El nombre del viento - Patrick Rothfuss (Parte 2)

Segunda parrte







51


Por el mosaico de tejados










A principios del segundo bimestre, Kilvin me dio permiso para estudiar sigaldría. Eso sorprendió a unos cuantos, pero a na­die de la Factoría, donde yo había demostrado ser un trabajador incansable y un alumno aplicado.


La sigaldría, para explicarlo en pocas palabras, es un conjunto de herramientas para canalizar las fuerzas. Es como la simpatía, pero en sólido.


Por ejemplo: si grababas la runa ule en un ladrillo y la runa doch en otro, las dos runas hacían que los ladrillos se pegaran el uno al otro, como si los hubieran unido con argamasa.


Pero no es tan sencillo como parece. En realidad, lo que pasa es que las dos runas revientan los dos ladrillos con la fuerza de su atracción. Para evitarlo, tienes que añadir la runa aru^a, los dos la­drillos. Aru es la runa de la arcilla, y hace que las dos piezas de arcilla se peguen una a otra, solucionando tu problema.


Pero las runas aru y doch no encajan, porque no tienen la for­ma adecuada. Para que encajen, tienes que añadir unas runas de enlace: gea y teh. Luego, para equilibrarlo, tienes que añadir gea y teh al otro ladrillo. Entonces los dos ladrillos se unen sin rom­perse.


Pero solo si los ladrillos son de arcilla. La mayoría de los ladri­llos no lo son. Por eso suele ser mejor mezclar hierro con la arcilla del ladrillo antes de cocerlo. Entonces tienes que utilizar la runa fehr en lugar de la runa aru, claro. Y tienes que cambiar las runas teh y gea para que encajen los extremos...


Como veis, la argamasa es un método más sencillo y más fiable para unir ladrillos.


Estudié sigaldría con Cammar. El tuerto con la cara cubierta de cicatrices era el guardián de Kilvin. Hasta que no le habías de­mostrado a Cammar que entendías bien la sigaldría no te dejaban pasar a un aprendizaje más amplio con alguno de los otros artífi­ces, más experimentados. Los ayudabas con sus proyectos, y ellos, a cambio, te enseñaban los trucos del oficio.


Había ciento noventa y siete runas. Era como aprender un idioma nuevo, solo que había casi doscientas letras que descono­cías, y muchas veces tenías que inventar tus propias palabras. La mayoría de los alumnos tenían que estudiar casi un mes antes de que Cammar los considerara preparados para pasar al siguiente nivel. Algunos alumnos tardaban un bimestre entero.


A mí, en total, me llevó siete días.


¿Cómo lo conseguí?


En primer lugar, estaba motivado. Otros estudiantes podían permitirse el lujo de estudiar a un ritmo pausado. Sus padres o sus mecenas les pagaban los gastos. Yo, en cambio, necesitaba ascen­der deprisa en la Factoría para poder ganar dinero trabajando en mis propios proyectos. Mi prioridad ya no era la matrícula, sino mi deuda con Devi.


En segundo lugar, yo era inteligente. Y la mía no era una inte­ligencia corriente y moliente. Era extraordinariamente inteligente.


Por último, tenía suerte. Así de sencillo.










Subí al mosaico de tejados de la Principalía con mi laúd colgado del hombro. Era un crepúsculo oscuro y nublado, pero yo ya sa­bía el camino. Pisaba con cuidado por las zonas con revestimien­to de chapa embreada, porque sabía que tanto las tejas rojas como las grises de pizarra eran traicioneras.


En algún momento durante la reforma de la Principalía, uno de los patios había quedado completamente aislado. Solo se podía ac­ceder a él trepando por una alta ventana que había en una de las aulas, o bajando por un nudoso manzano si ya estabas en el tejado.


Iba allí a practicar con mi laúd. No podía hacerlo en mi cama de las Dependencias. En esa orilla del río, la música no solo era considerada algo frivolo, sino que si hubiera tocado mientras mis compañeros de dormitorio intentaban dormir o estudiar única­mente habría conseguido ganarme más enemigos. Así que iba allí. Era un sitio perfecto, aislado, y estaba prácticamente en mi puerta.


Los setos estaban muy crecidos y el césped era un desmán de malas hierbas y plantas con flores. Pero debajo del manzano ha­bía un banco que satisfacía perfectamente mis necesidades. Solía ir por la noche, cuando la Principalía estaba cerrada y abandona­da. Pero ese día era Zeden, y eso significaba que si cenaba depri­sa, tendría casi una hora entre la clase de Elxa Dal y mi jornada en la Factoría. Mucho tiempo para practicar.


Sin embargo, esa noche, cuando llegué al patio, vi luces a tra­vés de las ventanas. La clase de Brandeur se estaba alargando.


Así que me quedé en el tejado. Las ventanas del aula estaban cerradas, de modo que no había peligro de que me oyeran.


Apoyé la espalda en una chimenea y empecé a tocar. Pasados unos diez minutos se apagaron las luces, pero decidí quedarme donde estaba en lugar de perder el tiempo bajando.


Estaba tocando «Las cañas de Tomás» cuando el sol salió de detrás de las nubes. Una luz dorada bañó el tejado, se derramó por el alero e iluminó una pequeña parte del patio que había abajo.


Entonces fue cuando oí el ruido. Un repentino susurro, como si hubiera un animal asustado allí abajo. Pero luego oí otra cosa, un ruido que no era el que habrían hecho una ardilla o un conejo en los setos. Era un ruido duro, un golpazo vagamente metálico, como si alguien hubiera dejado caer una pesada barra de hierro.


Dejé de tocar; la melodía inacabada seguía sonando en mi ca­beza. ¿Habría otro estudiante allí abajo, escuchando? Guardé el laúd en su estuche, me acerqué al borde del tejado y miré hacia el patio.


No podía ver a través del denso seto que cubría la mayor par­te del extremo oriental del patio. ¿Habría trepado alguien por la ventana?


La luz del ocaso iba extinguiéndose rápidamente, y cuando bajé por el manzano la mayor parte del patio estaba ya a oscuras. Desde allí comprobé que la ventana estaba cerrada; por ella no había entrado nadie. Aunque oscurecía muy deprisa, la curiosi­dad venció a la cautela y me metí en el seto.


Había tramos en que el seto formaba cavidades; era como es­tar dentro de una concha verde de ramas vivas que dejaban sufi­ciente espacio para permanecer cómodamente agachado. Pensé que aquel sería un buen sitio para dormir si no tenía suficiente dinero para pagarme la cama en las Dependencias el bimestre si­guiente.


Pese a la poca luz que había, comprobé que estaba solo. No ha­bía sitio para que se escondiera allí nada más grande que un co­nejo. Tampoco vi nada que pudiera haber producido aquel soni­do metálico.


Tarareando el pegadizo estribillo de «Las cañas de Tomás», fui a gatas hasta el otro extremo del seto. Cuando salí por el otro lado vi la rejilla de un desagüe. Había visto otras parecidas por la Uni­versidad, pero esa era más antigua y más grande. De hecho, la abertura era lo bastante ancha para que, una vez retirada la reja, pasara por ella una persona.


Con vacilación, cerré una mano alrededor de uno de los fríos barrotes de hierro y tiré de él. La pesada rejilla pivotó sobre una bisagra y se levantó unos ocho centímetros. Yo no entendía por qué no se levantaba más. Tiré más fuerte, pero no conseguí abrir­la del todo. Al final desistí y la dejé en su sitio. Hizo un fuerte rui­do, vagamente metálico. Como si alguien hubiera dejado caer una pesada barra de hierro.


Entonces mis dedos notaron algo que mis ojos habían pasado por alto: un laberinto de muescas grabadas en la superficie de los barrotes. Las examiné más atentamente y reconocí algunas de las runas que estaba aprendiendo con Cammar: ule y dock.


Entonces lo vi todo claro. De repente, el estribillo de «Las ca­ñas de Tomás» encajaba con las runas que había estado estudian­do con Cammar los últimos días:






Ule y doch son


ambas para enlazar,


reh para buscar,


kel para encontrar.


Gea es llave,


teh cerrojo,


pesin agua,


resin roca.






No pude continuar porque sonó la sexta campanada. El soni­do me sacó de mi ensimismamiento, y di un respingo. Pero cuando estiré un brazo para sujetarme, mi mano no tocó hojas y tierra. Tocó algo redondo, duro y suave: una manzana verde.


Salí del seto y me dirigí al rincón noroeste, donde estaba el manzano. No había ninguna manzana en el suelo. Era demasia­do pronto para que cayeran del árbol. Es más, la rejilla de hierro estaba en el lado opuesto del pequeño patio. No podía haber lle­gado rodando hasta tan lejos. Alguien tenía que haberla llevado hasta allí.


Sin saber qué pensar, pero sabiendo que llegaba tarde a mi tur­no de noche en la Factoría, trepé al manzano, recogí mi laúd y corrí hacia el taller de Kilvin.


Más tarde, esa noche, hice encajar los nombres de las runas en el resto de la melodía. Tardé varias horas, pero cuando terminé era como si tuviera un esquema de referencia en la cabeza. Al día siguiente, Cammar me sometió a un largo examen de dos horas, y lo aprobé.










La siguiente etapa de mi educación en la Factoría la hice como aprendiz de Manet, el veterano y melenudo estudiante al que ha­bía conocido nada más llegar a la Universidad. Manet llevaba casi treinta años estudiando en la Universidad, y todos lo conocían como el eterno E'lir. Sin embargo, pese a que conservaba ese ran­go, Manet tenía más experiencia práctica en la Factoría que mu­chos alumnos de rango más elevado.


Manet era paciente y considerado. De hecho, me recordaba a mi antiguo maestro, Abenthy. Solo que Abenthy había recorrido el mundo como incansable calderero, y de todos era sabido que no había nada que Manet deseara más que quedarse en la Universi­dad el resto de su vida, si podía.


Manet empezó poco a poco, enseñándome sencillas fórmulas necesarias para fortalecer el cristal y las pipetas. Bajo su tutela, aprendí artificería tan aprisa como lo aprendía todo, y no tardamos en pasar a proyectos más complejos como devoracalores y lámpa­ras simpáticas.


La artificería de alto nivel, como los relojes simpáticos o los termógiros, todavía estaban fuera de mi alcance, pero yo sabía que solo era cuestión de tiempo. Por desgracia, el tiempo escaseaba.










52


Quemarse










Volver a tener un laúd significaba que había recuperado la música, pero enseguida acusé los tres años que llevaba sin practicar. Mi trabajo en la Artefactoría en los dos últimos meses me había fortalecido y endurecido las manos, pero no de la forma más adecuada. Pasaron varios días decepcionantes hasta que pude volver a tocar cómodamente una hora seguida.


Podría haber progresado más aprisa si no hubiera estado tan ocupado con mis otros estudios. Pasaba dos horas diarias en la Clínica, corriendo o de pie; un promedio de dos horas, todos los días, de clase y de resolución de fórmulas de cifrado en Matemá­ticas; y tres horas de estudio con Manet en la Factoría, aprendien­do los trucos del oficio.


Y luego tenía Simpatía Avanzada con Elxa Dal. Fuera del aula, Elxa era encantador, amable y hasta un poco ridículo cuando se pasaba. Pero cuando enseñaba, su personalidad oscilaba entre el profeta loco y el tambor de galera. Todos los días, en su clase, yo consumía otras tres horas de tiempo y el equivalente a cinco horas de energía.


Combinado con mi trabajo remunerado en el taller de Kilvin, eso apenas me dejaba tiempo para comer, dormir y estudiar, y me­nos aún para dedicarle a mi laúd la atención que merecía.


La música es una amante orgullosa y temperamental. Si le dedi­cas el tiempo y la atención que se merece, es toda tuya. Pero si la de­sairas, llegará un día en que la llamarás y ella no contestará. Así que empecé a dormir menos para darle a ella el tiempo que necesitaba.


Después de un ciclo con ese horario, me sentía cansado. Des­pués de tres meses, todavía estaba bien, pero solo gracias a una firme determinación. En el quinto ciclo empecé a mostrar claros signos de desgaste.










Fue durante ese ciclo, el quinto, cuando un día comí con Wilem y Simmon, algo que no ocurría a menudo. Ellos habían encargado su comida en una taberna cercana. Yo no podía gastarme un dra-bín en una manzana y un pastel de carne, así que me había llevado de la Cantina un poco de pan de centeno y una salchicha llena de trozos de cartílago.


Nos sentamos en el banco de piedra bajo el poste del banderín donde me habían azotado. Al principio, justo después de los lati­gazos, aquel sitio me producía pavor, pero de vez en cuando me sentaba allí para demostrarme a mí mismo que podía soportarlo. Cuando dejó de molestarme, me sentaba allí porque me divertían las miradas que me lanzaban los estudiantes. Ahora me sentaba allí porque me encontraba cómodo. Era mi sitio.


Y como los tres pasábamos mucho tiempo juntos, también se había convertido en el sitio de Wilem y Simmon. Si les parecía raro que me gustara sentarme allí, nunca lo comentaron.


—Últimamente no te dejas ver mucho —dijo Wilem con la boca llena de pastel de carne—. ¿Has estado enfermo?


—Sí, eso —dijo Simmon con sarcasmo—. Ha estado enfermo un mes entero.


Wilem lo fulminó con la mirada y dio un gruñido; por un ins­tante me recordó a Kilvin.


La expresión de Wilem hizo reír a Simmon.


—Wil es más educado que yo. Apuesto algo a que has pasado todas tus horas libres yendo y viniendo de Imre. Cortejando a algu­na cantante joven y fabulosamente atractiva. —Señaló el estuche del laúd, que tenía a mi lado.


—Pues parece que haya estado enfermo. —Wilem escudriñó mi rostro—. Esa mujer no te cuida.


—Tiene mal de amores —aclaró Simmon—. No puedes comer. No puedes dormir. Piensas en ella cuando deberías estar intentan­do memorizar tus fórmulas de cifrado.


No se me ocurría nada que decir.


—¿Lo ves? —le dijo Simmon a Wil—. Le ha robado la lengua además del corazón. Solo puede hablar con ella. No tiene palabras para nosotros.


—Ni tiempo —dijo Wilem sin dejar de engullir pastel de carne.


Era verdad, desde luego: había descuidado a mis amigos incluso más que a mí mismo. Sentí una oleada de remordimiento. No po­día contarles toda la verdad: que necesitaba aprovechar al máxi­mo aquel bimestre porque probablemente sería el último. Estaba arruinado.


Si no entendéis por qué no podía confesarles eso, entonces dudo que hayáis sido pobres de verdad. Dudo que lleguéis a en­tender lo vergonzoso que es tener solo dos camisas, o cortarte tú mismo el pelo lo mejor que sabes porque no puedes permitirte el lujo de ir a un barbero. Una vez perdí un botón y no pude gastar­me ni un ardite para comprarme otro igual. Me hice un desgarrón en los pantalones y tuve que remendarlos con hilo de otro color. No podía comprar sal para mis comidas, ni pagarme bebidas las pocas noches que salía con mis amigos.


El dinero que ganaba en el taller de Kilvin me lo gastaba en lo básico: tinta, jabón, cuerdas de laúd... Solo había otra cosa que podía permitirme: el orgullo. No soportaba pensar que mis dos mejores amigos supieran lo desesperada que era mi situación.


Con mucha suerte podría reunir los dos talentos para pagar los intereses de mi deuda con Devi. Pero iba a necesitar una interven­ción directa de Dios para reunir suficiente dinero para pagar eso y la matrícula del siguiente bimestre. No sabía qué haría cuando tu­viera que marcharme de la Universidad y saldara mi deuda con Devi. Levantar campamento e ir a Anilin a buscar a Denna, quizá.


Los miré sin saber qué decir.


—Wil, Simmon, lo siento. Lo único que pasa es que última­mente he tenido mucho trabajo.


Simmon se puso un poco más serio, y comprendí que estaba muy dolido por mis inexplicadas ausencias.


—Mira, nosotros también tenemos trabajo. Yo hago Retórica y Química, y además estoy aprendiendo siaru. —Miró a Wil, ce­ñudo—. ¿Sabes lo que te digo, capullo? Que estoy empezando a odiar ese idioma tuyo.


—Tu kralim —replicó amistosamente el joven cealdo.


Simmon se volvió hacia mí y, con franqueza, me dijo:


—Lo que pasa es que nos gustaría verte más a menudo, y no solo cuando vas corriendo de la Principalía a la Factoría. Reco­nozco que las chicas son maravillosas, pero cuando una me roba a un amigo, me pongo un poco celoso. —De pronto esbozó una luminosa sonrisa—. Pero no creas, contigo no me pasa eso, por descontado.


Me costó tragar saliva, porque se me hizo un nudo en la gar­ganta. No recordaba la última vez que alguien me había echado de menos... Noté las lágrimas preparándose para brotar de mis ojos.


—En serio, no hay ninguna chica. De verdad. —Tragué saliva e intenté recobrar la compostura.


—Me parece que nos estamos perdiendo algo, Sim. —Wilem me miraba de forma extraña—. Míralo bien.


Simmon escudriñó mi cara. Esa forma de mirarme por parte de los dos bastó para molestarme e impidió que me echara a llorar.


—Veamos —dijo Wilem como si estuviera dando una clase—, ¿cuántos bimestres hace que nuestro joven E'lir estudia en la Uni­versidad?


—Oh —dijo Sim captando la idea de nuestro amigo.


—¿Alguien quiere contestar? —pregunté con petulancia.


Wilem ignoró mi pregunta.


—¿A qué clases vas?


—A todas —respondí, contento de tener una excusa para que­jarme—. Geometría, Observación en la Clínica, Simpatía Avan­zada con Elxa Dal... Además del aprendizaje con Manet en la Factoría.


Simmon se quedó un poco impresionado.


—No me extraña que parezca que llevas un ciclo sin dormir —dijo.


Wilem asintió.


—Y todavía trabajas en el taller de Kilvin, ¿verdad?


—Un par de horas todas las noches.


Simmon estaba perplejo.


—¿Y por si fuera poco, estás aprendiendo a tocar un instru­mento? ¿Te has vuelto loco o qué?


—La música es lo único que me mantiene en la tierra —dije, y estiré un brazo para acariciar mi laúd—. Y no estoy aprendien­do a tocar. Solo necesito practicar.


Wilem y Simmon se miraron.


—¿Cuánto tiempo crees que le queda?


Simmon me miró de arriba abajo.


—Un ciclo y medio, como máximo.


—¿Qué queréis decir?


Wilem se inclinó hacia delante.


—Tarde o temprano, todos tratamos de abarcar más de lo que podemos. Pero algunos estudiantes no saben cuándo deben parar. Y se queman. Dejan los estudios o suspenden los exámenes. Algu­nos enloquecen. —Se dio unos golpecitos en la cabeza—. Suele pasarles durante el primer año. —Me miró de manera elocuente.


—Yo no intento abarcar demasiado —dije.


—Mírate en un espejo —me sugirió Wilem con franqueza.


Abrí la boca para asegurarles a Wil y a Sim que me encontraba bien, pero justo entonces oí que daban la hora, y solo tuve tiempo para despedirme apresuradamente de ellos. Aun así, tuve que correr para llegar puntual a Simpatía Avanzada.










Elxa Dal estaba de pie entre dos braseros de tamaño mediano. Con su bien recortada barba y su negra túnica de maestro, seguía recordándome al típico mago malo que aparece en tantas obras de teatro atur.


—Lo que debéis recordar es que el simpatista está ligado a la llama —dijo—. Nosotros somos sus amos y sus sirvientes.


Metió las manos en las largas mangas de la túnica y empezó a pasearse.


—Somos los amos del fuego, porque lo dominamos. —Elxa Dal golpeó un brasero con la palma de la mano y lo hizo resonar débilmente. Las llamas prendieron en los carbones y empeza­ron a crecer ávidamente—. La energía de todas las cosas pertene­ce al arcanista. Nosotros dominamos el fuego, y el fuego nos obe­dece.


Dal fue despacio hasta el otro rincón de la habitación. El bra­sero que tenía a sus espaldas se apagó, mientras que aquel hacia el que se dirigía prendió y empezó a arder. Admiré su sentido de la teatralidad.


Se detuvo y volvió a situarse de cara a los alumnos.


—Pero también somos los servidores del fuego. Porque el fue­go es la forma de energía más común, y sin energía, nuestra habi­lidad como simpatistas no sirve para nada.


Le dio la espalda a la clase y empezó a borrar fórmulas de la pi­zarra.


—Coged vuestro material, y veamos a quién le toca hoy vérse­las con el E'lir Kvothe. —Empezó a escribir con tiza una lista de los nombres de los alumnos. Mi nombre era el primero.


Tres ciclos atrás, Dal había empezado a hacernos competir en­tre nosotros. Lo llamaba «batirse en duelo». Y aunque esos due­los suponían un respiro de la monotonía de la clase, esa reciente actividad también tenía un elemento siniestro.


Todos los años salía un centenar de alumnos del Arcano; quizá una cuarta parte de ellos lo hacían con sus florines. Eso significa­ba que todos los años había cien personas más en el mundo entre­nadas para utilizar la simpatía. Personas con las que, por un moti­vo u otro, quizá tuvieras que medir tus fuerzas en el futuro. Aunque Dal nunca lo hubiera dicho, nosotros sabíamos que nos estaban enseñando algo que iba más allá de la mera concentración y la in­geniosidad. Nos estaban enseñando a luchar.


Elxa Dal llevaba un meticuloso registro de los resultados. Yo era el único, en una clase de treinta y ocho alumnos, que seguía in­victo. A esas alturas del curso, hasta los alumnos más cazurros y mezquinos tenían que admitir que mi rápido ingreso en el Arcano era algo más que pura chiripa.


Además, esos duelos resultaban provechosos en otro sentido, pues daban pie a apuestas clandestinas. Cuando queríamos apos­tar en nuestros propios duelos, Sovoy y yo apostábamos el uno por el otro. Aunque en general yo no tenía mucho dinero para apostar.


Así pues, no fue casualidad que Sovoy y yo chocáramos al ir a recoger nuestro material. Le pasé dos iotas por debajo de la mesa.


Sovoy se guardó las monedas en el bolsillo sin mirarme.


—Caramba —dijo en voz baja—. Veo que hoy estás muy segu­ro de ti mismo.


Me encogí de hombros con desenfado, aunque en realidad es­taba un poco nervioso. Había empezado el bimestre sin un ardite y me las había ido arreglando como había podido. Pero el día an­terior, Kilvin me había pagado dos iotas por mi trabajo de todo un ciclo en la Factoría. Era el único dinero que tenía.


Sovoy empezó a rebuscar en un cajón y sacó cera simpática, cordel y unas piezas de metal.


—No sé qué podré hacer por ti hoy. Las cosas se están ponien­do feas. Creo que lo máximo que sacarás será un tres contra uno. ¿Te sigue interesando si bajan tanto las apuestas?


Suspiré. Como seguía invicto, las apuestas no me favorecían. El día anterior, habían estado dos contra uno, lo cual significaba que habría tenido que arriesgar dos peniques con la esperanza de ganar uno.


—Tengo un plan —dije—. No apuestes hasta que hayamos es­tablecido las condiciones del duelo. Deberías conseguir al menos tres contra uno contra mí.


—¿Contra ti? —murmuró él mientras cogía un montón de pa-rafernalia—. Eso solo lo haría si te enfrentaras al propio Dal. —Giré la cabeza para ocultar el ligero rubor que me produjo ese cumplido.


Dal dio unas palmadas, y todos corrieron a ocupar sus puestos. Me tocó de pareja un alumno víntico llamado Fenton. Fenton esta­ba justo por debajo de mí en el ranking de la clase. Yo lo respetaba y lo consideraba uno de los pocos alumnos de la clase que podían plantearme un verdadero reto en la situación adecuada.


—Muy bien —dijo Elxa Dal frotándose las manos con ím­petu—. Fenton, tú estás por debajo en el ranking. Escoge tu veneno.


—Velas.


—¿Y tu vínculo? —preguntó Dal por mera formalidad. Con velas siempre era mecha o cera.


—Mecha. —Fenton levantó un trozo de mecha para que lo vie­ran todos.


Dal se volvió hacia mí.


—¿Vínculo?


Me metí una mano en el bolsillo y saqué mi vínculo con un floreo.


—Paja. —Un murmullo recorrió el aula. La paja era un víncu­lo ridículo. Lo mejor que yo podía esperar era una transferencia del tres por ciento, un cinco a lo sumo. La mecha de Fenton era diez veces mejor.


—¿Paja?


—Paja —dije con un poco más de seguridad de la que sentía. Si eso no hacía bajar las apuestas a mi favor, no sabía qué otra cosa podría bajarlas.


—Muy bien. Paja —dijo Dal con soltura—. E'lir Fenton, como Kvothe está invicto, puedes escoger la fuente. —Se oyeron débiles risas por el aula.


Noté un vacío en el estómago. Eso no me lo esperaba. Nor­malmente, el que no escogía el juego, escogía la fuente. Yo tenía pensado escoger brasero, porque sabía que la cantidad de calor me ayudaría a compensar el hándicap que yo mismo me había im­puesto.


Fenton sonrió. Sabía que tenía ventaja.


—Ninguna fuente —dijo.


Hice una mueca. La única fuente de calor con que contaríamos sería nuestro propio cuerpo. Eso era difícil en el mejor de los ca­sos, además de un poco peligroso.


Yo no podía ganar. No solo iba a perder mi privilegiada posi­ción en el ranking, sino que además no tenía forma de indicar a Sovoy que no apostara mis dos últimas iotas. Intenté atraer su atención, pero ya estaba ocupado en silenciosas e intensas nego­ciaciones con un puñado de alumnos.


Fenton y yo, sin decir nada, fuimos a sentarnos a los lados opuestos de una gran mesa de trabajo. Elxa Dal puso dos gruesos cabos de vela encima de la mesa, uno delante de cada uno de no­sotros. El objetivo era encender la vela de tu contrincante y, al mismo tiempo, impedir que él encendiera la tuya. Para eso tenías que partir tu mente en dos; una parte tenía que convencer al Alar de que tu trozo de mecha (o de paja, si eras estúpido) era lo mis­mo que la mecha de la vela que intentabas encender. Luego extraías energía de tu fuente para conseguirlo.


Entretanto, la otra parte de tu mente trataba de mantener la creencia de que el trozo de mecha de tu contrincante no era lo mis­mo que la mecha de tu vela.


Si os parece complicado, creedme: no os podéis ni imaginar lo mucho que lo era.


Por si fuera poco, ninguno de los dos tenía una fuente fácil de donde extraer la energía. Si usabas tu propio cuerpo como fuente, tenías que andarte con cuidado. El cuerpo está caliente por algún motivo, y reacciona mal cuando lo privan de ese calor.


Elxa Dal nos hizo una señal, y Fenton y yo nos pusimos a tra­bajar. Inmediatamente, yo empleé toda mi mente en la defensa de mi vela y empecé a pensar con furia. Era imposible que ganara. Por muy buen esgrimista que seas, si tu oponente tiene una espa­da de acero de Ramston y tú has elegido pelear con una vara de sauce, solo puedes perder.


Me sumergí en el Corazón de Piedra. Entonces, dedicando to­davía la mayor parte de mi mente a la protección de mi vela, mur­muré un vínculo entre mi vela y la de Fenton. Estiré un brazo y tumbé mi vela, obligando a Fenton a sujetar la suya antes de que hiciera lo mismo que la mía y rodara por la mesa.


Intenté aprovechar rápidamente la distracción de Fenton y prender su vela. Me lancé y noté cómo el frío ascendía por mi bra­zo, desde mi mano derecha, con la que sujetaba el trozo de paja. No pasó nada. La vela de Fenton seguía apagada y fría.


Ahuequé una mano alrededor de la mecha de mi vela, para que Fenton no pudiera verla. Era un truco muy bajo, y generalmente inútil contra un simpatista experto, pero mi única esperanza era poner nervioso a Fenton.


—Eh, Fen —dije—, ¿sabes el del calderero, el tehlino, la hija del granjero y la mantequera?


Fen no contestó. Su pálido rostro reflejaba una intensa con­centración.


Descarté la distracción como táctica. Fenton era demasiado lis­to para dejarse vencer así. Además, me estaba costando mantener la concentración necesaria para proteger mi vela. Me sumergí un poco más en el Corazón de Piedra y me olvidé de todo excepto de las dos velas y los trozos de mecha y de paja.


Al cabo de un minuto estaba empapado de un sudor frío. Em­pecé a temblar. Fenton lo vio y sonrió estirando sus pálidos labios. Redoblé mis esfuerzos, pero la vela de mi contrincante ignoraba mis mejores intentos de prenderle fuego.


Pasaron cinco minutos; el resto de los alumnos de la clase estaban quietos como estatuas. Los duelos no solían durar más de un minu­to o dos; eso era lo que tardaba una persona en demostrar que era más lista o que poseía una voluntad más fuerte. Yo ya tenía ambos brazos fríos. Me fijé en que a Fenton le palpitaba un músculo del cuello, como la ijada de un caballo que intenta ahuyentar a una mos­ca que le está picando. Se puso rígido para combatir el impulso de temblar. Una voluta de humo empezó a salir de la mecha de mi vela.


Aguanté. Me di cuenta de que hacía ruido al respirar, con los dientes apretados y con los labios retirados formando una mueca feroz. Fenton no se había fijado; tenía los ojos vidriosos y desen­focados. Volví a estremecerme, con tanta fuerza que casi me pasó por alto el temblor de la mano de Fenton. Entonces, poco a poco, a Fenton empezó a desplomársele la cabeza hacia el tablero de la mesa. Se le cayeron los párpados. Apreté los dientes y obtuve la re­compensa de ver una fina voluta de humo que se elevaba de la me­cha de la vela de Fenton.


Fenton se volvió con un movimiento rígido para mirar, pero en lugar de correr a defender su vela, hizo un ademán lento y pesado de rechazo y apoyó la cabeza sobre el brazo.


Cuando en su vela, que tenía cerca del codo, prendió una chis­porroteante llama, Fenton no levantó la cabeza. Hubo unos bre­ves aplausos, mezclados con exclamaciones de incredulidad.


Alguien me dio unas palmadas en la espalda.


—¿Qué te parece? Se ha consumido él mismo.


—No —dije con voz pastosa, y estiré un brazo por encima de la mesa. Con dificultad, pues tenía los dedos entumecidos, abrí la mano de Fenton que sujetaba la mecha y vi que tenía sangre—. Maestro Dal —dije tan rápido como pude—, está helado. —Al ha­blar me di cuenta de lo fríos que tenía los labios.


Pero Dal ya estaba allí con una manta para cubrir a mi con­trincante.


—Tú. —Señaló a uno de los alumnos al azar—. Trae a alguien de la Clínica. ¡Rápido! —El alumno se marchó a toda prisa—. In­sensato. —El maestro Dal murmuró un vínculo de calor. Me miró—. Deberías andar un poco. No tienes mucho mejor aspecto que él.


Ese día no hubo más duelos. El resto de los alumnos contem­plaron cómo Fenton se recuperaba lentamente bajo los cuidados de Elxa Dal. Cuando llegó un El'the de la Clínica, Fenton ha­bía entrado en calor lo suficiente para empezar a temblar. Tras un cuarto de hora de mantas abrigadas y cuidados simpáticos, Fenton pudo beber algo caliente, aunque todavía le temblaban las manos.


Cuando hubo pasado todo el alboroto ya era casi la tercera campanada. El maestro Dal consiguió hacer sentar a todos los alumnos y hacerlos callar lo suficiente para dirigirnos unas pala­bras.


—Lo que hemos visto hoy es un ejemplo excelente de «tiritona del simpatista». El cuerpo es delicado, y perder unos grados de calor rápidamente puede alterar todo el organismo. Un caso leve de tiritona no es más que eso: una tiritona. Pero los casos más extremos pueden conducir a un estado de choque y a la hipoter­mia. —Dal miró alrededor—. ¿Sabría alguien decirme cuál ha sido el error de Fenton? —Hubo un momento de silencio, y luego un alumno levantó la mano—. ¿Sí, Brae?


—Utilizó sangre. Cuando la sangre pierde calor, el cuerpo se enfría como una entidad única. Eso no siempre resulta ventajoso, puesto que las extremidades pueden soportar una pérdida de tem­peratura más drástica que las visceras.


—Entonces, ¿por qué se plantearía alguien utilizar sangre?


—Porque ofrece mayor cantidad de calor más deprisa que la carne.


—¿Cuánto calor habría sido sensato extraer? —Dal paseó la mi­rada por el aula.


—¿Dos grados? —aventuró alguien.


—Uno y medio —le corrigió Dal, y escribió una serie de ecua­ciones en la pizarra para mostrar la cantidad de calor que se ob­tendría—. Dados los síntomas que presentaba Fenton, ¿cuánto creéis que llegó a extraer?


Hubo una pausa. Finalmente Sovoy dijo:


—Ocho o nueve.


—Muy bien —dijo Dal a regañadientes—. Me alegro de que al menos uno de vosotros haya hecho los deberes. —Adoptó una expresión severa—. La simpatía no es para los débiles de mente, pero tampoco es para los demasiado confiados. Si no hubiéramos estado aquí para prestarle a Fenton los cuidados que necesitaba, se habría quedado dormido y habría muerto. —Hizo una pausa para que los alumnos asimilaran sus palabras—. Es mejor cono­cer los propios límites que calcular mal las propias habilidades y perder el control.


Sonó la tercera campanada; los alumnos se levantaron, y la ha­bitación se llenó repentinamente de ruido. El maestro Dal subió la voz para hacerse oír:


—E'lir Kvothe, ¿te importaría quedarte un momento?


Hice una mueca. Sovoy se me acercó por detrás, me dio una pal­mada en el hombro y murmuró: «Suerte». No supe si se refería a mi victoria o si me la estaba deseando para afrontar lo que se avecinaba.


Cuando todos se hubieron marchado, Dal se dio la vuelta y dejó el trapo con que había limpiado la pizarra.


—Bueno —dijo en tono desenfadado—, ¿qué tal han ido las apuestas?


No me sorprendió que el maestro estuviera al corriente de las apuestas.


—Once a uno —admití. Había ganado veintidós iotas. Un poco más de dos talentos. La presencia de ese dinero en mi bolsillo me ayudaba a entrar en calor.


Dal me miró con gesto especulativo.


—¿Cómo te encuentras? Al final te he visto un poco pálido a ti también.


—Solo he tenido algún escalofrío —mentí.


La verdad es que había aprovechado el revuelo que había cau­sado el colapso de Fenton para salir al pasillo, donde había pasa­do unos minutos espantosos. Los temblores, que eran casi con­vulsiones, apenas me permitían tenerme en pie. Por fortuna, nadie me había visto temblando en el pasillo, con la mandíbula tan apretada que temí romperme los dientes.


Pero no me había visto nadie. Mi reputación estaba intacta.


Dal me miró de una forma que me hizo comprender que sos­pechaba la verdad.


—Acércate —dijo, y señaló uno de los braseros—. Un poco de calor no te hará ningún daño.


No discutí. Acerqué las manos al fuego y me relajé un poco. De pronto reparé en lo cansado que estaba. Me escocían los ojos por falta de sueño. Notaba el cuerpo pesado, como si mis huesos fue­ran de plomo.


Di un suspiro, retiré las manos del brasero y abrí los ojos. Dal me miraba con fijeza.


—Tengo que irme —dije con cierto pesar—. Gracias por dejar­me utilizar su fuego.


—Ambos somos simpatistas —dijo el maestro con tono cordial mientras yo recogía mis cosas y me dirigía hacia la puerta—. Pue­des utilizarlo cuando quieras.










Esa noche fui a ver a Wilem a su habitación de las Dependencias. —Que me aspen —dijo—. Dos veces en un mismo día. ¿A qué debo el honor de tu visita?


—Creo que ya lo sabes —dije, y entré en la habitacioncita, que parecía una celda. Apoyé el estuche de mi laúd contra una pared y me dejé caer en una silla—. Kilvin me ha prohibido trabajar en el taller.


Wilem se sentó en el borde de su cama.


—¿Por qué?


Le lancé una mirada de complicidad.


—Espero que sea porque Simmon y tú hablasteis con él y le su­geristeis que lo hiciera.


Wil me miró un momento a los ojos, y luego se encogió de hombros.


—Nos has descubierto antes de lo que yo creía. —Se frotó una mejilla—. No pareces muy enfadado.


Me había puesto furioso. Precisamente cuando parecía que mi suerte estaba cambiando, me veía obligado a dejar mi único tra­bajo remunerado por culpa de las buenas intenciones de mis ami­gos. Pero en lugar de cantarles las cuarenta, había subido al tejado de la Principalía y había tocado un rato para serenarme.


La música me calmó, como siempre. Y mientras tocaba, refle­xionaba. Mi aprendizaje con Manet iba bien, pero había demasia­do que aprender: cómo encender los hornos, cómo trefilar alambre de la consistencia adecuada, qué aleaciones elegir para conseguir determinados efectos. No podía pretender dominarlo todo como había hecho cuando estudiaba las runas. No podía ganar suficien­te trabajando en el taller de Kilvin para pagar a Devi a final de mes, y mucho menos reunir dinero suficiente para la matrícula.


—Seguramente lo estaría —admití—. Pero Kilvin me ha hecho mirarme en un espejo. —Compuse una sonrisa cansada—. No tengo muy buen aspecto.


—Tienes un aspecto horrible —me corrigió él; luego hizo una pausa y agregó—: Me alegro de que no estés enfadado.


Simmon llamó a la puerta al mismo tiempo que la empujaba para abrirla. Cuando me vio allí sentado, la expresión de arre­pentimiento de su cara borró rápidamente la de sorpresa.


—¿No deberías estar... esto... en la Factoría? —preguntó sin convicción.


Me reí, y el alivio de Simmon fue casi tangible. Wilem quitó un montón de papeles de otra silla y Simmon se sentó.


—Estáis perdonados —dije, magnánimo—. Lo único que os pido es que me contéis todo lo que sepáis del Eolio.





53


En círculos lentos










El Eolio es donde está nuestra actriz, esperando en los bastido­res. No he olvidado que es hacia ella hacia donde voy. Si da la impresión de que rodeo el tema, me parece adecuado, porque ella y yo siempre nos hemos movido el uno hacia el otro en círcu­los lentos.


Afortunadamente, Wilem y Simmon habían estado en el Eolio. Ellos me contaron lo poco que yo no sabía ya.


En Imre había muchos sitios donde podías escuchar música. De hecho, en casi todas las posadas, tabernas y pensiones había algún músico cantando o tocando un instrumento. Pero el Eolio era diferente. Presentaba a los mejores músicos de la ciudad. Si sa­bías distinguir la buena música de la mala, sabías que en el Eolio actuaban los mejores.


Entrar por la puerta principal del Eolio costaba una iota de co­bre. Una vez dentro, podías quedarte todo el tiempo que te apete­ciese, y escuchar cuanta música quisieras.


Pero el haber pagado para entrar no autorizaba a los músicos a actuar en el Eolio. Si un músico quería subir al escenario del Eolio, tenía que pagar un talento de plata por ese privilegio. Exac­to: la gente pagaba para tocar en el Eolio, y no al revés.


¿Por qué pagaría alguien una suma de dinero tan exorbitante solo por tocar? Bueno, algunos de los que pagaban eran, sencilla­mente, ricos indulgentes consigo mismos. Para ellos, un talento no era un precio muy elevado para satisfacer su orgullo.


Pero los músicos serios también pagaban. Si su actuación impresionaba lo suficiente al público y a los propietarios, recibían un diminuto caramillo de plata que podían prenderse en la ropa con una aguja o colgarse de una cadena. Ese caramillo de plata era una clara señal de distinción reconocida en la mayoría de las po­sadas importantes en trescientos kilómetros a la redonda de Imre.


Si conseguías el caramillo de plata, podías entrar gratis en el Eolio y tocar siempre que se te antojara.


La única obligación que implicaba estar en posesión del cara­millo de plata era la de actuar. Si te habías ganado el caramillo, po­dían pedirte que tocaras en cualquier momento. Generalmente, eso no suponía una carga, pues los nobles que frecuentaban el Eolio daban dinero o regalos a los músicos que los complacían. Era la versión de clase alta de pagarle copas al violinista.


Algunos músicos tocaban sin muchas esperanzas de conseguir el caramillo de plata. Pagaban para tocar porque nunca se sabía quién podía encontrarse en el Eolio esa noche, escuchando. Con una buena interpretación de una sola canción quizá no consiguie­ras el caramillo, pero tal vez sí a un adinerado mecenas.


Un mecenas.










—Me han contado una cosa muy rara —dijo Simmon una no­che. Estábamos sentados donde siempre, en el banco de la plaza del poste. Estábamos los dos solos, porque Wilem había ido a flir­tear con una camarera de Anker's—. Muchos estudiantes han oído ruidos extraños por la noche en la Principalía.


—Ah, ¿sí? —dije fingiendo desinterés.


Simmon insistió:


—Sí. Unos dicen que es el fantasma de un alumno que se per­dió en el edificio y que murió de hambre. —Se dio unos golpecitos en la nariz con el dedo, como hacían los vejetes cuando contaban una historia—. Dicen que sigue recorriendo los pasillos porque todavía no ha encontrado la salida.


—Ah.


—Otros dicen que es un espíritu enojado. Dicen que tortura animales, sobre todo gatos. Ese es el ruido que han oído a altas horas de la noche: el de tripas de gato torturadas. Creo que es un ruido aterrador.


Lo miré y vi que estaba a punto de reír.


—Bueno, ya basta —le dije con falsa severidad—. Sigue. Te lo mereces por ser tan inteligente. Solo que hoy en día ya nadie usa cuerdas de tripa.


Simmon soltó una carcajada. Cogí una de sus pastas y empe­cé a comérmela, con la esperanza de darle una valiosa lección de humildad.


—Así, ¿qué? ¿Sigues decidido?


Asentí.


Simmon parecía aliviado.


—Pensaba que habías cambiado de planes. Últimamente no te había visto con el laúd.


—No hace falta —le expliqué—. Ahora que tengo tiempo para practicar, no necesito aprovechar cualquier ocasión para escabu-llirme.


Pasó un grupo de estudiantes; uno de ellos saludó con la mano a Simmon.


—¿Cuándo vas a hacerlo?


—El próximo Duelo —contesté.


—¿Tan pronto? —preguntó Sim—. Hace solo dos ciclos esta­bas preocupado porque llevabas mucho tiempo sin tocar. ¿Ya te has puesto al día?


—No del todo —admití—. Tardaría años en ponerme al día. —Me encogí de hombros y me metí el último trozo de pasta en la boca—. Pero ya me siento cómodo. La música ya no se interrum­pe en mis manos, sino que... —Intenté explicarlo, pero me encogí de hombros—. Estoy preparado.


La verdad es que me habría gustado poder practicar un mes más, un año más, antes de jugarme un talento entero. Pero no ha­bía tiempo. El bimestre estaba a punto de terminar. Necesitaba dinero para liquidar mi deuda con Devi y pagar la matrícula del bimestre siguiente. No podía esperar más.


—¿Estás seguro? —me preguntó Sim—. He oído a gente muy buena intentando demostrar su talento. A principios de este bimestre, un anciano cantó una canción sobre... sobre esa mujer cuyo esposo se había ido a la guerra.


—«En la herrería del pueblo» —dije.


—Como se llame —dijo Simmon sin mucho interés—. Lo que quiero decir es que ese tipo era muy bueno. Me hizo reír y llorar tanto que me dolía todo el cuerpo. —Me miró con ansiedad—. Pero no le dieron el caramillo.


Disimulé mi ansiedad con una sonrisa.


—Todavía no me has oído tocar, ¿verdad que no?


—Sabes perfectamente que no —replicó Sim con enfado.


Sonreí. Me había negado a tocar para Wilem y para Simmon hasta que no me hubiera puesto al día. Para mí, su opinión era casi tan importante como la de la clientela del Eolio.


—Bueno, el próximo Duelo tendrás ocasión de oírme —dije—. ¿Vendrás?


Simmon asintió.


—Wilem también irá. A menos que haya un terremoto o que llueva sangre.


Miré el sol poniente.


—Tengo que irme —dije, y me puse en pie—. Para triunfar hay que practicar.


Sim me dijo adiós con la mano, y me dirigí a la Cantina. Me senté a la mesa el tiempo necesario para comerme las judías y un trozo de carne dura y gris. Me llevé el pan, y los estudiantes que había cerca me miraron con extrañeza.


Fui a mi camastro y saqué mi laúd del baúl que había al pie de la cama. A continuación, y teniendo en cuenta los rumores que Sim había mencionado, me dirigí al tejado de la Principaría por uno de los caminos más enrevesados, trepando por unos tubos de desagüe de un callejón. No quería que se descubrieran mis activi­dades nocturnas.


Cuando llegué al aislado patio del manzano ya era casi de no­che. No había ninguna ventana iluminada. Miré hacia abajo des­de el alero y no vi más que oscuridad.


—Auri —llamé—, ¿estás ahí?


—Llegas tarde —me contestó una voz con un deje de fastidio.


—Lo siento —repuse—. ¿Quieres subir esta noche?


Un momento de silencio.


—No. Baja tú.


—Esta noche no hay mucha luna —dije con mi tono más per­suasivo—. ¿Estás segura de que no quieres subir?


Oí un susurro proveniente de los setos de abajo, y entonces vi a Auri trepar como una ardilla por el manzano. Corrió por el bor­de del tejado y se paró en seco a unos cuatro metros de donde es­taba yo.


Había calculado que Auri solo tenía unos años más que yo; en cualquier caso, no podía tener más de veinte. Iba vestida con ropa hecha jirones que le dejaba los brazos y las piernas al des­cubierto, y era casi dos palmos más baja que yo. Estaba muy del­gada. En parte, era su constitución, pero había algo más. Tenía las mejillas descarnadas y los brazos muy flacos. Su largo cabello era tan fino que, cuando Auri andaba, flotaba detrás de ella como una nube.


Me había llevado mucho tiempo sacarla de su escondite. Sos­pechaba que alguien me escuchaba desde el patio cuando practi­caba, pero tardé casi dos ciclos en descubrir a Auri. Al compro­bar que estaba muy desnutrida, empecé a llevarle toda la comida que podía sacar de la Cantina y a dejársela allí. Aun así, tardó otro ciclo más en subir conmigo al tejado mientras yo tocaba el laúd.


Los últimos días, Auri hasta había empezado a hablar. Yo ha­bía imaginado que se mostraría huraña y desconfiada, pero no fue así. Se mostró llena de vida y muy entusiasta. Aunque cuando la vi no pude evitar que me recordara a mí mismo cuando vivía en Tar-bean, en realidad no había mucha similitud entre nosotros. Auri iba escrupulosamente limpia y tenía una alegría desbordante.


No le gustaba el cielo abierto, ni la luz intensa, ni la gente. De­duje que era una alumna que había enloquecido y que se había es­condido bajo tierra antes de que pudieran encerrarla en el Refu­gio. No sabía gran cosa sobre ella, porque todavía se mostraba tímida y asustadiza. Cuando le pregunté cómo se llamaba, salió corriendo, se escondió bajo tierra y tardó varios días en volver.


Así que le puse un nombre: Auri. Aunque en secreto pensaba en ella como «mi pequeño duendecillo lunar».


Auri se acercó un poco, se paró, esperó y dio unos pasitos más. Repitió la operación varias veces hasta que se plantó delante de mí. Se quedó quieta, con el cabello esparcido alrededor de la ca­beza como un halo. Puso ambas manos delante de la cara, justo debajo de la barbilla. Estiró un brazo, me tiró de la manga y vol­vió a retirar la mano.


—¿Qué me has traído? —me preguntó, emocionada.


Sonreí.


—¿Y tú? ¿Qué me has traído? —bromeé.


Auri sonrió y alargó una mano. Vi brillar algo en su palma a la luz de la luna.


—Una llave —contestó con orgullo, y me la puso en la mano.


La cogí y noté su agradable peso.


—Es muy bonita —dije—. ¿Qué abre?


—La luna —respondió ella, muy seria.


—Ah, podría serme muy útil —dije examinándola.


—Eso mismo pensé yo. Así, si hay una puerta en la luna, po­drás abrirla. —Se sentó en el tejado con las piernas cruzadas y me miró con una amplia sonrisa en los labios—. Aunque yo no fo­mentaría esa clase de comportamiento insensato.


Me puse en cuclillas y abrí el estuche del laúd.


—Te he traído un poco de pan. —Le di la hogaza de pan mo­reno envuelta en un paño—. Y una botella de agua.


—Esto también es muy bonito —dijo ella con gentileza. La bo­tella parecía enorme en sus manos—. ¿Qué hay en el agua? —me preguntó al mismo tiempo que quitaba el tapón de corcho y mira­ba dentro.


—Flores —respondí—. Y el trozo de luna que no está en el cie­lo esta noche. Lo he metido también.


Auri miró hacia arriba.


—Yo ya mencioné la luna —dijo con un deje de reproche.


—Entonces, solo flores. Y el brillo del cuerpo de una libélula. Yo quería un trozo de luna, pero solo conseguí el brillo azul de una libélula.


Auri inclinó la botella y dio un sorbo de agua.


—Es maravillosa —dijo, apartando unos mechones de cabello que flotaban ante su cara.


Auri extendió el paño y se puso a comer. Partía trocitos de pan y los masticaba delicadamente; hacía que todo el proceso parecie­ra muy refinado.


—Me gusta el pan blanco —dijo entre bocado y bocado, como si tratara de entablar conversación.


—A mí también —dije, y me senté—. Cuando puedo conse­guirlo.


Auri asintió y contempló la noche estrellada y la luna creciente.


—También me gusta cuando está nublado. Pero hoy está bien. Es acogedor. Como la Subrealidad.


—¿La Subrealidad? —pregunté. Auri nunca estaba tan habla­dora.


—Vivo en la Subrealidad —respondió Auri con desenvoltu­ra—. Es muy grande.


—¿Te gusta vivir allá abajo?


Se le iluminaron los ojos.


—Dios mío, claro que sí. Es maravilloso. Puedes pasarte una eternidad mirando. —Se volvió hacia mí—. Tengo noticias —dijo componiendo una picara sonrisa.


—¿Qué noticias? —pregunté.


Se metió otro trozo de pan en la boca y terminó de masticar an­tes de responder:


—Anoche salí. —Una sonrisa picara—. A lo alto de las cosas.


—¿En serio? —dije sin molestarme en ocultar mi sorpresa—. Y ¿qué te pareció?


—Fue maravilloso. Estuve paseando y curioseando —dijo, muy satisfecha de sí misma—. Vi a Elodin.


—¿Al maestro Elodin? —pregunté, y Auri asintió—. ¿El tam­bién estaba en lo alto de las cosas?


Auri volvió a asentir mientras masticaba.


—¿Te vio?


Volvió a sonreír, y de pronto parecía que tuviera ocho años más que dieciocho.


—Nadie me ve. Además, estaba muy ocupado escuchando el viento. —Hizo bocina con ambas manos e imitó el ulular del vien­to—. Anoche el viento sonaba muy bien —añadió en tono confi­dencial.


Mientras intentaba entender lo que Auri me había dicho, ella se terminó el pan y, emocionada, dio unas palmadas.


—¡Toca! —dijo jadeando—. ¡Toca! ¡Toca!


Sonriendo, saqué mi laúd del estuche. No podía haber un pú­blico más entusiasta que Auri.






























54


Un sitio donde arder










Hoy te veo cambiado —observó Simmon. Wilem asintió y dio un vago gruñido.


—Es que me siento diferente —admití—. Bien, pero diferente.


íbamos levantando polvo por el camino de Imre. Hacía un día cálido y soleado, y no teníamos prisa.


—Te veo... calmado —continuó Simmon pasándose las ma­nos por el cabello—. Me gustaría estar tan calmado como tú pa­reces.


—A mí también me gustaría estar tan calmado como parezco —mascullé.


Simmon no se rendía.


—Pareces más sólido. —Sonrió—. No. Pareces... apretado.


—¿Apretado? —La tensión me obligó a reír, y eso me relajó un poco—. ¿Cómo voy a parecer apretado?


—Sí, apretado. —Se encogió de hombros—. Como un muelle.


—Es la postura —intervino Wilem interrumpiendo su habitual y reflexivo silencio—. Erguido, con el cuello recto, los hombros hacia atrás. —Hizo unos gestos vagos para ilustrar su descrip­ción—. Cuando da un paso, pisa con toda la planta del pie. No solo con la parte anterior, como si corriera; ni con el talón, como si vacilara. Pisa sólidamente, exigiendo ese trozo de suelo.


De pronto me sentí torpe intentando observarme, lo cual es siempre un intento vano.


Simmon miró a Wil de reojo.


—Creo que hay alguien que ha estado viéndose con Títere.


Wilem se encogió de hombros y lanzó una piedra hacia los árboles del margen del camino.


—¿Quién es ese tal Títere a quien siempre mencionáis? —pre­gunté, en parte para que dejaran de fijarse en mí—. Estoy en fase terminal de curiosidad.


—Si alguien pudiera morir de eso, serías tú, desde luego —co­mentó Wilem.


—Está casi siempre en el Archivo —dijo Sim, vacilante, pues sabía que tocaba un asunto delicado—. Sería difícil presentártelo, porque... bueno, ya sabes...


Llegamos al Puente de Piedra, el antiguo arco de piedra gris que cruzaba el río Omethi y unía Imre con la Universidad. El Puente de Piedra, con sus más de sesenta metros de una orilla a otra, y con un arco de más de veinte metros de altura máxima, ha­bía inspirado más historias y leyendas que ningún otro monu­mento de la Universidad.


—Escupid. Trae buena suerte —nos instó Wilem cuando em­pezábamos a subir al puente, y siguió su propio consejo. Simmon lo imitó y escupió por uno de los lados con una exuberancia in­fantil.


«La suerte no tiene nada que ver», estuve a punto de decir. Eran las palabras que el maestro Arwyl repetía hasta la saciedad en la Clínica. Las tuve un minuto en la punta de la lengua, vacilé y, en lugar de pronunciarlas, escupí.










El Eolio estaba en el centro de Imre; la puerta principal daba a la plaza mayor adoquinada de la ciudad. Había bancos, unos cuan­tos árboles en flor y una fuente de mármol que envolvía en una fina llovizna la estatua de un sátiro persiguiendo a un grupo de ninfas semidesnudas cuyo intento de huir parecía meramente sim­bólico. Había gente bien vestida circulando por la plaza; casi una tercera parte de los transeúntes llevaba algún tipo de instrumento musical. Conté al menos siete laúdes.


Cuando nos acercamos al Eolio, el portero se tocó la parte de­lantera de su sombrero de ala ancha e hizo una inclinación de cabeza. Medía casi dos metros de estatura, era muy musculoso y te­nía la piel muy bronceada.


—Será una iota, joven maestro —dijo, sonriente, y Wilem le entregó la moneda.


A continuación se volvió hacia mí con la misma sonrisa lumi­nosa. Vio que yo llevaba el estuche del laúd y arqueó una ceja.


—Me alegro de ver caras nuevas. ¿Conoces las normas?


Asentí y le di una iota.


El portero señaló el interior del local.


—¿Ves la barra? —Era difícil no ver los quince metros de ser­penteante barra de caoba que discurría por el fondo de la habi­tación—. ¿Ves el final, donde la barra gira hacia el escenario? —Asentí—. ¿Ves a ese tipo que está sentado en el taburete? Si de­cides probar suerte, es con él con quien tienes que hablar. Se llama Stanchion.


Nos volvimos ambos a la vez. Me colgué bien el laúd del hombro.


—Gracias... —Hice una pausa, porque no sabía cómo se lla­maba.


—Deoch. —Volvió a sonreír con desparpajo.


De pronto tuve un impulso y le tendí la mano.


—Deoch significa «beber». ¿Me dejas que luego te pague una copa?


El portero me miró un momento, y luego rió. Fue un sonido de­senfrenado y alegre que brotó del fondo de su pecho. Me estrechó la mano afectuosamente.


—Sí, claro. ¿Por qué no?


Deoch me soltó la mano y miró más allá de mí.


—¿Lo has traído tú, Simmon? —preguntó.


—En realidad me ha traído él a mí. —Simmon parecía turbado por mi breve diálogo con el portero, pero yo no entendía por qué—. No es de los que se deja llevar a los sitios. —Le dio una iota a Deoch.


—Te creo —replicó Deoch—. Tiene algo que me gusta. Tiene un aire fata. Espero oírlo tocar esta noche.


—Yo también lo espero —dije, y pasamos adentro.


Eché un vistazo al Eolio, con toda la indiferencia de que fui capaz. Había un escenario circular elevado que sobresalía de la pared que había enfrente de la barra de caoba con forma cur­vada. Varias escaleras de caracol conducían al primer piso, una especie de anfiteatro. Se veía un segundo piso más pequeño por encima del primero; era como un balcón que bordeaba todo el local.


Por toda la sala había mesas rodeadas de sillas y taburetes. En las paredes había nichos con bancos. Las lámparas simpáticas se mezclaban con las velas, proporcionando a la sala una luz natural sin ensuciar el aire con humo.


—Has sido muy hábil —dijo Simmon con voz crispada—. Tehlu misericordioso, cuando vayas a probar otro truco, avísame, ¿quieres?


—¿Qué? —pregunté—. ¿Te refieres al portero? Simmon, eres más cagado que una prostituta adolescente. El tipo es simpático. Me ha caído bien. ¿Qué hay de malo en invitarlo a una copa?


—Deoch es el propietario de este local —dijo Simmon con aspereza—. Y no soporta que los músicos le hagan la pelota. Hace dos ciclos echó a uno porque intentó darle propina. —Me miró a los ojos—. Lo echó él personalmente. Lo lanzó casi hasta la fuente.


—Oh —dije, sinceramente conmocionado. Miré con disimulo a Deoch, que estaba bromeando con alguien en la puerta. Hizo un ademán y vi cómo se tensaban y se relajaban los músculos de su brazo—. ¿Crees que se ha molestado?


—No, y eso es lo que más me extraña.


Wilem se nos acercó.


—Si paráis de cotillear y venís a la mesa, pagaré la primera ron­da, ¿Ibin? —Fuimos hasta la mesa que Wilem había escogido, no muy lejos de donde estaba Stanchion, sentado a la barra—. ¿Qué queréis beber? —nos preguntó Wilem. Simmon y yo nos senta­mos, y yo puse el estuche del laúd en la silla que quedaba libre.


—Aguamiel con canela —dijo Simmon sin pensarlo.


—Eso lo beben las mujeres —dijo Wilem en tono acusador, y se volvió hacia mí.


—Sidra —dije yo—. No muy fuerte.


—¿Tú también? Vaya par de... —dijo Wilem, y fue hacia la barra.


Señalé discretamente a Stanchion.


—¿Y ese? —le pregunté a Simmon—. Creía que era el dueño del local.


—Deoch y él son socios. Stanchion se encarga de la música.


—¿Hay algo que debería saber sobre él? —pregunté, pues mi reciente catástrofe con Deoch había intensificado mi an­siedad.


Simmon sacudió la cabeza.


—Dicen que es bastante simpático, pero yo nunca he hablado con él. No cometas ninguna estupidez y todo saldrá bien.


—Gracias —dije con sarcasmo. Aparté la silla de la mesa y me levanté.


Stanchion era de complexión normal e iba elegantemente ves­tido, con ropa de color verde oscuro y negro. Tenía la cara redon­deada, con barba, y un poco de barriga que solo se le notaba por­que estaba sentado. Me sonrió y me hizo señas para que me acercara con la mano con que no sujetaba una jarra increíblemen­te alta.


—Hola —me saludó alegremente—. Me parece que nunca te he visto por aquí. ¿Has venido a tocar? —Arqueó una ceja y me miró con aire especulativo. Me fijé en que Stanchion tenía el ca­bello de un color rojo oscuro que quedaba disimulado según cómo le diera la luz.


—Eso espero, señor —contesté—. Aunque tenía pensado espe­rar un poco.


—Sí, claro. Nunca dejamos a nadie poner a prueba su talento hasta que se pone el sol. —Hizo una pausa para beber un sorbo, y cuando giró la cabeza vi un caramillo de oro colgando del lóbulo de su oreja.


Stanchion dio un suspiro y se secó los labios con la manga.


—¿Qué instrumento tocas? ¿El laúd? —Asentí—. ¿Has pensa­do ya qué vas a tocar para embelesarnos?


—Eso depende, señor. ¿Alguien ha tocado «La balada de sir Savien Traliard» últimamente?


Stanchion arqueó una ceja y carraspeó. Se alisó la barba con la mano que tenía libre y dijo:


—Pues no. Hace un par de meses lo intentó uno, pero salió bas­tante mal parado. Falló un par de acordes y la melodía se vino abajo. —Sacudió la cabeza—. O sea que no. Últimamente, no.


Bebió otro sorbo de cerveza y tragó con esmero antes de volver a hablar.


—En general, la gente cree que una canción de dificultad más moderada le permite exhibir mejor su talento —dijo eligiendo las palabras con cuidado.


Capté el consejo y no me sentí ofendido. «Sir Savien» es la can­ción más difícil que he oído jamás. Mi padre era el único de la troupe con habilidad suficiente para tocarla, y yo solo le había oído hacerlo quizá cuatro o cinco veces ante un público. Solo du­raba unos quince minutos, pero esos quince minutos requerían una digitación rápida y precisa que, si se dominaba el instrumen­to, le arrancaba al laúd la melodía y la segunda voz.


Era difícil, pero no imposible para un intérprete experto. Sin embargo, «Sir Savien» era una balada, y la parte vocal aportaba una contramelodía que iba a contratiempo del laúd. Difícil. Lo ideal era que un hombre y una mujer cantaran alternando las es­trofas; en los estribillos, la mujer interpretaba la segunda voz, y la canción se complicaba aún más. Bien interpretada, esa can­ción puede destrozarte el corazón. Por desgracia, pocos músicos podían tocar con serenidad en medio de semejante tormenta musical.


Stanchion bebió otro gran trago de cerveza y se limpió la bar­ba en la manga.


—¿Cantas solo? —me preguntó; pese a sus discretas adverten­cias, parecía un poco emocionado—. ¿O has traído a alguien para que cante contigo? ¿Son castrati esos chicos con los que has venido?


Reprimí la risa que me produjo imaginarme a Wilem de sopra­no, y negué con la cabeza.


—No tengo ningún amigo que sepa cantarla. Pensaba doblar el tercer estribillo para dar pie a que alguien cantara la parte de Aloine.


—Al estilo de las troupes, ¿eh? —Me miró con seriedad—. Hijo mío, en realidad no soy nadie para decirte esto, pero ¿estás seguro de que quieres poner a prueba tu talento con alguien con quien ni siquiera has ensayado nunca?


Me tranquilizó ver que Stanchion era consciente de lo difícil que iba a ser.


—¿Cuántos músicos con caramillo habrá aquí esta noche, más o menos?


Stanchion pensó un momento.


—¿Más o menos? Ocho. Quizá una docena.


—Entonces, es probable que haya al menos tres mujeres que ya han demostrado su talento, ¿no?


Stanchion asintió mirándome con curiosidad.


—Bien —dije despacio—, si es cierto lo que me ha dicho todo el mundo, si solo los músicos con verdadero talento consiguen el caramillo, entonces una de esas mujeres sabrá cantar la parte de Aloine.


Stanchion bebió otro largo y lento sorbo de cerveza mirándo­me por encima del borde de la jarra. Cuando finalmente la bajó, se olvidó de secarse la barba.


—Tienes orgullo, ¿eh? —dijo con franqueza.


Miré alrededor.


—¿Esto no es el Eolio? Tenía entendido que aquí es donde el orgullo tiene su razón de ser.


—Me gusta eso —dijo Stanchion como si hablara solo—. Su razón de ser. —Dejó la jarra en la barra con un golpazo, pro­vocando un pequeño geiser de espuma—. Maldita sea, chico. Es­pero que seas tan bueno como por lo visto crees ser. No me ven­dría mal tener por aquí a alguien con el fuego de Illien. —Se pasó una mano por el rojizo cabello para aclarar el doble sentido de su frase.


—Espero que este sitio sea tan bueno como todo el mundo por lo visto cree que es —dije con entusiasmo—. Necesito un sitio donde arder.


—No te ha echado —bromeó Simmon cuando volví a la mesa—. Supongo que no te ha ido tan mal.


—Yo creo que me ha ido bien —dije, animado—. Pero no estoy seguro.


—¿Cómo no vas a estar seguro? —protestó Simmon—. Le he visto reírse. Eso tiene que ser buena señal.


—No necesariamente —opinó Wilem.


—Estoy intentando recordar todo lo que le he dicho —admi­tí—. A veces me pongo a hablar sin darme cuenta y mi mente tar­da un rato en alcanzarme.


—Eso te pasa a menudo, ¿no? —me preguntó Wilem esbozan­do una de sus discretas y nada frecuentes sonrisas.


Sus bromas empezaron a relajarme.


—Cada vez más a menudo, sí —confesé con una sonrisa.


Bebimos y bromeamos sobre tonterías. Intercambiamos rumo­res sobre los maestros y comentarios sobre alguna alumna que nos había llamado la atención. Hablamos de quién nos caía bien de la Universidad, pero la mayor parte del tiempo la pasamos rumian­do sobre quién nos caía mal, y por qué, y sobre qué les haríamos si tuviéramos ocasión. Así somos los humanos.


Pasaba el tiempo, y poco a poco el Eolio iba llenándose. Sim­mon cedió ante las pullas de Wilem y empezó a beber scutten, un fuerte vino tinto de las estribaciones de los montes Shalda, más frecuentemente llamado rabón.


A Simmon enseguida le hizo efecto el scutten: reía más fuerte, sonreía más y no paraba quieto en la silla. Wilem seguía tan taci­turno como siempre. Pagué la siguiente ronda: una jarra enorme de sidra para cada uno. Respondí a la mirada ceñuda de Wilem di-ciéndole que si conseguía hacer valer mi talento, lo llevaría a casa flotando en rabón, pero que si alguno de los dos se emborrachaba antes de eso, me encargaría personalmente de darles una paliza y arrojarlos al río. Se calmaron un tanto, y empezaron a inventar versos obscenos que encajaran en la melodía de «Calderero, cur­tidor».


Los dejé con lo suyo y me puse a pensar en mis cosas. Lo que tenía más presente era el hecho de que quizá fuera sensato escuchar el tácito consejo de Stanchion. Intenté pensar en otras can­ciones que pudiera tocar y que fueran lo bastante difíciles para de­mostrar mi habilidad, pero lo bastante fáciles para que pudiera hacer gala de mi maestría.


La voz de Simmon me rescató de mi ensimismamiento.


—Vamos, a ti se te dan bien las rimas... —me instó.


Repasé la última parte de su conversación que no había escu­chado.


—Prueba con «en la túnica del tehlino» —sugerí de forma in­conexa. Estaba demasiado nervioso para explicarles que uno de los vicios de mi padre era su propensión a los poemas humorísti­cos subidos de tono.


Sim y Wil siguieron riendo mientras yo intentaba dar con otra canción que pudiera cantar. Todavía no se me había ocurrido nada cuando Wilem volvió a distraerme.


—¡Qué!—dije con enfado. Entonces vi en la mirada de Wilem esa expresión velada que solo adoptaba cuando veía algo que no le gustaba nada—. ¿Qué dices? —dije en un tono más razonable.


—Alguien a quien todos conocemos y queremos —dijo Wil apuntando con la cabeza hacia la puerta.


No vi a nadie que conociera. El Eolio estaba casi lleno, y había más de un centenar de personas circulando por la planta baja. A través de la puerta abierta vi que ya era de noche.


—Está de espaldas a nosotros. Está derrochando sus empala­gosos encantos con una joven preciosa que no debe de conocer­lo... a la derecha de ese caballero gordo de rojo —fue guiándome Wilem.


—Hijo de puta —dije; estaba demasiado sorprendido para maldecir adecuadamente.


—Yo siempre le he encontrado cierto parentesco porcino —dijo Wilem con aspereza.


Simmon giró la cabeza y pestañeó lentamente.


—¿Qué pasa? ¿Quién hay?


—Ambrose.


—Cojones —exclamó Simmon, y encogió los hombros—. Lo que faltaba. ¿Todavía no habéis hecho las paces?


—Yo no me meto con él —protesté—. Pero él no puede evitar provocarme. Salta en cuanto me ve.


—Dos no pelean si uno no quiere —dijo Simmon.


—Y un cuerno —repuse—. No me importa de quién sea hijo. No pienso ponerme panza arriba como un cachorro asustado. Si es lo bastante idiota para hincarme un dedo, se lo arranco de cua­jo. —Respiré hondo para tranquilizarme, e intenté sonar razona­ble—. Al final aprenderá a dejarme en paz.


—Podrías ignorarlo —dijo Simmon, que de pronto parecía asombrosamente sobrio—. Si no muerdes el anzuelo cada vez, pronto se cansará.


—No —dije con seriedad, mirando a Simmon a los ojos—. No, no se cansará. —Simmon me caía muy bien, pero a veces era te­rriblemente ingenuo—. Si llega a la conclusión de que soy débil, se crecerá. Conozco a esa clase de gente.


—Ya viene —nos previno Wilem con disimulo.


Ambrose me vio antes de llegar a la parte del local donde está­bamos sentados. Nuestras miradas se encontraron; era evidente que Ambrose no esperaba verme allí. Le dijo algo a uno de los la­meculos que siempre lo acompañaban, y se abrieron paso entre el gentío, en otra dirección, para buscar una mesa. Ambrose desvió la mirada hacia Wilem, hacia Simmon, hacia mi laúd y luego vol­vió a mirarme. Entonces se dio la vuelta y fue hacia la mesa que sus amigos habían encontrado. Antes de sentarse, volviá a mirarme.


Me desconcertó que no me sonriera. Ambrose siempre me son­reía, aunque fuera una sonrisa falsa y hubiese un destello burlón en sus ojos.


Entonces vi algo que me desconcertó aún más. Ambrose lleva­ba una sólida caja cuadrada.


—¿Ambrose toca la lira? —pregunté al aire.


Wilem se encogió de hombros. Simmon parecía abochornado.


—Creía que ya lo sabías —dijo con voz débil.


—¿Lo habíais visto antes aquí? —pregunté. Sim asintió—. ¿Tocando?


—Recitando. Poesía. Recitaba y hacía como que punteaba la lira. —Simmon parecía un conejo a punto de echar a correr.


—¿Consiguió el caramillo? —pregunté, desalentado. Decidí que si Ambrose era miembro de ese grupo, yo no quería entrar en él.


—¡No! —chilló Simmon—. Lo intentó, pero... —Dejó la frase sin terminar y me miró de hito en hito.


Wilem me puso una mano sobre el brazo e hizo un gesto para calmarme. Respiré hondo, cerré los ojos e intenté relajarme.


Poco a poco, comprendí que nada de eso importaba. Como mucho, me ponía el listón un poco más alto. Ambrose no podría hacer nada para perturbar mi interpretación. No tendría más re­medio que callarse y escuchar. No tendría más remedio que oírme tocar «La balada de sir Savien Traliard», porque yo ya no tenía ninguna duda de qué canción iba a interpretar.










El primero en actuar esa noche fue uno de los músicos consagra­dos que había entre el público. Tocaba el laúd, y demostró saber hacerlo tan bien como cualquier Edena Ruh. Su segunda canción, una que yo no había oído nunca, fue aún mejor.


Hubo un descanso de unos diez minutos, y luego llamaron a otro músico consagrado para que subiera a cantar al escenario. Tocaba la zampona, y lo hacía mejor que nadie que yo hubiera oído jamás. A continuación cantó un evocador panegírico en to­nalidad menor. A capella: solo su clara y aguda voz, que se eleva­ba y fluía como el sonido de la zampona que acababa de tocar.


Me alegró comprobar que la maestría de aquellos músicos era la que se rumoreaba. Pero mi ansiedad aumentó proporcional-mente. La excelencia es la única compañera de la excelencia. Si no hubiera decidido ya tocar «La balada de sir Savien Traliard» por puro rencor, esas actuaciones me habrían convencido.


A continuación hubo otro descanso de cinco o diez minutos. Comprendí que Stanchion estaba espaciando deliberadamente las actuaciones para que el público pudiera moverse y hacer ruido en­tre canción y canción. Hacía bien su trabajo. Me pregunté si ha­bría pertenecido a alguna troupe.


Entonces llegó la primera prueba de la noche. Stanchion acom­pañó al escenario a un hombre con barba, de unos treinta años, y se lo presentó al público. Tocaba la flauta. Lo hacía bien. Tocó dos canciones cortas que yo conocía, y otra que no había oído nunca. Su actuación duró casi veinte minutos, y solo pude distinguir un pequeño error.


Tras el aplauso, el flautista se quedó en el escenario mien­tras Stanchion se paseaba entre el público, recogiendo las opinio­nes de la gente. Entretanto, un camarero le llevó un vaso de agua al flautista.


Al final, Stanchion volvió al escenario. El público guardó si­lencio mientras el propietario del local se acercaba al aspirante y le estrechaba la mano con solemnidad. El músico puso cara de decepción, pero consiguió componer una falsa sonrisa y saludar al público con una inclinación de cabeza. Stanchion lo acompañó hasta la barra y le pidió una bebida servida en una jarra alta.


La siguiente en poner a prueba su talento fue una joven, rubia y elegantemente vestida. Stanchion la presentó, y la joven cantó un aria con una voz tan clara y pura que durante un rato olvidé mi ansiedad y me sentí transportado por su canción. Por unos mara­villosos instantes, me olvidé de mí mismo y no pude hacer otra cosa que escuchar.


Terminó antes de lo que me habría gustado, y me dejó con una tierna sensación en el pecho y un vago cosquilleo en los ojos. Sim-mon se sorbió un poco la nariz y se frotó tímidamente la cara.


Entonces la joven cantó otra canción acompañándose de un arpa pequeña. Yo la miraba de hito en hito, y tengo que admitir que no era solo por su habilidad musical. Tenía el cabello del co­lor del trigo maduro. Desde donde estaba sentado, a unos diez metros del escenario, veía el azul claro de sus ojos. Tenía los bra­zos lisos y unas manos pequeñas y delicadas que punteaban las cuerdas con agilidad. Y la forma en que sujetaba el arpa entre las piernas me hizo pensar en... bueno, en las cosas en que piensan continuamente los muchachos de quince años.


Tenía una voz maravillosa, capaz de partirte el corazón. Por desgracia, no tocaba tan bien como cantaba. Hacia la mitad de la canción, tocó unas notas equivocadas, vaciló y se recuperó antes de llegar al final de su actuación.


Esa vez, hubo una pausa más larga mientras Stanchion se pa­seaba por el local. Recorrió las tres plantas del Eolio, hablando con todo el mundo, jóvenes y viejos, músicos o no.


Mientras yo observaba, Ambrose atrajo la mirada de la mujer que esperaba en el escenario y le dedicó una de esas sonrisas su­yas que a mí me parecían tan repugnantes y que las mujeres encon­traban tan encantadoras. Luego, desviando la mirada, buscó mi mesa, y nuestras miradas se encontraron. La sonrisa se borró de sus labios, y nos quedamos mirándonos largo rato, con gesto inex­presivo. Ninguno de los dos compuso una sonrisa burlona, ni ar­ticuló pequeños insultos moviendo solo los labios. Sin embargo, el fuego de nuestra enemistad se reavivó en esos pocos minutos. No puedo decir con certeza quién de los dos desvió primero la mirada.


Tras casi quince minutos recogiendo opiniones, Stanchion vol­vió a subir al escenario. Se acercó a la joven de cabello dorado y le estrechó la mano, tal como había hecho con el flautista. La de­cepción se reflejó en el rostro de la joven, como había sucedido con el otro aspirante. Stanchion la ayudó a bajar del escenario y la invitó a lo que deduje que debía de ser la jarra de consolación.


A continuación actuó otro músico consagrado; tocaba el vio-lín, y lo hacía con tanta maestría como los dos que habían tocado antes que él. Entonces Stanchion acompañó al escenario a un hombre mayor, y pensé que también él iba a pasar la prueba. Sin embargo, el aplauso con que lo recibió el público sugería que aquel músico era tan popular como los otros músicos consagra­dos que habían actuado antes que él.


Di un ligero codazo a Simmon.


—¿Quién es ese? —pregunté mientras el individuo de barba ca­nosa afinaba su lira.


—Threpe —me contestó Simmon con un susurro—. Bueno, el conde Threpe. Toca muy a menudo; lleva años haciéndolo. Es un gran mecenas. Hace ya años que dejó de luchar por el caramillo. Ahora se limita a tocar. Todo el mundo lo adora.


Threpe empezó a tocar, e inmediatamente comprendí por qué nunca había conseguido el caramillo. Su voz temblaba y se quebra­ba mientras él punteaba la lira. No llevaba bien el ritmo, y era difícil saber si había tocado una nota equivocada. Era evidente que él mismo había compuesto la canción, una desvergonzada descrip­ción de los hábitos personales de un noble de la región. Pero pese a la ausencia de mérito artístico en el sentido clásico, me sorpren­dí riendo como el resto del público.


Cuando terminó de cantar, recibió un aplauso atronador; mu­cha gente golpeaba el tablero de las mesas o daba patadas en el suelo. Stanchion subió al escenario y le estrechó la mano al conde, pero Threpe no parecía decepcionado. Stanchion le dio unas enér­gicas palmadas en la espalda y lo acompañó a la barra.


Había llegado el momento. Me levanté y cogí mi laúd.


Wilem me dio una palmada en el brazo, y Simmon me sonrió tratando de disimular su preocupación. Asentí en silencio y me di­rigí hacia el asiento que Stanchion había dejado vacío, al final de la barra, donde esta torcía hacia el escenario.


Toqué el talento de plata, grueso y pesado, que llevaba en el bolsillo. La parte más irracional de mí quería agarrarse a él y guar­darlo para más adelante. Pero sabía que en pocos días, un solo ta­lento no me serviría para nada. Con el caramillo del Eolio, en cambio, podría mantenerme tocando en las posadas de Imre. Si te­nía la suerte de gustarle a algún mecenas, podría ganar suficiente dinero para liquidar mi deuda con Devi y para pagar mi matrícu­la. Era un riesgo que tenía que correr.


Stanchion volvió sin prisa a su sitio en la barra.


—Tocaré ahora, señor. Si le parece bien. —Confiaba en no pa­recer todo lo nervioso que estaba. Me sudaban las palmas de las manos, y se me resbalaba el estuche del laúd.


Stanchion me sonrió e inclinó la cabeza.


—Entiendes al público, chico. Este está a punto para escuchar una canción triste. ¿Sigues queriendo tocar «Savien»?


Asentí.


Stanchion se sentó y dio un trago.


—Muy bien. Démosles un par de minutos para que se calmen y comenten la última actuación.


Asentí otra vez y me apoyé en la barra. Aproveché ese rato para inquietarme inútilmente por cosas que no podía controlar.


Una de las clavijas de mi laúd estaba suelta y no tenía dinero para arreglarla. Todavía no había subido al escenario ninguna mujer acreditada con el caramillo del Eolio. Sentí desasosiego al pensar que quizá aquella fuera una noche excepcional en que los únicos músicos consagrados que había en el Eolio eran hombres, o muje­res que no sabían la parte de Aloine.


Al poco rato, Stanchion se levantó y me miró arqueando una ceja. Asentí y cogí el estuche de mi laúd. De pronto lo vi terrible­mente gastado. Subimos juntos la escalera.


En cuanto pisé el escenario, el ruido de la sala se redujo a un murmullo. Al mismo tiempo, mi nerviosismo me abandonó, con­sumido por la atención del público. Siempre me ha pasado lo mis­mo. Antes de salir a escena, me pongo nervioso y sudo. En cuanto subo al escenario, me quedo calmado como una noche de invier­no sin viento.


Stanchion pidió al público que me valorara como candidato a obtener el caramillo de plata. Sus palabras tenían un tono tran­quilizador y ritualista. Me hizo una señal, y no hubo aplausos, sino solo un silencio de expectación. De pronto me vi como debía de verme el público. No iba bien vestido, como los anteriores as­pirantes; de hecho, iba más bien harapiento. Joven, casi un niño. Sentía cómo su curiosidad los acercaba más a mí.


Dejé que esa curiosidad aumentara y me tomé mi tiempo para abrir el gastado estuche de segunda mano y sacar mi gastado laúd de segunda mano. Sentí cómo la atención del público aumentaba al ver el feo instrumento. Toqué flojo unos cuantos acordes, y ajusté las clavijas afinando un poco el laúd. Toqué unos acordes más, probando; escuché y asentí para mí.


Las luces que iluminaban el escenario dejaban el resto de la sala en penumbra. Miré al público y me pareció encontrarme ante un millar de ojos. Simmon y Wilem, Stanchion junto a la barra, Deoch junto a la puerta. Noté un cosquilleo en el estómago al ver a Ambrose mirándome con expresión amenazadora.


Desvié la mirada y reparé en un hombre con barba vestido de rojo: el conde Threpe; en una pareja de ancianos que se daban la mano; en una muchacha hermosa de ojos castaños...


Mi público. Le sonreí. Mi sonrisa los acercó aún más a mí, y canté:






¡Silencio! ¡Atentos! Pues por mucho que escuchaseis,


mucho aguardaríais sin la esperanza de oír una canción


tan dulce como esta, compuesta por el propio Illien


hace una eternidad. Una obra maestra sobre la vida


de Savien, y de Aloine, la mujer que tomó por esposa.






Dejé que la oleada de susurros recorriera el local. Los que co­nocían la canción profirieron exclamaciones contenidas, y los que no la conocían preguntaron a sus vecinos a qué venía tanto revuelo.


Puse las manos sobre las cuerdas y volví a atraer la atención del público. Todos guardaron silencio, y empecé a tocar.


La música brotaba de mí con fluidez; mi laúd definía la segun­da y la tercera voz. Canté con la potente voz de Savien Traliard, el más grande entre los Amyr. El público se movía al son de la música como la hierba acariciada por el viento. Canté como si fuera sir Savien, y noté que el público empezaba a amarme y a te­merme.


Estaba tan acostumbrado a ensayar yo solo aquella canción que casi se me olvidó doblar el tercer estribillo. Pero me acordé en el último momento, con un repentino sudor frío. Esa vez, mientras cantaba, miré al público, con la esperanza de oír una voz que con­testara a la mía.


Llegué al final del estribillo antes de la primera estrofa de Aloine. Toqué el primer acorde con fuerza y esperé; el sonido em­pezó a extinguirse sin haber atrapado ninguna voz entre el públi­co. Los miré con expresión serena, esperando. Cada segundo que pasaba, un mayor alivio pugnaba con una mayor decepción den­tro de mí.


Entonces una voz llegó flotando hasta el escenario, suave como la caricia de una pluma, cantando...






Savien, ¿cómo supiste


que era el momento de venir a buscarme?


Savien, ¿recuerdas


aquellos días felices?


¿Conservas tú también


lo que yo guardo en mi corazón y mi memoria?






Ella cantaba la parte de Aloine, y yo, la de Savien. En los estri­billos, su voz se entrelazaba con la mía. Una parte de mí quería buscarla entre el público, ver la cara de la mujer con quien estaba cantando. Lo intenté una vez, pero me despisté mientras busca­ba un rostro que encajara con la voz de fría luz de luna que contes­taba a la mía. Distraído, toqué una nota equivocada produciendo una leve disonancia.


Un pequeño error. Apreté los dientes y me concentré en tocar. Aparqué mi curiosidad y agaché la cabeza para mirarme los de­dos, tratando de que no resbalaran sobre las cuerdas.


¡Cómo cantábamos! La voz de ella era como plata ardiente, y mi voz, una resonante respuesta. Savien cantaba unos versos sóli­dos y potentes, como ramas de un viejo roble; Aloine era como un ruiseñor y se movía describiendo rápidos círculos alrededor de las orgullosas ramas del árbol.


Solo era vagamente consciente de que me encontraba ante un público, vagamente consciente del sudor que bañaba mi cuerpo. Estaba tan sumido en la música que no habría podido decir dón­de terminaba ella y dónde empezaba mi sangre.


Pero terminó. Cuando solo faltaban dos versos para el final, todo terminó. Toqué el primer acorde del verso de Savien y oí un ruido cortante que me sacó de la música como a un pez al que arrancan de aguas profundas.


Se rompió una cuerda. La tensión, al liberarse, la lanzó hacia el dorso de mi mano, trazando en él una delgada y brillante línea de sangre.


Me quedé mirándola, embobado. No entendía que se hubiera roto. Mis cuerdas no estaban tan gastadas como para romperse. Pero se había roto, y cuando las últimas notas de la música se deshicieron en el silencio, noté que el público empezaba a moverse. La gente salía del sueño que yo había tejido para ella con los hilos de la canción.


Noté cómo todo se deshilachaba, cómo el público despertaba de un sueño inacabado; vi todo mi esfuerzo arruinado, desperdi­ciado. Y entretanto, la canción ardía dentro de mí. ¡La canción!


Sin saber lo que hacía, volví a poner los dedos sobre las cuer­das y me concentré al máximo. Me transporté a años atrás, cuan­do tenía callos como piedras en las manos y la música fluía de mí con la misma facilidad con que lo hacía mi respiración. A aquella época en que tocaba para imitar el sonido del «Viento al girar una hoja» con un laúd de seis cuerdas.


Y empecé a tocar. Despacio al principio, y luego más deprisa, a medida que mis manos iban recordando. Recogí los hilos de la deshilachada canción y volví a tejerlos con cuidado hasta recom­poner lo que habían formado unos momentos atrás.


No quedaba perfecta. Es imposible tocar una canción tan com­pleja como «Sir Savien» a la perfección con seis cuerdas en lugar de siete. Pero estaba entera; y al ver que yo seguía tocando, el pú­blico suspiró, se rebulló, y poco a poco volvió a caer bajo el hechizo que yo había creado para él.


Apenas era consciente de que tenía espectadores, y al cabo de un momento me olvidé por completo de ellos. Mis manos danza­ban, corrían, se deslizaban por las cuerdas, empeñadas en que las dos voces del laúd cantaran con la mía. Luego, aunque me las mi­raba, también me olvidé de ellas; me olvidé de todo excepto de mi firme propósito de terminar la canción.


Llegó el estribillo, y Aloine volvió a cantar. Para mí, ella no era una persona, ni siquiera una voz; era solo una parte de la canción que ardía en mi interior.


Logré terminarla. Levanté la cabeza para mirar al público y fue como estar buceando y subir a la superficie para respirar. Volví a la realidad; vi que me sangraba la mano y que estaba cubierto de sudor. Entonces el final de la canción me golpeó en el pecho como un puñetazo, como siempre me sucede, no importa dónde ni cuán­do la escuche.


Me tapé la cara con ambas manos y lloré. No por la cuerda rota de mi laúd, ni por lo cerca que había estado del desastre. No por la mano herida ni la sangre derramada. Ni siquiera lloraba por el niño que había aprendido a tocar un laúd con seis cuerdas en el bosque, años atrás. Lloré por sir Savien y por Aloine, por el amor perdido y encontrado y perdido otra vez, por el destino cruel y el delirio de un hombre. Así que, durante un rato, estuve sumido en el dolor y no me enteré de nada.


















































































































55


Llamas y truenos










No me dejé embargar mucho rato por la pena que sentía por Savien y por Aloine. Sabía que era el centro de todas las mi­radas, así que me recompuse, me enderecé en la silla y miré a mi público. Mi silencioso público.


La música suena diferente para el que la interpreta. Es la mal­dición de los músicos. Mientras estaba allí sentado, el final que había improvisado se borraba de mi memoria. Entonces me asal­taron las dudas. ¿Y si la canción no había quedado tan redonda como a mí me había parecido? ¿Y si mi final no le había transmi­tido la terrible tragedia de la canción a nadie más que a mí mismo? ¿Y si mis lágrimas no parecían más que la bochornosa reacción de un niño ante el fracaso?


Entonces, mientras esperaba allí sentado, oí cómo el público volcaba su silencio. La gente estaba quieta, tensa, como si la can­ción les quemara más que una llama. Cada uno se tapaba su heri­da, se aferraba a su dolor como si fuera algo muy valioso.


Entonces se oyó un murmullo de sollozos liberados y de sollo­zos que no se podían contener. Un suspiro de lágrimas. Un susu­rro de cuerpos que, lentamente, volvían a cobrar vida.


Y entonces llegó el aplauso. Un rugido de llamas, de truenos después de un relámpago.














































56


Mecenas, doncellas y metheglin










Encordé mi laúd. Eso me sirvió de distracción mientras Stanchion recogía las opiniones del público. Mis manos realizaban los rutinarios movimientos necesarios para retirar la cuerda rota mientras yo sufría y me inquietaba. Los aplausos ya habían cesa­do, y volvían a asaltarme las dudas. ¿Bastaba una canción para demostrar mi habilidad? ¿Y si la reacción del público se había de­bido al poder de la canción y no a mi interpretación? ¿Y mi im­provisado final? Quizá la canción solo me había parecido termi­nada a mí...


Retiré la cuerda rota, la examiné y todos mis pensamientos ca­yeron al suelo hechos un revoltijo.


La cuerda no estaba gastada ni deteriorada, como yo creía. El extremo roto tenía un filo limpio, como si la hubieran cortado con un cuchillo o con unas tijeras.


Me quedé un rato mirándola, embobado. ¿Habría tocado al­guien mi laúd? Imposible. Nunca lo perdía de vista. Además, ha­bía comprobado el estado de las cuerdas antes de salir de la Uni­versidad, y otra vez antes de subir al escenario. Entonces, ¿qué había pasado?


Le estaba dando vueltas a esa idea cuando me percaté de que el público guardaba silencio. Levanté la cabeza y vi a Stanchion subiendo el último escalón del escenario. Me puse rápidamente en pie.


La expresión de Stanchion era agradable, pero difícil de desci: frar. Se me hizo un nudo en el estómago cuando lo vi venir hacia mí, pero el nudo se deshizo cuando Stanchion me tendió una mano tal como había hecho con los otros dos músicos que no ha­bían conseguido el caramillo de plata.


Compuse mi mejor sonrisa y alargué un brazo para estrechar­le la mano a Stanchion. Yo era hijo de mi padre, y un artista itine­rante. Aceptaría mi rechazo con la dignidad de los Edena Ruh. Había más posibilidades de que la tierra se abriese y se tragara ese rutilante y famoso lugar que de que yo dejara entrever ni una piz­ca de decepción.


Y entre el público estaba Ambrose. La tierra tendría que tra­garse el Eolio, Imre y todo el mar de Centhe antes de que yo le pro­porcionara la más mínima satisfacción.


Así que sonreí y le estreché la mano a Stanchion. Al hacerlo, noté algo duro en la palma de la mano. Miré hacia abajo y vi un destello de plata. Mi caramillo.


La cara que puse debió de ser un poema. Miré a Stanchion, y él me guiñó un ojo.


Me di la vuelta y sostuve el caramillo en alto para que pudie­ran verlo todos. El Eolio volvió a rugir. Esa vez era un rugido de bienvenida.










—Tienes que prometerme —me dijo Simmon, muy serio y con los ojos enrojecidos— que no volverás a tocar esa canción sin avi­sarme. Nunca.


—¿Tan mal lo he hecho? —pregunté, sonriente.


—¡No! —dijo Simmon, casi gritando—. Es que... Yo nunca... —No encontraba las palabras. Entonces agachó la cabeza y rom­pió a llorar a lágrima viva, tapándose la cara con ambas manos.


Wilem le puso un brazo sobre los hombros a Simmon, que se apoyó sin vergüenza en el hombro de su amigo.


—Nuestro amigo Simmon tiene un corazón frágil —dijo Wil con dulzura—. Creo que lo que quería decir es que le ha gustado mucho.


Me fijé en que Wilem también tenía los ojos enrojecidos. Le puse una mano en la espalda a Simmon.


—A mí también me conmocionó mucho la primera vez que la oí —confesé—. Mis padres la tocaron con motivo de las Fiestas del Solsticio de Invierno cuando yo tenía nueve años, y después estuve dos horas destrozado. Tuvieron que suprimir mi papel en El porquero y el ruiseñor porque no estaba en condiciones para actuar.


Simmon asintió e hizo un gesto que parecía sugerir que estaba bien, pero que no creía que pudiera hablar durante un rato, así que era mejor que yo siguiera con lo que estuviese haciendo.


Miré otra vez a Wilem.


—No me acordaba de que produce ese efecto en algunas per­sonas —dije de manera poco convincente.


—Recomiendo scutten —dijo Wilem sin rodeos—. Rabón, si prefieres la lengua vulgar. Pero creo recordar que prometiste que si esta noche ganabas tu caramillo nos llevarías flotando a casa. Lo cual me preocupa, porque resulta que llevo mis zapatos de plo­mo, los de beber.


Oí a Stanchion riendo detrás de mí.


—Estos deben de ser tus dos amigos no castrati. —A Simmon le sorprendió tanto que lo llamaran «no castrato» que se recom­puso un poco, frotándose la nariz con la manga.


—Wilem, Simmon, os presento a Stanchion. —Simmon inclinó la cabeza. Wilem hizo una contenida reverencia—. Stanchion, ¿nos acompañas a la barra? Les he prometido invitarlos a una copa.


—A unas copas —puntualizó Wilem—. En plural.


—Lo siento. A unas copas —me corregí—. De no ser por ellos, yo no estaría hoy aquí.


—Ah —dijo Stanchion con una sonrisa—. Son tus mecenas. Lo entiendo perfectamente.










La jarra de la victoria resultó ser la misma que la de consolación. Ya me la tenían preparada cuando Stanchion consiguió por fin abrirnos paso entre la multitud hasta nuestros nuevos asientos en la barra. Hasta se empeñó en invitar a Simmon y a Wilem a scutten, argumentando que los mecenas también tenían derecho a las prebendas de la victoria. Le di las gracias efusivamente, pensando en lo rápido que se estaba vaciando mi bolsa.


Mientras esperábamos a que les sirvieran las bebidas, intenté mirar con curiosidad en el interior de mi jarra y comprendí que, para lograrlo, tendría que ponerme de pie en el taburete mientras la jarra estuviera encima de la barra.


—Es metheglin —me informó Stanchion—. Pruébalo, y ya me darás las gracias más tarde. En mi pueblo dicen que los muertos serían capaces de volver del más allá para dar un trago de eso.


Hice como si me tocara el ala de un sombrero imaginario.


—A tu salud —dije.


—A la tuya y a la de tu familia —repuso él con educación.


Bebí un sorbo para recuperarme, y me pasó algo maravilloso en la boca: miel de primavera, clavo, cardamomo, canela, uvas, manzanas asadas, peras dulces y fresca agua de manantial. Eso es lo único que puedo decir del metheglin. Si no lo habéis probado nunca, lamento no poder describirlo mejor. Si lo habéis proba­do, no necesitáis que os recuerde a qué sabe.


Me alivió comprobar que el rabón lo habían servido en vasos de tamaño mediano; también había uno para Stanchion. Si a mis amigos les hubieran servido jarras de ese vino tinto, habría nece­sitado una carretilla para llevármelos al otro lado del río.


—¡Por Savien! —exclamó Wilem.


—¡Bien dicho! —dijo Stanchion levantando su vaso.


—Por Savien... —consiguió decir Simmon con un sollozo ahogado.


—...y por Aloine —dije yo, y levanté con dificultad mi enorme jarra para entrechocarla con sus vasos.


Stanchion se bebió su scutten con un desparpajo que hizo que se me saltaran las lágrimas.


—Bueno —dijo—. Antes de dejarte en manos de tus pares para que puedan adularte, tengo que preguntarte una cosa. ¿Dónde has aprendido a hacer eso? Me refiero a tocar con una cuerda menos.


Pensé un momento.


—¿Quieres la versión larga o la corta?


—Creo que de momento me contentaré con la corta.


Sonreí.


—En ese caso, es algo que aprendí. —Hice un ademán desen­fadado, como si lanzara algo—. Un vestigio de mi disipada ju­ventud.


Stanchion me miró a los ojos, risueño.


—Supongo que me lo merezco. La próxima vez te pediré la ver­sión larga. —Respiró hondo y echó un vistazo a la sala; su pen­diente de oro osciló y lanzó unos destellos—. Voy a ocuparme de la clientela. Intentaré evitar que vengan todos a la vez a verte.


Sonreí con alivio.


—Gracias, señor.


Stanchion sacudió la cabeza y le hizo una seña a un camarero que estaba detrás de la barra, quien rápidamente fue a buscarle su jarra.


—Hasta hace poco, estaba bien que me llamaras «señor». Pero a partir de ahora, llámame Stanchion. —Volvió a mirarme; yo sonreí y asentí—. Y ¿cómo tengo que llamarte yo a ti?


—Kvothe —contesté—. Kvothe a secas.


—¡Por Kvothe! —brindó Wilem a mis espaldas.


—Y por Aloine —añadió Simmon, y rompió a llorar apoyando la cabeza en un brazo.










El conde Threpe fue uno de los primeros en venir a verme. De cer­ca parecía más bajo y más viejo. Pero estaba muy animado y no paraba de reír mientras hablaba de mi canción.


—¡Y entonces se rompió! —dijo gesticulando exageradamen­te—. Y me dije: «¡Ahora no! ¡Tan cerca del final no!». Pero vi que te habías hecho sangre en la mano, y noté un vacío en el estómago. Nos miraste, miraste las cuerdas, y el silencio fue apoderándose de todo. Entonces volviste a poner las manos en el laúd, y me dije: «Qué chico tan valiente. Demasiado valiente. Él no sabe que no puede salvar el final de una canción rota con un laúd roto». ¡Pero lo hiciste! —Rió como si yo le hubiera gastado una broma al mun­do, y dio unos pasitos de baile.


Simmon, que había parado de llorar y que iba camino de pillar una borrachera descomunal, rió con el conde. Wilem no sabía qué pensar de aquel individuo, y lo observaba con expresión seria.


—Un día tienes que venir a tocar a mi casa —me propuso Threpe, y rápidamente levantó una mano—. No vamos a hablar de eso ahora, porque no quiero robarte más tiempo. —Sonrió—. Pero antes de irme, quiero hacerte una última pregunta: ¿cuántos años pasó Savien con los Amyr?


No tuve que pensar la respuesta.


—Seis. Tres años demostrando su valía, y otros tres entrenán­dose.


—¿Te parece que seis es un buen número?


No sabía adonde quería llegar.


—El seis no es precisamente un número de la suerte —dije ten­tativamente—. Si lo que buscamos es un buen número, yo subiría a siete. —Me encogí de hombros—. O bajaría a tres.


Threpe reflexionó golpeándose la barbilla con un dedo.


—Tienes razón. Pero si pasó seis años con los Amyr significa que volvió con Aloine al séptimo año. —Metió una mano en un bolsillo y sacó un puñado de calderilla de, al menos, tres monedas diferentes. Cogió siete talentos y me los puso en la mano.


