. No pasaremos de aquí.
Me quitó la blusa y me desabrochó el sujetador, y lo que ahora tenía en mi
pecho no era su mano, sino su boca, y volví a decirme que le detendría dentro
de muy poco. La palabra «No» había incluso empezado a formarse en mi mente, a
consolidarse, pero cuando la pronuncié en voz alta él ya estaba empujándome
hacia la cama y bajándome las bragas, y eso se transformó en otra cosa, en un
gemido de algo que reconocía vagamente como placer.
Noté algo entre las piernas, algo duro. «Te quiero», volvió
a decir, y me di cuenta de que era su rodilla y estaba intentando separarme las
piernas. Yo no quería, pero al mismo tiempo sabía de debía permitírselo, que
había esperado más de la cuenta, dejado que mis oportunidades de decir algo, de
detenerle, desaparecieran una a una. Y ahora no me quedaba opción. Si lo había
deseado entonces, cuando se desabrochó el pantalón y se quitó los calzoncillos,
debía de desearlo ahora que me encontraba debajo de su cuerpo.
Traté de relajarme. Arqueó el torso hacia atrás y soltó un
gemido —grave, sobrecogedor, un ruido que le nacía en las entrañas— y en ese
momento le vi la cara. En el sueño no la había reconocido, pero ahora sí la
reconocía. Ben. «Te quiero», dijo, y yo sabía que debía decir algo, que era mi
marido aunque sintiera que le había conocido esa misma mañana. Podía detenerle.
Podía confiar en que él mismo se frenara.
—Ben, yo…
Me silenció con su boca húmeda y noté que entraba en mí,
desgarrándome. Dolor, o placer. No podía distinguir dónde terminaba uno y
empezaba el otro. Me aferré a su espalda bañada en sudor e intenté abrirme a
él, disfrutar de lo que estaba sucediendo, y cuando vi que no podía intenté
ignorarlo. Yo lo he buscado, pensé, al mismo tiempo que pensaba que yo no lo
había buscado. ¿Es posible desear y no desear algo al mismo tiempo? ¿Que el
deseo vaya acompañado del miedo?
Cerré los ojos. Vi una cara. Un extraño de pelo moreno. Una
barba. Una cicatriz en la mejilla. Su cara me sonaba, pero no tenía ni idea de
qué. Su sonrisa desapareció y fue entonces cuando, en mi sueño, solté un grito.
Fue en ese instante cuando me desperté y me encontré en una cama tranquila,
silenciosa, con Ben tendido a mi lado y sin tener ni idea de dónde estaba.
Me levanté. ¿Para ir al cuarto de baño? ¿Para escapar?
Ignoraba adónde iría, qué haría. Si hubiese sabido que existía, habría abierto
con sumo sigilo el ropero y cogido la caja de zapatos que contenía mi diario.
Bajé al recibidor. La puerta estaba cerrada con llave, la luna entraba azulada
por el vidrio esmerilado. Caí en la cuenta de que estaba desnuda.
Me senté en el primer peldaño de la escalera. El sol salió,
el recibidor pasó del azul a un naranja fuego. Nada tenía sentido, y aún menos
mi sueño. Me parecía demasiado real, y me había despertado en el mismo
dormitorio donde había soñado que estaba, junto a un hombre que no esperaba
ver.
Y ahora, ahora que he leído el diario después de que el
doctor Nash me telefoneara, me viene un pensamiento: ¿podría tratarse de un
recuerdo?, ¿un recuerdo que había retenido de la noche antes?
No lo sé. Si es así, significa, supongo, que estoy
progresando. Pero también que Ben me forzó y, lo que es peor, que mientras me
forzaba me apareció la imagen de un desconocido con barba y una cicatriz en la
cara. De todos los recuerdos que podría retener, este me parece el más cruel.
Por otro lado, quizá no signifique nada. No fue más que un
sueño. Una pesadilla. Ben me ama y el desconocido de la barba no existe.
Pero ¿cómo puedo estar segura?
Más tarde vi al doctor Nash. Estábamos detenidos en un semáforo:
el doctor Nash martilleando el volante con los dedos, algo descompasado con la
música que sonaba en el aparato —pop que no reconocía y tampoco me gustaba—, y
yo mirando hacia delante. Le había telefoneado por la mañana, casi
inmediatamente después de leer mi diario y anotar el sueño que a lo mejor era
un recuerdo. Necesitaba hablar con alguien —la noticia de que había tenido un
hijo había provocado un pequeño desgarro en mi vida que ahora amenazaba con
agrietarse y abrirse del todo— y el doctor Nash había propuesto que
adelantáramos la cita de esta semana a hoy. Me pidió que llevara mi diario. No
le conté qué me pasaba porque quería esperar a que estuviéramos en su consulta,
pero no sabía si podría contenerme.
El semáforo cambió. El doctor Nash dejó de martillear y nos
pusimos en marcha.
—¿Por qué Ben no me habla de Adam? —me oí decir—. No lo
entiendo. ¿Por qué?
Me miró sin responder y siguió conduciendo. En la repisa del
coche de delante había un perro de plástico moviendo cómicamente la cabeza y
detrás podía ver los cabellos rubios de un niño. Pensé en Alfie.
El doctor Nash tosió.
—Cuéntame qué ha pasado.
Entonces era verdad. Una parte de mí había esperado que me
preguntara de qué estaba hablando, pero en cuanto pronuncié la palabra «Adam»
comprendí lo vana, lo ingenua que había sido esa esperanza. Porque siento que
Adam es real. Existe dentro de mí, dentro de mi conciencia, ocupando un espacio
que nadie más puede ocupar. Ni Ben, ni el doctor Nash. Ni siquiera yo.
Me enfadé. El doctor Nash lo había sabido todo este tiempo.
—¿Y qué me dices de ti? —le pregunté—. Me diste mi novela.
¿Por qué no me hablaste de Adam?
—Christine, cuéntame qué ha pasado.
Miré por el parabrisas.
—Tuve un recuerdo —dije.
Se volvió hacia mí.
—¿En serio? —No respondí—. Christine, estoy intentando
ayudarte.
Se lo conté.
—El otro día, después de que me dieras la novela —dije—.
Estaba observando la fotografía que habías metido en el sobre y, de golpe,
recordé el día que me la hicieron. No sé decir por qué, sencillamente ocurrió.
Y también recordé que en aquel entonces estaba embarazada.
Guardó silencio.
—¿Sabías lo de Adam? —le pregunté.
Habló lentamente.
—Sí, está en tu historial. Era muy pequeño cuando perdiste
la memoria. —Hizo una pausa—. Además, hemos hablado de él con anterioridad.
Me quedé helada. Tuve un escalofrío, pese al calor del
coche. Sabía que era posible, incluso probable, que hubiera recordado antes a
Adam, pero encontrarme de frente con esa verdad —que había pasado antes por
esto y que volvería a hacerlo en el futuro— me dejó tambaleando.
El doctor Nash debió de captar mi sorpresa.
—Hace unas semanas —dijo—. Me contaste que habías visto a un
niño en la calle y que al principio tuviste la sensación de que le conocías, de
que se había perdido pero estaba volviendo a casa, a tu casa, y que tú eras su
madre. Más tarde rememoraste esa escena y se la relataste a Ben, y Ben te habló
entonces de Adam. Me llamaste ese mismo día para contármelo.
No recordaba nada de eso. Tuve que recordarme que el doctor
Nash no estaba hablando de una desconocida, sino de mí.
—Pero no volviste a mencionármelo —dije.
Suspiró.
—No…
De pronto me vino a la mente lo que había leído esta mañana
en mi diario sobre las imágenes que me habían pasado mientras yacía en el
escáner.
—¡Había fotos de él! —exclamé—. Cuando estaba en el escáner
me enseñasteis fotos de…
—Sí. Las sacamos de tu historial…
—¡Y no me lo dijisteis! ¿Por qué? No lo entiendo…
—Christine, has de comprender que no puedo iniciar cada
sesión contándote todas las cosas que yo sé pero tú no. Además, en este caso
pensé que era algo que probablemente no te beneficiaría.
—¿Beneficiarme?
—Sabía que sería muy doloroso para ti saber que tuviste un
hijo y que lo habías olvidado.
Estábamos entrando en un aparcamiento subterráneo. La luz
natural fue sustituida por agresivos fluorescentes y el olor a petróleo y
cemento. Me pregunté qué otras cosas juzgaba poco ético contarme, qué otras
bombas de relojería transportaba dentro de mi cabeza, haciendo tictac, listas
para estallar.
—¿Tuve más…? —dije.
—No —me interrumpió—. Solo tuviste a Adam. Fue tu único
hijo.
Tiempo pretérito. Por tanto, él también sabía que mi hijo
había muerto. No quería preguntárselo, pero sabía que debía hacerlo.
Me obligué a hablar.
—¿Sabes que le mataron?
Detuvo el coche y apagó el motor. El aparcamiento estaba en
penumbra, iluminado únicamente por algunos focos de luz fluorescente, y en
silencio. Tan solo se oía algún que otro portazo y el traqueteo de un ascensor.
Durante un breve instante pensé que todavía quedaba una oportunidad. Puede que
yo estuviera equivocada y Adam estuviera vivo. Mi mente brilló con esa
posibilidad. Adam me había parecido real cuando leí sobre él esta mañana; su
muerte, en cambio, no. Había intentado imaginármela, recordar cómo me había
sentido cuando recibí la noticia de que le habían matado, pero no pude. Algo no
encajaba. Debería sentirme abrumada por la pena. Mis días deberían estar llenos
de dolor, de añoranza por saber que una parte de mí había muerto y ya nunca
sería una mujer completa. El amor por mi hijo debería ser lo bastante fuerte
para hacerme recordar mi pérdida. Si mi hijo estuviera realmente muerto, mi
dolor sería más fuerte que mi amnesia.
Me di cuenta de que no creía a mi marido, de que no me creía
que mi hijo estuviera muerto. Durante un instante mi dicha quedó suspendida en
el aire, hasta que el doctor Nash dijo:
—Lo sé.
La esperanza reventó dentro de mí y se transformó en su
contrario. Algo peor que la desilusión, más destructivo. Y atravesado por el
dolor.
—¿Cómo…? —fue cuanto pude decir.
Me contó la misma historia que Ben. Adam en el ejército. Una
bomba junto a la carretera. Yo escuchaba, decidida a encontrar fuerzas para no
llorar. Cuando hubo terminado se hizo el silencio. El doctor Nash posó su mano
en la mía.
—Lo siento mucho, Christine.
No supe qué decir. Le miré. Estaba inclinado hacia mí. Miré
su mano sobre la mía, salpicada de pequeños arañazos. Me lo imaginé en su casa,
más tarde, jugando con un gatito, o con un cachorro. Viviendo una vida normal.
—Mi marido no me habla de Adam —dije—. Tiene todas sus
fotografías guardadas en una caja de metal. Para protegerme. —El doctor Nash
calló—. ¿Por qué lo hace?
Miró por la ventanilla. Vi la palabra «coño» escrita en la
pared que teníamos delante.
—Déjame hacerte la misma pregunta. ¿Por qué crees que lo
hace?
Lo medité. Pensé en todas las razones posibles. Para
controlarme. Para tener poder sobre mí. Para privarme de la única cosa que
podría hacerme sentir completa. Y me di cuenta de que no creía que ninguna de
ellas fuera cierta. Solo me quedaba la razón más obvia.
—Supongo que para él es más fácil, ya que no lo recuerdo, no
contármelo.
—¿Por qué es más fácil para él?
—¿Por lo mucho que me afecta? Debe de ser espantoso para él
tener que contarme cada día no solo que he tenido un hijo, sino que ha muerto.
Y de una forma tan horrible.
—¿Se te ocurren otras razones?
Guardé silencio, hasta que caí en la cuenta de algo.
—Imagino que para él también es duro. Es el padre de Adam y…
—Pensé que además de mi dolor, debía sobrellevar el suyo.
—Todo esto es difícil para ti, Christine, pero no debes
olvidar que también lo es para Ben. En cierto modo, para él lo es más. Imagino
que te quiere mucho y…
—… y yo ni siquiera recuerdo que existe.
—Exacto.
Suspiré.
—Supongo que en otros tiempos le quise, si me casé con él.
No dijo nada. Pensé en el extraño con el que me había
despertado esta mañana, en las fotos de nuestra vida juntos que había visto, en
el sueño —o el recuerdo— que había tenido en mitad de la noche. Pensé en Adam,
y en Alfie, en lo que hice o se me pasó por la cabeza hacer. El pánico se
apoderó de mí. Me sentía atrapada, sin salida. Mi mente saltaba de una cosa a
otra buscando soltarse, liberarse.
«Ben», pensé para mis adentros. «Puedo agarrarme a Ben. Él
es fuerte.»
—Menudo desastre —dije—. Todo esto me supera.
El doctor Nash se volvió hacia mí.
—Ojalá pudiera hacer algo para facilitarte las cosas.
Parecía sincero, dispuesto a hacer lo que estuviera en su
mano para ayudarme. Percibí ternura en su mirada, en la forma en que su mano
descansaba en la mía, y envueltos en la tenue luz del aparcamiento subterráneo
me descubrí preguntándome qué pasaría si cubriera su mano con la mía, o
acercara ligeramente la cabeza, sosteniéndole la mirada, abriendo los labios
solo una pizca. ¿Se acercaría él? ¿Intentaría besarme? ¿Se lo permitiría?
¿O me tendría por una loca? Por una ingenua. Esta mañana me
había despertado pensando que tenía veintipocos años, pero no los tengo. Tengo
casi cincuenta. Soy casi lo bastante mayor para ser su madre. Me quedé, por
tanto, donde estaba. Él me estaba mirando, inmóvil. Parecía fuerte. Lo bastante
fuerte para ayudarme a salir de esto.
Abrí la boca para hablar, ignorando lo que me disponía a
decir, cuando el timbre de un teléfono me detuvo. El doctor Nash no se movió,
salvo para retirar su mano, y comprendí que se trataba de mi teléfono.
Lo saqué del bolso. No era el teléfono que se abría, sino el
que me había dado mi marido. «Ben», indicaba la pantalla.
Al ver su nombre me di cuenta de lo injusta que estaba
siendo con él. Ben también estaba de luto. Y tenía que convivir con su dolor
todos los días, sin poder hablarme de él, sin poder acudir a su esposa en busca
de consuelo.
Y hacía todo eso por amor.
Y aquí estaba yo, sentada en un aparcamiento subterráneo con
un hombre que Ben prácticamente ni sabía que existía. Pensé en las fotos que
había visto esta mañana en el álbum de recortes. De mí y de Ben. Sonrientes.
Felices. Enamorados. Si ahora volviera a mirarlas, probablemente solo vería lo
que no está. Adam. Sin embargo, son las mismas fotos, y en ellas nos miramos
como si no existiera nadie más en el mundo.
Era evidente que habíamos estado muy enamorados.
—Le llamaré más tarde —dije, devolviendo el teléfono al
bolso. Esta noche se lo contaré todo, pensé. Lo de mi diario, lo del doctor
Nash. Todo.
El doctor Nash tosió.
—Deberíamos subir a la consulta —sugirió—. Ponernos en
marcha.
—Claro —dije sin mirarle a la cara.
* * *
Empecé a escribir eso en el coche, mientras el doctor Nash
me llevaba a casa. Frases escritas a toda prisa, prácticamente ilegibles. El
doctor Nash conducía en silencio, pero lo veía volverse hacia mí cada vez que
buscaba una palabra o una expresión adecuada. Me pregunté qué le rondaba por la
cabeza. Antes de dejar la consulta me había pedido permiso para hablar de mi
caso en una conferencia a la que había sido invitado.
—En Ginebra —dijo sin poder disimular su orgullo.
Se lo di, y supuse que no tardaría en preguntarme si podía
fotocopiar mi diario. «Para la investigación.»
Cuando llegamos a casa me dijo adiós y añadió:
—Me ha sorprendido que quisieras escribir tu diario en el
coche. Pareces muy… decidida. Supongo que no quieres dejarte nada.
Pero sé lo que quería decir en realidad. Frenética.
Desesperada. Desesperada por anotar hasta el último detalle.
Y tiene razón. Estoy decidida. Una vez en casa, terminé la
entrada en la mesa del comedor, cerré el diario y lo guardé en su escondrijo
antes de desvestirme con parsimonia. Ben me había dejado un mensaje en el
teléfono. «Salgamos esta noche a cenar», decía. «Es viernes…»
Me quité el pantalón de lino azul marino que había
encontrado esta mañana en el ropero y, a renglón seguido, la blusa celeste que
había decidido que mejor le iba. Me sentía desconcertada. Durante nuestra
sesión le había entregado mi diario al doctor Nash. Me había preguntado si
podía leerlo y le había dicho que sí. Eso ocurrió antes de que me mencionara la
invitación a Ginebra, y ahora me pregunto si me lo pidió por eso.
—¡Es fantástico! —dijo cuando hubo terminado—. En serio.
Estás recordando muchas cosas, Christine. Te están volviendo muchos recuerdos.
No hay razón para que la cosa no vaya a más. Deberías sentirte muy esperanzada…
Pero no me sentía esperanzada. Me sentía confundida. ¿Había
coqueteado con él, o él conmigo? Él había puesto su mano sobre la mía, pero yo
le había permitido que lo hiciera, y había dejado que la mantuviera allí.
—Deberías seguir escribiendo —dijo cuando me devolvió el
diario, y le contesté que lo haría.
Luego, ya en mi dormitorio, intenté convencerme de que no
había hecho nada malo, pero seguí sintiéndome culpable. Porque me había
gustado. La atención, la conexión. En medio de todo lo que me estaba
sucediendo, había gozado de un momento de dicha. Me había sentido atractiva.
Deseable.
Fui hasta el cajón de mi ropa interior. Arrinconadas en el
fondo encontré unas bragas de seda negra y un sujetador a juego. Me puse ambas
prendas —prendas que sé que son mías aunque no las sienta como tales— mientras
pensaba en mi diario escondido en el ropero. ¿Qué pensaría Ben si lo
encontrara? ¿Si leyera todo lo que había escrito, todo lo que había sentido?
¿Lo entendería?
Me coloqué delante del espejo. Sí, me dije. Tendría que
entenderlo. Examiné mi cuerpo con los ojos y con las manos. Lo exploré,
deslizando mis dedos por sus curvas y hondonadas, como si fuera algo nuevo, un
regalo. Algo que descubrir por entero.
Aunque sabía que el doctor Nash no había estado coqueteando
conmigo, durante ese breve margen de tiempo en que creí que sí lo había hecho
no me sentí vieja. Me sentí viva.
Ignoro cuánto tiempo pasé delante del espejo. Para mí el
tiempo se estira, carece casi de sentido. Años enteros han pasado por mí sin
dejar huella. Los minutos no existen. Solo tenía las campanadas del reloj de
abajo para indicarme el paso del tiempo. Seguí contemplando mi cuerpo, el volumen
de las nalgas y las caderas, el vello oscuro de las piernas, de las axilas.
Encontré una maquinilla en el cuarto de baño, me enjaboné las piernas y pasé la
fría cuchilla por la piel. Seguro que he hecho esto incontables veces, pensé,
sin embargo seguía pareciéndome un acto extraño, casi ridículo. Me hice un
pequeño corte en la pantorrilla. Una punzada de dolor, una gota roja temblando
antes de rodar por mi pierna. Recogí la sangre con el dedo, esparciéndola como
si fuera melaza, y me la llevé a los labios. Sabía a jabón y a hierro caliente.
Dejé que corriera por mi piel recién afeitada y la limpié con un pañuelo
húmedo.
De vuelta en el dormitorio, me puse unas medias y un vestido
negro ceñido. Escogí un collar de oro del joyero que descansaba sobre el
tocador y unos pendientes a juego. Me senté delante del tocador, me maquillé,
me ondulé el pelo y me puse laca. Me rocié perfume en las muñecas y detrás de
las orejas. Y mientras hacía todo esto un recuerdo rondaba en mi mente. Me vi
poniéndome unas medias, cerrando las pinzas de un liguero, abrochándome un
sujetador, pero era otra yo, otra estancia. La estancia estaba en silencio. Oía
una música, pero queda, y a lo lejos unas voces, puertas que se abrían y
cerraban, un vago murmullo de tráfico. Estaba tranquila y contenta. Me volví
hacia el espejo, observé mi rostro a la luz de una vela. No está mal, pensé.
Nada mal.
Era un recuerdo esquivo. Temblaba bajo la superficie, y
aunque podía ver ciertos detalles, fragmentos, instantes, estaba demasiado
profundo para poder seguirle el rastro. Vi una botella de champán sobre una
mesita de noche. Dos copas. Un ramo de flores sobre la cama, una tarjeta. Vi
que estaba en la habitación de un hotel, sola, esperando al hombre que amo. Oí
unos golpecitos en la puerta, me vi levantarme y caminar hacia ella. La imagen
desapareció bruscamente, como si hubiera estado viendo la tele y la antena se
hubiera desconectado de golpe. Levanté la vista y me vi de nuevo en mi casa.
Aunque la persona que veía en el espejo era para mí una extraña —sensación que
el maquillaje y la laca de pelo acentuaban—, sentí que estaba lista. Para qué,
lo ignoraba, pero me sentía lista. Bajé a esperar a mi marido, el hombre con
quien me había casado, el hombre al que amaba.
Que amo, me recordé. El hombre al que amo.
Oí la llave en la cerradura, la puerta que se abría, unos
pies frotando la alfombrilla. ¿Un silbido? ¿O el sonido de mi respiración,
fuerte y pesado?
Una voz.
—¿Christine? Christine, ¿estás bien?
—Sí —respondí desde la sala—. Estoy aquí.
Una tos, el roce de un anorak al colgarlo, de una cartera al
dejarla en el suelo.
—¿Va todo bien? —dijo—. Te llamé antes. Te dejé un mensaje.
Un crujido en la escalera. Por un momento pensé que subiría
al cuarto de baño, o al estudio, sin pasar a verme primero, y me sentí estúpida
y ridícula acicalada de ese modo, esperando a mi marido de no sé cuántos años
con la ropa de otra. Me dieron ganas de quitarme el vestido, sacarme el
maquillaje y transformarme de nuevo en la mujer que soy, pero le oí gruñir al
quitarse un zapato, y luego el otro, y comprendí que se había sentado en un
escalón para ponerse las zapatillas. La escalera crujió de nuevo y Ben entró en
la sala.
—Cariño… —comenzó.
Su mirada viajó por mi rostro, descendió por mi cuerpo y
subió para encontrarse con mis ojos. Ignoraba qué estaba pensando.
—¡Caray! —exclamó—. Estás… —Meneó la cabeza.
—Encontré esta ropa —dije—. Se me ocurrió arreglarme un
poco, ya que es viernes.
—Claro —dijo, todavía en la puerta—. Pero…
—¿Aún te apetece que salgamos?
Me levanté y fui a su encuentro.
—Bésame —le pedí. Aunque no lo había planeado, me pareció lo
más adecuado, y me abracé a su cuello. Olía a jabón, y a sudor, y a trabajo.
Dulce como los lápices de colores.
Me rondó un recuerdo —arrodillada en el suelo con Adam, dibujando—
pero enseguida desapareció.
—Bésame —repetí.
Me rodeó la cintura. Nuestros labios se encontraron.
Fugazmente, como un beso de buenas noches, o de despedida, un beso que se da en
público, un beso que se da a una madre. Mantuve firme el abrazo y volvió a
besarme. De la misma manera.
—Bésame, Ben —dije—. Bésame de verdad.
—Ben, ¿somos felices? —le pregunté más tarde.
Estábamos en un restaurante donde ya habíamos cenado otras
veces, me dijo, aunque a mí, obviamente, no me decía nada. En las paredes había
fotografías enmarcadas de personas que supuse eran pequeñas celebridades. Al
fondo, un horno abría la boca, esperando una pizza. Picoteé el plato de melón
que tenía delante. No recordaba haberlo pedido.
—El caso es que —continué— llevamos casados… ¿cuánto tiempo?
—Déjame pensar —dijo—. Veintidós años.
Me pareció una eternidad. Pensé en la visión que había
tenido mientras me arreglaba. Flores en una habitación de hotel. Solo podía
estar esperándole a él.
—¿Somos felices?
Dejó el tenedor y tomó un sorbo del vino blanco seco que
había pedido. Llegó una familia y ocupó la mesa de al lado. Unos padres de edad
avanzada y una hija de veintipocos.
—Estamos enamorados, si es a eso a lo que te refieres —dijo
Ben—. Yo, desde luego, te quiero.
Ahí estaba, el pie para que yo le dijera que también le
quería. Los hombres siempre dicen te quiero como una pregunta.
¿Qué podía responder? Es un extraño para mí. El amor no
puede surgir en veinticuatro horas, por mucho que en otros tiempos me gustara
creer que sí.
—Sé que tú no me quieres —continuó. Le miré atónita—. No te
preocupes. Comprendo tu situación. Nuestra situación. Tú no lo recuerdas, pero
en otros tiempos estuvimos muy enamorados. Locamente enamorados. Como en las
novelas, como en Romeo y Julieta y todas esas cursiladas. —Intentó reír, pero
parecía incómodo—. Yo te quería y tú me querías. Éramos felices, Christine. Muy
felices.
—Hasta mi accidente.
Frunció el entrecejo. ¿Había hablado más de la cuenta? Había
leído mi diario, pero ¿era hoy cuando me habló del accidente? Lo ignoraba. No
obstante, un accidente constituía una suposición razonable para cualquier
persona en mi situación. Decidí no darle importancia.
—Sí —dijo con tristeza—. Hasta ese momento fuimos felices.
—¿Y ahora?
—¿Ahora? Me gustaría que las cosas fueran diferentes, pero
no me siento desdichado, Chris. Te quiero. No querría estar con ninguna otra
persona.
¿Y yo?, pensé. ¿Me siento desdichada yo?
Desvié la mirada hacia la mesa de al lado. El padre estaba
escudriñando la carta plastificada sosteniendo unas gafas delante de sus ojos
mientras su esposa enderezaba el sombrero a su hija y le quitaba la bufanda. La
chica tenía la mirada perdida y la boca ligeramente abierta. Su mano derecha
temblaba bajo la mesa. Un delgado hilo de baba le caía por la barbilla. Su
padre advirtió que estaba observándola. Me volví rápidamente hacia mi marido,
demasiado deprisa para dar la impresión de que no había estado mirando. Deben
de estar acostumbrados a que la gente desvíe la mirada una fracción de segundo
demasiado tarde.
Suspiré.
—Ojalá pudiera recordar lo que ocurrió.
—¿Lo que ocurrió? —dijo Ben—. ¿Por qué?
Pensé en todos los demás recuerdos que me habían venido.
Recuerdos breves, pasajeros, que ya no estaban, que se habían evaporado, pero
que había anotado, que sabía que habían existido, que todavía existían en algún
lugar.
Estaba convencida de que existía una llave, un recuerdo que
podría liberar todos los demás.
—Creo que si lograra recordar el accidente, lograría
recordar otras cosas. Quizá no todas, pero sí las suficientes. Nuestra boda,
por ejemplo, nuestra luna de miel. Ni siquiera puedo recordar eso. —Bebí un
sorbo de vino. Había estado en un tris de mencionar el nombre de nuestro hijo
antes de recordar que Ben no sabía que había leído sobre él—. El mero hecho de
despertarme y saber quién soy sería un gran paso.
Ben entrelazó los dedos y apoyó el mentón en el puño.
—Los médicos dijeron que eso jamás ocurrirá.
—No pueden saberlo con certeza. Podrían estar equivocados.
—Lo dudo.
Dejé la copa. Ben se equivocaba. Creía que estaba todo
perdido, que mi pasado había desaparecido por completo. Quizá hubiera llegado
el momento de hablarle de los pequeños instantes que afloraban en mi mente, del
doctor Nash, de mi diario. De todo.
—A veces recuerdo cosas —dije. Me miró sorprendido—. Creo
que estoy empezando a recuperar algunos recuerdos.
Separó las manos.
—¿En serio? ¿Qué cosas?
—Oh, depende del día. A veces nada importante. Solo
sensaciones, emociones. Visiones que semejan sueños, pero que son demasiado
reales para que haya podido inventármelas. —No dijo nada—. Seguro que son
recuerdos.
Esperé, confiando en que me hiciera más preguntas, que
deseara que le contara todo lo que había visto y por qué sabía que se trataba
de recuerdos.
Pero no dijo nada. Estaba mirándome con tristeza. Pensé en
los recuerdos que había anotado, en la visión donde él me ofrecía una copa de
vino en la cocina de nuestra primera casa.
—Tuve una visión donde salías tú —dije—. Mucho más joven…
—¿Qué estaba haciendo?
—Poca cosa. Estabas en la cocina. —Pensé en la chica, en sus
padres sentados a apenas un metro de nosotros. Reduje mi voz a un susurro—.
Besándome.
Sonrió.
—Si soy capaz de tener un recuerdo, puede que sea capaz de
tener muchos otros…
Deslizó un brazo por la mesa y me cogió la mano.
—El problema es que mañana los habrás olvidado. Careces de
una base sobre la que construir.
Suspiré. Lo que decía era cierto; no puedo pasarme el resto
de mi vida anotando todo lo que me pasa si tengo que leerlo cada día.
Miré a la familia de la mesa contigua. La chica estaba
llevándose torpes cucharadas de minestrone a la boca y empapando el babero de
tela que su madre le había atado al cuello. Podía imaginarme sus vidas; rotas,
atrapadas en el papel de cuidadores, un papel del que habían confiado liberarse
años atrás.
Somos iguales, pensé. Yo también necesito que me den de
comer. Y comprendí que, a diferencia de ellos y su hija, Ben me quiere de una
manera que no puede ser correspondida.
Por otro lado, quizá no fuéramos tan iguales. Quizá aún
hubiera esperanza para nosotros.
—¿Tú quieres que me cure? —le pregunté.
Mi miró sorprendido.
—Christine —dijo—, por favor…
—Podría verme alguien. Un médico.
—Ya lo hemos intentado…
—Puede que valga la pena intentarlo de nuevo. La ciencia
avanza constantemente. Puede que hayan creado un nuevo tratamiento que podamos
probar.
Me apretó la mano.
—Christine, no lo hay. Créeme. Lo hemos probado todo.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué hemos probado?
—Chris, te lo ruego, no…
—¿Qué hemos probado? —insistí—. ¿Qué?
—Todo —dijo—. Todo. Y no imaginas lo que fue. —Parecía
incómodo. Movía los ojos a derecha e izquierda, como si esperara un golpe y no
supiera por dónde iba a venirle. Pude dejar la pregunta en el aire, pero no lo
hice.
—¿Qué pasó, Ben? Necesito saberlo.
No respondió.
—¡Habla!
Levantó la cabeza y tragó saliva. Parecía asustado, tenía la
cara roja y los ojos salidos.
—Estabas en coma y todo el mundo creía que te ibas a morir,
todo el mundo menos yo. Yo sabía que eras fuerte, que saldrías adelante, que te
repondrías. Un día me llamaron del hospital para decirme que habías despertado.
Creían que era un milagro, pero yo sabía que no lo era. Eras tú, mi querida
Chris, volviendo junto a mí. Estabas aturdida, confusa. No sabías dónde estabas
y no podías recordar nada de tu accidente, pero me reconociste, y también a tu
madre, aunque no sabías muy bien quiénes éramos. Nos dijeron que no nos
preocupáramos, que la pérdida temporal de memoria era normal después de un
accidente tan grave, que pasaría. Pero luego… —Se encogió de hombros y clavó la
mirada en la servilleta que tenía en las manos. Por un momento temí que lo
dejara ahí.
—¿Pero luego…?
—Empeoraste. Un día llegué y no supiste quién era. Me
tomaste por un médico. Y luego olvidaste quién eras tú. No podías recordar tu
nombre, ni tu fecha de nacimiento. Nada. Se dieron cuenta de que también habías
dejado de crear recuerdos nuevos. Te hicieron pruebas, escáners, de todo, pero
los resultados no fueron buenos. Dijeron que el accidente te había provocado
una pérdida de memoria. Que sería permanente. Que no tenía cura. Que no podían
hacer nada.
—¿Nada? ¿No hicieron nada?
—No. Dijeron que tanto podías recuperar la memoria como no,
y que cuanto más tiempo pasara menos probabilidades tendrías de hacerlo. Me
dijeron que lo único que yo podía hacer era cuidar de ti. Y eso es lo que he
intentado hacer. —Tomó mis manos entre las suyas y me acarició los dedos,
rozando el duro aro de mi alianza.
Se inclinó hacia delante, hasta tener su cabeza a solo unos
centímetros de la mía.
—Te quiero —susurró, pero fui incapaz de responder, y
comimos el resto de nuestra cena prácticamente en silencio.
Noté que en mi interior crecía el resentimiento. La rabia.
Parecía tan convencido de que nadie podía ayudarme. Tan categórico. De repente
se me quitaron las ganas de hablarle de mi diario, o del doctor Nash. Decidí
conservar mis secretos un poco más. Sentí que era lo único en mi vida que podía
decir que era mío.
* * *
Llegamos a casa. Ben se preparó una taza de café y yo subí
al cuarto de baño. Allí escribí todo lo que pude acerca del día, después me
desvestí y me quité el maquillaje. Me puse la bata. Otro día tocando a su fin.
Pronto me dormiré y mi cerebro procederá a borrarlo todo. Mañana volveré a
pasar por todo esto.
Caí en la cuenta de que no tengo ambiciones. No puedo
tenerlas. Lo único que ambiciono es sentirme como una persona normal. Vivir
como el resto de la gente, acumular experiencias, enlazar un día con el
siguiente. Quiero crecer, aprender cosas, aprender de las cosas. En el cuarto
de baño pensé en mi vejez. Traté de imaginármela. ¿Seguiré despertándome, a los
setenta u ochenta años, creyendo que estoy en el comienzo de mi vida? ¿Me
despertaré ignorando por completo que tengo los huesos viejos, las
articulaciones duras y agarrotadas? No puedo ni imaginar cómo será mi reacción
cada vez que descubra que mi vida ha quedado atrás, que ya la he vivido y no
tengo nada para enseñar. Ni recuerdos, ni experiencias, ni sabiduría acumulada
que legar. ¿Qué somos si no una acumulación de nuestros recuerdos? ¿Cómo me
sentiré cuando me mire a un espejo y vea el reflejo de mi abuela? No lo sé,
pero no puedo permitirme pensar ahora en eso.
Oí a Ben entrar en el dormitorio. Comprendí que no podría
devolver el diario al ropero, de manera que lo dejé en la silla del cuarto de
baño, debajo de la ropa que me había quitado. Lo guardaré luego, pensé, cuando
se haya dormido. Apagué la luz y entré en el dormitorio.
Ben estaba recostado en la cama, mirándome. No dije nada,
pero me recosté a su lado. Advertí que estaba desnudo.
—Te quiero, Christine —dijo, y empezó a besarme, en el
cuello, en la mejilla, en los labios.
Tenía el aliento caliente, con un regusto a ajo. No quería
que me besara, pero le dejé hacer. Yo me lo he buscado, pensé, por ponerme
aquel estúpido vestido, por maquillarme, por perfumarme, por pedirle que me
besara antes de salir a cenar.
Me volví hacia él, y aunque no quería, respondí a sus besos.
Traté de imaginarnos a los dos en la casa que acabamos de comprar juntos,
arrancándonos la ropa camino del dormitorio, el pescado echándose a perder en
la cocina. Me dije que en aquel entonces seguro que le quería —por algo me
había casado con él— y que, por tanto, no había razón para que no le quisiera
ahora. Me dije que lo que estaba haciendo era importante, una muestra de amor,
y de gratitud, y cuando su mano avanzó hacia mi pecho en lugar de detenerla me
dije que era algo normal, natural. Tampoco le detuve cuando deslizó su mano
entre mis piernas y me recogió el pubis, y solo más tarde, mucho más tarde,
cuando empecé a gemir quedamente, supe que no era por lo que Ben estaba
haciendo. No gemía de placer sino de miedo, miedo de lo que vi cuando cerré los
ojos.
Yo en la habitación de un hotel. La misma que había visto mientras me arreglaba para salir a cenar. Veo las velas, el champán, las flores. Oigo los golpecitos en la puerta, me veo dejar la copa que estoy bebiendo y levantarme para abrir. Estoy nerviosa, ilusionada, el aire huele a promesa. Sexo y redención. Pongo la mano en el pomo frío y duro. Respiro hondo. Finalmente todo iba a arreglarse.
De repente un vacío. Un espacio en blanco en mi memoria. La puerta se abre hacia mí pero no veo quién hay detrás.
Y aquí, en la cama con mi marido, un pánico repentino se apoderó de mí.
—¡Ben! —grité, pero él continuó, ni siquiera parecía oírme—.
¡Ben! —volví a gritar. Cerré los ojos, me aferré a él. Y me sumergí de nuevo en
el pasado.
Él está en la habitación. Detrás de mí. Ese hombre. ¿Cómo se atreve? Me doy la vuelta pero no veo nada. Un dolor punzante. Una presión en la garganta. No puedo respirar. No es mi marido, no es Ben, pero sus manos me tocan por todas partes, sus manos y su carne me cubren. Intento respirar pero no puedo. Mi cuerpo trémulo se desintegra, se convierte en ceniza y aire. Agua en los pulmones. Abro los ojos y solo veo rojo. Voy a morir, aquí, en esta habitación de hotel. Dios mío, pienso. Esto no es lo que deseo. Esto no es lo que buscaba. Que alguien me ayude. Que alguien venga. He cometido un terrible error, sí, pero no merezco este castigo. No merezco morir.
Siento que desaparezco. Quiero ver a Adam. Quiero ver a mi marido. Pero no están. Aquí no hay nadie salvo yo y este hombre, este hombre que tiene las manos alrededor de mi garganta.
Caigo. Me hundo en las profundidades. No debo dormirme. No debo dormirme. No. Debo. Dormirme.
El recuerdo terminó bruscamente, dejando un terrible vacío.
Abrí los ojos. Volvía a estar en mi casa, en mi cama, con mi marido dentro de
mí.
—¡Ben! —grité, pero demasiado tarde. Con pequeños y ahogados
gemidos, eyaculó.
Me aferré a él, le abracé con todas mis fuerzas. Me besó en
el cuello, volvió a decirme que me quería, y luego:
—Chris, estás llorando…
Estaba sollozando incontroladamente.
—¿Qué ocurre? —me preguntó—. ¿Te he hecho daño?
¿Qué podía decirle? Negué con la cabeza mientras mi mente
intentaba procesar lo que acababa de ver. Una habitación de hotel llena de
flores. Champán y velas. Un extraño con las manos alrededor de mi cuello.
¿Qué podía decirle? Solo podía seguir llorando,
y apartarle, y esperar. Esperar a que se durmiera para poder levantarme sigilosamente
y escribirlo todo.Sábado, 2:07
No puedo dormir. Ben ha vuelto a acostarse y yo estoy
escribiendo esto en la cocina. Cree que estoy bebiendo una taza de chocolate
caliente que acaba de prepararme. Cree que regresaré pronto a la cama.
Y lo haré, pero primero tengo que escribir.
Ahora la casa está tranquila y a oscuras, pero hace un rato
parecía que todo tuviera vida. Había escondido el diario en el ropero y
regresado a la cama después de escribir sobre lo que había visto mientras
hacíamos el amor, pero seguía inquieta. Podía oír el tictac del reloj de la
sala, las campanadas dando las horas, los quedos ronquidos de Ben. Podía sentir
el peso del edredón sobre mi pecho. No podía ver otra cosa que la luz del
despertador. Giré sobre mi espalda y cerré los ojos. Enseguida me vi con unas
manos alrededor del cuello que no me dejaban respirar. Solo podía oír el eco de
mi voz diciendo «Voy a morir».
Pensé en mi diario. ¿Me ayudaría escribir un poco más?
¿Volver a leerlo? ¿Podía sacarlo de su escondite sin despertar a Ben?
Estaba tendido a mi lado, su cuerpo apenas visible en la
penumbra. Me estás mintiendo, pensé. Porque es cierto. Mintiendo sobre mi
novela, sobre Adam. Y ahora estoy segura de que me está mintiendo sobre cómo
llegué a este estado, a quedar atrapada de este modo.
Me dieron ganas de despertarle, de gritar «¿Por qué? ¿Por
qué me cuentas que un coche me atropelló en una carretera helada?». Me pregunto
de qué me está protegiendo, cuán terrible podría ser la verdad.
¿Qué más cosas no sé?
De pensar en el diario pasé a pensar en la caja de metal, la
caja donde Ben guarda las fotografías de Adam. Tal vez haya más respuestas ahí
dentro, pensé. Tal vez encuentre la verdad.
Decidí levantarme. Abrí muy lentamente el edredón para no
despertar a mi marido. Saqué el diario de su escondrijo y salí descalza al
rellano. Envuelta en la luz azulada de la luna, la casa tenía ahora un aire
diferente. Quieto y tranquilo.
Cerré la puerta del dormitorio tras de mí, el suave roce de
la madera sobre la moqueta, el chasquido quedo del pomo. Allí, en el rellano,
leí por encima lo que había escrito. Leí que Ben me había contado que un coche
me atropelló. Leí que me había negado que yo hubiera escrito una novela. Leí
sobre nuestro hijo.
Necesitaba ver una foto de Adam. Pero ¿dónde debería
buscarla? «Las guardo arriba», había dicho Ben. «Por seguridad.» Eso lo sabía.
Lo había anotado. Pero ¿dónde exactamente? ¿En la habitación de invitados? ¿En
el estudio? ¿Cómo podía empezar a buscar algo que no recordaba haber visto
antes?
Devolví el diario a su lugar, entré en el estudio y cerré la
puerta tras de mí. La luna entraba por la ventana, envolviendo la estancia de
una claridad grisácea. No me atreví a encender la luz, no podía arriesgarme a
que Ben me encontrara hurgando en sus cosas. Me preguntaría qué estoy buscando
y yo no sabría qué responder, qué excusa ponerle. Serían demasiadas las
preguntas que me vería obligada a contestar.
Había escrito que la caja era de metal gris. Busqué primero
en la superficie del escritorio. Un ordenador diminuto con una pantalla
increíblemente plana, bolígrafos y lápices en una taza, papeles dispuestos en
ordenados legajos, un pisapapeles de cerámica con forma de caballito de mar. En
la pared situada detrás del escritorio, una agenda salpicada de pegatinas de
colores, círculos y estrellas. Debajo de la mesa, una cartera de piel y una
papelera, ambas vacías, y al lado un archivador.
Tiré del primer cajón, despacio, con sigilo. Estaba lleno de
carpetas clasificadas bajos los títulos «Casa», «Trabajo», «Finanzas». Las pasé
y detrás descubrí un frasco de pastillas, pero no alcanzaba a leer el nombre en
la penumbra. El segundo cajón estaba repleto de artículos de escritorio: cajas,
blocs de notas, bolígrafos, correctores. Lo cerré suavemente antes de acuclillarme
para abrir el último cajón.
Una manta, o una toalla; me costaba distinguirlo en la tenue
luz. Levanté una esquina, introduje la mano, toqué metal frío. Retiré la tela.
Debajo estaba la caja de metal, más grande de lo que había imaginado, tan
grande que casi llenaba el cajón entero. La envolví con las manos y descubrí
que también era más pesada de lo que pensaba, y casi se me cayó al sacarla.
La dejé en el suelo, delante de mí. Y empecé a dudar. No
sabía qué quería hacer, si abrirla o no. ¿Qué nuevas sorpresas podría esconder?
Puede que, como la memoria misma, contuviera verdades que no podía ni empezar a
imaginar. Sueños reales, horrores inesperados. Me invadió el miedo. Pero estas
verdades, me dije, son todo lo que tengo. Son mi pasado. Son lo que me hace
humana. Sin ellas no soy nada. Solo un animal.
Respiré hondo, cerré los ojos y procedí a levantar la tapa.
Cedió un poco, pero no pasó de ahí. Probé otra vez,
creyéndola atascada, y otra, hasta que comprendí que estaba cerrada con llave.
Ben la había cerrado con llave.
Traté de mantener la calma, pero la rabia se apoderó de mí.
¿Quién era él para cerrar con llave esta caja de recuerdos? ¿Para ocultarme lo
que es mío?
No podía andar muy lejos, la llave. Miré dentro del cajón.
Desplegué la manta, la zarandeé. Me levanté, volqué la taza de los bolígrafos.
Nada.
Desesperada, registré los demás cajones todo lo
exhaustivamente que pude en la semioscuridad. No encontré ninguna llave, y
comprendí que podía estar en cualquier sitio. En cualquier sitio. Caí al suelo
de rodillas.
Un ruido. Un crujido tan quedo que pensé que lo había
provocado mi propio cuerpo. Hasta que oí otro ruido. Una respiración. O un
suspiro.
Una voz. Ben.
—¿Christine? —llamó. Luego, más fuerte—: ¡Christine!
¿Qué hago? Estaba sentada en el suelo de su estudio, con la
caja de metal que cree que no recuerdo delante. Empecé a asustarme. Oí una
puerta y la luz del rellano se encendió, alumbrando la rendija de la puerta del
estudio. Ben se disponía a entrar.
Reaccioné con presteza. Devolví la caja a su lugar y,
sacrificando el silencio por la rapidez, cerré el cajón de golpe.
—¿Christine? —llamó de nuevo. Pasos en el rellano—.
Christine, cariño, soy yo, Ben.
Metí los bolígrafos en la taza y me acurruqué en el suelo.
La puerta se abrió lentamente.
No supe lo que iba a hacer hasta que lo hice. Fue una
reacción instintiva, visceral.
—¡Socorro! —grité cuando Ben apareció en el marco de la
puerta. Su silueta se recortaba contra la luz del rellano y por un momento
sentí el pavor que estaba fingiendo—. ¡Por favor, que alguien me ayude!
Encendió la luz y se acercó a mí.
—¡Christine! ¿Qué te ocurre? —Hizo ademán de acuclillarse.
Retrocedí por el suelo hasta chocar con la pared situada
debajo de la ventana.
—¿Quién eres? —le pregunté. Descubrí que había empezado a
llorar, a temblar descontroladamente. Arañé la pared y agarré la cortina de la
ventana como si quisiera auparme con ella. Ben no se movió de donde estaba.
Alargó una mano hacia mí, como si fuera peligrosa, un animal salvaje.
—Soy yo —dijo—. Tu marido.
—¿Mi qué? —dije, y a continuación—: ¿Qué me está pasando?
—Sufres amnesia —dijo—. Llevamos años casados.
Y mientras me preparaba el chocolate caliente
que todavía tengo delante, dejé que me contara desde el principio lo que ya
sabía.Domingo, 18 de noviembre
Eso sucedió la madrugada del sábado. Hoy es domingo. Sobre
el mediodía. Un día entero ha transcurrido sin dejar huella. Veinticuatro horas
perdidas. Veinticuatro horas creyendo todo lo que Ben me contaba. Creyendo que
nunca he escrito una novela, que no he tenido un hijo. Creyendo que fue un
accidente lo que me robó mi pasado.
Puede que, a diferencia de hoy, el doctor Nash no me
telefoneara y por eso no encontré este diario. O sí me telefoneó pero decidí no
leerlo. Me estremezco. ¿Qué pasaría si un día decidiera dejar de llamarme? No
volvería a encontrar el diario, no volvería a leerlo, ni siquiera sabría que
existe. No conocería mi pasado.
Eso sería impensable, ahora lo sé. Mi marido me cuenta una
versión de cómo perdí la memoria y mis emociones me cuentan otra. ¿Le he
preguntado alguna vez al doctor Nash qué me ocurrió realmente? Aunque lo haya
hecho, ¿puedo creer lo que me dice? La única verdad que poseo es la que está
escrita en este diario.
Escrita por mí. No debo olvidar eso. Escrita por mí.
Pienso en esta mañana. Recuerdo que el sol golpeó las
cortinas, despertándome de golpe. Abrí los ojos a un escenario desconocido y me
desconcerté. No obstante, aunque no me vinieron imágenes concretas, sentí que
me zambullía en un largo pasado, no solo unos pocos años. Y supe, aunque solo
vagamente, que en ese pasado había un hijo mío. En esa fracción de segundo
antes de despertarme del todo supe que era madre. Que había criado a un hijo,
que mi cuerpo ya no era el único al que tenía el deber de alimentar y proteger.
Me di la vuelta, consciente de la presencia de otro cuerpo
en la cama, de un brazo sobre mi cintura. No me asusté. Me sentí segura. Feliz.
Me despabilé un poco más y las imágenes y sentimientos se fundieron en un
recuerdo. Primero vi a mi pequeño, luego me vi a mí diciendo su nombre —Adam— y
a él corriendo hacia mí. Después recordé a mi marido, recordé su nombre. Me
sentía profundamente enamorada. Sonreí.
La sensación de paz duró poco. Miré al hombre que tenía al
lado y vi una cara que no era la que esperaba. Un segundo después me percaté de
que no reconocía la habitación donde había pasado la noche, de que no podía
recordar cómo había llegado hasta ella. Por último, comprendí que no podía
recordar nada con claridad. Esas imágenes breves e inconexas no habían sido una
muestra de mis recuerdos, sino la suma total de los mismos.
