Marqués de Sade - Justine


Una de las obras más célebres del Marqués de Sade: la intensa y dramática vida de una joven infortunada. Una historia de sometimientos y vejaciones, en un mundo de goces y placeres extremos.

Primera parte


La obra maestra de la filosofia sería desarrollar los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferen­tes, sin haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.
Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas ca­rentes de un fondo de virtudes lo bastante probado como para superar tales observaciones ¿no considera­rán entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como los demás? Algo más ins­truidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad, de Zadig, que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de producir el bien? ¿No añadi­rán que es indiferente al plan general que tal o cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortu­nio persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados, que prosperan, ' que entre los vir­tuosos, que fracasan? Así pues, es importante prevenir esos peligrosos sofismas de una falsa filosofia; esencial demostrar que los ejemplos de virtud infortunada pre­sentados a un alma corrompida, en la que permanecen sin embargo unos cuantos buenos principios, pueden devolver esta alma al bien con tanta seguridad como si se le hubiera mostrado en el camino de la virtud las palmas más brillantes y las más halagüeñas recompen­sas. Es cruel, sin duda, tener que describir un montón de infortunios abrumando a la mujer dulce y sensible que mejor respeta la virtud, y por otra parte la afluencia de prosperidades sobre quienes aplastan o mortifican a esa misma mujer. Pero si nace, no obstante, un bien del cuadro de esas fatalidades, ¿sentiremos remordimientos por haberlas ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por haber compuesto unos hechos de los que se derivan para el sensato que lee con provecho la muy útil lección de la sumisión a las órdenes de la Providencia, y la adver­tencia fatal de que, a menudo, para devolvernos a nues­tros deberes, el cielo golpea a nuestro lado al ser que se nos antoja haber cumplido mejor los suyos?
Tales son los sentimientos que dirigirán nuestros tra­bajos, y en consideración a esos motivos pedimos indul­gencia al lector por los sistemas erróneos que aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las si­tuaciones a veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante sus ojos.

La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos títulos, por pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por la impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia credulidad que los concede: morena, hermoso talle, ojos con una sin­gular expresión; con esta incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más a las pasiones, hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin embargo sin la suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.
Esta mujer había recibido, no obstante, la mejor edu­cación: hija de un importantísimo banquero de París, había sido educada con una hermana llamada Justine, tres años menor que ella, en una de las más famosas abadías de esta capital, donde hasta las edades de doce y quince años, ningún consejo, ningún maestro, nin­gún libro, ningún talento habían sido negados a ambas hermanas.
En esta época, fatal para la virtud de las dos jóvenes, todo lo perdieron en un solo día: una espantosa ban­carrota precipitó a su padre en una situación tan cruel que murió de pena. Su mujer le siguió un mes después a la tumba. Dos parientes fríos y lejanos deliberaron acerca de lo que harían con las jóvenes huérfanas; la parte que a cada una le correspondía de la herencia, mermada por las deudas, escasamente llegaba a cien escudos. Como nadie se preocupaba de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les entregaron su dote y las deja­ron libres de ser lo que quisieran.
La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de un carácter e inteligencia prácticamente tan formados como a los treinta años ––edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos a relatar––, sólo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un instante en las crueles desgracias que habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su carácter sombrío y melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de su situa­ción. Dotada de una ternura y una sensibilidad sorpren­dentes, en lugar de la maña y sutileza de su hermana sólo contaba con una ingenuidad y un candor que pre­sagiaba que cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas cualidades una fisonomía dulce, abso­lutamente diferente de aquella con que la naturaleza había embellecido a Juliette; de igual manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los rasgos de ésta, se admiraba el pudor, la decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen, unos grandes ojos azules, llenos de sentimiento y de interés, una piel deslum­brante, un talle grácil y flexible, una voz conmove­dora, unos dientes de marfil y los más bellos cabellos rubios, así era el retrato de esta encantadora menor, cuyas gracias ingenuas y rasgos delicados superan nuestros pinceles.
Les dieron a ambas veinticuatro horas para abando­nar el convento, dejándoles la tarea de instalarse, con sus cien escudos, donde se les antojara. Juliette, encantada de ser su propia dueña, quiso por un momento enjugar las lágrimas de Justine, viendo después que no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de consolarla; le dijo, con una filosofía muy superior a su edad, que en este mundo sólo había que afligirse por lo que nos afectaba personalmente; que era posible encontrar en sí misma unas sensaciones fisicas de una voluptuosidad harto intensa como para poder apagar todos los afectos morales cuyo choque podría ser doloroso; que era abso­lutamente esencial poner en práctica este procedimiento dado que la verdadera sabiduría consistía infinitamente más en doblar la suma de los placeres que en multi­plicar la de las penas... En una palabra, que nada había que no se debiera hacer para borrar en uno mismo esta pérfida sensibilidad, de la que únicamente se aprove­chan los demás, mientras que a uno sólo le aporta pesares. Pero difícilmente se endurece un buen cora­zón, pues resiste a los razonamientos de una mala cabeza, consolándose en sus propios goces de las falsas brillanteces de una mente instruida.
Utilizando otros recursos, Juliette dijo entonces a su hermana que, con la edad y la cara que una y otra tenían, era imposible que se murieran de hambre. Citó a la hija de una de sus vecinas, quien, habiéndose esca­pado de la casa paterna, estaba hoy ricamente mante­nida y mucho más dichosa, sin duda, que si hubiera seguido en el seno de su familia; que había que dejar de creer que era el matrimonio lo que hacía feliz a una joven; que, cautiva bajo las leyes del himeneo, sólo ten­dría, a cambio de muchos malos humores que soportar, una levísima dosis de placeres; mientras que, entregadas al libertinaje, podrían siempre asegurarse del humor de los amantes, o consolarse de él mediante el número de éstos.
Justine sintió horror de tales discursos; dijo que pre­fería la muerte a la ignominia y, pese a las nuevas peti­ciones que le formuló su hermana, se negó insistente mente a vivir con ella en cuanto la vio decidida a una conducta que la hacía estremecerse.
Por consiguiente, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna promesa de volver a verse, dado que sus inten­ciones se revelaban tan diferentes. Juliette que, según pretendía, se convertiría en una gran dama, ¿accedería a recibir a una muchacha cuyas inclinaciones, virtuosas pero humildes, podrían deshonrarla? Y por su parte, ¿Justine aceptaría poner en peligro sus costumbres con la compañía de una criatura perversa, que acabaría siendo víctima de la crápula y del desenfreno público? Ambas se dieron, pues, un eterno adiós, y ambas aban­donaron el convento al día siguiente.
Mimada desde su infancia por la costurera de su madre, Justine cree que esta mujer será sensible a su desdicha; la visita, le comunica sus infortunios, le pide trabajo... Pero casi no la reconoce y la despiden duramente.
––¡Oh, cielos! ––dice la pobre criatura––, íes preciso que los primeros pasos que doy por el mundo estén ya marcados por la desgracia! Esta mujer me quería antes, ¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy huérfana y pobre; porque ya no tengo recursos en el mundo, y sólo se aprecia a las personas por las ayudas y los agrados que se espera recibir de ellas.
Justine, llorosa, visita a su sacerdote; le describe su estado con el enérgico candor de su edad... Llevaba un vestidito blanco; sus hermosos cabellos descuidada­mente recogidos bajo una gran cofia; su seno apenas insinuado, oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda cara algo pálida a causa de las penas que la devoraban; algunas lágrimas caían de sus ojos y les con­ferían aún mayor expresión.
––Me veis, señor... ––le dijo al santo eclesiástico––, sí, me veis en una situación muy lamentable para una joven; he perdido a mi padre y mi madre... El cielo me los arrebata en la edad en que más necesitaba su ayuda... Han muerto arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han dejado ––prosiguió, mostrando sus doce luises––... y ni un rincón don­de reposar mi pobre cabeza... Os apiadaréis de mí, ¿verdad, señor? Sois ministro de la religión, y la reli­gión siempre fue la virtud de mi corazón; en nombre del Dios que adoro y del que sois la voz, decidme, como un segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo que ser?
El caritativo sacerdote contestó, examinando a Jus­tine, que la parroquia estaba muy cargada; que era difícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas, pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar duro, siempre habría en su cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras le decía eso, el intérprete de los dioses le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso excesivamente mundano para un hombre de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado bien, le rechazó diciéndole:
––Señor, yo no os pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado poco que he abandonado un estado por encima del que puede hacer desear esas dos mercedes para verme reducida a implorarlas; solicito los consejos que mi juventud y mis desgracias necesitan, y queréis hacérmelos comprar tal vez demasiado caros.
El pastor, avergonzado de verse descubierto, rápi­damente expulsó a la joven criatura, y la desdichada Jus­tine, dos veces rechazada en el primer día en que se vio condenada al aislamiento, entra en una casa en la que ve un cartel, alquila un pequeño apartamento amue­blado en la quinta planta, lo paga de antemano, y en él se entrega a unas lágrimas aún más amargas por lo sen­sible que es y porque su pequeño orgullo acaba de ser cruelmente maltratado.

¿Se nos permitirá abandonarla por algún tiempo aquí, para regresar a Juliette, y para explicar cómo, del simple estado del que la vimos salir, y sin tener más recursos que su hermana, llegó a ser, sin embargo, en quince años, mujer con título, propietaria de una renta de treinta mil libras, bellísimas joyas, dos o tres casas tanto en la ciudad como en el campo, y, por el instan­te, el corazón, la fortuna y la confianza del señor de Corville, consejero de Estado, hombre del mayor cré­dito y ministro en ciernes? No hay la menor duda de que su carrera fue espinosa: esas damiselas prosperan gracias al aprendizaje más vergonzoso y más duro; y una que ahora está en el lecho de un príncipe todavía lleva seguramente encima las marcas humillantes de la brutalidad de los libertinos entre cuyas manos la arro­jaron su juventud e inexperiencia.
Al salir del convento, Juliette buscó a una mujer de la que había oído hablar a una joven amiga vecina; per­vertida como ella deseaba ser y pervertida por aquella mujer, la aborda con su hatillo bajo el brazo, una levita azul muy desordenada, los cabellos sueltos, la más bonita cara del mundo, si es cierto que ante determi­nados ojos la indecencia pueda ser atractiva; cuenta su historia a esta mujer, y le suplica que la proteja como ha hecho con su antigua amiga.
––¿Qué edad tienes? ––le pregunta la Duvergier.
––Quince años dentro de unos días, señora ––contestó Juliette.
––Y jamás ningún mortal... ––prosiguió la matrona.
––¡Oh no, señora!, se lo juro ––replicó Juliette.
––Pero es que a veces en esos conventos ––dijo la vieja––... un confesor, una religiosa, una compañera... Necesito pruebas seguras.
No tiene usted más que buscarlas, señora ––con­testó Juliette sonrojándose.
Y proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado minuciosamente las cosas por todos los lados:
––Vamos ––le dijo a la joven––, bastará con que te quedes aquí, prestes mucha atención a mis consejos, presentes un gran fondo de complacencia y de sumisión con mis clientes, limpieza, economía, franqueza conmigo, habilidad con tus compañeras y astucia con los hombres, y antes de diez años te pondré en situa­ción de retirarte a un tercero con una cómoda, dos habi­taciones, una criada; y el arte que habrás adquirido en mi casa te servirá para procurarte el resto.
Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apo­dera del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene dinero y, como ésta le confiesa con excesiva sinceridad que tenía cien escudos, la querida mamá se los confisca asegu­rando a su nueva pensionista que invertirá este pequeño capital en la lotería para ella, pero que no conviene que una joven tenga dinero.
––Es ––le dice–– un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha buena y bien nacida debe evitar cuidadosamente cuanto pueda arrastrar la hacia alguna trampa. Te lo digo por tu bien, peque­ña ––añadió la dueña––, y debes agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la nueva es presentada a sus compañeras; le indican su habitación en la casa, y a par­tir del día siguiente sus primicias están en venta.
En cuatro meses, la mercancía es vendida sucesiva­mente a cerca de cien personas; unas se contentan con la rosa, otras más delicadas o más depravadas (pues la cuestión no está zanjada) quieren abrir el capullo que florece al lado. En cada ocasión, la Duvergier encoge, reajusta, y durante cuatro meses son siempre las primi­cias lo que la bribona ofrece al público. Al término de este espinoso noviciado, Juliette alcanza finalmente la condición de hermana conversa; a partir de este mo­mento, es oficialmente admitida como pupila de la casa, y comparte sus penas y sus beneficios. Otro aprendi­zaje: si en la primera escuela, con escasas excepciones, Juliette ha servido a la naturaleza, olvida sus leyes en la segunda y corrompe por entero sus costumbres; el triunfo que ve cómo obtiene el vicio degrada por com­pleto su alma; siente que, nacida para el crimen, por lo menos debe llegar al mayor de ellos y renunciar a lan­guidecer en un estado subalterno que, haciéndole come­ter las mismas faltas, envileciéndola igualmente, no le acarrea, ni mucho menos, el mismo beneficio. Gusta a un anciano caballero muy libertino que, en un princi­pio, sólo la reclama esporádicamente; ella posee el arte de hacerse mantener magníficamente por él; aparece finalmente en los espectáculos, en los paseos, al lado de las figuras de la orden de Citeres; la miran, la citan, la envidian, y la inteligente criatura sabe hacerlo tan bien que en menos de cuatro años arruina a seis hom­bres, el más pobre de los cuales tenía cien mil escudos de renta. No necesitaba más para crearse una reputa­ción; la ceguera de la gente de mundo es tal que cuanta mayor deshonestidad ha demostrado una de esas cria­turas, más deseosos están de constar en su lista; parece que el grado de su envilecimiento y de su corrupción se convierte en la medida de los sentimientos que se atreven a mostrar por ella.
Juliette acababa de alcanzar sus veinte años cuan­do un tal conde de Lorsange, gentilhombre angevino, de unos cuarenta años de edad, se enamoró tanto de ella que decidió darle su apellido: le reconoció doce mil libras de renta, le aseguró el resto de su fortuna si moría antes que ella; le dio una casa, servicio, distinción, y una especie de consideración en la sociedad que en dos o tres años consiguió hacer olvidar sus comienzos.
Fue entonces cuando la desdichada Juliette, olvi­dando todos los sentimientos de su nacimiento y de su buena educación, pervertida por malos consejos y libros peligrosos, apresurada por disfrutar a solas, llevar un nombre y ninguna cadena, osó entregarse a la culpable idea de abreviar los días de su marido. Una vez conce­bido este odioso proyecto, lo mimó y lo consolidó de­safortunadamente en uno de esos momentos peligro­sos en que las acciones físicas se ven impelidas por los errores de la moral; instantes en que no nos negamos a casi nada ni nada se opone a la irregularidad de las ansias o a la impetuosidad de los deseos, y se aviva la voluptuosidad recibida en proporción a la cantidad de los frenos que rompe, o a su pureza. Desvanecido el sueño, si nos volviéramos buenos, el inconveniente seria insignificante, sólo se trataría de la historia de los erro­res de entendimiento; sabemos perfectamente que no ofenden a nadie, pero, desgraciadamente, se llega mas lejos. ¿Qué significará ––nos atrevemos a preguntarnos––, la realización de esta idea, si su mera presencia nos exal­ta, nos emociona tan intensamente? Entonces damos vida a la maldita quimera, y su existencia acaba siendo un crimen.
La señora de Lorsange lo ejecutó, afortunadamen­te para ella, con tanto secreto que estuvo al amparo de cualquier persecución, y sepultó junto con su esposo las huellas del espantoso delito que le precipitaba a la tumba.
Viéndose libre y condesa, la señora de Lorsange recuperó sus antiguos hábitos; pero creyéndose algo en el mundo, puso en su conducta un tanto menos de indecencia. Ya no era una muchacha mantenida, era una rica viuda que daba estupendas cenas, a las que tanto nobles como burgueses les encantaba ser admi­tidos; mujer decente en una palabra, pero que aun así se acostaba por doscientos luises, y se entregaba por quinientos al mes.
Hasta los veintiséis años, la señora de Lorsange siguió haciendo brillantes conquistas; arruinó a tres embajadores extranjeros, cuatro recaudadores de im puestos, dos obispos, un cardenal y tres caballeros de las órdenes reales; pero como es inusual pararse des­pués de un primer delito, sobre todo cuando se ha coro­nado felizmente, la desgraciada Juliette se denigró con dos nuevos crímenes semejantes al primero; uno para robar a uno de sus amantes, que le había confiado una suma considerable, ignorada por la familia de ese hom­bre, y que la señora de Lorsange pudo ocultar gracias a esta espantosa acción; el otro, para poseer cuanto antes un legado de cien mil francos que uno de sus adora­dores le hacía en nombre de un tercero, encargado de devolver la cantidad después de la defunción. A esos horrores, la señora de Lorsange juntaba tres o cuatro infanticidios. El temor de estropear su bonito talle, el deseo de ocultar una doble intriga, todo ello le hizo tomar la decisión de sofocar en su seno el fruto de sus excesos; y esas fechorías, tan desconocidas como las anteriores, no fueron óbice para que esta mujer artera y ambiciosa encontrara diariamente nuevas víctimas.
Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acom­pañar la peor conducta, y que en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los hombres denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por doquier a la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente; además del castigo reser­vado sin duda por la Providencia a quienes han sedu­cido sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que les han llevado donde están? En cam­bio, el infortunado al que la suerte persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.
Esa era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor de Corville, de cincuenta años de edad, gozando del crédito y de la consideración que antes hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente por esa mujer y retenerla para siempre con él. Sea por las aten­ciones recibidas, sea por los procedimientos empleados, o bien por la habilidad de la señora de Lorsange, el señor de Corville lo había conseguido, y llevaba cuatro años viviendo con ella, exactamente como con una esposa legítima, cuando la adquisición de una bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a pasar algún tiempo en esa provincia.
Un atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar su paseo desde la propiedad que habitaban hasta Montargis, encontrándose demasiado cansados para decidir volver tal como habían venido, se detuvieron en la posada donde para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde ahí un hom­bre a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y fresca, que daba al patio de esta casa, cuando la diligencia de la que acabamos de hablar entró en la hospedería.
Es una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los pasajeros de una diligencia; es posible apostar por el tipo de personajes que salen de allí y, si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unos cuantos curas y un fraile, puede estar casi siempre seguro de ga­nar. La señora de Lorsange se levanta, el señor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar en la posada al traqueteado grupo. Parecía que ya no quedaba nadie en el coche cuando un jinete de la gen­darmería, bajando del pescante, recibió en sus brazos de uno de sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven de veintiséis a veintisiete años, vestida con una mala chambra de india y envuelta hasta las cejas por una gran manteleta de tafetán negro. Estaba maniatada como una criminal, y tan débil, que segura­mente habría caído si sus guardianes no la hubieran sos­tenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que suelta la señora de Lorsange, la joven se gira, y deja ver junto al más bello talle del mundo, el rostro más noble, más agradable, más interesante, todos los atractivos en suma más placenteros, hechos mil veces aún más excitantes por la tierna y conmovedora aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la belleza.
El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la miserable joven. Se acercan, pre­guntan a uno de los guardias qué ha hecho la infortu­nada.
––Se la acusa de tres delitos ––contesta el jinete––: de asesinato, de robo y de incendio; pero os confieso que mi compañero y yo jamás hemos conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y aparentemente la más honesta.
––¡Ya, ya! ––dijo el señor de Corville––, ¿no podría tratarse de uno de esos errores habituales de los tribu­nales de segundo orden?... i.Y dónde se ha cometido el delito?
––En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juz­gado en esta ciudad y, siguiendo la costumbre, la tras­ladamos a París para la confirmación de su sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada.
La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato, comentó al señor de Corville que desearía enterarse por boca de la propia joven de la his toria de sus desdichas, y el señor de Corville, que com­partía también el mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos no conside­raron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche en Montargis; pidieron un alojamien­to cómodo; el señor de Corville respondió de la prisio­nera, la desataron; y cuando le hicieron tomar algunos alimentos, la señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés, y que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez inocente, es tratada, sin embargo, como una criminal, mientras que alrededor de mí... que me he manchado con crímenes y horrores, todo prospera», la señora de Lorsange, digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las caricias que se apresuraban a hacerle, le rogó que con­tara por qué acontecimiento, con una apariencia tan dulce, se hallaba en una circunstancia tan funesta.
––Contaros la historia de mi vida, señora ––dijo la bella infortunada, dirigiéndose a la condesa––, es ofre­ceros el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, es quejar­se de las voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados designios... No me atrevo...
Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante muchacha y, después de haberlas de­jado correr un instante, comenzó su relato en los si­guientes términos:

––Me permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin ––ser ilustres, fueron honrados, y en nada me destinaban a la humillación en la que me veis reducida. Perdí muy joven a mis padres; creí que con la poca ayuda ––que me habían dejado podría aguardar un em­pleo conveniente y, rechazando todos los que no lo eran, me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido, lo poco que poseía; cuanto más pobre me volvía, más despreciada era; cuanto más apoyo necesitaba, menos confiaba en obtenerlo; pero de todas las durezas que ex­perimenté en los comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases horribles que me dirigieron, sólo os citaré lo que me ocurrió en casa del señor Dubourg, uno de los más ricos comerciantes de la capital. La mujer en cuya casa me alojaba me encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían suavizar seguramen­te el rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la antecámara de ese hombre, me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y ocho años de edad, acababa de salir de la cama, envuelto en una bata flo­tante que apenas ocultaba su agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se retiraran y me preguntó qué quería.
––¡Ay!, señor ––le contesté confusísima––, soy una pobre huérfana que todavía no tiene catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio. Imploro vues­tra conmiseración, tened piedad de mí, os lo ruego.
Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo, quizás incluso la pena que sen­tía en buscarlo, al no haber nacido para ese estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de co­merme lo poco que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuen­cia del infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg me preguntó si yo había sido siempre buena.
No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor ––le contesté––, si hubiera querido dejar de serlo.
––¿A título de qué ––me replicó a eso el señor Du­bourg–– pretendes que las personas ricas te ayuden si tú no les sirves para nada?
––¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? ––con­testé––. No pido otra cosa que prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir.
––Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa ––me contestó Dubourg––. No tienes edad ni constitución para colocarte como pides. Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de traba­jar en encontrar a alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de nada en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil incienso no te alimentará. La cosa que menos ha­laga a los hombres, aquella a la que prestan menos atención, la que desprecian más soberanamente, es la decencia de vuestro sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo que deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las mujeres? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten, pero su castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las personas de nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como tú puede agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando cuanto se quiera su cuerpo?
––¡Oh, señor! ––contesté con el corazón henchido de suspiros––. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia entre los hombres?
––Muy pocas ––replicó Dubourg––. Si se habla tan­to de ellas, ¿cómo quieres que existan? Estamos de vuelta de esta manía de ayudar a los demás gratuitamente; se ha reconocido que los placeres de la caridad sólo eran goces del orgullo y, como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido sensaciones más reales. Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo, era mucho mejor quedarse como anticipo con todos los pla­ceres que puede ofrecer la lujuria que con los muy fríos y muy futiles de aliviarla de manera desinteresada. La reputación de un hombre liberal, caritativo, gene­roso, no es nada comparada, en el instante en que mejor se disfruta, con el más ligero placer de los sentidos.
––¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesa­rio pues que el infortunado perezca!
––Qué más da, hay un exceso de súbditos en Fran­cia. Con tal de que la máquina tenga siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor o menor número de los individuos que la aprietan?
––Pero ¿creéis que los hijos, cuando son así maltra­tados, respetarán a sus padres?
––¡¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?
––¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!
––Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de los griegos y es la de los chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no pueden contar con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido recono­cidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un producto que ya le sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los pri­meros y los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la socie­dad con unas heces que un día u otro tiene que resul­tarle funesta; y los otros porque no pueden resultar­le de ninguna utilidad. Las dos clases son para la socie­dad como excrecencias de la carne que, alimentándose del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debi­litan, o, si lo prefieres, como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo corresponde a uno mismo reme­diarla?
––¡A qué precio, santo cielo!
––Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo demás ––prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la puerta––, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Con­siente, o libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos...
Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora, que en lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obli­gará a hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándo­me hacia la puerta, le digo mientras escapo:
––¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu execrable crueldad! No eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del aire que respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar a mi hospedera la acogida de la persona a la que me había enviado, pero cual fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con repro­ches en lugar de compartir mi dolor.
––Miserable criatura ––me dijo encolerizada––, ¿ima­ginas que los hombres son tan necios como para dar limosnas a unas muchachitas como tú, sin exigir el interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado bueno por haberse portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de mi casa sin haberme contentado. Pero ya que no quieres aprove­char las ayudas que te ofrezco, arréglatelas como quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te envío a la cárcel.
––Señora, tened piedad...
––Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre!
––Pero ¿qué queréis que haga?
––Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le avisaré. Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa en comportarte mejor.
Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, vién­dome duramente rechazada por todo el mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches (era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para satis­facerla. Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado muy irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor; que a fuerza de súplicas había conseguido, sin embar­go, convencerle de que volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi conducta porque si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme encarcelar de por vida.
Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más indecente que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las características del exceso estallaban en sus miradas hipócritas.
––Agradece a la Desroches ––me dice duramente­–– que quiera en su favor concederte por un instante mis bondades. Tienes que sentir lo indigna que eres de ello después de tu conducta de ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo la más ligera resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara para llevarte a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.
––¡Oh, señor! ––digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel hombre bárbaro––, cambiad de idea, os lo suplico. Mostraos generoso para ayudarme sin exi­gir de mí lo que me cuesta tanto que os ofrecería mi vida antes que someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los principios que he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obliguéis, os lo suplico. ¿Podéis concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Os atrevéis a esperar el placer donde sólo veréis repugnancias? Así que hayáis consumado vuestro crimen el espectáculo de mi desesperación os colmará de remordimientos...
Pero las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron continuar. ¿Cómo había podido creerme capaz de enternecer a un hombre que ya encontraba en mi propio dolor un acicate más a sus horribles pasiones? ¡Creeréis, señora, que inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos, saboreándolos con inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus criminales tentativas! Se levanta, y mostrándose final­mente ante mí en un estado en el que la razón triunfa raras veces, y en el que la resistencia del objeto que la hace perder no es si no un alimento más al delirio, me agarra con brutalidad, aparta impetuosamente los velos que todavía siguen ocultando aquello de lo que arde por disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me halaga... me maltrata y me acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble de crueldad... de lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta primera circuns­tancia de mi vida, grabar para siempre en mí todo el horror que yo debía sentir por un tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los males que me ame­nazaban! Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin duda; a sus excesos debo mi salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una muchacha manchada. Los ardores de Dubourg se apagaron en la efervescen­cia de sus empresas, el cielo me vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a entregarse, y la pérdida de sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de ser su víctima.
Con ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su debilidad... Quiso repararlos con nuevos ultrajes y con invectivas aún más mortifi­cadoras. No hubo nada que no me dijera; nada que no intentara, nada que la pérfida imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus costumbres no le hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos de querer actuar, ya hacía mucho con prestarme: mis remordimientos no se han extinguido... Sin embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó de enar­decerle. Por mucho que pasara sucesivamente de la ter­nura al rigor... de la esclavitud a la tiranía... de la apa­riencia de la decencia a los excesos de la crápula, ambos nos encontramos agotados, sin que, afortunadamente, él consiguiera recuperar lo que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a ello, me hizo pro­meter que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor seguridad sólo quiso darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que regresé a casa de esa mujer, ultrajada por semejante aventura y totalmente decidida, sucediera lo que sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se lo advertí al pagarle, mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese malvado capaz de abusar tan cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones, lejos de atraer sobre él la cólera de Dios, sólo consiguieron aportarle fortuna: ocho días después, supe que el insigne libertino acababa de obtener del gobierno un cargo de administrador general que aumen­taba sus ingresos en más de cuatrocientas mil libras de rentas. Yo me encontraba absorbida en las reflexiones que nacen inevitablemente de semejantes inconsecuen­cias de la suerte, cuando un rayo de esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.
La Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa en la que me recibirían con pla­cer, siempre que me portara bien.
––¡Gracias a Dios, señora! ––le dije, arrojándome entusiasmada a sus brazos––. Esta es la condición que yo misma pondría, ¡figuraos si la acepto con gusto!
El hombre al que debía servir era un famoso usu­rero de París, que se había enriquecido no sólo pres­tando con fianza, sino también robando impunemente a sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en ello. Vivía en un segundo piso de la Rue Quincam­poix, con una mujer de cincuenta años, a la que lla­maba su esposa, y que era no menos malvada que él.
––Thérèse ––me dijo el avaro (ese era el nombre que yo había adoptado para ocultar el mío)––, Thérèse, la primera virtud de mi casa, es la probidad. Si alguna vez os lleváis de aquí la décima parte de un denario, os haré ahorcar, ya veis, hija mía. El escaso bienestar del que disfrutamos mi mujer y yo, es el fruto de nuestros inmensos trabajos y de nuestra perfecta sobriedad... ¡,Comes mucho, pequeña?
––Unas cuantas onzas de pan al día, señor ––le con­testé––, agua y un poco de sopa, cuando soy tan afortu­nada de poder tomarla.
––¡Sopa, diantre, sopa! Oíd esto, amiga mía ––dijo el usurero a su mujer––, asombraos ante los progresos del lujo: está buscando colocación, se muere de hambre desde hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros, que trabajamos como galeotes, apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía, tendrás tres onzas de pan al día, media botella de agua de río, un viejo traje de mi mujer cada dieciocho meses, y tres escudos de sueldo al cabo del año, siempre que estemos contentos de tus servicios, que tu economía responda a la nuestra, y que finalmente hagas prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu trabajo es poca cosa, se hace en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar y limpiar tres veces por semana este apartamento de seis habitaciones, de hacer las camas, de contestar a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi mujer, de cuidar del perro y de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla, de ayudar a mi mujer cuando cocine, y de emplear cuatro o cinco horas al día en coser ropa, medias, gorros y otras cositas de la casa. Ya ves que no es nada, Thérèse; te sobrará mucho tiempo, te permitiremos utilizarlo por tu cuenta, siempre que seas buena, hija mía, discreta y sobre todo ahorrativa, que es lo esencial.
Podéis imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan horrible como en el que yo me hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo había infinitamente más trabajo del que mis fuerzas me per­mitían emprender, sino que ¿cómo podía yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no ofrecer resis­tencia, y me instalé aquella misma noche.
Si mi cruel situación me permitiera divertiros un ins­tante, señora, cuando sólo debo pensar en enterneceros, me atrevería a contaros alguno de los rasgos de avari cia de que fui testigo en aquella casa; pero a partir del segundo año me aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil detenerme en unos detalles divertidos antes de relataros mis infortunios.
Sabréis, sin embargo, señora, que jamás había otra iluminación, en el apartamento del señor Du Harpin que la que robaba a la farola felizmente colocada frente a su habitación; jamás ninguno de los dos utilizaba ropa interior: almacenaban la que yo cosía, no la tocaban en la vida; las mangas de la casaca del señor, así como las del traje de la señora, llevaban un viejo par de man­guitos cosidos encima de la tela, que yo lavaba todos los sábados por la noche; nada de sábanas, nada de toa­llas, para así evitar el lavado. En su casa jamás se bebía vino, pues el agua clara, como decía la señora Du Har­pin, es la bebida natural del hombre, la más sana y menos peligrosa. Siempre que cortaban el pan coloca­ban una cesta debajo del cuchillo, a fin de recoger las migas que caían: les añadían puntualmente todos los restos que quedaban de las comidas, y este manjar, frito el domingo con un poco de mantequilla, componía el yantar de los días festivos. Nunca había que sacudir las ropas o los muebles, por miedo a gastarlos, sólo rozarlos ligeramente con un plumero. Los zapatos del señor, así como los de la señora, reforzados con hierro, eran los mismos que calzaron el día de su boda. Pero una práctica mucho más extravagante era la que me obligaban a hacer una vez por semana: había en el apar­tamento un gabinete bastante grande cuyas paredes no estaban tapizadas; con un cuchillo tenía que raspar una cierta cantidad de yeso de esas paredes, que lue­go pasaba por un fino tamiz: el resultado de esta opera­ción eran los polvos de tocador con que yo cubría cada mañana tanto la peluca del señor como el moño de la señora. ¡Pero, ay, ojalá hubiera querido Dios que ésas fueran las únicas torpezas a las que se entregaban esos malvados! Nada hay más natural que el deseo de con­servar los bienes, pero no lo es tanto el de aumentarlos con los del prójimo. Y no tardé mucho en descubrir que sólo así se enriquecía Du Harpin.
En el piso de arriba vivía una persona muy acomo­dada, que poseía unas alhajas bastante bonitas, y cu­yas pertenencias, sea a causa de la vecindad, sea por haber pasado por las manos de mi amo, eran muy co­nocidas por él; le oía a menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta luises, con la que se habría quedado, decía, de haber sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la negociación.
Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo, sobre la utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una espe cie de equilibrio, que alteraba por completo la desigual­dad de las riquezas; sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte ladrones no pere­cían más de dos; después de haberme demostrado, con una erudición de la que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado en toda Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndo­lo y recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor como la destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una pala­bra, después de haberme garantizado que, si era descu­bierta, su crédito me salvaría de todo, el señor Du Har­pin me entregó dos llaves falsas una de las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde se hallaba la caja en cuestión, y me rogó insis­tentemente que encontrara esa caja, porque por un ser­vicio tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo durante dos años.
––¡Oh, señor! ––exclamé estremeciéndome ante su proposición––. ¿Cómo es posible que un amo se atreva a corromper así a su criado? ¿Qué me impedirá volver contra vos las armas que ponéis en mis manos, y qué podríais objetarme si un día os hiciera víctima de vues­tros propios métodos?
Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe sub­terfugio: me dijo que sólo lo había hecho con la inten­ción de ponerme a prueba, que tenía mucha suerte de haber resistido a sus proposiciones... que estaría perdida si hubiera sucumbido... Me conformé con esta mentira, pero descubrí inmediatamente el error que había come­tido al responder con tanta firmeza: a los malhechores no les gusta encontrar resistencia en quienes intentan seducir. No existe desdichadamente un punto medio, en cuanto tienes la mala suerte de haber recibido sus proposiciones: tienes que convertirte necesariamente en su cómplice ––lo cual es peligroso––, o en su enemigo ––que todavía lo es más––. Con algo más de experien­cia, yo habría abandonado la casa a partir de ese ins­tante, ¡pero ya estaba escrito en el cielo que cada uno de mis gestos honestos sería recompensado con nuevos infortunios!
El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero una noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo, oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin acompañado de un comisario y cua­tro soldados de patrulla frente a mi cama.
––Cumplid con vuestro deber, señor ––dijo al hom­bre de la justicia––. Esta desgraciada me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontraréis en su apo­sento o entre sus ropas, el hecho es seguro.
––¿Robaros yo, señor? ––dije, saltando turbadísima de mi cama––. ¡Yo, santo Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor que vos sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más convencido que vos de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la imposibilidad de que yo la haya cometido?
Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fueran oídas, siguió ordenando los registros, y el maldito anillo apareció en mi colchón. Ante pruebas de esta categoría, no había nada que repli­car. Al instante fui prendida, agarrotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer escuchar una sola palabra en mi favor.
El proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no lleva mucho tiempo en un país donde se considera a la virtud incompatible con la miseria, donde el infortunio es una prueba decisiva contra el acusado. En esa cuestión, una injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de cometer el crimen, lo ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en que se encuentra el culpable; y a partir del momen­to que el oro o los títulos no establecen su inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda entonces demostrada.*
* ¡Siglos venideros! Ya no veréis ese cúmulo de horrores y de infamias. (N. del A.)

Por mucho que me defendiera, por mucho que ofre­ciera los mejores argumentos al abogado de oficio que me dieron por un instante, mi amo me acusaba, el dia mante había sido hallado en mi habitación: estaba claro que yo lo había robado. Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du Harpin, y demostrar que la desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su venganza y la consecuencia del deseo que tenía de des­hacerse de una criatura que, poseedora de su secre­to, se convertía en su dueña, trataron mis protestas de recriminación, me dijeron que el señor Du Harpin era re­conocido desde hacía más de veinte años como un hom­bre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui trasladada a la Conciergerie, donde me vi en la situación de tener que pagar con mi vida el rechazo de participar en un crimen; iba a morir; sólo un nuevo delito podía sal­varme: la providencia quiso que el crimen sirviera, por lo menos una vez, de égida a la virtud, que la preser­vara del abismo donde iba a arrojarla la inepcia de los jueces.
Tenía a mi lado una mujer de unos cuarenta años, tan celebrada por su belleza como por la variedad y can­tidad de sus fechorías; la llamaban Dubois, y estaba, al igual que la desdichada Thérése, en vísperas de su eje­cución: sólo el método preocupaba a los jueces. Habién­dose manifestado culpable de todos los crímenes ima­ginables, estaban casi obligados a inventar para ella un suplicio nuevo, o a hacerle sufrir uno del que está exento nuestro sexo. Yo había inspirado una especie de interés en aquella mujer, interés criminal, sin duda, ya que su fundamento era, como después supe, el extremo deseo de convertirme en su prosélita.
Una noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos perder la vida, la Dubois me dijo que no me acostara, y que con ella aguardase lo más cerca po­sible de las puertas de la prisión.
––Entre las siete y las ocho ––prosiguió–– el fue­go prenderá en la Conciergerie, me he encargado de que así sea. Sin duda, muchas personas se abrasarán, pero no importa, Thérèse ––se atrevió a decirme la mal­vada––. La suerte de los demás no cuenta cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo seguro es que nos salva­remos; cuatro hombres, cómplices y amigos, se reuni­rán con nosotras, y yo respondo de tu libertad.
Ya os he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar mi inocencia, sirvió al crimen favo­reciendo a mi protectora. El fuego prendió, el incendio fue horrible, hubo veintiuna personas abrasadas, pero nosotras escapamos. Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del bosque de Bondy, ín­timo amigo de nuestra banda.
––Ya estás libre, Thérèse ––me dijo entonces la Dubois––, ahora puedes elegir el tipo de vida que te guste, pero si tuviera que darte un consejo, te diría que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como ves, jamás te han favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del cadalso, un crimen espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas acciones en el mundo, ¡y si vale la pena inmolarse por ellas! Eres joven y bonita, Thérèse: en dos años yo me hago cargo de tu fortuna. Pero no imagines que te conduciré a su templo por los senderos de la virtud: cuando alguien quiere abrirse paso, mi querida muchacha, hay que emprender más de un oficio y servirse de más de una intriga. Así que decídete, en esta choza no estamos seguras y tenemos que irnos dentro de pocas horas.
––¡Oh, señora! ––le dije a mi bienhechora––, os debo grandes favores, y nada mas lejos que querer olvidarlos. Me habéis salvado la vida, y es espantoso para mí que haya sido gracias a un crimen. Creed que si hubiera tenido que cometerlo, habría preferido mil muertes al dolor de participar en él. Soy consciente de todos los pe­ligros que he corrido por haberme abandonado a los sentimientos honrados que siempre permanecerán en mi corazón. Pero sean cuales sean, señora, las espinas de la virtud, las preferiré en cualquier momento a los peli­grosos favores que acompañan al crimen. Tengo gra­bados unos principios religiosos que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la Providencia me hace penosa la carrera de la vida, es para compensarme de ello en un mundo mejor. Esta esperanza me consue­la, endulza mis penas, apacigua mis quejas, me refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males que Dios quiera enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma si yo acabara por mancillarla con crímenes, y junto al temor de los castigos de este mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los supli­cios del otro, que no me abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.
––Son sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija mía ––replicó la Dubois enarcando las cejas––. Créeme, deja de lado la justicia de Dios, sus castigos o sus recompensas futuras. Todas esas tonterías sólo sirven para que muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!, la dureza de los ricos legitima el mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a nuestras nece­sidades, que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo sirvan para aumentar nuestros grilletes, nuestros crí­menes son obra suya, y seríamos muy tontos en negár­noslos cuando pueden aliviar el yugo con que su cruel­dad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si la suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes generales, a noso­tros nos corresponde corregir sus caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír a la gente rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles predi­carnos la virtud! Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir; muy incómodo no concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio, cuando a cada hora se está rodeado de los manjares más sucu­lentos; les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tie­nen ningún interés en mentir!... Pero nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la que cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha conde­nado a arrastrarnos por la humillación como la serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los que se ti­raniza, porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo encuentran abro­jos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente sometidos y degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna, nos reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso! No, Thérèse, no: o esta Provi­dencia que tú reverencias sólo merece nuestro despre­cio, o no son éstas en absoluto sus voluntades. Conó­cela mejor, hija mía, y convéncete de que si nos pone en situaciones en las que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de ejercerlo, es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el estado de la igualdad, quien la altera no es más culpable que quien procura restable­cerla. Ambos actúan de acuerdo con los impulsos reci­bidos, ambos deben seguirlos y disfrutar.
Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de esta mujer astuta, pero una voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois que estaba decidida a no dejarme corromper jamás.
––¡Bien! ––me contestó––, haz lo que quieras. Te abandono a tu mala suerte. Pero si alguna vez te atra­pan y te llevan a la horca, destino del que probable mente no podrás escapar, por esa fatalidad que salva inevitablemente al crimen inmolando a la virtud, acuér­date por lo menos de no hablar jamás de nosotros.
Mientras razonábamos así, los cuatro compañeros de la Dubois bebían con el cazador furtivo, y como el vino apresta el alma del malhechor a nuevos crímenes y le hace olvidar los antiguos, al enterarse los malvados de mis resoluciones decidieron convertirme en una víctima, ya que no podían tenerme como cómplice. Sus principios, sus costumbres, el sombrío reducto en que está­bamos, la especie de seguridad en la que se creían, su borrachera, mi edad, mi inocencia, todo les estimuló. Se alzan de la mesa, celebran consejo, consultan a la Dubois, actitudes cuyo lúgubre misterio me hace es­tremecer de horror, y toman el acuerdo de que tengo que prestarme inmediatamente a satisfacer los deseos de los cuatro, de buen grado, o a la fuerza. Si lo hago de buen grado, cada uno de ellos me pagará un escudo para mis propios usos; si tienen que utilizar la violen­cia, lo harán igual, pero, para que el secreto quede mejor guardado, me apuñalarán después de haberse solazado y me enterrarán al pie de un árbol.
No necesito describiros el efecto que me causó esta cruel proposición, señora, lo comprendéis fácilmente. Me arrojé a las rodillas de la Dubois, le imploré que fuera por segunda vez mi protectora. La deshonesta cria­tura sólo se rió de mis lágrimas.
––¡Oh, pero vamos! ––me dijo––, ¡vaya desgracia la tuya!... ¡,Cómo? ¿Te estremeces ante la obligación de servir sucesivamente a cuatro buenos mozos como éstos? ¡No sabes que hay diez mil mujeres en París que darían la mitad de su oro o de sus joyas por ocupar tu lugar! Escucha ––añadió sin embargo después de una breve reflexión––, yo tengo bastante dominio sobre esos truhanes para conseguir tu perdón, siempre que te hagas digna de él.
––¡Ay, señora! ¿Qué debo hacer? ––exclamé lloran­do––. Ordenádmelo, estoy dispuesta a todo. ––Seguirnos, alistarte con nosotros, y cometer los mismos actos sin la más ligera repugnancia: sólo a este precio yo te libraré del resto.
Creí que no debía titubear. Al aceptar esta cruel condi­ción, corría nuevos peligros, de acuerdo, pero serían menos perentorios que éstos. Es posible que pudiera prevenirlos, mientras que nada era capaz de sustraerme a los que me amenazaban.
––Iré a todas partes, señora ––dije apresuradamen­te a la Dubois––, iré a todas partes, os lo prometo. Sal­
vadme de la furia de estos hombres, y no os abando­naré en toda mi vida.
––Hijos míos ––dijo la Dubois a los cuatro bandidos––, esta joven ya es de la banda, yo la recibo y protejo en ella. Os suplico que no la violentéis. No la asqueemos de su oficio desde el primer día. Ya veis que su edad y su aspecto pueden sernos útiles, utilicémosla para nues­tros intereses y no la sacrifiquemos a nuestros placeres.
Pero las pasiones llegan a tener un grado de inten­sidad en el hombre en el que ya nada puede retenerlas. Las personas que tenía enfrente eran incapaces de aten­der a nada, me rodearon los cuatro, devorándome con sus miradas inflamadas, amenazándome de una manera aún más terrible, dispuestos a atraparme, dispuestos a inmolarme.
––Es preciso que pase por ahí ––dijo uno de ellos––, no podemos darle cuartel, ¿o es que para formar parte de una banda de ladrones hay que dar pruebas de virtud? ¿No nos será igual de útil desvirgada que virgen? Ya os dais cuenta, señora, de que suavizo las expre­siones. Atenuaré de igual manera las descripciones, por­que, ¡ay!, la obscenidad de su color es tal que vuestro pudor sufriría con su crudeza tanto como mi timidez. Víctima dulce y temblorosa, ¡ay!, yo me estremecía aterrorizada. Apenas tenía fuerzas de respirar. Arrodi­llada ante los cuatro, a veces mis débiles brazos se levantaban para implorarles y otras para conmover a la Dubois.
––Un momento ––dijo un tal «Corazón-de-Hierro» que parecía el jefe de la banda, hombre de treinta y seis años, con la fuerza de un toro y apariencia de sátiro––; un momento, amigos míos. Podemos conten­tar a todo el mundo. Como la virtud de esta chiquilla le es tan preciosa, y, si como dice muy bien la Dubois, esta cualidad, utilizada de otra manera, podría resul­tarnos necesaria, dejémosla. Ahora es preciso que nos apacigüemos. No perdamos la calma, Dubois, porque en el estado en que nos encontramos, es posible inclu­so que te degolláramos si te opusieras a nuestros deseos.