—Señor, no puedo aceptar su dinero —balbuceé. Lo que me había sorprendido no era el dinero, sino la cantidad.


Threpe me miró con desconcierto.


—¿Por qué no?


Me quedé un momento con la boca abierta. No sabía qué con­testar.


Threpe rió y me cerró la mano con las monedas en la palma.


—No es un premio por tu actuación. Bueno, sí lo es, pero en rea­lidad es más bien un incentivo para que sigas practicando, para que sigas mejorando. Lo hago por la música.


Se encogió de hombros.


—Verás, un laurel necesita agua para crecer. En eso no puedo intervenir. Pero puedo ayudar a unos cuantos músicos a que no se mojen cuando llueve, ¿no? —Sus labios dibujaron una picara son­risa—. Dios se ocupa de los laureles y de mantenerlos húmedos.


Yo me ocupo de los músicos y de mantenerlos secos. Y otras men­tes más sabias que la mía decidirán cuándo han de juntarse unos y otros.


Me quedé un momento callado.


—Me parece que es usted más sabio de lo que cree.


—Bueno —replicó él tratando de no parecer complacido—. Mira, no dejes que se entere mucha gente, o empezarán a esperar que haga grandes cosas. —Se dio la vuelta y el gentío se lo tragó rápidamente.


Me guardé los siete talentos en el bolsillo y sentí que me qui­taba un gran peso de encima. Fue como una anulación de la sen­tencia. Quizá literalmente, pues no tenía ni idea de lo que habría podido hacer Devi para obligarme a liquidar mi deuda con ella. Respiré despreocupadamente por primera vez en dos meses. Era una sensación muy agradable.


Cuando Threpe se marchó, uno de los músicos ya consagrados vino a felicitarme. Después lo hizo un prestamista ceáldico que me estrechó la mano y me invitó a una copa.


Luego vinieron un noble, otro músico y una hermosa joven que pensé que quizá fuera mi Aloine hasta que oí su voz. Era la hija de un prestamista de la ciudad y charlamos un rato. Casi se me olvi­dó besarle la mano al despedirnos.


Al cabo de un rato las caras se confundían. Uno a uno, vinie­ron a ofrecerme sus respetos, felicitaciones, apretones de manos, consejos, envidia y admiración. Aunque Stanchion cumplió su pa­labra y se las ingenió para que no se abalanzaran todos sobre mí en masa, al poco rato empezó a costarme distinguir quién era quién. Y el metheglin no me ayudaba mucho.


No estoy seguro de cuánto rato tardé en decidir ir en busca de Ambrose. Tras recorrer el local con la mirada, di codazos a Sim-mon, que estaba jugando con unos ardites con Wilem, hasta que levantó la cabeza.


—¿Dónde está nuestro mejor amigo? —le pregunté.


Simmon me miró sin comprender, y me di cuenta de que esta­ba demasiado borracho para captar mi sarcasmo.


—Ambrose —aclaré—. ¿Dónde se ha metido Ambrose?


—Se ha largado —anunció Wilem con un deje de belicosidad—. En cuanto has terminado de tocar. Antes incluso de que te dieran el caramillo.


—Lo sabía. Ambrose lo sabía —dijo Simmon muy complaci­do—. Sabía que lo conseguirías y no ha soportado ver cómo te lo entregaban.


—Tenía mal aspecto cuando ha salido —dijo Wilem con mali­cia—. Estaba pálido y tembloroso. Como si se hubiera enterado de que alguien había estado meando en su vaso toda la noche.


—A lo mejor es verdad —dijo Simmon con una malicia poco habitual en él—. Yo lo habría hecho.


—¿Tembloroso, dices? —pregunté.


Wilem asintió.


—Temblaba. Como si le hubieran pegado un puñetazo en el es­tómago. Se apoyaba en el brazo de Linten.


Esos síntomas me sonaban de algo. Eran los mismos que los de la tiritona del simpatista. Empezó a formarse una sospecha en mi mente. Imaginé a Ambrose oyéndome interpretar la canción más hermosa que jamás había oído, y comprendiendo que estaba a punto de hacerme con el caramillo de plata.


Ambrose no podía hacer nada demasiado obvio, pero quizá encontrara un hilo suelto, o una astilla larga de la mesa. Cual­quiera de esas dos cosas solo le habrían proporcionado un débil vínculo simpático con la cuerda de mi laúd: uno por ciento como mucho, y quizá solo una décima parte de eso.


Imaginé a Ambrose extrayendo el calor de su cuerpo, concen­trándose mientras, poco a poco, el frío se extendía por sus brazos y sus piernas. Lo imaginé temblando, respirando con dificultad, hasta que al final se rompía la cuerda...


... Y yo, pese a todo, terminaba la canción. Sonreí de satisfac­ción al pensarlo. Solo era una hipótesis, desde luego, pero algo había roto la cuerda de mi laúd, y no tenía ninguna duda de que Ambrose era capaz de intentar algo así. Volví a concentrarme en Simmon.


—... ir y decirle: «No te guardo rencor por lo que me hiciste aquel día en el Crisol, cuando mezclaste mis sales y me quedé casi ciego durante un día. No, qué va. ¡Bebe, bebe!». ¡Ja! —Simmon rió, perdido en su fantasía de venganza.


El flujo de felicitaciones aflojó un poco; vinieron otro intérprete de laúd, el intérprete de zampona consagrado al que había visto actuar, un comerciante de Imre. Un caballero muy perfumado de cabello largo y grasiento, y acento víntico, me dio una palmada en la espalda y me entregó una bolsa de dinero llena, «para que te com­pres cuerdas». No me cayó bien, pero acepté la bolsa.










—¿Por qué todo el mundo habla de lo mismo? —me preguntó Wilem.


—¿De qué?


—La mitad de los que vienen a estrecharte la mano no caben en sí de entusiasmo y se admiran de lo bonita que era la canción. La otra mitad apenas mencionan la canción, y solo hablan de que has tocado con una cuerda rota. Es como si ni siquiera hubieran oído la canción.


—La primera mitad no entiende nada de música —le explicó Simmon—. Solo los que se toman en serio la música pueden apre­ciar realmente lo que nuestro pequeño E'lir ha hecho esta noche.


Wilem gruñó, pensativo.


—Entonces, ¿es difícil eso que has hecho?


—Jamás he visto a nadie tocar «La ardilla sobre el tejado» sin un juego de cuerdas entero —le dijo Simmon.


—Ya —dijo Wil—. Pues hacías que pareciera fácil. Ya que has tenido la sensatez de dejar esa bebida de frutas íllica, ¿me dejas que te invite a una ronda de buen y oscuro scutten, la bebida de los reyes ceáldimos?


Sé reconocer un cumplido, pero me resistía a aceptar la invita­ción de mi amigo, porque precisamente empezaba a tener la men­te despejada otra vez.


Por fortuna, no hizo falta que le diera ninguna excusa, porque entonces vino Marea a presentarme sus respetos. Era la rubia y encantadora arpista que había intentado conseguir su caramillo de plata y había fracasado. Por un instante pensé que quizá fuera ella la voz de mi Aloine, pero tras escucharla un momento com­prendí que no podía serlo.


Eso sí: era muy hermosa. Y de cerca parecía aún más hermosa que en el escenario, lo cual no sucede siempre. Hablamos un rato, y me enteré de que era la hija de un concejal de Imre. El azul claro de su vestido, destacado contra la cascada de su dorado cabello, era un reflejo del intenso azul de sus ojos.


Pese a lo hermosa y encantadora que era, no pude dedicarle la atención que merecía. Estaba deseando alejarme de la barra para ir a buscar la voz que había cantado la parte de Aloine conmigo. Charlamos un rato, nos sonreímos y nos separamos con palabras amables y con la promesa de volver a vernos pronto. Se perdió en­tre el gentío con una maravillosa serie de suaves y curvilíneos mo­vimientos.


—¿Qué ha sido esa vergonzosa exhibición? —me preguntó Wilem cuando Marea se hubo marchado.


—¿Cómo dices?


—¿Cómo dices? —repitió imitando mi tono de voz—. ¿Cómo te atreves a fingir siquiera que eres tan imbécil? Si una chica tan guapa como esa me mirara con un solo ojo de la forma en que te ha mirado a ti con los dos... Ya habríamos encontrado una habi­tación, por expresarlo de forma educada.


—Ha sido simpática —protesté—. Y hemos hablado un rato. Me ha preguntado si querría enseñarle algunos acordes de arpa, pero hace mucho tiempo que no toco el arpa.


—Pues si sigues pasando por alto insinuaciones como esa, se­guirás sin tocarla mucho tiempo —repuso Wilem con franque­za—. Lo único que ha faltado ha sido que se desabrochara otro botón.


Sim se inclinó hacia mí y apoyó una mano en mi hombro; era la viva imagen del amigo preocupado.


—Kvothe, hace tiempo que quiero hablar contigo de este pro­blema. Si de verdad no te has dado cuenta de que esa chica se in­teresaba por ti, quizá tengas que admitir la posibilidad de que seas absolutamente inepto en lo relativo a las mujeres. Quizá debas plantearte el sacerdocio.


—Estáis borrachos —dije para disimular mi rubor—. ¿Os ha­béis quedado con que es la hija de un concejal?


—¿Te has quedado —replicó Wil en el mismo tono— con cómo te miraba?


Yo sabía que era deplorablemente inexperto con las mujeres, pero no tenía por qué reconocerlo. Así que descarté sus comenta­rios con un ademán y bajé del taburete.


—No sé, pero dudo que un revolcón detrás de la barra fuera en lo que estaba pensando esa chica. —Bebí un sorbo de agua y me alisé la capa—. Bueno, tengo que encontrar a mi Aloine y darle las gracias. ¿Qué aspecto tengo?


—¿Qué más da? —dijo Wilem.


Simmon le tocó el codo a Wilem.


—¿No lo ves? Va detrás de una presa más peligrosa que la es­cotada hija de un concejal.


Me di la Vuelta con gesto de fastidio y fui hacia donde estaba la gente.


No tenía ni idea de cómo la encontraría. Mi parte más román­tica y delirante pensaba que la reconocería nada más verla. Si era la mitad de radiante que su voz, brillaría como una vela en una ha­bitación a oscuras.


Pero mientras pensaba esas cosas, mi parte más sabia me susu­rraba al oído. «No abrigues esperanzas», me decía. «No cometas el error de abrigar esperanzas de que exista una mujer que pueda arder tan intensamente como la voz que ha cantado la parte de Aloine.» Y aunque ese mensaje no fuera un consuelo, yo sabía que era sabio. Había aprendido a escuchar a esa parte de mí en las ca­lles de Tarbean; sin ella no habría salido vivo de allí.


Me paseé por la planta baja del Eolio, buscando sin saber a quién buscaba. De vez en cuando, la gente me sonreía o me salu­daba con la mano. Pasados cinco minutos, había visto todas las caras que se podían ver y subí al primer piso.


Se trataba, en realidad, de un anfiteatro adaptado, pues en lu­gar de asientos en gradería había hileras de mesas escalonadas, orientadas hacia el piso de abajo. Mientras circulaba entre las me­sas buscando a mi Aloine, esa parte más sensata de mí seguía susurrándome al oído. «No te hagas ilusiones. Lo único que conse­guirás será llevarte una decepción. Esa mujer no será tan hermosa como tú la imaginas, y entonces te desesperarás.»


Cuando terminé de buscar en el primer piso, empezó a surgir un nuevo temor dentro de mí. Quizá se hubiera marchado mien­tras yo estaba sentado a la barra, bebiendo metheglin y cubrién­dome de elogios. Debí ir a buscarla enseguida; debí arrodillarme y darle las gracias de todo corazón. ¿Y si ya se había marchado? El nerviosismo me produjo un incómodo vacío en el estómago cuando empecé a subir la escalera que conducía al último piso del Eolio.


«Mira lo que has conseguido ilusionándote —me dijo la voz—. Se ha marchado, y lo único que tienes es una resplandeciente y de­lirante imagen con la que atormentarte.»


El segundo piso era el más pequeño de los tres; en realidad no era más que un estrecho semicírculo que abrazaba tres paredes, muy por encima del escenario. Allí, las mesas y los bancos estaban más separados y menos concurridos. Me fijé en que lo que más ha­bía allí eran parejas, y me sentí un poco voyeur mientras pasaba de una mesa a otra.


Tratando de aparentar indiferencia, examinaba las caras de los que estaban allí sentados hablando y bebiendo. Fui poniéndome más y más nervioso a medida que me acercaba a la última mesa. Era imposible que lo hiciera con disimulo, porque la mesa estaba en un rincón. La pareja que ocupaba esa mesa, una persona de ca­bello claro y otra oscuro, estaban de espaldas a mí.


Al acercarme, la persona de cabello claro rió, y atisbé una cara orgullosa y de elegantes facciones. Era un hombre. Miré a su acompañante. Era mi última esperanza. Sabía que tenía que ser mi Aloine.


Al bordear la esquina de la mesa le vi la cara. Era otro hombre. Mi Aloine se había marchado. La había perdido, y esa certeza me hizo sentir como si mi corazón se hubiera caído de su sitio en mi pecho y hubiera ido a parar a la altura de mis pies.


Los dos desconocidos levantaron la cabeza y el rubio me sonrió.


—Mira, Thria, el joven Seis Cuerdas ha venido a saludarnos.


—Me miró de arriba abajo—. ¡Qué guapo! ¿Quieres tomar algo con nosotros?


—No —murmuré, abochornado—. Solo estaba buscando a al­guien.


—Pues ya has encontrado a alguien —replicó él con soltura to­cándome un brazo—. Me llamo Fallón, y este es Thria. Tómate algo, hombre. Te prometo que no dejaré que Thria intente llevar­te a su casa. Siente debilidad por los músicos. —Me sonrió ama­blemente.


Murmuré una excusa y me marché, demasiado turbado para preocuparme por si había hecho el ridículo o no.


Cuando volvía hacia la escalera, desmoralizado, mi parte sabia aprovechó la ocasión para amonestarme. «Eso es lo que se consi­gue con la esperanza —dijo—. Nada bueno. Sin embargo, es me­jor que no la hayas encontrado. No habría podido estar a la altu­ra de su voz. Esa voz, bella y terrible como la plata ardiendo, como la luz de la luna reflejada en las piedras de un río, como una plu­ma acariciando tus labios.»


Me dirigí a la escalera, mirando el suelo para que nadie inten­tara entablar conversación conmigo.


Entonces oí una voz, una voz como la plata ardiendo, como un beso en mis oídos. Levanté la cabeza, mi corazón se iluminó, y supe que era mi Aloine. Levanté la cabeza, la vi, y lo único que pude pensar fue: es preciosa.


Preciosa.














































































































































57


Interludio: las partes que nos conforman










Moviéndose despacio, Bast se desperezó y miró alrededor. Al final, se consumió la corta mecha de su paciencia.


—Reshi...


—¿Hmmm? —Kvothe lo miró.


—Y entonces, ¿qué pasó? ¿Hablaste con ella?


—Claro que hablé con ella. Si no hubiera hablado con ella, no habría historia. Contar esa parte no entraña grandes dificultades. Pero antes he de describirla. Y no sé cómo hacerlo.


Bast se movió, inquieto, en la silla.


Kvothe rió, y una expresión cariñosa borró la irritación de su semblante.


—¿Qué pasa? ¿Describir a una mujer hermosa te resulta tan fá­cil como contemplarla?


Bast agachó la cabeza y se ruborizó; Kvothe le puso una mano en el brazo y sonrió.


—Mi problema, Bast, es que ella es muy importante. Es im­portante para la historia. No se me ocurre cómo describirla sin quedarme corto.


—Creo que te entiendo, Reshi —dijo Bast con tono concilia­dor—. Yo también la vi. Una vez.


Kvothe se recostó en la silla, sorprendido.


—Es verdad. Lo había olvidado. —Se llevó una mano a los labios—. Bueno, y ¿cómo la describirías tú?


Bast se animó ante esa oportunidad. Se enderezó en el asiento, se quedó un momento pensativo y luego dijo:


—Tenía unas orejas perfectas. —Hizo un gesto delicado con las manos—. Perfectas, parecían talladas en... no sé, en algo.


Cronista rió, y entonces se mostró un poco desconcertado, como si se hubiera sorprendido a sí mismo.


—¿Las orejas? —preguntó como si no estuviera seguro de ha­ber oído bien.


—Ya sabes lo difícil que es encontrar a una chica guapa con las orejas bonitas —dijo Bast con naturalidad.


Cronista volvió a reír, y esa vez le resultó más fácil.


—No —dijo—. Te aseguro que no.


Bast miró al escribano con profundo desdén.


—Pues en ese caso, tendrás que creerme. Eran unas orejas ex­traordinariamente bonitas.


—Creo que en eso has acertado —coincidió Kvothe con jo­vialidad. Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo des­pacio, con la mirada ausente—: El problema es que ella no se pa­rece a nadie que yo haya conocido. Tenía algo intangible. Algo cautivador, como el calor de un fuego. Tenía una elegancia, una chispa...


—Tenía la nariz torcida, Reshi —dijo Bast interrumpiendo el ensueño de su maestro.


Kvothe lo miró, y una arruga de irritación apareció en su frente.


—¿Qué?


Bast levantó ambas manos poniéndose a la defensiva.


—Solo es un detalle, Reshi. Todas las mujeres de tu historia son hermosas. Normalmente no puedo refutarlo, porque no las conoz­co. Pero a esta sí la vi. Tenía la nariz un poco torcida. Y si hemos de ser sinceros, tenía la cara un poco afilada para mi gusto. No era una beldad impecable, Reshi. Te lo digo yo, que he dedicado mu­cho tiempo a estudiar estas cosas.


Kvothe miró largamente a su pupilo con expresión solemne.


—Somos algo más que las partes que nos conforman, Bast —dijo con un deje de reproche.


—No digo que no fuera encantadora, Reshi —se apresuró a añadir Bast—. Me sonrió, y su sonrisa era... Tenía una especie de... Iba directa a tu corazón, no sé si me entiendes.


—Te entiendo, Bast. Pero yo la conozco. —Kvothe miró a Cro­nista—. Verás, el problema surge de la comparación. Si digo que tiene el cabello castaño, tú podrías pensar: «He conocido a mu­chas mujeres morenas, y algunas eran encantadoras». Pero te que­darías muy corto, porque esas mujeres no tendrían, en realidad, nada en común con ella. Esas otras mujeres no tendrían su agude­za, su encanto natural. No se parecía a nadie que yo hubiera co­nocido...


Kvothe se quedó absorto, mirándose las manos recogidas. Per­maneció tanto rato callado que Bast empezó a moverse, inquieto, mirando alrededor con nerviosismo.


—Supongo que no tiene sentido que me preocupe tanto —dijo Kvothe por fin, levantando la cabeza y haciéndole una señal a Cronista—. Dudo que al mundo le afecte mucho que estropee también esto.


Cronista cogió la pluma, y Kvothe empezó a hablar antes de que la hubiera mojado en el tintero.


—Tenía los ojos castaños. Oscuros como el chocolate, como el café, como la madera lustrada del laúd de mi padre. La cara era blanca y ovalada, como una lágrima.


De pronto Kvothe se interrumpió, como si se hubiera quedado sin palabras. El silencio que se produjo fue tan repentino y tan profundo que Cronista levantó brevemente la vista de la hoja, algo que todavía no había hecho nunca. Pero en ese preciso ins­tante, Kvothe empezó a hablar de nuevo:


—Su sonrisa podía parar el corazón de un hombre. Tenía los labios rojos. No era el rojo chillón, artificial, que tantas mujeres creen que las hace parecer deseables. Sus labios siempre estaban rojos, de día y de noche. Como si minutos antes de verla tú, hubie­ra estado comiendo bayas o bebiendo sangre.


»Estuviera donde estuviese, siempre era el centro de todas las miradas. —Kvothe frunció el ceño—. No me interpretéis mal. No quiero decir que fuera llamativa, ni vanidosa. Si miramos el fue­go es porque parpadea, porque resplandece. Lo que atrae nuestra mirada es la luz, pero lo que hace que un hombre se acerque al fuego no tiene nada que ver con su resplandor. Lo que te atrae del fuego es el calor que sientes cuando te acercas a él. Con Denna pa­saba lo mismo.


Mientras hablaba, la expresión de Kvothe iba cambian­do, como si cada palabra que pronunciaba lo hiriera más y más. Y aunque las palabras eran claras, encajaban con su semblante, como si cada una la rasparan con una áspera lima antes de salir de sus labios.


—Era... —Kvothe tenía la cabeza tan agachada que parecía que hablara con sus manos, recogidas sobre el regazo—. ¿Qué es­toy haciendo? —dijo con voz débil, como si tuviera la boca llena de grises cenizas—. ¿Para qué puede servir esto? ¿Cómo puedo ex­plicárosla si yo nunca la he entendido?


Cronista ya había escrito esas palabras cuando se dio cuenta de que seguramente Kvothe no quería que lo hiciera. Se quedó quie­to un instante, y luego terminó de anotar el resto de la frase. En­tonces esperó quieto y callado un momento, antes de levantar la cabeza y mirar a Kvothe.


Kvothe lo miró también. Eran los mismos ojos oscuros que Cronista había visto antes. Los ojos de un dios furioso. Cronista estuvo a punto de levantarse y apartarse de la mesa. Se produjo un gélido silencio.


Kvothe se levantó y señaló la hoja que Cronista tenía delante.


—Tacha eso —dijo con voz chirriante.


Cronista palideció. Parecía que le hubieran clavado un puñal.


Como Cronista seguía inmóvil, Kvothe estiró un brazo y quitó la hoja a medio escribir de debajo de la pluma de Cronista.


—Si no te sientes inclinado a tachar... —Kvothe rompió la hoja con cuidado; el sonido acabó por borrar el color de la cara del es­cribano.


Con mucha parsimonia, Kvothe cogió una hoja en blanco y la puso delante del anonadado escribiente.


—Copíalo aquí —dijo con una voz fría e inmóvil como el hierro. El hierro también estaba en sus ojos, duro y oscuro.


No discutieron. En silencio, Cronista copió hasta donde Kvothe tenía puesto un dedo sujetando la hoja a la mesa.


Una vez que Cronista hubo terminado, Kvothe empezó a hablar con voz crujiente y clara, como si mordiera trozos de hielo.


—¿En qué sentido era hermosa? Me doy cuenta de que nada de lo que diga será suficiente. Está bien. Ya que no puedo decir sufi­ciente, al menos evitaré decir demasiado.


«Escribe esto: que tenía el cabello castaño. Eso es. Largo y liso. Tenía los ojos castaños y el cutis claro. Eso es. Tenía la cara ova­lada, la mandíbula fuerte y delicada. Escribe que tenía aplomo y elegancia. Eso.


Kvothe respiró hondo antes de proseguir:


—Y por último, escribe que era preciosa. Es la única manera de expresarlo. Que era tremendamente hermosa, aunque tuviera fa­llos o defectos. Era preciosa, al menos para Kvothe. ¿Al menos? Para Kvothe era la más preciosa. —Por un instante Kvothe se puso en tensión, como si también fuera a arrebatarle esa otra hoja a Cronista.


Entonces se relajó, como una vela cuando deja de soplar el viento.


—Pero para ser sincero, he de decir que había otros que tam­bién la encontraban hermosa...


























































































































58


Nombres para un principio










Sería bonito decir que nuestras miradas se encontraron y que yo me acerqué lentamente a ella. Sería bonito decir que sonreí y que le hablé de cosas agradables en pareados cuidadosamente medidos, como el Príncipe Azul de algún cuento de hadas.


Por desgracia, la vida casi nunca tiene un guión tan meticulo­so. La verdad es que me quedé allí plantado. Era Denna, la joven que había conocido hacía tanto tiempo en la caravana de Roent.


Ahora que lo pienso, solo había transcurrido medio año. No es mucho tiempo cuando te están contando una historia, pero medio año es muchísimo tiempo mientras lo vives, sobre todo si eres jo­ven. Y nosotros éramos ambos muy jóvenes.


Vi a Denna cuando ella subía el último escalón del segundo piso del Eolio. Iba mirando el suelo, con expresión pensativa, casi triste. Se volvió y echó a andar hacia mí sin levantar la cabeza, sin verme.


Esos meses la habían cambiado. Todo lo que antes tenía de guapa lo tenía, además, de encantadora. Quizá esa diferencia se debiera únicamente a que no llevaba la ropa de viaje con que yo la había conocido, sino un vestido largo. Pero no cabía ninguna duda de que era Denna. Hasta reconocí el anillo que llevaba en el dedo, de plata con una piedra de color azul claro engarzada.


Desde el día que nos despedimos, yo había guardado pensa­mientos delirantes y tiernos sobre Denna escondidos en un rincón secreto de mi corazón. Me había planteado ir a buscarla a Anilin, había imaginado que volvía a encontrármela por casualidad en un camino, que ella iba a buscarme a la Universidad. Pero en el fon­do sabía que esas ideas no eran más que sueños infantiles. Yo sa­bía la verdad: nunca volvería a verla.


Pero allí estaba, y yo no estaba preparado para ese encuentro. ¿Se acordaría de mí, del muchacho torpe al que solo había visto unos días, hacía mucho tiempo?


Denna estaba a apenas tres metros de mí cuando levantó la ca­beza y me vio. Su rostro se iluminó, como si alguien hubiera en­cendido una vela en su interior que la hiciera resplandecer. Corrió hacia mí, cubriendo la distancia que nos separaba con tres ato­londrados pasos.


Por un instante, pareció que fuera a echarse en mis brazos, pero en el último momento se paró y miró a las personas que es­taban sentadas alrededor de nosotros. En el espacio de medio paso, transformó su alegre carrerilla en un comedido saludo. Lo hizo con elegancia, pero aun así tuvo que apoyar una mano en mi pecho para estabilizarse, para no caer sobre mí debido a su repen­tina parada.


Entonces me sonrió. Era una sonrisa dulce, cariñosa y tímida, como una flor que se abre. Era cordial, sincera y ligeramente tur­bada. Cuando me sonrió, sentí...


No se me ocurre cómo describirlo, de verdad. Sería más fácil mentir. Podría copiar algunas frases de cualquier historia y conta­ros una mentira tan familiar que no dudaríais en tragárosla. Podría decir que se me doblaron las rodillas. Que me costaba respirar. Pero eso no sería la verdad. Mi corazón no latió más deprisa, ni se paró, ni alteró su ritmo. Eso es lo que nos cuentan en las historias. Tonterías. Hipérboles. Chorradas. Y aun así...


Salid a pasear un día de principios de invierno, después del pri­mer frío de la temporada. Buscad una charca con una fina pelícu­la de hielo en la superficie, todavía limpia, intacta y transparente como el cristal. Cerca de la orilla, el hielo aguantará vuestro peso. Deslizaos un poco por él. Más allá. Al final encontraréis el sitio donde la superficie soporta vuestro peso de milagro. Entonces sentiréis lo que sentí yo. El hielo se rompe bajo vuestros pies. Mi­rad hacia abajo y veréis las blancas grietas recorriendo el hielo como alocadas, complicadas telarañas. No se oye nada, pero no­táis la vibración a través de las plantas de los pies.


Eso fue lo que pasó cuando Denna me sonrió. No quiero decir que me sintiera como si me encontrase sobre una fina capa de hielo a punto de ceder bajo mi peso. No. Me sentí como el hielo mismo, resquebrajado de pronto, con grietas extendiéndose a partir del si­tio donde ella me había tocado, en el pecho. La única razón por la que me sostenía era porque el millar de piezas que me componían se apoyaban unas en otras. Temía derrumbarme si me movía.


Quizá fuera suficiente decir que me cautivó una sonrisa. Y aun­que parece una frase extraída de un libro de cuentos, se acerca mucho a la verdad.


Las palabras nunca se me han resistido. Más bien al contrario: a menudo me resulta muy fácil decir lo que pienso, y eso me ha creado problemas muchas veces. Sin embargo, ante Denna me quedé sin habla. No habría podido decir nada sensato aunque mi vida hubiera dependido de ello.


Automáticamente, las normas de cortesía que me había incul­cado mi madre salieron en mi ayuda. Levanté una mano suave­mente y agarré la que Denna tendía hacia mí, como si me la hu­biera ofrecido. Entonces di medio paso hacia atrás e hice una elegante reverencia. Al mismo tiempo, me cogí con la otra mano el borde de la capa y la escondí detrás de la espalda. Fue una re­verencia halagadora y cortés sin llegar a ser ridiculamente formal, y adecuada para un sitio público como aquel.


¿Qué podía hacer a continuación? Lo tradicional era besar la mano, pero ¿qué clase de beso era el idóneo? En Atur te limitabas a inclinarte sobre la mano tendida. Las damas ceáldicas, como la hija del prestamista con la que había hablado hacía un rato, espe­raban que les rozaras ligeramente los nudillos y que el gesto fuera acompañado del chasquido de un beso en el aire. En Modeg apre­tabas los labios contra el dorso de tu propio pulgar.


Pero estábamos en la Mancomunidad, y Denna no tenía acen­to extranjero. Así pues, un beso directo. Apreté suavemente los la­bios contra el dorso de su mano durante el tiempo que tardas en respirar una vez. Tenía la piel tibia y olía vagamente a brezo.


—A sus pies, mi señora —dije irguiéndome y soltándole la mano. Por primera vez en la vida, entendí el verdadero propósito de esos saludos formales. Te dan un guión que seguir cuando no tienes ni idea de qué decir.


—¿Mi señora? —repitió Denna, ligeramente sorprendida—. Muy bien, si insistes... —Se cogió el vestido con una mano e hizo una reverencia que resultó elegante, burlona y picara al mismo tiempo—. Tu señora.


Al oír su voz, supe que mis sospechas eran ciertas. Era mi Aloine.


—¿Qué haces aquí arriba, en el tercer círculo, solo? —Echó un vistazo al balcón con forma de media luna—. Porque estás solo, ¿no?


—Estaba solo —puntualicé. Y como no sabía qué más decir, robé un verso de la canción que tenía reciente en la memoria—: «Ahora a la inesperada Aloine tengo a mi lado».


Denna sonrió, halagada.


—¿Cómo que inesperada? —preguntó.


—Estaba prácticamente convencido de que ya te habías mar­chado.


—He estado a punto —repuso Denna con falsa arrogancia—. He esperado dos horas a que viniera mi Savien. —Suspiró trági­camente, mirando hacia arriba y hacia un lado, como la estatua de una santa—. Al final, desesperada, he decidido que lo mejor era que esta vez fuera Aloine quien buscase a su amado, y al cuerno con la historia. —Sonrió con malicia.


—«Eramos dos navios mal iluminados en la noche...» —cité.


—... «que pasaban al lado sin verse el uno al otro» —terminó Denna.


—La caída de Felward—dije con algo que rayaba el respeto—. No hay mucha gente que conozca esa obra.


—Yo no soy mucha gente —replicó ella.


—No lo olvidaré. —Incliné la cabeza con exagerada deferen­cia, y Denna dio un bufido burlón. Lo ignoré, y continué en un tono más serio—: No sé cómo darte las gracias por ayudarme esta noche.


—¿No sabes cómo? —dijo ella—. Pues es una lástima. ¿Qué estarías dispuesto a hacer?


Sin pensármelo dos veces, me llevé una mano al cuello de la capa y desenganché el caramillo de plata.


—Solo esto —dije, ofreciéndoselo.


—Yo... —titubeó Denna, desconcertada—. No lo dirás en serio.


—Sin ti no lo habría ganado —argumenté—. Y no tengo nin­guna otra cosa de valor, a menos que quieras mi laúd.


Los oscuros ojos de Denna escudriñaron mi rostro, como si no supiera decidir si me estaba burlando de ella o no.


—Me parece que no puedes regalar tu caramillo...


—Sí puedo —la contradije—. Stanchion me ha comentado que si lo perdía o lo regalaba, tendría que ganarme otro. —Tomé su mano, le abrí los dedos y le puse el caramillo de plata en la palma—. Eso significa que puedo hacer lo que quiera con él, y quiero rega­lártelo a ti.:


Denna miró el caramillo que tenía en la mano; luego clavó su mirada en mí con atención, como si no me hubiera visto hasta en­tonces. Durante un momento fui muy consciente de mi aspecto. Mi capa estaba deshilachada y, aunque vestía mis mejores ropas, parecía un desharrapado.


Bajó la mirada de nuevo y lentamente cerró la mano donde sos­tenía el caramillo. Luego alzó la vista, con una expresión indesci­frable.


—Creo que podrías ser una persona maravillosa —dijo.


Inspiré, pero Denna se me adelantó:


—Sin embargo —agregó—, esto es un agradecimiento despro­porcionado. Es una recompensa exagerada por la ayuda que yo pueda haberte ofrecido. Si lo aceptara, quedaría en deuda contigo. —Me cogió una mano y me puso el caramillo en la palma—. Pre­fiero que estés tú en deuda conmigo. —De pronto sonrió—. Así, todavía me debes un favor.


De pronto, el ruido en la estancia disminuyó notablemente. Miré alrededor, desconcertado, porque había olvidado dónde estaba. Denna se llevó un dedo a los labios y señaló por encima de la baran­dilla, hacia el escenario. Nos acercamos más al borde, miramos hacia abajo y vimos a un anciano con barba blanca abriendo un estuche de forma extraña. Aspiré de golpe, sorprendido, al ver el instrumento que había en el estuche.


—¿Qué es eso? —me preguntó Denna.


—Es un laúd de corte, muy antiguo —respondí, incapaz de di­simular mi asombro—. Es la primera vez que veo uno.


—¿Eso es un laúd? —Denna movió los labios sin articular nin­gún sonido—. Cuento veinticuatro cuerdas. ¿Cómo se puede to­car un instrumento así? Tiene más cuerdas que algunas arpas.


—Antes los hacían así. Antes de las cuerdas de metal, antes de que aprendieran a sujetar un mástil largo. Es increíble. En ese cue­llo de cisne hay más ingeniería que en tres catedrales juntas. —El anciano se apartó la barba y se puso cómodo en el asiento—. Es­pero que lo haya afinado antes de subir al escenario —añadí en voz baja—. Si no, tendremos que esperar una hora mientras ajus­ta las clavijas. Mi padre decía que los trovadores de antes pasaban dos días encordando y dos horas afinando para obtener dos mi­nutos de música de un laúd de corte.


El anciano solo tardó unos cinco minutos en afinar el instru­mento. Y entonces se puso a tocar.


Me avergüenza tener que reconocerlo, pero no recuerdo nada de la canción. Pese a que jamás había visto un laúd de corte, ni lo había escuchado, mi mente estaba tan confundida por la apari­ción de Denna que no podía asimilar nada más. Mientras estába­mos apoyados en la barandilla, lado a lado, de vez en cuando la miraba de refilón.


Denna no me había llamado por mi nombre, ni había mencio­nado nuestro anterior encuentro en la caravana de Roent. Eso sig­nificaba que no se acordaba de mí. Supongo que no me extrañó que hubiera olvidado a un muchacho andrajoso al que solo había visto unos días en el camino. Sin embargo, me dolió un poco, por­que yo llevaba meses pensando en ella. Pero no había forma de mencionarlo sin parecer un poco ridículo. Era mejor empezar de nuevo y confiar en dejar más huella en su memoria la segunda vez.


La canción terminó sin que me diera cuenta, y aplaudí con en­tusiasmo para compensar la poca atención que le había dedicado.


—Antes he pensado que te habías equivocado cuando has do­blado el estribillo —me dijo Denna cuando la gente dejó de aplau­dir—. No podía creer que de verdad quisieras que una desconoci­da cantara contigo. No he visto hacer eso en ningún sitio, salvo alrededor de las fogatas, por la noche.


Me encogí de hombros.


—Todo el mundo me decía que aquí es donde actúan los mejo­res músicos. —Hice un amplio gesto con una mano hacia ella—. Confiaba en que hubiera alguien que supiera la parte de Aloine.


Denna arqueó una ceja.


—Te ha ido de un pelo —dijo—. He esperado a que alguien se pusiera a cantar. Me daba un poco de vergüenza hacerlo yo.


La miré con gesto de extrañeza.


—¿Por qué? Tienes una voz preciosa.


Denna sonrió, turbada.


—Solo había oído esa canción dos veces. No estaba segura de si la recordaría entera.


—¿Dos veces?


Denna asintió.


—Y la segunda vez fue hace solo un ciclo. Una pareja la cantó en una cena a la que fui, en Aetnia.


—¿Lo dices en serio? —pregunté, incrédulo.


Denna asintió con la cabeza como si la hubieran pillado di­ciendo una mentira piadosa. El oscuro cabello le tapó la cara, y ella se lo apartó distraídamente.


—Está bien, supongo que oí ensayar a la pareja antes de la cena...


Sacudí la cabeza. No podía creerlo.


—Es asombroso. La melodía es sumamente difícil. Y recordar toda la letra... —Me admiré en silencio unos momentos, sin parar de sacudir la cabeza—. Tienes un oído increíble.


—No eres el primero que me lo dice —replicó Denna con iro­nía—. Pero creo que eres el primero que me lo dice mirándome las orejas. —Miró hacia abajo de manera elocuente.


Cuando empezaba a ruborizarme, oí una voz que me resultó familiar detrás de nosotros.


—¡Estás aquí! —Me volví y vi a Sovoy, mi alto y apuesto ami­go, y compinche en Simpatía Avanzada.


—Sí, aquí estoy —dije, sorprendido de que Sovoy me buscara. Y también sorprendido de que tuviera la poca gracia de interrum­pirme cuando estaba hablando en privado con una joven.


—Pues ya estamos todos. —Sovoy me sonrió. Se acercó a no­sotros y, con toda tranquilidad, rodeó a Denna por la cintura con un brazo. La miró arrugando la frente, fingiendo enfado—. Reco­rro los pisos de abajo tratando de ayudarte a encontrar a tu can­tante, y resulta que estáis los dos aquí arriba, hablando como si fuerais viejos amigos.


—Nos hemos encontrado por casualidad —dijo Denna, y le puso una mano sobre la que él tenía apoyada en su cadera—. Sabía que vendrías aunque solo fuera para recuperar tu copa... —Apuntó con la cabeza hacia una mesa cercana, donde había dos copas de vino.


Denna y Sovoy se dieron la vuelta y, cogidos del brazo, volvie­ron a su mesa. Denna giró la cabeza e hizo un gesto con las cejas. Yo no tenía ni la más remota idea de qué significaba esa expre­sión.


Sovoy me hizo señas para que me sentara con ellos y trajo una silla para que pudiera sentarme.


—No podía creer que fueras tú el que estaba actuando —me dijo—. Me pareció reconocer tu voz, pero... —Hizo- un ademán abarcando el último piso del Eolio—. El tercer círculo proporcio­na una cómoda intimidad para los jóvenes amantes, pero por otra parte, las vistas del escenario dejan mucho que desear. No sabía que tocaras. —Le puso un largo brazo sobre los hombros a Den­na y sonrió con su encantadora sonrisa, que se reflejaba en sus azules ojos.


—De vez en cuando —dije con ligereza al sentarme.


—Has tenido suerte de que haya escogido el Eolio esta noche —dijo Sovoy—. Si no, solo te habrían acompañado ecos y grillos.


—Entonces estoy en deuda contigo —le dije con una cortés in­clinación de cabeza.


—Devuélveme el favor formando pareja con Simmon la próxima vez que juguemos a esquinas —dijo él—. Así serás el que se coma la prenda cuando ese atolondrado pida la carta alta tenien­do solo una pareja.


—Hecho —dije—. Aunque será duro. —Me volví hacia Den-na—. ¿Y tú? Te debo un gran favor. ¿Cómo puedo devolvértelo? Pídeme lo que quieras y lo haré. Cualquier cosa que esté al alcan­ce de mis habilidades.


—Cualquier cosa que esté al alcance de tus habilidades —repi­tió ella, juguetona—. Veamos, ¿qué sabes hacer, además de tocar tan bien que Tehlu y todos sus ángeles llorarían si te oyeran?


—Supongo que podría hacer cualquier cosa —dije con soltu­ra—. Si me lo pidieras tú.


Denna rió.


—Es peligroso decirle eso a una mujer —intervino So voy—. Y sobre todo a esta. Te pedirá que vayas al otro extremo del mun­do a buscarle una hoja del árbol cantor.


Denna inclinó la silla hacia atrás y me miró con una mirada pe­ligrosa.


—Una hoja del árbol cantor —murmuró—. No estaría nada mal. ¿Serías capaz de traerme una?


—Sí —afirmé, y me sorprendió darme cuenta de que era verdad.


Me miró como si se lo estuviera planteando seriamente; enton­ces sacudió la cabeza.


—No sería capaz de enviarte tan lejos. Tendré que guardarme ese favor para otro día.


Suspiré.


—Así que quedo en deuda contigo.


—¡Oh, no! —exclamó Denna—. Otra carga para el corazón de mi Savien...


—La carga más pesada que soporta mi corazón es que temo que nunca sabré tu nombre. Podría seguir pensando en ti como Fe-lurian —dije—. Pero eso daría pie a desafortunadas confusiones.


Denna me miró como evaluándome.


—¿Felurian? Podría gustarme eso si no pensara que eres un mentiroso.


—¿Mentiroso? —protesté, indignado—. Lo primero que he pensado al verte ha sido: «¡Felurian! ¿Qué he hecho? La adula­ción de mis pares ha sido una pérdida de tiempo. Si pudiera re­cordar los momentos que he desperdiciado, solo podría esperar pasarlos de una manera más sabia, y calentarme con una luz que rivaliza con la luz del día».


Denna sonrió.


—Un mentiroso y un ladrón. Eso lo has robado del tercer acto de Daeonica.


Pero ¿cómo? ¿También conocía Daeonica}


—Me confieso culpable —concedí—. Pero eso no significa que no sea verdad.


Sonrió a Sovoy y luego me miró.


—Los halagos están muy bien, pero con ellos no conseguirás que te revele mi nombre. Sovoy me ha comentado que estudiáis juntos en la Universidad. Eso significa que tonteas con fuerzas os­curas que es mejor dejar en paz. Si te digo mi nombre, tendrás un poder terrible sobre mí. —Sus labios estaban serios, pero su son­risa se insinuaba alrededor de las comisuras de sus ojos y en la for­ma de ladear la cabeza.


—Eso es cierto —dije también con seriedad—. Pero te voy a proponer un trato. Te diré mi nombre a cambio del tuyo. Así, tú también tendrás poder sobre mí.


—Serías capaz de venderme mi propia camisa —repuso Den­na—. Sovoy sabe cómo te llamas. Suponiendo que no me lo haya dicho ya, podría sonsacárselo sin ninguna dificultad.


—Cierto —confirmó Sovoy, que parecía aliviado de que nos hubiéramos acordado de que estaba allí. Le cogió una mano a Denna y se la besó.


—Sovoy puede decirte mi nombre —dije con desdén—, pero no puede dártelo. Eso solo puedo hacerlo yo. —Puse una mano, plana, encima de la mesa—. Mi oferta sigue en pie: mi nombre a cambio del tuyo. ¿Aceptas? ¿O me veré a obligado a pensar siem­pre en ti como una Aloine, y nunca como en ti misma?


Denna desvió la mirada hacia uno y otro lado.


—Está bien —dijo—. Pero primero tendrás que darme tú el tuyo.


Me incliné hacia delante y le hice señas para que me imitara.


Denna le soltó la mano a Sovoy y acercó una oreja. Con la debida solemnidad, susurré mi nombre en su oído: «Kvothe». Denna olía débilmente a flores; supongo que era perfume, pero debajo de ese olor estaba su propio olor: a hierba verde, como el camino tras una fina lluvia primaveral.


Denna se recostó de nuevo en la silla y se quedó pensativa.


—Kvothe —dijo al final—. Te pega. Kvothe. —Sus ojos chis­pearon, como si ocultara un secreto. Lo dijo despacio, como sa­boreándolo, y luego asintió—. ¿Qué significa?


—Significa muchas cosas —contesté con mi mejor voz de Tá-borlin el Grande—. Pero no lograrás distraerme tan fácilmente. He pagado, y ahora estoy en tus manos. ¿Vas a darme tu nombre, para que pueda llamarte por él?


Denna sonrió y volvió a inclinarse hacia delante. Yo me incli­né también. Ladeé la cabeza y noté la caricia de un mechón de su cabello.


—Dianne —dijo, y su cálido aliento fue como una pluma ro­zándome la oreja—. Dianne.


Nos recostamos ambos en nuestros respectivos respaldos. Me quedé callado, y Denna dijo:


—¿Y bien?


—Ya lo tengo —dije—. Puedes estar segura.


—Entonces dilo.


—Me lo reservo —la tranquilicé, sonriendo—. Estos regalos no se deben derrochar.


Me miró y cedí.


—Dianne —dije—. Dianne. También te pega.


Nos miramos largo rato, y entonces reparé en que Sovoy me miraba de hito en hito.


—Tengo que bajar —dije levantándome apresuradamente de la silla—. He quedado con unas personas importantes. —Nada más pronunciarlas, mis torpes palabras chirriaron en mis oídos, pero no se me ocurrió ninguna forma de retirarlas sin quedar como un imbécil.


Sovoy se levantó y me estrechó la mano; no cabe duda de que se alegraba de librarse de mí.


—Te felicito por tu actuación, Kvothe. Hasta pronto.


Me volví y vi que Denna también se había levantado. Me miró a los ojos y sonrió.


—Yo también espero verte pronto. —Me tendió una mano.


Esgrimí mi mejor sonrisa.

—Siempre queda la esperanza. —Pretendía ser una frase ocu­rrente, pero se volvió casi grosera en cuanto salió de mis labios. Tenía que marcharme antes de que me pusiera aún más en ridícu­lo. Le estreché rápidamente la mano a Denna y la noté un poco fría. Suave, delicada y fuerte. No se la besé, porque Sovoy era ami­go mío, y no está bien hacerle eso a un amigo.






















59

Lo que se sabe





Con el tiempo, y con considerable ayuda de Deoch y de Wiiem, me emborraché.

Y así es como esa noche tres alumnos emprendieron el regre­so, un tanto errático, a la Universidad. Mirad cómo van, tamba­leándose ligeramente. No se oye nada, y cuando la campana de la torre da la hora, esta no rompe el silencio sino que lo sostiene. Los grillos también respetan el silencio. Sus cantos son como cuidado­sas puntadas en su tela, casi demasiado pequeñas para ser vistas.

La noche los envuelve como cálido terciopelo. Las estrellas, lu­minosos diamantes en el cielo sin nubes, tiñen el camino por el que andan de un gris plateado. La Universidad e Imre son el centro del conocimiento y el arte, el más fuerte de los cuatro rincones de la civilización. Aquí, en el camino que las une, solo hay árboles cen­tenarios y larga hierba mecida por el viento. Es una noche perfec­ta, un tanto salvaje, casi aterradoramente hermosa.

Los tres muchachos, uno moreno, uno rubio y uno como el fuego, no se fijan en la noche. Quizá una parte de ellos sí lo haga, pero son jóvenes y están borrachos y ocupados sabiendo en el fon­do de sus corazones que nunca crecerán ni morirán. También sa­ben que son amigos, y comparten cierto amor que nunca los aban­donará. Los muchachos saben muchas otras cosas, pero quizá ninguna tan importante como esa. Quizá tengan razón.





















60

Fortuna





Al día siguiente me presenté en el sorteo de admisiones con mi primera resaca. Cansado y un tanto mareado, me puse en la cola más corta e intenté ignorar el barullo de los centenares de alumnos que se paseaban comprando, vendiendo, intercambian­do y, en general, quejándose de las horas de examen que les ha­bían tocado.

—Kvothe, hijo de Arliden —dije cuando por fin llegué al mos­trador. La mujer con cara de aburrimiento que me atendió anotó mi nombre y yo saqué una ficha de la bolsa de terciopelo negro. «Hepten: mediodía», rezaba. Tenía cinco días para prepa­rarme.

Pero cuando me dirigía hacia las Dependencias, se me ocurrió una cosa. En realidad, ¿cuánto tiempo necesitaba pata preparar­me? Y lo más importante: ¿hasta dónde podía llegar sin tener ac­ceso al Archivo?

Tras esa reflexión, levanté una mano con los dedos corazón y pulgar extendidos, indicando que tenía plaza dentro de cinco días y que quería venderla.

Al poco rato se me acercó una alumna a la que no conocía.

—Cuarto día —dijo mostrándome su ficha—. Te cambio la pla­za por una iota. —Negué con la cabeza; ella se encogió de hombros y se marchó.

Entonces se me acercó Galven, un Re'lar de la Clínica. Llevaba levantado el dedo índice, indicando que tenía una plaza para últi­ma hora de esa misma tarde. A juzgar por sus ojeras y por su atribulada expresión, me pareció que no estaba muy entusiasmado con la idea de examinarse tan pronto.

—¿Me la cambias por cinco iotas?

—Pensaba pedir un talento...

Galven asintió, dándole vueltas a su ficha entre los dedos. Era un precio justo. Nadie quería pasar por admisiones el primer día.

—Quizá más tarde. Primero voy a dar una vuelta.

Lo vi marchar y me admiré de cómo podían cambiar las cosas de un día a otro. El día anterior, cinco iotas me habrían parecido una fortuna, pero ese día tenía la bolsa llena...

Estaba calculando mentalmente cuánto dinero había ganado la noche anterior cuando vi acercarse a Wilem y a Simmon. Wil pa­recía un poco pálido pese a su oscuro cutis ceáldico. Deduje que él también debía de estar sufriendo las consecuencias de la juerga de la noche pasada.

En cambio, Sim estaba más alegre que nunca.

—¿A que no adivinas a quién le ha tocado una plaza para esta tarde? —Señaló con la cabeza más allá de mi hombro—. A Am-brose y a varios de sus amigos. Estoy empezando a pensar que hay justicia en el universo.

Me volví para mirar entre la multitud; oí la voz de Ambrose antes de verlo.

—... de la misma bolsa. Eso significa que han mezclado fatal. Deberían volver a empezar esta caótica farsa y...

Ambrose iba con varios amigos suyos, todos muy bien vesti­dos, escrutando la multitud en busca de manos levantadas. Am­brose estaba a unos cuatro metros de mí cuando por fin miró ha­cia abajo y se percató de que la mano hacia la que iba era la mía.

Se paró en seco, con el ceño fruncido, y de pronto soltó una carcajada.

—Pobrecillo —dijo—. Tiene todo el tiempo del mundo y no sabe cómo emplearlo. ¿Lorren todavía no te deja entrar?

—Cuerno y martillo —maldijo Wil cansinamente detrás de mí.

Ambrose me sonrió.

—Mira, te doy medio penique y una de mis camisas viejas por tu plaza. Así, tendrás algo que ponerte cuando laves esa que llevas en el río. —Sus amigos rieron detrás de él, mirándome con desprecio.

Mantuve una expresión desenfadada, porque no quería darle la más mínima satisfacción. La verdad es que era consciente del hecho de que solo tenía dos camisas, y de que tras usarlas duran­te dos bimestres se estaban quedando muy gastadas. Más gasta­das. Y era verdad que las lavaba en el río, porque nunca había te­nido dinero para pagar la lavandería.

—Paso —dije con indiferencia—. Los faldones de tu camisa es­tán demasiado teñidos para mi gusto. —Tiré de los faldones de mi camisa para aclarar mis intenciones. Unos cuantos alumnos que estaban cerca rieron.

—No lo capto —oí que le decía Sim a Wil en voz baja.

—Está insinuando que Ambrose tiene el... —Wil hizo una pau­sa—, el edanete tass, una enfermedad que te contagian las prosti­tutas. Produce una secreción...

—Vale, vale —lo cortó Sim—. Ya lo pillo. Y Ambrose va vesti­do de verde.

Entretanto, Ambrose se obligó a reír de mi chiste como los demás.

—Supongo que me lo merezco —dijo—. Muy bien, vamos a re­partir limosna a los pobres. —Sacó su bolsa y la agitó—. ¿Cuánto quieres?

—Cinco talentos —respondí.

Me miró fijamente y se quedó con la bolsa a medio abrir. Era un precio desorbitado. Unos cuantos espectadores se dieron co­dazos; estaban deseando que lograra estafar a Ambrose y le hicie­ra pagar un precio mucho más alto por mi plaza.

—Perdona —dije—. ¿Quieres que te lo convierta? —Era bien sabido que el bimestre anterior Ambrose había suspendido el apartado de aritmética de su examen de admisiones.

—Cinco es una exageración —dijo—. Con mucha suerte con­seguirás uno. Ya es muy tarde.

Me encogí de hombros con indiferencia.

—Me contentaría con cuatro.

—Te contentarías con uno —insistió Ambrose—. No soy im­bécil.

Respiré hondo y solté el aire lentamente, resignado.

—Supongo que no conseguiré hacerte subir hasta... ¿uno con cuatro? —propuse, asqueado por el tono quejumbroso de mi voz.

Ambrose sonrió como un tiburón.

—Ya sé qué podemos hacer —dijo con magnanimidad—. Te daré uno con tres. No me importa hacer un poco de caridad de vez en cuando.

—Gracias, señor —dije mansamente—. Se lo agradezco mu­cho. —Percibí la decepción del público al ver que me ponía patas arriba, como un perro, por el dinero de Ambrose.

—No tienes que agradecérmelo —dijo Ambrose con petulan­cia—. Siempre es un placer ayudar a los necesitados.

—En moneda víntica, eso son dos reales de oro, seis sueldos, dos peniques y cuatro ardites.

—Ya sé hacer la conversión —me espetó—. He viajado mucho por el mundo con el séquito de mi padre desde que era pequeño. Sé cambiar moneda.

—Claro que sí. —Agaché la cabeza—. Qué tonto soy. —Levan­té la cabeza y, con curiosidad, pregunté—: Entonces, ¿has estado en Modeg?

—Por supuesto —contestó Ambrose, distraído, mientras metía una mano en su bolsa y sacaba una serie de monedas—. He esta­do dos veces en la corte de Cershaen.

—¿Es verdad que los nobles modeganos consideran que el re­gateo es una actividad despreciable para la gente de alta alcurnia? —pregunté fingiendo inocencia—. He oído decir que lo conside­ran una señal infalible de que la persona o bien tiene sangre ple­beya o pasa graves apuros...

Ambrose me miró y dejó de buscar monedas en su bolsa. En­trecerró los ojos.

—Porque si es verdad, has sido muy amable rebajándote a mi nivel solo por el placer de regatear un poco. —Le sonreí—. A no­sotros, los Ruh, nos encanta regatear. —Hubo un murmullo de ri­sas de los estudiantes que nos rodeaban, que ya eran varias docenas.

—No lo hacía por eso —dijo Ambrose.

Puse cara de preocupación.

—Oh, lo siento, señor. No sabía que pasara por una situación difícil... —Di unos pasos hacia él extendiéndole mi ficha de ad­misiones—. Toma, puedes quedártela por medio penique. A mí tampoco me importa hacer un poco de caridad de vez en cuando. —Me planté delante de él, con la ficha en la mano—. Por favor. Insisto. Siempre es un placer ayudar a los necesitados.

Ambrose me fulminó con la mirada.

—Ojalá te atragantes con ella —me susurró con odio—. Y re­cuerda esto cuando estés comiendo judías y lavándote la ropa en el río: yo todavía estaré aquí el día que tú te marches con lo pues­to. —Se dio la vuelta y se fue, muy indignado.

Mis compañeros me aplaudieron. Saludé con la cabeza a dies­tro y siniestro.

—¿Cómo puntuarías eso? —le preguntó Wil a Sim.

—Dos para Ambrose. Tres para Kvothe. —Sim me miró—. No ha sido tu mejor actuación, francamente.

—Es que anoche dormí poco —admití.

—Cada vez que haces esto, él te lo hace pagar con creces —dijo Wil.

—No podemos hacer más que fastidiarnos el uno al otro —dije—. Los maestros se han asegurado de que sea así. Si nos pa­sáramos, nos expulsarían por conducta impropia de un miem­bro del Arcano. ¿Por qué crees que no he hecho de su vida un in­fierno?

—¿Por pereza?—sugirió Wil.

—La pereza es una de mis principales virtudes —dije con desen­voltura—. Si no fuera perezoso, podría tomarme la molestia de tra­ducir edanete tass y ofenderme muchísimo al descubrir que signi­fica «el goteo de los Edena». —Volví a levantar una mano con los dedos corazón y pulgar extendidos—. Pero como lo soy, supondré que se traduce directamente por el nombre de la enfermedad, nemserrea, evitando así cualquier innecesaria tensión en nuestra amistad.

Al final le vendí mi plaza a un desesperado Re'lar de la Facto­ría llamado Jaxim. El regateo fue duro, y al final le vendí mi plaza por seis iotas y un favor a concretar.

El examen de admisiones me fue todo lo bien que habría podi­do irme, considerando que no tuve tiempo para estudiar. Hemme todavía me guardaba rencor. Lorren mostró una actitud muy fría. Elodin tenía la cabeza apoyada en la mesa, como si durmiera. Los maestros estipularon una matrícula de seis talentos, lo cual me puso en una situación interesante...





El largo camino de Imre estaba casi desierto. El sol atravesaba las copas de los árboles y en el viento apenas se intuía el frío que pronto nos traería el otoño. Primero fui al Eolio a recuperar mi laúd. Stanchion se había empeñado en que lo dejara allí la noche anterior, para que no lo rompiera en mi largo y embriagado cami­no de regreso.

Cuando me acercaba al Eolio, vi a Deoch apoyado en el um­bral, pasando una moneda de un nudillo a otro de la mano. Al verme me sonrió.

—¡Hola! Pensé que tus amigos y tú acabaríais en el río anoche, porque salisteis de aquí haciendo eses.

—Pero las hacíamos en direcciones diferentes —expliqué—. Y así nos equilibrábamos.

Deoch rió.

—Tienes a tu chica dentro.

Traté de reprimir el rubor y me pregunté cómo había sabido Deoch que esperaba encontrar a Denna en el Eolio.

—No sé si llamarla mi chica. —Al fin y al cabo, Sovoy era ami­go mío.

Deoch se encogió de hombros.

—Como quieras llamarla. Está con Stanchion detrás de la ba­rra. Yo la sacaría de allí antes de que empiece a tomarse confian­zas con ella y a practicar digitaciones.

Noté una oleada de ira, y tuve que hacer un tremendo esfuerzo para morderme la lengua. Mi laúd. Estaba hablando de mi laúd. Entré en el local, pensando que cuanto menos viera Deoch mi ex­presión, mucho mejor.

Me paseé por las tres plantas del Eolio, pero no encontré a Denna. En cambio sí me tropecé con el conde Threpe, quien, con mucho entusiasmo, me invitó a sentarme con él.

—No sé si podré convencerte para que vengas a visitarme a mi casa algún día —dijo Threpe con timidez—. Estoy organizando una cena íntima, y conozco a unas cuantas personas a las que les encantaría conocerte. —Me guiñó un ojo—. La noticia de tu ac­tuación ya se está extendiendo.

Sentí una punzada de ansiedad, pero sabía que codearse con la nobleza era un mal necesario.

—Será un honor, señor.

Threpe hizo una mueca de disgusto.

—¿Tienes que llamarme señor?

La diplomacia es algo imprescindible para los artistas itineran­tes, y un aspecto muy importante de la diplomacia es la observan­cia de los títulos y los rangos.

—Es cuestión de etiqueta, señor —dije con pesar.

—Al cuerno la etiqueta —repuso Threpe, enfurruñado—. La etiqueta es un puñado de normas que la gente utiliza para poder ser grosera en público con los demás. Yo nací Dennais en primer lugar, Threpe después, y por último conde. —Me miró, suplican­te—. ¿Qué te parece Denn?

Vacilé.

—Al menos aquí —insistió—. Me siento como una mala hier­ba en medio de un arriate de flores cuando alguien empieza a lla­marme aquí señor.

Me relajé.

—Si eso te hace feliz... Te llamaré Denn.

El conde se sonrojó, como si yo lo hubiera halagado.

—Habíame un poco de ti. ¿Dónde te hospedas?

—Al otro lado del río —dije, evasivo. Los camastros de las De­pendencias no eran precisamente lujosos. Threpe me miró con ex­presión de desconcierto, y añadí—: Estudio en la Universidad.

—¿En la Universidad? —dijo, perplejo—. ¿Ahora enseñan música?

Esa idea casi me arrancó una carcajada.

—No, no. Pertenezco al Arcano.

Me arrepentí inmediatamente de haberlo dicho. El conde se re­costó en el respaldo de la silla y me miró con extrañeza.

—¿Eres mago?

—Oh, no —dije quitándole importancia—. Solo estudio. Ya sabes: gramática, matemáticas... —Elegí dos de las asignaturas más inocentes que se me ocurrieron, y me pareció que el conde se relajaba un poco.

—Ah, pensé que eras... —Dejó la frase en el aire y sacudió la cabeza—. ¿Por qué estudias en la Universidad?

La pregunta me pilló desprevenido.

—Pues... siempre quise estudiar. Hay mucho que aprender.

—Sí, pero tú no necesitas nada de eso. Quiero decir que... —Buscó las palabras—. Tocando como tocas... Estoy seguro de que tu mecenas te anima a concentrarte en la música.

—No tengo mecenas, Denn —dije componiendo una tímida sonrisa—. Y no es porque yo no quiera.

Su reacción no fue la que yo esperaba.

—Maldita sea mi suerte. —Dio una fuerte palmada en la mesa—. Pensé que alguien te estaba escondiendo. —Golpeó la mesa con un puño—. Maldita sea.

Se serenó un poco y me miró.

—Lo siento —dijo—. Es que... —Hizo una mueca de frustra­ción y suspiró—. ¿Has oído un refrán que dice: «Ten una esposa y serás feliz; ten dos y estarás agotado...»?

Asentí:

—... ten tres y se odiarán entre sí...

—... ten cuatro y te odiarán a ti —concluyó Threpe—. Pues pasa lo mismo con los mecenas y los músicos. Acabo de escoger a mi tercer músico, un flautista que se encuentra en apuros. —Sus­piró y sacudió la cabeza—. No paran de pelearse como gatos en­jaulados. Se quejan de que no reciben suficiente atención. Si hu­biera sabido que ibas a aparecer tú, habría esperado.

—Eso que dices me halaga, Denn.

—Pues yo me tiro de los pelos. —Suspiró y puso cara de arre­pentimiento—. No es justo. Sephran es bueno. Todos son buenos músicos, y se desviven por mí, como verdaderas esposas. —Me miró como disculpándose—. Si te acogiera a ti, se armaría la gor­da. Ya he tenido que mentir sobre ese regalito que te hice anoche.

—Entonces, ¿es como si fuera tu amante? —pregunté con una sonrisa.

Threpe rió entre dientes.

—No hay que llevar tan lejos la comparación. Mira, seré tu ca­samentero. Te ayudaré a encontrar un buen mecenas. Conozco a todos los nobles y a todos los ricos en cien kilómetros a la redon­da, así que no será muy difícil.

—Eso sería una gran ayuda —dije con entusiasmo—. Los círcu­los sociales de este lado del río son un misterio para mí. —Enton­ces se me ocurrió una cosa—. Por cierto, anoche conocí a una jo­ven y no sé gran cosa sobre ella. Tú que conoces la ciudad... —Dejé la frase inacabada a propósito.

—Ah, ya entiendo —dijo Threpe lanzándome una mirada de complicidad.

—No, no —protesté—. Es la muchacha que cantó conmigo. Mi Aloine. Solo quería presentarle mis respetos.

Threpe me miró como si no me creyera, pero no estaba dis­puesto a discutir.

—Me parece muy bien. ¿Cómo se llama?

—Dianne. —Threpe, por lo visto, esperaba más información—. Es lo único que sé.

Threpe dio un resoplido.

—¿Cómo es? Cántamelo, si lo prefieres.

Noté que me ruborizaba.

—Tenía el cabello castaño, hasta aquí —puse una mano por debajo del hombro—. Joven, con el cutis muy claro. —Threpe me miraba, expectante—. Guapa.

—Ya veo —caviló Threpe acariciándose los labios—. ¿Tenía el caramillo de plata?

—No lo sé. Es posible que sí.

—¿Vive en la ciudad?

Volví a reconocer mi ignorancia. Cada vez me sentía más ri­dículo.

Threpe rió.

—Tendrás que darme alguna otra pista. —Miró más allá de mi hombro—. Espera, allí está Deoch. Si hay alguien capaz de identi­ficar a una muchacha, es él. —Levantó una mano—. ¡Deoch!

—En realidad no es tan importante —me apresuré a decir. Threpe me ignoró y le hizo señas al corpulento portero para que se acercara a nuestra mesa.

Deoch se acercó y se apoyó en una mesa.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Nuestro joven cantante necesita información sobre una jo­ven a la que conoció anoche.

—No me sorprende. Anoche había un buen plantel de chicas hermosas. Y un par de ellas me preguntaron por ti. —Me guiñó un ojo—. ¿Cuál es la que te interesa?

—No se trata de eso —protesté—. Es la chica que cantó la se­gunda voz de mi canción. Tenía una voz maravillosa, y me gusta­ría proponerle que cantáramos juntos algún otro día.

—Me parece que ya sé de qué va la canción de que hablas. —Me miró con una amplia sonrisa de complicidad en los labios.

Me sonrojé intensamente y seguí protestando.

—No te preocupes, te prometo que no diré nada. Ni siquiera a Stanchion, porque eso vendría a ser como contárselo a toda la ciu­dad. Cuando se ha tomado una copa, es más chismoso que una colegiala. —Me miró, expectante.

—Era delgada, con los ojos de color café —dije antes de pensar cómo sonarían esas palabras. Antes de que Threpe o Deoch pu­dieran hacer un chiste, añadí—: Se llama Dianne.

—¡Ah! —Deoch asintió lentamente, y su sonrisa se tornó un poco irónica—. Debí imaginármelo.

—¿Vive aquí? —preguntó Threpe—. Me parece que no la co­nozco.

—La recordarías —repuso Deoch—. Pero no, creo que no vive en la ciudad. La veo de vez en cuando. Viaja mucho, viene y va. —Se frotó el cogote y me miró con cara de preocupación—. No sé dónde podrías encontrarla. Pero ten cuidado, chico. Esa mujer te partirá el corazón. Los hombres caen por ella como el trigo ante la hoja de una guadaña.

Me encogí de hombros, como si nada pudiera estar más lejos de mi mente, y me alegré cuando Threpe cambió de tema y se puso a contarnos un rumor sobre uno de los concejales de la ciudad. Reí con sus chanzas hasta que me terminé la bebida; entonces me despedí de ellos y me marché.





Media hora más tarde me hallaba ante la puerta de Devi, tratan­do de ignorar el rancio olor proveniente de la carnicería que había debajo. Conté mi dinero por tercera vez y revisé mis opciones. Po­día saldar toda mi deuda y todavía tendría dinero para pagar la matrícula, pero me quedaría sin un ardite. Tenía otras deudas que liquidar, y aunque estaba deseando librarme de mi obligación con Devi, no me atraía la idea de empezar el semestre sin una sola mo­neda en el bolsillo.

De pronto se abrió la puerta y me sobresalté. La cara de Devi asomó, recelosa, por una estrecha rendija, pero al reconocerme se iluminó.

—¿Qué haces ahí acechando? —me preguntó—. Los caballe­ros, por norma general, llaman a la puerta. —Abrió la puerta de par en par para dejarme pasar.

—Estaba valorando mis posibilidades —dije mientras Devi echaba el cerrojo. La habitación estaba como la vez anterior, solo que ese día olía a canela y no a lavanda—. Espero no causarte mo­lestias si este bimestre solo te pago el interés.

—En absoluto —replicó ella—. Me gusta considerarlo una in­versión. —Señaló una silla—. Además, así volveré a verte. No te imaginas las pocas visitas que recibo.

—Seguramente será por tu ubicación y no por tu compañía —dije.

Devi arrugó la nariz.

—Ya lo sé. Al principio me instalé aquí porque era barato. Ahora tengo que quedarme porque mis clientes saben dónde en­contrarme.

Puse dos talentos encima de la mesa y los empujé hacia ella.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

Devi me miró con picardía.

—¿Es una pregunta indiscreta?

—Un poco —admití—. ¿Alguna vez ha intentado alguien de­nunciarte?

—Pues no. —Devi se inclinó hacia delante en la silla—. Esa pregunta tiene varias interpretaciones. —Arqueó una ceja—. ¿Es una amenaza o simple curiosidad?

—Simple curiosidad —contesté sin vacilar.

—Te propongo una cosa. —Señaló mi laúd con la cabeza—. Si me tocas una canción, te cuento la verdad.

Sonreí. Abrí el estuche y saqué mi laúd.

—¿Qué te gustaría oír?

Devi reflexionó un poco.

—¿Sabes tocar «Vete de la ciudad, calderero»?

La toqué, con gracia y soltura. Devi cantó conmigo el estribi­llo, con mucho entusiasmo, y al final sonrió y me aplaudió como una niña pequeña.

Supongo que, en realidad, eso es lo que era. Entonces yo la veía como una mujer mayor, con experiencia y segura de sí misma. Yo, por otra parte, todavía no había cumplido dieciséis años.

—Una vez —dijo Devi mientras yo guardaba el laúd—, hace dos años, un joven E'lir decidió que sería mejor informar al algua­cil que saldar su deuda.

La miré.

—¿Y?

—Y nada. —Se encogió de hombros—. Vinieron, me interro­garon y registraron mi casa. No encontraron nada compromete­dor, por supuesto.

—Por supuesto.

—Al día siguiente, el joven caballero confesó ante el alguacil. Se había inventado toda la historia porque yo había rechazado sus insinuaciones. —Sonrió—. Al alguacil no le hizo gracia, y multa­ron al caballero por conducta difamatoria contra una dama de la ciudad.

No pude evitar sonreír.

—Le estaba bien... —Me interrumpí, porque acababa de fijarme en una cosa. Señalé la estantería—. ¿No es eso La base de toda materia, de Malcaf?

—Ah, sí —contestó Devi con orgullo—. Es nuevo. Un pago fraccionado. —Señaló la estantería—. Puedes curiosear, si quieres.

Me acerqué y cogí el libro.

—Sí hubiera tenido este libro para estudiar, no habría fallado una de las preguntas del examen de hoy.

—Creía que teníais muchos libros en el Archivo —dijo Devi con un deje de envidia.

Negué con la cabeza.

—Me han prohibido la entrada en el Archivo —expliqué—. En total, creo que he pasado dos horas en el Archivo, y una de ellas estuve recibiendo una bronca.

Devi asintió lentamente.

—Algo había oído, pero nunca sabes si los rumores son ciertos. Entonces estamos los dos en el mismo barco.

—Yo diría que tú estás un poco mejor que yo —repliqué con­templando la estantería—. Tienes a Teccam, y la Heroborica. —Paseé la mirada por los títulos, buscando algo que pudiera con­tener información sobre los Amyr o sobre los Chandrian, pero no encontré nada que pareciera especialmente prometedor—. Y tam­bién Los ritos nupciales del draccus común. Había empezado a leer­lo cuando me echaron.

—Esta es la última edición —dijo Devi con orgullo—. Contie­ne grabados nuevos y un capítulo sobre los Faen-Moite.

Pasé los dedos por el lomo del libro, y luego me aparté de la es­tantería.

—Tienes una buena biblioteca.

—Mira —dijo ella con sorna—, si prometes lavarte bien las manos, puedes venir aquí a leer de vez en cuando. Si traes tu laúd y tocas para mí, hasta es posible que te preste algún libro, siempre que me lo devuelvas dentro de un plazo de tiempo razonable. —Me miró con una sonrisa coqueta—. Los exiliados deberíamos mantenernos unidos.

Durante el largo camino de vuelta a la Universidad, me pre­gunté si Devi quería ligar conmigo o si solo quería estar simpática. Cuando hube recorrido los cinco kilómetros, todavía no había llegado a nada parecido a una conclusión. Lo comento para dejar una cosa clara: yo era un chico muy listo, un héroe en ciernes con un Alar como una barra de acero de Ramston. Pero, ante todo, era un muchacho de quince años. En lo relativo a las mujeres, es­taba más perdido que un cordero en el bosque.





Encontré a Kilvin en su despacho, grabando runas en una semies-fera de cristal para otra lámpara colgante. Llamé a la puerta.

Kilvin levantó la cabeza.

—E'lir Kvothe. Tienes mejor aspecto.

Tardé un momento en comprender que se refería a tres ciclos atrás, cuando me había expulsado de la Factoría por culpa de la intromisión de Wilem.

—Gracias, señor. Me encuentro mejor.

Kilvin ladeó mínimamente la cabeza.

Me llevé la mano a la bolsa.

—Me gustaría saldar mi deuda con usted.

Kilvin dio un gruñido:

—No me debes nada. —Volvió a mirar hacia la mesa y el pro­yecto que tenía en las manos.

—Entonces, mi deuda con el taller —insistí—. Hace tiempo que me aprovecho de su generosidad. ¿Cuánto le debo por los ma­teriales que he utilizado para estudiar con Manet?

Kilvin siguió trabajando.

—Un talento y siete iotas con tres.

La exactitud de la cifra me sorprendió, porque Kilvin no había consultado el libro de contabilidad que tenía en el almacén. Me quedé atónito de pensar en la cantidad de cosas que aquel hombre con aspecto de oso llevaba en la cabeza. Abrí mi bolsa, conté el di­nero y lo puse en un rincón de la mesa que no estaba completa­mente cubierto de cachivaches.

Kilvin miró las monedas.

—E'lir Kvothe, espero que hayas conseguido este dinero de forma honrada.

Lo dijo con tanta seriedad que tuve que sonreír.

—Lo gané anoche tocando en Imre.

—¿Tanto dinero da la música al otro lado del río?

Mantuve la sonrisa y me encogí de hombros.

—No sé si me irá tan bien todas las noches. Al fin y al cabo, era la primera vez que actuaba.

Kilvin hizo un ruidito entre un bufido y un gruñido, y siguió con lo que estaba haciendo.

—Se te está pegando la arrogancia de Elxa Dal. —Trazó una fina línea en el cristal—. ¿Significa esto que no seguirás trabajan­do para mí por las noches?

Me quedé muy azorado.

—Yo... Yo no... He venido para hablar con usted de... —«De la posibilidad de volver a trabajar en el taller.» La idea de no traba­jar para Kilvin ni siquiera había pasado por mi cabeza.

—Por lo visto, la música te resulta más provechosa que traba­jar aquí. —Kilvin miró las monedas que yo había dejado en la mesa de manera elocuente.

—¡Es que yo quiero trabajar aquí! —dije desconsoladamente.

Kilvin esbozó una blanca y enorme sonrisa.

—Estupendo. No me habría gustado perderte por pasarte a la otra orilla del río. La música está muy bien, pero el metal es dura­dero. —Golpeó la mesa con dos dedos inmensos para enfatizar sus palabras. Entonces hizo un movimiento con la niano con que sujetaba su lámpara inacabada—. Vete. No llegues tarde al traba­jo, o te tendré todo un bimestre limpiando botellas y moliendo mi­nerales.

Cuando me marché, pensé en lo que había dicho Kilvin. Era lo primero que me decía con lo que yo no estaba completamente de acuerdo. «El metal se oxida —pensé—, la música dura eterna­mente. »

El tiempo nos dará la razón a uno o a otro.





Salí de la Factoría y me fui derecho a La Calesa, posiblemente la mejor posada de ese lado del río. El posadero era un tipo calvo y corpulento llamado Caverin. Le enseñé mi caramillo de plata y me di el gusto de regatear durante un cuarto de hora.

El resultado final de la negociación fue que, a cambio de tocar tres noches todos los ciclos, tenía derecho a comida y habitación gratis. La cocina de La Calesa era excelente, y mi habitación era, en realidad, una pequeña suite con dormitorio, vestidor y salita. Un gran avance en comparación con mi estrecho camastro en las Dependencias.

Pero lo mejor de todo era que ganaría dos talentos de plata al mes. Una cantidad de dinero casi increíble para alguien que lleva­ba tanto tiempo viviendo en la pobreza. Y eso, además de las pro­pinas o los regalos que pudieran darme los clientes adinerados.

Tocando en la posada, trabajando en la Factoría y con un buen mecenas en el horizonte, ya no tendría que vivir como un indigen­te. Podría comprarme cosas que necesitaba urgentemente: otra muda de ropa, plumas y papel, unos zapatos nuevos...

Si nunca habéis sido pobres de verdad, dudo que entendáis el alivio que sentí. Llevaba meses temiendo que sucediera alguna otra desgracia, consciente de que cualquier pequeña catástrofe me destrozaría. Pero ya no tenía que vivir constantemente preocupa­do por la matrícula del siguiente bimestre ni por los intereses del préstamo de Devi. Había desaparecido el peligro de que tuviera que abandonar la Universidad.

Me sirvieron una cena estupenda: filete de venado, ensalada y un cuenco de sopa de tomate con especias. También había melo­cotones, ciruelas y pan blanco con mantequilla. Y, aunque yo no lo pedí, me sirvieron varias copas de un excelente tinto víntico.

Después de cenar me retiré a mis habitaciones, donde dormí como un bendito, perdido en la inmensidad de mi nueva cama de plumas.























































61

El asno erudito





Una vez pasado el examen de admisiones, no tenía ninguna otra responsabilidad hasta que empezara el bimestre de otoño. En el ínterin, me dediqué a recuperar horas de sueño, a trabajar en el taller de Kilvin y a disfrutar de mis nuevos y lujosos aposentos en La Calesa.

También pasé muchas horas en el camino de Imre, general­mente con la excusa de visitar a Threpe o de reunirme con otros músicos en el Eolio. Pero la verdad es que iba con la esperanza de ver a Denna.

Sin embargo, no conseguí nada con mi diligencia. Era como si Denna se hubiera esfumado de la ciudad. Pregunté por ella a va­rias personas en las que podía confiar, pero nadie sabía mucho más que Deoch. Estuve tentado de preguntarle a SoVoy, pero no me pareció buena idea.

Después de mi sexto viaje infructuoso, decidí abandonar mi búsqueda. Después del noveno, me convencí de que era una pér­dida de tiempo. Después del decimocuarto, llegué a la conclusión de que nunca la encontraría. Denna había desaparecido. Otra vez.





Durante uno de esos viajes al Eolio, el conde Threpe me dio una inquietante noticia. Por lo visto, Ambrose, el primogénito del acaudalado e influyente barón Anso, había estado muy entreteni­do en los círculos sociales de Imre. Había extendido rumores, ha­bía proferido amenazas y, en resumen, había puesto a la nobleza contra mí. Aunque Ambrose no podía evitar que yo me ganara el respeto de mis colegas músicos, por lo visto sí podía evitar que consiguiese un mecenas. Fue la primera vez que entrevi los pro­blemas que Ambrose podía causarle a una persona como yo.

Threpe estaba contrito y taciturno, y yo hervía de rabia. Nos bebimos una cantidad exagerada de vino y despotricamos contra Ambrose Anso. Al final pidieron a Threpe que subiera al escena­rio, y cantó una cancioncilla mordaz compuesta por él mismo en la que satirizaba a uno de los concejales de Tarbean. El público la recibió con grandes risas y aplausos.

De ahí solo había un paso a que empezáramos a componer una canción sobre Ambrose. Threpe era un chismoso empedernido con un don para las indirectas de mal gusto, y yo siempre he teni­do una habilidad especial para las melodías pegadizas. Tardamos menos de una hora en componer nuestra obra maestra, que titu­lamos «El asno erudito».

En teoría era una cancioncilla procaz sobre un asno que quería ser arcanista. Nuestro juego de palabras, extraordinariamente su­til, con el apellido de Ambrose era la única referencia que hacía­mos al personaje. Pero cualquiera con un poco de ingenio podría saber a quién nos referíamos.

Ya era tarde cuando Threpe y yo subimos al escenario, y no éramos los únicos que estábamos borrachos. La mayor parte del público se rió a carcajadas y, después de dedicarnos un aplauso atronador, nos pidió un bis. Volvimos a cantar la canción, y todos corearon el estribillo con nosotros.

La clave del éxito de nuestra canción era su sencillez. Podías silbarla o tararearla. Cualquiera que tuviera tres dedos podía to­carla, y si tenías una oreja y un cubo podías seguir la melodía. Era pegadiza, y vulgar, y malvada. Se extendió por la Universidad como el fuego por un campo reseco.





Abrí la puerta exterior del Archivo y entré en el vestíbulo. Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse al tono rojizo de la luz de las lámparas simpáticas. Había una atmósfera seca y fría, y olía a polvo, a cuero y a tinta vieja. Respiré hondo, como haría una per­sona hambrienta frente a la puerta de una panadería.

Wilem estaba encargado del mostrador. Yo ya sabía que ese día le tocaba trabajar allí. Ambrose no estaba en el edificio.

—He venido a hablar con el maestro Lorren —dije.

Wil se relajó.

—Ahora está con alguien. Quizá tarde un poco en...

Un tipo alto y delgado, ceáldico, abrió la puerta que había de­trás del mostrador del vestíbulo. A diferencia de la mayoría de los ceáldicos, no llevaba barba ni bigote, y tenía el cabello largo y re­cogido en una cola de caballo. Llevaba unos pantalones de cuero bien remendados, una gastada capa de viaje y botas altas, e iba cu­bierto de polvo de los caminos. Cuando cerró la puerta tras él, lle­vó inconscientemente una mano al puño de su espada para que no golpeara la pared ni el mostrador.

—Tetalia tu Kiaure edan A'siath —dijo en siaru, y le dio una palmada en el hombro a Wilem cuando este salió de detrás del mostrador—. Vorelan tua tetatn.

Wil sonrió y se encogió de hombros.

—Lhinsatva. Tua kverein —repuso.

El hombre rió, y cuando bordeó el mostrador vi que lleva­ba un largo puñal además de la espada. Allí, en el Archivo, aquel individuo desentonaba más que una oveja en la corte del rey. Pero su actitud era relajada, segura, como si se sintiera como en su casa.

Al verme allí plantado, se detuvo. Ladeó un poco la cabeza y preguntó:

—¿Cyae tsien?

No reconocí el idioma que hablaba.

—¿Cómo dice?

—Ah, perdona —dijo él en un atur impecable—. Me ha pare­cido que eras de Yll. Ese pelo rojo me ha engañado. —Me miró con más detenimiento—. Pero no lo eres, ¿verdad? Tú eres de los Ruh. —Dio un paso adelante y me tendió la mano—. Una sola fa­milia.

Le estreché la mano sin pensar. Era una mano sólida como la roca, y su oscura piel ceáldica estaba más bronceada de lo normal, haciendo destacar unas cuantas cicatrices pálidas que discurrían por sus nudillos y ascendían por sus brazos.

—Una sola familia —repliqué, demasiado sorprendido para decir nada más.

—Aquí no abunda la gente de la familia —dijo él con desen­voltura; pasó a mi lado y se dirigió hacia la puerta exterior—. Me quedaría a charlar contigo, pero tengo que llegar a Evesdown an­tes del ocaso si no quiero perder mi barco. —Abrió la puerta, y la luz del sol inundó el vestíbulo—. Ya pasaré a verte cuando vuelva por aquí —añadió. Dijo adiós con la mano y se marchó.

Me volví hacia Wilem.

—¿Quién era ese?

—Es uno de los guilers de Lorren —contestó Wil—. Viari.

—¿Es un secretario? —dije, incrédulo, pensando en los pálidos y silenciosos estudiantes que trabajaban en el Archivo clasifican­do, anotando y recogiendo libros.

Wil negó con la cabeza.

—Trabaja en Adquisiciones. Traen libros de todo el mundo. Son una raza aparte.

—En eso ya me he fijado —dije mirando hacia la puerta.

—Es con él con quien Lorren estaba hablando, así que ya pue­des entrar. —Wil se puso en pie y abrió la puerta que había detrás del enorme mostrador de madera—. Es al final del pasillo. Hay una placa de latón en su puerta. Te acompañaría, pero andamos cortos de personal y no puedo dejar el mostrador desatendido.

Asentí y eché a andar hacia el pasillo. Sonreí al oír a Wil tara­reando la melodía de «El asno erudito». Entonces la puerta se ce­rró con un ruido sordo detrás de mí, y el pasillo quedó tan silen­cioso que solo se oía mi respiración. Cuando llegué a la puerta que buscaba, tenía las manos sudadas. Llamé con los nudillos.

—Adelante —dijo Lorren desde dentro. Su voz era como una placa de pizarra, lisa y gris, sin el menor deje de inflexión ni de emoción.

Abrí la puerta. Lorren estaba sentado detrás de una enorme mesa semicircular. Los estantes de libros cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. La habitación estaba tan llena de libros que no había más que un palmo de pared visible en toda la habi­tación.

Lorren me miró con frialdad. Incluso estando sentado, era casi más alto que yo.

—Buenos días —me saludó.

—Ya sé que tengo prohibido entrar en el Archivo, maestro —me apresuré a decir—. Espero no estar infringiendo mi castigo al venir a verlo.

—No si lo que te trae es un buen motivo.

—He ganado un poco de dinero —dije sacando mi bolsa—. Y me gustaría recuperar mi ejemplar de Retórica y lógica.

Lorren asintió y se levantó. Alto, sin barba ni bigote y con su túnica negra de maestro, me recordó al enigmático personaje del doctor Silencio presente en muchas obras de teatro modeganas. Reprimí un estremecimiento y procuré no pensar en que la apa­rición del doctor siempre presagiaba una catástrofe en el siguien­te acto.

Lorren se acercó a un estante y cogió un pequeño libro. Lo re­conocí al instante: era el mío. Tenía una mancha oscura en la cu­bierta, de cuando se me había mojado durante una tormenta en Tarbean.

Intenté desabrochar los cordones de mi bolsa, y me sorprendió comprobar que me temblaban un poco las manos.

—Creo que eran dos peniques de plata —dije.

Lorren asintió.

—¿Puedo ofrecerle algo además de eso? Si usted no hubiera ido a comprármelo, lo habría perdido para siempre. Por no mencio­nar el hecho de que su ofrecimiento ayudó a que me admitieran en la Universidad.

—Será suficiente con los dos peniques de plata.

Puse las monedas encima de la mesa; tintinearon un poco cuan­do las solté, dando testimonio del temblor de mis manos. Lorren me tendió el libro, y me sequé las manos sudorosas en la camisa antes de cogerlo. Lo abrí por la página con la inscripción de Ben y sonreí.

—Gracias por guardármelo, maestro Lorren. Tiene un gran va­lor para mí.

—El cuidado de un libro más no supone ningún problema para mí —dijo Lorren volviendo a su asiento. Esperé por si añadía algo, pero no lo hizo.

—Yo... —La voz se me atascaba en la garganta. Tragué sali­va—. También quería decirle que lamento mucho... —no me atre­vía a mencionar el incidente de la vela— lo que pasó aquel día —terminé sin convicción.

—Acepto tus disculpas, Kvothe. —Lorren agachó la cabeza y siguió leyendo el libro que tenía abierto encima de la mesa—. Bue­nos días.

Volví a tragar saliva, porque tenía la boca seca.

—También me gustaría saber cuándo volverán a admitirme en el Archivo.

Lorren levantó la cabeza y me miró.

—Te encontraron con una vela encendida entre mis libros. —Esa vez, la emoción rozó los bordes de su voz, como cuando el rojo del ocaso tiñe los contornos de las nubes grises.

Toda mi maniobra de persuasión, cuidadosamente planeada, se descompuso de golpe.

—Maestro Lorren —supliqué—, ese día me habían azotado, y no estaba muy lúcido. Ambrose...

Lorren levantó una mano de largos dedos, con la palma hacia fuera, hacia mí. Ese comedido ademán me hizo callar más deprisa que una bofetada. El rostro de Lorren permanecía inexpresivo.

—¿A quién tengo que creer? ¿A un Re'lar de tres años, o a un E'lir de dos meses? ¿A un secretario que trabaja para mí, o a un alum­no desconocido culpable de uso imprudente de la simpatía?

Conseguí serenarme un poco.

—Comprendo su decisión, maestro Lorren. Pero ¿puedo hacer algo para que vuelvan a admitirme? —pregunté, incapaz de bo­rrar por completo la desesperación de mi voz—. Sinceramente, preferiría que volvieran a azotarme a pasar otro bimestre casti­gado. Le daría todo el dinero que llevo en el bolsillo, pero no es mucho. Estaría dispuesto a trabajar las horas que fuera necesario como secretario, sin remuneración alguna, solo por el privilegio de demostrarle mi valía. Me consta que durante los exámenes an­dan cortos de personal...

Lorren me miró; sus plácidos ojos casi denotaban curiosidad. No pude evitar pensar que mi súplica lo había afectado.

—¿Todo eso harías?

—Todo eso —confirmé. La esperanza se inflaba en mi pecho—. Todo eso y cualquier otra sanción que usted tenga a bien impo­nerme.

—Solo exijo una cosa para levantar mi castigo —dijo Lorren.

Me esforcé para no sonreír.

—Lo que usted quiera.

—Que demuestres tener la paciencia y la prudencia de que has­ta ahora has carecido —dijo Lorren sin inmutarse. Luego agachó la cabeza y reanudó la lectura—. Buenos días.



Al día siguiente, uno de los recaderos de Jamison me despertó de un profundo sueño en mi inmensa cama de La Calesa. Me comu­nicó que debía presentarme ante las astas del toro un cuarto de hora antes de mediodía. Me habían acusado de conducta impro­pia de un miembro del Arcano. Por fin Ambrose había oído mi canción.

Pasé las horas siguientes con el estómago un poco revuelto. Eso era precisamente lo que yo esperaba poder evitar: una oportuni­dad para Ambrose y para Hemme de ajustar cuentas conmigo. Peor aún: eso iba a empeorar todavía más la opinión que Lorren tenía de mí, fuera cual fuese el resultado final.

Llegué puntual a la sala de profesores y sentí alivio al ver que la atmósfera era mucho más relajada que la vez que me habían puesto ante las astas del toro por felonía contra Hemme. Arwyl y Elxa Dal me sonrieron. Kilvin me saludó con un gesto de la cabe­za. Me alegraba de tener amigos entre los maestros para contra­rrestar a los enemigos que me había ganado.

—Muy bien —dijo el rector con tono de eficiencia—. Dispone­mos de diez minutos antes de que empiecen los exámenes de admisión. No quiero retrasarme, así que no me andaré por las ramas. —Miró al resto de los maestros y únicamente vio asentimientos de aprobación—. Re'lar Ambrose, presente su acusación. Solo tiene un minuto.

—Ya tiene una copia de la canción —dijo Ambrose acalora­damente—. Es calumniosa. Pretende difamar mi buen nombre. Es una actitud vergonzosa por parte de un miembro del Arcano. —Tragó saliva y apretó la mandíbula—. Nada más.

El rector me miró a mí.

—¿Tienes algo que alegar en tu defensa?

—Reconozco que es de mal gusto, señor rector, pero no espe­raba que corriera por ahí. De hecho solo la he cantado una vez.

—De acuerdo. —El rector miró la hoja de papel que tenía de­lante. Carraspeó—. ¿Eres un asno, Re'lar Ambrose?

Ambrose se puso en tensión.

—No, señor —respondió.

—¿Tienes...? —Carraspeó y leyó—: ¿Una chorra que silba cuando mea? —Algunos maestros disimularon una sonrisa. Elo-din sonrió abiertamente.

Ambrose se ruborizó.

—No, señor.

—Entonces me temo que no veo dónde está el problema —dijo el rector con aspereza dejando la hoja sobre la mesa—. Propongo que la acusación de conducta impropia sea sustituida por la de broma indecorosa.

—Secundo la propuesta —se pronunció Kilvin.

—¿Todos a favor? —Todos levantaron la mano, excepto Hem-me y Brandeur—. Moción aprobada. El castigo consistirá en una carta formal de disculpa presentada a...

—Por el amor de Dios, Arthur —intervino Hemme—. Como mínimo que sea una carta pública.

El rector fulminó con la mirada a Hemme, y luego se encogió de hombros.

—... una carta formal de disculpa que se hará pública antes del bimestre de otoño. ¿Todos a favor? —Todos levantaron la mano—. Moción aprobada.

El rector se inclinó hacia delante apoyándose en los codos y miró a Ambrose.

—Re'lar Ambrose, de ahora en adelante te abstendrás de per­der el tiempo con acusaciones falaces.

Veía cómo la rabia irradiaba de Ambrose. Era como estar de pie delante del fuego.

—Sí, señor —dijo Ambrose.

Antes de que yo pudiera sentirme satisfecho, el rector se volvió hacia mí.

—Y tú, E'lir Kvothe, te comportarás con más decoro en el fu­turo. —Sus severas palabras quedaron un tanto suavizadas por el hecho de que Elodin, que estaba sentado a su lado, había empeza­do a tararear alegremente la melodía de «El asno erudito».

Bajé la mirada e hice cuanto pude para reprimir la sonrisa.

—Sí, señor.

—Podéis marcharos.

Ambrose dio media vuelta y salió muy indignado, pero antes de que hubiera llegado a la puerta, Elodin se puso a cantar:

¡Es un asno muy culto, se le nota el porte!

¡Y por un penique de cobre te dejará que lo montes!





La idea de escribir una disculpa pública me mortificaba. Pero, como dicen, la mejor venganza es vivir bien. Así que decidí ig­norar a Ambrose y disfrutar de mi nuevo y lujoso estilo de vida en La Calesa.

Pero solo conseguí dos días de venganza. Al tercero, La Calesa había cambiado de dueño. Al bajito y alegre Caverin lo sustituyó un individuo alto y delgado que me informó de que ya no precisa­ba mis servicios. Me ordenó que abandonara mis habitaciones an­tes del anochecer.

Me fastidió, pero conocía al menos cuatro o cinco posadas de calidad similar a ese lado del río que se alegrarían mucho de con­tratar a un músico con el caramillo de plata.

Pero el posadero de El Acebo se negó a hablar conmigo. En El Venado Blanco y en La Corona de la Reina estaban contentos con los músicos que ya tenían. En el Pony de Oro esperé más de una hora hasta darme cuenta de que me estaban ignorando edu­cadamente. Para cuando me rechazó El Roble Real estaba que bufaba.

Había sido Ambrose. No sabía cómo lo había hecho, pero sa­bía que había sido él. Con sobornos, quizá, o extendiendo el ru­mor de que cualquier posada que contratara a cierto músico peli­rrojo perdería a gran cantidad de clientes nobles y adinerados.

Así que empecé a recorrer las otras posadas de ese lado del río. Ya me habían rechazado las de clase alta, pero quedaban muchos establecimientos respetables. En las horas siguientes probé en el Descanso del Pastor, en La Cabeza de Jabalí, en El Perro en la Pa­red, en Las Duelas y en El Tabardo. Ambrose se había esmerado: a ninguna le interesé.

Llegué aAnker's a última hora de la tarde; a esas alturas, lo único que me animaba a continuar era el malhumor. Estaba deci­dido a probar en todas las posadas de ese lado del río antes de re­currir de nuevo a comprar un vale por cama y comida.

Cuando llegué a la posada, Anker estaba subido a una escale­rilla, clavando una plancha de madera de cedro que se había des­prendido del revestimiento. Me paré al pie de la escalerilla y An­ker me miró.

—Así que eres tú —dijo.

—¿Cómo dice? —pregunté sin comprender.

—Ha pasado un tipo y me ha dicho que si contrataba a un mú­sico pelirrojo me vería en una situación muy desagradable. —Se­ñaló mi laúd—. Debes de ser tú.

—Bueno —dije colocándome bien la cinta del estuche del laúd—. En ese caso, no le haré perder el tiempo.

—No vayas tan deprisa —replicó él, y bajó de la escalerilla lim­piándose las manos en la camisa—. Nos vendría bien un poco de música.

Le lancé una mirada inquisitiva.

—¿No teme las consecuencias?

Anker escupió en el suelo.

—Esos malditos lechuguinos se creen que pueden comprar el sol, ¿verdad?

—Este en concreto tiene dinero suficiente, de hecho —dije con pesar—. Y la luna, si quisiera el juego completo para usarlo de su-jetalibros.

Anker dio un resoplido de desdén.

—A mí no puede hacerme nada. Yo no trabajo para la gente como él, así que no puede ahuyentarme a la clientela. Y este local es mío, así que no puede comprarlo y despedirme, como le ha pa­sado al pobre Caverin...

—¿Han comprado La Calesa?

Anker me miró con recelo.

—¿No lo sabías?

Negué lentamente con la cabeza; tardé un poco en digerir esa noticia. Ambrose había comprado La Calesa solo para quitarme el empleo. No, era demasiado listo para hacer eso. Seguramente le había pedido prestado el dinero a un amigo y lo había hecho pa­sar por una operación empresarial.

¿Cuánto le habría costado? ¿Mil talentos? ¿Cinco mil? Yo ni siquiera sabía cuánto podía valer una posada como La Calesa. Lo más inquietante era lo rápido que Ambrose había liquidado el asunto.

Eso me hizo ver las cosas desde otra perspectiva. Sabía que Ambrose era rico, pero la verdad es que todo el mundo era rico comparado conmigo. Nunca me había molestado en pensar en cuánto dinero debía de tener, ni en cómo podría utilizar ese di­nero contra mí. Me estaban dando una lección sobre el tipo de influencia que podía ejercer el primogénito de un barón adine­rado.

Por primera vez me alegré del estricto código de conducta de la Universidad. Si Ambrose estaba dispuesto a llegar a tales extre­mos, solo me quedaba imaginar las medidas radicales que habría tomado de no haber tenido que guardar las apariencias.

Salí de mi ensimismamiento al ver a una joven apoyada en la puerta de la posada.

—¡Maldita sea, Anker! —gritó—. ¿Te crees que voy a hacer yo todo el trabajo mientras tú estás aquí fuera rascándote el trasero? ¡Entra ahora mismo!

Anker murmuró algo por lo bajo, recogió la escalerilla y la guardó en el callejón.

—¿Qué le has hecho a ese tipo, si no es indiscreción? ¿Te has tirado a su madre?

—Escribí una canción sobre él.

Anker abrió la puerta de la posada, y un débil murmullo de conversaciones salió a la calle.

—Me gustaría oírla —dijo, sonriente—. ¿Por qué no entras y la tocas?

—Si está seguro... —dije sin poder creer que tuviera tanta suer­te—. Podría acarrearle problemas.

—¡Problemas! —dijo Anker riendo entre dientes—. ¿Qué sa­brá un crío como tú de problemas? Yo ya tenía problemas antes de que tú nacieras. He tenido problemas para los que tú ni siquiera tienes palabras. —Se dio la vuelta y me miró, todavía en el um­bral—. Hace tiempo que no tenemos a nadie que toque regular­mente. Es algo que echo de menos, la verdad. En las tabernas como Dios manda tiene que haber música.

Sonreí.

—En eso estoy de acuerdo con usted.

—Confieso que te contrataría solo para fastidiar a ese engreí­do —dijo Anker—. Pero si además sabes tocar... —Empujó un poco más la puerta, invitándome a entrar. Me llegó el olor a se­rrín, a sudor y a pan recién hecho.