Ben, naturalmente, me explicó la situación. O por lo menos
una parte. Y este diario me explicó el resto después de que el doctor Nash me
telefoneara y me dijera dónde encontrarlo. No tenía tiempo de leerlo todo
—había subido a tumbarme fingiendo un dolor de cabeza, y estuve pendiente de
todos los movimientos de Ben porque temía que en cualquier momento subiera con
una aspirina y un vaso de agua— y me salté párrafos enteros. Pero leí lo
suficiente. El diario me contaba quién era, cómo llegué hasta aquí, qué tengo y
qué he perdido. Me contaba que aún hay esperanza. Que, aunque lentamente, estoy
recuperando mis recuerdos. Así me lo había dicho el doctor Nash el día que
estuve observando cómo leía mi diario. «Estás recordando muchas cosas, Chris»,
dijo. «No hay razón para que no continúe siendo así.» Y el diario me contaba
que el accidente es una mentira, que en algún lugar oculto y remoto de mi mente
puedo recordar qué me sucedió la noche que perdí la memoria. Que no está
relacionado con un coche y una carretera helada, sino con champán y flores y
una llamada a la puerta de una habitación de hotel.
Y ahora tengo un nombre. El nombre de la persona que había
esperado ver cuando abrí los ojos esta mañana no era Ben.
Ed. Me desperté esperando encontrar a mi lado a alguien
llamado Ed.
Entonces no sabía quién era ese Ed. Pensé que a lo mejor no
era nadie, solo un nombre que me había inventado, que me había surgido sin más.
O un antiguo amante, un rollo de una noche que no he olvidado del todo. Pero
ahora he leído este diario. Y he descubierto que fui atacada en la habitación
de un hotel. Por tanto, sé quién es ese Ed.
Es el hombre que estaba esperando al otro lado de la puerta
aquella noche. El hombre que me atacó. El hombre que me robó la vida.
* * *
Esta noche he puesto a prueba a mi marido. No era mi
intención, ni siquiera lo había planeado, pero me había pasado el día dándole
vueltas a la cabeza. «¿Por qué me ha mentido? ¿Por qué? ¿Me miente cada día?
¿Solo existe la versión del pasado que él me cuenta o existen otras?» «Necesito
confiar en él», me dije. No tengo a nadie más.
Estábamos comiendo cordero; un trozo barato, con mucha
grasa, y demasiado hecho. Yo estaba dando vueltas al mismo pedazo, sumergiéndolo
en la salsa, llevándomelo a la boca, devolviéndolo al plato.
—¿Cómo he llegado a este estado? —le pregunté. Había
intentado rememorar la escena del hotel, pero se mantenía esquiva. En parte lo
agradecía.
Ben levantó la vista de su plato. Tenía los ojos muy
abiertos.
—Christine, cariño, no…
—Por favor —le interrumpí—. Necesito saberlo.
Soltó el cuchillo y el tenedor.
—Está bien —dijo.
—Necesito que me lo cuentes todo, absolutamente todo.
Me escudriñó con la mirada.
—¿Estás segura?
—Sí. —Después de dudarlo unos instantes, finalmente me
lancé—. Puede que haya gente que piense que sería preferible no contarme todos
los detalles, sobre todo si son desagradables, pero yo no pienso igual. Pienso
que deberías contármelo todo para que así pueda decidir cómo sentirme. ¿Lo
entiendes?
—Chris, ¿de qué estás hablando?
Desvié la mirada. Mis ojos se posaron en la fotografía de
nosotros dos que había en el aparador.
—No lo sé —respondí—. Sé que no siempre he sido como soy
ahora, por lo que algo tuvo que ocurrir. Algo malo. Solo estoy diciendo que eso
lo sé. Sé que debió de ser algo espantoso, pero aun así quiero saberlo.
Necesito saber qué ocurrió, qué me pasó. No me mientas, Ben. Por favor.
Deslizó un brazo por la mesa y me cogió la mano.
—Cariño, yo nunca haría eso.
Y empezó a hablar.
—Era diciembre —comenzó—. Había hielo en la carretera… —Y yo
escuché, con una creciente sensación de temor, cómo me hablaba del accidente de
coche. Cuando hubo terminado, cogió el cuchillo y el tenedor y siguió comiendo.
—¿Estás seguro? —dije—. ¿Estás seguro de que fue un
accidente?
Suspiró.
—¿Por qué lo preguntas?
Traté de calcular hasta dónde podía decir. No quería
desvelar que estaba escribiendo un diario, pero deseaba ser lo más sincera
posible.
—Hoy tuve una sensación extraña —dije—. Casi como un
recuerdo. No sé por qué, pero sentí que guardaba relación con mi estado actual.
—¿Qué clase de sensación?
—No lo sé.
—¿Un recuerdo?
—Más o menos.
—¿Recordaste detalles concretos de lo que sucedió?
Pensé en la habitación de hotel, en las velas, las flores.
La sensación de que no las había puesto Ben, de que no era a él a quien estaba
esperando. También pensé en la sensación de que no podía respirar.
—¿A qué detalles te refieres? —pregunté.
—A los que sean. La marca del coche que te atropelló, por
ejemplo, o el color. Si viste quién conducía.
Quería gritarle: «¿Por qué quieres que piense que me
atropelló un coche? ¿No será porque es una historia más fácil de creer que lo
que pasó en realidad?».
Una historia más fácil de escuchar, pensé, o más fácil de
contar.
Me pregunté qué haría si le dijera: «La verdad es que no. Ni
siquiera recuerdo que me atropellara un coche. Recuerdo estar en una habitación
de hotel esperando a alguien que no eras tú».
—No —repuse—. La verdad es que no. Fue solo una impresión
global.
—¿Una impresión global? —repitió—. ¿Qué quieres decir con
«una impresión global»?
Había elevado la voz, sonaba casi enfadado. Ya no estaba tan
segura de querer continuar con esta conversación.
—A nada —dije—. Solo fue una sensación extraña, como si algo
terrible estuviera sucediendo, y un sentimiento de dolor. Pero no recuerdo los
detalles.
Pareció relajarse.
—Probablemente no sea nada —dijo—. Solo la mente jugándote
malas pasadas. Trata de no hacerle caso.
¿No hacerle caso?, pensé. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Le
asustaba que pudiera recordar la verdad?
Supongo que es posible. Ya me ha dicho que me atropelló un
coche. Seguro que no le gusta la idea de quedar como un embustero, ni siquiera
el resto del único día que podré retener el recuerdo. Sobre todo si está
mintiendo por mi propio bien. Soy consciente de que creer que me atropelló un
coche sería más fácil para los dos. Pero ¿cómo voy a descubrir qué ocurrió en
realidad?
¿Y a quién estaba esperando en esa habitación?
—Vale —acepté, porque, ¿qué otra cosa podía decir?—.
Probablemente tengas razón.
Regresamos a nuestro cordero, ya frío. De pronto me asaltó
un pensamiento. Un pensamiento terrible y brutal: ¿Y si tiene razón? ¿Y si es
cierto que un coche me atropelló y el conductor se dio a la fuga? ¿Y si mi
mente se ha inventado la habitación de hotel, la agresión? A lo mejor todo era
una invención mía. Imaginación, no recuerdo. ¿Era posible que, incapaz de
asimilar el simple hecho de un accidente en una carretera helada, me lo hubiera
inventado todo?
Si es así significa que mi memoria no está funcionando. Que
no estoy recuperando recuerdos. Que no estoy mejorando, sino enloqueciendo.
Abrí el bolso y lo vacié sobre la cama. El contenido salió
rodando. El monedero, la agenda, una barra de labios, una polvera, pañuelos. Un
móvil, otro móvil. Una caja de pastillas de menta. Monedas sueltas. Un papelito
amarillo.
Me senté en la cama mientras hurgaba. Lo primero que cogí
fue la diminuta agenda, y pensé que la suerte me sonreía cuando vi el nombre
del doctor Nash escrito en tinta negra en la última hoja, hasta que me di
cuenta de que el número que aparecía debajo tenía la palabra «Consulta» al
lado, anotada entre paréntesis. Era domingo. No estaría allí.
El papelito amarillo estaba pegado a uno de los márgenes,
acumulando polvo y pelos pero, por lo demás, vacío. Estaba empezando a
preguntarme qué demonios me había llevado a pensar que el doctor Nash me habría
dado su número personal cuando recordé haber leído que me lo había anotado en
la primera hoja de mi diario. «Llámame si te sientes desconcertada», había
dicho.
Lo encontré. Cogí ambos teléfonos, pero no podía recordar
cuál de ellos era el que me había dado el doctor Nash. Encendí el más grande y
vi que todas las llamadas eran de o a Ben. El segundo —el que se abría— apenas
había sido utilizado. ¿Por qué me ha dado el doctor Nash este teléfono si no
para esto?, pensé. ¿Qué estoy ahora, si no desconcertada? Lo abrí, marqué su
número y pulsé «Llamar».
Unos segundos de silencio y, a continuación, un tono alto,
interrumpido por una voz.
—¿Diga? —contestó el doctor Nash. Tenía la voz adormilada,
pero no era tarde—. ¿Quién es?
—Doctor Nash —susurré. Podía oír a Ben abajo, en la sala,
donde le había dejado viendo un programa de talentos en la tele. Sonaban canciones
y risas rociadas de aplausos—. Soy Christine.
Una pausa. Un reajuste mental.
—Ah, sí. ¿Cómo…?
Noté que me invadía la decepción. No parecía alegrarse de
oír mi voz.
—Lo siento —me disculpé—. Tenía tu número apuntado en mi
diario.
—Claro, claro —dijo—. ¿Cómo estás? —No respondí—. ¿Va todo
bien?
—Lo siento. —Las palabras empezaron a salir de mi boca
atropelladamente—. Necesito verte. Ahora. O mañana. Sí. Mañana. Anoche recordé
algo. Lo he anotado. Una habitación de hotel. Alguien llamó a la puerta. No podía
respirar. Yo… ¿Doctor Nash?
—Christine —dijo—, ve más despacio. ¿Qué ha pasado?
Respiré.
—Tuve un recuerdo. Estoy segura de que está relacionado con
mi amnesia. Pero no lo entiendo. Ben dice que me atropelló un coche.
Oí movimiento, como si estuviera cambiando de postura, y
otra voz. De mujer.
—No es nada —dijo quedamente, y murmuró algo que no alcancé
a oír bien.
—¿Doctor Nash? —inquirí—. Doctor Nash, ¿me atropelló un
coche?
—Ahora mismo no puedo hablar —replicó, y volví a oír la voz
de la mujer, más fuerte esta vez, quejándose. Noté que algo se revolvía dentro
de mí. Rabia. O tal vez pánico.
—¡Por favor! —farfullé.
Silencio. Y de nuevo su voz, esta vez firme.
—Lo siento —dijo—, ahora mismo estoy ocupado. ¿Lo has
escrito?
No respondí. «Ocupado.» Pensé en su novia, me pregunté qué
había interrumpido. Habló de nuevo.
—Lo que has recordado… ¿lo has anotado en el diario? Tienes
que anotarlo.
—Vale, pero…
Me interrumpió.
—Hablaremos mañana. Te llamaré a este número. Te lo prometo.
Alivio mezclado con algo más. Algo inesperado. Difícil de
definir. ¿Felicidad? ¿Gozo?
No. Era más que eso. Parte ansiedad, parte certeza, unidas a
la emoción de un futuro placer. Todavía lo siento mientras escribo esto, una
hora más tarde, pero ahora sé qué es. Algo que ignoro si he sentido con
anterioridad. Expectación.
¿Pero expectación acerca de qué? ¿De que me diga lo que
necesito saber, de que me confirme que estoy recuperando lentamente mis
recuerdos, que el tratamiento está funcionando? ¿O hay algo más?
Pienso en cómo debí de sentirme cuando me tocó en el
aparcamiento, lo que debía de estar pasando por mi cabeza para ignorar una
llamada de mi marido. Puede que la verdad sea más sencilla. Estoy impaciente
por hablar con él.
—Hazlo, por favor —respondí cuando me dijo que me llamaría.
Pero para entonces ya había colgado. Pensé en la voz de la mujer y comprendí
que estaban en la cama.
Aparto ese pensamiento de mi mente. Si lo alimento querrá decir que estoy enloqueciendo de verdad.
Lunes, 19 de noviembre
La cafetería estaba abarrotada. Pertenecía a una cadena.
Todo era de color verde y marrón, y desechable, aunque, según los carteles que
colgaban de las paredes tapizadas, hecho con material reciclable. Di un sorbo a
mi café, servido en una taza de papel demasiado grande, mientras el doctor Nash
se sentaba en una butaca frente a mí.
Era la primera vez que tenía la oportunidad de observarle
detenidamente, o por lo menos la primera vez hoy, lo que viene a ser lo mismo.
El doctor Nash me había llamado al teléfono que se abre poco después de que
hubiera retirado los restos del desayuno, y recogido en coche una hora más
tarde, cuando ya me había leído casi todo el diario. Me pasé el trayecto hasta
la cafetería mirando por la ventanilla. Estaba confundida. Terriblemente
confundida. Esta mañana —pese a no estar segura de cómo me llamaba— me había
despertado sabiendo que era adulta y madre, pero ignorando por completo que me
encontraba en la madurez y que mi hijo había muerto. Hasta el momento había
tenido un día desconcertante, plagado de sorpresas —primero el espejo del
cuarto de baño, luego el álbum de recortes, después este diario—, que culminó
con el descubrimiento de que no confío en mi marido. A partir de ese momento se
me quitaron las ganas de seguir indagando.
Comprobé que el doctor Nash era más joven de lo que había
imaginado, y aunque había escrito que no necesitaba preocuparse por su peso,
advertí que eso no quería decir que estuviera flaco. Tenía una complexión
robusta, reforzada por la holgada americana que descansaba sobre sus hombros y
por la que raras veces asomaban sus antebrazos sorprendentemente velludos.
—¿Cómo te sientes hoy? —me preguntó cuando se hubo sentado.
Me encogí de hombros.
—No lo sé muy bien. Confundida, supongo.
Asintió.
—Continúa.
Aparté la galleta que me había traído pese a no habérsela
pedido.
—Me he despertado sabiendo que era una mujer adulta.
Ignoraba que estaba casada, pero no me sorprendió demasiado que hubiera alguien
en la cama conmigo.
—Eso está bien… —comenzó.
Le interrumpí.
—Pero ayer escribí que me desperté sabiendo que estaba
casada…
—Entonces, ¿todavía estás escribiendo cosas en el cuaderno?
—preguntó, y asentí con la cabeza—. ¿Lo has traído?
Lo había traído. Lo tenía en el bolso. Pero contenía cosas
que no quería que el doctor Nash leyera, que no quería que nadie leyera. Cosas
personales. Mi historia. La única historia que tengo.
Cosas que había escrito sobre él.
—Me lo he olvidado —mentí. No supe ver si estaba
decepcionado o no.
—No importa —dijo—. Imagino lo frustrante que debe de ser
que un día recuerdes algo y al día siguiente no. Así y todo, estás progresando.
Estás recordando más cosas que antes.
Me pregunté hasta qué punto eso seguía siendo verdad. En las
primeras entradas de este diario había escrito que había recordado mi infancia,
mis padres, una fiesta con mi mejor amiga. Había visto a mi marido cuando
éramos una joven pareja de enamorados, me había visto a mí escribiendo una
novela. ¿Pero desde entonces? Últimamente solo he visto al hijo que perdí y la
agresión que me dejó así. Cosas que casi preferiría olvidar.
—Has dicho que te preocupan las cosas que Ben te cuenta
sobre lo que provocó tu amnesia.
Tragué saliva. Lo que había escrito el día antes se me
antojaba imposible, casi ficticio. Un accidente de coche. Violencia en la
habitación de un hotel. Nada de eso me parecía que tuviera que ver conmigo,
pero no me quedaba más remedio que creer que lo que había escrito era cierto.
Que Ben realmente me había mentido sobre la causa de mi amnesia.
—Continúa… —dijo.
Le conté lo que había escrito, empezando por la descripción
de Ben del accidente y terminando por el recuerdo de la habitación de hotel,
pero no le mencioné que cuando me asaltó este último estábamos haciendo el
amor, y tampoco la romántica atmósfera —las flores, las velas y el champán— que
lo envolvía.
Mientras le hablaba me dediqué a observarle. De tanto en
tanto farfullaba palabras de ánimo, y en un momento dado hasta se frotó la
barbilla y entornó los párpados, aunque semejaba más una expresión pensativa
que de asombro.
—Ya lo sabías, ¿verdad? —dije cuando hube terminado—. Lo
sabías todo.
Dejó su taza.
—Todo no. Sabía que no fue un accidente de coche lo que te
provocó la amnesia, pero no he sabido que Ben te ha estado diciendo que lo fue
hasta el otro día, cuando leí tu diario. También sabía que probablemente te
hallabas en un hotel la noche que te… que te… la noche que perdiste la memoria.
Pero los demás detalles que has mencionado son nuevos para mí. Si no me
equivoco, esta es la primera vez que has recordado algo tú sola. Es una gran noticia,
Christine.
«¿Una gran noticia?» Me pregunté si el doctor Nash pensaba
que debería alegrarme.
—Entonces, ¿es cierto? —dije—. ¿No fue un accidente de
coche?
Hizo una pausa.
—No, no lo fue.
—¿Por qué no me dijiste, después de leer el diario, que Ben
me mentía? ¿Por qué no me contaste la verdad?
—Porque pensé que Ben probablemente tenía sus razones
—contestó—. Y no me pareció bien decirte que te estaba mintiendo. En aquel
momento, no.
—Y preferiste mentirme también.
—No —replicó—. Yo nunca te he mentido. Nunca te dije que la
causa fuera un accidente de coche.
Pensé en lo que había escrito esta mañana.
—Pero el otro día, en tu consulta, hablamos del tema…
Negó con la cabeza.
—Yo no me estaba refiriendo a un accidente. Dijiste que Ben
te había contado cómo perdiste la memoria, así que di por hecho que conocías la
verdad. No olvides que todavía no había leído tu diario. Supongo que nos
hicimos un lío…
Podía imaginar cómo ocurrió. Los dos esquivando un tema que
no queríamos mencionar.
—Entonces, cuéntame qué ocurrió en esa habitación de hotel
—dije—. ¿Qué estaba haciendo allí?
—No conozco todos los detalles.
—Pues cuéntame lo que sepas. —Las palabras salieron de mi
boca con rabia, pero ya nada podía hacer. Le observé retirar del pantalón una
miga inexistente.
—¿Estás segura de que quieres saberlo?
Tuve la sensación de que me estaba dando una última
oportunidad. «Todavía puedes dar marcha atrás», parecía estar diciéndome.
«Todavía puedes seguir con tu vida sin saber lo que me dispongo a contarte.»
Pero se equivocaba. No podía. Sin la verdad no estoy
viviendo ni media vida.
—Sí —respondí.
La voz le salía entrecortada, titubeante. Empezaba frases
que interrumpía a las tres o cuatro palabras. La historia parecía una espiral
que rodeaba algo espantoso, algo que era preferible no expresar. Algo que
ridiculizaría las conversaciones frívolas a las que imagino que está más
acostumbrada esta cafetería.
—Es cierto. Te agredieron. Fue… —se interrumpió—. En fin,
fue bastante fuerte. Te encontraron deambulando por la calle, desorientada. No
llevabas encima ningún tipo de identificación. Tenías heridas en la cabeza. Al
principio la policía pensó que te habían atracado. —Otra pausa—. Te encontraron
envuelta en una manta y cubierta de sangre.
Me invadió un frío helado.
—¿Quién me encontró? —pregunté.
—No estoy seguro…
—¿Ben?
—No, no fue Ben. Un desconocido. Logró tranquilizarte y
pidió una ambulancia. Fuiste admitida en un hospital, como es lógico. Sufrías
una hemorragia interna y era preciso operarte de inmediato.
—¿Cómo supieron quién era?
Durante un angustioso instante pensé que a lo mejor no
llegaron a averiguar mi identidad. A lo mejor todo, una historia completa,
incluso un nombre, me fue dado el día que me encontraron. Incluso Adam.
—No fue difícil —dijo el doctor Nash—. Te habías registrado
en el hotel con tu nombre. Y Ben había denunciado tu desaparición a la policía
antes incluso de que te encontraran.
Pensé en el hombre que había llamado a la puerta de esa
habitación, el hombre al que estaba esperando.
—¿Ben no sabía dónde estaba?
—No —dijo—. No tenía la menor idea, al parecer.
—¿Ni con quién estaba? ¿Quién me hizo esto?
—No. La policía no pudo arrestar a nadie. Apenas tenían
pistas con las que trabajar, y tú, lógicamente, no podías ayudarles con la
investigación. Llegaron a la conclusión de que la persona que te atacó borró
todas las huellas y huyó. Por lo visto el hotel se hallaba muy concurrido esa
noche. Estaban celebrando una recepción en uno de los salones y había mucha
gente entrando y saliendo. Es probable que permanecieras un tiempo inconsciente
después de la agresión. Luego bajaste y te marchaste del hotel en mitad de la
noche. Nadie te vio salir.
Suspiré. Caí en la cuenta de que probablemente hacía muchos
años que la policía había cerrado el caso. Para todo el mundo salvo para mí
—incluso para Ben— se trataba de una noticia obsoleta, una historia antigua.
Jamás sabré quién me hizo esto y por qué. A menos que recuerde.
—¿Qué sucedió entonces? —dije—. ¿Después de ingresar en el
hospital?
—La operación fue un éxito, pero hubo efectos secundarios.
Parece ser que después de la intervención los médicos tuvieron problemas para
estabilizarte, sobre todo la presión arterial. —Hizo una pausa—. Estuviste un
tiempo en coma.
—¿En coma?
—Sí —dijo—. Tu situación era crítica, pero tuviste suerte.
Te hallabas en el lugar idóneo y los médicos trataron tu estado con
determinación. Saliste del coma, pero descubrieron que habías perdido la
memoria. Al principio creyeron que se trataba de algo temporal, la mezcla de
lesión cerebral y anoxia. Una suposición razonable si…
—Un momento —le interrumpí—. ¿Anoxia? —Desconocía esa
palabra.
—Lo siento —dijo—. Falta de oxígeno.
Sentí un mareo. Tuve la sensación de que todo se encogía, se
deformaba, o era yo que estaba creciendo. Me oí preguntar:
—¿Falta de oxígeno?
—Sí. Mostrabas síntomas de haber sufrido una severa falta de
oxígeno en el cerebro, ya fuera por un envenenamiento de dióxido de carbono,
aunque no había otro indicio que lo demostrara, o por estrangulamiento. Tenías
unas marcas en el cuello que apoyaban la segunda hipótesis. Pero la explicación
más probable era que habías estado a punto de ahogarte. —El doctor Nash hizo
una pausa para que pudiera asimilar sus palabras—. ¿Recuerdas haber estado a
punto de ahogarte?
Cerré los ojos. Solo vi una tarjeta sobre una almohada con
las palabras «Te quiero». Negué con la cabeza.
—Te recuperaste, pero tu memoria no mejoró —continuó—.
Pasaste en el hospital un par de semanas, primero en la unidad de cuidados
intensivos y luego en una habitación. Cuando ya fue posible moverte, te
devolvieron a Londres.
Me devolvieron a Londres. Claro. Me encontraron cerca de un
hotel. Probablemente me hallaba lejos de casa. Le pregunté dónde.
—En Brighton —dijo—. ¿Tienes idea de qué hacías allí?
¿Tienes alguna conexión con esa ciudad?
Traté de pensar en unas posibles vacaciones, pero no me vino
nada.
—Ninguna —dije—. O ninguna que yo recuerde.
—Algún día te convendría volver allí. Podría ayudarte a
recordar.
Se me heló la sangre. Negué con la cabeza.
Asintió.
—De acuerdo. Como es lógico, son muchas las razones que
pudieron llevarte hasta allí.
Es cierto, pensé. Pero una razón que incluía velas y ramos
de rosas, y excluía a mi marido.
—Claro —dije. Me pregunté si alguno de los dos mencionaría
la palabra «aventura», y cómo debió de sentirse Ben cuando descubrió dónde
había estado y por qué.
De pronto lo entendí. Entendí por qué Ben me ocultaba la
verdadera causa de mi amnesia. ¿Por qué iba a querer recordarme que durante una
época, por breve que fuera, había preferido a otro hombre? Me recorrió un
escalofrío. Había preferido a otro hombre, y hete aquí el precio que había
pagado.
—¿Qué sucedió después? —pregunté—. ¿Volví con Ben?
Negó con la cabeza.
—No. Todavía estabas muy enferma. Tuviste que quedarte en el
hospital.
—¿Cuánto tiempo?
—Primero estuviste unos meses en la sección general.
—¿Y luego?
—Te trasladaron. —Titubeó. Pensaba que tendría que pedirle
que continuara cuando dijo—: A la sección psiquiátrica.
La palabra me dejó muda.
—¿La sección psiquiátrica? —dije al fin. Visualicé un lugar
horrible, lleno de locos soltando alaridos. No podía imaginarme en semejante
lugar.
—Sí.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué allí?
El doctor Nash habló con calma, si bien su tono revelaba
cierta irritación. Inopinadamente tuve el convencimiento de que ya habíamos
tenido esta conversación, puede que en multitud de ocasiones, presumiblemente
antes de que hubiera empezado a escribir mi diario.
—Era más seguro —respondió—. Te habías recuperado bastante
de tus lesiones físicas, pero tus problemas de memoria se habían agudizado. No
sabías quién eras ni dónde estabas. Mostrabas síntomas de paranoia, decías que
los médicos conspiraban contra ti. Siempre estabas intentando escapar.
—Esperó—. Cada vez era más difícil controlarte. Te trasladaron por tu propia
seguridad y la de los demás.
—¿La de los demás?
—A veces atacabas a la gente.
Traté de visualizar la situación. Me imaginé a una persona
despertándose cada día en medio de un gran desconcierto, sin saber quién era o
dónde estaba, o qué hacía en un hospital. Pidiendo respuestas que nadie le
daba. Rodeada de gente que sabía más cosas de ella que ella misma. Debió de ser
un auténtico infierno.
Recordé que estábamos hablando de mí.
—¿Y luego?
No respondió. Vi que levantaba los ojos y miraba por encima
de mi hombro, hacia la puerta, como si estuviera esperando a alguien. Pero allí
no había nadie, la puerta no se abría, nadie entraba ni salía. Me pregunté si
estaba pensando en huir.
—Doctor Nash —dije—, ¿qué ocurrió después?
—Estuviste allí un tiempo. —Su voz se había reducido casi a
un susurro. Esto ya me lo ha explicado antes, pensé, pero ahora sabe que lo
escribiré y lo llevaré conmigo más que unas pocas horas.
—¿Cuánto tiempo?
No contestó. Se lo pregunté de nuevo.
—¿Cuánto tiempo?
Me miró con una mezcla de tristeza y dolor.
—Siete años.
Pagó y salimos de la cafetería. Estaba aterida. No sé qué
había estado esperando, dónde creía que había pasado el peor período de mi
enfermedad, pero ni por un momento se me había ocurrido que pudiera ser allí.
En medio de todo ese dolor.
Camino del coche el doctor Nash se volvió hacia mí.
—Christine, tengo algo que proponerte. —Reparé en el
desenfado con que hablaba, como si me estuviera preguntando cuál era mi sabor
de helado favorito. Un desenfado que solo puede fingirse.
—Adelante —dije.
—Creo que podría ayudarte visitar la sección donde estuviste
ingresada —sugirió—. El lugar donde pasaste todo ese tiempo.
Mi reacción fue instantánea. Automática.
—¡Ni hablar! —dije—. ¿Por qué?
—Estás haciendo progresos con tu memoria —insistió—. Piensa
en lo que sucedió cuando visitamos tu antigua casa. —Asentí—. Recordaste algo.
Creo que la experiencia podría repetirse. Puede que desencadene algo.
—Pero…
—No tienes que hacerlo. Pero… Seré sincero contigo. Ya he
hablado con ellos. Estarían encantados de recibirte, de recibirnos, cuando nos
vaya bien. Solo tenemos que telefonearles para decirles que estamos en camino.
Yo te acompañaría y en cuanto sintieras angustia o malestar, nos marcharíamos.
Todo irá bien, te lo prometo.
—¿Realmente crees que podría ayudarme a mejorar?
—No lo sé —admitió—. Pero es una posibilidad.
—¿Cuándo quieres que vayamos?
Dejó de caminar. Advertí que el coche que teníamos al lado
era el suyo.
—Hoy —dijo—. Creo que deberíamos ir hoy. —Y añadió algo
extraño—: No tenemos tiempo que perder.
* * *
No tenía que ir. El doctor Nash no me había insistido para
que accediera a ir. Pero aunque no recuerdo haberlo hecho —en realidad, no
recuerdo gran cosa— debí de aceptar.
El viaje fue largo, y lo hicimos en silencio. No podía
pensar en nada. Nada que decir, nada que sentir. Tenía la mente vacía. Hueca.
Saqué el diario del bolso —sin importarme que le hubiera dicho al doctor Nash
que no lo tenía conmigo— y escribí esa última entrada. Quería dejar constancia
de nuestra conversación. Y así lo hice, en silencio, casi sin pensar. Tampoco
hablamos mientras aparcábamos el coche, ni mientras recorríamos los pasillos
asépticos, con su olor a café rancio y pintura fresca. La gente pasaba por
nuestro lado en silla de ruedas, conectada a un gotero de suero. De las paredes
colgaban carteles medio caídos. Las luces del techo zumbaban y parpadeaban. Yo
solo podía pensar en los siete años que había pasado allí. Se me antojaba toda
una vida; una vida de la que nada recordaba.
Nos detuvimos frente a una puerta de doble hoja. Sala
Fisher. El doctor Nash apretó un botón del interfono instalado en la pared y
musitó algo. El doctor Nash se equivoca, pensé mientras la puerta se abría. No
sobreviví al ataque. La Christine Lucas que abrió la puerta de esa habitación de
hotel está muerta.
Otra puerta doble.
—¿Estás bien, Christine? —me preguntó mientras la primera
puerta se cerraba a nuestra espalda, dejándonos atrapados—. Estamos en una
unidad de seguridad.
De repente me asaltó el convencimiento de que la puerta que
tenía detrás se había cerrado para siempre, de que ya nunca podría salir de
allí.
Tragué saliva.
—Ya veo —dije.
La segunda puerta empezó a abrirse. No sabía qué me esperaba
al otro lado, no podía creer que hubiera estado antes allí.
—¿Preparada? —preguntó.
Un pasillo largo con puertas a los lados. Al pasar frente a
ellas vi que daban a habitaciones con ventanas en las paredes. En cada
habitación había una cama, unas hechas, otras deshechas, unas ocupadas, otras
no.
—Los pacientes de esta sección sufren problemas diversos —me
explicó el doctor Nash—. Muchos muestran síntomas de esquizofrenia, pero
también hay casos de bipolaridad, ansiedad aguda y depresión.
Miré por una de las ventanas. Había una chica sentada en la
cama, en cueros, viendo la tele. En otra había un hombre en cuclillas,
meciéndose y con los brazos alrededor del torso, como si quisiera protegerse
del frío.
—¿Están prisioneros? —dije.
—Los pacientes de esta sección permanecen aquí retenidos de
acuerdo con la ley de salud mental, también conocida como ley de internamiento.
Están aquí por su bien pero en contra de su voluntad.
—¿Por su bien?
—Sí. Son un peligro o bien para sí mismos o bien para los
demás, por lo que hay que mantenerlos en un lugar seguro.
Seguimos andando. Una mujer levantó la vista cuando pasamos
junto a su habitación, y aunque nuestras miradas se cruzaron, en la suya no
había emoción alguna. Se dio una bofetada, sin dejar de mirarme, y cuando
fruncí el entrecejo repitió el gesto. De pronto tuve una visión —de niña, en un
zoo, viendo cómo una tigresa se paseaba por su jaula— pero la ahuyenté y seguí
caminando, decidida a no mirar ni a izquierda ni a derecha.
—¿Por qué me trajeron aquí? —pregunté.
—Antes de ingresar en esta zona estabas en la sección
general, en una cama como los demás pacientes. Algunos fines de semana los
pasabas en casa, con Ben, pero cada vez le era más difícil manejarte.
—¿Difícil?
—Te escapabas de casa. Ben tuvo que empezar a cerrar las
puertas de la casa con llave. En dos ocasiones sufriste un ataque de histeria.
Estabas convencida de que Ben te había hecho daño y que te había encerrado en
contra de tu voluntad. Durante un tiempo, cuando regresabas al hospital te
tranquilizabas, pero poco a poco empezaste a mostrar el mismo comportamiento
que en tu casa.
—Así que tuvieron que encontrar la manera de internarme
—dije.
Habíamos llegado a un puesto de enfermería. Un hombre
uniformado estaba detrás de una mesa, introduciendo datos en un ordenador.
Cuando nos acercamos levantó la vista, dijo que la doctora vendría enseguida y
nos invitó a sentarnos. Estudié su cara —la nariz torcida, el pendiente dorado—
con la esperanza de encontrar algo que me resultara familiar, pero fue en vano.
La sección me era del todo extraña.
—Sí —dijo el doctor Nash—. En una ocasión desapareciste durante
cuatro horas y media. La policía te encontró en uno de los canales en bata y
pijama. Ben tuvo que venir a recogerte porque te negabas a ir con ninguno de
los enfermeros. No tuvieron elección.
Me contó que Ben enseguida empezó a hacer campaña para que
me trasladaran.
—Creía que una sección psiquiátrica no era el mejor lugar
para ti. Y tenía razón. No eras peligrosa, ni para ti ni para los demás. Hasta
puede que el hecho de estar rodeada de pacientes más enfermos que tú estuviera
empeorando tu estado. Escribió a los médicos, al director del hospital, pero no
había plazas en ningún centro. Entonces —prosiguió— abrieron una residencia
para gente con lesiones cerebrales agudas. Ben hizo presión y te evaluaron.
Llegaron a la conclusión de que tu caso encajaba, pero estaba la cuestión
económica. Ben había tenido que tomarse una excedencia para cuidar de ti y no
podía pagar la residencia, pero no estaba dispuesto a aceptar un no por
respuesta. Por lo visto amenazó con ir a la prensa con tu historia. Hubo reuniones
y apelaciones, y finalmente el Estado accedió a pagar tu estancia el tiempo que
hiciera falta y fuiste aceptada como paciente. Te trasladaron a la residencia
hace unos diez años.
Pensé en mi marido, traté de imaginármelo escribiendo
cartas, haciendo campaña, amenazando. Me costaba creerlo. El hombre que había
conocido esta mañana parecía una persona modesta, deferente. No débil, pero sí
resignada. No parecía la clase de persona capaz de causar problemas.
No soy la única, pensé, a quien le ha cambiado el carácter
como consecuencia de mi trastorno.
—La residencia era bastante pequeña —continuó el doctor
Nash—. Un centro de rehabilitación con algunas habitaciones. Había pocos
residentes y mucho personal para cuidar de ti. Allí gozabas de un poco más de
independencia. Estabas en un lugar seguro, y mejoraste.
—¿No estaba con Ben?
—No. Él vivía en vuestra casa. Necesitaba seguir trabajando
y no podía hacerlo y cuidar de ti al mismo tiempo. Decidió…
Un recuerdo súbito me trasladó bruscamente al pasado. Las
imágenes aparecían ligeramente desenfocadas, como envueltas en una neblina, y
refulgían de tal manera que casi me dañaban los ojos. Me vi caminando por estos
mismos pasillos, regresando a una habitación que reconocía vagamente como mía.
Llevo zapatillas de felpa y un camisón azul con lazos en la espalda. La mujer
que me acompaña es negra y va uniformada.
—Ya hemos llegado, cariño —me dice—. ¡Mira quién ha venido a
verte! —Me suelta la mano y me guía hacia la cama.
Un grupo de desconocidos está sentado alrededor, mirándome.
Veo a un hombre moreno y a una mujer con boina, pero no alcanzo a distinguir
sus caras. Me he equivocado de habitación, quiero decir. Ha habido un error.
Pero no lo digo.
Un niño —de unos cuatro o cinco años— se levanta del borde
de la cama y corre hacia mí diciendo «Mamá». Veo que me está hablando a mí y
solo entonces caigo en la cuenta de quién es. Adam. Me acuclillo y se me echa a
los brazos. Le estrecho con fuerza y le doy un beso en la coronilla antes de
levantarme.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunto a las personas que rodean
la cama—. ¿Qué hacen aquí?
De repente, el hombre se pone triste. La mujer de la boina
se levanta y me dice:
—Chris, Chrissy, soy yo. Me reconoces, ¿verdad? —Se acerca a
mí y veo que también ella está llorando.
—No —digo—. No. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!
Me doy la vuelta para salir de la habitación cuando reparo
en la presencia de otra mujer. Está de pie detrás de mí y no sé quién es ni de
dónde ha salido, y rompo a llorar. Las piernas me fallan pero el niño está
abrazado a mis rodillas, y yo no sé quién es, pero no hace otra cosa que
llamarme «mamá». «Mamá, mamá, mamá», y yo no sé por qué, ni quién es, ni por
qué se abraza a mí de esa manera…
Una mano me tocó el brazo. Di un respingo, como si pinchara.
Una voz.
—Christine, ¿estás bien? La doctora Wilson está aquí.
Abrí los ojos y miré a mi alrededor. De pie frente a
nosotros había una mujer con una bata blanca.
—Doctor Nash —dijo. Le estrechó la mano y a renglón seguido
se volvió hacia mí—. ¿Christine?
—Sí —dije.
—Me alegro de conocerla. Soy Hilary Wilson. —Le estreché la
mano. Era algo mayor que yo; su pelo estaba empezando a criar canas y de su
cuello colgaba una cadena dorada con unas gafas de media luna en la punta—.
¿Cómo está? —dijo, y de repente tuve la certeza de que nos habíamos visto
antes. Señaló el pasillo con la cabeza—. Por aquí.
Su despacho era espacioso y estaba forrado de libros y cajas
repletas de papeles. Tomó asiento detrás de una mesa y nos señaló dos sillas
situadas enfrente donde el doctor Nash y yo nos sentamos. Cogió una carpeta de
un legajo que tenía sobre la mesa y la abrió.
—A ver qué encontramos aquí —dijo.
Su imagen se congeló. La conocía. Había visto su foto cuando
estaba tumbada en el escáner, pero en aquel momento no la reconocí. Yo había
estado antes en ese despacho. Muchas veces. Sentada en esa misma silla, o en
una parecida, viendo cómo la doctora Wilson anotaba cosas en una carpeta
mirando por las gafas que sostenía delicadamente frente a sus ojos.
—Usted y yo nos hemos visto antes… —dije—. La recuerdo… —El
doctor Nash me miró a mí y luego a la doctora Wilson.
—Es cierto —respondió—, aunque no nos hemos visto muchas
veces. —Explicó que llevaba poco tiempo trabajando aquí cuando yo me marché y
que al principio ni siquiera me hallaba entre sus casos—. Pero resulta muy
esperanzador que se acuerde de mí. Hace mucho que dejó este lugar. —El doctor
Nash se inclinó hacia delante y dijo que tal vez me ayudaría ver la habitación
donde había vivido. La doctora Wilson asintió, buscó en la carpeta y al cabo de
un minuto dijo que no sabía cuál era—. Es posible que cambiara varias veces de
habitación, por eso —argumentó—. Muchos pacientes lo hacen. ¿Cree que podríamos
preguntárselo a su marido? Según su expediente, él y su hijo venían a verla
casi todos los días.
Esta mañana había leído sobre Adam y sentí una oleada de
felicidad al oír su nombre, y también de alivio por haberle visto crecer, pero
negué con la cabeza.
—Preferiría no llamar a Ben.
La doctora Wilson no insistió.
—Al parecer una amiga suya llamada Claire también venía a
verla con regularidad. ¿Qué me dice de ella?
Negué con la cabeza.
—Hemos perdido el contacto.
—Qué lástima. Bueno, no importa, yo misma puedo explicarle
un poco cómo era la vida aquí. —Echó un vistazo a sus notas y luego juntó las manos—.
Su tratamiento lo dirigía principalmente un especialista en psiquiatría. Se
sometió a sesiones de hipnosis pero me temo que dieron escasos resultados.
—Siguió leyendo—. No recibía mucha medicación. De vez en cuando le daban un
sedante, pero más que nada para ayudarla a dormir. Este lugar puede ser muy
ruidoso a veces, como bien imaginará —dijo.
Recordé los alaridos que había imaginado y me pregunté si yo
los había emitido alguna vez.
—¿Cómo me comportaba? —le pregunté—. ¿Era feliz?
Sonrió.
—Por lo general, sí. La gente le tenía cariño. Por lo visto
se hizo muy amiga de una enfermera en particular.
—¿Cómo se llama?
Buscó en sus notas.
—Me temo que aquí no lo dice. Usted jugaba mucho al
solitario.
—¿Al solitario?
—Un juego de cartas. Quizá el doctor Nash pueda explicárselo
más tarde. —Levantó la vista—. Según su expediente, a veces se ponía violenta
—continuó—. No se alarme, es algo corriente en casos como el suyo. Las personas
que han sufrido un serio trauma cerebral suelen mostrar cierta propensión a la
violencia, sobre todo si tienen afectada la parte del cerebro que rige la
autocontención. Además, los pacientes con amnesia como la suya tienden a algo
que denominamos confabulación. Como para ellos su entorno carece de sentido,
sienten el impulso de inventarse cosas. Se cree que se debe al deseo de llenar
agujeros en la memoria. En cierto modo es comprensible, pero el amnésico puede
volverse violento si alguien contradice su fantasía. La vida era sumamente
desconcertante para usted, sobre todo cuando recibía visitas.
Visitas. De repente me entró el temor de que hubiera podido
pegar a mi hijo.
—¿Qué hacía?
—De tanto en tanto atacaba a algún miembro del personal
—dijo.
—¿Pero no a mi hijo? ¿No a Adam?
—Según su expediente, no. —Suspiré, no del todo aliviada—.
Tenemos algunas hojas de una especie de agenda que mantenía —dijo—. Puede que
el hecho de echarle un vistazo le ayude a comprender mejor su confusión.
Me asusté. Miré al doctor Nash y este asintió con la cabeza.
La doctora Wilson me pasó una hoja azul y la cogí sin atreverme a mirarla.
Cuando finalmente lo hice vi que estaba escrita con una
caligrafía irregular. Las letras estaban bien formadas y seguían los renglones
de la hoja, pero a medida que descendían se iban volviendo más grandes e
irregulares, de varios centímetros de altura, apenas dos o tres palabras por
línea. Aunque me asustaba lo que pudiera encontrar, empecé a leer. «8.15»,
decía la primera entrada. «Me he despertado. Ben está aquí.» En la siguiente
línea había escrito, «8.17. Ignora la última entrada. La escribió otro», y
debajo, «8.20. ahora sí estoy despierta. Antes no
lo estaba. Ben está aquí».
Mis ojos descendieron por la hoja. «9.45. Acabo de
despertarme, por primera vez», y unas líneas más
abajo, «10.07. ahora no hay duda de que estoy
despierta. Todas esas entradas son falsas. ahora sí
estoy despierta».
Levanté la vista.
—¿Esto lo escribí yo?
—Sí. Durante un tiempo tenía la sensación perpetua de que
acababa de despertar de un sueño muy largo y profundo. Mire aquí. —La doctora
Wilson señaló la hoja que me había puesto delante y leyó algunas entradas—: «He
dormido una eternidad. Era como estar muerta. Acabo
de despertarme. Otra vez puedo ver, por primera vez». Al parecer los médicos le
animaban a escribir lo que sentía con la esperanza de que eso le ayudara a
recordar lo que había sucedido antes, pero me temo que solo conseguía
convencerse de que todas las entradas anteriores las había escrito otra
persona. Empezó a pensar que el personal estaba haciendo experimentos con usted
y reteniéndola en contra de su voluntad.
Volví a mirar la hoja. Estaba llena de entradas casi
idénticas, separadas por apenas unos minutos. Me recorrió un frío helado.
—¿Tan mal estaba? —pregunté. Las palabras resonaron en mi
cabeza.
—Durante un tiempo, sí —respondió el doctor Nash—. Tus
anotaciones sugieren que solo podías conservar un recuerdo unos segundos, a
veces un minuto o dos. Con los años dicho lapso de tiempo se ha ido alargando.
No podía creer que yo hubiera escrito eso. Parecía obra de
una persona con la mente completamente rota. Reventada. Volví a leer las
palabras. «Era como estar muerta.»
—Lo siento —dije—, pero no puedo…
La doctora Wilson me cogió la hoja.
—Lo entiendo, Christine. Debe de ser muy doloroso.
De pronto el pánico se apoderó de mí. Me puse de pie pero la
habitación empezó a dar vueltas.
—Quiero irme —dije—. Esa no soy yo. No puedo haber sido yo.
Yo… yo nunca pegaría a nadie. Nunca. Yo…
El doctor Nash se levantó también, seguido de la doctora
Wilson. La mujer dio un paso al frente y chocó con su mesa. Varios papeles
cayeron al suelo, entre ellos una fotografía.
—Dios mío… —susurré. La doctora Wilson bajó la vista y se
acuclilló para cubrir la foto con un folio, pero yo ya la había visto.
—¿Soy yo? —pregunté, gritando—. ¿Soy yo?
La fotografía era de la cabeza de una mujer joven con el
pelo recogido hacia atrás. Al principio me pareció que llevaba puesta una
careta de Halloween. Tenía un ojo abierto, con el que miraba a la cámara, y el
otro cerrado a causa de una enorme inflamación morada, los labios rojos y
tumefactos, cubiertos de cortes. Las mejillas estaban hinchadas, lo que daba a
todo el rostro un aspecto grotesco. Pensé en una fruta madura. Una ciruela
podrida a punto de reventar.
—¿Soy yo? —grité, pese a haberme reconocido ya en esa cara
deformada.
Aquí mi recuerdo se divide en dos. Una parte de mí estaba
tranquila, serena, observando cómo la otra parte gritaba, se revolvía, tenía
que ser refrenada por el doctor Nash y la doctora Wilson. «Compórtate», parecía
estar diciéndole aquella. «Menudo bochorno.»
Pero esta otra parte era más fuerte. Había tomado las
riendas, se había convertido en mi verdadero yo. Seguí gritando y corrí hacia
la puerta. El doctor Nash me siguió. La abrí y eché a correr, aunque ignoraba
hacia dónde. Una imagen de puertas con cerrojos. Alarmas. Un hombre
persiguiéndome. Mi hijo llorando. No es la primera vez que actúo así, pensé.
Esto me ha sucedido antes.
Mi memoria se queda en blanco.
Supongo que me calmaron y me convencieron de que me fuera
con el doctor Nash. Lo siguiente que recuerdo es su coche, yo sentada en el
lado del copiloto y el doctor Nash conduciendo. El cielo se estaba cubriendo y
las calles aparecían grises, sin relieve. El doctor Nash estaba hablando de
algo pero era incapaz de seguirle. Era como si mi mente hubiera partido a otro
lugar y ahora no pudiera darle alcance. Miré por la ventanilla a los que iban
de compras, a la gente paseando a su perro, empujando un cochecito, montando en
bicicleta, y me pregunté si realmente deseaba seguir buscando la verdad. Puede
que me ayude a mejorar, vale, pero ¿cuánto puedo esperar recuperar? Dudo mucho
que un día me despierte sabiéndolo todo, como en el caso de la gente normal,
sabiendo lo que hice el día antes, qué planes tengo para el día siguiente, qué
enrevesado camino me ha llevado hasta el aquí y ahora, hasta la persona que
soy. Solo puedo aspirar a que un día me mire al espejo y no sufra una
conmoción, a que recuerde que estoy casada con un hombre llamado Ben y que
perdí a un hijo llamado Adam, a que no tenga que ver un ejemplar de mi novela
para saber que escribí una.
Pero hasta eso se me antoja inalcanzable. Pensé en lo que
había visto en la Sala Fisher. Locura y dolor. Mentes destrozadas. Estoy más
cerca de eso, me dije, que de la recuperación. Tal vez debería aprender a
convivir con mi estado. Podría decirle al doctor Nash que no quiero volver a
verle y quemar mi diario, enterrando así las verdades que he descubierto,
sepultándolas tan hondo como las que todavía no conozco. Estaría huyendo de mi
pasado, sí, pero por lo menos no tendría nada de qué lamentarme —dentro de unas
pocas horas ni siquiera sabría que mi diario o mi médico existieron alguna vez—
y a partir de ahí podría vivir con sencillez. Los días se sucederían,
inconexos. De tanto en tanto el recuerdo de Adam asomaría a la superficie.
Tendría un día de pena y el dolor al recordar lo que perdí, pero ahí quedaría
todo. Por la noche me dormiría y lo olvidaría. Qué fácil sería, me dije. Mucho
más fácil que esto.
Pensé en la fotografía que había visto de mi rostro. La
imagen se me había quedado grabada en la mente. «¿Quién me hizo eso? ¿Por qué?»
Recuperé el recuerdo que había tenido de la habitación de hotel. Seguía ahí,
bajo la superficie, escurridizo. Por la mañana había leído que tenía motivos
para creer que estaba teniendo una aventura, pero ahora me daba cuenta de que
—aun siendo así— no podía recordar con quién. Solo disponía de un nombre de
pila, recordado al despertarme unos días antes, y ninguna garantía de que algún
día fuera a recordar algo más, incluso aunque lo deseara.
El doctor Nash seguía hablando. No tenía la más mínima idea
de qué.
—¿Estoy mejorando? —le interrumpí.
Un segundo, durante el cual pensé que no tenía una
respuesta, hasta que dijo:
—¿Crees que estás mejorando?
¿Lo creía? No supe qué responder.
