El nombre del viento - Patrick Rothfuss (Parte 1)


«He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayoría todavía no los dejan entrar. He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de día. He hablado con dioses, he amado a mujeres y he escrito canciones que hacen llorar a los bardos.

»Me llamo Kvothe. Quizá hayas oído hablar de mí.»







«Viajé, amé, perdí, confié y me traicionaron.»


En una posada en tierra de nadie, un hombre se dispone a relatar, por primera vez, la auténtica historia de su vida. Una historia que únicamente él conoce y que ha quedado diluida tras los rumores, las conjeturas y los cuentos de taberna que le han convertido en un personaje legendario a quien todos daban ya por muerto: Kvothe... músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino.


Ahora va a revelar la verdad sobre sí mismo. Y para ello debe empezar por el principio: su infancia en una troupe de artistas itinerantes, los años malviviendo como un ladronzuelo en las calles de una gran ciudad y su llegada a una universidad donde esperaba encontrar todas las respuestas que había estado buscando.




Atípica, profunda y sincera, El nombre del viento es una novela de aventuras, de historias dentro de otras historias, de misterio, de amistad, de amor, de magia y de superación, escrita con la mano de un poeta y que ha deslumbrado —por su originalidad y la maestría con que está narrada— a todos los que la han leído.




PRÓLOGO

Un silencio triple


Volvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio triple.


El silencio más obvio era una calma hueca y resonante, consti­tuida por las cosas que faltaban. Si hubiera soplado el viento, este habría suspirado entre las ramas, habría hecho chirriar el letrero de la posada en sus ganchos y habría arrastrado el silencio calle abajo como arrastra las hojas caídas en otoño. Si hubiera habido gente en la posada, aunque solo fuera un puñado de clientes, ellos habrían llenado el silencio con su conversación y sus risas, y con el barullo y el tintineo propios de una taberna a altas horas de la noche. Si hubiera habido música... pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso per­sistía el silencio.


En la posada Roca de Guía, un par de hombres, apiñados en un extremo de la barra, bebían con tranquila determinación, evitan­do las discusiones serias sobre noticias perturbadoras. Su presen­cia añadía otro silencio, pequeño y sombrío, al otro silencio, hueco y mayor. Era una especie de aleación, un contrapunto.


El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá empezaras a notarlo en el suelo de madera y en los bastos y astillados barriles que había detrás de la barra. Esta­ba en el peso de la chimenea de piedra negra, que conservaba el calor de un fuego que ya llevaba mucho rato apagado. Estaba en el lento ir y venir de un trapo de hilo blanco que frotaba el ve­teado de la barra. Y estaba en las manos del hombre allí de pie, sacándole brillo a una superficie de caoba que ya brillaba bajo la luz de la lámpara.


El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscu­ros y distantes, y se movía con la sutil certeza de quienes saben muchas cosas.


La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espe­ra la muerte.





1

Un sitio para los demonio

Era una noche de Abatida, y la clientela habitual se había reu­nido en la Roca de Guía. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso, pero últimamente, en los tiempos que corrían, nunca se reunían más de cinco clientes en la taberna.


El viejo Cob oficiaba de narrador y suministrador de consejos. Los que estaban sentados a la barra bebían y escuchaban. En la cocina, un joven posadero, de pie junto a la puerta, sonreía mien­tras escuchaba los detalles de una historia que ya conocía.


—Cuando despertó, Táborlin el Grande estaba encerrado en una alta torre. Le habían quitado la espada y lo habían despojado de sus herramientas: no tenía ni la llave, ni la moneda ni la vela. Pero no creáis que eso era lo peor... —Cob hizo una pausa para añadir suspense— ¡porque las lámparas de la pared ardían con llamas azules!


Graham, Jalee y Shep asintieron con la cabeza. Los tres amigos habían crecido juntos, escuchando las historias que contaba Cob e ignorando sus consejos.


Cob miró con los ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su reducido público, el aprendiz de herrero.


—¿Sabes qué significaba eso, muchacho? —Llamaban «mucha­cho» al aprendiz de herrero, pese a que les pasaba un palmo a to­dos. Los pueblos pequeños son así, y seguramente seguirían lla­mándolo «muchacho» hasta que tuviera una barba poblada o hasta que, harto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien por la nariz.


El muchacho asintió lentamente y respondió:


—Los Chandrian.


—Exacto —confirmó Cob—. Los Chandrian. Todo el mundo sabe que el fuego azul es una de sus señales. Pues bien, estaba...


—Pero ¿cómo lo habían encontrado? —lo interrumpió el mu­chacho—. Y ¿por qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?


—Cállate, o sabrás todas las respuestas antes del final —dijo Jake—. Deja que nos lo cuente.


—No le hables así, Jake —intervino Graham—. Es lógico que el muchacho sienta curiosidad. Bébete tu cerveza.


—Ya me la he bebido —refunfuñó Jake—. Necesito otra, pero el posadero está despellejando ratas en la cocina. —Subió la voz y golpeó la barra de caoba con su jarra vacía—. ¡Eh! ¡Aquí hay unos hombres sedientos!


El posadero apareció con cinco cuencos de estofado y dos ho­gazas calientes de pan. Les sirvió más cerveza a Jake, a Shep y al viejo Cob, moviéndose con vigor y desenvoltura.


Los hombres interrumpieron el relato mientras daban cuenta de la cena. El viejo Cob se zampó su cuenco de estofado con la efi­cacia depredadora de un soltero de toda la vida. Los otros todavía estaban soplando en su estofado para enfriarlo cuando él se ter­minó el pan y retomó la historia.


—Táborlin tenía que huir, pero cuando miró alrededor vio que en su celda no había puerta. Ni ventanas. Lo único que había era piedra lisa y dura. Una celda de la que jamás había escapado nadie.


»Pero Táborlin conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban a sus órdenes. Le dijo a la piedra: "¡Rómpete!", y la piedra se rompió. La pared se partió como una hoja de pa­pel, y por esa brecha Táborlin vio el cielo y respiró el dulce aire pri­maveral. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, sin pensárselo dos veces, se lanzó al vacío...


El muchacho abrió mucho los ojos.


—¡No! —exclamó.


Cob asintió con seriedad.


—Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó hasta el suelo suave­mente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la dulzura del beso de una madre.


»Y cuando Táborlin llegó al suelo y se tocó el costado, donde lo habían apuñalado, vio que no tenía más que un rasguño. Qui­zá fuera cuestión de suerte —Cob se dio unos golpecitos en el puente de la nariz, con aire de complicidad—, o quizá tuviera algo que ver con el amuleto que llevaba debajo de la camisa.


—¿Qué amuleto? —preguntó el muchacho intrigado, con la boca llena de estofado.


El viejo Cob se inclinó hacia atrás en el taburete, contento de que le exigieran más detalles.


—Unos días antes, Táborlin había conocido a un calderero en el camino. Y aunque Táborlin no llevaba mucha comida, compartió su cena con el anciano.


—Una decisión muy sensata —le dijo Graham en voz baja al muchacho—. Porque como sabe todo el mundo, «Un calderero siempre paga doblemente los favores».


—No, no—rezongó Jake—. Dilo bien: «Con un consejo paga doble el calderero el favor imperecedero».


El posadero, que estaba plantado en la puerta de la cocina, de­trás de la barra, habló por primera vez esa noche.


—Te dejas más de la mitad:






Siempre sus deudas paga el calderero:


paga una vez cuando lo ha comprado,


paga doble a quien le ha ayudado,


paga triple a quien le ha insultado.






Los hombres que estaban sentados a la barra se mostraron casi sorprendidos de ver a Kote allí de pie. Llevaban meses yendo a la Roca de Guía todas las noches de Abatida, y hasta entonces Kote nunca había participado en la conversación. De hecho, eso no le extrañaba a nadie. Solo llevaba un año en el pueblo; todavía lo consideraban un forastero. El aprendiz de herrero vivía allí desde los once años y seguían llamándole «ese chico de Rannish», como si Rannish fuera un país extranjero y no un pueblo que estaba a menos de cincuenta kilómetros de allí.


—Lo oí decir una vez —dijo Kote, notablemente turbado, para llenar el silencio.


El viejo Cob asintió con la cabeza, carraspeó y retomó el hilo de la historia.


—Pues bien, ese amuleto valía un cubo lleno de reales de oro, pero para recompensar a Táborlin por su generosidad, el caldere­ro se lo vendió por solo un penique de hierro, un penique de cobre y un penique de plata. Era negro como una noche de invierno y es­taba frío como el hielo, pero mientras lo llevara colgado del cue­llo, Táborlin estaría a salvo de todas las cosas malignas. Demo­nios y demás.


—Daría lo que fuera por una cosa así en los tiempos que co­rren —dijo Shep, sombrío. Era el que más había bebido y el que menos había hablado en el curso de la velada. Todos sabían que algo malo había pasado en su granja la noche del Prendido pasado, pero como eran buenos amigos, no le habían insistido para que se lo contara. Al menos no tan pronto, ni estando todos tan sobrios.


—Ya, ¿y quién no? —dijo el viejo Cob diplomáticamente, y dio un largo sorbo de su cerveza.


—No sabía que los Chandrian fueran demonios —dijo el mu­chacho—. Tenía entendido...


—No son demonios —dijo Jake con firmeza—. Fueron las seis primeras personas que rechazaron el camino marcado por Tehlu, y él los maldijo y los condenó a deambular por los rinco­nes de...


—¿Eres tú quien cuenta esta historia, Jacob Walker? —saltó Cob—. Porque si es así, puedes continuar.


Los dos hombres se miraron largo rato con fijeza. Al final, Jake desvió la mirada y masculló algo que quizá fuera una disculpa.


Cob se volvió hacia el muchacho y explicó:


—Ese es el misterio de los Chandrian. ¿De dónde vienen? ¿Adonde van después de cometer sus sangrientos crímenes? ¿Son hombres que vendieron su alma? ¿Demonios? ¿Espíritus? Nadie lo sabe. —Cob le lanzó una mirada de profundo desdén a Jalee y añadió—: Aunque los imbéciles aseguren saberlo...


A partir de ese momento, la historia dio pie a numerosas dis­cusiones sobre la naturaleza de los Chandrian, sobre las señales que alertaban de su presencia a los que estaban atentos y sobre si el amuleto protegería a Táborlin de los bandidos, o de los perros enloquecidos, o de las caídas del caballo. La conversación se esta­ba acalorando cuando la puerta se abrió de par en par.


Jake giró la cabeza.


—Ya era hora, Cárter. Explícale a este idiota cuál es la diferen­cia entre un demonio y un perro. Todo el mundo sab... —Jake se interrumpió y corrió hacia la puerta—. ¡Por el cuerpo de Dios! ¿Qué te ha pasado?


Cárter dio un paso hacia la luz; estaba pálido y tenía la cara manchada de sangre. Apretaba contra el pecho una vieja manta de montar a caballo con una forma extraña, incómoda de sujetar, como si llevara un montón de astillas para prender el fuego.


Al verlo, sus amigos se levantaron de los taburetes y corrieron hacia él.


—Estoy bien —dijo Cárter mientras entraba lentamente en la taberna. Tenía los ojos muy abiertos, como un caballo asustadi­zo—. Estoy bien, estoy bien.


Dejó caer la manta encima de la mesa más cercana, y el far­do golpeó con un ruido sonoro contra la madera, como si estu­viera cargado de piedras. Tenía la ropa llena de cortes largos y rectos. La camisa gris colgaba hecha jirones, salvo donde la tenía pegada al cuerpo, manchada de una sustancia mate de color rojo oscuro.


Graham intentó sentarlo en una silla.


—Madre de Dios. Siéntate, Cárter. ¿Qué te ha pasado? Siéntate.


Cárter sacudió la cabeza con testarudez.


—Ya os he dicho que estoy bien. No estoy malherido.


—¿Cuántos eran? —preguntó Graham.


—Uno —respondió Cárter—. Pero no es lo que pensáis...


—Maldita sea. Ya te lo dije, Cárter —prorrumpió el viejo Cob con la mezcla de susto y enfado propia de los parientes y de los amigos íntimos—. Llevo meses diciéndotelo. No puedes salir solo. No puedes ir hasta Baedn. Es peligroso. —Jake le puso una mano en el brazo al anciano para hacerlo callar.


—Venga, siéntate —insistió Graham, que todavía intentaba llevar a Cárter hasta una silla—. Quítate esa camisa para que po­damos lavarte.


Cárter sacudió la cabeza.


—Estoy bien. Tengo algunos cortes, pero la sangre es casi toda de Nelly. Le saltó encima. La mató a unos tres kilómetros del pue­blo, más allá del Puente Viejo.


Esa noticia fue recibida con un profundo silencio. El aprendiz de herrero le puso una mano en el hombro a Cárter y dijo, com­prensivo:


—Vaya. Lo siento mucho. Era dócil como un cordero. Cuando nos la traías a herrar, nunca intentaba morder ni tirar coces. El mejor caballo del pueblo. ¡Maldita sea! Yo... —balbuceó—. Ca­ray. No sé qué decir. —Miró alrededor con gesto de impotencia.


Cob consiguió soltarse de Jake.


—Ya te lo dije —repitió apuntando a Cárter con el dedo índi­ce—. Últimamente hay por ahí tipos capaces de matarte por un par de peniques, y no digamos por un caballo y un carro. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tirar tú del carro?


Hubo un momento de incómodo silencio. Jake y Cob se mira­ron con odio; los demás parecían no saber qué decir ni cómo con­solar a su amigo.


Sin llamar la atención, el posadero se abrió paso entre el silen­cio. Pasó con destreza al lado de Shep, con los brazos cargados de objetos, que empezó a disponer encima de una mesa cercana: un cuenco de agua caliente, unas tijeras, unos retales de sábanas lim­pios, unas cuantas botellas de cristal, aguja e hilo de tripa.


—Si me hubiera hecho caso, esto no habría pasado —masculló el viejo Cob. Jake intentó hacerlo callar, pero Cob lo ignoró—. Solo digo la verdad. Lo de Nelly es una lástima, pero será mejor que me escuche ahora si no quiere acabar muerto. Con esa clase de tipos, no se tiene suerte dos veces.


Carter apretó los labios dibujando una fina línea. Estiró un brazo y tiró del extremo de la manta ensangrentada. Lo que había dentro rodó sobre sí mismo una vez y se enganchó en la tela. Cár­ter dio otro tirón y se oyó un fuerte ruido, como si hubieran va­ciado un saco de guijarros encima de la mesa.


Era una araña negra como el carbón y del tamaño de una rue­da de carro.


El aprendiz de herrero dio un brinco hacia atrás, chocó contra una mesa, la derribó y estuvo a punto de caer él también al suelo. El rostro de Cob se aflojó. Graham, Shep y Jake dieron gritos inarticulados y se apartaron llevándose las manos a la cara. Cár­ter retrocedió un paso en un gesto crispado. El silencio inundó la habitación como un sudor frío.


El posadero frunció el ceño.


—No puede ser que ya hayan llegado tan al oeste —dijo en voz baja.


De no ser por el silencio, lo más probable es que nadie lo hu­biera oído. Pero lo oyeron. Todos apartaron la vista de aque­lla cosa que había encima de la mesa y miraron, mudos, al peli­rrojo.


Jake fue el primero en recuperar el habla:


—¿Sabes qué es?


El posadero tenía la mirada ausente.


—Un escral —respondió, ensimismado—. Creí que las mon­tañas...


—¿Un escral? —le cortó Jake—. Por el carbonizado cuerpo de Dios, Kote. ¿Habías visto alguna vez una cosa como esa?


—¿Cómo? —El posadero levantó bruscamente la cabeza, como si de pronto hubiera recordado dónde estaba—. Ah, no. No, claro que no. —Al ver que era el único que se había quedado a escasa distancia de aquella cosa negra, dio un paso hacia atrás—. Es algo que oí decir. —Todos lo miraron—. ¿Os acordáis del co­merciante que vino hace un par de ciclos?


Todos asintieron.


—El muy capullo intentó cobrarme diez peniques por media li­bra de sal —dijo Cob automáticamente, repitiendo esa queja por enésima vez.


—Debí comprarle un poco —murmuró Jake. Graham asintió en silencio.


—Era un miserable —escupió Cob con desprecio, como si aquellas palabras tan familiares lo reconfortaran—. En un mo­mento de apuro, podría pagarle dos, pero diez es un robo.


—No es un robo si hay más cosas de esas en el camino —dijo Shep, sombrío.


Todos volvieron a dirigir la mirada hacia la cosa que estaba en­cima de la mesa.


—Comentó que había oído decir que los habían visto cerca de Melcombe —se apresuró a decir Kote escudriñando el rostro de sus clientes, que seguían observando aquella cosa—. Creí que solo pretendía subir los precios.


—¿Qué más te contó? —preguntó Cárter.


El posadero se quedó un momento pensativo y luego se enco­gió de hombros.


—No me enteré de toda la historia. Solo se quedó un par de horas en el pueblo.


—No me gustan las arañas —dijo el aprendiz de herrero. Se ha­bía quedado a más de cuatro metros de la mesa—. Tapadla.


—No es una araña —aclaró Jake—. No tiene ojos.


—Tampoco tiene boca —apuntó Cárter—. ¿Cómo come?


—¿Qué come? —preguntó Shep, sombrío.


El posadero seguía observando aquella cosa con curiosidad. Se acercó un poco más y estiró un brazo. Los demás se apartaron un poco más de la mesa.


—Cuidado —dijo Cárter—. Tiene las patas afiladas como cu­chillos.


—Como navajas de afeitar, diría yo —dijo Kote. Acarició con sus largos dedos el cuerpo negro e informe del escral—. Es duro y suave, como la cerámica.


—No lo toques —dijo el aprendiz de herrero.


Con cuidado, el posadero cogió una de las largas y lisas patas e intentó partirla con ambas manos, como si fuera un palo.


—No, no es duro como la cerámica —rectificó. La puso contra el borde de la mesa y se apoyó en ella con todo el peso del cuerpo.


La pata se partió con un fuerte crac—. Parece más bien de piedra. —Miró a Cárter y preguntó—: ¿Cómo se hizo todas esas grie­tas? —Señaló las finas rajas que cubrían la lisa y negra superficie del cuerpo.


—Nelly se le cayó encima —explicó Cárter—. Esa cosa saltó de un árbol y empezó a trepar por ella, haciéndole cortes con las pa­tas. Se movía muy deprisa. Yo ni siquiera sabía qué estaba pasan­do. —Ante la insistencia de Graham, Cárter se dejó caer, por fin, en la silla—. Nelly se enredó con el arnés, se cayó encima de esa cosa y le rompió unas cuantas patas. Entonces eso se dirigió hacia mí, se me subió encima y empezó a treparme por todo el cuerpo. —Cruzó los brazos sobre el pecho ensangrentado y se estreme­ció—. Conseguí quitármelo de encima y lo pisé con todas mis fuerzas. Entonces volvió a subírseme... —Dejó la frase sin termi­nar; estaba pálido como la cera.


El posadero asintió con la cabeza y siguió examinando aquella cosa.


—No tiene sangre. Ni órganos. Por dentro es solo una masa gris. —Hundió un dedo—. Como una seta.


—¡Por Tehlu! ¡No la toques más! —dijo, suplicante, el apren­diz de herrero—. A veces las arañas pican después de muertas.


—¿Queréis hacer el favor? —intervino Cob con mordacidad—. Las arañas no son grandes como cerdos. Ya sabéis qué es esa cosa. —Miró alrededor, deteniéndose en cada uno de los presentes—. Es un demonio.


Todos miraron aquella cosa rota.


—No digas tonterías —dijo Jalee, acostumbrado a llevar la con­traria—. No es como... —Hizo un ademán vago—. No puede...


Todos sabían qué estaba pensando. Era verdad que existían los demonios. Pero eran como los ángeles de Tehlu. Eran como los héroes y como los reyes: pertenecían al mundo de las historias. Táborlin el Grande invocaba al fuego y a los rayos para destruir demonios. Tehlu los destrozaba con las manos y los lanzaba, aullantes, a un vacío innombrable. Tu amigo de la infancia no mataba uno a pisotones en el camino de Baedn-Bryt. Eso era ridículo.


Kote se pasó una mano por el cabello rojo, y luego interrumpió el silencio:


—Solo hay una forma de saberlo —dijo metiéndose una mano en el bolsillo—. Hierro o fuego. —Sacó una abultada bolsita de cuero.


—Y el nombre de Dios —puntualizó Graham—. Los demonios temen tres cosas: el hierro frío, el fuego limpio y el sagrado nom­bre de Dios.


El posadero apretó los labios sin llegar a esbozar una mueca de desagrado.


—Claro —dijo mientras vaciaba la bolsita de cuero sobre la mesa, y empezó a rebuscar entre las monedas. Había pesados ta­lentos de plata, finos sueldos de plata, iotas de cobre, medios peni­ques y drabines de hierro—. ¿Alguien tiene un ardite?


—Hazlo con un drabín —propuso Jake—. Son de hierro del bueno.


—No quiero hierro del bueno —replicó el posadero—. Los drabines tienen demasiado carbono. Es casi todo acero.


—Tiene razón —terció el aprendiz de herrero—. Pero no es carbono. Para hacer acero se emplea coque. Coque y cal.


El posadero asintió con deferencia.


—Tú lo sabes mucho mejor que yo, joven maestro. Al fin y al cabo, te dedicas a eso. —Sus largos dedos encontraron por fin un fino ardite entre el montón de monedas. Lo alzó—. Aquí está.


—¿Qué le hará? —preguntó Jake.


—El hierro mata a los demonios —dijo Cob con voz vacilan­te—, pero este ya está muerto. Quizá no le haga nada.


—Solo hay una forma de averiguarlo. —El posadero los miró a todos a los ojos, uno por uno, como tanteándolos. Luego se vol­vió con decisión hacia la mesa, y todos se apartaron un poco.


Kote apretó el ardite de hierro contra el negro costado de aque­lla criatura y se oyó un breve e intenso crujido, como el de un leño de pino al partirse en el fuego. Todos se sobresaltaron, y luego se relajaron al ver que aquella cosa negra seguía sin moverse. Cob y los demás intercambiaron unas sonrisas temblorosas, como niños asustados por una historia de fantasmas. Pero se les borró la sonrisa de los labios cuando la habitación se llenó del dulce y acre olor a flores podridas y pelo quemado.


El posadero puso el ardite sobre la mesa con un fuerte clic.


—Bueno —dijo secándose las manos en el delantal—. Supongo que ya ha quedado claro. ¿Qué hacemos ahora?










Unas horas más tarde, el posadero, plantado en la puerta de la Roca de Guía, descansó la vista contemplando la oscuridad. Re­tazos de luz procedentes de las ventanas de la posada se proyecta­ban sobre el camino de tierra y las puertas de la herrería de en­frente. No era un camino muy ancho, ni muy transitado. No parecía que condujera a ninguna parte, como pasa con algunos caminos. El posadero inspiró el aire otoñal y miró alrededor, in­quieto, como si esperase que sucediera algo.


Se hacía llamar Kote. Había elegido ese nombre cuidadosa­mente cuando llegó a ese lugar. Había adoptado un nuevo nombre por las razones habituales, y también por algunas no tan habitua­les, entre las que estaba el hecho de que, para él, los nombres te­nían importancia.


Miró hacia arriba y vio un millar de estrellas centelleando en el oscuro terciopelo de una noche sin luna. Las conocía todas, sus historias y sus nombres. Las conocía bien y le eran tan familiares como, por ejemplo, sus propias manos.


Miró hacia abajo, suspiró sin darse cuenta y entró en la posa­da. Echó el cerrojo de la puerta y cerró las grandes ventanas de la taberna, como si quisiera alejarse de las estrellas y de sus muchos nombres.


Barrió el suelo metódicamente, sin dejarse ni un rincón. Lim­pió las mesas y la barra, desplazándose de un sitio a otro con pa­ciente eficacia. Tras una hora de trabajo, el agua del cubo todavía estaba tan limpia que una dama habría podido lavarse las manos con ella.


Por último, llevó un taburete detrás de la barra y empezó a lim­piar el enorme despliegue de botellas apretujadas entre los dos in­mensos barriles. Esa tarea no la realizó con tanto esmero como las otras, y pronto se hizo evidente que limpiar las botellas era solo un pretexto para tener las manos ocupadas. Incluso tarareó un poco, aunque ni se dio cuenta; si lo hubiera sabido, habría dejado de hacerlo.


Hacía girar las botellas con sus largas y elegantes manos, y la familiaridad de ese movimiento borró algunas arrugas de cansan­cio de su rostro, haciéndolo parecer más joven, por debajo de los treinta años. Muy por debajo de los treinta años. Era joven para ser posadero. Era joven para que se marcaran en su rostro tantas arrugas de cansancio.










Kote llegó al final de la escalera y abrió la puerta. Su habitación era austera, casi monacal. En el centro había una chimenea de piedra negra, un par de butacas y una mesita. Aparte de eso, no había más muebles que una cama estrecha con un gran arcón oscuro a los pies. Ninguna decoración en las paredes, nada que cubriera el suelo de madera.


Se oyeron pasos en el pasillo, y un joven entró en la habitación con un cuenco de estofado que humeaba y olía a pimienta. Era moreno y atractivo, con la sonrisa fácil y unos ojos que revelaban astucia.


—Hacía semanas que no subías tan tarde —dijo al mismo tiempo que le daba el cuenco—. Esta noche deben de haber con­tado buenas historias, Reshi.


Reshi era otro de los nombres del posadero, casi un apodo. Al oírlo, una de las comisuras de su boca se desplazó componiendo una sonrisa irónica, y se sentó en la butaca que había delante del fuego.


—A ver, Bast, ¿qué has aprendido hoy?


—Hoy, maestro, he aprendido por qué los grandes amantes tie­nen mejor vista que los grandes eruditos.


—Ah, ¿sí? Y ¿por qué es, Bast? —preguntó Kote con un deje jocoso en la voz.


Bast cerró la puerta y se sentó en la otra butaca, girándola para colocarse enfrente de su maestro y del fuego. Se movía con una elegancia y una delicadeza extrañas, casi como si danzara.


—Verás, Reshi, todos los libros interesantes se encuentran en lugares interiores y mal iluminados. En cambio, las muchachas adorables suelen estar al aire libre, y por lo tanto es mucho más fá­cil estudiarlas sin riesgo de estropearse la vista.


Kote asintió.


—Pero un alumno excepcionalmente listo podría llevarse un li­bro afuera, y así podría mejorar sin temor a perjudicar su valiosa facultad de la vista.


—Lo mismo pensé yo, Reshi. Que soy, por supuesto, un alum­no excepcionalmente listo.


—Por supuesto.


—Pero cuando encontré un sitio al sol donde podía leer, una muchacha hermosa se me acercó y me impidió dedicarme a la lec­tura —terminó Bast con un floreo.


Kote dio un suspiro.


—¿Me equivoco si deduzco que hoy no has podido leer ni una página de Celum Tinture?


Bast compuso un gesto de falso arrepentimiento.


Kote miró el fuego y trató de adoptar una expresión severa, pero no lo consiguió.


—¡Ay, Bast! Espero que esa muchacha fuera tan adorable como una brisa templada bajo la sombra de un árbol. Ya sé que soy un mal maestro por decirlo, pero me alegro. Ahora mismo no estoy muy inspirado para una larga tanda de lecciones. —Hubo un momento de silencio—. Esta noche a Cárter lo ha atacado un escral.


La fácil sonrisa de Bast desapareció como si se le resquebraja­ra una máscara, dejándole un semblante pálido y afligido.


—¿Un escral? —Hizo ademán de levantarse, como si pensara salir corriendo de la habitación; entonces frunció el ceño, abo­chornado, y se obligó a sentarse de nuevo en la butaca—. ¿Cómo lo sabes? ¿Quién ha encontrado su cadáver?


—Cárter sigue vivo, Bast. Lo ha traído aquí. Solo había uno.


—No puede haber un solo escral —dijo Bast con rotundidad—. Ya lo sabes.


—Sí, lo sé —afirmó Kote—. Pero el hecho es que solo había uno.


—¿Y dices que Cárter lo mató? —se extrañó Bast—. No pudo ser un escral. Quizá...


—Era un escral, Bast. Lo he visto con mis propios ojos. —Kote lo miró con seriedad y añadió—: Cárter tuvo suerte, eso es todo. Aunque quedó muy malherido. Le he dado cuarenta y ocho pun­tos. He gastado casi todo el hilo de tripa que tenía. —Kote cogió su cuenco de estofado y prosiguió—: Si alguien pregunta, diles que mi abuelo era un guardia de caravanas que me enseñó a lim­piar y coser heridas. Esta noche estaban todos demasiado conmo-cionados para hacer preguntas, pero mañana algunos sentirán cu­riosidad. Y eso no me interesa. —Sopló en el cuenco levantando una nube de vaho que le tapó la cara.


—¿Qué has hecho con el cadáver?


—Yo no he hecho nada con el cadáver —aclaró Kote—. Yo solo soy un posadero. No me corresponde ocuparme de ese tipo de cosas.


—No puedes dejar que se las arreglen ellos solos, Reshi.


Kote suspiró.


—Se lo han llevado al sacerdote, que ha hecho todo lo que hay que hacer, aunque por motivos totalmente equivocados.


Bast abrió la boca pero, antes de que pudiera decir algo, Kote continuó:


—Sí, me he asegurado de que la fosa fuera lo bastante profun­da. Sí, me he asegurado de que hubiera madera de serbal en el fue­go. Sí, me he asegurado de que ardiera bien antes de que lo ente­rrasen. Y sí, me he asegurado de que nadie se quedara un trozo como recuerdo. —Frunció la frente hasta juntar las cejas—. No soy idiota, ¿sabes?


Bast se relajó notablemente y se recostó de nuevo en la butaca.


—Ya sé que no eres idiota, Reshi. Pero yo no confiaría en que la mitad de esos tipos sean capaces de mear a sotavento sin ayuda. —Se quedó un momento pensativo—. No me explico que solo hu­biese uno.


—Quizá murieran cuando atravesaron las montañas —sugirió Kote—. Todos menos ese.


—Puede ser —admitió Bast de mala gana.


—Quizá fuera esa tormenta de hace un par de días —apuntó Kote—. Fue una auténtica tumbacarretas, como las llamábamos en la troupe. El viento y la lluvia podrían haber hecho que uno se separara de la manada.


—Me gusta más tu primera idea, Reshi —dijo Bast, incómo­do—. Tres o cuatro escrales en este pueblo serían como... como...


—¿Como un cuchillo caliente cortando mantequilla?


—Como varios cuchillos calientes cortando a varias doce­nas de granjeros, más bien —repuso Bast con aspereza—. Esos ti­pos no saben defenderse. Apuesto a que entre todos no llegarían a juntar seis espadas. Aunque las espadas no servirían de mucho contra los escrales.


Hubo un largo y reflexivo silencio. Al cabo de un rato, Bast empezó a moverse, inquieto, en la butaca.


—¿Alguna noticia?


Kote negó con la cabeza.


—Esta noche no han llegado a las noticias. Cárter los ha inte­rrumpido cuando todavía estaban contando historias. Eso ya es algo, supongo. Volverán mañana por la noche. Así tendré algo que hacer.


Kote metió distraídamente la cuchara en el estofado.


—Debí comprarle ese escral a Cárter —musitó—. Así él habría podido comprarse otro caballo. Habría venido gente de todas partes a verlo. Habríamos tenido trabajo, para variar.


Bast lo miró horrorizado.


Kote lo tranquilizó con un gesto de la mano con que sujetaba la cuchara.


—Lo digo en broma, Bast. —Esbozó una sonrisa floja—. Pero habría estado bien.


—No, Reshi. No habría estado nada bien —dijo Bast con mu­cho énfasis—. «Habría venido gente de todas partes a verlo» —re­pitió con sorna—. Ya lo creo.


—Habría sido bueno para el negocio —aclaró Kote—. Me ven­dría bien un poco de trabajo. —Volvió a meter la cuchara en el es­tofado—. Cualquier cosa me vendría bien.


Se quedaron callados largo rato. Kote contemplaba su cuenco de estofado con la frente arrugada y la mirada ausente.


—Esto debe de ser horrible para ti, Bast —dijo por fin—. De­bes de estar muerto de aburrimiento.


Bast se encogió de hombros.


—Hay unas cuantas esposas jóvenes en el pueblo. Y unas cuantas doncellas. —Sonrió como un niño—. Sé buscarme diver­siones.


—Me alegro, Bast. —Hubo otro silencio. Kote cogió otra cu­charada, masticó y tragó—. Creían que era un demonio.


Bast se encogió de hombros.


—Es mejor así, Reshi. Seguramente es mejor que piensen eso.


—Ya lo sé. De hecho, yo he colaborado a que lo piensen. Pero ya sabes qué significa eso. —Miró a Bast a los ojos—. El herrero va a tener un par de días de mucho trabajo.


El rostro de Bast se vació lentamente de toda expresión.


—Ya.


Kote asintió.


—Si quieres marcharte no te lo reprocharé, Bast. Tienes sitios mejores donde estar que este.


Bast estaba perplejo.


—No podría marcharme, Reshi. —Abrió y cerró la boca varias veces, sin saber qué decir—. ¿Quién me instruiría?


Kote sonrió, y por un instante su semblante mostró lo joven que era en realidad. Pese a las arrugas de cansancio y a la plácida expresión de su rostro, el posadero no parecía mayor que su mo­reno compañero.


—Eso. ¿Quién? —Señaló la puerta con la cuchara—. Vete a leer, o a perseguir a la hija de algún granjero. Estoy seguro de que tienes cosas mejores que hacer que verme comer.


—La verdad es que...


—¡Fuera de aquí, demonio! —dijo Kote, y con la boca lle­na, y con un marcado acento témico, añadió—: ¡Tehus antau-sa eha!


Bast rompió a reír e hizo un gesto obsceno con una mano.


Kote tragó y cambió de idioma:


—¡Aroi te denna-leyan!


—¡Pero bueno! —le reprochó Bast, y la sonrisa se borró de sus labios—. ¡Eso es un insulto!


—¡Por la tierra y por la piedra, abjuro de ti! —Kote metió los dedos en la jarra que tenía al lado y le lanzó unas gotas a Bast—. ¡Que pierdas todos tus encantos!


—¿Con sidra? —Bast consiguió parecer divertido y enojado a la vez, mientras recogía una gota de líquido de la pechera de su ca­misa—. Ya puedes rezar para que esto no manche.


Kote comió un poco más.


—Ve a lavarla. Si la situación es desesperada, te recomiendo que utilices alguna de las numerosas fórmulas disolventes que aparecen en Celum Tinture. Capítulo trece, creo.


—Está bien. —Bast se levantó y fue hacia la puerta, caminan­do con su extraña y desenfadada elegancia—. Llámame si necesi­tas algo. —Salió y cerró la puerta.


Kote comió despacio, rebañando hasta la última gota de salsa del cuenco con un trozo de pan. Mientras comía, miraba por la ventana, o lo intentaba, porque la luz de la lámpara hacía espejear el cristal contra la oscuridad de fuera.


Inquieto, paseó la mirada por la habitación. La chimenea esta­ba hecha de la misma piedra negra que la que había en el piso de abajo. Estaba en el centro de la habitación, una pequeña hazaña de ingeniería de la que Kote se sentía muy orgulloso. La cama era pequeña, poco más que un camastro, y si la tocabas veías que el colchón era casi inexistente.


Un observador avezado se habría fijado en que había algo que la mirada de Kote evitaba. De la misma manera que se evita mirar a los ojos a una antigua amante en una cena formal, o a un viejo enemigo al que se encuentra en una concurrida taberna a altas ho­ras de la noche.


Kote intentó relajarse, no lo consiguió, se retorció las manos, suspiró, se revolvió en la butaca, y al final no pudo evitar que sus ojos se fijaran en el arcón que había a los pies de la cama.


Era de roah, una madera poco común, pesada, negra como el carbón y lisa como el cristal. Muy valorada por perfumistas y alquimistas, un trozo del tamaño de un pulgar valía oro. Un arcón hecho de esa madera era un auténtico lujo.


El arcón tenía tres cierres. Uno era de hierro; otro, de cobre, y el tercero era invisible. Esa noche, la madera impregnaba la habi­tación de un aroma casi imperceptible a cítricos y a hierro recién enfriado.


Cuando Kote posó la mirada en el arcón, no la apartó rápida­mente. Sus ojos no resbalaron con astucia hacia un lado, fingien­do no haber reparado en él. Pero solo con mirarlo un momento, su rostro recuperó todas las arrugas que los sencillos placeres del día habían borrado. El consuelo que le habían proporcionado sus botellas y sus libros se esfumó en un segundo, dejando detrás de sus ojos solo vacío y dolor. Por un instante, una nostalgia y un pesar intensos se reflejaron en su cara.


Entonces desaparecieron, y los sustituyó el rostro cansado de un posadero, un hombre que se hacía llamar Kote. Volvió a suspi­rar sin darse cuenta y se puso en pie.


Tardó un buen rato en pasar al lado del arcón y en llegar a la cama. Una vez acostado, tardó un buen rato en conciliar el sueño.










Tal como Kote había imaginado, a la noche siguiente volvieron todos a la Roca de Guía para cenar y beber. Hubo unos cuantos intentos desganados de contar historias, pero fracasaron rápida­mente. Nadie estaba de humor para historias.


De modo que todavía era temprano cuando la conversación abordó asuntos de mayor trascendencia. Comentaron los rumo­res que circulaban por el pueblo, la mayoría inquietantes. El Rey Penitente estaba teniendo dificultades con los rebeldes en Resa­vek. Eso era motivo de preocupación, aunque solo en términos ge­nerales. Resavek quedaba muy lejos, e incluso a Cob, que era el que más había viajado, le habría costado localizarlo en un mapa.


Hablaron de los aspectos de la guerra que les afectaban direc­tamente. Cob predijo la recaudación de un tercer impuesto des­pués de la cosecha. Nadie se lo discutió, pese a que nadie recorda­ba un año en que se hubieran cobrado tres impuestos.


Jake auguró que la cosecha sería buena, y que por lo tanto ese tercer impuesto no arruinaría a muchas familias. Excepto a los Bentley, que ya tenían dificultades. Y a los Orisson, cuyas ovejas no paraban de desaparecer. Y a Martin el Chiflado, que ese año solo había plantado cebada. Todos los granjeros con dos dedos de frente habían plantado judías. Eso era lo bueno que tenía la gue­rra: que los soldados comían judías, y que los precios subirían.


Después de unas cuantas cervezas más, empezaron a expresar otras preocupaciones más graves. Los caminos estaban llenos de desertores y de otros oportunistas que hacían que hasta los viajes más cortos resultaran peligrosos. Que los caminos estuvieran mal no era ninguna novedad; eso lo daban por hecho, como daban por hecho que en invierno hiciera frío. La gente se quejaba, tomaba sus precauciones y seguía ocupándose de vivir su vida.


Pero aquello era diferente. Desde hacía dos meses, los caminos estaban tan mal que la gente había dejado de quejarse. La última caravana que había pasado por el pueblo la formaban dos carro­matos y cuatro guardias. El comerciante había pedido diez peni­ques por media libra de sal, y quince por una barra de azúcar. No llevaba pimienta, canela ni chocolate. Tenía un pequeño saco de café, pero quería dos talentos de plata por él. Al principio, la gen­te se había reído de esos precios. Luego, al ver que el comerciante se mantenía firme, lo insultaron y escupieron en el suelo.


Eso había ocurrido hacía dos ciclos: veintidós días. Desde en­tonces no había pasado por el pueblo ningún otro comerciante se­rio, aunque era la estación en que solían hacerlo. De modo que, pese a que todos tenían presente la amenaza de un tercer impues­to, la gente miraba en sus bolsitas de dinero y lamentaba no haber comprado un poco de algo por si las primeras nevadas se adelan­taban.


Nadie habló de la noche anterior, ni de esa cosa que habían quemado y enterrado. En el pueblo sí hablaban, por supuesto. Circulaban muchos rumores. Las heridas de Cárter contribuían a que esos rumores se tomaran medio en serio, pero solo medio en serio. Más de uno pronunció la palabra «demonio», pero tapán­dose la sonrisa con una mano.


Solo los seis amigos habían visto aquella cosa antes de que la enterraran. Uno de ellos estaba herido, y los otros habían bebido. El sacerdote también la había visto, pero su trabajo consistía en ver demonios. Los demonios eran buenos para su negocio.


Al parecer, el posadero también la había visto. Pero él era un forastero. El no podía saber esa verdad que resultaba tan obvia a todos los que habían nacido y habían crecido en aquel pueblecito: las historias se contaban allí, pero sucedían en algún otro sitio. Aquel no era un sitio para los demonios.


Además, la situación ya estaba lo bastante complicada como para buscarse más problemas. Cob y los demás sabían que no te­nía sentido hablar de ello. Si trataban de convencer a sus con­vecinos, solo conseguirían ponerse en ridículo, como Martin el Chiflado, que llevaba años intentando cavar un pozo dentro de su casa.


Sin embargo, cada uno de ellos compró una barra de hierro frío en la herrería, la más pesada que pudieran blandir, y ninguno dijo en qué estaba pensando. Se limitaron a protestar porque los caminos estaban cada vez peor. Hablaron de comerciantes, de desertores, de impuestos y de que no había suficiente sal para pasar el invierno. Recordaron que tres años atrás a nadie se le habría ocurrido cerrar las puertas con llave por la noche, y mucho menos atrancarlas.


A partir de ahí, la conversación fue decayendo, y aunque nin­guno reveló lo que estaba pensando, la velada terminó en una at­mósfera deprimente. Eso pasaba casi todas las noches, dados los tiempos que corrían.








2
Un día precioso


Era uno de esos días perfectos de otoño tan comunes en las his­torias y tan raros en el mundo real. El tiempo era agradable y seco, el ideal para que madurara la cosecha de trigo o de maíz. A ambos lados del camino, los árboles mudaban de color. Los altos álamos se habían vuelto de un amarillo parecido a la mantequilla, mientras que las matas de zumaque que invadían la calzada esta­ban teñidas de un rojo intenso. Solo los viejos robles parecían rea­cios a dejar atrás el verano, y sus hojas eran una mezcla uniforme de verde y dorado.


Es decir, que no podía haber un día más bonito para que media docena de ex soldados armados con arcos de caza te despojaran de cuanto tenías.


—No es una yegua muy buena, señor —dijo Cronista—. Ape­nas sirve para arrastrar una carreta, y cuando llueve...


El hombre lo hizo callar con un ademán brusco.


—Mira, amigo, el ejército del rey paga muy bien por cualquier cosa con cuatro patas y al menos un ojo. Si estuvieses completa­mente majara y fueras por el camino montado en un caballito de juguete, también te lo quitaría.


El jefe del grupo tenía un aire autoritario. Cronista dedujo que debía de ser un ex oficial de baja graduación.


—Apéate —ordenó serio el individuo—. Acabemos con esto y podrás seguir tu camino.


Cronista bajó de su montura. Le habían robado otras veces, y sabía cuándo no se podía conseguir nada discutiendo. Esos tipos sabían lo que hacían. No gastaban energía en bravuconadas ni en falsas amenazas. Uno de los soldados examinó la yegua y com­probó el estado de los cascos, los dientes y el arnés. Otros dos le registraron las alforjas con eficacia militar, y pusieron en el suelo todas sus posesiones materiales: dos mantas, una capa con capu­cha, la cartera plana de cuero y el pesado y bien provisto macuto.


—No hay nada más, comandante —dijo uno de los soldados—. Salvo unas veinte libras de avena.


El comandante se arrodilló y abrió la cartera plana de piel para examinar su contenido.


—Ahí dentro solo hay papel y plumas —dijo Cronista.


El comandante giró la cabeza y le miró por encima del hombro.


—¿Eres escribano?


Cronista asintió.


—Así es como me gano la vida, señor. Y eso a usted no le sirve para nada.


El hombre rebuscó en la cartera, comprobó que era cierto y la dejó a un lado. A continuación vació el macuto sobre la capa ex­tendida de Cronista y revisó su contenido.


Se quedó casi toda la sal de Cronista y un par de cordones de bota. Luego, para consternación del escribano, cogió la camisa que Cronista se había comprado en Linwood. Era de hilo bueno, teñida de color azul real, oscuro, demasiado bonita para viajar. Cronista ni siquiera había tenido ocasión de estrenarla. Dio un suspiro.


El comandante dejó todo lo demás sobre la capa y se levantó. Los otros se turnaron para rebuscar entre los objetos personales de Cronista.


El comandante dijo:


—Tú solo tienes una manta, ¿verdad, Janns? —Uno de los sol­dados asintió—. Pues quédate esa. Necesitarás otra antes de que termine el invierno.


—Su capa está más nueva que la mía, señor.


—Cógela, pero deja la tuya. Y lo mismo te digo a ti, Witkins. Si te llevas ese yesquero, deja el tuyo.


—El mío lo perdí, señor —dijo Witkins—. Si no, lo dejaría.


Todo el proceso resultó asombrosamente civilizado. Cronista perdió todas sus agujas menos una, sus dos pares de calcetines de repuesto, un paquete de fruta seca, una barra de azúcar, media bo­tella de alcohol y un par de dados de marfil. Le dejaron el resto de su ropa, la cecina y media hogaza de pan de centeno increíble­mente dura. La cartera de piel quedó intacta.


Mientras los hombres volvían a llenar el macuto de Cronista, el comandante se volvió hacia el escribano.


—Dame la bolsa del dinero.


Cronista se la entregó.


—Y el anillo.


—Apenas tiene plata —balbuceó Cronista mientras se lo qui­taba del dedo.


—¿Qué es eso que llevas colgado del cuello?


Cronista se desabrochó la camisa revelando un tosco aro de metal colgado de un cordón de piel.


—Solo es hierro, señor.


El comandante se le acercó, frotó el aro con los dedos y lo sol­tó de nuevo sobre el pecho de Cronista.


—Puedes quedártelo. Yo nunca me meto entre un hombre y su religión —dijo. Vació la bolsa en una mano y se sonrió mientras tocaba las monedas con un dedo—. La profesión de escribano está mejor pagada de lo que yo creía —comentó mientras empe­zaba a repartir las monedas entre sus hombres.


—¿Le importaría mucho dejarme un penique o dos? —pregun­tó Cronista—. Lo justo para pagar un par de comidas calientes.


Los seis hombres se volvieron y miraron a Cronista como si no pudieran dar crédito a lo que acababan de oír.


El comandante rió.


—¡Por el cuerpo de Dios! Los tienes bien puestos, ¿eh? —Había un deje de respeto en su voz.


—Parece usted una persona razonable —replicó Cronista en­cogiéndose de hombros—. Y todos necesitamos comer para vivir.


El jefe del grupo sonrió abiertamente por primera vez.


—Esa es una apreciación que no puedo discutir. —Cogió dos peniques y los blandió un momento antes de ponerlos de nuevo en la bolsa de Cronista—. Aquí tienes un par de peniques, por tu par de huevos. —Le lanzó la bolsa a Cronista y guardó la bonita ca­misa de color azul real en sus alforjas.


—Gracias, señor —dijo Cronista—. Quizá le interese saber que esa botella que ha cogido uno de sus hombres contiene alco­hol de madera que utilizo para limpiar mis plumas. Si se lo bebe le sentará mal.


El comandante sonrió y asintió con la cabeza.


—¿Veis lo que se consigue cuando se trata bien a la gente? —les dijo a sus hombres al mismo tiempo que montaba en su caballo—. Ha sido un placer, señor escribano. Si te pones en marcha ahora, llegarás al vado de Abbott antes del anochecer.


Cuando Cronista ya no pudo oír los cascos de caballos a lo lejos, metió sus pertenencias en el macuto, asegurándose de que todo iba bien guardado. Entonces se quitó una bota, arrancó el forro y sacó un paquetito de monedas que llevaba escondido en la punte­ra. Puso unas cuantas en la bolsa. Luego se desabrochó los panta­lones, sacó otro paquetito de monedas de debajo de varias capas de ropa y guardó también unas cuantas en la bolsita de cuero.


La clave estaba en llevar siempre la cantidad adecuada en la bolsa. Si llevabas muy pocas, los bandidos se frustraban y tenían tendencia a buscar más. Si llevabas muchas, se emocionaban, se crecían y podían volverse codiciosos.


Había un tercer paquetito de monedas dentro de la hogaza de pan, tan dura que solo habría interesado al más desesperado de los delincuentes. Ese no lo tocó de momento, como tampoco el talen­to de plata que tenía escondido en un tintero. Con los años, había acabado por considerar esa última moneda un amuleto. Nadie la había encontrado todavía.


Tenía que admitir que seguramente aquel había sido el robo más civilizado de que había sido víctima. Los soldados habían de­mostrado ser educados, eficientes y no demasiado despabilados. Perder el caballo y la silla era una contrariedad, pero podía com­prar otro en el vado de Abbott y aún le quedaría dinero para vivir con holgura hasta que terminara esa insensatez y se reuniese con Skarpi en Treya.


Cronista sintió necesidad de orinar y se metió entre los zuma­ques, rojos como la sangre, que había en la cuneta. Cuando esta­ba abrochándose de nuevo los pantalones, algo se movió entre los matorrales cercanos, y de ellos salió una figura oscura.


Cronista dio unos pasos hacia atrás y gritó, asustado; pero en­tonces se dio cuenta de que no era más que un cuervo que agitaba las alas para echar a volar. Chascó la lengua, avergonzado de sí mismo; se arregló la ropa y volvió al camino a través del zumaque, apartando las telarañas invisibles que se le enganchaban en la cara.


Se colgó el macuto y la cartera de los hombros, y de pronto se sintió más animado. Lo peor ya había pasado, y no había sido tan grave. La brisa desprendía las hojas de los álamos, que caían gi­rando sobre sí mismas, como monedas doradas, sobre el camino de tierra y con profundas roderas. Hacía un día precioso.








3
Madera y palabra


Kote hojeaba distraídamente un libro, tratando de ignorar el silencio de la posada vacía, cuando se abrió la puerta y por ella entró Graham.


—Ya he terminado. —Graham maniobró entre el laberinto de mesas con exagerado cuidado—. Iba a traerlo anoche, pero me dije: «Una última capa de aceite, lo froto y lo dejo secar». Y no me arrepiento. ¡Qué caramba! Es lo más bonito que han hecho estas manos.


Entre las cejas del posadero apareció una fina arruga. Enton­ces, al ver el paquete plano que sujetaba Graham, su rostro se ilu­minó.


—¡Ah! ¡El tablero de soporte! —Kote esbozó una sonrisa can­sada—. Lo siento, Graham. Ha pasado mucho tiempo. Casi lo había olvidado.


Graham lo miró con extrañeza.


—Cuatro meses no es mucho tiempo para traer madera desde Aryen tal como están los caminos.


—Cuatro meses —repitió Kote. Reparó en que Graham seguía mirándolo y se apresuró a añadir—: Eso puede ser una eternidad si estás esperando algo. —Intentó componer una sonrisa tranqui­lizadora, pero le salió muy forzada.


Kote no tenía buen aspecto. No parecía exactamente enfermi­zo, pero sí apagado. Lánguido. Como una planta a la que han trasplantado a un tipo de tierra que no le conviene, y que empieza a marchitarse porque le falta algún nutriente vital.


Graham percibió la diferencia. Los gestos del posadero ya no eran tan prolijos. Su voz no era tan profunda. Hasta sus ojos ha­bían cambiado: ya no brillaban como unos meses atrás. Su color parecía más pálido. Eran menos espuma de mar, menos verde hierba que antes. Ahora parecían del color de las algas de río, o del culo de una botella de cristal verde. Antes también le brillaba el cabello, de color fuego. Ahora parecía... rojo, sencillamente rojo.


Kote retiró la tela y miró debajo. La madera era de color car­bón, con veteado negro, y pesada como una plancha de hierro. Había tres ganchos negros clavados sobre una palabra tallada en la madera.


—«Delirio» —leyó Graham—. Extraño nombre para una espada.


Kote asintió tratando de borrar toda expresión de su sem­blante.


—¿Cuánto te debo? —preguntó en voz baja.


Graham caviló unos instantes.


—Después de lo que me diste para pagar la madera... —Un atisbo de astucia brilló en sus ojos—. Uno con tres.


Kote le dio dos talentos.


—Quédate el cambio. Es una madera difícil de trabajar.


—Sí que lo es —replicó Graham con cierta satisfacción—. Dura como la piedra bajo la sierra. Y con el formón, como el hie­rro. Las voces que llegué a dar. Y luego, no podía quemarla.


—Ya me he fijado —dijo Kote con un destello de curiosidad, y pasó un dedo por el oscuro surco de las letras en la madera—. ¿Cómo lo has conseguido?


—Bueno —respondió Graham con petulancia—, cuando ya había malgastado medio día, la llevé a la herrería. El muchacho y yo conseguimos marcarla con un hierro candente. Tardamos más de dos horas en grabar las letras. No salió ni una voluta de humo, pero apestaba a cuero viejo y a trébol. ¡La condenada! ¿Qué clase de madera es esa que no arde?


Graham esperó un minuto, pero el posadero no daba señales de haberlo oído.


—Y ¿dónde quieres que lo cuelgue?


Kote despertó lo suficiente para mirar en torno a sí.


—Creo que eso ya lo haré yo —dijo—. Todavía no he decidido dónde voy a ponerlo.


Graham dejó un puñado de clavos de hierro y se despidió del posadero. Kote se quedó en la barra, pasando distraídamente las manos por el tablero de madera y por la palabra grabada en él. Poco después, Bast salió de la cocina y miró por encima del hom­bro de su maestro.


Hubo un largo silencio que parecía un homenaje a los difuntos.


Al final, Bast habló:


—¿Puedo hacerte una pregunta, Reshi?


Kote sonrió con amabilidad.


—Por supuesto, Bast.


—¿Una pregunta molesta?


—Esas suelen ser las únicas que merecen la pena.


Se quedaron otra vez en silencio contemplando el objeto que reposaba sobre la barra, como si trataran de guardarlo en la me­moria. Delirio.


Bast luchó consigo mismo unos instantes; abrió la boca, la ce­rró, puso cara de frustración y repitió todo el proceso.


—Suéltalo ya —dijo Kote.


—¿En qué pensabas? —preguntó Bast con una extraña mezcla de confusión y preocupación.


Kote tardó mucho en contestar.


—Tengo tendencia a pensar demasiado, Bast. Mis mayores éxi­tos fueron producto de decisiones que tomé cuando dejé de pen­sar e hice sencillamente lo que me parecía correcto. Aunque no hubiera ninguna buena explicación para lo que había hecho. —Compuso una sonrisa nostálgica—. Aunque hubiera muy bue­nas razones para que no hiciese lo que hice.


Bast se pasó una mano por un lado de la cara.


—Entonces, ¿intentas no adelantarte a los acontecimientos?


Kote vaciló un momento.


—Podríamos decirlo así —admitió.


—Yo podría decir eso, Reshi —dijo Bast con aire de suficiencia—. Tú, en cambio, complicarías las cosas innecesariamente.


Kote se encogió de hombros y dirigió la mirada hacia el ta­blero.


—Lo único que tengo que hacer es buscarle un sitio, supongo.


—¿Aquí fuera? —Bast estaba horrorizado.


Kote sonrió con picardía y su rostro recuperó cierta vitalidad.


—Por supuesto —dijo regodeándose, al parecer, con la reac­ción de Bast. Contempló las paredes con mirada especulativa y frunció los labios—. Y tú, ¿dónde la pondrías?


—En mi habitación —contestó Bast—. Debajo de mi cama.


Kote asintió distraídamente, sin dejar de observar las paredes.


—Pues ve a buscarla.


Hizo un leve ademán de apremio, y Bast salió a toda prisa y claramente contrariado.


Cuando Bast volvió a la habitación, con una vaina negra col­gando de la mano, sobre la barra había un montón de botellas re­lucientes y Kote estaba de pie en el mostrador, ahora vacío, mon­tado entre los dos pesados barriles de roble.


Kote, que estaba colocando el tablero sobre uno de los barriles, se quedó quieto y gritó, consternado:


—¡Ten cuidado, Bast! Eso que llevas en la mano es una dama, no una moza de esas con las que bailas en las fiestas de pueblo.


Bast se paró en seco y, obediente, cogió la vaina con ambas ma­nos antes de recorrer el resto del camino hasta la barra.


Kote clavó un par de clavos en la pared, retorció un poco de alambre y colgó el tablero.


—Pásamela, ¿quieres? —dijo con una voz extraña.


Bast la levantó con ambas manos, y por un instante pareció un escudero ofreciéndole una espada a un caballero de reluciente armadura. Pero allí no había ningún caballero, sino solo un po­sadero, un hombre con un delantal que se hacía llamar Kote. Kote cogió la espada y se puso de pie sobre el mostrador, detrás de la barra.


La sacó de la vaina con un floreo. La espada, de un blanco gri­sáceo, relucía bajo la luz otoñal de la habitación. Parecía nueva; no tenía melladuras ni estaba oxidada. No había brillantes arañazos en la hoja. Pero aunque no estuviera deteriorada, era antigua. Y, pese a ser evidente que era una espada, tenía una forma insóli­ta. Al menos, ningún vecino del pueblo la habría encontrado nor­mal. Era como si un alquimista hubiera destilado una docena de espadas y, cuando se hubiera enfriado el crisol, hubiese aparecido aquello en el fondo: una espada en su estado puro. Era fina y ele­gante. Era mortífera como una piedra afilada en el lecho de un río de aguas bravas.


Kote la sostuvo un momento. No le tembló la mano.


Entonces colgó la espada en el tablero. El metal blanco grisá­ceo brillaba sobre la oscura madera de roah. Aunque se veía el puño, era lo bastante oscuro para que casi no se distinguiera de la madera. La palabra que estaba grabada debajo, negra sobre la ne­gra madera, parecía un reproche: Delirio.


Kote bajó del mostrador, y Bast y él se quedaron un momento lado a lado, mirando hacia arriba en silencio.


—La verdad es que es asombrosa —dijo entonces Bast, como si le costara admitirlo—. Pero... —Dejó la frase inacabada, buscan­do las palabras adecuadas. Se estremeció.


Kote le dio una palmada en la espalda con extraña jovialidad.


—No te molestes por mí. —Parecía más animado, como si la actividad le proporcionara energía—. Me gusta —dijo con repen­tina convicción, y colgó la vaina negra de uno de los ganchos del tablero.


Había cosas que hacer: limpiar las botellas y ponerlas de nue­vo en su sitio, preparar la comida, fregar los cacharros. Durante un rato, hubo una atmósfera alegre y ajetreada. Los dos conver­saron de asuntos sin mucha relevancia mientras trabajaban. Y aunque ambos iban sin parar de un lado para otro, resultaba evidente que eran reacios a terminar cualquier tarea que estuvie­ran a punto de completar, como si temiesen el momento en que terminarían el trabajo y el silencio volvería a llenar la habitación.


Entonces ocurrió algo inusual. Se abrió la puerta y el ruido inundó la Roca de Guía como una suave marea. Fue entrando gente, charlando y descargando fardos. Buscaron mesas y dejaron las capas en los respaldos de las sillas. Un individuo que llevaba una gruesa cota de malla se quitó la espada desabrochándose el cinto y la apoyó contra una pared. Dos o tres hombres llevaban cuchillos en la cintura. Cuatro o cinco pidieron bebidas.


Kote y Bast se quedaron mirándolos un momento, y rápida­mente se pusieron a trabajar. Kote, sonriente, empezó a servir be­bidas. Bast salió afuera para ver si había caballos que hubiera que llevar a los establos.


Pasados diez minutos, la posada parecía otro sitio. Las mone­das tintineaban sobre la barra. Aparecieron bandejas con queso y fruta, y colgaron un caldero de cobre a hervir en la cocina. Los hombres cambiaron de sitio mesas y sillas para acomodar mejor al grupo de casi una docena de personas.


Kote iba identificándolos a medida que entraban. Dos hom­bres y dos mujeres, carreteros curtidos tras años viviendo en los caminos y felices de poder pasar una noche al abrigo del viento. Tres guardias de mirada severa que olían a hierro. Un calderero barrigudo, de sonrisa fácil con la que exhibía los pocos dientes que le quedaban. Dos jóvenes, uno rubio y otro moreno, bien ves­tidos y de habla educada: viajeros que habían sido lo bastante sen­satos para juntarse con un grupo más grande que les brindaría protección en el camino.


Les llevó una o dos horas instalarse. Regatearon los precios de las habitaciones. Empezaron a discutir amistosamente sobre quién dormiría con quién. Fueron a buscar lo indispensable a los carromatos y a las alforjas. Pidieron que les prepararan bañeras y se les calentó agua. Se llevó heno a los caballos, y Kote llenó de aceite todas las lámparas.


El calderero salió precipitadamente afuera para aprovechar la última luz del día. Recorrió las calles del pueblo con su carro de dos ruedas tirado por una muía. Los niños lo rodearon, pidiéndo­le caramelos, historias y ardites.


Cuando comprendieron que no iban a sacarle nada, la mayo­ría perdió el interés. Formaron un círculo con un niño en el centro y empezaron a dar palmadas al son de una canción infantil que ya era antiquísima cuando la cantaban sus abuelos:






Cuando de azul se tiñe el fuego del hogar,


¿cómo podemos actuar?, ¿cómo podemos actuar?


Salgamos corriendo, escondámonos huyendo.






Riendo, el niño que estaba en el centro intentó salir del corro mientras los otros trataban de impedírselo.


—Calderero —anunció el anciano con su voz cantarína—. Ho­jalatero. Afilador. Zahori. Corcho cortado. Balsamaria. Pañuelos de seda traídos de la ciudad. Papel de escribir. Dulces y golosinas.


Eso atrajo a los niños, que volvieron a acercarse al calderero y lo siguieron formando un pequeño desfile por la calle. El anciano iba cantando:


—Cuero para cinturones. Pimienta negra. Fino encaje y suaves plumas. Este calderero solo se quedará un día en el pueblo. No es­peren a que anochezca. ¡Vengan, señoras! ¡Vengan, muchachas! ¡Tengo ropa interior y agua de rosas!


Un par de minutos más tarde, se instaló delante de la posa­da Roca de Guía, montó su rueda de afilar y empezó a afilar un cuchillo.


Cuando los adultos empezaron a rodear al anciano, los niños se pusieron a jugar otra vez. Una niña que estaba en el centro del corro se tapó los ojos con una mano e intentó atrapar a los otros niños, que correteaban dando palmadas y cantando:






Si sus ojos son como el azabache,


¿adónde escaparse?, ¿adónde escaparse?


Lejos y cerca, los tienes a la puerta.






El calderero atendía a todos por turnos, y a veces a dos o tres personas a la vez. Cambiaba cuchillos afilados por cuchillos ro­mos y una moneda pequeña. Vendía tijeras y agujas, cazos de co­bre y botellitas que las mujeres escondían rápidamente. Vendía botones y bolsitas de canela y de sal. Limas de Tinué, chocolate de Tarbean, cuerno pulido de Aerueh...


Y mientras los niños no paraban de cantar:






¿Veis a un hombre sin rostro?


Se mueven como fantasmas de un sitio para otro.


¿Cuál es su plan?, ¿cuál es su plan?


Los Chandrian, los Chandrian.










Kote calculó que aquellos viajeros debían de llevar juntos cerca de un mes, lo bastante para encontrarse cómodos unos con otros, pero no lo suficiente para pelearse por nimiedades. Olían a polvo de los caminos y a caballo. El posadero aspiró ese olor como si fuera un perfume.


Lo mejor era el ruido. El cuero crujía. Los hombres reían. El fuego crepitaba y chisporroteaba. Las mujeres coqueteaban. In­cluso alguien volcó una silla. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, no había silencio en la Roca de Guía. O si lo había, era de­masiado tenue para que pudiera apreciarse, o estaba muy bien es­condido.


Kote estaba en medio de todo aquello; no paraba de moverse, como si manejara una enorme y compleja máquina. Tenía una be­bida preparada en cuanto alguien la pedía, y hablaba y escuchaba en la medida justa. Reía los chistes, estrechaba manos, sonreía y retiraba rápidamente las monedas de la barra, como si de verdad necesitara el dinero.


Entonces, cuando llegó la hora de las canciones y todos hubie­ron cantado sus favoritas y seguían queriendo más, Kote se puso a dar palmadas desde detrás de la barra, marcando el compás. Con el fuego brillando en su pelo, cantó «Calderero, curtidor». Cantó más estrofas de las que nadie había oído jamás, y a nadie le extrañó lo más mínimo.










Horas más tarde reinaba una atmósfera cálida y jovial en la ta­berna. Kote estaba arrodillado frente a la chimenea, avivando el fuego, cuando alguien dijo a sus espaldas:


—¿Kvothe?


El posadero se dio la vuelta, con una sonrisa algo confundida.


—¿Señor?


Era el rubio bien vestido. Se tambaleaba un poco.


—Tú eres Kvothe.


—Kote, señor —replicó Kote con el tono indulgente que las madres emplean con los niños y los posaderos con los borrachos.


—Kvothe el Sin Sangre —insistió el hombre con la típica obsti­nación de los beodos—. Tu cara me resultaba familiar, pero no la identificaba. —Sonrió con orgullo y se tocó la punta de la nariz con un dedo—. Entonces te he oído cantar, y he sabido que eras tú. Te oí una vez en Imre. Después lloré a mares. Jamás había oído nada parecido, ni lo he oído desde entonces. Me partiste el corazón.


El joven siguió hablando, y sus frases eran un tanto inconexas; su rostro, sin embargo, mantenía una expresión muy seria.


—Ya sabía que no podías ser tú. Pero me ha parecido que sí. A pesar de todo. ¿A quién conoces que tenga ese pelo? —Sacudió la cabeza tratando sin éxito de aclarar sus ideas—. Vi el sitio donde lo mataste, en Imre. Junto a la fuente. Los adoquines están des­trozados. —Frunció el ceño y se concentró en esa palabra—. Des­trozados. Dicen que nadie puede arreglarlos.


El hombre rubio hizo otra pausa. Entrecerró los ojos para en­focar mejor al posadero, y pareció sorprendido por su reacción.


El hombre pelirrojo sonreía.


—¿Insinúas que me parezco a Kvothe? ¿Al famoso Kvothe? Yo siempre lo he pensado. Incluso tengo un retrato suyo. Mi ayudan­te siempre se burla de mí por eso. ¿Me harías el favor de repetirle lo que acabas de decirme a mí?


Kote tiró un último leño al fuego y se levantó. Pero al apartar­se de la chimenea, se le dobló una pierna y cayó pesadamente al suelo derribando una silla.


Varios viajeros se le acercaron, pero el posadero ya se había puesto en pie y les hacía señas para que volvieran a sus asientos.


—No, no. Estoy bien. No os preocupéis. —A pesar de su son­risa, era evidente que se había hecho daño. Tenía el rostro transi­do de dolor, y tuvo que apoyarse en una silla—. Hace tres veranos, cuando atravesaba el Eld, me dispararon una flecha en la rodilla. Me cede de vez en cuando. —Hizo una mueca de dolor y añadió con tono nostálgico—: Por eso dejé la buena vida en los caminos. —Se agachó para tocarse suavemente la pierna, doblada en un án­gulo extraño.


Uno de los mercenarios dijo:


—Yo en tu lugar me pondría una cataplasma, o se te hinchará mucho.


Kote volvió a tocarse la pierna y asintió con la cabeza.


—Sí, creo que tiene usted razón, señor —dijo. Se volvió hacia el joven rubio, que estaba de pie junto al fuego, oscilando ligera­mente—. ¿Podrías hacerme un favor, hijo?


El joven asintió, abstraído.


—Cierra el tiro. —Kote señaló la chimenea—. ¿Me ayudas a subir, Bast?


Bast fue hasta él y se colocó un brazo de Kote sobre los hom­bros. El posadero se apoyó en él y, cojeando, fue hasta la puerta y subió la escalera.


—¿Una flecha en la pierna? —preguntó Bast por lo bajo—. ¿Tanto te avergüenzas de una pequeña caída?


—Menos mal que eres tan ingenuo como ellos —dijo Kote con aspereza en cuanto estuvieron fuera del alcance de la vista de la clientela. Empezó a maldecir por lo bajo mientras subía unos es­calones más; era evidente que no le pasaba nada en la rodilla.


Bast abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró.


Kote se paró en lo alto de la escalera y se frotó los ojos.


—Hay un tipo que me ha reconocido —dijo frunciendo el ceño—. Al menos sospecha.


—¿Quién? —preguntó Bast con una mezcla de enfado y apren­sión.


—Ese rubio de la camisa verde. El que estaba más cerca de mí, junto a la chimenea. Dale algo que le haga dormir. Ya ha bebido mucho. Si se queda frito, a nadie le extrañará.


Bast caviló un momento.


—¿Nogrura? —preguntó.


—Mejor mhenka.


Bast arqueó una ceja, pero asintió con la cabeza.


Kote se enderezó.


—Escúchame con atención, Bast.


Bast parpadeó una vez y asintió con la cabeza.


Kote habló resuelta y decididamente:


—Era escolta municipal de Ralien. Me hirieron unos bandidos cuando defendía una caravana. Una flecha en la rodilla. Hace tres años. En verano. Hice bien mi trabajo. Un comerciante ceáldi-co, agradecido, me dio dinero para montar una posada. Se llama Deolan. Habíamos viajado juntos desde Purvis. Menciónalo de pasada. ¿Lo tienes?


—Te he escuchado con atención —respondió Bast con forma­lidad.


—Ya puedes bajar.










Media hora más tarde Bast llevó un cuenco a la habitación de su maestro y le aseguró que abajo todo iba bien. Kote asintió y le dio instrucciones a su pupilo de que no lo molestaran durante el resto de la noche.


Bast cerró la puerta al salir; su expresión era de preocupa­ción. Se quedó un rato en lo alto de la escalera, pensando qué po­día hacer.


Resulta difícil decir qué era lo que tanto preocupaba a Bast. No se apreciaba ningún cambio en la actitud de Kote. Salvo que se movía un poco más despacio, quizá, y que la pequeña chispa que la actividad de esa noche había prendido en sus ojos se había apa­gado un poco. De hecho, apenas se veía ya. De hecho, podía no haber existido nunca.


Kote se sentó delante del fuego y se comió la comida con mo­vimientos mecánicos, como si sencillamente buscara un sitio en su interior donde depositarla. Después del último bocado, se quedó sentado con la mirada perdida; no se acordaba de qué había co­mido ni de qué sabor tenía.


El fuego crepitó; Kote parpadeó y miró alrededor. Se miró las manos, recogidas una dentro de la otra sobre su regazo. Pasados unos instantes, las levantó y las abrió, como si quisiera calentarlas a la lumbre. Eran unas manos elegantes, con dedos largos y deli­cados. Las observó atentamente, como si esperara que hiciesen algo por propia iniciativa. Entonces las bajó de nuevo al regazo, reco­gidas, y siguió contemplando el fuego. Así permaneció —inexpre­sivo, inmóvil— hasta que en la chimenea solo quedaron cenizas grises y unas brasas que ardían débilmente.


Cuando estaba desvistiéndose para acostarse, el fuego llameó. La luz rojiza descubrió unas débiles líneas en su cuerpo, en la es­palda y en los brazos. Todas las cicatrices eran lisas y plateadas, y lo surcaban como rayos, como rastros de dulces recuerdos. La lla­marada del fuego las iluminó brevemente todas: las antiguas y las nuevas. Todas las cicatrices eran lisas y plateadas excepto una.


El fuego parpadeó y se apagó. El sueño recibió a Kote como un amante en una cama vacía.










Los viajeros partieron a la mañana siguiente, temprano. Bast los atendió y les explicó que a su amo se le había hinchado mucho la rodilla y que no se veía con ánimos de bajar la escalera tan pron­to. Todos lo entendieron salvo el joven rubio, que estaba dema­siado atontado para entender nada. Los guardias se sonrieron y pusieron los ojos en blanco mientras el calderero soltaba un ser­món improvisado sobre la abstinencia de bebidas alcohólicas. Bast le recomendó diversas curas para la resaca, todas desagra­dables.


Cuando se hubieron marchado, Bast se quedó atendiendo la posada. Una tarea sencilla, porque no había clientes. La mayor parte del tiempo la dedicó a buscar maneras de distraerse.


Poco después del mediodía Kote bajó por la escalera y se lo en­contró en la barra cascando nueces con la ayuda de un grueso li­bro encuadernado en piel.


—Buenos días, Reshi.


—Buenos días, Bast —dijo Kote—. ¿Alguna noticia?


—Ha pasado el hijo de Orrison. Quería saber si necesitamos cordero.


Kote asintió, como si hubiera estado esperando esa noticia.


—¿Cuánto le has encargado?


Bast hizo una mueca.


—Odio el cordero, Reshi. Sabe a mitones mojados.


Kote se encogió de hombros y fue hacia la puerta.


—Tengo que hacer unos encargos. Vigila esto, ¿quieres?


—Siempre lo hago.


Fuera de la posada Roca de Guía, en la vacía calle de tierra que discurría por el centro del pueblo, no corría ni pizca de brisa. El cielo era una extensión uniforme de nubes grises; parecía que qui­siera llover pero no lograse reunir la energía suficiente.


Kote cruzó la calle y fue hasta la puerta de la herrería, que es­taba abierta. El herrero llevaba el pelo muy corto y tenía una po­blada y enmarañada barba. Mientras Kote lo observaba, metió con cuidado un par de clavos por la abrazadera de la hoja de una guadaña, fijándola con firmeza a un mango curvo de madera.


—Hola, Caleb.


El herrero apoyó la guadaña en la pared.


—¿En qué puedo ayudarte, maese Kote?


—¿Por tu casa también ha pasado el hijo de Orrison? —Caleb asintió—. ¿Siguen perdiendo ovejas? —preguntó Kote.


—La verdad es que han aparecido algunas de las que habían perdido. Destrozadas, eso sí. Prácticamente trituradas.


—¿Lobos? —preguntó Kote.


El herrero se encogió de hombros.


—Ya sé que es raro en esta época del año, pero ¿qué va a ser? ¿Un oso? Creo que están vendiendo los animales que no pueden vigilar, porque andan escasos de mano de obra.


—¿Escasos de mano de obra?


—Han tenido que dejar marchar al jornalero por culpa de los impuestos, y su hijo mayor se alistó al servicio del rey a principios de verano. Está combatiendo a los rebeldes en Menat.


—En Meneras —le corrigió amablemente Kote—. Si vuelves a ver al chico, dile que me gustaría comprar tres mitades.


—Lo haré. —El herrero miró al posadero con complicidad—. ¿Algo más?


—Bueno... —Kote miró hacia otro lado; de pronto parecía cohibido—. Me preguntaba si tendrías por ahí alguna barra de hierro —dijo sin mirar al herrero a los ojos—. No hace falta que sea bonita. Un trozo de hierro basto me serviría.


Caleb chascó la lengua.


—No sabía si vendrías. El viejo Cob y los demás pasaron an­teayer. —Fue hasta un banco de trabajo y levantó un trozo de lona—. Hice un par de más por si acaso.


Kote cogió una barra de hierro de unos sesenta centímetros de largo y la hizo oscilar con una mano.


—Eres un tipo listo.


—Conozco el negocio —repuso el herrero con petulancia—. ¿Necesitas algo más?


—Pues... —dijo Kote al mismo tiempo que apoyaba cómoda­mente la barra de hierro sobre un hombro—, sí, hay otra cosa. ¿No te sobrarán un delantal y unos guantes de forja?


—Tal vez —respondió Caleb con vacilación—. ¿Por qué?


—Detrás de la posada hay una vieja parcela llena de zarzas —dijo Kote señalando hacia la Roca de Guía con la cabeza—. Creo que voy a desbrozarla para plantar un huerto el año que vie­ne. Pero no quiero despellejarme vivo.


El herrero asintió e hizo señas a Kote para que lo siguiera a la trastienda.


—Tengo los viejos —dijo mientras desenterraba un par de pe­sados guantes y un acartonado delantal de cuero; ambos estaban chamuscados en varios sitios y manchados de grasa—. No son bo­nitos, pero supongo que te protegerán un poco.


—¿Cuánto quieres por ellos? —preguntó Kote sacando su bolsa.


El herrero negó con la cabeza.


—Si te pidiera una iota ya me parecería excesivo. Ni el mucha­cho ni yo los necesitamos.


El posadero le dio una moneda, y el herrero metió el delantal y los guantes en un viejo saco de arpillera.


—¿Estás seguro de que quieres hacerlo ahora? —preguntó el herrero—. Hace tiempo que no llueve. La tierra estará más blan­da en primavera, después del deshielo.


Kote se encogió de hombros.


—Mi abuelo siempre decía que el otoño es la estación idónea para arrancar de raíz cualquier cosa que no quieras que vuelva a molestarte. —Kote imitó la temblorosa voz de un anciano—: «En los meses de primavera todo está demasiado lleno de vida. En ve­rano, está demasiado fuerte y no hay manera de soltarlo. El oto­ño...» —Miró alrededor; las hojas de los árboles estaban cam­biando de color—. «El otoño es el momento idóneo. En otoño todo está cansado y más dispuesto a morir.»










Esa misma tarde, Kote envió a Bast a recuperar horas de sueño. Entonces se movió con desgana por la posada, haciendo las pe­queñas tareas que no había terminado la noche anterior. No había clientes. Cuando por fin anocheció, el posadero encendió las lám­paras y, sin mucho interés, se puso a hojear un libro.


Se suponía que el otoño era la estación del año más ajetreada, pero últimamente escaseaban los viajeros. Kote sabía con funesta certeza lo largo que iba a ser el invierno.


Cerró la posada temprano, lo que nunca había hecho hasta en­tonces. No se molestó en barrer, no hacía falta. No limpió las me­sas ni la barra, porque no se habían utilizado. Restregó un par de botellas, cerró la puerta con llave y fue a acostarse.

No había nadie allí que pudiera notar la diferencia. Solo esta­ba Bast, que, preocupado, observaba a su maestro y esperaba.








4

De camino a Newarre


Cronista caminaba. El día anterior había cojeado, pero ahora le dolían los pies pisara como pisase, así que no tenía sentido cojear. Había buscado caballos en el vado de Abbott y en Rannish, y había ofrecido sumas exorbitantes por los animales más la­mentables. Pero en los pueblos pequeños como esos, a la gente no le sobraban caballos, sobre todo estando próximo el tiempo de la cosecha.

Pese a llevar todo el día andando, seguía en el camino cuando cayó la noche; la calzada de tierra, con profundas rodadas, se con­virtió en un terreno traicionero, lleno de siluetas apenas vistas. Tras dos horas avanzando a tientas en la oscuridad, Cronista vio unas luces que parpadeaban entre los árboles y abandonó su pro­pósito de llegar a Newarre esa noche, pues no pudo renunciar a la hospitalidad de una granja.

Dejó el camino y fue hacia la luz dando tumbos entre los árbo­les. Pero el fuego estaba más lejos y era mayor de lo que le había parecido. No se trataba de la lámpara de una vivienda, ni de las chispas de una fogata. Era una hoguera que ardía con fiereza en­tre las ruinas de una casa de la que solo quedaban dos muros de piedra desmoronadizos. Acurrucado en la esquina que formaban esas dos paredes había un hombre. Llevaba una capa con capu­cha, y se abrigaba con ella como si fuera un día de pleno invierno y no una templada noche de otoño.

Las esperanzas de Cronista aumentaron cuando vio un peque­ño fuego de cocinar con un cazo colgando encima. Pero al acercarse, percibió un olor desagradable que se mezclaba con el del humo de leña. Apestaba a pelo quemado y a flores podridas. Rá­pidamente, Cronista decidió que fuera lo que fuese lo que ese hombre estuviera cocinando en el cazo de hierro, él no quería pro­barlo. Sin embargo, la perspectiva de sentarse junto al fuego era mejor que la de acurrucarse en la cuneta.

Cronista entró en el círculo de luz que proyectaba la hoguera.

—He visto el fu... —Se interrumpió, porque la figura se puso en pie de un brinco, blandiendo una espada con ambas manos. No, no era una espada, sino una especie de garrote, largo y oscu­ro, con una forma demasiado regular para ser un tronco.

Cronista se paró en seco.

—Solo buscaba un sitio donde dormir —se apresuró a decir, e inconscientemente agarró el aro de hierro que llevaba colgado del cuello—. No quiero causar problemas. Te dejaré cenar en paz. —Dio un paso atrás.

La figura se relajó; bajó el garrote, que rozó una piedra y pro­dujo un sonido metálico.

—Por el carbonizado cuerpo de Dios, ¿qué haces aquí a estas horas de la noche?

—Iba hacia Newarre y he visto el fuego.

—¿Y te has dirigido en plena noche hacia un fuego desconoci­do? —El hombre encapuchado sacudió la cabeza—. Será mejor que te acerques. —Le hizo señas para que se aproximara, y el es­cribano se fijó en que el individuo llevaba puestos unos gruesos guantes de cuero—. Que Tehlu nos asista, ¿has tenido mala suer­te toda la vida, o la reservabas toda para esta noche?

—No sé a quién esperas —dijo Cronista, y todavía retroce­dió un paso más—, pero estoy seguro de que prefieres hacer­lo solo.

—Cállate y escucha —replicó el individuo con aspereza—. No sé cuánto tiempo nos queda. —Miró hacia abajo y se frotó la cara—. Dios, nunca sé cuánto tengo que decir. Si no me crees, pensarás que estoy loco. Y si me crees, te asustarás y será peor. —Volvió a mirar hacia arriba y vio que Cronista no se había movido—. Ven aquí, maldita sea. Si te vas ahora, eres hombre muerto.

Cronista miró por encima del hombro hacia el oscuro bosque.

—¿Por qué? ¿Qué hay ahí fuera?

El hombre lanzó una breve y amarga risotada y sacudió la ca­beza, exasperado.

—¿Quieres que te diga la verdad? —Se pasó las manos por el pelo, y al hacerlo se bajó la capucha. La luz de la hoguera ilumi­nó un cabello de un rojo increíble, y unos ojos de un verde asom­broso e intenso. Miró a Cronista como si se midiera con él—. Demonios —dijo—. Demonios con forma de arañas enormes y negras.

Cronista se relajó.

—Los demonios no existen. —Por su tono de voz, era evidente que había pronunciado esas palabras muchas, muchas veces.

El pelirrojo soltó una risotada de incredulidad.

—¡Bueno, en ese caso supongo que podemos marcharnos to­dos a casa! —Y le lanzó una sonrisa de loco a Cronista—. Mira, supongo que eres un hombre instruido. Eso lo respeto, y en gran parte tienes razón. —Adoptó una expresión más seria—. Pero aquí y ahora, esta noche, te equivocas. Te equivocas de plano. Cuando lo comprendas no querrás estar al otro lado de la hoguera.

La rotunda certeza en la voz de aquel hombre le produjo a Cro­nista un escalofrío. Con la impresión de que estaba cometiendo una estupidez, bordeó la hoguera poco a poco hasta situarse al otro lado.

El desconocido enseguida lo caló.

—Supongo que no llevarás armas, ¿verdad? —preguntó, y Cronista negó con la cabeza—. En realidad no importa. Una es­pada no te serviría de mucho. —Le puso en las manos un grueso leño—. Dudo que consigas darle a alguno, pero vale la pena in­tentarlo. Son rápidos. Si se te sube uno encima, tírate al suelo. Intenta caer sobre él y aplastarlo con el cuerpo. Rueda por el sue­lo. Si logras sujetar a uno, lánzalo al fuego.

Volvió a ponerse la capucha y siguió hablando, muy deprisa:

—Si llevas alguna prenda de repuesto, póntela. Si tienes una manta, podrías envolver...

De pronto se interrumpió y miró más allá del círculo de luz.

—Quédate con la espalda pegada a la pared —dijo de pronto, y levantó el garrote de hierro con ambas manos.

Cronista miró más allá de la hoguera. Una silueta oscura se movía entre los árboles.

Llegaron a la zona iluminada, avanzando pegadas al suelo: eran unas siluetas negras, con muchas patas y del tamaño de rue­das de carreta. Una, más rápida que las demás, se dirigió hacia la luz sin vacilar, moviéndose con la inquietante y sinuosa velocidad de un insecto que se escabulle.

Antes de que Cronista pudiera levantar el leño, la cosa avanzó de lado bordeando la hoguera y saltó sobre él con la agilidad de un grillo. Cronista levantó las manos al mismo tiempo que la cosa negra le golpeaba en la cara y en el pecho. Sus frías y duras patas buscaron un sitio donde sujetarse, y Cronista sintió unas fuertes punzadas de dolor en la parte de atrás de uno de sus brazos. El es­cribano se tambaleó; se le torció un tobillo y empezó a caer hacia atrás agitando los brazos.

Al caer, Cronista vio el círculo de luz por última vez. Había más cosas negras saliendo de la oscuridad; sus patas marcaban un rápido staccato contra las raíces, las piedras y las hojas. Al otro lado de la hoguera, el hombre de la capa sostenía su garrote de hierro en alto con ambas manos. Estaba completamente inmóvil, completamente callado, esperando.

Cronista todavía estaba cayendo hacia atrás, con esa cosa ne­gra encima, cuando notó una sorda y oscura explosión: se había golpeado la cabeza contra la pared de piedra. Todo se ralentizó al­rededor, se volvió borroso y, finalmente, negro.





Cronista abrió los ojos y vio una confusa mezcla de luminosidad y siluetas oscuras. Le dolía la cabeza. Notaba diversas líneas de in­tenso dolor en la parte de atrás de los brazos y, al respirar, un do­lor más sordo en el costado izquierdo.

Tras un largo momento de concentración, el mundo volvió a aparecer ante él, aunque desenfocado. El desconocido estaba sen­tado cerca de él. Ya no llevaba puestos los guantes, y su pesada capa colgaba de su cuerpo hecha jirones; pero por lo demás pare­cía ileso. La capucha de la capa le tapaba la cara.

—¿Estás despierto? —preguntó el hombre con curiosidad—. Me alegro. Con las heridas en la cabeza nunca se sabe. —Ladeó un poco la cabeza—. ¿Puedes hablar? ¿Sabes dónde estás?

—Sí —contestó Cronista con voz pastosa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para pronunciar esa única palabra.

—Mejor aún. Veamos, la tercera es la definitiva. ¿Crees que podrás levantarte y echarme una mano? Tenemos que quemar y enterrar los restos.

Cronista movió un poco la cabeza y de pronto sintió náuseas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Quizá te haya roto un par de costillas —respondió el hom­bre—. Se te había subido uno encima. No tuve muchas opciones. —Se encogió de hombros—. Lo siento, si te sirve de algo. Ya te he cosido los cortes de los brazos. Creo que se te curarán bien.

—¿Se han ido?

El hombre de la capucha meneó la cabeza.

—Los escrales no se retiran. Son como las avispas cuando salen del avispero. Siguen atacando hasta morir.

Una expresión de horror se extendió por el rostro de Cronista.

—¿Hay un nido de esas cosas?

—No, por Dios. Solo eran cinco. Sin embargo, tenemos que quemarlos y enterrarlos, para asegurarnos. Ya he cortado la leña que vamos a necesitar, de fresno y de serbal.

Cronista soltó una risotada que sonó un tanto histérica.

—Como en la canción infantil:



Atiende, si no escuchas no da igual:

esta vez cavarás un hoyo abismal,

cogerás fresno, olmo y serbal...



—Sí, exacto —dijo el hombre de la capucha con aspereza—. Te sorprendería la cantidad de verdades que se esconden en las can­ciones infantiles. No creo que haga falta cavar tan hondo, pero... no me vendría mal un poco de ayuda.

Cronista levantó una mano y se palpó la parte de atrás de la ca­beza; luego se miró los dedos y le sorprendió que no estuvieran manchados de sangre.

—Creo que estoy bien —dijo al mismo tiempo que lentamente se apoyaba en un codo y a continuación se sentaba—. ¿Hay al­gún...? —Parpadeó un momento y todo él se desmadejó; cayó ha­cia atrás sin fuerzas. Su cabeza golpeó el suelo, rebotó una vez y se quedó quieta, ligeramente ladeada.





Kote esperó largo rato pacientemente sentado, observando al hombre inconsciente. Cuando no vio más movimiento que el len­to subir y bajar del pecho, se puso en pie con dificultad y se arro­dilló al lado de Cronista. Le levantó un párpado y luego el otro, y dio un gruñido. Al parecer, lo que acababa de ver no lo había sor­prendido mucho.

—Supongo que no vas a volver a despertarte, ¿verdad? —pre­guntó sin muchas esperanzas. Le dio unos golpecitos en la pálida mejilla—. No, no lo creo. —Una gota de sangre cayó en la frente de Cronista, seguida rápidamente de otra.

Kote se enderezó y le limpió la sangre a Cronista lo mejor que pudo. No fue fácil, porque también tenía las manos ensangren­tadas.

—Lo siento —dijo distraídamente.

Exhaló un hondo suspiro y se quitó la capucha. Tenía el rojo cabello apelmazado y adherido al cráneo, y media cara cubierta de sangre seca. Poco a poco empezó a quitarse los restos de la capa. Debajo llevaba un delantal de herrero, cubierto de grandes tajaduras. Se lo quitó también, revelando una sencilla camisa gris de tejido artesanal. Tenía el brazo izquierdo y los hombros oscu­ros y mojados de sangre.

Kote hizo ademán de empezar a desabrocharse la camisa, pero entonces decidió no quitársela. Se puso trabajosamente en pie, co­gió la pala y poco a poco, con mucho dolor, empezó a cavar.








5

Notas


Era pasada la medianoche cuando Kote llegó a Newarre car­gando el cuerpo inerte de Cronista sobre los hombros lace­rados. Las casas y las tiendas del pueblo estaban a oscuras y en silencio, pero la posada Roca de Guía estaba iluminada.

Bast, de pie en el umbral, casi danzaba de irritación. Al ver acercarse a Kote, echó a correr calle abajo agitando, furioso, un pedazo de papel.

—¿Una nota? ¿Te escapas y me dejas una nota? —dijo en voz baja, pero furioso—. ¿Por quién me has tomado, por una ramera de puerto?

Kote se dio la vuelta y sacudió los hombros hasta depositar el cuerpo inerte de Cronista en los brazos de Bast.

—Sabía que lo único que harías sería discutir conmigo, Bast.

Bast sujetó a Cronista ante él sin esfuerzo.

—Si al menos hubiera sido una nota decente. «Si estás leyendo esto, seguramente estoy muerto.» ¿Qué clase de nota es esa?

—Se suponía que no la encontrarías hasta mañana —res­pondió Kote cansado, y echaron a andar por la calle hacia la po­sada.

Bast miró al hombre que llevaba en brazos como si lo viera por primera vez.

—¿Quién es este? —Lo zarandeó un poco, mirándolo con cu­riosidad antes de cargárselo sobre un hombro con facilidad, como si fuera un saco de arpillera.

—Un pobre desgraciado que pasaba por el camino en el momento menos adecuado —contestó Kote con desdén—. No lo sa­cudas demasiado. Todavía debe de tener la cabeza un poco suelta.

—Pero ¿qué demonios has ido a hacer? —preguntó Bast cuan­do entraron en la posada—. Si me dejas una nota, al menos de­berías decirme qué... —Bast abrió mucho los ojos al ver a Kote a la luz del interior de la posada, pálido y cubierto de barro y de sangre.

—Si quieres puedes preocuparte —dijo Kote con brusque­dad—. Es tan grave como parece.

—Has salido a buscarlos, ¿verdad? —dijo Bast en voz baja, y entonces abrió mucho los ojos—. No. Te quedaste un trozo del que mató Cárter. No puedo creerlo. Me mentiste. ¡A mí!

Kote suspiró y subió pesadamente la escalera.

—¿Estás enfadado porque te he mentido, o porque no me has pillado mintiéndote? —preguntó.

—Me ofende que pensaras que no podías confiar en mí —con­testó Bast farfullando de rabia.

Interrumpieron su conversación mientras abrían una de las nu­merosas habitaciones vacías del segundo piso, desvestían a Cro­nista, lo acostaban y lo arropaban. Kote dejó la cartera y el ma­cuto del escribano en el suelo, cerca de la cama.

Tras salir y cerrar la puerta de la habitación, Kote dijo:

—Confío en ti, Bast, pero no quería ponerte en peligro. Sabía que podía hacerlo yo solo.

—Podría haberte ayudado, Reshi —replicó Bast, dolido—. Lo sabes muy bien.

—Todavía puedes ayudarme, Bast —dijo Kote. Se dirigió a su habitación y se dejó caer en el borde de la estrecha cama—. Nece­sito que me cosas las heridas. —Empezó a desabrocharse la cami­sa—. Lo haría yo mismo, pero a los hombros y a la espalda no llego.

—No digas tonterías, Reshi. Ya lo haré yo.

Kote señaló la puerta.

—Mis cosas están en el sótano.

—Usaré mis propias agujas, muchas gracias —dijo Bast con desdén—. Son de un hueso de excelente calidad. No como esas repugnantes agujas de hierro mellado tuyas, que te perforan como pequeñas astillas de odio. —Se estremeció—. ¡Piedra y arroyo! Es espeluznante lo primitivos que podéis llegar a ser. —Bast salió de la habitación y dejó la puerta abierta.

Kote se quitó lentamente la camisa, haciendo muecas de dolor y aspirando entre los dientes, pues la sangre seca se pegaba y tira­ba de las heridas. Volvió a adoptar una expresión estoica cuando Bast regresó con un cuenco de agua y empezó a lavarle.

Cuando Bast hubo limpiado toda la sangre seca, aparecieron numerosos cortes largos y rectos. Se destacaban rojizos sobre la blanca piel del posadero, como si lo hubieran acuchillado con una navaja de barbero o con un trozo de cristal roto. En total había cerca de una docena de cortes, la mayoría en los hombros, y unos cuantos en la espalda y en los brazos. Uno empezaba en su coro­nilla y discurría por el cuero cabelludo hasta detrás de una oreja.

—Creía que no sangrabas, Reshi —comentó Bast—. ¿No te lla­maban el Sin Sangre?

—No te creas todas las historias que te cuenten, Bast. Las his­torias mienten.

—Bueno, no estás tan mal como creía —dijo Bast limpiándose las manos—. Aunque merecías haber perdido un trozo de oreja. ¿Estaban heridos, como el que atacó a Cárter?

—No, no me lo ha parecido —respondió Kote.

—¿Cuántos eran?

—Cinco.

—¿Cinco? —dijo Bast, asombrado—. ¿Cuántos ha matado el otro?

—Distrajo a uno un rato —contestó Kote con generosidad.

—Anpauen, Reshi —dijo Bast sacudiendo la cabeza mientras enhebraba una aguja de hueso con un hilo más delgado y más fino que el de tripa—. Deberías estar muerto. Dos veces muerto.

Kote se encogió de hombros.

—No es la primera vez que debería estar muerto, Bast. Se me da bastante bien evitarlo.

Bast se puso a trabajar.

—Te dolerá un poco —avisó mientras movía las manos con una extraña suavidad—. La verdad, Reshi, no entiendo cómo has conseguido vivir tanto tiempo.

Kote volvió a encogerse de hombros y cerró los ojos.

—Yo tampoco, Bast —admitió. Tenía la voz triste y cansada.

Horas más tarde se abrió un poco la puerta de la habitación de Kote y Bast asomó la cabeza. Al no oír sino una lenta y acompa­sada respiración, el joven entró de puntillas, fue hasta la cama y se inclinó sobre el hombre dormido. Bast observó el color de sus me­jillas, le olió el aliento y le tocó suavemente la frente, la muñeca y el hueco entre las clavículas.

Bast acercó una butaca a la cama, se sentó y se quedó contem­plando a su maestro y escuchándolo respirar. Luego estiró un brazo y le apartó el rebelde y rojo cabello de la cara, como haría una ma­dre con su hijo dormido. Entonces, en voz baja, entonó una melodía cadenciosa y extraña, casi una nana:



Qué extraño ver la luz que alumbra

a los mortales apagarse día a día,

saber que sus brillantes almas son yesca

y que el viento encontrará su propio guía.

Ojalá pudiera prestarles mi fuego.

¿Qué presagia tu parpadeo?



La voz de Bast se fue extinguiendo, y el joven se quedó allí sen­tado, inmóvil, observando el silencioso subir y bajar del pecho de su maestro durante las largas horas de la temprana oscuridad de la mañana.










6

El precio de los recuerdos


Cronista no bajó por la escalera a la taberna de la posada Roca de Guía hasta el día siguiente por la noche. Pálido y vacilan­te, llevaba su cartera de cuero debajo de un brazo.

Encontró a Kote sentado detrás de la barra, hojeando un libro.

—¡Hombre, nuestro invitado involuntario! ¿Qué tal va la ca­beza?

Cronista levantó una mano y se tocó la nuca.

—Me duele un poco si la giro demasiado deprisa. Pero todavía funciona.

—Me alegro de oírlo —dijo Kote.

—¿Es esto...? —Cronista miró alrededor, titubeante—. ¿Esta­mos en Newarre?

Kote asintió.

—De hecho estás en el centro mismo de Newarre. —Hizo un ademán teatral—. Una próspera metrópolis. Densamente po­blada.

Cronista miró con fijeza al pelirrojo que estaba detrás de la ba­rra. Se apoyó en una mesa para sostenerse.

—Por el chamuscado cuerpo de Dios —dijo con un hilo de voz—. Eres tú, ¿verdad?

El posadero puso cara de desconcierto.

—¿Cómo dices?

—Ya sé que lo negarás —dijo Cronista—. Pero lo que vi anoche...

El posadero levantó una mano para hacerlo callar.

—Antes de discutir la posibilidad de que ese golpe en la cabeza te haya trastornado, dime, ¿qué hacías en el camino de Tinué?

—¿Qué? —replicó Cronista, irritado—. Yo no iba a Tinué. Iba... Bueno, los caminos están muy difíciles, sin contar lo de ano­che. Me robaron cerca del vado de Abbott y tuve que continuar a pie. Pero valió la pena, ya que estás aquí. —El escribano vio la es­pada colgada sobre la barra, dio un grito ahogado y adoptó una expresión de vago nerviosismo—. No he venido aquí con ánimo de crear problemas, te lo aseguro. No he venido por el precio que le han puesto a tu cabeza. —Compuso una débil sonrisa—. Como es lógico, yo no podría causarte problemas...

—Estupendo —le cortó el posadero al mismo tiempo que cogía un paño de hilo blanco y empezaba a limpiar la barra—. Y ¿quién eres?

—Puedes llamarme Cronista.

—No te he preguntado cómo puedo llamarte —repuso Kote—. ¿Cómo te llamas?