Esa misma noche quedó todo acordado. A cambio de tocar cuatro noches todos los ciclos, podría dormir en una diminuta ha­bitación del tercer piso, y si estaba por allí a la hora de las comi­das, podría comer lo que hubiera en el cazo. Hay que reconocer que Anker estaba obteniendo los servicios de un músico de gran talento a precio de ganga, pero hice el trato de buen grado. Cual­quier cosa era mejor que volver a las Dependencias y al silencioso desdén de mis compañeros de dormitorio.

El techo de mi habitacioncita estaba inclinado en dos rinco­nes, y eso hacía que pareciera más pequeña de lo que era en realidad. Habría estado abarrotada si hubiera tenido más muebles, pero solo había una mesita con una silla de madera y un estante. La cama era dura y estrecha como mi camastro de las Dependen­cias.

Puse mi ejemplar de Retórica y lógica, un poco estropeado, en el estante, y dejé el estuche de mi laúd en un rincón. Por la venta­na veía las luces de la Universidad, inmóviles en el frío aire otoñal. Me sentía como en casa.





Mirándolo ahora, me considero afortunado por haber acabado en Anker's. La clientela no era tan rica como la de La Calesa, pero me valoraba como los nobles nunca me habían valorado.

Y si mis habitaciones de La Calesa eran lujosas, mi habitacionci-ta de Anker's era cómoda. Pasaba como con los zapatos: no te com­pras los más grandes que encuentras, sino los que se ajustan bien a tu pie. Con el tiempo, aquella diminuta habitación de Anker's se convirtió en lo más parecido a un hogar que jamás había tenido.

Sin embargo, en ese momento estaba furioso por lo que me ha­bía hecho Ambrose. Y cuando me senté a escribir la carta de dis­culpa pública, esta rezumaba venenosa sinceridad. Era una obra de arte. Me mostraba profundamente arrepentido. Pedía discul­pas por haber perjudicado a otro estudiante. También incluía la letra completa de la canción, con dos estrofas nuevas y la partitu­ra musical. Y me disculpaba con todo detalle por cada vulgar y mezquina insinuación incluida en la canción.

Entonces me gasté cuatro preciosas iotas de mi propio dinero en tinta y papel, y reclamé a Jaxim el favor que me debía por ha­berle cambiado mi plaza del examen de admisión. Jaxim tenía un amigo que trabajaba en una imprenta, y con su ayuda imprimi­mos más de un centenar de copias de la carta.

La noche antes del inicio del bimestre de otoño, Wil, Sim y yo pegamos las cartas en todas las superficies lisas que encontramos a ambos lados del río. Utilizamos un maravilloso adhesivo alquí-mico que Simmon había preparado para la ocasión. El adhesivo se aplicaba como una pintura, y al secarse quedaba transparente como el cristal y duro como el acero. Si alguien quería retirar los letreros, iba a necesitar un martillo y un cincel.

En retrospectiva, lo que hice fue tan absurdo como provocar a un toro enojado. Y yo diría que esa insolencia fue la causa princi­pal de que, al final, Ambrose intentara matarme.









































62

Hojas





Siguiendo las recomendaciones de diferentes fuentes, ese bimes­tre me limité al estudio de tres asignaturas. Seguí con Simpa­tía Avanzada con Elxa Dal, hice un turno en la Clínica y continué mi aprendizaje con Manet. Tenía el horario lleno, pero no sobre­cargado como el bimestre anterior.

Donde me esmeraba más era en artificería. Dado que mi bús­queda de un mecenas había quedado en vía muerta, sabía que lo mejor que podía hacer si quería ser autosuficiente era convertirme en artífice. De momento trabajaba para Kilvin; me encargaban trabajos relativamente sencillos y recibía una paga relativamente exigua. La situación mejoraría cuando terminara mi aprendizaje. Mejor aún, entonces podría realizar mis propios proyectos y ven­derlos a comisión.

Eso, si conseguía ir pagando mi deuda con Devi. Si seguía in­geniándomelas para reunir suficiente dinero para pagar la matrí­cula. Si terminaba mi aprendizaje con Manet sin matarme ni que­darme lisiado con las peligrosas labores que se realizaban en la Factoría todos los días...





Cuarenta o cincuenta estudiantes nos habíamos reunido en el ta­ller para la gran ocasión. Algunos estaban sentados en las mesas de trabajo de piedra para ver mejor, y unos cuantos habían subi­do a las pasarelas de hierro de las vigas, entre las lámparas colgan­tes de Kilvin.

Vi a Manet allí arriba. Era difícil que pasara desapercibi­do: era tres veces mayor que cualquiera de los otros alumnos, con su enmarañado cabello y su barba entrecana. Subí la escale­ra y fui a su lado. Manet me sonrió y me dio una palmada en el hombro.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté—. Creía que esto era para los novatos.

—He pensado que hoy podría hacer de mentor consciente de sus deberes —dijo encogiéndose de hombros—. Además, este es­pectáculo es digno de verse, aunque solo sea por la cara que po­nen todos.

Encima de una de las pesadas mesas de trabajo del taller había un enorme contenedor cilindrico de un metro de altura y medio de anchura. No se apreciaba ninguna soldadura, y el metal tenía un acabado pulimentado y mate que me hizo sospechar que era algo más que acero normal y corriente.

Paseé la mirada por la estancia y me sorprendió ver a Fela de pie entre los alumnos, esperando que empezara la demostración.

—No sabía que Fela trabajara aquí —le comenté a Manet.

Manet asintió.

—Ah, pues sí. Creo que ya lleva dos bimestres.

—Me sorprende que no me haya fijado —comenté mientras la veía hablar con otra alumna.

—A mí también —dijo Manet riendo para sí—. Pero no viene muy a menudo. Esculpe y trabaja con mosaico y vidrio. Viene aquí por el material, no por la sigaldría.

La campana de la torre dio la hora, y Kilvin miró alrededor, fi­jándose en las caras de todos los presentes. No dudé ni un mo­mento de que tomaba nota de quién faltaba exactamente.

—Vamos a tener esto en el taller durante varios ciclos —anun­ció señalando el contenedor de metal—. Casi diez galones de un agente conductor muy volátil: regim ignaul neratutn.

—Es el único que lo llama así —comentó Manet en voz baja—. Es brea comehuesos.

—¿Brea comehuesos?

Manet asintió.

—Es cáustica. Si se te derrama sobre un brazo, se te come la carne hasta el hueso en diez segundos.

Mientras todos mirábamos, Kilvin se puso un grueso guante de cuero y empezó a trasvasar cerca de una onza de líquido oscuro del contenedor de metal a un frasco de cristal.

—Es importante enfriar el frasco antes de trasvasar el agente, porque hierve a temperatura ambiente.

Tapó rápidamente el frasco y lo sostuvo en alto para que pu­diéramos verlo todos.

—El tapón a presión también es esencial, porque el líquido es sumamente volátil. En estado gaseoso, presenta tensión superfi­cial y viscosidad, como el mercurio. Es más pesado que el aire y no se difunde. Es autocoherente.

Sin más preámbulos, Kilvin arrojó el frasco a un horno, y se oyó el ruido del cristal al romperse. Desde la altura donde estaba, vi que debían de haber limpiado el horno para la ocasión, pues el hoyo de piedra, circular y poco profundo, estaba vacío.

—Es una lástima que no tenga más madera de actor —me dijo Manet en voz baja—. Elxa Dal sabría hacerlo con un poco más de estilo.

El oscuro líquido se calentó al entrar en contacto con la piedra del horno y empezó a hervir, y la estancia se llenó de fuertes chis­porroteos y silbidos. Desde mi ventajosa posición, vi el denso y oleoso humo que, poco a poco, iba llenando el fondo del horno. No se comportaba como la niebla ni como el humo. Los bordes no se difundían: formaba un charco y se mantenía unido, como una pequeña y oscura nube.

Manet me tocó el hombro, y lo miré justo a tiempo para evitar que me cegara la primera llamarada cuando la nube prendió. Se oyeron exclamaciones de consternación, y deduje que a los otros estudiantes los habían pillado desprevenidos. Manet me sonrió y me guiñó un ojo con complicidad.

—Gracias —dije, y giré la cabeza para seguir mirando. Unas llamas irregulares de color rojo sodio danzaban sobre la superfi­cie de la niebla. El calor adicional hacía que la niebla oscura hir­viera más deprisa: se hinchó hasta que las llamas alcanzaron la parte superior del horno, que llegaba a la altura de la cintura. In­cluso desde donde estaba, en la pasarela, notaba un suave calor en la cara.

—¿Cómo demonios se llama eso? —pregunté en voz baja—. ¿Niebla de fuego?

—Podríamos llamarlo así —respondió Manet—. Seguramen­te Kilvin lo llamaría «acción incendiaria activada atmosférica­mente».

De pronto, el fuego parpadeó y se apagó, dejando un olor acre a piedra caliente en la habitación.

—Además de ser altamente corrosivo —explicó Kilvin—, en estado gaseoso su reactivo es inflamable. Una vez que se calienta lo suficiente, arde al contacto con el aire. El calor que eso produ­ce puede provocar una reacción exotérmica en cascada.

—Un fuego del copón —tradujo Manet.

—Eres mejor que un coro —dije en voz baja, conteniendo la risa.

Kilvin prosiguió:

—Este contenedor está diseñado para mantener el agente frío y bajo presión. Tened cuidado mientras esté en el taller. Evitad ex­ponerlo a fuentes de calor. —Dicho eso, el maestro se dio la vuel­ta y se dirigió a su despacho.

—¿Ya está? —pregunté.

Manet se encogió de hombros.

—¿Qué más hay que decir? Kilvin no deja trabajar a nadie aquí si no es muy cuidadoso, y ahora todo el mundo sabe con qué ha de tener cuidado.

—¿Por qué lo ha traído? —pregunté—. ¿Para qué sirve?

—Para asustar a los novatos. —Sonrió.

—¿Y para nada más práctico?

—El miedo es muy práctico —replicó Manet—. Pero se puede utilizar para fabricar emisores para lámparas simpáticas. En lugar de la clásica luz roja, obtienes una luz azulada. Es un poco más agradable para la vista. Y esas lámparas alcanzan unos precios exorbitantes.

Miré hacia abajo, pero no vi a Fela entre la multitud de estu­diantes. Me volví hacia Manet.

—¿Quieres seguir jugando a ser el mentor consciente de sus de­beres y enseñarme cómo?

Manet se pasó las manos por el cabello alborotado y se enco­gió de hombros.

—Claro que sí.





Esa noche, estaba tocando el laúd en Anker's cuando vi a una her­mosa muchacha sentada ante una de las abarrotadas mesas del fondo. Se parecía mucho a Denna, pero yo sabía que eso no era más que una fantasía mía. Tenía tantas ganas de verla que llevaba días creyendo hacerlo.

Volvía mirar y...

Era Denna. Estaba coreando «Las hijas del arriero» con la mi­tad de los clientes de Anker's. Vio que la estaba mirando y me sa­ludó con la mano.

Su aparición me pilló tan por sorpresa que me olvidé por com­pleto de lo que estaban haciendo mis dedos y la canción se vino abajo. Todos rieron, y yo hice una solemne reverencia para disi­mular mi bochorno. El público me aplaudió y me abucheó a par­tes iguales durante cerca de un minuto, disfrutando de mi fracaso más de lo que había disfrutado de la canción en sí. Así somos los humanos.

Esperé a que el público dejara de prestarme atención y me diri­gí, con aire despreocupado, a donde estaba sentada Denna.

Ella se levantó para saludarme.

—Me enteré de que tocabas en esta orilla del río —dijo—. Pero no sé cómo conservas el empleo si te vienes abajo cada vez que una chica te guiña el ojo.

Me ruboricé un poco.

—No me pasa muy a menudo.

—¿Que te guiñen el ojo o que te vengas abajo?

No se me ocurrió qué contestar, y noté que me ponía aún más rojo. Denna rió y me preguntó:

—¿Cuánto rato vas a tocar esta noche?

—No mucho —mentí. Le debía como mínimo otra hora a Anker.

El rostro de Denna se iluminó.

—Estupendo. Ven a buscarme después. Necesito a alguien con quien pasear.

Sin poder creer la suerte que había tenido, hice una reverencia.

—Como tú digas. Déjame terminar. —Fui a la barra, donde Anker y dos camareras se afanaban sirviendo bebidas.

Como Anker no me veía, lo agarré por el delantal cuando pasó a mi lado. Se paró en seco y estuvo a punto de derramar una ban­deja de bebidas sobre la mesa de unos clientes.

—Por los dientes de Dios, chico. ¿Qué te pasa?

—Tengo que marcharme, Anker. Esta noche no puedo quedar­me hasta la hora del cierre.

Anker puso mala cara.

—No todos los días tenemos tanta gente. Y no van a quedarse si no les cantan algo para entretenerlos.

—Tocaré una canción más. Una larga. Pero luego tengo que irme. —Lo miré con cara de desesperación—. Te juro que te com­pensaré.

Anker me miró con más detenimiento.

—¿Te has metido en algún lío? —Negué con la cabeza—. En­tonces se trata de una chica. —Giró la cabeza, porque los clientes reclamaban a gritos que les llevara bebidas; me hizo un brusco ademán y dijo—: Está bien, vete. Pero que sea una canción larga y bonita. Y me debes las horas de hoy.

Fui a la parte delantera del local y di unas palmadas. En cuan­to el público se calmó medianamente, empecé a tocar. Cuando hube tocado el tercer acorde, todo el mundo sabía qué canción era: «Calderero, curtidor». La canción más vieja del mundo. Qui­té las manos del laúd y empecé a dar palmadas. Pronto todos mar­caban el ritmo al unísono, dando pisotones en el suelo y golpean­do las mesas con las jarras.

El ruido era casi ensordecedor, pero se apagó lo suficiente cuando canté la primera estrofa. A continuación hice cantar a to­dos el estribillo; unos lo hacían con su propia letra, y otros con sus propios acordes. Cuando terminé la segunda estrofa, me acerqué a una mesa y dejé que el público volviera a cantar el estribillo.

Entonces, con gestos incité a los que estaban sentados a la mesa a que cantaran una estrofa. Tardaron un par de segundos en dar­se cuenta de qué era lo que les estaba pidiendo, pero la expecta­ción del resto del público fue suficiente para animar a uno de los estudiantes más achispados a cantar a voz en grito su propia es­trofa. El tipo recibió un aplauso y unos vítores ensordecedores. Entonces, cuando todos volvieron a corear el estribillo, fui a otra mesa y repetí la operación.

Al poco rato, la gente tomaba la iniciativa y cantaba sus pro­pias estrofas una vez terminado el estribillo. Me dirigí hacia la puerta, donde me esperaba Denna, y juntos nos escabullimos.

—Has sido muy hábil —me dijo Denna cuando empezamos a alejarnos de la taberna—. ¿Cuánto rato crees que seguirán can­tando?

—Eso depende de la rapidez con que Anker les siga suminis­trando bebida. —Me paré en la boca del callejón que había entre la parte trasera de Anker's y la panadería de al lado—. Perdóname un momento. Tengo que guardar mi laúd.

—¿En un callejón?

—En mi habitación. —Moviéndome con agilidad, trepé por la pared de la taberna: pie derecho en el barril de agua de lluvia, pie izquierdo en el alféizar de la ventana, mano izquierda en el bajan­te de hierro... y llegué al borde del tejado del primer piso. Salté al otro lado del callejón, hasta el tejado de la panadería, y sonreí cuando Denna dio un grito ahogado. Di unos pasos y volví a sal­tar el callejón hasta el tejado del segundo piso de Anker's. Hice saltar el cierre de mi ventana, entré por ella y dejé el laúd encima de la cama; luego volví sobre mis pasos.

—¿Te cobra Anker un penique cada vez que subes por la esca­lera? —me preguntó Denna cuando ya me acercaba al suelo.

Salté del barril de agua y me limpié las manos en los panta­lones.

—Entro y salgo a horas intempestivas —expliqué con natura­lidad cuando llegué a su lado—. Bueno, a ver si lo he entendido bien. ¿Buscas a un caballero para que te lleve a pasear esta noche?

Denna compuso una sonrisa y me miró de soslayo.

—Sí, más o menos.

—Qué mala suerte —dije con un suspiro—. Porque yo no soy ningún caballero.

La sonrisa de Denna se ensanchó.

—Pues a mí sí me lo pareces.

—Me gustaría parecerlo más.

—Pues llévame a pasear.

—Eso me complacería enormemente. Sin embargo... —Reduje un poco el paso y adopté una expresión más seria—. ¿Qué pasa con Sovoy?

—¿Ha reivindicado sus derechos sobre mí? —dijo ella borran­do la sonrisa de sus labios.

—No, no es eso. Pero existen ciertos protocolos con relación a...

—¿Un acuerdo de caballeros? —preguntó ella con morda­cidad.

—Más bien honor entre ladrones.

Denna me miró a los ojos.

—Kvothe —dijo, muy seria—, róbame.

Hice una reverencia y un amplio ademán con el brazo.

—A sus órdenes. —Seguimos caminando; había luna, y su resplandor daba una apariciencia pálida y descolorida a las ca­sas y las tiendas—. Por cierto, ¿cómo está Sovoy? Llevo días sin verlo.

Denna hizo un ademán para indicar que no quería pensar en él.

—Yo también. Y no será porque él no lo haya intentado.

Me animé un poco.

—¿En serio?

Denna puso los ojos en blanco.

—¡Rosas! Todos los hombres sacáis vuestro romanticismo del mismo libro trillado. Las flores son bonitas; no niego que sean un buen obsequio para una dama. Pero es que siempre regaláis rosas, siempre rojas, y siempre perfectas. De invernadero, si podéis con­seguirlas. —Se volvió y me miró—. ¿Tú piensas en rosas cuando me ves?

La prudencia me hizo sonreír y negar con la cabeza.

—A ver, si no son rosas, ¿qué ves cuando me miras?

Estaba atrapado. La miré de arriba abajo una vez, como si in­tentara decidirme.

—Bueno... —dije—, no deberías ser tan dura con los hombres. Verás, escoger una flor que le vaya bien a una chica no es tan fácil como parece.

Denna me escuchaba atentamente.

—El problema es que cuando le regalas flores a una chica, tu elección puede interpretarse de diferentes maneras. Un hombre podría regalarte una rosa porque te considera hermosa, o porque le gustan su color, su forma o su suavidad, que le recuerdan a tus labios. Las rosas son caras; al elegirlas, quizá quiera demostrarte que eres valiosa para él.

—Has defendido bien a las rosas —dijo Denna—. Pero resulta que a mí no me gustan. Elige otra flor que me pegue.

—Pero ¿qué pega y qué no pega? Cuando un hombre te regala una rosa, lo que tú ves quizá no sea lo que él pretende hacerte ver. Tal vez te imaginas que te ve como algo delicado y frágil. Quizá no te guste un pretendiente que te considera muy dulce y nada más. Quizá el tallo tenga espinas, y deduzcas que él piensa que podrías rechazar una mano demasiado rápida. Pero si corta las espinas, quizá pienses que no le gustan las mujeres que saben defenderse ellas solas. Las cosas pueden interpretarse de muchas formas —con­cluí—. ¿Qué debe hacer un hombre prudente?

Denna me miró de reojo.

—Si ese hombre fueras tú, supongo que tejería palabras inteli­gentes y confiaría en que la pregunta quedara olvidada. —Ladeó la cabeza—. Pero no va a quedar olvidada. ¿Qué flor escogerías para mí?

—Está bien, déjame pensar. —Me volví y la miré; luego miré hacia otro lado—. Vamos a hacer una lista. Quizá diente de león: es radiante, y tú eres radiante. Pero el diente de león es una flor muy corriente, y tú no eres una persona corriente. De las rosas ya hemos hablado, y las hemos descartado. ¿Belladona? No. ¿Orti­ga? Quizá...

Denna hizo como si se enfadara y me sacó la lengua.

Me di unos golpecitos en los labios, fingiendo cavilar.

—Tienes razón, solo te pega por la lengua.

Dio un resoplido y se cruzó de brazos.

—¡Avena loca! —exclamé, y Denna soltó una carcajada—. Es salvaje, y eso encaja contigo, pero es una flor pequeña y tímida. Por esa y por otras... —carraspeé— razones más obvias, creo que descartaremos también la avena loca.

—Una lástima —dijo Denna.

—La margarita también es bonita —proseguí sin dejar que Denna me distrajera—. Alta y esbelta, y crece en los márgenes de los caminos. Una flor sencilla, no demasiado delicada. La margarita es independiente. Creo que te pega... Pero continuemos. ¿Lirio? Demasiado llamativo. Cardo: demasiado distante. Violeta: dema­siado escueta. ¿Trilio? Hmmm, podría ser. Una flor bonita. No se deja cultivar. La textura de los pétalos... —realicé el movimiento más atrevido de mi corta vida y le acaricié suavemente el cuello con dos dedos— es lo bastante suave para estar a la altura de tu piel. Casi. Pero crece demasiado a ras del suelo.

—Has compuesto todo un ramillete —dijo ella con dulzura. In­conscientemente, se llevó una mano al cuello, al sitio donde yo la había tocado; la dejó allí un instante y luego la dejó caer.

¿Buena o mala señal? ¿Estaba borrando mi roce o reteniéndo­lo? La incertidumbre se apoderó de mí y decidí no correr más ries­gos. Me paré y dije:

—Flor de selas.

Denna se paró también y se volvió para mirarme.

—¿Tanto pensar y eliges una flor que no conozco? ¿Qué es una flor de selas? ¿Por qué?

—Es una planta trepadora, fuerte, que da flores de color rojo intenso. Las hojas son oscuras y delicadas. Crecen mejor en sitios umbríos, pero la flor capta los pocos rayos de sol para abrirse. —La miré—. Te pega. En ti también hay sombras y luz. La selas crece en los bosques, y no se ven muchas, porque solo la gente muy hábil sabe cuidarla sin hacerle daño. Tiene una fragancia ma­ravillosa. Muchos la buscan, pero cuesta encontrarla. —Hice una pausa y escudriñé el rostro de Denna—. Sí. Ya que estoy obligado a elegir, elijo la selas.

Denna me miró; luego apartó la vista.

—Me sobrevaloras.

Sonreí.

—¿No será que tú te infravaloras?

Denna atrapó un trozo de mi sonrisa y me lo devolvió, deste­llante.

—Te has acercado más antes. Margaritas: dulces y sencillas. Las margaritas son la clave para conquistar mi corazón.

—Lo recordaré. —Seguimos andando—. Y a mí, ¿qué flor me regalarías? —le pregunté con la intención de pillarla desprevenida.

—Una flor de sauce —contestó ella sin vacilar ni un segundo.

Cavilé un buen rato.

—¿Los sauces dan flores?

Denna miró hacia arriba y hacia un lado, pensando.

—Me parece que no.

—Entonces, es un regalo muy raro —dije riendo—. ¿Por qué una flor de sauce?

—Porque me recuerdas a un sauce —respondió ella con natu­ralidad—. Fuerte, bien enraizado y oculto. Te mueves con facili­dad cuando llega la tormenta, pero nunca vas más lejos de donde quieres llegar.

Levanté ambas manos, como si rechazara un golpe.

—No me digas palabras tan dulces —protesté—. Lo que quie­res es que ceda a tu voluntad, pero no lo conseguirás. ¡Tus halagos no son para mí más que viento!

Denna se quedó mirándome, como si quisiera asegurarse de que había terminado mi diatriba.

—De entre todos los árboles —dijo esbozando una sonrisa con sus elegantes labios—, el sauce es el que más se mueve según los deseos del viento.





La posición de las estrellas me indicaba que habían pasado cinco horas. Pero parecía que no hubiera transcurrido el tiempo cuando llegamos al Remo de Roble, la posada de Imre donde se alojaba Denna. En la puerta hubo un momento que duró una hora, durante el cual me planteé besarla. Había estado tentado de hacerlo una docena de veces en el camino, mientras hablábamos: cuando nos detuvimos en el Puente de Piedra para contemplar el río, ilu­minado por la luna; bajo un tilo de uno de los parques de Imre...

En esos momentos había sentido que surgía una tensión entre nosotros, algo casi tangible. Denna esbozaba su misteriosa sonri­sa y me miraba sin mirarme, con la cabeza ligeramente ladeada; y me rondaba la sospecha de que debía de estar esperando que yo hiciera... algo. ¿Rodearla con el brazo? ¿Besarla? ¿Cómo iba a sa­berlo? ¿Cómo podía estar seguro?

No podía. Así que resistí la atracción. No quería dar demasia­do por hecho; no quería ofenderla ni ponerme en ridículo. Es más, la advertencia de Deoch me había hecho dudar. Quizá lo que yo sentía no fuera más que el encanto natural de Denna, su carisma.

Como todos los chicos de mi edad, yo era un idiota en materia de mujeres. Lo que me diferenciaba de los demás era que yo era dolorosamente consciente de mi ignorancia, mientras que otros, como Simmon, iban dando tumbos, poniéndose en ridículo con su inexperto galanteo. Me atormentaba pensar que Denna pudiera reírse de mi torpeza si le hacía una insinuación inoportuna. No hay nada que odie más que hacer las cosas mal.

Así que me despedí y la vi entrar por la puerta lateral del Remo de Roble. Respiré hondo y tuve que controlarme para no reír a carcajadas ni ponerme a bailar. Estaba impregnado de ella, del olor del viento en su cabello, del sonido de su voz, de las sombras que la luz de la luna dibujaba en su cara.

Entonces, poco a poco, fui bajando a la tierra. No había dado ni seis pasos cuando me desinflé como una vela cuando deja de so­plar el viento. Mientras recorría las calles de la ciudad, pasando por delante de casas dormidas y oscuras posadas, mi estado de ánimo pasó de la euforia a la duda en lo que se tarda en respirar tres veces.

Lo había estropeado todo. Todo lo que había dicho, y que en su momento me había parecido tan inteligente, era en realidad lo peor y lo más delirante que se podía decir. Denna ya estaba en su habi­tación, respirando de alivio por haberse librado, por fin, de mí. Pero me había sonreído. Se había reído.

Denna no había recordado nuestro primer encuentro en el ca­mino de Tarbean. Eso significaba que no había dejado ninguna huella en ella.

«Róbame», me había dicho.

Debí ser más atrevido y besarla. Debí ser más prudente. Había hablado en exceso. No había dicho suficiente.









































63

Paseando y hablando



Wilem y Simmon ya se estaban terminando la comida cuando llegué a nuestro rincón preferido del patio.

—Lo siento —dije al dejar mi laúd sobre los adoquines, cerca del banco—. Me he entretenido regateando.

Había ido al otro lado del río a comprar un dracma de mercu­rio y un saquito de sal marina. La sal me había costado mucho dinero, pero por una vez eso no me preocupaba. Si la suerte me acompañaba, pronto ascendería en la Factoría, y eso significaba que dejaría de tener problemas económicos.

Aprovechando que había ido de compras a Imre, también ha­bía pasado, por casualidad, por delante de la posada donde se alo­jaba Denna; pero ella no se encontraba allí, ni en el Eolio, ni en el parque donde nos habíamos parado a hablar la noche anterior. De todas formas, yo estaba de buen humor.

Puse el estuche del laúd de lado y lo abrí para que el sol calen­tara las cuerdas nuevas y las ayudara a tensarse. Luego me senté en el banco de piedra, bajo el poste, con mis dos amigos.

—¿Dónde estuviste anoche? —me preguntó Simmon fingiendo indiferencia.

Entonces me acordé de que habíamos quedado los tres con Fenton para jugar a esquinas. Al ver a Denna, me había olvidado por completo de que tenía otros planes.

—Dios mío, lo siento, Sim. ¿Me esperasteis mucho rato?

Sim me lanzó una mirada.

—Lo siento —repetí, confiando en parecer tan arrepentido como me sentía—. Se me olvidó.

Sim sonrió quitándole importancia.

—No pasa nada. Cuando comprendimos que no ibas a presen­tarte, fuimos a la Biblioteca a beber y a ver chicas.

—¿Se enfadó Fenton?

—Se puso furioso —dijo Wilem con calma entrando por fin en la conversación—. Dijo que la próxima vez que te viera te iba a dar un sopapo.

La sonrisa de Sim se ensanchó.

—Dijo que eres un E'lir microcéfalo sin ningún respeto por sus mayores.

—Hizo ciertas afirmaciones sobre tus orígenes y sobre tus ten­dencias sexuales hacia los animales —añadió Wilem, muy serio.

—«¡... en la túnica del tehlino!» —cantó Simmon con la boca llena. Entonces rió y empezó a atragantarse. Le di unas palmadas en la espalda.

—¿Dónde estabas? —preguntó Wilem mientras Sim intentaba respirar—. Anker dijo que te marchaste pronto.

No sabía por qué, pero no me apetecía hablarles de Denna.

—Me encontré a una persona.

—¿A una persona más importante que nosotros? —preguntó Wilem con un tono monótono que podía interpretarse como críti­co o irónico.

—Con una chica —confesé.

Wil arqueó una ceja.

—¿La que andabas buscando?

—Yo no andaba buscando a nadie —protesté—. Ella me en­contró a mí, en Anker's.

—Eso es buena señal —comentó Wilem.

Sim asintió; luego me miró con una chispa de burla en los ojos.

—Y ¿cantasteis algo? —Me dio un codazo y subió y bajó las cejas varias veces seguidas—. ¿Un dueto?

Estaba tan ridículo que ni siquiera podía ofenderme.

—No, no cantamos nada. Solo quería que la acompañara a su casa.

—¿Que la acompañaras a su casa? —dijo Sim, insinuante, y volvió a subir y bajar las cejas.

Esa vez lo encontré menos divertido.

—Ya había oscurecido —dije con seriedad—. Solo la acompa­ñé hasta Imre.

—Oh —dijo Sim, decepcionado.

—Te marchaste muy pronto de Anker's —dijo Wil—. Y no­sotros esperamos una hora. ¿Se tardan dos horas en ir a Imre y volver?

—Dimos un largo paseo —admití.

—¿Cómo de largo? —me preguntó Simmon.

—De varias horas. —Desvié la mirada—. Seis.

—¿Seis horas? —se extrañó Sim—. Mira, creo que me merezco unos cuantos detalles después de los rollos sobre ella que he teni­do que aguantar estos dos últimos ciclos.

Estaba empezando a irritarme.

—Yo no pego rollos. Solo estuvimos paseando —dije—. Y ha­blando.

Sim me miró con desconfianza.

—Venga, hombre. ¿Durante seis horas?

Wilem le dio unos golpecitos en el hombro a Simmon.

—Dice la verdad.

Simmon lo miró.

—¿Por qué lo dices?

—Suena más sincero que cuando miente.

—Si hacéis el favor de callaros un minuto, os lo contaré todo, ¿de acuerdo? —Sim y Wil asintieron. Agaché la cabeza y me miré las manos, tratando de ordenar mis pensamientos, pero estos se resistían—. Fuimos a Imre por el camino más largo y nos paramos un rato en el Puente de Piedra. Fuimos a un parque de las afueras de la ciudad. Nos sentamos en la orilla del río. Hablamos de... de nada, en realidad. De sitios donde habíamos estado. De cancio­nes... —Me di cuenta de que estaba divagando y me callé. Elegí las siguientes palabras con cuidado—: Me planteé hacer algo más que pasear y hablar, pero... —Me interrumpí. No sabía qué decir.

Mis dos amigos se quedaron callados un momento.

—Increíble —dijo Wilem, maravillado—. El todopoderoso Kvothe, vencido por una mujer.

—Si no te conociera como te conozco, diría que tenías miedo —dijo Simmon, medio en broma.

—Claro que tengo miedo —dije en voz baja secándome las ma­nos en los pantalones—. Tú también lo tendrías si la hubieras co­nocido. Tengo que hacer un esfuerzo para quedarme aquí sentado en lugar de ir corriendo a Imre con la esperanza de verla detrás de algún escaparate o cruzando una calle. —Esbocé una temblorosa sonrisa.

—Pues ve. —Simmon sonrió y me dio un empujoncito—. Bue­na suerte. Si yo conociera a una mujer así, no estaría aquí co­miendo con vosotros dos. —Se apartó el cabello de los ojos y me dio otro empujoncito con la otra mano—. Ve.

Me quedé donde estaba.

—No es tan fácil —dije.

—Contigo nada es fácil —murmuró Wilem.

—Claro que es fácil —nos contradijo Simmon riendo—. Ve y cuéntale lo que nos has contado a nosotros.

—Ya —dije con sarcasmo—. Como si fuera coser y cantar. Además, no sé si a ella le interesaría oírlo. Es tan especial... No sé qué quiere de mí.

Simmon me miró a los ojos con franqueza.

—Esa chica fue a buscarte. Es evidente que quiere algo.

Hubo un momento de silencio, y me apresuré a cambiar de tema mientras tenía ocasión.

—Manet me ha dado permiso para empezar mi proyecto de oficial.

—¿Ya? —Sim me miró con ansiedad—. ¿Está Kilvin de acuer­do? No le gustan los atajos.

—No he tomado ningún atajo —repliqué—. Es solo que apren­do deprisa.

Wilem dio una risotada, y Sim intervino antes de que nosotros dos empezáramos a discutir.

—¿En qué va a consistir tu proyecto? ¿Vas a hacer una lámpa­ra simpática?

—Todo el mundo hace una lámpara —aportó Wil.

Asentí.

—Quería hacer algo diferente, quizá un termógiro, pero Ma-net me aconsejó que hiciera una lámpara. —La campana de la to­rre dio cuatro campanadas. Me levanté y recogí el estuche del laúd para irme a clase.

—Deberías hablar con ella —dijo Simmon—. Si te gusta una chica, tienes que decírselo.

—¿Cómo te ha funcionado a ti esa táctica hasta ahora? —dije. Me fastidiaba que Sim, precisamente, quisiera darme consejos sobre cómo debía comportarme con las chicas—. Estadísticas en mano, ¿cuántas veces te ha dado resultado esa estrategia en tu vasta experiencia?

Wilem miró hacia otro lado mientras Sim y yo nos fulminába­mos con la mirada. Yo fui el primero en ceder. Me sentía culpable.



—Ademas, no hay nada que contar —murmuré—. Me gusta estar con ella, y ahora ya sé dónde vive. Eso significa que cuando la busque, la encontraré.






















64

Nueve del fuego





Al día siguiente, quiso la suerte que tuviera que ir a Imre. Y, apro­vechando que estaba allí, pasé por el Remo de Roble.

El dueño no conocía a ninguna Denna ni a ninguna Dianne, pero me dijo que una joven muy guapa, morena, llamada Dinnah, tenía una habitación alquilada en su posada. No se encontraba allí en ese momento, pero si quería dejarle una nota... Rechacé el ofrecimiento y me consolé pensando que ahora que sabía dónde vivía Denna, me resultaría relativamente fácil encontrarla.

Sin embargo, tampoco encontré a Denna en el Remo de Roble al día siguiente, ni al otro. Al tercer día, el dueño me informó de que Denna se había marchado en plena noche, llevándose todas sus cosas y dejando la cuenta sin pagar. Pasé por unas cuantas ta­bernas y no la encontré, así que volví a la Universidad, sin saber si debía preocuparme o enfadarme.

Otros tres días y cinco viajes infructuosos más a Imre. Ni Deoch ni Threpe tenían noticias de Denna. Deoch me dijo que era típico de ella desaparecer así, y que buscándola conseguiría lo mismo que llamando a un gato. Si bien sabía que era un buen con­sejo, lo ignoré.





Me senté en el despacho de Kilvin e intenté serenarme mientras el enorme y greñudo maestro le daba vueltas en sus inmensas manos a mi lámpara simpática. Era mi primer proyecto en solitario como artífice. Había fundido las planchas y pulido las lentes. Había implantado el emisor sin envenenarme con arsénico. Y lo más im­portante: mi Alar y mi complicada sigaldría convertían las piezas independientes en una lámpara simpática de mano.

Si Kilvin aprobaba el producto acabado, lo vendería y yo co­braría una comisión. Pero había un aspecto aún más importante: yo también me convertiría en artífice, aunque novato. Podría rea­lizar mis propios proyectos con un amplio margen de libertad. Eso suponía un gran paso adelante en la jerarquía de la Factoría, un paso hacia el título de Re'lar y, sobre todo, hacia mi independen­cia económica.

Kilvin levantó por fin la cabeza.

—Está muy bien hecha, E'lir Kvothe —dijo—. Pero el diseño es atípico.

Asentí.

—He introducido algunos cambios, señor. Si le da la vuelta verá que...

Kilvin hizo un ruidito que podía ser una risita o un gruñido de fastidio. Puso la lámpara encima de la mesa y empezó a pasearse por la habitación apagando todas las lámparas una por una.

—¿Sabes cuántas lámparas simpáticas me han explotado en las manos, E'lir Kvothe?

Tragué saliva y negué con la cabeza.

—¿Cuántas?

—Ninguna —respondió el maestro con gravedad—. Porque siempre tengo mucho cuidado. Siempre me aseguro por completo de lo que tengo en las manos. Tienes que aprender a ser paciente, E'lir Kvothe. Un momento de la mente equivale a nueve del fuego.

Bajé la mirada e intenté parecer debidamente contrito.

Kilvin estiró un brazo y apagó la única lámpara que quedaba encendida; la habitación quedó totalmente a oscuras. Hubo una pausa y, a continuación, una característica luz rojiza surgió de la lámpara de mano y se proyectó contra una pared. La luz era muy tenue, más tenue que la de una sola vela.

—La llave es graduable —me apresuré a decir—. En realidad, más que una llave es un reostato.

Kilvin asintió.

—Muy inteligente. Muy poca gente se molesta en hacer eso con una lámpara tan pequeña como esta. —La luz se intensificó, se atenuó y volvió a intensificarse—. La sigaldría también parece bastante buena —prosiguió el maestro lentamente, al mismo tiempo que dejaba la lámpara encima de la mesa—. Pero el foco de tu lente tiene un fallo. Hay muy poca difusión.

Era verdad. En lugar de iluminar toda la habitación, como era lo habitual, mi lámpara solo revelaba una pequeña parte: la es­quina de la mesa de trabajo y la mitad de la gran pizarra negra que había en la pared. El resto de la habitación permanecía en la os­curidad.

—Lo he hecho a propósito —expliqué—. Existen faroles así, como la linterna sorda.

Kilvin no era más que una silueta oscura al otro lado de la mesa.

—Estoy al corriente, E'lir Kvothe. —Su voz tenía un deje de re­proche—. Esas linternas las utilizan para negocios sucios. Nego­cios en los que los arcanistas no deberían participar.

—Creía que las utilizaban los marineros.

—Las utilizan los ladrones —replicó Kilvin con seriedad—. Y los espías, y otra gente que no quiere revelar sus actividades a al­tas horas de la noche.

De pronto mi vaga ansiedad se intensificó. Había creído que esa entrevista sería un mero trámite. Sabía que era un artífice cua­lificado, mejor que otros que llevaban mucho más tiempo que yo trabajando en el taller de Kilvin. Y de repente temí haber cometido un error y haber malgastado casi treinta horas de trabajo en la lám­para, por no mencionar un talento entero de mi propio dinero que había invertido en materiales.

Kilvin dio un gruñido evasivo y murmuró algo por lo bajo. La media docena de lámparas de aceite que había en la habitación cobraron vida, chisporroteando y llenando la habitación de luz natural. Me maravillé de la facilidad con que el maestro realizaba un vínculo séxtuplo. Ni siquiera sabía de dónde había sacado la energía.

—Lo que pasa es que todo el mundo elige como primer proyecto una lámpara simpática —dije para llenar el silencio—. Todo el mundo sigue siempre el mismo esquema. Quería hacer algo di­ferente. Quería ver si podía hacer algo nuevo.

—Supongo que lo que querías era demostrar tu extraordinaria inteligencia —dijo Kilvin con naturalidad—. No solo querías ter­minar tu aprendizaje en la mitad de tiempo, sino que querías traer­me una lámpara con un diseño mejorado. Seamos francos, E'lir Kvothe. Has hecho esta lámpara porque querías demostrar que eres mejor que los otros aprendices, ¿verdad? —Mientras lo decía, Kilvin me miraba de hito en hito, y por un instante no atisbé en su mirada esa característica distracción.

Se me quedó la boca seca. Bajo la greñuda barba y el fuerte acento atur de Kilvin se escondía una mente afilada como el dia­mante. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que podría mentirle y salir airoso?

—Por supuesto que quería impresionarlo, maestro Kilvin —dije bajando la mirada—. Creía que eso se daba por hecho.

—No te humilles —dijo él—. La falsa modestia no me impre­siona.

Levanté la cabeza y me puse derecho.

—En ese caso, maestro Kilvin, admitiré que soy mejor. Apren­do más deprisa. Trabajo más. Mis manos son más diestras. Mi mente es más curiosa. Sin embargo, también espero que eso lo sepa usted sin necesidad de que se lo diga yo.

Kilvin asintió.

—Así está mejor. Y tienes razón: ya sé todo eso. —Encendió y apagó la lámpara mientras apuntaba a diferentes objetos reparti­dos por la habitación—. Y francamente, tu habilidad me impre­siona, como era de esperar. La lámpara está muy bien acabada. La sigaldría es muy ingeniosa. Los grabados, precisos. Es una obra inteligente.

Me ruboricé de placer ante esos cumplidos.

—Pero la artificería es algo más que simple habilidad —prosi­guió Kilvin. Dejó la lámpara en la mesa y apoyó una enorme mano a cada lado—. No puedo vender esta lámpara. Podría aca­bar en manos de las personas equivocadas. Si atraparan a un ladrón con un utensilio así, los arcanistas saldríamos perjudicados. Has terminado tu aprendizaje, y te has destacado en términos de destreza. —Me relajé un poco—. Pero tu criterio está, en cierto modo, en tela de juicio. La lámpara la fundiremos y la reutilizare-mos, supongo.

—¿Va a fundir mi lámpara? —Había trabajado un ciclo entero en ella y había invertido casi todo el dinero que tenía en la compra de materias primas. Tenía previsto obtener un beneficio conside­rable cuando Kilvin la vendiera, pero...

Kilvin me miró, muy decidido.

—Nos corresponde a todos conservar la reputación de la Uni­versidad, E'lir Kvothe. Un artículo como este en malas manos nos perjudicaría a todos.

Estaba buscando una forma de persuadirlo cuando el maestro agitó una mano señalando la puerta.

—Ve a darle la buena noticia a Manet.

Desanimado, salí del taller y me recibió el sonido de un cente­nar de manos tallando madera, cincelando piedra y batiendo me­tal. La atmósfera estaba impregnada del olor a ácidos de grabado, hierro caliente y sudor. Vi a Manet en un rincón, poniendo unas baldosas de cerámica en un horno. Esperé hasta que hubo cerra­do la puerta y se apartó, secándose el sudor de la frente con la manga de la camisa.

—¿Cómo te ha ido? —me preguntó—. ¿Has aprobado o voy a tener que aguantarte un bimestre más?

—He aprobado —contesté quitándole importancia—. Tenías razón respecto a las modificaciones. No le han impresionado.

—Ya te lo advertí —repuso Manet sin excesiva petulancia—. Tienes que recordar que llevo más tiempo aquí que diez alumnos juntos. Cuando digo que, en el fondo, los maestros son conserva­dores, no hablo por hablar. Lo digo por algo. —Manet se pasó una mano por la barba desgreñada mientras observaba las olas de calor que desprendía el horno de ladrillo—. ¿Sabes ya qué vas a hacer con tu tiempo ahora que tienes libertad para hacer lo que quieras?

—Tenía pensado preparar un lote de emisores para lámpara azul —contesté.

—Los pagan bien —dijo Manet, pensativo—. Pero es arries­gado.

—Ya sabes que soy cuidadoso —lo tranquilicé.

—Eso no quita que siga siendo arriesgado —dijo Manet—. Un tipo al que enseñé hace unos diez años... ¿cómo se llamaba? —Se dio unos golpecitos en la cabeza, y luego se encogió de hombros—. Cometió un pequeño desliz. —Manet chascó los dedos—. Pero con eso basta. Sufrió quemaduras graves y perdió un par de dedos. Después de eso no triunfó mucho como artífice.

Miré a Cammar, tuerto y con la cabeza calva y cubierta de cicatrices.

—Entiendo lo que quieres decir. —Flexioné los dedos, nervio­so, mientras contemplaba el contenedor de metal. Los primeros dos días después de la exhibición de Kilvin, los alumnos se habían mostrado intranquilos en su proximidad, pero pronto se había convertido en otra pieza más del equipo. Lo cierto era que en la Factoría había diez mil maneras diferentes de morir si no tenías cuidado. La brea comehuesos era, sencillamente, la última y más emocionante forma de matarte.

Decidí cambiar de tema.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Dispara —dijo Manet vigilando un horno que teníamos cer­ca—. ¡Fuego!

Puse los ojos en blanco.

—¿Dirías que conoces la Universidad mejor que nadie?

Manet asintió.

—Mejor que nadie que siga vivo. Conozco todos sus pequeños secretos.

Bajé un poco la voz.

—Entonces, si quisieras, ¿podrías entrar en el Archivo sin que nadie se enterara?

Manet entrecerró los ojos.

—Sí, podría —respondió—. Pero no lo haría.

Fui a continuar, pero él me cortó con algo más que un deje de exasperación:

—Escucha, hijo. Ya hemos hablado de esto otras veces. Ten paciencia. Tienes que darle a Lorren más tiempo para que se calme. Solo ha pasado un bimestre desde que...

—¡Ha pasado medio año!

Manet sacudió la cabeza.

—A ti te parece mucho tiempo porque eres joven. Créeme, Lo­rren todavía lo tiene muy reciente. Dedícate un bimestre más a im­presionar a Kilvin, y luego pídele que interceda por ti. Confía en mí: funcionará.

Puse cara de abatimiento.

—Con solo que me...

Manet agitó firmemente un dedo.

—No. No. No. No te lo enseñaré. No te lo diré. No te dibuja­ré un mapa. —Suavizó la expresión y me puso una mano en el hombro, tratando de suavizar su negativa—. Que Tehlu nos asis­ta, ¿para qué tanta prisa? Eres joven. Tienes toda la vida por de­lante. —Agitó el dedo índice, apuntándome—. Pero si te expul­san, será para siempre. Y eso es lo que pasará si te sorprenden colándote en el Archivo.

Dejé caer los hombros, desalentado.

—Supongo que tienes razón.

—Eso es, tengo razón —confirmó Manet, y se volvió hacia el horno—. Y ahora, vete. Me vas a provocar una úlcera.

Me marché reflexionando, furioso, sobre el consejo que me ha­bía dado Manet y sobre lo que, sin darse cuenta, me había revela­do. Por lo general, Manet solía dar buenos consejos. Si me porta­ba bien durante un bimestre, podría entrar de nuevo en el Archivo. Era la ruta más segura y más sencilla hacia lo que yo que­ría conseguir.

Por desgracia, yo no podía permitirme el lujo de tener pacien­cia. No podía olvidar ni por un momento que ese bimestre sería mi último bimestre a menos que encontrara la manera de ganar mucho dinero muy deprisa. No. La paciencia estaba descartada.

Al salir, me asomé al despacho de Kilvin y lo vi sentado a su mesa, encendiendo y apagando mi lámpara. Volvía a estar abstraí­do, y no me cupo duda de que la vasta maquinaria de su cerebro estaba ocupada pensando en media docena de cosas a la vez.

Di unos golpes en el marco de la puerta para llamar su atención.

—¿Maestro Kilvin?

Él no se volvió para mirarme.

-¿Sí?

—¿Puedo comprar yo la lámpara? —pregunté—. Me vendría bien para leer por la noche. Me gasto mucho dinero en velas. —Me planteé retorcerme las manos, pero decidí no hacerlo. Ha­bría resultado demasiado dramático.

Kilvin caviló un buen rato. La lámpara que tenía en la mano dio un débil chasquido cuando el maestro volvió a encenderla.

—No puedes comprar lo que han fabricado tus manos —dijo—. El tiempo y los materiales con que la hiciste eran tuyos. —Me la ofreció.

Entré en la habitación para coger la lámpara, pero Kilvin reti­ró la mano y me miró a los ojos.

—Quiero dejar clara una cosa —dijo con seriedad—. No pue­des venderla ni prestarla. Ni siquiera a alguien en quien confíes. Si se perdiera, acabaría en malas manos y sería utilizada para mero­dear en la oscuridad y para hacer cosas deshonestas.

—Le doy mi palabra, maestro Kilvin. No la utilizará nadie más que yo.

Salí del taller y traté de mantener una expresión neutral, pero por dentro sonreía de satisfacción. Manet me había confirmado exactamente lo que yo quería saber: que había otra forma de en­trar en el Archivo. Un camino secreto. Si existía, yo lo encontraría.

































































65

Chispa





Convencí a Wil y a Sim para que me acompañaran al Eolio con la promesa de invitarlos a una copa, el único acto de gene­rosidad que podía permitirme.

Veréis, aunque las interferencias de Ambrose me impidieran conseguir que algún acaudalado noble me financiase, seguía ha­biendo muchos amantes de la música que me invitaban a más co­pas de las que yo podía consumir.

Ese problema tenía dos sencillas soluciones. Podía convertirme en un borracho o podía recurrir a un ardid que funciona desde que existen las tabernas y los músicos. Prestad atención mientras descorro las cortinas para revelaros un secreto de bardo celosa­mente guardado...

Supongamos que estáis en una posada. Me oís tocar. Reís, lloráis, y, en general, admiráis mi maestría. Después queréis demostrar­me vuestro agradecimiento, pero no tenéis los medios para rega­larme una cantidad sustanciosa de dinero, como harían un comer­ciante o un noble acaudalados. De modo que me invitáis a una copa.

Yo, sin embargo, ya me he bebido una copa. O varias. O quizá esté intentando mantenerme despejado. ¿Rechazo vuestra oferta? Por supuesto que no. Con eso solo desaprovecharía una valiosa oportunidad y, probablemente, vosotros lo interpretaríais como un desaire.

Así que acepto de buen grado vuestra invitación y le pido al ca­marero un aguamiel de Greysdale. O un Sounten. O un vino blan­co de determinada cosecha.

El nombre de la bebida no es lo que importa. Lo que importa es que esa bebida, en realidad, no existe. El camarero me sirve agua.

Vosotros pagáis la copa, yo os doy las gracias, y todo el mun­do se queda contento. Más tarde, el camarero, la taberna y el mú­sico se reparten el dinero.

Todavía existe otra fórmula: los establecimientos más sofisti­cados te dejan anotar esas copas en una cuenta y consumirlas más tarde. El Eolio era de esa clase de locales.

Eso explica que, pese a mi precaria situación económica, con­siguiera llevar una botella entera de scutten a la mesa donde me esperaban Wil y Sim.

Wil miró la botella con apreciación cuando me senté.

—¿Celebramos algo?

—Kilvin ha aprobado mi lámpara simpática. Estáis ante el ofi­cial artífice más reciente del Arcano —dije con cierta suficiencia. La mayoría de los alumnos tardan como mínimo tres o cuatro bimestres en concluir sus periodos de aprendizaje. No les hablé a mis amigos del pequeño chasco que me había llevado con la lámpara.

—Ya era hora —dijo Wil con frialdad—. ¿Cuánto has tarda­do? ¿Casi tres meses? La gente empezaba a rumorear que habías perdido facultades.

—Pensaba que os alegraríais más por mí —repuse mientras re­tiraba la cera de la botella—. Mis días de ladronzuelo podrían es­tar llegando a su fin.

Sim hizo un ruidito de desdén.

—Aguantas bastante bien —comentó.

—Brindemos por tus éxitos venideros como artífice —dijo Wil, y dio un golpe en la mesa con su copa de vino—. Porque nos pro­veerán de más copas en el futuro.

—Y además —dije mientras retiraba los últimos restos de cera—, siempre está la posibilidad de que os emborrache lo sufi­ciente para que algún día me dejéis colar en el Archivo cuando es­téis trabajando en el mostrador. —Lo dije en un tono calculada­mente jovial y miré a Wil para analizar su reacción.

Wil bebió un sorbo despacio, sin mirarme a los ojos.

—No puedo.

La frustración me produjo una desagradable sensación en el es­tómago. Hice un ademán para dar a entender que no podía creer que Wil se hubiera tomado mi chiste en serio.

—Ya lo sé, hombre...

—Lo he pensado mucho —me interrumpió Wilem—. No te mereces el castigo que te han impuesto, y sé lo mucho que te fasti­dia. —Bebió un sorbo de vino—. A veces Lorren expulsa tempo­ralmente a algún alumno. Unos días por hablar demasiado alto en la Tumba. Unos ciclos por maltratar un libro. Pero la prohibición definitiva es diferente. Eso no pasaba desde hace muchos años. Lo sabe todo el mundo. Si te viera alguien... —Sacudió la cabeza—. Perdería mi puesto de secretario. Podrían expulsarnos a los dos de la Universidad.

—No te castigues —dije—. El simple hecho de que te lo hayas planteado significa...

—Nos estamos poniendo sensibleros —intervino Sim golpean­do la mesa con su copa—. Abre la botella y brindaremos para que Kilvin quede tan impresionado contigo que hable con Lorren y consiga que te levanten la sanción.

Sonreí y empecé a introducir un sacacorchos en el tapón de la botella.

—Tengo otro plan mejor —dije—. Voto por que brindemos por la eterna desventuración y el eterno tribulamiento de un tal Ambrose Anso.

—Creo que en eso estaremos todos de acuerdo —dijo Wil le­vantando su copa.

—Dios santo —dijo Simmon bajando la voz—, mirad qué ha encontrado Deoch.

—¿Qué pasa? —pregunté concentrándome en sacar entero el tapón de la botella.

—Ya ha vuelto a hacerse con la mujer más guapa del lugar. —contestó Sim con una hosquedad inusitada—. Hay para odiarlo.

—Mira, Sim, tus gustos en lo relativo a las mujeres son, como mínimo, cuestionables. —El tapón salió produciendo un agradable sonido, y se lo mostré a mis amigos, triunfante. Ni Wil ni Sim me hicieron caso: tenían la mirada clavada en la puerta del local.

Me volví y miré. Esperé un momento.

—Es Denna —dije.

Sim me miró.

—¿Denna?

Fruncí el ceño.

—Dianne. Denna. Es la chica de la que os hablé. La que cantó conmigo. Cambia mucho de nombre. No sé por qué.

Wilem me lanzó una mirada de incredulidad.

—¿Esa es tu chica? —me preguntó como si no pudiera creerlo.

—Es la chica de Deoch —lo corrigió Simmon con gentileza.

Desde luego, eso era lo que parecía. El apuesto y musculoso Deoch hablaba con ella con su habitual desparpajo. Denna reía y lo abrazaba con naturalidad. Noté una fuerte opresión en el pe­cho al verlos juntos.

Entonces Deoch se dio la vuelta y me señaló. Denna miró hacia donde él le indicaba, me vio, y una sonrisa iluminó su rostro. Le devolví automáticamente la sonrisa. Mi corazón empezó a latir de nuevo. Le hice señas para que viniera. Denna le dijo algo a Deoch y empezó a avanzar hacia nuestra mesa.

Di un rápido sorbo de scutten mientras Simmon me miraba con un gesto de asombro que rayaba en la veneración.

Denna llevaba un vestido de color verde oscuro que le dejaba los brazos y los hombros al descubierto. Estaba preciosa y lo sa­bía. Me sonrió.

Cuando llegó a nuestra mesa, los tres nos levantamos.

—Confiaba en encontrarte aquí —dijo.

Hice una pequeña reverencia.

—Y yo confiaba en que me encontraras. Te presento a dos de mis mejores amigos: Simmon... —Sim sonrió con alegría y se apartó el flequillo de los ojos— y Wilem. —Wilem inclinó la ca­beza—. Esta es Dianne.

Denna se sentó en una silla.

—Y ¿qué ha llevado a estos tres jóvenes tan atractivos a salir esta noche?

—Estamos conspirando contra nuestros enemigos —respon­dió Simmon.

—Y celebrando una cosa —me apresuré a añadir.

Wilem alzó su copa:

—¡Confusión para el enemigo!

Simmon y yo fuimos a brindar, pero entonces caí en la cuenta de que Denna no tenía copa.

—Lo siento —dije—. ¿Puedo invitarte a algo?

—Confiaba en que me invitaras a cenar —contestó ella—. Pero me sentiría culpable si te hiciera abandonar a tus amigos.

Traté de encontrar una forma diplomática de librarme de Wil y de Sim.

—Estás dando por hecho que nosotros queremos estar con él —se me adelantó Wil—. Si te lo llevas, nos harás un favor.

Denna se inclinó hacia delante mirándolo de hito en hito, y en sus rosados labios se insinuó una sonrisa.

—¿En serio?

Wilem asintió con gravedad.

—Bebe más de lo que habla.

Denna me miró con gesto burlón.

—¿Tanto?

—Además —intervino Simmon con inocencia—, si desaprove­chara la oportunidad de estar contigo, se pasaría varios días de un humor insoportable. Si lo dejas aquí, no nos servirá para nada.

Me puse colorado y sentí un irreprimible impulso de estrangu­lar a Sim. Denna rió con dulzura.

—En ese caso, creo que será mejor que me lo lleve. —Se levan­tó con un movimiento como el de una rama de sauce doblándose al viento y me ofreció una mano. Yo se la cogí—. Wilem, Simmon, espero volver a veros pronto.

Mis amigos le dijeron adiós con la mano, y nosotros nos diri­gimos hacia la puerta.

—Me caen bien —dijo Denna—. Wilem es como una piedra bajo el agua. Simmon es como un chiquillo chapoteando en un arroyo.

Su descripción me hizo reír.

—Ni yo mismo lo habría expresado mejor. ¿Has dicho algo de una cena?

—Mentía —confesó Denna sin remordimiento—. Pero me en­cantaría esa copa que me has ofrecido.

—¿Qué te parece La Espita?

Arrugó la nariz.

—Demasiados ancianos y muy pocos árboles. Hace una noche estupenda para estar al aire libre.

Señalé la puerta.

—Tú delante.

Denna obedeció. Me regodeé con la luz que Denna emanaba y con las miradas de los hombres envidiosos. Cuando salimos del Eolio, hasta Deoch parecía un poco celoso. Pero al pasar a su lado, detecté un extraño destello en sus ojos. ¿Tristeza? ¿Lástima?

No me detuve a identificarlo. Estaba con Denna.





Compramos una hogaza de pan moreno y una botella de vino de fresas de Aven. Luego buscamos un rincón apartado en uno de los muchos jardines públicos que había repartidos por toda Imre. Las primeras hojas secas del otoño danzaban por las calles. Denna se quitó los zapatos y bailó con suaves movimientos entre las som­bras, deleitándose con el tacto de la hierba en la planta de los pies.

Nos sentamos en un banco, bajo un gran sauce; luego encon­tramos un sitio más cómodo, en el suelo, junto al tronco del árbol. El pan era oscuro y compacto, y la tarea de partirlo ofrecía dis­tracción a nuestras manos. El vino era dulce y ligero, y después de que Denna besara la botella, le dejó los labios húmedos durante una hora.

Se percibía la desesperación de la última noche templada del verano. Hablamos de todo y de nada, y la proximidad de Denna, su forma de moverse, el sonido de su voz rozando la atmósfera otoñal apenas me dejaban respirar.

—Hace un momento tenías la mirada extraviada —dijo—. ¿En qué pensabas?

Me encogí de hombros para ganar tiempo. No podía decirle la verdad. Sabía que todos los hombres debían de piropearla, de cu­brirla de halagos más empalagosos que las rosas. Tomé un cami­no más sutil:

—Una vez, uno de los maestros de la Universidad me dijo que había siete palabras que hacían que una mujer te amara. —Sacu­dí los hombros fingiendo indiferencia—. Estaba preguntándome cuáles serían esas siete palabras.

—¿Por eso hablas y hablas sin parar? ¿Confías en dar con ellas por casualidad?

Abrí la boca para responder. Entonces, al ver sus chispeantes ojos, apreté los labios e intenté disimular mi rubor y mi bochorno. Denna me puso una mano en el brazo.

—No te calles por mí culpa, Kvothe —dijo con dulzura—. Echaría de menos el sonido de tu voz.

Bebió un sorbo de vino.

—Además, no hace falta que pienses mucho. Las dijiste la pri­mera vez que nos vimos. Dijiste: «Me preguntaba qué podrías es­tar haciendo aquí». —Hizo un gesto displicente—. Desde ese mo­mento fui tuya.

Mi mente me llevó hasta nuestro primer encuentro en la cara­vana de Roent. Me quedé atónito.

—Creía que no te acordabas.

Denna, que estaba partiendo un trozo de pan, se quedó quieta y me miró con extrañeza.

—Que no me acordaba, ¿de qué?

—Que no te acordabas de mí. Que no te acordabas de nuestro encuentro en la caravana de Roent.

—Pero bueno —dijo—, ¿cómo iba a olvidar al chiquillo peli­rrojo que me dejó para ir a la Universidad?

Me quedé demasiado atónito para aclarar que yo no la había dejado. En realidad, no.

—Nunca habías vuelto a mencionarlo.

—Tú tampoco —replicó ella—. Quizá pensara que te habías olvidado de mí.

—¿Olvidarme de ti? ¿Cómo iba a olvidarme de ti?

Al oír eso sonrió, pero agachó la cabeza y se miró las manos.

—Te sorprenderían las cosas que olvidan los hombres —dijo; luego, en un tono más ligero, añadió—: Bueno, quizá no. Estoy segura de que tú también has olvidado cosas, porque eres un hombre.

—Recuerdo tu nombre, Denna. —Me sentí bien al decírselo—. ¿Por qué te lo cambiaste? ¿O era Denna el nombre que utilizabas cuando ibas por el camino hacia Anilin?

—Denna —dijo ella en voz baja—. Casi la había olvidado. Era una niña muy tonta.

—Era como una flor que se abre.

—Parece que haga una eternidad que dejé de ser Denna. —Se frotó los brazos desnudos y miró alrededor, como si de pronto la inquietara que alguien pudiese encontrarnos allí.

—Entonces, ¿quieres que te llame Dianne? ¿Lo prefieres?

El viento agitó las ramas del sauce cuando Denna ladeó la ca­beza y me miró. Su cabello imitó el movimiento de los árboies.

—Eres muy bueno. Creo que prefiero que me llames Denna. Cuando tú lo dices suena diferente. Dulce.

—Entonces no se hable más. Te llamaré Denna —dije con de­cisión—. Por cierto, ¿qué pasó en Anilin?

Una hoja cayó flotando y se posó en su cabello. Denna se la quitó distraídamente.

—Nada bueno —contestó esquivando mi mirada—. Pero tam­poco nada inesperado.

Alargué una mano y Denna me dio la hogaza de pan.

—En fin, me alegro de que volvieras —dije—. Mi Aloine.

Hizo un ruidito impropio de una dama.

—Por favor, si alguno de nosotros dos es Savien, soy yo. Yo fui la que vino a buscarte —aclaró—. Dos veces.

—Yo también te he buscado —protesté—. Lo que pasa es que, por lo visto, no se me da bien encontrarte. —Denna puso los ojos en blanco—. Si pudieras recomendarme un momento y un lugar propicios para buscarte, sería muy diferente... —Dejé la frase en el aire, convirtiéndola en una pregunta—. ¿Quizá mañana?

Denna me miró de reojo, sonriente.

—Eres siempre tan prudente... —dijo—. Nunca he conocido a ningún hombre que avance con tanto cuidado. —Me miró a los ojos, como si lo que acababa de decir fuera un acertijo que tuvie­ra solución—. Creo que mañana a mediodía será un momento propicio. En el Eolio.

Sentí una oleada de calor al pensar que volveríamos a vernos.

—«Me preguntaba qué podrías estar haciendo aquí» —dije en voz alta, recordando aquella conversación que habíamos mante­nido hacía una eternidad—. Después me llamaste mentiroso.

Denna se inclinó hacia delante y me tocó la mano con gesto consolador. Olía a fresas, y sus labios eran de un rojo peligroso in­cluso a la luz de la luna.

—¿Ves qué bien te conocía, ya entonces?

Pasamos horas hablando, hasta muy entrada la noche. Yo ha­blaba dando sutiles rodeos sobre cómo me sentía, porque no que­ría pasarme de atrevido. Me parecía que ella hacía lo mismo, pero no estaba seguro. Era como si realizáramos una de esas complica­das danzas cortesanas modeganas en que las parejas se sitúan a escasos centímetros uno de otro, pero (si son buenos bailarines) sin llegar a tocarse.

Así llevábamos la conversación. Pero no solo nos faltaba el tac­to para guiarnos: también parecíamos sordos. De modo que dan­zábamos con mucho cuidado, sin saber exactamente qué música escuchaba el otro, sin saber siquiera si el otro estaba bailando.





Deoch montaba guardia en la puerta, como siempre. Al verme, me saludó con la mano.

—¡Maese Kvothe! Me temo que tus amigos ya se han marchado.

—Me lo imaginaba. ¿Hace mucho que se han ido?

—No, hace solo una hora. —Levantó los brazos por encima de la cabeza e hizo una mueca. Luego los dejó caer a los lados del cuerpo y dio un hondo suspiro.

—¿Estaban enfadados porque los he dejado plantados?

Deoch sonrió.

—No mucho. Se han encontrado con un par de beldades. No tan bellas como la tuya, desde luego. —Se quedó un momento turbado, y luego habló despacio, como si eligiera las palabras con mucho cuidado—: Mira, Kvothe... Ya sé que no soy nadie para decirte esto, y espero que no te lo tomes mal. —Miró alrededor y de pronto escupió—. Maldita sea. No se me dan nada bien estas cosas.

Volvió a mirarme e hizo un ademán impreciso.

—Mira, las mujeres son como el fuego, como las llamas. Algu­nas son como velas, luminosas e inofensivas. Algunas son como chispas, o como brasas, o como las luciérnagas que perseguimos las noches de verano. Algunas son como hogueras, un derroche de luz y de calor para una sola noche, y quieren que después las de­jen en paz. Algunas son como el fuego de la chimenea: no muy espectaculares, pero por debajo tienen cálidas y rojas brasas que arden mucho tiempo.

»Pero Dianne... Dianne es como una cascada de chispas que sale de un afilado cuchillo de hierro que Dios acerca a la piedra de afilar. No puedes evitar mirar, no puedes evitar desearla. Hasta es posible que acerques una mano durante un segundo. Pero no pue­des dejarla allí. Te partirá el corazón...

La velada estaba demasiado reciente en mi memoria para que yo prestara mucha atención a las advertencias de Deoch. Sonreí.

—Deoch, mi corazón es más duro que el cristal. Cuando ella lo golpee, comprobará que es fuerte como el latón al hierro, o como una mezcla de oro y adamante. No creas que no soy cons­ciente, que soy como un ciervo asustado que se queda paralizado al oír las cornetas de los cazadores. Es ella quien debería andar­se con cuidado, porque cuando lo golpee, mi corazón producirá un sonido tan hermoso y tan claro que la hará venir hacia mí volando.

Mis palabras sorprendieron a Deoch, que rió.

—Dios mío, qué valiente eres. —Sacudió la cabeza—. Y qué jo­ven. Me gustaría ser tan valiente y tan joven como tú. —Sin dejar de sonreír, se volvió para entrar en el Eolio—. Buenas noches.

—Buenas noches.

¿Que a Deoch le gustaría parecerse más a mí? Nunca me ha­bían hecho un cumplido tan elogioso.

Pero lo mejor era que mis días de infructuosa búsqueda habían terminado. Había quedado con Denna al día siguiente, a medio­día, en el Eolio para «comer, hablar y pasear», como ella misma había dicho. Esa perspectiva me llenaba de alegría y de emoción.

Qué joven era. Qué desatinado. Qué sabio.



























66

Volátil





Al día siguiente me levanté temprano, nervioso porque iba a comer con Denna. Como sabía que era inútil que intentara volver a dormirme, me fui a la Factoría. La noche anterior había gastado mucho y me quedaban exactamente tres peniques en el bolsillo. Estaba deseando aprovecharme de mi recién adquirida posición.

Normalmente trabajaba en la Factoría por la noche. Por la ma­ñana, todo era muy diferente. Solo había quince o veinte personas ocupadas en sus proyectos. Por las noches había el doble de gen­te. Kilvin estaba en su despacho, como siempre, pero la atmósfera era más relajada: había movimiento, pero no bullicio.

Incluso vi a Fela en un rincón del taller, trabajando con cuida­do un trozo de obsidiana del tamaño de una hogaza grande de pan. No me extrañaba que nunca la hubiera visto en el taller si te­nía por costumbre ir tan temprano.

Pese a las advertencias de Manet, decidí hacer unos emisores azules para mi primer proyecto. Era un trabajo difícil, porque ha­bía que utilizar brea comehuesos, pero se venderían deprisa, y todo el proceso no me llevaría más de cuatro o cinco horas de me­ticuloso trabajo. No solo podría terminar a tiempo para ir a en­contrarme con Denna en el Eolio, sino que podría pedirle un pe­queño adelanto a Kilvin, y así tendría algo de dinero en la bolsa para comer con Denna.

Reuní las herramientas necesarias y me instalé en uno de los extractores que había en la pared este. Escogí un sitio cerca de un empapador, uno de los tanques de vidrio reforzado, de quinientos galones de capacidad, que había repartidos por el taller. Si se te caía encima algún material peligroso mientras trabajabas bajo un extractor, no tenías más que tirar de la manija del empapador y rociarte con agua fría.

Si tenía cuidado, no necesitaría el empapador, por supuesto. Pero era tranquilizador tenerlo cerca, por si acaso.

Después de armar el extractor, fui a la mesa donde estaba la brea comehuesos. Pese a saber que no era más peligrosa que una sierra de piedra o la rueda de aglomeración, no me sentía cómodo tan cerca del contenedor de metal bruñido.

Y ese día noté algo diferente. Llamé a uno de los artífices con más experiencia que pasó a mi lado. Jaxim tenía el aire demacra­do típico de los artífices que trabajaban en un proyecto de gran magnitud, quizá porque dormían muy poco hasta que lo termi­naban.

—¿Es normal que haya tanta escarcha? —le pregunté señalan­do el recipiente de brea comehuesos. Los bordes estaban recubier­tos de finos hilos blancos de escarcha que parecían diminutos ar­bustos. Alrededor del metal, el aire temblaba de frío.

Jaxim le echó un vistazo y se encogió de hombros.

—Mejor demasiado frío que demasiado caliente —dijo con una risa forzada—. Ja, ja. ¡Bum!

Su respuesta me pareció lógica, y deduje que el hielo debía de tener algo que ver con el hecho de que en el taller hacía más frío a esa hora de la mañana. Todavía no había ningún horno encendi­do, y la mayoría de las fraguas aún estaban apagadas.

Moviéndome con cuidado, repasé mentalmente el procedi­miento de decantación, asegurándome de que no se me había olvi­dado nada. Hacía tanto frío que echaba vaho por la boca. Se me congeló el sudor de las manos y se me pegaron los dedos a los cie­rres del contenedor, como cuando, en pleno invierno, a los niños curiosos se les pega la lengua al mango de una bomba de agua.

Trasvasé cerca de una onza de aquel líquido denso y oleoso al frasco de presión, y lo tapé rápidamente. Entonces volví al extrac­tor y empecé a preparar mis materiales. Tras unos minutos de tensión, inicié el largo y meticuloso proceso de preparar e implantar un juego de emisores azules.

Pasadas dos horas, una voz a mis espaldas interrumpió mi con­centración. No era una voz especialmente fuerte, pero tenía un tono de gravedad que nunca ignorabas cuando estabas en la Fac­toría.

La voz dijo:

—Oh, no.

Debido al trabajo que estaba haciendo, lo primero que hice fue mirar el contenedor de brea comehuesos. Noté una oleada de su­dor frío al ver que el líquido negro salía por el borde del contene­dor y resbalaba por la pata de la mesa de trabajo hasta formar un charco en el suelo. Reparé en que la gruesa madera de la pata de la mesa estaba corroída casi por completo; entonces oí un ligero chisporroteo y un burbujeo, y vi que el líquido que se estaba acu­mulando en el suelo empezaba a hervir. Solo se me ocurrió pen­sar en la afirmación de Kilvin durante la demostración: «Además de ser altamente corrosivo, el gas arde al entrar en contacto con el aire...».

La pata cedió y la mesa empezó a inclinarse. El contenedor de metal bruñido se volcó. Cuando golpeó el suelo de piedra, el me­tal estaba tan frío que no se resquebrajó ni se abolló, sino que se rompió en mil pedazos, como si fuera de cristal. Galones y galo­nes del oscuro fluido se derramaron por el suelo del taller. La brea comehuesos se extendió por el suelo de piedra caliente y empezó a hervir, y la estancia se llenó de fuertes crujidos y estallidos.

Tiempo atrás, el ingenioso diseñador de la Factoría había ins­talado cerca de dos docenas de desagües en el taller para que fue­ra más fácil limpiarlo y en previsión de derramamientos. Es más, el suelo del taller describía suaves subidas y bajadas que enviaban los líquidos vertidos hacia esos desagües. Por eso, en cuanto esta­lló el contenedor, el oleoso líquido empezó a correr en direcciones opuestas, dirigiéndose hacia dos desagües diferentes. Al mismo tiempo, siguió hirviendo y formando densas nubes, oscuras como la brea, cáusticas y a punto de estallar en llamas.

Atrapada entre esos dos brazos de oscura niebla que seguía extendiéndose estaba Fela, que momentos antes trabajaba, sola, en una mesa apartada de un rincón. Se quedó allí plantada, con la boca entreabierta, conmocionada. Iba vestida con ropa sencilla, adecuada para trabajar en el taller: unos pantalones finos y una blusa de lino de manga corta. Llevaba el largo y oscuro cabello re­cogido en una cola de caballo que le llegaba casi hasta el trasero. Y estaba a punto de arder como una antorcha.

La gente empezó a darse cuenta de lo que estaba pasando, y la habitación se llenó de un ruido frenético. Todos daban órdenes o gritaban asustados; tiraban las herramientas y volcaban sus pro­yectos a medio terminar mientras corrían de un lado para otro.

Fela no había gritado ni había pedido ayuda; eso significaba que nadie más que yo se había percatado de que estaba en peligro. Si la demostración de Kilvin era cierta, deduje que todo el taller se convertiría en un mar de llamas y niebla cáustica en menos de un minuto. No tenía mucho tiempo...

Eché un vistazo a los proyectos abandonados que había enci­ma de una mesa cercana, buscando algo que pudiera servirme. Pero no vi nada que pudiera serme útil: un revoltijo de bloques de basalto, carretes de alambre de cobre, una semiesfera de cristal con algunas inscripciones que seguramente estaba destinada a conver­tirse en una de las lámparas de Kilvin...

Y de pronto supe qué tenía que hacer. Cogí la semiesfera de cristal y la estrellé contra uno de los bloques de basalto. La semies­fera se rompió, y me quedé con un fino y curvado trozo de cris­tal roto del tamaño de la palma de mi mano. Con la otra mano, cogí mi capa de la mesa y me alejé a grandes zancadas del ex­tractor.

Apreté el pulgar contra el borde del trozo de cristal y noté un desagradable tirón, seguido de un intenso dolor. Sabía que me había hecho sangre, así que deslicé el dedo por el cristal y pronun­cié un vínculo. Me coloqué enfrente del empapador y tiré el cris­tal al suelo; me concentré y pisé con fuerza, aplastándolo con el talón.

Me invadió un frío como jamás había sentido. No era el típico frío que sientes en la piel y en las extremidades en un día de invierno. Me sacudió como un rayo. Lo noté en la lengua, en los pulmones y en el hígado.

Pero ya tenía lo que quería. El vidrio reforzado del empapador se resquebrajó por mil sitios, y cerré los ojos en el preciso instante en que estallaba. Quinientos galones de agua me golpearon como un puño inmenso, impulsándome hacia atrás y empapándome hasta la piel. Y entonces eché a correr entre las mesas.

Fui muy rápido, pero no lo suficiente. Hubo una cegadora lla­marada roja en un rincón del taller y la niebla empezó a prender, provocando lenguas de violentas llamas que se extendían en to­das direcciones. El fuego calentaría el resto de la brea y la haría hervir más deprisa. Eso produciría más niebla, más fuego y más calor.

Corrí mientras el fuego se extendía siguiendo los dos regueros que formaba la brea comehuesos al fluir hacia los desagües. Las llamas ascendían con una ferocidad asombrosa, levantando dos cortinas de fuego que aislaban por completo aquel rincón del ta­ller. Las llamas ya eran más altas que yo, y seguían creciendo.

Fela había logrado salir de detrás de la mesa de trabajo y, pe­gándose a la pared, se había acercado a uno de los desagües del suelo. Como la brea comehuesos caía por la rejilla, había un es­pacio, cerca de la pared, donde no había llamas ni niebla. Fela esta­ba a punto de pasar corriendo cuando de la rejilla empezó a salir a borbotones una oscura niebla. Fela dio un grito y se apartó. La niebla ardía al mismo tiempo que hervía, envolviéndolo todo en llamas.

Finalmente llegué más allá de la última mesa. Sin reducir el paso, contuve la respiración, cerré los ojos y salté por encima de la niebla, porque no quería que aquel horrible material corrosivo me tocara las piernas. Noté una intensa oleada de calor en las ma­nos y en la cara, pero la ropa mojada impidió que me quemara y que me incendiara.

Como tenía los ojos cerrados, caí mal y me golpeé una cadera contra el tablero de piedra de una mesa. No hice caso y corrí ha­cia Fela.

Fela había ido apartándose del fuego hacia la pared exterior del taller, pero ahora me miraba de hito en hito, con las manos le­vantadas como si pudieran protegerla.

—¡Baja los brazos! —le grité mientras corría hacia ella abrién­dome la empapada capa con ambas manos. No sé si me oyó con el rugido de las llamas, pero el caso es que Fela me entendió. Bajó las manos y avanzó hacia mi capa.

Al cubrir los últimos metros que nos separaban, miré hacia atrás y vi que el fuego estaba creciendo más aún de lo que yo es­peraba. La niebla estaba pegada al suelo formando una capa de treinta centímetros, negra como el carbón. Las llamas eran tan al­tas que no podía ver al otro lado, y mucho menos calcular el gro­sor que había alcanzado la cortina de fuego.

Justo antes de que Fela se metiera bajo mi capa, la levanté para cubrirle por completo la cabeza.

—Voy a tener que sacarte en brazos —le grité al mismo tiempo que la envolvía con la capa—. Si intentas pasar caminando te que­marás las piernas.

Fela contestó algo, pero sus palabras quedaron amortiguadas por las capas de ropa mojada, y no la entendí en medio del es­truendo del incendio.

La levanté, pero no la cogí en brazos delante del cuerpo, como el Príncipe Azul de un cuento de hadas, sino que me la cargué a un hombro, como si fuera un saco de patatas. Eché a correr hacia el fuego apretando su cadera contra mi hombro. El calor me golpeó la parte delantera del cuerpo y levanté el brazo que tenía libre para protegerme la cara; recé para que la humedad de los pantalones me salvara las piernas de parte del efecto corrosivo de la niebla.

Inspiré justo antes de entrar en contacto con el fuego, pero el aire era acre e hiriente. Tosí automáticamente y volví a llenarme los pulmones de aquel aire abrasador, y entonces entré en el muro de llamas. Noté el intenso frío de la niebla alrededor de mis panto-rrillas, y corrí envuelto en fuego, tosiendo y aspirando aquel aire irrespirable. Me mareé y noté un sabor a amoníaco en la boca. Una parte distante y racional de mi mente pensó: «Claro, para ha­cerlo volátil».

Y luego, nada.

Cuando desperté, lo primero que pensé no fue lo que os imagináis. Aunque quizá tampoco os sorprenda mucho si habéis sido jóvenes alguna vez.

—¿Qué hora es? —pregunté, frenético.

—Primera campana después de mediodía —me contestó una voz femenina—. No intentes levantarte.

Me dejé caer en la cama. Tenía que haberme encontrado con Denna en el Eolio hacía una hora.

Miré alrededor. Me sentí desgraciado y se me hizo un nudo en el estómago. El característico olor a antiséptico me indicó que me encontraba en la Clínica. La cama también era reveladora: lo bas­tante cómoda para dormir, pero no tanto como para que te apete­ciera quedarte allí tumbado más tiempo del imprescindible.

Giré la cabeza y vi un par de hermosos ojos verdes en un rostro rodeado de cabello rubio muy corto.

—Oh. —Volví a relajarme sobre la almohada—. Hola, Mola.

Mola estaba de pie junto a uno de los altos mostradores que bordeaban la habitación. La ropa que llevaba, oscura, como to­dos los que trabajaban en la Clínica, hacía que su pálido cutis des­tacara aún más.

—Hola, Kvothe —dijo, y siguió redactando el informe médico.

—Me han dicho que por fin te han ascendido a El'the —dije—. Felicidades. Todo el mundo sabe que te lo merecías hace mucho tiempo.

Mola levantó la cabeza y sus pálidos labios esbozaron una sonrisa.

—Por lo visto, el calor no te ha estropeado la lengua. —Dejó la pluma—. Por lo demás, ¿cómo te encuentras?

—Las piernas no me duelen, pero las tengo dormidas, de modo que supongo que me quemé pero que ya me has aplicado algún tratamiento. —Levanté la sábana y miré debajo; luego volví a po­nerla en su sitio—. Y se ve que también me encuentro en un esta­do de desnudez avanzado. —De pronto sentí pánico—. ¿Y Fela? ¿Está bien?

Mola asintió con seriedad y se acercó a mi cama.

—Tiene un par de cardenales que se hizo cuando la soltaste, y algunas quemaduras en los tobillos. Pero salió mejor parada que tú.

—¿Y el resto de las personas que estaban en la Factoría?

—Sorprendentemente bien, teniendo en cuenta lo ocurrido. Al­gunas quemaduras causadas por el calor o por el ácido. Un caso de envenenamiento por metal, pero leve. El verdadero problema de los incendios suele ser el humo, pero lo que se quemó en la Facto­ría no desprendía humo.

—Echaba gases de amoníaco. —Respiré hondo varias veces—. Pero mis pulmones no parecen afectados —añadí, aliviado—. Solo respiré tres veces antes de desmayarme.

Llamaron a la puerta, y Sim asomó la cabeza.

—No estarás desnudo, ¿verdad?

—Casi del todo —contesté—. Pero las partes peligrosas están tapadas.

Wilem entró detrás de Sim; resultaba evidente que se sentía in­cómodo.

—No estás ni la mitad de rosado que antes —observó—. Su­pongo que eso es una buena señal.

—Le dolerán las piernas durante un tiempo, pero no hay daños permanentes —explicó Mola.

—Te he traído ropa limpia —dijo Sim alegremente—. La que llevabas quedó destrozada.

—Espero que hayas elegido algo adecuado de mi vasto vestua­rio —dije con aspereza para disimular mi bochorno.

Sim no me siguió la corriente.

—Apareciste sin zapatos, pero no he encontrado otro par en tu habitación.

—Es que no tengo otro par —dije, y cogí la ropa que me había llevado Sim—. No te preocupes. No será la primera vez que voy descalzo.





Salí de mi pequeña aventura sin ninguna lesión permanente. Sin embargo, me dolía todo el cuerpo. Tenía escaldaduras en el dorso de las manos y en la nuca, y quemaduras leves producidas por el ácido en las pantorrillas, de caminar por entre la niebla de fuego.

Pese a todo eso, recorrí cojeando los cinco largos kilómetros hasta Imre, con la esperanza de encontrar a Denna esperándome todavía.

Deoch me miró extrañado cuando atravesé la plaza hacia el Eolio. Me miró de arriba abajo sin disimulo.

—Dios mío. Parece que te hayas caído de un caballo. ¿Qué has hecho con tus zapatos?

—Yo también te deseo buenos días —dije con sarcasmo.

—Buenas tardes —me corrigió mirando el sol. Pasé a su lado, pero él levantó una mano y me detuvo—. Me temo que se ha mar­chado.

—Puñeta. Mierda. Me cago en... —Me desplomé; estaba de­masiado cansado para maldecir mi suerte adecuadamente.

Deoch sonrió, compasivo.

—Ha preguntado por ti —dijo para consolarme—. Y te ha es­perado mucho rato, casi una hora. Nunca había visto a esa chica quedarse tanto rato sentada.

—¿Se ha marchado con alguien?

Deoch se miró las manos; estaba jugando con un penique de cobre, pasándolo de un nudillo a otro.

—No es la clase de chica que está mucho tiempo sola... —Me miró con compasión—. Ha rechazado a unos cuantos, pero al fi­nal se ha marchado con un tipo. No creo que estuviera realmente con él, no sé si me explico. Lleva tiempo buscando un mecenas, y ese tipo tenía pinta de mecenas. Pelo canoso, rico... Ya sabes.

Suspiré.

—Si por casualidad la ves, ¿podrías decirle...? —Hice una pau­sa y traté de pensar cómo podría describir lo que había pasado—. ¿Se te ocurre una manera más poética de decir que he sufrido «un retraso inevitable»?

—Supongo que sí. Le describiré tu aspecto abatido y remarca­ré que ibas descalzo. Te prepararé el terreno para que puedas pe­dirle perdón de rodillas.

Sonreí, a pesar de todo.

—Gracias.

—¿Puedo invitarte a una copa? —me preguntó Deoch—. Para mí es un poco pronto, pero siempre puedo hacer una excepción por un amigo.

Negué con la cabeza.

—Tengo que volver. Tengo cosas que hacer.





Fui cojeando hasta Anker's y encontré la taberna abarrotada de gente; no se hablaba de otra cosa que del incendio de la Factoría. Como no quería contestar ninguna pregunta, me senté en una mesa apartada y le pedí a una de las camareras que me llevara un cuenco de sopa y un poco de pan.

Mientras comía, mi bien entrenado oído iba captando frag­mentos de las historias que contaba la gente. Entonces, al oírsela contar a otros, fue cuando tomé plena conciencia de lo que había hecho.

Estaba acostumbrado a que hablaran de mí. Como ya he di­cho, me había preocupado de labrarme una reputación. Pero aquello era diferente; aquello era real. La gente ya empezaba a embellecer los detalles y a confundir las partes, pero el corazón de la historia seguía allí. Había salvado a Fela, me había lanzado al fuego y la había llevado a un lugar seguro. Como el Príncipe Azul de un cuento de hadas.

Era la primera vez que me sentía héroe, y no me desagradó la sensación.



































































67

Cuestión de manos





Después de comer en Anker's, decidí volver a la Factoría y ver los daños ocasionados por el incendio. Según las historias que había oído en la taberna, habían controlado el fuego muy de­prisa. Si era cierto, quizá hasta pudiera terminar mis emisores azu­les. Si no, al menos podría recuperar mi capa.

Curiosamente, la mayor parte de la Factoría soportó el incen­dio sin sufrir muchos daños, pero la parte noreste del taller quedó prácticamente destrozada. Solo quedaba un revoltijo de piedra, cristales rotos y ceniza. Había relucientes manchas de cobre y de plata esparcidas por los tableros rotos de las mesas y por el suelo, porque muchos objetos metálicos se habían fundido por el calor del incendio.

Pero más inquietante aún que los escombros era el hecho de que el taller estuviera desierto. Era la primera vez que lo veía va­cío. Llamé a la puerta del despacho de Kilvin, y luego me asomé. Vacío. Eso tenía cierto sentido. Sin Kilvin, no había nadie que or­ganizara la limpieza.

Tardé dos horas más de lo que esperaba en terminar los emiso­res. Las heridas me distraían, y el vendaje del pulgar me impedía trabajar bien con una mano. Como en la mayoría de los trabajos de artificería, esa labor requería dos manos hábiles. Hasta el pe­queño estorbo de un dedo vendado suponía un grave inconve­niente.

Aun así, terminé el proyecto sin incidentes, y cuando me esta­ba preparando para probar los emisores oí a Kilvin en el pasillo, maldiciendo en siaru. Giré la cabeza justo a tiempo para verlo en­trar a grandes zancadas y dirigirse a su despacho, seguido de uno de los guilers del maestro Arwyl.

Cerré el extractor y fui hacia el despacho de Kilvin poniendo mucho cuidado en dónde pisaba. A través de la ventana vi a Kil­vin agitando los brazos como un granjero que espanta a los gra­jos. Llevaba las manos vendadas casi hasta los codos.

—Basta —dijo—. Puedo ocuparme de ellas yo solo.

El guíler le sujetó un brazo a Kilvin y le arregló el vendaje. Kilvin apartó las manos y las puso en alto, fuera del alcance del guíler.

—Lhinsatva. He dicho basta.

El guíler dijo algo en voz tan baja que no lo oí, pero Kilvin se­guía sacudiendo la cabeza.

—No. Y no quiero que me administres más drogas. Ya he dor­mido suficiente.

Kilvin me hizo señas para que pasara.

—E'lir Kvothe. Necesito hablar contigo.

No sabía qué iba a pasar, pero entré en su despacho. Kilvin me miró de forma inquietante.

—¿Ves lo que he encontrado una vez apagado el incendio? —me preguntó.

Señaló una masa de tela oscura que había sobre su mesa de tra­bajo. Con cuidado, Kilvin levantó una esquina con una mano ven­dada, y reconocí los chamuscados restos de mi capa. Kilvin la sa­cudió con fuerza, y mi lámpara salió de entre los pliegues de la capa y rodó por la mesa.

—Hablamos de tu lámpara para ladrones hace solo dos días. Y hoy me la encuentro tirada donde cualquier personaje de dudo­sa reputación podría encontrarla y quedársela. —Me miró con el ceño fruncido—. ¿Qué tienes que decir?

Me quedé boquiabierto.

—Lo siento, maestro Kilvin. Estaba... Se me llevaron...

Me miró los pies sin dejar de fruncir el ceño.

—Y ¿por qué vas descalzo? Hasta un E'lir debería saber que no se puede ir descalzo en un sitio como este. Últimamente tu com­portamiento ha sido muy imprudente. Estoy consternado.

Mientras yo tartamudeaba tratando de ofrecer una explica­ción, de pronto Kilvin mudó su severa expresión y esbozó una am­plia sonrisa.

—Solo estaba bromeando, hombre —dijo con dulzura—. Te es­toy enormemente agradecido por haber salvado del fuego a la Re'lar Fela. —Alargó un brazo para darme unas palmadas en el hombro, pero se lo pensó mejor al acordarse de que llevaba la mano ven­dada.

Sentí un profundo alivio, y todo mi cuerpo se relajó. Cogí la lám­para y le di vueltas con una mano. No parecía que el fuego la hu­biera estropeado, ni que la brea comehuesos la hubiera corroído.

Kilvin cogió un saquito y lo puso encima de la mesa.

—Esto también estaba en tu capa —dijo—. Había muchas co­sas en los bolsillos. Parecía la mochila de un calderero.

—Veo que está usted de buen humor, maestro Kilvin —dije con cautela, preguntándome qué analgésico le habrían administrado en la Clínica.

—Es verdad —repuso él alegremente—. ¿Conoces el dicho «Chan Vaen edan Kote»}

Intenté descifrarlo.

—Siete años... No sé qué significa Kote.

—«Espera un desastre cada siete años» —dijo Kilvin—. Es un dicho muy antiguo, y muy cierto. Este llevaba dos años de retra­so. —Hizo un ademán con la mano vendada señalando las ruinas del taller—. Y ahora que ha llegado, ha resultado un desastre me­nor. Mis lámparas están intactas. No ha habido víctimas morta­les. De todas las heridas leves, las mías han sido las peores, como debe ser.

Miré sus vendajes, y se me encogió el estómago al pensar que pudiera haberles pasado algo a sus diestras manos de artífice.

—¿Es grave? —pregunté con prudencia.

—Quemaduras de segundo grado —me contestó; yo iba a pro­ferir una exclamación, pero Kilvin se me adelantó—: Son solo am­pollas. Duelen, pero no conllevan una pérdida de movilidad a lar­go plazo. —Dio un suspiro de exasperación—. Sin embargo, me va a costar mucho trabajar durante los próximos tres ciclos.

—Si lo único que necesita son unas manos, yo podría prestarle las mías, maestro Kilvin.

El maestro hizo una respetuosa inclinación de cabeza.

—Es una oferta muy generosa, E'lir. Si fuera solo cuestión de manos, la aceptaría. Pero gran parte de mi trabajo implica si-galdrías con las que sería... —hizo una pausa, eligiendo con cuida­do la siguiente palabra— desaconsejable que un E'lir tuviera con­tacto.

—Entonces debería ascenderme a Re'lar, maestro Kilvin —dije con una sonrisa—. Así podría serle de más utilidad.

Kilvin rió.

—Sí, eso podría ser una solución. Si sigues trabajando como hasta ahora.

Decidí cambiar de tema para no tentar a la suerte.

—¿Qué pasó con el recipiente?

—Demasiado frío —dijo Kilvin—. El metal era solo un arma­zón que protegía el recipiente de cristal que había dentro y que mantenía baja la temperatura. Sospecho que la sigaldría del con­tenedor sufrió algún daño, y que por eso se fue enfriando cada vez más. Cuando se congeló el reactivo...

Asentí con la cabeza: por fin lo entendía.

—Resquebrajó el contenedor interno de cristal. Como una bo­tella de cerveza cuando se congela. Y entonces se comió el metal del contenedor.

Kilvin asintió.

—Jaxim me ha decepcionado —dijo con seriedad—. Me dijo que tú se lo habías comentado.

—Estaba convencido de que ardería todo el edificio —dije—. No entiendo cómo consiguió controlar el fuego con tanta faci­lidad.

—¿Con tanta facilidad? —repitió Kilvin, como si encontrara graciosas mis palabras—. Deprisa sí. Pero no sabía que hubiera sido fácil.

—¿Cómo lo hizo?

Me sonrió.

—Buena pregunta. ¿Qué crees tú?

—Bueno, oí decir a un alumno que salió usted de su despacho y que pronunció el nombre del fuego, como Táborlin el Grande. Dijo «fuego, apágate» y el fuego lo obedeció.

Kilvin dio una fuerte risotada.

—Me gusta esa versión —dijo sonriendo abiertamente detrás de su barba—. Pero yo también quiero preguntarte una cosa. ¿Cómo te las ingeniaste para atravesar el fuego? El reactivo pro­duce unas llamas muy intensas. ¿Cómo es que no te quemaste?

—Me mojé con el agua de un empapador, maestro Kilvin —respondí.

Kilvin asintió con gesto pensativo.

—Jaxim te vio atravesar el fuego momentos después de que se derramara el reactivo. Los empapadores son rápidos, pero no tanto.

—Me temo que lo rompí, maestro Kilvin. Me pareció que era la única manera.

Kilvin miró a través de la ventana de su despacho con los ojos entornados y arrugó la frente; entonces fue hasta el otro extremo del taller, donde estaba el empapador roto. Se arrodilló y cogió un trozo de cristal con los dedos vendados.

—¿Puedes explicarme cómo demonios conseguiste romper mi empapador, E'lir Kvothe?

Su tono de voz revelaba un desconcierto tal que no pude evitar echarme a reír.

—Verá, maestro Kilvin: según los alumnos, lo rompí de un solo puñetazo de mi todopoderosa mano.

Kilvin volvió a sonreír.

—Esa versión también me gusta, pero no le doy crédito.

—Otras fuentes más fidedignas afirman que utilicé un trozo de hierro que cogí de una mesa.

Kilvin negó con la cabeza.

—Eres un chico inteligente, pero este vidrio reforzado lo fabri­qué con mis propias manos. Ni Cammar podría romperlo con un martillo de yunque. —Tiró el trozo de cristal y se levantó—. Deja que los demás cuenten las historias que les plazca, pero que no haya secretos entre tú y yo.

—No es ningún misterio —admití—. Conozco la sigaldría del vidrio reforzado. Lo que puedo hacer lo puedo romper.

—Pero ¿qué fuente utilizaste? —preguntó Kilvin—. No podías tener nada preparado con tan poco tiempo... —Levanté el pulgar vendado—. Sangre —dijo el maestro, sorprendido—. Emplear el calor de tu sangre podría calificarse de imprudente, E'lir Kvothe. ¿Y la tiritona del simpatista? ¿Y si hubieras sufrido un choque hi-potérmico?

—Mis opciones eran muy limitadas, maestro Kilvin —respondí.

Kilvin asintió, pensativo.

—Impresionante, desvincular lo que yo mismo fabriqué, y empleando solo sangre. —Empezó a pasarse una mano por la barba, pero como los vendajes se lo impedían, frunció la frente, irritado.

—¿Y usted, maestro Kilvin? ¿Cómo consiguió controlar el fuego?

—No lo hice pronunciando el nombre del fuego —admitió—. Si Elodin hubiera estado aquí, todo habría resultado mucho más sencillo. Pero como no conozco el nombre del fuego, tuve que apañármelas.

Lo miré con cautela; no estaba seguro de si estaba bromeando otra vez. A veces, el inexpresivo humor de Kilvin era difícil de detectar.

—¿Elodin conoce el nombre del fuego?

Kilvin asintió.

—Quizá haya una o dos personas más que también lo conocen en la Universidad, pero Elodin es quien mejor lo domina.

—El nombre del fuego —dije despacio—. Y si lo hubieran lla­mado, ¿el fuego los habría obedecido, como a Táborlin el Grande?

Kilvin volvió a asentir.

—Pero si eso son solo historias —protesté.

Kilvin me miró como si le hubiera hecho gracia.

—¿De dónde crees que salen las historias, E'lir Kvothe? Todos los cuentos tienen profundas raíces en la realidad.

—¿Qué clase de nombre es? ¿Cómo funciona?

Kilvin vaciló un momento, y luego se encogió de hombros.

—Es difícil explicarlo en este idioma. En cualquier idioma. Pre­gúntaselo a Elodin. Él se dedica a estudiar esas cosas.

Yo sabía de primera mano lo útil que podía resultar Elodin.

—Entonces, ¿qué hizo para detener el fuego?

—No tiene mucho misterio —contestó—. Estaba preparado para un accidente así, y tenía un frasquito con reactivo en mi des­pacho. Lo utilicé como vínculo y extraje calor del vertido. El reactivo se enfrió demasiado para hervir y el resto de la niebla se consumió. La mayor parte del reactivo se fue por los desagües mientras Jaxim y los demás esparcían cal y arena para controlar el que quedaba.

—No me lo creo —dije—. Esto era un horno. No puede ser que desplazara tantos taumos de calor. ¿Dónde iba a ponerlos?

—Tenía un devoracalores preparado para una emergencia así. El fuego es uno de los problemas más sencillos para los que me he preparado.

Yo no daba crédito a su explicación.

—Aun así, no es posible. Debía de haber... —Intenté calcular cuánto calor habría tenido que desplazar, pero me atasqué, por­que no sabía por dónde empezar.

—Calculo que ochocientos cincuenta millones de taumos —dijo Kilvin—. Aunque para saber la cantidad exacta habría que comprobar la trampilla.