—No lo sé. Sí, supongo que sí. A veces, cuando estoy leyendo
mi diario, me vienen acontecimientos de mi pasado, imágenes fugaces, cosas que
siento como reales. Recuerdo a Claire, a Adam, a mi madre. Así y todo, son como
hilos que no puedo retener, globos que se elevan en el cielo antes de que pueda
agarrarlos. No puedo recordar mi boda. No puedo recordar los primeros pasos de
Adam, su primera palabra. No puedo recordar su primer día de colegio, su
graduación. Nada. Ni siquiera sé si estuve. A lo mejor Ben decidió que no tenía
sentido que asistiera. —Respiré—. Ni siquiera puedo recordar cómo me enteré de
que había muerto. O haberle enterrado. —Rompí a llorar—. Tengo la sensación de
que estoy enloqueciendo. A veces hasta dudo de que esté muerto. ¿No es
increíble? A veces pienso que Ben me miente al respecto, como con todo lo
demás.
—¿Todo lo demás?
—Sí —declaré—. Mi novela. La agresión. La causa de mi
amnesia. Todo.
—¿Y por qué crees que querría mentirte?
Me asaltó una idea.
—¿Porque estaba teniendo una aventura? —dije—. ¿Porque le
estaba siendo infiel?
—Christine, ¿no te parece un poco improbable?
No contesté. El doctor Nash tenía razón, desde luego. En el
fondo no creía que las mentiras de Ben pudieran ser una prolongada venganza de
algo que había sucedido tantos años atrás. Seguro que la explicación era mucho
más simple.
—Yo creo que estás mejorando —dijo el doctor Nash—. Estás
recordando cosas y con mucha más frecuencia que cuando nos conocimos. Esos
recuerdos fugaces son, sin duda, una señal de progreso. Significan…
Me volví hacia él.
—¿Progreso? ¿Llamas a eso progreso? —Estaba casi gritando.
La rabia brotó de mi interior como si no pudiera contenerla más—. Porque
entonces, no sé si me interesa. —Había empezado a llorar—. ¡De hecho, no me
interesa!
Cerré los ojos y me entregué a mi dolor. En cierto modo, me
sentía mejor aceptando mi impotencia. No sentía vergüenza. El doctor Nash me
estaba hablando, diciéndome que no me viniera abajo, que todo iría bien, y
luego que me calmara. Ignoré sus palabras. No podía calmarme, no quería
calmarme.
Detuvo el coche y apagó el motor. Abrí los ojos. Nos
habíamos salido de la calle principal y estábamos delante de un parque. A
través de las lágrimas vislumbré a un grupo de chicos —adolescentes, supuse—
que estaban jugando al fútbol con una portería formada por sendas pilas de
abrigos. Aunque había empezado a llover, seguían dándole a la pelota. El doctor
Nash se volvió hacia mí.
—Christine, lo siento mucho. No sé, puede que lo de hoy
fuera un error. Pensé que podría desencadenar otros recuerdos, pero me
equivoqué. De todos modos, no entraba en los planes que vieras esa foto…
—No estoy segura de que haya sido la foto —repuse. Había
dejado de llorar pero tenía la cara húmeda. Noté que una masa de mucosa
empezaba a descender por mi nariz—. ¿Tienes un pañuelo? —Me pasó un brazo por
delante y hurgó en la guantera—. Ha sido todo —proseguí—. Ver a esas personas,
pensar que en otros tiempos yo estuve como ellas. Y la agenda. Me cuesta creer
que yo haya escrito eso, que pudiera estar tan enferma.
—Pero ya no lo estás —dijo, y me pasó un pañuelo.
Lo acepté y me soné la nariz.
—Tal vez esto sea peor —dije con voz queda—. En la agenda
escribí que era como estar muerta, pero ¿esto? Esto es peor. Tengo la sensación
de morir cada día. Necesito sentir que estoy progresando. No puedo imaginarme
continuando así mucho más tiempo. Sé que esta noche me dormiré y mañana me
despertaré de nuevo sin saber nada, y pasado mañana, y al otro, todos los días
de mi vida. No me lo puedo ni imaginar. No puedo afrontarlo. Esto no es vida,
es solo una existencia, saltar de un momento al siguiente ignorando el pasado y
sin planes para el futuro. Lo peor de todo es que ni siquiera sé qué no sé.
Puede que haya muchas cosas esperando a hacerme daño. Cosas que ni siquiera soy
capaz de imaginar.
El doctor Nash posó una mano en la mía. Me derrumbé sobre
él, sabedora de lo que haría, de lo que debía hacer e hizo. Me abrazó y yo me
dejé abrazar.
—Tranquila, tranquila. —Podía notar su pecho bajo mi
mejilla. Inspiré hondo, inhalé su olor a ropa limpia y a algo más. A sudor, y a
sexo. Su mano descansaba en mi espalda, y noté que se movía, que me acariciaba
el pelo, la cabeza, suavemente al principio, con más firmeza cuando rompí de
nuevo a llorar—. Todo irá bien —susurró, y yo cerré los ojos.
—Solo quiero recordar qué ocurrió la noche que me atacaron
—dije—. Presiento que el hecho de recordar eso me llevará a recordar todo lo
demás.
Me habló con dulzura.
—No existe garantía alguna de que así vaya a ser, ninguna
razón para…
—Pero es lo que creo —dije—. De hecho, lo sé.
Me estrechó con suavidad, con tanta suavidad que apenas lo
noté. Sentí su cuerpo duro contra el mío y respiré profundamente y, mientras
respiraba, pensé en otro momento en que alguien me tenía abrazada. En otro
recuerdo. Tengo los ojos cerrados, como ahora, y un hombre está apretando mi cuerpo contra el suyo, pero en este caso la sensación es distinta. No quiero que me abrace. Me hace daño. Estoy forcejeando, intentando soltarme, pero él es fuerte y tira de mí. Habla. «Zorra», dice. «Puta», y aunque quiero replicarle no lo hago. Tengo la cara aplastada contra su camisa, e igual que con el doctor Nash, estoy llorando, gritando. Abro los ojos y veo la tela azul de la camisa, una puerta, un tocador con tres espejos y, encima, un cuadro de un pájaro. Veo su brazo fuerte y musculoso, con una vena recorriéndolo a lo largo. «¡Suéltame!», digo, y de pronto estoy dando vueltas y cayendo, o el suelo se está elevando hacia mí. No lo sé. Me agarra del pelo y me arrastra hacia la puerta. Me giro para verle la cara.
Y en ese instante la memoria vuelve a fallarme. Aunque
recuerdo que le miraba la cara, no puedo recordar lo que vi. Su cara es un
espacio en blanco. Incapaz de soportar este vacío, mi mente se pasea por los
rostros que conozco, por absurdos imposibles. Veo al doctor Nash. A la doctora
Wilson. Al recepcionista de la Sala Fisher. A mi padre. A Ben. Llego incluso a
ver mi propia cara, riendo mientras levanto el puño para asestar un golpe.
«No, por favor», suplico, «no». Pero mi agresor de múltiples caras me golpea de todos modos, y noto el sabor de la sangre. Me arrastra por el suelo y de repente estoy en el cuarto de baño, sobre las frías baldosas, blancas y negras. El suelo está cubierto de vaho, la estancia huele a azahar, y entonces recuerdo que estaba impaciente por darme un baño, por ponerme guapa, pensando que a lo mejor todavía estaría en la bañera cuando él llegara, y que podría unirse a mí y haríamos el amor levantando olas en el agua enjabonada, empapando el suelo, la ropa, todo. Porque después de todos estos meses de duda, finalmente lo he visto claro. Amo a este hombre. Finalmente lo sé. Le amo.
Mi cabeza golpea el suelo. Una, dos, tres veces. La vista se me nubla unos instantes. Un zumbido en los oídos. Grita algo pero no puedo oírle. Su voz resuena como si fueran dos, ambos sujetándome, ambos torciéndome el brazo, ambos agarrándome del pelo mientras se arrodillan sobre mi espalda. Le suplico que me suelte, y hay dos yo, también. Trago sangre.
Me echa la cabeza hacia atrás. Pánico. Estoy de rodillas. Veo agua, burbujas que ya empiezan a diluirse. Intento hablar pero no puedo. Tengo su mano en mi garganta, no puedo respirar. Caigo hacia delante, tan deprisa que creo que nunca me detendré, y de pronto tengo la cabeza dentro del agua. Azahar en la garganta.
Oí una voz.
—¡Christine! ¡Christine, detente!
Abrí los ojos. Me había bajado del coche y estaba corriendo.
Por el parque, todo lo deprisa que me lo permitían mis piernas, y el doctor
Nash me seguía.
Nos sentamos en un banco. Era de cemento, atravesado por
listones de madera. Le faltaba un listón, y el resto cedió bajo nuestro peso.
Notaba el sol en la nuca, veía las largas sombras que proyectaba en el suelo.
Los chicos seguían jugando al fútbol, aunque el encuentro debía de haber
finalizado; algunos estaban recogiendo, otros hablando, una de las pilas de
abrigos había desaparecido, dejando la portería coja. El doctor Nash me había
preguntado qué había sucedido.
—Recordé algo —dije.
—¿Sobre la noche que te atacaron?
—Ajá. ¿Cómo lo sabes?
—Gritabas «Suéltame» una y otra vez.
—Fue como si estuviera allí —dije—. Lo siento.
—No te disculpes, te lo ruego. ¿Quieres contarme qué viste?
En realidad no quería. Sentía como si un viejo instinto me
estuviera diciendo que era preferible mantener este recuerdo en secreto. Pero
necesitaba su ayuda y sabía que podía confiar en él. Se lo conté todo.
Cuando hube terminado, guardó un breve silencio antes de
decir:
—¿Algo más?
—No, creo que no.
—¿No recuerdas qué aspecto tenía el hombre que te atacó?
—No. No puedo verle la cara.
—¿Su nombre?
—Tampoco —contesté—. ¿Crees que el hecho de saber quién me
hizo esto, de verle, de recordarle, podría ayudarme?
—Christine, no existen pruebas que lo evidencien, nada que
sugiera que así será.
—Pero ¿podría?
—Parece ser uno de tus recuerdos más reprimidos…
—Entonces, podría.
Guardó silencio antes de responder:
—Insisto en que lo que tal vez podría ayudarte es volver al
lugar de…
—No lo menciones siquiera.
—Podríamos ir juntos. Estarías bien, te lo prometo. Si
volvieras allí… a Brighton…
—No.
—… podrías recordar…
—¡Ya basta, por favor!
—… podría ayudarte.
Me miré las manos. Las tenía cruzadas sobre el regazo.
—No puedo volver allí —dije—. Sencillamente no puedo.
Suspiró.
—De acuerdo. ¿Qué tal si volvemos a hablarlo más adelante?
—No —susurré—. No puedo.
—Vale, vale.
Sonrió, pero parecía decepcionado. Quise darle algo, para
que no se rindiera conmigo.
—¿Doctor Nash?
—¿Sí?
—El otro día escribí algo que me vino a la mente. A lo mejor
es importante.
Se volvió hacia mí.
—Continúa. —Nuestras rodillas se tocaron. Ninguno de los dos
las retiró.
—Me desperté sabiendo que estaba en la cama con un hombre, y
recordé un nombre, pero no era el de Ben. Me pregunto si es el nombre de la
persona con la que tuve una aventura. La persona que me atacó.
—Es posible —dijo—. Podría indicar que el recuerdo reprimido
está empezando a mostrarse. ¿Qué nombre recordaste?
Me di cuenta de que no quería decírselo, no quería
pronunciarlo en voz alta. Sentía que si lo hacía, estaría convirtiéndolo en
algo real, haciendo que mi agresor volviera a existir. Cerré los ojos.
—Ed —susurré—. Imaginé que me despertaba con alguien llamado
Ed.
Silencio. Un segundo que me pareció una eternidad.
—Christine —dijo—, ese es mi nombre. Yo me llamo Ed. Ed
Nash.
Mi mente se disparó. Lo primero que pensé fue que él era el
hombre que me había atacado.
—¿Qué? —exclamé, presa del pánico.
—Es mi nombre. Te lo he dicho otras veces, pero puede que no
lo hayas anotado. Me llamo Edmund. Ed.
Entonces comprendí que el doctor Nash no podía ser mi
agresor. En aquel entonces apenas debía de ser un niño.
—Pero…
—Es probable que estés confabulando —comentó—. ¿Recuerdas lo
que explicó la doctora Wilson?
—Sí —dije—. Pero…
—O a lo mejor te atacó alguien con el mismo nombre.
Lo dijo riendo, quitando peso al asunto, pero desvelando con
ello que había captado lo que yo no entendí hasta más tarde, de hecho hasta que
me dejó en casa. Aquella mañana me había despertado contenta. Contenta de estar
en la cama con alguien llamado Ed. Pero no era un recuerdo, sino una fantasía.
Despertarme con este hombre llamado Ed no era algo que había hecho en el pasado
sino —aunque mi mente consciente, mi mente despierta no supiera quién era— algo
que deseaba hacer en el futuro. Quería acostarme con el doctor Nash.
Y ahora, sin pretenderlo, sin darme cuenta, se lo he dicho.
Le he desvelado lo que probablemente siento por él. El doctor Nash reaccionó,
no obstante, como un profesional. Los dos fingimos no dar importancia a lo que
acababa de suceder y con ello pusimos de manifiesto toda su importancia.
Regresamos al coche y me llevó a casa. Por el camino charlamos de nimiedades.
El tiempo. Ben. Son pocas las cosas de las que podemos hablar; hay ámbitos
enteros de experiencia de los que estoy excluida. En un momento dado, comentó:
—Esta noche vamos al teatro —y reparé en su intencionado uso
del plural.
«No te preocupes», quise decirle. «Sé cuál es mi lugar.»
Pero callé. No quería que pensara que estaba resentida.
Me dijo que me telefonearía mañana.
—Si estás segura de querer continuar.
Sé que no puedo dejarlo ahora. No hasta que descubra la
verdad. Me lo debo a mí misma, si no quiero seguir viviendo solo media vida.
—Lo estoy —afirmé. De todos modos, le necesito para que me
recuerde que debo escribir mi diario.
—Bien —concluyó—. Creo que la próxima vez deberíamos visitar
otro lugar relacionado con tu pasado. —Se volvió hacia mí—. No te preocupes,
allí no. Creo que deberíamos ir al centro psiquiátrico donde ingresaste después
de abandonar la Sala Fisher. Se llama Waring House. —No dije nada—. No está
lejos de tu casa. ¿Les telefoneo?
Me pregunté hasta qué punto podría beneficiarme eso.
Entonces comprendí que no tenía más opciones, y que algo es mejor que nada.
—Sí —dije—. Telefonéales.Martes, 20 de noviembre
Es por la mañana. Ben me ha propuesto que limpie las
ventanas.
—Lo he escrito en la pizarra —dijo mientras se subía al
coche—. Está en la cocina.
Fui a mirarlo. Había escrito «Limpiar ventanas» junto a un
signo de interrogación. Me pregunté si Ben pensaba que quizá no tendría tiempo,
me pregunté qué pensaba que hacía en todo el día. No sabe que ahora me paso
horas leyendo mi diario y a veces otras tantas escribiendo en él. No sabe que
hay días que quedo con el doctor Nash.
Me pregunto qué hacía antes de que mis días estuvieran tan
llenos. ¿Realmente me los pasaba viendo la tele, dando paseos, realizando
tareas domésticas? ¿Permanecía hora tras hora sentada en un sillón, escuchando
el tictac del reloj, preguntándome cómo vivir?
«Limpiar ventanas.» Supongo que hay días que leo eso y me
enfado, que lo veo como una manera de controlar mi vida, pero hoy lo veo con
cariño, como algo tan simple como el deseo de mantenerme ocupada. Sonreí para
mis adentros, pero mientras eso hacía pensé en lo difícil que debía de ser
convivir conmigo. Seguro que Ben hace cuanto está en su mano para garantizar mi
seguridad, y aun así seguro que vive con la preocupación constante de que me
aturda, de que salga a la calle y me pierda, o algo peor. Recordé haber leído
sobre el incendio que destruyó casi todo nuestro pasado, el incendio que Ben
nunca me ha dicho que provoqué aun cuando es probable que así fuera. Una imagen
—una puerta ardiendo tras una densa cortina de humo, un sofá derritiéndose,
convirtiéndose en cera— flotaba en mi mente, fuera de mi alcance, resistiéndose
a cristalizarse en un recuerdo, permaneciendo como un sueño. Pero Ben me ha
perdonado eso, pensé, como probablemente muchas otras cosas. Miré por la
ventana de la cocina y a través del reflejo de mi rostro vislumbré el césped
recién cortado, los cuidados arriates, el cobertizo, las vallas. Caí en la
cuenta de que Ben debió de enterarse de que yo estaba teniendo una aventura
cuando me encontraron en Brighton, por no decir antes. La fuerza que tuvo que
necesitar para ocuparse de mí después, cuando perdí la memoria, sabiendo que me
había marchado de casa con la intención de follarme a otro hombre. Pensé en lo
que había visto, en la agenda que había escrito. En aquel tiempo tenía la mente
rota. Destrozada. Ben, sin embargo, había permanecido a mi lado cuando otro
hombre probablemente me habría dicho que me tenía merecido lo que me estaba
pasando y habría dejado que me pudriera.
Aparté la vista de la ventana y miré debajo del fregadero.
Productos de limpieza. Jabón. Cajas de polvos, pulverizadores de plástico. Cogí
un cubo de plástico rojo, lo llené de agua caliente y añadí un chorrito de
jabón y una gota de vinagre. ¿Y cómo se lo he pagado?, pensé. Empuñé una
esponja y me puse a enjabonar la ventana en sentido descendente. He estado
paseándome por Londres viendo a médicos, haciéndome escáneres, visitando
nuestra antigua casa y los lugares donde fui tratada después de mi accidente,
todo a espaldas de Ben. ¿Y por qué? ¿Porque no confío en él? ¿Porque ha
decidido protegerme de la verdad, hacer que mi vida sea lo más sencilla y fácil
posible? Observé cómo el agua jabonosa descendía en forma de diminutos arroyos
y se congregaba en el marco inferior. Cogí un trapo y saqué brillo al cristal.
Ahora sé que la verdad es aún peor. Esta mañana me desperté
con un sentimiento de culpa abrumador y las palabras «Debería darte vergüenza»
retumbando en mi cabeza. «Lo lamentarás.» Al principio pensé que me había
despertado con un hombre que no era mi marido, y no fue hasta más tarde que
descubrí la verdad. Que le he engañado dos veces. La primera años atrás, con un
hombre que me lo arrebató todo, y la segunda ahora, aunque solo sea con el
corazón. Me he enamorado como una cría de un médico que está intentando
ayudarme, intentando reconfortarme. Un médico al que no puedo visualizar, al
que no puedo recordar haber conocido, pero que sé que es mucho más joven que yo
y tiene novia. ¡Y voy y le cuento lo que siento! Sin querer, vale, pero se lo
he contado. No solo me siento culpable, sino como una estúpida. No puedo ni
empezar a imaginar lo que me ha llevado hasta aquí. Soy patética.
Tomo una decisión. Aunque Ben no crea, como yo, que mi
tratamiento funcionará, no puedo admitir que me negara la oportunidad de
comprobarlo por mí misma. No si es lo que quiero. Soy una mujer adulta. Mi
marido no es ningún monstruo. Por fuerza he de poder contarle la verdad. Vacié
el agua en el fregadero y llené de nuevo el cubo. Se lo contaré esta misma
noche, cuando llegue a casa. Esto no puede continuar así. Seguí limpiando las
ventanas.
* * *
Escribí eso hace una hora pero ahora ya no estoy tan segura.
Pienso en Adam. He leído sobre la caja de metal con sus fotografías, pero no
hay fotos de él a la vista. Ni una sola. No puedo creer que Ben —que
cualquiera— pueda perder a un hijo y retirar de su casa todo lo relacionado con
él. Me parece un error, me parece imposible. ¿Puedo confiar en un hombre capaz
de hacer algo así? Recordé haber leído sobre el día que fuimos a Parliament
Hill y se lo pregunté directamente. Retrocedo en mi diario y vuelvo a leerlo.
«¿No tuvimos hijos?», le dije, y me respondió: «No, no tuvimos hijos». ¿Lo
había dicho únicamente para protegerme? ¿Realmente cree que es lo mejor para
mí? ¿Que es mejor no contarme nada salvo lo indispensable, lo conveniente?
Y lo más rápido. Debe de estar hasta la coronilla de
contarme cada día las mismas cosas. Puede que la razón de que abrevie las
explicaciones y modifique las historias no tenga nada que ver conmigo. Tal vez
lo haga para no volverse loco de repetirlas tantas veces.
Tengo la sensación de estar enloqueciendo. Todo es líquido,
todo cambia. Pienso una cosa y al rato pienso lo contrario. Me creo todo lo que
mi marido me cuenta y un instante después no me creo nada. Confío en él y luego
no confío. Todo, hasta yo misma, me parece irreal, una invención.
Ojalá supiera con certeza aunque solo fuera una cosa. Una
cosa que nadie tuviera que explicarme, que nadie tuviera que recordarme.
Ojalá supiera con quién estaba aquel día en Brighton. Ojalá
supiera quién me hizo esto.
* * *
Más tarde. Acabo de hablar con el doctor Nash. Estaba
echando una cabezada en la sala de estar cuando sonó el teléfono. Tenía la
televisión puesta, con el volumen apagado. Durante unos instantes no supe dónde
estaba, si me hallaba dormida o despierta. Me parecía oír voces, cada vez más
fuertes. Caí en la cuenta de que una era mía, y la otra semejaba la de Ben,
pero estaba diciendo «Maldita zorra» y cosas aún peores. Empecé a gritarle, al
principio enfadada, luego asustada. De pronto un portazo, el ruido sordo de un
puñetazo, un cristal haciéndose añicos. Fue entonces cuando me di cuenta de que
estaba soñando.
Abrí los ojos. Sobre la mesa, frente a mí, descansaba una
taza desportillada con café helado, y un teléfono sonaba frenéticamente a su
lado. El que se abre. Contesté.
Era el doctor Nash. Se presentó, pero su voz me sonaba
familiar. Me preguntó si estaba bien. Le dije que sí y que había leído el
diario.
—Entonces, ¿sabes de qué hablamos ayer? —me preguntó.
Me quedé estupefacta. Horrorizada. De modo que había
decidido abordar el asunto. Un rayo de esperanza apareció ante mí —a lo mejor
había sentido lo mismo que yo, la misma mezcla de deseo y temor— pero enseguida
se apagó.
—¿La posibilidad de ir al lugar donde viviste después de
dejar el hospital? —continuó—. ¿Waring House?
—Sí —dije.
—Pues bien, esta mañana les he telefoneado y me han dicho
que no hay ningún problema, que podemos ir cuando queramos. —El futuro. Una vez
más, se me antojaba casi irrelevante—. Voy a estar muy ocupado los próximos dos
días. ¿Qué tal si vamos el jueves?
—Me parece bien —dije. En realidad me daba igual el día. No
esperaba que la experiencia fuera a ayudarme en lo más mínimo.
—Bien —dijo—. Te llamaré.
Iba a despedirme cuando recordé qué había estado escribiendo
antes de quedarme dormida. Comprendí que no había caído en un sueño profundo, o
de lo contrario lo habría olvidado todo.
—Doctor Nash, ¿puedo hablarte de algo?
—Claro.
—¿De Ben?
—Claro.
—Me tiene un poco desconcertada. Hay cosas de las que no me
habla, cosas importantes. Adam. Mi novela. Y me miente sobre otras. Me cuenta
que me hallo en este estado debido a un accidente.
—Ya. —Hizo una pausa antes de continuar—. ¿Y por qué crees
tú que hace eso? —Hizo hincapié en el tú y no en el porqué.
Lo medité unos segundos.
—No sabe que estoy anotándolo todo. No sabe que sé esas
cosas. Supongo que es más fácil para él.
—¿Solo para él?
—No. Supongo que también es más fácil para mí, o por lo
menos eso cree él. Pero no lo es. Lo único que consigue es que ni siquiera sepa
si puedo confiar en él.
—Christine, estamos constantemente transformando hechos,
reescribiendo nuestro pasado para facilitarnos las cosas, para que encajen en
nuestra versión preferida de los acontecimientos. Lo hacemos de forma
automática. Nos inventamos recuerdos sin pensarlo siquiera. Si nos decimos
suficientes veces que algo sucedió, acabamos creyéndolo y al final hasta
podemos recordarlo. ¿No te parece que eso es lo que Ben está haciendo?
—Supongo que sí, pero tengo la sensación de que se está
aprovechando de mí, de mi enfermedad. Cree que puede reescribir mi pasado como
le plazca y que nunca me daré cuenta, que nunca lo sabré. Pero lo sé. Sé
exactamente qué está haciendo y, por consiguiente, no puedo confiar en él. En
realidad me está alejando de él, doctor Nash. Está destruyéndolo todo.
—¿Y qué crees que puedes hacer al respecto? —me preguntó.
Conocía la respuesta. He leído varias veces lo que escribí
esta mañana. Que debería confiar en él. Que no debería. Al final solo me venían
las palabras «Esto no puede continuar así».
—Contarle que estoy escribiendo un diario —dije—. Y que te
estoy viendo.
Guardó silencio. No sé qué esperaba. ¿Desaprobación?
Finalmente dijo:
—Tal vez tengas razón.
Me inundó un gran alivio.
—¿En serio?
—Sí —repuso—. Llevo un par de días pensando que quizá sea lo
más sensato. No tenía ni idea de que la versión de Ben acerca de tu pasado
diferiría tanto de lo que estás empezando a recordar. Ni de lo mucho que iba a
afectarte. Así y todo, también pienso que actualmente solo nos llega una parte
de la historia. De acuerdo con lo que me has contado, se diría que cada vez son
más los recuerdos reprimidos que están saliendo a la superficie. Puede que
hablar con Ben sobre el pasado te resulte útil. Podría favorecer tu proceso.
—¿Tú crees?
—Sí. Puede que haya sido un error ocultarle nuestro trabajo
a Ben. Además, hoy he hablado con el personal de Waring House para hacerme una
idea de cómo te fueron las cosas allí. Hablé con una mujer del personal con la
que llegaste a estar muy unida. Se llama Nicole. Me dijo que hace poco que se
reincorporó a Waring House, pero le alegró mucho saber que habías vuelto a tu
casa. Dijo que nadie podría haberte querido tanto como Ben. Iba a verte casi
todos los días. Me contó que se sentaba contigo en tu habitación o en los jardines
de la residencia y que, pese a todo, se esforzaba mucho por estar alegre. Todo
el personal acabó por conocerle muy bien. Esperaba con impaciencia sus visitas.
—Hizo una pausa—. ¿Por qué no le propones a Ben que nos acompañe a Waring
House. —Otra pausa—. Además, ya es hora de que le conozca.
—¿No os conocéis?
—No —respondió—. Solo hablamos brevemente por teléfono
cuando le planteé que quería conocerte. Y no fue muy bien que digamos…
De pronto lo entendí. He ahí la razón de que estuviera
proponiéndome que invitara a Ben. Quería conocerle, quería sacar lo nuestro a
la luz para asegurarse de que la violenta situación de ayer no volvería a
repetirse.
—Está bien —admití—. Si crees que es lo mejor.
Dijo que sí. Calló un largo instante, luego me preguntó:
—Christine, ¿has dicho que esta mañana leíste tu diario?
—Sí.
Calló otro instante.
—Yo no te telefoneé esta mañana. No te dije dónde estaba.
Caí en la cuenta de que tenía razón. Había ido hasta el
ropero sin ayuda de nadie, y aunque ignoraba lo que iba a encontrar, descubrí
la caja de zapatos e instintivamente la abrí. La había encontrado yo sola. Casi
como si hubiera recordado que estaría allí.
—Es fantástico —dijo.
* * *
Estoy escribiendo esto en la cama. Aunque es tarde, Ben
sigue en su estudio, al otro lado del rellano. Puedo oír cómo trabaja, el
repiqueteo del teclado, el clic del ratón. De vez en cuando oigo un suspiro, el
crujido de su silla. Me lo imagino escudriñando la pantalla, completamente
absorto en su trabajo. Confío en que pueda escuchar cómo apaga el ordenador
antes de venir a la cama, en que me dé tiempo de esconder mi diario. Ahora,
pese a lo que pensé esta mañana y convine con el doctor Nash, estoy segura de
que no quiero que mi marido se entere de lo que he estado escribiendo.
Hablé con él esta noche, cuando nos sentamos en el comedor a
cenar.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije. Él levantó la vista—.
¿Por qué no hemos tenido hijos?
Supongo que deseaba ponerle a prueba. Quería que me contara
la verdad, que me contradijera.
—Siempre pensábamos que aún no era el momento —dijo—. Y
luego fue demasiado tarde.
Empujé mi plato a un lado. Estaba decepcionada. Ben había
llegado tarde a casa, gritado mi nombre al entrar, preguntado cómo estaba.
—¿Dónde estás? —Su tono había sonado a acusación.
Grité que me encontraba en la cocina. Estaba preparando la
cena, troceando cebollas para rehogarlas en el aceite de oliva que estaba
calentando en el hornillo. Se detuvo en el marco de la puerta, como si no
supiera si entrar o no. Parecía cansado. Descontento.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Vio el cuchillo en mi mano.
—¿Qué estás haciendo?
—La cena —contesté. Sonreí, pero no me devolvió la sonrisa—.
Pensé que podríamos cenar una tortilla. En la nevera encontré huevos y
champiñones. ¿Tenemos patatas? He mirado en todas partes pero…
—Había planeado chuletas de cerdo para cenar —dijo—. Las
compré ayer con la idea de que las comiéramos hoy.
—Lo siento —repuse—. Pensaba…
—No importa. La tortilla me parece bien. Si es lo que
quieres.
Me daba cuenta de que la conversación se me estaba yendo de
las manos, tomando un cariz que no deseaba. Ben estaba mirando fijamente la
tabla de picar, encima de la cual flotaba mi mano empuñando un cuchillo.
—No —dije. Reí, pero no me acompañó—. Da igual. No había
visto las chuletas. Podría…
—Ya has troceado las cebollas. —Lo dijo sin emoción, como
una simple corroboración.
—Lo sé, pero… ¿Qué tal si cenamos las dos cosas?
—Como quieras. —Se dio la vuelta para entrar en el comedor—.
Voy a poner la mesa.
No respondí. Ignoraba qué había hecho mal. Regresé a las
cebollas.
Ahora estábamos sentados a la mesa, frente a frente.
Habíamos cenado prácticamente en silencio. Le había preguntado si iba todo bien
y él se había encogido de hombros y respondido que sí.
—He tenido un día largo —fue cuanto me dijo. Al ver que yo
esperaba algo más, se limitó a añadir—: En el trabajo.
La conversación murió antes incluso de que hubiera empezado,
y decidí que era mejor no hablarle de mi diario ni del doctor Nash. Me llevé
algunos bocados a la boca, procurando no inquietarme —después de todo, me dije,
Ben también tiene derecho a tener un mal día— pero los nervios me estaban
comiendo por dentro. Veía cómo la oportunidad de hablar se me escurría de las
manos, y no sabía si mañana también me despertaría convencida de que era lo más
conveniente. Al final no pude soportarlo más.
—Pero ¿queríamos tener hijos? —insistí.
Suspiró.
—Christine, ¿es necesario?
—Lo siento. —Todavía no sabía lo que iba a decirle, en el
caso de que fuera a decirle algo. Tal vez debería olvidar el tema, pensé. Pero
me di cuenta de que no podía—. Es que hoy me ha sucedido algo muy raro —dije,
procurando inyectar a mi voz una despreocupación que no sentía—. Creí recordar
algo.
—¿Algo?
—Sí. Bueno, no sé…
—Continúa. —Se inclinó hacia delante con repentino interés—.
¿Qué recordaste?
Fijé la mirada en la pared que Ben tenía detrás y de la que
pendía una fotografía en blanco y negro. Los pétalos cerrados de una flor con
gotas de agua adheridas a ellos. Parecía un póster barato, pensé, más propio de
unos grandes almacenes que de una casa.
—Recordé que había tenido un hijo.
Se reclinó en su silla. Abrió mucho los ojos y luego los
cerró por completo. Cogió aire y dejó ir un largo suspiro.
—¿Es cierto? —dije—. ¿Tuvimos un bebé?
Si miente ahora, pensé, no sé qué haré. Discutir con él,
supongo. Contárselo todo en un arrebato incontrolado, catastrófico. Abrió los
ojos y me miró fijamente.
—Sí —dijo—. Es cierto.
Me habló de Adam y eso me llenó de alivio. Aunque un alivio
rociado de dolor. Todos esos años perdidos para siempre. Todos esos momentos de
los que no tengo recuerdo, que nunca podré recuperar. Sentí que una profunda
nostalgia crecía dentro de mí, hasta el punto de que temí que fuera a
engullirme. Ben me habló del nacimiento de Adam, de su infancia, de su vida.
Del colegio al que había ido, de la obra navideña en la que había participado,
de sus habilidades para el fútbol y el atletismo, de su decepción con las
notas. De sus novias. De la vez que le confundieron un indiscreto cigarrillo
liado con un porro. Yo le hacía preguntas y él las contestaba; parecía contento
de hablar de nuestro hijo, parecía que el recuerdo hubiera ahuyentado su mal
humor.
Me descubrí cerrando los ojos mientras hablaba. Veía
imágenes —de Adam, de mí, de Ben— pero no podía decir si eran reales o imaginarias.
Cuando terminó de hablar abrí los ojos y por un momento me impactó la persona
que tenía delante, lo mucho que había envejecido, lo poco que se parecía al
joven padre que había estado imaginando.
—Pero no tenemos fotografías suyas en toda la casa —dije.
Me miró incómodo.
—Lo sé. Te ponen triste.
—¿Triste?
No respondió. A lo mejor no tenía fuerzas para contarme que
Adam había muerto. Parecía derrotado. Exhausto. Me sentí culpable por lo que le
estaba haciendo, por lo que le hacía cada día.
—No te preocupes —dije—. Sé que está muerto.
Parecía sorprendido. Vacilante.
—¿Lo… sabes?
—Sí. —Me disponía a contarle lo de mi diario, que ya me
había explicado todo eso antes, cuando cambié de parecer. Su humor todavía
parecía inestable, el aire todavía tenso. Podía esperar—. Es una sensación
—dije.
—Es comprensible. Te he hablado de ello otras veces.
Era cierto, lo había hecho. Y también me había hablado de la
vida de Adam. No obstante, me di cuenta de que una historia la sentía como real
y la otra no. Me di cuenta de que no me creía que mi hijo hubiera muerto.
—Vuelve a contármelo —le pedí.
Me habló de la guerra, de la bomba al lado de la carretera.
Yo le escuchaba todo lo serenamente que podía. Me habló del funeral de Adam, de
las salvas que dispararon sobre su féretro, de la bandera que lo envolvía. Yo
intentaba empujar mi mente hacia esos recuerdos, por espantosos y difíciles que
fueran, pero no conseguía ver nada.
—Quiero ir allí —declaré—. Quiero ver su tumba.
—Chris, no me parece…
Me di cuenta de que, sin memoria, necesitaba ver una prueba
de que Adam estaba muerto. De lo contrario, me pasaría la vida cargando con la
esperanza de que estuviera vivo.
—Quiero ir —repetí—. Necesito ir.
Todavía temía que pudiera decirme que no, que argumentara
que no le parecía una buena idea, que me afectaría mucho. ¿Qué haría entonces?
¿Cómo podría obligarle?
Pero no lo hizo.
—Iremos este fin de semana, te lo prometo.
Una mezcla de alivio y pavor que me dejó aterida.
Lavamos los platos de la cena. De pie frente al fregadero,
yo introducía en un agua caliente y jabonosa los platos que Ben me pasaba, los
fregaba y se los devolvía para que los secara, evitando en todo momento mi
reflejo en la ventana. Me obligué a pensar en el entierro de Adam, a imaginarme
sobre el césped en un día nublado, junto a un montículo de tierra, mirando un
féretro suspendido sobre un agujero abierto en el suelo. Traté de imaginarme la
descarga de salvas, al solitario corneta tocando mientras nosotros —su familia,
sus amigos— sollozábamos en silencio.
Pero no podía. No hacía mucho de eso y sin embargo no podía
visualizarlo. Traté de imaginar cómo me sentía. Aquella mañana me habría
despertado sin saber siquiera que era madre; Ben probablemente tuvo que
convencerme primero de que tenía un hijo, y luego de que íbamos a dedicar esa
misma tarde a enterrarlo. No imagino dolor sino aturdimiento, incredulidad,
sensación de irrealidad. La mente puede asimilar hasta un punto, y seguro que
no hay mente capaz de soportar algo así. La mía, desde luego, no podía. Me imaginé
a Ben diciéndome lo que debía ponerme, conduciéndome hasta un coche que
aguardaba delante de casa, instalándome en el asiento de atrás. Puede que
durante el trayecto me preguntara al entierro de quién nos dirigíamos
realmente. Tal vez lo sentía como mi propio entierro.
Miré el reflejo de Ben en la ventana. Había tenido que hacer
frente a todo eso en un momento en que su propio dolor se hallaba en su punto
más agudo. Hubiera sido mejor para todos que no me hubiera llevado al entierro.
Con un escalofrío, me pregunté si, de hecho, eso fue lo que hizo.
Todavía no sabía si debía hablarle o no del doctor Nash.
Otra vez parecía cansado, casi deprimido. Únicamente sonreía cuando nuestras
miradas se cruzaban y yo le sonreía. Tal vez en otro momento, pensé, aunque lo
cierto era que no podía saber si habría un momento mejor. No podía evitar
sentir que yo tenía la culpa de su estado de ánimo, ya fuera por algo que había
hecho o por algo que había dejado de hacer. Me di cuenta de que este hombre me
importaba de veras. No sabía decir si le amaba o no —y todavía no puedo— pero
eso es porque en realidad no sé qué es el amor. Pese al vago e impreciso
recuerdo que tengo de él, siento amor por Adam, el impulso de protegerle, el
deseo de dárselo todo, la sensación de que forma parte de mí y sin él soy una
mujer incompleta. También por mi madre siento amor cuando mi mente la ve. Un
vínculo más complejo, con advertencias y reservas. Un amor diferente, que no
comprendo del todo. Pero ¿y Ben? A Ben lo encuentro atractivo. Y confío en él
—pese a las mentiras que me ha contado sé que solo piensa en lo que es mejor
para mí—, pero ¿puedo decir que le quiero cuando tengo la sensación de que solo
hace unas horas que le conozco?
No sabía qué responder. Pero deseaba que fuera feliz y, en
cierto modo, entendía que yo deseara ser la persona que le hiciera feliz. Debo
esforzarme más, me dije. Tomar las riendas. Este diario podría constituir una
herramienta para mejorar no solo mi vida, sino la de ambos.
Me disponía a preguntarle cómo estaba cuando ocurrió. Debí
de soltar el plato antes de que él lo cogiera. Cayó al suelo —acompañado de un
«¡Mierda!» farfullado por Ben— y se hizo añicos.
—¡Lo siento! —dije, pero Ben ni me miró. Se agachó mientras
despotricaba entre dientes—. Déjame hacerlo a mí —me ofrecí, pero no me hizo
caso y procedió a coger los trozos más grandes y a apilarlos en su mano
derecha—. Lo siento —repetí—. ¡Qué torpe estoy!
No sé qué esperaba de él. Que me perdonara, supongo, o me
dijera que no tenía importancia. Pero en lugar de eso, exclamó:
—¡Joder!
Soltó bruscamente los trozos de porcelana y se llevó el
pulgar de la mano izquierda a los labios. Gotas de sangre salpicaron el
linóleo.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Alzó la vista.
—Sí, sí. Me he cortado, eso es todo. Condenado…
—Déjame ver.
—No es nada. —Se levantó.
—Déjame ver —insistí, buscando su mano—. Iré a buscar una
venda, o mejor una tirita. ¿Tenemos…?
—¡Maldita sea! —espetó, apartándome la mano—. Déjalo ya,
¿quieres?
Le miré estupefacta. Podía ver que el corte era profundo; la
sangre se congregaba en los bordes y descendía en una línea fina por su muñeca.
No sabía qué hacer, qué decir. Ben no me había gritado por así decirlo, pero
tampoco había intentado ocultar su irritación. Estábamos el uno frente al otro,
a la expectativa, al borde de una discusión, aguardando a que el otro dijera
algo, no sabiendo muy bien qué acababa de suceder, cuánta importancia había
tenido ese momento.
Finalmente no pude más.
—Lo siento —dije, a pesar de que una parte de mí estaba
molesta.
Su semblante se suavizó.
—No pasa nada. Yo también lo siento. —Hizo una pausa—. Creo
que estoy un poco tenso, eso es todo. He tenido un día largo.
Arranqué una hoja del rollo de cocina y se la tendí.
—Deberías limpiarte.
La aceptó.
—Gracias —dijo, retirándose la sangre de la muñeca y los
dedos—. Subiré a ducharme. —Se inclinó para besarme—. ¿De acuerdo?
Se dio la vuelta y se fue.
Le oí cerrar la puerta del cuarto de baño, abrir el grifo.
La caldera que tenía a mi lado se encendió. Recogí los trozos de porcelana y los
tiré a la basura, envolviéndolos primero con papel, barrí los pedazos más
pequeños y, por último, limpié la sangre. Cuando hube terminado entré en la
sala de estar.
El móvil que se abría estaba sonando dentro de mi bolso. Lo
saqué. El doctor Nash.
El televisor estaba encendido. Por encima de mi cabeza podía
oír el crujido del parquet cada vez que Ben pasaba de una estancia a otra. No
quería que me oyera hablar por un teléfono que ignoraba que tenía. Susurré:
—¿Diga?
—Christine, soy Ed. El doctor Nash. ¿Puedes hablar?
Por la tarde su voz había sonado serena, casi reflexiva,
mientras que ahora tenía un tono apremiante. Me inquieté.
—Sí —dije, bajando aún más la voz—. ¿Qué ocurre?
—¿Has hablado ya con Ben?
—Sí. Más o menos. ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—¿Le has hablado de tu diario? ¿De mí? ¿Le has propuesto que
nos acompañe a Waring House?
—Todavía no. Me disponía a hacerlo. Está arriba… ¿Qué
ocurre?
—Lo siento —dijo—. Probablemente no tenga importancia.
Verás, me han llamado de Waring House. Concretamente Nicole, la mujer con la
que hablé esta mañana. Quería darme un número de teléfono. Me contó que tu
amiga Claire había telefoneado a la residencia para hablar contigo y que dejó
su número de teléfono.
Noté que me ponía tensa. Oí la cadena del retrete, el chorro
del agua del lavamanos.
—No lo entiendo —farfullé—. ¿Recientemente?
—No. Llamó dos semanas después de que salieras de Waring
House para irte a vivir con Ben. Le dieron su número, pero Nicole me ha contado
que Claire telefoneó de nuevo a Waring House para decirles que no conseguía
comunicarse con Ben. Preguntó si podían facilitarle vuestra dirección y le
contestaron que no, pero que podía dejar su número por si tú o Ben llamabais a
la residencia. Después de hablar conmigo esta mañana, Nicole encontró un papel
con el número en tu historial y volvió a llamarme para dármelo.
No entendía nada.
—¿Por qué no me lo enviaron por correo? ¿O por qué no se lo
enviaron a Ben?
—Nicole dice que lo hicieron pero que nunca volvieron a
saber de vosotros.
—Ben se encarga del correo —dije—. Lo recoge por la mañana,
o por lo menos eso hizo hoy…
—¿Ben te ha dado el número de Claire?
—No. Me explicó que hace años que perdimos el contacto. Se
marchó al poco tiempo de casarnos nosotros. A Nueva Zelanda.
—Entiendo —dijo—. Christine, ya me has contado eso antes,
pero el caso es que… no es un número internacional.
Noté que se me formaba un nudo en el estómago, pero no sabía
decir por qué.
—¿Significa eso que ha vuelto?
—Nicole me contó que Claire iba a verte a Waring House muy a
menudo, casi tanto como Ben. Y que nunca le comentó que tuviera intención de
irse a vivir a Nueva Zelanda o a cualquier otro país.
Tuve la sensación de que todo salía disparado, de que las
cosas estaban yendo demasiado deprisa para que yo pudiera seguirlas. Oía a Ben
arriba. El agua de la ducha había dejado de correr, la caldera había
enmudecido. Tiene que haber una explicación razonable, pensé. Tiene que
haberla. Me dije que lo único que tenía que hacer era frenar las cosas para
poder darles alcance, para poder entender qué estaba pasando. Quería que el
doctor Nash cerrara la boca, quería deshacer las cosas que había dicho, pero
siguió hablando.
—Hay algo más —prosiguió—. Lo siento, Christine, pero Nicole
me preguntó cómo estabas y se lo conté. Dijo que le sorprendía que estuvieras
viviendo de nuevo con Ben. Le pregunté por qué.
—Está bien —me oí decir—. Continúa.
—Lo siento, Christine, pero Nicole me contó que tú y Ben os
habíais divorciado.
La habitación se inclinó. Me agarré al brazo del sillón,
como si temiera caerme. No podía ser. En la tele, una mujer rubia estaba
gritando a un hombre mayor, diciéndole que le odiaba. Me dieron ganas de gritar
también.
—¿Qué? —dije.
—Dijo que tú y Ben estabais separados. Ben te dejó un año
después de que ingresaras en Waring House.
—¿Que nos separamos? —Sentí que la habitación retrocedía, se
reducía hasta casi desaparecer—. ¿Estás seguro?
—Eso fue lo que me contó. También me dijo que creía que
vuestra separación pudo tener algo que ver con Claire. No quiso decirme más.
—¿Claire?
—Ajá. —Pese a mi desconcierto, podía oír lo difícil que
estaba encontrando el doctor Nash esta conversación, el titubeo en su voz, el
lento recorrido por las diferentes posibilidades para elegir la más
conveniente—. No sé por qué Ben te oculta cosas —dijo—. Estoy seguro de que
piensa que está haciendo lo correcto, que está protegiéndote, pero ¿no contarte
que Claire sigue viviendo aquí? ¿No mencionar lo de vuestro divorcio? No sé. A
mí no me parece lo más adecuado, pero supongo que sus razones tendrá. —No dije
nada—. He pensado que sería bueno que hablaras con Claire. Puede que ella tenga
algunas respuestas. Puede que hasta se preste a hablar con Ben. No sé. —Otra
pausa—. Christine, ¿tienes un bolígrafo? ¿Quieres el número?
Tragué saliva.
—Sí —murmuré—. Sí, por favor.
Alcancé el periódico que descansaba sobre la mesita del
café, y el bolígrafo que tenía al lado, y anoté el número en una esquina. Oí
que el pestillo de la puerta del cuarto de baño se descorría y Ben salía al
rellano.
—¿Christine? —dijo el doctor Nash—. Te llamaré mañana. No le
cuentes nada a Ben, por lo menos hasta que averigüemos qué está pasando. ¿De
acuerdo?
Me oí decirle que sí, decirle adiós. Me recordó que no
olvidara anotarlo todo en este diario antes de acostarme. Escribí «Claire»
junto al número, sin saber aún qué iba a hacer con él. Lo arranqué y me lo
guardé en el bolso.
No dije nada cuando Ben bajó, nada cuando se sentó en el
sofá, frente a mí. Tenía la mirada fija en el televisor. Un documental sobre
naturaleza. Los habitantes del lecho marino. Una nave sumergible dirigida por
control remoto estaba explorando una falla submarina. Dos focos penetraban en
lugares que nunca habían visto la luz. Fantasmas en la profundidad del océano.
Deseaba preguntarle si seguía en contacto con Claire, pero
no quería escuchar otra mentira. Un calamar gigante flotaba en la penumbra
mecido por la suave corriente. «Esta criatura no ha sido filmada antes», decía
la voz en off acompañada de
música electrónica.
—¿Estás bien? —me preguntó.
Asentí sin apartar los ojos de la pantalla. Se levantó.
—He de trabajar un rato —dijo—. En el estudio. No tardaré en
acostarme.
Finalmente le miré. No sabía quién era.
—Bien —repuse—. Hasta luego.Miércoles, 21 de noviembre
Me he pasado la mañana leyendo este diario. Aunque no lo he
leído todo. Me he saltado algunas páginas, mientras que otras las he leído
varias veces, tratando de darles crédito. Y ahora estoy sentada en el saliente
del dormitorio, escribiendo.
Tengo el teléfono en la falda. ¿Por qué me está costando
tanto marcar el número de Claire? Impulsos neuronales, contracciones
musculares. No se precisa nada más. No es complicado. No es difícil. Y sin
embargo, se me antoja mucho más fácil coger un bolígrafo y escribir sobre ello.
Esta mañana entré en la cocina. Mi vida, pensé, está
construida sobre arenas movedizas. Cambia de un día para otro. Cosas que creo
saber no son ciertas, cosas de las que estoy segura, hechos sobre mi vida,
sobre mí misma, pertenecen a años atrás. Todo el pasado que poseo parece
ficticio. El doctor Nash. Ben. Adam. Y ahora Claire. Existen, pero como sombras
en la oscuridad. Entran y salen de mi vida como seres extraños. Esquivos,
etéreos. Como espectros.
Y no solo ellos. Todo. Todo es una invención. Necesito
urgentemente un suelo firme, algo real, algo que no desaparezca cuando me
duerma. Necesito anclarme.
Levanté la tapa del cubo de la basura. Un calor tibio manó
de su interior —el calor de la descomposición, de la putrefacción— y un olor.