Que Thérése se quede al instante tan desnuda como el día que vino al mundo, y que se preste de ese modo a las diferentes posiciones que se nos antoje exigirle, mientras, la Dubois apagará nuestros ardores y quemará el incienso en esos altares cuya entrada nos niega esta criatura.
––¡Desnudarme! ––exclamé––. ¡Oh, cielos! ¿Qué me exigís? Cuando me vea entregada de esta manera a vuestras miradas, ¿quién podrá asegurarme que...?
Pero «Corazón-de-Hierro», que no parecía de humor para mas concesiones ni de retener sus deseos, me mal­trató golpeándome de una manera tan brutal que comprendí que la obediencia era la única solución. Se entregó en manos de la Dubois, puesta por él más o menos en el mismo desorden que yo, y así que estuve como él deseaba, después de hacerme colocar los brazos en el suelo, lo que me dejaba en una posición parecida a un animal, la Dubois apagó sus ardores acercando a una especie de monstruo exactamente a los peristilos de uno y otro altar de la naturaleza, de tal modo que a cada sacudida ella tuvo que golpear fuertemente estas partes con su mano abierta, al igual que antaño el ariete las puertas de las ciudades asediadas. La violencia de los primeros ataques me hizo recular; «Corazón-de-­Hierro», enfurecido, me amenazó con tratamientos más duros si me sustraía a aquéllos. La Dubois recibe la orden de empujar con mayor fuerza, uno de esos liber­tinos sujeta mis hombros y me impide tambalearme a causa de los empujones: son tan rudos que acabo magu­llada, y sin poder evitar ninguno.
––A decir verdad ––dijo «Corazón-de-Hierro» balbu­ceando––, en su lugar, preferiría abrir las puertas que verlas así quebrantadas, pero si no quiere, no asistiremos a su rendición... ¡Con fuerza... con fuerza, Dubois!...
Y el estallido de los fuegos de ese libertino, casi tan violento como el del rayo, se aniquiló sobre las brechas que embistió sin llegarlas a entreabrir.
El segundo me hizo arrodillar entre sus piernas, y mientras la Dubois le apaciguaba como al otro, dos acciones le ocupaban por entero: a veces golpeaba con la palma abierta, pero de manera muy nerviosa, bien mis mejillas o bien mi seno, y otras su boca impura hurgaba en la mía. Mi rostro y mi pecho se volvieron al instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y las lágrimas caían de mis ojos. Le irritaron; aumentó su esfuerzo. En ese momento, me mordió la lengua, y las dos fresas de mis senos estaban tan magu­lladas que me eché hacia atrás, pero algo me sujetaba. Me echaron sobre él, me sentí abrazada con mayor fuerza por todas partes, y alcanzó el éxtasis...
El tercero me hizo subir a dos sillas alejadas, y sen­tándose debajo, excitado por la Dubois colocada entre sus piernas, me obligó a agacharme hasta que su boca quedara perpendicular al templo de la naturaleza. No podéis imaginaros, señora, lo que este obsceno se atre­vió a desear: con ganas o sin ellas, tuve que satisfacer mis necesidades menores... ¡Santo cielo! ¡Qué hombre tan depravado puede sentir un instante de placer en semejantes cosas!... Hice lo que quería, lo inundé, y mi absoluta sumisión consiguió de ese malvado una ebrie­dad que nada habría logrado sin esta infamia.
El cuarto me ató unos cordeles a todas las partes donde era posible fijarlos y sostenía el ovillo en su mano, sentado a siete u ocho pies de mi cuerpo, fuer­temente excitado por los manoseos y los besos de la Dubois. Yo estaba de pie, y el salvaje aumentaba su placer tirando fuertemente de cada una de las cuerdas. Me tambaleaba, perdía a cada instante el equilibrio, y él se extasiaba con cada uno de mis traspiés. Al fin, tiró de todos los cabos a un tiempo, con tanta preci­pitación, que caí al suelo a su lado. Ese era su único objetivo, y mi frente, mi seno y mis mejillas recibieron las pruebas de un delirio que sólo debía a esta manía.
Eso fue lo que soporté, señora, pero mi honor se vio por lo menos respetado, aunque mi pudor no lo fuera. Algo más calmados, los bandidos hablaron de rea­nudar el camino, y aquella misma noche llegaron al Tremblay con la intención de acercarse a los bosques de Chantilly, donde confiaban dar algunos buenos golpes.
Nada igualaba mi desesperación al verme obligada a acompañarlos, y sólo lo hice absolutamente decidi­da a abandonarlos en cuanto pudiera hacerlo sin riesgos. Al día siguiente nos acostamos en los alrededores de Louvres, en unos almiares. Yo quise ampararme en la Dubois, y pasar la noche a su lado, pero me pareció que ella tenía la intención de dedicarla a una cosa dis­tinta a preservar mi virtud de los ataques que yo temía. La rodearon tres, y la abominable criatura se entregó a los tres al mismo tiempo. El cuarto se acercó a mí, era el jefe.
––Hermosa Thérése ––me dijo––, confío en que no me negaras por lo menos el placer de pasar la noche a tu lado. ––Y como se dio cuenta de mi extraordinaria repugnancia, añadió––: No temas, charlaremos, y no haré nada en contra de tu voluntad. Pero, Thérèse ––conti­nuó abrazándome––, ¿no es una gran insensatez tu pre­tensión de mantenerte pura con nosotros? Aunque lle­gáramos a consentirlo, ¿cómo compaginarlo con los intereses de la banda? Es inútil que te lo ocultemos, querida niña, pero hemos pensado que, cuando vivamos en las ciudades, cazaremos a nuestras víctimas con las trampas de tus encantos.
––Pues bien, señor ––contesté––, ya que está claro que preferiré la muerte a esos horrores, ¿para qué puedo serviros?, ¿por qué os oponéis a mi huida?
––Claro que nos oponemos a eso, ángel mío ––con­testó «Corazón-de-Hierro»––, tienes que servir a nuestros intereses o a nuestros placeres. Tus desgracias te impo nen ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya sabes, Thérèse, que no hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y decide tú misma tu suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en pertenecerme y te evitaré el triste papel que tienes adjudicado.
––¡Yo, señor! ––exclamé––, ¡convertirme en la querida de un...!
––Pronuncia la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un bribón, ¿no es cierto? Lo confieso, pero no puedo ofre­certe otros títulos. Ya puedes imaginarte que nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento, Thé­rèse, y puesto que sentimos igual desprecio por todos, jamás nos acercamos a ninguno. Sin embargo, razona un poco: en la inevitable necesidad en que te hallas de perder lo que tanto quieres, ¿no es mejor sacrificarlo a un solo hombre, que se convertirá a partir de entonces en tu apoyo y tu protector, que prostituirse a todos?
––Pero ¿cómo es posible ––contesté–– que no haya otra solución?
––Porque estás en nuestras manos, Thérèse, y la razón del más fuerte siempre es la mejor, como dijo hace tiempo La Fontaine. A decir verdad ––prosiguió rápidamente––, ¿no es una ridícula extravagancia conce­der, como tú haces, tanto valor a la más banal de las cosas? ¿Cómo puede ser una muchacha tan necia como para creer que la virtud depende de una mayor o menor amplitud en una de las partes de su cuerpo? ¿Eh? ¿Qué puede importar a los hombres o a Dios que esta par­te esté intacta o ajada? Y te digo más: si la intención de la naturaleza es que cada individuo cumpla aquí abajo las funciones para las que ha sido formado, y la única razón de existir de las mujeres es servir de goce a los hombres, resistir de ese modo a la función que te ha encomendado es insultarla abiertamente. Es querer ser una criatura inútil para el mundo y, por consiguiente, despreciable. Esta quimérica castidad, que desde tu infancia han cometido la absurdidad de presentártela como una virtud y que, muy lejos de ser útil a la natu­raleza y a la sociedad, ultrajaba visiblemente a ambas, no es más que una testarudez reprensible de la que una persona tan inteligente como tú no debiera sentirse cul­pable. Pero no importa y sigue escuchándome, querida muchacha, porque voy a demostrarte el deseo que tengo de complacerte y de respetar tu debilidad. No tocaré, Thérèse, ese fantasma cuya posesión tanto te deleita. Una muchacha tiene más de un favor que conceder, y Venus puede ser celebrada en ella en más de un templo. Me contentaré con el más mediocre. Ya sabes, que­rida, que al lado de los altares de Cipris, hay un antro oscuro donde acuden a aislarse los Amores para sedu­cirnos con mayor energía; ese será el altar donde que­maré el incienso. Allí no hay el menor inconveniente. Si los embarazos te asustan, Thérèse, de esa manera no pueden producirse: tu bonito talle no se deformará jamás. Y las primicias que te resultan tan dulces se con­servarán sin quebranto, y sea cual sea el uso que de ellas quieras hacer, podrás ofrecerlas puras. Nada puede traicionar a una muchacha desde ese punto de vista, por rudos y múltiples que sean los ataques. Así que la abeja ha libado el jugo, el cáliz de la rosa se cierra, y nadie es capaz de imaginar que alguna vez haya podido entre­abrirse. Hay muchachas que han disfrutado diez años de esta manera, e incluso con varios hombres, y no por ello han dejado de casarse después y pasado por intactas. ¡Cuántos padres, cuántos hermanos, han abusado así de sus hijas o de sus hermanas, sin que ellas se hayan vuelto menos dignas de sacrificar después su himeneo! ¡A cuán­tos confesores también no ha servido esta misma ruta para solazarse, sin que los padres tuvieran la menor idea! En una palabra, es el asilo del misterio, donde se enca­dena a los Amores con los vínculos de la prudencia... ¿Tengo que decirte más, Thérèse? Aunque este templo sea el más secreto, también es el más voluptuoso. Ahí sólo se encuentra lo necesario para la felicidad, y la vasta comodidad de su vecino está muy lejos de valer los exci­tantes atractivos de un local que se alcanza con esfuerzo, y en el que te alojas con trabajo. Hasta las mujeres ganan con ello, y aquellas a las que la razón obliga a conocer este tipo de placeres, jamás lamentarán los otros. Prué­balo, Thérèse, pruébalo, y los dos estaremos contentos.
––¡Oh, señor! ––contesté––, no tengo ninguna expe­riencia sobre ese terreno, pero he oído decir que el extravío que preconizáis, señor, ultraja a las mujeres de una manera aún más sensible... ofende más gravemen­te la naturaleza. La mano del cielo se venga en este mundo, y Sodoma puede servir de ejemplo.
––¡Qué inocencia, querida, qué chiquillada! ––prosi­guió el libertino––. ¿Quién te ha enseñado estas cosas? Préstame un poco más de atención, Thérèse, y te haré cambiar de idea. La pérdida de la semilla destinada a propagar la especie humana, hija mía, es el único cri­men posible. En este caso, si esta semilla ha sido metida en nuestro cuerpo con el único fin de la propagación, acepto que desviarla sea una ofensa. Pero si queda demostrado que al colocar esta semilla en nuestros riñones, la naturaleza está muy lejos de haber tenido el objetivo de emplearla por entero en la propagación, ¿qué más da, en este caso, Thérèse, que se pierda en un lugar o en otro? El hombre que entonces la desvía no oca­siona mayor daño que la naturaleza, que tampoco la emplea. Ahora bien, estas pérdidas de la naturaleza que a nosotros sólo nos corresponde imitar, ¿acaso no se producen en muchísimos casos? En principio, la posi­bilidad de hacerlas es una primera prueba de que no la ofenden en absoluto. Estaría en contra de todas las leyes de la equidad y de la profunda sabiduría, que le reco­nocemos en todo, que permitiera lo que la ofende. En segundo lugar, estas pérdidas son ejecutadas cien y hasta cien millones de veces todos los días por ella misma. Las poluciones nocturnas, la inutilidad de la semilla en la época de los embarazos de la mujer, ¿no son pér­didas autorizadas por sus leyes? Las cuales nos demues­tran que, indiferente al destino de este licor al que cometemos la estupidez de conceder tanta importancia, nos permite malgastarlo con la misma despreocupación con que ella la practica todos los días; que tolera la pro­pagación, pero siempre que la propagación entre en sus cálculos; que sí quiere que nos multipliquemos, pero que, no ganando más en este acto que en su contrario, la elección que nosotros hagamos le es indiferente; que, dejándonos dueños de crear, de no crear o de destruir, no la contentaremos ni la ofenderemos en mayor medida adoptando, ante una u otra opción, la que más nos convenga; y que la que elijamos, al no ser más que el resultado de su poder y de su acción sobre nosotros, es mucho más probable que le guste que susceptible de ofenderle. Ah, puedes creer, Thérèse, que la natu­raleza se inquieta muy poco ante esos misterios a los que nosotros cometemos la extravagancia de consagrar­les un culto. Sea cual sea el templo en el que se sa­crifica, si permite que el incienso arda en él, es que el homenaje no la ofende. El mal uso o las pérdidas de la semilla que sirve para la reproducción, la extin­ción de esta semilla cuando ha germinado, el aniquila­miento de este germen incluso mucho tiempo después de su formación, todo eso, Thérèse, son crímenes ima­ginarios que no interesan para nada a la naturaleza, y de los que se ríe como de todas nuestras instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar de servirla.
«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pér­fidas máximas, y no tardé en verle en el estado que tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar más peso a la lección, juntar inmediatamente la práctica al precepto; y sus manos, pese a mis resistencias, se per­dían hacia el altar por donde el traidor quería penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por las seducciones de aquel malvado; contenta, al ceder un poco, de salvar lo que parecía más esencial; sin pen­sar ni en las inconsecuencias de sus sofismas, ni en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor de unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer en el lugar más permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos fascinados por todo eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en criminal; mis resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente vencedor sólo se ocupaba de insta­larse en él, cuando en el camino real se oyó el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al ins­tante sus placeres por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después oímos unos gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triun­fantes y cargados de trofeos.
Huyamos rápidamente ––dijo «Corazón-de-Hierro»––, hemos matado a tres hombres, los cadáveres están en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.
Reparten el botín. «Corazón-de-Hierro» quiere que yo tenga mi parte. Ascendía a veinte luises, y me fuer­zan a tomarlos. Yo me estremezco ante la obligación de conservar ese dinero; sin embargo, nos acucian, todos se preparan y partimos.
Al día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly. Durante la cena, contaron lo que les había valido su última operación, y evaluan­do sólo en doscientos luises la totalidad de la presa, uno de ellos dijo:
––¡A decir verdad, no valía la pena cometer tres ase­sinatos por una suma tan pequeña!
––Calma, amigos míos ––contestó la Dubois––. No era por la cantidad por lo que yo misma os he exhortado a no perdonar a esos viajeros, sino sólo por nuestra segu­ridad. Son las leyes las culpables de estos crímenes, no nosotros: mientras ajusticien tanto a los ladrones como a los asesinos, jamás se cometerán robos sin asesinatos. Como los dos delitos se castigan en igual medida, ¿por qué negarse al segundo si puede encubrir el primero? ¿De dónde sacáis además ––prosiguió esta horrible cria­tura–– que doscientos luises no valgan tres asesinatos? Siempre hay que calcular las cosas por la relación que guardan con nuestros intereses. La pérdida de la vida de cada uno de los seres sacrificados tiene un valor nulo en relación con nosotros. Probablemente no daría­mos ni un óbolo para que esos individuos siguieran vivos o en la tumba; por consiguiente, si el interés más mínimo se nos ofrece con uno de los casos, debemos sin nin­gún remordimiento decidirlo preferentemente a nuestro favor; pues, ante una cosa totalmente indiferente, de­bemos, si somos prudentes y podemos permitírnoslo, inclinarla claramente del lado que nos resulte ventajoso, pasando por alto todo lo que en ella pueda perder el adversario, porque no hay ninguna proporción razona­ble entre lo que nos afecta y lo que afecta a los demás. Lo primero lo sentimos físicamente, lo segundo sólo moralmente, y las sensaciones morales son engañosas mientras que la verdad sólo está en las sensaciones fí­sicas. Así, no sólo doscientos luises compensan los tres asesinatos, sino que treinta sueldos también los habrían compensado, pues los treinta sueldos nos habrían pro­curado una satisfacción que, aunque pequeña, debe de todos modos afectarnos mucho más vivamente de lo que puedan hacerlo los tres asesinatos, que para noso­tros no son nada, y de cuya lesión sólo nos llega un rasguño. La debilidad de nuestras voces, la ausencia de reflexión, los malditos prejuicios en los que se nos ha educado, los vanos terrores de la religión o de las leyes, eso es lo que frena a los necios en la carrera del cri­men, lo que les impide ir a lo grande. Pero todo indivi­duo dotado de fuerza y de vigor, provisto de un espí­ritu enérgicamente organizado, que se prefiere, como es debido, a los demás, sabrá sopesar sus intereses en la balanza de los propios, burlarse de Dios y de los hombres, desafiar la muerte y despreciar las leyes; y to­talmente convencido de que sólo a él debe referirlo todo, sentirá que el número más amplio imaginable de lesiones ajenas, que no le duelen fisicamente en ab­soluto, no puede ser comparado con el más leve de los goces comprados con este conjunto increíble de fecho­rías. El placer le halaga, está en su interior: el efecto del crimen no le afecta, está fuera de él. Ahora bien, yo os pregunto ¿qué hombre razonable no preferirá lo que lo deleita a lo que le es extraño, y no accederá a cometer esta cosa extraña que no le produce ninguna molestia, para granjearse aquella que lo conmueve agra­dablemente?
––¡Oh, señora! ––dije a la Dubois, pidiéndole permiso para responder a sus execrables sofismas––, ¿no os dais cuenta de que vuestra condena está escrita en lo que se os acaba de escapar? Sólo a un ser tan poderoso como para no tener que temer nada de los demás podrían convenir semejantes principios, pero nosotros, señores, perpetuamente en el temor y la humillación, nosotros, proscritos de todas las gentes honradas, con­denados por todas las leyes, ¿debemos admitir estos sis­temas que sólo pueden afilar contra nosotros la espada que cuelga sobre nuestras cabezas? Si no nos encon­tráramos en esta triste posición, si estuviéramos en el centro de la sociedad... si nos halláramos, en fin, donde deberíamos hallarnos, sin nuestra mala conducta y sin nuestras desdichas, ¿no creéis que tales máximas podrían resultarnos más convenientes? ¿Cómo queréis que no perezca aquel que, por un ciego egoísmo, pre­tende luchar a solas contra los intereses de los demás? ¿Acaso la sociedad no está autorizada a no soportar jamás en su seno al que se manifiesta en contra de ella? Y el individuo que se aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede vanagloriarse de vivir feliz y tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no consiente en ceder una peque­ña ––parte de su felicidad para garantizar la restante? La sociedad sólo se sostiene mediante intercambios perpe­tuos de favores, que son los vínculos que la cimentan; aquel que, en lugar de esos favores, sólo ofrezca crí­menes, deberá ser temido a partir de entonces, y será necesariamente atacado, si es el más fuerte, y sacrificado por el primero al que ofenda, si es el más débil; pero destruido en cualquier caso por la poderosa razón que obliga al hombre a asegurar su reposo y a dañar a los que quieren turbarlo. Esta es la razón que hace casi impo­sible la duración de las asociaciones criminales: al opo­ner únicamente unas puntas aceradas a los intereses de los demás, todos deben reunirse sin demora para mellar su aguijón. Incluso entre nosotros, señora, me atrevo a añadir, ¿cómo os vanagloriaréis de mantener la concor­dia cuando aconsejáis a cada uno que atienda únicamente sus propios intereses? ¿Podréis a partir de entonces obje­tar algo justo a aquel de nosotros que quiera apuñalar a los demás, y que lo haga, para hacerse sólo él con la parte de sus compañeros? ¡Ay! ¡Qué mejor elogio de la virtud que la prueba de su necesidad, incluso en una sociedad criminal... que la certidumbre de que esa sociedad no se sostendría ni un momento sin la virtud!
––Eso que argumentas, Thérèse, sí que son sofismas terció «Corazón-de-Hierro»––, y no lo que había dicho la Dubois. No es en absoluto la virtud lo que sostiene nuestras asociaciones criminales: es el interés, el egoísmo. Así que es totalmente falso ese elogio de la virtud que has deducido de una hipótesis quimérica. En absoluto es por virtud por lo que, creyéndome, como supongo, el más fuerte de la banda, no apuñalo a mis camaradas para arrebatarles su parte; es, más bien, por­que, encontrándome solo, me privaría de los medios que espero de su ayuda para asegurarme la fortuna. Este motivo es, igualmente, el único que retiene su brazo en contra de mí. Ahora bien, como ves, Thérèse, este motivo sólo es egoísta y no tiene la mas ligera aparien­cia de virtud. Dices que quien quiere luchar a solas con­tra los intereses de la sociedad tiene que dar por supuesto que perecerá. ¿No perecerá con mucha mayor seguridad si sólo tiene para existir su miseria y el aban­dono de los demás? Lo que llamamos interés de la sociedad no es otra cosa que la suma de los intereses particulares reunidos, pero sólo cediendo este inte­rés particular se puede coincidir y colaborar con los in­tereses generales. Ahora bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si lo hace, no me negaras que su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente más de lo que recibe, y en tal caso la desigualdad de la tran­sacción debe impedir que la cumpla. Atrapado en esta situación, lo mejor que puede hacer ese hombre ¿no es alejarse de esta sociedad injusta para conceder los derechos a una sociedad diferente que, situada en la misma posición que él, tenga interés en combatir, con la reunión de sus pequeños poderes, el poder más amplio que quería obligar al desdichado a ceder lo poco que tenía para no recibir nada de los demás? Pero de ahí nacerá, me dirás, un estado de guerra perpetuo. ¡De acuerdo! ¿Acaso no es el de la naturaleza? ¿El único que nos conviene realmente? Todos los hombres nacie­ron aislados, envidiosos, crueles y déspotas, deseosos de tenerlo todo y no ceder nada, y luchando incesante­mente por mantener tanto su ambición como sus dere­chos. Llegó el legislador y dijo: «Dejad de enfrentaros así; al ceder un poco de uno y otro lado, renacerá la tranquilidad». Yo no censuro en absoluto la existencia de este pacto, pero sostengo que hay dos tipos de indi­viduos que jamás debieron someterse a él: aquellos que, sintiéndose más fuertes, no tenían necesidad de ceder nada para ser felices, y aquellos que, siendo los más débiles, tenían que ceder infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el caso es que la sociedad sólo está compuesta de seres débiles y de seres fuertes. Ahora bien, si el pacto tuvo que disgustar a los fuertes y a los débiles, estaba claro que no convenía a la sociedad, y el estado de guerra, que existía antes, debía resultar in­finitamente preferible, ya que dejaba a cada cual el li­bre ejercicio de sus fuerzas y de su ingenio, de los que se veían privados por el pacto injusto de una sociedad, que siempre quitaba demasiado a uno y jamás concedía sufi­ciente a otro. Así que el ser realmente sensato es aquel que, con el riesgo de reanudar el estado de guerra que reinaba antes del pacto, se revuelve irrevocablemente contra él, lo viola cuanto puede, convencido de que lo que obtendrá de estas lesiones siempre será superior a lo que podrá perder, si es el más débil, pues también lo era respetando el pacto: puede convertirse en el más fuerte violándolo y, si las leyes lo devuelven a la clase de la que ha querido escapar, el mal menor es perder la vida, que representa una desdicha infinitamente menor que la de vivir en el oprobio y la miseria. Esas son, pues, las dos alternativas para nosotros: o el cri­men que nos hace felices, o el cadalso que nos impide ser desgraciados. Pregunto si cabe titubear, hermosa Thérèse. ¿Descubrirá tu inteligencia un razonamiento capaz de rebatir éste?