—De van. Devan Lochees.

Kote dejó de pasar el paño por la barra y levantó la cabeza.

—¿Lochees? ¿Eres pariente del duque...? —Kote asintió antes de haber terminado la frase—. Sí, claro que eres pariente suyo. No eres un cronista, sino el Cronista. —Miró de arriba abajo al escri­bano, un hombre con calva incipiente—. ¿Qué te parece? El de-senmascarador de patrañas en persona.

Cronista se relajó un tanto; era evidente que le complacía com­probar que su reputación lo precedía.

—Antes no pretendía ponerte las cosas difíciles. Hace años que no pienso en mí como Devan. Dejé atrás ese nombre hace mucho tiempo. —Miró al posadero con complicidad—. Supongo que tú también sabrás algo de eso...

Kote ignoró la pregunta que el escribano no había llegado a formular.

—Leí tu libro hace años. Los ritos nupciales del draccus co­mún. Una obra reveladora para un joven con la cabeza llena de historias. —Miró hacia abajo y siguió pasando el paño blanco por la madera veteada de la barra—. He de admitir que me decepcionó saber que los dragones no existían. Esa es una dura lección para cualquier niño.

Cronista sonrió.

—Yo también me desilusioné un poco, la verdad. Fui a buscar una leyenda y encontré un lagarto. Un lagarto fascinante, pero la­garto al fin y al cabo.

—Y ahora estás aquí —dijo Kote—. ¿Has venido a demostrar que no existo?

Cronista soltó una risa nerviosa.

—No. Verás, oímos un rumor...

—¿Oímos? —le interrumpió Kote.

—Viajaba con un viejo amigo tuyo, Skarpi.

—Se ha hecho cargo de ti, ¿no? —dijo Kote para sí—. ¿Qué te parece? El aprendiz de Skarpi.

—Un colega, más bien.

Kote asintió, pero su expresión seguía sin revelar nada.

—Debí imaginar que él sería el primero en encontrarme. Sois los dos unos propagadores de rumores.

La sonrisa de Cronista se convirtió en una mueca de amargura. El escribano se tragó las primeras palabras que acudieron a sus la­bios y se esforzó por recuperar una actitud serena.

—Y ¿en qué puedo ayudarte? —Kote dejó el trapo y compuso su mejor sonrisa de posadero—. ¿Te apetece beber o comer algo? ¿Necesitas una habitación para pasar la noche?

Cronista vaciló.

—Tengo de todo. —Kote hizo un amplio gesto con el brazo, se­ñalando, una a una, las botellas que había detrás de la barra—. ¿Jerez, mosto, vino tinto? ¿Aguamiel? ¿Cerveza negra? ¡Licor dul­ce de fruta! ¿De mora? ¿De ciruela? ¿De manzana? ¿De cereza? Sin duda algo habrá que te apetezca. —Mientras hablaba, su son­risa iba ensanchándose, mostrando demasiados dientes para ser la sonrisa de un afable posadero. Al mismo tiempo, sus ojos denota­ban frialdad, dureza y enfado.

Cronista bajó la mirada.

—Pensé que...

—¿Pensaste? —dijo Kote con desdén, y dejó de fingir que sonreía—. Lo dudo mucho. Porque si lo hubieras hecho, habrías pen­sado —dijo arrancando esa palabra de un mordisco— en el peli­gro en que me ponías viniendo aquí.

Cronista se ruborizó.

—Me habían dicho que Kvothe no le tenía miedo a nada —dijo, muy acalorado.

El posadero se encogió de hombros.

—Solo los sacerdotes y los locos no le tienen miedo a nada, y yo nunca me he llevado muy bien con Dios.

Cronista frunció el ceño, consciente de que le estaban tendien­do una trampa.

—Mira —dijo con calma—, tuve muchísimo cuidado. Solo Skarpi conoce mi intención de venir aquí. No le hablé de ti a na­die. De hecho, ni siquiera confiaba en encontrarte.

—Imagínate qué alivio —dijo Kote con sarcasmo.

Cronista prosiguió, claramente desalentado:

—Seré el primero en admitir que venir aquí quizá haya sido un error. —Hizo una pausa, dándole a Kote la oportunidad de con­tradecirlo. Pero Kote no lo hizo. Cronista dio un pequeño y conte­nido suspiro y añadió—: Pero lo hecho, hecho está. ¿Ni siquiera te has planteado...?

Kote negó con la cabeza.

—Fue hace mucho tiempo...

—Menos de dos años —objetó Cronista.

—... y ya no soy el que era —continuó Kote sin detenerse.

—Y ¿quién eras, exactamente?

—Kvothe —contestó el posadero, negándose a dejarse arras­trar a dar más explicaciones—. Ahora soy Kote. Regento esta po­sada. Eso significa que una cerveza cuesta tres ardites y que una habitación individual se paga con cobre. —Empezó a limpiar la barra de nuevo, pasando el paño con ímpetu—. Como bien dices, «lo hecho, hecho está». Las historias ya se ocuparán de sí mismas.

—Pero...

Kote levantó la cabeza, y Cronista vio más allá de la ira que destellaba en la superficie de sus ojos. Por un instante distinguió dolor debajo, un dolor crudo y sangrante, como una herida demasiado profunda para cicatrizar. Entonces Kote desvió la mira­da, y solo quedó la ira.

—¿Qué serías capaz de ofrecerme que valga el precio de mis re­cuerdos?

—Todos creen que estás muerto.

—No lo entiendes, ¿verdad? —Kote sacudió la cabeza, entre divertido y exasperado—. De eso se trata. Cuando estás muerto, nadie te busca. Los viejos enemigos no intentan ajustar cuentas contigo. La gente no te busca para que le narres historias —con­cluyó con mordacidad.

Cronista no se rendía.

—Según otros, eres un mito.

—Sí, soy un mito —afirmó Kote con soltura, haciendo un gesto extravagante—. Un mito muy especial que se crea a sí mis­mo. Las mejores mentiras sobre mí son las que yo mismo he contado.

—Dicen que nunca has existido —le corrigió Cronista con de­licadeza.

Kote se encogió de hombros, y su sonrisa se apagó un poco.

Cronista, al detectar un atisbo de debilidad, continuó:

—Algunas historias te retratan como poco más que un asesino sorprendido in fraganti.

—También soy eso. —Kote se dio la vuelta y se puso a limpiar el mostrador de detrás de la barra. Volvió a encogerse de hom­bros, pero sin tanta indiferencia—. He matado a hombres y a se­res que eran más que hombres. Y todos se lo habían ganado.

Cronista sacudió lentamente la cabeza.

—Las historias te llaman «asesino», no «héroe». Kvothe el Arcano y Kvothe el Asesino de Reyes son dos personajes muy di­ferentes.

Kote dejó de limpiar el mostrador y se volvió hacia el escriba­no. Asintió sin levantar la cabeza.

—Algunos incluso dicen que hay un nuevo Chandrian. Un nuevo terror en la noche. Tiene el pelo tan rojo como la sangre que derrama.

—Las personas que importan saben ver la diferencia —replicó Kote como si intentara convencerse a sí mismo, pero lo dijo sin convicción, con una voz cansada que denotaba desaliento.

Cronista dio una breve risotada.

—Claro. De momento. Pero tú, más que nadie, tendrías que darte cuenta de lo delgada que es la línea que separa la verdad de una mentira convincente. La línea que separa la historia de un re­lato entretenido. —Cronista hizo una pausa para que su interlo­cutor asimilara sus palabras—. Sabes cuál de las dos cosas ganará con el tiempo.

Kote se quedó de cara a la pared de detrás de la barra, con las manos apoyadas en el mostrador. Tenía la cabeza un poco aga­chada, como si soportara una pesada carga. No dijo nada.

Cronista, intuyendo la victoria, decidió ir un poco más allá.

—Dicen que hubo una mujer...

—¿Qué saben ellos? —dijo Kote con una voz cortante como una sierra—. ¿Qué saben ellos de lo que pasó? —Hablaba en voz tan baja que Cronista tuvo que contener la respiración para oírlo.

—Dicen que esa mujer... —De pronto, las palabras de Cronis­ta se atascaron en su garganta reseca, y se produjo un silencio ar­tificial en la habitación. Kote estaba de espaldas, inmóvil, y apre­taba la mandíbula. Su mano derecha, envuelta en un trapo blanco y limpio, se cerró lentamente formando un puño.

A unos dos palmos de distancia se rompió una botella. El olor a fresas llenó la taberna junto con el sonido de cristales rotos. Fue un ruido pequeño dentro de una quietud enorme, pero fue sufi­ciente. Suficiente para romper el silencio en pequeñas y afiladas esquirlas. Cronista se quedó helado al comprender, de pronto, lo peligroso que era el juego al que estaba jugando. «De modo que esa es la diferencia entre contar una historia y estar dentro de una historia —pensó como atontado—: el miedo.»

Kote se dio la vuelta.

—¿Qué saben ellos de esa mujer? —preguntó en voz baja. Al ver la cara de Kote, a Cronista se le cortó la respiración. La ex­presión plácida del posadero era como una máscara destrozada. El semblante que había debajo de esa máscara reflejaba una profunda angustia; sus ojos estaban en este mundo y en otro, recor­dando.

Cronista pensó, sin proponérselo, en una historia que había oído. Una de tantas. Era el relato de cómo Kvothe había persegui­do el deseo de su corazón. Tuvo que engañar a un demonio para conseguirlo. Pero una vez conseguido, tuvo que pelear con un án­gel para conservarlo. «Es cierto —pensó Cronista—. Antes solo era una historia, pero ahora puedo creer en ella. Esta es la cara de un hombre que ha matado a un ángel.»

—¿Qué van a saber ellos de mí? —preguntó Kote con una ira sorda en la voz—. ¿Qué van a saber de nada de todo esto? —Hizo un breve pero enérgico ademán que parecía abarcarlo todo: la bo­tella rota, la barra, el mundo entero.

Cronista tragó saliva para aliviar la garganta reseca.

—Solo lo que les cuentan.

Tip, tip-tip, tip. El goteo del licor de la botella rota empezó a marcar una cadencia irregular en el suelo.

—¡Ahhh! —Kote dio un largo resoplido. Tip-tip, tip, tip—. Muy listo. Utilizarías mi mejor truco contra mí. Tomarías mi re­lato como rehén.

—Contaría la verdad.

—Solo la verdad podría romperme. ¿Qué hay más duro que la verdad? —Sus labios dibujaron una sonrisa burlona y forzada. Durante unos instantes, solo el débil golpeteo de las gotas contra el suelo mantuvo el silencio a raya.

Entonces Kote salió por la puerta que había detrás de la barra. Cronista se quedó plantado, incómodo, en la habitación vacía, sin saber si lo habían echado de allí o no.

Unos minutos más tarde, Kote regresó con un cubo de agua ja­bonosa. Sin mirar a Cronista, empezó a lavar sus botellas con par­simonia. Una a una, Kote les limpió la base, que se había man­chado de licor de fresas, y fue poniéndolas en la barra, entre Cronista y él, como si ellas pudieran defenderlo.

—De modo que saliste en busca de un mito y encontraste a un hombre —dijo con voz monótona, sin levantar la cabeza—. Has oído las historias y ahora quieres los hechos reales.

Cronista, muy aliviado, dejó su cartera en una de las mesas, sorprendido por el ligero temblor de sus manos.

—Oímos hablar de ti no hace mucho. Solo era un vago rumor. La verdad es que yo no esperaba... —Hizo una pausa; de pronto se sentía turbado—. Creía que serías mayor.

—Lo soy —replicó Kote. Cronista lo miró, desconcertado, pero antes de que pudiera decir nada más, el posadero continuó—: ¿Qué te trae a este miserable rincón del mundo?

—Una cita con el conde de Baedn-Bryt —contestó Cronista con cierto orgullo—. Dentro de tres días, en Treya.

El posadero se quedó quieto, con una botella en la mano.

—¿Pretendes llegar a la mansión del conde en cuatro días? —preguntó.

—Me he retrasado —admitió Cronista—. Me robaron el caba­llo cerca del vado de Abbott. —Miró por la ventana y contempló el cielo, cada vez más oscuro—. Pero estoy dispuesto a perder unas horas de sueño. Me marcharé por la mañana y te dejaré tranquilo.

—Bueno, no querría que por mi culpa dejaras de dormir —dijo Kote con sarcasmo, y su mirada volvió a endurecerse—. Puedo re­sumirlo todo en una frase. —Carraspeó—. «Viajé, amé, perdí, confié y me traicionaron.» Escríbelo y haz con ello lo que quieras.

—No te lo tomes así —se apresuró a decir Cronista—. Si quie­res, podemos dedicarle toda la noche. Y también unas horas de la mañana.

—Qué gracia —le espetó Kote—. ¿Pretendes que te cuente mi historia en una noche? ¿Sin tiempo para serenarme? ¿Sin tiempo para prepararme? —Sus labios dibujaron una fina línea—. No. Ve a coquetear con tu conde. No quiero saber nada.

—Si estás seguro de que necesitarás... —dijo Cronista atrope­lladamente.

—Sí. —Kote dejó una botella en la barra con un fuerte golpa-zo—. Creo estar seguro de que necesitaré más tiempo que el que tú me ofreces. Y esta noche no voy a darte ni un minuto. Una his­toria de verdad lleva tiempo prepararla.

Cronista frunció el ceño, nervioso, y se pasó las manos por el pelo.

—Podría dedicar todo el día de mañana a registrar tu histo­ria... —Se interrumpió al ver que Kote sacudía la cabeza. Tras una pausa, volvió a empezar, casi como si hablara solo—: Si consigo un caballo en Baedn, puedo dedicarte todo el día mañana, gran parte de la noche y una parte del día siguiente. —Se frotó la fren­te—. Odio cabalgar de noche, pero...

—Necesitaré tres días —dijo Kote—. Estoy completamente seguro.

Cronista palideció.

—Pero el conde...

Kote hizo un ademán de desdén.

—Nadie necesita tres días —dijo Cronista con firmeza—. He entrevistado a Oren Velciter. A Oren Velciter, nada menos. Tiene ochenta años, pero es como si hubiera vivido doscientos. Qui­nientos, si contamos las mentiras. Él fue a buscarme —añadió con un énfasis particular—. Solo tardó dos días.

—Esta es mi oferta —se limitó a replicar el posadero—. O lo hago bien, o no lo hago.

—¡Espera! —De pronto, el rostro de Cronista se iluminó—. Ya lo había pensado —dijo sacudiendo la cabeza, avergonzado de su propio descuido—. Iré a visitar al conde y volveré aquí. Entonces podrás tomarte todo el tiempo que quieras. Hasta podría traer a Skarpi.

Kote miró a Cronista con profundo desprecio.

—¿Qué te hace pensar que seguiré aquí cuando regreses? —preguntó, incrédulo—. Y además, ¿qué te hace pensar que tie­nes la libertad de salir de aquí cuando se te antoje, sabiendo lo que sabes?

Cronista se quedó muy quieto.

—¿Me estás...? —Tragó saliva y empezó otra vez—. ¿Me estás diciendo que...?

—Tardaré tres días en contarte la historia —lo interrumpió Kote—. Empezaré mañana. Eso es lo que te estoy diciendo.

Cronista cerró los ojos y se pasó una mano por la cara. El con­de se pondría furioso, por supuesto. A saber lo que le costaría a Cronista volver a ganarse su simpatía. Sin embargo...

—Si es la única manera, acepto.

—Me alegro. —El posadero se relajó y esbozó una sonrisa—. Pero dime, ¿de verdad es tan inusual lo de los tres días?

Cronista volvió a aparentar seriedad.

—Sí, tres días es bastante raro. Pero... —Su tono de voz ya no denotaba tanta altanería—. Pero... —hizo un gesto para expresar lo inservibles que eran las palabras— eres Kvothe.

El hombre que se hacía llamar Kote levantó la cabeza detrás de sus botellas. Sus carnosos labios compusieron una sonrisa picara. Le chispeaban los ojos. Parecía más alto.

—Sí, supongo que sí —dijo Kvothe con una voz de hierro.








7

De los inicios y de los nombres de las cosas


El sol entraba a raudales en la Roca de Guía. Era una luz fresca y limpia, ideal para cualquier inicio. Acarició al molinero cuando este puso en marcha su noria. Iluminó la forja que el he­rrero estaba encendiendo de nuevo después de cuatro días traba­jando el metal en frío. Tocó a los caballos de tiro enganchados a los carros, y las hojas de las guadañas, que relucían afiladas y pre­paradas para empezar ese día de otoño.

Dentro de la Roca de Guía, la luz iluminaba la cara de Cronis­ta y una página en blanco que esperaba las primeras palabras de una historia, otro principio. Resbalaba por la barra, esparcía un millar de diminutos arcos iris que nacían en las botellas de colo­res, y trepaba por la pared hacia la espada, como si buscara un último principio.

Pero cuando la luz alcanzó la espada, no se vio ningún inicio. De hecho, la luz que reflejaba la hoja de la espada era mate, bru­ñida y muy antigua. Cronista la miró y recordó que, aunque aque­llo fuera el comienzo de un día, estaban a finales de otoño y cada vez hacía más frío. La espada brillaba con la conciencia de que el amanecer era un pequeño principio comparado con el final de una estación, con el final de un año.

Cronista apartó la mirada de la espada; sabía que Kvothe había dicho algo, pero no sabía qué.

—Perdón, ¿cómo dices?

—¿Qué hace la gente normalmente para contar su historia? —preguntó Kvothe.

Cronista se encogió de hombros.

—Me describen lo que recuerdan, sencillamente. Luego yo re­gistro los hechos en el orden correcto, elimino los pasajes innece­sarios, aclaro, simplifico y esas cosas.

Kvothe frunció el ceño.

—Me parece que eso no servirá.

Cronista lo miró y esbozó una tímida sonrisa.

—Cada narrador tiene su estilo. En general, todos prefieren que no corrija sus historias. Pero también prefieren un público atento. Normalmente, yo escucho y registro más tarde. Tengo una memoria casi perfecta.

—¿Casi perfecta? A mí no me basta con eso. —Kvothe se llevó un dedo a los labios—. ¿Escribes deprisa?

Cronista sonrió con seguridad.

—Más rápido de lo que hablo.

Kvothe arqueó una ceja.

—Me gustaría comprobarlo.

Cronista abrió su cartera. Sacó un fajo de papel blanco, muy fino, y un tintero. Después de colocarlos con cuidado, mojó una pluma y miró, expectante, a Kvothe.

Kvothe se inclinó hacia delante en la silla y empezó a hablar a toda velocidad:

—Yo soy. Nosotros somos. Ella es. El era. Ellos serán. —La plu­ma de Cronista se deslizaba por la página, danzando, bajo la aten­ta mirada de Kvothe—. Yo, Cronista, reconozco por la presente que no sé leer ni escribir. Supino. Irreverente. Grajilla. Cuarzo. Laca. Egoliante. Lhin ta Lu soren hea. «Érase una vez una joven viuda de Faetón, cuya moral era más dura que el tizón. Fue a confesarse, por obsesionarse...» —Kvothe se inclinó un poco más hacia delante para ver cómo escribía Cronista—. Interesante... Ya puedes parar.

Cronista volvió a sonreír y limpió la pluma con un trapo. La página que tenía delante mostraba una sola línea de símbolos in­comprensibles.

—¿Qué es, una clave? —se preguntó Kvothe en voz alta—. Y eres muy pulcro. Seguro que no malgastas mucho papel. —Le dio la vuelta a la hoja para examinarla más de cerca.

—Nunca malgasto el papel —dijo Cronista con altanería.

Kvothe asintió sin levantar la cabeza.

—¿Qué significa «egoliante»? —preguntó el escribano.

—¿Hmmm? Ah, nada. Me lo he inventado. Quería comprobar si una palabra desconocida te hacía ir más despacio. —Se endere­zó y acercó más su silla a la de Cronista—. En cuanto me enseñes a descifrar esto, podremos empezar.

Cronista lo miró, indeciso.

—Es un código muy complejo... —Al ver el ceño de Kvothe, suspiró—. Está bien, lo intentaré.

Cronista inspiró hondo y empezó a escribir una línea de sím­bolos mientras hablaba.

—Para hablar empleamos cerca de cincuenta sonidos diferen­tes. Le he asignado a cada uno un símbolo que consiste en uno o dos trazos de la pluma. Es todo sonido. Podría transcribir un idio­ma aunque no lo entendiera. —Señaló—. Estos son los diferentes sonidos vocales.

—Todas las líneas son verticales —observó Kvothe mirando atentamente la página.

Cronista hizo una pausa y perdió el ritmo.

—Pues... sí.

—Entonces, ¿las consonantes serían horizontales? ¿Y se com­binarían así? —Kvothe cogió la pluma y trazó unos símbolos en la página—. Muy hábil. Para escribir una palabra, nunca necesita­rías más de dos o tres.

Cronista miró a Kvothe sin decir nada. Kvothe no se dio cuen­ta, porque estaba concentrado en la hoja.

—Si aquí pone «yo soy», estos signos deben de representar el sonido «o». —Examinó uno de los grupos de caracteres que había escrito Cronista—. «Ella es.» «E, a, e.» —Kvothe asintió y le puso la pluma en la mano a Cronista—. Enséñame las consonantes.

Cronista las escribió, perplejo, recitando los sonidos a medida que los transcribía. Pasados unos momentos, Kvothe cogió la plu­ma y completó él mismo la lista, pidiéndole al atónito Cronista que le corrigiera si cometía algún error.

El escribano vio y escuchó cómo Kvothe completaba la lista.

Todo el proceso duró unos quince minutos. Kvothe no cometió ni un solo error.

—Un sistema maravillosamente eficaz —admitió Kvothe—. Muy lógico. ¿Lo has concebido tú mismo?

Cronista tardó un rato en replicar; se quedó mirando las hile­ras de símbolos que Kvothe había anotado en la hoja. Al final, ignorando la pregunta de su interlocutor, preguntó:

—¿Es cierto que aprendiste teman en un solo día?

Kvothe esbozó una sonrisa y agachó la cabeza.

—De eso hace mucho tiempo. Casi lo había olvidado. Tardé un día y medio, para ser exactos. Un día y medio sin dormir. ¿Por qué lo preguntas?

—Me lo contaron en la Universidad, pero no me lo creí. —Miró la página, con su clave escrita con la pulcra caligrafía de Kvothe—. ¿Entero?

Kvothe lo miró sin comprender.

—¿Cómo?

—¿Aprendiste todo el idioma entero?

—No, claro que no —contestó Kvothe con cierta irritación—. Solo una parte. Una parte importante, desde luego, pero no creo que se pueda aprender todo de nada, y menos de un idioma. —Se frotó las manos—. Bueno, ¿estás listo?

Cronista sacudió la cabeza como para despejarla, sacó otra hoja de papel y asintió.

Kvothe levantó una mano para impedir que Cronista empeza­ra a escribir, y dijo:

—Nunca he contado esta historia, y dudo mucho que vuelva a contarla. —Se inclinó hacia delante—. Antes de empezar, debes recordar que soy del Edena Ruh. Nosotros ya contábamos histo­rias antes de que ardiera Caluptena. Antes de que hubiera libros donde escribir. Antes de que hubiera música que tocar. Cuando prendió el primer fuego, nosotros, los Ruh, estábamos allí con­tando historias en el círculo de su parpadeante luz.

Kvothe miró al escribano, asintió y prosiguió:

—Conozco tu reputación de gran coleccionista de historias y cronista de sucesos. —La mirada de Kvothe se endureció, se volvió dura como el pedernal y afilada como un trozo de cristal roto—. Ahora bien, ni se te ocurra cambiar ni una sola palabra de lo que voy a decir. Si te parece que me voy por las ramas, si te pa­rece que divago, recuerda que las historias reales pocas veces to­man el camino más recto.

Cronista asintió con solemnidad, tratando de imaginar la men­te capaz de descifrar su código en menos de una hora. Una mente capaz de aprender un idioma en un solo día.

Kvothe compuso una amable sonrisa y miró alrededor como si pretendiera grabar todos los detalles de la habitación en su me­moria. Cronista mojó la pluma; Kvothe agachó la cabeza y se miró las manos durante el tiempo que se tarda en inspirar tres veces.

Y empezó a hablar.





—Podríamos decir que todo empezó cuando la oí cantar. Su voz hermanándose, mezclándose con la mía. Su voz era como un retrato de su alma: salvaje como un incendio, afilada como un cris­tal roto, dulce y limpia como el trébol.

Kvothe sacudió la cabeza.

—No. Todo empezó en la Universidad. Fui a aprender el tipo de magia de que hablan en las historias. Magia como la de Tábor-lin el Grande. Quería aprender el nombre del viento. Quería do­minar el fuego y el rayo. Quería respuestas a diez mil preguntas y acceso a su Archivo. Sin embargo, lo que encontré en la Universi­dad no se parecía en nada a las historias, y eso me dejó muy cons­ternado.

»Pero supongo que el verdadero principio está en lo que me llevó a la Universidad. Fuegos inesperados en el crepúsculo. Un hombre con ojos como el hielo en el fondo de un pozo. El olor a sangre y a pelo quemado. Los Chandrian. —Movió la cabeza afir­mativamente—. Sí. Supongo que ahí es donde empieza todo. Esto, en gran medida, es una historia sobre los Chandrian.

Kvothe sacudió la cabeza como si tratara de librarse de un pen­samiento siniestro.

—Pero supongo que tengo que remontarme aún más en el tiempo. Si esto tiene que ser una especie de libro de hechos, tendré que dedicarle el tiempo que merece. Valdrá la pena si se me re­cuerda, si no con halago, al menos con cierta medida de precisión.

»Pero ¿qué pensaría mi padre si me oyera contar una historia así? "Empieza por el principio." Muy bien, si vamos a contar una historia, contémosla bien.

Kvothe se inclinó hacia delante.

—Al principio, según tengo entendido, Aleph creó el mundo a partir del vacío innombrable. Aleph les dio un nombre a todas las cosas. O, según la versión de la historia, encontró los nombres que todas las cosas poseían ya.

Cronista dejó escapar una risita, aunque no levantó la vista de la página ni dejó de escribir.

Kvothe continuó, sonriendo para sí:

—Veo que te ríes. Muy bien, en aras de la sencillez, suponga­mos que yo soy el centro de la creación y pasemos por alto innu­merables y aburridas historias: el ascenso y la caída de imperios, sagas de héroes, baladas de amor trágico. Vayamos directamente al único relato de verdadera importancia. —Su sonrisa se ensan­chó—. El mío.





Me llamo Kvothe, que se pronuncia «cuouz». Los nombres son importantes porque dicen mucho sobre la persona. He tenido más nombres de los que nadie merece.

Los Adem me llaman Maedre. Que, según cómo se pronuncie, puede significar la Llama, el Trueno o el Árbol Partido.

La Llama es obvio para todo el que me haya visto. Tengo el pelo de color rojo intenso. Si hubiera nacido hace un par de siglos, seguramente me habrían quemado por demonio. Lo llevo corto, pero aun así me cuesta dominarlo. Si lo dejo a su antojo, se me pone de punta y parece que me hayan prendido fuego.

El Trueno lo atribuyo a mi potente voz de barítono y a la ins­trucción teatral que recibí a temprana edad.

El Árbol Partido nunca lo he considerado muy importante.

Aunque pensándolo bien, supongo que podríamos considerarlo al menos parcialmente profético.

Mi primer mentor me llamaba E'lir porque yo era listo y lo sa­bía. Mi primera amante me llamaba Dulator porque le gustaba cómo sonaba. También me han llamado Shadicar, Dedo de Luz y Seis Cuerdas. Me han llamado Kvothe el Sin Sangre, Kvothe el Ar­cano y Kvothe el Asesino de Reyes. Todos esos nombres me los he ganado. Los he comprado y he pagado por ellos.

Pero crecí siendo Kvothe. Una vez mi padre me dijo que signi­ficaba «saber».

Me han llamado de muchas otras maneras, por supuesto. La mayoría eran nombres burdos, aunque muy pocos eran inmere­cidos.

He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayoría todavía no los dejan entrar. He recorrido de noche cami­nos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de día. He hablado con dioses, he amado a mujeres y he escrito canciones que hacen llorar a los bardos.

Quizá hayas oído hablar de mí.











8

Ladrones, herejes y prostitutas


Si este relato tiene que ser una especie de libro de hechos, debe­mos empezar por el principio: aclarando quién soy en reali­dad. Para eso, debes recordar que, antes que nada, fui miembro del Edena Ruh.

Contrariamente a la creencia popular, no todos los artistas iti­nerantes son del Ruh. Mi troupe no era un lamentable grupo de actorzuelos folclóricos de esos que cuentan chistes en las encruci­jadas por unos peniques o que cantan para ganarse la cena. No­sotros éramos artistas de la corte, vasallos de lord Greyfallow. Nuestra llegada a los pueblos era un acontecimiento mayor que las Fiestas del Solsticio de Invierno y los Juegos del Solsticio de Ve­rano juntos. Nuestra caravana solía componerse de al menos ocho carromatos, y de más de dos docenas de artistas: actores y acróbatas, músicos y prestidigitadores, juglares y bufones. Ellos eran mi familia.

Mi padre era mejor actor y mejor músico que cualquiera a quien hayas visto jamás. Mi madre tenía un don natural para las pala­bras. Eran ambos atractivos; tenían el cabello castaño oscuro y la risa fácil. Eran Ruh hasta la médula, y en realidad eso es lo único que hace falta decir.

Salvo quizá que mi madre fue noble antes de ser artista. Me contó que mi padre la engatusó con dulce música y dulces pala­bras para que abandonara «un terrible y deprimente infierno». Yo deduje que se refería a Los Tres Cruces, donde una vez fuimos a visitar a sus parientes cuando yo era muy pequeño. Una sola vez.

Mis padres nunca se casaron; con eso quiero decir que nunca se molestaron en hacer oficial su relación ante ninguna iglesia. Eso no me produce ningún tipo de bochorno. Ellos consideraban que estaban casados y que no había ninguna necesidad de anunciárse­lo a ningún gobierno ni a Dios. Yo lo respeto. La verdad es que pa­recían más satisfechos y fieles que muchas parejas oficialmente ca­sadas que he conocido desde entonces.

Nuestro mecenas era el barón Greyfallow; ese nombre nos abría muchas puertas que normalmente les habrían estado cerra­das a los Edena Ruh. A cambio, nosotros llevábamos sus colo­res —el verde y el gris— y acreditábamos su buena reputación allá donde íbamos. Una vez al año, pasábamos dos ciclos en su mansión, actuando para él y para el resto de los habitantes de la casa.

Fue una infancia feliz; puede decirse que crecí en medio de una función sin fin. Mi padre me leía los grandes monólogos en los largos trayectos en carromato de un pueblo a otro. Los recitaba de memoria, y su voz se oía desde más de medio kilómetro de distan­cia. Recuerdo que yo leía a medida que él recitaba, y que interve­nía interpretando los papeles secundarios. Mi padre me animaba a atreverme con pasajes especialmente buenos, y así fue como aprendí a amar las buenas palabras.

Mi madre y yo componíamos canciones. Otras veces mis pa­dres representaban diálogos románticos mientras yo los seguía en los libros. Entonces parecían juegos. Yo no era consciente de la as­tucia con que mis padres me estaban educando.

Era un niño curioso, preguntón y ávido de conocimiento. Mis maestros eran acróbatas y actores, y es asombroso que no cogiera manía a las lecciones, como les pasa a la mayoría de los niños.

Los caminos eran más seguros que hoy en día, pero, aun así, había gente que viajaba con nuestra troupe porque de ese modo se sentía más segura. Esas personas complementaron mi educación. Adquirí conocimientos rudimentarios del derecho de la Manco­munidad de un abogado itinerante demasiado borracho o dema­siado pedante para darse cuenta de que le estaba dando sermones a un niño de ocho años. Aprendí los secretos del bosque de un cazador llamado Laclith que viajó con nosotros casi una estación entera.

Aprendí las sórdidas maquinaciones de la corte real de Modeg de... una cortesana. Como solía decir mi padre: «Al pan, pan y al vino, vino. Pero a una prostituta llámala siempre señora. La vida de las prostitutas es muy dura, y no cuesta nada ser respetuoso con ellas».

Hetera olía a canela, y a los nueve años yo la encontraba fasci­nante, aunque sin saber exactamente por qué. Ella me enseñó que no debía hacer nada en privado de lo que no quisiera que se ha­blara en público, y me advirtió del peligro de hablar en sueños.

Y luego vino Abenthy, mi primer maestro de verdad. Él me en­señó más que todos los otros juntos. De no ser por él, no me ha­bría convertido en el hombre que soy hoy.

Te agradecería que no se lo tengas en cuenta, porque él lo hizo con buena intención.





—Tendréis que marcharos de aquí —dijo el alcalde—. Acam­pad fuera del pueblo y nadie os molestará mientras no provoquéis peleas ni os llevéis nada que no sea vuestro. —Le lanzó una mira­da elocuente a mi padre—. Y mañana os vais con viento fresco. Nada de representaciones. No causan más que problemas.

—Tenemos licencia —protestó mi padre sacando una hoja de pergamino doblada del bolsillo interior de la chaqueta—. Es más, pagamos para actuar.

El alcalde negó con la cabeza y ni se molestó en leer nuestro do­cumento de mecenazgo.

—La gente se alborota —dijo, vehemente—. La última vez hubo una pelea de mil demonios durante la función. Demasiado alcohol y demasiada excitación. La gente arrancó las puertas de la taberna y destrozó las mesas. Ese local es municipal. El ayunta­miento tiene que hacerse cargo de las reparaciones.

Nuestros carromatos ya habían empezado a despertar curiosi­dad. Trip estaba haciendo malabarismos. Marión y su esposa estaban montando un espectáculo de marionetas improvisado.

Yo observaba a mi padre desde la parte de atrás de nuestro ca­rromato.

—No es nuestra intención ofenderlos ni ofender a su mecenas —prosiguió el alcalde—. Pero el pueblo no puede permitirse otra noche como aquella. Como gesto de buena voluntad, estoy dis­puesto a ofrecerles un cobre a cada uno, pongamos veinte peni­ques, si siguen su camino y nos dejan tranquilos.

Me gustaría aclarar que veinte peniques quizá fuera un buen pellizco para una troupe de pacotilla que viviera de forma preca­ria. Pero para nosotros esa cifra era sencillamente insultante. El alcalde debería habernos ofrecido cuarenta peniques por actuar una sola noche; además, debería habernos garantizado el uso de la taberna, una buena comida y camas en la posada. Las camas las habríamos rechazado educadamente, pues seguro que estaban llenas de piojos y las de nuestros carromatos, no.

Si mi padre estaba sorprendido u ofendido, no se le notó.

—¡Recoged! —gritó por encima del hombro.

Trip se guardó las bolas de malabarista en varios bolsillos sin siquiera un floreo. Hubo un coro de decepción por parte de varias docenas de vecinos cuando, de repente, las marionetas se queda­ron quietas y regresaron a sus baúles. El alcalde, aliviado, sacó su bolsa de dinero y extrajo dos peniques de plata.

—Informaré al barón de su generosidad —dijo mi padre con circunspección cuando el alcalde le puso las monedas en la mano.

El alcalde se quedó petrificado.

—¿Al barón?

—Al barón Greyfallow. —Mi padre hizo una pausa y buscó una muestra de reconocimiento en el rostro del alcalde—. El señor de las Marismas Orientales, de Hudumbran junto al Thiren y de los montes Wydeconte. —Mi padre miró de un extremo a otro del horizonte—. Porque todavía estamos en los montes Wydeconte, ¿verdad?

—Sí —confirmó el alcalde—. Pero el señor Semelan...

—¡Ah! ¿Estamos en el feudo de Semelan? —exclamó mi padre mirando alrededor como si hasta entonces no se hubiera ubica­do—. ¿Un caballero delgado, con barbita? —Se acarició la barbilla con los dedos. El alcalde asintió, perplejo—. Un tipo encanta­dor, con una voz preciosa. Lo conocimos el año pasado, por las Fiestas del Solsticio de Invierno, cuando estuvimos alojados en la mansión del barón.

—Ah, claro. —El alcalde hizo una pausa elocuente—. ¿Me per­mite ver su licencia?

Vi cómo el alcalde leía el documento. Le llevó un buen rato, porque mi padre no se había molestado en mencionar la mayoría de los títulos del barón, tales como vizconde de Montrone y se­ñor de Trelliston. La clave del asunto era la siguiente: era verdad que Semelan controlaba aquel pequeño pueblo y todas las tierras circundantes, pero Semelan le debía fidelidad a Greyfallow. Más concretamente, Greyfallow era el capitán del barco, y Semelan fregaba la cubierta y le hacía el saludo.

El alcalde dobló la hoja de pergamino y se la devolvió a mi padre.

—Entiendo —dijo.

Eso fue todo. Recuerdo que me quedé estupefacto al ver que el alcalde no se disculpaba ni le ofrecía más dinero a mi padre.

Mi padre también hizo una pausa, y luego continuó:

—El pueblo está dentro de su jurisdicción, señor. Pero nosotros actuaremos de todas formas, ya sea aquí o fuera de los límites del municipio.

—No pueden utilizar la taberna —dijo el alcalde con firmeza—. No quiero que vuelvan a destrozarla.

—Podemos actuar aquí mismo —dijo mi padre señalando la plaza del mercado—. Hay espacio suficiente, y así la gente no ten­drá que salir de la ciudad.

El alcalde vaciló; yo no podía creerlo. A veces, cuando el local público de un pueblo era demasiado pequeño, actuábamos en la plaza. Dos de nuestros carromatos podían convertirse en escena­rio en caso de necesidad. Pero podía contar con los dedos de las manos las veces que, en mis once años de vida, nos habían obliga­do a actuar en la plaza. Y nunca habíamos actuado fuera de los límites de un pueblo.

Pero al final el alcalde cedió: asintió y le hizo señas a mi padre para que se le acercara más. Salí con sigilo de la parte de atrás del carromato y me acerqué lo suficiente para oír el final de su con­versación:

—... gente temerosa de Dios por estos lares. Nada vulgar ni he­rético. Con la última troupe que pasó por aquí tuvimos graves problemas: hubo dos peleas, gente que perdió su colada, y una de las hijas de los Branston se quedó en estado.

Me sentí ultrajado. Esperé a que mi padre le mostrara al alcal­de su dominio de la ironía, y que le explicara la diferencia entre los artistillos itinerantes y los Edena Ruh. Nosotros no robábamos. No dejábamos que las cosas se descontrolaran tanto como para que una pandilla de borrachos destrozaran el local donde actuá­bamos.

Sin embargo, mi padre se limitó a asentir y volver hacia nues­tro carromato. Le hizo señas a Trip para que siguiera haciendo malabarismos. Volvieron a sacar las marionetas de los baúles.

Mi padre rodeó el carromato y me vio de pie, medio escondido junto a los caballos.

—Por la cara que pones, supongo que habrás oído toda la con­versación —dijo con una sonrisa irónica—. No se lo tengas en cuenta, hijo mío. No destaca por su elegancia, pero sí por su sin­ceridad. Solo ha dicho en voz alta lo que otros piensan y callan. ¿Por qué crees que os hago ir a todos por parejas cuando actua­mos en ciudades más grandes?

Yo sabía que mi padre tenía razón. Sin embargo, era un trago amargo para un niño de mi edad.

—Veinte peniques —dije en tono mordaz—. Es como si nos ofreciera limosna.

Eso era lo más difícil de crecer en el Edena Ruh. Somos extra­ños en todas partes. Mucha gente nos ve como vagabundos y mendigos, mientras que otros nos comparan con ladrones, herejes y prostitutas. Es duro que te acusen injustamente, pero aún es peor cuando los que te miran con desprecio son unos zoquetes que jamás han leído un libro ni han ido a ningún sitio que esté a más de treinta kilómetros de su pueblo natal.

Mi padre rió y me alborotó el cabello.

—Deberías sentir lástima por él, hijo. Mañana nos iremos, pero él tendrá que convivir consigo mismo hasta el día de su muerte.

—Es un ignorante y un cretino —dije con amargura.

Mi padre me puso una mano firme en el hombro para darme a entender que ya había hablado suficiente.

—Supongo que eso nos pasa por acercarnos demasiado a Atur. Mañana nos dirigiremos hacia el sur: allí hay verdes pastos, gente más amable y mujeres más hermosas. —Ahuecó una mano alre­dedor de una oreja, se inclinó hacia el carromato y me hincó un codo en las costillas.

—Lo estoy oyendo todo —dijo mi madre con voz dulce desde el interior. Mi padre sonrió y me guiñó un ojo.

—Bueno, ¿qué obra vamos a representar? —pregunté a mi pa­dre—. Nada vulgar, por supuesto. La gente de por aquí es muy te­merosa de Dios.

Me miró.

—¿Qué te gustaría?

Lo pensé largo rato.

—Yo representaría algo del ciclo Campo Luminoso. La forja del camino o algo por el estilo.

Mi padre hizo una mueca.

—No es una obra muy buena.

Me encogí de hombros.

—No lo van a notar. Además, habla todo el rato de Tehlu, así que nadie podrá quejarse de que sea vulgar. —Miré al cielo—. Solo espero que no se ponga a llover en medio de la función.

Mi padre también miró las nubes.

—Lloverá. Pero hay cosas peores que actuar bajo la lluvia.

—¿Como actuar bajo la lluvia y que te timen? —pregunté.

El alcalde vino hacia nosotros; caminaba tan aprisa como se lo permitían las piernas. Tenía la frente perlada de sudor y resoplaba un poco, como si hubiera recorrido una larga distancia.

—He estado hablando con unos miembros del ayuntamiento y hemos decidido que, si lo preferís, podéis utilizar la taberna.

Empleando con maestría el lenguaje no verbal, mi padre dejó clarísimo que estaba ofendido, pero que era demasiado educado para manifestarlo.

—De verdad que no quisiera causarle...

—No, no. No es ninguna molestia. Es más, insisto.

—Muy bien. Si insiste usted...

El alcalde sonrió y se marchó apresuradamente.

—Bueno, eso está un poco mejor —dijo mi padre dando un suspiro—. De momento no tendremos que apretarnos el cinturón.





—Medio penique por cabeza. Eso es. Los que no tengan cabe­za entran gratis. Gracias, señor.

Trip se ocupaba de la entrada y se aseguraba de que todo el mundo pagara para ver la obra.

—Medio penique por cabeza. Aunque a juzgar por el rosado brillo de sus mejillas, señora, debería cobrarle por una cabeza y media. Pero eso no es asunto mío...

Trip era el miembro de la troupe con más labia, y eso lo con­vertía en el candidato idóneo para la tarea de asegurarse de que nadie entrara sin pagar. Era imposible engatusarlo o acobardarlo. Con su variopinto traje de bufón, verde y gris, Trip podía decir casi lo que quisiera y salir airoso.

—Hola, mami. El pequeño no paga, pero si se pone a llorar, será mejor que le des el pecho o te lo lleves afuera. —Trip no calla­ba ni un momento—. Eso es, medio penique. Sí, señor, las cabezas huecas también pagan.

Aunque siempre era divertido ver trabajar a Trip, yo estaba distraído mirando un carromato que había entrado por el otro ex­tremo del pueblo hacía cerca de un cuarto de hora. El alcalde ha­bía discutido con el anciano que lo conducía y se había marchado como un vendaval. Vi que el alcalde volvía al carromato acompa­ñado de un individuo alto y provisto de un largo garrote; si no me equivocaba, debía de ser el alguacil.

Me venció la curiosidad y me dirigí hacia el carromato, pro­curando que no me vieran. El alcalde y el anciano volvían a dis­cutir cuando me acerqué lo suficiente para oírlos. El alguacil estaba a escasa distancia, con cara de irritación y nerviosismo.

—... dicho que no tengo licencia. No necesito licencia. ¿Los vendedores ambulantes necesitan licencia? ¿Los caldereros necesi­tan licencia?

—Usted no es calderero —argumentó el alcalde—. No intente hacerse pasar por lo que no es.

—No intento hacerme pasar por nada —le espetó el anciano—. Soy calderero y vendedor ambulante, y más que eso. Soy arcanista, pedazo de idiota.

—Con más razón —dijo el alcalde, obstinado—. Por aquí so­mos temerosos de Dios. No queremos saber nada de gente que tontea con cosas oscuras que es mejor dejar en paz. Los de su cla­se solo causan problemas.

—¿Los de mi clase? —repitió el anciano—. ¿Qué sabe usted de los de mi clase? Seguramente, hace cincuenta años que no pasa ningún arcanista por aquí.

—Y nos gusta que sea así. Dé media vuelta y márchese por donde ha venido.

—¡Y un cuerno! No pienso pasar la noche bajo la lluvia por culpa de un cazurro como usted —dijo el anciano, muy acalora­do—. No necesito su permiso para alquilar una habitación ni para hacer negocios en la calle. Y ahora, déjeme en paz o comprobará de primera mano el tipo de problemas que podemos causar los de mi clase.

El miedo pasó fugazmente por el semblante del alcalde, pero la indignación lo sustituyó rápidamente. Le hizo una seña al algua­cil y dijo:

—En ese caso, pasará la noche en el calabozo por vagancia y conducta amenazadora. Lo soltaremos por la mañana, si es que ha aprendido a dominar su lengua. —El alguacil fue hacia el ca­rromato con el garrote al lado del cuerpo.

Sin moverse de donde estaba, el anciano levantó una mano. Una intensa luz roja surgió de las esquinas delanteras de su carro­mato.

—Ya hay suficiente —dijo en tono amenazador—. Si no, las cosas podrían ponerse feas.

Tras un momento de sorpresa, comprendí que esa extraña luz provenía de un par de lámparas simpáticas que el anciano había instalado en su carromato. Yo había visto esas lámparas en la bi­blioteca de lord Greyfallow. Daban una luz más intensa que las de gas, y más firme que la de las velas o las lámparas de aceite, y duraban casi eternamente. Además eran carísimas. Habría apos­tado a que en aquel pueblo nadie había oído hablar de ellas ni las había visto jamás.

El alguacil se paró en seco cuando la luz empezó a intensificar­se. Pero como no parecía que pasara nada, apretó la mandíbula y siguió andando hacia el carromato.

El rostro del anciano denotaba nerviosismo.

—Espere un momento —dijo al mismo tiempo que la luz roja del carromato empezaba a apagarse—. No me gustaría que...

—Cierra el pico, viejo charlatán —le cortó el alguacil. Agarró al arcanista por el brazo como si metiera la mano en un horno. Como no pasó nada, se sonrió y se sintió más seguro de sí mis­mo—. Si es necesario, estoy dispuesto a darte una buena tunda para que no hagas más brujerías de esas.

—Así se hace, Tom —terció el alcalde, que rebosaba de ali­vio—. Llévatelo, y ya enviaremos a alguien a buscar el carromato.

El alguacil sonrió y le retorció el brazo al anciano. El arcanista se dobló por la cintura y, dolorido, dejó escapar un grito ahogado.

Agazapado en una esquina, vi que la expresión del anciano pa­saba del nerviosismo al dolor y a la rabia en solo un segundo. Y le vi mover los labios.

Una violenta ráfaga de viento surgió de la nada, como si de pronto, sin previo aviso, hubiera estallado una tormenta. El viento sacudió el carromato del anciano, que se levantó sobre dos ruedas para luego caer de golpe sobre las cuatro. El alguacil se tambaleó y cayó al suelo, como si lo hubiera derribado la mano de Dios. Incluso donde yo estaba escondido, casi a diez metros de distan­cia, el viento era tan fuerte que tuve que dar un paso adelante, como si me hubieran empujado bruscamente por la espalda.

—¡Fuera de aquí! —chilló, furioso, el anciano—. ¡No me ator­mentes más! ¡Le prenderé fuego a tu sangre y te invadirá un miedo frío como el hielo y duro como el hierro! —Esas palabras me resultaron vagamente familiares, pero no sabía de qué me so­naban.

El alcalde y el alguacil se dieron la vuelta y echaron a correr, con los ojos abiertos y enloquecidos como caballos espantados.

El viento cesó con la misma rapidez con que había empezado a soplar. La ráfaga no debió de durar más de cinco segundos. Como la mayoría de los vecinos se habían congregado frente a la taber­na, no creí que nadie lo hubiera visto excepto yo, el alcalde, el al­guacil y los asnos del anciano, que estaban completamente quie­tos e imperturbables en sus aparejos.

—Dejad este lugar limpio de vuestra repugnante presencia —masculló el arcanista mientras los veía marchar—. Por el poder de mi nombre ordeno que así sea.

Entonces comprendí por qué sus palabras me resultaban tan familiares: el anciano estaba recitando unos versos de la escena del exorcismo de Daeonica. Poca gente conocía esa obra.

El anciano se volvió hacia su carromato y empezó a improvisar:

—Os convertiré en mantequilla en un día de verano. Os con­vertiré en poetas con alma de sacerdotes. Os llenaré de crema de limón y os arrojaré por una ventana. —Escupió en el suelo—. Cabrones.

Se le fue pasando el enfado, y dio un hondo y cansado suspiro.

—Bueno, podría haber sido mucho peor —murmuró mientras se frotaba el hombro del brazo que el alguacil le había retorcido—. ¿Creéis que volverán con una turba detrás?

Al principio pensé que el anciano me lo decía a mí, pero en­tonces me percaté de que estaba hablando con sus asnos.

—Yo tampoco —les dijo—. Pero ya me he equivocado otras veces. Quedémonos cerca de los límites del pueblo y echémosle un vistazo a la avena que nos queda, ¿de acuerdo?

Subió al carromato por la parte de atrás y reapareció un mo­mento más tarde con un gran cubo y un saco de arpillera casi va­cío. Vació el saco en el cubo, y el resultado pareció desanimarlo. Separó un puñado de avena para él antes de acercarles el cubo a los asnos con el pie.

—No me miréis así —les dijo—. Las raciones son escasas para todos. Además, vosotros podéis pastar. —Acarició a uno de los animales mientras se comía su puñado de avena, parando de vez en cuando para escupir una cascara.

Ver a aquel anciano tan solo en el camino, sin nadie con quien hablar sino sus asnos, me produjo una honda tristeza. La vida tam­bién era dura para los Edena Ruh, pero al menos nosotros siempre teníamos compañía. Aquel hombre, en cambio, no tenía a nadie.

—Nos hemos alejado demasiado de la civilización, chicos. Los que me necesitan no confían en mí, y los que confían en mí no pue­den pagarme. —El anciano miró en el interior de su bolsa de di­nero con los ojos entrecerrados—. Tenemos un penique y medio, de modo que nuestras opciones son limitadas. ¿Qué queremos, mojarnos esta noche o pasar hambre mañana? No vamos a traba­jar, así que seguramente será o una cosa o la otra.

Asomé la cabeza hasta alcanzar a ver lo que estaba escrito en el costado del carromato del anciano:



Abenthy: arcanista sublime

Escribano. Zahori. Boticario. Dentista.

Artículos insólitos. Curo todo tipo de dolencias.

Encuentro objetos perdidos. Reparo de todo. Horóscopos no. Filtros de amor no. Felonías no.



Abenthy me vio en cuanto asomé la cabeza desde mi escondite.

—Hola. ¿Puedo ayudarte en algo?

—¿Puedo comprarle algo con un penique?

El anciano parecía debatirse entre la curiosidad y el regocijo.

—¿Qué necesitas?

—Un poco de lacillium. —Habíamos representado Farien el Rubio una docena de veces en el último mes, y mi joven imagina­ción se había llenado de intrigas y asesinatos.

—¿Temes que te envenenen? —inquirió él con cierto asombro.

—No, no es eso. Pero me parece que si esperas hasta el mo­mento en que sabes que necesitas un antídoto, seguramente ya es demasiado tarde para buscarlo.

—Creo que puedo venderte un penique de lacillium —dijo—. Equivaldrá a una dosis para una persona de tu tamaño. Pero es un producto peligroso. Solo cura ciertos venenos. Si lo tomas equi­vocadamente, puede hacerte daño.

—Ahí va —dije—. Eso no lo sabía. —En la obra lo ofrecían como panacea infalible.

Abenthy se dio unos golpecitos en los labios con un dedo, pen­sativo.

—Mientras tanto, ¿puedes contestarme una pregunta? —Asen­tí—. ¿De quién es esa troupe?

—Mía, en cierto modo —respondí—. Pero por otra parte es de mi padre, porque él dirige el espectáculo y señala el camino por donde tienen que ir los carromatos. Pero también es del ba­rón Greyfallow, porque él es nuestro mecenas. Somos vasallos de lord Greyfallow.

El anciano me miró, risueño.

—He oído hablar de vosotros. Sois una buena troupe. Con muy buena reputación.

Asentí, pues me pareció absurdo aparentar modestia.

—¿Crees que a tu padre podría interesarle un poco de ayuda? —me preguntó—. No soy un gran actor, pero podría serle útil. Po­dría prepararos maquillaje y carmín sin plomo, mercurio ni arsé­nico. También sé hacer luces: rápidas, limpias y brillantes. De di­ferentes colores, si queréis.

No tuve que pensármelo mucho: las velas eran caras y vulne­rables a las corrientes de aire, y las antorchas eran sucias y peli­grosas. Y todos los miembros de la troupe aprendían los peligros de los cosméticos a edad muy temprana. Resultaba difícil conver­tirse en un artista anciano y experimentado si cada tres días te pin­tabas con veneno y acababas loco de atar antes de haber cumpli­do veinticinco años.

—Quizá me esté precipitando —dije tendiéndole una mano para que me la estrechara—, pero permítame ser el primero en darle la bienvenida a la troupe.

Si esto tiene que ser un relato completo y sincero de mi vida y de mis actos, creo que debería mencionar que los motivos que me lle­varon a invitar a Ben a entrar en nuestra troupe no eran del todo altruistas. Es cierto que los cosméticos y las luces de calidad eran cosas de las que la troupe podía beneficiarse. También es cierto que había sentido lástima por aquel anciano al imaginármelo tan solo por aquellos caminos.

Pero sobre todo sentía curiosidad. Había visto a Abenthy ha­cer algo que yo no podía explicar, algo extraño y maravilloso. No me refiero a lo de las lámparas simpáticas; sabía muy bien que eso solo era teatro, un truco para impresionar a los pueblerinos igno­rantes.

Pero lo que había hecho después era diferente. Había llamado al viento, y el viento había acudido. Eso era magia, magia de la de verdad. La clase de magia de la que yo había oído hablar en las historias sobre Táborlin el Grande. La clase de magia en que no creía desde que tenía seis años. Ya no sabía qué creer.

Así que lo invité a unirse a nuestra troupe, con la esperanza de encontrar respuestas a mis preguntas. Aunque entonces no lo sa­bía, yo estaba buscando el nombre del viento.







9

En el carromato de Ben


Abenthy fue el primer arcanista que conocí, una figura extraña y emocionante para un niño tan pequeño como yo. Domina­ba todas las ciencias: botánica, astronomía, psicología, anatomía, alquimia, geología, química...

Era corpulento, con unos ojos chispeantes que no paraban de moverse en todas direcciones. Tenía una franja horizontal de pelo gris oscuro en la parte de atrás de la cabeza, pero (y eso es lo que mejor recuerdo de él) no tenía cejas. O mejor dicho, las tenía, pero en un estado perpetuo de renacimiento, porque se las quemaba continuamente durante sus experimentos de alquimia. Esa pecu­liaridad le daba un aire de sorpresa y burla.

Hablaba con dulzura, reía a menudo y nunca ejercitaba su in­genio a costa de los demás. Maldecía como un marinero borracho con una pierna rota, pero solo a sus asnos. Los animales se llama­ban Alfa y Beta, y Abenthy les daba zanahorias y terrones de azú­car cuando creía que nadie lo veía. La química era su disciplina fa­vorita, y mi padre aseguraba que jamás había conocido a nadie que manejara mejor el alambique.

Cuando Abenthy solo llevaba un par de días en la troupe, yo ya tenía por costumbre viajar en su carromato. Le hacía preguntas y él me las contestaba. Luego él me pedía que le cantara canciones, y yo las tocaba con un laúd que había tomado prestado del carro­mato de mi padre.

De vez en cuando, incluso cantaba. Tenía una potente voz de tenor y siempre desafinaba, buscando las notas donde no correspondía. Casi siempre que pasaba eso, paraba y se reía de sí mismo. Era un buen hombre, y nada engreído.

Un día, poco después de conocerlo, le pregunté a Abenthy qué se sentía cuando se era un arcanista.

Me miró atentamente.

—¿Conoces a algún arcanista? —preguntó.

—Una vez pagamos a uno que encontramos en el camino para que nos arreglara un eje roto. —Hice una pausa para pensar—. Se dirigía al interior con una caravana de pescado.

Abenthy hizo un ademán de desdén.

—No, no, chico. Me refiero a un arcanista de verdad, y no a un pobre hechicero de tres al cuarto que se gana la vida por las rutas de las caravanas tratando de impedir que la carne se pudra.

—¿Qué diferencia hay? —pregunté intuyendo que eso era lo que se esperaba de mí.

—Bueno —repuso él—, me llevaría tiempo explicártelo...

—Tengo todo el tiempo del mundo.

Abenthy me miró como evaluándome. Yo estaba esperando esa mirada. Era la clase de mirada que decía: «Hablas como si fue­ras mayor de lo que aparentas». Confiaba en que lo asumiera de­prisa. Resulta tedioso que te hablen como si fueras un niño, aun­que lo seas.

Abenthy respiró hondo.

—El que uno sepa hacer un par de trucos no significa que sea un arcanista. Hay gente que sabe arreglar un hueso roto o leer vín-tico éldico. Quizá hasta practiquen un poco de simpatía, pero...

—¿Simpatía? —le interrumpí con todo el respeto de que fui capaz.

—Supongo que tú lo llamas magia —dijo Abenthy de mala gana—. Pero en realidad no lo es. —Se encogió de hombros y con­tinuó—: Pero aunque practiques la simpatía, eso no te convierte en arcanista. Un verdadero arcanista es el que ha estudiado el Ar­cano en la Universidad.

Cuando mencionó el Arcano, se me ocurrieron una docena de preguntas más. Quizá pienses que no son muchas, pero si las añades a las cincuenta preguntas que yo llevaba conmigo a todas partes, comprenderás que estaba a punto de explotar. Hice un gran esfuerzo para permanecer callado, porque quería que Abenthy continuara él solo.

Abenthy, sin embargo, se percató de mi reacción.

—Veo que has oído hablar del Arcano, ¿no? —Parecía hacerle gracia—. A ver, explícame lo que te han contado.

Ese pequeño apunte era la única excusa que yo necesitaba.

—Un niño de Temper Glen me contó que si te cortas un brazo te lo pueden coser en la Universidad. ¿Es verdad? Hay historias que dicen que Táborlin el Grande fue a la Universidad a aprender los nombres de todas las cosas. Hay una biblioteca con mil libros. ¿De verdad hay tantos?

Abenthy contestó mi última pregunta; las otras las había for­mulado demasiado deprisa y no le había dejado responder.

—Hay más de mil. Diez veces diez mil libros. O más. Más li­bros de los que jamás podrías leer. —La voz de Abenthy adquirió un deje nostálgico.

¿Más libros de los que jamás podría leer? Eso no acababa de creérmelo.

Ben continuó:

—La gente que ves viajando en las caravanas, como hechiceros que hacen que la comida no se estropee, zahoríes, adivinos, em­baucadores, ellos no son verdaderos arcanistas, igual que todos los artistas itinerantes no son del Edena Ruh. Quizá sepan un poco de alquimia, un poco de simpatía, un poco de medicina. —Sacudió la cabeza—. Pero no son arcanistas de verdad.

»Hay mucha gente que asegura serlo. Llevan túnica y se dan muchos aires para aprovecharse de los ignorantes y de los inge­nuos. Pero te voy a decir cómo puedes reconocer a un verdadero arcanista.

Abenthy se quitó una fina cadena que llevaba colgada del cue­llo y me la dio. Era la primera vez que yo veía un florín del Arca­no. No llamaba mucho la atención; solo era un trozo plano de plomo con una extraña inscripción grabada.

—Eso es un verdadero florijn. O florín, si lo prefieres —me ex­plicó Abenthy con cierta satisfacción—. Es la única forma infalible de saber quién es y quién no es un arcanista. Tu padre me pi­dió que le enseñara el mío antes de dejarme viajar con vuestra troupe. Eso demuestra que es un hombre de mundo. —Me miró con astuta indiferencia—. Incómodo, ¿verdad?

Me aguanté y asentí con la cabeza. La mano con que había co­gido el florín se me había dormido. Sentía curiosidad por exami­nar las inscripciones del anverso y el reverso, pero pasados unos segundos se me había dormido el brazo hasta el hombro, como si me hubiera recostado toda la noche sobre él. Me pregunté si se me dormiría todo el cuerpo si seguía sujetándolo.

No tuve ocasión de comprobarlo, porque el carromato pasó por un bache y se me cayó el florín de Abenthy de la mano. El an­ciano lo atrapó al vuelo y volvió a colgárselo del cuello, riendo.

—¿Cómo lo soporta? —pregunté, y me froté la mano entume­cida para recuperar la sensibilidad.

—Solo le produce ese efecto a los demás —me explicó—. Su propietario solo nota calor. Así es como se diferencia a un arca­nista de alguien que tiene un don para encontrar agua o para pre­decir el tiempo.

—Trip tiene algo parecido —dije—. En todas las tiradas saca sietes.

—Eso es un poco diferente —dijo Abenthy riendo—. No es tan inexplicable como un don. —Se recostó un poco más en el asien­to—. Y probablemente sea también más seguro. Hace doscientos años, uno podía darse por muerto si la gente sospechaba que tenía un don. Los tehlinos los consideraban señales diabólicas, y que­maban a la gente que los tenía. —Se puso serio.

—Nosotros hemos tenido que sacar a Trip de la cárcel un par de veces —dije tratando de aligerar el tono de la conversación—. Pero nadie ha intentado nunca quemarlo.

Abenthy esbozó una sonrisa cansada.

—Sospecho que Trip tiene un par de dados muy especiales, o una habilidad muy especial que seguramente exhibe también cuando juega a cartas. Te agradezco mucho tu oportuno comen­tario, pero un don es algo completamente distinto.

No soporto que me traten con condescendencia.

—Trip no haría trampas ni para salvar el cuello —dije con más aspereza de la que pretendía—. Y todos los miembros de la trou­pe saben distinguir unos dados buenos de unos dados amañados. Trip saca sietes. No importa qué dados use: siempre saca sietes. Si hace una apuesta con alguien, saca sietes. Si tropieza con una mesa sobre la que hay unos dados, marcan un siete.

—Hmmm. —Abenthy asintió—. Te pido disculpas. Eso sí pa­rece un don. Me gustaría verlo.

Asentí.

—Coja sus propios dados. Hace años que no le dejamos jugar. —Entonces se me ocurrió una cosa—. Quizá ya no funcione.

Abenthy se encogió de hombros.

—Los dones no desaparecen así como así. Cuando vivía en Staup, conocí a un joven que tenía un don. Era excepcional con las plantas. —La sonrisa de Abenthy se esfumó mientras el anciano contemplaba algo que yo no podía ver—. Sus tomates estaban ro­jos cuando las tomateras de todos los demás todavía estaban cre­ciendo. Sus calabazas eran más grandes y más dulces, sus uvas, nada más prensarlas y embotellarlas, enseguida se convertían en vino. —Se quedó callado, con la mirada perdida.

—¿Lo quemaron? —pregunté con la morbosa curiosidad pro­pia de los jóvenes.

—¿Qué? No, claro que no. No soy tan viejo. —Me miró con el ceño fruncido, fingiendo severidad—. Hubo una sequía y el tipo tuvo que huir de la ciudad. A su pobre madre se le rompió el corazón.

Hubo un momento de silencio. Oí a Teren y a Shandi, que via­jaban dos carromatos más adelante, ensayar unos versos de El porquero y el ruiseñor.

Abenthy también los escuchaba, distraídamente. Después de que Teren se perdiera a medio monólogo del jardín de Fain, me volví y miré al anciano.

—¿En la Universidad enseñan teatro? —pregunté.

Abenthy negó con la cabeza, y me miró como si le hiciera gra­cia mi pregunta.

—Enseñan muchas cosas, pero eso no.

Miré a Abenthy y vi que él me estaba observando a mí con sus danzarines ojos.

—¿Usted podría enseñarme alguna de esas otras cosas? —pre­gunté.

Me sonrió. Fue así de fácil.





A continuación Abenthy me hizo un breve repaso de cada una de las ciencias. Aunque su disciplina preferida era la química, él era partidario de una educación equilibrada. Aprendí a utilizar el sex­tante, la brújula, la regla de cálculo, el abaco. Y lo más importan­te: aprendí a pasar sin ellos.

Al cabo de un ciclo sabía identificar todas las sustancias quí­micas que había en el carromato de Abenthy. Pasados dos meses sabía destilar licor hasta que era demasiado fuerte para beberlo, vendar una herida, arreglar un hueso roto y diagnosticar cientos de enfermedades a partir de sus síntomas. Conocía el proceso para fabricar cuatro tipos diferentes de afrodisíacos, tres brebajes anti­conceptivos, nueve contra la impotencia y dos filtros que Abenthy llamaba simplemente «ayuda para doncellas» y acerca de cuyos propósitos era muy impreciso, aunque yo tenía mis sospechas.

Aprendí las fórmulas para preparar una docena de venenos y ácidos y un centenar de medicinas y panaceas, algunas de las cua­les hasta funcionaban. Doblé mis conocimientos sobre hierbas, si no los prácticos, al menos los teóricos. Abenthy empezó a llamar­me Rojo, y yo lo llamaba a él Ben, primero para desquitarme, y luego cariñosamente.

Solo ahora, después de tanto tiempo, me doy cuenta del esme­ro con que Ben me preparó para lo que encontraría cuando fuera a la Universidad. Lo hizo con mucha sutileza. Una o dos veces al día, intercalaba en las lecciones un pequeño ejercicio mental que yo tenía que resolver antes de proseguir con lo que estuviéramos haciendo. Me hacía jugar a «tirani» sin tablero, siguiendo los mo­vimientos de las piedras mentalmente. Otras veces se interrumpía en medio de una conversación y me hacía repetir todo cuanto ha­bíamos dicho en los últimos minutos, palabra por palabra.

Eso estaba mucho más allá de los sencillos ejercicios de memo­rización que yo había practicado para actuar en el escenario. Mi cerebro estaba aprendiendo a trabajar de una manera diferente y se estaba fortaleciendo. Mentalmente me sentía como se siente el cuerpo después de un día cortando leña, o nadando, o en la cama con una mujer. Te sientes agotado, lánguido y casi divino. Esa sen­sación era parecida: solo era mi intelecto lo que estaba cansado y expandido, lánguido y, de forma latente, poderoso. Notaba cómo mi mente empezaba a despertar.

A medida que progresaba, iba ganando impulso, como cuando el agua empieza a desmoronar un dique de arena. No sé si entien­des el concepto de progresión geométrica, pero esa es la mejor manera de describirlo. Mientras tanto, Ben seguía enseñándome ejercicios mentales que yo sospechaba que inventaba por pura maldad.







10

Alar y piedras


Ben cogió del suelo un pedrusco algo más grande que su puño. —¿Qué pasará si suelto esta piedra?

Pensé un poco. Las preguntas aparentemente sencillas que sur­gían durante las lecciones casi nunca eran sencillas. Al final di la respuesta obvia:

—Probablemente caerá.

Ben arqueó una ceja. Llevaba varios meses entretenido con mi educación y no había tenido muchas ocasiones de quemár­selas.

—¿Probablemente? Hablas como un sofista, hijo. ¿Acaso no cae siempre una piedra cuando la sueltas?

Le saqué la lengua.

—No intentes liarme. Eso es una falacia. Tú mismo me lo has enseñado.

Ben sonrió.

—De acuerdo. ¿Te parece bien decir que crees que caerá?

—Sí, me parece bien.

—Quiero que creas que cuando la suelte, caerá hacia arriba. —Su sonrisa se ensanchó.

Lo intenté. Era como hacer gimnasia mental. Al cabo de un rato hice un gesto de asentimiento.

—Vale.

—¿Estás convencido?

—No mucho —admití.

—Quiero que creas que esta piedra flotará. Tienes que creerlo con una fe capaz de sacudir árboles y de mover montañas. —Hizo una pausa y cambió de táctica—. ¿Crees en Dios?

—¿En Tehlu? Más o menos.

—Eso no basta. ¿Crees en tus padres?

Esbocé una sonrisa.

—A veces. Ahora no los veo.

Ben dio un resoplido y cogió la vara que utilizaba para espolear a Alfa y a Beta cuando se ponían vagos.

—¿Crees en esto, E'lir? —Solo me llamaba E'lir cuando consi­deraba que mi actitud era excesivamente obstinada. Levantó la vara para que yo la inspeccionara.

Había un destello de malicia en sus ojos. Decidí no tentar a la suerte.

—Sí.

—Bien. —Golpeó el costado del carromato con la vara, produ­ciendo un fuerte crac. Al oír el ruido, Alfa torció una oreja; no es­taba segura de si iba dirigido a ella o no—. Esa es la clase de fe que necesito. Cuando suelte esta piedra, saldrá flotando, libre como un pájaro.

Blandió un poco la vara.

—Y no me vengas con filosofías de pacotilla, o haré que te la­mentes de haberte aficionado a esos jueguecillos.

Asentí con la cabeza. Puse la mente en blanco mediante uno de los trucos que ya había aprendido, y me concentré en creer. Em­pecé a sudar.

Pasados unos diez minutos, volví a hacer un gesto de asenti­miento.

Ben soltó la piedra, que cayó al suelo.

Empezó a dolerme la cabeza.

Ben recogió la piedra.

—¿Crees que ha flotado?

—¡No! —Me froté las sienes, enfurruñado.

—Bien. No ha flotado. Nunca te engañes y percibas cosas que no existen. Ya sé que es una tentación, pero la simpatía no es un arte para los débiles de voluntad.

Volvió a coger la piedra.

—¿Crees que flotará?

—¡No ha flotado!

—No importa. Inténtalo otra vez. —Agitó la piedra—. El Alar es la piedra angular de la simpatía. Si pretendes imponerle tu vo­luntad al mundo, debes controlar tu capacidad de creer.

Lo intenté y lo intenté. Era lo más difícil que había hecho ja­más. Me llevó casi toda la tarde.

Al final Ben consiguió soltar la piedra y que yo mantuviese mi firme creencia de que no caería, pese a que todo indicara lo con­trario.

Oí el golpe de la piedra contra el suelo y miré a Ben.

—Ya lo entiendo —dije con calma y con una buena dosis de pe­dantería.

Ben me miró con el rabillo del ojo, como si no me creyera del todo pero no quisiese admitirlo. Con aire ausente, golpeteó la pie­dra con una uña, luego se encogió de hombros y la levantó en alto.

—Quiero que creas que, cuando la suelte, esta piedra caerá y no caerá. —Se sonrió.





Esa noche me acosté tarde. Me sangraba la nariz y sonreía de sa­tisfacción. Mantuve ambas creencias en mi mente y dejé que su di­sonancia me calmara hasta quedarme dormido.

Pensar en dos cosas distintas a la vez, además de resultar asom­brosamente eficaz, era muy parecido a cantar uno mismo las dos voces de una canción. Se convirtió en uno de mis juegos favoritos. Después de dos días practicando, podía cantar un trío. Poco des­pués, había conseguido el equivalente mental a hacer desaparecer cartas y hacer malabarismos con puñales.

Hubo muchas lecciones más, pero ninguna resultó tan funda­mental como la del Alar. Ben también me enseñó el Corazón de Piedra, un ejercicio mental que te permitía apartar tus emociones y tus prejuicios y pensar con lucidez en lo que quisieras. Ben ase­guraba que un hombre que dominara de verdad el Corazón de Piedra podía ir al funeral de su hermana sin derramar ni una sola lágrima.

También me enseñó un juego llamado «buscar la piedra». El juego consistía en hacer que una parte de tu mente escondiera una piedra imaginaria en una habitación imaginaria. Luego, otra par­te de tu mente tenía que encontrarla.

En la práctica, mediante esa técnica se desarrolla un valioso control mental. Si aprendes a jugar a «buscar la piedra», consigues un Alar duro como el hierro, que es lo que necesitas para practi­car la simpatía.

Sin embargo, aunque pensar en dos cosas a la vez resulta enor­memente útil, el entrenamiento que se precisa para dominar esa habilidad es cuando menos frustrante, y a veces, muy perturbador.

Recuerdo una ocasión en que busqué la piedra durante casi una hora antes de consentir en preguntarle a la otra mitad de mí dónde la había escondido. Pues bien, resulta que no había escon­dido la piedra. Solo quería saber cuánto rato buscaría antes de rendirme. ¿Alguna vez has estado a la vez enfadado y contento contigo mismo? Es un sentimiento interesante, por no decir más.

En otra ocasión pedí pistas, y acabé burlándome de mí mismo. No es de extrañar que muchos arcanistas sean un poco excéntri­cos, por no decir que están absolutamente chalados. Como había dicho Ben, la simpatía no es para los débiles de voluntad.







11
El vínculo de hierro


Estaba sentado en la parte de atrás del carromato de Abenthy. Era un lugar maravilloso para mi tierna mente, con centena­res de botellas y paquetes, impregnado de un millar de olores. Por lo general lo encontraba más divertido que el carro de un calde­rero; sin embargo, ese día estaba muy desanimado.

La noche anterior había llovido mucho, y el camino se había convertido en un lodazal. Como la troupe no tenía ningún pro­grama determinado, habíamos decidido esperar un par de días y dejar que los caminos se secaran. Era algo que ocurría con fre­cuencia, y Ben aprovechó esa pausa en el camino para darle un empujón a mi educación. Así que estaba sentado ante la mesa de madera de la parte de atrás del carromato de Ben, enfurruñado ante la perspectiva de pasarme todo el día oyéndole darme leccio­nes sobre cosas que yo ya entendía.

Mis pensamientos debían de reflejarse en mi cara, porque Abenthy suspiró y se sentó a mi lado.

—No es exactamente lo que esperabas, ¿verdad?

Me relajé un poco, porque sabía que ese tono significaba un aplazamiento temporal de la lección. Ben cogió un puñado de dra-bines de hierro que había sobre la mesa y los juntó con cuidado.

Entonces me miró.

—¿Sabrías hacer malabarismos con todos a la vez? ¿Y con cin­co pelotas? ¿Y con cuchillos?

Me ruboricé un poco. Recordé que, al principio, Trip ni siquie­ra me dejaba probar con tres pelotas a la vez. Me hacía practicar con dos. Y se me habían caído un par de veces. Se lo dije a Ben.

—Muy bien —repuso él—. Cuando aprendas este truco podre­mos pasar a otro. —Pensé que iba a levantarse para continuar con la lección, pero no lo hizo.

Me mostró el puñado de drabines de hierro.

—¿Qué sabes de estos objetos? —Los hizo sonar en la mano.

—¿En qué sentido? —pregunté—. ¿Físicamente, químicamen­te, históricamente...?

—Históricamente. —Ben sonrió—. Sorpréndeme con tus co­nocimientos de nimiedades históricas, E'lir. —En una ocasión le había preguntado qué significaba E'lir, y Ben me había contestado que significaba «el sabio»; pero, por la forma en que había torci­do la boca al decirlo, yo tenía mis dudas.

—Hace mucho tiempo, el pueblo que...

—¿Cuánto tiempo?

Fruncí el ceño y lo miré con acritud.

—Unos dos mil años. Los pueblos nómadas que deambulaban por las estribaciones de los montes Shalda se reunieron bajo el mando de un jefe.

—¿Cómo se llamaba?

—Heldred. Sus hijos se llamaban Heldim y Heldar. ¿Quieres que te recite todo el linaje o puedo ir al grano? —pregunté mirán­dolo a los ojos.

—Discúlpeme, señor. —Ben se enderezó en el asiento y adoptó una expresión de embeleso que nos hizo sonreír a ambos.

Proseguí:

—Heldred acabó controlando las estribaciones que rodean los montes Shalda. Eso significaba que controlaba también las mon­tañas. Empezaron a cultivar la tierra, abandonaron su estilo de vida nómada y poco a poco empezaron a...

—¿Eso es ir al grano? —preguntó Abenthy. Tiró los drabines en la mesa, delante de mí.

Lo ignoré lo mejor que pude.

—Controlaban la única fuente de metal abundante y fácilmen­te accesible en muchos kilómetros a la redonda, y pronto se con­virtieron también en los trabajadores más diestros de esos metales. Explotaron esa ventaja y obtuvieron gran cantidad de riqueza y poder.

»Hasta ese momento, el trueque era el sistema más habitual de comercio. Había ciudades más grandes que acuñaban su propia moneda, pero fuera de esas ciudades, el dinero solo valía el peso del metal. Las barras de metal eran mejores para el trueque, pero resultaba incómodo transportarlas.

Ben me miró con su mejor cara de alumno aburrido. El efecto solo quedó ligeramente inhibido por el hecho de que, un par de días atrás, había vuelto a quemarse las cejas.

—No irás a entrar en los méritos de la moneda figurativa, ¿verdad?

Inspiré hondo y me propuse no chinchar tanto a Ben durante las lecciones.

—Los hasta entonces nómadas, que en aquellos tiempos ya re­cibían el nombre de ceáldimos, fueron los primeros en establecer una moneda estandarizada. Si cortas una de esas barras pequeñas en cinco partes, obtienes cinco drabines. —Empecé a hacer dos pilas de cinco drabines para ilustrar mi explicación. Parecían pe­queños lingotes de metal—. Diez drabines equivalen a una iota de cobre; diez iotas...

—Muy bien —intervino Ben cuando yo no lo esperaba—. De modo que estos dos drabines —cogió un par y me los acercó para que los examinara— podrían proceder de la misma barra, ¿no?

—Bueno, seguramente los fundieron por separado... —Me ca­llé al ver la severa mirada de Ben—. Sí, claro.

—Entonces, todavía hay algo que los conecta, ¿no? —Volvió a traspasarme con la mirada.

Yo no estaba de acuerdo, pero sabía que no era el momento adecuado para interrumpir.

—Sí.

Ben dejó los dos drabines en la mesa.

—Así pues, cuando mueves uno, el otro también debería mo­verse, ¿no?

En aras del argumento le di la razón, y luego alargué la mano para mover uno. Pero Ben detuvo mi gesto negando con la cabeza.

—Antes tienes que recordárselo —dijo—. En realidad, antes tienes que convencerlos.

Cogió un cuenco y, lentamente, vertió en él una gota de resina de pino. Mojó uno de los drabines en la resina y lo juntó con el otro; pronunció unas palabras que no identifiqué y, poco a poco, separó las dos piezas. La resina se estiró entre los dos drabines for­mando unos filamentos.

Ben dejó una moneda en la mesa y se quedó la otra en la mano. Entonces murmuró unas palabras más y se relajó.

Levantó la mano, y la moneda que estaba encima de la mesa imitó su movimiento. Ben agitó la mano, y la pieza de hierro ma­rrón empezó a moverse por el aire.

Dejó de mirarme y miró la moneda.

—La ley de la simpatía es uno de los fundamentos de la magia. Establece que cuanto más parecidos son dos objetos, mayor es su relación simpática. Cuanto mayor es la relación, más fácilmente se influencian uno a otro.

—Tu definición es circular.

Dejó la moneda en la mesa. La máscara de profesor de Ben dio paso a una sonrisa mientras el arcanista intentaba, sin mucho éxi­to, limpiarse la resina de las manos con un trapo. Caviló un rato y dijo:

—No parece muy útil, ¿verdad?

Asentí pero indeciso. Las preguntas con trampa eran muy co­munes cuando estábamos estudiando.

—¿Preferirías aprender a llamar al viento? —Sus ojos danza­ron sobre mi rostro. Murmuró una palabra, y el techo de lona del carromato se agitó alrededor de nosotros.

Noté cómo una sonrisa lobuna se apoderaba de mi cara.

—Lo siento, E'lir. —La sonrisa de Ben también era lobuna, casi salvaje—. Antes de aprender a escribir tienes que aprender el alfa­beto. Antes de aprender a tocar y a cantar tienes que aprender los acordes.

Sacó una hoja de papel y anotó un par de palabras en ella.

—El truco consiste en fijar el Alar con firmeza en tu mente. Tie­nes que creer que están conectados. Tienes que saber que están conectados. —Me dio la hoja—. Aquí tienes la transcripción fo­nética. Se llama Vínculo Simpático del Movimiento Paralelo. Practica. —Viejo, entrecano y sin cejas, cada vez se parecía más a un lobo.

Fue a lavarse las manos. Vacié mi mente mediante el Corazón de Piedra. Al cabo de unos instantes me sentí flotar en un mar de desa­pasionada calma. Enganché las dos monedas de metal con resina de pino. Fijé el Alar en mi mente y me concentré en la inquebran­table creencia de que aquellos dos drabines estaban conectados. Pronuncié las palabras, separé las monedas, dije la última palabra y esperé.

No sentí ninguna oleada de poder. No sentí frío ni calor. No descendió sobre mí ningún rayo de luz.

Estaba muy decepcionado. Es decir, todo lo decepcionado que podía estar con el Corazón de Piedra. Levanté la moneda con una mano, y la moneda que estaba encima de la mesa se levantó sola, imitando el movimiento de la otra. Era magia, de eso no cabía nin­guna duda. Pero me quedé muy impasible. Yo esperaba... No sé qué esperaba, pero desde luego algo muy diferente.

Pasé el resto del día experimentando con el sencillo vínculo simpático que Abenthy me había enseñado. Aprendí que se podía unir casi todo. Un drabín de hierro y un talento de plata; una pie­dra y un trozo de fruta; dos ladrillos; un terrón y un asno. Tardé unas dos horas en comprender que no necesitaba la resina de pino. Cuando se lo comenté a Ben, él admitió que la resina solo era una ayuda para la concentración. Creo que le sorprendió que lo hubiera averiguado por mis propios medios.

Déjame resumir de manera breve el concepto de simpatía, dado que seguramente tú nunca necesitarás tener más que una vaga com­prensión de cómo funcionan esas cosas.

En primer lugar, la energía no puede crearse ni destruirse. Cuando levantas un drabín y el otro se levanta él solo de la mesa, el que tienes en la mano pesa como si los estuvieras levantando los dos, porque en realidad lo estás haciendo.

Eso, en teoría. En la práctica, notas como si estuvieras levan­tando tres drabines. Ningún vínculo simpático es perfecto. Cuanto más diferentes son los objetos, más energía se pierde en el pro­ceso. Imagina un acueducto que pierde agua y que conduce a una noria. Un buen vínculo simpático tiene muy pocas pérdidas, y aprovecha la mayor parte de la energía. Un mal vínculo está lleno de agujeros; solo una pequeña parte del esfuerzo que pones en ello va hacia lo que tú quieres hacer.

Intenté, por ejemplo, unir un trozo de tiza y una botella de cris­tal llena de agua. Había muy poca similitud entre los dos objetos, así que aunque la botella de agua pesara un kilo, cuando inten­té levantar la tiza me pareció que pesaba veinticinco. El mejor vínculo que encontré fue el de una rama que había partido por la mitad.

Cuando hube comprendido ese ejercicio de simpatía, Ben me enseñó otros. Docenas de vínculos simpáticos. Un centenar de pe­queños trucos para canalizar la fuerza. Cada uno de ellos era una palabra diferente del vasto vocabulario que yo estaba empezando a conocer. Muchas veces era tedioso; no te lo cuento con más de­talles para no aburrirte.

Ben seguía dándome lecciones de otras disciplinas: historia, aritmética y química; sin embargo, lo que más me interesaba era la simpatía. Ben compartía sus secretos con moderación, y me ha­cía demostrarle que dominaba uno antes de pasar al siguiente. Pero por lo visto, yo tenía un don, más allá de mi afición natural a absorber conocimientos, de modo que nunca tenía que esperar demasiado.





No estoy diciendo que el camino siempre fuera llano. La misma curiosidad que me convertía en un alumno tan entusiasta me cau­saba problemas con cierta regularidad.

Una noche, cuando encendía el fuego para cocinar de mis pa­dres, mi madre me sorprendió cantando una canción que había aprendido el día anterior. No me había percatado de que mi ma­dre estaba detrás de mí, así que se quedó escuchándome mientras yo golpeaba un leño contra otro y, distraído, recitaba:



Siete cosas guarda lady Lackless

bajo su negro vestido:

un anillo que no es para ponerse,

una palabra que es casi un gemido.

Junto al cirio de su esposo

hay una puerta sin pomo;

en una caja sin tapa ni candado

encierra Lackless las piedras de su amado.

Ella tiene un secreto guardado,

que sueña en vez de dormir sin tardanza;

por un camino que no es el trillado

lady Lackless lía su adivinanza.



Se la había oído cantar a una niña que iba por la calle dando saltitos. Solo la había oído dos veces, pero se me había queda­do grabada. Era una canción pegadiza, como casi todas las can­ciones infantiles.

Mi madre me oyó y se acercó al fuego.

—¿Qué era eso que cantabas, cielo? —No lo dijo con enfado, pero me di cuenta de que tampoco estaba contenta.

—Es una canción que oí en Fallows —contesté de manera eva­siva. Tenía prohibido jugar con los niños de los pueblos por los que pasábamos. «La desconfianza se convierte rápidamente en aversión —subrayaba mi padre a los nuevos miembros de la trou­pe—, así que cuando estemos en un pueblo manteneos juntos y sed educados.» Puse unos troncos más gruesos en el fuego y dejé que las llamas los acariciaran.

Mi madre se quedó un rato callada, y cuando yo ya empezaba a pensar que no seguiría insistiendo, me dijo:

—No me gusta esa canción. ¿Te has parado a pensar en su sig­nificado?

La verdad era que no. Parecía un poemilla sin sentido. Pero cuando la repetí mentalmente, caí en la cuenta de que encerraba claras alusiones sexuales.

—No, no lo había pensado.

Su expresión se suavizó un tanto, y se agachó para acariciarme el cabello.

—Piensa siempre en lo que cantas, cariño.

Por lo visto, me había librado; pero no pude evitar preguntar:

—¿Qué diferencia hay con algunos pasajes de Después de tan larga espera? Es como cuando Fain le pregunta a lady Perial por su sombrero. «Tantos hombres me han hablado de él que quería ver­lo con mis propios ojos y probármelo.» Es evidente a qué se refiere.

Vi cómo mi madre componía una expresión firme, ni enfadada ni contenta. Entonces cambió algo en su cara.

—Dime tú dónde está la diferencia —dijo.

Yo detestaba las preguntas con trampa. La diferencia era ob­via: una me metería en un lío, y la otra, no. Esperé un poco para demostrar que había reflexionado lo suficiente sobre el asunto, y luego sacudí la cabeza.

Mi madre se arrodilló ante el fuego y se calentó las manos.

—La diferencia es... Ve a buscar el trébede, ¿quieres? —Me dio un empujoncito; me levanté y fui a la parte de atrás del carroma­to mientras ella continuaba—: La diferencia consiste en decirle algo a una persona y decir algo sobre una persona. Lo primero puede ser una grosería, pero lo segundo es, siempre, un chisme.

Le llevé el trébede y la ayudé a montarlo sobre el fuego.

—Además, lady Perial solo es un personaje ficticio. En cambio, lady Lackless es una persona real, con sentimientos que pueden resultar heridos. —Levantó la cabeza y me miró.

—No lo sabía —argumenté poniendo cara de culpabilidad.

Debí de lograr una expresión digna de lástima, porque mi ma­dre me abrazó y me dio un beso.

—No es nada grave, tesoro. Pero recuerda que tienes que pen­sar siempre lo que estás haciendo. —Me pasó una mano por la ca­beza y sonrió, radiante como el sol—. Creo que podrías reconci­liarte conmigo y con lady Lackless si encontraras unas ortigas para la cena de esta noche.

Cualquier pretexto para eludir un juicio y jugar un rato en la maraña de arbustos que había junto al camino me parecía bueno. Me marché casi antes de que mi madre hubiera terminado la frase.

También debería aclarar que gran parte del tiempo que pasaba con Ben lo sacaba de mi tiempo libre. Yo seguía teniendo mis obli­gaciones en la troupe. Interpretaba el papel del joven paje siem­pre que era necesario. Ayudaba a pintar los decorados y a coser los trajes. Por la noche almohazaba los caballos, y cuando había que imitar truenos agitaba una plancha de hojalata detrás del es­cenario.

Pero no me importaba ocupar así mi tiempo libre. Mi infinita energía infantil y mi insaciable afán de conocimiento hicieron del siguiente año uno de los más felices que recuerdo.






12

Piezas de rompecabezas que encajan


Hacia finales del verano, oí, sin proponérmelo, una conversa­ción que me sacó de mi estado de dichosa ignorancia. Cuan­do somos niños, casi nunca pensamos en el futuro. Esa inocencia nos deja libres para disfrutar como pocos adultos pueden hacerlo. El día que empezamos a preocuparnos por el futuro es el día que dejamos atrás nuestra infancia.

Era de noche, y la troupe había acampado en el margen del ca­mino. Abenthy me había pedido que practicara otro ejercicio de simpatía: la Máxima de Calor Variable Transferido al Movimien­to Constante, o algo igual de pretencioso.

Era difícil, pero había conseguido hacerlo encajar como una pieza de rompecabezas. Me había llevado unos quince minutos, y por el tono de Abenthy, deduje que él había calculado que tarda­ría al menos tres o cuatro horas.

Así que fui a buscarlo. En parte para que me pusiera más tra­bajo, y en parte para pavonearme un poco.

Lo encontré en el carromato de mis padres. Los oí a los tres mucho antes de verlos. Sus voces eran meros murmullos, la músi­ca distante que produce la conversación cuando está demasiado oscuro para hablar. Pero al acercarme, oí claramente una palabra: Chandrian.

Me paré en seco. Todos los miembros de la troupe sabíamos que mi padre estaba componiendo una canción. Llevaba más de un año sonsacándoles viejas historias y canciones a los habitantes de los pueblos en que parábamos a actuar.

Durante meses recopiló historias sobre Lanre. Luego empezó a recopilar también antiguos cuentos de hadas, leyendas sobre ojáncanos y engendros. Y entonces empezó a hacer preguntas so­bre los Chandrian...

De eso hacía meses. En el último medio año había preguntado más sobre los Chandrian y menos sobre Lanre, Lyra y los demás. La mayoría de las canciones que mi padre componía estaban ter­minadas en una estación, mientras que en esa llevaba ya dos años trabajando.

También debes saber que mi padre nunca dejaba que nadie oyera ni una palabra, ni el más leve susurro, de una canción hasta que consideraba que estaba lista para ser tocada. Solo le hacía confidencias a mi madre, pues mi madre intervenía en la compo­sición de todas las canciones de mi padre. La gracia de la música era de mi padre; los mejores versos eran de mi madre.

Cuando llevas ciclos, o incluso meses, esperando oír una can­ción, la expectación añade sabor. Pero al cabo de un año, la emoción empieza a agriarse. Ya había pasado un año y medio, y la gente se moría de curiosidad. Ocasionalmente, eso daba pie a discusiones cuando, por ejemplo, sorprendían a alguien pasando demasiado cerca de nuestro carromato mientras mis padres trabajaban.

De modo que me acerqué con sigilo al fuego de mis padres. Es­cuchar a hurtadillas es una costumbre deplorable, pero desde en­tonces he desarrollado otras peores.

—... gran cosa sobre ellos —oí decir a Ben—. Pero me gustaría.

—Me alegro de poder hablar con un hombre culto sobre el asunto. —La potente voz de barítono de mi padre contrastaba con la voz de tenor de Ben—. Estoy harto de estos pueblerinos supers­ticiosos, y...

Alguien echó un tronco al fuego, y el chisporroteo me impidió oír lo que dijo mi padre a continuación. Me acerqué lo más apri­sa que pude y me agazapé bajo la larga sombra del carromato de mis padres.

—... como si persiguiera fantasmas con esta canción. Intentar recomponer esta historia es una quimera. Ojalá no la hubiera em­pezado nunca.

—No digas tonterías —intervino mi madre—. Esta será tu me­jor obra, y tú lo sabes.

—Entonces, ¿crees que existe una historia original de la que proceden todas las demás? —preguntó Ben—. ¿Crees que Lanre tiene una base histórica?

—Todo apunta a que sí —respondió mi padre—. Es como mi­rar a una docena de nietos y ver que diez de ellos tienen los ojos azules. Sabes que la abuela también tenía los ojos azules. Lo he hecho otras veces; se me da bien. Así fue como escribí «Bajo las murallas». Pero... —Le oí suspirar.

—¿Qué pasa? ¿Qué problema hay?

—Esta historia es más antigua —explicó mi madre—. Es como si mirara a unos ta-ta-tataranietos.

—Y están esparcidos por todos los rincones del mundo —re­funfuñó mi padre—. Y cuando por fin encuentro a uno, tiene cin­co ojos; dos verdes, uno azul, uno castaño y otro verde ambarino. Y el siguiente solo tiene un ojo, que cambia de color. ¿Así cómo voy a extraer conclusiones?

Ben carraspeó.

—Una analogía inquietante —concedió—. Pero no me impor­ta que me interrogues sobre los Chandrian. He oído muchas his­torias a lo largo de los años.

—Lo primero que necesito saber es cuántos son —dijo mi pa­dre—. La mayoría de las historias afirman que siete, pero ni si­quiera en eso se ponen de acuerdo. En algunas son tres; otras, cin­co; y en La caída de Felior son trece: uno por cada pontificato de Atur, y uno más por la capital.

—Eso sí lo sé —dijo Ben—. Son siete. De eso puedes estar se­guro. De hecho, su mismo nombre lo dice: Chaen significa siete. Chaen-dian significa «siete de ellos». De ahí viene Chandrian.

—No lo sabía —repuso mi padre—. Chaen. ¿En qué idioma? ¿En íllico?

—Parece teman —comentó mi madre.

—Tienes buen oído —dijo Ben—. En realidad es témico. Es unos mil años anterior al teman.

—Bueno, eso simplifica las cosas —oí decir a mi padre—. Ojalá te lo hubiera preguntado hace un mes. Y supongo que no sabrás por qué hacen lo que hacen, ¿verdad? —Comprendí, por el tono de voz de mi padre, que no esperaba obtener una respuesta.

—Ese es el verdadero misterio, ¿no? —dijo Ben con una risi­ta—. Supongo que eso es lo que los hace más temibles que el res­to de los seres fantásticos de que hablan las historias. Un fantas­ma busca venganza, un demonio quiere tu alma, un engendro tiene hambre y frío. Eso los hace menos aterradores. Las cosas que entendemos podemos intentar controlarlas. Pero los Chandrian aparecen como un rayo en un cielo despejado. Son pura destruc­ción, sin sentido y sin motivo.

—Mi canción tendrá las dos cosas —dijo mi padre con deci­sión—. Creo que después de tanto tiempo he descubierto sus mo­tivos. Los he deducido juntando partes de diferentes historias. Eso es lo más mortificante: tener la parte más difícil acabada y que to­dos esos pequeños detalles me causen tantos problemas.

—¿Crees que lo sabes? —preguntó Ben, intrigado—. ¿Cuál es tu teoría?

Mi padre soltó una risita.

—No, Ben. Tendrás que esperar, como los demás. Esta canción me ha hecho sudar mucho, y no voy a revelar su esencia hasta que esté terminada.

Detecté desilusión en la voz de Ben cuando refunfuñó:

—Estoy seguro de que esto solo es una artimaña para que siga viajando con vosotros. No podré marcharme hasta que haya oído esa maldita canción.

—Entonces ayúdanos a terminarla —terció mi madre—. Las señales de los Chandrian son otra información clave que nos está costando mucho aclarar. Todo el mundo coincide en que hay se­ñales que alertan de su presencia, pero nadie se pone de acuerdo sobre cuáles son.

—Déjame pensar... —dijo Ben—. El fuego azul es evidente, por supuesto. Pero no estoy seguro de si debe atribuirse en particular a los Chandrian. En algunas historias indica, simplemente, la pre­sencia de demonios. En otras, de seres Fata, o de cualquier tipo de magia.

—Conozco algunas en que también es una señal de presencia de partículas nocivas en el aire —aportó mi madre.

—Ah, ¿sí? —dijo mi padre.

Mi madre asintió.

—Cuando una lámpara arde con llama azul, sabes que hay gri­sú en la atmósfera.

—Dios mío, grisú en una mina de carbón —dijo mi padre—. Apaga la llama y piérdete en la oscuridad, o déjala arder y haz que explote todo. Eso me daría más miedo que los demonios.

—También admito el hecho de que ciertos arcanistas utilizan ocasionalmente velas o antorchas amañadas para impresionar a los aldeanos ingenuos —dijo Ben carraspeando con afectación.

Mi madre rió.

—No olvides con quién estás hablando, Ben. Nosotros nunca le reprocharíamos a nadie su sentido de la teatralidad. De hecho, las velas azules quedarían muy bien la próxima vez que represen­temos Daeonica. Si es que encuentras un par por algún sitio.

—Veré lo que puedo hacer —dijo Ben, jocoso—. Otras seña­les... Se supone que una es tener los ojos como las cabras, o no te­ner ojos, o tenerlos negros. Eso lo he oído a menudo. También he oído decir que las plantas se mueren cuando los Chandrian andan cerca. La madera se pudre, el metal se oxida, los ladrillos se des­menuzan... —Hizo una pausa—. Aunque no sé si eso son varias señales, o una sola.

—Ahora empiezas a entender los problemas que tengo —dijo mi padre con aire taciturno—. Y por otra parte está por determi­nar si todos comparten las mismas señales, o si cada uno tiene las suyas.

—Ya te lo he dicho —dijo mi madre con exasperación—. Una señal para cada uno. Es mucho más lógico.

—Es la teoría favorita de mi señora esposa —dijo mi padre—. Pero no encaja. En la mayoría de las historias, la única señal es el fuego azul. En otras, hay animales que enloquecen y, en cambio, no hay fuego azul. En otras, hay un hombre con ojos negros y ani­males que enloquecen y fuego azul.

—Ya te he dicho cómo interpretarlo —dijo ella. Su tono, irritado, indicaba que mis padres ya habían mantenido otras veces esa discusión—. No tienen por qué aparecer siempre juntos. Po­drían ir en grupos de tres o de cuatro. Si uno de ellos hace que se apague el fuego, parecerá lo mismo que si todos ellos hicieran apagarse el fuego. Eso explicaría las diferencias entre las historias. Diferentes números y diferentes señales, dependiendo de los gru­pos que formen.

Mi padre masculló algo.

