Una de las obras más célebres del Marqués de Sade: la intensa y dramática vida de una joven infortunada. Una historia de sometimientos y vejaciones, en un mundo de goces y placeres extremos.
Primera parte
La
obra maestra de la filosofia sería desarrollar los medios de
que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el
hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer
conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la
espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de
esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferentes, sin haber llegado
todavía a conocerla ni a definirla.
Si,
llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de
los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando
los malvados sólo recogen rosas, personas carentes de un fondo de virtudes lo
bastante probado como para superar tales observaciones ¿no considerarán
entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán
que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que
pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el vacío, y que,
en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como los demás? Algo
más instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no
dirán con el ángel Jesrad, de Zadig,
que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse
al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de producir el bien? ¿No
añadirán que es indiferente al plan general que tal o cual sea preferentemente
bueno o malo; que si el infortunio persigue a la virtud y la prosperidad
acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los proyectos de la naturaleza,
es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados, que prosperan, ' que
entre los virtuosos, que fracasan? Así pues, es importante prevenir esos
peligrosos sofismas de una falsa filosofia; esencial
demostrar que los ejemplos de virtud infortunada presentados a un alma
corrompida, en la que permanecen sin embargo unos cuantos buenos principios,
pueden devolver esta alma al bien con tanta seguridad como si se le hubiera
mostrado en el camino de la virtud las palmas más brillantes y las más halagüeñas
recompensas. Es cruel, sin duda, tener que describir un montón de infortunios
abrumando a la mujer dulce y sensible que mejor respeta la virtud, y por otra
parte la afluencia de prosperidades sobre quienes aplastan o mortifican a esa
misma mujer. Pero si nace, no obstante, un bien del cuadro de esas fatalidades,
¿sentiremos remordimientos por haberlas ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por
haber compuesto unos hechos de los que se derivan para el sensato que lee con
provecho la muy útil lección de la sumisión a las órdenes de la Providencia, y
la advertencia fatal de que, a menudo, para devolvernos a nuestros deberes,
el cielo golpea a nuestro lado al ser que se nos antoja haber cumplido mejor
los suyos?
Tales
son los sentimientos que dirigirán nuestros trabajos, y en consideración a
esos motivos pedimos indulgencia al lector por los sistemas erróneos que
aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las situaciones a
veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante sus
ojos.
La
señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya fortuna
es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos títulos, por
pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por la
impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia credulidad que los
concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular expresión; con esta
incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más a las pasiones,
hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco
malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin embargo sin la
suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la
sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.
Esta
mujer había recibido, no obstante, la mejor educación: hija de un
importantísimo banquero de París, había sido educada con una hermana llamada Justine, tres años menor que ella, en una de las más
famosas abadías de esta capital, donde hasta las edades de doce y quince años,
ningún consejo, ningún maestro, ningún libro, ningún talento habían sido
negados a ambas hermanas.
En
esta época, fatal para la virtud de las dos jóvenes, todo lo perdieron en un
solo día: una espantosa bancarrota precipitó a su padre en una situación tan
cruel que murió de pena. Su mujer le siguió un mes después a la tumba. Dos
parientes fríos y lejanos deliberaron acerca de lo que harían con las jóvenes
huérfanas; la parte que a cada una le correspondía de la herencia, mermada por
las deudas, escasamente llegaba a cien escudos. Como nadie se preocupaba de su
custodia, les abrieron la puerta del convento, les entregaron su dote y las
dejaron libres de ser lo que quisieran.
La
señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de
un carácter e inteligencia prácticamente tan formados como a los treinta años
––edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos a
relatar––, sólo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un
instante en las crueles desgracias que habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su
carácter sombrío y melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de
su situación. Dotada de una ternura y una sensibilidad sorprendentes, en
lugar de la maña y sutileza de su hermana sólo contaba con una ingenuidad y un
candor que presagiaba que cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas
cualidades una fisonomía dulce, absolutamente diferente de aquella con que la
naturaleza había embellecido a Juliette; de
igual manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los
rasgos de ésta, se admiraba el pudor, la decencia y la timidez en la otra; un
aire de virgen, unos grandes ojos azules, llenos de sentimiento y de interés,
una piel deslumbrante, un talle grácil y flexible, una voz conmovedora, unos
dientes de marfil y los más bellos cabellos rubios, así era el retrato de esta
encantadora menor, cuyas gracias ingenuas y rasgos delicados superan nuestros
pinceles.
Les
dieron a ambas veinticuatro horas para abandonar el convento, dejándoles la
tarea de instalarse, con sus cien escudos, donde se les antojara. Juliette, encantada de ser su propia dueña, quiso por
un momento enjugar las lágrimas de Justine, viendo
después que no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de consolarla; le dijo,
con una filosofía muy superior a su edad, que en este mundo sólo había que
afligirse por lo que nos afectaba personalmente; que era posible encontrar en
sí misma unas sensaciones fisicas de una voluptuosidad harto intensa como para
poder apagar todos los afectos morales cuyo choque podría ser doloroso; que era
absolutamente esencial poner en práctica este procedimiento dado que la
verdadera sabiduría consistía infinitamente más en doblar la suma de los placeres
que en multiplicar la de las penas... En una palabra, que nada había que no se
debiera hacer para borrar en uno mismo esta pérfida sensibilidad, de la que
únicamente se aprovechan los demás, mientras que a uno sólo le aporta pesares.
Pero difícilmente se endurece un buen corazón, pues resiste a los
razonamientos de una mala cabeza, consolándose en sus propios goces de las
falsas brillanteces de una mente instruida.
Utilizando
otros recursos, Juliette dijo entonces a su hermana que,
con la edad y la cara que una y otra tenían, era imposible que se murieran de
hambre. Citó a la hija de una de sus vecinas, quien, habiéndose escapado de la
casa paterna, estaba hoy ricamente mantenida y mucho más dichosa, sin duda,
que si hubiera seguido en el seno de su familia; que había que dejar de creer
que era el matrimonio lo que hacía feliz a una joven; que, cautiva bajo las
leyes del himeneo, sólo tendría, a cambio de muchos malos humores que
soportar, una levísima dosis de placeres; mientras que, entregadas al libertinaje,
podrían siempre asegurarse del humor de los amantes, o consolarse de él
mediante el número de éstos.
Justine sintió horror de tales
discursos; dijo que prefería la muerte a la ignominia y, pese a las nuevas
peticiones que le formuló su hermana, se negó insistente mente a vivir con
ella en cuanto la vio decidida a una conducta que la hacía estremecerse.
Por
consiguiente, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna promesa de volver a
verse, dado que sus intenciones se revelaban tan diferentes. Juliette que, según pretendía, se convertiría en una
gran dama, ¿accedería a recibir a una muchacha cuyas inclinaciones, virtuosas
pero humildes, podrían deshonrarla? Y por su parte, ¿Justine aceptaría poner en peligro sus costumbres con
la compañía de una criatura perversa, que acabaría siendo víctima de la crápula
y del desenfreno público? Ambas se dieron, pues, un eterno adiós, y ambas abandonaron
el convento al día siguiente.
Mimada
desde su infancia por la costurera de su madre, Justine cree que esta mujer será sensible a su
desdicha; la visita, le comunica sus infortunios, le pide trabajo... Pero casi
no la reconoce y la despiden duramente.
––¡Oh,
cielos! ––dice la pobre criatura––, íes preciso que los primeros pasos que doy
por el mundo estén ya marcados por la desgracia! Esta mujer me quería antes,
¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy huérfana y pobre; porque ya no tengo
recursos en el mundo, y sólo se aprecia a las personas por las ayudas y los
agrados que se espera recibir de ellas.
Justine, llorosa, visita a su sacerdote;
le describe su estado con el enérgico candor de su edad... Llevaba un vestidito
blanco; sus hermosos cabellos descuidadamente recogidos bajo una gran cofia;
su seno apenas insinuado, oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda
cara algo pálida a causa de las penas que la devoraban; algunas lágrimas caían
de sus ojos y les conferían aún mayor expresión.
––Me
veis, señor... ––le dijo al santo eclesiástico––, sí, me veis en una situación
muy lamentable para una joven; he perdido a mi padre y mi madre... El cielo me
los arrebata en la edad en que más necesitaba su ayuda... Han muerto
arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han dejado
––prosiguió, mostrando sus doce luises––... y
ni un rincón donde reposar mi pobre cabeza... Os apiadaréis de mí, ¿verdad,
señor? Sois ministro de la religión, y la religión siempre fue la virtud de mi
corazón; en nombre del Dios que adoro y del que sois la voz, decidme, como un
segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo que ser?
El
caritativo sacerdote contestó, examinando a Justine, que la parroquia estaba muy cargada; que era difícil que pudiera
hacerse cargo de nuevas limosnas, pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar duro, siempre habría en su
cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras le decía eso, el intérprete de
los dioses le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso
excesivamente mundano para un hombre de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado bien, le
rechazó diciéndole:
––Señor,
yo no os pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado poco que he
abandonado un estado por encima del que puede hacer desear esas dos mercedes
para verme reducida a implorarlas; solicito los consejos que mi juventud y mis
desgracias necesitan, y queréis hacérmelos comprar tal vez demasiado caros.
El
pastor, avergonzado de verse descubierto, rápidamente expulsó a la joven
criatura, y la desdichada Justine,
dos veces rechazada
en el primer día en que se vio condenada al aislamiento,
entra en una casa en la que ve un cartel, alquila un pequeño apartamento
amueblado en la quinta planta, lo paga de antemano, y en él se entrega a unas
lágrimas aún más amargas por lo sensible que es y porque su pequeño orgullo
acaba de ser cruelmente maltratado.
¿Se
nos permitirá abandonarla por algún tiempo aquí, para regresar a Juliette, y para explicar cómo, del simple estado del
que la vimos salir, y sin tener más recursos que su hermana, llegó a ser, sin
embargo, en quince años, mujer con título, propietaria de una renta de treinta
mil libras, bellísimas joyas, dos o tres casas tanto en la ciudad como en el
campo, y, por el instante, el corazón, la fortuna y la confianza del señor de
Corville, consejero de Estado, hombre del mayor crédito y ministro en ciernes?
No hay la menor duda de que su carrera fue espinosa: esas damiselas prosperan
gracias al aprendizaje más vergonzoso y más duro; y una que ahora está en el
lecho de un príncipe todavía lleva seguramente encima las marcas humillantes de
la brutalidad de los libertinos entre cuyas manos la arrojaron su juventud e
inexperiencia.
Al
salir del convento, Juliette buscó a una mujer de la que
había oído hablar a una joven amiga vecina; pervertida como ella deseaba ser y
pervertida por aquella mujer, la aborda con su hatillo bajo el brazo, una
levita azul muy desordenada, los cabellos sueltos, la más bonita cara del
mundo, si es cierto que ante determinados ojos la indecencia pueda ser
atractiva; cuenta su historia a esta mujer, y le suplica que la proteja como ha
hecho con su antigua amiga.
––¿Qué
edad tienes? ––le pregunta la Duvergier.
––Quince años dentro de unos días, señora ––contestó Juliette.
––Y
jamás ningún mortal... ––prosiguió la matrona.
––¡Oh
no, señora!, se lo juro ––replicó Juliette.
––Pero
es que a veces en esos conventos ––dijo la vieja––... un confesor, una
religiosa, una compañera... Necesito pruebas seguras.
No tiene usted más que buscarlas, señora ––contestó
Juliette sonrojándose.
Y
proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado
minuciosamente las cosas por todos los lados:
––Vamos
––le dijo a la joven––, bastará con que te quedes aquí, prestes mucha atención
a mis consejos, presentes un gran fondo de complacencia y de sumisión con mis
clientes, limpieza, economía, franqueza conmigo, habilidad con tus compañeras y
astucia con los hombres, y antes de diez años te pondré en situación de
retirarte a un tercero con una cómoda, dos habitaciones, una criada; y el arte
que habrás adquirido en mi casa te servirá para procurarte el resto.
Hechas
estas recomendaciones, la Duvergier se apodera del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene dinero y, como ésta le
confiesa con excesiva sinceridad que tenía cien escudos, la querida mamá se los
confisca asegurando a su nueva pensionista que invertirá este pequeño capital
en la lotería para ella, pero que no conviene que una joven tenga dinero.
––Es
––le dice–– un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha
buena y bien nacida debe evitar cuidadosamente cuanto pueda arrastrar la hacia
alguna trampa. Te lo digo por tu bien, pequeña ––añadió la dueña––, y debes
agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la nueva es presentada a sus
compañeras; le indican su habitación en la casa, y a partir del día siguiente
sus primicias están en venta.
En
cuatro meses, la mercancía es vendida sucesivamente a cerca de cien personas;
unas se contentan con la rosa, otras más delicadas o más depravadas (pues la
cuestión no está zanjada) quieren abrir el capullo que florece al lado. En cada
ocasión, la Duvergier encoge, reajusta, y durante cuatro meses son siempre las
primicias lo que la bribona ofrece al público. Al término de este espinoso
noviciado, Juliette alcanza finalmente la condición
de hermana conversa; a partir de este momento, es oficialmente admitida como
pupila de la casa, y comparte sus penas y sus beneficios. Otro aprendizaje: si
en la primera escuela, con escasas excepciones, Juliette ha servido a la naturaleza, olvida sus leyes
en la segunda y corrompe por entero sus costumbres; el triunfo que ve cómo
obtiene el vicio degrada por completo su alma; siente que, nacida para el
crimen, por lo menos debe llegar al mayor de ellos y renunciar a languidecer
en un estado subalterno que, haciéndole cometer las mismas faltas,
envileciéndola igualmente, no le acarrea, ni mucho menos, el mismo beneficio.
Gusta a un anciano caballero muy libertino que, en un principio, sólo la
reclama esporádicamente; ella posee el arte de hacerse mantener magníficamente
por él; aparece finalmente en los espectáculos, en los paseos, al lado de las
figuras de la orden de Citeres; la miran, la citan, la envidian, y la
inteligente criatura sabe hacerlo tan bien que en menos de cuatro años arruina
a seis hombres, el más pobre de los cuales tenía cien mil escudos de renta. No
necesitaba más para crearse una reputación; la ceguera de la gente de mundo es
tal que cuanta mayor deshonestidad ha demostrado una de esas criaturas, más
deseosos están de constar en su lista; parece que el grado de su envilecimiento
y de su corrupción se convierte en la medida de los sentimientos que se atreven
a mostrar por ella.
Juliette acababa de alcanzar sus veinte
años cuando un tal conde de Lorsange, gentilhombre angevino, de unos cuarenta
años de edad, se enamoró tanto de ella que decidió darle su apellido: le
reconoció doce mil libras de renta, le aseguró el resto de su fortuna si moría
antes que ella; le dio una casa, servicio, distinción, y una especie de
consideración en la sociedad que en dos o tres años consiguió hacer olvidar sus
comienzos.
Fue
entonces cuando la desdichada Juliette, olvidando
todos los sentimientos de su nacimiento y de su buena educación, pervertida por
malos consejos y libros peligrosos, apresurada por disfrutar a solas, llevar un
nombre y ninguna cadena, osó entregarse a la culpable idea de abreviar los días
de su marido. Una vez concebido este odioso proyecto, lo mimó y lo consolidó
desafortunadamente en uno de esos momentos peligrosos en que las acciones
físicas se ven impelidas por los errores de la moral; instantes en que no nos
negamos a casi nada ni nada se opone a la irregularidad de las ansias o a la
impetuosidad de los deseos, y se aviva la voluptuosidad recibida en proporción
a la cantidad de los frenos que rompe, o a su pureza. Desvanecido el sueño, si
nos volviéramos buenos, el inconveniente seria insignificante, sólo se trataría
de la historia de los errores de entendimiento; sabemos perfectamente que no
ofenden a nadie, pero, desgraciadamente, se llega mas lejos. ¿Qué significará
––nos atrevemos a preguntarnos––, la realización de esta idea, si su mera
presencia nos exalta, nos emociona tan intensamente? Entonces damos vida a la
maldita quimera, y su existencia acaba siendo un crimen.
La
señora de Lorsange lo ejecutó, afortunadamente para ella, con tanto secreto
que estuvo al amparo de cualquier persecución, y sepultó junto con su esposo
las huellas del espantoso delito que le precipitaba a la tumba.
Viéndose
libre y condesa, la señora de Lorsange recuperó sus antiguos hábitos; pero
creyéndose algo en el mundo, puso en su conducta un tanto menos de indecencia.
Ya no era una muchacha mantenida, era una rica viuda que daba estupendas cenas,
a las que tanto nobles como burgueses les encantaba ser admitidos; mujer
decente en una palabra, pero que aun así se acostaba por doscientos luises, y se entregaba por quinientos al mes.
Hasta
los veintiséis años, la señora de Lorsange siguió haciendo brillantes
conquistas; arruinó a tres embajadores extranjeros, cuatro recaudadores de im
puestos, dos obispos, un cardenal y tres caballeros de las órdenes reales; pero
como es inusual pararse después de un primer delito, sobre todo cuando se ha
coronado felizmente, la desgraciada Juliette se
denigró con dos nuevos crímenes semejantes al primero; uno para robar a uno de
sus amantes, que le había confiado una suma considerable, ignorada por la
familia de ese hombre, y que la señora de Lorsange pudo ocultar gracias a esta
espantosa acción; el otro, para poseer cuanto antes un legado de cien mil
francos que uno de sus adoradores le hacía en nombre de un tercero, encargado
de devolver la cantidad después de la defunción. A esos horrores, la señora de
Lorsange juntaba tres o cuatro infanticidios. El temor de estropear su bonito
talle, el deseo de ocultar una doble intriga, todo ello le hizo tomar la
decisión de sofocar en su seno el fruto de sus excesos; y esas fechorías, tan
desconocidas como las anteriores, no fueron óbice para que esta mujer artera y
ambiciosa encontrara diariamente nuevas víctimas.
Es
cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y que
en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los hombres
denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme
esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por
doquier a la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las
personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente; además
del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han seducido sus
éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos
incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja
en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que
les han llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la suerte
persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le
procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.
Esa
era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor de Corville,
de cincuenta años de edad, gozando del crédito y de la consideración que antes
hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente por esa mujer y retenerla para
siempre con él. Sea por las atenciones recibidas, sea por los procedimientos
empleados, o bien por la habilidad de la señora de Lorsange, el señor de
Corville lo había conseguido, y llevaba cuatro años viviendo con ella,
exactamente como con una esposa legítima, cuando la adquisición de una
bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a pasar algún tiempo en
esa provincia.
Un
atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar su paseo
desde la propiedad que habitaban hasta Montargis, encontrándose demasiado cansados
para decidir volver tal como habían venido, se detuvieron en la posada donde
para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde ahí un hombre
a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y fresca, que daba
al patio de esta casa, cuando la diligencia de la que acabamos de hablar entró
en la hospedería.
Es
una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los pasajeros de una
diligencia; es posible apostar por el tipo de personajes que salen de allí y,
si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unos cuantos curas y un fraile,
puede estar casi siempre seguro de ganar. La señora de Lorsange se levanta, el
señor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar en la posada
al traqueteado grupo. Parecía que ya no quedaba nadie en el coche cuando un
jinete de la gendarmería, bajando del pescante, recibió en sus brazos de uno
de sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven de veintiséis a
veintisiete años, vestida con una mala chambra de india y envuelta hasta las
cejas por una gran manteleta de tafetán negro. Estaba maniatada como una
criminal, y tan débil, que seguramente habría caído si sus guardianes no la
hubieran sostenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que suelta la señora
de Lorsange, la joven se gira, y deja ver junto al más bello talle del mundo,
el rostro más noble, más agradable, más interesante, todos los atractivos en
suma más placenteros, hechos mil veces aún más excitantes por la tierna y
conmovedora aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la belleza.
El
señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la miserable
joven. Se acercan, preguntan a uno de los guardias qué ha hecho la infortunada.
––Se
la acusa de tres delitos ––contesta
el jinete––: de asesinato,
de robo y de incendio; pero os confieso que mi compañero y yo jamás hemos
conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y
aparentemente la más honesta.
––¡Ya,
ya! ––dijo el señor de Corville––, ¿no podría tratarse de uno de esos errores
habituales de los tribunales de segundo orden?... i.Y dónde se ha cometido el
delito?
––En
una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad
y, siguiendo la costumbre, la trasladamos a París para la confirmación de su
sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada.
La
señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato, comentó al
señor de Corville que desearía enterarse por boca de la propia joven de la his
toria de sus desdichas, y el señor de Corville, que compartía también el mismo
deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos no
consideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche en
Montargis; pidieron un alojamiento cómodo; el señor de Corville respondió de la
prisionera, la desataron; y cuando le hicieron tomar algunos alimentos, la
señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés,
y que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez inocente, es
tratada, sin embargo, como una criminal, mientras que alrededor de mí... que me
he manchado con crímenes y horrores, todo prospera», la señora de Lorsange,
digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las caricias
que se apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué acontecimiento, con
una apariencia tan dulce, se hallaba en una circunstancia tan funesta.
––Contaros
la historia de mi vida, señora ––dijo la bella infortunada, dirigiéndose a la
condesa––, es ofreceros el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la
inocencia, es acusar a la mano del cielo, es quejarse de las voluntades del
Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados designios... No me
atrevo...
Brotaron
entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante muchacha y, después
de haberlas dejado correr un instante, comenzó su relato en los siguientes
términos:
––Me
permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin ––ser ilustres, fueron
honrados, y en nada me destinaban a la humillación en la que me veis reducida.
Perdí muy joven a mis padres; creí que con la poca ayuda ––que me habían dejado
podría aguardar un empleo conveniente y, rechazando todos los que no lo eran,
me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido, lo poco que poseía; cuanto
más pobre me volvía, más despreciada era; cuanto más apoyo necesitaba, menos
confiaba en obtenerlo; pero de todas las durezas que experimenté en los
comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases horribles que me
dirigieron, sólo os citaré lo que me ocurrió en casa del señor Dubourg, uno de
los más ricos comerciantes de la capital. La mujer en cuya casa me alojaba me
encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían suavizar seguramente el
rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la antecámara de ese hombre,
me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y ocho años de edad, acababa
de salir de la cama, envuelto en una bata flotante que apenas ocultaba su
agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se retiraran y me preguntó qué
quería.
––¡Ay!,
señor ––le contesté confusísima––, soy una pobre huérfana que todavía no tiene
catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio. Imploro vuestra
conmiseración, tened piedad de mí, os lo ruego.
Y
entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo,
quizás incluso la pena que sentía en buscarlo, al no haber nacido para ese
estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de comerme lo poco
que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría
facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia del
infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la
opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg
me preguntó si yo había sido siempre buena.
No
estaría tan pobre ni tan preocupada, señor ––le contesté––, si hubiera querido
dejar de serlo.
––¿A
título de qué ––me replicó a eso el señor Dubourg–– pretendes que las personas
ricas te ayuden si tú no les sirves para nada?
––¿Y
a qué servicio se refiere usted, señor? ––contesté––. No pido otra cosa que
prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir.
––Los
servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa ––me contestó
Dubourg––. No tienes edad ni constitución para colocarte como pides. Mejor
harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de trabajar en encontrar a
alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de
nada en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil
incienso no te alimentará. La cosa que menos halaga a los hombres, aquella a
la que prestan menos atención, la que desprecian más soberanamente, es la
decencia de vuestro sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo
que deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las
mujeres? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten, pero su
castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las personas de
nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como
tú puede agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando cuanto se
quiera su cuerpo?
––¡Oh,
señor! ––contesté con el corazón henchido de
suspiros––. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia entre los hombres?
––Muy
pocas ––replicó Dubourg––. Si se habla tanto de ellas, ¿cómo quieres que
existan? Estamos de vuelta de esta manía de ayudar a los demás gratuitamente;
se ha reconocido que los placeres de la caridad sólo eran goces del orgullo y,
como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido sensaciones más reales.
Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo, era mucho mejor quedarse
como anticipo con todos los placeres que puede ofrecer la lujuria que con los
muy fríos y muy futiles de aliviarla de manera
desinteresada. La reputación de un hombre liberal, caritativo, generoso, no es
nada comparada, en el instante en que mejor se disfruta, con el más ligero
placer de los sentidos.
––¡Oh,
señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el infortunado
perezca!
––Qué
más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la máquina tenga
siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor o menor número
de los individuos que la aprietan?
––Pero
¿creéis que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán a sus padres?
––¡¿Qué
le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?
––¡Sería
mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!
––Probablemente.
Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de los griegos y es la de
los chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o se les da muerte.
¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no pueden contar con la ayuda de
sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido reconocidos, cuando
en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un producto que ya le
sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser
condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y los segundos porque,
al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la sociedad
con unas heces que un día u otro tiene que resultarle funesta; y los otros
porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos clases son para la
sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose del jugo de los
miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres, como esos
vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las
roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar
a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos que se tiene la
extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de
los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su
más vil porción! Pero dejemos una política de la que no debes de entender nada,
hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo corresponde a uno mismo
remediarla?
––¡A
qué precio, santo cielo!
––Al
de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo
demás ––prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la
puerta––, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o libérame de tu
presencia. No me gustan los mendigos...
Corrieron
mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora, que en lugar de
enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el
cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a hacer a la fuerza lo
que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia me
insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la puerta, le
digo mientras escapo:
––¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente
ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu execrable crueldad! No
eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del
aire que respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar
a mi hospedera la acogida de la persona a la que me había enviado, pero cual
fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con reproches en lugar de
compartir mi dolor.
––Miserable criatura ––me dijo encolerizada––, ¿imaginas
que los hombres son tan necios como para dar limosnas a unas muchachitas como
tú, sin exigir el interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado bueno por
haberse portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de
mi casa sin haberme contentado. Pero ya que no quieres aprovechar las ayudas
que te ofrezco, arréglatelas como quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana,
o te envío a la cárcel.
––Señora,
tened piedad...
––Sí,
sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre!
––Pero
¿qué queréis que haga?
––Volver
a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le avisaré.
Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa en
comportarte mejor.
Avergonzada,
desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente rechazada por todo el
mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches (era el nombre de mi
hospedera) que estaba decidida a todo para satisfacerla.
Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado
muy irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor;
que a fuerza de súplicas había conseguido, sin embargo, convencerle de que
volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi conducta
porque si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme
encarcelar de por vida.
Llegué
a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más indecente
que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las características del
exceso estallaban en sus miradas hipócritas.
––Agradece
a la Desroches ––me dice duramente–– que quiera en su favor concederte por un
instante mis bondades. Tienes que sentir lo indigna que eres de ello después de
tu conducta de ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo la más ligera
resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara para llevarte
a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.
––¡Oh,
señor! ––digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel hombre
bárbaro––, cambiad de idea, os lo suplico. Mostraos generoso para ayudarme sin
exigir de mí lo que me cuesta tanto que os ofrecería mi vida antes que
someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los principios
que he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obliguéis, os lo suplico.
¿Podéis concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Os atrevéis a
esperar el placer donde sólo veréis repugnancias? Así que hayáis consumado
vuestro crimen el espectáculo de mi desesperación os colmará de
remordimientos...
Pero
las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron continuar. ¿Cómo
había podido creerme capaz de enternecer a un hombre que ya encontraba en mi
propio dolor un acicate más a sus horribles pasiones? ¡Creeréis, señora, que
inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos, saboreándolos con
inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus criminales tentativas!
Se levanta, y mostrándose finalmente ante mí en un estado en el que la razón
triunfa raras veces, y en el que la resistencia del objeto que la hace perder
no es si no un alimento más al delirio, me agarra con brutalidad, aparta
impetuosamente los velos que todavía siguen ocultando aquello de lo que arde
por disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me halaga... me maltrata y me
acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble de crueldad... de
lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta primera circunstancia
de mi vida, grabar para siempre en mí todo el horror que yo debía sentir por un
tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los males que me amenazaban!
Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin duda; a sus excesos debo mi
salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una muchacha manchada. Los
ardores de Dubourg se apagaron en la efervescencia de sus empresas, el cielo
me vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a entregarse, y la pérdida de
sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de ser su víctima.
Con
ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su debilidad...
Quiso repararlos con nuevos ultrajes y con invectivas aún más mortificadoras.
No hubo nada que no me dijera; nada que no intentara, nada que la pérfida
imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus costumbres no le
hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos de querer actuar,
ya hacía mucho con prestarme: mis remordimientos no se han extinguido... Sin
embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó de enardecerle. Por mucho que
pasara sucesivamente de la ternura al rigor... de la esclavitud a la
tiranía... de la apariencia de la decencia a los excesos de la crápula, ambos
nos encontramos agotados, sin que, afortunadamente, él consiguiera recuperar lo
que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a ello, me hizo prometer
que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor seguridad sólo quiso
darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que regresé a casa de esa mujer,
ultrajada por semejante aventura y totalmente decidida, sucediera lo que
sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se lo advertí al pagarle,
mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese malvado capaz de abusar tan
cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones, lejos de atraer sobre él la
cólera de Dios, sólo consiguieron aportarle fortuna: ocho días después, supe
que el insigne libertino acababa de obtener del gobierno un cargo de
administrador general que aumentaba sus ingresos en más de cuatrocientas mil
libras de rentas. Yo me encontraba absorbida en las reflexiones que nacen
inevitablemente de semejantes inconsecuencias de la suerte, cuando un rayo de
esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.
La
Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa en la que me
recibirían con placer, siempre que me portara bien.
––¡Gracias a Dios, señora! ––le dije,
arrojándome entusiasmada a sus brazos––. Esta es la condición que yo misma
pondría, ¡figuraos si la acepto con gusto!
El
hombre al que debía servir era un famoso usurero de París, que se había
enriquecido no sólo prestando con fianza, sino también robando impunemente a
sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en ello. Vivía en un
segundo piso de la Rue Quincampoix, con una mujer de cincuenta
años, a la que llamaba su esposa, y que era no menos malvada que él.
––Thérèse ––me dijo el avaro (ese era el
nombre que yo había adoptado para ocultar el mío)––, Thérèse, la primera virtud de mi casa, es la probidad.
Si alguna vez os lleváis de aquí la décima parte de un denario, os haré
ahorcar, ya veis, hija mía. El escaso bienestar del que disfrutamos mi mujer y
yo, es el fruto de nuestros inmensos trabajos y de nuestra perfecta
sobriedad... ¡,Comes mucho, pequeña?
––Unas
cuantas onzas de pan al día, señor ––le contesté––, agua y un poco de sopa,
cuando soy tan afortunada de poder tomarla.
––¡Sopa,
diantre, sopa! Oíd esto, amiga mía ––dijo el usurero a su mujer––, asombraos
ante los progresos del lujo: está buscando colocación, se muere de hambre desde
hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros, que trabajamos como galeotes,
apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía, tendrás tres onzas de pan
al día, media botella de agua de río, un viejo traje de mi mujer cada dieciocho
meses, y tres escudos de sueldo al cabo del año, siempre que estemos contentos
de tus servicios, que tu economía responda a la nuestra, y que finalmente hagas
prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu trabajo es poca cosa, se hace
en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar y limpiar tres veces por
semana este apartamento de seis habitaciones, de hacer las camas, de contestar
a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi mujer, de cuidar del perro y
de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla, de ayudar a mi mujer cuando
cocine, y de emplear cuatro o cinco horas al día en coser ropa, medias, gorros
y otras cositas de la casa. Ya ves que no es nada, Thérèse; te sobrará mucho tiempo, te permitiremos
utilizarlo por tu cuenta, siempre que seas buena, hija mía, discreta y sobre
todo ahorrativa, que es lo esencial.
Podéis
imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan horrible como en
el que yo me hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo había infinitamente
más trabajo del que mis fuerzas me permitían emprender, sino que ¿cómo podía
yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no ofrecer resistencia,
y me instalé aquella misma noche.
Si
mi cruel situación me permitiera divertiros un instante, señora, cuando sólo
debo pensar en enterneceros, me atrevería a contaros alguno de los rasgos de
avari cia de que fui testigo en aquella casa; pero a partir del segundo año me
aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil detenerme en unos
detalles divertidos antes de relataros mis infortunios.
Sabréis,
sin embargo, señora, que jamás había otra iluminación, en el apartamento del
señor Du Harpin que la que robaba a la farola felizmente colocada frente a su
habitación; jamás ninguno de los dos utilizaba ropa interior: almacenaban la
que yo cosía, no la tocaban en la vida; las mangas de la casaca del señor, así
como las del traje de la señora, llevaban un viejo par de manguitos cosidos
encima de la tela, que yo lavaba todos los sábados por la noche; nada de
sábanas, nada de toallas, para así evitar el lavado. En su casa jamás se bebía
vino, pues el agua clara, como decía la señora Du Harpin, es la bebida natural
del hombre, la más sana y menos peligrosa. Siempre que cortaban el pan colocaban
una cesta debajo del cuchillo, a fin de recoger las migas que caían: les
añadían puntualmente todos los restos que quedaban de las comidas, y este
manjar, frito el domingo con un poco de mantequilla, componía el yantar de los
días festivos. Nunca había que sacudir las ropas o los muebles, por miedo a
gastarlos, sólo rozarlos ligeramente con un plumero. Los zapatos del señor, así
como los de la señora, reforzados con hierro, eran los mismos que calzaron el
día de su boda. Pero una práctica mucho más extravagante era la que me
obligaban a hacer una vez por semana: había en el apartamento un gabinete
bastante grande cuyas paredes no estaban tapizadas; con un cuchillo tenía que
raspar una cierta cantidad de yeso de esas paredes, que luego pasaba por un
fino tamiz: el resultado de esta operación eran los polvos de tocador con que
yo cubría cada mañana tanto la peluca del señor como el moño de la señora.
¡Pero, ay, ojalá hubiera querido Dios que ésas fueran las únicas torpezas a las
que se entregaban esos malvados! Nada hay más natural que el deseo de conservar
los bienes, pero no lo es tanto el de aumentarlos con los del prójimo. Y no
tardé mucho en descubrir que sólo así se enriquecía Du Harpin.
En
el piso de arriba vivía una persona muy acomodada, que poseía unas alhajas
bastante bonitas, y cuyas pertenencias, sea a causa de la vecindad, sea por
haber pasado por las manos de mi amo, eran muy conocidas por él; le oía a
menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta luises, con la que se habría quedado, decía, de haber
sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa
caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó
la negociación.
Después
de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo, sobre la
utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una espe cie
de equilibrio, que alteraba por completo la desigualdad de las riquezas; sobre
la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte ladrones no
perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una erudición de la
que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado
en toda Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndolo y
recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor como la
destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una palabra,
después de haberme garantizado que, si era descubierta, su crédito me salvaría
de todo, el señor Du Harpin me entregó dos llaves falsas una de
las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde
se hallaba la caja en cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa
caja, porque por un servicio tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo
durante dos años.
––¡Oh,
señor! ––exclamé estremeciéndome ante su
proposición––. ¿Cómo es posible que un amo se atreva a corromper así a su
criado? ¿Qué me impedirá volver contra vos las armas que ponéis en mis manos, y
qué podríais objetarme si un día os hiciera víctima de vuestros propios
métodos?
Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe
subterfugio: me dijo que sólo lo había hecho con la intención de ponerme a
prueba, que tenía mucha suerte de haber resistido a sus proposiciones... que
estaría perdida si hubiera sucumbido... Me conformé con esta mentira, pero
descubrí inmediatamente el error que había cometido al responder con tanta
firmeza: a los malhechores no les gusta encontrar resistencia en quienes
intentan seducir. No existe desdichadamente un punto medio, en cuanto tienes la
mala suerte de haber recibido sus proposiciones: tienes que convertirte
necesariamente en su cómplice ––lo cual es peligroso––, o en su enemigo ––que
todavía lo es más––. Con algo más de experiencia, yo habría abandonado la casa
a partir de ese instante, ¡pero ya estaba escrito en el cielo que cada uno de
mis gestos honestos sería recompensado con nuevos infortunios!
El
señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época
del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin
mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero una
noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo,
oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin
acompañado de un comisario y cuatro soldados de patrulla frente a mi cama.
––Cumplid
con vuestro deber, señor ––dijo al hombre de la justicia––. Esta desgraciada
me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontraréis en su aposento o
entre sus ropas, el hecho es seguro.
––¿Robaros
yo, señor? ––dije, saltando turbadísima de mi cama––. ¡Yo, santo Dios! ¡Ay!
¿Quién mejor que vos sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más convencido que
vos de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la imposibilidad de que yo
la haya cometido?
Pero
el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fueran oídas,
siguió ordenando los registros, y el maldito anillo apareció en mi colchón.
Ante pruebas de esta categoría, no había nada que replicar. Al instante fui
prendida, agarrotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer
escuchar una sola palabra en mi favor.
El
proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no lleva mucho tiempo
en un país donde se considera a la virtud incompatible con la miseria, donde el
infortunio es una prueba decisiva contra el acusado. En esa cuestión, una
injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de cometer el crimen, lo
ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en que se encuentra el
culpable; y a partir del momento que el oro o los títulos no establecen su
inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda entonces
demostrada.*
*
¡Siglos venideros! Ya no veréis ese cúmulo de horrores y de infamias. (N. del A.)
Por
mucho que me defendiera, por mucho que ofreciera los mejores argumentos al
abogado de oficio que me dieron por un instante, mi amo me acusaba, el dia
mante había sido hallado en mi habitación: estaba claro que yo lo había robado.
Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du Harpin, y demostrar que la
desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su venganza y la consecuencia
del deseo que tenía de deshacerse de una criatura que, poseedora de su secreto,
se convertía en su dueña, trataron mis protestas de recriminación, me dijeron
que el señor Du Harpin era reconocido desde hacía más de
veinte años como un hombre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui
trasladada a la Conciergerie,
donde me vi en la
situación de tener que pagar con mi vida el rechazo de participar en un crimen;
iba a morir; sólo un nuevo delito podía salvarme: la providencia quiso que el
crimen sirviera, por lo menos una vez, de égida a la virtud, que la preservara
del abismo donde iba a arrojarla la inepcia de los jueces.
Tenía
a mi lado una mujer de unos cuarenta años, tan celebrada por su belleza como
por la variedad y cantidad de sus fechorías; la llamaban Dubois, y estaba, al
igual que la desdichada Thérése, en vísperas de su ejecución: sólo el método
preocupaba a los jueces. Habiéndose manifestado culpable de todos los crímenes
imaginables, estaban casi obligados a inventar para ella un suplicio nuevo, o
a hacerle sufrir uno del que está exento nuestro sexo. Yo había inspirado una
especie de interés en aquella mujer, interés criminal, sin duda, ya que su
fundamento era, como después supe, el extremo deseo de convertirme en su
prosélita.
Una
noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos perder la vida, la
Dubois me dijo que no me acostara, y que con ella aguardase lo más cerca posible
de las puertas de la prisión.
––Entre
las siete y las ocho ––prosiguió–– el fuego prenderá en la Conciergerie, me he encargado de que así sea. Sin duda,
muchas personas se abrasarán, pero no importa, Thérèse ––se atrevió a decirme la malvada––. La
suerte de los demás no cuenta cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo
seguro es que nos salvaremos; cuatro hombres, cómplices y amigos, se reunirán
con nosotras, y yo respondo de tu libertad.
Ya
os he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar mi
inocencia, sirvió al crimen favoreciendo a mi protectora. El fuego prendió, el
incendio fue horrible, hubo veintiuna personas abrasadas, pero nosotras escapamos.
Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del bosque de Bondy,
íntimo amigo de nuestra banda.
––Ya
estás libre, Thérèse ––me dijo entonces la Dubois––,
ahora puedes elegir el tipo de vida que te guste, pero si tuviera que darte un
consejo, te diría que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como ves,
jamás te han favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del
cadalso, un crimen espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas
acciones en el mundo, ¡y si vale la pena inmolarse por ellas! Eres joven y
bonita, Thérèse: en dos años yo me hago cargo de
tu fortuna. Pero no imagines que te conduciré a su templo por los senderos de
la virtud: cuando alguien quiere abrirse paso, mi querida muchacha, hay que
emprender más de un oficio y servirse de más de una intriga. Así que decídete,
en esta choza no estamos seguras y tenemos que irnos dentro de pocas horas.
––¡Oh,
señora! ––le dije a mi bienhechora––, os debo grandes favores, y nada mas lejos
que querer olvidarlos. Me habéis salvado la vida, y es espantoso para mí que
haya sido gracias a un crimen. Creed que si hubiera tenido que cometerlo,
habría preferido mil muertes al dolor de participar en él. Soy consciente de
todos los peligros que he corrido por haberme abandonado a los sentimientos
honrados que siempre permanecerán en mi corazón. Pero sean cuales sean, señora,
las espinas de la virtud, las preferiré en cualquier momento a los peligrosos
favores que acompañan al crimen. Tengo grabados unos principios religiosos
que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la Providencia me hace
penosa la carrera de la vida, es para compensarme de ello en un mundo mejor.
Esta esperanza me consuela, endulza mis penas, apacigua mis quejas, me
refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males que Dios
quiera enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma si yo
acabara por mancillarla con crímenes, y junto al temor de los castigos de este
mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los suplicios del otro, que no me
abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.
––Son
sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija mía ––replicó
la Dubois enarcando las cejas––. Créeme, deja de lado la justicia de Dios, sus
castigos o sus recompensas futuras. Todas esas tonterías sólo sirven para que
muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!,
la dureza de los
ricos legitima el mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a
nuestras necesidades, que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes
podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio,
nuestra paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo
sirvan para aumentar nuestros grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y
seríamos muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el yugo con que su
crueldad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si la suerte se complace en estorbar este
primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde corregir sus
caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más
fuerte. Me gusta oír a la gente rica, a la gente con título, a los magistrados,
a los curas, ¡me gusta verles predicarnos la virtud! Es muy difícil asegurarse
contra el robo cuando se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir;
muy incómodo no concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de
aduladores o de esclavos para quienes nuestras voluntades son leyes; muy
penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio, cuando a cada hora se está
rodeado de los manjares más suculentos; les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando
no tienen ningún interés en mentir!... Pero nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara,
con la que cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a
arrastrarnos por la humillación como la serpiente por la hierba; nosotros, a
los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los que se tiraniza,
porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos
pasos sólo encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando
sólo su mano nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos conserva
en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente sometidos y
degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de
la Fortuna, nos reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la
necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso! No, Thérèse, no: o esta Providencia que tú reverencias
sólo merece nuestro desprecio, o no son éstas en absoluto sus voluntades. Conócela
mejor, hija mía, y convéncete de que si nos pone en situaciones en las que el
mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de
ejercerlo, es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto
con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el estado de la igualdad,
quien la altera no es más culpable que quien procura restablecerla. Ambos
actúan de acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y
disfrutar.
Confieso
que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de esta mujer
astuta, pero una voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas en mi
corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois que estaba decidida a no
dejarme corromper jamás.
––¡Bien! ––me contestó––, haz lo que
quieras. Te abandono a tu mala suerte. Pero si alguna vez te atrapan y te
llevan a la horca, destino del que probable mente no podrás escapar, por esa
fatalidad que salva inevitablemente al crimen inmolando a la virtud, acuérdate
por lo menos de no hablar jamás de nosotros.
Mientras
razonábamos así, los cuatro compañeros de la Dubois bebían con el cazador
furtivo, y como el vino apresta el alma del malhechor a nuevos crímenes y le
hace olvidar los antiguos, al enterarse los malvados de mis resoluciones
decidieron convertirme en una víctima, ya que no podían tenerme como cómplice.
Sus principios, sus costumbres, el sombrío reducto en que estábamos, la
especie de seguridad en la que se creían, su borrachera, mi edad, mi inocencia,
todo les estimuló. Se alzan de la mesa, celebran consejo, consultan a la
Dubois, actitudes cuyo lúgubre misterio me hace estremecer de horror, y toman
el acuerdo de que tengo que prestarme inmediatamente a satisfacer los deseos de
los cuatro, de buen grado, o a la fuerza. Si lo hago de buen grado, cada uno de
ellos me pagará un escudo para mis propios usos; si tienen que utilizar la
violencia, lo harán igual, pero, para que el secreto quede mejor guardado, me
apuñalarán después de haberse solazado y me enterrarán al pie de un árbol.
No
necesito describiros el efecto que me causó esta cruel proposición, señora, lo
comprendéis fácilmente. Me arrojé a las rodillas de la Dubois, le imploré que
fuera por segunda vez mi protectora. La deshonesta criatura sólo se rió de mis
lágrimas.
––¡Oh,
pero vamos! ––me dijo––, ¡vaya desgracia la tuya!... ¡,Cómo? ¿Te estremeces
ante la obligación de servir sucesivamente a cuatro buenos mozos como éstos?
¡No sabes que hay diez mil mujeres en París que darían la mitad de su oro o de
sus joyas por ocupar tu lugar! Escucha ––añadió sin embargo después de una
breve reflexión––, yo tengo bastante dominio sobre esos truhanes para conseguir
tu perdón, siempre que te hagas digna de él.
––¡Ay,
señora! ¿Qué debo hacer? ––exclamé
llorando––.
Ordenádmelo, estoy dispuesta a todo. ––Seguirnos, alistarte con nosotros, y
cometer los mismos actos sin la más ligera repugnancia: sólo a este precio yo
te libraré del resto.
Creí
que no debía titubear. Al aceptar esta cruel condición, corría nuevos
peligros, de acuerdo, pero serían menos perentorios que éstos. Es posible que
pudiera prevenirlos, mientras que nada era capaz de sustraerme a los que me
amenazaban.
––Iré
a todas partes, señora ––dije apresuradamente a la Dubois––, iré a todas
partes, os lo prometo. Sal
vadme
de la furia de estos hombres, y no os abandonaré en toda mi vida.
––Hijos
míos ––dijo la Dubois a los cuatro bandidos––, esta joven ya es de la banda, yo
la recibo y protejo en ella. Os suplico que no la violentéis. No la asqueemos
de su oficio desde el primer día. Ya veis que su edad y su aspecto pueden
sernos útiles, utilicémosla para nuestros intereses y no la sacrifiquemos a
nuestros placeres.
Pero
las pasiones llegan a tener un grado de intensidad en el hombre en el que ya
nada puede retenerlas. Las personas que tenía enfrente eran incapaces de atender
a nada, me rodearon los cuatro, devorándome con sus miradas inflamadas,
amenazándome de una manera aún más terrible, dispuestos a atraparme, dispuestos
a inmolarme.
––Es
preciso que pase por ahí ––dijo uno de ellos––, no podemos darle cuartel, ¿o es
que para formar parte de una banda de ladrones hay que dar pruebas de virtud?
¿No nos será igual de útil desvirgada que virgen? Ya os dais cuenta, señora, de
que suavizo las expresiones. Atenuaré de igual manera las descripciones, porque,
¡ay!, la obscenidad de su color es tal que vuestro pudor sufriría con su
crudeza tanto como mi timidez. Víctima dulce y temblorosa, ¡ay!, yo me
estremecía aterrorizada. Apenas tenía fuerzas de respirar. Arrodillada ante
los cuatro, a veces mis débiles brazos se levantaban para implorarles y otras
para conmover a la Dubois.
––Un
momento ––dijo un tal «Corazón-de-Hierro» que parecía el jefe de la banda, hombre
de treinta y seis años, con la fuerza de un toro y apariencia de sátiro––; un
momento, amigos míos. Podemos contentar a todo el mundo. Como la virtud de
esta chiquilla le es tan preciosa, y, si como dice muy bien la Dubois, esta
cualidad, utilizada de otra manera, podría resultarnos necesaria, dejémosla.
Ahora es preciso que nos apacigüemos. No perdamos la calma, Dubois, porque en
el estado en que nos encontramos, es posible incluso que te degolláramos si te
opusieras a nuestros deseos.
Que
Thérése se quede al instante tan desnuda como el día que vino al mundo, y que
se preste de ese modo a las diferentes posiciones que se nos antoje exigirle,
mientras, la Dubois apagará nuestros ardores y quemará el incienso en esos
altares cuya entrada nos niega esta criatura.
––¡Desnudarme!
––exclamé––. ¡Oh, cielos! ¿Qué me exigís? Cuando me vea entregada de esta
manera a vuestras miradas, ¿quién podrá asegurarme que...?
Pero
«Corazón-de-Hierro», que no parecía de humor para mas concesiones ni de retener
sus deseos, me maltrató golpeándome de una manera tan brutal que comprendí que
la obediencia era la única solución. Se entregó en manos de la Dubois, puesta
por él más o menos en el mismo desorden que yo, y así que estuve como él
deseaba, después de hacerme colocar los brazos en el suelo, lo que me dejaba en
una posición parecida a un animal, la Dubois apagó sus ardores acercando a una
especie de monstruo exactamente a los peristilos de uno y otro altar de la
naturaleza, de tal modo que a cada sacudida ella tuvo que golpear fuertemente
estas partes con su mano abierta, al igual que antaño el ariete las puertas de
las ciudades asediadas. La violencia de los primeros ataques me hizo recular;
«Corazón-de-Hierro», enfurecido, me amenazó con tratamientos más duros si me
sustraía a aquéllos. La Dubois recibe la orden de empujar con mayor fuerza, uno
de esos libertinos sujeta mis hombros y me impide tambalearme a causa de los
empujones: son tan rudos que acabo magullada, y sin poder evitar ninguno.
––A
decir verdad ––dijo «Corazón-de-Hierro» balbuceando––, en su lugar, preferiría
abrir las puertas que verlas así quebrantadas, pero si no quiere, no
asistiremos a su rendición... ¡Con fuerza... con fuerza, Dubois!...
Y
el estallido de los fuegos de ese libertino, casi tan violento como el del
rayo, se aniquiló sobre las brechas que embistió sin llegarlas a entreabrir.
El
segundo me hizo arrodillar entre sus piernas, y mientras la Dubois le
apaciguaba como al otro, dos acciones le ocupaban por entero: a veces golpeaba
con la palma abierta, pero de manera muy nerviosa, bien mis mejillas o bien mi
seno, y otras su boca impura hurgaba en la mía. Mi rostro y mi pecho se
volvieron al instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y
las lágrimas caían de mis ojos. Le irritaron; aumentó su esfuerzo. En ese
momento, me mordió la lengua, y las dos fresas de mis senos estaban tan magulladas
que me eché hacia atrás, pero algo me sujetaba. Me echaron sobre él, me sentí
abrazada con mayor fuerza por todas partes, y alcanzó el éxtasis...
El
tercero me hizo subir a dos sillas alejadas, y sentándose debajo, excitado por
la Dubois colocada entre sus piernas, me obligó a agacharme hasta que su boca
quedara perpendicular al templo de la naturaleza. No podéis imaginaros, señora,
lo que este obsceno se atrevió a desear: con ganas o sin ellas, tuve que
satisfacer mis necesidades menores... ¡Santo cielo! ¡Qué hombre tan depravado
puede sentir un instante de placer en semejantes cosas!... Hice lo que quería,
lo inundé, y mi absoluta sumisión consiguió de ese malvado una ebriedad que
nada habría logrado sin esta infamia.
El
cuarto me ató unos cordeles a todas las partes donde era posible fijarlos y
sostenía el ovillo en su mano, sentado a siete u ocho pies de mi cuerpo, fuertemente
excitado por los manoseos y los besos de la Dubois. Yo estaba de pie, y el
salvaje aumentaba su placer tirando fuertemente de cada una de las cuerdas. Me
tambaleaba, perdía a cada instante el equilibrio, y él se extasiaba con cada
uno de mis traspiés. Al fin, tiró de todos los cabos a un tiempo, con tanta
precipitación, que caí al suelo a su lado. Ese era su único objetivo, y mi
frente, mi seno y mis mejillas recibieron las pruebas de un delirio que sólo
debía a esta manía.
Eso
fue lo que soporté, señora, pero mi honor se vio por lo menos respetado, aunque
mi pudor no lo fuera. Algo más calmados, los bandidos hablaron de reanudar el
camino, y aquella misma noche llegaron al Tremblay con la intención de
acercarse a los bosques de Chantilly, donde confiaban dar algunos
buenos golpes.
Nada
igualaba mi desesperación al verme obligada a acompañarlos, y sólo lo hice
absolutamente decidida a abandonarlos en cuanto pudiera hacerlo sin riesgos.
Al día siguiente nos acostamos en los alrededores de Louvres,
en unos almiares.
Yo quise ampararme en la Dubois, y pasar la noche a su lado, pero me pareció
que ella tenía la intención de dedicarla a una cosa distinta a preservar mi
virtud de los ataques que yo temía. La rodearon tres, y la abominable criatura
se entregó a los tres al mismo tiempo. El cuarto se acercó a mí, era el jefe.
––Hermosa
Thérése ––me dijo––, confío en que no me negaras por lo menos el placer de
pasar la noche a tu lado. ––Y como se dio cuenta de mi extraordinaria
repugnancia, añadió––: No temas, charlaremos, y no haré nada en contra de tu
voluntad. Pero, Thérèse ––continuó abrazándome––, ¿no
es una gran insensatez tu pretensión de mantenerte pura con nosotros? Aunque
llegáramos a consentirlo, ¿cómo compaginarlo con los intereses de la banda? Es
inútil que te lo ocultemos, querida niña, pero hemos pensado que, cuando
vivamos en las ciudades, cazaremos a nuestras víctimas con las trampas de tus
encantos.
––Pues
bien, señor ––contesté––, ya que está claro que preferiré
la muerte a esos horrores, ¿para qué puedo serviros?, ¿por qué os oponéis a mi
huida?
––Claro
que nos oponemos a eso, ángel mío ––contestó «Corazón-de-Hierro»––, tienes que
servir a nuestros intereses o a nuestros placeres. Tus desgracias te impo nen
ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya sabes, Thérèse, que no
hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y decide tú misma
tu suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en pertenecerme y te
evitaré el triste papel que tienes adjudicado.
––¡Yo,
señor! ––exclamé––, ¡convertirme en la querida de
un...!
––Pronuncia
la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un bribón, ¿no
es cierto? Lo confieso, pero no puedo ofrecerte otros títulos. Ya puedes
imaginarte que nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento, Thérèse, y puesto que sentimos igual desprecio por
todos, jamás nos acercamos a ninguno. Sin embargo, razona un poco: en la
inevitable necesidad en que te hallas de perder lo que tanto quieres, ¿no es
mejor sacrificarlo a un solo hombre, que se convertirá a partir de entonces en tu
apoyo y tu protector, que prostituirse a todos?
––Pero
¿cómo es posible ––contesté––
que no haya otra
solución?
––Porque
estás en nuestras manos, Thérèse,
y la razón del más
fuerte siempre es la mejor, como dijo hace tiempo La Fontaine. A decir verdad ––prosiguió rápidamente––, ¿no
es una ridícula extravagancia conceder, como tú haces, tanto valor a la más
banal de las cosas? ¿Cómo puede ser una muchacha tan necia como para creer que
la virtud depende de una mayor o menor amplitud en una de las partes de su
cuerpo? ¿Eh? ¿Qué puede importar a los hombres o a Dios que esta parte esté
intacta o ajada? Y te digo más: si la intención de la naturaleza es que cada
individuo cumpla aquí abajo las funciones para las que ha sido formado, y la
única razón de existir de las mujeres es servir de goce a los hombres, resistir
de ese modo a la función que te ha encomendado es insultarla abiertamente. Es
querer ser una criatura inútil para el mundo y, por consiguiente, despreciable.
Esta quimérica castidad, que desde tu infancia han cometido la absurdidad de
presentártela como una virtud y que, muy lejos de ser útil a la naturaleza y a
la sociedad, ultrajaba visiblemente a ambas, no es más que una testarudez
reprensible de la que una persona tan inteligente como tú no debiera sentirse
culpable. Pero no importa y sigue escuchándome, querida muchacha, porque voy a
demostrarte el deseo que tengo de complacerte y de respetar tu debilidad. No
tocaré, Thérèse, ese fantasma cuya posesión tanto
te deleita. Una muchacha tiene más de un favor que conceder, y Venus puede ser
celebrada en ella en más de un templo. Me contentaré con el más mediocre. Ya
sabes, querida, que al lado de los altares de Cipris, hay un antro oscuro
donde acuden a aislarse los Amores para seducirnos con mayor energía; ese será
el altar donde quemaré el incienso. Allí no hay el menor inconveniente. Si los
embarazos te asustan, Thérèse,
de esa manera no
pueden producirse: tu bonito talle no se deformará jamás. Y las primicias que
te resultan tan dulces se conservarán sin quebranto, y sea cual sea el uso que
de ellas quieras hacer, podrás ofrecerlas puras. Nada puede traicionar a una
muchacha desde ese punto de vista, por rudos y múltiples que sean los ataques.
Así que la abeja ha libado el jugo, el cáliz de la rosa se cierra, y nadie es
capaz de imaginar que alguna vez haya podido entreabrirse. Hay muchachas que
han disfrutado diez años de esta manera, e incluso con varios hombres, y no por
ello han dejado de casarse después y pasado por intactas. ¡Cuántos padres,
cuántos hermanos, han abusado así de sus hijas o de sus hermanas, sin que ellas
se hayan vuelto menos dignas de sacrificar después su himeneo! ¡A cuántos
confesores también no ha servido esta misma ruta para solazarse, sin que los
padres tuvieran la menor idea! En una palabra, es el asilo del misterio, donde
se encadena a los Amores con los vínculos de la prudencia... ¿Tengo que
decirte más, Thérèse? Aunque este templo sea el más
secreto, también es el más voluptuoso. Ahí sólo se encuentra lo necesario para
la felicidad, y la vasta comodidad de su vecino está muy lejos de valer los
excitantes atractivos de un local que se alcanza con esfuerzo, y en el que te
alojas con trabajo. Hasta las mujeres ganan con ello, y aquellas a las que la
razón obliga a conocer este tipo de placeres, jamás lamentarán los otros. Pruébalo,
Thérèse, pruébalo, y los dos estaremos
contentos.
––¡Oh,
señor! ––contesté––,
no
tengo ninguna experiencia sobre ese terreno, pero he oído decir que el
extravío que preconizáis, señor, ultraja a las mujeres de una manera aún más
sensible... ofende más gravemente la naturaleza. La mano del cielo se venga en
este mundo, y Sodoma puede servir de ejemplo.
––¡Qué
inocencia, querida, qué chiquillada! ––prosiguió el libertino––. ¿Quién te ha
enseñado estas cosas? Préstame un poco más de atención, Thérèse, y te haré cambiar de idea. La pérdida de la
semilla destinada a propagar la especie humana, hija mía, es el único crimen
posible. En este caso, si esta semilla ha sido metida en nuestro cuerpo con el
único fin de la propagación, acepto que desviarla sea una ofensa. Pero si queda
demostrado que al colocar esta semilla en nuestros riñones, la naturaleza está
muy lejos de haber tenido el objetivo de emplearla por entero en la
propagación, ¿qué más da, en este caso, Thérèse, que se
pierda en un lugar o en otro? El hombre que entonces la desvía no ocasiona
mayor daño que la naturaleza, que tampoco la emplea. Ahora bien, estas pérdidas
de la naturaleza que a nosotros sólo nos corresponde imitar, ¿acaso no se
producen en muchísimos casos? En principio, la posibilidad de hacerlas es una
primera prueba de que no la ofenden en absoluto. Estaría en contra de todas las
leyes de la equidad y de la profunda sabiduría, que le reconocemos en todo,
que permitiera lo que la ofende. En segundo lugar, estas pérdidas son
ejecutadas cien y hasta cien millones de veces todos los días por ella misma.
Las poluciones nocturnas, la inutilidad de la semilla en la época de los
embarazos de la mujer, ¿no son pérdidas autorizadas por sus leyes? Las cuales
nos demuestran que, indiferente al destino de este licor al que cometemos la
estupidez de conceder tanta importancia, nos permite malgastarlo con la misma
despreocupación con que ella la practica todos los días; que tolera la propagación,
pero siempre que la propagación entre en sus cálculos; que sí quiere que nos
multipliquemos, pero que, no ganando más en este acto que en su contrario, la
elección que nosotros hagamos le es indiferente; que, dejándonos dueños de
crear, de no crear o de destruir, no la contentaremos ni la ofenderemos en
mayor medida adoptando, ante una u otra opción, la que más nos convenga; y que
la que elijamos, al no ser más que el resultado de su poder y de su acción
sobre nosotros, es mucho más probable que le guste que susceptible de
ofenderle. Ah, puedes creer, Thérèse, que la
naturaleza se inquieta muy poco ante esos misterios a los que nosotros
cometemos la extravagancia de consagrarles un culto. Sea cual sea el templo en
el que se sacrifica, si permite que el incienso arda en él, es que el homenaje
no la ofende. El mal uso o las pérdidas de la semilla que sirve para la
reproducción, la extinción de esta semilla cuando ha germinado, el aniquilamiento
de este germen incluso mucho tiempo después de su formación, todo eso, Thérèse, son crímenes imaginarios que no interesan
para nada a la naturaleza, y de los que se ríe como de todas nuestras
instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar de servirla.
«Corazón-de-Hierro»
se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no tardé en verle en el estado
que tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar más peso a la lección,
juntar inmediatamente la práctica al precepto; y sus manos, pese a mis
resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor quería
penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por las
seducciones de aquel malvado; contenta, al ceder un poco, de salvar lo que
parecía más esencial; sin pensar ni en las inconsecuencias de sus sofismas, ni
en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor de
unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer
en el lugar más permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía
seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos fascinados por todo
eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en
criminal; mis resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente
vencedor sólo se ocupaba de instalarse en él, cuando en el camino real se oyó
el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante sus placeres
por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después
oímos unos gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y
cargados de trofeos.
Huyamos
rápidamente ––dijo «Corazón-de-Hierro»––, hemos matado a tres hombres, los
cadáveres están en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.
Reparten
el botín. «Corazón-de-Hierro» quiere que yo tenga mi parte. Ascendía a veinte luises, y me fuerzan a tomarlos. Yo me estremezco
ante la obligación de conservar ese dinero; sin embargo, nos acucian, todos se
preparan y partimos.
Al
día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly. Durante
la cena, contaron lo que les había valido su última operación, y evaluando
sólo en doscientos luises la totalidad de la presa, uno de
ellos dijo:
––¡A
decir verdad, no valía la pena cometer tres asesinatos por una suma tan
pequeña!
––Calma, amigos míos ––contestó la
Dubois––. No era por la cantidad por lo que yo misma os he exhortado a no
perdonar a esos viajeros, sino sólo por nuestra seguridad. Son las leyes las
culpables de estos crímenes, no nosotros: mientras ajusticien tanto a los
ladrones como a los asesinos, jamás se cometerán robos sin asesinatos. Como los
dos delitos se castigan en igual medida, ¿por qué negarse al segundo si puede
encubrir el primero? ¿De dónde sacáis además ––prosiguió esta horrible criatura––
que doscientos luises no valgan tres asesinatos? Siempre
hay que calcular las cosas por la relación que guardan con nuestros intereses.
La pérdida de la vida de cada uno de los seres sacrificados tiene un valor nulo
en relación con nosotros. Probablemente no daríamos ni un óbolo para que esos
individuos siguieran vivos o en la tumba; por consiguiente, si el interés más
mínimo se nos ofrece con uno de los casos, debemos sin ningún remordimiento
decidirlo preferentemente a nuestro favor; pues, ante una cosa totalmente
indiferente, debemos, si somos prudentes y podemos permitírnoslo, inclinarla
claramente del lado que nos resulte ventajoso, pasando por alto todo lo que en
ella pueda perder el adversario, porque no hay ninguna proporción razonable
entre lo que nos afecta y lo que afecta a los demás. Lo primero lo sentimos
físicamente, lo segundo sólo moralmente, y las sensaciones morales son
engañosas mientras que la verdad sólo está en las sensaciones físicas. Así, no
sólo doscientos luises compensan los tres asesinatos,
sino que treinta sueldos también los habrían compensado, pues los treinta
sueldos nos habrían procurado una satisfacción que, aunque pequeña, debe de
todos modos afectarnos mucho más vivamente de lo que puedan hacerlo los tres
asesinatos, que para nosotros no son nada, y de cuya lesión sólo nos llega un
rasguño. La debilidad de nuestras voces, la ausencia de reflexión, los malditos
prejuicios en los que se nos ha educado, los vanos terrores de la religión o de
las leyes, eso es lo que frena a los necios en la carrera del crimen, lo que
les impide ir a lo grande. Pero todo
individuo dotado de fuerza y de vigor, provisto de un espíritu enérgicamente
organizado, que se prefiere, como es debido, a los demás, sabrá sopesar sus
intereses en la balanza de los propios, burlarse de Dios y de los hombres,
desafiar la muerte y despreciar las leyes; y totalmente convencido de que sólo
a él debe referirlo todo, sentirá que el número más amplio imaginable de
lesiones ajenas, que no le duelen fisicamente en
absoluto, no puede ser comparado con el más leve de los goces comprados con
este conjunto increíble de fechorías. El placer le halaga, está en su
interior: el efecto del crimen no le afecta, está fuera de él. Ahora bien, yo
os pregunto ¿qué hombre razonable no preferirá lo que lo deleita a lo que le es
extraño, y no accederá a cometer esta cosa extraña que no le produce ninguna
molestia, para granjearse aquella que lo conmueve agradablemente?
––¡Oh,
señora! ––dije a la Dubois, pidiéndole permiso para responder a sus execrables
sofismas––, ¿no os dais cuenta de que vuestra condena está escrita en lo que se
os acaba de escapar? Sólo a un ser tan poderoso como para no tener que temer
nada de los demás podrían convenir semejantes principios, pero nosotros,
señores, perpetuamente en el temor y la humillación, nosotros, proscritos de
todas las gentes honradas, condenados por todas las leyes, ¿debemos admitir
estos sistemas que sólo pueden afilar contra nosotros la espada que cuelga
sobre nuestras cabezas? Si no nos encontráramos en esta triste posición, si
estuviéramos en el centro de la sociedad... si nos halláramos, en fin, donde
deberíamos hallarnos, sin nuestra mala conducta y sin nuestras desdichas, ¿no
creéis que tales máximas podrían resultarnos más convenientes? ¿Cómo queréis
que no perezca aquel que, por un ciego egoísmo, pretende luchar a solas contra
los intereses de los demás? ¿Acaso la sociedad no está autorizada a no soportar
jamás en su seno al que se manifiesta en contra de ella? Y el individuo que se
aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede vanagloriarse de vivir feliz y
tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no consiente en ceder una pequeña
––parte de su felicidad para garantizar la restante? La sociedad
sólo se sostiene mediante intercambios perpetuos de favores, que son los vínculos
que la cimentan; aquel que, en lugar de esos favores, sólo ofrezca crímenes,
deberá ser temido a partir de entonces, y será necesariamente atacado, si es el
más fuerte, y sacrificado por el primero al que ofenda, si es el más débil;
pero destruido en cualquier caso por la poderosa razón que obliga al hombre a
asegurar su reposo y a dañar a los que quieren turbarlo. Esta es la razón que
hace casi imposible la duración de las asociaciones criminales: al oponer
únicamente unas puntas aceradas a los intereses de los demás, todos deben
reunirse sin demora para mellar su aguijón. Incluso entre nosotros, señora, me
atrevo a añadir, ¿cómo os vanagloriaréis de mantener la concordia cuando
aconsejáis a cada uno que atienda únicamente sus propios intereses? ¿Podréis a
partir de entonces objetar algo justo a aquel de nosotros que quiera apuñalar
a los demás, y que lo haga, para hacerse sólo él con la parte de sus
compañeros? ¡Ay! ¡Qué mejor elogio de la virtud que la prueba de su necesidad,
incluso en una sociedad criminal... que la certidumbre de que esa sociedad no
se sostendría ni un momento sin la virtud!
––Eso
que argumentas, Thérèse, sí que son sofismas terció
«Corazón-de-Hierro»––, y no lo que había dicho la Dubois. No es en absoluto la
virtud lo que sostiene nuestras asociaciones criminales: es el interés, el
egoísmo. Así que es totalmente falso ese elogio de la virtud que has deducido
de una hipótesis quimérica. En absoluto es por virtud por lo que, creyéndome,
como supongo, el más fuerte de la banda, no apuñalo a mis camaradas para
arrebatarles su parte; es, más bien, porque, encontrándome solo, me privaría
de los medios que espero de su ayuda para asegurarme la fortuna. Este motivo
es, igualmente, el único que retiene su brazo en contra de mí. Ahora bien, como
ves, Thérèse, este motivo sólo es egoísta y no
tiene la mas ligera apariencia de virtud. Dices que quien quiere luchar a
solas contra los intereses de la sociedad tiene que dar por supuesto que
perecerá. ¿No perecerá con mucha mayor seguridad si sólo tiene para existir su
miseria y el abandono de los demás? Lo que llamamos interés de la sociedad no
es otra cosa que la suma de los intereses particulares reunidos, pero sólo
cediendo este interés particular se puede coincidir y colaborar con los intereses
generales. Ahora bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si lo hace,
no me negaras que su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente más de lo
que recibe, y en tal caso la desigualdad de la transacción debe impedir que la
cumpla. Atrapado en esta situación, lo mejor que puede hacer ese hombre ¿no es
alejarse de esta sociedad injusta para conceder los derechos a una sociedad
diferente que, situada en la misma posición que él, tenga interés en combatir,
con la reunión de sus pequeños poderes, el poder más amplio que quería obligar
al desdichado a ceder lo poco que tenía para no recibir nada de los demás? Pero
de ahí nacerá, me dirás, un estado de guerra perpetuo. ¡De acuerdo! ¿Acaso no
es el de la naturaleza? ¿El único que nos conviene realmente? Todos los hombres
nacieron aislados, envidiosos, crueles y déspotas, deseosos de tenerlo todo y
no ceder nada, y luchando incesantemente por mantener tanto su ambición como
sus derechos. Llegó el legislador y dijo: «Dejad de enfrentaros así; al ceder
un poco de uno y otro lado, renacerá la tranquilidad». Yo no censuro en
absoluto la existencia de este pacto, pero sostengo que hay dos tipos de individuos
que jamás debieron someterse a él: aquellos que, sintiéndose más fuertes, no
tenían necesidad de ceder nada para ser felices, y aquellos que, siendo los más
débiles, tenían que ceder infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el
caso es que la sociedad sólo está compuesta de seres débiles y de seres
fuertes. Ahora bien, si el pacto tuvo que disgustar a los fuertes y a los
débiles, estaba claro que no convenía a la sociedad, y el estado de guerra, que
existía antes, debía resultar infinitamente preferible, ya que dejaba a cada
cual el libre ejercicio de sus fuerzas y de su ingenio, de los que se veían
privados por el pacto injusto de una sociedad, que siempre quitaba demasiado a
uno y jamás concedía suficiente a otro. Así que el ser realmente sensato es
aquel que, con el riesgo de reanudar el estado de guerra que reinaba antes del
pacto, se revuelve irrevocablemente contra él, lo viola cuanto puede,
convencido de que lo que obtendrá de estas lesiones siempre será superior a lo
que podrá perder, si es el más débil, pues también lo era respetando el pacto:
puede convertirse en el más fuerte violándolo y, si las leyes lo devuelven a la
clase de la que ha querido escapar, el mal menor es perder la vida, que
representa una desdicha infinitamente menor que la de vivir en el oprobio y la
miseria. Esas son, pues, las dos alternativas para nosotros: o el crimen que
nos hace felices, o el cadalso que nos impide ser desgraciados. Pregunto si
cabe titubear, hermosa Thérèse.
¿Descubrirá tu
inteligencia un razonamiento capaz de rebatir éste?
––¡Oh,
señor! ––contesté con la vehemencia que da tener
la razón––, hay mil, pero, por otra parte, ¿debe ser esta vida el único
objetivo del hombre? ¿Es algo más que un pasaje del que cada uno de los
peldaños que recorre debe, si es razonable, conducirle a la felicidad eterna,
premio garantizado de la virtud? Supongo con vos (lo que, sin embargo, es raro
y choca con todas las luces de la razón, pero no importa), os concedo por un
instante que el crimen pueda hacer feliz en este mundo al malvado que se
abandona a él: ¿imagináis que la justicia de Dios no espera a este hombre
deshonesto en el otro mundo para vengar lo que ha hecho en éste?... Ay, no
creáis lo contrario, señor, no lo creáis ––añadí sollozando––, es el único
consuelo del infortunado, no se lo arrebatéis; cuando los hombres nos
abandonan, ¿quién nos vengará si no es Dios?
––¿Quién?
Nadie, Thérèse, nadie en absoluto. No es de
ningún modo necesario que el infortunio sea vengado. Tú te ufanas de ello
porque lo deseas, esta idea te consuela, pero no por ello es menos falsa. Más
aún, es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran
entre las leyes de la naturaleza, y su existencia es útil al plan general,
tanto como la de la prosperidad de quien lo aplasta. Esta es la verdad, que
debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del
malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se
le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo
posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus
inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es
necesario, lo quiere, lo exige, porque no siendo la suma de crímenes completa
ni suficiente para las leyes del equilibrio, las únicas que la gobiernan,
exige un mayor número de éstos para el complemento de la balanza. Por
consiguiente, que no se asuste ni se detenga aquel cuya alma se sienta
inclinada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que ha sentido su
impulso: sólo resistiéndosele ofendería a la naturaleza. Pero abandonemos por
un instante la moral, ya que prefieres la teología. Debes saber pues, joven
inocente, que la religión en la que te amparas, no siendo más que la relación
del hombre con Dios, culto que la criatura creyó deber rendir a su creador,
quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal creador fue demostrada
como quimérica. Los primeros hombres, asustados por unos fenómenos que los
impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que un ser sublime y
desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia. Es propio de
la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre, todavía demasiado
infantil para buscar y para encontrar en el seno de la naturaleza las leyes del
movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le asombraba, creyó más simple
suponer un motor a esta naturaleza que verla motora de sí misma, y sin pensar
que le costaría un esfuerzo mucho mayor edificar y definir este amo gigantesco
que buscar en el estudio de la naturaleza la causa de lo que le sorprendía,
admitió el ser soberano y le dedicó sus cultos. A partir de ese momento, cada
nación los compuso análogos a sus costumbres, a sus conocimientos y a su clima.
No tardaron en haber en la Tierra tantas religiones como pueblos, tantos
dioses como familias. Sin embargo, debajo de todos esos ídolos era fácil
reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la ceguera humana. Lo vestían
de diferente manera, pero siempre era lo mismo. Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates
sobre la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay
que deducir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente
de su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su
sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilusiones? No, Thérèse, no, Dios no existe: la naturaleza se basta a
sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este supuesto autor no es más
que una descomposición de sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela
llamamos una petición de principios. Un Dios supone una creación, o sea un
instante en el que no hubo nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el
caos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba
subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede
ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios? Si la naturaleza se mueve a
sí misma, ¿de qué sirve el motor? Y si el motor actúa sobre la materia moviéndola,
¿cómo no es materia él mismo? ¿Puedes concebir el efecto del espíritu sobre la
materia, y la materia recibiendo el movimiento de un espíritu que carece en sí
mismo de movimiento? Examina por un instante, con frialdad, todas las
cualidades ridículas y contradictorias con que los fabricantes de esta
execrable quimera se han visto obligados a revestirla, y comprobaras que se
destruyen y anulan mutuamente; admitirás que este fantasma deificado, nacido
del temor de unos y de la ignorancia de todos, no es mas que una simpleza
escandalosa, que no merece de nosotros ni un instante de fe ni un minuto de
examen; una miserable extravagancia que repugna a la mente, que escandaliza el
corazón, y que sólo emergió de las tinieblas para volver a hundirse en ellas
para siempre jamás.
»Así
pues, no te inquietes, Thérèse,
con la esperanza o
el temor de un mundo futuro, fruto de estas primeras mentiras, y deja sobre
todo de considerarlos como frenos para nosotros. Débiles porciones de una
materia vil y bruta, cuando muramos, es decir, en la reunión de los elementos
que nos componen con los elementos de la masa general, aniquilados para
siempre cualquiera que haya sido nuestro comportamiento, pasaremos durante un
instante por el crisol de la naturaleza para resurgir bajo otras formas, y eso
sin que haya más prerrogativas para el que ha incensado de manera insensata la
virtud como para el que se ha entregado a los más vergonzosos excesos, porque
no hay nada que ofenda a la naturaleza, y todos los hombres igualmente salidos
de su seno, que han actuado durante su vida a partir de sus impulsos,
encontrarán después de su existencia el mismo final y la misma suerte.
Me
disponía a seguir contestando a estas espantosas blasfemias cuando el rumor de
un jinete se hizo oír cerca de nosotros. «¡A las armas!», exclamó
«Corazón-de-Hierro», más deseoso de poner en práctica sus sistemas que de
consolidar sus fundamentos. Vuelan... y al cabo de un instante traen a un
infortunado viajero al bosquecillo donde se hallaba nuestro campamento.