––¡Oh, señor! ––contesté con la vehemencia que da tener la razón––, hay mil, pero, por otra parte, ¿debe ser esta vida el único objetivo del hombre? ¿Es algo más que un pasaje del que cada uno de los peldaños que recorre debe, si es razonable, conducirle a la felicidad eterna, premio garantizado de la virtud? Supongo con vos (lo que, sin embargo, es raro y choca con todas las luces de la razón, pero no importa), os concedo por un instante que el crimen pueda hacer feliz en este mundo al malvado que se abandona a él: ¿imagináis que la jus­ticia de Dios no espera a este hombre deshonesto en el otro mundo para vengar lo que ha hecho en éste?... Ay, no creáis lo contrario, señor, no lo creáis ––añadí sollozando––, es el único consuelo del infortunado, no se lo arrebatéis; cuando los hombres nos abandonan, ¿quién nos vengará si no es Dios?
––¿Quién? Nadie, Thérèse, nadie en absoluto. No es de ningún modo necesario que el infortunio sea ven­gado. Tú te ufanas de ello porque lo deseas, esta idea te consuela, pero no por ello es menos falsa. Más aún, es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la naturaleza, y su existencia es útil al plan general, tanto como la de la prosperidad de quien lo aplasta. Esta es la verdad, que debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el úni­co modo posible con que ella nos convierte en agen­tes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es necesario, lo quiere, lo exige, porque no siendo la suma de crí­menes completa ni suficiente para las leyes del equili­brio, las únicas que la gobiernan, exige un mayor número de éstos para el complemento de la balanza. Por consiguiente, que no se asuste ni se detenga aquel cuya alma se sienta inclinada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que ha sentido su impulso: sólo resistiéndosele ofendería a la naturaleza. Pero aban­donemos por un instante la moral, ya que prefieres la teología. Debes saber pues, joven inocente, que la reli­gión en la que te amparas, no siendo más que la rela­ción del hombre con Dios, culto que la criatura creyó deber rendir a su creador, quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal creador fue demostrada como quimérica. Los primeros hombres, asustados por unos fenómenos que los impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que un ser sublime y desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia. Es pro­pio de la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre, todavía demasiado infantil para buscar y para encontrar en el seno de la naturaleza las leyes del movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le asombraba, creyó más simple suponer un motor a esta naturaleza que verla motora de sí misma, y sin pen­sar que le costaría un esfuerzo mucho mayor edificar y definir este amo gigantesco que buscar en el estudio de la naturaleza la causa de lo que le sorprendía, admi­tió el ser soberano y le dedicó sus cultos. A partir de ese momento, cada nación los compuso análogos a sus costumbres, a sus conocimientos y a su clima. No tar­daron en haber en la Tierra tantas religiones como pue­blos, tantos dioses como familias. Sin embargo, debajo de todos esos ídolos era fácil reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la ceguera humana. Lo ves­tían de diferente manera, pero siempre era lo mismo. Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que dedu­cir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente de su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilu­siones? No, Thérèse, no, Dios no existe: la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este supuesto autor no es más que una descom­posición de sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela llamamos una petición de principios. Un Dios supone una creación, o sea un instante en el que no hubo nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el caos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios? Si la naturaleza se mueve a sí misma, ¿de qué sirve el motor? Y si el motor actúa sobre la materia movién­dola, ¿cómo no es materia él mismo? ¿Puedes concebir el efecto del espíritu sobre la materia, y la materia reci­biendo el movimiento de un espíritu que carece en sí mismo de movimiento? Examina por un instante, con frialdad, todas las cualidades ridículas y contradic­torias con que los fabricantes de esta execrable quimera se han visto obligados a revestirla, y comprobaras que se destruyen y anulan mutuamente; admitirás que este fan­tasma deificado, nacido del temor de unos y de la igno­rancia de todos, no es mas que una simpleza escanda­losa, que no merece de nosotros ni un instante de fe ni un minuto de examen; una miserable extravagancia que repugna a la mente, que escandaliza el corazón, y que sólo emergió de las tinieblas para volver a hun­dirse en ellas para siempre jamás.
»Así pues, no te inquietes, Thérèse, con la esperanza o el temor de un mundo futuro, fruto de estas primeras mentiras, y deja sobre todo de considerarlos como frenos para nosotros. Débiles porciones de una materia vil y bruta, cuando muramos, es decir, en la reunión de los elementos que nos componen con los elemen­tos de la masa general, aniquilados para siempre cual­quiera que haya sido nuestro comportamiento, pasare­mos durante un instante por el crisol de la naturaleza para resurgir bajo otras formas, y eso sin que haya más prerrogativas para el que ha incensado de manera insen­sata la virtud como para el que se ha entregado a los más vergonzosos excesos, porque no hay nada que ofenda a la naturaleza, y todos los hombres igualmente salidos de su seno, que han actuado durante su vida a partir de sus impulsos, encontrarán después de su exis­tencia el mismo final y la misma suerte.
Me disponía a seguir contestando a estas espantosas blasfemias cuando el rumor de un jinete se hizo oír cerca de nosotros. «¡A las armas!», exclamó «Corazón-de-Hierro», más deseoso de poner en práctica sus sis­temas que de consolidar sus fundamentos. Vuelan... y al cabo de un instante traen a un infortunado viajero al bosquecillo donde se hallaba nuestro campamento.
Interrogado acerca del motivo que le llevaba a via­jar solo y tan de madrugada por un camino aislado, y acerca de su edad y profesión, el caballero respondió que se llamaba Saint-Florent, uno de los primeros nego­ciantes de Lyon, que tenía treinta y seis años, y regre­saba de Flandes por unos asuntos relacionados con su comercio; llevaba poco dinero encima pero sí muchos pagarés. Añadió que su lacayo le había abandonado la víspera, y que, para evitar el calor, viajaba de noche con la intención de llegar aquel mismo día a París, donde tomaría un nuevo criado y concluiría una parte de sus negocios; si, además, seguía un camino solitario, conti­nuó, era porque, según creía, se había dormido sobre su caballo y se había extraviado. Y dicho eso, pide la vida, ofreciendo a cambio todo lo que poseía. Exami­naron su cartera y contaron su dinero: la presa no podía ser mejor. Saint-Florent llevaba cerca de medio millón pagable a su presentación en la capital, unas cuantas joyas y alrededor de cien luises.
––Amigo ––le dijo «Corazón-de-Hierro», acercándo­le la punta de la pistola a las narices––, comprenderéis que después de un robo semejante no podemos dejaros en vida.
––¡Oh, señor! ––exclamé arrojándome a los pies de aquel malvado––, os lo imploro, no me hagáis presen­ciar, el día de mi incorporación a la banda, el horrible espectáculo de la muerte de este desdichado. Dejadle con vida, no me neguéis el primer favor que os pido.
Y, recurriendo inmediatamente a una astucia bas­tante singular, a fin de legitimar el interés que parecía sentir por aquel hombre, añadí calurosamente:
––El apellido que acaba de pronunciar el caballero me lleva a creer que es un deudo bastante próximo. No os asombréis, señor ––añadí dirigiéndome al viajero––, de encontrar una pariente en esta situación. Ya os lo explicaré más adelante. Por esta razón ––seguí implorando de nuevo a nuestro jefe––, por esta razón, señor, concededme la vida de este miserable. Agradeceré este favor con la entrega mas absoluta a todo lo que pueda servir vuestros intereses.
––Ya sabes con qué condiciones puedo concederte el favor que me pides, Thérèse ––me contestó «Corazón­-de-Hierro»––, ya sabes lo que exijo de ti...
––Bien, señor, lo haré todo ––exclamé interponién­dome entre aquel desdichado y nuestro jefe, siempre dispuesto a degollarlo...––. Sí, lo haré todo, señor, lo haré todo, salvadle.
––Dejadlo con vida ––dijo «Corazón-de Hierro»––, pero que se enrole con nosotros. Esta última cláusula es indispensable. No puedo hacer nada sin ella, mis camaradas se opondrían.
El sorprendido comerciante no entendía nada del parentesco que yo establecía, pero, al ver salvada la vida si aceptaba sus proposiciones, creyó que no debía titu bear ni un instante. Le dejaron descansar y, como nues­tra gente sólo quería abandonar aquel lugar de día, «Corazón-de-Hierro» me dijo:
––Thérèse, recojo tu promesa, pero como esta noche estoy agotado descansa tranquila al lado de la Dubois. Te llamaré cuando se haga de día, y si titubeas, la vida de este bellaco me vengará de tu artimaña.
––Dormid, señor, dormid ––contesté––, y creed que ésta, a la que habéis colmado de agradecimiento, no tiene más deseo que el de cumplir.
Nada más lejos de mis intenciones, pero si alguna vez creí permitido el fingimiento era exactamente en esta ocasión. Nuestros bribones, llenos de una confianza excesiva, siguen bebiendo y se duermen, dejándome en plena libertad al lado de la Dubois que, borracha como los demás, no tardó en cerrar igualmente los ojos.
Aprovechando entonces con vivacidad el primer momento del sueño de los malvados que nos rodea­ban, le dije al joven lionés:
––Señor, la más horrible de las catástrofes me ha arrojado a pesar mío entre estos ladrones. Los detesto tanto como al instante fatal que me trajo a su banda. La verdad es que no tengo el honor de ser pariente vuestra. He utilizado esta treta para salvaros y escapar con vos, si os parece bien, de estos miserables. El momento es propicio ––proseguí––, huyamos. Veo vues­tra cartera, recojámosla; renunciemos al dinero en metá­lico, está en sus bolsillos y no conseguiríamos recupe­rarlo sin peligro. Vayámonos, señor, vayámonos. Ya veis lo que hago por vos, me entrego a vuestras manos, tened piedad de mi suerte. No seáis, sobre todo, más cruel que esta gente. Dignaos a respetar mi honor, os lo confío, pues es mi único tesoro. Dejádmelo, ellos no me lo han arrebatado.
Me costaría trabajo describir el supuesto agradeci­miento de Saint––Florent. No sabía qué términos emplear para demostrármelo, pero no teníamos tiempo de hablar: se trataba de huir. Me apodero diestramente de la cartera, se la doy y, franqueando rápidamente el bos­quecillo y abandonando el caballo, por miedo a que el ruido que habría hecho despertara a nuestras gentes, nos dirigimos, con diligencia, al sendero que debía sacarnos del bosque. Tuvimos la suerte de salir de él cuando amanecía, y sin que nadie nos siguiera. Lle­gamos antes de las diez de la mañana a Luzarches, y allí, al abrigo de cualquier temor, sólo pensamos en des­cansar.
Hay momentos en la vida en que te consideras muy rico sin tener, no obstante, nada de qué vivir: era el caso de Saint-Florent. Llevaba quinientos mil francos en su cartera, y ni un escudo en su faltriquera. Esta reflexión le detuvo antes de entrar en la posada...
––Tranquilícese, señor ––le dije al ver su apuro––, los ladrones que abandono no me han dejado sin dinero. Ahí tenéis veinte luises, tomadlos, por favor, utilizadlos y dad el resto a los pobres. Por nada en el mundo querría yo conservar un oro adquirido mediante asesinatos. Saint––Florent, que fingía delicadeza, pero que estaba muy lejos de tener la que yo le suponía, no quiso en absoluto tomar lo que le ofrecí. Me preguntó qué proyectos tenía, me dijo que se obligaba a cumplirlos, y que no deseaba otra cosa que quedar en paz conmigo.
––Os debo la fortuna y la vida, Thérèse ––añadió besándome las manos––. ¿Qué mejor puedo hacer que ofreceros la una y la otra? Aceptadlas, os lo ruego, y permitid que el Dios del himeneo estreche los nudos de la amistad.
No sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan lejos de creer que lo que había hecho por aquel joven pudiera provocar tales sentimientos por su parte, que le dejé leer en mi semblante el rechazo que no me atrevía a expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme únicamente qué podía hacer por mí.
––Señor ––le dije––, si realmente mi actuación no carece de méritos a vuestros ojos, os pido por toda recompensa que me llevéis con vos a Lyon, y que allí me coloquéis en alguna casa honesta, donde mi pudor ya no tenga que sufrir.
––Es lo mejor que podríais hacer ––contestó Saint­-Florent––, y nadie mas capacitado que yo para prestaros ese servicio: tengo veinte parientes en esa ciudad.
Y el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que me llevaban a alejarme de París, donde le había dicho que había nacido. Lo hice con tanta confianza como ingenuidad.
––Bien, si sólo es eso ––dijo el joven––, podré seros útil antes de llegar a Lyon. No temáis nada, Thérèse, vuestro caso estará olvidado. Ya nadie os buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo donde voy a colocaros. Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña encantadora de los alre­dedores. Estoy seguro de que sentirá un gran placer de teneros a su lado; mañana os la presento.
Llena de agradecimiento a mi vez, acepto un pro­yecto que tanto me conviene. Descansamos el resto del día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí. ––Hace buen tiempo ––me dijo Saint-Florent––. Si os parece, Thérèse, nos dirigiremos a pie al castillo de mi pariente. Le contaremos nuestra aventura, y creo que esta manera imprevista de llegar despertará su interés hacia vos.
Muy alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de imaginar que me ofrecía aún menos seguridad que la infame compañía que abandonaba, lo acepto todo sin temor, sin ninguna repugnancia. Almor­zamos y comemos juntos. No se opone en absoluto a que para la noche tome una habitación separada de la suya, y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura por lo que dice de que bastan cuatro o cinco horas para llegar a casa de su pariente, abandonamos Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.
Alrededor de las cinco de la tarde entramos en el bosque. Saint––Florent todavía no se había descubierto ni por un instante: siempre la misma honestidad, siem­pre el mismo deseo de demostrarme su agradecimiento. De haber estado con mi padre, no me habría creído más segura. Las sombras de la noche comenzaban a espar­cir por el bosque aquella especie de horror religioso que hace nacer simultáneamente el temor en las almas tímidas y el proyecto del crimen en los corazones feroces. Sólo caminábamos por senderos, y yo delante. Me vuelvo para preguntar a Saint––Florent si realmente hay que seguir esos caminos apartados, si por casuali­dad no se ha extraviado, si cree, en fin, que falta mucho para llegar.
––Ya hemos llegado, puta ––me contestó aquel mal­vado, arrojándome al suelo de un bastonazo en la cabeza que me priva del conocimiento...
¡Oh, señora!, yo no sé lo que dijo ni lo que hizo aquel hombre; pero el estado en que me encontré me obligó a saber hasta qué punto había sido su víctima. Cuando recuperé el sentido era totalmente de noche; estaba al pie de un árbol, al margen de todos los caminos, magullada, ensangrentada... deshonrada, se­ñora. Esta era la recompensa por cuanto acababa de hacer por aquel desalmado; y, llevando la infamia al máximo, el malvado, después de haber hecho conmigo todo lo que había querido, después de haber abusado de todas las maneras, hasta de aquella que más ultraja la naturaleza, se había llevado mi bolsa... aquel mismo dinero que yo le había ofrecido tan generosamente. Había desgarrado mis ropas, la mayoría estaban hechas girones a mi lado, iba casi desnuda, y con varias partes de mi cuerpo ámoratadas. Podéis imaginaros mi situa­ción: rodeada de tinieblas, sin recursos, sin honor, sin esperanza, expuesta a todos los peligros. Quise termi­nar con mis días: si me hubieran ofrecido un arma, la habría empuñado y abreviado esta desdichada vida, que sólo me ofrecía calamidades.
«¡Qué monstruo! ¿Qué le habré hecho yo», me decía, «para merecer por su parte un trato tan cruel? Le salvo la vida, le devuelvo su fortuna, ¡me arrebata lo que más quiero! ¡Hasta un animal salvaje hubiera sido menos cruel! ¡Oh hombre, así eres cuando sólo atiendes a tus pasiones! Los tigres en el fondo de los desiertos más salvajes se horrorizarían de tus fechorías.»
Unos minutos de abatimiento siguieron a mis pri­meros impulsos de dolor; mis ojos, anegados en lá­grimas, se elevaron maquinalmente al cielo; mi corazón se lanzó a los pies del Maestro que lo habita... Aquella bóveda pura y brillante... el silencio imponente de la noche... el terror que helaba mis sentidos... aque­lla imagen de la naturaleza en paz, comparada con la alteración de mi alma extraviada, todo esparce en mí un tenebroso horror del que no tarda en nacer la nece­sidad de rezar. Me precipito a las rodillas de ese Dios poderoso, negado por los impíos, esperanza del pobre y del afligido.
––Ser santo y majestuoso ––exclamé entre lágrimas––, tú que te dignas llenar en este momento terrible mi alma de una alegría celestial, que, sin duda, me has impedido atentar contra mis días, oh, mi protector y guía, aspiro a tus bondades, imploro tu clemencia: con­templa mi miseria y mis tormentos, mi resignación y mis deseos. ¡Dios omnipotente! Tú sabes que soy ino­cente y débil, que he sido traicionada y maltratada; he querido hacer el bien a ejemplo tuyo, y tu voluntad me castiga. ¡Que se cumpla, oh, Dios mío! Amo todos sus sagrados efectos, los respeto y ceso de quejarme; pero si aquí en la tierra sólo debo encontrar abrojos, ¿será ofenderte, oh, mi soberano Maestro, suplicar que tu poder me llame hacia ti, para rezarte sin turbación, para adorarte lejos de esos hombres perversos que, ¡ay de mí!, sólo me han hecho conocer males, y cuyas manos sanguinarias y pérfidas hunden a placer mis tristes días en el torrente de las lágrimas y en el abismo de los dolores?
La oración es el más dulce consuelo del desdichado; se siente más fuerte cuando ha cumplido con este deber. Me alzo llena de valor, recojo los harapos que el malvado me ha dejado, y me introduzco en un bos­quecillo para pasar la noche con menos riesgo. La segu­ridad en que me hallaba, la satisfacción que acababa de saborear acercándome a mi Dios, todo ello contribuyó a hacerme reposar unas cuantas horas, y el sol ya estaba alto cuando mis ojos se volvieron a abrir: el instante del despertar es espantoso para los infortunados; la ima­ginación, refrescada por las dulzuras del sueño, se ocupa con mucha mayor rapidez y más lúgubremente de los males cuyo recuerdo le han hecho perder unos instantes de un reposo engañoso.
«Bien», me dije entonces examinándome, «ies cierto, por tanto, que existen criaturas humanas a las que la naturaleza rebaja a la misma condición que las bestias feroces! Oculta en mi reducto, huyendo como ellas de los hombres, ¿qué diferencia existe ahora entre ellas y yo? ¿Vale la pena nacer para una suerte tan lastime­ra?...» Y mis lágrimas corrieron en abundancia mien­tras formulaba estas tristes reflexiones; acababa de ter­minarlas cuando oigo un ruido a mi alrededor; poco a poco, distingo a dos hombres. Presto atención:
––Ven, querido amigo ––dice uno de ellos––. Aquí estaremos a las mil maravillas. La cruel y fatal presen­cia de una tía que aborrezco no me impedirá saborear un momento contigo esos placeres que me resultan tan dulces.
Se acercan, se colocan tan enfrente de mí que nin­guna de sus frases, ninguno de sus movimientos, puede escapárseme, y veo... ¡Santo cielo, señora! ––dijo Thérèse interrumpiéndose––, ¡cómo es posible que la suerte me haya colocado siempre en situaciones tan críticas, que resulte tan difícil a la virtud escuchar su relato como al pudor hacerlo! Aquel crimen horrible que ultraja tanto la naturaleza como las convenciones sociales, aquella fechoría, en una palabra, sobre la cual la mano de Dios ha caído tantas veces, legitimada por «Corazón-de-Hierro», propuesta por él a la desdichada Thérèse, consumada sobre ella involuntariamente por el verdugo que acaba de inmolarla, aquella execración repugnante en fin, ¡la vi practicar bajo mis ojos con todas las desviaciones impuras, todos los episodios espantosos, que puede introducir en ella la depravación más exquisita! Uno de los hombres, el que se ofrecía, tenía veinticuatro años de edad, suficientemente bien vestido como para hacer pensar en la elevación de su rango, y el otro, más o menos de su misma edad, pare­cía uno de sus criados. El acto fue escandaloso y pro­longado. Con las manos apoyadas en la cresta de un pequeño montículo frente al bosquecillo donde yo me hallaba, el joven amo exponía desnudo a su compañe­ro de libertinaje el impío altar del sacrificio, y éste, lleno de ardor ante el espectáculo, acariciaba a su ídolo, a punto de inmolarlo con un puñal mucho más espan­toso y mucho más gigantesco que aquel con el que yo había sido amenazada por el jefe de los bandidos de Bondy; pero el joven amo, en absoluto temeroso, parece desafiar impunemente la espada que se le presenta; la provoca, la excita, la cubre de besos, se apodera de ella, se la introduce él mismo, se deleita absorbiéndola. Entu­siasmado por sus criminales caricias, el infame se debate bajo ella y parece lamentar que no sea aún más impo­nente; desafía sus golpes, los previene, los rechaza... Dos tiernos y legítimos esposos se acariciarían con menos ardor... Sus bocas se juntan, sus suspiros se confunden, sus lenguas se entrelazan, y los veo a los dos, ebrios de lujuria, encontrar en el centro de las delicias el com­plemento de sus pérfidos horrores. El homenaje se renueva, y, para encender de nuevo el incienso, todo es válido para el que lo exige; besos, manoseos, mas­turbaciones, refinamientos del más insigne libertinaje, todo se utiliza para devolver las fuerzas que se apagan, y con ello consigue reanimarlas por cinco veces conse­cutivas, pero sin que ninguno de los dos cambiara de papel. El joven amo fue siempre mujer, y aunque se pudiera descubrir en él la posibilidad de ser hombre a su vez, ni siquiera tuvo la apariencia de concebir por un instante tal deseo. Si bien visitó el otro altar seme­jante a aquel donde se sacrificaba en él, fue en favor del otro ídolo, y jamás ningún ataque tuvo el aire de amenazarlo.
¡Qué largo se me hizo el tiempo! No me atrevía a moverme, por miedo a que me descubrieran. Final­mente, los criminales actores de esta indecente esce na, ahítos sin duda, se levantaron para volver al camino que debía conducirlos a su casa cuando el amo se acerca al bosquecillo que me protege; mi gorro me traiciona... Lo ve...
––Jasmín ––dice a su criado––, nos han descubierto... Una joven ha visto nuestros secretos... Acércate, sa­quemos de ahí a esa buscona, y averigüemos qué hace aquí.