—Tienes una esposa muy inteligente, Arl —dijo Ben, suavizan­do la tensión—. ¿Por cuánto me la venderías?

—La necesito para trabajar, desgraciadamente. Pero si te intere­sa alquilármela por una breve temporada, estoy seguro de que po­dríamos llegar a un... —Se oyó un golpazo, blando, seguido de una risita y un quejido de mi padre—. ¿Se te ocurre alguna otra señal?

—Dicen que son fríos al tacto. Aunque no me explico cómo pueden saberlo. He oído que el fuego no arde cuando están cerca. Aunque eso contradice directamente lo del fuego azul. Podría...

El viento sopló más fuerte, agitando los árboles. El susurro de las hojas no me dejó oír lo que decía Ben. Aproveché el ruido para acercarme sigilosamente un poco más al carromato.

—...y estar «enyuntados a las sombras», aunque no sé qué sig­nifica eso —oí decir a mi padre cuando amainó el viento.

Ben emitió un gruñido.

—Yo tampoco lo sé. Oí una historia en la que los descubrían porque sus sombras apuntaban en una dirección ilógica, hacia la luz. Y otra en la que a uno de ellos lo llamaban «adumbrado». Algo así como «fulanito el Adumbrado». Vaya, no logro recordar el nombre.

—Hablando de nombres, esa es otra cosa con la que tengo pro­blemas —dijo mi padre—. He recopilado un par de docenas y me gustaría que me dieras tu opinión. La mayoría...

—Mira, Arl —lo interrumpió Ben—, te agradecería que no los dijeras en voz alta. Me refiero a los nombres propios. Si quieres puedes escribirlos en el suelo, o voy a buscar una pizarra, pero pre­fiero que no los pronuncies. Ya sabes lo que dicen: más vale preve­nir que curar.

Se hizo un profundo silencio. Me quedé quieto, con un pie en alto, temiendo que me hubieran oído.

—No me miréis así —dijo Ben con irritación.

—Es que nos has sorprendido, Ben —dijo la dulce voz de mi madre—. No pareces una persona supersticiosa.

—No lo soy —dijo Ben—. Soy prudente, que no es lo mismo.

—Claro —concedió mi padre—. Yo nunca...

—Guárdate eso para tus clientes, Arl —le cortó Ben sin disi­mular su enfado—. Eres demasiado buen actor para que se te note, pero sé muy bien cuándo alguien me considera un chiflado.

—Es que no me lo esperaba, Ben —se disculpó mi padre—. Eres una persona culta, y yo estoy harto de la gente que toca hierro y de­rrama la cerveza en cuanto menciono a los Chandrian. Solo estoy reconstruyendo una historia; no juego con las artes oscuras.

—Bueno, escuchadme bien. Me caéis demasiado bien para de­jar que penséis que soy un viejo chiflado —dijo Ben—. Además, después quiero hablar con vosotros de un asunto, y necesito que me toméis en serio.

El viento siguió aumentando, y aproveché el ruido para reco­rrer el trozo que me faltaba. Bordeé con sigilo el carromato de mis padres y me asomé entre un velo de hojas. Estaban los tres senta­dos alrededor del fuego: Ben encima de un tocón, acurrucado bajo su capa, marrón y deshilachada; mis padres enfrente de él —mi madre, recostada sobre mi padre—, con una manta que los cubría a los dos.

Ben cogió una jarra de arcilla, llenó una taza de cuero y se la dio a mi madre. Cuando habló, le salió vaho por la boca.

—¿Qué sienten en Atur con relación a los demonios? —pre­guntó.

—Les tienen miedo. —Mi padre se dio unos golpecitos en la sien—. Tanta religión les reblandece el cerebro.

—¿Y en Vintas? —preguntó Ben—. Muchos son tehlinos. ¿Sienten lo mismo?

Mi madre sacudió la cabeza.

—Piensan que es un poco absurdo. Sus demonios son meta­fóricos.

—Entonces, ¿de qué tienen miedo por la noche en Vintas?

—De los Fata —contestó mi madre.

Mi padre dijo al mismo tiempo:

—De Draugar.

—Ambos tenéis razón, dependiendo de la región del país —dijo Ben—. Y aquí, en la Mancomunidad, la gente se muere de risa cuando alguien menciona cualquiera de esas dos cosas. —Señaló los árboles con un amplio movimiento del brazo—. Pero aquí, cuando llega el otoño, todos se cuidan de no atraer la atención de los engendros.

—Sí, tienes razón —concedió mi padre—. Para ser un buen ar­tista tienes que conocer a tu público.

—Sigues pensando que estoy loco —dijo Ben, risueño—. Mira, si mañana entráramos en Biren y alguien te dijera que hay engen­dros en los bosques, ¿le creerías? —Mi padre negó con la cabe­za—. ¿Y si te lo dijeran dos personas? —Mi padre volvió a negar.

Ben se inclinó hacia delante.

—¿Y si una docena de personas te dijeran, muy serias, que ha­bía engendros en los campos de cultivo, comiendo...?

—Claro que no les creería —dijo mi padre con enfado—. Es ridículo.

—Claro que lo es —concedió Ben levantando un dedo—. Pero la cuestión es esta: ¿entrarías en el bosque?

Mi padre se quedó pensativo y muy quieto.

Ben asintió.

—Sería una temeridad ignorar las advertencias de medio pue­blo, aunque vosotros no creáis en las mismas cosas que ellos. Si no teméis a los engendros, ¿a qué teméis?

—A los osos.

—A los bandidos.

—Unos temores muy sensatos, tratándose de artistas itinerantes —observó Ben—. Unos temores que los aldeanos no entienden. Cada lugar tiene sus pequeñas supersticiones, y todo el mundo se ríe de lo que piensa la gente que vive al otro lado del río. —Los miró con seriedad—. Pero ¿alguno de los dos ha oído una canción humorística sobre los Chandrian? Apuesto un penique a que no.

Mi madre negó con la cabeza tras un momento de reflexión. Mi padre dio un largo trago antes de imitarla.

—Mirad, yo no digo que los Chandrian estén ahí fuera, sur­giendo como rayos de un cielo despejado. Pero los temen en todas partes. Normalmente, eso tiene una explicación.

Ben sonrió e inclinó su taza de arcilla, tirando al suelo las últi­mas gotas de cerveza.

—Y los nombres son cosas extrañas. Peligrosas —prosiguió el arcanista mirando con fijeza a mis padres—. Eso lo sé muy bien porque soy un hombre culto. Y si también soy un poco supersti­cioso... —Se encogió de hombros—. Bueno, eso es asunto mío. Soy viejo. Tenéis que ser tolerantes conmigo.

Mi padre asintió, pensativo.

—Es curioso. Nunca me había fijado en que todo el mundo tra­ta igual a los Chandrian. Debí percatarme de ello antes. —Sacu­dió la cabeza como si quisiera despejarse—. Supongo que pode­mos dejar lo de los nombres para más adelante. ¿Qué era eso de lo que querías hablarnos?

Me preparé para escabullirme antes de que me descubrieran, pero lo que dijo Ben a continuación me dejó paralizado, y no pude dar ni un paso.

—Seguramente no os habréis dado cuenta, porque sois sus pa­dres. Pero vuestro joven Kvothe es muy inteligente. —Ben se sir­vió más cerveza y le ofreció la jarra a mi padre, que la rechazó—. De hecho, «inteligente» es poco, poquísimo.

Mi madre miró a Ben por encima del borde de su taza.

—Eso lo sabe cualquiera que haya pasado cierto tiempo con el chico, Ben. No sé por qué tendría que sorprenderle a nadie. Y me­nos a ti.

—Creo que no sois plenamente conscientes de la situación —continuó Ben estirando las piernas hasta que casi tocó el fuego con los pies—. ¿Le costó mucho aprender a tocar el laúd?

Mi padre se mostró un poco sorprendido por el repentino cam­bio de tema.

—No, no mucho. ¿Por qué?

—¿Cuántos años tenía?

Mi padre se tiró un poco de la barba. En medio del silencio, la voz de mi madre sonó como una flauta:

—Ocho.

—Piensa en cuando tú empezaste a tocar. ¿Te acuerdas de qué edad tenías? ¿Te acuerdas de la clase de dificultades que encon­traste? —Mi padre seguía tirándose de la barba, pero ahora tenía una expresión más reflexiva y la mirada distante.

Abenthy continuó:

—Estoy convencido de que aprendió cada acorde, cada digita­ción a la primera, sin vacilar y sin protestar. Y que cuando come­tía un error, nunca volvía a repetirlo. ¿Me equivoco?

Mi padre parecía un poco perturbado.

—Sí, más o menos. Pero le costaba, igual que a todo el mundo. Tenía especial dificultad con el mi. Le costaban mucho el mi me­nor y el mi mayor.

Mi madre intervino con voz queda:

—Yo también lo recuerdo, cariño, pero creo que eso era por­que tenía las manos muy pequeñas. Era un crío...

—Estoy seguro de que no tardó en superar ese impedimento —dijo Ben—. Tiene unas manos maravillosas; mi madre las ha­bría llamado manos de mago.

Mi padre sonrió.

—Las ha heredado de su madre: delicadas pero fuertes. Perfec­tas para fregar cacharros, ¿verdad, mujer?

Mi madre le dio un manotazo; luego le cogió una mano a su es­poso y se la abrió para enseñársela a Ben.

—Mi hijo tiene las mismas manos que su padre: elegantes y suaves. Perfectas para seducir a las hijas de los nobles. —Mi padre quiso protestar, pero ella no le hizo caso—. Con esos ojos y esas manos, no habrá ni una sola mujer a salvo en el mundo cuando mi hijo empiece a correr detrás de las faldas.

—Cuando empiece a cortejar doncellas, querida —la corrigió mi padre.

—No discutamos sobre matices de significado —repuso ella—. No es más que una persecución, y creo que compadezco a las mu­jeres castas que huyen y se pierden el final de la carrera. —Ladeó ligeramente la cabeza, y mi padre se inclinó y la besó en la comi­sura de los labios.

—Amén —dijo Ben levantando su taza.

Mi padre rodeó a mi madre con un brazo y le dio un apretón.

—Sigo sin saber a dónde quieres llegar, Ben.

—Todo lo que hace lo hace así: rápido como el rayo, y sin ape­nas cometer errores. Seguro que sabe de memoria todas las can­ciones que le habéis cantado alguna vez. Sabe mejor que yo lo que hay en mi carromato.

Cogió la jarra y le quitó el tapón de corcho.

—Pero no es simple memorización. El chico entiende las cosas. La mitad de lo que yo me había propuesto enseñarle ya lo había descubierto él por sus propios medios.

Ben volvió a llenarle la taza a mi madre.

—Tiene once años. ¿Conocéis a algún niño de su edad que ha­ble como él? En parte, eso es consecuencia de vivir en un ambien­te tan liberal. —Ben señaló los carromatos—. Sin embargo, lo que más interesa a la mayoría de los niños de once años es aprender a jugar a cabrillas en el río y a hacer girar un gato sujetándolo por la cola.

Mi madre soltó una risa cantarína, pero Abenthy seguía muy circunspecto.

—Hablo en serio. He tenido alumnos mayores que él a los que les habría encantado hacerlo la mitad de bien. —Sonrió—. Si yo tuviera sus manos y una cuarta parte de su ingenio, dentro de un año me estarían sirviendo en bandejas de plata.

Se produjo un silencio. Mi madre dijo en voz baja:

—Recuerdo cuando no era más que un crío y empezaba a ca­minar. Siempre estaba mirándolo todo. Con unos ojos brillantes y claros que parecía que quisieran absorber el mundo entero. —Le temblaba un poco la voz. Mi padre la abrazó, y ella recostó la ca­beza en su pecho.

El siguiente silencio fue más largo. Estaba a punto de escabullirme cuando mi padre dijo:

—¿Qué propones que hagamos? —Su voz era una mezcla de preocupación y orgullo paternal.

Ben esbozó una sonrisa amable.

—Solo que penséis en las opciones que queréis ofrecerle cuan­do llegue el momento. Vuestro hijo dejará su huella en el mundo como uno de los mejores.

—Uno de los mejores ¿qué? —preguntó mi padre.

—Lo que él quiera. Si se queda aquí, estoy seguro de que se convertirá en el próximo Illien.

Mi padre sonrió. Illien es el héroe de los artistas itinerantes. El único Edena Ruh verdaderamente famoso de toda la historia. To­das nuestras mejores y más antiguas canciones hablan de él.

Es más, cuenta la leyenda que Illien fue quien reinventó el laúd. Illien era maestro luthier, y transformó el arcaico, frágil y poco manejable laúd de corte en el maravilloso y versátil laúd de siete cuerdas que utilizamos hoy en día. Esas mismas historias asegu­ran que el laúd de Illien tenía ocho cuerdas.

—Illien. Me gusta esa idea —dijo mi madre—. Vendrían reyes de muy lejos a oír tocar a mi pequeño Kvothe.

—Su música pararía las riñas de taberna y las guerras de fron­teras —dijo Ben sonriendo.

—Mujeres salvajes —añadió mi padre, entusiasmado— posa­rían los pechos en su cabeza.

Hubo un silencio atónito. Entonces mi madre dijo, despacio y con tono amenazante:

—Querrás decir «Bestias salvajes posarían la cabeza en su regazo».

—Ah, ¿sí?

Ben tosió y continuó:

—Si decide hacerse arcanista, estoy seguro de que conseguirá un cargo en la corte antes de cumplir veinticuatro años. Si se le mete en la cabeza ser comerciante, medio mundo será suyo antes de morir.

Mi padre arrugó la frente. Ben sonrió y dijo:

—No te preocupes por esa última opción. Tu hijo es demasia­do curioso para ser comerciante.

Ben hizo una pausa, como si escogiera con mucho cuidado las palabras que iba a decir a continuación.

—Lo aceptarían en la Universidad. No por su edad, por su­puesto. En teoría no los aceptan hasta los diecisiete años, pero no tengo ninguna duda de que...

No oí el resto de la frase. ¡La Universidad! Para mí, la Univer­sidad era como la corte de los Fata para la mayoría de los niños: un lugar mítico reservado para soñar con él. Una escuela del ta­maño de una ciudad pequeña. Una biblioteca con diez veces diez mil libros. Personas que sabían la respuesta a tantas preguntas como se me ocurriera formular...

Cuando volví a prestarles atención, estaban callados.

Mi padre miraba a mi madre, que seguía acurrucada bajo su brazo.

—¿Qué te parece, mujer? ¿Acaso te acostaste con algún dios vagabundo hace doce años? Eso resolvería nuestro pequeño mis­terio.

Mi madre le dio un manotazo, y se quedó pensativa.

—Ahora que lo pienso, una noche, hace unos doce años, se me acercó un hombre. Me cubrió de besos y de acordes de laúd. Me robó la honra y me raptó. —Hizo una pausa—. Pero no tenía el pelo rojo. No, no pudo ser él.

Sonrió, traviesa, a mi padre, que se quedó un poco turbado. Entonces mi madre le dio un beso, y él se lo devolvió.

Así es como me gusta recordarlos todavía hoy. Me marché sin hacer ruido, con la cabeza llena de ideas sobre la Universidad.







13

Interludio: sangre bajo la piel


En la posada Roca de Guía reinaba el silencio. Rodeaba a los dos hombres que estaban sentados a una mesa en una habitación, por lo demás, vacía. Kvothe había dejado de hablar, y si bien pare­cía que estuviera mirándose las manos entrelazadas, en realidad su pensamiento estaba muy lejos de allí. Cuando finalmente levantó la cabeza, casi pareció sorprenderle encontrar a Cronista sentado al otro lado de la mesa, con la pluma suspendida sobre el tintero.

Kvothe exhaló un suspiro y le hizo una seña a Cronista para que dejara de escribir. El escribano obedeció y secó el plumín con un trapo limpio antes de dejar la pluma sobre la mesa.

—Necesito beber algo —anunció de pronto Kvothe, como si eso lo sorprendiera—. No acostumbro a hablar tanto últimamen­te, y tengo la boca seca. —Se levantó de la mesa con un ágil mo­vimiento y se dirigió hacia la barra entre el laberinto de mesas va­cías—. Puedo ofrecerte de todo: cerveza negra, vino blanco, sidra con especias, chocolate, café...

Cronista arqueó una ceja.

—¿Tienes chocolate? Qué maravilla. No esperaba encontrar una cosa así tan lejos de... —Carraspeó educadamente—. Bueno, de ninguna parte.

—Aquí, en la Roca de Guía, tenemos de todo —dijo Kvothe con un ademán que abarcó la vacía estancia—. Excepto clientes, por supuesto. —Sacó una jarra de barro cocido de debajo de la barra y la puso encima con un ruido hueco. Suspiró y gritó—: ¡Bast! Trae un poco de sidra, ¿quieres?

Detrás de la puerta que había al fondo del local sonó una inin­teligible respuesta.

—Bast —dijo Kvothe con fastidio, pero al parecer demasiado bajo para que lo oyeran.

—¡Mueve el culo y baja a buscarla! —gritó la voz desde el só­tano—. Estoy ocupado.

—¿Tienes un empleado? —preguntó Cronista.

Kvothe se acodó en la barra y sonrió con indulgencia.

Pasados unos instantes, al otro lado de la puerta se oyó a al­guien con botas de suela dura que subía una escalera de madera. Entonces apareció Bast, murmurando por lo bajo.

Vestía con sencillez: una camisa negra de manga larga reme­tida en unos pantalones negros; unos pantalones negros remeti­dos en unas botas negras de piel blanda. Tenía una cara de faccio­nes afiladas y delicadas, casi hermosa, con unos asombrosos ojos azules.

Llevó una jarra a la barra; caminaba con una elegancia extra­ña que no resultaba desagradable.

—¿Un cliente? —dijo con reproche—. ¿Y no podías bajar a buscarla tú? Estaba leyendo Celum Tinture. Llevas casi un mes in­sistiendo en que lo lea.

—¿Sabes qué les hacen en la Universidad a los alumnos que es­cuchan a sus maestros a hurtadillas, Bast? —preguntó Kvothe con aire de superioridad.

Bast se puso una mano en el pecho y empezó a declarar su ino­cencia.

—Bast... —Kvothe lo miró con severidad.

Bast cerró la boca, y por un instante pareció que intentaría ofrecer una excusa; pero entonces dejó caer los hombros.

—¿Cómo lo has sabido?

Kvothe rió.

—Llevas una eternidad evitando ese libro. O te has convertido de repente en un alumno excepcionalmente aplicado, o estabas haciendo algo que no debías.

—¿Qué les hacen en la Universidad a los alumnos que escu­chan a hurtadillas? —preguntó Bast, intrigado.

—No tengo ni idea. A mí nunca me pillaron. Creo que obligar­te a sentarte y escuchar el resto de mi historia será suficiente cas­tigo. Pero ¡qué modales! —añadió Kvothe volviéndose hacia la ta­berna—. Estamos desatendiendo a nuestro invitado.

Cronista estaba cualquier cosa menos aburrido. Tan pronto como Bast entró en la habitación, Cronista había empezado a ob­servarlo con curiosidad. A medida que avanzaba la conversa­ción, la expresión de Cronista iba volviéndose más desconcertada e intensa.

Para ser justos, deberíamos aclarar algo sobre Bast. A primera vista, parecía un joven del montón, aunque atractivo. Pero tenía algo especial. Llevaba unas botas negras de piel blanda, por ejem­plo. Al menos, eso era lo que veías si lo mirabas. Pero si lo mira­bas con el rabillo del ojo, y si él estaba de pie bajo la sombra ade­cuada, lo que veías era completamente diferente.

Y si tenías cierto tipo de mente, el tipo de mente que ve real­mente lo que mira, quizá notaras que tenía unos ojos extraños. Si tu mente tenía el excepcional talento de no dejarse engañar por sus propias expectativas, quizá vieras algo más en esos ojos, algo extraño y maravilloso.

Es por eso por lo que Cronista había estado mirando con fije­za al joven pupilo de Kvothe, tratando de decidir qué era eso que le hacía parecer diferente. Cuando terminó la conversación entre Kvothe y Bast, la mirada de Cronista podía describirse como in­tensa por lo menos, por no decir grosera. Cuando Bast se dio la vuelta, Cronista abrió mucho los ojos y desapareció el escaso co­lor de su cara.

Cronista metió una mano debajo de su camisa y se arrancó algo que llevaba colgado del cuello. Lo puso encima de la mesa, tan lejos como alcanzaba su brazo, entre él y Bast. Todo eso lo hizo en unas milésimas de segundo, y sin que sus ojos se apartaran del joven moreno que estaba junto a la barra. El rostro de Cronis­ta reflejaba serenidad cuando apretó firmemente el disco de metal contra la mesa.

—Hierro —dijo. Su voz tenía una extraña resonancia, como si fuera una orden que había que obedecer.

Bast se dobló por la cintura, como si hubiera recibido un pu­ñetazo en el estómago; estiró los labios mostrando los dientes e hizo un ruido entre un gruñido y un grito. Moviéndose con una velocidad sinuosa y nada natural, se llevó una mano a la nuca y se puso en tensión para enderezarse.

Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, asombro­samente, Kvothe había sujetado a Bast por la muñeca con una mano de largos dedos. Sin notarlo, o sin importarle, Bast se lanzó hacia Cronista, pero se quedó clavado, como si la mano de Kvo­the fuera un grillete. Bast forcejeó violentamente para soltarse, pero Kvothe permaneció de pie detrás de la barra, con un brazo estirado, inmóvil como el acero o la piedra.

—¡Quieto! —La voz de Kvothe hendió el aire como un precep­to, y sus palabras resonaron en el silencio que se produjo a conti­nuación, furiosas y afiladas—. No voy a permitir peleas entre mis amigos. Ya he perdido a demasiados sin ellas. —Miró a Cronista—. Deshaz eso o lo romperé yo.

Cronista se quedó quieto un instante, impresionado. Entonces movió los labios y, con un ligero temblor, apartó la mano del círculo de metal mate que había puesto sobre la mesa.

La tensión desapareció del cuerpo de Bast, y por un instante quedó lánguido como una muñeca de trapo; Kvothe seguía suje­tándolo desde detrás de la barra. Tembloroso, Bast consiguió en­derezarse y apoyarse en la barra. Kvothe lo miró a los ojos y le sol­tó la muñeca.

Bast se dejó caer en un taburete sin dejar de mirar a Cronista. Se movía con cuidado, como quien tiene una herida reciente.

Y había cambiado. Los ojos que observaban a Cronista toda­vía eran de un asombroso azul marino, pero no había ni pizca de blanco en ellos; eran como piedras preciosas, o como una honda charca del bosque. Y en lugar de las botas negras de piel blanda te­nía unas elegantes y hendidas pezuñas.

Kvothe le hizo una seña imperiosa a Cronista para que se acer­cara; entonces se volvió y agarró dos vasos de cristal grueso y una botella, aparentemente al azar. Puso los vasos en la barra, mien­tras Bast y Cronista se miraban con recelo.

—Bueno —dijo Kvothe con enfado—, ambos habéis actuado de forma comprensible, pero eso no significa que ninguno de los dos os hayáis comportado correctamente. Así que será mejor que empecemos de nuevo.

Respiró hondo.

—Bast, te presento a Devan Lochees, también conocido como Cronista. Sin duda alguna, un gran narrador, recordador y reco­pilador de historias. Además, si no me equivoco, consuma­do miembro del Arcano, Re'lar como mínimo, y una de las quizá dos veintenas de personas en el mundo que conocen el nombre del hierro.

»Sin embargo —prosiguió Kvothe—, pese a todas esas virtu­des, parece un poco ingenuo con relación a los usos mundanos. Como demuestra su absoluta falta de ingenio al emprender un ataque casi suicida contra el que supongo que es el primer ser Fata que ha tenido la suerte de ver.

Cronista permaneció quieto durante la presentación, obser­vando a Bast como si fuera una serpiente.

—Cronista, te presento a Bastas, hijo de Remmen, príncipe del Crepúsculo y del Telwyth Mael. El alumno más inteligente, es decir, el único alumno al que he tenido la desgracia de instruir. Seductor, barman y, no menos importante, amigo mío.

»Quien, en sus ciento cincuenta años de vida, por no mencio­nar mis casi dos años de tutela personal, ha conseguido no apren­der unos cuantos hechos importantes. El primero es este: atacar a un miembro del Arcano lo bastante hábil para realizar un vínculo de hierro es una estupidez.

—¡Él me ha atacado a mí! —protestó Bast, acalorado.

Kvothe lo miró con frialdad.

—Yo no he dicho que tu reacción no estuviera justificada. He dicho que es una estupidez.

—Le habría ganado.

—Es muy probable. Pero habrías resultado herido, y él habría resultado herido o muerto. ¿No recuerdas que te lo he presentado como mi invitado?

Bast no dijo nada, pero su expresión seguía siendo beligerante.

—Muy bien —dijo Kvothe con crispada jovialidad—. Ya os he presentado.

—Encantado —dijo Bast con frialdad.

—Igualmente —replicó Cronista.

—No hay ninguna razón para que vosotros dos no seáis ami­gos —continuó Kvothe con irritación—. Y así no es como se salu­dan los amigos.

Bast y Cronista se miraron a los ojos, pero no se movieron.

Kvothe dijo en voz baja:

—Si no acabáis con esta estupidez, podéis marcharos los dos ahora mismo. Uno lo hará con un pequeño fragmento de historia, y el otro podrá empezar a buscarse otro maestro. Si hay algo que no voy a tolerar es el delirio del orgullo.

La intensidad de la débil voz de Kvothe hizo que los otros dos dejaran de mirarse. Y cuando se volvieron y lo miraron, les pare­ció que detrás de la barra había alguien muy diferente. El jovial posadero había desaparecido, y en su lugar había un personaje fiero y misterioso.

«Qué joven es —se dijo Cronista, admirado—. No puede tener más de veinticinco años. ¿Cómo no me di cuenta antes? Me parti­ría con las manos como si fuera una astilla para encender el fuego. ¿Cómo pude tomarlo por un posadero, ni que fuera un instante?»

Entonces reparó en los ojos de Kvothe. Se habían vuelto de un verde tan oscuro que parecían negros. «Es a él a quien he venido a ver —se dijo—. Este es el hombre que ha aconsejado a reyes y que ha recorrido viejos caminos sin otra guía que su ingenio. Este es el hombre cuyo nombre tanto han elogiado como maldecido en la Universidad.»

Kvothe miró con fijeza a Cronista y luego a Bast; ninguno de los dos pudo sostenerle mucho rato la mirada. Tras una pausa incó­moda, Bast ofreció su mano. Cronista vaciló un instante antes de alargar un brazo rápidamente, como si metiera la mano en el fuego.

No pasó nada; ambos parecían un tanto sorprendidos.

—Asombroso, ¿verdad? —observó Kvothe con tono mor­daz—. Cinco dedos y sangre bajo la piel. Casi se diría que al otro lado de esa mano había una persona.

El sentimiento de culpa se reflejó en el semblante de los dos hombres. Se soltaron la mano.

Kvothe vertió el líquido de la botella verde en los vasos. Ese sencillo gesto lo cambió. Se fue apagando hasta ser el de antes, hasta que no quedó casi nada del hombre de ojos oscuros que es­taba detrás de la barra hacía solo un instante. Cronista se quedó un momento sin saber qué hacer mientras contemplaba al posa­dero, que tenía una mano envuelta en un trapo de hilo.

—Bueno. —Kvothe les acercó los vasos—. Coged vuestras be­bidas, sentaos a una mesa y hablad. Cuando vuelva, no quiero en­contrar ningún cadáver ni el edificio en llamas. ¿De acuerdo?

Bast sonrió, turbado, mientras Cronista tomaba los vasos y volvía a la mesa. Bast lo siguió y, antes de sentarse, regresó a la ba­rra y cogió también la botella.

—No os paséis con eso —los previno Kvothe antes de desapare­cer en la cocina—. No quiero oíros reír mientras cuento mi historia.

Los dos hombres iniciaron una tensa y titubeante conversación, y Kvothe se fue a la cocina. Regresó unos minutos más tarde, con queso y una hogaza de pan moreno, pollo y salchichas fríos, man­tequilla y miel.

Se trasladaron a una mesa más grande; Kvothe sacó las bande­jas; volvía a ser el animado posadero de siempre. Cronista lo mi­raba con disimulo; le costaba creer que ese hombre que tarareaba y cortaba las salchichas pudiera ser la misma persona que esta­ba detrás de la barra unos minutos atrás, con esos ojos oscuros y terribles.

Mientras Cronista cogía su papel y sus plumas, Kvothe estudió el ángulo de los rayos de sol que entraban por la ventana con ges­to pensativo. Al final se volvió hacia Bast y dijo:

—¿Has oído mucho?

—Casi todo, Reshi —confesó Bast, sonriente—. Tengo buen oído.

—Estupendo. No tenemos tiempo para retroceder. —Inspiró hondo—. Sigamos, pues. Preparaos, porque ahora la historia da un giro. Un giro hacia abajo. Todo se vuelve más oscuro. Y apa­recen nubes en el horizonte.











14

El nombre del viento


El invierno es la época del año floja para las troupes itinerantes, pero Abenthy le sacó provecho y se puso a enseñarme simpatía en serio. Sin embargo, como suele pasar, especialmente tratándo­se de niños, lo que yo había imaginado era mucho más emocio­nante que la realidad.

No sería correcto que dijera que la simpatía me decepcionó. Pero la verdad es que me decepcionó. No coincidía con el concep­to que yo tenía de la magia.

Resultaba útil, eso no podía negarse. Ben utilizaba la simpatía para iluminar nuestros espectáculos. Con simpatía se podía hacer fuego sin pedernal o levantar pesos sin necesidad de utilizar apa­ratosas cuerdas y poleas.

Pero el día que nos conocimos, Ben había llamado al viento. Eso no era mera simpatía. Eso era magia de la de los libros de cuentos. Ese era el secreto que yo más anhelaba descubrir.





El deshielo primaveral había quedado atrás, y la troupe recorría los bosques y los campos de la región occidental de la Mancomu­nidad. Yo viajaba, como de costumbre, en la parte delantera del carromato de Ben. El verano había decidido presentarse de nuevo y el campo estaba verde y crecido.

Llevábamos cerca de una hora tranquilos. Ben dormitaba con las riendas sueltas en una mano cuando el carromato golpeó una piedra y nos sacó a ambos de nuestros respectivos ensueños.

Ben se enderezó en el asiento y se dirigió a mí en un tono que yo tenía clasificado como «Tengo un enigma para ti».

—¿Cómo harías hervir un hervidor lleno de agua?

Miré alrededor y vi una gran piedra en el margen del camino. La señalé.

—El sol debe de haber calentado esa piedra. La vincularía al agua del hervidor y utilizaría el calor de la piedra para llevar el agua a ebullición.

—¿Piedra a agua? No es un vínculo muy eficaz —me reprendió Ben—. Solo una quinceava parte acabaría calentando el agua.

—Funcionaría.

—De acuerdo. Pero es una chapuza. Tú puedes hacerlo me­jor, E'lir.

Entonces empezó a gritar a Alfa y a Beta, una señal de que es­taba de un humor excelente. Los animales se lo tomaron con más calma que nunca, pese a que Ben los acusó de cosas que estoy se­guro de que ningún asno, y mucho menos Beta, que tenía una mo­ral impecable, jamás ha hecho voluntariamente.

Ben se interrumpió en plena invectiva y me preguntó:

—¿Cómo derribarías ese pájaro? —Señaló un halcón que so­brevolaba un campo de trigo que había a un lado del camino.

—No creo que lo derribara. No me ha hecho nada.

—Hipotéticamente.

—Eso digo, hipotéticamente. No lo derribaría.

Ben rió.

—Bien dicho, E'lir. Pero exactamente ¿cómo no lo harías? De­talles, por favor.

—Le pediría a Teren que lo derribara.

Ben asintió, pensativo.

—Muy bien, muy bien. Sin embargo, es un asunto entre el pá­jaro y tú. Ese halcón —lo señaló, indignado— ha insultado a tu madre.

—Ah. Entonces mi honor exige que defienda personalmente el buen nombre de mi madre.

—Claro que sí.

—¿Tengo a mano una pluma?

—No.

—Tehlu, dame paciencia para no... —Ben me miró con desa­probación, y me guardé lo que iba a decir—. No te gusta ponerme las cosas fáciles, ¿verdad?

—Es una costumbre molesta que cogí de un estudiante dema­siado listo para su propio bien. —Sonrió—. ¿Qué podrías hacer si tuvieras una pluma?

—La vincularía al pájaro y lo enjabonaría con jabón de lejía.

Ben arrugó la frente.

—¿Con qué tipo de vínculo?

—Químico. Seguramente un segundo catalizador.

Hizo una pausa.

—Un segundo catalizador... —Se rascó la barbilla—. ¿Para disolver el aceite que suaviza la pluma?

Asentí.

Ben miró el pájaro.

—No se me había ocurrido —dijo con un deje de admiración. Lo tomé como un cumplido.

»Sin embargo —volvió a mirarme—, no tienes plumas. ¿Cómo lo haces bajar?

Cavilé unos minutos, pero no se me ocurrió nada. Decidí pro­bar suerte y cambiar el rumbo de la lección.

—Llamaría al viento —dije con indiferencia— y le haría derri­bar al pájaro.

Ben me miró como dándome a entender que sabía exactamen­te lo que me traía entre manos.

—Y ¿cómo harías eso, E'lir?

Me pareció intuir que Ben estaba dispuesto, por fin, a revelar­me el secreto que había guardado todo el invierno. Al mismo tiempo tuve una idea.

Inspiré hondo y pronuncié unas palabras para vincular el aire de mis pulmones al aire de fuera. Fijé el Alar en mi mente, puse el pulgar y el índice delante de los labios fruncidos y soplé entre ellos.

Noté una débil ráfaga de viento detrás de mí que me alborotó el cabello y que tensó brevemente la lona que cubría el carromato. Quizá solo fuera una coincidencia, pero de todas formas, una sonrisa exultante se apoderó de mi cara. Por unos instantes no hice sino sonreír como un loco mirando a Ben, que me observaba, a su vez, con incredulidad.

Entonces noté que algo me oprimía el pecho, como si estuviera bajo el agua.

Intenté aspirar, pero no pude. Un poco aturdido, seguí inten­tándolo. Era como si me hubiera caído de espaldas y me hubiera quedado sin aire en los pulmones.

De pronto comprendí qué había hecho. Noté un súbito sudor frío y, desesperado, agarré a Ben por la camisa, apuntándome el pecho, el cuello y la boca abierta.

La expresión de Ben pasó de la perplejidad al pánico.

Reparé en lo quieto que estaba todo. No se movía ni una briz­na de hierba. Hasta el ruido que hacía el carromato parecía amor­tiguado, como si pasara a lo lejos.

El terror se apoderó de mi mente y borró todos mis pensa­mientos. Empecé a arañarme el cuello, abriéndome la camisa. Oía los latidos de mi corazón. Intentaba respirar, pero un fuerte dolor me oprimía el pecho.

Moviéndose más deprisa de lo que jamás lo había visto mover­se, Ben me agarró por los jirones de la camisa y saltó del asiento del carromato. Aterrizando en la hierba del margen del camino, me tiró al suelo con tanta fuerza que, de haber tenido algo de aire en los pulmones, me lo habría sacado.

Me revolcaba, a ciegas, y las lágrimas resbalaban por mi cara. Sabía que iba a morir. Me ardían los ojos. Arañé frenéticamente el suelo con unas manos entumecidas y frías como el hielo.

Oí gritar a alguien, pero los gritos parecían muy lejanos. Ben se arrodilló a mi lado, pero el cielo se estaba oscureciendo detrás de él. Ben parecía casi enajenado, como si escuchara algo que yo no podía oír.

Entonces me miró; solo recuerdo sus ojos, que parecían distan­tes y llenos de un poder terrible, desapasionados y fríos.

Me miró. Movió los labios. Invocó al viento.

Me estremecí como una hoja en una tormenta. Y oí un trueno negro.





Lo siguiente que recuerdo es que Ben me ayudó a levantarme. Me pareció ver que paraban otros carromatos y que la gente nos mi­raba con curiosidad. Mi madre salió de su carromato y, antes de que llegara al nuestro, Ben fue a hablar con ella, riendo y tranqui­lizándola. No oí qué le decía, porque estaba concentrado en res­pirar hondo.

Los otros carromatos reemprendieron la marcha, y, sin decir nada, seguí a Ben al suyo. Hizo como si estuviera muy entreteni­do arreglando las cuerdas que sujetaban la lona. Me recompuse y le ayudé lo mejor que pude hasta que hubo pasado el último ca­rromato de la troupe.

Cuando levanté la cabeza, Ben me miró, furioso.

—¿En qué estabas pensando? —me dijo en voz baja—. ¿En qué? ¡Dime! ¿En qué estabas pensando?

Yo nunca lo había visto tan alterado. Estaba muy tenso, como si todo su cuerpo formara un nudo de rabia. Y temblaba. Echó un brazo hacia atrás para pegarme y... se controló. Un instante des­pués dejó caer la mano al lado del cuerpo.

Empezó a moverse metódicamente, comprobando el estado de las últimas cuerdas, y luego subió al carromato. Como no sabía qué otra cosa hacer, lo seguí.

Ben sacudió las riendas, y Alfa y Beta echaron a andar. Eramos los últimos de la caravana. Ben dirigía la vista al frente. Me palpé la pechera desgarrada de la camisa. Nos rodeaba un tenso silencio.

Lo que había hecho era una tremenda estupidez. Al vincular mi aliento al aire que me rodeaba, había provocado que me fuera im­posible respirar. Mis pulmones no tenían suficiente fuerza para desplazar tanto volumen de aire. Habría necesitado una caja to­rácica como un fuelle de hierro. Habría tenido la misma suerte si hubiera intentado beberme un río o levantar una montaña.

Viajamos unas dos horas en medio de un silencio incómodo. El sol acariciaba las copas de los árboles cuando por fin Ben aspiró hondo y soltó el aire con un suspiro explosivo. Me pasó las riendas.

Cuando lo miré, me di cuenta por primera vez de lo mayor que era. Yo ya sabía que Ben estaba a punto de cumplir su tercera vein­tena, pero hasta ese momento nunca había aparentado la edad que tenía.

—Antes le he mentido a tu madre, Kvothe. Nos ha visto, y es­taba preocupada por ti. —Mientras hablaba no apartaba la mira­da del carromato que iba delante del nuestro—. Le he dicho que estábamos ensayando una cosa para una función. Es una buena mujer. No se merece que le mintamos.

Seguimos un rato en un doloroso silencio, pero todavía falta­ban unas horas para el ocaso cuando oí unas voces que gritaban «¡Itinolito!» más adelante. El bandazo que dio nuestro carromato al pasar de la calzada de tierra al margen de hierba sacó a Ben de su ensimismamiento.

Miró alrededor y vio que todavía brillaba el sol.

—¿Por qué paramos tan pronto? ¿Hay un árbol atravesado en el camino?

—No, es un itinolito. —Señalé la losa de piedra que se alzaba por encima de los techos de los carromatos que iban delante de nosotros.

—¿Qué?

—De vez en cuando encontramos uno en el camino. —Volví a señalar el itinolito, que asomaba por encima de las copas de los árboles más pequeños que había junto al camino. Como la mayo­ría de los itinolitos, era un rectángulo bastamente tallado, de más de tres metros de altura. Los carromatos que estaban formando un círculo alrededor de él parecían inconsistentes comparados con la sólida presencia de la piedra—. También los llaman «pie­dras erguidas», pero yo he visto muchos que no estaban de pie, sino tumbados de lado. Siempre que encontramos uno paramos a pasar el día, a menos que tengamos muchísima prisa. —Me inte­rrumpí, porque me di cuenta de que estaba balbuceando.

—Yo los conocía por otro nombre. Rocas de Guía —comentó Ben en voz baja. Parecía cansado y muy anciano. Al cabo de un rato me preguntó—: ¿Por qué paráis cuando encontráis uno?

—No lo sé. Para descansar. —Pensé un momento—. Dicen que traen buena suerte. —Me habría gustado poder añadir algo más para alargar la conversación, porque Ben parecía interesado, pero no se me ocurrió nada.

—Debe de ser eso. —Ben guió a Alfa y a Beta hasta un sitio ale­jado de la piedra y de los otros carromatos—. Ven a la hora de ce­nar o después. Tenemos que hablar. —Se dio la vuelta sin mirarme y empezó a desenganchar a Alfa del carromato.

Nunca había visto a Ben de ese humor. Corrí hacia el carroma­to de mis padres, temiendo haber estropeado las cosas entre noso­tros dos.

Encontré a mi madre sentada delante de un fuego recién encen­dido, añadiendo lentamente ramitas para alimentarlo. Mi padre estaba sentado detrás de ella, masajeándole el cuello y los hom­bros. Al oírme correr hacia ellos, ambos levantaron la cabeza.

—¿Puedo cenar con Ben esta noche?

Mi madre miró a mi padre y luego a mí.

—No quiero que te conviertas en una carga para él, corazón.

—Ben me ha invitado. Si voy ahora, podré ayudarle a instalar­se para pasar la noche.

Mi madre sacudió los hombros y mi padre siguió masajeándo­selos. Entonces me sonrió.

—Está bien, pero no te quedes hasta muy tarde. Dame un beso —añadió tendiéndome los brazos, y yo la abracé y la besé.

Mi padre también me besó.

—Dame tu camisa. Así tendré algo que hacer mientras tu ma­dre prepara la cena. —Me la quitó y pasó los dedos por los des­garrones—. Esta camisa está llena de agujeros, más de los que de­bería.

Empecé a balbucear una explicación, pero él hizo un ademán de indiferencia.

—Ya lo sé, ya lo sé. Ha sido por una buena causa. Procura te­ner más cuidado o la próxima vez tendrás que coserla tú mismo. Tienes otra en el baúl. Tráeme aguja e hilo ahora que estás aquí, por favor.

Corrí a la parte de atrás del carromato y me puse una camisa limpia. Mientras revolvía buscando aguja e hilo oí cantar a mi madre:



Al anochecer, cuando el sol se oculta,

esde lo alto mi mirada te busca.

Hace horas que te espero,

pero mi amor es eterno.



Mi padre contestó:



Al anochecer, cuando la luz se apaga,

por fin pongo rumbo a casa.

Entre los sauces suspira el viento;

te ruego, mantén el fuego ardiendo.



Cuando salí del carromato, mi padre tenía a mi madre inclina­da en sus brazos y la estaba besando. Dejé la aguja y el hilo junto a mi camisa y esperé. Me pareció un buen beso. Observé con mi­rada calculadora, vagamente consciente de que quizá en el futuro quisiera besar a una dama. Si llegaba ese momento, quería hacer­lo bien.

Pasados unos instantes, mi padre se percató de mi presencia y enderezó a mi madre.

—Será medio penique por el espectáculo, señor Mirón —dijo riendo—. ¿Todavía estás aquí, hijo? Apuesto ese mismo medio pe­nique a que te retiene una pregunta.

—¿Por qué paramos en los itinolitos?

—Por tradición, hijo mío —contestó solemnemente, abriendo los brazos—. Y por superstición. Que vienen a ser lo mismo. Pa­ramos porque traen buena suerte y porque a todo el mundo le gus­tan unas vacaciones inesperadas. —Hizo una pausa—. Sabía un poema sobre ellos. ¿Cómo era...?



Como la calamita aunque estés dormido,

junto al camino una piedra erguida

al mundo de los Fata siempre te guía.

Busca el itinolito por montañas y hondonadas

y llegarás al no-sé-qué no-sé-cuántos... «adas».



Mi padre se quedó un momento de pie, con la mirada ausente, pellizcándose el labio inferior. Al final sacudió la cabeza.

—No me acuerdo del final del último verso. ¡Qué poco me gus­ta la poesía! ¿Cómo puede uno recordar las palabras sin música? —Arrugó la frente, concentrado, mientras articulaba en silencio las palabras.

—¿Qué es una calamita? —pregunté.

—Es como llamaban antes a las piedras imán —me explicó mi madre—. Son trozos de magnetita que atraen el hierro. Hace años vi una en una atracción de feria. —Miró a mi padre, que se­guía murmurando—. ¿No fue en Peleresin donde vimos la piedra imán?

—¿Hmmm? ¿Qué? —La pregunta lo sacó de su ensimisma­miento—. Sí, en Peleresin. —Volvió a pellizcarse el labio y frunció el ceño—. Recuerda esto, hijo mío, aunque olvides todo lo demás: un poeta es un músico que no sabe cantar. Las palabras tienen que encontrar la mente de un hombre si pretenden llegar a su corazón, y la mente de algunos hombres es lamentablemente pequeña. La música llega al corazón por pequeña o acérrima que sea la mente de quien la escucha.

Mi madre dio un bufido muy poco femenino.

—Qué elitista. Lo que pasa es que estás haciéndote mayor. —Dio un dramático suspiro—. Ya sé que es una tragedia, pero lo segun­do que pierden los hombres es la memoria.

Mi padre infló el pecho y adoptó una pose indignada, pero mi madre lo ignoró y me dijo:

—Además, la única tradición que hace que las troupes pare­mos en los itinolitos es la pereza. El poema debería decir así:



Ya sea invierno o verano,

cuando voy por el camino

siempre busco algún motivo

—piedra imán o magnetita—

para hacer una paradita.



Mi padre se colocó detrás de ella, con un misterioso destello en la mirada.

—¿Mayor? —Lo dijo en voz baja mientras empezaba a masa­jearle de nuevo los hombros—. Estoy dispuesto a demostrarle que se equivoca, señora.

Ella compuso una sonrisa irónica.

—Estoy dispuesta a dejar que me lo demuestre, señor.

Decidí dejarlos con su discusión y eché a correr hacia el carro­mato de Ben; entonces oí que mi padre me gritaba:

—¿Practicamos escalas mañana después de comer? ¿Y el se­gundo acto de Tinbertin}

—De acuerdo. —Seguí corriendo.

Cuando llegué al carromato de Ben, él ya había desengancha­do a Alfa y a Beta y los estaba almohazando. Me puse a encender el fuego, rodeando un montón de hojas secas con una pirámide de ramitas y ramas cada vez más gruesas. Cuando hube terminado, fui a donde Ben estaba sentado.

Más silencio. Casi lo veía escogiendo sus palabras mientras ha­blaba.

—¿Qué sabes de la nueva canción de tu padre?

—¿Esa sobre Lanre? —pregunté—. No gran cosa. Ya sabes cómo es mi padre. Nadie oye la canción hasta que está terminada. Ni siquiera yo.

—No me refiero a la canción en sí —aclaró Ben—. Me refiero a la historia que hay detrás. La historia de Lanre.

Pensé en las docenas de historias que había oído recopilar a mi padre a lo largo del año anterior, tratando de encontrar una trama común.

—Lanre era un príncipe —dije—. O un rey. Un personaje im­portante. Quería ser el hombre más poderoso del mundo. Vendió su alma a cambio de poder, pero entonces algo salió mal, y des­pués creo que se volvió loco, o que nunca pudo volver a dormir, o... —Me callé al ver que Ben sacudía la cabeza.

—No vendió su alma —dijo—. Eso es una tontería. —Dio un hondo suspiro que pareció dejarlo desinflado—. No lo estoy ha­ciendo bien. Olvídate de la canción de tu padre. Ya hablaremos de ella cuando la termine. Conocer la historia de Lanre podría pro­porcionarte un poco de perspectiva.

Ben respiró hondo y volvió a intentarlo.

—Imagínate a un irreflexivo crío de seis años. ¿Qué daño pue­de hacer?

No sabía qué tipo de respuesta quería Ben, así que esperé un momento. Pensé que lo mejor era una respuesta sencilla.

—No mucho.

—Imagínate que tiene veinte años, y que sigue siendo igual de irreflexivo. ¿Es peligroso?

Decidí ceñirme a las respuestas obvias.

—No mucho, pero más que antes.

—¿Y si le das una espada?

Entonces lo entendí, y cerré los ojos.

—Más, mucho más. Ya lo entiendo, Ben. De verdad. El poder está bien, y la estupidez es, por lo general, inofensiva. Pero el po­der y la estupidez juntos son peligrosos.

—Yo nunca te he llamado estúpido —me corrigió Ben—. Eres inteligente, eso ya lo sabemos. Pero a veces eres irreflexivo. Una persona inteligente e irreflexiva es una de las cosas más aterra­doras que existen. Y lo peor es que te he estado enseñando cosas peligrosas.

Ben miró la estructura de leña que yo había preparado, cogió una hoja, murmuró unas palabras y vi cómo una pequeña llama cobraba vida en el centro, entre las ramitas y la yesca. Giró la ca­beza y me miró.

—Podrías matarte haciendo algo tan sencillo como esto. —Com­puso una sonrisa forzada—. O buscando el nombre del viento.

Fue a decir algo más, pero se frotó la cara con ambas manos. Exhaló un gran suspiro. Cuando apartó las manos, su rostro de­notaba cansancio.

—¿Cuántos años tienes?

—El mes que viene cumpliré doce.

Sacudió la cabeza.

—Es tan fácil olvidarlo. No te comportas conforme a tu edad. —Cogió un palo y atizó el fuego—. Yo tenía dieciocho años cuando entré en la Universidad —dijo—. Hasta los veinte no supe todo lo que sabes tú. —Se quedó mirando el fuego—. Lo siento, Kvothe. Esta noche necesito estar solo. Necesito pensar.

Asentí en silencio. Subí a su carromato, cogí un trébede y un hervidor, agua y té. Bajé y lo dejé todo al lado de Ben. Él seguía contemplando el fuego cuando me marché.

Como sabía que mis padres no me esperaban hasta más tarde, me fui al bosque. Yo también necesitaba pensar. Le debía eso a Ben. Me habría gustado poder hacer algo más.





Ben tardó todo un ciclo en volver a ser el de siempre. Pero nuestra relación se resintió. Todavía éramos muy amigos, y sin embargo había algo que se interponía entre nosotros. Yo me daba cuenta de que Ben se estaba separando deliberadamente de mí.

Nuestras lecciones casi se interrumpieron. Ben dejó de ense­ñarme rudimentos de alquimia, limitándose a la química. Se negó a enseñarme sigaldría y, por si fuera poco, empezó a racionar la poca simpatía que consideraba prudente enseñarme.

A mí me irritaba ese retraso, pero me lo tomé con calma, con­fiando en que si le demostraba que era responsable, meticuloso y sensato, él acabaría relajándose y las cosas volverían a la norma­lidad. Éramos de la familia, y yo sabía que cualquier problema que hubiera entre nosotros acabaría solucionándose. Lo único que necesitaba era tiempo.

No sospechaba que nuestro tiempo se estaba agotando.






15

Espectáculos y despedidas


La ciudad se llamaba Hallowfell. Paramos unos días allí por­que había un buen taller, y casi todos nuestros carromatos ne­cesitaban algún tipo de reparación. Mientras esperábamos, Ben recibió una oferta que no pudo rechazar.

Ella era una viuda muy rica y muy joven, y, para mis inexper­tos ojos, muy atractiva. La historia oficial era que necesitaba un tutor para su hijo. Sin embargo, cualquiera que los hubiera visto paseando juntos se habría dado cuenta de la verdad que se escon­día detrás de esa historia.

Era la viuda del cervecero, que se había ahogado dos años atrás. Ella intentaba seguir llevando la fábrica de cerveza lo mejor que podía, pero en realidad no tenía los conocimientos necesarios...

Como veréis, no creo que nadie le hubiera podido tender una trampa mejor a Ben.





La troupe cambió de planes y nos quedamos en Hallowfell unos cuantos días más. Hicimos coincidir mi duodécimo cumpleaños con la fiesta de despedida de Ben.

Para haceros una idea de cómo fue ese día, debéis tener en cuenta que no hay nada más espectacular que una troupe que ac­túa para sí misma. Los buenos artistas procuran que cada función parezca única, pero no podemos olvidar que el espectáculo que es­tán representando para nosotros es el mismo que han representa­do centenares de veces ante otros públicos. Hasta las troupes más profesionales tienen una función deslucida de vez en cuando, so­bre todo cuando saben que nadie lo va a notar.

En las aldeas pequeñas y en las posadas rurales no sabían dis­tinguir un buen espectáculo de otro malo. Pero tus compañeros de troupe sí sabían.

Así pues, pensadlo: ¿cómo entretienes a la gente que te ha vis­to actuar un millar de veces? Desempolvas los viejos trucos. Prue­bas con algunos nuevos. Te arriesgas y confías en que todo saldrá bien. Y los grandes fracasos son, por supuesto, tan divertidos como los grandes éxitos.

Recuerdo esa noche como un maravilloso remolino de tiernas emociones con un matiz de amargura. Sonaban violines, laúdes y tambores; todo el mundo tocaba, bailaba y cantaba como quería. Me atrevería a decir que superamos cualquier jolgorio feérico que podáis imaginar.

Me hicieron muchos regalos. Trip me regaló un puñal con mango de cuero y me dijo que todos los chicos debían tener algo con lo que pudieran hacerse daño. Shandi me regaló una capa pre­ciosa que había hecho ella misma, con un montón de bolsillitos donde esconder mis tesoros. Mis padres me regalaron un laúd, un instrumento precioso de madera lisa y oscura. Tuve que tocar una canción, por supuesto, y Ben cantó conmigo. Como no estaba fa­miliarizado con el instrumento, mis dedos vacilaban un poco so­bre las cuerdas, y Ben se perdió un par de veces buscando las no­tas, pero en general lo hizo bien.

Ben abrió un pequeño barril de aguamiel que reservaba para «una ocasión como esta». Recuerdo su sabor: dulce, amargo y triste, muy acorde con mi estado de ánimo.

Varias personas habían colaborado en la composición de «La balada de Ben, cervecero sublime». Mi padre la recitó con la mis­ma gravedad que si fuera el linaje real de los modeganos, acom­pañándose de un arpa pequeña. Todos se desternillaron de risa, y Ben rió más que nadie.

En mitad de la fiesta, mi madre me agarró y me hizo bailar con ella describiendo un amplio círculo. Su risa resonaba como la mú­sica transportada por el viento. Su cabello y su falda giraban alrededor de mí mientras ella daba vueltas y vueltas. Desprendía un olor reconfortante, un olor que solo tienen las madres. Ese olor, y el fugaz y risueño beso que me dio, me ayudaron más que todas las diversiones a soportar el dolor de la partida de Ben.

Shandi se ofreció para hacerle un baile especial a Ben, pero solo si accedía a entrar en su tienda. Yo nunca había visto a Ben rubori­zarse. Vaciló un momento, y cuando rechazó la invitación, quedó claro que le costó tanto hacerlo como le habría costado arrancarse el alma. Shandi protestó e hizo pucheros; dijo que llevaba mucho tiempo practicando. Al final lo metió a rastras en su tienda, y su de­saparición fue acompañada del aplauso de toda la troupe.

Trip y Teren protagonizaron un combate de esgrima; en parte era una exhibición del manejo de la espada, pero incluía un soli­loquio teatral (por parte de Teren) y una serie de payasadas que estoy seguro que Trip debió de improvisar. Se metieron por todo el campamento con sus chanzas. Durante el curso del combate, Trip consiguió romper su espada, esconderse bajo el vestido de una dama, defenderse con una salchicha y realizar unas acroba­cias tan fantásticas que fue un milagro que no sufriera ninguna le­sión grave. Aunque se le rajaron los pantalones por detrás.

Dax se quemó cuando lanzaba fuego por la boca; solo se cha­muscó un poco la barba, pero su orgullo se resintió. Se recuperó rápidamente gracias a las tiernas atenciones de Ben, que le llevó una taza de aguamiel y le recordó que no todo el mundo estaba destinado a tener cejas.

Mis padres cantaron «La balada de sir Savien Traliard». Como casi todas las grandes canciones, la de sir Savien la había com­puesto Illien, y todo el mundo la consideraba su obra maestra.

Es una canción muy bonita, y me lo pareció más porque solo había oído a mi padre cantarla entera unas cuantas veces. Es en­demoniadamente complicada, y seguramente mi padre era el úni­co de la troupe que podía hacerle justicia. Aunque no se le notó mucho, yo sabía que era muy difícil incluso para él. Mi madre cantó la segunda voz con una voz débil y cadenciosa. Hasta el fue­go parecía más tenue cada vez que hacían una pausa para respirar. Sentí que mi corazón se elevaba y descendía. Lloré tanto por la belleza de aquellas dos voces, tan perfectamente armonizadas, como por la tragedia que narraba la canción.

Sí, al final lloré. Lloré aquel día, y he llorado siempre desde en­tonces. Hasta una lectura en voz alta de la historia me arranca las lágrimas. En mi opinión, cualquiera que no se emocione con ella no es del todo humano.

Cuando mis padres terminaron de cantar hubo unos momen­tos de silencio que todos aprovecharon para enjugarse las lágri­mas y sonarse la nariz. Entonces, tras un conveniente periodo de recuperación, alguien gritó:

—¡Lanre! ¡Lanre!

Otras voces se hicieron eco de aquel grito:

—¡Sí, Lanre!

Mi padre esbozó una sonrisa sardónica y negó con la cabeza. Nunca cantaba un fragmento de una canción si no estaba acabada.

—¡Vamos, Arl! —gritó Shandi—. Ya le has dado muchas vueltas al guiso. ¡Saca un poco del cazo!

Mi padre volvió a negar con la cabeza, sin dejar de sonreír.

—Todavía no está lista. —Se agachó y, con cuidado, guardó el laúd en su estuche.

—Solo unos versos, Arliden —insistió Teren.

—Sí, hazlo por Ben. No es justo que haya tenido que oírte ha­blar de ella todo este tiempo y que...

—... a saber qué hacías en el carromato con tu esposa si no...

—¡Cántala!

—¡Lanre!

Trip organizó rápidamente a toda la troupe y la convirtió en un gran coro que no paraba de bramar; mi padre consiguió soportar aquella situación durante casi un minuto, antes de agacharse y sa­car su laúd del estuche. Todos aplaudieron.

El público se calló en cuanto mi padre volvió a sentarse. Afinó un par de cuerdas, a pesar de que acababa de guardar el instru­mento. Dobló los dedos, tanteó unas cuantas notas y se puso a to­car la canción con tanta suavidad que no me di cuenta de que ha­bía empezado. Entonces la voz de mi padre sonó por encima del subir y bajar de la música:



Sentaos y prestad atención, pues voy a cantar

una historia en tiempos remotos forjada

y ya olvidada. La historia de un hombre.

El orgulloso Lanre, fuerte como la primavera,

como el acero de la espada que empuñaba.

Os contaré cómo luchó, cayó y se levantó,

para caer de nuevo. Esta vez en las sombras.

Lo abatió el amor: el amor a su tierra natal

y a su esposa Lyra, cuya llamada dicen algunos que atendió,

traspasando las puertas de la muerte

para pronunciar su nombre con renacido aliento.



Mi padre aspiró e hizo una pausa, con la boca abierta como si fuera a continuar. Entonces una amplia y picara sonrisa iluminó su cara; se agachó y guardó su laúd. Hubo protestas y muestras de indignación, pero todos sabían que podían considerarse afortuna­dos por haber oído los pocos versos que mi padre había cantado. Entonces alguien se puso a tocar una canción para bailar, y las protestas se apagaron.

Mis padres bailaron juntos; mi madre con la cabeza apoyada en el pecho de mi padre. Ambos tenían los ojos cerrados y parecían perfectamente satisfechos. Si encuentras a una persona así, alguien a quien puedas abrazar y con la que puedas cerrar los ojos a todo lo demás, puedes considerarte muy afortunado. Aunque solo dure un minuto, o un día. Después de tantos años, esa imagen de mis padres meciéndose suavemente al son de la música es, para mí, la imagen del amor.

Después, Ben bailó con mi madre; sus pasos eran seguros y majestuosos. Me impresionó lo guapos que estaban juntos. Ben, viejo, canoso y corpulento, con la cara surcada de arrugas y las cejas chamuscadas. Mi madre, delgada, fresca y radiante, páli­da y con el cutis liso a la luz del fuego. Se complementaban estu­pendamente. Me dolió pensar que quizá jamás volviera a verlos juntos.

Empezaba a clarear por el este. Nos congregamos todos para despedirnos.

No recuerdo qué le dije antes de separarnos. Sé que me pareció deplorable e inadecuado, pero supe que él lo entendería. Ben me hizo prometer que no me metería en líos tonteando con las cosas que él me había enseñado.

Se agachó y me dio un abrazo; luego me alborotó el cabello. Ni siquiera me importó. Como represalia, intenté alisarle las cejas, algo que siempre había querido hacer.

La expresión de sorpresa de Ben fue maravillosa. Volvió a abrazarme, y entonces se apartó de mí.

Mis padres prometieron pasar por el pueblo siempre que la troupe se encontrara por la zona. Todos los miembros de la trou­pe dijeron que no necesitarían que les insistieran mucho. Pero, pese a ser muy joven, yo sabía la verdad. Pasaría mucho tiempo antes que volviera a ver a Ben. Años.

No recuerdo habernos puesto en marcha esa mañana, pero sí recuerdo que intenté dormir y que me sentía muy solo. Mi única compañía era un dolor sordo y agridulce.





Cuando desperté, a última hora de la tarde, encontré un paquete a mi lado. Estaba envuelto con arpillera y atado con un cordel, y había un pedazo de papel con mi nombre enganchado, agitándo­se al viento como una banderita.

Desenvolví el paquete y reconocí la cubierta del libro. Era Re­tórica y lógica, el libro que Ben había utilizado para enseñarme a polemizar. Era el único libro de su pequeña biblioteca, compues­ta por una docena de volúmenes, que yo no había leído de cabo a rabo. Y yo lo odiaba.

Lo abrí y vi que había algo escrito en la guarda. Rezaba:



Kvothe:

Defiéndete bien en la Universidad. Haz que esté orgulloso de ti. Recuerda la canción de tu padre. Ten cuidado con el delirio. Tu amigo,

Abenthy



Ben y yo nunca habíamos hablado de la posibilidad de que yo fuera a la Universidad. Yo soñaba con estudiar allí algún día, por supuesto. Pero eran sueños que no me atrevía a compartir con mis padres. Estudiar en la Universidad significaría dejarles a ellos, a la troupe, a todos y todo lo que constituía mi mundo.

La verdad es que era una idea aterradora. ¿Cómo sería insta­larme en un sitio, no para pasar una noche ni un ciclo, sino meses, quizá años? No volver a actuar. No hacer acrobacias con Trip, ni interpretar al joven y engreído hijo del noble en Tres peniques por un deseo. No volver a viajar en carromato. No tener a nadie con quien cantar.

Yo nunca había dicho nada en voz alta, pero Ben debía de sa­ber todo eso. Releí sus palabras, lloré un poco y le prometí que lo haría lo mejor que pudiera.





16

Esperanza


En los meses siguientes, mis padres hicieron todo lo posible para llenar el vacío de la ausencia de Ben; se ocuparon de que los otros artistas colmaran mi tiempo de manera productiva para que no me deprimiera.

Veréis, en la troupe la edad no tenía ninguna importancia. Si eras lo bastante fuerte para ensillar los caballos, ensillabas los ca­ballos. Si eras rápido con las manos, hacías malabares. Si ibas bien afeitado y te sentaba bien el traje, interpretabas a lady Reythiel en El porquero y el ruiseñor. En general, las cosas eran así de sen­cillas.

Así que Trip me enseñó a contar chistes y a dar volteretas. Shandi me enseñó los bailes finos de media docena de países. Teren me midió comparándome con su espada y decidió que ya era lo bastante alto para aprender los fundamentos de la esgrima. No lo bas­tante alto para pelear de verdad, puntualizó, pero sí lo suficiente para hacer una actuación digna en el escenario.

Los caminos estaban bien en esa época del año, de modo que avanzábamos a buen ritmo hacia el norte de la Mancomunidad: recorríamos veinticinco o treinta kilómetros diarios en busca de pueblos donde actuar. Ahora que Ben nos había dejado, yo viajaba casi siempre en el carromato de mi padre, que empezó a instruirme de manera más formal para los escenarios.

Yo ya sabía muchas cosas, por supuesto. Pero lo que había ido aprendiendo era un batiburrillo. Mi padre se propuso enseñarme de forma sistemática los verdaderos mecanismos del oficio de actor. Cómo pequeños cambios en la entonación o en la postura ha­cen que un hombre parezca torpe, ladino o bobo.

Por último, mi madre empezó a enseñarme a comportarme en sociedad. Yo ya tenía algunas nociones, que había aprendido en nuestras poco frecuentes estancias en casa del barón Greyfallow, y creía que ya era bastante refinado sin necesidad de memorizar fórmulas de cortesía, modales en la mesa y las enmarañadas jerar­quías de la nobleza. Tal cual se lo dije a mi madre.

—¿A quién le importa si un vizconde modegano está por enci­ma de un spara-thain víntico? —protesté—. ¿Y a quién le impor­ta si a uno hay que llamarlo «excelencia» y al otro «señor»?

—Les importa a ellos —contestó mi madre con firmeza—. Si actúas para ellos, necesitas comportarte con dignidad y aprender a no meter el codo en la sopa.

—A padre no le importa qué tenedor tiene que usar ni quién está jerárquicamente por encima a quién.

Mi madre frunció el ceño y entrecerró los ojos.

—Quién está por encima de quién —me corregí.

—Tu padre sabe más de lo que parece —replicó mi madre—. Y lo que no sabe lo disimula gracias a su considerable encanto. Así es como se salva. —Me cogió la barbilla y me giró la cabeza hacia ella. Sus ojos eran verdes con un cerco dorado junto a la pu­pila—. ¿Te contentas con salvarte? ¿O quieres que esté orgullosa de ti?

Esa pregunta solo tenía una respuesta. Una vez que me puse a trabajar en serio para aprender aquellas cosas, comprobé que no eran más que otra clase de teatro. Otro guión. Mi madre compo­nía poemas para ayudarme a recordar los elementos más dispara­tados de la etiqueta. Y juntos escribimos una cancioncilla obscena titulada «El pontífice siempre está debajo de la reina». Nos pasa­mos todo un mes riéndonos con ella, y mi madre me prohibió ex­presamente cantársela a mi padre, porque cualquier día podía ocurrírsele tocarla delante de quien no debía y podía ponernos a todos en una situación comprometida.





—¡Árbol! —El grito se oyó a lo lejos—. ¡Roble del tres!

Mi padre interrumpió el monólogo que estaba recitándome y dio un suspiro de irritación.

—Ya veo que hoy tendremos que quedarnos aquí —masculló mirando al cielo.

—¿Por qué paramos? —preguntó mi madre desde el interior del carromato.

—Otro árbol en el camino —expliqué.

—Hay que ver... —dijo mi padre mientras maniobraba para si­tuar el carromato en el margen del camino—. ¿Esto es un camino real o no? Se diría que somos los únicos que lo utilizamos. ¿Cuán­to tiempo ha pasado desde aquella tormenta? ¿Dos ciclos?

—No tanto —dije—. Dieciséis días.

—¡Y todavía hay árboles bloqueando el camino! Me pare­ce que voy a enviar al consulado una factura por cada árbol que hemos tenido que cortar y apartar del camino. Esto nos va a re­trasar tres horas más. —Saltó del carromato en cuanto este se detuvo.

—No te enfades —dijo mi madre bajando del carromato por la parte trasera—. Así podremos hacer algo caliente... —le lanzó a mi padre una mirada expresiva— para comer. Es una lata tener que pasar con lo que puedes pillar al final de la jornada. El cuer­po necesita algo más.

El humor de mi padre se templó considerablemente.

—También es verdad —concedió.

—Corazón —me dijo mi madre—, ¿por qué no vas a buscarme un poco de salvia?

—No sé si crece salvia por aquí —dije con la dosis adecuada de incertidumbre.

—Por probar no se pierde nada —dijo ella, con razón. Miró a mi padre con el rabillo del ojo—. Si la encuentras, trae toda la que puedas y la secaremos.

Como de costumbre, si encontraba o no lo que tenía que bus­car no importaba mucho.

Yo solía alejarme de la troupe a última hora de la tarde. Siem­pre tenía que hacer algún encargo mientras mis padres preparaban la cena. Pero en realidad eso solo era una excusa para sepa­rarnos un rato. En el camino es difícil encontrar momentos de in­timidad, y ellos los necesitaban tanto como yo. Así que si yo tar­daba una hora en reunir un montón de leña, a mis padres no les importaba. Y si, cuando volvía, ellos no habían empezado a pre­parar la cena... Bueno, estaban en su derecho, ¿no?

Espero que pasaran esas últimas horas a gusto. Espero que no las malgastaran en tareas tontas como encender el fuego o trocear las verduras para la cena. Espero que cantaran juntos, como solían hacer. Espero que se retiraran a nuestro carromato y que pasasen un rato el uno en los brazos del otro. Espero que después se tum­baran lado a lado y hablasen en voz baja de cosas sin importancia. Espero que estuvieran juntos, amándose el uno al otro, hasta que llegó el final.

Es una esperanza pequeña, y en realidad absurda, porque de todas formas están muertos.

Pero yo lo espero.

Pasemos por alto el rato que pasé solo en el bosque esa tarde, ju­gando a juegos que los niños inventan para distraerse. Fueron las últimas horas despreocupadas de mi vida. Los últimos momentos de mi infancia.





Pasemos por alto mi regreso al campamento cuando empezaba a ponerse el sol. La imagen de los cadáveres esparcidos por el sue­lo como muñecas rotas. El olor a sangre y a pelo quemado. Cómo me paseé sin rumbo por allí, demasiado desorientado para sentir verdadero pánico, conmocionado y petrificado de miedo.

De hecho, me gustaría pasar por alto todo lo que ocurrió aque­lla noche. Os ahorraría los detalles si no fueran necesarios para la historia. Pero son vitales. Son el eje sobre el que pivota la historia, como una puerta que se abre. En cierto sentido, aquí es donde em­pieza la historia.

Así que vamos allá.





Había nubes de humo suspendidas en el aire. Reinaba el silencio, como si todos los miembros de la troupe aguzaran el oído para oír algo. Como si todos contuvieran la respiración. Una débil brisa agitó las hojas de los árboles y empujó una nube de humo hacia mí. Salí del bosque y me adentré en el humo, en dirección al cam­pamento.

Salí de la nube de humo y me froté los ojos, que me escocían. Miré alrededor y vi la tienda de Trip medio derrumbada sobre un fuego. La lona, pisoteada, ardía de manera irregular, y el humo, acre y gris, se mantenía cerca del suelo.

Vi el cadáver de Teren junto a su carromato, con la espada rota en la mano. Tenía la ropa, de color verde y gris, empapada y teñi­da de rojo. Una pierna se le torcía en un ángulo absurdo, y el hue­so, roto y muy blanco, sobresalía de la piel.

Me quedé inmóvil, incapaz de apartar la vista de Teren, de su camisa gris, de su roja sangre, de su blanco hueso. Lo miraba como si fuera un dibujo de un libro que tratara de comprender. Tenía todo el cuerpo entumecido. Era como si tratara de pensar a través de una masa de jarabe.

Una pequeña parte de mi mente, que todavía razonaba, com­prendió que estaba conmocionado. Me lo repetí una y otra vez. Puse en práctica las enseñanzas de Ben. No quería pensar en lo que estaba viendo. No quería saber qué había pasado allí. No quería saber qué significaba todo aquello.

Al cabo de un rato, no sé cuánto, una voluta de humo entró en mi campo de visión. Me senté junto al fuego más cercano, aturdi­do. Era el fuego de Shandi, y tenía colgado un pequeño cazo don­de hervían unas patatas; era un elemento extrañamente familiar en medio del caos.

Me concentré en el hervidor. Algo normal. Con un palo, pinché las patatas y vi que ya estaban cocidas. Normal. Levanté el hervi­dor del fuego y lo puse en el suelo, junto al cadáver de Shandi. Shandi tenía la ropa hecha jirones. Intenté apartarle el pelo de la cara y se me manchó la mano de sangre. La luz del fuego se refle­jó en sus ojos, fijos e inexpresivos.

Me quedé plantado mirando alrededor sin saber qué hacer. La tienda de Trip ya estaba completamente en llamas, y el carromato de Shandi tenía una rueda en el fuego de Marión. Las llamas esta­ban teñidas de azul, y conferían a la escena un aire de ensueño, irreal.

Oí voces. Me asomé por detrás del carromato de Shandi y vi a unos desconocidos, hombres y mujeres, sentados alrededor de un fuego. El fuego de mis padres. Sentí mareo y estiré un brazo para sujetarme a la rueda del carromato. Cuando la así, las bandas de hierro que reforzaban la rueda se deshicieron en mi mano, descas-carillándose y formando ásperas virutas de óxido marrón. Cuan­do retiré la mano, la rueda chirrió y empezó a romperse. Me apar­té al ver que cedía, y el carromato se derrumbó, como si la madera estuviera tan podrida como la de un viejo tocón.

Ya nada se interponía entre el fuego y yo. Uno de los hombres dio una voltereta hacia atrás y se puso en pie, con la espada en la mano. Su movimiento me recordó al mercurio cayendo de una ja­rra sobre una mesa: ágil y fluido. La expresión de su cara era de concentración, pero su cuerpo estaba relajado, como si acabara de levantarse y desperezarse.

Su espada era pálida y elegante. Al moverse, hendía el aire pro­duciendo un débil zumbido. Me recordó al silencio que reina en los días más fríos del invierno, cuando duele respirar y todo está en calma.

El individuo estaba a dos docenas de pasos de mí, pero yo lo veía perfectamente bajo la luz del ocaso. Lo recuerdo tan clara­mente como recuerdo a mi madre, y a veces mejor. Tenía la cara estrecha y afilada, con la belleza perfecta de la porcelana. Llevaba el pelo por los hombros, y los rizos sueltos, del color de la escar­cha, enmarcaban su cara. Era un ser de una palidez invernal. Todo en él era frío, afilado y blanco.

Excepto sus ojos. Tenía los ojos negros como los de una cabra, pero sin iris. Sus ojos eran como su espada: no reflejaban la luz del fuego ni la del sol poniente.

Al verme, se relajó. Bajó la punta de la espada y sonrió mos­trando unos dientes impecables. Tenía una expresión de pesa­dilla. Una punzada de sentimiento penetró en la confusión que me rodeaba como una gruesa manta protectora y a la que me aferraba. Algo metió ambas manos en mi pecho y me lo compri­mió. Creo que fue la primera vez en mi vida que sentí verdade­ro miedo.

Junto al fuego, un hombre calvo con barba gris soltó una ri­sotada.

—Por lo visto nos hemos dejado un conejito. Ten cuidado, Ceniza; podría tener los dientes afilados.

El tal Ceniza envainó la espada, que produjo un sonido pa­recido al de un árbol que cruje bajo el peso del hielo en invier­no. Se arrodilló, manteniendo las distancias. De nuevo me recor­dó al movimiento del mercurio. Ahora tenía la cabeza a la misma altura que la mía, y sus ojos, negros y mates, denotaban preocu­pación.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

Me quedé allí plantado, mudo. Paralizado como un cervato asustado.

Ceniza suspiró y miró un momento al suelo. Cuando volvió a mirarme, vi compasión en aquellos ojos vacíos.

—Dime, muchacho —insistió—, ¿dónde están tus padres? —Me sostuvo un momento la mirada y luego miró por encima del hombro hacia el fuego donde estaban sentados los otros—. ¿Al­guien sabe dónde están sus padres?

Algunos soltaron risitas tensas y crispadas, como si acabaran de contarles un chiste buenísimo. Un par de ellos rieron abierta­mente. Ceniza se volvió hacia mí, y la compasión desapareció de golpe de su rostro, como si se le hubiera roto una máscara, dejan­do solo aquella sonrisa de pesadilla.

—¿Es este el fuego de tus padres? —me preguntó con un terri­ble placer en la voz.

Asentí como atontado.

Su sonrisa se borró lentamente. Me miró con fijeza, con gesto inexpresivo. Con voz queda, fría y afilada, dijo:

—Sé de unos padres que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar.

—Ceniza. —Una fría voz llegó de donde estaba el fuego.

Ceniza entornó los ojos con irritación.

—¿Qué? —susurró.

—Me estás causando contrariedad. Ese no ha hecho nada. En­víalo a la blanda e indolora manta de su sueño. —La voz se atas­có ligeramente en la última palabra, como si le costara pronun­ciarla.

El que había hablado era un hombre que estaba a cierta dis­tancia de los demás, rodeado de sombras, más allá de la zona ilu­minada por el fuego. Pese a que todavía había luz en el cielo y no había nada entre el fuego y donde él estaba sentado, las sombras se derramaban alrededor de él como una mancha de espeso acei­te. El fuego chisporroteaba y crepitaba, vivo y caliente, teñido de azul, pero su luz no lo alcanzaba. Esas sombras eran más densas alrededor de su cabeza. Atisbé una casulla como las que llevan al­gunos monjes, pero debajo las sombras eran tan profundas que era como mirar en el interior de un pozo a medianoche.

Ceniza miró un momento al hombre que estaba envuelto en sombras y luego se dio la vuelta.

—Sois un excelente centinela, Haliax —le espetó.

—Y tú pareces haber olvidado nuestro propósito —le contestó el hombre, con una voz más afilada—. ¿O acaso tu propósito di­fiere del mío? —Las últimas palabras las articuló con cuidado, como si encerraran un significado especial.

La arrogancia de Ceniza se desvaneció en un instante, como el agua vertida de un cubo.

—No —dijo volviéndose hacia el fuego—. No, por supuesto que no.

—Me alegro. No me gustaría que nuestra larga amistad llega­ra a su fin.

—A mí tampoco.

—Recuérdame cuál es nuestra relación, Ceniza —dijo el hom­bre envuelto en sombras, y la ira impregnó el tono paciente de su voz.

—Yo... estoy a vuestras órdenes... —dijo Ceniza, e hizo un ges­to apaciguador.

—Eres una herramienta en mi mano —le interrumpió el hombre envuelto en sombras sin brusquedad—. Nada más que eso.

Un atisbo de desafío asomó a la expresión de Ceniza. Hizo una pausa y dijo:

—Yo...

La débil voz se volvió dura como una barra de acero de Ramston:

—Férula.

La agilidad mercúrica de Ceniza desapareció. Se tambaleó; de pronto su cuerpo estaba rígido de dolor.

—Eres una herramienta en mi mano —repitió la voz—. Dilo.

Ceniza apretó un momento la mandíbula, rabioso; entonces se convulsionó y gritó. Parecía más un animal herido que un hombre.

—Soy una herramienta en vuestra mano —dijo jadeando.

—Lord Haliax.

—Soy una herramienta en vuestra mano, lord Haliax —se corrigió Ceniza al mismo tiempo que caía, temblando, de ro­dillas.

—¿Quién conoce los giros internos de tu nombre, Ceniza? —Pro­nunció esas palabras con lentitud y paciencia, como un maestro de escuela que recita una lección olvidada.

Ceniza se abrazó la cintura con brazos temblorosos y se encor­vó cerrando los ojos.

—Vos, lord Haliax.

—¿Quién te protege de los Amyr? ¿De los cantantes? ¿De los Sithe? ¿De todo lo que podría hacerte daño? —preguntó Haliax con serenidad y cortesía, como si sintiera verdadera curiosidad por la respuesta.

—Vos, lord Haliax. —La voz de Ceniza era una brizna de dolor.

—Y ¿a qué propósito sirves?

—Al vuestro, lord Haliax —contestó Ceniza con voz estrangu­lada—. Al vuestro. A ningún otro. —La tensión desapareció de la atmósfera, y de pronto el cuerpo de Ceniza se quedó inerte. Cayó hacia delante sobre las manos, y unas gotas de sudor resbalaron de su cara y golpearon el suelo como gotas de lluvia. El blanco ca­bello colgaba, lacio, alrededor de su cara—. Gracias, señor —dijo jadeando—. No volveré a olvidarlo.

—Lo harás. Te gustan demasiado tus pequeños actos de cruel­dad. Os gustan a todos. —El encapuchado miró a cada una de las figuras que estaban sentadas alrededor del fuego. Todos se rebu­lleron, incómodos—. Me alegro de haber decidido acompañaros hoy. Os estáis desviando, os estáis permitiendo muchos caprichos. Algunos de vosotros parecéis haber olvidado qué es lo que busca­mos, qué es lo que perseguimos. —Los que estaban sentados alre­dedor del fuego se revolvieron, intranquilos.

El encapuchado volvió a mirar a Ceniza.

—Pero tienes mi perdón. De no ser por estos recordatorios, quizá sería yo quien olvidaría. —Las últimas palabras las dijo con rabia—. Y ahora, acaba con... —Su fría voz se apagó mientras la capucha se alzaba lentamente hacia el cielo. Se produjo un silen­cio de expectación.

Los que estaban sentados alrededor del fuego se quedaron completamente quietos, muy concentrados. Todos echaban la ca­beza atrás a la vez, como si miraran el mismo punto de la bóveda celeste. Como si trataran de captar el aroma de algo en el viento.

De pronto tuve la impresión de que me observaban. Noté una tensión, un sutil cambio en la textura del aire. Me concentré en eso, agradecido por aquella distracción, contento de tener algo que me impidiese pensar claramente aunque solo fuera unos se­gundos más.

—Vienen —dijo Haliax con voz queda. Se levantó, y las som­bras se arremolinaron hacia fuera como una oscura niebla—. Rá­pido. Acercaos a mí.

Los otros se levantaron. Ceniza se puso en pie con dificultad y dio unos pasos, tambaleándose, hacia el fuego.

Haliax abrió los brazos, y la sombra que lo rodeaba se expan­dió como una flor que se abre. Entonces los demás se volvieron con una facilidad estudiada y dieron un paso hacia Haliax, hacia la sombra que lo envolvía. Pero al poner el pie en el suelo, su mo­vimiento se hizo más lento, y suavemente, como si estuvieran hechos de arena y el viento soplara sobre ellos, se desvanecieron. Solo Ceniza giró la cabeza, y había ira en aquellos ojos de pesa­dilla.

Desaparecieron.





No voy a aburriros con una descripción detallada de lo que pasó a continuación. De cómo corrí de un cadáver a otro, frenético, buscando en ellos alguna señal de vida como me había enseñado Ben. De mis inútiles intentos de cavar una tumba. De cómo arañé la tierra hasta que se me quedaron los dedos ensangrentados y en carne viva. De cómo encontré a mis padres...

Encontré nuestro carromato cuando ya era noche cerrada. Nuestro caballo lo había arrastrado casi un centenar de metros por el camino antes de morir. Dentro todo estaba en orden y tran­quilo. Me sorprendió comprobar cuánto olía a ellos dos en la par­te de atrás.

Encendí todas las lámparas y todas las velas que encontré en el carromato. La luz no me reconfortaba, pero al menos tenía el dorado sincero del fuego de verdad, y no aquel tono azulado. Cogí el estuche del laúd de mi padre. Me tumbé en la cama de mis padres con el laúd a mi lado. La almohada de mi madre olía a su cabello, a sus abrazos. No tenía intención de dormir, pero el sue­ño me venció.

Desperté tosiendo, rodeado de llamas. Habían sido las velas, claro. Todavía atontado, conmocionado, metí unas cuantas cosas en una bolsa. Lento, desorientado y sin miedo, saqué el libro de Ben de debajo de mi colchón en llamas. ¿Cómo iba a asustarme ya un simple incendio?

Metí el laúd de mi padre en el estuche. Sentí como si estuviera robando, pero no se me ocurría nada más que pudiera recordar­me a mis padres. Sus manos habían acariciado esa madera miles de veces.

Entonces me marché. Me adentré en el bosque y seguí cami­nando hasta que el amanecer empezó a iluminar el horizonte por el este. Cuando los pájaros empezaron a cantar, me detuve y dejé mi bolsa en el suelo. Saqué el laúd de mi padre, lo sujeté contra mi cuerpo y me puse a tocar.

Me dolían los dedos, pero toqué de todas formas. Toqué hasta que me sangraron los dedos. Toqué hasta que el sol brilló a través de los árboles. Toqué hasta que me dolieron los brazos. Toqué, in­tentando no recordar, hasta que me quedé dormido.






17

Interludio: otoño


Kvothe levantó una mano para indicar a Cronista que iba a ha­cer una pausa; luego se volvió hacia su pupilo y, frunciendo el ceño, dijo:

—Deja de mirarme así, Bast.

Bast estaba a punto de llorar.

—No sabía nada, Reshi —dijo con voz estrangulada.

Kvothe hizo un ademán, como si cortara el aire con el filo de la mano.

—No tenías por qué saber nada, Bast, y tampoco hay motivo para exagerar.

—Pero Reshi...

Kvothe miró a su pupilo con severidad.

—¿Qué, Bast? ¿Tengo que llorar y mesarme el pelo? ¿Maldecir a Tehlu y a sus ángeles? ¿Darme golpes en el pecho? No. Eso es drama barato. —Su expresión se suavizó un tanto—. Agradezco tu preocupación, pero esto no es más que una parte de la historia, ni siquiera la peor parte, y no os la estoy contando para cosechar vuestra simpatía.

Kvothe apartó la silla de la mesa y se levantó.

—Además, todo eso pasó hace mucho tiempo —dijo quitán­dole importancia con un, ademán—. Ya sabes lo que dicen: el tiem­po todo lo cura.

Se frotó las manos y prosiguió:

—Bueno, voy a buscar suficiente leña para calentarnos el resto de la noche. Todo parece indicar que va a hacer frío. Mientras estoy fuera, podríais hornear un par de hogazas e intentar serenaros. Me niego a contar el resto de esta historia si seguís mirándome con esos ojos de vaca.

Dicho eso, Kvothe fue detrás de la barra y atravesó la cocina hasta llegar a la puerta trasera de la posada.

Bast se frotó los ojos.

—Mientras esté ocupado estará bien —dijo en voz baja.

—¿Cómo dices? —preguntó Cronista. Se revolvió en el asiento, como si quisiera ponerse en pie y no encontrase una forma educa­da de disculparse.

Bast compuso una amable sonrisa; sus ojos volvían a ser de un azul humano.

—Me emocioné mucho cuando me enteré de quién eras, y de que él iba a contar su historia. Últimamente ha estado de un humor muy sombrío, y no había forma de animarlo; no tenía otra cosa que hacer que sentarse y cavilar. Estoy seguro de que recordar los buenos tiempos le hará... —Bast hizo una mueca—. Creo que no estoy diciendo lo que quería decir. Te pido disculpas por lo que ha pasado antes. Estaba ofuscado.

—N-no —balbuceó Cronista—. Soy yo quien... Fue culpa mía. Lo siento.

Bast sacudió la cabeza.

—Es lógico que te sorprendieras, y solo intentaste vincularme. —Compuso un gesto de dolor—. No es que me guste, a ver si me explico. Es como si te dieran una patada en la entrepierna, solo que notas el dolor en todo el cuerpo. Te sientes débil y mareado, pero es solo dolor. No me has hecho ninguna herida. —Bast pare­cía turbado—. Yo estaba dispuesto a llegar más lejos. Podría ha­berte matado antes de pararme a pensarlo.

Antes de que se produjera un tenso silencio, Cronista dijo:

—¿Por qué no aceptamos lo que ha dicho Kvothe, que ambos hemos sido víctimas de una idiotez cegadora, y lo dejamos así? —Cronista esbozó una tímida sonrisa, sincera a pesar de las cir­cunstancias—. ¿En paces? —Extendió una mano.

—En paces. —Se estrecharon las manos, con mucho más afec­to que la primera vez. Cuando Bast estiró el brazo sobre la mesa, se le subió la manga y esta reveló un cardenal alrededor de la muñeca.

Bast tiró del puño de la camisa hacia abajo para taparse la mu­ñeca.

—Es de cuando me ha agarrado —se apresuró a decir—. Es más fuerte de lo que parece. No se lo digas. Eso solo le haría sen­tirse mal.





Kvothe salió de la cocina y cerró la puerta. Miró alrededor y pa­reció sorprenderle encontrar una templada tarde de otoño y no el bosque primaveral de su historia. Levantó las varas de una carre­tilla y la llevó hacia el bosque que había detrás de la posada. Sus pies hacían crujir las hojas caídas.

No muy lejos, entre los árboles, estaba la reserva de leña para el invierno. Los leños de roble y de fresno se amontonaban for­mando altas y torcidas paredes entre los troncos de los árboles. Kvothe puso en la carretilla dos leños que al golpear el fondo pro­dujeron un sonido parecido al de un tambor amortiguado. Luego tiró otros dos. Sus movimientos eran precisos; su gesto, inexpresi­vo; y tenía la mirada ausente.

Siguió cargando la carretilla. Cada vez se movía más despacio, como una máquina que va quedándose sin cuerda. Al final paró del todo y se quedó un largo minuto de pie, inmóvil como una es­tatua. Entonces se derrumbó. Y aunque no había allí nadie que pudiera verlo, se tapó la cara con las manos y lloró en silencio, y una oleada tras otra de profundos y silenciosos sollozos sacudie­ron su cuerpo.





18

Caminos a lugares seguros


Quizá la mayor facultad que posee nuestra mente sea la capa­cidad de sobrellevar el dolor. El pensamiento clásico nos en­seña las cuatro puertas de la mente, por las que cada uno pasa se­gún sus necesidades.

La primera es la puerta del sueño. El sueño nos ofrece un refu­gio del mundo y de todo su dolor. El sueño marca el paso del tiem­po y nos proporciona distancia de las cosas que nos han hecho daño. Cuando una persona resulta herida, suele perder el conoci­miento. Y cuando alguien recibe una noticia traumática, suele desvanecerse o desmayarse. Así es como la mente se protege del dolor: pasando por la primera puerta.

La segunda es la puerta del olvido. Algunas heridas son dema­siado profundas para curarse, o para curarse deprisa. Además, mu­chos recuerdos son dolorosos, y no hay curación posible. El dicho de que «el tiempo todo lo cura» es falso. El tiempo cura la mayo­ría de las heridas. El resto están escondidas detrás de esa puerta.

La tercera es la puerta de la locura. A veces, la mente recibe un golpe tan brutal que se esconde en la demencia. Puede parecer que eso no sea beneficioso, pero lo es. A veces, la realidad es solo dolor, y para huir de ese dolor, la mente tiene que abandonar la realidad.

La última puerta es la de la muerte. El último recurso. Después de morir, nada puede hacernos daño, o eso nos han enseñado.





Después de que mataran a mi familia, me adentré en el bosque y dormí. El cuerpo me lo exigía, y mi mente utilizó la primera puer­ta para aliviar el dolor que me embargaba. La herida quedó cu­bierta hasta que llegara el momento propicio para la curación. Era un mecanismo de defensa: una buena parte de mi mente dejó de funcionar. Se apagó, por así decirlo.

Mientras mi mente dormía, gran parte de los detalles doloro­sos del día anterior se escondieron detrás de la segunda puerta: Pero no del todo. No olvidé lo que había pasado, y sin embargo el recuerdo quedó amortiguado, como si lo viera a través de una tu­pida gasa. Si hubiera querido, habría podido recordar las caras de los muertos, la cara de aquel hombre de ojos negros. Pero no que­ría recordar. Empujé esos pensamientos y dejé que acumularan polvo en un rincón de mi mente que utilizaba poco.

Soñé. No con sangre, ojos vidriosos y olor a pelo quemado, sino con cosas más agradables. Y poco a poco, la herida dejó de dolerme...





Soñé que iba por el bosque con Laclith, aquel cazador que había viajado con nuestra troupe cuando yo era más pequeño. Él cami­naba en silencio entre la maleza, mientras que yo hacía más ruido que un buey herido arrastrando un carro volcado.

Tras un largo silencio, me paré para contemplar una planta. Él se me acercó por detrás con sigilo y dijo: «Milenrama. Puedes re­conocerla por el filo de las hojas». Estiró un brazo y acarició sua­vemente las hojas vellosas. Asentí.

«Esto es un sauce. Puedes masticar la corteza para aliviar el do­lor. —'Era amarga y un poco arenosa—. Esto es vedegambre. No toques las hojas. —No lo hice—. Esto es cimífuga. Los frutos son comestibles cuando están rojos, pero nunca cuando están verdes, amarillos o naranjas.

»Así es como tienes que pisar cuando quieras caminar sin hacer ruido. —Lo probé y me dolieron las pantorrillas—. Así es como tienes que apartar silenciosamente la maleza sin dejar se­ñales de tu paso. Aquí es donde encontrarás madera seca. Así es como te proteges de la lluvia cuando no tienes una lona. Eso es paterradícula. Puedes comerla, pero sabe mal. Esto —continuó se­ñalando— es ferularia, y eso, naranjina: no las comas nunca. La que tiene pequeños nudos es burrum. Solo debes comerla si antes has comido ferularia, por ejemplo. Te hará vomitar lo que tengas en el estómago.

»Con este cepo nunca atraparás un conejo. Con este, en cam­bio, sí.» Hizo un lazo con una cuerda, y luego hizo otro diferente.

Mientras veía cómo sus manos manipulaban la cuerda, com­prendí que ya no era Laclith, sino Abenthy. íbamos en el carro­mato, y él me estaba enseñando a hacer nudos de marinero.

«Los nudos son interesantes —comentó Ben—. El nudo puede ser la parte más fuerte o la más débil de la cuerda. Depende por completo de lo bien que lo ates.» Levantó las manos y me mostró un nudo muy complejo que se extendía entre sus dedos.

Le brillaron los ojos.

«¿Alguna pregunta?»

«¿Alguna pregunta?», dijo mi padre. Habíamos parado por­que habíamos encontrado un itinolito. Estaba sentado afinando su laúd; por fin iba a cantarnos su canción a mi madre y a mí. Ha­bíamos esperado mucho ese momento. «¿Alguna pregunta?», re­pitió, sentado con la espalda apoyada en la gran piedra gris.

«¿Por qué nos paramos en las rocas de guía?»

«Sobre todo por tradición. Pero hay gente que dice que seña­laban antiguos caminos... —la voz de mi padre cambió y se con­virtió en la voz de Ben— caminos seguros. A veces, caminos a lu­gares seguros; otras, caminos seguros que conducían a lugares peligrosos. —Ben acercó una mano a la piedra, como si se la ca­lentara junto al fuego—. Pero tienen poder. Eso solo un loco lo ne­garía.»

Entonces Ben ya no estaba, y no había una piedra erguida, sino muchas. Más de las que yo había visto jamás juntas en un sitio. Formaban un doble círculo a mi alrededor. Una piedra estaba apoyada sobre otras dos, formando un arco enorme bajo el que había espesas sombras. Estiré un brazo para tocarla...

Y desperté. Mi mente había cubierto el dolor con los nombres de un centenar de raíces y bayas, cuatro maneras de hacer fuego, nueve cepos hechos con solo un árbol joven y una cuerda, y un truco para encontrar agua potable.

El resto del sueño no me pareció tan interesante. Ben nunca me había enseñado nudos de marinero. Y mi padre no había termi­nado su canción.

Hice inventario de lo que tenía: un saco de lona, un cuchillo pe­queño, un ovillo de cuerda, cera, un penique de cobre, dos ardites de hierro y Retórica y lógica, el libro que me había regalado Ben. Aparte de mi ropa y el laúd de mi padre, no tenía nada más.

Me puse a buscar agua. «Lo primero es el agua —me había di­cho Laclith—. Sin todo lo demás puedes aguantar varios días.» Me fijé en la inclinación del terreno y seguí algunos rastros de ani­males. Para cuando encontré una pequeña charca, alimentada por un manantial, entre unos abedules, el cielo empezaba a teñirse de rojo detrás de los árboles. Estaba muerto de sed, pero fui pruden­te y solo bebí un pequeño sorbo.

Luego recogí leña seca de los huecos de los árboles y de debajo de las copas más espesas. Hice un cepo sencillo. Busqué tallos de balsamaría y me unté las heridas de los dedos con la savia. El es­cozor me ayudó a no recordar cómo me los había lastimado.

Mientras esperaba a que se secara la savia, miré por primera vez alrededor. Los robles y los abedules competían por el espacio. Sus troncos componían un dibujo de luz y oscuridad alternas bajo el toldo formado por las ramas. Un riachuelo salía de la charca, discurría entre unas rocas y se perdía hacia el este. Debía de ser bonito, pero no me di cuenta. No podía darme cuenta. Para mí, los árboles eran un refugio; la maleza, una fuente de alimento; y la charca en que se reflejaba la luz de la luna solo me recordaba la sed que tenía.

También había una gran piedra rectangular, tumbada sobre un lado, cerca de la charca. Unos días atrás, la habría reconocido al instante: era un itinolito. Sin embargo, ahora la veía como un efi­caz cortavientos, algo en lo que apoyar la espalda para dormir.

Vi, a través del toldo de hojas, que habían salido las estrellas. Eso significaba que habían pasado varias horas desde que probara el agua. Como no me había encontrado mal, deduje que debía de ser potable y di un largo sorbo.

En lugar de reanimarme, lo único que conseguí al beber fue darme cuenta de lo hambriento que estaba. Me senté en la piedra, al borde de la charca. Arranqué las hojas de los tallos de balsa­maría y me comí una. Era áspera, rugosa y amarga. Me comí el resto, pero no sirvió de nada. Bebí un poco más de agua y me tum­bé para dormir; no me importaba que la piedra fuera dura y estu­viese fría, o al menos hice como si no me importara.





Desperté, bebí agua y fui a ver el cepo que había puesto. Me sor­prendió encontrar un conejo todavía vivo atrapado en la cuerda. Cogí mi cuchillo y recordé lo que Laclith me había explicado que había que hacer para matar y desollar un conejo. Entonces pensé en la sangre y en lo que sentiría cuando me manchara las manos. Sentí náuseas y vomité. Solté el conejo y volví a la charca.

Bebí un poco más de agua y me senté en la piedra. Estaba un poco mareado, y me pregunté si sería de hambre.

Al cabo de un rato me despejé y me reprendí por lo estúpido que había sido. Vi unas setas que crecían en un árbol muerto y me las comí después de lavarlas en la charca. Eran arenosas y sabían a tierra. Me comí todas las que encontré.

Puse otro cepo, un cepo que matara a la presa. Entonces olí que se avecinaba lluvia y volví al itinolito para hacerle un refugio a mi laúd.







19

Dedos y cuerdas


Al principio era casi como un autómata y realizaba sin pensar las acciones imprescindibles para mantenerme vivo.

Me comí el segundo conejo que atrapé, y el tercero. Encontré unas matas de fresas silvestres. Arranqué raíces. Al final del cuar­to día, tenía cuanto necesitaba para sobrevivir: un hoyo rodeado de piedras donde hacer fuego y un refugio para mi laúd. Incluso había reunido un pequeño montón de alimentos a los que podría recu­rrir en caso de emergencia.