El olor dulzón, nauseabundo, de la comida rancia. Vi un periódico, con su
crucigrama a medio hacer, teñido de marrón por una bolsa de té. Contuve la
respiración y me arrodillé en el suelo.
Dentro del periódico había trozos de porcelana, migas, un
polvillo blanco, y debajo una bolsa de plástico cerrada con un nudo. La saqué,
pensando en pañales sucios, y opté por abrirla más tarde si fuera necesario.
Debajo de la bolsa encontré peladuras de patata y una botella de plástico casi
vacía goteando kétchup. Aparté ambas cosas.
Cáscaras de huevo —cuatro o cinco— y pieles de cebolla. Los
restos de un pimiento rojo con sus semillas, un champiñón grande medio podrido.
Satisfecha, devolví las cosas al cubo y lo cerré. Era
verdad. Anoche cenamos una tortilla. Y un plato se hizo añicos. Miré en la
nevera. Dos chuletas de cerdo en una bandeja de poliestireno. En el recibidor,
junto a la escalera, las zapatillas de Ben. Todo estaba ahí, exactamente como
lo describí anoche en mi diario. No me lo había inventado. Era todo cierto.
Y eso significaba que el número era de Claire. Que el doctor
Nash me había llamado. Que Ben y yo nos habíamos divorciado.
Quiero telefonear al doctor Nash. Quiero preguntarle qué
debo hacer o, mejor aún, que lo haga por mí. ¿Cuánto más tiempo, no obstante,
puedo seguir siendo una visita en mi propia vida? ¿Mantenerme pasiva? Necesito
tomar el control. Se me pasa por la cabeza que quizá no vuelva a ver al doctor
Nash ahora que le he hablado de mis sentimientos, de mi enamoramiento, pero no
dejo que ese temor eche raíces. Además, necesito hablar con Claire personalmente.
Pero ¿qué voy a decirle? Siento que tenemos tanto de qué
hablar y, sin embargo, tan poco. Tanto pasado compartido pero del que no sé
nada.
Pienso en lo que el doctor Nash me ha dicho sobre por qué
nos separamos Ben y yo. «Algo que ver con Claire.»
Todo encaja. Hace años, cuando más le necesitaba pero menos
le entendía, mi marido se divorció de mí, y ahora que hemos vuelto me cuenta
que mi mejor amiga se fue a vivir a la otra punta del mundo antes de que todo
esto pasara.
¿Es por eso por lo que no puedo llamar a Claire? ¿Porque
temo que tenga más cosas que ocultar de las que he empezado a imaginar? ¿Es por
eso por lo que a Ben no parece hacerle gracia que empiece a recordar? ¿Es por
eso por lo que insiste en que todo intento de tratamiento es una pérdida de
tiempo, para que nunca sea capaz de enlazar un recuerdo con otro y averiguar
qué ha estado ocurriendo?
No puedo creer que sea capaz de tal cosa. Ni él ni nadie.
Esto es ridículo. Pienso en lo que el doctor Nash me explicó sobre mi temporada
en el hospital. «Decías que los médicos conspiraban contra ti», dijo.
«Mostrabas síntomas de paranoia.» Me pregunto si eso es lo que me está pasando
ahora.
De repente me invade un recuerdo. Emerge de mi vacuo pasado
casi con violencia, tirándome hacia atrás, y se evapora con igual rapidez.
Claire y yo en otra fiesta. «¡Por Dios, qué coñazo!», está diciendo. «¿Sabes
cuál creo que es el problema? Que la gente está enganchada al sexo. No somos
más que animales copulando. Por mucho que intentemos darle la vuelta, disfrazarlo,
eso es todo lo que hay.»
¿Es posible que conmigo atrapada en mi propio infierno,
Claire y Ben hayan buscado consuelo el uno en el otro?
Bajo la vista. El teléfono descansa, inerte, en mi regazo.
En realidad ignoro por completo adónde va Ben cada mañana, cuando se marcha, o
dónde se detiene de regreso a casa. Podría ser cualquier parte. Y carezco de la
posibilidad de apilar una sospecha sobre otra, de enlazar un hecho con otro.
Aunque un día me encontrara a Claire y a Ben en la cama, al día siguiente lo
habría olvidado. Soy la persona ideal para que la engañen. A lo mejor todavía
se ven. A lo mejor ya les he descubierto y lo he olvidado.
Lo creo y, por otro lado, no lo creo. Confío en Ben y al
mismo tiempo no confío en Ben. Es del todo posible vivir manteniendo dos puntos
de vista contrarios en la mente a la vez, fluctuando entre los dos.
Pero ¿por qué me mentiría Ben? «Porque piensa que es lo
mejor para mí», me repito una y otra vez. «Al ocultarte las cosas que no es
necesario que sepas te está protegiendo.»
Como es lógico, marqué el número. No hubiera podido no
hacerlo. Tras sonar varias veces escuché un clic y, a continuación, una voz.
«Hola», dijo. «Por favor, deje su mensaje.»
La reconocí al instante. Era la voz de Claire.
Inconfundible.
Le dejé un mensaje. «Llámame, por favor. Soy Christine.»
Bajé a la sala. Había hecho cuanto estaba en mi mano.
* * *
Esperé una hora. Una hora que se convirtió en dos. Pasé todo
ese tiempo escribiendo en mi diario, y cuando decidí que Claire ya no iba a
llamar me preparé un sándwich y me lo comí en la sala de estar. Mientras me
hallaba en la cocina —limpiando la encimera, recogiendo migas en la palma de mi
mano y disponiéndome a vaciarlas en el fregadero— llamaron a la puerta. El
timbre me sobresaltó. Dejé la esponja, me sequé las manos con el trapo tendido
en la barra del horno y fui a ver quién era.
A través del vidrio esmerilado podía ver la silueta de un
hombre. No iba uniformado. Parecía llevar traje y corbata. ¿Ben?, pensé antes
de caer en la cuenta de que aún estaba en el trabajo. Abrí la puerta.
Era el doctor Nash. Lo supe, en parte, porque no podía ser
nadie más, y en parte porque —si bien es cierto que al leer esta mañana sobre
él no pude imaginarme su cara, y mi marido había seguido siendo para mí un completo
desconocido incluso después de decirme quién era— le reconocí. Llevaba el pelo
corto, con la raya al lado, la corbata floja y torcida, debajo de la americana
un jersey que desentonaba.
Debió de reparar en mi cara de sorpresa.
—¿Christine? —dijo.
—Sí —respondí, abriendo la puerta apenas una rendija.
—Soy yo, Ed. Ed Nash. ¿Doctor Nash?
—Lo sé —dije—. Yo…
—¿Has leído tu diario?
—Sí, pero…
—¿Estás bien?
—Sí —asentí—. Estoy bien.
Bajó la voz.
—¿Está Ben en casa?
—No, no está. La verdad es que… no te esperaba. ¿Habíamos
acordado una cita?
Hubo una pausa, de apenas una fracción de segundo, pero
bastó para romper el ritmo de la conversación. No habíamos acordado ninguna
cita, eso lo sabía. O por lo menos no la había anotado.
—Sí —dijo—. ¿No la anotaste?
No lo había hecho, pero no se lo dije. Nos quedamos en el
umbral de esta casa que sigo sin sentir como mi hogar, mirándonos.
—¿Puedo entrar? —me preguntó al fin.
No respondí. No estaba segura de querer que entrara. En
cierta manera, me parecía incorrecto. Un abuso.
Pero ¿un abuso de qué? ¿De la confianza de Ben? No sabía
decir hasta qué punto me importaba eso, después de todas sus mentiras. Mentiras
sobre las que me había pasado gran parte de la mañana leyendo.
—Sí —dije al fin. Abrí la puerta. Cuando entró miró a
izquierda y derecha. Le cogí el abrigo y lo colgué en el perchero, al lado de
un impermeable que supuse era mío—. Por aquí —señalé, indicando la sala de
estar, y entró.
Preparé dos cafés, le tendí uno y me senté frente a él con
el otro. No dijo nada. Bebí un lento sorbo y aguardé mientras él hacía otro
tanto. Dejó su taza sobre la mesa de centro que había entre los dos.
—¿No recuerdas haberme pedido que viniera? —me preguntó.
—No —respondí—. ¿Cuándo te lo pedí?
Me quedé helada cuando lo oí.
—Esta mañana, cuando te llamé para decirte dónde estaba el
diario.
No podía recordar que esta mañana me hubiera llamado el
doctor Nash, y sigo sin poder recordarlo ahora que ya se ha ido.
Pensé en otras cosas que había escrito. Un plato de melón
que no recordaba haber pedido. Una galleta que no había solicitado.
—No lo recuerdo —dije. Empecé a asustarme.
Puso cara de preocupación.
—¿Has dormido algo hoy? ¿Algo más que una breve cabezada?
—No, en absoluto. Simplemente, no puedo recordarlo. ¿Cuándo
fue? ¿Cuándo?
—Christine, cálmate —dijo—. Seguro que no tiene importancia.
—Pero ¿y si…?
—Christine, por favor, no significa nada. Simplemente lo has
olvidado, eso es todo. A todos se nos olvidan cosas a veces.
—¿Conversaciones enteras? ¡No deben de haber pasado ni dos
horas desde que hablamos!
—Sí —respondió. Hablaba con suavidad, tratando de serenarme,
pero no se movió de su asiento—. Últimamente te han pasado muchas cosas. Tu
memoria siempre ha sido variable. Que hayas olvidado una cosa no significa que
estés empeorando, que no vayas a mejorar de nuevo, ¿de acuerdo? —Asentí con la
cabeza, desesperada por creerle—. Me pediste que viniera porque querías hablar
con Claire pero no sabías si serías capaz. Y querías que hablara con Ben en tu
nombre.
—¿Yo quería eso?
—Ajá. Me dijiste que no te veías capaz de hacerlo sola.
Le miré, pensé en todas las cosas que había escrito. Me di
cuenta de que no le creía. Debí de encontrar el diario por mi cuenta. No le
había pedido que viniera hoy. No quería que hablara con Ben. ¿Por qué iba a
quererlo si yo misma había decidido no contarle nada? ¿Y por qué iba a decirle
que le necesitaba aquí para que me ayudara a hablar con Claire cuando yo ya le
había telefoneado y dejado un mensaje?
«Está mintiendo.» Me pregunté qué otras razones le habían
traído hasta aquí. Qué era eso que no era capaz de contarme.
No tengo memoria, pero no soy idiota.
—¿A qué has venido realmente? —le pregunté. Se removió en su
asiento. Puede que solo quisiera ver la casa donde vivo. O verme una última vez
antes de que yo hablara con Ben—. ¿Te preocupa que Ben no me permita volver a
verte una vez que le haya hablado de nosotros?
Se me ocurre otra posibilidad. A lo mejor no está
escribiendo ningún artículo. A lo mejor sus razones para querer pasar tanto
tiempo conmigo son otras. Aparto esa idea de mi mente.
—No —dijo—, no es nada de eso. Vine porque tú me lo pediste.
Y fuiste tú la que decidió esperar a haber hablado con Claire para contarle a
Ben que me estás viendo. ¿Lo recuerdas?
Negué con la cabeza. No lo recordaba. No tenía ni idea de lo
que me estaba hablando.
—Claire se está tirando a mi marido —solté.
Me miró estupefacto.
—Christine…
—Me trata como si fuera idiota —continué—. No me cuenta más
que mentiras. Pues bien, no soy ninguna idiota.
—Dudo mucho que eso sea así —dijo—. ¿Por qué…?
—Llevan años follando. Eso lo explica todo. Por qué me
cuenta que Claire se fue a vivir al extranjero. Por qué no la veo cuando se
supone que es mi mejor amiga.
—Christine, estás imaginando cosas. —Rodeó la mesa y se
sentó a mi lado—. Ben te quiere. Yo sé que te quiere. Hablé con él cuando quise
convencerle de que me dejara verte. Te era fiel, completamente fiel. Me dijo
que te había perdido una vez y no quería volver a perderte. Que te había visto
sufrir mucho cada vez que alguien intentaba tratarte y no quería volver a verte
sufrir. Es evidente que te quiere. Está intentando protegerte. De la verdad,
supongo.
Pensé en lo que había leído esa mañana. En lo del divorcio.
—Pero me dejó. Para estar con ella.
—Christine, estás ofuscada. Si eso fuera cierto, ¿por qué
iba a querer traerte a casa? Te habría dejado en Waring House. Pero no lo hizo.
Se ocupa de ti. Todos los días.
Tuve la sensación de que me derrumbaba, de que me replegaba
en mí misma. Sentí que comprendía sus palabras y, al mismo tiempo, no las
comprendía. Sentí el calor que desprendía su cuerpo, vi la ternura que se
reflejaba en sus ojos. Sonrió. Empezó a crecer, y llegó un momento en que su
cuerpo era lo único que podía ver, su respiración lo único que podía oír. Me
dijo algo pero no lo oí. Solo era capaz de oír una palabra. «Amor.»
No fue mi intención hacer lo que hice. No lo tenía planeado.
Ocurrió sin más. Mi vida tembló como una tapadera atascada que finalmente
estalla. De pronto solo era consciente de mis labios en los suyos, de mis brazos
alrededor de su cuello. Su pelo estaba húmedo y no entendí por qué pero tampoco
me importaba. Quería hablar, decirle lo que sentía, pero no lo hice, porque eso
habría significado dejar de besarle, poner fin a ese instante que quería que
durara eternamente. Al fin me sentía mujer. Al mando. Aunque he debido de
hacerlo, aunque he debido de escribir sobre ello, no puedo recordar haber
besado a otro hombre aparte de mi marido; lo sentía como si fuera la primera
vez.
Ignoro cuánto duró. Ni siquiera sé cómo sucedió, cómo pasé
de estar encogida en el sofá, tan pequeña que sentía que podía desaparecer, a
besarle. No recuerdo haberlo provocado, que no es lo mismo que decir que no
recuerdo haberlo deseado. No recuerdo cómo empezó. Solo que pasé de un estado a
otro de golpe, sin darme tiempo a meditarlo, a decidirlo.
No me apartó bruscamente. Fue amable. Me concedió eso, al
menos. No me insultó preguntándome qué estaba haciendo o, peor aún, qué creía
que estaba haciendo. Simplemente apartó sus labios de los míos, mis manos de su
cuello, y suavemente dijo:
—No.
Estaba atónita. ¿Por lo que acababa de hacer? ¿Por su
reacción? No lo sé. Solo sabía que, durante un instante, había estado en otro
lugar y una nueva Christine había entrado en escena, reemplazándome por completo,
y desaparecido después. Pero no estaba escandalizada. Ni siquiera decepcionada.
Estaba agradecida. Agradecida de que, por causa de ella, algo hubiera ocurrido.
El doctor Nash me miró fijamente.
—Lo siento —dijo. No podía percibir qué estaba sintiendo.
¿Rabia? ¿Lástima? ¿Pesar? Cualquiera de esas emociones era posible. Tal vez lo
que veía en su cara fuera una mezcla de las tres. Todavía me tenía cogidas las
manos. Las posó en mi regazo y las soltó—. Lo siento, Christine —repitió.
Yo no sabía qué decir. Qué hacer. Me disponía a disculparme
cuando dije:
—Te quiero, Ed.
Cerró los ojos.
—Christine, no…
—No, por favor —le interrumpí—, no me digas que tú no
sientes lo mismo. —Frunció el entrecejo—. Tú sabes que me quieres.
—Christine, te lo ruego, estás… estás…
—¿Qué? ¿Loca?
—No. Confundida. Estás confundida.
Reí.
—¿Confundida?
—Sí. Tú no me quieres. ¿Recuerdas que hablamos de la
tendencia a confabular? Es algo bastante común en la gente que…
—Oh, lo sé —dije—, lo recuerdo. En la gente que no tiene
memoria. ¿Es eso lo que crees que estoy haciendo?
—Es posible, muy posible.
En ese momento le odié. Creía saberlo todo, conocerme mejor
de lo que yo me conocía a mí misma. Lo único que él conocía de verdad era mi
enfermedad.
—No soy idiota —declaré.
—Lo sé, Christine, lo sé. No pienso que seas idiota. Lo que
pienso es…
—Seguro que me quieres.
Suspiró. Estaba empezando a hartarle. Acabando con su
paciencia.
—¿Por qué si no has estado viniendo tanto por aquí y
paseándome por Londres en tu coche? ¿Haces eso con todos tus pacientes?
—Sí —empezó—. Bueno, no, no exactamente.
—Entonces, ¿por qué lo haces conmigo?
—Porque estoy intentando ayudarte —dijo.
—¿Eso es todo?
Una pausa. Luego:
—Bueno, no. También estoy escribiendo un artículo. Un
artículo científico…
—¿Me estás estudiando?
—Más o menos.
Traté de desoír lo que acababa de decirme.
—No me dijiste que Ben y yo nos habíamos separado. ¿Por qué?
¿Por qué no me lo dijiste?
—¡Porque no lo sabía! —repuso—. Por ninguna otra razón. No
aparecía en tu historial y Ben no me lo contó. ¡No lo sabía! —No dije nada. Fue
a cogerme las manos, pero se detuvo a medio camino y optó por rascarse la
frente—. De haberlo sabido te lo habría contado.
—¿En serio? —dije—. ¿Como lo de Adam?
Eso pareció dolerle.
—Christine, te lo ruego.
—¿Por qué no me hablaste de Adam? ¡Eres tan embustero como
Ben!
—Por Dios, Christine, ya hemos hablado de esto. Hice lo que
pensaba que era mejor. Si Ben no te hablaba de Adam, yo tampoco podía hacerlo.
No habría estado bien. No habría sido ético.
Solté una carcajada hueca, nasal.
—¿Ético? ¿Qué tiene de ético ocultarme su existencia?
—Era Ben quien debía decidir si hablarte de Adam, no yo. No
obstante, fui yo quien decidió proponerte que empezaras un diario donde poder
anotar todas las cosas que ibas descubriendo. Pensaba que era lo mejor para ti.
—¿Y qué me dices de la agresión? ¡Te daba igual que siguiera
pensando que había sufrido un accidente!
—No me daba igual, Christine. Fue Ben quien te lo dijo. Yo
no sabía que te estaba contando eso. ¿Cómo querías que lo supiera?
Pensé en lo que había visto. En bañeras perfumadas de azahar
y manos alrededor de mi cuello. En la sensación de que no podía respirar. En el
hombre cuyo rostro seguía siendo un misterio. Rompí a llorar.
—Entonces, ¿por qué me lo contaste?
Me habló con dulzura pero sin tocarme.
—No lo hice. Yo no te conté que fuiste agredida. Lo
recordaste tú. —Tenía razón, naturalmente. Me invadió la rabia—. Christine, yo…
—Quiero que te vayas —dije—. Por favor.
Estaba llorando con vehemencia, pero, curiosamente, me
sentía viva. Ignoraba qué acababa de suceder, prácticamente ni podía recordar
qué se había dicho, pero sentí como si un peso horrible se hubiera levantado,
como si un dique dentro de mí hubiera reventado al fin.
—Vete, por favor.
Esperaba que protestara. Que me rogara que le dejara
quedarse. Casi deseé que lo hiciera, pero no lo hizo.
—¿Estás segura?
—Sí —susurré.
Me giré hacia la ventana, decidida a no volver a mirarle, lo
cual para mí significaba que mañana sería como si nunca le hubiera visto. Se
levantó y caminó hacia la puerta.
—Te llamaré —dijo—. Mañana. Tu tratamiento. Yo…
—Vete, por favor.
No dijo más. Le oí cerrar la puerta tras de sí.
Me quedé un rato sentada en el sofá, unos minutos o unas
horas, no lo sé. El corazón me latía con fuerza. Me sentía vacía y sola.
Finalmente subí al cuarto de baño y contemplé las fotografías. Mi marido. Ben.
«¿Qué he hecho?» Ahora ya no tengo nada. Nadie en quien poder confiar. Nadie a
quien poder acudir. Mi mente daba vueltas, fuera de control. No podía dejar de
pensar en lo que el doctor Nash me había dicho. «Ben te quiere. Está intentando
protegerte.»
¿Protegerme de qué? De la verdad. Para mí no había nada más
importante que la verdad. Quizá estuviera equivocada.
Entré en el estudio. Ben me ha mentido tanto… No puedo creerme
nada de lo que me ha contado. Nada en absoluto.
Enseguida supe lo que debía hacer. Necesitaba saber. Saber
que podía confiar en él acerca de, por lo menos, una cosa.
La caja estaba donde contaba en mi diario que estaría, y
cerrada con llave, como sospechaba. No me derrumbé.
Me puse a buscar. Me dije que no pararía hasta encontrar la
llave. Miré primero en el estudio. En los cajones, por encima de la mesa,
metódicamente, devolviendo cada objeto a su lugar, y cuando hube terminado fui
al dormitorio. Busqué en los cajones de Ben, debajo de su ropa interior, de sus
pañuelos impecablemente planchados, de sus camisetas. Nada, y tampoco en mis
cajones.
Las mesitas de noche tenían cajones. Decidí buscar en ellos,
empezando por el lado de la cama donde yo no había dormido. Abrí el cajón
superior y hurgué en su interior —bolígrafos, un reloj parado, una lámina de
pastillas que no reconocía— antes de abrir el cajón inferior.
Al principio pensé que estaba vacío. Lo cerré con cuidado,
pero en ese momento escuché un ruidito de metal contra la madera. Volví a
abrirlo. El corazón se me había acelerado.
Era una llave.
Me senté en el suelo con la caja abierta delante. Estaba
llena. De fotografías, en su mayor parte. Fotografías de Adam y de mí. Algunas
me sonaban —supongo que las que Ben ya me había mostrado— pero muchas otras no.
Encontré su partida de nacimiento, la carta que escribió a Papá Noel. Un montón
de fotos de cuando era un bebé —gateando, sonriente, hacia la cámara, mamando
de mi pecho, durmiendo envuelto en una manta verde— y conforme crecía. La foto
donde aparecía disfrazado de vaquero, las fotos del colegio, del triciclo.
Todas estaban ahí, tal y como las había descrito en mi diario.
Las saqué y las esparcí por el suelo, mirándolas una a una.
También había fotos de Ben y de mí; una donde aparecíamos delante de las
cámaras del Parlamento, sonrientes pero con una pose extraña, como si no
fuéramos conscientes de la existencia del otro; otra de nuestra boda, una foto
oficial. Estamos delante de una iglesia, bajo un cielo encapotado. Parecemos
felices, increíblemente felices, y más felices aún se nos ve en otra que
debieron de hacernos más tarde, en nuestra luna de miel. Estamos en un
restaurante, inclinados sobre una mesa con comida, sonriendo y con los rostros
ardiendo de amor y de sol.
Contemplé la fotografía. A la mujer sentada con su nuevo
marido, mirando hacia un futuro que no podía ni quería predecir, y pensé en lo
mucho que tenemos en común. Pero solo en el aspecto físico. Células y tejidos.
ADN. Nuestra firma química. Por lo demás, es una extraña. No hay nada que nos
una, nada que me permita regresar a ella.
Sin embargo, ella soy yo y yo soy ella, y me doy cuenta de
lo enamorada que está. De Ben. Del hombre con el que acaba de casarse. El
hombre con el que sigo despertándome cada día. Ben no rompió los votos que juró
aquel día en la pequeña iglesia de Manchester. No me ha fallado. Miré de nuevo
la fotografía y el amor volvió a brotar dentro de mí.
Puse la foto a un lado y seguí buscando. Sabía qué quería
encontrar, y qué temía encontrar. Lo único que podía demostrarme que mi marido
no me estaba mintiendo, lo único que podía devolverme a mi pareja aunque ello
me privara de mi hijo.
Ahí estaba. En el fondo de la caja, dentro de un sobre. La
fotocopia, pulcramente doblada, de un artículo de prensa. Supe qué era antes de
desplegarla, pero así y todo las manos me temblaron cuando empecé a leerla. «Un
soldado británico fallecido cuando escoltaba a un contingente militar en la
provincia de Helmand, Afganistán, ha sido nombrado por el ministro de Defensa.
Adam Wheeler», decía, «tenía diecinueve años. Nacido en Londres…» El artículo
iba acompañado de una fotografía. Flores dispuestas sobre una tumba con la
inscripción: «Adam Wheeler. 1987-2006».
La pena me golpeó con una vehemencia que dudo que haya
experimentado antes. Solté el papel y me doblé de dolor, un dolor demasiado
desgarrador para poder llorar, y como un animal herido y hambriento suplicando
que le llegue su final, solté algo semejante a un aullido. Cerré los ojos y se
me apareció una imagen. Una medalla, entregada a mí en una caja de terciopelo
negro. Un féretro, una bandera. Miré hacia otro lado, suplicando que la imagen
no regresara. Hay cosas que es mejor que no recuerde, que es mejor que
permanezcan en el olvido.
Empecé a recoger. Tendría que haber confiado en Ben todo
este tiempo, pensé. Tendría que haber creído que me estaba ocultando cosas
únicamente porque eran demasiado dolorosas para poder afrontarlas cada día como
si fuera la primera vez. Ben solo estaba intentando ahorrarme ese sufrimiento.
Esa verdad brutal. Guardé las fotografías y los papeles en la caja, dejándolos
tal como los había encontrado. Dándome por satisfecha, devolví la llave al
cajón, la caja al archivador. A partir de ahora podré verlas cuando quiera,
pensé. Con la frecuencia que quiera.
Solo me quedaba una cosa por hacer. Averiguar por qué me
había dejado Ben. Y qué había estado haciendo en Brighton aquel día. Tenía que
averiguar quién me había arrebatado la vida. Tenía que probar de nuevo.
Marqué, por segunda vez hoy, el número de Claire.
Electricidad estática. Silencio. Un doble tono. No
contestará, pensé. Después de todo, no ha respondido a mi mensaje. Tiene algo
que esconder.
En el fondo lo agradecía. Era una conversación que solo
deseaba tener en teoría. Estaba convencida de que sería dolorosa. Me preparé
para otra fría invitación a dejar un mensaje.
Un clic, seguido de una voz.
—¿Diga?
Era Claire. Lo supe al instante. Su voz me resultaba tan
familiar como la mía.
—¿Diga? —repitió.
Guardé silencio. Fugaces como destellos, se me aparecieron
algunas imágenes. Vi su cara, su pelo corto tocado con una boina. Riendo. La vi
en una boda —la mía, supongo, aunque no estoy segura— vestida de verde
esmeralda, sirviendo champán. La vi llevando a un niño en los brazos y
pasándomelo mientras decía «¡A cenar!». La vi sentada en el borde de una cama,
hablando a la figura que yace a su lado, y me di cuenta de que la figura soy
yo.
—¿Claire? —dije.
—Ajá —respondió—. ¿Con quién hablo?
Traté de concentrarme, de recordarme que en otros tiempos
habíamos sido íntimas amigas, independientemente de lo que hubiera pasado
después. La vi tendida en mi cama, agarrada a una botella de vodka, riendo,
diciéndome que los hombres eran «jodidamente ridículos».
—¿Claire? —repetí—. Soy yo, Christine.
Silencio. Un silencio tan largo que pensé que no terminaría
nunca. Temí que me hubiera olvidado, o que no quisiera hablar conmigo. Cerré
los ojos.
—¡Chrissy! —exclamó. Una explosión. Le oí tragar saliva,
como si hubiera estado comiendo—. ¡Chrissy! Dios mío. Cariño, ¿de verdad eres
tú?
Abrí los ojos. Una lágrima había iniciado su lento descenso
por las líneas desconocidas de mi rostro.
—¿Claire? —dije—. Sí, soy yo. Chrissy.
—Joder —espetó, y de nuevo—: ¡Joder! —Su voz sonaba queda—.
¡Roger! ¡Rog! ¡Es Chrissy! ¡Al teléfono! —Luego, elevando el tono—: ¿Cómo
estás? ¿Dónde estás? ¡Roger!
—Estoy en casa.
—¿En casa?
—Sí.
—¿Con Ben?
Me puse súbitamente a la defensiva.
—Sí —dije—. Con Ben. ¿Escuchaste mi mensaje?
Oí una inhalación. ¿De sorpresa? ¿O estaba fumando?
—Sí —contestó—. Quería llamarte, pero este teléfono es fijo
y no dejaste tu número. —Hizo una pausa, y por un momento me pregunté si había
otras razones para que no me hubiera devuelto la llamada. Siguió hablando—.
Pero, dime, cariño, ¿cómo estás? ¡Me alegro tanto de oírte! —No supe qué decir.
En vista de que no respondía, Claire añadió—: ¿Dónde vives?
—No lo sé exactamente.
Me embargó una gran alegría, segura de que su pregunta
significaba que no se estaba viendo con Ben, hasta que comprendí que quizá me
lo había preguntado para que no sospechara la verdad. Deseaba tanto confiar en
Claire —saber que Ben no me había dejado por algo que había encontrado en ella,
por un amor que reemplazara el que yo no podía darle— porque eso significaría
que también podía confiar en mi marido.
—¿En Crouch End? —dije.
—Ya. ¿Y cómo estás? ¿Cómo va todo?
—Si pudiera recordarlo, ten por seguro que te lo diría.
Nos echamos a reír. Me sentó bien esa erupción de una
emoción que no era dolor, pero no duró mucho. Enseguida se hizo el silencio.
—Pareces animada —dijo finalmente Claire—. Muy animada. —Le
conté que estaba escribiendo otra vez—. ¿En serio? Caray, es genial. ¿Y qué
estás escribiendo? ¿Una novela?
—No. Sería un poco difícil escribir una novela cuando no
puedes recordar nada de un día para otro. —Silencio—. Estoy escribiendo sobre
lo que me está ocurriendo.
—Ya. —Hizo una pausa. Me pregunté si Claire comprendía
realmente mi situación. Su tono me inquietaba, sonaba frío. Me pregunté cómo
habían quedado las cosas entre nosotras la última vez que nos vimos—. ¿Y qué te
está ocurriendo? —dijo al fin.
¿Qué podía responder? Me entraron ganas de enseñarle mi
diario, de leérselo de principio a fin, pero no podía. Todavía no. Eran tantas
las cosas que deseaba preguntarle, que deseaba saber. Mi vida entera.
—No lo sé —contesté—, es complicado…
Mi voz debió de sonar preocupada, porque dijo:
—Chrissy, cariño, ¿qué te ocurre?
—No me ocurre nada. Es solo que… —La voz se me quebró.
—¿Cariño?
—No lo sé. —Pensé en el doctor Nash, en las cosas que le
había dicho. ¿Podía estar segura de que el doctor Nash no iba a hablar con
Ben?—. Me siento perdida, eso es todo. Creo que he cometido una estupidez.
—Seguro que no. —Otro silencio (¿un cálculo?) antes de
añadir—: Oye, ¿puedo hablar con Ben?
—No está —dije, agradeciendo que la conversación se hubiera
desviado hacia algo concreto, objetivo—. Está en el trabajo.
—Ya —dijo Claire.
Otro silencio. De pronto, nuestra conversación se me antojó
absurda.
—Necesito verte —declaré.
—¿«Necesito»? —repuso Claire—. ¿No «quiero»?
—No, claro que quiero…
—Tranquila, Chrissy —me interrumpió—. Solo bromeaba. Yo
también quiero verte. Lo estoy deseando.
Respiré aliviada. Había imaginado que nuestra conversación
finalizaría bruscamente, que terminaría con un adiós cortés y la vaga promesa
de volver a hablar en un futuro próximo, y que otra puerta a mi pasado se
cerraría para siempre.
—Gracias —dije—. Gracias…
—Chrissy, no imaginas cuánto te he echado de menos. Cada día
esperaba que este condenado teléfono sonara, con la esperanza de que fueras tú
y sin creer ni por un momento que lo serías. —Hizo una pausa—. ¿Cómo… cómo está
ahora tu memoria? ¿Hasta dónde recuerdas?
—No estoy segura —respondí—. Creo que ha mejorado, pero sigo
sin recordar mucho. —Pensé en todas las cosas que había anotado, en las
imágenes que me habían venido de mí y de Claire—. Recuerdo una fiesta. Fuegos
artificiales en una azotea. Te recuerdo a ti pintando y a mí estudiando. Pero
poco más.
—¡Ah, la gran noche! —exclamó—. ¡Señor, hace mucho de eso!
Voy a tener que ponerte al día de un montón de cosas.
Me pregunté a qué se refería, pero no dije nada. Eso puede
esperar, pensé. Había otras cosas, más importantes, que necesitaba saber.
—¿Has vivido alguna vez en el extranjero? —le pregunté.
Se echó a reír.
—Pues sí, seis meses. Conocí a un tipo hace unos años. Fue
un desastre.
—¿Dónde? ¿Dónde viviste? —insistí.
—En Barcelona. ¿Por qué?
—Oh, por nada importante —respondí, abochornada por no
conocer esos detalles de la vida de mi amiga—. Es solo que alguien me contó que
te habías ido a vivir a Nueva Zelanda. Probablemente se confundió.
—¿Nueva Zelanda? —repuso con una carcajada—. Jamás he estado
allí.
De modo que Ben también me había mentido sobre eso. Seguía
sin saber por qué, sin poder pensar en una razón por la que sintiera la
necesidad de apartar a Claire de mi vida. ¿Era por lo mismo que sus otras
mentiras, que las demás cosas que había elegido no contarme? ¿Era por mi propio
bien?
He ahí otra cosa que tendría que preguntarle a Ben cuando mantuviéramos
la conversación que ahora comprendía que debíamos tener. Cuando le contara todo
lo que sé y cómo lo he averiguado.
Hablamos un rato más, salpicando nuestra conversación de
largas brechas y erupciones repentinas. Claire me contó que se había casado y
divorciado, y que ahora vivía con Roger.
—Es profesor de psicología. El pobrecillo quiere que nos
casemos, pero yo, aunque le amo, no quiero precipitarme.
Me hacía bien hablar con Claire, escuchar su voz. Era una
charla fácil, familiar. Casi tenía la sensación de haber vuelto a casa. No me
reclamaba mucho, como si comprendiera que tengo poco que dar. En un momento
dado guardó silencio y pensé que iba a despedirse. Entonces me percaté de que
ni ella ni yo habíamos mencionado a Adam.
—Háblame de Ben —dijo—. ¿Cuánto hace que…?
—¿Que hemos vuelto? —terminé por ella—. No lo sé. Ni
siquiera sabía que nos habíamos separado.
—Intenté ponerme en contacto con él —dijo.
Advertí que me ponía tensa, aunque ignoraba por qué.
—¿Cuándo?
—Esta tarde, después de tu primera llamada. Imaginé que Ben
te había dado mi número de teléfono. Le llamé a un viejo número de trabajo que
tengo, pero me dijeron que ya no trabajaba allí.
Me invadió una sensación de desasosiego. Miré en torno al
dormitorio, ajeno y desconocido. Estaba segura de que Claire me estaba
mintiendo.
—¿Hablas con él a menudo? —le pregunté.
—Hace años que no hablamos. —Su voz había adquirido un tono
quedo que no me gustó. Noté que titubeaba—. He estado muy preocupada por ti.
Tuve miedo. Miedo de que Claire le contara a Ben que la
había llamado antes de que yo pudiera hablar con él.
—No le llames, por favor —dije—. No le cuentes que te he
llamado.
—¡Pero, Chrissy! —exclamó—. ¿Por qué no?
—Porque lo prefiero así.
Suspiró hondo.
—Oye, ¿qué demonios está pasando? —Parecía enojada.
—No sé cómo explicártelo —confesé.
—Pues inténtalo.
No fui capaz de mencionar a Adam, pero sí le hablé del
doctor Nash, del recuerdo de la habitación de hotel y de lo mucho que insistía
Ben en que yo había sufrido un accidente de coche.
—Creo que Ben no me cuenta la verdad porque sabe que me
afectará mucho —dije. No respondió—. Claire, ¿qué estaba haciendo yo en
Brighton?
Un largo silencio.
—Chrissy —dijo al fin—, si realmente quieres saberlo te lo
contaré, o por lo menos te contaré hasta donde yo sé, pero no por teléfono. Te
lo contaré cuando nos veamos. Te lo prometo.
La verdad. La tenía flotando justo delante, parpadeando, tan
próxima que casi podía alcanzarla con la mano.
—¿Crees que podrías venir hoy? —le pregunté—. ¿Tal vez esta
noche?
—Preferiría no ir a tu casa, si no te importa.
—¿Por qué?
—Porque… en fin, porque creo que es mejor que nos veamos en
otro lugar. ¿Qué tal si te llevo a tomar un café?
Su tono era jovial, pero parecía forzado. Falso. Me pregunté
de qué tenía miedo. Así y todo, acepté.
—De acuerdo.
—¿Qué me dices del Alexandra Palace? Te será fácil llegar
allí desde Crouch End.
—Vale.
—Genial. ¿Nos vemos allí el viernes a las once? ¿Te parece
bien?
Le dije que sí. No me quedaba otra opción.
—Llegaré sin problemas.
Me explicó qué autobuses debía tomar y anoté los detalles en
un trozo de papel. Después de unos minutos más de conversación nos despedimos.
Luego saqué mi diario y me puse a escribir.
* * *
—¿Ben? —le dije cuando llegó a casa. Estaba leyendo el
periódico en el sillón de la sala de estar. Parecía cansado, como si no hubiera
dormido bien—. ¿Tú confías en mí?
Levantó la vista. Sus ojos chispearon de amor, pero también
de otra cosa. De algo parecido al miedo. Supongo que era comprensible; esa
pregunta se hace, por lo general, antes de un reconocimiento de que dicha
confianza no existe. Se mesó el pelo.
—Claro, cariño. —Se levantó y se sentó en el brazo de mi
sillón, tomando mi mano entre las suyas—. Claro.
De repente ya no estaba segura de querer seguir adelante con
esta conversación.
—¿Alguna vez hablas con Claire?
Me miró fijamente a los ojos.
—¿Con Claire? —dijo—. ¿Recuerdas a Claire?
Había olvidado que hasta no hacía mucho —de hecho, hasta que
recordé la fiesta y los fuegos artificiales— Claire no había existido para mí.
—Vagamente —contesté.
Desvió la mirada hacia el reloj de la chimenea.
—No —dijo—. Creo que se fue a vivir al extranjero. Hace
años.
Sentí una punzada de dolor.
—¿Estás seguro? —insistí.
No podía creer que se empeñara en seguir mintiéndome. En
cierto modo, me parecía peor que me estuviera mintiendo sobre esto que sobre
las demás cosas. Debería resultarle fácil ser sincero a este respecto.
Descubrir que Claire seguía viviendo en Londres no solo no me resultaría
doloroso, sino que podría ayudarme —si nos viéramos— a mejorar mi memoria. Así
pues, ¿qué sentido tenía que me engañara? Una turbia posibilidad —la misma
sospecha del principio— se abrió paso en mi mente, pero la ahuyenté.
—¿Estás seguro? —repetí—. ¿Adónde se fue? —Dime la verdad,
pensé. Aún no es demasiado tarde.
—No lo recuerdo —contestó—. A Nueva Zelanda, creo, o a
Australia.
Noté que mi esperanza menguaba, pero decidí arriesgarme.
—¿En serio? Porque creo recordar vagamente que en una
ocasión, hace muchos años, me contó que estaba pensando en irse a vivir a
Barcelona. —No respondió—. ¿Estás seguro de que no era Barcelona?
—¿Recordaste eso? —me preguntó—. ¿Cuándo?
—No lo sé —dije—. Es solo una sensación.
Me apretó la mano. Un consuelo.
—Seguramente lo imaginaste.
—Pero una sensación muy real —continué—. ¿Estás seguro de
que no era Barcelona?
Suspiró.
—No, no era Barcelona. Decididamente se marchó a Australia.
A Adelaide, creo, aunque no podría asegurarlo. Ha pasado mucho tiempo. —Meneó
la cabeza—. Caray con Claire —dijo con una sonrisa—. Hacía siglos que no
pensaba en ella.
Cerré los ojos. Cuando los abrí descubrí que Ben me estaba
sonriendo. Tenía una expresión casi idiota. Patética. Me dieron ganas de
abofetearle.
—Ben —susurré—, he hablado con Claire.
No sabía cómo iba a reaccionar. Al principio no hizo nada,
como si no le hubiera hablado, pero luego se le encendió la mirada.
—¿Cuándo? —dijo. Su voz sonó dura como el cristal.
Podía o bien decirle la verdad, o bien reconocer que había
estado escribiendo la historia de mis días.
—Esta tarde —respondí—. Me llamó.
—¿Claire te llamó? ¿Cómo? ¿Cómo pudo llamarte?
Decidí mentir.
—Me dijo que tú le habías dado mi número.
—¿Qué número? ¡Eso es absurdo! ¿Cómo hubiera podido dárselo?
¿Estás segura de que era ella?
—Me contó que, hasta no hace mucho, hablabais de vez en
cuando.
Me soltó bruscamente la mano, la cual cayó sobre mi regazo
como un peso muerto. Se levantó y se volvió hacia mí.
—¿Que dijo qué?
—Me contó que mantuvisteis el contacto hasta hace unos años.
Se inclinó hacia mí. Su aliento olía a café.
—¿Esa mujer te llamó así, como caída del cielo? ¿Estás
segura de que era ella?
Puse los ojos en blanco.
—¡Por Dios, Ben! ¿Quién más podría ser? —Sonreí. En ningún
momento había pensado que esta conversación sería fácil, pero estaba tomando un
cariz que no me gustaba.
Se encogió de hombros.
—A saber. Ha habido gente que ha intentado ponerse en
contacto contigo en el pasado. Periodistas. Personas que han leído sobre lo que
te ocurrió y quieren conocer tu versión de la historia, o simplemente averiguar
lo mal que estás o ver lo mucho que has cambiado. Personas que se hacen pasar
por otra gente únicamente para hacerte hablar. También médicos. Y curanderos
que creen que pueden ayudarte. Homeópatas. Terapeutas alternativos. Incluso
brujos.
—Ben, Claire fue mi mejor amiga durante años —dije—.
Reconocí su voz. —Me miró con cara de derrota—. Habéis mantenido el contacto,
¿verdad? —Advertí que estaba abriendo y cerrando la mano derecha—. ¿Ben?
Me miró. Tenía la cara colorada, la mirada vidriosa.
—De acuerdo —aceptó—. He hablado con Claire. Me pidió que la
mantuviera al corriente de tu estado. Hablamos cada dos o tres meses, aunque
solo brevemente.
—¿Por qué no me lo dijiste? —No respondió—. ¿Por qué, Ben?
—Silencio—. Simplemente decidiste que era mejor ocultármelo, ¿es eso? Fingir
que se fue a vivir a otro país, del mismo modo que finges que nunca escribí una
novela.
—Chris… —comenzó—. ¿Qué…?
—No es justo, Ben. No tienes ningún derecho a ocultarme esas
cosas, a mentirme simplemente porque es más fácil para ti.
—¿Más fácil para mí? —dijo, elevando la voz—. ¿Más fácil
para mí? ¿Crees que te dije que Claire vive en el extranjero porque era más
fácil para mí? Te equivocas, Christine, y mucho. Nada de esto es fácil para mí,
nada. No te cuento que escribiste una novela porque no soporto recordar lo
mucho que deseabas escribir otra ni ver tu dolor cuando comprendes que eso
nunca ocurrirá. Te conté que Claire vive en el extranjero porque no soporto
escuchar el dolor en tu voz cuando descubres que te abandonó, que dejó que te
pudrieras en aquel lugar, como todos los demás. —Esperó a que yo reaccionara—.
¿Te contó eso? —dijo en vista de que no lo hacía, y pensé que no, no me lo
había contado. De hecho, hoy he leído en mi diario que Claire me visitaba con
frecuencia.
Repitió la pregunta.
—¿Te contó eso? ¿Que dejó de ir a verte en cuanto se dio
cuenta de que a los quince minutos de marcharse te olvidabas por completo de
que existía? Oh, sí, te llama por Navidad para saber cómo estás, pero fui yo el
que permaneció a tu lado, Chris. Era yo el que iba a verte todos los días, el
que rezaba para que te recuperaras lo suficiente para poder sacarte de allí y
traerte aquí, a vivir conmigo en un lugar seguro. Yo. No te mentí porque era lo
más fácil para mí. Ni se te ocurra pensar eso. ¡Ni se te ocurra!
Recordé haber leído lo que el doctor Nash me había contado.
Le miré directamente a los ojos. No es cierto, pensé. No permaneciste a mi
lado.
—Claire me contó que te divorciaste de mí.
Se quedó clavado donde estaba. Luego dio un paso atrás, como
si le hubieran golpeado. Abrió la boca, la cerró. Tenía un aspecto casi cómico.
Finalmente dejó ir una palabra.
—Zorra.
Su rostro se llenó de ira. Pensé que se disponía a pegarme y
descubrí que me daba igual.
—¿Es cierto eso? —dije—. ¿Es cierto que te divorciaste de mí?
—Cariño…
Me levanté.
—¡Contesta! —espeté—. ¡Contesta! —Estábamos el uno frente al
otro. No sabía lo que Ben se disponía a hacer, no sabía qué deseaba que
hiciera. Lo único que sabía era que necesitaba que fuera sincero conmigo. Que
dejara de mentirme—. Solo quiero la verdad.
Dio un paso hacia mí y cayó de rodillas, buscando mis manos.
—Cariño…
—¿Te divorciaste de mí? ¿Es cierto, Ben? ¡Contesta! —Dejó
caer la cabeza. Luego la levantó y me miró con los ojos salidos, asustados—.
¡Ben! —grité, y rompió a llorar—. Claire también me habló de Adam. Me dijo que
tuvimos un hijo. Sé que está muerto.
—Lo siento, lo siento mucho —dijo—. Pensé que era lo mejor
para ti. —Y entre ahogados sollozos me prometió que me lo contaría todo.
La luz se había ido por completo, la noche había reemplazado
al crepúsculo. Ben encendió una lámpara y nos sentamos frente a frente dentro
de su círculo rosado, separados por la mesa del comedor. Delante teníamos una
pila de fotografías, las mismas que yo había estado mirando por la mañana. Cada
vez que Ben me pasaba una, contándome su origen, fingía sorpresa. Se entretuvo
con las fotos de nuestra boda —contándome lo maravilloso, lo especial que había
sido aquel día, explicándome lo preciosa que yo estaba— pero luego empezó a
ponerse nervioso.
—Yo nunca he dejado de amarte, Christine, tienes que creerme
—dijo—. Fue tu enfermedad. Tuviste que ingresar en ese lugar y yo… no podía… no
podía soportarlo. Habría hecho cualquier cosa por recuperarte, lo que fuera,
pero ellos no me dejaban… no me dejaban verte… decían que era lo mejor para ti…
—¿Quiénes? —pregunté—. ¿Quiénes lo decían? —No contestó—.
¿Los médicos?
Levantó la vista. Estaba llorando, tenía los ojos rojos.
—Sí —admitió—, los médicos. Dijeron que era lo mejor para
ti, el único camino… —Se apartó una lágrima—. Hice lo que me pidieron. Ojalá no
lo hubiera hecho. Ojalá hubiera peleado por ti. Fui un débil y un idiota. —Su
voz se redujo a un susurro—. Es cierto que dejé de ir a verte, pero lo hice por
tu propio bien. Aunque casi me mata, lo hice por ti, Christine. Tienes que
creerme. Tú, y nuestro hijo. Pero nunca me divorcié de ti. En realidad no, aquí
dentro no. —Me cogió la mano y la apretó contra su camisa—. Aquí dentro siempre
hemos estado casados, siempre hemos estado juntos. —Sentí el algodón caliente,
humedecido por el sudor. Los rápidos latidos de su corazón. Amor.
He sido una estúpida, pensé. Me he permitido creer que Ben
hizo esas cosas para hacerme daño cuando en realidad las hizo por amor. No
debería condenarle. Debería tratar de entenderle.
—Te perdono —dije.
Jueves, 22 de noviembre
Hoy, cuando me desperté, abrí los ojos y vi a un hombre
sentado en una silla, en la habitación en la que me encontraba. Estaba muy
quieto. Observándome. Esperando.
No me asusté. No sabía quién era, pero no me asusté. Una
parte de mi ser sabía que no había peligro. Que ese hombre tenía derecho a
estar ahí.
—¿Quién eres? —le pregunté—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Me lo contó. No sentí pánico, ni incredulidad. Lo entendí.
Entré en el cuarto de baño y me enfrenté a mi reflejo como si fuera un familiar
largo tiempo olvidado, o el fantasma de mi madre. Con cautela. Con curiosidad.
Me vestí, adaptándome a las nuevas dimensiones e inesperados comportamientos de
mi cuerpo, y a renglón seguido desayuné con la vaga idea de que en otros
tiempos había habido tres cubiertos en la mesa. Despedí a mi marido con un beso
y no me pareció fuera de lugar. Luego, sin saber por qué, abrí la caja de
zapatos del ropero y dentro encontré este diario. Enseguida supe qué era. Lo había
estado buscando.
La verdad sobre mi situación se halla ahora más cerca de la
superficie. Es posible que un día me despierte siendo consciente de ella. Las
cosas empezarán entonces a adquirir sentido. Así y todo, sé que nunca seré
normal. Mi pasado está incompleto. Son muchos los años que han desaparecido sin
dejar rastro. Hay cosas sobre mí, sobre mi historia, que nadie puede contarme.
Ni el doctor Nash —quien me conoce únicamente por lo que le he explicado, por
lo que ha leído en mi diario y por lo que pone en mi expediente— ni Ben. Cosas
que sucedieron antes de conocerle. Cosas que sucedieron después pero decidí no
contarle. Secretos.