Les ahorré la molestia de sacarme de mi refugio abandonándolo inmediatamente yo misma y, cayen­do a sus pies, exclamé, extendiendo los brazos hacia ellos:
––Oh, señores, dignaos a compadeceros de una des­dichada cuya suerte es más lamentable de lo que supo­néis. Existen pocos reveses capaces de igualar los míos; que la situación en que me habéis encontrado no os despierte ninguna sospecha sobre mí. Es consecuen­cia de mi miseria, mucho más que de mis errores. Lejos de aumentar los males que me abruman, dignaos a disminuirlos facilitándome los medios de escapar de las calamidades que me persiguen.
El corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas manos caí, con un gran fondo de mal­dad y de libertinaje en la mente, no estaba dotado pre­cisamente de una gran dosis de conmiseración. Por des­gracia es muy común ver cómo el libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo sirve para endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extra­víos necesita la apatía del alma, sea porque la violenta sacudida que esta pasión imprime a la masa de los ner­vios disminuye la fuerza de su acción, la verdad es que un libertino rara vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de personas cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una repugnancia tan inveterada por nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que lo caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera introducir en su alma los sen­timientos con los que quería conmoverla.
––Tórtola del bosque ––me dijo el conde con du­reza––, si buscas víctimas, has elegido mal: ni mi amigo ni yo sacrificamos jamás en el templo impuro de tu sexo. Si es limosna lo que pides, busca personas que amen las buenas obras, nosotros jamás las hacemos de ese tipo... Pero habla, miserable, ¿has visto lo que ha ocurrido entre el señor y yo?
––Os he visto charlar sobre la hierba ––contesté––, nada más, señor, os lo aseguro.
––Por tu bien, quiero creerlo ––dijo el joven conde––. Si imaginara que podías haber visto otra cosa, jamás sal­drías de este matorral... Jasmín, es pronto, tenemos tiempo de escuchar las aventuras de esta joven, y des­pués veremos lo que hay que hacer.
Se sientan, me ordenan que me coloque cerca de ellos, y ahí les relato con ingenuidad todas las desdi­chas que me abruman desde que estoy en el mundo.
––Vamos, Jasmín ––dice el señor de Bressac levan­tándose cuando hube terminado––, seamos justos por una vez. Si la equitativa Temis ha condenado a esta cria­tara, no toleremos que los deseos de la diosa se vean tan cruelmente frustrados. Hagamos sufrir a la delin­cuente la condena de muerte en que había incurrido. Este homicidio, muy lejos de ser un crimen, será una reparación del orden moral. Ya que a veces tenemos la desgracia de alterarlo, restablezcámoslo valerosamente por lo menos cuando se presenta la ocasión...
Y los crueles, arrebatándome de mi sitio, me arras­tran hacia el bosque, riéndose de mis lloros y de mis gritos.
––Atémosla por los cuatro miembros a cuatro árboles que formen un extenso cuadrado ––dice Bressac, des­nudándome.
Luego, con sus corbatas, sus pañuelos y sus ligas, confeccionan unas cuerdas con las que me atan al ins­tante como han previsto, esto es en la más cruel y más dolorosa actitud que quepa imaginar. Imposible expli­car lo que sufrí; me parecía que me arrancaban los miembros, y que mi estómago, que estaba en el aire, dirigido por su peso hacia el suelo, tuviera que entre­abrirse a cada instante. El sudor caía de mi frente, yo sólo existía por la violencia de mi dolor; si éste hubiera dejado de comprimirme los nervios, me habría invadido una angustia mortal. Los desalmados se divirtieron con esta posición, me contemplaban y aplaudían.
––Ya basta ––dijo finalmente Bressac––, permito que por una vez le baste con el miedo. Thérèse ––prosiguió mientras me desataba y ordenaba que me vistiera––, sé discreta y síguenos: si quieres unirte a mí, no tendrás ocasión de arrepentirte. Mi tía necesita una segunda doncella, voy a creerme tu relato y presentarte a ella. Le responderé de tu conducta, pero si abusas de mis bondades, si traicionas mi confianza, o no te sometes a mis propósitos, mira estos cuatro árboles, Thérèse, fijate en el terreno que limitan, y que debía servirte de sepul­cro. Recuerda que este funesto lugar sólo está a una legua del castillo donde te llevo y que, a la más ligera falta, volverás aquí al instante.
Olvido de inmediato mis desgracias, me arrojo a las rodillas del conde, le prometo, entre lágrimas, un buen comportamiento, pero, tan insensible a mi alegría como a mi dolor, Bressac añade:
––Vámonos, tu comportamiento hablará por ti, sólo de él dependerá tu suerte.
Nos vamos. Jasmín y su amo hablan en voz baja, yo los sigo humildemente sin decir palabra. En algo menos de una hora llegamos al castillo de la señora marquesa de Bressac, cuya magnificencia y multitud de lacayos me hacen suponer que cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más ventajoso para mí que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar en una antecocina, donde Jasmín me ofrece amablemente cuanto puede reconfortarme. El joven conde entra en los aposentos de su tía, la avisa, y él mismo viene a buscarme media hora después para presentarme a la marquesa.
La señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía muy hermosa, y que me pareció honesta y sensible, aunque introdujera una cierta severidad en sus normas y en su conversación. Viuda desde hacía dos años del tío del joven conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el bello apellido que le daba, de ella dependían todos los bienes que podía esperar el señor de Bressac, pues lo que había recibido de su padre apenas servía para pagar sus pla­ceres. La señora de Bressac le pasaba una pensión con­siderable, pero aun así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del conde; es posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican mucho mas. En aquella casa había cincuenta mil escudos de renta, y todos debían ser para el señor de Bressac. Jamas habían podido convencerle a hacer algo; todo lo que le apartaba de su libertinaje le resultaba tan inso­portable que no podía aceptar la sujección. La marquesa habitaba aquella propiedad tres meses al año, y pasaba el resto del tiempo en París; y los tres meses que exi­gía que su sobrino estuviera con ella eran una espe­cie de suplicio para un hombre que aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos que pasaba alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus placeres.
El joven conde me ordenó que contara a la mar­quesa las cosas que yo le había relatado, y una vez hube terminado la señora de Bressac me dijo:
––Tu candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la verdad. No pediré más informaciones sobre ti que la de saber si eres realmente la hija del hombre que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu padre, y será para mí una razón de más para intere­sarme por tu persona. En cuanto al caso de Du Har­pin, me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde hace siglos. Es el hombre más íntegro que existe en el mundo; basta con demos­trarle tu inocencia para anular todo lo que se ha hecho en tu contra. Pero piénsatelo bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este momento sólo es a cambio de una conducta intachable; de modo que los efectos del agradecimiento que exijo se volverán siempre en tu favor.
Me arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría satisfecha de mí; me hizo levantar con bon­dad y me confió inmediatamente el puesto de segunda camarera a su servicio.
Al cabo de tres días, llegaron las informaciones pedidas a París por la señora de Bressac; eran tal como yo podía desear. La marquesa me elogió por no haberla engañado, y todas las sombras de desgracias se desva­necieron finalmente de mi espíritu para ser sustituidas únicamente por la esperanza de los más dulces con­suelos que cabía esperar. Sin embargo, no estaba escrito en el cielo que la pobre Thérèse tuviera que ser feliz alguna vez, y si unos pocos momentos de paz nacían fortuitamente para ella era sólo para hacerle más amargos los de horror que debían seguirlos.
Apenas llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir en mi favor. El primer presidente quiso verme y escuchó con interés el relato de mis infortunios; las calumnias de Du Harpin fueron reco­nocidas aunque en vano quisieron castigarlo: Du Har­pin, que había organizado un negocio de billetes falsos con el que arruinaba a tres o cuatro familias, y ganaba él cerca de dos millones, acababa de irse a Inglaterra. Respecto al incendio de las prisiones de París, se con­vencieron de que, si bien yo me había aprovechado de este acontecimiento, no había participado para nada en él, y mi caso fue sobreseído, sin que los magistrados que se ocupaban de él creyeran tener que emplear más formalidades, según me explicaron. No supe nada más y me contenté con lo que me dijeron: no tardaréis en comprobar hasta qué punto me equivoqué.
Es fácil imaginar cómo semejantes favores me obli­gaban a la señora de Bressac. Aunque no hubiera tenido conmigo, además, todo tipo de bondades, ¿cómo no iban a unirme semejantes acciones para siempre a una tan preciosa protectora? Muy lejos, sin embargo, de la intención del conde encadenarme tan íntimamente a su tía... Pero ha llegado el momento de describiros a ese monstruo.
El señor de Bressac unía a los encantos de la juven­tud el más seductor de los rostros; si su talle o sus fac­ciones tenían algunos defectos, era porque se parecían en exceso al desenfado y la blandura propia de las mujeres. Parecía que prestándole los atributos de aquel sexo, la naturaleza le hubiera inspirado también sus gustos... ¡Qué alma, sin embargo, rodeaba estos atrac­tivos femeninos! Aparecían en ella todos los vicios que caracterizan la de los desalmados: jamás nadie llevó tan lejos la maldad, la venganza, la crueldad, el ateísmo, el desenfreno, el menosprecio de todos los deberes, y prin­cipalmente de aquellos con los que la naturaleza parece deleitarnos. Además de todas sus culpas, el señor de Bressac contaba fundamentalmente con la de detestar a su tía. La marquesa hacía cuanto podía por encami­nar a su sobrino por los senderos de la virtud: puede que utilizara para ello un rigor excesivo. Resultaba de ahí que el conde, más excitado por los efectos mismos
de esta severidad, se entregaba a sus gustos aún con mayor ímpetu, y la pobre marquesa sólo obtenía de sus insistencias un odio más encarnizado.
––No te creas ––me decía muy frecuentemente el conde–– que por su natural mi tía interviene en todo lo que te concierne, Thérèse. Si yo no la acuciara en todo momento, ella apenas se acordaría de las atenciones que te ha prometido. Presume ante ti de todos sus pasos, mientras que en realidad son obra mía. Sí, Thérèse, sí, sólo a mí debes agradecimiento, y el que exijo de ti debe parecerte tanto más desinteresado cuando, por muy bella que seas, sabes muy bien que no son tus favores lo que pretendo. No, Thérèse, los servicios que espero de ti son muy diferentes, y cuando estés total­mente convencida de lo que he hecho para tu tranqui­lidad, confío en que encontraré en tu alma lo que tengo derecho a esperar.
Estos discursos me parecían tan oscuros que no sabía qué respuesta darles. La daba, sin embargo, por si acaso, y tal vez con excesiva facilidad. ¿Tengo que confesároslo? ¡Ay de mí, sí! Disimularos mis culpas sería engañar vuestra confianza y responder mal al interés que mis desdichas os han inspirado. Sabed pues, señora, la única falta voluntaria que puedo reprocharme... ¿Digo una falta? Una locura, una extravagancia... como no hubo jamás otra, pero por lo menos no es un crimen, es un simple error, que sólo me ha castigado a mí, y del que parece que la mano justiciera del cielo se ha servido para sumirme en el abismo que se abrió poco después bajo mis pasos. Cualesquiera que fueren los indignos comportamientos que el conde de Bressac tuvo conmigo el primer día que lo conocí, me había sido imposible verlo, sin embargo, sin sentirme atraída hacia él por un invencible sentimiento de ternura que nada había podido vencer. Pese a todas las reflexiones sobre su crueldad, sobre su alejamiento de las mujeres, sobre la depravación de sus gustos, sobre las distancias mora­les que nos separaban, nada del mundo conseguía apa­gar esta pasión naciente, y si el conde me hubiera pedido mi vida, se la habría sacrificado mil veces. Estaba lejos de sospechar mis sentimientos... Estaba lejos, el ingrato, de descubrir la causa de las lágrimas que derra­maba todos los días; pero le resultaba imposible, no obs­tante, ignorar el deseo que sentía de ir al encuentro de cualquier cosa que pudiera gustarle. Era imposible que no entreviera mis deferencias; demasiado ciegas, sin duda, llegaban al punto de servir a sus errores, en la medida que podía permitírmelo la decencia, y de disi­mularlos siempre ante su tía. En cierta manera, esta conducta me había granjeado su confianza, y todo lo que venía de él me era tan precioso y estaba tan ciega respecto a lo poco que me ofrecía su corazón que a veces tuve la debilidad de creer que yo no le era indi­ferente. ¡Pero el exceso de sus desórdenes no tardaba en desengañarme! Eran tales que llegaban a alterar su salud. A veces me tomaba la libertad de comentarle los inconvenientes de su conducta; él me escuchaba sin molestarse y acababa por decirme que nadie se corre­gía de su vicio predilecto.
––¡Ah, Thérèse! ––exclamó un día, entusiasmado––, ¡si conocieras los encantos de esta fantasía, y pudieras entender la dulce ilusión de ser únicamente una mujer! ¡Increíble extravío de la mente! ¡Aborrecer ese sexo y querer imitarlo! ¡Ah, qué dulce es conseguirlo, Thérèse! ¡Qué delicioso ser la puta de todos los que te desean y llevando a ese punto, al último extremo, el delirio y la prostitución, ser sucesivamente en el mismo día la que­rida de un mozo de cuerda, de un marqués, de un la­cayo, de un fraile, ser sucesivamente por ellos amado, aca­riciado, deseado, amenazado, golpeado, a veces victo­rioso en sus brazos, y, otras, víctima a sus pies, enter­neciéndolos con caricias, reanimándolos con excesos...! ¡Oh, no, no! Tú no entiendes, Thérèse, lo que significa este placer para una cabeza organizada como la mía... Pero, dejando a un lado la moral, ¡si te imaginaras las sensaciones físicas de ese divino gusto! Es imposible resistirlo... Es un cosquilleo tan vivo, unas titilaciones voluptuosas tan excitantes... pierdes la cabeza... te vuelves loco... Mil besos a cual más tierno no exaltan con suficiente ardor la ebriedad en que nos sumerge un compañero... Estrechado por sus brazos, con las bocas pegadas, nos gustaría que toda nuestra existencia pudiera incorporarse a la suya; nos gustaría formar con él un único ser; si nos atrevemos a quejarnos, es de ser olvidados; nos gustaría que, más robusto que Hér­cules, nos ensanchara, nos penetrara; que esta preciosa simiente, arrojada ardiendo en el fondo de nuestras entrañas, consiguiera, con su calor y su fuerza, hacer brotar la nuestra en sus manos... No te imagines, Thé­rèse, que estamos hechos como los demás hombres: se trata de una construcción totalmente diferente, y el cielo al crearnos adornó los altares en donde nuestros ena­morados sacrifican con la membrana cosquillosa que tapiza en vosotros el templo de Venus. Somos, sin duda, tan mujeres como vosotras lo sois en el santua­rio de la generación; y no dejamos de sentir ni uno de vuestros placeres, no hay ni uno del que no sepamos disfrutar; pero tenemos, además, los propios, y esta reu­nión voluptuosa es lo que nos convierte en los hom­bres de la Tierra más sensibles a la voluptuosidad, los mejor creados para sentirla. Esta hechicera reunión es la que hace imposible la rectificación de nuestros gustos, lo que nos convertiría en unos entusiastas y en unos frenéticos si se cometiera la estupidez de castigarnos... ¡lo que nos hace adorar, hasta la tumba finalmente, al dios encantador que nos encadena!
Así se expresaba el conde, preconizando sus des­manes. Yo intentaba hablarle del ser al que se lo debía todo, y de los pesares que semejantes extravíos provocaban en su respetable tía, pero sólo descubría en él despecho y malhumor, y sobre todo impaciencia por ver tanto tiempo, en tales manos, unas riquezas que, se­gún decía, debían pertenecerle. Sólo veía en él el odio más inveterado contra una mujer tan honesta, la rebe­lión más clara contra todos los sentimientos de la natu­raleza. ¡,Será cierto, pues, que cuando se ha llegado a transgredir tan formalmente en los propios gustos el sagrado instinto de esta ley, la consecuencia necesaria de este primer crimen en una espantosa inclinación a cometer después todos los demás?
A veces me servía de los medios de la religión; casi siempre consolada por ella, intentaba hacer llegar sus dulzuras al alma de aquel perverso, prácticamente segura de atraerle con sus lazos si conseguía hacerle compartir sus atractivos. Pero el conde no me dejó emplear largo tiempo esas armas. Enemigo declarado de nuestros más santos misterios, crítico obstinado de la pureza de nues­tros dogmas, antagonista indignado de la existencia de un Ser Supremo, el señor de Bressac, en lugar de dejar­se convertir por mí, intentó más bien corromperme.
––Todas las religiones parten de un principio falso, Thérèse ––me decía––. Todas suponen como necesario el culto de un Ser creador, pero este creador no existió jamás. Recuerda en eso los sensatos preceptos de aquel «Corazón-de-Hierro» que, según me contaste, había tra­bajado como yo tu mente. Nada más justo que los prin­cipios de ese hombre, y el envilecimiento en que se co­mete la tontería de mantenerle no le quita el derecho de razonar bien.
»Si todo lo que produce la naturaleza es el resultado de las leyes que la dominan; si su acción y su reacción perpetuas suponen el movimiento necesario para su existencia, ¿en qué queda el soberano dueño que le atri­buyen gratuitamente los necios? Eso es lo que te decía tu sabio maestro, querida muchacha. Así pues, ¿qué son las religiones, a partir de ahí, sino el freno con que la tiranía del más fuerte quiso someter al más débil? Imbuido de este designio, se atrevió a decir al que pre­tendía dominar que un Dios forjaba los grilletes con que la crueldad lo rodeaba; y éste, embrutecido por su mise­ria, creyó indistintamente todo lo que el otro quiso. ¿Pueden las religiones, nacidas de estas artimañas, mere­cer algún respeto? ¿Existe una sola, Thérèse, que no lleve el emblema de la impostura y de la estupidez? ¿Qué veo en todas? Unos misterios que hacen estre­mecer la razón, unos dogmas que insultan la natura­leza, y unas ceremonias grotescas que sólo inspiran mofa y repugnancia. Pero si, entre todas ellas, hay una que merezca más especialmente nuestro desprecio y nuestro odio, Thérèse, ¿no es esta ley bárbara del cris­tianismo en la que los dos hemos nacido? ¿Existe otra más odiosa?... ¿Alguna que asquee más el corazón y el en­tendimiento?
»¿Cómo unos hombres razonables pueden seguir cre­yendo en las palabras oscuras, en los supuestos mila­gros del vil inventor de este culto espantoso? ¿Existió alguna vez un farsante que mereciera más indignación pública? ¡Quién es ese judío leproso que, nacido de una puta y de un soldado, en el más miserable rincón del universo, se atreve a presentarse como la voz de aquel que, según se dice, ha creado el mundo! Estarás de acuerdo conmigo, Thérése, en que para unas preten­siones tan elevadas hacía falta, por lo menos, algunos títulos. ¿Cuáles son los de tu ridículo embajador? ¿Qué hará para demostrar su misión? ¿La tierra cambiará de aspecto; las plagas que la afligen desaparecerán; el sol la iluminará noche y día? ¿Los vicios dejarán de man­charla? ¿Veremos reinar finalmente la felicidad?... Nada de eso, el enviado de Dios se anuncia al universo con juegos de manos, brincos y calambures;* el Ministro del cielo se presenta a manifestar su grandeza en la respe­table compañía de braceros, de artesanos y de rameras; emborrachándose con unos y acostándose con las otras el amigo de un Dios, Dios también él, decide someter a sus leyes al pecador empedernido; inventando para sus farsas todo lo que puede satisfacer su lujuria o su glotonería así es como el bribón demuestra su misión. En cualquier caso, tiene suerte; se unen al farsante unos cuantos satélites mediocres; se forma una secta; los dogmas de esta canalla consiguen seducir a unos cuan­tos judíos: esclavos del poder romano, debían abrazar con júbilo una religión que, liberándolos de sus grille­tes, sólo los doblegaba al freno religioso. Adivinan sus motivos, desvelan su indocilidad; detienen a los se­diciosos; perece su jefe, pero de una muerte excesiva­mente suave, sin duda, para su tipo de crimen, y por una imperdonable falta de reflexión dejan dispersar a los discípulos de ese patán, en lugar de degollarlos con él. El fanatismo se apodera de las mentes, las mujeres gritan, los locos se agitan, los imbéciles creen, y ya tenemos al más despreciable de los seres, al más torpe de los bribones, al más grosero impostor que jamás haya existido, convertido en Dios, en hijo de Dios, igual a su padre. ¡Todas sus fantasías consagradas, todas sus palabras convertidas en dogmas, y sus simplezas en mis­terios! ¡El seno de su fabuloso Padre se abre para reci­birle, y el Creador, antes único, se convierte en triple para complacer a ese hijo digno de su grandeza! ¿Pero se conformará ese santo Dios con tanto? No, nada de eso, su celeste poder se prestará a favores mucho mayores. Por la voluntad de un sacerdote, o sea, de un truhán cubierto de mentiras y de crímenes, ese gran Dios creador de todo lo que vemos se humillará hasta el punto de descender diez o doce millones de veces cada mañana a un pedazo de harina amasada que, debiendo ser engullido por los fieles, se transmutará inmediatamente en el fondo de sus entrañas en sus más viles excrementos, y eso para la satisfacción de su tierno hijo, odioso inventor de tan monstruosa impie­dad, en una cena tabernaria. Pero como lo dijo, así tiene que cumplirse. Dijo: «Este pan que veis será mi carne y como tal la comeréis. Ahora bien, como yo soy Dios, os comeréis a Dios, con lo cual el Creador del cielo y de la Tierra se convertirá, porque yo lo he dicho, en la materia más vil que pueda desprenderse del cuerpo del hombre, y el hombre se comerá a Dios, por­que Dios es bueno y es omnipotente». Aunque parezca imposible, estas estupideces se propagan; se atribuye su extensión a su verdad, a su grandeza, a su sublimidad, al poder de quien las introduce, mientras que las causas más simples redoblan su fuerza, y el crédito adquirido por el error sólo encontró a truhanes por una parte y a imbéciles por otra. Esta infame religión llega finalmente al trono, y un emperador débil, cruel, ignorante y faná­tico revistiéndola con el estandarte real, mancha con ella los dos extremos de la Tierra. Sin embargo, Thérèse, ¿qué peso pueden tener estas razones para una mente analítica y filosófica? ¿Puede ver el sabio otra cosa en este revoltijo de fábulas espantosas que el fruto de la impostura de unos cuantos hombres y la falsa creduli­dad de muchos más? Si Dios hubiera querido que tuvié­ramos alguna religión, y fuera realmente poderoso, o, en otras palabras, si fuera realmente un Dios, ¿nos hubiera participado sus órdenes a través de medios tan absurdos?, ¿nos hubiera mostrado cómo había que ser­virle a través de la voz de un despreciable bandido? Si es supremo, si es poderoso, si es justo, si es bueno, ¿querrá ese Dios del que me hablas enseñarme a ser­virle y conocerle a través de enigmas y de farsas? Motor soberano de los astros y del corazón de los hombres, ¿no puede instruirnos sirviéndose de los primeros o convencernos grabándose en el segundo? Que acuñe un día en trazos de fuego, en el centro del Sol, la ley que puede complacerle y desee imponernos; al leerla y con­templarla a un tiempo, todos los hombres de un extremo al otro del universo, serán culpables si entonces no la siguen. Pero indicar únicamente sus deseos en un rincón ignorado de Asia; elegir como seguidor al pueblo más trapacero y más visionario; por sustituto, al más vil artesano, al más absurdo y pillo; embrollar hasta tal punto la doctrina que se hace imposible com­prenderla; insuflar su conocimiento a un pequeño nú­mero de individuos; mantener a los restantes en el error, y castigarlos por haber permanecido en él... ¡No, Thérèse, no, no! Tantas atrocidades no pueden guiarnos; prefe­riría mil veces morir antes que creerlas. Cuando el ateísmo necesite mártires, que los designe y mi sangre estará dispuesta. Detestemos esos horrores, Thérèse; que los improperios más duros cimenten el desprecio que merecen... Apenas comenzaba yo a abrir los ojos y ya detestaba estas groseras fantasías; juré entonces que las pisotearía y me prometí no volver jamás a ellas. Imí­tame, si quieres ser feliz; detesta, abjura y profana al igual que yo tanto el objeto odioso de este culto horri­ble como el propio culto, creado para una quimera, hecho, como ellas, para ser envilecido por todo lo que pretende alcanzar la sabiduría.