También tenía una cosa que no necesitaba: tiempo. Una vez que me hube ocupado de mis necesidades inmediatas, me di cuenta de que no tenía nada que hacer. Creo que fue entonces cuando una pequeña porción de mi mente empezó a despertar poco a poco.

No os confundáis: ya no era yo mismo. Al menos no era la mis­ma persona que un ciclo atrás. En todo lo que hacía empleaba por entero mi cerebro, para que no quedara ninguna parte desocupa­da, libre para recordar.

Adelgacé y mi aspecto físico empeoró. Dormía bajo la lluvia o bajo el sol, sobre la blanda hierba, sobre la húmeda tierra o so­bre las piedras con una indiferencia que solo el sufrimiento pue­de proporcionar. Únicamente me fijaba en mi entorno cuando llovía, porque entonces no podía sacar mi laúd para tocar, y eso me dolía.

Claro que tocaba. Tocar era mi único consuelo.

Hacia finales del primer mes, se me habían formado unos ca­llos duros como piedras en los dedos y podía tocar durante horas seguidas. Tocaba y volvía a tocar todas las canciones que sabía de memoria. Luego empecé a tocar también las canciones que re­cordaba a medias, llenando como podía las partes que había ol­vidado.

Al final podía tocar desde que despertaba hasta que me dor­mía. Dejé de tocar las canciones que ya sabía y empecé a inven­tarme otras. Antes ya había compuesto canciones; incluso había ayudado a mi padre a componer un verso o dos. Pero ahora le de­diqué toda mi atención. Algunas de esas canciones me han acom­pañado hasta hoy.

Poco después empecé a tocar... ¿cómo podría describirlo?

Empecé a tocar otra cosa que no eran canciones. Cuando el sol calienta la hierba y la brisa te refresca, sientes algo especial, y yo tocaba hasta que conseguía expresar ese sentimiento. Tocaba has­ta que la música sonaba a «Hierba tibia y brisa fresca».

Tocaba para mí mismo, pero era un público muy exigente. Re­cuerdo que pasé casi tres días enteros tratando de capturar «El viento al girar una hoja».

Hacia finales del segundo mes, podía tocar cosas casi con la misma facilidad con que las veía y las sentía: «El sol poniéndose detrás de las nubes», «Un pájaro bebiendo», «El rocío en los he-lechos».

Hacia mediados del tercer mes dejé de buscar fuera y empecé a buscar temas en mi interior. Aprendí a tocar «Viajar en el carro­mato con Ben», «Cantar con padre junto al fuego», «Ver bailar a Shandi», «Moler hojas cuando hace buen tiempo», «La sonrisa de madre»...

Tocar esas cosas me dolía, por supuesto; pero era un dolor como el de los dedos tiernos sobre las cuerdas del laúd. Sangraba un poco, pero confiaba en que pronto me saldría el callo.





Hacia finales del verano, se rompió una cuerda del laúd. No había forma de repararla. Me pasé casi todo el día sumido en un mudo estupor, sin saber qué hacer. Todavía tenía la mente adormecida. Rescaté los vestigios de mi inteligencia y me concentré en el problema. Tras comprender que no podía fabricar una cuerda ni con­seguir una nueva, volví a sentarme y me propuse aprender a tocar con solo seis cuerdas.

Al cabo de un ciclo, tocaba tan bien con seis cuerdas como con siete. Tres ciclos más tarde, cuando intentaba tocar «Esperando mientras llueve», se rompió otra cuerda.

Esa vez no lo dudé: quité la cuerda rota y seguí tocando.

Hacia mediados de Siega se rompió la tercera cuerda. Después de intentarlo durante casi medio día, comprendí que tres cuerdas rotas eran demasiado. Así que metí el cuchillo romo, el ovillo de cuerda y el libro de Ben en el andrajoso saco de lona. Luego me colgué el laúd de mi padre del hombro y me puse a andar.

Intenté tararear «Nieve que cae con las últimas hojas del oto­ño», «Dedos encallecidos» y «Un laúd de cuatro cuerdas», pero no era lo mismo que tocar.





Mi plan consistía en encontrar un camino y seguirlo hasta llegar a un pueblo. No tenía ni idea de a qué distancia podían estar el pue­blo ni el camino más cercanos, ni de cómo podían llamarse. Sabía que me encontraba en el sur de la Mancomunidad, pero mi ubica­ción exacta estaba enterrada y enredada con otros recuerdos que no quería desenterrar.

El clima me ayudó a decidirme. El frescor otoñal se estaba con­virtiendo en frío invernal. Sabía que el tiempo sería más cálido en el sur. Así que, a falta de otro plan mejor, me situé con el sol sobre mi hombro izquierdo y me propuse recorrer tanta distancia como pudiera.

El siguiente ciclo fue un suplicio. Pronto se me acabó la poca comida que me había llevado, y tenía que parar y buscar alimen­to cuando tenía hambre. Había días en que no encontraba agua, y cuando la encontraba, no tenía nada con qué llevármela. El peque­ño camino de carro desembocó en un camino más ancho, que a su vez me condujo hasta otro aún más ancho. Tenía los pies rozados y llenos de ampollas. Algunas noches hacía un frío tremendo.

Encontraba posadas, pero por lo general las evitaba y solo ocasionalmente me limitaba a beber un trago en el abrevadero de los caballos. También encontré algunas aldeas, pero yo necesitaba una población más grande. A los campesinos no les hacen falta cuerdas de laúd.

Al principio, cada vez que oía acercarse un carromato o un ca­ballo, me escondía, cojeando, en el margen del camino. No había hablado con ningún ser humano desde la noche que mataron a mi familia. Parecía más un animal salvaje que un niño de doce años. Pero al final el camino se hizo demasiado ancho y concurrido, y pasaba más tiempo escondiéndome que caminando. Acabé que­dándome en el camino, y sentí alivio al ver que la mayoría de la gente me ignoraba.





Una mañana, cuando llevaba menos de una hora caminando, oí una carreta que venía detrás de mí. El camino era lo bastante an­cho para que pasaran dos carromatos a la vez, pero de todas for­mas me aparté y me quedé en la hierba del margen.

—¡Eh, muchacho! —gritó una áspera voz masculina. No me di la vuelta—. ¡Eh, muchacho!

Me aparté un poco más de la calzada, sin mirar atrás. Mantu­ve la cabeza agachada, mirándome los pies.

La carreta se detuvo a mi lado. La voz sonó mucho más fuerte que antes:

—¡Muchacho! ¡Eh, muchacho!

Levanté la cabeza y vi a un anciano de rostro curtido que me miraba con los ojos entornados para protegerse del sol. Podía te­ner entre cuarenta y setenta años. Sentado a su lado iba un joven de hombros anchos y rostro feúcho. Supuse que debían de ser pa­dre e hijo.

—¿Estás sordo, hijo? —me preguntó el anciano.

Negué con la cabeza.

—Entonces, ¿eres mudo?

Volví a negar con la cabeza.

—No. —Resultaba extraño hablar con alguien. Mi voz sonó rara, áspera y oxidada.

Me miró con los ojos entornados.

—¿Vas a la ciudad?

Asentí. No quería volver a hablar.

—Sube. —Señaló con la cabeza hacia la parte trasera de la ca­rreta—. A Sam no le importará tirar de un chiquillo como tú. —Le dio unas palmadas en la grupa al mulo.

Era más fácil obedecer que huir. Y el sudor acumulado en mis zapatos hacía que me dolieran aún más las ampollas. Fui hacia la parte de atrás de la carreta descubierta y monté en ella con mi laúd. Estaba llena de grandes bolsas de arpillera. De uno de los sa­cos, abierto, se habían caído unas cuantas calabazas, redondas y nudosas, que rodaron por el suelo.

El anciano sacudió las riendas, gritó «¡Arre!», y el mulo se puso en marcha con desgana. Recogí las calabazas sueltas y las metí en el saco que se había abierto. El granjero me sonrió por en­cima del hombro.

—Gracias, chico. Me llamo Seth, y este es Jake. Será mejor que te sientes. Si pillamos un bache, podrías caerte de la carreta.

Me senté encima de un saco; me sentía inexplicablemente ten­so y no sabía qué podía esperar.

El anciano granjero le pasó las riendas a su hijo y sacó una gran hogaza de pan de una bolsa que tenía a los pies. Arrancó un gran pe­dazo, lo untó con abundante mantequilla y me lo dio.

Esa muestra de generosidad tan natural me produjo una pun­zada de dolor en el pecho. Hacía medio año que no probaba el pan; estaba blando y caliente, y la mantequilla era dulce. Reservé un trozo para más tarde y lo guardé en mi saco de lona.

Al cabo de un cuarto de hora, el anciano se volvió.

—¿Sabes tocar eso, chico? —Señaló el estuche del laúd, y yo lo apreté contra mi cuerpo.

—Está roto —dije.

—Ah —repuso él, desilusionado. Creí que iba a pedirme que me apeara, pero me sonrió e hizo un gesto con la cabeza hacia el joven que iba sentado a su lado—. Entonces tendremos que entre­tenerte nosotros a ti.

Se puso a cantar «Calderero, curtidor», una canción de taberna más antigua que Dios. Al cabo de un segundo, su hijo se puso a cantar también, y sus burdas voces armonizaban con una senci­llez que me produjo una punzada de dolor al recordar otros ca­rromatos, otras canciones y un hogar medio olvidado.









20

Manos ensangrentadas y puños doloridos


Alrededor de mediodía, la carreta tomó otro camino, ancho como un río y adoquinado. Al principio solo encontramos a un puñado de viajeros y un par de carromatos, pero a mí me pa­reció una multitud después de pasar tanto tiempo solo.

Nos internamos en la ciudad, y los edificios bajos dieron paso a tiendas y posadas más altas. Los árboles y los jardines fueron sustituidos por callejones y puestos de vendedores ambulantes. Aquel gran río que era la calzada se anegó y taponó con centena­res de carros y peatones, docenas de carromatos y carretas y, de vez en cuando, un hombre a caballo.

Se oían cascos de caballo y gritos de gente; olía a cerveza, a su­dor, a basura y a brea. Me pregunté qué ciudad sería aquella, y si habría estado allí antes, y entonces...

Apreté los dientes y me obligué a pensar en otras cosas.

—Ya casi hemos llegado —dijo Seth subiendo la voz para ha­cerse oír por encima del bullicio. Al final, la calle desembocaba en un mercado. Los carros avanzaban por los adoquines producien­do un sonido parecido al de truenos lejanos. La gente regateaba y discutía. A lo lejos se oía el llanto estridente de un niño. Circula­mos un rato sin rumbo fijo hasta que encontramos una esquina vacía delante de una librería.

Seth paró la carreta y yo salté mientras ellos, cansados después del largo trayecto, estiraban los miembros entumecidos. Enton­ces, con una especie de acuerdo tácito, los ayudé a bajar los sacos y a amontonarlos a un lado.

Media hora más tarde estábamos descansando entre los sacos. Seth me miró haciendo visera con una mano.

—¿Qué piensas hacer hoy en la ciudad, muchacho?

—Necesito cuerdas para mi laúd —contesté. Entonces caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba el laúd de mi padre. Miré al­rededor, angustiado. No estaba en la carreta, donde yo lo había dejado, ni apoyado en la pared, ni entre los montones de calaba­zas. Se me hizo un nudo en la garganta, hasta que lo vi debajo de un saco de arpillera vacío. Lo recogí con manos temblorosas.

El anciano granjero me sonrió y me ofreció un par de aquellas nudosas calabazas que habíamos estado descargando.

—¿Qué diría tu madre si le llevaras a casa un par de las mejo­res calabazas que se pueden encontrar a este lado del Eld?

—No, no puedo —balbuceé al mismo tiempo que apartaba de mi pensamiento un recuerdo de dedos en carne viva cavando en el barro y de olor a pelo quemado—. Quiero decir... Usted ya... —No terminé la frase. Apreté el laúd contra el pecho y di un par de pasos hacia atrás.

El anciano me miró con fijeza, como si me viera por primera vez. De pronto me sentí cohibido al imaginar el aspecto que debía de ofrecer, andrajoso y muerto de hambre. Abracé el laúd y me alejé unos pasos más. El granjero bajó los brazos y los dejó al lado del cuerpo, y la sonrisa se borró de su cara.

—Ay, hijo —dijo con un hilo de voz.

Dejó las calabazas; luego se volvió hacia mí y, con seriedad y ternura, dijo:

—Jake y yo vamos a quedarnos aquí, vendiendo, hasta que se ponga el sol. Si para entonces has encontrado lo que buscas, pue­des venir a la granja con nosotros. Hay días en que a mi mujer y a mí nos vendría bien que nos echaran una mano. Serás bienvenido. ¿Verdad, Jake?

Jake también me miraba; la compasión y la honradez se refle­jaban en su rostro.

—Claro que sí, padre. Madre lo dijo antes de que nos marchá­ramos.

El anciano siguió mirándome con gesto serio.

—Esto es la plaza de la Marinería —dijo señalándose los pies—. Estaremos aquí hasta el anochecer, quizá un poco más. Si quieres que te llevemos, vuelve aquí. —Su mirada denotaba preo­cupación—. ¿Me has oído? Puedes volver con nosotros.

Seguí retrocediendo, paso a paso, sin saber muy bien por qué lo hacía. Solo sabía que si me iba con ellos tendría que dar expli­caciones, que tendría que recordar. Prefería cualquier cosa a abrir esa puerta...

—No. No, gracias —balbuceé—. Me han ayudado mucho. Ya me las arreglaré. —Un hombre con un delantal de cuero me em­pujó por detrás. Sobresaltado, di media vuelta y eché a correr.

Les oí llamarme, pero la muchedumbre ahogó sus gritos. Corrí con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.





Tarbean es lo bastante grande para que no puedas recorrerla a pie de un extremo a otro en un solo día, aunque consigas no perderte y aunque nadie te aborde en el laberinto de sinuosas callejas y ca­llejones sin salida.

De hecho era demasiado grande. Era vasta, inmensa. Mares de gente, bosques de edificios, calles anchas como ríos. Olía a orina, a sudor, a humo de carbón y a brea. Si hubiera estado en mi sano juicio, jamás habría ido allí.

Con el tiempo, me perdí. Doblé una esquina demasiado pron­to o demasiado tarde, y luego intenté arreglarlo atajando por un callejón que discurría entre dos altos edificios y que parecía un es­trecho abismo. Serpenteaba como un barranco labrado por un río que había desaparecido en busca de un lecho más limpio. La ba­sura se amontonaba junto a las paredes y llenaba las rendijas en­tre los edificios y los portales. Después de dar varias vueltas, per­cibí el rancio olor a animal muerto.

Doblé una esquina y fui tambaleándome hasta una pared; me cegaban estrellas de dolor. Noté unas manos fuertes que me aga­rraban por los brazos.

Abrí los ojos y vi a un muchacho mayor que yo. Me doblaba en estatura, y tenía el pelo negro y unos ojos de mirada salvaje. La suciedad de la cara hacía que pareciera que tuviera barba y le daba un aire extrañamente cruel a su joven rostro.

Otros dos chicos me separaron bruscamente de la pared. Uno de ellos me retorció un brazo y grité. El mayor de los tres sonrió al oírme gritar y se pasó una mano por el pelo.

—¿Qué haces aquí, nalti ¿Te has perdido? —Su sonrisa se en­sanchó.

Intenté apartarme, pero uno de los chicos me retorció la mu­ñeca.

—No —contesté.

—Creo que se ha perdido, Pike —dijo el que estaba a mi dere­cha. El que estaba a mi izquierda me dio un fuerte codazo en la ca­beza, y el callejón empezó a oscilar alrededor de mí.

Pike soltó una carcajada.

—Busco una carpintería —mascullé, aturdido.

La expresión de Pike se volvió asesina. Me agarró por los hom­bros con ambas manos.

—¿Te he preguntado algo? —gritó—. ¿Te he dado permiso para hablar? —Me golpeó en la cara con la frente, y noté un fuer­te crac seguido de un estallido de dolor.

—Eh, Pike. —La voz parecía provenir de una dirección impo­sible. Un pie le dio un empujón al estuche de mi laúd, dándole la vuelta—. Eh, Pike, mira esto.

Pike miró el estuche del laúd, que cayó al suelo con un golpazo.

—¿Qué has robado, nalti

—No lo he robado.

Uno de los chicos que me tenía sujeto por el brazo rió.

—Ya, tu tío te lo ha dado para que vayas a venderlo porque necesitáis comprar medicinas para tu abuelita enferma. —Volvió a reír mientras yo parpadeaba para quitarme las lágrimas de los ojos.

Oí tres chasquidos cuando abrieron los cierres. Luego oí la inconfundible vibración armónica cuando sacaron el laúd de su estuche.

—Tu abuela se va a llevar un disgusto cuando sepa que has per­dido esto, nalt —dijo Pike con voz serena.

—¡Que Tehlu nos aplaste! —exclamó el chico que estaba a mi derecha—. ¿Sabes cuánto vale una cosa de esas, Pike? ¡Oro, Pike!

—No pronuncies el nombre de Tehlu así —dijo el chico que es­taba a mi izquierda.

-¿Qué?

—«No invoques a Tehlu salvo en caso de necesidad, porque Tehlu juzga todos los pensamientos y todas las obras» —recitó.

—Que Tehlu se me mee encima con su reluciente nabo si esta cosa no vale veinte talentos. Eso significa que Diken nos dará al menos seis. ¿Sabes qué se puede hacer con ese dinero?

—Si no dejas de decir esas cosas, no podrás hacer nada con él. Tehlu nos vigila, pero es vengativo —dijo el otro con tono reve­rente y temeroso.

—Has vuelto a dormir en la iglesia, ¿no? A ti se te pega la reli­gión como a mí se me pegan las pulgas.

—Te voy a hacer un nudo con los brazos.

—Tu madre es una puta.

—No hables de mi madre, Lin.

—Una puta barata.

Para entonces, yo había conseguido quitarme las lágrimas de los ojos a base de parpadear, y podía ver a Pike acuclillado en el callejón. Parecía fascinado por mi laúd. Mi precioso laúd. Lo mi­raba con aire soñador, dándole vueltas y vueltas con las sucias ma­nos. A través de la neblina de miedo y dolor, el horror iba apode­rándose de mí.

Las dos voces subieron de tono detrás de mí, y empecé a notar una rabia feroz en mi interior. Me puse en tensión. No podía lu­char contra ellos, pero sabía que si conseguía agarrar mi laúd y meterme entre la muchedumbre, podría huir de mis agresores.

—...y ella seguía follando por ahí. Pero ahora solo cobra me­dio penique por polvo. Por eso tienes la cabeza tan blanda. Es un milagro que no tengas ninguna abolladura. Así que no te sientas mal, por eso te pones religioso con tanta facilidad —concluyó, triunfante, el primer chico.

Solo noté una ligera tensión a mi derecha. Yo también me puse en tensión, dispuesto a saltar.

—Pero gracias por la advertencia. Dicen que a Tehlu le gusta esconderse detrás de grandes montones de estiércol y que...

De pronto uno de los chicos se abalanzó sobre el otro y lo apri­sionó contra la pared, y me encontré con los brazos libres. Di tres zancadas hasta donde estaba Pike, agarré el laúd por el mástil y tiré de él.

Pero Pike era más rápido de lo que yo había calculado, o más fuerte. No conseguí arrebatarle el laúd. Me quedé clavado, y Pike se levantó.

Mi frustración y mi ira iban en aumento. Solté el laúd y me lan­cé sobre Pike. Le arañé la cara y el cuello con fiereza, pero él era un veterano de las peleas callejeras y se protegió bien. Le hice una herida en la cara con una uña, desde la oreja hasta la barbilla. En­tonces Pike se me echó encima y me obligó a retroceder hasta que me di contra la pared del callejón.

Me golpeé la cabeza contra la pared de ladrillo, y me habría caí­do si Pike no me hubiera estado apretando contra el muro desmo­ronadizo. Intenté respirar a boqueadas, y entonces me di cuenta de que llevaba un rato gritando.

Pike olía a sudor de varios días y a aceite rancio. Me sujetó los brazos junto a los costados mientras me apretaba aún más fuerte contra la pared. Pensé fugazmente que debía de haber soltado mi laúd.

Volví a aspirar por la boca y sacudí los brazos, golpeándo­me otra vez la cabeza contra la pared. Me encontré con la cara pegada contra el hombro de Pike y mordí con todas mis fuerzas. Noté cómo le desgarraba la piel con los dientes y el sabor de su sangre.

Pike dio un grito y se apartó de mí. Respiré hondo y sentí un fuerte dolor en el pecho.

Antes de que pudiera moverme o pensar, Pike volvió a sujetar­me y me aporreó repetidamente contra la pared. Luego me agarró por el cuello, me dio la vuelta y me tiró al suelo.

Entonces fue cuando oí el ruido, y pareció que todo se detenía.

Después de que mataran a mi troupe, a veces soñaba con mis pa­dres; los veía vivos, cantando. En mi sueño, su muerte había sido un error, un malentendido, una nueva obra que ellos estaban en­sayando. Y por unos momentos sentía alivio del intenso dolor que me aplastaba constantemente. Los abrazaba, y los tres nos reía­mos de mis infundadas preocupaciones. Cantaba con ellos, y du­rante un rato todo era maravilloso. Maravilloso.

De pronto despertaba, y me encontraba solo en la oscuridad, junto a la charca del bosque. ¿Qué hacía allí? ¿Dónde estaban mis padres?

Entonces lo recordaba todo, y era como si se me abriera una herida. Mis padres habían muerto y yo estaba terriblemente solo. Y ese gran peso que por unos instantes se había aligerado volvía a aplastarme, peor que antes, porque no estaba prevenido. Me tum­baba boca arriba y contemplaba la oscuridad; me dolía el pecho y me costaba respirar, y en el fondo sabía que nunca, jamás, nada volvería a ser como antes.

Cuando Pike me tiró al suelo, yo tenía el cuerpo tan entumeci­do que casi no noté cómo aplastaba el laúd de mi padre. El ruido que hizo fue como un sueño que se desvanece y volvió a producir­me ese asfixiante dolor en el pecho.

Miré alrededor y vi a Pike respirando con dificultad y con la mano en un hombro. Uno de los chicos estaba arrodillado sobre el pecho del otro. Ya no peleaban: ambos me miraban, perplejos.

Me miré las manos, ensangrentadas y con astillas de madera clavadas.

—Ese cerdo me ha mordido —dijo Pike en voz baja, como si no pudiera creer lo que había pasado.

—Suéltame —dijo el chico que estaba tumbado en el suelo.

—Ya te dije que no debías decir esas cosas. Mira qué ha pasado.

Pike tenía el rostro crispado y muy colorado.

—¡Me ha mordido! —gritó, y me dio una fuerte patada dirigi­da a la cabeza.

Intenté apartarme sin estropear aún más el laúd. La patada me alcanzó en un riñón y me obligó a revolearme de nuevo sobre los restos del instrumento, que se astilló aún más.

—¿Has visto lo que pasa cuando te burlas de Tehlu?

—Para ya con Tehlu. Sal de encima y recoge esa cosa. Quizá Diken todavía nos dé algo por él.

—¡Mira lo que has hecho! —siguió bramando Pike. Me dio una patada en el costado que casi me dio la vuelta. Los bordes de mi campo de visión empezaron a oscurecerse. Casi lo agradecí, porque era una distracción. Pero el otro dolor, más intenso, seguía allí, intacto. Cerré las manos ensangrentadas y formé dos puños doloridos.

—Las clavijas están enteras. Son de plata. Seguro que nos dan algo por ellas.

Pike volvió a llevar un pie hacia atrás. Intenté levantar las ma­nos para parar el golpe, pero mis brazos se limitaron a temblar y Pike me alcanzó en el estómago.

—Coge ese trozo de ahí...

—Pike. ¡Pike!

Pike me dio otra patada en el estómago y vomité un poco en los adoquines.

—¡Eh! ¡Quietos! ¡Guardia! —Era una voz diferente. Hubo un momento de silencio, seguido de un correteo. Unos segundos más tarde, unas pesadas botas pasaron a mi lado y se perdieron a lo lejos.

Recuerdo el dolor en el pecho. Me desmayé.





Al despertar noté que alguien me vaciaba los bolsillos. Intenté sin éxito abrir los ojos.

Oí una voz que murmuraba:

—¿Esto es toda mi recompensa por salvarte la vida? ¿Un cobre y un par de ardites? ¿Cerveza para una noche? Maldito desgracia­do. —El tipo tosió, y me llegó una vaharada que olía a licor ran­cio—. Qué manera de gritar. Si no hubieras gritado como una chi­ca no habría venido corriendo.

Intenté decir algo, pero solo logré emitir un gemido.

—Bueno, estás vivo. Ya es algo, supongo. —Oí un gruñido; el tipo se levantó y los pasos de sus botas se alejaron hasta perderse en el silencio.

Al cabo de un rato conseguí abrir los ojos. Veía borroso y no­taba la nariz más grande que el resto de la cabeza. Me la palpé y comprobé que estaba rota. Recordé lo que me había enseñado Ben; me sujeté la nariz poniendo una mano a cada lado y la retor­cí con fuerza hasta ponerla en su sitio. Apreté los dientes y contu­ve un grito de dolor; los ojos se me llenaron de lágrimas.

Parpadeé y me tranquilicé al ver la calle, menos borrosa que hacía un rato. El contenido de mi saco estaba esparcido por el sue­lo: medio ovillo de cuerda, un cuchillo romo, Retórica y lógica y los restos del trozo de pan que me había dado el granjero. Parecía que hubiera pasado una eternidad.

El granjero. Pensé en Seth y Jake. Pan blando con mantequilla. Canciones como las que cantábamos en los carromatos. Su oferta de un lugar seguro, un nuevo hogar...

De pronto me asaltó un recuerdo y me inundó una oleada de pánico. Eché un vistazo al callejón y, al mover la cabeza, sentí un fuerte dolor. Aparté la basura con las manos y encontré unos res­tos de madera que reconocí al instante. Me quedé mirándolos, mudo, y el mundo pareció oscurecerse un poco alrededor de mí. Eché una ojeada a la delgada franja de cielo visible sobre mi cabe­za y vi que se estaba tiñendo de rojo.

¿Qué hora era? Me apresuré a recoger mis cosas, tratando el li­bro de Ben con más cuidado que el resto de objetos, y eché a andar, cojeando, por donde creí que llegaría a la plaza de la Marinería.





Cuando encontré la plaza, la última luz del ocaso ya había desa­parecido del cielo. Unos cuantos carros circulaban lentamente en­tre los compradores rezagados. Desesperado, fui de una esquina a otra de la plaza, buscando al anciano granjero que me había lle­vado hasta allí. Buscando una de esas feas y nudosas calabazas.

Cuando por fin encontré la librería junto a la que había apar­cado Seth, estaba jadeando y tambaleándome. No veía a Seth ni su carreta por ninguna parte. Me dejé caer en el espacio que había dejado la carreta y noté el dolor de una docena de heridas que has­ta ese momento me había obligado a ignorar.

Me las toqué, una por una. Tenía varias costillas doloridas, aunque no sabía si estaban rotas o si el cartílago estaba desgarra­do. Si movía la cabeza demasiado deprisa, me mareaba y me da­ban náuseas; seguramente sufría una conmoción. Tenía la nariz rota, y más cardenales y desolladuras de los que podía contar. Además estaba hambriento.

Como el hambre era lo único que podía solucionar, cogí el pan que me quedaba y me lo comí. No fue suficiente, pero era mejor que nada. Bebí un poco de agua de un abrevadero; tenía tanta sed que no me importó que el agua estuviera agria y salobre.

Pensé en marcharme de allí, pero en mi estado tendría que ca­minar durante horas. Además, no había nada esperándome en las afueras de la ciudad, salvo kilómetros y kilómetros de tierras de labranza cosechadas. Ni árboles que me protegieran del viento. Ni madera para encender fuego. Ni conejos a los que ponerles ce­pos. Ni raíces que arrancar. Ni brezo para improvisar una cama.

Tenía tanta hambre que me dolía el estómago. Allí, al menos, olía a pollo cocinándose. Habría seguido el rastro de ese olor, pero estaba mareado y me dolían las costillas. Quizá al día siguiente al­guien me diera algo de comer. De momento estaba demasiado cansado. Lo único que quería era dormir.

Los adoquines estaban perdiendo el último calor del sol y el viento soplaba cada vez con más fuerza. Me metí en el portal de la librería para protegerme del viento. Estaba a punto de dormirme cuando el dueño de la tienda abrió la puerta, me dio una patada y me amenazó con llamar a los guardias si no me largaba de allí. Me alejé cojeando tan aprisa como pude.

Después encontré unas cajas vacías en un callejón. Me acurru­qué detrás de ellas, magullado y exhausto. Cerré los ojos e inten­té no recordar lo que era dormir caliente y con el estómago lleno, rodeado de gente que te quería.

Esa fue la primera noche de los casi tres años que pasé en Tarbean.









21
Sótano, pan y cubo


Si hubiera comido algo podría decir que era pasada la hora de comer. Estaba mendigando en la Rambla del Comercio; hasta ese momento había conseguido dos patadas (de un guardia y de un mercenario), tres empujones (de dos carromateros y de un ma­rinero), una original maldición relativa a una inverosímil configuración anatómica (también del marinero) y una rociada de babas de un repugnante anciano de ocupación indeterminada. Y un ardite de hierro. Aunque eso lo atribuí más a las leyes de la probabilidad que a la bondad humana. Hasta un cerdo ciego encuentra una bellota de vez en cuando.

Llevaba casi un mes viviendo en Tarbean, y el día anterior ha­bía probado por primera vez qué tal se me daba robar. Fue una experiencia muy desalentadora. Me habían pillado con la mano en el bolsillo de un carnicero, y me había llevado un porrazo tan tremendo en la cabeza que todavía me mareaba cuando intentaba ponerme en pie o girar la cabeza demasiado deprisa. Desanimado por mi primera incursión en el robo, había decidido que ese día me dedicaría a pedir limosna. Y de momento, el día estaba resul­tando mediocre. El hambre me comprimía el estómago, y un solo ardite de pan rancio no iba a ayudarme mucho. Me estaba planteando trasladarme a otra calle cuando vi a un niño que corría hacia un mendigo más joven que yo. Le dijo algo al oído, con prisas, y ambos se marcharon pitando. Los seguí, por supuesto; todavía me quedaba algo de curiosi dad. Además, cualquier cosa que los alejara de la esquina de una calle bulliciosa en pleno día merecía que le dedicase atención. Quizá los tehlinos estuvieran repartiendo pan otra vez. O quizá hubiera volcado un carro de fruta. O quizá los guardias estuvieran ahorcando a alguien. Cualquiera de esas cosas bien valía media hora de mi tiempo.

Seguí a los niños por las sinuosas calles hasta que los vi doblar una esquina y bajar unos escalones que conducían al sótano de un edificio ruinoso. Me detuve; el sentido común sofocó la débil chispa de mi curiosidad.

Los niños reaparecieron al poco rato; cada uno llevaba un pedazo de pan moreno. Los vi pasar, riendo y dándose empujones. El pequeño, que no debía de tener más de seis años, me vio mirar¬lo y me hizo señas con la mano.

—Todavía queda un poco —dijo con la boca llena—. Pero será mejor que te des prisa.

Mi sentido común hizo una rápida corrección, y me dirigí con cautela hacia los escalones. Al final de los escalones había unas tablas podridas, lo único que quedaba de una puerta rota. Detrás de las tablas atisbé un corto pasillo que conducía a una habitación escasamente iluminada. Una joven de mirada pétrea me dio un empujón y pasó a mi lado sin mirarme. También llevaba un trozo de pan.

Pasé por encima de los trozos de puerta rota y entré en la húmeda y fría habitación. Di unos pasos, y entonces oí un débil gemido que me hizo parar en seco. Era un sonido casi animal, pero mi oído me decía que provenía de una garganta humana.

No sé qué esperaba encontrar, pero desde luego nada parecido a lo que encontré. Había dos lámparas viejas alimentadas con aceite de pescado que arrojaban débiles sombras contra las pare¬des de piedra oscura. Había seis catres en la habitación, todos ocupados. Dos niños que eran poco más que bebés compartían una manta en el suelo de piedra, y otro estaba acurrucado en un montón de harapos. Un chico de mi edad estaba sentado en un oscuro rincón, con la cabeza apoyada en la pared.

Uno de los niños se movió un poco en su catre, como si se agitara en sueños. Pero había algo en su forma de moverse que resul¬taba extraño. Era un movimiento forzado, demasiado tenso. Me acerqué y vi que el crío estaba atado al catre. Todos lo estaban.

El niño tiró de las cuerdas e hizo ese ruido que yo había oído desde el pasillo. Entonces sonó mucho más claro, un largo y lastimero grito: «Aaaaabaaaah».

Al principio pensé en todas las historias que había oído sobre el duque de Gibea. El duque y sus secuaces secuestraron y tortu¬raron a gente durante veinte años, hasta que la iglesia intervino y puso fin a sus atrocidades.

—Qué, qué —dijo una voz desde la otra habitación. Era una voz con una inflexión extraña, como si en realidad no estuviera formulando una pregunta.

El niño del catre tiró de las cuerdas.

—Aaahbeeeh.

Un hombre entró por el umbral limpiándose las manos en la parte delantera de una túnica andrajosa.

—Qué, qué —repitió en el mismo tono monocorde.

Era una voz vieja y cansada, pero también paciente. Paciente como una roca o como una gata con gatitos. No era la clase de voz que yo le habría atribuido al duque de Gibea.

—Qué, qué. Ya va, ya va, Tanee. No me he ido, estaba aquí mismo. Ya he vuelto. —Dio unos golpecitos con un pie en el desnudo suelo de piedra. Iba descalzo. Noté cómo la tensión se vaciaba lentamente de mi cuerpo. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando allí, no parecía tan siniestro como había pensado al principio.

Al ver aparecer a aquel hombre, el niño dejó de tirar de las cuerdas.

—Eeeeeaah —dijo, y tiró de las cuerdas que lo sujetaban.

—¿Qué? —Esa vez sí era una pregunta.

—Eeeeeaah.

—¿Hmmm? —El anciano miró alrededor y me vio—. Ah, hola. —Volvió a mirar al niño que estaba en el catre—. ¡Qué despabilado estás hoy! ¡Tanee me ha llamado para que vea que tenemos visita! —Tanee compuso una macabra sonrisa y dio un sonoro graznido. El sonido que emitió no se parecía en nada a aquel lastimero gemido; era evidente que estaba riendo.

El anciano se volvió hacia mí y dijo:

—No te reconozco. ¿Habías estado aquí antes?

Negué con la cabeza.

—Bueno, tengo un poco de pan de hace solo dos días. Si me lle­nas un cubo de agua, puedes llevarte todo el pan que puedas co­merte. —Me miró—. ¿Te parece bien?

Asentí. Aparte de los catres, los únicos muebles que había en la habitación eran una silla, una mesa y un barril abierto junto a una de las puertas. Encima de la mesa había amontonadas cuatro grandes hogazas de pan.

El anciano asintió también, y luego empezó a avanzar con cui­dado hacia la silla. Andaba con cautela, como si le dolieran los pies al pisar.

Llegó a la silla, se sentó y señaló el barril que estaba junto a la puerta.

—Detrás de la puerta hay una bomba y un cubo. No hace fal­ta que corras, no es ninguna carrera. —Mientras hablaba, cruzó distraídamente las piernas y empezó a frotarse un pie.

«Mala circulación —pensó una parte de mi mente que llevaba tiempo sin utilizar—. Riesgo de infección y molestias considera­bles. Debería tener los pies y las piernas en alto, darse masajes y bañarlos en una infusión caliente de corteza de sauce, alcanfor y arrurruz.»

—No llenes demasiado el cubo. No quiero que te lastimes ni que te mojes. Aquí abajo ya hay bastante humedad. —Puso el pie en el suelo y se agachó para coger en brazos a uno de los bebés que empezaba a moverse, inquieto, en la manta.

Mientras llenaba el barril, yo miraba de reojo al anciano. Tenía el pelo gris, pero a pesar de eso, y de sus andares lentos y comedi­dos, vi que no era muy viejo. Tendría unos cuarenta años, quizá menos. Llevaba una larga túnica, remendada hasta tal punto que no se distinguían la forma ni el color originales. Aunque iba casi tan harapiento como yo, iba más limpio. Lo cual no quiere decir que fuera precisamente limpio, sino más limpio que yo. No era difícil.

Se llamaba Trapis. La túnica remendada era la única prenda que tenía. Pasaba casi todas las horas del día en aquel húmedo só­tano cuidando a los desesperados que no le importaban a nadie más. La mayoría eran niños. Algunos, como Tanee, tenían que es­tar atados para que no se lastimaran ni se cayeran de la cama. Otros, como Jaspin, que había enloquecido dos años atrás, tenían que estar atados para que no lastimaran a los demás.

Paralíticos, tullidos, catatónicos, espásticos... Trapis los cuida­ba a todos con la misma paciencia infinita. Jamás le oí quejarse de nada, ni siquiera de sus pies descalzos, que estaban siempre hin­chados y que debían de producirle un dolor constante.

Nos ofrecía a los niños toda la ayuda que podía, un poco de co­mida cuando la tenía. A cambio, nosotros le llevábamos agua, le fregábamos el suelo, le hacíamos encargos y cogíamos a los bebés en brazos para que no lloraran. Hacíamos todo lo que nos pedía, y cuando no había comida, al menos siempre había un poco de agua, una sonrisa cansada y alguien que nos miraba como si fué­ramos humanos y no animales vestidos con harapos.

A veces daba la impresión de que Trapis se encargaba él solo de todas las criaturas desesperadas de aquella zona de Tarbean. No­sotros, a cambio, lo queríamos con una ferocidad de que solo son capaces los animales. Si alguien le hubiera levantado una mano a Trapis, un centenar de niños enfurecidos lo habrían hecho trizas en medio de la calle.

Esos primeros meses fui con frecuencia a su sótano, y luego cada vez menos. Trapis y Tanee eran buenos compañeros. Ningu­no de nosotros sentía la necesidad de hablar demasiado, y eso me gustaba. Pero los otros niños de la calle me ponían muy nervioso, así que solo iba por allí cuando estaba desesperado y necesitaba ayuda, o cuando tenía algo que compartir.

Pese a que casi nunca estaba allí, era agradable saber que había un sitio en la ciudad donde no me darían patadas, no me perse­guirían ni me escupirían. Saber que existían Trapis y su sótano me ayudaba cuando estaba solo en los tejados. Era casi como un ho­gar al que siempre podías regresar. Casi.







22

Tiempo de demonios


Esos primeros meses en Tarbean aprendí muchas cosas. Aprendí qué posadas y qué restaurantes tiraban la mejor comida, y lo podrida que tenía que estar la comida para ponerte enfermo si te la comías.

Aprendí que el complejo de edificios, cercado por una tapia,
que había cerca de los muelles era el templo de Tehlu. A veces los
tehlinos nos daban pan, pero antes de coger nuestra hogaza tenía­
mos que rezar unas oraciones. No me importaba; era más fácil
que mendigar. A veces, los sacerdotes de túnica gris intentaban que
entrara en la iglesia para rezar las oraciones, pero yo había oído
rumores, y cuando me lo pedían me escapaba, tanto si ya me ha­
bían dado la hogaza como si no. \

Aprendí a esconderme. Tenía un sitio secreto encima de una vieja curtiduría, donde confluían tres tejados proporcionándome abrigo del viento y de la lluvia. Escondí el libro de Ben bajo las vi­gas, envuelto en una lona. Solo lo sacaba de allí de vez en cuando, como si fuera una reliquia sagrada. El libro era el único objeto só­lido de mi pasado que conservaba, y tomaba todo tipo de precau­ciones para protegerlo.

Aprendí que Tarbean es enorme. Si no la has visto con tus pro­pios ojos, no puedes imaginarlo. Es como el océano. Por mucho que te hayan hablado del agua y de las olas, no te haces una idea de su tamaño hasta que te plantas en la orilla. No comprendes realmente el océano hasta que te hallas en medio de él, rodea­do de agua por todos los lados extendiéndose hasta el infinito.

Sólo entonces comprendes lo pequeño y lo impotente que eres.

Parte de la inmensidad de Tarbean se debe a que está dividida en un millar de barrios, cada uno con su propia personalidad. El Conejal, Arrieros, Lavanderas, Centro, Cererías, Toneleros, el Puerto, La Brea, Sastrerías... Podías pasar una vida entera en Tar­bean sin llegar a conocer todos sus barrios.

Sin embargo, a efectos prácticos Tarbean tenía dos sectores: la Ri­bera y la Colina. En la Ribera vivían los pobres: mendigos, ladrones y prostitutas. En la Colina vivían los ricos: abogados, políticos y cor­tesanos.

Llevaba dos meses en Tarbean cuando se me ocurrió probar
suerte en la Colina. El invierno se había apoderado con firmeza de
la ciudad, y las Fiestas del Solsticio de Invierno hacían que las calles fueran más peligrosas que de costumbre.

Eso me sorprendió. Todos los inviernos, desde que yo tenía uso de razón, nuestra troupe había organizado las Fiestas del Solsticio de Invierno en algún pueblo. Disfrazados con máscaras de demonios, aterrorizábamos a los habitantes durante los siete días del Gran Duelo, para gran regocijo de todos. Mi padre estaba tan convin­cente interpretando a Encanis que parecía que lo hubiéramos con­jurado. Lo más importante es que dábamos miedo y al mismo tiempo teníamos cuidado. Nadie resultó jamás herido cuando nuestra troupe se encargaba de los festejos.

Pero en Tarbean era diferente. Bueno, los elementos de la fies­ta eran los mismos. Había hombres con máscaras de demonio pin­tadas con colores chillones merodeando por la ciudad y haciendo trastadas. También estaba Encanis, con la máscara negra tradi­cional y causando problemas más graves. Y aunque yo no lo ha­bía visto, estaba seguro de que Tehlu, con su máscara plateada, debía de rondar por los barrios más ricos interpretando su papel. Como digo, los elementos de la fiesta eran los mismos.

Pero la forma de interpretar esos personajes era diferente. Para empezar, Tarbean era demasiado grande para que una sola trou­pe aportara suficientes demonios. Un centenar de troupes no ha­brían sido suficientes. Así que en lugar de pagar a profesionales, que era lo más sensato y lo más seguro, las iglesias de Tarbean optaban por vender máscaras de demonio, lo que resultaba más lucra­tivo.

Por eso, el primer día del Gran Duelo, diez mil demonios an­daban sueltos por la ciudad. Diez mil demonios aficionados, con licencia para hacer cualquier trastada que se les ocurriera.

Podría parecer que esa era una situación ideal de la que un jo­ven ladrón sabría aprovecharse, pero en realidad era todo lo con­trario. Los demonios eran siempre de la Ribera. Y aunque la ma­yoría se comportaban correctamente, y huían al oír el nombre de Tehlu y mantenían sus diabluras dentro de unos límites razona­bles, muchos no lo hacían. Los primeros días del Gran Duelo eran peligrosos, y yo pasaba la mayor parte del tiempo evitando correr riesgos.

Pero al acercarse el Solsticio, las cosas se calmaron. El número de demonios fue disminuyendo gradualmente, porque la gente perdía sus máscaras o se cansaba del juego. Tehlu también contri­buyó a eliminar a unos cuantos, pero con máscara plateada o sin ella, estaba solo, y no habría podido cubrir toda Tarbean en solo siete días.

Escogí el último día del Gran Duelo para ir a la Colina. El día del Solsticio de Invierno la gente siempre está de muy buen humor, y eso se traduce en buenas limosnas. Además, como el número de demonios había disminuido considerablemente, ya no era tan pe­ligroso andar por la calle.

Me puse en marcha a primera hora de la tarde; estaba ham­briento, porque no había podido robar nada de pan. Recuerdo que me sentía vagamente emocionado. Quizá una parte de mí re­cordara otras Fiestas del Solsticio que había pasado con mi fami­lia: comidas calientes y, luego, camas calientes. Quizá me hubiera afectado el olor de las ramas que la gente amontonaba y a las que después prendía fuego para celebrar el triunfo de Tehlu.

Ese día aprendí dos cosas. Aprendí por qué los mendigos no sa­len de la Ribera y aprendí que, diga lo que diga la iglesia, el Sols­ticio es el tiempo de los demonios.





Salí de un callejón y, de inmediato, noté lo diferente que era la at­mósfera en aquella zona de la ciudad.

En la Ribera, los comerciantes abordaban a la gente por la ca­lle y la engatusaban con la esperanza de hacerla entrar en sus tiendas. Si no lo conseguían, no les importaba ponerse belicosos: maldecían e incluso intimidaban a los transeúntes.

En la Colina, los tenderos se retorcían las manos con nervio­sismo. Saludaban con la cabeza, se contenían y se mostraban in­defectiblemente corteses. Nunca elevaban la voz. Después de la cruda realidad de la Ribera, tuve la impresión de haber entrado en un baile elegante. Todo el mundo llevaba ropa nueva. Todo el mundo iba limpio y parecía estar participando en una especie de compleja danza social.

Pero también en la Colina había sombras. Eché un vistazo a la calle y vi a un par de hombres escondidos en el callejón, enfrente de mí. Llevaban unas bonitas máscaras de color rojo sangre, real­mente fieras. Una tenía la boca abierta, y la otra sonreía mostran­do unos dientes blancos y afilados. Ambos llevaban la tradicional túnica negra con capucha, y eso me pareció bien. En la Ribera, mu­chos demonios no se molestaban en ponerse el disfraz adecuado.

La pareja de demonios empezó a seguir a una pareja bien vesti­da que paseaba tranquilamente por la calle, cogida del brazo. Los demonios los siguieron con cautela durante unos treinta metros; entonces uno de ellos le arrancó el sombrero al caballero y lo lan­zó a un montón de nieve cercano. El otro abrazó bruscamente a la mujer y la levantó del suelo. La mujer chilló mientras su acompa­ñante, muy desconcertado, forcejeaba con los demonios, que in­tentaban arrebatarle el bastón.

Afortunadamente, la mujer no perdió la compostura.

—¡Tehusl ¡Tehus! —gritó—. ¡Tehus antausa eha!

Al oír el nombre de Tehlu, las dos figuras enmascaradas se aco­bardaron; dieron media vuelta y echaron a correr.

Todos aplaudían. Un tendero ayudó al caballero a recuperar su sombrero. Me sorprendió mucho lo civilizado que resultaba todo. Por lo visto, en aquella parte de la ciudad hasta los demonios eran educados.

Envalentonado por lo que acababa de ver, observé a la multi­tud, buscando a mis mejores candidatos. Me acerqué a una joven. Llevaba un vestido de color azul pastel y un chai de piel blanca. Tenía el cabello rubio y largo, con rizos alrededor de la cara.

Me acerqué a ella, y la mujer me miró y se detuvo. Le oí dar un grito ahogado de sorpresa al mismo tiempo que se llevaba una mano a la boca.

—¿Unos peniques, señora? —Extendí una mano y la hice tem­blar un poco. La voz también me temblaba—. Por favor. —Inten­té parecer tan insignificante y desesperado como me sentía, arras­trando los pies sobre la fina capa de nieve gris.

—Pobrecillo mío —dijo la mujer con un hilo de voz. Rebuscó en su bolso, sin poder o sin querer quitarme los ojos de encima. Pasados unos instantes, miró en su bolso y extrajo algo de él. Cuando me dobló los dedos alrededor del objeto, noté el frío y tranquilizador peso de una moneda.

—Gracias, señora —dije automáticamente. Miré un momento y atisbé un destello de plata entre mis dedos. Abrí la mano y vi un penique de plata. Un penique de plata enterito.

Abrí la boca. Un penique de plata equivalía a diez peniques de cobre, o a cincuenta peniques de hierro. Es más, equivalía a tener el estómago lleno todas las noches durante medio mes. Con un pe­nique de hierro, podría dormir en el suelo en el Ojo Rojo; con dos, podría dormir frente a la chimenea, junto a las brasas. Podría comprarme una manta y esconderla en los tejados, y calentarme con ella todo el invierno.

Miré a la mujer, que seguía contemplándome con gesto com­pasivo. Ella no podía saber todo lo que había puesto al alcance de mi mano con lo que acababa de hacer.

—Gracias, señora —dije con la voz quebrada. Recordé una de las cosas que decíamos cuando vivía en la troupe—: Que todas sus historias sean alegres, y que todos sus caminos sean cortos y llanos.

Ella me sonrió, y quizá me habría dicho algo, pero noté una sensación extraña en la nuca. Alguien me estaba observando. Cuando vives en la calle, o desarrollas una sensibilidad especial para detectar ciertas cosas, o tu vida está condenada a ser breve y desgraciada.

Giré la cabeza y vi a un tendero que hablaba con un guardia y que me señalaba. No era un guardia como los de la Ribera. Iba er­guido y bien afeitado. Llevaba un jubón de cuero negro con ta­chones, e iba provisto de un garrote forrado de latón, tan largo como su brazo. Alcancé a oír parte de lo que le estaba diciendo el tendero.

—... clientes. ¿Quién va a comprar chocolate si...? —me seña­ló otra vez y dijo algo que no oí— ¿... le paga? Eso es. Quizá de­bería mencionar...

El guardia giró la cabeza y miró hacia donde estaba yo. Le vi los ojos. Me di la vuelta y eché a correr.

Me metí en el primer callejón que encontré; las finas suelas de mis zapatos resbalaban por la delgada capa de nieve que cubría el suelo. Oí las pesadas botas del guardia pisando detrás de mí; me metí por otro callejón que salía del primero.

Me ardía el pecho. Buscaba un sitio por donde meterme, un si­tio donde escabullirme. Pero no conocía esa parte de la ciudad. No había montones de desperdicios donde esconderme, ni edificios en ruinas por los que trepar. Noté cómo la grava, fría y afilada, cor­taba la suela de uno de mis zapatos. Seguí corriendo, pese a notar un fuerte dolor en el pie.

Doblé tres esquinas y fui a dar a un callejón sin salida. Estaba trepando por una de las paredes cuando noté una mano que se ce­rraba alrededor de mi tobillo y tiraba de mí hacia abajo.

Me golpeé la cabeza contra los adoquines y todo empezó a dar­me vueltas. El guardia me levantó del suelo sujetándome por el pelo y por una muñeca.

—Te crees muy listo, ¿verdad? —dijo jadeando y echándome el aliento en la cara. Olía a cuero y a sudor—. Ya eres mayorcito, de­berías saber que no debes correr. —Me zarandeó bruscamente y me retorció el pelo. Grité mientras el callejón oscilaba alrededor de mí.

El guardia me apoyó contra una pared.

—Y deberías saber que no puedes venir a la Colina. —Siguió zarandeándome—. ¿Eres mudo, chico?

—No —dije, medio atontado, mientras tocaba la fría pared con la mano que tenía libre—. No.

Mi respuesta lo enfureció.

—¿No? —dijo con rabia—. Me has hecho quedar mal, chico. Podrían amonestarme. Si no eres mudo, debe de ser que necesitas una lección. —Me levantó y me tiró. Me golpeé el codo contra el suelo y se me quedó el brazo insensible. Sin querer, abrí la mano con que aferraba un mes de comida, mantas calientes y zapatos se­cos. Un valioso objeto salió despedido y fue a parar al suelo con un breve tintineo.

Apenas lo noté. El aire produjo un zumbido e, inmediatamen­te después, el garrote del guardia se estrelló contra mi pierna. El tipo me gruñó:

—No vuelvas a la Colina, ¿entendido? —Volvió a pegarme con el garrote, esa vez entre los omoplatos—. Los hijos de puta como tú no podéis pasar de la calle del Barbecho. ¿Entendido? —Me dio un revés en la cara; noté el sabor de la sangre y mi cabeza rebotó en los adoquines cubiertos de nieve.

Me hice un ovillo mientras el guardia me decía entre dientes:

—Y yo trabajo en la calle del Molino y en el mercado del Mo­lino, así que no-vuelvas-más-por-aquí. —Enfatizó cada palabra con un golpe de garrote—. ¿Me has entendido?

Me quedé allí tendido, temblando sobre la nieve revuelta, con­fiando en que todo hubiera terminado y en que el guardia se mar­chara.

—¿Entendido? —Me dio una patada en el estómago y noté que se rompía algo dentro de mí.

Di un grito, y debí de farfullar algo. Al ver que no me levanta­ba, el guardia me dio otra patada y se marchó.

Creo que me desmayé, o al menos me quedé aturdido. Cuando por fin recobré los sentidos, estaba anocheciendo. Estaba muerto de frío. Me arrastré por la nieve fangosa y por la basura húmeda buscando a tientas el penique de plata; tenía los dedos tan entu­mecidos por el frío que apenas podía moverlos.

Tenía un ojo hinchado —no podía separar del todo los párpa­dos— y sangre en la boca, pero seguí buscando hasta que la luz del anochecer se extinguió por completo. Aunque el callejón estaba negro como boca de lobo, seguí removiendo la nieve con las ma­nos; en el fondo, sabía que tenía los dedos tan ateridos que, aun­que tuviera la suerte de tocar la moneda, no la notaría.

Me apoyé en la pared para levantarme y me puse a andar. El pie que me había lastimado me impedía avanzar deprisa. El dolor me atenazaba la pierna con cada paso que daba, e intenté utilizar la pared como muleta para no apoyar tanto peso en ella.

Llegué a la Ribera, la parte de la ciudad donde me sentía más en mi casa. Tenía el pie agarrotado e insensible a causa del frío, y aunque eso preocupaba a mi parte más racional, mi parte más pragmática se alegraba de que al menos hubiera una parte del cuerpo que no me doliera.

Mi escondite estaba a varios kilómetros y la cojera me obliga­ba a avanzar muy despacio. Debí de caerme. No lo recuerdo, pero sí recuerdo estar tendido sobre la nieve y darme cuenta de lo ma­ravillosamente cómodo que estaba. Noté que el sueño me cubría poco a poco como una gruesa manta, como la muerte.

Cerré los ojos. Recuerdo el profundo silencio de la calle desierta a mi alrededor. Estaba demasiado entumecido y cansado para sen­tir miedo. En mi delirio, imaginaba la muerte con forma de un gran pájaro con alas de fuego y sombras. Estaba suspendida sobre mí, observándome pacientemente, esperándome...

Me dormí, y el gran pájaro me envolvió con sus llameantes alas. Imaginé un calor delicioso. Entonces el pájaro me clavó las garras, desgarrándome...

No, solo era el dolor de mis costillas rotas. Alguien me había dado la vuelta.

Adormilado, abrí un ojo y vi a un demonio inclinado sobre mí. En mi estado de credulidad y confusión, la visión de aquella figu­ra con máscara de demonio me sobresaltó y me hizo despertar del todo; el tentador calor que había sentido unos momentos antes se desvaneció, dejándome el cuerpo flojo y sin fuerzas.

—Sí lo es. Ya te lo he dicho. ¡Hay un niño tendido en la nieve! —El demonio me levantó del suelo.

Ya despierto, me fijé en que la máscara era completamente negra. Era Encanis, el Señor de los Demonios. Me levantó del suelo y empezó a sacudirme la nieve que me cubría.

Con mi ojo bueno vi otra figura con una máscara de color ver­de pálido.

—Vamos... —dijo ese otro demonio con apremio; su voz, fe­menina, resonaba detrás de la hilera de puntiagudos dientes.

Encanis no le hizo caso.

—¿Estás bien? —me preguntó.

No supe qué responder, así que me concentré en conservar el equilibrio mientras el hombre seguía sacudiéndome la nieve con la manga de su túnica negra. Oí el sonido de cornetas a lo lejos.

El demonio de la máscara verde miró con nerviosismo hacia el final de la calle.

—Si nos alcanzan, estamos perdidos —dijo entre dientes.

Encanis me quitó la nieve del pelo con sus dedos enguantados; entonces hizo una pausa y se inclinó un poco más para examinar­me la cara. Yo no lograba enfocar su negra máscara.

—Por el cuerpo de Dios, Holly, a este chico le han dado una pa­liza tremenda. Y el día del Solsticio, nada menos.

—Guardia —conseguí decir con voz ronca, y volví a notar el sabor de la sangre.

—Estás helado —dijo Encanis, y empezó a frotarme los brazos y las piernas con las manos, tratando de activar mi circulación—. Tendrás que venir con nosotros.

Volvieron a oírse las cornetas, más cerca y mezcladas con el dé­bil murmullo de una multitud.

—No digas estupideces —dijo el otro demonio—. No está en condiciones de correr por la ciudad.

—Tampoco está en condiciones de quedarse aquí —le espetó Encanis, y siguió masajeándome los brazos y las piernas con fuer­za. Poco a poco, empecé a recuperar la sensibilidad; básicamente, lo que sentía era unas punzadas de calor, un cosquilleo que era un doloroso vestigio del reconfortante calor que había sentido un mi­nuto antes, cuando me estaba quedando dormido. El dolor me apuñalaba cada vez que el demonio me tocaba un cardenal, pero mi cuerpo estaba demasiado cansado para esquivarlo.

El demonio de la máscara verde se acercó y puso una mano so­bre el hombro de su acompañante.

—¡Tenemos que irnos, Gerrek! Ya cuidará alguien de él. —In­tentó llevarse a su amigo, pero no lo consiguió—. Si nos encuen­tran aquí, pensarán que hemos sido nosotros.

El hombre de la máscara negra soltó una palabrota; luego asin­tió y empezó a rebuscar debajo de su túnica.

—No vuelvas a tumbarte —me dijo con tono apremiante—. Y métete en algún sitio donde puedas calentarte. —El gentío se había acercado lo suficiente para que yo distinguiera voces ais­ladas en medio del ruido de cascos de caballos y del chirriar de ruedas de madera. El hombre de la máscara negra me tendió una mano.

Tardé un momento en enfocar lo que me estaba mostrando: un talento de plata, más grueso y más pesado que el penique que yo había perdido. Era tanto dinero que apenas podía pensar en él.

—Vamos, cógelo.

El desconocido era pura oscuridad: capa negra con capucha, máscara negra, guantes negros. Encanis estaba delante de mí ofre­ciéndome una moneda de plata en la que se reflejaba la luz de la luna. Recordé la escena de Daeonica en que Tarso vende su alma.

Cogí el talento, pero tenía la mano tan entumecida que no lo notaba. Tuve que mirarme la mano para asegurarme de que mis dedos lo sujetaban. Imaginé que sentía un calor extendiéndose por mi brazo, y me sentí fortalecido. Sonreí al desconocido de la máscara negra.

—Quédate también mis guantes. —Se los quitó y me los puso contra el pecho. Entonces la mujer de la máscara verde se llevó a mi benefactor antes de que yo pudiera darle las gracias. Los vi marchar. Sus túnicas oscuras les hacían parecer fragmentos de sombras contra los oscuros colores de las calles de Tarbean ilumi­nadas por la luna.

Ni siquiera había transcurrido un minuto cuando vi aparecer la antorcha de los festejos, que doblaba la esquina y venía hacia mí. Las voces de un centenar de hombres y mujeres que cantaban y gritaban se me echaron encima como olas. Me aparté hasta que noté que mi espalda se apoyaba contra la pared; fui deslizándome débilmente hasta encontrar un portal.

Observé a la multitud desde el rincón del portal. La gente pa­saba gritando y riendo. Tehlu, alto y orgulloso, iba en la parte de atrás de un carro tirado por cuatro caballos blancos. Su máscara, plateada, relucía bajo la luz de la antorcha. Vestía una inmacula­da túnica blanca, con ribetes de piel en el cuello y en los puños. Unos sacerdotes de túnicas grises iban a pie, junto al carro, ha­ciendo sonar campanillas y recitando oraciones. Muchos llevaban las gruesas cadenas de hierro de los sacerdotes penitentes. Los so­nidos de las voces y las campanillas, de los rezos y las cadenas se mezclaban hasta formar una especie de música. Todos miraban a Tehlu. Nadie me vio, pues estaba bien protegido por la oscuridad del portal.

Tardaron casi diez minutos en pasar todos; entonces salí de mi escondite e inicié el regreso a casa. Iba muy despacio, pero me sen­tía fortalecido por la moneda que llevaba en el puño. De vez en cuando miraba el talento para asegurarme de que mi entumecida mano todavía lo sujetaba con fuerza. Quería ponerme los guantes que me habían regalado, pero temía que al hacerlo se me cayera la moneda y la perdiera en la nieve.

No sé cuánto tardé en llegar. Caminar me hizo entrar en calor, aunque todavía tenía los pies agarrotados e insensibles. Cuando miré por encima del hombro, vi el rastro de sangre que dejaba mi pie herido. Eso, curiosamente, me tranquilizó. Un pie que sangra es mejor que un pie completamente congelado.

Paré en la primera posada que encontré, el Hombre Risueño. Dentro había música y mucho jolgorio. Evité la puerta principal y me dirigí al callejón de la parte de atrás. Había un par de mu­chachas charlando en la puerta de la cocina, escaqueándose de sus tareas.

Fui cojeando hasta ellas, utilizando la pared como muleta. Ellas no me vieron hasta que casi me tuvieron encima. La más jo­ven me miró y lanzó un grito de asombro.

Di un paso más hacia ellas.

—¿Podríais traerme comida y una manta? Tengo dinero. —Estiré un brazo, y me asusté al ver cómo me temblaba la mano, man­chada de sangre de cuando me había tocado la cara. Notaba la cara interna de la mejilla en carne viva. Me dolía al hablar—. Por favor.

Ellas me miraron un momento, mudas de asombro. Entonces se miraron, y la mayor de las dos le hizo señas a la otra para que entrara en la posada. La más joven desapareció por la puerta sin decir nada. La mayor, que debía de tener dieciséis años, se acercó a mí y me tendió una mano.

Le di la moneda y dejé caer pesadamente el brazo junto al cos­tado. Ella miró la moneda y se metió en la cocina sin volver a mi­rarme.

Dejaron la puerta abierta, y oí los cálidos y ajetreados sonidos de una posada en plena actividad: el débil murmullo de las con­versaciones, salpicado de risas; el tintineo del cristal de las bote­llas; y los sordos golpazos de las jarras de madera sobre los table­ros de las mesas.

Y, suavemente entretejido en todo aquello, la música de fon­do de un laúd. Era débil, los otros ruidos la apagaban casi por completo, pero yo la distinguí con la misma claridad con que una madre distingue el llanto de su hijo aunque esté lejos de él. Esa música era como un recuerdo de la familia, de la amistad y de la agradable sensación de pertenencia a algo. Hizo que se me retor-cieran las tripas y que me dolieran los dientes. Por un instante, de­jaron de dolerme las manos de frío: ansiaban sentir la música co­rriendo por ellas.

Arrastré lentamente los pies y di un paso adelante. Poco a poco, sujetándome a la pared, me aparté de la puerta hasta que dejé de oír la música. Entonces di otro paso, hasta que volvieron a dolerme las manos de frío y hasta que solo noté en el pecho el do­lor que me producían las costillas rotas. Esos eran unos dolores más simples y más fáciles de soportar.

No sé cuánto tiempo tardaron las dos muchachas en regresar. La más joven me dio una manta en la que había algo envuelto. Lo apreté contra el lastimado pecho. Parecía desproporcionadamen­te pesado para su tamaño, pero me temblaban los brazos bajo su propio peso, así que era difícil decirlo. La mayor me ofreció una pequeña bolsa de dinero, llena; la cogí también, y la agarré con tanta fuerza que me dolieron los dedos, rígidos de frío.

La muchacha me miró.

—Si quieres puedes echarte en un rincón junto al fuego —dijo.

La más joven se apresuró a asentir y añadió:

—A Nattie no le importará. —Se me acercó para cogerme del brazo.

Me aparté bruscamente y estuve a punto de caerme.

—¡No! —quise gritar, pero solo emití un débil graznido—. No me toques. —Me temblaba la voz, aunque no sabía si estaba en­fadado o asustado. Me aparté, tambaleándome, hasta llegar a la pared. Oí mi propia voz, pastosa—: No, gracias.

La más joven rompió a llorar, con los brazos colgando, inúti­les, al lado del cuerpo.

—Tengo un sitio adonde ir. —Se me quebró la voz y me di la vuelta. Me alejé de allí tan aprisa como pude. No sabía con certe­za de qué huía, a menos que fuera de la gente. Esa era otra lección que había aprendido, quizá demasiado bien: la gente hacía daño. Oí unos sollozos amortiguados detrás de mí. Me pareció que tar­daba una eternidad en llegar a la esquina.

Llegué a mi escondite, donde confluían los tejados de dos edi­ficios bajo el alero de un tercero. No sé cómo conseguí trepar has­ta allí.

Envuelta en la manta había una botella de vino con especias, una hogaza de pan recién hecho y una pechuga de pavo más gran­de que mis dos puños. Me envolví con la manta y me aparté del viento, porque empezaba a nevar otra vez. Los ladrillos de la chi­menea que tenía detrás desprendían un calor prodigioso.

El primer trago de vino hizo que me ardiera el corte que tenía en la boca. Pero el segundo no me hizo tanto daño. El pan estaba tierno y el pavo, todavía caliente.

Desperté a medianoche, cuando empezaron a sonar todas las campanas de la ciudad. La gente corría y gritaba por las calles. Los siete días del Gran Duelo habían terminado. Había pasado el Solsticio de Invierno y había empezado un nuevo año.








23

La rueda ardiente


Permanecí en mi escondite toda la noche y desperté tarde al día siguiente. Todo mi cuerpo se había tensado formando un prieto nudo de dolor. Como todavía tenía comida y un poco de vino, me quedé donde estaba en lugar de intentar bajar a la calle, por miedo a caerme.

El cielo estaba nublado y soplaba un viento húmedo y pertinaz. Caía aguanieve más allá de la protección del saliente del tejado. Notaba el calor de la chimenea en la espalda, pero ese calor no era suficiente para secarme la manta ni la ropa empapada.

No tardé mucho en terminarme el pan y el vino, y después pasé la mayor parte del tiempo royendo los huesos del pavo e inten­tando calentar nieve en la botella de vino para poder bebérmela. Ninguna de las dos cosas resultó muy productiva, y acabé co­miendo puñados de nieve fangosa que me dejaron temblando y con sabor a brea en la boca.

Pese a las lesiones, por la tarde me quedé dormido y desperté a altas horas de la noche envuelto en un calor maravilloso. Me qui­té la manta de encima y me aparte de la chimenea, demasiado ca­liente; volví a despertar casi al amanecer, temblando y empapado de sudor. Me sentía extraño, mareado y embotado. Volví a acu-rrucarme junto a la chimenea y pasé el resto del día nervioso y afiebrado, entrando y saliendo del sueño.

No recuerdo cómo conseguí bajar del tejado, delirando de fie­bre y casi paralizado. No recuerdo haber recorrido las calles de Cererías y Embaladores. Solo recuerdo que me caí por la escalera que conducía al sótano de Trapis, agarrando con fuerza la bolsa de dinero llena. Me quedé allí tumbado, temblando y sudando, y al poco rato oí las débiles pisadas de sus pies desnudos sobre la piedra.

—Qué, qué —dijo suavemente Trapis al levantarme—. Ya va, ya va.

Trapis me cuidó durante los largos días que duró la fiebre. Me arropó con mantas, me dio de comer, y como la fiebre no daba señales de bajar por sus propios medios, empleó el dinero que yo había llevado para comprarme una medicina agridulce. Mantenía mi cara y mis manos húmedas y frías mientras murmuraba con paciencia y ternura: «Qué, qué. Ya va, ya va», mientras yo llora­ba después de tener interminables sueños en que aparecían mis pa­dres, los Chandrian y un hombre con ojos vacíos.





Desperté fresco y con la mente despejada.

—¡Ooooriaaaa! —gritó Tanee, que estaba atado en su ca­mastro.

—Qué, qué. Ya va, ya va —dijo Trapis mientras dejaba a uno de los bebés y cogía a otro. El bebé miraba alrededor con los ojos oscuros muy abiertos, como una lechuza, pero parecía in­capaz de mantener erguida la cabeza. La habitación estaba en silencio.

—¡Ooooriaaaa! —repitió Tanee.

Tosí para aclararme la garganta.

—Tienes una taza en el suelo —dijo Trapis mientras le pasaba una mano por la cabeza al bebé que tenía en brazos.

—¡Ooooh oohriii iiiiaa! —bramó Tanee, puntuando su gri­to con unos extraños jadeos. El ruido agitó a los otros niños, que se movieron nerviosos en sus camastros. El mayor de todos ellos, que estaba en el rincón, se tapó las orejas con las manos y empezó a gemir. Comenzó a mecerse adelante y atrás, primero suavemen­te, luego cada vez con más ímpetu, hasta golpearse la cabeza en el suelo de piedra cuando se inclinaba.

Trapis llegó a su lado antes de que el niño pudiera hacerse daño de verdad. Lo abrazó y dijo: «Qué, qué. Ya va, ya va, Loni». El niño empezó a mecerse más despacio, pero no dejó de hacerlo del todo.

—No hagas tanto ruido, Tanee. —La voz del anciano era seria, pero no severa—. ¿Por qué alborotas tanto? Loni podría hacerse daño.

—Ooooriaaaa —repitió Tanee en voz baja. Detecté una nota de remordimiento en su voz.

—Me parece que quiere que le cuente una historia —dije a Tra-pis, sorprendiéndome a mí mismo.

—¡Aaaa! —dijo Tanee.

—¿Es eso lo que quieres, Tanee?

—Iiii.

Hubo un momento de silencio.

—Yo no sé ninguna historia —dijo Trapis.

Tanee permaneció callado y enfurruñado.

«Todo el mundo sabe alguna historia —pensé—. Todo el mun­do sabe al menos una.»

—¡Ooooriaaaa!

Trapis miró alrededor, como si buscara una excusa.

—Bueno —dijo con reticencia—, hace tiempo que no conta­mos historias, ¿verdad? —Miró al niño que tenía en brazos—. ¿Te gustaría oír una historia, Loni?

Loni asintió con tanta vehemencia que estuvo a punto de gol­pearle la mejilla a Trapis con la cabeza.

—¿Te portarás bien y te sentarás tú solo para que pueda con­taros una historia?

Loni dejó de mecerse casi de inmediato. Trapis lo soltó poco a poco y se apartó de él. Tras lanzarle una larga mirada para asegu­rarse de que el niño no volvería a las andadas, fue lentamente has­ta su silla.

—Bueno —murmuró por lo bajo al mismo tiempo que se aga­chaba para coger en brazos al bebé que acababa de dejar—. ¿Ten­go alguna historia? —le preguntó al niño, que tenía los ojos muy abiertos—. No, no tengo ninguna. ¿Recuerdo alguna? Será mejor que sí.

Hizo una larga pausa, tarareando al niño en sus brazos y con aire pensativo.

—Sí, claro. —Se irguió en el asiento—. ¿Estáis preparados?





Lo que voy a contaros pasó hace mucho tiempo. Antes de que na­ciéramos ninguno de nosotros. Y antes de que nacieran nuestros padres. Fue hace mucho tiempo. Quizá... quizá hace cuatrocien­tos años. No, más de cuatrocientos años. Mil años, seguramente. O quizá no tanto.

Eran malos tiempos. La gente estaba hambrienta y enferma. Había hambrunas y grandes epidemias. Había muchas guerras y otras cosas malas en esa época, porque no había nadie que las im­pidiera.

Pero lo peor de todo era que en esa época había demonios en el mundo. Algunos eran pequeños y molestos; herían a los caballos y agriaban la leche. Pero había otros mucho peores que esos.

Había demonios que se escondían en el cuerpo de las personas y las hacían enfermar o enloquecer, pero esos no eran los peores. Había demonios como grandes bestias que capturaban hombres y se los comían vivos, pero esos no eran los peores. Había demonios que les arrancaban la piel a las personas y la utilizaban para ves­tirse, pero esos tampoco eran los peores.

Había un demonio que destacaba entre todos: Encanis, la os­curidad devoradora. Pasara por donde pasase, su cara siempre es­taba oculta en sombras, y los escorpiones que le picaban morían al entrar en contacto con tanta corrupción.

Pues bien, Tehlu, creador del mundo y señor de todas las cosas, vigilaba el mundo de los humanos. Vio que los demonios se bur­laban de nosotros y nos mataban y se comían nuestros cuerpos. Salvó a algunos, pero solo a unos pocos. Porque Tehlu es justo y solo salva a los dignos de ser salvados, y en aquellos tiempos, muy pocas personas actuaban buscando su propio bien, y menos aún buscando el bien de los demás.

Eso hacía que Tehlu se sintiera desgraciado. Porque él había creado el mundo para que fuera un lugar agradable para los humanos. Pero su iglesia estaba corrompida; robaba a los pobres y no vivía de acuerdo con las leyes que él le había dictado...

No, esperad. Todavía no había iglesia, ni sacerdotes. Solo ha­bía hombres y mujeres, y algunos sabían quién era Tehlu. Pero in­cluso esos eran malvados, así que cuando pedían ayuda al señor Tehlu, él no se sentía inclinado a socorrerlos.

Pero tras años observando y esperando, Tehlu encontró a una mujer pura de corazón y de espíritu. Se llamaba Perial. Su madre le había enseñado quién era Tehlu, y ella lo adoraba tanto como se lo permitían sus pobres circunstancias. Pese a que la vida no era fácil para ella, Perial solo rezaba por los demás, y nunca por ella misma.

Tehlu la observó durante años. Vio que llevaba una vida difícil, llena de desgracias y tormentos a manos de los demonios y de otra gente malvada. Sin embargo, ella nunca maldijo a Tehlu ni dejó de rezar, y siempre trataba a todo el mundo con respeto y ama­bilidad.

Así que una noche Tehlu se apareció a Perial en un sueño. Se plantó ante ella; parecía que estuviera hecho de fuego o de luz so­lar. Se acercó a ella, resplandeciente, y le preguntó si sabía quién era.

—Por supuesto —contestó la mujer. No se puso nada nerviosa porque pensó que solo era un sueño extraño—. Eres Tehlu, mi señor.

Tehlu asintió y le preguntó si sabía por qué había ido a verla.

—¿Vas a hacer algo para ayudar a mi vecina Deborah? —pre­guntó ella. Porque antes de acostarse había estado rezando por su vecina—. ¿Vas a hacer algo para que su esposo Losel sea mejor persona? No la trata bien. Un hombre no debe ponerle nunca la mano encima a una mujer, salvo por amor.

Tehlu conocía a los vecinos de Perial. Sabía que eran indignos y que habían cometido maldades. Todos los habitantes del pueblo eran indignos excepto Perial. Todos los habitantes del mundo eran indignos. Se lo dijo.

—Deborah se ha portado muy bien conmigo —repuso Perial—. Y Losel, al que no le tengo ninguna simpatía, es mi vecino de to­das formas.

Tehlu le dijo que Deborah se acostaba con muchos hombres, y que Losel bebía todos los días de la semana, incluso en Duelo. No, esperad. Todavía no existía el Duelo. Pero de todos modos, Losel bebía mucho. A veces se enfurecía tanto que pegaba a su esposa hasta que ella no se tenía en pie y ni siquiera podía llorar.

En su sueño, Perial guardó silencio. Sabía que Tehlu decía la verdad, pero aunque Perial era pura de corazón, no era necia. Ella ya sospechaba que sus vecinos hacían esas cosas que Tehlu había mencionado. Con todo, incluso sabiéndolo con certeza, seguía sintiendo cariño por ellos.

—¿No vas a ayudarla?

Tehlu dijo que los dos esposos eran un buen castigo el uno para el otro. Eran malos, y a la gente mala había que castigarla.

Perial habló con sinceridad, quizá porque creía que estaba so­ñando; pero seguramente habría dicho lo mismo si hubiera estado despierta, porque Perial siempre decía lo que pensaba.

—Ellos no tienen la culpa de que la vida sea tan difícil ni de que haya tanta hambre y tanta tristeza en el mundo —dijo—. ¿Qué se puede esperar de la gente si tiene que convivir con los de­monios?

Pero aunque Tehlu escuchó las sabias palabras de Perial con los oídos, insistió en que los humanos eran malvados, y en que a los mal­vados había que castigarlos.

—Me parece que no sabes qué significa ser humano —replicó ella—. Y yo, si pudiera, los ayudaría de todas formas —dijo con decisión.

—Pues así será —dijo Tehlu; estiró un brazo y le puso la mano sobre el corazón. Cuando Tehlu la tocó, Perial sintió como si fuera una gran campana dorada que acabaran de tañer por vez primera. Abrió los ojos y comprendió que aquel no había sido un sueño normal.

Por eso no le sorprendió descubrir que estaba embarazada. Tres meses más tarde, dio a luz a un precioso niño de ojos oscuros. Lo llamó Mend. El día después de nacer, Mend ya gateaba. Dos días más tarde, sabía andar. Perial estaba sorprendida, pero no preocupada, porque sabía que su hijo era un regalo de Dios.

Sin embargo, Perial era una mujer sabia. Ella sabía que la gen­te no lo entendería, así que no se separaba de Mend, y cuando sus amigos y vecinos iban a visitarla, ella los echaba con cualquier pretexto.

Pero esa situación no podía prolongarse mucho, porque en los pueblos pequeños no se pueden guardar secretos. La gente sabía que Perial no estaba casada. Y aunque en esos tiempos era habi­tual que nacieran hijos fuera del matrimonio, no lo era que los ni­ños se convirtieran en hombres en menos de dos meses. La gente temía que Perial se hubiera acostado con un demonio, y que su hijo fuera hijo de un demonio. Esas cosas no eran insólitas en esos oscuros tiempos, y la gente tenía miedo.

Así que el primer día del séptimo ciclo se reunieron todos y fue­ron a la casita donde Perial vivía con su hijo. El herrero del pue­blo, que se llamaba Rengen, hizo de portavoz.

—Enséñanos al niño —gritó. Pero no hubo respuesta—. Tráe-nos al niño y demuéstranos que es humano, como nosotros.

La casa seguía en silencio, y aunque había muchos hombres en la calle, nadie quería entrar en la casa donde se sospechaba que habitaba un demonio. Así que el herrero volvió a gritar:

—Trae al joven Mend, Perial, o quemaremos la casa con voso­tros dentro.

Se abrió la puerta y salió un hombre. Nadie lo reconoció, por­que aunque solo hacía siete ciclos que había salido del vientre de su madre, Mend aparentaba diecisiete años. Se quedó allí planta­do, orgulloso, con sus negros ojos y su negro cabello.

—Yo soy el que llamáis Mend —dijo con una voz grave y so­nora—. ¿Qué queréis de mí?

Al oír su voz, Perial, que seguía dentro de la casa, dio un grito ahogado. Además de ser la primera vez que Mend hablaba, Perial reconoció su voz: era la misma que había oído en un sueño, meses atrás.

—¿Qué quieres decir con eso de que te llamamos Mend? —preguntó el herrero asiendo con fuerza su martillo. Sabía que había demonios que parecían humanos, o que se disfrazaban con su piel, como hacían algunos ocultándose bajo una piel de cordero.

El niño que ya no era un niño dijo:

—Soy el hijo de Perial, pero no soy Mend. Y tampoco soy un demonio.

—Entonces toca el hierro de mi martillo —dijo Rengen, por­que sabía que los demonios temían dos cosas: el hierro frío y el fuego limpio. Le tendió su pesado martillo de forja. Le temblaban las manos, pero nadie se lo reprochó.

El que no era Mend dio un paso adelante y puso ambas manos sobre la cabeza de hierro del martillo. No sucedió nada. Perial, que observaba desde el umbral de su casa, rompió a llorar, porque aunque confiaba en Tehlu, en el fondo había temido por su hijo.

—No soy Mend, aunque ese es el nombre que me puso mi ma­dre. Soy Tehlu, señor de todas las cosas. He venido a liberaros de los demonios y de la maldad de vuestros corazones. Soy Tehlu, hijo de mí mismo. Que los malvados oigan mi voz y tiemblen.

Y todos temblaron. Pero algunos se resistían a creer. Lo llama­ron demonio y lo amenazaron. El miedo les hizo pronunciar du­ras palabras. Algunos le lanzaron piedras y lo maldijeron, y escu­pieron hacia donde estaban su madre y él.

Entonces Tehlu se enfureció, y habría podido matarlos a todos, pero Perial se le acercó y le puso una mano en el hombro para retenerlo.

—¿Qué se puede esperar de ellos? —le preguntó en voz baja—. De unos hombres que conviven con los demonios. Hasta el mejor de los perros muerde cuando se cansa de que lo maltraten.

Tehlu reflexionó y comprendió que Perial era una mujer sabia. Miró en el corazón de Rengen y dijo:

—Rengen, hijo de Engen, tienes una amante a la que pagas para que se acueste contigo. Engañas y robas a tus empleados. Y aunque rezas en voz alta, no crees que yo, Tehlu, creara el mun­do ni que vigile a todos los que vivís en él.

Al oír eso, Rengen palideció y dejó caer el martillo al suelo. Porque lo que Tehlu acababa de decir era cierto. Tehlu miró a to­dos los hombres y mujeres que se hallaban allí. Miró dentro de sus corazones y dijo lo que veía. Todos eran indignos, hasta tal punto que Rengen podía considerarse uno de los mejores.

Entonces Tehlu trazó una raya en el suelo que lo separaba de los vecinos.

—Este camino es como el sinuoso curso de una vida. Hay dos caminos paralelos que podéis tomar. Todos vosotros viajáis ya por ese lado del camino. Tenéis que elegir. Podéis quedaros en vuestro camino, o cruzar y venir al mío.

—Pero el camino es el mismo, ¿no? Lleva al mismo sitio —dijo alguien.

—Sí.

—¿Adonde lleva el camino?

—A la muerte. Todas las vidas conducen a la muerte, excepto una. Así son las cosas.

—Entonces, ¿qué importancia tiene el lado por el que vaya­mos? —preguntó Rengen. Era corpulento, uno de los pocos que superaban en estatura a Tehlu. Pero estaba impresionado por todo lo que había visto y oído en las horas pasadas—. ¿Qué hay en nuestro lado del camino?

—Dolor —respondió Tehlu con una voz dura y fría como la piedra—. Castigo.

—¿Y en tu lado?

—Dolor ahora —dijo Tehlu con la misma voz—. Castigo aho­ra, por todo lo que habéis hecho. Eso no se puede eludir. Pero yo también estoy aquí, este es mi camino.

—¿Qué tengo que hacer para cruzar?

—Arrepentirte y venir a mi lado.

Rengen cruzó la raya y se situó al lado de su Dios. Entonces Tehlu se agachó y recogió el martillo que el herrero había dejado caer al suelo. Pero en lugar de devolvérselo, golpeó a Rengen con él como si fuera un látigo. Una vez. Dos veces. Tres. Y el tercer golpe hizo caer a Rengen de rodillas, sollozando y chillando de dolor. Pero después del tercer golpe, Tehlu dejó el martillo y se arrodilló para mirar a Rengen a los ojos.

—Has sido el primero en cruzar —dijo en voz baja, para que solo lo oyera el herrero—. Hacía falta valor; no era fácil. Estoy orgulloso de ti. Ya no te llamas Rengen; ahora te llamas Wereth, el forjador del camino. —Tehlu lo abrazó, y el contacto con sus brazos alivió gran parte del dolor de Rengen, que ya se llamaba Wereth. Pero no todo, porque Tehlu hablaba en serio cuando de­cía que el castigo no podía eludirse.

Fueron cruzando la raya uno a uno, y uno a uno Tehlu los gol­peó con el martillo. Pero cuando caían arrodillados, Tehlu se arrodillaba a su lado y hablaba con ellos; les daba un nuevo nom­bre y aliviaba parte de su dolor.

Muchos de aquellos hombres y mujeres tenían demonios es­condidos dentro que huían chillando cuando los tocaba el marti­llo. A ellos Tehlu les dedicaba más tiempo, pero al final siempre los abrazaba, y todos se mostraban agradecidos. Algunos se po­nían a bailar de felicidad al sentirse liberados de esos seres tan terribles que habitaban en su interior.

Al final solo quedaron siete personas al otro lado de la línea. Tehlu les preguntó tres veces si querían cruzar, y ellos se negaron tres veces. Después de la tercera vez, Tehlu saltó al otro lado de la raya y les asestó a cada uno un fuerte golpe, haciéndolos caer al suelo.

Pero no todos eran hombres. Cuando Tehlu golpeó al cuarto, se oyó un ruido parecido al del hierro al enfriarse y olió a cuero quemado. Porque el cuarto hombre no era un hombre, sino un de­monio con piel de hombre. Tehlu agarró al demonio y lo despe­dazó con las manos, maldiciéndolo y lanzándolo a la oscuridad exterior, donde habitan los de su clase.

Los otros tres se dejaron golpear. Ninguno era un demonio, aunque de los cuerpos de algunos de los que habían caído salieron huyendo demonios. Cuando hubo terminado, Tehlu no habló con los seis que no habían cruzado, ni se arrodilló para abrazarlos y aliviar su dolor.

Al día siguiente, Tehlu se puso en camino para terminar lo que había empezado. Fue de pueblo en pueblo ofreciendo a sus habi­tantes la misma elección que les había planteado a los convecinos de Perial. El resultado siempre era el mismo: algunos cruzaban, y algunos se quedaban; algunos no eran hombres, sino demonios, y a esos Tehlu los destruía.

Pero había un demonio que seguía eludiendo a Tehlu: Encanis, que tenía la cara en sombras. Encanis, cuya voz era como un cu­chillo en la mente de los humanos.

Siempre que Tehlu paraba en un pueblo para ofrecer a sus ha­bitantes la posibilidad de elegir su camino, Encanis había estado allí antes, destrozando los cultivos y envenenando los pozos. En­canis hacía que los hombres se mataran entre ellos y se llevaba a los niños de sus camas por la noche.

Pasados siete años, Tehlu había recorrido el mundo entero. Había echado a los demonios que nos atormentaban. A todos ex­cepto a uno. Encanis seguía en libertad y hacía el trabajo de un mi­llar de demonios, destruyéndolo y saqueándolo todo a su paso.

Tehlu perseguía a Encanis, y Encanis huía. Pronto Tehlu estu­vo a solo un ciclo del demonio, y luego a dos días, y luego a me­dio día. Por fin estaba tan cerca que sentía el frío que dejaba En­canis a su paso, y veía sitios donde había puesto las manos y los pies, porque estaban marcados con una fría y negra escarcha.

Encanis sabía que lo perseguían, y se dirigió a una gran ciudad. El Señor de los Demonios empleó todo su poder y la ciudad que­dó arrasada. Lo hizo con la esperanza de retrasar a Tehlu y esca­par, pero el Dios Andante solo se detuvo para encargar a unos sa­cerdotes que se ocuparan de la gente de la ciudad en ruinas.

Encanis huyó durante seis días, y seis grandes ciudades que­daron destruidas. Pero al séptimo día, Tehlu llegó antes de que En­canis pudiera emplear su poder, y la séptima ciudad se salvó. Por eso el siete es el número de la suerte, y por eso celebramos el Chaen.

Encanis se hallaba en apuros, y concentró todas sus fuerzas en escapar de Tehlu. Pero al octavo día Tehlu no se entretuvo comiendo ni durmiendo. Y así fue como, al final de la Abatida, Tehlu atrapó a Encanis. Se abalanzó sobre el demonio y lo golpeó con su martillo de forja. Encanis cayó como una piedra, pero el martillo de Tehlu se hizo pedazos, y los pedazos quedaron espar­cidos por el polvoriento camino.

Tehlu se cargó el cuerpo inerte del demonio a la espalda y ca­minó toda la noche, y en la mañana del noveno día llegó a la ciu­dad de Atur. Cuando la gente vio a Tehlu llevando el cuerpo inerte del demonio, creyeron que Encanis estaba muerto. Pero Tehlu sabía que matar a Encanis no era fácil. Ninguna espada normal ni ningún golpe normal podían matarlo. Y ninguna celda con barro­tes podía retenerlo.

Así que Tehlu llevó a Encanis a la herrería. Pidió que le lle­varan hierro, y la gente le trajo todo el hierro que tenía. Pese a que no había descansado ni un momento ni había comido nada, Tehlu trabajó durante todo el noveno día. Diez hombres maneja­ban el fuelle, y Tehlu forjó la gran rueda de hierro.

Trabajó sin descanso toda la noche, y al despuntar el alba del décimo día, Tehlu le dio un último golpe a la rueda, que quedó ter­minada. Era una rueda de hierro negro, más alta que un hombre. Tenía seis rayos más gruesos que el mango de un martillo, y el aro medía un palmo de ancho. Pesaba como cuarenta hombres, y es­taba fría. El sonido de su nombre era terrible, y nadie podía pro­nunciarlo.

Tehlu escogió a un sacerdote de entre la gente que se había acercado a curiosear. Entonces los puso a todos a cavar un gran hoyo de cuatro metros de ancho y seis de profundidad en medio del pueblo.

Mientras salía el sol, Tehlu puso el cuerpo del demonio sobre la rueda. Al tocar el hierro, Encanis, dormido, empezó a agitarse. Pero Tehlu lo ató con unas cadenas a la rueda, uniendo los esla­bones a golpe de martillo y sellándolas hasta que fueron más se­guras que cualquier candado.

Entonces Tehlu se apartó, y todos vieron cómo Encanis se rebu­llía, como si tuviera una pesadilla. Se sacudió y despertó del todo. Encanis tiró de las cadenas, arqueando el cuerpo. Donde el hierro le tocaba los pies, notaba como si le clavaran cuchillos, agujas y clavos; era un dolor punzante como la quemazón del hielo, como la picadura de un centenar de tábanos. Encanis no paraba de sa­cudirse sobre la rueda y empezó a aullar, porque el hierro lo que­maba, lo mordía y lo congelaba.

Ese sonido era como dulce música para Tehlu. Se tumbó en el suelo junto a la rueda y durmió profundamente, porque estaba muy cansado.

Despertó la noche del décimo día. Encanis seguía encadenado a la rueda, pero ya no bramaba ni forcejeaba como un animal atrapado. Tehlu se agachó y, haciendo un gran esfuerzo, levantó la rueda y la apoyó contra un árbol. En cuanto se acercó a él, En­canis lo maldijo en lenguas que nadie conocía, arañando y mor­diendo.

—Tú lo has querido —dijo Tehlu.

Esa noche celebraron una gran fiesta. Tehlu envió a unos hom­bres a cortar una docena de troncos y les mandó encender una ho­guera en el fondo del profundo hoyo que habían cavado.

Los vecinos del pueblo bailaron y cantaron toda la noche alre­dedor del fuego. Sabían que por fin habían capturado al último y el más peligroso demonio que quedaba en el mundo.

Y toda la noche Encanis colgó de su rueda y los observó, in­móvil como una serpiente.

Al amanecer del undécimo día, Tehlu se acercó a Encanis por tercera y última vez. El demonio parecía feroz y agotado. Estaba amarillento y los huesos se le marcaban bajo la piel. Pero su poder todavía lo rodeaba como un oscuro manto, ocultando su rostro en sombras.

—Encanis —dijo Tehlu—, esta es tu última oportunidad para hablar. Hazlo, porque sé que tienes poder para hacerlo.

—No soy Encanis, señor Tehlu —dijo el demonio con voz las­timera, y todos los que lo oyeron sintieron pena por él. Pero luego se oyó un ruido de hierro al enfriarse, y la rueda resonó como una campana. El cuerpo de Encanis se arqueó, dolorido, al oír aquel ruido, y luego quedó inerte, colgando de las muñecas, mientras se extinguía el zumbido de la rueda.

—Basta de trucos, criatura tenebrosa. No mientas más —dijo Tehlu con severidad; sus ojos eran tan duros y oscuros como el hierro de la rueda.

—¿Qué quieres, pues? —masculló Encanis. Su voz era áspera como el roce de una piedra contra otra—. ¿Qué? Maldito seas, ¿qué quieres de mí?

—Tu camino es muy corto, Encanis. Pero todavía puedes elegir por qué lado quieres viajar.

Encanis soltó una risotada.

—¿Me vas a ofrecer la misma elección que le ofreces al gana­do? De acuerdo, cruzaré a tu lado del camino, me arrepiento y...

La rueda volvió a sonar produciendo un sonido parecido al lar­go y grave tañido de una campana. Encanis volvió a tensar el cuer­po contra las cadenas, y su grito agitó la tierra y sacudió las pie­dras en un radio de un kilómetro.

Cuando se extinguieron los gritos y el sonido de la rueda, En­canis quedó colgando, jadeando y temblando.

—Ya te he advertido que no mintieras —dijo Tehlu, implacable.

—¡Entonces elijo mi camino! —gritó Encanis—. ¡No me arre­piento! Si pudiera elegir otra vez, solo cambiaría lo rápido que puedo correr. ¡Tu gente es como el ganado del que se alimentan los de mi clase! ¡Así te pudras! Si me concedieras media hora, haría cosas tales que esos malditos campesinos ignorantes enloquece­rían de miedo. Me bebería la sangre de sus hijos y me bañaría en las lágrimas de sus mujeres. —Habría seguido hablando, pero no paraba de forcejear y de tirar de las cadenas que lo sujetaban, y le faltaba el aliento.

—Muy bien —dijo Tehlu, y se acercó más a la rueda. Por un instante pareció que fuera a abrazar a Encanis, pero solo estaba asiendo los rayos de hierro de la rueda. Entonces Tehlu levantó la rueda por encima de su cabeza. Con ambos brazos estirados, la llevó hacia el hoyo y arrojó en él a Encanis.

Durante las largas horas de la noche, una docena de troncos habían alimentado el fuego. Las llamas se habían apagado al ama­necer, dejando una gruesa capa de brasas que relucían cuando las acariciaba el viento.

La rueda cayó plana en el fondo del hoyo, con Encanis encade­nado a ella. Se hundió varios centímetros en las brasas ardientes, y hubo una explosión de chispas y ceniza. Encanis quedó tendido sobre las brasas, sujeto al hierro que se le clavaba y lo quemaba.

Aunque no estaba en contacto directo con el fuego, el calor era tan intenso que la ropa de Encanis se chamuscó y empezó a des­menuzarse sin llegar a prender. El demonio se sacudía y tiraba de las cadenas, y al hacerlo hundía aún más la rueda en las brasas.

Encanis gritaba, porque sabía que el fuego y el hierro mataban a los demonios. Y aunque tenía grandes poderes, estaba encadena­do y ardía. Notaba el metal de la rueda calentándose bajo su cuer­po, chamuscándole la piel de los brazos y las piernas. Encanis chi­llaba, e incluso cuando su piel empezó a desprender humo y a quemarse, su rostro seguía envuelto en una sombra que surgía de él como una lengua de oscuro fuego.

Entonces Encanis se calló, y lo único que se oyó fue el soni­do sibilante del sudor y la sangre que goteaban del cuerpo del demonio. Se produjo un largo silencio. Encanis tiró de las cade­nas que lo sujetaban a la rueda; parecía que fuera a tirar de ellas hasta que los músculos se le desprendieran del hueso y de los ten­dones.

Entonces se oyó un fuerte ruido, como una campana al rom­perse, y uno de los brazos del demonio se soltó de la rueda. Varios eslabones de la cadena, al rojo vivo, salieron despedidos hacia arriba y fueron a parar, humeando, a los pies de la gente que esta­ba al borde del hoyo. Solo se oyó la súbita y salvaje risa de Enca­nis, aguda como el ruido del cristal al romperse.

Al poco rato, el demonio soltó la otra mano, pero antes de que pudiera hacer nada más, Tehlu se lanzó al hoyo; cayó con tanta fuerza que hizo resonar el hierro. Tehlu le agarró las manos al de­monio y las apretó contra la rueda.

Encanis gritó furioso e incrédulo, pues aunque Tehlu volvía a aprisionarlo contra la rueda, y pese a que notaba la fuerza de Tehlu, mayor que las cadenas que Encanis acababa de romper, vio que Tehlu estaba ardiendo.

—¡Estás loco! —gritó—. Morirás aquí conmigo. Suéltame y déjame vivir. Suéltame y no te causaré más problemas. —Y la rue­da no resonó, porque Encanis estaba asustado de verdad.

—No —dijo Tehlu—. Tu castigo es la muerte. Te lo mereces.

—¡Estás loco! —seguía gritando Encanis, sin éxito—. ¡Estás ardiendo, vas a morir igual que yo!

—Todo vuelve a las cenizas, así que esta carne también arderá. Pero yo soy Tehlu. Hijo de mí mismo. Padre de mí mismo. Yo es­taba antes, y estaré después. Si soy un sacrificio, lo soy únicamente a mí mismo. Y si alguien me necesita y me invoca de la forma correcta, volveré para juzgar y castigar.

Tehlu lo sujetó contra la rueda, y ni los gritos ni las amenazas del demonio lograron apartarlo ni un centímetro. Y así fue como Encanis abandonó este mundo, y con él Tehlu, que era Mend. Am­bos ardieron hasta quedar reducidos a cenizas en el hoyo de Atur. Por eso los sacerdotes tehlinos llevan túnicas de color gris. Y por eso sabemos que Tehlu nos cuida, nos vigila y nos protege de...





Trapis interrumpió su relato, porque Jaspin empezó a aullar y a agitarse, tensando las cuerdas que lo sujetaban. Como la historia ya no me mantenía despierto, me fui desvaneciendo lentamente.

Después de aquello, empecé a albergar una sospecha que nun­ca me abandonó por completo. ¿Era Trapis un sacerdote tehlino? Su túnica estaba sucia y hecha jirones, pero parecía del mismo gris que las túnicas de los tehlinos. Algunos fragmentos de su historia eran torpes e imprecisos, mientras que otros eran solemnes y ma­jestuosos, como si Trapis los recitara tras rescatarlos de una me­moria semiolvidada. ¿Serían sermones? ¿Serían lecturas del Libro del camino?

Nunca se lo pregunté. Y aunque pasé por su sótano muchas ve­ces en los meses siguientes, nunca oí a Trapis relatar ninguna otra historia.








24

Como si fueran sombras


Durante mi estancia en Tarbean seguí aprendiendo, aunque la mayoría de las lecciones fueron dolorosas y desagradables.

Aprendí a mendigar. Era una pieza de teatro muy sencilla con un público muy difícil. Lo hacía bien, pero en la Ribera había poco dinero, y un cuenco vacío significaba una noche de hambre y frío.

Por ensayo y error descubrí la forma correcta de rajar una bol­sa de dinero y de meter la mano en un bolsillo. Esto último se me daba especialmente bien. Los cierres y los candados de todo tipo pronto me revelaron sus secretos. Utilizaba mis hábiles dedos para cosas que ni mis padres ni Abenthy habrían sospechado jamás.