Interrogado
acerca del motivo que le llevaba a viajar solo y tan de madrugada por un
camino aislado, y acerca de su edad y profesión, el caballero respondió que se
llamaba Saint-Florent, uno de los primeros negociantes de Lyon, que
tenía treinta y seis años, y regresaba de Flandes por unos asuntos
relacionados con su comercio; llevaba poco dinero encima pero sí muchos
pagarés. Añadió que su lacayo le había abandonado la víspera, y que, para
evitar el calor, viajaba de noche con la intención de llegar aquel mismo día a
París, donde tomaría un nuevo criado y concluiría una parte de sus negocios;
si, además, seguía un camino solitario, continuó, era porque, según creía, se
había dormido sobre su caballo y se había extraviado. Y dicho eso, pide la
vida, ofreciendo a cambio todo lo que poseía. Examinaron su cartera y contaron
su dinero: la presa no podía ser mejor. Saint-Florent llevaba cerca de medio
millón pagable a su presentación en la capital, unas cuantas joyas y alrededor
de cien luises.
––Amigo
––le dijo «Corazón-de-Hierro», acercándole la punta de la pistola a las
narices––, comprenderéis que después de un robo semejante no podemos dejaros en
vida.
––¡Oh,
señor! ––exclamé arrojándome a los pies de aquel
malvado––, os lo imploro, no me hagáis presenciar, el día de mi incorporación
a la banda, el horrible espectáculo de la muerte de este desdichado. Dejadle
con vida, no me neguéis el primer favor que os pido.
Y,
recurriendo inmediatamente a una astucia bastante singular, a fin de legitimar
el interés que parecía sentir por aquel hombre, añadí calurosamente:
––El
apellido que acaba de pronunciar el caballero me lleva a creer que es un deudo
bastante próximo. No os asombréis, señor ––añadí dirigiéndome al viajero––, de
encontrar una pariente en esta situación. Ya os lo explicaré más adelante. Por
esta razón ––seguí implorando de nuevo a nuestro jefe––, por esta razón, señor,
concededme la vida de este miserable. Agradeceré este favor con la entrega mas
absoluta a todo lo que pueda servir vuestros intereses.
––Ya
sabes con qué condiciones puedo concederte el favor que me pides, Thérèse ––me contestó «Corazón-de-Hierro»––, ya
sabes lo que exijo de ti...
––Bien,
señor, lo haré todo ––exclamé
interponiéndome
entre aquel desdichado y nuestro jefe, siempre dispuesto a degollarlo...––. Sí,
lo haré todo, señor, lo haré todo, salvadle.
––Dejadlo
con vida ––dijo «Corazón-de Hierro»––, pero que se enrole con nosotros. Esta
última cláusula es indispensable. No puedo hacer nada sin ella, mis camaradas
se opondrían.
El
sorprendido comerciante no entendía nada del parentesco que yo establecía,
pero, al ver salvada la vida si aceptaba sus proposiciones, creyó que no debía
titu bear ni un instante. Le dejaron descansar y, como nuestra gente sólo
quería abandonar aquel lugar de día, «Corazón-de-Hierro» me dijo:
––Thérèse, recojo tu promesa, pero como
esta noche estoy agotado descansa tranquila al lado de la Dubois. Te llamaré
cuando se haga de día, y si titubeas, la vida de este bellaco me vengará de tu
artimaña.
––Dormid,
señor, dormid ––contesté––, y creed que ésta, a la que habéis
colmado de agradecimiento, no tiene más deseo que el de cumplir.
Nada
más lejos de mis intenciones, pero si alguna vez creí permitido el fingimiento
era exactamente en esta ocasión. Nuestros bribones, llenos de una confianza
excesiva, siguen bebiendo y se duermen, dejándome en plena libertad al lado de
la Dubois que, borracha como los demás, no tardó en cerrar igualmente los ojos.
Aprovechando
entonces con vivacidad el primer momento del sueño de los malvados que nos
rodeaban, le dije al joven lionés:
––Señor,
la más horrible de las catástrofes me ha arrojado a pesar mío entre estos
ladrones. Los detesto tanto como al instante fatal que me trajo a su banda. La
verdad es que no tengo el honor de ser pariente vuestra. He utilizado esta
treta para salvaros y escapar con vos, si os parece bien, de estos miserables.
El momento es propicio ––proseguí––, huyamos. Veo vuestra cartera,
recojámosla; renunciemos al dinero en metálico, está en sus bolsillos y no
conseguiríamos recuperarlo sin peligro. Vayámonos, señor, vayámonos. Ya veis
lo que hago por vos, me entrego a vuestras manos, tened piedad de mi suerte. No
seáis, sobre todo, más cruel que esta gente. Dignaos a respetar mi honor, os lo
confío, pues es mi único tesoro. Dejádmelo, ellos no me lo han arrebatado.
Me
costaría trabajo describir el supuesto agradecimiento de Saint––Florent. No
sabía qué términos emplear para demostrármelo, pero no teníamos tiempo de
hablar: se trataba de huir. Me apodero diestramente de la cartera, se la doy y,
franqueando rápidamente el bosquecillo y abandonando el caballo, por miedo a
que el ruido que habría hecho despertara a nuestras gentes, nos dirigimos, con
diligencia, al sendero que debía sacarnos del bosque. Tuvimos la suerte de
salir de él cuando amanecía, y sin que nadie nos siguiera. Llegamos antes de
las diez de la mañana a Luzarches, y allí, al abrigo de cualquier temor, sólo
pensamos en descansar.
Hay
momentos en la vida en que te consideras muy rico sin tener, no obstante, nada
de qué vivir: era el caso de Saint-Florent. Llevaba quinientos mil francos en
su cartera, y ni un escudo en su faltriquera. Esta reflexión le detuvo antes de
entrar en la posada...
––Tranquilícese,
señor ––le dije al ver su apuro––, los ladrones que abandono no me han dejado
sin dinero. Ahí tenéis veinte luises, tomadlos,
por favor, utilizadlos y dad el resto a los pobres. Por nada en el mundo
querría yo conservar un oro adquirido mediante asesinatos. Saint––Florent, que
fingía delicadeza, pero que estaba muy lejos de tener la que yo le suponía, no
quiso en absoluto tomar lo que le ofrecí. Me preguntó qué proyectos tenía, me dijo que se
obligaba a cumplirlos, y que no deseaba otra cosa que quedar en paz conmigo.
––Os
debo la fortuna y la vida, Thérèse
––añadió besándome
las manos––. ¿Qué mejor puedo hacer que ofreceros la una y la otra? Aceptadlas,
os lo ruego, y permitid que el Dios del himeneo estreche los nudos de la
amistad.
No
sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan lejos de creer
que lo que había hecho por aquel joven pudiera provocar tales sentimientos por
su parte, que le dejé leer en mi semblante el rechazo que no me atrevía a
expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme únicamente
qué podía hacer por mí.
––Señor
––le dije––, si realmente mi actuación no carece de méritos a vuestros ojos, os
pido por toda recompensa que me llevéis con vos a Lyon, y que allí me coloquéis en
alguna casa honesta, donde mi pudor ya no tenga que sufrir.
––Es
lo mejor que podríais hacer ––contestó Saint-Florent––, y nadie mas capacitado
que yo para prestaros ese servicio: tengo veinte parientes en esa ciudad.
Y
el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que me
llevaban a alejarme de París, donde le había dicho que había nacido. Lo hice
con tanta confianza como ingenuidad.
––Bien,
si sólo es eso ––dijo el joven––, podré seros útil antes de llegar a Lyon. No
temáis nada, Thérèse, vuestro caso estará olvidado. Ya
nadie os buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo donde
voy a colocaros. Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña
encantadora de los alrededores. Estoy seguro de que sentirá un gran placer de
teneros a su lado; mañana os la presento.
Llena
de agradecimiento a mi vez, acepto un proyecto que tanto me conviene.
Descansamos el resto del día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos
llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí. ––Hace buen tiempo ––me
dijo Saint-Florent––. Si os parece, Thérèse, nos
dirigiremos a pie al castillo de mi pariente. Le contaremos nuestra aventura, y
creo que esta manera imprevista de llegar despertará su interés hacia vos.
Muy
alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de imaginar que me
ofrecía aún menos seguridad que la infame compañía que abandonaba, lo acepto
todo sin temor, sin ninguna repugnancia. Almorzamos y comemos juntos. No se
opone en absoluto a que para la noche tome una habitación separada de la suya,
y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura por lo que dice de que
bastan cuatro o cinco horas para llegar a casa de su pariente, abandonamos
Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.
Alrededor
de las cinco de la tarde entramos en el bosque. Saint––Florent todavía no se
había descubierto ni por un instante: siempre la misma honestidad, siempre el
mismo deseo de demostrarme su agradecimiento. De haber estado con mi padre, no
me habría creído más segura. Las sombras de la noche comenzaban a esparcir por
el bosque aquella especie de horror religioso que hace nacer simultáneamente el
temor en las almas tímidas y el proyecto del crimen en los corazones feroces.
Sólo caminábamos por senderos, y yo delante. Me vuelvo para preguntar a
Saint––Florent si realmente hay que seguir esos caminos apartados, si por
casualidad no se ha extraviado, si cree, en fin, que falta mucho para llegar.
––Ya
hemos llegado, puta ––me contestó aquel malvado, arrojándome al suelo de un
bastonazo en la cabeza que me priva del conocimiento...
¡Oh,
señora!, yo no sé lo que dijo ni lo que hizo aquel hombre; pero el estado en
que me encontré me obligó a saber hasta qué punto había sido su víctima. Cuando
recuperé el sentido era totalmente de noche; estaba al pie de un árbol, al
margen de todos los caminos, magullada, ensangrentada... deshonrada, señora.
Esta era la recompensa por cuanto acababa de hacer por aquel desalmado; y,
llevando la infamia al máximo, el malvado, después de haber hecho conmigo todo
lo que había querido, después de haber abusado de todas las maneras, hasta de
aquella que más ultraja la naturaleza, se había llevado mi bolsa... aquel mismo
dinero que yo le había ofrecido tan generosamente. Había desgarrado mis ropas,
la mayoría estaban hechas girones a mi lado, iba casi desnuda, y con varias
partes de mi cuerpo ámoratadas. Podéis imaginaros mi situación: rodeada de
tinieblas, sin recursos, sin honor, sin esperanza, expuesta a todos los
peligros. Quise terminar con mis días: si me hubieran ofrecido un arma, la
habría empuñado y abreviado esta desdichada vida, que sólo me ofrecía
calamidades.
«¡Qué
monstruo! ¿Qué le habré hecho yo», me decía, «para merecer por su parte un
trato tan cruel? Le salvo la vida, le devuelvo su fortuna, ¡me arrebata lo que
más quiero! ¡Hasta un animal salvaje hubiera sido menos cruel! ¡Oh hombre, así
eres cuando sólo atiendes a tus pasiones! Los tigres en el fondo de los
desiertos más salvajes se horrorizarían de tus fechorías.»
Unos
minutos de abatimiento siguieron a mis primeros impulsos de dolor; mis ojos,
anegados en lágrimas, se elevaron maquinalmente al cielo; mi corazón se lanzó
a los pies del Maestro que lo habita... Aquella bóveda pura y brillante... el
silencio imponente de la noche... el terror que helaba mis sentidos... aquella
imagen de la naturaleza en paz, comparada con la alteración de mi alma
extraviada, todo esparce en mí un tenebroso horror del que no tarda en nacer la
necesidad de rezar. Me precipito a las rodillas de ese Dios poderoso, negado
por los impíos, esperanza del pobre y del afligido.
––Ser
santo y majestuoso ––exclamé entre lágrimas––, tú que te
dignas llenar en este momento terrible mi alma de una alegría celestial, que,
sin duda, me has impedido atentar contra mis días, oh, mi protector y guía,
aspiro a tus bondades, imploro tu clemencia: contempla mi miseria y mis
tormentos, mi resignación y mis deseos. ¡Dios omnipotente! Tú sabes que soy inocente
y débil, que he sido traicionada y maltratada; he querido hacer el bien a
ejemplo tuyo, y tu voluntad me castiga. ¡Que se cumpla, oh, Dios mío! Amo todos
sus sagrados efectos, los respeto y ceso de quejarme; pero si aquí en la tierra
sólo debo encontrar abrojos, ¿será ofenderte, oh, mi soberano Maestro, suplicar
que tu poder me llame hacia ti, para rezarte sin turbación, para adorarte lejos
de esos hombres perversos que, ¡ay de mí!, sólo me han hecho conocer males, y
cuyas manos sanguinarias y pérfidas hunden a placer mis tristes días en el
torrente de las lágrimas y en el abismo de los dolores?
La
oración es el más dulce consuelo del desdichado; se siente más fuerte cuando ha
cumplido con este deber. Me alzo llena de valor, recojo los harapos que el
malvado me ha dejado, y me introduzco en un bosquecillo para pasar la noche
con menos riesgo. La seguridad en que me hallaba, la satisfacción que acababa
de saborear acercándome a mi Dios, todo ello contribuyó a hacerme reposar unas
cuantas horas, y el sol ya estaba alto cuando mis ojos se volvieron a abrir: el
instante del despertar es espantoso para los infortunados; la imaginación,
refrescada por las dulzuras del sueño, se ocupa con mucha mayor rapidez y más
lúgubremente de los males cuyo recuerdo le han hecho perder unos instantes de
un reposo engañoso.
«Bien»,
me dije entonces examinándome, «ies cierto, por tanto, que existen criaturas
humanas a las que la naturaleza rebaja a la misma condición que las bestias
feroces! Oculta en mi reducto, huyendo como ellas de los hombres, ¿qué
diferencia existe ahora entre ellas y yo? ¿Vale la pena nacer para una suerte
tan lastimera?...» Y mis lágrimas corrieron en abundancia mientras formulaba
estas tristes reflexiones; acababa de terminarlas cuando oigo un ruido a mi
alrededor; poco a poco, distingo a dos hombres. Presto atención:
––Ven,
querido amigo ––dice uno de ellos––. Aquí estaremos a las mil maravillas. La
cruel y fatal presencia de una tía que aborrezco no me impedirá saborear un
momento contigo esos placeres que me resultan tan dulces.
Se
acercan, se colocan tan enfrente de mí que ninguna de sus frases, ninguno de
sus movimientos, puede escapárseme, y veo... ¡Santo cielo, señora! ––dijo Thérèse interrumpiéndose––, ¡cómo es posible que la
suerte me haya colocado siempre en situaciones tan críticas, que resulte tan
difícil a la virtud escuchar su relato como al pudor hacerlo! Aquel crimen
horrible que ultraja tanto la naturaleza como las convenciones sociales,
aquella fechoría, en una palabra, sobre la cual la mano de Dios ha caído tantas
veces, legitimada por «Corazón-de-Hierro», propuesta por él a la desdichada Thérèse, consumada sobre ella involuntariamente por el
verdugo que acaba de inmolarla, aquella execración repugnante en fin, ¡la vi
practicar bajo mis ojos con todas las desviaciones impuras, todos los episodios
espantosos, que puede introducir en ella la depravación más exquisita! Uno de
los hombres, el que se ofrecía, tenía veinticuatro años de edad,
suficientemente bien vestido como para hacer pensar en la elevación de su
rango, y el otro, más o menos de su misma edad, parecía uno de sus criados. El
acto fue escandaloso y prolongado. Con las manos apoyadas en la cresta de un
pequeño montículo frente al bosquecillo donde yo me hallaba, el joven amo
exponía desnudo a su compañero de libertinaje el impío altar del sacrificio, y
éste, lleno de ardor ante el espectáculo, acariciaba a su ídolo, a punto de
inmolarlo con un puñal mucho más espantoso y mucho más gigantesco que aquel
con el que yo había sido amenazada por el jefe de los bandidos de Bondy; pero
el joven amo, en absoluto temeroso, parece desafiar impunemente la espada que
se le presenta; la provoca, la excita, la cubre de besos, se apodera de ella,
se la introduce él mismo, se deleita absorbiéndola. Entusiasmado por sus
criminales caricias, el infame se debate bajo ella y parece lamentar que no sea
aún más imponente; desafía sus golpes, los previene, los rechaza... Dos
tiernos y legítimos esposos se acariciarían con menos ardor... Sus bocas se
juntan, sus suspiros se confunden, sus lenguas se entrelazan, y los veo a los
dos, ebrios de lujuria, encontrar en el centro de las delicias el complemento
de sus pérfidos horrores. El homenaje se renueva, y, para encender de nuevo el
incienso, todo es válido para el que lo exige; besos, manoseos, masturbaciones,
refinamientos del más insigne libertinaje, todo se utiliza para devolver las
fuerzas que se apagan, y con ello consigue reanimarlas por cinco veces consecutivas,
pero sin que ninguno de los dos cambiara de papel. El joven amo fue siempre
mujer, y aunque se pudiera descubrir en él la posibilidad de ser hombre a su
vez, ni siquiera tuvo la apariencia de concebir por un instante tal deseo. Si
bien visitó el otro altar semejante a aquel donde se sacrificaba en él, fue en
favor del otro ídolo, y jamás ningún ataque tuvo el aire de amenazarlo.
¡Qué
largo se me hizo el tiempo! No me atrevía a moverme, por miedo a que me
descubrieran. Finalmente, los criminales actores de esta indecente esce na,
ahítos sin duda, se levantaron para volver al camino que debía conducirlos a su
casa cuando el amo se acerca al bosquecillo que me protege; mi gorro me
traiciona... Lo ve...
––Jasmín
––dice a su criado––, nos han descubierto... Una joven ha visto nuestros
secretos... Acércate, saquemos de ahí a esa buscona, y averigüemos qué hace
aquí.
Les
ahorré la molestia de sacarme de mi refugio abandonándolo inmediatamente yo
misma y, cayendo a sus pies, exclamé, extendiendo los brazos hacia ellos:
––Oh,
señores, dignaos a compadeceros de una desdichada cuya suerte es más
lamentable de lo que suponéis. Existen pocos reveses capaces de igualar los
míos; que la situación en que me habéis encontrado no os despierte ninguna
sospecha sobre mí. Es consecuencia de mi miseria, mucho más que de mis
errores. Lejos de aumentar los males que me abruman, dignaos a disminuirlos facilitándome los medios de escapar
de las calamidades que me persiguen.
El
corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas manos caí, con
un gran fondo de maldad y de libertinaje en la mente, no estaba dotado precisamente
de una gran dosis de conmiseración. Por desgracia es muy común ver cómo el
libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo sirve para
endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extravíos necesita la apatía del
alma, sea porque la violenta sacudida que esta pasión imprime a la masa de los
nervios disminuye la fuerza de su acción, la verdad es que un libertino rara
vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de personas
cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una repugnancia tan
inveterada por nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que lo
caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera introducir en su alma los
sentimientos con los que quería conmoverla.
––Tórtola
del bosque ––me dijo el conde con dureza––, si buscas víctimas, has elegido
mal: ni mi amigo ni yo sacrificamos jamás en el templo impuro de tu sexo. Si es
limosna lo que pides, busca personas que amen las buenas obras, nosotros jamás
las hacemos de ese tipo... Pero habla, miserable, ¿has visto lo que ha ocurrido
entre el señor y yo?
––Os
he visto charlar sobre la hierba ––contesté––, nada
más, señor, os lo aseguro.
––Por
tu bien, quiero creerlo ––dijo el joven conde––. Si imaginara que podías haber
visto otra cosa, jamás saldrías de este matorral... Jasmín, es pronto, tenemos
tiempo de escuchar las aventuras de esta joven, y después veremos lo que hay
que hacer.
Se
sientan, me ordenan que me coloque cerca de ellos, y ahí les relato con
ingenuidad todas las desdichas que me abruman desde que estoy en el mundo.
––Vamos,
Jasmín ––dice el señor de Bressac levantándose cuando hube terminado––, seamos
justos por una vez. Si la equitativa Temis ha condenado a esta criatara, no
toleremos que los deseos de la diosa se vean tan cruelmente frustrados. Hagamos
sufrir a la delincuente la condena de muerte en que había incurrido. Este
homicidio, muy lejos de ser un crimen, será una reparación del orden moral. Ya
que a veces tenemos la desgracia de alterarlo, restablezcámoslo valerosamente
por lo menos cuando se presenta la ocasión...
Y
los crueles, arrebatándome de mi sitio, me arrastran hacia el bosque, riéndose
de mis lloros y de mis gritos.
––Atémosla
por los cuatro miembros a cuatro árboles que formen un extenso cuadrado ––dice
Bressac, desnudándome.
Luego,
con sus corbatas, sus pañuelos y sus ligas, confeccionan unas cuerdas con las
que me atan al instante como han previsto, esto es en la más cruel y más
dolorosa actitud que quepa imaginar. Imposible explicar lo que sufrí; me
parecía que me arrancaban los miembros, y que mi estómago, que estaba en el
aire, dirigido por su peso hacia el suelo, tuviera que entreabrirse a cada
instante. El sudor caía de mi frente, yo sólo existía por la violencia de mi
dolor; si éste hubiera dejado de comprimirme los nervios, me habría invadido
una angustia mortal. Los desalmados se divirtieron con esta posición, me
contemplaban y aplaudían.
––Ya
basta ––dijo finalmente Bressac––, permito que por una vez le baste con el
miedo. Thérèse ––prosiguió mientras me desataba
y ordenaba que me vistiera––, sé discreta y síguenos: si quieres unirte a mí,
no tendrás ocasión de arrepentirte. Mi tía necesita una segunda doncella, voy a
creerme tu relato y presentarte a ella. Le responderé de tu conducta, pero si
abusas de mis bondades, si traicionas mi confianza, o no te sometes a mis
propósitos, mira estos cuatro árboles, Thérèse, fijate
en el terreno que limitan, y que debía servirte de sepulcro. Recuerda que este
funesto lugar sólo está a una legua del castillo donde te llevo y que, a la más
ligera falta, volverás aquí al instante.
Olvido
de inmediato mis desgracias, me arrojo a las rodillas del conde, le prometo,
entre lágrimas, un buen comportamiento, pero, tan insensible a mi alegría como
a mi dolor, Bressac añade:
––Vámonos,
tu comportamiento hablará por ti, sólo de él dependerá tu suerte.
Nos
vamos. Jasmín y su amo hablan en voz baja, yo los sigo humildemente sin decir
palabra. En algo menos de una hora llegamos al castillo de la señora marquesa
de Bressac, cuya magnificencia y multitud de lacayos me hacen suponer que
cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más ventajoso para mí
que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar en una
antecocina, donde Jasmín me ofrece amablemente cuanto puede reconfortarme. El
joven conde entra en los aposentos de su tía, la avisa, y él mismo viene a
buscarme media hora después para presentarme a la marquesa.
La
señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía muy hermosa, y
que me pareció honesta y sensible, aunque introdujera una cierta severidad en
sus normas y en su conversación. Viuda desde hacía dos años del tío del joven
conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el bello apellido que
le daba, de ella dependían todos los bienes que podía esperar el señor de
Bressac, pues lo que había recibido de su padre apenas servía para pagar sus
placeres. La señora de Bressac le pasaba una pensión considerable, pero aun
así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del conde; es
posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican mucho mas. En
aquella casa había cincuenta mil escudos de renta, y todos debían ser para el
señor de Bressac. Jamas habían podido convencerle a hacer algo; todo lo que le
apartaba de su libertinaje le resultaba tan insoportable que no podía aceptar
la sujección. La marquesa habitaba aquella propiedad tres meses al año, y
pasaba el resto del tiempo en París; y los tres meses que exigía que su
sobrino estuviera con ella eran una especie de suplicio para un hombre que
aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos que pasaba
alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus placeres.
El
joven conde me ordenó que contara a la marquesa las cosas que yo le había
relatado, y una vez hube terminado la señora de Bressac me dijo:
––Tu
candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la verdad. No pediré
más informaciones sobre ti que la de saber si eres realmente la hija del hombre
que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu padre, y será para mí una razón
de más para interesarme por tu persona. En cuanto al caso de Du Harpin,
me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde
hace siglos. Es el hombre más íntegro que existe en el mundo; basta con demostrarle
tu inocencia para anular todo lo que se ha hecho en tu contra. Pero piénsatelo
bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este
momento sólo es a cambio de una conducta intachable; de modo que los efectos
del agradecimiento que exijo se volverán siempre en tu favor.
Me
arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría satisfecha de mí; me
hizo levantar con bondad y me confió inmediatamente el puesto de segunda
camarera a su servicio.
Al
cabo de tres días, llegaron las informaciones pedidas a París por la señora de
Bressac; eran tal como yo podía desear. La marquesa me elogió por no haberla
engañado, y todas las sombras de desgracias se desvanecieron finalmente de mi
espíritu para ser sustituidas únicamente por la esperanza de los más dulces consuelos
que cabía esperar. Sin embargo, no estaba escrito en el cielo que la pobre Thérèse tuviera que ser feliz alguna vez, y si unos
pocos momentos de paz nacían fortuitamente para ella era sólo para hacerle más
amargos los de horror que debían seguirlos.
Apenas
llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir en mi favor. El
primer presidente quiso verme y escuchó con interés el relato de mis
infortunios; las calumnias de Du Harpin fueron reconocidas
aunque en vano quisieron castigarlo: Du Harpin, que había organizado un
negocio de billetes falsos con el que arruinaba a tres o cuatro familias, y
ganaba él cerca de dos millones, acababa de irse a Inglaterra. Respecto al
incendio de las prisiones de París, se convencieron de que, si bien yo me
había aprovechado de este acontecimiento, no había participado para nada en él,
y mi caso fue sobreseído, sin que los magistrados que se ocupaban de él
creyeran tener que emplear más formalidades, según me explicaron. No supe nada
más y me contenté con lo que me dijeron: no tardaréis en comprobar hasta qué
punto me equivoqué.
Es
fácil imaginar cómo semejantes favores me obligaban a la señora de Bressac.
Aunque no hubiera tenido conmigo, además, todo tipo de bondades, ¿cómo no iban
a unirme semejantes acciones para siempre a una tan preciosa protectora? Muy
lejos, sin embargo, de la intención del conde encadenarme tan íntimamente a su
tía... Pero ha llegado el momento de describiros a ese monstruo.
El
señor de Bressac unía a los encantos de la juventud el más seductor de los
rostros; si su talle o sus facciones tenían algunos defectos, era porque se
parecían en exceso al desenfado y la blandura propia de las mujeres. Parecía
que prestándole los atributos de aquel sexo, la naturaleza le hubiera inspirado
también sus gustos... ¡Qué alma, sin embargo, rodeaba estos atractivos femeninos!
Aparecían en ella todos los vicios que caracterizan la de los desalmados: jamás
nadie llevó tan lejos la maldad, la venganza, la crueldad, el ateísmo, el
desenfreno, el menosprecio de todos los deberes, y principalmente de aquellos
con los que la naturaleza parece deleitarnos. Además de todas sus culpas, el
señor de Bressac contaba fundamentalmente con la de detestar a su tía. La
marquesa hacía cuanto podía por encaminar a su sobrino por los senderos de la
virtud: puede que utilizara para ello un rigor excesivo. Resultaba de ahí que
el conde, más excitado por los efectos mismos
de
esta severidad, se entregaba a sus gustos aún con mayor ímpetu, y la pobre
marquesa sólo obtenía de sus insistencias un odio más encarnizado.
––No
te creas ––me decía muy frecuentemente el conde–– que por su natural mi tía
interviene en todo lo que te concierne, Thérèse. Si yo
no la acuciara en todo momento, ella apenas se acordaría de las atenciones que
te ha prometido. Presume ante ti de todos sus pasos, mientras que en realidad
son obra mía. Sí, Thérèse, sí, sólo a mí debes
agradecimiento, y el que exijo de ti debe parecerte tanto más desinteresado
cuando, por muy bella que seas, sabes muy bien que no son tus favores lo que
pretendo. No, Thérèse, los servicios que espero de ti
son muy diferentes, y cuando estés totalmente convencida de lo que he hecho
para tu tranquilidad, confío en que encontraré en tu alma lo que tengo derecho
a esperar.
Estos
discursos me parecían tan oscuros que no sabía qué respuesta darles. La daba,
sin embargo, por si acaso, y tal vez con excesiva facilidad. ¿Tengo que
confesároslo? ¡Ay de mí, sí! Disimularos mis culpas sería engañar vuestra
confianza y responder mal al interés que mis desdichas os han inspirado. Sabed
pues, señora, la única falta voluntaria que puedo reprocharme... ¿Digo una
falta? Una locura, una extravagancia... como no hubo jamás otra, pero por lo
menos no es un crimen, es un simple error, que sólo me ha castigado a mí, y del
que parece que la mano justiciera del cielo se ha servido para sumirme en el
abismo que se abrió poco después bajo mis pasos. Cualesquiera que fueren los
indignos comportamientos que el conde de Bressac tuvo conmigo el primer día que
lo conocí, me había sido imposible verlo, sin embargo, sin sentirme atraída
hacia él por un invencible sentimiento de ternura que nada había podido vencer.
Pese a todas las reflexiones sobre su crueldad, sobre su alejamiento de las
mujeres, sobre la depravación de sus gustos, sobre las distancias morales que
nos separaban, nada del mundo conseguía apagar esta pasión naciente, y si el
conde me hubiera pedido mi vida, se la habría sacrificado mil veces. Estaba
lejos de sospechar mis sentimientos... Estaba lejos, el ingrato, de descubrir
la causa de las lágrimas que derramaba todos los días; pero le resultaba
imposible, no obstante, ignorar el deseo que sentía de ir al encuentro de
cualquier cosa que pudiera gustarle. Era imposible que no entreviera mis
deferencias; demasiado ciegas, sin duda, llegaban al punto de servir a sus
errores, en la medida que podía permitírmelo la decencia, y de disimularlos
siempre ante su tía. En cierta manera, esta conducta me había granjeado su
confianza, y todo lo que venía de él me era tan precioso y estaba tan ciega
respecto a lo poco que me ofrecía su corazón que a veces tuve la debilidad de
creer que yo no le era indiferente. ¡Pero el exceso de sus desórdenes no
tardaba en desengañarme! Eran tales que llegaban a alterar su salud. A veces me
tomaba la libertad de comentarle los inconvenientes de su conducta; él me
escuchaba sin molestarse y acababa por decirme que nadie se corregía de su
vicio predilecto.
––¡Ah,
Thérèse! ––exclamó un día,
entusiasmado––, ¡si conocieras los encantos de esta fantasía, y pudieras
entender la dulce ilusión de ser únicamente una mujer! ¡Increíble extravío de
la mente! ¡Aborrecer ese sexo y querer imitarlo! ¡Ah, qué dulce es conseguirlo,
Thérèse! ¡Qué delicioso ser la puta de
todos los que te desean y llevando a ese punto, al último extremo, el delirio y
la prostitución, ser sucesivamente en el mismo día la querida de un mozo de
cuerda, de un marqués, de un lacayo, de un fraile, ser sucesivamente por ellos
amado, acariciado, deseado, amenazado, golpeado, a veces victorioso en sus
brazos, y, otras, víctima a sus pies, enterneciéndolos con caricias,
reanimándolos con excesos...! ¡Oh, no, no! Tú no entiendes, Thérèse, lo que significa este placer para una cabeza
organizada como la mía... Pero, dejando a un lado la moral, ¡si te imaginaras
las sensaciones físicas de ese divino gusto! Es imposible resistirlo... Es un
cosquilleo tan vivo, unas titilaciones voluptuosas tan excitantes... pierdes la
cabeza... te vuelves loco... Mil besos a cual más tierno no exaltan con
suficiente ardor la ebriedad en que nos sumerge un compañero... Estrechado por
sus brazos, con las bocas pegadas, nos gustaría que toda nuestra existencia
pudiera incorporarse a la suya; nos gustaría formar con él un único ser; si nos
atrevemos a quejarnos, es de ser olvidados; nos gustaría que, más robusto que
Hércules, nos ensanchara, nos penetrara; que esta preciosa simiente, arrojada
ardiendo en el fondo de nuestras entrañas, consiguiera, con su calor y su
fuerza, hacer brotar la nuestra en sus manos... No te imagines, Thérèse, que estamos hechos como los demás hombres: se
trata de una construcción totalmente diferente, y el cielo al crearnos adornó
los altares en donde nuestros enamorados sacrifican con la membrana
cosquillosa que tapiza en vosotros el templo de Venus. Somos, sin duda, tan
mujeres como vosotras lo sois en el santuario de la generación; y no dejamos
de sentir ni uno de vuestros placeres, no hay ni uno del que no sepamos
disfrutar; pero tenemos, además, los propios, y esta reunión voluptuosa es lo
que nos convierte en los hombres de la Tierra más sensibles a la
voluptuosidad, los mejor creados para sentirla. Esta hechicera reunión es la
que hace imposible la rectificación de nuestros gustos, lo que nos convertiría
en unos entusiastas y en unos frenéticos si se cometiera la estupidez de castigarnos...
¡lo que nos hace adorar, hasta la tumba finalmente, al dios encantador que nos
encadena!
Así
se expresaba el conde, preconizando sus desmanes. Yo intentaba hablarle del
ser al que se lo debía todo, y de los pesares que semejantes extravíos provocaban
en su respetable tía, pero sólo descubría en él despecho y malhumor, y sobre
todo impaciencia por ver tanto tiempo, en tales manos, unas riquezas que, según
decía, debían pertenecerle. Sólo veía en él el odio más inveterado contra una
mujer tan honesta, la rebelión más clara contra todos los sentimientos de la
naturaleza. ¡,Será cierto, pues, que cuando se ha llegado a transgredir tan
formalmente en los propios gustos el sagrado instinto de esta ley, la
consecuencia necesaria de este primer crimen en una espantosa inclinación a
cometer después todos los demás?
A
veces me servía de los medios de la religión; casi siempre consolada por ella,
intentaba hacer llegar sus dulzuras al alma de aquel perverso, prácticamente
segura de atraerle con sus lazos si conseguía hacerle compartir sus atractivos.
Pero el conde no me dejó emplear largo tiempo esas armas. Enemigo declarado de
nuestros más santos misterios, crítico obstinado de la pureza de nuestros
dogmas, antagonista indignado de la existencia de un Ser Supremo, el señor de
Bressac, en lugar de dejarse convertir por mí, intentó más bien corromperme.
––Todas
las religiones parten de un principio falso, Thérèse ––me decía––. Todas suponen como necesario el
culto de un Ser creador, pero este creador no existió jamás. Recuerda en eso
los sensatos preceptos de aquel «Corazón-de-Hierro» que, según me contaste,
había trabajado como yo tu mente. Nada más justo que los principios de ese
hombre, y el envilecimiento en que se comete la tontería de mantenerle no le
quita el derecho de razonar bien.
»Si
todo lo que produce la naturaleza es el resultado de las leyes que la dominan;
si su acción y su reacción perpetuas suponen el movimiento necesario para su
existencia, ¿en qué queda el soberano dueño que le atribuyen gratuitamente los
necios? Eso es lo que te decía tu sabio maestro, querida muchacha. Así pues,
¿qué son las religiones, a partir de ahí, sino el freno con que la tiranía del
más fuerte quiso someter al más débil? Imbuido de este designio, se atrevió a
decir al que pretendía dominar que un Dios forjaba los grilletes con que la
crueldad lo rodeaba; y éste, embrutecido por su miseria, creyó indistintamente
todo lo que el otro quiso. ¿Pueden las religiones, nacidas de estas artimañas,
merecer algún respeto? ¿Existe una sola, Thérèse, que no lleve el emblema de la impostura y de
la estupidez? ¿Qué veo en todas? Unos misterios que hacen estremecer la razón,
unos dogmas que insultan la naturaleza, y unas ceremonias grotescas que sólo
inspiran mofa y repugnancia. Pero si, entre todas ellas, hay una que merezca
más especialmente nuestro desprecio y nuestro odio, Thérèse, ¿no es esta ley bárbara del cristianismo en
la que los dos hemos nacido? ¿Existe otra más odiosa?... ¿Alguna que asquee más
el corazón y el entendimiento?
»¿Cómo
unos hombres razonables pueden seguir creyendo en las palabras oscuras, en los
supuestos milagros del vil inventor de este culto espantoso? ¿Existió alguna
vez un farsante que mereciera más indignación pública? ¡Quién es ese judío
leproso que, nacido de una puta y de un soldado, en el más miserable rincón del
universo, se atreve a presentarse como la voz de aquel que, según se dice, ha
creado el mundo! Estarás de acuerdo conmigo, Thérése, en que para unas pretensiones
tan elevadas hacía falta, por lo menos, algunos títulos. ¿Cuáles son los de tu
ridículo embajador? ¿Qué hará para demostrar su misión? ¿La tierra cambiará de
aspecto; las plagas que la afligen desaparecerán; el sol la iluminará noche y
día? ¿Los vicios dejarán de mancharla? ¿Veremos reinar finalmente la
felicidad?... Nada de eso, el enviado de Dios se anuncia al universo con juegos
de manos, brincos y calambures;* el Ministro del cielo se presenta a manifestar
su grandeza en la respetable compañía de braceros, de artesanos y de rameras;
emborrachándose con unos y acostándose con las otras el amigo de un Dios, Dios
también él, decide someter a sus leyes al pecador empedernido; inventando para
sus farsas todo lo que puede satisfacer su lujuria o su glotonería así es como
el bribón demuestra su misión. En cualquier caso, tiene suerte; se unen al
farsante unos cuantos satélites mediocres; se forma una secta; los dogmas de
esta canalla consiguen seducir a unos cuantos judíos: esclavos del poder
romano, debían abrazar con júbilo una religión que, liberándolos de sus grilletes,
sólo los doblegaba al freno religioso. Adivinan sus motivos, desvelan su
indocilidad; detienen a los sediciosos; perece su jefe, pero de una muerte
excesivamente suave, sin duda, para su tipo de crimen, y por una imperdonable
falta de reflexión dejan dispersar a los discípulos de ese patán, en lugar de
degollarlos con él. El fanatismo se apodera de las mentes, las mujeres gritan,
los locos se agitan, los imbéciles creen, y ya tenemos al más despreciable de
los seres, al más torpe de los bribones, al más grosero impostor que jamás haya
existido, convertido en Dios, en hijo de Dios, igual a su padre. ¡Todas sus
fantasías consagradas, todas sus palabras convertidas en dogmas, y sus
simplezas en misterios! ¡El seno de su fabuloso Padre se abre para recibirle,
y el Creador, antes único, se convierte en triple para complacer a ese hijo
digno de su grandeza! ¿Pero se conformará ese santo Dios con tanto? No, nada de
eso, su celeste poder se prestará a favores mucho mayores. Por la voluntad de
un sacerdote, o sea, de un truhán cubierto de mentiras y de crímenes, ese gran
Dios creador de todo lo que vemos se humillará hasta el punto de descender diez
o doce millones de veces cada mañana a un pedazo de harina amasada que,
debiendo ser engullido por los fieles, se transmutará inmediatamente en el
fondo de sus entrañas en sus más viles excrementos, y eso para la satisfacción
de su tierno hijo, odioso inventor de tan monstruosa impiedad, en una cena
tabernaria. Pero como lo dijo, así tiene que cumplirse. Dijo: «Este pan que
veis será mi carne y como tal la comeréis. Ahora bien, como yo soy Dios, os
comeréis a Dios, con lo cual el Creador del cielo y de la Tierra se convertirá,
porque yo lo he dicho, en la materia más vil que pueda desprenderse del cuerpo
del hombre, y el hombre se comerá a Dios, porque Dios es bueno y es
omnipotente». Aunque parezca imposible, estas estupideces se propagan; se
atribuye su extensión a su verdad, a su grandeza, a su sublimidad, al poder de
quien las introduce, mientras que las causas más simples redoblan su fuerza, y
el crédito adquirido por el error sólo encontró a truhanes por una parte y a
imbéciles por otra. Esta infame religión llega finalmente al trono, y un
emperador débil, cruel, ignorante y fanático revistiéndola con el estandarte
real, mancha con ella los dos extremos de la Tierra. Sin embargo, Thérèse, ¿qué peso pueden tener estas razones para una
mente analítica y filosófica? ¿Puede ver el sabio otra cosa en este revoltijo
de fábulas espantosas que el fruto de la impostura de unos cuantos hombres y la
falsa credulidad de muchos más? Si Dios hubiera querido que tuviéramos alguna
religión, y fuera realmente poderoso, o, en otras palabras, si fuera realmente
un Dios, ¿nos hubiera participado sus órdenes a través de medios tan absurdos?,
¿nos hubiera mostrado cómo había que servirle a través de la voz de un
despreciable bandido? Si es supremo, si es poderoso, si es justo, si es bueno,
¿querrá ese Dios del que me hablas enseñarme a servirle y conocerle a través
de enigmas y de farsas? Motor soberano de los astros y del corazón de los
hombres, ¿no puede instruirnos sirviéndose de los primeros o convencernos
grabándose en el segundo? Que acuñe un día en trazos de fuego, en el centro del
Sol, la ley que puede complacerle y desee imponernos; al leerla y contemplarla
a un tiempo, todos los hombres de un extremo al otro del universo, serán
culpables si entonces no la siguen. Pero indicar únicamente sus deseos en un
rincón ignorado de Asia; elegir como seguidor al pueblo más trapacero y más
visionario; por sustituto, al más vil artesano, al más absurdo y pillo;
embrollar hasta tal punto la doctrina que se hace imposible comprenderla;
insuflar su conocimiento a un pequeño número de individuos; mantener a los
restantes en el error, y castigarlos por haber permanecido en él... ¡No, Thérèse, no, no! Tantas atrocidades no pueden
guiarnos; preferiría mil veces morir antes que creerlas. Cuando el ateísmo
necesite mártires, que los designe y mi sangre estará dispuesta. Detestemos
esos horrores, Thérèse; que los improperios más duros
cimenten el desprecio que merecen... Apenas comenzaba yo a abrir los ojos y ya
detestaba estas groseras fantasías; juré entonces que las pisotearía y me prometí
no volver jamás a ellas. Imítame, si quieres ser feliz; detesta, abjura y
profana al igual que yo tanto el objeto odioso de este culto horrible como el
propio culto, creado para una quimera, hecho, como ellas, para ser envilecido
por todo lo que pretende alcanzar la sabiduría.
*
El marqués de Bièvre jamás llegó a hacer ninguno que valiera el del Nazareno a
su discípulo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra alzaré mi Iglesia». ¡Y que se
nos venga a decir ahora que los calambures son de nuestro siglo! (N. del A.)
––¡Oh,
señor! ––contesté llorando––, privaríais a una
desdichada de su más dulce esperanza si marchitarais en su corazón esta
religión que la consuela. Firmemente encariñada con lo que enseña y
absolutamente convencida de que los ataques que recibe sólo son consecuencia
del libertinaje y de las pasiones, ¿podría sacrificar a unas blasfemias y a
unos sofismas que me horrorizan, la más querida idea de mi espíritu, el más
dulce alimento de mi corazón?
Añadí
mil razonamientos a éstos, que sólo provocaban la hilaridad del conde; de este
modo sus capciosos principios alimentado por una elocuencia más viril, apoyados
en lecturas que afortunadamente yo jamás había hecho, atacaban cada día todos
los míos, pero sin quebrantarlos. La señora de Bressac, llena de virtud y de
piedad, no ignoraba que su sobrino defendía sus extravíos con todas las
paradojas de moda. A menudo se quejaba de ello conmigo, y, como se dignaba
juzgarme algo más sensata que sus restantes doncellas, le gustaba confiarme
sus penas.
No
había, sin embargo, límites a las malas acciones de su sobrino. El conde había
llegado al punto de no ocultar nada. No sólo había rodeado a su tía de toda la
peligrosa chusma que utilizaba para sus placeres, sino que había llevado su
osadía hasta el punto de decirle delante de mí que, si seguía contrariando sus
gustos, la convencería de los encantos que contenían entregándose a ellos ante
sus propios ojos.
Esta
conducta me horrorizaba y afligía. Intentaba encontrar en ella motivos para
sofocar en mi alma la desdichada pasión que la hacía arder, pero ¿es el amor un
mal del que pueda sanarse? Todo lo que intentaba oponerle sólo servía para
atizar más vivamente su llama, y el pérfido conde jamás me parecía tan amable
como cuando reunía ante mí todo lo que debía empujarme a odiarle.
Ya
llevaba cuatro años en aquella casa, siempre perseguida por los mismos pesares
y siempre consolada por las mismas dulzuras, cuando aquel hombre abominable,
creyéndose al fin seguro de mí, osó desvelarme sus infames intenciones.
Vivíamos entonces en el campo, y yo estaba a solas con la condesa: su primera
doncella había pedido permiso para seguir en París durante el verano, por unos
asuntos de su marido. Una noche, poco después de que me retirara, mientras me
refrescaba en un balcón de mi habitación sin decidirme, a causa del extremo
calor, a acostarme, de repente el conde llama a la puerta y me ruega que le
deje charlar conmigo. ¡Ay de mí! Todos los instantes que me concedía el cruel
autor de mis males me parecían demasiado preciosos para que me atreviera a
rechazar uno solo; entra, cierra con cuidado la puerta, y sentándose en un
sillón a mi lado me dijo con un cierto embarazo:
––Atiéndeme,
Thérèse... tengo que contarte unas cosas de
la mayor importancia. Júrame que jamás revelarás nada.
––¡Oh,
señor! ––contesté––, ¿podéis creerme capaz de abusar
de vuestra confianza?
––Tú
no sabes el peligro que correría si acabaras por demostrarme que me había
equivocado al concedértela... ––La peor de todas mis penas sería haberla perdido,
no necesito mayores amenazas...
––Pues
bien, Thérèse, he condenado mi tía a muerte...
y pienso utilizar tu mano para ello.
––¡Mi
mano! ––exclamé retrocediendo horrorizada...¡Pero,
señor!, ¿cómo habéis podido concebir semejante proyecto?... No, no, disponed de
mi vida si la queréis, pero no imaginéis jamás que obtendréis de mí el horror
que me proponéis.
––Atiende,
Thérèse ––me dijo el conde, tranquilizándome––,
estaba seguro de tu reticencia, pero como eres inteligente estoy convencido de
poder vencerla, de demostrarte que este crimen, que te parece tan enorme, sólo
es en el fondo una cosa muy sencilla.
»Dos
desmanes se ofrecen aquí, Thérèse,
a tus ojos poco filosóficos: la destrucción de una
criatura que se nos asemeja, y el mal que aumenta esta destrucción, cuando esta
criatura está próxima a nosotros. Respecto al crimen de la destrucción de un
semejante, tenlo por seguro, querida muchacha, es puramente quimérico. El poder
de destruir no se le ha concedido al hombre; posee, como máximo, el de variar las
formas, pero no el de aniquilarlas. Ahora bien, cualquier forma es equivalente
a los ojos de la naturaleza; nada se
pierde en el crisol inmenso donde se ejecutan esas variaciones. Todas las
porciones de materia que caen de él resurgen incesantemente bajo otras figuras
y, sean cuales fueren nuestros procedimientos sobre eso, ninguno la ultraja
sin duda, ninguno es capaz de ofenderla. Nuestras destrucciones reavivan su
poder; mantienen su energía, pero ninguna la atenúa, no es contrariada por
ninguna. ¿Qué importa a su mano siempre creadora que esta masa de carne que
compone hoy un individuo bípedo se reproduzca mañana bajo la forma de mil
insectos diferentes? ¿Nos atreveremos a afirmar que la construcción de un
animal con dos pies le cuesta más que la de un gusanillo, y que siente por
aquél un mayor interés? Si, por consiguiente, el grado de adhesión, o más bien
de indiferencia, es el mismo, ¿qué puede importarle que la espada de un hombre
convierta a otro hombre en mosca o en hierba? Cuando me hayan convencido de la
sublimidad de nuestra especie, cuando me hayan demostrado que es tan importante
para la naturaleza que, necesariamente, sus leyes se irritan ante esta
transmutación, podré creer entonces que el homicidio es un crimen; pero cuando
el estudio más profundo me ha demostrado que todo lo que vegeta en este globo,
la más imperfecta de las obras de la naturaleza, tiene un precio equivalente a
sus ojos, jamás admitiré que el
cambio de uno de esos seres en mil otros pueda alterar en nada sus designios.
Entonces me digo: todos los hombres, todos los animales, todas las plantas
crecen, se alimentan, se destruyen, se reproducen por los mismos medios, y no
reciben jamás una muerte real sino una simple variación en lo que las modifica.
Todos, digo, los que aparecen hoy bajo una forma y unos años después bajo otra,
pueden, al capricho del ser que quiere moverlos, cambiar mil y mil veces en un
día, sin que una sola ley de la naturaleza se vea afectada un solo instante.
¿Qué digo? Sin que este transmutador haya hecho otra cosa que un bien, ya que
al descomponer unos individuos cuyas bases vuelven a ser necesarias para la
naturaleza, no hace más que devolverle mediante esta acción, impropiamente
calificada de criminal, la energía creadora de la que le priva necesariamente
aquel que, por una estúpida indiferencia, no se atreve a emprender jamás
ninguna alteración. Ay, Thérèse,
sólo el orgullo del
hombre convirtió el homicidio en crimen. Esta vana criatura, imaginándose la
más sublime del globo, creyéndose la más esencial, partió de este falso
principio para asegurar que la acción que la destruyera sólo podía ser infame;
pero su vanidad y su demencia no cambia en nada las leyes de la naturaleza. No
existe ningún ser que no sienta en el fondo de su corazón el deseo más
vehemente de deshacerse que aquellos que lo estorban, o de cuya muerte puede
sacar algún provecho; y del deseo al hecho, ¿supones tú, Thérèse, que la diferencia es muy grande? Ahora bien,
si estas impresiones nos vienen de la naturaleza, ¿es presumible que la
irriten? ¿Podría inspirarnos algo que la degradara? ¡Ah!, tranquilízate,
querida niña, nosotros no sentimos nada que no le sirva; todos los impulsos que
despierta en nosotros son las voces de sus leyes; las pasiones del hombre son
los medios que utiliza para alcanzar sus designios. ¿Necesita individuos? Nos
inspira el amor, y por tanto la procreación. ¿Precisa destrucciones? Coloca en
nuestros corazones la venganza,
la avaricia, la
lujuria, la ambición, y de ahí los homicidios. Pero siempre ha trabajado en su
favor, y nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en los crédulos agentes de
sus caprichos.
»¡Ah,
no, no, Thérèse, no! La naturaleza no abandona
en nuestras manos la posibilidad de unos crímenes que turbarían su economía.
¿Es sensato que el más dé bil pueda realmente ofender al más fuerte? ¿Qué somos
respecto a ella? ¿Es posible que, al crearnos, haya depositado en nosotros
algo capaz de perjudicarla? ¿Esta imbécil suposición puede avenirse con la
manera sublime y segura con que la vemos alcanzar sus fines? Si el homicidio
no fuera, ay, una de las acciones del hombre que mejor satisface sus
intenciones, ¿permitiría que se realizara? ¿Imitarla puede perjudicarla?
¿Puede ofenderse por ver que el hombre hace a su semejante lo que ella misma le
hace todos los días? Ya que está demostrado que sólo puede reproducirse
mediante destrucciones, ¿no es actuar de acuerdo con sus miras multiplicarlas
incesantemente? En ese sentido, el hombre que se entregue a ello con el mayor
ardor será incontestablemente el que mejor la servirá, ya que será aquel que
más cooperará con los designios que ella manifiesta en todos los instantes. La
primera y más hermosa cualidad de la naturaleza es el movimiento que la agita
incesantemente, pero este movimiento no es más que una serie perpetua de
crímenes, sólo mediante crímenes lo conserva. Así pues, el ser que más se le
parezca y, por consiguiente, el ser más perfecto, será necesariamente aquel
cuya agitación más activa será la causa de muchos crímenes, mientras que,
repito, el ser inactivo o indolente, es decir, el ser virtuoso, debe de ser
para ella, sin duda, el menos perfecto ya que sólo tiende a la apatía, a la
tranquilidad, que volvería a sumir incesantemente todo en el caos, si llegara a
predominar. Es preciso que el equilibrio se mantenga; sólo los crímenes pueden
conseguirlo. Por consiguiente, los crímenes sirven a la naturaleza. Si la
sirven, si los exige, si los desea, ¿pueden ofenderla? ¿Y quién puede sentirse
ofendido, si ella no lo está?
»En
este caso la criatura que destruyo es mi tía... Pero, oh, Thérèse, ¡cuán frívolos son esos vínculos a los ojos
de un filósofo! Permíteme que ni te hable de ellos, de lo fútiles que son.
Estas despreciables cadenas, fruto de nuestras leyes y de nuestras instituciones
políticas, ¿pueden significar algo a los ojos de la naturaleza?
»Así
que deja ahí tus prejuicios, Thérèse, y
sírveme: habrás hecho tu fortuna.
––¡Oh,
señor! ––contesté completamente horrorizada al
conde de Bressac––, esta indiferencia que suponéis a la naturaleza sólo obedece
a los sofismas de vuestra mente. Dignaos más bien a atender a vuestro corazón,
y oiréis como condenará todos los falsos razonamientos del libertinaje. Este
corazón, a cuyo tribunal os remito, ¿no es, pues, el santuario donde la
naturaleza que ultrajáis quiere que se la escuche y se la respete? Si imprime
en él el más fuerte horror por el crimen que preparáis, ¿no admitiréis que es
condenable? Sé que ahora os ciegan las pasiones, pero tan pronto como se
acallen, ¿hasta qué punto os desgarrarán los remordimientos? Cuanto mayor sea
vuestra sensibilidad, más os atormentará su aguijón... ¡Oh, señor! Conservad y
respetad los días de nuestra preciosa y tierna amiga; no la sacrifiquéis, ¡la
desesperación os haría perecer! Cada día, a cada instante, veríais ante
vuestros ojos a la tía querida que vuestro ciego furor habría sepultado en la
tumba; oiríais cómo su voz quejumbrosa sigue pronunciando los dulces nombres
que alegraban vuestra infancia; se os aparecería en vuestras vigilias y os
atormentaría en vuestros sueños; abriría con sus dedos ensangrentados las heridas
con que la habríais desgarrado; ni un instante dichoso, a partir de entonces,
luciría para vos en la Tierra; todos vuestros placeres quedarían manchados,
todas vuestras ideas se turbarían; una mano celeste, cuyo poder desconocéis,
vengaría los días que habríais destruido, envenenando todos los vuestros; y sin
haber disfrutado de vuestras fechorías, pereceríais del mortal remordimiento
de haberos atrevido a realizarlas.
Yo
lloraba mientras pronunciaba estas palabras, arrodillada
a los pies del conde. Le conjuraba, por todo lo que para él podía haber de más
sagrado, a olvidar ese extravío infame que juraba ocultar toda mi vida... Pero
yo no conocía al hombre con el que estaba tratando; no sabía hasta qué punto
las pasiones reforzaban el crimen en su alma perversa. El conde se levantó fríamente.
––Veo
perfectamente que me he equivocado, Thérése ––me dijo––. Quizá me siento más
molesto por ti que por mí. Da igual, ya encontraré otros medios y tú habrás
perdido mucho sin que tu ama haya ganado nada.
Esta
amenaza cambió todas mis ideas: al no aceptar el crimen que me proponía, yo
arriesgaba mucho por mi cuenta mientras mi señora perecía infaliblemente;
consintiendo la complicidad, me ponía a cubierto de las iras del conde, y
salvaba probablemente a su tía. Esta reflexión, obra de un instante, me decidió
a aceptarlo todo. Pero como un cambio tan repentino habría podido parecer
sospechoso, tardé un tiempo en mostrar mi derrota: obligué al conde a repetir
más de una vez sus sofismas, y adopté poco a poco la actitud de no saber ya qué
responderles. Bressac me creyó vencida, legitimé mi debilidad con la fuerza de
su arte y al final me rendí. El conde se arroja a mis brazos. ¡Cómo me habría
colmado de satisfacción este gesto si hubiera tenido otra causa!... ¿Qué digo?
Ya era demasiado tarde: su horrible comportamiento, sus bárbaros proyectos,
habían aniquilado todos los sentimientos que mi débil corazón osaba concebir,
y sólo veía en él a un monstruo...
––Tú
eres la primera mujer que abrazo ––me dijo el conde––, y, a decir verdad, con
toda mi alma... Eres deliciosa, hija mía. ¡Al fin un rayo de sabiduría ha
penetrado en tu mente! ¡Cómo es posible que esta encantadora cabeza haya permanecido
tanto tiempo en las tinieblas!
Y
después nos pusimos de acuerdo respecto a los hechos. En más o menos dos o tres
días, de acuerdo con las facilidades que yo encontrara, debía disolver una
bolsita de veneno, que me entregó Bressac, en la taza de chocolate que la
señora tenía por costumbre tomar cada mañana. El conde me cubría de todas las
consecuencias, y me entregaba un contrato de dos mil escudos de renta el mismo
día de la ejecución. Me firmó estas promesas sin especificar lo que debía llevarme
a disfrutarlas, y nos separamos.
Ocurrió
mientras tanto algo harto singular, muy apropiado para desvelaros el alma atroz
del monstruo con el que yo trataba, para que yo interrumpa un mi nuto,
contándooslo, el relato que sin duda esperáis del desenlace de la aventura en
la que me había metido.
Dos
días después de nuestro pacto criminal, el conde supo que un tío, sobre cuya
sucesión no contaba en absoluto, acababa de dejarle ochenta mil libras de
renta... ¡Oh, cielos!, me dije al enterarme de la noticia, ¡así es como la
justicia celestial castiga la conspiración de fechorías! Y arrepintiéndome
inmediatamente de esta blasfemia hacia la Providencia, me arrodillo, pido
perdón, y me congratulo de que este inesperado acontecimiento pueda cambiar por
lo menos los proyectos del conde... ¡Cuál era mi error!
––¡Oh,
mi querida Thérèse! ––me dijo acudiendo aquella
misma noche a mi habitación––. ¡Cómo llueven sobre mí las prosperidades! Ya te
lo he dicho más de una vez: la idea de un crimen, o su ejecución, es el medio
más seguro de atraer la felicidad. Así les ocurre, por lo menos, a los
malvados.
––¿Cómo,
señor? ––contesté––. Esta fortuna con la que no
contabais ¿no os decide a esperar pacientemente la muerte que queríais
precipitar?
––¿Esperar?
––replicó bruscamente el conde––, no esperaría ni dos minutos, Thérèse. ¿No te das cuenta de que tengo veintiocho
años, y a mi edad es duro esperar?... No, que esto no cambie en nada nuestros
proyectos, por favor, y dame el consuelo de verlo todo terminado antes de que
volvamos a París... Mañana, pasado mañana a más tardar... Ya estoy impaciente
por darte un cuarto de tus rentas... por entregarte el acta que te las
garantiza...
Hice
cuanto pude por disimular el terror que me inspiraba aquel ensañamiento, y
reanudé mis reflexiones de la víspera, convencidísima de que, si no ejecutaba
el crimen horrible que me habían encargado, el conde no tardaría en darse
cuenta de que le engañaba, y de que, si advertía a la señora de Bressac, fuera
cual fuere la decisión que le hiciera tomar la revelación de ese proyecto, el
joven conde, viéndose siempre engañado, adoptaría inmediatamente unos medios
más seguros que, haciendo perecer igualmente a la tía, me exponían a toda la
venganza del sobrino. Me restaba la vía de la justicia, pero nada en el mundo
habría podido resolverme a tomarla. Así que me decidí a avisar a la marquesa;
de todas las opciones posibles, es la que me pareció mejor y como tal la
adopté.
––Señora
––dije al día siguiente de mi última entrevista con el conde––, tengo que
revelaros algo de la mayor importancia, pero, por mucho que eso pueda
interesaros, estoy decidida al silencio si no me dais, antes, vuestra palabra
de honor de no demostrar ningún resentimiento a vuestro señor sobrino por lo
que tiene la audacia de proyectar... Actuaréis, señora, y tomaréis las medidas
que os parezca, pero no diréis palabra. Dignaos a prometérmelo, o me callo.
La
señora de Bressac, que creyó que sólo se trataba de alguna de las
extravagancias habituales de su sobrino, se comprometió con el juramento que yo
le exigía, y se lo revelé todo. La desdichada mujer se fundió en lágrimas al
enterarse de esta infamia.
––¡Monstruo!
––exclamó––. ¡,Qué he hecho yo si no procurar siempre su bien? Si he pretendido
prevenir sus vicios, o corregirlos, ¿qué otro motivo que su felicidad podía
obligarme a esta severidad?... Y esta herencia que acaba de recibir, ¡,acaso no
se la debe a mis cuidados? ¡Ah, Thérèse, Thérèse, demuéstrame
la realidad de este proyecto!... Haz que no pueda dudar de él. Necesito todo lo
que pueda acabar de apagar en mí los sentimientos que mi corazón ciego todavía
se atreve a conservar hacia este monstruo...
Y
entonces le mostré la bolsa de veneno; era difícil presentarle una demostración
mejor. La marquesa quiso hacer pruebas. Hicimos tragar una pequeña dosis a un
perro que encerramos, y murió al cabo de dos horas con unas espantosas
convulsiones. La señora de Bressac, que ya no podía dudar, se decidió. Me
ordenó que le entregara el resto del veneno, y escribió inmediatamente a través
de un correo al duque de Sonzeval, pariente suyo, que se presentara en secreto
al ministro y que le comunicara la atrocidad de un sobrino del que estaba en
vísperas de convertirse en víctima; que se proveyera de una carta de
encarcelamiento; y que corriera a sus tierras para liberarla lo antes posible
del malvado que conspiraba tan cruelmente contra sus días.
Pero
el abominable crimen debía consumarse; fue preciso que, por un inconcebible
permiso del cielo, la virtud cediera a los esfuerzos de la maldad. El animal
sobre el que habíamos efectuado la prueba nos acusó ante el conde. Lo oyó
aullar y, sabiendo que ese perro era querido por su tía, preguntó qué le habían
hecho. Aquellos a quienes se dirigió, que lo ignoraban todo, no le contestaron
con claridad. A partir de ese momento, concibió sospechas; no dijo nada, pero
yo le vi turbado. Comuniqué su estado a la marquesa, ella aún se inquietó más,
sin poder pensar, de todos modos, en otra cosa que en adelantar la marcha del
correo, y en que ocultara aún mejor, si cabía, el objeto de su misión. Contó a
su sobrino que lo enviaba en diligencia a París para rogar al duque de
Sonzeval que se ocupara inmediatamente de la sucesión del tío del que acababa
de heredar, porque si nadie aparecía eran de temer unos procesos. Añadió que
pedía al duque que viniera él mismo a rendir cuentas de todo, para que ella se
decidiera a irse en compañía de su sobrino, si el caso lo exigía. El conde,
demasiado buen fisonomista para no descubrir el malestar en el rostro de su tía
y no observar un poco de confusión en el mío, lo aceptó todo y se puso en
guardia. Bajo el pretexto de un paseo, se aleja del castillo y espera al correo
en un lugar por el que tenía que pasar inevitablemente. Aquel hombre, mucho más
suyo que de su tía, no pone ninguna dificultad en entregarle sus misivas, y
Bressac, convencido de lo que llama sin duda mi traición, da cien luises al correo con la orden de no regresar jamás a
casa de la tía. Vuelve al castillo, con la rabia en el corazón; sin embargo, se
contiene. Me encuentra, me habla como de costumbre, me pregunta si será para
mañana, me hace notar que es esencial que se produzca antes de que llegue el
duque, y después se acuesta con un aire tranquilo y sin demostrar nada. Yo no
supe nada entonces, me engañó por completo. Si el espantoso crimen se consumó,
como el conde me contó después, lo cometió él sin duda, pero ignoro cómo.
Formulé muchas conjeturas, ¿de qué serviría comunicároslas? Pasemos más bien a
la cruel manera con que fui castigada por no haber querido encargarme de él.
Al día siguiente de la detención del correo, la señora tomó su chocolate como
de costumbre, se levantó, pasó al tocador, me pareció nerviosa y se sentó a la
mesa. Así que desaparece, el conde me aborda y, con la mayor de las flemas, me
dice:
––Thérèse, he descubierto un medio más
seguro del que te había propuesto para llevar a cabo nuestros proyectos, pero
exige detalles y no me atrevo a ir tan a menudo a tu habitación. Dirígete a las
cinco en punto al extremo del parque, te recogeré y daremos un paseo por el
bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le
confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de candor o
sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo me
creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que jamás
imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía
alterada.
«El
perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros
poetas trágicos, pero el perjurio siempre es odioso para el alma delicada y
sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alteraba.
En
cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí con
un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra cosa
que reír y ~bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo
quería llevar la conversación al tema que le había hecho pedir nuestro
encuentro, me decía siempre que esperara, que temía que nos estuvieran
observando, y que todavía no estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta,
llegamos a los cuatro árboles donde había sido tan cruelmente amarrada. Al
volver a ver aquel lugar, me estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas
todo el horror de mi destino, y podéis suponer como aumentó mi espanto cuando
vi la preparación de aquel lugar fatal. De uno de los árboles colgaban unas
cuerdas; tres monstruosos dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y
parecían estar esperándome para entregarse a la necesidad de comer que
anunciaban sus fauces espumeantes y abiertas. Uno de los favoritos del conde
los guardaba.
Entonces,
el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos, me dijo:
––Bribona,
¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje para devolverte
a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los árboles donde amenacé
con devolverte si alguna vez me obligabas a arrepentirme de mis bondades? ¿Por
qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si tenías la intención
de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud arriesgando la
libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada necesariamente entre
esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el más abominable?
––¡Ay
de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
––Tenías
que negarte ––continuó el furioso conde, cogiéndome por un brazo y
zarandeándome con violencia––, sí, sin duda, negarte y no aceptar para traicionarme.
Entonces
el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para sorprender las
misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le había llevado a
desviarlas.
––¡.Qué
has conseguido con tu falsedad, criatura indigna? ––prosiguió––. Has arriesgado
tus días sin conservar los de mi tía. El golpe está dado. Mi regreso al
castillo me ofrecerá sus frutos. Pero es preciso que perezcas, es preciso que
aprendas, antes de expirar, que el camino de la virtud no siempre es el más
seguro, y que existen circunstancias en el mundo en las que la complicidad con
un crimen es preferible a su delación.
Y
sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el cruel estado
en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba destinado y donde
aguardaba su favorito.
––Ahí
tienes ––le dijo–– a la que ha querido envenenar a mi tía, y que quizás ya ha
cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por prevenirla. Sin duda
habría hecho mejor en entregarla en manos de la justicia, pero allí habría
perdido su vida, y yo quiero dejársela para que sufra más tiempo.
Entonces
los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
––¡Qué
hermosas nalgas! ––decía el conde con un tono de la más cruel ironía y
manipulándolas con brutalidad––. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un excelente almuerzo
para mis dogos!
Cuando
ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una cuerda que rodea mi
cintura, dejándome los brazos libres para que pueda defenderme lo mejor
posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo avanzar y retroceder
unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude a observar mi
actitud. Gira a mi alrededor. Por la ruda manera con que me toca, parece que
sus manos asesinas quisieran competir con la rabia de los colmillos acerados
de sus perros.
––¡Vamos!
––le dice a su ayudante––, suelta a los animales, ya es hora.
Les
desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi desdichado
cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes quede exenta
de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran cada vez con
mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el indigno Bressac,
como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria... ¡infame!, se
ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
––Ya
basta ––dijo, al cabo de unos minutos––, ata a los perros y abandona esta
desgraciada a su mala suerte. ––¡Bien, Thérèse! ––me
dijo en voz baja, rompiendo mis ataduras––. Como ves, a veces la virtud cuesta
muy cara. ¡,Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor que los
mordiscos que ahora te cubren?
Pero
en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me arrojo a los
pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
––Soy
muy bueno al salvarte la vida ––dice el traidor, al que mis males irritan––,
vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después
me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone cuanto antes el
lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi vestido, el único
que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme y después secarme,
mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más ocupado en sus ideas que
en mí.
La
hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los espantosos dolores
que soporto, hacen que me resulte casi imposible la operación de vestirme, sin
que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba de situarme en tan cruel
estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida, se dignara concederme
la menor señal de conmiseración. Así que estuve preparada, me dijo:
––Ve
donde quieras. Debe quedarte dinero, no te lo quito, pero procura no volver a
aparecer por ninguna de mis casas, tanto en la ciudad como en el campo. Hay dos
poderosas razones en contra. En primer lugar, conviene que sepas que el proceso
que creías terminado no lo está. Se te ha dicho que había sido sobreseído, te
han engañado. El decreto sigue vigente. Te dejaban en esta situación para ver
cómo te portabas. En segundo lugar, aparecerás públicamente como la asesina de
la marquesa. Si sigue en vida, haré que se vaya con esta idea a la tumba, y lo
sabrá toda la casa. Así que te enfrentas a dos procesos en lugar de uno, y en
lugar de un vil usurero tendrás como adversario a un hombre rico y poderoso,
decidido a perseguirte hasta el infierno, si abusas de la vida que su piedad te
ha concedido.
––Pero,
señor ––contesté––, cualesquiera que sean vuestros
rigores hacia mí, no temáis nada de mis pasos. He creído que debía actuar
contra vos cuando se tra taba de la vida de vuestra tía, jamás emprenderé nada
cuando sólo se trate de la desdichada Thérèse. Adiós,
señor, ¡ojalá vuestros crímenes os hagan tan feliz como tormentos me ocasionan
vuestras crueldades! Y sea cual sea la suerte que me depare el cielo, en tanto
que quiera conservar mis deplorables días sólo los utilizaré en rezar por vos.
El
conde alzó la cabeza. No le quedaba más remedio que mirarme ante estas
palabras, y como me vio vacilante y cubierta de lágrimas, por el temor de con
moverse sin duda, el cruel se alejó y ya no volví a verle. Totalmente entregada
a mi dolor, me dejé caer al pie del árbol, y allí, dándoles el más libre curso,
hice resonar el bosque con mis gemidos. Abracé la tierra con mi desdichado
cuerpo, y regué la hierba con mis lágrimas.
––¡Oh,
Dios mío! ––exclamé––, vos lo habéis querido; estaba
escrito en vuestros eternos decretos que el inocente fuera la presa del
culpable. Disponed de mí, Señor, todavía estoy muy lejos de los males que
habéis sufrido por nosotros. ¡Ojalá los que yo soporto adorándoos me hagan
digna un día de las recompensas que prometéis al débil, cuando os tiene por objeto
en sus tribulaciones y os glorifica en sus penas!
Caía
la noche. Se me hacía imposible proseguir; apenas podía sostenerme. Dirigí la
mirada al matorral donde me había acostado cuatro años antes; como pude me
arrastré hasta él y, colocándome en el mismo lugar, atormentada por mis heridas
todavía sangrantes, abrumada por los males de mi espíritu y por las penas de
mi corazón, pasé la noche más cruel que quepa imaginar.
Como
el vigor de mi edad y de mi temperamento me habían devuelto un poco de fuerza
al apuntar el día, demasiado asustada por la vecindad de aquel cruel cas tillo,
me alejé rápidamente de él. Abandoné el bosque y, decidida a ocupar, al riesgo
que fuera, la primera habitación que encontrara, entré en la aldea de
Saint-Marcel, a unas cinco leguas de París. Pregunté por la casa del cirujano y
me la indicaron. Le rogué que curara mis heridas y le conté que, al escapar por
una historia de amor de la casa de mi madre en París, había sido asaltada de
noche por unos bandidos en el bosque que, para vengarse de las resistencias que
había opuesto a sus deseos, me habían hecho tratar así por sus perros.
Rodin,
así se llamaba aquel artista, me examinó con la mayor atención y no descubrió
nada peligroso en mis llagas. Me dijo que habría garantizado devolverme en
menos de quince días tan fresca como antes de mi aventura si hubiera llegado a
su casa en el mismo instante; pero la noche y la angustia habían emponzoñado
las heridas y tardaría un mes en restablecerme. Rodin me alojó en su casa, me
dio todos los cuidados posibles, y al día treinta ya no quedaba en mi cuerpo
ningún vestigio de las crueldades del señor de Bressac.
Tan
pronto como el estado en que me hallaba me permitió tomar aire, mi primera
preocupación fue intentar encontrar en la aldea una joven suficientemente
hábil e inteligente para ir al castillo de la marquesa para informarme de todas
las novedades ocurridas desde mi marcha. La curiosidad no era el verdadero
motivo que me impulsaba a este paso. Esta curiosidad, probablemente peligrosa,
habría estado con toda seguridad muy fuera de lugar; pero todo lo que había
ganado con la marquesa seguía en mi habitación, apenas llevaba seis luises encima, y poseía más de cuarenta en el
castillo. No me imaginaba que el conde fuera tan cruel como para negarme lo que
me pertenecía tan legítimamente. Persuadida de que pasado el primer furor, no
querría cometer conmigo semejante injusticia, escribí una carta lo más
conmovedora posible. Le oculté cuidadosamente el lugar donde vivía, y le
supliqué que me enviara mis ropas junto con el escaso dinero que tenía en mi
habitación. Una campesina de veinticinco años, despierta e inteligente, se
encargó de mi carta, y me prometió informarse bajo mano para comunicarme a su
vuelta los diferentes temas cuyo esclarecimiento le dejé ver que me resultaba
necesario. Le recomendé, por encima de todo, que ocultara el nombre del lugar
donde me hallaba, que no hablara de mí para nada, y que dijera que había
recibido la carta de un hombre que la traía de más allá de quince leguas. Jeannette se fue, y, veinticuatro horas después, me
trajo la respuesta. Todavía existe, aquí está, señora, pero permitidme
contaros, antes de leérosla, lo que había ocurrido en casa del conde desde mi
ausencia.
La
marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi
desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores y
unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que
parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido
envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban
buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la
encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo
mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas
de la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían
a su sobrino, al margen de las rentas, en posesión de mas de seiscientos mil
francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se
decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del
cuerpo exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la
desdichada marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron
en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló
con Jeannette y le formuló varias preguntas,
pero como la joven había contestado con tanta franqueza y firmeza, finalmente
se decidió a darle su respuesta sin acuciarla más.
––Aquí
tenéis esta carta fatal ––dijo Thérèse entregándola
a la señora de Lorsange––, sí, ahí la tenéis, señora, a veces mi corazón sigue
necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin estremeceros.
La
señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella
aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:
«La
desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a escribirme
después de su execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su retiro;
puede estar segura de que lo pasará mal si la descubrimos. ¿Qué se atreve a
reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a los robos
que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al consumar su
último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues se le comunica
que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a la culpable
fuera conocido por la justicia».
––Proseguid,
querida niña ––dijo la señora de Lorsange devolviendo la nota a Thérèse––, son actitudes que horrorizan. Nadar en oro, y
negar a una desdichada que no ha querido cometer un crimen lo que ha ganado
legítimamente, es una infamia gratuita que carece de parangón.
––¡Ay,
señora! ––continuó Thérèse, retomando el hilo de su
historia––, pasé dos días llorando con esta malaventurada carta. Gemí mucho
más por el comportamiento horrible que demostraba
que por los rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada
por segunda vez a la justicia por haber sabido respetar en exceso sus leyes!
De acuerdo, no me arrepiento: por muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás
conoceré los remordimientos mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro
mal que el de haber atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos
que jamás me abandonarán.
Me
resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de que me hablaba
el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan peligroso para
él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo de sí mismo,
él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa por sus amenazas.
Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e incluso a instalarme
allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me permitieran alejarme.
Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta me propuso que
permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión que tomé, es
necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin
era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada viva,
apariencia vigorosa y saludable, pero al mismo tiempo libertina. Muy por
encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin
sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en
Saint––Marcel que sólo ocupaba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos
años, con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de cumplir catorce años; reunía
todos los encantos más atractivos: un talle de ninfa, una cara redonda, fresca,
extraordinariamente animada, de rasgos amables y pícaros, la más bonita boca
posible, unos grandes ojos negros, llenos de expresión y de sentimiento, unos
cabellos castaños que caían hasta su cintura, la piel de un resplandor... de
una finura increíbles; además, los más bellos senos del mundo; aparte de la
inteligencia, vivacidad, y una de las almas más bellas que haya podido crear la
naturaleza. En cuanto a las compañeras con las que debía servir en esta casa,
eran dos campesinas, de las que una hacía de gobernanta y la otra de cocinera.
La que desempeñaba el primer cometido podía tener veinticinco años, la otra
tenía dieciocho o veinte, y ambas eran extraordinariamente bonitas; esta
elección despertó mis sospechas sobre el deseo que manifestó Rodin de conservarme.
¿Qué necesidad tiene de una tercera doncella, me decía, y por qué las quiere
bonitas? Seguramente, continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las
costumbres regulares de las que no quiero apartarme jamás; examinémoslo.
Rogué,
en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir recuperándome una semana
más en su casa, asegurándole que antes del final de este período le daría mi
respuesta sobre lo que me quería proponer.
Aproveché
este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie, decidida a no establecerme en casa de su
padre mientras hubiera algo en ella que pudiera molestarme. Examinándolo todo
con esta intención, descubrí al siguiente día que aquel hombre tenía un
arreglo que a partir de entonces me inspiró furiosas sospechas sobre su
conducta.