* El marqués de Bièvre jamás llegó a hacer ninguno que valiera el del Nazareno a su discípulo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra alzaré mi Iglesia». ¡Y que se nos venga a decir ahora que los calam­bures son de nuestro siglo! (N. del A.)

––¡Oh, señor! ––contesté llorando––, privaríais a una desdichada de su más dulce esperanza si marchitarais en su corazón esta religión que la consuela. Firmemente encariñada con lo que enseña y absolutamente conven­cida de que los ataques que recibe sólo son consecuen­cia del libertinaje y de las pasiones, ¿podría sacrificar a unas blasfemias y a unos sofismas que me horrorizan, la más querida idea de mi espíritu, el más dulce ali­mento de mi corazón?
Añadí mil razonamientos a éstos, que sólo provoca­ban la hilaridad del conde; de este modo sus capciosos principios alimentado por una elocuencia más viril, apoyados en lecturas que afortunadamente yo jamás había hecho, atacaban cada día todos los míos, pero sin que­brantarlos. La señora de Bressac, llena de virtud y de piedad, no ignoraba que su sobrino defendía sus extra­víos con todas las paradojas de moda. A menudo se quejaba de ello conmigo, y, como se dignaba juzgarme algo más sensata que sus restantes doncellas, le gus­taba confiarme sus penas.
No había, sin embargo, límites a las malas acciones de su sobrino. El conde había llegado al punto de no ocultar nada. No sólo había rodeado a su tía de toda la peligrosa chusma que utilizaba para sus placeres, sino que había llevado su osadía hasta el punto de decirle delante de mí que, si seguía contrariando sus gustos, la convencería de los encantos que contenían entregándose a ellos ante sus propios ojos.
Esta conducta me horrorizaba y afligía. Intentaba encontrar en ella motivos para sofocar en mi alma la desdichada pasión que la hacía arder, pero ¿es el amor un mal del que pueda sanarse? Todo lo que intentaba oponerle sólo servía para atizar más vivamente su llama, y el pérfido conde jamás me parecía tan amable como cuando reunía ante mí todo lo que debía empujarme a odiarle.
Ya llevaba cuatro años en aquella casa, siempre per­seguida por los mismos pesares y siempre consolada por las mismas dulzuras, cuando aquel hombre abominable, creyéndose al fin seguro de mí, osó desvelarme sus infames intenciones. Vivíamos entonces en el cam­po, y yo estaba a solas con la condesa: su primera donce­lla había pedido permiso para seguir en París durante el verano, por unos asuntos de su marido. Una noche, poco después de que me retirara, mientras me refres­caba en un balcón de mi habitación sin decidirme, a causa del extremo calor, a acostarme, de repente el con­de llama a la puerta y me ruega que le deje charlar conmigo. ¡Ay de mí! Todos los instantes que me con­cedía el cruel autor de mis males me parecían dema­siado preciosos para que me atreviera a rechazar uno solo; entra, cierra con cuidado la puerta, y sentándose en un sillón a mi lado me dijo con un cierto emba­razo:
––Atiéndeme, Thérèse... tengo que contarte unas cosas de la mayor importancia. Júrame que jamás reve­larás nada.
––¡Oh, señor! ––contesté––, ¿podéis creerme capaz de abusar de vuestra confianza?
––Tú no sabes el peligro que correría si acabaras por demostrarme que me había equivocado al concedértela... ––La peor de todas mis penas sería haberla perdido, no necesito mayores amenazas...
––Pues bien, Thérèse, he condenado mi tía a muerte... y pienso utilizar tu mano para ello.
––¡Mi mano! ––exclamé retrocediendo horrorizada...­¡Pero, señor!, ¿cómo habéis podido concebir semejante proyecto?... No, no, disponed de mi vida si la queréis, pero no imaginéis jamás que obtendréis de mí el horror que me proponéis.
––Atiende, Thérèse ––me dijo el conde, tranquilizán­dome––, estaba seguro de tu reticencia, pero como eres inteligente estoy convencido de poder vencerla, de demostrarte que este crimen, que te parece tan enorme, sólo es en el fondo una cosa muy sencilla.
»Dos desmanes se ofrecen aquí, Thérèse, a tus ojos poco filosóficos: la destrucción de una criatura que se nos asemeja, y el mal que aumenta esta destrucción, cuando esta criatura está próxima a nosotros. Respecto al crimen de la destrucción de un semejante, tenlo por seguro, querida muchacha, es puramente quimérico. El poder de destruir no se le ha concedido al hombre; posee, como máximo, el de variar las formas, pero no el de aniquilarlas. Ahora bien, cualquier forma es equi­valente a los ojos de la naturaleza; nada se pierde en el crisol inmenso donde se ejecutan esas variaciones. Todas las porciones de materia que caen de él resur­gen incesantemente bajo otras figuras y, sean cuales fue­ren nuestros procedimientos sobre eso, ninguno la ultraja sin duda, ninguno es capaz de ofenderla. Nues­tras destrucciones reavivan su poder; mantienen su energía, pero ninguna la atenúa, no es contrariada por ninguna. ¿Qué importa a su mano siempre creadora que esta masa de carne que compone hoy un individuo bípedo se reproduzca mañana bajo la forma de mil insectos diferentes? ¿Nos atreveremos a afirmar que la construcción de un animal con dos pies le cuesta más que la de un gusanillo, y que siente por aquél un mayor interés? Si, por consiguiente, el grado de adhesión, o más bien de indiferencia, es el mismo, ¿qué puede importarle que la espada de un hombre convierta a otro hombre en mosca o en hierba? Cuando me hayan con­vencido de la sublimidad de nuestra especie, cuando me hayan demostrado que es tan importante para la natu­raleza que, necesariamente, sus leyes se irritan ante esta transmutación, podré creer entonces que el homicidio es un crimen; pero cuando el estudio más profundo me ha demostrado que todo lo que vegeta en este globo, la más imperfecta de las obras de la naturaleza, tiene un precio equivalente a sus ojos, jamás admitiré que el cambio de uno de esos seres en mil otros pueda alte­rar en nada sus designios. Entonces me digo: todos los hombres, todos los animales, todas las plantas crecen, se alimentan, se destruyen, se reproducen por los mismos medios, y no reciben jamás una muerte real sino una simple variación en lo que las modifica. Todos, digo, los que aparecen hoy bajo una forma y unos años después bajo otra, pueden, al capricho del ser que quiere moverlos, cambiar mil y mil veces en un día, sin que una sola ley de la naturaleza se vea afectada un solo instante. ¿Qué digo? Sin que este transmuta­dor haya hecho otra cosa que un bien, ya que al des­componer unos individuos cuyas bases vuelven a ser necesarias para la naturaleza, no hace más que devol­verle mediante esta acción, impropiamente calificada de criminal, la energía creadora de la que le priva necesa­riamente aquel que, por una estúpida indiferencia, no se atreve a emprender jamás ninguna alteración. Ay, Thérèse, sólo el orgullo del hombre convirtió el ho­micidio en crimen. Esta vana criatura, imaginándose la más sublime del globo, creyéndose la más esencial, partió de este falso principio para asegurar que la acción que la destruyera sólo podía ser infame; pero su vani­dad y su demencia no cambia en nada las leyes de la naturaleza. No existe ningún ser que no sienta en el fondo de su corazón el deseo más vehemente de des­hacerse que aquellos que lo estorban, o de cuya muerte puede sacar algún provecho; y del deseo al hecho, ¿supones tú, Thérèse, que la diferencia es muy grande? Ahora bien, si estas impresiones nos vienen de la natu­raleza, ¿es presumible que la irriten? ¿Podría inspirarnos algo que la degradara? ¡Ah!, tranquilízate, querida niña, nosotros no sentimos nada que no le sirva; todos los impulsos que despierta en nosotros son las voces de sus leyes; las pasiones del hombre son los medios que uti­liza para alcanzar sus designios. ¿Necesita individuos? Nos inspira el amor, y por tanto la procreación. ¿Pre­cisa destrucciones? Coloca en nuestros corazones la venganza, la avaricia, la lujuria, la ambición, y de ahí los homicidios. Pero siempre ha trabajado en su favor, y nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en los cré­dulos agentes de sus caprichos.
»¡Ah, no, no, Thérèse, no! La naturaleza no aban­dona en nuestras manos la posibilidad de unos crímenes que turbarían su economía. ¿Es sensato que el más dé bil pueda realmente ofender al más fuerte? ¿Qué somos respecto a ella? ¿Es posible que, al crearnos, haya depo­sitado en nosotros algo capaz de perjudicarla? ¿Esta im­bécil suposición puede avenirse con la manera sublime y segura con que la vemos alcanzar sus fines? Si el homi­cidio no fuera, ay, una de las acciones del hombre que mejor satisface sus intenciones, ¿permitiría que se reali­zara? ¿Imitarla puede perjudicarla? ¿Puede ofenderse por ver que el hombre hace a su semejante lo que ella misma le hace todos los días? Ya que está demostrado que sólo puede reproducirse mediante destrucciones, ¿no es actuar de acuerdo con sus miras multiplicarlas incesantemente? En ese sentido, el hombre que se entregue a ello con el mayor ardor será incontestablemente el que mejor la ser­virá, ya que será aquel que más cooperará con los desig­nios que ella manifiesta en todos los instantes. La primera y más hermosa cualidad de la naturaleza es el movi­miento que la agita incesantemente, pero este movimiento no es más que una serie perpetua de crímenes, sólo mediante crímenes lo conserva. Así pues, el ser que más se le parezca y, por consiguiente, el ser más perfecto, será necesariamente aquel cuya agitación más activa será la causa de muchos crímenes, mientras que, repito, el ser inactivo o indolente, es decir, el ser virtuoso, debe de ser para ella, sin duda, el menos perfecto ya que sólo tiende a la apatía, a la tranquilidad, que volvería a sumir incesantemente todo en el caos, si llegara a predominar. Es preciso que el equilibrio se mantenga; sólo los crí­menes pueden conseguirlo. Por consiguiente, los críme­nes sirven a la naturaleza. Si la sirven, si los exige, si los desea, ¿pueden ofenderla? ¿Y quién puede sentirse ofendido, si ella no lo está?
»En este caso la criatura que destruyo es mi tía... Pero, oh, Thérèse, ¡cuán frívolos son esos vínculos a los ojos de un filósofo! Permíteme que ni te hable de ellos, de lo fútiles que son. Estas despreciables cadenas, fruto de nuestras leyes y de nuestras instituciones polí­ticas, ¿pueden significar algo a los ojos de la naturaleza?
»Así que deja ahí tus prejuicios, Thérèse, y sírveme: habrás hecho tu fortuna.
––¡Oh, señor! ––contesté completamente horroriza­da al conde de Bressac––, esta indiferencia que suponéis a la naturaleza sólo obedece a los sofismas de vuestra mente. Dignaos más bien a atender a vuestro corazón, y oiréis como condenará todos los falsos razonamientos del libertinaje. Este corazón, a cuyo tribunal os remito, ¿no es, pues, el santuario donde la naturaleza que ultra­jáis quiere que se la escuche y se la respete? Si imprime en él el más fuerte horror por el crimen que preparáis, ¿no admitiréis que es condenable? Sé que ahora os cie­gan las pasiones, pero tan pronto como se acallen, ¿hasta qué punto os desgarrarán los remordimientos? Cuanto mayor sea vuestra sensibilidad, más os atormentará su aguijón... ¡Oh, señor! Conservad y respetad los días de nuestra preciosa y tierna amiga; no la sacrifiquéis, ¡la desesperación os haría perecer! Cada día, a cada ins­tante, veríais ante vuestros ojos a la tía querida que vuestro ciego furor habría sepultado en la tumba; oiríais cómo su voz quejumbrosa sigue pronunciando los dul­ces nombres que alegraban vuestra infancia; se os apa­recería en vuestras vigilias y os atormentaría en vuestros sueños; abriría con sus dedos ensangrentados las he­ridas con que la habríais desgarrado; ni un instante di­choso, a partir de entonces, luciría para vos en la Tierra; todos vuestros placeres quedarían manchados, todas vues­tras ideas se turbarían; una mano celeste, cuyo poder desconocéis, vengaría los días que habríais destruido, envenenando todos los vuestros; y sin haber disfrutado de vuestras fechorías, pereceríais del mortal remordi­miento de haberos atrevido a realizarlas.
Yo lloraba mientras pronunciaba estas palabras, arrodillada a los pies del conde. Le conjuraba, por todo lo que para él podía haber de más sagrado, a olvidar ese extravío infame que juraba ocultar toda mi vida... Pero yo no conocía al hombre con el que estaba tratan­do; no sabía hasta qué punto las pasiones reforzaban el crimen en su alma perversa. El conde se levantó fría­mente.
––Veo perfectamente que me he equivocado, Thé­rése ––me dijo––. Quizá me siento más molesto por ti que por mí. Da igual, ya encontraré otros medios y tú habrás perdido mucho sin que tu ama haya ganado nada.
Esta amenaza cambió todas mis ideas: al no aceptar el crimen que me proponía, yo arriesgaba mucho por mi cuenta mientras mi señora perecía infaliblemente; consintiendo la complicidad, me ponía a cubierto de las iras del conde, y salvaba probablemente a su tía. Esta reflexión, obra de un instante, me decidió a aceptarlo todo. Pero como un cambio tan repentino habría podido parecer sospechoso, tardé un tiempo en mostrar mi derrota: obligué al conde a repetir más de una vez sus sofismas, y adopté poco a poco la actitud de no saber ya qué responderles. Bressac me creyó vencida, legitimé mi debilidad con la fuerza de su arte y al final me rendí. El conde se arroja a mis brazos. ¡Cómo me habría col­mado de satisfacción este gesto si hubiera tenido otra causa!... ¿Qué digo? Ya era demasiado tarde: su horri­ble comportamiento, sus bárbaros proyectos, habían ani­quilado todos los sentimientos que mi débil corazón osaba concebir, y sólo veía en él a un monstruo...
––Tú eres la primera mujer que abrazo ––me dijo el conde––, y, a decir verdad, con toda mi alma... Eres deli­ciosa, hija mía. ¡Al fin un rayo de sabiduría ha penetrado en tu mente! ¡Cómo es posible que esta encan­tadora cabeza haya permanecido tanto tiempo en las tinieblas!
Y después nos pusimos de acuerdo respecto a los hechos. En más o menos dos o tres días, de acuerdo con las facilidades que yo encontrara, debía disolver una bolsita de veneno, que me entregó Bressac, en la taza de chocolate que la señora tenía por costumbre tomar cada mañana. El conde me cubría de todas las conse­cuencias, y me entregaba un contrato de dos mil escudos de renta el mismo día de la ejecución. Me firmó estas promesas sin especificar lo que debía lle­varme a disfrutarlas, y nos separamos.
Ocurrió mientras tanto algo harto singular, muy apropiado para desvelaros el alma atroz del monstruo con el que yo trataba, para que yo interrumpa un mi nuto, contándooslo, el relato que sin duda esperáis del desenlace de la aventura en la que me había me­tido.
Dos días después de nuestro pacto criminal, el conde supo que un tío, sobre cuya sucesión no contaba en absoluto, acababa de dejarle ochenta mil libras de renta... ¡Oh, cielos!, me dije al enterarme de la noticia, ¡así es como la justicia celestial castiga la conspira­ción de fechorías! Y arrepintiéndome inmediatamente de esta blasfemia hacia la Providencia, me arrodillo, pido perdón, y me congratulo de que este inesperado acontecimiento pueda cambiar por lo menos los pro­yectos del conde... ¡Cuál era mi error!
––¡Oh, mi querida Thérèse! ––me dijo acudiendo aquella misma noche a mi habitación––. ¡Cómo llueven sobre mí las prosperidades! Ya te lo he dicho más de una vez: la idea de un crimen, o su ejecución, es el medio más seguro de atraer la felicidad. Así les ocurre, por lo menos, a los malvados.
––¿Cómo, señor? ––contesté––. Esta fortuna con la que no contabais ¿no os decide a esperar pacientemente la muerte que queríais precipitar?
––¿Esperar? ––replicó bruscamente el conde––, no esperaría ni dos minutos, Thérèse. ¿No te das cuen­ta de que tengo veintiocho años, y a mi edad es duro esperar?... No, que esto no cambie en nada nuestros proyectos, por favor, y dame el consuelo de verlo todo terminado antes de que volvamos a París... Mañana, pasado mañana a más tardar... Ya estoy impaciente por darte un cuarto de tus rentas... por entregarte el acta que te las garantiza...
Hice cuanto pude por disimular el terror que me inspiraba aquel ensañamiento, y reanudé mis reflexiones de la víspera, convencidísima de que, si no ejecutaba el crimen horrible que me habían encargado, el conde no tardaría en darse cuenta de que le engañaba, y de que, si advertía a la señora de Bressac, fuera cual fuere la decisión que le hiciera tomar la revelación de ese pro­yecto, el joven conde, viéndose siempre engañado, adop­taría inmediatamente unos medios más seguros que, haciendo perecer igualmente a la tía, me exponían a toda la venganza del sobrino. Me restaba la vía de la justicia, pero nada en el mundo habría podido resol­verme a tomarla. Así que me decidí a avisar a la mar­quesa; de todas las opciones posibles, es la que me pare­ció mejor y como tal la adopté.
––Señora ––dije al día siguiente de mi última entre­vista con el conde––, tengo que revelaros algo de la mayor importancia, pero, por mucho que eso pueda interesaros, estoy decidida al silencio si no me dais, antes, vuestra palabra de honor de no demostrar nin­gún resentimiento a vuestro señor sobrino por lo que tiene la audacia de proyectar... Actuaréis, señora, y tomaréis las medidas que os parezca, pero no diréis palabra. Dignaos a prometérmelo, o me callo.
La señora de Bressac, que creyó que sólo se trataba de alguna de las extravagancias habituales de su sobrino, se comprometió con el juramento que yo le exigía, y se lo revelé todo. La desdichada mujer se fundió en lágrimas al enterarse de esta infamia.
––¡Monstruo! ––exclamó––. ¡,Qué he hecho yo si no procurar siempre su bien? Si he pretendido prevenir sus vicios, o corregirlos, ¿qué otro motivo que su felicidad podía obligarme a esta severidad?... Y esta herencia que acaba de recibir, ¡,acaso no se la debe a mis cuidados? ¡Ah, Thérèse, Thérèse, demuéstrame la realidad de este proyecto!... Haz que no pueda dudar de él. Necesito todo lo que pueda acabar de apagar en mí los senti­mientos que mi corazón ciego todavía se atreve a con­servar hacia este monstruo...
Y entonces le mostré la bolsa de veneno; era difícil presentarle una demostración mejor. La marquesa quiso hacer pruebas. Hicimos tragar una pequeña dosis a un perro que encerramos, y murió al cabo de dos horas con unas espantosas convulsiones. La señora de Bres­sac, que ya no podía dudar, se decidió. Me ordenó que le entregara el resto del veneno, y escribió inmediata­mente a través de un correo al duque de Sonzeval, pariente suyo, que se presentara en secreto al ministro y que le comunicara la atrocidad de un sobrino del que estaba en vísperas de convertirse en víctima; que se pro­veyera de una carta de encarcelamiento; y que corriera a sus tierras para liberarla lo antes posible del malvado que conspiraba tan cruelmente contra sus días.
Pero el abominable crimen debía consumarse; fue preciso que, por un inconcebible permiso del cielo, la virtud cediera a los esfuerzos de la maldad. El animal sobre el que habíamos efectuado la prueba nos acusó ante el conde. Lo oyó aullar y, sabiendo que ese perro era querido por su tía, preguntó qué le habían hecho. Aquellos a quienes se dirigió, que lo ignoraban todo, no le contestaron con claridad. A partir de ese mo­mento, concibió sospechas; no dijo nada, pero yo le vi turbado. Comuniqué su estado a la marquesa, ella aún se inquietó más, sin poder pensar, de todos modos, en otra cosa que en adelantar la marcha del correo, y en que ocultara aún mejor, si cabía, el objeto de su misión. Contó a su sobrino que lo enviaba en diligen­cia a París para rogar al duque de Sonzeval que se ocu­para inmediatamente de la sucesión del tío del que aca­baba de heredar, porque si nadie aparecía eran de temer unos procesos. Añadió que pedía al duque que viniera él mismo a rendir cuentas de todo, para que ella se deci­diera a irse en compañía de su sobrino, si el caso lo exigía. El conde, demasiado buen fisonomista para no descubrir el malestar en el rostro de su tía y no obser­var un poco de confusión en el mío, lo aceptó todo y se puso en guardia. Bajo el pretexto de un paseo, se aleja del castillo y espera al correo en un lugar por el que tenía que pasar inevitablemente. Aquel hombre, mucho más suyo que de su tía, no pone ninguna difi­cultad en entregarle sus misivas, y Bressac, convencido de lo que llama sin duda mi traición, da cien luises al correo con la orden de no regresar jamás a casa de la tía. Vuelve al castillo, con la rabia en el corazón; sin embargo, se contiene. Me encuentra, me habla como de costumbre, me pregunta si será para mañana, me hace notar que es esencial que se produzca antes de que llegue el duque, y después se acuesta con un aire tranquilo y sin demostrar nada. Yo no supe nada entonces, me engañó por completo. Si el espantoso cri­men se consumó, como el conde me contó después, lo cometió él sin duda, pero ignoro cómo. Formulé muchas conjeturas, ¿de qué serviría comunicároslas? Pasemos más bien a la cruel manera con que fui casti­gada por no haber querido encargarme de él. Al día siguiente de la detención del correo, la señora tomó su chocolate como de costumbre, se levantó, pasó al toca­dor, me pareció nerviosa y se sentó a la mesa. Así que desaparece, el conde me aborda y, con la mayor de las flemas, me dice:
––Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto para llevar a cabo nuestros pro­yectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en punto al extremo del parque, te recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Provi­dencia, sea exceso de candor o sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo me creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros poetas trágicos, pero el per­jurio siempre es odioso para el alma delicada y sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alte­raba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí con un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra cosa que reír y ~bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo quería llevar la conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía no estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles donde había sido tan cruelmente amarrada. Al volver a ver aquel lugar, me estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino, y podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel lugar fatal. De uno de los árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían estar esperándome para entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espu­meantes y abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más gro­seros epítetos, me dijo:
––Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje para devolverte a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los árboles don­de amenacé con devolverte si alguna vez me obligabas a arrepentirme de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si tenías la inten­ción de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud arriesgando la libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada necesariamente entre esos dos crí­menes, ¿por qué has elegido el más abominable?