Me quedé sin habla.

—Pero... ¿cómo?

—Rápido —dijo Kilvin haciendo un elocuente ademán con las manos vendadas—, pero no fácil.



























































68

El viento cambiante





Pasé el día siguiente descalzo, sin capa y dándole vueltas a todo tipo de ideas deprimentes sobre mi vida. La novedad del pa­pel de héroe perdió rápidamente peso a la luz de mi situación. Solo me quedaba una andrajosa muda de ropa. Las escaldaduras eran leves, pero me producían un dolor constante. No tenía dinero para comprar analgésicos ni ropa nueva. Masticaba corteza amar­ga de sauce, y amargos eran mis sentimientos.

Llevaba la pobreza colgada del cuello como una piedra. Jamás había sido tan consciente de la diferencia entre los otros estudian­tes y yo. Todos los otros alumnos de la Universidad tenían una red de seguridad sobre la que caer. Los padres de Sim eran nobles atu­res. Wil pertenecía a una acaudalada familia de comerciantes del Shald. Si tenían problemas, ellos podían pedir dinero prestado con el aval de sus familias o escribir una carta a sus padres.

Yo, en cambio, no tenía dinero ni para comprarme unos zapa­tos. Solo tenía una camisa. ¿Cómo iba a quedarme en la Universi­dad el tiempo necesario para convertirme en arcanista? ¿Cómo iba a ascender si no tenía acceso al Archivo?

A mediodía estaba ya tan desanimado que le hablé mal a Sim durante la comida y discutimos como un matrimonio. Wilem no intervino en la discusión, y no apartó la vista de su plato. Al final, en un patente intento de levantarme la moral, me invitaron a ir a ver Tres peniques por un deseo al otro lado del río, al día siguien­te. Acepté la invitación, porque me habían dicho que los actores re­presentaban el texto original de Feltemi, y no una de las versiones expurgadas. Era una obra que encajaba muy bien con mi estado de ánimo, llena de humor macabro, de tragedias y de traiciones.

Después de comer vi que Kilvin ya había vendido la mitad de mis emisores. Como iban a ser los últimos emisores azules que se fabricaran durante un tiempo, los había sacado a buen precio, y obtuve una comisión de algo más de un talento y medio. Supo­nía que Kilvin había inflado un poco el precio, lo cual hería mi or­gullo, pero no se le mira el diente a un caballo regalado.

Sin embargo, ni siquiera eso mejoró mi ánimo. Ya podía com­prarme unos zapatos y una capa de segunda mano. Si trabajaba como un condenado durante el resto del bimestre, podría ganar suficiente para pagarle los intereses a Devi y también para cubrir mi matrícula. Esa perspectiva no me producía ninguna alegría. Era más consciente que nunca de lo precario de mi situación. Es­taba al borde del desastre.

Estaba tan deprimido que me salté la clase de Simpatía Avan­zada y me fui a Imre. La posibilidad de ver a Denna era lo único que podía levantarme un poco la moral. Todavía tenía que expli­carle por qué no había acudido a nuestra cita para comer.

De camino al Eolio me compré unas botas bajas, buenas para caminar y lo bastante abrigadas para los meses de invierno que se avecinaban. Mi bolsa volvió a quedar casi vacía. Al salir de la tienda del zapatero, conté apesadumbrado las monedas: tres iotas y un drabín. Había tenido más dinero cuando vivía en las calles de Tarbean...





—Hoy llegas en un buen momento —dijo Deoch cuando me acerqué al Eolio—. Hay alguien esperándote.

Sonreí como un idiota, le di unas palmadas en el hombro y en­tré en la taberna.

No vi a Denna, sino a Fela sentada a una mesa, sola. Stanchion estaba de pie charlando con ella. Al verme, Stanchion me hizo se­ñas para que me acercara y fue a ocupar su sitio de siempre en la barra; al pasar a mi lado, me dio unas cariñosas palmaditas en la espalda.

Fela se levantó y corrió hacia mí. Por un instante creí que iba a lanzarse a mis brazos como si fuéramos dos amantes que se reen­cuentran de una tragedia atur. Pero Fela se detuvo poco antes, con la oscura melena oscilando. Estaba tan guapa como siempre, pero con un enorme cardenal en uno de sus prominentes pómulos.

—Oh, no —dije, y me llevé una mano a la cara—. ¿Eso te lo hi­ciste cuando te solté? Lo siento mucho.

Fela me miró con incredulidad, y luego se echó a reír.

—¿Me estás pidiendo perdón por haberme salvado de un in­fierno?

—Solo por la última parte, cuando me desmayé y te dejé caer. Fui muy estúpido. Se me olvidó contener la respiración y aspiré el aire envenenado. ¿Tienes otras magulladuras?

—Sí, pero ninguna que pueda enseñarte en público —contestó componiendo una mueca y moviendo las caderas de una forma que encontré sumamente turbadora.

—Espero que no sea nada grave.

Fela me miró con fiereza.

—Pues sí. Espero que la próxima vez lo hagas mejor. Cuando a una chica le salvan la vida, espera recibir un trato más caballero­so hasta el final.

—Tienes razón —dije, más relajado—. Lo consideraremos un ejercicio práctico.

Hubo un momento de silencio, y la sonrisa de Fela se apagó un tanto. Alargó una mano hacia mí; entonces vaciló y la dejó caer junto al cuerpo.

—En serio, Kvothe... Fue la peor experiencia de mi vida. Había fuego por todas partes...

Bajó la mirada y parpadeó varias veces seguidas.

—Estaba convencida de que iba a morir. Lo sabía. Pero me que­dé allí plantada como... como un conejo asustado. —Levantó la cabeza, parpadeando para contener las lágrimas, y volvió a son­reír. Su sonrisa era más hermosa que nunca—. Y entonces te vi co­rrer hacia el fuego. Fue lo más asombroso que he visto jamás. Fue como... ¿Has visto alguna vez una representación de Daeonica}

Asentí y sonreí.

—Fue como ver a Tarso saliendo del infierno. Atravesaste las llamas, y entonces comprendí que no iba a pasarme nada. —Dio un pasito hacia mí y me puso una mano en el brazo. Noté su calor a través de la camisa—. Estaba a punto de morir... —Se interrum­pió, abochornada—. Vaya, me estoy repitiendo.

Sacudí la cabeza.

—No es verdad. Te vi. Estabas buscando una forma de salir.

—No. Estaba allí plantada. Como esas niñitas tontas de los cuentos que me leía mi madre. Siempre las odié. Me preguntaba: «¿Por qué no arroja a la bruja por la ventana? ¿Por qué no enve­nena la comida del ogro?». —Fela tenía la cabeza agachada y se miraba los pies; el cabello le ocultaba la cara. Su voz fue volvién­dose más y más débil, hasta reducirse a poco más que un susu­rro—. «¿Por qué se queda quieta esperando que la salven? ¿Por qué no hace ella algo para salvarse?»

Puse una mano sobre la suya tratando de consolarla. Al hacer­lo, noté algo. Su mano no era delicada y frágil, como yo esperaba. Era fuerte y callosa, una mano de escultor curtida a base de largas horas de trabajo con el martillo y el cincel.

—No tienes manos de doncella —comenté.

Fela me miró y vi que tenía los ojos brillantes y estaba a punto de llorar. De pronto dio una risotada que a la vez era también un sollozo.

—¿Que no tengo... qué?

Me ruboricé de vergüenza al darme cuenta de lo que había di­cho, pero me mantuve firme.

—No tienes las manos de una princesa frágil que pasa las horas haciendo encaje y que espera que llegue algún príncipe a salvarla. Son las manos de una mujer capaz de trepar por una cuerda hecha con su propio cabello para alcanzar la libertad, o de matar al ogro que la ha capturado mientras duerme. —La miré a los ojos—. Y son las manos de una mujer que habría conseguido salir del in­cendio por sí sola si yo no hubiera estado allí. Un poco chamus­cada, quizá, pero nada más.

Me llevé su mano a los labios y la besé. Me pareció que era lo que me correspondía hacer.

—Aun así, me alegro de haber estado allí para ayudar. —Son­reí—. Así que... ¿como Tarso?

Fela volvió a deslumhrarme con su sonrisa.

—Como Tarso, el Príncipe Azul y Oren Velciter, los tres juntos —dijo riendo. Me cogió la mano—. Ven a ver. Tengo una cosa para ti.

Fela me llevó a la mesa donde había estado sentada y me dio un fardo de tela.

—Les pregunté a Wil y a Sim qué podía regalarte, y nos pare­ció apropiado... —Hizo una pausa, como si de pronto la venciera la timidez.

Era una capa de color verde oscuro, de tela buena y de corte ele­gante. Y no se la había comprado a ningún vendedor ambulante. Era la clase de prenda que yo jamás podría aspirar a comprarme.

—Le pedí al sastre que le cosiera unos cuantos bolsillitos —dijo Fela, nerviosa—. Wil y Sim mencionaron que ese detalle era im­portante.

—Es preciosa —dije.

Fela volvió a sonreír.

—Tuve que calcular las medidas a ojo —admitió—. A ver si te sienta bien. —Me quitó la capa de las manos y se acercó más a mí; me la colgó de los hombros y me rodeó con los brazos en algo muy parecido a un abrazo.

Me quedé allí plantado, por decirlo con las palabras de Fela, como un conejo asustado. Fela estaba tan cerca de mí que yo no­taba su calor, y cuando se inclinó para ajustarme la capa sobre los hombros, uno de sus pechos me rozó un brazo. Me quedé quieto como una estatua. Por encima del hombro de Fela, vi sonreír a Deoch, que estaba apoyado en el marco de la puerta del local.

Fela se retiró, me miró con ojo crítico y volvió a acercárseme para hacer algún pequeño ajuste en el cierre de la capa, sobre mi pecho.

—Sí, te va bien —dijo—. Realza el color de tus ojos. Aunque tus ojos no lo necesitan. Son la cosa más verde que he visto jamás. Como un pedazo de primavera.

Fela se apartó para admirar su obra, y entonces vi una figura inconfundible que salía del Eolio por la puerta principal. Era Den-na. Solo vi un atisbo de su perfil, pero la reconocí con la certeza con que reconocería las palmas de mis manos. Me pregunté qué habría visto, y qué conclusiones sacaría.

Mi primer impulso fue echar a correr hacia la puerta. Expli­carle por qué había faltado a nuestra cita de dos días atrás. Decir­le que lo sentía. Aclarar que la mujer que me estaba abrazando solo me estaba haciendo un regalo, nada más.

Fela alisó la capa sobre mi hombro y me miró con unos ojos que solo unos instantes antes brillaban con una punta de lágrimas.

—Me queda perfecta —sentencié cogiendo la tela y abriéndola hacia un lado—. Es mucho más de lo que merezco, y no deberías haberte molestado, pero te lo agradezco.

—Quería que supieras cuánto valoro lo que hiciste. —Alargó un brazo y volvió a tocarme el brazo—. En realidad esto no es nada. Si alguna vez puedo hacer algo por ti... Si necesitas un fa­vor... Solo tienes que pedírmelo. —Hizo una pausa y me miró con extrañeza—. ¿Estás bien?

Miré más allá de Fela, hacia la puerta. Denna podía estar ya en cualquier sitio. No podría alcanzarla.

—Sí, estoy bien —mentí.





Fela me invitó a una copa y charlamos un rato. Me sorprendió en­terarme de que había estado trabajando con Elodin durante los últimos meses. Hacía esculturas para él, y a cambio, el maestro in­tentaba, a veces, enseñarle algo. Puso los ojos en blanco. Elodin la despertaba en plena noche y la llevaba a una cantera abandonada que había al norte de la ciudad. Le ponía arcilla húmeda en los za­patos y la hacía caminar todo el día con ellos. Hasta... Se rubori­zó y sacudió la cabeza, interrumpiendo su relato. Yo sentía curio­sidad, pero como no quería que se sintiera incómoda, no insistí, y ambos estuvimos de acuerdo en que el maestro estaba como una regadera.

Pasé todo ese rato sentado de cara a la puerta, con la vana es­peranza que Denna regresara y de que pudiese explicárselo todo.

Al final Fela volvió a la Universidad para asistir a su clase de Matemáticas Abstractas. Yo me quedé en el Eolio, con una copa en la mano y pensando cómo podría arreglar las cosas entre Den-na y yo. Me habría gustado pillar una buena borrachera y poner­me sensiblero, pero no tenía dinero para eso, así que volví despa­cio, cojeando, al otro lado del río mientras se ponía el sol.





Me disponía a hacer una de mis excursiones al tejado de la Princi-palía cuando comprendí la importancia de una cosa que me había dicho Kilvin. Si toda la brea comehuesos se hubiera colado por los desagües...

Auri. Vivía en los túneles que había debajo de la Universidad. Corrí hacia la Clínica tan aprisa como me lo permitió mi lamen­table estado. Por el camino tuve un golpe de suerte y vi a Mola cruzando el patio. Le grité y le hice señas para que me esperara.

Mola me miró con recelo cuando me acerqué a ella.

—No irás a darme una serenata, ¿verdad?

Aparté mi laúd con timidez y negué con la cabeza.

—Necesito que me hagas un favor. Tengo una amiga que po­dría estar herida.

Mola dio un suspiro.

—Tendrías que...

—No puedo pedir ayuda en la Clínica. —Dejé que mi ansiedad se reflejara en mi voz—. Por favor, Mola. Te prometo que no tar­daremos más de media hora, pero tenemos que ir ahora mismo. Temo que ya sea demasiado tarde.

Mi tono de voz debió de convencerla.

—¿Qué le pasa a tu amiga?

—Quizá haya sufrido quemaduras. O intoxicación por ácido. O por humo. Como los que estaban ayer en la Factoría, cuando hubo el incendio. Quizá peor.

Mola echó a andar.

—Voy a mi habitación a buscar mi material.

—Si no te importa, te espero aquí. —Me senté en un banco cer­cano—. Si te acompaño tardaremos más.

Me senté y traté de ignorar mis diversas quemaduras y magu­lladuras, y cuando volvió Mola la llevé al ala sudoeste de la Prin-cipalía, donde había tres chimeneas decorativas.

—Podemos subir al tejado por aquí.

Mola me miró con extrañeza, pero de momento parecía dis­puesta a no hacer más preguntas.

Trepé poco a poco por la chimenea, afirmando las manos y los pies en las protuberancias de la piedra. Aquella era una de las formas más fáciles de subir al tejado de la Principalía. La había elegido, en parte, porque no estaba seguro de la habilidad de Mola para trepar, y en parte, porque mis heridas habían mermado conside­rablemente la mía.

Mola subió conmigo al tejado. Todavía llevaba el oscuro uni­forme de la Clínica, pero encima se había puesto una capa gris que había cogido de su habitación. Di un rodeo para no tener que an­dar por las zonas más peligrosas. Hacía una noche despejada, y el creciente de luna nos alumbraba.

—Si fuera más ingenua —dijo Mola cuando rodeábamos una alta chimenea de piedra— pensaría que me estás llevando a un si­tio apartado con algún propósito siniestro.

—¿Qué te hace pensar que no lo estoy haciendo? —pregunté.

—No me parece que seas de esos —repuso ella—. Además, apenas puedes andar. Si intentaras algo, no me costaría mucho ti­rarte del tejado.

—No temas herir mis sentimientos —dije con una risita—. Aunque no estuviera medio lisiado, podrías tirarme del tejado.

Tropecé un poco con un caballete que no había visto y estuve a punto de caerme, porque me fallaron los reflejos. Me senté en una parte del tejado algo más alta que el resto y esperé a que se me pa­sara el mareo.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó Mola.

—Supongo que no. —Me puse trabajosamente en pie—. Está detrás de ese otro tejado —dije—. Quizá sería mejor que espera­ras aquí y no hicieses ruido. Por si acaso.

Fui hacia el borde del tejado. Miré hacia abajo, donde estaban los setos y el manzano. No había luz en las ventanas.

—¿Auri? —llamé en voz baja—. ¿Estás ahí? —Esperé. Me es­taba poniendo nervioso por momentos—. Auri, ¿estás herida?

Nada. Empecé a maldecir por lo bajo.

Mola se cruzó de brazos.

—Mira, creo que ya he tenido mucha paciencia. ¿Te importa­ría contarme qué está pasando?

—Sigúeme y te lo explicaré. —Fui hacia el manzano y empecé a bajar poco a poco por él. Bordeé el seto hasta la rejilla de hierro. De la rejilla salía un débil pero persistente olor a amoníaco. Tiré de la rejilla, y esta se levantó unos centímetros antes de quedar atascada con algo—. Hace unos meses conocí a una persona y me hice amiga de ella —dije mientras, nervioso, deslizaba una mano entre los barrotes—. Vive aquí abajo. Me preocupa que haya su­frido algún daño. Gran parte del reactivo se coló por los desagües de la Factoría.

Mola se quedó un rato callada.

—Lo dices en serio. —Palpé a tientas debajo de la rejilla, tra­tando de entender por qué Auri la mantenía cerrada—. ¿A quién se le ocurriría vivir aquí abajo?

—A una persona asustada —repliqué—. Una persona a la que le dan miedo los ruidos fuertes, y la gente, y el cielo abierto. Tar­dé casi un mes en convencerla para que saliera de los túneles, y mucho más para que se acercara lo suficiente a mí para poder ha­blar con ella.

Mola suspiró.

—Si no te importa, voy a sentarme. —Se dirigió hacia el ban­co—. Llevo todo el día de pie.

Seguí palpando debajo de la rejilla, pero por mucho que lo in­tentara, no conseguía encontrar ningún cierre. Sintiéndome cada vez más frustrado, agarré la rejilla y tiré de ella con fuerza varias veces. La rejilla hizo varios ruidos metálicos, pero no se abrió.

—¿Kvothe? —Levanté la cabeza, miré hacia el borde del teja­do y vi a Auri allí de pie; su silueta se destacaba contra el cielo noc­turno, y su fino cabello formaba una nube alrededor de su cabeza.

—¡Auri! —La tensión me abandonó de golpe, dejándome débil y flojo—. ¿Dónde te habías metido?

—Había nubes —dijo ella, y echó a andar por el borde del te­jado hacia el manzano—. Así que salí a buscarte por arriba. Pero está saliendo la luna, así que he vuelto.

Auri descendió por el árbol y se paró en seco al ver a Mola, en­vuelta en su capa, sentada en el banco.

—He venido con una amiga, Auri —dije con toda la dulzura de que fui capaz—. Espero que no te moleste.

Hubo una larga pausa.

—¿Es buena?

—Sí, claro que es buena.

Auri se relajó un poco y se acercó más a mí.

—Te traía una pluma con viento de primavera, pero como te has retrasado... —me miró con gravedad— voy a regalarte una moneda. —Alargó un brazo y me la tendió, sujeta entre el pulgar y el índice—. Te protegerá por la noche. Te protegerá cuanto pue­da protegerte, claro. —Tenía la forma de una pieza de penitencia atur, pero la luna le arrancaba destellos plateados. Nunca había visto una moneda parecida.

Me arrodillé, abrí el estuche del laúd y saqué un pequeño fardo.

—Yo te he traído tomates, judías y una cosa especial. —Le ten­dí el saquito de piel en el que me había gastado casi todo mi dine­ro dos días atrás, antes de que empezara a tener problemas—. Sal marina.

Auri lo cogió y miró en su interior.

—Pero qué bonito, Kvothe. ¿Qué hay en la sal?

«Restos minerales —pensé—. Cromo, basalio, malio, yodo... Todo lo que tu cuerpo necesita y seguramente no puede obtener de las manzanas, del pan ni de lo que consigues gorronear cuando no te encuentro.»

—Sueños de peces —contesté—. Y canciones de marineros.

Auri cabeceó, satisfecha, y se sentó; extendió el paño y colocó su comida encima con el mismo cuidado de siempre. Me quedé mirándola mientras ella empezaba a comer; metía una judía en la sal y luego le daba un mordisco. No parecía herida, pero había poca luz y era difícil estar seguro.

—¿Te encuentras bien, Auri?

Ella ladeó la cabeza y me miró con gesto de curiosidad.

—Hubo un gran incendio. Bajó por los desagües. ¿Lo viste?

—Ya lo creo —contestó Auri abriendo mucho los ojos—. Se es­parció por todas partes, y las musarañas y los mapaches corrían en todas direcciones tratando de escapar.

—¿Te alcanzaron las llamas? —pregunté—. ¿Te quemaste?

Auri negó con la cabeza y sonrió como una niña pequeña.

—Ah, no. A mí no podían alcanzarme.

—¿Estuviste cerca del fuego? —insistí—. ¿Respiraste el humo?

—¿Por qué iba a respirar el humo? —Auri me miró como si fuera tonto—. Ahora toda la Subrealidad huele a meados de gato. —Arrugó la nariz—. Excepto Bajantes y Trapo.

Me calmé un poco, pero vi que Mola empezaba a removerse in­quieta en el banco.

—¿Puedo decirle a mi amiga que se acerque, Auri?

Auri se quedó quieta cuando estaba a punto de meterse una ju­día en la boca, pero se relajó y asintió, haciendo que su fino cabe­llo se arremolinara alrededor de su cara.

Le hice señas a Mola, que empezó a caminar despacio hacia nosotros. Yo estaba un poco preocupado por cómo iría el encuen­tro. A mí me había costado más de un mes lograr que Auri saliera de los túneles que había debajo de la Universidad, donde vivía. Me preocupaba que una mala reacción por parte de Mola pudie­ra asustar a Auri y hacerla esconderse bajo tierra, donde no ten­dría ninguna posibilidad de encontrarla.

Señalé a Mola, que se había quedado de pie, y dije:

—Te presento a mi amiga Mola.

—Hola, Mola. —Auri levantó la cabeza y sonrió—. Tienes el pelo del color del sol, como yo. ¿Te apetece una manzana?

Mola, precavida, mantuvo un gesto inexpresivo.

—Gracias, Auri. Sí, me apetece.

Auri se puso en pie de un brinco y corrió hacia las ramas del manzano que colgaban por encima del tejado. Luego volvió co­rriendo hasta nosotros; su cabello ondulaba tras ella como una bandera. Le dio una manzana a Mola.

—Esta tiene un deseo dentro —dijo con toda naturalidad—. Ase­gúrate de que sabes lo que quieres antes de morderla. —Dicho eso, se sentó de nuevo y se comió otra judía, masticándola con recato.

Mola miró la manzana largo rato antes de darle un mordisco.

Después de eso, Auri terminó enseguida de comer y ató el sa-quito de sal.

—Y ahora, ¡toca! —exclamó—. ¡Toca!

Sonriendo, cogí mi laúd y pasé las manos por las cuerdas. Por fortuna, el pulgar donde tenía la herida era el de la mano izquier­da, con la que componía los acordes, lo cual era un inconveniente relativamente menor.

Miré a Mola mientras afinaba el instrumento.

—Si quieres, puedes marcharte —le dije—. No querría darte una serenata involuntariamente.

—No, no te vayas —suplicó Auri, muy seria—. Su voz es como una tormenta, y sus manos conocen todos los secretos ocultos bajo la fría y oscura tierra.

Mola compuso una sonrisa.

—Bueno, supongo que vale la pena que me quede.

Así que toqué para las dos, mientras nos acompañaba el acom­pasado movimiento de las estrellas en el firmamento.





—¿Por qué no se lo has dicho a nadie? —me preguntó Mola cuando deshacíamos nuestro camino por los tejados.

—No me pareció oportuno —contesté—. Si Auri quisiera que alguien supiese que está ahí, me imagino que se lo habría dicho ella misma.

—Ya sabes a qué me refiero —dijo Mola con enojo.

—Sí, sé a qué te refieres. —Di un suspiro—. Pero ¿qué conse­guiría con eso? Auri es feliz donde está.

—¿Feliz? —dijo Mola con incredulidad—. Va vestida con ha­rapos y está desnutrida. Necesita ayuda. Comida y ropa.

—Le llevo comida —dije—. Y también le llevaré ropa, tan pronto como... —Vacilé, porque no quería reconocer mi mise­ria—. Tan pronto como pueda.

—¿Por qué esperar? Si le dijeras a alguien...

—Vale —dije con sarcasmo—. Estoy seguro de que Jamison vendría aquí corriendo con una caja de bombones y un colchón de plumas si supiera que hay una alumna chiflada y medio muerta de hambre que vive debajo de la Universidad. La encerrarían. Lo sabes muy bien.

—No necesariamente... —Mola no insistió, porque sabía que yo tenía razón.

—Mola: si vienen a buscarla, se esconderá en los túneles. La asustarán, y yo perderé las pocas oportunidades que tengo de ayu­darla.

Mola se cruzó de brazos y me miró.

—Está bien. De momento. Pero quiero que me acompañes has­ta aquí otro día. Le traeré algo de ropa. Le irá grande, pero será mejor que la que tiene.

Negué con la cabeza.

—Eso no funcionará. Hace un par de ciclos le traje un vestido de segunda mano. Dice que ponerse la ropa de otra persona es una guarrada.

Mola me miró con gesto de desconcierto.

—No me ha parecido que fuera ceáldica. Para nada.

—Quizá sea que la educaron así, sencillamente.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí —mentí.

—Estás temblando. —Alargó una mano—. Toma, apóyate en mí.

Me ceñí mi capa nueva, me sujeté a su brazo y volví lentamen­te a Anker's.

















69

El viento o el capricho de una mujer





Durante los dos ciclos siguientes, mi capa nueva me abrigó en mis ocasionales viajes a Imre, adonde seguía yendo pese a que nunca encontraba a Denna. Siempre tenía algún pretexto para cruzar el río: pedirle prestado un libro a Devi, quedar con Threpe para comer, tocar en el Eolio... Pero la verdadera razón era Denna.

Kilvin vendió el resto de mis emisores, y mi humor mejoró a medida que se me curaban las quemaduras. Tenía dinero para per­mitirme ciertos lujos, como jabón y una segunda camisa para sus­tituir la que había perdido. Ese día había ido a Imre a comprar unas virutas de basalio que necesitaba para el proyecto en que es­taba trabajando: una gran lámpara simpática que funcionaba con dos emisores que me había quedado para mí. Esperaba obtener un considerable beneficio con ella.

Quizá parezca extraño que constantemente estuviera com­prando materiales para mis trabajos de artificería al otro lado del río, pero la verdad es que los comercios que había cerca de la Uni­versidad se aprovechaban de la pereza de los estudiantes e infla­ban los precios. A mí me merecía la pena ir hasta Imre para aho­rrarme un par de peniques.

Después de comprar las virutas de basalio, me dirigí al Eolio. Deoch estaba en el sitio de siempre, apoyado en el umbral.

—He estado vigilando por si veía a tu chica —me dijo.

Molesto por lo transparentes que debían de ser mis intencio­nes, mascullé:

—No es mi chica.

Deoch puso los ojos en blanco.

—Está bien. La chica. Denna, Dianne, Dyanae... Como sea que se haga llamar últimamente. No le he visto el pelo. Hasta he inda­gado un poco, pero hace un ciclo que nadie la ve. Debe de haber­se marchado de la ciudad. Ella es así. Siempre desaparece cuando menos te lo esperas.

Traté de disimular mi decepción.

—No hacía falta que te tomaras la molestia —dije—. Pero gra­cias de todas formas.

—No preguntaba solo por ti —admitió Deoch—. A mí tam­bién me gusta.

—Ah, ¿sí? —dije con toda la neutralidad de que fui capaz.

—No me mires así. No puedo competir contigo. —Esbozó una sonrisa tortuosa—. Al menos no esta vez. Yo no tengo estudios universitarios, pero sé ver la luna en una noche despejada. Soy lo bastante listo para no poner la mano dos veces en el mismo fuego.

Abochornado, traté de controlar la expresión de mi rostro. No suelo dejar que mis emociones se reflejen libremente en mi cara.

—Entonces, Denna y tú...

—Stanchion todavía se burla de mí por haber cortejado a una chica a la que doblo la edad. —Encogió tímidamente los anchos hombros—. Pero todavía siento cariño por ella. Ahora, sobre todo, me recuerda a mi hermana pequeña.

—¿Cuánto tiempo hace que la conoces? —pregunté con curio­sidad.

—Bueno, yo no diría exactamente que «la conozco», chico. Pero sí, me encontré con ella hará unos dos años. Quizá no tanto. Un año y algo... —Deoch se pasó las manos por su cabello rubio y arqueó la espalda para desperezarse; los músculos de sus brazos tensaron la tela de la camisa. Entonces se relajó dando un explo­sivo suspiro y miró hacia el patio, casi vacío—. Todavía faltan unas horas para que empiece a llegar gente. ¿Quieres darle a un viejo una excusa para sentarse y tomarse una copa? —Señaló el interior de la taberna con la cabeza.

Miré al alto, musculoso y bronceado Deoch.

—¿Un viejo? Todavía conservas el pelo y los dientes, ¿no? ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta?

—No hay nada que haga sentirse más viejo a un hombre que una mujer joven. —Me puso una mano en el hombro—. Vamos, tómate algo conmigo. —Fuimos hasta la larga barra de caoba, y Deoch se puso a murmurar mientras examinaba las botellas—. La cerveza embota la memoria, el aguardiente le prende fuego, pero el vino es lo mejor para un corazón dolorido. —Hizo una pau­sa y me miró con la frente arrugada—. No recuerdo cómo sigue. ¿Y tú?

—Nunca lo había oído —repuse—. Pero Teccam afirma que de todos los licores, el vino es el único adecuado para recordar. Decía que un buen vino proporciona claridad y concentración, al mismo tiempo que permite cierta reconfortante coloración de la memoria.

—No está mal —dijo él, y buscó en los estantes hasta que en­contró una botella; la acercó a una lámpara y la examinó—. Vamos a verla bajo una luz rosada, ¿te parece? —Cogió dos vasos y me pre­cedió hasta una mesa de un rincón del local.

—Así que hace tiempo que conoces a Denna —dije mientras Deoch servía el vino rosado en los vasos.

Deoch se recostó en la pared.

—Más o menos.

—Y ¿cómo era entonces?

Deoch reflexionó un rato, y me sorprendió que meditara tanto su respuesta. Bebió un sorbo de vino.

—Igual que ahora —contestó por fin—. Supongo que más jo­ven, aunque no puedo afirmar que ahora parezca mayor que en­tonces. Siempre me pareció que era mayor de lo que aparentaba. —Frunció el ceño—. No mayor, sino...

—¿Más madura? —sugerí.

Deoch negó con la cabeza.

—No. No sé cómo explicártelo. Es como cuando contemplas un gran roble. Lo que te llama la atención no es que sea más viejo que los otros árboles, ni más alto. Pero tiene algo que otros árbo­les más jóvenes no tienen. Complejidad, solidez, trascendencia.

—Deoch frunció el ceño, irritado—. Creo que es la peor compa­ración que he hecho jamás.

Sonreí sin proponérmelo.

—Me alegra comprobar que no soy el único que tiene proble­mas para describirla con palabras.

—No es fácil describirla —coincidió Deoch, y se bebió el resto del vino. Cogió la botella y la decantó suavemente sobre mi copa. Me bebí el vino, y Deoch rellenó los dos vasos—. Entonces era igual de inquieta que ahora, e igual de extravagante. Igual de gua­pa. Su belleza te quitaba el aliento y te destrozaba el corazón. —Volvió a encogerse de hombros—. Ya te digo, igual que ahora. Liviana, ocurrente, con una voz encantadora... Adorada por los hombres y despreciada por las mujeres.

—¿Despreciada? —pregunté.

Deoch me miró como si no entendiera mi pregunta.

—Las mujeres odian a Denna —dijo sin rodeos, como si repi­tiera algo que ambos sabíamos ya.

—¿Que la odian? —Esa idea me desconcertó—. ¿Por qué?

Deoch me miró con incredulidad y soltó una carcajada.

—Dios mío, es verdad que no entiendes nada de mujeres, ¿eh? —En otras circunstancias, ese comentario me habría irritado, pero Deoch lo había dicho sin ninguna malicia—. Piénsalo. Den­na es guapa y encantadora. Los hombres la siguen como ciervos en celo. —Hizo un ademán de displicencia—. Es lógico que a las mujeres les moleste.

Recordé lo que había dicho Sim sobre Deoch apenas un ciclo atrás: «Ya ha vuelto a hacerse con la mujer más guapa del lugar. Hay para odiarlo».

—Siempre me ha parecido que estaba muy sola —comenté—. Quizá sea por eso.

Deoch asintió con solemnidad.

—Tienes razón. Nunca la veo con otras mujeres, y con los hombres tiene tan mala suerte como... —Hizo una pausa, buscan­do una comparación—. Como... Maldita sea. —Dio un suspiro de frustración.

—Bueno, ya sabes lo que dicen: buscar la analogía adecuada es tan difícil como... —Adopté una expresión pensativa—. Tan difí­cil como... —Hice como si quisiera atrapar algo con una mano.

Deoch rió y sirvió más vino en los vasos. Empecé a relajarme. Existe una clase de camaradería que solo se da entre los hombres que han peleado contra los mismos enemigos o que han conocido a las mismas mujeres.

—¿Entonces también desaparecía de repente? —pregunté.

Deoch asintió.

—Sin previo aviso. Se marchaba sin más. A veces durante un ciclo; otras, durante meses.

—«No hay veleidad como la del viento o el capricho de una mujer» —cité. Mi intención era hacer un comentario reflexivo, pero sonó amargo—. ¿Tienes idea de por qué?

—Lo he pensado mucho —repuso Deoch con aire filosófico—. En parte creo que es por su carácter. Podría deberse, sencillamen­te, a que tiene sangre de trotamundos en las venas.

Al oír eso, mi enojo remitió un poco. Cuando vivía con la trou­pe, a veces mi padre nos hacía levantar campamento y dejar un pueblo aunque nos hubieran recibido bien y aunque la gente se hubiera mostrado generosa con nosotros. Más tarde, me explica­ba sus razones: una mirada hostil del alguacil, demasiados suspi­ros de las esposas del pueblo...

Pero a veces mi padre no tenía ningún motivo para marcharse. «Los Ruh somos viajeros, hijo. Cuando el instinto me dice que me ponga en camino, sé que debo confiar en él», decía.

—Seguramente todo se debe a sus circunstancias —continuó Deoch.

—¿Sus circunstancias? —pregunté, intrigado. Cuando estába­mos juntos, Denna nunca me hablaba de su pasado, y yo nunca la presionaba para que lo hiciera. Entendía perfectamente que al­guien no quisiese hablar mucho de su pasado.

—Bueno, no tiene familia, ni ninguna fuente de ingresos. Tam­poco tiene amigos de verdad que la ayuden a salir de un apuro si surge la necesidad.

—Yo tampoco tengo nada de eso —refunfuñé; el vino me ha­bía puesto un poco hosco.

—Pero no es lo mismo —dijo Deoch con una pizca de repro­che—. Los hombres tenemos muchas oportunidades para abrir­nos paso en el mundo. Tú has encontrado tu sitio en la Universi­dad, y si no lo hubieras encontrado, seguirías teniendo otras opciones. —Me miró con complicidad—. ¿Qué opciones tiene una joven hermosa sin familia, sin dote y sin hogar?

Deoch empezó a contar ayudándose con los dedos:

—Puede mendigar y prostituirse. O convertirse en la amante de algún noble, lo cual viene a ser más de lo mismo. Y ambos sabe­mos que nuestra Denna no es de esas que se dejan mantener ni que se convierten en la fulana de alguien.

—Podría dedicarse a otras cosas —dije contando también con los dedos—. Costurera, tejedora, sirvienta...

Deoch dio un resoplido y me miró con desdén.

—Venga, chico. No seas inocente. Ya sabes cómo son esos tra­bajos. Y sabes que de una mujer hermosa y sin familia siempre acaban aprovechándose, como de una prostituta, solo que le pa­gan menos.

Las palabras de Deoch me ruborizaron un poco; más de lo que me habrían ruborizado si no hubiera estado bebiendo vino. Nota­ba los labios y las yemas de los dedos un poco adormecidos.

Deoch volvió a llenar los vasos.

—No se le puede reprochar que vaya adonde la lleve el viento. Tiene que aprovechar las oportunidades cuando se le presentan. Si surge la posibilidad de viajar con alguien a quien le guste cómo canta, o con un comerciante que confíe en que su bonito rostro le ayude a vender su mercancía, ¿quién va a reprocharle que levante campamento y se marche de la ciudad?

»Y yo tampoco me atrevo a echarle en cara que aproveche sus encantos. Los jóvenes nobles la cortejan, le hacen regalos, le com­pran ropa y joyas. —Encogió los anchos hombros—. Si ella vende esas cosas para subsistir, no veo nada malo en ello. Son regalos, y puede hacer con ellos lo que quiera.

Deoch me miró con fijeza.

—Pero ¿qué puede hacer cuando alguno de esos caballeros se toma demasiadas confianzas con ella? ¿O cuando se enfada porque ella le niega lo que él considera que le corresponde porque ha pagado por ello? ¿Qué recursos tiene ella? No tiene familia, ni amigos, ni estabilidad económica. No tiene alternativa. Lo único que puede hacer es entregarse a él, a regañadientes... —Deoch adoptó una expresión adusta—. O marcharse. Marcharse a toda prisa y buscar un clima mejor. No debería sorprendernos que atra­parla sea más difícil que atrapar una hoja llevada por el viento.

Sacudió la cabeza mirando la mesa.

—No, no la envidio. Ni la juzgo. —Su diatriba parecía haber­lo dejado cansado y un tanto avergonzado. No me miró cuando dijo—: Por eso yo la ayudaría, si ella me dejara. —Levantó la ca­beza y compuso una apesadumbrada sonrisa—. Pero a ella no le gusta estar en deuda con nadie. No le gusta ni pizca. —Suspiró y vertió las últimas gotas de la botella en los vasos.

—Me la has mostrado desde otra perspectiva —dije con since­ridad—. Me avergüenzo de no haberlo visto yo mismo.

—Bueno, te llevo ventaja —repuso él—. Hace más tiempo que la conozco.

—Aun así, te lo agradezco —dije alzando mi vaso.

Deoch alzó el suyo.

—Por Dyanae —dijo—. La más encantadora.

—Por Denna, fuente de delicias.

—Joven e indomable.

—Radiante y bella.

—Siempre buscada, siempre sola.

—Tan sabia y tan imprudente —dije yo—. Tan jovial y tan triste.

—Dioses de mis antepasados —repuso Deoch con solemni­dad—, haced que siga siempre así: inmutable e incomprensible, y libradla de todo mal.

Bebimos y dejamos nuestros vasos en la mesa.

—Déjame pagar otra botella —dije. Con eso iba a agotar el crédito que tenía en la taberna, pero me estaba encariñando con Deoch, y la idea de no invitarlo a una ronda me mortificaba.

—Torrente, piedra y cielo —maldijo Deoch frotándose la cara—. Claro que no te dejo. Otra botella y estaremos en el río cortándonos las venas antes de que se ponga el sol.

Le hice una seña a una camarera.

—No digas tonterías —repuse—. Nos pasaremos a algo menos lacrimógeno que el vino.





Cuando volvía a la Universidad, no me di cuenta de que me se­guían. Quizá porque Denna ocupaba mi pensamiento y no dejaba sitio para nada más. Quizá porque llevaba tanto tiempo viviendo de forma civilizada que los instintos que había desarrollado en Tarbean empezaban a fallarme.

Seguramente, el aguardiente de mora también tuvo algo que ver. Deoch y yo habíamos pasado mucho rato hablando, y entre los dos nos habíamos bebido media botella. Yo me había llevado el resto del aguardiente, porque sabía que a Simmon le gustaba mucho.

En fin, supongo que poco importa por qué no me percaté de su presencia. El resultado habría sido el mismo. Cuando iba por una zona escasamente iluminada de Newhall Lañe, noté que me gol­peaban en la nuca con un objeto contundente. Me metieron, casi inconsciente, en un callejón cercano.

Solo quedé aturdido un momento, pero cuando recobré el co­nocimiento, una gran mano me tapaba la boca.

—Muy bien, inútil —dijo el tipo enorme que estaba detrás de mí—. Tengo un puñal. Si te mueves, te lo clavo. Así de fácil. —Noté que me hincaba algo en las costillas, bajo el brazo iz­quierdo—. Comprueba el rastreador —le dijo a su acompañante.

En la penumbra del callejón solo alcancé a distinguir una alta silueta. El tipo agachó la cabeza y se miró la mano.

—No veo bien.

—Pues enciende una cerilla. Tenemos que asegurarnos.

Mi ansiedad empezó a transformarse en puro pánico. Aquello no era un simple atraco en un callejón. Ni siquiera me habían bus­cado dinero en los bolsillos. Aquello era otra cosa.

—Sabemos que es él —dijo el alto, impaciente—. Acabemos con esto cuanto antes. Tengo frío.

—Y un cuerno. Compruébalo ahora que lo tenemos. Ya lo hemos perdido dos veces. No quiero cagarla otra vez, como en Anilin.

—Odio esto —dijo el alto mientras rebuscaba en sus bolsillos, supongo que buscando una cerilla.

—Eres imbécil —dijo el que estaba detrás de mí—. Así es más limpio. Más sencillo. Nada de confusas descripciones. Nada de nombres. No hay que preocuparse por los disfraces. Sigues la di­rección que marca la aguja, encuentras al tipo y fuera.

El tono desapasionado de sus voces me aterrorizó. Esos hom­bres eran profesionales. Comprendí, con repentina certeza, que Ambrose había tomado por fin medidas para asegurarse de que yo no volvería a molestarlo.

Traté de pensar e hice lo único que se me ocurrió: solté la me­diada botella de aguardiente. Se estrelló al chocar contra los ado­quines, y de pronto la noche se impregnó de olor a moras.

—Genial —susurró el alto—. ¿Por qué no le dejas tocar una campana?

El que estaba detrás de mí me sujetó con fuerza por el cuello y me zarandeó con violencia, solo una vez. Como harías con un ca­chorro travieso.

—No hagas tonterías —dijo con enojo.

Me quedé quieto y sin ofrecer resistencia, confiando en que se calmara; entonces me concentré y murmuré un vínculo contra la gruesa mano del tipo.

—Cojones —dijo—. Esto te pasa por pisar crista... ¡Aaaah! —Dio un grito. El charco de aguardiente que había en el suelo em­pezó a arder.

Aproveché ese momento de distracción y me solté. Pero no fui lo bastante rápido. Mi agresor me hizo un corte en las costillas con el puñal cuando me aparté de él y eché a correr por el callejón.

Pero mi huida duró poco. El callejón sin salida terminaba en una alta pared de ladrillo. No había puertas, ni ventanas, ni nada detrás de lo que esconderme ni que pudiera utilizar para trepar por la pared. Estaba acorralado.

Me volví y vi a mis dos perseguidores cerrando la entrada del callejón. El más corpulento pisaba el suelo con furia tratando de apagar las llamas de sus pantalones.

Yo también tenía la pierna izquierda en llamas, pero no le di importancia. Si no me daba prisa, una pequeña quemadura sería un problema insignificante. Volví a mirar alrededor, pero el calle­jón estaba vacío. Ni siquiera había basura que pudiera utilizar como arma improvisada. Desesperado, busqué en los bolsillos de mi capa con la esperanza de que se me ocurriera algo. Llevaba en­cima unos trozos de alambre de cobre, inútiles. Sal: ¿y si se la echaba a los ojos? No. Manzana seca, pluma y tinta, una canica, cuerda, cera...

El tipo corpulento extinguió por fin las llamas, y los dos empe­zaron a avanzar despacio hacia mí. La luz del charco de aguar­diente en llamas se reflejaba en la hoja de sus puñales.

Seguí buscando en mis innumerables bolsillos y encontré un bulto que no identifiqué. Entonces lo recordé: era el saquito de vi­rutas de basalio que había comprado para fabricar mi lámpara simpática.

El basalio es un metal ligero, plateado, muy útil para ciertas aleaciones que necesitaba para construir mi lámpara. Manet, un maestro muy esmerado, me había descrito los peligros de todos los materiales que empleábamos. Si se calienta lo suficiente, el ba­salio arde con unas llamas intensas y blancas.

Abrí rápidamente el saquito. El problema era que no sabía si lo conseguiría. La mecha de vela o el alcohol son fáciles de encender. Solo necesitas una fuente concentrada de calor para que prendan. El basalio es diferente. Necesita mucho calor para prender; por eso no me preocupaba llevarlo en el bolsillo.

Los hombres se acercaron un poco más, y lancé el puñado de virutas de basalio describiendo un amplio arco. Intenté apun­tarles a la cara, pero no abrigaba muchas esperanzas. Las vi­rutas pesaban muy poco, y era como lanzar un puñado de nieve suelta.

Llevé una mano hacia las llamas que todavía tenía en la per­nera del pantalón. Fijé mi Alar. El charco de aguardiente se apa­gó detrás de mis dos agresores, dejando el callejón totalmente a oscuras. Pero seguía sin haber suficiente calor. Desesperado, me toqué el costado ensangrentado, me concentré y sentí cómo un frío espantoso me traspasaba al extraer más calor de mi sangre.

Hubo una explosión de luz blanca. Había cerrado los ojos, pero a través de los párpados vi el cegador resplandor del basalio al inflamarse. Uno de los hombres gritó, aterrado. Cuando abrí los ojos, solo vi unos fantasmas azules danzando en mi campo de visión.

El grito se redujo a un leve gemido, y oí un golpetazo, como si uno de los hombres hubiera caído al suelo. El alto empezó a far­fullar; su voz no era más que un asustado sollozo.

—¡Dios mío! Mis ojos, Tam. Estoy ciego.

Fui recuperando la visión hasta apreciar los vagos contornos del callejón. Distinguí las oscuras siluetas de mis asaltantes. Uno estaba arrodillado, con las manos delante de la cara; el otro esta­ba tendido, inmóvil, en el suelo, un poco más allá. Deduje que había echado a correr hacia la entrada del callejón y que se ha­bía golpeado contra una viga baja que había allí, perdiendo el conocimiento. Esparcidos por los adoquines, los restos de basalio chisporroteaban como diminutas estrellas de un blanco azulado.

El que estaba arrodillado no estaba ciego, sino solo deslum­hrado; sin embargo, la ceguera pasajera duraría lo suficiente para que yo pudiera huir de allí. Pasé despacio a su lado, tratando de no hacer ruido. El tipo volvió a hablar, y el corazón empezó a la­tirme muy deprisa.

—¿Tam? —El hombre habló con voz chillona que delataba su miedo—. Te lo juro, Tam, me he quedado ciego. Ese crío me ha lanzado un rayo. —Lo vi ponerse a gatas y empezar a avanzar a tientas—. Tenías razón, no debimos venir. Con esa clase de gente es mejor no tener ningún trato.

Un rayo. Claro. El tipo no sabía nada de magia. Eso me dio una idea.

Respiré hondo para serenarme.

—¿Quién os ha enviado? —pregunté con mi mejor voz de Tá-borlin el Grande. No lo hacía tan bien como mi padre, pero no es­taba mal.

El tipo corpulento dio un lastimero gemido y dejó de tantear el suelo.

—Se lo ruego, señor. No haga nada que...

—No volveré a preguntarlo —le corté, enojado—. Dime quién os ha enviado. Y si me mientes, lo sabré.

—No sé cómo se llama —respondió rápidamente—. Solo nos dio la media moneda y un pelo. No nos reveló su nombre. Ni siquiera lo vimos. Le juro que...

Un pelo. Eso que habían llamado «rastreador» debía de ser al­gún tipo de compás o brújula. Yo no sabía fabricar un artilugio tan avanzado, pero sabía en qué principios se basaba su funcio­namiento. Con un trozo de mi pelo, el rastreador apuntaría hacia mí por mucho que yo corriera.

—Si vuelvo a veros a alguno de los dos, invocaré algo peor que el fuego y el rayo —dije con tono amenazador, y fui avanzando hacia la boca del callejón. Si conseguía hacerme con el rastreador, no tendría que preocuparme por que volvieran a localizarme. Es­taba oscuro y llevaba la capucha de la capa puesta. Ni siquiera de­bían de saber qué aspecto tenía.

—Gracias, señor —balbuceó el tipo—. Le juro que no volverá a vernos. Gracias...

Miré al que estaba tendido en el suelo. Una de sus pálidas ma­nos se destacaba contra los oscuros adoquines, pero no vi que su­jetara nada. Miré alrededor, preguntándome si lo habría soltado. Lo más probable era que se lo hubiera guardado. Me acerqué un poco más con mucho sigilo, conteniendo la respiración. Alargué una mano hacia su capa para buscar en los bolsillos, pero había quedado aprisionada bajo su cuerpo. Lo cogí con cuidado por un hombro y lo empujé despacio...

Justo entonces, el tipo dio un débil gemido y acabó de darse la vuelta él solo. Uno de sus brazos cayó, inerte, sobre los adoquines y me golpeó una pierna.

Me gustaría decir que me limité a apartarme un poco porque sabía que aquel tipo estaba grogui y medio ciego. Me gustaría de­cir que permanecí sereno y que hice todo lo posible por seguir in­timidándolos, o, al menos, que dije algo dramático o ingenioso antes de marcharme.

Pero estaría mintiendo. La verdad es que eché a correr como un ciervo asustado. Recorrí casi medio kilómetro hasta que la oscu­ridad y mi disminuida visión me traicionaron y choqué contra el ronzal de un caballo. Tropecé y me caí. Me quedé en el suelo, do­lorido, sangrando y medio ciego. Solo entonces me di cuenta de que no me perseguían.

Me puse en pie maldiciéndome a mí mismo. Si hubiera conser­vado la calma, habría podido hacerme con el rastreador. Pero ten­dría que tomar otras precauciones.

Volví a Anker's, pero cuando llegué no había luz en ninguna ventana y la puerta de la posada estaba cerrada con llave. Así que, medio borracho y herido, trepé hasta mi ventana, quité el pestillo y tiré... Pero la ventana no se abrió.

Al menos hacía un ciclo que no volvía a la posada tan tarde como para tener que entrar por la ventana. ¿Se habrían oxidado los goznes?

Me apoyé bien en la pared, saqué mi lámpara de mano y la en­cendí, ajustándola para que emitiera solo una débil luz. Entonces vi que había algo metido a presión en la rendija del marco. ¿La ha­bría atascado Anker a propósito?

Pero cuando lo toqué, vi que no era una cuña de madera. Era un trozo de papel doblado varias veces. Lo saqué de la rendija, y la ventana se abrió sin esfuerzo. Entré en mi habitación.

Tenía la camisa destrozada, pero cuando me la quité me alivió lo que vi. El corte del costado no era muy profundo; era irregular y me dolía, pero no era tan grave como las heridas que me habían hecho azotándome. La capa de Fela también estaba rota, y eso me fastidió. Pero, pensándolo bien, sería más fácil remendar la capa que mi riñon. Pensé que tenía que darle las gracias a Fela por ha­ber elegido una tela buena y gruesa.

Coser la capa podía esperar. Imaginé que mis dos asaltantes ya se habrían recuperado del pequeño susto que les había dado y que debían de estar buscándome.

Dejé la capa en mi cuarto para no mancharla de sangre y salí por la ventana. Confiaba en que a aquellas horas de la noche, y con mi natural sigilo, no me viera nadie. No quería ni pensar en los rumores que empezarían a circular si alguien me veía corriendo por los tejados en plena madrugada, ensangrentado y desnudo hasta la cintura.

Cogí un puñado de hojas y me dirigí al tejado de unas caba­llerizas que daban al patio del banderín que había cerca del Ar­chivo.

Bajo la débil luz de la luna, veía las oscuras e informes sombras de las hojas arremolinándose por encima del gris de los adoquines del suelo. Me pasé una mano por el cabello, con brusquedad, y me arranqué unos cuantos pelos. Entonces hinqué las uñas en una juntura de brea del tejado y utilicé la brea para enganchar un pelo a una hoja. Repetí esa operación una docena de veces, y luego lan­cé las hojas desde el tejado y vi cómo el viento las arrastraba en una alocada danza por el patio.

Sonreí al imaginarme a alguien tratando de localizarme ahora, persiguiendo una docena de contradictorias señales según las ho­jas revoloteaban en diferentes direcciones.

Había ido a ese patio en particular porque allí el viento forma­ba unas corrientes impredecibles. Me había fijado en ese fenóme­no cuando empezaron a caer las primeras hojas del otoño. Se mo­vían en una compleja y caótica danza por el patio adoquinado. Primero iban en una dirección, y luego en otra; nunca seguían un patrón predecible.

Una vez que te fijabas en los extraños movimientos del viento, era difícil ignorarlos. De hecho, visto desde el tejado, resultaba casi hipnótico. El movimiento te cautivaba como te cautiva el cur­so del agua de un arroyo o las llamas de una hoguera.

Esa noche, cansado y herido como estaba, los remolinos de las hojas me relajaron. Cuanto más miraba, menos caótico me pare­cía el movimiento. Hasta empecé a percibir un patrón subyacente en la forma en que el viento se movía por el patio. Si parecía caó­tico era solo porque era inmensa y maravillosamente complejo. Es más, parecía cambiar continuamente. Era un patrón compuesto de patrones cambiantes. Era...

—¿Siempre estudias hasta tan tarde? —dijo una débil voz a mis espaldas.

Salí de golpe de mi ensimismamiento y se me puso el cuerpo en tensión, preparado para echar a correr. ¿Cómo había logrado al­guien subir hasta allí sin que yo me diera cuenta?

Era Elodin. El maestro Elodin. Llevaba unos pantalones re­mendados y una camisa holgada. Me saludó con la mano y se aga­chó hasta sentarse con las piernas cruzadas en el borde del tejado, con la misma naturalidad como si hubiéramos quedado para tomar algo en una taberna.

Miró hacia el patio.

—Esta noche es mejor que de costumbre, ¿verdad?

Me crucé de brazos y traté, sin éxito, de cubrirme el desnudo y ensangrentado torso. Entonces me fijé en que la sangre que tenía en las manos se había secado. ¿Cuánto rato llevaba allí sentado, inmóvil, observando el viento?

—Maestro Elodin —dije, y me callé. No tenía ni idea de qué podía decir en una situación como aquella.

—Por favor, aquí somos todos amigos. Llámame por mi nom­bre de pila: Maestro. —Esbozó una perezosa sonrisa y siguió mi­rando hacia abajo.

¿No se había fijado en qué estado me encontraba? ¿Quería ser educado conmigo? Quizá... Sacudí la cabeza. Con Elodin no valía la pena hacer elucubraciones. Yo sabía mejor que nadie que Elo­din estaba completamente chiflado.

—Hace mucho tiempo —dijo Elodin tratando de entablar con­versación, sin desviar la mirada del patio—, cuando la gente ha­blaba de otra forma, esto se llamaba Quoyan Hayel. Luego lo lla­maron el Patio de las Interrogaciones; los estudiantes jugaban a escribir preguntas en trozos de papel que luego lanzaban al aire. Decían que podías adivinar la respuesta según la dirección en que tu trozo de papel saliera del patio. —Señaló las calles que partían del patio y discurrían entre los grises edificios—. Sí. No. Quizá. En otro sitio. Pronto.

Se encogió de hombros.

—Pero era un error. Una mala traducción. Creían que Quoyan era una raíz temprana de quetentan: interrogación. Pero no lo es. Quoyan significa «viento». En realidad, esto se llama «la Casa del Viento».

Esperé un momento por si Elodin tenía intención de decir algo más. Al ver que no continuaba, me levanté poco a poco.

—Es interesante, maestro... —titubeé, pues no sabía si lo que había dicho antes lo había dicho en serio—, pero tengo que irme.

Elodin asintió, distraído, e hizo un ademán que era, a la vez, un gesto de despedida y un gesto para que me retirara. No apartó la mirada del patio, y siguió observando el viento, siempre cam­biante.





Regresé a mi habitación de Anker's y me quedé un largo minuto sentado a oscuras en la cama tratando de decidir qué podía hacer. No podía pensar con claridad. Estaba cansado, herido y todavía un poco borracho. La adrenalina, que hasta ese momento me ha­bía mantenido activo, empezaba a reducirse poco a poco, y me es­cocía y me dolía el costado.

Respiré hondo e intenté poner en orden mis ideas. Hasta en­tonces me había movido por instinto, pero necesitaba pensar con más cuidado.

¿Debía pedir ayuda a los maestros? Por un instante, la espe­ranza se iluminó en mi pecho, pero enseguida se apagó. No. No tenía ninguna prueba de que Ambrose fuera el responsable. Es más, si les contaba toda la historia, tendría que admitir que había utilizado la simpatía para cegar y quemar a mis atacantes. Tanto si lo había hecho en defensa propia como si no, no cabía duda de que aquello era felonía. Muchos estudiantes habían sido expulsa­dos por menos que eso, solo para proteger la reputación de la Uni­versidad.

No. No podía arriesgarme a que me expulsaran. Y si iba a la Clínica, me harían demasiadas preguntas. Y si me cosían la heri­da, la noticia de que había sufrido una agresión no tardaría en ex­tenderse, y Ambrose sabría lo cerca que había estado de lograr su propósito. Prefería hacerle creer que había salido ileso.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban siguiéndome los asesinos a sueldo de Ambrose. Uno de ellos había dicho «Ya lo hemos perdido dos veces». Eso significaba que podían saber que te­nía una habitación alquilada en Anker's. Quizá no estuviera a salvo allí.

Cerré la ventana, eché el pestillo y corrí la cortina; entonces en­cendí mi lámpara de mano. La luz reveló el trozo de papel que ha­bía encontrado metido en la rendija de la ventana, y del que me había olvidado.

Lo desdoblé y leí:



Kvothe:

Subir hasta aquí ha sido tan divertido como lo fue verte ha­cerlo. En cambio, abrir la ventana me ha costado un poco. Como no te he encontrado en casa, espero que no te importe que te coja un poco de papel y de tinta para dejarte esta nota. Como no estás tocando abajo, ni apaciblemente acostado, un cínico se preguntaría quizá qué estás haciendo a estas horas, y si estarás haciendo algo malo. ¡Ay! Esta noche tendré que volver a casa sin la tranquilidad de tu escolta ni el placer de tu compañía.

Te eché de menos la pasada Abatida en el Eolio, pero aun­que me había sido negada tu compañía, tuve la buena suerte de conocer a una persona muy interesante. Es un personaje muy peculiar, y estoy deseando contarte lo poco que sé de él. La pró­xima vez que nos veamos.

Tengo una habitación en El Cisne y la Marisma de Imre. Ve a verme allí antes del veintitrés de este mes, por favor, y com­partiremos esa comida que tenemos pendiente. Después me iré para ocuparme de mis asuntos.

Tu amiga y aprendiz de ladrona de viviendas,

Denna



p.d.: Pongo en tu conocimiento que no me he fijado en el vergonzoso estado de las sábanas de tu cama, y que por lo tan­to no he juzgado tu carácter.



Estábamos a día veintiocho. La carta no llevaba fecha, pero de­bía de llevar al menos un ciclo y medio en mi ventana. Denna debía de haberla dejado allí pocos días después del incendio de la Factoría.

Intenté analizar mis sentimientos. ¿Me halagaba que Denna me hubiera estado buscando? ¿Me enfurecía no haber encontrado antes la nota? En cuanto al «personaje» al que Denna había co­nocido...

De momento no podía procesar tanta información: estaba ago­tado, herido y un poco borracho todavía. Lo que hice fue limpiar­me el corte lo mejor que pude en el lavamanos. Me habría dado unos puntos, pero no conseguía un buen ángulo. El corte empezó a sangrar otra vez, y rompí los trozos más limpios de mi estropea­da camisa para improvisar un vendaje.

Sangre. Esos hombres que habían intentado matarme todavía tenían el rastreador, y seguro que había dejado algo de sangre en el puñal. La sangre resultaría mucho más eficaz en un rastreador que un simple pelo; eso significaba que aunque todavía no supie­ran dónde vivía, quizá pudieran encontrarme pese a las precau­ciones que yo había tomado.

Me apresuré y metí en mi macuto cuanto tenía algún valor, pues no sabía cuándo podría volver a mi habitación. Bajo un montón de papeles encontré una pequeña navaja de la que me ha­bía olvidado y que le había ganado a Sim jugando a esquinas. No me serviría de mucho en una pelea, pero de todas formas era me­jor que nada.

Entonces cogí mi laúd y mi capa y bajé sin hacer ruido a la co­cina, donde tuve la suerte de encontrar una vasija de vino de Vele-gen, de boca ancha. No era un hallazgo espectacular, pero tal como estaban las cosas, lo agradecí.

Me dirigí hacia el este y crucé el río, pero no llegué hasta Imre. Torcí un poco hacia el sur, donde había unos muelles, una sórdida posada y un puñado de casas en la orilla del ancho río Omethi. Era un pequeño puerto que dependía de Imre, demasiado peque­ño para tener su propio nombre.

Metí mi ensangrentada camisa en la vasija de vino y la cerré herméticamente con un poco de cera simpática. Entonces la tiré al río Omethi y la vi bajar cabeceando río abajo. Si aquellos tipos trataban de localizarme utilizando la muestra que tenían de mi sangre, creerían que me iba hacia el sur. Y, con suerte, seguirían ese rastro.

























































70

Señales





A la mañana siguiente desperté de golpe, temprano. No sabía muy bien dónde estaba; solo sabía que no estaba donde de­bería, y que pasaba algo raro. Estaba escondido. Alguien me per­seguía.

Estaba acurrucado en un rincón de una pequeña habitación, tumbado sobre una manta y envuelto en mi capa. Poco a poco comprendí que aquello era una posada. Había alquilado una ha­bitación en una posada cerca de los muelles de Imre.

Me levanté y me desperecé con cuidado para que no se me abriera la herida. Había arrastrado la cómoda y la había puesto contra la única puerta de la habitación, y había asegurado la ven­tana con un trozo de cuerda, pese a que era demasiado pequeña para que pasara por ella una persona.

Al ver mis precauciones bajo la fría y azulada luz de la maña­na, me avergoncé un poco. No recordaba si me había acostado en el suelo por temor a los asesinos o a las chinches. Fuera como fuese, era evidente que la noche anterior no pensaba con mucha claridad.

Recogí mi macuto y mi laúd y bajé la escalera. Tenía que tra­zarme un plan, pero antes necesitaba desayunar y darme un baño.





Pese a la ajetreada noche que había pasado, apenas había dormi­do hasta poco después del amanecer, así que no tuve problemas para entrar en el cuarto de baño. Después de lavarme y de volver a vendarme la herida, me sentí casi persona. Después de comerme un plato de huevos con un par de salchichas y patatas fritas, me sentí capaz de empezar a analizar mi situación. Es asombroso que resulte mucho más fácil pensar con el estómago lleno.

Me senté en un rincón de la pequeña posada del puerto to­mándome a pequeños sorbos una taza de sidra de manzana recién prensada. Ya no me preocupaba que aquellos asesinos a sueldo se abalanzaran de pronto sobre mí. Sin embargo, me senté de espal­das a la pared, con una buena vista de la puerta.

Lo ocurrido el día anterior me había afectado, sobre todo, por­que me había pillado desprevenido. En Tarbean, vivía todos los días bajo la amenaza de que alguien intentara matarme. La civili­zada atmósfera de la Universidad me había hecho confiarme de­masiado. Un año atrás, no me habrían pillado con la guardia baja; el ataque en sí no me habría sorprendido.

El instinto que había desarrollado en Tarbean me aconsejaba huir. Largarme de allí. Olvidarme de Ambrose y de sus ansias de venganza. Pero a esa parte salvaje de mí solo le importaba la se­guridad. No tenía ningún plan.

No podía marcharme. Había invertido demasiado allí. Mis estudios. Mis vanas esperanzas de encontrar un mecenas y mis es­peranzas, más sólidas, de entrar en el Archivo. Mis valiosos y esca­sos amigos. Denna...

A la hora del desayuno, empezaron a entrar en la posada mari­neros y estibadores, y poco a poco la estancia se llenó del suave murmullo de sus conversaciones. Oí el tañido de una campana a lo lejos y pensé que faltaba una hora para que empezara mi turno en la Clínica. Arwyl repararía en mi ausencia, y él no perdonaba esas faltas. Contuve el impulso de echar a correr hacia la Univer­sidad. Todos sabíamos que a los alumnos que faltaban a clase los castigaban con matrículas más caras el bimestre siguiente.

Para entretenerme mientras reflexionaba sobre mi situación, saqué mi capa, aguja e hilo. El puñal con que me habían agredido la noche pasada le había hecho un corte de casi dos palmos. Em­pecé a coserlo dando puntadas diminutas para que no se notara mucho el remiendo.

Mientras tenía las manos ocupadas, mi cerebro iba trabajan­do. ¿Debía enfrentarme a Ambrose? ¿Amenazarlo? No. Él sabía que yo no podía presentar cargos sólidos contra él. Pero quizá pu­diera convencer a algunos de los maestros de qué había ocurrido realmente. Kilvin se indignaría si se enteraba de que unos asesinos a sueldo estaban utilizando un rastreador, y quizá Arwyl...

—... un gran fuego azul. Murieron todos: quedaron tirados por el suelo como muñecas de trapo, y la casa se vino abajo alre­dedor de ellos. Me alegré de que ese sitio quedara destruido, eso te lo aseguro.

Me pinché en el dedo con la aguja mientras trataba de aislar esa conversación del murmullo general de la taberna. Unas mesas más allá, dos hombres bebían cerveza. Uno era alto y con calva in­cipiente; el otro, gordo y con barba pelirroja.

—Eres como una abuela —rió el gordo—. Te crees todos los chismes que oyes.

El alto sacudió la cabeza con gravedad.

—Estaba en la taberna cuando llegaron con la noticia. Busca­ban a gente con carro para ir a buscar los cadáveres. Murieron to­dos los que habían asistido a la boda. Más de treinta personas des­tripadas como cerdos, y la casa en llamas. Llamas azules. Y eso no fue lo más raro, a juzgar por... —Bajó la voz y no oí lo que decía a continuación.

Tragué saliva. De pronto tenía la boca seca. Despacio, di la úl­tima puntada en la capa y la dejé. Vi que me sangraba la yema del dedo y, distraídamente, me lo chupé. Respiré hondo y bebí un sor­bo de sidra.

Entonces fui hasta la mesa donde estaban hablando aquellos dos hombres.

—Caballeros, ¿por casualidad vienen ustedes de arriba del río?

Me miraron; era evidente que les había molestado la interrup­ción. Llamarlos «caballeros» había sido un error; debí llamarlos «amigos». El calvo asintió.

—¿Han pasado por Marrow? —pregunté eligiendo una ciudad del norte al azar.

—No —contestó el gordo—. Venimos de Trebon.

—Ah, bueno —dije, tratando de pensar una mentira plausi­ble—. Tengo familia por allí, y pensaba ir a visitarla. —Me quedé en blanco; no sabía qué hacer para preguntar por los detalles de la historia que acababa de entreoír.

Tenía las palmas de las manos sudorosas.

—¿Se están preparando para el festival de la cosecha por allí arriba, o me lo he perdido ya? —pregunté sin convicción.

—Todavía lo están preparando —respondió el calvo, y me dio la espalda de manera elocuente.

—He oído decir que hubo problemas en una boda por allí cerca...

El calvo se volvió y me miró de nuevo.

—Pues no me lo explico. Porque la noticia es de anoche, y no­sotros solo llevamos diez minutos aquí. —Me miró con dureza—. No sé qué pretendes vendernos, chico, pero no pienso comprarte nada. Lárgate o te doy un puñetazo.

Volví a mi rincón, consciente de que había metido la pata. Me senté y puse las manos planas sobre la mesa para que no me tem­blaran. Un grupo de gente brutalmente asesinada. Fuego azul. Muy raro...

Los Chandrian.

Los Chandrian habían estado en Trebon hacía menos de un día.





Me terminé la bebida sin pensar lo que hacía; me levanté y me acerqué a la barra.

Rápidamente me iba haciendo cargo de la situación. Después de tantos años, por fin tenía la oportunidad de saber algo sobre los Chandrian. Y no solo a partir de una mención en las páginas de un libro del Archivo. Tenía la ocasión de ver su obra de prime­ra mano. Era una oportunidad que quizá no volviera a presentár­seme nunca.

Pero necesitaba llegar pronto a Trebon, mientras las cosas to­davía estuvieran frescas en la memoria de la gente. Antes de que los vecinos del lugar, por curiosidad o por superstición, destruye­ran las pruebas que pudieran quedar. No sabía qué podía encontrar, pero cualquier cosa que averiguara sobre los Chandrian sería más de lo que sabía. Y si pretendía enterarme de algo interesante, tenía que llegar allí tan pronto como fuera posible. Ese mismo día.

La clientela de la mañana tenía a la posadera muy ocupada, así que tuve que poner un drabín de hierro encima de la barra para que me prestara atención. La noche anterior había pagado la habita­ción, y esa mañana, el desayuno y el baño; el drabín representaba una buena parte de mi dinero, así que lo sujeté con un dedo.

—¿Qué vas a tomar? —me preguntó la posadera.

—¿A cuánto queda Trebon de aquí? —pregunté.

—¿Río arriba? Un par de días.

—No he preguntado cuánto se tarda en llegar. Necesito saber a qué distancia está —repliqué poniendo mucho énfasis en la pa­labra «distancia».

—No hace falta que te pongas insolente —dijo ella secándose las manos en el mugriento delantal—. Por el río hay unos sesenta kilómetros. Se pueden tardar más de dos días, dependiendo de si vas en una barcaza o en un velero, y según el tiempo que haga.

—¿Y por el camino? —pregunté.

—No tengo ni idea —murmuró, y en voz alta dijo—: Rudd, ¿qué distancia hay por el camino hasta Trebon?

—Tres o cuatro días —dijo un tipo curtido sin levantar la vista de su taza.

—Te he preguntado qué distancia —le espetó la posadera—. ¿Es más largo que por el río?

—Bastante más. Por el camino hay unas veinticinco leguas. Y además es un camino malo, cuesta arriba.

¡Cuerpo de Dios! ¿Todavía había gente que medía las distan­cias en leguas? Según dónde hubiera crecido aquel tipo, una legua podía corresponder a entre tres y cinco kilómetros. Mi padre siempre decía que en realidad la legua no era una unidad de me­dida, sino solo una forma que tenían los granjeros de expresar en cifras sus cálculos aproximados.

Aun así, ya sabía que Trebon estaba entre ochenta y ciento veinte kilómetros al norte. Seguramente, lo mejor era esperar lo peor: al menos cien kilómetros.

La mujer que estaba detrás de la barra se volvió hacia mí.

—Ya lo has oído. Y ahora, ¿te sirvo algo?

—Necesito un odre de agua, si lo tienes; y si no, una botella. Y algo de comida que no se estropee. Fiambre, queso, pan ácimo...

—¿Manzanas? —sugirió ella—. Tengo unas Juanitas cogidas esta misma mañana. Te irán bien para el viaje.

Asentí.

—Y cualquier otra cosa que tengas que sea barata y no se estropee.

—Con un drabín no llegarás muy lejos... —replicó ella miran­do la moneda. Vacié mi bolsa y me sorprendió ver que tenía cua­tro drabines y un medio penique de cobre con los que no contaba. Podía considerarme rico.

La posadera cogió mi dinero y se fue a la cocina.

Me dolió encontrarme de nuevo en la indigencia, pero me con­tuve y repasé mentalmente lo que llevaba en el macuto.

La posadera regresó con dos hogazas de pan ácimo, una grue­sa y dura salchicha que olía a ajo, un queso pequeño sellado con cera, una botella de agua, media docena de hermosas manzanas rojas y un saquito de zanahorias y patatas. Le di las gracias y me lo guardé todo en el macuto.

Cien kilómetros. Si conseguía un buen caballo, podría llegar ese mismo día. Pero los caballos buenos cuestan dinero...





Llamé a la puerta de Devi y percibí un olor a grasa rancia. Me que­dé allí de pie durante un minuto, conteniendo el impulso de tam­borilear, impaciente, con los dedos. No tenía ni idea de si Devi estaría levantada tan temprano, pero era un riesgo que tenía que correr.

Devi abrió la puerta y, al verme, sonrió.

—Qué sorpresa tan agradable. —Abrió más la puerta—. Pasa y siéntate.

Le dediqué mi mejor sonrisa.

—Devi, solo...

Frunció el ceño.

—Pasa —insistió—. Nunca hablo de negocios en el rellano.

Entré, y ella cerró la puerta detrás de mí.

—Siéntate. A menos que prefieras tumbarte. —Juguetona, apuntó con la cabeza hacia la enorme cama con dosel que había en un rincón de la habitación—. No te vas a creer la historia que me han contado esta mañana —dijo con sorna.

Pese a la prisa que tenía, hice un esfuerzo para relajarme. A Devi no le gustaba que le metieran prisas; si lo intentaba, solo conse­guiría que se enojara.

—¿Qué te han contado?

Se sentó a su lado de la mesa y entrelazó las manos.

—Por lo visto, anoche un par de rufianes intentaron robarle la bolsa a un joven estudiante. Pero resultó que se trababa de un auténtico Táborlin en ciernes. Invocó al fuego y al rayo. Dejó cie­go a uno, y al otro le propinó tal golpe en la cabeza que todavía no ha despertado.

Me quedé callado un momento mientras asimilaba la informa­ción. Hacía una hora, esa habría sido la mejor noticia que habría podido oír. Pero ya no era más que una distracción. Sin embargo, pese a la urgencia de mi otro encargo, no podía ignorar la ocasión de obtener información sobre esa crisis más cercana.

—No pretendían solo robarme —dije.

Devi rió.

—¡Sabía que eras tú! No sabían nada sobre ese tipo, salvo que era pelirrojo. Pero yo tuve suficiente con ese detalle.

—¿Es verdad que dejé ciego a uno? —pregunté—. ¿Y que el otro sigue inconsciente?

—La verdad es que no lo sé —admitió Devi—. Las noticias se extienden deprisa entre los miserables como yo, pero casi siempre son chismes.

Empecé a trazar un nuevo plan.

—¿Te importaría extender tus propios chismorreos? —pregunté.

—Depende —contestó Devi con una sonrisa traviesa—. ¿Es muy emocionante?

—Da mi nombre —dije—. Que se sepa quién era. Que se sepa que estoy completamente loco, y que mataré a los próximos que vengan a buscarme. Los mataré a ellos y a quienquiera que los haya contratado, a los intermediarios, a sus familias, a sus perros, a todos.

La expresión de deleite de Devi dejó paso a otra cercana al de­sagrado.

—Suena un poco macabro, ¿no crees? Ya sé que le tienes mu­cho apego a tu bolsa —me miró con picardía—, y yo también ten­go interés en que así sea. Pero no es...

—No eran ladrones —la interrumpí—. Los contrataron para que me mataran. —Devi me miró con escepticismo. Me levanté un poco la camisa para enseñarle el vendaje—. Lo digo en serio. Si quie­res te enseño el corte que me hizo uno de ellos antes de que huyera.

Devi frunció el ceño, se levantó y vino al otro lado de la mesa.

—Está bien. Enséñamelo.

Vacilé, pero decidí que era mejor seguirle la corriente, porque todavía tenía otros favores que pedirle. Me quité la camisa y la dejé encima de la mesa.

—Ese vendaje está muy sucio —observó Devi, como si fuera una ofensa personal—. Quítatelo ahora mismo. —Fue hasta un armario que había al fondo de la habitación y volvió con un ma­letín negro de fisiólogo y una palangana. Se lavó las manos y me examinó el costado—. ¿Ni siquiera te han dado puntos? —pre­guntó con incredulidad.

—He estado muy ocupado —dije—. Primero corriendo como un endemoniado, y luego escondiéndome toda la noche.

Devi me ignoró y se puso a limpiarme la herida con una frialdad y una eficacia que delataban que había estudiado en la Clínica.

—Es una herida irregular, pero poco profunda —dijo—. En al­gunos sitios ni siquiera ha atravesado toda la piel. —Se irguió y sacó unas cuantas cosas del maletín—. Pero hay que coserla.

—Lo habría hecho yo mismo —dije—, pero...

—... pero eres un idiota y ni siquiera te has preocupado de lim­piarte bien la herida —concluyó ella—. Si se te infecta, te estará bien empleado.

Terminó de limpiarme el costado y se lavó las manos en la pa­langana.

—Quiero que sepas que si hago esto es porque siento debilidad por los chicos guapos, por los débiles mentales y por la gente que me debe dinero. Lo considero una protección de mi inversión.

—Sí, señora. —Aspiré entre los dientes cuando me aplicó el an­tiséptico.

—Creía que no sangrabas —comentó desapasionadamente—. Otra leyenda falsa.

—Por cierto. —Moviéndome lo menos posible, alargué una mano, saqué un libro de mi macuto y lo puse encima de la mesa—. Te he traído tu ejemplar de Los ritos nupciales del draccus común. Tenías razón, los grabados son muy buenos.

—Sabía que te gustaría. —Hubo un momento de silencio cuan­do Devi empezó a coserme. Cuando volvió a hablar, apenas que­daba picardía en su voz—. ¿Es verdad que a esos tipos los contra­taron para matarte, Kvothe?

Asentí con la cabeza.

—Llevaban un rastreador y tenían pelos míos. Por eso sabían que era pelirrojo.

—Dios mío, si Kilvin se enterara, se pondría furioso. —Sacu­dió la cabeza—. ¿Estás seguro de que no los contrataron solo para asustarte? ¿Para darte una paliza y enseñarte a respetar a tus su­periores? —Dejó de coserme y me miró a los ojos—. No habrás cometido la estupidez de pedirle prestado dinero a Heffron y a sus chicos, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Solo hago negocios contigo, Devi —dije, sonriente—. De he­cho, por eso he venido a verte.

—Y yo que pensaba que disfrutabas de mi compañía —repuso ella reanudando su labor. Me pareció detectar un deje de irrita­ción en su voz—. Primero déjame que acabe esto.

Reflexioné sobre lo que Devi había dicho. El tipo alto había di­cho «acabemos con esto cuanto antes», pero eso podía significar muchas cosas.

—Quizá no quisieran matarme —admití—. Pero el tipo llevaba un puñal. Para darle una paliza a alguien no necesitas un puñal.

Devi dio un bufido.

—Y yo no necesito sangre para que mis clientes paguen sus deudas. Pero ayuda, desde luego.

Seguí cavilando mientras ella daba la última puntada y empe­zaba a aplicarme un vendaje limpio. Quizá solo querían darme una paliza. Quizá hubiera sido un mensaje anónimo de Ambrose instándome a respetar a mis superiores. Quizá fuera simplemente un intento de asustarme. Suspiré, tratando de no moverme dema­siado al hacerlo.

—Me gustaría creer que así es, pero la verdad es que me cues­ta. Creo que iban en serio. Eso es lo que me dice el instinto.

Devi adoptó una expresión seria.

—En ese caso, haré correr un poco la voz —dijo—. No te ase­guro que incluya eso de matarles los perros, pero pondré en circu­lación algunos rumores para que la gente se lo piense dos veces antes de aceptar esa clase de trabajitos. —Rió entre dientes—. De hecho, después de lo de anoche ya deben de estar pensándoselo dos veces. Ahora se lo pensarán tres veces.

—Te lo agradezco.

—A mí no me cuesta nada. —Se levantó y se sacudió las rodi­llas—. Un pequeño favor para ayudar a un amigo. —Se lavó las manos en la palangana y se las secó de cualquier manera en la ca­misa—. Cuéntame —dijo sentándose a la mesa; de pronto adoptó una actitud muy formal.

—Necesito dinero para un caballo rápido —dije.

—¿Te marchas de la ciudad? —Devi arqueó una rubia ceja—. Nunca habría dicho que huir fuera tu estilo.

—No huyo —aclaré—. Pero necesito ir a un sitio. He de reco­rrer cien kilómetros, y no quiero llegar mucho más tarde del me­diodía.

Devi abrió un poco más los ojos.

—Un caballo capaz de eso te va a salir muy caro —dijo—. ¿Por qué no alquilas un caballo de posta y vas cogiendo caballos de re­fresco por el camino? Te saldría más rápido y más barato.

—Donde voy no hay casas de postas —dije—. Río arriba, y lue­go a las montañas. Un pueblo pequeño llamado Trebon.

—De acuerdo —dijo ella—. ¿Cuánto dinero necesitas?

—Necesito dinero para comprar un caballo rápido sin rega­tear. Y para pagar alojamiento, comida, quizá sobornos... Veinte talentos.

Devi soltó una risotada; luego se controló y se tapó la boca.

—No. Lo siento, pero no. Tengo debilidad por los jóvenes en­cantadores como tú, es cierto, pero no estoy loca.

—Tengo mi laúd —dije empujando el estuche con el pie—. Como garantía. Y todo lo que llevo aquí. —Puse el macuto enci­ma de la mesa.

Devi inspiró hondo, como para rechazarme de plano, pero en­tonces se encogió de hombros y rebuscó en el interior del macuto. Sacó mi ejemplar de Retórica y lógica, y a continuación, mi lám­para simpática de mano.

—Vaya —dijo accionando la llave y dirigiendo la luz hacia la pared—. Esto es interesante.

Hice una mueca.

—Cualquier cosa menos eso —dije—. Le prometí a Kilvin que no se la dejaría tocar a nadie. Le di mi palabra.

Devi me miró con franqueza.

—¿Conoces la expresión «los mendigos no pueden elegir»?

—Le di mi palabra —repetí. Desenganché mi caramillo de pla­ta de mi capa y lo deslicé por la mesa hasta acercarlo a Retórica y lógica—. Esto no es fácil conseguirlo.

Devi miró el laúd, el libro y el caramillo, e hizo una larga y len­ta inspiración.

—Ya veo que esto es importante para ti, Kvothe, pero los nú­meros no salen. No podrías devolverme tanto dinero. Ya te va a costar devolverme los cuatro talentos que me debes.

Eso me dolió, sobre todo porque sabía que era la verdad.

Devi caviló un poco, y entonces sacudió la cabeza con vehe­mencia.

—No. Solo los intereses... En dos meses me deberías más de treinta y cinco talentos.

—O algo con un valor equivalente —puntualicé.

Devi me sonrió.

—¿Y qué tienes tú que valga treinta y cinco talentos?

—Acceso al Archivo.

Devi se sentó. La sonrisa un tanto condescendiente quedó con­gelada en su cara.

—Mientes.

Negué con la cabeza.

—Sé que hay otra forma de entrar. Todavía no la he encontra­do, pero la encontraré.

—Es todo muy hipotético —dijo Devi con escepticismo. Pero en sus ojos brillaba algo que no era simple deseo. Era algo más pa­recido al hambre, o a la lujuria. Era evidente que ansiaba tanto como yo poder entrar en el Archivo. Quizá incluso más que yo.

—Es lo que puedo ofrecerte —dije—. Si puedo devolverte el di­nero, te lo devolveré. Si no, cuando encuentre la forma de entrar en el Archivo, compartiré esa información contigo.

Devi miró hacia el techo, como si calculara mentalmente sus posibilidades.

—Con estas cosas como garantía, y con la posibilidad de en­trar en el Archivo, puedo prestarte doce talentos.

Me levanté y me colgué el macuto del hombro.

—Lo siento, pero no he venido a regatear —dije—. Solo te in­formo de las condiciones del préstamo. —Compuse una sonrisa de disculpa—. Veinte talentos, o nada. Perdóname si no lo he de­jado claro desde el principio.




71

Extraña atracción





Tres minutos más tarde, me dirigí hacia la puerta de las caba­llerizas más cercanas. Un ceáldico elegantemente vestido me sonrió al verme y vino a saludarme.

—Buenos días, joven —dijo tendiéndome la mano—. Me lla­mo Kaerva. ¿En qué puedo...?

—Necesito un caballo —dije estrechándole rápidamente la mano—. Sano, descansado y bien alimentado. Un caballo que aguante seis horas de duro viaje.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Kaerva frotándose las manos y asintiendo—. Todo es posible con la ayuda de Dios. Será un placer para mí...

—Escúcheme —volví a interrumpirlo—. Tengo prisa, así que vamos a saltarnos los preliminares. Yo no fingiré no estar intere­sado. Usted no me hará perder el tiempo con un desfile de jacos y jamelgos. Si dentro de diez minutos no he comprado un caballo, me marcharé y lo compraré en otro sitio. —Lo miré a los ojos—. ¿Lhinsatva?

El ceáldico estaba perplejo.

—La compra de un caballo no debería ser nunca tan precipita­da, señor. Usted no escogería a una esposa en diez minutos, y cuando uno emprende un viaje, un caballo es más importante que una esposa. —Sonrió con timidez—. Ni siquiera Dios...

Le corté una vez más:

—Hoy no es Dios quien compra un caballo, sino yo.

El delgado ceáldico hizo una pausa para poner en orden sus ideas.

—Está bien —dijo en voz baja, como si hablara para sí—. Lhin, venga a ver lo que tenemos.

Me guió por los establos hasta un pequeño corral. Se detuvo junto a la valla y señaló.

—Esa yegua pinta es de lo más resistente que podrá encontrar. Lo llevará...

Lo ignoré y eché un vistazo a la media docena de jamelgos que había al otro lado de la valla. Aunque yo no tenía ni medios ni motivos para tener un caballo, sabía distinguir a los buenos de los malos, y nada de lo que había allí parecía satisfacer mis nece­sidades.

Veréis, los artistas itinerantes viven y mueren junto a los caba­llos que tiran de sus carromatos, y mis padres no habían descui­dado mi educación en ese sentido. Cuando tenía ocho años, ya sabía examinar un caballo. Era habitual que en los pueblos inten­taran endilgarnos jacos medio muertos, porque sabían que cuando descubriéramos nuestro error, ya estaríamos a kilómetros y a días de distancia. La persona que le vendía un caballo enfermo a su vecino podía tener graves problemas, pero ¿qué peligro había en engañar a uno de aquellos repugnantes e indecentes Ruh?

Miré al tratante con el ceño fruncido.

—Acaba de malgastar dos valiosos minutos de mi tiempo, así que deduzco que todavía no me ha entendido bien. Déjeme expli­cárselo con la máxima sencillez. Quiero un caballo rápido que aguante un duro viaje. Pagaré en efectivo, ahora mismo y sin re­chistar. —Levanté mi pesada bolsa y la agité; sabía que Kaerva distinguiría el tintineo de la plata ceáldica que había dentro.

»Si me vende un caballo mal herrado, o uno que al cabo de un rato empiece a cojear, o asustadizo, perderé una valiosa oportuni­dad. Una oportunidad irrepetible. Si eso sucede, no vendré a exi­girle que me devuelva mi dinero. No lo denunciaré al alguacil. Volveré a Imre esta misma noche y le prenderé fuego a su casa. En­tonces, cuando usted salga corriendo por la puerta principal en camisa y gorro de dormir, lo mataré, lo cocinaré y me lo comeré. Allí mismo, en el jardín de su casa, delante de todos sus vecinos.

Le lancé una mirada asesina.

—Este es el trato que le propongo, Kaerva. Si no le parece bien, dígamelo y me iré a otro sitio. Si le parece bien, deje de enseñarme jamelgos y muéstreme un caballo de verdad.

El cealdo me miró, más asombrado que asustado. Vi que in­tentaba hacerse una composición de lugar. Debía de pensar que o bien estaba completamente loco o bien era el hijo de algún noble importante. O ambas cosas.

—Muy bien —dijo abandonando el tono obsequioso—. Cuan­do dice un viaje duro, ¿a qué se refiere exactamente?

—Muy duro —dije—. Necesito recorrer cien kilómetros hoy mismo. Por caminos de tierra.

—¿Va a necesitar también silla y arreos?

Asentí.

—Nada excesivamente lujoso. Ni siquiera hace falta que sean nuevos.

Kaerva respiró hondo.

—De acuerdo. Y ¿cuánto puede gastar?

Sacudí la cabeza y esbocé una sonrisa.

—Enséñeme el caballo y propóngame un precio. Un vaulder podría servirme. No me importa que sea un poco nervioso, si eso significa que le sobra energía. Hasta podría servirme un buen vaulder mezclado, o un khershaen camijano.

Kaerva asintió y me guió hacia las grandes puertas del establo.

—Tengo un khershaen. De pura sangre, de hecho. —Le hizo una seña a uno de sus mozos de cuadra—. Trae a nuestro caballe­ro negro, y aprisa. —El chico echó a correr.

El tratante se volvió hacia mí.

—Es un animal precioso. Lo probé antes de comprarlo, para estar seguro. Galopé dos kilómetros y ni siquiera sudó; tiene un paso sumamente elegante, y respecto a eso no le mentiría.

Asentí. Un khershaen de pura sangre era perfecto para mis pro­pósitos. Esos caballos eran famosos por su resistencia, pero por otra parte, eran caros. Un camijano bien entrenado valía doce talentos.

—¿Cuánto pide por él?

—Dos marcos —contestó él sin ni pizca de remordimiento ni camelo en la voz.

¡Tehlu misericordioso! ¡Veinte talentos! Para valer tanto, debía de llevar herraduras de plata.

—No estoy de humor para regateos, Kaerva —me limité a decir.

—Eso ya me lo ha hecho entender, señor —repuso él—. Le estoy proponiendo un precio. Venga por aquí. Ahora verá por qué.

El mozo salió con un elegante caballo, un verdadero mons­truo. Como mínimo medía dieciocho palmos hasta la cruz; tenía una cabeza preciosa y era negro desde el morro hasta la punta de la cola.

—Le encanta la velocidad —expuso Kaerva con verdadero sentimiento. Le acarició el suave y negro cuello—. Y mire qué co­lor. No tiene ni un solo bigote que no sea negro como el carbón. Por eso no lo vendo por menos de veinte talentos.

—El color no me importa —dije, abstraído, mientras lo exami­naba tratando de apreciar alguna lesión o algún indicio de vejez. No encontré nada. Era un animal hermoso, joven y fuerte—. Lo que necesito es un caballo que corra.

—Lo entiendo —dijo él como disculpándose—. Es que no pue­do dejar de mencionar el color. Si espero un ciclo o dos, algún jo­ven noble me lo comprará solo por su elegancia.

Yo sabía que Kaerva tenía razón.

—¿Tiene nombre? —pregunté al mismo tiempo que me acer­caba al caballo, dejándole que me oliera las manos para que se acostumbrara a mí. Se puede regatear deprisa, pero hacerse ami­go de un caballo, no. Solo un idiota se fía de su primera impresión con un brioso y joven khershaen.

—No, todavía no tiene nombre.

—¿Cómo te llamas, amigo? —pregunté en voz baja, para que el caballo se acostumbrara al sonido de mi voz. Me olfateó sua­vemente una mano, vigilándome con un ojo grande e inteligente. No retrocedió, pero tampoco estaba del todo tranquilo. Seguí hablando y me acerqué un poco más a él, confiando en que el so­nido de mi voz lo relajara—. Te mereces un buen nombre. La­mentaría mucho que algún señoritingo que se crea muy ingenio­so te ponga un nombre espantoso como Medianoche, Tiznado u Hollín.

Me acerqué más aún y le puse una mano en el cuello. Le tembló la piel, pero no se apartó. Necesitaba poner a prueba su tempera­mento además de su resistencia. No podía correr el riesgo de mon­tarme en un caballo asustadizo.

—Algún idiota podría llamarte Brea, o Carbón; son nombres poco favorecedores. O Pizarra, un nombre sedentario. No permi­ta Dios que acaben llamándote Negrito; ese es un nombre que no le hace justicia a un príncipe como tú.

Mi padre siempre les hablaba así a los caballos nuevos, con una constante y tranquilizadora letanía. Mientras le acariciaba el cuello, seguía hablando sin importarme lo que decía. Al caballo no le importan las palabras, sino el tono de voz.

—Has venido desde muy lejos. Te mereces un buen nombre, para que la gente se dé cuenta de que no eres un caballo normal y corriente. ¿Era ceáldico tu anterior amo? —pregunté—. Ve vana-loi. Tu teriatn Keta. ¿Palan te?

Noté que el animal se relajaba un poco al oírme hablar en sia-ru. Lo rodeé y me situé a su otro lado, sin dejar de examinarlo mi­nuciosamente y dejando que se acostumbrara a mi presencia.

—¿Tu Ketha? —le pregunté. «¿Eres carbón?»—. ¿Tu mahne? —«¿Eres una sombra?»

Quería decir «crepúsculo», pero no me venía a la mente la pa­labra en siaru. En lugar de interrumpirme, seguí hablando, fin­giendo lo mejor que podía mientras le examinaba los cascos para ver si los tenía cascados o resquebrajados.

—¿Tu Keth-Selhan? —«¿Eres la primera noche?»

El caballo agachó la cabeza y me acarició con el hocico.

—Ese te gusta, ¿verdad? —dije, risueño.

Sabía que en realidad el animal había olido el paquete de man­zanas secas que llevaba en uno de los bolsillos de la capa. Lo im­portante era que ahora se interesaba por mí. Si se sentía lo bas­tante cómodo para olfatearme en busca de comida, podríamos llevarnos bien durante un día de duro viaje.

—Creo que Keth-Selhan es un buen nombre —dije volviéndo­me hacia Kaerva—. ¿Hay algo más que tenga que saber?

Kaerva parecía desconcertado.

—Respinga un poco hacia la derecha.

—¿Un poco?

—Solo un poco. Seguramente también tiene tendencia a espan­tar por ese lado, pero nunca le he visto hacerlo.

—¿Cómo está entrenado? ¿Corto o estilo troupe?

—Corto.

—Muy bien. Le queda un minuto para cerrar el trato. Es un buen caballo, pero no estoy dispuesto a pagar veinte talentos por él. —Lo dije con convicción en la voz, pero sin esperanza en el co­razón. Era un animal estupendo, y su color hacía que valiera como mínimo veinte talentos. Sin embargo, yo estaba decidido a cumplir con las formalidades y presionar a Kaerva para que reba­jara el precio a diecinueve talentos. Así, al menos me quedaría di­nero para comprar comida y para pagarme el alojamiento cuando llegara a Trebon.

—De acuerdo —repuso Kaerva—. Dieciséis.

Gracias a mi experiencia teatral, no me quedé con la boca abierta ante aquella inesperada rebaja.

—Quince —dije fingiendo fastidio—. Y con la silla, los arreos y una bolsa de avena incluidos. —Empecé a sacar el dinero, como si ya diera el trato por cerrado.

Para mi sorpresa, Kaerva asintió; llamó a un mozo y le ordenó que le llevara una silla de montar y unos arreos.

Le puse las monedas en la mano a Kaerva, y el mozo ensilló el enorme caballo negro. El cealdo parecía reacio a mirarme a los ojos.

Si no entendiera tanto de caballos, habría pensado que me es­taban estafando. Quizá fuera un caballo robado, o quizá aquel tipo necesitara el dinero más de lo que yo creía.

Fuera cual fuese la razón, no me importó. Me merecía un poco de buena suerte. Además, eso significaba que podría revender el caballo y obtener algún beneficio cuando llegara a Trebon. La ver­dad es que tendría que venderlo tan pronto como pudiera, aunque perdiese dinero en la transacción. Una cuadra, comida y un mozo para un caballo como aquel me costarían un penique diario. No po­día quedármelo.

Colgué mi macuto de una de las alforjas, comprobé la cincha y los estribos, y me monté en Keth-Selhan. El animal danzó un poco hacia la derecha, ansioso por echar a andar. En eso coincidíamos. Sacudí las riendas y nos pusimos en marcha.





La mayoría de los problemas con los caballos no tienen nada que ver con los propios caballos. Surgen de la ignorancia del jinete. La gente hierra mal a los caballos, no los ensilla correctamente, los alimenta mal, y luego se queja de que le han vendido un jamelgo medio lisiado, con escoliosis y de mal temperamento.

Yo entendía de caballos. Mis padres me habían enseñado a montar y a cuidarlos. Aunque tenía más experiencia con razas más robustas, criadas para tirar de carromatos más que para co­rrer, sabía qué tenía que hacer para cabalgar deprisa.

Cuando tienen prisa, muchos jinetes presionan demasiado y de­masiado pronto a su montura. Salen a galope tendido, y una hora más tarde se encuentran con un caballo cojo o medio muerto. Eso es pura idiotez. Solo un desgraciado trata así a un caballo.

Pero para ser sincero he de admitir que yo también habría puesto a Keth-Selhan al límite de sus posibilidades si eso me hu­biera permitido llegar antes a Trebon. A veces tiendo a ser un des­graciado. Habría matado a una docena de caballos si eso me hu­biera ayudado a obtener más información sobre los Chandrian y a descubrir por qué habían matado a mis padres.

Pero a la larga, no tenía sentido pensar así. Un caballo muerto no me llevaría a Trebon. Y uno vivo sí.

Así que puse a Keth-Selhan al paso para calentarlo. El quería ir más deprisa, seguramente porque percibía mi impaciencia, y yo le habría dejado si solo hubiera tenido que recorrer tres o cuatro ki­lómetros. Pero necesitaba recorrer como mínimo ochenta, o qui­zá cien, y para eso necesitaba paciencia. En dos ocasiones tuve que frenarlo para ponerlo al paso, hasta que el animal se resignó.

Cuando habíamos recorrido casi dos kilómetros, lo puse al tro­te. Era ágil, incluso para tratarse de un khershaen, pero el trote siempre te sacude un poco, por suave que sea, y empezó a dolerme la herida del costado. Un par de kilómetros más allá, lo puse a medio galope. Hasta que no nos hallamos a cinco o seis kilóme­tros de Imre y llegamos a un tramo de camino liso, recto y llano, no lo puse al galope.

Ahora que tenía la oportunidad de correr, Keth-Selhan salió a toda pastilla. El sol acababa de consumir el rocío matutino, y los granjeros que cosechaban trigo y cebada en los campos levanta­ban la cabeza al oírnos pasar a toda velocidad. Keth-Selhan era rápido; tan rápido que el viento tiraba de mi capa, desplegándola detrás de mí como una bandera. Pese a saber que debía de ofrecer un aspecto muy dramático, enseguida me cansé de la tirantez en el cuello, así que me desabroché la capa y la guardé en una alforja.

Pasamos por una arboleda y puse de nuevo a Selhan al trote. Así él descansaría un poco, y no nos arriesgaríamos a tomar una curva y tropezamos con un árbol caído o con un carro lento. Cuan­do salimos de nuevo a la pradera y vi que teníamos el camino des­pejado, volví a soltarle las riendas y casi echamos a volar.

Una hora y media más tarde, Selhan sudaba y respiraba con di­ficultad, pero aguantaba mejor que yo, que tenía las piernas entu­mecidas. Era joven y estaba en forma, pero llevaba años sin mon­tar. Cuando montas, no utilizas los mismos músculos que cuando caminas, y cabalgar al galope es tan duro como correr, a menos que quieras hacer trabajar el doble a tu montura.

Solo diré que agradecí que llegáramos a otra arboleda. Me apeé de la silla y caminé un rato para darnos a ambos un mereci­do descanso. Corté una manzana por la mitad y le di a Selhan el trozo más grande. Calculé que debíamos de haber recorrido unos cincuenta kilómetros, y el sol ni siquiera estaba en el cénit.