Aprendí a huir de cualquiera que tuviera una sonrisa de un blanco artificial. La resina de denner te blanquea lentamente los dientes; de modo que los consumidores de denner que viven lo su­ficiente para que sus dientes se vuelvan completamente blancos, lo más probable es que ya se lo hayan vendido todo. Tarbean está lle­na de gente peligrosa, pero nada hay más peligroso que un adicto al denner con una desesperada necesidad de consumir más resina. Son capaces de matarte por un par de peniques.

Aprendí a fabricarme zapatos con retales. Los zapatos de ver­dad se convirtieron en un sueño para mí. Los dos primeros años, parecía que siempre tuviera los pies fríos, o cortados, o ambas co­sas. Pero al tercer año, mis pies eran como el cuero viejo, y podía correr descalzo durante horas por las calles adoquinadas sin sen­tir ningún dolor.

Aprendí a no esperar ayuda de nadie. En las partes más peligrosas de Tarbean, una llamada de ayuda atrae a los depredado­res como el olor de la sangre transportado por el viento.





Estaba acurrucado en mi escondite, donde confluían los tres teja­dos. Desperté de un profundo sueño al oír risotadas y pasos en el callejón.

Los pasos se detuvieron; se oyó un desgarrón de ropa, seguido de más risas. Me acerqué al borde del tejado y miré hacia abajo. Vi a un grupo de cinco o seis muchachos, casi hombres. Iban ves­tidos como yo, harapientos y sucios. Entraban y salían de la pe­numbra, como si fueran sombras. Habían corrido y jadeaban; oía su respiración desde el tejado.

La víctima estaba en medio del callejón: era un niño de apenas ocho años. Uno de los muchachos lo sujetaba boca abajo contra el suelo. La desnuda piel del niño brillaba pálida a la luz de la luna. Se oyó otro desgarrón; el niño dio un débil grito que termi­nó en un sollozo ahogado.

Los otros lo miraban y hablaban entre ellos con tono apre­miante mientras sonreían con avidez y crueldad.

A mí también me habían perseguido por la noche, varias veces. También a mí me habían atrapado, unos meses atrás. Miré hacia abajo y me sorprendió ver que tenía una pesada teja roja en la mano, y que estaba dispuesto a lanzarla.

Entonces giré la cabeza y le eché un vistazo a mi escondite. Te­nía una manta raída y media hogaza de pan. Allí era donde guar­daba mi dinero para los momentos de apuro: ocho peniques de hierro que había ahorrado por si tenía una racha de mala suerte. Y lo más valioso de todo: el libro de Ben. Allí estaba a salvo. Aun­que le diera a uno de aquellos muchachos con la teja, los otros solo tardarían dos minutos en llegar al tejado. Entonces, aunque lograra escapar, no tendría ningún sitio adonde ir.

Solté la teja. Volví a lo que se había convertido en mi hogar y me acurruqué en el hueco bajo el alero. Retorcí la manta con las manos y apreté los dientes, tratando de no oír el murmullo de la conversa­ción, salpicada de risotadas y silenciosos y desesperados sollozos.









25

Interludio: ávido de explicaciones


Kvothe le hizo señas a Cronista para que dejara la pluma y se desperezó, entrelazando los dedos y estirando los brazos por encima de la cabeza.

—Hacía mucho tiempo que no recordaba todo eso —dijo—. Si te interesa saber por qué me convertí en el Kvothe del que hablan las historias, supongo que tendrías que buscar ahí.

Cronista arrugó la frente.

—¿Qué quieres decir exactamente?

Kvothe hizo una larga pausa y se miró las manos.

—¿Sabes cuántas palizas me han dado en el curso de mi vida?

Cronista negó con la cabeza.

Kvothe levantó la mirada, sonrió y se encogió de hombros con indiferencia.

—Yo tampoco. Parece que esas cosas tengan que grabarse en la memoria. Parece que tuviera que recordar cuántos huesos me han roto. Parece que tuviera que acordarme de todos los puntos y los vendajes. —Sacudió la cabeza—. Pues no. Recuerdo a aquel niño sollozando en la oscuridad. Lo recuerdo como si hubiera sucedi­do ayer.

Cronista frunció el ceño.

—Tú mismo has dicho que no podías hacer nada.

—Sí podía —dijo Kvothe con seriedad—. Y no lo hice. Tomé una decisión, y todavía me arrepiento de ella. Los huesos se suel­dan. El arrepentimiento perdura para siempre.

Kvothe se apartó de la mesa.

—Bueno, ya he hablado bastante del lado oscuro de Tarbean. —Se levantó y se estiró cuan largo era, con los brazos en alto.

—¿Por qué, Reshi? —Las palabras salieron a borbotones por la boca de Bast—. ¿Por qué te quedaste allí, si tan terrible era?

Kvothe asintió con la cabeza, como si estuviera esperando esa pregunta.

—¿Adonde querías que fuera, Bast? Todos mis conocidos ha­bían muerto.

—Todos no —insistió Bast—. Estaba Abenthy. Podrías haber acudido a él.

—Hallowfell estaba a cientos de kilómetros, Bast —dijo Kvothe con voz cansina mientras iba hacia el otro lado de la estancia y pa­saba detrás de la barra—. Cientos de kilómetros sin los mapas de mi padre para guiarme con ellos. Cientos de kilómetros sin un ca­rromato en el que viajar o en el que dormir. Sin ayuda de ninguna clase, ni dinero, ni zapatos. Supongo que no era un viaje imposible. Pero para un niño como yo, traumatizado todavía por la muerte de sus padres...

Kvothe sacudió la cabeza.

—No. En Tarbean, al menos, podía mendigar o robar. Había logrado sobrevivir un verano en el bosque, a duras penas. Pero el invierno... —Negó con la cabeza—. Habría muerto de hambre o de frío.

De pie detrás de la barra, Kvothe llenó su copa de madera y em­pezó a añadirle pellizcos de especias que cogía de diversos recipien­tes; luego fue hasta la gran chimenea de piedra con gesto pensativo.

—Tienes razón, claro. Cualquier sitio habría sido mejor que Tarbean.

Se paró delante del fuego y se encogió de hombros.

—Pero los humanos somos animales de costumbres. Tendemos a caminar por los surcos que nos vamos labrando. Quizá hasta lo considerara justo. Mi castigo por no haber estado allí para ayudar cuando llegaron los Chandrian. Mi castigo por no morir cuando debería haber muerto, con el resto de mi familia.

Bast abrió la boca; luego la cerró y agachó la cabeza, fruncien­do el ceño.

Kvothe miró por encima del hombro y esbozó una amable sonrisa.

—No digo que sea razonable, Bast. Las emociones, por defini­ción, no son razonables. Ahora no me siento así, pero entonces sí. Lo recuerdo. —Se volvió hacia el fuego—. Las enseñanzas de Ben me han proporcionado una memoria tan clara y afilada que a ve-ces he de tener cuidado para no cortarme.

Kvothe cogió una piedra caliente de la chimenea y la metió en su copa de madera. La piedra se hundió produciendo un intenso silbido. La estancia se impregnó de olor a clavo y a nuez moscada. Kvothe removió la sidra con una cuchara larga mientras se di­rigía de nuevo hacia la mesa.

—También debes recordar que no estaba en mi sano juicio. To­davía seguía conmocionado; adormilado, si lo prefieres. Necesitaba que algo o alguien me despertara.

Le hizo una seña a Cronista, que agitó la mano con que escri­bía para desentumecerla y destapó su tintero. Kvothe se recostó en el asiento.

—Necesitaba que me recordaran cosas que había olvidado. Necesitaba una razón para marcharme de allí. Pasaron años has­ta que conocí a alguien que podía hacerlo. —Miró a Cronista con una sonrisa en los labios—. Hasta que conocí a Skarpi.






26

La otra cara de Lanre


Ya llevaba varios años en Tarbean. Había cumplido años tres veces sin enterarme, y tenía poco más de quince. Sabía sobre­vivir en la Ribera. Me había convertido en un mendigo y un ladrón consumado. Los cierres y los bolsillos se abrían con solo rozarlos mis dedos. Sabía en qué casas de empeños te compraban artícu­los «de un tío mío» sin hacer preguntas.

Todavía iba vestido con harapos y seguía pasando hambre, pero ya no corría peligro de morir de inanición. Poco a poco ha­bía ido ahorrando dinero. Incluso tras un duro invierno durante el que a menudo me vi obligado a pagar para dormir en un sitio ca­liente, tenía ahorrados más de veinte peniques de hierro. Para mí era como el tesoro de un dragón.

Había acabado por sentirme cómodo allí. Pero aparte del de­seo de ahorrar más dinero, mi vida no tenía sentido. No había nada que me motivara. No tenía ningún objetivo. Pasaba los días buscando cosas que robar y formas de distraerme.

Pero eso había cambiado unos días atrás en el sótano de Trapis. Había oído hablar a una niña, con admiración, de un narrador que estaba siempre en una taberna del Puerto llamada el Medio Mástil. Por lo visto, contaba una historia todos los días, al sonar la sexta campanada. Se jactaba de poder contar cualquier historia que le pidieras. Es más, la niña explicó que aquel tipo aceptaba apuestas. Si no conocía tu historia, te daba un talento.

Pasé el resto del día cavilando sobre lo que había dicho esa niña. Dudaba que fuera cierto, pero no podía evitar pensar en lo que podría hacer con un talento de plata. Podría comprarme unos zapatos, y quizá un cuchillo; podría darle dinero a Trapis, y aun así doblaría mis ahorros.

Aunque lo de las apuestas fuera mentira, sentía curiosidad. En la calle no era fácil encontrar entretenimiento. De vez en cuando, una troupe de pilludos representaba una obra en una esquina; a veces oía tocar a un violinista en alguna taberna. Ahora bien, los espectáculos de verdad costaban dinero, y los peniques que tan­to me había costado ganar eran demasiado valiosos para despil­farrarlos.

Pero había un problema. El Puerto no era un barrio seguro para mí.

Me explicaré. Más de un año atrás, había visto a Pike cami­nando por la calle. Era la primera vez que lo veía desde mi primer día en Tarbean, cuando sus amigos y él me asaltaron en aquel ca­llejón y destrozaron el laúd de mi padre.

Lo seguí con cautela durante casi un día entero, guardando la distancia y sin apartarme de las sombras. Al final, Pike se metió en un pequeño callejón del Puerto donde tenía su propia versión de mi escondrijo. El suyo era un nido de cajas rotas con las que había improvisado un refugio para protegerse de las inclemencias del tiempo.

Pasé toda la noche encaramado en el tejado, esperando a que Pike saliera de su refugio por la mañana. Entonces bajé a su nido de cajas y lo registré. Era acogedor, y en él se acumulaban las pe­queñas posesiones recogidas durante varios años. Encontré una botella de cerveza y me la bebí. También encontré medio queso que me comí, y una camisa que robé, porque no estaba tan hara­pienta como la mía.

Seguí buscando y encontré otras bagatelas, entre ellas una vela, un ovillo de cuerda y unas canicas. Lo más sorprendente fueron unos trozos de lona con una cara de mujer dibujada al carbón. Tuve que revolver casi durante diez minutos hasta que encontré lo que en realidad estaba buscando. Escondido detrás de todo lo de­más había una cajita de madera muy manoseada. Dentro había un ramillete de violetas secas atadas con una cinta blanca, un caballo de juguete que había perdido casi toda su crin de cuerda, y un me­chón de pelo rubio y rizado.

Tardé varios minutos en encender el fuego, utilizando pedernal y eslabón. Las violetas eran una buena yesca y, al poco rato, em­pezaron a ascender unas densas nubes de humo. Me quedé allí de pie viendo cómo las llamas devoraban todo lo que Pike amaba.

Pero me quedé demasiado rato saboreando aquel momento. Pike llegó corriendo con un amigo por el callejón, atraído por el humo, y yo me vi atrapado. Furioso, Pike se abalanzó sobre mí. Medía casi un palmo más que yo, y pesaba veinte kilos más. Peor aún: tenía un trozo de cristal con un extremo envuelto con cordel, y lo usaba como puñal.

Me clavó el cristal en el muslo, por encima de la rodilla, antes de que yo le agarrara la mano y se la aplastara contra los adoqui­nes, obligándole a soltarlo. Después Pike todavía se las ingenió para dejarme un ojo morado y romperme varias costillas, antes de que yo consiguiera pegarle una patada en la entrepierna y largar­me. Pike me persiguió cojeando y gritando que me mataría por lo que había hecho.

Le creí. Me curé la herida de la pierna, cogí todo el dinero que había ahorrado y compré cinco pintas de dreg, un licor barato y asqueroso lo bastante fuerte para hacerte ampollas en la boca. En­tonces me fui cojeando al Puerto y esperé a que me vieran Pike y sus amigos.

No tardaron mucho. Dejé que Pike y dos de sus amigos me si­guieran durante medio kilómetro; pasamos por Sastrerías y llega­mos a Cererías. Yo no me apartaba de las calles principales, por­que sabía que no se atreverían a atacarme en plena luz del día y con gente alrededor.

Pero cuando me metí corriendo en un callejón, ellos aceleraron el paso para alcanzarme, creyendo que yo intentaba huir. Sin em­bargo, cuando doblaron la esquina no encontraron a nadie.

A Pike se le ocurrió mirar hacia arriba en el preciso instante en que yo le vaciaba encima el cubo de dreg desde el borde de un te­jado. Quedó empapado, y el licor le salpicó la cara y el pecho. Pike gritó y se tapó los ojos con las manos al mismo tiempo que se arrodiliaba. Entonces saqué la cerilla de fósforo que había robado y se la tiré, y vi cómo la cerilla chisporroteaba al caer.

Invadido por un intenso y feroz odio infantil, creía que Pike quedaría envuelto en llamas. No fue así, aunque algo sí se quemó. Volvió a gritar y empezó a girar sobre sí mismo mientras sus ami­gos intentaban apagar las llamas dándole manotazos. Me escabu­llí aprovechando la confusión.

Había transcurrido más de un año y no había vuelto a ver a Pike. Él no había intentado encontrarme, y yo me había manteni­do lejos del Puerto; a veces daba un rodeo de varios kilómetros para no pasar cerca de aquel barrio. Era una especie de tregua. Sin embargo, no tenía ninguna duda de que Pike y sus amigos recor­daban mi aspecto, ni de que si me veían querrían ajusfarme las cuentas.

Después de pensarlo bien, decidí que era demasiado peligroso. Ni siquiera la promesa de oír historias gratis y de la oportunidad de ganar un talento de plata compensaba el riesgo de provocar otra vez a Pike. Además, ¿qué historia iba a pedir?

Esa pregunta danzó en mi pensamiento durante varios días. ¿Qué historia podía pedir? Empujé a un estibador y me llevé un coscorrón antes de poder meterle la mano en el bolsillo. ¿Qué his­toria? Me puse a mendigar en la esquina opuesta a la iglesia de los tehlinos. ¿Qué historia? Robé tres hogazas de pan y le llevé dos de regalo a Trapis. ¿Qué historia?

Más tarde, tumbado en mi escondite donde confluían los tres tejados, encontré la respuesta cuando estaba a punto de quedarme dormido. Lanre. Claro. Podía pedirle la verdadera historia de Lanre. La historia que mi padre estaba...

Mi corazón empezó a dar trompicones cuando de pronto re­cordé cosas en las que llevaba años evitando pensar: mi padre ras­gueando distraídamente el laúd; mi madre a su lado en el carro­mato, cantando. Automáticamente, empecé a apartarme de esos recuerdos, como cuando retiras la mano de un fuego.

Pero me sorprendió comprobar que esos recuerdos solo me producían un dolor leve, y no el intenso que había esperado. En cambio, la perspectiva de oír una historia que a mi padre tanto le interesaba me produjo cierta emoción. Una historia que él mismo habría contado.

Con todo, sabía que era una locura correr hasta el Puerto por una historia. Todo el pragmatismo que había aprendido en Tar-bean esos años me instaba a quedarme en mi rincón conocido del mundo, donde estaba a salvo...





Lo primero que vi al entrar en el Medio Mástil fue a Skarpi. Esta­ba sentado en un taburete alto, en la barra; era un anciano con unos ojos como diamantes y un cuerpo como de espantapájaros. Era delgado y curtido, con pelo blanco en los brazos, en la cara y en la cabeza. La blancura del pelo contrastaba con su intenso bronceado; parecía que estuviera salpicado de espuma de mar.

A sus pies había una veintena de niños; algunos tenían mi edad, pero la mayoría eran más pequeños. Formaban un grupo vario­pinto: pilludos mugrientos y descalzos como yo, pero también ni­ños bien vestidos y aseados que seguramente tenían padres y ho­gares decentes.

No reconocí a ninguno, pero nunca se sabía quién podía ser amigo de Pike. Encontré un sitio cerca de la puerta, y me quedé allí en cuclillas, con la espalda pegada a la pared.

Skarpi carraspeó un par de veces, y ese sonido me produjo sed. Entonces, como si realizara un ritual, miró tristemente en la copa de barro cocido que tenía delante y, con mucho cuidado, la puso del revés sobre la barra.

Los niños se acercaron y dejaron unas monedas encima de la barra. Hice un recuento rápido: dos medios peniques de hierro, nueve ardites y un drabín. En total, poco más de tres peniques de hierro en la moneda de la Mancomunidad. Quizá Skarpi ya no ofreciera el talento de plata. Lo más probable era que el rumor que yo había oído fuera falso.

El anciano le hizo una seña al camarero.

—Tinto de Fallows. —Su voz era áspera y grave, casi hipnótica.

El camarero, un tipo calvo, cogió las monedas y le sirvió vino a Skarpi en la copa de barro cocido.

—Y bien, ¿qué queréis que os cuente hoy? —dijo Skarpi con su sonora voz, que se extendió como un trueno lejano.

Hubo un momento de silencio que también me pareció ritualista, casi reverente. Entonces todos los niños se pusieron a hablar a la vez:

—¡Una historia de los Fata!

—... Oren y la pelea en Mnat...

—¡Sí, la historia de Oren Velciter! La del barón...

—Lartam...

—¡Myr Tariniel!

—¡Illien y el oso!

—Lanre —dije yo, casi sin proponérmelo.

La taberna volvió a sumirse en el silencio mientras Skarpi to­maba un sorbo de vino. Los niños lo miraban con una intensidad y una familiaridad que no supe identificar.

Skarpi permanecía sereno en medio del silencio.

—Me ha parecido oír —dijo una voz que fluía lentamente, como la miel— que alguien mencionaba a Lanre. —Me miró con sus ojos azules, claros y de mirada intensa.

Asentí. No sabía qué podía pasar.

—Yo quiero que nos hables de los desiertos de más allá de Stormwal —protestó una de las niñas más pequeñas—. De las ser­pientes que salen de la arena como tiburones. Y de los hombres del desierto, que se esconden bajo las dunas y beben sangre en lu­gar de agua. Y de... —Los niños que la rodeaban empezaron a darle coscorrones para hacerla callar.

Volvió a producirse un silencio, y Skarpi tomó otro sorbo de vino. Observé a los niños, que clavaban sus ojos en Skarpi, y com­prendí a qué me recordaban: a una persona mirando nerviosa un reloj. Supuse que cuando el anciano se hubiera terminado la bebi­da, la historia se habría terminado también.

Skarpi volvió a beber; esa vez solo dio un sorbito, y luego dejó la copa en la barra y se volvió hacia nosotros.

—¿Quién quiere oír la historia de un hombre que perdió un ojo y que así ganó visión?

Por su tono de voz, o por la reacción de los otros niños, dedu­je que aquella era una pregunta puramente retórica.

—Muy bien, Lanre y la Guerra de la Creación. Una historia muy antigua. —Paseó la mirada por el grupo de niños—. Sentaos y prestad atención, pues voy a hablaros de cómo era la ciudad re­luciente hace muchos años, a muchos kilómetros de aquí...





Hace muchos años, a muchos kilómetros de aquí, existía Myr Ta-riniel. La ciudad reluciente. Se erguía entre las altas montañas del mundo como una piedra preciosa en la corona de un rey.

Imaginaos una ciudad tan grande como Tarbean. Pero en cada esquina de cada calle había una fuente, o un árbol, o una estatua tan hermosa que incluso un hombre orgulloso lloraba al verla. Los edificios eran altos y elegantes, excavados en la montaña, ex­cavados en una piedra blanca y reluciente que conservaba la luz del sol hasta más allá del anochecer.

Selitos gobernaba en Myr Tariniel. Con solo mirar una cosa, Selitos veía su nombre oculto y lo entendía. En aquellos tiempos, había mucha gente que podía hacer eso, pero Selitos era el nomi-nador más poderoso de cuantos vivían en aquella época.

Selitos era amado por la gente a la que protegía. Sus juicios eran estrictos y justos, y no había nadie que pudiera influir en él con falsedades o engaños. El poder de su visión era tal que podía leer los corazones de los hombres como si fueran libros de grue­sas letras.

En aquellos tiempos se libraba una guerra terrible en un vasto imperio. La guerra se llamaba Guerra de la Creación, y el imperio se llamaba Ergen. Y pese a que el mundo jamás ha visto un impe­rio tan magnífico ni una guerra tan terrible, ambos ya solo viven en las historias. Hasta los libros de historia que los mencionaban como rumores inciertos se han convertido en polvo.

La guerra duraba tanto que la gente apenas recordaba los tiem­pos en que el humo de las ciudades incendiadas no ennegrecía el cielo. Antaño había habido cientos de hermosas ciudades esparci­das por todo el imperio. Ahora eran solo ruinas cubiertas de ca­dáveres. Había peste y hambre por todas partes, y en algunos si­tios era tal la desesperación que las madres ya no lograban reunir suficiente esperanza para ponerles nombres a sus hijos. Pero que­daban ocho ciudades: Belén, Antus, Vaeret, Tinusa, Emlen y las ciudades gemelas de Murilla y Murella. Por último estaba Myr Tariniel, la más grande de todas y la única que no estaba marcada por largos siglos de guerra. La protegían las montañas y unos va­lientes soldados. Pero la verdadera causa de la paz de Myr Tariniel era Selitos. Utilizando el poder de su visión, Selitos vigilaba los puertos de montaña que conducían a su amada ciudad. Sus estan­cias estaban en las torres más altas de la ciudad, para que pudiera divisar cualquier ataque mucho antes de que llegara a convertirse en una amenaza.

Las otras siete ciudades, que no contaban con los poderes de Selitos, se protegían de otras maneras. Depositaron su esperanza en gruesos muros, en la piedra y en el acero. Depositaron su espe­ranza en la fuerza de los brazos, en el valor y en la sangre. Depo­sitaron su esperanza en Lanre.

Lanre había luchado desde que podía levantar una espada, y para cuando empezó a cambiarle la voz, peleaba como una do­cena de hombres hechos y derechos. Se desposó con una mujer llamada Lyra, por la que sentía un profundo amor, una intensa pasión.

Lyra era terrible y sabia, y tenía tanto poder como Lanre. Pues mientras que Lanre tenía la fuerza de su brazo y el apoyo de hom­bres leales, Lyra sabía los nombres de las cosas, y el poder de su voz podía matar a un hombre o aplacar una tormenta.

Pasaban los años, y Lanre y Lyra combatían hombro con hom­bro. Defendieron Belén de un ataque por sorpresa, salvando la ciudad de un enemigo que la habría destruido. Reunían ejércitos y hacían comprender a las ciudades la importancia de la lealtad. Durante largos años rechazaron a los enemigos del imperio. La gente, que se había dejado vencer por la desesperación, empezó a sentir que la esperanza volvía a arder en su interior. La gente con­fiaba en alcanzar la paz, y depositó esas débiles esperanzas en Lanre.

Entonces llegó la Nagra de Vessten Tor. Nagra significaba « ba­talla» en el idioma de la época, y en Vessten Tor tuvo lugar la mayor y más terrible batalla de esa terrible guerra. Los ejércitos lu­charon sin cesar durante tres días bajo el sol, y sin cesar durante tres noches a la luz de la luna. Ningún bando consiguió derrotar al otro, y ambos se resistían a retirarse.

Sobre la batalla en sí solo tengo una cosa que decir. En Vessten Tor murieron más personas de las que viven hoy en día en el mundo.

Lanre siempre estaba donde la batalla era más cruenta, donde más lo necesitaban. Nunca soltó la espada ni la enfundó en su vai­na. Al final, cubierto de sangre en medio de un campo sembrado de cadáveres, Lanre se enfrentó, solo, a un terrible enemigo. Una bestia enorme con escamas de hierro negro, cuyo aliento era una oscuridad que sofocaba a los hombres. Lanre peleó con la bestia y la mató. Lanre consiguió la victoria, pero la pagó con la vida.

Una vez terminada la batalla, y cuando el enemigo ya se había retirado detrás de las puertas de piedra, los supervivientes encon­traron el cadáver de Lanre, frío e inerte, cerca de la bestia que había matado. La noticia de la muerte de Lanre se extendió rápidamen­te, cubriendo el campo de batalla con un manto de desesperación. Habían ganado la batalla y habían cambiado el curso de la guerra, pero todos sentían un frío intenso en su interior. La pequeña llama de esperanza que todos habían cultivado empezó a parpadear y a apagarse. Habían depositado todas sus esperanzas en Lanre, y Lan­re estaba muerto.

En medio del silencio, Lyra se quedó de pie junto al cadáver de Lanre y pronunció su nombre. Su voz era un precepto. Su voz era de acero y de piedra. Su voz le ordenaba que volviera a vivir. Pero Lanre yacía inmóvil y muerto.

Con temor, Lyra se arrodilló junto al cadáver de Lanre y susu­rró su nombre. Su voz era una llamada. Su voz era de amor y de deseo. Su voz le pedía que volviera a vivir. Pero Lanre yacía frío y muerto.

Desesperada, Lyra se echó sobre el cadáver de Lanre y lloró su nombre. Su voz era un susurro. Su voz era de eco y de vacío. Su voz le suplicaba que volviera a vivir. Pero Lanre yacía sin aliento y muerto.

Lanre estaba muerto. Lyra lloraba y le tocaba la cara con ma­nos temblorosas. Alrededor, los hombres giraron la cabeza, por­que era menos doloroso contemplar el campo ensangrentado que el dolor de Lyra.

Pero Lanre oyó la llamada de Lyra. Lanre se volvió hacia el so­nido de su voz y fue hacia ella. Lanre regresó de detrás de las puer­tas de la muerte. Pronunció el nombre de su esposa y abrazó a Lyra para consolarla. Abrió los ojos e hizo cuanto pudo para en­jugarle las lágrimas con sus temblorosas manos. Y entonces respi­ró hondo y volvió a la vida.

Los supervivientes de la batalla vieron moverse a Lanre y se maravillaron. La débil esperanza de paz que cada uno de ellos ha­bía alimentado durante tanto tiempo ardió con intensidad en su interior.

—¡Lanre y Lyra! —gritaban con voz atronadora—. ¡El amor de nuestro señor es más fuerte que la muerte! ¡La voz de nuestra señora lo ha devuelvo a la vida! ¡Juntos han derrotado a la muer­te! Juntos, ¿cómo no van a conseguir la victoria?

La guerra continuó, pero ahora que Lanre y Lyra luchaban hombro con hombro, el futuro parecía menos desalentador. Pron­to todos supieron la historia de cómo Lanre había muerto, y de cómo su amor y el poder de Lyra lo habían devuelto a la vida. Por primera vez la gente podía hablar abiertamente de paz sin que la consideraran necia o loca.

Pasaron los años. Los enemigos del imperio estaban cada vez más debilitados y más desesperados, y hasta los más cínicos se percataban de que el fin de la guerra estaba próximo.

Entonces empezaron a circular rumores: Lyra estaba enferma. Habían secuestrado a Lyra. Lyra había muerto. Lanre había hui­do del imperio. Lanre había enloquecido. Algunos incluso decían que Lanre se había suicidado y había ido a reunirse con su esposa en la tierra de los muertos. Había historias en abundancia, pero nadie sabía la verdad.

En medio de todos esos rumores, Lanre llegó a Myr Tariniel. Llegó solo, con su espada de plata y su cota de malla negra de hie­rro. La cota de malla se le adhería al cuerpo como una segunda piel de sombra. La había forjado con el armazón de la bestia que había matado en Vessten Tor.

Lanre pidió a Selitos que lo acompañara fuera de la ciudad. Se­litos accedió, con la esperanza de que Lanre le revelara qué pro­blema tenía y dispuesto a ofrecerle todo el consuelo que puede ofrecer un amigo. Solían darse consejos mutuamente, porque am­bos eran señores entre sus gentes.

Selitos había oído los rumores, y estaba preocupado. Temía por la salud de Lyra, pero sobre todo temía por Lanre. Selitos era un hombre sabio. Sabía que el sufrimiento puede afectar grave­mente al corazón, y que las pasiones conducen a hombres buenos al delirio.

Juntos recorrieron los senderos de las montañas; Lanre iba de­lante. Llegaron a una cima desde donde se contemplaba una vas­ta extensión de tierras. Las orgullosas torres de Myr Tariniel bri­llaban a la luz del ocaso.

Tras un largo silencio, Selitos dijo:

—He oído terribles rumores sobre tu esposa.

Lanre no dijo nada, y Selitos dedujo que Lyra había muerto.

Tras otra larga pausa, Selitos volvió a intentarlo:

—Aunque no sé qué ha pasado, Myr Tariniel está contigo, y te prestaré toda la ayuda que se puede prestar a un amigo.

—Ya me has dado suficiente, viejo amigo —replicó Lanre, y le puso una mano en el hombro a Selitos—. Silanxi, te vinculo; por el nombre de la piedra, que permanezcas inmóvil. Aeruh, le orde­no al aire que pese sobre tu lengua. Selitos, te nombro; que te abandonen todos tus poderes salvo el de la visión.

En todo el mundo solo había tres personas que supieran de nombres tanto como Selitos: Aleph, Iax y Lyra. Lanre no tenía don para los nombres; su poder residía en la fuerza de su brazo. Su intento de vincular a Selitos mediante su nombre era tan inú­til como el de un niño de atacar a un soldado con una vara de sauce.

Sin embargo, el poder de Lanre descendió sobre él como una pesada carga, como un torno de hierro, y Selitos comprobó que no podía moverse ni hablar. Se quedó allí de pie, quieto como una estatua, sin poder hacer otra cosa que maravillarse: ¿cómo había conseguido Lanre ese poder?

Confundido y desesperado, Selitos vio que la noche descendía sobre las montañas. Horrorizado, vio que parte de esa oscuridad que lo invadía todo era, de hecho, un gran ejército que se acerca­ba a Myr Tariniel. Y lo peor era que no sonaban las campanas de alerta. Selitos solo podía contemplar cómo el ejército se acercaba más y más sin que nadie lo advirtiera.

El enemigo masacró e incendió Myr Tariniel; cuanto menos hablemos de lo que sucedió, mejor. Las blancas murallas queda­ron calcinadas y de las fuentes brotaba sangre. Durante una noche y un día, Selitos permaneció allí de pie, impotente, junto a Lanre, sin poder hacer otra cosa que mirar y escuchar los gritos de los moribundos, el resonar del hierro, los crujidos de la piedra al rom­perse.

A la mañana siguiente, cuando la luz del amanecer iluminó las torres ennegrecidas de la ciudad, Selitos comprobó que ya podía moverse. Se volvió hacia Lanre, y esa vez la visión no le falló. Vio en Lanre una gran oscuridad y un espíritu atormentado. Pero Se­litos todavía notaba las cadenas del sortilegio que lo inmoviliza­ba. Lidiando con la rabia y el desconcierto, dijo:

—¿Qué has hecho, Lanre?

Lanre siguió contemplando las ruinas de Myr Tariniel. Estaba encorvado, como si llevara un gran peso sobre los hombros. Con voz cansina, dijo:

—¿Se me consideraba un buen hombre, Selitos?

—Eras de los mejores. Te considerábamos impecable.

—Y sin embargo, mira lo que he hecho.

Selitos no podía mirar su ciudad en ruinas.

—Sí, mira lo que has hecho —concedió—. ¿Por qué?

Lanre hizo una pausa.

—Mi esposa ha muerto —dijo—. He sido víctima del engaño y de la traición, pero soy el único responsable de su muerte. —Tra­gó saliva y giró la cabeza para contemplar el paisaje.

Selitos lo imitó. Desde el mirador donde se encontraban, divisó unas columnas de humo negro. Selitos comprendió, con certeza y horror, que Myr Tariniel no era la única ciudad que había queda­do destruida. Los aliados de Lanre habían devastado los últimos bastiones del imperio.

Lanre se volvió.

—Y eso que era de los mejores. —Era terrible contemplar el rostro de Lanre; el dolor y la desesperación habían hecho estragos en él—. ¡Yo, un hombre al que todos consideraban sabio y bueno, soy el responsable de todo esto! —Agitó los brazos—. Imagínate las infamias que un hombre de menos valía que yo puede ocultar en su corazón. —Lanre contempló Myr Tariniel, y lo invadió una especie de paz—. Para ellos, al menos, todo ha terminado. Ahora ya están a salvo. A salvo de las innumerables desgracias de la vida diaria. A salvo de los dolores de un destino injusto.

Selitos dijo en voz baja:

—A salvo del goce y de la maravilla...

—¡No existe el goce! —gritó Lanre con una voz espantosa. El sonido de su voz rompió las piedras y rebotó hacia ellos con un eco cortante—. Cualquier goce que surja aquí lo asfixian rápida­mente las malas hierbas. Yo no soy un monstruo que destruye por puro placer. Si siembro sal es porque tengo que elegir entre las ma­las hierbas o nada. —Selitos solo veía vacío detrás de sus ojos.

Selitos se agachó para coger del suelo una piedra con un canto puntiagudo.

—¿Pretendes matarme con una piedra? —Lanre soltó una ri­sotada—. Quería que lo entendieras, que supieras que no era la locura lo que me obligaba a hacer estas cosas.

—Tú no estás loco —admitió Selitos—. No veo locura en ti.

—Confiaba en que quizá quisieras unirte a mí en lo que me propongo hacer. —Lanre habló con un desesperado anhelo en la voz—. Este mundo es como un amigo con una herida mortal. Una pócima amarga administrada con prisas solo consigue aliviar el dolor.

—¿Destruir el mundo? —murmuró Selitos—. Tú no estás loco, Lanre. Lo que se ha apoderado de ti es algo peor que la locura. Yo no puedo curarte. —Tocó la afilada punta de la piedra que tenía en la mano.

—¿Quieres matarme para curarme, viejo amigo? —Lanre vol­vió a reír; era una risa terrible y salvaje. Entonces miró a Selitos, y una repentina esperanza se reflejó en sus vacíos ojos—. ¿Puedes hacerlo? —preguntó—. ¿Puedes matarme, viejo amigo?

Selitos miró a su amigo a los ojos. Vio que Lanre, casi loco de dolor, había buscado el poder para devolver a Lyra a la vida. Por amor a Lyra, Lanre había buscado el conocimiento donde es me­jor dejar el conocimiento en paz, y lo había obtenido pagando un precio terrible.

Sin embargo, incluso con ese poder que tanto le había costado obtener, no había podido devolverle la vida a Lyra. Sin ella, para Lanre la vida no era más que una carga, y el poder que había ad­quirido era como un puñal caliente en su pensamiento. Para huir de la desesperación y de la agonía, Lanre se había suicidado. Ha­bía recurrido al último refugio de los hombres: había intentado es­capar por las puertas de la muerte.

Pero así como el amor de Lyra lo había rescatado a él de detrás de la última puerta, esa vez el poder de Lanre lo había obligado a regresar del dulce estado de inconsciencia. Su recién adquirido po­der lo hizo volver a su cuerpo, obligándolo a vivir.

Selitos miró a Lanre y lo comprendió todo. Ante el poder de su visión, esas revelaciones colgaban en el aire, como oscuros tapi­ces, alrededor de la temblorosa figura de Lanre.

—Puedo matarte —dijo Selitos, y apartó la vista del rostro de Lanre, que reflejaba una repentina esperanza—. Estarías muerto una hora, o un día. Pero regresarías, atraído como el hierro a una piedra imán. Tu nombre arde con el poder que tienes dentro. No puedo extinguir ese fuego, como tampoco podría lanzar una pie­dra que alcanzara la luna.

Lanre encorvó los hombros.

—Abrigaba esperanzas —se limitó a decir—. Pero sabía la ver­dad. Ya no soy el Lanre que tú conocías. Mi nombre es nuevo y te­rrible. Soy Haliax, y ninguna puerta puede cerrarme el paso. Lo he perdido todo: no tengo a Lyra, no tengo el dulce consuelo del sueño, no puedo olvidar, y hasta la locura está fuera de mi alcan­ce. La muerte es una puerta abierta a mi poder. No tengo forma de huir. Solo tengo la esperanza del olvido después de que todo haya desaparecido y de que el Aleu se desprenda, innombrable, del cielo. —Y después de decir eso, Lanre se tapó la cara con am­bas manos, y unos silenciosos y bruscos sollozos sacudieron su cuerpo.

Selitos contempló las tierras que se extendían a sus pies y sin­tió una débil chispa de esperanza. Seis columnas de humo se alza­ban en la lejanía. Myr Tariniel había sido borrada y seis ciudades, arrasadas. Pero eso significaba que no todo estaba perdido. Aún quedaba una ciudad...

A pesar de todo lo que había ocurrido, Selitos miró a Lanre con compasión, y cuando habló, su voz denotaba tristeza.

—Entonces, ¿no queda nada? ¿Ni una pizca de esperanza? —Le puso una mano en el brazo a Lanre—. En la vida hay cosas buenas. Incluso después de todo esto, yo te ayudaré a buscarlas. Si quieres intentarlo.

—No —dijo Lanre. Se irguió cuan largo era, y detrás de las arrugas de sufrimiento, su gesto era majestuoso—. No hay nada bueno. Sembraré sal, para que no crezcan las malas hierbas.

—Lo siento —dijo Selitos, y se irguió también.

Entonces Selitos habló con una voz potente:

—Mi visión nunca se había nublado como ahora. No supe ver la verdad que había dentro de tu corazón.

Selitos respiró hondo y continuó:

—Mis ojos me engañaron. Que nunca vuelva... —Levantó la piedra y se clavó el canto puntiagudo en un ojo. Su grito resonó entre las rocas, y Selitos cayó de rodillas, jadeando—. Que nunca vuelva a estar tan ciego.

Se produjo un terrible silencio, y las cadenas del sortilegio sol­taron a Selitos. Lanzó la piedra a los pies de Lanre y dijo:

—Por el poder de mi propia sangre te vinculo. Que tu propio nombre te maldiga.

Selitos pronunció el largo nombre que había visto en el cora­zón de Lanre, y el sol se oscureció y el viento arrancó las piedras de la montaña.

Entonces Selitos dijo:

—Caiga sobre ti mi maldición. Que tu rostro siempre esté en sombras, negro como las torres caídas de mi amada Myr Tariniel.

»Caiga sobre ti mi maldición. Que tu propio nombre se vuelva en tu contra, y que nunca encuentres la paz.

»Caiga sobre ti y sobre todos los que te sigan mi maldición. Que dure hasta el fin del mundo y hasta que el Aleu se desprenda, innombrable, del cielo.

Selitos vio cómo una masa oscura rodeaba a Lanre. Al poco rato, dejaron de distinguirse sus hermosas facciones; solo se per­cibía una vaga impresión de la nariz, la boca y los ojos. Todo lo demás era una negra sombra.

Entonces Selitos se levantó y dijo:

—Me has vencido una vez mediante la astucia, pero eso no vol­verá a suceder. Ahora veo con más claridad que antes, y soy dueño de mi poder. No puedo matarte, pero puedo echarte de aquí. ¡Vete! Tu imagen es aún más repugnante porque sé que antes eras justo.

Ya mientras las pronunciaba, esas palabras tenían un sabor amargo. Lanre, con la cara en sombras, más oscura que una no­che sin estrellas, salió despedido como el humo impulsado por el viento.

Entonces Selitos agachó la cabeza y derramó ardientes lágri­mas de sangre sobre la tierra.





Hasta que Skarpi no dejó de hablar, no reparé en lo inmerso que estaba en la historia. Inclinó la cabeza hacia atrás y vació el resto del vino de su copa de barro cocido. La puso boca abajo en la ba­rra con un sordo y tajante golpazo.

Hubo un breve clamor de preguntas, comentarios, súplicas y agradecimientos por parte de los niños, que habían permanecido quietos como estatuas durante el relato. Skarpi le hizo una seña al camarero, que le sirvió una jarra de cerveza mientras los niños empezaban a desfilar hacia la calle.

Esperé hasta que se hubo marchado el último, y entonces me acerqué al anciano. Me miró con sus ojos azules como diamantes, y me hizo balbucear.

—Gracias. Quería darle las gracias. A mi padre le habría en­cantado esa historia. Es lo... —Me interrumpí—. Quería darle esto. —Le tendí medio penique de hierro—. No sabía qué tenía que hacer, cómo tenía que pagar. —Mi voz parecía oxidada. En todo un mes no había pronunciado tantas frases seguidas.

Skarpi me miró a los ojos.

—Las reglas son estas —dijo enfatizándolas con sus dedos nu­dosos—. Uno: no hables mientras yo hablo. Dos: da una moneda pequeña, si puedes permitírtelo.

Miró el medio penique que yo había dejado encima de la barra.

Como no quería reconocer cuánto necesitaba esa moneda, busqué algo más que decir.

—¿Sabe muchas historias?

Skarpi sonrió, y el entramado de arrugas que le surcaba la cara se movió hasta componer una sonrisa.

—Solo sé una historia. Pero muchas veces, los pequeños frag­mentos parecen historias independientes. —Tomó un sorbo de cerveza—. Crece alrededor de nosotros. En las mansiones de los ceáldimos y en los talleres de los ceáldaros, más allá del Stormwal, en el gran mar de arena. En las casitas de piedra de los Adem, lle­nas de silenciosas conversaciones. Y a veces... —sonrió— a veces la historia crece en sórdidas tabernas, en el barrio del Puerto de Tarbean. —Sus chispeantes ojos me traspasaron, como si yo fuera un libro en el que él pudiera leer.

—No hay ninguna buena historia que no contenga nada de verdad —dije repitiendo algo que solía decir mi padre, sobre todo para llenar el silencio. Resultaba extraño volver a hablar con al­guien; extraño pero agradable—. Supongo que aquí hay tanta ver­dad como en cualquier otro sitio. Es una lástima, al mundo le ven­dría bien un poco menos de verdad y un poco más de... —No terminé la frase, porque no sabía de qué quería más. Me miré las manos y lamenté que no estuvieran más limpias.

Skarpi deslizó el medio penique hacia mí. Lo cogí y él sonrió. Su áspera mano se posó, suave como un pájaro, en mi hombro.

—Todos los días salvo el Duelo. Al sonar la sexta campanada, más o menos.

Hice ademán de marcharme, pero me detuve.

—¿Es verdad? La historia. —Hice un gesto impreciso—. Esa parte que usted ha contado hoy.

—Todas las historias son ciertas —respondió Skarpí—. Pero esta pasó de verdad, si es a eso a lo que te refieres. —Bebió otro lento sorbo de cerveza; luego volvió a sonreír y se le iluminaron los ojos—. Más o menos. Hay que ser un poco mentiroso para contar bien una historia. Demasiada verdad tergiversa los hechos. Demasiada sinceridad te hace parecer falso.

—Mi padre también lo decía. —Nada más mencionarlo, un fá­rrago de emociones surgió dentro de mí. Hasta que no vi los ojos de Skarpi siguiéndome no me percaté de que estaba retrocedien­do, nervioso, hacia la puerta. Me paré, me obligué a darme la vuelta y caminé hasta la puerta—. Volveré, si puedo.

Oí la sonrisa en su voz detrás de mí:

—Ya lo sé.








27

Revelación


Salí de la taberna con una sonrisa en los labios, sin pensar en que todavía estaba en el Puerto y que corría peligro. Me animaba mucho saber que pronto tendría ocasión de oír otra historia. Ha­cía mucho tiempo que no anhelaba algo. Volví a mi esquina y mal­gasté tres horas mendigando; todos mis esfuerzos solo me valie­ron un fino ardite. Pero ni siquiera eso me desanimó. Al día siguiente era Duelo, pero después habría más historias.

Sin embargo, mientras estaba allí sentado sentí que una vaga inquietud se apoderaba de mí. La sensación de que se me olvida­ba algo incidía en mi insólita felicidad. Intenté ignorarla, pero me acompañó todo el día y el siguiente también, como un mosquito que no podía ver y al que no podía aplastar. Al final del día, esta­ba convencido de que había pasado algo por alto. Algo relaciona­do con la historia que había contado Skarpi.

Sin duda para vosotros será fácil, porque habéis oído la histo­ria convenientemente ordenada y narrada. Tened en cuenta que yo llevaba casi tres años en Tarbean, viviendo como un animalillo. Había partes de mi mente que todavía dormían, y mis dolorosos recuerdos acumulaban polvo detrás de la puerta del olvido. Me había acostumbrado a evitarlos, igual que un tullido procura no cargar el peso sobre la pierna que tiene lesionada.

La suerte me sonrió al día siguiente, y me las ingenié para ro­bar un fardo de harapos de la parte de atrás de un carromato y vendérselos a un trapero por cuatro peniques de hierro. Estaba demasiado hambriento para pensar en el día de mañana, así que me compré un gran trozo de queso y una salchicha, y luego una hogaza entera de pan y una tarta de manzana caliente. Por último me concedí un capricho: fui a la puerta trasera de una posada cer­cana y me gasté mi último penique en una jarra de cerveza fuerte.

Me senté en los escalones de una panadería que había enfrente de la posada y me quedé viendo pasar a la gente mientras disfru­taba de la mejor comida que me regalaba desde hacía meses. Pron­to el crepúsculo dio paso al anochecer, y empezó a darme vueltas la cabeza por efecto de la cerveza. Era una sensación agradable, pero cuando la comida se asentó en mi estómago, volví a notar esa sensación acuciante, y con más intensidad que antes. Fruncí el ceño; me fastidiaba que eso me estropeara un día que, por lo de­más, podía considerar perfecto.

La oscuridad se acentuó, hasta que la posada del otro lado de la calle quedó bañada por un charco de luz. Unas mujeres mero­deaban cerca de la puerta. Murmuraban en voz baja y les lanza­ban elocuentes miradas a los hombres que pasaban.

Me terminé la cerveza, y cuando me disponía a cruzar la calle y devolver la jarra, vi el parpadeo de una antorcha que se acerca­ba. Miré hacia el final de la calle y vi el inconfundible color gris de la túnica de un sacerdote tehlino, y decidí esperar hasta que hubiera pasado de largo. Borracho el día de Duelo y recién con­vertido en ladrón, cuanto menos contacto tuviera con el clero, mejor.

El sacerdote llevaba puesta la capucha, y la antorcha que sos­tenía se interponía entre nosotros dos, así que no pude verle la cara. Se acercó al grupo de mujeres y hubo una breve discusión. Oí el distintivo tintineo de unas monedas y me agazapé aún más en el oscuro portal.

El tehlino dio media vuelta y se marchó por donde había llega­do. Me quedé quieto para que no se fijara en mí, porque no que­ría tener que echar a correr con la cabeza dándome vueltas. Esa vez, sin embargo, la antorcha no se interponía entre nosotros dos. Cuando el sacerdote se volvió hacia donde estaba yo, no le vi la cara, sino solo oscuridad bajo la capucha, solo sombras.

El tehlino siguió su camino sin percatarse de mi presencia, o sin que le importara. Pero me quedé donde estaba, sin poder mover­me. La imagen del hombre encapuchado, con la cara oculta en sombras, había abierto de golpe una puerta en mi pensamiento, y los recuerdos se estaban derramando. Recordé a un hombre con los ojos vacíos y con una sonrisa de pesadilla, recordé la sangre de su espada. Ceniza, se llamaba, y su voz era como un viento hela­do: «¿Es este el fuego de tus padres?».

Pero no era él, sino el hombre que tenía detrás. El que estaba callado, sentado junto al fuego. El hombre cuya cara estaba ocul­ta en sombras. Haliax. Ese era el recuerdo que se cernía sobre mi conciencia desde que oyera la historia de Skarpi.

Corrí a los tejados y me envolví en mi manta raída. Poco a poco, los fragmentos de la historia y los fragmentos de mi memoria iban encajando. Empecé a admitir imposibles verdades. Los Chandrian existían. Haliax existía. Si la historia que había contado Skarpi era cierta, Lanre y Haliax eran la misma persona. Los Chandrian ha­bían matado a mis padres, a toda mi troupe. ¿Por qué?

Otros recuerdos ascendieron burbujeando hasta la superficie de mi memoria. Vi al hombre de los ojos negros, Ceniza, arrodi­llado ante mí. Su rostro inexpresivo, su voz fría y afilada. «Sé de unos padres —había dicho— que han estado cantando unas can­ciones que no hay que cantar.»

Habían matado a mis padres por recopilar historias sobre los Chandrian. Habían matado a toda mi troupe por una canción. Me quedé toda la noche despierto dando vueltas a esos pensa­mientos. Poco a poco comprendí que esos pensamientos eran la verdad.

¿Qué hice entonces? ¿Juré que los encontraría, que los mataría a todos por lo que habían hecho? Quizá. Pero aunque lo hiciera, en el fondo sabía que eso era imposible. Tarbean me había incul­cado mucho pragmatismo. ¿Matar a los Chandrian? ¿Matar a Lanre? ¿Por dónde iba a empezar? Era más probable que con­siguiera robar la luna. Al menos sabía dónde buscar la luna por la noche.

Pero había una cosa que sí podía hacer. Al día siguiente inte­rrogaría a Skarpi sobre la verdad que había detrás de sus historias.

No era gran cosa, pero era lo único que podía hacer. Quizá la ven­ganza estuviera fuera de mi alcance, al menos de momento. Pero todavía abrigaba esperanzas de descubrir la verdad.

Me aferré con fuerza a esa esperanza durante toda la noche, hasta que salió el sol y me quedé dormido.







28

La vigilante mirada de Tehlu


Al día siguiente desperté al oír las campanadas que daban la hora. Conté cuatro campanadas, pero no sabía cuántas no había oído. Parpadeé, adormilado, e intenté calcular qué hora era a partir de la posición del sol. Cerca de la sexta campanada. Skarpi debía de estar empezando su historia.

Eché a correr por las calles. Mis pies descalzos golpeaban los duros adoquines, pisaban charcos y tomaban atajos por los calle­jones. Lo veía todo borroso y aspiraba grandes bocanadas del aire húmedo y estancado de la ciudad.

Irrumpí en el Medio Mástil casi corriendo y me quedé apoyado en la pared del fondo, junto a la puerta. Reparé en que en la posa­da había más gente de la habitual a tan temprana hora de la noche. Entonces la historia de Skarpi me capturó, y no pude sino escuchar su grave y cadenciosa voz y contemplar sus chispeantes ojos.





... Selitos el Tuerto se adelantó y dijo:

—Señor, si hago esto, ¿se me otorgará el poder para vengar la pérdida de la ciudad reluciente? ¿Podré desbaratar los planes de Lanre y de sus Chandrian, que mataron a tantos inocentes y que incendiaron mi amada Myr Tariniel?

Aleph dijo:

—No. Todo lo personal debe quedar aparte, y tú solo debes castigar o recompensar lo que tú mismo veas a partir de hoy.

Selitos agachó la cabeza.

—Lo siento —dijo—, pero mi corazón me dice que debo inten­tar impedir esas cosas antes de que sucedan, y no esperar y castigar más tarde.

Algunos Ruach murmuraron palabras de aprobación y se pu­sieron al lado de Selitos, porque recordaban Myr Tariniel y esta­ban llenos de rabia y de dolor por la traición de Lanre.

Selitos se acercó a Aleph y se arrodilló ante él.

—No puedo hacerlo, porque no puedo olvidar. Pero me en­frentaré a él con la ayuda de estos fieles Ruach. Veo que sus cora­zones son puros. Nos llamaremos los Amyr, en memoria de la ciu­dad devastada. Frustraremos los planes de Lanre y de todos los que lo sigan. Nada nos impedirá alcanzar el bien mayor.

Muchos Ruach se apartaron de Selitos. Tenían miedo, y no querían involucrarse en asuntos tan serios.

Pero Tehlu dio un paso adelante y dijo:

—Para mí lo primero es la justicia. Dejaré este mundo para ser­virlo mejor, sirviéndote a ti. —Se arrodilló ante Aleph, con la ca­beza agachada y las palmas extendidas junto a los costados.

Otros se acercaron. El alto Kirel, al que habían quemado pero que había sobrevivido entre las cenizas de Myr Tariniel. Deah, que había perdido a dos esposos en la batalla, y cuyo rostro, boca y corazón eran duros y fríos como la piedra. Enlas, que no llevaba espada ni comía carne de animales, y a quien nadie había oído hablar jamás con dureza. La rubia Geisa, que tenía un centenar de pretendientes en Belén antes de que cayeran las murallas; la pri­mera mujer que fue forzada por un hombre.

Lecelte, que reía a menudo, incluso cuando estaba afligido. Imet, que no era más que un niño, y que nunca cantaba, y que ma­taba con rapidez y sin derramar ni una lágrima. Ordal, la más jo­ven de todos, que nunca había visto morir a nadie, y que estaba ante Aleph, valiente, con el dorado cabello adornado con cintas. Y a su lado estaba Andan, cuyo rostro era una máscara con ojos llameantes, y cuyo nombre significaba «ira».

Se acercaron todos a Aleph, y él los tocó. Les tocó las manos, los ojos y los corazones. La última vez que los tocó sintieron do­lor, y les salieron unas alas en la espalda que les permitirían ir a donde quisieran. Alas de fuego y sombra. Alas de hierro y cristal. Alas de piedra y sangre.

Entonces Aleph pronunció sus largos nombres, y los envolvió un fuego blanco. El fuego recorrió sus alas, y se volvieron rápidos. El fuego les acarició los ojos, y pudieron ver en lo más profundo del corazón de los hombres. El fuego les llenó la boca y cantaron canciones de poder. Entonces el fuego se instaló en su frente, como estrellas de plata, y se volvieron de inmediato honrados, sabios y sobrecogedores. Entonces el fuego los consumió, y desaparecie­ron para siempre de la vista de los mortales.

Solo los más poderosos pueden verlos, y aun ello solo con gran dificultad y gran peligro. Ellos imponen justicia en el mundo, y Tehlu es el más poderoso de todos...





—Ya he oído suficiente. —No lo dijo en voz alta, pero fue como si hubiera gritado. Cuando Skarpi contaba una historia, cualquier interrupción era como masticar un grano de arena en medio de un bocado de pan.

Dos individuos ataviados con capas oscuras que estaban en el fondo de la estancia fueron hacia la barra. Uno era alto y orgullo­so, y el otro, bajito y con capucha. Atisbé una túnica gris debajo de sus capas, y supe que eran sacerdotes tehlinos. Peor aún: vi a otros dos hombres que llevaban una coraza debajo de la capa. Mientras estuvieron sentados no me había fijado en ellos, pero al verlos levantarse comprendí que eran los hombres duros de la iglesia. Tenían el rostro adusto, y la caída de sus capas me hizo sospechar que llevaban espadas.

No fui el único que lo vio. Los niños se escabulleron por la puerta. Los más vivos trataron de aparentar indiferencia, pero al­gunos echaron a correr antes de llegar a la calle. Solo quedamos tres: un muchacho ceáldico que llevaba una camisa con encaje, una niña que iba descalza y yo. Tres insensatos.

—Creo que ya hemos oído todos bastante —dijo el más alto de los sacerdotes con severidad. Era delgado y tenía unos ojos hun­didos con un brillo tenue, como brasas. Una barba muy bien cortada del color del hollín afilaba los bordes de su cara, que parecía la hoja de un cuchillo.

Le dio su capa al otro sacerdote, más bajito y con capucha. De­bajo llevaba la túnica de color gris pálido de los tehlinos. Alrede­dor del cuello llevaba un juego de pesas de plata. Se me cayó el alma a los pies. No era un simple sacerdote, sino un juez. Los otros dos niños salieron por la puerta.

El juez dijo:

—Bajo la vigilante mirada de Tehlu, te acuso de herejía.

—Doy fe —dijo el otro sacerdote.

El juez les hizo señas a los mercenarios.

—Atadlo.

Los mercenarios obedecieron con brusca eficacia. Skarpi soportó todo el proceso sin alterarse y sin articular ni una sola palabra.

El juez vio cómo sus guardaespaldas empezaban a atarle las muñecas a Skarpi; luego se dio un poco la vuelta, como si quisie­ra apartar al contador de historias de su pensamiento. Recorrió la taberna con la mirada, y su inspección terminó en el hombre cal­vo y con delantal que estaba detrás de la barra.

—¡Que Te-Tehlu os bendiga! —tartamudeó el dueño del Me­dio Mástil.

—Que así sea —se limitó a decir el juez. Volvió a recorrer la es­tancia con la mirada. Por fin se volvió hacia el otro sacerdote, que se apartó de la barra—. Anthony, ¿crees que en un local tan boni­to como este puede haber herejes?

—Todo es posible, señor juez.

—Ahhh —dijo el juez, y paseó lentamente la vista por toda la estancia; una vez más, terminó inspeccionando al tabernero.

—¿Puedo ofrecerles algo de beber a sus señorías? —se apresu­ró a decir el tabernero.

Hubo un único silencio.

—Quiero decir... algo de beber para ustedes y para sus herma­nos. ¿Un buen barril de vino blanco de Fallows? Para mostrarles mi agradecimiento. Le dejo estar aquí porque al principio sus his­torias eran interesantes. —Tragó saliva y siguió hablando atropella-damente—: Pero entonces empezó a decir cosas escandalosas. No me atrevía a echarlo, porque es evidente que está loco, y todo el mundo sabe que Dios castiga con dureza a los que maltratan a los locos... —Se interrumpió, y de pronto la estancia quedó en si­lencio. Tragó saliva, y desde donde yo estaba, cerca de la puerta, oí el seco chasquido de su garganta.

—Es un ofrecimiento muy generoso —dijo el juez por fin.

—Muy generoso —repitió el otro sacerdote.

—Sin embargo, a veces los licores tientan a los hombres a co­meter perversidades.

—Perversidades —susurró el otro sacerdote.

—Y algunos de nuestros hermanos han hecho votos contra las tentaciones de la carne. Así pues, debo rechazar tu ofrecimiento. —La voz del juez rezumaba piadoso pesar.

Conseguí que Skarpi me mirara y le vi esbozar una discreta sonrisa. Sentí un nudo en el estómago. El anciano contador de his­torias no parecía tener ni idea del aprieto en que se había metido. Pero al mismo tiempo, en el fondo, mi egoísmo me decía: «Si hu­bieras llegado antes y ya hubieses averiguado lo que necesitabas saber, ahora no te parecería tan grave, ¿no?».

El dueño de la taberna rompió el silencio:

—En ese caso, ya que no pueden llevárselo, ¿por qué no acep­tan el valor del barril?

El juez se quedó pensativo.

—Háganlo por los niños —añadió el tabernero—. Sé que em­plearán ese dinero para ayudarlos.

El juez frunció los labios.

—Está bien —dijo tras una pausa—. Por los niños.

El otro sacerdote dijo con un tono desagradable:

—Por los niños.

El tabernero compuso una débil sonrisa.

Skarpi me miró, puso los ojos en blanco y me lanzó un guiño.

—Se diría —dijo Skarpi con su voz melosa— que unos elegan­tes clérigos como vosotros encontrarían cosas mejores que hacer que detener a contadores de historias y extorsionar a hombres decentes.

El tintineo de las monedas del tabernero se extinguió, y fue como si toda la estancia contuviera la respiración. Con estudiada tranquilidad, el juez le dio la espalda a Skarpi y habló por encima del hombro dirigiéndose al otro sacerdote:

—¡Por lo visto nos hallamos ante un hereje cortés, Anthony! ¡Qué cosa tan extraña y maravillosa! Podríamos vendérselo a una troupe Ruh; guarda cierto parecido con un perro parlante.

Skarpi habló con la mirada fija en la espalda del juez:

—No es que espere que salgáis en busca de Haliax y los Siete. «Hombres pequeños, actos pequeños», digo yo siempre. Imagino que el problema reside en encontrar un trabajo lo bastante peque­ño para unos hombres como vosotros. Pero tenéis recursos. Po­dríais recoger basura, o mirar si hay piojos en las camas de los burdeles cuando los visitáis.

El juez se dio la vuelta, agarró la copa de barro cocido de enci­ma de la barra y la estrelló contra la cabeza de Skarpi, haciéndola añicos.

—¡No hables en mi presencia! —chilló—. ¡Tú no sabes nada!

Skarpi sacudió un poco la cabeza, como para despejarse. Un hilillo de sangre empezó a correr por su rostro curtido y se perdió en una de sus cejas de espuma de mar.

—Supongo que en eso tienes razón. Tehlu siempre decía...

—¡No pronuncies su nombre! —bramó el juez, muy colora­do—. Tu boca lo mancilla. Es una blasfemia en tu lengua.

—Vamos, Erlus —dijo Skarpi como si hablara con un niño pe­queño—. Tehlu te odia más que el resto de la gente, lo que no es poco.

Un silencio artificial se apoderó de la taberna. El juez palideció.

—Que Dios se apiade de ti —dijo con voz fría y temblorosa.

Skarpi miró un momento al juez sin decir nada. Entonces se puso a reír. Era una risa retumbante y sonora que surgía del fon­do de su alma.

Los ojos del juez buscaron a uno de los hombres que había ata­do al contador de historias. El mercenario, sin preámbulos, gol­peó a Skarpi con el puño. Primero en un riñon, y luego en la par­te de atrás de la cabeza.

Skarpi cayó al suelo. La taberna quedó en silencio. El ruido de su cuerpo al golpear las tablas del suelo pareció apagarse antes que el eco de su risa. El juez hizo una seña, y uno de los guardias levantó al anciano por el pescuezo. Skarpi colgaba como una mu­ñeca de trapo, y sus pies rozaban el suelo.

Pero Skarpi no estaba inconsciente, sino solo aturdido. El con­tador de historias hizo girar los ojos hasta enfocar al juez.

—Que Dios se apiade «de mí». —Emitió un graznido que en otro momento podría haber sido una carcajada—. No sabes la gracia que tiene eso viniendo de ti.

Entonces Skarpi habló como si se dirigiera al aire:

—Corre, Kvothe. Con esta clase de gente no se consigue nada bueno. Vete a los tejados. Quédate un tiempo donde no puedan verte. Tengo amigos en la iglesia que pueden ayudarme; tú, en cambio, no puedes hacer nada. Vete.

Como no me miraba mientras hablaba, hubo un momento de confusión. Entonces el juez hizo otra seña, y uno de los guardias le asestó un golpe a Skarpi en la cabeza. El anciano puso los ojos en blanco, y se le cayó la cabeza hacia delante. Me escabullí por la puerta y salí a la calle.

Seguí el consejo de Skarpi, y antes de que salieran de la taber­na yo ya corría por los tejados.






29

Las puertas de mi mente


Subí a los tejados y me refugié en mi escondite; una vez allí, me envolví en mi manta y lloré. Lloré como si algo se hubiera roto dentro de mí y todo se desbordara.

Cuando me cansé de llorar ya era noche cerrada. Me quedé allí tumbado contemplando el cielo, agotado pero sin poder dormir. Pensé en mis padres y en la troupe, y me sorprendió comprobar que los recuerdos eran menos amargos que antes.

Por primera vez en todos esos años, utilicé uno de los trucos que me había enseñado Ben para serenar y agudizar la mente. Me costó más de lo que recordaba, pero lo conseguí.

Cuando duermes toda una noche sin moverte, al despertar por la mañana tienes el cuerpo entumecido. Si recordáis cómo es ese primer desperezo, agradable y doloroso, quizá entendáis cómo se sentía mí mente después de tantos años, desperezándose para des­pertar en los tejados de Tarbean.

Pasé el resto de la noche abriendo las puertas de mi mente. Dentro encontré cosas que había olvidado hacía mucho tiempo: mi madre combinando palabras para componer una canción, ejer­cicios de dicción para actuar, tres recetas de té para calmar los ner­vios y favorecer el sueño, escalas de laúd.

Mi música. ¿De verdad hacía años que no tenía un laúd en las manos?

Pasé mucho tiempo pensando en los Chandrian, en lo que le habían hecho a mi troupe, en lo que me habían arrebatado. Re­cordé la sangre y el olor a pelo quemado y sentí arder en mi pecho una rabia sorda y profunda. Confieso que esa noche tuve pensa­mientos vengativos y tenebrosos.

Pero los años que había pasado en Tarbean me habían infundido un férreo pragmatismo. Sabía que la venganza no era más que una fantasía infantil. Tenía quince años. ¿Qué podía hacer yo?

Sin embargo sabía una cosa. Se me había ocurrido mientras es­taba allí tumbado, recordando. Era algo que Haliax le había di­cho a Ceniza. «¿Quién te protege de los Amyr? ¿De los cantantes? ¿De los Sithe? ¿De todo lo que podría hacerte daño?»

Los Chandrian tenían enemigos. Si lograba encontrarlos, ellos me ayudarían. No tenía ni idea de quiénes eran los cantantes ni los Sithe, pero todo el mundo sabía que los Amyr eran los caballeros de la iglesia, la poderosa mano derecha del imperio de Atur. Des­graciadamente, todo el mundo sabía también que hacía trescien­tos años que no existían los Amyr. Se habían disuelto tras la caída del imperio de Atur.

Pero Haliax había hablado de ellos como si todavía existieran. Y la historia de Skarpi sugería que los Amyr habían empezado con Selitos, no con el imperio de Atur, como a mí siempre me habían en­señado. Era evidente que había más cosas que yo necesitaba saber.

Cuanto más pensaba en ello, más preguntas surgían. Resulta­ba obvio que los Chandrian no mataban a todo el que recogiera historias o cantara canciones sobre ellos. Todo el mundo sabía al­guna historia sobre los Chandrian, y todos los niños del mundo, en un momento u otro, han cantado esa cancioncilla absurda so­bre sus señales. ¿Qué era lo que hacía que la canción de mis padres fuera diferente?

Tenía muchas preguntas. Y solo podía ir a un sitio, por su­puesto.

Repasé mis escasas posesiones. Tenía una manta raída y un saco de arpillera relleno con un poco de paja que utilizaba como almohada. Tenía una botella de medio litro llena de agua, con un tapón de corcho. Un trozo de lona que sujetaba con unos ladrillos y utilizaba como cortavientos en las noches frías. Un par de terro­nes de sal y un zapato gastado que me iba pequeño, pero que es­peraba poder cambiar por alguna otra cosa.

Y veintisiete peniques de hierro en moneda corriente. Todos mis ahorros. Unos días atrás, me había parecido un tesoro inmen­so, pero ahora sabía que nunca sería suficiente.

Mientras salía el sol, saqué Retórica y lógica de su escondite, debajo de una viga. Retiré el envoltorio de gastada lona con que lo protegía y sentí un gran alivio al ver que estaba seco e intacto. Acaricié el suave cuero de las cubiertas. Lo apreté contra mi meji­lla y percibí el olor de la parte trasera del carromato de Ben: olor a especias y a levadura, mezclado con el olor acre de los ácidos y las sales químicas. Era el último objeto tangible de mi pasado.

Lo abrí y leí lo que Ben había escrito en la guarda hacía más de tres años:



Kvothe:

Defiéndete bien en la Universidad. Haz que esté orgulloso de ti. Recuerda la canción de tu padre. Ten cuidado con el delirio. Tu amigo,

Abenthy



Asentí para mí y pasé la página.





30

La cubierta rota


El letrero de la jamba de la puerta rezaba la cubierta rota. Lo interpreté como una señal auspiciosa y entré.

Había un hombre sentado detrás de un mostrador. Deduje que era el propietario. Era alto y delgado, con calva incipiente. Tenía en las manos un libro de contabilidad, y levantó la vista con cier­ta expresión de fastidio. Decidí reducir al mínimo las sutilezas; fui hacia el mostrador y puse mi libro encima.

—¿Cuánto me daría por esto?

El hombre lo hojeó con aire de profesional, palpando el papel y examinando la calidad de la encuademación. Se encogió de hombros y dijo:

—Un par de iotas.

—¡Vale mucho más! —protesté, indignado.

—Vale lo que te den por él —replicó sin alterarse—. Te doy una y media.

—Dos talentos, y tengo la opción de volver a comprarlo dentro de un mes.

El tipo dio una breve y acartonada risotada.

—Esto no es una casa de empeños. —Empujó el libro hacia mí con una mano y cogió su pluma con la otra.

—¿Veinte días?

Vaciló un momento; le echó otro rápido vistazo al libro y sacó su bolsa de dinero. Extrajo dos pesados talentos de plata. Hacía mucho, muchísimo tiempo que yo no veía tanto dinero junto.

Me acercó las monedas deslizándolas por el mostrador. Con­tuve el impulso de agarrarlas de inmediato y dije:

—Necesito un recibo.

Esa vez me lanzó una mirada tan dura y tan larga que empecé a ponerme un poco nervioso. Entonces caí en la cuenta del aspec­to que debía de ofrecer, cubierto de la suciedad acumulada en las calles durante un año, tratando de obtener un recibo por un libro que, evidentemente, había robado.

Al final, el tipo se encogió de hombros y garabateó algo en un trozo de papel. Trazó una línea y la señaló con la pluma:

—Firma aquí.

Leí lo que había escrito:



Yo, el abajo firmante, atestiguo que no sé leer ni escribir.



Miré al librero, que permaneció imperturbable. Mojé el plumín y, con mucho cuidado, escribí «A. I.», como si fueran mis ini­ciales.

El tipo agitó el trozo de papel para que se secara la tinta y me acercó el «recibo».

—¿Qué significa la «A» ? —me preguntó esbozando una sonrisa.

—Anulación —contesté—. Significa invalidar algo, hacer que resulte nulo. Generalmente, un contrato. La «I» es de Incine­ración. Que consiste en arrojar a alguien al fuego. —El tipo me miró sin comprender—. La incineración es el castigo por falsi­ficación en Junpui. Creo que los recibos falsos entran en esa ca­tegoría.

No hice el menor ademán de tocar el dinero ni el recibo. Se pro­dujo un tenso silencio.

—No estamos en Junpui —argumentó el individuo controlan­do la expresión de su rostro.

—Cierto —admití—. Tiene usted dotes para la malversación. Quizá debería añadir una «M».

El hombre dio otra fuerte risotada y sonrió.

—Me has convencido, joven maestro. —Sacó otro trozo de pa­pel y me lo puso delante—. Escribe tú el recibo, y yo lo firmaré.

Cogí la pluma y escribí: «Yo, el abajo firmante, me compro­meto a devolver el libro Retórica y lógica con la inscripción "Para Kvothe" al portador de esta nota a cambio de dos peniques de pla­ta, con la condición de que presente este recibo antes del día...».

Levanté la cabeza.

—¿Qué día es hoy?

—Odren. Treinta y ocho.

Hacía tiempo que había abandonado la costumbre de contar los días. En la calle, todos los días se parecen, solo que la gente está un poco más borracha los Hepten, y un poco más generosa los Duelos.

Pero si estábamos a treinta y ocho, solo tenía cinco días para llegar a la Universidad. Ben me había dicho que las admisiones terminaban en Prendido. Si llegaba tarde, tendría que esperar dos meses a que empezara el siguiente bimestre.

Puse la fecha en el recibo y tracé una línea para que firmara el librero. Me miró con expresión de desconcierto cuando le puse el papel delante. Es más, no se fijó en que en el recibo decía «pe­niques» en lugar de «talentos». Los talentos valían mucho más. Eso significaba que el librero acababa de comprometerse a devol­verme el libro por menos dinero que por el que él lo había com­prado.

Mi satisfacción disminuyó cuando comprendí que todo aque­llo era una estupidez. Ya fueran peniques o talentos, yo no iba a tener suficiente dinero para recuperar el libro pasados dos ciclos. Si todo iba bien, ni siquiera estaría en Tarbean al día siguiente.

Pese a ser inútil, el recibo me ayudó a calmar el dolor que me producía separarme del último objeto de mi infancia que conser­vaba. Soplé sobre el papel, lo doblé con cuidado, me lo metí en un bolsillo y cogí mis dos talentos de plata. Me llevé una sorpresa cuando el librero me tendió la mano.

Sonrió con aire arrepentido y dijo:

—Perdona lo de la nota. Es que no me ha parecido que fueras a volver. —Se encogió de hombros—. Toma. —Me puso una iota de cobre en la mano.

Decidí que el tipo no era tan mala persona. Le devolví la sonrisa y, por un instante, casi me sentí culpable por lo que había escri­to en el recibo.

También me sentí culpable por las tres plumas que le había ro­bado, pero el malestar solo me duró unos segundos. Y como no había ninguna forma conveniente de devolvérselas, antes de mar­charme le robé un tintero.






31

El carácter de los nobles


El peso de aquellos dos talentos me tranquilizó. Cualquiera que haya pasado una larga temporada sin dinero entenderá a qué me refiero. Mi primera inversión fue una buena bolsa de cue­ro para el dinero. La llevaba debajo de la ropa, pegada a la piel.

La siguiente fue un buen desayuno. Un plato de huevos calien­tes y una loncha de jamón. Pan blando recién hecho, mucha miel y mucha mantequilla, y un vaso de leche recién ordeñada. Me cos­tó cinco peniques de hierro. Creo que fue la mejor comida que he tomado jamás.

Resultaba extraño estar sentado a una mesa, comiendo con cu­chillo y tenedor. Resultaba extraño estar rodeado de gente. Resul­taba extraño que una persona me sirviera la comida.

Mientras rebañaba los restos de mi desayuno con el último tro­zo de pan, comprendí que tenía un problema.

Incluso en aquella lamentable posada de la Ribera, yo llamaba la atención. Mi camisa no era más que un viejo saco de arpillera con agujeros para los brazos y la cabeza. Mis pantalones estaban hechos con lona y me iban enormes. Apestaban a humo, a grasa y a agua estancada de los callejones. Los llevaba atados con un trozo de cuerda que había encontrado entre la basura. Iba sucio y descalzo, y apestaba.

¿Qué me convenía más, comprarme ropa o darme un baño? Si me bañaba primero, luego tendría que ponerme la ropa usa­da. Sin embargo, si intentaba comprarme ropa con el aspecto que tenía, quizá ni siquiera me dejaran entrar en la tienda. Y dudaba mucho que alguien estuviera dispuesto a tomarme medidas.

El posadero vino a recoger mi plato, y decidí que lo primero era el baño, sobre todo porque estaba harto de oler como una rata que lleva muerta una semana. Le sonreí.

—¿Hay por aquí cerca algún sitio donde tomar un baño?

—Aquí mismo, si tienes un par de peniques. —Me miró de arri­ba abajo—. O a cambio de una hora de trabajo. Una hora de tra­bajo duro. Hay que limpiar la chimenea.

—Necesitaré mucha agua, y jabón.

—Entonces dos horas, porque también tengo platos por lavar. Primero la chimenea, luego el baño y por último los platos. ¿De acuerdo?

Una hora más tarde, me dolían los hombros y la chimenea es­taba limpia. El posadero me acompañó a una habitación trasera con una gran tina de madera y una rejilla en el suelo. En las pare­des había ganchos para colgar la ropa, y una plancha de estaño clavada en la pared hacía las veces de rudimentario espejo.

El posadero me llevó un cepillo, un cubo lleno de agua hu­meante y una pastilla de jabón de lejía. Me froté el cuerpo hasta que se me quedó la piel rosada y dolorida. El posadero me llevó otro cubo de agua caliente, y luego un tercero. Recé en silencio y agra­decí no estar plagado de piojos. Seguramente estaba demasiado sucio para que ningún piojo que se preciara se instalara en mí.

Mientras me aclaraba por última vez, me fijé en la ropa que acababa de quitarme. Hacía años que no estaba tan limpio y no quería ni tocar aquella ropa, y mucho menos ponérmela. Si inten­taba lavarla, se deshilacliaría.

Me sequé y utilicé el cepillo para desenredarme el pelo. Lo te­nía mucho más largo de lo que parecía cuando lo llevaba sucio. Limpié el vaho del improvisado espejo y me llevé una sorpresa. Parecía mayor. Mayor que antes, en cualquier caso. Y no solo eso: parecía el joven hijo de un noble. Tenía la cara blanca y delgada. A mi pelo le habría venido bien un corte, pero lo tenía liso y largo hasta los hombros, como era la moda. Lo único que me faltaba era la ropa de noble.

Y entonces se me ocurrió una idea.

Todavía desnudo, me envolví con una toalla y salí por la puer­ta trasera. Cogí mi bolsa de dinero, pero la escondí. Faltaba poco para mediodía y había gente por todas partes. Muchos transeún­tes me miraron, por supuesto; yo los ignoré y eché a andar con brío, sin tratar de esconderme. Compuse una expresión de enojo e impasibilidad, sin ni rastro de vergüenza.

Me acerqué a un padre y un hijo que cargaban sacos de arpi­llera en un carro. El hijo debía de tener cuatro años más que yo, y yo le llegaba por los hombros.

—Oye, chico —le espeté—, ¿dónde se puede comprar ropa por aquí? —Miré de forma significativa su camisa y añadí—: Ropa decente.

El muchacho me miró entre confuso y enojado. Su padre se quitó rápidamente el sombrero y se puso delante de su hijo.

—Podríais probar en Bentley, señor. Venden ropa sencilla, pero está a solo un par de calles de aquí.

Puse cara de disgusto.

—¿No hay ningún otro sitio?

Se quedó mirándome.

—Bueno, podría... hay una tienda...

Le hice callar con un ademán de impaciencia.

—¿Dónde está? Limítese a señalar, ya que se ha quedado em­bobado.

El hombre señaló, y eché a andar a grandes zancadas. Mientras caminaba me acordé de uno de los papeles de joven paje que solía interpretar en la troupe. El paje, un crío insoportablemente pe­dante con un padre importante, se llamaba Dunstey. Era perfecto. Levanté la barbilla, adapté un poco la posición de los hombros e hice un par de ajustes mentales.

Abrí la puerta e irrumpí en la tienda. Había un hombre con un delantal de cuero; supongo que debía de ser Bentley. Tenía unos cuarenta años, era delgado y con una calva incipiente. Al golpear la puerta contra la pared, Bentley dio un respingo. Se volvió y me miró con gesto de incredulidad.

—Tráeme un batín, inútil. Estoy harto de que me miréis con la boca abierta, tú y todos los otros bobalicones que han decidido ir hoy al mercado. —Me repantingué en una butaca y fruncí el ceño. Como el hombre no se movía, le lancé una mirada fulminante—. ¿Acaso no se me entiende cuando hablo? ¿Acaso no son obvias mis necesidades? —Tiré del borde de la toalla para que quedara claro.

El hombre seguía allí plantado, boquiabierto.

Bajé la voz y, en tono amenazador, dije:

—Si no me traes algo que ponerme —me levanté y grité—, ¡te destrozo la tienda! Le pediré a mi padre tus pelotas como regalo de Solsticio. Haré que sus perros monten tu cadáver. ¿Tienes idea DE QUIÉN SOY?

Bentley se marchó a toda prisa, y yo volví a dejarme caer en la butaca. Una dienta a la que no había visto hasta entonces salió precipitadamente de la tienda, deteniéndose un momento para ha­cerme una reverencia.

Contuve la risa.

Después todo resultó muy fácil. Lo tuve media hora corriendo de aquí para allá, llevándome una prenda tras otra. Yo me burla­ba de la tela, del corte y de la factura de todo lo que me presen­taba. En resumen, me comporté como el perfecto niño mimado.

La verdad es que no habría podido quedar más complacido. La ropa era sencilla, pero estaba bien hecha. La verdad es que, te­niendo en cuenta lo que llevaba puesto una hora antes, un saco de arpillera limpio habría supuesto una gran mejora.

Si no habéis pasado mucho tiempo en la corte ni en grandes ciudades, no entenderéis por qué me resultó todo tan fácil. Dejad que os lo explique.

Los hijos de los nobles son una de las fuerzas de la naturale­za más destructivas, como las inundaciones o los tornados. Cuando una persona corriente se enfrenta a una de esas catástro­fes, lo único que puede hacer es aguantarse y tratar de minimizar los daños.

Bentley lo sabía. Marcó la camisa y los pantalones y me ayudó a quitármelos. Volví a ponerme el batín que me había dado, y él empezó a coser como si un demonio lo estuviera vigilando.

Volví a sentarme haciendo grandes aspavientos.

—Puedes preguntármelo —dije—. Ya sé que te mueres de cu­riosidad.

Bentley levantó un momento la cabeza y me miró.

—¿Señor?

—Las circunstancias que han provocado mi actual desnudez.

—Ah, sí. —Cortó el hilo y empezó con los pantalones—. Ad­mito que siento cierta curiosidad. Pero no más de la estrictamente correcta. Yo no me meto en lo que hacen los demás.

—Ah. —Asentí fingiendo decepción—. Una actitud muy loable.

A continuación se produjo un largo silencio; lo único que se oía era el ruido del hilo al traspasar la tela. Me puse a tamborilear con los dedos en el brazo de la butaca. Al final, continué como si Bentley me lo hubiera preguntado:

—Una prostituta me ha robado la ropa.

—¿En serio, señor?

—Sí. La muy zorra pretendía devolvérmela a cambio de mi bolsa de dinero.

Bentley levantó un momento la cabeza; su rostro denotaba auténtica curiosidad.

—¿No llevaba usted la bolsa en la ropa, señor?

Puse cara de sorpresa.

—¡Por supuesto que no! Un caballero nunca debe separarse de su bolsa. Eso dice mi padre. —Se la mostré.

Vi que Bentley contenía la risa, y eso me hizo sentir un poco mejor. Llevaba casi una hora maltratando a aquel hombre; lo me­nos que podía hacer era contarle una historia que él, a su vez, pu­diera contar a sus amigos.

—Me dijo que si quería conservar la dignidad, tenía que darle mi bolsa; entonces podría marcharme con la ropa puesta. —Sacu­dí la cabeza con desdén—. «Desvergonzada», le dije. «La digni­dad de un caballero no está en su ropa. Si te entregara mi bol­sa solo para ahorrarme un bochorno, te estaría entregando mi dignidad.»

Me quedé pensativo unos segundos, y luego continué en voz baja, como si pensara en voz alta:

—De lo que se deduce que la dignidad de un caballero está en su bolsa. —Miré la bolsita de dinero que tenía en las manos e hice una larga pausa—. Creo que el otro día oí a mi padre decir algo parecido.

Bentley soltó una risotada y acabó tosiendo; entonces se levan­tó y sacudió la camisa y los pantalones.

—Ya está, señor. Ahora le quedarán como un guante.

El amago de una sonrisa danzó en sus labios cuando me entre­gó las prendas.

Me quité el batín y me puse los pantalones.

—Supongo que me llevarán a casa. ¿Qué te debo, Bentley? —pregunté.

Bentley caviló un momento.

—Uno con dos.

Empecé a abrocharme la camisa y no dije nada.

—Lo siento, señor —se apresuró a decir Bentley—. Se me olvi­dó con quién estaba hablando. —Tragó saliva—. Uno será sufi­ciente.

Abrí mi bolsa, le puse un talento de plata en la mano y lo miré a los ojos.

—Necesitaré un poco de cambio.

Sus labios trazaron una fina línea, pero asintió y me devolvió dos iotas.

Me guardé las monedas y até firmemente mi bolsa debajo de la camisa; le di unas palmaditas y miré con elocuencia a Bentley.

Volví a ver la sonrisa asomando en sus labios.

—Adiós, señor.

Recogí mi toalla, salí de la tienda y, con un aspecto menos sos­pechoso, me encaminé hacia la posada donde había desayunado y me había dado el baño.





—¿Qué puedo ofrecerle, joven señor? —me preguntó el posa­dero cuando me acerqué a la barra. Me sonrió y se limpió las ma­nos en el delantal.

—Un montón de platos sucios y un trapo.

Me miró entrecerrando los ojos; entonces sonrió y soltó una carcajada. .

—Creía que te habías escapado desnudo por las calles.

—No iba desnudo del todo. —Dejé la toalla encima de la barra.

—Antes había más mugre que persona. Y habría apostado un marco entero a que tenías el pelo negro. Desde luego, no pareces el mismo. —Me contempló unos instantes, maravillado—. ¿Quie­res tu ropa vieja?

Negué con la cabeza.

—Tírela. O mejor, quémela, y asegúrese de que nadie aspira el humo accidentalmente. —El posadero volvió a reír—. Pero tenía otras cosas que sí me gustaría recuperar —le recordé.

El posadero asintió y se dio unos golpecitos en un lado de la nariz.

—Desde luego. Un segundo. —Se dio la vuelta y desapareció por una puerta que había detrás de la barra.

Eché un vistazo a la taberna, y me pareció diferente ahora que ya no atraía tantas miradas hostiles. La chimenea de piedra con el hervidor negro hirviendo; los olores, ligeramente acres, a madera barnizada y a cerveza derramada; el débil murmullo de las con­versaciones...

Siempre me han gustado las tabernas. Creo que eso se debe a que crecí en los caminos. Una taberna es un lugar seguro, una es­pecie de refugio. Entonces me sentí muy cómodo, y pensé que no estaría mal regentar un sitio como aquel.

—Aquí tienes. —El posadero puso las tres plumas, el tintero y mi recibo de la librería encima de la barra—. He de reconocer que esto me ha desconcertado casi tanto como que te largaras sin la ropa.

—Voy a la Universidad —expliqué.

El posadero arqueó una ceja.

—¿No eres demasiado joven?

Sus palabras me produjeron un ligero nerviosismo, pero me controlé.

—Aceptan a todo tipo de alumnos.

Él asintió educadamente, como si eso explicara por qué había aparecido descalzo y apestando a callejones. Esperó un poco para ver si yo le daba más explicaciones, y luego se sirvió una bebida.

—No quisiera ofenderte, pero no creo que sigas dispuesto a la­var platos.

Abrí la boca para protestar; un penique de hierro por una hora de trabajo era una ganga que no quería desperdiciar. Dos peni­ques equivalían a una hogaza de pan, y no podía contar todas las veces que había pasado hambre en los últimos meses.

Entonces vi mis manos apoyadas sobre la barra. Estaban tan limpias que casi no las reconocí.

Me di cuenta de que no quería lavar los platos. Tenía cosas más importantes que hacer. Me aparté de la barra y saqué un penique de mi bolsa.

—¿Cuál es el mejor sitio para buscar una caravana que se diri­ja hacia el norte? —pregunté.

—El Solar del Arriero, en la Colina. Está medio kilómetro más allá del molino de la calle de los Vergeles.

Al oírle mencionar la Colina sentí un escalofrío. Lo ignoré lo mejor que pude y asentí con la cabeza.

—Tiene usted una posada muy bonita. Me consideraría muy afortunado si tuviera una parecida cuando sea mayor. —Le di el penique.

El posadero esbozó una amplia sonrisa y me devolvió el penique.

—Con esos cumplidos tan generosos, puedes volver cuando quieras.























































32

Cobres, zapateros y multitudes





Faltaba cerca de una hora para mediodía cuando salí a la calle. El sol ya estaba muy alto, y notaba el calor de los adoquines en la planta de los pies. Los ruidos del mercado formaban un irre­gular murmullo a mi alrededor; intenté disfrutar de la agradable sensación de tener el estómago lleno y el cuerpo limpio.

Pero notaba una vaga inquietud en la boca del estómago. Era una sensación parecida a la que tienes cuando alguien te mira la nuca. Me acompañó hasta que me pudo el instinto y, rápido como un pez, me colé por un callejón.

Me quedé de pie, apoyado contra una pared, esperando, y esa extraña sensación fue desapareciendo. Pasados unos minutos, empecé a sentirme estúpido. Confiaba en mi instinto, pero a veces daba falsas alarmas. Esperé unos minutos más para asegurarme, y luego volví a la calle.

La sensación de desasosiego regresó casi de inmediato. La ig­noré mientras trataba de averiguar de dónde provenía. Pero cinco minutos más tarde, perdí el valor y volví a meterme por una calle­juela, escudriñando a la multitud para ver quién me seguía.

Nadie. Hicieron falta media hora de nerviosismo y dos callejo­nes más para que averiguara qué estaba pasando.

Resultaba extraño caminar en medio de la multitud.

En los dos últimos años, las multitudes se habían convertido para mí en parte del decorado de la ciudad. Podía utilizar al gen­tío para esconderme de un guardia o de un tendero. Podía mover­me a través de la muchedumbre para llegar a donde quisiera ir.

Hasta podía avanzar en la misma dirección que la multitud, pero nunca formaba parte de ella.

Estaba tan acostumbrado a que me ignoraran, que casi eché a correr cuando el primer comerciante se me acercó para venderme algo.

Una vez que hube identificado qué era eso lo que me inquieta­ba, la mayor parte de esa inquietud desapareció. Generalmente, el miedo proviene de la ignorancia. Una vez que supe cuál era el pro­blema, este pasó a ser solo un problema y no algo que temer.





Como ya he mencionado, Tarbean se dividía en dos partes: la Co­lina y la Ribera. La Ribera era pobre; la Colina era rica. La Ribe­ra apestaba; la Colina estaba limpia. En la Ribera había ladrones; en la Colina había banqueros (o mejor dicho... estafadores).

Ya os he contado la historia de mi única y catastrófica incur­sión en la Colina. De modo que quizá comprendáis por qué, cuan­do el gentío que tenía delante se separó un momento, vi lo que es­taba buscando. Un miembro de la guardia. Me colé por la primera puerta que encontré, con el corazón latiéndome a toda prisa.

Pasé un momento recordándome que ya no era el pilludo al que habían aporreado años atrás. Iba limpio y bien vestido. No desentonaba en absoluto en aquella parte de la ciudad. Pero los viejos hábitos difícilmente mueren. Me esforcé para controlar una intensa rabia, pero no sabía si estaba enfadado conmigo mismo, con el guardia o con el mundo en general. Seguramente, las tres cosas.

—Enseguida te atiendo —dijo una alegre voz detrás de un um­bral protegido por una cortina.

Eché un vistazo a la tienda. La luz que entraba por el escapa­rate iluminaba un abarrotado banco de trabajo y docenas de pa­res de zapatos colocados en unos estantes. Decidí que no habría podido refugiarme en ningún sitio mejor.

—A ver si lo adivino... —dijo la voz desde la trastienda. Un an­ciano canoso salió de detrás de la cortina con un largo trozo de cuero en las manos. Era bajito y caminaba encorvado, pero su arrugado rostro me sonrió—. Necesitas unos zapatos. —Sonrió con timidez; su chiste era como unas botas viejas y gastadas, pero tan cómodas que cuesta deshacerse de ellas. Me miró los pies. Yo también me los miré, a mi pesar.

Iba descalzo, por supuesto. Hacía tanto tiempo que no usaba zapatos que ya ni siquiera pensaba en ellos. Al menos durante el verano. En invierno soñaba con tenerlos.

Levanté la cabeza. El hombre miraba de un lado a otro, como si tratara de determinar si reírse podía costarle un cliente.

—Sí, creo que necesito unos zapatos —admití.

El zapatero rió, me condujo hasta un asiento y me midió los pies con las manos. Por fortuna, las calles estaban secas, de modo que tenía los pies sencillamente sucios del polvo de los adoquines. Si hubiera llovido, habrían estado vergonzosamente mugrientos.

—Veamos qué zapatos te gustan, y si tengo algún par de tu ta­lla. Si no, puedo hacértelos, o retocarlos, y tenerlos listos dentro de un par de horas. A ver, ¿para qué quieres los zapatos? ¿Para andar? ¿Para bailar? ¿Para montar? —Se inclinó hacia atrás en el taburete y cogió un par de zapatos de un estante que tenía a sus espaldas.

—Para andar.

—Me lo imaginaba. —Con destreza, me puso unos calcetines en los pies, como si todos sus clientes entraran descalzos en la tien­da. A continuación me calzó unos zapatos de piel negra con hebi­llas—. ¿Cómo los notas? Camina un poco para asegurarte.

—Es que...

—Te aprietan. Me lo imaginaba. No hay nada más molesto que unos zapatos que aprietan. —Me los quitó y, rápidamente, me calzó otro par—. ¿Y estos? —Eran de terciopelo o de fieltro, de color morado.

—No...

—¿No son exactamente lo que buscabas? No me extraña. Se gastan muy deprisa. Aunque el color es bonito, adecuado para cortejar a las damas. —Me calzó otro par—. ¿Y estos?

Eran unos zapatos de sencillo cuero marrón, y parecían hechos a mi medida. Pisé con firmeza, y el zapato se me ciñó. Había olvidado lo maravillosa que podía llegar a ser la sensación de ir bien calzado.

—¿Cuánto valen? —pregunté con aprensión.

En lugar de contestarme, el anciano se levantó y empezó a bus­car con la mirada en los estantes.

—Los pies dicen mucho de la persona —caviló—. Hay hom­bres que entran aquí, sonrientes, con los zapatos muy limpios y los calcetines empolvados. Pero cuando se descalzan, sus pies hue­len a rayos. Esas son las personas que ocultan cosas. Tienen secre­tos apestosos e intentan ocultarlos, como intentan ocultar el he­dor de sus pies.

Se volvió hacia mí.

—Pero nunca funciona. La única forma de impedir que te hue­lan los pies es airearlos un poco. Quizá ocurra lo mismo con los secretos. Pero yo de eso no entiendo. Yo solamente entiendo de za­patos.

Empezó a buscar entre el revoltijo acumulado sobre su banco de trabajo.

—A veces vienen esos jóvenes de la corte, abanicándose la cara y relatando tragedias inverosímiles. Pero tienen unos pies blan­dos y rosados. Se nota que nunca han ido solos a ninguna parte. Se nota que nunca han sufrido de verdad.

Al final encontró lo que estaba buscando. Cogió un par de za­patos parecidos a los que yo acababa de probarme.

—Aquí están. Estos zapatos eran de mi Jacob cuando tenía tu edad. —Se sentó en el taburete y me desató los cordones de los zapatos que yo llevaba puestos—. Tú tienes unas plantas muy curtidas para tu edad —continuó—: cicatrices, callos. Unos pies como los tuyos podrían correr todo el día descalzos sobre la pie­dra y no necesitarían zapatos. Un muchacho de tu edad solo con­sigue unos pies así de una manera.

Me miró a los ojos con gesto inquisitivo. Asentí con la cabeza.

El anciano sonrió y me puso una mano en el hombro.

—¿Cómo los notas?

Me levanté para probarlos. Eran aún más cómodos que el otro par, porque estaban un poco más gastados.

—Mira, estos zapatos son nuevos —dijo agitando los que tenía en la mano—. No han recorrido ni un kilómetro, y por unos za­patos nuevos como éstos suelo cobrar un talento, quizá un talen­to con dos. —Me señaló los pies—. Esos, en cambio, están usados, y yo no vendo zapatos usados.

Me dio la espalda y se puso a ordenar el banco de trabajo mien­tras tarareaba una melodía. Tardé un segundo en reconocerla: «Vete de la ciudad, calderero».

Yo sabía que el anciano estaba tratando de hacerme un favor, y una semana antes no habría dejado escapar la oportunidad de hacerme con un par de zapatos gratis. Pero por algún extraño motivo, no me parecía justo. Recogí rápidamente mis cosas y dejé un par de iotas de cobre encima del taburete antes de salir de la tienda.

¿Por qué? Porque el orgullo nos hace hacer cosas extrañas, y porque la generosidad debe recompensarse con generosidad. Pero sobre todo porque me pareció que era lo correcto, y eso ya es ra­zón suficiente.





—Cuatro días. Seis si llueve.

Roent era el tercer carromatero al que había preguntado si se dirigía a Imre, en el norte; Imre era la ciudad que estaba más cer­ca de la Universidad. Era un grueso ceáldico con una poblada bar­ba negra que le tapaba casi toda la cara. Se volvió y le gritó unas palabrotas en siaru a un hombre que estaba cargando rollos de tela en un carromato. Cuando hablaba en su lengua materna, so­naba como un monumental desprendimiento de rocas.

Su áspera voz se redujo a un murmullo cuando volvió a diri­girse a mí.

—Dos cobres. Iotas. Peniques no. Puedes viajar en un carro­mato si hay sitio. Si quieres, por la noche puedes dormir debajo. Cenas con nosotros. Para comer solo hay pan. Si algún carroma­to se atasca, ayudas a empujar.

Roent volvió a interrumpir nuestra conversación y se puso a gritar a sus hombres. Había tres carromatos en los que estaban cargando mercancías, mientras que el cuarto me resultaba dolorosamente familiar: era una de esas casas con ruedas en que yo ha­bía pasado la mayor parte de mi vida. La esposa de Roent, Reta, iba sentada en la parte delantera de ese vehículo. Adoptaba un semblante severo cuando observaba a los hombres que cargaban los carromatos, pero sonreía cuando hablaba con una niña que es­taba de pie allí cerca.

Deduje que la niña era una pasajera, como yo. Tenía aproxi­madamente mi edad; quizá fuera un año mayor que yo, pero a esa edad un año marca una gran diferencia. Los Tahl tienen un dicho sobre los niños de nuestra edad: «El niño crece, pero la niña ma­dura».

Llevaba pantalones y camisa, ropa sencilla y cómoda para via­jar, y era lo bastante joven para que ese atuendo no resultara ina­decuado. Su porte era tal que, si hubiera sido un año mayor, me habría visto obligado a considerarla una dama. Mientras hablaba con Reta se balanceaba hacia delante y hacia atrás con delicada elegancia y, al mismo tiempo, con exuberancia infantil. Tenía el cabello negro y largo, y...

Resumiendo: era hermosa. Hacía mucho tiempo que yo no veía nada hermoso.

Roent siguió la dirección de mi mirada y dijo:

—Por la noche todos ayudan a montar el campamento. Todos montan guardia por turnos. Si te duermes durante tu guardia, te quedas atrás. Comes con nosotros, sea lo que sea lo que haya co­cinado mi esposa. Si te quejas, te quedas atrás. Si caminas dema­siado despacio, te quedas atrás. Si molestas a la niña... —pasó una mano por su densa y negra barba— te la juegas.

Intervine con la esperanza de llevar sus pensamientos por otros derroteros:

—¿Cuándo estarán cargados los carromatos?

—Dentro de dos horas —respondió él con adusta certeza, como desafiando a los braceros a contradecirlo.

Uno de los hombres se subió en lo alto de un carromato, ha­ciendo visera con una mano. Gritó para hacerse oír por encima del ruido de caballos, carromatos y hombres que inundaba la plaza.