––¡Ay de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
––Tenías que negarte ––continuó el furioso conde, cogiéndome por un brazo y zarandeándome con vio­lencia––, sí, sin duda, negarte y no aceptar para traicio­narme.
Entonces el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para sorprender las misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le había llevado a desviarlas.
––¡.Qué has conseguido con tu falsedad, criatura indigna? ––prosiguió––. Has arriesgado tus días sin con­servar los de mi tía. El golpe está dado. Mi regreso al castillo me ofrecerá sus frutos. Pero es preciso que pe­rezcas, es preciso que aprendas, antes de expirar, que el camino de la virtud no siempre es el más seguro, y que existen circunstancias en el mundo en las que la complicidad con un crimen es preferible a su delación.
Y sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el cruel estado en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba destinado y donde aguardaba su favorito.
––Ahí tienes ––le dijo–– a la que ha querido envene­nar a mi tía, y que quizás ya ha cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por prevenirla. Sin duda habría hecho mejor en entregarla en manos de la justi­cia, pero allí habría perdido su vida, y yo quiero dejár­sela para que sufra más tiempo.
Entonces los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
––¡Qué hermosas nalgas! ––decía el conde con un tono de la más cruel ironía y manipulándolas con bru­talidad––. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un excelente al­muerzo para mis dogos!
Cuando ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una cuerda que rodea mi cintura, deján­dome los brazos libres para que pueda defenderme lo mejor posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo avanzar y retroceder unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude a observar mi actitud. Gira a mi alrededor. Por la ruda manera con que me toca, parece que sus manos asesinas quisieran compe­tir con la rabia de los colmillos acerados de sus perros.
––¡Vamos! ––le dice a su ayudante––, suelta a los ani­males, ya es hora.
Les desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi desdichado cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes quede exenta de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran cada vez con mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el indigno Bressac, como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria... ¡infame!, se ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
––Ya basta ––dijo, al cabo de unos minutos––, ata a los perros y abandona esta desgraciada a su mala suerte. ––¡Bien, Thérèse! ––me dijo en voz baja, rompiendo mis ataduras––. Como ves, a veces la virtud cuesta muy cara. ¡,Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor que los mordiscos que ahora te cubren?
Pero en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me arrojo a los pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
––Soy muy bueno al salvarte la vida ––dice el trai­dor, al que mis males irritan––, vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone cuanto antes el lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi vestido, el único que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme y después secarme, mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más ocupado en sus ideas que en mí.
La hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los espantosos dolores que soporto, hacen que me resulte casi imposible la operación de vestirme, sin que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba de situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida, se dignara conce­derme la menor señal de conmiseración. Así que estuve preparada, me dijo:
––Ve donde quieras. Debe quedarte dinero, no te lo quito, pero procura no volver a aparecer por ninguna de mis casas, tanto en la ciudad como en el campo. Hay dos poderosas razones en contra. En primer lugar, conviene que sepas que el proceso que creías termina­do no lo está. Se te ha dicho que había sido sobreseído, te han engañado. El decreto sigue vigente. Te dejaban en esta situación para ver cómo te portabas. En se­gundo lugar, aparecerás públicamente como la asesina de la marquesa. Si sigue en vida, haré que se vaya con esta idea a la tumba, y lo sabrá toda la casa. Así que te enfrentas a dos procesos en lugar de uno, y en lugar de un vil usurero tendrás como adversario a un hom­bre rico y poderoso, decidido a perseguirte hasta el infierno, si abusas de la vida que su piedad te ha con­cedido.
––Pero, señor ––contesté––, cualesquiera que sean vuestros rigores hacia mí, no temáis nada de mis pasos. He creído que debía actuar contra vos cuando se tra taba de la vida de vuestra tía, jamás emprenderé nada cuando sólo se trate de la desdichada Thérèse. Adiós, señor, ¡ojalá vuestros crímenes os hagan tan feliz como tormentos me ocasionan vuestras crueldades! Y sea cual sea la suerte que me depare el cielo, en tanto que quiera conservar mis deplorables días sólo los utilizaré en rezar por vos.
El conde alzó la cabeza. No le quedaba más reme­dio que mirarme ante estas palabras, y como me vio vacilante y cubierta de lágrimas, por el temor de con moverse sin duda, el cruel se alejó y ya no volví a verle. Totalmente entregada a mi dolor, me dejé caer al pie del árbol, y allí, dándoles el más libre curso, hice resonar el bosque con mis gemidos. Abracé la tierra con mi desdichado cuerpo, y regué la hierba con mis lágrimas.
––¡Oh, Dios mío! ––exclamé––, vos lo habéis querido; estaba escrito en vuestros eternos decretos que el ino­cente fuera la presa del culpable. Disponed de mí, Señor, todavía estoy muy lejos de los males que habéis sufrido por nosotros. ¡Ojalá los que yo soporto adorándoos me hagan digna un día de las recompensas que prometéis al débil, cuando os tiene por objeto en sus tribulaciones y os glorifica en sus penas!
Caía la noche. Se me hacía imposible proseguir; apenas podía sostenerme. Dirigí la mirada al matorral donde me había acostado cuatro años antes; como pude me arrastré hasta él y, colocándome en el mismo lugar, atormentada por mis heridas todavía sangrantes, abru­mada por los males de mi espíritu y por las penas de mi corazón, pasé la noche más cruel que quepa ima­ginar.
Como el vigor de mi edad y de mi temperamento me habían devuelto un poco de fuerza al apuntar el día, demasiado asustada por la vecindad de aquel cruel cas tillo, me alejé rápidamente de él. Abandoné el bosque y, decidida a ocupar, al riesgo que fuera, la primera habi­tación que encontrara, entré en la aldea de Saint-Marcel, a unas cinco leguas de París. Pregunté por la casa del cirujano y me la indicaron. Le rogué que curara mis heridas y le conté que, al escapar por una historia de amor de la casa de mi madre en París, había sido asal­tada de noche por unos bandidos en el bosque que, para vengarse de las resistencias que había opuesto a sus deseos, me habían hecho tratar así por sus perros.
Rodin, así se llamaba aquel artista, me examinó con la mayor atención y no descubrió nada peligroso en mis llagas. Me dijo que habría garantizado devolverme en menos de quince días tan fresca como antes de mi aventura si hubiera llegado a su casa en el mismo ins­tante; pero la noche y la angustia habían emponzoñado las heridas y tardaría un mes en restablecerme. Rodin me alojó en su casa, me dio todos los cuidados posi­bles, y al día treinta ya no quedaba en mi cuerpo nin­gún vestigio de las crueldades del señor de Bressac.
Tan pronto como el estado en que me hallaba me permitió tomar aire, mi primera preocupación fue inten­tar encontrar en la aldea una joven suficientemente hábil e inteligente para ir al castillo de la marquesa para informarme de todas las novedades ocurridas desde mi marcha. La curiosidad no era el verdadero motivo que me impulsaba a este paso. Esta curiosidad, proba­blemente peligrosa, habría estado con toda seguridad muy fuera de lugar; pero todo lo que había ganado con la marquesa seguía en mi habitación, apenas llevaba seis luises encima, y poseía más de cuarenta en el castillo. No me imaginaba que el conde fuera tan cruel como para negarme lo que me pertenecía tan legítimamente. Persuadida de que pasado el primer furor, no querría cometer conmigo semejante injusticia, escribí una carta lo más conmovedora posible. Le oculté cuidadosamente el lugar donde vivía, y le supliqué que me enviara mis ropas junto con el escaso dinero que tenía en mi habi­tación. Una campesina de veinticinco años, despierta e inteligente, se encargó de mi carta, y me prometió in­formarse bajo mano para comunicarme a su vuelta los diferentes temas cuyo esclarecimiento le dejé ver que me resultaba necesario. Le recomendé, por encima de todo, que ocultara el nombre del lugar donde me hallaba, que no hablara de mí para nada, y que dijera que había recibido la carta de un hombre que la traía de más allá de quince leguas. Jeannette se fue, y, veinti­cuatro horas después, me trajo la respuesta. Todavía existe, aquí está, señora, pero permitidme contaros, antes de leérosla, lo que había ocurrido en casa del conde desde mi ausencia.
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores y unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que parecía sumido en la mayor desola­ción, pretendió que su tía había sido envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas de la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían a su sobrino, al margen de las rentas, en posesión de mas de seiscientos mil francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del cuerpo exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la desdichada marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló con Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la joven había con­testado con tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a darle su respuesta sin acuciarla más.
––Aquí tenéis esta carta fatal ––dijo Thérèse en­tregándola a la señora de Lorsange––, sí, ahí la te­néis, señora, a veces mi corazón sigue necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin es­tremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:

«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a escribirme después de su execra­ble delito. Lo mejor que hace es ocultarme su retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la descu­brimos. ¿Qué se atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a los robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al consumar su último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues se le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a la culpable fuera conocido por la justicia».
––Proseguid, querida niña ––dijo la señora de Lor­sange devolviendo la nota a Thérèse––, son actitudes que horrorizan. Nadar en oro, y negar a una desdichada que no ha querido cometer un crimen lo que ha gana­do legítimamente, es una infamia gratuita que carece de parangón.
––¡Ay, señora! ––continuó Thérèse, retomando el hilo de su historia––, pasé dos días llorando con esta mala­venturada carta. Gemí mucho más por el comportamiento horrible que demostraba que por los rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denun­ciada por segunda vez a la justicia por haber sabido res­petar en exceso sus leyes! De acuerdo, no me arre­piento: por muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás conoceré los remordimientos mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro mal que el de haber atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos que jamás me abandonarán.
Me resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de que me hablaba el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan peligroso para él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo de sí mismo, él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa por sus ame­nazas. Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e incluso a instalarme allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me permitieran alejarme. Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta me propuso que permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión que tomé, es necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada viva, apariencia vigorosa y saluda­ble, pero al mismo tiempo libertina. Muy por encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en Saint––Marcel que sólo ocu­paba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos años, con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de cumplir catorce años; reu­nía todos los encantos más atractivos: un talle de ninfa, una cara redonda, fresca, extraordinariamente animada, de rasgos amables y pícaros, la más bonita boca posi­ble, unos grandes ojos negros, llenos de expresión y de sentimiento, unos cabellos castaños que caían hasta su cintura, la piel de un resplandor... de una finura increí­bles; además, los más bellos senos del mundo; aparte de la inteligencia, vivacidad, y una de las almas más bellas que haya podido crear la naturaleza. En cuanto a las compañeras con las que debía servir en esta casa, eran dos campesinas, de las que una hacía de gober­nanta y la otra de cocinera. La que desempeñaba el pri­mer cometido podía tener veinticinco años, la otra tenía dieciocho o veinte, y ambas eran extraordinariamente bonitas; esta elección despertó mis sospechas sobre el deseo que manifestó Rodin de conservarme. ¿Qué nece­sidad tiene de una tercera doncella, me decía, y por qué las quiere bonitas? Seguramente, continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las costumbres regu­lares de las que no quiero apartarme jamás; examiné­moslo.
Rogué, en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir recuperándome una semana más en su casa, asegurándole que antes del final de este período le daría mi respuesta sobre lo que me quería proponer.
Aproveché este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie, decidida a no establecerme en casa de su padre mientras hubiera algo en ella que pudiera molestarme. Examinándolo todo con esta inten­ción, descubrí al siguiente día que aquel hombre tenía un arreglo que a partir de entonces me inspiró furiosas sospechas sobre su conducta.
El señor Rodin tenía en su casa una pensión de niños de ambos sexos; había obtenido ese privilegio en vida de su mujer y no creyeron que debían privarle de él cuando la había perdido. Los pupilos del señor Rodin eran poco numerosos, pero escogidos; eran en total catorce muchachas y catorce muchachos. Jamás los admitía con menos de doce años, y siempre eran des­pedidos a los dieciséis. Nada tan lindo como los ado­lescentes que admitía Rodin. Si se le presentaba alguno que tuviera algunos defectos corporales, o fuera feo, tenía el arte de rechazarlo con veinte pretextos, siem­pre teñidos de sofismas a los que nadie podía respon­der. Así, o el número de sus pensionistas no estaba completo, o lo que había era siempre encantador. Los niños no comían en su casa, pero iban a ella dos veces al día, de siete a once por la mañana y de cuatro a ocho por la tarde. Si hasta entonces todavía no había visto todo este pequeño alboroto era porque, llegada a casa de ese hombre durante las vacaciones, los escolares esta­ban fuera; reaparecieron en el momento de mi conva­lecencia.
El propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba de la de las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la instrucción de los muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir, aritmética, un poco de historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso otros maestros que él.
Manifesté en primer lugar mi asombro a Rosalie de que, ejerciendo su padre la función de cirujano, pudie­ra al mismo tiempo desempeñar la de maestro de escue la. Le dije que me parecía extraño que, pudiendo vivir acomodadamente sin practicar ninguna de las dos pro­fesiones, se tomara el trabajo de consagrarse a ellas. Rosalie, con la que ya me entendía muy bien, se rió de mi reflexión; la manera como ella acogió lo que le decía me inspiró aún más curiosidad, y le supliqué que se confiara enteramente conmigo.
––Escucha, Thérèse ––me dijo la encantadora mucha­cha con todo el candor de su edad y toda la ingenui­dad de su amable carácter––, escucha, te lo contaré todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de traicionar el secreto que voy a confiarte. Muy probablemente, que­rida amiga, mi padre puede prescindir de todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le ves hacer se expli­ca por dos motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía por gusto, por el mero placer de realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha hecho tantos, ha publica­do sobre su especialidad unas obras tan apreciadas, que pasa generalmente por ser el hombre más hábil que existe ahora en Francia. Ha trabajado veinte años en París, y se ha retirado al campo por voluntad propia. El verdadero cirujano de Saint––Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que asocia a sus experiencias. ¿Quieres saber ahora, Thérèse, lo que le lleva a tener pensionistas?... El libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él lleva al máximo. Mi padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos objetos que la dependencia somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha... Pero ven... sígueme ––me dijo Rosa­lie––, hoy viernes es precisamente uno de los tres días de la semana en que castiga a los que han cometido faltas. En ese tipo de castigo es donde mi padre encuen­tra sus placeres. Sígueme, te digo, y verás lo que hace. Se puede observar todo desde el cuarto de aseo de mi habitación, contiguo al de sus maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y procura sobre todo no decir jamás una palabra, tanto de lo que te he contado como de lo que verás.
Era demasiado importante para mí conocer las cos­tumbres del nuevo personaje que me ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía desvelármelas. Sigo los pasos de Rosalie, me coloca al lado de un ta­bique bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman, varias rendijas que bastan para distin­guir todo lo que ocurre en la habitación vecina.
Apenas nos hemos apostado entra Rodin, trayendo consigo a una muchacha de catorce años, blanca y bonita como el Amor. La pobre criatura hecha un mar de lágrimas, desgraciadamente al corriente de lo que la espera, acompaña gimiendo a su duro maestro, y se arroja a sus pies, implora su perdón, pero Rodin, inflexi­ble, enciende en su propia severidad las primeras chis­pas de su placer que ya brotan de su corazón a tra­vés de sus feroces miradas...
––¡Oh, no, no! ––exclama él–– ¡No, no! Son ya de­masiadas veces lo mismo, Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han servido para sumirte en nuevas fal­tas, pero ¿la gravedad de ésta podría dejarme utilizar la clemencia, en el supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una nota a un muchacho al entrar en clase!
––¡Señor, le prometo que no!
––¡Cómo! Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada ––me dijo en este momento Rosalie––, son faltas que él inventa para apoyar sus pretextos. Esta pequeña es un ángel y, como se le resiste, la trata con dureza.
Y mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha, las sube hasta atarlas a la argo­lla de una columna colocada en el centro de la cámara de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza lánguidamente vuelta hacia su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y unas lágrimas que inundan el más bello rostro del mundo... el más dulce... el más interesante. Rodin contempla esta escena y se excita. Coloca una venda sobre los ojos que le imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus anchas, desprende los velos del pudor, la camisa arremangada bajo el corsé sube hasta la mitad de las caderas... ¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas deshojadas sobre lirios por las propias manos de las Gracias. ¿Quién será, pues, tan duro como para condenar al tormento unos encantos tan frescos... tan excitantes? ¿Qué monstruo puede buscar el placer en el seno de las lágrimas y del dolor? Rodin la mira... su mirada extraviada le recorre de arriba abajo, sus manos se atreven a profanar las flores que sus cruel­dades marchitarán. Totalmente de frente, no puede esca­pársenos ningún gesto. A veces el libertino entreabre y otras oculta los lindos encantos que le fascinan; nos los ofrece bajo todas sus formas, pero sólo se limita a eso. Aunque el auténtico templo del amor esté a su alcance, Rodin, fiel a su culto, no le dirige ni una sola mirada, teme incluso su aparición. Si la actitud lo expone, él lo encubre. La más leve digresión turbaría su homenaje, no quiere que nada lo distraiga... Al fin su furor supera los límites, lo expresa primeramente con insultos, colma de amenazas y de frases soeces a la pobrecita desdichada, temblorosa bajo los golpes con que se ve a punto de ser desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge un puñado de varas de una cuba, donde adquieren, en el vinagre que las empapa, mayor humedad y penetración...
Vamos ––dice acercándose a su víctima––, prepárate, hay que sufrir...
Y el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre todas las partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos que no tar dan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan fresca.
Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarra­ban mi alma... las lágrimas manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus hermosas mejillas. Rodin aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes maltratadas, las toca, las aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No tardan en seguir a los primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo golpe que no vaya precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche... aparece la sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas palpables de su fero­cidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente manifiesta su llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie no puede verle... Por un instante se acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como un ven­cedor, pero no se atreve. Recomenzando nuevas tira­nías, Rodin fustiga con toda su fuerza. Acaba por entre­abrir a fuerza de cintarazos el asilo de las gracias y de la voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borra­chera ha llegado al punto de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera, nada escapa a sus bár­baros golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo rigor; pero el malvado consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más lejos sin el peligro de perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas opera­ciones.
––Vístete ––le dice a Julie, desatándola y vistiéndose también él––. Si vuelves a repetirlo, piensa que no te escaparás con tan poco.
Devuelta Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:
––Mereces ser castigado ––le dice––, y lo serás...
Después de estas palabras, supera con el niño todos los límites del pudor. Pero aquí todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo se palpa indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos impíos intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad que también le exige.
––Vaya ––le dice el sátiro, al contemplar su éxito––, te veo en el estado que te había prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas mas me lo echarás todo encima...
Harto seguro de las titilaciones que produce, el liber­tino se acerca para recoger el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso. Sus manos provocan los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de estallar, pero quiere llegar al final.
––¡Ah! Voy a castigarte por esta tontería ––dice levan­tándose.
Inmoviliza las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar donde quiere sacrificar su furor. Lo en­treabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde y se pierde en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla ambas expresiones y sentimientos...
––¡Ah!, briboncillo ––exclama––, tengo que vengarme de la ilusión que me procuras.
Enarbola las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus golpes se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño llora, Rodin se extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y vuela hacia otros sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho, y a ésa otro escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco muchachos y cuatro muchachas; el último es un chi­quillo de catorce años, con una cara deliciosa: Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende; extraviado por la lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí, lanza los chorros espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su joven alumno, lo moja de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso por no haber tenido la fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el final, suelta al niño de mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que no le pasará nada. Eso fue lo que escuché y las escenas que me sor­prendieron.
––¡Oh, cielos! ––le dije a Rosalie cuando las espan­tosas escenas terminaron––, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede deleitarse con los tormentos que inflige?
––Aún no lo sabes todo ––me contesta Rosalie––; es­cucha ––me dice regresando conmigo a su habitación––, lo qué has visto puede hacerte entender que, cuando mi padre halla algunas facilidades en sus jóvenes alumnos, lleva sus horrores mucho más lejos. Abusa de las jóvenes de la misma manera que de los muchachos ––de aquella criminal manera, me dio a entender Rosa­lie, que yo misma había pensado llegar a ser víctima con el jefe de los bandidos, en cuyas manos había caído después de mi evasión de la Conciergerie, y con la que había sido manchada por el negociante de Lyon––. Con ello ––prosiguió la joven––, las jóvenes no quedan des­honradas, ningún embarazo a temer, y nada les impide encontrar esposo; no hay año que no corrompa así a todos los muchachos, y por lo menos a la mitad de las restantes criaturas. De las catorce muchachas que has visto, ocho ya han sido marchitadas de esta manera, y ha disfrutado de nueve muchachos; las dos mujeres que le sirven son sometidas a los mismos horrores... Oh, Thérèse ––añadió Rosalie precipitándose a mis brazos––, oh, querida amiga, yo también, también a mí me ha seducido desde mi tierna infancia; apenas tenía once años cuando ya era su víctima... lo era, ¡ay de mí!, sin poder defenderme...
––Pero, señorita ––le interrumpí, asustada...––, ¿y la religión? Os quedaba por lo menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y confesárselo todo?
––¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos per­vierte, sofoca en nosotros todas las semillas de la reli­gión, y nos prohibe todas sus prácticas?... Y además, ¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco que me ha contado sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara su impie­dad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera comunión; sabe ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en nosotros hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las que ha sobor­nado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una tibieza y una indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con tus propios ojos ––prosigue empujándome rápidamente al retrete de donde sa­líamos–– ven, esa habitación en la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por los preliminares, vendrá a desquitarse de la presión que le impone a veces su prudencia. Regresa al lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.
Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para mí, sin embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido sos­pechas. Así que me siento. Apenas he entrado, apa­rece Rodin con su hija. La conduce al lugar donde ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el impúdico Rodin, libre ya de medidas que guar­dar, se entrega a sus anchas y sin el menor velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos campesinas, completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más sucias caricias, las más desenfrenadas, las más asque­rosas, el mismo altar que Rosalie, subida a un sillón, le presenta un poco inclinada. Le llega finalmente el turno a esa desdichada: Rodin la ata al poste como a sus esco­lares, y mientras que una tras otra, y a veces las dos juntas, sus doncellas le desgarran a él, él azota a su hija y la golpea desde la mitad de los riñones hasta el final de los muslos, extasiándose de placer. Su agitación es extrema, aúlla, blasfema, flagela; apenas sus varas se gra­ban en algún lugar, sus labios se pegan a él. Y el inte­rior del altar, y la boca de la víctima... todo, excepto la parte delantera, todo es devorado a chupetones. Pronto, sin variar de posición, limitándose a situárselo más fácil, Rodin penetra en el asilo estrecho de los placeres; y el mismo trono, durante ese tiempo, es ofrecido a sus besos por su gobernanta, mientras la otra muchacha le azota con todas sus fuerzas. Rodin está en la gloria, atra­viesa, desgarra, mil besos a cual más cálido expresan su ardor sobre lo que se ofrece a su lujuria: la bomba estalla, y el embriagado libertino se atreve a saborear los más dulces placeres en el seno del incesto y de la infamia.