Existe, no obstante, una persona que quizá sepa. Una persona
que quizá pueda explicarme el resto de la verdad. A quién había ido a ver a
Brighton. La verdadera razón de que mi mejor amiga desapareciera de mi vida.
He leído este diario. Sé que mañana he quedado con Claire.
Viernes, 23 de noviembre
Estoy escribiendo esto en casa, el lugar que entiendo como
mi hogar, como el lugar al que pertenezco. He leído este diario de principio a
fin y he visto a Claire, y entre los dos me han contado todo lo que necesito
saber. Claire me ha prometido que ha regresado a mi vida y no volverá a
abandonarme. Delante tengo un sobre gastado con mi nombre escrito. Algo que me
completa. Mi pasado finalmente tiene sentido.
Mi marido no tardará en volver a casa y estoy deseando
verle. Le quiero. Ahora lo sé.
Escribiré esta historia y luego los dos juntos podremos
hacer que las cosas mejoren.
Hacía un día radiante cuando bajé del autobús. La luz estaba
envuelta por el frío azul del invierno, el suelo duro. Claire había dicho que
me esperaría en lo alto de la colina, «junto a los escalones que suben al
palacio». Así pues, doblé el papel donde había anotado las indicaciones y eché
a andar por la suave pendiente que circundaba el parque. Me llevó más tiempo
del previsto, y poco acostumbrada aún a las limitaciones de mi cuerpo, antes de
llegar arriba tuve que parar a descansar. Supongo que en otros tiempos estuve
en forma, pensé. O por lo menos en mejor forma que ahora. Me pregunté si no
debería hacer algo de ejercicio.
El parque acogía una extensión de césped recién cortado
atravesada por senderos de asfalto y salpicada de papeleras y mujeres con
cochecitos. Noté que estaba nerviosa. No sabía qué esperar. ¿Cómo iba a
saberlo? En las imágenes que tengo de ella, Claire viste básicamente de negro.
Tejanos y camisetas. La visualizo con unas botas pesadas y una gabardina. O con
una larga falda, hecha de un material desteñido que supongo podría describirse
como «vaporoso». Suponía que ninguno de esos estilos la representaba ahora —no
con nuestra edad actual— pero ignoraba por qué habían sido reemplazados.
Miré mi reloj. Era pronto. Me dije que Claire siempre llegaba
tarde y al instante me pregunté cómo sabía eso, qué residuo de mi memoria me lo
había recordado. Hay tanto justo debajo de la superficie, pensé. Tantos
recuerdos nadando como pececillos en un arroyo poco profundo. Decidí esperarla
en uno de los bancos.
Sobre la hierba se proyectaban sombras largas y perezosas. A
lo lejos, por encima de los árboles, asomaban hileras de casas en un
apiñamiento claustrofóbico. De pronto caí en la cuenta de que uno de los
edificios que estaba mirando era la casa donde vivía ahora, indistinguible de
las demás.
Me imaginé encendiendo un cigarrillo y dándole una ansiosa y
larga calada. Reprimí el impulso de levantarme y ponerme a caminar. Estaba
nerviosa, muy nerviosa. Sin embargo, no había motivos. Claire había sido mi
amiga. Mi mejor amiga. No tenía de qué preocuparme. Con ella estaba a salvo.
La pintura del banco se estaba levantando y la pellizqué,
descubriendo un poco más la húmeda madera. Alguien había utilizado el mismo
método para dibujar unas iniciales cerca de donde yo me encontraba sentada,
envolverlas con un corazón y añadir una fecha. Cerré los ojos. ¿Alguna vez me
acostumbraré al sobresalto que me produce ver una confirmación del año en que
vivo? Inspiré hondo: hierba húmeda, perritos calientes, gasolina.
Sobre mi rostro se cernió una sombra. Abrí los ojos. Una
mujer se había detenido frente a mí. Era alta, de melena rojiza, y vestía
pantalón y pelliza. De la mano llevaba un niño con una pelota de plástico
encajada en la curva del codo.
—Lo siento —dije, desplazándome para dejarles sentar, pero
la mujer me sonrió.
—¡Chrissy! —exclamó. Era la voz de Claire. Inconfundible—.
¡Chrissy, cariño, soy yo! —Miré al niño y luego la miré a ella. La piel de su
rostro estaba arrugada en zonas donde en otros tiempos debió de estar tersa, y
sus ojos tenían una caída que no aparecía en mi imagen mental, pero no había
duda de que era ella—. Señor, no imaginas lo preocupada que me tenías. —Empujó
al niño hacia mí—. Te presento a Toby.
El niño me miró.
—Vamos, dile hola.
Por un momento pensé que Claire me estaba hablando a mí,
pero el muchacho dio entonces un paso al frente. Sonreí. Únicamente pensé ¿Es
Adam?, pese a saber que no podía serlo.
—Hola —dije.
Toby arrastró los pies y farfulló algo que no alcancé a
entender. Luego se volvió hacia Claire y preguntó:
—¿Puedo irme a jugar?
—Donde pueda verte, ¿de acuerdo? —Le acarició el pelo y el
pequeño echó a correr hacia el parque.
Me levanté y me volví hacia ella. Casi habría preferido ser
yo la que echara a correr, tan vasto era el abismo que sentía entre nosotras,
pero justo en ese momento Claire extendió sus brazos hacia mí.
—Chrissy, cariño —dijo, y las pulseras de plástico que
adornaban sus muñecas tintinearon—. Te he echado tanto de menos, tanto.
El peso que sentía se elevó de golpe y me hundí, sollozando,
en sus brazos.
Durante un brevísimo instante sentí que lo sabía todo sobre
ella, y todo sobre mí, como si una luz más brillante que el sol hubiera
iluminado el vacío alojado en el centro de mi alma. Un pasado —mi pasado—
parpadeó frente a mí, pero demasiado deprisa para poder apresarlo.
—Te recuerdo —dije—. Te recuerdo.
La luz se apagó y la oscuridad entró de nuevo.
Nos sentamos en el banco y, durante un rato, observamos en
silencio cómo Toby jugaba al fútbol con otros chicos. Estaba encantada de poder
conectar con mi desconocido pasado, pero entre nosotras había una tirantez que
no lograba sacudirme. En mi cabeza se repetía una frase. «Algo que ver con
Claire.»
—¿Cómo estás? —le pregunté al fin, y se echó a reír.
—Fatal. —Abrió el bolso y sacó un paquete de tabaco de
liar—. Tú no has vuelto aún, ¿verdad? —dijo, ofreciéndomelo, y negué con la
cabeza mientras tomaba nuevamente conciencia de que Claire sabía de mí mucho
más que yo misma.
—¿Qué te ocurre?
Se puso a liar un cigarrillo mientras señalaba con la cabeza
a su hijo.
—Pues que Tobes tiene TDAH. Ha estado en pie toda la noche
y, por tanto, también yo.
—¿TDAH? —dije.
Sonrió.
—Lo siento, supongo que es un término bastante nuevo.
Trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Tenemos que darle Ritalin,
pese a lo mucho que lo detesto, pero es la única manera. Hemos probado todo lo
demás, pero sin esa medicación es una auténtica bestia. Un horror.
Miré cómo Toby corría a lo lejos. Otro cerebro defectuoso,
jodido, en un cuerpo sano.
—¿Está bien, a pesar de ello?
—Sí —dijo con un suspiro. Colocó un papel sobre su rodilla y
lo cubrió de tabaco—. Pero a veces es tan agotador como un niño de dos años.
Sonreí. Sabía a qué se refería, pero solo en teoría. Yo
carecía de un punto de referencia, del recuerdo de cómo había sido Adam a la
edad de Toby o más pequeño.
—Toby parece muy pequeño —dije.
Claire rió.
—Lo que me estás diciendo es que yo soy muy mayor. —Pasó la
lengua por la parte engomada del papel—. La verdad es que lo tuve tarde. Estaba
tan segura de que no ocurriría que nos relajamos y…
—Oh. ¿Me estás diciendo que…?
Volvió a reírse.
—No lo llamaría un accidente, pero digamos que fue una
sorpresa. —Se llevó el cigarrillo a los labios—. ¿Te acuerdas de Adam?
La miré. Había girado la cabeza para proteger el mechero del
viento, de modo que no podía verle la expresión de la cara ni distinguir si se
trataba de un gesto evasivo.
—No —admití—. Hace unas semanas recordé que tenía un hijo y
desde que lo escribí tengo la sensación de que cargo con una pesada roca en el
pecho. Pero no, no recuerdo nada de él.
Lanzó una nube de humo azulado hacia el cielo.
—Es una pena —dijo—. Lo lamento de veras. Pero imagino que
Ben te enseña fotos. ¿No te ayuda eso?
Traté de calcular hasta dónde debía contarle. Parecía que
Claire y Ben hubieran estado en contacto, hubieran sido amigos, en otros
tiempos. Tenía que ser prudente, pero de todos modos sentía una necesidad cada
vez mayor de hablar y de oír la verdad.
—Me enseña fotos, sí, pero no tiene ninguna a la vista. Dice
que me afectan demasiado. Las tiene escondidas. —Estuve en un tris de añadir
«cerradas bajo llave».
Claire pareció sorprenderse.
—¿Escondidas? ¿En serio?
—Sí. Cree que me afectaría mucho tropezar de repente con una
foto de Adam.
Claire asintió con la cabeza.
—¿Porque es posible que no lo reconozcas, que no sepas quién
es?
—Supongo.
—Imagino que podría ocurrir. —Titubeó—. Ahora que ya no
está.
Ahora que ya no está, pensé. Lo dijo como si se hubiera
ausentado unas horas para llevar a su novia al cine o comprarse unos zapatos.
Pero la entendía. Entendía nuestro acuerdo tácito de no hablar de la muerte de
Adam. Todavía no. Entendía que Claire también quisiera protegerme.
No dije nada. En lugar de eso intenté imaginarme cómo debía
de ser ver a mi hijo cada día cuando la expresión «cada día» aún tenía sentido
para mí, antes de que cada día quedara cercenado del día previo. Traté de
imaginarme despertándome cada mañana sabiendo quién era Adam, pudiendo
planificar, pudiendo esperar con impaciencia la Navidad, su cumpleaños.
Esto es ridículo, pensé. Ni siquiera sé cuándo es su
cumpleaños.
—¿Te gustaría verle…?
El corazón me dio un vuelco.
—¿Tienes fotografías de Adam? ¿Podría…?
Me miró sorprendida.
—¡Claro! ¡Un montón! En casa.
—Me encantaría tener una.
—Por supuesto. Pero…
—Te lo ruego. Significaría tanto para mí.
Claire posó su mano en la mía.
—Naturalmente que sí. Te traeré una la próxima vez que nos
veamos, pero… —Un grito a lo lejos interrumpió sus palabras.
Miré hacia el parque. Toby estaba corriendo hacia nosotros,
llorando, mientras a su espalda el partido de fútbol seguía su curso.
—Mierda —farfulló Claire. Se levantó—. ¡Tobes! ¡Toby! ¿Qué
ha ocurrido? —El pequeño siguió corriendo—. Joder. Voy a ver qué le pasa.
Se acercó a su hijo y, agachándose, le preguntó qué le
sucedía. Bajé la vista hacia el suelo. El sendero estaba cubierto de musgo y
por el asfalto asomaban algunas briznas de hierba buscando la luz. Me sentía
contenta, no solo porque Claire fuera a darme una foto de Adam, sino porque
había dicho que lo haría la próxima vez que nos viéramos. A partir de ahora nos
veríamos con asiduidad. Caí en la cuenta de que cada vez que nos viéramos sería
como la primera. Qué ironía, pensé, esta tendencia mía a olvidar que no tengo
memoria.
También caí en la cuenta de que la forma en que hablaba de
Ben —con cierta nostalgia— me hacía pensar que la idea de que tuvieran una
aventura era ridícula.
Regresó.
—No es nada —dijo. Arrojó el cigarrillo al suelo y lo
aplastó con el tacón—. Un pequeño malentendido sobre quién es el propietario de
la pelota. ¿Caminamos un poco? —Asentí y se volvió hacia Toby—. ¡Cariño! ¿Un
helado?
Toby asintió y los tres echamos a andar hacia el palacio, él
cogido de la mano de su madre. Se parecen mucho, pensé. Tienen el mismo brillo
en los ojos.
—Me encanta este lugar —dijo Claire—. Tiene unas vistas
sumamente inspiradoras, ¿no crees?
Contemplé las casas grises moteadas de verde.
—Supongo. ¿Sigues pintando?
—Casi nada —dijo—. Ahora solo tonteo con la pintura. Tenemos
las paredes repletas de cuadros míos, pero, por desgracia, no salen de ahí.
Sonreí. No mencioné mi novela, aunque deseaba preguntarle si
la había leído y qué le había parecido.
—¿A qué te dedicas, entonces?
—Básicamente me ocupo de Toby —respondió—. Estudia en casa.
—Entiendo.
—No por una decisión personal, sino porque no lo quieren en
ningún colegio. Dicen que se alborota demasiado, que no pueden manejarle.
Miré a Toby. Parecía un niño tranquilo caminando de la mano
de su madre. Preguntó por su helado y Claire le dijo que lo tendría muy pronto.
Me costaba creer que fuera un niño difícil.
—¿Cómo era Adam? —le pregunté.
—¿De niño? Era un buen muchacho —dijo—. Muy educado. Y
obediente.
—¿Era yo una buena madre? ¿Era Adam feliz?
—No imaginas cuánto, Chrissy. Nunca un niño había sido tan
deseado. No lo recuerdas, ¿verdad? Estuviste mucho tiempo intentándolo. Tuviste
un aborto espontáneo bastante tarde y luego un embarazo extrauterino.
Prácticamente habías perdido la esperanza de volver a quedarte encinta cuando
llegó Adam. Tú y Ben no cabíais de gozo. Te encantaba estar embarazada. Para
mí, en cambio, fue una tortura. Me hinché como un maldito globo y sufría unas
náuseas horribles. Fue espantoso. Contigo fue diferente. Disfrutaste de cada
segundo. Durante todo el tiempo que lo llevaste en el vientre estuviste
radiante. Cada vez que entrabas en una habitación la llenabas de luz, Chrissy.
Sin dejar de andar, cerré los ojos y traté de recordarme, y
luego de imaginarme, embarazada. No conseguí ni una cosa ni otra. Miré a
Claire.
—¿Y después?
—¿Después? Después llegó el parto. Fue maravilloso. Ben
estuvo presente, como es lógico. Yo llegué en cuanto me fue posible. —Detuvo
sus pasos y se volvió hacia mí—. Fuiste una madre fantástica, Chrissy,
sencillamente fantástica. Adam era un muchacho muy feliz y muy querido. Tenía
todo lo que un niño podía desear.
Me esforcé por recordar mi maternidad, la infancia de mi
hijo, pero fue en vano.
—¿Y Ben?
Claire hizo una pausa.
—Ben era un padrazo. Adoraba a ese niño. Cada noche se daba
prisa en volver del trabajo para estar con él. Cuando Adam dijo su primera
palabra llamó a todo el mundo para contárselo. Y lo mismo cuando empezó a
gatear y cuando dio sus primeros pasos. En cuanto aprendió a caminar se lo
llevó al parque con una pelota. ¡Y las Navidades! ¡Cuántos juguetes! Creo que
ese es el único tema por el que os he visto discutir, por la cantidad de
juguetes que Ben le compraba a Adam. Te preocupaba que lo malcriara.
Noté una punzada de arrepentimiento, el impulso de
disculparme por haber intentando negarle algo a mi hijo alguna vez.
—Ahora le dejaría tener lo que quisiera —dije—. Si pudiera.
Me miró con tristeza.
—Lo sé, lo sé. Pero debería alegrarte saber que contigo
nunca le faltó de nada.
Seguimos caminando. En el sendero había estacionada una
furgoneta de helados y pusimos rumbo a ella. Toby empezó a tirar del brazo de
su madre. Claire se inclinó y le dio un billete de su monedero antes de dejarle
ir.
—¡Solo un helado! —gritó mientras se alejaba—. ¡Solo uno! ¡Y
espera a que te den el cambio!
Le observé correr hasta la furgoneta.
—Claire, ¿cuántos años tenía Adam cuando perdí la memoria?
Sonrió.
—Unos tres. Puede que cuatro recién cumplidos.
Sentí que me disponía a entrar en terreno desconocido.
Peligroso. Pero tenía que hacerlo. Tenía que descubrir la verdad.
—Mi médico me contó que fui atacada —dije. No contestó—. En
Brighton. ¿Qué estaba haciendo en Brighton?
Miré fijamente a Claire, estudiando la expresión de su cara.
Parecía que estuviera tomando una decisión, sopesando opciones, resolviendo qué
hacer.
—No lo sé con certeza —concluyó—. Nadie lo sabe.
Calló y nos quedamos un rato mirando a Toby. Por fin tenía
su helado y le estaba quitando el papel con cara de concentración. El silencio
se alargó. Si no digo algo, se hará eterno, pensé.
—Estaba teniendo una aventura, ¿verdad?
No percibí reacción alguna. Ni una inhalación, ni una
exclamación ahogada, ni una mirada de horror. Claire me estaba mirando con
expresión serena.
—Sí —dijo—. Estabas engañando a Ben.
No había emoción en su voz. Me pregunté qué pensaba de mí.
Ahora y entonces.
—Cuéntamelo —pedí.
—De acuerdo, pero vamos a sentarnos. Me muero por un café.
Caminamos hasta el edificio principal.
La cafetería hacía las veces de bar. Las sillas eran de
acero, las mesas sencillas. Estaba rodeada de palmeras, un toque de calidez
arruinado por el aire frío que se colaba cada vez que alguien abría la puerta.
Nos sentamos a una mesa cubierta de café derramado, la una delante de la otra,
calentándonos las manos con nuestras respectivas tazas.
—¿Qué ocurrió? —insistí—. Necesito saberlo.
—No es fácil de explicar —dijo Claire. Hablaba despacio,
como si estuviera caminando sobre un terreno pedregoso—. Supongo que comenzó
poco después de que tuvieras a Adam. Una vez pasada la ilusión inicial,
atravesaste una época muy dura. —Hizo una pausa—. Es muy difícil ver qué está
ocurriendo cuando te encuentras justo en medio de algo, ¿no crees? Solo la
sabiduría que aporta la experiencia nos permite ver las cosas como realmente
son. —Asentí sin comprender. Yo no puedo tener esa sabiduría. Continuó—.
Llorabas mucho. Creías que no estabas creando un vínculo afectivo con tu bebé.
En fin, lo normal. Ben y yo hacíamos lo posible por ayudarte, y también tu
madre cuando estaba, pero no era fácil. Y cuando lo peor pasó, la situación
seguía superándote. No conseguías volver a tu trabajo. Me llamabas en mitad del
día hecha polvo, diciendo que te sentías un fracaso. No como madre, porque
podías ver lo feliz que era Adam, sino como escritora. Pensabas que nunca
serías capaz de volver a escribir. Yo me presentaba entonces en tu casa y te
encontraba hecha una calamidad, llorando desconsoladamente. —Me pregunté qué
vendría a continuación, cuánto peor podía ser, cuando dijo—: Para colmo, tú y
Ben discutíais constantemente. Te molestaba lo fácil que él encontraba la vida.
Se ofreció a pagar a una niñera, pero…
—¿Pero?
—Le dijiste que era muy típico de él solucionar los
problemas con dinero. Llevabas algo de razón, pero… Puede que no estuvieras
siendo del todo justa.
Puede, pensé. Caí en la cuenta de que en aquel entonces
probablemente teníamos dinero; más del que teníamos después de que yo perdiera
la memoria, más del que supongo que tenemos actualmente. La de dinero que debió
de irse con mi enfermedad.
Traté de imaginarme discutiendo con Ben, cuidando del bebé,
intentando escribir. Visualicé biberones. A Adam aferrado a mi pecho. Pañales
sucios. Mañanas en que dar de comer a mi hijo y a mí eran las únicas
aspiraciones razonables que podía tener y tardes en que me encontraba tan
cansada que solo tenía ganas de dormir —algo para lo que aún faltaban horas— y
desistía de la idea de ponerme a escribir. Podía verlo todo y sentir cómo mi
resentimiento crecía lentamente.
No obstante, eran solo imágenes. No recordaba nada. Sentía
que la historia de Claire no tenía nada que ver conmigo.
—¿De modo que tuve una aventura?
Levantó la vista.
—En aquel entonces yo estaba libre y me dedicaba a pintar.
Me ofrecí a cuidar de Adam dos tardes por semana para que pudieras escribir.
Insistí en ello. —Me cogió las manos—. Fue culpa mía, Chrissy. Fui yo la que te
sugirió que fueras a un café.
—¿Un café?
—Pensé que sería una buena idea que salieras de casa, que
cambiaras de aires, que te alejaras de todo unas horas a la semana. Al cabo de
unas semanas empezaste a sentirte mejor. Se te veía más contenta, decías que la
novela iba bien. Comenzaste a ir al café casi a diario, y te llevabas a Adam si
yo no podía quedármelo. Luego reparé en que también habías cambiado tu manera
de vestir. Lo típico, pero en aquel momento no supe verlo. Pensé que se debía
sencillamente al hecho de que te sentías mejor, más segura de ti misma.
Entonces Ben me telefoneó una noche. Creo que había estado bebiendo. Dijo que
discutíais más que nunca y que no sabía qué hacer. Y que ya no teníais sexo. Le
dije que probablemente fuera por el bebé, que probablemente no tenía motivos
para preocuparse. Pero…
—Estaba viendo a otro hombre.
—Te lo pregunté. Al principio lo negaste, pero te dije que
no era idiota, y tampoco Ben. Discutimos y finalmente me contaste la verdad.
La verdad. Nada glamuroso, nada excitante. La verdad pura y
dura. Me había convertido en un cliché viviente, me estaba follando a alguien a
quien había conocido en un café mientras mi mejor amiga cuidada de mi hijo y mi
marido ganaba el dinero para pagar la ropa y la lencería que yo lucía para otro
hombre. Me imaginé las llamadas furtivas, las citas canceladas cuando surgía un
imprevisto y, los días que podíamos vernos, las sórdidas y patéticas tardes en
la cama con un hombre que durante un tiempo me había parecido mejor —¿más
interesante?, ¿más atractivo?, ¿mejor amante?, ¿más rico?— que mi marido. ¿Era
el mismo hombre al que había estado esperando en aquella habitación de hotel,
el hombre que acabaría por atacarme, por dejarme sin pasado y sin futuro?
Cerré los ojos. Un recuerdo fugaz. Manos agarrándome por el
pelo, rodeándome el cuello. Mi cabeza debajo del agua. Resoplando, llorando.
Recuerdo lo que estaba pensando en aquel momento. Quiero ver a mi hijo una
última vez. Quiero ver a mi marido. Nunca debí hacerle esto. Nunca debí
engañarle con este hombre. Nunca podré decirle lo mucho que lo siento. Nunca.
Abro los ojos. Claire me estaba apretando la mano.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Continúa —dije.
—No sé si…
—Continúa, te lo ruego. ¿Quién era él?
Suspiró.
—Me contaste que habías conocido a alguien que frecuentaba
el café. Un hombre agradable, dijiste. Atractivo. Intentaste evitarlo, pero no
pudiste.
—¿Cómo se llamaba? —le pregunté—. ¿Quién era?
—No lo sé.
—¡Tienes que saberlo! —espeté—. ¡Aunque solo sea su nombre!
¿Quién me hizo esto?
Me miró fijamente.
—Chrissy —dijo con calma—, nunca me desvelaste su nombre.
Solo me dijiste que le habías conocido en un café. Supongo que no querías que
conociera los detalles, por lo menos no más de los necesarios.
Sentí que otro retazo de esperanza se alejaba, arrastrado
por la corriente del río. Nunca sabría quién me hizo esto.
—¿Qué ocurrió?
—Te dije que creía que estabas cometiendo un error, que
además de pensar en Ben tenías que pensar en Adam. Te aconsejé que rompieras
con él, que dejaras de verle.
—Pero no te hice caso.
—Al principio, no. Tuvimos una discusión fuerte. Te dije que
me estabas poniendo en una situación muy difícil, que Ben también era mi amigo.
Me estabas pidiendo que le mintiera, como hacías tú.
—¿Qué ocurrió entonces? ¿Cuánto tiempo duró?
Tras un breve silencio, dijo:
—No lo sé, probablemente unas pocas semanas. Un día me
anunciaste que todo había terminado. Le habías dicho a ese hombre que no
podíais continuar, que lo vuestro había sido un error. Me dijiste que estabas
arrepentida, que te habías comportado como una estúpida, una insensata.
—¿Te estaba mintiendo?
—No lo sé. No lo creo. Tú y yo siempre nos decíamos la
verdad. —Sopló en su café—. Unas semanas después te encontraron en Brighton.
Ignoro por completo qué sucedió ese día.
Quizá fueran esas palabras —«Ignoro por completo qué sucedió
ese día»—, el hecho de comprender que probablemente nunca llegaría a saber por
qué fui agredida, lo que hizo que de mi garganta brotara un sonido extraño,
algo entre un grito ahogado y un aullido, el alarido de un animal herido. Traté
en vano de sofocarlo. Toby levantó la vista de su libro de colorear. La gente
de la cafetería se volvió para mirarme, para mirar a la chiflada amnésica.
Claire me cogió del brazo.
—¡Chrissy! —dijo—. ¿Qué te ocurre?
Estaba llorando. Temblaba y me costaba respirar. Lloraba por
todos los años que había perdido y por los que seguiría perdiendo entre hoy y
el día de mi muerte. Lloraba porque, pese a lo difícil que había sido para
Claire hablarme de mi aventura, de mi matrimonio, de mi hijo, mañana tendría
que volver a contármelo desde el principio. Pero, sobre todo, lloraba porque
todo eso me lo había buscado yo.
—Lo siento mucho —musité—. Lo siento.
Claire se levantó y rodeó la mesa para acuclillarse a mi
lado. Me rodeó los hombros y recosté mi cabeza en la suya.
—Tranquila, tranquila —dijo mientras yo seguía sollozando—.
No pasa nada, Chrissy, cariño. Ahora estoy aquí. Estoy aquí.
Salimos de la cafetería. Como molesto porque alguien
estuviera llamando la atención más que él, Toby había empezado a alborotarse
después de mi ataque. Arrojó sus libros de colorear al suelo, y también la taza
de plástico que contenía su zumo. Claire lo recogió todo y dijo:
—Necesito que me dé el aire. ¿Nos vamos?
Ahora estábamos sentadas en uno de los bancos que dominaban
el parque, con nuestras rodillas mirándose. Claire tenía mis manos entre las
suyas y las estaba acariciando como si quisiera calentarlas.
—¿Tenía…? —comencé—. ¿Tenía muchas aventuras?
Negó con la cabeza.
—En absoluto. Es cierto que en la universidad nos
divertíamos, pero no más que la mayoría. Y en cuanto conociste a Ben todo
aquello terminó. Siempre le fuiste fiel.
Me pregunté qué había tenido de especial el hombre del café.
Según Claire, yo le había contado que era agradable. Atractivo. ¿A eso se
reducía todo? ¿Tan superficial era yo?
Mi marido era agradable y atractivo, pensé. Ojalá hubiera
sabido valorar lo que entonces tenía.
—¿Sabía Ben que estaba teniendo una aventura?
—Al principio, no. No lo supo hasta que te encontraron. Fue
un golpe terrible para él, para todos nosotros. Creíamos que no sobrevivirías.
Más tarde, Ben me preguntó si sabía qué estabas haciendo en Brighton y se lo
conté. Tenía que hacerlo. Ya le había explicado a la policía todo lo que sabía.
No me quedó más remedio que contárselo también a Ben.
El sentimiento de culpa me atravesó de nuevo cuando pensé en
mi marido, el padre de mi hijo, intentando entender por qué su esposa
agonizante había aparecido tan lejos de casa. ¿Cómo pude hacerle eso?
—Pero te perdonó —continuó Claire—. Nunca te lo echó en
cara, nunca. Lo único que le importaba era que sobrevivieras y te pusieras
bien. Lo habría dado todo por eso. Todo. Era lo único que le importaba.
Sentí un arrebato de amor por mi marido. Real. Espontáneo.
Pese a todo lo sucedido, me había recogido, había cuidado de mí.
—¿Te importaría hablar con él? —dije.
Claire sonrió.
—¡En absoluto! Pero ¿de qué?
—Ben no me cuenta la verdad —confesé—. O, por lo menos, no
siempre. Está intentando protegerme. Me cuenta lo que cree que seré capaz de
afrontar, lo que cree que quiero oír.
—Ben no haría una cosa así. Te quiere. Siempre te ha
querido.
—Pues lo hace. Él no sabe que yo sé. No sabe que lo estoy
anotando todo. No me habla de Adam salvo cuando me acuerdo de él y le pregunto.
No me cuenta que me dejó. Me asegura que tú vives en la otra punta del mundo.
Cree que no soy capaz de afrontar la verdad. Ha tirado la toalla conmigo,
Claire. Tal vez antes fuera diferente, pero el caso es que ahora Ben ha tirado
la toalla conmigo. No quiere que vea a ningún médico porque piensa que no puedo
mejorar, pero he estado viendo a uno, Claire. Al doctor Nash. En secreto. Ben
no lo sabe.
Claire me estaba mirando muy seria. Parecía decepcionada.
Conmigo, supongo.
—Eso no está bien —dijo—. Deberías contárselo. Ben te
quiere. Él confía en ti.
—No puedo. No me reconoció que seguía en contacto contigo
hasta el otro día. Hasta entonces siempre me había contado que hacía años que
no hablaba contigo.
Su expresión de desaprobación cambió. Por primera vez podía
ver que estaba sorprendida.
—¡Chrissy!
—Es cierto —continué—. Yo sé que Ben me quiere, pero
necesito que sea sincero conmigo. En todo. Desconozco mi pasado y él es el
único que puede ayudarme. Necesito que me ayude.
—Entonces deberías hablar con él. Confía en Ben.
—¿Cómo quieres que confíe en Ben con todas las mentiras que
me ha contado? ¿Cómo?
Me apretó las manos.
—Chrissy, Ben te quiere. Lo sabes muy bien. Te quiere más
que a su vida. Siempre te ha querido.
—Sin embargo… —comencé, pero me interrumpió.
—Tienes que confiar en él, créeme. Si quieres solucionar las
cosas has de sincerarte con él. Háblale del doctor Nash. Háblale del diario que
estás escribiendo. Es la única manera.
En el fondo sabía que tenía razón, pero seguía dudando de
que fuera conveniente contarle lo de mi diario.
—Pero podría desear leer lo que he escrito.
Claire me escudriñó con la mirada.
—¿Acaso hay algo en ese diario que no quieres que él vea?
—No contesté—. ¿Lo hay, Chrissy?
Desvié la mirada. Nos quedamos calladas. Claire abrió
entonces su bolso.
—Chrissy, voy a darte algo —dijo—. Ben me lo dio cuando
decidió que debía dejarte. —Sacó un sobre y me lo tendió. Estaba arrugado, pero
conservaba el precinto—. Me dijo que dentro de este sobre lo explicaba todo. —Lo
observé detenidamente. Delante aparecía mi nombre escrito en mayúsculas—. Me
pidió que te lo diera si alguna vez juzgaba que estabas lo bastante recuperada
para leerlo. —Miré a Claire sintiendo varias emociones a un tiempo. Agitación,
y miedo—. Creo que ha llegado el momento de que lo leas.
Cogí el sobre y lo guardé en el bolso. Aunque ignoraba por
qué, no quería leerlo delante de Claire. Tal vez temiera que pudiera leer el
contenido en mi rostro y dejara de pertenecerme solo a mí.
—Gracias.
No me sonrió.
—Chrissy —dijo, mirándose las manos—, Ben tiene una razón
para contarte que me fui a vivir al extranjero. —Sentí que mi mundo empezaba a
cambiar, aunque no estaba segura de qué forma—. Tengo que explicarte por qué tú
y yo dejamos de vernos.
Lo supe al instante, sin necesidad de que hablara.
Simplemente lo supe. La pieza del rompecabezas que faltaba, la razón de que Ben
me hubiera abandonado, la razón de que mi mejor amiga hubiera desaparecido de
mi vida y de que mi marido me mintiera sobre los motivos. Había estado en lo
cierto. Todo este tiempo había estado en lo cierto.
—De modo que es verdad —dije—. Dios mío, es verdad. Te estás
viendo con Ben. Te estás tirando a mi marido.
Claire levantó la vista, horrorizada.
—¡No! —exclamó—. ¡No!
De repente ya no tuve ninguna duda. Quería gritar
«¡Embustera!», pero no lo hice. Me disponía a preguntarle de nuevo qué quería
contarme cuando vi que se retiraba algo del ojo. ¿Una lágrima? Lo ignoro.
—Actualmente, no —susurró, y volvió a mirarse las manos que
descansaban en su regazo—. Pero en otros tiempos, sí.
De todas las emociones que podría haber esperado sentir, el
alivio no era una de ellas. Y sin embargo eso fue lo que sentí, alivio. ¿Porque
Claire estaba siendo sincera? No estoy segura. Pero la rabia que debería haber
experimentado no estaba, y tampoco el dolor. Tal vez me alegraba notar una
pequeña punzada de celos, tener una prueba concreta de que quería a mi marido.
Puede que simplemente me aliviara saber que Ben también tenía una infidelidad
sobre sus hombros, que estábamos empatados.
—Cuéntamelo —susurré.
No levantó la vista.
—Siempre estuvimos muy unidos —dijo con voz queda—. Los
tres, quiero decir. Tú, Ben y yo. Pero entre él y yo nunca había habido nada,
tienes que creerme. Nunca. —Le insté a continuar—. Después de tu accidente hice
cuanto estuvo en mi mano por ayudar. Puedes imaginar lo increíblemente difícil
que la situación era para Ben, sobre todo en el aspecto práctico. Teniendo que
cuidar de Adam… Yo le ayudaba en todo lo posible. Pasábamos mucho tiempo juntos,
pero no nos acostábamos. En aquel entonces, no. Te lo juro, Chrissy.
—Entonces, ¿cuándo? —pregunté—. ¿Cuándo ocurrió?
—Justo antes de que te trasladaran a Waring House —dijo—.
Estabas muy mal y Adam estaba dando muchos problemas. Era una situación difícil.
—Desvió la mirada—. Ben había empezado a beber, no mucho, pero lo suficiente.
No podía con todo. Una noche regresamos de hacerte una visita. Acosté a Adam.
Ben estaba en el salón llorando. «No puedo», decía. «No puedo seguir con esto.
La quiero, pero esta situación me está matando.»
El viento sopló colina arriba. Frío. Cortante. Me ceñí el
abrigo.
—Me senté a su lado y…
Pude verlo todo. La mano en el hombro, después el abrazo.
Las bocas que se encuentran a través de las lágrimas, el momento en que el
sentimiento de culpa y la condición de que no se debe cruzar la línea ceden
ante el deseo y la certeza de que no se puede parar.
¿Y luego qué? Sexo. ¿Sobre el sofá? ¿En el suelo? No quiero
saberlo.
—¿Y?
—Lo siento. Nunca quise que ocurriera, pero ocurrió… y luego
me sentí fatal. Los dos nos sentimos fatal.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Qué?
—¿Cuánto tiempo duró?
Tras un titubeo, dijo:
—No lo sé. No mucho. Unas semanas. Lo… lo hicimos pocas
veces. Sabíamos que no estaba bien. Después nos sentíamos fatal.
—¿Qué ocurrió? —dije—. ¿Quién decidió romper?
Se encogió de hombros.
—Los dos —susurró—. Hablamos y decidimos que no podíamos
continuar. Decidí que tenía que alejarme de vosotros, que te lo debía a ti y a
Ben. Supongo que me sentía culpable.
Me asaltó un pensamiento espantoso.
—¿Fue entonces cuando Ben decidió dejarme?
—En absoluto, Chrissy —se apresuró a contestar—. Ni se te
ocurra pensar eso. Ben también se sentía fatal, pero no te dejó por mí.
No, pensé. Puede que no directamente, pero debiste de
recordarle todo lo que se estaba perdiendo.
La miré. No estaba enfadada. No podía estarlo. Si me hubiera
dicho que aún se acostaban, probablemente me habría sentido de otro modo. Pero
lo que acababa de contarme me parecía que pertenecía a otra época, a la
prehistoria. Me costaba creer que tuviera algo que ver conmigo.
Claire levantó la vista.
—Al principio mantuve el contacto con Adam, pero imagino que
en algún momento Ben le contó lo sucedido, porque un día me dijo que no quería
volver a verme, que no me acercara a él y tampoco a ti. Pero no podía, Chrissy,
sencillamente no podía. Ben me había dado la carta, me había pedido que
estuviera pendiente de ti, de modo que continué con mis visitas a Waring House.
Al principio cada dos o tres semanas, luego cada dos meses. Pero mis visitas te
alteraban terriblemente. Sé que mi comportamiento era egoísta, pero no podía
dejarte allí, sola. Seguí visitándote solo para asegurarme de que estabas bien.
—¿Y luego se lo contabas a Ben?
—No. No estábamos en contacto.
—¿Es por eso por lo que no vienes a verme a casa? ¿Porque no
quieres ver a Ben?
—No. Hace unos meses fui a verte a Waring House y me dijeron
que te habías ido, que estabas viviendo con Ben. Yo sabía que Ben se había
mudado de casa. Les pedí la dirección pero no quisieron dármela, alegando que
era información confidencial. Dijeron que te darían mi número de teléfono y que
si quería escribirte te harían llegar mis cartas.
—¿Me escribiste?
—Escribí a Ben. En la carta le decía que sentía mucho lo que
había sucedido y le rogaba que me dejara verte.
—¿Te dijo que no podías verme?
—No. Tú misma me escribiste una carta donde me contabas que
estabas mucho mejor y que eras feliz con Ben. —Dirigió la mirada al parque—.
Decías que no querías verme, que en algunos momentos recuperabas la memoria y
entonces descubrías que te había traicionado. —Se apartó una lágrima del ojo—.
Me decías que no querías verme nunca más. Que era preferible que nos
olvidáramos la una de la otra para siempre.
Me quedé helada. Traté de imaginarme lo enfadada que debía
de estar para escribir semejante carta, pero entonces caí en la cuenta de que a
lo mejor no lo estaba. En aquel entonces Claire no debía de existir
prácticamente para mí. Seguro que había olvidado nuestra amistad.
—Lo siento —dije. No podía imaginarme siendo capaz de
recordar su traición. Ben debió de ayudarme a escribir la carta.
Sonrió.
—No, no te disculpes. Tenías toda la razón. Así y todo,
nunca perdí la esperanza de que cambiaras de parecer. Quería verte, quería
contarte la verdad a la cara. —No dije nada—. No sabes cuánto lo siento.
¿Podrás perdonarme algún día?
Le cogí la mano. ¿Qué derecho tenía a estar enfadada con
ella? ¿O con Ben? Mi enfermedad había supuesto una carga enorme para los dos.
—Sí —dije—. Te perdono.
Nos marchamos al poco rato. Cuando llegamos al pie de la
cuesta, Claire se volvió hacia mí.
—¿Volveremos a vernos? —me preguntó.
Le sonreí.
—¡Espero que sí!
Parecía aliviada.
—No imaginas lo mucho que te he echado de menos, Chrissy.
Era cierto. No podía. Pero con ella y con este diario aún existía
una posibilidad de que pudiera reconstruir una vida que mereciera la pena ser
vivida. Pensé en la carta de Ben. Un mensaje del pasado. La última pieza del
rompecabezas. Las respuestas que necesitaba.
—Te llamaré —dijo Claire—. ¿Te parece bien a principios de
la próxima semana?
—Sí. —Me abrazó y mi voz se perdió en los rizos de su pelo.
Sentí que era mi única amiga, la única persona en la que podía confiar aparte
de Ben. Mi hermana. La estreché con fuerza—. Gracias por contarme la verdad
—dije—. Gracias por todo. Te quiero.
Cuando nos separamos y nos miramos, las dos estábamos
llorando.
* * *
Cuando llegué a casa me senté a leer la carta de Ben. Estaba
nerviosa —¿me contaría lo que necesitaba saber? ¿Entendería al fin por qué me
dejó?— pero también ilusionada. Tenía la certeza de que me lo contaría. Estaba
convencida de que con Ben y Claire tendría todo lo que necesitaba.
Querida Christine:
Esto es lo más difícil que he tenido que hacer en toda mi vida. Ya he
empezado con un cliché, pero sabes que no soy escritor —¡eso te lo dejo a ti!—
de modo que te pido perdón. Intentaré hacerlo lo mejor que pueda.
Para cuando leas esta carta ya estarás al corriente de todo. El caso es
que he decidido que debo dejarte. Me duele en el alma escribirte esto, y no
digamos pensarlo, pero he de hacerlo. He intentado por todos los medios
encontrar otra manera, pero sin éxito. Créeme.
Es preciso que comprendas que te quiero. Siempre te he querido y
siempre te querré. Me da igual lo que ha ocurrido, o por qué ha ocurrido. No hago
esto por venganza ni nada parecido. No he conocido a otra mujer. Durante el
tiempo que estuviste en coma me di cuenta de lo importante que eres para mí;
cada vez que te miraba me sentía morir. Y comprendí que no me importaba lo que
hubieras estado haciendo aquella noche en Brighton, ni con quién te hubieras
estado viendo. Solo quería que volvieras a mí.
Y así lo hiciste, y me sentí inmensamente dichoso. No imaginas lo feliz
que estaba el día que me dijeron que te hallabas fuera de peligro, que no ibas
a morir. Que no ibas a dejarme. A dejarnos. Adam era muy pequeño pero creo que
lo entendía todo.
Cuando nos dimos cuenta de que no recordabas lo sucedido, lo interpreté
como algo bueno. ¿Puedes creerlo? Ahora me avergüenzo de ello, pero en aquel
momento pensé que era lo mejor. Después, no obstante, nos dimos cuenta de que
estabas olvidando otras cosas. Poco a poco. Al principio solo fueron los
nombres de tus vecinos de habitación, de los médicos y de los enfermeros que te
trataban. Pero fuiste empeorando. Olvidaste qué hacías en el hospital, por qué
no te dejaban ir a casa conmigo. Se te metió en la cabeza que los médicos
estaban experimentando contigo. Un fin de semana que te llevé a casa no
reconociste nuestra calle, y tampoco nuestra casa. Tu prima vino a verte y no
tenías ni idea de quién era. Cuando te llevamos de vuelta al hospital ignorabas
por completo adónde íbamos.
Creo que fue entonces cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles.
Adorabas a Adam. Se veía en el brillo de tus ojos cuando llegábamos al
hospital. Adam echaba a correr hacia ti y se arrojaba a tus brazos, y tú lo
levantabas y lo reconocías al instante. Luego —lo siento Chris, pero he de
contarte esto— empezaste a creer que Adam no había estado contigo desde que era
un bebé. Cada vez que lo veías pensabas que era la primera vez desde que tenía
unos meses. Yo le pedía que te contara cuándo te había visto por última vez y
decía «Ayer, mamá» o «La semana pasada», pero tú no te lo creías. «¿Qué le has
estado contando?», me decías. «Eso es mentira.» Empezaste a acusarme de que te
tenía encerrada allí. Pensabas que otra mujer estaba criando a Adam como si
fuera su hijo mientras tú estabas en el hospital.
Un día llegué y no me reconociste. Te pusiste histérica. Agarraste a
Adam cuando yo no estaba mirando y echaste a correr hacia la salida. Supongo
que tu intención era rescatarle, pero Adam empezó a gritar. No entendía por qué
hacías eso. Me lo llevé a casa e intenté explicárselo, pero seguía sin
entenderlo. Empezó a tenerte miedo.
Pasó el tiempo y la situación empeoró. Un día llamé al hospital. Les
pregunté cuál era tu estado cuando yo no estaba, cuando Adam no estaba.
«Descríbanmela en estos momentos», les pedí. Dijeron que estabas tranquila,
contenta. Estabas sentada en una silla, al lado de tu cama.
—¿Qué está haciendo? —pregunté.
Me dijeron que estabas hablando con otra paciente, una amiga tuya. A
veces jugabais a las cartas.
—¿A las cartas? —dije. No podía creerlo. Me contaron que se te daban
muy bien las cartas. Cada día tenían que explicarte las reglas, pero después
ganabas a todo el mundo.
—¿Está contenta? —pregunté.
—Sí —dijeron—. Siempre está contenta.
—¿Se acuerda de mí? —dije—. ¿De Adam?
—No. Solo se acuerda de ustedes cuando vienen —respondieron.
Creo que en aquel momento supe que llegaría un día en que tendría que
dejarte. Te he encontrado un lugar donde podrás vivir el tiempo que necesites.
Un lugar donde puedes ser feliz. Porque serás feliz sin mí y sin Adam. No nos
conocerás, por lo que no nos echarás de menos.
Te quiero mucho, Chrissy. Quiero que eso te quede bien claro. Te quiero
más que a nada en este mundo. Pero debo dar a nuestro hijo la vida que se
merece. Pronto será lo bastante mayor para entender qué está pasando. No le
mentiré, Chris. Le explicaré la elección que he hecho. Le diré que aunque tenga
muchas ganas de verte, no puede hacerlo porque eso le afectaría enormemente.
Puede que me odie por ello. Que me lo reproche. Espero que no. Pero quiero que
él sea feliz. Y que tú seas feliz, aunque solo puedas encontrar esa felicidad
sin mí.
Ya llevas un tiempo en Waring House. Ya no sufres ataques de pánico.
Tienes una vida ordenada. Eso es bueno. Por tanto, ha llegado el momento de
irme.
Voy a darle esta carta a Claire. Le pediré que la guarde y te la enseñe
cuando estés lo bastante recuperada para leerla y comprenderla. Si la guardo
yo, no pararía de darle vueltas y no podría resistir la tentación de dártela la
semana que viene, o el mes que viene, o incluso el año que viene. Demasiado
pronto en cualquier caso.
No voy a negarte que aún abrigo la esperanza de que algún día podamos
volver a estar juntos. Cuando te hayas recuperado. Los tres. Una familia. He de
creer en esa posibilidad. He de creer si no quiero que la pena me mate.
No te estoy abandonando, Chris. Nunca te abandonaré. Te quiero
demasiado.
Créeme, esto es lo mejor que puedo hacer, lo único que puedo hacer.
No me odies. Te quiero.
Ben
* * *
Ahora vuelvo a leerla, y hecho esto doblo la hoja. Cruje
como si hubiera sido escrita ayer, pero el sobre donde la introduzco está blando,
tiene los cantos gastados, y un olor dulzón, como de perfume. ¿Acaso Claire la
llevaba siempre encima, en algún rincón de su bolso? ¿O la tenía guardada en un
cajón de su casa, fuera de su vista pero siempre presente? Esta carta ha
esperado muchos años el momento adecuado para ser leída. Años que he pasado sin
saber quién era mi marido, sin saber siquiera quién era yo. Años en que no
habría sido capaz de salvar el abismo entre nosotros porque era un abismo que
no sabía que existía.
Deslizo el sobre entre las páginas de mi diario. Estoy
llorando mientras escribo esto, pero no estoy triste. Lo comprendo todo. Por
qué Ben me dejó, por qué me ha estado mintiendo.
Porque me ha estado mintiendo. No me ha hablado de la novela
que escribí para que no me deprima el hecho de saber que no voy a escribir
otra. Me ha estado contando que mi mejor amiga se fue a vivir al extranjero
para protegerme del hecho de que los dos me traicionaron. Porque Ben no
confiaba en que les quisiera lo bastante para poder perdonarles. Me ha estado
contando que un coche me atropelló, que estoy así por un accidente, para que no
tenga que enfrentarme al hecho de que fui atacada y de que lo que me pasó fue
el resultado de un acto de odio feroz premeditado. Me ha estado contando que no
tuvimos hijos, no solo para protegerme del hecho de que mi único hijo está
muerto, sino de tener que experimentar cada día el dolor de su pérdida. Y no me
ha contado que, después de buscar durante años la forma de mantener unida a
nuestra familia, tuvo que aceptar que no podíamos estar juntos y llevarse a
nuestro hijo por el bien de su felicidad.
Quizá pensaba que nuestra separación sería para siempre
cuando escribió esta carta, pero puede que también abrigara la esperanza de que
no lo fuera. De lo contrario, ¿por qué escribirla? ¿Qué pensó cuando se sentó
en su casa, en nuestra casa, y empuñó un bolígrafo para intentar explicar a una
persona de quien no podía esperar que le entendiera por qué pensaba que no
tenía más remedio que abandonarla? «No soy escritor», decía, y sin embargo
encuentro que sus palabras son bellas y profundas. Parece que esté hablando de
otra persona y, sin embargo, en algún lugar de mi ser, bajo la piel y los
huesos, bajo los tejidos y la sangre, sé que no es así. Está hablando de mí y a
mí. A Christine Lucas. Su esposa enferma.
Mas no ha sido para siempre. Sus esperanzas se han cumplido.
Mi estado ha mejorado o Ben encontró la separación más dura de lo que pensaba y
fue a buscarme.
Todo me parece diferente ahora. La habitación donde me
encuentro se me antoja igual de ajena que esta mañana, cuando desperté y
tropecé con ella intentando dar con la cocina, desesperada por un vaso de agua,
desesperada por tratar de recordar qué había sucedido la noche antes, pero ya
no me parece impregnada de dolor y tristeza. Ya no me parece que simbolice una
vida que no me merece la pena vivir. Junto a mi hombro, el tictac del reloj ya
no solo marca las horas. Me habla. «Relájate», dice. «Relájate y acepta lo que
te venga.»