El
señor Rodin tenía en su casa una pensión de niños de ambos sexos; había
obtenido ese privilegio en vida de su mujer y no creyeron que debían privarle
de él cuando la había perdido. Los pupilos del señor Rodin eran poco numerosos,
pero escogidos; eran en total catorce muchachas y catorce muchachos. Jamás los
admitía con menos de doce años, y siempre eran despedidos a los dieciséis.
Nada tan lindo como los adolescentes que admitía Rodin. Si se le presentaba
alguno que tuviera algunos defectos corporales, o fuera feo, tenía el arte de
rechazarlo con veinte pretextos, siempre teñidos de sofismas a los que nadie
podía responder. Así, o el número de sus pensionistas no estaba completo, o lo
que había era siempre encantador. Los niños no comían en su casa, pero iban a
ella dos veces al día, de siete a once por la mañana y de cuatro a ocho por la
tarde. Si hasta entonces todavía no había visto todo este pequeño alboroto era
porque, llegada a casa de ese hombre durante las vacaciones, los escolares estaban
fuera; reaparecieron en el momento de mi convalecencia.
El
propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba de la de
las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la instrucción de los
muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir, aritmética, un poco de
historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso otros maestros que él.
Manifesté
en primer lugar mi asombro a Rosalie de que,
ejerciendo su padre la función de cirujano, pudiera al mismo tiempo desempeñar
la de maestro de escue la. Le dije que me parecía extraño que, pudiendo vivir
acomodadamente sin practicar ninguna de las dos profesiones, se tomara el
trabajo de consagrarse a ellas. Rosalie, con la
que ya me entendía muy bien, se rió de mi reflexión; la manera como ella acogió
lo que le decía me inspiró aún más curiosidad, y le supliqué que se confiara
enteramente conmigo.
––Escucha,
Thérèse ––me dijo la encantadora muchacha
con todo el candor de su edad y toda la ingenuidad de su amable carácter––,
escucha, te lo contaré todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de
traicionar el secreto que voy a confiarte. Muy probablemente, querida amiga,
mi padre puede prescindir de todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le
ves hacer se explica por dos motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía
por gusto, por el mero placer de realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha
hecho tantos, ha publicado sobre su especialidad unas obras tan apreciadas,
que pasa generalmente por ser el hombre más hábil que existe ahora en Francia.
Ha trabajado veinte años en París, y se ha retirado al campo por voluntad
propia. El verdadero cirujano de Saint––Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que
asocia a sus experiencias. ¿Quieres saber ahora, Thérèse, lo que le lleva a tener pensionistas?... El
libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él lleva al máximo. Mi
padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos objetos que la dependencia
somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha... Pero ven... sígueme ––me dijo
Rosalie––, hoy viernes es precisamente uno de los tres días de la semana en
que castiga a los que han cometido faltas. En ese tipo de castigo es donde mi
padre encuentra sus placeres. Sígueme, te digo, y verás lo que hace. Se puede
observar todo desde el cuarto de aseo de mi habitación, contiguo al de sus
maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y procura sobre todo no decir jamás
una palabra, tanto de lo que te he contado como de lo que verás.
Era
demasiado importante para mí conocer las costumbres del nuevo personaje que me
ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía desvelármelas. Sigo
los pasos de Rosalie, me coloca al lado de un tabique
bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman, varias rendijas
que bastan para distinguir todo lo que ocurre en la habitación vecina.
Apenas
nos hemos apostado entra Rodin, trayendo consigo a una muchacha de catorce
años, blanca y bonita como el Amor. La pobre criatura hecha un mar de lágrimas,
desgraciadamente al corriente de lo que la espera, acompaña gimiendo a su duro
maestro, y se arroja a sus pies, implora su perdón, pero Rodin, inflexible,
enciende en su propia severidad las primeras chispas de su placer que ya
brotan de su corazón a través de sus feroces miradas...
––¡Oh,
no, no! ––exclama él–– ¡No, no! Son ya demasiadas
veces lo mismo, Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han
servido para sumirte en nuevas faltas, pero ¿la gravedad de ésta podría
dejarme utilizar la clemencia, en el supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una
nota a un muchacho al entrar en clase!
––¡Señor,
le prometo que no!
––¡Cómo!
Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada ––me dijo en este momento Rosalie––, son faltas que él inventa para
apoyar sus pretextos. Esta pequeña es un ángel y, como se le resiste, la trata
con dureza.
Y
mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha, las sube
hasta atarlas a la argolla de una columna colocada en el centro de la cámara
de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza
lánguidamente vuelta hacia su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y
unas lágrimas que inundan el más bello rostro del mundo... el más dulce... el
más interesante. Rodin contempla esta escena y se excita. Coloca una venda
sobre los ojos que le imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus
anchas, desprende los velos del pudor, la camisa arremangada bajo el corsé sube
hasta la mitad de las caderas... ¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas
deshojadas sobre lirios por las propias manos de las Gracias. ¿Quién será,
pues, tan duro como para condenar al tormento unos encantos tan frescos... tan
excitantes? ¿Qué monstruo puede buscar el placer en el seno de las lágrimas y
del dolor? Rodin la mira... su mirada extraviada le recorre de arriba abajo,
sus manos se atreven a profanar las flores que sus crueldades marchitarán.
Totalmente de frente, no puede escapársenos ningún gesto. A veces el libertino
entreabre y otras oculta los lindos encantos que le fascinan; nos los ofrece
bajo todas sus formas, pero sólo se limita a eso. Aunque el auténtico templo
del amor esté a su alcance, Rodin, fiel a su culto, no le dirige ni una sola
mirada, teme incluso su aparición. Si la actitud lo expone, él lo encubre. La
más leve digresión turbaría su homenaje, no quiere que nada lo distraiga... Al
fin su furor supera los límites, lo expresa primeramente con insultos, colma de
amenazas y de frases soeces a la pobrecita desdichada, temblorosa bajo los
golpes con que se ve a punto de ser desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge
un puñado de varas de una cuba, donde adquieren, en el vinagre que las empapa,
mayor humedad y penetración...
Vamos
––dice acercándose a su víctima––, prepárate, hay que sufrir...
Y
el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre todas las
partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos que no
tar dan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan fresca.
Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarraban
mi alma... las lágrimas manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus
hermosas mejillas. Rodin aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes
maltratadas, las toca, las aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No
tardan en seguir a los primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo
golpe que no vaya precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche...
aparece la sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas
palpables de su ferocidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente
manifiesta su llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie
no puede verle...
Por un instante se acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como
un vencedor, pero no se atreve. Recomenzando nuevas tiranías, Rodin fustiga
con toda su fuerza. Acaba por entreabrir a fuerza de cintarazos el asilo de
las gracias y de la voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borrachera
ha llegado al punto de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera,
nada escapa a sus bárbaros golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo
rigor; pero el malvado consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más
lejos sin el peligro de perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas
operaciones.
––Vístete
––le dice a Julie, desatándola y vistiéndose también él––. Si
vuelves a repetirlo, piensa que no te escaparás con tan poco.
Devuelta
Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo
inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo
regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:
––Mereces
ser castigado ––le dice––, y lo serás...
Después
de estas palabras, supera con el niño todos los límites del pudor. Pero aquí
todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo se palpa
indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos impíos
intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad que
también le exige.
––Vaya
––le dice el sátiro, al contemplar su éxito––, te veo en el estado que te había
prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas mas me lo echarás todo encima...
Harto
seguro de las titilaciones que produce, el libertino se acerca para recoger el
homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso. Sus manos provocan
los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de estallar, pero
quiere llegar al final.
––¡Ah!
Voy a castigarte por esta tontería ––dice levantándose.
Inmoviliza
las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar donde quiere sacrificar
su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde y se pierde
en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla ambas expresiones y
sentimientos...
––¡Ah!,
briboncillo ––exclama––, tengo que vengarme de la ilusión
que me procuras.
Enarbola
las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus golpes
se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño llora, Rodin se
extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y vuela hacia otros
sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho, y a ésa otro
escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco muchachos y cuatro
muchachas; el último es un chiquillo de catorce años, con una cara deliciosa:
Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende; extraviado por la
lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí, lanza los chorros
espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su joven alumno, lo moja
de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso por no haber tenido la
fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el final, suelta al niño
de mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que no le pasará nada. Eso
fue lo que escuché y las escenas que me sorprendieron.
––¡Oh,
cielos! ––le dije a Rosalie cuando las espantosas escenas
terminaron––, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede
deleitarse con los tormentos que inflige?
––Aún
no lo sabes todo ––me contesta Rosalie––; escucha
––me dice regresando conmigo a su habitación––, lo qué has visto puede hacerte
entender que, cuando mi padre halla algunas facilidades en sus jóvenes alumnos,
lleva sus horrores mucho más lejos. Abusa de las jóvenes de la misma manera que
de los muchachos ––de aquella criminal manera, me dio a entender Rosalie, que
yo misma había pensado llegar a ser víctima con el jefe de los bandidos, en
cuyas manos había caído después de mi evasión de la Conciergerie, y con la que había sido manchada por el
negociante de Lyon––. Con ello ––prosiguió la joven––, las jóvenes
no quedan deshonradas, ningún embarazo a temer, y nada les impide encontrar
esposo; no hay año que no corrompa así a todos los muchachos, y por lo menos a
la mitad de las restantes criaturas. De las catorce muchachas que has visto,
ocho ya han sido marchitadas de esta manera, y ha disfrutado de nueve
muchachos; las dos mujeres que le sirven son sometidas a los mismos horrores...
Oh, Thérèse ––añadió Rosalie precipitándose a mis brazos––, oh, querida
amiga, yo también, también a mí me ha seducido desde mi tierna infancia; apenas
tenía once años cuando ya era su víctima... lo era, ¡ay de mí!, sin poder
defenderme...
––Pero,
señorita ––le interrumpí, asustada...––, ¿y la religión? Os quedaba por lo
menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y confesárselo todo?
––¡Ah!
¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en nosotros todas las
semillas de la religión, y nos prohibe todas sus prácticas?... Y además, ¿qué
podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco que me ha contado sobre esas
materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara su impiedad.
Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera comunión; sabe
ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en nosotros hasta las menores
ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las que ha sobornado; o, si se
ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una tibieza y una
indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con tus propios ojos ––prosigue
empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos–– ven, esa habitación en
la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya
ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por los preliminares, vendrá
a desquitarse de la presión que le impone a veces su prudencia. Regresa al
lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.
Por
escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para mí, sin
embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente
habría concebido sospechas. Así que me siento. Apenas he entrado, aparece
Rodin con su hija. La conduce al lugar donde ha estado antes, y acuden también
las dos doncellas. Allí, el impúdico Rodin, libre ya de medidas que guardar,
se entrega a sus anchas y sin el menor velo a todas las irregularidades de su
desenfreno. Las dos campesinas, completamente desnudas, son azotadas con todas
las fuerzas. Mientras actúa sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el
intervalo, abruma con las más sucias caricias, las más desenfrenadas, las más
asquerosas, el mismo altar que Rosalie, subida
a un sillón, le presenta un poco inclinada. Le llega finalmente el turno a esa
desdichada: Rodin la ata al poste como a sus escolares, y mientras que una
tras otra, y a veces las dos juntas, sus doncellas le desgarran a él, él azota
a su hija y la golpea desde la mitad de los riñones hasta el final de los
muslos, extasiándose de placer. Su agitación es extrema, aúlla, blasfema,
flagela; apenas sus varas se graban en algún lugar, sus labios se pegan a él.
Y el interior del altar, y la boca de la víctima... todo, excepto la parte
delantera, todo es devorado a chupetones. Pronto, sin variar de posición,
limitándose a situárselo más fácil, Rodin penetra en el asilo estrecho de los
placeres; y el mismo trono, durante ese tiempo, es ofrecido a sus besos por su
gobernanta, mientras la otra muchacha le azota con todas sus fuerzas. Rodin está
en la gloria, atraviesa, desgarra, mil besos a cual más cálido expresan su
ardor sobre lo que se ofrece a su lujuria: la bomba estalla, y el embriagado
libertino se atreve a saborear los más dulces placeres en el seno del incesto y
de la infamia.
Tras
esto se marchó a comer: después de tales hazañas, necesitaba reponerse. Por la
tarde continuaba tanto la clase como la corrección. De haberlo deseado, podía
contemplar las nuevas escenas, pero fueron suficientes para convencerme y
decidir mi respuesta a las ofertas de aquel malvado. La época en que debía dársela
se aproximaba. Dos días después de estos acontecimientos, él mismo vino a
pedírmela a mi habitación. Me sorprendió en la cama. El pretexto de ver si quedaba
alguna huella de mis heridas le ofreció, sin que yo pudiera oponerme, el
derecho de examinarme desnuda, y como llevaba haciéndolo por lo menos dos
veces al día desde hacía un mes, sin que yo hubiera notado en él nada que
pudiera herir mi pudor, no creí que debiera resistirme. Pero, esta vez, Rodin
tenía otras intenciones: cuando ha llegado al objeto de su culto, pasa uno de
sus muslos alrededor de mi cintura, y lo aprieta tanto que me encuentro, por
decirlo de algún modo, indefensa.
––Thérèse ––me dice entonces paseando sus
manos de modo como para despojarme de toda duda––, ya estás restablecida,
querida, ahora puedes demostrarme la gra titud que veo que rebosa tú corazón.
La manera es fácil, sólo necesito esto ––prosiguió el traidor inmovilizándome
con todas las fuerzas de que disponía...––. Sí, sólo esto, esta es mi
recompensa, nunca exijo otra cosa de las mujeres... Pero ––prosiguió–– es de
los más hermosos que he visto en mi vida... ¡Qué redondeces!... i qué elasticidad!... ¡qué piel tan fina!...
¡Oh, qué ganas tengo de disfrutarlo!...
Al
decir eso, Rodin, verosímilmente ya dispuesto a la ejecución de sus proyectos,
se ve obligado a soltarme un momento para acabar de realizarlos. Yo aprovecho
la libertad que me concede, y, soltándome de sus brazos, le digo:
––Señor,
le ruego que se convenza de que no hay nada en el mundo que pueda obligarme a
los horrores que parecéis desear. Estoy de acuerdo en que os debo
agradecimiento, pero no lo satisfaré al precio de un crimen. Soy pobre y muy
desdichada, sin duda; pero no importa, ahí tenéis el escaso dinero que poseo
––continué ofreciéndole mi miserable bolsa––, tomad el que consideréis
oportuno, y dejadme abandonar esta casa, por favor, ya que estoy en condiciones
de hacerlo.
Rodin,
sorprendido de una resistencia que no esperaba en una joven desprovista de
recursos, y que, según una injusticia común en los hombres, suponía desho nesta
por el solo hecho de que se hallaba en la miseria, Rodin, digo, me mira con
atención:
––Thérèse ––continúa al cabo de un
instante––, es bastante inoportuno que te hagas la vestal conmigo... Creo que
tenía derecho a algunas complacencias por tu parte. No importa, conserva tu
dinero, pero no me abandones. Me satisface mucho tener a una joven decente en
mi casa, ¡las que me rodean lo son tan poco!... Ya que si en este caso te
muestras tan virtuosa, confío en que lo serás también en todos. Mis intereses
coincidirán, mi hija te quiere, acaba de suplicarme hace sólo un momento que
te pidiera que no nos abandonaras. Quédate, pues, con nosotros, te invito a
ello.
––Señor
––le contesté––, no sería feliz. Las dos mujeres que os sirven aspiran a todos
los sentimientos que vos queráis concederles. Me verían con celos, y tarde o
temprano me vería obligada a abandonaros. ––No te preocupes ––me contestó
Rodin––, no temas ninguno de los efectos de los celos de estas mujeres. Yo
sabré mantenerlas en su sitio guardando el tuyo, y sólo tú poseerás mi
confianza sin que ello te procure ningún riesgo. Pero para seguir siendo digna
de ella, es bueno que sepas que la primera cualidad que exijo de ti, Thérèse, es una discreción a toda prueba. Aquí ocurren
muchas cosas, muchas que contrariarán tus principios virtuosos. Hay que verlo
todo, hija mía, oírlo todo, y jamás decir nada... Quédate conmigo, Thérèse. Quédate, hija mía. Recibiré con alegría que
no te marches. En medio de los muchos vicios a que me arrastran un
temperamento fogoso, una mente desenfrenada y un corazón muy inclinado al
vicio, tendré por lo menos el consuelo de contar con un ser virtuoso cerca de
mí, y en cuyo seno me arrojaré como a los pies de un dios, cuando esté ahíto de
mis excesos...
«¡Oh,
cielos!», pensé en aquel momento, «así que la virtud es necesaria,
indispensable para el hombre, ¡ya que el propio vicioso se siente obligado a
tranquilizarse con ella, y utilizarla como amparo!» Recordando a continuación
las peticiones que me había hecho Rosalie de que
no la abandonara, y creyendo descubrir en Rodin algunos buenos principios, me
comprometí decididamente a seguir en su casa.
––Thérèse ––me dijo Rodin al cabo de unos
días––, voy a colocarte al lado de mi hija. Así, no tendrás que mezclarte con
mis otras dos doncellas, y te doy trescientas libras de sueldo.
Una
colocación semejante era una especie de fortuna en mi situación. Inflamada por
el deseo de devolver a Rosalie
al bien, y tal vez a su mismo padre, si adquiría
algún poder sobre él, no me arrepentí en absoluto de lo que acababa de hacer...
Después de hacerme vestir, Rodin me llevó al instante ante su hija,
anunciándole que me entregaba a ella. Rosalie me
recibió con exaltadas muestras de júbilo, y me instalé inmediatamente.
No
pasaron ocho días sin que comenzara a trabajar en las conversiones que deseaba,
pero el empecinamiento de Rodin rompía todas mis medidas.
––No
creas ––contestaba a mis sabios consejos–– que la especie de homenaje que he
rendido a la virtud en tu persona sea una prueba de que la aprecio, ni de que
la prefiero al vicio. Si así lo supusieras, Thérèse, te equivocarías. Aquellos que, a partir de
lo que he hecho contigo, sostuvieran por esa actitud la importancia o la
necesidad de la virtud, caerían en un gran error, y me molestaría mucho que tú
creyeras que esta es mi manera de pensar. La caseta que me sirve de amparo en
la caza cuando los rayos ardientes del sol se clavan a plomo en mi persona, no
es ciertamente un monumento útil, su necesidad sólo es circunstancial. Yo me
expongo a una especie de peligro, encuentro algo que me proteje de él, lo
utilizo, pero ¿es por ello menos inútil?, ¿puede ser menos despreciable? En una
sociedad totalmente viciosa, la virtud no serviría de nada. Como las nuestras
no son así, es absolutamente preciso burlarla, o utilizarla, a fin de tener
menos que temer de los que la siguen. Si nadie la adoptara, se volvería inútil.
Así que no me equivoco cuando sostengo que su necesidad sólo depende de la
opinión o de las circunstancias. La virtud no es una cosa de un valor
incontestable, sólo es una manera de comportarse, que varía según los climas y
que, por consiguiente, no tiene nada de real: eso basta para entender su
futilidad. Sólo lo constante es realmente bueno; lo que cambia perpetuamente no
puede aspirar al carácter de bondad. He ahí por qué se ha puesto la
inmutabilidad en el rango de las perfecciones de lo Eterno. Pero la virtud
está totalmente privada de esta característica: no existen dos pueblos en la
superficie del globo que sean virtuosos de la misma manera. Así que la virtud
no tiene nada de real, nada de intrínsecamente bueno, y no merece para nada
nuestro culto. Hay que utilizarla como un apoyo, adoptar astutamente la del
país en que se vive, a fin de que los que la practican por gusto, o deben
reverenciarla por su condición, nos dejen tranquilos, y a fin de que esta
virtud, respetada donde vivís, nos proteja, por su preponderancia como convención social de los atentados de
quienes profesan el vicio. Pero repito una vez más que todo eso es
circunstancial, y nada de ello asigna un mérito real a la virtud. Virtud que,
por otra parte, resulta imposible para determinados hombres. Ahora bien, ¿cómo
me convencerás de que una virtud que combate o que contraría las pasiones puede
hallarse en la naturaleza? Y si no está ahí, ¿cómo puede ser buena? Serán, sin
duda, los hombres movidos por los vicios opuestos a esas virtudes los
preferibles, ya que serán los únicos modos... las únicas maneras de ser que se
adecuarán mejor a su fisico o a sus órganos; existirán,
pues, según esta hipótesis, unos vicios muy útiles. No obstante, ¿cómo lo será
la virtud si me demuestras que pueden serlo sus contrarios? Te han argumentado
en contra de eso que la virtud es útil para los demás, y, en ese sentido, es
buena; pues si se da por supuesto que sólo se hace lo que es bueno para los
demás, yo, a mi vez, sólo recibiré de ellos el bien. Este razonamiento es un
sofisma; a cambio del poco bien que recibo de los demás, debido a que practican
la virtud, con la obligación de practicarla a mi vez me creo un millón de
sacrificios que no compensan en absoluto. De modo que, al recibir menos de lo
que doy, hago un mal negocio; sufro más de las privaciones que soporto por ser
virtuoso que bienes recibo de los que lo son; al no ser en absoluto equitativo
el acuerdo, no debo someterme a él, y convencido, siendo virtuoso, de no hacer
a los demás tanto bien como pesares recibiré obligándome a serlo, ¿no será
mejor que renuncie a procurarles una dicha que debe costarme tanto mal? Resta
ahora el daño que puedo hacer a los demás siendo vicioso, y el mal que a mi
vez recibiré si todo el mundo se me asemeja. Estoy de acuerdo en que al admitir
una total circulación de los vicios, corro seguramente un peligro; pero el
pesar provocado por lo que arriesgo está compensado por el placer de lo que
hago arriesgar a los demás; con lo que ya tenemos la igualdad restablecida, a
partir de entonces todo el mundo es más o menos igualmente feliz: cosa que no
ocurre, y no podría ocurrir, en una sociedad en la que unos son buenos y los
otros malos, porque esta mezcla crea trampas perpetuas que no existen en el
otro caso. En la sociedad mezclada, todos los intereses son diversos: ahí está
la fuente de una infinidad de desdichas. En la otra asociación, todos los intereses
son iguales, cada individuo que la compone está dotado de los mismos gustos, de
las mismas inclinaciones, todos caminan hacia el mismo objetivo, todos son
dichosos. Pero, os dicen los necios, «el mal no nos hace felices». No, cuando
se ha convenido ensalzar el bien; pero despreciad, envileced lo que llamáis el
bien, y sólo reverenciaréis lo que cometíais la necedad de llamar el mal.
Todos los hombres sentirán placer en cometerlo, no porque esté permitido (eso
sería a veces una razón para disminuir su atractivo), sino porque las leyes ya
no lo castigarán, y disminuyen, por el temor que inspiran, el placer con que la
naturaleza ha dotado al crimen.
»Imagino
una sociedad en la que se convenga que el incesto (supongamos este delito entre
otros muchos), que el incesto, digo, sea un crimen: los que se entre guen a él
serán desdichados, porque la opinión, las leyes, el culto, todo acudirá a
condenar sus placeres; y los que deseen cometer este mal, y no se atrevan por
culpa de esos frenos, serán igualmente desdichados. Así que la ley que
proscriba el incesto, sólo habrá ocasionado infortunados. Que en la sociedad
vecina el incesto no sea en absoluto un crimen, los que no lo deseen no serán
desdichados, y los que lo deseen serán dichosos. Así que la sociedad que haya
permitido esta acción será más conveniente para los hombres que la que la haya
convertido en crimen. Ocurre lo mismo con todas las restantes acciones
torpemente consideradas como criminales: observándolas bajo este punto de
vista, creáis una multitud de desdichados; permitiéndolas, nadie se queja; pues
el que ama una acción determinada se entrega a ella en paz, y aquel a quien no
le interesa, o permanece en una especie de indiferencia que no es nada
dolorosa, o se compensa de la lesión que ha podido recibir por la multitud de
otras lesiones con que carga a su vez a aquellos de los que ha tenido queja.
Por consiguiente todo el mundo, en una sociedad criminal, se siente o muy
feliz, o en un estado de despreocupación que no tiene nada de penoso; así que
no hay nada bueno, nada respetable, nada adecuado para causar la felicidad en
lo que se denomina la virtud. Que los que la sigan no se enorgullezcan, por
tanto, de esta especie de homenaje que el tipo de constitución de nuestras
sociedades nos obliga a tributarle: es un asunto meramente circunstancial y
convencional; pero, en realidad, este culto es quimérico, y la virtud que lo
alcanza un instante no es por ello más hermosa.
Tal
era la lógica infernal de las desdichadas pasiones de Rodin, pero Rosalie, más dulce y mucho menos corrompida, Rosalie, que detestaba los horrores a que era
sometida, se entregaba más dócilmente a mis opiniones. Yo deseaba ardorosamente
hacerle cumplir sus primeros deberes religiosos; para ello habría debido confiarme
a algún sacerdote, y Rodin no quería ninguno en su casa; le horrorizaban tanto
como el culto que profesaban: por nada en el mundo habría soportado a alguno
cerca de su hija; y acompañar a esta joven a un director era igualmente
imposible: Rodin jamás dejaba salir a Rosalie sin
compañía. Hubo que esperar, pues, a que se presentara alguna ocasión; y,
mientras llegaba, yo instruía a la joven. Enseñándole a saborear las virtudes,
le descubría las de la religión, le desvelaba sus santos dogmas y sus sublimes
misterios: juntaba de tal modo esos dos sentimientos en su joven corazón que
los hacía indispensables para la dicha de su vida.
––Señorita ––le decía un día recogiendo las
lágrimas de su compunción––, ¿puede el hombre cegarse hasta el punto de creer
que no está destinado a un fin mejor? ¿No basta con que haya sido dotado del
poder y de la facultad de conocer a su Dios para convencerse de que este favor
sólo le ha sido concedido para cumplir los deberes que le impone? Ahora bien,
¿cuál puede ser la base del culto debido al Eterno, si no es la virtud de la
que él mismo es el ejemplo? ¿Puede el Creador de tantas maravillas tener otras
leyes que el bien? Y nuestros corazones ¿pueden complacerle si el bien no es
su elemento? Me parece que con las almas sensibles no cabría utilizar otros
motivos de amor hacia este Ser supremo que los que inspira la gratitud. ¿No es
un favor habernos hecho disfrutar de las bellezas de este universo, y no le
debemos alguna gratitud por tal beneficio? Pero una razón aún más poderosa
establece y verifica la cadena universal de nuestros deberes; ¿por qué nos
negaríamos a cumplir los que exige su ley, si son los mismos que consolidan
nuestra dicha con los hombres? ¿No es dulce sentir que nos hacemos dignos del
Ser supremo sólo con ejercer las virtudes que deben realizar nuestro contento
en la Tierra, y los medios que nos hacen dignos de vivir con nuestros
semejantes son los mismos que nos dan después de esta vida la seguridad de
renacer al lado del trono de Dios? ¡Ah, Rosalie, cómo
se ciegan los que quieren arrebatarnos esta esperanza! Engañados, seducidos
por sus miserables pasiones, prefieren negar las virtudes eternas que abandonar
lo que puede hacerles dignos de ellas. Prefieren decir: «Nos engañan», que
confesar que se engañan ellos mismos. La idea de las pérdidas que deparan turbaría
sus indignas voluptuosidades; ¿les parece menos espantoso aniquilar la
esperanza del cielo que privarse de lo que debe ganársela? Pero cuando estas
tiránicas pasiones se debilitan en ellos, cuando el velo se desgarra, cuando
ya nada contraste en su corazón corrompido aquella voz imperiosa de Dios que
su delirio desconocía, ¡cómo debe ser, oh, Rosalie, el cruel retorno a ellos mismos! ¡Y cómo el
remordimiento que lo acompaña debe hacerles pagar caro el instante de error
que los cegaba! Ese es el estado en el que hay que juzgar al hombre para
regular su propia conducta: no es ni en la ebriedad, ni en el arrebato de una
fiebre ardiente donde debemos creer lo que dice, sino cuando su razón
apaciguada, gozando de toda su energía, busca la verdad, la adivina y la ve.
Entonces deseamos por noso
tros
mismos al Ser santo antes desconocido; le imploramos, nos consuela; le
rezamos, nos escucha. ¿Eh? ¿Por qué negaría entonces, por qué desconocería, ese
objeto tan necesario para la felicidad? ¿Por qué preferiría decir con el
hombre extraviado: «No hay Dios», cuando el corazón del hombre razonable me
ofrece, en cualquier instante, las pruebas de la existencia de ese Ser divino?
¿No es mejor, pues, soñar con los locos que pensar justamente con los cuerdos?
Todo se desprende, en cualquier caso, de este primer principio: en tanto que
existe un Dios, ese Dios merece un culto, y la base principal de ese culto es
incontestablemente la virtud.
De
estas primeras verdades, yo deducía fácilmente las demás, y Rosalie, deísta, no tardó en ser cristiana. Pero ¿qué
medio, repito, para añadir un poco de prác tica a la moral? Rosalie, obligada a obedecer a su padre, ya no podía
hacerlo sin mostrar repugnancia, y, con un hombre como Rodin, ¿no podía ser eso
peligroso? Era intratable; ninguno de mis razonamientos se sostenía contra él,
pero, si bien yo no conseguía convencerle, por lo menos no me quebrantaba.
Sin
embargo, una escuela semejante, unos peligros tan permanentes y tan reales, me
hicieron temblar por Rosalie,
hasta el punto que
no me creí nada culpable comprometiéndola a escapar de esa casa perversa. Me
parecía que existía un menor daño en arrancarla del seno de su incestuoso padre
que en dejarla al arbitrio de todos los riesgos que podía correr. Ya había
abordado ligeramente esta materia, y puede que no estuviera muy lejos de
conseguirlo cuando, de repente, Rosalie desapareció de la casa, sin que me
fuera posible saber su paradero. Interrogué a las mujeres de la casa, o al
propio Rodin; y me aseguraron que había ido a pasar el verano a casa de una
parienta, a diez leguas de allí. Me informé en la vecindad, donde primero se
asombraron ante semejante pregunta hecha por alguien de la casa, y luego me
contestaron lo mismo que Rodin y sus criadas: la habían visto, la habían
abrazado la víspera, el mismo día de su partida; y en todas partes recibía las
mismas respuestas. Cuando preguntaba a Rodin por qué me había sido ocultada
esta partida, por qué no había seguido a mi ama, me aseguraba que la única
razón había sido evitar una escena dolorosa para ambas, y que seguramente no
tardaría en ver a la que amaba. Tuve que conformarme con estas respuestas, pero
convencerme era más difícil. ¿Era presumible que Rosalie, Rosalie que me quería tanto, hubiera consentido en
abandonarme sin decirme una palabra? Y, a partir de lo que yo sabía del
carácter de Rodin, ¿no había que temer por la suerte de la desdichada? Así que
decidí ponerlo todo en práctica para saber qué había sido de ella, y para
conseguirlo todos los medios me parecieron buenos.
Desde
la mañana siguiente, hallándome sola en casa, recorro cuidadosamente todos los
rincones; creo escuchar unos gemidos en el fondo de una bodega muy oscura...
Me acerco, una pila de madera parece ocultar una puerta estrecha y hundida;
avanzo apartando todos los obstáculos... se oyen nuevos sonidos; creo descubrir
la voz... Pongo mayor atención... ya no dudo.
––¡Thérèse! ––escucho finalmente––, oh, Thérèse, ¿eres tú?
––Sí,
mi querida y tierna amiga... ––exclamo, reconociendo la voz de Rosalie––, sí, soy Thérèse que el cielo envía a ayudarte...
Y
mis múltiples preguntas apenas dejan a la cautivadora joven el tiempo de
contestarme. Me entero finalmente de que unas horas antes de su desaparición, Rombeau, el amigo, el colega de Rodin, la había examinado
desnuda, y que había recibido de su padre la orden de prestarse, con ese
Rambeau, a los mismos horrores que Rodin exigía cada día de ella; que se había
resistido, pero que Rodin, furioso, la había agarrado y presentado él mismo a
los desbordados ataques de su colega; que, después, los dos amigos habían
hablado largo rato en voz baja, dejándola siempre desnuda, y apareciendo a
intervalos a examinarla de nuevo, a disfrutarla siempre de la misma manera
criminal, o maltratarla de cien maneras diferentes; que definitivamente,
después de cuatro o cinco horas de esta sesión, Rodin le había dicho que la enviaría
al campo a casa de una de sus parientas; pero que era preciso irse inmediatamente
y sin hablar con Thérèse, por unas razones que le
explicaría al día siguiente en ese lugar, donde no tardaría en acompañarla.
Había dado a entender a Rosalie
que se trataba de
una boda para ella, y que por esa razón su amigo Rambeau la había examinado, a
fin de ver si estaba capacitada para ser madre. Rosalie había partido efectivamente acompañada de una
anciana; había cruzado la aldea y se había despedido de pasada de varios
conocidos; pero al echarse la noche, su guía la había devuelto a la casa de su
padre donde había entrado a medianoche. Rodin, que la esperaba, la había
agarrado, le había tapado la boca con la mano y, sin decir palabra, la había
enterrado en esta bodega; allí, por otra parte, la habían alimentado y tratado
bastante bien.
––Me
temo lo peor ––añadió la pobre muchacha––; el comportamiento de mi padre
conmigo desde hace un tiempo, sus discursos, lo que ha precedido al examen de
Rambeau, todo, Thérèse, demuestra que esos monstruos
quieren utilizarme para algunas de sus experiencias, y terminarán con tu pobre
Rosalie.
Tras
de las lágrimas que corrieron abundantemente por mis ojos, pregunté a la pobre
muchacha si sabía dónde guardaban la llave de la bodega: lo ignoraba, pero no
creía, sin embargo, que tuvieran la costumbre de llevársela. La busqué por
todas partes; fue inútil; y llegó la hora de reaparecer sin que yo pudiera dar
a la querida niña más ayuda que unos consuelos, algunas esperanzas, y lágrimas.
Me hizo jurar que volvería al día siguiente; se lo prometí, asegurándole
incluso que si, por aquel entonces, no había descubierto nada satisfactorio en
lo que la concernía, abandonaría inmediatamente la casa, presentaría una
denuncia, y la sustraería, al precio que fuera, a la suerte horrible que la
amenazaba.
Subo;
Rombeau cenaba aquella noche con Rodin.
Decidida a todo para esclarecer la suerte de mi ama, me oculto cerca de la
habitación donde se hallaban los dos amigos, y su conversación basta para
convencerme del proyecto horrible que les ocupa a ambos.
––Jamás
––dijo Rodin–– la anatomía llegará a su último grado de perfección sin que se
realice el examen de los vasos de una niña de catorce o quince años, expirada
de una muerte cruel. Sólo de esta contracción podemos obtener un análisis
completo de una parte tan interesante.
––Ocurre
lo mismo ––prosiguió Rombeau––
con la membrana que
asegura la virginidad; es absolutamente necesaria una muchacha para este
examen. ¿Qué se observa en la edad de la pubertad? Nada; las menstruaciones
desgarran el himen, y todas las investigaciones son inexactas. Tu hija es
exactamente lo que necesitamos; aunque tenga quince años, todavía no ha tenido
las primeras reglas; el modo en que hemos gozado de ella no acarrea ningún daño
a esta membrana, y la trataremos con toda comodidad. Me encanta que al fin te
hayas decidido.
––Así
es ––replicó Rodin––; es odioso que unas fútiles consideraciones detengan el
progreso de las ciencias. ¿Se dejaron los grandes hombres cautivar por tan
despreciables cadenas? Y cuando Miguel Angel quiso pintar un Cristo al
natural, ¿se torturó la conciencia por crucificar a un joven, y copiarlo en
sus angustias? Pero cuando se trata de los progresos de nuestro arte, ¡de qué
gran necesidad deben ser estos mismos medios! ¡Y cómo puede haber el menor mal
en permitírselos! Un individuo sacrificado para salvar a un millón; ¿podemos
vacilar a este precio? El homicidio tratado por las leyes no tiene nada en
común con el que vamos a cometer, y acaso el objetivo de estas leyes, que se
consideran tan sabias, ¿no es el sacrificio de uno para salvar a mil?
––Es
la única manera de instruirse ––dijo Rombeau––, y en
los hospitales, donde yo he trabajado toda mi juventud, he visto hacer mil
experiencias semejantes. A causa de los vínculos que te encadenan a esta criatura,
confieso que temía que te echaras atrás.
––¡Cómo!
¡,Porque es mi hija? ¡Menudo motivo! ––exclamó Rodin––. ¡,Qué rango imaginas,
pues, que este título debe tener en mi corazón? La contemplo como un poco de
semen fructificado con el mismo origen y más o menos el mismo peso que aquel
que me gusta perder en mis placeres. Jamás he hecho más caso de uno que de
otro. Somos dueños de recuperar lo que hemos dado; jamás el derecho de disponer
de sus hijos ha sido negado por ningún pueblo de la Tierra. Los persas, los
medas, los armenios, los griegos lo disfrutaban en toda su amplitud. Las leyes
de Licurgo, el modelo de los legisladores, no sólo dejaban a los padres todos
los derechos sobre sus hijos, sino que condenaban incluso a muerte a aquellos
que los padres no querían alimentar, o a los que estaban mal conformados. Una
gran parte de los salvajes matan a sus hijos al poco de nacer. Casi todas las
mujeres de Asia, de Africa y de América abortan sin que nadie las
censure; Cook descubrió esta costumbre en todas las islas de los mares del Sur.
Rómulo permitió el infanticidio; la ley de las Doce Tablas también lo toleró y,
hasta Constantino, los romanos exponían o mataban impunemente a sus criaturas.
Aristóteles aconseja este supuesto crimen; la secta de los estoicos lo
consideraba elogiable; todavía es muy practicado en China. Cada día se
encuentran en las calles sobre los canales de Pekín más de diez mil individuos
inmolados o abandonados por sus padres, y sea cual sea la edad del hijo, en
este sabio imperio, un padre, para librarse de él, sólo necesita ponerlo en
manos de un juez. Según las leyes de los partos, se mataba al hijo, a la hija o
al hermano, incluso en la edad núbil; César encontró esta costumbre
generalizada entre los galos; varios pasajes del Pentateuco demuestran que
estaba permitido matar a los hijos en el pueblo de Dios; y el propio Dios, en
suma, se lo exigió a Abraham. Durante mucho tiempo se creyó, afirma un
famoso moderno, que la prosperidad de los imperios dependía de la esclavitud de
los hijos; esta opinión tenía como base los principios de la más sana razón.
¡Sería un contrasentido que un monarca se sintiera autorizado a sacrificar
veinte o treinta mil súbditos suyos en un solo día por su propia causa, y un
padre no pueda, cuando lo estime conveniente, convertirse en dueño de la vida
de sus hijos! ¡Qué absurdo! ¡Qué inconsecuencia y qué debilidad en los que
están atados a semejantes cadenas! La autoridad del padre sobre sus hijos, la
única real, la única que ha servido de base a todas las demás, nos es dictada
por la voz de la misma naturaleza, y el estudio profundo de sus operaciones nos
ofrece en todos los instantes ejemplos de ello. El zar Pedro no dudaba en
absoluto de este derecho; lo utilizó, y dirigió una declaración pública a
todas las jerarquías de su imperio por la que decía que, de acuerdo con las
leyes divinas y humanas, un padre tenía el derecho total y absoluto de condenar
a muerte a sus hijos, sin apelación ni consulta con nadie. Sólo en nuestra
bárbara Francia una falsa y ridícula piedad creyó tener que arrumbar este
derecho. No ––prosiguió Rodin acaloradamente––, no, amigo mío, jamás entenderé
que un padre que quiso dar la vida no sea libre de dar la muerte. El valor
ridículo que concedemos a esta vida es lo que nos hace disparatar el tipo de
acción que lleva a un hombre a librarse de su semejante. Creyendo que la
existencia es el mayor de los bienes, imaginamos estúpidamente que es un
crimen sustraerlo a los que la disfrutan; pero el cese de esta existencia, o
por lo menos lo que le sigue, no es un mal, de la misma manera que la vida no
es un bien; o mejor dicho si nada muere, si nada se destruye, si nada se pierde
en la naturaleza, si todas las partes descompuestas de cualquier cuerpo sólo
esperan la disolución para reaparecer inmediatamente bajo nuevas formas, ¿qué
indiferencia no habrá en la acción del homicidio, y cómo se osará considerarla
mal? Aunque sólo se debiera a mi sola fantasía, lo vería como algo de lo más
simple: con mucha mayor razón cuando se hace necesaria para un arte tan útil a
los hombres...
Cuando
puede ofrecer luces tan grandes, ya no es un mal, amigo mío, ya no es una
fechoría, es la mejor, la más sabia, la más útil de las acciones, y sólo en
negársela podría existir un crimen.
––¡Ah!
––dijo Rombeau, lleno de entusiasmo por tan
horribles máximas––, estoy de acuerdo contigo, querido mío. Me encanta tu
sensatez, pero me asombra tu indiferencia, te creía enamorado.
––¡Yo!
¿Prendado de una joven?... Vamos, Rombeau, suponía
que me conocías mejor; me sirvo de esas criaturas cuando no tengo nada mejor;
la extrema inclina ción que siento por los placeres del tipo que tú me ves
saborear me hace apreciar todos los templos donde este tipo de incienso puede
ofrecerse, y para multiplicarlos asimilo a veces una joven a un hermoso
muchacho; pero por poco que uno de esos individuos hembras haya
desgraciadamente alimentado demasiado tiempo mi ilusión, experimento una fuerte
repugnancia, y sólo conozco un medio de satisfacerla deliciosamente... Ya me
entiendes, Rombeau; Chilperico, el más voluptuoso de
los reyes de Francia, pensaba lo mismo. Decía claramente que en último término
se podía utilizar una mujer, pero con la expresa condición de exterminarla una
vez se hubiera gozado de ella.* Desde hace cinco años esta putita sirve a mis
placeres: ya es hora de que pague el cese de mi ebriedad con el de su
existencia.
*
Ved una obrita titulada Los jesuitas de buen humor. (N. del A.)
La
cena terminaba; por las actitudes de aquellos dos elementos, por sus frases,
por sus actos, por sus preparativos, por su estado, en fin, que bordeaba el
delirio, vi perfectamente que no había un instante que perder, y que el momento
de la destrucción de la desdichada Rosalie estaba
fijado para aquella misma noche. Corro a la bodega, decidida a morir o a
liberarla.
––Oh,
querida amiga ––exclamé––, no podemos entretenernos ni un
minuto... ¡esos monstruos!... es para esta noche... están a punto de llegar...
Y
diciendo eso, hago los más violentos esfuerzos por derribar la puerta. Uno de
mis empujones hace caer algo, acerco la mano, es la llave, la recojo, me
apresuro a abrir... abrazo a Rosalie, la
urjo a escapar, le digo que me siga, se precipita... ¡Santo cielo! estaba
escrito que la virtud debía sucumbir, y que los sentimientos de la más tierna
compasión serían duramente castigados... Rodin y Rombeau, informados por la gobernanta, aparecen
repentinamente; el primero cogió a su hija en el momento en que franqueó el
umbral de la puerta, más allá de la cual sólo le faltaban unos pasos para
hallar la libertad.
––¿Dónde
vas, desgraciada? ––exclama Rodin deteniéndola, mientras Rombeau se apodera de mí...–– ¡Vaya, vaya! ––prosigue
mirándome––, ¡esta bribona es la que favorecía tu huida! Thérèse, éste es el resultado de tus grandes
principios virtuosos... ¡arrebatar una hija a su padre!
––Sin
duda ––contesté con firmeza––, y seguiré haciéndolo
mientras ese padre sea tan bárbaro como para conspirar contra los días de su
hija.
––¡Ah,
ah!, espionaje y seducción ––continuó Rodin––; ¡los vicios más peligrosos en
una criada! Subamos, subamos, hay que juzgar ese caso.
Rosalie y yo, arrastradas por los dos
malvados, subimos a los aposentos; las puertas se cierran. La desdichada hija
de Rodin es atada a las columnas de una cama, y toda la rabia de esos dementes
se dirige contra mí; me veo abrumada por las más duras invectivas, y se dictan
las más horribles sentencias; se trata nada menos que de diseccionarme en vida,
para examinar los latidos de mi corazón, y realizar sobre esta parte unas
observaciones impracticables sobre un cadáver. Mientras tanto me desnudan, y
me convierto en la víctima de los manoseos más impúdicos.
––En
primer lugar ––dice Rombeau––,
soy de la opinión
de atacar fuertemente la fortaleza que tus buenas acciones respetaron... ¡Es
soberbia!, admira la suavidad, la blancura de esas dos medias lunas que impiden
la entrada: no hubo jamás virgen más fresca.
––¡Virgen!
Casi lo es ––dice Rodin––. Sólo una vez, a pesar suyo, la violaron, y a partir
de entonces nada. Cédeme el lugar un instante...
Y
el cruel introduce el homenaje de esas caricias duras y feroces que degradan al
ídolo en lugar de honrarlo. Si allí hubiera habido varas, habría sido cruel
mente tratada. Las mencionaron, pero no las encontraron, se contentaron con lo
que la mano es capaz de hacer; me dejaron en carne viva... cuanto más me
defendía, más me sujetaban; y al ver, no obstante, que iban a decidirse por
cosas más serias, me arrojé a los pies de mis verdugos, les ofrecí mi vida, y
les pedí el honor.
––Pero
si ya no eres virgen ––dijo Rombeau––,
¿qué importa? No
serás culpable de nada, vamos a violarte como ya lo has sido, y por tanto ni el
menor pecadillo sobre tu conciencia; te lo habrán arrebatado todo por la fuerza...
Y
el infame, consolándome de tan cruel manera, ya me colocaba sobre un canapé.
––No
––dijo Rodin frenando la efervescencia de su compadre de quien yo estaba a
punto de convertirme en víctima––, no, no perdamos nuestras fuerzas con esta
criatura, piensa que no podemos dejar para otro momento las operaciones
proyectadas sobre Rosalie, y necesitamos nuestro vigor para
realizarlas: castiguemos de otro modo a esta desdichada. ––Diciendo esto, Rodin
pone un hierro al fuego––. Sí ––prosigue––, castiguémosla mil veces más que si
arrebatáramos su vida, marquémosla, manchémosla: este envilecimiento, unido a
todas las cicatrices que tiene en el cuerpo, la llevará a la horca o a morir de
hambre; por lo menos sufrirá hasta entonces, y nuestra venganza por más
prolongada será más deliciosa.
Rombeau me coge, y el abominable Rodin
me aplica debajo del hombro el hierro candente con que se señala a los
ladrones.
––Y
ahora que esta puta se atreva a que la vean ––prosigue el monstruo––, que se
atreva, y mostrando esta letra ignominiosa, legitimaré suficientemente los
motivos que me han llevado a despedirla con tanto secreto y prontitud.
Me
vendan, me visten, me tonifican con unas gotas de licor, y, aprovechando la
oscuridad de la noche, los dos amigos me conducen al linde del bosque y allí me
abandonan cruelmente, después de haberme mostrado una vez más el peligro de una
recriminación, si me atrevo a realizarla en el estado de envilecimiento en que
me hallo.
Cualquier
otra persona se habría preocupado muy poco de esta amenaza; dado que me era
posible demostrar que el tratamiento que acababa de sufrir no era obra de
ningún tribunal, ¿qué podía temer? Pero mi debilidad, mi timidez natural, el
miedo a mis infortunios de París y del castillo de Bressac, todo ello me aturdió
y me asustó; sólo pensé en huir, mucho más afectada por el dolor de abandonar a
una víctima inocente en manos de esos dos depravados dispuestos sin duda a
inmolarla, que herida por mis propios males. Más horrorizada, más afligida que
físicamente maltratada, me puse en marcha a partir de aquel mismo instante;
pero, al no orientarme y no preguntar nada, no hice sino girar alrededor de
París, y al cuarto día de mi viaje sólo me encontraba en Lieursaint. Sabiendo
que ese camino podía llevarme a las provincias meridionales, decidí entonces
seguirlo y alcanzar así, cuando pudiera, esas tierras lejanas, imaginándome que
la paz y el reposo tan cruelmente negados en mi patria me esperaban quizás en
el extremo de Francia. ¡Error fatal! ¡Cuántos infortunios me quedaban todavía
por sufrir!
Por
muchas penas que hubiera soportado hasta entonces, conservaba por lo menos mi
inocencia. Víctima únicamente de los atentados de vacíos monstruos,
prácticamente podía seguir creyéndome dentro de la clase de las jóvenes honradas.
En realidad, sólo había sido realmente mancillada por una violación cometida
cinco años atrás, cuyas huellas se habían cerrado... Una violación consumada en
un instante en que mis sentidos abotargados ni siquiera me habían permitido
sentirla. ¡.Qué más podía reprocharme? Nada, ay, nada sin duda, y mi corazón
era puro; eso me enorgullecía en exceso, mi presunción tenía que ser castigada,
y los ultrajes que me esperaban serían tales que pronto ya no me sería posible,
por poco que participara en ellos, albergar en el fondo de mi corazón los
mismos motivos de consuelo.
Esta
vez llevaba toda mi fortuna encima: unos cien escudos, suma resultante de lo
que había salvado de casa de Bressac y de lo que había ganado en la de Ro din.
En el colmo de mi infortunio, seguía sintiéndome contenta de que no me
hubieran arrebatado esos recursos; me congratulaba de que con la frugalidad, la
templanza y la economía a las que estaba acostumbrada, con ese dinero me
mantendría por lo menos hasta que me hallara en situación de conseguir alguna
nueva colocación. La abominación que acababan de cometer conmigo no se veía;
imaginaba que podría disimularla siempre y que esta mancha no me impediría
ganarme la vida. Tenía veintidós años, buena salud, una cara que, para mi
desdicha, sólo recibía elogios; unas virtudes que, aunque siempre me hubieran
perjudicado, seguían consolándome, como acabo de deciros, y me hacían confiar
en que al fin el cielo les concedería si no recompensa, por lo menos alguna
interrupción a los males que me habían procurado. Llena de esperanza y de
coraje, seguí mi camino hasta Sens, donde
descansé unos días. En una semana me repuse por entero; tal vez podría
encontrar una colocación en esa ciudad, pero imbuida de la necesidad de
alejarme, reanudé la marcha con la intención de buscar fortuna en. el
Delfinesado; había oído hablar mucho de esa tierra, me imaginaba encontrar en
ella la felicidad. Veremos cómo lo conseguí.
En
ninguna circunstancia de mi vida, me habían abandonado los sentimientos
religiosos. Despreciando los vanos sofismas de los incrédulos, creyéndolos
todos emanados del libertinaje mucho más que de una firme persuasión, les
oponía mi conciencia y mi corazón, y en ambos encontré todo lo que necesitaba
para responder a ellos. Forzada a menudo por mis desdichas a descuidar mis
deberes piadosos, reparaba esos errores tan pronto como encontraba la ocasión.
Salí
de Auxerre el 7 de agosto, jamás olvidaré
la fecha; cuando había recorrido unas dos leguas, y el calor comenzaba a
incomodarme, subí a una pequeña prominencia cubierta de un bosquecillo, poco
alejada del camino, con la intención de refrescarme y dormitar un par de horas,
con menos gasto que en una posada y mayor seguridad que en el camino real; me
instalé al pie de una encina, y después de un almuerzo frugal, me entrego a las
dulzuras del sueño. Lo había disfrutado largo rato con tranquilidad, cuando al
reabrirse mis ojos me complazco en contemplar el paisaje que se presenta a mí
en la lontananza. En medio de un bosque, que se extendía a la derecha, creí ver
a unas tres o cuatro leguas de mí un pequeño campanario que se alzaba
modestamente en el aire... «¡Amable soledad», me dije, «cómo envidio tu morada!
Debes de ser el asilo de algunas dulces y virtuosas reclusas que sólo se
ocupan de Dios... de sus deberes; o de algunos santos eremitas consagrados
únicamente a la religión... Alejados de esta sociedad perniciosa en la que el
crimen vigilando incesantemente en torno de la inocencia la degrada y la
aniquila... ¡Ah!, estoy segura de que todas las virtudes deben habitar ahí, y
cuando los crímenes del hombre las exilian de la superficie de la Tierra, allí,
en ese retiro solitario, es donde van a sepultarse en el seno de unos seres
afortunados que las miman y las cultivan día a día.»
Estaba
ensimismada en estas reflexiones, cuando una joven de mi edad, que pastoreaba
unos corderos en la planicie, se ofreció de repente a mi vista; la interrogo
sobre aquella morada, me dice que lo que veo es un convento de benedictinos,
ocupado por cuatro solitarios cuya religión, continencia y sobriedad nada
iguala. «Una vez por año», me dice la joven, «hay una peregrinación a una
Virgen milagrosa, de la que las personas piadosas obtienen cuanto quieren.»
Singularmente conmovida por el deseo de ir cuanto antes a implorar algunas
ayudas a los pies de esta santa Madre de Dios, le pregunto a la joven si ella
quiere acompañarme a rezar; me contesta que le es imposible porque su madre la
espera, pero que el camino es fácil. Me lo indica, me asegura que el superior
de aquella casa, el más respetable y el más santo de los hombres, me recibirá
maravillosamente bien, y me ofrecerá todas las ayudas que pueda necesitar.
––Se
llama padre Severino ––continuó la joven––; es
italiano, pariente próximo del Papa que le colma de favores; es dulce, honesto,
servicial, de cincuenta y cinco años de edad, de los que ha pasado más de dos
tercios en Francia... Estaréis contenta, señorita ––prosiguió la pastora––; os
edificaréis en esa santa soledad, y volveréis de ella mejor que nunca.
Inflamando
aún más ese relato mi celo, me resultó imposible resistir el violento deseo que
sentía de visitar aquella santa iglesia y reparar allí con algunos actos
piadosos las negligencias de que era culpable. Por mucha necesidad que tuviera
yo misma de caridades, le di un escudo a la joven, y me puse en camino de Santa
María de los Bosques: así se llamaba el convento al que dirigía mis pasos.
Tan
pronto como hube descendido a la llanura, ya no divisé el campanario; sólo
tenía para guiarme el bosque, y comencé entonces a creer que la lejanía de la
que había olvidado de informarme era muy diferente al cálculo que había hecho
de ella; pero nada me desanima, llego al límite del bosque, y viendo que
todavía queda bastante luz, decido sumirme en él, imaginando siempre que
conseguiría llegar al convento antes de la noche. Sin embargo ninguna traza
humana se presenta ante mis ojos... Ni una casa, y por todo camino un sendero
poco hollado que seguía al azar. Había ya recorrido por lo menos cinco leguas
y todavía no veía nada delante de mí, cuando, habiendo cesado el astro de iluminar
por completo el universo, me pareció escuchar el tañido de una campana...
Atiendo, camino hacia el ruido, me apresuro; el sendero se ensancha un poco,
descubro al fin unos setos e, inmediatamente después, el convento. Nada tan
agreste como aquella soledad, sin ninguna vivienda en la vecindad, la más
próxima a seis leguas, y unos bosques inmensos rodeaban la casa por todos
lados; estaba situada en una hondonada, había tenido que descender mucho para
alcanzarla, y ésa era la razón que me había hecho perder de vista el campanario,
una vez llegué a la llanura. La cabaña de un jardinero se levantaba junto a
los muros del convento; allí había que dirigirse antes de entrar. Pregunto a
esa especie de portero si me permite hablar con el superior; se informa de qué
quiero de él; le explico que un deber religioso me atrae a ese piadoso retiro,
que me sentiría muy consolada de todos los esfuerzos realizados para llegar
allí si pudiera arrojarme un instante a los pies de la milagrosa Virgen y de
los santos eclesiásticos en cuya casa se conserva la divina imagen. El
jardinero llama, y entra en el convento; pero como es tarde y los padres
cenaban, tarda algún tiempo en regresar. Reaparece al fin con uno de los
religiosos:
––Señorita ––me dice––, ahí tiene al padre Clément, ecónomo de la casa; viene a comprobar si lo
que desea merece interrumpir al superior.
Clément, cuyo nombre no se ajustaba de
ningún modo a su rostro, era un hombre de cuarenta y ocho años, de una gordura
inmensa y una estatura gigantesca, la mirada sombría y feroz, que sólo se
expresaba con palabras duras y voz ronca, una verdadera cara de sátiro, el
exterior de un tirano; me eché a temblar... Entonces, sin que me fuera imposible
impedirlo, el recuerdo de mis antiguos infortunios se ofreció en rasgos
ensangrentados a mi memoria turbada...
––¿Qué
deseas? ––me dice el monje, con cara de pocos amigos––. ¿Te parece que éstas
son horas de acudir a una iglesia con ese aire de aventurera que presentas?
––Santo
varón ––digo prosternándome––, he creído que siempre era hora de presentarse en
la casa de Dios; vengo de muy lejos para llegar a ella, llena de fervor y de
devoción, quiero confesarme si es posible, y cuando el interior de mi
conciencia os sea conocido, veréis si soy digna o no de prosternarme ante los
pies de la santa Imagen.
––Pero
no es hora de confesarse ––dice el monje suavizándose––; ¿dónde pasarás la
noche? No tenemos hospicio... hubiera sido mejor que vinieras por la mañana.
Le
cuento entonces los motivos que lo habían impedido, y, sin contestarme, Clément se fue a referirlo al superior. Unos minutos
después, se abre la iglesia; el propio padre Severino sale a mi encuentro frente a la cabaña del
jardinero, y me invita a entrar con 61 en el templo.
El
padre Severino, del que conviene daros una idea
inmediatamente, era un hombre de cincuenta y cinco años, tal como me habían
dicho, pero con una hermosa fisonomía, el aspecto todavía lozano, de complexión
vigorosa, membrudo como Hércules, y todo ello sin dureza; una especie de
elegancia y de blandura reinaba en su conjunto, y permitía ver que había
debido poseer, en su juventud, todos los atractivos que forman un buen mozo.
Tenía los ojos más hermosos del mundo, nobleza en las facciones, y el tono más
honesto, gracioso y educado. Un cierto acento agradable que no alteraba ninguna
de sus palabras permitía reconocer, sin embargo, su patria, y confieso que
todas las gracias externas de ese religioso me repusieron un poco del miedo que
me había ocasionado el otro.
––Querida
hija ––me dijo graciosamente––, aunque la hora no sea adecuada, y no tengamos
la costumbre de recibir tan tarde, oiré sin embargo tu confesión, y pensaremos
después en los medios de hacerte pasar la noche decentemente, hasta el momento
en que mañana puedas saludar a la santa Imagen que te ha traído hasta aquí.
Entramos
en la iglesia, las puertas se cierran, se enciende una lámpara cerca del
confesonario. Severino me dice que me coloque; se
sienta y me invita a confiarme a él con total seguridad.
Absolutamente
tranquila con un hombre que me parecía tan dulce, después de haberme
arrodillado, no le oculto nada. Le confieso todas mis faltas; le comu nico
todos mis infortunios; le muestro incluso la marca vergonzosa con que me ha
señalado el bárbaro Rodin. Severino
lo escucha todo con
la mayor atención, me hace incluso repetir algunos detalles con aire de piedad
y de interés; pero, sin embargo, algunos gestos y algunas palabras lo
traicionaron: ¡ay de mí!, sólo después me di cuenta; cuando me sentí más
tranquila respecto a este acontecimiento, me resultó imposible no recordar que
el monje se había permitido repetidas veces unos gestos que demostraban que la
pasión tenía mucho que ver en las preguntas que me hacía, y que esas preguntas
no sólo se detenían con complacencia en los detalles obscenos, sino que se
demoraban incluso con afectación sobre los cinco puntos siguientes:
Primero,
si era cierto que yo era huérfana y nacida en París. Segundo, si era verdad que
no tenía parientes, ni amigos, ni protección, ni nadie a quien pudiera escri
bir. Tercero, si sólo había confiado a la pastora que me había hablado del
convento la intención que tenía de ir allí, y si no había acordado con ella
reencontrarme a la vuelta. Cuarto, si era cierto que no había visto a nadie
después de mi violación, y si estaba segura de que el hombre que había abusado
de mí lo había hecho tanto del lado que la naturaleza condena como del que permite.
Quinto, si creía que no había sido seguida, y que nadie me había visto entrar
en el convento.
Después
de haber contestado a esas preguntas, con el aire más modesto, más sincero y
más ingenuo, el monje, levantándose y cogiéndome de la mano, me dijo:
––¡Bien! Ven, hija mía, te proporcionaré
la dulce satisfacción de comulgar mañana a los pies de la Imagen que acabas de
visitar: comencemos por proveer tus primeras necesidades.
Y
me lleva al fondo de la iglesia...
––¡Cómo!
––le dije entonces con una especie de inquietud que me dominaba a pesar mío...
––
¡Cómo, padre! ¿En el interior del templo?
––¿Dónde
si no, encantadora peregrina? ––me respondió el monje, introduciéndome en la
sacristía...–– ¡Acaso tienes miedo de pasar la noche con cuatro santos
eremitas!... Oh, ya verás cómo encontraremos los medios de distraerte, querido
ángel; y aunque no te procuremos grandes placeres, por lo menos servirás a los
nuestros en muy amplia medida.
Estas
palabras me sobresaltan; un sudor frío se apodera de mí, me tambaleo; era de
noche, ninguna luz guía nuestros pasos, mi imaginación horrorizada me hace ver
el espectro de la muerte moviendo su guadaña sobre mi cabeza; mis rodillas
flaquean... En este instante el lenguaje del monje cambia de repente, me sostiene,
insultándome:
––Puta
––me dice––, hay que seguir; no intentes aquí ni quejas ni resistencias, todo
sería inútil.
Las
crueles palabras me devuelven las fuerzas, siento que estoy perdida si
desfallezco; me levanto...
––¡Ay,
cielos! ––digo al traidor––, ¡tendré que ser de nuevo la víctima de mis buenos
sentimientos, será de nuevo castigado como un crimen mi deseo de acercarme a
lo que la religión tiene de más respetable!...
Seguimos
caminando, y nos metemos por pasillos oscuros de los que nada puede hacerme
conocer la situación ni las salidas. Yo precedía al padre Severino; su respiración era profunda, no paraba de
hablar; parecía borracho; de cuando en cuando, me paraba con el brazo
izquierdo enlazado en torno a mi cuerpo, mientras su mano derecha,
deslizándose por detrás debajo de mis faldas, recorría con impudor esa parte
deshonesta–– que, asimilándonos a los hombres, es el único objeto de los
homenajes de aquellos que prefieren ese sexo en sus vergonzosos placeres. En
varias ocasiones la boca del libertino se atreve incluso a recorrer esos
lugares, hasta su reducto más secreto; después reanudamos la marcha. Aparece
una escalera; al cabo de treinta o cuarenta escalones, se abre una puerta, unos
reflejos de luz golpean mis ojos, entramos en una sala fascinante y
magníficamente iluminada; allí veo tres monjes y cuatro muchachas en torno a
una mesa servida por otras cuatro mujeres completamente desnudas: el
espectáculo me hace temblar. Severino me
empuja, y entro en la sala con él.
––Señores
––dice al entrar––, permitid que os presente un auténtico fenómeno. Aquí tenéis
una Lucrecia que lleva a la vez sobre sus hombros la marca de las mujeres de
mala vida, y en la conciencia todo el candor y toda la ingenuidad de una
virgen... Una sola violación, amigos míos, y de eso hace seis años; de modo
que es casi una vestal... a decir verdad, como tal os la entrego... y, además,
de las más hermosas... i Oh! Clément, ¡cómo te perderás en esas bellas
masas!... ¡qué elasticidad, amigo mío!, ¡qué encarnación!
––¡Ah!,
¡s...! ––dice Clément, medio borracho, levantándose y avanzando
hacia mí––; el encuentro es agradable, y quiero examinar los hechos.
Os
dejaré el menor tiempo posible en suspenso sobre mi situación, señora, dijo Thérèse, pero la necesidad en que estoy de describir
las nuevas personas con las que me encuentro me obliga a cortar por un instante
el hilo del relato. Ya conocéis al padre Severino, y
sospecháis sus gustos; ¡ay!, su depravación en esa materia era tal que jamás
había saboreado otros placeres; y ¡qué inconsecuencia, sin embargo, en las operaciones
de la naturaleza, ya que junto a la extravagante fantasía de elegir únicamente
los senderos, ese monstruo estaba dotado de facultades tan gigantescas que
hasta las rutas más holladas le hubieran parecido demasiado estrechas!
Ya
os dibujé antes el esbozo de Clément. Sumad,
al exterior que he descrito, la ferocidad, la provocación, la trapacería más
peligrosa, la intemperancia en todos los puntos, el ingenio satírico y mordaz,
el corazón corrompido, los gustos crueles de Rodin con sus escolares, ningún
sentimiento, ninguna delicadeza, ni pizca de religión, un temperamento tan
gastado que desde hacía cinco años era incapaz de buscar otros placeres que
aquellos que le aconsejaba la barbarie, y tendréis la más completa imagen de
ese depravado.
Antonin,
el tercer actor de las detestables orgías, tenía cuarenta años; pequeño, flaco,
muy vigoroso, tan temiblemente dotado como Severino y casi tan malvado como Clément; entusiasta de los placeres de su colega,
pero por lo menos entregándose a ellos con una intención menos feroz; pues si Clément, al utilizar la extravagante manía, sólo tenía
el objetivo de vejar y de tiranizar a una mujer, sin poder disfrutar de ella de
otra manera, Antonin, usándolo con deleite en toda la pureza de la naturaleza,
sólo ponía en práctica el episodio flagelante para dar a la que honraba con
sus favores más fogosidad y más energía. El uno, en una palabra, era brutal por
gusto, y el otro por refinamiento.
Jérôme, el más anciano de los cuatro
solitarios, también era el más desenfrenado; todos los gustos, todas las
pasiones, todas las desviaciones más monstruosas, se daban cita en el alma de
ese fraile; juntaba a los caprichos de los demás el de gustarle recibir en su
cuerpo lo que sus compañeros distribuían a las mujeres, y si azotaba (cosa que
ocurría frecuentemente) era siempre a condición de ser tratado, a su vez, de
igual manera; por otra parte, todos los templos de Venus le resultaban
semejantes, pero como sus fuerzas comenzaban a flaquear, prefería de todos
modos, desde hacía unos años, aquel que, sin exigir nada del agente, dejaba al
otro la tarea de despertar las sensaciones y producir el éxtasis. La boca era
su templo favorito y, mientras se entregaba a sus placeres predilectos, una
segunda mujer se ocupaba de excitarlo con ayuda de las varas. El _carácter de
ese hombre era, además, tan hipócrita y tan malvado como el de los otros, y
fuera cual fuese el aspecto que el vicio podía mostrar estaba seguro de
encontrar seguidores y templos en esa infernal casa. Lo entenderéis más fácilmente,
señora, cuando os explique cómo estaba montada. Se habían reunido unos fondos
prodigiosos para dotar a la orden con ese retiro obsceno que contaba con más de
cien años de antigüedad, y que estaba siempre ocupado por los cuatro religiosos
más ricos, más prominentes de la orden, los de mejor cuna, y de un libertinaje
harto importante como para exigir ser sepultados en ese oscuro refugio, del que
jamás salía el secreto, como veréis después de las explicaciones que restan
por daros. Volvamos a los retratos.
Las
ocho mujeres que se hallaban entonces en la cena eran tan dispares por la edad
que me resultaría imposible haceros un retrato de conjunto; me veo
necesariamente obligada a unos cuantos detalles. Esta singularidad me asombró.
Las describiré por el orden de su juventud.
La
más joven de las mujeres tenía apenas diez años: una carita agraciada, bonitos
rasgos, el aire humillado de su suerte, triste y asustada.
La
segunda tenía quince años: la misma turbación en el semblante, el aire del
pudor envilecido, pero una cara encantadora, y en su conjunto muy seductora.
La
tercera tenía veinte años: digna de un pintor, rubia, los más bellos cabellos
del mundo, de finas facciones, regulares y dulces; parecía la más domesticada.
La
cuarta tenía treinta años: era una de las más bellas mujeres que jamás había
visto; adornada con el candor, la honestidad, la decencia en el porte, y todas
las virtudes de un alma dulce.
La
quinta era una mujer de treinta y seis años, preñada de tres meses; morena,
muy vivaracha, con hermosos ojos, pero que había perdido, por lo que me
pareció, cualquier remordimiento, cualquier decencia, cualquier comedimiento.
La
sexta era de la misma edad: gruesa como una torre, alta en proporción, con
bellos rasgos, un auténtico coloso cuyas formas estaban degradadas por la gordura.
Como estaba desnuda cuando la vi, distinguí fácilmente que no había una sola
parte de su enorme cuerpo que no mostrara la huella de la brutalidad de los
depravados cuyos placeres le hacía servir su mala estrella.
La
séptima y la octava eran dos bellísimas mujeres de unos cuarenta años.
Prosigamos
ahora la historia de mi llegada a aquel impuro lugar.
Como
ya os he dicho, entre todos avanzaron hacia mí; Clément es el más atrevido y su infecta boca no tarda
en pegarse a la mía; me aparto con horror, pero me dan a entender que todas mis
resistencias no son más que remilgos inútiles, y que lo mejor que puedo hacer
es imitar a mis compañeras.
––Ya
puedes imaginar ––me dice el padre Severino–– que no serviría de nada intentar
resistirte en el retiro inabordable en que te hallas. Dices que has pasado
muchas desgracias; para una joven virtuosa faltaba, sin embargo, la mayor de
todas ellas en la lista de tus infortunios. ¿No era ya hora de que esa
altiva virtud naufragara?, ¿es posible seguir siendo casi virgen a los veintidós
años? Aquí tienes compañeras que, como tú, quisieron resistirse al entrar y
que, como tú harás prudentemente, acabaron por someterse cuando vieron que su
defensa sólo podía llevarlas a malos tratos. Pues es bueno decírtelo, Thérèse ––continuó el superior, mostrándome
disciplinas, varas, férulas, azotes, cuerdas y otras mil variedades de
instrumentos de tortura...––. Sí, es bueno que lo sepas: eso es lo que
utilizamos con las muchachas rebeldes; tú misma comprobarás si merece la pena
que te convenzamos de ello. Por otra parte, ¿qué reclamarías aquí? ¿La
equidad?, no la conocemos; ¿la humanidad?, nuestro único placer es violar sus
leyes; ¿la religión?, no existe para nosotros, nuestro desprecio por ella
aumenta debido a que la conocemos más; ¿parientes... amigos... jueces? No hay
nada de todo eso en este lugar, querida muchacha; sólo encontrarás aquí el
egoísmo, la crueldad, el desenfreno, y la impiedad más argumentada. De modo que
tu única salida es la sumisión más absoluta; dirige tus miradas al asilo impenetrable
en que te encuentras, jamás ningún mortal apareció por estos lugares; aunque
el convento fuera tomado, registrado, quemado, nadie descubriría este retiro:
es un pabellón aislado, enterrado, rodeado por todas partes por seis muros de
un increíble espesor, y tú estás en él, hija mía, en medio de cuatro libertinos
que seguramente no tienen ganas de perdonarte nada y a los que tus ruegos, tus
lágrimas, tus palabras, tus genuflexiones o tus gritos sólo conseguirán excitar
más. ¿A quién recurrirás, por consiguiente? ¿Será a ese Dios al que acabas de
implorar con tanto celo, y que, para recompensarte de tu fervor, te precipita
aún con mayor decisión en la trampa? ¿A ese Dios quimérico al que nosotros
mismos ofendemos aquí cada día insultando sus vanas leyes?... Date cuenta de
una vez, Thérèse, de que no existe ningún poder,
sea cual sea la naturaleza que quieras suponerle, que pueda conseguir
arrancarte de nuestras manos, y no existe, ni en el orden de las cosas posibles
ni en el de los milagros, ningún tipo de medio que pueda conseguirte conservar
por más tiempo esta virtud de la que te sientes tan orgullosa; que pueda, en
fin, impedir que te conviertas en todos los sentidos, y de todas las maneras,
en víctima propiciatoria de los excesos libidinosos a los que los cuatro vamos
a abandonarnos contigo... Así que desnúdate, puta, ofrece tu cuerpo a nuestras
lujurias, que sea mancillado al instante, o los tratos mas crueles te
demostrarán los riesgos en que incurre una miserable como tú al desobedecernos.
Sentía
que este discurso... esta orden terrible me dejaba sin recursos; pero ¿no me
habría convertido en culpable si no intentara lo que me sugería mi corazón, y
aun permitía mi estado? Así que me arrojo a los pies del padre Severino, utilizo toda la elocuencia de un alma
desesperada, para suplicarle que no abuse de mi situación. Los lloros más
amargos acaban por inundar sus rodillas, y me atrevo a intentar con ese hombre
cuanto imagino de más fuerte, cuanto creo más patético... ¿De qué servía todo
ello, Dios mío? ¿Acaso podía yo ignorar que las lágrimas son un incentivo más
a los ojos del libertino?, ¿podía dudar de que todo lo que hiciera para
conmover a esos bárbaros no conseguiría más que excitarlos?...
––Atrápala...
––dice Severino enfurecido––, apodérate de ella,
Clément, que se desnude en un minuto, y
que aprenda que entre personas como nosotros la compasión no sirve para
sofocar la naturaleza.
Clément echa espumarajos; mis .
resistencias lo habían enardecido; me atrapa con un movimiento seco y nervioso;
salpicando sus frases y sus gestos con espan tosas blasfemias, en un minuto
hace saltar mis ropas. ––Hermosa criatura ––dice el superior paseando sus dedos
por mis caderas––; ¡que me aplaste Dios si jamás he visto otra mejor hecha!
Amigos ––prosigue el monje––, pongamos orden en nuestras acciones; ya conocéis
nuestras fórmulas de acogida, que las sufra todas, sin la menor excepción. Y
que mientras tanto las otras ocho mujeres se coloquen alrededor de nosotros,
para prevenir las necesidades, o para excitarlas.
Inmediatamente
forman un círculo, me sitúan en el centro, y allí, durante más de dos horas,
soy examinada, valorada, manoseada por los cuatro frailes, recibiendo
sucesivamente de cada uno de ellos elogios o críticas.
––Me
permitiréis, señora, ––dijo sonrojándose nuestra bella prisionera––, ocultaros
una parte de los detalles obscenos de la odiosa ceremonia. Que vuestra imaginación
suponga todo lo que el desenfreno puede dictar en tal caso a unos malvados; que
los vea pasar sucesivamente de mis compañeras a mí, comparar, relacionar,
confrontar, discurrir, y sólo obtendrá verosímilmente una débil imagen de lo
que realizaron en estas primeras orgías, muy suaves, sin duda, en comparación
con todos los horrores que no tardaría en experimentar.
––Vamos
––dice Severino cuyos deseos prodigiosamente
exaltados ya no pueden contenerse, y que en este horrible estado parece un
tigre dispuesto a devorar a su víctima––, que cada uno de nosotros la someta a
su placer favorito.
Y
el infame, colocándose en un canapé en la actitud propicia para sus execrables
proyectos, haciéndome sostener por dos de sus frailes, intenta solazarse conmigo
de aquella manera criminal y perversa que sólo nos hace semejarnos al sexo que
no poseemos degradando el propio. Pero, o ese impúdico está demasiado
vigorosamente dotado, o la naturaleza se rebela en mí ante la mera sospecha de
esos placeres: no consigue vencer los obstáculos; tan pronto como se presenta,
es inmediatamente rechazado... Abre, empuja, desgarra, todos sus esfuerzos son
inútiles; el furor de ese monstruo se dirige contra el altar que sus deseos no
pueden alcanzar; lo golpea, lo pellizca, lo muerde. Nuevas posibilidades nacen
del seno de tales brutalidades; las carnes reblandecidas ceden, el sendero se
entreabre, el ariete penetra. Yo lanzo unos gritos espantosos. La masa entera
no tarda en ser engullida, y la culebra, arrojando inmediatamente un veneno que
le arrebata las fuerzas, cede finalmente, llorando de rabia, a los movimientos
que yo hago para soltarme. En toda mi vida no había sufrido tanto.
Se
adelanta Clément; está armado con varas; sus
pérfidas intenciones estallan en sus ojos:
––Me
toca a mí ––le dice a Severino––,
me toca a mí
vengaros, padre mío; me toca a mí corregir a esta pécora por resistirse a
vuestros placeres.
No
necesita que nadie me sostenga; uno de sus brazos me rodea y me aprieta contra
una de sus rodillas, de manera que, presionando mi vientre, pone mas al
descubierto lo que servirá a sus caprichos. Al principio tantea sus golpes,
parece que sólo tenga la intención de prepararse; pronto, inflamado de
lujuria, el depravado golpea con todas sus fuerzas: nada queda a salvo de su
ferocidad; de la mitad de las caderas hasta las pantorrillas, todo es recorrido
por el traidor; atreviéndose a mezclar el amor con esos crueles momentos, su
boca se pega a la mía y quiere absorber los suspiros que los dolores me
arrancan... Mis lágrimas corren, las devora, sucesivamente besa y amenaza, pero
sigue golpeando; mientras actúa, una de las mujeres le excita; arrodillada
delante de él, lo trabaja diferentemente con cada una de sus manos, y cuanto
más lo consigue, con más violencia me llegan sus golpes. Estoy a punto de ser
desgarrada cuando nada anuncia todavía el final de mis males: de nada sirve que
se prodigue por todas partes. El final que yo espero sólo dependerá de su delirio.