—No dejes que te asuste, chico. Gruñe mucho pero es una per­sona decente.

Roent lo apuntó con un dedo, y el hombre siguió con lo que es­taba haciendo.

Yo no necesitaba que me convencieran. Generalmente se pue­de confiar en los hombres que viajan con su esposa. Además, el precio era razonable, y la caravana partía ese mismo día. Aprove­ché la ocasión para sacar un par de iotas de mi bolsa y ofrecérse­las a Roent.

Se volvió hacia mí.

—Dos horas. —Levantó dos dedos para enfatizar sus pala­bras—. Si llegas tarde, te quedas atrás.

Asentí con solemnidad.

—Rieusa, tu kialus A'isha tua. —«Gracias por acercarme a tu familia.»

Roent arqueó las pobladas cejas. Se recuperó enseguida e hizo una rápida inclinación de cabeza que fue casi una pequeña reve­rencia. Eché un vistazo a la plaza tratando de situarme.

—Hay gente llena de sorpresas. —Me volví y vi al bracero que me había gritado desde lo alto del carromato. Me tendió una mano—. Me llamo Derrik.

Le estreché la mano y me sentí torpe. Hacía tanto tiempo que no charlaba con nadie que me notaba rudo y vacilante.

—Kvothe —atiné a decir.

Derrik juntó las manos detrás de la espalda y se estiró hacien­do una mueca de dolor. Me sacaba una cabeza y era rubio.

—Has dejado a Roent un poco desconcertado. ¿Dónde has aprendido a hablar siaru?

—Me enseñó un arcanista que conocí —expliqué. Vi que Roent iba a hablar con su esposa. La niña morena me miró y sonrió. Des­vié la vista, porque no se me ocurrió qué otra cosa podía hacer.

El bracero se encogió de hombros.

—Bueno, te dejo para que vayas a buscar tus cosas. Roent gru­ñe mucho y no muerde, pero una vez que los carromatos estén car­gados no esperará a nadie.

Asentí con la cabeza, aunque no tenía «cosas» que ir a buscar.

Sin embargo sí tenía algunas compras que hacer. Dicen que en Tarbean puedes encontrar de todo si tienes suficiente dinero, y en general es cierto.





Bajé los escalones que conducían al sótano de Trapis. Resultaba extraño recorrerlos con zapatos. Estaba acostumbrado a notar la fría humedad de la piedra en las plantas de los pies cuando iba a hacerle una visita.

Cuando recorría el corto pasillo, un niño harapiento salió de las habitaciones interiores con una pequeña manzana en la mano. Al verme paró en seco; entonces frunció el ceño, entrecerró los ojos y me miró con recelo. Agachó la cabeza y pasó rozándome.

Sin pensarlo siquiera, aparté su mano de mi bolsita de cuero y me volví para mirarlo, demasiado aturdido para decir nada. El niño salió corriendo y me dejó confuso y trastornado. Allí nunca nos robábamos unos a otros. En las calles cada uno hacía lo que quería, pero el sótano de Trapis era lo más parecido a un santua­rio que teníamos, una especie de iglesia. Ninguno de nosotros se habría arriesgado a ponerlo en peligro.

Di los últimos pasos, llegué a la habitación principal y sentí ali­vio al ver que todo lo demás parecía normal. Trapis no se encon­traba allí; seguramente estaba pidiendo caridad para ayudar a cui­dar a sus niños. Había seis camastros, todos llenos, y más niños acostados en el suelo. Alrededor de la mesa, sobre la que había un cesto, vi a varios crios mugrientos con manzanas en la mano. Se volvieron y se quedaron mirándome con dureza y rencor.

Entonces lo entendí: ninguno me había reconocido. Limpio y bien vestido, parecía un chico normal y corriente. Aquel no era lu­gar para mí.

Entonces llegó Trapis, con unas hogazas de pan bajo un brazo y una niña que no paraba de berrear en el otro.

—Ari —le dijo a uno de los crios que estaban cerca del cesto de manzanas—, ven a ayudarme. Tenemos una invitada nueva y hay que cambiarla.

El niño fue corriendo y cogió a la niña en brazos. Trapis dejó el pan encima de la mesa, junto al cesto, y las miradas de todos los crios se fijaron atentamente en él. Se me contrajo el estómago. Trapis ni siquiera me había mirado. ¿Y si no me reconocía? ¿Y si me echaba de allí? No sabía si lo soportaría, así que empecé a ca­minar hacia la puerta.

Trapis fue apuntando a los niños uno a uno:

—Veamos. David, vacía el barril de beber y friégalo bien. El agua se está poniendo salobre. Cuando David haya terminado, Nathan puede llenarlo con agua de la bomba.

—¿Puedo coger pan para dos? —preguntó Nathan—. Necesi­to un poco para mi hermano.

—Tu hermano puede venir él mismo a buscar su pan —dijo Trapis con dulzura. Luego miró con más atención al niño, como si hubiera notado algo raro—. ¿O está enfermo?

Nathan asintió, mirando al suelo.

Trapis le puso una mano en el hombro.

—Tráelo aquí y veremos qué tiene.

—Es la pierna —farfulló Nathan, que parecía estar a punto de llorar—. La tiene muy caliente y no puede caminar.

Trapis asintió y se dirigió al siguiente niño:

—Jen, ayuda a Nathan a traer a su hermano. —Los niños sa­lieron corriendo—. Tam, como Nathan se ha ido, tú puedes traer el agua.

»Kvothe, tú ve a buscar jabón. —Me tendió medio penique—. Ve a la tienda de Marna, en Lavanderas. Te hará un buen precio si le dices para quién es.

De pronto se me hizo un nudo en la garganta. Trapis me había reconocido. No sé cómo describir el alivio que sentí. Trapis era lo más parecido que yo tenía a una familia. La idea de que no me re­conociera me había horrorizado.

—No tengo tiempo para hacerte el encargo, Trapis —dije, titu­beante—. Me marcho. Me voy al interior, a Imre.

—Ah, ¿sí? —dijo Trapis; entonces hizo una pausa y volvió a mirarme, esa vez con más detenimiento—. Ya veo.

Claro. Trapis nunca se fijaba en la ropa, sino solo en el niño que había dentro.

—He venido para decirte dónde están mis cosas. En el tejado de la cerería hay un sitio donde confluyen tres aleros. Tengo algu­nas cosas allí: una manta, una botella... Ya no las necesito. Es un buen sitio para dormir si alguien lo necesita, y seco. Allí nunca sube nadie... —Enmudecí.

—Eres muy amable. Enviaré a uno de los chicos —dijo Tra-pis—. Ven aquí. —Se me acercó y me dio un torpe abrazo; su bar­ba me hizo cosquillas en la mejilla—. Siempre me alegro cuando alguno de vosotros se marcha —me dijo en voz baja—. Sé que te las arreglarás bien, pero siempre puedes volver aquí si lo necesitas.

Una de las niñas que estaban en los camastros empezó a agi­tarse y a gemir. Trapis se separó de mí y se dio la vuelta.

—Qué, qué —dijo al ir a atenderla, y las plantas de sus pies hi­cieron ruido sobre el suelo de piedra—. Qué, qué. Ya va, ya va.







33

Un mar de estrellas





Volví al Solar del Arriero con un macuto colgado de un hom­bro. En él llevaba una muda de ropa, una hogaza de pan, un poco de cecina, un odre de agua, aguja e hilo, pedernal y eslabón, plumas y tinta. En resumen, todo lo que una persona inteligente se lleva por lo que pueda pasar cuando emprende un viaje.

Sin embargo, la adquisición de que estaba más orgulloso era una capa de color azul marino que le había comprado a un ven­dedor de ropa usada por solo tres iotas. Era cálida, estaba limpia y, a menos que me equivocara, solo había tenido un dueño antes que yo.

Dejadme explicar una cosa: cuando viajas, una buena capa vale más que todas tus otras posesiones juntas. Si no tienes donde dormir, la capa puede ser tu cama y tu manta. Te protege de la llu­via y del sol. Si eres listo, debajo de la capa puedes esconder toda clase de armas; y si no lo eres, al menos un arma pequeña.

Pero por encima de todo hay dos cosas por las que se reco­mienda una capa. En primer lugar, porque hay pocas cosas más llamativas que una capa bien llevada, ondeando ligeramente de­trás de ti cuando sopla la brisa. Y en segundo lugar, porque las buenas capas tienen innumerables bolsillitos por los que siento una atracción irracional e irresistible.

Como ya he dicho, aquella era una buena capa, y tenía muchos bolsillitos de esos. Escondidos en ellos tenía cuerda y cera, un poco de manzana seca, un yesquero, una canica en una bolsita de cuero, un saquito de sal, una aguja de sutura e hilo de tripa.

Me había gastado todas las monedas de la Mancomunidad que con tanto cuidado había ido ahorrando, y me había quedado las duras monedas ceáldicas para el viaje. Los peniques funciona­ban muy bien en Tarbean, pero la moneda ceáldica era sólida en cualquier rincón del mundo donde te encontraras.

Cuando llegué, se estaban ultimando los preparativos. Roent se paseaba alrededor de los carromatos como un animal inquieto, comprobándolo todo una vez más. Reta observaba a los braceros con mirada severa, y les corregía cada vez que hacían algo que no la satisfacía del todo. A mí me ignoraron hasta que nos pusimos en marcha rumbo a las afueras de la ciudad y a la Universidad.





A medida que nos alejábamos de Tarbean, sentía como si me es­tuviera librando de un gran peso. Me regodeaba con el tacto del suelo bajo mis zapatos, con el olor del aire, con el débil susurro del viento que acariciaba los tallos de trigo en los campos. Me sorprendí sonriendo sin ningún motivo especial, salvo que estaba contento. A los Ruh no nos gusta quedarnos mucho tiempo en el mismo sitio. Respiré hondo y estuve a punto de soltar una car­cajada.

Mientras viajábamos, yo iba a mi aire, porque no estaba acos­tumbrado a tener compañía. Roent y los mercenarios no tenían inconveniente en dejarme tranquilo. Derrik bromeaba conmigo de vez en cuando, pero en general me encontraba demasiado re­servado para su gusto.

Solo quedaba la otra pasajera, Denna. No nos dijimos nada hasta que hubimos recorrido casi todo el trayecto de la primera jornada. Yo iba en un carromato con uno de los mercenarios, pe­lando distraídamente la corteza de una rama de sauce. Mientras mis dedos trabajaban, escudriñaba el perfil de Denna, admirando la lí­nea de su mentón, la curva de su cuello hasta llegar al hombro. Me preguntaba por qué viajaría sola, y adonde iría. En medio de mis cavilaciones, Denna giró la cabeza y me sorprendió mirándola.

—¿En qué piensas? —me preguntó apartándose un mechón de pelo de la cara.

—Me preguntaba qué podrías estar haciendo aquí —contesté. Era una respuesta casi sincera.

Ella sonrió y me sostuvo la mirada.

—Mentiroso.

Utilicé un viejo truco de actor para no ruborizarme, me enco­gí de hombros fingiendo indiferencia y bajé la mirada hacia la rama de sauce que estaba pelando. Unos minutos más tarde, oí que Denna reanudaba su conversación con Reta. Sentí una extra­ña desilusión.

Cuando hubimos montado el campamento y ya se estaba pre­parando la cena, me paseé entre los carromatos, examinando los nudos que Roent utilizaba para sujetar su cargamento. Oí pasos i detrás de mí, me di la vuelta y vi acercarse a Denna. Me dio un vuelco el corazón y respiré hondo para serenarme.

Denna se detuvo a unos pasos de mí.

—¿Ya lo has averiguado?

—¿Cómo dices?

—Si ya has averiguado qué hago aquí. —Esbozó una dulce sonrisa—. Es que llevo toda la vida haciéndome esa pregunta. He pensado que si a ti se te ocurría algo... —Me miró, esperanzada e irónica.

Negué con la cabeza; la situación me desconcertaba demasia­do como para que le encontrara la gracia.

—Lo único que he deducido es que vas a algún sitio.

Denna asintió, muy seria.

—Como yo. —Hizo una pausa y contempló el círculo que el horizonte formaba alrededor de nosotros. El viento le agitó el ca­bello, y ella se lo arregló—. ¿Por casualidad sabes adonde voy?

Noté que una sonrisa empezaba a asomar lentamente a mis la­bios. Ya no me acordaba de cómo se sonreía.

—¿No lo sabes? —pregunté.

—Tengo algunas sospechas. Ahora mismo creo que a Anilin. —Se balanceó sobre las plantas de los pies—. Pero ya me he equi­vocado otras veces.

El silencio se apoderó de nuestra conversación. Denna se miró las manos y jugueteó con un anillo, haciéndolo rodar. Me pareció ver que era de plata, con una piedra de color azul claro. De pron­to Denna separó las manos, dejó caer los brazos al lado del cuer­po y me miró.

—¿Adonde vas tú? —me preguntó.

—A la Universidad.

Denna arqueó una ceja, y de pronto pareció diez años mayor.

—Con qué seguridad lo dices. —Sonrió, y al hacerlo dejó de parecer mayor—. ¿Qué siente uno cuando sabe adonde va?

No se me ocurrió ninguna respuesta, pero en ese preciso ins­tante Reta nos llamó para cenar y me ahorró el trabajo de buscar­la. Denna y yo fuimos juntos hacia la hoguera.





Empecé el día siguiente con un breve y torpe cortejo. Ansioso, pero procurando que no se notara que lo estaba, realicé una lenta danza alrededor de Denna hasta que al final encontré alguna ex­cusa para pasar un rato con ella.

Denna, por su parte, parecía muy tranquila. Pasamos el resto de la jornada como si fuéramos viejos amigos. Bromeamos y nos contamos historias. Yo señalé las diferentes clases de nubes y le expliqué qué tiempo anunciaban. Ella me mostró las formas que encerraban: una rosa, un arpa, una cascada.

Así pasamos el día. Más tarde, cuando echamos a suertes los turnos de guardia, a Denna y a mí nos tocaron los dos primeros. Sin siquiera hablarlo, compartimos nuestras cuatro horas de guardia. Hablando en voz baja para no despertar a los demás, nos senta­mos cerca del fuego y pasamos el rato mirándonos el uno al otro y sin vigilar mucho.

El tercer día hicimos más o menos lo mismo. Lo pasamos muy a gusto, sin hablar demasiado, contemplando el paisaje y di­ciendo lo que se nos ocurría. Esa noche paramos en una posada, donde Reta compró forraje para los caballos y algunas provi­siones.

Reta se retiró temprano con su esposo, y nos dijo que le había encargado cena y camas para todos al posadero. La comida estu­vo bien: puré de patata y panceta con pan y mantequilla. Las camas estaban en los establos, pero aun así eran mucho mejores que los sitios donde yo había tenido que dormir en Tarbean.

La taberna olía a humo, a sudor y a cerveza derramada. Me alegré cuando Denna me preguntó si me apetecía dar un paseo. Hacía una templada noche de primavera, sin viento. Hablamos mientras paseábamos lentamente por el bosque que había detrás de la posada. Al cabo de un rato llegamos a un amplio claro en cuyo centro había una charca.

Al borde del agua había un par de rocas de guía; su plateada superficie se destacaba contra el negro del cielo y contra el negro del agua. Una estaba de pie, y parecía un dedo que señalara el cie­lo. La otra estaba tumbada, y se extendía hasta el agua como un pequeño embarcadero de piedra.

No había viento que alterara la superficie del agua. Así que cuando nos subimos a la piedra caída, las estrellas se reflejaban perfectamente en la charca. Era como si estuviéramos sentados en medio de un mar de estrellas.

Pasamos horas hablando, hasta muy entrada la noche. Ningu­no de los dos mencionamos nuestro pasado. Me pareció que ha­bía cosas de las que Denna prefería no hablar, y por la forma como evitaba interrogarme, creo que a ella le pasaba lo mismo. Hablamos de nosotros, de esperanzas y de sueños imposibles. Yo apuntaba al cielo y le decía los nombres de las estrellas y las cons­telaciones. Ella me contaba historias sobre ellas que yo nunca ha­bía oído.

No me cansaba de mirar a Denna. Estaba sentada a mi lado, abrazándose las rodillas. Su piel era más luminosa que la luna, y sus ojos, más enormes que el cielo, más profundos que el agua, más oscuros que la noche.

Poco a poco reparé en que llevaba largo rato mirándola fija­mente sin hablar. Absorto en mis pensamientos, perdido en su con­templación. Pero Denna no parecía ofendida, ni extrañada. Era como si estudiara las líneas de mi cara, casi como si esperase algo.

Quería cogerle una mano. Quería acariciarle la mejilla con las yemas de los dedos. Quería decirle que era la primera mujer her­mosa que veía desde hacía años. Que verla bostezar tapándose la boca con el dorso de la mano bastaba para que se me cortara la respiración. Que a veces no captaba el sentido de sus palabras porque me perdía en las dulces ondulaciones de su voz. Quería decirle que si ella estuviera conmigo, nunca volvería a pasarme nada malo.

Estuve a punto de pedírselo. Notaba la pregunta burbujeando en mi pecho. Recuerdo que tomé aliento y que, en el último mo­mento, vacilé. ¿Qué podía decir? ¿Ven conmigo? ¿Quédate con­migo? ¿Ven a la Universidad? No. Una repentina certeza se tensó en mi pecho como un frío puño. ¿Qué podía pedirle? ¿Qué podía ofrecerle? Nada. Cualquier cosa que dijera parecería estúpida, una fantasía infantil.

Cerré la boca y miré más allá del agua. Denna, a solo unos cen­tímetros de mí, hizo lo mismo. Notaba su calor. Olía a polvo del camino, a miel, y a ese olor que hay en la atmósfera segundos an­tes de un aguacero de verano.

No dijimos nada. Cerré los ojos. La proximidad de Denna era lo más dulce y lo más intenso que yo había sentido jamás.




34

Todavía por aprender





A la mañana siguiente desperté con esfuerzo después de dos ho­ras de sueño, me metí en uno de los carromatos y procedí a pasar el resto de la mañana dormitando. Era casi mediodía cuan­do reparé en que la noche pasada, en la posada, habíamos acep­tado a otro pasajero.

Se llamaba Josn, y había pagado a Roent para que lo llevara a Anilin. Era simpático y tenía una sonrisa sincera. Parecía un hom­bre honrado. No me cayó bien.

Mis razones eran sencillas. Josn se pasó todo el día viajando al lado de Denna. La adulaba de forma escandalosa y bromea­ba con ella diciendo que iba a convertirla en una de sus esposas. A Denna no parecía haberle afectado lo tarde que nos habíamos acostado la noche pasada, y estaba tan fresca y lozana como siempre.

El resultado fue que me pasé el día irritado y celoso, y fingien­do indiferencia. Como era demasiado orgulloso para unirme a su conversación, me quedé solo. Pasé el día pensando cosas tristes, tratando de ignorar el sonido de la voz de Josn y, de vez en cuan­do, recordando la imagen de Denna la noche anterior, con la luna reflejada en el agua detrás de ella.





Esa noche pensaba proponerle a Denna dar un paseo después de que todos se hubieran acostado. Pero antes de que pudiera acer­carme a ella, Josn fue a uno de los carromatos y cogió un gran estuche negro con cierres de latón en un lado. Al verlo, me dio un vuelco el corazón.

Percibiendo el interés del grupo, aunque no el mío en particu­lar, Josn desabrochó despacio los cierres de latón y sacó su laúd con afectado descuido. Era un laúd de artista de troupe; el largo y elegante mástil y la redondeada caja me resultaban dolorosa-mente familiares. Tras comprobar que contaba con la atención de todos, ladeó la cabeza y rasgueó las cuerdas, deteniéndose para escuchar el sonido. Entonces, asintiendo para sí, empezó a tocar.

Tenía una bonita voz de tenor y unos dedos medianamente ági­les. Tocó una balada, luego una canción ligera de taberna y una lenta y triste melodía en un idioma que no reconocí, pero que sos­peché que podía ser íllico. Por último tocó «Calderero, curtidor», y todos cantaron el estribillo a coro. Todos menos yo.

Estaba sentado, quieto como una estatua, y me dolían los de­dos. Quería tocar, no escuchar. «Quería» no es un verbo suficien­temente intenso. Me moría de ganas de tocar. No me enorgullez­co de haberme planteado robarle el laúd y marcharme de allí aprovechando la oscuridad de la noche.

Josn terminó la canción con un floreo, y Roent dio un par de palmadas para llamar la atención de todos.

—Hora de acostarse —dijo—. Si os dormís...

Derrik terminó la frase con tono jocoso:

—... nos quedamos atrás. Ya lo sabemos, maese Roent. Estare­mos listos al amanecer.

Josn rió y abrió el estuche de su laúd con el pie. Pero antes de que pudiera guardar el instrumento, le dije:

—¿Me dejas verlo un momento? —Disimulé el deje de apren­sión de mi voz, e intenté hacerla pasar por una vaga curiosidad.

Me odié a mí mismo por haber hecho esa pregunta. Pedirle a un músico que te deje coger su instrumento es como pedirle a un hombre que te deje besar a su esposa. Eso es algo que solo entien­des si eres músico. Un instrumento es como un compañero y una amante. Los desconocidos suelen pedir a los músicos que les dejen coger sus instrumentos, y eso les fastidia mucho. Yo lo sabía, pero aun así no pude contenerme.

—Solo un momento.

Vi cómo Josn se ponía en tensión. Pero mantener una aparien­cia amistosa es una de las especialidades de los bardos, casi tanto como la música.

—Desde luego —replicó con una jocosidad que a mí me pare­ció falsa, pero que seguramente convenció a los demás. Se acercó a mí y me dio el laúd—. Ten cuidado...

Josn dio un par de pasos hacia atrás y se esmeró para aparen­tar tranquilidad. Pero me fijé en su postura, con los brazos un poco doblados, listo para lanzarse hacia delante y arrebatarme el laúd si surgía la necesidad.

Le di unas vueltas en las manos. Si era objetivo, no tenía nada especial. Mi padre no habría dudado en afirmar que poco le falta­ba para usarse como leña para el fuego. Acaricié la madera. Apre­té el instrumento contra mi pecho.

Sin levantar la cabeza, comenté:

—Es muy bonito. —Lo dije en voz baja, con la voz quebrada por la emoción.

Era bonito, es verdad. Era la cosa más bonita que yo había vis­to en los últimos tres años. Más bonito que un campo en prima­vera después de tres años viviendo en la cloaca pestilente que ha­bía sido aquella ciudad. Más bonito que Denna. Casi.

No miento si digo que todavía no me había recuperado del todo. Hacía solo cuatro días, vivía en la calle. No era la misma persona que en la época de la troupe, pero tampoco era todavía la persona de que hablan las historias que habéis oído vosotros. Tarbean me había hecho cambiar. Allí había aprendido muchas cosas sin las cuales vivir habría resultado más fácil.

Pero sentado junto al fuego, inclinado sobre el laúd, noté cómo las duras y desagradables partes de mí mismo que había ganado en Tarbean se resquebrajaban. Como un molde de arcilla alrede­dor de un trozo de hierro que se ha enfriado, se desprendieron, de­jando atrás algo limpio y duro.

Toqué las cuerdas, una a una. Cuando toqué la tercera, sonó un poco desafinada, y, sin pensar, moví un poco la clavija.

—Eh, no toques eso —Josn trató de aparentar naturalidad—, lo vas a desafinar. —Pero yo ni le oí. Josn y los demás no habrían estado más lejos de mí si hubieran estado en el fondo del mar de Centhe.

Toqué la última cuerda y la afiné también ligeramente. Com­puse un acorde sencillo y rasgueé las cuerdas produciendo un so­nido suave y afinado. Desplacé un dedo, y el acorde pasó a menor produciendo un sonido que siempre me hacía pensar que el laúd estaba diciendo «triste». Volví a mover las manos, y el laúd pro­dujo dos acordes que susurraron el uno contra el otro. Entonces, sin darme cuenta de lo que hacía, me puse a tocar.

El tacto de las cuerdas me producía extrañeza; mis dedos y las cuerdas eran como dos amigos que se reencuentran y que no recuerdan qué tienen en común. Toqué flojo y despacio, sin lanzar las notas más allá del círculo de luz de la hoguera. Mis dedos y las cuerdas mantenían una cuidadosa conversación, como si su dan­za describiera el guión de un enamoramiento.

Entonces noté que algo se rompía dentro de mí, y la música empezó a brotar invadiendo el silencio. Mis dedos bailaban; con movimientos ágiles e intrincados, tejían algo trémulo y sutil que abarcaba el círculo de luz que proyectaba nuestra hoguera. La música se movía como una telaraña agitada por un débil soplo, cambiaba como una hoja que gira al caer al suelo, y te hacía sen­tir tres años en la Ribera de Tarbean, el vacío dentro de ti y las ma­nos doloridas por el frío.

No sé cuánto rato toqué. Quizá diez minutos, o quizá una hora. Pero mis manos no estaban acostumbradas al esfuerzo. De pronto resbalaron, y la música se derrumbó, como un sueño al despertar.

Levanté la cabeza y vi a todos completamente inmóviles, con gestos que iban de la conmoción a la sorpresa. Entonces, como si mi mirada hubiera roto algún hechizo, todos se movieron a la vez. Roent cambió de postura en su asiento. Los dos mercenarios se volvieron y se miraron arqueando las cejas. Derrik me miró como si nunca me hubiera visto antes. Reta permaneció quieta, con una mano delante de la boca. Denna se tapó la cara con las manos y rompió a llorar con silenciosos y desesperados sollozos.

Josn se quedó de pie. Tenía el rostro pálido y desencajado, como si lo hubieran apuñalado.

Le tendí el laúd, sin saber si debía darle las gracias o pedirle disculpas. Él lo cogió y no dijo nada. Al cabo de unos momentos, me levanté, los dejé sentados junto al fuego y me dirigí a los ca­rromatos.

Y así fue como Kvothe pasó su última noche antes de ir a la Universidad, con su capa haciendo de manta y de cama. Al acos­tarse, detrás de él había un círculo de fuego, y delante, un manto de sombras. Tenía los ojos abiertos, eso seguro, pero ¿quién de nosotros puede afirmar que sabe lo que estaba viendo?

Será mejor que miréis detrás de él, hacia el círculo de luz que proyecta el fuego, y que dejéis en paz a Kvothe de momento. Todo el mundo se merece unos momentos de soledad cuando los nece­sita. Y si derramó algunas lágrimas, perdonémoslo. Al fin y al cabo, no era más que un niño, y todavía tenía que aprender qué significaba sufrir de verdad.

































































35

Despedida





Siguió haciendo buen tiempo, así que los carromatos entraron en Imre a la puesta de sol. Yo estaba dolido y malhumorado. Denna había viajado todo el día en el mismo carromato que Josn, y yo, orgulloso y estúpido, me había quedado al margen.

Nada más detenerse los carromatos, empezó un torbellino de actividad. Roent se puso a discutir con un individuo sin barba ni bigote, tocado con un sombrero de terciopelo, antes de que su ca­rromato se hubiera parado del todo. Tras las primeras negocia­ciones, una docena de hombres empezaron a descargar rollos de tela, barriles de melaza y sacos de arpillera llenos de café. Reta los vigilaba a todos con mirada severa. Josn correteaba por allí tra­tando de que no le robaran ni le estropearan el equipaje.

Mi equipaje era más fácil de manejar, porque consistía en un único macuto. Lo pesqué de entre unos rollos de tela y me aparté de los carromatos. Me colgué el macuto del hombro y miré alre­dedor buscando a Denna.

Pero a quien encontré fue a Reta.

—Nos has ayudado mucho —me dijo con claridad. Su atur era mucho mejor que el de Roent, sin apenas rastro de acento siaru—. Se agradece que haya en la caravana alguien capaz de desengan­char un caballo sin ayuda. —Me tendió una moneda.

La cogí sin pensar; fue un acto reflejo de mi época de mendigo, algo así como el acto reflejo contrario a apartar la mano del fue­go. No me fijé bien en la moneda hasta que la tuve en la mano. Era una iota de cobre, equivalente a la mitad de lo que había pagado para viajar con la caravana hasta Imre. Cuando levanté la cabeza, Reta ya se había dado la vuelta e iba hacia los carromatos.

Sin saber qué pensar, me acerqué a Derrik, que estaba sentado en el borde de un abrevadero. Hizo visera con una mano para pro­tegerse de los últimos rayos de sol y me miró.

—¿Te marchas? Creí que quizá te quedaras un tiempo con no­sotros.

Sacudí la cabeza.

—Reta acaba de darme una iota.

Derrik asintió.

—No me sorprende mucho. La mayoría de los tipos que en­contramos por el camino no son más que pesos muertos. —Se encogió de hombros—. Y le gustó oírte tocar. ¿Nunca te has plan­teado hacerte bardo? Dicen que en Imre hay muchos y que se ganan bien la vida.

Volví a llevar la conversación hacia Reta.

—No quiero que Roent se enfade con ella. Me ha parecido que se toma muy en serio su dinero.

Derrik rió.

—¿Y ella no?

—Yo le pagué a Roent —aclaré—. Si él hubiera querido devol­verme parte del dinero, creo que lo habría hecho él mismo.

Derrik asintió.

—Ellos no funcionan así. Los hombres no dan dinero.

—A eso mismo me refería —dije—. No quiero que Reta tenga problemas por mi culpa.

Derrik me cortó con un ademán.

—Ya veo que no me estoy explicando bien —dijo—. Roent lo sabe. Hasta es posible que haya enviado a Reta a darte ese dinero. Pero los varones ceáldicos no dan dinero. Lo consideran un com­portamiento femenino. Ni siquiera compran cosas, si pueden evi­tarlo. ¿No te fijaste en que, hace unos días, fue Reta quien nego­ció el precio de nuestras habitaciones y nuestra cena en la posada?

Sí, me acordaba, ahora que Derrik lo mencionaba.

—Pero ¿por qué? —pregunté.

Derrik se encogió de hombros.

—No hay ningún motivo. Es como hacen ellos las cosas. Por eso hay tantas caravanas ceáldicas dirigidas por un equipo forma­do por un matrimonio.

—¡Derrik! —La voz de Roent provenía de detrás de los carro­matos.

Derrik se levantó exhalando un suspiro.

—El deber me llama —dijo—. Nos vemos.

Me guardé la iota en el bolsillo y reflexioné sobre lo que me ha­bía dicho Derrik. La verdad era que mi troupe nunca había llega­do tan al norte como para entrar en el Shald. Era desconcertante pensar que yo no tenía tanto mundo como creía.

Me colgué el macuto del hombro y miré alrededor por última vez, pensando que quizá fuera mejor que me marchara sin moles­tas despedidas. No veía a Denna por ninguna parte, así que me de­cidí. Me di la vuelta...

... y la encontré de pie detrás de mí. Ella me sonrió con cierta torpeza, con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Era her­mosa como una flor, y no tenía la menor conciencia de su hermo­sura. De pronto me quedé sin aliento y me olvidé de mi enfado, de mi pena, de todo.

—¿Te marchas? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—¿Por qué no nos acompañas a Anilin? —propuso—. Dicen que allí las calles están pavimentadas con oro. Podrías enseñar a Josn a tocar ese laúd que tiene. —Sonrió—. Se lo he preguntado, y me ha dicho que no le importaría.

Me lo planteé. Por un instante estuve a punto de abandonar to­dos mis planes solo para estar un poco más con ella. Pero ese mo­mento pasó, y negué con la cabeza.

—No pongas esa cara —me dijo con una sonrisa—. Me que­daré un tiempo allí, si las cosas no te salen bien aquí. —Se quedó callada, expectante.

Yo no sabía qué iba a hacer si las cosas no me salían bien. Ha­bía depositado todas mis esperanzas en la Universidad. Además, Anilin estaba a cientos de kilómetros. No tenía más que lo que lle­vaba puesto. ¿Cómo iba a encontrar a Denna?

Denna debió de ver mis pensamientos reflejados en mi sem­blante. Sonrió y dijo:

—Ya veo que tendré que ir a buscarte yo a ti.

Los Ruh somos viajeros. Nuestra vida se compone de encuen­tros y despedidas, con breves e intensas relaciones entremedias. Por eso yo sabía la verdad. La sentía, pesada y certera en el fondo de mi estómago: nunca volvería a ver a Denna.

Antes de que yo pudiera decir nada, ella miró nerviosa hacia atrás.

—Tengo que irme. Búscame. —Volvió a esbozar su picara son­risa, se dio la vuelta y se marchó.

—Lo haré —le dije—. Nos veremos donde se encuentran los caminos.

Denna giró la cabeza y vaciló un momento. Me dijo adiós con la mano y se perdió en la penumbra del ocaso.





























































36

Menos tres talentos





Pasé la noche durmiendo fuera de los límites de la ciudad de Imre, en una blanda cama de brezo. Al día siguiente me des­perté tarde, me lavé en un arroyo cercano y me encaminé hacia el este, hacia la Universidad.

Mientras andaba, oteaba el horizonte en busca del edificio más grande de la Universidad. Sabía qué aspecto tenía gracias a las descripciones de Ben: era un bloque gris y cuadrado, sin ningún distintivo, alto como cuatro graneros puestos uno encima de otro. Sin ventanas ni ornamentos, y con una sola puerta de piedra. Diez veces diez mil libros. El Archivo.

Había ido a la Universidad por muchos motivos, pero ese era el principal. El Archivo encerraba respuestas, y yo tenía muchísi­mas preguntas. Ante todo, quería descubrir la verdad acerca de los Chandrian y los Amyr. Necesitaba saber qué había de cierto en la historia de Skarpi.

Cuando el camino llegaba al río Omethi, había un viejo puen­te de piedra. Seguro que sabéis a qué clase de puente me refiero. Era una de esas antiguas y gigantescas obras de arquitectura que hay repartidas por todo el mundo, tan viejas y tan sólidamente construidas que se han convertido en parte del paisaje, sin que na­die se pregunte quién las construyó ni por qué. Aquel puente era particularmente impresionante; tenía más de setenta metros de longitud y era lo bastante ancho para que pasaran por él dos ca­rromatos. Se extendía sobre el cañón que el Omethi había labra­do en la roca. Cuando llegué a la parte más alta del puente, divisé el Archivo por primera vez en mi vida, alzándose como un gran itinolito por encima de las copas de los árboles, hacia el oeste.





La Universidad estaba en el centro de una pequeña ciudad. Aun­que pensándolo bien, no sé si debo llamarla ciudad. No tenía nada que ver con Tarbean, con sus tortuosos callejones y su olor a basura. Era más bien una población grande, con calles anchas y una atmósfera limpia. Entre las casitas y las tiendas había exten­siones de césped y jardines.

Pero como esa población había crecido para satisfacer las pecu­liares necesidades de la Universidad, un observador atento podía descubrir pequeñas diferencias en los servicios que ofrecía Imre. Había, por ejemplo, dos sopladores de vidrio, tres boticas muy bien abastecidas, dos talleres de encuademación, cuatro librerías, dos prostíbulos y un número absolutamente desproporcionado de tabernas. En una de ellas había un gran letrero de madera clavado en la puerta que rezaba: simpatía no. Me pregunté qué pensarían de esa advertencia los visitantes que no tuvieran ninguna relación con el Arcano.

La Universidad consistía en unos quince edificios que no guar­daban mucho parecido unos con otros. Las Dependencias tenían un cubo central circular del que irradiaban ocho alas; recordaba a una rosa de los vientos. El Auditorio era un edificio sencillo y cua­drado, con vidrieras en las que aparecía Teccam en una postura clásica: plantado, descalzo, ante la boca de su cueva, hablando con un grupo de estudiantes. La Principalía era el edificio más particular: ocupaba media hectárea y parecía que lo hubieran construido a toda prisa a partir de varios edificios desiguales y más pequeños.

Me acerqué al Archivo, y su superficie gris y sin ventanas me recordó a un inmenso itinolito. Me costaba creer que por fin hu­biera llegado allí, después de tantos años de espera. Rodeé el edi­ficio hasta que encontré la entrada, una inmensa puerta de piedra, de doble hoja, abierta de par en par. Sobre la puerta, labrada en la piedra, una inscripción rezaba: vorfelan rhinata morie. No identifiqué el idioma. No era siaru. Quizá fuera íllico, o témico. Ya tenía otra pregunta más que necesitaba respuesta.

Por la puerta de piedra se accedía a una pequeña antecámara con una puerta de madera, también de doble hoja, pero más sen­cilla. La abrí y noté una ráfaga de aire frío y seco. Las paredes eran de piedra gris, y estaban bañadas en la distintiva y constante luz rojiza de las lámparas simpáticas. Había un gran mostrador de madera sobre el que reposaban, abiertos, unos grandes libros que parecían registros de contabilidad.

Sentado detrás del mostrador había un joven que parecía ceal-do de pura cepa, con el característico cutis rubicundo y el pelo y los ojos oscuros.

—¿Puedo ayudarte en algo? —me preguntó pronunciando las erres con un marcado acento siaru.

—He venido a ver el Archivo —dije como un tonto. Notaba un cosquilleo en el estómago y me sudaban las manos.

El joven me miró de arriba abajo preguntándose, obviamente, qué edad debía de tener.

—¿Eres alumno?

—Lo seré —contesté—. Todavía no he pasado por Admi­siones.

—Primero tienes que ir a Admisiones —me dijo él con serie­dad—. No puedo dejar entrar a nadie que no esté en el registro. —Señaló los libros que había encima del mostrador.

El cosquilleo de mi estómago desapareció. No me molesté en disimular mi desilusión.

—¿Estás seguro de que no puedo echar un vistazo? He venido desde muy lejos... —Miré las dos puertas que había en la habita­ción; una tenía un letrero que rezaba volúmenes, y la otra, es­tanterías. Detrás del mostrador había otra puerta, más pequeña, con el letrero solo secretarios.

La expresión del joven se ablandó un tanto.

—No, no puedo. Tendría problemas. —Volvió a mirarme de arriba abajo—. ¿De verdad vas a ir a Admisiones? —Su escepti­cismo, pese a su marcado acento, era evidente.

Asentí.

—Es que primero quería pasar por aquí —dije paseando la mi­rada por la sala vacía, fijándome en las puertas cerradas y tratan­do de pensar en alguna forma de convencerlo para que me dejara entrar.

El joven habló antes de que se me ocurriera nada.

—Si de verdad piensas ir a Admisiones, será mejor que te des prisa. Hoy es el último día. A veces terminan a mediodía.

Se me aceleró el corazón. Yo creía que tenía todo el día.

—¿Dónde está?

—En el Auditorio. —Señaló la puerta de salida—. Bajando a la izquierda. Un edificio bajo con... ventanas de colores. Y dos gran­des... árboles delante. —Hizo una pausa—. ¿Arces? ¿Se llaman arces?

Asentí y salí precipitadamente.





Dos horas más tarde estaba en el Auditorio, tratando de vencer el dolor de estómago y subiendo al escenario de un anfiteatro vacío. La sala estaba a oscuras; solo había un amplio círculo de luz que abrazaba la mesa de los maestros. Me situé al borde de ese círculo de luz y esperé. Poco a poco, los nueve maestros dejaron de hablar entre ellos y se volvieron hacia mí.

Estaban sentados a una mesa enorme con forma de media luna. La mesa estaba elevada, de modo que, pese a estar ellos sen­tados, quedaban a más altura que yo. Eran hombres de aspecto se­rio, cuya edad iba de la madurez a la vejez.

Hubo un largo silencio antes de que el que estaba sentado en el centro de la mesa me hiciera señas para que me acercara. Deduje que debía de ser el rector.

—Acércate para que podamos verte. Así. Hola. Veamos, ¿cómo te llamas, hijo?

—Kvothe, señor.

—Y ¿por qué has venido?

Lo miré a los ojos.

—Quiero estudiar en la Universidad. Quiero ser arcanista. —Los miré uno a uno. Ninguno parecía particularmente sorprendido, aunque me pareció que a algunos les hacía gracia mi res­puesta.

—¿Ya sabes —dijo el rector— que la Universidad es para con­tinuar los estudios, y no para empezarlos?

—Sí, señor rector. Lo sé.

—Muy bien —dijo él—. ¿Puedo ver tu carta de presentación?

No titubeé:

—Me temo que no tengo carta de presentación, señor. ¿Es ab­solutamente imprescindible?

—Lo acostumbrado es tener un padrino —me explicó—. A ser posible, un arcanista. En su carta nos expone lo que sabes. Las disciplinas en que destacas y tus puntos débiles.

—El arcanista con quien estudié se llamaba Abenthy, señor. Pero no me dio ninguna carta de presentación. ¿No puedo expli­cárselo yo mismo?

El rector me miró con gravedad y meneó la cabeza.

—Desgraciadamente, si no nos presentas ninguna prueba, no podemos tener la certeza de que has estudiado con un arcanis­ta. ¿Tienes algo que pueda corroborar tu historia? ¿Alguna otra carta?

—Antes de separarnos, mi maestro me regaló un libro, señor. Me lo dedicó y firmó con su nombre.

El rector sonrió.

—Eso servirá. ¿Lo tienes aquí?

—No. —Dejé que se filtrara en mi voz un deje de sincera amar­gura—. Tuve que empeñarlo en Tarbean.

El maestro retórico Hemme, que estaba sentado a la izquierda del rector, hizo un ruidito de disgusto al oír mi comentario, con lo que se ganó una mirada de censura por parte del rector.

—Por favor, Herma —dijo Hemme golpeando la mesa con la palma de la mano—. Es evidente que el chico miente. Tengo asun­tos importantes que atender esta tarde.

El rector le lanzó una mirada de enojo.

—No le he dado permiso para hablar, maestro Hemme. —Se miraron fijamente; al final Hemme desvió la mirada y se quedó con el ceño fruncido.

El rector volvió a mirarme, pero entonces se fijó en otro de los maestros, que se había movido.

—¿Sí, maestro Lorren?

El alto y delgado maestro me miró con pasividad.

—¿Cómo se titulaba el libro?

—Retórica y lógica, señor.

—Y ¿dónde lo empeñaste?

—En La Cubierta Rota, en la plaza de la Marinería.

Lorren miró al rector y dijo:

—Mañana tengo que ir a Tarbean a buscar materiales que ne­cesito para el próximo bimestre. Si el libro está allí, lo traeré. Así sabremos si lo que dice el chico es cierto.

El rector asintió.

—Gracias, maestro Lorren. —Se acomodó en la silla y juntó las manos sobre la mesa—. Muy bien. ¿Qué nos habría contado Abenthy en su carta si la hubiera escrito?

Inspiré hondo.

—Les habría contado que me sé de memoria los noventa pri­meros vínculos simpáticos. Que sé destilar, hacer análisis volumé­tricos, calcificar, sublimar y precipitar soluciones. Que soy muy versado en historia, polémica, gramáticas, medicina y geometría.

El rector hizo cuanto pudo para contener la risa.

—No está mal. ¿Seguro que no te dejas nada?

Hice una pausa.

—Seguramente también habría mencionado mi edad, señor.

—¿Cuántos años tienes, chico?

—Kvothe, señor.

El rector esbozó una sonrisa.

—Kvothe. ¿Cuántos años tienes?

—Quince, señor. —Se oyó un susurro; los maestros intercam­biaron miradas, arquearon las cejas, sacudieron la cabeza. Hem-me puso los ojos en blanco.

El rector fue el único que no hizo nada.

—Y ¿qué nos habría dicho de tu edad, exactamente?

Esbocé una tímida sonrisa y respondí:

—Los habría instado a que no se fijaran en ella.

Hubo un breve silencio. El rector inspiró hondo y se recostó en el respaldo de su asiento.

—Muy bien. Tenemos unas cuantas preguntas para ti. ¿Quiere empezar usted, maestro Brandeur? —Señaló hacia uno de los ex­tremos de la mesa.

Miré a Brandeur, un hombre corpulento y con calva incipiente. Era el maestro aritmético de la Universidad.

—¿Cuántos granos hay en trece onzas?

—Seis mil doscientos cuarenta —contesté inmediatamente.

Brandeur arqueó un poco las cejas.

—Si tuviera cincuenta talentos de plata y los convirtiera a la moneda víntica y luego al revés, ¿cuánto tendría si el ceáldimo se quedara el cuatro por ciento cada vez?

Empecé a calcular la lenta y pesada conversión de moneda, pero entonces sonreí porque me di cuenta de que no era necesaria.

—Cuarenta y seis talentos con ocho drabines, si es honrado. Cuarenta y seis justos, si no lo es.

El maestro volvió a inclinar la cabeza, y esa vez me miró con más atención.

—Tienes un triángulo —dijo despacio—. Un lado mide siete pies. Otro lado, tres pies. Un ángulo mide sesenta grados. ¿Cuán­to mide el otro lado?

—¿Está ese ángulo entre esos dos lados? —El maestro asintió. Cerré los ojos una milésima de segundo y volví a abrirlos—. Seis pies y seis pulgadas. Justos.

El maestro dio un resoplido de sorpresa.

—Muy bien, muy bien. ¿Maestro Arwyl?

Arwyl formuló su pregunta antes de que yo tuviera tiempo de volverme hacia él.

—¿Cuáles son las propiedades medicinales del eléboro?

—Antiinflamatorias, antisépticas, ligeramente sedantes, lige­ramente analgésicas. Purifica la sangre —contesté mirando al an­ciano con gafas y cara de abuelo—. Ingerido con exceso tiene efec­tos tóxicos. Es peligroso para las mujeres embarazadas.

—Enumera las estructuras componentes de la mano.

Nombré los veintisiete huesos por orden alfabético. A continuación nombré los músculos, de mayor a menor. Los enumeré deprisa, con desenvoltura, señalando su ubicación en mi propia mano.

La velocidad y la precisión de mis respuestas los impresionaron. Algunos lo disimularon, pero a otros se les notaba en la cara. La verdad era que necesitaba impresionarlos. Sabía, por mis anterio­res discusiones con Ben, que para entrar en la Universidad necesi­tabas dinero o inteligencia. Cuanto más tenías de una cosa, menos necesitabas de la otra.

Sí, había hecho trampa. Me había colado en el Auditorio por una puerta trasera, haciéndome pasar por un chico de los recados. Había forzado dos cerraduras y había pasado más de una hora observando las entrevistas de otros estudiantes. Oí cientos de pre­guntas y miles de respuestas.

También oí el precio que ponían a las matrículas de otros alum­nos. La más baja había sido de cuatro talentos y seis iotas, pero la mayoría costaban el doble. A un estudiante le habían cobrado más de treinta talentos por la matrícula. A mí me habría resultado más fácil conseguir un pedazo de luna que esa cantidad de dinero.

Tenía dos iotas de cobre en el bolsillo y ninguna forma de con­seguir ni un solo penique más. De modo que necesitaba impresio­narlos. Más que eso: necesitaba desconcertarlos con mi inteligen­cia. Deslumhrarlos.

Terminé de enumerar los músculos de la mano y empecé con los ligamentos cuando Arwyl me hizo callar con un ademán y for­muló su siguiente pregunta:

—¿Cuándo hay que sangrar a un paciente?

La pregunta me pilló desprevenido.

—¿Cuándo queremos que muera? —pregunté, titubeante.

Arwyl asintió y dijo:

—¿Maestro Lorren?

El maestro Lorren era un individuo pálido y exageradamente alto, incluso estando sentado.

—¿Quién fue el primer rey declarado de Tarvintas?

—¿A título postumo? Feyda Calanthis. Si no a título postumo, su hermano Jarvis.

—¿Por qué se derrumbó el imperio de Atur?

La amplitud de la pregunta me sorprendió. A ningún otro alumno le habían formulado una pregunta tan extensa.

—Pues bien —dije despacio para ganar un poco de tiempo y ordenar mis pensamientos—, en parte porque lord Nalto era un inepto y un ególatra. En parte porque la iglesia se rebeló y denun­ció a la Orden Amyr, que era, en gran medida, la fuerza de Atur. En parte porque el ejército estaba librando tres guerras de con­quista a la vez, y los elevados impuestos fomentaron la rebelión en territorios que ya formaban parte del imperio.

Observé la expresión del maestro, con la esperanza de ver en ella alguna señal cuando ya hubiera oído suficiente.

—También alteraron su moneda, redujeron la universalidad de la ley del hierro y suscitaron el antagonismo de los Adem. —Me encogí de hombros—. Pero es más complicado que eso, por su­puesto.

El maestro Lorren seguía sin mudar la expresión, pero dio un cabezazo.

—¿Quién es el hombre más grande de todos los tiempos?

Otra pregunta insólita. Cavilé un minuto y respondí:

—Illien.

El maestro Lorren parpadeó una vez, pero su rostro seguía sin expresar nada.

—¿Maestro Mandrag? —dijo.

Mandrag tenía el cutis liso y bien rasurado, y las manos des­carnadas manchadas de medio centenar de colores diferentes.

—Si necesitaras fósforo, ¿dónde lo buscarías?

Su forma de hablar me recordó tanto a Abenthy que olvidé dónde estaba y respondí sin pensar:

—¿En una botica?

Uno de los maestros del otro lado de la mesa soltó una carca­jada, y lamenté mi precipitación.

Mandrag esbozó una sonrisa, y suspiré de alivio.

—Suponiendo que no tuvieras acceso a ninguna botica.

—Podría obtenerlo a partir de la orina —me apresuré a decir—. Suponiendo que tuviera un horno y tiempo suficiente.

—¿Cuánta orina necesitarías para obtener dos onzas de fósfo­ro puro? —Hizo crujir los nudillos, distraído.

Hice una pausa para pensar, pues esa pregunta también era nueva.

—Por lo menos cuarenta galones, maestro Mandrag, depen­diendo de la calidad del material.

Hubo una larga pausa, y Mandrag hizo crujir sus nudillos uno a uno.

—¿Cuáles son las tres leyes más importantes del químico?

Eso sí me lo había enseñado Ben.

—Etiquetar con claridad. Medir dos veces. Comer en otro sitio.

El maestro asintió sin dejar de sonreír.

—¿Maestro Kilvin?

Kilvin era ceáldico. Sus gruesos hombros y su pinchuda y negra barba me recordaron a un oso.

—Bueno —dijo con voz resonante, juntando las manos encima de la mesa—. ¿Cómo fabricarías una lámpara de llama perpetua?

Cada uno de los otros ocho maestros hizo algún ruidito o al­gún gesto de exasperación.

—¿Qué pasa? —preguntó Kilvin mirándolos con gesto de fas­tidio—. Es mi pregunta. Puedo preguntar lo que quiera. —Volvió a mirarme—. A ver, ¿cómo la fabricarías?

—Bueno —dije despacio—, seguramente empezaría con algún tipo de péndulo. Entonces lo vincularía a...

—Kraem. No. Así no. —Kilvin masculló un par de palabras y golpeó la mesa con un puño; cada golpe que daba en la mesa iba acompañado de un destello intermitente de luz rojiza que salía de su mano—. Sin simpatía. No quiero una lámpara de resplandor permanente. Quiero una lámpara de llama perpetua. —Volvió a mirarme mostrándome los dientes, como si fuera a comerme.

—¿Con sal de litio? —pregunté sin pensar, y enseguida di mar­cha atrás—. No, con aceite de sodio ardiendo en un... No, maldi­ta sea. —Me quedé callado. Ningún otro candidato había tenido que enfrentarse a preguntas como aquellas.

El maestro me cortó con un ademán y dijo:

—Ya es suficiente. Hablaremos más tarde. Elxa Dal.

Tardé un momento en recordar que Elxa Dal era el siguiente maestro. Lo miré. Parecía el arquetípico mago siniestro que nun­ca falta en las burdas obras de teatro atur. Ojos oscuros de mira­da severa, rostro delgado, barba negra y corta. Pese a todo eso, su expresión era muy cordial.

—¿Cuáles son las palabras del primer vínculo cinético en pa­ralelo?

Las recité de un tirón.

El maestro no se mostró sorprendido.

—¿Qué vínculo ha utilizado el maestro Kilvin hace un mo­mento?

—Luminosidad cinética capacatorial.

—¿Cuál es el periodo sinódico?

Lo miré con extrañeza.

—¿De la luna? —La pregunta no sintonizaba con las otras dos.

El maestro asintió.

—Setenta y dos días y un tercio, señor. Más o menos.

Se encogió de hombros y me lanzó una sonrisa irónica, como si hubiera esperado pillarme con su última pregunta.

—¿Maestro Hemme?

Hemme me miró por encima de las manos, unidas por las yemas de los dedos.

—¿Cuánto mercurio haría falta para reducir dos cuarterones de azufre blanco? —Me preguntó con ostentación, como si yo ya hubiera dado una respuesta incorrecta.

Una de las cosas que había aprendido en la hora previa de si­lenciosa observación era esta: el maestro Hemme era el más ca­bronazo de todos. Disfrutaba viendo sufrir a los alumnos y hacía todo lo posible para fastidiarlos y ponerlos nerviosos. Y le gusta­ban las preguntas con trampa.

Afortunadamente, ya le había visto utilizar esa pregunta con otros estudiantes. Veréis, es que no se puede reducir el azufre blanco con mercurio.

—Bueno —dije despacio, fingiendo que cavilaba la respuesta. La petulante sonrisa de Hemme iba ensanchándose por momentos—. Suponiendo que haya querido usted decir azufre rojo, harían falta unas cuarenta y una onzas. Señor. —Le dediqué una radian­te sonrisa.

—Nombra las nueve falacias principales —me espetó.

—Simplificación. Generalización. Circularidad. Reducción. Analogía. Falsa causalidad. Semantismo. Irrelevancia... —Hice una pausa, porque no conseguía acordarme del nombre real de la última. Ben y yo la llamábamos nalt, derivado del emperador Nal-to. Me fastidiaba no acordarme de su verdadero nombre, porque lo había leído en Retórica y lógica hacía pocos días.

La irritación debió de reflejarse en mi cara. Hemme me fulmi­nó con la mirada y dijo:

—Así que no lo sabes todo. —Se recostó en el asiento, con cara de satisfacción.

—Si no pensara que todavía tengo algo que aprender, no esta­ría aquí —dije con mordacidad antes de poder controlar mi len­gua otra vez. Al otro lado de la mesa, Kilvin soltó una sonora car­cajada.

Hemme abrió la boca, pero el rector lo hizo callar con una mi­rada antes de que dijera nada.

—Muy bien —empezó el rector—. Me parece...

—Yo también quiero hacerle algunas preguntas —dijo el hom­bre que estaba a la derecha del rector. Tenía un acento que no supe identificar. O quizá fuera que su voz tenía una extraña resonancia. Cuando habló, todos los demás se movieron un poco, y luego se quedaron quietos, como hojas agitadas por el viento.

—Maestro nominador —dijo el rector con deferencia y temor a partes iguales.

Elodin era, como mínimo, doce años más joven que los otros maestros. Iba afeitado y tenía una mirada profunda. De mediana estatura y mediana corpulencia, no tenía nada que llamara la atención, salvo su actitud: tan pronto observaba algo atentamen­te como se mostraba aburrido y dejaba que su mirada se paseara entre las altas vigas del techo. Era casi como un niño al que hu­bieran obligado a sentarse con los adultos.

Noté que el maestro Elodin me miraba. Lo noté. Y contuve un escalofrío.

—¿Soheketb ka Siaru krema'tetb tu? —me preguntó. «¿Hablas bien el siaru?»

—Rieusa, ta krelar deala tu. —«No muy bien, gracias.»

Levantó una mano, con el dedo índice apuntando hacia arriba.

—¿Cuántos dedos tengo levantados?

Reflexioné un momento, aunque en principio la pregunta no lo mereciera.

—Al menos uno —contesté—. Probablemente no más de seis.

Elodin compuso una amplia sonrisa y sacó su otra mano de de­bajo de la mesa. Tenía dos dedos levantados. Se los mostró a los otros maestros, asintiendo con la cabeza con aire distraído e in­fantil. Entonces posó las manos encima de la mesa, y de pronto se puso muy serio.

—¿Conoces las siete palabras que harán que una mujer te ame?

Lo miré tratando de decidir si la pregunta tenía continuación. Como Elodin no dijo nada más, respondí:

—No.

—Pues existen —me aseguró, y se apoyó en el respaldo, con cara de satisfacción—. ¿Maestro lingüista? —dijo mirando al rector.

—Creo que esto cubre los aspectos académicos —dijo el rector como si hablara para sí. Tuve la impresión de que algo lo había al­terado, pero estaba demasiado sereno para que yo pudiera decir exactamente qué—. ¿Te importa que te haga unas preguntas de carácter menos intelectual?

En realidad no tenía alternativa, así que asentí.

El rector me miró largamente.

—¿Por qué no te dio Abenthy una carta de recomendación?

Titubeé. No todos los artistas itinerantes son tan respetables como nuestra troupe, así que, como es lógico, no todo el mundo los respetaba. Pero dudaba que mentir fuera lo mejor que pudiese hacer.

—Dejó mi troupe hace tres años. No he vuelto a verlo desde entonces.

Todos los maestros me miraban. Casi podía oírlos hacer los cálculos mentales para determinar la edad que debía de tener yo entonces.

—Por favor —dijo Hemme con fastidio, e hizo ademán de po­nerse en pie.

El rector lo miró con severidad y lo hizo callar.

—¿Por qué quieres estudiar en la Universidad?

Me quedé atónito. Esa era la única pregunta para la que no estaba preparado. ¿Qué podía contestar? «Diez mil libros. Su Ar­chivo. Solía soñar que leía allí cuando era joven.» Cierto, pero de­masiado infantil. «Quiero vengarme de los Chandrian.» Dema­siado dramático. «Para ser tan poderoso que nadie pueda volver a hacerme daño jamás.» Demasiado alarmante.

Miré al rector y me di cuenta de que llevaba mucho rato ca­llado. Como no se me ocurrió nada más, me encogí de hombros y dije:

—No lo sé, señor. Creo que eso también tendré que aprender­lo aquí.

El rector me miró con extrañeza, pero se sobrepuso y dijo:

—¿Quieres añadir algo? —A los otros aspirantes también les había hecho esa pregunta, pero ninguno la había aprovechado. Parecía casi una pregunta retórica, un ritual antes de que los maes­tros decidieran la matrícula que había que aplicarle al alumno.

—Sí, por favor —dije, y me di cuenta de que había sorprendi­do al rector—. Quiero pedirles un favor, aparte de que me admi­tan. —Inspiré hondo y dejé que centraran toda su atención en mí—. He tardado casi tres años en llegar aquí. Quizá parezca jo­ven, pero tengo tanto derecho, si no más, como cualquier rico se­ñoritingo que no sabe distinguir la sal del cianuro ni probándola.

Hice una pausa.

—Sin embargo, en este momento solo tengo dos iotas en la bol­sa, y ningún sitio de donde sacar más dinero. No tengo nada de valor que se pueda vender y que no haya vendido ya.

»Si me piden más de dos iotas, no podré matricularme. Si me piden menos, vendré todos los días, y por las noches haré lo nece­sario para mantenerme vivo. Dormiré en callejones y en establos, lavaré platos a cambio de las sobras de la cocina, mendigaré para comprarme plumas. Haré lo que sea. —Las últimas palabras las pronuncié con fiereza, casi gruñendo.

»Pero si me admiten sin pagar nada y me dan tres talentos para que pueda vivir y comprar lo que necesite para estudiar, seré un alumno como ustedes jamás hayan visto.

Hubo un instante de silencio, seguido de una sonora risotada de Kilvin.

—¡Ja! —bramó—. Si uno de cada diez alumnos tuviera tanta pasión, impartiría mis clases con un látigo y una silla en lugar de con tiza y una pizarra. —Dio una fuerte palmada en la mesa.

Eso animó a todos a ponerse a hablar al mismo tiempo en di­versos tonos. El rector me hizo un ademán y aproveché para sen­tarme en la silla que había al borde del círculo de luz.

La discusión se prolongó bastante. Pero incluso dos o tres mi­nutos me habrían parecido una eternidad, sentado allí mientras un grupo de ancianos decidían mi futuro. No gritaban, pero agi­taban mucho las manos, sobre todo el maestro Hemme, a quien al parecer inspiraba tan poca simpatía como él me inspiraba a mí.

Habría sido más soportable si los hubiera entendido, pero pese a que tenía buen oído para escuchar conversaciones a hurtadillas, no entendía nada de lo que decían.

De pronto dejaron de hablar, y el rector me miró y me hizo se­ñas para que me acercara.

—Hago constar —dijo con formalidad— que Kvothe, hijo de... —Se interrumpió y me miró inquisitivamente.

—Arliden —dije. Ese nombre me sonó extraño después de tan­to tiempo sin pronunciarlo. El maestro Lorren giró la cabeza, me miró y parpadeó una vez.

—... hijo de Arliden, es admitido en la Universidad para conti­nuar su educación el cuarenta y tres de Equis. Su admisión en el Arcano estará supeditada a la demostración de que domina los principios básicos de la simpatía. Su padrino será Kilvin, el maes­tro artífice. El precio de su matrícula queda establecido en menos tres talentos.

Noté que un gran peso se instalaba dentro de mí. En lugar de tres talentos podría haber dicho todo el dinero del mundo, por­que yo no tenía ninguna posibilidad de reunir ese dinero antes de que empezara el bimestre. Trabajando en cocinas y haciendo encargos quizá pudiera ahorrar esa cantidad en un año, y con suerte.

Me aferré a la irrazonable esperanza de poder robar esa canti­dad de alguna bolsa a tiempo. Pero sabía que era solo eso: una idea irrazonable. Nadie dejaba tres talentos en una bolsa de dine­ro al alcance de los descuideros.

No me di cuenta de que los maestros se habían levantado de la mesa hasta que uno de ellos se me acercó. Levanté la cabeza y vi al maestro archivero.

Lorren era más alto de lo que yo creía: medía casi dos metros. Su alargado rostro y sus estilizadas manos le hacían parecer aún más estirado. Cuando vio que me había fijado en él, me preguntó:

—¿Has dicho que tu padre se llamaba Arliden?

Lo preguntó con mucha calma, sin rastro de pesar ni disculpa en la voz. De pronto me enfurecí: intentaba frustrar mis ambicio­nes de entrar en la Universidad y luego se me acercaba y me pre­guntaba por mi difunto padre como si me diera los buenos días.

—Sí —contesté con brusquedad.

—¿Arliden el bardo?

Mi padre siempre se había considerado artista itinerante. Nun­ca decía que era bardo, ni trovador. El que Lorren se refiriera a él de esa forma me irritó aún más, si cabe. No me digné contestar, y me limité a asentir con gesto brusco.

Si Lorren consideró seca mi respuesta, no se notó.

—Me pregunto en qué troupe actuaría.

Perdí la compostura.

—Ah, se lo pregunta —dije con todo el veneno de que fue capaz mi afilada lengua de artista de troupe—. Pues puede seguir pre­guntándoselo un rato. Ahora estoy atrapado en la ignorancia. Creo que usted puede permitirse también un poco de ignorancia. Cuando haya ganado mis tres talentos, quizá pueda volver a preguntár­melo. —Le lancé una fiera mirada, como si pretendiera abrasarlo con los ojos.

Su reacción fue mínima. Más tarde me enteré de que obtener una reacción del maestro Lorren era tan improbable como ver guiñar el ojo a una columna de piedra.

Al principio se mostró vagamente desconcertado; luego, lige­ramente sorprendido; y por último, cuando lo miré con odio, es­bozó una leve sonrisa y, sin decir nada, me entregó una hoja de papel.

La desdoblé y leí: «Kvothe. Bimestre de primavera. Matrícu­la: -3 Tin.». Menos tres talentos. Claro.

Me invadió una profunda sensación de alivio. Como si una gran ola me hubiera empujado las piernas por detrás, de pronto me senté en el suelo y lloré.



































37

Rebosante de ilusión





Lorren me guió por el patio. —La discusión trataba básicamente de eso —me explicó con tono desapasionado—. Teníamos que fijar el precio de la ma­trícula. Lo hacemos con todos los alumnos.

Había recobrado la compostura y me había disculpado por mis espantosos modales. El maestro Lorren había asentido con sereni­dad y se había ofrecido a acompañarme al despacho del tesorero para asegurarse de que no hubiera ningún malentendido con res­pecto a mi «tarifa» de admisión.

—Una vez que hemos decidido admitirte, tal como tú has su­gerido —Lorren hizo una breve pero significativa pausa, para dar­me a entender que no había resultado nada fácil—, ha surgido el problema de que no había ningún precedente de que a un alumno se le pagara para que se matriculase. —Hizo otra pausa—. Eso es algo muy inusual.

Lorren me condujo a otro edificio de piedra, me precedió por un pasillo y bajamos una escalera.

—Hola, Riem.

El tesorero era un hombre mayor e irritable que se mostró más irritado aún cuando se enteró de que tenía que pagarme en lugar de cobrarme. Una vez que me hubo entregado los tres talentos, el maestro Lorren me acompañó afuera.

Me acordé de una cosa y me metí una mano en el bolsillo; me alegraba de tener una excusa para cambiar de tema.

—Tengo un recibo de La Cubierta Rota. —Le entregué el trozo de papel y me pregunté qué pensaría el librero cuando el maes­tro archivero de la Universidad se presentara en su establecimien­to para recuperar el libro que le había vendido un mugriento gra­nuja—. Le agradezco que se tome la molestia de hacerme este favor, maestro Lorren, y espero que no me considere un desagra­decido si le pido una cosa más...

Lorren le echó un vistazo al recibo antes de guardárselo en un bolsillo, y me miró atentamente. No, no atentamente. Ni burlona-mente. En su rostro no se reflejaba ninguna emoción. Ni curiosidad, ni irritación... Nada. De no ser porque sus ojos estaban clavados en los míos, habría pensado que se había olvidado por completo de que yo estaba allí.

—Pídeme lo que quieras —dijo.

—Ese libro... es lo único que me queda de... esa etapa de mi vida. Me gustaría mucho comprárselo algún día, cuando tenga dinero.

Lorren asintió, imperturbable.

—Podemos arreglarlo. No te preocupes por el libro. Lo guar­daré con el mismo cuidado con que guardo los libros del Archivo.

Lorren levantó una mano para saludar a un alumno que pasaba.

El muchacho, de pelo pajizo, se paró en seco y se nos acercó, nervioso. Saludó al maestro archivero con gran solemnidad e hizo una inclinación de cabeza que fue casi una reverencia.

—¿Sí, maestro Lorren?

Lorren me señaló con una de sus largas manos.

—Simmon, te presento a Kvothe. Hay que enseñarle las insta­laciones, ayudarlo a apuntarse a las clases, y esas cosas. Kilvin lo quiere en artificería. Por lo demás, lo dejo a tu propio juicio. ¿Te ocuparás de todo?

Simmon asintió de nuevo y se apartó el flequillo de los ojos.

—Sí, señor.

Lorren se dio la vuelta y se marchó. Con sus largas zancadas hacía ondular su negra túnica de maestro.





Simmon también era joven para estudiar en la Universidad, aun­que era un par de años mayor que yo. Era más alto que yo, pero todavía tenía una cara y una timidez infantiles.

—¿Ya tienes sitio donde dormir? —me preguntó cuando echa­mos a andar—. ¿Una habitación en una posada o algo así?

Negué con la cabeza.

—Acabo de llegar. De momento solo me he ocupado de pasar por Admisiones.

Simmon rió un poco.

—Ya sé. Yo todavía tiemblo al principio de cada bimestre. —Señaló un ancho sendero bordeado de árboles que había a nues­tra izquierda—. Primero iremos a las Dependencias.

Me paré.

—Todavía no tengo mucho dinero —confesé. No me había planteado alquilar una habitación. Estaba acostumbrado a dor­mir a la intemperie, y sabía que tenía que ahorrar mis tres talentos para comprar ropa, comida, papel y la matrícula del bimestre si­guiente. No podía contar con la generosidad de los maestros dos bimestres seguidos.

—No te ha ido muy bien en Admisiones, ¿verdad? —dijo Sim­mon, comprensivo, al mismo tiempo que me cogía por el codo y me llevaba hacia otro edificio gris de la Universidad. Era un blo­que de tres pisos, con muchas ventanas, y tenía varias alas que irradiaban del cubo central—. No le des mucha importancia. La primera vez que pasé por Admisiones me puse muy nervioso y me cagué. Metafóricamente hablando.

—No me ha ido tan mal —dije, y de pronto noté el peso de los tres talentos que llevaba en la bolsa—. Pero creo que he ofendido al maestro Lorren. Me ha parecido un poco...

—¿Frío? —dijo Simmon—. ¿Distante? ¿Como una columna de piedra? —Se rió—. Lorren es así. Circula el rumor de que Elxa Dal ha ofrecido diez marcos de oro a quien consiga hacer­le reír.

—Oh. —Me relajé un poco—. Me alegro. Es la última persona que quisiera que me cogiera manía. Tengo pensado pasar mucho tiempo en el Archivo.

—Cuida los libros y no tendrás problemas. En general, Lorren es muy indiferente, pero ten cuidado con sus libros. —Arqueó las cejas y sacudió la cabeza—. Es más feroz que una osa protegiendo a sus oseznos. De hecho, preferiría que me atrapara una osa a que Lorren me viera doblando una página.

Simmon le dio una patada a una piedra, y esta dio unos saltitos sobre los adoquines.

—A ver. En las Dependencias tienes diferentes opciones. Una litera y un vale para comidas para todo el bimestre te costará un talento. —Se encogió de hombros—. No es nada del otro mundo, pero te protege de la lluvia. Por dos talentos puedes compartir una habitación, y por tres puedes tener una habitación para ti solo.

—¿Qué incluye el vale para comidas?

—En la Cantina sirven tres comidas al día. —Señaló un edifi­cio largo de tejado bajo que había al otro lado de la extensión de césped—. La comida no está mala, siempre que no pienses mucho de dónde puede haber salido.

Calculé mentalmente. Un talento por tres comidas al día y un sitio seco donde dormir era lo máximo a que podía aspirar. Sonreí a Simmon.

—Creo que me quedaré con eso.

Simmon asintió y abrió la puerta de las Dependencias.

—Entonces, litera. Vamos a buscar a un auxiliar para que te registre.





Las literas de los alumnos que no pertenecían al Arcano estaban en el cuarto piso del ala este de las Dependencias; eran las que quedaban más lejos de los baños, que estaban en la planta baja. El alojamiento era tal como lo había descrito Sim: nada del otro mundo. Pero la cama, estrecha, tenía sábanas limpias, y había un baúl con un candado donde podría guardar mis escasos objetos personales.

Todas las literas de abajo ya estaban ocupadas, así que ocupé una de arriba en el fondo de la habitación. Miré por una de las estrechas ventanas que había sobre mi litera y me acordé de mi escondite en los tejados de Tarbean. Esa similitud resultaba extra­ñamente reconfortante.

La comida consistió en un cuenco de humeante puré de patata, judías, unas estrechas lonchas de panceta y pan moreno recién he­cho. Había unos doscientos estudiantes sentados a las enormes mesas, hechas con tablas. Se oía un constante y débil murmullo de conversación, punteado por risas y por el ruido metálico de las cu­charas y los tenedores arañando las bandejas de latón.

Simmon me condujo a un rincón del fondo de la larga habita­ción. Otros dos estudiantes levantaron la cabeza al ver que nos acercábamos.

Simmon hizo un gesto con una mano y dejó su bandeja encima de la mesa.

—Os presento a Kvothe, el nuevo más nuevo de la Universi­dad. —Fue apuntando a cada una de las personas que nombra­ba—: Kvothe, estos son los peores alumnos que se pueden encon­trar en el Arcano: Manet y Wilem.

—Ya nos conocemos —dijo Wilem. Era el moreno ceáldimo del mostrador del Archivo—. Así que era verdad que ibas a Admisiones —dijo con cierta sorpresa—. Creí que me estabas vendiendo hierro falso. —Me estrechó la mano y añadió—: Bienve­nido.

—Que Tehlu nos asista —masculló Manet mirándome de arri­ba abajo. Tenía como mínimo cincuenta años; llevaba el pelo al­borotado y una barba entrecana. Tenía un aire ligeramente desa­liñado, como si acabara de levantarse de la cama—. ¿Soy tan viejo como me siento? ¿O es él tan joven como parece?

—Las dos cosas —dijo Simmon, risueño, al mismo tiempo que se sentaba a la mesa—. Verás, Kvothe, Manet lleva más tiempo en el Arcano que todos nosotros juntos.

Manet dio un resoplido.

—Ya que lo dices, dilo bien. Llevo más tiempo en el Arcano del que lleváis vivos cualquiera de vosotros.

—Y todavía es un simple E'lir —añadió Wilem. Su marcado acento siaru hacía difícil distinguir si lo decía con sarcasmo o no.

—Hurra por ser un E'lir —dijo Manet con vehemencia—. Si os ascienden lo lamentaréis. Confiad en mí. El ascenso solo conlleva más problemas, y tener que pagar una matrícula más cara.

—Queremos nuestros florines, Manet —dijo Simmon—. A ser posible, antes de que nos muramos.

—El florín también está sobrevalorado —replicó Manet par­tiendo un trozo de pan y mojándolo en la sopa. La conversación tenía un tono distendido, y deduje que era habitual.

—¿Cómo te ha ido? —le preguntó Simmon a Wilem con interés.

—Siete con ocho —gruñó Wilem.

Simmon se mostró sorprendido.

—¿Qué demonios ha pasado? ¿Le has pegado un puñetazo a alguno?

—He fallado en el mensaje cifrado —dijo Wilem, compungi­do—. Y Lorren me ha preguntado sobre la influencia de la subin-fundación en la moneda modegana. Kilvin ha tenido que tradu­círmelo, y ni así he sabido contestar.

—No sabes cuánto lo siento —dijo Sim alegremente—. Los dos bimestres pasados me derrotaste, pero tarde o temprano tenía que alcanzarte. A mí este año me cobran cinco talentos justos. —Ten­dió una mano con la palma hacia arriba—. Ya me estás pagando lo que me debes.

Wilem se metió una mano en el bolsillo y sacó una iota de cobre que le dio a Sim.

Miré a Manet.

—¿Tú no participas? —le pregunté.

El hombre de pelo alborotado soltó una risita y negó con la cabeza.

—Las apuestas no me serían muy favorables —dijo con la boca llena.

—A ver —dijo Simmon dando un suspiro—. ¿Cuánto tienes que pagar este bimestre?

—Uno con seis —contestó Manet sonriendo con cara de lobo.

Antes de que a alguien se le ocurriera preguntarme cuánto me había costado la matrícula, dije:

—He oído que a alguien le han impuesto una matrícula de treinta talentos. ¿Pasa eso a menudo?

—No, si tienes la precaución de mantenerte en la zona baja del ranking.

—Solo con la nobleza —aportó Wilem—. Unos desgraciados de mierda que no pintan nada estudiando aquí. Creo que pagan esas matrículas desorbitadas solo para poder quejarse.

—A mí no me importa —intervino Manet—. Ellos, que pa­guen. Y a mí que sigan cobrándome poco.

Di un respingo, pues alguien dejó bruscamente una bandeja al otro lado de la mesa.

—Supongo que habláis de mí. —El dueño de la bandeja era un joven de ojos azules, atractivo, con una barba muy bien recortada y unos prominentes pómulos modeganos. Llevaba ropa cara y de colores apagados, y un puñal con empuñadura forrada de alam­bre en el cinto. Era la primera vez que veía a alguien armado en la Universidad.

—¡Sovoy! —Simmon estaba anonadado—. ¿Qué haces aquí?

—Lo mismo me pregunto yo. —Sovoy le echó un vistazo al banco—. ¿Es que en este sitio no hay sillas decentes? —Tomó asiento; se movía con una extraña combinación de elegante dis­tinción y rígida y ofendida dignidad—. Excelente. Ya me veo co­miendo en una tabla de trinchar y lanzándoles los huesos a los pe­rros por encima del hombro.

—Las normas de etiqueta dictan que hay que hacerlo por enci­ma del hombro izquierdo, alteza —bromeó Manet, sonriente, mientras masticaba pan.

Los ojos de Sovoy lanzaron un destello de enojo, pero antes de que pudiera decir nada, Simmon preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—La matrícula me ha costado sesenta y ocho strehlanes —res­pondió Sovoy, indignado.

Simmon parecía desconcertado.

—¿Es mucho? —preguntó.

—Sí, muchísimo —dijo Sovoy con sarcasmo—. Y sin ningún motivo. He contestado bien todas las preguntas. Esto es un ajus­te de cuentas, sencillamente. A Mandrag no le caigo nada bien. Ni a Hemme. Además, todo el mundo sabe que a los nobles nos sacan más dinero que a vosotros. Nos exprimen como limones.

—Simmon es noble —dijo Manet apuntando a Simmon con una cuchara—. Y a él no le va tan mal.

Sovoy expulsó el aire ruidosamente por la nariz.

—El padre de Simmon es un duque de pacotilla que obedece a un reyecillo de Atur. En los establos de mi padre hay linajes más antiguos que los de la mitad de vuestras mansiones atur.

Simmon se puso un poco tenso, pero no desvió la mirada de su plato.

Wilem se volvió hacia Sovoy y lo miró con dureza. Pero antes de que dijera nada, Sovoy se desplomó y se frotó la cara con una mano.

—Lo siento, Sim, tuyos sean mi casa y mi nombre. Es que... confiaba en que este bimestre las cosas me irían mejor, y en cam­bio me han ido peor. Con mi asignación no me llega ni para pagar la matrícula, y ya nadie me amplía el crédito. ¿Sabes lo humillan­te que es eso? He tenido que dejar mis habitaciones en El Pony de Oro. Estoy en el tercer piso de las Dependencias. He estado a pun­to de tener que compartir una habitación. ¿Qué diría mi padre si se enterara?

Simmon, con la boca llena, se encogió de hombros e hizo un gesto con la cuchara que parecía indicar que no pasaba nada.

—Quizá te iría mejor si no te presentaras siempre tan empe­rifollado —sugirió Manet—. No te pongas tu ropa de seda para pasar por Admisiones.

—¿Así funciona? —dijo Sovoy, encolerizándose de nuevo—. ¿Tengo que rebajarme? ¿Frotarme el pelo con ceniza? ¿Desgarrar­me la ropa? —A medida que se iba enfureciendo, su cadencioso acento iba haciéndose más pronunciado—. No. Ellos no son me­jores personas que yo. No tengo por qué inclinarme ante ellos.

Un incómodo silencio se apoderó de la mesa. Vi que muchos alumnos estaban contemplando el espectáculo desde las mesas cercanas.

—Hylta tiam —continuó Sovoy—. Odio este sitio. El clima es absurdo e impredecible. La religión es primitiva y mojigata. Las prostitutas son intolerablemente ignorantes y descorteses. El idioma apenas tiene la sutileza necesaria para expresar lo repugnante que es esto...

La voz de Sovoy fue haciéndose más débil a medida que habla­ba, hasta que pareció que hablara solo.

—Mi sangre se remonta a cincuenta generaciones, es más vieja que los árboles y que las piedras. Y mirad cómo tengo que verme. —Se sujetó la cabeza con las palmas de las manos y miró su ban­deja de latón—. Pan de cebada. ¡Por todos los dioses, los huma­nos comen trigo!

Me quedé mirándolo mientras masticaba un trozo de pan mo­reno. Estaba delicioso.

—No sé en qué estaba pensando —dijo de pronto Sovoy po­niéndose en pie—. No puedo soportarlo. —Se marchó precipita­damente, dejando su bandeja en la mesa.

—Ese es Sovoy —me dijo Manet—. No es mala gente, aunque generalmente no está tan borracho.

—¿Es modegano?

Simmon rió.

—Es imposible ser más modegano que Sovoy.

—No deberías provocarlo —le dijo Wilem a Manet. Su marca­do acento me impidió distinguir si estaba reprendiendo a Manet, pero no cabía duda de que su moreno rostro de ceáldico reflejaba reproche. Supuse que, como también era extranjero, comprendía mejor las dificultades de Sovoy para adaptarse al idioma y a la cul­tura de la Mancomunidad.

—Sí, lo está pasando muy mal —aportó Simmon—. ¿Os acor­dáis de cuando tuvo que dejar marchar a su criado?

Con la boca llena, Manet hizo como si tocara un violín imagi­nario. Puso los ojos en blanco y adoptó una expresión nada com­prensiva.

—Esta vez ha tenido que vender sus anillos —añadí. Wilem, Simmon y Manet me miraron con curiosidad—. Tenía unas mar­cas pálidas en los dedos —expliqué levantando una mano.

Manet me miró con los ojos entornados.

—Vaya, vaya. Nuestro nuevo alumno no tiene ni un pelo de tonto. —Se volvió hacia Wilem y Simmon—. Chicos, me juego dos iotas a que el joven Kvothe consigue entrar en el Arcano antes de que termine el tercer bimestre.

—¿Tres bimestres? —dije, sorprendido—. Tenía entendido que lo único que había que hacer era demostrar que se dominan los principios básicos de la simpatía.

Manet me sonrió y dijo:

—Eso se lo dicen a todos. Principios de Simpatía es una de las asignaturas que te hará sudar tinta antes de que te asciendan a E'lir. —Se volvió hacia Wil y Sim, expectante—. ¿Qué me decís? ¿Dos iotas?

—De acuerdo. —Wilem me miró como disculpándose—. No te ofendas. Me gusta arriesgarme.

—¿Qué asignaturas has elegido? —me preguntó Manet mien­tras Wil y él cerraban el trato con un apretón de manos.

La pregunta me pilló desprevenido.

—Todas, supongo.

—Hablas como yo hace treinta años —dijo Manet riendo—. ¿Por dónde vas a empezar?

—Por los Chandrian —contesté—. Quiero saber todo lo que pueda sobre los Chandrian.

Manet frunció el ceño, y luego soltó una carcajada.

—Bueno, supongo que no debería extrañarme. Sim estudia a las hadas y a los duendes. Wil cree en todo tipo de absurdos espí­ritus celestes ceáldicos. —Infló el pecho—. A mí me encantan los diablillos y los engendros.

Noté que me ruborizaba de vergüenza.

—Por el cuerpo de Dios, Manet —le cortó Sim—. ¿Se puede sa­ber qué mosca te ha picado?

—Acabo de apostar dos iotas por un chico que quiere estudiar cuentos infantiles —refunfuñó Manet apuntándome con el tenedor.

—Se refería al folclore y a esas cosas. —Wilem me miró—. ¿Te interesa investigar en el Archivo?

—El folclore es solo una parte —me apresuré a decir para guar­dar las apariencias—. Quiero ver si las leyendas folclóricas de di­ferentes culturas se ajustan a la teoría de Teccam de la septología narrativa.

Sim miró a Manet.

—¿Lo ves? ¿Por qué estás tan quisquilloso? ¿Cuándo dormiste por última vez?

—No me hables en ese tono —protestó Manet—. La otra no­che dormí unas horas.

—¿La otra noche? ¿Qué noche? —insistió Sim.

Manet hizo una pausa y se quedó mirando su bandeja.

—La noche de Abatida.

Wilem sacudió la cabeza y masculló algo en siaru.

Simmon parecía horrorizado.

—Manet, ayer fue Prendido. ¿Llevas dos días sin dormir?

—No creo —dijo Manet con incertidumbre—. Siempre me hago un lío durante las admisiones. Como no hay clases, pierdo la noción del tiempo. Además, estoy liado con un proyecto en la Fac­toría. —Se frotó la cara con ambas manos y luego me miró—. Te­néis razón. Hoy estoy un poco quisquilloso. La septología de Teccam, el folclore y todo eso... Es un poco libresco para mí, pero es una materia interesante para el estudio. No era mi intención ofenderte.

—No pasa nada —dije. Señalé la bandeja de Sovoy—. Acér­came eso, ¿quieres? Si nuestro joven noble no piensa volver, me co­meré su pan.





Simmon me llevó a apuntarme a las clases, y luego me fui al Ar­chivo, ansioso por verlo tras tantos años soñando con él.

Esa vez, cuando entré en el Archivo, había un joven caballero sentado detrás del mostrador, dando golpecitos con una pluma en una hoja de papel con muchas correcciones y tachaduras. Mien­tras me acercaba a él, frunció el ceño y tachó otra línea. Tenía una cara hecha para fruncir el ceño, y las manos blandas y pálidas. Su camisa de lino, de un blanco cegador, y su chaleco de color azul apestaban a dinero. Esa parte de mí que todavía no se había mar­chado de Tarbean quiso echarle mano a su bolsillo.

El joven siguió golpeando con la pluma en la hoja; al final la dejó sobre el mostrador con un suspiro de profundo fastidio.

—Nombre —dijo sin mirarme.

—Kvothe.

Hojeó el registro hasta que encontró una página determinada y arrugó la frente.

—No estás en el libro. —Me miró un momento y volvió a frun­cir el ceño; luego volvió a concentrarse en el verso en que estaba trabajando. Como yo no daba señales de marcharme, chasqueó los dedos como si ahuyentara a un bicho—. Puedes largarte cuan­do quieras.

—Acabo de...

Ambrose volvió a dejar la pluma.

—Mira, no estás en el libro —me dijo muy despacio, como si hablara con un retrasado mental. Señaló el registro de forma exagerada, con ambas manos—. Así que no entras. —Volvió a se­ñalar, esa vez la puerta interior—. Fin de la historia.

—Acabo de pasar por Admisiones...

Alzó las manos, exasperado.

—Entonces claro que no estás en el libro.

Me metí la mano en el bolsillo para sacar el recibo que me ha­bían dado.

—El maestro Lorren me ha dado esto.

—Por mí como si te ha llevado en brazos —dijo Ambrose mo­jando su pluma en el tintero—. Y ahora, no me hagas perder más tiempo. Tengo cosas que hacer.

—¿Que no te haga perder más tiempo? —pregunté; se me esta­ba acabando la paciencia—. ¿Tienes idea de lo que he tenido que hacer para llegar hasta aquí?

Ambrose me miró; de pronto parecía que la situación le hicie­ra mucha gracia.

—Espera, a ver si lo adivino —dijo posando ambas manos so­bre el mostrador y poniéndose en pie—. Siempre fuiste más listo que los otros niños en Villazoquete, o como quiera que se llame el pueblo de mala muerte de donde eres. Tu habilidad para leer y contar dejaba anonadados a tus convecinos.

Oí que la puerta que daba al exterior se abría y se cerraba de­trás de mí, pero Ambrose no le prestó atención; salió de detrás del mostrador y se apoyó en la parte delantera, donde estaba yo.

—Tus padres sabían que eras especial, así que ahorraron du­rante un par de años, te compraron unos zapatos y te hicieron una camisa con la manta del cerdo. —Estiró un brazo y frotó la tela de mi ropa nueva.

»Anduviste durante meses, recorriste cientos de kilómetros en carros tirados por muías. Pero al final... —Hizo un amplio ade­mán con ambas manos—. ¡Alabados sean Tehlu y todos sus ánge­les! ¡Aquí estás! ¡Emocionado y rebosante de ilusión!

Oí una risa y me volví. Mientras Ambrose soltaba su diatriba, habían entrado dos hombres y una joven.

—Por el cuerpo de Dios, Ambrose. ¿Por qué te pones así?

—Son estos malditos novatos —gruñó Ambrose mientras vol­vía detrás del mostrador—. Entran aquí vestidos con harapos y se comportan como si fueran los amos del lugar.

Los tres recién llegados fueron hacia la puerta con el letrero que rezaba estanterías. Tuve que sofocar mi bochorno cuando me miraron de arriba abajo.

—Esta noche vamos al Eolio, ¿no?

Ambrose asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Al sonar la sexta campanada.

—¿No vas a comprobar si están en el libro? —pregunté cuan­do la puerta se cerró detrás de ellos.

Ambrose se volvió y me miró con una radiante sonrisa que no tenía nada de amistoso.

—Mira, voy a darte un consejo gratis. En tu pueblo eras alguien especial. Aquí no eres más que otro crío bocazas. Así que llámame Re'lar, vuelve a tu litera y da gracias a cualquiera que sea el dios pagano al que rezas de que no estemos en Vintas. Mi padre y yo te encadenaríamos a un poste como si fueras un perro rabioso.

Se encogió de hombros.

—O no. Quédate aquí. Monta un numerito. Ponte a llorar. Mejor aún, pégame un puñetazo. —Sonrió—. Te daré una paliza y te pondrán de patitas en la calle. —Cogió de nuevo la pluma y siguió con lo que estaba escribiendo.

Me marché.

Quizá penséis que ese encontronazo me desanimó. Quizá pen­séis que me sentí traicionado, y que todos mis sueños infantiles so­bre la Universidad quedaron cruelmente destrozados.

Pues no, todo lo contrario. Me tranquilizó. Me había sentido fuera de mi elemento hasta que Ambrose me hizo comprender, a su manera, que entre la Universidad y las calles de Tarbean no ha­bía mucha diferencia. Estés donde estés, la gente es básicamente la misma.

Además, la rabia puede calentarte por la noche, y el orgullo he­rido puede alentar a un hombre a hacer cosas maravillosas.





















38

Simpatía en la Principalía





La Principalía era el edificio más antiguo de la Universidad. Con el paso de los siglos, había ido creciendo lentamente en todas direcciones, absorbiendo los edificios más pequeños y los patios que iba encontrando. Parecía una variedad arquitectónica de li­quen que intentara ocupar tantas hectáreas como pudiera.

No era fácil orientarse en la Principalía. Los pasillos hacían gi­ros imprevisibles, terminaban inesperadamente o daban largos y complicados rodeos. Podías tardar veinte minutos en ir de una estancia a otra, aunque solo estuvieran a quince metros. Los alumnos con más experiencia conocían los atajos y sabían por qué talleres o salas de conferencias tenías que pasar para llegar a tu destino.

Al menos uno de los patios había quedado completamente aisla­do y solo podía accederse a él trepando por una ventana. Circulaba el rumor de que había habitaciones completamente tapiadas, al­gunas con alumnos dentro. Decían que sus fantasmas recorrían los pasillos por la noche, lamentándose de su destino y quejándo­se de la comida que servían en la Cantina.

La primera clase a la que asistí se daba en la Principalía. Afor­tunadamente, mis compañeros de litera me habían advertido que era difícil orientarse por la Principalía, así que, pese a que me per­dí, llegué con tiempo de sobra.

Cuando por fin encontré la sala donde se daba mi primera cla­se, me sorprendió ver que parecía un pequeño anfiteatro. Los asientos estaban dispuestos en gradas alrededor de un pequeño escenario elevado. En las ciudades grandes, mi troupe había actua­do en sitios parecidos a aquel. Ese pensamiento me relajó mientras buscaba un asiento en las filas de atrás.

Estaba muy emocionado. Poco a poco fueron entrando otros alumnos. Todos eran, como mínimo, unos años mayores que yo. Repasé mentalmente los treinta primeros vínculos simpáticos mientras el anfiteatro se llenaba de estudiantes nerviosos. En total éramos unos cincuenta y ocupábamos tres cuartas partes de la sala. Algunos tenían papel y pluma, y libros de tapa dura sobre los que escribir. Otros tenían tablillas de cera. Yo no había llevado nada, pero eso no me preocupaba demasiado, porque siempre he tenido una memoria excelente.

El maestro Hemme entró en la sala, subió a la tarima y se co­locó detrás de una gran mesa de trabajo de piedra. Ofrecía un as­pecto imponente con su negra túnica de maestro, y en apenas unos segundos, los alumnos dejaron de susurrar y de moverse, y el an­fiteatro quedó en silencio.

—¿Queréis ser arcanistas? —preguntó Hemme—. Queréis ha­cer magia como la de los cuentos infantiles. Habéis oído cancio­nes sobre Táborlin el Grande. Rugientes lenguas de fuego, anillos mágicos, capas invisibles, espadas que nunca se embotan, pocio­nes que te hacen volar. —Sacudió la cabeza con gesto de desapro­bación—. Pues si eso es lo que buscáis, ya podéis marcharos aho­ra mismo, porque aquí no lo encontraréis. Eso no existe.

Un alumno entró en ese momento en la sala, se dio cuenta de que llegaba tarde y se dirigió rápidamente hacia un asiento vacío. Pero Hemme lo vio.

—Hola, me alegro de que hayas venido. ¿Cómo te llamas?

—Gel —contestó el muchacho, nervioso—. Lo siento. He teni­do un pequeño problema con...

—Gel —le cortó Hemme—, ¿qué clase es esta?

Gel se quedó cortado un momento, y luego dijo:

—¿Principios de Simpatía?

—No me gustan los retrasos. Mañana me presentarás un tra­bajo sobre la evolución del reloj simpático, sus diferencias respec­to a otros relojes anteriores, más arbitrarios, que empleaban el movimiento armónico, y sus efectos sobre el tratamiento exacto del tiempo.

El chico se retorció en el asiento.

—Sí, señor.

A Hemme pareció satisfacerle la reacción del alumno.

—Muy bien. ¿Qué es la simpatía?

Entró otro muchacho con un libro de tapa dura en la mano. Era joven, con lo cual quiero decir que debía de tener un par de años más que yo. Hemme lo interceptó antes de que llegara a un asiento.

—Hola —dijo con un tono exageradamente cortés—. ¿Cómo te llamas?

—Basil, señor. —El muchacho se quedó plantado en el pasillo, muerto de vergüenza. Lo reconocí: había espiado su entrevista en Admisiones.

—Por casualidad no serás de Yll, ¿verdad, Basil? —le pregun­tó Hemme componiendo una sonrisa.

—No, señor.

—Ahhh —dijo Hemme fingiendo decepción—. Tenía entendi­do que las tribus íllicas se guían por el sol para calcular la hora, y que por eso no tienen un concepto claro de la puntualidad. Sin embargo, como no eres íllico, no tienes excusa para llegar tarde, ¿no es así?

Basil movió los labios, como si intentara articular alguna excusa, pero por lo visto desistió.

—No, señor —dijo.

—Estupendo. Mañana me presentarás un trabajo sobre el ca­lendario lunar de Yll, comparado con el calendario atur, más exacto y civilizado, con el que ya deberías de estar familiarizado. Siéntate.

Sin decir nada, Basil se dejó caer en el primer asiento libre que encontró y puso cara de perro apaleado.

Hemme desistió de empezar la clase y esperó a que llegara el si­guiente alumno rezagado. El anfiteatro estaba sumido en un ten­so silencio cuando entró, vacilante, una muchacha.

Era una joven de unos dieciocho años. Algo no muy frecuente.

La proporción de hombres con respecto a mujeres en la Universi­dad es de diez a una.

El tono de Hemme se ablandó un tanto cuando la muchacha entró en la sala. El maestro se acercó rápidamente a los escalones para recibirla.

—Ah, querida mía. Me alegro mucho de que todavía no haya­mos iniciado la lección de hoy. —La sujetó por el codo y la ayudó a bajar unos cuantos escalones hasta el primer asiento libre.

Era evidente que la joven estaba abochornada por la atención que estaba recibiendo.

—Lo siento, maestro Hemme. La Principalía es más grande de lo que yo creía.

—No te preocupes —dijo Hemme con gentileza—. Lo que im­porta es que hayas venido. —Solícito, la ayudó a sacar el papel y el tintero antes de volver a la tarima.

Una vez allí, pareció que fuera a empezar la clase. Pero antes de hacerlo, volvió a mirar a la joven que acababa de entrar.

—Disculpa, señorita. —Ella era la única mujer que había en la sala—. Qué maleducado soy. ¿Cómo te llamas?

—Ria.

—Ria. ¿Es el diminutivo de Rian?

—Sí —respondió ella con una sonrisa.

—Por favor, Rian, ¿puedes cruzar las piernas?

Hemme formuló ese requerimiento con tanta seriedad que no se oyó ni la más leve risita. Rian, desconcertada, cruzó las piernas.

—Ahora que las puertas del infierno están cerradas —dijo Hemme con su tono normal, más brusco—, ya podemos empezar.

Y eso hizo, ignorando a Ria durante el resto de la clase. Lo cual, en mi opinión, fue un favor involuntario.

La clase duró dos horas y media que se hicieron larguísimas. Escuché con atención, con la esperanza de que Hemme abordara algún tema que yo no hubiese estudiado con Abenthy. Pero no lo hizo. Enseguida me di cuenta de que Hemme estaba hablando de los principios de la simpatía, ciertamente, pero a un nivel muy bá­sico. Para mí, esa clase era una tremenda pérdida de tiempo.

Cuando Hemme dio por terminada la clase, bajé la escalera y lo alcancé antes de que saliera por una puerta.

—¿Maestro Hemme?

Hemme se dio la vuelta.

—Ah, sí, nuestro niño prodigio. No sabía que estuvieras en mi clase. No habré ido demasiado rápido para ti, ¿verdad?

No cometí el error de contestar sinceramente esa pregunta.

—Ha repasado usted muy claramente los conceptos básicos, señor. Los principios que ha mencionado hoy formarán una bue­na base para los otros alumnos de la clase. —Para ser artista iti­nerante hay que dominar la diplomacia.

Hemme se hinchó un poco ante mi cumplido; luego me miró atentamente.

—¿Para los otros alumnos de la clase? —me preguntó.

—Me temo que ya estoy familiarizado con los fundamentos básicos, señor. Conozco las tres leyes y los catorce corolarios. Así como los noventa primeros...

—Sí, sí, ya entiendo —me cortó—. Ahora estoy muy ocupado. Podemos hablar de esto mañana, antes de la clase. —Se dio la vuelta y se alejó a buen paso.

Como media hogaza es mejor que nada, me encogí de hom­bros y me dirigí al Archivo. Ya que no iba a aprender nada en las clases de Hemme, mejor sería que empezara a educarme yo mismo.





Esa vez, cuando entré en el Archivo, había una joven sentada de­trás del mostrador. Era asombrosamente hermosa, con largo ca­bello castaño y unos ojos vivos y relucientes. Una notable mejora en comparación con Ambrose, desde luego.

Me acerqué al mostrador, y la joven sonrió.

—¿Cómo te llamas?

—Kvothe —contesté—. Hijo de Arliden.

Ella asintió y empezó a hojear el registro.

—¿Y tú? —dije para llenar el silencio.

—Fela —respondió ella sin levantar la cabeza. Entonces meneó la cabeza y dio unos golpecitos en el registro—. Aquí estás. Puedes entrar.

En la antecámara había dos puertas, una con el letrero estan­terías y otra con el letrero volúmenes. Como no sabía qué dife­rencia había entre las dos, me dirigí a la puerta de estanterías. Eso era lo que yo buscaba: estanterías y más estanterías llenas de libros. Montañas inmensas de libros.

Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando me detuvo la voz de Fela:

—Perdona. Es la primera vez que vienes aquí, ¿verdad?

Asentí, pero sin soltar el pomo. Estaba tan cerca... ¿Qué pasa­ba ahora?