—Esto ha sido el tramo más fácil —le dije acariciándole el cuello con cariño—. Eres precioso. Todavía no estás cansado, ¿verdad?

Seguí caminando unos diez minutos; entonces tuvimos la suer­te de llegar a un pequeño arroyo con un puente de madera que lo atravesaba. Dejé que el caballo bebiera durante un largo minuto, y luego lo aparté para que no bebiera demasiado.

A continuación monté y lo puse al galope poco a poco, por etapas. Iba inclinado sobre su cuello, y me dolían las piernas. El gol­peteo de sus cascos era como un contrapunto de la lenta canción del viento, que, incesante, ardía en mis oídos.

El primer escollo surgió una hora más tarde, cuando tuvimos que cruzar un río bastante ancho. No era peligroso, pero tuve que desensillar a Keth-Selhan y cargar con todo hasta la otra orilla para que no se me mojara. No podía hacerlo cabalgar durante ho­ras con unos arreos húmedos.

Al otro lado del río, lo sequé con mi manta y volví a ensillarlo. Tardé media hora; el caballo estaba descansado, pero por otra parte se había enfriado, así que tuve que calentarlo despacio: del paso al trote, y del trote al galope. Entre pitos y flautas, cruzar ese río me llevó una hora. Temía que, si encontrábamos otro, el frío se le metiera en los músculos a Selhan. Si llegaba a pasar eso, ni el propio Tehlu habría podido hacerlo galopar otra vez.

Una hora más tarde pasé por un pueblecito: era poco más que una iglesia y una taberna que, curiosamente, estaban una al lado de la otra. Me detuve el tiempo suficiente para dejar que Selhan bebiera un poco de un abrevadero. Estiré mis entumecidas piernas y miré el cielo con aprensión para ver dónde estaba el sol.

A partir de ese momento, los campos y las granjas empezaron a escasear. Los bosques cada vez eran más tupidos. El camino se estrechaba y no estaba bien conservado: en algunos sitios había rocas y en otros se desdibujaba. Cada vez avanzaba más despacio. Pero, la verdad sea dicha, ni Selhan ni yo teníamos muchas fuer­zas para seguir galopando.

Al final encontramos otro río que atravesaba el camino. No te­nía más de un palmo de profundidad en la parte más honda. El agua olía muy mal, y deduje que debía de haber una curtiduría río arriba, o una refinería. No había puente, y Keth-Selhan cruzó el río despacio, posando los cascos con cuidado sobre el fondo ro­coso. Me pregunté si le gustaría esa sensación, como cuando me­tes los pies en el agua después de un largo día caminando.

El arroyo no nos retrasó mucho, pero en la media hora si­guiente tuvimos que cruzarlo tres veces, pues serpenteaba repeti­damente atravesando el camino. No era más que un pequeño inconveniente, porque por la parte más honda solo tenía algo más de un palmo de profundidad. Cada vez que lo cruzábamos, el agua apestaba más a disolventes y ácidos. Si no se trataba de una refinería, al menos debía de ser una mina. Sujeté bien las riendas, preparado para tirar de ellas y levantarle la cabeza a Selhan si in­tentaba beber, pero mi caballo no era tan necio.

Tras una larga galopada, llegué a la cima de una colina, desde donde vi una encrucijada en el fondo de un pequeño valle cubier­to de hierba. Bajo el poste indicador había un calderero con un par de asnos, uno de ellos tan cargado de sacos y bultos que pare­cía a punto de volcar; el otro, sospechosamente libre de toda car­ga, estaba en el margen del camino de tierra, pastando, con un montoncito de bártulos amontonados a su lado.

El calderero estaba sentado en un pequeño taburete en el mar­gen del camino, y parecía desanimado. Al verme bajar por la la­dera de la colina, su rostro se iluminó.

Me acerqué más y leí el poste indicador. Trebon estaba al nor­te. Al sur estaba Temfalls. Frené el caballo. Tanto a Keth-Selhan como a mí nos vendría bien descansar un poco, y yo no tenía tan­ta prisa como para ser grosero con un calderero. Ni por asomo. Aunque solo fuera porque aquel tipo podría decirme cuánto fal­taba para llegar a Trebon.

—¡Hola! —me saludó él mirándome y haciendo visera con una mano—. Se nota a la legua que eres un chico que quiere algo. —Era mayor, calvo y tenía un rostro redondeado y bonachón.

Reí.

—Quiero muchas cosas, calderero, pero dudo que lleves nin­guna en tus sacos.

El tipo me miró con gesto obsequioso.

—Bueno, bueno, no estés tan seguro... —Se interrumpió y miró hacia abajo un momento, con aire pensativo. Cuando vol­vió a mirarme, su expresión seguía siendo amable, pero era más seria que antes—. Escucha. Seré sincero contigo, hijo. Mi burri-ta se ha hecho daño en una pata con una piedra, y no puede llevar su carga. Estoy atrapado aquí hasta que encuentre algún tipo de ayuda.

—En otras circunstancias, nada me haría más feliz que poder ayudarte, calderero —dije—. Pero necesito llegar a Trebon cuan­to antes.

—Eso no te costará mucho. —Señaló hacia el norte, más allá de la colina—. Estás a solo medio kilómetro. Si el viento soplara del sur, olerías el humo.

Miré en la dirección que él señalaba y vi ascender humo de chi­menea por detrás de la colina. Sentí una intensa oleada de alivio. Lo había conseguido, y todavía no era ni la una de la tarde.

El calderero continuó:

—Necesito ir a los muelles de Evesdown. —Señaló hacia el este—. Tengo que embarcarme río abajo, y no me gustaría perder el barco. —Miró mi caballo de forma harto elocuente—. Pero ne­cesitaría otra bestia de carga para transportar mi mercancía...

Parecía que finalmente mi suerte había cambiado. Selhan era un buen caballo, pero ahora que ya estaba en Trebon, se conver­tiría en una sangría constante de mis limitados recursos econó­micos.

Sin embargo, no conviene demostrar que te interesa vender.

—Este caballo es demasiado bueno para utilizarlo como bes­tia de carga —dije dándole unas palmaditas en el cuello a Keth-Selhan—. Es un khershaen pura sangre, y te aseguro que jamás he montado un caballo mejor.

El calderero lo miró de arriba abajo con escepticismo.

—Está reventado, eso es lo que está —dijo—. No aguantará ni medio kilómetro más.

Bajé de mi montura y me tambaleé un poco, porque se me do­blaban las piernas.

—Deberías confiar más en él, calderero. Me ha traído hasta aquí desde Imre, y hemos salido esta misma mañana.

El calderero dio una risotada.

—No mientes del todo mal, hijo, pero tienes que aprender a pa­rar. Si el cebo es demasiado grande, el pez no muerde el anzuelo.

No hizo falta que fingiera estar indignado.

—Lo siento, no me he presentado. —Le tendí una mano—. Me llamo Kvothe, soy artista itinerante y miembro del Edena Ruh.

Por muy desesperado que estuviera, jamás le mentiría a un cal­derero.

El tipo me estrechó la mano.

—Bueno —replicó, un tanto sorprendido—, mis más sinceras disculpas, a ti y a tu familia. No es habitual encontrar a un Ruh viajando solo. —Volvió a mirar mi caballo con ojo crítico—. ¿Di­ces que vienes de Imre? —Asentí—. ¿Cuánto hay hasta allí? ¿No­venta kilómetros? Es un viaje muy largo... —Me miró con una sonrisa de complicidad—. ¿Qué tal tienes las piernas?

Hice una mueca.

—Digamos que me alegraré de volver a andar. Supongo que mi caballo aguantará otros veinte kilómetros, pero no puedo decir lo mismo de mí.

El calderero volvió a mirar al caballo de arriba abajo y soltó un hondo suspiro.

—Bueno, como ya te he dicho, me encuentro entre la espada y la pared. ¿Cuánto pides por él?

—Bueno —dije yo—, Keth-Selhan es un khershaen pura san­gre, y no podrás negar que tiene un color precioso. Como verás, es completamente negro; no tiene ni un solo bigote blanco...

El calderero soltó una carcajada.

—Retiro lo dicho. Eres un pésimo mentiroso.

—No le veo la gracia —repliqué con cierta aspereza.

El calderero me miró de forma extraña.

—Ni un solo bigote negro, desde luego. —Apuntó con la bar­billa más allá de mí, hacia los cuartos traseros de Selhan—. Pero si ese caballo es completamente negro, yo soy Oren Velciter.

Me di la vuelta y vi que la pata trasera izquierda de Keth-Selhan tenía un calcetín blanco que le llegaba hasta la mitad del corvejón. Estupefacto, fui hasta el caballo y me agaché para mirar. No era un blanco limpio, sino más bien un gris desteñido. Toda­vía olía un poco a las aguas del riachuelo que habíamos cruzado en la última parte de nuestro viaje: disolvente.

—¡El muy cabrón! —exclamé, incrédulo—. ¡Me ha vendido un caballo teñido!

—¿El nombre no te hizo sospechar? —me preguntó el calderero riendo—. Keth-Selhan. Madre mía. Alguien te ha tomado bien el pelo.

—Keth-Selhan significa «la primera noche» —dije.

El calderero sacudió la cabeza.

—Tu siaru está un poco oxidado. «La primera noche» sería Ket-Selem. Selhan significa «calcetín». Tu caballo se llama «un calcetín».

Recordé la reacción del vendedor de caballos cuando escogí ese nombre. No me extrañaba que el tipo se hubiera mostrado tan desconcertado. No me extrañaba que hubiera rebajado el precio tan deprisa y sin rechistar. Debió de pensar que había descubierto su secreto.

El calderero rió al ver mi expresión, y me dio unas palmadas en la espalda.

—No te atormentes, hijo. Eso pasa en las mejores familias. —Se dio la vuelta y empezó a revolver en sus fardos—. Creo que tengo una cosa que te gustará. Déjame proponerte un trueque. —Se volvió de nuevo hacia mí y me mostró un objeto negro y re­torcido que parecía un trozo de madera arrastrado por el mar has­ta la playa.

Lo cogí y lo examiné. Era pesado y estaba frío.

—¿Un trozo de hierro basto? —pregunté—. ¿Se te han termi­nado las habichuelas mágicas?

El calderero cogió un alfiler con la otra mano. Lo sostuvo a medio palmo del trozo de hierro y entonces lo soltó. En lugar de caerse, el alfiler salió despedido hacia un lado y se adhirió al tro­zo de hierro.

Di un grito ahogado de asombro.

—¿Una piedra imán? Nunca había visto ninguna.

—Técnicamente, es una piedra-Trebon —repuso él con indife­rencia—, dado que nunca ha estado cerca de Imán. Pero no vas por mal camino. De aquí a Imre hay mucha gente a la que le inte­resaría esta maravilla...

Asentí, distraído, mientras le daba vueltas en las manos. Siem­pre había querido ver una calamita, desde que era niño. Despegué el alfiler y sentí la extraña atracción que lo impulsaba hacia el liso y negro metal. Estaba maravillado. Tenía un trozo de magnetita en la mano.

—¿Cuánto calculas que puede valer? —pregunté.

El calderero aspiró entre los dientes.

—Bueno, yo calculo que aquí y ahora debe de valer una muía de carga khershaen de pura sangre...

Le di vueltas en las manos, separé el alfiler y volví a soltarlo.

—El problema, calderero, es que para comprar este caballo he tenido que contraer una deuda con una mujer muy peligrosa. Si no lo vendo bien, voy a tener graves problemas.

El calderero asintió.

—Un trozo de piedra celestial de ese tamaño... Si lo vendes por menos de dieciocho talentos, le estás haciendo un agujero a tu bol­sa. Cualquier joyero lo compraría, o cualquier ricachón que se en­caprichara con él. —Se dio unos golpecitos en la punta de la na­riz—. Pero si vas a la Universidad, aún lo venderás mejor. A los artífices les encantan las piedras imán. Y también a los alquimis­tas. Si encuentras a uno que esté predispuesto, todavía puedes conseguir más.

Era un buen trato. Manet me había dicho que las piedras imán eran valiosas y difíciles de encontrar. No solo por sus propiedades galvánicas, sino porque los trozos de hierro celestial como ese so­lían tener extraños metales mezclados con el hierro. Le tendí una mano al calderero.

—Acepto el trato.

Nos estrechamos la mano con solemnidad, y entonces, cuando el calderero iba a coger las riendas del caballo, le pregunté:

—Y ¿cuánto me das por los arreos y la silla?

Me preocupaba que el calderero se ofendiera si regateaba con él, pero sonrió con ironía.

—Eres un chico listo. —Rió y añadió—: Me gusta la gente que no tiene miedo de presionar un poco. A ver, ¿qué quieres? Tengo una manta de lana fabulosa. ¿O prefieres una buena cuerda? —Sacó un rollo de cuerda de uno de los sacos del asno—. Siempre va bien llevar encima un trozo de cuerda. ¡Ah! ¿Y esto? —Se dio la vuelta con una botella en las manos y me guiñó un ojo—. Tengo un estupendo vino de frutas de Aven. Te doy las tres cosas a cambio de los arreos y la silla.

—Una manta de repuesto no me vendría mal —admití. Enton­ces se me ocurrió una cosa—. ¿Tienes ropa de mi talla? Última­mente he estropeado muchas camisas.

El anciano se quedó un momento quieto, con la cuerda y la bo­tella de vino en la mano; entonces se encogió de hombros y empe­zó a rebuscar en sus paquetes.

—¿Has oído algo sobre una boda que hubo por aquí? —pre­gunté. Los caldereros siempre están atentos a las noticias.

—¿La boda de los Mauthen? —Cerró un saco y empezó a bus­car en otro—. Lo lamento mucho, pero te la has perdido. Se cele­bró ayer.

Su tono de voz, desenfadado, hizo que se me encogiera el estó­mago. Si hubiera habido una masacre, sin duda alguna el caldere­ro se habría enterado. De pronto pensé, horrorizado, que me ha­bía endeudado y había viajado a toda prisa hasta las montañas por nada.

—¿Estuviste allí? ¿Sucedió algo raro?

—¡Aquí está! —El calderero se volvió con una camisa de algo­dón hilado a mano de color gris—. No es muy elegante, me temo, pero es nueva. Bueno, casi nueva. —Me la acercó al pecho para ver si era de mi talla.

—¿Y la boda? —-insistí.

—¿Qué? Ah, no. No estuve allí. Pero tengo entendido que fue todo un acontecimiento. Se casaba la única hija de los Mauthen, y con un buen partido. Llevaban meses planeándola.

—Y ¿no oíste que pasara nada raro? —pregunté, decepcionado.

El anciano se encogió de hombros.

—Como ya he dicho, no estuve allí. Llevo un par de días por las fundiciones —dijo apuntando hacia el oeste—. Comerciando con cribadores y con otra gente de las montañas. —Se dio unos golpecitos en un lado de la cabeza, como si acabara de acordarse de algo—. Por cierto, encontré un brassie en las montañas—. Re­volvió en sus paquetes otra vez y sacó una botella plana y grue­sa—. Si no te gusta el vino, quizá prefieras los licores más fuertes...

Iba a sacudir la cabeza, pero entonces comprendí que un aguar­diente casero me serviría para limpiarme la herida esa noche.

—Quizá... —dije—. Depende de cuál sea la oferta.

—Como eres un joven sincero —dijo el calderero con solemni­dad—, estoy dispuesto a darte la manta, las dos botellas y el rollo de cuerda.

—Eres generoso, calderero. Pero prefiero quedarme la camisa en lugar de la cuerda y el vino de frutas. Serán un peso muerto en mi bolsa, y todavía he de recorrer mucho camino.

El rostro del calderero se ensombreció un poco, pero se enco­gió de hombros.

—Tú eliges, desde luego. Manta, camisa, aguardiente y tres iotas.

Nos estrechamos la mano, y le ayudé a cargar a Keth-Selhan porque tenía la vaga impresión de que lo había insultado al re­chazar su anterior oferta. Diez minutos más tarde, el anciano ya iba hacia el este, y yo eché a andar hacia el norte por las verdes co­linas, hacia Trebon.

Me alegré de recorrer el último medio kilómetro a pie, porque eso me ayudó a aliviar la rigidez de las piernas y de la espalda. Lle­gué a la cresta de la colina y vi Trebon extendiéndose allá abajo, recogido en la hondonada que formaban las colinas. No era un pueblo grande ni mucho menos; debía de tener un centenar de edi­ficios repartidos alrededor de una docena de retorcidas calles pol­vorientas.

Cuando vivía con la troupe, aprendí a evaluar las característi­cas de un pueblo. Es algo muy parecido a adivinar los gustos de tu público cuando actúas en una taberna. Evaluar un pueblo es más arriesgado, desde luego: si tocas la canción equivocada en una ta­berna, es posible que te abucheen; pero si juzgas mal a un pueblo entero, las cosas pueden ponerse mucho más feas.

Así que analicé las características de Trebon. Estaba en un lu­gar apartado, a medio camino entre un pueblo minero y un pue­blo agrícola. No era probable que desconfiaran en exceso de los forasteros, pero era lo bastante pequeño para que todos supieran, con solo mirarte, que no eras un vecino del lugar.

Me sorprendió ver a gente colocando muñecos rellenos de paja que representaban a engendros delante de sus casas. Eso significa­ba que, pese a la proximidad de Imre y la Universidad, Trebon era una comunidad un tanto atrasada. Todos los pueblos celebran al­gún tipo de festival de la cosecha, pero hoy en día la mayoría de la gente enciende una hoguera y se emborracha. El hecho de que to­davía respetaran las antiguas tradiciones significaba que la gente de Trebon era muy supersticiosa.

A pesar de todo, me gustó ver los engendros. Siempre me han gustado los festivales tradicionales de la cosecha, por muy supers­ticiosos que sean. En realidad son un tipo de teatro.

La iglesia tehlina era el edificio más bonito del pueblo: tenía tres pisos de altura y era de piedra de cantera. Hasta ahí, todo nor­mal; pero atornillada sobre la puerta principal, a gran altura, ha­bía una de las ruedas de hierro más grandes que he visto jamás. De hierro de verdad, y no de madera pintada. Medía tres metros de diámetro y debía de pesar una tonelada. En otras circunstancias, semejante exhibición me habría inquietado un tanto, pero como Trebon era un pueblo minero, pensé que debía de ser una muestra del orgullo de sus habitantes, más que de piedad o fanatismo.

Casi todos los otros edificios del pueblo eran de una sola plan­ta, y estaban hechos de madera basta, con tejados de tejas de ce­dro. Sin embargo, la posada era muy respetable, de dos pisos, con paredes de yeso y tejas de barro cocido en el tejado. Seguro que allí encontraba a alguien que supiera algo más sobre la boda.

Dentro apenas había un puñado de gente; eso no me sorpren­dió, porque estábamos en plena cosecha y todavía quedaban cin­co o seis horas de luz. Puse cara de angustiado y me acerqué a la barra, donde estaba el posadero.

—Disculpe —dije—. Siento molestarlo, pero estoy buscando a una persona.

El posadero era un tipo moreno con el ceño perpetuamente fruncido.

—¿A quién?

—Un pariente mío vino aquí para asistir a una boda —expli­qué—, y me han dicho que hubo problemas.

Al oír la palabra «boda», el ceño del posadero se acentuó. Noté cómo los dos hombres que estaban sentados un poco más allá, a la barra, se esforzaban para no mirarme. Entonces era cierto. Había pasado algo terrible.

Vi cómo el posadero alargaba una mano y posaba los dedos so­bre la barra. Tardé un momento en percatarme de que estaba to­cando la cabeza de hierro de un clavo que estaba hundido en la madera.

—Mal asunto —dijo de manera cortante—. No tengo nada que decir.

—Por favor —insistí confiriéndole un tono preocupado a mi voz—. Estaba en Temfalls visitando a unos familiares cuando nos llegó el rumor de que había pasado algo. Están todos muy ocupa­dos recogiendo el último trigo, y les prometí que vendría aquí y me enteraría de qué había pasado.

El posadero me miró de arriba abajo. A un curioso habría po­dido despacharlo, pero a mí no podía negarme el derecho a saber qué le había ocurrido a un miembro de mi familia.

—Arriba hay una persona que estuvo allí —dijo con aspere­za—. No es de por aquí. Quizá sea el pariente que buscas.

¡Un testigo! Fui a hacer otra pregunta, pero el posadero negó con la cabeza.

—Yo no sé nada —dijo con firmeza—. Ni me importa. —Se dio la vuelta y de pronto se puso a manipular las espitas de sus ba­rriles de cerveza—. Al final del pasillo, a la izquierda.

Crucé la estancia y empecé a subir la escalera. Noté que todo el mundo me miraba. Su silencio y el tono de voz del posadero da­ban a entender que esa persona que estaba en el piso de arriba no era una de tantas que habían estado allí, sino la única. El único su­perviviente.

Llegué al final del pasillo y llamé a la puerta; primero con sua­vidad, luego con más fuerza. Al final la abrí despacio, para no so­bresaltar a quien estuviera dentro.

Era una habitación estrecha con una cama estrecha. Tumba­da en la cama había una mujer vestida y con un brazo vendado. Tenía la cabeza vuelta hacia la ventana, de modo que solo la vi de perfil.

Pero la reconocí al instante. Era Denna.

Debí de hacer algún ruido, porque se volvió y me miró. Abrió mucho los ojos y, por una vez, fue ella la que se quedó sin habla.

—Oí decir que habías tenido un problema —dije con desen­voltura—. Así que pensé que quizá podría ayudarte.

Abrió más los ojos, y luego los entornó.

—Mientes —dijo componiendo una especie de sonrisa irónica.

—Cierto —admití—. Pero es una mentira piadosa. —Entré en la habitación y cerré la puerta sin hacer ruido—. Si lo hubiera sa­bido, habría venido.

—Cualquiera puede hacer el viaje después de recibir la noticia —dijo ella con desdén—. Hay que ser especial para presentarse cuando uno no sabe que hay un problema. —Se incorporó y bajó las piernas de la cama.

Al verla más de cerca, me fijé en que tenía un cardenal en la sien además del brazo vendado. Di un paso más hacia ella.

—¿Te encuentras bien? —pregunté.

—No —contestó ella—. Pero podría estar muchísimo peor. —Se levantó despacio, como si no confiara mucho en poder te­nerse en pie. Dio uno o dos pasos vacilantes y quedó más o menos satisfecha—. Bueno. Puedo andar. Larguémonos de aquí.

















72

Montumulo





Al salir de la habitación, Denna torció a la izquierda en lugar de a la derecha. Al principio creí que estaba desorientada, pero cuando llegó a una escalera trasera vi que lo que estaba haciendo era tratar de salir de la posada sin pasar por la taberna. Encontró la puerta que daba al callejón, pero estaba cerrada con llave.

Así que no tuvimos más remedio que salir por la puerta princi­pal. Nada más entrar en la taberna, todas las miradas se clavaron en nosotros. Denna fue derecha a la puerta, moviéndose con la lenta determinación de una nube de tormenta.

Ya casi estábamos fuera cuando el posadero gritó:

—¡Eh! ¡Eh, tú!

Denna lo miró de refilón. Sus labios dibujaron una delgada lí­nea y siguió caminando hacia la puerta como si no hubiera oído nada.

—Yo me encargo de él —dije en voz baja—. Espérame. Saldré enseguida.

Fui hasta donde estaba el posadero, con el ceño fruncido.

—Así que pariente tuyo, ¿eh? ¿Ya tiene permiso del alguacil para marcharse? —me preguntó.

—Creía que no quería usted saber nada de todo esto —dije.

—No, no quiero saber nada. Pero ha utilizado una habitación, y ha comido, y tuve que hacer venir al médico.

Lo miré con severidad.

—Si hay en este pueblo un médico que valga más que medio penique, yo soy el rey del Vint.

—En total me he gastado medio talento —insistió—. Las ven­das no las regalan, y traje a una mujer para que le hiciera compa­ñía hasta que despertara.

Yo dudaba mucho que se hubiera gastado tanto dinero, pero no quería tener problemas con el alguacil. De hecho, quería evitar cualquier retraso. Dadas las tendencias de Denna, temía que de­sapareciera como la niebla matutina si la perdía de vista más de un minuto.

Saqué cinco iotas de mi bolsa y las tiré encima de la barra.

—Los buitres sacan provecho hasta de la peste —dije con mor­dacidad, y me marché.

Sentí un alivio descomunal cuando vi a Denna esperándome fuera, apoyada en el poste de atar los caballos. Tenía los ojos ce­rrados y la cara vuelta hacia el sol. Dio un suspiro de satisfacción y se volvió hacia el sonido de mis pasos.

—¿Tan mal te han tratado? —pregunté.

—Al principio fueron bastante amables —admitió Denna se­ñalando la posada con el brazo vendado—. Pero había una ancia­na que no dejaba de vigilarme. —Arrugó la frente y se apartó el largo y negro cabello, permitiéndome ver claramente el cardenal que se extendía por su sien hasta la línea de crecimiento del pelo—. Te la puedes imaginar: una solterona con la cara llena de arrugas y con la boca como el culo de un gato.

Solté una carcajada; Denna sonrió, y fue como si el sol asoma­ra por detrás de una nube. Pero su rostro volvió a ensombrecerse cuando agregó:

—No paraba de mirarme de una forma extraña. Como si yo debiera haber tenido la decencia de morir con todos los demás. Como si todo esto fuera culpa mía.

Denna sacudió la cabeza.

—Pero ella era mejor que los viejos. ¡El alguacil me puso una mano en la pierna! —Se estremeció—. Incluso vino el alcalde, muy compungido, como si yo le importara algo; pero se limitó a acribillarme a preguntas: «¿Qué hacía usted allí?», «¿Qué pasó?», «¿Qué vio?»...

El desdén en la voz de Denna me hizo morderme la lengua.

Soy preguntón por naturaleza, y además, el único objetivo de aquel precipitado viaje a las montañas era investigar qué había pasado.

Sin embargo, el tono de voz de Denna dejaba muy claro que no estaba de humor para someterse a más interrogatorios. Me colgué bien el macuto, y entonces se me ocurrió una idea.

—Espera —dije—. Tus cosas. Te lo has dejado todo en la habi­tación.

Denna vaciló un instante.

—Me parece que allí no había nada mío —dijo como si hasta entonces no se le hubiera ocurrido pensarlo.

—¿Estás segura de que no quieres volver y comprobarlo?

Denna negó firmemente con la cabeza.

—No me gusta quedarme donde no soy bien recibida —dijo con naturalidad—. Todo lo demás lo resuelvo por el camino.

Denna empezó a andar por la calle, y yo la seguí. Se metió por una estrecha callejuela orientada hacia el oeste. Pasamos al lado de una anciana que estaba colgando un engendro hecho de gavi­llas de avena. El muñeco llevaba un basto sombrero de paja y unos pantalones de arpillera.

—¿Adonde vamos? —pregunté.

—Quiero ver si mis cosas están en la granja de los Mauthen —respondió Denna—. Después de eso, aceptaré sugerencias. ¿Adonde ibas antes de encontrarme?

—La verdad es que yo también iba a la granja de los Mauthen.

Denna me miró de reojo.

—Muy bien. La granja está a solo un kilómetro y medio de aquí. Llegaremos mucho antes del anochecer.

El terreno de los alrededores de Trebon era agreste: estaba cu­bierto de densos bosques en los que se intercalaban tramos de sue- • lo rocoso. De pronto el camino describía una curva y aparecía un campo pequeño y perfecto de dorado trigo escondido entre los ár­boles o acurrucado en el fondo de un valle, rodeado de oscuros • riscos. Los granjeros y los jornaleros salpicaban los campos; esta­ban cubiertos de granzas y se movían con el lento hastío de quien sabe que todavía queda media jornada de cosecha.

Cuando solo llevábamos un minuto andando, oí un golpeteo de cascos de caballos a nuestras espaldas. Me volví y vi un peque­ño carro descubierto que avanzaba lentamente, dando tumbos, por el camino. Denna y yo nos apartamos hacia los matorrales, porque el camino apenas era lo bastante ancho para que pasara el carro. Un granjero de aspecto cansado nos miró con recelo desde su asiento, encorvado sobre las riendas.

—Vamos a la granja Mauthen —le gritó Denna—. ¿Le impor­taría acercarnos un poco?

El hombre nos lanzó una mirada sombría y señaló la parte tra­sera del carro.

—Yo voy más allá del Montumulo. Puedo dejaros allí, y voso­tros seguís a pie.

Denna y yo nos montamos en el carro y nos sentamos en el sue­lo de listones, mirando hacia atrás y con los pies colgando del bor­de. No viajábamos mucho más deprisa que a pie, pero a los dos nos alivió no tener que caminar.

Íbamos callados. Como es obvio, Denna no quería hablar de según qué cosas delante del granjero, y yo me alegré de tener un momento para reflexionar. Había llegado a Trebon dispuesto a contar todas las mentiras que hiciera falta para sonsacarle la in­formación que quería al testigo, pero Denna complicaba las cosas. No quería mentirle, pero al mismo tiempo no podía arriesgarme a revelarle demasiado. Y ante todo, no quería que pensara que estaba loco con mis historias disparatadas sobre los Chandrian...

Así que íbamos callados. Resultaba agradable estar a su lado. Diréis que una chica vendada y con un ojo morado no puede estar guapa, pero Denna sí. Era bella como la luna: con alguna mácula, pero perfecta.

El granjero me sacó de mi ensimismamiento diciendo:

—Hemos llegado. Eso es el Montumulo.

Le dimos las gracias al granjero y saltamos del carro. Denna me precedió por un sendero de tierra que serpenteaba por la ladera de la colina, entre árboles y algún que otro afloramiento de gastadas y oscuras rocas. Denna parecía más firme que cuan­do habíamos salido de la taberna, pero no apartaba la vista del suelo y pisaba con mucho cuidado, como si temiera perder el equilibrio.

De pronto se me ocurrió una cosa.

—Encontré tu nota —dije, y saqué la hoja doblada de uno de los bolsillos de mi capa—. ¿Cuándo me la dejaste?

—Hace casi dos ciclos.

Hice una mueca.

—La encontré anoche.

Denna asintió para sí.

—Ya lo pensé al ver que no aparecías. Supuse que se habría caí­do, o que se habría mojado y no habrías podido leerla.

—Es que últimamente no he entrado por la ventana —dije.

Denna se encogió de hombros.

—Fue una tontería dejártela en la ventana, la verdad. Pensé de­jártela bajo la almohada, pero quería estar segura de que serías tú quien la encontrara.

—¿Quién más iba a encontrar algo en mi cama?

Denna me miró con franqueza.

—Me parece que sobrevaloras mi popularidad —dije con toda la aspereza de que fui capaz, esforzándome para no ruborizarme.

Intenté pensar algo que añadir, algo que explicara lo que Den­na había visto cuando Fela me había regalado la capa en el Eolio. Pero no se me ocurría nada.

—Lamento haberme perdido la comida.

Denna me miró con gesto risueño.

—Deoch me contó que habías quedado atrapado en un incen­dio, o algo así. Me dijo que tenías muy mal aspecto.

—Me sentía muy mal —admití—. Pero más por haber faltado a nuestra cita que por el incendio...

Puso los ojos en blanco.

—Sí, seguro que estabas terriblemente consternado. En cierto modo me hiciste un favor. Mientras estaba allí sentada, sola, lan­guideciendo...

—Ya te he dicho que lo lamento.

—... se me presentó un caballero. Estuvimos charlando, cono­ciéndonos el uno al otro... —Se encogió de hombros y me miró de reojo, casi con timidez—. Desde ese día he vuelto a verlo varias ve­ces. Si todo va bien, creo que antes de que termine el año será mi mecenas.

—¿En serio? —dije, y sentí un gran alivio—. Qué bien. Te lo mereces, y desde hace mucho tiempo. ¿Quién es?

Denna sacudió la cabeza, y el oscuro cabello le tapó la cara.

—No puedo decírtelo. Está obsesionado con su intimidad. Tar­dó más de un ciclo en decirme su verdadero nombre. Y ni siquie­ra estoy segura de que ese nombre sea el de verdad.

—Si no estás segura de quién es —pregunté—, ¿cómo sabes que es un caballero?

Era una pregunta estúpida. Ambos conocíamos la respuesta, pero de todas formas, Denna me contestó:

—Por el dinero que maneja. Por la ropa que lleva. Por sus mo­dales. —Se encogió de hombros—. Aunque solo sea un comer­ciante acaudalado, será un buen mecenas.

—Pero no un excelente mecenas. Las familias de comerciantes no tienen la misma estabilidad...

—... y sus nombres no imponen tanto —terminó ella encogién­dose de hombros para darme a entender que ya lo sabía—. Media hogaza es mejor que nada, y yo estoy harta de no tener ni un men­drugo de pan que llevarme a la boca. —Suspiró—. Me he esforza­do mucho para convencerlo. Pero es tan escurridizo... Nunca nos encontramos dos veces en el mismo sitio, y nunca en público. A veces quedamos y no aparece. Aunque eso no es ninguna nove­dad para mí...

Denna pisó una piedra suelta y dio un traspié. Fui a sujetarla, y ella se agarró a mi brazo y a mi hombro antes de caer. Nos que­damos un momento abrazados hasta que Denna recobró el equi­librio, y noté su cuerpo contra el mío.

La solté y nos apartamos el uno del otro. Pero después de re­cuperar el equilibrio, Denna dejó una mano apoyada en mi hom­bro. Me moví despacio, como si un pájaro salvaje se hubiera po­sado allí y yo quisiera evitar por todos los medios asustarlo para que no echara a volar.

Estuve a punto de rodearla con el brazo, en parte para ayudarla a sostenerse, y en parte por otras razones más obvias. Pero des­carté esa idea. Todavía recordaba la cara que había puesto cuan­do mencionó que el alguacil le había tocado una pierna. ¿Qué pa­saría si reaccionaba de forma parecida conmigo?

Los hombres acosaban a Denna, y yo sabía, por nuestras con­versaciones, lo pesados que ella los encontraba. Yo no soportaba la idea de cometer los mismos errores que cometían otros, senci­llamente porque no sabía cómo actuar. Era mejor no correr el ries­go de ofenderla; era mejor permanecer a salvo. Como ya he dicho, existe una gran diferencia entre no tener miedo y ser valiente.

Seguimos andando por el sendero, que describía una curva tras otra y ascendía por la colina. Solo se oía el viento entre la hierba alta.

—Así que es reservado —dije con cautela, temiendo que el si­lencio empezara a resultarnos incómodo.

—Mucho más que reservado —dijo Denna mirando hacia el cielo—. Una vez, una mujer me ofreció dinero a cambio de infor­mación sobre él. Yo me hice la tonta, y después, cuando se lo co­menté, me dijo que había sido una prueba para ver si podía confiar en mí. En otra ocasión, unos hombres me amenazaron. Supongo que era otra prueba.

A mí ese tipo me parecía de lo más siniestro, un fugitivo de la ley o alguien que se escondía de su familia. Estaba a punto de decírselo a Denna cuando vi que me miraba, angustiada. Estaba preocupada; le preocupaba que yo me riera de ella por consentir­le los caprichos a un señoritingo paranoico.

Recordé mi conversación con Deoch sobre el hecho de que, por muy difícil que fuera mi situación, la de ella era incuestiona­blemente más difícil. ¿Qué estaría dispuesto a soportar yo para conseguir el mecenazgo de algún poderoso noble? ¿Qué estaría dispuesto a hacer para encontrar a alguien que me diera dinero para comprar cuerdas para el laúd, que se preocupara de alimen­tarme y de vestirme y que me protegiera de cabronazos como Ambrose?

Decidí no hacer más comentarios de ese estilo y compuse una sonrisa cómplice.

—Más vale que sea lo bastante rico para merecer las molestias que te tomas por él —dije—. Más vale que tenga bolsas llenas de dinero. ¡Sacos!

Denna esbozó una sonrisa, y noté cómo su cuerpo se relajaba; debía de alegrarse de que no la juzgara.

—Eso sí que estaría bien, ¿verdad? —añadí, y los ojos de Den­na chispearon diciendo: «Sí».

—Él es la razón de que esté aquí —continuó—. Me pidió que fuera a esa boda. Es un entorno mucho más rural de lo que yo esperaba, pero... —Volvió a encogerse de hombros, un silencioso comentario sobre los inexplicables deseos de la nobleza—. Creía que mi futuro mecenas también estaría en la boda... —Se inte­rrumpió y rió entre dientes—. ¿Tiene sentido que lo llame así?

—Invéntate un nombre —propuse.

—Escógelo tú —repuso ella—. ¿No os enseñan muchos nom­bres en la Universidad?

—Annabelle —sugerí.

—No pienso llamar Annabelle a mi futuro mecenas —dijo ella riendo.

—¿El duque de Pastagansa?

—Eso es ser frivolo. Inténtalo otra vez.

—Bueno, si te gusta alguno, párame: Federico el Frivolo. Frank. Feran. Forue. Fordale...

Seguimos ascendiendo por la colina; Denna iba sacudiendo la cabeza. Cuando por fin llegamos a la cima, soplaba un fuerte viento. Denna me cogió del brazo para no perder el equilibrio, y yo levanté una mano para protegerme del polvo y de las hojas. Tosí, sorprendido, cuando el viento me metió una hoja en la boca y me hizo atragantarme y farfullar.

Denna lo encontró muy gracioso.

—Vale —dije sacándome la hoja de la boca. Era amarilla y te­nía forma de punta de lanza—. El viento ha decidido por noso­tros. Maese Fresno.

—¿Seguro que no tendría que ser maese Olmo? —replicó Den­na examinando la hoja—. Es un error muy corriente.

—Sabe a fresno —dije—. Te lo aseguro.

Denna asintió con gesto de gravedad, aunque le chispeaban los ojos.

—Está bien. Lo llamaremos Fresno.

Cuando salimos de entre los árboles y llegamos a la cima de la colina, volvió a soplar una ráfaga de viento que nos acribilló con una especie de arenilla. Denna se apartó de mí, mascullando y fro­tándose los ojos. De pronto, noté un intenso frío en la parte de mi brazo donde ella había posado la mano.

—¡Manos negras! —dijo frotándose la cara—. Tengo granzas en los ojos.

—No son granzas —dije mirando más allá de la cima de la co­lina. A solo unos quince metros de donde nos encontrábamos ha­bía un grupito de edificios calcinados. Debía de ser la granja de los Mauthen—. Es ceniza.





Conduje a Denna hasta un bosquecillo que nos protegería del viento y desde donde no se veía la granja. Le di mi botella de agua y nos sentamos en un árbol caído; descansamos mientras Denna se enjugaba los ojos.

—Mira —dije con vacilación—, no hace falta que vayas has­ta allí. Si me dices dónde dejaste tus cosas, puedo ir yo a bus­carlas.

Denna entornó un poco los ojos.

—No sé si lo dices por consideración o por condescendencia...

—No sé qué viste anoche, así que no sé en qué medida tengo que ser delicado.

—En general no necesito mucha delicadeza —dijo ella de ma­nera cortante—. No soy una margarita ruborosa.

—Las margaritas no se ruborizan.

Denna me miró parpadeando; tenía los ojos enrojecidos.

—Seguramente te refieres a una dulce violeta, o a una virgen ruborosa. Además, las margaritas son blancas. No pueden sonro­jarse...

—Eso sí que ha sido condescendiente —replicó Denna.

—No, solo pretendía que vieras la diferencia —dije—. Para que puedas comparar. Así no dudarás tanto cuando pretenda ser considerado.

Nos miramos a los ojos, y al final ella desvió la mirada, fro­tándose los ojos.

—De acuerdo —concedió.

Inclinó la cabeza hacia atrás y se echó más agua en la cara, par­padeando enérgicamente.

—No vi gran cosa, la verdad —dijo al mismo tiempo que se secaba la cara con la manga de la camisa—. Toqué antes de la boda, y también después, antes de que empezaran a cenar. Seguía espe­rando a que apareciera mi... —esbozó una sonrisa— maese Fres­no, pero sabía que no debía preguntar por él. Suponía que todo aquello era otra de sus pruebas.

Se quedó callada un momento, con el ceño fruncido.

—Siempre se las ingenia para hacerme saber que está cerca. Pedí que me excusaran un momento y lo encontré junto al grane­ro. Fuimos a dar un paseo por el bosque y me hizo una serie de preguntas. Quién había en la boda, cuántas personas, cómo eran. —Se quedó pensativa—. Ahora que lo pienso, esa fue la verdade­ra prueba. Quería comprobar si era observadora.

—Por lo que dices, podría tratarse de un espía —cavilé.

Denna se encogió de hombros.

—Estuvimos una media hora charlando y paseando. Entonces él oyó algo y me pidió que lo esperara. Fue hacia la gíanja y tardó mucho en volver.

—¿Cuánto rato?

—Unos diez minutos. —Se encogió de hombros—. Ya sabes lo que pasa cuando estás esperando a alguien. Estaba oscuro, y yo tenía hambre y frío. —Se abrazó la cintura y se inclinó un poco hacia delante—. Dios, ahora también tengo hambre. Cómo me gustaría haber...

Saqué una manzana de mi macuto y se la di. Eran unas manza­nas preciosas, rojas como la sangre, dulces y tersas. De esas man­zanas con las que sueñas todo el año, pero que solo encuentras du­rante unas pocas semanas en otoño.

Denna me miró con extrañeza.

—Antes viajaba mucho —expliqué, y cogí otra manzana para mí—. Y pasaba mucha hambre. Así que procuraba llevar siempre algo para comer. Cuando montemos el campamento para pasar la noche, te prepararé una cena de verdad.

—¡Y encima, cocina! —Le dio un mordisco a la manzana y be­bió un poco de agua para ayudar a tragársela—. En fin, me pare­ció oír unos gritos y fui hacia la granja. Salí de detrás de un risco, y oí claramente gritos y chillidos. Me acerqué un poco más y olí el humo. Y vi la luz del fuego a través de los árboles...

—¿De qué color era? —pregunté con la boca llena.

Denna me miró; de pronto, su expresión denotaba descon­fianza.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Lo siento. Te he interrumpido —dije tragándome el trozo de manzana—. Termina tu historia, y luego te lo contaré.

—Ya he hablado mucho —dijo Denna—. Y tú todavía no me has explicado qué haces en este rincón del mundo.

—Los maestros de la Universidad oyeron unos extraños rumo­res y me enviaron aquí para comprobar si eran ciertos —mentí. No había ni pizca de vacilación ni de torpeza en mi mentira. En realidad ni siquiera la planeé, sino que sencillamente me salió. No tenía más remedio que tomar una decisión precipitada, y no quería arriesgarme a hablarle a Denna de mi búsqueda de los Chandrian. No soportaba la idea de que Denna me tomara por un chiflado.

—¿En la Universidad hacen esas cosas? —me preguntó—. Creía que os pasabais el día leyendo libros.

—Sí, hay gente que lee —admití—. Pero cuando oímos rumo­res extraños, alguien tiene que ir a ver qué ha pasado. Cuando la gente se vuelve supersticiosa, nos mira a los de la Universidad y piensa: «¿Habrá por ahí alguien que esté tonteando con fuerzas oscuras que es mejor dejar en paz? ¿A quién podríamos lanzar a una enorme y abrasadora hoguera?».

—Y tú, ¿haces eso muy a menudo? —Agitó la mano en que te­nía la manzana medio comida—. ¿Investigar cosas?

Negué con la cabeza.

—Es que hice enfadar a un maestro. Y él se aseguró de que me tocara a mí hacer este viajecito.

No era una mala mentira, teniendo en cuenta que estaba im­provisando. Hasta se sostendría si Denna preguntaba un poco por ahí, porque había parte de verdad en ella. Cuando lo exigen las circunstancias, soy un mentiroso excelente. No es la más noble de las habilidades, pero resulta útil. Contar mentiras se parece a ac­tuar y a relatar historias, y las tres cosas las aprendí de mi padre, que era todo un experto.

—No dices más que sandeces —me soltó Denna.

Me quedé parado, a punto de hincarle los dientes a la manzana. Me la quité de la boca dejando unas marcas blancas en la piel roja.

—¿Cómo dices?

Denna se encogió de hombros.

—Si no quieres contármelo, no me importa. Pero no me cuen­tes cuentos chinos con la intención de tranquilizarme o impresio­narme.

Inspiré hondo, titubeé y exhalé despacio.

—No quiero mentirte acerca de por qué estoy aquí —dije—. Pero me preocupa lo que puedas pensar si te digo la verdad.

Los ojos de Denna eran oscuros y serios, y no delataban nada.

—Muy bien —dijo por fin haciendo un gesto de asentimiento casi imperceptible—. Eso me lo creo.

Mordió la manzana y me miró a los ojos mientras mastica­ba, largo rato. Tenía los labios más húmedos y más rojos que la manzana.

—Oí ciertos rumores —dije por fin—. Y quiero saber qué pasó aquí. Eso es todo, de verdad. Solo...

—Lo siento, Kvothe. —Denna suspiró y se pasó una mano por el pelo—. No he debido presionarte. En realidad no es asunto mío. Yo sé muy bien lo que es tener secretos.

Estuve a punto de revelárselo todo. De contarle toda la histo­ria sobre mis padres, los Chandrian, el hombre de los ojos negros y la sonrisa de pesadilla. Pero temí que pareciera la desesperada invención de un niño al que han descubierto mintiendo. Así que tomé el camino de los cobardes y me quedé callado.

—Así nunca encontrarás a tu amor verdadero —dijo Denna.

Salí de golpe de mi ensimismamiento, desconcertado.

—Perdona, ¿cómo dices?

—Te comes el corazón de la manzana —dijo ella, risueña—. Te comes toda la pulpa, y luego te comes el corazón, de abajo arriba. Nunca se lo había visto hacer a nadie.

—Es una vieja costumbre —dije quitándole importancia. No quería decirle la verdad: que hubo una época de mi vida en que el corazón era lo único de la manzana que encontraba para comer, y que lo hacía de muy buen grado—. ¿Qué es eso que dijiste?

—¿Nunca has jugado a ese juego? —Sostuvo en alto el corazón de su manzana sujetándolo con dos dedos por el pedúnculo—. Piensas una letra y haces girar la manzana. Si el pedúnculo aguan­ta, piensas otra letra y la haces girar otra vez. Cuando el pedúncu­lo se suelta... —el suyo se soltó—, tienes la primera letra del nom­bre de la persona de quien te vas a enamorar.

Miré el trocito de manzana que había dejado. No era lo bas­tante grande para sujetarlo y hacerlo girar. Me comí el resto de la manzana y tiré el pedúnculo.

—Se ve que yo no me enamoraré.

—Ya has vuelto a hacerlo: siete palabras —dijo Denna son­riendo—. Supongo que sabes que siempre lo haces.

Tardé un momento en darme cuenta de a qué se refería, pero antes de que pudiera responder, Denna continuó:

—Dicen que las semillas no son saludables. Contienen arsé­nico.

—Eso son cuentos de viejas. —Era una de las diez mil pregun­tas que le había hecho a Ben durante el tiempo que viajó con la troupe—. No es arsénico, sino cianuro, y para que te hicieran daño tendrías que comerte un montón de semillas.

—Ah. —Denna contempló el corazón de su manzana con ges­to especulativo, y luego empezó a comérselo de abajo arriba.

—Estabas contándome lo que le pasó a maese Fresno cuando te he interrumpido groseramente —dije con toda la delicadeza de que fui capaz.

Denna se encogió de hombros.

—No hay mucho más que contar. Vi el fuego, me acerqué a él, oí más gritos y mucho alboroto...

—¿Y el fuego?

Vaciló un instante.

—Era azul.

Noté una especie de desasosiego. Me emocionaba estar, al fin, cerca de las respuestas sobre los Chandrian. Y al mismo tiempo me daba miedo estar cerca de ellos.

—¿Cómo eran los que te atacaron? ¿Cómo lograste huir?

Denna soltó una risa amarga.

—No me atacó nadie. Vi unas siluetas recortadas contra el fue­go y eché a correr como una endemoniada. —Levantó el brazo vendado y se tocó el lado de la cabeza—. Debí de chocar contra un árbol y perdí el conocimiento. Me he despertado esta mañana en el pueblo.

»Esa es la otra razón por la que necesitaba volver —pro­siguió—. No sé si maese Fresno seguirá por aquí. En el pueblo na­die comentó que hubieran encontrado otro cadáver, pero no podía preguntar sin que sospecharan...

—Y además, a él no le habría gustado.

Denna asintió.

—Estoy segura de que convertirá esto en otra prueba para ver si sé tener la boca cerrada. —Me miró de forma elocuente—. Por cierto...

—Si nos encontramos a alguien, me mostraré terriblemente sorprendido —me anticipé—. No te preocupes.

Denna sonrió un tanto nerviosa.

—Gracias. Espero que esté con vida. Llevo dos ciclos enteros intentando convencerlo. —Bebió un último sorbo de agua de mi botella y me la devolvió—. Vamos a echar un vistazo, ¿no?

Denna se puso en pie con vacilación, y yo guardé mi botella de agua en el macuto mientras la miraba con el rabillo del ojo. Lle­vaba casi un año trabajando en la Clínica. Denna había recibido un golpe en la sien izquierda lo bastante fuerte para que se le hin­chara el ojo y le saliera un cardenal que se extendía desde la oreja hasta la raíz del pelo. Llevaba el brazo derecho vendado y, por cómo se movía, deduje que tenía magulladuras considerables en el costado izquierdo, si no unas cuantas costillas rotas.

Si había chocado contra un árbol, debía de haber sido un árbol con una forma muy rara.

Pero aun así, no dije nada. No quise presionarla.

¿Cómo iba a hacerlo? Yo también sabía muy bien lo que era te­ner secretos.





La granja no ofrecía un aspecto excesivamente truculento. El gra­nero había quedado reducido a un revoltijo de cenizas y tablo­nes. En uno de los lados había un abrevadero junto a un calcinado molino de viento. El viento intentaba hacerlo girar, pero solo le quedaban tres aspas, y lo único que hacía era oscilar: delante y atrás, delante y atrás.

No había cadáveres. Solo las profundas roderas que habían de­jado las ruedas de los carros cuando habían ido a recogerlos.

—¿Cuánta gente había en la boda? —pregunté.

—Veintiséis contando a los novios. —Denna le dio un puntapié a un madero carbonizado medio enterrado en la ceniza, cerca de los restos del granero—. Es una suerte que aquí suela llover por las no­ches, porque si no, toda esta ladera de la montaña estaría ardiendo.

—¿Sabes si hay viejas enemistades por aquí? —pregunté—. ¿Rivalidad entre familias? ¿Otro pretendiente sediento de ven­ganza?

—Pues claro —replicó Denna—. En un pueblo tan pequeño como este, esas cosas son las que mantienen la estabilidad. La gen­te de estos sitios arrastra rencillas de cincuenta años por lo que su Tom dijo sobre nuestro Kari. —Sacudió la cabeza—. Pero nada que justificara un asesinato. Era gente normal y corriente.

Normal y corriente, pero rica, pensé mientras iba hacia el edi­ficio principal de la granja. Era un tipo de casa que solo una fami­lia acaudalada podía permitirse el lujo de construir. Los cimientos y las paredes de la planta baja eran de sólida piedra gris. El piso superior era de yeso y madera, con refuerzos de piedra en las es­quinas.

Aun así, las paredes estaban combadas hacia dentro y a punto de derrumbarse. Las ventanas y la puerta eran meras oquedades bordeadas de hollín. Me asomé por la puerta y vi que la piedra gris de las paredes estaba tiznada. Había piezas de loza rota es­parcidas por el chamuscado suelo de madera, entre los restos de los muebles.

—Si tus cosas estaban aquí dentro —le dije a Denna—, me temo que no quedará mucho de ellas. Podría entrar a mirar...

—No digas estupideces —repuso ella—. Esto está a punto de venirse abajo. —Dio unos golpecitos con los nudillos en el marco de la puerta, que produjo un sonido hueco.

Ese ruido me extrañó, y me acerqué a mirar. Metí una uña bajo la jamba y desprendí, con muy poco esfuerzo, una larga astilla del tamaño de la palma de mi mano.

—Esto parece madera de deriva y no madera para construc­ción —observé—. Después de haberse gastado tanto dinero, ¿por qué lo escatimarían en el marco de la puerta?

Denna se encogió de hombros.

—Quizá lo hizo el calor del incendio.

Asentí abstraído, y seguí paseándome y mirando alrededor. Me agaché para recoger un trozo de teja de madera chamuscado y murmuré un vínculo. Noté un breve escalofrío en los brazos, y una llama prendió en el extremo.

—Eso es algo que no se ve todos los días —comentó Denna. Lo dijo con calma, pero era una calma forzada, como si quisiera apa­rentar indiferencia.

Tardé un momento en comprender a qué se refería. Una sim­patía tan sencilla como aquella era algo tan habitual en la Univer­sidad que ni siquiera se me había ocurrido pensar qué le parecería a alguien que no estuviera familiarizado con ella.

—De vez en cuando tonteo con fuerzas oscuras que es mejor dejar en paz —dije alegremente sosteniendo la teja ardiendo—. ¿El fuego de anoche era azul?

Denna asintió.

—Como una llamarada de gas de hulla. Como esas lámparas que tienen en Anilin.

La teja de madera ardía con unas llamas de color naranja com­pletamente normales. No tenían ni rastro de azul, pero podía ser que el fuego de la noche anterior sí hubiera sido azul. Solté el tro­zo de teja y lo pisé con la bota.

Volví a dar una vuelta alrededor de la casa. Había algo que me inquietaba, pero no acertaba a identificarlo. Quería entrar a fisgar.

—Veo que el incendio no fue muy grave —le grité a Denna—. ¿Qué fue lo que dejaste dentro?

—¿Que no fue muy grave? —dijo ella, incrédula, viniendo ha­cia mí—. ¡Pero si ha quedado todo destrozado!

Señalé con un dedo.

—El tejado no está completamente quemado; solo lo está la parte más cercana a la chimenea. Eso quiere decir que probable­mente el fuego no afectó mucho al piso de arriba. ¿Qué tenías aquí?

—Tenía algo de ropa y una lira que me había regalado maese Fresno.

—¿Tocas la lira? —Eso me sorprendió—. ¿De cuántas cuerdas?

—De siete. En realidad estoy aprendiendo a tocarla. —Soltó una risita forzada—. Estaba aprendiendo. Sé lo justo para tocar en una boda de pueblo.

—No pierdas el tiempo con la lira —le aconsejé—. Es un ins­trumento arcaico y poco sutil. No lo digo para menospreciar tu elección —me apresuré a puntualizar—. Lo digo porque tu voz merece un mejor acompañamiento que el de una lira. Si buscas un instrumento de cuerda pulsada que puedas transportar, te reco­miendo un arpa pequeña.

—Eres muy amable —dijo Denna—. Pero no la escogí yo, sino maese Fresno. La próxima vez le pediré que me compre un arpa. —Miró alrededor y dio un suspiro—. Si es que sigue vivo, claro.

Me asomé por una de las ventanas, y me quedé con un trozo del alféizar en las manos al apoyarme en él.

—Esta madera también está podrida —dije desmenuzándola con las manos.

—Exacto. —Denna me cogió por el brazo y me apartó de la ventana—. La casa está a punto de caérsete encima. No vale la pena entrar. Como tú mismo has dicho, solo es una lira.

Dejé que Denna me apartara de la casa.

—El cadáver de tu mecenas podría estar en el piso de arriba.

Denna negó con la cabeza.

—No es la clase de persona que entra en un edificio en llamas y queda atrapado en él. —Me miró con severidad—. Además, ¿qué esperas encontrar ahí dentro?

—No lo sé —admití—. Pero si no entro, no sé en qué otro sitio voy a buscar pistas sobre lo que pasó aquí.

—¿Qué rumor fue ese que oíste, por cierto?

—No gran cosa —admití recordando lo que había dicho el barquero—. Que habían muerto varias personas en una boda. Que los habían encontrado a todos muertos y descuartizados como muñecas de trapo. Y que había fuego azul.

—No es verdad que estuvieran descuartizados —dijo Denna—. Según contaban en el pueblo, los atacaron con puñales y espadas.

Desde que había llegado al pueblo, yo no había visto a nadie que llevara siquiera un puñal. Lo único parecido a un arma eran las hoces y las guadañas de los campesinos que trabajaban en los campos. Volví a contemplar la hundida granja; estaba convencido de que se me escapaba algo...

—Y ¿qué crees que pasó? —me preguntó Denna.

—No lo sé —respondí—. Imaginaba que quizá no encontraría nada. Ya sabes que los rumores siempre exageran. —Miré alrede­dor—. No me habría creído lo del fuego azul de no haber estado tú presente y de no habérmelo confirmado.

—No fui la única que lo vio —repuso ella—. La casa todavía ardía cuando vinieron a buscar los cadáveres y me encontraron.

Miré alrededor con fastidio. Seguía teniendo la impresión de que se me escapaba algún detalle, pero no habría sabido decir qué era ni por todo el oro del mundo.

—¿Qué piensan en el pueblo? —pregunté.

—Conmigo no estuvieron muy parlanchines —contestó ella con amargura—. Pero oí parte de una conversación entre el alguacil y el alcalde. Hablaban de demonios. El fuego azul era una prueba incuestionable. Algunos hablaban de engendros. Supongo que el festival de la cosecha de este año será el más tradicional de la historia de este pueblo. Habrá muchas fogatas, sidra, muñecos de paja...

Volví a mirar alrededor: las ruinas del granero, un molino con tres aspas, y los restos chamuscados de una casa. Me pasé ambas manos por el pelo, frustrado y convencido de que pasaba algo por alto. Yo esperaba encontrar... algo. Cualquier cosa.

Estaba allí plantado y comprendí lo delirante que era esa espe­ranza. ¿Qué esperaba encontrar? ¿La huella de una pisada? ¿Un trocito de tela de una capa? ¿Una nota arrugada con una informa­ción de vital importancia? Esas cosas solo pasaban en las historias.

Saqué mi botella y me bebí el agua que quedaba.

—Bueno, aquí ya he terminado —dije, y me dirigí hacia el abrevadero—. ¿Qué piensas hacer tú ahora?

—Quiero echar un vistazo —contestó Denna—. Cabe la posi­bilidad de que mi caballero esté por aquí, herido.

Miré más allá de las doradas y suaves colinas, cubiertas de ár­boles otoñales y de campos de trigo, verdes pastos y bosques de pinos y abetos. Aquí y allá se distinguían las oscuras cicatrices de riscos y afloramientos de roca.

—Hay mucho terreno donde buscar...

Denna asintió con resignación.

—Al menos tengo que intentarlo.

—¿Quieres que te ayude? —pregunté—. Conozco un poco los secretos del bosque...

—Agradecería mucho tu compañía, desde luego —contestó—. Sobre todo teniendo en cuenta que podría haber una banda de demonios merodeando por estos lares. Además, te recuerdo que te has ofrecido a prepararme la cena de esta noche.

—Es verdad. —Pasé al lado del molino calcinado y fui hasta la bomba de mano, de hierro. Así el mango, apoyé todo el peso del cuerpo en él, y de pronto se partió por la base y estuve a punto de caerme.

Me quedé mirando el mango roto. Estaba completamente oxidado y se desmenuzaba desprendiendo ásperas escamas de herrumbre.

Entonces recordé la noche que encontré a mi troupe asesinada, años atrás. Recordé que alargué una mano para sujetarme a la rueda de un carromato y que las fuertes bandas de hierro se ha­bían oxidado hasta desmenuzarse. Recordé la gruesa y sólida ma­dera haciéndose pedazos cuando la toqué.

—¿Kvothe? —Denna me miraba con gesto de preocupación; su cara estaba muy cerca de la mía—. ¿Estás bien? Por el renegri­do Tehlu, siéntate o te vas a caer. ¿Te has hecho daño?

Me senté en el borde del abrevadero, pero los gruesos tablo­nes se desintegraron bajo mi peso como un tocón podrido. Dejé que la fuerza de la gravedad tirara de mí hasta quedar sentado en la hierba.

Sostuve en alto el mango oxidado de la bomba para mostrár­selo a Denna. Ella lo miró y arrugó la frente.

—Esa bomba era nueva. El padre estuvo alardeando de lo mu­cho que le había costado instalar un pozo aquí, en lo alto de la co­lina. No paraba de repetir que no quería que su hija tuviera que acarrear cubos de agua hasta la cima tres veces al día.

—¿Qué crees que pasó? —pregunté—. Dime la verdad.

Denna miró alrededor; el cardenal de la sien destacaba contra su pálido cutis.

—Creo que cuando haya terminado de buscar a mi futuro me­cenas, voy a largarme de aquí para no volver nunca.

—Eso no es ninguna respuesta —insistí—. ¿Qué crees que pasó?

Denna me miró a los ojos largo rato antes de responder:

—Nada bueno. Nunca he visto un demonio, y no creo que lo vea nunca. Pero tampoco he visto nunca al rey del Vint...

—¿Conoces esa canción infantil? —Denna me miró sin com­prender, así que canté:



Cuando de azul se tiñe el fuego del hogar,

¿cómo podemos actuar?, ¿cómo podemos actuar?

Salgamos corriendo, escondámonos huyendo.

Cuando tu reluciente espada se empieza a aherrumbrar,

¿en quién confiar?, ¿en quién confiar?

Sigue tu propia guía, piedra erguida.



Denna palideció al comprender lo que yo estaba insinuando. Asintió y entonó el estribillo:



¿Veis a una mujer de nivea palidez?

En silencio acuden y en silencio se marchan.

¿Cuál es su plan?, ¿cuál es su plan?

Los Chandrian, los Chandrian.



Denna y yo nos sentamos en la alfombra de sombra que se extendía bajo los árboles otoñales, lejos de la granja en ruinas. «Los Chan­drian —pensé—. Los Chandrian estuvieron realmente aquí.» Toda­vía estaba tratando de poner en orden mis ideas cuando Denna dijo:

—¿Era esto lo que esperabas encontrar?

—Era lo que buscaba —contesté. «Los Chandrian estuvieron aquí hace menos de un día»—. Pero no esperaba esto. No sé cómo explicarlo. Cuando eres pequeño y excavas en busca de un tesoro enterrado, no esperas encontrarlo. Vas al bosque a buscar hadas y resinillos, pero no los encuentras. —«Mataron a mi troupe, y ma­taron a los asistentes a esta boda»—. Mierda, me paso la vida bus­cándote a ti en Imre, pero tampoco espero encontrarte... —Me di cuenta de que estaba desvariando, y me callé.

Denna rió y descargó un poco de tensión. No había burla en su risa, solo júbilo.

—¿Me estás comparado con un tesoro escondido o con un Fata?

—Eres ambas cosas. Escondida, valiosa, muy buscada y rara­mente encontrada. —La miré; mi mente apenas prestaba atención a las palabras que salían por mi boca—. También tienes mucho de los Fata. —«Existen —pensaba—. Los Chandrian existen»—. Nunca estás donde te busco, y apareces cuando menos lo espero. Como el arco iris.

Durante el pasado año, yo había guardado un secreto temor en el corazón. A veces temía que el recuerdo de los Chandrian y del asesinato de los componentes de mi troupe fuera solo una especie de extraña pesadilla terapéutica que mi mente había creado para ayudarme a asimilar la pérdida de todo mi mundo. Pero ya tenía algo parecido a una prueba. Eran reales. Mi recuerdo era real. No estaba loco.

—Una tarde, cuando era niño, me pasé una hora persiguiendo el arco iris. Me perdí en el bosque. Mis padres estaban desespera­dos. Yo estaba convencido de que podría atraparlo. Creía ver el si­tio donde tocaba el suelo. Contigo me pasa lo mismo...

Denna me tocó un brazo. Noté el repentino calor de su mano a través de la camisa. Inspiré hondo y aspiré el aroma de su pelo, ca­lentado por el sol; el olor a hierba verde, y a su sudor limpio, y a su aliento, y a manzanas. El viento susurró entre los árboles y le alborotó el cabello, que me rozó la cara.

De pronto, el silencio se apoderó del claro, y reparé en que lle­vaba varios minutos hablando sin pensar lo que decía. Me sonro­jé de vergüenza y miré alrededor al recordar dónde estaba.

—Te veo un poco alicaído —dijo Denna con dulzura—. Me pa­rece que nunca te había visto así.

Volví a respirar hondo y despacio.

—Estoy alicaído siempre —dije—, solo que lo disimulo.

—A eso me refería. —Dio un paso hacia atrás, y su mano se deslizó lentamente por todo mi brazo hasta separarse por com­pleto de él—. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Pues... no tengo ni idea. —Miré alrededor, perdido.

—Eso tampoco es muy propio de ti.

—Quiero agua —dije, y compuse una tímida sonrisa al darme cuenta de que había hablado como un niño pequeño.

Denna me devolvió la sonrisa.

—Para empezar, no está mal —bromeó—. ¿Y después?

—Quiero saber por qué los Chandrian atacaron a esa gente.

—¿«Cuál es su plan», no? —Adoptó una expresión más se­ria—. Contigo no hay término medio, ¿verdad? Lo único que quieres es beber agua y saber la respuesta a una pregunta que la gente lleva haciéndose desde... bueno, desde siempre.

—¿Qué crees que pasó? —pregunté una vez más—. ¿Quién crees que los mató?

Denna se cruzó de brazos.

—No lo sé —contestó—. Podría haber infinidad de... —Se in­terrumpió y se mordió el labio inferior—. No. Eso no es verdad —rectificó—. Resulta extraño decirlo, pero creo que fueron ellos. Parece algo sacado de una historia, y por eso preferiría no creerlo. Pero lo creo. —Me miró con nerviosismo.

—Haces que me sienta mejor. —Me levanté—. Creía que esta­ba un poco loco.

—Quizá lo estés —replicó ella—. Yo no soy un buen baremo para evaluar tu cordura.

—¿Crees que estás loca?

Denna negó con la cabeza, y en sus labios se insinuó una sonrisa.

—No. ¿Y tú?

—No mucho.

—Eso puede ser bueno o malo, según se mire. ¿Qué propones que hagamos para resolver el mayor misterio de todos los tiempos?

—Necesito pensar un poco —dije—. Entretanto, vamos a ver si encontramos a tu misterioso maese Fresno. Me encantaría hacer­le unas cuantas preguntas sobre lo que vio en la granja Mauthen.

Denna asintió.

—He pensado que podríamos volver a donde me dejó, detrás de ese risco, y luego buscar entre ese punto y la granja. —Se enco­gió de hombros—. Ya sé que no es ningún plan espectacular...

—Es algo por donde empezar —dije—. Si volvió y no te encon­tró, quizá dejara algún rastro que podamos seguir.

Denna me guió por el bosque. Allí hacía menos frío. Los árbo­les paraban el viento, pero el sol se filtraba, porque las copas y las ramas estaban casi desnudas. Solo los altos robles conservaban todavía las hojas, como circunspectos ancianos.

Mientras caminábamos, yo intentaba pensar en qué motivos podían tener los Chandrian para matar a aquella gente. ¿Existía algún paralelismo entre los asistentes a esa boda y los miembros de mi troupe?

«Sé de unos padres que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar...»

—¿Qué cantaste anoche? —le pregunté a Denna—. En la boda.

—Lo de siempre —me contestó ella apartando un montón de hojas secas con los pies—. Canciones alegres. «El flautín», «Va­mos a lavar al río», «El cazo de cobre»... —Rió un poco—. «La tina de tía Emilia».

—No te creo —dije, perplejo—. ¿«La tina de tía Emilia»? ¿En una boda?

—Me lo pidió un abuelo borracho. —Se encogió de hombros mientras se abría paso a través de una densa maraña de arbustos amarilleantes—. Hubo algunos que arquearon las cejas, pero no muchos. La gente de por aquí es muy campechana.

Seguimos andando en silencio. El viento rugía en las ramas más altas de los árboles, pero por donde nosotros íbamos solo se oía un susurro.

—Creo que nunca he oído «Vamos a lavar» —comenté.

—Ah, ¿no? —Denna giró la cabeza y me miró—. ¿Intentas came­larme para que te cante?

—Por supuesto.

Se dio la vuelta y me sonrió, cariñosa, con el cabello tapándo­le la cara.

—Quizá más tarde. Cantaré para ganarme la cena. —Rodeó un alto afloramiento de rocas oscuras. Allí hacía más frío, porque no daba el sol—. Creo que fue aquí donde nos separamos —dijo mirando alrededor sin mucha convicción—. De día todo parece diferente.

—¿Quieres buscar por el camino que lleva a la granja, o pre­fieres que vayamos describiendo círculos a partir de aquí?

—Mejor círculos —contestó—. Pero tendrás que explicarme qué se supone que buscamos. Soy una chica de ciudad.

Le expliqué brevemente lo poco que sabía de los secretos del bosque. Le mostré el tipo de terreno en que las botas dejan seña­les o huellas. Le hice ver que el montón de hojas por el que había pasado había quedado desordenado, y que las ramas del arbusto estaban rotas y partidas por donde ella lo había atravesado.

Permanecimos muy juntos, porque dos pares de ojos ven más que uno solo, y porque a ninguno de los dos nos hacía mucha gra­cia caminar solos por allí. Fuimos describiendo círculos, cada vez más amplios, alejándonos del risco.

Pasados cinco minutos, empecé a pensar que lo que estábamos haciendo era inútil. El bosque era demasiado grande. Comprendí que Denna estaba llegando a la misma conclusión. Una vez más, las pistas de cuento que confiábamos en encontrar se resistían a revelarse. No había pedazos de ropa enganchados en las ramas de los árboles, ni profundas huellas de bota, ni campamentos aban­donados. En cambio, encontramos setas, bellotas, mosquitos y excrementos de mapache astutamente escondidos bajo las agujas de pino.

—¿Oyes el agua? —preguntó Denna.

Asentí.

—Estoy muerto de sed —dije—. Y tampoco me vendría mal la­varme un poco.

Sin añadir nada más abandonamos la búsqueda; ninguno de los dos quería admitir que estaba deseando dejarlo estar, que sen­tíamos que no tenía sentido. Seguimos el sonido del agua colina abajo; pasamos por un denso pinar y llegamos a un hermoso y pro­fundo arroyo de unos seis metros de ancho.

El agua no olía a residuos de fundición, así que bebimos y yo llené la botella de agua.

Sabía muy bien lo que pasaba en los cuentos. Cuando una pa­reja de jóvenes llegaba a un río, siempre pasaba lo mismo. Denna se bañaría detrás de un abeto cercano, fuera del alcance de mi vis­ta, en un tramo arenoso de la orilla. Yo me apartaría un poco, por discreción, hasta un sitio desde donde no pudiera verla, pero des­de donde pudiéramos hablar sin necesidad de gritar. Y entonces... pasaría algo. Ella resbalaría y se torcería un tobillo, o se haría un corte en un pie con una piedra afilada, y yo me vería obligado a ayudarla. Y entonces...

Pero aquello no era la historia de dos jóvenes enamorados que se encontraban en el río. Así que me eché un poco de agua en la cara, fui detrás de un árbol y me puse la camisa limpia. Denna metió la cabeza en el agua para refrescarse. Su reluciente cabello era negro como la tinta hasta que se lo retorció con las manos.

Luego nos sentamos en una piedra, con los pies en el agua y dis­frutando de la mutua compañía mientras descansábamos. Com­partimos una manzana; nos la fuimos pasando y fuimos dando mordiscos por turnos, lo cual, si nunca has besado a nadie, es casi como besarse.

Y, después de que yo insistiera un poco, Denna cantó para mí. Una estrofa de «Vamos a lavar», una estrofa que yo no había oído nunca y que sospecho que ella inventó allí mismo. No voy a repe­tirla ahora, porque ella la cantó para mí y para nadie más. Y como esto no es la historia de dos jóvenes enamorados que se encuen­tran en el río, no pinta nada aquí, así que me la guardo.





73

Cochi





Poco después de terminarnos la manzana, Denna y yo sacamos los pies del agua y nos dispusimos a marcharnos. Me planteé dejar allí mis botas, porque unos pies que pueden correr descalzos por los tejados de Tarbean pueden correr por el bosque más agreste sin lastimarse. Pero no quería parecer incivilizado, así que me puse los calcetines, pese a que estaban húmedos y pegajosos de sudor.

Estaba atándome los cordones de la bota cuando oí un débil ruido a lo lejos; parecía provenir de detrás de un denso bosqueci-11o de pinos.

Sin decir nada, alargué un brazo y toqué a Denna en el hombro para alertarla, y me llevé un dedo a los labios.

«¿Qué?», articuló en silencio.

Me acerqué un poco a ella pisando con cuidado para no hacer ruido.

—Creo que he oído algo —le dije al oído—. Voy a echar un vistazo.

—Y un cuerno —susurró Denna; su rostro destacaba, pálido, bajo la sombra de los pinos—. Eso fue lo mismo que dijo Fresno anoche antes de marcharse. Si te crees que voy a permitir que tú también desaparezcas, estás muy equivocado.

Antes de que pudiera replicar, volví a oír ruido entre los árbo­les. Un susurro de maleza, el seco chasquido de una rama seca de pino. Los ruidos se intensificaron, y empecé a distinguir el sonido de algo grande que respiraba dando resoplidos. Y luego un débil gruñido animal.

No era un ser humano. No eran los Chandrian. Mi alivio duró poco, porque entonces oí otro gruñido y más resoplidos. Debía de ser un jabalí que se dirigía al río.

—Ponte detrás de mí—le dije a Denna. La gente no sabe lo peli­grosos que son los jabalíes, sobre todo en otoño, cuando los ma­chos pelean para establecer sus dominios. La simpatía no me ser­viría de nada. No tenía ni fuente ni relación. No tenía ni siquiera un palo resistente. ¿Conseguiría distraerlo con las pocas manzanas que me quedaban?

El jabalí apartó las ramas bajas de un pino, resoplando y ja­deando. Debía de pesar el doble que yo. Dio un fuerte y gutural gruñido; levantó la cabeza y nos vio. Se quedó con la cabeza le­vantada, retorciendo el morro para captar nuestro olor.

—No corras o te perseguirá —dije en voz baja, y, poco a poco, me coloqué delante de Denna. Como no se me ocurría nada más, saqué mi navaja y la abrí con el dedo pulgar—. Retrocede y métete en el río. Los jabalíes no son buenos nadadores.

—No creo que sea peligrosa —replicó Denna en un tono de voz normal—. Parece más curiosa que enfadada. —Hizo una pausa—. No es que no sepa apreciar tus nobles impulsos, pero...

Me fijé y comprobé que Denna tenía razón. No era un macho, sino una hembra; y bajo la capa de barro que la cubría se distin­guía el color rosado de los cerdos domésticos, y no el marrón de los jabalíes. Aburrida, la cerda bajó la cabeza y empezó a hozar entre las matas que crecían debajo de los pinos.

Entonces reparé en que me había agachado y estaba casi en cu­clillas, con un brazo extendido, como un luchador. En la otra mano tenía mi lamentable navaja; era tan pequeña que ni siquiera podía cortar una manzana por la mitad de una sola vez. Y lo peor era que solo llevaba puesta una bota. Ofrecía un aspecto ridículo; parecía tan loco como Elodin en uno de sus peores días.

Me acaloré, y comprendí que debía de haberme puesto rojo como una remolacha.

—Tehlu misericordioso, qué idiota me siento.

—La verdad es que es muy halagador —repuso Denna—. Con excepción de algún irritante simulacro en la barra de alguna taberna, me parece que es la primera vez que alguien salta para de­fenderme.

—Sí, claro. —Mantuve la cabeza agachada mientras me calza­ba la otra bota; estaba demasiado avergonzado para mirar a Denna a la cara—. Es el sueño de todas las niñas: que las rescaten de un cerdo de granja.

—Lo digo en serio. —Levanté la cabeza y vi que Denna sonreía con dulzura, pero sin burla—. Te has puesto tan... fiero. Como un lobo con todo el lomo erizado. —Me miró la cabeza y rectificó—: O mejor dicho, un zorro. Tienes el pelo demasiado rojo para ser un lobo.

Me relajé un poco. Un zorro con el lomo erizado es mejor que un idiota desquiciado y medio descalzo.

—Pero sujetas mal la navaja —observó Denna con toda natu­ralidad, apuntando hacia mi mano con la barbilla—. Si se la cla­varas a alguien, te resbalaría la empuñadura y te cortarías el pul­gar. —Alargó un brazo, me cogió los dedos y me los desplazó un poco—. Si la coges así, no te harás daño. El único inconveniente es que la muñeca pierde movilidad.

—¿Has participado en muchas peleas con navaja? —bromeé.

—No en tantas como tú crees —repuso ella con una sonrisa picara—. Es otra página de ese gastado libro que a los hombres tanto os gusta consultar para cortejarnos. —Puso los ojos en blan­co, exasperada—. No sabes la cantidad de hombres que han inten­tado robarme la virtud enseñándome a defenderla.

—Nunca he visto que llevaras un puñal —comenté—. ¿Cómo es eso?

—¿Para qué voy a llevar un puñal? —replicó ella—. Soy una dulce y delicada flor, ¿no? Una mujer que se pasea exhibiendo un puñal solo busca problemas. —Metió una mano en un bolsillo y sacó un largo y delgado trozo de metal con uno de los bordes re­luciente—. Sin embargo, una mujer que esconde un puñal está preparada por si surgen problemas. En general, es más cómodo aparentar que eres inofensiva. Menos problemático.

Lo único que impidió que me quedara perplejo fue la naturali­dad con que lo dijo. Su puñal no era mucho más grande que mi navaja. Era de una sola pieza, recto, con empuñadura de piel fina. Era evidente que no era ningún utensilio de cocina, ni una navaja de supervivencia. Me recordó, más bien, a los afilados cuchillos quirúrgicos de la Clínica.

—¿Cómo haces para llevar eso en el bolsillo sin cortarte a tro­chos?

Denna se puso de lado para enseñármelo.

—El bolsillo tiene un corte por dentro. Llevo el puñal atado a la pierna. Por eso es tan plano. Para que no se note que lo llevo bajo la ropa. —Lo asió por la empuñadura y lo sostuvo ante mí para que lo viera—. Así. Tienes que poner el pulgar en la parte plana.

—¿Pretendes robarme la virtud enseñándome a defenderla? —pregunté.

—Como si tú tuvieras virtud —dijo ella riendo—. Lo que in­tento es que no te cortes esas manos tan bonitas que tienes la próxima vez que salves a una chica de una cerda. —Ladeó la ca­beza y agregó—: Por cierto, ¿sabías que cuando te enfadas los ojos...?

—¡Marrana! —gritó una voz desde los árboles, y oímos tam­bién el ruido metálico de una campana—. ¡Cochi, cochi, cochi!

La cerda se animó y fue trotando por los arbustos hacia la voz. Denna se guardó el puñal mientras yo recogía mi macuto. Segui­mos a la cerda por entre los árboles, y vimos a un hombre río aba­jo con media docena de cerdas enormes deambulando alrededor. También había un viejo y pinchudo verraco, y una veintena de cochinillos correteando entre sus patas.

El porquero nos miró con desconfianza.

—¡Ea! —gritó—. Non tengáis miedo. Muessos non dan.

Era flaco y tenía el rostro curtido por el sol, con una barba rala. Llevaba una esquila sujeta al largo bastón, y una bolsa vieja y su­cia colgada del hombro. Olía mejor de lo que seguramente imagi­náis, porque los cerdos de montanera se mantienen mucho más limpios que los que viven encerrados en porquerizas. Y aunque hubiera olido como un cerdo de porqueriza, no se lo habría re­prochado, porque sin duda alguna yo había olido mucho peor en varios momentos de mi vida.

—Parecíame a mí que algo oyiere, allí río abajo —dijo. Tenía un acento cerrado y pastoso, y costaba entenderle. Mi madre lo llamaba «el habla del fondo del valle», porque solo se oía en los pueblos que apenas tenían contacto con el mundo exterior. Inclu­so en las pequeñas aldeas rurales como Trebon, esa forma de ex­presarse ya se había perdido. Como llevaba tanto tiempo vivien­do en Tarbean y en Imre, hacía años que no oía un dialecto tan cerrado. Ese tipo debía de haber crecido en algún sitio muy remo­to, seguramente escondido en las montañas.

El porquero se nos acercó y nos miró entornando los ojos.

—¿Mas qué facíais allí abajo? —preguntó con recelo—. Pare­cióme oír a alguien cantando tonadas.

—Mi prima cormana séia —dije imitando su forma de hablar y señalando a Denna—. Preciosa voz ha pora la música, ¿non es cierto? —Le tendí una mano—. Muxo gusto en conosceros, señor. Cuothe podéis decirme.

El tipo se sorprendió al oírme hablar, y su adusta expresión se suavizó notablemente.

—Mío es el gusto, maese Cuothe —replicó, y me estrechó la mano—. Non es corriente encontrarse con paisanos que las cosas digan commo débese. Los desgraciados que por acá desfilan se sienten commo si la boca alguien les hubiera embutida de lana.

Me reí.

—«Lana en la boca, lana en los sesos», mi padre decía.

El porquero sonrió y dijo:

—Skoivan Schiemmelpfenneg podéis llamarme.

—Bastantes letras ha pora un rey —repuse—. ¿Grand ofensa os causo si lo recorto pora llamaros Schiem?

—Assí facen mis amigos. —Me sonrió y me dio una palmada en la espalda—. A buenos mozos commo vosotros dos, bien está Schiem. —Nos miró alternadamente a Denna y a mí.

En honor a la verdad, he de reconocer que Denna ni siquiera pestañeó una vez al oírme hablar en aquel dialecto.

—Desculpadme —dije señalándola—. Schiem, esta es mi pri­ma cormana favorita.

—Dinnaeh —dijo Denna.

Bajé la voz y, con un susurro teatral, dije:

—Laudable mugier, mas también horrible de tímida que es. Non oyiéresla fablar grand cosa, me da a mí...

Denna interpretó su papel sin vacilar; agachó la cabeza y empezó a retorcerse los dedos fingiendo nerviosismo. Levantó brevemente la cabeza para sonreír al porquero, y luego volvió a bajar la vista; era la timidez personificada, hasta tal punto que casi me lo creí.

Schiem se levantó el deforme sombrero de la frente y asintió.

—Muxo gusto en conosceros, Dinnaeh. Nuncua en vida avié oída voz tan adorable —dijo, y volvió a calarse el sombrero. Como Denna seguía sin mirarlo, Schiem se volvió hacia mí.

—Buen rebaño habéis allí —comenté señalando los cerdos que merodeaban entre los árboles.

Schiem sacudió la cabeza, riendo.

—Vamos anda, rebaño non es. Los borregos e las vacas en re­baños desfilan, mas los cochinos facen piaras.

—Non sabía... Amigo Schiem, ¿uno desos lechones nos vende­ríais? Mi prima cormana e servidor non hemos tomado muesso desde la mañana...

—Igual sí —contestó él con cautela, y buscó mi bolsa con la mirada.

—Si prepararlo pora nos queréis, cuatro iotas puedo darlas —dije, consciente de que le estaba ofreciendo un buen precio—. Mas si la merced dispensáis de asentaros y compartir el conducho con nos.

Lo estaba tanteando. Las personas que tienen trabajos solita­rios, como los pastores y los porqueros, o bien prefieren que los dejen en paz, o están deseosos de conversar con alguien. Confiaba en que Schiem entrara en la segunda categoría. Necesitaba infor­mación sobre la boda, y en el pueblo no parecía que hubiera nadie dispuesto a hablar mucho.

Le sonreí y metí una mano en mi macuto, del que extraje la bo­tella de aguardiente que le había comprado al calderero.

—Un frasco de elixir he también aquí pora obrar de aliño. Si nada tenéis en contra de beber un buchito con forasteros a hora tan temprana...

Denna volvió a intervenir: levantó la vista justo en el momen­to en que Schiem la miraba, sonrió tímidamente y volvió a aga­char la cabeza.

—Bueeeno, mi madre crióme commo débese —dijo el porquero con recato, y se llevó una mano al pecho—. Servidor non échase al gaznate mas que cuando sed ha o el aire bufa fresco. —Se quitó el deforme sombrero con un gesto teatral y nos hizo una reveren­cia—. Buenos mozos semejáis. Muxo gusto habré en almorzar con vos.





Schiem agarró un cochinillo y se lo llevó un poco más allá; lo mató y lo preparó con un largo cuchillo que sacó de su bolsa. Yo apar­té las hojas del suelo y amontoné unas piedras para improvisar un fuego.

Pasados unos minutos, Denna se me acercó con un montón de leña seca.

—Supongo que estamos engatusando a ese tipo para sonsacar­le toda la información que podamos, ¿no? —me preguntó en voz baja.

Asentí.

—Perdóname por lo de la prima tímida, pero...

—No, si ha sido muy buena idea. No hablo bien el paleto, y se­guro que se abrirá más a alguien que hable como él. —Miró de reojo y añadió—: Casi ha terminado. —Se fue hacia el río.

Con disimulo, hice simpatía para encender el fuego mientras Denna improvisaba un par de pinchos de cocinar con unas ramas de sauce. Scheim volvió con el cochinillo preparado.

Mientras el cochinillo se asaba en el fuego, humeando y cho­rreando grasa, hice circular la botella de aguardiente. Fingí que bebía, pero solo inclinaba la botella y me mojaba los labios. Den­na también bebió de la botella cuando se la pasé, y poco después se le colorearon las mejillas. Schiem fue fiel a su palabra, y como soplaba el viento, no tardó en ponérsele la nariz bien roja.

Schiem y yo charlamos hasta que el cochinillo estuvo crujiente y chisporroteante por fuera. Cuanto más lo escuchaba, más se me pegaba el habla del porquero, y al poco rato ya no tenía que con­centrarme tanto para imitarlo. Para cuando el cochinillo estuvo asado, lo hacía sin darme cuenta.

—Buena mano ha con la cuchilla —felicité a Schiem—. Mas déjame perplejo que despancijarais el lechoncete allí mesmo, a la vista de los cochinos.

Schiem sacudió la cabeza.

—Unos hideputas con mala idea son, los cochinos. —Señaló a una de las hembras, que se paseaba por el sitio donde acababa de matar el cochinillo—. ¿Catáis esa tarasca de allí? Ándase tras las tripas de su mesmo lechón. Liestos son los cochinos, mas grand sentimiento non han, non.

Schiem decidió que el cochinillo ya estaba asado, sacó una ho­gaza de pan y la dividió en tres partes.

—¡Borrego! —rezongó—. ¿De qué, borrego, si haber podemos buenos pedazos de panceta? —Se levantó y empezó a trinchar el cochinillo con su largo cuchillo—. ¿Cuál parte gustáis de tastar, mi dama? —le preguntó a Denna.

—Preferencias no he —contestó ella—. Bien irá cualquier pe­dazo que hayáis ai.

Me alegré de que Schiem no me estuviera mirando cuando Denna contestó. Su habla no era perfecta: fallaba un poco en las palabras agudas y no cerraba bien el «non», pero no lo hacía nada mal.

—Non seáis tímida, moza, pues menester non ha —dijo Schiem—. Carne de sobras habernos acá.

—Siempre agradóme más de detrás, si molestia non causo —dijo Denna; se ruborizó y agachó la cabeza. Esa vez cerró mejor la negación.

Schiem nos demostró su buena educación evitando hacer algún comentario grosero mientras le ponía una gruesa y humeante ta­jada de carne encima del trozo de pan.

—Tiento con los dedos. Tiempo dadle pora que enfríe.

Nos pusimos a comer; luego Scheim nos sirvió por segunda vez, y luego por tercera. Al poco rato estábamos chupándonos la grasa de los dedos y sintiéndonos llenos. Decidí poner manos a la obra. Si Scheim no estaba ya a punto para largar, tendría que rendirme.

—Me deja perplejo que los cochinos acá traigáis, con las nue­vas que recién ha habidas —dije.

—¿Cuáles nuevas?

Todavía no se había enterado de la masacre. Perfecto. Aunque no pudiera darme detalles de lo ocurrido en la granja de los Mau-then, eso significaba que estaría más dispuesto a hablar de lo ocu­rrido antes de la boda. Aunque encontrara en el pueblo a alguien que no estuviera muerto de miedo, dudaba que encontrara a al­guien dispuesto a hablar con sinceridad sobre los muertos.

—Problemas en la granja de Mauthen hubo, oí —dije limitán­dome a ofrecer una información tan vaga e inofensiva como pu­diera.

Schiem dio una risotada y dijo:

—Vamos anda, ni miaja me extraña.

—¿Commo es eso?

Schiem escupió a un lado.

—Esos Mauthen un hatajo de hideputas son, e bien poco toda­vía les pasa. —Volvió a sacudir la cabeza—. Servidor non anda nuncua por cerca el Mont Túmulo, pues miaja del sentido común que dióme mi madre conservo. Más, muxo más del que Mau­then ha.

No fue hasta que oí a Schiem decir el nombre del lugar con su cerrado acento que lo entendí. Montumulo. Montúmulo. Monte del Túmulo.

—Ni los cochinos a campear por allí lievaría, mas el cabrona­zo va e una casa se face. —Sacudió la cabeza como si no se expli­cara semejante ocurrencia.

—¿E los paisanos a evitarlo non probaron? —preguntó Denna.

El porquero hizo un ruido grosero.

—Non muy de atender es, ese Mauthen. Nada commo el dine­ro pora obrar de tapón de orejas.

—Ca, mas una casa es y punto —dije con desdén—. ¿Qué mal puede facer?

—El omne una casa bonita e con vistas quiere pora la cría, bien está todo eso —concedió Schiem—. Mas si uno los fundamientos vaciando está, e con huesos e tales cosas trompieza, si non se ato­ra, buenooo... tamaña zoquetada es eso, bien seguro.

—¿Vamos anda? ¿Eso fizo? —saltó Denna, horrorizada.

Schiem asintió y se inclinó hacia delante.

—E lo peor eso non es. El omne vaciando sigue, e va e trompe-za con pedrexones. ¿Se atora? —Dio un bufido—. Non, échase a desoterrarlos, e busca más pora facer la casa.

—Mas ¿a qué non dar buen uso pora los pedrexones? —pre­gunté.

Schiem me miró como si yo fuera imbécil.

—¿Faceríais una casa con pedrexones de túmulo? ¿Desoterra-ríais algo de un túmulo, e a vuestra cría lo daríais de regalo de ca­samiento?

—Ah, mas ¿con algo trompezó? ¿Qué séia? —Le pasé la botella.

—Bueeeno, allí está el grand secreto —dijo Schiem con amar­gura, y bebió otro sorbo de aguardiente—. Oyiérede que Mau­then estaba vaciando los fundamientos de la casa, e sacaba pedre­xones. E essora trompezóse con una cámara de pedrexón, menu­da e fuertemente sellada. Mas face callar a todos de lo que de allí saca, pora dar una alegría a la moza en el casamiento.

—¿Un tesoro, non? —pregunté.

—Ca, dinero non séia. —Sacudió la cabeza—. Si dinero fuera, Mauthen la boca non podría haber cosida. Me da a mí que era al­guna.. . —Abrió un poco la boca y la cerró, como si buscara la pa­labra adecuada—. ¿Cómmo se dicen esas antiguallas que ponen en anaqueles los ricos omnes pora asombro de sus amigos?

Me encogí de hombros.

—¿Reliquias? —sugirió Denna.

Schiem se tocó el puente de la nariz y luego señaló a Denna componiendo una sonrisa.

—Eso es. Una cosa lucidora pora envidia de los paisanos. Siempre aires se ha dado, ese Mauthen.

—¿Conque nadie sabía qué séia? —pregunté.

Schiem asintió.

—Unos pocos, contados. Mauthen e su hermano, dos crios de los suyos, e no sé si su mugier. Medio año va de entonces a acá, con el grand secreto pora ellos e ni uno más, todos inflados com­ino pontífixes.

Eso lo enfocaba todo desde otra perspectiva. Tenía que volver a la granja y buscar otra vez.

—¿A alguien habéis catado por aquí hoy? —preguntó Den-na—. A mi tío buscamos.

Schiem negó con la cabeza.

—El gusto non he habido, non.

—Pues bien preocupada me ha —insistió Denna.

—Una cosa por otra non os diré, fermosa —replicó el porque­ro—. Si a solas anda por los bosques de acá, motivo habéis de preocuparos.

—¿Campan por aquí malas yentes? —pregunté.

—Non, non es lo que piensades —respondió—. Servidor non baja acá más que de año en año, a la otoñada. A cuenta sale si se trae de montanera a los cochinos, mas de un pelo. Cosas extrañas suceden por estos bosques, a septentrión sobre todo. —Miró a Denna y luego se miró los pies; era evidente que no estaba seguro de si debía continuar.

Eso era exactamente la clase de comentario que yo quería oír, así que, con la esperanza de provocarlo, hice un gesto de desdén y dije:

—¿Con cuentos de viejas nos salís agora, Schiem?

Schiem frunció el entrecejo.

—Dos noches ha, cuando álceme pora... —vaciló un momento y miró a Denna— un asuntillo atender, unas luces caté, allí, a sep­tentrión. Una grand fogarada azul. Grande commo una fogata, mas salida de la nada. —Chasqueó los dedos—. Al segundo, de­saparecióse. Tres veces fue eso. Mal canguelo entróme.

—¿Dos noches ha? —La boda se había celebrado la noche an­terior.

—Dos dije, ¿o non? Ese tiempo llevo bajándome para el sur. Ca, non quiero saber nada de lo que o quién face la fogarada azul de noche, allí arriba.

—Vamos anda, Schiem. ¿Fogaradas azules?

—Non tengáisme por uno de esos Ruh embaucadores que cuentan estorias de miedo por unos peniques, mozo —dijo, eno­jado—. La vida entera la he vivido por estos montes. Todos saben que algo sucede en las peñas fuert de septentrión. Non en balde los paisanos ni se aprestan por allí.

—¿Non habede granjas allí arriba? —pregunté.

—Non sacarás nada de las peñas, si pedrexones no gustas de cosechar—contestó acaloradamente—. ¿Qué? ¿Creéis que non sé reconoscer una candela de una fogata? Azul era, assí os digo. Fo­garadas bien grandes. —Hizo un gesto expansivo con los bra­zos—. Commo cuando echas elixir en la lumbre.

Lo dejé y desvié la conversación. Al poco rato, Scheim dio un hondo suspiro y se levantó.

—Bien pelado habrán dejado los cochinos el sitio este. —Cogió su bastón y lo sacudió para hacer sonar la esquila. Los cerdos, obedientes, aparecieron trotando desde diversas direcciones—. ¡Ea, cochi! —les gritó—. ¡Cochi, cochi, cochi! ¡Tirando!

Envolví las sobras del cochinillo en un trozo de arpillera, y Denna hizo unos cuantos viajes con la botella de agua y apagó el fuego. Para cuando terminamos, Schiem había controlado a su piara. Era más grande de lo que me había parecido: había más de dos docenas de cerdas adultas, más los lechones y el verraco de lomo hirsuto y gris. El porquero nos dijo adiós con la mano, y sin decir nada más echó a andar haciendo sonar la esquila de su bas­tón; los cerdos lo seguían formando un grupo desmadejado.

—No has sido muy sutil que digamos —dijo Denna.

—He tenido que empujarlo un poco —me defendí—. A la gen­te supersticiosa no le gusta hablar de las cosas que teme. Estaba a punto de cerrarse en banda, y yo necesitaba saber qué había visto en el bosque.

—Yo habría sabido sonsacárselo. Se cazan más moscas con miel que con vinagre, ¿no lo sabías?

—Sí, seguramente —admití; me colgué el macuto del hombro y eché a andar—. Tenía entendido que no sabías hablar palurdo.

—Se me pegan fácilmente las formas de hablar —replicó Denna con un gesto de indiferencia—. Esas cosas las pillo bastante deprisa.

—Mal canguelo me ha dado al principio... —Me detuve y escu­pí al suelo—. ¡Mierda! Me va a costar un ciclo entero librarme de ese acento. Es como tener un trozo de cartílago entre los dientes.

Denna observaba el paisaje con desaliento.

—Supongo que tendremos que volver a buscar a mi mecenas, a ver si así encuentras alguna respuesta.

—Me temo que no servirá de nada.

—Ya lo sé, pero al menos tengo que intentarlo.

—No me refería a eso. Mira... —Señalé el sitio donde los cer­dos habían estado hozando entre la hojarasca en busca de algún suculento bocado—. Schiem los ha dejado corretear por todas partes. Aunque hubiera alguna pista, nunca la encontraríamos.

Denna aspiró hondo y soltó el aire con un cansado suspiro.

—¿Queda algo en la botella? —preguntó con desánimo—. To­davía me duele la cabeza.

—Soy un idiota —dije mirando alrededor—. ¿Por qué no has mencionado antes que te dolía? —Fui hasta un pequeño abedul, corté varias tiras largas de corteza y se las llevé—. El interior de la corteza es un buen analgésico.

—Eres un chico muy apañado. —Peló un poco de corteza con la uña y se la metió en la boca. Arrugó la nariz—. Es amarga.

—Así sabes que es una medicina —dije—. Si tuviera buen sabor, sería un caramelo.

—Sí, es como la vida misma —replicó ella—. Nos gustan las cosas dulces, pero necesitamos las amargas. —Sonrió al decirlo, pero solo con los labios—. Por cierto —añadió—, ¿cómo voy a encontrar a mi mecenas? Acepto sugerencias.

—Se me ha ocurrido una idea —dije colgándome el macuto del hombro—. Pero primero hemos de regresar a la granja. Quiero volver a mirar una cosa.





Volvimos a la cima del monte del Túmulo, y comprendí de dónde venía ese nombre. Había unos montículos extraños e irregulares, pese a que no se veían otras rocas por allí cerca. Ahora que sabía lo que buscaba, era imposible no fijarse en ellos.

—¿Qué es eso que tanto te interesa? —me preguntó Denna—. Ten en cuenta que si intentas entrar en la casa, quizá me vea obli­gada a impedírtelo por la fuerza.

—Mira la casa —dije—. Y ahora mira ese risco que sobresale por encima de los árboles, detrás del edificio. —Lo señalé—. La piedra de por aquí es casi negra...

—... y las piedras de la casa son grises.

Asentí.

Denna me miraba con expectación.

—Y eso, ¿qué significa exactamente? El porquero ya nos ha di­cho que encontraron piedras de un túmulo.

—Por aquí no hay túmulos —expliqué—. La gente construye túmulos en Vintas, donde existe esa tradición, o en sitios bajos y pantanosos donde no se puede cavar una tumba. Seguramente es­tamos a ochocientos kilómetros del túmulo más cercano.

Me acerqué más a la granja.

—Además, los túmulos no se construyen con piedras. Y menos con piedras de cantera, trabajadas, como estas. Estas piedras las han traído desde muy lejos. —Pasé una mano por las piedras gri­ses y lisas de la pared—. Porque alguien quería construir algo du­radero. Algo sólido. —Me volví y miré a Denna—. Creo que aquí hay enterrado un viejo poblado fortificado.

Denna reflexionó un momento.

—¿Por qué lo llamarían monte del Túmulo si no había ningún túmulo?