He estado equivocada. He cometido un error. Una vez, y otra,
y otra, quién sabe cuántas. Mi marido es mi protector, sí, pero también mi
amante. Y ahora soy consciente de que le quiero. Siempre le he querido, y si
tengo que aprender a quererle de nuevo cada día, lo haré.
Ben no tardará en llegar —ya puedo sentirlo de camino— y
cuando llegue se lo contaré todo. Le contaré que he visto a Claire —y al doctor
Nash y al doctor Paxton— y que he leído su carta. Le diré que comprendo por qué
hizo lo que hizo, por qué me dejó, y que le perdono. Le diré que sé lo de la
agresión pero que ya no necesito saber cómo sucedió, que ya no me importa saber
quién me hizo esto.
Y le diré que sé lo de Adam. Que sé lo que le pasó, y que
aunque la idea de afrontarlo cada día me aterre, es algo que debo hacer.
Debemos permitir que el recuerdo de nuestro hijo viva en esta casa, y en mi
corazón, por mucho dolor que ello me cause.
Y le hablaré de este diario, le contaré que finalmente soy
capaz de proporcionarme una historia, una vida, y se lo enseñaré si me pide
verlo. Y hecho esto podré seguir escribiendo, narrando mi historia, mi
autobiografía. Crearme a partir de la nada.
«Se acabaron los secretos», le diré a mi marido. «Te quiero,
Ben, y siempre te querré. Hemos sido injustos el uno con el otro. Perdóname,
por favor. Lamento haberte dejado todos esos años atrás para estar con otro
hombre, y lamento que no podamos saber con quién quedé en aquella habitación de
hotel, o lo que encontré en ella. Pero quiero que sepas que estoy decidida a
compensarte por ello.»
Y luego, cuando entre nosotros ya solo quede amor, podremos
empezar a buscar la forma de estar realmente juntos.
He llamado al doctor Nash.
—Quiero que nos veamos —le pedí—. Quiero que leas mi diario.
—Creo que se sorprendió, pero aceptó.
—¿Cuándo? —preguntó.
—La próxima semana —dije—. Ven a buscarlo la próxima semana.
Dijo que lo recogería el martes.
TERCERA PARTE
Hoy
Giro la página pero descubro que está en blanco. El relato
termina aquí. Llevo horas leyendo.
Estoy temblando y me cuesta respirar. Siento no solo que en
estas últimas horas he vivido toda una vida, sino que he cambiado. No soy la
misma persona que vio al doctor Nash esta mañana, que se sentó a leer este
diario. Ahora tengo un pasado. Conciencia de mí misma. Sé lo que tengo y lo que
he perdido. Me doy cuenta de que estoy llorando.
Cierro el diario. Me obligo a calmarme y el presente empieza
a recomponerse. La estancia donde estoy sentada. La taladradora que todavía
puedo oír en la calle. La taza de café, vacía, a mis pies.
Miro el reloj que tengo al lado y doy un respingo. Caigo en
la cuenta de que es el mismo reloj sobre el que he estado leyendo en el diario,
que estoy en esa misma sala de estar, que soy esa persona. Solo ahora me
percato de que la historia que he estado leyendo es mi historia.
Llevo el diario y la taza a la cocina. En la pared está la
misma pizarra blanca que he visto esta mañana, la misma lista de sugerencias en
mayúsculas, la misma nota añadida por mí: «¿Preparar la bolsa para esta
noche?».
La miro. Algo de ella me inquieta, pero no consigo averiguar
qué.
Pienso en Ben. Cuán difícil tiene que haber sido la vida
para él. No saber nunca con quién iba a despertarse. No saber nunca cuánto
recordaría, cuánto amor sería capaz de darle.
Pero ¿ahora? Ahora lo entiendo todo. Ahora sé lo suficiente
para que los dos podamos comenzar una nueva vida. Me pregunto si llegué a tener
con él la conversación que había planeado. Probablemente, teniendo en cuenta lo
convencida que estaba de que era lo mejor, pero no había escrito una sola línea
al respecto. De hecho, hace una semana que no escribo. Puede que le pasara mi
diario al doctor Nash antes de tener la oportunidad. Puede que no sintiera la
necesidad de escribir, ahora que había compartido mi diario con Ben.
Vuelvo a la primera página del diario. Ahí están, trazadas
con la misma tinta azul. Esas cuatro palabras escritas debajo de mi nombre: «No
confíes en Ben».
Cojo un bolígrafo y las tacho. De vuelta en la sala de estar
veo el álbum de recortes sobre la mesa. Sigue sin tener fotografías de Adam.
Tampoco Ben me habló de él esta mañana. Ni me enseñó el contenido de la caja de
metal.
Pienso en mi novela —Para los pájaros madrugadores—
y me quedo mirando el diario. ¿Y si me lo he inventado todo?, pienso
inopinadamente.
Me levanto. Necesito pruebas. Necesito encontrar una
conexión entre lo que he leído y lo que estoy viviendo, un indicio de que el
pasado sobre el que he estado leyendo no lo he inventado yo.
Me guardo el diario en el bolso y salgo al recibidor. El
perchero está ahí, al pie de la escalera, junto a unas zapatillas. Si subo,
¿encontraré el estudio, el archivador? ¿Encontraré la caja de metal gris en el
cajón inferior, escondido bajo la toalla? ¿Estará la llave en el cajón inferior
de la mesita de noche?
Y, de ser así, ¿encontraré a mi hijo?
Necesito saberlo. Subo los escalones de dos en dos.
El estudio es más pequeño de lo que imaginaba y está más
ordenado de lo que esperaba, pero ahí está el archivador de color gris plomo.
En el cajón inferior hay una toalla y, debajo, una caja. La
cojo. Me siento ridícula, pues estoy convencida de que la encontraré cerrada
con llave, o vacía.
Ni una cosa ni otra. Dentro encuentro mi novela. No el
ejemplar que me regaló el doctor Nash; no tiene el círculo de café en la tapa y
las hojas parecen nuevas. Probablemente sea un ejemplar que Ben ha guardado
todos estos años. Esperando el día en que sepa lo suficiente para poder tenerlo
nuevamente conmigo. Me pregunto dónde está mi ejemplar, el que me dio el doctor
Nash.
Saco la novela y debajo encuentro una foto. Ben y yo
sonriendo a la cámara, aunque con semblante triste. Parece reciente, mi cara
coincide con la que he visto hoy en el espejo y Ben tiene el mismo aspecto que
cuando se marchó esta mañana. Detrás se ve una casa, un camino de gravilla,
tiestos de lozanos geranios rojos. En el dorso de la foto alguien ha escrito
«Waring House». Debieron de hacérnosla el día que fue a recogerme para traerme
aquí.
Pero eso es todo. No hay más fotografías. Ninguna de Adam.
Tampoco las que he encontrado aquí otras veces y descrito en mi diario.
Seguro que hay una explicación, me digo. Tiene que haberla.
Rebusco entre los papales amontonados sobre la mesa: revistas, catálogos de software informático, una agenda
escolar con algunas clases subrayadas en amarillo. Un sobre cerrado que agarro
instintivamente, pero no contiene fotografías de Adam.
Bajo y me preparo una bebida caliente. Agua hirviendo, una
bolsita de té. No la dejes reposar mucho tiempo ni la estrujes con la cuchara o
extraerás demasiado ácido tánico y el té te quedará amargo. ¿Por qué recuerdo
eso y sin embargo no recuerdo haber dado a luz? Suena un teléfono en algún
lugar de la sala. Lo saco del bolso —no el que se abre, sino el que me dio mi
marido— y contesto. Ben.
—¿Christine? ¿Estás bien? ¿Estás en casa?
—Sí —dije—. Sí, gracias.
—¿Has salido hoy? —Su voz me resulta familiar, pero suena
fría. Pienso en la última vez que hablamos. No recuerdo que esta mañana me
mencionara que tenía una cita con el doctor Nash. Puede que, después de todo,
no sepa que estoy viendo al doctor Nash, pienso. O a lo mejor me está poniendo
a prueba para ver si se lo digo. Pienso en la nota escrita junto a la cita. «No
se lo cuentes a Ben.» Debí de escribirlo antes de saber que podía confiar en mi
marido.
Quiero confiar en él ahora. No quiero más mentiras.
—Sí —digo—. He ido a ver a un médico. —Guarda silencio—.
¿Ben?
—Sí, sí, te he oído —responde—. Perdona. —Reparo en la
ausencia de sorpresa. Eso significa que sabe que estoy viendo al doctor Nash—.
Estoy conduciendo y es un poco difícil hablar. Oye, solo quería asegurarme de
que te has acordado de preparar las bolsas. Nos vamos de…
—Claro —digo, y a continuación añado—: ¡Estoy impaciente! —Y
me doy cuenta de que es cierto. Nos hará bien salir de la ciudad, pienso. Puede
ser un nuevo comienzo para nosotros.
—No tardaré en llegar —dice—. ¿Puedes hacer lo posible por
tener las bolsas listas? Te ayudaré cuando llegue, pero estaría bien que
pudiéramos salir cuanto antes.
—Lo intentaré —prometo.
—Utiliza las dos bolsas que hay en el armario de la
habitación de invitados.
—De acuerdo.
—Te quiero —añade, y tras un largo instante, un instante
durante el cual él ya ha colgado, le digo que yo también le quiero.
* * *
Entro en el cuarto de baño. Soy una mujer adulta, me digo.
Tengo un marido. Un marido al que amo. Pienso en lo que he leído sobre el sexo.
Sobre el día que hicimos el amor. No había escrito que disfruté.
¿Soy capaz de disfrutar del sexo? Me percato de que ni
siquiera sé eso. Tiro de la cadena y me quito el pantalón, los calcetines, las
bragas. Me siento en el borde de la bañera. Mi cuerpo me resulta totalmente
extraño, desconocido. ¿Cómo puedo ser feliz entregándoselo a alguien si ni
siquiera lo siento como mío?
Echo el pestillo y separo las piernas. Ligeramente al
principio, un poco más después. Me levantó la blusa y miro. Veo las mismas
estrías que el día que recordé a Adam, el áspero rebujo de mi vello púbico. Me
pregunto si alguna vez lo afeito, si decido no hacerlo de acuerdo con mis
preferencias o con las de mi marido. Puede que esas cosas hayan dejado de
importar.
Ahueco una mano y la coloco sobre el monte de mi pubis. Mis
dedos descansan sobre los labios, separándolos ligeramente. Acaricio la punta
de lo que imagino es mi clítoris y aprieto, muevo suavemente los dedos,
experimento un leve cosquilleo. La promesa de una sensación más que la
sensación misma.
Me preguntó qué sucederá más tarde.
Las bolsas están donde Ben me ha dicho, en la habitación de
invitados. Son compactas, resistentes, una algo más grande que la otra. Las
llevo al dormitorio donde me he despertado esta mañana y las dejo sobre la
cama. Abro el cajón superior y veo mi ropa interior junto a la de Ben.
Elijo por los dos, calcetines gruesos para él, finos para
mí. Recuerdo lo que he leído sobre la noche que tuvimos sexo y caigo en la
cuenta de que en algún lugar debo de tener medias y ligueros. Me digo que
estaría bien encontrarlos ahora y llevármelos. Sería bueno para los dos.
Abro el ropero. Elijo un vestido, una falda y un tejano. Veo
la caja de zapatos que descansa en el suelo —donde supuestamente escondía mi
diario— ahora vacía. Me pregunto qué clase de pareja somos cuando hacemos
vacaciones. Si de noche vamos al restaurante o nos sentamos en un bar acogedor
y nos relajamos junto al calor de una chimenea. Me pregunto si caminamos, si
exploramos la ciudad y sus alrededores, o tomamos taxis para escoger
cuidadosamente los lugares. Hay cosas que todavía ignoro. Son las cosas que
tengo el resto de mi vida para descubrir. Para disfrutar.
Casi al azar elijo la ropa de los dos, la doblo y la guardo
en las bolsas. Mientras hago eso noto una sacudida, una descarga de energía, y
cierro los ojos. Tengo una visión brillante pero vaga. Al principio la veo
desenfocada, como si revoloteara fuera de mi alcance, y trato de abrir mi mente
para dejarla entrar.
Estoy delante de una maleta blanda, de piel gastada. Estoy
contenta. Me siento nuevamente joven, como una niña a punto de empezar sus
vacaciones, o como una adolescente preparándose para una cita y preguntándose
cómo irá, si me pedirá que vaya a su casa, si nos enrollaremos. Siento la
novedad, la expectación, la noto en la boca. La deslizo por mi lengua,
saboreándola, porque sé que no durará mucho. Abro los cajones, selecciono
blusas, medias, ropa interior. Excitante. Sexy. Ropa interior que una mujer se
pone para que se la quiten. Aparte de los mocasines que llevo puestos, guardo
en la maleta unos zapatos de tacón, los saco, los vuelvo a guardar. No me
gustan, pero esta es una noche para fantasear, para disfrazarse, para ser
alguien que no soy. Solo entonces me concentro en los artículos prácticos. Cojo
un neceser acolchado, de cuero rojo, e introduzco perfume, gel y pasta de
dientes. Esta noche quiero ponerme guapa para el hombre al que amo, para el
hombre que he estado tan cerca de perder. Añado sales de baño con olor a
azahar. En ese momento comprendo que estoy recordando la tarde que preparé la
maleta para ir a Brighton.
El recuerdo se esfuma. Abro los ojos. Entonces no podía
saber que estaba preparándome para el hombre que iba a arrebatármelo todo.
Sigo preparándome para el hombre que aún conservo.
Oigo un coche detenerse en el bordillo. Un motor que se
apaga. Una portezuela que se abre y luego se cierra. Una llave en la cerradura.
Es Ben.
Estoy nerviosa. Asustada. No soy la misma persona que dejó
esta mañana; he descubierto mi pasado. Me he descubierto a mí misma. ¿Qué
pensará cuando me vea? ¿Qué dirá?
Debo preguntarle si sabe lo de mi diario. Si lo ha leído y
qué piensa al respecto.
Me llama cuando cierra la puerta tras de sí.
—¿Christine? ¿Chris? Ya estoy en casa. —Su voz no suena
alegre. Parece agotado. Le digo que estoy en el dormitorio.
El primer peldaño cruje cuando acepta su peso, y oigo una
exhalación cuando se quita un zapato, y después el otro. Ahora se calzará las
zapatillas y vendrá a mi encuentro. Me produce una satisfacción súbita conocer
sus rituales —mi diario me ha introducido en ellos, aunque mi memoria no pueda—
pero cuando sube me invade otra emoción. Miedo. Pienso en lo que escribí en la
primera hoja de mi diario. «No confíes en Ben.»
Abre la puerta del dormitorio.
—¡Cariño! —dice.
Sigo sentada en el borde de la cama, con las bolsas a mi
espalda. Se queda en la puerta hasta que me levanto y extiendo los brazos.
Entonces se acerca y me besa.
—¿Qué tal el día? —le pregunto.
Se quita la corbata.
—Oh, no hablemos de eso. ¡Estamos de vacaciones!
Empieza a desabotonarse la camisa. Reprimo el impulso de
mirar hacia otro lado, me recuerdo que es mi marido, que le amo.
—He preparado las bolsas —digo—. Espero haber elegido bien.
No sabía qué querrías llevarte.
Se quita el pantalón y lo dobla antes de colgarlo en el
ropero.
—Seguro que has elegido bien.
—Como no sé adónde vamos, no sabía qué meter.
Se da la vuelta y creo percibir un destello de irritación en
sus ojos.
—Echaré un vistazo antes de subir las bolsas al coche, no te
preocupes. ¡Y gracias por haber empezado! —Se sienta en la silla del tocador y
se pone un tejano azul gastado. Reparo en la raya perfectamente planchada y mi
yo veinteañero no puede resistir el impulso de encontrarlo ridículo.
—Ben —digo—, ¿sabes dónde he estado hoy?
Me mira.
—Sí —responde—. Lo sé.
—¿Sabes lo del doctor Nash?
Me da la espalda.
—Sí, me lo has contado. —Puedo ver su reflejo en los espejos
del tocador. Tres versiones del hombre con el que me casé. El hombre que amo—.
Todo —dice—. Me lo has contado todo. Lo sé todo.
—¿Te molesta que nos veamos?
Continúa de espaldas a mí.
—Habría preferido que me lo hubieras consultado, pero no, no
me molesta.
—¿Y mi diario? ¿Sabes lo de mi diario?
—Sí, me lo contaste —responde—. Dijiste que te ayudaba.
Me asalta una duda.
—¿Lo has leído?
—No. Me dijiste que era privado. Jamás se me ocurriría
husmear en tus cosas.
—Pero ¿sabes lo de Adam? ¿Sabes que yo sé lo de Adam?
Advierto que se encoge ligeramente, como si mis palabras le
hubieran sido arrojadas con violencia. Me sorprende. Pensaba que se alegraría.
Que se alegraría de no tener que volver a hablarme de su muerte.
Me mira.
—Sí —dice.
—No hay fotos —protesto. Me pregunta a qué me refiero—. Hay
fotos por todas partes, pero ninguna de Adam.
Camina hasta la cama y se sienta a mi lado. Me coge la mano.
Ojalá dejara de tratarme como si yo fuera una mujer frágil y quebradiza. Como
si la verdad pudiera romperme.
—Quería darte una sorpresa. Introduce un brazo por debajo de
la cama y saca un álbum de fotos—. Las he puesto aquí.
Me tiende el álbum. Pesado y negro, encuadernado con algo
que intenta imitar el cuero sin conseguirlo. Cuando abro la tapa tropiezo con
una pila de fotografías.
—Quería montar el álbum para regalártelo esta noche —dice—,
pero no he tenido tiempo. Lo siento.
Miro las fotografías. Están desordenadas. Hay fotografías de
Adam de bebé y de niño. Deben de ser las de la caja de metal. Hay una que llama
especialmente mi atención. Un hombre joven sentado al lado de una mujer.
—¿Su novia? —le pregunto.
—Una de ellas —dice Ben—. Con la que estuvo más tiempo.
Es bonita, rubia, con el pelo corto. Me recuerda a Claire.
En la fotografía Adam está mirando directamente a la cámara y ríe mientras ella
le mira de reojo con una mezcla de regocijo y reproche en la cara. Hay
complicidad entre ellos, como si acabaran de compartir un chiste con la persona
situada detrás del objetivo. Parecen felices. Eso me alegra.
—¿Cómo se llamaba?
—Helen. Se llama Helen.
Me estremezco al percatarme de que he pensado en ella en
pasado, de que también a ella la he imaginado muerta. Un pensamiento se
revuelve en mi mente —si hubiera muerto ella en lugar de Adam— pero lo ahuyento
antes de que tome forma.
—¿Estaban juntos cuando él murió?
—Sí. Iban a prometerse.
Ella parece tan joven, tan espabilada, tan llena de
posibilidades. Todavía no es consciente del dolor que le aguarda.
—Me gustaría conocerla —digo. Ben me quita la foto y
suspira.
—Hemos perdido el contacto —dice.
—¿Por qué? —Ya lo he planeado todo en mi mente. Nos
apoyaríamos mutuamente. Nos comprenderíamos, compartiríamos algo, un amor que
traspasa todos los demás, no por nosotras sino por lo que hemos perdido.
—Discutíamos mucho —me explica Ben—. No era una relación
fácil.
Le miro. Me doy cuenta de que no quiere contármelo. El
hombre que escribió la carta, el hombre que creyó en mí y se ocupó de mí, y que
al final me amó lo suficiente para dejarme y más tarde volver a mi lado, parece
haberse desvanecido.
—¿Ben?
—Discutíamos mucho —repite.
—¿Antes o después de que Adam muriera?
—Antes y después.
La ilusión del apoyo es reemplazada por una profunda
inquietud. ¿Y si Adam y yo también discutíamos? Probablemente se habría puesto
del lado de su novia, no del de su madre.
—¿Estábamos unidos Adam y yo? —pregunto.
—Mucho, hasta que tuviste que ingresar en el hospital y
perdiste la memoria. Pero incluso entonces estabais unidos. Todo lo unidos que
podíais estar.
Siento sus palabras como un puñetazo en el estómago. Caigo
en la cuenta de que Adam era todavía muy pequeño cuando perdió a su madre por
culpa de la amnesia. En realidad nunca llegué a conocer a la prometida de mi
hijo; cada día que veía a Adam debía de ser como la primera vez.
Cierro el álbum.
—¿Podemos llevárnoslo? —digo—. Me gustaría seguir mirándolo
más tarde.
* * *
Tomamos el té que Ben ha preparado en la cocina mientras yo
terminaba de hacer las bolsas y nos dirigimos al coche. Compruebo que tengo el
bolso, y el diario todavía dentro. Ben ha añadido algunas cosas a su bolsa y se
ha traído la cartera de piel con que salió de casa esta mañana, así como dos
pares de botas de montaña que había en el fondo del armario. Me había quedado
observando desde la puerta cómo guardaba las cosas en el maletero y luego
esperé a que comprobara que todas las ventanas y puertas de la casa estaban
cerradas. Ahora le pregunto cuánto tiempo cree que durará el trayecto.
Se encoge de hombros.
—Depende del tráfico —dice—. No demasiado, una vez que
hayamos salido de Londres.
Una negativa a dar una respuesta disfrazada de respuesta. Me
pregunto si Ben se comporta siempre así. Me pregunto si tantos años contándome
siempre lo mismo han acabado por desgastarle, por hartarle hasta el punto de
que ya no se ve con fuerzas de explicarme nada.
Es un conductor prudente. Conduce despacio, mirando a menudo
el retrovisor y reduciendo la velocidad al más mínimo indicio de obstáculo.
Me pregunto si Adam conducía. Imagino que sí, si estaba en
el ejército, pero ¿conducía cuando no estaba de servicio? ¿Me recogía, recogía
a su madre inválida para llevarla a algún lugar que pensaba que podría
gustarle? ¿O pensaba que no merecía la pena, que el gozo que pudiera sentir en
ese momento desaparecería durante la noche, como nieve derritiéndose sobre un
tejado caliente?
Estamos en la autopista, saliendo de la ciudad. Ha empezado
a llover; los goterones se estampan contra el parabrisas y retienen brevemente
su forma antes de iniciar su rápido descenso por el cristal. Recogido entre las
nubes, el sol se pone a lo lejos, cubriendo el asfalto y el vidrio de un
resplandor naranja. Es bello y sobrecogedor, pero en mi interior estoy librando
una batalla. Desearía dejar de pensar en mi hijo como algo abstracto, mas no
puedo hacerlo sin un recuerdo concreto. Siempre regreso a la única verdad: que
no puedo recordarle y, por consiguiente, es como si nunca hubiera existido.
Cierro los ojos. Pienso en lo que he leído esta tarde sobre
nuestro hijo y una imagen estalla delante de mí: Adam de pequeño empujando el
triciclo azul por un sendero. Pero, pese a lo mucho que me maravilla, sé que no
es real. Sé que no estoy recordando un hecho, sino la imagen que esta tarde me
formé en mi mente mientras leía sobre él, y hasta eso es una evocación de un
recuerdo anterior. Recuerdos de recuerdos, que para la mayoría de la gente
abarcan años, décadas, y para mí apenas unas horas.
Ante la imposibilidad de recordar a mi hijo hago lo único
que consigue calmar mi agitada mente. No pensar en nada. Absolutamente en nada.
* * *
Olor a gasolina, denso y dulzón. Noto un dolor en el cuello.
Abro los ojos. A través de la neblina de mi aliento veo el parabrisas empapado
de lluvia y a lo lejos unas luces borrosas. Me doy cuenta de que he estado
dormitando. Estoy recostada contra el cristal, con la cabeza girada en un ángulo
incómodo. El coche está en silencio, el motor apagado. Miro por encima de mi
hombro.
Ben está sentado a mi lado, despierto, con la mirada clavada
en el parabrisas. No se mueve, ni siquiera parece haber reparado en que me he
despertado. Tiene el rostro inexpresivo, imposible de leer en la oscuridad. Me
vuelvo para ver qué está mirando.
A través del parabrisas vislumbro el capó del coche y,
detrás, una pequeña valla de madera débilmente iluminada por las farolas que
hay a nuestra espalda. Más allá de la valla solo se ve una negrura enorme y
misteriosa, en cuyo centro flota una luna llena y baja.
—Me encanta el mar —dice Ben sin volverse hacia mí, y
entonces caigo en la cuenta de que estamos parados en lo alto de un acantilado,
de que hemos alcanzado la costa—. ¿A ti no? —Se vuelve hacia mí. Tiene la
mirada increíblemente triste—. A ti te gusta el mar, ¿verdad, Chris?
—Sí —digo. Habla como si no supiera eso, como si nunca
hubiéramos estado en la costa, como si nunca hubiéramos salido juntos de fin de
semana. El miedo empieza a desperezarse dentro de mí pero lo sofoco. Trato de
estar aquí, en el presente, con mi marido. Trato de recordar todo lo que leí en
mi diario esta tarde—. Lo sabes muy bien, cariño.
Suspira.
—Lo sé. Antes te gustaba, pero ahora ya no lo sé. Has
cambiado con los años. Desde lo que te ocurrió. A veces no sé quién eres. Cada
mañana me despierto sin saber quién vas a ser.
No respondo. No se me ocurre nada que decir. Los dos sabemos
que es absurdo que intente defenderme, que le diga que se equivoca. Los dos
sabemos que soy la última persona que sabe cuánto cambio de un día para otro.
—Lo siento —digo.
Me mira.
—Oh, no pasa nada. No tienes por qué disculparte, sé que no
es culpa tuya. Nada de esto es culpa tuya. Me temo que he sido injusto contigo.
Solo estaba pensando en mí.
Se vuelve de nuevo hacia el mar. A lo lejos se vislumbra una
luz. Un barco en medio del oleaje. Una luz en un mar de empalagosa oscuridad.
Ben habla.
—Nos irá bien, ¿verdad, Chris?
—Naturalmente que sí —digo—. Este es un nuevo comienzo para
nosotros. Ahora cuento con mi diario y con la ayuda del doctor Nash. Estoy
progresando, Ben, lo sé. Estoy pensando en volver a escribir. No veo por qué no
debería hacerlo. Seguro que me hace bien. Además, Claire podría ayudarme ahora
que hemos recuperado el contacto. —Se me ocurre una idea—. Podríamos vernos los
tres, ¿no crees? Como en los viejos tiempos, como en la universidad. E incluir
a su marido. Creo que me dijo que tenía un marido. Podríamos hacer algo los
cuatro juntos. Sería genial. —Mi mente se desvía hacia las mentiras que he
leído, hacia las muchas razones que Ben me ha dado para no confiar en él, pero
me obligo a recuperar el hilo. A ser positiva—. Si nos prometemos que siempre
seremos sinceros el uno con el otro, todo irá bien.
Se vuelve hacia mí.
—Me quieres, ¿verdad?
—Claro.
—¿Y me perdonas por haberte dejado? No quería hacerlo, pero
no tuve elección. Lo siento mucho.
Le cojo la mano. La noto caliente y fría al mismo tiempo, y
algo húmeda. Intento arroparla entre mis manos pero él ni contribuye ni se
resiste a la acción. Su mano permanece inerte sobre su rodilla. La estrecho, y
solo entonces parece notar que se la he cogido.
—Ben, lo entiendo. Te perdono. —Le miro a los ojos. También
estos parecen apagados, sin vida, como si hubieran visto más horror del que
pueden soportar—. Te quiero.
Su voz se reduce a un susurro.
—Bésame.
Hago lo que me pide y cuando me aparto susurra:
—Otra vez. Bésame otra vez.
Le beso una segunda vez. Pero aunque me lo pide una tercera,
no puedo hacerlo. Nos quedamos contemplando el mar, la luna dibujada en el
agua, las gotas de lluvia del parabrisas reflejando la luz amarilla de los
faros de los coches que pasan. Los dos solos, con las manos cogidas. Juntos.
Tengo la sensación de que llevamos aquí horas. Ben está a mi
lado, escudriñando el agua como si buscara algo, una respuesta en la oscuridad.
Me pregunto por qué nos ha traído hasta aquí, qué espera encontrar.
—¿Realmente es nuestro aniversario? —le pregunto.
No responde. No parece que me haya oído. Le repito la
pregunta.
—Sí —contesta con voz queda.
—¿Nuestro aniversario de boda?
—No. El aniversario de la noche que nos conocimos.
Quiero preguntarle si no era su intención celebrarlo, porque
esto parece todo menos una celebración, pero me digo que sería una crueldad.
El tráfico de la carretera que transcurre a nuestra espalda
ha menguado, la luna se está elevando en el cielo. Empieza a preocuparme que
acabemos pasando la noche aquí, mirando el mar mientras fuera sigue lloviendo.
Finjo un bostezo.
—Tengo sueño —digo—. ¿Te importa que vayamos a nuestro
hotel?
Mira su reloj.
—No, claro —dice—. Lo siento. —Pone el coche en marcha—.
Ahora mismo vamos.
Respiro aliviada. Tengo ganas de dormir, y al mismo tiempo
me aterra.
La carretera de la costa desciende y se eleva al bordear las
afueras de un pueblo. A través del mojado parabrisas diviso, en la distancia,
las luces de una población de mayor tamaño. El tráfico de la carretera se hace
más denso y un puerto deportivo asoma a lo lejos con sus barcos amarrados, sus tiendas
y sus bares. Finalmente entramos en la ciudad. Todos los inmuebles a nuestra
derecha parecen hoteles, todos anuncian habitaciones libres en letreros blancos
zarandeados por el viento. Hay gente en las calles; o es más pronto de lo que
pensaba o es la clase de ciudad que no descansa de noche.
Dirijo la vista al mar. Un embarcadero inundado de luz, con
un parque de atracciones al fondo, se adentra en el agua. Vislumbro una caseta
abovedada, una montaña rusa, un tobogán gigante. Casi puedo oír las exclamaciones
y alaridos de los pasajeros cuando giran sobre el negro mar.
Una angustia a la que no puedo poner nombre comienza a
formarse en mi pecho.
—¿Dónde estamos? —pregunto. Sobre la entrada del embarcadero
diviso unas palabras escritas con unas luces blancas y brillantes, pero la
lluvia que empapa el parabrisas me impide distinguirlas.
—Ya hemos llegado —dice Ben doblando por una calle
secundaria y deteniéndose delante de una casa adosada. Sobre el baldaquín de
entrada hay un letrero que reza «Rialto Guest House».
Unos escalones conducen hasta la puerta y una elaborada
verja separa el edificio de la calzada. Junto a la puerta hay una pequeña
maceta agrietada que en otros tiempos debió de alojar un arbusto. Un miedo
intenso me encoge el estómago.
—¿Hemos estado antes aquí? —pregunto. Ben niega con la
cabeza—. ¿Estás seguro? Me resulta familiar.
—Estoy seguro —afirma—. Puede que en alguna ocasión nos
hayamos alojado en otro hotel de por aquí. Probablemente estés recordando eso.
Intento relajarme. Bajamos del coche. Junto a la casa de
huéspedes hay un bar. Al otro lado de sus ventanales diviso una multitud de
bebedores y una vibrante pista de baile al fondo. La música retumba,
amortiguada por el cristal.
—Primero nos registraremos y después vendré a buscar el equipaje.
¿De acuerdo?
Me ciño el abrigo. Sopla un viento frío ahora, y la lluvia
ha arreciado. Subo los peldaños corriendo y abro la puerta. En un letrero
pegado al vidrio leo: «Completo». Entro.
—¿Has reservado? —pregunto a Ben cuando me da alcance.
Estamos en un vestíbulo. Al fondo hay una puerta entornada
por la que se oye un televisor cuyo volumen compite con la música del bar
contiguo. No hay un mostrador de recepción, solo una campanita sobre una mesa
pequeña y un letrero que nos invita a tocarla para avisar de nuestra presencia.
—Naturalmente —contesta—. Tranquila. —Toca la campanita.
Durante unos instantes no ocurre nada, luego un hombre joven
sale de una habitación situada en la parte trasera de la casa. Es alto y
desgarbado, y advierto que, pese a lo grande que le va, lleva la camisa por
fuera. Nos saluda como si hubiera estado esperándonos, pero sin excesiva
cordialidad, y aguardo mientras él y Ben rellenan la ficha.
Es obvio que el hotel ha visto tiempos mejores. La moqueta
está gastada en algunas zonas y la pintura que rodea los marcos de las puertas
está llena de marcas y golpes. Frente al salón hay una puerta donde puede
leerse «Comedor» y, al fondo, otras puertas que imagino corresponden a la
cocina y las dependencias privadas de la persona que regenta el negocio.
—¿Le enseño su habitación? —dice el hombre alto cuando él y
Ben han terminado. Caigo en la cuenta de que me está hablando a mí; Ben ha
salido, supongo que a buscar el equipaje.
—Sí, gracias.
Me entrega una llave y subimos. En el primer rellano hay
varias habitaciones, pero las dejamos atrás y continuamos hasta el siguiente
piso. La casa parece encogerse a medida que subimos; los techos son más bajos,
los rellanos más estrechos. Pasamos junto a otra habitación y nos detenemos al
pie de un último tramo de escalones que imagino conduce a la última planta de
la casa.
—Su habitación está ahí arriba —me dice—. Es la única.
Le doy las gracias. El hombre se da la vuelta para bajar y
yo subo a nuestra habitación.
Abro la puerta. La habitación está a oscuras y es más grande
de lo que esperaba aquí, en el punto más alto de la casa. Al fondo puedo ver
una ventana por la que entra una luz grisácea que resalta la silueta de un
tocador, una cama, una mesa y un sillón. La música del bar de al lado ha quedado
reducida a un contrabajo sordo.
Me detengo en el umbral. El miedo me atenaza de nuevo. El
mismo miedo que experimenté fuera del hotel, pero más intenso. Se me hiela la
sangre. Algo pasa, aunque ignoro qué. Inspiro hondo pero no consigo llevar aire
suficiente a mis pulmones. Siento como si me estuviera ahogando.
Cierro los ojos con la esperanza de que la habitación tenga
otro aspecto cuando los abra, pero no cambia. Me embarga el pánico por lo que
pueda suceder cuando encienda la luz, como si ese sencillo gesto pudiera
provocar el desastre, el fin de todo.
¿Qué ocurriría si dejara la habitación a oscuras y regresara
al vestíbulo? Podría pasar tranquilamente por delante del hombre alto y
desgarbado, continuar pasillo abajo, pasar incluso por delante de Ben si fuera
necesario, y marcharme del hotel.
Pensarían que me he vuelto loca, naturalmente. Saldrían a
buscarme y me traerían de vuelta. ¿Y qué les contaría entonces? ¿Que la mujer
que no recuerda nada tuvo un presentimiento, una sensación que no le gustó?
Pensarían que soy idiota.
Estoy con mi marido. He venido aquí para reconciliarme con
él. A su lado estoy a salvo.
Así pues, le doy al interruptor.
Mis ojos se ajustan a la luz y finalmente veo la habitación.
Es corriente. No hay nada tenebroso en ella. La moqueta es de color gris claro
y las cortinas y las paredes floreadas, aunque de estampados diferentes. El
tocador, algo destartalado, tiene tres espejos, y en la pared de encima, el
cuadro descolorido de un pájaro. El sillón es de mimbre, con un cojín también
floreado, y la colcha de la cama es de color naranja, con un diseño de rombos.
Imagino la decepción que debe de llevarse la gente que
reserva esta habitación para sus vacaciones, pero aunque Ben la ha reservado
para las nuestras, no estoy decepcionada. Estoy asustada.
Cierro la puerta tras de mí e intento calmarme. Esto es
absurdo. Estoy paranoica. He de entretenerme con algo. Mantenerme ocupada.
En la habitación hace frío y una ligera corriente de aire
mece las cortinas. La ventana está abierta y me acerco para cerrarla, pero
antes miro afuera. Estamos muy arriba; las farolas nos quedan muy lejos, cada
una con una gaviota silenciosa encaramada en lo alto. Barro las azoteas con la
mirada, contemplo la fría luna suspendida en el cielo y el mar en la distancia.
Diviso el embarcadero, el tobogán gigante, el parpadeo de sus luces.
Y entonces las veo. Las palabras que coronan la entrada del
embarcadero. «Brighton Pier.»
Pese al frío, y aunque he empezado a temblar, noto que una
gota de sudor se forma en mi frente. Ahora lo entiendo. Ben me ha traído a
Brighton, al lugar de mi tragedia. Pero ¿por qué? ¿Acaso cree que tengo más
probabilidades de recordar lo que me ocurrió si regreso a la ciudad donde me
fue arrebatada la vida? ¿Cree que así recordaré quién me hizo esto?
Recuerdo haber leído que el doctor Nash me propuso en una
ocasión venir aquí y me negué en redondo.
Oigo pasos en la escalera, voces. El hombre alto acompañando
a Ben hasta aquí, imagino, hasta nuestra habitación. Subiendo juntos el
equipaje, doblando por los estrechos rellanos. Ben no tardará en llegar.
¿Qué debo decirle? ¿Que se equivoca? ¿Que venir aquí no
servirá de nada? ¿Que quiero irme a casa?
Me dirijo a la puerta. Ayudaré a entrar las bolsas, luego
las desharé, nos acostaremos y mañana…
Mañana no recordaré nada, comprendo. Eso es lo que Ben debe
de llevar en la cartera. Fotografías. Y el álbum de recortes. Tendrá que
utilizar todo lo que tenga a mano para explicarme una vez más quién es y dónde
estamos.
Me pregunto si me he traído el diario y recuerdo que lo
guardé en el bolso. Intento tranquilizarme. Esta noche lo pondré debajo de mi
almohada y mañana lo descubriré y lo leeré. Todo irá bien.
Puedo oír a Ben en el rellano. Está hablando del desayuno
con el hombre alto.
—Lo más seguro es que lo queramos en la habitación —le oigo
decir.
Una gaviota grazna frente a la ventana, sobresaltándome.
Camino de la puerta lo veo. A mi derecha. Un cuarto de baño
con la puerta abierta. Una bañera, un retrete, un lavamanos. Mas es el suelo lo
que atrae mi atención, lo que me llena de pavor. Tiene un dibujo inusual:
baldosas blancas y negras dispuestas en diagonal.
Se me cae la mandíbula. Me paralizo. Creo oírme gritar.
No hay duda. Reconozco ese dibujo.
No he reconocido únicamente Brighton.
Yo he estado antes aquí. En esta habitación.
La puerta se abre. No digo nada cuando Ben entra, pero mi
mente no puede parar de pensar. ¿Es esta la habitación donde fui atacada? ¿Por
qué no me dijo que veníamos aquí? ¿Cómo ha podido pasar de no querer hablarme
de la agresión a traerme a la habitación donde sucedió?
Veo al hombre alto detenido justo delante de la habitación.
Quiero llamarle, pedirle que se quede, pero se da la vuelta para marcharse y
Ben cierra la puerta. Nos hemos quedado solos.
Me mira.
—¿Estás bien, cielo? —pregunta.
Asiento con la cabeza y digo que sí, pero siento como si me
hubieran arrancado la palabra de la boca. Noto que el odio se abre paso en mi
estómago.
Me coge del brazo, apretándome la carne con más fuerza de la
necesaria. Una pizca más y protestaría, una pizca menos y dudo que lo notara.
—¿Estás segura?
—Sí —respondo. ¿Por qué hace esto? Por fuerza ha de saber
dónde estamos, lo que esto significa. Por fuerza ha tenido que planearlo—. Un
poco cansada, eso es todo.
Entonces caigo en la cuenta de algo. El doctor Nash. Seguro
que tiene algo que ver con esto. ¿Por qué si no decidiría Ben traerme ahora
aquí, después de todos estos años, cuando hubiera podido hacerlo antes?
Debieron de ponerse en contacto. Puede que Ben le llamara
cuando le conté lo de nuestras reuniones. Seguramente lo planearon en algún
momento de la semana pasada, la semana de la que no sé nada.
—¿Por qué no te tumbas? —sugiere Ben.
—Sí, será lo mejor —me oigo responder.
Me vuelvo hacia la cama. Tal vez hayan estado en contacto
todo este tiempo. Puede que el doctor Nash me haya mentido con respecto a todo.
Me lo imagino marcando el número de Ben después de despedirse de mí, hablándole
de mis progresos, o de la ausencia de ellos.
—Buena chica —dice Ben—. Me habría gustado traer champán.
Creo que saldré a comprar una botella. Me parece que hay una tienda aquí cerca.
—Sonríe—. Regreso enseguida.
Me vuelvo hacia él y me besa. El beso se alarga. Frota sus
labios contra los míos, desliza una mano hasta mi pelo, me acaricia la espalda.
Reprimo el impulso de apartarme. Su mano desciende y se detiene en la orilla de
mi nalga. Trago saliva.
No puedo confiar en nadie. Ni en mi marido ni en el hombre
que asegura que me está ayudando. Han estado conspirando a mi espalda,
planeando este día, el día en que han decidido que debo hacer frente a mi
terrible pasado.
«¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven?»
—De acuerdo —digo. Ladeo ligeramente la cara, le empujo con
delicadeza para que me suelte.
Se da la vuelta y sale de la habitación.
—Echaré la llave —dice, cerrando la puerta tras de sí—. Toda
prudencia es poca…
Oigo el giro de la llave y me entra el pánico. ¿Realmente ha
ido a comprar champán? ¿O ha quedado con el doctor Nash? No puedo creer que me
haya traído engañada a esta habitación. Otra mentira que añadir a todas las
demás. Le oigo bajar.
Retorciéndome las manos, me siento en el borde de la cama.
Soy incapaz de calmar mi mente, de concentrarla en una única idea. Los
pensamientos van de un lado a otro, como si en una mente desprovista de memoria
cada idea tuviera espacio de sobra para crecer y moverse a su antojo, para
chocar con otras ideas, provocando una lluvia de chispas antes de desaparecer.
Me levanto. Estoy furiosa. No soporto la idea de que Ben
regrese, me sirva champán, se meta en la cama conmigo. Tampoco soporto la idea
de sentir su piel junto a mi piel, o de que sus manos me toqueteen durante la
noche, estrujándome, instándome a entregarme. ¿Cómo pretende que lo haga cuando
no hay un yo que entregar?
Haría cualquier cosa, me digo. Cualquier cosa menos eso.
No puedo quedarme aquí, en la habitación donde me lo
arrebataron todo, donde me destrozaron la vida. Intento calcular el tiempo de
que dispongo. ¿Diez minutos? ¿Cinco? Me acerco a la bolsa de Ben y la abro. No
sé por qué, no estoy pensando en un motivo, solo en que debo hacer algo
mientras Ben está fuera, antes de que regrese y las cosas vuelvan a cambiar.
Quizá intente dar con las llaves del coche, forzar la puerta y bajar a la
calle. Aunque ni siquiera tengo la certeza de saber conducir, tal vez solo
pretenda intentarlo, subirme al coche e irme muy lejos de aquí.
O puede que esté buscando una foto de Adam; sé que están
ahí. Cogeré solo una y huiré. Correré y correré y cuando no pueda correr más
telefonearé a Claire, o a quien sea, le diré que no puedo soportarlo más y le
suplicaré que me ayude.
Hundo las manos en la bolsa. Toco metal, y plástico. Algo
blando. Y un sobre. Lo saco pensando que quizá contenga fotografías y me doy
cuenta de que es el sobre que encontré en el estudio de casa. Debí de guardarlo
mientras le preparaba la bolsa a Ben con la intención de recordarle que aún no
lo había abierto. Lo giro y veo que delante ha escrito la palabra «Privado».
Sin pensarlo dos veces lo desgarro y saco el contenido.
Papel. Hojas y hojas de papel. Las reconozco al instante. El
renglón azul, el margen rojo. Son como las hojas de mi diario.
Y en ese momento veo mi letra, y empiezo a entender.
No he leído toda mi historia. Hay más. Un montón de hojas
más.
Saco mi diario del bolso. No había reparado antes en ello,
pero después de la última hoja falta una sección entera. Las hojas han sido
cortadas con sumo cuidado, con un escalpelo o una cuchilla de afeitar, a ras de
lomo.
Cortadas por Ben.
Me siento en el suelo con las hojas delante. He aquí la
semana de mi vida que falta. Comienzo a leer el resto de mi historia.
* * *
La primera entrada tiene fecha. Viernes, 23 de noviembre. El
día que vi a Claire. Debí de escribirla por la noche, después de hablar con
Ben. A lo mejor tuvimos la conversación que estaba barajando tener, después de
todo. «Estoy sentada», comienza, en el suelo del cuarto de baño de la casa
donde supuestamente amanezco cada mañana desde hace años. Tengo este diario
delante, este bolígrafo en la mano. Escribo porque no se me ocurre otra cosa que
hacer.
Estoy rodeada de pañuelos de papel arrugados, empapados de lágrimas y
sangre. Cuando parpadeo lo veo todo rojo. La sangre gotea sobre mi ojo tan
deprisa que casi no me da tiempo de enjugarla.
Cuando me miré en el espejo descubrí que tenía un corte encima del ojo,
y otro en el labio. Cuando trago noto el sabor metálico de la sangre.
Quiero dormir. Encontrar un lugar seguro, cerrar los ojos y descansar,
igual que un animal.
Porque eso es lo que soy. Un animal que vive momento a momento, día a
día, tratando de entender el mundo en el que se encuentra.
El corazón me late a toda velocidad. Vuelvo a leer ese
párrafo, devolviendo constantemente la mirada hacia la palabra «sangre». ¿Qué
ha ocurrido?
Me precipito sobre el texto, mi mente tropieza con las palabras,
salto a trompicones de una línea a otra. Ignoro cuánto tardará Ben en volver y
no puedo correr el riesgo de que me quite estas hojas antes de que las haya
leído. Quizá no se me presente otra oportunidad.
Había decidido que lo mejor sería hablar con él después de cenar.
Comimos en la sala —salchichas con puré de patatas, el plato haciendo
equilibrios sobre las rodillas— y cuando terminamos le pedí que apagara la
tele. No le hizo gracia.
—Necesito hablar contigo —le dije.
En la estancia reinaba ahora un silencio abrumador, roto únicamente por
el tictac del reloj y el rumor tenue de la ciudad. Y mi voz hueca y vacía.
—Cariño —dijo Ben mientras dejaba su plato sobre la mesita de centro
que nos separaba. Un trozo de salchicha mordisqueado descansaba en el plato,
junto con un puñado de guisantes flotando en una salsa ligera—. ¿Va todo bien?
—Sí, va todo bien. —No sabía cómo continuar. Me miró con ojos
expectantes—. Tú me quieres, ¿verdad? —pregunté. Parecía que estuviera
intentando reunir pruebas, reafirmarme ante cualquier posible muestra de
desaprobación.
—Naturalmente que sí —dijo—. ¿De qué se trata? ¿Qué te ocurre?
—Yo también te quiero, Ben —repuse—, y entiendo tus razones para hacer
lo que has estado haciendo. Sé que has estado mintiéndome.
Lamenté mis palabras en cuanto las hube pronunciado. Vi que Ben se
encogía. Me miró con expresión herida.
—¿De qué estás hablando? —dijo—. Cariño…
No me quedaba más remedio que continuar. No podía escapar de la
corriente que había empezado a vadear.
—Sé que lo has estado haciendo para protegerme, pero esto no puede
seguir. Necesito saber.
—¿De qué estás hablando? Yo no te he mentido.
La rabia se apoderó de mí.
—Ben —dije—, sé lo de Adam.
En ese momento la cara le cambió. Le vi tragar saliva y desviar la
mirada hacia un rincón de la sala. Se apartó algo de la manga del jersey.
—¿Qué?
—Adam —repetí—. Sé que tuvimos un hijo.
Esperaba que me preguntara cómo lo había averiguado, pero caí en la
cuenta de que esta conversación no era nueva. Hemos pasado antes por esto, el
día que vi mi novela, y otros días en que también he recordado a Adam.
Vi que abría la boca para hablar, pero no quería oír más mentiras.
—Sé que murió en Afganistán —dije.
Cerró la boca y la abrió de nuevo, de manera casi cómica.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo contaste tú —dije—, hace unas semanas. Estabas comiendo una
galleta y yo estaba en el cuarto de baño. Cuando bajé te dije que había
recordado que habíamos tenido un hijo, e incluso su nombre, y entonces nos
sentamos y me contaste cómo murió. Me enseñaste unas fotografías que guardabas
arriba donde salíamos él y yo, y una carta que había escrito a Papá Noel… —La
pena volvió a invadirme y callé.
Ben me miraba atónito.
—¿Lo recordaste? ¿Cómo…?
—Llevo semanas escribiendo cosas. Todo lo que puedo recordar.
—¿Dónde? —dijo. Había empezado a elevar la voz, como si estuviera
enfadado, aunque yo no entendía por qué debería estarlo—. ¿Dónde has estado
escribiendo cosas? No entiendo nada, Christine. ¿Dónde has estado escribiendo
cosas?
—En un cuaderno.
—¿Un cuaderno? —El tono en que lo dijo hizo que sonara trivial, como si
hubiera estado utilizando el cuaderno para anotar números de teléfono o la
lista de la compra.
—Un diario —dije.
Se inclinó hacia delante, como si tuviera intención de levantarse.
—¿Un diario? ¿Desde cuándo?
—No lo sé exactamente. ¿Un par de semanas?
—¿Puedo verlo?
Me sentía enfadada e irritada. Estaba decidida a no enseñárselo.
—No —repliqué—, todavía no.