—El acceso a Estanterías está reservado para los miembros del Arcano —se disculpó Fela. Se levantó, salió de detrás del mostra­dor y se dirigió a la otra puerta—. Ven, te lo explicaré.

Solté el pomo a regañadientes y la seguí.

Tiró con ambas manos y abrió una de las pesadas hojas de ma­dera de la puerta, revelando una habitación enorme, de techo alto, llena de mesas largas. Había una docena de estudiantes disemina­dos por la sala, leyendo. La sala estaba bien iluminada con la fir­me luz de una docena de lámparas simpáticas.

Fela se acercó a mí y me habló en voz baja.

—Esta es la sala principal de lectura. Aquí encontrarás todos los libros necesarios para la mayoría de las clases "elementales. —Mantuvo la puerta abierta con un pie y señaló a lo largo de una pared hasta una larga sección de estantes con trescientos o cuatro­cientos libros. Más libros de los que yo jamás había visto juntos.

Fela siguió hablando en voz baja:

—No se puede hacer ruido. Si hablas, has de hacerlo en voz baja. —Me había fijado en que en la habitación reinaba un silen­cio casi artificial—. Si no encuentras el libro que buscas, puedes presentar una solicitud en el mostrador —y me lo señaló—. Ellos te buscarán el libro y te lo darán.

Me volví para hacerle una pregunta, y entonces reparé en lo cerca que Fela estaba de mí. El que no me hubiera fijado en una de las mujeres más atractivas de la Universidad, a la que tenía a menos de un palmo, dice mucho de lo entusiasmado que estaba con el Archivo.

—¿Cuánto tardan en encontrar un libro? —pregunté en un su­surro, tratando de no mirar a Fela con cara de bobo.

—Depende. —Se echó el largo y negro cabello hacia atrás—. A veces tenemos más trabajo, y a veces, no tanto. Hay personas a las que se les da mejor encontrar un determinado libro. —Se en­cogió de hombros, y su pelo me rozó ligeramente un brazo—. Pero por lo general, no más de una hora.

Asentí; estaba decepcionado por no poder curiosear en todo el Archivo, pero también emocionado por encontrarme allí dentro. Una vez más, media hogaza era mejor que nada.

—Gracias, Fela. —Entré; Fela soltó la puerta, que se cerró de­trás de mí.

Pero al cabo de un momento, volvió a abrirla y me dijo:

—Otra cosa. Está de más decirlo, pero como es la primera vez que vienes... —Se había puesto muy seria—. Los libros no salen de aquí. No pueden sacarse del Archivo.

—Claro —dije—. Por supuesto. —No lo sabía.

Fela sonrió y asintió con la cabeza.

—Solo quería asegurarme. Hace un par de años, vino un joven caballero que estaba acostumbrado a llevarse los libros de la bi­blioteca de su padre. Yo nunca había visto a Lorren fruncir el ceño, ni hablar de otra forma que no fuera en susurros. Pero cuan­do pilló a ese alumno con uno de sus libros... —Sacudió la cabe­za, como si no tuviera palabras para explicar lo que había visto.

Traté de imaginarme al alto y sombrío maestro enfadado, y no lo conseguí.

—Gracias por la advertencia.

—De nada. —Fela volvió al vestíbulo.

Me acerqué al mostrador que Fela me había señalado.

—¿Qué tengo que hacer para pedir un libro? —le pregunté al secretario en voz baja.

El secretario me mostró un gran cuaderno donde estaban ano­tados los nombres de los alumnos y sus solicitudes. Algunas soli­citudes eran títulos de libros o nombres de autores específicos, pero otras eran requerimientos de información más generales. Me llamó la atención una entrada: «Basil: calendario lunar íllico. His­toria del calendario atur». Eché un vistazo a la sala y vi al chico de la clase de Hemme encorvado sobre un libro y tomando notas.

Escribí: «Kvothe: historia de los Chandrian. Estudios sobre los Chandrian y sus señales: ojos negros, llamas azules, etc.».

A continuación me acerqué a los estantes y empecé a examinar los libros. Reconocí uno o dos que Ben me había hecho leer. Lo único que se oía era el rasgueo de una pluma sobre el papel, o el débil sonido, parecido al del ala de un pájaro, de una página al pa­sar. Aquel silencio no resultaba inquietante, sino curiosamente re­confortante. Más tarde me enteré de que a aquella sala la llama­ban «la Tumba» por el silencio sepulcral que reinaba en ella.

Al final me llamó la atención un libro titulado Los ritos nup­ciales del draccus común; lo cogí y me lo llevé a una de las mesas de lectura. Lo escogí porque tenía un bonito dragón repujado en la cubierta, pero cuando empecé a leerlo vi que era una investiga­ción culta sobre diversos mitos conocidos.

Estaba leyendo el prólogo (donde se explicaba que, con toda probabilidad, el mito del dragón había evolucionado a partir del draccus, mucho más terrenal) cuando se me acercó un secretario.

—¿Eres Kvothe?

Asentí, y el secretario me dio un librito con la cubierta de tela azul.

Nada más abrirlo, me llevé una desilusión. Era una colección de cuentos de hadas. Lo hojeé con la esperanza de encontrar algo útil, pero estaba lleno de empalagosas historias para entretener a los niños. Ya sabéis: valientes huérfanos que engañan a los Chan­drian, amasan una fortuna, se casan con princesas y viven felices comiendo perdices.

Di un suspiro y cerré el libro. En realidad ya me había imagi­nado que me pasaría algo así. Hasta el día que los Chandrian ma­taron a mi familia, yo siempre había pensado que aquellas histo­rias solo eran cuentos para niños. Esa clase de búsqueda no iba a llevarme a ninguna parte.

Me acerqué al mostrador y reflexioné largo rato antes de hacer otra anotación en el cuaderno de solicitudes. «Kvothe: historia de la Orden Amyr. Orígenes de los Amyr. Prácticas de los Amyr.» Llegué al final del renglón y, en lugar de empezar otro, me paré y miré al secretario que estaba detrás del mostrador.

—En realidad me interesa cualquier cosa sobre los Amyr —dije.

—Ahora estamos muy ocupados —dijo él señalando la sala. Desde mi llegada, habían entrado otra docena de estudiantes—. Pero te llevaremos algo en cuanto podamos.

Volví a la mesa y me puse a hojear el libro de cuentos infanti­les; luego hice lo mismo con el bestiario. Esa vez tuve que esperar mucho más; cuando estaba leyendo sobre la extraña hibernación de verano del susquiniano, noté que me daban unos golpecitos en el hombro. Me volví esperando encontrar a un secretario con un montón de libros, o quizá a Basil, que hubiera venido a saludar­me. Me sorprendió ver al maestro Lorren cerniéndose sobre mí con su negra túnica de maestro.

—Ven —me dijo en voz baja, y me hizo una seña para que lo si­guiera.

No sabía qué pasaba, pero seguí a Lorren fuera de la sala de lectura. Pasamos por detrás del mostrador del secretario y baja­mos por una escalera hasta una pequeña habitación con una mesa y dos sillas. En el Archivo había muchas habitaciones como esa: eran rincones de lectura pensados para que los miembros del Arca­no tuvieran un sitio donde estudiar en privado.

Lorren puso el cuaderno de solicitudes de la sala de Volúmenes encima de la mesa.

—Estaba ayudando a uno de los nuevos secretarios y he vis­to tu solicitud —dijo—. ¿Te interesan los Chandrian y los Amyr? —preguntó.

Asentí.

—¿Está tu interés relacionado con alguna tarea que te haya mandado alguno de tus profesores?

Estuve a punto de contarle la verdad. Lo que les había pasado a mis padres. La historia que había oído en Tarbean.

Pero me acordé de la reacción de Manet cuando yo había men­cionado a los Chandrian, y me lo pensé mejor. Yo tampoco creía en los Chandrian hasta que los vi con mis propios ojos. Si alguien me hubiera asegurado que los había visto, habría pensado que es­taba loco.

Lorren pensaría, como mínimo, que era un ingenuo y un in­sensato. De pronto tomé conciencia de que me encontraba en uno de los templos de la civilización, hablando con el maestro archi­vero de la Universidad.

Eso me hacía ver las cosas desde otra perspectiva. De pronto, las historias de un anciano de una taberna del Puerto parecían le­janas e insignificantes.

Negué con la cabeza.

—No, señor. Solo es para satisfacer mi curiosidad.

—La curiosidad me inspira mucho respeto —dijo Lorren con un tono neutro—. Quizá yo pueda satisfacer en parte la tuya. Los Amyr formaban parte de la iglesia cuando el imperio de Atur to­davía tenía fuerza. Su lema era Ivare Enim Euge, que significa más o menos «por el bien mayor». Eran en parte caballeros andantes y en parte vigilantes. Tenían poderes judiciales, y podían ejercer de jueces en tribunales tanto religiosos como civiles. Estaban to­dos eximidos de la ley, en diferentes grados.

Casi todo eso ya lo sabía.

—Pero ¿de dónde salieron? —pregunté. Era lo máximo que me atrevía a decir sin mencionar la historia de Skarpi.

—Evolucionaron a partir de la figura del juez itinerante —ex­plicó Lorren—. Eran hombres que recorrían el imperio de Atur de pueblo en pueblo ejerciendo la ley.

—Entonces, ¿salieron de Atur?

Lorren me miró.

—¿De qué otro sitio quieres que salieran?

No me atrevía a decirle la verdad: que la historia que le había oído contar a un anciano me hacía sospechar que los Amyr podían tener raíces mucho más antiguas que el imperio de Atur. Y que con­fiaba en que todavía pudieran existir en algún lugar del mundo.

Lorren interpretó mi silencio como una respuesta.

—Voy a darte un consejo —dijo con serenidad—. Los Amyr son personajes dramáticos. Cuando somos pequeños, todos fingimos ser Amyr y librar batallas con espadas hechas con ramas de sauce. Es lógico que los niños se sientan atraídos por esas histo­rias. —Me miró a los ojos—. Sin embargo, los hombres, los arca-nistas, deben concentrarse en el presente. Deben dedicarse a asun­tos prácticos.

Me sostuvo la mirada y siguió hablando:

—Eres muy joven. Mucha gente te juzgará solo por tu edad. —Inspiré, pero él levantó una mano—. No te acuso de dejarte lle­var por fantasías infantiles. Lo que te aconsejo es que evites que parezca que te dejas llevar por fantasías infantiles. —Me miró de­sapasionadamente, con su habitual serenidad.

Me acordé de cómo me había tratado Ambrose y asentí. Noté que me ruborizaba.

Lorren sacó una pluma y tachó lo que yo había escrito en el cuaderno de solicitudes.

—La curiosidad me inspira mucho respeto —volvió a decir—. Pero no todo el mundo piensa como yo. No quiero que estas co­sas te compliquen el primer bimestre. Supongo que ya te resultará suficientemente difícil para que encima tengas esa preocupación adicional.

Agaché la cabeza. Tenía la impresión de que lo había decepcio­nado.

—Lo entiendo. Gracias, señor.











39

Suficiente cuerda





Al día siguiente llegué a la clase de Hemme con diez minutos de antelación y me senté en la primera fila. Esperaba poder ha­blar con Hemme antes de que empezara la clase para no tener que quedarme y aguantar otra de sus lecciones.

Desgraciadamente, Hemme no llegó pronto. La sala de confe­rencias ya estaba llena cuando el maestro entró por la puerta más baja de la sala y subió los tres escalones de la tarima elevada de madera. Recorrió la sala con la mirada, buscándome.

—Ah, sí, aquí está nuestro niño prodigio. Levántate, ¿quieres?

Me levanté sin saber muy bien qué estaba pasando.

—Tengo buenas noticias para todos —anunció Hemme—. El señor Kvothe me ha asegurado que entiende perfectamente los principios de la simpatía. Y se ha ofrecido para impartir la clase de hoy. —Hizo un amplio ademán para indicarme que subiera con él a la tarima. Me sonrió con dureza—. ¿Señor Kvothe?

Se estaba burlando de mí, por supuesto, y esperaba que me quedara en mi asiento, avergonzado y acobardado.

Pero yo ya había soportado suficientes bravuconadas en la vida. Así que subí a la tarima y le estreché la mano. Me dirigí a los alumnos con mi vozarrón de actor:

—Le agradezco mucho al maestro Hemme que me haya brin­dado esta oportunidad. Confío en poder ayudarle a arrojar algo de luz sobre este importantísimo tema.

Hemme, que había sido quien había empezado ese pequeño juego, no podía interrumpirlo sin ponerse en ridículo. Me estrechó la mano y me miró como mira un lobo a un gato encaramado en un árbol. Sonrió para sí, bajó de la tarima y ocupó el asiento que yo acababa de dejar libre en la primera fila. Estaba seguro de mi ignorancia, y dispuesto a dejar que continuara la farsa.

No habría salido airoso de no ser por dos de los numerosos errores de Hemme. El primero era su estupidez al no creer lo que le había dicho el día anterior. El segundo, su deseo de verme pasar toda la vergüenza que fuera posible.

Para explicarlo en pocas palabras, diré que me estaba dando suficiente cuerda para que me ahorcara yo mismo. Por lo visto no sabía que, una vez que está hecho el nudo, la soga se ajusta con la misma facilidad a un cuello que a otro.

Me volví hacia los alumnos.

—Hoy voy a presentar un ejemplo de las leyes de la simpa­tía. Sin embargo, como tenemos un tiempo limitado, necesitaré ayuda con los preparativos. —Señalé a un alumno al azar—. ¿Serías tan amable de traerme un pelo del maestro Hemme, por favor?

Hemme se arrancó un pelo y se lo ofreció al alumno con exa­gerada teatralidad. Cuando el alumno me lo trajo, Hemme sonrió como si aquello lo divirtiera de verdad, convencido de que cuan­to más grandiosos fueran los preparativos, mayor sería mi bo­chorno al final.

Aproveché ese ligero retraso para ver de qué material disponía para trabajar. En uno de los lados de la tarima había un brasero, y en los cajones de la mesa de trabajo encontré tiza, un prisma, ce­rillas de azufre, una lupa, unas velas y unos bloques de metal de formas extrañas. Cogí solo las tres velas.

A continuación cogí el pelo del maestro Hemme que me trajo el alumno, que resultó ser Basil, el chico al que Hemme había in­timidado el día anterior.

—Gracias, Basil. ¿Quieres traer ese brasero y encenderlo tan aprisa como puedas?

Basil acercó el brasero y me alegré al ver que estaba equipado con un pequeño fuelle. Mientras Basil vertía alcohol sobre el car­bón y le prendía fuego, me dirigí a la clase:

—Los conceptos de la simpatía no son muy fáciles de com­prender. Pero todo se basa en tres sencillas leyes.

»La primera es la Doctrina de la Correspondencia, según la cual "la similitud aumenta la simpatía". La segunda es el Princi­pio de Consanguinidad, que establece que "una parte de una cosa puede representar la totalidad de esa cosa". La tercera es la Ley de la Conservación, que afirma que "la energía ni se crea ni se des­truye". Correspondencia, Consanguinidad y Conservación. Las tres "C".

Hice una pausa y escuché el sonido de un centenar de plumas anotando mis palabras. A mi lado, Basil accionaba el fuelle con diligencia. Me di cuenta de que podría encontrarle el gusto a aquello.

—No os preocupéis si todavía no lo entendéis. La demostra­ción os lo aclarará todo. —Miré hacia abajo y vi que el brasero se estaba calentando muy bien. Le di las gracias a Basil, colgué un cazo metálico poco profundo sobre el carbón y metí dos velas dentro para que se derritieran.

Puse otra vela en un soporte, encima de la mesa, y la encendí con una cerilla de azufre de las que había en el cajón. A continua­ción retiré el cazo del brasero y, con cuidado, vertí la cera derreti­da sobre la mesa, formando una masa de cera blanda del tamaño de un puño. Volví a mirar a los alumnos.

—Lo que hacemos cuando utilizamos la simpatía consiste, bá­sicamente, en redirigir la energía. La energía viaja a través de los vínculos simpáticos. —Extraje la mecha de la masa de cera y em­pecé a trabajarla para darle forma de muñeco humano—. La pri­mera ley que he mencionado, «la similitud aumenta la simpatía», significa, sencillamente, que cuanto más se parecen dos cosas, más fuerte será el vínculo simpático entre ellas.

Sostuve el muñeco de cera en alto para que todos lo inspeccio­naran.

—Esto —continué— es el maestro Hemme. —Se oyeron risas por toda la sala—. De hecho, esto es mi representación simpática del maestro Hemme. ¿Alguien podría explicarme por qué no es una representación muy buena?

Hubo un momento de silencio. Dejé que se prolongara: me en­contraba ante un público poco entusiasta. Hemme los había trau­matizado el día anterior y por eso tardaban en reaccionar. Al final, un alumno que estaba sentado al fondo de la sala dijo:

—¿El tamaño no es el adecuado?

Asentí y seguí paseando la mirada por la sala.

—Y él no es de cera.

Asentí de nuevo.

—Guarda cierto parecido con él, en la forma y en las propor­ciones. Con todo, es una representación simpática muy pobre. Por esa razón, cualquier vínculo simpático basado en este muñeco se­ría bastante débil. Quizá tuviera un dos por ciento de eficacia. ¿Cómo podemos mejorarlo?

Hubo otro silencio, más breve que el anterior.

—Podrías hacer un muñeco más grande —sugirió alguien.

Asentí y esperé. Otras voces dijeron: «Podrías representar en él la cara del maestro Hemme», «Pintarlo», «Ponerle una pequeña túnica». Todos rieron.

Levanté una mano para pedir silencio y me sorprendió la rapi­dez con que los alumnos me obedecieron.

—Viabilidad aparte, supongamos que hiciéramos todas esas cosas. Imaginad que tengo a mi lado un muñeco de un metro ochenta, completamente vestido y con la cara del maestro Hemme perfectamente modelada. —Hice un ademán—. Incluso después de tantos esfuerzos, a lo máximo que podríamos aspirar sería a un diez o un quince por ciento de vínculo simpático. Ninguna ma­ravilla.

»Esto nos lleva a la segunda ley, la de la Consanguinidad. Para entenderla, podéis pensar: "Una vez juntos, juntos para siempre". Gracias a la generosidad del maestro Hemme, tengo aquí un pelo de su cabeza. —Lo levanté y, con mucha ceremonia, se lo engan­ché en la cabeza al muñeco—. Y con este sencillo gesto, consegui­mos un vínculo simpático que funcionará al treinta o treinta y cin­co por ciento.

Mientras hablaba, no había dejado de observar a Hemme. Al principio parecía un poco receloso, pero había vuelto a componer su sonrisita de suficiencia. Hemme sabía que sin el vínculo apro­piado y sin un Alar bien dirigido, ni con toda la cera y todo el pelo del mundo se podía conseguir nada.

Convencido de que Hemme me había tomado por imbécil, se­ñalé la vela y pregunté:

—¿Con su permiso, maestro? —Hemme hizo un magnánimo ademán de conformidad, se recostó en la silla y se cruzó de brazos, confiado.

Pues claro que conocía el vínculo. Ya se lo había dicho. Y Ben me había enseñado a emplear el Alar, la inquebrantable creencia, cuando yo tenía doce años.

Sin embargo, no me molesté en emplear ninguna de esas dos cosas. Metí un pie del muñeco en la llama de la vela, que empezó a chisporrotear y a desprender humo.

Hubo un tenso silencio; todos los alumnos estiraban el cuello para ver cómo reaccionaba el maestro Hemme.

Hemme se encogió de hombros y fingió estupefacción. Pero me miraba como si yo estuviera a punto de quedar atrapado en un cepo. Una sonrisita asomó a sus labios, y Hemme empezó a le­vantarse del asiento.

—No siento nada. ¿Qué...?

—Exacto —dije haciendo restallar mi voz como si fuera un lá­tigo para atraer de nuevo la atención de los alumnos—. Y ¿a qué se debe eso? —Miré, expectante, a mi público.

»A la tercera ley que he mencionado, la de la Conservación. "La energía ni se crea ni se destruye, solo se pierde o se encuen­tra." Si sostuviera una vela bajo el pie de nuestro estimado profe­sor, no pasaría gran cosa. Y como solo está pasando cerca del treinta por ciento del calor, ni siquiera obtenemos ese pequeño re­sultado.

Hice una pausa para que todos pensaran un momento.

—Este es el principal problema de la simpatía. ¿De dón­de sacamos la energía? En este caso, sin embargo, la respuesta es sencilla.

Apagué la vela de un soplido y volví a encenderla en el brase­ro. Murmuré las pocas palabras necesarias.

—Al añadir un segundo vínculo simpático entre la vela y un fuego más sustancial... —partí mi mente en dos; con una parte vinculé a Hemme y el muñeco, y con la otra conecté la vela y el brasero— conseguimos el efecto deseado.

Puse el pie del muñeco de cera sobre la mecha de la vela, a una distancia de dos centímetros, que es, en realidad, la altura a la que la llama quema más.

Se oyó una exclamación de sorpresa proveniente de donde Hemme estaba sentado.

Sin mirar hacia allí, seguí hablándoles a los alumnos con cru­deza.

—Y parece ser que esta vez lo hemos logrado.

Todos rieron.

Apagué la vela con un soplido.

—Esto también es un buen ejemplo del poder que maneja un simpatista inteligente. ¿Imagináis qué pasaría si arrojara este mu­ñeco al fuego? —Lo sostuve sobre el brasero.

Hemme subió precipitadamente a la tarima, como si hubiera es­tado esperando esa indicación. Quizá fueran imaginaciones mías, pero me pareció que cojeaba un poco con la pierna izquierda.

—Creo que el maestro Hemme quiere volver a dirigir la clase. —Hubo risas por toda la sala, esa vez más fuertes—. Os doy las gracias a todos, alumnos y amigos. Y así concluye mi humilde lección.

Llegado a ese punto, utilicé un truco de actor. Hay cierta infle­xión de la voz, y cierto lenguaje corporal, que incita al público a aplaudir. No podría explicar cómo se hace exactamente, pero sur­tió el efecto deseado. Saludé con una inclinación de cabeza a la clase y me volví hacia Hemme en medio de un aplauso que, pese a no ser ensordecedor, seguramente fue mucho mayor que ninguno que él hubiera recibido jamás.

Cuando Hemme dio los últimos pasos hacia mí, casi me apar­té. Estaba muy colorado y le palpitaba una vena en la sien, como si estuviera a punto de explotar.

Mi experiencia teatral me ayudó a conservar la compostura. Con indiferencia, le sostuve la mirada a Hemme y le tendí una mano. Con no poca satisfacción, vi cómo el maestro le lanzaba una rápida ojeada a la clase, que seguía aplaudiendo; entonces tragó saliva y me estrechó la mano.

Su apretón de manos fue tan fuerte que me hizo daño. Pero sos­pecho que habría sido peor, de no ser porque hice un mínimo ges­to sobre el brasero con el muñeco de cera. La cara de Hemme pasó del rojo intenso al blanco ceniza más deprisa de lo que yo habría creído posible. Al instante, Hemme dejó de apretarme la mano y pude retirarla.

Volví a saludar a los alumnos con una inclinación de cabeza y salí de la sala de conferencias sin mirar atrás.









40

Ante las astas del toro





Después de que Hemme diera por terminada su clase, la noticia de mi exhibición se extendió por toda la Universidad como un reguero de pólvora. Deduje, por la reacción de los alumnos, que el maestro Hemme no era un personaje muy querido. Me sen­té en un banco de piedra delante de las Dependencias, y los estu­diantes me sonreían al pasar. Otros me saludaban con la mano o, riendo, levantaban el pulgar.

Esa notoriedad me complacía, pero al mismo tiempo una fría ansiedad empezaba a crecer dentro de mí. Me había enemistado con uno de los nueve maestros. Necesitaba saber hasta qué punto me había metido en un lío.





Cené en la Cantina: pan moreno con mantequilla, estofado y ju­días. Manet estaba en mi mesa; con aquella mata de pelo parecía un enorme lobo blanco. Simmon y Sovoy se quejaban, por hacer algo, de la comida y especulaban sobre qué clase de carne debía de ser la del estofado. Para mí, que llevaba menos de un ciclo le­jos de las calles de Tarbean, era una comida maravillosa.

Sin embargo, lo que estaban diciendo mis amigos me estaba haciendo perder el apetito rápidamente.

—No me interpretes mal —dijo Sovoy—. Los tienes bien pues­tos. Eso nunca lo pondría en duda. Pero aun así... —hizo un ges­to con la cuchara— te van a colgar por esto.

—Eso, si tienes suerte —intervino Simmon—. Porque se trata de un caso de felonía, ¿no?

—No hay para tanto —dije con más convicción de la que te­nía—. Lo único que he hecho ha sido calentarle un poco el pie.

—Todo acto de simpatía dañino entra en la categoría de felo­nía. —Manet me apuntó con su trozo de pan y arqueó sus albo­rotadas y entrecanas cejas con gesto serio—. Tienes que escoger mejor tus batallas, chico. Mantente al margen de los maestros. Si te cogen manía, pueden hacer de tu vida un infierno.

—Empezó él —dije con resentimiento y con la boca llena de judías.

Un joven se acercó corriendo a la mesa. Estaba jadeando.

—¿Eres Kvothe? —me preguntó mirándome de arriba abajo.

Asentí, y se pronto se me hizo un nudo en el estómago.

—Tienes que presentarte en la sala de profesores.

—¿Dónde está eso? —pregunté—. Solo llevo un par de días aquí.

—¿Podéis enseñárselo vosotros? —preguntó el chico mirando a mis compañeros—. Yo tengo que ir a decirle a Jamison que lo he encontrado.

—Yo lo acompañaré —dijo Simmon apartando su cuenco—. De todas formas no tengo hambre.

El chico se marchó, y Simmon hizo ademán de levantarse de la mesa.

—Espera —dije señalando mi bandeja con la cuchara—. Toda­vía no he terminado.

Simmon me miró con cara de preocupación.

—No puedo creer que estés comiendo —dijo—. Si yo no pue­do comer, ¿cómo puedes hacerlo tú?

—Tengo hambre —contesté—. No sé qué me espera en la sala de profesores, pero seguro que lo afrontaré mejor con el estóma­go lleno.

—Te van a poner ante las astas del toro —explicó Manet—. Esa es la única razón por la que te ordenarían ir allí a estas horas de la noche.

Yo no sabía qué quería decir con eso, pero no estaba dispuesto a hacer pública mi ignorancia.

—Podrán esperar a que acabe de cenar, ¿no? —dije, y seguí co­miéndome el estofado.

Simmon volvió a sentarse y se puso a remover la comida de su bandeja. La verdad es que yo ya no tenía apetito, pero me fasti­diaba tener que interrumpir una comida después del hambre que había pasado en Tarbean.

Cuando Simmon y yo nos pusimos por fin en pie, el ruido que generalmente había en la Cantina se redujo y todos giraron la ca­beza para mirarnos. Todos sabían a donde iba.

Ya fuera, Simmon metió las manos en los bolsillos y echó a an­dar hacia el Auditorio a buen paso.

—Bromas aparte, estás metido en un buen lío, ¿sabes?

—Confiaba en que Hemme se avergonzara y no lo contara —admití—. ¿Expulsan a muchos alumnos? —Intenté adoptar un tono jocoso.

—Este bimestre todavía no han expulsado a nadie —dijo Sim mirándome con sus azules ojos y esbozando una tímida sonri­sa—. Pero solo llevamos dos días de clase. Podrías establecer un récord.

—No tiene gracia —repliqué, pero me sorprendí sonriendo. Simmon siempre conseguía hacerme sonreír, pasara lo que pasase.

Sim iba delante, y llegamos al Auditorio mucho más deprisa de lo que a mí me habría gustado. Simmon levantó una mano y, vacilante, me dijo adiós cuando abrí la puerta y entré en el edi­ficio.

Me recibió Jamison, el encargado de supervisar todo lo que no controlaban directamente los maestros: las cocinas, la lavandería, los establos, los almacenes... Era un tipo nervioso y con aspecto de pájaro. Un hombre con cuerpo de gorrión y ojos de halcón.

Jamison me acompañó a una habitación, enorme y sin ventanas, en la que había una mesa con forma de media luna que me resul­tó familiar. El rector estaba sentado en el centro, como durante el proceso de admisiones. La única diferencia real era que esa mesa no estaba elevada, de modo que los maestros y yo nos encontrá­bamos más o menos a la misma altura.

Los ojos que me miraron no expresaban cordialidad. Jamison me condujo ante la mesa. Al verla desde ese ángulo, comprendí por qué los alumnos hablaban de «estar ante las astas del toro».

Jamison se retiró a otra mesa más pequeña y mojó la pluma en el tintero.

El rector juntó las yemas de los dedos y habló sin preámbulos:

—El día dos de Caitelyn, Hemme reúne a los maestros. —Ja­mison tomaba nota en una hoja de papel, y de vez en cuando vol­vía a mojar la pluma en el tintero que tenía en la mesa. El rec­tor continuó con tono formal—: ¿Se hallan presentes todos los maestros?

—Maestro fisiólogo —dijo Arwyl.

—Maestro archivero —dijo Lorren, tan imperturbable como siempre.

—Maestro aritmético —dijo Brandeur haciendo crujir los nu­dillos sin darse cuenta.

—Maestro artífice —masculló Kilvin sin levantar la vista del tablero de la mesa.

—Maestro alquimista —dijo Mandrag.

—Maestro retórico —dijo Hemme, que tenía el rostro co­lorado y enojado.

—Maestro simpatista —dijo Elxa Dal.

—Maestro nominador. —Elodin me sonrió. No fue una mueca mecánica, sino una sonrisa cálida, con todas las de la ley. Di un tembloroso suspiro, aliviado al ver que al menos uno de los pre­sentes no parecía ansioso por colgarme de los pulgares.

—Y maestro lingüista —dijo el rector—. Los ochoi.. —Frunció las cejas—. Perdón. Tacha eso. Los nueve maestros se encuentran presentes. Exponga su queja, maestro Hemme.

Hemme no titubeó.

—Hoy, el alumno de primer curso Kvothe, que no es miembro del Arcano, me ha hecho vínculos simpáticos con malas inten­ciones.

—El maestro Hemme presenta dos acusaciones contra Kvothe —declaró el rector con severidad, sin dejar de mirarme—. Prime­ra acusación: empleo no autorizado de la simpatía. ¿Qué castigo se aplica a esa falta, maestro archivero?

—Por empleo no autorizado de la simpatía con resultado de le­siones, el alumno infractor será atado y recibirá cierto número de latigazos, no menos de dos ni más de diez, con látigo simple, en la espalda. —Lorren habló como si leyera las instrucciones de una receta.

—¿Número de latigazos propuestos? —El rector miró a Hemme.

Hemme se lo pensó un momento.

—Cinco.

Noté que palidecía y me obligué a respirar hondo y despacio, por la nariz, para tranquilizarme.

—¿Algún maestro se opone a este castigo? —El rector miró al resto de maestros, pero todos permanecieron callados y con ex­presión adusta—. Segunda acusación: felonía. ¿Maestro archi­vero?

—De cuatro a quince latigazos y expulsión de la Universidad —recitó Lorren desapasionadamente.

—¿Latigazos propuestos?

Hemme me miró a los ojos.

—Ocho.

Trece latigazos y la expulsión. Me entró un sudor frío y tuve que contener las náuseas. No era la primera vez que sentía miedo. En Tarbean, el miedo nunca estaba muy lejos. El miedo te mante­nía vivo. Pero jamás había sentido una impotencia tan desespera­da. Un miedo no solo a que me hicieran daño físico, sino a que toda mi vida quedara arruinada. Empecé a marearme.

—¿Has entendido las acusaciones que se han presentado con­tra ti? —me preguntó el rector.

Respiré hondo.

—No del todo, señor. —No me gustó nada cómo sonó mi voz, trémula y débil.

El rector levantó una mano, y Jamison levantó la pluma del papel.

—Va contra las leyes de la Universidad que un alumno que no es miembro del Arcano emplee la simpatía sin el permiso de un maestro.

Su rostro se ensombreció.

—Y está expresamente prohibido causar daño, en cualquier circunstancia, mediante simpatía. Y especialmente a un maestro.

Hace unos centenares de años, a los arcanistas los perseguían y los quemaban por esas cosas. Aquí no toleramos ese comporta­miento.

Percibí un deje de dureza en la voz del rector, y entonces com­prendí lo enfadado que estaba. Respiró hondo y continuó:

—¿Me has entendido?

Asentí, tembloroso.

El rector le hizo otra señal a Jamison, que volvió a posar el plu-mín sobre el papel.

—Kvothe, ¿entiendes las acusaciones que se han presentado contra ti?

—Sí, señor —respondí con toda la serenidad de que fui capaz. Lo veía todo muy brillante, y me temblaban un poco las piernas. Traté de controlarlas, pero solo conseguí que temblaran aún más.

—¿Tienes algo que decir en tu defensa? —me preguntó el rec­tor con aspereza.

Lo único que quería era marcharme de allí. Notaba las miradas de los maestros traspasándome. Tenía las manos húmedas y frías. Si el rector no hubiera vuelto a hablar, seguramente habría nega­do con la cabeza y me habría largado.

—¿Y bien? —insistió el rector—. ¿Nada que alegar?

Sus palabras me tocaron la fibra sensible. Eran las mismas pa­labras que Ben había utilizado cientos de veces cuando me ense­ñaba, incansable, a discutir. Recordé sus palabras reprendiéndo­me: «¿Qué? ¿Nada que alegar? Todos mis pupilos deben ser capaces de defender sus ideas. Hagas lo que hagas en la vida, tu in­genio te defenderá más a menudo que una espada. ¡Cultívalo!».

Volví a respirar hondo, cerré los ojos y me concentré. Al cabo de largo rato, noté la fría imperturbabilidad del Corazón de Pie­dra alrededor de mí. Dejé de temblar.

Abrí los ojos y me oí decir:

—Tenía permiso para emplear la simpatía, señor.

El rector me miró con dureza antes de decir:

—¿Cómo?

Me envolví en el Corazón de Piedra como si fuera una manta tranquilizadora.

—Tenía permiso del maestro Hemme, tanto explícito como implícito.

Los maestros, desconcertados, se movieron en sus asientos.

El rector no parecía muy complacido.

—Explícate.

—Después de la primera clase del maestro Hemme, fui a ha­blar con él y le dije que ya estaba familiarizado con los conceptos que había planteado. El me propuso que lo habláramos al día si­guiente.

»A1 día siguiente, cuando el maestro Hemme llegó a su clase, anunció que yo daría la lección para demostrar los principios de la simpatía. Tras comprobar de qué materiales disponía, le hice a la clase la primera demostración que mi maestro me había hecho a mí. —Falso, por supuesto. Como ya he mencionado, mi primera lección fue la de los drabines de hierro. Era mentira, pero una mentira plausible.

A juzgar por la cara que pusieron los maestros, Hemme no les había contado cómo había sucedido todo. Abrigado por el Cora­zón de Piedra, me relajé. Me alegré de que la irritación del rector se debiera a que Hemme había ofrecido una versión abreviada de lo ocurrido.

—¿Hiciste una demostración ante la clase? —preguntó el rec­tor antes de que yo pudiera continuar. Miró a Hemme, y luego otra vez a mí.

Me hice el inocente.

—Fue una demostración muy sencilla. ¿Es eso algo inusual?

—Es un poco insólito, sí —repuso el rector mirando a Hemme. Volví a percibir su enojo, pero esa vez no parecía ir dirigido ha­cia mí.

—Yo creí que eso era lo que hacías para demostrar tu conoci­miento de la materia y pasar a una clase de nivel más avanzado —dije. Otra mentira, pero también plausible.

Entonces intervino Elxa Dal:

—¿Qué elementos empleaste para la demostración?

—Un muñeco de cera, un pelo de la cabeza de Hemme y una vela. Yo habría escogido otro ejemplo, pero el material de que disponía era limitado. Pensé que eso debía de formar parte de la prue­ba: tenías que ingeniártelas con lo que tuvieras a mano. —Volví a encogerme de hombros—. No se me ocurrió ninguna otra ma­nera de demostrar las tres leyes con el material que tenía.

El rector miró a Hemme.

—¿Es cierto lo que dice el chico?

Hemme abrió la boca y pareció que fuera a negarlo, pero por lo visto recordó que toda un aula llena de alumnos había presen­ciado nuestro diálogo. No dijo nada.

—Maldita sea, Hemme —estalló Elxa Dal—. ¿Dejas que el chi­co haga un modelo de ti y luego lo traes aquí y lo acusas de felo­nía? —farfulló—. Te mereces algo mucho peor.

—El E'lir Kvothe no habría podido hacerte daño con solo una vela —murmuró Kilvin. Se miró los dedos de las manos con aire ausente, como si estuviera cavilando sobre algo—. ¿Con pelo y cera? Imposible. Con sangre y arcilla, quizá, pero...

—Orden. —La voz del rector era demasiado débil para que pueda decirse que gritó, pero contenía la misma autoridad que si lo hubiera hecho. Miró a Elxa Dal y a Kilvin—. Contesta al maes­tro Kilvin, Kvothe.

—Hice un segundo vínculo entre la vela y el brasero para ilus­trar la Ley de la Conservación.

Kilvin no dejó de mirarse las manos.

—¿Cera y pelo? —gruñó como si no estuviera del todo satisfe­cho con mi explicación.

Lo miré entre desconcertado y avergonzado, y dije:

—Yo tampoco lo entiendo, señor. Como mucho debería haber conseguido una transferencia del diez por ciento. No debería ha­ber bastado ni para hacerle una pequeña ampolla al maestro Hemme, y menos aún para producirle quemaduras.

Me volví hacia Hemme.

—Le aseguro que no pretendía hacerle daño, señor —dije fin­giendo una profunda consternación—. Solo esperaba que notara usted algo de calor en el pie. El fuego no llevaba más de cinco mi­nutos encendido, y no pensé que un fuego tan reciente, y al diez por ciento, pudiera causarle daño. —Hasta me retorcí un poco las manos; era el vivo retrato del alumno consternado. Fue una bue­na interpretación. Mi padre habría estado orgulloso de mí.

—Pues me hiciste daño —repuso Hemme con amargura—. Y por cierto, ¿dónde está ese maldito muñeco? ¡Exijo que me lo devuelvas de inmediato!

—Me temo que no puedo, señor. Lo destruí. Era demasiado pe­ligroso dejarlo por ahí.

Hemme me miró, sagaz, y murmuró:

—Bueno, no tiene importancia.

El rector volvió a tomar las riendas.

—Esto cambia considerablemente las cosas. Hemme, ¿todavía quieres presentar acusaciones contra Kvothe?

Hemme me miró con odio y no dijo nada.

—Yo propongo retirar ambas acusaciones —dijo Arwyl. La anciana voz del fisiólogo me sorprendió un tanto—. Si Hemme lo puso delante de toda la clase, le dio su permiso. Y si le dio un pelo y vio cómo lo enganchaba en la cabeza del modelo, no pode­mos hablar de felonía.

—Creía que controlaría mejor lo que estaba haciendo —argu­mentó Hemme lanzándome una mirada asesina.

—No es felonía —insistió Arwyl mirando con fijeza a Hemme a través de las lentes de sus gafas; las arrugas de su cara formaron un ceño feroz.

—Eso entraría en la categoría de uso imprudente de la simpa­tía —aportó Lorren fríamente.

—¿Es esto una moción para retirar las dos acusaciones y susti­tuirlas por la de uso imprudente de la simpatía? —preguntó el rec­tor tratando de recuperar una apariencia de formalidad.

—Sí —respondió Arwyl sin dejar de fulminar a Hemme con la mirada.

—¿Apoyan todos la moción? —preguntó el rector.

Todos afirmaron, excepto Hemme.

—¿Alguien se opone?

Hemme permaneció callado.

—Maestro archivero, ¿cuál es el castigo por uso imprudente de la simpatía?

—Si alguien resulta herido por uso imprudente de la simpatía, el alumno infractor recibirá no más de siete latigazos en la espal­da. —Me pregunté qué libro estaría citando el maestro Lorren.

—¿Número de latigazos propuestos?

Hemme miró a los otros maestros y comprendió que se había producido un cambio de opinión.

—Tengo ampollas hasta la rodilla —dijo apretando los dien­tes—. Tres latigazos.

El rector carraspeó.

—¿Se opone algún maestro a esa medida?

—Sí —dijeron Elxa Dal y Kilvin a la vez.

—¿Quién quiere cancelar el castigo? Levanten la mano, por favor.

Elxa Dal, Kilvin y Arwyl levantaron la mano al instante, y a continuación lo hizo el rector. Mandrag, Lorren, Brandeur y Hemme no la levantaron. Elodin me sonrió alegremente, pero no levantó la mano. Lamenté mi reciente visita al Archivo, que tan mala impresión le había causado a Lorren. De no ser por eso, qui­zá Lorren habría hecho inclinar la balanza a mi favor.

—Cuatro y medio a favor de suspender el castigo —dijo el rec­tor tras una pausa—. El castigo sigue en pie. Se aplicará mañana, el tres de Caitelyn, a mediodía.

Como estaba sumido en el Corazón de Piedra, lo único que sentí fue una leve curiosidad analítica respecto a qué sentiría al ser azotado en público. Todos los maestros fueron a levantarse, pero antes de que la reunión pudiera darse por terminada, dije:

—¿Señor rector?

El rector respiró hondo y soltó el aire con un fuerte bufido.

—¿Sí?

—Durante mi admisión, usted dijo que podría entrar en el Ar­cano si demostraba que dominaba los principios básicos de la simpatía. —Lo cité casi literalmente—. ¿Constituye esto una prueba?

Hemme y el rector abrieron la boca para hablar. Hemme fue quien lo hizo más alto:

—¡Qué te has creído, gallito!

—¡Hemme! —le espetó el rector. Entonces me miró y dijo—: Me temo que la prueba de dominio requiere algo más que un sen­cillo vínculo simpático.

—Un vínculo doble —lo corrigió Kilvin con brusquedad.

Entonces intervino Elodin, lo cual sorprendió a los otros maes­tros:

—Sé de alumnos que actualmente pertenecen al Arcano y que tendrían graves dificultades para completar un vínculo doble, y más aún para obtener calor suficiente para «cubrirle a alguien el pie de ampollas hasta la rodilla». —Había olvidado que la débil voz de Elodin se colaba en los rincones más oscuros de tu pecho cuando hablaba. Volvió a sonreírme alegremente.

Hubo unos momentos de silenciosa reflexión.

—Cierto —admitió Elxa Dal, y me miró con interés.

El rector agachó la cabeza y se quedó un minuto contemplan­do el tablero de la mesa. Entonces se encogió de hombros, levan­tó la cabeza y compuso una sonrisa sorprendentemente alegre.

—Quienes estén a favor de admitir el uso imprudente de la sim­patía del alumno de primer curso Kvothe como prueba de dominio de los principios básicos de la simpatía, que levanten la mano.

Kilvin y Elxa Dal levantaron las manos a la vez. Arwyl lo hizo poco después. Elodin agitó una mano. Tras una pausa, el rector le­vantó la mano también, y dijo:

—Cinco y medio a favor de que Kvothe sea admitido en el Ar­cano. Moción aprobada. Se da por terminada la reunión. Que Tehlu nos proteja a todos, locos y niños. —Eso último lo dijo en voz muy débil al mismo tiempo que apoyaba la frente en el pulpe­jo de una mano.

Hemme se marchó furioso de la sala, y después lo hizo Bran-deur. Cuando ya habían traspasado la puerta, oí a Brandeur pre­guntar:

—¿No te habías protegido con un gram?

—No —le espetó Hemme—. Y no me hables en ese tono, como si fuera culpa mía. Es como culpar a alguien a quien han apuñala­do en un callejón por no llevar armadura.

—Todos deberíamos tomar precauciones —dijo Brandeur en tono conciliador—. Sabes tan bien como... —Se oyó cerrarse una puerta, y sus voces se perdieron.

Kilvin se levantó y movió los hombros como si los tuviera en­tumecidos. Me miró, se rascó la poblada barba con ambas manos y aire pensativo, y luego se acercó a mí.

—¿Has empezado ya a estudiar sigaldría, E'lir Kvothe?

Lo miré sin comprender.

—¿Se refiere a las runas, señor? Me temo que no.

Kilvin se pasó las manos por la barba, pensativo.

—No hace falta que asistas a la clase de Artificería Básica a la que te has apuntado. En lugar de eso, mañana vendrás a mi taller. A mediodía.

—Me temo que tengo otro compromiso a mediodía, maestro Kilvin.

—Hmmm. Sí, claro. —Frunció el ceño—. Entonces, al sonar la primera campanada.

—Lo siento, pero el chico tendrá una cita con los míos después de los azotes, Kilvin —dijo Arwyl con un destello de humor en los ojos—. Pídele a alguien que te lleve a la Clínica después, hijo. Te recompondremos un poco.

—Gracias, señor.

Arwyl asintió y se dirigió hacia la puerta.

Kilvin lo vio marchar; luego se volvió hacia mí y dijo:

—En mi taller. Pasado mañana. A mediodía. —Su tono de voz dejaba claro que no era una pregunta.

—Será un honor, maestro Kilvin.

Kilvin masculló algo y se marchó con Elxa Dal.

Me quedé a solas con el rector, que seguía sentado. Nos mira­mos con fijeza mientras los pasos de los otros maestros se perdían en el pasillo. Salí del Corazón de Piedra y sentí un cosquilleo de nerviosismo y miedo por todo lo que acababa de pasar.

—Siento mucho causar tantos problemas tan pronto, señor —dije con vacilación.

—¡Oh! —exclamó el rector. Desde que estábamos solos, la ex­presión de su rostro se había suavizado mucho—. ¿Cuánto tiem­po pensabas esperar?

—Por lo menos un ciclo, señor. —El haber estado tan cerca del desastre me había dejado mareado de alivio. Noté que mis labios componían una irreprimible sonrisa.

—Por lo menos un ciclo —repitió el rector. Se tapó la cara con ambas manos y se la frotó; luego me miró y me sorprendió con una sonrisa irónica. Me di cuenta de que cuando no adoptaba esa ex­presión de severidad no parecía tan mayor. Seguramente no tenía ni cincuenta años—. No pareces alguien que sabe que mañana lo van a azotar —observó.

Aparté ese pensamiento de mi mente.

—Supongo que las heridas cicatrizarán, señor. —El rector me miró de forma extraña, y tardé unos momentos en comprender que era la misma mirada que estaba acostumbrado a recibir cuan­do vivía con la troupe. Fue a decir algo, pero yo me adelanté—: No soy tan joven como parezco, señor. Ya lo sé. Me gustaría que lo supieran también otras personas.

—Creo que no tardarán mucho en saberlo. —Me miró largo rato antes de levantarse de la mesa. Me tendió una mano—. Bien­venido al Arcano.

Le estreché la mano con solemnidad y nos separamos. Salí afuera y me sorprendió ver que era de noche. Aspiré una bocana­da de dulce aire primaveral y volví a sonreír.

Entonces alguien me puso una mano en el hombro. Di un salto levantándome dos palmos del suelo y estuve a punto de caer sobre Simmon convertido en el torbellino de gritos, araña­zos y mordiscos que en Tarbean había sido mi único método de defensa.

Simmon dio un paso hacia atrás, asustado por la expresión de mi cara.

Traté de controlar los latidos de mi corazón.

—Lo siento, Simmon. Es que... Procura hacer un poco de rui­do cuando te acerques a mí. Me asusto fácilmente.

—Yo también —murmuró él, tembloroso, pasándose una mano por la frente—. Pero no te lo reprocho. A todos nos pasa cuando nos ponen ante las astas del toro. ¿Cómo te ha ido?

—Me van a azotar y me han admitido en el Arcano.

Sim me miró con curiosidad, tratando de discernir si estaba bromeando.

—¿Lo siento? ¿Felicidades? —Me miró con una tímida sonrisa en los labios—. ¿Te regalo unas vendas o te invito a una cerveza?

Le devolví la sonrisa.

—Las dos cosas.





Cuando volví al cuarto piso de las Dependencias, el rumor de que no me habían expulsado y de que me habían admitido en el Ar­cano ya se había extendido. Mis compañeros de literas me recibie­ron con un aplauso. Hemme no caía muy bien a los alumnos. Al­gunos de mis compañeros me felicitaron, sobrecogidos, y Basil se me acercó para estrecharme la mano.

Acababa de sentarme en mi litera y le estaba explicando a Ba­sil la diferencia entre un látigo simple y un látigo de seis colas cuando el auxiliar del tercer piso vino a buscarme. Me ordenó que recogiera mis cosas y me explicó que los alumnos del Arcano se alojaban en el ala oeste.

Todas mis pertenencias cabían en mi macuto, así que no me costó mucho recogerlas. Mientras el auxiliar me acompañaba, hubo un coro de despedidas por parte de mis compañeros de pri­mer curso.

Los dormitorios del ala oeste eran parecidos al que acababa de dejar. Seguía habiendo hileras de camas estrechas, pero allí no ha­bía literas. Cada cama tenía un pequeño armario y una mesita además del baúl. No era nada del otro mundo, pero estaba mejor.

La diferencia más notoria estaba en la actitud de mis compa­ñeros de dormitorio. Muchos me miraron con recelo y hasta con odio, aunque la mayoría me ignoraron deliberadamente. Fue un recibimiento frío, sobre todo comparado con el que acababan de ofrecerme mis compañeros que no pertenecían al Arcano.

Era fácil entender por qué. La mayoría de los estudiantes pasa­ban varios bimestres en la Universidad antes de ser admitidos en el Arcano. Todos los que estaban allí habían trabajado duro para ir subiendo poco a poco de categoría. Yo no.

Solo tres cuartas partes de las camas estaban ocupadas. Escogí una en el rincón del fondo, lejos de los demás. Colgué mi única ca­misa de repuesto y mi capa en el armario y puse mi macuto en el baúl, a los pies de mi cama.

Me tumbé y me quedé mirando el techo. Mi cama quedaba fue­ra de la luz de las velas y las lámparas simpáticas de los otros alumnos. Por fin era miembro del Arcano; en cierto modo, estaba exactamente donde siempre había querido estar.





41

La sangre de un amigo





A la mañana siguiente, desperté temprano, me lavé y comí algo en la Cantina. Entonces, como no tenía nada que hacer an­tes de la tanda de latigazos del mediodía, me paseé por la Univer­sidad. Entré en varias boticas y talleres de soplado, y admiré los cuidados jardines y las extensiones de césped.

Al final me senté en un banco de piedra que encontré en un am­plio patio. Estaba demasiado nervioso para pensar en hacer algo productivo, así que me quedé allí sentado disfrutando del buen tiempo y mirando cómo el viento arrastraba unos papeles por el suelo adoquinado.

Al poco rato, llegó Wilem y se sentó a mi lado sin que yo lo in­vitara. El cabello y los ojos, del color castaño oscuro característi­co de los ceáldicos, le hacían parecer mayor que Simraon y que yo, pero tenía ese aire un tanto torpe de los niños que todavía no se han acostumbrado a manejarse con la estatura de un hombre.

—¿Nervioso? —me preguntó con su marcado acento siaru.

—La verdad es que procuro no pensar en ello —repuse.

Wilem dio un gruñido. Nos quedamos callados un rato, vien­do pasar a otros estudiantes. Algunos interrumpieron su conver­sación para señalarme.

Enseguida me cansé de llamar la atención.

—¿Estás haciendo algo ahora mismo? —le pregunté a Wilem.

—Estar aquí sentado —respondió él—. Respirar.

—Muy listo. Ya entiendo por qué te han admitido en el Arca­no. ¿Tienes algo que hacer en la próxima hora?

Wilem se encogió de hombros y me miró con expectación.

—¿Puedes enseñarme dónde está el maestro Arwyl? Me dijo que pasara... después.

—Claro —respondió señalando una de las salidas del patio—. La Clínica está al otro lado del Archivo.

Rodeamos el inmenso bloque sin ventanas del Archivo. Wilem señaló con el dedo y dijo:

—Allí está. La Clínica. —Era un edificio grande y con forma rara. Parecía una versión más alta y menos laberíntica de la Prin-cipalía.

—Es más grande de lo que esperaba —comenté—. ¿Todo ese edificio para enseñar medicina?

Wilem negó con la cabeza.

—Gran parte de su trabajo consiste en atender a los enfermos. Nunca rechazan a nadie, aunque no pueda pagar.

—¿En serio? —Volví a contemplar el edificio y pensé en el maes­tro Arwyl—. Me sorprende.

—No tienes que pagar por adelantado —aclaró Wilem—. Cuando te recuperas —hizo una pausa, y capté la insinuación: si te recuperas—, pagas la cuenta. Si no tienes dinero, trabajas hasta que la deuda queda... —Hizo otra pausa—. ¿Cómo se dice skeyem} —preguntó levantando las manos con las palmas hacia arriba y moviéndolas alternadamente como si fueran las bandejas de una balanza.

—¿Sopesada? —sugerí.

Negó con la cabeza.

—No. Sheyem. —Hizo hincapié en esa palabra y dejó las ma­nos a la misma altura.

—Ah. —Imité el gesto—. Compensada.

Wilem asintió.

—Trabajas hasta que la deuda con la Clínica queda compensa­da. Muy pocos se marchan sin saldar la cuenta.

Reí entre dientes.

—No me sorprende. ¿Para qué huir de un arcanista que tiene un par de gotas de tu sangre?

Llegamos a otro patio. En el centro había un poste con un banderín, y debajo, un banco de piedra. No tuve que pensar mucho para adivinar quién iba a estar atado al poste al cabo de una hora. Había cerca de un centenar de estudiantes paseándose por el pa­tio, y reinaba una extraña atmósfera festiva.

—No suele haber tanto jaleo —dijo Wilem como disculpándo­se—. Pero algunos maestros han cancelado sus clases.

—Hemme, seguro. Y Brandeur.

Wilem asintió.

—Hemme es muy rencoroso. —Hizo una pausa para enfatizar su moderada descripción—. Vendrá con toda su corte de adláte-res. —Pronunció despacio la última palabra—. ¿Se dice así? ¿Ad-láteres?

Asentí, y Wilem puso cara de satisfacción. Entonces frunció el ceño.

—Ahora que me acuerdo, hay una frase extraña en tu idioma. La gente siempre me pregunta por el camino de Tinué. «¿Cómo está el camino de Tinué?», dicen. ¿Qué significa?

Sonreí.

—Es un modismo. Significa...

—Ya sé qué es un modismo —me interrumpió Wilem—. ¿Qué significa ese en concreto?

—Ah —dije, un tanto abochornado—. Solo es un saludo. Es como preguntar «¿Cómo va todo?», o «¿Qué hay?».

—Eso también es un modismo —protestó Wilem—. Vuestro idioma está plagado de tonterías. Me extraña que os entendáis. «¿Cómo va todo?» ¿Va adonde? —Sacudió la cabeza.

—A Tinué, por lo visto —dije sonriendo—. Tuan volgen oketh ama —añadí. Era uno de mis modismos siaru favoritos. Significa­ba «No le des importancia», pero la traducción literal era: «No te metas una cuchara en el ojo por eso».

Salimos del patio y deambulamos un rato por la Universidad. Wilem me mostró otros edificios destacados, incluidas varias ta­bernas, el complejo de alquimia, la lavandería ceáldica y dos bur-deles: el autorizado y el prohibido. Pasamos al lado de las lisas pa­redes de piedra del Archivo, de un tonelero, de un encuadernador, de un boticario...

Entonces se me ocurrió una idea.

—¿Sabes mucho de hierbas?

Wilem negó con la cabeza.

—Se me da mejor la química. Y a veces escardo un poco en el Archivo con Títere.

—Escarbo —dije enfatizando la «b»—. Escardar es otra cosa. ¿Quién es Títere?

Wil esperó un momento.

—No es fácil describirlo. —Hizo un ademán para quitarle im­portancia—. Ya te lo presentaré más tarde. ¿Qué necesitas saber sobre hierbas?

—Nada, en realidad. ¿Me harías un favor? —Wilem asintió, y yo señalé la botica más cercana—. Ve a comprarme dos escrúpu­los de nahlrout. —Le di dos drabines de hierro—. Supongo que con esto tendrás suficiente.

—¿Por qué yo? —me preguntó con recelo.

—Porque no quiero que el boticario me mire como diciendo «eres muy joven». —Fruncí el ceño—. Hoy no estoy para aguan­tar esas cosas.

Wilem tardó en volver, y me puse nervioso.

—El boticario tenía mucho trabajo —me explicó al ver mi ex­presión de impaciencia. Me dio un paquetito de papel y unas cuantas monedas del cambio—. ¿Qué es?

—Es para calmar el estómago —dije—. El desayuno no me ha sentado bien, y no me gustaría vomitar mientras me estén azotando.

Invité a Wilem a sidra en una taberna cercana; yo también me tomé un vaso, para tragarme el nahlrout. Procuré no hacer mu­chas muecas, porque tenía un sabor amargo y a tiza. Poco después oímos las campanadas de mediodía.

—Creo que tengo que irme a clase. —Wil trató de decirlo con aire despreocupado, pero tenía la voz estrangulada. Me miró abochornado y un poco pálido pese a su oscuro cutis—. No me gusta la sangre. —Esbozó una sonrisa temblorosa—. Mi sangre... La sangre de un amigo...

—No pienso sangrar mucho —dije—. Pero no te preocupes. Me has ayudado a soportar lo peor: la espera. Gracias.

Nos separamos, y tuve que dominar una oleada de arrepenti­miento. Wil, que solo me conocía desde hacía tres días, se había tomado la molestia de ayudarme. Habría podido tomar el camino más fácil y estar resentido por lo rápido que me habían admitido en el Arcano, como habían hecho muchos otros. Pero él se había portado como un amigo y me había ayudado a soportar unos mo­mentos difíciles, y yo le había pagado con mentiras.





Mientras caminaba hacia el poste del banderín, notaba el peso de las miradas de la muchedumbre. ¿Cuánta gente había allí? ¿Dos­cientas personas? ¿Trescientas? A partir de cierto punto, las cifras dejan de importar, y lo único que queda es la masa sin rostro de una multitud.

Mi experiencia teatral me mantuvo firme bajo aquellas mira­das. Caminé con seguridad hacia el poste en medio de un mar de murmullos. No adopté un porte orgulloso, porque sabía que eso podía resultar contraproducente. Tampoco me mostré arrepenti­do. Actué bien, como me había enseñado mi padre, y ni el miedo ni la aprensión se reflejaron en mi cara.

Mientras andaba, noté que el nahlrout empezaba a hacerme efecto. Me sentía completamente despierto, mientras que alre­dedor de mí todo se volvía dolorosamente brillante. El tiempo pa­recía transcurrir más lentamente a medida que me*acercaba al centro del patio. Miraba las pequeñas nubes de polvo que levan­taban mis pies al pisar los adoquines. Noté que una ráfaga de viento levantaba la orilla de mi capa, se colaba por debajo y as­cendía por mi espalda hasta refrescar el sudor entre mis omopla­tos. Por un instante me pareció que, si quisiera, podría contar las caras de la multitud que me rodeaba, como si fueran las flores de un campo.

No vi a ningún maestro entre el gentío, salvo a Hemme. Esta­ba ridículo, plantado cerca del poste con actitud petulante. Tenía los brazos cruzados, y las mangas de su negra túnica de maestro colgaban junto a sus costados. Me miró, y sus labios compusieron una blanda sonrisita.

Decidí morderme la lengua antes que darle la satisfacción de parecer asustado o angustiado. Le dediqué una amplia y serena sonrisa y desvié la mirada, dándole a entender que su presencia no me preocupaba lo más mínimo.

Llegué al poste. Oí que alguien leía algo, pero las palabras no eran más que un vago zumbido. Me quité la capa y la puse en el respaldo del banco de piedra que había en la base del poste. En­tonces empecé a desabrocharme la camisa, con la misma naturali­dad como si me estuviera desnudando para darme un baño.

Me detuvo una mano que me asió por la muñeca. El hombre que había leído el comunicado me dedicó una sonrisa que trataba de ser consoladora.

—No hace falta que te quites la camisa —me dijo—. Así no te dolerá tanto.

—No pienso estropear una buena camisa —dije.

El tipo rrié miró con extrañeza; se encogió de hombros y pasó una cuerda por un aro de hierro que colgaba sobre nuestras ca­bezas.

—Tienes que darme las manos.

Lo miré a los ojos.

—No se preocupe, no voy a huir.

—Es para que no te caigas si te desmayas.

Lo miré con dureza.

—Si me desmayo, puede usted hacer lo que quiera —dije con firmeza—. Hasta que eso no ocurra, no me dejaré atar.

Mi tono de voz le hizo desistir. No discutió conmigo; me subí al banco de piedra que había bajo el poste y estiré los brazos para agarrarme al aro de hierro. Lo así con fuerza con ambas manos. Era liso y frío, y lo encontré extrañamente reconfortante. Me con­centré en él mientras me sumergía en el Corazón de Piedra.

Oí cómo la gente se apartaba de la base del poste. Entonces la multitud se calló; ya solo se oían los débiles chasquidos del látigo que estaban probando detrás de mí. Era una suerte que fueran a azotarme con un látigo simple. En Tarbean había visto los estra­gos que podía causar un látigo de seis colas en la espalda de un hombre.

De pronto se produjo un silencio. Y entonces, antes de que pu­diera prepararme, oí un restallido más fuerte que los anteriores. Noté que una débil línea de fuego me cruzaba la espalda.

Apreté los dientes. Pero no era tan doloroso como yo esperaba. Incluso con las precauciones que había tomado, creía que notaría un dolor más intenso.

Entonces recibí el segundo latigazo. El restallido fue más fuer­te, y lo oí a través del cuerpo más que con los oídos. Noté una ex­traña flacidez en la espalda. Contuve la respiración y comprendí que mi piel se había desgarrado y que estaba sangrando. Todo se volvió rojo durante unos instantes, y me apoyé en la áspera y al­quitranada madera del poste.

Recibí el tercer latigazo cuando todavía no me había prepara­do. Me llegó hasta el hombro izquierdo, y me desgarró toda la es­palda hasta la cadera. Apreté los dientes y me negué a articular so­nido alguno. Mantuve los ojos abiertos y vi cómo los contornos de mi visión se oscurecían un instante antes de volver a enfocarse.

Entonces, ignorando el dolor de la espalda, fijé los pies sobre el banco y solté el aro de hierro. Un joven se lanzó hacia mí, como si creyera que iba a desplomarme. Lo miré con dureza y se apartó. Recogí mi camisa y mi capa, me las colgué con cuidado de un brazo y me marché del patio ignorando a la silenciosa muchedumbre que me rodeaba.





42

Sin sangre





Podría ser mucho peor, de eso no cabe duda. —El maestro Arwyl describió un círculo alrededor de mí, mirándome con seriedad con su redondeado rostro—. Confiaba en que solo te salieran verdugones. Pero con esa piel que tienes, debí imaginár­melo.

Estaba sentado en el borde de una larga mesa, en la Clínica. Arwyl me palpaba la espalda con cuidado mientras hablaba.

—Pero, como iba diciendo, podría haber sido mucho peor. Dos cortes, y de los buenos. Limpios, poco profundos y rectos. Si si­gues mis indicaciones, solo te quedarán unas suaves cicatrices pla­teadas con las que podrás demostrar a las damas lo valiente que eres. —Se paró delante de mí y arqueó las blancas cejas con entu­siasmo detrás de la montura redonda de sus gafas—. ¿Eh?

Su expresión me arrancó una sonrisa.

Arwyl se volvió entonces hacia el joven que estaba de pie junto a la puerta.

—Ve a buscar a los siguientes Re'lar de la lista. Limítate a de­cirles que traigan lo necesario para curar una laceración recta y poco profunda.

El chico se dio la vuelta y se marchó; sus pasos se perdieron a lo lejos.

—Serás un excelente ejemplo para mis Re'lar —anunció Arwyl alegremente—. Ese corte es muy recto, con pocas posibilidades de complicación, pero no tienes mucha carne. —Me hincó un arru­gado dedo en el pecho y chascó la lengua—. Solo huesos y un poco de envoltorio. Nosotros trabajamos mejor cuando hay un poco más de carne.

»Pero —continuó, mientras se encogía de hombros, casi to­cándose con ellos las orejas, y volvía a bajarlos— las cosas no son siempre ideales. Eso es lo primero que debe aprender un fisiólogo.

Me miró como si esperara una respuesta. Asentí con seriedad.

A Arwyl debió de satisfacerle mi reacción, porque volvió a son­reír. Se dio la vuelta y abrió un armario que había pegado a una de las paredes.

—Veamos qué puedo hacer para calmarte el dolor. —Se puso a rebuscar en los estantes y oí tintinear unas botellas.

—No me duele, maestro Arwyl —dije con estoicismo—. Puede coserme tal como estoy. —Llevaba dos escrúpulos de nahlrout en el cuerpo, y prefería no mezclar anestésicos.

Arwyl se quedó inmóvil, con un brazo dentro del armario, pero tuvo que retirarlo para poder volverse y mirarme.

—¿Te han cosido alguna vez, hijo?

—Sí —contesté. Era verdad.

—¿Sin nada para paliar el dolor?

Volví a asentir.

Como yo estaba sentado en la mesa, mis ojos quedaban a ma­yor altura que los del maestro. Arwyl me miró desde abajo con es­cepticismo.

—Déjamelo ver —dijo, como si no me creyera del'todo.

Me subí la pernera del pantalón hasta más arriba de la rodilla y apreté los dientes, porque al moverme se me tensó la piel de la espalda. Al final revelé una cicatriz de un palmo de longitud en la parte exterior del muslo, donde Pike, en Tarbean, me había cla­vado su cuchillo de cristal de botella.

Arwyl examinó concienzudamente la cicatriz, sujetándose las gafas con una mano. La tocó con el dedo índice y luego se en­derezó.

—Una chapuza —declaró con ligero desagrado.

A mí no me parecía un mal trabajo.

—El hilo se me rompió cuando iba por la mitad —dije con frialdad—. No trabajaba en las circunstancias ideales.

Arwyl se quedó un rato callado, acariciándose el labio superior con un dedo mientras me observaba con los ojos entornados.

—Y ¿te gustan estas cosas? —me preguntó con recelo.

La cara que ponía me hizo reír, pero paré en seco cuando un dolor sordo me recorrió la espalda.

—No, maestro. Solo intentaba curarme lo mejor que podía.

Arwyl siguió mirándome y acariciándose el labio.

—Enséñame el punto donde se rompió el hilo.

Lo señalé. Es de esas cosas que no se olvidan.

El maestro volvió a examinar mi vieja cicatriz y le dio unos to-quecitos más antes de levantar la cabeza.

—Quizá estés diciendo la verdad. —Se encogió de hombros—. No lo sé. Pero yo diría que... —No terminó la frase y se quedó mi­rándome a los ojos. Se incorporó y me levantó un párpado—. Mira hacia arriba —dijo como de pasada.

Arwyl debió de ver algo, porque frunció las cejas, me cogió una mano, me apretó con fuerza la yema de un dedo y me miró fija­mente durante un par de segundos. Su ceño se acentuó cuando se acercó más a mí, me sujetó el mentón con una mano, me abrió la boca y me la olió.

—¿Tenasina? —preguntó, y contestó él mismo—: No. Nahl-rout, claro. Debo de estar haciéndome viejo. ¿Cómo no lo ha­bré visto antes? Eso también explica por qué no estás dejando mi bonita mesa perdida de sangre. —Me miró con gravedad—. ¿Cuánto?

No vi ninguna forma de negarlo.

—Dos escrúpulos.

Arwyl guardó silencio mientras me miraba. Al cabo de un rato se quitó las gafas y las frotó enérgicamente contra el puño de la tú­nica. Volvió a ponérselas y me miró a los ojos.

—No es extraño que a un joven le dé tanto miedo el látigo que decida drogarse. Pero si tuviera tanto miedo, ¿se quitaría la cami­sa antes de recibir los latigazos? —Volvió a arrugar la frente—. Vas a explicármelo todo. Si antes me has mentido, reconócelo y no te lo tendré en cuenta. Ya sé que a veces los jóvenes os inventáis historias delirantes.

Sus ojos relucían detrás de los cristales de las gafas.

—Pero si me mientes ahora, no te coseremos ni yo ni ninguno de los míos. No me gusta que me mientan. —Se cruzó de brazos—. Bueno. Explícate. No entiendo qué está pasando. Y eso es lo que menos me gusta de todo.

Mi último recurso, pues: la verdad.

—Mi maestro, Abenthy, me enseñó todo lo que pudo de las ar­tes del fisiólogo —expliqué—. Acabé viviendo en las calles de Tar-bean y tenía que curarme yo solo. —Me señalé la rodilla—. Me he quitado la camisa porque solo tengo dos, y hasta hace muy poco tiempo no tenía ni siquiera una.

—¿Y el nahlrout? —me preguntó él.

Suspiré.

—No acabo de encajar aquí, señor. Soy el alumno más joven de la Universidad, y mucha gente piensa que no pinto nada aquí. A muchos alumnos les ha sentado mal que me admitieran en el Arcano tan deprisa. Y me he enemistado con el maestro Hemme. Todos esos alumnos, y Hemme, y sus amigos me están observan­do, buscando alguna señal de debilidad.

Respiré hondo.

—Me tomé el nahlrout porque no quería desmayarme. Necesi­taba demostrarles que no podían hacerme daño. La experiencia me ha enseñado que la mejor forma de protegerte es hacer creer a tus enemigos que no pueden hacerte daño. —Sonaba muy mal di­cho tan crudamente, pero era la verdad. Lo miré con insolencia.

Hubo un largo silencio. Arwyl me miraba con los ojos ligera­mente entrecerrados detrás de las gafas, como si tratara de tras­pasarme con la mirada y leer en mi interior. Volvió a acariciarse el labio superior con un dedo y luego, despacio, empezó a hablar:

—Supongo que si fuera mayor de lo que soy —dijo en voz muy baja, como si hablara para sí— diría que lo que has hecho es una ridiculez. Que nuestros alumnos son adultos, y no crios rencillo­sos y peleones.

Hizo otra pausa, sin dejar de acariciarse distraídamente el labio. Entonces se le arrugaron las comisuras de los ojos y me sonrió.

—Pero no soy tan viejo. Hmmm. Todavía no. Ni mucho me­nos. Quien piense que los niños son dulces e inocentes es que nun­ca ha sido niño, o lo ha olvidado. Y quien piense que los hombres no son a veces hirientes y crueles no debería salir a menudo de su casa. Y desde luego nunca ha sido fisiólogo. Nosotros, más que nadie, vemos los efectos de la crueldad.

Antes de que yo pudiera responder, Arwyl continuó:

—Cierra la boca, E'lir Kvothe, o me veré obligado a meterte un repugnante tónico en ella. Ah, ya están aquí. —Eso último se lo dijo a dos alumnos que entraron por la puerta; uno era el mismo ayudante que me había enseñado el camino, y la otra, sorpren­dentemente, era una joven.

—¡Ah, Re'lar Mola! —dijo Arwyl con gran entusiasmo. Adop­tó una expresión relajada y amistosa; nadie habría sospechado que, momentos antes, estábamos manteniendo una seria discu­sión—. Ya te' habrán dicho que tu paciente tiene dos laceraciones rectas y limpias. ¿Qué has traído para remediar la situación?

—Lino hervido, aguja de sutura, hilo de tripa, alcohol y tintu­ra de yodo —contestó la joven resueltamente. Tenía unos ojos ver­des que destacaban en su pálido rostro.

—¿Cómo? —dijo Arwyl—. ¿No has traído cera simpática?

—No, maestro Arwyl —respondió ella palideciendo un poco ante el tono de voz del maestro.

—Y ¿por qué no?

Ella vaciló.

—Porque no la necesito.

Sus palabras aplacaron a Arwyl.

—Ya. Claro que no la necesitas. Muy bien. ¿Te has lavado an­tes de entrar aquí?

Mola asintió, y su corto cabello rubio se agitó al mover ella la cabeza.

—Entonces has perdido tiempo y esfuerzo —replicó el maestro con seriedad—. Piensa en todos los gérmenes de enfermedades que podrías haber cogido en el largo recorrido por el pasillo. Lá­vate otra vez y empezaremos.

La chica se lavó las manos con eficiencia y esmero en un lavamanos que había allí mismo. Arwyl me ayudó a tumbarme boca abajo en la mesa.

—¿Han adormecido al paciente? —preguntó Mola. Aunque no podía verle la cara, aprecié una sombra de duda en su voz.

—Anestesiado —la corrigió Arwyl—. Tienes buen ojo para los detalles, Mola. No, no lo hemos anestesiado. Veamos, ¿qué ha­rías si el E'lir Kvothe te asegurara que no necesita esas cosas? Afir­ma tener el autocontrol de una barra de acero de Ramston, y que no rechistará cuando le des los puntos. —Arwyl hablaba con se­riedad, pero yo detecté una nota de humor escondida en su voz.

Mola me miró primero y luego a Arwyl.

—Le diría que estaba delirando —contestó tras una breve pausa.

—¿Y si él reiterara sus afirmaciones de que no necesita ningún agente somnífero?

Esa vez Mola hizo una pausa más larga.

—Veo que no sangra mucho, así que procedería. También le dejaría claro que si se movía demasiado lo ataría a la mesa y lo tra­taría como me pareciera conveniente para su bien.

—Hmmm. —Al parecer, a Arwyl le sorprendió la respuesta de Mola—. Sí, muy bien. Bueno, Kvothe, ¿sigues renunciando al anestésico?

—Gracias —dije con educación—. No lo necesito.

—Muy bien —dijo Mola, resignada—. Primero limpiaré y este­rilizaré la herida. —El alcohol picaba, pero eso fue lo peor. Hice cuanto pude para relajarme mientras Mola iba explicando el pro­cedimiento. Arwyl no paraba de hacer comentarios y dar consejos. Yo ocupé mi mente con otras cosas y, ayudado por el nahlrout, in­tenté no moverme cada vez que notaba el pinchazo de la aguja.

Mola terminó enseguida y me vendó con una rapidez y una destreza que me impresionaron. Cuando me ayudó a sentarme, me pregunté si todos los alumnos de Arwyl estarían tan bien en­trenados como aquella.

Mola me estaba atando las últimas vendas cuando noté un dé­bil roce en el hombro, casi inapreciable, pues todavía estaba ador­mecido por el nahlrout.

—Tiene una piel preciosa —oí decir a Mola, seguramente diri­giéndose a Arwyl.

—¡Re'lar! —exclamó el maestro con severidad—. Esa clase de comentarios no son profesionales. Me disgusta tu falta de sentido común.

—Me refería a la clase de cicatriz que seguramente le quedará —replicó la chica en tono mordaz—. No creo que le quede más que una línea pálida, suponiendo que consiga no abrirse la herida.

—Hmmm —dijo Arwyl—. Sí, claro. Y ¿cómo podría evitarlo?

Mola se colocó enfrente de mí.

—Evita movimientos como este —me dijo extendiendo los brazos hacia delante— o este —los levantó por encima de la cabe­za—. Evita movimientos bruscos de cualquier tipo: correr, saltar, trepar... El vendaje podría soltarse dentro de dos días. No te lo mojes. —Miró a Arwyl.

El maestro asintió.

—Muy bien, Re'lar. Puedes marcharte. —Miró al otro alumno, más joven que Mola, que había observado en silencio todo el pro­cedimiento—. Tú también puedes irte, Geri. Si alguien os pregun­ta por mí, estaré en mi despacho. Gracias.

Arwyl y yo volvimos a quedarnos a solas. El maestro perma­neció allí plantado, inmóvil, tapándose la boca con una mano, mientras yo, con mucho cuidado, me ponía la camisa. Al final tomó una decisión:

—E'lir Kvothe, ¿te gustaría estudiar aquí, en la Clínica?

—Por supuesto que sí, maestro Arwyl —contesté con since­ridad.

Arwyl asintió; seguía con una mano encima de los labios.

—Vuelve dentro de cuatro días. Si eres lo bastante listo para no abrirte los puntos, te admitiré. —Le brillaban los ojos.









































43

Una luz parpadeante





Animado por el efecto estimulante del nahlrout y sintiendo muy poco dolor, me encaminé al Archivo. Como ya era miembro del Arcano, tenía permiso para explorar en Estanterías, algo que llevaba toda la vida esperando poder hacer.

Mejor aún, mientras no pidiera ayuda a los secretarios, nada quedaría anotado en los registros del Archivo. Eso significaba que podría buscar toda la información que quisiera sobre los Chan-drian y los Amyr, y que nadie, ni siquiera Lorren, tenía por qué sa­ber de mis «infantiles» indagaciones.

Entré en el Archivo, iluminado con una luz rojiza, y encontré a Ambrose y a Fela sentados detrás del mostrador del vestíbulo. Una suerte y una desgracia.

Ambrose estaba inclinado hacia la joven, hablándole en voz baja. Ella tenía la mirada inconfundiblemente incómoda de una mujer que sabe lo inútil que resulta una negativa educada. Ambrose te­nía una mano apoyada en la rodilla de Fela, y el otro brazo sobre el respaldo de su silla, con la mano sobre su nuca. Pretendía parecer tierno y cariñoso, pero Fela estaba tensa como un ciervo asustado. La verdad es que Ambrose la estaba reteniendo, como cuando su­jetas a un perro por el pescuezo para que no salga corriendo.

La puerta se cerró con un ruido sordo detrás de mí; Fela levan­tó la cabeza, me miró y volvió a desviar la mirada, avergonzada del apuro en que se encontraba. Como si ella hubiera hecho algo malo. Yo había visto muchas veces esa mirada en las calles de Tar-bean. Despertó en mí una vieja ira.

Me acerqué al mostrador haciendo más ruido del necesario. En el otro extremo del mostrador había una pluma y un tintero, y una hoja de papel con algo escrito y llena de tachaduras. Por lo visto, Ambrose había estado intentando componer un poema.

Llegué al final del mostrador y me quedé un momento allí plantado. Fela miraba a todas partes menos a mí y a Ambrose. Se rebullía en la silla, incómoda, pero era evidente que no quería montar una escena. Carraspeé deliberadamente.

Ambrose miró por encima del hombro, con el ceño fruncido.

—Qué inoportuno eres, E'lir. ¿No ves que desentonas? Vuelve más tarde. —Giró de nuevo la cabeza, ignorándome.

Di un resoplido y me incliné sobre el mostrador, estirando el cuello para leer lo que había escrito en la hoja de papel que Am­brose había dejado allí.

—¿Que yo desentono? Por favor, pero si este verso tiene trece sílabas. —Di unos golpecitos con el dedo en la hoja—. Y no es ver­so yámbico. La verdad es que no sé si tiene alguna métrica.

Ambrose giró la cabeza y me miró con irritación.

—Cuidado con lo que dices, E'lir. El día que te pida ayuda para componer un poema será el día en que...

—... será el día en que tengas dos horas libres —le interrumpí—. Dos horas largas, y eso será solo para empezar. «¿Así encuentra también bien el humilde tordo un suyo rumbo?» Mira, no sé por dónde empezar a corregir eso. No se aguanta por ninguna parte.

—¿Qué sabrás tú de poesía? —dijo Ambrose sin molestarse en girar la cabeza.

—Sé distinguir un verso que cojea cuando lo oigo —contesté—. Pero este ni siquiera cojea. La cojera tiene ritmo. Esto es como al­guien cayendo por una escalera. Una escalera de peldaños irregu­lares. Con un estercolero al final.

—Es un ritmo saltarín —me dijo con una voz tensa, ofendi­do—. Es lógico que no lo entiendas.

—¿Saltarín? —Solté una risotada de incredulidad—. Mira, si viera «saltar» así a un caballo, lo sacrificaría por piedad, y luego quemaría su cuerpo para evitar que los perros lo mordisquearan y murieran.

Ambrose se volvió por fin hacia mí, y para hacerlo tuvo que re­tirar la mano derecha de la rodilla de Fela. Era una pequeña vic­toria, pero su otra mano seguía sobre la nuca de la chica, sujetán­dola a la silla con la apariencia de una caricia.

—Me imaginaba que hoy pasarías por aquí —dijo con crispa­da jovialidad—. Ya he mirado en el registro. Todavía no apareces en las listas. Tendrás que conformarte con ir a Volúmenes o volver más tarde, cuando hayan puesto al día los libros.

—¿Podrías volver a mirar? No te enfades, pero no estoy segu­ro de poder confiar en alguien que intenta hacer rimar «encuen­tra» con «merienda». No me extraña que tengas que recurrir a la fuerza para que las mujeres escuchen tus poemas.

Ambrose se puso en tensión, y su brazo resbaló del respaldo de la silla y cayó junto a su costado. Me lanzó una mirada asesina.

—Cuando seas mayor, E'lir, y sepas qué hacen juntos un hom­bre y una mujer...

—¿Qué? ¿En la intimidad del vestíbulo del Archivo? —Descri­bí un círculo con un brazo—. ¡Cuerpo de Dios! ¡Esto no es ningún prostíbulo! Y, por si no te habías fijado, esa chica es una alumna, y no un clavo que has pagado para golpear. Si quieres forzar a una mujer, ten la decencia de hacerlo en un callejón. Al menos de esa forma ella se sentirá justificada cuando chille.

Ambrose se ruborizó intensamente, y tardó un buen rato en re­
cobrar la voz. ü

—Tú no tienes ni idea de mujeres.

—Mira, en eso tienes razón —dije con desenvoltura—. De he­cho, esa es la razón por la que he venido aquí. Quiero documen­tarme un poco. Necesitaría un par de libros sobre el tema. —Golpeé el registro con dos dedos, con fuerza—. Así que busca mi nombre y déjame entrar.

Ambrose abrió bruscamente el libro, buscó la página indicada y le dio la vuelta para mostrármela.

—Toma. Si encuentras tu nombre en la lista, puedes examinar en Estanterías a tu antojo. —Compuso una escueta sonrisa y agre­gó—: Si no, puedes volver dentro de un ciclo, más o menos. En­tonces las listas ya estarán actualizadas.

—Pedí a los maestros que enviaran una nota por si había algu­na confusión sobre mi admisión en el Arcano —dije, y me levanté la camisa hasta la cabeza, volviéndome para que Ambrose pudie­ra ver los vendajes—. ¿Alcanzas a leerla desde ahí, o tengo que acercarme más?

Ambrose guardó silencio, así que me bajé la camisa y me volví hacia Fela, ignorándolo a él por completo.

—Señorita —le dije, e hice una reverencia; una reverencia muy pequeña, porque mi espalda no daba para más—, ¿sería usted tan amable de ayudarme a localizar un libro sobre mujeres? Mis ma­yores me han ordenado informarme sobre esa materia tan sutil.

Fela esbozó una sonrisa débil y se relajó un tanto. Después de que Ambrose retirara la mano, ella había seguido sentada en una posición incómoda y rígida. Deduje que conocía lo suficiente el temperamento de Ambrose para saber que si echaba a correr y lo ponía en evidencia, más tarde él se lo haría pagar.

—No sé si tenemos algo así.

—Me conformaría con un manual —dije con una sonrisa—. Dicen que no tengo ni idea sobre mujeres, así que cualquier cosa, por sencilla que sea, ampliará mis conocimientos.

—¿Un libro con imágenes? —terció Ambrose con desdén.

—Si nuestra búsqueda degenera hasta ese nivel, no dudaré en acudir a ti —dije sin mirarlo. Sonreí a Fela y, con dulzura, añadí—: Quizá un bestiario. He oído decir que las mujeres son unas cria­turas singulares, muy diferentes de los hombres.

Fela ensanchó la sonrisa y soltó una risita.

—Bueno, supongo que podríamos echar un vistazo.

Ambrose la miró con el ceño fruncido.

Fela le hizo un gesto apaciguador.

—Todo el mundo sabe que lo han admitido en el Arcano, Am­brose. ¿Qué hay de malo en que lo dejemos entrar?

Ambrose la fulminó con la mirada.

—¿Por qué no vas a Volúmenes y haces de mandadera un rato? —dijo con frialdad—. Puedo encargarme de esto yo solo.

Moviéndose con rigidez, Fela se levantó, cogió el libro que ha­bía estado intentando leer y se dirigió a Volúmenes. Quiero pensar que al abrir la puerta me lanzó una breve mirada de gratitud y alivio. Pero quizá fueran imaginaciones mías.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, tuve la impresión de que la habitación se oscurecía un poco. Y no hablo en sentido poético. Me pareció que la luz perdía intensidad. Miré las lámpa­ras simpáticas que estaban colgadas en las paredes y me pregunté qué pasaba.

Pero al cabo de un momento noté cómo, poco a poco, una que­mazón empezaba a extenderse por mi espalda, y entonces lo en­tendí. Se estaban pasando los efectos del nahlrout.

Los analgésicos más potentes tienen graves efectos secunda­rios. La tenasina puede producir delirio o desmayos. El lacillium es venenoso. El ofalo es muy adictivo. La mhenka es, quizá, el más potente de todos, pero por algo la llaman «raíz del diablo».

El nahlrout es menos potente que todos esos, pero mucho más seguro. Es un anestésico suave, un estimulante y un vasoconstrictor, lo cual explica por qué no había sangrado como un cerdo cuando me habían dado los latigazos. Y lo mejor de todo era que no tenía graves efectos secundarios. Sin embargo, siempre hay que pagar al­gún precio. Cuando se pasa el efecto del nahlrout, te deja física y mentalmente exhausto.

Pero yo había ido allí para entrar en Estanterías, pasara lo que pasase. Ya era miembro del Arcano y no pensaba marcharme has­ta haber accedido al Archivo. Me volví hacia el mostrador con gesto de determinación.

Ambrose me miró largo rato como evaluándome, y luego exhaló un suspiro.

—Está bien —dijo—. Te propongo un trato. Tú no dices nada de lo que has visto hoy aquí, y yo me salto las normas y te dejo en­trar aunque no estés oficialmente en el registro. —Parecía un poco nervioso—. ¿Qué te parece?

Ya mientras Ambrose hablaba, empecé a notar cómo disminuía el efecto estimulante del nahlrout. Notaba el cuerpo pesado y can­sado, y los pensamientos, lentos y espesos. Levanté los brazos para frotarme la cara con las manos, e hice una mueca de dolor porque al moverlos se tensaron los puntos que tenía por toda la espalda.

—Me parece bien —dije con voz pastosa.

Ambrose abrió uno de los libros de registro y suspiró mientras pasaba las páginas.

—Como es la primera vez que entras en el Archivo propia­mente, tendrás que pagar la cuota de Estanterías.

Noté un extraño sabor a limón en la boca. Ese era un efecto se­cundario que Ben nunca había mencionado. Me distrajo, y al cabo de un momento vi que Ambrose me miraba con gesto expectante.

—¿Qué? —dije.

Él me miró con extrañeza.

—La cuota de Estanterías.

—Para entrar en Volúmenes no tuve que pagar ninguna cuota —objeté.

Ambrose me miró como si yo fuera idiota.

—Pues claro. Por eso se llama cuota de Estanterías. —Bajó la vista hacia el registro—. Normalmente se paga junto con la ma­trícula de tu primer bimestre en el Arcano. Pero como tú te has saltado unos cuantos pasos, tendrás que pagarla ahora.

—¿Cuánto cuesta? —pregunté cogiendo mi bolsa de dinero.

—Un talento —respondió—. Y tienes que pagar antes de en­trar. Las normas son las normas.

Después de pagar mi cama en las Dependencias, un talento era, prácticamente, el único dinero que me quedaba. Era muy conscien­te de que necesitaba ahorrar para pagar la matrícula del siguiente bimestre. Si no podía pagar, tendría que dejar la Universidad.

Sin embargo, un talento era muy poco dinero por algo con lo que llevaba casi toda la vida soñando. Saqué la moneda de la bol­sa y se la di a Ambrose.

—¿Tengo que firmar?

—No, no hace falta —dijo Ambrose mientras abría un cajón y sacaba un pequeño disco de metal. Aturdido por los efectos se­cundarios del nahlrout, tardé un momento en comprender qué era: una lámpara simpática de mano.

—En Estanterías no hay luz —dijo Ambrose con naturalidad—. Es muy grande, y a largo plazo sería perjudicial para los libros. Las lámparas de mano cuestan un talento y medio.

Titubeé.

Ambrose meneó la cabeza y adoptó una expresión seria.

—Muchos alumnos acaban pelados durante el primer bimes­tre. —Abrió otro cajón y rebuscó un rato en él—. Las lámparas de mano cuestan un talento y medio, y eso no lo puedo remediar. —Sacó una vela de diez centímetros—. Pero las velas solo cuestan medio penique.

Medio penique por una vela era una auténtica ganga. Saqué un penique y dije:

—Me llevaré dos.

—Esta es la única que me queda —se apresuró a decir Ambrose. Miró alrededor con nerviosismo y me puso la vela en la mano—. Mira, te la regalo. —Sonrió—. Pero no se lo digas a nadie. Será nuestro secreto.

Cogí la vela, sorprendido. Por lo visto lo había asustado con mis vagas amenazas. O eso, o ese grosero y pedante hijo de noble no era tan cabronazo como yo creía.





Ambrose me hizo entrar a toda prisa en Estanterías, y no me dio tiempo para que encendiera la vela. Cuando las puertas se cerra­ron detrás de mí, me encontré tan a oscuras como en el interior de un saco, con solo un débil rastro rojizo de luz simpática que se fil­traba por el resquicio de la puerta que tenía a mis espaldas.

Como no llevaba cerillas encima, tuve que recurrir a la simpa­tía. En circunstancias normales, habría podido hacerlo en un abrir y cerrar de ojos, pero mi mente, adormecida por el nahlrout, no podía concentrarse lo suficiente. Apreté los dientes, fijé el Alar en mi mente, y pasados unos segundos noté cómo el frío se pegaba a mis músculos a medida que extraía suficiente calor de mi cuerpo para que prendiera la mecha de la vela.

Libros.

Como no había ventanas por donde entrara la luz del sol, Es­tanterías estaba completamente a oscuras, salvo por la débil luz de mi vela. Estanterías y más estanterías se extendían hasta perderse en la oscuridad. Había más libros de los que podría mirar aunque me pasara todo un día allí. Más libros de los que podría leer en toda una vida.

La atmósfera era fría y seca. Olía a cuero viejo, a pergamino y a secretos olvidados. Me pregunté cómo se las ingeniarían para mantener una atmósfera tan limpia en un edificio sin ventanas.

Ahuequé una mano alrededor de la parpadeante llama de la vela y eché a andar entre las estanterías, saboreando el momento y empapándome de todo aquello. Las sombras danzaban con de­senfreno por el techo al tiempo que la llama de mi vela oscilaba de un lado a otro.

Los efectos del nahlrout ya habían cesado por completo. No­taba un dolor punzante en la espalda y mis pensamientos eran len­tos y pesados, como si tuviera fiebre alta o como si me hubiera dado un fuerte golpe en la cabeza. Sabía que no estaba en condi­ciones de pasar mucho rato leyendo, pero aun así me resistía a marcharme tan pronto, después de todo lo que había tenido que soportar para llegar hasta allí.

Me paseé sin rumbo fijo durante quizá un cuarto de hora, ex­plorando. Descubrí varias habitacioncitas de piedra con gruesas puertas de madera y con mesas dentro. Era evidente que estaban allí para que pequeños grupos pudieran reunirse y hablar sin inte­rrumpir el perfecto silencio del Archivo.

Encontré escaleras que subían y escaleras que bajaban. El Ar­chivo tenía seis pisos, pero yo no sabía que también había pisos subterráneos. ¿Hasta qué profundidad llegaba? ¿Cuántas decenas de miles de libros esperaban bajo mis pies?

No sé cómo describir lo cómodo que me encontraba en aque­lla fresca y silenciosa oscuridad. Me sentía contentísimo, perdido entre infinidad de libros. Saber que las respuestas a todas mis pre­guntas estaban allí, esperándome en cierto modo, me hacía sentir­me seguro.

Encontré la puerta de las cuatro placas casi por accidente.

Estaba hecha de una pieza sólida de piedra gris, del mismo co­lor que las paredes circundantes. El marco tenía veinte centíme­tros de ancho, también era gris y también estaba hecho de una sola pieza de piedra. La puerta encajaba tan perfectamente en el marco que habría sido imposible deslizar un alfiler por la rendija.

No tenía goznes. Ni tirador. Ni ventana, ni panel deslizante. Lo único que la distinguía eran cuatro duras placas de cobre. Estaban empotradas en la superficie de la puerta, que estaba empotrada en el marco, que estaba empotrado en la pared circundante. Podías pasar una mano de un lado a otro de la puerta sin apenas notar re­lieve alguno.

Pese a esas destacadas carencias, no cabía ninguna duda de que esa extensión de piedra gris era una puerta. Estaba claro. Cada placa de cobre tenía un agujero en el centro, y aunque esos aguje­ros no tenían una forma convencional, era evidente que se trataba de cerraduras. La puerta estaba quieta como una montaña, serena e indiferente como el mar en un día sin viento. No era una puerta para abrirla. Era una puerta para permanecer cerrada.

En el centro, entre las impecables placas de cobre, había una palabra cincelada en la piedra: valaritas.

En la Universidad había otras puertas cerradas, lugares donde se guardaban objetos peligrosos, donde dormían viejos y olvida­dos secretos. Silenciosos y ocultos. Puertas que estaba prohibido abrir. Puertas cuyos umbrales no cruzaba nadie, cuyas llaves se habían destruido o perdido, puertas que se cerraban ellas solas por la seguridad de todos.

Pero ninguna podía compararse a la puerta de las cuatro pla­cas. Puse la palma de la mano sobre su superficie lisa y fría y em­pujé, con la absurda esperanza de que se abriera. Pero era sólida e inconmovible como un itinolito. Intenté mirar por los agujeros de las placas de cobre, pero no vi nada con la escasa luz de mi vela.

Me moría de ganas de entrar. Seguramente revela un rasgo per­verso de mi personalidad el que, aunque por fin me encontraba dentro del Archivo, rodeado de infinidad de secretos, me sintiera atraído por la única puerta cerrada que había encontrado. Quizá sea propio de la naturaleza humana buscar cosas ocultas. Quizá sea simplemente propio de mi naturaleza.

Entonces vi la luz roja y constante de una lámpara simpática acercándose entre las estanterías. Era la primera señal que veía de que hubiera otros alumnos en el Archivo. Di un paso hacia atrás y esperé para preguntarle a la persona que venía qué había detrás de esa puerta. Y qué significaba «Valaritas».

La luz roja aumentó y vi a dos secretarios que doblaban una es­quina. Se detuvieron, y entonces uno de ellos corrió hacia donde estaba yo y me arrebató la vela, derramando cera caliente en mis manos al apagarla. Si yo hubiera llevado en la mano una cabeza recién cortada, creo que el secretario no se habría mostrado más horrorizado.

—¿Qué haces aquí con una vela encendida? —me preguntó con el susurro más intenso que jamás había oído. Bajó la voz y agitó la vela, apagada, ante mi cara—. Por el cuerpo calcinado de Dios, ¿qué demonios te pasa?

Me froté la cera caliente del dorso de la mano. Traté de pensar con claridad en medio de la niebla de dolor y agotamiento. «Cla­ro», pensé, y recordé la sonrisa de Ambrose al ponerme la vela en las manos y hacerme entrar a toda prisa en Estanterías. « "Nues­tro secreto.*' Claro.» Qué tonto había sido.





Uno de los secretarios me sacó de Estanterías mientras el otro iba a buscar al maestro Lorren. Cuando salimos al vestíbulo, Ambrose puso cara de desconcierto y conmoción. Exageró mucho su inter­pretación, pero logró convencer al secretario que me acompañaba.

—¿Qué hace ese aquí?

—Lo hemos encontrado paseándose —explicó el secretario—. ¡Con una vela!

—¿Qué? —Ambrose parecía horrorizado—. Pues yo no lo he dejado entrar —mintió, y abrió uno de los libros de registro—. Mira. Compruébalo tú mismo.

Antes de que pudiéramos decir nada más, Lorren irrumpió en el vestíbulo. Su semblante, normalmente plácido, reflejaba dureza y ferocidad. Me entró un sudor frío y pensé en lo que Teccam es­cribió en su Teofanía: «Todos los hombres sabios temen tres co­sas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre apacible».

Lorren se acercó al mostrador.

—Explícate —le dijo con rabia contenida al secretario que te­nía más cerca.

—Micah y yo hemos visto una luz parpadeante en Estanterías y hemos ido a ver si alguien tenía problemas con su lámpara. Lo hemos encontrado cerca de la escalera sudeste con esto. —El se­cretario levantó la vela. Le tembló un poco la mano bajo la furio­sa mirada de Lorren.

Lorren se volvió hacia el mostrador, tras el que estaba Ambrose.

—¿Cómo ha podido pasar esto, Re'lar?

Ambrose levantó ambas manos en un gesto de impotencia.

—Ha venido hace un rato y yo no lo he dejado entrar porque no está en el registro. Hemos discutido un poco; Fela estaba aquí y lo ha visto. —Me miró—. Al final le he dicho que tenía que irse. Debe de haberse colado cuando he ido a buscar más tinta. —Se encogió de hombros—. O quizá haya pasado por el mostrador de Volúmenes.

Me quedé estupefacto. La pequeña parte de mi mente que to­davía no estaba aturdida por la fatiga estaba entretenida con mi dolor de espalda.

—Eso... eso no es cierto. —Miré a Lorren—. Él me ha deja­do entrar. Le ha ordenado a Fela que se marchara y me ha dejado entrar.

—¿Qué? —Ambrose me miró boquiabierto; por un momento, se había quedado sin habla. Pese a lo mal que me caía, tengo que reconocer que hizo una interpretación magistral—. ¿Por qué de­monios iba a hacer eso?

—Porque te he puesto en evidencia delante de Fela —contes­té—. Y también me ha vendido la vela. —Sacudí la cabeza tratan­do de aclarar mis ideas—. No, me la ha regalado.

Ambrose seguía poniendo cara de perplejidad.

—Mírelo. —Rió—. Ese gallito está borracho, o drogado.

—¡Me acaban de azotar! —protesté. Mi voz sonó estridente en mis propios oídos.

—¡Basta! —gritó Lorren cerniéndose sobre nosotros como una columna de ira. Al oírlo, los secretarios palidecieron.

Lorren se apartó de mí e hizo un breve gesto de desdén en di­rección al mostrador.

—Re'lar Ambrose, queda formalmente acusado de negligencia en el deber.

—¿Cómo? —Esa vez, la indignación de Ambrose no era fin­gida.

Lorren lo miró con el ceño fruncido, y Ambrose cerró la boca. El maestro se volvió hacia mí y dijo:

—E'lir Kvothe, le queda vedada la entrada en el Archivo. —Hizo un ademán con la mano extendida, como si cortara el aire.