—Seguramente porque la gente de por aquí nunca ha visto un túmulo de verdad. Solo han oído hablar de ellos en las historias. Cuando ven un monte con grandes montículos en lo alto... —Se­ñalé los montículos, de formas extrañas—. Monte del Túmulo.

—Pero si estamos en las quimbambas. —Miró alrededor—. Más allá de las quimbambas.

—Sí—concedí—. Pero ¿y cuando construyeron esto? —Señalé un espacio entre los árboles, hacia el norte de la granja incendia­da—. Ven aquí un momento. Quiero ver otra cosa.

Si caminabas más allá de los árboles por el lado norte de la cresta del monte, tenías una panorámica espectacular. Los rojos y amarillos de las hojas de los árboles eran impresionantes. Vi algu­nas casas y graneros diseminados, rodeados de campos dorados o de pastos de color verde pálido y salpicados de ovejas. También vi el arroyo donde Denna y yo nos habíamos refrescado los pies.

Miré hacia el norte y vi los riscos que había mencionado Schiem. Allí el terreno parecía más agreste.

Asentí, ensimismado.

—Desde aquí se ve hasta unos cincuenta kilómetros a la redon­da. La única colina con mejores vistas es aquella de allí. —Seña­lé un monte alto que me impedía ver bien los riscos del norte—. Y acaba prácticamente en punta. La cima es demasiado estrecha para construir en ella una fortificación de un tamaño decente.

Denna miró alrededor, pensativa, y asintió con la cabeza.

—Vale, me lo creo. Aquí había un poblado fortificado. ¿Y qué?

—Bueno, me gustaría llegar a la cima de aquella colina antes de montar el campamento para pasar la noche. —Señalé el monte alto y estrecho que, desde donde estábamos, no nos dejaba ver bien los riscos—. Está a solo dos o tres kilómetros de aquí, y si hay algo raro en los riscos del norte, desde allí podremos verlo bien. —Ca­vilé un momento y agregué—: Además, si Fresno sigue por aquí, dentro de un radio de treinta kilómetros, verá nuestro fuego y se acercará. Aunque quiera pasar desapercibido y no quiera ir al pue­blo, es posible que se acerque a una fogata.

Denna asintió.

—Me parece mucho mejor que seguir dando tumbos entre ma­
tas y zarzas.

—Tengo mis momentos de lucidez —dije, e hice un amplio ges­to con el brazo hacia la ladera de la colina—. Las damas primero, por favor.




74

La roca de guía





A pesar de lo cansados que estábamos, Denna y yo nos dimos prisa y llegamos a la cima de la colina del norte antes de que el sol se escondiera detrás de las montañas. Las laderas de la coli­na estaban cubiertas de árboles, pero la cima estaba pelada como la calva de un monje. La vista era impresionante en todas direcciones. Lo único que lamentaba era que el viento había traído nubes mien­tras caminábamos, dejando el cielo liso y gris como una pizarra.

Vi algunas granjas pequeñas hacia el sur. Algunos arroyos y senderos trazaban serpenteantes líneas entre los árboles. Las mon­tañas que había al oeste parecían un muro lejano. Hacia el sur y hacia el este vi humo elevándose hacia el cielo y los edificios, ba­jos y marrones, de Trebon.

Miré hacia el norte y comprobé que lo que nos había dicho el porquero era verdad. En esa dirección no había señales de asenta­mientos humanos. Ni caminos, ni granjas, ni humo de chimeneas; solo un terreno cada vez más agreste, rocas y árboles que se afe­rraban a los riscos.

Lo único que había en la cima de la colina era un puñado de iti-nolitos. Tres de las piedras, inmensas, formaban un gran arco que parecía una puerta enorme. Las otras dos estaban tumbadas en la tupida hierba. Su presencia me reconfortó; era como la inespera­da compañía de unos viejos amigos.

Denna se sentó en uno de los itinolitos caídos, y yo me quedé de pie observando el paisaje. Noté una rociada de lluvia en la cara; maldije por lo bajo y me puse la capucha de la capa.

—No durará mucho —dijo Denna—. Hace un par de noches que pasa lo mismo. Se nubla, llueve media hora y luego para.

—Eso espero —repuse—. Odio dormir bajo la lluvia.

Dejé mi macuto en el lado de sotavento de uno de los itinolitos, y Denna y yo empezamos a montar el campamento. Cada uno se ocupaba de sus tareas, como si ya lo hubiéramos hecho cientos de veces. Denna despejó el suelo y reunió unas piedras. Yo llevé un montón de leña y enseguida encendí un fuego. En el siguiente via­je recogí un poco de salvia y arranqué unas cuantas cebollas sil­vestres que había visto al subir por la ladera.

Llovió copiosamente un rato, y amainó cuando estaba empezan­do a preparar la cena. En mi pequeño cazo cociné un guiso con las sobras del cochinillo, unas zanahorias, unas patatas y las cebo­llas que había encontrado. Lo sazoné con sal, pimienta y salvia; luego calenté una hogaza de pan ácimo cerca del fuego y partí el queso. Por último, metí dos manzanas entre las piedras calientes del fuego. Se asarían a tiempo para los postres.

Para cuando la cena estuvo lista, Denna había reunido una montañita de leña. Extendí mi manta en el suelo para que se senta­ra, y ella, al ver la comida, hizo exclamaciones de admiración.

—Una chica podría acostumbrarse a esta clase de atenciones —comentó cuando hubimos terminado. Se recostó con satisfac­ción en uno de los itinolitos—. Si te hubieras traído el laúd, po­drías dormirme cantando, y todo sería perfecto.

—Esta mañana me he encontrado a un calderero en el camino, y ha intentado venderme una botella de vino de frutas —dije—. Es una lástima que no haya aceptado su oferta.

—Me encanta el vino de frutas —repuso ella—. ¿Era de fresa?

—Creo que sí.

—Eso te pasa por no escuchar a los caldereros que encuentras en el camino —me reprendió con mirada soñolienta—. Un chico tan listo como tú, que ha oído tantas historias, debería saber... —De pronto se incorporó y señaló más allá de mi hombro—. ¡Mira!

Me volví.

—¿Qué pasa? —El cielo todavía estaba nublado, y el entorno era solo un mar de negro.

—Sigue mirando. Quizá vuelva a... ¡Allí!

Lo vi. Un destello de luz azulada a lo lejos. Me levanté y me si­tué delante del fuego para que este no me entorpeciera la visión. Denna se puso a mi lado, y esperamos ansiosos un momento. Vi­mos otro fogonazo azul, más intenso que el anterior.

—¿Qué crees que es? —pregunté.

—Si no me equivoco, todas las minas de hierro están más al oeste —caviló Denna—. No puede ser eso.

Hubo otro destello. Parecía provenir de los riscos, y eso signi­ficaba que, si era una llama, era muy grande. Al menos varias ve­ces más grande que nuestro fuego.

—Dices que tu mecenas siempre se las ingenia para hacerte sa­ber que está cerca —dije despacio—. No quiero entrometerme, pero supongo que no será...

—No. No tiene nada que ver con el fuego azul —me cortó Denna con una risita—. Eso sería demasiado siniestro, incluso tratándose de él.

Seguimos mirando un rato, pero no lo vimos más. Cogí una ra-mita gruesa como mi pulgar, la partí por la mitad y, con una pie­dra, clavé ambas mitades en el suelo, como si fueran las estacas de una tienda de campaña. Denna arqueó una ceja.

—Apuntan hacia el sitio donde hemos visto la luz —aclaré—. Con esta oscuridad no veo nada que pueda servir de punto de re­ferencia, pero por la mañana esto nos indicará en qué dirección hemos de buscar.

Volvimos a sentarnos. Eché más leña al fuego y saltaron chispas.

—Uno de los dos debería quedarse despierto y vigilar el fuego —propuse—. Por si aparece alguien.

—Yo nunca duermo toda la noche seguida —repuso Denna—. Para mí no supone ningún problema.

—¿No duermes bien?

—Tengo sueños —respondió ella en un tono de voz que dejaba claro que eso era todo lo que tenía que decir sobre el asunto.

Arranqué unas espinas que se habían enganchado al dobladillo de mi capa y las tiré al fuego.

—Creo que tengo una idea que explica lo que pasó en la gran­ja Mauthen.

Denna se animó.

—Cuéntame.

—La pregunta es: ¿por qué atacarían los Chandrian esa casa en particular, y en ese preciso momento?

—Por la boda, evidentemente.

—Pero ¿por qué esa boda en particular? ¿Por qué esa noche?

—¿Por qué no me das tú la respuesta? —dijo Denna frotándo­se la frente—. No esperes que de repente lo entienda todo, como si fueras mi maestro.

Volví a ruborizarme.

—Lo siento.

—No tienes que disculparte. En circunstancias normales, me encantaría mantener una conversación ingeniosa contigo, pero ha sido un día muy largo y me duele la cabeza. Ve derecho al grano.

—Tiene que ser por eso que encontró Mauthen cuando exca­vaba en el viejo poblado fortificado en busca de piedras —expli­qué—. Desenterró algo de las ruinas y estuvo alardeando de ello durante meses. Los Chandrian se enteraron y fueron a robárselo. —Terminé con un pequeño floreo.

Denna arrugó la frente.

—Eso no tiene lógica. Si lo único que querían era ese objeto, habrían podido esperar hasta después de la boda y matar solo a los recién casados. Habría resultado más fácil.

Su comentario me desinfló un poco.

—Tienes razón.

—Tendría mucha más lógica si lo que quisieran en realidad fuera borrar toda noticia de ese objeto. Como el viejo rey Celon, que pensó que su regente lo iba a acusar de traición. Mató a toda la familia del tipo y quemó su residencia para que no se extendie­ra la noticia y para que nadie encontrara ninguna prueba.

Denna señaló hacia el sur.

—Como todos los que conocían el secreto estarían en la boda, los Chandrian podían presentarse, matar a todos los que sabían algo y destruir o llevarse esa cosa. —Hizo un barrido con la mano—. ¡Limpio!

Me quedé atónito. No tanto por lo que Denna acababa de decir (que, por supuesto, era una explicación mucho mejor que la mía), sino porque de pronto recordé lo que le había pasado a mi troupe. «Sé de unos padres que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar.» Pero no habían matado solo a mis padres. Habían matado a todos los que habían estado lo bastante cerca para oír aunque solo fuera una parte de esa canción.

Denna se envolvió con mi manta y se acurrucó de espaldas al fuego.

—Te dejo que reflexiones sobre mi gran inteligencia mientras duermo. Despiértame si necesitas que resuelva algún otro enigma.

Me mantuve despierto gracias, sobre todo, a la fuerza de vo­luntad. Había sido un día largo y agotador; había recorrido casi cien kilómetros a caballo y diez más a pie. Pero Denna estaba he­rida y necesitaba dormir más que yo. Además, quería vigilar por si veía más señales de aquella luz azulada que habíamos visto ha­cia el norte.

No vi nada. Alimenté el fuego y me pregunté vagamente si Wil y Sim, en la Universidad, estarían preocupados por mi repentina desaparición. ¿Y Arwyl, Elxa Dal y Kilvin? ¿Estarían preguntán­dose qué me había pasado? Debí dejar una nota...

No tenía forma de saber qué hora era, porque las nubes se­guían ocultando las estrellas. Pero había alimentado el fuego al menos seis o siete veces cuando vi que Denna se ponía en tensión y despertaba súbitamente. No se incorporó de golpe, pero dejó de respirar y vi que miraba alrededor como asustada, como si no su­piera dónde se encontraba.

—Lo siento —dije, básicamente para ofrecerle algo conocido en lo que concentrarse—. ¿Te he despertado?

Se relajó y se incorporó.

—No, no... Qué va. Ya he dormido suficiente, por ahora. ¿Quieres que te releve? —Se frotó los ojos y me miró por encima del fuego—. Qué pregunta tan tonta. Estás hecho un desastre. —Empezó a quitarse la manta—. Toma...

La rechacé con un ademán.

—Quédatela. A mí me basta con la capa. —Me puse la capu­cha y me tumbé en la hierba.

—Qué galante —bromeó Denna ciñéndose la manta.

Apoyé la cabeza en un brazo y me quedé dormido mientras pensaba una respuesta ingeniosa.





Desperté de un borroso sueño en que avanzaba por una calle ates­tada de gente, y vi el rostro de Denna por encima de mí, sonrosa­do y con sombras muy marcadas por efecto de la luz del fuego. Fue un despertar muy agradable.

Iba a hacer algún comentario al respecto cuando Denna me puso un dedo sobre los labios; ese gesto me dejó completamente descolocado.

—Silencio—dijo en voz baja—. Escucha.

Me incorporé.

—¿Lo oyes? —me preguntó al cabo de un momento.

Ladeé la cabeza.

—Solo oigo el viento...

Denna negó con la cabeza y me hizo callar con un ademán.

—¡Ahora!

Lo oí. Al principio pensé que eran unas rocas que se despren­dían de la ladera; pero no: el ruido no se fue apagando a lo lejos, como habría tenido que ser. Parecía, más bien, como si arrastra­ran algo colina arriba.

Me levanté y miré alrededor. Mientras dormía, el cielo se ha­bía despejado, y la luna iluminaba el paisaje bañándolo en una pálida luz plateada. Nuestra hoguera estaba rebosante de relu­cientes brasas.

Entonces, no muy lejos, en la ladera, oí... Si os dijera que oí romperse una rama, no me estaría explicando bien. Cuando una persona que camina por el bosque rompe una rama, esta produ­ce un breve y fuerte crujido. Eso se debe a que cualquier rama que alguien pueda romper sin proponérselo es pequeña y se parte de­prisa.

Lo que oí no fue una ramita al partirse. Fue un largo crujido. El ruido que hace una rama del grosor de una pierna cuando la arrancan de un árbol: crrrac-crrrac-crrrac.

Me volví hacia Denna, y entonces oí el otro ruido. ¿Cómo po­dría describirlo?

Cuando era pequeño, mi madre me llevó a ver una colección de animales salvajes que había en Senarin. Era la única vez que había visto un león, y la única vez que lo había oído rugir. Los otros ni­ños que habían ido a verlo estaban asustados, pero yo reía, en­cantado. Era un ruido tan grave y tan sordo que retumbaba en mi pecho. Me encantó la sensación, y todavía la recuerdo.

El ruido que oí en la colina, cerca de Trebon, no era el rugido de un león, pero también retumbó en mi pecho. Era un gruñido, más profundo que el rugido de un león. Se parecía más al estruen­do de un trueno lejano.

Se rompió otra rama, casi en la cima de la colina. Miré hacia allí y vi una gran figura, débilmente delineada por la luz del fuego. Noté que el suelo se estremecía ligeramente bajo mis pies. Denna se volvió hacia mí con los ojos muy abiertos, presa del pánico.

La agarré por un brazo y corrí hacia la otra ladera de la colina. Al principio Denna me siguió, pero cuando vio a donde me diri­gía, se paró en seco.

—No seas estúpido —me susurró—. Si bajamos por ahí a os­curas nos romperemos el cuello. —Miró en torno a sí, frenética, y se fijó en los itinolitos—. Súbeme allí y luego yo te ayudaré a encaramarte a ti.

Entrelacé los dedos para formar un estribo. Denna metió un pie, y yo la impulsé con tanta fuerza que casi la lancé al otro lado de la piedra. Esperé un momento a que pasara una pierna por lo alto; me colgué el macuto del hombro y trepé por la enorme piedra.

Aunque quizá debería decir que intenté trepar por la enorme piedra. Estaba muy desgastada después de tanto tiempo a la in­temperie, y no había ni un solo hueco al que asirse. Resbalé hasta el suelo arañando en vano la lisa superficie del itinolito.

Pasé al otro lado del arco, me subí a una de las piedras más ba­jas y di un salto.

Me golpeé contra la dura piedra con toda la parte frontal del cuerpo; me quedé sin aire en los pulmones y me lastimé una rodi­lla. Me sujeté con ambas manos a lo alto del arco, pero no encon­traba dónde aferrarme...

Denna me agarró. Si esto fuera una balada heroica, os diría que me sujetó con firmeza una mano y que tiró de mí hasta po­nerme a salvo. Pero la verdad es que me agarró por la camisa con una mano mientras, con la otra, me aferraba por el pelo. Tiró de mí con todas sus fuerzas e impidió que me cayera el tiempo sufi­ciente para que encontrara dónde asirme y trepara hasta lo alto de la roca.

Nos quedamos tumbados allí arriba, jadeando, y nos asoma­mos por el borde de la piedra. Abajo, en la cima de la colina, aque­lla débil silueta empezaba a acercarse al círculo de luz que pro­yectaba nuestra hoguera. Medio oculta entre las sombras, parecía más grande que ningún animal que yo hubiera visto hasta enton­ces; era tan grande como un carromato cargado hasta arriba. Era negra, con un cuerpo inmenso que recordaba a un toro. Se acercó un poco más; se movía de una forma extraña, arrastrándose, y no como un toro o un caballo. El viento avivó el fuego, y entonces vi que mantenía el grueso cuerpo pegado al suelo y que las patas so­bresalían a los lados, como un lagarto.

Cuando se acercó un poco más a la hoguera, fue imposible elu­dir la comparación. Era un lagarto inmenso. No era largo como una serpiente, sino achaparrado, como un ladrillo; el cuello negro terminaba en una cabeza plana con forma de inmensa cuña.

Aquella cosa cubrió la distancia que había entre la cima de la colina y nuestro fuego con una sola y espasmódica carrerilla. Vol­vió a gruñir, y noté que me vibraba el pecho. Siguió acercándose, y cuando pasó al lado del otro itinolito que estaba tumbado en la hierba, comprendí que aquello no era ningún efecto óptico. Era más grande que el itinolito. Medía dos metros de alto y cinco de largo. Era tan grande como un carro de caballos. Macizo como doce toros juntos.

Movió la gruesa cabeza hacia delante y hacia atrás mientras abría y cerraba la boca, como si probara el aire.

Entonces hubo una gran llamarada azul. La luz me deslumhró, y oí gritar a Denna detrás de mí. Agaché la cabeza y noté una in­tensa oleada de calor.

Me froté los ojos, volví a mirar hacia abajo y vi que aquella cosa se acercaba más al fuego. Era negra, con escamas e inmensa. Volvió a gruñir de aquella forma atronadora; entonces meneó la cabeza y escupió otro gran chorro de llameante fuego azul.

Era un dragón.




















75

Interludio: obediencia





En la posada Roca de Guía, Kvothe hizo una pausa, expec­tante. El momento se prolongó hasta que Cronista levantó la vista de la hoja.

—Os estoy brindando la oportunidad de decir algo —dijo Kvothe—. Algo como «¡Eso es imposible!» o «¡Los dragones no existen!».

Cronista limpió el plumín.

—A mí no me corresponde hacer comentarios sobre la historia —dijo con placidez—. Si dices que viste un dragón... —Se encogió de hombros.

Kvothe lo miró con gesto de profunda desilusión.

—¿Tú, el autor de Los ritos nupciales del draccus común? ¿Tú, Devan Lochees, el gran desenmascarador de patrañas?

—Yo, Devan Lochees, quien accedió a no interrumpirte y a re­gistrar esta historia sin cambiar una sola palabra. —Cronista dejó la pluma en la mesa y se masajeó la mano—. Porque esas eran las únicas condiciones bajo las que podría oír una historia que me in­teresaba mucho escuchar.

Kvothe lo miró desapasionadamente.

—¿Has oído alguna vez la expresión «rebelión blanca»?

—Sí —afirmó Cronista esbozando una sonrisa.

—Yo sí puedo decirlo, Reshi —intervino Bast alegremente—. Yo no he aceptado ninguna condición.

Kvothe los miró a los dos y luego suspiró.

—Hay pocas cosas más repugnantes que la obediencia ciega —dijo—. Os convendría a los dos recordarlo. —Le hizo una seña a Cronista para que volviera a coger la pluma—. Muy bien... Era un dragón.







76

Los ritos nupciales del draccus común





—Es un dragón —susurró Denna—. Que Tehlu nos acoja y nos proteja. Es un dragón.

—No, no es un dragón —la contradije—. Los dragones no existen.

—¡Pero míralo! —insistió ella—. ¡Está ahí mismo! ¡Mira a ese maldito dragón!

—Es un draccus.

—Es enorme —dijo Denna con un deje de histeria en la voz—. Es un maldito dragón enorme y va a subir aquí y se nos va a comer.

—No come carne —dije—. Es herbívoro. Es como una vaca in­mensa.

Denna me miró y rompió a reír. No era una risa histérica, sino la risa impotente de alguien que ha oído algo tan gracioso que no puede contener la alegría. Se tapó la boca con las manos y empe­zó a sacudirse; lo único que se oía eran los resoplidos ahogados que escapaban entre sus dedos.

Vimos otro fogonazo azul. Denna dejó de reírse, y luego apar­tó las manos de la boca. Me miró con los ojos como platos, y en voz baja y ligeramente temblorosa dijo:

—¡Muuu!

Habíamos pasado tan deprisa del pánico al alivio que iba a costamos contener la risa floja. Así que cuando Denna empezó a reír de nuevo, intentando sofocar las carcajadas con las manos, yo reí también, y la barriga me temblaba del esfuerzo para no hacer ruido. Nos tumbamos sobre la piedra, desternillándonos como dos niños pequeños, mientras abajo, aquella gran bestia gruñía y resoplaba alrededor de nuestro fuego, lanzando llamaradas de vez en cuando.

Al cabo de unos largos minutos, nos serenamos. Denna se enju­gó las lágrimas de los ojos y dio un hondo y tembloroso suspiro. Se acercó más a mí, hasta pegar el lado izquierdo de su cuerpo a mi lado derecho.

—Mira —dijo en voz baja mientras los dos mirábamos desde el borde de la piedra—. Ese bicho no puede ser hervíboro. Es inmen­so. No podría ingerir suficiente alimento. Y mira qué boca tiene. Mira esos dientes.

—Exactamente. Son planos, no puntiagudos. Come árboles. Árboles enteros. Mira lo grande que es. ¿Dónde iba a encontrar suficiente carne? Tendría que comerse diez ciervos todos los días. ¡No podría sobrevivir!

Denna giró la cabeza y me miró.

—¿Cómo demonios sabes eso?

—Lo leí en la Universidad —contesté—. En un libro titulado Los ritos nupciales del draccus común. Utiliza el fuego para lla­mar la atención en la época de celo. Es como el plumaje de los pájaros.

—¿Insinúas que esa cosa de ahí abajo —buscó a tientas las pa­labras; sus labios se movieron un momento sin articular ningún sonido— pretende tirarse a nuestra hoguera? —Por un instante creí que iba a romper a reír de nuevo, pero inspiró hondo y se sere­nó—. Pues yo no me lo pierdo, desde luego...

Notamos que la piedra sobre la que estábamos sentados se es­tremecía; la vibración provenía del suelo. Al mismo tiempo, todo se oscureció notablemente.

Miramos hacia abajo y vimos al draccus revolcándose en el fuego como un cerdo en un revolcadero. El suelo temblaba mien­tras el animal aplastaba las brasas con el cuerpo.

—Ese bicho debe de pesar... —Denna se interrumpió y sacudió la cabeza.

—Quizá cinco toneladas —calculé—. Cinco como mínimo.

—Podría atacarnos. Podría derribar las piedras.

—No lo creo —dije dando unas palmadas al itinolito, tratando de parecer más convencido de lo que lo estaba en realidad—. Estas piedras llevan mucho tiempo aquí. No nos pasará nada.

Mientras se revolcaba en nuestra fogata, el draccus había es­parcido ramas encendidas por la cima de la colina. Lo vimos di­rigirse hacia un leño medio calcinado que seguía consumiéndose sobre la hierba. El draccus lo olfateó y se revolcó sobre él, aplas­tándolo. Entonces se puso de nuevo en pie, volvió a olfatear el leño y se lo comió. No lo masticó. Se lo tragó entero, como una rana se traga un grillo.

Repitió varias veces la operación, describiendo círculos alrede­dor del fuego, casi apagado ya. Lo olfateaba, se revolcaba encima de los troncos ardientes y luego, cuando se apagaban, se los comía.

—Supongo que es lógico —comentó Denna—. Provoca incen­dios y vive en el bosque. Si no tuviera algún mecanismo mental que lo incitara a apagar el fuego, no sobreviviría mucho tiempo.

—Seguramente por eso ha venido aquí —repliqué—. Porque ha visto nuestra hoguera.

Tras varios minutos resoplando y revolcándose, el draccus vol­vió junto a la hoguera, de la que solo quedaba un lecho de brasas. La rodeó varias veces, y luego se tumbó encima. Me estremecí, pero la bestia se limitó a moverse hacia delante y hacia atrás como una gallina que se acomoda en el nido. La cima de la colina esta­ba ya completamente oscura: solo había una débil luz de luna.

—¿Cómo puede ser que nunca haya oído hablar de esos bi­chos? —preguntó Denna.

—Hay muy pocos —contesté—. La gente suele matarlos, por­que no entienden que son relativamente inofensivos. Y no se re­producen muy deprisa. Ese de ahí debe de tener doscientos años; es de los más grandes que hay. —Lo contemplé, maravillado—. No creo que haya más de un par de centenares de draccus de ese ta­maño en todo el mundo.

Seguimos mirando un par de minutos, pero abajo no se apre­ciaba ningún movimiento. Denna dio un gran bostezo.

—Dios mío, estoy agotada. No hay nada como la certeza de tu propia muerte para dejarte baldada. —Se tendió boca arriba, y luego de lado, y después se volvió hacia mí, buscando una postu­ra cómoda—. Madre mía, qué frío hace aquí. —Vi que tembla­ba—. No me extraña que el draccus se haya tumbado encima de nuestra hoguera.

—Podríamos bajar y coger la manta —sugerí.

Denna soltó una risotada.

—Ni hablar. —No paraba de temblar mientras se abrazaba el cuerpo.

—Toma. —Me levanté y me quité la capa—. Abrígate con esto. No es gran cosa, pero es mejor que la piedra. —Se la tendí—. Te vigilaré mientras duermes para que no te caigas.

Me miró largamente, y en parte confié en que la rechazara. Pero tras unos instantes de vacilación, cogió la capa y se envolvió con ella.

—Está visto, maese Kvothe, que sabes cuidar de una mujer.

—Pues espera a mañana —repliqué—. No he hecho más que empezar.

Me senté en silencio, tratando de no temblar, y al final la respi­ración de Denna se hizo lenta y acompasada. La vi dormir con la tranquilidad de un niño que no tiene ni idea de lo insensato que es, ni de las inesperadas tragedias que puede traer el día siguiente.



















































77

Riscos





Desperté sin recordar cuándo me había quedado dormido. Denna me zarandeaba suavemente.

—No te muevas demasiado deprisa —me advirtió—. Hay mu­cha altura.

Me desenrosqué despacio; casi todos los músculos de mi cuer­po protestaban por el trato que les había dado el día anterior. Te­nía los muslos y las pantorrillas tensos y doloridos.

Entonces reparé en que volvía a llevar puesta la capa.

—¿Te he despertado? —pregunté—. No recuerdo...

—En cierto modo sí —contestó Denna—. Te quedaste dormi­do y te caíste encima de mí. Ni siquiera has parpadeado cuando te he apartado a... —Denna se interrumpió mientras yo me ponía poco a poco en pie—. Dios santo, pareces un abuelo artrítico.

—Ya sabes lo que pasa —dije—. Cuando despiertas es cuando estás más tieso.

Denna compuso una sonrisita.

—Las mujeres, en general, no tenemos ese problema. —Se puso seria—. No estarás fingiendo, ¿verdad?

—Ayer recorrí unos cien kilómetros a caballo, antes de encon­trarte. No estoy acostumbrado a cabalgar tanto. Y anoche, cuan­do salté para subir aquí, me di bastante fuerte.

—¿Te hiciste daño?

—Ya lo creo —afirmé—. Por todas partes.

—Oh —exclamó Denna tapándose la boca con las manos—. ¡Tus hermosas manos!

Me miré las manos y entendí a qué se refería. Debí de lasti­mármelas durante mi loco intento de escalar el itinolito la noche anterior. Los callos de músico me habían salvado bastante las ye­mas de los dedos, pero tenía los nudillos muy desollados y cubier­tos de sangre seca. Ni siquiera lo había notado, porque había otras partes del cuerpo que me dolían mucho más.

Cuando me vi las manos, se me contrajo el estómago, pero cuando las abrí y las cerré, comprobé que solo las tenía despelle­jadas y no gravemente heridas. Como todo músico, siempre me preocupaba que pudiera pasarles algo a mis manos, y mi trabajo de artífice había agravado esa ansiedad.

—Parece peor de lo que es —dije—. ¿Cuánto hace que se ha marchado el draccus?

—Al menos un par de horas. Se fue poco después de salir el sol.

Miré hacia abajo desde mi privilegiada posición en lo alto del arco formado por los itinolitos. La noche anterior, la cima de la colina era una uniforme extensión de hierba verde. Esa mañana, parecía un campo de batalla. La hierba estaba aplastada en varios sitios, y en otros, quemada y reducida a rastrojos. Se apreciaban profundos surcos en la tierra, donde el lagarto se había revolcado o por donde había arrastrado su pesado cuerpo.

Bajar del itinolito fue más difícil que subir. La parte superior del arco tenía una altura de unos cuatro metros, y eso era dema­siado para saltar. En otras circunstancias, no me habría preocu­pado, pero con lo rígido y magullado que estaba, temía caer mal y torcerme un tobillo.

Al final conseguimos bajar descolgándonos con ayuda de la correa de mi macuto. Mientras Denna se apuntalaba y sujetaba un extremo, yo descendí hasta el suelo. El macuto se desgarró y se abrió, por supuesto, esparciendo todas mis pertenencias; pero con­seguí llegar abajo sin más deterioro que una mancha de hierba.

Entonces Denna se colgó del borde de la roca, y yo la agarré por las piernas y la dejé resbalar poco a poco hasta el suelo. Pese a que tenía toda la parte frontal del cuerpo magullada, esa experiencia contribuyó mucho a mejorar mi estado de ánimo.

Recogí mis cosas y me senté con hilo y aguja para recomponer el macuto. Al cabo de un rato, Denna regresó de una breve incur­sión entre los árboles y recogió la manta que la noche pasada ha­bíamos dejado en el suelo. Tenía unas enormes rasgaduras que le había hecho el draccus con las zarpas al pisotearla.

—¿Habías visto alguna vez una cosa de estas? —pregunté ten­diéndole una mano.

Denna me miró y arqueó una ceja.

—¿Cuántas veces me habrán contado ese chiste? —Sonreí, abrí la mano y le mostré el trozo de hierro negro que me había dado el calderero. Ella lo examinó con curiosidad—. ¿Es una piedra imán?

—Me sorprende que la reconozcas.

—Conocí a un tipo que usaba una de pisapapeles. —Dio un suspiro de desdén—. Ponía mucho hincapié en que, pese a lo va­liosa y rara que era, él la utilizaba de pisapapeles. —Dio un reso­plido—. Era un fantasmón. ¿Tienes algo de hierro?

—Busca por aquí. —Señalé el revoltijo de objetos—. Tiene que haber algo.

Denna se sentó en uno de los itinolitos tumbados y se puso a ju­gar con la piedra imán y un trozo de hebilla de hierro rota. Re­mendé mi macuto y luego le cosí la correa, dándole varias punta­das de más para que no se soltara.

Denna estaba muy entretenida con la piedra imán.

—¿Cómo funciona? —me preguntó mientras apartaba la hebi­lla y la soltaba una y otra vez—. ¿De dónde sale la fuerza?

—Es un tipo de fuerza galvánica —respondí, y entonces vaci­lé—. Lo cual es una forma elegante de decir que no tengo ni la más remota idea.

—A lo mejor solo atrae el hierro porque está hecha de hierro —caviló acercándole su anillo de plata sin que pasara nada—. Si alguien encontrara una piedra imán de latón, ¿atraería los objetos de latón?

—Quizá atrajera los objetos de cobre y de zinc —especulé—. Porque es de lo que está hecho el latón. —Le di la vuelta al macuto y empecé a guardar mis cosas. Denna me devolvió la piedra imán y fue hacia los restos de la hoguera.

—Antes de marcharse se ha comido toda la madera —observó.

Me acerqué a mirar. Alrededor de los restos de la hoguera, el suelo estaba revuelto en algunas zonas y quemado en otras. Pare­cía que le hubiera pasado por encima toda una legión de caballería. Empujé un gran terrón con la punta de la bota y me agaché para recoger una cosa.

—Mira esto.

Denna se acercó y yo se lo mostré. Era una escama de draccus, negra y lisa, casi tan grande como la palma de mi mano y con for­ma de lágrima. En el centro tenía medio centímetro de grosor, mien­tras que los bordes eran más delgados.

Se la tendí a Denna.

—Para ti, mi señora. Un recuerdo.

Ella la sopesó en la mano.

—Pesa —dijo—. Voy a buscar una para ti... —Se apartó para buscar entre los restos de la hoguera—. Me parece que se comió algunas piedras además de la madera. Anoche recogí más de las que hay aquí para encender el fuego.

—Los lagartos comen piedras —expliqué—. Las necesitan para digerir la comida. Las piedras trituran el alimento en sus tripas. —Denna me miró con escepticismo—. Es verdad. Las gallinas también lo hacen.

Sacudió la cabeza y desvió la mirada mientras buscaba entre la tierra revuelta.

—Mira, al principio esperaba que convirtieras este encuentro en una canción. Pero cuanto más hablas de ese bicho... más lo dudo. Vacas y gallinas. ¿Dónde está tu sentido dramático?

—No hace falta exagerar —repliqué—. Si no me equivoco, esa escama es casi todo hierro. ¿Cómo puedo darle mayor dramatis­mo a eso?

Denna sostuvo la escama en alto y la examinó con deteni­miento.

—Lo dices en broma.

Sonreí.

—Las piedras de por aquí contienen mucho hierro. El draccus se come las piedras, y poco a poco se trituran en su molleja. El metal se va filtrando y se acumula en los huesos y en las escamas. —Cogí la escama y fui hacia uno de los itinolitos—. Todos los años muda la piel, y luego se la come; de esa forma, conserva el hierro en el organismo. Pasados doscientos años... —Golpeé la es­cama contra la piedra, produciendo un ruido vibrante, entre el de una campana y el de una pieza de cerámica vidriada.

Le devolví la escama a Denna.

—Seguramente, antes de que se desarrollara la minería moder­na, la gente los cazaba para obtener hierro. Creo que, incluso hoy en día, cualquier alquimista pagaría un buen precio por las esca­mas o los huesos. El hierro orgánico es muy escaso. Probablemen­te podrían fabricar todo tipo de cosas con él.

Denna miró la escama que tenía en la mano.

—Me has convencido. Puedes escribir la canción. —Entonces tuvo una idea—: Déjame ver la piedra imán.

La saqué de mi macuto y se la di. Denna acercó la escama a la piedra imán, y ambas se juntaron produciendo aquel extraño rui­do metálico. Denna sonrió; volvió junto a la hoguera y empezó a pasar la piedra imán por los restos, buscando más escamas.

Miré hacia los riscos del norte.

—No me gusta dar malas noticias —dije apuntando hacia una débil mancha de humo que se alzaba entre los árboles—. Pero allí abajo hay algo que arde. Las estacas que clavé ya no están, pero creo que esa fue la dirección en que anoche vimos el fuego azul.

Denna seguía pasando la piedra imán por encima de los restos de la fogata.

—El draccus no pudo ser el responsable de lo que pasó en la granja Mauthen. —Señaló la tierra y la hierba revueltas—. Allí no había nada de todo esto.

—No estaba pensando en la granja —dije—. Estaba pensando en que cierto mecenas podría haber pasado la noche en el bosque con una pequeña hoguera...

Denna me miró, consternada.

—Y el draccus lo vio.

—Yo no me preocuparía —me apresuré a decir—. Si es tan lis­to como lo pintas, debió de buscar cobijo en alguna casa.

—Enséñame una casa donde puedas cobijarte de ese bicho —dijo Denna con amargura, y me devolvió la piedra imán—. Va­mos a echar un vistazo.





El sitio de donde ascendía la fina columna de humo estaba a pocos kilómetros, pero tardamos mucho en llegar. Estábamos doloridos y cansados, y ninguno de los dos abrigaba grandes esperanzas respec­to a lo que encontraríamos cuando llegáramos a nuestro destino.

Mientras caminábamos, compartimos mi última manzana y la mitad de lo que quedaba de la hogaza de pan ácimo. Corté unos trozos de corteza de abedul, y Denna y yo la mordisqueamos y la masticamos. Al cabo de una hora aproximadamente, los múscu­los de mis piernas se relajaron lo suficiente para que ya no me re­sultara doloroso caminar.

A medida que nos acercábamos, cada vez nos costaba más avanzar. Las suaves colinas dejaron paso a escarpados peñascos y a empinadas laderas cubiertas de pedregal. Teníamos que trepar o dar largos rodeos, y a veces, retroceder para buscar otro camino.

Y también nos entretuvimos. Tropezamos con un zarzal que nos demoró casi una hora. Poco después encontramos un ria­chuelo y paramos a beber, descansar y lavarnos. Una vez más, mis esperanzas de que se produjera un flirteo de cuento quedaron frustradas por el hecho de que el riachuelo solo tenía unos quince centímetros de profundidad. No era lo ideal para darse un baño.

Llegamos al sitio de donde salía el humo a primera hora de la tarde, y lo que encontramos allí no tenía nada que ver con lo que esperábamos.





Era un valle aislado, encajonado entre los riscos. Lo llamo valle, pero en realidad era más bien un gigantesco escalón entre las es­tribaciones montañosas. A un lado había una alta pared de roca negra, y al otro, un hondo precipicio. Denna y yo intentamos en­trar sin éxito por dos sitios, y al final dimos con un camino. Afor­tunadamente, ese día no hacía viento y el humo ascendía recto como una flecha hacia el cielo, azul y despejado. De no ser porque la columna de humo nos guiaba, seguramente nunca habríamos encontrado el sitio que buscábamos.

Aquello debía de haber sido un agradable bosquecillo, pero es­taba destrozado, como si hubiera pasado un tornado. Los árboles estaban partidos, arrancados de raíz, calcinados y hechos peda­zos. Había enormes surcos por todas partes, como si un granjero gigante hubiera enloquecido mientras araba su campo.

Dos días atrás, no habría podido saber qué había causado se­mejante destrucción. Pero después de lo que había visto la noche pasada...

—¿No decías que eran inofensivos? —dijo Denna—. Pues esto lo ha arrasado.

Denna y yo empezamos a pasearnos entre los destrozos. El humo blanco salía del profundo hoyo que había dejado un gran arce al caer. Del fuego solo quedaban unas pocas brasas que ar­dían lentamente en el fondo del hoyo, donde antes estaban las raíces.

Eché unos terrones en el agujero con la punta de la bota.

—La buena noticia es que tu mecenas no está aquí. Y la mala noticia... —Me interrumpí y aspiré por la nariz—. ¿Hueles eso?

Denna inspiró también y asintió con la cabeza, arrugando la nariz.

Me subí al arce caído y miré alrededor. El viento cambió de dirección, y el olor se intensificó. Olía a algo muerto y podrido.

—¿No decías que no comían carne? —preguntó Denna miran­do en torno a sí con nerviosismo.

Bajé del árbol y fui hasta la pared de roca. Allí había una pe­queña cabana, completamente destrozada. El olor a podrido era más intenso.

—Vale —dijo Denna contemplando las ruinas—. Ya me dirás si esto lo ha hecho un animal inofensivo.

—No sabemos si lo ha hecho el draccus —argumenté—. Cabe la posibilidad de que hayan sido los Chandrian, y de que el fuego atrajera al draccus, que vino aquí a apagarlo.

—¿Crees que lo han hecho los Chandrian? Eso no cuadra con todo lo que yo he oído de ellos. Se supone que aparecen como el relámpago y que luego se esfuman. No van a visitarte, provocan unos cuantos incendios y luego van a hacer unos recados.

—No sé qué pensar. Pero dos casas destrozadas... —Empecé a pasearme entre los restos de la cabana—. Es lógico pensar que las dos cosas estén relacionadas.

Denna dio un grito ahogado. Miré hacia donde miraba ella y vi un brazo que sobresalía por debajo de unos gruesos troncos.

Me acerqué. Había moscas zumbando, y me tapé la boca en un vano intento de evitar el hedor.

—Lleva unos dos ciclos muerto. —Me agaché y cogí un amasi­jo de madera astillada y metal—. Mira esto.

—Tráelo aquí y lo miraré.

Se lo llevé. La cosa estaba destrozada, y apenas se reconocía qué era.

—Una ballesta.

—No le sirvió de gran cosa —comentó Denna.

—La pregunta es: ¿por qué tenía una ballesta? —Examiné la gruesa pieza de acero azul del travesano—. Esto no es ningún arco de caza. Esto sirve para matar a un hombre provisto de armadura desde mucha distancia. Las ballestas como esta son ilegales.

Denna soltó una risotada.

—Aquí no se hacen respetar esa clase de leyes, ya lo sabes.

Me encogí de hombros.

—El caso es que esto es un arma muy cara. ¿Por qué tendría una ballesta que cuesta diez talentos alguien que vive en una pe­queña cabana con el suelo de tierra?

—Quizá supiera que había un draccus suelto por la región —especuló Denna mirando alrededor, nerviosa—. A mí tampoco me importaría tener una ballesta.

Negué con la cabeza.

—Los draccus son tímidos. Evitan a la gente.

Denna me miró con franqueza y señaló con gesto sarcástico los restos de la cabana.

—Piensa en todos los animales salvajes que viven en el bosque —argumenté—. Todos los animales salvajes rehuyen el contacto con los humanos. Como tú misma has dicho, nunca habías oído hablar del draccus. Será por algo.

—¿Y si tiene la rabia?

Esa posibilidad me dejó helado.

—Qué idea tan aterradora. —Contemplé el paisaje ruinoso—. ¿Cómo demonios lo abatirías? ¿Los lagartos pueden coger la rabia?

Denna trasladó el peso del cuerpo de una pierna a otra, inquie­ta y sin dejar de mirar alrededor.

—¿Quieres mirar algo más? Porque yo ya he visto todo lo que hay que ver. No quiero estar aquí cuando vuelva esa cosa.

—¿No crees que deberíamos darle un entierro decente a ese tipo?

Denna negó con la cabeza.

—No pienso quedarme tanto rato aquí. Podemos decirle a al­guien del pueblo que lo hemos encontrado, y que ellos se ocupen. El draccus podría volver en cualquier momento.

—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué vuelve aquí? —Fui señalando—: Ese árbol lleva un ciclo muerto, pero ese otro se par­tió hace solo un par de días...

—Y eso, ¿qué más da?

—Los Chandrian —dije con firmeza—. Quiero saber por qué estuvieron aquí. ¿Y si controlan al draccus?

—Yo no creo que estuvieran aquí —dijo Denna—. En la gran­ja Mauthen, quizá. Pero esto es obra de un lagarto rabioso. —Me miró a los ojos—. No sé qué has venido a buscar, pero no creo que lo encuentres.

Negué con la cabeza mientras miraba alrededor.

—Tengo la impresión de que esto tiene que estar relacionado con la granja.

—Yo creo que quieres que esté relacionado —repuso Denna con dulzura—. Pero ese tipo lleva mucho tiempo muerto. Tú mismo lo has dicho. Y acuérdate del marco de la puerta y del abrevadero de la granja. —Se agachó y golpeó uno de los troncos de la des­trozada cabana con los nudillos. El tronco hizo un ruido sólido—. Y mira la ballesta. El metal no está oxidado. Los Chandrian no han estado aquí.

El desaliento se apoderó de mí. Sabía que Denna tenía razón. En el fondo, sabía que me estaba aferrando desesperadamente a una esperanza. Sin embargo, no quería rendirme sin haber agota­do todas las posibilidades.

Denna me cogió de la mano.

—Ven. Vamonos. —Me sonrió y tiró de mí. Noté la suavidad y la frescura de su piel—. Hay cosas más interesantes que hacer que perseguir...

Se oyó un fuerte crujido no muy lejos, entre los árboles: crrrac-crrrac-crrrac. Denna me soltó la mano y se dio la vuelta.

—No —dijo—. No, no, no.

La inesperada amenaza del draccus hizo que me concentrara de golpe.

—Tranquila. No puede trepar. Pesa demasiado.

—¿Trepar? ¿Por un árbol? ¡Pero si ese animal los derriba para divertirse!

—Los riscos. —Señalé la pared de roca que bordeaba esa par­te del bosque—. Vamos.

Nos dirigimos hacia la base de la pared, tropezando con los surcos y saltando árboles caídos. Oía el resonante gruñido del draccus a nuestras espaldas. Giré la cabeza para echar un vistazo, pero el draccus todavía no había salido del bosque.

Llegamos a la base del risco y empecé a buscar un trozo de pa­red por el que ambos pudiéramos escalar. Tras un largo y frenéti­co minuto, salimos de unas tupidas matas de zumaque y vimos una franja de tierra muy revuelta. El draccus había estado cavan­do allí.

—¡Mira! —Denna señaló una fractura en la pared de roca, una profunda grieta de medio metro de anchura. Era lo bastante gran­de para que se metiera por ella una persona, pero demasiado es­trecha para que lo hiciera un lagarto gigantesco. En la pared había marcas de zarpazos, y rocas sueltas esparcidas por el suelo revuelto.

Denna y yo nos colamos por aquella estrecha abertura. Dentro estaba oscuro: la única luz que se veía era la de una pequeña fran­ja de cielo azul sobre nuestras cabezas. Seguí avanzando, y en va­rias ocasiones tuve que ponerme de lado para pasar. Cuando separé las manos de las paredes, vi que las tenía cubiertas de hollín. Por lo visto, al no poder entrar, el draccus había escupido fuego en aquel angosto pasadizo.

Unos cuatro metros más allá, la grieta se ensanchaba un poco.

—Ahí hay una escalerilla —dijo Denna—. Voy a subir por ella. Si esa bestia nos lanza fuego, será como si lloviera en un barranco.

Trepó por la escalerilla, y yo la seguí. La escalerilla era rudi­mentaria pero resistente, y unos seis metros más allá daba a un trozo de suelo plano. Estábamos rodeados de piedra negra por tres costados, pero más abajo se veían perfectamente la cabana en ruinas y los árboles destrozados. Había una caja de madera pues­ta contra la pared de roca.

—¿Lo ves? —preguntó Denna mirando hacia abajo—. Dime que no me he desollado las rodillas para nada.

Oí un débil fffuuu y noté una oleada de aire caliente en la es­palda. El draccus volvió a gruñir, y otro chorro de fuego corrió por la estrecha grieta. Entonces oímos un chirrido de uñas arañando pizarra: el draccus estaba furioso y rascaba la base de la pared.

Denna me lanzó una mirada expresiva.

—Inofensivo.

—No nos busca a nosotros —dije—. Ya lo has visto. Ya había arañado esa pared mucho antes de que nosotros llegáramos aquí.

Denna se sentó.

—¿Qué es esto?

—Una especie de atalaya —respondí—. Desde aquí se ve todo el valle.

—Es obvio que es una atalaya —replicó ella dando un suspi­ro—. Me refiero a este sitio.

Abrí la caja de madera que estaba en el suelo. Dentro había una basta manta de lana, un odre lleno de agua, un poco de ceci­na y una docena de flechas de ballesta condenadamente afiladas.

—No lo sé —confesé—. Quizá ese tipo fuera un fugitivo.

Dejaron de oírse ruidos. Denna y yo nos asomamos y contem­plamos el devastado valle. Al final el draccus se apartó de la pared del risco. Caminaba despacio, y su inmenso cuerpo iba abriendo un surco irregular en el suelo.

—No se mueve tan deprisa como anoche —observé—. A lo mejor es verdad que está enfermo.

—Quizá esté cansado después de un duro día tratando de al­canzarnos y matarnos. —Me miró—. Siéntate. Me estás poniendo nerviosa. Vamos a quedarnos un rato aquí.

Me senté, y vimos cómo el draccus avanzaba lenta y pesada­mente hacia el centro del valle. Fue hasta un árbol de unos nueve metros de alto y lo derribó sin apenas esfuerzo.

Entonces empezó a comérselo, primero las hojas. Luego se puso a masticar las ramas del grosor de mi muñeca con la misma facilidad con que una oveja arrancaría un puñado de hierba. Cuando el tronco quedó por fin desnudo, supuse que el draccus tendría que parar. Pero mordió con su enorme boca, plana, un ex­tremo del tronco y retorció el inmenso cuello. El tronco se astilló y se partió, y el draccus se quedó con un trozo grande pero mane­jable que se tragó casi entero.

Denna y yo aprovechamos la oportunidad para comer también un poco. Solo pan ácimo, salchicha y el resto de las zanahorias. No me atreví a tocar la comida de la caja, porque cabía la posibi­lidad que el tipo que vivía allí estuviera tirando a loco.

—De todas formas, me extraña que nunca lo haya visto nadie de por aquí —dijo Denna.

—Es probable que alguien lo haya visto desde lejos —conjetu­ré—. El porquero dijo que todo el mundo sabía que en estos bos­ques había algo peligroso. Deben de pensar que es un demonio o cualquier tontería por el estilo.

Denna me miró con una sonrisa burlona en los labios.

—Vaya cosas dice el tipo que vino aquí buscando a los Chan-drian.

—Eso es diferente —protesté acalorado—. Yo no voy por ahí contando cuentos de hadas ni tocando hierro. He venido para averiguar la verdad. He venido para encontrar fuentes de infor­mación más fiables que las historias que circulan por ahí.

—No pretendía ofenderte —se disculpó Denna, sorprendida. Volvió a mirar hacia abajo—. La verdad es que es un animal in­creíble.

—Cuando leí ese libro sobre los draccus, no me creí lo del fuego —admití—. Me pareció un poco rocambolesco.

—¿Más rocambolesco que un lagarto del tamaño de un carro?

—Eso solo es cuestión de tamaño. Pero el fuego no es algo na­tural. ¿Dónde guarda ese fuego, por ejemplo? Es evidente que no arde dentro de él.

—¿Eso no lo explicaban en ese libro que leíste?

—El autor hacía algunas conjeturas, pero nada más. No podía cazar un draccus para diseccionarlo.

—Claro —dijo Denna mientras observaba cómo el draccus de­rribaba sin esfuerzo otro árbol y empezaba a comérselo—. ¿Con qué clase de red o de jaula podría retenerlo?

—Pero tenía algunas teorías interesantes —proseguí—. Ya debes de saber que el estiércol de vaca desprende un gas inflamable, ¿no?

Denna giró la cabeza y rió.

—No. ¿En serio?

Asentí, sonriente.

—Los niños de las granjas sueltan chispas sobre las cagadas de vaca recientes y las hacen arder. Por eso los granjeros han de te­ner mucho cuidado cuando almacenan el estiércol. El gas puede acumularse y explotar.

—Yo soy una chica de ciudad —dijo ella riendo—. Nosotros no jugábamos a esas cosas.

—Pues tú te lo perdiste. El autor sugería que el draccus podría almacenar ese gas en una especie de vejiga. La cuestión está en sa­ber cómo enciende ese gas. El autor apunta una idea ingeniosa sobre el arsénico. Lo cual tiene sentido, desde la química. Si com­binas arsénico y gas de hulla, explota. Así es como se producen las luces de metano en los pantanos. Pero creo que eso no es del todo razonable. Si el draccus tuviera tanto arsénico en el cuerpo, se en­venenaría.

—Aja —dijo Denna sin dejar de observar al draccus.

—Pero si te fijas, lo único que necesita es una pequeña chispa para inflamar el gas —continué—. Y existen muchos animales ca­paces de crear suficiente fuerza galvánica para crear una chispa. Las anguilas, por ejemplo, pueden generar la suficiente para matar a un hombre, y solo tienen medio metro de longitud. —Señalé al draccus—. Seguro que un animal así de grande puede generar la suficiente para producir una chispa.

Esperaba impresionar a Denna con mi ingeniosidad, pero ella parecía distraída con la escena de abajo.

—No me escuchas, ¿verdad?

—No mucho —reconoció; se volvió hacia mí y me sonrió—. Mira, yo lo encuentro perfectamente lógico. Come madera. La madera arde. ¿Por qué no iba a escupir fuego?

Mientras trataba de dar con una respuesta para eso, Denna apuntó hacia el valle.

—Mira esos árboles de allí. ¿Les ves algo raro?

—¿Aparte de que están destrozados y medio comidos? —pre­gunté—. Pues no, no les veo nada raro.

—Mira cómo están distribuidos. Es difícil verlo porque está todo destrozado, pero parece como si crecieran en hileras. Como si los hubieran plantado.

Me fijé bien y comprobé que gran parte de los árboles estaban dispuestos en hileras antes de que llegara el draccus. Una docena de hileras con una veintena de árboles cada una. De la mayoría ya solo quedaban tocones o agujeros vacíos.

—¿Por qué plantaría alguien árboles en medio de un bosque? —caviló Denna—. Esto no es un huerto de árboles frutales. ¿Has visto fruta por alguna parte?

Negué con la cabeza.

—Y esos árboles son los únicos que se ha comido el draccus —añadió—. Hay un gran claro en el centro. Los otros los derriba, pero esos los derriba y se los come. —Entornó los ojos—. ¿Qué árbol se está comiendo ahora?

—Desde aquí no lo veo —dije—. ¿Un arce? ¿Será goloso?

Miramos un poco más, y entonces Denna se levantó.

—Bueno, lo importante es que ya no puede lanzarnos fuego. Vamos a ver qué hay al final de esa grieta. Me parece que por allí se sale de aquí.

Bajamos por la escalerilla y avanzamos lentamente por el fon­do de la pequeña grieta, que se prolongaba unos seis metros más antes de desembocar en un diminuto cañón con altísimas paredes verticales por todos los lados.

No había salida, pero era evidente que alguien lo utilizaba para algo. Habían arrancado las plantas, dejando un suelo de tierra api­sonada. Habían excavado dos hoyos para hacer fuego, y encima de ellos, sobre unas plataformas de ladrillo, había unos grandes cazos metálicos. Se parecían un poco a las cubas que usan los matarifes para derretir el sebo. Pero esos cazos eran anchos, planos y poco profundos, como moldes para preparar pasteles inmensos.

—¡Sí! ¡Es goloso! —dijo Denna riendo—. Ese tipo hacía cara­melos de arce aquí. O jarabe.

Me acerqué un poco más. Había cubos tirados por el suelo, unos cubos que podrían haber servido para transportar la savia de arce para luego hervirla. Abrí la puerta de un diminuto y destar­talado cobertizo y vi más cubos, unas largas palas de madera para remover la .savia, raspadores para sacarla de los cazos...

Pero algo no encajaba. En el bosque había muchísimos arces. No tenía sentido que los cultivaran. Y ¿por qué escoger un sitio tan apartado?

Quizá el tipo aquel estaba simplemente loco. Cogí uno de los raspadores y lo examiné. El borde estaba manchado de negro, como si hubieran raspado brea con él...

—¡Puaj! —dijo Denna detrás de mí—. Qué amargo. Me pare­ce que se le quemó.

Me volví y vi a Denna de pie junto a uno de los hoyos. Había arrancado un gran disco de materia pegajosa del fondo de uno de los cazos y le había dado un mordisco. Era negro, y no del color ámbar oscuro del caramelo de arce.

De pronto entendí qué estaba pasando allí.

—¡No!

Denna me miró, sorprendida.

—No está tan malo —dijo con la boca llena—. Tiene un sabor raro, pero no es desagradable.

Fui hacia ella, le di un manotazo y le tiré el disco al suelo. Den­na me miró con enojo.

—¡Escupe! —le ordené—. ¡Rápido! ¡Es veneno!

Su expresión pasó del enojo al terror en una milésima de se­gundo. Abrió la boca y escupió el trozo de materia negra al suelo. Luego escupió una saliva espesa y negra. Le puse la botella de agua en las manos.

—Enjuágate la boca —dije—. Enjuágatela bien y escupe.

Denna cogió la botella, y entonces recordé que estaba vacía. Nos habíamos terminado el agua con la comida.

Eché a correr, tropezando por el estrecho sendero. Subí por la escalerilla a toda prisa, cogí el odre de agua y regresé al estrecho cañón.

Denna estaba sentada en el suelo del cañón, pálida y con cara de susto. Le puse el odre en las manos, y ella bebió tan deprisa que se atragantó; entonces hizo unas arcadas y escupió.

Metí la mano en una de las hogueras, hundiéndola en las ceni­zas hasta que encontré los carbones que todavía no se habían que­mado. Saqué un puñado. Agité la mano para desprender las ceni­zas, y entonces se los puse en las manos a Denna.

—Cómete esto —dije.

Denna me miró sin comprender.

—¡Cómetelo! —Tendí la mano y la agité—. ¡Si no masticas esto y te lo tragas, te dejaré inconsciente de un puñetazo y te lo meteré yo mismo por la garganta! —Me puse unos cuantos carbones en la boca—. Mira, no pasa nada. Hazlo. —Suavicé el tono de voz, su­plicando en lugar de ordenar—. Confía en mí, Denna,

Cogió unos carbones y se los metió en la boca. Pálida y con ojos llorosos, masticó un puñado y bebió un sorbo de agua para tragárselos haciendo muecas.

—¡Maldita sea! Están cosechando ofalo —dije—. Qué idiota he sido de no darme cuenta antes.

Denna fue a decir algo, pero la corté:

—No hables. Sigue comiendo. Todo lo que puedas.

Asintió con solemnidad, con los ojos muy abiertos. Masticaba, hacía unas cuantas arcadas y se tragaba el carbón con otro sorbo de agua. Se comió una docena de bocados seguidos, y luego vol­vió a enjuagarse la boca.

—¿Qué es el ofalo? —me preguntó con un hilo de voz.

—Una droga. Eso son árboles de denner. Lo que tenías en la boca era resina de denner. —Me senté a su lado. Me temblaban las manos. Las apoyé, planas, sobre mis piernas para disimular el temblor.

Denna se quedó callada. Todo el mundo sabía qué era la resina de denner. En Tarbean, los matarifes tenían que ir a recoger los rí­gidos cadáveres de los consumidores de denner que morían por sobredosis en los callejones y los portales del Puerto.

—¿Cuánta has tragado? —pregunté.

—Solo la estaba masticando, como si fuera tofe. —Volvió a pa­lidecer—. Aún me queda una poca enganchada en los dientes.

Toqué el odre de agua.

—Sigue enjuagándote.

Denna deslizó el agua de una mejilla a otra; luego la escupió y repitió la operación. Intenté calcular cuánta droga habría ingerido, pero había demasiadas variables: no sabía cuánta había tragado, ni si la resina estaba muy refinada, ni si los granjeros la habían filtra­do o purificado.

Denna movió la boca, pasándose la lengua por los dientes.

—Vale. Ya estoy limpia.

Solté una risa forzada.

—Estás todo menos limpia —dije—. Tienes la boca negra. Pa­reces una cría que haya estado jugando en la carbonera.

—Mira quién habla —replicó—. Tú pareces un deshollinador. —Alargó un brazo para tocarme un hombro, desnudo. Debía de haberme roto la camisa al rozarme contra la roca cuando salí co­rriendo a buscar el odre de agua. Denna esbozó una débil sonrisa que no alcanzó a sus ojos—. ¿Por qué me has hecho comer carbón?

—El carbón es como una esponja química —expliqué—. Ab­sorbe las drogas y los venenos.

Denna se animó un poco.

—¿Todos?

Me planteé mentir, pero preferí no hacerlo.

—La mayoría. Te lo has comido muy deprisa. Absorberá gran parte de la resina que te has tragado.

—¿Cuánta?

—Más de la mitad. Con suerte, un poco más. ¿Cómo te en­cuentras?

—Estoy asustada. Me tiembla todo. Pero aparte de eso, no noto nada. —Se removió, nerviosa, donde estaba sentada y puso la mano encima del pegajoso disco de resina de denner que se le había caído de la mano. Lo alejó de sí y se limpió la mano en los pantalones—. ¿Cuánto tardaremos en saberlo?

—No sé si estaba muy refinada —dije—. Si todavía estaba sin tratar, tu organismo tardará más en procesarla. Y eso sería bueno, porque los efectos se extenderían durante un periodo de tiempo más largo.

Le busqué el pulso en el cuello. Lo tenía muy acelerado, lo cual no me indicaba nada. Yo también lo tenía muy rápido.

—Mira allí. —Señalé con una mano y le examiné los ojos. Sus pupilas tardaban un poco en reaccionar a la luz. Le puse una mano en la cabeza y, con el pretexto de levantarle un poco un pár­pado, le apreté el cardenal que tenía en la sien, con fuerza. Denna no pestañeó ni dio el más leve indicio de que le hubiera hecho daño.

—Creía que eran imaginaciones mías —dijo Denna mirán­dome a los ojos—. Pero es verdad: tus ojos cambian de color. Nor­malmente son de color verde intenso, con un círculo dorado alre­dedor de la pupila...

—Los he heredado de mi madre —dije.

—Pero te he estado observando. Ayer, cuando se te rompió el mango de la bomba en la mano, se volvieron de un verde apaga­do, turbio. Y cuando el porquero hizo ese comentario sobre los Ruh, se oscurecieron un instante. Creí que solo era la luz, pero ahora veo que no.

—Me sorprende que te hayas fijado —dije—. La única perso­na que lo ha mencionado alguna vez fue un viejo maestro que tuve. Y era arcanista, así que su trabajo, en gran medida, consis­tía en fijarse en las cosas.

—Bueno, también es mi trabajo fijarme en tus cosas. —Ladeó un poco la cabeza—. Seguro que a la gente le llama la atención tu cabello. Es tan brillante. Muy... llamativo. Y tienes una cara muy expresiva. Siempre la controlas; hasta controlas el comporta­miento de tus ojos. Pero no el color. —Esbozó una sonrisa—. Ahora los tienes pálidos. Como una helada verde. Debes de estar muy asustado.

—Debe de ser lujuria —dije con aspereza—. No pasa a menu­do que una chica me deje acercarme tanto a ella.

—Me dices siempre unas mentiras maravillosas. —Denna des­vió la mirada hacia sus manos—. ¿Me voy a morir?

—No —contesté con firmeza—. Claro que no.

—¿Te importaría...? —Me miró y volvió a sonreír; tenía los ojos llorosos, pero las lágrimas no se desbordaban—. ¿Te impor­taría decírmelo en voz alta?

—No te vas a morir —dije poniéndome en pie—. Ven. Vamos a ver si nuestro amigo el lagarto se ha marchado ya.

Quería que Denna se moviera y se distrajera, así que bebimos un poco de agua y volvimos a la atalaya. El draccus dormía tum­bado al sol.

Aproveché la ocasión para coger la manta y la cecina y guar­darlas en mi macuto.

—Antes no me ha parecido bien robarle a un muerto —dije—, Pero ahora...

—Al menos ahora sabemos por qué se escondía en las quim­bambas con una ballesta y una atalaya y todo eso —comentó Denna—. Hemos resuelto un pequeño misterio.

Empecé a cerrar el macuto, pero entonces, pensándolo mejor, me guardé también las flechas de ballesta.

—¿Para qué quieres eso? —me preguntó Denna.

—Valen dinero —dije—. Estoy en deuda con un personaje pe­ligroso. Me vendría bien un poco de... —No terminé la frase; es­taba pensando.

Denna me miró, y vi que llegaba a la misma conclusión que yo.

—¿Sabes cuánto puede valer toda esa resina? —me preguntó.

—Pues no —contesté pensando en los treinta cazos, cada uno con una lámina de negra y pegajosa resina solidificada en el fon­do, del tamaño de un plato—. Estoy intentando calcularlo.

Denna se meció sobre las plantas de los pies.

—Mira, Kvothe, no sé qué hacer. He visto a muchas chicas que se habían quedado colgadas de esa cosa. Necesito dinero. —Soltó una amarga risotada—. Ahora mismo ni siquiera tengo una muda de ropa. —Parecía preocupada—. Pero no sé si la necesito tan de­sesperadamente.

—Yo estoy pensando en los boticarios —me apresuré a decir—. La refinarían para hacer medicinas. Es un analgésico muy poten­te. No nos la pagarían tan bien como si se la vendiéramos a otra clase de gente, pero aun así, media lámina...

Denna sonrió abiertamente.

—Me encantaría llevarme media lámina. Sobre todo ahora que mi misterioso mecenas ha desaparecido.

Volvimos al cañón. Esa vez, al salir del estrecho pasadizo, vi los cazos de evaporación desde otra perspectiva. Ahora, cada uno equivalía a una pesada moneda en mi bolsillo. La matrícula del si­guiente bimestre, ropa nueva, liberarme de mi deuda con Devi...

Vi que Denna contemplaba las bandejas con la misma fascina­ción que yo, aunque ella lo hacía con una mirada un tanto más vi­driosa.

—Con esto podría vivir cómodamente todo un año —caviló—. Sin deberle nada a nadie.

Fui al cobertizo de las herramientas y cogí un raspador para cada uno. Nos pusimos a trabajar y, pasados unos minutos, ha­bíamos juntado todas las láminas, negras y pegajosas, en un taco del tamaño de un melón.

Denna se estremeció un poco y me miró, sonriente. Tenía las mejillas arreboladas.

—De pronto me siento muy bien. —Se cruzó de brazos y se fro­tó los hombros con las manos—. Muy bien, de verdad. Y no creo que sea solo de pensar en todo ese dinero.

—Es la resina —dije—. El que haya tardado tanto en hacerte efecto es una buena señal. Si hubiera pasado antes, me habría preocupado. —La miré con seriedad—. Escúchame bien. Necesito que me digas si notas presión en el pecho, o si te cuesta respirar. Mientras no notes ninguno de esos dos síntomas, todo irá bien.

Denna asintió; luego inspiró hondo y soltó el aire despacio.

—¡Oh, Ordal, dulce ángel que estás en las alturas! ¡Qué bien me siento! —Me miró con aprensión, pero sin dejar de sonreír—. ¿Voy a volverme adicta a esto?

Negué con la cabeza, y Denna suspiró aliviada.

—¿Sabes qué es lo peor? Me asusta volverme adicta, pero no me importa estar asustada. Nunca me había sentido como ahora. No me extraña que nuestro escamoso amiguito siga viniendo aquí a buscar más...

—Tehlu misericordioso —dije—. No se me había ocurrido. Por eso arañaba la pared de roca e intentaba entrar aquí. Huele la resina. Lleva dos ciclos comiendo árboles, tres o cuatro todos los días.

—El mayor adicto al denner jamás visto. Viene aquí a buscar su dosis. —Denna rió, y de pronto compuso una expresión de ho­rror—. ¿Cuántos árboles quedaban?

—Dos o tres —dije pensando en las hileras de agujeros y toco­nes—. Pero quizá se haya comido otro en este rato.

—¿Alguna vez has visto a un adicto al denner con síndrome de abstinencia? —Tenía la cara desencajada—. Se vuelven locos.

—Ya lo sé —dije, y me acordé de la chica a la que había visto bailar desnuda sobre la nieve, en Tarbean.

—¿Qué crees que hará cuando se acaben los árboles?

Pensé largo rato.

—Irá a buscar más. Y estará desesperado. Y sabe que en el úl­timo sitio donde encontró los árboles había una casita que olía a humanos... Tendremos que matarlo.

—¿Matarlo? —Denna rió, y luego se tapó la boca con ambas manos—. ¿Con qué? ¿Con mi bonita voz y tus varoniles bravatas? —Se puso a reír incontroladamente, pese a que todavía se tapaba la boca con las manos—. Lo siento, Kvothe. ¿Cuánto rato voy a estar así?

—No lo sé. Los efectos del ofalo son euforia...

—Ya lo creo. —Me guiñó un ojo, sonriente.

—Seguida de manía, un poco de delirio si la dosis es lo bastan­te elevada, y luego agotamiento.

—Quizá pueda dormir toda la noche, para variar. No me dirás en serio que quieres matar esa cosa. ¿Qué vas a utilizar? ¿Un pali­to puntiagudo?

—No puedo dejar que campe a sus anchas. Trebon está a solo unos ocho kilómetros de aquí. Y hay algunas granjas más cerca. Piensa en los estragos que podría causar.

—Pero ¿cómo? —insistió—. ¿Cómo se mata a un bicho como ese?

Volví al cobertizo.

—Si tenemos suerte y ese tipo tuvo la prudencia de comprar otra ballesta... —Empecé a buscar, lanzando cosas por la puer­ta. Palas de remover, cubos, raspadores, una pala, más cubos, un barril...

El barril era del tamaño de un barril de cerveza. Lo saqué del cobertizo y abrí la tapa. En el fondo había un saco de hule con una gran masa pegajosa de negra resina de denner; al menos había el cuádruple de la que Denna y yo habíamos rascado de los cazos.

Levanté el saco y lo dejé en el suelo, manteniéndolo abierto para que Denna pudiera ver en el interior. Asomó la cabeza, emi­tió un grito de asombro y dio un respingo.

—¡Ahora podré comprarme un pony! —exclamó riendo.

—No sé si te comprarás un pony —dije mientras hacía cálculos mentales—. Pero creo que antes de que nos repartamos el dinero, deberíamos comprarte una buena arpa. Y no una triste lira.

—¡Sí! —dijo Denna, y me dio un fogoso abrazo—. Y a ti te compraremos... —Me miró con curiosidad; su cara, cubierta de hollín, estaba a escasos centímetros de la mía—. ¿Qué quieres tú?

Antes de que pudiera hacer ni decir nada, el draccus volvió a rugir.





78

Veneno





El rugido del dragón fue como un trompetazo, si podéis imagi­naros una trompeta del tamaño de una casa, y hecha de pie­dra, de truenos y de plomo fundido. No lo noté en el pecho. Lo noté en los pies, porque hizo temblar el suelo.

El rugido nos hizo dar un brinco. Denna me golpeó la nariz con la cabeza, y me tambaleé, cegado por el dolor. Ella ni se dio cuen­ta, porque estaba muy entretenida tropezando, cayéndose y rien­do, en un enredo de brazos y piernas.

Ayudé a Denna a levantarse y oí un lejano estruendo; volvimos a subir con cuidado a la atalaya.

El draccus estaba... retozando, dando saltos como un perro bo­rracho, derribando árboles como derribaría un niño tallos de maíz en un campo.

Lo vi acercarse a un viejo roble, un árbol centenario del tamaño de un itinolito. El draccus se irguió y puso las patas delanteras so­bre una de las ramas más bajas, como si quisiera trepar por él. La rama, que era tan grande como un árbol, prácticamente explotó.

El draccus volvió a erguirse y embistió el árbol. Yo lo observa­ba, convencido de que la rama rota le atravesaría el cuerpo; pero el puntiagudo trozo de dura madera apenas se le hundió un poco en el pecho antes de astillarse. El draccus se estrelló contra el tron­co, y aunque este no se partió, se rajó produciendo un ruido pare­cido a un rayo.

El draccus se dio la vuelta; saltó, cayó y rodó sobre las piedras. Lanzó una gran llamarada y volvió a cargar contra el fracturado roble, golpeándolo con su enorme y plana cabeza con forma de cuña. Esa vez logró derribar el árbol, produciendo una explosión de tierra y piedras al arrancarse las raíces del suelo.

Yo solo atinaba a pensar en lo inútil que sería tratar de hacerle daño a aquella criatura. Empleaba más fuerza para revolcarse por el suelo de la que yo podía aspirar a reunir para enfrentarme a él.

—No vamos a poder matarlo —dije—. Sería como atacar una tormenta. ¿Cómo vamos a hacerle daño?

—La llevamos hasta el borde de un precipicio —dijo Denna con toda naturalidad.

—¿La? ¿Cómo sabes que es una hembra?

—¿Cómo sabes tú que es un macho? —replicó ella, y sacudió la cabeza como si quisiera despejarse—. Da igual, no importa. Sa­bemos que le atrae el fuego. Encendemos fuego y prendemos una rama. —Apuntó hacia unos árboles cuyas ramas colgaban por enci­ma del precipicio—. Entonces, cuando corra hacia allí para apa­garlo... —Hizo una pantomima con las manos de algo que cae.

—¿Crees que la caída acabaría con él? —pregunté con recelo.

—Bueno —dijo Denna—, cuando tiras a una hormiga de una mesa, no se hace daño, aunque para una hormiga eso debe de ser como caerse por un acantilado. Pero si tú o yo saltáramos desde un tejado, nos haríamos daño, porque pesamos más. Por lo visto, cuanto más grande eres, más daño te haces. —Miró al draccus—. Y no se puede ser mucho más grande que eso.

Denna tenía razón, por supuesto. Estaba hablando de la ley cuadrado-cúbica, aunque ella no supiera cómo llamarlo.

—Al menos se lesionaría —continuó Denna—. Y entonces... no sé, podríamos lanzarle piedras, o algo así. —Me miró—. ¿Qué pasa? ¿No te parece buena idea?

—No es muy heroico —dije con desdén—. Esperaba algo con un poco más de clase.

—Verás, es que me he dejado la armadura y el caballo en casa —repuso—. Lo que pasa es que estás disgustado porque a tu gran cerebro de universitario no se le ha ocurrido nada, y mi plan es brillante. —Señaló detrás de nosotros, donde estaba el cañón—. Podemos encender el fuego en uno de esos cazos de metal. Son anchos y poco profundos, y conservarán bien el calor. ¿Había cuer­da en ese cobertizo?

—Pues... —Volví a notar una opresión en el estómago—. No, me parece que no.

Denna me dio unas palmaditas en el brazo.

—No pongas esa cara. Cuando se marche, buscaremos entre los restos de la casa. Tiene que haber alguna cuerda. —Volvió a mirar al draccus—. Mira, yo la entiendo. A mí también me gusta­ría correr de un lado para otro y saltar sobre las cosas.

—Eso es la manía de que te hablaba —dije.

Al cabo de un cuarto de hora, el draccus abandonó el valle. En­tonces Denna y yo salimos de nuestro escondite; yo llevaba mi macuto y ella, el pesado saco de hule donde estaba toda la resina que habíamos encontrado, casi una fanega.

—Pásame la piedra imán —pidió Denna dejando el saco en el suelo. Se la di—. Encuentra cuerda. Yo voy a buscarte un rega­lo. —Se alejó a buen paso; su oscuro cabello ondulaba detrás de ella.

Registré someramente la casa, haciendo todo lo posible para no respirar. Encontré un hacha, piezas de vajilla rotas, un barril de harina con gusanos, un colchón de paja mohosa, un rollo de cor­del... pero ninguna cuerda.

Denna dio un grito de alegría desde los árboles, corrió hacia mí y me puso una escama negra en la mano. El sol la había calenta­do; era un poco más grande que la suya, pero tenía una forma más ovalada.

—Muchas gracias, mi señora.

Ella, sonriente, hizo una reverencia.

—¿Y la cuerda?

Le mostré el rollo de basto cordel.

—Esto es lo más parecido a una cuerda que he encontrado. Lo siento.

Denna frunció el ceño un momento.

—Bueno. Te toca a ti pensar un plan. ¿En la Universidad no te han enseñado ningún truco de magia extraño y maravilloso? ¿Al­guna de esas fuerzas oscuras que es mejor dejar en paz?

Le di vueltas a la escama con las manos y lo pensé. Tenía cera, y esa escama podía ser un vínculo tan bueno como un pelo. Podía hacer un modelo del draccus, pero luego ¿qué? No creía que una escaldadura en la pata molestara mucho a una bestia que se tum­baba cómodamente en un lecho de brasas.

Pero con un modelo podían hacerse cosas más siniestras. Co­sas que ningún buen arcanista debía plantearse. Cosas con agujas y cuchillos que podían dejar a un hombre sangrando aunque es­tuviera a kilómetros de distancia. Verdaderas felonías.

Estudié la escama que tenía en la mano. Estaba compuesta prin­cipalmente de hierro, y por el centro era más gruesa que la palma de mi mano. Aunque tuviera un modelo y un buen fuego de donde obtener la energía, dudaba que pudiera atravesar las escamas para herir al draccus.

Y lo peor era que, si lo intentaba, no sabría si había funciona­do. No podía sentarme tranquilamente junto al fuego, clavándole agujas a un muñeco de cera, mientras a kilómetros de allí un drac­cus drogado y enloquecido se revolcaba en los restos incendiados de la granja de una familia inocente.

—No —dije—. No se me ocurre ningún truco de magia.

—Podemos ir a decirle al alguacil que tiene que reclutar a una docena de hombres armados con ballestas para que vayan a matar a un dragón adicto, furioso y grande como una casa.

De pronto se me ocurrió.

—Envenenarlo —dije—. Tendremos que envenenarlo.

—¿Llevas encima un par de litros de arsénico? —me preguntó Denna con escepticismo—. ¿Bastarían para matar a un bicho de ese tamaño?

—Con arsénico no. —Le di un puntapié al saco de hule.

Denna miró hacia abajo.

—Ah —dijo, alicaída—. ¿Y mi pony?

—Creo que tendrás que prescindir de él. Pero aún nos quedará suficiente para comprarte un arpa. De hecho, creo que aún conse­guiremos más dinero vendiendo el cadáver del draccus. Las esca­mas deben de valer mucho. Y a los naturalistas de la Universidad les encantará...

—No hace falta que me convenzas —me cortó Denna—. Sé qué es lo que tenemos que hacer. —Me miró y me sonrió—. Ade­más, si matamos al dragón nos convertiremos en héroes. El dinero solo será un beneficio añadido.

Me reí.

—Muy bien —dije—. Creo que deberíamos volver a la colina de los itinolitos y encender un fuego para atraerlo.

Denna me miró con desconcierto.

—¿Por qué? Sabemos que va a volver aquí. ¿Por qué no acam­pamos aquí y lo esperamos?

Negué con la cabeza.

—Mira cuántos árboles de denner quedan.

Denna miró alrededor.

—¿Ya se los ha comido todos?

Asentí.

—Si lo matamos esta tarde, podremos volver a Trebon esta misma noche —argüí—. Estoy harto de dormir a la intemperie. Quiero darme un baño, comer algo caliente y dormir en una cama de verdad.

—Mientes —repuso ella alegremente—. Estás mejorando, pero para mí eres transparente como un arroyo. —Me hincó un dedo en el pecho—. Dime la verdad.

—Quiero que vuelvas a Trebon —confesé—. Por si has ingeri­do más resina de la cuenta. No me fiaría de ningún médico que viva por aquí, pero seguramente tendrán medicinas que yo puedo utilizar. Por si acaso.

—Mi héroe. —Denna sonrió—. Eres un cielo, pero me encuen­tro bien, de verdad.

Alargué un brazo y le di un fuerte capirotazo en la oreja.

Denna se llevó una mano a la oreja y puso cara de indignación.

—¡Oh! —exclamó, desconcertada.

—No te ha dolido, ¿verdad?

—No.

—Voy a decirte la verdad —dije poniéndome serio—. Creo que no te va a pasar nada, pero no estoy seguro. No sé qué cantidad de esa cosa te has metido en el organismo. Dentro de una hora tendré una idea más clara, pero si algo sale mal, me gustaría estar más cerca de Trebon. Porque así no tendré que llevarte tanto rato a cuestas. —La miré a los ojos—. Yo no juego con la vida de las personas que me importan.

Denna me escuchó con expresión sombría. Entonces sus labios volvieron a dibujar una sonrisa.

—Me gustan tus varoniles bravatas —dijo—. Sigue un poco.

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79

Dulces palabras





Tardamos cerca de dos horas en volver a la colina de los itino-litos. Habríamos podido llegar antes, pero la manía de Den-na se estaba agravando, y toda esa energía de más era un estorbo en lugar de una ayuda. Estaba muy distraída y se iba por donde le parecía en cuanto veía algo interesante.

Cruzamos el mismo arroyo que habíamos atravesado antes y, pese a que el agua solo nos cubría por los tobillos, Denna insistió en darse un baño. Yo me lavé un poco; luego me aparté y la oí can­tar varias canciones bastante subidas de tono. También me hizo varias invitaciones, no muy sutiles precisamente, para que fuera a bañarme con ella.

Me mantuve a distancia, por descontado. Los hombres que se aprovechan de una mujer cuando esta no está en pleno uso de sus facultades tienen nombres, y ninguno de esos nombres se me po­drá aplicar jamás a mí con justicia.





Cuando llegamos a la cima de la colina de los itinolitos, decidí em­plear el exceso de energía de Denna y la mandé a recoger leña mientras yo hacía un hoyo para el fuego, más grande que el ante­rior. Cuanto más grande fuera la hoguera, más deprisa atraería al draccus.

Me senté junto al saco de hule y lo abrí. La resina desprendía un olor a tierra, a dulce y humeante mantillo.

Denna volvió a la cima y dejó caer un montón de leña.

—¿Cuánta resina piensas utilizar? —me preguntó.

—Todavía no lo sé —dije—. Voy a tener que hacer muchos cálculos.

—Dásela toda —propuso Denna—. Más vale prevenir que curar.

Negué con la cabeza.

—No hay motivo para dársela toda. Eso sería un despilfarro. Además, la resina, si está bien refinada, es un potente analgésico. La gente necesita medicinas...

—... y tú necesitas el dinero.

—Sí —admití—. Pero pensaba más en tu arpa, de verdad. Per­diste tu lira en ese incendio. Sé muy bien lo que significa quedarse sin instrumento.

—¿Has oído alguna vez la historia del niño de las flechas de oro? —me preguntó—. Cuando era pequeña, esa historia me in­trigaba mucho. Si le lanzas a alguien una flecha de oro, debes de estar desesperado por matarlo. ¿Por qué no quedarte el oro y mar­charte a casa?

—Sí, es un planteamiento interesante —dije mirando el saco. Suponía que por esa cantidad de resina de denner nos pagarían al menos cincuenta talentos en cualquier botica. Quizá cien, según lo refinada que estuviera.

Denna se encogió de hombros y volvió hacia los árboles para recoger más leña, y yo empecé a hacer los complicados cálculos de cuánto denner necesitaría para envenenar a un lagarto de cin­co toneladas.

Fue una pesadilla de conjeturas bien fundamentadas, compli­cada por el hecho de que no podía hacer mediciones precisas. Em­pecé con una gota del tamaño de la última falange de mi dedo me­ñique, que era la cantidad de resina que calculaba que Denna se había tragado. Sin embargo, Denna había ingerido mucho carbón inmediatamente después, lo cual reducía esa cantidad a la mitad. Me quedé con una bolita de resina negra un poco más grande que un guisante.

Pero esa era solo la cantidad de resina necesaria para que una chica se sintiera enérgica y eufórica. Yo quería matar al draccus.

Tripliqué la dosis, y luego volví a triplicarla para asegurarme. El resultado final fue una bola del tamaño de una uva grande.

Calculé que el draccus debía de pesar cinco toneladas, y que Denna debía de pesar entre cincuenta y sesenta kilos. Cincuenta, para estar seguros. Eso significaba que necesitaba cien veces la do­sis del tamaño de una uva para matar al draccus. Amasé diez bo­litas del tamaño de una uva, y luego las junté. La bola que obtuve tenía el tamaño de un albaricoque. Hice nueve bolas más del ta­maño de un albaricoque, y las metí en el cubo de madera que nos habíamos llevado de la plantación de denner.

Denna soltó otro montón de leña y miró en el cubo.

—¿Solo eso? —preguntó—. No parece mucho.

Tenía razón. No parecía mucho comparado con el tamaño del draccus. Le expliqué cómo había hecho los cálculos, y ella asintió.

—Supongo que no está mal. Pero no olvides que lleva casi un mes comiendo árboles. Debe de haber desarrollado tolerancia.

Asentí y añadí en el cubo cinco bolas más del tamaño de alba-ricoques.

—Y quizá sea más fuerte de lo que crees. La resina podría afec­tar de forma diferente a los lagartos.

Volví a asentir y añadí cinco bolas más. Luego, tras pensarlo un momento, añadí otra.

—Con esta son veintiuna —expliqué—. Es un buen número. Tres sietes.

—Si la suerte nos favorece, mucho mejor —coincidió Denna.

—Además queremos que muera deprisa —añadí—. Será más conveniente para el draccus, y más seguro para nosotros.

Denna me miró.

—Entonces, ¿la doblamos?

Asentí, y Denna volvió al bosque mientras yo amasaba otras veintiuna bolas y las metía en el cubo. Regresó con más madera cuando yo estaba amasando la última bola de resina.

Apreté la resina contra el fondo del cubo.

—Creo que con esto bastará —dije—. Con tanto ofalo se po­dría matar dos veces a toda la población de Trebon.

Denna y yo miramos en el cubo. Contenía una tercera parte de toda la resina que habíamos encontrado. Con la que quedaba en el saco de hule había suficiente para comprarle un arpa a Denna y para saldar mi deuda con Devi, y aún sobraría bastante para que viviéramos cómodamente durante meses. Pensé en comprarme ropa nueva, unas cuerdas nuevas para mi laúd, una botella de vino de frutas de Aven...

Me imaginé al draccus destrozando árboles como si fueran ga­villas de trigo, aplastándolos sin esfuerzo.

—Deberíamos doblarlo otra vez —sugirió Denna, como si me hubiera leído el pensamiento—. Para estar seguros.

Volví a doblar la cantidad, amasando otras cuarenta y dos bolas de resina mientras Denna recogía montones y montones de leña.

Encendí el fuego en el preciso momento en que empezaba a llover. Hicimos una hoguera más grande que la anterior, con la es­peranza de que un fuego más luminoso atrajera más deprisa al draccus. Quería llevar a Denna a Trebon cuanto antes.

Por último, improvisé una escalerilla con el hacha y el cordel que había encontrado. Era muy fea, pero resistente, y la apoyé contra uno de los lados del arco formado por los itinolitos. La próxima vez Denna y yo tendríamos una buena ruta de escape.





La cena no fue, ni mucho menos, tan espectacular como la de la noche anterior. Tuvimos que contentarnos con lo que quedaba del pan, ya duro, un poco de cecina y las últimas patatas, que asamos entre las piedras de la hoguera.

Mientras comíamos, le conté a Denna toda la historia del in­cendio de la Factoría. En parte, porque era joven, y varón, y es­taba deseando impresionarla; pero también quería aclarar que si había faltado a nuestra cita había sido por circunstancias que escapaban por completo de mi control. Denna me escuchó aten­tamente, haciendo exclamaciones de asombro en los momentos indicados. Era un público perfecto.

Ya no me preocupaba que hubiera tomado una sobredosis. Después de recoger una montaña de leña, su manía se estaba reduciendo y la estaba sumiendo en un dulce letargo. Sin embargo, yo sabía que los efectos secundarios de la droga le producirían de­bilidad y agotamiento. Quería que pudiera recuperarse a salvo en una cama, en Trebon.

Después de cenar, me acerqué a Denna, que estaba sentada con la espalda apoyada en uno de los itinolitos. Me arremangué la camisa.

—Bueno, tengo que examinarte —dije pomposamente.

Ella compuso una sonrisa perezosa; tenía los ojos entrece­rrados.

—Desde luego, sabes camelarte a una chica, ¿eh?

Le busqué el pulso en el delgado cuello. Era lento, pero cons­tante. Denna rehuyó un poco mi contacto.

—Me haces cosquillas.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

—Cansada —dijo ella con la voz un poco pastosa—. Bien, can­sada... Y tengo un poco de frío.

Aunque no era un síntoma inesperado, sí resultaba un poco sorprendente, teniendo en cuenta que estábamos a solo unos pa­sos de una llameante hoguera. Fui a buscar la manta de repuesto que tenía en el macuto y se la llevé. Se arropó bien con ella.

Me acerqué a Denna para poder verle los ojos. Todavía tenía las pupilas dilatadas y lentas, pero no más que antes.

Alargó un brazo y me puso la mano en la mejilla.

—Tienes una cara adorable —dijo mirándome con aire soña­dor—. Es como la cocina perfecta.

Reprimí una sonrisa. Denna había alcanzado la fase de delirio. Entraría y saldría de él hasta que un profundo agotamiento la arrastrara hasta la inconsciencia. Si ves a alguien hablando solo en un callejón de Tarbean, lo más probable es que no esté loco, sino que sea un adicto a la resina trastornado por un consumo ex­cesivo de denner.

—¿Una cocina?

—Sí —afirmó ella—. Todo hace juego y el cuenco del azúcar está donde debe.

—¿Cómo respiras? —pregunté.

—Bien —dijo ella con tranquilidad—. Noto un poco de pre­sión, pero nada más.

Al oír eso, se me aceleró un poco el corazón.

—¿Qué quieres decir?

—Me cuesta respirar. A veces noto una opresión en el pecho y como si respirara a través de un pudin. —Rió un poco—. ¿He di­cho pudin? Quería decir melaza. Un dulce pudin de melaza.

Eso me enojó, pero reprimí el impulso de recordarle que le ha­bía pedido que me avisara si notaba algo raro al respirar.

—¿Y ahora? ¿Te cuesta respirar?

Denna se encogió de hombros con indiferencia.

—Tengo que escuchar tu respiración —dije—. Pero aquí no tengo ningún instrumento para hacerlo, así que si te desabrochas un poco la blusa, voy a apoyar la oreja sobre tu pecho.

Denna puso los ojos en blanco y se desabrochó la blusa más de lo que era estrictamente necesario.

—Vaya, esto sí que es una novedad —dijo con malicia, y por un momento volvió a parecer la misma de siempre—. Es la primera vez que veo a alguien emplear esta táctica.

Me volví y pegué la oreja contra su esternón.

—¿Cómo suena mi corazón? —me preguntó Denna.

—Lento, pero fuerte —respondí—. Tienes un buen corazón.

—¿Te dice algo?

—No, no oigo nada.

—Escucha bien.

—Respira hondo y no hables —dije—. Necesito escuchar tu respiración.

Escuché. El aire llenó los pulmones, y noté que uno de los pe­chos de Denna presionaba contra mi brazo. Denna exhaló, y noté su aliento cálido en la nuca. Se me puso la carne de gallina por todo el cuerpo.

Imaginé la mirada de desaprobación de Arwyl. Cerré los ojos e intenté concentrarme en lo que estaba haciendo. Era como escu­char el viento entre las ramas de los árboles. Distinguí un débil crujido, como el ruido del papel al arrugarse, o como un débil sus­piro. Pero no se apreciaban humedad ni burbujeo.

—Qué bien te huele el cabello —dijo Denna. Me incorporé.

—Estás bien —dije—. Pero sobre todo, avísame si esa sensa­ción empeora, o si cambia.

Denna asintió dócilmente; seguía sonriendo con aire soñador. Fastidiado por la tardanza del draccus, puse más leña en el fue­go. Miré hacia los riscos del norte, pero en la penumbra solo se veían los contornos de los árboles y las rocas. De pronto Denna rió.

—¿Te he llamado cuenco de azúcar? —preguntó mirándome con los ojos entrecerrados—. ¿Estoy diciendo muchas tonterías? —Solo es un poco de delirio —la tranquilicé—. Irá y vendrá hasta que te quedes dormida.

—Espero que a ti te resulte tan divertido como a mí —dijo ciñéndose la manta—. Es como soñar entre algodones, aunque menos cálido.

Subí por la escalerilla hasta lo alto del itinolito donde había­mos dejado nuestras cosas. Cogí un puñado de resina de denner del saco de hule, la bajé y la puse al borde del fuego. La resina ardió toscamente, desprendiendo un humo acre que el viento impulsó hacia el noroeste, hacia los invisibles riscos. Con suerte, el draccus lo olería y vendría corriendo.

—Cuando era muy pequeña tuve neumonía —comentó Denna con voz monótona—. Por eso tengo los pulmones delicados. Es espantoso no poder respirar a veces.

Con los ojos entornados, como si hablara sola, continuó: —Dejé de respirar, y durante dos minutos estuve muerta. A veces me pregunto si todo esto no será una especie de error, si no debería estar ya muerta. Pero si no es ningún error, tiene que haber alguna razón para que esté aquí. Pero si hay alguna razón, no sé cuál es.

Cabía la posibilidad de que Denna ni siquiera se percatara de que estaba hablando, y una posibilidad aún mayor de que las par­tes más importantes de su cerebro ya estuvieran dormidas y que a la mañana siguiente no recordara nada de lo que estaba pasando. Como no sabía cómo reaccionar, me limité a asentir con la cabeza. —Eso fue lo primero que me dijiste: «Me preguntaba qué podrías estar haciendo aquí». Mis siete palabras. Yo llevo mucho tiempo preguntándome lo mismo.

El sol, que ya estaba oculto tras las nubes, se puso detrás de las montañas. El paisaje se sumió en la oscuridad, y la cima de aque­lla pequeña colina parecía una isla en medio de un gran océano nocturno.

Denna estaba empezando a cabecear; la cabeza se le iba lenta­mente hacia el pecho, y luego la levantaba. Me acerqué y le tendí una mano.

—Ven. El draccus no tardará en aparecer. Tenemos que subir a las piedras.

Ella asintió y se levantó, todavía envuelta en las mantas. La se­guí hasta la escalerilla y subió despacio, vacilante, hasta lo alto del itinolito.

Allí arriba, lejos del fuego, hacía más frío, y el viento agudiza­ba esa sensación. Extendí una manta sobre la piedra, y Denna se sentó, acurrucada bajo la otra manta. El frío la despejó un poco y miró alrededor como irritada, temblando.

—Maldita gallina. Ven a comerte la cena. Tengo frío.

—Confiaba en que a estas horas ya te tendría bien arropada en una cama caliente, en Trebon —admití—. Mi brillante plan no lo era tanto.

—Siempre sabes lo que tienes que hacer —replicó ella como em­botada—. Me miras con esos ojos verdes como si yo significara algo. No me importa que tengas cosas mejores que hacer. Me con­formo con tenerte a veces. De vez en cuando. Sé que puedo consi­derarme afortunada por eso, por tenerte aunque solo sea un poco.

Asentí con la cabeza mientras recorría la cima de la colina con la mirada por si veía alguna señal del draccus. Estuvimos sentados un rato más, contemplando la oscuridad. Denna cabeceó un poco; entonces volvió a enderezarse y combatió otro violento estremeci­miento.

—Ya sé que no piensas en mí...

A la gente que delira es mejor seguirles la corriente para que no se pongan violentos.

—Pienso en ti continuamente, Denna.

—No me trates con condescendencia —replicó ella con enojo, y luego su tono volvió a suavizarse—. No piensas en mí como yo en ti. No me importa. Pero si también tienes frío, podrías acercar­te y rodearme con los brazos. Solo un poco.

Con un nudo en la garganta, me acerqué, me senté a su lado y la abracé.

—Qué bien —dijo ella, más relajada—. Es como si hasta ahora siempre hubiera tenido frío.

Nos quedamos sentados mirando hacia el norte. Denna se apo­yó en mí; era delicioso tenerla en mis brazos. Yo respiraba super­ficialmente para no molestarla.

Se estremeció un poco y murmuró:

—Eres tan amable. Nunca me presionas... —Volvió a inte­rrumpirse y se dejó caer un poco más sobre mi pecho. Entonces se animó—. Podrías presionarme, ¿no? Un poco.

Me quedé allí sentado, a oscuras, sujetando su cuerpo dormi­do. Denna era suave y tibia, indescriptiblemente preciosa. Yo nun­ca había abrazado a una mujer. Tras unos momentos, empezó a dolerme la espalda, que tenía que soportar mi peso y el suyo. Se me durmió una pierna. El cabello de Denna me hacía cosquillas en la nariz. Sin embargo, no me moví por temor a estropear aquel momento, el más maravilloso de mi vida.

Denna se movió en sueños; entonces empezó a resbalar hacia un lado y despertó sobresaltada.

—Túmbate —me dijo. Su voz volvía a ser la de siempre. Em­pezó a mover la manta, tirando de ella para que no se interpusie­ra entre nosotros dos—. Ven. Tú también debes de tener frío. No eres sacerdote, así que nadie te va a reprender por ello. Estaremos bien. Solo para protegernos del frío.

La abracé y ella nos cubrió a los dos con la manta.

Nos tumbamos de lado, como dos cucharas en un cajón. Le puse un brazo bajo la cabeza, a modo de almohada. Ella se enros­có ajustándose a la parte delantera de mi cuerpo con asombrosa facilidad, como si estuviera hecha para encajar en mí.

Allí tumbado, comprendí que antes me había equivocado: ese era el momento más maravilloso de mi vida.

Denna se movió un poco, aún dormida.

—Ya sé que no lo decías en serio —dijo con claridad.

—¿Qué era lo que no decía en serio? —pregunté en voz baja. Su voz había cambiado; ya no era una voz soñolienta y cansada. Me pregunté si estaría hablando en sueños.

—Antes. Has dicho que me dejarías inconsciente de un puñe­tazo y que me obligarías a tragarme los carbones. Tú nunca me pegarías. —Giró un poco la cabeza—. ¿Verdad que no? Ni siquie­ra por mi propio bien.

Sentí que me recorría un escalofrío.

—¿Qué quieres decir?

Hubo una larga pausa, y cuando empezaba a pensar que se ha­bía quedado dormida, Denna añadió:

—No te lo he contado todo. Sé que Fresno no murió en la gran­ja. Cuando iba hacia el fuego, él me encontró. Vino y me dijo que todos habían muerto. Dijo que la gente sospecharía si yo era la única superviviente...

Sentí una intensa rabia. Sabía lo que venía a continuación, pero dejé hablar a Denna. No quería oírlo, pero sabía que ella ne­cesitaba contárselo a alguien.

—No lo hizo por las buenas —puntualizó—. Se aseguró de que yo estaba de acuerdo. Yo sabía que si me lastimaba yo misma no parecería convincente. Él se aseguró de que yo estaba de acuerdo. Me hizo pedirle que me pegara. Solo para estar seguro.

»Y tenía razón. —Mientras hablaba estaba completamente in­móvil—. Incluso así, en el pueblo pensaron que yo había tenido algo que ver con la matanza. Si él no hubiera hecho lo que hizo, ahora quizá estuviera en la cárcel. Quizá me hubieran ahorcado.

Se me revolvió el estómago.

—Denna —dije—, un hombre capaz de hacerte eso no merece que le dediques tu tiempo. Ni un solo minuto de tu tiempo. No se trata de que sea solo media hogaza. Se trata de que está podrido. Tú te mereces algo mejor.

—¿Quién sabe lo que me merezco? Él no es mi mejor hogaza. Es mi única hogaza. O él, o el hambre.

—Tienes otras salidas —dije, y entonces me atasqué, porque me acordé de mi conversación con Deoch—. Tienes... tienes...

—Te tengo a ti —dijo ella, adormilada. Distinguí una débil son­risa en su voz, como la de un niño arropado en la cama—. ¿Serás mi Príncipe Azul y me protegerás de los cerdos? ¿Y me cantarás can­ciones? ¿Me subirás a toda prisa a los árboles...? —No terminó la frase.

—Sí, lo haré —contesté, pero me di cuenta, por el peso de su cuerpo contra mi brazo, de que por fin se había quedado dormida.