Se puso furioso.
—¿Dónde está? Enséñamelo.
—Ben, es personal.
—¡Personal! —gritó, escupiendo la palabra—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que es privado. No me sentiría cómoda dejándotelo leer.
—¿Por qué no? —preguntó—. ¿Has escrito sobre mí?
—Naturalmente que sí.
—¿Y qué has escrito? ¿Qué has dicho?
¿Qué podía responder? Pensé en todas las maneras en que le he
traicionado. En las cosas que le he dicho al doctor Nash, y que he pensado de
él. En lo mucho que he desconfiado de mi marido, en las cosas de las que le he
creído capaz. Pensé en las mentiras que le he dicho, en los días que he visto
al doctor Nash, y a Claire, y no se lo he contado.
—Muchas cosas, Ben. He escrito muchas cosas.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué has estado escribiendo cosas?
No podía creer que me estuviera haciendo esa pregunta.
—Porque quiero entender mi vida —dije—. Quiero ser capaz de relacionar
un día con el siguiente, como haces tú. Como hace el resto de la gente.
—Pero ¿por qué? ¿Acaso no eres feliz? ¿Es que ya no me quieres? ¿No
quieres estar aquí conmigo?
La pregunta me desconcertó. ¿Por qué pensaba que mi deseo de comprender
mi fragmentada vida significaba que quería cambiarla?
—No sé si soy feliz —admití—. ¿Qué es la felicidad? Creo ser feliz
cuando me despierto, aunque si me guío por esta mañana, también me siento
desconcertada. Pero no soy feliz cuando me miro al espejo y veo que tengo
veinte años más de los que creía, que tengo canas, y arrugas alrededor de los
ojos. No soy feliz cuando me doy cuenta de todos los años que he perdido, que
me han sido arrebatados. Así que supongo que una gran parte del tiempo no soy
feliz. Pero tú no tienes la culpa de eso. Yo soy feliz contigo. Te quiero. Te
necesito.
Vino a sentarse a mi lado.
—Lo siento —dijo, suavizando el tono—. Odio el hecho de que ese
accidente de coche nos arruinara la vida.
Noté que la rabia se apoderaba nuevamente de mí pero la contuve. No
tenía derecho a enfadarme con Ben; él no estaba al corriente de lo que yo había
descubierto.
—Ben —dije—, sé lo que ocurrió. Sé que no sufrí un accidente de coche.
Sé que fui agredida.
No reaccionó. Me miró sin alterar la expresión de su cara. Pensé que no
me había oído, hasta que dijo:
—¿Agredida?
—¡Ya basta, Ben! —espeté, elevando la voz. No pude evitarlo. Le había
dicho que estaba escribiendo un diario, que estaba reuniendo los detalles de mi
pasado, y aquí estaba él, empeñado en mentirme cuando era evidente que yo
conocía la verdad—. ¡Maldita sea, deja de mentirme! Sé que no sufrí un
accidente de coche. Sé qué fue lo que me pasó en realidad. Es absurdo que sigas
fingiendo que me sucedió otra cosa. Negarlo no nos lleva a ningún lado. ¡Tienes
que dejar de mentirme!
Se puso de pie. Me pareció enorme ahí delante, cernido sobre mí,
impidiéndome ver.
—¿Quién te lo ha contado? —inquirió—. ¿Quién? ¿La zorra de Claire? ¿Ha
estado soltando su lengua de arpía para llenarte la cabeza de embustes?
¿Metiendo las narices donde no le llaman?
—Ben… —comencé.
—Siempre me ha odiado. Haría cualquier cosa por ponerte contra mí. ¡Lo
que sea! Te está mintiendo, cariño. ¡Te está mintiendo!
—No fue Claire —dije, bajando la cabeza—. Fue otra persona.
—¿Quién? —gritó—. ¿Quién?
—He estado viendo a un médico —susurré—. Él me lo contó.
Me miró, completamente inmóvil, mientras el pulgar de su mano derecha
dibujaba lentos círculos en el nudillo del pulgar de su mano izquierda. Podía
sentir el calor de su cuerpo, oír sus lentas inspiraciones, retenciones,
exhalaciones. Cuando habló, lo hizo en un tono tan quedo que tuve que aguzar el
oído para entenderle.
—¿Un médico? ¿De qué estás hablando?
—El doctor Nash. Al parecer se puso en contacto conmigo hace unas
semanas. —Tuve la sensación de estar hablando de otra persona, no de mí.
—¿Y qué te dijo?
Traté de hacer memoria. ¿Había escrito nuestra primera conversación?
—No lo sé —admití—. No creo que anotara lo que me dijo.
—¿Fue él quien te animó a escribir?
—Sí.
—¿Por qué?
—Quiero ponerme bien, Ben.
—¿Y funciona? ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Te está medicando?
—No —dije—. Hemos estado haciendo pruebas y ejercicios. También me
hicieron un escáner…
El pulgar se detuvo en seco. Ben se volvió hacia mí.
—¿Un escáner? —preguntó, elevando de nuevo la voz.
—Sí. Una IRM. El doctor Nash dijo que podría ayudarme. Se trata de una
técnica que no existía cuando enfermé, o por lo menos no era tan sofisticada
como ahora.
—¿Dónde? ¿Dónde has estado haciendo esas pruebas? ¡Contesta!
Estaba empezando a aturdirme.
—En su consulta —repuse—. En Londres. El escáner también me lo hicieron
allí. No recuerdo dónde exactamente.
—¿Y cómo ibas? ¿Cómo logra alguien como tú llegar a la consulta de un
médico? —Su tono era apremiante—. ¿Cómo?
Traté de serenarme.
—Venía a recogerme en coche —respondí.
En su rostro apareció la decepción, luego la ira. En ningún momento
había querido que la conversación tomara este cariz, que se complicara de ese
modo.
Tenía que intentar explicarme.
—Ben… —comencé.
Lo que sucedió después me dejó desconcertada. Un gemido sordo,
profundo, brotó de su garganta y fue ganando fuerza hasta que, incapaz de
contenerse más, salió en forma de un sonido escalofriante, como uñas arañando
un cristal.
—¡Ben! —dije— ¡Qué te pasa!
Tambaleándose, me dio la espalda. Temí que estuviera sufriendo un
ataque de algo. Me levanté y le tendí una mano para que la utilizara de apoyo.
—¡Ben! —repetí, pero ignoró mi gesto.
Cuando se volvió de nuevo hacia mí tenía la cara colorada y los ojos
salidos. En las comisuras de sus labios había manchas de baba. Sus facciones
estaban tan deformadas que parecía que se hubiera puesto una máscara grotesca.
—¡Zorra estúpida! —espetó, abalanzándose sobre mí. Me estremecí. Su
cara se detuvo a unos centímetros de la mía—. ¿Cuánto hace que dura este lío?
—No…
—¡Contesta! ¡Contesta, puta! ¿Cuánto?
—¡No hay ningún lío! —exclamé. El pánico creció dentro de mí. Hizo una
lenta voltereta sobre la superficie y se sumergió—. ¡No hay ningún lío!
Podía oler la comida en su aliento. Carne, y cebolla. Me había
salpicado la cara de baba, los labios. Noté el gusto de su calor, de su ira
húmeda.
—Te estás acostando con él. No me mientas.
Tenía mis pantorrillas apretadas contra el borde del sofá. Intenté
desplazarme hacia un lado, pero Ben me agarró por los hombros y empezó a
zarandearme.
—No has cambiado —dijo—. Siempre has sido una zorra embustera. No sé
qué me hizo creer que conmigo serías diferente. ¿Qué has estado haciendo, eh?
¿Saliendo a escondidas cuando yo estaba en el trabajo? ¿O te lo has estado
trayendo aquí? A lo mejor habéis estado haciéndolo en el coche, aparcados en el
bosque, ¿sí?
Noté que sus dedos y sus uñas se clavaban en mi carne a través del
algodón de la blusa.
—¡Me haces daño, Ben! —grité, confiando en que eso le hiciera reaccionar—.
¡Suéltame!
Dejó de zarandearme y aflojó ligeramente la presión de los dedos. No
podía creer que el hombre que me tenía sujeta por los hombros con el rostro
deformado por la ira y el odio fuera el autor de la carta que me había
entregado Claire. ¿Cómo habíamos llegado a desconfiar tanto el uno del otro?
¿Cuánta incomunicación había tenido que hacer falta para llegar a este estado?
—No me estoy acostando con él —dije—. Me está ayudando a recuperarme
para que pueda llevar una vida normal aquí, contigo. ¿No es eso lo que quieres?
Empezó a lanzar raudas miradas por la estancia.
—¿Ben? —dije—. ¡Háblame! —Sus ojos se detuvieron en seco—. ¿Acaso no
quieres que me recupere? ¿No es eso lo que siempre has deseado y soñado?
—Empezó a sacudir la cabeza, a mecerla de lado a lado—. Yo sé que sí —dije—. Sé
que eso es lo que siempre has deseado. —Por mis mejillas rodaban lágrimas
calientes, pero seguí hablando a través de ellas, quebrada la voz por los
sollozos. Todavía me tenía agarrada por los brazos, pero ahora con suavidad.
Cubrí sus manos con las mías—. Vi a Claire —confesé—. Me dio tu carta, Ben, y
la he leído. Después de todos estos años, la he leído.
En la hoja hay una mancha. Un borrón de tinta, mezclada con
agua, que semeja una estrella. Debí de romper a llorar mientras escribía. Sigo
leyendo.
No sé qué esperaba que ocurriera. Quizá que Ben se arrojara a mis
brazos, llorando de alivio, y nos quedáramos así, abrazados en silencio, el
tiempo que hiciera falta para relajarnos, para sentir que volvíamos a estar
unidos. Después de eso nos sentaríamos y hablaríamos. Y tal vez yo subiría a
buscar la carta que Claire me había dado, y la leeríamos juntos, y
comenzaríamos el lento proceso de rehacer nuestras vidas basándonos en la
confianza mutua.
En lugar de eso, durante un instante pareció que todo se detenía. No
podía oír nuestra respiración, ni el tráfico de la calle. Ni siquiera el tictac
del reloj. Era como si la vida hubiera quedado en suspenso, inmóvil sobre el
vértice entre ambos estados.
Transcurrido ese instante, Ben se apartó. Pensé que iba a besarme, pero
en lugar de eso fui consciente de una mancha borrosa en el rabillo de mi ojo y,
un segundo después, mi cabeza crujió hacia un costado. Un dolor intenso se
propagó por mi mandíbula. Caí hacia atrás y la parte posterior de mi cabeza
golpeó algo duro y afilado. Grité. Sentí otro porrazo. Y otro. Cerré los ojos,
a la espera del siguiente, pero no llegó. Oí unos pasos que se alejaban y un
portazo.
Abrí los ojos y contuve la respiración. La moqueta se extendía ante mí,
ahora en posición vertical. Junto a mi cabeza yacía un plato roto, y la salsa
estaba empapando la moqueta. Pisoteados contra los nudos había guisantes y
media salchicha mordisqueada. Oí que la puerta de la calle se abría y se
cerraba con violencia. Pasos en el camino. Ben se había ido.
Solté el aire. Cerré los ojos. No debo dormirme, pensé. No debo.
Volví a abrirlos. La oscuridad se arremolinaba a lo lejos. Olor a
carne. Tragué saliva y me supo a sangre.
¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Tras comprobar que Ben, efectivamente, se había ido, subí al dormitorio
a buscar mi diario. Gotas de sangre brotaban de mi labio partido y caían sobre
la moqueta. No sé qué ha sucedido. No sé dónde está mi marido, ni si volverá,
ni si quiero que vuelva.
Pero necesito que lo haga. Sin él no puedo vivir.
Tengo miedo. Quiero ver a Claire.
Dejo de leer y me llevo la mano a la frente. Noto un ligero
dolor. El moretón que vi esta mañana, que disimulé con maquillaje. Ben me había
pegado. Miro la fecha. «Viernes, 23 de noviembre.» Hace una semana. Una semana
que he pasado creyendo que todo iba bien.
Me levanto para mirarme al espejo. Sigue ahí. Una contusión
azulada. Prueba de que lo que he escrito es cierto. Me pregunto qué embustes me
he estado contando a mí misma para explicar mi herida, o qué embustes me ha
estado contando él.
Pero ahora sé la verdad. Contemplo las hojas y caigo en la
cuenta de algo. Ben quería que las encontrara. Sabe que aunque hoy las lea,
mañana las habré olvidado.
Oigo sus pasos en la escalera y de pronto recuerdo que estoy
aquí, en esta habitación de hotel, con Ben, con el hombre que me ha pegado.
Oigo la llave en la cerradura.
Tengo que saber qué ocurrió después, por lo que me apresuro
a esconder las hojas debajo de la almohada y me tumbo en la cama. Cierro los
ojos en el momento en que entra.
—¿Estás bien, cariño? —dice—. ¿Estás despierta?
Abro los ojos. Está en el umbral con una botella en la mano.
—Solo he conseguido cava —dice—. ¿Te parece bien?
Deja la botella sobre el tocador y me besa.
—Voy a darme una ducha —susurra.
Entra en el cuarto de baño y abre los grifos.
Cuando ha cerrado la puerta saco las hojas de debajo de la
almohada. No tengo mucho tiempo —dudo que Ben se demore más de cinco minutos—
así que debo leer con la máxima rapidez posible. Mis ojos descienden por la
hoja sin registrar todas las palabras, pero viendo lo suficiente.
Han transcurrido horas desde entonces. Horas que he pasado sentada en
el recibidor oscuro de nuestra casa vacía, con un trozo de papel en una mano y
el teléfono en la otra. Tinta sobre papel. Un número emborronado. No salía
ninguna voz, solo un tono interminable. Me pregunté si Claire había
desconectado el contestador, o si la cinta estaba llena. Probé otra vez. Y
otra. Ya he pasado antes por esto. Mi tiempo es circular. Claire no está ahí
para ayudarme.
Miré en mi bolso y encontré el número de teléfono que me había dado el
doctor Nash. Es tarde, pensé, seguro que ha terminado de trabajar. Estará con
su novia haciendo lo que sea que hacen por las noches. Lo que dos personas
normales hacen. No tengo ni idea de qué es.
El número estaba anotado en la primera hoja de mi diario. El teléfono
sonó varias veces y luego calló. No saltó una voz grabada para decirme que
había marcado mal, ni una invitación a dejar un mensaje. Probé de nuevo. Lo
mismo. Ya solo me quedaba el número de su consulta.
Me quedé un rato ahí, esperando. Sintiéndome impotente.
Mirando la puerta, deseando ver aparecer la silueta imprecisa de Ben al
otro lado del cristal esmerilado, verle insertar una llave en la cerradura, y
temiéndolo al mismo tiempo.
Cuando ya no pude esperar más, subí a la habitación y me desvestí, me
metí en la cama y escribí esto. La casa sigue vacía. Dentro de un rato cerraré
este cuaderno y lo esconderé, apagaré la luz y me dormiré.
Luego lo olvidaré todo, y solo quedará este diario.
Contemplo la siguiente página con aprensión, temiendo
encontrarla en blanco, pero no es así.
Lunes,
26 de noviembre
Me pegó el viernes. He estado dos días sin escribir. ¿Es posible que
durante todo ese tiempo haya creído que las cosas iban bien?
Tengo la cara magullada y dolorida. Por fuerza tenía que saber que algo
no iba bien.
Hoy Ben me ha dicho que me caí. Un tópico donde los haya, y me lo
tragué. ¿Por qué no iba a hacerlo? Antes de eso había tenido que explicarme
quién era yo, y quién era él, y por qué me había despertado en una casa extraña
con veinte años más de los que creía tener. Por consiguiente, ¿cómo iba a poner
en duda su explicación de por qué tenía el ojo amoratado y el labio partido?
Así que seguí adelante con mi día. Le besé cuando se marchó a trabajar.
Recogí las cosas del desayuno. Me preparé un baño.
Luego vine aquí, encontré este diario y averigüé la verdad.
Se me corta la respiración. Caigo en la cuenta de que no he
mencionado al doctor Nash. ¿Me había abandonado? ¿Había encontrado el diario
sin su ayuda?
¿O había dejado de esconderlo? Sigo leyendo.
Más tarde llamé a Claire. El móvil que Ben me había dado no funcionaba
—se le habrá acabado la batería, pensé— así que utilicé el que me había dado el
doctor Nash. No contestó y fui a sentarme a la sala de estar. No podía
relajarme. Agarraba las revistas y volvía a soltarlas. Puse la tele y me pasé
media hora con la mirada fija en la pantalla sin enterarme de lo que estaban
dando. Miré mi diario, incapaz de concentrarme, incapaz de escribir. Probé de
nuevo, varias veces, pero siempre me salía la misma voz, la que me invitaba a
dejar un mensaje. No contestó hasta después de comer.
—Chrissy, ¿cómo estás? —dijo.
Podía oír a Toby en segundo plano, jugando.
—Bien —contesté, pese a no estarlo.
—Iba a llamarte. Estoy hecha polvo y solo estamos a lunes.
Lunes. Los días no significaban nada para mí; transcurrían sin que
pudiera diferenciar unos de otros.
—Necesito verte —dije—. ¿Puedes venir?
—¿A tu casa? —Parecía sorprendida.
—Sí, por favor. Necesito hablar contigo.
—¿Va todo bien, Chrissy? ¿Has leído la carta?
Respiré hondo y mi voz se redujo a un susurro.
—Ben me ha pegado.
Oí una exclamación ahogada.
—¿Qué?
—La otra noche. Tengo la cara marcada. Hoy me ha dicho que me caí, pero
yo escribí que me pegó.
—Chrissy, Ben jamás te pegaría, jamás. Es incapaz de una cosa así.
Me asaltó la duda. ¿Era posible que me lo hubiera inventado?
—Pero lo escribí en mi diario —repuse.
Hizo una pausa antes de preguntar:
—¿Por qué crees que te pegó?
Me llevé las manos a la cara, palpé la carne inflamada alrededor de los
ojos. Sentí rabia. Era evidente que Claire no me creía.
Pensé en lo que había escrito.
—Le conté que estaba escribiendo un diario. Le conté que os estaba viendo
a ti y al doctor Nash. Le conté que sabía lo de Adam. Le conté que me habías
dado la carta escrita por él, que la había leído. Y luego me pegó.
—¿Así, sin más?
Pensé en todas las cosas que me había llamado, en las cosas de las que
me había acusado.
—Me llamó zorra. —Noté que un sollozo trepaba por mi pecho—. Me… me
acusó de acostarme con el doctor Nash. Le dije que no era cierto. Y entonces…
—¿Entonces?
—Me pegó.
Un silencio.
—¿Te ha pegado otras veces?
No podía saberlo. Tal vez. Existía la posibilidad de que la nuestra
siempre hubiera sido una relación de maltrato. De pronto me vi con Claire en
una manifestación, sosteniendo una pancarta casera donde se leía: «Derechos de
la mujer. No a la violencia doméstica». Recordé que siempre había menospreciado
a las mujeres que toleraban que sus maridos las pegaran. Me parecían débiles.
Débiles e idiotas.
¿Era posible que hubiera caído en la misma trampa?
—No lo sé —dije.
—Me cuesta mucho imaginarme a Ben haciendo daño a alguien, aunque
supongo que no es imposible. ¡Señor! Si hasta me hacía sentirme culpable. ¿Lo
recuerdas?
—No —dije—. No recuerdo nada.
—Mierda, lo siento, lo había olvidado. Es que me cuesta tanto
imaginármelo. Fue Ben quien me convenció de que un pez tenía el mismo derecho a
vivir que un animal con patas. ¡No era capaz de matar ni a una mosca!
El viento mece las cortinas de la habitación. Oigo un tren a
lo lejos. Gritos procedentes del embarcadero. Abajo, en la calle, alguien grita
«¡Joder!» y un cristal se hace añicos. No quiero seguir leyendo, pero sé que
debo hacerlo.
Me recorrió un escalofrío.
—¿Ben era vegetariano?
—Vegano —dijo Claire, riendo—. ¿No me digas que no lo sabías?
Pensé en la noche que me pegó. «Un trozo de salchicha», había escrito.
«Guisantes flotando en una salsa ligera.»
Me acerqué a la ventana.
—Ben come carne… —dije lentamente—. No es vegetariano… O por lo menos
ya no. Puede que haya cambiado.
Otro largo silencio.
—¿Claire? —No respondió—. Claire, ¿estás ahí?
—Se acabó —sentenció. Sonaba enfadada—. Voy a llamar a Ben y a aclarar
todo esto. ¿Dónde está?
—En el colegio, supongo —respondí automáticamente—. Dijo que volvería a
las cinco.
—¿En el colegio? —dijo—. ¿Te refieres a la universidad? ¿Está dando
clases en la universidad?
Noté una punzada de desasosiego.
—No —contesté—. Trabaja en un colegio no lejos de aquí. No recuerdo el
nombre.
—¿Y qué hace allí?
—Es profesor. Dirige el departamento de química, creo que me comentó.
—Me sentí culpable por no saber en qué trabaja mi marido, por no ser capaz de
recordar cómo gana el dinero que nos mantiene en esta casa—. No lo recuerdo.
Levanté la vista y vi mi rostro tumefacto reflejado en la ventana. El
sentimiento de culpa se evaporó de golpe.
—¿Qué colegio? —me preguntó.
—No lo sé… Creo que no me lo ha dicho.
—¿Qué? ¿Nunca?
—Esta mañana, por lo menos, no —dije—. Que en mi caso es lo mismo que
decir nunca.
—Lo siento, Chrissy, no era mi intención disgustarte. Es solo que…
—Intuí un cambio de parecer, una frase suspendida—. ¿Podrías averiguar el
nombre de ese colegio?
Pensé en el estudio.
—Creo que sí. ¿Por qué?
—Me gustaría hablar con Ben, asegurarme de que estará en casa cuando
vaya esta tarde. No quiero hacer el viaje en balde.
Reparé en el desenfado que estaba intentando inyectar a su voz, pero no
se lo dije. Me sentía perdida, incapaz de decidir qué era lo mejor, qué debía
hacer, así que opté por dejarme llevar.
—Voy a comprobarlo.
Subí al estudio. Estaba ordenado, con legajos de papeles sobre la mesa.
No me costó mucho encontrar un folio con membrete: una carta sobre una reunión
de padres que ya se había celebrado.
—Es el St. Anne's —dije—. ¿Quieres el número?
Me dijo que ya lo buscaría ella.
—Luego te llamo —prometió—. ¿De acuerdo?
Me entró nuevamente el pánico.
—¿Qué le dirás? —pregunté.
—Voy a aclarar este asunto. Confía en mí, Chrissy. Tiene que haber una
explicación. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —convine, y colgamos.
Las piernas me temblaban y me senté. ¿Y si mi primer presentimiento era
correcto? ¿Y si Ben y Clarie seguían acostándose? Puede que le esté
telefoneando en estos momentos para ponerle sobre aviso. «Sospecha», quizá le
esté diciendo. «Ve con cuidado.»
Recordé haber leído esta mañana en mi diario que, según el doctor Nash,
en otros tiempos había presentado síntomas de paranoia. «Asegurabas que los
médicos conspiraban contra ti», dijo. «Tendencia a confabular. A inventarte
cosas.»
¿Y si me está ocurriendo otra vez? ¿Y si estoy inventándome cosas?
Puede que mi diario al completo sea una fantasía. Una paranoia.
Pensé en lo que el doctor Nash me había contado sobre el hospital, y Ben
en su carta. «A veces te ponías violenta.» Comprendí que existía la posibilidad
de que hubiera sido yo quien provocara la pelea del viernes por la noche.
¿Ataqué a Ben? A lo mejor él se limitó a devolverme los golpes y luego yo, en
el cuarto de baño, cogí un boli y expliqué lo ocurrido a mi manera.
¿Y si todo este diario solo significara que estoy empeorando de nuevo?
¿Que llegará un día en que tendré que volver a Waring House?
Se me heló la sangre. De repente tuve la certeza de que era por eso por
lo que el doctor Nash había querido llevarme allí. Para prepararme para mi
regreso.
No puedo hacer nada salvo esperar a que Claire me llame.
Otro espacio en blanco. ¿Es eso lo que está sucediendo
ahora?, pienso. ¿Pretende Ben ingresarme nuevamente en Waring House?
Miro hacia la puerta del cuarto de baño. No pienso
permitirlo.
Hay una última entrada, escrita más tarde ese mismo día.
Lunes, 26 de noviembre, 18:55
Claire me llamó al cabo de media hora escasa, y ahora la mente me baila
entre dos pensamientos. Sé lo que tengo que hacer. No lo sé. Sé lo que tengo
que hacer. Pero hay un tercer pensamiento. Siento un escalofrío cuando tomo
conciencia de mi situación: estoy en peligro.
Vuelvo a la primera página de este diario con la intención de escribir
«No confíes en Ben», pero descubro que las palabras ya están ahí.
No recuerdo haberlas escrito. Claro que, en realidad, no recuerdo nada.
Un espacio en blanco y continúa.
Sonaba titubeante al teléfono.
—Chrissy —dijo—, escúchame bien.
Su tono me asustó. Tomé asiento.
—¿Qué?
—He telefoneado a Ben al colegio.
De repente tuve la sensación de que me hallaba en un viaje
incontrolable, en aguas innavegables.
—¿Y qué te dijo?
—No hablé con él. Solo quería asegurarme de que trabajaba allí.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿No te fías de él?
—Ha mentido sobre otras cosas.
En eso tenía razón.
—Pero ¿por qué le creíste capaz de decirme que trabajaba en ese lugar
si no era cierto? —quise indagar.
—Porque me sorprendió que trabajara en un colegio. Ben estudió
arquitectura. La última vez que hablamos estaba pensando en abrir su propio
estudio. Simplemente pensé que era un poco extraño que trabajara en un colegio.
—¿Qué te dijeron?
—Que estaba en clase y no podían molestarle.
Respiré. Por lo menos no había mentido sobre eso.
—Quizá cambió de parecer con respecto a su profesión —comenté.
—¿Chrissy? Les dije que quería enviarle unos documentos. Una carta.
Pregunté qué cargo tenía.
—¿Y?
—No dirige el departamento de química, ni el de ciencias, ni ningún
otro. Me dijeron que es auxiliar de laboratorio.
Un temblor me recorrió el cuerpo. Puede que soltara un grito ahogado.
No lo recuerdo.
—¿Estás segura? —Mi mente buscó desesperadamente una manera de
justificar este nuevo embuste. ¿Acaso le daba vergüenza? ¿Le preocupaba lo que
yo pudiera pensar si descubría que de próspero arquitecto había pasado a
auxiliar de laboratorio en un colegio? ¿Realmente me creía Ben tan frívola como
para que mi amor dependiera de cómo se ganara la vida?
Ahora lo entendía todo.
—Dios mío —dije—, es culpa mía.
—¡No! —exclamó Claire—. ¡No es culpa tuya!
—¡Sí lo es! Todo esto lo ha provocado la tensión que le produce tener
que cuidar de mí, tener que enfrentarse a mí un día sí y otro también. Es
posible que esté en medio de una crisis nerviosa. Puede que ni siquiera él sepa
qué es verdad y qué es mentira. —Rompí a llorar—. Debe de ser una situación
insoportable. Para colmo, cada día se ve obligado a pasar otra vez por todo ese
sufrimiento.
Se hizo un silencio. Finalmente, Claire preguntó:
—¿Sufrimiento? ¿Qué sufrimiento?
—Por Adam —dije. Me dolía hasta pronunciar su nombre.
—¿Qué le pasa a Adam?
De pronto lo entendí. Dios mío, pensé. No lo sabe. Ben no se lo ha
contado.
—Ha muerto —murmuré.
Ahogó un grito.
—¿Muerto? ¿Cuándo? ¿Cómo?
—No lo sé exactamente. Creo que Ben me contó que murió el año pasado.
Lo mataron en la guerra.
—¿La guerra? ¿Qué guerra?
—La de Afganistán.
Y entonces lo soltó.
—Chrissy, ¿qué podría estar haciendo Adam en Afganistán? —Su voz sonaba
extraña, casi aliviada.
—Estaba en el ejército —respondí, pero empecé a dudar de mis palabras
incluso mientras las pronunciaba, como si estuviera afrontando algo que siempre
había sabido.
La oí resoplar, como si lo encontrara divertido.
—Chrissy, cariño —dijo—. Adam jamás ha estado en el ejército, y tampoco
en Afganistán. Vive en Birmingham con una chica llamada Helen. Es informático.
No me ha perdonado, pero de todos modos le llamo de vez en cuando.
Probablemente preferiría que no lo hiciera, pero soy su madrina, ¿recuerdas?
—Tardé unos instantes en comprender por qué seguía utilizando el presente—. Le
telefoneé la semana pasada, después de vernos tú y yo. —Ahora estaba
prácticamente riendo—. No lo encontré, pero hablé con Helen. Dijo que le
pediría que me llamara. Adam está vivo.
Dejo de leer. Me siento ligera. Hueca. Siento que podría
caer hacia atrás, o salir flotando. ¿Puedo creerlo? ¿Quiero creerlo? Me apoyo
en el tocador y sigo leyendo, vagamente consciente de que ya no oigo la ducha.
Debió de darme un vahído, porque tuve que cogerme a la silla.
—¿Está vivo? —Mi estómago dio un vuelco. Recuerdo que el vómito me
subió hasta la garganta y me obligué a bajarlo—. ¿Está vivo de verdad?
—Sí —dijo—. ¡Sí!
—Pero… Pero yo vi un recorte de periódico donde se decía que había
muerto.
—No puede ser, Chrissy. Es imposible. Adam está vivo.
Abrí la boca para hablar pero en ese momento varias emociones me
asaltaron a la vez. Dicha. Recuerdo sentir dicha. El regocijo de saber que Adam
estaba vivo burbujeando en mi lengua, pero mezclado con un sabor amargo, ácido,
el sabor del miedo. Pensé en mis moretones, en la fuerza con que Ben debió de
golpearme para causarlos. Puede que su maltrato no sea solo físico, puede que
haya días en que disfrute contándome que mi hijo está muerto y contemplando el
dolor que eso me produce. ¿Era posible que otros días, los días que recordaba
que había estado embarazada o que había dado a luz un bebé, me contara
simplemente que Adam se había ido a vivir a otro lado, al extranjero por
cuestiones de trabajo, o a la otra punta de la ciudad?
Y si es así, ¿por qué no he anotado nunca esas otras verdades?
En mi mente aparecieron imágenes de cómo podría ser Adam ahora,
fragmentos de escenas que quizá me perdí, pero enseguida desaparecieron. Solo
podía pensar en que estaba vivo. Vivo. Mi hijo está vivo. Puedo verle.
—¿Dónde está? —pregunté—. ¿Dónde está? ¡Quiero verle!
—Chrissy, tranquilízate —dijo Claire.
—Pero…
—¡Chrissy! —me interrumpió—. Ahora mismo voy a tu casa. No te muevas de
ahí.
—¡Claire, dime dónde está!
—Estoy muy preocupada por ti, Chrissy. Te lo ruego…
—Pero…
—¡Chrissy, tranquilízate! —dijo, elevando el tono, y una idea se abrió
paso a través de la neblina de mi confusión: estoy histérica.
Respiré hondo y traté de calmarme mientras Claire seguía hablando.
—Adam vive en Birmingham —dijo.
—¿Y por qué no viene a verme? Por fuerza ha de saber dónde vivo.
—Chrissy…
—¿Por qué? ¿Por qué no viene a verme? ¿No se lleva bien con Ben? ¿Es
por eso?
—Chrissy —dijo, suavizando la voz—, Birmingham está muy lejos. Adam
tiene una vida muy ocupada…
—Quieres decir que…
—Quizá no pueda venir a Londres todo lo a menudo que querría.
—Pero…
—Chrissy, piensas que Adam no viene a verte, pero me cuesta mucho
creerlo. A lo mejor sí viene, cuando puede.
Guardé silencio. Todo esto carecía de sentido. Claire, no obstante,
tenía razón. Solo llevo un par de semanas escribiendo este diario. Cualquier
cosa podría haber ocurrido antes de eso.
—Necesito verle —dije—. Quiero verle. ¿Crees que podríamos organizarlo?
—No veo por qué no. Pero si Ben realmente te está diciendo que Adam
está muerto, tendríamos que hablar primero con él.
Claro, pensé. Pero ¿qué dirá entonces? Ben piensa que todavía me creo
sus mentiras.
—No tardará en llegar —dije—. ¿Vendrás a casa de todos modos? ¿Me
ayudarás a aclarar todo esto?
—Por supuesto. Ignoro qué está pasando, pero hablaremos con Ben, te lo
prometo. Iré ahora mismo.
—¿Ahora?
—Sí. Estoy preocupada, Chrissy. Aquí hay algo que no encaja.
Su tono me molestó, pero al mismo tiempo me tranquilizaba y animaba la
idea de que tal vez pronto pudiera reunirme con mi hijo. Estaba impaciente por
verle, por ver su fotografía. Recordé que en casa apenas teníamos fotografías
de él, y las pocas que teníamos estaban guardadas bajo llave. Me vino un
pensamiento a la cabeza.
—Claire —dije—, ¿Ben y yo sufrimos un incendio?
—¿Un incendio? —Parecía desconcertada.
—Sí. Casi no tenemos fotografías de Adam, y tampoco de nuestra boda.
Ben me contó que las perdimos en un incendio.
—¿Un incendio? ¿Qué clase de incendio?
—Ben me contó que una de nuestras antiguas casas se incendió. Perdimos
muchas cosas.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Hace años.
—¿Y dices que no tienes fotografías de Adam?
Noté que empezaba a irritarme.
—Tenemos, pero pocas. Casi todas de cuando Adam era pequeño. Y no
tenemos fotos de ningunas vacaciones, ni siquiera de nuestra luna de miel.
Tampoco de ninguna Navidad.
—Chrissy —dijo Claire en un tono sereno, comedido. Creí detectar algo
en él, una emoción nueva. Miedo—. Descríbeme a Ben.
—¿Qué?
—Descríbeme a Ben. ¿Cómo es físicamente?
—¿Y lo del incendio? —pregunté—. Háblame del incendio.
—No hubo ningún incendio.
—Pero yo escribí que lo recordaba —repliqué—. Recordé una sartén. El
teléfono suena y…
—Debiste de imaginarlo.
—Pero…
Percibí su inquietud.
—¡Chrissy, no hubo ningún incendio! Por lo menos hace años. Ben me lo
habría contado. Y ahora descríbeme a Ben. ¿Cómo es? ¿Es alto?
—No especialmente.
—¿Tiene el pelo negro?
Mi mente se quedó en blanco.
—Sí. No. No lo sé. Tiene canas. Y barriga, creo. O no. —Me levanté—.
Necesito ver una foto.
Subí al cuarto de baño. Allí estaban, colgadas alrededor del espejo. Yo
y mi marido. Felices. Juntos.
—Tiene el pelo castaño —dije. Oí un coche detenerse delante de la casa.
—¿Estás segura?
—Sí —afirmé. Un motor que se apaga. Un portazo. Un pitido fuerte. Bajé
la voz—. Creo que ha llegado Ben.
—Mierda —murmuró Claire—. Deprisa. ¿Tiene una cicatriz?
—¿Una cicatriz? —dije—. ¿Dónde?
—En la cara, Chrissy. Una cicatriz que le cruza la mejilla. Tuvo un
accidente haciendo escalada.
Miré las fotografías y me detuve en la que estamos mi marido y yo
desayunando en bata. Ben está sonriendo pero, dejando aparte la barba de dos
días, tiene las mejillas intactas. El miedo se apodera de mí.
Oí abrirse la puerta de la calle. Una voz.
—¡Christine! ¡Cariño! ¡Ya estoy en casa!
—No —dije—. No tiene ninguna cicatriz.
Un sonido. Algo entre un suspiro y una exclamación ahogada.
—El hombre con el que estás viviendo, Chrissy —dijo Claire—. No sé
quién es, pero no es Ben.
El pavor me invade. Oigo la cadena del retrete, pero no
puedo hacer nada salvo seguir leyendo.
No sé qué ocurrió entonces. No puedo reconstruirlo. Claire empezó a
hablar, casi a gritar.
—¡Joder! —decía una y otra vez.
La mente me daba vueltas, presa del pánico. Oí cerrarse la puerta de la
calle, el chasquido de la cerradura.
—¡Estoy en el baño! —grité al hombre que había creído que era mi
marido. Mi voz sonaba rota, desesperada—. Bajo enseguida.
—Ahora mismo salgo para tu casa —dijo Claire—. Tengo que sacarte de
ahí.
—¿Estás bien, cariño? —gritó el hombre que no era Ben. Oí sus pasos en
la escalera y caí en la cuenta de que no había cerrado la puerta del cuarto de
baño con pestillo. Bajé la voz.
—Está aquí —murmuré—. Ven mañana, cuando se haya marchado a trabajar.
Recogeré mis cosas. Te llamaré.
—Mierda —farfulló Claire—. Vale, pero anota todo esto en tu diario.
Anótalo cuanto antes. No te olvides.
Pensé en mi diario, escondido en el ropero. He de mantener la calma, me
dije. He de fingir que todo va bien, por lo menos hasta que pueda coger el
diario y escribir sobre el peligro que corro.
—Ayúdame —dije—. Ayúdame.
Colgué justo en el instante en que él abría la puerta del cuarto de
baño.
* * *
El diario termina aquí. Paso desesperadamente el resto de
las hojas pero, exceptuando los renglones azules, están en blanco. Aguardando
el resto de mi relato. Pero no hay más. Ben había encontrado el diario y
arrancado las hojas, y Claire no había venido a buscarme. Cuando el doctor Nash
se llevó el diario —el martes, debió de ser— yo ignoraba que algo no iba bien.
De repente lo veo todo claro, comprendo por qué la pizarra
de la cocina me perturbaba tanto. La letra. Sus pulcras y uniformes mayúsculas
diferían mucho de la letra de la carta que Claire me había dado. En algún
rincón de mi cabeza había sabido que no habían sido escritas por la misma
persona.
Levanto la vista. Ben, o el hombre que se hace pasar por
Ben, ha salido del cuarto de baño. Está en el umbral, vestido como antes de
ducharse, mirándome. Ignoro cuánto tiempo lleva ahí, observándome mientras
leía. Tiene la mirada ausente, vacía, como si no le interesara lo que está
viendo, como si no fuera con él.
Ahogo un grito. Suelto las hojas y estas caen al suelo,
desparramándose.
—¿Quién eres? —digo. No responde. Está mirando las hojas—.
¡Contesta! —Mi voz proyecta una autoridad que no siento.
Mi mente se esfuerza por deducir quién puede ser. Alguien de
la residencia, quizá. ¿Un paciente? No tiene sentido. Siento que el pánico
crece dentro de mí cuando un pensamiento empieza a formarse y después
desaparece.
Me mira.
—Soy Ben —dice. Habla pausadamente, como si estuviera
tratando de hacerme entender una obviedad—. Ben, tu marido.
Retrocedo mientras me esfuerzo por recordar lo que he leído,
lo que sé.
—No —digo. Luego, más fuerte—: ¡No!
Avanza hacia mí.
—Lo soy, Christine. Sabes que lo soy.
El miedo me atenaza, me levanta, me mantiene suspendida en
el aire para luego sumergirme de nuevo en su propio horror. Oigo las palabras
de Claire. «No es Ben.» Y algo extraño sucede entonces. Me doy cuenta de que no
estoy recordando haber leído esas palabras. Estoy recordando el incidente
mismo. Puedo recordar el pánico en su voz, la forma en que dijo «joder» antes
de contarme lo que acababa de descubrir, y cómo repitió las palabras «No es
Ben».
Estoy recordando.
—No lo eres —replico—. No eres Ben. ¡Me lo ha dicho Claire!
¿Quién eres?
—¿No recuerdas las fotos, Christine? ¿Las del espejo del
cuarto de baño? Mira, las he traído.
Avanza un paso y alcanza la cartera que descansa en el
suelo, junto a la cama. Saca algunas fotografías arrugadas.
—¡Mira! —dice, y cuando niego con la cabeza coge la primera
y la sostiene delante de mi cara—. Somos nosotros —afirma—. Mira, tú y yo. —En
la fotografía estamos sentados en una barca, sobre un río o canal. Detrás corre
un agua turbia y marrón con unos juncos desenfocados al fondo. Tenemos un
aspecto joven, la piel tersa allí donde ahora cae, los ojos chispeantes y sin
arrugas—. ¿No lo ves? —dice—. ¡Mira! Somos nosotros. Tú y yo hace años.
Llevamos juntos mucho tiempo, Chris. Muchos años.
Me concentro en la foto. Me viene una imagen de los dos una
tarde soleada. Habíamos alquilado una barca en algún lugar. Ignoro dónde.
Me muestra otra foto. Estamos mucho más mayores. Parece
reciente. Nos hallamos delante de una iglesia, bajo un cielo encapotado. Él
viste traje y está estrechándole la mano a otro hombre también con traje. Yo
llevo un sombrero que parece que me esté dando problemas; lo sostengo con una
mano, como si quisiera evitar que el viento se lo lleve. No estoy mirando a la
cámara.
—Esta nos la hicieron hace solo unas semanas —explica—. Unos
amigos nos invitaron a la boda de su hija. ¿Lo recuerdas?
—No —digo, furiosa—. ¡No lo recuerdo!
—Fue un día maravilloso —continúa, girando la foto hacia
él—. Maravilloso.
Recuerdo haber leído el comentario de Claire cuando le conté
que había encontrado un recorte de periódico que hablaba de Adam. «No puede ser
auténtico.»
—Enséñame una foto de Adam —exijo—. ¡Vamos! Enséñame aunque
solo sea una foto de Adam.
—Adam está muerto —dice—. Murió como un noble soldado, como
un héroe…
—¡Pero deberías tener una foto de él! —grito—. ¡Enséñamela!
Saca la foto de Adam y Helen, la que ya he visto. Monto en
cólera.
—Enséñame una foto donde salgáis Adam y tú. Solo una. Por
fuerza has de tener alguna, si eres su padre.
Busca entre las fotografías que sostiene en la mano y pienso
que va a sacar una de él y Adam, pero en lugar de eso deja caer los brazos.
—No las tengo aquí —admite—. Deben de estar en casa.
—Tú no eres su padre, ¿verdad? —digo—. ¿Qué clase de padre
no tendría fotos con su hijo? —Afila la mirada, como si estuviera enfurecido,
pero no puedo parar—. ¿Y qué clase de padre diría a su esposa que su hijo está
muerto cuando no lo está? ¡Reconócelo! ¡Tú no eres el padre de Adam! ¡Su padre
es Ben! —Al pronunciar el nombre de Ben me viene una imagen. Un hombre con unas
gafas de montura oscura y pelo negro. Ben. Repito su nombre, como si quisiera
grabar la imagen en mi mente—. Ben.
El nombre provoca una reacción en el hombre que tengo
delante. Dice algo, pero tan bajo que no alcanzo a oírlo y le pido que lo
repita.
—No necesitas a Adam —dice.
—¿Qué?
Vuelve a decirlo, con más firmeza esta vez, mirándome
fijamente a los ojos.
—No necesitas a Adam. Ahora me tienes a mí. Estamos juntos.
No necesitas a Adam. No necesitas a Ben.
Siento que toda la fortaleza que guardo dentro de mí se
esfuma al tiempo que él parece recuperar la suya. Sonríe.
—No estés triste —me dice en un tono alegre—. ¿Qué más da
eso? Yo te quiero, y eso es lo único que importa. ¿A que sí? Que yo te quiero y
tú me quieres.
Se acuclilla extendiendo las manos hacia mí. Me sonríe como
si yo fuera un animal al que está intentando engatusar para que salga de la
guarida donde se ha escondido.
—Ven —dice—. Acércate.
Deslizándome sobre mis nalgas, retrocedo hasta chocar con
algo sólido. Noto el radiador, caliente y pegajoso. Caigo en la cuenta de que
estoy debajo de la ventana, en la pared del fondo de la habitación. Avanza
despacio hacia mí.
—¿Quién eres? —vuelvo a preguntarle, tratando de controlar
el temblor en mi voz—. ¿Qué quieres?
Frena. Lo tengo acuclillado delante de mí. Si alargara un
brazo podría tocarme el pie, la rodilla. Si se acerca un poco más tal vez
pudiera clavarle una patada, en el caso de que me viera obligada a ello, pero
no estoy segura de que pueda llegar y, además, estoy descalza.
—¿Que qué quiero? —dice—. Nada. Lo único que quiero es que
seamos felices, Chris. Como antes, ¿recuerdas?
Otra vez esa palabra. «Recuerdas.» Por un momento pienso que
está siendo sarcástico.
—No sé quién eres —digo en un tono rayano en la histeria—.
¿Cómo puedo recordarlo? ¡No nos hemos visto antes!
Su sonrisa desaparece y el rostro se le contrae de dolor. La
balanza del poder parece moverse hacia mí y durante una fracción de segundo
permanece equilibrada entre los dos.
Recupera el ánimo.
—Pero tú me quieres —sostiene—. Lo leí en tu diario. Decías
que me querías. Sé que quieres que estemos juntos. ¿Cómo es posible que no
recuerdes eso?
—¡Mi diario! —exclamo. A estas alturas ya sé que conoce su
existencia, de lo contrario no habría arrancado aquellas hojas decisivas, pero
solo ahora caigo en la cuenta de que es muy probable que lleve tiempo
leyéndolo, como mínimo desde que le hablé de él hace una semana—. ¿Cuánto
tiempo llevas leyendo mi diario?
No parece que me haya oído. Levanta triunfalmente la voz.
—Dime que no me quieres —dice. No contesto—. ¿Lo ves? No
puedes. No puedes decirlo. Porque me quieres, Chris. Siempre me has querido.
Siempre.
Se inclina hacia atrás y ahora estamos los dos sentados en
el suelo, frente a frente.
—Recuerdo el día que nos conocimos —dice.
Pienso en lo que me ha contado —café derramado en la
biblioteca de la universidad— y me pregunto qué se dispone a contarme ahora.
—Estabas trabajando en algo. Ibas al mismo café todos los
días y te sentabas siempre en el mismo lugar, junto a la ventana. Alguna que
otra vez te acompañaba un niño, pero no era lo habitual. Estabas siempre con un
cuaderno abierto delante, escribiendo o mirando por la ventana. Me parecías tan
bella… Cada día pasaba por tu lado camino de la parada del autobús, y empecé a
esperar con ilusión el momento de regresar a mi casa para poder verte. Jugaba a
adivinar qué te habías puesto ese día, si llevarías el pelo suelto o recogido o
si estarías comiendo algo, una tarta o un sándwich. Unas veces tenías una crêpe
entera delante, otras tan solo un plato con migajas o nada, solo té.
Ríe, sacudiendo la cabeza con tristeza. Recuerdo que Claire
me habló del café y sé que me está contando la verdad.
—Cada día pasaba por delante del café exactamente a la misma
hora —continúa— y por mucho que lo intentara, no lograba entender cómo decidías
cuándo tomarte tu tentempié. Al principio pensé que dependía del día de la
semana, pero luego comprobé que no. Entonces me dije que a lo mejor tenía que
ver con la fecha, pero tampoco parecías seguir esa pauta. Luego empecé a
preguntarme en qué momento exacto pedías tu tentempié. Pensé que tal vez
guardara relación con la hora a la que llegabas al café, así que empecé a salir
antes del trabajo para intentar verte llegar. Y un día no te vi. Esperé delante
del café hasta que te vi acercarte por la acera. Estabas empujando un cochecito
y cuando llegaste a la puerta tuviste problemas para entrarlo. Te estaba
costando tanto que crucé instintivamente la calle para sostenerte la puerta. Me
sonreíste y dijiste: «Muchas gracias». Estabas preciosa, Christine. Me entraron
ganas de besarte allí mismo, pero no podía, claro, y como no quería que
pensaras que había cruzado la calle únicamente para ayudarte, entré también en
el café y me puse detrás de ti en la cola. Mientras esperábamos te dirigiste a
mí. «Cuánta gente hay hoy, ¿verdad?», dijiste. «Sí», respondí, aunque el café
no parecía más concurrido de lo habitual a esa hora del día. Me habría
encantado alargar la conversación. Pedí un té y la misma tarta que tú y barajé
la posibilidad de preguntarte si podía sentarme contigo, pero para cuando
recibí mi bandeja tú estabas charlando con alguien, uno de los empleados del
café, creo, y fui a sentarme a un rincón.
»A partir de ese día iba al café prácticamente a diario.
Siempre es más fácil hacer algo cuando ya lo has hecho una vez. Unas veces
esperaba en la calle a que llegaras, o me aseguraba de que ya estuvieras dentro
para entrar, pero otras entraba sin más. Y te fijabas en mí. Yo sé que te
fijabas en mí. Empezaste a saludarme y a hacerme comentarios sobre el tiempo. Y
un día que me retrasé, al pasar por tu lado con mi té y mi crêpe comentaste:
«Hoy llegas tarde», y cuando viste que no había mesas libres me preguntaste:
«¿Quieres sentarte aquí?», y señalaste la silla que tenías delante. El bebé no
estaba contigo ese día, de modo que dije: «¿Seguro que no te importa? ¿No te
molestaré?», y enseguida lamenté mis palabras, pues temí que respondieras que
sí, que bien pensado te molestaría. Pero dijiste: «En absoluto. Si te soy
sincera, ahora mismo estoy bloqueada. Me irá bien distraerme un poco», y de ese
modo supe que deseabas que te hablara en lugar de tomarme mi té y mi tarta en
silencio. ¿Lo recuerdas?