Una nueva crueldad lo determina: mi pecho está a la merced de ese hombre
brutal, le excita, hunde en él sus dientes, el antropófago lo muerde: este
exceso provoca la crisis, el incienso se escapa. Unos gritos espantosos y
unas terribles blasfemias han señalado su arrebato, y el fatigado monje me
abandona a Jérôme.
No
seré más peligroso para tu virtud que Clément ––me
dice el libertino acariciando el altar ensangrentado donde acaba de sacrificar
el otro fraile––, pero quiero besar esos surcos; si yo también soy capaz de
entreabrirlos, les debo algún honor. Quiero aún más ––prosigue; hundiendo uno
de sus dedos en el lugar donde se había metido Severino––, quiero que la gallina ponga, y quiero devorar
su huevo... ¿Está ahí?... ¡Sí, pardiez!... ¡Oh, hija mía, qué delicado es!...
Su
boca sustituye los dedos... Me explican lo que tengo que hacer, lo hago con
asco. En la situación en que me encuentro, ¡ay de mí, no me está permitido
negarme! El indigno está contento... traga, y después, haciéndome arrodillar
delante de él, se pega a mí en esa posición; su ignominiosa pasión se satisface
en un lugar que me impide cualquier protesta. Mientras actúa así, la mujer
gorda lo azota, y otra, situada a la altura de su boca, cumple el mismo deber
al que yo he acabado de ser sometida.
No
basta ––dice el infame––, quiero que cada una de mis manos... siempre nos
quedamos cortos...
Las
dos jóvenes más bonitas se acercan, obedecen: estos son los excesos a que la
saciedad ha conducido a Jérôme.
En cualquier caso,
las impurezas le llenan de felicidad, y mi boca, al cabo de media hora, recibe
finalmente, con una repugnancia que os será fácil adivinar, el asqueroso
homenaje de aquel hombre depravado.
Aparece
Antonin.
––Vamos
a ver ––dice–– esta virtud tan pura; estropeada por un solo asalto, ya no debe
notarse.
Sus
armas están en ristre, se serviría gustosamente de los procedimientos de Clément. Ya os he dicho que la fustigación activa le
gusta tanto como al otro monje, pero como está apresurado le parece suficiente
el estado en que me ha dejado su compañero. Me examina, disfruta, y dejándome
en la postura que todos ellos prefieren, manosea un instante las dos medias
lunas que impiden la entrada. Zarandea furiosamente los pórticos del templo, no
tarda en llegar al santuario: el asalto, aunque tan violento como el de Severino, realizado en un sendero menos estrecho, no es
sin embargo tan rudo de soportar. El vigoroso atleta coge mis dos caderas, y
supliendo los movimientos que yo no puedo hacer me sacude contra su cuerpo con
vigor; diríase, por los esfuerzos redoblados de ese Hércules, que, no contento
con ser dueño de la plaza, quiere reducirla a polvo. Unos ataques tan
terribles, y tan nuevos para mí, me hacen sucumbir; pero, sin inquietarse por
mis penas, el cruel vencedor sólo piensa en aumentar sus placeres; todo le
circunda, todo le excita, todo contribuye a sus voluptuosidades. Frente a él,
subida a mis caderas, la joven de quince años, con las piernas abiertas, ofrece
a su boca el mismo altar en el que realiza su sacrificio conmigo, sorbe
gustosamente el precioso jugo de la naturaleza cuya emisión acaba ésta de
conceder a la chiquilla. Una de las viejas, arrodillada delante de las caderas
de mi vencedor, las mueve, y avivando sus deseos con su lengua impura, consigue
su éxtasis, mientras que para calentarse aún más el libertino excita a una
mujer con cada una de sus manos. No hay uno de sus sentidos que no sea
provocado, ni uno que no contribuya a la perfección de su delirio; lo alcanza,
pero mi constante horror por todas sus infamias me impide compartirlo... Lo
consigue solo, sus gestos, sus gritos, todo lo anuncia, y me siento inundada, a
pesar mío, por las pruebas de una llama que sólo contribuyo a encender en una
sexta parte. Me desplomo finalmente sobre el trono donde acabo de ser inmolada,
sintiendo únicamente mi existencia a través del dolor y de las lágrimas... de
la desesperación y de los remordimientos...
Entonces
el padre Severino ordena a las mujeres que me den
de comer, pero muy lejos de prestarme a estas atenciones, un acceso de furiosa
pena asalta mi alma. Yo, que ponía toda mi gloria, toda mi felicidad, en mi
virtud, yo, que me consolaba de todos los males de la fortuna, con tal de ser
siempre decente, no puedo soportar la horrible idea de verme tan cruelmente
mancillada por aquellos de quienes debía esperar el máximo socorro y consuelo:
mis lágrimas manan en abundancia y mis gritos hacen resonar la bóveda. Ruedo
por los suelos, me golpeo los pechos, me meso los cabellos, invoco a mis
verdugos, y les suplico que me den muerte... ¿Creeréis, señora, que tan
espantoso espectáculo sólo consigue excitarlos más?
––¡Ah!
––dice Severino––, nunca he disfrutado de una
escena más hermosa. Ved, amigos míos, en qué estado me pone; es increíble lo
que consiguen de mí los dolores femeninos.
––Sigamos
con ella ––dice Clément––, y para enseñarle a gritar de
este modo que, en este segundo asalto, la bribona sea tratada con mayor
crueldad.
Dicho
y hecho; Severino toma la iniciativa pero, por
mucho que dijera, sus deseos necesitaban un grado de excitación superior, y,
sólo después de haber utilizado los crueles medios de Clément, consiguió reunir las fuerzas necesarias para
la realización de su nuevo crimen. ¡Qué exceso de ferocidad, Dios mío! ¡Cómo
era posible que esos monstruos la llevaran al punto de elegir el instante de
una crisis de dolor moral por la violencia que sentía para hacerme sufrir otro
dolor fisico tan bárbaro!
––Sería
injusto que no utilizara como principal con esta novicia lo que tanto nos sirve
como accesorio ––dice Clément
comenzando a
actuar––, y os aseguro que no la trataré mejor que vosotros.
––Un
momento ––dice Antonin al superior al que veía a punto de cogerme de nuevo––;
mientras vuestro celo va a exhalarse en las partes traseras de esta hermosa
joven, me parece que yo puedo incensar al Dios opuesto; la pondremos entre los
dos.
Me
colocan de tal manera que todavía puedo ofrecer la boca a Jérôme; se lo exigen. Clément se coloca en mis manos; me veo obligada a
masturbarlo. Todas las sacerdotisas rodean el espantoso grupo. Cada una de
ellas presta a los actores lo que sabe que más debe enardecerlo. Sin embargo,
yo soporto todo; el peso entero recae exclusivamente sobre mí. Severino da la señal, los tres restantes no tardan en
seguirle, y ya me tenéis, por segunda vez, indignamente mancillada por las pruebas
de la repugnante lujuria de unos indignos bribones.
––Es
más que suficiente para un primer día ––dice el superior––; ahora hay que
demostrarle que sus compañeras no son mejor tratadas que ella.
Me
suben a un sillón elevado, y, desde allí, me veo obligada a presenciar los
nuevos horrores con los que terminan las orgías.
Los
frailes forman un pasillo; todas las hermanas desfilan delante, y reciben un
azote de cada uno de ellos; después son obligadas a excitar sus verdugos con la
boca mientras éstos las atormentan y las insultan.
La
más niña, la de diez años, se coloca sobre el canapé, y cada religioso acude a
hacerle sufrir el suplicio que prefiera; a su lado se pone la joven de quince
años, con la que aquel que acaba de infligir el castigo debe disfrutar
inmediatamente a su capricho; hace de comodín: la mas vieja debe acompañar al
fraile que actúa, a fin de servirle, bien en esta operación, bien en el acto
que debe concluirla. Severino
sólo utiliza la
mano para golpear a la que se le ofrece, y corre a englutirse en el santuario
que le deleita y que le presenta la que han colocado a su lado; armada con un
manojo de ortigas, la vieja le devuelve lo que acaba de hacer; del interior de
esas dolorosas titilaciones nace la ebriedad del libertino... Preguntado si se
consideraría cruel, aducirá que no ha hecho nada que él mismo no haya
previamente soportado.
Clément pellizca levemente las carnes de
la chiquilla: el goce ofrecido al lado le resulta prohibido, pero le tratan
como él ha tratado; y deja a los pies del ídolo el incienso que ya no tiene
fuerzas para arrojar dentro del santuario.
Antonin
se divierte magullando fuertemente las partes carnosas del cuerpo de su
víctima; excitado por los saltos que da, se abalanza a la parte ofrecida a sus
placeres predilectos. Es, a su vez, magullado y golpeado, y su ebriedad es el
fruto de los tormentos.
El
viejo Jérôme sólo se sirve de sus dientes,
pero cada mordisco deja una huella de la que la sangre mana inmediatamente;
después de una docena, el comodín le presenta la boca; satisface en ella su
furia, mientras que él mismo es mordido con idéntica fuerza.
Los
monjes beben y recuperan las fuerzas.
La
mujer de treinta y seis años, preñada de tres meses, tal como os he contado, es
encaramada sobre un pedestal de ocho pies de altura, en el que sólo puede
colocar una pierna, viéndose obligada a tener la otra suspendida en el aire; a
su alrededor hay unos colchones rellenos de espinos, de acebos, de abrojos, de
tres pies de espesor; y se le ha dado una vara flexible para sostenerse. Es
fácil ver, por una parte, el esfuerzo que pone en no caer, y, por otra, la
imposibilidad de mantener el equilibrio: esta alternativa divierte a los
frailes. Alineados los cuatro a su alrededor, cada uno de ellos tiene una o dos
mujeres que los excitan de maneras diversas durante el espectáculo. Por muy
embarazada que esté, la desdichada permanece en esa actitud durante un cuarto
de hora; al fin le fallan las fuerzas, cae sobre los espinos, y nuestros
malvados, borrachos de lujuria, ofrecerán por última vez sobre su cuerpo el
abominable homenaje de su ferocidad... Luego se retiran.
El
superior me confia a manos de aquella mujer, de
treinta años de edad, de la que ya os he hablado: la llamaban Omphale. Le
habían asignado el cometido de instruirme y de instalarme en mi nuevo
domicilio, pero aquella primera noche no vi ni escuché nada. Anonadada y desesperada, sólo quería reposar un
poco. Descubrí en la habitación adonde me destinaba a otras mujeres que no
estuvieron en la cena; dejé para el día siguiente el examen de todos esos
nuevos cuerpos, y sólo me ocupé de buscar un poco de descanso. Omphale me dejó
tranquila, y se acostó en su cama. Así que estoy en la mía, todo el horror de
mi suerte se presenta aún más vivamente ante mí; no acababa de creerme todas
las abominaciones que había sufrido, ni aquellas de las que había sido testigo.
¡Ay de mí!, si alguna vez mi imaginación se había extraviado por esos placeres,
yo los creía castos como el Dios que los inspiraba,
ofrecidos por la naturaleza para servir de consuelo a los humanos, los suponía
nacidos del amor y de la delicadeza. Estaba muy lejos de creer que el hombre,
a ejemplo de los animales feroces, sólo pudiera disfrutar haciendo temblar a
su compañera... Después, volviendo sobre la fatalidad de mi suerte... «¡Oh, justo
cielo!», me decía, «¡así que ahora es absolutamente cierto que ningún acto
virtuoso emanará de mi corazón sin que vaya inmediatamente seguido de un dolor!
¿Y qué daño hacía yo, Dios santo, deseando cumplimentar en este convento
algunos deberes religiosos? ¿He ofendido al cielo por querer rezar?
¡Incomprensibles designios de la Providencia, dignaos», proseguí, «mostraros a
mis ojos si no queréis que me rebele contra vosotros!» Unas amargas lágrimas
siguieron a estas reflexiones, y todavía estaba inundada por ellas cuando se
hizo de día; entonces Omphale se acercó a mi cama.
––Querida
compañera ––me dijo––, vengo a exhortarte que tengas valor. Yo lloré como tú
los primeros días, y ahora me he acostumbrado. Tú te acostumbrarás como yo he
hecho. Los comienzos son terribles. No es únicamente la necesidad de
satisfacer las pasiones de esos depravados lo que constituye el suplicio de
nuestra vida, es la pérdida de nuestra libertad, la manera cruel con que se nos
trata en esta espantosa casa.
Los
infelices se consuelan al ver a otros a su lado. Por agudos que fueran mis
dolores, los mitigué un instante,
para rogar a mi
compañera que me informara de los males que debía esperar.
––Un
momento ––me dijo mi maestra––, levántate, comencemos por recorrer nuestro
retiro, contempla a las nuevas compañeras, y después hablaremos.
Obedeciendo
los consejos de Omphale, vi que estaba en una cámara muy grande en la que había
ocho camitas de indiana bastante limpias; al lado de cada cama había un cuarto
de aseo, pero todas las ventanas que iluminaban tanto los cuartos como la
cámara distaban dos metros del suelo y estaban provistos de barrotes por
dentro y por fuera. En el centro de la cámara principal había una gran mesa
clavada en el suelo, para comer o para trabajar; tres puertas más forradas de
hierro cerraban la cámara; ninguna cerradura a nuestro lado, cerrojos enormes
al otro.
––¿Esta
es nuestra prisión? ––le dije a Omphale.
––¡Sí,
querida mía! ––me contestó––; es nuestra única vivienda; las ocho mujeres
restantes tienen cerca de aquí una cámara semejante, y sólo nos comunicamos
cuando les place a los monjes reunirnos.
Entré
en el cuarto de aseo que me estaba destinado; ocupaba unos tres metros
cuadrados; la luz procedía, como en la otra habitación, de una ventana altísima
y totalmente recubierta de hierro. Los únicos muebles eran un bidé, un lavabo y
un retrete. Salí; mis compañeras, impacientes por verme, me rodearon; eran
siete: yo hacía la octava. Omphale, que vivía en la otra cámara, sólo estaba en
ésta para instruirme; se quedaría allí si yo lo quería, y una de las de esta
cámara la sustituiría en la suya; exigí este arreglo, y así se hizo. Pero antes
de pasar al relato de Omphale, me parece esencial describiros las siete nuevas
compañeras que me deparaba la suerte; lo haré por orden de edad, como en el
caso de las primeras.
La
más joven tenía doce años, una fisonomía muy viva y muy graciosa, los más
hermosos cabellos y la boca más bonita.
La
segunda tenía dieciséis años; era una de las rubias más hermosas que nunca
había visto, unas facciones realmente deliciosas, y todas las gracias, toda la
gentileza de su edad, mezcladas con una especie de expresión, fruto de su
tristeza, que la hacía aún mil veces más bella.
La
tercera tenía veintitrés años; muy bonita, pero un exceso de descaro y de impudor
degradaba, en mi opinión, los encantos con que la había dotado la naturaleza.
La
cuarta tenía veintiséis años; estaba moldeada como una Venus; con unas formas,
sin embargo, un tanto exageradas; una blancura deslumbrante; la fiso nomía
dulce, franca y risueña, hermosos ojos, la
boca un poco grande, pero con una dentadura admirable, y soberbios cabellos
rubios.
La
quinta tenía treinta y dos años; estaba preñada de cuatro meses, un rostro
ovalado, un poco triste, con grandes ojos llenos de expresión, muy pálida, una
salud delicada, una voz tierna, y escasa lozanía; libertina por naturaleza: se
agotaba, me dijeron, a sí misma.
La
sexta tenía treinta y tres años; una mujer alta, bien plantada, el rostro más
hermoso del mundo, bellas carnes.
La
séptima tenía treinta y ocho años; un auténtico modelo de estatura y de
belleza; era la decana de mi cámara; Omphale me previno
de su maldad, y principalmente del gusto que sentía por las mujeres.
––Ceder
es la auténtica manera de gustarle ––me dijo mi compañera––; resistírsele es
concitar sobre la propia cabeza todos los males que pueden afligirnos en esta
casa. Ya verás qué haces.
Omphale
pidió a Ursule, que así se llamaba la decana, permiso para instruirme; Ursule le consintió con la condición de que fuera a
besarla. Me acerqué a ella: su lengua impura quiso reunirse con la mía,
mientras sus dedos se empeñaban en provocar unas sensaciones que estaba muy
lejos de conseguir. A pesar mío, sin embargo, tuve que prestarme a todo, y
cuando creyó haber vencido, me despidió a mi cuarto de aseo, donde Omphale me
habló de la siguiente manera:
––Todas
las mujeres que viste ayer, querida Thérèse, y las
que acabas de ver, se dividen en cuatro clases de cuatro mujeres cada una de
ellas. La primera es llamada la clase de la infancia: abarca las mujeres desde
la más tierna edad hasta los dieciséis años; las distingue un traje blanco.
»La
segunda clase, cuyo color es el verde, se llama la clase de la juventud;
comprende las mujeres de dieciséis a veinte años.
»La
tercera clase es la edad del juicio; viste de azul; va de los veintiuno a los
treinta; es en la que estamos nosotras dos.
»La
cuarta clase, vestida de castaño dorado, está destinada a la edad madura; la
forman todas las que pasan de los treinta años.
»Estas
mujeres o bien se mezclan indistintamente en las cenas de los reverendos
padres, o aparecen allí por clases: todo depende del capricho de los frailes,
pero, al margen de las cenas, están mezcladas en las dos cámaras, como puedes
juzgar por las que ocupan la nuestra.
»La
instrucción que tengo que darte, me dijo Omphale, se resume en cuatro
capítulos principales: en el primero trataremos de lo que se refiere a la casa;
en el segundo, pondremos lo que concierne al comportamiento de las mujeres,
sus castigos, su nutrición, etcétera, etcétera; el tercer capítulo te
instruirá acerca de la organización de los placeres de los monjes, de la manera
como las mujeres lo ejecutan; el cuarto te expondrá la historia de las bajas y
de los cambios.
»No
te describiré en absoluto, Thérèse,
los alrededores de
esta horrible casa, los conoces tan bien como yo; te hablaré sólo del interior; me lo han mostrado a fin de
que pueda dar su imagen a las recién llegadas, de cuya educación me encargo, y
quitarles mediante esta descripción cualquier deseo de evadirse. Ayer, Severino te explicó una parte: no te engañó en
absoluto, querida mía. La iglesia y el pabellón contiguo forman lo que es
propiamente el convento; pero tú ignoras cómo está situado el cuerpo de
edificio que habitamos, cómo se llega a él; es así. En el fondo de la
sacristía, detrás del altar, hay una puerta oculta en el revestimiento de
madera que se abre mediante un resorte; esa puerta es la entrada de un estrecho
pasillo, tan oscuro como largo, con unas sinuosidades que tu terror al entrar
te impidieron, sin duda, descubrir; al principio ese pasillo desciende,
porque es preciso que pase debajo de un foso de diez metros de profundidad,
luego sube a lo largo de la anchura del foso, y sólo queda a seis pies debajo
del suelo; así es como llega a los subterráneos de nuestro pabellón, alejado
del otro aproximadamente un cuarto de legua. Seis espesos recintos impiden que
sea posible descubrir el alojamiento, incluso para alguien encaramado al
campanario de la iglesia; la razón de eso es muy sencilla: el pabellón es muy
bajo, no alcanza los ocho metros, y los recintos, compuestos unos de murallas,
otros de seto vivo muy espeso, tienen cada uno de ellos más de quince de
altura: desde cualquier lugar que se mire, esta parte sólo puede ser tomada,
por tanto, como un bosquecillo, pero jamás como una vivienda; tal como acabo de
decir, la salida del oscuro pasillo que te he mencionado se efectúa por una
trampilla que da a los subterráneos, y de la que es imposible que te acuerdes
por el estado en que debías estar al cruzarla. Este pabellón, querida mía, se
compone en conjunto de unos subterráneos, una planta baja, un entresuelo y un
primer piso; la parte superior es una bóveda muy espesa cubierta por una cubeta
de plomo llena de tierra, en la que están plantados unos arbustos siempre
verdes que, combinando con los setos que nos rodean, confieren al conjunto un
aspecto de macizo aún más real. El subterráneo consta de una gran sala en el
centro y ocho gabinetes alrededor, dos de los cuales sirven de calabozos para
las mujeres que han merecido tal castigo, y los seis restantes de bodegas;
encima se encuentran la sala de las cenas, las cocinas, las antecocinas, y dos
gabinetes donde van los frailes cuando quieren aislar sus placeres y
saborearlos con nosotras, al margen de las miradas de sus compañeros. El
entresuelo se compone de ocho cámaras, cuatro de las cuales disponen de un
cuarto de baño; son las celdas donde duermen los monjes, y donde nos
introducen cuando su lubricidad nos destina a compartir sus camas; las otras
cuatro son las de los hermanos legos, uno de los cuales es nuestro carcelero,
el segundo el criado de los frailes, el tercero el cirujano, que tiene en su
celda cuanto se necesita para las necesidades urgentes, y el cuarto el cocinero;
estos cuatro hermanos son sordomudos; así que dificilmente esperarás de ellos,
como ves, consuelo o ayuda; además, jamás se paran con nosotras, y nos está
prohibidísimo hablarles. La parte superior del entresuelo forma los dos
serrallos; absolutamente idénticos entre sí; son, como ves, una gran cámara en
la que hay ocho cuartos de aseo. Así que imagina, querida hija, en el supuesto
de que rompiéramos las rejas de nuestras ventanas, y bajáramos por ellas,
todavía estaríamos lejos de poder escapar, ya que restarían por franquear cinco
setos vivos, una gruesa muralla y un amplio foso: si llegáramos a vencer estos
obstáculos, ¿dónde daríamos entonces? En el patio del convento que,
cuidadosamente cerrado, no nos ofrecería tampoco en un primer momento una salida
muy segura. Confieso que otro medio de evasión, menos peligroso quizá,
consistiría en encontrar en los subterráneos la boca del pasillo que conduce a
él; pero ¿cómo llegar a esos subterráneos, perpetuamente encerradas como
estamos? E incluso en el caso de que halláramos esa abertura, lleva a un rincón
perdido, desconocido por nosotras y protegido asimismo por rejas cuya llave
sólo tienen ellos. Y si pese a todo llegáramos a vencer todos estos
inconvenientes y alcanzáramos el pasadizo, no por ello el camino sería más
seguro para nosotras; está lleno de trampas que sólo ellos conocen, y en las
que quedarían inevitablemente atrapadas las personas que quisieran recorrerlo
sin ellos. Así pues, hay que renunciar a la evasión, es imposible, Thérèse; cree que si fuera practicable, hace mucho
tiempo que yo habría abandonado este detestable lugar, pero no se puede. Los
que están aquí sólo salen con la muerte; y de ahí nace la impudicia, la
crueldad y la tiranía con que nos tratan esos malvados; nada les inflama, nada
les excita más la imaginación que la impunidad que les promete este inabordable
retiro; seguros de no tener más testigos de sus excesos que las mismas
víctimas que los satisfacen, convencidísimos de que sus extravíos jamás serán
revelados, los llevan a los más odiosos extremos; liberados del freno de las
leyes, después de haber roto los de la religión y desconocer los del
remordimiento, no hay atrocidad que no se permitan, y en esta apatía criminal
sus abominables pasiones se sienten tan voluptuosamente estimuladas que nada
les excita tanto, dicen, como la soledad y el silencio, como la debilidad de
una parte y la impunidad de la otra. Los frailes se acuestan regularmente
todas las noches en este pabellón, se dirigen a él a las cinco de la tarde, y
regresan al convento a la mañana siguiente a eso de las nueve, a excepción de
uno que, por turno, pasa aquí el día: se le llama el regente de guardia. Pronto
veremos su función. En cuanto a los cuatro hermanos, no se mueven jamás;
tenemos en cada cámara un timbre que comunica con la celda del carcelero; sólo
la decana tiene derecho a apretarlo, pero
cuando lo hace debido a sus necesidades, o a las nuestras, acude al instante.
Los propios padres traen al regresar cada día las provisiones necesarias, y las
entregan al cocinero que las utiliza de acuerdo con sus órdenes; en los
subterráneos hay un manantial, y abundancia de vinos de todo tipo en las
bodegas.
»Pasemos
al segundo capítulo, que se refiere al comportamiento de las mujeres, a su
alimento, a su castigo.
»Nuestro
número es siempre el mismo; se toman las disposiciones necesarias para que
siempre seamos dieciséis: ocho en cada cámara; y, como ves, siempre con el
uniforme de nuestra clase. No acabará el día sin que te den los hábitos de
aquella en la que tú ingresas; pasamos todo el día en una bata del color que
nos corresponde; de noche, en levita del mismo color, peinadas lo mejor que
podemos. La decana de la cámara tiene todo el poder
sobre nosotras, desobedecerla es un crimen; está encargada de la tarea de
inspeccionarnos antes de que nos dirijamos a las orgías, y si algo no está en
el estado deseado, ella y nosotras somos castigadas. Podemos cometer varios
tipos de faltas. Cada una de ellas tiene su castigo especial cuya tarifa se
exhibe en las dos cámaras; el regente de día, el que viene, como te explicaré
inmediatamente, a darnos órdenes, designar las mujeres de la cena, visitar
nuestras habitaciones, y recibir las quejas de la decana, este fraile, digo, es el que reparte de noche
el castigo que cada una ha merecido. He aquí el inventario de los castigos al
lado de las culpas que nos los procuran.
»No
levantarse por la mañana a la hora debida: treinta latigazos (pues casi siempre
nos castigan con este suplicio; era bastante lógico que un episodio de los
placeres de esos libertinos se convirtiera en su corrección predilecta);
ofrecer, bien por error, bien por cualquier otra causa posible, una parte del
cuerpo, en el acto de los placeres, distinta a la que deseaban: cincuenta latigazos;
ir mal vestida, o mal peinada: veinte latigazos; no haber avisado de que se
tiene la regla: sesenta latigazos; el día en que el cirujano ha comprobado tu
preñez: cien latigazos; negligencia, imposibilidad, o rechazo en las
proposiciones lujuriosas: doscientos latigazos. ¡Y cuántas veces su infernal
maldad nos atrapa en falta sobre eso, sin que nosotras tengamos el más mínimo
yerro! ¡Cuántas veces uno de ellos pide de repente lo que sabe perfectamente
que se acaba de conceder a otro, y que no se puede repetir inmediatamente! No
por ello hay que dejar de sufrir el castigo; jamás son escuchadas nuestras
protestas, o nuestras quejas; hay que obedecer o aceptar el castigo. Faltas de
conducta en la cámara o desobediencia a la decana: sesenta latigazos; la apariencia de lloros,
de pena, de remordimiento, la sospecha misma del más mínimo retorno a la
religión: doscientos latizagos. Si un monje te elige para saborear contigo la
última crisis del placer y él no puede alcanzarla, sea falta suya, cosa que es
muy común, o tuya: al acto, trescientos latigazos. La más mínima apariencia de
repugnancia a las proposiciones de los monjes, sean de la naturaleza que sean:
doscientos latizagos; un intento de evasión, una revuelta: nueve días de calabozo,
completamente desnuda, y trescientos latigazos por día; murmuraciones, malos
consejos, malas conversaciones entre nosotras, así que son descubiertos: trescientos
latigazos; proyectos de suicidio, negativa a alimentarse como es debido:
doscientos latigazos; faltar al respeto a los frailes: ciento ochenta
latigazos. Esos son nuestros únicos delitos, por el resto podemos hacer lo que
queramos, acostarnos juntas, pelearnos, pegarnos, llegar a los últimos excesos
de la ebriedad y de la gula, jurar, blasfemar: todo eso da igual, nada se nos
dice por esas faltas; sólo somos reprendidas por las que acabo de mencionarte,
pero las decanas pueden evitarnos muchos de esos inconvenientes, si quieren.
Desgraciadamente, esta protección sólo se compra con unas complacencias a
menudo más molestas que las penas por ellas garantizadas; las de ambas salas
tienen los mismos gustos, y sólo concediéndoles favores se consigue controlarlas.
Si se les niegan, multiplican sin motivo la suma de tus errores, y los monjes a
los que servimos, lloviendo sobre mojado, lejos de reprocharles su injusticia,
las estimulan incesantemente a repetirla; ellas mismas están sometidas a todas
estas reglas, y además muy severamente castigadas, si se las sospecha indulgentes.
No es que estos libertinos necesiten todo eso para torturarnos, pero les
resulta muy cómodo dotarse de pretextos; este aire de naturalidad presta
encantos a su voluptuosidad, y la incrementa. Al entrar aquí cada una de
nosotras tiene una pequeña provisión de ropa; nos dan media docena de cada
cosa, y nos la renuevan cada año, pero hay que entregar lo que nosotras
traemos; no se nos permite conservar nada. Las quejas de los cuatro legos de
que te he hablado son atendidas como las de la decana; basta su simple delación para que se nos
castigue; pero por lo menos no nos piden nada, y no son tan temibles como las
decanas, muy exigentes y muy peligrosas cuando el capricho o la venganza
dirige sus comportamientos. Nuestro alimento es muy bueno y siempre muy
abundante; si de ello no obtuvieran unas dosis de voluptuosidad, es posible que
este tema no funcionara tan bien, pero como sus sucios desenfrenos ganan con
ello, no descuidan nada para atiborrarnos de comida: los que prefieren
azotamos, nos tienen más rollizas, más gordas, y los que, como te decía Jerôme
ayer, prefieren ver poner la gallina, están seguros, mediante una alimentación
abundante, de una mayor cantidad de huevos. En consecuencia, nos sirven cuatro
veces al día; para desayunar, entre las nueve y las diez, nos dan siempre un
ave con arroz, frutas frescas o compotas, té, café o chocolate; a la una se nos
sirve el almuerzo; cada mesa de ocho es servida de igual manera: un sabroso
potaje, cuatro entrantes, un asado y cuatro dulces; postres en cualquier
estación. A las cinco y media, se sirve la merienda: pasteles o frutas; la cena
es sin duda excelente, si es la de los monjes; si no asistimos a ella, como
entonces sólo somos cuatro por cámara, se nos sirve a la vez tres platos de
asado y cuatro postres; tenemos cada una de nosotras una botella de vino
blanco, otra de tinto, y media botella de licor al día; las que no beben son
libres de dárselo a las demás; las hay entre nosotras muy glotonas que beben
enormemente, que se emborrachan, y todo eso sin que nadie las riña; las hay
también a las que estas cuatro comidas no bastan; no tienen más que llamar, y
se les trae inmediatamente lo que piden.
»Las
decanas obligan a comer en las comidas, y si se persistiera en no querer
hacerlo, por el motivo que fuera, a la tercera vez serás severamente castigada.
La cena de los monjes se compone de tres platos de asado, de seis entrantes
seguidos por una pieza fría y ocho postres, fruta, tres tipos de vinos, café y
licores. A veces, nos sentamos las ocho a la mesa con ellos; otras obligan a
cuatro de nosotras a servirles, y cenamos después; ocurre también de vez en
cuando que sólo toman cuatro mujeres para cenar; en tal caso, suelen ser
clases enteras, y cuando somos ocho, siempre hay dos de cada clase. Inútil
decirte que jamás nos visita nadie; ningún extraño, bajo ningún pretexto, entra
en este pabellón. Si caemos enfermas, nos cuida el único lego cirujano, y si
morimos, es sin ninguna ayuda religiosa; nos arrojan a uno de los espacios
formados por los setos, y eso es todo; pero por una insigne crueldad, si la enfermedad
llega a ser demasiado grave, o se teme el contagio, no esperan a que muramos
para enterrarnos; se nos llevan y nos colocan donde te he dicho, todavía en
vida; desde los dieciocho años estoy aquí, he visto más de diez ejemplos de
esta insigne ferocidad; dicen a eso que es mejor perder una que arriesgar
dieciséis; que, además, la pérdida de una mujer es tan leve, tan fácilmente
reparable, que no hay por qué lamentarla.
»Pasemos
a la satisfacción de los placeres de los frailes y a todo lo que se refiere a
esta parte.
»Aquí
nos levantamos a las nueve en punto de la mañana, en cualquier estación; nos
acostamos más o menos tarde, según la cena de los monjes. Apenas nos hemos
levantado, viene a visitarnos el regente de día, se sienta en un gran sillón, y
allí, cada una de nosotras está obligada a colocarse delante de él con las
faldas arremangadas por el lado que prefiere; toca, besa, examina, y cuando
todas han cumplido este deber, designa a las que deben asistir a la cena; les
ordena el estado en que deben encontrarse, recoge las quejas por parte de la decana, y se imponen los castigos. Rara vez sale sin
una escena de lujuria en la que utiliza habitualmente a las ocho. La decana dirige estos actos libidinosos, y por nuestra
parte reina la más total sumisión. Antes del desayuno, ocurre con frecuencia
que uno de los reverendos padres reclama en su cama a una de nosotras; el
hermano carcelero trae un papel con el nombre de la que quiere; aunque el
regente de día la ocupara entonces, no tiene derecho a retenerla, se va, y
regresa cuando la despiden. Acabada esta primera ceremonia, desayunamos; desde
ese momento hasta la noche, ya no tenemos nada que hacer; pero a las siete en
verano y a las seis en invierno, vienen a buscar a las que han sido designadas;
el propio hermano carcelero las conduce, y, después de la cena, las que no han
sido retenidas por la noche vuelven al serrallo. Con frecuencia no queda
ninguna, y envían a buscar para la noche a otras nuevas; y se las avisa
igualmente, con varias horas de antelación, del traje con que deben
presentarse; a veces sólo se acuesta la mujer de retén.
––La
mujer de retén ––la interrumpí––, ¿qué es este nuevo cargo?
––Ahora
te lo digo ––me contestó mi narradora––. Todos los primeros de mes, cada fraile
adopta una mujer que durante este período debe servirle tanto de criada como de
comodín a sus indignos deseos; sólo están exceptuadas las decanas, debido al
deber de su cámara. No pueden cambiarlas a lo largo del mes, ni retenerlas dos
meses seguidos; nada tan cruel ni tan duro como las tareas de ese servicio, y
no sé cómo te acostumbrarás a él. Así que suenan las cinco de la tarde, la
mujer de retén baja al lado del monje que sirve, y ya no le abandona hasta la
mañana siguiente, a la hora en que él pasa al convento. Ella lo recupera a su
vuelta; estas pocas horas las utiliza en comer y en descansar, pues tiene que
velar las noches que pasa al lado de su amo; te lo repito, esta desdichada está
ahí para servir de comodín a todos los caprichos que se le pueden ocurrir al
libertino: bofetones, azotes, insultos, placeres, tiene que soportarlo todo;
debe pasar de pie la noche en la habitación de su dueño y siempre dispuesta a
ofrecerse a las pasiones que puedan agitar al tirano; pero la más cruel, la
más ignominiosa de estas servidumbres, es la terrible obligación que tiene de
presentar su boca o su pecho a una u otra necesidad de ese monstruo; no utiliza
jamás ningún otro recipiente: tiene que recibirlo todo, y la más leve
repugnancia es castigada inmediatamente con los tormentos más bárbaros. En
todas las escenas de lujuria, son esas mujeres las que ayudan a los placeres,
las que los cuidan y limpian todo lo que ha podido ser manchado: ¿un monje lo
ha sido al acabar de gozar de una mujer? A la boca de la siguiente le corresponde
reparar este desorden. ¿Quiere ser excitado? Es tarea de esta desdichada; lo
acompaña a todos los lugares, lo viste, lo desnuda, le sirve, en una palabra,
en todos sus instantes, siempre lo hace mal, y siempre la pegan; en las cenas,
su lugar está, o detrás de la silla de su amo, o, como un perro, a sus pies,
debajo de la mesa, o de rodillas, entre sus muslos, excitándole con la boca; a
veces le sirve de asiento o de candelabro; otras veces estarán las cuatro
alrededor de la mesa, en las actitudes más lujuriosas, pero al mismo tiempo más
incómodas. Si pierden el equilibrio, corren el peligro de caer sobre unas
espinas puestas cerca de allí, o de partirse un miembro, o incluso de matarse,
cosa de la que ya hay algún ejemplo; y durante ese tiempo los malvados se
divierten, se propasan, se embriagan a placer de comida, de vino, de lujuria y
de crueldad.
––¡Oh,
cielo santo! ––––dije a mi compañera estremeciéndome horrorizada––. ¡Cómo es
posible llegar a tales excesos! ¡Qué infierno!
––Escucha,
Thérèse, escucha, criatura, estás lejos
todavía de saberlo todo ––dijo Omphale––. El estado de preñez, reverenciado en
el mundo, es una reprobación segura entre esos infames, no evita los castigos,
ni las guardias; es, por el contrario, un vehículo para las penas, las
humillaciones, los pesares. ¡Cuántas veces a fuerza de golpes hacen abortar a
aquellas cuyo fruto no están decididos a recoger! Y si lo recogen, es para
disfrutar de él: lo que ahora te digo debe bastarte para pensar en evitar este
estado el mayor tiempo posible.
––Pero
¿se puede hacer?
––Sin
duda, hay unas esponjas... Pero si Antonin las descubre, no hay modo de escapar
a su indignación; lo más seguro es sofocar la impresión de la naturaleza
desarmando la imaginación y, con semejantes malvados, eso no es difícil.
»Por
otra parte ––prosiguió mi maestra––, aquí hay relaciones y parentescos que tú
no imaginas, y que es bueno explicarte, pero esto al entrar en el cuarto capí
tulo, o sea el de nuestras reclutas, nuestras bajas y nuestros cambios, voy a
iniciarlo para incluir en él este pequeño detalle.
»No
ignoras, Thérèse, que los cuatro monjes que forman
este convento están a la cabeza de la orden, los cuatro son de familias
distinguidas, y los cuatro muy ricos por cuenta propia. Al margen de los fondos
considerables puestos por la orden de los benedictinos para el mantenimiento
de este voluptuoso retiro, al que todos tienen la esperanza de llegar algún
día, los que están aquí añaden además a esos fondos una parte considerable de
sus bienes; ambas cosas reunidas alcanzan a más de cien mil escudos por año,
que sólo sirven para el reclutamiento o los gastos de la casa. Cuentan con doce
mujeres de absoluta confianza, encargadas únicamente de la tarea de
entregarles cada mes una persona, entre los doce y los treinta años, ni por
debajo, ni por encima. La persona debe estar carente de cualquier defecto y
dotada de las máximas cualidades posibles, pero principalmente de un origen
distinguido. Estos secuestros, bien pagados, y siempre realizados muy lejos de
aquí, no provocan ningún inconveniente; jamás he visto que surgieran quejas.
Sus extremas precauciones les ponen al cubierto de todo; no aspiran en absoluto
a las primicias; una joven ya seducida, o una mujer casada, les gusta
igualmente; pero es preciso que el rapto se haya producido, que sea comprobado;
esta circunstancia les excita; quieren estar seguros de que sus crímenes
cuestan lágrimas; devolverían a una joven que se entregara a ellos
voluntariamente; si tú no te hubieras defendido prodigiosamente, si no
hubieran descubierto un fondo real de virtud en ti, y por consiguiente la
certeza de un crimen, no te hubieran conservado ni veinticuatro horas. Así,
pues, todo lo que hay aquí, Thérése, es de la mejor cuna; ahí
donde me ves, querida amiga, yo soy la hija única del conde de ***, secuestrada
en París a la edad de doce años, y destinada a poseer un día cien mil escudos
de dote; fui arrebatada de los brazos de mi gobernanta que me devolvía a solas
en un coche, de una finca de mi padre a la abadía de Panthémont, en donde era
educada; mi gobernanta desapareció; verosímilmente estaba comprada; me trajeron
aquí en diligencia. Todas las demás están en el mismo caso. La muchacha de
veinte años pertenece a unas de las familias más distinguidas del Poitou. La
de dieciséis es hija del barón de ***, uno de los más grandes señores de la
Lorena; condes, duques y marqueses son los padres de la de veintitrés, de la
de doce y de la de treinta y dos; ni una, en suma, que no pueda reclamar los
títulos más importantes, y ni una que no sea tratada con la más extrema
ignominia. Pero estos infames no se contentan con tamaños horrores; han querido
deshonrar el seno mismo de su propia familia. La joven de veintiséis, una de
las más bellas sin duda, es la sobrina de Clément, y la de treinta y seis es la sobrina de Jérôme.
»En
cuanto una nueva joven llega a esta cloaca impura, en cuanto está sustraída
para siempre del universo, dan de baja inmediatamente a otra, y ahí está,
querida muchacha, ahí está el complemento de nuestros dolores; el más cruel de
nuestros males es ignorar lo que nos ocurre, en estas terribles e inquietantes
bajas. Es absolutamente imposible decir lo que pasa al abandonar estos
lugares. Tenemos todas las pruebas que nuestra soledad nos permite adquirir de
que las mujeres dadas de baja por los monjes no reaparecen jamás; ellos mismos
nos previenen, no nos ocultan que este retiro es nuestra tumba; pero ¿nos
asesinan? ¡Justo cielo!, ¿el homicidio, el más execrable de los crímenes sería,
pues, para ellos, como para aquel célebre mariscal de Retz,* una especie de
placer cuya crueldad, exaltando su pérfida imaginación,
consigue sumir sus sentidos en la más viva ebriedad? Acostumbrados a disfrutar
únicamente con el dolor, a deleitarse sólo con los tormentos y los suplicios,
¿es posible que se extravíen hasta el punto de creer que redoblándolos, que
mejorando la primera causa del delirio, tuvieran inevitablemente que hacerlo
más perfecto, y entonces, tan sin principios como sin fe, tan sin modales como
sin virtudes, los tunantes, abusando de las desdichas en que sus primeros
desmanes nos sumieron, se solacen con unos segundos que nos arrancan la vida?
No sé... Si se les pregunta sobre ello, balbucean y a veces dicen que no y a
veces que sí; lo que hay de seguro es que ninguna de las que han salido, por
muchas promesas que nos hayan hecho de denunciar a estas personas y de
contribuir a nuestra liberación, ninguna, repito, ha cumplido su palabra... Una
vez más, ¿acallan nuestras denuncias, o nos colocan fuera de la situación de
hacerlas? Cuando preguntamos a las que llegan noticias de las que nos han
abandonado, jamás saben nada. ¿Qué les ocurre, pues, a estas desdichadas? Eso
es lo que nos atormenta, Thérése, ahí está la fatal incertidumbre que amarga
nuestros días. Llevo dieciocho años en esta casa, he visto salir de ella más
de doscientas mujeres... ¿Dónde están? ¿Por qué todas han jurado ayudarnos y
ninguna ha mantenido su palabra?
*
Ved la Historia de Bretaña, por mosén
Lobineau. (N. del A.)
»Nada,
además, justifica nuestra jubilación; la edad, el cambio de facciones, todo da
igual, el capricho es su única regla. Hoy despedirán a las que acariciaron
ayer; y conservarán durante diez años a aquellas de las que están más hartos;
ésta es la historia de la decana
de nuestra sala;
lleva doce años en la casa, la siguen celebrando, y he visto, para mantenerla,
despedir a criaturas de quince años cuya belleza habría puesto celosas a las
Gracias. La que se fue, hace ocho días, no tenía dieciséis años cumplidos:
hermosa como la propia Venus, sólo llevaban un año disfrutando de ella, pero
quedó preñada, y ya te he dicho, Thérése, en esta casa es una gran culpa. El
mes pasado, despidieron a una de diecisiete
años. Hace un año, a una de veinte, preñada de ocho meses; y últimamente a otra
en el instante en que sentía los primeros dolores del parto. No te imagines que
el comportamiento tenga alguna importancia: las he visto que se adelantaban a
sus deseos, y que se iban al cabo de seis meses; y a otras, malhumoradas y
embusteras, las conservaban un gran número de años. Así que es inútil
recomendar a las recién llegadas un tipo cualquiera de conducta; la fantasía
de estos monstruos rompe todos los frenos y se convierte en la única ley de
sus actos.
»Cuando
debes ser despedida, te avisan por la mañana, nunca antes, el regente del día
aparece a las nueve como de costumbre, y supongo que te dice: "Omphale, el
convento te despide, vendré a buscarte por la noche". Después prosigue su
tarea. Pero en el examen ya no te ofreces a él, luego sale; la despedida abraza
a sus compañeras, les promete mil y mil veces que las ayudará, que presentará
una denuncia, que contará lo que ocurre; suena la hora, aparece el fraile, la
mujer se va, y ya no se vuelve a oír hablar más de ella. Sin embargo, la cena
se celebra como de costumbre, las únicas observaciones que hemos hecho esos
días es que los monjes llegan rara vez a los últimos episodios del placer,
diríase que se cuidan, sin embargo beben mucho más, a veces hasta la ebriedad;
nos despiden mucho antes, no se queda ninguna mujer para acostarse, y las
muchachas de retén se retiran al serrallo.
––Bueno,
bueno ––le dije a mi compañera––, si nadie os ha ayudado es porque sólo habéis
tratado con criaturas débiles, intimidadas, o con niñas que no se han atrevido
a nada por vosotras. Yo no tengo miedo de que nos maten, por lo menos no lo
creo, es imposible que unos seres razonables puedan llevar el crimen hasta
este punto... Sé muy bien que... Después de todo lo que he visto, quizá no
debiera justificar a los hombres como lo hago, pero es imposible, querida, que
puedan realizar unos horrores cuya misma idea es inconcebible. ¡Oh!, querida
compañera ––continué con calor––, ¿quieres hacer
conmigo esta promesa a la que juro no faltar?... ¿Quieres?
––Sí.
––¡Pues
bien! Te juro por lo más sagrado, por el Dios que me anima y al que únicamente
adoro..., te prometo que o moriré en el empeño, o destruiré a estos infames;
¿me prometes tú otro tanto?
––¿Lo
dudas? ––me contestó Omphale––, pero puedes estar segura de la inutilidad de
tus promesas. Otras más indignadas que tú, más firmes, mejor preparadas, ami
gas perfectas, en una palabra, que habrían dado su sangre por nosotras, han
faltado a los mismos juramentos. Permíteme pues, querida Thérèse, permite a mi cruel experiencia que considere
los nuestros como inútiles, y que no cuente con ellos.
––¿Y
los monjes ––dije a mi compañera–– también cambian, llegan a menudo otros
nuevos?
––No
––me contestó––. Hace diez años que Antonin está aquí, Clément lleva dieciocho viviendo, Jérôme está aquí desde hace treinta, y Severino desde hace veinticinco. Este superior, nacido
en Italia, es pariente próximo del Papa, con el que mantiene muy buenas relaciones,
y sólo desde que él está aquí los supuestos milagros de la Virgen aseguran la
reputación del convento e impiden a los maldicientes examinar desde demasiado
cerca lo que ocurre aquí; pero la casa ya estaba montada como la ves, cuando él
llegó. Hace más de cien años que subsiste igual y todos los superiores que han
venido han conservado un orden tan ventajoso para sus placeres. Severino, el hombre más libertino de su siglo, se hizo
instalar aquí para llevar una vida acorde con sus gustos. Su intención es
mantener los privilegios secretos de esta abadía todo el tiempo que pueda.
Pertenecemos a la diócesis de Auxerre, pero
lo sepa el obispo o no, jamás lo vemos aparecer, jamás pone los pies en el
convento. En general, aquí viene muy poca gente, salvo en época de la fiesta,
que es la de la Virgen de agosto. Por lo que dicen los monjes, en esta casa no
aparecen diez personas por año; sin embargo, es verosímil que cuando se
presentan algunos extraños, el superior se preocupe de recibirlos bien; los
impresiona con sus apariencias de religión y de austeridad, se van contentos, elogiando
el monasterio, y la impunidad de estos malvados se apuntala así sobre la buena
fe del pueblo y la credulidad de los devotos.
Omphale
acababa de terminar su instrucción, cuando sonaron las nueve. La decana no tardó en llamarnos, y llegó, en efecto, el
regente de día. Era Antonin, y nos colocamos en fila según la costumbre. Arrojó
una breve mirada sobre el conjunto, nos contó, y después se sentó; entonces
fuimos una tras otra a arremangar nuestras faldas delante de él, de un lado por
encima del ombligo, del otro hasta la mitad de la cintura. Antonin recibió este
homenaje con la indiferencia de la saciedad, no se alteró; después, mirándome,
me preguntó cómo me sentía en la aventura. Al verme contestar con unas
lágrimas, dijo riendo:
––Se
acostumbrará; no hay casa en Francia donde se forme mejor a las jóvenes que en
ésta.
Tomó
la lista de las culpables de manos de la decana, y,
después, dirigiéndose de nuevo a mí, me hizo estremecer. Cada gesto, cada
movimiento con que parecía que debía someterme a esos libertinos, era para mí
como una sentencia de muerte. Antonin me ordena que me siente en el borde de
una cama, y, en esta posición, dice a la decana que venga a desnudar mi garganta y levantar mis faldas hasta debajo
de mi seno; él mismo abre mis piernas al máximo, se sienta delante de este
panorama, una de mis compañeras se coloca sobre mí en la misma postura, de modo
que es el altar de la generación lo que se ofrece a Antonin en lugar de mi
cara, y si disfruta, tendrá estos encantos a la altura de su boca. Una tercera
joven, arrodillada delante de él, le excita con la mano, y una cuarta,
totalmente desnuda, le señala con los dedos, encima de mi cuerpo, donde debe
pegarme. Insensiblemente esta joven me masturba a mí, y lo que ella me hace,
Antonin, con cada una de sus manos, lo hace igualmente a derecha
e
izquierda a las otras dos jóvenes. Imposible imaginar los disparates, los
discursos obscenos con que se excita el depravado; alcanza finalmente el estado
que desea, le conducen a mí. Pero todas le siguen, todas intentan inflamarle
mientras se dispone a gozar, dejando totalmente al desnudo sus partes
posteriores. Omphale, que se apodera de ellas, no omite nada para excitarlas:
frotes, besos, masturbaciones, lo hace todo. Antonin encendido se precipita
sobre mí...
––Quiero
preñarla de golpe ––dice enfurecido.
Estos
extravíos determinan lo fisico.
Antonin, cuya
costumbre era prorrumpir en gritos terribles en este último instante de su
ebriedad, los lanza espantosos: todas lo rodean, todas le sirven, todas
colaboran en incrementar su éxtasis, y el libertino lo alcanza en medio de los
episodios más extravagantes de la lujuria y de la depravación.
Este
tipo de grupos se producía con frecuencia; era una regla que cuando un monje
disfrutara del modo que fuera, todas las jóvenes lo rodearan, a fin de abarcar
sus sentidos por todas partes, y de que la voluptuosidad pudiera, si se me
permite expresarme así, penetrar más seguramente en él por todos sus poros.
Antonin
salió, trajeron el desayuno; mis compañeras me obligaron a comer, yo lo hice
para no disgustarlas. Apenas habíamos terminado cuando el superior entró: al
vernos todavía a la mesa, nos dispensó de las ceremonias que debían ser para
él las mismas que acabábamos de ejecutar para Antonin.
––Hay
que pensar en vestirla ––dijo al verme.
Al
mismo tiempo, abre un armario y arroja sobre mi cama varios trajes del color
indicado para mi clase y unos cuantos montones de ropa blanca.
––Pruébate
todo eso ––me dijo––, y entrégame lo que te pertenece.
Le
obedezco, pero, imaginando lo que iba a ocurrir, había apartado prudentemente
mi dinero durante la noche y lo había ocultado en mis cabellos. A cada pieza de
ropa que me saco, las ardientes miradas de Severino se dirigen al atractivo
descubierto, y sus manos no tardan en pasearse por él. Al fin, medio desnuda,
el fraile me coge, me coloca en la posición útil para sus placeres, o sea
exactamente opuesta a la que acaba de colocarme Antonin; quiero pedirle gracia,
pero viendo ya el furor en sus ojos, pienso que es más segura la obediencia; me
paro, lo rodean, sólo ve a su alrededor el altar obsceno que le deleita; sus
manos lo aprietan, su boca se pega a él, sus miradas lo devoran... llega al
colmo del placer.
––Si
os parece bien, señora ––dijo la bella Thérèse––, voy
a limitarme a explicaros aquí la historia resumida del primer mes que pasé en
ese convento, o sea las anécdotas principales de ese período; el resto sería
una repetición. La monotonía de aquella estancia la arrojaría sobre mis
relatos, e inmediatamente después debo pasar, según creo, al acontecimiento que
al fin me sacó de aquella impura cloaca.
Aquel
primer día no estaba en la cena, se habían limitado a nombrarme para pasar la
noche con el padre Clément; siguiendo la costumbre, me
dirigí a su celda instantes antes de que él regresara, y el hermano carcelero
me condujo y me encerró allí.
Llega,
tan excitado por el vino como por la lujuria, seguido de la joven de veintiséis
años que tenía entonces de retén a su lado. Sabedora de lo que tengo que
hacer, me arrodillo así que le oigo. Se me acerca, me contempla en esta
humillación, me ordena después que me levante y que lo bese en la boca; saborea
ese beso varios minutos y le da toda la expresión... toda la expresión que
pueda imaginarse. Durante ese tiempo, Armande (era el
nombre de la que le servía) me desnudaba minuciosamente, cuando la parte
inferior de los riñones, por la que había comenzado, queda al descubierto, se
apresura a darme la vuelta y a exponer a su tío el lado predilecto de sus
gustos. Clément lo examina, lo toca, luego,
sentándose en un sillón, me ordena que me acerque para dárselo a besar; Armande está ante sus rodillas, le excita con la
boca, Clément coloca la suya en el santuario
del templo que le ofrezco, y su lengua se pierde en el sendero que halla en el
centro; sus manos apretaban los mismos altares en Armande, pero, como las ropas que la joven conservaba
le molestaban, le ordena que se las quite, lo que hizo inmediatamente, y la
dócil criatura recuperó al lado de su tío una posición en la cual, excitándolo
únicamente con la mano, estaba más al alcance de la de Clément. El monje impuro, siempre ocupado conmigo, me
ordena entonces que de en su boca libre curso a las ventosidades que pudieran
llenar mis entrañas; esta fantasía me pareció repugnante, pero aún estaba lejos
de conocer todas las irregularidades del desenfreno: obedezco y me resiento
inmediatamente del efecto de esta intemperancia. El monje, más excitado, se
vuelve más ardiente, muerde súbitamente en seis lugares los globos de carne
que le presento; lanzo un grito y doy un salto, se levanta, se me acerca, con
la cólera en los ojos, y me pregunta si sé lo que he arriesgado estorbándole:
le doy mil excusas, me agarra por el corsé que todavía llevaba en el pecho y lo
arranca, junto con mi camisa, en menos tiempo del que tardo en contarlo...
Agarra mi pecho con ferocidad, y lo aprieta a la vez que me insulta; Armande le desnuda, y ya estamos los tres desnudos.
Por un instante, se ocupa de Armande; le
asesta con la mano unas furiosas bofetadas; la besa en la boca, le muerde la
lengua y los labios, ella grita, a veces el dolor arranca de los ojos de la
joven unas lágrimas involuntarias; la hace subir a una silla y exige de ella la
misma acción que ha deseado conmigo. Armande le
satisface, yo le masturbo con una mano; durante esta lujuria, le azoto ligeramente
con la otra, muerde igualmente a Armande, pero
ella se contiene y no se atreve a moverse. Sin embargo, los dientes del
monstruo aparecen grabados en las carnes de la hermosa joven. Se ven en varios
lugares; volviéndose después bruscamente me dijo:
––Thérèse, vas a sufrir cruelmente ––no
necesitaba decirlo, su mirada lo anunciaba en exceso––; te azotaré por todas
partes, sin exceptuar nada.
Y al decir
eso, había vuelto a agarrar mi pecho que manoseaba con brutalidad; frotaba los
pezones con las puntas de sus dedos y me producía unos dolores muy vivos. Yo no
me atrevía a decirle nada por miedo a irritarle aún más, pero el sudor cubría
mi frente, y mis ojos, a pesar mío, se cubrían de lágrimas. Me gira, me obliga
a arrodillarme en el borde de una silla, con las manos sosteniendo el respaldo,
sin soltarlo ni un minuto, bajo las penas más graves. Viéndome al fin así,
perfectamente a su alcance, ordena a Armande que le
traiga unas varas, ella le ofrece un fino y largo puñado; Clément las coge, y ordenándome que no me mueva, comienza
con una veintena de golpes en los hombros y en la parte superior de los
riñones; me deja un instante, va a coger a Armande y la coloca a seis pies de mí, también de
rodillas, en el borde de una silla. Nos dice que nos azotará a las dos juntas,
y que la primera de las dos que soltará la silla, lanzará un grito, o derramará
una lágrima será inmediatamente sometida por él al suplicio que le parezca.
Propina a Armande el mismo número de golpes que
acaba de darme a mí, y exactamente en los mismos sitios; me toma de nuevo,
besa todo lo que acaba de herir, y alzando sus varas me dice:
––Pórtate
bien, tunanta, serás tratada como la peor de las miserables.
Con
estas palabras recibo cincuenta golpes, pero que sólo van, exclusivamente, de
la mitad de la espalda hasta la parte inferior de los riñones. Corre hacia mi
compañera y la trata igual; no decíamos palabra; sólo se oían unos gemidos
sordos y contenidos, y teníamos la suficiente fuerza para contener las
lágrimas. Por mucho que estuvieran muy inflamadas las pasiones del fraile, no
se percibía todavía, sin embargo, ninguna señal; a intervalos se masturbaba
fuertemente sin que nada se levantara. Acercándose a mí, observa por unos
minutos los dos globos de carne todavía intactos y que iban a soportar a su vez
el suplicio, los manosea, no puede dejar de entreabrirlos, de cosquillearlos,
de besarlos mil veces más.
––Vamos
––dice––, valor...
Una
granizada de golpes cae: al instante sobre esas masas y las magulla hasta los
muslos. Extremadamente animado por los saltos, sobresaltos, rechinamientos, con
torsiones que el dolor me arranca, examinándolos y cogiéndolos con deleite, se
precipita a expresar, sobre mi boca que besa con ardor, las sensaciones que le
agitan...
––Esta
muchacha me gusta ––exclama––,
¡jamás había
fustigado a ninguna que me diera tanto placer!
Y
retorna a la sobrina, a la que trata con idéntica barbarie. Quedaba la parte
inferior, desde la superior de los muslos hasta las pantorrillas, y golpea
ambas cosas con el mismo ardor.
––¡Vamos!
––sigue diciendo, dándome la vuelta––. Cambiemos de mano y visitemos esto.
Me
da una veintena de golpes, desde el centro del vientre hasta la parte inferior
de los muslos, y después, obligándome a separarlos, golpeó rudamente el
interior del antro que yo le abría con mi actitud.
––Ahí
está ––dijo–– el pájaro que voy a desplumar. Como algunos azotes, pese a las
precauciones que tomaba, habían penetrado muy adentro, no pude retener mis
gritos.
––¡Ja,
ja! ––dijo riendo el malvado––. He descubierto el lugar sensible; pronto,
pronto, lo visitaremos con más detenimiento.
Mientras
tanto, su sobrina es colocada en la misma postura y tratada de la misma manera;
la golpea igualmente en los lugares más delicados del cuerpo de una mujer;
pero sea por costumbre, sea por valor, sea por el miedo de recibir tratamientos
más rudos, tiene la fuerza de contenerse, y sólo se le descubren algunos
estremecimientos y algunas contorsiones involuntarias. Se veía, sin embargo, un
cierto cambio en el estado fisico
del libertino, y
aunque las cosas tuvieran todavía muy poca consistencia, a fuerza de sacudidas
la anunciaban incesantemente.
––Arrodíllate
––me dijo el monje––, voy a azotarte en el pecho.
––¿En
el pecho, padre?
––Sí,
en esas dos masas lúbricas que sólo azotadas me excitan.
Y
las apretaba, las comprimía violentamente mientras hablaba.
––¡Oh,
padre! Esta parte es muy delicada, me mataréis.
––¡,Qué
importa, con tal de satisfacerme?
Y
me asesta cinco o seis golpes que afortunadamente detengo con las manos. Al
verlo, las ata a mi espalda; sólo dispongo de las expresiones de mi rostro y de
mis lágrimas para implorar gracia, ya que me había ordenado duramente que me
callara. Así que intenté enternecerlo... pero en vano. Suelta fuertemente una
docena de golpes sobre mis dos senos a los que ya nada protege; los espantosos
cintarazos imprimen inmediatamente unos trazos de sangre; el dolor me
arrancaba unas lágrimas que caían sobre las huellas de la rabia de aquel
monstruo, y las hacían, decía, mil veces más atractivas todavía... Las besaba,
las devoraba, y volvía de cuando en cuando a mi boca, a mis ojos inundados por
los lloros, que chupaba con la misma lubricidad.
Armande se presenta, le ata las manos,
ofrece un seno de alabastro y de la más hermosa redondez; Clément hace como si lo besara, pero en realidad lo
muerde... Y después golpea, y las bellas carnes tan blancas y tan rollizas, no
tardan en ofrecer a los ojos de su verdugo más que heridas y surcos
ensangrentados.
––Un
momento ––dijo el fraile enfurecido––, quiero fustigar a un tiempo el más
hermoso de los traseros y el más dulce de los senos.
Me
pone de rodillas, y colocando a Armande delante
de mí, le hace abrir las piernas, de manera que mi boca se halla a la altura de
su bajo vientre, y mi pecho entre sus muslos, debajo de su trasero. Con ello,
el monje tiene lo que quiere al alcance de la mano, tiene bajo el mismo punto
de vista las nalgas de Armande
y mis pechos;
golpea unas y otros con encarnizamiento, pero mi compañera, para protegerme de
unos golpes que son mucho más peligrosos para mí que para ella, tiene la
amabilidad de agacharse y así protegerme, recibiendo ella misma unos azotes que
sin duda me hubieran herido. Clément descubre
la artimaña y cambia de posición.
No
conseguirás nada ––dijo encolerizado––, y si hoy quiero perdonarle esa parte,
sólo será para maltratarle otra por lo menos tan delicada.
Al
levantarme, vi que tantas infamias no habían sido inútiles: el libertino se
encontraba en el más brillante de los estados, pero no por ello menos furioso.
Cambia de arma, abre un armario que contiene varias disciplinas, saca una con
puntas de hierro que me hace estremecer.
––Mira,
Thérèse ––me dice mostrándomela––, ya
verás lo delicioso que es azotar con eso... ya lo notarás, ya lo notarás,
bribona, pero de momento prefiero utilizar éste...
Era
de cuerdecillas anudadas en doce cabos; al final de cada uno había un nudo más
fuerte que los demás y del grosor de un hueso de ciruela.
––¡Venga,
el galope...!, ¡el galope! ––le dijo a su sobrina.
Esta,
que sabía de qué se trataba, se pone inmediatamente de cuatro patas, con la
grupa lo más elevada posible, y me dice que la imite: lo hago. Clément cabalga sobre mis riñones, con la cabeza del
lado de mi grupa; Armande, ofreciendo la suya, está frente
a él: el malvado, viéndonos a ambas perfectamente a su alcance, lanza unos
golpes furiosos sobre los encantos que le ofrecemos; pero como, en esta
postura, abrimos al máximo la delicada parte que diferencia nuestro sexo del de
los hombres, el bárbaro dirige allí sus golpes, las ramas largas y flexibles
del látigo que utiliza penetran en el interior con mucha mayor facilidad que
las varillas, y dejan allí las huellas profundas de su rabia. Golpea alternativamente
a una y a otra: tan buen jinete como intrépido fustigador, . cambia
varias veces de montura: estamos agotadas, y las titilaciones de dolor alcanzan
tal violencia que ya casi no es posible soportarlas.
––¡Levantaos!
––nos dice entonces recuperando las varas––, sí, levantaos y temedme.
Sus
ojos brillan, saca espuma por la boca. Igualmente amenazadas en todo el
cuerpo, lo esquivamos..., corremos como locas por toda la habitación, nos
sigue, golpeando indistintamente a cualquiera de las dos. El malvado nos llena
de sangre; al final nos arrincona a ambas entre la cama y la pared. Los golpes
aumentan: la desdichada Armande
recibe uno en el
pecho que la hace tambalearse: este último horror determina el éxtasis, y
mientras mi espalda recibe sus efectos crueles, mis riñones se inundan con las
pruebas de un delirio cuyos resultados son tan peligrosos.
––Acostémonos
––me dice al fin Clément––. Puede que haya sido demasiado
para ti, Thérèse, y ciertamente no suficiente para
mí. Jamás me canso de esta manía, aunque sólo sea una imagen imperfecta de lo
que quisiera realmente hacer. ¡Ah!, querida, no sabes hasta dónde nos lleva
:esta depravación, la ebriedad en que nos sume, la violenta conmoción que
provoca, por el fluido eléctrico, la excitación producida por el dolor sobre el
objeto que sirve nuestras pasiones. ¡Cómo me estimulan sus males! El deseo de
aumentarlos..., ahí está el escollo de esta fantasía, ya lo sé, pero ¿este escollo
es temible para quien se mofa de todo?
Aunque
la mente de Clément siguiera entusiasmada, al ver
sus sentidos algo más apaciguados, me atreví, contestando a lo que acababa de
decir, a reprocharle la depravación de sus gustos; y creo que la manera como
ese libertino los justificó merece tener un espacio en las confesiones que
exigís de mí.
––La
cosa, sin duda, más ridícula del mundo, mi querida Thérèse ––me dijo Clément––, es querer discutir sobre los gustos del
hombre, contrariarlos, censurarlos o castigarlos, si no encajan en las leyes
del país en que se vive, o en sus convenciones sociales. ¡Y qué! ¡Los hombres
jamás entenderán que no hay ningún tipo de gusto, por extravagante, por
criminal incluso que quepa suponerlo, que no dependa del tipo de estructura que
hemos recibido de la naturaleza! Dicho eso, me pregunto con qué derecho un
hombre se atreverá a exigir a otro que cambie sus gustos o que los adecue al
orden social. ¿Con qué derecho incluso las leyes, que sólo están hechas para la
felicidad del hombre, se atreverán a sancionar a quien no puede corregirse, o
que sólo lo conseguiría a expensas de esa felicidad que deben conservarle las
leyes? Incluso en el caso de que deseara cambiar de gustos, ¿podría hacerlo?
¡,Está en nuestra mano modificarnos? ¿Podemos ser otra cosa de lo que somos?
¿Se lo exigirías a un hombre contrahecho, y esta inconformidad de nuestros
gustos es algo diferente respecto a la moral de lo que es respecto al fisico la imperfección del hombre
contrahecho?
»Te
concedo que entremos en detalles. La inteligencia que te reconozco, Thérèse, te pone en situación de entenderlos. Veo que
dos irregularidades te han sor prendido entre nosotros. Te maravillas de la
sensación estimulante experimentada por algunos de nuestros compañeros por
cosas vulgarmente reconocidas como fétidas o impuras, y también te extraña que
nuestras facultades voluptuosas puedan ser estimuladas por unas acciones que,
en tu opinión, sólo llevan el emblema de la crueldad. Analicemos ambos gustos,
e intentemos, si es posible, convencerte de que no hay nada mas sencillo en el
mundo que los placeres que provocan.
»Tú
pretendes que es extraño que unas cosas sucias y crapulosas puedan producir en
nuestros sentidos la excitación esencial para el complemento de su delirio;
pero antes de asombrarse por ello, querida Thérèse, hay que entender que los objetos no tienen
más valor ante nuestros ojos que el que les da nuestra imaginación. Así que es
muy posible, a partir de esta verdad constante, que no sólo las cosas más
extravagantes, sino incluso las más viles y más horribles, puedan afectarnos
muy sensiblemente. La imaginación del hombre es una facultad de su mente a la
que, mediante el órgano de los sentidos, van a pintarse y modificarse los
objetos, para formar a continuación sus pensamientos, debido a la primera
impresión de estos objetos. Pero esta imaginación, resultante ella misma del
tipo de organización de que está dotado el hombre, sólo adopta los objetos
recibidos de tal o cual manera, y sólo crea a continuación los pensamientos a
partir de los efectos producidos por el choque de los objetos percibidos. Una
comparación facilitará ante tus ojos lo que te expongo. ¿Has visto, Thérèse, espejos de formas diferentes? Unos disminuyen
los objetos, otros los aumentan. Los hay que los vuelven espantosos, y otros
que les prestan encantos. ¿Te imaginas ahora que si cada uno de esos espejos
uniera la facultad creadora a la facultad objetiva ofrecería, de un mismo
hombre que se contemplara en él, retratos totalmente diferentes? ¿Y estos
retratos responderían a la manera como ha percibido el objeto? Si a las dos
facultades que acabamos de atribuir a este espejo, uniéramos ahora la de la
sensibilidad, ¿no tendría hacia este hombre, visto por él de tal o cual
manera, el tipo de sentimiento que le fuera posible concebir para la clase de
ser que habría descubierto? El espejo que lo hubiera visto bello, lo amaría; el
que lo hubiera visto espantoso, lo odiaría. Y, sin embargo, se trataría siempre
del mismo individuo.
»Así
es la imaginación del hombre, Thérèse; el
mismo objeto se representa para ella bajo tantas formas como diferentes modos
posee, y es a partir del efecto recibido por esta imaginación del objeto, sea
cual fuere, que se decide a amarlo o a odiarlo. Si el choque del objeto
percibido le sorprende de manera agradable, lo ama, lo prefiere, aunque ese
objeto no contenga en sí ningún atractivo real; y si dicho objeto, aunque de un
valor seguro a los ojos de otro, sólo ha afectado la imaginación a que nos
referimos de manera desagradable, se alejará de él, porque cualquiera de
nuestros sentimientos se forma y se realiza debido al producto de los
diferentes objetos sobre la imaginación. Nada sorprendente, a partir de ahí,
que lo que gusta vivamente a unos pueda disgustar a otros, e, inversamente, que
la cosa más extravagante encuentre, sin embargo, partidarios... El hombre
contrahecho también encuentra unos espejos que lo hacen bello.
»Ahora
bien, si admitimos que el goce de los sentidos depende siempre de la
imaginación, y está regulado siempre por la imaginación, ya no habrá que
sorprenderse de las numerosas variaciones que la imaginación sugerirá en tales
goces, de la infinita variedad de gustos y de pasiones diferentes que parirán
las diferentes desviaciones de esta imaginación. Dichos gustos, aunque
lujuriosos, no deberán sorprender más que los de tipo sencillo; no hay ninguna
razón para considerar una fantasía de mesa menos extraordinaria que una
fantasía de cama; y en uno u otro género, no es más asombroso idolatrar una
cosa que la generalidad de los hombres considera detestable de lo que lo es
amar otra generalmente reconocida como buena. La unanimidad demuestra la
conformidad en los órganos, pero nada en favor de la cosa amada. Las tres
cuartas partes del universo pueden considerar delicioso el aroma de una rosa,
sin que eso pueda servir de prueba, ni para condenar a la cuarta parte que
podría considerarlo malo, ni para demostrar que ese aroma sea realmente agradable.
»Así
pues, si existen seres en el mundo cuyos gustos chocan con todos los prejuicios
admitidos, no sólo no hay que asombrarse en absoluto de ellos, no sólo no hay
que sermonearlos, ni castigarlos; sino que hay que servirlos, contentarlos,
aniquilar todos los frenos que los estorban, y darles, si se quiere ser justo,
todos los medios de satisfacerse sin peligro; porque ha dependido tan poco de
ellos tener este gusto extravagante como ha dependido de ti ser inteligente o
estúpido, estar bien hecho o ser jorobado. En el seno de la madre se fabrican
los órganos que deben hacernos susceptibles de tal o cual fantasía; los primeros
objetos descubiertos, las primeras conversaciones oídas acaban de determinar el
resorte: se forman los gustos, y ya nada en el mundo puede destruirlos. Por
mucho que se empeñe la educación, no cambia nada, y el que debe ser un malvado
lo es con tanta seguridad, por buena que sea la educación que se le haya dado,
como corre con toda seguridad hacia la virtud aquel cuyos órganos se encuentran
dispuestos para el bien, aunque el maestro haya fallado. Ambos han actuado de
acuerdo con su estructura, de acuerdo con las impresiones que habían recibido
de la naturaleza, y el primero es tan poco digno de castigo como el segundo de
recompensa.
»Lo
más singular es que, en tanto que sólo se trata de cosas fútiles, no nos
asombramos de la diferencia de gustos, pero así que se trata de la lujuria, he
aquí que todo se alborota. Las mujeres siempre preocupadas de sus derechos, las
mujeres, a las que su debilidad y su escaso valor obligan a no perder nada, se
estremecen a cada instante de que se les quite algo, y si desgraciadamente se
ponen en práctica en el goce unos procedimientos que chocan su culto, lo
llaman crímenes dignos del cadalso. Y, sin embargo, ¡qué injusticia! ¿El placer
de los sentidos debe hacer mejor a un hombre que los restantes placeres de la
vida? En pocas palabras, ¿el templo de la generación debe fijar mejor nuestras
inclinaciones, despertar con mayor seguridad nuestros deseos, que la parte del
cuerpo, o más contraria o más alejada de él, que la emanación de ese cuerpo, o
más fétida o más repugnante? ¡Me parece que no tiene por qué parecer más
asombroso ver a un hombre practicar la singularidad en los placeres del
libertinaje de lo que debe serlo verle utilizarla en las otras funciones de la
vida! Una vez más, en ambos casos su singularidad es el resultado de sus
órganos: ¿es culpa suya que lo que os afecta sea nulo para él, o que sólo se
conmueva con lo que os repugna? ¿Qué hombre no reformaría al instante sus
gustos, sus afectos, sus inclinaciones en el plano general, y no le gustaría
ser como todo el mundo en lugar de singularizarse, si fuera dueño de hacerlo?
Pretender castigar a un hombre semejante es la más estúpida y la más bárbara de
las intolerancias; no es mas culpable hacia la sociedad, sean cuales fueren sus
extravíos, de lo que lo es, como acabo de decir, aquel que llegó al mundo
tuerto o tullido. Y es tan injusto castigar o burlarse de éste como afligir al
otro o reírse de él. El hombre dotado de gustos singulares es un enfermo; es,
si lo prefieres, una mujer con humores histéricos. ¿Se te ha ocurrido jamás la
idea de castigar o contrariar a ninguno de los dos? Seamos igualmente justos
con el hombre cuyos caprichos nos sorprenden; absolutamente semejante al
enfermo o a la histérica, es como ellos digno de compasión y no de censura.
Esta es, en el plano moral, la excusa de las personas de que tratamos; sin
duda, en el plano fisico, la encontraríamos con idéntica
facilidad, y cuando la anatomía se perfeccione se demostrará fácilmente, a
través de ella, la relación de la estructura del hombre con los gustos que la
habrán afectado. Pedantes, verdugos, carceleros, legisladores, canalla
tonsurada, ¿qué haréis cuando lleguemos a ese punto? ¿En qué se convertirán
vuestras leyes, vuestra moral, vuestra religión, vuestras horcas, vuestro paraíso,
vuestros dioses, vuestro infierno, cuando se demuestre que tal o cual curso de
licores, tal suerte de fibras, tal grado de acritud en la sangre o en los
humores animales bastan para convertir a un hombre en el objeto de vuestros
castigos o de vuestras recompensas? Prosigamos: ¿los gustos crueles te
asombran?
¿Cuál
es el objetivo del hombre que disfruta? ¿No es el de dar a sus sentidos toda la
excitación de que son capaces, a fin de llegar mejor y más cálidamente, por
medio de ello, a la última crisis... crisis preciosa que caracteriza el placer
de bueno o de malo, según la mayor o menor actividad con que se ha alcanzado
esta crisis? Ahora bien, ¿no es un sofisma insostenible atreverse a afirmar
que es necesario para mejorarla que sea compartida por la mujer? ¿Acaso no es
evidente que la mujer no puede compartir nada con nosotros sin arrebatárnoslo,
y que todo lo que ella roba debe ser necesariamente a nuestras expensas? Y me
pregunto entonces, ¿qué necesidad hay de que una mujer goce cuando nosotros
gozamos? ¿Existe en esta actitud otro sentimiento que el halago que recibe el
orgullo? ¿Y no se obtiene de una manera mucho más estimulante la. percepción de
este sentimiento orgulloso obligando, al contrario, con dureza a esta mujer a
dejar de gozar, a fin de hacernos gozar, a fin de que nada le impida ocuparse
de nuestro goce? ¿La tiranía no halaga el orgullo de una manera mucho más viva
que las buenas obras? En una palabra, ¿el que impone no es el amo con mucha
mayor seguridad que el que comparte? Pero ¿cómo se le pudo ocurrir a un hombre
razonable que la delicadeza tuviera algún valor en materia de placer? Es
absurdo querer defender que sea necesaria; jamás añade nada al placer de los
sentidos: digo más, lo perjudica. Amar es una cosa muy diferente a disfrutar;
la prueba está en que se ama todos los días sin disfrutar, y con mayor
frecuencia aún se disfruta sin amar. Toda la delicadeza que mezclemos a las
voluptuosidades de que hablamos sólo puede darse al goce de la mujer a expensas
del goce del hombre, y mientras éste se procura por hacer gozar, seguramente
no goza, o su goce sólo es intelectual, o sea quimérico y muy inferior al de
los sentidos. No, Thérèse, no, no cesaré de repetirlo, es
completamente inútil que un goce sea compartido para ser vivo; y para que este
tipo de placer sea tan excitante como puede llegar a ser, es, por el contrario,
muy esencial que el hombre sólo goce a expensas de la mujer, que tome de ella
(sea cual fuere la sensación que ella experimente) todo cuanto pueda incrementar
la voluptuosidad que él quiere disfrutar, sin la más leve consideración a los
efectos que pueda provocar en la mujer, pues estas consideraciones le turbarán:
o querrá que la mujer comparta, y entonces él ya no goza, o temerá que ella
sufra, y ya le tenemos alterado. Si el egoísmo es la primera ley de la
naturaleza, es muy probablemente en los placeres de la lubricidad más que en
cualquier otro lugar que esta celeste madre desea que sea nuestro único móvil.