Intenté decir algo en mi defensa.

—Maestro, yo no pretendía...

Lorren se volvió bruscamente hacia mí. Su expresión, por lo habitual tan calmada, reflejaba una ira tan fría y tan terrible que, sin querer, di un paso hacia atrás.

—¿Quéno pretendías? —dijo—. No me interesan tus intencio­nes, E'lir Kvothe, ni si estabas equivocado o no. Lo único que im­portan son los hechos. Tu mano sujetaba la vela encendida. Tú eres el responsable. Esa es la lección que deben aprender los adultos.

Me miré los pies y, desesperado, intenté dar con algo que decir. Alguna prueba que ofrecer. Mi fangoso cerebro todavía intentaba encontrar una solución cuando Lorren salió a grandes zancadas del vestíbulo.

—No entiendo por qué tienen que castigarme por su estupidez —refunfuñó Ambrose dirigiéndose a los otros secretarios mien­tras yo me encaminaba, aturdido, hacia la puerta. Cometí el error de darme la vuelta y mirarlo. Tenía una expresión seria, cuidado­samente controlada.

Pero en sus ojos se adivinaba la risa.

—La verdad, chico —me dijo—. No sé en qué estarías pensan­do. Un miembro del Arcano debería tener más sentido común.





Fui a la Cantina caminando pesadamente. Los engranajes de mi pensamiento giraban despacio. Puse mi vale de comidas en una de las bandejas de latón y me serví una ración de pudin, una salchicha y judías, que nunca faltaban. Miré sin ánimo alrededor de la habitación hasta que vi a Simmon y a Manet sentados donde siempre, en el rincón noreste de la sala.

Atraje muchas miradas mientras me dirigía hacia la mesa. Es lógico, pues hacía apenas dos horas estaba atado a un poste y me estaban azotando públicamente. Oí a alguien susurrar: «... no ha sangrado cuando le han dado los latigazos. Lo he visto con mis propios ojos. Ni una sola gota».

Lo que había hecho que no sangrara era el nahlrout, por su­puesto. En su momento me había parecido muy buena idea. Aho­ra, en cambio, parecía nimia y estúpida. Ambrose no habría con­seguido engañarme tan fácilmente si mi carácter desconfiado por naturaleza no hubiera estado adormecido. Si hubiera estado en pleno uso de mis facultades, estoy seguro de que habría encontra­do la forma de explicarle lo ocurrido a Lorren.

Mientras me dirigía al rincón de la sala, comprendí la situa­ción. Había cambiado mi acceso al Archivo por un poco de noto­riedad.

Sin embargo, lo único que podía hacer era poner al mal tiempo buena cara. Si lo único que me quedaba después de esa debacle era un poco de fama, tendría que hacer todo lo posible por conser­varla. Cuadré los hombros mientras caminaba hacia donde esta­ban Simmon y Manet y puse mi bandeja en la mesa.

—La cuota de Estanterías no existe, ¿verdad? —pregunté en voz baja al mismo tiempo que me sentaba, tratando de no hacer muecas de dolor.

Sim me miró sin comprender.

—¿Cuota de Estanterías?

Manet rió sobre su cuenco de judías.

—Llevaba años sin oír eso. Cuando trabajaba de secretario, engañábamos a los alumnos de primer curso y les hacíamos dar­nos un penique para entrar en el Archivo. Lo llamábamos cuota de Estanterías.

Sim le lanzó una mirada de desaprobación.

—Eso está muy mal hecho.

Manet levantó ambas manos en un ademán defensivo.

—Solo lo hacíamos para divertirnos un poco. —Me miró—. ¿Por eso tienes esa cara tan larga? ¿Te han timado un cobre?

Negué con la cabeza. No quería proclamar que Ambrose me había timado un talento.

—A ver si adivináis a quién han prohibido la entrada en el Ar­chivo —pregunté mientras echaba la corteza del pan en las judías.

Me miraron sin comprender. Al cabo de un rato, Simmon hizo la deducción correcta:

—Hmmm... ¿A ti?

Asentí y empecé a comerme las judías. No tenía hambre, pero confiaba en que llenarme un poco el estómago me ayudara a li­brarme del aletargamiento producido por el nahlrout. Además, yo nunca desaprovechaba la oportunidad de comer algo.

—¿Te han expulsado temporalmente el primer día? —pregun­tó Simmon—. Ahora te va a costar mucho más estudiar el folclore relacionado con los Chandrian.

Suspiré.

—Sí, supongo que sí.

—¿Por cuánto tiempo te ha expulsado?

—Me ha vedado la entrada —aclaré—. No ha mencionado ningún periodo de tiempo.

—¿Que te ha vedado la entrada? —se extrañó Manet—. Hacía doce años que no le imponía esa sanción a nadie. ¿Qué has hecho? ¿Mearte encima de un libro?

—Unos secretarios me encontraron dentro con una vela.

—Tehlu misericordioso. —Manet dejó el tenedor y se puso serio por primera vez—. El viejo Lore debe de haberse puesto furioso.

—Furioso es la palabra exacta —confirmé.

—¿Cómo se te ha ocurrido entrar allí con una vela encendida? —preguntó Simmon.

—No podía pagar una lámpara de mano —contesté—. El se­cretario que estaba en el mostrador me dio una vela.

—No puede ser —dijo Sim—. Ningún secre...

—Espera un momento —lo cortó Manet—. ¿Era un tipo mo­reno? ¿Bien vestido? ¿Con cara de malas pulgas? —Frunció exa­geradamente el ceño.

Asentí cansinamente.

—Sí, Ambrose. Nos conocimos ayer. Empezamos con mal pie.

—No es fácil evitarlo —dijo Manet en voz baja y echando un vistazo a los alumnos que estaban sentados alrededor de nosotros. Me fijé en que más de uno estaba escuchando con disimulo nues­tra conversación—. Se nos pasó advertirte que no debías acercar­te a él —añadió.

—Madre de Dios —dijo Simmon—. De todas las personas con las que no te conviene estar a malas...

—Pues ya estoy a malas —dije. Empezaba a encontrarme un poco mejor. Ya no me sentía tan cansado ni notaba la cabeza lle­na de algodón. O se estaban pasando los efectos secundarios del nahlrout, o la rabia estaba disipando poco a poco la neblina del ago­tamiento—. Le demostraré que puedo plantarle cara a cualquiera. Deseará no haberme conocido nunca y no haberse inmiscuido en mis asuntos.

Simmon parecía un poco nervioso.

—No deberías amenazar a otros alumnos —dijo con una risi­ta, como si tratara de quitarle importancia a mi comentario. Bajó un poco la voz y añadió—: No lo entiendes. Ambrose es el here­dero de una baronía de Vintas. —Titubeó un poco mirando a Ma­net—. Ay, Señor, ¿por dónde empiezo?

Manet se inclinó hacia delante y bajó también la voz:

—El no es de esos nobles que vienen a tontear por aquí un par de bimestres y luego se marchan. Lleva años aquí, ha ido ascen­diendo poco a poco hasta llegar a Re'lar. Y tampoco es el séptimo hijo de la familia. Es el primogénito. Y su padre es uno de los doce hombres más poderosos de Vintas.

—De hecho es el número dieciséis de la nobleza —dijo Sim con naturalidad—. Primero está la familia real, luego los príncipes regentes, Maer Alveron, la duquesa Samista, Aculeus y Meluan Lackless... —Se interrumpió al ver cómo lo miraba Manet.

—Tiene dinero —resumió Manet—. Y amigos que se compran con dinero.

—Y gente que trata de ganarse el favor de su padre —añadió Simmon.

—Lo importante —prosiguió Manet con seriedad— es que no lo provoques. En su primer año aquí, un alquimista se enemistó con Ambrose. Ambrose le compró su deuda al prestamista de Imre. Cuando el tipo no pudo pagar, lo metieron en la cárcel de los deudores. —Manet partió un trozo de pan por la mitad y empezó a untarlo con mantequilla—. Para cuando su familia consiguió sa­carlo de la cárcel, el tipo ya tenía tuberculosis. Se había quedado hecho una piltrafa. No siguió estudiando.

—¿Y los maestros lo permitieron? —pregunté.

—Todo era perfectamente legal —repuso Manet en voz baja—. Aun así, Ambrose no fue tan necio como para comprar él mismo la deuda de ese tipo. —Manet hizo un ademán de desdén—. Hizo que la comprara otro, pero se aseguró de que todo el mundo su­piera que el responsable era él.

—¿Y Tabetha? —añadió Sim, compungido—. Iba por ahí con­tándole a todo el mundo que Ambrose había prometido casarse con ella. Y un buen día desapareció.

Eso explicaba por qué Fela no había querido ofender a Am­brose. Le hice un ademán tranquilizador a Sim.

—Yo no amenazo a nadie —dije con aire inocente subiendo el tono de voz para que pudiera oírme quien me estuviera escuchan­do—. Solo cito una de mis obras literarias favoritas. Es del cuarto acto de Daeonica, donde Tarso dice:



Sobre él verteré el hambre y el fuego

hasta que la desolación lo aturda

y todos los demonios de la oscuridad exterior

miren asombrados y reconozcan

que la especialidad del hombre es la venganza.



Se produjo un extraño silencio alrededor de mí, que se exten­dió por la Cantina un poco más de lo que yo esperaba. Al parecer, había calculado mal el número de personas que nos estaban escu­chando. Volví a concentrarme en la comida y decidí dejarlo de momento. Estaba cansado, me dolía la espalda y ya tenía sufi­cientes problemas.

—De momento no necesitas esta información para nada —dijo Manet en voz baja tras un largo silencio—. Puesto que te han ve­dado el acceso al Archivo... Aun así, supongo que te conviene sa­berlo. —Carraspeó un poco—. No necesitas comprar una lámpa­ra. Solo tienes que firmar en el mostrador y devolverla cuando has terminado. —Me miró como nervioso, a la espera de la reacción que esa información pudiera provocar en mí.

Asentí con desgana. Tenía razón cuando había pensado que quizá Ambrose no fuera tan cabronazo como yo creía. Era diez veces más cabronazo.




44

El cristal ardiente





La Factoría era donde se hacían la mayoría de los trabajos ma­nuales de la Universidad. En el edificio había talleres de so­pladores de vidrio, de carpinteros, alfareros y cristaleros. Tam­bién había una forja y una fundición que habrían sido la envidia de cualquier metalúrgico.

El taller de Kilvin se encontraba en la Artefactoría, común­mente llamada la Factoría. Era tan grande como un granero, y al­bergaba como mínimo dos docenas de mesas de trabajo de made­ra gruesa, todas ellas cubiertas de innumerables e indescriptibles herramientas y proyectos en ejecución. El taller era el corazón de la Factoría, y Kilvin era el corazón del taller.

Cuando llegué, Kilvin estaba doblando una barra retorcida de hierro para darle forma más deseable. Al verme, dejó la barra fir­memente sujeta con unas abrazaderas a la mesa y fue a recibirme, limpiándose las manos en la camisa.

Me miró con ojo crítico.

—¿Te encuentras bien, E'lir Kvothe?

Yo había estado paseando y había buscado un poco de corteza de sauce para mascar. Todavía me dolía y picaba la espalda, pero el dolor era soportable.

—Sí, maestro Kilvin.

El maestro asintió.

—Estupendo. Los jóvenes de tu edad no deben preocupar­se por esas nimiedades. Pronto volverás a estar fuerte como una roca.

Estaba pensando una respuesta educada cuando me llamó la atención algo que había sobre nuestras cabezas.

Kilvin siguió la dirección de mi mirada. Al ver lo que yo estaba mirando, una sonrisa iluminó su enorme y barbuda cara.

—¡Ah! —dijo con orgullo paternal—. ¡Mis pequeñas!

Había medio centenar de esferas de cristal colgadas con cade­nas de las altas vigas del taller. Eran de diferentes tamaños, aun­que ninguna superaba el de la cabeza de un hombre.

Y ardían.

Al ver mi expresión, Kilvin me hizo una seña.

—Ven. —Me guió hasta una angosta escalera de hierro forjado.

Una vez arriba, pasamos por una serie de estrechas pasarelas de hierro, a ocho metros del suelo, que serpenteaban entre las gruesas vigas que sostenían el tejado. Tras recorrer el laberinto de madera y hierro, llegamos a la hilera de esferas de cristal colgan­tes con fuego en el interior.

—Son mis lámparas —dijo Kilvin señalándolas.

Entonces entendí qué eran. Unas estaban llenas de líquido y mecha, como las lámparas normales, pero la mayoría eran muy extrañas. Una solo contenía un humo gris y burbujeante que par­padeaba esporádicamente. Otra esfera contenía una mecha que colgaba de un hilo de plata y quedaba suspendida en el aire, y ar­día con una llama blanca e inmóvil pese a la aparente ausencia de combustible.

Otras dos, colgadas lado a lado, eran gemelas, salvo que una tenía la llama azul y la otra, de color naranja intenso. Unas eran pequeñas como ciruelas, y otras, grandes como melones. En una había una cosa que parecía un trozo de carbón negro y un pedazo de tiza blanca, y del sitio donde las dos piezas se juntaban salía, ardiendo en todas direcciones, una intensa llamarada roja.

Kilvin me dejó contemplarlas largo rato, y luego nos acerca­mos más.

—Los ceáldaros tienen leyendas de lámparas perpetuas. Creo que hubo un tiempo que eso estaba dentro del alcance de nuestro arte. Llevo diez años buscando. He fabricado muchas lámparas; algunas son muy buenas, y arden mucho tiempo. —Me miró—. Pero ninguna es eterna.

Caminó por la pasarela y señaló una de las esferas colgantes.

—¿Conoces esa, E'lir Kvothe? —Dentro solo había un trocito de cera de color verde grisáceo que ardía con una llama del mis­mo color. Negué con la cabeza—. Hmmm. Deberías conocerla. Sal blanca de litio. Se me ocurrió tres ciclos antes de que llegaras tú. De momento funciona bien; lleva veinticuatro días encendida, y espero que siga así muchos más. —Me miró—. Me sorprendió que se te ocurriera, porque yo tardé diez años en tener esa idea. Tu segunda sugerencia, la del aceite de sodio, no fue tan buena. Lo in­tenté hace años. Duró once días.

Siguió hasta el final de la hilera, y señaló la esfera vacía con la llama blanca e inmóvil.

—Setenta días —dijo con orgullo—. Pero no espero que esa sea la definitiva, porque la esperanza es un juego estúpido. Aun así, si sigue ardiendo seis días más, será la mejor lámpara que haya fa­bricado en estos diez años.

Se quedó un rato mirándola con una extraña expresión de in­dulgencia.

—Pero no deposito en ella excesivas esperanzas —dijo con de­cisión—. Fabrico nuevas lámparas y tomo mis mediciones. Esa es la única forma de progresar.

Me guió, en silencio, hasta la planta baja del taller. Una vez allí, se volvió hacia mí y dijo con tono imperioso:

—Manos. —Alzó sus enormes manos, expectante.

Como no sabía qué quería, levanté las manos. Él me las cogió con una suavidad sorprendente. Les dio la vuelta y las examinó.

—Tienes manos de ceáldaro —dijo con elogioso resentimiento. Me mostró las suyas. Tenía los dedos gruesos y las palmas anchas. Las cerró formando dos puños que parecían mazas—. Mis manos tardaron muchos años en aprender a ser manos de ceáldaro. Eres afortunado. Trabajarás aquí. —Ladeó la cabeza con gesto inqui­sitivo, y ese gesto fue lo único que convirtió su afirmación, un tan­to brusca, en una invitación.

—Oh, sí. Es decir, gracias, señor. Es para mí un honor que...

Kilvin me interrumpió con un gesto de impaciencia.

—Ven a verme si se te ocurre algo sobre la lámpara perpetua. Si tu cabeza es tan hábil como lo parecen tus manos... —Lo que podría haber sido una sonrisa quedó escondido bajo su poblada barba, pero le brillaron los oscuros ojos cuando vaciló socarrona-mente, casi juguetón—: Si —repitió levantando un dedo cuya yema era del tamaño de la bola de la cabeza de un martillo—. En ese caso, me gustaría enseñarte ciertas cosas.





—Tienes que decidir a quién vas a hacerle la pelota —dijo Sim-mon—. Para que te asciendan a Re'lar, tienes que tener a un maes­tro de padrino. Tienes que elegir a uno y pegarte a él como la mier­da a la suela de su zapato.

—Maravilloso —dijo Sovoy con aspereza.

Sovoy, Wilem, Simmon y yo estábamos sentados a una mesa apartada del fondo de Anker's, aislados de los clientes de la noche de Abatida que llenaban el local con el continuo rugido de su con­versación. Los puntos me habían saltado dos días atrás y estába­mos celebrando mi primer ciclo en el Arcano.

Ninguno de nosotros estaba demasiado borracho. Tampoco ninguno de nosotros estaba demasiado sobrio. Nuestro posicio-namiento exacto entre esos dos puntos es un asunto de vanas con­jeturas, y no perderé tiempo con él.

—Yo me concentro solo en ser brillante —intervino Sovoy—. Y luego espero a que los maestros se den cuenta.

—¿De qué le sirvió eso a Mandrag? —dijo Wilem esbozando una inusual sonrisa.

Sovoy miró a Wilem con mala cara.

—Mandrag es un penco.

—Ahora entiendo por qué lo amenazaste con tu fusta de mon­tar —repuso Wilem.

Me tapé la boca para sofocar la risa.

—¿Eso hiciste?

—No te lo están contando todo —dijo Sovoy, ofendido—. Ascendió a otro alumno en lugar de a mí. Prefirió dejarme a mí tal como estaba para poder utilizarme como aprendiz, en lugar de as­cenderme a Re'lar.

—Y tú lo amenazaste con la fusta.

—Discutimos —dijo Sovoy con calma—. Y resultó que tenía la fusta en la mano.

—La blandiste contra él —insistió Wilem.

—¡Venía de montar! —dijo Sovoy acaloradamente—. ¡Si antes de la clase hubiera estado en un prostíbulo y hubiera enarbolado un corsé ante él, nadie le habría dado importancia!

Hubo un momento de silencio en nuestra mesa.

—No quiero ni imaginármelo —dijo Simmon, y se puso a reír a carcajadas con Wilem.

Sovoy reprimió una sonrisa y me miró.

—Sim tiene razón en una cosa. Deberías concentrar tus esfuer­zos en una asignatura. Si no, te pasará como a Manet, el eterno E'lir. —Se levantó y se arregló la ropa—. Bueno, ¿qué tal estoy?

En sentido estricto, Sovoy no iba vestido a la moda, pues seguía el estilo de Modegan y no el local. Pero no podía negarse que le sentaban bien los colores tenues de sus prendas de seda y de ante.

—¿Qué más da? —preguntó Wilem—. ¿Acaso piensas invitar a Sim a salir contigo?

Sovoy sonrió.

—Desgraciadamente, tengo que dejaros. Tengo una cita con una dama, y dudo mucho que esta noche nos acerquemos por esta zona de la ciudad.

—No nos habías dicho que tenías una cita —protestó Sim—. Si somos solo tres no podremos jugar a esquinas.

En realidad era una concesión que Sovoy estuviera allí con no­sotros. Había resoplado un poco al entrar en la taberna que habían elegido Wil y Sim. Anker's era lo bastante de clase baja para que las bebidas fueran baratas, pero lo bastante de clase alta para que no tu­vieras que preocuparte por si alguien empezaba una pelea o te vomi­taba encima. A mí me gustaba.

—Sois buenos amigos y muy buena compañía —dijo Sovoy—. Pero ninguno de vosotros pertenece al sexo femenino, ni, con la posible excepción de Simmon, sois encantadores. —Sovoy le lan­zó un guiño a Sim—. Sed sinceros. ¿Quién de vosotros no aban­donaría a los demás si hubiera una dama esperándolo?

Todos le dimos la razón a regañadientes. Sovoy sonrió; tenía los dientes muy blancos y muy rectos.

—Os mandaré a la camarera con más bebidas —dijo antes de marcharse—. Para que no os duela tanto mi partida.

—Para ser noble, no es mal tipo —comenté cuando Sovoy se hubo marchado.

Wilem asintió.

—Sabe que es mejor que tú, pero no te mira por encima del hombro porque sabe que tú no tienes la culpa.

—Bueno, ¿a quién vas a hacerle la pelota? —me preguntó Sim apoyando los codos encima de la mesa—. Supongo que a Hemme no.

—Ni a Lorren —dije con amargura—. Maldito sea Ambrose. Me habría encantado trabajar en el Archivo.

—Brandeur también está descartado —intervino Sim—. Si Hemme le tiene rencor a alguien, Brandeur siempre lo apoya.

—¿Qué me dices del rector? —preguntó Wilem—. ¿No te inte­resa la lingüística? Ya sabes siaru, aunque tengas un acento brutal.

Negué con la cabeza.

—¿Y Mandrag? Tengo mucha experiencia en química. Sería una forma de acercarme a la alquimia.

Simmon rió.

—Todo el mundo cree que la química y la alquimia se parecen mucho, pero se equivocan. Ni siquiera están relacionadas. Lo que pasa es que viven en la misma casa.

Wilem asintió lentamente.

—Es una buena forma de expresarlo.

—Además —prosiguió Sim—, el bimestre anterior Mandrag aceptó a veinte nuevos E'lir. Le he oído quejarse de lo llenas que están sus clases.

—Si te decides por la Clínica, te espera un camino largo y difí­cil —aportó Wilem—. Arwyl es más duro que el hierro en lingo­tes. No hay forma de doblegarlo. —Mientras hablaba, hizo como si cortara algo en partes—: Seis bimestres de E'lir. Ocho bimestres de Re'lar. Diez bimestres de El'the.

—Como mínimo —añadió Simmon—. Mola ya lleva tres años de Re'lar con él.

Intenté pensar cómo me las ingeniaría para conseguir el dinero para pagar seis años de matrícula.

—Creo que no tengo tanta paciencia —dije.

Llegó la camarera con una bandeja de bebidas. La taberna to­davía no estaba llena, así que la joven no había tenido que correr mucho y solo se le habían coloreado un poco las mejillas.

—Vuestro amigo ha pagado esta ronda y la siguiente —anunció.

—Cada vez me cae mejor Sovoy —dijo Wilem.

—Pero —dijo la camarera poniendo la bebida de Wil fuera de su alcance— no ha pagado por ponerme la mano en el trasero. —Nos miró a los ojos, uno por uno—. Espero que entre los tres saldéis esa deuda antes de marcharos.

Sim balbuceó una disculpa.

—Él... Él no quería... En su cultura, esas cosas se consideran muy normales.

La muchacha puso los ojos en blanco, y su expresión se suavizó.

—Pues en esta cultura, una propina generosa se acepta como disculpa. —Le acercó la bebida a Wil y se dio la vuelta, apoyando la bandeja vacía en una cadera.

La vimos marchar; cada uno de nosotros pensó lo que quiso en privado.

—Me he fijado en que Sovoy volvía a llevar sus anillos —co­menté al cabo de un rato.

—Anoche jugó una brillante partida de bassat —dijo Sim­mon—. Consiguió seis dobles seguidos e hizo saltar la banca.

—Por Sovoy. —Wilem alzó su jarra de peltre—. Que su suerte le permita seguir asistiendo a clase, y a nosotros, a seguir bebien­do. —Brindamos y bebimos, y entonces Wilem volvió a llevarnos al asunto de que estábamos hablando—. Solo quedan Kilvin y Elxa Dal. —Levantó dos dedos.

—¿Y Elodin? —pregunté.

Wil y Sim me miraron sin comprender.

—¿Elodin? —preguntó Simmon.

—Parece agradable —repuse—. ¿No podría estudiar con él?

Simmon soltó una carcajada, y Wim esbozó una extraña sonrisa.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Elodin no enseña nada —me explicó Sim—. Salvo quizá Ex­centricidad Avanzada.

—Tiene que enseñar algo —protesté—. Es maestro, ¿no?

—Sim tiene razón. Elodin está inflado. —Wil se dio unos gol-pecitos en la sien.

—Chiflado —lo corrigió Simmon.

—Chiflado —repitió Wil.

—Sí, parece un poco... raro —admití.

—Veo que captas las cosas deprisa —dijo Wilem con aspe­reza—. No me extraña que hayas logrado entrar tan joven en el Arcano.

—No te pases, Wil. Kvothe solo lleva un ciclo aquí. —Simmon se volvió hacia mí—. Elodin era rector hace unos cinco años.

—¿Elodin? —No pude ocultar mi sorpresa—. Pero si es muy joven, y está... —No terminé la frase, porque no quería decir la primera palabra que me vino a la mente: perturbado.

Simmon terminó la frase por mí:

—... dotado de genialidad. Y no es tan joven, teniendo en cuen­ta que entró en la Universidad cuando solo tenía catorce años. —Simmon me miró—. A los dieciocho ya era arcanista. Luego se quedó varios años por aquí, de guíler.

—¿Guíler?

—Los guilers son arcanistas que se quedan en la Universidad —me explicó Wil—. Se ocupan de impartir las lecciones. ¿Cono­ces a Cammar, de la Factoría?

Negué con la cabeza.

—Alto, con cicatrices. —Wil se señaló un lado de la cara—. Con un solo ojo.

Entonces asentí con gravedad. Resultaba difícil no fijarse en Cammar. El lado izquierdo de su cara era una telaraña de cicatri­ces que se extendían en todas direcciones, dejando franjas calvas que discurrían por su pelo negro y por su barba. Llevaba un parche sobre el ojo izquierdo. Era una lección andante de lo peligro­so que podía ser trabajar en la Factoría.

—Sí, lo tengo visto. ¿Es arcanista?

Wil asintió.

—Es el brazo derecho de Kilvin. Enseña sigaldría a los alumnos nuevos.

Sim carraspeó.

—Como iba diciendo, Elodin fue el alumno más joven jamás admitido, el más joven en llegar a arcanista y el rector más joven.

—Ya, pero aun así —dije—, tendrás que admitir que es un poco raro para ser rector.

—Entonces no lo era —repuso Simmon con sobriedad—. Fue antes de que pasara aquello.

Como Simmon no dijo nada más, pregunté:

—¿Aquello?

Wil se encogió de hombros:

—Algo. No hablan de ello. Lo encerraron en las Gavias hasta que recuperó un poco la chaveta.

—Es algo en lo que no me gusta pensar —dijo Simmon mo­viéndose, incómodo, en la silla—. Mira, todos los bimestres un par de estudiantes se vuelven majaras, ¿vale? —Miró a Wilem—. ¿Te acuerdas de Slyhth? —Wil asintió con gravedad—. Eso podría pasarnos a cualquiera de nosotros.

Hubo un momento de silencio; mis dos amigos bebieron un poco, sin dirigir la mirada a ningún sitio en particular. Yo quería pedirles más detalles, pero comprendí que se trataba de un asunto delicado.

—En fin —dijo Sim en voz baja—. He oído decir que no lo sol­taron de las Gavias. Dicen que se escapó.

—A ningún arcanista que se precie se lo puede tener encerrado en una celda —dije—. Eso no me sorprende.

—¿Has estado en las Gavias? —me preguntó Simmon—. Está diseñada para tener a los arcanistas encerrados. Es un edificio de piedra enmallada. Hay protecciones en puertas y ventanas. —Sa­cudió la cabeza—. No me imagino cómo alguien podría salir de allí, ni siquiera uno de los maestros.

—Nos estamos yendo por las ramas —dijo Wilem con firme­za—. Kilvin te ha aceptado en la Factoría. Si consigues impresio­narlo, quizá llegues a Re'lar. —Nos miró a uno y a otro—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Simmon.

Asentí, pero mi cerebro funcionaba a toda velocidad. Pensaba en Táborlin el Grande, que conocía los nombres de todas las co­sas. Pensaba en las historias que Skarpi contaba en Tarbean. Él no había hablado de arcanistas, solo de nominadores.

Y pensaba en Elodin, el maestro nominador, y en qué podía hacer para acercarme a él.











45

Interludio: cuentos de taberna





Kvothe hizo una señal, y Cronista limpió el plumín de su plu­ma y sacudió la mano. Bast se desperezó aparatosamente, sin levantarse de la silla y estirando los brazos por detrás del res­paldo.

—Casi había olvidado lo deprisa que pasó todo —caviló Kvothe—. Esas fueron, seguramente, las primeras historias que se contaron de mí.

—En la Universidad todavía siguen contándolas —dijo Cro­nista—. He oído tres versiones diferentes de esa clase que diste. Y también de los latigazos. ¿Fue entonces cuando empezaron a llamarte Kvothe el Sin Sangre?

Kvothe asintió.

—Es probable.

—Ya que preguntamos, Reshi —dijo Bast tímidamente—. Me preguntaba por qué no fuiste a buscar a Skarpi.

—¿Qué querías que hiciera, Bast? ¿Qué me tiznara la cara con hollín y que protagonizara un audaz rescate nocturno? —Kvothe soltó una risita—. Lo habían detenido por hereje. Lo único que po­día hacer yo era confiar en que fuera verdad que tenía amigos en la iglesia.

Kvothe inspiró hondo y suspiró.

—Pero la razón más sencilla es la menos satisfactoria, supon­go. La verdad es esta: yo no vivía en un cuento.

—Perdona, pero no te entiendo, Reshi —dijo Bast, desconcer­tado.

—Piensa en todas las historias que has oído, Bast. Tienes a un muchacho, el héroe. Asesinan a sus padres. El muchacho decide vengarse. ¿Qué pasa después?

Bast titubeó. Cronista se le adelantó y contestó:

—Encuentra ayuda. Una ardilla que habla. Un espadachín vie­jo y borracho. Un ermitaño loco que vive en el bosque. Algo así.

Kvothe asintió.

—Exacto. Encuentra al ermitaño loco del bosque, demues­tra su valía y aprende los nombres de todas las cosas, igual que Táborlin el Grande. Luego, cuando ya domina esa poderosa ma­gia, ¿qué hace?

Cronista se encogió de hombros.

—Encuentra a los villanos y los mata.

—Por supuesto —dijo Kvothe grandiosamente—. Limpio, rá­pido y fácil como mentir. Sabemos cómo termina antes de que em­piece. Por eso nos gustan las historias. Nos ofrecen la claridad y la sencillez de que carece nuestra vida real.

Kvothe se inclinó hacia delante.

—Si esto fuera un cuento de taberna, lleno de medias verdades y de aventuras absurdas, os contaría que en la Universidad fui un alumno muy aplicado. Que aprendí el cambiante nombre del viento y que me vengué de los Chandrian. —Kvothe chascó los de­dos—. Así de sencillo.

»Pero si bien esa sería una historia entretenida, no sería la ver­dad. La verdad es esta. Había llorado la muerte de mis padres du­rante tres años, y el dolor había quedado reducido a una sorda molestia.

Kvothe hizo un ademán conciliador y esbozó una tensa sonrisa.

—No voy a mentiros. Había veces, a altas horas de la noche, cuando estaba acostado, insomne y desesperadamente solo en mi camastro de las Dependencias, en que me asaltaba una pena tan infinita y vacía que creía que me asfixiaría.

»Había veces en que veía a una mujer con su pequeño en bra­zos, o a un padre riendo con su hijo, y ardía en mí una llama de ira, furiosa por el recuerdo de la sangre y el olor a pelo quemado.

Kvothe se encogió de hombros.

—Pero en mi vida había otras cosas, además de venganza. Te­nía obstáculos muy reales que superar. Mi pobreza. Mi humilde cuna. Mis enemigos de la Universidad eran más peligrosos para mí que los Chandrian.

Le hizo una seña a Cronista para que cogiera la pluma.

—Pese a todo eso, comprobaremos que hasta las historias más fantasiosas esconden una pizca de verdad, porque es verdad que encontré algo muy parecido al ermitaño loco del bosque. —Kvo-the sonrió—. Y estaba decidido a aprender el nombre del viento.







46

El viento, siempre variable





Encontrar a Elodin no era tarea fácil. Tenía un despacho en el Auditorio, pero por lo visto no lo utilizaba nunca. Fui a Re­gistros y Horarios y descubrí que solo enseñaba una asignatura: Matemáticas Improbables. Sin embargo, eso no me ayudó a loca­lizarlo, pues según el registro, la hora de la clase era «ahora» y el lugar, «en todas partes».

Al final lo vi por pura chiripa en un patio concurrido. Llevaba su túnica negra de maestro, lo cual no era muy habitual. Me diri­gía a una clase de Observación en la Clínica, pero decidí que pre­fería llegar tarde a mi clase que desaprovechar la ocasión de ha­blar con él.

Para cuando logré abrirme paso entre la multitud y lo alcancé, estábamos en la zona norte de la Universidad, en un ancho cami­no de tierra que se adentraba en el bosque.

—Maestro Elodin —lo llamé—. Esperaba poder hablar con usted.

—Una modesta esperanza —repuso él sin aminorar el paso y sin mirarme—. Deberías apuntar más alto. Los jóvenes deberían arder de ambición.

—Pues entonces, tengo la esperanza de estudiar nominación —dije cuando estuve a su altura.

—Demasiado alto —replicó él con naturalidad—. Vuelve a in­tentarlo. Ha de ser algo intermedio. —El camino describía una curva, y los árboles tapaban los edificios de la Universidad, que quedaban a nuestras espaldas.

—¿Puedo tener esperanzas de que me acepte usted como alum­no? —probé—. ¿Y de que me enseñe lo que le parezca?

Elodin se paró en seco y se volvió hacia mí.

—Muy bien —dijo—. Ve a buscarme tres pinas. —Trazó un círculo con el pulgar y el índice—. De este tamaño, y que no les falte ninguna escama. —Se sentó en medio del camino y me invitó a marcharme con un ademán—: Vete. Corre.

Eché a correr hacia los árboles. Tardé unos cinco minutos en encontrar tres pinas del tamaño apropiado. Cuando volví al ca­mino, estaba despeinado y cubierto de arañazos. No se veía a Elo­din por ninguna parte.

Miré alrededor, embobado; maldije en voz alta, solté las pinas y eché a correr hacia el norte por el camino. No tardé mucho en alcanzar al maestro, que paseaba tranquilamente contemplando los árboles.

—Bueno, ¿qué has aprendido? —me preguntó.

—¿Que quiere que lo dejen en paz?

—Eres rápido. —Extendió los brazos con teatralidad y ento­nó—: ¡Aquí termina la lección! ¡Aquí termina mi esmerada tutela del E'lir Kvothe!

Suspiré. Si me marchaba ya, todavía llegaría a la clase en la Clí­nica, pero sospechaba que aquello podía ser una especie de prue­ba. Quizá Elodin solo estuviera evaluando mi grado de interés an­tes de aceptarme como alumno. Eso es lo que suele pasar en las historias: el joven tiene que demostrar su dedicación al anciano er­mitaño del bosque antes de que este se haga cargo de él.

—¿Puedo hacerle unas preguntas? —pregunté.

—De acuerdo —contestó él, y levantó una mano con el pulgar y el índice recogidos—. Tres preguntas. Con la condición de que después me dejes tranquilo.

Cavilé un momento.

—¿Por qué no quiere enseñarme?

—Porque los Edena Ruh son unos alumnos pésimos —respon­dió Elodin con brusquedad—. Se les da bien la memorización, pero el estudio de la nominación requiere un nivel de dedicación que los liantes como vosotros raramente poseéis.

Me enfurecí tanto, y tan deprisa, que noté cómo la sangre co­loreaba mi piel. El rubor nació en mi cara y se extendió por mi pe­cho y por mis brazos. Hasta se me erizó el vello de los brazos.

Respiré hondo.

—Lamento que su experiencia con los Ruh haya dejado que desear —dije midiendo mis palabras—. Permítame asegurarle que...

—¡Oh, dioses! —exclamó Elodin dando un suspiro de indig­nación—. Y por si fuera poco, pelota. Careces de la fortaleza tes-ticular necesaria para estudiar conmigo.

En mi interior bullían palabras hirientes. Las dominé. Elodin estaba tratando de ponerme una trampa.

—No me está diciendo la verdad —dije—. ¿Por qué no quiere enseñarme?

—¡Por el mismo motivo por el que no quiero tener un cacho­rro! —gritó Elodin agitando los brazos como un granjero que intenta ahuyentar a los cuervos de su sembrado—. Porque eres de­masiado bajo para ser nominador. Porque tienes los ojos demasia­do verdes. Porque no tienes el número de dedos adecuado. Vuelve cuando hayas crecido y cuando hayas encontrado unos ojos de­centes.

Nos miramos fijamente, largo rato. Al final, Elodin se encogió de hombros y echó a andar de nuevo.

—De acuerdo. Te mostraré por qué.

Seguimos por el camino hacia el norte. Elodin caminaba tran­quilamente, recogiendo piedras del suelo y lanzándolas a los ár­boles. Saltaba para arrancar hojas de las ramas más bajas, y la tú­nica de maestro se le inflaba de forma ridicula. De pronto se detuvo y se quedó inmóvil durante casi media hora, completa­mente abstraído examinando un helécho que oscilaba lentamente, mecido por el viento.

Pero yo me mordí la lengua. No pregunté: «¿Adonde vamos?» ni «¿Qué mira?». Sabía centenares de historias de jóvenes que des­perdiciaban preguntas o deseos por hablar demasiado. Me que­daban dos preguntas, y no pensaba derrocharlas.

Al final salimos del bosque, y el camino se convirtió en un sendero que discurría por una vasta extensión de césped y conducía a una inmensa mansión. Era más grande que la Artefactoría; tenía líneas elegantes, tejado de tejas rojas, altas ventanas, puertas de arco y columnas. Había fuentes, flores, setos...

Pero algo no encajaba del todo. A medida que nos acercába­mos a las verjas, empecé a dudar de que aquello fuera la residen­cia de un noble. Quizá por el diseño de los jardines, o por el hecho de que la valla de hierro forjado que los rodeaba, de tres metros de altura, era, a mi experto juicio de ladrón, infranqueable.

Dos individuos muy serios abrieron la verja, y seguimos por el camino hasta la puerta principal de la mansión. Elodin me miró.

—¿Has oído hablar ya del Refugio?

Negué con la cabeza.

—Tiene otros nombres: la Choza, las Gavias...

El manicomio de la Universidad.

—Es inmenso. ¿Cómo...? —No terminé la pregunta.

Elodin sonrió: sabía que había estado a punto de atraparme.

—Jeremy —le dijo a un individuo muy alto que estaba planta­do junto a la puerta—. ¿Cuántos invitados tenemos hoy?

—En recepción le darán el número exacto, señor —dijo Je­remy, incómodo.

—Más o menos —dijo Elodin—. Estamos entre amigos.

—¿Trescientos veinte? —dijo el hombre encogiéndose de hom­bros—. ¿Trescientos cincuenta?

Elodin golpeó la gruesa puerta de madera con los nudillos, y Jeremy se apresuró a abrirla.

—¿Cuántos más cabrían si fuera necesario? —le preguntó Elodin.

—Ciento cincuenta más, sin problemas —contestó Jeremy ti­rando de la puerta—. Algunos más en caso de extrema necesidad, supongo.

—¿Lo ves, Kvothe? —Elodin me guiñó un ojo—. Estamos pre­parados.

La entrada era enorme, con vidrieras y techos abovedados. El suelo, de mármol, estaba tan pulido que brillaba como un espejo.

Reinaba un silencio sepulcral. Yo no lo entendía. En el manicomió de Reftview, en Tarbean, que era mucho más pequeño que aquel, había un ruido ensordecedor, como un burdel lleno de ga­tas furiosas. Se oía a un kilómetro de distancia, por encima del bu­llicio de la ciudad.

Elodin se dirigió hacia un gran mostrador detrás del cual había una joven.

—¿Por qué no hay nadie fuera, Emmie?

La joven sonrió, nerviosa.

—Hoy están muy agitados, señor. Creemos que se acerca una tormenta. —Cogió un libro de registro de un estante—. Además, pronto habrá luna llena. Ya sabe usted lo que pasa.

—Desde luego. —Elodin se agachó y empezó a desatarse los cordones de los zapatos—. ¿Dónde han escondido a Whin esta vez?

La joven pasó unas cuantas páginas del registro.

—En el ala este del segundo piso. Doscientos cuarenta y siete.

Elodin se levantó y dejó los zapatos encima del mostrador.

—Vigílamelos, ¿quieres? —La joven compuso una vaga sonri­sa y asintió.

Tuve que tragarme unas cuantas preguntas más.

—Por lo visto, la Universidad invierte mucho dinero aquí —comenté.

Elodin me ignoró; se dio la vuelta y subió, en calcetines, por una ancha escalera de mármol. A continuación entramos en un largo y blanco pasillo a cuyos lados había puertas de madera. Por primera vez oí los ruidos propios de un lugar como aquel. Gemi­dos, sollozos, murmullos, gritos... Todo muy débil.

Elodin echó una carrera y se paró; resbaló por la lisa superficie de mármol, y su túnica de maestro ondeó detrás de él. Luego repi­tió la operación: una carrera corta, seguida de un largo desliza­miento con los brazos extendidos para guardar el equilibrio.

Yo seguí andando a su lado.

—Creo que los maestros encontrarían otros usos más acadé­micos para los fondos de la Universidad.

Elodin no me miró. Paso. Paso paso paso.

—Estás intentando que conteste preguntas que no me has for­mulado. —Deslizamiento—. No lo conseguirás.

—Usted está intentando que le haga preguntas —repliqué—. Eso tampoco es justo.

Paso paso paso. Deslizamiento.

—Dime, ¿por qué te interesas tanto por mí? —me preguntó Elodin—. A Kilvin le caes muy bien. ¿Por qué no te apuntas a su carro?

—Creo que usted sabe cosas que no puedo aprender en ningún otro sitio.

—¿Como qué?

—Cosas que siempre he querido saber desde que vi a alguien llamar al viento.

—Ah, llamar al viento. —Elodin arqueó las cejas. Paso. Paso. Paso-paso-paso—. Muy hábil. —Deslizamieeento—. ¿Qué te hace pensar que yo sé llamar al viento?

—Lo he deducido por eliminación —respondí—. Ninguno de los otros maestros hace esas cosas, de modo que debe de ser su es­pecialidad.

—Según tu razonamiento, entonces también debería ense­ñar danzas del Solsticio de Verano, labores de aguja y robo de ca­ballos.

Llegamos al final del pasillo. A medio deslizamiento, Elodin es­tuvo a punto de derribar a un individuo enorme, de anchas espal­das, que llevaba un libro en la mano.

—Perdóneme, señor —dijo el tipo, aunque evidentemente él no había tenido la culpa.

—Hola, Timothy —dijo Elodin señalándolo con un largo dedo—. Ven con nosotros.

Elodin nos guió por una serie de pasillos más cortos, y al final llegamos ante una gruesa puerta de madera con un panel desli­zante a la altura de los ojos. Elodin lo abrió y se asomó por él.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Tranquilo —respondió Timothy—. Me parece que no ha dormido mucho.

Elodin intentó abrir la puerta; entonces se volvió hacia Ti­mothy, se puso serio y dijo:

—¿Lo habéis encerrado?

Timothy le sacaba una cabeza a Elodin, y seguramente pesaba el doble que él, pero palideció de golpe cuando el maestro en cal­cetines le sostuvo la mirada.

—No he sido yo, maestro Elodin. Es que...

Elodin lo interrumpió con un brusco ademán.

—Abre la puerta.

Timothy sacó un llavero.

Elodin siguió fulminándolo con la mirada.

—A Alder Whin no hay que encerrarlo. Puede ir y venir como se le antoje. No hay que ponerle nada en la comida a menos que él lo pida expresamente. Te hago responsable de esto, Timothy Gene-roy. —Elodin le hincó un largo dedo en el pecho—. Si me entero de que han sedado o atado a Whin, te pasearé desnudo por las calles de Imre como si fueras un pony rosa. —Lo miró con fijeza—. Vete.

Timothy se marchó tan aprisa como pudo sin echar a correr.

Elodin se volvió hacia mí.

—Puedes entrar, pero no hagas ruido ni movimientos bruscos. No hables a menos que él se dirija a ti. Y si hablas, hazlo en voz baja. ¿Entendido?

Asentí, y Elodin abrió la puerta.

La habitación no era lo que yo esperaba. Unas altas ventanas dejaban entrar la luz, revelando una gran cama y una mesa con si­llas. Las paredes, el techo y el suelo estaban forrados de gruesa tela blanca, amortiguando hasta los más débiles ruidos prove­nientes del pasillo. Las mantas habían sido retiradas de la cama, y un hombre delgado de unos treinta años estaba envuelto en ellas, acurrucado contra la pared.

Elodin cerró la puerta, y el hombre, muy menudo, se sobresal­tó un poco.

—¡Whin! —dijo Elodin en voz baja, y se acercó a él—. ¿Qué ha pasado?

Alder Whin lo miró con los ojos muy abiertos. Era un hombre muy flaco; llevaba el torso desnudo bajo la manta y el cabello des­peinado. Habló en voz baja y un poco cascada.

—Estaba bien. Todo me iba bien. Pero la gente hablando, los perros, los adoquines... Ahora mismo no lo soporto.

Whin se pegó a la pared, y la manta resbaló de sus hombros huesudos. Vi que llevaba un florín de plomo colgado del cuello. Ese hombre era un arcanista con todas las de la ley.

—¿Qué haces en el suelo? —le preguntó Elodin.

Whin miró la cama; el pánico se reflejaba en sus ojos.

—Me caeré —dijo con un hilo de voz, con un tono entre ho­rrorizado y avergonzado—. Y hay muelles y listones. Clavos.

—¿Cómo te encuentras ahora? —preguntó Elodin con amabi­lidad—. ¿Quieres volver conmigo?

—¡Nooooo! —Whin dio un grito de desesperación, cerró fuer­temente los ojos y se ciñó la manta. Su fina y aflautada voz hizo que su súplica sonara más desgarradora que si hubiera dado un alarido.

—Tranquilo. Puedes quedarte aquí —dijo Elodin—. Ya vendré a visitarte otro día.

Al oír eso, Whin abrió los ojos, nervioso.

—No traigas el trueno —dijo con tono angustiado. Sacó una delgada mano de debajo de la manta y agarró a Elodin por la ca­misa—. Pero necesito un cazagatos y plumazul, y también huesos. —Hablaba con apremio—. Huesos de palo.

—Te los traeré —lo tranquilizó Elodin, y me indicó por señas que saliera de la habitación. Obedecí.

Salimos, y Elodin cerró la puerta. Estaba muy serio.

—Whin sabía dónde se metía cuando se convirtió en mi guíler. —Se dio la vuelta y empezó a caminar por el pasillo—. Tú no lo sabes. No sabes nada de la Universidad. Los peligros que encierra. Crees que este sitio es un cuento de hadas, un parque infantil. Pero no lo es.

—Exacto —dije con brusquedad—. Es un parque infantil y to­dos los otros niños están celosos porque a mí me dejaron jugar a «recibir latigazos y ser expulsado del Archivo», y a ellos no.

Elodin dejó de andar y se volvió hacia mí.

—De acuerdo. Demuéstrame que estoy equivocado. Demués­trame que lo has pensado bien. ¿Por qué una Universidad con me­nos de mil quinientos alumnos necesita un manicomio del tamaño del palacio real?

Pensé a toda velocidad.

—La mayoría de los alumnos provienen de familias adineradas —respondí—. Han llevado una vida fácil. Cuando se ven obliga­dos a...

—No —me interrumpió Elodin con desdén, y echó a andar por el pasillo—. Es por lo que estudiamos. Por cómo enseñamos a fun­cionar a nuestra mente.

—Entonces, la gramática y los mensajes cifrados hacen enlo­quecer a la gente —dije, cuidando de enunciar la frase como una afirmación.

Elodin se paró y abrió la puerta que tenía más cerca. El pasillo se llenó de gritos de pánico. «¡... DENTRO DE MÍ! ¡DENTRO DE Mí! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ!» Me asomé por la puerta y vi a un joven retorciéndose en una cama; estaba atado con correas de cuero por las muñecas, la cin­tura, el cuello y los tobillos.

—La trigonometría y la lógica diagramada no provocan esto —dijo Elodin mirándome a los ojos.

—¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE...! —Los gritos continuaron. Eran como una salmodia, como el interminable y mecánico ladrido de un pe­rro por la noche—. ¡... MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO...!

Elodin cerró la puerta. Aunque yo todavía oía los gritos débil­mente a través de la gruesa puerta, el silencio era asombroso.

—¿Sabes por qué llaman a esto la Choza? —me preguntó el maestro.

Negué con la cabeza.

—Porque es a donde te llevan si estás como una cho-ta. —Com­puso una amplia sonrisa, y a continuación soltó una terrible riso­tada.





Elodin me guió por una serie de largos pasillos hasta otra ala de las Gavias. Al final doblamos una esquina y vimos algo nuevo: una puerta de cobre.

Elodin se sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta.

—Me gusta pasar por aquí cuando vuelvo por el barrio —dijo con tono indiferente mientras abría—. Recojo el correo, riego las plantas y esas cosas.

Se quitó un calcetín, le hizo un nudo y lo utilizó para ponerle un calce a la puerta, impidiendo que se cerrara.

—Es agradable volver de visita, pero... —Empujó un poco la puerta para asegurarse de que no se cerraría—. Otra vez, no.

Lo primero que me llamó la atención de la habitación fue que había una atmósfera extraña. Al principio creí que quizá estuvie­ra insonorizada, como la de Alder Whin, pero miré alrededor y vi que las paredes y el techo eran de piedra gris. Entonces pensé que quizá el aire estuviera viciado, pero cuando aspiré olí a lavanda y a ropa de cama limpia. Casi notaba una presión en los oídos, como si estuviera debajo del agua, solo que no era ese el caso, por supuesto. Agité una mano delante de mi cara para comprobar si el aire era diferente, más denso; pero no lo era.

—Molesto, ¿verdad? —Me volví. Elodin me estaba mirando—. Me sorprende que lo hayas notado. Muy pocos lo notan.

Aquella habitación era mejor que la de Alder Whin. Tenía una cama con dosel, un mullido sofá, una estantería vacía y una gran mesa con varias sillas. Lo más destacado eran las enormes venta­nas, con vistas a los jardines. Vi un balcón, pero no vi ninguna for­ma de llegar a él.

—Mira esto —dijo Elodin.

Cogió una de las sillas de madera, la levantó con ambas manos, giró sobre sí mismo y la lanzó con todas sus fuerzas contra una ventana. Me encogí, pero en lugar de un estruendo terrible, solo se oyó un débil ruido de madera al astillarse. La silla cayó al sue­lo convertida en un amasijo de madera y tapizado.

—Me pasaba horas haciendo esto —dijo Elodin; respiró hondo y contempló la habitación con nostalgia—. En los viejos tiempos.

Me acerqué a las ventanas para examinarlas. Eran más gruesas de lo habitual, pero no excesivamente. Parecían normales, con ex­cepción de unas débiles vetas rojas que discurrían por ellas. Examiné el marco de la ventana. También era de cobre. Miré lenta­mente alrededor, fijándome en las paredes de piedra desnuda y no­tando la extraña y pesada atmósfera. Vi que la puerta ni siquiera tenía pomo en la parte de dentro, y mucho menos cerradura. «¿Por qué se tomaría alguien la molestia de hacer una puerta de cobre?», pensé.

Decidí formular la segunda pregunta:

—¿Cómo salió de aquí?

—¡Por fin! —dijo Elodin con un deje de exasperación.

Se dejó caer en el sofá.

—Verás, un día Elodin el Grande se encontró encerrado en una alta torre. —Abrió un brazo abarcando toda la habitación—. Le habían quitado sus herramientas: la moneda, la llave y la vela. Además, en su celda no había ninguna puerta. Ni ventanas. —Las señaló con desdén—. Hasta el nombre del viento estaba fuera de su alcance gracias a las hábiles maquinaciones de sus captores.

Elodin se levantó del sofá y empezó a pasearse por la habi­tación.

—Solo había piedra dura y lisa alrededor. Era una celda de la que nadie había logrado escapar jamás.

Elodin dejó de pasearse y levantó un dedo con teatralidad.

—Pero Elodin el Grande conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban a sus órdenes. —Se plantó ante la pared gris, junto a las ventanas—. Le dijo a la piedra: ¡RÓMPETE!, y la...

Elodin se interrumpió y ladeó la cabeza con gesto de curiosi­dad. Entrecerró los ojos.

—Mierda, lo han cambiado —dijo en voz baja—. Vaya. —Se acercó más a la pared y le puso una mano encima.

Dejé de prestarle atención. Wil y Sim tenían razón: el tipo esta­ba mal de la cabeza. ¿Qué pasaría si yo salía corriendo de la habi­tación, desatrancaba la puerta y la cerraba? ¿Me lo agradecerían los otros maestros?

—Oh —dijo de pronto Elodin, riendo—. No son tontos del todo; —Se retiró un par de pasos de la pared—. CYAERBASA-LIEN.

Vi moverse la pared. Onduló como una alfombra colgada y golpeada con un palo. Y entonces... se derrumbó. Como agua oscura vertida de un cubo, toneladas de fina arena gris se derra­maron por el suelo, cubriéndole los pies a Elodin hasta las panto-rrillas.

La luz del sol y el canto de los pájaros inundaron la habitación. Donde antes había una gruesa y sólida pared, ahora había un agu­jero lo bastante grande para que un carro pasara por él.

Pero el agujero no estaba abierto del todo: lo cubría un mate­rial verde. Parecía una red sucia y enredada, pero era demasiado irregular para ser una red. Más bien parecía una gruesa y destro­zada telaraña.

—Eso no estaba —comentó Elodin, como si se disculpara, mientras sacaba los pies de la arena gris—. La primera vez fue mu­cho más impresionante, te lo aseguro.

Me quedé allí plantado, aturdido por lo que acababa de ver. Aquello no era simpatía. Jamás había visto nada parecido. Solo podía pensar en las palabras de la historia que tantas veces había oído: «Y Táborlin el Grande le dijo a la piedra: ¡RÓMPETE!, y la piedra se rompió...».

Elodin arrancó una de las patas de la silla y la utilizó para apo­rrear aquella película verde y enredada que cubría el orificio. La telaraña se rompió con facilidad por varios sitios, o se desmenu­zó. En los sitios donde era más gruesa, Elodin utilizó la pata de la silla como palanca para apartar los pedazos. Cuando se doblaba o se rompía, la telaraña relucía bajo la luz del sol. «Más cobre», pensé. Había vetas de cobre discurriendo a través de los bloques de piedra que conformaban la pared.

Elodin soltó la pata de la silla y se asomó por el orificio. Desde la ventana, lo vi apoyarse contra la blanca barandilla de piedra del balcón.

Lo seguí afuera. Nada más salir al balcón, el aire dejó de pare­cer tan extrañamente denso.

—Dos años —dijo Elodin contemplando los jardines—. Podía ver este balcón, pero no podía salir a él. Podía ver el viento, pero no podía oírlo, ni notarlo en la cara. —Pasó una pierna por encima de la barandilla de piedra y se sentó sobre ella; luego saltó al trozo de tejado plano que había debajo. Caminó por el tejado, ale­jándose del edificio.

Salté también la barandilla y seguí al maestro hasta el borde del tejado. Solo estábamos a una altura de unos seis metros, pero los jardines y las fuentes que se extendían en todas direcciones com­ponían un paisaje espectacular. Elodin se quedó de pie peligrosa­mente cerca del borde, con la túnica de maestro ondulando alre­dedor de él como una bandera negra. La verdad es que ofrecía una imagen impresionante, si pasabas por alto el hecho de que todavía llevaba un solo calcetín.

Me puse a su lado, al borde del tejado. Sabía cuál tenía que ser mi tercera pregunta.

—¿Qué tengo que hacer —pregunté— para estudiar nomina­ción con usted?

Elodin me miró con gesto sereno, como valorándome.

—Saltar —dijo—. Saltar de este tejado.

Entonces fue cuando comprendí que todo aquello había sido una prueba. Elodin me había estado midiendo desde que nos ha­bíamos visto por primera vez. Sentía, a su pesar, respeto por mi te­nacidad, y le había sorprendido que hubiera notado algo raro en la atmósfera de su habitación. Estaba a punto de aceptarme como pupilo.

Pero necesitaba más: necesitaba una prueba de mi entrega. Una demostración. Un acto de fe.

Y mientras estaba allí de pie, me vino a la mente un fragmento de la historia: «Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó hasta el sue­lo suavemente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la dulzura del beso de una madre».

Elodin sabía el nombre del viento.

Sin dejar de mirarlo a los ojos, salté del borde del tejado.

La expresión de Elodin era maravillosa. Nunca he visto a un hombre tan asombrado. Al caer, giré un poco sobre mí mismo, y Elodin permaneció en mi campo de visión. Le vi levantar un poco una mano, como si hiciera un tardío intento de sujetarme.

Me sentí ingrávido, como si flotara.

Y entonces caí contra el suelo. No suavemente, como se posa una pluma, sino con dureza. Como un ladrillo al golpear los ado­quines de una calle. Aterricé de espaldas, con el brazo izquierdo debajo del cuerpo. Al dar mi cabeza contra el suelo, lo vi todo ne­gro y me quedé sin aire en los pulmones.

No perdí el conocimiento. Me quedé allí tendido, sin poder respirar ni moverme. Recuerdo que pensé, convencido, que esta­ba muerto. Que estaba ciego.

Al final recobré la visión, y me puse a parpadear contra la re­pentina claridad del cielo azul. Me dolía mucho un hombro y no­taba el sabor de la sangre en la boca. No podía respirar. Intenté ro­dar sobre mí mismo para liberar el brazo, pero mi cuerpo no me obedecía. Me había roto el cuello... la espalda...

Al cabo de unos largos y aterradores momentos, conseguí dar una bocanada, y luego otra. Exhalé un suspiro de alivio y comprendí que al menos tenía una costilla rota, además de todo lo demás; pero moví un poco los dedos de las manos, y luego los de los pies. Funcionaban. No me había partido la columna ver­tebral.

Mientras yo estaba allí tendido, calibrando mi suerte y las cos­tillas que tenía rotas, Elodin apareció en mi campo de visión.

Me miró y dijo:

—Felicidades. Esa ha sido la cosa más estúpida que he visto ja­más. —Su expresión era una mezcla de admiración e increduli­dad—. Jamás.





Y entonces fue cuando decidí dedicarme al noble arte de la artifi-cería. No me quedaban muchas opciones. Antes de ayudarme a ir cojeando hasta la Clínica, Elodin me dejó claro que una persona lo bastante estúpida para saltar desde un tejado era demasiado in­sensata para que él le dejara sujetar una cuchara en su presencia, y mucho menos estudiar algo tan «profundo y volátil» como la nominación.

Con todo, el rechazo de Elodin no me decepcionó mucho. Tan­to si era magia de cuento como si no, no me entusiasmaba la idea de estudiar con un hombre cuya primera lección me había dejado con tres costillas rotas, una conmoción cerebral leve y un hombro dislocado.




47

Púas





Dejando aparte los dificultosos inicios, mi primer bimestre transcurrió con tranquilidad. Estudié en la Clínica, y apren­dí más sobre el cuerpo y sobre cómo curarlo. Practicaba siaru con Wilem y a cambio lo ayudaba a él a mejorar su atur.

Entré en artificería y aprendí a soplar vidrio, a preparar alea­ciones, a trefilar y a grabar el metal, y a esculpir la piedra.

Casi todas las noches iba a trabajar al taller de Kilvin. Rompía los moldes de los vaciados de bronce, lavaba piezas de vidrio y molía mineral de oro y de hierro para las aleaciones. No era un trabajo duro, pero todos los ciclos Kilvin me daba una iota de co­bre, y a veces dos. Daba la impresión de que Kilvin tuviera un gran tablón de cuentas en su metódica cabeza, en el que anotara meti­culosamente las horas que trabajaba cada alumno.

También aprendí cosas de carácter menos académico. Mis compañeros de dormitorio del Arcano me enseñaron a jugar a un juego de cartas, el «aliento de perro». Yo les devolví el favor dán­doles una lección improvisada de psicología, probabilidad y des­treza manual. Después de que les ganara casi dos talentos, dejaron de invitarme a participar en sus juegos.

Congenié mucho con Wilem y con Simmon. Tenía otros amigos, pero no demasiados, y ninguno tan íntimo como Wil y Sim. Mi rápido ascenso a E'lir hizo que la mayoría de los otros alumnos se distanciaran de mí, ya fuera porque me tenían celos o porque me admiraban.

Y luego estaba Ambrose. Considerarnos meramente enemigos sería no captar el verdadero talante de nuestra relación. Era más bien como si los dos fuéramos socios de una empresa dedicada a perseguir el mutuo objetivo de odiarnos el uno al otro.

Sin embargo, incluso con mi vendetta contra Ambrose, yo dis­ponía de mucho tiempo libre. Como no podía pasarlo en el Archi­vo, dedicaba parte de ese tiempo a cultivar mi reputación en ciernes.

Veréis, mi espectacular llegada a la Universidad había causado un revuelo considerable. Había entrado en el Arcano en tres días en lugar de en tres bimestres, que era lo habitual. Era el miembro más joven, con casi dos años de diferencia. Había desafiado abiertamente a un maestro delante de toda la clase y me había salvado de la expulsión. Me habían azotado y no había llorado ni sangrado.

Por si eso fuera poco, había conseguido enfurecer al maestro Elodin hasta el punto de que él me había empujado desde el teja­do de las Gavias. Dejé que esa historia circulara sin corregirla, pues era preferible a la bochornosa verdad.

Todo eso era suficiente para generar un constante flujo de ru­mores sobre mí, y decidí aprovecharme de ello. La reputación es como una especie de armadura, o un arma que puedes blandir en caso de necesidad. Decidí que, ya que iba a ser arcanista, ¿por qué no ser un arcanista famoso?

Así que solté unas cuantas informaciones: me habían admitido sin carta de recomendación. Los maestros me habían dado tres ta­lentos en lugar de cobrarme la matrícula. Había sobrevivido va­rios años en las calles de Tarbean, viviendo de mi ingenio.

Incluso lancé unos cuantos rumores que eran auténticas sande­ces, mentiras descaradas que la gente repetía pese a que resultaba evidente que no eran ciertas. Tenía sangre de demonio en las ve­nas. Veía en la oscuridad. Solo dormía una hora todas las noches. Cuando había luna llena, hablaba en sueños, en un idioma extra­ño que nadie entendía.

Basil, mi antiguo compañero de litera de las Dependencias, me ayudó a propagar esos rumores. Yo me inventaba la historia, él se la contaba a unos cuantos, y juntos veíamos cómo se extendían como el fuego por un campo. Era un pasatiempo muy entretenido.

Pero lo que más hizo aumentar mi reputación fue mi enemistad con Ambrose. A todo el mundo le sorprendía que yo me atreviera a desafiar abiertamente al primogénito de un poderoso noble.

El primer bimestre tuvimos varios encontronazos fuertes. No os aburriré con los detalles. Nos cruzábamos, y Ambrose hacía al­gún comentario brusco, lo bastante alto para que lo oyera todo el mundo. O se burlaba de mí fingiendo que me hacía un cumplido: «De verdad, tienes que decirme a qué peluquero vas...».

Todo el mundo que tenía un poco de sentido común sabía cómo comportarse con un noble arrogante. El sastre al que yo ha­bía aterrorizado en Tarbean supo muy bien qué tenía que hacer. Te llevas los palos, agachas la cabeza y acabas cuanto antes.

Pero yo siempre me defendía, y aunque Ambrose era inteligen­te y tenía una labia considerable, no podía competir con mi lengua de artista itinerante. Yo me había criado en los escenarios, y gra­cias a mi ingenio de Ruh, siempre salía ganando en nuestros in­tercambios verbales.

A pesar de todo, Ambrose seguía provocándome, como un perro demasiado estúpido para evitar a un puercoespín. Me mordía y se marchaba con la cara llena de púas. Y cada vez que nos separá­bamos, nos odiábamos un poco más el uno al otro.

Nuestros compañeros lo veían, y al final del bimestre yo me ha­bía hecho famoso por mi valentía. Pero la verdad es, simplemente, que no tenía miedo.

Veréis, no es lo mismo. En Tarbean, yo había sentido verdade­ro miedo. Me daban miedo el hambre, la neumonía, los guardias con botas con tachuelas, los chicos mayores que yo con cuchillos hechos con cristales de botella. Para enfrentarme a Ambrose no necesitaba verdadera valentía. Sencillamente, Ambrose no me ins­piraba ningún miedo. Lo veía como un payaso engreído. Pensaba que era inofensivo.

Y me equivocaba.





























48

Interludio: otra clase de silencio





Sentado en la Roca de Guía, Bast intentaba tener las manos quietas sobre el regazo. Había respirado quince veces desde que Kvothe dejara de hablar, y el inocente silencio que se había forma­do como una laguna transparente alrededor de los tres empezaba a oscurecerse y convertirse en otra clase de silencio. Bast respiró otra vez, dieciséis, y se preparó para el momento cuya llegada temía.

No sería justo decir que Bast no le tenía miedo a nada, porque solo los locos y los sacerdotes no tienen nunca miedo. Pero es cier­to que había muy pocas cosas que lo turbaban. Las alturas, por ejemplo, no le gustaban mucho. Y las torrenciales tormentas de verano que había en esa región, que teñían el cielo de negro y des­trozaban los robles de profundas raíces, le hacían sentirse incó­modamente pequeño e impotente.

Pero en el fondo nada lo asustaba: ni las tormentas, ni las es­caleras altas, ni siquiera los escrales. Bast era valiente a fuerza de no tener miedo. No había nada que lo hiciera palidecer, y si pali­decía, no era por mucho tiempo.

Bueno, no le agradaba la idea de que le hicieran daño, por su­puesto. De que le clavaran una herramienta de hierro o lo quemasen con brasas de carbón, por ejemplo. Pero el que no le gustara ima­ginar su sangre derramada no significaba que temiera esas cosas. Sencillamente, prefería evitarlas. Para temer de verdad algo tienes que detenerte a pensar en ello. Y como no había nada que hiciera presa en la mente de Bast de esa manera, no había nada que su co­razón temiera de verdad.

Pero los corazones pueden cambiar. Diez años atrás, Bast había resbalado cuando trepaba a un alto renelo para coger fruta para una muchacha que le gustaba. Después de resbalar, se quedó col­gado durante un minuto, cabeza abajo, antes de caer. En ese largo minuto, un pequeño temor arraigó en él, y no lo había abandona­do desde entonces.

De la misma manera, Bast había adquirido otro miedo última­mente. Hacía un año, era todo lo temerario que puede llegar a ser un hombre sensato, pero ahora Bast le tenía miedo al silencio. No al silencio normal debido, sencillamente, a la ausencia de cosas que se mueven alrededor y que producen ruido. Bast le tenía mie­do al hondo y cansado silencio que se producía a veces alrededor de su maestro y que lo envolvía como una invisible mortaja.

Bast volvió a respirar: diecisiete. Se controló para no retorcer­se las manos mientras esperaba a que aquel hondo silencio inva­diera la habitación. Esperó a que cristalizara y enseñara los dien­tes junto al borde de la fría quietud que se había acumulado en la Roca de Guía. Sabía de qué manera aparecía, como la helada en una madrugada de invierno, endureciendo el agua acumulada en las rodadas de los carromatos.

Pero antes de que Bast pudiera volver a respirar, Kvothe se ende­rezó en el asiento y le hizo una seña a Cronista para que dejara la pluma. Bast estuvo a punto de llorar al notar que el silencio se dis­persaba, como un oscuro pájaro que, asustado, emprende el vuelo.

Kvothe dio un suspiro, entre molesto y resignado.

—Tengo que admitir —dijo— que no estoy seguro de cómo abordar la siguiente parte de la historia.

Bast, temiendo que el silencio se prolongara demasiado, dijo con voz chirriante:

—¿Por qué no te limitas a hablar primero de lo más importan­te? Luego puedes retroceder y mencionar otras cosas, si lo crees necesario.

—Como si fuera sencillo —dijo Kvothe con aspereza—. ¿Qué es lo más importante? ¿Mi magia o mi música? ¿Mis triunfos o mis delirios?

Bast se ruborizó y se mordió los labios.

Kvothe soltó el aire de golpe.

—Perdóname, Bast. Es un buen consejo, como suelen serlo to­dos tus consejos aparentemente estúpidos. —Apartó la mesa de la silla—. Pero antes de continuar, el mundo real me impone ciertas obligaciones que no puedo seguir eludiendo. ¿Queréis disculpar­me un momento?

Cronista y Bast se levantaron también, estiraron las piernas y atendieron también sus necesidades. Bast encendió las lámparas. Kvothe sacó más queso, pan y unas salchichas muy especiadas. Co­mieron e hicieron algún débil intento de entablar una conversación superficial, pero estaban distraídos, pensando en la historia.

Bast se comió la mitad de todo. Cronista también comió, pero no tanto. Kvothe dio un par de bocados antes de decir:

—Adelante, pues. Música y magia. Triunfo y delirio. Pensad. ¿Qué necesita nuestra historia? ¿Qué elemento vital le falta?

—Mujeres, Reshi —saltó Bast—. Hay una escasez tremenda de mujeres.

Kvothe sonrió.

—«Mujeres» no, Bast. Una mujer. La mujer. —Kvothe miró a Cronista—. Has oído cosas sueltas, no lo dudo. Yo te contaré la verdad sobre ella. Aunque temo no estar a la altura del reto.

Cronista cogió la pluma, pero antes de que la mojara en el tin­tero, Kvothe levantó una mano.

—Antes de empezar, dejadme decir una cosa. He relatado his­torias en el pasado, he pintado imágenes con palabras, he conta­do grandes mentiras y verdades aún más duras. Una vez le canté los colores a un ciego. Toqué durante siete horas, pero al final me dijo que los veía: verde, rojo y dorado. Creo que eso fue más fácil que lo que intento hacer ahora. Tratar de que la entendáis descri­biéndola solo con palabras. Vosotros nunca la habéis visto ni habéis oído su voz. No podéis entenderlo.

Kvothe le hizo una seña a Cronista para que cogiera la pluma.

—Aun así, lo intentaré. Ella está ahora en los bastidores, a pun­to de salir a escena. Preparemos el escenario para su entrada...





















49

La naturaleza de las criaturas salvajes





Para aproximarse a una criatura salvaje es necesario tener cuida­do. El sigilo no sirve de nada. Las criaturas salvajes reconocen el sigilo y saben que es una mentira y una trampa. Si bien a veces las criaturas salvajes juegan a juegos de sigilo y, al hacerlo, en ocasio­nes son presa del sigilo, en realidad el sigilo nunca las atrapa.

Pues bien. Con lento cuidado, más que con sigilo, es como de­bemos aproximarnos a determinada mujer. Una mujer salvaje hasta tal punto que temo abordarla demasiado deprisa incluso en una historia. Si me moviera de modo imprudente, podría asustar a la idea de esa mujer y hacerla salir volando precipitadamente.

Así que, con lento cuidado, hablaré de cómo la conocí. Y para eso debo hablar de los sucesos que me llevaron, a regañadientes, al otro lado del río y a Imre.





Terminé mi primer bimestre con tres talentos de plata y una sola iota. Hacía poco tiempo, eso me habría parecido una fortuna. Ahora solo esperaba que fuera suficiente para pagar la matrícula de otro bimestre y una cama en las Dependencias.

En la Universidad, el último ciclo de cada bimestre estaba re­servado a los exámenes de admisión. Se cancelaban las clases y los maestros pasaban varias horas todos los días examinando a los alumnos. Tu matrícula del bimestre siguiente dependía del re­sultado de ese examen. Un sorteo determinaba qué día y a qué hora te presentarías en Admisiones.

De esa breve entrevista dependían muchas cosas. Si fallabas unas cuantas preguntas, el precio de tu matrícula podía duplicar­se. Todos los alumnos querían examinarse lo más tarde que fuera posible, porque así tenían más tiempo para estudiar y prepararse. Una vez celebrado el sorteo, se iniciaba un intenso trueque de ho­ras de examen. Se intercambiaban dinero y favores, puesto que todos pugnaban por conseguir una hora que les fuera bien.

Yo tuve la suerte de que me tocara una hora a media mañana en Prendido, el último día de admisiones. Si hubiera querido, ha­bría podido vender mi hora, pero preferí aprovechar ese tiempo extra para estudiar. Sabía que mi examen tenía que ser brillante, porque a varios de los maestros ya no los impresionaba tanto. El truco de espiar a los otros alumnos estaba descartado esta vez: sa­bía que era motivo de expulsión, y no podía correr ese riesgo.

Había estudiado mucho con Wil y con Sim, pero los exámenes de admisión eran difíciles. La mayoría de las preguntas me resul­taron un paseo, aunque Hemme adoptó una actitud abiertamente hostil y me hizo preguntas con más de una respuesta, de modo que nada de lo que yo decía era correcto. Brandeur también me lo puso difícil; era evidente que estaba ayudando a Hemme a vengar­se de mí. Las preguntas de Lorren eran indescifrables, pero más que ver la desaprobación en su cara, la sentía.

Después esperé, nervioso, a que los maestros estipularan mi matrícula. Al principio hablaban en voz baja y con calma, pero al poco rato subieron el tono de voz. Al final, Kilvin se levantó y apuntó a Hemme con un dedo, gritando y golpeando la mesa con la otra mano. Hemme guardó la compostura mejor de lo que ha­bría hecho yo si me hubiera enfrentado a ciento veinte kilos de en­furecido y rugiente artífice.

Cuando el rector consiguió recuperar las riendas de la situa­ción, me llamaron y me entregaron mi recibo. «E'lir Kvothe. Bi­mestre de otoño. Matrícula: 3 Tin. 9 It. 7 Fe.»

Ocho iotas más de lo que tenía. Salí de la sala de profesores, aparqué el vacío que sentía en las entrañas e intenté pensar en cómo podía hacerme con más dinero antes del mediodía del día si­guiente.

Pasé por los dos cambistas ceáldicos de ese lado del río. Tal como sospechaba, no quisieron prestarme ni un solo ardite. Aunque no me sorprendió, la experiencia fue aleccionadora, y volvió a recor­darme lo diferente que era yo de los otros estudiantes. Ellos tenían familias que les pagaban la matrícula y que les daban asignaciones para cubrir sus gastos. Tenían nombres honrosos a los que podían recurrir en caso de apuro. Tenían objetos que podían empeñar o vender. Y si la cosa se ponía muy fea, tenían casas a las que volver.

Yo no tenía nada de todo eso. Si no conseguía ocho iotas más para pagar mi matrícula, no tendría a donde ir.

La opción más sencilla parecía pedirle prestado dinero a algún amigo, pero valoraba demasiado a mi puñado de amigos como para arriesgarme a perderlos por dinero. Como decía mi padre: «Hay dos formas infalibles de perder a un amigo: una es pedirle dinero prestado, y la otra, prestárselo».

Además, yo hacía todo lo posible para disimular mi pobreza. El orgullo es absurdo, pero es una fuerza poderosa. Solo les habría pedido dinero a mis amigos como último recurso.

Me planteé brevemente robar ese dinero, pero sabía que no era una buena idea. Si me sorprendían con la mano en algún bolsillo, me llevaría algo más que un bofetón. Con suerte, me meterían en la cárcel y me obligarían a someterme a la ley del hierro. Y sin suer­te, acabaría ante las astas del toro y me expulsarían por conducta impropia de un miembro del Arcano. No podía correr ese riesgo.

Necesitaba un renovero, uno de esos peligrosos personajes que prestaban dinero a la gente desesperada. Quizá los hayáis oído llamar de otra forma más romántica, «halcones de cobre», pero generalmente se los llama buitres o urracas. Están en todas partes, se los llame como se los llame. Lo difícil es encontrarlos. Suelen ser muy reservados, porque su negocio es semilegal, como mucho.

Pero vivir en Tarbean me había enseñado una o dos cosas. Pasé un par de horas visitando las tabernas más sórdidas de los alrededo­res de la Universidad, entablando conversaciones superficiales y ha­ciendo preguntas tontas. Luego visité una casa de empeño llamada El Penique Doblado, e hice algunas preguntas más intencionadas. Por fin me enteré de dónde tenía que ir. Al otro lado del río, a Imre.

















50

Negociaciones





Imre estaba a un poco más de tres kilómetros de la Universidad, en la orilla este del río Omethi. Como solo estaba a dos días de Tarbean en coche rápido, muchos nobles, políticos y cortesanos adinerados vivían allí. Quedaba cerca del centro gubernativo de la Mancomunidad, pero a la vez a una cómoda distancia del olor a pescado podrido, a brea caliente y a vómito de marinero borracho.

Imre era un refugio para los artistas. Había músicos, drama­turgos, escultores, bailarines y practicantes de un centenar de otras artes menores, incluso de la más modesta de todas: la poe­sía. Los actores acudían a Imre porque esta ofrecía lo que más ansia todo artista: un público apreciativo y acomodado.

Imre también se beneficiaba de su proximidad a la Universidad. El acceso a instalaciones de agua y a lámparas simpáticas mejora­ba la calidad de la atmósfera de la ciudad. Era fácil conseguir buen cristal, de modo que en muchas casas había ventanas y espejos. Las lentes y las gafas, aunque caras, eran fáciles de conseguir.

Pese a todo eso, las dos poblaciones no se tenían mucho cari­ño. A la mayoría de los ciudadanos de Imre no les gustaba la idea de un millar de mentes que jugueteaban con fuerzas oscuras que era mejor dejar en paz. Oyendo hablar al ciudadano medio, era fácil olvidar que en ese rincón del mundo no habían visto quemar a ningún arcanista desde hacía casi trescientos años.

En honor a la verdad, hay que mencionar que la Universidad también sentía un vago desprecio por la población de Imre, pues la calificaba de autocompasiva y decadente. Las artes que tan elevadas se consideraban en Imre se tenían por frivolas en la Univer­sidad. Muchas veces, se decía que los estudiantes que dejaban la Universidad «habían cruzado el río»; implícitamente eso signifi­caba que las mentes que eran demasiado débiles para los estudios académicos tenían que dedicarse a juguetear con las artes.

En realidad, la gente era hipócrita a ambas orillas del río. Los estudiantes universitarios despotricaban de los frivolos músicos y de los informales actores, y luego hacían largas colas y pagaban para ver sus actuaciones. Los vecinos de Imre protestaban de las artes antinaturales que se practicaban a tres kilómetros de la ciu­dad, pero cuando un acueducto se derrumbaba o alguien caía de pronto enfermo, no dudaban en llamar a ingenieros y a médicos educados en la Universidad.

En general, era una tregua molesta y que venía de largo, en la que ambas partes se quejaban al mismo tiempo que mantenían una reacia tolerancia. Al fin y al cabo, aquella gente tenía sus utilida­des, solo que no te gustaría que tu hija se casara con uno de ellos...

Dado que Imre era un refugio para la música y el teatro, quizá penséis que yo pasaba mucho tiempo allí, pero nada podría estar más lejos de la verdad. Solo había estado en Imre una vez. Wilem y Simmon me habían llevado a una posada donde tocaba un trío de hábiles músicos: laúd, flauta y tambor. Pedí una jarra de cerve­za pequeña que me costó medio penique y me relajé, dispuesto a disfrutar de una velada con mis amigos...

Pero no pude. Apenas unos minutos después de que empezara a sonar la música, casi salí corriendo del local. Dudo mucho que podáis entender por qué, pero supongo que si quiero que esto ten­ga algún sentido, tendré que explicároslo.

No soportaba oír música y no formar parte de ella. Era como ver a la mujer que amas acostándose con otro hombre. No. No es eso. Era como...

Era como los consumidores de resina que había visto en Tar-bean. La resina de denner era ilegal, por supuesto, pero había par­tes de la ciudad en que eso no importaba. La resina se vendía en­vuelta en papel encerado, como los pirulís o los tofes. Mascarla te llenaba de euforia. De felicidad. De satisfacción.

Pero pasadas unas horas estabas temblando, dominado por una desesperada necesidad de consumir más, y esa ansia empeo­raba cuanto más tiempo llevabas consumiéndola. Una vez, en Tarbean, vi a una joven de no más de dieciséis años con los reve­ladores ojos hundidos y los dientes exageradamente blancos de los adictos perdidos. Le estaba pidiendo un «caramelo» de resina a un marinero, que lo sostenía fuera de su alcance, burlándose de ella. Le decía a la chica que se lo daría si se desnudaba y bailaba para él allí mismo, en medio de la calle.

La chica lo hizo, sin importarle quién pudiera estar mirando, sin importarle que fuera casi el Solsticio de Invierno y que en la calle hubiera diez centímetros de nieve. Se quitó la ropa y bailó desenfrenadamente; le temblaban las pálidas extremidades, y sus movimientos eran patéticos y espasmódicos. Entonces, cuando el marinero rió y negó con la cabeza, ella cayó de rodillas en la nie­ve, suplicando y sollozando, agarrándose desesperadamente a las piernas del marinero, prometiéndole que haría cualquier cosa que le pidiera, cualquier cosa...

Así era como me sentía yo cuando oía tocar a unos músicos. No podía soportarlo. La ausencia diaria de mi música era como un dolor de muelas al que me había acostumbrado. Podía vivir con ello. Pero no soportaba ver cómo agitaban delante de mí el objeto de mi deseo.

Así que evité ir a Imre hasta que el problema de mi matrícu­la del segundo bimestre me obligó a cruzar de nuevo el río. Me había enterado de que Devi era la persona a la que cualquiera po­día pedir un préstamo, por desesperadas que fueran las circuns­tancias.





Así que crucé el Omethi por el Puente de Piedra y me encaminé ha­cia Imre. Para llegar al negocio de Devi había que tomar un calle­jón y subir por una estrecha escalera que había detrás de una car­nicería. Esa parte de Imre me recordó a la Ribera de Tarbean. El empalagoso olor a grasa rancia proveniente de la carnicería me hizo agradecer la fresca brisa otoñal.

Al llegar ante la gruesa puerta vacilé y oteé el callejón. Estaba a punto de meterme en asuntos peligrosos. Un prestamista ceáldi-co podía llevarte a juicio si no le devolvías el préstamo. Un reno­vero sencillamente hacía que te dieran una paliza, o que te roba­ran, o ambas cosas. Lo que estaba haciendo no era inteligente. Estaba jugando con fuego.

Pero no tenía alternativa. Respiré hondo, me cuadré de hom­bros y llamé a la puerta.

Me sequé las sudorosas palmas de las manos en la capa, con la esperanza de tenerlas razonablemente secas cuando le estrechara la mano a Devi. En Tarbean había aprendido que la mejor forma de tratar con esa clase de individuos era aparentar seguridad y confianza. Su trabajo consistía en aprovecharse de la debilidad de los demás.

Oí cómo descorrían un pesado cerrojo; entonces la puerta se abrió y vi a una joven con el cabello liso y rubio rojizo enmarcan­do una carita de duendecillo. La chica me sonrió, monísima.

—¿Sí?

—Busco a Devi —dije.

—Ya la has encontrado —me contestó—. Pasa.

Entré; ella cerró la puerta y corrió el cerrojo. La habitación no tenía ventanas, pero estaba bien iluminada y olía a lavanda, lo cual representaba un agradable cambio respecto al olor del calle­jón. Había tapices en las paredes, pero los únicos muebles eran un pequeño escritorio, una estantería y una gran cama con dosel con las cortinas corridas.

—Por favor —dijo la joven señalando el escritorio—. Siéntate.

Se sentó detrás del escritorio y entrelazó las manos sobre el ta­blero. Cuando vi cómo se manejaba rectifiqué respecto a su edad. La había calculado mal por su corta estatura, pero aun así, no po­día tener mucho más de veintitantos años, y eso no era lo que yo esperaba encontrar.

Devi pestañeó con gracia.

—Necesito un préstamo —dije.

—¿Qué te parece si primero me dices cómo te llamas? —Son­rió—. Tú ya sabes mi nombre.

—Kvothe.

—¿En serio? —Arqueó una ceja—. Me han contado un par de cosas sobre ti. —Me miró de arriba abajo—. Creía que serías más alto.

Yo habría podido decir lo mismo. La situación me había pilla­do desprevenido. Me había preparado para vérmelas con un ma­tón musculoso, y para unas negociaciones cargadas de amenazas mal disimuladas y de bravuconadas. No sabía cómo reaccionar ante aquella niña inocente y risueña.

—¿Qué te han contado? —pregunté para llenar el silencio—. Espero que nada malo.

—Cosas buenas y cosas malas. —Sonrió—. Pero ninguna aburrida.

Entrelacé las manos para tenerlas quietas.

—Bueno, ¿qué hay que hacer exactamente?

—No eres muy bromista, ¿verdad? —Devi dio un breve sus­piro de decepción—. No está mal: directo al grano. ¿Cuánto ne­cesitas?

—Solo un talento —respondí—. Ocho iotas, para ser exactos.

Devi sacudió la cabeza con seriedad, agitando su cabello rubio rojizo.

—Me temo que no puede ser. No me compensa hacer présta­mos tan pequeños.

Fruncí el ceño.

—¿Qué cantidad te compensa?

—Cuatro talentos. Es lo mínimo.

—¿Y los intereses?

—Cincuenta por ciento cada dos meses. Así que si quieres que te preste lo mínimo, serán dos talentos al final del bimestre. Pue­des cancelar toda la deuda por seis si quieres. Pero hasta que yo recupere el capital inicial, tienes que pagarme dos talentos cada bimestre.

Asentí; no estaba muy sorprendido. Era más o menos cuatro veces lo que hasta el más avaricioso prestamista habría cobrado.

—Pero estaría pagando intereses por un dinero que en realidad no necesito.

—No —dijo ella mirándome a los ojos con seriedad—. Estarías pagando intereses por un dinero que habrías pedido prestado. Ese es el trato.

—¿Y no puedes prestarme dos talentos? —propuse—. Así, al final...

Devi movió las manos para interrumpirme.

—No estamos aquí para regatear. Solo te informo de las con­diciones del préstamo. —Sonrió como disculpándose—. Perdóna­me si no lo he dejado claro desde el principio.

Observé la postura de sus hombros, cómo me miraba a los ojos.

—De acuerdo —dije, resignado—. ¿Dónde tengo que firmar?

Devi me miró sin comprender y frunció ligeramente la frente.

—No tienes que firmar nada. —Abrió un cajón y sacó de él una botellita marrón con tapón de cristal. Puso un largo alfiler junto a la botellita, sobre el escritorio—. Solo necesito un poco de sangre.

Me quedé paralizado en la silla, con los brazos junto a los cos­tados.

—No te preocupes —me tranquilizó Devi—. La aguja está lim­pia. Solo necesito tres gotas.

Al final recuperé el habla:

—Lo dices en broma, ¿no?

Devi ladeó la cabeza, y una leve sonrisa rizó una de las comi­suras de su boca.

—¿No lo sabías? —me preguntó, sorprendida—. Aquí no sue­le entrar nadie que no sepa de qué va esto.

—La verdad es que me cuesta creer que alguien... —Me atas­qué, sin saber qué decir.

—No lo hace todo el mundo —me cortó—. Suelo trabajar con estudiantes y ex estudiantes. La gente de este lado del río me to­maría por una especie de bruja, un demonio o algo por el estilo. Los miembros del Arcano saben muy bien por qué les pido sangre y qué puedo hacer con ella.

—¿Tú también eres miembro del Arcano?

—Ex miembro —puntualizó ella, y su sonrisa se difuminó un poco—. Llegué a Re'lar antes de dejar la Universidad. Sé lo suficíente para que, con un poco de tu sangre en mi poder, no puedas esconderte nunca de mí. Te encontraría en cualquier sitio.

—Entre otras cosas —dije, incrédulo, pensando en el modelo de cera que había hecho de Hemme a principios del bimestre, y solo había utilizado un pelo; la sangre era mucho más eficaz para crear un vínculo— podrías matarme.

Devi me miró con franqueza.

—Para ser la nueva estrella del Arcano, eres muy estúpido. Piénsalo bien. ¿Seguiría en mi negocio si tuviera por costumbre cometer felonía?

—¿Están los maestros al corriente de esto?

Devi rió.

—Por el cuerpo de Dios, claro que no. Ni el alguacil, ni el obis­po, ni mi madre. —Se señaló el pecho, y luego me señaló a mí—. Yo lo sé y tú lo sabes. Eso suele bastar para asegurar una buena re­lación de trabajo entre los dos.

—Y ¿qué pasa cuando no basta? —pregunté—. Si no tengo tu dinero a finales del bimestre. ¿Qué pasa entonces?

Devi abrió las manos y se encogió de hombros con indiferencia.

—Entonces llegamos a algún acuerdo entre los dos. Como per­sonas razonables. Trabajas para mí, por ejemplo. Me revelas se­cretos. Me haces favores. —Sonrió y me miró lentamente con ges­to provocativo, riéndose de mi turbación—. Si la cosa pintase mal y te mostraras muy poco colaborador, yo podría venderle tu san­gre a alguien y recuperar mis pérdidas. Todo el mundo tiene ene­migos. —Volvió a encogerse de hombros con despreocupación—. Pero las cosas nunca han llegado a ese punto. Generalmente bas­ta con la amenaza para mantener a la gente a raya.

Escudriñó la expresión de mi rostro y bajó un poco los hombros.

—No seas bobo —dijo con suavidad—. Has entrado aquí cre­yendo que encontrarías a un burdo renovero con cicatrices en los nudillos. Estabas dispuesto a cerrar un trato con alguien que no habría dudado en dejarte para el arrastre si te retrasabas un solo día. Mi forma de trabajar es mejor. Más sencilla.

—Esto es una locura —dije poniéndome en pie—. De ninguna manera.

La risueña expresión de Devi se borró de su rostro.

—No te precipites —dijo sin disimular que se estaba enojan­do—. Te comportas como un granjero que cree que intento com­prarle el alma. Solo es un poco de sangre para que pueda seguirte la pista. Es como una garantía. —Hizo un ademán tranquilizador con ambas manos, como si alisara el aire—. Mira, vamos a hacer una cosa. Te dejo tomar prestado la mitad del mínimo. —Me miró, expectante—. Dos talentos. ¿Te parece mejor así?

—No —respondí—. Discúlpame por haberte hecho perder el tiempo, pero no puedo hacerlo. ¿Hay algún otro renovero por aquí?

—Por supuesto —replicó ella con frialdad—. Pero no me incli­no mucho a darte esa clase de información. —Ladeó la cabeza—. Por cierto, hoy es Prendido, ¿no? ¿No necesitas el dinero de la ma­trícula para mañana antes de mediodía?

—Ya lo encontraré yo solo —le solté.

—Seguro que sí, con lo listo que eres. —Devi hizo un ademán con el dorso de la mano para indicarme que me marchara—. Pue­des irte cuando quieras. Acuérdate de Devi dentro de dos meses, cuando algún matón te esté arrancando los dientes a patadas.





Me marché de casa de Devi y di un paseo por las calles de Imre, nervioso e irritado, tratando de poner en orden mis ideas. Tratan­do de encontrar una solución a mi problema.

Tenía ciertas posibilidades de devolver el préstamo de dos ta­lentos. Tenía previsto ascender pronto en la Factoría. Una vez que me permitieran realizar mis propios proyectos, podría empezar a ganar dinero de verdad. Lo único que necesitaba era aguantar en las clases el tiempo suficiente. Solo era cuestión de tiempo.

En realidad, eso era lo que estaba pidiendo prestado: tiempo. Un bimestre más. ¿Quién sabía qué oportunidades podían pre­sentárseme en los dos meses siguientes?

Pero incluso mientras intentaba convencerme a mí mismo, sa­bía la verdad: no era buena idea. Era buscarse problemas. Me tra­garía el orgullo y vería si Wil, Sim o Sovoy podían prestarme las ocho iotas que necesitaba. Suspiré y me resigné a pasar un bimes­tre durmiendo a la intemperie y hurgando en las basuras para en­contrar algo de comer. Al menos no podía ser peor que los años que había pasado en Tarbean.

Me disponía a volver a la Universidad cuando mi desasosega­do deambular me llevó ante el escaparate de una casa de empeños. Sentí aquel viejo dolor en los dedos...

—¿Cuánto pide por ese laúd de siete cuerdas? —pregunté. Ni aun hoy recuerdo haber entrado en la tienda.

—Cuatro talentos justos —me contestó el propietario alegre­mente. Pensé que debía de ser nuevo en el negocio, o que debía de estar borracho. Los prestamistas nunca son joviales, ni siquiera en ciudades prósperas como Imre.

—Ah —dije sin disimular mi desilusión—. ¿Me dejaría verlo?

El prestamista me lo dio. No era gran cosa. La madera tenía un veteado irregular, y el barniz era basto y estaba arañado. Los tras­tes eran de tripa y había que cambiarlos, pero eso no me preocu­paba mucho, porque de todos modos yo tocaba sin trastes. La caja era de palisandro, de modo que el sonido no podía ser muy sutil. Pero por otra parte, el sonido de un laúd de palisandro se oía mejor en una taberna abarrotada, pues el murmullo de las con­versaciones no lo apagaba tan fácilmente. Di unos golpecitos en la caja con el dedo, y el instrumento emitió un resonante zumbido. No era bonito, pero sí sólido. Empecé a afinarlo; así tenía una ex­cusa para sujetarlo un rato más.

—Podría bajar hasta tres con cinco —dijo el prestamista desde detrás del mostrador.

Detecté desesperación en su voz. Entonces se me ocurrió pensar que no debía de ser fácil vender un laúd feo de segunda mano en una ciudad llena de nobles y de músicos prósperos. Sacudí la cabeza.

—Las cuerdas son viejas. —En realidad estaban bien, pero confié en que el prestamista no lo supiera.

—Cierto —replicó confirmándome su ignorancia—, pero las cuerdas son baratas.

—Supongo —dije sin convicción. Ya tenía un plan. Ajusté cada una de las cuerdas dejándolas un poco desafinadas. Toqué un acorde y escuché el chirriante sonido. Miré el mástil del laúd con gesto especulativo—. Me parece que el mástil está agrietado. —Toqué un acorde menor que sonó aún peor—. ¿A usted le parece que está agrietado? —Volví a tocar, más fuerte.

—¿Tres con dos? —me propuso el prestamista.

—No es para mí —dije como si lo corrigiera—. Es para mi hermano pequeño. El muy imbécil anda todo el día jugando con el mío.

Volví a tocar un acorde e hice una mueca.

—Quizá ese mocoso no me caiga muy bien, pero no soy tan cruel como para comprarle un laúd con el mástil roto. —Hice una pausa. Como el prestamista no decía nada, añadí—: Por tres con dos no me lo quedo.

—¿Tres justos? —repuso él.

Aparentemente, yo sujetaba el laúd con indiferencia y sin mu­cho interés. Pero en el fondo me aferraba a él con fiereza, hasta que se me ponían los nudillos blancos. No espero que lo enten­dáis. Cuando los Chandrian mataron a mi troupe, destrozaron mi familia y mi hogar. Pero en cierto modo fue peor cuando se rom­pió el laúd de mi padre, en Tarbean. Eso había sido como perder una extremidad, un ojo, un órgano vital. Sin mi música, había deambulado durante años por Tarbean, vivo solo a medias, como un veterano lisiado o un muerto viviente.

—Mire —le dije con franqueza—, tengo dos con dos. —Saqué mi bolsa—. Si quiere, puede aceptarlos; y si no, este feo instrumen­to puede seguir acumulando polvo en un estante diez años más.

Lo miré a los ojos, cuidando de que no se reflejara en mi cara lo mucho que necesitaba aquel laúd. Habría hecho cualquier cosa para conseguirlo. Habría bailado desnudo en la nieve. Me habría agarrado a una pierna del prestamista, temblando y frenético, prometiéndole que haría cualquier cosa que me pidiera, cualquier cosa...

Puse dos talentos y dos iotas encima del mostrador; era casi todo el dinero que había ahorrado para pagar la matrícula de ese bimestre. Las monedas hicieron un fuerte ruido cuando las apreté sobre el mostrador, una a una.

El prestamista me miró largo rato, evaluándome. Puse una iota más y esperé. Y esperé. Cuando por fin estiró un brazo para coger el dinero, su demacrada expresión era la que yo estaba acostum­brado a ver en las caras de los prestamistas.





Devi abrió la puerta y sonrió.

—Vaya, la verdad es que no creía que volviera a verte. Pasa. —Echó el cerrojo de la puerta y fue hasta su escritorio—. Pero no puedo decir que me decepcione que hayas venido. —Giró la cabe­za y me lanzó su picara sonrisa—. Esperaba poder hacer un pe­queño negocio contigo. —Se sentó—. ¿Qué? ¿Dos talentos?

—No, mejor cuatro —dije. Era lo que necesitaba para pagar la matrícula y una cama en las Dependencias. Yo podía dormir a la intemperie, aunque lloviera o hiciera viento, pero mi laúd merecía algo mejor.

—Estupendo —dijo ella, y cogió la botella y la aguja.

Necesitaba tener intactas las yemas de los dedos, así que me pinché en el dorso de la mano y vertí tres gotas de mi sangre en la botellita marrón. Se la di a Devi.

—Mete también la aguja dentro.

Lo hice.

Devi mojó el tapón con una sustancia transparente y tapó la botella.

—Un excelente adhesivo de tus amigos de la otra orilla del río —explicó—. No puedo abrir la botella sin romperla. Así, cuando saldes tu deuda, recuperarás la botella intacta y podrás dormir tranquilo sabiendo que no me he quedado nada de tu sangre.

—A menos que tengas el disolvente —señalé.

Devi me miró con ironía.

—No eres muy confiado, ¿verdad? —Se puso a rebuscar en un cajón, sacó un poco de lacre y empezó a calentarlo sobre la lám­para que había encima del escritorio—. ¿No tendrás un sello, un anillo o algo así? —me preguntó mientras vertía el lacre sobre el tapón de la botella.

—Si tuviera alguna joya que vender, no estaría aquí —dije con franqueza, y puse un pulgar en el lacre. Mi dedo dejó una huella reconocible—. Pero esto servirá.

Devi grabó un número en la botella con una aguja de diaman­te, y luego sacó una hoja de papel. Escribió algo y luego agitó una mano para que se secara la tinta.

—Puedes llevarle esto a cualquier prestamista de ambas orillas del río —dijo alegremente, y me entregó la hoja—. Ha sido un pla­cer hacer negocios contigo. Pásate cuando quieras.





Volví a la Universidad con dinero en la bolsa y con el reconfor­tante peso del laúd colgando del hombro. Era un laúd feo, de se­gunda mano, y me había costado dinero, sangre y tranquilidad. Lo quería como a un hijo, como el aire que respiraba, como a mi mano derecha.