80

Tocar hierro





Estaba despierto, tumbado, y notaba el suave aliento de Denna en un brazo. No habría podido dormir ni que hubiera queri­do. Su proximidad me llenaba de chisporroteante energía, de tibie­za, de un suave y constante zumbido. Me quedé despierto sabo­reándola; cada momento era precioso como una joya.

Entonces oí partirse una rama a lo lejos. Y luego otra. Unas horas antes solo quería que el draccus acudiera veloz a nuestro fuego. Ahora, me habría dejado cortar la mano derecha para que aquel animal siguiera su camino otros cinco minutos.

Pero vino. Empecé a desenredarme lentamente de Denna. Ella apenas se movió.

—¿Denna?

La zarandeé un poco, primero con suavidad, y luego con más energía. Nada. No me sorprendió. Existen pocas cosas más pro­fundas que el sueño de un consumidor de resina.

La tapé con la manta y le puse mi macuto a un lado y el saco de hule al otro, a modo de sujetalibros. Si se daba la vuelta dormida, toparía con los bultos y no rodaría hacia el borde del itinolito.

Fui hasta el otro lado de la piedra y miré hacia el norte. El cie­lo todavía estaba nublado, así que no vi nada más allá del círculo de luz de la hoguera.

Palpé la superficie de la piedra hasta que encontré el trozo de cordel que había tendido sobre la parte superior del itinolito. El otro extremo estaba atado al asa de cuerda del cubo de madera que estaba abajo, entre la hoguera y los itinolitos. Mi principal temor era que el draccus aplastara el cubo sin darse cuenta, antes de haberlo olido. Si eso sucedía, pretendía tirar del cordel, levan­tar el cubo y luego volverlo a bajar. Denna y yo nos habíamos reí­do de mi plan, llamándolo «pesca de gallina».

El draccus llegó a la cima de la colina; avanzaba ruidosamente entre la maleza. Se detuvo justo en medio del círculo de luz. Sus oscuros ojos tenían un brillo rojizo, y también vi destellos rojos en las escamas. Dio un fuerte resoplido y empezó a bordear el fuego, moviendo la cabeza lentamente hacia delante y hacia atrás. Lanzó una llamarada, y yo lo interpreté como una especie de saludo o de amenaza.

Se lanzó hacia nuestra hoguera. Pese a que yo ya la había ob­servado mucho, volvió a sorprenderme lo deprisa que podía mo­verse aquella enorme bestia. Se paró cerca del fuego, volvió a re­soplar y entonces se acercó al cubo.

Si bien el cubo era de madera resistente y podía contener al me­nos dos galones, parecía diminuto como una taza de té al lado de la enorme cabeza del draccus. El animal resopló una vez más y empujó el cubo con el morro, volcándolo.

El cubo rodó describiendo un semicírculo, pero yo había apre­tado bien la resina en el fondo. El draccus dio otro paso, volvió a resoplar y se metió el cubo en la boca.

Sentí tanto alivio que casi olvidé soltar el cordel. Se me escapó de las manos cuando el draccus masticó un poco el cubo, destro­zándolo con sus grandes mandíbulas. Entonces movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo y se tragó aquella masa pegajosa.

Di un hondo suspiro de alivio y me relajé mientras el draccus describía un círculo alrededor del fuego. Lanzó una llamarada azul, y luego otra; entonces se dio la vuelta y se lanzó sobre la ho­guera, retorciéndose y aplastándola contra el suelo.

Una vez que la hoguera estuvo aplastada, el draccus empezó a hacer lo de siempre. Buscó los leños que se habían diseminado, se revolcó sobre ellos hasta extinguirlos, y luego se los comió. Yo imaginaba cada palo que se tragaba, y cómo este impulsaba la re­sina de denner hacia su molleja, mezclándola, triturándola y obli­gándola a disolverse.

Tardó un cuarto de hora en completar su circuito alrededor de la fogata. Según mis cálculos, la resina ya debía de haber hecho efecto. Había ingerido seis veces la dosis letal. Tendría que pasar rápidamente por las fases iniciales de euforia y manía. Luego ven­drían el delirio, la parálisis, el coma y la muerte. Si no había calcu­lado mal, todo el proceso duraría una hora, quizá menos.

Sentí remordimientos mientras lo veía pasearse por allí aplas­tando los troncos diseminados. Era un animal magnífico. Matar­lo aún me gustaba menos que desperdiciar ofalo por valor de más de sesenta talentos. Pero tenía que pensar en lo que podía pasar si dejaba que las cosas siguieran su curso. No quería tener que car­gar con la muerte de personas inocentes.

El animal no tardó en dejar de comer. Se revolcó sobre las ramas esparcidas por el suelo, apagándolas. Se movía con más ímpetu, una señal de que el denner estaba empezando a actuar. El draccus empezó a gruñir, produciendo un ruido grave y profundo. Grrr. Grrr. Lanzaba una llamarada azul. Se revolcaba. Grrr. Llamarada. Revolcón.

Al final solo quedó un lecho de relucientes brasas. Como la vez anterior, el draccus se colocó sobre ellas y se tumbó, dejando la cima de la colina completamente a oscuras.

Se quedó un momento quieto, y luego volvió a gruñir. Grrr. Grrr. Lanzó una llamarada. Hundió un poco más la panza en las brasas, como si no acabara de encontrarse cómodo. Si aquello era el comienzo de la manía, estaba llegando más despacio de lo que a mí me habría gustado. Según mis cálculos, a esas alturas ya debería estar delirando. ¿Le habría dado una dosis demasia­do baja?

Mis ojos se adaptaron poco a poco a la oscuridad, y entonces reparé en que había otra fuente de luz. Al principio pensé que el cielo se había despejado, y que la luna asomaba por detrás del ho­rizonte. Pero cuando miré hacia atrás comprendí qué pasaba.

Hacia el sur, a no más de tres kilómetros, Trebon despedía una intensa luz. No era la débil luz de velas en las ventanas, sino la de unas altas llamas que se alzaban por todas partes. Por un instante creí que el pueblo entero se había incendiado.

Entonces me di cuenta de qué estaba pasando: era el festival de la cosecha. Había una gran fogata en medio del pueblo, y otras más pequeñas frente a las casas, donde la gente ofrecía sidra a los cansados jornaleros. Beberían y lanzarían sus engendros al fuego. Muñecos hechos con gavillas de trigo, de centeno, de paja, de heno. Muñecos que construían para luego quemarlos, un ritual para celebrar el final del año, con el que se suponía que se ahu­yentaba a los demonios.

Oí gruñir al draccus detrás de mí. Miré hacia abajo. El animal estaba orientado hacia Trebon, hacia los oscuros precipicios que había más al norte.

No soy una persona religiosa, pero he de reconocer que ese día recé. Recé de todo corazón a Tehlu y a sus ángeles y les pedí que el draccus se muriera, que se quedara plácidamente dormido y se muriera antes de volverse y ver el fuego de Trebon.

Esperé unos minutos que se me hicieron eternos. Al principio pensé que el draccus dormía, pero a medida que mejoraba mi visión, vi que movía la cabeza hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Mis ojos se acostumbraron más a la oscuridad, y me pareció que los fuegos de Trebon ardían con mayor intensidad. Hacía media hora que el draccus se había comido la resina. ¿Por qué todavía no había muerto?

Quería arrojar el resto de la resina, pero no me atrevía. Si el draccus se volvía hacia mí, estaría mirando hacia el norte, hacia el pueblo. Aunque le lanzara el saco de resina justo delante, qui­zá se diera la vuelta para cambiar de posición sobre las brasas. Quizá si...

Entonces el draccus dio un estruendoso rugido. No me cupo
duda de que en Trebon lo habían oído. No me habría sorprendi­
do que lo hubieran oído hasta en Imre. Miré a Denna. Ella se re­
bulló en sueños, pero no despertó.

El draccus se levantó del lecho de brasas; parecía un cachorro
juguetón. Todavía había algunas brasas encendidas, que me pro­
porcionaron suficiente luz para ver cómo la bestia se daba la vuelta. Empezó a lanzar mordiscos al aire. Giró sobre sí mismo...

—No —dije—. No, no, no.

Miró hacia Trebon. Las llamas de las hogueras del pueblo se reflejaron en sus grandes ojos. El animal lanzó otra gran llamara­da azul que describió un amplio arco. Era el mismo gesto que había hecho antes: un saludo, o un desafío.

Echó a correr, destrozando la ladera de la colina con su desen­freno. Lo oí chocar y partir los árboles. Otro rugido.

Encendí mi lámpara simpática, me acerqué a Denna y la za­randeé sin miramientos.

—Denna. ¡Denna! ¡Despierta!

Ella apenas se movió.

Le levanté un párpado y le examiné las pupilas. Ya no estaban tan perezosas, y se encogieron rápidamente reaccionando a la luz. Eso significaba que su organismo por fin había eliminado la resina de denner. Lo que tenía ya era simple agotamiento, nada más. Para asegurarme, le levanté ambos párpados y retiré la lámpara.

Sí. Sus pupilas reaccionaban bien. Denna se estaba recuperan­do. Como si quisiera confirmar mi opinión, Denna frunció el ceño y se apartó de la luz, mascullando algo impropio de una dama. No lo entendí bien, pero empleó más de una vez las expresiones «putañero» y «deja ya de joderme».

La cogí en brazos, con mantas y todo, y con mucho cuidado bajé del itinolito. Acurruqué a Denna bajo el arco que formaban las piedras. Me pareció que, al moverla, Denna se despejaba un poco,

—¿Denna?

—¿Moteth? —farfulló ella, dormida, sin mover apenas los ojos bajo los párpados.

—¡Denna! ¡El draccus va hacia Trebon! Tengo que...

Me interrumpí. En parte, porque era evidente que Denna vol­vía a estar inconsciente, pero también porque no estaba muy con­vencido de qué era eso que tenía que hacer.

Tenía que hacer algo; de eso sí estaba seguro. En circunstancias normales, el draccus no se habría dirigido al pueblo, pero estaba drogado y enloquecido, y yo no tenía ni idea de cómo podía reac­cionar al ver las hogueras. Si arrasaba el pueblo, sería culpa mía. Tenía que actuar.

Corrí hacia lo alto del itinolito, agarré las dos bolsas y bajé al suelo. Vacié el macuto y lo esparcí todo por el suelo. Cogí las fle­chas de ballesta, las envolví en mi camisa rota y las metí en el ma­cuto. También guardé la dura escama de hierro y la botella de aguardiente, convenientemente protegida con el saco de hule.

Tenía la boca seca, así que bebí un rápido trago de agua del odre, lo tapé y se lo dejé a Denna. Cuando despertara, tendría mu­cha sed.

Me coloqué el macuto en bandolera y tensé la correa. Entonces encendí la lámpara simpática, cogí el hacha y eché a correr.

Tenía que matar un dragón.





Corrí por el bosque como un poseso; mi lámpara simpática se za­randeaba bruscamente, revelando obstáculos en mi camino ins­tantes antes de que tropezara con ellos. No es de extrañar que me cayera y que fuese rodando cuesta abajo. Cuando me levanté, en­contré la lámpara enseguida, pero dejé el hacha, porque en el fon­do sabía que no iba a servirme para nada contra el draccus.

Me caí dos veces más antes de llegar al camino; entonces bajé la cabeza, como un velocista, y puse rumbo a las lejanas luces del pueblo. Sabía que el draccus corría más que yo, pero confiaba en que los árboles le impidieran ir muy deprisa y que lo desorienta­ran. Si lograba llegar antes que él al pueblo, podría alertar a los vecinos, ayudarlos a prepararse...

Pero cuando entrevi el camino entre los árboles, vi que las lla­mas eran más intensas que antes. Había casas en llamas. Oí el bra­mido del draccus, casi constante, interrumpido tan solo por gritos y chillidos.

Al llegar al pueblo, reduje el paso y recobré el aliento. Enton­ces trepé por la fachada de una casa hasta un tejado para evaluar la situación.

En la plaza del pueblo, la fogata estaba esparcida por todas partes. Algunas casas y tiendas cercanas estaban destrozadas, como barriles podridos, y la mayoría estaban en llamas. El fuego parpadeaba entre las tejas de algunos tejados. De no ser por la lluvia de la noche pasada, no se habrían incendiado solo unos cuan­tos edificios, sino el pueblo entero. Sin embargo, era cuestión de tiempo que el incendio acabara extendiéndose.

No vi al draccus, pero oí los sonoros crujidos que hizo al re­volcarse sobre los restos de una casa incendiada. Vi elevarse una llamarada azul por encima de los tejados, y le oí rugir otra vez. Ese sonido me hizo sudar. ¿Quién sabía qué podía estar pasando por su mente, aturdida por la droga?

Había gente por todas partes. Algunos estaban sencillamente de pie, aturdidos; otros eran presa del pánico y corrían hacia la iglesia, con la esperanza de encontrar cobijo en el alto edificio de piedra o en la gran rueda de hierro colgada en su fachada, y que les prometía protección de los demonios. Pero las puertas de la iglesia estaban cerradas, y tenían que buscar cobijo en otro sitio. Había gente asomada a las ventanas de sus casas, horrorizada y sollozando; pero un número sorprendente de personas conserva­ban la calma y estaban formando una cadena de cubos desde la cisterna del pueblo, en lo alto del ayuntamiento, hasta un edificio en llamas.

Y entonces, de pronto, supe qué tenía que hacer. Fue como si hubiera subido a un escenario. El miedo y la vacilación me aban­donaron. Lo único que faltaba era que yo interpretara mi papel.

Salté a un tejado cercano y recorrí algunos más hasta llegar a una casa que estaba cerca de la plaza del pueblo y cuyo tejado em­pezaba a arder. Arranqué una gruesa teja, encendida por un bor­de, y eché a correr por el tejado hacia el ayuntamiento.

Solo había recorrido dos tejados cuando resbalé. Me percaté, aunque demasiado tarde, de que había saltado al tejado de la po­sada: allí no había tejas de madera, sino de arcilla, y estaban resba­ladizas por la lluvia. Al caer, sujeté con fuerza la teja encendida; no quise soltarla para prepararme para la caída. Resbalé casi hasta el borde del tejado y entonces me paré, con el corazón golpeándome en el pecho.

Todavía allí tendido, jadeando, me quité las botas. Me sentiría más ágil y más cómodo si notaba las tejas bajo los pies encalleci­dos. Corrí, salté, corrí, resbalé y volví a saltar. Por fin me colgué de una sola mano del caño de un alero y salté al liso tejado de piedra del ayuntamiento.

Sin soltar la teja, subí por la escalerilla hasta lo alto de la cis­terna, dando gracias por lo bajo a quienquiera que fuese el que la había dejado destapada.

Mientras corría por los tejados, la llama de la teja se había apa­gado y había dejado una delgada línea de rescoldo rojo en el bor­de. Soplé con cuidado para que volviera a prender, y al poco rato ardía alegremente. La partí por la mitad y dejé caer una de las mi­tades al suelo del tejado.

Me volví para echar un vistazo al pueblo desde allí arriba y lo­calicé los fuegos que ardían con mayor virulencia. Había seis especialmente grandes, que alzaban sus llamas hacia el oscuro cielo. Elxa Dal siempre decía que todos los fuegos son el mismo fuego, y que todos los fuegos están a las órdenes del simpatista. Muy bien, todos los fuegos eran el mismo fuego. Este fuego. Este trozo de teja ardiendo. Murmuré un vínculo y fijé mi Alar. Con la uña del pulgar, grabé rápidamente una runa ule en la ma­dera, luego una dock y por último una pesin. Para cuando hube terminado, toda la teja estaba ardiendo y humeando, caliente en mi mano.

Enganché un pie en un travesano de la escalerilla y me incliné cuanto pude hacia la cisterna, apagando la teja en el agua. Primero noté el agua fría rodeándome la mano, pero enseguida se calentó. Aunque la teja estaba sumergida en el agua, vi la delgada línea de rescoldo ardiendo en el borde.

Con la otra mano, saqué mi navaja y clavé la teja en la pared de madera de la cisterna, fijando mi improvisada obra de sigaldría bajo el agua. Estoy convencido de que fue el devoracalores más chapucero que se ha creado jamás.

Volví a encaramarme a la escalerilla, miré alrededor y vi un pueblo completamente a oscuras. Las llamas se habían sofoca­do, y en su lugar solo quedaban unas débiles brasas. No había extinguido los incendios por completo; solo los había reducido lo suficiente para que los vecinos pudieran hacer algo con sus cubos.

Pero solo había realizado la mitad del trabajo. Bajé al tejado y cogí el otro trozo de teja, que seguía encendida. Me deslicé por un caño de desagüe y corrí como un loco por las oscuras calles; cru­cé la plaza del pueblo y llegué ante la fachada de la iglesia tehlina.

Me paré bajo el inmenso roble que se alzaba ante la puerta principal, que todavía conservaba las hojas, teñidas de colores otoñales. Me arrodillé, abrí mi macuto y saqué el saco de hule con el resto de la resina. Vertí el aguardiente de la botella sobre la re­sina y le prendí fuego con la teja. Ardió rápidamente, despren­diendo nubes de humo con un olor acre y dulzón.

A continuación así la teja con los dientes, salté para agarrarme a una rama y empecé a trepar al árbol. Era más fácil que subir por la fachada de un edificio, y llegué hasta una altura desde la que podía saltar al ancho alféizar de piedra de la ventana del segundo piso de la iglesia. Le arranqué una ramita al roble y me la guardé en el bolsillo.

Avancé con cuidado por el alféizar de la ventana hasta la gran rueda de hierro, atornillada a la pared de piedra. Trepar por la rue­da resultó más fácil que hacerlo por una escalerilla, aunque notaba los rayos de hierro asombrosamente fríos contra mis manos, toda­vía húmedas.

Subí hasta la parte superior de la rueda, y desde allí trepé al te­jado plano más alto del pueblo. La mayoría de los fuegos estaban controlados, y la mayoría de los gritos se habían convertido en so­llozos y en un débil murmullo de conversaciones apresuradas. Me quité el trozo de teja de la boca y soplé sobre él hasta que volvió a prender. Entonces me concentré, murmuré otro vínculo y sostuve la ramita de roble sobre la llama. Contemplé el pueblo y vi que las brasas se apagaban aún más.

Transcurrieron unos instantes.

De pronto, el roble estalló en una inmensa llamarada. Ardía más que un millar de antorchas, y todas las hojas prendieron al mismo tiempo.

Bajo aquella repentina luz, vi que el draccus levantaba la cabe­za dos calles más allá. Bramó y lanzó una nube de llamas azules, al mismo tiempo que echaba a correr hacia el fuego. Dobló una esquina demasiado deprisa y rebotó contra la pared de una tienda, destrozándola como si fuera de papel.

Al acercarse al árbol, redujo el paso. Seguía lanzando llamara­das. Las hojas ardieron y se apagaron enseguida, dejando solo un millar de rescoldos que hacían que el roble pareciera un inmenso candelabro recién apagado.

Bajo aquella tenue y rojiza luz, el draccus no era más que una sombra. Pero aun así, vi cómo la bestia se distraía, ahora que las llamas habían desaparecido. Movía la gigantesca cabeza hacia delante y hacia atrás. Maldije por lo bajo. No estaba lo bastante cerca...

Entonces el draccus olfateó lo bastante fuerte para que yo lo oyera desde donde estaba, unos treinta metros por encima de él. Olió el dulce humo que desprendía la resina y giró la cabeza. Re­sopló, gruñó y dio otro paso hacia el humeante saco de hule. No tuvo tanto cuidado como la primera vez, y prácticamente se abalanzó sobre el saco y se lo metió en la gigantesca boca.

Respiré hondo y sacudí la cabeza, tratando de despejarme. Ha­bía realizado dos obras importantes de simpatía una detrás de otra, y estaba como atontado.

Pero como suele decirse, a la tercera va la vencida. Dividí mi mente en dos partes, y entonces, no sin cierta dificultad, en una tercera parte. Aquello solo podía funcionar con un vínculo triple.

Mientras el draccus movía las mandíbulas y trataba de tragar­se la pegajosa masa de resina, busqué la pesada escama negra en mi macuto y saqué la piedra imán de un bolsillo de mi capa. Pro­nuncié los vínculos con claridad y fijé mi Alar. Sujeté la escama y la piedra ante mi cara hasta que noté que se atraían.

Me concentré.

Solté la piedra imán, que salió despedida hacia la escama de hierro. Noté un brusco temblor bajo las plantas de los pies, y la gran rueda de hierro se desprendió de la fachada de la iglesia.

Cayó una tonelada de hierro forjado. Si hubiera habido al­guien mirando, se habría fijado en que la rueda cayó a mayor ve­locidad de la que podía explicarse por la fuerza de la gravedad. Se habría fijado en que cayó torcida, casi como si la empujaran hacia el draccus. Casi como si el propio Tehlu la desviara hacia la bestia con una mano vengativa.

Pero allí no había nadie que pudiera ver cómo sucedió todo. Y no había ningún Dios que guiara la rueda. Solo estaba yo.

















81

Orgullo





Miré hacia abajo y vi al draccus aplastado bajo la gran rueda de hierro forjado. Yacía, inmóvil y oscuro, frente a la igle­sia, y pese a que aquello era necesario, sentí una punzada de pesar por haber matado a aquella pobre bestia.

Sentí un profundo alivio mezclado con agotamiento. El aire otoñal era fresco y dulce pese al humo, y el tejado de piedra de la iglesia estaba frío bajo mis pies. Con cierta petulancia, guardé la escama y la piedra imán en el macuto. Inspiré hondo y contem­plé el pueblo que acababa de salvar.

Entonces oí un chirrido y noté que el tejado se movía bajo mis pies. La fachada del edificio se combó y empezó a desmoronarse, y yo me tambaleé al empezar a hundirse el tejado. Busqué otro te­jado al que saltar, pero no había ninguno lo bastante cerca. Inten­té retroceder al mismo tiempo que el tejado se desintegraba y se convertía en una lluvia de escombros.

Desesperado, salté hacia las calcinadas ramas del roble. Agarré una, pero no soportó mi peso y se partió. Caí por entre las ramas, me golpeé la cabeza y perdí el conocimiento.





























82

Fresno y olmo





Desperté en una cama. En una habitación. En una posada. Al principio, eso era lo único de lo que estaba seguro. Me sen­tía como si me hubieran tirado una iglesia por la cabeza.

Me habían lavado y vendado. Me habían vendado con mucho esmero. Alguien se había dignado curarme todas las heridas re­cientes, por pequeñas que fueran. Tenía vendas blancas alrededor de la cabeza, el pecho, una rodilla y un pie. Hasta me habían lim­piado y vendado las leves escoriaciones de las manos y la herida que me habían hecho los matones de Ambrose con el puñal tres días atrás.

Por lo visto, lo peor era el golpe en la cabeza. Me dolía, y cuan­do la levantaba me mareaba. Cada leve movimiento era una puni­tiva lección de anatomía. Bajé los pies de la cama e hice una mue­ca de dolor: «Traumatismo grave del polonio medial de la pierna derecha». Me incorporé: «Esguince oblicuo del cartílago entre las costillas inferiores». Me puse en pie: «Distensión leve del sub... trans... Maldita sea, ¿cómo se llamaba eso?». Imaginé la cara de Arwyl, ceñudo detrás de sus gafas redondas.

Me habían lavado y cosido la ropa. Me la puse, moviéndome despacio para saborear cada uno de los emocionantes mensajes que me enviaba mi cuerpo. Me alegré de que no hubiera ningún espejo en la habitación, porque sabía que debía de ofrecer un as­pecto lamentable. El vendaje de la cabeza me molestaba mucho, pero decidí no quitármelo. Tenía la impresión de que era lo único que impedía que se me cayera la cabeza a trozos.

Me acerqué a la ventana. Estaba nublado, y bajo la luz grisá­cea el pueblo tenía un aspecto espantoso: había hollín y cenizas por todas partes. La tienda de la acera de enfrente estaba destro­zada, como una casa de muñecas que un soldado hubiera pisado con su bota. La gente iba de un lado para otro, despacio, pasan­do entre los destrozos. Las nubes eran lo bastante densas para que no pudiera calcular qué hora era.

Oí una débil ráfaga de aire al abrirse la puerta; me volví y vi a una joven plantada en el umbral. Joven, hermosa, sencilla; la típica chica que trabajaba en pequeñas posadas como aquella: una Nellie. Nell. La clase de chica que se pasaba la vida estreme­cida porque el posadero tenía mal genio y una lengua viperina y porque no tenía reparos en darle una bofetada cuando lo creía oportuno. Me miró con la boca abierta; era evidente que le ha­bía sorprendido verme levantado.

—¿Hubo muertos? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—El hijo de los Liram se rompió un brazo. Y varias personas sufrieron quemaduras... —Noté que todo mi cuerpo se relajaba—. No debería levantarse, señor. El médico dijo que seguramente no despertaría. Necesita descansar.

—¿Ha regresado... mi prima al pueblo? —pregunté—. La chica que estuvo en la granja de los Mauthen. ¿Está aquí?

La joven negó con la cabeza.

—Solo usted, señor.

—¿Qué hora es?

—La cena todavía no está lista, señor. Pero si quiere puedo su­birle algo.

Habían dejado mi macuto al lado de la cama. Me lo colgué del hombro; dentro solo quedaban la escama y la piedra imán. Miré alrededor buscando mis botas, hasta que recordé que la noche pasada me las había quitado para caminar mejor por los tejados.

Salí de la habitación —la chica me siguió— y bajé a la taber­na. Detrás de la barra estaba el mismo tipo, y seguía frunciendo el ceño.

Fui hacia él.

—Mi pariente... mi prima —dije—. ¿Está en el pueblo?

El tabernero dirigió el ceño hacia el umbral por el que yo aca­baba de aparecer y por el que en ese momento salía la chica.

—¿Cómo demonios lo dejas levantarse, Nell? Tienes menos ce­rebro que un perro.

Había acertado: se llamaba Nell. En otras circunstancias, lo habría encontrado divertido.

El tabernero se volvió hacia mí y compuso una sonrisa que, en realidad, solo fue otro tipo de ceño.

—Caramba, chico. ¿Te duele la cara? Me hace daño hasta a mí. —Rió de su propio chiste.

Lo fulminé con la mirada.

—Le he preguntado por mi prima.

Negó con la cabeza.

—No ha vuelto. Y espero no volver a verla nunca.

—Tráigame pan, fruta y algo de carne —dije—. Y una botella de vino de frutas de Aven. De fresa, a ser posible.

El tabernero se inclinó hacia delante y arqueó una ceja. Su ceño se transformó en una pequeña y condescendiente sonrisa.

—No corras tanto, hijo. El alguacil querrá hablar contigo aho­ra que te has levantado.

Apreté los dientes para contener las primeras palabras que acu­dieron a mis labios y respiré hondo.

—Mire, he pasado un par de días muy malos, no se puede us­ted ni imaginar cómo me duele la cabeza, y tengo una amiga que podría estar en apuros. —Lo miré fijamente, con fría serenidad—. No tengo ninguna intención de que las cosas se pongan desagra­dables. Así que le pido por favor que vaya a buscar lo que le he pe­dido. —Saqué mi bolsa.

El tabernero me miró; la ira iba reflejándose poco a poco en su cara.

—Maldito fanfarrón. Si no me muestras un poco de respeto, te ato a una silla hasta que llegue el alguacil.

Puse un drabín de hierro encima de la barra, y me guardé otro en el puño.

El tabernero miró la moneda.

—¿Qué es eso?

Me concentré y noté que el frío iba extendiéndose por mi brazo.

—Es su propina —contesté, y una fina voluta de humo empe­zó a ascender del drabín—. Por su rápido y cortés servicio.

El barniz alrededor de la moneda empezó a burbujear y a cha­muscarse formando un anillo negro alrededor de la moneda de hierro. El hombre se quedó mirándolo, mudo y horrorizado.

—Vaya a buscar lo que le he pedido —dije mirándolo a los ojos—. Y también un odre de agua. O quemaré esta posada con usted dentro y bailaré entre las cenizas y entre sus chamuscados y pegajosos huesos.





Llegué a la cima de la colina de los itinolitos con el macuto lleno. Iba descalzo; jadeaba y me dolía la cabeza. No encontré a Denna por ninguna parte.

Rastreé rápidamente la zona y encontré todas mis cosas espar­cidas donde las había dejado. Las dos mantas. El odre estaba casi vacío, pero aparte de eso, estaba todo allí. Denna debía de haber­se alejado un poco para hacer sus necesidades.

Esperé. Esperé mucho más de lo estrictamente razonable. En­tonces la llamé, al principio en voz baja, y luego a gritos, aunque cuando gritaba me dolía la cabeza. Al final me senté. Solo podía pensar en Denna despertando sola, dolorida, sedienta y desorien­tada. ¿Qué habría pensado?

Comí un poco y me puse a pensar qué podía hacer. Me plan­teé abrir la botella de vino, pero sabía que no era buena idea, por­que todo indicaba que tenía una conmoción cerebral. Combatí la irracional preocupación de que Denna se hubiera adentrado en el bosque delirando todavía, y el impulso de salir en su busca. Me planteé encender fuego para que ella lo viera y volviera a la colina...

Pero no. Sabía que Denna se había marchado, sencillamente. Despertó, vio que yo no estaba y se marchó. Ella misma lo había dicho cuando salimos de la posada de Trebon: «No me gusta quedarme donde no soy bien recibida. Todo lo demás lo resuelvo por el camino». ¿Pensaría que la había abandonado?

A pesar de todo, en el fondo sabía que Denna se había mar­chado hacía mucho de allí. Guardé mis cosas en el macuto. Y en­tonces, por si me equivocaba, escribí una nota explicando lo que había pasado y diciendo que la esperaría en Trebon hasta el día si­guiente. Con un trozo de carbón, escribí su nombre en uno de los itinolitos, y tracé una flecha indicando el sitio donde había dejado toda la comida que había llevado, una botella de agua y una de las mantas.

Me marché. No estaba de buen humor. Mis pensamientos no eran amables ni tiernos.





Llegué a Trebon al anochecer. Subí a los tejados con un poco más de cuidado del habitual. No podría confiar en mi equilibrio hasta que mi cabeza se hubiera recuperado un poco.

Sin embargo, no me costó mucho llegar al tejado de la posada donde había dejado las botas. Desde allí, bajo la débil luz del oca­so, el pueblo ofrecía un aspecto lúgubre. La fachada de la iglesia se había derrumbado por completo, y en casi una tercera parte del pueblo se apreciaban huellas del incendio. Algunos edificios solo estaban chamuscados, pero otros habían quedado reducidos a ce­nizas. Pese a todos mis esfuerzos, el fuego debía de haberse des­controlado después de que yo perdiera el conocimiento.

Miré hacia el norte y vi la cima de la colina de los itinolitos. Confiaba en atisbar el resplandor de un fuego, pero no vi nada.

Me dirigí al tejado plano del ayuntamiento y subí por la esca­lerilla de la cisterna. Estaba casi vacía. Había unos pocos palmos de agua ondeando en el fondo, muy por debajo de donde yo había clavado la teja a la pared con mi navaja. Eso explicaba el estado en que se encontraba el pueblo. Cuando el nivel del agua había descendido por debajo de mi improvisada obra de sigaldría, el in­cendio se había avivado. Con todo, había conseguido reducir un poco su avance. De no haber sido por eso, quizá ya no quedara ni rastro de Trebon.

Volví a la posada, que estaba muy concurrida. La gente, tizna­da de hollín y con aire sombrío, bebía y charlaba. No vi a mi ce­ñudo amigo por ninguna parte, pero había un grupo de gente reu­nida en la barra, discutiendo acaloradamente sobre una marca que había aparecido en la madera.

El alcalde y el alguacil también se encontraban en la posada. Nada más verme, me llevaron a una habitación privada para ha­blar conmigo.

No tenía muchas ganas de hablar, y, después de lo ocurrido los últimos días, no me sentía muy intimidado por la autoridad de dos ancianos barrigones. Ellos podrían haberse dado cuenta, y eso me fastidiaba. Tenía dolor de cabeza y no me apetecía dar expli­caciones, y no tenía inconveniente en tolerar un incómodo silen­cio. Así pues, hablaron ellos, y bastante, y al hacerme sus pregun­tas me revelaron casi todo lo que yo quería saber.

Afortunadamente, en el pueblo no había habido heridos gra­ves. Como el incendio se produjo en pleno festival de la cosecha, no pilló a nadie durmiendo. Había muchos cardenales, muchas cabelleras chamuscadas, y gente que había inhalado más humo del conveniente; pero aparte de unas pocas quemaduras y del tipo que se había roto un brazo al caerle encima una viga, resultó que yo era el que había salido peor parado.

Estaban completamente convencidos de que el draccus era un demonio. Un enorme demonio negro que escupía fuego y veneno. Y si alguien tenía la más leve duda respecto a eso, esta se había es­fumado al ser derribada la bestia por el mismísimo hierro de Tehlu.

También estaban todos de acuerdo en que aquel demonio era el responsable de la destrucción de la granja Mauthen. Una con­clusión razonable, pese a ser completamente errónea. Intentar convencerlos de otra cosa habría resultado una inútil pérdida de tiempo.

Me habían encontrado inconsciente en lo alto de la rueda de hierro que había matado al demonio. El matasanos del pueblo me había recompuesto lo mejor que había podido, y, poco familiari­zado con la asombrosa resistencia de mi cráneo, había expresado serias dudas acerca de si me despertaría o no.

Al principio, la opinión más generalizada era que yo no era más que un desgraciado que pasaba por allí, o que había conse­guido arrancar la rueda de la iglesia. Sin embargo, mi milagrosa recuperación, combinada con el hecho de que había hecho un agujero en la barra de la taberna, animaron a la gente a fijarse en lo que un niño y una viuda llevaban todo el día repitiendo: que cuando el viejo roble se había encendido como una antorcha, habían visto a alguien de pie en el tejado de la iglesia. Lo ilumi­naba el fuego desde abajo. Tenía los brazos levantados, como si rezara...

Al final, el alcalde y el alguacil se quedaron sin saber qué decir para llenar el silencio, y se limitaron a permanecer allí sentados, mirándose con nerviosismo entre ellos y a mí.

Entonces se me ocurrió pensar que lo que veían no era a un chi­co andrajoso y sin un penique. Veían a un personaje misterioso y herido que había matado a un demonio. No encontré ninguna ra­zón para disuadirlos. Es más, ya iba siendo hora de que la suerte me sonriera un poco. Si aquellos tipos me consideraban una espe­cie de héroe o de santo, quizá pudiera utilizarlo como influencia.

—¿Qué han hecho con el cuerpo del demonio? —pregunté, y vi que se relajaban un tanto. Hasta ese momento, yo apenas había pronunciado una docena de palabras, reaccionando a sus interro­gaciones con un perseverante silencio.

—No se preocupe por eso, señor —dijo el alguacil—. Sabíamos qué teníamos que hacer con él.

Se me hizo un nudo en el estómago, y lo supe antes de que ellos me lo dijeran: lo habían quemado y lo habían enterrado. Aquella criatura era una maravilla para la ciencia, y ellos la habían que­mado y enterrado como si fuera basura. Conocía a secretarios na­turalistas del Archivo que se habrían cortado las manos a cambio de la posibilidad de examinar a una criatura tan rara. Hasta había abrigado esperanzas, en lo más hondo de mí, de que brindándoles esa oportunidad conseguiría que me dejaran volver a entrar en el Archivo.

Y las escamas. Y los huesos. Cientos de libras de hierro orgá­nico por las que se habrían peleado los alquimistas...

El alcalde asintió con la cabeza y canturreó:

—«Esta vez cavarás un hoyo abismal, cogerás fresno, olmo y serbal...» —Carraspeó—. Aunque tuvimos que cavar un hoyo más profundo, por supuesto. Todos nos turnamos para acabarlo lo antes posible. —Levantó una mano, mostrando con orgullo unas ampollas recientes.

Cerré los ojos y combatí el impulso de arrojar cosas por la ha­bitación y de maldecir a aquellos hombres en ocho idiomas. Eso explicaba por qué el pueblo todavía se hallaba en un estado tan la­mentable. Habían estado ocupados quemando y enterrando una criatura que valía una fortuna.

Pero eso ya no tenía remedio. Dudaba mucho que mi nueva re­putación bastara para protegerme si me sorprendían tratando de desenterrar el draccus.

—¿Y la chica que sobrevivió en la boda de los Mauthen? —pregunté—. ¿Alguien la ha visto?

El alcalde miró al alguacil con gesto inquisitivo.

—Que yo sepa, no. ¿Crees que tenía alguna relación con esa bestia?

—¿Qué? —La pregunta era tan absurda que al principio no la entendí—. ¡No! No diga tonterías. —Los miré con el ceño frunci­do. Solo faltaba que implicaran a Denna en lo ocurrido—. Ella me estaba ayudando a hacer mi trabajo —dije procurando dar una respuesta ambigua.

El alcalde fulminó al alguacil con la mirada, y luego volvió a mirarme a mí.

—¿Y ya has... acabado el trabajo que viniste a hacer? —Me lo preguntó escogiendo muy bien las palabras, como si temiera ofen­derme—. No quiero entrometerme en tus asuntos, pero... —Se pasó la lengua por los labios, nervioso—. ¿Por qué ha pasado esto? ¿Estamos a salvo?

—No sé si están a salvo, pero yo no puedo protegerlos más —dije, manteniendo la ambigüedad. Mi respuesta tenía un tono heroico. Si lo único que iba a conseguir con aquello era un poco de reputación, más valía que fuera buena.

Entonces tuve una idea.

—Para garantizar su seguridad, necesito una cosa. —Me incli­né hacia delante en la silla y entrelacé los dedos—. Necesito saber qué desenterró Mauthen en el monte del Túmulo.

Los dos hombres se miraron como preguntándose: «¿Cómo sabe eso?».

Me recosté en el respaldo y reprimí una sonrisa, como un gato en un palomar.

—Si averiguo qué fue lo que encontró Mauthen, podré tomar medidas para asegurarme de que no vuelva a pasar una desgracia como la de ayer. Ya sé que era un secreto, pero seguro que hay al­guien en el pueblo que sabe algo más. Corran la voz, y que cual­quiera que sepa algo venga a hablar conmigo.

Me puse en pie con soltura. Tuve que hacer un gran esfuerzo para reprimir las muecas de dolor, porque notaba pinchazos y ti­rones por todo el cuerpo.

—Pero que se den prisa. Me marcho mañana por la noche. Tengo asuntos urgentes que atender en el sur.

Y salí por la puerta haciendo ondear la capa detrás de mí. Soy Ruh hasta la médula, y cuando ha terminado la escena, sé salir del escenario.





El día siguiente lo pasé comiendo bien y durmiendo en mi blanda cama. Me di un baño, me curé las heridas y disfruté de un mereci­do descanso. Unas cuantas personas pasaron a verme y me dijeron lo que yo ya sabía. Mauthen había desenterrado piedras de un túmulo y había encontrado algo. ¿Qué? Algo. Nadie sabía nada más.

Estaba sentado junto a la cama tonteando con la idea de escri­bir una canción sobre el draccus cuando oí unos tímidos golpes en la puerta; eran tan débiles que casi me pasaron desapercibidos.

—Pase.

La puerta se abrió solo un poco, y luego un poco más. Una niña de unos trece años miró alrededor nerviosa y entró en mi habita­ción apresuradamente, cerrando la puerta sin hacer ruido. Tenía el cabello castaño claro y rizado; un rostro pálido con dos manchas de rubor en las mejillas, y los ojos hundidos y oscuros, como si hubiera llorado, o dormido poco, o ambas cosas.

—¿Quieres saber qué fue lo que desenterró Mauthen? —Me miró, y luego desvió la mirada.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté con gentileza.

—Verinia Greyflock —me contestó. Hizo una pequeña reve­rencia mirando hacia el suelo.

—Qué nombre tan bonito. La verinia es una flor roja, muy pe­queña. —Sonreí tratando de que la chica se relajase—. ¿La has visto alguna vez? —Negó con la cabeza, sin dejar de mirar hacia el suelo—. Apuesto algo a que nadie te llama Verinia. ¿Te llaman Nina?

La chica levantó la cabeza. Una tímida sonrisa asomó a su afli­gido rostro.

—Así es como me llama mi abuela.

—Ven y siéntate, Nina. —Señalé la cama, pues era el único si­tio donde sentarse.

Nina obedeció y empezó a retorcerse las manos sobre el regazo.

—Yo la vi. Esa cosa que desenterraron del túmulo. —Me miró, y luego volvió a mirarse las manos—. Me la enseñó Jimmy, el hijo menor de los Mauthen.

Se me aceleró el corazón.

—¿Qué era?

—Era un tarro muy grande y muy bonito —contestó en voz baja—. Así de alto. —Puso una mano a un metro del suelo. Le temblaba—. Tenía muchas inscripciones y dibujos. Era muy boni­to. Jamás había visto unos colores tan preciosos. Y algunos de los dibujos brillaban como el oro y la plata.

—¿Qué clase de dibujos? —pregunté tratando de mantener la calma.

—Gente —respondió Nina—. Sobre todo gente. Había una mujer sujetando una espada rota, y un hombre junto a un árbol muerto, y otro hombre con un perro mordiéndole la pierna...

—¿Había uno con el pelo blanco y los ojos negros?

Nina me miró de hito en hito.

—Me dio escalofríos. —Se estremeció.

Los Chandrian. Era una vasija donde estaban representados los Chandrian y sus señales.

—¿Recuerdas algo más de esos dibujos? —pregunté—. Piénsa­lo bien. Tómate tu tiempo.

Nina reflexionó.

—Había uno que no tenía cara, solo una capucha sin nada den­tro. Tenía un espejo junto a los pies, y había varias lunas sobre su cabeza. Ya sabes: luna llena, cuarto creciente, cuarto menguante... —Miró hacia abajo, pensativa—. Y había una mujer. —Se rubori­zó—. Iba medio desnuda.

—¿Recuerdas algo más? —pregunté. Nina negó con la cabe­za—. ¿Y las inscripciones?

—Era un idioma extranjero. No decían nada.

—¿Crees que sabrías dibujarme algunas de esas letras que viste?

Nina volvió a negar con la cabeza.

—Solo la vi un momento —dijo—. Jimmy y yo sabíamos que si su padre nos pillaba nos daría unos azotes. —De pronto sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Vendrán los demonios a buscarme a mí también porque la vi?

Negué con la cabeza para tranquilizarla, pero ella rompió a llorar.

—Estoy muy asustada desde que pasó eso en la granja de los Mauthen —dijo entre sollozos—. Tengo pesadillas. Sé que ven­drán a buscarme.

Me senté a su lado en el borde de la cama y le puse un brazo so­bre los hombros. Poco a poco, sus sollozos se fueron reduciendo.

—Nadie va a venir a buscarte.

Ella me miró. Ya no lloraba, pero vi la verdad en sus ojos. Es­taba aterrada. Por muchas palabras tranquilizadoras que le dije­ra, no conseguiría serenarla.

Me levanté y fui a buscar mi capa.

—Te voy a regalar una cosa —dije metiendo la mano en uno de los bolsillos. Saqué una pieza de la lámpara simpática que estaba fabricando en la Factoría; era un disco de metal brillante con una de las caras cubierta de complicadas inscripciones de sigaldría.

Se lo llevé a Nina.

—Me dieron este amuleto cuando estuve en Veloran. Muy le­jos, al otro lado de las montañas Stormwal. Es un amuleto exce­lente contra los demonios. —Le cogí una mano y se lo puse en la palma.

Nina lo miró, y luego me miró a mí.

—¿Tú no lo necesitas?

Negué con la cabeza.

—Yo tengo otras formas de protegerme.

Nina cerró la mano; las lágrimas volvían a resbalar por sus me­jillas.

—Muchas gracias. Lo llevaré siempre encima. —Tenía los nu­dillos blancos de tanto como apretaba el disco metálico.

Yo sabía que lo perdería. No enseguida, pero quizá pasado un año, o dos, o diez. Era inevitable; y cuando eso pasara, Nina esta­ría peor que antes.

—No hace falta —me apresuré a decir—. Te explicaré cómo funciona. —Le cogí la mano en la que tenía el trozo de metal y la envolví con la mía—. Cierra los ojos.

Nina cerró los ojos, y recité lentamente los diez primeros ver­sos de Ve Valora Sartane. En realidad no era un texto muy apro­piado, pero fue lo único que se me ocurrió. El teman es un idioma con un sonido imponente, sobre todo si tienes una buena voz de barítono, y yo la tenía.

Terminé, y Nina abrió los ojos. Ya no lloraba.

—Ahora estás conectada con él —dije—. Pase lo que pase, esté donde esté el amuleto, siempre te protegerá. Aunque lo rompieras o lo fundieras, el amuleto seguiría funcionando.

Nina me abrazó y me besó en la mejilla. Entonces se levantó de un brinco, ruborizada. Ya no estaba pálida ni afligida, y le brilla­ban los ojos. Hasta entonces no me había fijado en que era muy guapa.

Nina salió de mi habitación, y yo me quedé un rato sentado en la cama, pensando.

En el último mes había librado a una mujer de un feroz incen­dio. Había invocado al fuego y al rayo para librarme de unos asesinos. Había matado a una bestia que podía ser un dragón o un demonio, dependiendo de tu punto de vista.

Pero allí, en esa habitación, fue la primera vez que me sentí de verdad como una especie de héroe. Si buscáis una razón que ex­plique por qué me convertí en lo que me convertí, si buscáis un principio, ahí es donde debéis mirar.



































83

Regreso





Esa noche recogí mis pertenencias y bajé a la taberna. Los veci­nos que se encontraban allí empezaron a murmurar, muy emocionados. Entreoí algunos comentarios mientras iba hacia la barra, y caí en la cuenta de que el día anterior la mayoría de aque­llos hombres me habían visto vendado de arriba abajo, víctima, supuestamente, de graves heridas. Me había quitado las vendas, y lo único que ellos vieron fueron algunos cardenales. Otro mila­gro. Hice todo lo posible por no sonreír.

El malcarado posadero me dijo que no podía cobrarme nada, ya que el pueblo entero estaba en deuda conmigo. Insistí. Que no. Que ni hablar. No quería ni oír hablar de ello. Lamentaba no poder hacer nada más para demostrarme su gratitud.

Adopté una expresión meditabunda. Ya que lo mencionaba, dije, si por casualidad tuviera otra botella de ese maravilloso vino de fresas...

Fui a los muelles de Evesdown y compré un pasaje en una bar­caza que iba río abajo. Mientras esperaba, pregunté si algún traba­jador de los muelles había visto a una joven por allí en los dos días pasados. Morena, guapa...

Sí, la habían visto. Había estado allí el día anterior, por la tarde, y se había embarcado río abajo. Sentí cierto alivio, porque eso signi­ficaba que Denna estaba a salvo, y relativamente ilesa. Pero aparte de eso, no sabía qué pensar. ¿Por qué no había ido Denna a Trebon? ¿Creería que la había abandonado? ¿Recordaría algo de lo que ha­bíamos hablado esa noche, tumbados lado a lado sobre el itinolito?

Atracamos en Imre unas horas después del amanecer, y fui de­recho a ver a Devi. Tras un animado regateo, le entregué la piedra imán y un talento, con lo que liquidé mi brevísimo préstamo de veinte talentos. Seguía debiéndole la deuda original, pero después de todo lo que me había pasado, una deuda de cuatro talentos ya no parecía tan espantosa, pese a que mi bolsa volvía a estar prác­ticamente vacía.

Tardé un tiempo en recomponer mi vida. Solo había estado fuera cuatro días, pero necesitaba ofrecer disculpas y explicaciones a muchas personas. Había faltado a mi cita con el conde Threpe, a dos citas con Manet y a una comida con Fela. Anker's había pa­sado dos noches sin músico. Hasta Auri me reprochó con discre­ción que no hubiera ido a visitarla.

Había faltado a las clases de Kilvin, Elxa Dal y Arwyl. Todos aceptaron mis disculpas con elegantes muestras de desaproba­ción. Yo sabía que cuando se establecieran las matrículas del bi­mestre siguiente, tendría que pagar mi repentina e injustificada ausencia.

Pero los que más me importaban eran Wil y Sim. Ellos habían oído rumores de que habían atacado a un estudiante en un calle­jón. Dada la actitud de Ambrose, más ufana de lo habitual, temían que me hubieran obligado a huir de la ciudad, o, peor aún, que me hubieran lanzado al fondo del Omethi con una piedra atada al cuello.

Ellos eran los únicos a los que debía una verdadera explicación de lo ocurrido. Aunque no les conté toda la verdad de por qué me interesaban tanto los Chandrian, sí les conté toda la historia y les enseñé la escama de draccus. Ellos se mostraron asombrados, aunque hicieron hincapié en que la próxima vez debía dejarles una nota o se las pagaría.

Y busqué a Denna, con la esperanza de ofrecerle explicaciones a la persona que más me importaba. Pero, como siempre, buscarla no sirvió de nada.



























84

Una tormenta repentina





Al final encontré a Denna como siempre, por pura casualidad. Iba caminando, muy apurado, pensando en mis cosas, cuando doblé una esquina y tuve que parar en seco para no cho­char con ella.

Nos quedamos plantados unas milésimas de segundo, atónitos y sin habla. Pese a que llevaba días buscando su cara en cada som­bra y en cada rincón, su presencia me dejó anonadado. Recor­daba la forma de sus ojos, pero no su peso. Su oscuridad, pero no su profundidad. Su proximidad me cortó la respiración, como si de pronto me hubieran sumergido en el agua.

Había pasado largas horas pensando cómo sería ese encuentro. Había imaginado la escena un millar de veces. Temía que ella se mos­trara distante, ausente. Que me reprochara que la hubiera dejado sola en el bosque. Que estuviera callada y dolida. Me preocupaba que pudiera llorar, o insultarme, o sencillamente dar media vuelta e irse.

Denna sonrió encantada.

—¡Kvothe! —Me cogió una mano y me la apretó—. Te he echado de menos. ¿Dónde estabas?

Noté una oleada de alivio.

—Bueno, ya sabes. Por aquí, por allá... —Hice un gesto de in­diferencia.

—El otro día me dejaste plantada —repuso ella fingiendo se­riedad—. Te esperé, pero no apareciste.

Iba a explicárselo todo cuando Denna señaló a un hombre que estaba a su lado.

—Perdóname. Kvothe, te presento a Lentaren. —Yo ni siquie­ra lo había visto—. Lentaren, este es Kvothe.

Lentaren era alto y delgado. Musculoso, bien vestido y elegante. Tenía un mentón del que habría estado orgulloso cualquier mam­postero, y unos dientes blancos y rectos. Parecía el Príncipe Azul salido de un cuento. Apestaba a dinero.

El tipo me sonrió amistosamente.

—Encantado de conocerte, Kvothe —dijo haciendo una cortés inclinación de cabeza.

Le devolví el saludo automáticamente y esgrimí mi más encan­tadora sonrisa.

—Igualmente, Lentaren.

Volví a mirar a Denna.

—Deberíamos comer juntos un día de estos —dije con aire ri­sueño arqueando ligeramente una ceja, preguntando: «¿Es maese Fresno?»—. Tengo buenas historias que contarte.

—Claro que sí. —Denna sacudió levemente la cabeza, contes­tando: «No»—. Te marchaste sin contarme el final de la última. Lamenté mucho perdérmelo.

—Bueno, fue un final que ya has oído centenares de veces —di­je—. El Príncipe Azul mata al dragón, pero pierde el tesoro y a la chica.

—Oh, qué tragedia. —Denna miró hacia abajo—. No era el fi­nal que a mí me habría gustado, pero supongo que tampoco dista mucho del que imaginaba.

—Si la historia acabara así, sería una tragedia —admití—. Pero en realidad depende de cómo lo mires. Yo prefiero verlo como una his­toria que está esperando una secuela apropiada que levante el ánimo.

Un coche pasó traqueteando por la calle y Lentaren se apartó; al hacerlo, rozó sin querer a Denna. Ella, distraída, se agarró a su brazo.

—Normalmente no me interesan los seriales —dijo; de pronto su expresión se tornó seria e indescifrable. Entonces se encogió de hombros y sonrió con picardía—. Pero no es la primera vez que cambio de opinión sobre estas cosas. A lo mejor consigues con­vencerme.

Señalé el estuche del laúd, que llevaba colgado del hombro.

—Todavía toco en Anker's casi todas las noches. Si quieres pa­sarte...

—Pasaré. —Denna suspiró y miró a Lentaren—. Ya llegamos tarde, ¿verdad?

Lentaren miró hacia el sol entornando los ojos y asintió.

—Sí, llegamos tarde. Pero sí nos damos prisa, los alcanza­remos.

Denna se volvió hacia mí.

—Lo siento, pero hemos quedado para montar a caballo.

—No quiero retenerte por nada del mundo —repliqué, y di un paso hacia un lado, con elegancia, para apartarme de su camino.

Lentaren y yo nos saludamos con una inclinación.

—Iré a buscarte un día de estos —dijo Denna girándose al pa­sar a mi lado.

—Hasta pronto. —Apunté con la cabeza en la dirección hacia la que iban—. No quiero retenerte.

Se dieron la vuelta y echaron a andar por las calles adoquina­das de Imre. Juntos.





Wil y Sim me estaban esperando cuando llegué. Ya habían conse­guido un banco con una buena vista de la fuente que había en­frente del Eolio. El agua ascendía alrededor de las ninfas perse­guidas por el sátiro.

Dejé el estuche del laúd junto al banco y, distraídamente, abrí la tapa, pensando que a mi laúd quizá le gustara que le diera un poco el sol. No espero que lo entienda nadie, a menos que sea músico.

Me senté en el banco con mis amigos, y Wil me dio una man­zana. El viento soplaba en la plaza, y vi cómo la rociada de la fuente se movía como cortinas de gasa. Unas pocas hojas de arce, rojas, describían círculos sobre los adoquines. Las vi danzar y gi­rar, trazando extraños y complicados dibujos en el aire.

—¿Ya has encontrado a Denna? —me preguntó Wilem al cabo de un rato.

Asentí sin apartar la vista de las hojas. No me apetecía expli­carle nada.

—Lo sé porque estás callado —dijo él.

—¿No ha ido bien? —preguntó Sim.

—No ha ido como yo esperaba —contesté.

Ambos asintieron con la cabeza, y hubo otro momento de si­lencio.

—He estado pensando en lo que nos contaste —dijo Wil—. En lo que dijo Denna. Hay un fallo en su historia.

Sim y yo lo miramos con curiosidad.

—Dijo que estaba buscando a su mecenas —continuó Wilem—. Te acompañó para buscarlo. Pero más tarde dijo que sabía que él estaba bien porque... —Wil titubeó un poco— se lo encontró cuando volvía a la granja en llamas. Eso no encaja. ¿Por qué iba a buscarlo si sabía que estaba bien?

No me lo había planteado. Antes de que pudiera pensar una respuesta, Simmon negó con la cabeza.

—Denna solo buscaba una excusa para pasar un tiempo con Kvothe —dijo como si fuera irrebatible.

Wilem arrugó un poco la frente.

Sim nos miró como si le sorprendiera tener que explicarse.

—Es evidente que le gustas —dijo, y empezó a contar con los dedos—: Te encuentra en Anker's. Va a buscarte al Eolio aquella noche que salimos los tres juntos. Se inventa una excusa para pa­searse por el bosque contigo un par de días...

—Mira, Sim —dije, exasperado—, si yo le interesara, podría encontrarla más de una vez al mes sin necesidad de buscarla tanto.

—Eso es una falacia lógica —dijo Sim con convicción—. Cau­sa falsa. Lo único que demuestra es que eres malísimo buscando, o que ella es difícil de encontrar. Pero no que no le intereses.

—De hecho —intervino Wilem defendiendo a Simmon—, dado que ella te encuentra a ti más a menudo que tú a ella, parece probable que pase un tiempo considerable buscándote. Tú tam­poco eres fácil de encontrar. Eso indica que hay un interés.

Pensé en la nota que me había dejado Denna en la ventana de mi habitación, y por un instante tonteé con la posibilidad de que Sim tuviera razón. Sentí parpadear en mi pecho una débil llama de esperanza al recordar la noche que habíamos pasado en lo alto del itinolito.

Entonces recordé que esa noche Denna deliraba. Y recordé a Denna sujetándose al brazo de Lentaren. Pensé en el alto, atracti­vo y rico Lentaren y en todos los otros hombres, muchísimos, que tenían algo que ofrecerle que valiera la pena. Algo más que una buena voz y varoniles bravatas.

—¡Sabes que es verdad! —Simmon se apartó el cabello de los ojos y rió como un niño—. ¡Esto no lo puedes rebatir! Se ve a la legua que está colada por ti. Y tú eres muy tonto si no lo quie­res ver.

Suspiré.

—Mira, Sim, me encanta que Denna y yo seamos amigos. Es una persona encantadora, y me lo paso muy bien con ella. Eso es todo lo que hay. —Conferí a mi tono de voz el grado justo de jo­vial indiferencia para convencer a Sim, con la esperanza de que me dejara tranquilo un rato.

Sim me miró un momento, y luego se encogió de hombros.

—Si es así... —Me apuntó con el trozo de pollo que se estaba comiendo—. Fela no para de hablar de ti. Cree que eres un tipo fe­nomenal. Y además le salvaste la vida. Estoy seguro de que ahí tie­nes posibilidades.

Me encogí de hombros y me quedé observando los dibujos que hacía el viento con el agua de la fuente.

—¿Sabéis qué tendríamos que...? —Sim no terminó la frase y miró más allá de mí; de pronto, se borró de su rostro toda ex­presión.

Me di la vuelta para ver qué estaba mirando, y vi el estuche de mi laúd, vacío. Mi laúd había desaparecido. Miré alrededor, fre­nético, listo para ponerme en pie de un brinco y echar a correr en su busca. Pero no fue necesario, porque unos palmos más allá es­taban Ambrose y unos cuantos amigos suyos. Ambrose sujetaba mi laúd con una mano.

—Tehlu misericordioso —murmuró Simmon. Y luego, en voz alta, dijo—: Devuélveselo, Ambrose.

—Tranquilo, E'lir —le espetó Ambrose—. Esto no es asunto tuyo.

Me levanté sin dejar de mirarlos a él y a mi laúd. Creía que Am­brose era más alto que yo, pero cuando me levanté vi que medía­mos lo mismo. A Ambrose también pareció extrañarle un poco.

—Dámelo —dije, y alargué un brazo. Me sorprendió ver que no me temblaba la mano. Pero por dentro sí temblaba: de miedo y de rabia.

Dos partes de mí intentaron hablar al mismo tiempo. La pri­mera parte gritaba: «No le hagas nada, por favor. Otra vez no. No lo rompas. Dámelo, por favor. No lo cojas así, por el mástil». La otra mitad recitaba: «Te odio, te odio, te odio», como si escupie­ra sangre.

Di un paso adelante.

—Dámelo. —Mi voz me sonó extraña, monótona y desprovis­ta de emoción. Llana como la palma extendida de mi mano. Ha­bía dejado de temblar por dentro.

Ambrose titubeó un momento, desconcertado por mi tono de voz. Noté su desasosiego: yo no me estaba comportando como él esperaba que lo hiciera. Detrás de mí, oí a Wilem y a Simmon con­tener la respiración. Detrás de Ambrose, sus amigos esperaban, inseguros de pronto.

Ambrose sonrió y arqueó una ceja.

—Es que te he escrito una canción, y necesita acompañamien­to. —Cogió el laúd con rudeza y rasgueó las cuerdas sin ton ni son. Algunos estudiantes que pasaban por allí se pararon para oír­le cantar:



Había una vez un liante llamado Kvothe

que tenía una lengua de escorpión.

Los maestros lo tenían por simpático

y por eso le daban con el látigo.



Los curiosos ya habían formado un corro alrededor de Am­brose, y sonreían y reían, entretenidos con su pequeño espectácu­lo. Animado, Ambrose hizo una amplia reverencia.

—¡Todos juntos! —gritó alzando las manos como un director de orquesta, y usando mi laúd como batuta.

Di otro paso adelante.

—Devuélvemelo o te mato. —En ese instante, lo decía en serio.

Todos guardaron silencio. Al ver que no iba a conseguir la reacción esperada, Ambrose fingió indiferencia.

—Hay gente que no tiene sentido del humor —dijo dando un suspiro—. Cógelo.

Me lo lanzó, pero los laúdes no están hechos para lanzarlos. Dio un giro raro en el aire, y cuando fui a asirlo, no había nada en­tre mis manos. El que Ambrose fuera torpe o cruel no cambia las cosas para mí. Mi laúd cayó sobre los adoquines y se oyó un cru­jido al astillarse.

Ese sonido me recordó el espantoso ruido que había hecho el laúd de mi padre cuando lo aplasté con el cuerpo en aquel sucio callejón de Tarbean. Me agaché para recogerlo e hizo un ruido que me recordó al de un animal herido. Ambrose se volvió para mirarme y vi la burla danzar en su rostro.

Abrí la boca para aullar, para llorar, para maldecirlo. Pero lo que salió de mi boca fue otra cosa, una palabra que yo sabía y que no recordaba.

Entonces lo único que oí fue el sonido del viento. Entró rugiendo en la plaza como una repentina tormenta. Un coche que estaba cer­ca se deslizó de lado por los adoquines, y los caballos se encabrita­ron asustados. A alguien se le escaparon de las manos unas parti­turas que revolotearon alrededor de nosotros como un extraño relámpago. Me vi forzado a dar un paso adelante. El viento los em­pujó a todos. A todos menos a Ambrose, que cayó al suelo girando sobre sí mismo, como si lo hubiera golpeado la mano de Dios.

De pronto volvió a reinar la calma. Caían papeles, girando como hojas secas. La gente miraba alrededor, perpleja, despeina­da y con la ropa desaliñada. Algunos se tambaleaban e intentaban sujetarse a algún sitio para protegerse de una tormenta que ya ha­bía cesado.

Me dolía la garganta. Mi laúd estaba roto.

Ambrose se puso en pie con dificultad. Se sujetaba un brazo contra el costado, y le salía sangre de la cabeza. La mirada de mie­do y de confusión que me lanzó supuso para mí un breve y dulce placer. Pensé en volver a gritarle, me pregunté qué pasaría si lo ha­cía. ¿Volvería a venir el viento? ¿Se lo tragaría la tierra?

Oí relinchar a un caballo, asustado. Empezó a salir gente del Eolio y de los otros edificios que bordeaban la plaza. Los músicos miraban alrededor con el rostro desencajado, y todo el mundo ha­blaba a la vez.

—¿... sido eso?

—... apuntes por todas partes. Ayúdame antes de que...

—... sido él. Ese de ahí, el del pelo rojo...

—... demonio. Un demonio de viento y...

Miré alrededor, mudo y confuso, hasta que Wilem y Simmon se me llevaron de allí a toda prisa.

—No sabíamos adonde llevarlo —le dijo Simmon a Kilvin.

—Contádmelo todo otra vez —dijo Kilvin con serenidad—. Pero esta vez, que hable solo uno. —Señaló a Wilem—. Intenta poner las palabras en orden.

Estábamos en el despacho de Kilvin. La puerta estaba cerrada y las cortinas, corridas. Wilem empezó a explicar lo que había ocurrido. Fue cogiendo velocidad, y pasó a hablar en siaru. Kilvin asentía con aire pensativo. Simmon escuchaba atentamente y, de vez en cuando, intercalaba una o dos palabras.

Yo estaba sentado en un taburete. Mi mente era un torbellino de confusión y de preguntas a medio formular. Me dolía la gar­ganta. Estaba cansado y notaba el cuerpo agriado por la adrena­lina. En medio de todo eso, en lo más profundo de mi pecho, una parte de mí bullía de ira, como el carbón de una forja cuando el herrero aviva el fuego: rojo y caliente. Estaba embotado, como si me cubriera una capa de cera de veinte centímetros de grosor. No existía Kvothe; solo la confusión, la rabia y el embotamiento que lo envolvía todo. Me sentía como un gorrión en una tormenta, in­capaz de encontrar una rama segura sobre la que posarse. Incapaz de controlar mi atolondrado vuelo.

Wilem estaba llegando al final de su exposición cuando Elodin entró en la habitación sin llamar ni anunciarse. Wilem se calló. Yo le lancé al maestro nominador una mirada de soslayo, y luego vol­ví a mirar el destrozado laúd que tenía en las manos. Al darle la vuelta, me hice un corte en un dedo con una astilla. Embobado, vi cómo la sangre brotaba y caía al suelo.

Elodin se plantó enfrente de mí; no se molestó en hablar con nadie más.

—¿Kvothe?

—No se encuentra bien, maestro —dijo Simmon con una voz aguda que denotaba preocupación—. Se ha quedado mudo. Se niega a hablar. —Yo oía esas palabras, sabía que tenían un signi­ficado y hasta sabía qué significados les correspondían, pero no las entendía.

—Me parece que se ha dado un golpe en la cabeza —terció Wi­lem—. Te mira, pero no está. Se le han puesto ojos de perro.

—¿Kvothe? —repitió Elodin. Como no reaccioné ni aparté la vista del laúd, él alargó un brazo y, con suavidad, me levantó la barbilla hasta que lo miré—. Kvothe.

Parpadeé.

Elodin me miró. Sus oscuros ojos me tranquilizaron un poco. Aplacaron la tormenta que se había desatado en mi interior.

—Aerlevsedi—dijo—. Dilo.

—¿Qué? —Simmon dijo algo que yo oí como si estuviera muy lejos—. ¿Viento?

—Aerlevsedi —repitió Elodin, paciente, mirándome fijamente.

—Aerlevsedi —murmuré.

Elodin cerró un momento los ojos con expresión serena. Como si tratara de captar una débil nota musical transportada por una suave brisa. Como no podía verle los ojos, empecé a descarriarme. Agaché la cabeza y vi mi laúd roto, pero Elodin volvió a cogerme por la barbilla y me levantó el rostro.

Clavó sus ojos en los míos. El embotamiento se redujo, pero la tormenta seguía dentro de mi cabeza. Entonces algo cambió en los ojos de Elodin. Dejó de mirar hacia mí y miró dentro de mí. Solo sé describirlo así. Miró en lo más profundo de mí; no a mis ojos, sino que a través de ellos. Su mirada entró en mí y se asentó sóli­damente en mi pecho, como si hubiera metido ambas manos en mi cuerpo y estuviera tanteando la forma de mis pulmones, el movi­miento de mi corazón, el calor de mi ira, el trazado de la tormenta que se desataba dentro de mí.

Se inclinó hacia delante y sus labios me rozaron una oreja. Noté su aliento. Dijo algo... y la tormenta amainó. Encontré un si­tio donde caer.

Hay un juego al que todos los niños juegan un día u otro. Ex­tiendes los brazos y giras sobre ti mismo una y otra vez, y ves cómo todo se vuelve borroso. Primero estás desorientado, pero si sigues girando el rato suficiente, el mundo se resuelve y ya no estás ma­reado y sigues girando con el mundo, borroso, alrededor de ti.

Entonces paras, y el mundo adopta su forma normal. De pron­to estás muy mareado, y todo se mueve y da sacudidas. Todo os­cila alrededor de ti.

Eso fue lo que sentí cuando Elodin detuvo la tormenta que se había desatado en mi cabeza. De pronto, violentamente mareado, grité y alcé las manos para no caerme hacia un lado, hacia arriba, hacia dentro. Noté que unos brazos me agarraban; enrosqué los pies en el taburete y empecé a caerme al suelo.

Fue aterrador, pero pasó enseguida. Cuando me recuperé, Elo­din se había marchado.







































































85

Manos contra mí





Simmon y Wilem me llevaron a mi habitación de Anker's, don­de me desplomé en la cama y pasé dieciocho horas tras las puertas del sueño. Al día siguiente, al despertar, me sentía sorpren­dentemente bien, teniendo en cuenta que había dormido con la ropa puesta y que tenía la vejiga del tamaño de un melón.

La suerte me sonrió y me dio tiempo suficiente para comer y darme un baño antes de que uno de los recaderos de Jamison die­ra conmigo. Debía presentarme en la sala de profesores al cabo de media hora para ponerme ante las astas del toro.





Ambrose y yo estábamos de pie ante la mesa de los maestros. Él me había acusado de felonía. Yo, a mi vez, lo había acusado de robo, destrucción de propiedad y conducta impropia de un miem­bro del Arcano. Tras mi anterior experiencia en las astas del toro me había familiarizado con el Rerum Codex, el reglamento oficial de la Universidad. Me lo había leído dos veces para estar seguro de cómo se hacían las cosas allí. Me lo sabía de memoria.

Por desgracia, eso significaba que era plenamente consciente de la gravedad de la situación. La acusación de felonía era grave. Si me declaraban culpable de lastimar intencionadamente a Am­brose, me azotarían y me expulsarían de la Universidad.

No podía negar que había lastimado a Ambrose. Estaba heri­do y cojeaba. Tenía un gran rasguño rojo en la frente. También lle­vaba un brazo en cabestrillo, pero estaba convencido de que eso no era más que un elemento teatral que él había añadido por su cuenta.

El problema era que, en realidad, yo no tenía ni la más remota idea de qué había pasado. No había tenido ocasión de hablar con nadie. Ni siquiera de darle las gracias a Elodin por ayudarme el día anterior en el taller de Kilvin.

Los maestros dejaron que cada uno de nosotros presentara su causa. Ambrose hizo gala de un comportamiento ejemplar: cuan­do habló lo hizo con mucha educación. Al cabo de un rato, empe­cé a sospechar que su aletargamiento pudiera deberse a una dosis demasiado generosa de analgésicos. Por lo vidriosos que tenía los ojos, deduje que podía tratarse de láudano.

—Abordemos las quejas por orden de gravedad —propuso el rector cuando hubimos relatado nuestra versión de la historia.

El maestro Hemme hizo una seña, y el rector le cedió la pala­bra con un gesto de la cabeza.

—Deberíamos recortar las acusaciones antes de votar —dijo Hemme—. Las quejas del E'lir Kvothe son redundantes. No se puede acusar a un estudiante de robo y destrucción de la misma propiedad. O una cosa, o la otra.

—¿Por qué dice eso, maestro? —pregunté educadamente.

—El robo implica la posesión de una propiedad ajena —dijo Hemme con un tono de voz razonable—. ¿Cómo puedes poseer algo que has destruido? Deberíamos descartar una de las dos acu­saciones.

El rector me miró.

—E'lir Kvothe, ¿quieres retirar una de tus quejas?

—No, señor.

—Entonces propongo que votemos si debemos retirar la acusa­ción de robo —insistió Hemme.

El rector fulminó con la mirada a Hemme, castigándolo en silencio por hablar cuando no era su turno, y luego se volvió ha­cia mí.

—La testarudez ante un argumento razonable no es elogiable, E'lir, y el maestro Hemme ha presentado un argumento convin­cente.

—El argumento del maestro Hemme es imperfecto —repliqué con serenidad—. El robo implica la adquisición de una propiedad ajena. Es ridículo insinuar que no puedes destruir lo que has ro­bado.

Vi que algunos maestros asentían con la cabeza, pero Hemme insistió:

—Maestro Lorren, ¿cuál es el castigo por robo?

—El estudiante recibe un máximo de dos latigazos en la espal­da —recitó Lorren—. Y debe devolver la propiedad o el precio correspondiente a la propiedad, más una multa de un talento de plata.

—¿Y el castigo por destrucción de propiedad?

—El estudiante debe pagar la sustitución o la reparación de la propiedad.

—¿Lo ven? —dijo Hemme—. Cabe la posibilidad de que tu­viera que pagar dos veces por el mismo laúd. Eso no es justo. Se­ría como castigarlo dos veces por la misma falta.

—No, maestro Hemme —intervine—. Sería castigarlo por robo y por destrucción de propiedad. —El rector me lanzó la mis­ma mirada que le había lanzado antes de Hemme por hablar fue­ra de turno, pero yo no me amilané—. Si yo le hubiera prestado mi laúd y él lo hubiera roto, sería otra cuestión. Si él me lo hubiera robado y lo hubiera dejado intacto, sería otra. No es una cosa o la otra. Es ambas cosas.

El rector golpeó la mesa con los nudillos para hacernos callar.

—Así pues, ¿no quieres retirar ninguno de los cargos?

—No.

Hemme levantó una mano, y el rector le cedió la palabra.

—Propongo que votemos para suprimir la acusación de robo.

—¿Todos a favor? —preguntó el rector con voz cansina. Hemme levantó la mano, y Brandeur, Mandrag y Lorren hicie­ron otro tanto—. Cinco y medio contra cuatro: se mantiene la acusación.

El rector prosiguió antes de que alguien pudiera interrumpirlo:

—¿Quién considera que el Re'lar Ambrose es culpable de des­trucción de propiedad? —Todos levantaron la mano excepto Hemme y Brandeur. El rector me miró—: ¿Cuánto te costó ese laúd?

—Nueve talentos con seis —mentí; sabía que era un precio ra­zonable.

Ambrose se indignó al oírme:

—¡Anda ya! Tú nunca has tenido diez talentos en la mano.

Molesto, el rector golpeó otra vez la mesa con los nudillos. Pero Brandeur levantó una mano para pedir la palabra:

—El Re'lar Ambrose nos ha planteado una cuestión interesan­te. ¿Cómo es posible que un estudiante que llegó aquí en la indi­gencia se haya hecho con tanto dinero?

Algunos maestros me miraron con curiosidad. Agaché la cabe­za, como si estuviera avergonzado.

—Gané ese dinero jugando a esquinas, señores.

Hubo un murmullo de sorpresa. Elodin rió sin disimulo. El rec­tor volvió a golpear la mesa.

—Se impone al Re'lar Ambrose una multa de nueve talentos con seis. ¿Se opone algún maestro a esta sanción?

Hemme levantó una mano, pero nadie lo imitó.

—Acusación de robo. ¿Número de latigazos?

—Ninguno —dije, y unos cuantos maestros arquearon las cejas.

—¿Quién considera que el Re'lar Ambrose es culpable de robo? —preguntó el rector. Ni Hemme, ni Brandeur ni Lorren le­vantaron la mano—. Re'lar Ambrose, multa de diez talentos con seis. ¿Se opone algún maestro a esta medida?

Esa vez, Hemme, enfurruñado, no levantó la mano.

El rector inspiró hondo y soltó el aire ruidosamente.

—Maestro archivero, ¿cuál es el castigo correspondiente a conducta impropia de un miembro del Arcano?

—El alumno puede ser multado, azotado, suspendido del Arca­no o expulsado de la Universidad, según la gravedad de la afrenta —respondió Lorren sin alterarse.

—¿Castigo propuesto?

—Suspensión del Arcano —dije, como si fuera lo más sensato del mundo.

Ambrose perdió la compostura.

—¿Qué? —exclamó, incrédulo, y se volvió hacia mí

—Esto es absurdo, Herma —intervino Hemme.

El rector me miró con reproche.

—Me temo que estoy de acuerdo con el maestro Hemme, E'lir Kvothe. No creo que esto sea motivo para una suspensión.

—Discrepo —dije tratando de emplear toda mi persuasión—. Piense en todo lo que ha oído hasta ahora. Sin ninguna otra razón que la antipatía que siente por mí, Ambrose se burló de mí en público, y luego me robó y destrozó el único objeto de valor que tengo.

»¿Es esta la clase de comportamiento propia de un miembro del Arcano? ¿Es esta la actitud que quiere usted fomentar en el res­to de Re'lar? ¿Son la maldad y el resentimiento características que usted aprueba en los alumnos que aspiran a convertirse en arca-nistas? Hace doscientos años que no se quema a ningún arcanista. Si les entregan los florines a niños mimados como ese —señalé a Ambrose—, esa duradera paz y esa seguridad desaparecerán en pocos años.

Los había impresionado. Lo vi en sus caras. Ambrose se mo­vió, nervioso, a mi lado; su mirada iba de un maestro a otro.

Pasados unos momentos de silencio, el rector pidió los votos.

—Los que estén a favor de la suspensión del Re'lar Ambrose...

Arwyl levantó la mano, y también lo hicieron Lorren, Elodin, Elxa Dal... Hubo un momento de tensión. Miré a Kilvin y al rec­tor, con la esperanza de que también ellos votaran a favor.

El momento pasó.

—Acusación desestimada.

Ambrose soltó el aire de golpe. Yo solo estaba un poco desilu­sionado. De hecho, me sorprendía haber tenido tanto éxito.

—Y ahora —prosiguió el rector como si se preparara para rea­lizar un tremendo esfuerzo—, abordemos la acusación de felonía contra el E'lir Kvothe.

—De cuatro a quince latigazos y expulsión de la Universidad —recitó Lorren.

—¿Cuántos latigazos?

Ambrose me miró. Vi cómo giraban las ruedas de su cerebro, tratando de calcular el máximo número de latigazos que podía so­licitar sin arriesgarse a que los maestros dejaran de secundarlo.

—Seis —dijo.

Noté que un miedo plomizo se instalaba en mi estómago. Los la­tigazos me tenían sin cuidado. Estaba dispuesto a recibir dos doce­nas con tal de que no me expulsaran. Pero si me echaban de la Uni­versidad, mi vida ya no tendría sentido.

—¿Rector? —dije.

Me dirigió una mirada cansada y amable. Sus ojos me decían que lo entendía, pero que no tenía otra alternativa que dejar que las cosas siguieran su curso. La compasión de su mirada me asus­tó. Él sabía qué iba a pasar.

—¿Sí,E'lirKvothe?

—¿Puedo decir algo?

—Ya has tenido ocasión de defenderte —repuso él con firmeza.

—¡Pero es que ni siquiera sé qué hice! —protesté; el pánico ha­bía vencido a mi templanza.

—Seis latigazos y expulsión —dijo el rector con formalidad, ignorando mi arrebato—. ¿Quién está a favor?

Hemme levantó la mano. A continuación lo hicieron Brandeur y Arwyl. Se me cayó el alma a los pies cuando vi que el rector le­vantaba la mano. Lorren, Kilvin, Mandrag y Elxa Dal hicieron otro tanto. Por último lo hizo Elodin; sonrió perezosamente y agi­tó los dedos de la mano alzada, como si me saludara. Nueve ma­nos contra mí. Me habían expulsado de la Universidad. Mi vida ya no tenía sentido.



























































86

El fuego en sí





—Seis latigazos y expulsión —sentenció el rector. «Expulsión», pensé aturdido, como si fuese la primera vez que oía esa palabra. «Expulsar: obligar a alguien a marcharse de un sitio.» Notaba la satisfacción de Ambrose, veía cómo emanaba de él. Por un instante temí vomitar allí mismo, delante de todos.

—¿Se opone algún maestro a esta medida? —preguntó el rec­tor con tono ritualista mientras yo me miraba los pies.

—Yo. —Aquella inquietante voz solo podía ser de Elodin.

—¿Todos a favor de suspender la expulsión? —Levanté la cabeza justo a tiempo para ver cómo Elodin levantaba la mano. Y luego Elxa Dal. Y Kilvin, y Lorren, y el rector... Todos la levan­taron salvo Hemme. Casi me eché a reír de sorpresa y de incredu­lidad. Elodin volvió a sonreírme con aquel aire infantil.

—Expulsión cancelada —dijo el rector con firmeza, y noté cómo la satisfacción de Ambrose se debilitaba hasta desaparecer por completo—. ¿Alguna acusación más? —Percibí un deje extra­ño en la voz del rector. Como si esperara algo.

Fue Elodin quien habló:

—Propongo que Kvothe sea ascendido a Re'lar.

—¿Todos a favor? —Todas las manos salvo la de Hemme se le­vantaron al mismo tiempo—. Kvothe queda ascendido a Re'lar, con Elodin como padrino, el cinco de Barbecho. Se levanta la se­sión. —Se levantó de la mesa y se encaminó hacia la puerta.

—¿Qué? —gritó Ambrose mirando alrededor como si no su­piera a quién se lo estaba preguntando. Al final echó a correr detrás de Hemme, que salía detrás del rector junto con la mayoría de los otros maestros. Me fijé en que no cojeaba tanto como antes de que empezara el juicio.

Desconcertado, me quedé allí plantado, como un idiota, hasta que Elodin se me acercó y me estrechó la mano.

—¿Confuso? —me preguntó—. Ven a dar un paseo conmigo. Te lo explicaré.



La intensa luz de la tarde me impactó cuando salí de la fresca pe­numbra del Auditorio. Sin mucha maña, Elodin se quitó la túnica de maestro por la cabeza. Debajo llevaba una sencilla camisa blanca y unos pantalones de bastante mal aspecto sujetos con un trozo de cuerda deshilachada. Vi por primera vez que iba descalzo. Tenía los pies tan bronceados como los brazos y la cara.

—¿Sabes qué significa Re'lar? —me preguntó con desenvoltura.

—Se traduce como «el que habla» —contesté.

—Sí, pero ¿sabes qué significa? —insistió.

—No, la verdad es que no —admití.

Elodin inspiró hondo.

—Había una vez una Universidad. Estaba construida sobre las ruinas de otra Universidad más antigua. No era muy grande; no había más de cincuenta personas. Pero era la mejor Universidad en muchos kilómetros a la redonda, así que la gente iba allí, estu­diaba y se marchaba. Había un grupito de gente que se reunía en privado. Gente cuyo conocimiento iba más allá de las matemáti­cas, la gramática y la retórica.

«Formaron su propio grupo dentro de la Universidad. Lo lla­maban el Arcano, y era algo muy reducido y muy secreto. Tenían un sistema jerárquico, y solo podías ascender en la jerarquía de­mostrando tu habilidad. Entrabas en ese grupo demostrando que podías ver las cosas tal como eran. Te convertías en E'lir, que sig­nifica «el que ve». ¿Cómo crees que te convertías en Re'lar? —Me miró, expectante.

—Hablando.

Elodin rió.

—¡Muy bien! —Se volvió y me miró a la cara—. Pero hablan­do ¿qué? —Me miraba con unos ojos brillantes e intensos.

—¿Palabras?

—Nombres —me corrigió acaloradamente—. Los nombres dan forma al mundo, y un hombre que puede pronunciarlos va ca­mino del poder. Al principio, el Arcano era un reducido grupo de hombres que entendían las cosas. Hombres que sabían nombres poderosos. Enseñaron a unos pocos alumnos, despacio, guiándo-los con cuidado hacia el poder y la sabiduría. Y la magia. La ver­dadera magia. —Miró los edificios circundantes y a los alumnos que pululaban por allí—. En aquellos tiempos, el Arcano era un coñac fuerte. Ahora es un vino aguado.

Esperé hasta estar seguro de que el maestro había terminado de hablar.

—Maestro Elodin, ¿qué pasó ayer? —Contuve la respiración y confié, contra todo pronóstico, en que Elodin me diera una res­puesta inteligible.

El maestro me lanzó una mirada burlona.

—Pronunciaste el nombre del viento —dijo, como si la res­puesta fuera obvia.

—Pero ¿qué significa eso? Y ¿a qué se refiere cuando dice «nom­bre»? ¿Es solo un nombre, como «Kvothe» o «Elodin»? ¿O es algo más parecido a «Táborlin sabía los nombres de muchas cosas»?

—Ambas cosas —respondió al mismo tiempo que saludaba a una atractiva joven que estaba asomada a la ventana de un segun­do piso.

—Pero ¿cómo puede un nombre hacer algo así? «Kvothe» y «Elodin» no son más que sonidos que producimos, no tienen nin­gún poder por sí mismos.

Al oír eso, Elodin arqueó las cejas.

—¿En serio? Espera y verás. —Miró hacia el final de la calle—. ¡Nathan! —gritó. Un chico se dio la vuelta y miró hacia donde es­tábamos nosotros. Era uno de los recaderos de Jamison—. ¡Ven aquí, Nathan!

El chico se nos acercó y miró a Elodin.

—¿Sí, señor?

Elodin le dio su túnica de maestro al alumno.

—¿Puedes llevar esto a mis habitaciones, Nathan?

—Por supuesto, señor. —El chico cogió la túnica y se marchó a toda prisa.

Elodin me miró.

—¿Lo ves? Los nombres con que nos dirigimos unos a otros no son Nombres. Pero también tienen cierto poder.

—Eso no es magia —protesté—. Ese chico tenía que hacerle caso porque usted es un maestro.

—Y tú eres un Re'lar —repuso él, implacable—. Llamaste al viento y el viento te escuchó.

Intenté comprenderlo.

—¿Insinúa que el viento está vivo?

Elodin hizo un gesto impreciso.

—En cierto sentido, sí. La mayoría de las cosas tiene vida, de un modo u otro.

Decidí cambiar de táctica.

—¿Cómo llamé al viento si no sabía cómo hacerlo?

Elodin dio una fuerte palmada.

—¡Esa es una excelente pregunta! La respuesta es que todos te­nemos dos mentes: una mente despierta y una mente dormida. Nuestra mente despierta es la que piensa, habla y razona. Pero la mente dormida es más poderosa. Ella ve en lo más profundo de las cosas. Es la parte de nosotros que sueña. Lo recuerda todo. Nos proporciona intuición. Tu mente despierta no entiende la natura­leza de los nombres. Pero tu mente dormida sí. Ella ya sabe mu­chas cosas que tu mente despierta ignora.

Elodin me miró.

—¿Recuerdas cómo te sentiste después de pronunciar el nom­bre del viento?

Asentí; no era un recuerdo agradable.

—Cuando Ambrose rompió tu laúd, hizo despertar a tu mente dormida, que, como un gran oso que hubiera estado hibernando y al que hubieran pinchado con un hierro al rojo, se irguió y rugió el nombre del viento. —Se puso a manotear en el aire, atrayen­do miradas de extrañeza de los estudiantes que pasaban por allí—. Después, tu mente despierta no sabía qué hacer con aquel oso fu­rioso.

—¿Qué hizo usted? No recuerdo lo que me susurró al oído.

—Era un nombre. Era un nombre para aplacar al oso enfure­cido, para volverlo a dormir. Pero ya no está profundamente dormido. Tenemos que despertarlo poco a poco y lograr que lo do­mines.

—¿Por eso propuso cancelar mi expulsión?

Elodin le quitó importancia con un ademán.

—No existía un riesgo real de que te expulsaran. No eres el pri­mer alumno que pronuncia el nombre del viento en un momento de ira, aunque eso es algo que no sucedía desde hace muchos años. A menudo, una emoción muy intensa despierta a la mente dormi­da por primera vez. —Sonrió—. Yo descubrí el nombre del vien­to cuando estaba discutiendo con Elxa Dal. Cuando lo grité, sus braseros explotaron formando una nube de cenizas y rescoldos. —Rió entre dientes.

—¿Qué hizo Elxa Dal para enfadarlo tanto?

—Se negó a enseñarme los vínculos avanzados. Yo tenía ca­torce años y era E'lir. Me dijo que tendría que esperar hasta que fuera Re'lar.

—¿Hay vínculos avanzados?

Me sonrió.

—Secretos, Re'lar Kvothe. En eso consiste ser arcanista. Aho­ra que ya eres Re'lar, tienes derecho a saber ciertas cosas que has­ta ahora se te ocultaban. Los vínculos simpáticos avanzados, la naturaleza de los nombres... Nociones de runas dudosas, si Kilvin considera que estás preparado.

La esperanza brotó en mi pecho.

—¿Significa eso que ya puedo entrar en el Archivo?

—Ah —dijo Elodin—. No. Ni mucho menos. Verás, el Archivo es el dominio de Lorren, su reino. Esos secretos no puedo revelár­telos.

Al hablar Elodin de secretos, mi mente rescató uno que lle­vaba meses torturándome. El secreto que había en el fondo del Archivo.

—¿Y la puerta de piedra del Archivo? —pregunté—. La puer­ta de las cuatro placas. Ahora que ya soy Re'lar, ¿puede decirme qué se esconde detrás?

Elodin soltó una risotada.

—Ah, no. Ni hablar. Tú no buscas secretos insignificantes, ¿verdad? —Me dio una palmada en la espalda, como si yo acaba­ra de contarle un chiste buenísimo—. Valaritas. Dios mío. Toda­vía recuerdo lo que sentía plantado ante esa puerta, haciéndome preguntas.

Volvió a reír.

—Tehlu misericordioso, me moría de curiosidad. —Sacudió la cabeza—. No. No puedes abrir la puerta de las cuatro placas. Pero —me miró con complicidad— como ya eres Re'lar... —Miró a uno y otro lado, como si temiera que alguien pudiera oírnos, y se acer­có más a mí—. Como ya eres Re'lar, admitiré que existe. —Me guiñó un ojo con solemnidad.

Pese a lo desilusionado que estaba, no pude evitar sonreír. Segui­mos paseando en silencio; dejamos atrás la Principalía, Anker's...

—Maestro Elodin...

—¿Sí? —Siguió con la mirada la carrera de una ardilla que cru­zó la calle y trepó por un árbol.

—Sigo sin entender lo de los nombres.

—Yo te enseñaré a entender —dijo—. La naturaleza de los nom­bres no se puede describir; solo se puede experimentar y entender.

—¿Por qué no se puede describir? —pregunté—. Si entiendes una cosa, puedes describirla.

—¿Tú puedes describir todo lo que entiendes? —Me miró de soslayo.

—Por supuesto.

Elodin señaló calle abajo.

—¿De qué color es la camisa de ese chico?

—Azul.

—¿Qué quiere decir azul? Descríbelo.

Reflexioné un momento, pero no encontré la forma de descri­birlo.

—Entonces, ¿azul es un nombre?

—Es una palabra. Las palabras son pálidas sombras de nom­bres olvidados. Los nombres tienen poder, y las palabras también. Las palabras pueden hacer prender el fuego en la mente de los hombres. Las palabras pueden arrancarles lágrimas a los corazo­nes más duros. Existen siete palabras que harán que una persona te ame. Existen diez palabras que minarán la más poderosa vo­luntad de un hombre. Pero una palabra no es más que la repre­sentación de un fuego. Un nombre es el fuego en sí.

Estaba muy confuso.

—Sigo sin comprender.

Elodin me puso una mano en el hombro.

—Utilizar palabras para hablar de palabras es como utilizar un lápiz para hacer un dibujo de ese lápiz sobre el mismo lápiz. Im­posible. Desconcertante. Frustrante. —Alzó ambas manos por en­cima de la cabeza, como si tratara de tocar el cielo—. ¡Pero hay otras formas de entender! —gritó riendo como un niño pequeño. Alzó ambos brazos hacia el cielo sin nubes, sin dejar de reír—. ¡Mira! —gritó echando la cabeza hacia atrás—. ¡Azul! ¡Azul! ¡Azul!





































































87

Invierno





Está completamente loco —les dije a Simmon y a Wilem aquella misma tarde, en el Eolio.

—Es un maestro —repuso Sim con diplomacia—. Y tu padri­no. Y a juzgar por lo que nos has contado, es el responsable de que no te hayan expulsado.

—Yo no digo que no sea inteligente, y le he visto hacer cosas que no sabría explicar. Pero el hecho sigue siendo que está com­pletamente chiflado. No para de hablar en círculos sobre nom­bres, palabras y poderes. Mientras habla, tiene sentido. Pero en realidad, lo que dice no significa nada.

—Deja de quejarte —me espetó Simmon—. Te han ascendido a Re'lar antes que a nosotros, aunque tu padrino esté chiflado. Y te han pagado veinte monedas de plata por romperle el brazo a Ambrose. Has quedado libre como un pájaro. Ya me gustaría a mí tener tanta suerte como tú.

—Libre como un pájaro, no —puntualicé—. Me van a azotar.

—¿Qué dices? —exclamó Sim—. ¿No lo habían suspendido?

—Suspendieron mi expulsión —aclaré—, pero no los latigazos.

Simmon me miró con la boca abierta.

—Dios mío. ¿Por qué no?

—Felonía —dijo Wilem en voz baja—. Un alumno no puede quedar impune si lo han encontrado culpable de felonía.

—Eso fue lo que dijo Elodin. —Bebí un sorbo, y luego otro.

—No me importa —dijo Simmon, muy acalorado—. Es una barbaridad. —Golpeó la mesa con el puño para enfatizar la última palabra; hizo temblar su vaso y derramó un charco de scutten por la mesa—. Mierda. —Se levantó y trató de que el scutten no llegara al suelo.

Reí hasta que me saltaron las lágrimas y me dolió el estómago. Al final recobré el aliento, y noté como si mi pecho se hubiera li­brado de un gran peso.

—Te quiero, Sim —dije de todo corazón—. A veces pienso que eres la única persona honrada que conozco.

Sim me miró y dijo:

—Estás borracho.

—No, es la verdad. Eres buena gente. Mucho mejor de lo que yo jamás llegaré a ser. —Me miró como dándome a entender que sabía cuándo alguien se estaba burlando de él. Una camarera vino con unos trapos húmedos, limpió la mesa e hizo unos cáusticos comen­tarios. Sim tuvo la decencia de fingir una gran turbación.





Cuando volví a la Universidad ya era noche cerrada. Pasé por Anker's para recoger unas cuantas cosas y subí al tejado de la Principalía.

Me sorprendió encontrar a Auri esperándome en el tejado pese a lo despejado que estaba el cielo. Estaba sentada en una pequeña chimenea de ladrillo, balanceando distraídamente los pies. Su ca­bello formaba una gaseosa nube alrededor de su diminuta silueta.

Al acercarme a ella, Auri bajó de un salto y dio unos pasitos ha­cia un lado que fueron casi una reverencia.

—Buenas noches, Kvothe.

—Buenas noches, Auri —dije—. ¿Cómo estás?

—Maravillosamente —contestó con firmeza—, y hace una no­che maravillosa. —Tenía las manos cogidas detrás de la espalda y trasladaba el peso del cuerpo de una pierna a otra.

—¿Qué me has traído esta noche? —pregunté.

Auri compuso su luminosa sonrisa.

—¿Y tú? ¿Qué me has traído?

Saqué una estrecha botella de debajo de mi capa.

—Te he traído vino de miel.

Auri cogió la botella con ambas manos.

—Oh, qué regalo tan magnífico. —Miró la botella con admi­ración—. Imagínate cuántas abejas borrachínas. —Quitó el cor­cho y olfateó el vino—. ¿Qué hay dentro?

—Rayos de sol —contesté—. Y una sonrisa, y una pregunta.

Se llevó la boca de la botella al oído y me sonrió.

—La pregunta está en el fondo —dije.

—Una pregunta muy pesada —dijo ella, y me tendió una mano—. Yo te he traído un anillo.

Era un anillo de cálida y lisa madera.

—¿Qué hace? —pregunté.

—Guarda secretos.

Me lo acerqué a la oreja.

Auri sacudió la cabeza con seriedad, y su cabello revoloteó al­rededor.

—No los revela, los guarda. —Se acercó a mí, cogió el anillo y me lo puso en un dedo—. Ya hay suficiente con tener un secreto —me censuró dulcemente—. Otra cosa sería avidez.

—Me encaja —dije con cierta sorpresa.

—Son tus secretos —dijo Auri como si le explicara algo a un niño pequeño—. ¿A quién iba a encajarle?

Auri se recogió el cabello y volvió a dar aquel pasito hacia un lado. Casi como una reverencia, casi como un paso de baile.

—¿Quieres cenar conmigo esta noche, Kvothe? He traído man­zanas y huevos. También puedo ofrecerte un delicioso vino de miel.

—Será un placer para mí compartir la cena contigo, Auri —re­pliqué con formalidad—. He traído pan y queso.

Auri bajó al patio y, unos minutos más tarde, regresó con una delicada taza de porcelana para mí. Sirvió el vino de miel, y se be­bió el suyo a pequeños sorbitos de una taza de mendigo de plata, apenas más grande que un dedal.

Me senté en el tejado y nos pusimos a comer. Yo tenía una gran hogaza de pan de cebada y un trozo de queso duro de Dalonir. Auri tenía manzanas maduras y media docena de huevos con mo-titas marrones que había conseguido hervir. Nos los comimos con la sal que saqué de un bolsillo de mi capa.

Estuvimos casi todo el rato callados, sencillamente disfrutando de la mutua compañía. Auri estaba sentada con las piernas cruza­das y la espalda recta, y con el cabello ondulando en todas direc­ciones. Como siempre, su delicadeza hacía que aquella comida improvisada en un tejado pareciera un banquete en el salón de un noble.

—Últimamente, el viento ha arrastrado muchas hojas hasta la Subrealidad —comentó Auri hacia el final de la cena—. Se cuelan por las rejillas y por los túneles. Se acumulan en Bajantes, y no pa­ran de susurrar.

—Ah, ¿sí?

Asintió.

—Y se ha instalado un buho. Una hembra. Ha construido su nido justo en medio del Doce Gris, con todo el descaro del mundo.

—Entonces, ¿eso es algo fuera de lo común?

Auri asintió.

—Por supuesto. Los buhos son sabios. Son cuidadosos y pa­cientes. La sabiduría excluye la audacia. —Bebió un sorbo de vino, sujetando el asa de la tacita con el pulgar y el índice—. Por eso los buhos no son buenos héroes.

«La sabiduría excluye la audacia.» Después de mis recientes aventuras en Trebon, no podía por menos de estar de acuerdo con esa afirmación.

—Y esta ¿es audaz? ¿Es una exploradora?

—Sí, ya lo creo —contestó Auri abriendo mucho los ojos—. Tiene cara de luna malvada.

Auri rellenó su tacita de plata con vino de miel y vació el resto de la botella en mi taza de té. Después de poner la botella boca abajo hasta verter la última gota, frunció los labios, los acercó a la boca de la botella y sopló produciendo un pitido.

—¿Dónde está mi pregunta? —inquirió.

Titubeé; no estaba seguro de cómo reaccionaría a mi petición.

—Mira, Auri, quería saber si estarías dispuesta a enseñarme la Subrealidad.

Auri miró hacia otro lado con timidez.

—Creía que eras un caballero, Kvothe —dijo tirando, cohibi­da, de su blusa deshilachada—. Imagínate, pedirle a una chica que te enseñe su Subrealidad. —Bajó la vista y el cabello le ocul­tó la cara.

Contuve un momento la respiración y escogí con mucho cui­dado las palabras que iba a decir a continuación, para no asustar­la y que no fuera a esconderse bajo tierra. Mientras yo pensaba, Auri me escudriñaba a través de la cortina de su cabello.

—Auri —dije—, ¿me estás gastando una broma?

Levantó la cabeza y sonrió.

—Sí, te estoy gastando una broma —contestó con orgullo—. ¿Verdad que es maravilloso?





Auri me llevó por la pesada rejilla metálica que había en el patio abandonado hasta la Subrealidad. Yo saqué mi lámpara de mano para alumbrar el camino. Auri llevaba también una luz, una cosa que sujetaba en las manos ahuecadas y que desprendía un débil resplandor verdeazulado. Yo sentía curiosidad por saber qué arti-lugio era aquel, pero no quería exigirle que me revelara tantos se­cretos a la vez.