Es una desdicha despreciable que, para el incremento de la voluptuosidad del
hombre, tenga que descuidar o turbar la de la mujer, pues si bien esta
turbación le hace ganar algo, lo que pierde el objeto que le sirve no le afecta
en nada. Debe resultarle indiferente que este objeto sea feliz o desdichado,
con tal de que le resulte deleitable; no existe realmente ningún tipo de
relación entre este objeto y él. Sería, pues, una locura ocuparse de las
sensaciones de este objeto a expensas de las propias; absolutamente imbécil
si, para modificar estas sensaciones ajenas, renuncia al mejoramiento de las
propias. Dicho eso, si el individuo de que hablamos está desdichadamente
estructurado de manera que sólo se conmueve si produce, en el objeto que le
sirve, sensaciones dolorosas, confesarás que debe entregarse a ellas sin
remordimientos, ya que está ahí para disfrutar, prescindiendo de todo lo que
pueda resultar para ese objeto... Insistiremos sobre este punto: sigamos
avanzando por orden.
»Así
pues, los placeres aislados tienen atractivos, pueden tener más que todos los
restantes. ¡Vaya!, si no fuera así, ¿cómo gozarían tantos ancianos, tantas personas
o contrahechas o llenas de defectos? Están más que seguras de que no son
amadas; más que convencidas de que es imposible que se comparta lo que ellos sienten:
¿sienten por ello menor voluptuosidad? ¿Desean únicamente la ilusión?
Totalmente egoístas en sus placeres, sólo les ves ocupados en tomar,
sacrificarlo todo para recibir, sin sospechar jamás, en el objeto que les
sirve, otras propiedades que las pasivas. Así que no es en absoluto necesario
dar placer para recibirlo; y, por tanto, la situación feliz o desgraciada de la
víctima de nuestro desenfreno es completamente indiferente para la satisfacción
de nuestros sentidos. No tiene ninguna importancia el estado en que pueda
hallarse su corazón y su mente; da igual que a este objeto le guste o le
horrorice lo que le hacéis, puede amarte o detestarte: todas estas
consideraciones son inútiles en tanto que sólo se trata de los sentidos. Estoy
de acuerdo en que las mujeres pueden establecer unas máximas contrarias; pero
las mujeres, que sólo son las máquinas de la voluptuosidad, que sólo deben de
ser sus comodines, son recusables siempre que sea preciso establecer un
sistema real sobre este tipo de placer. ¡,Existe un solo hombre razonable que
esté deseoso de hacer compartir su goce a las prostitutas? ¿Y no existen, en
cambio, millones de hombres que reciben grandes placeres de estas criaturas?
Son otros tantos individuos persuadidos de lo que digo, que lo ponen en
práctica, sin dudarlo, y que censuran ridículamente a aquellos que legitiman
sus acciones por buenos principios, porque el universo está lleno de estatuas
en movimiento que van, vienen, actúan, comen, digieren, sin enterarse jamás de
nada.
»Una
vez demostrado que los placeres aislados son tan deliciosos como los otros, y
probablemente mucho más, es mucho más sencillo entonces, por consiguiente, que
este goce, tomado independientemente del objeto que nos sirve, no sólo esté muy
alejado de lo que pueda gustarle, sino que sea incluso contrario a sus
placeres. Voy más lejos: puede llegar a ser un dolor impuesto, una vejación, un
suplicio, sin que eso tenga nada de extraordinario, sin que de ahí resulte otra
cosa que un incremento de placer mucho más seguro para el déspota que
atormenta o veja. Intentemos demostrarlo.
»La
emoción de la voluptuosidad sobre nuestra alma no es más que una especie de
vibración producida por medio de unas sacudidas que la imaginación inflamada
por el recuerdo de un objeto lúbrico hace experimentar a nuestros sentidos,
bien a través de la presencia de este objeto, o bien, y aún mejor, por la
irritación que siente este objeto en el género que nos conmueve más
fuertemente. Así pues, nuestra voluptuosidad, ese cosquilleo inefable que nos
extravía, que nos transporta al punto más elevado de felicidad que pueda
alcanzar el hombre, sólo se encenderá siempre por dos causas: ya descubriendo
real o ficticiamente en el objeto que nos sirve el tipo de belleza que más nos
halaga, ya viendo experimentar a este objeto la más fuerte sensación posible.
Ahora bien, no hay ningún tipo de sensación más viva que la del dolor; sus
impresiones son seguras, jamás engañan como las del placer, perpetuamente
interpretadas por las mujeres y casi nunca sentidas. ¡Cuánto amor propio, por
otra parte, cuánta juventud, fuerza, salud hace falta para estar seguro de
producir en una mujer esta dudosa y poco satisfactoria impresión de placer! La
de dolor, por el contrario, no exige nada: cuantos más defectos tenga un
hombre, cuanto más viejo y menos seductor sea mejor la conseguirá. Respecto al
objetivo, será alcanzado con mucha mayor seguridad, ya que hemos establecido
que no le afecta, quiero decir que jamás se excitan mejor los sentidos que
cuando se ha producido en el objeto que nos sirve la mayor impresión posible,
no importa por qué camino. Así pues, quien haga nacer en una mujer la impresión
más tumultuosa, quien altere al máximo toda la estructura de esta mujer, habrá
conseguido decididamente asegurarse la mayor dosis posible de voluptuosidad,
porque el choque resultante de las impresiones de los demás sobre nosotros,
que debe estar en proporción con la impresión producida, será necesariamente
más activo si la impresión de los demás ha sido penosa que si ha sido suave y
blanda. Y, a partir de ahí, el egoísta voluptuoso que está persuadido de que
sus placeres sólo serán vivos en la medida que sean enteros, impondrá, pues,
cuando sea su dueño, la más fuerte dosis posible de dolor al objeto que le
sirve, absolutamente seguro de que la voluptuosidad que obtendrá estará en proporción
con la más viva impresión que habrá producido.
––Estos
sistemas son espantosos, padre ––le dije a Clément––, llevan a unos gustos crueles, a unos gustos
horribles.
––¿Y
qué importa? ––contestó el bárbaro––. Una vez más, ¡,somos los dueños de
nuestros gustos? ¿No debemos ceder al dominio de los que hemos recibido de la
naturaleza de igual manera que la orgullosa cabeza del roble se dobla bajo la
tempestad que la azota? Si la naturaleza se sintiera ofendida por esos gustos,
no nos los inspiraría; es imposible que podamos recibir de ella un sentimiento
hecho para ultrajarla, y, en esta extrema certidumbre, podemos entregarnos a
nuestras pasiones, del tipo que sean, por mucha violencia que puedan contener,
segurísimos de que todos los inconvenientes que provoca su choque no son más
que unos designios de la naturaleza de los que somos los órganos involuntarios.
¿Y qué nos importan las consecuencias de estas pasiones? Cuando queremos
deleitarnos con una acción cualquiera, nadie piensa en las consecuencias.
No
os hablo de las consecuencias ––le interrumpí bruscamente––, se trata de la
cosa en sí. Seguramente si sois el más fuerte, y por unos atroces principios
de crueldad sólo os gusta disfrutar a través del dolor, con la intención de
aumentar vuestras sensaciones, llegaréis insensiblemente a producirlas sobre
el objeto que os sirve con un grado de violencia capaz de arrebatarle la vida.
––De
acuerdo; eso significa que por unos gustos concedidos por la naturaleza yo
habré servido sus designios porque ella, que siempre opera sus creaciones a
través de destrucciones, sólo me inspira la idea de éstas últimas cuando
necesita las primeras. Significa que de una porción de materia oblonga habré
formado tres o cuatro mil redondas o cuadradas. ¡Oh, Thérèse! ¡,Eso son crímenes? ¿Se puede denominar así
lo que sirve a la naturaleza? ¿El hombre tiene la potestad de cometer crímenes?
Y cuando, prefiriendo su felicidad a la de los demás, derriba o destruye todo
lo que encuentra a su paso, ¿ha hecho otra cosa que servir a la naturaleza
cuyas primeras y más seguras inspiraciones le dictan ser feliz, sin que importe
a expensas de quien? El sistema del amor al prójimo es una quimera que debemos
al cristianismo y no a la naturaleza; el secuaz del Nazareno, atormentado,
desdichado y por consiguiente en un estado de debilidad que debía hacerle
reclamar la tolerancia y la humanidad, tuvo que establecer necesariamente esta
relación fabulosa entre un ser y otro: preservaba su vida consiguiendo que
triunfara. Pero el filósofo no admite estas relaciones gigantescas; ve y considera
sólo a sí mismo en el universo, y sólo a sí mismo lo refiere todo. Si perdona
o acaricia un instante a los demás, sólo es en relación con el provecho que
cree sacar de ello. ¿No los necesita, predomina con su fuerza? Entonces abjura
para siempre jamás de esos bonitos sistemas de humanidad y de beneficencia a
los cuales sólo se sometía por política. Ya no teme quedarse con todo, hacerse
con todo lo que le rodea, y pese a lo que puedan costar a los demás sus goces,
los satisface sin examen ni remordimientos.
––¡Pero
el hombre de quien habláis es un monstruo!
––El
hombre de quien hablo es el de la naturaleza.
––¡Es
un animal feroz!
––Bien,
el tigre o el leopardo de los que este hombre es, si te parece, la imagen, ¿no
han sido como él creados por la naturaleza y creados para cumplir las
intenciones de la naturaleza? El lobo que devora al cordero cumple los
proyectos de esta madre común, de la misma manera que el malhechor que destruye
el objeto de su venganza o de su lubricidad.
––¡Oh!
Por mucho que digáis, padre, jamás admitiré esta lubricidad destructiva.
––Porque
temes convertirte en objeto de ella: eso es egoísmo. Cambiemos de papel y la
concebirás; pregunta al cordero, tampoco querrá que el lobo pueda devorarlo;
pregunta al lobo para qué sirve el cordero: «Para alimentarme», contestará.
Unos lobos que comen corderos, unos corderos devorados por los lobos, el
fuerte que sacrifica al débil, el débil víctima del fuerte, así es la
naturaleza, así son sus opiniones, así sus planes: una acción y una reacción
perpetuas, una multitud de vicios y de virtudes, un perfecto equilibrio, en una
palabra, resultante de la igualdad del bien y del mal en la Tierra; equilibrio
esencial para el mantenimiento de los astros, de la vegetación, y sin el cual
todo sería inmediatamente destruido. Oh, Thérèse, la naturaleza se sentiría muy sorprendida si
pudiera por un instante razonar con nosotros, y le dijéramos que esos crímenes
que la sirven, que esos desmanes que exige y que ella nos inspira, están
castigados por unas leyes que se nos asegura que son la imagen de las suyas.
Imbéciles, nos contestaría, duerme, bebe, come y comete sin miedo tales crímenes
cuando te parezca: todas tus supuestas infamias me complacen, y las quiero, ya
que te las inspiro. ¡A ti te corresponde decidir lo que me irrita, o lo que me
deleita! Entérate de que no hay nada en ti que no me pertenezca, nada que yo no
haya colocado ahí por unas razones que no te conviene conocer; que la más
abominable de tus acciones sólo es, al igual que la más virtuosa de otra
persona, una de las maneras de servirme. Así que no te contengas, búrlate de
tus leyes, de tus convenciones sociales y de tus dioses; atiéndeme sólo a mí, y
convéncete de que si existe un crimen que me afecta, es la oposición que
pusieras con tu resistencia o tus sofismas a lo que te inspiro.
––¡Oh,
santo cielo! ––exclamé––, hacéis que me estremezca. Si no
hubiera crímenes contra la naturaleza, ¿de dónde procedería la invencible
repugnancia que experimentamos por ciertos delitos?
––Esta
repugnancia no está dictada por la naturaleza ––replicó vivamente el malvado––;
no tiene otra fuente que la falta de costumbre. ¿Acaso no ocurre lo mismo con
determinados manjares? Aunque sean excelentes, ¿no nos repugnan sólo por la
falta de costumbre? ¿Nos atreveremos a decir, a partir de ahí, que esos
manjares no son buenos? Intentemos dominarnos, y no tardaremos en apreciar su
sabor. Nos repugnan los medicamentos, aunque, sin embargo, nos resulten
saludables. Acostumbrémonos también al mal, y no tardaremos en encontrarle sólo
encantos. Esta repugnancia momentánea es más una astucia, una coquetería de la
naturaleza, que una advertencia de que la cosa la ultraja: así nos prepara a
los placeres del triunfo; con ello aumenta los de la acción misma. Hay más, Thérèse, hay más: cuanto más espantosa nos parece una
acción, cuanto más contraría nuestros hábitos y nuestras costumbres, cuantos
más frenos rompe, cuanto más sorprende nuestras convenciones sociales, cuanto
más hiere lo que creemos ser las leyes de la naturaleza, más útil es, por el
contrario, a esta misma naturaleza. Siempre recupera los derechos que le
arrebata sin cesar la virtud con los crímenes. Si el crimen es liviano, y
difiere, por tanto, menos de la virtud, restablecerá mas lentamente el equilibrio
indispensable para la naturaleza; pero cuanto mas capital sea, más iguala los
pesos, más ataca el dominio de la virtud, que sin ello lo destruiría todo. Que
cese, pues, de asustarse el que medita una fechoría, o el que acaba de
cometerla: cuanta más amplitud tenga su crimen, mejor habrá servido a la
naturaleza.
Estos
espantosos sistemas me hicieron pensar inmediatamente en los sentimientos de
Omphale sobre la manera de cómo saldríamos de aquella terrible casa. Así que
fue a partir de entonces cuando adopté los proyectos que me veréis ejecutar a
continuación. De todos modos, para acabar de aclararme, no pude dejar de seguir
planteando algunas preguntas al padre Clément.
––Por
lo menos ––le dije–– no seguís manteniendo eternamente a las desdichadas
víctimas de vuestras pasiones. Cuando os cansáis de ellas, ¿las despedís?
––Seguro,
Thérèse ––me contestó el monje––, tú
sólo has entrado en esta casa para salir de ella, cuando los cuatro nos
pongamos de acuerdo en concederte el retiro. Lo tendrás sin duda.
––¿Pero
no teméis ––continué–– que mujeres más jóvenes y menos
discretas puedan revelar a voces lo que ocurre aquí?
––Es
imposible.
––¿Imposible?
––Por
completo.
––¿Podríais
explicármelo?
––No,
ahí está nuestro secreto; pero todo cuanto puedo asegurarte es que, discreta o
no, te será absolutamente imposible, cuando estés fuera de aquí, decir una
sola palabra sobre lo que ocurre. De modo que ya ves, Thérèse, no te recomiendo ninguna discreción; una
política forzosa no encadena en absoluto mis deseos...
Y,
con estas palabras, el fraile se durmió. A partir de ese instante ya me resultó
imposible dejar de ver que las medidas mas violentas se tomaban con las des
dichadas despedidas y que la terrible seguridad de que se vanagloriaba sólo era
el fruto de su muerte. Me afiancé más que nunca en mi decisión; no tardaremos
en ver el efecto.
Así
que Clément se durmió, Armande se acercó a mí.
––No
tardará en despertarse enfurecido ––me dijo––; la naturaleza sólo adormece sus
sentidos para otorgarles, después de un poco de reposo, una energía mucho
mayor; una escena más, y quedaremos tranquilas hasta mañana.
––Pero
––le dije a mi compañera–– ¿tú no duermes unos instantes?
––¿Puedo
hacerlo? ––me contestó Armande––,
si no velara de pie
alrededor de su cama, y mi negligencia fuera descubierta, sería capaz de
apuñalarme.
––¡Cielos!
––exclamé––. ¡Cómo! Incluso durmiendo, ¿este malvado quiere que lo que le rodea
siga sufriendo?
––Sí
––me contestó mi compañera––, la barbarie de esta idea es lo que le proporciona
el furioso despertar que vas a ver. En eso es como aquellos escritores perversos
cuya corrupción es tan peligrosa, tan activa, que sólo tienen por objetivo, al
imprimir sus espantosos sistemas, extender más allá de su vida la suma de sus
crímenes. Ya no pueden cometer más, pero sus malditos escritos harán
cometerlos, y esta dulce idea que se llevan a la tumba les consuela de la
obligación en que les pone la muerte de renunciar al mal.
––¡Qué
monstruos! ––exclamé.
Armande, que era una criatura muy dulce,
me besó derramando unas cuantas lágrimas, y después comenzó a pasear alrededor
de la cama de aquel desalmado.
En
efecto, al cabo de dos horas el monje se despertó con una prodigiosa
agitación, y me tomó con tanta fuerza que creí que iba a ahogarme. Su
respiración era viva y jadeante, sus ojos brillaban, pronunciaba sin parar
palabras que no eran más que blasfemias o invectivas libertinas. Llama a Armande, le pide las varas, y vuelve a fustigarnos a
las dos, pero de una manera aún mas vigorosa de como lo había hecho antes de
dormirse. Tenía el aspecto de querer terminar conmigo; yo lanzo unos agudos
gritos; para abreviar mis penas, Armande le excita
violentamente, él se extravía, y el monstruo, al fin determinado por las más
violentas sensaciones, pierde con los chorros abrasadores de su semen tanto su
ardor como sus deseos.
El
resto de la noche todo fue tranquilo. Al levantarse, el monje se contentó con
tocarnos y examinamos a las dos; y como se iba a decir su misa, regresamos al
serrallo. A la decana se le antojó desearme en el
estado de inflamación en que suponía que yo debía hallarme; anonadada como
estaba, ¿podía defenderme? Hizo lo que quiso, lo suficiente para convencerme de
que hasta una mujer, en semejante escuela, perdiendo inmediatamente toda la
delicadeza y todo el pudor de su sexo, sólo podía volverse, a ejemplo de sus
tiranos, obscena o cruel.
Dos
noches después, me acosté con Jérôme; no os
describiré sus horrores, fueron aún más espantosos. ¡Qué escuela, Dios mío!
Finalmente, al cabo de una semana, pasé por todos. Entonces Omphale me preguntó
si no era cierto que Clément era el más temible de todos.
––¡Ay!
––contesté––, en medio de una multitud de
horrores y de porquerías que tanto repugnan y tanto indignan, es muy difícil
que me pronuncie sobre el mas odioso de estos malvados. Estoy harta de todos, y
quisiera ya verme fuera, sea cual sea el destino que me espera.
––Es
posible que no tarden en satisfacerte ––me contestó mi compañera––. Estamos
cerca de la época de la fiesta: rara vez se produce esta circunstancia sin pro
porcionarles víctimas. O seducen a unas jóvenes a través del confesonario, o,
si pueden, las secuestran. Unas cuantas nuevas reclutas que siempre suponen
otros tantos despidos...
La
famosa fiesta llegó... ¿Podéis creer, señora, a qué monstruosa impiedad se
entregaron los monjes para este acontecimiento? Pensaron que un milagro visible
au mentaría el brillo de su reputación; en consecuencia revistieron a Florette, la más joven de las mujeres, con todos los
ornamentos de la Virgen; y por medio de unos cordones que no se veían la ataron
a la pared de la hornacina, y le ordenaron que, de repente, alzara los brazos
compungida hacia el cielo cuando se elevara la hostia. Como esta criaturita
estaba amenazada con los peores castigos si pronunciaba la más mínima palabra,
o interpretaba mal su papel, lo hizo a las mil maravillas, y el simulacro tuvo
todo el éxito que cabía esperar. El pueblo proclamó el milagro, dejó ricas
ofrendas a la Virgen, y se fue más convencido que nunca de la eficacia de las
gracias de la madre celestial. Nuestros libertinos quisieron, para redoblar sus
impiedades, que Florette apareciera en las orgías de la
noche con las mismas ropas que le habían proporcionado tantos homenajes, y
cada uno de ellos inflamó sus odiosos deseos al someterla, bajo este disfraz, a
la irregularidad de sus caprichos. Excitados por este primer crimen, los
sacrílegos no se contentaron con él: hacen desnudar a la niña, la acuestan
boca abajo sobre una gran mesa, encienden unos velones, colocan la imagen de
nuestro Salvador en medio del lomo de la joven y se atreven a consumar sobre
sus nalgas el más tremendo de nuestros misterios. Yo me desvanecí ante este
espectáculo horrible, me fue imposible soportarlo. Severino, al verme en ese
estado, dice que para domarme era preciso que yo sirviera de altar a mi vez. Se
apoderan de mí; me colocan en el mismo lugar que Florette; el sacrificio se consuma, y la hostia... ese
símbolo sagrado de nuestra augusta religión... Severino se apodera de ella, la hunde en el local obsceno
de sus placeres sodomitas..., la oprime injuriosamente..., la aprieta
ignominiosamente bajo los golpes redoblados de su dardo monstruoso, ¡y arroja,
blasfemando, sobre el cuerpo mismo de su Salvador, los chorros impuros del
torrente de su lubricidad!
Me
retiraron inmóvil de sus manos; tuvieron que transportarme a mi habitación
donde lloré ocho días consecutivos el horrible crimen para el que había servido
a pesar mío. Este recuerdo sigue destrozando mi alma, no puedo pensar en ello
sin estremecerme... Para mí la religión es el efecto del sentimiento; todo lo
que la ofende, o la ultraja, hace brotar la sangre de mi corazón.
La
época de la renovación mensual estaba a punto de llegar, cuando Severino entra una mañana, a eso de las nueve, en
nuestra habitación. Parecía muy excitado; una especie de extravío se dibujaba
en sus ojos. Nos examina, nos coloca sucesivamente en su posición predilecta,
y se detiene especialmente en Omphale. Permanece varios minutos contemplándola
en esta posición, se excita sordamente, besa lo que se le presenta, hace ver
que está en estado de consumar, y no consuma nada. Después la hace levantar,
dirige sobre ella unas miradas en las que se dibujan la rabia y la maldad;
luego, soltándole un vigoroso puntapié en el bajo vientre, la manda a veinte
pasos de distancia.
––La
sociedad te despide, ramera ––le dijo––; está harta de ti. Prepárate para la
entrada de la noche, yo mismo vendré a buscarte.
Y
sale. Así que se ha ido, Omphale se levanta; se arroja llorando a mis brazos.
––¡Ya
ves! ––me dijo––. Por la infamia, por la crueldad de los preliminares, ¿puedes
no imaginarte todavía los finales? ¡Qué será de mí, Dios mío!
––Cálmate
––le dije a la desdichada––, ahora estoy decidida a todo. Sólo aguardo la
oportunidad, y es posible que se presente antes de lo que crees. Divulgaré
estos horrores; y si es cierto que su comportamiento es tan cruel como tenemos
motivo para pensar, intenta ganar un poco de tiempo, y te arrancaré de sus
manos.
En
el caso de que Omphale quedara en libertad, juró también que me ayudaría, y
lloramos las dos. La jornada pasó sin novedades; a eso de las cinco, subió el
propio Severino.
––Vamos
––le dijo bruscamente a Omphale––, ¿estás preparada?
––Sí,
padre ––contestó ella sollozando––; permitidme que abrace a mis compañeras.
––Es
inútil ––dijo el monje––, no tenemos tiempo para una escena de llantos. Nos
esperan, vayámonos. Entonces ella preguntó si tenía que llevarse su ropa. ––No
––dijo el superior––, ¿acaso no es todo de la casa? Ya no necesitarás nada de
eso.
Rectificando
después, como alguien que ha hablado demasiado:
––Esta
ropa te será inútil, ya encargarás a medida otra que te sentará mejor.
Limítate, pues, únicamente a lo que llevas encima.
Le
pregunté al monje si quería permitirme acompañar a Omphale sólo hasta la
puerta de la casa... Me contestó con una mirada que me hizo retroceder de
terror... Omphale sale, arroja sobre nosotras una mirada llena de inquietud y
de lágrimas, y así que se ha ido, me precipito desesperada sobre mi cama.
Habituadas
a estos acontecimientos, o cegadas respecto a sus consecuencias, mis
compañeras se emocionaron menos que yo, y el superior regresó al cabo de una
hora: venía a buscar las de la cena. Yo formaba parte de ellas; sólo debía
haber cuatro mujeres, la joven de doce años, la de dieciséis, la de veintitrés
y yo. Todo se desarrolló más o menos como los otros días; observé únicamente que
las mujeres de guardia no estaban, que los monjes se hablaron con frecuencia al
oído, que bebieron mucho, que se limitaron a excitar violentamente sus deseos,
sin permitirse jamás consumarlos, y que nos despidieron a una hora muy
temprana, sin quedarse con ninguna para dormir... ¿Qué deducciones extraer de
estas observaciones? Las hice porque en semejantes circunstancias te fijas en
todo, pero ¿qué augurar de ahí? ¡Ah!, era tal mi perplejidad que no se presentaba
ninguna idea a mi mente sin que fuera inmediatamente rebatida por otra;
acordándome de las frases de Clément estaba
autorizada a temerlo todo; y luego, la esperanza... esa engañosa esperanza que
nos consuela, que nos ciega y que de ese modo nos hace casi tanto bien como
daño, finalmente llegaba la esperanza para tranquilizarme... ¡Esos horrores
quedaban tan lejos de mí que me resultaba imposible suponerlos! Me acosté en
este terrible estado; persuadida a veces de que Omphale no faltaría al
juramento; convencida al instante siguiente de que los crueles procedimientos
que adoptarían con ella le quitarían cualquier capacidad de sernos útil. Y esa
fue mi última opinión cuando vi terminar el tercer día sin haber oído hablar
todavía de nada.
Al
cuarto día volví a estar entre las de la cena; eran numerosas y selectas. Aquel
día estaban allí las ocho mujeres más hermosas; me habían hecho el honor de
incluirme entre ellas. También estaban las mujeres de retén. Nada más entrar
vimos a nuestra nueva compañera.
––Aquí
tenéis a la que la sociedad destina como sustituta de Omphale, señoritas ––nos
dijo Severino.
Y
diciendo eso, arrancó del busto de la joven las mantillas y las gasas que lo
cubrían, y vimos a una joven de quince años, con la más agradable y más
delicada de las caras: alzó graciosamente sus bellos ojos sobre cada una de
nosotras; aún seguían húmedos de lágrimas, pero con expresión más viva; su
talle era flexible y ligero, su piel de una blancura deslumbrante, los más
hermosos cabellos del mundo, y algo tan seductor en su conjunto que era imposible
verla sin sentirse inmediatamente atraído hacia ella. Se llamaba Octavie; no tardamos en saber que era hija de
excelente familia, nacida en París y saliendo del convento para casarse con el
conde de ***: había. sido raptada en su carruaje con dos gobernantas y tres
lacayos; ignoraba qué había sido de su séquito; la habían tomado sola a la
entrada de la noche, y, después de haberle vendado los ojos, la habían llevado
donde la veíamos sin que le hubiera resultado posible saber nada más.
Nadie
le había dicho todavía una palabra. Nuestros cuatro libertinos, un instante en
éxtasis ante tantos encantos, sólo tuvieron fuerza para admirarlos. El imperio
de la belleza obliga al respeto; a pesar de su corazón, el malvado más
corrompido le rinde una especie de culto que jamás infringe sin remordimientos;
pero unos monstruos como los que tratábamos languidecen poco debajo de tales
frenos.
Vamos,
bella criatura ––dijo el superior atrayéndola con impudor hacia el sillón en el
que se hallaba sentado––, vamos, muéstranos si el resto de tus encantos
responde a los que la naturaleza ha colocado con tanta abundancia en tu
fisonomía.
Y
como la hermosa muchacha se turbaba y se sonrojaba, e intentaba alejarse, Severino, agarrándola bruscamente por el cuerpo, le
dijo:
––Comprende,
mi pequeña e ingenua Agnès, que lo que quiero decirte es que
te desnudes inmediatamente. Y el libertino, con estas palabras, le mete una
mano debajo de las faldas sosteniéndola con la otra; se acerca Clément, arremanga hasta encima de los riñones las
ropas de Octavie, y expone, con este gesto, los
atractivos más dulces y más apetitosos que sea posible ver; Severino, que toca, pero que no ve, se agacha para
mirar, y ya los tenemos a los cuatro de acuerdo en que jamás han visto nada tan
hermoso. Sin embargo, la modesta Octavie, poco
acostumbrada a semejantes ultrajes, derrama lágrimas y se defiende:
––Desnudémosla,
desnudémosla dice Antonin––, es imposible ver algo semejante.
Ayuda
a Severino, y al instante los encantos de la
joven aparecen ante nuestros ojos, sin velo. Jamás hubo sin duda una piel más
blanca, jamás unas formas tan afortunadas... ¡Dios, qué crimen!... ¡Tanta
belleza, tanta frescura, tanta inocencia y tanta delicadeza tenían que
convertirse en la presa de aquellos bárbaros! Octavie, avergonzada, no sabe dónde escapar para
ocultar sus encantos, por doquier sólo encuentra unos ojos que los devoran,
unas manos brutales que los manosean; se forma un corro alrededor de ella, y,
al igual que yo había hecho, lo recorre en todos los sentidos. El brutal
Antonin no tiene la fuerza de resistir; un cruel atentado decide el homenaje,
y el incienso humea a los pies del dios. Jérôme la
compara con nuestra joven compañera de dieciséis años, la más bonita del
serrallo sin duda; y empareja los dos altares de su culto.
––¡Ah!
¡Cuánta blancura y cuánta gracia! ––dice, tocando a Octavie––. ¡Pero cuánta gentileza y frescura hay también
en éste! A decir verdad ––prosigue el fraile al rojo vivo––, estoy indeciso.
Después,
apretando su boca sobre los atractivos que sus
ojos comparan, exclamó:
––Octavie, tú tendrás la manzana; sólo
depende de ti, dame el precioso fruto de este árbol adorado por mi corazón...
¡Oh!, sí, sí, dádmelo una de las dos, y aseguro para siempre el premio de la
belleza a la que me haya servido antes.
Severino ve que ya es hora de pensar en
cosas más serias: absolutamente incapaz de esperar, se apodera de la
infortunada, y la coloca de acuerdo con sus deseos. Sin confiar todavía
demasiado en sus capacidades, reclama la ayuda de Clément. Octavie llora y nadie la escucha; el fuego reluce en
las miradas del impúdico monje, señor de la plaza, diríase que sólo examina las
entradas para atacar con mayor seguridad; no utiliza ningún truco, ningún
preparativo; ¿se cogerían las rosas con tanto gusto, si se apartaran las
espinas? Por enorme que sea la desproporción entre la conquista y el asaltante,
éste emprende inmediatamente el combate; un grito desgarrador anuncia la
victoria, pero nada enternece al enemigo. Cuanta más gracia implora la cautiva,
con mayor fuerza la empuja, y por mucho que la desdichada se debata, no tarda
en ser sacrificada.
––Jamás
hubo laurel más difícil ––dice Severino al
retirarse––; por vez primera en mi vida he llegado a pensar que zozobraría
cerca del puerto... ¡Ah, qué angosto y qué caluroso! Es el Ganímedes de los
dioses.
––Tengo
que devolverla al sexo que tú acabas de manchar ––dijo Antonin, cogiéndola por
allí, y sin dejar que se levantara––. Hay más de una brecha en la muralla.
Y
acercándose con fiereza, en un instante llega al santuario. Se escuchan nuevos
gritos.
––¡Dios
sea loado! ––dijo el libertino––. Habría dudado de mi éxito sin los gemidos de
la víctima, pero mi triunfo está asegurado, pues veo sangre y lágrimas.
––A
decir verdad ––dijo Clément, adelantándose con las varas en
la mano––, yo tampoco alteraré esta dulce posición, favorece en demasía mis
deseos.
La
mujer de retén de Jérôme y la de treinta años sostenían a
Octavie: Clément mira, toca; la joven asustada
le implora y no le enternece.
––¡Oh,
amigos míos! ––dice el monje exaltado––. ¡,Cómo no fustigar a la colegiala que
nos muestra un culo tan hermoso?
El
aire comenzó a sonar inmediatamente con los silbidos de las varas y el sordo
ruido de sus azotes sobre las bellas carnes; se mezclan a ellos los gritos de Octa vie y les responden las blasfemias del monje;
¡qué escena para esos libertinos entregados, en medio de todas nosotras, a mil
obscenidades! Aplauden, le animan: mientras tanto la piel de Octavie cambia de color, los tintes del rosicler más
vivo se juntan con el resplandor de los lirios; pero lo que tal vez divertiría
un instante al Amor, si la moderación dirigiera el sacrificio, se vuelve a
fuerza de rigor en un crimen espantoso contra sus leyes. Ya nada detiene al
pérfido monje; cuanto más se queja la joven alumna, más estalla la severidad
del regente; desde la mitad de los riñones hasta la parte baja de los muslos,
todo es tratado con idéntica severidad, y al fin sobre los vestigios sangrantes
de sus placeres el pérfido apaga sus fuegos.
––Yo
seré menos salvaje que todo eso ––dijo Jérôme agarrando
a la bella, y pegándose a sus labios de coral––. Este es el templo donde voy a
sacrificar... y en esta boca encantadora...
Me
callo... Es el reptil impuro ajando una rosa, mi comparación os lo dice todo.
El
resto de la velada fue semejante a todo lo que ya sabéis, de no ser que la
belleza, la edad conmovedora de la joven, excitando aún más a esos malvados,
redoblaron todas sus infamias, y la saciedad mucho más que la conmiseración,
llevando a la desdichada a su cámara, le devolvió al menos por unas pocas horas
la calma que necesitaba.
Yo
habría deseado poder consolarla esa primera noche, pero obligada a pasarla con Severino, era yo, por el contrario, la que se hallaba
en el caso de sentir gran necesidad de ayuda. Había tenido la desgracia, no de
gustar, la palabra no sería adecuada, sino de excitar más vivamente que
cualquier otra los infames deseos de este sodomita; ahora me deseaba casi todas
las noches. Agotado por ésta, sintió necesidad de experimentos: temiendo sin
duda no haberme hecho todavía suficiente daño con la espantosa espada de que
estaba dotado, imaginó esta vez perforarme con uno de esos artefactos de
religiosas que la decencia no me permite nombrar y que era de un grosor
desmesurado. Hubo que prestarse a todo. El mismo hacía penetrar el arma en su
querido templo; a fuerza de empujones entró muy adentro; grito: el monje se
divierte; después de unas cuantas idas y venidas, retira de golpe y con
violencia el instrumento y se engulle él mismo en la sima que acaba de entreabrir...
¡Vaya capricho! ¿No es exactamente lo contrario de todo lo que los hombres
pueden desear? Pero ¡,quién puede definir el alma de un libertino? Hace mucho
que sabemos que allí está el enigma de la naturaleza: todavía no nos ha dado
la clave.
A
la mañana, encontrándose algo más fresco, quiso probar otro suplicio. Me mostró
una máquina mucho más gruesa todavía: estaba hueca y provista de un émbolo que
despedía el agua con una fuerza increíble por una abertura que daba al chorro
más de tres pulgadas de circunferencia. Este enorme instrumento tenía nueve de
perímetro por doce de largo. Severino lo
hizo llenar de agua muy caliente y quiso hundírmelo por delante. Horrorizada
ante semejante proyecto, me arrojo a sus rodillas para pedirle gracia, pero él
se halla en una de esas malditas situaciones en las que la piedad ya no se
atiende, y en las que las pasiones, mucho más elocuentes, ponen en su lugar,
sofocándola, una crueldad muchas veces peligrosa. El fraile me amenaza con toda
su cólera si no me presto; debo obedecer. La pérfida máquina penetra dos
tercios, y el desgarro que me produce unido a su extremo calor, están a punto
de desmayarme. Durante ese tiempo, el superior, sin cesar de insultar las
partes que ofende, se hace masturbar por su doncella. Después de un cuarto de
hora de este frote que me lacera, suelta el émbolo que arroja el agua hirviente
a lo más profundo de la matriz... Me desvanezco. Severino se extasiaba... Había alcanzado un delirio
por lo menos igual a mi dolor.
––Eso
no es nada ––dijo el traidor, cuando hube recuperado los sentidos––, aquí a
veces tratamos estos encantos con mucha mayor dureza... Una ensalada de
espinas, ¡diantre!, con su pimienta, con su vinagre, hundida dentro con la
punta de un cuchillo, eso es lo que les conviene para remozarlos. A la primera
falta que cometas, te condeno a ello–– dijo el malvado manoseando una vez más
el único objeto de su culto.
Pero
dos o tres homenajes, después de los excesos de la víspera, le habían dejado
para el arrastre: me despidió.
Al
regresar, encontré a mi nueva compañera hecha un mar de lágrimas; hice cuanto
pude por calmarla, pero no es fácil entender rápidamente un cambio de situación
tan espantoso. Esta joven poseía, además, un gran fondo de religión, de virtud
y de sensibilidad, con lo que su estado le parecía aún más terrible. Omphale
tenía razón al decirme que la veteranía no influía en nada en los despidos; que
dictados simplemente por la fantasía de los monjes, o por su temor de algunas pesquisas
posteriores, cabía sufrirlo tanto al cabo de ocho días como al cabo de veinte
años. Octavie sólo llevaba cuatro meses con
nosotras, cuando Jéróme vino a anunciarle su partida, aunque fuera él quien más
había gozado de ella durante su estancia en el convento, y hubiera podido
quererla y desearla más. La pobre niña se fue, haciéndonos las mismas promesas
que Omphale; tampoco ella las cumplió.
A
partir de entonces, sólo me ocupé del proyecto que había concebido desde la
partida de Omphale; decidida a todo por escapar de esa guarida salvaje, nada
me asustó para conseguirlo. ¿Qué podía temer llevando a cabo mi intención? La
muerte. ¿Y de qué estaba segura permaneciendo? De la muerte. Y si lo conseguía,
me salvaba. Así que no había nada que discutir, pero necesitaba, antes de
esta empresa, que los funestos ejemplos del vicio recompensado se reprodujeran
una vez más bajo mis ojos; estaba escrito en el gran libro de los destinos, en
ese libro oscuro que ningún mortal alcanza a comprender, estaba grabado en él,
digo, que todos aquellos que me habían atormentado, humillado, esclavizado,
pagaran incesantemente ante mis miradas el precio de sus fechorías, como si la
Providencia se empeñara en mostrarme la inutilidad de la virtud... Funestas
lecciones que, sin embargo, no me corrigieron, y que, aunque tuviera que
seguir escapando de la espada colgada sobre mi cabeza, no me impedirían seguir
siendo siempre la esclava de esta divinidad de mi corazón.
Una
mañana, sin que lo esperáramos, Antonin apareció en nuestra habitación y nos
anunció que el reverendo padre Severino, pariente
y protegido del Papa, acababa de ser nombrado por Su Santidad general de la
orden de los benedictinos. Y al día siguiente, en efecto, el religioso partió
sin vernos: esperaban, nos dijeron, otro muy superior en los excesos a todos
los que se quedaban; nuevos motivos para acelerar mis gestiones.
El
día después de la marcha de Severino,
los monjes se
habían decidido a licenciar a otra de mis compañeras; elegí para mi evasión el
mismo día en que vinieron a anunciar la baja de aquella miserable, a fin de que
los monjes más ocupados se fijaran menos en mí.
Estábamos
al comienzo de la primavera; la longitud de las noches todavía favorecía en
algo mis diligencias. Llevaba dos meses preparándolas sin que nadie se lo
imaginara; serraba poco a poco, con una mediocre tijera que había encontrado,
las rejas de mi cuarto de aseo; mi cabeza ya pasaba fácilmente por ellas, y,
con la ropa de cama que me daban, había trenzado una cuerda más que suficiente
para salvar los siete u ocho metros de altura que Omphale me había dicho que
tenía el edificio. Cuando se llevaron mis ropas, había tenido la precaución,
como ya os dije, de apartar mi pequeña fortuna que ascendía a cerca de seis luises, y siempre la había ocultado cuidadosamente.
La escondí en el pelo y, como casi toda nuestra cámara estaba en la cena
aquella noche, a solas con una de mis compañeras que se acostó así que las
otras hubieron bajado, entré en el cuarto de aseo; allí, destapando el agujero
que había tenido el cuidado de cubrir todos los días, até mi cuerda a uno de
los barrotes que estaba intacto, y, dejándome deslizar por ese medio, no tardé
en tocar el suelo. No era eso lo que más me preocupaba: los seis recintos de
muros o de setos vivos, de que me había hablado mi compañera, me inquietaban
mucho más.
Una
vez allí, descubrí que cada espacio o avenida circular dejado entre uno y otro
seto no tenía más de ocho pies de anchura, y esta proximidad permitía ima ginar
a primera vista que todo lo que se hallaba en este lado sólo era un macizo
boscoso. La noche era muy oscura; al contornear la primera avenida circular
para investigar si encontraría una abertura en el seto, pasé por debajo de la
sala de las cenas. Ya no estaban allí; mi inquietud aumentó; proseguí, sin
embargo, mis investigaciones. Llegué así a la altura de la ventana de la gran
sala subterránea que se hallaba debajo de la de las orgías ordinarias. Descubrí
en ella mucha luz, fui lo bastante atrevida como para acercarme; por mi situación,
tenía que agacharme. Mi desdichada compañera estaba tendida sobre un caballete,
los cabellos sueltos y destinada sin duda a algún espantoso suplicio en el que
encontraría, como libertad, el eterno fin de sus desgracias... Me estremecí,
pero lo que mis miradas acabaron de descubrir aún me asombró más: Omphale, o no
lo sabía todo, o había callado algo; descubrí en ese subterráneo cuatro
jóvenes desnudas, que me parecieron muy hermosas y muy jóvenes, y que sin duda
no eran de las nuestras. Así que en este horrible asilo había más víctimas de
la lubricidad de esos monstruos... otras desdichadas desconocidas por
nosotras... Me apresuré a huir, y seguí girando hasta llegar al lado opuesto
del subterráneo: no habiendo encontrado todavía la brecha, decidí hacer una.
Sin que nadie se hubiera dado cuenta, me había provisto de un largo cuchillo:
trabajé. Pese a mis guantes, mis manos no tardaron en quedar desgarradas, pero
nada me detuvo. El seto tenía más de dos pies de espesor, lo entreabrí, y ya
estaba en la segunda avenida. Allí me sorprendió notar bajo mis pies una tierra
blanda y flexible en la que me hundía hasta el tobillo: cuanto más avanzaba por
el tupido bosquecillo, más profunda era la oscuridad. Curiosa por saber a qué
obedecía el cambio del suelo, lo toco con mis manos... ¡Oh, santo cielo! ¡Cojo
la cabeza de un cadáver! ¡Dios mío!, pensé asustada, es aquí sin duda, como me
habían dicho, el cementerio donde esos verdugos arrojan a sus víctimas; ¡casi
ni se toman la molestia de cubrirlas de tierra!... ¡Puede que este cráneo sea
el de mi querida Omphale, o el de la desdichada Octavie, tan hermosa, tan dulce, tan buena, y que sólo
ha aparecido en la tierra como las rosas de las que sus encantos era la imagen!
¡Yo misma, ay, aquel hubiera sido mi lugar! ¡Por qué no sufrir mi suerte! ¡,Qué
ganaría en ir a buscar nuevos reveses? ¡,Acaso no he cometido ya suficientes
males? ¿No me he convertido en el motivo de un número más que suficiente de
crímenes? ¡Ah, cumplamos mi destino! ¡Oh, tierra, ábrete para engullirme!
¡Cuando alguien se halla tan desamparada, tan pobre, tan abandonada como yo,
por qué hay que tomarse tantos trabajos para seguir vegetando unos instantes
más entre los monstruos!... Pero no, debo vengar la virtud aherrojada... Ella
lo espera de mi valor... No nos dejemos abatir... sigamos: es esencial que el
universo se libre de unos malvados tan peligrosos como éstos. ¿Debo temer
perder a tres o cuatro hombres a cambio de salvar a millones de individuos que
su política o su ferocidad sacrifica?
Atravieso,
pues, el seto en que me encuentro; era más espeso que el anterior; a medida que
iba avanzando eran más impenetrables. Consigo, sin embargo, aguje rearlo, y más
allá un suelo firme... ya nada que me anunciara los mismos horrores que acababa
de encontrar. Alcanzo de ese modo el borde del foso sin haber descubierto la
muralla que me había anunciado Omphale; seguramente no existía, y es verosímil
que los monjes hablaran de ella para aterrorizarnos aún más. Menos encerrada
más allá del séxtuplo recinto, diferenciaba mejor los objetos: la iglesia y el
cuerpo de un edificio que tenía adosado se ofrecieron inmediatamente a mis
miradas. El foso bordeaba uno y otro. Evité intentar franquearlo por este
lado; recorrí los bordes, y viéndome al fin ante uno de los senderos del
bosque, decidí cruzarlo por allí e introducirme por ese sendero una vez que
hubiera pasado al otro lado. El foso era muy profundo, pero, para mi suerte,
estaba seco. Como el revestimiento era de ladrillo, no había ningún medio de
deslizarme por él, así que me arrojé. Un poco aturdida por la caída, tardé
unos instantes en levantarme... Prosigo, alcanzo el otro lado sin obstáculo,
pero ¿cómo trepar por él? A fuerza de buscar un lugar accesible, encuentro al
final uno donde unos cuantos ladrillos rotos me permitían a la vez la facilidad
de servirme de los otros como escalones y la de hundir, para sostenerme, la
punta de mi pie en el suelo. Ya estaba casi en la cima, cuando, desmoronándose
todo bajo mi peso, caigo al foso debajo de los escombros que había arrastrado.
Me creí muerta. Aquella caída, realizada involuntariamente, había sido más ruda
que la anterior. Además, estaba enteramente recubierta de los materiales que me
habían seguido; algunos de ellos me habían golpeado la cabeza, me sentía
totalmente fracasada... «¡Oh, Dios mío!», me dije desesperada; «no sigamos;
quedémonos aquí; es una advertencia del cielo; no quiere que siga: mis ideas me
engañan sin duda; es posible que el mal sea útil en la Tierra, y cuando la mano
de Dios lo desea, ¡quizás es un error oponerse a él!» Pero, prontamente
rebelada contra un sistema demasiado desdichado fruto de la corrupción que me
había rodeado, me libero de los escombros que me cubren, y encontrando mayor
facilidad en subir por la brecha que acabo de hacer, a causa de los nuevos
agujeros que se han formado en ella, lo intento una vez más, me animo, me hallo
en un instante en la cima. Todo eso me había alejado del sendero que había
descubierto, pero habiéndome fijado bien en él, lo alcanzo de nuevo y escapo a
la carrera. Antes del final del día, ya me hallaba fuera del bosque, y a no
tardar sobre aquel montículo desde el cual, seis meses atrás, para mi desdicha,
había divisado el terrible convento. Descanso allí unos minutos, estaba
empapada; mi primera preocupación es arrojarme de rodillas y de nuevo pedir
perdón a Dios por las faltas involuntarias que había cometido en aquel odioso
receptáculo del crimen y de la impureza; lágrimas de pesar no tardaron en manar
de mis ojos. «¡Ay!», me dije «¡yo era mucho menos criminal cuando abandoné, el
pasado año, este mismo sendero, guiada por un principio de devoción tan funestamente
burlado! ¡Oh, Dios, en qué estado puedo contemplarme ahora!» Levemente calmadas
estas funestas reflexiones por el placer de verme libre, proseguí mi camino
hacia Dijon, imaginando que sólo en esa capital mis denuncias podían ser
legítimamente admitidas...
Aquí
la señora de Lorsange quiso obligar a Thérèse a
recuperar el aliento, por lo menos durante unos minutos; lo necesitaba; el
calor que ponía en su narración, las llagas que esos funestos relatos volvían a
abrir en su alma, todo, en fin, la obligaba a unos cuantos momentos de tregua.
El señor de Corville hizo traer unos refrescos, y al cabo de un poco de reposo,
nuestra heroína prosiguió, como veremos a continuación, el detalle de sus
deplorables aventuras.
Segunda parte
Estaba
en mi segundo día, absolutamente tranquila respecto a los temores que había
sentido al principio de ser perseguida; hacía un calor extraordinario, y
siguiendo mi costumbre ahorrativa, me había alejado del camino para encontrar
una sombra donde pudiera efectuar una ligera comida que me permitiera aguardar
la noche. Un bosquecillo a la derecha del camino, en medio del cual serpenteaba
un límpido arroyuelo, me pareció adecuado para refrescarme. Tranquilizada por
el agua pura y fresca, alimentada con un poco de pan, la espalda apoyada en un
árbol, dejaba circular por mis venas un aire puro y sereno que me descansaba, y
calmaba mis sentidos. Allí, meditaba sobre aquella fatalidad casi sin
parangón que, pese a las espinas que me rodeaban en la carrera de la virtud, me
llevaba siempre, sea como fuere, al culto de esa divinidad, y a unos actos de
amor y de resignación hacia el Ser Supremo del que emana, y del cual es la
imagen. Una especie de entusiasmo acababa de apoderarse de mí: «¡Ay!», me
decía, «ese buen Dios al que adoro no me abandona, ya que en ese mismo instante
acabo de encontrar los medios para reparar mis fuerzas. ¿Acaso no le debo a El
este favor? ¿Y no existen en la Tierra seres a los que se les niega? Así que no
soy totalmente desgraciada, ya que los hay que todavía son más de compadecer
que yo... ¡Ah! ¿Acaso no lo soy mucho menos que las desdichadas a las que dejo
en esa guarida del vicio de la que la bondad de Dios me ha hecho salir como por
una especie de milagro? ... ». Y llena de gratitud, me había prosternado;
contemplando el sol como la obra mas hermosa de la divinidad, como la
que mejor manifiesta su grandeza, arrancaba de la sublimidad de ese astro
nuevos motivos de oraciones y de acciones de gracias, cuando de repente me
siento agarrada por dos hombres que, después de cubrirme la cabeza para impedirme
ver y gritar, me atan como a una criminal y me arrastran sin decir palabra.
Caminamos
así cerca de dos horas sin que me sea posible ver qué camino emprendemos,
cuando uno de mis guías, oyéndome respirar con esfuerzo, propone a su camarada
liberarme del velo que me oprime la cabeza; él lo permite, respiro y descubro
finalmente que estamos en medio de un bosque donde seguimos un camino bastante
ancho, aunque poco frecuentado. Mil funestas ideas se presentan entonces a mi
mente, temo que se han apoderado de mí los agentes de aquellos indignos
frailes... temo que me devuelven a su odioso convento.
––¡Ah!
––le digo a uno de mis guías––, señor, ¿puedo suplicaros que me digáis dónde me
lleváis? ¡.Puedo preguntaros qué pretendéis hacer conmigo?
––Cálmate,
hija mía ––me dice el hombre––, y no te asustes por las precauciones que nos
vemos obligados a tomar. Te llevamos hacia un buen amo. Gra ves problemas le
obligan a buscar camareras para su esposa sólo con este aparatoso misterio,
pero estarás bien allí.
––¡Ay,
señores! ––contesté––, si estáis procurando mi
felicidad, es inútil que me forcéis: soy una pobre huérfana, muy digna de
compasión, sin duda. No pido más que un empleo: si me lo dais, ¡,por qué teméis
que pueda escapar?
––Tiene
razón ––dice uno de los guías––, dejémosla más cómoda, atémosle solamente las
manos.
Lo
hacen, y prosigue la caminata. Al verme tranquila, responden incluso a mis
preguntas, y acabo por enterarme de que el amo al que me destinan se llama el
conde de Gernande, nacido en París, pero propietario de considerables bienes
en esta comarca, y con más de quinientas mil libras de renta, que come a solas,
me dice uno de los guías.
––¿A
solas?
––Sí,
es un hombre solitario, un filósofo; jamás ve a nadie. A cambio, es uno de los
mayores glotones de Europa; no existe otro en el mundo que sea capaz de competir
con él. Es inútil que te lo cuente, ya lo verás.
––Pero
¿qué significan estas precauciones, señor?
––Te
lo cuento. Nuestro amo tiene la desgracia de tener una mujer que se ha vuelto
loca. Hay que vigilarla, no sale jamás de su habitación, nadie quiere servirla.
Por mucho que te lo hubiéramos propuesto, si hubieras sabido algo, jamás
habrías aceptado. Nos vemos obligados a secuestrar jóvenes a la fuerza para
ejercer este funesto empleo.
––¡Cómo!
¡,Estaré cautiva al lado de esa dama?
––A
decir verdad, sí, por eso te tenemos así, pero estarás bien... tranquilízate,
perfectamente bien. Salvo esa molestia, no te faltará nada.
––¡Ah, justo cielo! ¡Qué opresión!
––Vamos,
vamos, criatura, valor, un día saldrás y con una fortuna encima.
Mi
guía no había terminado sus palabras, cuando descubrimos el castillo. Era un
soberbio y vasto edificio en medio del bosque, pero le faltaba mucho a ese
gran edificio para estar tan poblado como su tamaño permitía. Sólo vi un poco
de movimiento, un poco de afluencia en torno de las colinas situadas en unos
porches, en la mitad del cuerpo del edificio. Todo el resto estaba tan
solitario como la situación del castillo: nadie se fijó en nosotros cuando
entramos; uno de mis guías se fue a las cocinas, y el otro me presentó al
conde. Estaba en el fondo de un vasto y soberbio aposento, envuelto en un batín
de satén de las Indias, echado en una otomana, y tenía a su lado dos jóvenes
tan indecentemente, o, mejor dicho, tan ridículamente vestidos, peinados con
tanta elegancia y tanto arte, que al principio los tomé por muchachas; un
examen más detenido me hizo finalmente reconocerlos como dos muchachos, uno de
los cuales podía tener quince años, y el otro dieciséis. Me pareció que tenían
un rostro encantador, pero en tal estado de blandura y de abandono, que al
principio creí que estaban enfermos.
––Aquí
tenéis a una joven, monseñor ––dijo mi guía––. Nos parece que os conviene: es
dulce, honrada, y sólo pide colocarse. Confiamos en que os contentará.
––Está
bien ––dijo el conde, sin mirarme apenas––. Al retirarte, cierra la puerta, Saint-Louis, y di que nadie entre si no llamo.
Después
el conde se levantó y se acercó a examinarme. Mientras él me observa, yo puedo
describiroslo: la singularidad del retrato merece por un instante vues tras
miradas. El señor de Gemande era entonces un hombre de cincuenta años, de unos
seis pies de altura, y una obesidad monstruosa. Nada más terrible que su
rostro, la longitud de su nariz, la espesa oscuridad de sus cejas, sus ojos
negros y malvados, su gran boca casi desdentada, su frente tenebrosa y desnuda,
el sonido de su voz terrible y ronca, sus enormes brazos y manos; todo
contribuye a hacer de él un individuo gigantesco, cuya cercanía inspira más
miedo que seguridad. No tardaremos en ver si la moral y los actos de esta
especie de centauro respondían a su terrible caricatura. Después de un examen
de lo más brusco y de lo más insolente, el conde me preguntó mi edad.
Y
añadió a esta primera pregunta otras sobre mi persona. Le puse al corriente de
todo lo que me concernía. Ni siquiera olvidé la deshonra que había recibido
de Rodin; y cuando le hube descrito mi miseria, cuando le hube demostrado que
la desdicha me había perseguido constantemente, el malvado me dijo con dureza:
––¡Tanto
mejor, tanto mejor! Así serás más flexible aquí. Es un minúsculo inconveniente
que la desdicha persiga a esta raza abyecta del pueblo que la naturaleza
condena a arrastrarse cerca de nosotros por el mismo suelo: así es más activa y
menos insolente, cumple mejor sus deberes hacia nosotros.
––Pero,
señor, ya os he contado mi cuna, no es en absoluto abyecta.
––Sí,
sí, ya me conozco la historia. Siempre se hace uno pasar por mucho cuando no es
nada, o está en la miseria. Es preciso que las ilusiones del orgullo acudan a
consolar de los embates de la fortuna; luego nos toca a nosotros creernos lo
que nos parezca de esas cunas abatidas por los golpes de la suerte. Por otra
parte, todo eso me da igual: te he encontrado al aire libre, y más o menos
vestida como una sirvienta. De modo que así te tomo, si te parece bien. Sin
embargo ––prosiguió con dureza aquel hombre––, sólo de ti depende ser feliz;
ten paciencia, discreción, y en unos pocos años te despediré de aquí en
situación de prescindir de servir.
Entonces
cogió mis dos brazos, y arremangándome las mangas hasta el codo, los examinó
con atención preguntándome cuántas veces me habían sangrado.
––Dos
veces, señor ––le contesté, bastante sorprendida por esa pregunta; y le cité
las épocas, refiriéndole las circunstancias de mi vida en que eso había ocurrido.
Apoya
sus dedos sobre las venas como cuando se quiere hincharlas para realizar esa
operación, y cuando alcanzan el punto que él desea, les aplica la boca chu
pándolas. A partir de entonces, ya no dudé de que el libertinaje estaba
relacionado con las prácticas de ese mal hombre, y los tormentos de la
inquietud se despertaron en mi corazón.
––Tengo
que saber cómo estás hecha ––prosiguió el conde, mirándome con un aire que me
hizo temblar––. Para el puesto que vas a ocupar, es preciso que no tengas ningún
defecto. Así que muéstrame cómo eres.
Me
defendí; pero el conde, entregando a la cólera todos los músculos de su
terrible rostro, me anuncia duramente que me aconseja que no me haga la mojigata
con él, porque dispone de medios seguros para convencer a las mujeres.
––Lo
que me has contado ––me dijo–– no anuncia una virtud muy elevada. Así que tus
resistencias quedarían tan fuera de lugar como ridículas.
Con
esas palabras, hace un signo a sus muchachos, que, acercándoseme
inmediatamente, se ocupan de desnudarme. Con unos individuos tan débiles, tan
des madejados como los que me rodean, la defensa no es seguramente difícil;
pero ¿de qué serviría? El antropófago que me los enviaba me habría
pulverizado, de haber querido, de un puñetazo. Así que comprendí que tenía que
ceder. Me desnudan en un instante. Tan pronto como acaban, descubro que provoco
las risas de los dos Ganímedes.
––Amigo
mío ––le decía el más joven al otro––, ¡no está mal una joven!... ¡Pero qué
lástima que ahí esté vacía!
––¡Oh!
––decía el otro––, no hay nada tan infame como ese vacío. No tocaría a una
mujer ni que me fuera la fortuna en ello.
Y
mientras mi parte delantera era tan ridiculizada por sus sarcasmos, el conde,
íntimo partidario del trasero (¡ay!, desdichadamente como todos los
libertinos), examinaba el mío con la mayor atención. Lo manipulaba duramente,
lo manoseaba con fuerza; y, pellizcando unos trozos de carne con sus cinco
dedos, los reblandecía hasta magullarlos. Después me ordenó caminar unos
pasos, y volver hacia él a reculones, a fin de no perder la perspectiva que se
le ofrecía. Cuando llegué a su lado, me hizo agachar, levantar, apretar, abrir.
A menudo se arrodillaba ante esta parte que era la única que le interesaba. La
besaba en varios lugares diferentes, a veces incluso en el orificio más
secreto; pero todos estos besos eran del tipo de la succión, no daba ni uno que
no tuviera esta acción por objetivo: era como si mamara de cada una de las
partes donde se posaban sus labios. Fue durante este examen cuando me preguntó
muchos detalles sobre lo que me habían hecho en el convento de Santa María de
los Bosques, y sin darme cuenta de que lo excitaba doblemente con esos relatos,
tuve el candor de hacérselos todos con ingenuidad. Hizo acercar a uno de los
jóvenes y, colocándolo a mi lado, soltó el nudo corredizo de un gran lazo de
cinta rosa que sostenía un calzón de gasa blanca, y dejó al descubierto todos
los encantos velados por esa prenda. Después de unas suaves caricias en el
mismo altar donde el conde sacrificaba conmigo, cambió de repente de objeto y
comenzó a chupar al muchacho en la parte que caracterizaba su sexo. No dejaba
de tocarme: fuera costumbre en el joven, fuera habilidad por parte del sátiro,
en muy pocos minutos, la naturaleza vencida derramó en la boca de uno lo que
salía del miembro del otro. Así es como ese libertino agotaba a los
desdichados niños que tenía consigo, cuyo nombre no tardaremos en conocer; así
es como los debilitaba, y ésta era la causa del estado de languidez en que los
había encontrado. Veamos ahora qué hacía para poner a las mujeres en el mismo
estado, y cuál era la auténtica razón del retiro en que tenía a la suya.
El
homenaje que me había rendido el conde había sido largo, pero sin la menor
infidelidad al templo que había elegido para sí: ni sus manos, ni sus besos, ni
sus deseos se apartaron de él un solo instante. Después de haber igualmente
chupado al otro joven, y haber recogido y devorado de la misma manera su semen,
me dijo, llevándome a un gabinete vecino, sin dejarme recoger mis ropas.
––Ven,
voy a mostrarte de qué se trata.
No
conseguí disimular mi turbación, fue espantoso; pero no había manera de hacer
cambiar la cara a mi suerte, tenía que beber hasta la hez el cáliz que me
habían ofrecido.
Otros
dos jóvenes de dieciséis años, no menos bellos ni exhaustos que los dos
primeros que habíamos dejado en el salón, tejían un tapiz en aquel gabinete. Se
levantaron cuando entramos.
Narcisse ––le dijo el conde a uno de
ellos––, ésta es la nueva camarera de la condesa. Tengo que probarla, dame mis
lancetas.
Narcisse abre un armario, y saca
inmediatamente de él todo lo necesario para sangrar. Dejo que vos misma penséis
cómo me puse. Mi verdugo vio mi apuro, y se limitó a reírse.
––Colócala,
Zéphire ––dijo el señor de Gernande al otro joven.
Y
aquel niño, al acercarse a mí, me dijo sonriendo: No tenga miedo, señorita, eso
sólo puede hacerle bien. Póngase así.
Se
trataba de estar ligeramente apoyada sobre las rodillas, en el borde de un
taburete colocado en el centro de la habitación, con los brazos atados por dos
cintas colgadas del techo.
Así
que estoy colocada, el conde se me acerca, con la lanceta en la mano. Apenas
respiraba, sus ojos soltaban chispas, su rostro daba miedo. Venda mis dos
brazos, y en menos de un abrir y cerrar de ojos pincha los dos. Tan pronto como
ve la sangre, lanza un grito acompañado de dos o tres blasfemias. Se sienta a
seis pies, frente a mí. El ligero ropaje que le cubre no tarda en abrirse:
Zéphire se arrodilla entre sus piernas, le chupa; y Narcisse, con los dos pies sobre el sillón de su amo,
le presenta para mamar el mismo objeto que él ofrece a chupar al otro. Gernande
agarraba los riñones de Zéphire, lo abrazaba, lo apretaba contra sí, pero lo
abandonaba de vez en cuando para arrojarme unas miradas encendidas. Mientras
tanto mi sangre manaba a grandes chorros y caía sobre dos cuencos blancos
colocados debajo de mis brazos. No tardé en debilitarme.
––¡Señor,
señor! ––exclamé––, tened piedad de mí, me mareo...
Y
me tambaleé; retenida por las cintas, no pude caer; pero como mis brazos se
movían y mi cabeza flotaba sobre mis hombros, mi cara se inundó de sangre. El
conde estaba en plena ebriedad... Sin embargo, no presencié el final de la
operación, me desmayé antes de que llegara a buen fin; ¿es posible que sólo
pudiera alcanzarlo viéndome en este estado, es posible que su éxtasis supremo
dependiera de este cuadro de muerte? Sea como fuere, cuando recuperé el
sentido, me encontré en una cama excelente y con dos viejas a mi lado. Así que
me vieron con los ojos abiertos, me ofrecieron un caldo, y cada tres horas,
durante dos días, sabrosas sopas. En aquel momento, el señor de Gernande me
hizo decir que me levantara y que fuera a hablarle al mismo salón donde me
había recibido al llegar. Me acompañaron allí: seguía estando un poco débil,
pero por lo demás bastante bien; llegué.
––Thérèse ––me dijo el conde, haciéndome
sentar––, repetiré muy pocas veces pruebas semejantes contigo; tu persona me es
útil para otros menesteres; pero era esencial que te hiciera conocer mis gustos
y la manera como acabarás un día en esta casa, si me traicionas, si
desgraciadamente te dejas sobornar por la mujer a cuyo lado voy a colocarte.
»Esta
mujer es la mía, Thérése, y este título es sin duda el más funesto que pueda
tener, ya que le obliga a prestarse a la pasión extravagante de la que tú
acabas de ser víctima. No imagines que la trato así por venganza, por
desprecio, o por algún sentimiento de odio: es simplemente la historia de las
pasiones. Nada iguala el placer que experimento al derramar su sangre... cuando
mana me siento embriagado; jamás he disfrutado de ninguna mujer de otra
manera. Hace tres años que me casé con ella y exactamente cada cuatro días
sufre el tratamiento que tú has experimentado. Su gran juventud (sólo tiene
veinte años) y los cuidados especiales que se le dan, todo eso la sostiene; y
como se la repara en la misma medida de lo que se la obliga a perder, se va
manteniendo bastante bien. Con una sujeccion semejante, ya puedes darte cuenta
de que no puedo dejarla salir, ni dejar que nadie la vea. Así que la hago pasar
por loca, y su madre, la única pariente que le queda, que vive en su castillo
a seis leguas de aquí, está tan convencida de ello que ni siquiera se atreve a
venir a verla. La condesa implora con mucha frecuencia su perdón, no hay nada
que no haga por enternecerme; pero jamás lo conseguirá. Mi lujuria ha decretado
su arresto, es invariable, seguirá así mientras pueda: nada le faltará en toda
su vida, y como me gusta agotarla, la aguantaré lo más posible; cuando ya no
pueda aguantar, ¡mala suerte! Es la cuarta, pronto tendré una quinta, nada me
inquieta tan poco como la suerte de una mujer; ¡hay tantas en el mundo, y es
tan agradable cambiarlas!
»En
cualquier caso, Thérèse, tu trabajo es cuidarla: pierde
regularmente dos paletas de sangre cada cuatro días, ahora ya no se desmaya; la
costumbre le confiere fuerzas, su agotamiento dura veinticuatro horas, está
bien los tres días restantes. Pero puedes entender fácilmente que esta vida le
disgusta; no hay nada que no haga por librarse de ella, nada que no emprenda
para conseguir comunicar su auténtica situación a su madre. Ya ha seducido a
dos de sus camareras, pero sus maniobras fueron descubiertas con el tiempo
suficiente para impedir que triunfaran: ella ha sido la causa de la pérdida de
las dos desdichadas, ahora se arrepiente de ello, y, aceptando la
invariabilidad de su suerte, ha tomado una decisión, y promete no volver a
intentar seducir las personas de las que la rodearé. Pero este secreto, lo que
puede ocurrir si me traicionan, todo eso, Thérèse, me obliga a colocar a su lado a personas
secuestradas como tú lo has sido, a fin de evitar con ello las persecuciones.
No habiéndote quitado a nadie, no teniendo que responder de ti a nadie, estoy
más capacitado para castigarte, si lo mereces, de una manera que, aunque te
arrebate la vida, no me pueda suponer pesquisas ni ningún tipo de sospechas. A
partir de este momento, ya no existes en el mundo, dado que puedes desaparecer
de él por el más ligero acto de mi voluntad: esta es tu suerte, hija mía, ya
ves; afortunada si te portas bien, muerta si intentas traicionarme. En
cualquier otro caso, te pediría una respuesta: en la situación en que te
encuentras no tengo ninguna necesidad de hacerlo; estás en mi poder, tienes que
obedecerme, Thérèse... Pasemos a ver a mi mujer.
Sin
nada que objetar a un discurso tan preciso, seguí a mi amo. Cruzamos una larga
galería, tan sombría y tan solitaria como el resto del castillo; se abre una
puerta, entramos en una antecámara en la que reconozco a las dos viejas que me
atendieron durante mi desfallecimiento. Se levantaron y nos introdujeron en un
soberbio aposento donde encontramos a la desdichada condesa bordando en un
bastidor sobre una tumbona; se levantó cuando vio a su marido.
––Sentaos
––le dijo el conde––, os permito que me escuchéis así. Aquí está, al fin, una
camarera que os he encontrado, señora ––prosiguió––. Confío en que os acor
daréis de la suerte que habéis hecho correr a las otras, y que no intentaréis
sumir a ésta en las mismas desdichas.
––Eso
sería inútil ––dije entonces, llena de deseos de servir a esa infortunada, y
queriendo disimular mis intenciones––; sí, señora, me atrevo a asegurarlo delan
te de vos, sería inútil, no diréis una sola palabra sin que yo la comunique
inmediatamente a vuestro señor esposo, y tened por seguro que no arriesgaré mi
vida por serviros.
––No
intentaré nada que pueda colocaros en esa situación, señorita ––dijo la pobre
mujer, que todavía no entendía los motivos que me hacían hablar así––; estad
tranquila: sólo pido vuestros cuidados.
––Serán
enteramente para vos, señora ––contesté––, pero
nada más.
Y
el conde, encantado conmigo, me estrechó la mano diciéndome al oído:
––Bien,
Thérèse, has hecho tu fortuna si te
portas como dices.
Después
el conde me mostró mi habitación, contigua a la de la condesa, y me hizo
observar que el conjunto de este apartamento, cerrado por unas puertas
excelentes y rodeado de dobles rejas en todas sus aberturas, no dejaba ninguna
esperanza de evasión.
––Aquí
hay una terraza ––prosiguió el señor de Gernande, acompañándome a un pequeño
jardín que estaba a la altura del apartamento––, pero no creo que su altura te
dé ganas de medir sus muros. La condesa puede venir a respirar el aire fresco
siempre que quiera, tú la acompañaras... Adiós.
Regresé
al lado de mi dueña, y como en un principio las dos nos examinamos sin hablar,
en este primer instante la estudié lo bastante bien como para poder
describirla.
La
señora de Gernande, con diecinueve años y medio de edad, poseía el mas bello
talle, el más noble y más majestuoso que había podido ver; ni uno de sus
gestos, ni uno de sus ademanes que no fuera una gracia, ni una de sus miradas
que no fuera un sentimiento. Sus ojos eran de la más bella negrura: aunque
fuera rubia, nada igualaba su expresión; pero una especie de languidez,
consecuencia de sus infortunios, que suavizaba su resplandor, los hacía mil
veces más interesantes; tenía la piel muy blanca, y los más hermosos cabellos,
la boca muy pequeña, demasiado quizá, me hubiera sorprendido un poco que le
hubieran encontrado este defecto: era una bonita rosa todavía poco crecida,
pero los dientes de una frescura... ¡los labios de un rosicler!... diríase que
el Amor la había coloreado con matices robados a la diosa de las flores. Su
nariz era aquilina, estrecha, ceñida por arriba, y coronada por dos cejas de
ébano; la barbilla perfectamente bonita, un rostro, en una palabra, bellamente
ovalado, en cuyo conjunto reinaba una especie de encanto, de ingenuidad, de candor,
que habrían hecho tomar esa cara encantadora, más por la de un ángel que por la
fisonomía de una mortal. Sus brazos, su seno, su trasero eran de un esplendor...
de una redondez capaz de servir de modelo a los artistas; un vello suave y
negro cubría el monte de Venus, sostenido por dos muslos torneados; y, cosa que
me sorprendió, pese a la ligereza del talle de la condesa, pese a sus
desdichas, nada alteraba su lozanía: sus nalgas redondas y rollizas eran tan
carnosas, tan abundantes, tan firmes como si su cintura hubiera sido más
marcada y ella hubiera vivido siempre en el seno de la felicidad. Mostraba, sin
embargo, sobre todo ello espantosas marcas del libertinaje de su esposo, pero,
lo repito, nada alterado... la imagen de un bello lirio donde la abeja ha
dejado algunas manchas. A tantos dones, la señora de Gemande sumaba un
carácter dulce, una mente novelesca y tierna, ¡un corazón de una
sensibilidad!... Instruida, con talento... un arte innato para la seducción, a
la que sólo su infame esposo era capaz de resistir, un sonido de voz encantador
y mucha piedad. Así era la desdichada esposa del conde de Gernande, así era la
criatura angelical contra la que había conspirado; parecía que cuantas más
cosas inspiraba, más encendía su ferocidad, y que la abundancia de dones que
había recibido de la naturaleza sólo servía de motivos suplementarios para
las crueldades de aquel malvado.
––¿Qué
día fuisteis sangrada, señora? ––le dije, a fin de mostrarle que estaba al
corriente de todo.
––Hace
tres días ––me dijo––, y me toca mañana...
––A
continuación, con un suspiro––: Sí, mañana... señorita, mañana... seréis
testigo de esa bonita escena.
––¿Y
la señora no se debilita?
––¡Oh,
cielos! Aún no he cumplido veinte años, y estoy segura de que no se está más
débil a los setenta. Pero me consuela saber que eso terminará; es absolu
tamente imposible que viva mucho tiempo así: iré a reunirme con mi padre, iré
a buscar en los brazos del Ser Supremo un reposo que los hombres me han negado
tan cruelmente en la Tierra.
Estas
palabras me rasgaron el corazón; queriendo mantener mi personaje, disimulé mi
turbación, pero, en el fondo de mí misma, me prometí a partir de entonces
perder mil veces la vida, si era preciso, a cambio de arrebatar del infortunio
a esta desdichada víctima de los excesos de un monstruo.
Era
el momento de la cena de la condesa. Las dos viejas vinieron a avisarme de que
la hiciera pasar a su gabinete: se lo dije. Ella estaba acostumbrada a todo
aquello, salió inmediatamente, y las dos viejas, ayudadas por los dos lacayos
que me habían detenido, sirvieron una comida suntuosa en una mesa donde mi
cubierto estaba colocado en frente del de mi dueña. Los lacayos se retiraron, y
las dos viejas me avisaron de que ellas no se moverían de la antecámara a fin
de estar a disposición de recibir las órdenes de la señora sobre todo lo que
ella pudiera desear. Advertí a la condesa, se sentó, y me invitó a hacer lo
mismo con un aire de amistad y de afabilidad que acabó de conquistarme el alma.
Sobre la mesa había por lo menos veinte platos.
––A
este respecto, ya veis que me cuidan, señorita ––me dijo.
––Sí,
señora ––contesté––, y sé que la voluntad del señor
conde es que no os falte nada.
––¡Oh,
sí! Pero como los motivos de estas atenciones son tan crueles, me conmueven
poco.
La
señora de Gernande agotada, y vivamente estimulada por la naturaleza a unas
constantes reparaciones, comió mucho. Quiso unas perdices y un ánade de Rouen que
le sirvieron inmediatamente. Después de la comida, fue a tomar el aire en la
terraza, pero cogida de mi mano: le hubiera sido imposible dar diez pasos sin
esta ayuda. Fue en ese momento cuando me enseñó todas las partes de su cuerpo
que acabo de describiros; me mostró sus brazos, estaban llenos de cicatrices.
––¡Ah!,
no acaba ahí ––me dijo––, no hay una sola parte de mi desdichada persona de la
que no le guste ver correr la sangre.
Y
me mostró sus pies, su cuello, la parte inferior de su seno y otras zonas
carnosas igualmente cubiertas de cicatrices. El primer día me limité a algunas
protestas suaves, y nos acostamos.
El
siguiente era el día fatal de la condesa. El señor de Gernande, que sólo
realizada esta operación al final de su cena, terminada siempre antes que su
mujer, me hizo decir que me sentara a la mesa con él; allí fue, señora, donde
vi operar a aquel ogro de una manera tan terrible que, pese a estar viéndolo,
me costó esfuerzo creerlo. Cuatro lacayos, entre los que estaban los dos que me
habían conducido al castillo, servían la asombrosa comida. Merece ser
detallada: voy a hacerlo sin exagerar; seguramente no habían añadido nada para
mí. Así que lo que vi era la historia de todos los días.
Sirvieron
dos sopas, una de pasta al azafrán, y la otra de cangrejos con caldo de jamón;
en medio un solomillo de buey a la inglesa, ocho entremeses, cinco grandes
entrantes, cinco disfrazados y más ligeros, una cabeza de jabalí en medio de
ocho platos de asados, a los que siguieron dos servicios de dulces, y dieciséis
platos de frutas; helados, seis tipos de vino, cuatro clases de licores, y
café. El señor de Gernande probó todos los platos, y algunos los vació por
completo; bebió doce botellas de vino, cuatro de Borgoña, con los primeros
platos, y cuatro de champagne
en el asado; el
tokai, el mulseau, el hermitage y el madeira fueron consumidos con la fruta.
Terminó con dos botellas de licores de las Islas y diez tazas de café.