Niego con la cabeza. He decidido dejarle hablar. Quiero oír
todo lo que tenga que decir.
—Así que me senté y nos pusimos a charlar. Me contaste que
eras escritora, que te habían publicado un libro pero te estaba costando sacar
adelante el segundo. Te pregunté de qué iba pero no quisiste contármelo. «Es
una novela», dijiste, y añadiste: «se supone», y pusiste una cara tan triste que
te propuse que nos tomáramos otro té. Dijiste que sería un placer, pero que no
llevabas dinero encima y no podías invitarme. «Nunca vengo con el monedero»,
comentaste. «Solo traigo lo justo para tomarme un té y algo de comer. Así no
tengo la tentación de atracarme.» Me pareció un comentario extraño. Estabas muy
delgada, no parecías la clase de persona que necesitara controlarse con la
comida. Me alegré mucho, porque eso significaba que te gustaba hablar conmigo y
que me deberías una invitación, por lo que tendríamos que volver a vernos. Te
dije que daba igual el dinero, que no tenías que devolverme la invitación, y
pedí otros dos tés. Después de eso empezamos a vernos con regularidad.
Empiezo a verlo todo. Aunque carezco de memoria, sé cómo
funcionan estas cosas. El encuentro fortuito, el intercambio de invitaciones.
La atracción de hablar, de confiarse a un desconocido, alguien que no te juzga
ni toma partido sencillamente porque no puede. Un aumento gradual de las
confidencias que conduce a… ¿a qué?
He visto las fotografías de los dos, hechas años atrás.
Parecemos felices. Es evidente adónde nos han conducido esas confidencias.
Además, era un hombre atractivo. No tan guapo como un actor de cine, pero sí
más guapo que la mayoría; puedo entender qué fue lo que me atrajo de él.
Supongo que en un momento dado empecé a lanzar miradas impacientes hacia la
puerta mientras intentaba trabajar, a prestar más atención a la ropa que me
ponía para ir al café, a si añadir o no unas gotas de perfume. Y supongo que un
día uno de los dos propuso que diéramos un paseo o fuéramos a un bar, o incluso
a un cine, y nuestra amistad traspasó una línea y se transformó en otra cosa,
en algo infinitamente más peligroso.
Cierro los ojos y trato de imaginármelo, y mientras lo hago
empiezo a recordar. Los dos en la cama, desnudos. Semen secándose en mi
estómago, en mi vello. Yo volviéndome hacia él cuando rompe a reír y me besa de
nuevo. «¡Estate quieto, Mike!», le digo. «Tienes que irte. Ben no tardará en
llegar y he de ir a recoger a Adam. ¡Estate quieto!» Pero no me hace caso. Se
inclina sobre mí, une sus labios con bigote a los míos y empezamos a besarnos
otra vez, olvidándonos de todo, de mi marido, de mi hijo. Presa de un
escalofrío, caigo en la cuenta de que ese recuerdo me ha visitado antes. Aquel
día, en la cocina de la casa que en otros tiempos compartí con mi marido, no
estaba recordando a Ben, sino a mi amante, el hombre al que me estaba tirando
mientras mi marido trabajaba. Por eso tenía que irse. No solo para coger un
tren, sino porque el hombre con el que estaba casada no tardaría en regresar.
Abro los ojos, regresando bruscamente a la habitación del
hotel, y lo encuentro todavía sentado frente a mí.
—Mike —digo—. Te llamas Mike.
—¡Lo recuerdas! —exclama, eufórico—. ¡Chris, lo recuerdas!
El odio hierve en mi interior.
—Recuerdo tu nombre —digo—. Nada más. Solo tu nombre.
—¿No recuerdas lo enamorados que estábamos?
—No. Dudo mucho que en algún momento llegara a amarte, de lo
contrario recordaría más cosas.
Lo digo para herirle, pero su reacción me sorprende.
—Pero tú no recuerdas a Ben, ¿no es cierto? Eso significa
que no le querías. Y tampoco a Adam.
—Estás enfermo —le suelto—. ¿Cómo te atreves a decir eso?
¡Naturalmente que le quería! ¡Era mi hijo!
—Es. Es tu hijo. Pero serías incapaz de reconocerlo si
entrara ahora por esa puerta. ¿Crees que eso es amor? ¿Y dónde está Ben, eh?
¿Dónde? Te abandonaron, Christine. Los dos. Yo soy el único que no ha dejado de
quererte. Ni siquiera cuando me dejaste.
En ese momento lo veo, claro como el agua. ¿Cómo iba a saber
si no lo de esta habitación, tantas cosas sobre mí?
—¡Dios mío! —exclamo—. ¡Fuiste tú! ¡Tú me hiciste esto! ¡Tú
me atacaste!
Me rodea con los brazos y empieza a acariciarme el pelo.
—Christine, cariño —murmura—, no digas esas cosas. No
pienses en eso. Solo conseguirás ponerte triste.
Forcejeo pero tiene demasiada fuerza. Me estrecha en sus
brazos.
—¡Suéltame! —grito—. ¡Suéltame, por favor! —Mis palabras se
pierden en los pliegues de su camisa.
—Amor mío —susurra. Ha empezado a mecerme, como si estuviera
tranquilizando a un bebé—. Amor mío, cielo mío. No debiste dejarme. ¿No lo ves?
Nada de esto habría ocurrido si no te hubieras marchado.
Me viene otro recuerdo.
Es de noche y estamos sentados en un coche. Yo estoy llorando y él mirando por la ventanilla.
—Di algo —le estoy diciendo—. Lo que sea. ¿Mike?
—No hablas en serio —dice—. No puedes hablar en serio.
—Lo siento. Quiero a Ben. Tenemos nuestros problemas, sí, pero le amo. Es con él con quien quiero estar. Lo siento.
Soy consciente de que estoy intentando simplificar las cosas para que me entienda. A lo largo de estos últimos meses he llegado a la conclusión de que con Mike es mejor así. Las cosas complicadas le aturden. Le gusta el orden, la rutina, cosas mezcladas en proporciones exactas con resultados predecibles. Además, no quiero enredarme demasiado con detalles.
—Es porque me presenté en tu casa, ¿verdad? Lo siento mucho, Chris. No volveré a hacerlo, te lo prometo. Solo quería verte, y explicarle a tu marido que…
Le interrumpí.
—Ben. Puedes decir su nombre. Ben.
—Ben —murmura como si pronunciara esa palabra por primera vez y la encontrara desagradable—. Quería explicarle la situación. Quería explicarle la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que ya no le amas. Que ahora me quieres a mí. Que deseas estar conmigo. Eso era todo lo que pensaba decirle.
Suspiro.
—¿No te das cuenta de que aunque fuera verdad, que no lo es, no es a ti a quien le corresponde decírselo sino a mí? No tenías ningún derecho a presentarte en mi casa.
Mientras lo digo tomo conciencia de la suerte que he tenido. Ben estaba en la ducha, Adam jugando en el comedor. Pude convencer a Mike de que se fuera a casa antes de que uno de los dos reparara en su presencia. Fue esa noche cuando decidí que debía poner fin a la aventura.
—Debo irme —decido. Abro la puerta del coche, piso la gravilla—. Lo siento.
Se inclina para mirarme. Pienso en lo atractivo que es, en que si hubiera estado menos desequilibrado tal vez mi matrimonio habría corrido peligro.
—¿Volveremos a vernos? —me pregunta.
—No —contesto—. Lo nuestro ha terminado.
Y sin embargo aquí estamos, después de todos estos años.
Vuelve a tenerme retenida, y comprendo que en aquel entonces, pese al miedo que
le tenía, no fue suficiente. Empiezo a gritar.
—Cariño —dice—, cálmate. —Me tapa la boca con la mano y
grito más fuerte—. ¡Cálmate! ¡Alguien podría oírte!
Mi cabeza sale disparada hacia atrás, golpea el radiador. La
música del bar contiguo no experimenta cambio alguno, en todo caso suena más
fuerte. No me oirán, pienso. Es imposible que me oigan. Vuelvo a gritar.
—¡Calla! —dice. Me ha pegado, creo, o por lo menos me ha
zarandeado. Me entra el pánico—. ¡Calla!
Mi cabeza vuelve a golpear el hierro caliente. Rompo a
llorar.
—¡Suéltame! —le suplico—. Por favor… —Relaja ligeramente los
brazos, mas no lo suficiente para permitirme forcejear—. ¿Cómo conseguiste
encontrarme después de todos estos años? ¿Cómo?
—¿Encontrarte? —dice—. Pero si nunca te he perdido. —No le
entiendo—. Siempre he velado por ti. Siempre te he protegido.
—¿Ibas a verme a esos lugares? ¿Al hospital, a Waring House? ¿Pero…?
Suspira.
—No demasiado, no me lo habrían permitido. Pero a veces les
decía que iba a ver a otra persona, o me hacía pasar por voluntario, todo para
poder verte y asegurarme de que estabas bien. En el último centro era más
fácil, con todos esos ventanales…
Se me heló la sangre.
—¿Me espiabas?
—Tenía que asegurarme de que estabas bien, Chris. Tenía que
protegerte.
—Así que regresaste a por mí, ¿es eso? ¿Acaso no fue
suficiente lo que me hiciste en esta habitación?
—Cuando descubrí que aquel cabrón te había abandonado no
pude dejarte en aquel lugar. Sabía que querrías estar conmigo, que sería lo
mejor para ti. Tuve que esperar un tiempo, asegurarme de que no quedara ningún
trabajador allí que pudiera impedírmelo. Aunque, bien pensado, ¿qué otra
persona habría cuidado de ti?
—¿Y dejaron que me fuera contigo así, sin más? ¡No puede ser
que me dejaran marchar con un extraño!
Me pregunto qué mentiras debió de contar para que le
permitieran llevárseme. Ahora recuerdo lo que el doctor Nash me había contado
sobre la mujer de Waring House. «Le alegró mucho saber que habías vuelto a casa
con Ben.» Me viene una imagen, un recuerdo. Cogida de la mano de Mike mientras
él firma un formulario. Una mujer detrás de un mostrador sonriéndome.
—Te echaremos de menos, Christine —dice—. Pero en casa serás
feliz. —Mira a Mike—. Con tu marido.
Sigo la mirada de la mujer. No reconozco al hombre cuya mano
sostengo, pero sé que es el hombre con el que me casé. Tiene que serlo. Él me
ha dicho que lo es.
—Dios mío —me pregunto—. ¿Cuánto tiempo llevas haciéndote
pasar por Ben?
Me mira sorprendido.
—¿Haciéndome pasar?
—Sí —replico—. Haciéndote pasar por mi marido.
Parece perplejo. Me pregunto si ha olvidado que no es Ben.
De repente se pone serio. Parece disgustado.
—¿Crees que quería hacerlo? Me vi obligado a ello. Era la
única manera.
Relaja ligeramente los brazos y en ese momento ocurre algo
extraño. Mi mente se detiene y aunque el miedo sigue atenazándome, me embarga
una inesperada sensación de calma. De repente me asalta un pensamiento: «Voy a
vencerle. Voy a escapar. Tengo que escapar».
—¿Mike? —digo—. Te entiendo, ¿sabes? Debe de haber sido muy
difícil para ti.
Me mira.
—¿Me entiendes?
—Desde luego. Te estoy muy agradecida por haberme recogido,
por haberme dado un hogar, por cuidar de mí.
—¿En serio?
—Sí. No quiero ni imaginar dónde estaría ahora de no ser por
ti.
Noto que se ablanda. La presión en mis brazos y mis hombros
disminuye y ahora es acompañada por una caricia, sutil pero inconfundible, que
casi me resulta más repulsiva pero que sé que tiene más probabilidades de
ayudarme a escapar. Porque solo puedo pensar en escapar. He de largarme de
aquí. Qué estúpida fui, pienso ahora, al sentarme en el suelo para leer las
hojas que me había robado del diario mientras él estaba en el cuarto de baño.
¿Por qué no agarré el diario y huí? Entonces recuerdo que solo fui consciente
del peligro que corría cuando llegué al final. Vuelvo a oír la vocecilla. «Voy
a escapar. Tengo un hijo al que no puedo recordar.» Voy a escapar. Me vuelvo
hacia Mike y le acaricio el dorso de la mano que descansa sobre mi hombro.
—¿Por qué no me sueltas y hablamos de lo que deberíamos
hacer?
—¿Y qué hacemos con Claire? —me pregunta—. Ella sabe que no
soy Ben. Tú se lo dijiste.
—No lo recordará —digo, desesperada.
Suelta una risa hueca, ahogada.
—Siempre me has tratado como si fuera idiota, pero no lo
soy. ¡Sé perfectamente qué ocurriría! Tú se lo dijiste. ¡Lo has estropeado
todo!
—En absoluto —me apresuro a decir—. Puedo llamarla, decirle
que estaba confundida, que había olvidado quién eras tú. Puedo decirle que
pensaba que eras Ben, pero que estaba equivocada.
Estoy empezando a creer que lo ve como algo posible, cuando
suelta:
—Jamás se lo tragaría.
—Ya verás como sí —insisto, pese a saber que no.
—¿Por qué tuviste que llamarla? —La ira le ensombrece el
semblante, noto la presión de sus manos—. ¿Por qué? ¿Por qué, Chris? Nos había
ido bien hasta entonces. —Empieza a zarandearme de nuevo—. ¿Por qué? —grita—.
¿Por qué?
—Me haces daño, Ben.
Me golpea. Oigo el latigazo de su mano contra mi cara antes
de sentir el dolor. Mi cabeza gira hacia un lado, mi mandíbula inferior sale
disparada hacia arriba y conecta dolorosamente con su compañera.
—No se te ocurra volver a llamarme así —escupe.
—Mike —farfullo apresuradamente, como si así pudiera borrar
mi error—. Mike…
Me ignora.
—Estoy harto de ser Ben —dice—. A partir de ahora quiero que
me llames Mike, ¿entendido? Soy Mike. Por eso te he traído aquí, para dejar
todo eso atrás. Escribiste en tu cuaderno que si pudieras recordar lo que
sucedió en esta habitación hace años recuperarías la memoria. Bien, pues ya
estamos aquí. Yo lo he hecho posible, Chris. ¡Así que recuerda!
Le miro incrédula.
—¿Quieres que recuerde?
—¡Naturalmente! Te quiero, Christine. Quiero que recuerdes
lo mucho que me amas. Quiero que volvamos a estar juntos. Juntos de verdad.
—Hace una pausa y su voz se reduce a un susurro—. No quiero seguir siendo Ben.
—Pero…
Me mira.
—Desde mañana, cuando volvamos a casa, me llamarás Mike. —Me
zarandea de nuevo con su cara a unos centímetros de la mía—. ¿De acuerdo?
—Puedo oler acidez en su aliento, y otra cosa. Me pregunto si ha estado
bebiendo—. Todo irá bien, ¿verdad, Christine? Saldremos adelante.
—¿Salir adelante? —digo. Me duele la cabeza y algo me brota
de la nariz. Sangre, pienso, pero no estoy segura. La calma me abandona.
Levanto la voz, grito con todas mis fuerzas—. ¿Quieres que vuelva a casa? ¿Que
salgamos adelante? ¿Te has vuelto completamente loco?
Levanta una mano para taparme la boca y me doy cuenta de que
me ha dejado libre el brazo. Le asesto un puñetazo en la mejilla. Aunque
endeble, no se lo esperaba y cae hacia atrás, soltándome el otro brazo en el
proceso.
Me levanto a trompicones.
—¡Zorra! —dice, pero paso por encima de él y corro hacia la
puerta.
Apenas he dado tres pasos cuando se agarra a mi tobillo.
Caigo al suelo. Mi cabeza golpea el canto del taburete que hay debajo del
tocador. Tengo suerte; está acolchado y amortigua la caída, pero mi cuerpo hace
un giro extraño al tocar el suelo. El dolor sube disparado por mi espalda hasta
el cuello y temo haberme roto algo. Empiezo a gatear hacia la puerta pero Mike
sigue aferrado a mi tobillo. Tira de mí con un gruñido y de repente noto su
peso aplastante sobre mi espalda, sus labios a unos centímetros de mi oreja.
—Mike —sollozo—. Mike…
Delante de mí, en el suelo, descansa la fotografía de Adam y
Helen que Mike ha arrojado al suelo. Pese a lo que está pasando, me pregunto de
dónde la ha sacado, y de pronto lo sé. Adam me la envió a Waring House y luego
Mike la guardó junto con todas las demás fotografías cuando fue a buscarme.
—¡Zorra estúpida! —me escupe en la oreja. Tiene una mano en
mi garganta y con la otra me agarra del pelo. Me tira de la cabeza hacia atrás,
arqueándome el cuello—. ¿Por qué tuviste que hacerlo?
—Lo siento —sollozo. No puedo moverme. Tengo una mano
atrapada debajo de mi cuerpo, la otra pillada entre mi espalda y su pierna.
—¿Adónde creías que ibas, eh? —Gruñe como un animal. Rezuma
algo muy cercano al odio.
—Lo siento —repito, porque no se me ocurre otra cosa que
decir—. Lo siento. —Recuerdo los días en que tales palabras tenían efecto,
bastaban para sacarme de cualquier apuro en el que me encontrara.
—¡Deja de decir que lo sientes! —Me tira de la cabeza hacia
atrás y luego hacia delante. Mi frente, mi nariz y mi boca se estampan contra
el suelo enmoquetado. Oigo un crujido escalofriante y me asalta el olor a
cigarrillos rancios. Chillo. Tengo sangre en la boca. Me he mordido la lengua—.
¿Adónde creías que ibas? No puedes conducir. No conoces a nadie. Ni siquiera
sabes quién eres la mayor parte del tiempo. No tienes adónde ir. Eres patética.
Rompo a llorar, porque tiene razón. Soy patética. Claire
nunca vino, no tengo amigos. Estoy completamente sola, dependo por entero del
hombre que me ha hecho esto, y mañana por la mañana, si sobrevivo, hasta eso
habré olvidado.
«Si sobrevivo.» Las palabras resuenan en mi cabeza cuando
caigo en la cuenta de lo que este hombre es capaz, y que puede que esta vez no
salga de esta habitación con vida. El pánico se apodera de mí, pero vuelvo a
oír la vocecilla. «No vas a morir aquí. No con él. No ahora. Cualquier cosa
menos eso.»
Arqueo dolorosamente la espalda y consigo sacar el brazo. Me
impulso hacia delante y agarro una pata del taburete. Pesa y el ángulo de mi
cuerpo no ayuda, pero consigo retorcerme y arrojar el taburete por encima de mi
cabeza, hacia donde imagino que se halla la cabeza de Mike. Golpea algo con un
crujido gratificante y un grito ahogado retumba en mi oreja. Me suelta el pelo.
Me vuelvo. Mike está echado hacia atrás, con la mano en la
frente. Por sus dedos empieza a rodar sangre. Me mira petrificado.
Más tarde pensaré que tendría que haberle golpeado una
segunda vez. Con el taburete, o con las manos. Con lo que fuera. Tendría que
haberme asegurado de incapacitarlo para poder huir, para poder bajar o por lo
menos abrir la puerta y pedir ayuda.
Pero no lo hago. Me levanto y me quedo mirándolo. Está en el
suelo, delante de mí. Haga lo que haga, pienso, él ha ganado. Siempre habrá
ganado. Me lo ha arrebatado todo, incluso la capacidad de recordar qué me hizo
exactamente. Me doy la vuelta y me dirijo a la puerta.
Se abalanza sobre mí con un gruñido. Su cuerpo choca con el
mío, embestimos el tocador, avanzamos a trompicones hacia la puerta.
—¡Christine! —dice—. ¡Chris! ¡No me dejes!
Alargo un brazo. Si consigo abrir la puerta, pese al ruido
del bar, seguro que alguien nos oye y acude en mi ayuda.
Se cuelga de mi cintura. Como un grotesco monstruo bicéfalo,
avanzo centímetro a centímetro, tirando de él.
—¡Chris, te quiero! —continúa. Está aullando, y
eso, junto con lo absurdas que se me antojan sus palabras, me inyecta brío.
Casi he llegado. Estoy a punto de alcanzar el pomo.
Entonces ocurre. El recuerdo de aquella noche lejana me
asalta. Yo, en esta misma habitación, alargando una mano hacia esta misma
puerta. Me siento tremendamente feliz. Las paredes vibran con el resplandor
anaranjado de las velas que he encontrado repartidas por toda la habitación a mi
llegada. El aroma dulce de las rosas y girasoles del ramo que descansa sobre la
cama impregna el aire. «Estaré arriba en torno a las siete, cariño», decía la
tarjeta que lo acompañaba, y aunque me pregunté brevemente qué estaba haciendo
Ben, agradezco los minutos de que he dispuesto a solas antes de su llegada. Me
han dado la oportunidad de poner en orden mis pensamientos, de reflexionar
sobre lo cerca que he estado de perderle, de lo mucho que me alegro de haber
puesto fin a mi aventura con Mike, de lo afortunada que soy de que Ben y yo
estemos comenzando una nueva etapa. ¿Cómo se me pudo pasar por la cabeza que
quería estar con Mike? Mike jamás habría hecho lo que ha pensado Ben: organizar
una noche sorpresa en un hotel de la costa para demostrarme lo mucho que me
quiere y el hecho de que, pese a nuestras recientes diferencias, eso es algo
que nunca cambiará. Mike es demasiado egocéntrico para poder hacer algo así, he
descubierto. Con él todo es una prueba, el cariño se mide, lo dado se compara
con lo recibido y el resultado, las más de las veces, le decepciona.
Alcanzo el pomo de la puerta, lo giro, tiro de él hacía mí.
Ben ha dejado a Adam con sus abuelos. Tenemos por delante un fin de semana
entero para nosotros dos, libre de preocupaciones.
—Cariño —estoy diciendo, pero la palabra se me atraganta.
Delante no tengo a Ben, sino a Mike. Pasa por mi lado y mientras le pregunto
qué cree que está haciendo, qué derecho tiene a traerme engañada hasta esta
habitación, qué cree que conseguirá con eso, estoy pensando: «Cabrón retorcido.
¿Cómo te atreves a hacerte pasar por mi marido? ¿Es que no te queda dignidad?».
Pienso en Ben, en Adam, en mi casa. Ben se estará
preguntando dónde estoy. Probablemente no tardará en llamar a la policía. He
sido una idiota por subirme a un tren y venir hasta aquí sin mencionárselo a
nadie. He sido una idiota por creer que una nota escrita a máquina, aunque
rociada con mi perfume favorito, era de mi marido.
—¿Habrías venido si hubieras sabido que la cita era yo? —me
pregunta Mike.
Me echo a reír.
—¡Naturalmente que no! Lo nuestro ha terminado, ya te lo
dije.
Contemplo las flores, la botella de champán que todavía
tiene en la mano. Todo huele a romanticismo, a seducción.
—¡Por Dios! —exclamo—. ¿Realmente pensabas que podías
traerme engañada hasta aquí, regalarme flores y champán, y que eso lo
resolvería todo? ¿Que caería en tus brazos y todo volvería a ser como antes?
Estás loco, Mike. Loco. Me voy. Regreso junto a mi marido y mi hijo.
No quiero recordar más. Supongo que fue entonces cuando me
asestó el primer golpe, pero ignoro qué sucedió después, qué me llevó de ahí al
hospital. Y aquí estoy de nuevo, en esta habitación. Hemos vuelto al punto de
partida, si bien para mí los días transcurridos entremedias me han sido
robados. Es como si nunca me hubiera ido.
No consigo alcanzar el pomo. Mike se está levantando.
Empiezo a gritar.
—¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Calla! —me ordena—. ¡Cierra la boca!
Grito con más fuerza. Me da la vuelta y me propina un
empujón. Caigo, y el techo y su cara descienden sobre mí como una cortina. Mi
cráneo golpea algo duro y rígido. Advierto que me ha arrastrado hasta el cuarto
de baño. Giro la cabeza y veo las baldosas del suelo extendidas frente a mí, la
base del retrete, el borde de la bañera. Hay una pastilla de jabón en el suelo,
aplastada y pegajosa.
—¡Mike! —grito—. ¡No…! —pero está inclinándose sobre mí,
rodeándome el cuello con sus manos.
—¡Calla! —repite una y otra vez, a pesar de que ya no grito,
solo lloro. Me cuesta respirar, tengo los ojos y la boca empapados, de sangre,
de lágrimas, e ignoro de qué más.
—Mike —jadeo.
No puedo respirar. Sus manos me aprietan el cuello y me
impiden respirar. Vuelvo a recordar. Le recuerdo reteniéndome la cabeza debajo
del agua. Me recuerdo despertando en una cama blanca, con un camisón de
hospital, y Ben sentado a mi lado, el auténtico Ben, el hombre con el que me
casé. Recuerdo a un policía haciéndome preguntas que no soy capaz de responder.
Un hombre con un pijama azul claro sentado en el borde de mi cama del hospital,
riendo conmigo mientras me cuenta que cada día le saludo como si fuera la
primera vez que le veo. Un niño rubio al que le falta un diente llamándome
«mamá». Las imágenes se suceden. Me inundan. La sensación es de violencia.
Sacudo la cabeza, en un esfuerzo por despejarla, pero Mike me aprieta el cuello
un poco más. Tiene su cabeza sobre la mía, los ojos salidos mientras estrangula
mi garganta, y puedo recordar haber pasado por esto en otra ocasión, en esta
habitación. Cierro los ojos.
—¿Cómo te atreves? —está diciendo, y no puedo distinguir
quién de los dos está hablando, si el Mike que está aquí, ahora, o el que solo
existe en mi memoria—. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a llevarte a mi hijo?
Y en ese momento lo recuerdo. El día que me atacó, todos
esos años atrás, yo llevaba un bebé en el vientre. No de Mike, sino de Ben. El
hijo que marcaría nuestro nuevo comienzo juntos.
Ni él ni yo sobrevivimos.
* * *
Debo de haber perdido el conocimiento. Cuando vuelvo en mí
estoy sentada en una silla. No puedo mover las manos, la boca me sabe a pelo.
Abro los ojos. La habitación está iluminada únicamente por la luz de la luna
que entra por las cortinas descorridas y el resplandor amarillo de las farolas
de la calle. Mike está sentado en el borde de la cama, frente a mí. Sostiene
algo en la mano.
Intento hablar pero no puedo. Advierto que tengo una pelota
de algo en la boca. Un calcetín, quizá, sujeto de algún modo. También me doy
cuenta de que tengo las muñecas atadas, y los tobillos.
Es lo que siempre ha querido, pienso. En silencio e inmóvil.
Forcejeo y se da cuenta de que he recuperado la conciencia. Levanta la cabeza y
me mira con una mezcla de dolor y tristeza. Me mira fijamente a los ojos. No
siento nada salvo odio.
—Has despertado. —Me pregunto si pretende decir algo más, si
es capaz de decir algo más—. Yo no quería que pasara esto. Pensé que venir aquí
te ayudaría a recordar cómo eran las cosas entre nosotros, y que luego
hablaríamos y yo podría explicarte lo que sucedió hace años en esta habitación.
Nunca fue mi intención que ocurriera, Chris. Pero a veces me enfado mucho. No
puedo evitarlo. Lo siento. Nunca fue mi intención hacerte daño. Lo estropeé
todo.
Se mira el regazo. Antes deseaba saber muchas cosas, pero
ahora estoy agotada, y en cualquier caso ya es tarde. Creo que podría cerrar
los ojos y obligarme a dormir para olvidarlo todo.
Pero no quiero dormir. Y si no pudiera evitarlo, no quiero
despertar mañana.
—Fue cuando me dijiste que estabas esperando un hijo. —No
levanta la vista. Está hablando con voz queda a los pliegues de su ropa y tengo
que aguzar el oído para entenderle—. Nunca pensé que tendría hijos. Nunca.
Todos decían… —titubea, como si estuviera cambiando de parecer, decidiendo que
hay cosas que es mejor no compartir—. Decías que no era mío, pero yo sabía que
lo era. Y no soportaba la idea de que, pese a ello, fueras a dejarme, a
separarme de mi hijo, la idea de que nunca llegara a verlo. No podía
soportarlo, Chris.
Sigo sin saber qué quiere de mí.
—¿Crees que no me arrepiento de lo que hice? Todos los días.
Te veo tan desconcertada y perdida, tan infeliz. A veces me quedo tumbado en la
cama, oyendo cómo te despiertas. Entonces me miras y yo sé que no sabes quién
soy, y puedo sentir tu decepción y tu vergüenza. Te sale a borbotones. Y eso me
duele. Me duele saber que, si pudieras elegir, no te acostarías conmigo.
Entonces te levantas y vas al cuarto de baño, y sé que al cabo de unos minutos
regresarás sintiendo un gran dolor y confusión.
Hace una pausa.
—Ahora sé que incluso eso terminará pronto. He leído tu
diario. Sé que tu doctor ya habrá atado cabos, o no tardará en hacerlo. Y
también Claire. Sé que vendrán a por mí. —Levanta la vista—. E intentarán
separarme de ti. Pero Ben no te quiere. Yo sí. Quiero cuidar de ti. Por favor,
Chris, recuerda lo mucho que me amabas. Entonces podrás decirme que deseas
estar conmigo. —Señala las últimas páginas de mi diario, desparramadas por el
suelo—. Puedes decirles que me perdonas. Por esto. Y después ya nada nos
impedirá estar juntos.
Sacudo la cabeza. No puedo creer que desee que recuerde.
Quiere que sepa lo que me hizo.
Sonríe.
—¿Sabes? A veces pienso que hubiera sido mejor que hubiese
muerto aquella noche. Mejor para los dos. —Dirige la mirada hacia la ventana—.
Yo te seguiría, Chris, si así lo quisieras. —Vuelve a bajarla—. Sería muy
fácil. Tú podrías ir primero. Y yo iría después, te lo prometo. Confías en mí,
¿verdad?
Me mira expectante.
—¿Te gustaría eso? —dice—. No sentirías dolor.
Sacudo la cabeza, intento hablar, no lo consigo. Los ojos me
arden y apenas puedo respirar.
—¿No? —Parece decepcionado—. No. Supongo que cualquier vida
es preferible a no vivir. Como quieras. Probablemente tengas razón. —Empiezo a
llorar. Menea la cabeza—. Chris, todo irá bien, ya lo verás. El problema es
este cuaderno. —Levanta mi diario—. Tú y yo éramos felices antes de que
empezaras a escribir esto. O todo lo felices que podíamos ser dadas las
circunstancias. Pero lo éramos, ¿no es cierto? Deberíamos deshacernos de esto.
Después podrás decirles que estabas equivocada y nosotros podremos volver a
estar como antes. Por lo menos durante un tiempo.
Se pone en pie y saca la papelera de metal que hay debajo
del tocador. Retira la bolsa de plástico y la deja a un lado.
—Será fácil —dice, colocando la papelera entre sus piernas—.
Muy fácil. —Arroja mi diario dentro, recoge las hojas que todavía hay en el
suelo y hace lo mismo con ellas—. Tenemos que deshacernos de esto de una vez
por todas.
Saca una caja de cerillas de su bolsillo, enciende una y
levanta una hoja.
Le miro horrorizada.
«¡No!», quiero gritar, pero solo alcanzo a emitir un gemido
ahogado. No me mira cuando prende fuego a la hoja y la deja caer sobre la
papelera.
«¡No!», repito, pero esta vez es un aullido mudo que solo
resuena en mi cabeza. Observo cómo mi pasado empieza a arder, cómo mis
recuerdos se reducen a cenizas. Mi diario, la carta de Ben, todo. No soy nada
sin ese diario, pienso. Nada. Y él ha ganado.
No planeo hacer lo que hago a continuación, es una reacción
instintiva. Me arrojo sobre la papelera. Maniatada como estoy no puedo frenar
la caída y golpeo la papelera en una postura incómoda, y oigo que algo se
parte. El dolor me atraviesa el brazo y creo que voy a desmayarme, pero no me
desmayo. La papelera se vuelca y las hojas salen rodando por el suelo, en
llamas.
Mike suelta un alarido y cae de rodillas, dando manotazos al
suelo, intentando sofocar el fuego. Observo que por debajo de la cama se ha
colado una hoja. Las llamas están empezando a lamer la orilla de la colcha,
pero no puedo alcanzarla, y tampoco gritar, de modo que me limito a observar
cómo se incendia. La colcha empieza a echar humo y cierro los ojos. La
habitación arderá, pienso, Mike arderá, y yo arderé, y nadie sabrá jamás qué
sucedió hoy aquí, en esta habitación, ni qué sucedió todos esos años atrás. El
pasado quedará reducido a cenizas y será reemplazado por conjeturas.
Sufro una arcada seca que el calcetín atascado en mi
garganta contiene. Siento que me asfixio. Pienso en mi hijo. No le veré, pero
por lo menos moriré sabiendo que lo tuve, que está vivo y es feliz. Eso me
llena de dicha. Pienso en Ben, el hombre con quien me casé y al que luego
olvidé. Quiero verle. Quiero decirle que ahora, finalmente, sé quién es. Puedo
recordar que le conocí en la fiesta de la azotea, y que me propuso matrimonio
en una colina con vistas a la ciudad, y también que me casé con él en la
iglesia de Manchester y que nos hicieron fotos bajo la lluvia.
Y sí, puedo recordar que le amaba. Ahora sé que le amo y que
siempre le he amado.
La oscuridad me engulle. No puedo respirar. Oigo el azote de
las llamas, noto su calor en los labios y los ojos.
Los finales felices no son para mí, ahora lo sé. Pero eso ya
no importa.
Ya no importa.
* * *
Estoy tumbada. He dormido, aunque no mucho rato. Puedo
recordar quién soy y dónde he estado. Oigo ruidos, un murmullo de tráfico, una
sirena que no sube ni baja de tono, que permanece constante. Noto algo sobre la
boca —pienso en un calcetín— pero me doy cuenta de que puedo respirar. Me da
pánico abrir los ojos. Ignoro qué voy a encontrar.
Pero debo abrirlos. No tengo más remedio que afrontar mi
nueva realidad.
La luz es fuerte. Puedo ver un tubo fluorescente pegado a un
techo bajo y dos barras de metal que transcurren paralelas a él. Las paredes a
los lados son duras, de metal y plexiglás brillantes, y hay poco espacio entre
ellas. Vislumbro cajones y estantes llenos de frascos y paquetes y unas
máquinas parpadeando. Todo se mueve ligeramente, todo vibra, incluida,
advierto, la cama en la que yazgo.
La cara de un hombre aparece inopinadamente sobre mi cabeza.
Viste una camisa verde. No sé quién es.
—Se ha despertado —escucho, y otras caras se ciernen sobre
mí. Les echo un rápido vistazo. Mike no está entre ellas y eso me tranquiliza.
—Christine —dice una voz—. Chrissy, soy yo. —Es una voz
femenina, una voz que reconozco—. Vamos de camino al hospital. Tienes una
clavícula rota, pero te repondrás. Todo irá bien. Mike está muerto. No podrá
volver a hacerte daño.
Miro entonces a la persona que me está hablando. Sonríe y
tiene mi mano en la suya. Es Claire. La Claire que vi hace unos días, no la
joven Claire que probablemente esperaría ver al despertarme, y observo que
lleva los mismos pendientes que la última vez que nos vimos.
—¿Claire? —digo, pero me interrumpe.
—No hables. Procura solo relajarte.
Se inclina sobre mí, me acaricia el pelo y me susurra algo
en la oreja, pero no lo oigo. Suena como «Lo siento».
—Recuerdo —murmuro—. Recuerdo.
Sonríe. Recula y un hombre joven la reemplaza. Tiene el
rostro delgado y lleva unas gafas de montura oscura. Por un momento pienso que
es Ben, hasta que comprendo que Ben tendría ahora mi edad.
—¿Mamá? —llama—. ¿Mamá?
Tiene la misma cara que el chico de la foto que aparece con
Helen, y me doy cuenta de que también me acuerdo de él.
—¿Adam? —pregunto, y las palabras se me atragantan cuando me
abraza.
—Mamá —dice—, papá está en camino. No tardará en llegar.
Lo atraigo hacia mí. Respiro el olor de mi muchacho y me
siento feliz.
* * *
No puedo esperar más. Es hora de dormir. Dispongo de una
habitación individual y, por tanto, no estoy obligada a seguir la estricta
rutina del hospital, pero estoy agotada, los ojos se me cierran. Es hora de
dormir.
He hablado con Ben. Con el hombre con quien me casé.
Conversamos durante horas, aunque ahora me parece que fueron minutos. Me contó
que había tomado un avión en cuanto la policía le telefoneó.
—¿La policía?
—Sí —dijo—. Cuando se dieron cuenta de que no estabas
viviendo con la persona que creían en Waring House, se pusieron a buscarme. No
sé muy bien cómo dieron conmigo. Supongo que tenían mi antigua dirección y
empezaron por ahí.
—¿Y dónde estabas?
Se subió las gafas por el caballete de la nariz.
—Llevo unos meses en Italia —explicó—. Trabajando. —Hizo una
pausa—. Pensaba que estabas bien. —Me cogió la mano—. Lo siento…
—No podías saberlo —repuse.
Desvió la mirada.
—Te dejé, Chrissy.
—Lo sé. Lo sé todo. Claire me lo contó. Leí tu carta.
—Creía que era lo mejor. En serio. Creía que sería bueno
para ti y para Adam. Estaba intentando seguir adelante con mi vida. —Titubeó—.
Y pensaba que solo podría conseguirlo si me divorciaba de ti. Pensaba que eso
me liberaría. Adam no lo entendió, incluso cuando le expliqué que tú ni
siquiera lo sabrías, que ni siquiera recordarías que te habías casado conmigo.
—¿Y te ayudó a seguir adelante con tu vida?
Se volvió hacia mí.
—No voy a mentirte, Chrissy. Ha habido otras mujeres. No
muchas, pero algunas. Ha sido mucho tiempo. Al principio nada serio, pero hace
un par de años conocí a alguien. Me fui a vivir con ella pero…
—Pero…
—Lo dejamos. Me dijo que no la quería. Que nunca había
dejado de quererte a ti…
—¿Y tenía razón?
No contestó. Temiendo su respuesta, pregunté:
—¿Y qué pasará ahora? Mañana. ¿Me llevarás de nuevo a Waring
House?
Levantó la vista.
—No —dijo—. Tenía razón. Nunca he dejado de amarte. Y no te
llevaré a Waring House. Mañana quiero que vengas a casa.
Ahora me vuelvo para mirarle. Lo tengo al lado, sentado en
una silla, y aunque ya está roncando con la cabeza caída incómodamente hacia
delante, sigue cogido a mi mano. Vislumbro vagamente sus gafas, la cicatriz que
le atraviesa la mejilla. Mi hijo ha salido de la habitación para telefonear a
su novia y susurrar un buenas noches a su futura hija, y mi mejor amiga está en
el aparcamiento fumando un cigarrillo. Estoy rodeada de la gente a la que quiero.
Hace un rato hablé con el doctor Nash. Me contó que había
salido de Waring House cuatro meses atrás, poco después de que Mike hubiera
empezado a visitarme haciéndose pasar por Ben. Yo misma me había dado de alta y
había firmado todos los papeles. Me marché voluntariamente. El personal de
Waring House no habría podido impedírmelo aunque hubiera creído que existían
razones para intentarlo. Cuando me fui me llevé las pocas fotografías y objetos
personales que me quedaban.
—¿Por eso tenía Mike esas fotos? —le pregunté—. ¿Las fotos
en las que salimos Adam y yo? ¿Por eso tenía la carta que Adam había escrito a
Papá Noel? ¿Y su partida de nacimiento?
—Sí —dijo el doctor Nash—. Las tenías en Waring House y te
las llevaste cuando te marchaste. Supongo que en algún momento Mike destruyó
todas las fotos en las que salías con Ben. Probablemente antes de que
abandonaras Waring House. El personal allí cambia con frecuencia e ignoraba qué
aspecto tenía tu marido.
—Pero ¿cómo pudo acceder a las fotos?
—Las guardabas en un cajón de tu habitación, metidas en un
álbum. Seguro que le fue fácil hacerse con él una vez que empezó a visitarte.
Puede que hasta introdujera algunas fotografías suyas. Debía de tener algunas
de vosotros dos hechas durante… en fin, durante el tiempo que os estuvisteis
viendo. El personal de Waring House estaba convencido de que el hombre que
había estado visitándote era el mismo que el que aparecía en el álbum de fotos.
—De modo que me llevé las fotos a casa de Mike y él las
guardó en una caja de metal, y luego se inventó un incendio para explicar por
qué había tan pocas.
—Exacto —concluyó.
Parecía cansado, y avergonzado. Me pregunté si se echaba la
culpa de lo sucedido y confié en que no. En realidad me había ayudado. Me había
rescatado. Confié en que todavía pudiera escribir su artículo y presentar mi
caso. Confié en que recibiera el reconocimiento por lo que había hecho por mí.
Después de todo, de no ser por él ahora estaría…
No quiero pensar en dónde estaría.
—¿Cómo disteis conmigo? —le pregunté.
Me explicó que Claire se había quedado muerta de
preocupación después de nuestra conversación, pero decidió esperar a que la
llamara al día siguiente.
—Mike debió de arrancar las hojas de tu diario esa noche.
Por eso pensabas que no pasaba nada raro cuando me diste el diario el martes, y
yo tampoco. En vista de que no llamabas, Claire intentó telefonearte pero solo
tenía el número del móvil que yo te había dado y Mike también te lo había
quitado. Debí de imaginar que algo pasaba cuando te llamé esta mañana y no
contestaste. Pero no caí. Tendría que haberte llamado al otro teléfono… —dijo y
meneó la cabeza.
—Tranquilo —dije—. Continúa…
—Calculo que Mike llevaba una semana leyendo tu diario,
puede que más. Claire no logró comunicarse con Adam y no tenía el teléfono de
Ben, de modo que telefoneó a Waring House. Solo tenían un número que pensaban
que era de Ben pero que en realidad era de Mike. Claire no tenía mi número de
teléfono, ni siquiera sabía cómo me llamaba. Telefoneó al colegio donde él
trabajaba y consiguió que le dieran su dirección y su número de teléfono, pero
eran falsos. Estaba en un callejón sin salida.
Imaginé a ese hombre descubriendo mi diario, leyéndolo cada
día. ¿Por qué no lo destruyó?
Porque había escrito que le quería. Y porque eso era lo que
deseaba que yo siguiera creyendo.
O puede que esté siendo demasiado benévola con él. A lo
mejor solo deseaba que yo viera cómo lo devoraban las llamas.
—¿Claire no llamó a la policía?
—Sí, pero pasaron unos días antes de que la tomaran
realmente en serio. Entretanto logró comunicarse finalmente con Adam y este le
contó que Ben se había ido una temporada al extranjero y que, por lo que él
sabía, tú seguías en Waring House. Claire llamó a la residencia y, aunque se
negaron a facilitarle tu dirección, accedieron a darle mi número de teléfono a
Adam. Probablemente pensaron que no había riesgo en eso, puesto que soy médico.
Claire no consiguió ponerse en contacto conmigo hasta esta tarde.
—¿Esta tarde?
—Sí. Claire me convenció de que algo iba mal, y cuando descubrí
que Adam estaba vivo ya no tuve ninguna duda. Fuimos a verte a tu casa, pero
para entonces ya te habías ido a Brighton.
—¿Cómo supisteis que estaría allí?
—Esta mañana me has contado que Ben, mejor dicho Mike, te
había dicho que os iríais de fin de semana. Cuando Claire me explicó lo que
estaba pasando, imaginé adónde te había llevado Mike.
Me recosté. Estaba cansada. Exhausta. Solo quería dormir,
pero me daba miedo. Me daba miedo lo que pudiera olvidar.
—Pero tú me contaste que Adam había muerto —dije—, que lo
habían matado. Cuando estábamos en el aparcamiento. Y lo del incendio. Me
explicaste que había habido un incendio.
El doctor Nash sonrió con tristeza.
—Porque es lo que tú me habías contado. —Respondí que no lo
entendía—. Un día, a las dos semanas de conocernos, me dijiste que Adam estaba
muerto. Obviamente, era lo que Mike te había explicado y tú le creíste y me lo
contaste. Cuando me lo preguntaste en el aparcamiento, te expliqué lo que creía
que era verdad. Y otro tanto con el incendio. Yo pensaba que lo había habido
porque era lo que tú me habías contado.
—Pero recordé el funeral de Adam —dije—. El féretro…
Sonrió con tristeza.
—Tu imaginación…
—Pero vi fotos —insistí—. Ese hombre —me era imposible
pronunciar el nombre de Mike— me mostró fotos donde salíamos él y yo juntos,
fotos de nuestra boda. Encontré una foto de una lápida con el nombre de Adam…
—Un montaje, probablemente —aseguró.
—¿Un montaje?
—Sí, hecho mediante ordenador. Hoy día es muy fácil hacer
montajes fotográficos. Debió de intuir que sospechabas la verdad y dejó las
fotos donde sabía que las encontrarías. Seguramente algunas de las fotos que
creías que eran de vosotros dos también fueran montajes.
Pensé en las veces que había escrito que Mike estaba en el
estudio, trabajando. ¿Era eso lo que estado haciendo? Me había engañado por
completo.
—¿Estás bien? —dijo el doctor Nash.
Sonreí.
—Sí, creo que sí. —Le miré y me di cuenta de que podía
imaginármelo con otro traje, y con el pelo mucho más corto—. Puedo recordar
cosas —dije.
Su expresión no cambió.
—¿Qué cosas? —preguntó.
—Te recuerdo con un corte de pelo diferente. Y reconocí a
Ben. Y a Adam y a Claire en la ambulancia. Y puedo recordar que la vi el otro
día. Fuimos a la cafetería del Alexandra Palace. Tomamos café. Tiene un hijo llamado
Toby.
Esbozó una sonrisa, pero era una sonrisa triste.
—¿Leíste hoy tu diario? —dijo.
—Sí, pero puedo recordar cosas que no anoté. Puedo recordar
los pendientes que llevaba Claire. Son los mismos que lleva hoy. Se lo pregunté
y me dijo que sí. Y recuerdo que Toby llevaba una parka azul y que sus
calcetines tenían dibujos, y también que se disgustó porque quería zumo de
manzana y solo tenían de naranja y grosella. ¿No lo entiendes? No anoté esas
cosas. Puedo recordarlas.
Parecía satisfecho, aunque todavía prudente.
—El doctor Paxton comentó que no podía encontrar una causa
orgánica obvia para tu amnesia, que parecía probable que te la hubiera causado,
por lo menos en parte, el trauma emocional de lo que te ocurrió, además del
físico. Supongo que otro trauma podría invertir eso, en cierta medida.
Lo que estaba sugiriendo me hizo dar un brinco.
—¿Significa eso que podría curarme?
Me miró detenidamente. Tenía la sensación de que estaba
calculando sus palabras, cuánta verdad sería capaz de soportar.
—Me temo que es poco probable. Durante las últimas semanas
has mejorado, pero no has experimentado una recuperación total de la memoria.
Aunque no es imposible.
Me invadió una oleada de alegría.
—¿El hecho de que recuerde lo que ocurrió hace una semana no
significa que he recuperado la memoria? ¿Que otra vez puedo crear recuerdos
nuevos y conservarlos?
Habló con cautela.
—Yo diría que sí, Christine. Pero no quiero que pierdas de
vista que podría tratarse de algo pasajero. No lo sabremos a ciencia cierta
hasta mañana.
—¿Cuando me despierte?
—Exacto. Es muy posible que después de dormir esta noche
todos los recuerdos que tienes hoy desaparezcan. Tanto los nuevos como los
viejos.
—¿Podría despertarme exactamente en el mismo punto en el que
me desperté esta mañana?
—Sí.
La idea de despertarme al día siguiente habiendo olvidado a
Ben y a Adam se me antojaba inimaginable. Una muerte en vida.
—Pero… —comencé.
—Sigue escribiendo tu diario, Christine —me recomendó—.
¿Todavía lo tienes?
Negué con la cabeza.
—Lo quemó. Fue eso lo que provocó el incendio.
—Es una pena —se lamentó—. Pero en realidad poco importa,
Christine. Puedes empezar otro. Has recuperado a la gente que te quiere.
—Pero yo quiero que también ellos me recuperen a mí —dije—.
Quiero que me recuperen.
Después de hablar otro rato, el doctor Nash decidió que era
hora de dejarme a solas con mi familia. Sé que solo estaba intentando
prepararme para lo peor —para la posibilidad de que mañana me despierte sin
saber quién soy, o sin saber quién es el hombre sentado a mi lado, o la persona
que asegura ser mi hijo—, pero he de creer que está equivocado. Que he
recuperado la memoria. He de creerlo.
Contemplo la silueta durmiente de mi marido en la tenue luz.
Recuerdo que nos conocimos en aquella fiesta, la noche que vi los fuegos
artificiales con Claire en la azotea. Recuerdo cuando me preguntó, estando de
vacaciones en Verona, si quería casarme con él y la emoción que me embargó
cuando le dije que sí. Y nuestra boda, nuestro matrimonio, nuestra vida. Lo
recuerdo todo. Sonrío.
—Te quiero —le susurro antes de cerrar los ojos
y dormirme.FIN
Nota del autor
Este libro está inspirado, en parte, en la vida de varios
pacientes amnésicos y, especialmente, en la de Henry Gustav Molaison y Clive
Wearing, cuya historia ha sido contada por su esposa Deborah Wearing en el
libro Forever Today – A Memoir of Love and Amnesia.
Los hechos narrados en No confíes en nadie
son, no obstante, pura ficción.