Al principio, la Subrealidad era tal como yo esperaba. Túneles y cañerías. Cañerías de aguas residuales, de agua, de vapor y de gas de hulla. Grandes cañerías negras de hierro basto por las que podías andar a gatas; cañerías de brillante latón más estrechas que un pulgar... Había una vasta red de túneles de piedra que se bifurcaban y se conectaban de forma insólita. Si aquel sitio tenía algún diseño, yo no lo captaba.

Auri me hizo un tour relámpago, orgullosa como una madre reciente y emocionada como una niña pequeña. Su entusiasmo era contagioso, y al poco rato yo también me dejé llevar por la emo­ción del momento, ignorando mis verdaderos motivos para que­rer explorar aquellos túneles. No existe nada tan deliciosamente misterioso como un secreto en el propio patio de tu casa.

Descendimos por tres escaleras de caracol de hierro forjado, negro, y llegamos al Doce Gris. Era como estar de pie en el fondo de un cañón. Miré hacia arriba y distinguí la débil luz de la luna, que se filtraba por las rejillas de los desagües, mucho más arriba. El buho había desaparecido, pero Auri me enseñó su nido.

Cuanto más descendíamos, más extraño se volvía todo. Los tú­neles redondos de desagüe y las cañerías desaparecieron, y los sus­tituyeron unos pasillos cuadrados y unas escaleras cubiertas de escombros. Había puertas de madera podrida colgando de los goznes oxidados, y habitaciones semiderruidas llenas de mesas y sillas enmohecidas. En una de esas habitaciones vi un par de ven­tanas tapiadas, pese a que estábamos, si yo no calculaba mal, al menos quince metros bajo tierra.

Seguimos bajando y llegamos a Afondo, una habitación que parecía una catedral; era tan grande que ni la luz azulada de Auri ni la mía, rojiza, alcanzaban a alumbrar los puntos más altos del techo. Alrededor de nosotros había unas máquinas antiguas y enormes. Algunas estaban desmontadas: había engranajes rotos de casi dos metros, quebradizas correas de cuero, grandes vigas de madera que los hongos habían reventado.

Otras máquinas estaban intactas, pero estropeadas por varios siglos de abandono. Me acerqué a un bloque de hierro del tama­ño de una granja y desprendí una lámina de herrumbre del tamaño de un plato. Debajo solo había más herrumbre. Cerca había tres grandes columnas cubiertas de una capa de verdín tan gruesa que parecía musgo. La mayoría de aquellas máquinas inmensas era imposible identificarlas; parecían fundidas en lugar de oxidadas. Pero vi una cosa que podía ser una rueda hidráulica, de tres pisos de alto, tumbada sobre un canal seco que discurría como un abis­mo por el medio de la habitación.

Solo tenía una idea muy vaga del uso que podían haber tenido esas máquinas. Y ni la más remota idea de por qué llevaban siglos allí, bajo tierra. No parecían...

































88

Interludio: busco





El ruido de botas en el porche de madera sobresaltó a los hom­bres que estaban sentados en la Roca de Guía. Kvothe se le­vantó de un brinco a media frase, y casi había llegado a la barra cuando se abrió la puerta de la taberna y entraron los primeros clientes de la noche de Abatida.

—¡Hola, Kote! ¡Tenemos hambre! —gritó Cob al abrir la puer­ta. Shep, Jake y Graham entraron tras él.

—Quizá encuentre algo en la cocina —dijo Kote—. Puedo ir a mirar y traer algo enseguida, a menos que queráis beber primero. —Hubo un coro de amistosa aprobación mientras los hombres se instalaban en los taburetes de la barra. Su diálogo sonaba muy trillado, como un cómodo par de zapatos viejos.

Cronista miraba fijamente al pelirrojo que estaba detrás de la barra. No quedaba en él ni rastro de Kvothe. Era un simple posa­dero: amable, servicial y tan sencillo que era casi invisible.

Jake bebió un largo trago, y entonces vio a Cronista sentado al fondo de la habitación.

—¡Hombre, Kote! ¡Un cliente nuevo! Vaya, es una suerte que hayamos encontrado sitio para sentarnos.

Shep dio una carcajada. Cob hizo girar el taburete y lo orientó hacia donde estaba Cronista, sentado al lado de Bast; el escribano todavía tenía la pluma suspendida sobre la hoja.

—¿Es un escribiente o algo por el estilo?

—Sí, señor —se apresuró a responder Kote—. Llegó al pueblo anoche.

Cob los miró entornando los ojos.

—Y ¿qué escribe?

Kote bajó un poco la voz, con lo que consiguió que sus clientes dejaran de mirar a su invitado y se fijaran en él.

—¿Recordáis ese viaje que Bast hizo a Baedn? —Todos asintie­ron, muy atentos—. Pues bien, resulta que tuvo sífilis estando allí, y desde entonces no anda muy fino. Se le ha ocurrido que más va­lía que redactara un testamento mientras todavía puede.

—Pues hace muy bien, en los tiempos que corren —comentó Shep sombrío. Se terminó la cerveza y dio un golpe con la jarra—. Sírveme otra.

—Dejo todo el dinero que haya ahorrado hasta el momento de mi muerte a la viuda Sage —dijo Bast en voz alta—. Para ayudar­la a criar y casar a sus tres hijas, que pronto estarán en edad de merecer. —Miró a Cronista con gesto de preocupación—. ¿Se dice así, en edad de merecer?

—La pequeña Katie ha crecido mucho en el último año, desde luego —caviló Graham. Los otros asintieron.

—A mi empleador le dejo mi mejor par de botas —continuó Bast, magnánimo—. Y todos los pantalones que le queden bien.

—El chico tiene un par de botas muy bonitas —le dijo Cob a Kote—. Me fijé hace tiempo.

—Le encomiendo al padre Leoden la tarea de distribuir el res­to de mis bienes materiales entre la parroquia, ya que, como soy un alma inmoral, no las seguiré necesitando.

—Querrás decir «inmortal», ¿no? —preguntó Cronista con vacilación.

Bast se encogió de hombros.

—De momento no se me ocurre nada más —dijo. Cronista asintió y, rápidamente, guardó el papel, las plumas y la tinta en su cartera de cuero.

—Pues ven aquí con nosotros —le dijo Cob a Cronista—. No seas tímido. —El escribano se quedó inmóvil, y luego fue lenta­mente hacia la barra—. ¿Cómo te llamas, chico?

—Devan —contestó Cronista. Entonces mudó la expresión y carraspeó—. Discúlpeme. Carverson. Devan Carverson.

Cob le presentó a los demás, y luego volvió a dirigirse al recién llegado.

—¿De dónde eres, Devan?

—De más allá del vado de Abbott.

—¿Alguna noticia de por allí?

Cronista se revolvió incómodo en el asiento mientras Kote lo miraba desde el otro lado de la barra.

—Bueno... los caminos están muy mal...

Eso despertó un coro de quejas, y Cronista se relajó. Mientras todavía estaban refunfuñando, se abrió la puerta y entró el apren­diz del herrero, joven, con anchas espaldas y con el olor a humo de carbón en el cabello. Le aguantó la puerta a Cárter; llevaba una larga barra de hierro apoyada en el hombro.

—Pareces idiota, muchacho —rezongó Cárter al entrar lenta­mente por la puerta. Caminaba con el cuidado y la rigidez de los que han sufrido alguna lesión recientemente—. Te paseas con eso por ahí, y la gente empieza a hablar de ti como de Martin el Chi­flado. Te convertirás en «ese chiflado de Rannish». ¿Quieres pa­sarte cincuenta años oyendo cosas así?

El aprendiz del herrero levantó la barbilla.

—Que digan lo que quieran —masculló con un deje desafian­te—. Desde el día que fui a ocuparme de Nelly no he parado de so­ñar con esa araña. —Sacudió la cabeza—. Demonios, yo creo que tú tendrías que llevar una barra como esta en cada mano. Esa cosa podría haberte matado.

Cárter lo ignoró y siguió andando, despacito y con el semblan­te rígido, hacia la barra.

—Me alegro de verte por aquí, Cárter —dijo Shep alzan­do su jarra—. Creíamos que te quedarías en cama un par de días más.

—Hace falta algo más que unos cuantos puntos para que me quede en la cama —replicó Cárter.

Bast, solícito, le ofreció su taburete al herido, y luego, discreta­mente, fue a sentarse tan lejos como pudo del aprendiz del herre­ro. Todos saludaron calurosamente a los recién llegados.

El posadero se metió en la cocina y salió al cabo de unos minutos con una bandeja llena de pan caliente y cuencos humeantes de estofado.

Todos escuchaban a Cronista.

—... si no recuerdo mal, Kvothe estaba en Severen cuando pasó. Se dirigía a su casa...

—No, no estaba en Severen —lo interrumpió el viejo Cob—. Fue cerca de la Universidad.

—Es posible —concedió Cronista—. En fin, el caso es que volvía a su casa por la noche y unos bandidos lo asaltaron en un callejón.

—Fue a plena luz del día —lo corrigió Cob con irritación—. En medio de la ciudad. Lo vio un montón de gente.

Cronista sacudió la cabeza con testarudez.

—Recuerdo que fue en un callejón. En fin, los bandidos pilla­ron a Kvothe desprevenido. Querían llevarse su caballo... —Hizo una pausa y se frotó la frente con las yemas de los dedos—. No, esperad. Si ocurrió en un callejón no podía ir a caballo. Quizá es­tuviera en el camino de Severen.

—¡Te he dicho que no fue en Severen! —saltó Cob dando una palmada en la barra, muy enojado—. Que Tehlu nos asista, ¿quie­res hacer el favor de dejarlo ya? Te haces un lío.

Cronista se ruborizó de vergüenza.

—Solo he oído esa historia una vez, y hace muchos años.

Kote le lanzó una dura mirada a Cronista y dejó la bandeja, ha­ciendo mucho ruido, en la barra. Todos se olvidaron momentáne­amente de la historia. El viejo Cob se puso a comer tan deprisa que estuvo a punto de atragantarse, y para ayudar a bajar la co­mida bebió un gran trago de cerveza.

—Como todavía no has terminado de comer —le dijo a Cro­nista mientras se limpiaba la boca con la manga—, ¿te importa­ría mucho que continuara yo la historia? Para que la oiga el mu­chacho.

—Si estás seguro de que la sabes... —dijo Cronista, vacilante.

—Pues claro que la sé —repuso Cob, e hizo girar su taburete para colocarse de cara a su público—. Muy bien. Hace mucho tiempo, cuando Kvothe era solo un chiquillo, fue a la Universidad. Pero no vivía en la misma Universidad, porque era un tipo normal y corriente. Él no podía permitirse los lujos que se permi­tían otros.

—¿Cómo es eso? —preguntó el aprendiz—. Una vez dijiste que Kvothe era tan inteligente que le pagaron para que se matriculara, a pesar de que solo tenía diez años. Le dieron una bolsa llena de oro, y un diamante del tamaño del nudillo de su pulgar, y un potro con una silla de montar y unos arreos nuevos, y herraduras nuevas y una bolsa llena de avena y todo lo demás.

Cob asintió conciliador.

—Sí, tienes razón. Pero lo que voy a contaros ahora pasó uno o dos años más tarde. Y él le regaló gran parte de ese oro a una po­bre gente cuyas casas se habían incendiado.

—Se habían incendiado durante una boda —intervino Graham.

Cob asintió.

—Y Kvothe tenía que comer, y alquilar una habitación, y com­prar más avena para su caballo. Y para entonces se le había ter­minado todo el oro. Así que...

—¿Y el diamante? —insistió el muchacho.

El viejo Cob frunció levemente el ceño.

—Si tanta curiosidad sientes, ese diamante se lo regaló a una amiga suya muy especial. Pero esa es otra historia que no tiene nada que ver con la que estoy contando ahora. —Fulminó con la mirada al chico, que bajó la vista contrito y se metió una cuchara­da de estofado en la boca.

Cob continuó:

—Como Kvothe no podía permitirse todos esos lujos en la Uni­versidad, vivía en la ciudad que había al lado, en un sitio llamado Amary. —Miró con fijeza a Cronista—. Kvothe tenía una habita­ción en una posada donde le dejaban dormir gratis porque la viu­da que la regentaba estaba prendada de él, y él hacía algunas ta­reas domésticas para pagarse la estancia.

—Y también tocaba —añadió Jake—. Tocaba muy bien el laúd.

—Cómete la cena y déjame terminar la historia, Jacob —le es­petó el viejo Cob—. Todo el mundo sabe que Kvothe tocaba muy bien el laúd. Por eso es por lo que la viuda había quedado pren­dada de él, y tocar todas las noches era una de sus tareas.

Cob dio un rápido sorbo y prosiguió:

—Un día, Kvothe salió a hacerle unos encargos a la viuda, y un tipo desenvainó un puñal y le dijo a Kvothe que si no le daba el dinero de la viuda, lo destriparía allí mismo. —Cob apuntó al mu­chacho con un puñal imaginario y lo miró amenazadoramente—. No olvidéis que eso pasó cuando Kvothe no era más que un crío. No tenía espada, y aunque la hubiera tenido, los Adem to­davía no le habían enseñado a defenderse con ella.

—Y ¿qué hizo Kvothe? —preguntó el aprendiz del herrero.

—Bueno —dijo Cob inclinándose hacia atrás—. Era de día, y estaban en medio de la plaza de Amary. Kvothe iba a gritar para llamar al alguacil, pero siempre tenía los ojos muy abiertos. Y por eso se fijó en que aquel tipo tenía unos dientes muy, muy blancos...

El chico abrió mucho los ojos.

—¿Era un consumidor de denner?

Cob asintió.

—Peor aún, el tipo estaba empezando a sudar como un caballo extenuado, tenía los ojos fuera de las órbitas, y las manos... —Cob abrió también los ojos y alargó las manos haciéndolas tem­blar—. Así que Kvothe comprendió que aquel desgraciado tenía síndrome de abstinencia, y eso significaba que habría apuñalado a su propia madre por un miserable penique. —Cob dio otro lar­go trago, alargando la tensión.

—Pero ¿qué hizo? —preguntó Bast, impaciente, desde el fondo de la barra, retorciéndose las manos. El posadero fulminó con la mirada a su pupilo.

Cob retomó su relato:

—Pues veréis, primero vaciló, pero el hombre se le acercó con el puñal y Kvothe se dio cuenta de que aquel tipo no iba a pedírselo dos veces. Así que Kvothe utilizó una magia tenebrosa que había encontrado en un libro secreto de la Universidad. Pro­nunció tres palabras terribles, palabras secretas, e invocó a un de­monio...

—¿Un demonio? —La voz del aprendiz fue casi un grito—. ¿Era como el...?

Cob negó lentamente con la cabeza.

—No, no. Aquel demonio no tenía forma de araña. Era peor. Aquel demonio estaba hecho de sombras, y cuando se abalanzó sobre aquel tipo, le mordió en el pecho, justo encima del corazón, y se bebió toda su sangre como si le sorbiera el jugo a una ciruela.

—Manos ennegrecidas, Cob —saltó Cárter con reproche—. El muchacho va a tener pesadillas. Si le metes esas tonterías en la ca­beza, se paseará todo un año con esa maldita barra de hierro.

—A mí no me lo contaron así —terció Graham—. A mí me contaron que una mujer quedó atrapada en una casa en llamas, y que Kvothe invocó a un demonio para protegerse del fuego. En­tonces entró en la casa y sacó de allí a la mujer, que no sufrió ni la más leve quemadura.

—Pero qué pena me dais —dijo Jake con desdén—. Parecéis niños pequeños en las Fiestas del Solsticio de Invierno. «Los de­monios me han robado la muñeca. Los demonios han derramado la leche.» Kvothe no tonteaba con demonios. Había ido a la Uni­versidad a aprender todo tipo de nombres, ¿de acuerdo? Ese tipo lo asaltó con un puñal, y Kvothe pronunció el nombre del fuego y del rayo, igual que Táborlin el Grande.

—Era un demonio, Jake —dijo Cob con enojo—. Si no, la his­toria no tendría sentido. Fue un demonio lo que invocó, y se bebió la sangre de ese tipo, y todos los que lo vieron quedaron conmo-cionados. Alguien se lo contó a un sacerdote, y los sacerdotes fue­ron a hablar con el alguacil, y el alguacil fue y lo sacó por la ven­tana de la posada esa misma noche. Entonces lo llevaron a rastras a la prisión por aliarse a fuerzas oscuras y esas cosas.

—Seguramente la gente vio el fuego y creyó que era un demo­nio —insistió Jake—. Ya sabes cómo es la gente.

—No, no lo sé, Jacob —repuso Cob cruzándose de brazos e in­clinándose hacia atrás hasta apoyarse en la barra—. ¿Por qué no me explicas cómo es la gente? ¿Por qué no nos cuentas a todos esta condenada historia mientras...?

Cob se calló al oír el ruido de unas botas pisando fuerte en el porche de la entrada. Tras una pausa, alguien tocó el pasador de la puerta.

Todos se volvieron hacia la puerta con curiosidad, porque no faltaba ninguno de los clientes habituales de la taberna.

—Dos caras nuevas en un solo día —comentó Graham, cons­ciente de que tocaba un asunto delicado—. Parece ser que se ha acabado tu mala racha, Kote.

—Debe de ser que los caminos están mejor —especuló Shep mirando su bebida, con un deje de alivio en la voz—. Ya era hora de que la suerte nos sonriera un poco.

El pasador dio un chasquido, y la puerta se abrió despacio, des­cribiendo un lento arco hasta tocar la pared. Había un hombre plantado en la oscuridad, como decidiendo si debía entrar o no.

—Bienvenido a la Roca de Guía —dijo el posadero desde de­trás de la barra—. ¿En qué podemos ayudarlo?

El hombre entró en la posada, y la emoción de los granjeros se extinguió cuando vieron la armadura de cuero hecha de retales y la enorme espada que caracterizaban a los mercenarios. Un mer­cenario que viajara solo nunca era tranquilizador, ni siquiera en las mejores épocas. Todo el mundo sabía que la diferencia entre un mercenario desempleado y un salteador de caminos solo era cuestión de tiempo.

Es más, era evidente que ese mercenario pasaba por un mal momento. Tenía espinas de zarza en la orilla de los pantalones y en el basto cuero de los cordones de las botas. Llevaba una cami­sa de lino bueno, teñida de un azul real intenso, pero salpicada de barro y con desgarrones. Su cabello formaba una maraña gra­sicnta. Tenía los ojos oscuros y hundidos, como si llevara días sin dormir. Dio unos cuantos pasos y dejó la puerta abierta.

—Veo que lleva un tiempo en los caminos —comentó Kvothe alegremente—. ¿Le apetece beber o comer algo? —Como el mer­cenario no contestaba, Kvothe añadió—: Ninguno de nosotros le reprochará que prefiera dormir un poco antes de comer. Se di­ría que ha pasado usted un par de días muy duros. —Kvothe miró a Bast, que bajó de su taburete y se acercó a cerrar la puerta de la posada.

Después de mirar a todas las personas que estaban sentadas a la barra, el mercenario se dirigió hacia un espacio vacío entre Cro­nista y el viejo Cob. Kvothe compuso su mejor sonrisa de posade­ro, y el mercenario se apoyó aparatosamente en la barra y mur­muró algo.

Al otro lado de la habitación, Bast se quedó inmóvil, con una mano sobre el pomo.

—¿Cómo dice? —preguntó Kvothe inclinándose hacia delante.

El mercenario levantó la cabeza, miró a Kvothe y luego paseó la mirada por toda la barra. Movía los ojos con una lentitud ex­traña, como si un golpe en la cabeza lo hubiera dejado confundido.

—Aethin tseh cthystoi scthaiven vei.

Kvothe se inclinó hacia delante.

—Disculpe, ¿cómo ha dicho? —Como el mercenario no decía nada más, Kvothe miró a los otros clientes que estaban sentados a la barra—. ¿Alguien lo ha entendido?

Cronista miraba al mercenario de arriba abajo, examinando su armadura, el carcaj vacío, su elegante camisa de lino azul. Lo mi­raba con coraje, pero el mercenario no parecía notarlo.

—Es siaru —aseguró—. Es curioso. No parece ceáldico.

Shep rió sacudiendo la cabeza.

—No. Está borracho. Mi tío también hablaba así. —Propinó un codazo a Graham—. ¿Te acuerdas de mi tío Tam? Dios mío, no he conocido a nadie que bebiera como él.

Con disimulo, Bast hizo un ademán frenético desde la puerta, pero Kvothe estaba entretenido tratando de mirar al mercenario a los ojos.

—¿Habla usted atur? —le preguntó—. ¿Qué quiere?

El mercenario miró brevemente al posadero.

—Avoi... —empezó; entonces cerró los ojos y ladeó la cabeza, como si escuchara algo. Volvió a abrir los ojos—. Quiero... —em­pezó con voz lenta y pastosa—. Busco... —No terminó la frase, y paseó la mirada por la habitación, como si sus ojos no pudieran enfocar bien las cosas.

—Lo conozco —dijo Cronista.

Todos se volvieron hacia el escribano.

—¿Qué? —preguntó Shep.

Cronista estaba furioso.

—Ese tipo y cuatro amigos suyos me robaron hace cinco días. Al principio no lo he reconocido. Entonces estaba recién afeitado, pero es él.

Bast, que estaba detrás del mercenario, hizo un ademán más apremiante, tratando de captar la atención de su maestro; pero Kvothe no le quitaba los ojos de encima al ofuscado mercenario.

—¿Estás seguro?

Cronista soltó una risotada muy poco jovial.

—Lleva puesta mi camisa. Y me la ha destrozado, por cierto. Me costó un talento. Ni siquiera la había estrenado.

—¿Estaba así la otra vez que lo viste?

Cronista negó con la cabeza.

—No, qué va. Era casi elegante, para ser un bandolero. De­duje que debía de haber sido un oficial de bajo rango antes de desertar.

Bast no paraba de hacer señas.

—¡Reshi! —exclamó con un deje de desesperación en la voz.

—Un momento, Bast —dijo Kvothe, y siguió intentando cap­tar la atención del aturdido mercenario. Agitó una mano ante su cara y chascó los dedos—. ¿Hola?

El hombre siguió el movimiento de la mano de Kvothe, pero no parecía entender nada de lo que le decían.

—Yo... busco... —dijo entrecortadamente—. Busco...

—¿Qué? —preguntó Cob, enojado—. ¿Qué busca?

—Busco... —repitió el mercenario sin precisar más.

—Creo que me busca a mí para devolverme mi caballo —dijo Cronista con calma; se acercó un poco más al mercenario y aga­rró el puño de su espada. Dio un brusco tirón para desenvainarla, pero en lugar de deslizarse suavemente por la vaina, la espada que­dó atascada.

—¡No! —gritó Bast.

El mercenario miró como extraviado a Cronista, pero no hizo nada para detenerlo. El escribano, que se había quedado allí plan­tado con la mano en el puño de la espada, tiró más fuerte, y la espada se deslizó lentamente. La hoja, ancha, estaba manchada de sangre y de herrumbre.

Cronista dio un paso hacia atrás, se serenó y apuntó al merce­nario con la espada.

—Y mi caballo solo va a ser el principio. Creo que después va a devolverme mi dinero y va a tener una agradable charla con el alguacil.

El mercenario miró la punta de la espada, que temblaba delan­te de su pecho. Sus ojos siguieron ese lento movimiento oscilante durante un largo momento.

—¡Déjalo en paz! —chilló Bast—. ¡Por favor!

Cob asintió.

—El chico tiene razón, Devan. Ese tipo no está bien de la cabe­za. No lo amenaces así. Parece que vaya a desmayarse en cual­quier momento.

El mercenario levantó una mano distraídamente.

—Busco... —dijo apartando la espada como si fuera una rama que le cerrara el paso. Cronista aspiró entre los dientes y apartó la espada, al mismo tiempo que el mercenario pasaba la mano por el filo. Le brotó sangre de la mano.

—¿Lo ves? —dijo el viejo Cob—. ¿Qué te decía yo? Ese infeliz es un peligro para sí mismo.

El mercenario ladeó la cabeza. Levantó una mano y se la miró. Un lento hilillo de oscura sangre resbaló por su pulgar, se acumu­ló y empezó a gotear en el suelo. El mercenario inspiró hondo por la nariz, y de pronto sus vidriosos y hundidos ojos se enfocaron perfectamente.

Sonrió a Cronista; no quedaba ni rastro de extravío en su mi­rada.

—Te varaiyn aroi Seathaloi vei mela —dijo con una voz grave.

—No... le entiendo —dijo Cronista, desconcertado.

La sonrisa se borró de los labios del mercenario. Sus ojos se en­durecieron, llenos de rabia.

—¿Te-tauren sciyrloet? Amanen.

—No entiendo lo que me dice —repuso Cronista—. Pero no me gusta su tono. —Volvió a apuntarle en el pecho con la espada.

El mercenario bajó la mirada hacia la gruesa y mellada hoja, y arrugó la frente, como si no entendiera. Entonces volvió a com­poner una sonrisa, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

No fue un sonido humano. Fue un sonido salvaje y exultante, como el estridente chillido de un halcón.

El mercenario levantó la mano herida y agarró la punta de la espada; lo hizo tan deprisa que el metal resonó. Sin dejar de son­reír, apretó con fuerza la mano, doblando la hoja de la espada. La sangre resbalaba por su mano, se deslizaba por el filo de la espa­da y goteaba en el suelo.

Todos observaban, incrédulos y perplejos. Solo se oía el débil chirrido de los huesos de los dedos del mercenario contra los filos de la espada.

Mirando a Cronista a los ojos, el mercenario giró bruscamen­te la mano, y la espada se partió produciendo un sonido parecido al de una campana que se rompe. Cronista, aturdido, se quedó mi­rando la espada; el mercenario dio un paso hacia él y le puso la otra mano en el hombro.

Cronista dio un grito entrecortado y se apartó, como si le hu­bieran pinchado con un atizador al rojo. Agitó la espada rota, apartando la mano del mercenario y haciéndole un corte en el bra­zo. En el rostro del tipo no se reflejó ni miedo ni dolor, ni ninguna señal de que se hubiera percatado de que lo habían herido.

Sin dejar de sujetar la punta rota de la espada con la mano en­sangrentada, el mercenario dio otro paso hacia Cronista.

De repente, Bast salió disparado hacia el mercenario y lo em­bistió con un hombro, golpeándolo con tanta fuerza que el hom­bre destrozó uno de los macizos taburetes antes de empotrarse en la barra de caoba. Rápido como el rayo, Bast le agarró la cabeza con ambas manos y se la golpeó contra el borde de la barra. Ense­ñando los dientes, Bast golpeó violentamente la cabeza del merce­nario contra la madera: una vez, dos...

Entonces, como si el ataque de Bast hubiera despertado a todos los demás, reinó el caos en la taberna. El viejo Cob se apartó de la barra y derribó su taburete. Graham empezó a llamar a gritos al alguacil. Jake intentó correr hacia la puerta, tropezó con el taburete de Cob y cayó de bruces. El aprendiz del herrero fue a asir su barra de hierro, pero se le cayó al suelo y rodó describiendo un arco hasta ir a parar debajo de una mesa.

Bast dio un alarido y se vio violentamente arrojado hasta el otro extremo de la estancia, donde cayó sobre una de las pesadas mesas de madera. La mesa se rompió bajo su peso, y Bast quedó tendido entre los pedazos, inerte como una muñeca de trapo. El mercenario se levantó; le brotaba sangre del lado izquierdo de la cara. Como si no pasara nada, y sin soltar la punta de la espada rota, se volvió hacia Cronista.

Detrás de él, Shep cogió un cuchillo que estaba al lado del tro­zo de queso que no se habían terminado. Era solo un cuchillo de cocina, de un palmo de largo. Muy decidido, el granjero se acercó por detrás al mercenario y le clavó el cuchillo, hundiéndole toda la hoja junto a la clavícula.

En lugar de derrumbarse, el mercenario giró sobre sí mismo y golpeó a Shep en el rostro con el filo mellado de la espada. Brotó la sangre, y Shep se llevó las manos a la cara. Entonces, con un rá­pido movimiento, una mera sacudida, el mercenario llevó el trozo de metal hacia atrás y se lo clavó en el pecho al granjero. Shep se tambaleó hacia atrás, hacia la barra, y cayó al suelo con el trozo roto de espada clavado entre las costillas.

El mercenario levantó una mano y tocó con curiosidad el puño del cuchillo que todavía tenía clavado en el cuello. Con expresión de desconcierto más que de rabia, tiró de él. Como no consiguió arrancárselo, el tipo soltó otra salvaje y estridente risotada.

El granjero yacía en el suelo, jadeando y sangrando; el mercena­rio miró alrededor como si no recordara qué estaba haciendo. Pa­seó lentamente la mirada por la taberna: por las mesas rotas, por la chimenea de piedra negra, por los enormes barriles de roble. Por último, la mirada del mercenario fue a parar sobre el hombre peli­rrojo que estaba detrás de la barra. Kvothe no palideció ni se apartó cuando el mercenario lo miró con fijeza. Se sostuvieron la mirada.

El mercenario enfocó a Kvothe. Volvió a esbozar aquella malva­da sonrisa, más macabra aún con la sangre resbalándole por la cara.

—¿Te aithiyn Seatbaloi? —preguntó—. ¿Te Rhintae?

Con un rápido movimiento, Kvothe agarró una botella de cristal oscuro que estaba sobre el mostrador y la lanzó al otro lado de la barra. La botella golpeó al mercenario en la boca y se rompió. La atmósfera se impregnó del intenso olor a saúco, em­papando la cabeza y los hombros del mercenario, que seguía son­riendo.

Kvothe alargó una mano y mojó un dedo en el licor que se ha­bía derramado en la barra. Se concentró, arrugó la frente y mur­muró unas palabras. No dejaba de mirar al ensangrentado merce­nario, que seguía plantado enfrente de él.

No pasó nada.

El mercenario alargó un brazo y agarró a Kvothe por la man­ga. El posadero no se movió; su expresión no delataba miedo, ni rabia, ni sorpresa. Solo parecía cansado, embotado y desani­mado.

Antes de que el mercenario pudiera asir a Kvothe por el brazo, Bast se acercó a él por detrás y lo inmovilizó. Consiguió sujetar al mercenario por el cuello con un brazo, mientras le arañaba la cara con la otra mano. El mercenario soltó a Kvothe y puso ambas ma­nos sobre el brazo que le rodeaba el cuello, tratando de darse la vuelta. En cuanto el mercenario tocó a Bast, el rostro de este se con­virtió en una tensa máscara de dolor. Enseñando los dientes, le hincó los dedos en los ojos a su oponente.

Al fondo de la estancia, el aprendiz del herrero consiguió recu­perar su barra de hierro de debajo de la mesa y se irguió con ella en las manos. Echó a correr por encima de los taburetes caídos y de los cuerpos que yacían en el suelo, bramando y enarbolando la barra de hierro por encima del hombro.

Bast, que seguía sujetando al mercenario, abrió mucho los ojos, presa del pánico, al ver acercarse al aprendiz del herrero. Soltó a su presa, retrocedió y tropezó con los restos de un tabure­te roto. Cayó hacia atrás y se escabulló tan aprisa como pudo.

El mercenario se dio la vuelta y vio que el joven alto se abalan­zaba sobre él. Sonrió y le tendió una ensangrentada mano. Fue un movimiento elegante, casi perezoso.

El aprendiz del herrero le asestó un golpe en el brazo. Cuando la barra de hierro lo golpeó, el mercenario dejó de sonreír. Se su­jetó el brazo, bufando como un gato furioso.

El joven volvió a enarbolar la barra de hierro y golpeó al mer­cenario de lleno en las costillas. El golpe lo apartó de la barra y cayó al suelo, donde se quedó a gatas, chillando como un animal degollado.

El aprendiz del herrero asió la barra de hierro con ambas ma­nos y la dejó caer sobre la espalda del mercenario, como si cortara leña. Se oyó un crujido de huesos al romperse. La barra de hierro resonó débilmente, como una campanada lejana amortiguada por la niebla.

Con la espalda rota, el ensangrentado mercenario todavía in­tentó arrastrarse hasta la puerta de la taberna. Tenía la mirada ex­traviada y la boca abierta, y emitía un débil aullido, constante y maquinal como el sonido del viento entre los árboles en invierno. El aprendiz lo golpeaba una y otra vez, balanceando la pesada ba­rra de hierro como si fuera una ramita de sauce. Hizo una honda muesca en el suelo de madera, y luego le rompió a su víctima una pierna, un brazo, más costillas. Aun así, el mercenario seguía arras­trándose hacia la puerta, chillando y gimiendo; en lugar de un ser humano, parecía un animal.

Al final, el muchacho le asestó un golpe en la cabeza, y el mer­cenario dejó de moverse. Hubo un momento de silencio absoluto; entonces el mercenario tosió y vomitó un fluido pestilente, denso como la brea y negro como la tinta.

El muchacho tardó un rato en dejar de golpear el cadáver inmó­vil, y cuando paró, siguió sosteniendo la barra por encima de un hombro, jadeando y mirando alrededor con el rostro desencajado. Cuando su respiración se normalizó, se oyó el murmullo de plegarias en el otro extremo de la habitación, donde el viejo Cob estaba en cu­clillas con la espalda apoyada en la negra piedra de la chimenea.

Pasados unos minutos, también dejaron de oírse las plegarias, y el silencio volvió a apoderarse de la posada Roca de Guía.





En las horas siguientes, la Roca de Guía se convirtió en el centro de atención del pueblo. La taberna estaba abarrotada, llena de su­surros, murmullos y entrecortados sollozos. La gente menos curio­sa o con más sentido del decoro se quedó fuera, mirando a través de las grandes ventanas y cuchicheando sobre lo que habían oído.

Todavía no había historias, solo una turbia masa de rumores. El muerto era un bandido que había entrado en la posada a robar. Iba buscando venganza contra Cronista, que había desvirgado a su hermana en el vado de Abbott. Era un hombre de los bosques que había contraído la rabia. Era un viejo conocido del posadero, y había ido a cobrarse una deuda. Era un ex soldado que había en­loquecido mientras combatía a los rebeldes en Resavek.

Jake y Cárter hicieron hincapié en la sonrisa del mercenario, y aunque la adicción a la resina de denner era un problema de las ciudades, todos habían oído hablar de los consumidores de resina. Tom Tres Dedos entendía de esas cosas, pues había servido como soldado del viejo rey casi treinta años atrás. Explicó que con cua­tro granos de resina de denner un hombre podía soportar la am-putación de un pie sin sentir ni pizca de dolor. Con ocho granos, sería capaz de cortarse el hueso él mismo con una sierra. Con doce granos, saldría corriendo después, riendo a carcajadas y cantando « Calderero, curtidor ».

El sacerdote cubrió el cadáver de Shep con una manta y se puso a rezar a su lado. Más tarde, el alguacil fue a examinarlo, pero era evidente que no entendía nada, y si se tomó esa molestia fue solo porque consideraba que era su obligación, y no porque supiera qué buscaba.

Al cabo de una hora aproximadamente, la multitud empezó a dispersarse. Llegaron los hermanos de Shep con un carro para lle­varse el cadáver. Sus ojos, enrojecidos y de expresión adusta, ahu­yentaron al resto de espectadores que todavía quedaban por allí.

Sin embargo, había mucho que hacer. El alguacil intentó componer un relato de lo ocurrido a partir del testimonio de los testigos y de las opiniones de los curiosos. Tras horas de especu­laciones, empezó a aparecer la historia final. Todos coincidieron en que aquel hombre era un desertor y un adicto a la resina de denner que, casualmente, había sufrido un ataque al llegar al pueblo.

Nadie ponía en duda que el aprendiz del herrero hubiera ac­tuado correctamente ni que hubiera demostrado un gran valor. Sin embargo, la ley del hierro exigía que se celebrara un juicio, así que lo habría el mes siguiente, cuando el cuarto del tribunal pasa­ra por aquella región en una de sus rondas.

El alguacil volvió a su casa con su esposa y sus hijos. El sacer­dote se llevó el cadáver del mercenario a la iglesia. Bast recogió los muebles rotos y los amontonó cerca de la puerta de la cocina para usarlos como leña. El posadero fregó siete veces el suelo de made­ra de la posada, hasta que el agua del cubo dejó de teñirse de san­gre cuando escurría la fregona. Al final, hasta los más tenaces cu­riosos se marcharon, y solo quedaron en la taberna los clientes habituales de las noches de Abatida. Todos menos uno.

Jake, Cob y el resto mantuvieron una conversación entrecorta­da; hablaron de todo excepto de lo que había pasado, y se aferra­ron al consuelo de la compañía mutua.

Poco a poco, el agotamiento fue obligándolos a salir de la Roca de Guía. Al final solo quedó el aprendiz del herrero, que miraba ensimismado el interior de la jarra que tenía en las manos. La ba­rra de hierro reposaba cerca de su codo, sobre la barra de caoba.

Pasó casi media hora sin que nadie dijera nada. Cronista esta­ba sentado a una mesa, fingiendo que se terminaba un cuenco de estofado. Kvothe y Bast iban de aquí para allá intentando aparen­tar que estaban ocupados. Mientras se lanzaban miradas, esperando que se marchara el chico, iba acumulándose una vaga tensión.

Entonces el posadero se acercó al aprendiz, secándose las manos con un trapo limpio de lino.

—Bueno, muchacho, creo que...

—Aaron —le interrumpió el aprendiz sin apartar la vista de su bebida—. Me llamo Aaron.

Kvothe asintió con seriedad.

—Aaron. Claro. Supongo que te lo mereces.

—No creo que fuera denner —dijo Aaron bruscamente.

Kvothe hizo una pausa.

—¿Cómo dices?

—No creo que ese tipo fuera un consumidor de resina.

—Entonces estás de acuerdo con Cob, ¿no? ¿Crees que tenía la rabia?

—Creo que tenía un demonio dentro —dijo el chico con parsi­monia, como si llevara mucho tiempo cavilando esas palabras—. No he dicho nada hasta ahora porque no quiero que la gente pien­se que estoy loco, como Martin el Chiflado. —Levantó la cabe­za—. Pero sigo pensando que tenía un demonio dentro.

Kvothe esbozó una amable sonrisa y señaló con la cabeza a Bast y a Cronista.

—¿Y no te preocupa que nosotros también lo pensemos?

Aaron negó con la cabeza, muy serio.

—Ustedes no son de por aquí. Ustedes han visto mundo. Uste­des saben la clase de cosas que hay por ahí. —Miró de hito en hito a Kvothe y agregó—: Y creo que usted también sabe que era un demonio.

Bast se quedó quieto donde estaba, barriendo cerca de la chi­menea. Kvothe ladeó la cabeza con gesto de curiosidad, sin des­viar la mirada.

—¿Por qué dices eso?

El aprendiz del herrero señaló detrás de la barra.

—Sé que tiene un grueso bastón de roble para disuadir a los borrachos. Y... —Miró hacia arriba, donde la espada colgaba amenazadoramente detrás de la barra—. Solo se me ocurre una razón por la que agarrara una botella en lugar de eso. Usted no pretendía partirle los dientes a ese tipo. Lo que quería era pren­derle fuego. Solo que no tenía cerillas, y no había ninguna vela cerca.

»Mi madre solía leerme el Libro del camino —continuó—. En ese libro salen muchos demonios. Algunos se esconden en el cuer­po de las personas, como haríamos nosotros bajo una piel de cor­dero. Creo que era un tipo normal y corriente al que se le metió un demonio dentro. Por eso no había forma de hacerle daño. Era como hacerle agujeros a una camisa. Y por eso no se le entendía. Hablaba la lengua de los demonios.

La mirada de Aaron volvió a deslizarse hacia la jarra que suje­taba, y asintió para sí.

—Cuanto más lo pienso, más sentido tiene. Hierro y fuego. Eso es para los demonios.

—Los consumidores de resina son más fuertes de lo que crees —intervino Bast desde el otro extremo—. Una vez vi...

—Tienes razón —dijo Kvothe—. Era un demonio.

Aaron levantó la cabeza y miró a Kvothe; luego asintió y bajó de nuevo la mirada hacia su jarra.

—Y usted no ha dicho nada porque es nuevo en el pueblo, y el negocio no va demasiado bien.

Kvothe asintió.

—Y a mí tampoco me hará ningún bien ir por ahí pregonán­dolo, ¿verdad? —añadió el muchacho.

Kvothe inspiró hondo y soltó el aire lentamente.

—Seguramente no.

Aaron se terminó la cerveza y apartó la jarra vacía.

—Está bien. Solo necesitaba oírlo. Necesitaba saber que no me había vuelto loco. —Se levantó y cogió la pesada barra de hierro con una mano; la apoyó sobre su hombro y se volvió hacia la puerta. Nadie dijo nada mientras el muchacho cruzaba la habita­ción y salía a la calle, cerrando la puerta tras él. Sus pesadas botas produjeron un ruido hueco en el porche de madera; luego no se oyó nada.

—Ese chico es más listo de lo que parece —comentó Kvothe al cabo de unos instantes.

—Es porque es muy alto —dijo Bast con desenvoltura mientras dejaba de fingir que barría—. Os dejáis engañar fácilmente por las apariencias. Yo ya llevo un tiempo observándolo. Es más listo de lo que la gente piensa. Es muy observador, y no para de hacer pre­guntas. —Llevó la escoba hacia la barra—. Me pone nervioso.

Kvothe lo miró con jovialidad.

—¿Nervioso? ¿A ti?

—Apesta a hierro. Se pasa todo el día manipulándolo, calen­tándolo, aspirando su humo. Y entonces entra aquí con esos ojos de lince. —Bast puso cara de desaprobación—. No es natural.

—¿Natural? —intervino Cronista. Había un deje de histerismo en su voz—. ¿Qué sabes tú de lo que es natural y lo que no lo es? Acabo de ver cómo un demonio mataba a un hombre. ¿Eso es na­tural? —Cronista miró a Kvothe—. Y ¿qué diablos hacía esa cosa aquí, por cierto?—preguntó.

—Buscar, por lo visto —respondió Kvothe—. Eso ha sido lo único que he entendido. ¿Y tú, Bast? ¿Has entendido lo que decía?

Bast negó con la cabeza.

—He reconocido el sonido, pero nada más, Reshi. Las expre­siones que empleaba eran muy arcaicas. No he entendido casi nada.

—Vale. Estaba buscando —dijo de pronto Cronista—. Pero buscando ¿qué?

—A mí, seguramente —contestó Kvothe con gesto sombrío.

—No te pongas lastimero, Reshi —le reprendió Bast—. Tú no has tenido la culpa de lo que ha pasado.

Kvothe le lanzó una larga y cansada mirada a su pupilo.

—Lo sabes tan bien como yo, Bast. Todo esto es culpa mía. Los escrales, la guerra. Todo.

Bast fue a protestar, pero no encontró las palabras adecuadas. Tras una larga pausa, desvió la mirada, vencido.

Kvothe apoyó los codos en la barra y dio un suspiro.

—Y ¿qué crees que era, por cierto?

Bast sacudió la cabeza.

—Parecía un Mahael-uret, Reshi. Un bailarín de piel. —Lo dijo frunciendo el ceño; era evidente que no estaba convencido.

Kvothe arqueó una ceja.

—¿No era de los de tu clase?

La expresión de Bast, por lo general amable, se tornó iracunda.

—No, no era «de los de mi clase» —dijo, indignado—. Los Mael ni siquiera comparten frontera con nosotros. Son lo más ale­jado que hay de los Fata.

Kvothe asintió como disculpándose.

—Perdona, es que creía que sabías qué era. No dudaste en ata­carlo.

—Todas las serpientes muerden, Reshi. No necesito saber cómo se llaman para saber que son peligrosas. Me he dado cuen­ta enseguida de que era un Mael. Bastaba con eso.

—Así que seguramente era un bailarín de piel —caviló Kvo-the—. ¿No me dijiste que habían desaparecido hace una eter­nidad?

Bast asintió.

—Y parecía un poco... bobo, y no ha intentado pasar a otro cuerpo. —Bast se encogió de hombros—. Además, seguimos to­dos con vida. Eso parece indicar que era otra cosa.

Cronista escuchaba esa conversación con gesto de incredulidad.

—¿Estáis diciendo que ninguno de los dos sabe qué era? —Miró a Kvothe—. ¡Acabas de decirle al muchacho que era un demonio!

—Para el muchacho es un demonio —explicó Kvothe—, por­que eso es lo que él puede entender más fácilmente, y no se aleja mucho de la verdad. —Empezó a sacarle brillo a la barra—. Para el resto de los habitantes del pueblo, es un consumidor de resina, porque así podrán dormir un poco esta noche.

—Entonces también es un demonio para mí —dijo de pronto Cronista—. Porque tengo helado el hombro que me ha tocado.

Bast se le acercó.

—Se me había olvidado que te ha puesto una mano encima. Déjame ver.

Kvothe cerró los postigos de las ventanas mientras Cronista se quitaba la camisa; todavía llevaba en los brazos los vendajes de tres noches atrás, cuando lo había atacado el escral.

Bast le examinó el hombro.

—¿Puedes moverlo?

Cronista asintió e hizo girar el hombro.

—Cuando me ha tocado me ha hecho mucho daño, como si se me rompiera algo por dentro. —Sacudió la cabeza, irritado por su propia descripción—. Ahora solo lo noto raro. Entumecido. Como dormido.

Bast le hincó un dedo en el hombro, examinándolo con recelo.

Cronista miró a Kvothe.

—El chico tenía razón respecto a lo del fuego, ¿verdad? Hasta que no lo ha mencionado, no lo he enten... ¡aaay! —gritó el escri­bano apartándose de Bast—. ¿Qué diablos ha sido eso? —inquirió.

—Supongo que los nervios de tu plexo braquial —contestó Kvothe con aspereza.

—Necesito determinar la gravedad de la herida —dijo Bast sin inmutarse—. Reshi, ¿podrías traerme un poco de grasa de oca, ajo, mostaza...? ¿Nos quedan de esas cosas verdes que huelen a ce­bolla pero que no lo son?

Kvothe asintió.

—Keveral. Sí, creo que quedan algunas.

—Tráemelas, y también una venda. Voy a aplicarle un bálsamo.

Kvothe hizo un gesto con la cabeza y salió por la puerta que ha­bía detrás de la barra. Nada más perderse de vista, Bast se inclinó hacia la oreja de Cronista.

—No le preguntes nada de eso —susurró con apremio—. No lo menciones siquiera.

Cronista parecía desconcertado.

—¿De qué me estás hablando?

—De la botella. De la simpatía que ha intentado hacer.

—Entonces, ¿es verdad que trataba de prenderle fuego a esa cosa? ¿Por qué no ha funcionado? ¿Qué...?

Bast le apretó el hombro con fuerza, hincándole el pulgar en el hueco entre las clavículas. El escribano dio otro grito.

—No hables de eso —le susurró Bast al oído—. No hagas pre­guntas. —Sujetando al escribano por los hombros, lo zarandeó un poco, como haría un padre enfadado con un niño testarudo.

—Dios mío, Bast. Lo oigo aullar desde la cocina —dijo Kvo­the. Bast se enderezó y sentó a Cronista en su silla; el posadero sa­lió de la cocina—. Que Tehlu nos asista, está pálido como la cera. ¿Crees que se pondrá bien?

—No es más grave que una congelación —dijo Bast con tono desdeñoso—. Yo no tengo la culpa de que chille como una chi­quilla.

—Bueno, ten cuidado con él —dijo Kvothe poniendo un tarro de grasa y un puñado de dientes de ajo encima de la mesa—. Va a necesitar ese brazo al menos un par de días más.

Kvothe peló y aplastó los dientes de ajo. Bast preparó el bálsa­mo y le aplicó el apestoso mejunje en el hombro al escribano; lue­go se lo vendó. Cronista permaneció muy quieto.

—¿Te animas a escribir un poco más esta noche? —preguntó Kvothe cuando el escribano se hubo puesto de nuevo la camisa—. Aún estamos muy lejos del final, pero puedo atar algunos cabos sueltos antes de acostarnos.

—Yo todavía aguanto unas cuantas horas —dijo Cronista. Se apresuró a abrir su cartera evitando mirar a Bast.

—Yo también. —Bast miró a Kvothe; estaba resplandeciente—. Quiero saber qué encontraste debajo de la Universidad.

Kvothe esbozó una sonrisa.

—Me lo imaginaba, Bast. —Fue a la mesa y se sentó—. Deba­jo de la Universidad encontré lo que más deseaba, si bien no era lo que yo esperaba. —Indicó con una seña a Cronista que cogie­ra su pluma—. Como suele pasar cuando alcanzas el deseo de tu corazón.




89

Una tarde agradable





Al día siguiente me azotaron en el gran patio adoquinado que . en otros tiempos se llamara el Quoyan Hayel. La Casa del Viento. Lo encontré curiosamente apropiado.

Como era de esperar, una impresionante multitud acudió a pre­senciar el castigo. Cientos de alumnos llenaban el patio. Había mu­chos asomados a ventanas y puertas. Algunos hasta subieron a los tejados para ver mejor. En realidad no se lo reprocho. Resulta di­fícil renunciar a un espectáculo gratuito.

Me dieron seis latigazos, con un látigo simple, en la espalda. Como no quería decepcionar a mi público, le di algo de lo que más tarde pudiera hablar. Una repetición. No grité, ni sangré, ni me desmayé. Salí del patio por mi propio pie, con la cabeza muy alta.

Después de que Mola me diera cincuenta y siete pulcros puntos de sutura en la espalda, me consolé con un viaje a Imre, donde me gasté el dinero de Ambrose en un laúd precioso, dos bonitas mu­das de ropa de segunda mano para mí, una botella pequeña que contenía mi propia sangre y un vestido nuevo para Auri.

Fue una tarde muy agradable.





























90

Casas medio construidas





Todas las noches iba a explorar bajo tierra con Auri. Vi mu­chas cosas interesantes; algunas quizá las mencione más tarde, pero de momento basta con que diga que Auri me enseñó los numerosos y variados rincones de la Subrealidad. Me llevó a Bajantes, Brincos, el Bosque, Miradero, Grillito, Centenas, Candelero...

Los nombres que Auri les había puesto a esos sitios, que al principio parecían disparatados, encajaron a la perfección cuando por fin vi lo que describían. El Bosque no tenía nada que ver con un bosque. No era más que una serie de salas y habitaciones me­dio derruidas, con los techos apuntalados con gruesas vigas de madera. En Grillito, un hilillo de agua fresca bajaba por una pa­red. La humedad atraía a los grillos, que llenaban la alargada habi­tación de techo bajo con sus canciones. Brincos era un pasillo es­trecho con tres profundas grietas en el suelo. Entendí el nombre después de ver cómo Auri saltaba las tres grietas en rápida suce­sión para llegar al otro lado.

Pasaron varios días hasta que Auri me llevó a Trapo, un labe­rinto de túneles entrecruzados. Pese a que estábamos al menos treinta metros bajo tierra, por ellos circulaba un viento constante que olía a polvo y a cuero.

El viento me dio la pista que yo necesitaba. Gracias al viento supe que estaba más cerca de encontrar lo que había ido a buscar. Sin embargo, me fastidiaba no entender el nombre de ese sitio, y sabía que se me escapaba algo.

—¿Por qué llamas Trapo a este sitio? —le pregunté a Auri.

—Se llama así —contestó ella sin más. El viento hacía que su cabello ondulara tras ella como un fino banderín—. Las cosas se llaman por su nombre. Para eso sirven los nombres.

Sonreí de mala gana.

—¿Por qué tiene ese nombre?

Auri me miró y ladeó la cabeza. Su cabello se arremolinó alre­dedor de su cara, y ella se lo apartó con las manos.

—¿No sabes qué es un trapo? —me preguntó.

—¿Un paño para limpiar?

Auri rió encantada.

—No está mal. —Sonrió—. Inténtalo otra vez.

Traté de pensar en alguna otra cosa que tuviera sentido.

Entonces Auri alargó un brazo y cogió el borde de mi capa, abriéndola hacia un lado para que el viento la hinchara como la vela de un velero. Me miró sonriendo, como si acabara de hacer un truco de magia.

Trapo. Claro. Sonreí también, y luego solté una carcajada.

Una vez resuelto ese pequeño misterio, Auri y yo iniciamos una meticulosa investigación de Trapo. Pasadas unas horas, empecé a tener la impresión de que conocía aquel sitio, de que entendía por qué camino tenía que ir. Solo era cuestión de encontrar el túnel que me llevara hasta allí.

Era exasperante. Los túneles serpenteaban dando amplios e inútiles rodeos. En las raras ocasiones en que encontraba un tú­nel que trazaba una línea recta, al final no había salida. Había pasillos que torcían hacia arriba o hacia abajo, de modo que no podía seguir por ellos. En uno había unos gruesos barrotes de hierro, sujetos a las paredes de piedra, que cerraban el paso. Otro iba haciéndose cada vez más estrecho, hasta que solo había un palmo de una pared a otra. Otro terminaba en un derrumbe de madera y tierra.

Tras días buscando, por fin encontramos una vieja y enmohe­cida puerta; la madera, húmeda, se desmenuzó cuando intenté abrirla.

Auri arrugó la nariz y sacudió la cabeza.

—Me despellejaré las rodillas.

Alumbré más allá de la ruinosa puerta con mi lámpara sim­pática y entendí por qué lo decía. El techo de la habitación que ha­bía detrás estaba inclinado, y hacia el fondo solo tenía un metro de alto.

—¿Me esperas aquí? —pregunté mientras me quitaba la capa y me arremangaba la camisa—. No sé si sabría encontrar la salida sin ti.

Auri asintió con cara de preocupación.

—Entrar es más fácil que salir. Hay sitios muy estrechos. Po­drías quedar atrapado.

Yo trataba de no pensar en eso.

—Solo voy a echar un vistazo. Volveré dentro de media hora.

Auri ladeó la cabeza.

—¿Y si pasa media hora y no has aparecido?

Sonreí.

—Entonces tendrás que ir a buscarme.

Auri asintió, solemne como una niña pequeña.

Sujeté la lámpara simpática con la boca, proyectando su rojiza luz contra la impenetrable oscuridad que tenía ante mí. Entonces me puse a gatas y empecé a avanzar; la rugosa piedra del suelo me lastimaba las rodillas.

Di varios giros; el techo cada vez era más bajo, hasta el punto de que ya no podía seguir avanzando a cuatro patas. Tras evaluar la situación, me tumbé en el suelo y empecé a reptar, empujan­do la lámpara delante de mí. Con cada movimiento que hacía, se me tensaban los puntos de la espalda.

Si no habéis estado nunca bajo tierra, dudo que entendáis lo que sentía. La oscuridad es absoluta, casi tangible. Acecha más allá de la luz, esperando para abalanzarse sobre ti como una re­pentina riada. La atmósfera está inmóvil y viciada. No se oye nada, excepto el ruido que haces tú mismo. Oyes tu propia res­piración. El corazón te late ruidosamente. Y no olvidas ni por un instante que miles de toneladas de tierra y piedra presionan so­bre ti.

Aun así, seguí arrastrándome, avanzando centímetro a centímetro. Tenía las manos sucias, y el sudor se me metía en los ojos. El camino se hizo aún más estrecho, y cometí el error de dejar un brazo pegado contra el costado. Me entró pánico, y un sudor frío me empapó todo el cuerpo. Me retorcí tratando de extender el brazo delante de mí...

Tras unos minutos angustiosos, conseguí liberar el brazo. En­tonces, después de quedarme quieto unos momentos, temblando en la oscuridad, seguí avanzando.

Y encontré lo que estaba buscando.





Tras salir de la Subrealidad, me colé con mucho cuidado por una ventana, abrí una puerta cerrada con llave y entré en el ala de las mujeres de las Dependencias. Llamé suavemente a la puerta de Fela, para no despertar a nadie más. Los hombres no podían en­trar solos en el ala de las mujeres de las Dependencias, sobre todo a altas horas de la noche.

Llamé tres veces y al final oí ruidos en la habitación. Tras unos momentos, Fela abrió la puerta; llevaba el cabello muy alborota­do. Todavía tenía los ojos entrecerrados; escudriñó el pasillo con expresión de desconcierto. Al verme allí plantado parpadeó, como si no esperara ver a nadie.

Iba desnuda y envuelta en una sábana. He de admitir que la vi­sión de la espléndida y exuberante Fela, medio desnuda, fue uno de los momentos más asombrosamente eróticos de mi corta vida.

—¿Kvothe? —dijo Fela conservando, a pesar de todo, la com­postura. Intentó taparse un poco más y lo consiguió solo en par­te, pues al tirar de la sábana hacia el cuello, dejó al descubierto un escandaloso trozo de larga y bien torneada pierna—. ¿Qué hora es? ¿Cómo has entrado?

—Dijiste que si alguna vez necesitaba algo, podía acudir a ti —dije con apremio—. ¿Lo decías en serio?

—Sí, claro —respondió ella—. Dios mío, estás hecho un desas­tre. ¿Qué te ha pasado?

Me miré, y entonces vi en qué estado me encontraba. Estaba cubierto de mugre, y toda la parte frontal de mi cuerpo estaba cubierta de polvo, de arrastrarme por el suelo. Tenía un desga­rrón en los pantalones, a la altura de la rodilla, y debajo debía de estar sangrando. Estaba tan emocionado que no me había fijado, y no se me había ocurrido cambiarme de ropa antes de ir a hablar con Fela.

Fela dio un paso hacia atrás y abrió la puerta un poco más, dejándome sitio para entrar. Al abrirse, la puerta produjo una leve ráfaga de aire que apretó la sábana contra el cuerpo de la joven, acentuando por un instante el contorno de su desnudo cuerpo.

—¿Quieres pasar?

—No puedo entretenerme —dije sin pensar, reprimiendo el impulso de quedarme allí con la boca abierta—. Necesito que ma­ñana por la noche te encuentres con un amigo mío en el Archivo. Al sonar la quinta campanada, en la puerta de las cuatro placas. ¿Podrás hacerme este favor?

—Tengo clase —respondió Fela—. Pero si es importante, pue­do saltármela.

—Gracias —dije, y me marché.

Casi había llegado a mi habitación de Anker's cuando me di cuenta de que había rechazado una invitación de Fela, medio des­nuda, a entrar en su habitación, y eso dice mucho de la importan­cia de lo que había encontrado en los túneles que había debajo de la Universidad.





Al día siguiente, Fela se saltó la clase de Geometría Avanzada y se dirigió al Archivo. Subió varios tramos de escalera y recorrió un laberinto de pasillos y estantes hasta encontrar el único tramo de pared de piedra de todo el edificio que no estaba forrado de libros. Allí estaba la puerta de las cuatro placas, silenciosa e inmóvil como una montaña: valaritas.

Fela miró alrededor con nerviosismo, trasladando el peso del cuerpo de una pierna a otra.

Al cabo de un rato, una figura encapuchada surgió de la oscu­ridad y se acercó a la rojiza luz de la lámpara de mano de Fela.

La joven sonrió con inquietud.

—Hola —dijo en voz baja—. Un amigo mío me ha pedido que... —Se interrumpió y ladeó un poco la cabeza, tratando de es­cudriñar la cara que había bajo la sombra de la capucha.

Supongo que no os sorprenderá saber a quién vio.

—¡Kvothe! —dijo con incredulidad, y miró alrededor, presa del pánico—. Dios mío, ¿qué haces aquí?

—Entrar en el Archivo sin autorización —contesté con ligereza.

Fela me agarró y me llevó por un laberinto de pasillos hasta que llegamos a uno de los Rincones de Lectura que había repar­tidos por todo el Archivo. Me hizo entrar de un empujón, cerró firmemente la puerta y se apoyó en ella.

—¿Cómo has entrado aquí? ¡Lorren se va a poner hecho un ba­silisco! ¿Quieres que nos expulsen a los dos?

—A ti no te expulsarían por esto —dije con desenvoltura—. Como mucho, pueden acusarte de connivencia. Y por eso no pue­den expulsarte. Seguramente solo te multarían, porque a las mu­jeres no os azotan. —Moví un poco los hombros, y noté el tirón de los puntos de la espalda—. Lo cual, si te interesa mi opinión, no me parece del todo justo.

—¿Cómo has entrado? —repitió Fela—. ¿Te has colado por el mostrador sin que te vieran?

—Será mejor que no lo sepas —dije, saliéndome por la tan­gente.

Había entrado por Trapo, por supuesto. Nada más oler a cue­ro viejo y a polvo, supe que estaba cerca. Oculta en el laberinto de túneles había una puerta que conducía directamente al nivel infe­rior del Archivo. Estaba allí para que los secretarios tuvieran un fácil acceso al sistema de ventilación. La puerta estaba cerrada con llave, por supuesto, pero las puertas cerradas nunca han sido un gran obstáculo para mí. Lo siento.

Sin embargo, no le conté nada de eso a Fela. Sabía que mi ruta secreta solo funcionaría si seguía siendo secreta. Revelársela a una secretaria, aunque fuera una secretaria que me debía un favor, no me parecía buena idea.

—Escucha —me apresuré a decir—. Es totalmente seguro. Llevo horas aquí y ni siquiera se me ha acercado nadie. Todo el mun­do lleva su propia luz, así que es fácil evitarlos.

—Es que me has sorprendido —dijo Fela recogiéndose el oscu­ro cabello detrás de los hombros—. Pero tienes razón, segura­mente hay menos peligro ahí fuera. —Abrió la puerta y se asomó para asegurarse de que no había nadie cerca—. Los secretarios realizan controles al azar de los Rincones de Lectura para asegu­rarse de que no haya nadie durmiendo o... practicando sexo.

-¿Qué?

—Hay muchas cosas que no sabes sobre el Archivo. —Sonrió y abrió más la puerta.

—Por eso necesito tu ayuda —dije mientras salíamos del Rin­cón de Lectura —. No me aclaro con este sitio.

—¿Qué buscas? —preguntó Fela.

—Un millar de cosas —dije, y no mentía—. Pero podríamos empezar por la historia de los Amyr. O por cualquier ensayo serio sobre los Chandrian. Cualquier cosa sobre cualquiera de los dos, la verdad. No he encontrado nada.

No me molesté en tratar de disimular mi frustración. Me exas­peraba haber entrado por fin en el Archivo, después de tanto tiem­po, y no ser capaz de encontrar ninguna de las respuestas que an­daba buscando.

—Creía que esto estaría mejor organizado —refunfuñé.

Fela se rió entre dientes.

—Y ¿cómo lo harías tú, exactamente? Me refiero a cómo lo or­ganizarías.

—Pues mira, llevo un par de horas pensándolo. Lo mejor sería ordenar los libros por temas. Ya sabes: historia, memorias, gra­máticas...

Fela dejó de andar y exhaló un hondo suspiro.

—Será mejor que aclaremos esto cuanto antes. —Cogió al azar un libro delgado de uno de los estantes—. ¿De qué temática es este libro?

Lo abrí y lo hojeé un poco. Estaba escrito con caligrafía anti­gua de escribano, con trazos delgados e inseguros, difícil de des­cifrar.

—Parece una autobiografía.

—¿Qué clase de autobiografía? ¿Cómo la clasificarías en rela­ción a otras memorias?

Seguí hojeándolo y vi un mapa meticulosamente dibujado.

—Parece más bien un libro de viajes.

—Muy bien —repuso Fela—. ¿Cómo lo clasificarías dentro del apartado de autobiografías y libros de viajes?

—Los organizaría geográficamente —dije; me estaba divirtien­do con aquel juego. Pasé más páginas—. Atur, Modeg, y... ¿Vin­tas? —Fruncí el ceño y miré el lomo del libro—. ¿De qué año es esto? El imperio de Atur absorbió Vintas hace más de trescientos años.

—Más de cuatrocientos años —me corrigió Fela—. ¿Dónde pones un libro de viajes que se refiere a un sitio que ya no existe?

—En realidad entraría en el apartado de historia —dije más despacio.

—¿Y si no es exacto? —insistió Fela—. ¿Y si se basa en habla­durías en lugar de la experiencia personal? ¿Y si es pura ficción? Los libros de viaje ficticios estaban muy de moda en Modeg hace doscientos años.

Cerré el libro y lo puse en su sitio.

—Empiezo a entender el problema —dije, pensativo.

—No, no lo entiendes —me contradijo Fela—. Solo empiezas a atisbar los bordes del problema. —Señaló las estanterías que nos rodeaban—. Imagínate que mañana te conviertes en maestro ar­chivero. ¿Cuánto tiempo tardarías en organizar todo esto?

Miré alrededor. Había infinidad de estanterías que se exten­dían hasta perderse en la oscuridad.

—Sería el trabajo de toda una vida.

—La experiencia ha demostrado que se tarda más de una vida —dijo Fela con aspereza—. Aquí hay más de tres cuartos de mi­llón de volúmenes, y eso sin contar las tablillas de arcilla, los rollos de pergamino ni los fragmentos de Caluptena.

Hizo un gesto de desdén y prosiguió:

—Así que pasas años desarrollando el sistema de organización perfecto, que hasta tiene un apartado adecuado para tu libro de viajes autobiográfico histórico de ficción. Los secretarios y tú pasáis décadas identificando, seleccionando y reordenando dece­nas de miles de libros. —Me miró a los ojos—. Y entonces vas y te mueres. ¿Qué pasa a continuación?

Empecé a entender adonde quería llegar Fela.

—Bueno, en un mundo perfecto, el siguiente maestro archive­ro continuaría desde donde yo lo había dejado.

—Sí, eso en un mundo perfecto —dijo Fela con sarcasmo; se dio la vuelta y empezó a guiarme de nuevo entre las estanterías.

—Supongo que muchas veces el nuevo maestro archivero tiene sus propias ideas sobre cómo hay que organizado todo, ¿no? —apunté.

—Muchas veces no —admitió Fela—. A veces hay varios maestros archiveros seguidos que trabajan aplicando el mismo sistema. Pero tarde o temprano aparece alguien que está conven­cido de que sabe una manera mejor de hacer las cosas, y hay que volver a empezar desde cero.

—¿Cuántos sistemas diferentes ha habido? —Vi una débil luz roja que avanzaba a lo lejos entre los estantes, y apunté hacia ella.

Fela cambió de dirección para alejarnos de la luz y de quien­quiera que fuese que la llevaba.

—Eso depende de cómo los cuentes —dijo en voz baja—. Como mínimo nueve en los últimos trescientos años. La peor épo­ca fue hace unos cincuenta años: hubo cuatro maestros archive­ros nuevos cada cinco años. El resultado fue que aparecieron tres facciones diferentes entre los secretarios; cada una utilizaba un sistema de catalogación diferente, y cada una creía que el suyo era el mejor.

—Parece una guerra civil —comenté.

—Una guerra santa —me corrigió Fela—. Una cruzada muy discreta y circunspecta donde cada bando estaba convencido de que lo que hacía era proteger el alma inmortal del Archivo. Roba­ban libros que ya habían sido catalogados según otro sistema. Se escondían los libros unos a otros, o los cambiaban de orden en los estantes.

—¿Cuánto tiempo duró eso?

—Casi quince años. Quizá durara todavía si los secretarios del maestro Tolem no hubieran conseguido, por fin, robar los libros de registro de Larkin y quemarlos. Después de eso, los Larkin tu­vieron que rendirse.

—Y la moraleja de la historia es que la gente se apasiona mu­cho con los libros, ¿no? —-bromeé—. De ahí la necesidad de reali­zar controles al azar de los Rincones de Lectura.

Fela me sacó la lengua.

—La moraleja de la historia es que esto es un lío. Cuando To­lem quemó los registros de Larkin, «perdimos» casi doscientos mil libros. Esos registros eran el único sitio donde estaba anotada la localización de aquellos libros. Y Tolem murió cinco años más tarde. ¿Adivinas qué pasó entonces?

—¿Llegó un nuevo maestro archivero dispuesto a empezar des­de cero?

—Es como una cadena interminable de casas a medio construir —prosiguió Fela con exasperación—. Resulta fácil encontrar los libros según el viejo sistema, de modo que así es como construyen el nuevo sistema. El que construye la casa nueva siempre roba ma­dera de lo que ya está construido. Los sistemas viejos siguen ahí, en forma de piezas y trozos desperdigados. Todavía encontramos bolsas de libros que unos secretarios se escondieron a otros hace años.

—Tengo la impresión de que estás un poco picada con este asunto —dije esbozando una sonrisa.

Llegamos a una escalera, y Fela se dio la vuelta y me dijo:

—Todos los secretarios que aguantan más de dos días traba­jando en el Archivo acaban picados. En Volúmenes, la gente se queja cuando tardas una hora en llevarles lo que nos han pedido. No se dan cuenta de que no es tan fácil como ir al estante de «His­toria de los Amyr» y coger un libro.

Se volvió y empezó a subir por la escalera. La seguí en silencio, apreciando la nueva perspectiva.



























































91

Persecución





Después de eso, el bimestre de otoño se me hizo mucho más agradable. Poco a poco, Fela fue desvelándome el funciona­miento del Archivo, y yo pasaba todo mi tiempo libre merodean­do por allí, tratando de encontrar respuestas para mis mil pre­guntas.

Elodin hacía algo que podríamos llamar enseñar, pero por lo general parecía más interesado en confundirme que en hacerme entender la nominación. Mis progresos eran tan insignificantes que a veces me preguntaba si existía la posibilidad de progresar.

El tiempo que no pasaba estudiando en el Archivo lo pasaba en el camino de Imre, haciéndole frente al viento, cada vez más frío, ya que no podía buscar su nombre. El Eolio era el sitio donde te­nía más probabilidades de encontrar a Denna, y a medida que el clima empeoraba, cada vez la veía allí con más frecuencia. Para cuando cayó la primera nevada, solíamos encontrarnos en uno de cada tres de mis viajes.

Por desgracia, raramente la tenía para mí solo, pues ella casi siempre estaba con alguien. Como había mencionado Deoch, Denna no era de esa clase de mujeres que pasan mucho tiempo a solas.

Y sin embargo, yo seguía yendo a Imre. ¿Por qué? Porque siem­pre que Denna me veía, se encendía una luz en su interior que la hacía resplandecer unos instantes. Se levantaba de un brinco, co­rría hacia mí y me agarraba por el brazo. Entonces, sonriente, me llevaba a su mesa y me presentaba a su último acompañante.

Acabé por conocerlos a casi todos. Ninguno era lo bastante bueno para ella, así que yo los despreciaba y los odiaba. Ellos, a su vez, me odiaban y me temían.

Pero éramos cordiales y educados. Era una especie de juego. El tipo me invitaba a sentarme, y yo le invitaba a una copa. Nos po­níamos a hablar los tres, y los ojos de él iban oscureciéndose poco a poco al ver cómo Denna me sonreía. Su boca se estrechaba cuan­do oía la risa que brotaba de ella cuando yo bromeaba, contaba historias, cantaba...

Todos esos tipos reaccionaban igual, tratando de demostrar mediante pequeños gestos que Denna les pertenecía: le cogían la mano, le daban un beso, le acariciaban distraídamente un hombro.

Se aferraban a ella con denuedo. A algunos sencillamente les molestaba mi presencia, porque me consideraban un rival. Pero otros tenían un miedo y una certeza soterrados en la mirada desde el principio. Sabían que Denna se marcharía, y no sabían por qué. De modo que se aferraban a ella como marineros náufragos que se agarran a las rocas pese a que las olas los estrellen contra ellas. Casi sentía lástima por ellos. Casi.

Así que ellos me odiaban, y ese odio brillaba en sus ojos cuan­do Denna no miraba. Yo me ofrecía para pagar otra ronda, pero ellos insistían, y yo aceptaba con elegancia y les daba las gracias y sonreía.

«Yo la conozco desde hace más tiempo», decía mi sonrisa. «Sí, tú has estado entre sus brazos, has probado el sabor de su boca, has sentido su calor, y eso es algo que yo nunca he tenido. Pero hay una parte de ella que es solo para mí. Tú no puedes tocarla, por mucho que te esfuerces. Y cuando te deje, yo seguiré estando aquí, haciéndola reír. Y mi luz brillará en ella. Yo seguiré estan­do aquí mucho después de que ella haya olvidado tu nombre.»

Eran muchos. Denna los atravesaba como atraviesa una pluma el papel mojado. Los dejaba, decepcionada. O ellos, frustrados, la abandonaban y la dejaban dolida y triste, pero nunca lo suficien­te para llorar.

La vi llorar una o dos veces. Pero no por los hombres a los que había perdido, ni por los hombres a los que había abandonado.

Lloraba en silencio por ella misma, porque había algo profunda­mente herido en su interior. Yo ignoraba qué era, ni me atrevía a preguntárselo. Me limitaba a decir lo que podía para calmar su dolor y la ayudaba a cerrar los ojos para rehuir la realidad.





A veces hablaba de Denna con Wilem y Simmon. Como eran ver­daderos amigos, ellos me daban consejos sensatos y me ofrecían su comprensión, más o menos a partes iguales.

La comprensión la agradecía, pero sus consejos eran inútiles, o algo peor. Me empujaban hacia la verdad, me instaban a abrirle mi corazón a Denna. A perseguirla. A escribirle poemas. A enviarle rosas.

Rosas. Ellos no la conocían. Pese a que yo los odiaba, los ami­gos de Denna mé enseñaron una lección que, de otra forma, quizá nunca habría aprendido.

—Lo que no entiendes —le expliqué a Simmon una tarde que estábamos sentados bajo el poste del banderín— es que los hom­bres se enamoran continuamente de Denna. ¿Te imaginas lo que eso supone para ella? ¿Lo tedioso que resulta? Yo soy uno de los pocos amigos que tiene. No quiero arriesgarme a perder eso. No pienso abalanzarme sobre ella. Ella no quiere que lo haga. No voy a convertirme en uno más del centenar de pretendientes de mira­da lánguida que se pasan el día persiguiéndola como un borrego enamorado.

—Mira, no entiendo qué ves en ella —dijo Sim escogiendo sus palabras con cuidado—. Ya sé que es encantadora, fascinante y demás. Pero parece... —vaciló un momento— cruel.

Asentí.

—Es que lo es.

Simmon me miró, expectante, y al final dijo:

—Pero ¿cómo? ¿No vas a defenderla?

—No. «Cruel» es un buen calificativo para Denna. Pero creo que cuando dices «cruel», tú quieres decir otra cosa. Denna no es mala, ni retorcida, ni rencorosa. Es cruel.

Sim se quedó largo rato callado. Luego replicó:

—Creo que es algunas de esas cosas, y también cruel.

El bueno de Sim, tan sincero y diplomático. Le costaba mucho hablar mal de los demás; solo hacía insinuaciones. Y hasta eso le costaba.

Levantó la cabeza y me miró.

—He hablado con Sovoy. Todavía no se la ha quitado de la cabe­za. La amaba de verdad. La trataba como a una princesa. Habría hecho cualquier cosa por ella. Y aun así, ella lo dejó sin darle nin­guna explicación.

—Denna es una criatura salvaje —expliqué—. Como una cier­va o una tormenta de verano. Si una tormenta derribara tu casa, o derribara un árbol, no dirías que la tormenta era mala. Era cruel. Actuó conforme a su naturaleza y, desgraciadamente, produjo da­ños. Con Denna pasa lo mismo.

»¿Sabes de qué sirve perseguir a una criatura salvaje? De nada. Si persigues a una cierva, solo consigues asustarla. Lo único que puedes hacer es quedarte quieto donde estás, y confiar en que, con el tiempo, la cierva vaya hacia ti.

Sim asintió, pero vi que no me entendía.

—¿Sabes que este sitio se llamaba Patio de las Interrogaciones? —pregunté cambiando deliberadamente de tema—. Los alumnos escribían preguntas en trozos de papel y dejaban que el viento los arrastrara. Según la dirección en que el papel saliera de la plaza, obtenías diferentes respuestas. —Señalé los espacios entre los gri­ses edificios que me había enseñado Elodin—. Sí. No. Quizá. En otro sitio. Pronto.

La campana de la torre dio la hora, y Simmon suspiró; se daba cuenta de que era inútil prolongar la conversación.

—¿Jugamos a esquinas esta noche?

Asentí. Cuando Sim se hubo marchado, metí una mano en mi capa y saqué la nota que Denna había dejado en mi ventana. La releí, despacio. Entonces recorté con cuidado la parte de debajo de la hoja, donde Denna había firmado.

Doblé la tira de papel con el nombre de Denna, la retorcí y dejé que el viento me la arrancara de la mano y la hiciera girar entre las pocas hojas de otoño que quedaban esparcidas por el suelo.

El trozo de papel danzó por los adoquines. Giraba y giraba, trazando caóticos dibujos que yo no podía entender. Esperé hasta el anochecer, pero el viento no se lo llevó. Cuando me marché, mi pregunta todavía daba vueltas por la Casa del Viento; no me daba respuestas, pero insinuaba muchas. «Sí.» «No.» «Quizá.» «En otro sitio.» «Pronto.»





Por último, estaba el problema de mi enemistad con Ambrose. Yo no bajaba nunca la guardia: sabía que acabaría vengándose. Pero pasaron los meses y no sucedió nada. Al final llegué a la conclu­sión de que por fin había aprendido la lección y prefería mantener las distancias.

Estaba equivocado, por supuesto. Completamente equivoca­do. Ambrose solo había aprendido a aguardar el momento opor­tuno. Consiguió vengarse, y cuando lo hizo, me pilló despreveni­do y me vi obligado a marcharme de la Universidad.

Pero, como suele decirse, cada cosa a su tiempo.

























































92

La música que suena





Creo que, de momento, eso es todo —dijo Kvothe indicán­dole a Cronista que dejara la pluma—. Ahora ya tenemos todo el trabajo preliminar hecho. Los cimientos sobre los que construir la historia.

Kvothe se levantó, movió los hombros y estiró la espalda.

—Mañana os contaré una de mis historias favoritas. Mi viaje a la corte de Alveron. Cómo aprendí a luchar con los Adem. Felu-rian... —Cogió un trapo limpio y se volvió hacia Cronista—. ¿Ne­cesitas algo antes de acostarte?

El escribano negó con la cabeza; sabía cuándo tenía que reti­rarse.

—No, gracias. No necesito nada. —Lo guardó todo en su car­tera de piel y subió a su habitación.

—Tú también, Bast —dijo Kvothe—. Yo me encargaré de re­coger. —Hizo un ademán anticipándose a las protestas de su pu­pilo—. Vete. Necesito tiempo para pensar en la historia de maña­na. Estas cosas no se planean ellas solas.

Bast se encogió de hombros y se dirigió también hacia la esca­lera; sus pasos producían un fuerte ruido en los peldaños de ma­dera.

Kvothe inició su ritual nocturno. Retiró la ceniza de la gran chimenea de piedra y fue a buscar leña para el día siguiente. Salió a apagar las lámparas que había junto al letrero de la Roca de Guía, y vio que había olvidado encenderlas al anochecer. Cerró la puerta de la posada con llave, y tras pensarlo un momento, dejó la llave en la puerta para que Cronista pudiera salir si se levanta­ba temprano.

A continuación barrió el suelo, limpió las mesas y le sacó brillo a la barra, moviéndose con una metódica eficacia. Por último, lim­pió las botellas. Mientras realizaba esas tareas, tenía la mirada extraviada, como si estuviera perdido en sus recuerdos. No silbó ni tarareó melodía alguna. Tampoco cantó.





En su habitación, Cronista iba inquieto de un lado para otro; es­taba cansado, pero demasiado nervioso para conciliar el sueño. Sacó las hojas escritas de su cartera y las dejó encima de la gran cómoda de madera. Limpió todos sus plumines y los puso a secar. Con cuidado, se quitó el vendaje del hombro, tiró la apestosa ven­da en el orinal y lo tapó; por último, se lavó el hombro en el lava­manos.

Bostezando, se acercó a la ventana y contempló el pueblo, pero no había nada que ver. Ni luces, ni nada que se moviera. Abrió un poco la ventana y dejó que entrara el fresco aire otoñal. Corrió las cortinas y se desvistió para acostarse, dejando la ropa en el res­paldo de una silla. Por último se quitó la sencilla rueda de hierro que llevaba colgada del cuello y la puso en la mesilla de noche.

Cronista se acostó y le sorprendió comprobar que durante el día le habían cambiado las sábanas, que estaban frescas y olían a lavanda.

Tras vacilar un momento, Cronista se levantó y cerró con llave la puerta de la habitación. Dejó la llave en la mesilla de noche; frun­ció el ceño, cogió la estilizada rueda de hierro y volvió a colgársela del cuello; entonces apagó la lámpara y se metió en la cama.

Cronista pasó casi una hora tumbado en su aromática cama, despierto, volviéndose hacia uno y otro lado. Al final suspiró y se destapó. Volvió a encender la lámpara con una cerilla de azufre y se levantó de la cama. Fue hasta la pesada cómoda, que estaba junto a la ventana, y la empujó. Al principio la cómoda no se mo­vió, pero cuando la empujó con la espalda, consiguió deslizaría lentamente por el liso suelo de madera.

Un minuto más tarde, el pesado mueble estaba apoyado contra la puerta de la habitación. Cronista volvió a acostarse, apagó la lámpara y se sumió en un profundo y plácido sueño.





Cronista despertó y notó algo blando apretado contra su cara. La habitación estaba completamente a oscuras. El escribano se re­torció, más por un reflejo instintivo que por el impulso de huir. La mano que le tapaba firmemente la boca amortiguó su grito.

Tras el pánico inicial, Cronista se quedó quieto y dejó de opo­ner resistencia. Se quedó tumbado, respirando por la nariz, con los ojos muy abiertos.

—Soy yo —susurró Bast sin retirar la mano.

Cronista dijo algo, pero no se le entendió.

—Tenemos que hablar. —Bast se arrodilló junto a la cama contemplando el oscuro bulto de Cronista, retorcido bajo las sá­banas—. Voy a encender la lámpara, y tú no harás ruido. ¿De acuerdo?

Cronista asintió. Al cabo de un instante, se encendió una ceri­lla que llenó la habitación de una luz rojiza e irregular y del acre olor del azufre. Entonces se encendió la lámpara, que proyectó una luz más uniforme. Bast se chupó los dedos y apagó la cerilla.

Cronista, un poco tembloroso, se incorporó en la cama y apo­yó la espalda en la pared. Llevaba el torso desnudo; con timidez, se ciñó las mantas alrededor de la cintura y miró hacia la puerta. La pesada cómoda seguía en su sitio.

Bast le siguió la mirada.

—Eso es una muestra de desconfianza —dijo con aspereza—. Más vale que no le hayas rayado el suelo. Esas cosas lo ponen furioso.

—¿Cómo has entrado? —preguntó Cronista.

Bast agitó las manos ante la cara de Cronista.

—¡Silencio! —susurró—. No podemos hacer ruido. Tiene ore­jas de halcón.

—¿Cómo...? —empezó a decir Cronista, en voz más baja; pero se interrumpió y dijo—: Los halcones no tienen orejas.

Bast lo miró sin comprender.

—¿Qué?

—Acabas de decir que tiene orejas de halcón. Y eso no tiene sentido.

Bast arrugó la frente.

—Ya sabes a qué me refiero. No quiero que sepa que estoy aquí. —Se sentó en el borde de la cama y se alisó los pantalones con afectación.

Cronista agarró las mantas alrededor de su cintura.

—¿Por qué has venido?

—Ya te lo he dicho. Tenemos que hablar. —Bast miró a Cronis­ta con seriedad—. Tenemos que hablar de por qué has venido.

—Me dedico a esto —dijo Cronista con fastidio—. Recopilo historias. Y cuando tengo ocasión, investigo extraños rumores y compruebo si encierran algo de verdad.

—Y ¿qué rumor fue el que te trajo aquí? Por curiosidad.

—Por lo visto, te emborrachaste, te pusiste sensiblero y le cons­taste algo a un carretero. Tuviste un descuido muy tonto, dadas las circunstancias.

Bast miró a Cronista con profundo desprecio.

—Mírame a la cara —dijo como si hablara con un niño—. Y piensa. ¿Crees que un carretero podría emborracharme? ¿A mí?

Cronista abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Entonces...

—Él era mi mensaje en la botella. Uno de tantos. Y tú fuiste la primera persona que encontró uno y vino a fisgar.

Cronista se tomó su tiempo para asimilar esa información.

—Creía que estabais escondidos los dos.

—Sí, claro que estamos escondidos —repuso Bast con amargu­ra—. Estamos sanos y salvos, y él se está convirtiendo en un mue­ble más.

—Entiendo que esto te agobie —dijo Cronista—. Pero la ver­dad, no entiendo qué tiene que ver el malhumor con el precio de la mantequilla.

Los ojos de Bast emitieron un destello de rabia.

—¡Tiene mucho que ver con el precio de la mantequilla! —masculló entre dientes—. Y es mucho más que malhumor, ignorante y maldito anbaut-fehn. Este sitio lo está matando.

Cronista palideció ante el arrebato de Bast.

—Yo... Yo no...

Bast cerró los ojos y respiró hondo; era evidente que trataba de calmarse.

—Tú no entiendes nada —continuó Bast, como si hablara con­sigo mismo además de con Cronista—. Por eso he venido, para explicártelo. Llevo meses esperando que aparezca alguien. Cual­quiera. Incluso si vinieran viejos enemigos a ajustarle las cuentas, sería mejor que ver cómo se consume. Pero he tenido más suerte de la que esperaba. Tú eres perfecto.

—Perfecto ¿para qué? —preguntó Cronista—. Ni siquiera sé dónde está el problema.

—Es como... ¿Conoces la historia de Martin, el fabricante de máscaras? —Cronista negó con la cabeza, y Bast dio un suspiro de frustración—. ¿Y alguna obra de teatro? ¿Has visto El fantas­ma y la pastora, o El rey del medio penique}

Cronista frunció el ceño.

—¿No es esa en la que el rey le vende su corona a un niño huér­fano?

Bast asintió.

—Y el niño se convierte en un rey mejor que el verdadero. La pastora se disfraza de condesa y todo el mundo queda asombrado por su encanto y su elegancia. —Titubeó, buscando las palabras que necesitaba—. Verás, existe una conexión fundamental entre lo que uno parece y lo que uno es. Todos los niños Fata lo saben, pero vosotros, los mortales, no lo veis. Nosotros sabemos lo peli­grosas que pueden resultar las máscaras. Todos nos convertimos en lo que fingimos ser.

Cronista se relajó un poco, pues pisaba terreno conocido.

—Eso es psicología elemental. Si vistes a un mendigo con ropa lujosa, la gente lo trata como a un noble, y el mendigo está a la al­tura de lo que esperan de él.

—Eso solo es la parte más pequeña —replicó Bast—. La ver­dad es mucho más profunda. Es... —Bast se atascó un momento—. Todos nos contamos una historia sobre nosotros mismos. Siempre. Continuamente. Esa historia es lo que nos convierte en lo que somos. Nos construimos a nosotros mismos a partir de esa historia.

Cronista arrugó la frente y despegó los labios, pero Bast levan­tó una mano.

—No, escúchame. Ya lo tengo. Conoces a una chica tímida y sencilla. Si le dices que es hermosa, ella pensará que eres simpáti­co, pero no te creerá. Sabe que esa belleza es obra de tu contem­plación. —Bast se encogió de hombros—. Y a veces basta con eso.

Sus ojos se iluminaron.

—Pero existe una manera mejor de hacerlo. Le demuestras que es hermosa. Conviertes tus ojos en espejos, tus manos en plegarias cuando la acaricias. Es difícil, muy difícil, pero cuando ella se con­vence de que dices la verdad... —Bast hizo un ademán, emociona­do—. De pronto la historia que ella se cuenta a sí misma cambia. Se transforma. Ya no la ven hermosa. Es hermosa, y la ven.

—¿Qué demonios quieres decir? —le espetó Cronista—. Solo dices tonterías.

—Lo que digo es demasiado profundo para que lo entiendas —dijo Bast con enojo—. Pero estás a punto de captarlo. Piensa en lo que ha dicho él hoy. La gente lo tenía por un héroe, y él interpre­taba ese papel. Lo interpretaba como si llevara una máscara, pero al final se lo creyó. Su ficción se convirtió en realidad. Pero ahora...

—Ahora la gente ve a un posadero —dijo Cronista.

—No —dijo Bast en voz baja—. La gente veía a un posadero hace un año. Él se quitaba la máscara cuando salían por la puerta. Ahora él se ve a sí mismo como un posadero, y lo que es peor: como un posadero fracasado. Ya has visto cómo se ha transformado esta noche cuando han entrado Cob y los demás. Has visto esa sombra de un hombre detrás de la barra. Antes era una interpretación...

Bast levantó la cabeza, emocionado.

—Pero tú eres perfecto. Tú puedes ayudarlo a recordar cómo era antes. Hacía meses que no lo veía tan animado. Sé que tú pue­des lograrlo.

Cronista frunció un poco el ceño.

—No sé si...

—Sé que funcionará —insistió Bast—. Yo probé algo parecido hace un par de meses. Conseguí que empezara una autobiografía.

Cronista se enderezó.

—¿Escribió una autobiografía?

—Empezó a escribirla —puntualizó Bast—. Estaba muy emo­cionado, no hablaba de otra cosa. Se preguntaba por dónde tenía que empezar. Después de la primera noche escribiendo, volvió a ser el de antes. Parecía que hubiera crecido un metro y que llevara un relámpago sobre los hombros. —Bast suspiró—. Pero algo sa­lió mal. Al día siguiente, leyó lo que había escrito y le cambió el humor. Dijo que aquella era la peor idea que había tenido jamás.

—¿Dónde están las hojas que escribió?

Bast hizo como si arrugara una hoja y la lanzara.

—¿Qué ponía? —preguntó el escribano.

Bast negó con la cabeza.

—No se deshizo de ellas. Solo... las tiró. Llevan meses encima de su mesa.

La curiosidad de Cronista era casi palpable.

—¿Por qué no...? —Agitó los dedos—. Ya sabes, podrías recu­perarlas.

—Anpauen. No. —Bast estaba horrorizado—. Después de leer­las se puso furioso. —Se estremeció un poco—. No sabes cómo se pone cuando se enfada de verdad. No soy tan tonto como para hacerlo enfadar por una cosa así.

—Sí, supongo que tú lo conoces mejor que yo —dijo Cronista sin convicción.

Bast asintió con ímpetu.

—Exacto. Por eso he venido a hablar contigo. Porque yo lo co­nozco mejor. Tienes que impedir que se concentre en las cosas oscuras. Si no... —Bast se encogió de hombros y repitió la mímica de arrugar y lanzar una hoja de papel.

—Pero yo estoy registrando la historia de su vida. La verda­dera historia. Sin las partes oscuras, solo sería un estúpido cuen... —Cronista no terminó la palabra, y, nervioso, desvió la mirada hacia un lado.

Bast sonrió como un niño que sorprende a un sacerdote blasfe­mando.

—Sigue —dijo con una mirada que denotaba un profundo pla­cer. Una mirada dura, terrible—. Dilo.

—Un estúpido cuento de hadas —obedeció Cronista con un hilo de voz.

Bast esbozó una amplia sonrisa.

—Si crees que nuestras historias no tienen también su lado os­curo, es que no sabes nada de los Fata. Pero aparte de eso, esto es un cuento de seres Fata, porque tú los estás recopilando para mí.

Cronista tragó saliva y se recompuso un poco.

—Lo que quiero decir es que lo que él está contando es una his­toria verídica, y que todas las historias verídicas tienen partes de­sagradables. La suya más que ninguna, me imagino. Son desor­denadas, complicadas y...

—Ya sé que no puedes hacer que no las mencione —le inte­rrumpió Bast—. Pero puedes hacer que no se detenga en ellas. Puedes ayudarlo a recordar lo bueno: las aventuras, las mujeres, las peleas, los viajes, la música... —Bast paró en seco—. Bueno, la música no. No le preguntes sobre eso, ni por qué ya no hace magia.

Cronista frunció el ceño.

—¿Por qué no? Por lo visto, la música...

Bast adoptó una expresión sombría.

—No —dijo con firmeza—. No son materias productivas. Antes te he hecho parar —le dio unos golpecitos en el hombro— porque ibas a preguntarle qué había pasado con su simpatía. Antes no lo sabías. Ahora ya lo sabes. Concéntrate en las proezas, en su astucia. —Agitó las manos—. En ese tipo de cosas.

—En realidad, a mí no me corresponde guiarlo hacia un sitio o hacia otro —dijo Cronista con fría formalidad—. Yo solo soy un recopilador. Solo estoy aquí para registrar la historia. Al fin y al cabo, lo que importa es la historia.

—Al cuerno con tu historia —le espetó Bast—. Harás lo que yo te mande, o te partiré como si fueras una astilla.

Cronista se quedó helado.

—¿Me estás diciendo que trabajo para ti?

—Te estoy diciendo que me perteneces. —Bast se había puesto muy serio—. Hasta la médula. Yo te traje hasta aquí para alcan­zar mi objetivo. Has comido en mi mesa, y te he salvado la vida. —Apuntó al desnudo pecho de Cronista—. Me perteneces tres veces. Eso hace que seas mío. Un instrumento de mi voluntad. Harás lo que yo te ordene.

Cronista levantó un poco la barbilla y su expresión se endu­reció.

—Haré lo que crea conveniente —dijo, y lentamente, llevó una mano hasta el trozo de metal que colgaba de su cuello.

Bast bajó un momento la vista, y luego volvió a alzarla.

—¿Crees que estoy jugando? —preguntó con gesto de incredu­lidad—. ¿Crees que el hierro te protegerá? —Bast se inclinó hacia delante, apartó la mano de Cronista de un manotazo y asió el dis­co de oscuro metal antes de que el escribano pudiera reaccionar. Inmediatamente, el brazo de Bast se puso rígido, y sus ojos se ce­rraron en un gesto de dolor. Cuando los abrió, se habían vuelto de un azul sólido, el color de las aguas profundas o del cielo al ano­checer.

Bast se inclinó hacia delante y acercó su rostro a la cara de Cro­nista. El escribano, presa del pánico, intentó hacerse a un lado y levantarse de la cama, pero Bast lo sujetó por el hombro.

—Escucha lo que voy a decirte, hombrecito —susurró—. No dejes que mi máscara te confunda. Ves motitas de luz en la super­ficie del agua y olvidas la honda y fría oscuridad que hay debajo. —Los tendones de la mano de Bast crujieron cuando apretó el dis­co de hierro—. Escúchame. Tú no puedes hacerme daño. No pue­des huir ni esconderte. No permitiré que me desobedezcas.

Mientras hablaba, los ojos de Bast palidecieron, hasta volverse del puro azul del cielo a mediodía.

—Te lo juro por toda la sal que hay en mí: si contravienes mis deseos, el resto de tu breve existencia será una orquesta de des­gracias. Lo juro por la piedra, el roble y el olmo: te convertiré en mi blanco. Te seguiré sin que me veas y apagaré cualquier chispa de placer que encuentres. Jamás conocerás la caricia de una mujer, un momento de descanso, un instante de paz.

Los ojos de Bast tenían la palidez azulada del relámpago, y su voz era tersa y feroz.

—Y juro por el cielo nocturno y por la luna que si perjudicas a mi maestro, te abriré en canal y saltaré en tus entrañas como un niño en un charco. Encordaré un violín con tus tripas y te haré to­carlo mientras bailo.

Bast se inclinó un poco más, hasta que sus caras quedaron a solo unos centímetros de distancia; tenía los ojos blancos como el ópalo, blancos como la luna llena.

—Eres un hombre instruido. Sabes que no existen los demo­nios. —Bast compuso una sonrisa terrible—. Solo estamos los de mi raza. —Se inclinó un poco más, y Cronista percibió su aliento, que olía a flores—. No eres lo bastante sabio para temerme como deberías temerme. No has oído ni la primera nota de la música que me impulsa.

Bast se apartó bruscamente de Cronista y se retiró unos pasos de la cama. Se quedó plantado al borde de la parpadeante luz de la lámpara, abrió la mano y el disco de hierro cayó al suelo de ma­dera, resonando débilmente. Al cabo de un momento, Bast inspi­ró hondo y se pasó las manos por el cabello.

Cronista se quedó donde estaba, pálido y sudoroso.

Bast se agachó y recogió el anillo sujetándolo por el cordel, roto. Le hizo un nudo al cordel con dedos ágiles.

—Mira, no hay ninguna razón para que no seamos amigos —dijo con naturalidad tendiéndole el collar a Cronista. Sus ojos volvían a ser de un azul humano, y su sonrisa, dulce y encantado­ra—. No hay ninguna razón para que no obtengamos todos lo que queremos. Tú consigues tu historia. Él consigue narrarla. Tú con­sigues saber la verdad. Él consigue recordar quién es en realidad. Ganamos todos, y cada cual sigue su camino, más contento que unas pascuas.

Cronista alargó un brazo para coger el collar. Le temblaba un poco la mano.

—¿Qué consigues tú? —preguntó con un áspero susurro—. ¿Qué esperas obtener tú con todo esto?

La pregunta pilló desprevenido a Bast. Se quedó quieto un momentó, tenso; toda su fluida elegancia lo había abandonado. Por un instante, pareció que fuera a romper a llorar.

—¿Qué quiero? Solo quiero recuperar a Reshi —dijo con voz débil, angustiada—. Quiero que vuelva a ser como era antes.

Hubo un momento de silencio. Bast se frotó la cara con ambas manos y tragó saliva.

—Llevo demasiado tiempo aquí —dijo de pronto. Fue hasta la ventana y la abrió. Pasó una pierna por encima del antepecho y giró la cabeza para mirar a Cronista—. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Algo caliente para beber? ¿Más mantas?

Cronista negó con la cabeza, como aturdido. Bast le dijo adiós con la mano, salió por la ventana y la cerró con cuidado.

















EPÍLOGO

Un silencio triple





Volvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el si­lencio, un silencio triple.

El primer silencio era una calma hueca y resonante, constitui­da por las cosas que faltaban. Si hubiera habido caballos en los es­tablos, estos habrían piafado y mascado y lo habrían hecho peda­zos. Si hubiera habido gente en la posada, aunque solo fuera un puñado de huéspedes que pasaran allí la noche, su agitada respi­ración y sus ronquidos habrían derretido el silencio como una cá­lida brisa primaveral. Si hubiera habido música... pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.

En la posada Roca de Guía, un hombre yacía acurrucado en su mullida y aromática cama. Esperaba el sueño con los ojos abier­tos en la oscuridad, inmóvil. Eso añadía un pequeño y asustado si­lencio al otro silencio, hueco y mayor. Componían una especie de aleación, una segunda voz.

El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá empezaras a notarlo en las gruesas paredes de piedra de la vacía taberna y en el metal, gris y mate, de la espada que colgaba detrás de la barra. Estaba en la débil luz de la vela que alumbraba una habitación del piso de arriba con sombras danza­rinas. Estaba en el desorden de unas hojas arrugadas que se habían quedado encima de un escritorio. Y estaba en las manos del hom­bre allí sentado, ignorando deliberadamente las hojas que había escrito y que había tirado mucho tiempo atrás.

El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscu­ros y distantes, y se movía con la sutil certeza de quienes saben muchas cosas.

La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espe­ra la muerte.












Aquí termina el primer día de la historia de Kvothe. Continuará...