Tan
fresco al levantarse como si acabara de despertarse, el señor de Gernande me
dijo:
––Vamos
a sangrar a tu ama; te pido que me digas si lo hago tan bien con ella como
contigo.
Dos
muchachos a los que todavía no había visto, de la misma edad que los
anteriores, nos esperaban a la puerta de los aposentos de la condesa: fue allí
donde el conde me contó que tenía doce que le cambiaban cada año. Estos me
parecieron aún más lindos que ninguno de los que había visto anteriormente:
estaban menos exhaustos que los demás; entramos... Todas las ceremonias que
aquí voy a detallaros, eran las que exigía el conde: se respetaban
regularmente todos los días, y lo máximo que se cambiaba era el local de las
sangrías.
La
condesa, envuelta simplemente en una tela de muselina flotante, se arrodilló
así que el conde entró. ––¿Estáis preparada? ––le preguntó su esposo.
––A
todo, señor ––contestó humildemente––: sabéis perfectamente que soy vuestra
víctima, y que no tenéis más que mandar.
Entonces
el señor de Gernande me dijo que desnudara a su mujer y que se la trajera. Por
mucha repugnancia que yo sintiera ante todos estos horrores, ya sabéis señora,
que no tenía otra opción que la más total resignación. Vedme siempre, os lo
suplico, como una esclava en todo lo que os he contado y en todo lo que me
queda por referiros: sólo me prestaba a ello cuando no podía hacer otra cosa,
pero no actuaba de buena gana en nada de todo ello.
Así
que despojé a mi ama de su túnica y la conduje desnuda al lado de su esposo, ya
instalado en un gran sillón: al corriente del ceremonial, ella se subió al
sillón, y ella misma le presentó a besar aquella parte favorita que tanto había
celebrado en mí, y que me parecía interesarle igualmente en todos los seres y
en todos los sexos.
––Abrase pues, señora ––le dijo
brutalmente el conde...
Y
celebró largo tiempo lo que deseaba ver haciéndole tomar sucesivamente
diferentes posiciones. Entreabría, cerraba; con la punta del dedo, o con la
lengua, cosquilleaba el estrecho orificio; y otras veces, arrastrado por la
ferocidad de sus pasiones, cogía un pellizco de carne, lo apretaba y lo
arañaba. Así que había producido una leve herida, su boca se posaba
inmediatamente sobre ella. Durante estos crueles preliminares, yo aguantaba a
su desdichada víctima, y los dos garzones completamente desnudos se relevaban
a su lado; sucesivamente de rodillas entre sus piernas, utilizaban las bocas
para excitarlo. Fue entonces cuando vi, no sin una asombrosa sorpresa, que
aquel gigante, aquella especie de monstruo, cuyo mero aspecto bastaba para
echarse a temblar, apenas era, sin embargo, un hombre: la más menuda, la más
ligera excrecencia de carne, o, para que la comparación sea más exacta, lo que
se le vería a un niño de tres años, era lo máximo que se descubría en aquel
individuo tan enorme y tan corpulento, por otra parte, en todo; pero no por
ello sus sensaciones eran menos vivas, y cada vibración de placer significaba
para él un ataque de espasmo. Después de esta primera sesión, se tendió sobre
el canapé, y quiso que su mujer, a caballo sobre él, mantuviera el trasero
sobre su cara, mientras que con su boca le devolvería, por medio de la succión,
los mismos ultrajes que acababa de recibir de los jóvenes Ganímedes, los cuales
eran excitados, a derecha e izquierda, con sus manos; las mías trabajaban
durante ese rato en su trasero: lo cosquilleaba, lo masturbaba en todos los
sentidos. Como esta actitud, proseguida durante más de un cuarto de hora, no
producía ningún efecto, hubo que cambiarla; por orden del conde, tendí a la
condesa sobre una tumbona, acostada de espaldas, con los muslos abiertos al
máximo. La visión de lo que se entreabría colocó al conde en una especie de
rabia; mira... sus miradas despiden fuego, blasfema; se precipita como un loco
furioso sobre su mujer, la pincha con su lanceta en cinco o seis lugares del
cuerpo, pero todas estas heridas eran superficiales, apenas dejaban escapar una
o dos gotas de sangre. Estas primeras crueldades cesaron finalmente para ser
sustituidas por otras. El conde se tranquiliza, deja respirar un instante a su
mujer; y ocupándose de sus dos favoritos, los obligaba a chuparse mutuamente, o
bien los colocaba de tal modo que a la vez que él chupaba a uno, el otro le
chupaba a él, y el que le chupaba volvía con su boca a prestar el mismo
servicio al que era chupado: el conde recibía mucho, pero no daba nada. Su
saciedad y su impotencia eran tales que ni los mayores esfuerzos conseguían
sacarle de su embotamiento: parecía sentir unas titilaciones muy violentas,
pero no se manifestaba nada; a veces me ordenaba que yo misma chupara a sus
miñones y que corriera inmediatamente a devolver a su boca el incienso que
recogiera. Al fin los arroja a los dos sobre la desdichada condesa. Los jóvenes
se acercan, la insultan, llevan su insolencia hasta golpearla, y abofetearla,
y cuanto más la molestan, más elogiados y aplaudidos son por el conde.
Gernande
estaba entonces ocupado conmigo; yo me colocaba frente a él, con mis riñones a
la altura de su cara, y él rendía homenaje a su dios, pero no me hizo daño; no
sé por qué tampoco atormentó a sus Ganímedes: sólo se metía con la condesa. Es
posible que el honor de pertenecerle fuera un título para ser maltratada por
él; es posible que sólo le impulsaran a la crueldad los vínculos que conferían
fuerza a sus ultrajes. Cabe suponerlo todo en semejantes cabezas, y apostar
casi siempre a que lo que les parezca un crimen mayor será lo que más los
excite. Al fin nos coloca a sus jóvenes y a mí a los lados de su mujer,
entremezclados los unos con los otros: aquí un hombre, allí una mujer, y los
cuatro ofreciéndole el trasero; los examina primero de frente, un poco
distante, después se acerca, toca, compara, acaricia; los jóvenes y yo no
teníamos que sufrir nada, pero cada vez que llegaba a su mujer, la molestaba,
la vejaba de una u otra manera. La escena cambia de nuevo: hace colocar a la
condesa boca abajo sobre un canapé, y tomando sucesivamente a cada uno de los
jóvenes, él mismo los introduce en el estrecho camino ofrecido por la posición
de la señora de Gernande: les permite calentarse, pero el sacrificio sólo debe
consumarse en su boca; los chupa igualmente a medida que sale. Mientras el uno
actúa, se hace chupar por el otro, y su lengua se pierde en el trono de
voluptuosidad que le presenta el agente. Este acto es largo, el conde se
enfada, se levanta, y quiere que yo sustituya a la condesa; le suplico
insistentemente que no me lo exija, no hay manera. Coloca a su mujer de
espaldas a lo largo del canapé, me hace pegarme a ella, con los riñones vueltos
hacia él, y allí ordena a sus muchachos que me sondeen por el camino prohibido:
me los presenta, sólo se introducen guiados por sus manos; es preciso entonces
que yo excite a la condesa con mis dedos, y que la bese en la boca. Para él, su
ofrenda es la misma; como cada uno de sus miñones sólo puede actuar mostrándole
uno de los más dulces objetos de su culto, lo aprovecha lo mejor que puede, y
al igual que con la condesa hace que el que me perfora, después de unas
cuantas idas y venidas, acuda a derramar en su boca el incienso encendido por
mí. Cuando los jóvenes han terminado, se pega a mis riñones y parece querer
sustituirlos.
––¡Esfuerzos
superfluos! ––exclama––... ¡No es eso lo que necesito!...
¡Acción!... ¡Acción!... Por lamentable que parezca mi estado... ya no aguanto
más... ¡Vamos, condesa, vuestros brazos!
La
cogió entonces con ferocidad, la coloca como había hecho conmigo, los brazos
colgados del techo por dos cintas negras: yo estoy encargada de colocarle las
vendas; examina las ataduras: viéndolas poco apretadas, las aprieta más, a fin,
dice, de que la sangre salga con mayor fuerza; pulsa las venas, y pincha las
dos casi al mismo tiempo. La sangre salta muy lejos: él se extasía; y
colocándose de nuevo de frente, mientras que los dos manantiales manan, me hace
arrodillarme entre sus piernas, a fin de que le chupe; él hace lo mismo a cada
uno de sus queridos, sucesivamente, sin apartar la mirada de los chorros de
sangre que lo excitan. Por mi parte, convencida de que el instante en que la
crisis que espera se produzca significará el cese de los tormentos de la
condesa, pongo todo mi esfuerzo en precipitar esa crisis, y me vuelvo, como
veis, señora, ramera por beneficencia y libertina por virtud. Al fin llega el
desenlace tan esperado, del que yo no conocía ni sus peligros ni su violencia;
la última vez que se había producido, estaba desvanecida... ¡Oh, señora! ¡Qué
extravío! Gernande llevaba cerca de diez minutos en pleno delirio,
debatiéndose como un hombre enfermo de epilepsia, y lanzando unos gritos que se
oirían a una legua de distancia; sus juramentos eran excesivos, y golpeando
todo lo que le rodeaba, desplegaba unos esfuerzos terribles. Los dos miñones
caen patas arriba; quiere arrojarse sobre su mujer, le retengo; acabo de
chupársela: la necesidad que siente de mí hace que me respete; al fin lo
devuelvo a la razón, desprendiéndole de aquel fluido encendido, cuyo calor, cuyo
espesor, y sobre todo cuya abundancia, le ponen en tal estado de frenesí, que
yo creía que iba a expirar; siete u ocho cucharas apenas habrían bastado para
contener la dosis, y el potaje más espeso describiría mal su consistencia; con
todo ello nada de erección, la apariencia misma del agotamiento: son unas
contradicciones que explicarán los médicos mejor que yo. El conde comía en
exceso, y sólo se desahogaba cada vez que sangraba a su mujer, o sea cada
cuatro días. ¿Estaba ahí la causa del fenómeno? Lo ignoro, y no atreviéndome a
explicar lo que no entiendo, me limitaré a referir lo que vi.
Mientras
tanto corro hacia la condesa, restaño su sangre, la desato y la coloco sobre un
canapé en un gran estado de debilidad; pero el conde, sin preocuparse, sin
dignarse arrojar ni una mirada sobre la desdichada víctima de su rabia, sale
bruscamente con sus miñones, dejándome ordenarlo todo como yo quiera. Esta es
la fatal indiferencia que caracteriza, mejor que cualquier otra cosa, el alma
de un auténtico libertino: ¿sólo está arrastrado por la fogosidad de sus
pasiones? El remordimiento se dibujará en su rostro, cuando vea en estado de
calma los funestos efectos del delirio; ¿su alma está enteramente corrompida?
Semejantes consecuencias no le horrorizarán en absoluto: las contemplará sin
pena y sin pesar, quizás incluso todavía con alguna emoción por las infames
voluptuosidades que las produjeron.
Hice
acostar a la señora de Gernande. Por lo que ella me dijo, esta vez había
perdido mucho más que de costumbre; pero se le prodigaron tantos cuidados y
tantos reconstituyentes que, al cabo de dos días, ya no lo parecía. Aquella
misma noche, así que ya no tuve nada que hacer al lado de la condesa, Gernande
me comunicó que fuera a hablar con él. Cenaba; yo tenía que servir aquella cena
consumida por él con aún mayor intemperancia que el almuerzo; cuatro de sus
miñones se sentaban a su mesa, y allí, regularmente todas las noches, el
libertino bebía hasta emborracharse: pero veinte botellas de los más
excelentes vinos apenas bastaban para conseguirlo, y más de una vez le vi
vaciar treinta. Sostenido por sus favoritos, el libertino se acostaba luego
cada noche en la cama con dos de ellos. Pero él no daba nada por su parte, y
todo ello no eran más que vehículos que le preparaban para la gran escena.
Mientras
tanto, yo había descubierto el secreto de agradar de manera increíble a aquel
hombre: confesaba espontáneamente que pocas mujeres le habían gustado tanto.
Con ello adquirí derecho a su confianza, de la que sólo me aproveché para
servir a mi ama.
Una
mañana que Gernande me había hecho ir a su gabinete para comunicarme unos
nuevos proyectos de libertinaje, después de haberle escuchado y aplaudido
calurosamente, quise, viéndole bastante tranquilo, intentar enternecerle sobre
la suerte de su desdichada esposa:
––¿Es
posible, señor ––le dije––, que podáis tratar a una mujer de esta manera,
independientemente de todos sus vínculos con vos? Dignaos pensar en las gracias
conmovedoras de su sexo.
––¡Oh,
Thérèse! ––me contestó el conde––. Sé
inteligente. ¿Cómo puedes utilizar como razones para calmarme las que
precisamente más me excitan? Atiéndeme, querida muchacha ––prosiguió
haciéndome sentar a su lado––, sean cuales sean los insultos que me oirás
proferir contra tu sexo, no te acalores. Dame razones, y si son buenas, me
rendiré a ellas.
»¿Con
qué derecho, por favor, pretendes, Thérèse, que un
marido esté obligado a procurar la felicidad de su mujer? ¿Y qué títulos se
atreve a alegar esa mujer para exigirlo de su marido? La necesidad de hacerse
recíprocamente felices sólo puede existir legalmente entre dos seres
igualmente dotados de la facultad de hacerse daño, y por consiguiente entre dos
seres de idéntica fuerza. Una asociación semejante sólo puede producirse si se
establece inmediatamente el pacto entre esos dos seres de comportarse entre sí
de modo que el uso de sus respectivas fuerzas no pueda dañar a ninguno de los
dos; pero es imposible que exista esta convención entre el ser fuerte y el ser
débil. ¿Con qué derecho exigirá el último que el otro le trate con miramientos?
¿Y por qué imbecilidad se comprometería el primero a hacerlo? Puedo consentir
en no utilizar mis fuerzas contra aquel que es capaz de hacérseme temible con
las suyas; pero ¿por qué motivo debilitaría sus efectos con el ser cuya
naturaleza me sirve? Tú me contestarás: ¿por piedad? Ese sentimiento sólo es
compatible con el ser que se me asemeja, y como es egoísta su efecto sólo se
produce con la condición tácita de que el individuo que me inspirará conmiseración
también la sienta respecto a mí: pero si yo lo domino constantemente con mi
superioridad, al serme inútil su conmiseración, jamás debo, por poseerla,
consentir en ningún sacrificio. ¿No sería un engaño sentir piedad del pollo que
degüellan para mi cena? Un individuo tan inferior a mí, privado de cualquier
relación conmigo, jamás puede inspirarme ningún sentimiento. Pues bien, las
relaciones de la esposa con el marido no tienen una consecuencia diferente que
la del pollo conmigo; ambos son unos animales familiares que hay que utilizar,
que hay que emplear para el uso indicado por la naturaleza, sin diferenciarlos
en lo más mínimo. Vaya, me pregunto que si la intención de la naturaleza fuera
la de que vuestro sexo hubiera sido creado para la dicha del nuestro, y
viceversa, ¿habría cometido, esta naturaleza ciega, tantas inepcias en la
construcción de uno y otro sexo?, ¿les habría conferido mutuamente unos errores
tan graves de los que debían resultar indefectiblemente el alejamiento y la
antipatía mutuas? Sin ir a buscar unos ejemplos más lejos, con la conformación
que tú me conoces, dime, por favor, Thérèse, ¿a qué
mujer podría yo hacer feliz, y, a la inversa, qué hombre podrá encontrar dulce
el goce de una mujer, si no está dotado de las gigantescas proporciones
necesarias para contentarla? ¿Serán, en tu opinión, las cualidades morales las
que la compensarán de los defectos fisicos? ¿Y qué ser razonable, conociendo
una mujer a fondo, no exclamará con Eurípides: «Aquel de los dioses que ha puesto
la mujer en el mundo, puede vanagloriarse de haber producido la peor de todas
las criaturas, y la más molesta para el hombre?». Si, por consiguiente, está
demostrado que los dos sexos no se convienen mutuamente en absoluto, y que no
existe querella fundada, por parte de uno, que no convenga inmediatamente al
otro, es falso, pues, a partir de ahí, que la naturaleza los haya creado para
su felicidad recíproca. Puede haberles permitido el deseo de juntarse para
concurrir al objetivo de la propagación, pero en absoluto el de unirse con la
intención de que el uno procure la felicidad del otro. Así, pues, no teniendo
el más débil ningún título a reclamar para obtener la piedad del más fuerte, y
no pudiendo ya oponerle que puede hallar su felicidad en él, no tiene otra
opción que la sumisión; y como, pese a la dificultad de esta felicidad mutua,
está en la esencia de los individuos de uno y otro sexo trabajar en
procurársela, el más débil debe reunir sobre él, mediante esta sumisión, la
única dosis de felicidad que le sea dable recoger, y el más fuerte debe
trabajar en la propia, por la vía de opresión que le plazca emplear, ya que
está demostrado que la única dicha de la fuerza reside en el ejercicio de las
facultades del fuerte, es decir en la más completa opresión. Así, esa
felicidad que los dos sexos no pueden encontrar conjuntamente, la encontrarán,
el uno con su obediencia ciega, el otro con la más absoluta energía de su
dominación. ¡Qué!, si no estuviera en la intención de la naturaleza que uno de
los sexos tiranizara al otro, ¿acaso no los habría creado de fuerza igual? Al
hacer a uno de ellos inferior al otro en todos los puntos, ¿no ha indicado de
manera suficiente que su voluntad era que el más fuerte utilizara los derechos
que ella le daba? Cuanto más extiende éste su autoridad, más desdichada hace,
con ello, a la mujer unida a su suerte, y mejor ejecuta así los designios de la
naturaleza. No es a partir de las quejas del ser débil que hay que juzgar el
procedimiento; en tal caso los juicios sólo podrían ser viciosos, ya que sólo
tomaríais, al hacerlos, las ideas del débil: hay que juzgar la acción por el
poder del fuerte, por la amplitud que ha dado a su poder, y cuando los efectos
de esta fuerza recaen sobre una mujer, examinar entonces lo que es una mujer,
la manera como este ser despreciable ha sido vista, tanto en la antigüedad como
en nuestros días, por las tres cuartas partes de los pueblos de la Tierra.
»Ahora
bien, ¿qué veo al proceder con sangre fría a este examen? Una criatura
enclenque, siempre inferior al hombre, infinitamente menos hermosa que él,
menos ingeniosa, menos buena, constituida de una manera asquerosa, enteramente
opuesta a lo que puede gustar al hombre, a lo que debe deleitarle..., un ser
malsano las tres cuartas partes de su vida, incapaz de satisfacer a su esposo
todo el tiempo en que la naturaleza le obliga al embarazo, de un humor agrio,
desabrido, imperioso; tirana, si se le conceden unos derechos, baja y rastrera
si se la cautiva; pero siempre falsa, siempre malvada, siempre peligrosa; una
criatura tan perversa en fin, que fue muy seriamente discutido durante varias
sesiones del concilio de Mâcon,
si este individuo
extravagante, tan diferente del hombre como del hombre lo es el simio de la
selva, podía pretender al título de criatura humana, y se debía razonablemente
concedérselo. Pero ¿fue esto un error del siglo, y la mujer había sido mejor
vista en los que lo precedieron? ¿Los persas, los medas, los babilonios, los
griegos, los romanos honraban a este sexo odioso que hoy nos atrevemos a convertir
en nuestro ídolo? ¡Ay!, lo veo oprimido en todas partes, en todas partes
alejado rigurosamente de la administración, en todas partes despreciado,
envilecido, encerrado; en una palabra, tratadas en todas partes las mujeres
como unas bestias que se utilizaban en el instante necesario, y que se
encierran acto seguido en el redil. Si me detengo un momento en Roma, oigo al
sabio Catón gritarme desde el seno de la antigua capital del mundo: "Si
los hombres estuvieran sin mujeres, seguirían conversando con los dioses".
Escucho a un senador romano comenzar su arenga con estas palabras:
"Señores, si nos fuera posible vivir sin mujeres, entonces conoceríamos la
auténtica felicidad". Oigo a los poetas cantar en los teatros de Grecia:
"¡Oh, Júpiter! ¿Qué razón pudo obligarte a crear mujeres? ¿No podías dar
el ser a los humanos por unos caminos mejores y más cuerdos, por unos medios,
en una palabra, que nos hubieran evitado el azote de las mujeres?". Veo a
estos mismos pueblos, los griegos, sentir por ese sexo tal desprecio que se
precisan leyes para obligar a un espartano a la propagación, y que una de las
penas de estas sabias repúblicas es obligar al malhechor a vestirse de mujer,
es decir, a disfrazarse del ser más vil y más despreciado que conocen.
»Sin
seguir buscando ejemplos en unos siglos tan alejados de nosotros, ¿con qué
mirada este desgraciado sexo es visto todavía ahora en la superficie del globo?
¿Cómo es tratado? Lo veo, encerrado en toda Asia, servir allí de esclavo a los
bárbaros caprichos de un déspota que lo molesta, lo atormenta, y se ríe de sus
dolores. En América, veo unos pueblos naturalmente humanos, los esquimales,
practicar entre los hombres todos los actos posibles de beneficencia, y tratar
a las mujeres con toda la dureza imaginable; las veo humilladas, prostituidas
a los extranjeros en una parte del universo, servir de moneda en otra. En Africa, mucho
más envilecidas sin duda, las veo ejerciendo la función de bestias de carga,
trabajar la tierra, sembrarla y servir a sus maridos de rodillas. ¿Seguiré al
capitán Cook en sus nuevos descubrimientos? ¿La encantadora isla de Otaïti, donde
el embarazo es un crimen que vale a veces la muerte a la madre, y casi siempre
al hijo, me ofrecerá unas mujeres más dichosas? En otras islas descubiertas
por ese mismo marino, las veo golpeadas y vejadas por sus propios hijos, y al
propio marido juntarse a su familia para atormentarla con mayor rigor.
»i
Oh, Thérèse!, no te asombres en absoluto de
todo eso, no te sorprendas más del derecho absoluto que tuvieron, en todos los
tiempos, los esposos sobre sus mu jeres: cuanto más próximos están los pueblos
a la naturaleza, mejor siguen sus leyes; la mujer no puede tener con su marido
otras relaciones que las del esclavo con su dueño; carece decididamente de
ningún derecho para pretender a títulos más queridos. No hay que confundir con
unos derechos algunos ridículos abusos que, degradando nuestro sexo,
enaltecieron por un instante el vuestro: hay que buscar la causa de estos abusos,
proclamarla, y retornar más constantemente después a los
sabios consejos de la razón. Y ahí tienes, Thérèse, la causa del respeto momentáneo que obtuvo
tiempo atrás tu sexo, y que sigue engañando, sin que se den cuenta, a los que
prolongan este respeto.
»Antaño
en las Galias, o sea en la única parte del mundo que no trataba del todo a las
mujeres como esclavas, ellas tenían el hábito de profetizar, de decir la buena
ventura: el pueblo se imaginó que triunfaban en este oficio gracias al comercio
íntimo que sostenían sin duda con los dioses; a partir de ahí fueron, por decirlo
de algún modo, asociadas al sacerdocio, y disfrutaron de una parte de la
consideración dedicada a los sacerdotes. La Caballería se
estableció en Francia sobre estos prejuicios, y considerándolos favorables a su
espíritu, los adoptó; pero ocurrió con esto como con todo: las causas se
apagaron y los efectos se mantuvieron; la Caballería desapareció, y los
prejuicios que había alimentado se incrementaron. El antiguo respeto concedido
a unos títulos quiméricos no pudo ni siquiera aniquilarse, cuando se disipó lo
que sustentaba estos títulos: dejamos de respetar a las brujas, pero se veneró
a las rameras, y lo que es peor, seguimos degollándonos por ellas. Que
semejantes banalidades cesen de influir sobre la mente de los filósofos, y,
devolviendo las mujeres a su auténtico lugar, vean únicamente en ellas, tal
como indica la naturaleza, tal como admiten los pueblos más sabios, unos
individuos creados para sus placeres, sometidos a sus caprichos, cuya
debilidad y maldad sólo deben merecer de ellos el desprecio.
»Pero
no únicamente, Thérèse, todos los pueblos de la tierra
disfrutaron de los derechos más amplios sobre sus mujeres, ocurrió incluso que
las condenaban a muerte así que venían al mundo, conservando únicamente el
pequeño número necesario para la reproducción de la especie. Los árabes,
conocidos con el nombre de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad
de siete años, en una montaña cerca de La Meca, porque un sexo tan vil les
parecía, decía, indigno de ver el día. En el serrallo del rey de Aquem, por la
mera sospecha de infidelidad, por la más ligera desobediencia en el servicio
de las voluptuosidades del príncipe, o tan pronto como inspiran repugnancia,
los más espantosos suplicios les sirven al instante de castigo. En las orillas
del Ganges, están obligadas a inmolarse ellas mismas sobre las cenizas de sus
esposos, como inútiles al mundo, así que sus amos ya no pueden disfrutar de
ellas. En otras partes se las expulsa como animales salvajes, y es un honor
matar muchas de ellas; en Egipto, se las inmola a los dioses; en Formosa, se
las pisotea si quedan embarazadas. Las leyes germanas sólo condenaban a diez
escudos de multa a quien mataba a una mujer ajena, a nada si era la propia o
una cortesana. En todas partes, repito, en una palabra, en todas partes, veo
las mujeres humilladas, maltratadas, por doquier sacrificadas a la superstición
de los sacerdotes, a la barbarie de los esposos o a los caprichos de los
libertinos. Y porque yo tenga la desdicha de vivir en un pueblo todavía lo
bastante grosero como para no atreverse a abolir el más ridículo de los
prejuicios, ¿me privaré de los derechos que la naturaleza me concede sobre ese
sexo?, ¿renunciaré a todos los placeres que nacen de esos derechos?... No, no, Thérèse, eso no es justo: ocultaré mi conducta, ya que
es necesario, pero me desquitaré en silencio, en el retiro en que me exilio, de
las cadenas absurdas a que me condena la legislación, y allí trataré a mi mujer
como autoriza el derecho en todos los códigos del universo, en mi corazón y en
la naturaleza.
––¡Oh,
señor! ––le dije––, vuestra conversión es imposible.
––Por
consiguiente no te aconsejo que la emprendas, Thérèse ––me contestó Gernande––: el árbol es demasiado
viejo para ser doblegado; a mis años es posi ble dar unos cuantos pasos más en
el camino del mal, pero ni uno solo en el del bien. Mis principios y mis gustos
hicieron mi felicidad desde mi infancia, fueron siempre la única base de mi
comportamiento y de mis acciones: tal vez vaya más lejos, percibo que es posible, pero retroceder, no; siento demasiado
horror por los prejuicios de los hombres, odio con excesiva sinceridad su
civilización, sus virtudes y sus dioses, para sacrificarles jamás mis
inclinaciones.
A
partir de este momento vi perfectamente que no tenía otra posición que tomar,
tanto para escapar de esta casa como para liberar a la condesa, que utilizar la
astucia y ponerme de acuerdo con ella.
Al
cabo de un año de estar a su lado, yo le había dejado leer en demasía en mi
corazón como para que ella no se convenciera del deseo que yo sentía de ser
virla, y como para que no adivinara lo que en un principio me había hecho
actuar de manera diferente. Me abrí más, ella se entregó: acordamos nuestros
planes. Se trataba de informar a su madre, de abrirle los ojos sobre las
infamias del conde. La señora de Gemande no tenía la menor duda de que esta
dama infortunada correría inmediatamente a romper las cadenas de su hija; pero
cómo conseguirlo, ¡estábamos tan bien encerradas, tan vigiladas! Acostumbrada
a salvar muros, medí con la mirada los de la terraza: apenas tenían treinta
pies; ninguna valla apareció ante mis ojos; creo que una vez al pie de esas
murallas, nos hallábamos en los caminos del bosque; pero como la condesa había
llegado de noche a su apartamento, y jamás había salido de él, no pudo
confirmar mis ideas. Me decidí a intentar la escalada. La señora de Gernande
escribió a su madre la carta más idónea del mundo para enternecerla y
decidirla a acudir en ayuda de una hija tan desdichada; yo metí la carta en mi
seno, abracé a la querida y cautivadora mujer, y ayudada después por nuestras
sábanas, así que se hizo de noche, me dejé deslizar a la parte inferior de esa
fortaleza. ¡Qué fue de mí, oh, cielos, cuando descubrí que faltaba mucho para
que estuviera fuera del recinto! Sólo me hallaba en el parque, y en un parque
rodeado de muros cuya visión me había sido ocultada por el espesor de los
árboles y por su cantidad: esos muros tenían más de cuarenta pies de altura,
completamente sembrados de cristales en la cresta, y de un espesor
prodigioso... ¿Qué sería de mí? El día estaba a punto de aparecer: ¿qué
pensarían de mí al verme en un lugar en el que sólo podía estar con el proyecto
seguro de una evasión? ¿Podía escapar al furor del conde? ¿Qué probabilidad
había de que aquel ogro no se abrevara con mi sangre para castigarme por una
falta semejante? Regresar era imposible, la condesa había retirado las sábanas;
llamar a las puertas, significaba traicionarse aún con mayor seguridad: poco
faltó entonces para que no perdiera la cabeza por completo y no cediera con
violencia a los efectos de la desesperación. Si había descubierto alguna
compasión en el alma del conde, es posible que la esperanza me hubiera
engañado por un instante, pero un tirano, un bárbaro, un hombre que detestaba
a las mujeres y que, decía, llevaba mucho tiempo buscando la ocasión de inmolar
una, haciéndole perder su sangre, gota a gota, para ver cuántas horas podría
vivir así... Era indudable que yo iba a servir para la prueba. Sin saber, pues,
qué hacer conmigo, descubriendo peligros en todas partes, me arrojé a los pies
de un árbol, decidida a esperar mi suerte, y resignándome en silencio a las
voluntades del Eterno... Llega al fin el día: ¡santo cielo!, el primer objeto
que se presenta ante mí... es el propio conde: había hecho un calor terrible
durante la noche; había salido para tomar el aire. Cree engañarse, cree ver un
espectro, retrocede: rara vez es el valor la virtud de los traidores. Me
levanto temblorosa, me precipito a sus rodillas.
––¿Qué
haces ahí, Thérèse? ––me dice.
––¡Oh,
señor, castigadme! ––contesté––,
soy culpable, y no
tengo nada que decir.
Desgraciadamente
había olvidado, en mi turbación, romper la carta de la condesa: se lo imagina,
me la pide, quiero negarme; pero Gernande, viendo asomar la carta fatal por el
pañuelo de mi seno, la coge, la devora, y me ordena que le siga.
Regresamos
al castillo por una escalera oculta que daba debajo de los porches; todavía
reinaba en él el mayor de los silencios; después de unos cuantos
rodeos, el conde abre un calabozo y me arroja a él.
––Joven
imprudente ––me dijo entonces––, ya te había prevenido de que el crimen que
acabas de cometer se castigaba aquí con la muerte: prepárate, pues, a sufrir el
castigo en que has querido incurrir. Mañana, al levantarme de la mesa, vendré
a despedirte.
Me
precipito de nuevo a sus rodillas, pero cogiéndome por los cabellos, me
arrastra por el suelo, me obliga a dar así dos o tres vueltas a mi prisión, y
acaba por arrojarme contra las paredes como para aplastarme.
––Merecerías
que te abriera ahora mismo las cuatro venas ––dijo al cerrar la puerta––, y si
demoro tu suplicio, puedes estar bien segura de que sólo es para hacerlo más
horrible.
Está
fuera, y yo en la más violenta agitación. No os describo la noche que pasé; los
tormentos de la imaginación unidos a los males fisicos que las primeras cruel
dades de aquel monstruo acababan de hacerme padecer, la convirtieron en una de
las más espantosas de mi vida. No es posible imaginar las angustias de un desdichado
que espera su suplicio en cualquier momento, a quien se le ha arrebatado la
esperanza, y que no sabe si el minuto que respira será el último de sus días.
Inseguro acerca de su suplicio, se lo imagina de mil maneras a cual más
horrible; el más mínimo ruido que escucha le parece ser el de sus verdugos; su
sangre se detiene, su corazón se apaga, y la espada que terminará con sus días
es menos cruel que esos funestos instantes en que la muerte le amenaza.
Es
muy probable que el conde comenzara por vengarse de su mujer; el
acontecimiento que me salvó os convencerá de ello como a mí: ya llevaba treinta
y seis horas en la crisis que acabo de describiros sin que me hubiera llegado
la menor ayuda, cuando se abrió mi puerta y apareció el conde; estaba solo, el
furor brillaba en sus ojos.
––Ya
debes imaginarte ––me dijo–– el tipo de muerte que sufrirás: es preciso que tu
sangre perversa mane con todo detalle; serás sangrada tres veces por día, quiero
ver cuanto tiempo podrás vivir de esta manera. Es una experiencia que ardía en
deseos de hacer, ya lo sabes, te agradezco que me ofrezcas los medios.
Y
el monstruo, sin ocuparse de momento de más pasiones que de su venganza, me
hace tender un brazo, me pincha, y venda la herida después de dos paletas de
sangre. Apenas había terminado, cuando se oyen unos gritos.
––¡Señor!...
¡señor! ––le dijo al aparecer una de las viejas que nos servían––, venid cuanto
antes, la señora se muere, quiere hablar con vos antes de entregar su alma.
Y
la vieja regresa corriendo al lado de su ama.
Por
acostumbrado que esté al crimen, es raro que la noticia de su cumplimiento no
asuste al que acaba de cometerlo. Este terror venga a la virtud: es el instante
en que recupera sus derechos. Gemande sale desorientado, se olvida de cerrar
las puertas. Me aprovecho de la circunstancia, por más debilitada que esté por
un ayuno de más de cuarenta horas y por una sangría: me precipito fuera de mi calabozo,
todo está abierto, atravieso los patios, y ya estoy en el bosque sin que nadie
me haya descubierto. «Adelante», me dije, «adelante con valor; si el fuerte
desprecia al débil, existe un Dios poderoso que protege a éste y que no le
abandona jamás.» Pletórica con estas ideas, avanzo con ardor, y antes de que
la noche se cierre, me encuentro en una choza a cuatro leguas del castillo. Me
restaba un poco de dinero, me hice cuidar lo mejor que pude: unas pocas horas
me restablecieron. Salí de allí al arrancar el día, y habiéndome hecho indicar
el camino, y renunciando a todos los proyectos de denuncias, tanto antiguas
como nuevas, me encaminé hacia Lyon adonde llegué al octavo día, muy
débil, muy enferma, pero afortunadamente sin ser perseguida. Allí sólo pensé en
restablecerme antes de llegar a Grenoble, donde
siempre había pensado que me aguardaba la felicidad.
Un
día que hojeaba por casualidad una gaceta extranjera, ¡cuál no sería mi
sorpresa al reconocer una vez mas en ella el crimen coronado, y descubrir en lo
más alto a uno de los principales autores de mis males! Rodin, aquel cirujano
de Saint––Marcel, aquel infame que me había castigado tan cruelmente por haber
querido evitarle el asesinato de su hija, acababa, decía el diario, de ser
nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, con unos emolumentos
considerables. «¡Que sea afortunado el malvado», me dije, «que lo sea, ya que
así lo quiere la Providencia! Y tú, desdichada criatura, sufre, sufre sin
quejarte, ya que está dicho que las tribulaciones y las penas deben ser el
espantoso patrimonio de la virtud; no importa, jamás me cansaré de ella.»
No
habían terminado todavía para mí esos ejemplos sorprendentes del triunfo de los
vicios, ejemplos tan descorazonadores para la virtud, y la prosperidad del
personaje que estaba a punto de reencontrar tenía que contrariarme y
sorprenderme más que cualquier otra, sin duda, ya que era uno de los hombres de
los que había recibido los más sangrantes ultrajes. Sólo me ocupaba ya de mi
partida, cuando recibí una noche un billete que me fue entregado por un lacayo
vestido de gris, absolutamente desconocido por mí; al entregármelo, me dijo
que su amo le había encarecido que obtuviera sin falta una respuesta mía. El
billete decía así:
«Un
hombre que tiene algunas deudas con vos, que cree haberos reconocido en la
plaza de Bellecour, arde en deseos de veros y reparar su conducta: apresuraos a
encontrarle; tiene cosas que deciros, que tal vez le absolverán de lo que os
debe».
El
billete no iba firmado, y el lacayo no daba mayores explicaciones. Después de
comunicarle que estaba decidida a no responder nada si no sabía quién era su
amo, me dijo:
––Es
el señor de Saint––Florent, señorita. Tuvo el honor de conoceros hace tiempo en
los alrededores de París. Según dice, le prestasteis unos servicios de los que
arde en deseos de compensaros. Ahora está a la cabeza del comercio de esta
ciudad, y disfruta a la vez de una consideración y de un patrimonio que le
ponen en la situación de demostraros su gratitud. Os espera.
No
tardé en tomar una decisión. Si este hombre no tenía buenas intenciones
conmigo, me decía, ¿sería verosímil que me escribiera, que me hablara de esta
manera? Siente remordimientos por sus infamias anteriores, recuerda con
espanto haberme arrancado lo que yo más quería, y haberme reducido, por el
encadenamiento de sus horrores, al más cruel estado en que pueda hallarse una
mujer... Sí, sí, no hay duda, son remordimientos, sería culpable hacia el Ser
supremo si no me prestara a aplacarlos. ¿Me hallo en situación, además, de
rechazar la ayuda que se presenta? ¿No debo más bien apresurarme a coger todo
lo que se me ofrece para consolarme? Este hombre quiere verme en su mansión: su
fortuna debe rodearle de personas delante de las cuales se respetará demasiado
para atreverse a faltarme una vez más, y en el estado en que me hallo, ¡Dios
mío!, ¡,puedo inspirarle otra cosa que conmiseración? Aseguré, pues, al lacayo
de Saint––Florent que a las once de la mañana del día siguiente tendría el
placer de ir a saludar a su amo, que lo felicitaba por los favores que había
recibido de la Fortuna, que estaba muy lejos de haberme tratado a mí como a
él.
Regresé
a la posada, pero tan preocupada por lo que quería contarme aquel hombre que no
pegué ojo en toda la noche. Llego finalmente a la dirección indicada: una
mansión soberbia, una multitud de lacayos, las miradas humillantes de esta rica
canalla sobre el infortunio que desprecia, todo ello se impone y estoy a punto
de retirarme, cuando el mismo lacayo que me había hablado la víspera me aborda
y me conduce, tranquilizándome, a un suntuoso gabinete donde reconozco
perfectamente a mi verdugo, aunque entonces con cuarenta y cinco años de edad,
y cerca de nueve sin haberlo visto. No se levanta en absoluto, pero ordena que
nos dejen solos, y me indica con un gesto
que
vaya a sentarme en una silla al lado del vasto sillón que lo contiene.
––He
querido volverte a ver, hija mía ––dijo, con el tono humillante de la
superioridad––, no porque crea tener grandes deudas contigo, ni porque una
molesta reminiscencia me obligue a unas reparaciones de las cuales me creo por
encima; sino porque recuerdo que en el escaso tiempo en que nos conocimos, me
demostraste tu inteligencia: la necesitarás para lo que voy a proponerte, y
si aceptas, la necesidad que entonces tendré de ti te permitirá encontrar en mi
fortuna los recursos que te son necesarios, y que en vano podrías contar sin
eso.
Quise
contestar con algunos reproches a la frivolidad de este comienzo;
Saint––Florent me impuso silencio. ––Dejemos a un lado lo ocurrido ––me dijo––,
es la historia de las pasiones, y mis principios me llevan a creer que ningún
freno debe detener su fogosidad; cuando hablan, hay que servirlas, ésa es mi
ley. Cuando los ladrones con los que estabas me atraparon, ¿me viste quejarme
de mi suerte? Consolarse y actuar astutamente, si se es el más débil,
disfrutar de todos sus derechos si se es el más fuerte, ése es mi sistema. Tú
eras joven y bonita, Thérèse,
nos hallábamos en
el fondo de un bosque, no hay voluptuosidad en el mundo que inflame mis
sentidos como la violación de una virgen: lo eras, te violé; es posible que
hubiera hecho algo peor, si lo que intentaba no hubiera tenido éxito, y tú me
hubieras puesto resistencia. Pero te robé, te dejé sin recursos en plena
noche, en un camino peligroso; dos motivos provocaron este nuevo delito:
necesitaba dinero, no lo tenía; en cuanto a la otra razón que pudo llevarme a
esta actitud, te la explicaría inútilmente, Thérèse, y no la entenderías. Sólo los seres que
conocen el corazón del hombre, que han estudiado sus dobleces, que han
desenredado los rincones más impenetrables de este dédalo oscuro, podrían
explicarte esta especie de extravío.
––¡Cómo,
señor!, os había ofrecido dinero... acababa de haceros un favor... ser pagada
por todo lo que había hecho por vos con una traición tan negra... ¿decís que es
algo que puede entenderse, que puede justificarse?
––¡Pues
sí, Thérèse, pues sí! La prueba de que es
algo que puede justificarse es que al acabar de robarte, de maltratarte...
(porque te pegué, Thérèse), ¡pues bien!, a veinte pasos de
allí, pensando en el estado en que te dejaba, reencontré inmediatamente en esas
ideas fuerzas para nuevos ultrajes, que, sin eso, tal vez jamás hubiera
hecho. Tú sólo habías perdido una de tus primicias... ya me iba, retrocedí, y
te hice perder la otra... ¡Así que es cierto que en determinadas almas la voluptuosidad
puede nacer en el seno del crimen! ¿Qué digo? Lo cierto es que sólo el crimen
la despierta y determina, y que no existe una sola voluptuosidad en el mundo
que no inflame y que no mejore...
––¡Oh,
señor, qué horror!
––¿Acaso
no podía cometer otro mayor?... Estuve a punto, te lo confieso; pero estaba
convencido de que ibas a quedar reducida a los últimos extremos: esta idea me
satisfizo, te abandoné. Dejemos eso, Thérèse, y pasemos
al objeto que me ha hecho desear verte.
»Este
gusto increíble que siento por las dos virginidades de una jovencita no me ha
abandonado en absoluto, Thérèse
––continuó Saint––Florent
; ocurre con esto como con todos las restantes extravíos del libertinaje:
cuanto más envejeces, más fuerza adquieren; de los antiguos delitos nacen
nuevos deseos, y nuevos crímenes de estos deseos. Todo eso carecería de
importancia, querida, si lo que se utiliza para satisfacerlo no fuera en sí
mismo muy culpable. Pero como la necesidad del mal es el primer móvil de
nuestros caprichos, cuanto más criminal es lo que nos empuja, más excitados nos
sentimos. Una vez ahí, sólo deploramos la mediocridad de los medios: cuanto más
se extiende su atrocidad, más excitante se vuelve nuestra voluptuosidad, y más
nos hundimos así en el cenagal sin el más leve deseo de salir de él.
»Es
mi historia, Thérèse; cada día, mis sacrificios precisan
dos jovencitas. ¿He disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver los objetos, sino que
se hace incluso esencial para la absoluta satisfacción de mis fantasías que
estos objetos salgan inmediatamente de la ciudad: saborearía mal los placeres
del día siguiente si imaginara que las víctimas de la víspera siguen
respirando el mismo aire que yo. El medio de liberarme de ellas es fácil. ¿Lo
creerías, Thérése? Son mis excesos los que llenan el Languedoc y la Provenza de la multitud de objetos de libertinaje
que encierra su seno:* una hora después de que estas jovencitas me hayan
servido, unos emisarios de confianza las embarcan y las venden a las alcahuetas
de Nîmes, de Montpellier,
de Toulouse, de
Aix y de Marsella. Este comercio, en el que llevo dos tercios del beneficio, me
compensa ampliamente de lo que los sujetos me cuestan, y así satisfago dos de
mis más queridas pasiones, la lujuria y la codicia. Pero los descubrimientos
y las seducciones me dan trabajo; además, la clase de sujetos es extremadamente
importante para mi lubricidad: quiero que todas ellas procedan de estos asilos
de la miseria en los que la necesidad de vivir y la imposibilidad de
conseguirlo, absorbiendo el valor, el orgullo y la delicadeza, enervando
finalmente el alma, determina, en la esperanza de una subsistencia indispensable,
a todo lo que parece tener que asegurarla. Hurgo despiadadamente en todos estos
reductos: no puedes imaginar lo que me dan. Voy más lejos, Thérèse: la actividad, la industria, un poco de
bienestar, enfrentándose a mis sobornos, me arrebatarían una gran parte de los
sujetos; yo opongo a estos escollos el crédito de que disfruto en esta ciudad,
provoco unas oscilaciones en el comercio, o unas carestías en los víveres,
que, multiplicando las clases de pobreza, quitándole por una parte los medios
de trabajo, y dificultándole por otra los de la vida, aumentan en proporción
igual la suma de los sujetos que la miseria me entrega. La astucia es
conocida, Thérèse: estas escaseces de leña, de
trigo y de otros comestibles, que han estremecido a París durante tantos años,
no tenían otro objetivo que los que me animan; la avaricia, el libertinaje,
estas son las pasiones que, desde el seno de los dorados artesonados, tienden
una maraña de redes hasta el humilde techo del pobre. Pero, por mucha habilidad
que ponga en práctica para apretar por un lado, si mis manos diestras no
arrancan rápidamente del otro, me quedo sin nada que llevarme a la boca, y la
máquina funciona tan mal como si yo no agotara mi imaginación en recursos y mi
crédito en operaciones. Así que necesito una mujer lista, joven, inteligente,
que, habiendo pasado ella misma por los espinosos senderos de la miseria,
conozca mejor que nadie los medios de seducir a las que transitan por ellos;
una mujer cuya mirada penetrante adivine la adversidad en sus géneros más
tenebrosos, y cuya mente sobornadora decida a las víctimas a escapar de la opresión
por los medios que yo presento; una mujer inteligente finalmente, tan carente
de escrúpulos como de piedad, que no descuide nada para triunfar, ni siquiera
cortar los escasos recursos que, apoyando todavía la esperanza de estas
infortunadas, les impide decidirse. Yo tenía una excelente, y segura: acaba de
morir. Es imposible imaginar hasta donde llevaba esta inteligente criatura su
desvergüenza; no solamente aislaba a esas miserables hasta el punto de
obligarlas a acudir a implorarlas de rodillas, sino que si esos medios no
aparecían con suficiente rapidez para acelerar su caída, la malvada no
vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo necesito dos sujetos por día,
ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de ahí que yo tenía
las mejores opciones, y que la superabundancia de materia prima de mis
operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay que sustituir,
querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emolumentos: ya te
lo he dicho, contesta, Thérèse,
y sobre todo que
unas quimeras no te impidan aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la
ofrecen.
*
Que no se tome esto por una fábula: este desdichado personaje ha existido en
el mismo Lyon. Lo que se cuenta aquí de sus maniobras es exacto: ha costado el honor
de quince o veinte mil pequeñas desdichadas: terminada su operación, las
embarcaban sobre el Ródano, y las ciudades que se mencionan han sido durante
treinta años pobladas de objetos de excesos por las víctimas de este malvado.
En este episodio, sólo hay de novelesco el nombre. (N. del A.)
––¡Oh,
señor! ––dije a aquel hombre deshonesto, estremeciéndome ante sus discursos––,
¿cómo es posible que podáis concebir tales voluptuosidades, y que os atre váis
a proponerme servirlas? ¡Qué horrores acabáis de hacerme oír! Hombre cruel,
bastaría con que fuerais desdichado sólo dos días y veríais como estos sistemas
de inhumanidad no tardarían en aniquilarse en vuestro corazón: la prosperidad
es lo que os ciega y os endurece; os aburrís con el espectáculo de los males
de los que os creéis al amparo, y como confiáis en no sentirlos jamás, os
suponéis en el derecho de infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la felicidad si
es capaz de corromperme hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No contentarse
con abusar del infortunio! ¡Llevar la audacia y la ferocidad hasta
incrementarlo, hasta prolongarlo, por la única satisfacción de vuestros deseos!
¡Qué crueldad, señor! Los animales más feroces no nos dan ejemplos de una
barbarie semejante.
––Te
equivocas, Thérèse, no hay astucias que el lobo no
invente para atraer al cordero a sus trampas: estas tretas están en la
naturaleza, y la beneficencia no cuen ta entre ellas; sólo es una
característica de la debilidad preconizada por el esclavo para enternecer a su
amo y predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se anuncia en el hombre en dos
casos: si es el más débil, o si teme serlo. La prueba de que esta supuesta
virtud no existe en la naturaleza es que es ignorada por el hombre más próximo
a ella. El salvaje, despreciándola, mata sin piedad a su semejante, bien por
venganza, bien por avidez... ¿Acaso no respetaría esa virtud si estuviera
inscrita en su corazón? Pero jamás apareció, jamás se encontrará allí donde los
hombres sean iguales. La civilización, al depurar a los individuos, al
distinguir los rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de un rico, al hacer
temer a éste una variación de estado que podía precipitarle en la nada del
otro, colocó inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al infortunado para
ser aliviado a su vez, en el caso de que perdiera sus riquezas. Entonces nació
la beneficencia, fruto de la civilización y del temor: así pues, sólo es una
virtud circunstancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la naturaleza
que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al precio que
fuera. Sólo confundiendo así todos los sentimientos, y sin analizar jamás
nada, podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.
––¡Ah,
señor! ––le interrumpí acaloradamente––. ¿Puede haber alguno más dulce que el
de aliviar el infortunio? Dejemos a un lado el horror de sufrirlo uno mismo:
¿existe una satisfacción más grande que la de complacer?... Disfrutar de las
lágrimas de la gratitud, compartir el bienestar que se acaba de esparcir entre
unos desdichados que, semejantes a vos, carecían sin embargo de las cosas que
para vos son vuestras primeras necesidades, oírles entonar vuestros elogios y
llamaros padre, reinstaurar la serenidad sobre unas frentes oscurecidas por el
desfallecimiento, por el abandono y por la desesperación. No, señor, ninguna
voluptuosidad en el mundo puede igualarla: es la de la propia divinidad, y la
dicha que promete a quienes la hayan servido en la tierra sólo será la de ver o
de hacer dichosos en el cielo. Todas las virtudes nacen de ésa, señor; se es
mejor padre, mejor hijo, mejor esposo, cuando se conoce el encanto de aliviar
el infortunio. Al igual que los rayos del sol, diríase que la presencia del
hombre caritativo esparce, en todo lo que lo rodea, la fertilidad, la dulzura y
la alegría; y el milagro de la naturaleza, a partir de este foco de la luz
celeste, es el alma honesta, delicada y sensible cuya felicidad suprema es
trabajar en favor de la de los demás.
––¡Cuentos,
Thérèse! Los placeres del hombre están en
relación con el tipo de órganos que ha recibido de la naturaleza; los del
individuo débil, y por consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a unas
voluptuosidades morales, más excitantes, para tales seres, que las que sólo
influirían sobre un fisico totalmente desprovisto de
energía: ocurre lo contrario con las almas fuertes, que, mucho mejor
complacidas con los choques vigorosos impresos sobre lo que las rodea de lo que
lo estarían por las impresiones delicadas percibidas por esos mismos seres que
existen a su alrededor, prefieren inevitablemente, a partir de esta
constitución, lo que afecta a los demás en sentido doloroso a lo que sólo los
conmovería de una manera más dulce. Esta es la única diferencia entre las
personas crueles y las personas bondadosas; unas y otras están dotadas de
sensibilidad, pero cada cual a su manera. Yo no niego que existan goces en
ambas clases, pero sostengo, al igual que, sin duda, muchos filósofos, que los
del individuo constituido de la manera más vigorosa serán incontestablemente
más vivos que todos los de su adversario; y una vez establecidos estos
sistemas, puede y debe encontrarse un tipo de hombres que encuentre tanto placer
en todo lo que inspira la crueldad como los otros lo saborean en la
beneficencia. Pero estos serán unos placeres suaves, y los otros unos placeres
muy vivos: los primeros serán los más seguros, los más auténticos sin duda, ya
que caracterizan las inclinaciones de todos los hombres todavía en la cuna de
la naturaleza, y de los mismos niños, antes de que hayan conocido el dominio de
la civilización; los otros sólo serán el efecto de esta civilización, y por
tanto unas voluptuosidades engañosas y sin ninguna finura. Por otra parte, hija
mía, como estamos aquí menos para filosofar que para consolidar una
determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra... ¿Aceptas, o
no, el encargo que te propongo?
––Con
toda seguridad lo rechazo, señor ––respondí levantándome––... Soy muy pobre... ¡oh, sí,
muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi corazón que por
todos los dones de la Fortuna, jamas sacrificaré los primeros para poseer los
otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.
––Vete
––me dijo fríamente aquel hombre detestable––, y sobre todo que no tenga que
temer indiscreciones tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no
tendría que temerlas.
Nada
estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida de lo
que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que temer de
mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y contarle
que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba indispensable.
Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y
que me negaba a ello.
––No,
señor ––contesté con firmez os lo repito, moriré
mil veces antes que salvar mis días a este precio.
Y
yo ––dijo Saint––Florent no hay nada que no prefiriera a la pena de dar mi
dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia de
darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo. Vamos, pues, al tocador,
y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor situación.
––Tengo
tan pocas ganas de servir a vuestros excesos en un sentido como en otro, señor
––repliqué altivamente––: no es caridad lo que os pido, hombre cruel; no, no
os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo que me robasteis de la
más cruel de las maneras... Quédatelo, cruel, quédatelo, si te parece:
contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si eres capaz,
los tristes acentos de la necesidad, pero recuerda que si cometes esta nueva
infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de despreciarte para
siempre.
Furioso,
Saint––Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su horrible cara que, sin
las confidencias que me había hecho, y cuya propagación temía, tal vez hu biera
pagado con algunas brutalidades de su parte el atrevimiento de haberle hablado
demasiado sinceramente... Salí. En aquel mismo instante llevaban al libertino
una de las desdichadas víctimas de su sórdida crápula. Una de aquellas mujeres,
cuya horrible condición me proponía compartir, le traía una pobre chiquilla de
unos nueve años, con todos los atributos del infortunio y de la languidez... «¡Oh, cielos!»
pensé al verlo, «¡cómo es posible que semejantes objetos puedan inspirar otros
sentimientos que la piedad! ¡Infeliz el ser depravado que pueda sospechar unos
placeres en un seno consumido por la necesidad; que quiera recoger besos de una
boca reseca por el hambre, y que sólo se abre para maldecirlo!»
Corrieron
mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al tigre que la esperaba,
pero no me atreví. ¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi posada, tan
humillada por un infortunio que me suscitaban tales proposiciones como rebelada
contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.
Salí
de Lyon al día siguiente para tomar el camino del
Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza de que un poco de dicha me
aguardaba en esta provincia. Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie
como de costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis
bolsillos, me encontré con una anciana que me abordó con aire de dolor y que
me imploró una limosna. Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos
acababa de recibir, sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un
desdichado, saqué al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un
escudo y dárselo a esta mujer; pero la indigna criatura, mucho más rápida que
yo, aunque en un primer momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta
ágilmente sobre mi bolsa, se apodera de ella, me derriba de un vigoroso
puñetazo en el estómago, y sólo reaparece a mis ojos a cien pasos de allí,
rodeada de cuatro tunantes que me amenazan si me atrevo a avanzar.
«¡Dios
mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se abra a algún
sentimiento virtuoso sin que yo sea al instante castigada con los más severos
castigos!» En ese momento fatal me abandonó todo mi valor: todavía hoy pido muy
sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me cegó. Me sentí tentada
de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas espinas: se presentaban
dos opciones, la de juntarme con los bribones que acababan de robarme, o la de
retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición de
Saint-Florent. Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la
esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían
esperando tantas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera
apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me
valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la primera
es mucho menos cruel que las restantes.
Sigo
dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida,
para llegar a Grenoble, a vender allí lo que me quedaba.
Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa ciudad, descubro en
la llanura, a la derecha del camino, dos jinetes que maltrataban a un hombre a
los pies de sus caballos, y que, después de haberlo dejado como muerto,
escaparon a galope tendido; este espantoso espectáculo me enterneció hasta las
lágrimas. «¡Ay!», me dije, «he aquí un hombre más digno de lástima que yo; a mí
me queda por lo menos la salud y la fuerza, puedo ganarme la vida, y si este
desdichado no es rico, ¿qué será de él?»
Por
mucho que hubiera debido precaverme de los impulsos de la conmiseración, por
funesta que resultara para mí entregarme a ellos, no pude vencer el extremo
deseo que experimentaba de acercarme a ese hombre y de prodigarle mis
auxilios. Corro hacia él, respira gracias a mis cuidados un poco de aguardiente
que llevaba conmigo: abre finalmente los ojos, y sus primeras palabras son de
agradecimiento; todavía más deseosa de serle útil, desgarro una de mis camisas
para vendar sus heridas y restañar su sangre: sacrifico por este desgraciado
una de las pocas pertenencias que me quedan. Cumplidos estos primeros cuidados,
le hago beber un poco de vino; el infortunado ha recuperado por completo el
sentido; lo observo y le conozco mejor. Aunque fuera a pie, y con un equipaje
bastante ligero, no parecía sin embargo de pobre condición, tenía algunos
objetos de valor, unas sortijas, un reloj, unas cajas, aunque todo ello muy
estropeado por su aventura. Me pregunta, así que puede hablar, quién es el
ángel benefactor que le aporta esta ayuda, y qué puede hacer por demostrarle
su gratitud. Poseyendo todavía la simplicidad de creer que un alma encadenada
por el reconocimiento debería ser mía sin rodeos, creo poder disfrutar con
seguridad del dulce placer de hacer compartir mis lágrimas a quien acaba de
derramarlas en mis brazos: le pongo al corriente de mis desdichas, las escucha
con interés, y cuando he llegado a la última catástrofe que acaba de sucederme,
cuyo relato le permite ver el estado de miseria en que me hallo, exclama:
––¡Qué
feliz soy de poder por lo menos agradecer cuanto acabáis de hacer por mí! Me
llamo Roland ––prosigue el aventurero––,
poseo un castillo muy hermoso en la montaña, a unas quince leguas de aquí, os
invito a seguirme; y para que esta propuesta no alarme vuestra delicadeza, voy a contaros inmediatamente en qué me seréis
útil. Yo soy soltero, pero tengo una hermana a la que amo apasionadamente, que
se ha entregado a mi soledad, y que la comparte conmigo: necesito alguien para
servirla; acabamos de perder a la que desempeñaba este empleo, os ofrezco su
puesto.
Di
las gracias a mi protector, y me tomé la libertad de preguntarle por qué
eventualidad un hombre como él se exponía a viajar sin séquito, y, tal como
acababa de ocurrirle, a ser molestado por unos malandrines.
––Un
poco cargado de peso, aunque joven y vigoroso, hace varios años ––me dijo Roland–– que tengo la costumbre de viajar de mi casa a
Vienne de esta manera. Con ello mejoran
mi salud y mi bolsa: no es que esté en la obligación de vigilar mis gastos,
porque soy rico; no tardaréis en ver la prueba, si me hacéis el favor de venir
a mi casa; pero el ahorro jamás estropea nada. En cuanto a los dos hombres que
acaban de ofenderme, son dos gentilhombres del cantón, a los que gané cien luises la pasada semana, en una casa de juego de Vienne; me conformo con su palabra, hoy los encuentro,
les pido lo que me deben, y así es como me tratan.
Yo
deploraba con ese hombre la doble desgracia de que era víctima, cuando me
propuso continuar el viaje: ––Gracias
a vuestros cuidados,
me siento algo mejor ––me dijo Roland––; la
noche se acerca, lleguemos a una posada que debe estar a dos leguas de aquí.
Mediante los caballos que allí tomaremos mañana, podremos llegar a mi casa por
la noche.
Absolutamente
decidida a aprovechar unos auxilios que el cielo parecía enviarme, ayudo a Roland a ponerse en marcha, le sostengo durante el
camino, y encontramos efectivamente a dos leguas de allí la posada que había
indicado. Allí cenamos correctamente los dos juntos; después de la comida, Roland me confía a la dueña de la posada, y de
mañana, montando dos mulas de alquiler que escoltaba el criado de la posada,
cruzamos la frontera del Delfinesado, encaminándonos siempre hacia las
montañas. Como la tirada era demasiado larga para hacerla en un día, nos
detuvimos en Virieu, donde recibí los mismos cuidados y las mismas
consideraciones de mi amo, y al día siguiente proseguimos nuestra marcha
siempre en la misma dirección. A las cuatro de la tarde, llegamos al pie de las
montañas: allí, haciéndose el camino casi impracticable, Roland recomendó al mulero que no se separara de mí por miedo a un accidente
y penetramos en las gargantas. No hicimos más que dar vueltas, subir y bajar
durante más de cuatro leguas, y hasta tal punto habíamos abandonado cualquier
morada y cualquier camino hollado, que me creí al final del universo. A mi
pesar, una cierta inquietud se apoderó de mí; Roland no pudo dejar de notarla, pero no decía palabra, y su silencio aún me
asustaba más. Al fin divisamos un castillo encaramado en la cresta de una
montaña, al borde de un precipio espantoso, en el que parecía a punto de
desplomarse: ningún camino parecía llevar a él; el que seguíamos, utilizado
únicamente por las cabras, totalmente lleno de guijarros, llegaba sin embargo a
esa terrorífica guarida, que se parecía más a un asilo de ladrones que a la
morada de personas virtuosas.
––Ahí
está mi casa ––me dijo Roland,
así que creyó que
el castillo había tropezado con mis miradas.
Y
cuando yo le expliqué mi asombro por verle habitar una soledad semejante, me
constestó con brusquedad:
––Es
lo que me conviene.
Esta
respuesta reduplicó mis temores: nada escapa en la desdicha; una palabra, una
inflexión más o menos acusada en aquellos de quienes dependemos, sofoca o
reanima la esperanza. Pero como ya no podía tomar una opción diferente, me
contuve. A fuerza de dar vueltas, la antigua mansión apareció de repente ante
nosotros: a lo máximo nos separaba de ella un cuarto de legua. Roland se apeó de su mula, y, diciéndome que hiciera
otro tanto, devolvió las dos al criado, le pagó y le ordenó que se volviera.
Este nuevo gesto aún me inquietó más; Roland se dio
cuenta.
––¿Qué
os pasa, Thérèse? ––me dijo, mientras nos
encaminábamos a su casa––. No os halláis fuera de Francia; este castillo está
en las fronteras del Delfmesado, depende de Grenoble.
––De
acuerdo, señor ––contesté––; pero ¿cómo se os ha ocurrido
estableceros en un sitio tan peligroso?
––Es
que los que lo habitan no son personas muy honradas ––dijo Roland––; es muy posible que no te sientas edificada
por su conducta.
––¡Ah,
señor! ––le dije temblando––. Me hacéis estremecer, ¿adónde me estáis
llevando?
––Te
llevo a servir unos monederos falsos de los que soy el jefe ––me dijo Roland, cogiéndome del brazo y haciéndome cruzar a la
fuerza un pequeño puente levadizo que se bajó a nuestra llegada y se alzó
inmediatamente después––. ¿Ves este pozo? ––prosiguió así que hubimos entrado,
mostrándome una grande y profunda gruta situada en el fondo del patio, donde
cuatro mujeres desnudas y encadenadas hacían mover una rueda––; ahí tienes a
tus compañeras, y ahí tienes tu trabajo, gracias a que
trabajarás diariamente diez horas en hacer girar esta rueda, y satisfarás al
igual que esas mujeres todos los caprichos a los que me complazca someterte, se
te darán seis onzas de pan negro y un plato de habas por día. En cuanto a tu
libertad, renuncia a ella; no la tendrás jamás. Cuando mueras agotada, serás
arrojada al agujero que ves al lado del pozo, con otras sesenta u ochenta
bribonas de tu ralea que allí te esperan, y sustituida por una nueva.
––¡Oh,
Dios todopoderoso! ––exclamé,
arrojándome a los
pies de Roland––. Dignaos recordar, señor, que os
he salvado la vida; que, conmovido un instante por el agradecimiento,
parecisteis ofrecerme la dicha, y que compensáis mis servicios precipitándome a
un eterno abismo de males. ¿Es justo lo que estáis haciendo, y el remordimiento
no acude ya a vengarme en el fondo de vuestro corazón?
––¿Qué
entiendes, dime, por este sentimiento de agradecimiento con el que imaginas
haberme cautivado? ––dijo Roland––.
Razona mejor, pobre
criatura; ¿qué hiciste cuando acudiste en mi ayuda? Entre la posibilidad de
proseguir tu camino y la de acercarte a mí, ¿no elegiste la última como un
gesto inspirado por tu corazón? Te entregabas, pues, a un goce. ¿Por qué
diablos pretendes que yo estoy obligado a recompensarte por los placeres que
te concedes? ¿Y cómo se te ocurrió jamás que un hombre que, como yo, nada en el
oro y en la opulencia, se dignara rebajarse a deber algo a una miserable de tu
ralea? Aunque me hubieras devuelto la vida, yo no te debería nada, ya que sólo
has actuado por y para ti: is trabajar, esclava, a trabajar! Descubre que
la civilización, incluso alterando los principios de la naturaleza, no le
arrebata, sin embargo, sus derechos. Creó en su origen unos seres fuertes y
unos seres débiles, con la intención de que éstos estuvieran siempre
subordinados a los otros. La astucia y la inteligencia del hombre variaron la posición de los individuos, y ya no fue
la fuerza fisica la que determinó los rangos,
sino la del oro; el hombre más rico se convirtió en el más fuerte, y el más
pobre en el más débil. Pese a los cambios de los motivos que sustentaban el
poder, la prioridad del fuerte siempre estuvo en las leyes de la naturaleza, a
la que le daba igual que la cadena que cautivaba al débil fuera sostenida por
el más rico o por el más vigoroso, y que aplastara al más débil o al más pobre.
Pero, Thérèse, la naturaleza desconoce estos
gestos de gratitud con los que tú quieres crearme unas obligaciones; jamás
constó entre sus leyes que el placer a que uno se entregaba complaciendo a
otro, se convirtiera en un motivo para el que recibía de relajar sus derechos
respecto al primero. ¿Ves en los animales, que nos sirven de ejemplo, estos
sentimientos que tú reclamas? Cuando yo te domino por mis riquezas o por mi
fuerza, Les natural que te abandone mis derechos, bien porque has disfrutado
complaciéndome, o bien porque, siendo desafortunada, has imaginado que
ganarías algo con tu actitud? Aunque el servicio fuera prestado de igual a
igual, jamás el orgullo de un alma elevada se dejará inclinar por la gratitud;
¿no queda para siempre humillado el que recibe?, ¿y la humillación que
experimenta no compensa suficientemente al bienhechor que, sólo por ello, se
sitúa encima del otro? ¿No es un goce para el orgullo elevarse por encima de su
semejante? ¿Necesita todavía más el que complace? Y si el complacimiento, humillando
a quien lo recibe, se convierte en un fardo para él, ¿con qué derecho obligarlo
a conservarlo? ¿Por qué tengo yo que consentir en dejarme humillar cada vez que
me encuentran las miradas del que me ha complacido? Así pues, la ingratitud,
en lugar de ser un vicio, es la virtud de las almas altivas, con tanta seguridad
como la gratitud es la de las almas débiles: que me complazcan tanto como
quieran, si alguien descubre en ello un placer, pero que no exijan nada de mí.
Después
de estas palabras, a las que Roland no me
dio tiempo de contestar, obedeciendo sus órdenes dos
criados
se apoderan de mí, me desnudan, y me encadenan con mis compañeras, a las que
me veo obligada a ayudar inmediatamente, sin que ni siquiera se me permita
descansar de la extenuante marcha que acabo de hacer. Roland se me acerca entonces, me manosea brutalmente en todas las partes que
el pudor impide nombrar, me abruma con sarcasmos e impertinencias respecto a
la marca infamante e inmerecida que Rodin había grabado sobre mí, y armándose
después con un vergajo que estaba siempre ahí me propina veinte vergajazos en
el trasero.
––Así
es como serás tratada, bribona ––me dijo––, cuando faltes a tu deber. No te
hago esto por ninguna falta que ya hayas cometido, sino sólo para mostrarte
cómo me comporto con las que las cometen.
Lanzo
unos gritos estridentes debatiéndome bajo mis grilletes; mis contorsiones, mis
aullidos, mis lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor sólo sirven de
diversión a mi verdugo...
––¡Ah!,
ya verás lo que te espera, buscona ––dijo Roland––. Tus penas no han hecho sino
comenzar, y quiero que conozcas hasta los más bárbaros refinamientos de la
desdicha.
Me
deja.
Seis
oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del vasto pozo, y que
se cerraban como calabozos, nos servían de retiro durante la noche. Como ésta
llegó poco después de que yo estuviera en la funesta cadena, vinieron a
soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de darnos la
ración de agua, de habas y de pan que había mencionado Roland.
Apenas
estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi situación. ¿Es posible,
me decía, que existan hombres tan duros como para sofocar en su interior el
sentimiento de la gratitud?... Una virtud a la que yo me entregaría con tanto
placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en el caso de sentirla, ¿es
posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y quienes la sofocan con
tanta inhumanidad pueden ser otra cosa que unos monstruos?
Estaba
sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la puerta de mi
calabozo: es Roland. El malvado viene a acabar de
ultrajarme utilizándome para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora,
que debían ser tan feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante
los placeres del amor mostraban necesariamente los tintes de su odioso
carácter. Pero ¿cómo abusar de vuestra paciencia para contaros nuevos horrores?
¿Acaso ya no he manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos?
¿Debo atreverme a más?
––Sí,
Thérèse ––dijo el señor de Corville––,
sí, exigimos de ti estos detalles, tú los enmascaras con una decencia que lima
todo su horror, y sólo queda lo que es útil para quien quiera conocer al
hombre. Nadie imagina lo útiles que son estas descripciones para el desarrollo
del espíritu. Es posible que sigamos siendo tan ignorantes en esta ciencia por
el estúpido pudor de quienes quisieron escribir sobre estas materias. Encadenados
por absurdos temores, sólo nos hablan de unas puerilidades conocidas por todos
los necios, y no se atreven, llevando una mano osada al corazón humano, a
ofrecer ante nuestros ojos sus gigantescos extravíos.
––Bien,
señor, voy a obedeceros ––continuó Thérèse conmovida––,
y comportándome como ya he hecho, intentaré ofrecer mis esbozos bajo los
colores menos repugnantes.
Roland, a quien tengo que comenzar por
describiros, era un hombre pequeño, rechoncho, de treinta y cinco años de edad,
de un vigor incomprensible, velludo como un oso, el aspecto sombrío, la mirada
feroz, muy moreno, de facciones viriles, una nariz larga, la barba hasta los
ojos, cejas negras y espesas, y esa parte que diferencia a los hombres de
nuestro sexo de una tal longitud y de un grosor tan desmesurado, que no sólo
jamás nada semejante se había ofrecido a mis ojos, sino que incluso era
absolutamente cierto que jamás la naturaleza había. creado nada tan
prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y su longitud era la de mi
antebrazo. A ese fisico, Roland sumaba todos los vicios que pueden ser los
frutos de un temperamento fogoso, de mucha imaginación, y de una opulencia
siempre excesivamente considerable para no haberle sumido en grandes defectos.
Roland consumía su fortuna; su padre,
que la había comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese joven ya
había vivido mucho: hastiado de los placeres normales, ya sólo recurría a los
horrores; sólo ellos conseguían devolverle unos deseos extenuados por un exceso
de goces; todas las mujeres que le servían estaban entregadas a sus excesos
secretos, y para satisfacer los placeres algo menos deshonestos en los que el libertino
pudiera encontrar la sal del crimen que le deleitaba más que nada, Roland tenía su propia hermana como querida, y era
con ella que acababa de apagar las pasiones que encendía a nuestro lado.
Estaba
casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a un tiempo
pruebas de la gula intemperante a la que acababa de entregarse, y de la
abominable lujuria que le dominaba. Me mira un instante con unos ojos que me
hacen estremecer.
––Quítate
la ropa ––me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme
durante la noche––... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir
lo que arriesgabas dándote a la pereza; pero si te entraran ganas de
traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser proporcional.
Así pues, ven a ver de qué tipo sería.
Yo
me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me
coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha;
con la izquierda sostenía una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente.
Después de varias vueltas nos hallamos a la puerta de una bodega; la abre, y
haciéndome pasar en primer lugar, me dice que baje mientras él cierra esta
primera cerca; obedezco. A unos cien peldaños hallamos una segunda, que se abre
y cierra de la misma manera; pero después de ésta, ya no había escalera: sólo
un pequeño camino tallado en la roca, lleno de sinuosidades, y cuya pendiente
era extremadamente pronunciada. Roland no decía
palabra, su silencio aún me horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así
viajamos cerca de un cuarto de hora. El estado en que me encontraba me hacía
sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos subterráneos. Al final
habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando que el lugar al que
llegamos debía estar a más de ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A
derecha e izquierda del sendero que recorríamos había varios nichos, en los que
vi unos cofres que contenían las riquezas de aquellos malhechores. Al final se
presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa
al descubrir el espantoso local al que me conducía aquel indecente; viéndome
vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en aquel espantoso
sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diámetro,
cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres
objetos, esqueletos de todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos,
haces de varas y de látigos, sables, puñales, pistolas: ésos eran los horrores
que se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de
una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía
a tres o cuatro metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis
en ver, sólo estaba ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un
ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña amenazadora;
tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre
dos velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan
natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la
parte delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores,
cruelmente magulladas; la sangre parecía manar de varias heridas y correr a lo
largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del mundo, su hermosa
cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su merced: se
distinguían todas las contorsiones del dolor grabarías en su bello rostro, y
hasta las lágrimas que lo inundaban. Ante el aspecto de la terrible imagen,
estuve a punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón estaba
ocupado por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas
las atrocidades de aquel lúgubre lugar.
––Aquí
es donde perecerás, Thérèse ––me dijo Roland––, si alguna vez concibes la fatal idea de abandonar
mi casa. Sí, aquí es donde yo mismo vendré a matarte, donde te haré sentir las
angustias de la muerte mediante todo lo más duro que me resulte posible
inventar.
Al
pronunciar esta amenaza, Roland
se excitó; su
agitación y su desorden le asemejaban al tigre dispuesto a devorar su presa:
fue entonces cuando descubrió el temible miembro de que estaba dotado; me lo
hizo tocar y me preguntó si había visto algo semejante. ––Tal como es, puta
––me dijo enfurecido––, te lo meteré, sin embargo, por la parte más estrecha de
tu cuerpo, aunque tenga que partirte en dos. Mi hermana, mucho más joven que tú,
lo sostiene en ese mismo lugar. Yo jamás disfruto de otra manera de las
mujeres: así que también tendré que perforarte.
Y
para no dejarme dudas sobre el local a que se refería, introdujo en él tres
dedos armados con uñas muy largas, diciéndome:
––Sí,
ahí, Thérèse, ahí hundiré inmediatamente ese
miembro que te espanta. Penetrará en toda su longitud, te desgarrará, te
ensangrentará, y yo me sentiré lleno de ebriedad.
Echaba
espumarajos de la boca al decir estas palabras, mezcladas con juramentos y
blasfemias odiosas. La mano con la que rozaba el templo que parecía querer
atacar se extravió entonces por todas las partes contiguas, las arañaba. Me hizo lo
mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante quince días sufrí unos
dolores horribles. Después me colocó en el borde del sofá, frotó con alcohol
aquel musgo con que la naturaleza adornó el altar donde nuestra especie se
regenera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarraron la excrecencia de
carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza; desde allí, metió sus
dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que lo tapiza. Ya sin
poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su guarida, era mejor que
ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo de bajarme de nuevo.
Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez más los servicios que
yo le había prestado... Descubrí que le excitaba aún más al volver a hablarle
de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que me callara,
derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas sus fuerzas
en el hueco de mi estómago.
––¡Vamos!
––me dijo, levantándome por los cabellos––, ¡vamos! Prepárate; es seguro que
voy a inmolarte...
––¡Ay,
señor!
––No,
no, tienes que morir. No quiero oírte reprocharme más tus miserables favores;
no me gusta deber nada a nadie, son los demás quienes deben depender por
completo de mí... Morirás, te digo, métete en este ataúd, que yo vea si cabes
en él.
Me
lleva allí, me encierra, luego sale del panteón, y finge que me deja allí.
Jamás me había creído tan cerca de la muerte. ¡Ay!, no tardaría en verla, sin
embargo, bajo un aspecto todavía más real. Roland regresa, me saca del ataúd.
––Estarás
muy bien ahí dentro ––me dice––; diríase que está hecho a tu medida; pero
dejarte acabar ahí tranquilamente, sería una muerte demasiado hermosa. Voy a
hacerte sentir otra diferente que no deja de tener también sus dulzuras.
¡Vamos!, implora a tu Dios, ramera, ruégale que acuda a vengarte, si realmente
tiene poder...
Me
arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón al Eterno, Roland incrementa sobre las partes traseras que le
expongo sus vejaciones y sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas
sus fuerzas flagela estas partes con unas disciplinas armadas con puntas de
acero, cada uno de cuyos azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda.
––¡Así
que tu Dios no te ayuda! ––proseguía blasfemando––. Permite sufrir a la virtud
infortunada, la abandona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué Dios, Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven ––me dijo
a continuación––, ven, ramera, ya has rezado bastante ––y al mismo tiempo me
coloca sobre el estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del
gabinete––; ya te lo he dicho, Thérèse, ¡tienes
que morir!
Se
apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa alrededor de mi
cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre sostenidos por él,
pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi respiración y mandarme al
otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje.
––Este
tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse ––me dijo Roland––; sólo sentirás la muerte en medio de inefables
sensaciones de placer. La compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de
tus nervios encenderá los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si
todas las personas condenadas a este suplicio supieran en qué ebriedad hace
morir, menos asustados de este castigo que de sus crímenes, los cometerían
con mayor frecuencia y con mucha mayor seguridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir
también el local donde voy a introducirme ––añade acercándose a una ruta
criminal, tan digna de semejante malvado––, doblará también mis placeres.
Pero
inútilmente intenta abrirla; por más que prepare los accesos, demasiado
monstruosamente proporcionado para conseguirlo, sus intentos son siempre
rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas, sus
manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la
naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del
canal vecino, y del vigor del empujón penetra en él cerca de la mitad; yo
lanzo un grito. Roland, furioso por el error, se retira
con rabia, y en esta ocasión golpea la otra puerta con tanto vigor que el
dardo humedecido se sume en ella desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos de este primer empujón; sus esfuerzos se hacen
más violentos; gana terreno; a medida que avanza, el cordón fatal que me ha
pasado alrededor del cuello se estrecha, yo lanzo unos aullidos espantosos; el
feroz Roland, a quien le divierten, me anima a
aumentarlos, demasiado seguro de su insuficiencia, demasiado dueño de
detenerlos cuando quiera; se excita con sus sonidos agudos. Sin embargo, la
ebriedad está a punto de apoderarse de él, las compresiones del cordón se
modulan según los grados de su placer; poco a poco mi voz se apaga; los
apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos flaquean sin perder por
ello la sensibilidad; rudamente zarandeada por el enorme miembro con que Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso
estado en que me encuentro, me siento inundada por los chorros de su lujuria;
todavía oigo los gritos que lanza al derramarlos. Le sucede un instante de
estupor, no sé lo que me pasa, pero pronto mis ojos vuelven a abrirse a la luz,
me siento libre, despejada, y mis órganos parecen renacer.
––Así
me gusta, Thérèse ––me dice mi verdugo––. Apuesto
a que, si quieres ser sincera, sólo has sentido placer.
––¡Horror, señor, repugnancia, angustia y desesperación!
––Me
engañas, conozco los efectos que acabas de sentir; pero me da igual cuáles
hayan sido. Me imagino que ya debes conocerme bastante como para estar bien
segura de que, en lo que hago contigo, tu voluptuosidad me preocupa
infinitamente menos que la mía, y la voluptuosidad que busco ha sido tan
intensa, que voy a seguir con ella un rato más. Sólo de ti, ahora, Thérèse ––me dijo el insigne libertino––, sólo de ti
dependerá tu vida.
Pasa
entonces alrededor de mi cuello la cuerda que colgaba del techo; una vez
fuertemente fijada, ata al taburete sobre el que yo ponía los pies y que me
había levantado hasta allí, un cordel cuyo cabo sostiene, y se coloca en un
sillón frente a mí. Yo tengo en las manos una afilada podadera que debo utilizar
para cortar la cuerda en el momento en que, mediante el cordel que él empuña,
tire del taburete debajo de mis pies.
Ya
lo ves, Thérèse ––me dijo entonces––, si tú
fallas, yo no fallaré. Así que no me equivoco al decirte que tu vida depende de
ti.
Se
excita; llega el momento de su ebriedad en que debe tirar del taburete cuya
desaparición me deja colgada del techo. Hace cuanto puede por disimular ese
instan te; estaría encantado si yo careciera de maña; pero por mucho que haga,
lo adivino, la violencia de su éxtasis lo traiciona, le veo realizar el fatal
movimiento, el taburete se escapa, yo corto la cuerda y caigo al suelo, totalmente
suelta; allí, aunque a más de doce pies de él; ¿lo creeríais, señora?, siento
mi cuerpo inundado por las pruebas de su delirio y de su frenesí.
Otra
en mi lugar, aprovechando el arma que tenía en las manos, se hubiera sin duda
arrojado sobre aquel monstruo; pero ¿de qué me habría valido ese rasgo de
valor? Sin contar con las llaves de aquellos subterráneos, ignorando sus vericuetos,
moriría antes de conseguir salir de ellos; además Roland iba armado; así que me levanté, dejando el arma en el suelo, para que
él no concibiera sobre mí la más ligera sospecha; no la tuvo; había saboreado
el placer en toda su amplitud, y contento de mi dulzura, de mi resignación,
mucho más quizá que de mi destreza, me indicó que saliera, y subimos.
Al
día siguiente, examiné mejor a mis compañeras. Las cuatro mujeres tenían de
veinticinco a treinta años; aunque embrutecidas por la miseria y deformadas por
el exceso de trabajo, conservaban todavía algunos restos de belleza; sus talles
eran bellos, y la más joven, llamada Suzanne, con
unos ojos encantadores, conservaba una bellísima cabellera; Roland la había tomado en Lyon,
había conseguido
sus primicias, y después de haberla arrebatado a su familia, bajo los
juramentos de desposarla, la había traído a aquel espantoso castillo. Llevaba
allí tres años, y, aún más que sus compañeras, era el objeto de las ferocidades
del monstruo: a fuerza de vergajazos, sus nalgas se habían vuelto tan callosas
y duras como una piel de vaca secada al sol; tenía un cáncer en el seno
izquierdo y un absceso en la matriz que le causaba unos dolores increíbles.
Todo eso era la obra del pérfido Roland; cada
uno de aquellos horrores era el fruto de sus lubricidades.
Fue
ella quien me contó que Roland
estaba en vísperas
de irse a Venecia, si las sumas considerables que acababa de hacer llegar
últimamente a España le reportaban las letras de cambio que esperaba para
Italia, porque jamás quiso transportar su oro al otro lado de las montañas; no
lo enviaba nunca: hacía llegar sus monedas falsas a un país diferente de aquel
donde se proponía habitar; de ese modo, poseedor únicamente en el lugar donde
quería establecerse de los papeles de otro reino, sus bribonadas jamás podían
descubrirse. Pero todo podía fallar en un instante, y el retiro que meditaba
dependía absolutamente de esta última negociación, en la que había
comprometido la mayor parte de sus tesoros. Si Cádiz aceptaba sus piastras, sus
cequíes, sus luises falsos, y le mandaba a cambio de
ello unas letras sobre Venecia, Roland viviría
feliz el resto de su vida; si el fraude era descubierto, bastaba un solo día
para poner patas arriba el endeble edificio de su fortuna.
––¡Ay!
––dije al enterarme de esos detalles––, por una vez la Providencia será justa,
no permitirá el éxito de un monstruo semejante, y todas nosotras seremos vengadas...
¡Dios
mío! ¡Cómo podía razonar así a partir de la experiencia que había adquirido!
Al
mediodía, nos daban dos horas de reposo que aprovechábamos para ir, siempre por
separado, a respirar y comer en nuestras habitaciones; a las dos, nos ataban
de nuevo y nos hacían trabajar hasta la noche, sin que jamás se nos permitiera
entrar en el castillo. Si íbamos desnudas, no sólo era a causa del calor, sino
más aún a fin de poder recibir mejor los vergajazos que de vez en cuando venía
a asestarnos nuestro feroz amo. En invierno, nos daban un pantalón y un chaleco
tan ajustados a la piel, que no por ello nuestros cuerpos quedaban menos
expuestos a los golpes de un malvado cuyo único placer consistía en
torturarnos.
Pasaron
ocho días sin que viera a Roland;
al noveno, se
presentó en el trabajo, y pretendiendo que Suzanne y yo girábamos la rueda con excesiva laxitud,
nos repar tió treinta vergajazos a cada una, desde la mitad de los riñones
hasta las pantorrillas.
A
la medianoche de aquel mismo día, el malvado vino a visitarme a mi calabozo, y
excitándose con el espectáculo de sus crueldades, introdujo de nuevo su
terrible porra en el antro tenebroso que yo le exponía por la postura en que me
tenía examinando los vestigios de su rabia. Cuando sus pasiones quedaron satisfechas,
quise aprovechar el instante de calma para suplicarle que cambiara mi suerte.
¡Ay! Yo ignoraba que si en tales almas el momento del delirio hace aún más
activa la inclinación que sienten por la crueldad, no por ello la calma les
devuelve en mayor medida a las dulces virtudes del hombre honesto; es un fuego
más o menos avivado por los alimentos con que se le alimenta, pero que debajo
de la ceniza no para de arder.
––¿Y
con qué derecho pretendes que alivie tus cadenas? ––me contestó Roland––. ¿Se debe a las fantasías que se me antoja
pasar contigo? ¿Acaso me pros terno a tus pies para pedirte unos favores por
cuya concesión tú puedas implorar algunas compensaciones? Yo no te pido nada,
lo tomo, y no veo por qué, dado que utilizo un derecho sobre ti, deba resultar
de ahí que tenga que abstenerme de un segundo. No existe el más mínimo amor en
mi acción: el amor es un sentimiento caballeresco al que soberanamente
desprecio, y cuyas influencias jamás conoció mi corazón. Me sirvo de una mujer
por necesidad, de la misma manera que para una necesidad diferente nos servimos
de un recipiente redondo y hueco, pero sin conceder jamás a ese individuo, que
mi dinero y mi autoridad someten a mis deseos, ni estima ni ternura; debiendo
únicamente lo que me quito de mí mismo, y sin exigir otra cosa de él que la
sumisión, no puedo estar obligado a partir de ahí a concederle ninguna
gratitud. Pregunto a los que quisieran obligarme a ello si un ladrón que
arrebata la bolsa a un hombre en un bosque, porque es más fuerte que él, debe
algún reconocimiento a ese hombre por el mal que acaba de ocasionarle. Ocurre
lo mismo con el ultraje hecho a una mujer: puede ser un motivo para hacerle un
segundo, pero jamás una razón suficiente para otorgarle compensaciones.
––¡Oh,
señor! ––le dije––. ¿Hasta qué punto lleváis vuestra maldad?
––Hasta
la última fase ––me contestó Roland––: no
existe un único extravío en el mundo a que no me haya entregado, ni un crimen
que no haya cometido, así como tampoco ninguno que mis principios no excusen o
legitimen. He sentido incesantemente por el mal una especie de atracción que
siempre redundaba en beneficio de mi voluptuosidad; el crimen enciende mi lujuria;
cuanto más espantoso es, más me excita; disfruto cometiéndolo del mismo tipo de
placer que la gente normal saborea únicamente en la lubricidad, y me he
encontrado cien veces, pensando en el crimen, entregándome a él, o acabando de
cometerlo, completamente en el mismo estado en que se está al lado de una
hermosa mujer desnuda; excitaba mis sentidos de la misma manera, y lo cometía
para inflamarme, al igual que uno se acerca a un bello objeto con las
intenciones de la impudicia.
––¡Oh,
señor!, lo que decís es espantoso, pero he visto ejemplos de ello.
––Hay
mil, Thérèse. No debemos imaginar que sea la
belleza de una mujer lo que más excita la mente de un libertino: es más bien el
tipo de crimen a que han vinculado las leyes su posesión. La prueba está en
que, cuanto más criminal es esa posesión, más excitados nos sentimos. El hombre
que disfruta de una mujer que roba a su marido, de una hija que arrebata a sus
padres, se siente mucho más complacido sin duda que el marido que disfruta de
su mujer; y cuanto más respetables parecen los vínculos que rompe, más aumenta
la voluptuosidad. Si es su madre, si es su hermana, si es su hija, añade nuevos
atractivos a los placeres experimentados. ¿Alguien ha saboreado todo eso?
Quisiéramos que los diques aumentaran aún para encontrar más dificultades y
más atractivos en salvarlas. Ahora bien, si el crimen sazona un goce, es
posible también que, separado de él, él mismo sea goce; así pues, existirá
entonces un goce seguro exclusivamente en el crimen. Pues es imposible que lo
que resulta picante, no lo contenga en sí, y en gran cantidad. Por lo que
supongo que el rapto de una joven para uno mismo proporcionará un placer muy
vivo, pero el rapto por cuenta ajena dará todo el placer con que el goce de esa
joven se veía mejorado por el rapto. El rapto de un reloj, de una bolsa, lo
darán igualmente, y si he habituado mis sentidos a sentirse conmovidos por una
cierta voluptuosidad por el rapto de una joven, en tanto que rapto, este mismo
placer y esta misma voluptuosidad aparecerán en el rapto del reloj, en el de la
bolsa, etc. Y eso es lo que explica la fantasía de tantas personas honradas
que roban sin necesitarlo. Nada más simple, a partir de ahí, tanto que se
saborean los mayores placeres en todo lo que sea criminal como que se
conviertan, por todo lo que cabe imaginar, los goces simples en lo más
criminales posible. Comportándose así, no se hace más que añadir a este goce la
dosis de picante que le faltaba y que era indispensable para la perfección de
la felicidad. Ya sé que tales sistemas llevan muy lejos, y es posible incluso
que dentro de poco te lo demuestre, Thérèse, pero
¿qué importa con tal de que se disfrute? ¿Hay, por ejemplo, querida joven, algo
más simple y mas natural que verme gozar de ti? Pero tú te opones, me pides que
no lo haga; diríase que por las obligaciones que tengo contigo tuviera que
concederte lo que exiges. Sin embargo, no me rindo a nada, no escucho nada,
rompo todos los nudos que cautivan a los necios, te someto a mis deseos, y
convierto el más simple y más monótono de los goces en otro realmente
delicioso. Sométete, pues, Thérèse,
sométete; y, si
alguna vez regresas a este mundo bajo el carácter del más fuerte, abusa de tus
derechos, y conocerás el más vivo y picante de todos los placeres.
Después
de decir estas palabras Roland
salió, y me dejó en
unas reflexiones que, como podéis imaginar, no eran nada favorables para él.
Ya
llevaba seis meses en esa casa, sirviendo de cuando en cuando los insignes
excesos de aquel malvado, cuando una noche le vi entrar en mi habitación con Suzanne.
––Acompáñame,
Thérèse ––me dijo––, me parece que ya
hace mucho que no te he hecho bajar al panteón que tanto te asustaba. Seguidme
las dos, pero no con fiéis en subir. Es absolutamente necesario que allí se
quede una; ya veremos sobre cuál caerá la suerte. Me levanto, dirijo unos ojos
alarmados sobre mi compañera, veo que las lágrimas ruedan de los suyos...
salimos.
Tan
pronto como nos encerramos en el subterráneo, Roland nos examina a las dos con miradas feroces. Se complacía en repetirnos
nuestra sentencia y en con vencernos a ambas de que allí se quedaría con toda
seguridad una de las dos.
––Vamos
––dijo sentándose y haciéndonos permanecer de pie delante de él––, ocupaos
cada una de vosotras sucesivamente del desencantamiento de este tullido, y ay
de la que consiga devolverle su energía.
––Es
una injusticia ––dijo Suzanne––;
la que mejor os
excite debe ser la que obtenga el perdón.
––En
absoluto ––dijo Roland––; así que quede demostrado quién
es la que me inflama mejor, se afirma que es la misma cuya muerte me
proporcionará más placer... y a mí sólo me interesa el placer. Por otra parte,
si concediera el perdón a la que me excite antes, lo intentaríais una y otra
con tal ardor que es posible que sumierais mis sentidos en el éxtasis antes de
que el sacrificio fuera consumado, y no debe ser así.
––Es
querer el mal por el mal, señor ––le dije a Roland––. El complemento de vuestro éxtasis es lo único
que debéis desear, y si lo conseguís sin crimen, ¿por qué queréis cometerlo?
––Porque
sólo así lo alcanzaré de manera deliciosa, y porque jamás desciendo a esta
bodega si no es para cometer uno. Sé perfectamente bien que lo conseguiría sin
eso, pero lo quiero para conseguirlo.
Y,
durante este diálogo, habiéndome elegido para comenzar, lo excito por delante
con una mano, con la otra por detrás, mientras él toca a su capricho todas las
partes de mi cuerpo que se le ofrecen a través de mi desnudez.
––Todavía
falta mucho, Thérèse ––me dijo tocándome las nalgas––
para que estas hermosas carnes estén en el mismo estado de callosidad y de
mortificación que las de Suzanne.
Aunque abrasáramos
las de esta querida joven, seguro que no lo notaría; pero tú, Thérèse, pero tú.... son todavía rosas que abrazan
lirios: ya lo conseguiremos, ya lo conseguiremos.
No
podéis imaginaros, señora, cómo me tranquilizó esta amenaza: sin duda Roland no se daba cuenta, al hacerla, de la
tranquilidad que esparcía en mí, pero ¿acaso no quedaba claro que, si
proyectaba someterme a nuevas crueldades, no tenía ganas todavía de inmolarme?
Ya os he dicho, señora, que todo afecta en la desgracia, y a partir de entonces
me sentí aliviada. ¡Otro incremento de dicha! Yo no conseguía nada, y aquella
masa enorme, blandamente replegada debajo de sí misma, resistía a todas mis
sacudidas. Suzanne, en la misma posición, era
manoseada en los mismos lugares; pero como sus carnes estaban mucho más
endurecidas; Roland la trataba aún con menos consideraciones,
pese a que Suzanne fuera más joven.
––Estoy
convencido ––decía nuestro perseguidor–– de que ni los látigos más terribles
conseguirían ahora arrancar una gota de sangre de ese culo.
Nos
hizo agachar a las dos, y alcanzando con nuestra posición inclinada los cuatro
caminos del placer, su lengua coleó en los dos más estrechos, y el malvado
escupió en los otros. Nos cogió por delante, nos hizo arrodillarnos entre sus
muslos, de modo que nuestros pechos se hallaran a la altura de lo que le excitábamos.
––¡Oh!,
en lo que se refiere al pecho ––dijo Roland–– Suzanne te gana. Jamás tuviste
unas tetas tan hermosas. ¡Mira, fljate lo dotada que está!
Y
diciendo eso, apretaba el seno de aquella desdichada hasta magullarlo entre
sus dedos. Entonces ya no era yo quien lo excitaba, Suzanne me había sustituido. Apenas se encontró en
sus manos cuando el dardo, saliendo del carcaj, ya amenazaba vivamente todo lo
que lo rodeaba.
––Suzanne ––dijo Roland––, un éxito terrible... Me temo, Suzanne, que es tu sentencia ––proseguía aquel hombre
feroz pellizcándole y arañándole los pezones.
En
cuanto a los míos, sólo los chupaba y mordisqueaba. Coloca finalmente a Suzanne de rodillas en el borde del sofá. Le hace
agachar la cabeza, y disfruta de ella en esta posición, de la espantosa manera
que le es natural: reavivada por nuevos dolores, Suzanne se debate, y Roland, que sólo quiere escaramuzas, satisfecho con
algunas correrías, viene a refugiarse en mí en el mismo templo donde ha
sacrificado en el de mi compañera, a la que no cesa de vejar y de maltratar
durante todo ese rato.
––Es
una buscona que me excita cruelmente ––me dijo––; no sé lo que me gustaría
hacerle.
––¡Oh,
señor, tened piedad de ella! ––le dije––. Es imposible que sus dolores sean
más intensos.
––¡Oh,
claro que sí! ––dijo el malvado––. Se podría... ¡Ah!, si yo tuviera aquí al
famoso emperador Kie, uno de los peores malvados que la China haya visto en el
trono,* está claro que haríamos algo más. Entre su mujer y él, inmolando cada
día sus víctimas, se dice que los dos las hacían vivir veinticuatro horas en
las más crueles angustias de la muerte, y en tal estado de dolor que en todo
momento estaban dispuestas a entregar el alma sin llegar a conseguirlo,
gracias a los cuidados crueles de esos monstruos que, haciéndolas flotar de
ayudas en tormentos, sólo les recordaban este minuto a la luz para ofrecerles
la muerte en el siguiente... Yo soy demasido suave, Thérèse, no sé nada de todo eso, sólo soy un colegial.
* El emperador chino Kie tenía una mujer tan
cruel y tan disoluta como él; no les costaba nada derramar sangre, y por su
exclusivo placer, hacían correr todos los días raudales; tenían, en el interior
de su palacio, un gabinete secreto donde las víctimas eran inmoladas bajo sus ojos mientras ellos gozaban. Théo, uno
de los sucesores de ese príncipe, tuvo como él una mujer muy cruel; habían
inventado una columna de bronce que ponían al rojo vivo, y a la que ataban a
las infortunadas bajo sus ojos: «La princesa, cuenta el historiador de quien
sacamos estas líneas, se divertía infinitamente con las contorsiones y los
gritos de las tristes víctimas; no estaba contenta si su marido no le ofrecía
frecuentemente este espectáculo». (Hist.
des Conj., tomo VII, página 43.) (N. del
A.)
Roland se retira sin concluir el
sacrificio, y me hace casi tanto daño con esta precipitada retirada como el que
había hecho al introducirse. Se arroja a los brazos de Suzanne, y, sumando el sarcasmo al ultraje, le dijo:
––¡Amable
criatura, con qué delicia recuerdo los primeros instantes de nuestra unión!
¡Jamás mujer alguna me dio placeres más intensos; jamás amé a nadie como
a
ti!... Abracémonos, Suzanne, vamos a separarnos, por mucho
tiempo quizá.
––Monstruo
––le dijo mi compañera rechazándole horrorizada–– aléjate; no sumes a los
tormentos que me inflinjes la desesperación de oír tus horribles palabras.
Tigre, satisfaz tu rabia, pero respeta por lo menos mis desdichas.
Roland la tomó, la acostó sobre el
sofá, con los muslos muy abiertos, y el
taller de la generación absolutamente a su alcance.
––Templo
de mis antiguos placeres ––exclamó el infame––, tú que me procuraste algunos
tan dulces cuando recogí tus primeras rosas, es preciso que te haga también mis
adioses...
¡Malvado!
Introdujo sus uñas, y revolviéndolas durante varios minutos en el interior, a
lo largo de los cuales Suzanne
lanzaba los gritos
más agudos, las retiró cubiertas de sangre. Saciado por esos horrores, y
notando que ya no le era posible contenerse, me dijo:
––Vamos,
Thérèse, vamos, querida muchacha, acabemos
todo esto con una pequeña escena del juego de cortar la cuerda.*
Este juego, que ha sido descrito
anteriormente, era muy utilizado por los celtas de los que descendemos (vease
la Histoire des Celtes,
del Sr. Peloutier); casi todos esos extravíos de
excesos, estas pasiones singulares del libertinaje, en parte descritas en este
libro, y que hoy provocan ridículamente la atención de las leyes, era antes o
unos juegos de nuestros antepasados que valían mas que nosotros, o unas
costumbres legales, o unas ceremonias religiosas: ahora las convertimos en
crímenes. ¡En cuántas ceremonias piadosas de los paganos se utilizaba la
fustigación! Varios pueblos utilizaban estos mismos tormentos o pasiones para
instalar a sus guerreros, eso se llamaba Huscanaver (véanse las ceremonias religiosas de todos los pueblos de
la tierra). Estas bromas, cuyo inconveniente puede ser como máximo la muerte de
una ramera, ¡son ahora crímenes capitales! ¡Vivan los progresos de la
civilización! ¡Cómo cooperan a la felicidad del hombre, y cuánto más
afortunados somos que nuestros abuelos! (N.
del A.)
Ese
era el nombre de la funesta broma que ya os he descrito, la primera vez que os
hablé de la bodega de Roland.
Me subo al trípode,
el malvado me ata la cuerda al cuello, se coloca frente a mí; Suzanne, aunque en un estado espantoso, le excita con
sus manos; al cabo de un instante, él tira del taburete sobre el que se posan
mis pies, pero armada con la podadera, corto inmediatamente la cuerda y caigo
al suelo sin el menor daño.
––Bien,
bien ––dijo Roland––, ahora te toca a ti, Suzanne. Todo está dicho, y te perdono si te salvas
con la misma destreza.
Suzanne se coloca en mi lugar. ¡Oh,
señora!, permitid que pase por alto los pormenores de esa espantosa escena...
La desdichada ya no volvió.
––Salgamos,
Thérèse ––me dijo Roland––; sólo volverás aquí cuando sea tu turno.
––Cuando
queráis, señor, cuando queráis ––contesté––. Prefiero
la muerte a la vida espantosa que me dais. ¿Acaso puede resultarnos valiosa la
vida a unas desdichadas como nosotras?...
Y Roland me encerró en mi calabozo. Al día siguiente
mis compañeras me preguntaron qué había pasado con Suzanne. Se lo conté. No se asombraron; todas
esperaban la misma suerte, y todas, siguiendo mi ejemplo, viendo en ello el fin
de sus males, la deseaban con urgencia.
Así
pasaron dos años, Roland en sus excesos habituales, yo
en la horrible perspectiva de una muerte cruel, cuando finalmente se divulgó
por el castillo la noticia de que no sólo los deseos de nuestro amo habían sido
satisfechos, no sólo recibía con destino a Venecia la inmensa cantidad de
pagarés que había deseado, sino que le pedían otros seis millones más de falsas
monedas cuyos fondos le harían llegar a su voluntad a Italia. Era imposible
que el malvado gozara de una suerte mayor; se iba con más de dos millones de
renta, sin contar las esperanzas que podía concebir. Este era el nuevo ejemplo
que me ofrecía la Providencia, la nueva manera con la que quería convencerme
una vez más de que la prosperidad sólo correspondía al crimen y el infortunio a
la virtud.
Así
estaban las cosas cuando Roland
vino a buscarme
para bajar por tercera vez a la bodega. Me estremecí al recordar las amenazas
que me había hecho la última vez que habíamos ido allí.
––Tranquilízate
––me dijo––, no tienes nada que temer, se trata de algo que sólo me concierne a
mí... una voluptuosidad especial de la que quiero disfrutar y que no te hará
correr ningún riesgo.
Le
sigo. Así que ha cerrado todas las puertas, Roland me dice:
––Thérèse, en toda la casa sólo me atrevo a
confiar en ti para este asunto. Necesitaba una mujer muy honrada... Confieso
que sólo te he encontrado a ti, a quien prefiero antes incluso que a mi
hermana...
Llena
de sorpresa, le ruego que se explique.
––Escúchame
––me dice––; mi fortuna está hecha, pero por muchos favores que haya recibido
de la suerte, ésta puede abandonarme de un momento a otro. Es posible que me
espíen, es posible que se apoderen de mí en el traslado que voy a hacer de mis
riquezas, y, si esta desgracia se produce, lo que me espera, Thérèse, es la soga; el mismo placer que me encanta
hacer saborear a las mujeres me servirá de castigo. Estoy convencido, en la
medida en que es posible estarlo, de que esta muerte es infinitamente más dulce
que cruel; pero, como las mujeres a las que he hecho experimentar las primeras
angustias jamás han querido ser sinceras conmigo, quiero conocer la sensación
sobre mi propia persona. Quiero saber, por mi propia experiencia, si es o no
cierto que esta compresión determina, en el que la experimenta, el nervio
erector de la eyaculación. Una vez convencido de que esta muerte no es más que
un juego, la afrontaré con mucho mayor valor, pues no es el final de mi existencia
lo que me asusta: mis principios están basados en eso, y absolutamente
convencido de que la materia sólo puede convertirse en materia, temo tan poco
el infierno como espero el paraíso; pero sí me asustan los tormentos de una
muerte cruel; no me gustaría sufrir al morir: probémoslo pues. Tú harás conmigo
todo lo que he hecho contigo; voy a desnudarme; subiré al taburete, atarás la
cuerda, me excitaré un momento, luego, así que veas que las cosas adquieren una
cierta consistencia, retirarás el taburete, y quedaré colgado. Me dejarás así
hasta que veas o la emisión de mi semen o los síntomas del dolor. En el segundo
caso, me soltarás inmediatamente; en el otro, dejarás actuar la naturaleza, y
no me soltarás hasta después. Ya ves, Thérèse, voy a
poner mi vida en tus manos: tu libertad, tu fortuna, será el precio de tu buen
comportamiento.
––¡Ah,
señor! ––le contesté––, qué proposición tan extravagante.
––No,
Thérèse, te lo exijo ––replicó
desnudándose––, pero pórtate bien. ¡Ya ves qué prueba te doy de mi confianza y
de mi estima!
¿De
qué hubiera servido titubear? ¿Acaso no era mi dueño? Por otra parte, me
parecía que el daño que me disponía a hacer sería inmediatamente compensado por
el extremo cuidado que pondría en preservarle la vida. Yo iba a ser la dueña de
su vida, pero pese a cualesquiera que fueran sus intenciones respecto a mí,
con toda seguridad sólo serviría para devolvérsela.
Nos
preparamos: Roland se calienta con algunas de sus
caricias normales; sube al taburete, yo lo ato; quiere que durante ese tiempo
lo insulte, le reproche todos los horrores de su vida: lo hago. Su dardo no
tarda en amenazar el cielo... él mismo me indica que retire el taburete...,
obedezco. Creedme, señora, nada más cierto que lo que había imaginado Roland: en su rostro sólo se dibujaron unos síntomas
de placer, y casi al mismo instante unos chorros rápidos de semen se lanzaron a
la bóveda. Cuando todo está esparcido, sin que yo haya ayudado en nada, corro a
soltarlo, cae desvanecido, pero a fuerza de cuidados consigo que pronto
recupere el sentido.
––¡Oh,
Thérèse! ––me dijo al volver a abrir los
ojos––, no puedes imaginarte qué sensaciones; están por encima de todo lo que
se pueda decir: que hagan ahora con migo lo que quieran, desafío la espada de
Temis. Me creerás aún más culpable hacia la gratitud, Thérèse ––me dijo Roland atándome las manos a la espalda––, pero qué quieres, querida mía, a mi
edad nadie se corrige... Querida criatura, acabas de devolverme a la vida, y
jamás he conspirado tan fuertemente contra la tuya; lamentaste la suerte de Suzanne, pues bien, voy a reunirte con ella; voy a
sepultarte viva en la bodega donde ella expiró.
No
os describiré mi estado, señora, podéis imaginarlo. Por más que llore, por más
que gima, ya no me escucha. Roland
abre el panteón
fatal, hace descender una lámpara, a fin de que yo pueda divisar mejor la
multitud de cadáveres que lo llenan, pasa después una cuerda por debajo de mis
brazos, atados, como ya os he dicho, a mi espalda, y mediante esta cuerda me
baja a veinte pies del fondo del panteón y a unos treinta de donde él estaba:
en esta posición sufría horriblemente, era como si me arrancaran los brazos.
¡Qué espanto se apoderaba de mí, y qué perspectiva se me ofrecía! ¡Trozos de
cadáveres en medio de los cuales acabaría mis días y cuyo olor ya me infectaba!
Roland amarra la cuerda a un bastón
fijado a través del agujero y, después, armado con un cuchillo, oigo que se
excita.
Vamos,
Thérèse ––me dice––, encomienda tu alma
a Dios, el instante de mi delirio coincidirá con aquel en que te arrojaré a
este sepulcro, donde te sumiré en el eterno abismo que te espera. ¡Ah, ah... Thérèse, ah...! Y noté mi cabeza cubierta de las pruebas de su éxtasis sin que,
afortunadamente, hubiera cortado la cuerda: me saca de allí.
––¡Bien! ––me dice––, ¿has sentido miedo?
––¡Oh,
señor!
––Así
es como morirás, Thérèse, tenlo por seguro, y me encanta
acostumbrarte a ello.
Subimos...
¿Tenía que quejarme, tenía que alegrarme? ¡Vaya recompensa por lo que acababa
de hacer por él! Pero ¿podía hacer otra cosa el monstruo? ¿Acaso no podía
arrebatarme la vida? ¡Oh, qué hombre!
Roland preparó al fin su marcha. Vino a
verme la víspera a medianoche; me arrojo a sus pies, le conjuro con las más
vivas instancias que me devuelva la liber tad y que le añada el mínimo dinero
necesario para llevarme a Grenoble.
––¡A Grenoble! Claro que no, Thérèse, nos denunciarías.
––¡Bien, señor! ––le dije regando sus
rodillas con mis lágrimas––, os juro que jamás iré allí, y para que os convenzáis,
dignaos a llevarme con vos a Venecia; es posible que allí encuentre unos
corazones menos duros que en mi patria, y una vez que os hayáis decidido a llevarme
allí, os juro por lo más santo que hay en el mundo que jamás volveré a
importunaros.
––No
te daré ni una ayuda ni un céntimo ––me contestó duramente aquel insigne
tunante––; todo lo que atañe a la piedad, a la conmiseración, a la gratitud,
queda tan lejos de mi corazón que, aunque fuera tres veces más rico de lo que
soy, nadie me vería dar un escudo a un pobre: el espectáculo del infortunio me
excita, me divierte, y cuando no puedo hacer el mal por mí mismo, disfruto
deliciosamente del que comete la mano de la suerte. Sobre ese punto tengo unos
principios de los que no me apartaré, Thérèse; el
pobre está en el orden de la naturaleza: al crear a los hombres con fuerzas
dispares, ésta nos ha convencido del deseo que tenía de que esta desigualdad se
mantuviera, incluso en los cambios que nuestra civilización aportara a sus
leyes; aliviar al individuo es aniquilar el orden establecido; es oponerse al
de la naturaleza, es invertir el equilibiro que es la base de sus más sublimes
acuerdos; es contribuir a una igualdad peligrosa para la sociedad; es
estimular la indolencia y la holgazanería; es enseñar al pobre a robar al rico,
cuando a éste se le antoje rehusar su ayuda. Y ello a través de la costumbre
en que esas ayudas habrán puesto al pobre de obtenerlas sin trabajo.
––¡Oh,
señor, qué duros son estos principios! ¿Hablaríais de igual manera si no
hubierais sido siempre rico?
––Es
posible,Thérèse; cada cual tiene su manera de ver las cosas; ésta es la mía, y
no la cambiaré. Nos quejamos de los mendigos en Francia: si quisiéramos,
pronto no quedaría ni uno; bastaría con ahorcar a siete u ocho mil para que
esta infame calaña no tardara en desaparecer. El cuerpo político debe tener
sobre eso las mismas reglas que el cuerpo fisico. ¿Un hombre devorado por los parásitos los
dejaría subsistir sobre él por conmiseración? ¿Acaso no arrancamos en nuestros
jardines la planta parásita que daña al vegetal útil? ¿Por qué, en este caso,
querer actuar de manera diferente?
––Pero
la religión ––exclamé––, señor, la beneficencia, la
humanidad...
––Son
los escollos de todo lo que aspira a la felicidad ––dijo Roland––. Si yo he consolidado la mía, sólo es sobre
los escombros de todos estos infames prejuicios del hombre; sólo es burlándome
de las leyes divinas y humanas; sólo es sacrificando al débil siempre que lo
encontraba en mi camino; sólo abusando de la buena fe pública; sólo arruinando
al pobre y robando al rico, he alcanzado el escarpado templo de la divinidad
que incensaba. ¡,Por qué no me imitaste? El estrecho sendero de ese templo se
ofrecía tanto a mis ojos como a los tuyos. Las quiméricas virtudes que tú le
has preferido ¿te han consolado de tus sacrificios? Ya no tienes tiempo,
desdichada, ya no tienes tiempo, llora sobre tus faltas, sufre e intenta
encontrar, si es que puedes, en el seno de los fantasmas que reverencias, lo
que el culto que tú les has dado te ha hecho perder.
Con
estas palabras, el cruel Roland
se precipita sobre
mí y me veo obligada a servir una vez más a las indignas voluptuosidades de un
monstruo que aborre cía con tanta razón; esta vez creía que iba a estrangularme.
Cuando su pasión quedó satisfecha, tomó el vergajo y me asestó más de cien
latigazos por todo el cuerpo, asegurándome que tenía mucha suerte de que no
dispusiera de tiempo para ir más lejos.
Al
día siguiente, antes de irse, aquel desdichado nos ofreció una nueva escena de
crueldad y de barbarie, como ninguna de las que brindan los anales de los
Andrónico, de los Nerón, de los Tiberio y de los Venceslao. Todo el mundo en
el castillo creía que la hermana de Roland se iría
con él: la había hecho vestir en consecuencia, pero en el momento de subir al
caballo, la lleva hacia nosotras.
––Ese
es tu lugar, vil criatura ––le dijo, ordenándole que se desnudara––. Quiero que
mis camaradas se acuerden de mí dejándoles en prenda la mujer de la que me
creían más enamorado; pero como aquí sólo se precisan un número determinado,
ya que voy a emprender un camino peligroso en el que tal vez mis armas me
resulten útiles, tengo que probar mis pistolas sobre una de esas busconas.
Al
decir esto, amartilla una de sus armas, la acerca al pecho de cada una de
nosotras y, regresando finalmente a su hermana, dijo, abrasándole los sesos:
––¡Vete,
puta, vete a contarle al diablo que Roland, el más
rico de los malvados de la Tierra, es el que desaha con mayor insolencia tanto
la mano del cielo como la suya!
La
infortunada, que no expiró inmediatamente, se debatió largo rato bajo sus
grilletes: horrible espectáculo que el infame contempló con sangre fría y del
que se apartó para alejarse definitivamente de nosotras.
Todo
cambió al día siguiente de la marcha de Roland. Su
sucesor, hombre dulce y razonable, nos hizo soltar al instante.
––Este
no es trabajo para un sexo débil y delicado ––nos dijo con bondad––; es cosa de
animales hacer funcionar esta máquina. El oficio que tenemos es bastante
criminal sin necesidad de ofender aún más al Ser supremo con unas atrocidades
gratuitas.
Nos
instaló en el castillo, y me colocó, sin exigir nada de mí, en posesión de las
tareas que realizaba la hermana de Roland. Las
restantes mujeres fueron ocupadas en la talla de piezas de moneda, tarea mucho
menos fatigante sin duda y de la que, sin embargo, se veían recompensadas, al igual
que yo, con buenas habitaciones y una excelente nutrición.
Al
cabo de dos meses, Dalville, sucesor de Roland, nos
informó de la feliz llegada de su colega a Venecia: ya estaba instalado, había
hecho su fortuna, disfrutaba de todo el descanso y de toda la felicidad que
había podido desear. La suerte del que le sustituía no fue ni con mucho la
misma. El desdichado Dalville era honesto en su profesión: y eso bastaba para
que no tardaran en aplastarlo.
Un
día que todo estaba tranquilo en el castillo, pues bajo las leyes de aquel buen
amo, el trabajo, aunque criminal, se efectuaba, sin embargo, con alegría, las
puertas fueron reventadas, los fosos escalados y la casa, antes de que nuestra
gente pudiera pensar en su defensa, se llenó con más de sesenta jinetes de la
gendarmería. Hubo que rendirse; no cabía hacer otra cosa. Nos encadenaron como
animales; nos ataron sobre unos caballos y nos llevaron a Grenoble. «¡Oh, santo cielo!», me dije al entrar
allí, «será, pues, el cadalso mi suerte en esta ciudad en la que había cometido
la locura de creer que la felicidad debía nacer para mí... ¡Oh, presentimientos
humanos, qué engañosos sois!»
El
proceso de los monederos falsos no tardó en ser sentenciado; todos fueron
condenados a la horca. Cuando vieron la marca que yo llevaba, casi ni se toma
ron el esfuerzo de interrogarme, y ya iba a ser tratada como los demás, cuando
finalmente intenté conseguir alguna compasión del magistrado famoso, honra de
aquel tribunal, juez íntegro, ciudadano querido, filósofo iluminado, cuya
sabiduría y cuya beneficiencia grabarán para siempre su célebre nombre en
letras de oro en el templo de Temis. Me escuchó; convencido de mi buena fe y de
la verdad de mis desdichas, se dignó poner en mi proceso algo más de atención
que sus colegas... Oh, gran hombre, te debo mi homenaje, la gratitud de una
infortunada no será nada onerosa para ti, y el tributo que te ofrezco, dando a
conocer tu corazón, será siempre el más dulce goce del suyo.
El
señor S*** se convirtió en mi propio abogado; mis protestas fueron atendidas, y
su viril elocuencia iluminó las mentes. Las declaraciones generales de los
monede ros falsos que iban a ejecutar acabaron por apoyar el celo del que
quería interesarse por mí: fui declarada seducida, inocente, plenamente liberada
de acusación, con una total libertad de hacer lo que se me antojara. Mi
protector sumó a estos servicios el de conseguirme una colecta que me valió más
de cincuenta luises; al fin veía brillar ante mis ojos la aurora de la felicidad; al fin mis
presentimientos parecían cumplirse, y me creía al término de mis males cuando
le agradó a la Providencia convencerme de que todavía me hallaba muy lejos de
ello.
Al
salir de la cárcel, me había alojado en una posada delante del puente del Isère, al lado de los arrabales, donde me habían
asegurado que viviría honestamente. Mi intención, de acuerdo con el consejo del
señor S***, era permanecer allí un tiempo para intentar colocarme en la ciudad,
o regresar a Lyon, si no lo conseguía, con las cartas de
recomendación que el señor S*** tenía la bondad de ofrecerme. En esta posada
comía en lo que se llama la mesa redonda, cuando al segundo día descubrí que
era extremadamente observada por una gruesa señora muy bien vestida, que se
hacía dar el título de baronesa: a fuerza de examinarla a mi vez, creí reconocerla
y nos dirigimos simultáneamente una hacia la otra, como dos personas que se han
conocido, pero que no pueden recordar dónde.
Al
fin, la baronesa, llevándome aparte, me dijo:
––Thérèse, ¿me equivoco? ¿No sois la que
salvé hace diez años de la Conciergerie,
y no reconocéis a
la Dubois?
Poco
contenta con este descubrimiento, contesté, sin embargo, con cortesía, pues
estaba tratando con la mujer más inteligente y más astuta que existió en
Francia: no hubo manera de escapársele. La Dubois me colmó de amabilidades, me
dijo que se había interesado por mi suerte como toda la ciudad, pero que si
hubiera sabido que se trataba de mí, no habría habido ningún tipo de gestiones
que no hubiera hecho ante los magistrados, varios de los cuales, según
pretendía, eran amigos suyos. Débil como de costumbre, me dejé llevar a la
habitación de esa mujer y le conté mis desdichas.
––Querida
amiga ––me dijo, abrazándome una vez más––, si he deseado verte con mayor
intimidad es para contarte que disfruto de una gran fortuna, y que cuanto tengo
está a tu servicio; mira ––me dijo, abriéndome unos joyeros llenos de oro y de
diamantes––, ahí están los frutos de mi ingenio; si hubiera incensado la virtud
como tú, a estas alturas estaría encerrada o ahorcada.
––Oh,
señora ––le dije––, si sólo debéis todo eso a unos crímenes, la Providencia,
que siempre acaba por ser justa, no os lo dejará disfrutar largo tiempo.
––Estás
en un error ––me dijo la Dubois––, no te creas que la Providencia favorece siempre
la virtud; que un breve instante de prosperidad no te ciegue hasta este punto.
Para el mantenimiento de las leyes de la Providencia tanto da que Pablo siga
el mal, como que Pedro se entregue al bien; la naturaleza necesita una suma
igual de uno y de otro, y una mayor práctica del crimen que de la virtud es la
cosa del mundo que le resulta más indiferente. Escucha, Thérèse, escúchame con un poco de atención ––prosiguió
esa corruptora, sentándose y haciéndome poner a su lado––; tú eres inteligente,
hija mía, y me gustaría convencerte de una vez.
»No
es la opción que el hombre hace de la virtud lo que le permite encontrar la
felicidad, querida muchacha, pues la virtud sólo es, al igual que el vicio,
una de las maneras de comportarse en el mundo; así pues, no se trata de seguir
la una más que la otra; se trata de caminar siempre por el camino principal; el
que se aparta de él siempre se equivoca. En un mundo enteramente virtuoso, yo
te aconsejaría la virtud, porque al estar las recompensas vinculadas a ella,
allí reside infaliblemente la felicidad; en un mundo totalmente corrompido,
siempre te aconsejaré el vicio. El que no sigue el camino de los demás perece
inevitablemente; choca con todo lo que encuentra, y como es el más débil, es
absolutamente inevitable que no resista. Las leyes quieren restablecer el orden
y encaminar los hombres a la virtud, pero es en vano; demasiado prevaricadoras
para conseguirlo, demasiado insuficientes para alcanzarlo, los apartarán un
instante del camino hollado, pero jamás llegarán a hacerlos abandonar. Cuando
el interés general de los hombres les llevará a la corrupción, el que no
quiera corromperse con ellos luchará, pues, en contra del interés general;
ahora bien, ¿qué felicidad puede esperar aquel que contraría perpetuamente el
interés de los demás? Me dirás que es el vicio lo que contraría el interés de
los hombres. Te lo concedería en un mundo compuesto de una parte igual de
buenos y de malvados, porque entonces el interés de unos choca visiblemente con
el de los otros. Pero eso no es así en una sociedad totalmente corrompida; mis
vicios, entonces, al ofender únicamente al vicioso, determinan en él otros
vicios que le compensan, y los dos nos sentimos dichosos. La vibración se hace
general; es una multitud de choques. y de lesiones mutuas en las que cada cual,
recuperando inmediatamente lo que acaba de perder, se encuentra incesantemente
en una posición dichosa. El vicio sólo es peligroso para la virtud que, débil
y tímida, jamás se atreve a emprender nada; pero cuando ya no exista en la
Tierra, cuando su fastidioso reinado haya concluido, el vicio entonces,
ofendiendo únicamente al vicioso, hará aflorar otros vicios, pero ya no
alterará las virtudes. ¿Cómo no ibas a fracasar mil veces en tu vida, Thérèse, adoptando continuamente a contrapelo el
camino contrario al que seguía todo el mundo? Si te hubieras entregado al
torrente, habrías encontrado, como yo, un puerto. Aquel que quiere remontar un
río ¿recorrerá en un mismo día tanto camino como el que lo desciende? Me hablas
siempre de la Providencia; pues bien, ¿quién te demuestra que esta Providencia
prefiere el orden y, por consiguiente, la virtud? ¿No te ofrece ejemplos
incesantes de sus injusticias e irregularidades? Enviando a los hombres la
guerra, la peste y el hambre, habiendo creado un universo vicioso en su
totalidad, ¿manifiesta ante tus ojos su extremo amor por el bien?, ¿por qué
quieres que los individuos viciosos le disgusten si ella misma sólo actúa a
través de vicios, cuando todo es vicio y corrupción en sus obras, todo crimen
y desorden en sus voluntades? Pero ¿de dónde provienen, además, esos impulsos
que nos arrastran al mal? ¿No es su mano la que nos los ofrece? ¿Hay una sola
de nuestras sensaciones que no provenga de ella? ¿Uno solo de nuestros deseos
que no sea obra suya? ¿Es razonable, por tanto, decir que nos permitiría o nos
daría inclinaciones hacia algo que le perjudicaría, o que le resultaría inútil?
Así pues, si los vicios le sirven, ¿por qué querríamos nosotros resistirnos?
¿Con qué derecho nos empeñaríamos en destruirlos? ¿Y a santo de qué
sofocaríamos su voz? Un poco más de filosofía en el mundo no tardaría en
ponerlo todo en orden, y haría ver a los magistrados y a los legisladores que
los crímenes que censuran y castigan con tanto rigor tienen a veces un grado
de utilidad mucho mayor que esas virtudes que predican sin practicarlas ellos
mismos y sin recompensarlas jamás.
––Pero
aunque yo fuera lo bastante débil, señora ––contesté––, para abrazar vuestros espantosos sistemas, ¿cómo
conseguiríais sofocar el remordimiento que harían nacer a cada instante en mi
corazón?
––El
remordimiento es una quimera ––me dice la Dubois––; sólo es, mi querida Thérèse, el murmullo imbécil de un alma bastante
tímida como para no atreverse a aniquilarlo.
––¿Aniquilarlo?
¿Es posible?
––Nada
más fácil. Sólo nos arrepentimos de lo que no solemos hacer; repite con
frecuencia lo que te ocasiona remordimientos y no tardarás en apagar los;
enfréntales la llama de las pasiones, las poderosas leyes del interés, y no
tardarás en disiparlos. El remordimiento no demuestra el crimen, denota
únicamente un alma fácil de subyugar; si llega una orden absurda que te prohibe
salir al instante de esta habitación, tú no saldrás de ella sin remordimientos,
por muy claro que esté que no haces, sin embargo, ningún mal en salir de ella.
Así pues, no es cierto que sólo el crimen provoca remordimientos.
Convenciéndose de la nulidad de los crímenes, de lo necesarios que son respecto
al orden general de la naturaleza, sería posible, por tanto, vencer con tanta
facilidad el remordimiento que se sentiría después de haberlos cometido como
podrías tú sofocar el que nacería de tu salida de esta habitación después de la
orden ilegal que habrías recibido de permanecer en ella. Es necesario comenzar
por un análisis exacto de todo lo que los hombres denominan crimen para
convencerse de que sólo caracterizan así la infracción de sus leyes y de sus
costumbres nacionales; lo que se denomina crimen en Francia, deja de serlo a
doscientas leguas de allí; no existe ninguna acción que sea real y
universalmente considerada como crimen en toda la Tierra; ninguna que, viciosa
o criminal aquí, no sea loable y virtuosa a algunas millas de aquí; todo es
cuestión de opinión y de geografia,
y es absurdo, por
tanto, querer limitarse a practicar unas virtudes que son crímenes en otro
lugar, y escapar de unos crímenes que son acciones excelentes bajo otro clima.
Ahora te pregunto si puedes, después de estas reflexiones, conservar todavía
remordimientos por haber cometido, por placer o por interés, un crimen en
Francia que es una virtud en la China; si debo sentirme muy desdichada,
molestarme prodigiosamente, por practicar en Francia unas acciones que me
harían quemar en el Siam. Ahora bien, si el remordimiento sólo existe en razón
de la prohibición, si sólo nace de los restos del freno y en absoluto de la
acción cometida, ¿es un gesto muy sabio dejarlo subsistir en sí? ¿No es
estúpido no sofocarlo inmediatamente? Si nos acostumbramos a considerar como
indiferente la acción que tiende a provocar remordimientos; si la juzgamos así
gracias al estudio reflexivo de los hábitos y costumbres de todas las naciones
de la Tierra; y, como consecuencia de este esfuerzo, repetimos esta acción, sea
cual sea, con la mayor frecuencia posible; o, mejor aún, la realizamos con
mayor fuerza que la que tratamos, a fin de acostumbrarnos mejor a ella, el
hábito y la razón no tardarán en destruir el remordimiento; no tardarán en aniquilar
ese movimiento tenebroso, fruto exclusivo de la ignorancia y de la educación.
Sentiremos a partir de entonces que nada es un crimen real, arrepentirse, una
estupidez, y una pusilanimidad no atreverse a hacer todo lo que pueda sernos
útil o agradable, sean cuales sean los diques que haya que abatir para
conseguirlo. Tengo cuarenta y cinco años, Thérèse; cometí mi primer crimen a los catorce años.
Aquél me liberó de todos los lazos que me estorbaban; a partir de entonces no
he cesado de correr en pos de la fortuna por un camino que estuvo sembrado de
crímenes; no hay ni uno que no haya cometido, o hecho cometer... y jamás he
conocido el remordimiento. Sea como fuere, llego al final, dos o tres golpes
afortunados más y salto, del estado de mediocridad en que debía acabar mis
días, a más de cincuenta mil libras de renta. Te lo repito, querida, jamás en
esta ruta afortunadamente recorrida el remordimiento me ha hecho sentir sus
espinas; un espantoso revés me sumiría al instante de la cima al abismo, no lo
lamentaría, me quejaría de los hombres o de mi torpeza, pero siempre quedaría
en paz con mi conciencia.
––De
acuerdo, señora ––contesté––,
pero razonemos un
instante a partir de vuestros mismos principios; ¿con qué derecho pretendéis
exigir que mi conciencia sea tan firme como la vuestra, cuando no ha estado
acostumbrada desde la infancia a vencer los mismos prejuicios? ¿A título de
qué exigís que mi mente, que no está organizada como la vuestra, pueda adoptar
los mismos sistemas? Admitís que existe una suma de bien y de mal en la
naturaleza, y que se precisa, por consiguiente, una cierta cantidad de seres
que practican el bien, y otra que se entregan al mal. Así pues, la opción que
yo tomo está en la naturaleza; y ¿de dónde exigiríais a partir de ahí que yo me
apartara de las reglas que prescribe? Encontráis, me decís, la dicha en el
camino que recorréis: ¡bien!, señora, ¿por qué yo no puedo encontrarla
igualmente en el que yo sigo? No creáis por otra parte que la vigilancia de las
leyes deje en reposo largo tiempo al que las infringe; acabáis de ver un
ejemplo clamoroso de ello: de los quince bribones con los que yo vivía, uno se
salva, catorce perecen ignominiosamente...
––¿Y
eso es lo que tú llamas una desgracia? ––continuó la Dubois––. Pero ¿qué
significa esta ignominia para el que ya no tiene principios? Cuando se ha
superado todo, cuando el honor sólo es para nosotros un prejuicio, la
reputación, algo indiferente, la religión, una quimera, la muerte, un
aniquilamiento total, ¿no es lo mismo perecer en un cadalso que en la cama? En
el mundo hay dos tipos de malvados, Thérèse: aquel
a quien una fortuna poderosa, un crédito prodigioso, pone al amparo de este fin
trágico, y aquel que no lo evitará si lo atrapan. Este último, nacido sin
bienes, debe tener un único deseo, si es inteligente: llegar a rico al precio
que sea. Si lo consigue, tiene lo que ha querido, debe estar contento; si es
ajusticiado, ¿qué lamentará, ya que no tiene nada que perder? Así pues, las
leyes son nulas a los malvados, puesto que no alcanzan al que es poderoso, y es
imposible que las tema el miserable, ya que su espada es su único recurso.
––¿Y
creéis ––continué–– que la Justicia celestial no
espera en el otro mundo al que el crimen no ha atemorizado en éste?
––Creo
––replicó la peligrosa mujer–– que si existiera un Dios, habría menos mal en la
Tierra; creo que si este mal existe, o estos desórdenes han sido ordenados por
ese Dios, y se trata entonces de un ser bárbaro, o es incapaz de impedirlos: a
partir de ese momento, se trata de un dios débil, y en ambos casos de un ser
abominable, un ser cuya cólera debo desafiar y cuyas leyes despreciar. Ay, Thérèse. ¿No es mejor el ateísmo que uno u otro de
ambos extremos? Ese es mi sistema, querida muchacha, lo sigo desde la infancia,
y seguramente no renunciaré a él en toda la vida.
––Me
hacéis estremecer, señora ––dije levantándome––, perdonad que no pueda seguir
escuchando ni vuestros sofismas ni vuestras blasfemias.
––Un
momento, Thérèse ––dijo la Dubois, reteniéndome––,
si no puedo vencer tu razón, que cautive por lo menos tu corazón. Te necesito,
no me niegues tu ayuda; ahí tienes mil luises, te
pertenecerán así que el golpe esté dado.
Escuchando
aquí únicamente mi inclinación a hacer el bien, pregunté inmediatamente a la
Dubois de qué se trataba, a fin de prevenir, si podía, el crimen que se
disponía a cometer.
––Es
lo siguiente ––me dijo––: ¿te has fijado en el joven negociante de Lyon que
lleva cuatro o cinco días comiendo aquí?
––¿Quién?
¿Dubreuil?
––Exactamente.
––¿Y
qué?
––Está
enamorado de ti, me lo ha contado en secreto; tu aire modesto y dulce le gusta
infinitamente, ama tu candor y le encanta tu virtud. Este amante novelesco
tiene ochocientos mil francos en oro o en papel moneda en un cofrecito al lado
de su cama. Déjame hacer creer a este hombre que tú consientes en escucharle:
que eso sea cierto o no, ¿qué te importa? Yo le animaré a proponerte un paseo
fuera de la ciudad, le convenceré de que su historia contigo progresará durante
ese paseo; tú le entretienes, le mantienes alejado el mayor tiempo posible,
intervalo durante el cual yo le robaré, sin llegar a escapar; sus pertenencias
ya estarán en Turín, y yo seguiré todavía en Grenoble. Emplearemos toda la astucia posible en
disuadirle de que se fije en nosotras, aparentaremos ayudarle en sus pesquisas;
mientras tanto anunciaré mi marcha, a él no le asombrará nada; tú me seguirás,
y los mil luises te serán entregados al tocar las
tierras del Piamonte.
––Acepto,
señora ––le dije a la Dubois, absolutamente decidida a avisar a Dubreuil del
robo que querían hacerle––; pero ¿os dais cuenta ––añadí para engañar mejor
a
la malvada–– que si Dubreuil está enamorado de mí, puedo, avisándole, o
entregándome a él, sacar mucho más de lo que me ofrecéis por traicionarle?
––¡Bravo! ––me dijo la Dubois––, eso es lo que yo llamo
una buena alumna. Empiezo a creer que el cielo te ha dado más arte que a mí
para el crimen. Bien ––prosiguió ella escribiendo––, ahí tienes mi billete de
veinte mil escudos: atrévete a negarte ahora.
––Me
guardaré mucho, señora ––dije recogiendo el billete––, pero atribuid únicamente
a mi desdichado estado y a mi debilidad el error que cometo en rendirme a
vuestras seducciones.
––Yo
quería rendir un homenaje a tu inteligencia ––me dijo la Dubois––, si prefieres
que acuse de ello a tu desdicha, haré lo que quieras. Sírveme siempre, y
estarás contenta.
Todo
se arregló; a partir de aquella misma noche, yo comencé a poner mejor cara a
Dubreuil, y descubrí efectivamente que sentía alguna predilección por mí.
Nada
más molesto que mi situación: sin duda estaba muy lejos de prestarme al crimen
propuesto, aunque me hubieran ofrecido una cantidad diez mil veces mayor de
oro; pero denunciar a aquella mujer era penoso para mí; me repugnaba
extremadamente exponer a morir a una criatura a la que diez años antes había
debido mi libertad. Habría querido encontrar el medio de impedir el crimen sin
provocar su castigo, y con cualquier otra que no una consumada malvada como la
Dubois, lo habría conseguido. Eso fue, pues, lo que decidí, ignorando que las
sordas maniobras de aquella horrible mujer no sólo derrumbarían todo el
edificio de mis honestos proyectos, sino que me castigarían incluso por haberlo
concebido.
En
el día prescrito para el proyectado paseo, la Dubois nos invitó a los dos a
cenar en su habitación; aceptamos, y terminada la cena, Dubreuil y yo bajamos
para ocupar el carruaje que nos habían preparado; como la Dubois no nos
acompañó, me encontré a solas con Dubreuil un instante antes de partir.
––Señor
––le dije apresuradamente––, escuchadme con atención; no digáis nada, y sobre
todo cumplid rigurosamente lo que voy a aconsejaros: ¿tenéis algún amigo
seguro en esta posada?
––Sí,
tengo un joven socio con el que puedo contar como si fuera yo mismo.
––Bien,
señor, id inmediatamente a ordenarle que no abandone vuestra habitación ni un
minuto mientras nosotros estemos de paseo.
––Pero
yo tengo la llave de esa habitación. ¿Qué significa este exceso de precaución?
––Es
más esencial de lo que creéis, señor: tomadla, os lo ruego, o no salgo con vos.
La mujer con la que hemos cenado es una malvada: organiza la excursión que
vamos a hacer juntos para robaros con mayor comodidad durante ese tiempo.
Apresuraos, señor, nos está observando, es peligrosa. Entregad la llave a vuestro
amigo; que se instale en vuestra habitación, y que no se mueva hasta que
nosotros no hayamos vuelto. Os explicaré todo el resto así que estemos en el
coche.
Dubreuil
me hace caso, me estrecha la mano para darme las gracias, corre a dar las
órdenes relativas al aviso que recibe, y regresa. Salimos, durante el camino le
relato toda la aventura, le cuento las mías, y le informo acerca de las
desdichadas circunstancias de mi vida que me han hecho conocer a una mujer
semejante. Aquel joven honrado y sensible me demuestra el más vivo agradecimiento
por el servicio que quiero prestarle; se interesa por mis infortunios, y me
propone suavizarlos con el don de su mano.
––Me
siento demasiado feliz de poder reparar los errores que la Fortuna ha cometido
con vos, señorita ––me dice––; yo soy mi propio dueño, no dependo de nadie. Me
voy a Ginebra para una inversión considerable de unas cantidades que vuestros
buenos consejos me salvan, así que vendréis conmigo. Al llegar allí me
convertiré en vuestro esposo, y sólo apareceréis en Lyon bajo este título, o si lo
preferís, señorita, si sentís alguna desconfianza, sólo en mi propia patria os
daré mi apellido.
Tal
ofrecimiento me halagaba demasiado para que me atreviera a rechazarlo; pero
tampoco me convenía aceptarlo sin hacer escuchar a Dubreuil todo lo que podría
hacerle arrepentirse; me agradeció mi delicadeza, y me urgió con mayor
insistencia... ¡Qué infeliz criatura era yo! ¡Era preciso que la dicha sólo se
me ofreciera para llenarme más vivamente de pena al no poderla aprovechar
jamás! ¡Era preciso que ninguna virtud pudiera nacer en mi corazón sin
ocasionarme tormentos!
Nuestra
conversación ya nos había llevado a dos leguas de la ciudad, y nos disponíamos
a bajar para disfrutar de la frescura de unas alamedas al borde del Isère, por las que teníamos la intención de pasear,
cuando de repente Dubreuil me dice que se sentía muy mal... Baja, y le
sorprenden unos espantosos vómitos; le hago subir inmediatamente al coche, y
regresamos apresuradamente a la ciudad. Dubreuil está tan mal que hay que
llevarle a su habitación; su estado sorprende a su socio al que encontramos
allí, y que, siguiendo sus órdenes, no había salido de ella. Llega un médico.
¡Cielos, Dubreuil está envenenado! Así que me entero de la fatal noticia, corro
al apartamento de la Dubois. ¡La infame había desaparecido! Entro en mi
habitación, el armario ha sido forzado, el poco dinero y las ropas que poseo
desaparecidos. Me aseguran que la Dubois emprendió hace tres horas el viaje a
Turín. No había ninguna duda de que era la autora de esta multitud de crímenes:
se había presentado en el cuarto de Dubreuil; irritada por encontrar gente, se
había vengado conmigo, y había envenenado a Dubreuil, cenando, para que, a la
vuelta, si hubiera conseguido robarle, aquel desdichado joven, más preocupado por
su vida que por perseguir a la que robaba su fortuna, la dejara escapar con
seguridad, y yo pudiera resultar más sospechosa que ella en vista de que el
accidente de su muerte ocurría en mis brazos. Nada nos probó sus combinaciones,
pero ¿cabía imaginar que fueran otras?
Vuelvo
corriendo a ver a Dubreuil: no me dejan aproximarme; protesto por esta
negativa, me cuentan la causa. El desdichado expira, y ya sólo se ocupa de
Dios. Sin embargo, me ha exculpado; yo soy inocente, asegura; prohibe
expresamente que me persigan; muere. Apenas ha cerrado los ojos, su socio se
apresura a darme la noticia, rogándome que esté tranquila. ¡Ay! ¿Podía estarlo?
¿Podía no llorar amargamente la muerte de un hombre que se había ofrecido tan
generosamente a sacarme del infortunio? ¿Podía dejar de deplorar un robo que
me devolvía a la miseria, de la que acababa de salir? «¡Espantosa criatura!»,
exclamé; «si es ahí donde conducen tus principios, ¿hay que sorprenderse de que
los aborrezcamos, y las personas honradas los castiguen?» Pero yo razonaba en
tanto que parte lesionada, y la Dubois, que sólo veía su dicha y su interés en
lo que había hecho, sacaba sin duda otras conclusiones.
Se
lo confié todo al socio de Dubreuil, que se apellidaba Valbois, tanto lo que
habían urdido contra su amigo como lo que me había ocurrido a mí misma. Se
compadeció de mí, lamentó muy sinceramente las desgracias de Dubreuil y
censuró el exceso de delicadeza que me había impedido ir a denunciar el caso
tan pronto como me hube enterado de los proyectos de la Dubois. Decidimos que
aquel monstruo, que sólo necesitaba cuatro horas para ponerse en país seguro,
llegaría allí antes de que nosotros avisáramos para hacerla perseguir; que nos
costaría mucho dinero; que el dueño de la posada, vivamente comprometido en la
denuncia que hiciéramos, y defendiéndose con violencia, acabaría tal vez por
aplastarme a mí, a mí... que sólo parecía respirar en Grenoble como escapada del cadalso. Estas razones me
convencieron y me asustaron tanto que decidí abandonar esta ciudad sin
despedirme del señor S***, mi protector. El amigo de Dubreuil aprobó esta
decisión; no me ocultó que si toda esta aventura se desvelaba, las
declaraciones que se vería obligado a hacer me comprometerían, fueran cuales
fuesen sus precauciones, tanto a causa de mi intimidad con la Dubois como por
mi último paseo con su amigo; que me aconsejaba, por consiguiente, a partir de
ahí, que me fuera inmediatamente sin ver a nadie, convencida de que por su
parte jamás actuaría en contra de mí, pues me creía inocente, y sólo culpable
de mostrar debilidad en todo lo que acababa de ocurrir.
Al
pensar en las opiniones de Valbois admití que eran buenas, en la medida en que
estaba tan convencido de que yo tenía un aspecto culpable, como seguro de que
no lo era; que lo único que hablaba en mi favor, la recomendación hecha a
Dubreuil en el instante del paseo, mal explicada, se me había dicho, por él en
el momento de su muerte, no llegaría a ser una prueba tan triunfante como para
que yo contara con ella; con lo cual me decidí prontamente. Se lo comuniqué a
Valbois.
––Me
gustaría ––me dijo–– que mi amigo me hubiera encargado algunas disposiciones
favorables para vos, las cumpliría con el mayor placer, me gustaría también que
me hubiera dicho que era a vos a quien debía el consejo de vigilar su
habitación; pero no ha hecho nada de todo eso. Así que me veo obligado a
limitarme a la mera ejecución de sus órdenes. Las desgracias que habéis
sufrido por él me decidirían, si pudiera, a hacer algo por mi cuenta, señorita,
pero comienzo el comercio, soy joven, mi fortuna es limitada, estoy obligado a
rendir al instante las cuentas de Dubreuil a su familia; permitidme, pues, que
me ciña al único pequeño servicio que os ruego que aceptéis: aquí tenéis cinco luises, y allí una honrada comerciante de Chalon––sur––Saône, mi patria. Esta regresa allí
tras haber parado veinticuatro horas en Lyon donde la reclaman algunos
asuntos; os pongo en sus manos. Señora Bertrand ––continuó
Valbois, llevándome hacia esta mujer––, ésta es la joven de la que os hablé;
os la recomiendo, desea colocarse. Os ruego con la misma insistencia que si se
tratara de mi propia hermana que os toméis todas las molestias posibles para
encontrarle en nuestra ciudad algo que convenga a su persona, a su nacimiento
y educación; para que hasta entonces no le suponga ningún gasto, yo os
responderé de todo la primera vez que nos veamos. Adiós, señorita ––prosiguió
Valbois pidiéndome permiso para abrazarme––; la señora Bertrand parte mañana al despuntar el día; seguidla, y
que algo más de felicidad pueda acompañaros en una ciudad donde tal vez tenga
la satisfacción de volveros a ver pronto.
La
honradez de ese joven, que básicamente no me debía nada, me hizo derramar
lágrimas. Los buenos tratos son muy dulces cuando se lleva tanto tiempo
experimentando otros odiosos. Acepté sus dones jurándole que trabajaría hasta
estar en situación de podérselos devolver algún día. «¡Ay!», pensé
al retirarme, «aunque la práctica de una nueva virtud acaba de precipitarme en
el infortunio, por lo menos, por primera vez en mi vida, la esperanza de un
consuelo se ofrece en ese abismo espantoso de males, donde la virtud sigue
precipitándome.»
Era
pronto: la necesidad de respirar me hizo bajar al muelle del Isère, con la intención de pasear por él unos
instantes; y, como ocurre casi siempre en tales casos, mis reflexiones me
llevaron muy lejos. Encontrándome en un lugar aislado, me senté allí para pensar
con mayor comodidad. Mientras tanto llegó la noche sin que yo pensara en
retirarme, cuando de repente me sentí agarrada por tres hombres. Uno me coloca
la mano en la boca, y los otros dos me arrojan precipitadamente a un carruaje,
suben a él conmigo, y hendimos los aires durante tres horas largas, sin que
ninguno de esos bandidos se dignara a decirme una sola palabra ni contestar a
ninguna de mis preguntas. Las cortinas están bajadas, no veía nada. El carruaje
llega cerca de una casa, se abren las puertas para recibirlo, y se cierran
inmediatamente. Mis guías me arrastran, me hacen atravesar así estancias
sombrías, y me dejan finalmente en una, cerca de la cual hay una habitación en
la que descubro luz.
––Quédate
ahí ––me dijo uno de mis raptores retirándose con sus compañeros––, no
tardarás en ver a conocidos tuyos.
Y
desaparecen, cerrando con cuidado todas las puertas. Casi al mismo tiempo, la
de la habitación en la que percibía la claridad se abre, y veo salir de ella,
con una vela en la mano... ¡oh, señora!, adivinad quién podía ser... ¡la
Dubois!... la Dubois en persona, aquel monstruo espantoso, devorado sin duda
por el más ardiente deseo de venganza.
––Ven,
encantadora joven ––me dijo arrogantemente––, ven a recibir la recompensa de
las virtudes a que te has entregado a mi costa... ––Y estrechándome la mano con
cólera––: ¡Ah, malvada! ¡Te enseñaré a traicionarme!
––No,
no señora ––le dije precipitadamente––, no, yo no os he traicionado en
absoluto. Informaos, no he hecho la menor denuncia que pueda preocuparos, no he
dicho la mas mínima palabra que pueda comprometeros.
––Pero
¿acaso no te has opuesto al crimen que preparaba? ¿No lo has impedido, indigna
criatura? Es preciso que recibas tu castigo...
Y
como ya entrábamos, no tuvo tiempo de decir más. La estancia donde me hacían
pasar era tan suntuosa como magníficamente iluminada. Al fondo, sobre una
otomana, había un hombre con una bata de tafetán flotante, de unos cuarenta
años, y al que no tardaré en describiros.
––Monseñor
––dijo la Dubois presentándome a él––, aquí tenéis a la joven que queríais,
aquella por la que se interesa todo Grenoble... la
famosa Thérèse, en una palabra, condenada a ser
colgada con los monederos falsos, liberada después a causa de su inocencia y
de su virtud. Admitid mi habilidad en serviros, monseñor; hace cuatro días me
hablasteis del extremo deseo que teníais de inmolarla a vuestras pasiones; y
hoy os la entrego. Es posible que la prefiráis a la bonita pensionista del
convento de las benedictinas de Lyon, que también habéis deseado, y
que nos llegará dentro de un instante: aquélla tiene su virtud fisica y moral, ésta sólo tiene la de los
sentimientos; pero forma parte de su existencia, y no encontraréis en parte
alguna una criatura más llena de candor y de honestidad. Una y otra son vuestras,
monseñor: o las despedís a las dos esta noche, o a una hoy, y a la otra mañana.
En cuanto a mí, os abandono: las bondades que tenéis conmigo me han obligado a
comunicaros mi aventura de Grenoble.
¡Un hombre muerto,
monseñor, un hombre muerto! Tengo que escapar.
––¡Ah,
no, no, encantadora mujer! ––exclamó el señor de la casa––, no, quédate y no
temas nada cuando yo te protejo: tú eres el alma de mis placeres; sólo tú
posees el arte de satisfacerlos y de excitarlos, y cuanto más aumentas
tus crímenes más se excita mi cabeza por ti... Pero esta Thérèse es bonita... ––Y dirigiéndose a mí––: ¿Qué
edad tienes, hija mía?
––Veintiséis
años, monseñor ––contesté––, y muchas penas.
––Sí,
penas, desgracias; ya lo sé, es lo que me divierte, es lo que he querido.
Vamos a poner orden en todo eso, terminaremos con todas tus desdichas; te
aseguro que dentro de veinticuatro horas ya no serás desdichada... ––Y con
espantosas carcajadas, agregó––: ¿No es verdad, Dubois, que tengo un medio
seguro para terminar con los infortunios de una joven?
––Sin
duda ––dijo aquella odiosa criatura––; y si Thérèse no fuera amiga mía no os la habría traído;
pero es justo que la recompense por lo que ha hecho por mí.
Nunca
imaginaríais, monseñor, cuán útil me ha sido esta querida criatura en mi última
empresa de Grenoble. Vos os habéis dignado encargaros
de mi gratitud, y os ruego que me hagáis quedar bien.
La
oscuridad de aquellas frases, las que la Dubois me había dirigido al entrar, la
clase de hombre con que trataba, la joven que anunciaban, todo llenó al
instante mi imaginación de una turbación que sería difícil describiros. Un
sudor frío se desprende de mis poros, y estoy a punto de desmayarme: ése es el
momento en que el comportamiento de aquel hombre acaba finalmente por
iluminarme. Me llama, comienza por dos o tres besos en los que nuestras bocas
se ven obligadas a unirse: atrae mi lengua, la chupa, y mete la suya en el
fondo de mi garganta para absorber hasta mi respiración. Me hace inclinar la
cabeza sobre mi pecho, y alzando mis cabellos, observa atentamente la nuca de
mi cuello.
––¡Oh,
es delicioso! ––exclama, apretando fuertemente esta
parte––. Jamás he visto nada tan bien unido: será delicioso separarlo.
Esta
última frase despejó todas mis dudas: comprobé claramente que me encontraba
una vez más con uno de esos libertinos de pasiones crueles, cuyas voluptuosidades
predilectas consisten en disfrutar de los dolores o de la muerte de las
desdichadas víctimas que les buscan a base de dinero, y que corría el peligro
de perder la vida.
En
aquel instante llaman a la puerta; sale la Dubois y trae inmediatamente a la
joven lionesa de la que acababa de hablar.
Intentaré
esbozaros ahora los dos nuevos personajes con los que me veréis. El monseñor,
de quien jamás supe el nombre ni la condición, era, como ya os he dicho, un
hombre de cuarenta años, fino, delgado, pero vigorosamente formado; unos
músculos casi siempre hinchados, elevándose sobre sus brazos cubiertos de un
pelo áspero y negro, anunciaban en él la fuerza y la salud; tenía el rostro
encendido, los ojos pequeños, negros y malvados, una dentadura hermosa, y la inteligencia
en todas sus facciones; su talle esbelto por encima de lo mediocre, y el
aguijón del amor, que tuve excesivas ocasiones de ver y de sentir, unía a la
longitud de un pie más de ocho pulgadas de circunferencia. Este instrumento,
seco, nervioso, siempre espumeante, y sobre el que se veían gruesas venas que
lo hacían todavía más temible, se mantuvo en ristre durante las cinco o seis
horas que duró esta sesión, sin descender un solo minuto. Yo no había encontrado
nunca un hombre tan peludo: se parecía a los faunos que nos pinta la fábula.
Sus manos secas y duras terminaban con unos dedos que tenían la fuerza de un
torno; en cuanto a su carácter, me pareció duro, brusco, cruel, su inteligencia
propensa a un tipo de sarcasmos y de bromas propicios a incrementar los males
que estaba segura que había que esperar de un hombre semejante.
Eulalie
era el nombre de la joven lionesa. Bastaba verla para adivinar su origen y su
virtud: era hija de una de las mejores casas de la ciudad donde las sicarias de
la Dubois la habían secuestrado, bajo el pretexto de reunirla con un amante que
ella idolatraba; poseía, junto con un candor y una ingenuidad encantadores,
una de las más deliciosas fisonomías que puedan imaginarse. Eulalie, con apenas
dieciséis años, tenía una auténtica cara de virgen; su inocencia y su pudor
embellecían a porfla sus facciones: tenía escaso color, pero eso la hacía aún
más seductora; y el resplandor de sus bellos ojos negros devolvía a su bonita cara todo el fuego del que esa palidez
parecía privarla en un principio; su boca, un poco grande, estaba dotada de
los más bellos dientes; su seno, ya muy formado, parecía aún más blanco que su
tez; parecía formada para ser pintada, pero no a expensas de la gordura; sus
formas eran redondeadas y abundantes, todas sus carnes firmes, dulces y
rollizas. La Dubois pretendió que era imposible ver un culo más bonito: poco
conocedora de esta parte, me permitiréis que no me manifieste. Un vello suave
sombreaba su parte delantera; unos cabellos rubios, soberbios, flotando sobre
todos estos encantos, los hacían aún más excitantes; y para completar su obra
maestra, la naturaleza, que parecía complacerse en formarla, la había dotado
del carácter más dulce y más amable. ¡Tierna y delicada flor, destinada a embellecer
por un instante la tierra para ser inmediatamente marchitada!
––¡Oh,
señora! ––le dijo a la Dubois al reconocerla––, ¡así es como me habéis
engañado!... i Santo cielo! ¿Dónde me habéis conducido?
––Ahora
lo verás, hija mía ––le dijo el señor de la casa atrayéndola bruscamente hacia
él y comenzando ya con sus besos, mientras una de mis manos le masturbaba por
orden suya.
Eulafe
quiso defenderse, pero la Dubois, empujándola sobre el libertino, le quitó
toda posibilidad de escapar. La sesión fue larga; cuanto más fresca era la
flor, más le gustaba al impuro abejorro libarla. A sus multiplicados
chupetones siguió el examen del cuello; y noté que al palparlo el miembro que
yo excitaba adquiría aún mayor energía.
––Bien
––dijo monseñor––, son dos víctimas que me colmarán de gusto: serás bien
pagada, Dubois, porque me has servido bien. Pasemos a mi tocador: síguenos,
querida mujer, síguenos ––prosiguió mientras nos condujo––; te irás esta
noche, pero te necesito para la velada.
La
Dubois se resigna, y pasamos al gabinete de los placeres de aquel disoluto,
donde nos hace desnudarnos a todas.
¡Oh, señora!, no comenzaré a describiros las infamias
de las que fui a la vez testigo y víctima. Los placeres de aquel monstruo eran
los de un verdugo. Sus únicas voluptuosidades consistían en cortar cabezas. Mi
desdichada compañera... ¡Oh, no, señora...! ¡Oh, no!, no me exijáis que
termine... Yo iba a tener la misma suerte; estimulado por la Dubois, aquel
monstruo se disponía a hacer mi suplicio más horrible todavía, cuando una
necesidad común de reparar sus fuerzas les obliga a instalarse en la mesa...
¡Qué exceso! Pero ¿debo lamentarlo, ya que me salvó la vida? Ahítos de vino y
de comida, ambos cayeron borrachos como cubas sobre los restos de su cena. Tan
pronto como los veo así, me precipito sobre unas enaguas y una manteleta que la
Dubois acababa de quitarse para estar aún más inmodesta a los ojos de su patrón, tomo una vela, me precipito a la escalera:
aquella casa desprovista de criados no ofrece nada que se oponga a mi evasión,
encuentro a uno, le digo con aire aterrorizado que corra hacia su amo que se
muere, y alcanzo la puerta sin encontrar más resistencia. Ignoraba los caminos,
no me habían dejado verlos, tomo el primero que se me ofrece... Es el de Grenoble; todo nos sirve cuando la Fortuna se digna a
sonreírnos un momento; en la posada seguían acostados, me introduzco
secretamente en ella y me dirijo apresuradamente a la habitación de Valbois.
Llamo, Valbois se despierta y casi no me reconoce en el estado en que me
hallo; me pregunta qué me pasa; le cuento los horrores de los que acabo de ser
a un tiempo víctima y testigo.
––Podéis
hacer detener a la Dubois ––le digo––, no está lejos de aquí, es posible que
pueda indicaros el camino... ¡Desgraciada! Independientemente de todos sus
crímenes, ha vuelto a robarme mis ropas y los cinco luises que me disteis.
––¡Oh,
Thérèse! ––me dijo Valbois––, sois sin
duda la mujer más desdichada que hay en el mundo, pero fijaros, sin embargo,
honesta criatura, en como, en medio de los males que os abruman, una mano
celestial os mantiene. Que esto sea para vos un motivo suplementario para ser
siempre virtuosa, jamás las buenas acciones carecen de recompensa. No persigamos
a la Dubois, mis razones para dejarla en paz son las mismas que os exponía
ayer. Reparemos únicamente el mal que os ha hecho. Aquí tenéis, en primer
lugar, el dinero que os ha robado.
Una
hora después una costurera me trajo dos trajes completos y ropa interior.
––Pero
hay que irse, Thérèse ––me dijo Valbois––, hay que
irse hoy mismo. La Bertrand cuenta con ello. Le he rogado
que se retrasara unas horas por vos, así que acompañadla.
––¡Oh,
virtuoso joven! ––exclamé, cayendo en los brazos de mi
bienhechor––. ¡Ojalá el cielo os devuelva algún día todos los bienes que me
ofrecéis!
Vamos,
Thérèse ––me contestó Valbois abrazándome––,
yo ya disfruto de la dicha que me deseáis, puesto que la vuestra es obra mía...
Adiós.
Así
es como abandoné Grenoble, señora, y si bien no encontré en
esa ciudad toda la felicidad que yo había supuesto, en ninguna como en ella
descubrí tantas personas honradas reunidas para lamentar o calmar mis males.
Mi
guía y yo íbamos en una pequeña carreta cubierta tirada por un caballo al que
dirigíamos desde el fondo del carruaje. Allí estaban las mercancías de la se
ñora Bertrand, y una chiquilla de quince meses
a la que todavía amamantaba, y por la que, para mi desdicha, no tardé en sentir
un afecto tan grande como el que podía darle la que la había parido.
La
tal Bertrand era, por otra parte, una mujer
bastante mala, suspicaz, charlatana, chismosa aburrida y necia. Bajábamos
regularmente cada noche sus pertenencias a la posada, y dormíamos en la misma
habitación. Hasta Lyon, todo fue muy bien, pero durante los tres días
que aquella mujer necesitaba para sus negocios, tuve en esa ciudad un
encuentro que estaba muy lejos de esperar.
Me
paseaba una tarde por el muelle del Ródano con una de las camareras de la
posada a la que había pedido que me acompañara, cuando descubrí de repente al
reverendo padre Antonin de Santa María de los Bosques, superior ahora de la
casa de su orden situada en esa ciudad. Aquel fraile me aborda, y después de
haberme agriamente reprochado en voz baja mi huida, y de haberme dado a
entender que corría grandes peligros de ser atrapada, si lo comunicaba al
convento de Borgoña, añadió, ablandándose, que no diría nada si quería
seguirle en aquel mismo instante con la joven que me acompañaba, y que le
parecía interesante. Luego, haciendo en voz alta la misma proposición a esa
criatura, el monstruo dijo:
––Os
pagaremos bien a las dos. En nuestra casa somos diez, y os prometo por lo menos
un luis de cada uno, si vuestra
complacencia carece de límites.
Ante
estas frases, me sonrojé prodigiosamente. Por un momento, intento hacer creer
al fraile que se equivoca: al no conseguirlo, hago gestos para contenerlo,
pero nada impresiona a aquel insolente, y sus solicitaciones van siendo cada
vez más cálidas. Al fin, tras nuestros rechazos reiterados de seguirle, se
limita a pedirnos insistentemente nuestra dirección. Para liberarme de él, le
doy una falsa. La escribe en su cartera, y nos abandona asegurándonos que no
tardará en vernos.
Al
regresar a la posada, expliqué como pude la historia de esta desdichada
relación a la joven que me acompañaba; pero sea que lo que le dije no la
satisfa ciera, sea que tal vez estuviera muy enfadada por un acto virtuoso por
mi parte que la privaba de una aventura en la que habría ganado tanto, se fue
de la lengua. Tuve harta ocasión de darme cuenta de ello por los comentarios de
la Bertrand, con motivo de la desdichada
catástrofe que pronto voy a contaros. Sin embargo, el fraile no apareció, y nos
fuimos.
Por
salir tarde de Lyon, aquel primer día tuvimos que dormir en
Villefranche, y allí fue, señora, donde me ocurrió la terrible desgracia que
hoy me hace apa recer ante vos como una criminal, sin que lo haya sido más en
esta funesta circunstancia de mi vida que en ninguna de todas aquellas en que
me habéis visto tan injustamente vapuleada por los golpes de la suerte, y sin
que otra cosa me haya conducido al abismo que la bondad de mi corazón y la
maldad de los hombres.
Llegadas
a las seis de la tarde a Villefranche, nos habíamos apresurado a cenar y a
acostarnos, a fin de emprender una marcha más prolongada el día siguien te; no
hacía ni dos horas que reposábamos cuando fuimos despertadas por una humareda
espantosa; persuadidas de que el fuego no estaba lejos, nos levantamos
apresuradamente. ¡Santo cielo!, los progresos del incendio ya eran más que
terroríficos, abrimos semidesnudas nuestra puerta y sólo oímos a nuestro
alrededor el estruendo de las paredes que se desploman, el ruido de las vigas
que se parten, y los gritos espantosos de los que caen en las llamas. Envueltas
por esas llamas devoradoras, ya no sabemos adónde huir; para escapar a su
violencia, nos precipitamos en su foco, y nos vemos inmediatamente confundidas
con la multitud de desdichados que buscan, como nosotras, su salvación en la
huida. Descubro entonces que mi guía, más preocupada de sí misma que de su
hija, ni siquiera ha pensado en salvarla de la muerte; sin avisarla, corro a
nuestra habitación a través de las llamas que me asaltan y me queman en varios
lugares; cojo a la pobre criaturita; me precipito a devolvérsela a su madre,
apoyándome en una viga medio consumida: me falla el pie, mi primer gesto es
adelantar las manos; este impulso de la naturaleza me fuerza a soltar el
precioso fardo que sostengo... Se me escapa, y la desdichada niña cae al fuego
bajo los ojos de su madre. En ese instante me cogen también a mí... me
arrastran; demasiado conmovida para distinguir nada, ignoro si son ayudas o
peligros lo que me rodea, pero para mi desgracia no tardo en averiguarlo
cuando, arrojada a un silla de posta, me encuentro al lado de la Dubois que,
colocándome una pistola en la sien, me amenaza con abrasarme los sesos si
pronuncio una palabra...
––¡Ah,
malvada! ––me dice––, te tengo en mis manos, y esta vez no te escaparás.
––¡Oh,
señora, vos aquí! ––exclamé.
––Todo
lo que acaba de ocurrir es obra mía ––me contestó aquel monstruo––; con un
incendio te salvé los días, y con un incendio los perderás. De haber hecho
falta, te habría perseguido hasta los infiernos, para apoderarme de ti.
Monseñor se puso furioso cuando se enteró de tu evasión; yo cobro doscientos luises por cada joven que le procuro, y no solamente
no quiso pagarme a Eulalie, sino que me amenazó con toda su cólera si no te
devolvía. Te descubrí y te perdí por dos horas en Lyon. Ayer, llegué a la posada una
hora después que tú, le prendí fuego a través de unos adláteres que siempre
tengo contratados; quería abrasarte o apoderarme de ti; te he tenido, te
conduzco a una casa que tu huida ha precipitado en la turbación y en la
inquietud, y te devuelvo a ella para ser tratada de cruel manera. Monseñor ha
jurado que no habría suplicios bastante espantosos para ti, y no bajaremos del
carruaje hasta que estemos en su casa. ¡Pues bien, Thérèse! ¿Qué piensas ahora de la virtud?
––¡Oh,
señora! Que muchas veces es la presa del crimen; que es dichosa cuando
triunfa; pero que en el cielo debe ser el único objeto de las recompensas de
Dios, si las maldades del hombre consiguen aplastarla en la Tierra.
––No
pasarás mucho tiempo sin saber, Thérèse, si
existe realmente un Dios que castigue o que recompense las acciones de los
hombres... Ah, si en la nada eterna donde vas a entrar inmediatamente te
permitiera pensar, ¡cómo lamentarías los sacrificios infructuosos que tu testadurez
te ha obligado a ofrendar a unos fantasmas que no te han pagado con otra cosa
que con desgracias!... Thérèse,
todavía estás a
tiempo, ¿quieres ser mi cómplice? Te salvo, es más fuerte que yo verte
naufragar incesantemente en los peligrosos caminos de la virtud. ¡Cómo!
¿Todavía no has sido suficientemente castigada por tu bondad y tus falsos
principios? ¿Qué infortunios necesitas, pues, para corregirte? ¿Qué ejemplos
te son necesarios para convencerte de que el partido que tomas es el peor de
todos, y que, tal como te he dicho cien veces, sólo cabe esperar reveses
cuando, tomando a la multitud a contracorriente, pretendes ser la única
virtuosa en una sociedad totalmente corrompida? Das por supuesto un Dios
vengador: desengáñate, Thérèse,
desengáñate, el
Dios que te forjas sólo es una quimera cuya necia existencia sólo apareció en
la cabeza de los dementes; es un fantasma inventado por la maldad de los
hombres, que no tiene más objetivo que engañarlos, o armarlos a los unos contra
los otros. El servicio más importante que se habría podido prestarles hubiera
sido degollar inmediatamente al primer impostor que se ocupó de hablarles de
Dios. ¡Cuánta sangre habría evitado en el universo un solo homicidio! Vamos,
vamos, Thérèse, la naturaleza siempre atenta,
siempre activa, no tiene ninguna necesidad de un dueño para dirigirla. Y si
este dueño existiera efectivamente, después de todos los defectos con que ha
llenado sus obras, ¿merecería de nosotros otra cosa que desprecio e insultos?
¡Ah, si tu Dios existe, Thérèse,
cómo lo odio, cómo
lo aborrezco! Sí, si su existencia fuera real, lo confieso, el único placer de
irritar perpetuamente al que se revistiera de ella sería la más preciosa compensación
de la necesidad en que me hallaría entonces de prestarle algún crédito... Una
vez más, Thérèse, ¿quieres ser mi cómplice? Se
presenta un golpe soberbio, con valor lo ejecutaremos; te salvo la vida si
colaboras. El señor a cuya casa vamos, y al que conoces, se aísla en la casa de
campo donde realiza sus orgías; lo exige su especial índole; un solo criado
vive con él, cuando la visita para sus placeres: el hombre que corre delante de
esta silla, tú y yo, querida muchacha, somos tres contra dos. Cuando ese
libertino esté en el ardor de sus voluptuosidades, yo me apoderaré del sable
con que quita la vida de sus víctimas, tú le retendrás, le mataremos, y mi
hombre mientras tanto acogotará a su criado. En esa casa hay dinero oculto;
más de ochocientos mil francos, Thérèse, estoy
segura, el golpe vale la pena... Elige, sensata criatura, elige: la muerte, o
servirme. Si me traicionas, si le comunicas mi proyecto, te acusaré a ti sola,
y no tengas la menor duda de que me creerá por la confianza que siempre tuvo
conmigo... Piénsalo bien antes de contestarme; ese hombre es un malvado: así
pues, asesinándole, no hacemos si no ayudar a las leyes cuyo rigor ha merecido.
No hay día, Thérèse, en que ese depravado no asesine
a una joven: ¿es, pues, ultrajar la virtud castigar al crimen? ¿Y la
proposición que te hago alarmará una vez más tus esquivos principios?
––No
lo dudéis, señora ––contesté––,
no es con la intención
de corregir el crimen que me proponéis esta acción, es con el exclusivo motivo
de cometer vos misma otro. Así que sólo puede haber un gran mal en hacer lo que
decís, y ninguna apariencia de legitimidad. Pero hay más: aunque sólo tuvierais
el proyecto de vengar a la humanidad de los horrores de ese hombre, haríais
mal en hacerlo así, esta tarea no os incumbe: las leyes están hechas para
castigar a los culpables, dejémoslas actuar, el Ser supremo no ha confiado su
espada a nuestras débiles manos. Sólo nos serviríamos de ella para
ultrajarlas.
––¡Pues
bien! Morirás, indigna criatura ––replicó la Dubois enfurecida––, morirás. No
sueñes con escapar a tu suerte.
––Qué
me importa ––contesté con tranquilidad––, me liberaré
de todos mis males. No hay nada en la muerte que me asuste, es el último sueño
de la vida, es el reposo del desdichado...
Y
como, ante estas palabras, aquel animal feroz se arrojó contra mí, creí que iba
a estrangularme; me dio varios golpes en el seno, pero me soltó, sin embargo,
en cuanto grité, por el temor de que el postillón me escuchara.
Mientras
tanto avanzábamos con gran rapidez; el hombre que corría delante hacía preparar
nuestros caballos, y no nos parábamos en ninguna posta. En el momento de los
relevos, la Dubois cogía su arma y me la apretaba contra el corazón... ¿Qué
podía hacer? A decir verdad, mi debilidad y mi situación me abatían hasta el
punto de preferir la muerte a los esfuerzos por escapar de ella.
Estábamos
a punto de entrar en el Delfimesado, cuando seis hombres a caballo, galopando
a rienda suelta detrás de nuestro carruaje, lo alcanzaron y, sable en mano,
obligaron a nuestro postillón a detenerse. A treinta pasos del camino había
una choza donde esos jinetes, que no tardamos en reconocer como de la gendarmería,
ordenan al postillón que conduzca el carruaje. Cuando está allí, nos hacen
bajar, y todos entramos en casa del campesino. La Dubois, con un descaro inimaginable
en una mujer cubierta de crímenes, y que está detenida, preguntó con altanería
a esos caballeros si la conocían, y con qué derecho utilizaban esos modales
con una mujer de su rango.
––No
tenemos el honor de conoceros, señora ––dijo el oficial––; pero estamos
convencidos de que lleváis en el coche a una desdichada que prendió fuego ayer
a la principal posada de Villefranche. ––Después, examinándome––: Coincide con
su descripción, señora, no nos equivocamos; tened la bondad de entregárnosla y
de contarnos cómo una persona tan respetable como parecéis ser ha podido
encargarse de semejante mujer.
––Es
una historia de lo más simple ––contestó la Dubois, aún más insolente––, y no
pretendo ocultárosla, ni tomar partido por esta joven, si es cierto que es
culpable del espantoso crimen que referís. Ayer, yo me alojaba como ella en
esa posada de Villefranche, salí en medio de la confusión, y cuando subía al
coche esta joven se precipitó hacia mí implorando mi compasión, diciéndome que
acababa de perderlo todo en aquel incendio y que me suplicaba que la llevara
conmigo hasta Lyon donde confiaba en colocarse. Atendiendo mucho
menos a mi razón que a mi corazón, asentí a sus demandas; una vez en mi silla,
se ofreció a servirme; de nuevo imprudentemente, consentí a ello, y la llevaba
al Delfinesado donde están mis bienes y mi familia. Sin duda es una lección,
ahora reconozco todos los inconvenientes de la piedad; me corregiré. Aquí la
tenéis, señores, aquí la tenéis; ¡Dios me libre de interesarme por un monstruo
semejante! La abandono a la severidad de las leyes, y os suplico que ocultéis
cuidadosamente la desgracia que tuve de creerla un instante.
Quise
defenderme, quise denunciar a la verdadera culpable; mis discursos fueron
tratados de recriminaciones calumniosas de las que la Dubois sólo se defen día
con una sonrisa despectiva. ¡Oh, funestos ejemplos de la miseria y de la
prevención, de la riqueza y de la insolencia! ¿Era posible que una mujer que se
hacía llamar la señora baronesa de Fulconis, que exhibía el lujo, que se
atribuía tierras y una familia, cabía que una mujer semejante pudiera resultar
culpable de un crimen en el que no parecía tener el más pequeño interés? Por el
contrario, ¡,acaso todo no me condenaba a mí? Yo carecía de protección, era
pobre, resultaba evidente que era culpable.
El
oficial me leyó las denuncias de la Bertrand. Era
ella quien me había acusado; yo había incendiado la posada para robarla con
mayor comodidad; había arroja do su hija al fuego, para que la desesperación en
que este suceso iba a sumirla, cegándola sobre el resto, no le permitiera ver
mis maniobras: yo era además, había añadido la Bertrand, una mujer de mala vida, escapada de la horca
en Grenoble, y de la que ella se había neciamente
encargado por un exceso de complacencia hacia un joven de su pueblo, mi amante
sin duda. Públicamente y en pleno día había acosado a unos frailes en Lyon: en
una palabra, no había nada que esa indigna criatura no
hubiera aprovechado para perderme, nada que la calumnia agriada por la
desesperación no hubiera inventado para envilecerme. A petición de aquella
mujer, habían realizado un examen jurídico en el lugar de los hechos. El fuego
había comenzado en un henil donde varias personas habían declarado que yo había
entrado la noche de aquel día funesto, y eso era cierto. Buscando un excusado
mal señalado por la sirvienta a la que me dirigí, había entrado en aquel
desván, sin encontrar el lugar deseado, y había permanecido allí el tiempo
suficiente para hacer sospechar aquello de lo que me acusaban, o para ofrecer
por lo menos probabilidades; y, como sabemos, esto son pruebas en este siglo.
Así que por mas que me defendiera, el oficial sólo me respondió estrechando los
grilletes.
––Pero,
señor ––dije antes aún de dejarme encadenar––, si hubiera robado a mi
compañera de viaje en Villefranche, el dinero debería estar en mi poder: que se
me registre.
Esta
ingenua defensa sólo provocó risas; me aseguraron que yo no estaba sola, que
era seguro que tenía unos cómplices a los que había entregado las cantida des
robadas, al escapar. Entonces la malvada Dubois, que conocía la marca que yo
había tenido la desdicha de recibir tiempo atrás en casa de Rodin, fingió por
un instante la conmiseración.
––Señor
––le dijo al oficial––, se cometen cada día tantos errores sobre todas esas
cosas que me perdonaréis la idea que se me ocurre: si esta joven es culpable
del acto de que la acusan, a buen seguro no es su primer delito; no se llega en
un día a fechorías de esta naturaleza. Examine a esta joven, señor, se lo ruego...
si por casualidad encontrara sobre su desdichado cuerpo... pero si nada la
acusa, permitidme que la defienda y la proteja.
El
oficial aceptó la comprobación... estaba a punto de realizarse...
––Un
momento, señor ––dije, oponiéndome a ello––; esta investigación es inútil. La
señora sabe perfectamente que yo llevo esta espantosa marca; sabe perfectamente
también qué infortunio la ocasionó: este subterfugio por su parte es un
acrecentamiento de horrores que se desvelarán, así como todo el resto, en el
mismo templo de Temis. Conducidme allí, señores: aquí tenéis mis manos,
cubridlas de cadenas; sólo el crimen se sonroja de llevarlas, a la virtud
desgraciadamente la hacen gemir, y no la horrorizan.
––En.verdad,
no habría creído ––dijo la Dubois–– que mi idea tuviera tanto éxito; pero como
esta criatura agradece mis bondades hacia su persona con insidiosas
acusaciones, me ofrezco a regresar con ella, si es preciso. ––Esta iniciativa
es totalmente inútil, señora baronesa ––dijo el oficial––, nuestras pesquisas
sólo tienen a esta joven por objeto: sus confesiones, la marca que la mancilla,
todo la condena. Sólo la necesitamos a ella, y os pedimos mil excusas por
haberos molestado tanto tiempo. Fui inmediatamente encadenada, arrojada a la
grupa trasera de uno de esos jinetes, y la Dubois se fue acabando de
insultarme con el don de unos cuantos escudos dejados por conmiseración a mis
guardianes para ayudar a mi situación en la triste morada que iba a habitar en
espera de mi instalación.
¡Oh,
virtud!» exclamé, cuando me vi en esa espantosa humillación, «ipodías recibir
un insulto mas sensible! ¡Era posible que el crimen osara afrontarte y
vencerte con tanta insolencia e impunidad!»
Pronto llegamos a Lyon; me precipitaron desde mi llegada
en el calabozo de los criminales, y allí fui inscrita como incendiaria, mujer
de mala vida, infanticida y ladrona.
En
la posada había habido siete personas abrasadas; yo misma había pensado
estarlo; había querido salvar una niña; iba a perecer: pero aquella que era la
causa de este horror escapaba a la vigilancia de las leyes, a la justicia del
cielo; triunfaba, se preparaba para nuevos crímenes, mientras que, inocente y
desdichada, yo no tenía más perspectiva que el deshonor, la mancilla y la
muerte.
Acostumbrada
desde hacía tanto tiempo a la calumnia, a la injusticia y al infortunio,
habituada desde mi infancia a no entregarme a un sentimiento virtuoso si no era
asegurada de encontrar en él espinas, mi dolor fue más estúpido que
desgarrador, y lloré menos de lo que habría creído. Sin embargo, como es
natural para la criatura que sufre buscar todos los medios posibles de salir
del abismo en que le ha sumido su infortunio, pensé en el padre Antonin; por
muy mediocre ayuda que esperara de él, no me negué al deseo de verlo: pregunté
por él, apareció. No le habían dicho qué persona le deseaba; simuló no
reconocerme; entonces le dije al guardián que era efectivamente posible que no
se acordara de mí, ya que sólo había dirigido mi conciencia siendo yo muy
joven, pero que por esta razón pedía una conversación secreta con él. Ambos
consintieron. Así que me quedé a solas con aquel religioso, me arrojé a sus
rodillas, las regué con mis lágrimas, suplicándole que me salvara de la cruel
situación en que estaba; le demostré mi inocencia; no le oculté que las frases
inconvenientes que me había dirigido unos días antes habían indispuesto contra
mí a la persona a la que había sido recomendada, y que ahora resultaba ser mi
acusadora. El fraile me escuchó muy atentamente.
––Thérèse ––me dijo a continuación––, no
te enfades como de costumbre, cuando transgreden tus malditos prejuicios. Ya
ves adónde te han llevado, y ahora puedes convencerte fácilmente de que es cien
veces mejor ser tunanta y feliz que buena e infortunada. Tu caso tiene muy mal
cariz, querida hija, es inútil ocultártelo: esta Dubois de la que me hablas,
que tiene el mayor de los intereses en tu pérdida, colaborará seguramente en
ella bajo mano; la Bertrand continuará; todas las apariencias
te acusan, y en nuestros días bastan las apariencias para ser condenado a la
muerte. Así que eres una mujer perdida, eso está claro. Un único medio puede
salvarte; yo tengo buenas relaciones con el intendente, y tiene mucha
influencia sobre los jueces de esta ciudad; le diré que eres mi sobrina, y te
reclamaré a este título: anulará todo el proceso; pediré que te devuelvan a mi
familia; te haré secuestrar, pero será para encerrarte en nuestro convento
del que no saldrás en toda tu vida... y allí, no te lo oculto, Thérèse, esclava sumisa de mis caprichos, los
satisfarás todos sin mayor reflexión; te entregarás también a los de mis
compañeros: en una palabra, serás mía como la más sumisa de las víctimas... Ya
me oyes: la tarea es ruda; ya sabes cuáles son las pasiones de los libertinos
de nuestra clase: decídete pues, y no demores tu respuesta.
––Váyase,
padre ––contesté horrorizada––, váyase, sois un
monstruo al atreveros a abusar tan cruelmente de mi situación para colocarme
entre la muerte y la infa mia. Sabré morir si es preciso, pero será por lo
menos sin remordimientos.
––¡Como
quieras! ––me dijo aquel hombre cruel retirándose––; jamás he sabido forzar a
la gente a ser feliz... La virtud te ha funcionado tan bien hasta ahora, Thérèse, que tienes razón en incensar sus altares... Adiós:
procura sobre todo no llamarme otra vez.
Salía;
pero un impulso superior a mis fuerzas me empuja a sus rodillas.
––Tigre
––exclamé llorando––, abre tu corazón de
roca a mis espantosos males, y no me impongas para acabar con ellos unas
condiciones más espantosas para mí que la muerte...
La
violencia de mis gestos había hecho desaparecer los velos que cubrían mi seno;
estaba desnudo, mis cabellos flotaban en desorden sobre él, inundado por mis
lágrimas. Inspiro, de este modo, deseos a aquel hombre deshonesto... deseos
que quiere satisfacer al instante. Se atreve a mostrarme hasta qué punto mi
estado los excita; se atreve a concebir esos placeres en medio de las cadenas
que me rodean, debajo de la espada que me espera para herirme... Yo estaba
arrodillada... me derriba, se precipita conmigo sobre la miserable paja que me
sirve de lecho. Quiero gritar, hunde con rabia un pañuelo en mi boca; ata mis
brazos: dueño de mí, el infame me examina por todas partes... todo se convierte en la presa de sus miradas, de sus
manoseos y de sus pérfidas caricias; satisface finalmente sus deseos.
––Escucha
––me dice soltándome y recomponiéndose––, tú no quieres que yo te sea útil,
¡allá tú!, te dejo. Ni te ayudaré ni perjudicaré, pero si se te ocurre decir
una sola palabra de lo que acaba de ocurrir, acusándote de los crímenes mas
enormes te quito al instante cualquier medio de poder defenderte: piénsalo bien
antes de hablar. Me creen dueño de tu confesión... ya me entiendes: se nos
permite revelarlo todo cuando se trata de un criminal. Entiende bien la
intención de lo que voy a decir al guardián, o acabo de aplastarte en un
instante.
Llama,
aparece el carcelero:
––Señor
––le dijo aquel traidor––, esta buena mujer se confunde, ha querido hablar de
un padre Antonin que está en Burdeos. Yo no la conozco de nada ni la he visto
nunca: me ha rogado que oyera su confesión, lo he hecho, me despido de los dos,
y estaré siempre dispuesto a volver si se considera importante mi ministerio.
Antonin
sale después de decir esas palabras, y me deja tan confundida por su astucia
como indignada por su insolencia y su libertinaje.
Sea
como fuere, mi estado era demasiado horrible como para no hacer uso de todo;
volví a acordarme del señor de Saint––Florent. Me resultaba imposible creer que
ese hombre pudiera malquererme por el comportamiento que yo había tenido con
él; en otro tiempo le había prestado un servicio bastante importante, me había
tratado de una manera harto cruel como para imaginar que no se negaría a
reparar sus errores conmigo en una circunstancia tan esencial ni a reconocer
por lo menos, en la medida de sus posibilidades, lo de honesto que yo había
hecho por él. El fuego de las pasiones podía haberle cegado en las dos épocas
en que yo le había conocido, pero en este caso ningún sentimiento, en mi
opinión, debía impedirle ayudarme... ¿Me renovaría sus últimas proposiciones?
¡,Pondría las ayudas que yo iba a exigir de él al precio de los espantosos
servicios que me había explicado? ¡Pues bien!, aceptaría, y una vez libre, ya encontraría
la manera de escapar al tipo de vida abominable al que habría tenido la bajeza
de comprometerme. Imbuida por estas reflexiones, le escribo, le relato mis
desdichas, le suplico que venga a verme. Pero yo no había pensado
suficientemente sobre el alma de este hombre, cuando había sospechado que la beneficencia
era capaz de penetrar en ella; no me había acordado suficientemente de sus
máximas horribles, o, llevándome siempre mi desdichada debilidad a juzgar a los
demás a partir de mi corazón, había supuesto intempestivamente que ese hombre
debía comportarse conmigo como sin duda yo lo habría hecho con él.
Llega;
y como yo había pedido verle a solas, le dejan en libertad en mi habitación. Me
había sido fácil ver, por las señales de respeto que se le habían prodigado,
cuál era su preponderancia en Lyon.
––¡Cómo!
¡,Eres tú? ––me dijo arrojando sobre mí una mirada llena de desprecio––, la
letra me había confundido; la creía de una mujer más honesta que tú, y a la
que habría ayudado con todo mi corazón. Pero ¡.qué quieres que haga por una
imbécil de tu clase? Conque eres culpable de cien crímenes a cuál más
espantoso, y cuando se te propone un medio de ganarte honestamente la vida,
¿lo rechazas testarudamente? Jamás nadie llevó la estupidez tan lejos.
––¡Oh,
señor! ––exclamé––, yo no soy culpable.
––¡,Qué
hace falta, pues, para serlo? ––replicó agriamente aquel hombre duro––. La
primera vez en mi vida que te veo es en medio de una banda de ladrones que
quieren asesinarme; ahora, en las prisiones de esta ciudad, acusada de tres o
cuatro nuevos crímenes, y, según se dice, llevando sobre tus hombros la marca
garantizada de los antiguos. Si a eso le llamas ser honrada, cuéntame lo que
hace falta para no serlo.
––¡Santo
cielo, señor! ––contesté––. ¡,Cómo podéis reprocharme la
época de mi vida en que os conocí? ¿No me tocaría más bien a mí haceros
sonrojar? Bien sabéis, señor, que yo estaba a la
fuerza con los bandidos que os asaltaron; querían arrebataros la vida, yo os la
salvé, facilitando vuestra evasión y escapándonos los dos. ¿Qué hicisteis vos,
hombre cruel, para agradecerme este favor? ¿Es posible que podáis recordarlo
sin horror? Quisisteis asesinarme; me aturdisteis con golpes espantosos y,
aprovechando el estado en que me habíais dejado, me arrancasteis lo que yo
tenía de más querido; con un refinamiento inigualable en crueldad, me robasteis
el poco dinero que poseía, ¡como si hubierais deseado que la humillación y la
miseria acabaran de aplastar a vuestra víctima! Lo conseguisteis, bárbaro; sin
duda vuestros éxitos son totales; vos me habéis sumido en la desgracia, vos
habéis entreabierto el abismo donde no he cesado de caer desde aquel desdichado
instante. De todos modos, lo olvido todo, señor, sí, todo se borra en mi
memoria, os pido incluso perdón por atreverme a reprochároslo, pero ¿podríais
ocultaros que me debéis algunas compensaciones, alguna gratitud por vuestra
parte? ¡Ah! Dignaos no cerrar a ella vuestro corazón cuando el velo de la
muerte se extiende sobre mis tristes días; no es a ella a quien temo, sino a
la ignominia; salvadme del horror de morir como una criminal: todo lo que exijo
de vos se limita a esta única gracia, no me la neguéis, y el cielo y mi corazón
os recompensarán por ello algún día.
Estaba
inundada en lágrimas, arrodillada ante aquel hombre feroz, y lejos de leer en
su rostro el efecto que yo debía esperar de las conmociones con que contaba
sacudir su alma, sólo distinguía en él una alteración de músculos causada por
este tipo de lujuria cuyo germen es la crueldad. Saint––Florent estaba sentado
delante de mí; sus ojos negros y malvados me miraban de una manera espantosa,
y veía que su mano realizaba unos toqueteos que demostraban que el estado en
que yo le ponía estaba muy lejos de ser el de la piedad. De todos modos,
disimuló y, levantándose, me dijo:
––Escucha,
todo tu proceso está aquí en manos del señor de Cardoville; no necesito decirte
el puesto que ocupa; te basta con saber que sólo de él depende tu suerte. Es
íntimo amigo mío desde la infancia, voy a hablarle; si accede a determinados
acuerdos, vendrán a buscarte al caer la noche, a fin de que te vea en su casa o
en la mía. En el secreto de un interrogatorio semejante, le será mucho mas
fácil volverlo todo en tu favor de lo que podría hacer aquí. Si se consigue
esta gracia, justificate cuando le veas, demuéstrale tu inocencia de una
manera que le persuada; es todo lo que puedo hacer por ti. Adiós, mantente
preparada para cualquier acontecimiento, y sobre todo no me hagas dar pasos en
falso.
Saint-Florent
salió. Nada igualaba mi perplejidad; había tan poca concordancia entre las
frases de aquel hombre, el carácter que yo le conocía, y su comporta miento
actual, que temí una nueva trampa; pero dignaos juzgarme, señora: ¿podía
titubear en la cruel posición en que me hallaba?, ¿no debía agarrar apresuradamente
cuanto tuviera la apariencia de una ayuda? Así que me decidí a seguir a los que
vinieran a buscarme: si tenía que prostituirme, me defendería lo mejor posible;
¿que me llevaban a la muerte? ¡Bienvenida!: por lo menos, no sería ignominiosa,
y me liberaría de todos los males. Suenan las ocho, aparece el carcelero;
tiemblo.
––Sígueme;
vengo de parte de los señores de Saint-Florent y de Cardoville; procura
aprovechar, como es debido, el favor que el cielo te ofrece. Aquí tenemos a
muchos que desearían una gracia semejante y que jamas la conseguirán.
Me
arreglo lo mejor que puedo, sigo al carcelero que me entrega en manos de dos
grandes truhanes cuyo feroz aspecto reduplica mi miedo. No dicen una sola
palabra: el simón avanza, y bajamos en una vasta mansión que reconozco
inmediatamente como la de Saint-Florent. La soledad en que todo parece estar
no hace más que incrementar mi temor. Mientras tanto, mis guías me cogen del
brazo, y subimos al cuarto piso, a unos pequeños aposentos que me parecieron
tan decorados como misteriosos. A medida que avanzábamos, todas las puertas se
cerraban detrás de nosotros, y así llegamos a un salón en el que no descubrí
ninguna ventana: allí se encontraban Saint––Florent y el hombre que me dijo
ser el señor de Cardoville, de quien dependía mi caso. Este personaje grueso y
rechoncho, con una cara sombría y feroz, podía tener unos cincuenta años. Aunque
estuviera en bata, era fácil ver que era un magistrado. Todo él desprendía un
gran aspecto de severidad; me impresionó. ¡Cruel injusticia de la Providencia,
es posible, por tanto, que el crimen asuste a la virtud! Los dos hombres que me
habían traído, y que distinguía mejor a la luz de las velas que iluminaban
aquella habitación, no tenían más de veinticinco o treinta años. El primero,
que se llamaba La Rose, era un buen mozo
moreno, con las proporciones de un Hércules: me pareció el mayor; el menor
tenía unos rasgos más afeminados, unos bellísimos cabellos castaños y unos enormes
ojos negros; medía por lo menos cinco pies y seis pulgadas, digno de un pintor,
y la piel más hermosa del mundo: le llamaban Julien. A Saint––Florent, ya lo conocéis: tanta rudeza en
las facciones como en el carácter, y sin embargo no era mal parecido.
––¿Todo
está cerrado? ––dijo Saint-Florent a Julien.
––Sí,
señor ––contestó el joven––: por orden vuestra hemos dado permiso a vuestros
hombres, y el portero, que es el único que vigila, sabe que no tiene que abrir
a nadie.
Estas
pocas palabras me pusieron al corriente de todo, me estremecí; pero ¿qué podía
hacer con cuatro hombres delante de mí?
––Sentaos
ahí, amigos míos ––dijo Cardoville, besando a los dos jóvenes––. Os
utilizaremos cuando sea necesario.
––Thérèse ––dijo entonces Saint-Florent mostrándome
a Cardoville––, éste es tu juez, el hombre del que dependes. Hemos razonado
sobre tu caso, pero parece que tus crímenes son de tal índole que el arreglo es
muy difícil.
––Tiene
cuarenta y dos testigos en contra ––dijo Cardoville sentado sobre las rodillas
de Julien, besándolo en la boca, y
permitiendo a sus dedos los manoseos más inmodestos sobre el joven––; ¡hace
mucho tiempo que no hemos condenado a muerte a nadie cuyos crímenes estén
mejor comprobados!
––¿Yo,
crímenes comprobados?
––Comprobados
o no ––dijo Cardoville levantándose y acercándose descaradamente a hablarme
bajo la nariz––, serás quemada, p..., si con una entera resigna ción, con una
obediencia ciega, no te prestas inmediatamente a todo lo que queramos exigir
de ti.
––Más
horrores ––exclamé––; ¡de acuerdo! ¡Sólo cediendo a
las infamias podrá triunfar la inocencia de las trampas que le tienden los
malvados!
––Eso
es natural ––replicó Saint-Florent ; es preciso que el más débil ceda a los
deseos del más fuerte, y si no que sea víctima de su maldad: ésta es tu
historia, Thérèse, obedece pues.
Y
al mismo tiempo el libertino me arremangó ágilmente las faldas. Yo retrocedí,
lo rechacé con horror, pero mi gesto me hizo caer en los brazos de Cardoville
que, aprisionando mis manos, me expuso indefensa, a partir de aquel momento, a
los atentados de su compañero... Cortaron los lazos de mis faldas, desgarraron
mi corsé, mi chal, mi camisa, y en un instante me hallé bajo las miradas de
aquellos monstruos tan desnuda como si acabara de llegar al mundo.
––¿Resistencia?
––se decían entre sí mientras procedían a desnudarme––... ¿Resistencia?...
¿Esta ramera cree que puede resistírsenos?
Y
no había prenda de ropa arrancada que no fuera seguida de algunos golpes.
Así
que estuve en el estado que querían, sentados los dos en unos sillones
cimbrados y que, al juntarse, encerraban, en el espacio vacío, al desdichado
individuo colocado allí, me examinaron a sus anchas: mientras uno observaba la
parte delantera, el otro escrutaba el trasero; después se cambiaban una y otra
vez. Así fui inspeccionada, manoseada, besada durante más de media hora, sin
que a lo largo de este examen olvidaran ningún episodio lúbrico, y, a juzgar
por los prelimînares, creí ver que los dos tenían más o menos las mismas fantasías.
––¡Qué!
––dijo Saint––Florent a su amigo––. ¿No te había dicho que tenía un hermoso
culo?
––¡Sí,
pardiez! Su trasero es sublime ––dijo el magistrado mientras lo besaba––. He
visto muy pocos lomos tan bien torneados. ¡Qué duro, qué fresco!... ¿Cómo es
posible con una vida tan agobiada?
––Es
que jamás se ha entregado por voluntad propia. Ya te lo he dicho, ¡nada tan
divertido como las aventuras de esta joven! Para poseerla siempre han te nido
que violarla (y entonces hunde sus cinco dedos juntos en el peristilo del
templo del Amor), pero la han poseído... es una lástima, porque es
excesivamente ancho para mí. Acostumbrado a las primicias, jamás podría
conformarme con eso.
A
continuación, dándome la vuelta, realizó la misma ceremonia con mi trasero, al
que encontró el mismo inconveniente.
––¡Bien! ––dijo Cardoville––, ya sabes el
secreto. ––Así la utilizaré ––contestó Saint––Florent––, y tú, que no necesitas
el mismo recurso, tú, que te contentas con una actividad ficticia que, por
dolorosa que resulte para una mujer, perfecciona, sin embargo, en amplia medida
el goce, confio en que la poseerás después de mí. ––Eso está bien ––dijo
Cardoville––, mientras te miro, me ocuparé de esos preludios que tanto endulzan
mi voluptuosidad: haré de mujer con Julien y La Rose, mientras
tu masculinizarás a Thérèse, y supongo que lo uno vale por lo
otro.
––Mil
veces mejor sin duda; ¡estoy tan harto de las mujeres!... ¿Supones que me sería
posible gozar de esas rameras sin los episodios que nos aguijonean tanto a los dos?
Habiéndome
mostrado con estas palabras que el estado de los dos impúdicos exigía placeres
más sólidos, se levantaron y me hicieron poner de pie sobre un amplio sillón,
con los codos apoyados en el respaldo del asiento, las rodillas sobre los
brazos, y todo el trasero totalmente inclinado hacia ellos. Tan pronto como me
coloqué así se quitaron los calzones, se arremangaron la camisa, y quedaron
así, a excepción de los zapatos, totalmente desnudos de cintura abajo; se
mostraron en ese estado a mis ojos, se pasearon una y otra vez delante de mí
intentando enseñar su culo, y afirmando que lo que yo podía ofrecerles era algo
muy diferente. Los dos estaban efectivamente hechos como mujeres en esta parte:
Cardoville, sobre todo, ofrecía su blancura y su corte, su elegancia y su
gordura. Se masturbaron un instante delante de mí, pero sin eyaculación.
Cardoville parecía normal, pero Saint-Florent era un monstruo. Me estremecí
cuando pensé que éste era el dardo que me había inmolado. ¡Oh, cielo santo!
¿Cómo un hombre de estas dimensiones necesitaba primicias? ¿Lo que dirigía
tales fantasías podía ser otra cosa que la ferocidad? ¡Pero qué nuevas armas
iban, ay, a presentárseme! Julien
y La Rose, a
quienes todo eso excitaba claramente, avanzan con la pica en la mano... ¡Oh,
señora! Nunca nada semejante había manchado todavía mi vista, y pese a cuales
hayan sido mis descripciones anteriores esto superaba todo lo que yo haya
podido describir, de la misma manera que el águila imperiosa domina sobre la
paloma. Los dos disolutos no tardaron en apoderarse de aquellos dardos
amenazadores; los acarician, los masturban, se los acercan a la boca, y el
combate se vuelve de pronto más serio. SaintFlorent se agacha sobre el sillón
en que me encuentro, de modo que mis nalgas abiertas se hallan exactamente a la
altura de su boca; las besa, su lengua se introduce en uno y otro templo.
Cardoville goza de él, ofreciéndose a su vez a los placeres de La Rose cuyo
espantoso miembro se engulle inmediatamente en el reducto que le presentan, Julien, colocado debajo de Saint––Florent, lo excita
con su boca agarrando sus caderas, y acompasándolas a las sacudidas de
Cardoville que, tratando a su amigo a golpes, no le abandona sin que el
incienso haya humedecido el santuario. Nada igualaba los delirios de Cardoville
una vez que la crisis se apoderaba de sus sentidos: abandonándose con blandura
al que le sirve de esposo, pero empujando con fuerza al individuo que le sirve
de mujer, el insigne libertino, con unos estertores semejantes a los de un
hombre que agoniza, pronunciaba entonces unas blasfemias espantosas.
Saint––Florent, por su parte, se contuvo, y el cuadro se descompuso sin que él
hubiera aportado nada.
––En
verdad ––dijo Cardoville a su amigo––, me sigues dando tanto placer como
cuando sólo tenías quince años... No cabe duda ––prosiguió volviéndose y besan
do a La Rose–– de que este guapo mozo sabe excitarme bien... ¿No me has encontrado
hoy muy ancho, querido ángel?... ¿Creerás, Saint––Florent, que es la trigésimo
sexta vez que lo hago hoy?... A la fuerza tenía que salir. Para ti, querido
amigo ––continuó ese hombre abominable colocándose en la boca de Julien, con la nariz pegada a mi trasero y el suyo
ofrecido a SaintFlorent––, para ti la treinta y siete.
Saint-Florent
disfrutó de Cardoville, La Rose disfrutó de Saint––Florent, y éste, al cabo
de una breve carrera, quema con su amigo el mismo incienso que había recibido.
Si bien el éxtasis de Saint––Florent era más concentrado, no por ello era
menos vivo, menos ruidoso, menos criminal que el de Cardoville; uno exclamaba a
gritos todo lo que se le ocurría, el otro contenía sus arrebatos sin que por
ello fueran menos activos; seleccionaba sus palabras, pero con ello eran aún
más sucias y más impuras: en una palabra, el extravío y la rabia parecían ser
las características del delirio del primero; la maldad y la ferocidad se
encontraban descritas en el otro.
––Vamos,
Thérèse, reanímanos ––dijo Cardoville––;
ya ves que las antorchas están apagadas, hay que encenderlas de nuevo.
Mientras
Julien se disponía a disfrutar de
Cardoville, y La Rose de Saint––Florent, los dos libertinos, agachados
sobre mí, debían alternativamente colocar en mi boca sus dardos embotados;
cuando yo se lo chupaba a uno, tenía que sacudir y masturbar con mis manos al
otro, después con el licor espiritoso que me habían dado debía humedecer el
miembro mismo y todas las partes contiguas; pero no debía limitarme únicamente
a chupar, era preciso que mi lengua girara en torno a los glandes, y que mis
dientes los mordisquearan al mismo tiempo que mis labios los apretaban.
Mientras tanto nuestros dos pacientes eran vigorosamente sacudidos; Julien y La Rose se alternaban, a fin de
multiplicar las sensaciones producidas por la frecuencia de las entradas y de
las salidas. Cuando dos o tres homenajes se hubieron finalmente derramado en
aquellos templos impuros, descubrí alguna consistencia: Cardoville, aunque de
mayor edad, fue el primero en anunciarla; una bofetada con toda la fuerza de
sus manos en una de mis tetas fue la recompensa. Saint––Florent le siguió de
cerca; una de mis orejas casi arrancada fue el premio de mis esfuerzos. Se
repusieron, y poco después me advirtieron de que me preparara a ser tratada
como me merecía. A partir del espantoso lenguaje de los libertinos, vi
claramente que las vejaciones iban a caer sobre mí. Implorarles en el estado
en que acababan de ponerse uno y otro sólo habría servido para excitarlos más:
así que me colocaron, desnuda como estaba, en medio de un círculo que formaron
los cuatro sentados alrededor de mí. Yo estaba obligada a pasar delante de cada
uno de ellos y recibir la penitencia que se le antojara ordenarme; los jóvenes
no fueron más compasivos que los viejos, pero Cardoville se distinguió sobre
todo por unas bromas refinadas a las que Saint––Florent, pese a lo cruel que
era, le costó acercarse.
Un
poco de reposo siguió a tan crueles orgías; me dejaron respirar por unos
instantes; yo estaba molida pero, cosa que me sorprendió, curaron mis heridas
en menos tiempo del que habían empleado en hacerlas; no quedó de ellas ni la
más mínima huella. Las lubricidades continuaron.
Había
instantes en que todos esos cuerpos parecían formar sólo uno, y en los que
Saint-Florent, amante y querida, recibía con abundancia lo que el impotente
Cardoville sólo prestaba con parsimonia. Al momento siguiente, sin actuar ya,
pero ofreciéndose en todas las posiciones, tanto su boca como su culo servían
de altares a espantosos homenajes. Cardoville no puede soportar tantos
cuadros libertinos. Viendo a su amigo completamente
en ristre, acude a ofrecerse a su lujuria: Saint-Florent disfruta de él; yo
afilo las flechas, las acerco a los lugares donde deben hundirse, y mis nalgas
expuestas sirven de perspectiva a la lubricidad de unos, y de comodín a la
crueldad de los otros. Al fin nuestros dos libertinos, remansados por el
esfuerzo que tienen que reparar, salen de allí sin ninguna pérdida, y en un
estado que me asusta más que nunca.
Vamos,
La Rose ––dijo Saint––Florent––, coge a esta bribona y estréchamela.
Yo
no comprendía esta expresión: una cruel experiencia me descubrió pronto su
sentido. La Rose me cogió, me coloca las caderas sobre un
banquillo que no tiene ni un pie de diámetro; allí, sin otro punto de apoyo,
mis piernas caen de un lado, y mi cabeza y mis brazos del otro. Fijan mis
cuatro miembros en el suelo con la mayor separación posible; el verdugo que
debe estrechar los accesos se arma con una larga aguja en cuya punta hay un
hilo encerado, y sin preocuparse por la sangre que derramará, ni por los
dolores que me ocasionará, el monstruo, frente a los dos amigos divertidos por
ese espectáculo, cierra, mediante una costura, la entrada del templo del Amor.
Así que ha terminado, me da la vuelta, mi vientre se apoya en el banquillo; mis
miembros cuelgan, los fijan de igual manera, y el indecente altar de Sodoma se
atranca del mismo modo. No os menciono mis dolores, señora, tendréis que imaginároslos;
estuve a punto de desmayarme.
––Así
es como las quiero ––dijo Saint––Florent, cuando me hubieron colocado de nuevo
sobre las caderas y vio claramente a su alcance la fortaleza que quería invadir––.
Acostumbrado a recoger únicamente primicias, ¿cómo sin esta ceremonia podría yo
recibir algún placer de esta criatura?
Saint-Florent
tenía la más violenta de las erecciones, le almohazaban para prolongarla; se
adelanta, con la pica en la mano; bajo sus miradas, para excitarlo aún más, Julien disfruta de Cardoville; Saint––Florent me
ataca: inflamado por las resistencias que encuentra, empuja con un vigor
increíble; los hilos se rompen, los tormentos del infierno no igualan los míos;
cuanto más vivos son mis dolores, más excitantes parecen los placeres de mi
perseguidor. Todo cede finalmente a sus esfuerzos, me siento desgarrada, el
reluciente dardo ha tocado fondo, pero Saint-Florent, que quiere ahorrar su
fuerzas, se limita a alcanzarlo; me dan la vuelta, idénticos obstáculos; el
cruel los observa masturbándose, y sus feroces manos maltratan los alrededores
para hallarse en mejor estado de atacar la plaza. Se presenta allí, la
pequeñez natural del local hace mucho' más vivos los ataques, mi temible
vencedor no tarda en romper todos los frenos; estoy ensangrentada; pero ¿qué le
importa al triunfador? Dos vigorosos golpes de riñones le sitúan en el
santuario, y el malvado consuma allí un espantoso sacrificio cuyos dolores no
habría podido soportar ni un instante más.
––¡Para
mí! ––dice Cardoville, haciéndome soltar––, yo no coseré a esta querida
muchacha pero voy a colocarla en un lecho de campaña que le devolverá todo el
calor y toda la elasticidad que su temperamento o su virtud nos niega.
La
Rose saca inmediatamente de un gran armario una cruz diagonal de una madera
muy espinosa. Encima de allí es donde quiere que me coloque el insigne
disoluto; pero ¿con qué procedimiento mejorará su cruel goce? Antes de atarme,
el propio Cardoville introduce en mi trasero una bola plateada del grosor de un
huevo; la hunde en él a fuerza de pomada; desaparece. Así que está en mi
cuerpo, la noto hincharse, y volverse ardiente; sin atender mis protestas, soy
fuertemente agarrotada sobre aquel agudo caballete. Cardoville me penetra
pegándose a mí; aprieta mi espalda, mis riñones y mis nalgas contra las púas
que lo sostienen. Julien se coloca también allí.
Obligada a soportar el peso de los dos cuerpos, y sin tener más apoyo que esos
malditos nudos que me dislocan, podéis imaginaros fácilmente mis dolores;
cuanto más rechazo a los que me aprietan, más me empujan sobre las rugosidades
que me laceran. Mientras tanto, la terrible bola, que ha subido hasta mis
entrañas, las crispa, las abrasa y las desgarra. Lanzo unos gritos tremendos:
no hay expresiones en el mundo que puedan describir lo que siento. Sin embargo,
mi verdugo disfruta; su boca, pegada a la mía, parece respirar mi dolor para
incrementar sus placeres: es imposible imaginar su ebriedad, pero, a ejemplo de
su amigo, notando sus fuerzas a punto de dispersarse, quiere llegar a sentirlo
todo antes de que le abandonen. Me dan la vuelta, la bola que me han hecho
devolver producirá en la vagina el mismo incendio que encendió en los lugares
que abandona; desciende, arde en el fondo de la matriz: vuelven a atarme sobre
el vientre a la pérfida cruz, y unas partes mucho más delicadas se irritarán con
los nudos que las reciben. Cardoville penetra por el sendero prohibido; lo
perfora mientras los demás disfrutan de igual manera de él. El delirio se
apodera finalmente de mi perseguidor, sus espantosos gritos anuncian el
cumplimiento de su crimen; estoy inundada, me sueltan
––Vamos,
amigos míos ––dice Cardoville a los dos jóvenes––, apoderaos de esta ramera, y
gozad de ella a vuestro antojo; es vuestra, os la dejamos.
Los
dos libertinos se apoderan de mí. Mientras uno disfruta de la parte delantera
el otro se hunde en el trasero; cambian de sitio una y otra vez; estoy aún más
desgarrada por su prodigioso tamaño de lo que lo he estado por el rompimiento
de las barricadas artificiales de Saint-Florent; y él y Cardoville se
divierten con esos jóvenes mientras ellos se ocupan de mí. Saint-Florent
sodomiza a La Rose que me trata de la misma manera, y
Cardoville hace otro tanto con Julien que se
excita conmigo en un lugar más decente. Soy el centro de esas abominables
orgías, soy su punto fijo y su resorte; cada uno de ellos por cuatro veces, La
Rose y Julien han rendido su culto a mis
altares, mientras que Cardoville y Saint––Florent, menos vigorosos o más
exhaustos, se contentan con un sacrificio en los de mis amantes. Es el último,
ya era hora, estaba a punto de desvanecerme.
––Mi
compañero te ha hecho mucho daño, Thérèse ––me
dice Julien––, y yo voy a repararlo todo.
Provisto
de un frasco de esencia, me frota repetidas veces. Las huellas de las
atrocidades de mis verdugos se desvanecen, pero nada apacigua mis dolores;
jamás los sentí tan intensos.
––Con
el arte que tenemos en hacer desaparecer los vestigios de nuestras crueldades,
las que quieran denunciarnos no lo tendrán nada fácil, ¿no es verdad, Thé rèse? ––me dice Cardoville––. ¿Qué pruebas ofrecerían
de sus acusaciones?
––¡Oh!
––dice Saint––Florent , la encantadora Thérèse no está
para denuncias; en vísperas de ser ella misma inmolada, son oraciones lo que
debemos esperar de ella, y no acusaciones.
––Que
no haga ni lo uno ni lo otro ––replicó Cardoville––; nos inculparía sin ser
atendida: la consideración y la preponderancia que tenemos en esta ciudad no
permitirían que se prestara atención a unas denuncias que siempre llegarían a
nosotros. Y de las que en todo momento seríamos los dueños. Eso haría su
suplicio más cruel y más largo. Thérèse debe
sentir que nos hemos divertido con su persona por la razón natural y simple que
lleva a la fuerza a abusar de la debilidad; debe sentir que no puede escapar a
su juicio; que éste debe ser sufrido; que lo sufrirá: que sería inútil que
divulgara su salida de la prisión esta noche: no la creerían; el carcelero,
totalmente de nuestra parte, la desmentiría inmediatamente. Así pues, es
necesario que esta hermosa y dulce muchacha, tan imbuida de la grandeza de la
Providencia, le ofrezca en paz todo lo que acaba de sufrir y todo lo que
todavía le espera; serán otras tantas expiaciones a los espantosos crímenes que
la entregan a las leyes. Viste tus ropas, Thérèse, todavía no es de día, los dos hombres que te
han traído te devolverán a tu cárcel.
Quise
decir una palabra, quise arrojarme a las rodillas de aquellos ogros, bien para
suavizarlos, bien para pedirles la muerte. Pero me arrastraron y me arrojaron a
un simón donde mis dos guías se encierran conmigo; así que estuvieron allí unos
infames deseos los inflaman una vez más.
––Aguántamela
––dijo Julien a La Rose––,
quiero sodomizarla;
nunca he visto un trasero en el que me sintiera tan voluptuosamente comprimido;
te prestaré el mismo servicio.
El
proyecto se realiza, por mucho que yo intente defenderme, Julien triunfa, y con espantosos dolores sufro esta nueva embestida: el
grosor excesivo del asaltante, el desgarramiento de estas partes, los fuegos
con que aquella maldita bola ha devorado mis intestinos, todo contribuye a
hacerme sentir unos dolores renovados por La Rose tan pronto como su camarada ha
terminado. Así que, antes de llegar, fui una vez más víctima del libertinaje
criminal de los dos indignos lacayos. Finalmente entramos. El carcelero nos
recibió; estaba solo, todavía era de noche, nadie me vio entrar.
––Acuéstate,
Thérèse ––me dijo, devolviéndome a mi
calabozo––, y si alguna vez quisieras decir a alguien que esta noche has salido
de la cárcel, recuerda que te des mentiré, y que esta inútil acusación no te
resolverá ningún problema...
¡Y
yo había lamentado abandonar este mundo!», me dije en cuanto me encontré sola.
¡Temía abandonar un universo formado por tales monstruos! ¡Ah! Que la mano de
Dios me arranque de él en este mismo instante, de la manera que mejor le
parezca: no me quejaré. El único consuelo que le puede restar al infortunado
nacido entre tantas bestias feroces es la esperanza de abandonarlas cuanto
antes.
A
la mañana siguiente, no oí hablar de nada, y decidida a abandonarme a la Providencia,
vegeté sin querer tomar ningún alimento. El día después, Cardoville se presentó
a interrogarme; no pude dejar de estremecerme al ver con qué sangre fría aquel
bribón venía a ejercer la justicia, él, el más malvado de los hombres, él que,
en contra de todos los derechos de esa justicia de la que se revestía, acababa
de abusar tan cruelmente de mi inocencia y de mi infortunio.
Por
mucho que defendiera mi causa, el arte de aquel hombre deshonesto convirtió en
crímenes todas mis defensas. Cuando, según aquel juez inicuo, todos los cargos
de mi proceso quedaron bien probados, tuvo la impudicia de preguntarme si
conocía en Lyon a un rico particular llamado señor de
Saint-Florent; contesté que sí lo conocía.
––Bien
––dijo Cardoville––, no necesito más: este señor de Saint-Florent, que
confiesas conocer, también te conoce perfectamente; ha declarado que te vio en
una banda de ladrones donde fuiste la primera en robarle su dinero y su
cartera. Tus camaradas querían salvarle la vida, tú les aconsejaste que se la
quitaran; de todos modos consiguió huir. Ese mismo señor de Saint-Florent añade
que, unos años después, te reconoció en Lyon y te permitió ir a saludarle a
su casa a instancias tuyas, a cambio de tu palabra de una excelente conducta
actual, y que allí, mientras te sermoneaba, mientras te estimulaba a persistir
por el buen camino, llevaste la insolencia y el crimen hasta elegir estos
instantes de beneficencia suya para robarle un reloj y cien luises que había dejado sobre la chimenea...
Y
Cardoville, aprovechando el despecho y la cólera a que me llevaban unas
calumnias tan atroces, ordenó al escribano que escribiera que yo admitía estas
acusaciones con mi silencio y con las impresiones de mi rostro.
Me
precipito al suelo, hago resonar la bóveda con mis gritos, golpeo mi cabeza
contra las losas, con la intención de encontrar allí una muerte más cercana, y
no hallando expresiones para mi rabia:
––¡Malvado!
––exclamé––. ¡Apelo al Dios justo que me vengará de tus crímenes, descubrirá la
inocencia, te hará arrepentirte del indigno abuso que cometes de tu autoridad!
Cardoville
llama; dice al carcelero que se me lleve, dado que, turbada por mi
desesperación y mis remordimientos, no estoy en situación de seguir el
interrogatorio; pero que, además, ha terminado ya que he confesado todos mis
crímenes. ¡Y el malvado sale tranquilamente! ¡Y un relámpago no lo fulmina del
todo!...
El
caso avanzó velozmente, guiado por el odio, la venganza y la lujuria; fui
rápidamente condenada y conducida a París para la confirmación de mi
sentencia. ¡En este camino fatal, y convertida, aunque inocente, en la peor de
los criminales, es cuando las reflexiones más amargas y más dolorosas acabaron
de desgarrar mi corazón! «¡Bajo qué astro fatal debo haber nacido», me decía,
«para que me sea imposible concebir un solo sentimiento honesto que no me suma
inmediatamente en un océano de infortunios! ¡Y cómo es posible que esta Providencia
iluminada cuya justicia me complazco en adorar, castigándome por mis virtudes,
me presente al mismo tiempo en la cumbre a los que me aplastaban con sus
crímenes!»
Un
usurero, en mi infancia, quiere impulsarme a cometer un robo; me niego: se
enriquece. Caigo en una banda de ladrones, escapo de ella junto con un hombre
al que salvo la vida: como recompensa, me viola. Llego a casa de un señor
disoluto que me hace devorar por sus perros, por no haber querido envenenar a
su tía. Paso, de allí, a casa de un cirujano incestuoso y homicida a quien
intento evitar una acción horrible: el verdugo me marca como a una criminal;
sus fechorías se consuman sin duda: él triunfa en todo, y yo estoy obligada a
mendigar mi pan. Quiero acercarme a los sacramentos, quiero implorar con
fervor al Ser supremo del que recibo, pese a todo, tantos males; el augusto
tribunal donde espero purificarme en uno de nuestros más santos misterios se
convierte en el teatro ensangrentado de mi ignominia: el monstruo que abusa de
mí y que me manosea se eleva a los más altos honores de su orden, y yo recaigo
en el abismo espantoso de la miseria. Intento salvar a una mujer del furor de
su marido: el cruel quiere hacerme morir derramando mi sangre gota a gota.
Quiero ayudar a un pobre: me roba. Ofrezco ayuda a un hombre desmayado: el
ingrato me hace dar vueltas a una rueda como una bestia, y me ahorca para
deleitarse; los favores de la suerte le rodean, y yo estoy a punto de morir en
el cadalso por haber trabajado a la fuerza en su casa. Una mujer indigna quiere
seducirme para una nueva fechoría: pierdo por segunda vez los escasos bienes que
poseo, por salvar los tesoros de su víctima. Un hombre sensible quiere
compensarme de todos mis males con el ofrecimiento de su mano: expira en mis
brazos antes de poder hacerlo. Me arriesgo en un incendio para arrebatar de las
llamas a una niña que no me pertenece: la madre de esta niña me acusa y me
incoa un proceso criminal. Caigo en las manos de mi más mortal enemiga, que
quiere llevarme a la fuerza a casa de un hombre cuya pasión consiste en cortar
cabezas: si evito la espada de aquel malvado, es para recaer bajo la de Temis.
Imploro la protección de un hombre al que he salvado la fortuna y la vida; me
atrevo a esperar de él alguna gratitud; me atrae a su casa, me somete a
horrores, convoca allí al juez inicuo del que depende mi caso; los dos abusan
de mí, los dos me ultrajan, los dos aceleran mi pérdida: la fortuna los colma
de favores, y yo corro a la muerte.
Eso
es lo que los hombres me han hecho sentir, eso es lo que me ha enseñado su
peligroso trato; ¿es sorprendente que mi alma agriada por la desdicha, asqueada
de ultrajes y de injusticias, sólo aspire a romper sus lazos?
––Mil
excusas, señora ––dijo aquella joven infortunada concluyendo aquí sus
aventuras––; mil perdones por haber manchado vuestra mente con tantas
obscenidades, por haber abusado durante tanto tiempo, en una palabra, de
vuestra paciencia. Es posible que haya ofendido al cielo con unos relatos
impuros, haya renovado mis heridas, haya turbado vuestro reposo. Adiós, señora,
adiós; el astro se alza, mis guardianes me llaman, dejadme correr a mi suerte,
ya no la temo, acortará mis tormentos. Este último instante del hombre sólo es
terrible para el ser afortunado cuyos días han transcurrido sin nubes; pero la
desdichada criatura que sólo ha respirado el veneno de las víboras, cuyos pasos
tambaleantes sólo han pisado espinos, que sólo ha visto la antorcha del día
como el viajero extraviado ve temblando los surcos del rayo; aquella a quien
sus crueles reveses han arrebatado padres, amigos, fortuna, protección y
ayuda; aquella que ya sólo tiene en el mundo lágrimas para abrevarse y
tribulaciones para alimentarse; aquélla, digo, ve avanzar la muerte sin
temerla, la desea incluso como un puerto seguro en el que renacerá la
tranquilidad para ella, en el seno de un Dios demasiado justo para permitir
que la inocencia, envilecida en la Tierra, no encuentre en otro mundo la
compensación de tantos males.
El
honesto señor de Corville no había podido oír esta historia sin sentirse
profundamente conmovido; en cuanto a la señora de Lorsange en quien, como hemos
dicho, los monstruosos errores de su juventud no habían apagado en absoluto la
sensibilidad, estaba a punto de desmayarse.
––Señorita ––le dijo a Justine––, es difícil oíros sin sentir por vos el más
vivo interés; pero, ¡,tengo que confesarlo?, un sentimiento inexplicable,
mucho más tierno del que describo, me arrastra invenciblemente hacia vos y
convierte vuestros males en míos propios. Me habéis disfrazado vuestro nombre,
me habéis ocultado vuestro nacimiento; os conjuro a que confeséis vuestro
secreto; no os imaginéis que sea una vana curiosidad lo que me lleva a hablaros
así... ¡Gran Dios! ¿Es posible lo que sospecho?... ¡Oh, Thérèse! ¿Y si fuerais Justine?... ¿Y si fuerais mi hermana?
––¡Justine! Señora, ¡vaya nombre! ––Tendría
ahora vuestra edad...
––¡Juliette!
¿Te estoy oyendo a
ti? ––dijo la desdichada prisionera arrojándose a los brazos de la señora de
Lorsange...–– i Tú... mi hermana!... ¡Ah, moriré mucho
menos infeliz, ya que, al menos, he podido abrazarte una vez más!...
Y
las dos hermanas, estrechamente abrazadas, ya sólo escuchaban sus sollozos, ya
sólo se expresaban a través de las lágrimas.
El
señor de Corville no pudo retener las suyas; sintiendo que se le hace
imposible no sentir por este caso el mayor interés, pasa a otra habitación,
escribe al can ciller, describe con trazos encendidos el horror de la suerte de
la pobre Justine a la que seguiremos llamando Thérèse; se hace fiador de su inocencia, pide que
hasta el esclarecimiento del proceso, la supuesta culpable no tenga otra
prisión que su castillo, y se compromete a devolverla a la primera orden de
aquel jefe soberano de la justicia; se da a conocer a los dos guardianes de Thérèse, les confía su carta, les responde de la
prisionera; es obedecido, Thérèse
le es entregada; un
carruaje avanza.
––Acercaos,
criatura harto desdichada ––dijo entonces el señor de Corville a la interesante
hermana de la señora de Lorsange––, acercaos, todo cambiará para vos. No podrá
decirse que vuestras virtudes quedan siempre sin recompensa, y que la hermosa
alma que habéis recibido de la naturaleza sólo encuentra siempre el cautiverio:
seguidnos, ahora sólo dependéis de mí...
Y
el señor de Corville explica en pocas palabras lo que acaba de hacer.
Hombre
respetable y amado dijo la señora de Lorsange arrojándose a las rodillas de su
amante––, este es el rasgo más hermoso que habéis tenido en todos vues tros
días; a quien conoce realmente el corazón del hombre y el espíritu de la ley
le corresponde vengar la ¡no––
cencia
oprimida. Ahí tenéis, señor, ahí tenéis a vuestra prisionera: ve, Thérèse, ve, corre, vuela al instante a arrojarte a
los pies de este protector equitativo que no te abandonará como los demás. ¡Oh,
señor, si me resultaban queridos los lazos del amor con vos, cuanto más lo serán
ahora, reforzados por la más tierna estimación!...
Y
las dos mujeres abrazaban sucesivamente las rodillas de un amigo tan generoso
y las regaban con sus lágrimas.
Llegaron
en pocas horas al castillo: allí, el señor de Corville y la señora de Lorsange se
ocuparon ambos a porfía de hacer pasar a Thérèse del
exceso de la desdicha al colmo del bienestar. La alimentaban con deleite de los
manjares más suculentos; la acostaban en los mejores lechos, querían que
mandara en su casa, ponían en ello, en suma, toda la delicadeza que cabía
esperar de dos almas sensibles. Consiguieron curarla en pocos días, la bañaron,
la vistieron, la embellecieron; era el ídolo de los dos amantes, competían en
ver cual de los dos le ––haría olvidar cuanto antes sus desgracias. Mediante
algunos cuidados, un excelente cirujano se encargó de hacer desaparecer aquella
marca ignominiosa, fruto cruel de la maldad de Rodin. Todo respondía a las
atenciones de los bienhechores de Thérèse: las
huellas del infortunio ya se borraban de la frente de la amable joven; las
Gracias ya restablecían en ella su dominio. A los colores lívidos de sus
mejillas de alabastro sucedían las rosas de su edad, marchitas por tantos
pesares. La risa, borrada de sus labios desde hacía tantos años, reapareció en
ellos finalmente bajo el ala de los placeres. Las mejores noticias acababan de
llegar de la Corte; el señor de Corville había puesto toda Francia en
movimiento, había reavivado el celo del señor S***, que se había unido a él
para describir las desdichas de Thérèse y para
devolverle una tranquilidad a la que era tan acreedora. Llegaron finalmente las
cartas del Rey que purgaban a Thérèse de
todos los procesos injustamente incoados contra ella, le devolvían el título
de honesta ciudadana, imponían para siempre silencio a todos los tribunales del
reino donde se había intentado difamarla, y le concedían mil escudos de pensión
a cuenta del oro requisado en el taller de los monederos falsos del Delfmesado.
Tuvieron la intención de apoderarse de Cardoville y de Saint––Florent; pero
obedeciendo a la fatalidad de la estrella relacionada con todos los perseguidores
de Thérèse, uno, Cardoville, acababa de ser
nombrado, antes de que sus crímenes fueran conocidos, a la intendencia de ***,
el otro a la intendencia general del comercio de las Colonias; cada uno de
ellos estaba ya en su destino, las órdenes sólo encontraron familias poderosas
que no tardaron en buscar los medios para calmar la tempestad, y tranquilos en
el seno de la fortuna, las fechorías de esos monstruos fueron pronto
olvidadas.*
En
lo que se refiere a Thérèse, así que se enteró de tantas
cosas agradables para ella, poco faltó para que expirara de alegría, derramó
varios días consecutivos unas lágrimas muy dulces, en el seno de sus
protectores, cuando de repente su humor cambió, sin que fuera posible adivinar
la causa. Se volvió sombría, inquieta, ensimismada; a veces lloraba en medio
de sus amigos, sin que ni ella misma pudiera explicar la causa de sus penas.
* En cuanto a los frailes de Santa María de
los Bosques, la supresión de las órdenes religiosas descubrirá los crímenes
atroces de esta horrible calaña. (N. del
A.)
––No
he nacido para tanta felicidad ––le decía a la señora de Lorsange––... Oh,
querida hermana, es imposible que dure mucho tiempo.
Por
más que le aseguraran que todas sus historias habían terminado y que ya no
debía sentir más inquietud, nada conseguía calmarla; diríase que esta triste
criatura, únicamente destinada a la desdicha, y sintiendo la mano del
infortunio siempre colgada sobre su cabeza, previera ya los últimos golpes que
iban a aplastarla.
El
señor de Corville seguía viviendo en el campo; estaban a fines del verano,
planeaban un paseo que la proximidad de una espantosa tormenta parecía poder
estorbar; el exceso de calor había obligado a dejarlo todo abierto. El
relámpago brilla, el granizo cae, los vientos silban, el fuego del cielo agita
las nubes, las sacude de una manera terrible; parecía que la naturaleza,
aburrida de sus obras, estuviera dispuesta a mezclar todos los elementos para
obligarlos a unas formas nuevas. La señora de Lorsange, asustada, suplica a su
hermana que lo cierre todo, lo más rápidamente posible; Thérèse, apresurada en calmar a su hermana, corre
hacia las ventanas que ya se rompen; quiere luchar por un minuto contra el
viento que la rechaza: al instante el resplandor del rayo la derriba en el
centro del salón.
La
señora de Lorsánge lanza un grito espantoso y se desmaya; el señor de Corville
pide ayuda; los cuidados se dividen, devuelven a la señora de Lorsange a la
luz, pero la desdichada Thérèse
está herida de
manera que ni la menor esperanza puede subsistir para ella; el rayo había
entrado por el seno derecho; después de haber consumido su pecho y su cara,
había salido por el centro del vientre. La visión de aquella miserable criatura
infundía horror: el señor de Corville ordena que se la lleven...
––No
––dijo la señora de Lorsange levantándose con la mayor calma––; no, dejadla
bajo mis miradas, señor; necesito contemplarla para afirmarme en las decisiones
que acabo de tomar. Escuchadme, Corville, y no os enfrentéis sobre todo a la
decisión que tomo, a unos proyectos de los que nada en el mundo podría distraerme
ahora. Las increíbles desdichas que experimentó esta infortunada, aunque
siempre haya respetado sus deberes, tienen algo de demasiado extraordinario
como para no abrirme los ojos sobre
mí misma; no os imaginéis que me ciego con los falsos resplandores de felicidad
que hemos visto disfrutar, en el transcurso de las aventuras de Thérèse, a los malvados que la han hollado. Estos
caprichos del cielo son unos enigmas que no nos corresponde a nosotros
desvelar, pero que jamás deben seducirnos. ¡Oh, amigo mío! la prosperidad del
crimen sólo es una prueba a la que la Providencia quiere someter la virtud; es
como el rayo cuyos fuegos falaces sólo embellecen un instante la atmósfera para
precipitar en los abismos de la muerte al desdichado que han deslumbrado. Aquí tenemos el ejemplo bajo
nuestros ojos; las increíbles
calamidades, los reveses terroríficos e ininterrumpidos de esta encantadora
joven, son una advertencia que el Eterno me da para escuchar la voz de mis
remordimientos y arrojarme al fin en sus brazos. ¿Qué castigo debo yo temer de
él, yo, a quien el libertinaje, la irreligiosidad y el abandono de todos los
principios han señalado cada instante de la vida? ¿Qué es lo que debo esperar,
cuando así ha sido tratada aquella que no tuvo en todos sus días un solo error
verdadero que reprocharse? Separémonos, Corville, ya es hora; ninguna cadena
nos ata, olvidadme, y considerad oportuno que vaya con un arrepentimiento
eterno a abjurar a los pies del Ser Supremo de las infamias con que me he manchado.
Este espantoso golpe era necesario para mi conversión en esta vida, lo era
para la dicha que me atrevo a esperar en la otra. Adiós, señor; la última
señal que espero de vuestra amistad es no hacer ningún tipo de pesquisas para
saber qué ha sido de mí. ¡Oh, Corville!, os aguardo en un mundo mejor,
vuestras virtudes deben conduciros a él; ojalá las maceraciones en las que voy
a pasar para expiar mis crímenes, los desdichados años que me quedan, puedan
permitirme volver a veros un día.
La
señora de Lorsange abandona inmediatamente la casa; toma algún dinero consigo,
se precipita a un carruaje, abandona al señor de Corville el resto de sus
bienes señalándole unos legados piadosos, y vuela a París, donde entra en las
carmelitas, de las que al cabo de muy pocos años se convierte en ejemplo y
edificación, tanto por su elevada piedad como por la sabiduría de su mente y
la regularidad de sus costumbres.
El
señor de Corville, digno de obtener los mejores empleos de su patria, los
consiguió, y sólo fue honrado con ellos para hacer a la vez la dicha de los
pueblos, la gloria de su amo, al que sirvió bien, aunque ministro, y la fortuna de sus amigos.