Tras esto se marchó a comer: después de tales hazañas, necesitaba reponerse. Por la tarde continua­ba tanto la clase como la corrección. De haberlo deseado, podía contemplar las nuevas escenas, pero fueron sufi­cientes para convencerme y decidir mi respuesta a las ofertas de aquel malvado. La época en que debía dár­sela se aproximaba. Dos días después de estos aconte­cimientos, él mismo vino a pedírmela a mi habitación. Me sorprendió en la cama. El pretexto de ver si que­daba alguna huella de mis heridas le ofreció, sin que yo pudiera oponerme, el derecho de examinarme des­nuda, y como llevaba haciéndolo por lo menos dos veces al día desde hacía un mes, sin que yo hubiera notado en él nada que pudiera herir mi pudor, no creí que debiera resistirme. Pero, esta vez, Rodin tenía otras intenciones: cuando ha llegado al objeto de su culto, pasa uno de sus muslos alrededor de mi cintura, y lo aprieta tanto que me encuentro, por decirlo de algún modo, indefensa.
––Thérèse ––me dice entonces paseando sus manos de modo como para despojarme de toda duda––, ya estás restablecida, querida, ahora puedes demostrarme la gra titud que veo que rebosa tú corazón. La manera es fácil, sólo necesito esto ––prosiguió el traidor inmovilizándome con todas las fuerzas de que disponía...––. Sí, sólo esto, esta es mi recompensa, nunca exijo otra cosa de las mujeres... Pero ––prosiguió–– es de los más hermosos que he visto en mi vida... ¡Qué redondeces!... i qué elas­ticidad!... ¡qué piel tan fina!... ¡Oh, qué ganas tengo de disfrutarlo!...
Al decir eso, Rodin, verosímilmente ya dispuesto a la ejecución de sus proyectos, se ve obligado a soltar­me un momento para acabar de realizarlos. Yo aprovecho la libertad que me concede, y, soltándome de sus brazos, le digo:
––Señor, le ruego que se convenza de que no hay nada en el mundo que pueda obligarme a los horrores que parecéis desear. Estoy de acuerdo en que os debo agradecimiento, pero no lo satisfaré al precio de un cri­men. Soy pobre y muy desdichada, sin duda; pero no importa, ahí tenéis el escaso dinero que poseo ––conti­nué ofreciéndole mi miserable bolsa––, tomad el que consideréis oportuno, y dejadme abandonar esta casa, por favor, ya que estoy en condiciones de hacerlo.
Rodin, sorprendido de una resistencia que no espe­raba en una joven desprovista de recursos, y que, según una injusticia común en los hombres, suponía desho nesta por el solo hecho de que se hallaba en la mise­ria, Rodin, digo, me mira con atención:
––Thérèse ––continúa al cabo de un instante––, es bas­tante inoportuno que te hagas la vestal conmigo... Creo que tenía derecho a algunas complacencias por tu parte. No importa, conserva tu dinero, pero no me abandones. Me satisface mucho tener a una joven decente en mi casa, ¡las que me rodean lo son tan poco!... Ya que si en este caso te muestras tan virtuosa, confío en que lo serás también en todos. Mis intereses coincidirán, mi hija te quiere, acaba de suplicarme hace sólo un mo­mento que te pidiera que no nos abandonaras. Quédate, pues, con nosotros, te invito a ello.
––Señor ––le contesté––, no sería feliz. Las dos mujeres que os sirven aspiran a todos los sentimientos que vos queráis concederles. Me verían con celos, y tarde o temprano me vería obligada a abandonaros. ––No te preocupes ––me contestó Rodin––, no temas ninguno de los efectos de los celos de estas mujeres. Yo sabré mantenerlas en su sitio guardando el tuyo, y sólo tú poseerás mi confianza sin que ello te procu­re ningún riesgo. Pero para seguir siendo digna de ella, es bueno que sepas que la primera cualidad que exijo de ti, Thérèse, es una discreción a toda prueba. Aquí ocurren muchas cosas, muchas que contrariarán tus principios virtuosos. Hay que verlo todo, hija mía, oírlo todo, y jamás decir nada... Quédate conmigo, Thérèse. Quédate, hija mía. Recibiré con alegría que no te mar­ches. En medio de los muchos vicios a que me arrastran un temperamento fogoso, una mente desenfrenada y un corazón muy inclinado al vicio, tendré por lo menos el consuelo de contar con un ser virtuoso cerca de mí, y en cuyo seno me arrojaré como a los pies de un dios, cuando esté ahíto de mis excesos...
«¡Oh, cielos!», pensé en aquel momento, «así que la virtud es necesaria, indispensable para el hombre, ¡ya que el propio vicioso se siente obligado a tranquilizarse con ella, y utilizarla como amparo!» Recordando a con­tinuación las peticiones que me había hecho Rosalie de que no la abandonara, y creyendo descubrir en Rodin algunos buenos principios, me comprometí decidida­mente a seguir en su casa.
––Thérèse ––me dijo Rodin al cabo de unos días––, voy a colocarte al lado de mi hija. Así, no tendrás que mezclarte con mis otras dos doncellas, y te doy tres­cientas libras de sueldo.
Una colocación semejante era una especie de fortuna en mi situación. Inflamada por el deseo de devolver a Rosalie al bien, y tal vez a su mismo padre, si adquiría algún poder sobre él, no me arrepentí en absoluto de lo que acababa de hacer... Después de hacerme vestir, Rodin me llevó al instante ante su hija, anunciándole que me entregaba a ella. Rosalie me recibió con exaltadas muestras de júbilo, y me instalé inmediatamente.
No pasaron ocho días sin que comenzara a trabajar en las conversiones que deseaba, pero el empecina­miento de Rodin rompía todas mis medidas.
––No creas ––contestaba a mis sabios consejos–– que la especie de homenaje que he rendido a la virtud en tu persona sea una prueba de que la aprecio, ni de que la prefiero al vicio. Si así lo supusieras, Thérèse, te equi­vocarías. Aquellos que, a partir de lo que he hecho con­tigo, sostuvieran por esa actitud la importancia o la necesidad de la virtud, caerían en un gran error, y me molestaría mucho que tú creyeras que esta es mi manera de pensar. La caseta que me sirve de amparo en la caza cuando los rayos ardientes del sol se clavan a plomo en mi persona, no es ciertamente un monumento útil, su necesidad sólo es circunstancial. Yo me expongo a una especie de peligro, encuentro algo que me pro­teje de él, lo utilizo, pero ¿es por ello menos inútil?, ¿puede ser menos despreciable? En una sociedad total­mente viciosa, la virtud no serviría de nada. Como las nuestras no son así, es absolutamente preciso burlarla, o utilizarla, a fin de tener menos que temer de los que la siguen. Si nadie la adoptara, se volvería inútil. Así que no me equivoco cuando sostengo que su necesi­dad sólo depende de la opinión o de las circunstancias. La virtud no es una cosa de un valor incontestable, sólo es una manera de comportarse, que varía según los climas y que, por consiguiente, no tiene nada de real: eso basta para entender su futilidad. Sólo lo constante es realmente bueno; lo que cambia perpetuamente no puede aspirar al carácter de bondad. He ahí por qué se ha puesto la inmutabilidad en el rango de las perfec­ciones de lo Eterno. Pero la virtud está totalmente pri­vada de esta característica: no existen dos pueblos en la superficie del globo que sean virtuosos de la misma manera. Así que la virtud no tiene nada de real, nada de intrínsecamente bueno, y no merece para nada nues­tro culto. Hay que utilizarla como un apoyo, adoptar astutamente la del país en que se vive, a fin de que los que la practican por gusto, o deben reverenciarla por su condición, nos dejen tranquilos, y a fin de que esta virtud, respetada donde vivís, nos proteja, por su pre­ponderancia como convención social de los atentados de quienes profesan el vicio. Pero repito una vez más que todo eso es circunstancial, y nada de ello asigna un mérito real a la virtud. Virtud que, por otra parte, resulta imposible para determinados hombres. Ahora bien, ¿cómo me convencerás de que una virtud que combate o que contraría las pasiones puede hallarse en la natu­raleza? Y si no está ahí, ¿cómo puede ser buena? Serán, sin duda, los hombres movidos por los vicios opuestos a esas virtudes los preferibles, ya que serán los únicos modos... las únicas maneras de ser que se adecuarán mejor a su fisico o a sus órganos; existirán, pues, según esta hipótesis, unos vicios muy útiles. No obstante, ¿cómo lo será la virtud si me demuestras que pueden serlo sus contrarios? Te han argumentado en contra de eso que la virtud es útil para los demás, y, en ese sen­tido, es buena; pues si se da por supuesto que sólo se hace lo que es bueno para los demás, yo, a mi vez, sólo recibiré de ellos el bien. Este razonamiento es un sofisma; a cambio del poco bien que recibo de los demás, debido a que practican la virtud, con la obliga­ción de practicarla a mi vez me creo un millón de sacri­ficios que no compensan en absoluto. De modo que, al recibir menos de lo que doy, hago un mal negocio; sufro más de las privaciones que soporto por ser vir­tuoso que bienes recibo de los que lo son; al no ser en absoluto equitativo el acuerdo, no debo someterme a él, y convencido, siendo virtuoso, de no hacer a los demás tanto bien como pesares recibiré obligándome a serlo, ¿no será mejor que renuncie a procurarles una dicha que debe costarme tanto mal? Resta ahora el da­ño que puedo hacer a los demás siendo vicioso, y el mal que a mi vez recibiré si todo el mundo se me asemeja. Estoy de acuerdo en que al admitir una total circula­ción de los vicios, corro seguramente un peligro; pero el pesar provocado por lo que arriesgo está compensado por el placer de lo que hago arriesgar a los demás; con lo que ya tenemos la igualdad restablecida, a partir de entonces todo el mundo es más o menos igualmente feliz: cosa que no ocurre, y no podría ocurrir, en una sociedad en la que unos son buenos y los otros malos, porque esta mezcla crea trampas perpetuas que no exis­ten en el otro caso. En la sociedad mezclada, todos los intereses son diversos: ahí está la fuente de una infini­dad de desdichas. En la otra asociación, todos los inte­reses son iguales, cada individuo que la compone está dotado de los mismos gustos, de las mismas inclina­ciones, todos caminan hacia el mismo objetivo, todos son dichosos. Pero, os dicen los necios, «el mal no nos hace felices». No, cuando se ha convenido ensalzar el bien; pero despreciad, envileced lo que llamáis el bien, y sólo reverenciaréis lo que cometíais la necedad de lla­mar el mal. Todos los hombres sentirán placer en come­terlo, no porque esté permitido (eso sería a veces una razón para disminuir su atractivo), sino porque las le­yes ya no lo castigarán, y disminuyen, por el temor que inspiran, el placer con que la naturaleza ha dotado al crimen.
»Imagino una sociedad en la que se convenga que el incesto (supongamos este delito entre otros muchos), que el incesto, digo, sea un crimen: los que se entre guen a él serán desdichados, porque la opinión, las leyes, el culto, todo acudirá a condenar sus placeres; y los que deseen cometer este mal, y no se atrevan por culpa de esos frenos, serán igualmente desdichados. Así que la ley que proscriba el incesto, sólo habrá ocasio­nado infortunados. Que en la sociedad vecina el incesto no sea en absoluto un crimen, los que no lo deseen no serán desdichados, y los que lo deseen serán dichosos. Así que la sociedad que haya permitido esta acción será más conveniente para los hombres que la que la haya convertido en crimen. Ocurre lo mismo con todas las restantes acciones torpemente consideradas como cri­minales: observándolas bajo este punto de vista, creáis una multitud de desdichados; permitiéndolas, nadie se queja; pues el que ama una acción determinada se en­trega a ella en paz, y aquel a quien no le interesa, o permanece en una especie de indiferencia que no es nada dolorosa, o se compensa de la lesión que ha podido recibir por la multitud de otras lesiones con que carga a su vez a aquellos de los que ha tenido queja. Por consiguiente todo el mundo, en una sociedad cri­minal, se siente o muy feliz, o en un estado de des­preocupación que no tiene nada de penoso; así que no hay nada bueno, nada respetable, nada adecuado para causar la felicidad en lo que se denomina la virtud. Que los que la sigan no se enorgullezcan, por tanto, de esta especie de homenaje que el tipo de constitución de nuestras sociedades nos obliga a tributarle: es un asunto meramente circunstancial y convencional; pero, en rea­lidad, este culto es quimérico, y la virtud que lo alcanza un instante no es por ello más hermosa.
Tal era la lógica infernal de las desdichadas pasiones de Rodin, pero Rosalie, más dulce y mucho menos corrompida, Rosalie, que detestaba los horrores a que era sometida, se entregaba más dócilmente a mis opi­niones. Yo deseaba ardorosamente hacerle cumplir sus primeros deberes religiosos; para ello habría debido con­fiarme a algún sacerdote, y Rodin no quería ninguno en su casa; le horrorizaban tanto como el culto que pro­fesaban: por nada en el mundo habría soportado a alguno cerca de su hija; y acompañar a esta joven a un director era igualmente imposible: Rodin jamás dejaba salir a Rosalie sin compañía. Hubo que esperar, pues, a que se presentara alguna ocasión; y, mientras llegaba, yo instruía a la joven. Enseñándole a saborear las vir­tudes, le descubría las de la religión, le desvelaba sus santos dogmas y sus sublimes misterios: juntaba de tal modo esos dos sentimientos en su joven corazón que los hacía indispensables para la dicha de su vida.
––Señorita ––le decía un día recogiendo las lágrimas de su compunción––, ¿puede el hombre cegarse hasta el punto de creer que no está destinado a un fin mejor? ¿No basta con que haya sido dotado del poder y de la facultad de conocer a su Dios para convencerse de que este favor sólo le ha sido concedido para cumplir los deberes que le impone? Ahora bien, ¿cuál puede ser la base del culto debido al Eterno, si no es la virtud de la que él mismo es el ejemplo? ¿Puede el Creador de tantas maravillas tener otras leyes que el bien? Y nues­tros corazones ¿pueden complacerle si el bien no es su elemento? Me parece que con las almas sensibles no cabría utilizar otros motivos de amor hacia este Ser supremo que los que inspira la gratitud. ¿No es un favor habernos hecho disfrutar de las bellezas de este uni­verso, y no le debemos alguna gratitud por tal benefi­cio? Pero una razón aún más poderosa establece y veri­fica la cadena universal de nuestros deberes; ¿por qué nos negaríamos a cumplir los que exige su ley, si son los mismos que consolidan nuestra dicha con los hom­bres? ¿No es dulce sentir que nos hacemos dignos del Ser supremo sólo con ejercer las virtudes que deben realizar nuestro contento en la Tierra, y los medios que nos hacen dignos de vivir con nuestros semejantes son los mismos que nos dan después de esta vida la seguri­dad de renacer al lado del trono de Dios? ¡Ah, Rosalie, cómo se ciegan los que quieren arrebatarnos esta espe­ranza! Engañados, seducidos por sus miserables pa­siones, prefieren negar las virtudes eternas que aban­donar lo que puede hacerles dignos de ellas. Prefieren decir: «Nos engañan», que confesar que se engañan ellos mismos. La idea de las pérdidas que deparan tur­baría sus indignas voluptuosidades; ¿les parece menos espantoso aniquilar la esperanza del cielo que privarse de lo que debe ganársela? Pero cuando estas tiránicas pasiones se debilitan en ellos, cuando el velo se des­garra, cuando ya nada contraste en su corazón corrom­pido aquella voz imperiosa de Dios que su delirio des­conocía, ¡cómo debe ser, oh, Rosalie, el cruel retorno a ellos mismos! ¡Y cómo el remordimiento que lo acom­paña debe hacerles pagar caro el instante de error que los cegaba! Ese es el estado en el que hay que juzgar al hombre para regular su propia conducta: no es ni en la ebriedad, ni en el arrebato de una fiebre ardiente donde debemos creer lo que dice, sino cuando su razón apaciguada, gozando de toda su energía, busca la ver­dad, la adivina y la ve. Entonces deseamos por noso­
tros mismos al Ser santo antes desconocido; le implo­ramos, nos consuela; le rezamos, nos escucha. ¿Eh? ¿Por qué negaría entonces, por qué desconocería, ese objeto tan necesario para la felicidad? ¿Por qué preferi­ría decir con el hombre extraviado: «No hay Dios», cuando el corazón del hombre razonable me ofrece, en cualquier instante, las pruebas de la existencia de ese Ser divino? ¿No es mejor, pues, soñar con los locos que pensar justamente con los cuerdos? Todo se desprende, en cualquier caso, de este primer principio: en tanto que existe un Dios, ese Dios merece un culto, y la base principal de ese culto es incontestablemente la virtud.
De estas primeras verdades, yo deducía fácilmente las demás, y Rosalie, deísta, no tardó en ser cristiana. Pero ¿qué medio, repito, para añadir un poco de prác tica a la moral? Rosalie, obligada a obedecer a su padre, ya no podía hacerlo sin mostrar repugnancia, y, con un hombre como Rodin, ¿no podía ser eso peligroso? Era intratable; ninguno de mis razonamientos se sostenía contra él, pero, si bien yo no conseguía convencerle, por lo menos no me quebrantaba.
Sin embargo, una escuela semejante, unos peligros tan permanentes y tan reales, me hicieron temblar por Rosalie, hasta el punto que no me creí nada culpable comprometiéndola a escapar de esa casa perversa. Me parecía que existía un menor daño en arrancarla del seno de su incestuoso padre que en dejarla al arbitrio de todos los riesgos que podía correr. Ya había aborda­do ligeramente esta materia, y puede que no estuviera muy lejos de conseguirlo cuando, de repente, Ro­salie desapareció de la casa, sin que me fuera posi­ble saber su paradero. Interrogué a las mujeres de la casa, o al propio Rodin; y me aseguraron que había ido a pasar el verano a casa de una parienta, a diez leguas de allí. Me informé en la vecindad, donde primero se asombraron ante semejante pregunta hecha por alguien de la casa, y luego me contestaron lo mismo que Rodin y sus criadas: la habían visto, la habían abrazado la vís­pera, el mismo día de su partida; y en todas partes recibía las mismas respuestas. Cuando preguntaba a Rodin por qué me había sido ocultada esta partida, por qué no había seguido a mi ama, me aseguraba que la única razón había sido evitar una escena dolorosa para ambas, y que seguramente no tardaría en ver a la que amaba. Tuve que conformarme con estas respuestas, pero con­vencerme era más difícil. ¿Era presumible que Rosalie, Rosalie que me quería tanto, hubiera consentido en abandonarme sin decirme una palabra? Y, a partir de lo que yo sabía del carácter de Rodin, ¿no había que temer por la suerte de la desdichada? Así que decidí ponerlo todo en práctica para saber qué había sido de ella, y para conseguirlo todos los medios me parecie­ron buenos.
Desde la mañana siguiente, hallándome sola en casa, recorro cuidadosamente todos los rincones; creo escu­char unos gemidos en el fondo de una bodega muy oscura... Me acerco, una pila de madera parece ocultar una puerta estrecha y hundida; avanzo apartando todos los obstáculos... se oyen nuevos sonidos; creo descu­brir la voz... Pongo mayor atención... ya no dudo.
––¡Thérèse! ––escucho finalmente––, oh, Thérèse, ¿eres tú?
––Sí, mi querida y tierna amiga... ––exclamo, recono­ciendo la voz de Rosalie––, sí, soy Thérèse que el cielo envía a ayudarte...
Y mis múltiples preguntas apenas dejan a la cauti­vadora joven el tiempo de contestarme. Me entero final­mente de que unas horas antes de su desaparición, Rombeau, el amigo, el colega de Rodin, la había exa­minado desnuda, y que había recibido de su padre la orden de prestarse, con ese Rambeau, a los mismos horrores que Rodin exigía cada día de ella; que se había resistido, pero que Rodin, furioso, la había agarrado y presentado él mismo a los desbordados ataques de su colega; que, después, los dos amigos habían hablado largo rato en voz baja, dejándola siempre desnuda, y apareciendo a intervalos a examinarla de nuevo, a dis­frutarla siempre de la misma manera criminal, o mal­tratarla de cien maneras diferentes; que definitivamente, después de cuatro o cinco horas de esta sesión, Rodin le había dicho que la enviaría al campo a casa de una de sus parientas; pero que era preciso irse inmediata­mente y sin hablar con Thérèse, por unas razones que le explicaría al día siguiente en ese lugar, donde no tar­daría en acompañarla. Había dado a entender a Rosalie que se trataba de una boda para ella, y que por esa razón su amigo Rambeau la había examinado, a fin de ver si estaba capacitada para ser madre. Rosalie había partido efectivamente acompañada de una anciana; había cruzado la aldea y se había despedido de pasada de varios conocidos; pero al echarse la noche, su guía la había devuelto a la casa de su padre donde había en­trado a medianoche. Rodin, que la esperaba, la había agarrado, le había tapado la boca con la mano y, sin decir palabra, la había enterrado en esta bodega; allí, por otra parte, la habían alimentado y tratado bastante bien.
––Me temo lo peor ––añadió la pobre muchacha––; el comportamiento de mi padre conmigo desde hace un tiempo, sus discursos, lo que ha precedido al examen de Rambeau, todo, Thérèse, demuestra que esos mons­truos quieren utilizarme para algunas de sus experien­cias, y terminarán con tu pobre Rosalie.
Tras de las lágrimas que corrieron abundantemente por mis ojos, pregunté a la pobre muchacha si sabía dónde guardaban la llave de la bodega: lo ignoraba, pero no creía, sin embargo, que tuvieran la costumbre de llevársela. La busqué por todas partes; fue inútil; y llegó la hora de reaparecer sin que yo pudiera dar a la querida niña más ayuda que unos consuelos, al­gunas esperanzas, y lágrimas. Me hizo jurar que volve­ría al día siguiente; se lo prometí, asegurándole incluso que si, por aquel entonces, no había descubierto nada satisfactorio en lo que la concernía, abandonaría inme­diatamente la casa, presentaría una denuncia, y la sus­traería, al precio que fuera, a la suerte horrible que la amenazaba.
Subo; Rombeau cenaba aquella noche con Rodin. Decidida a todo para esclarecer la suerte de mi ama, me oculto cerca de la habitación donde se hallaban los dos amigos, y su conversación basta para convencerme del proyecto horrible que les ocupa a ambos.
––Jamás ––dijo Rodin–– la anatomía llegará a su último grado de perfección sin que se realice el exa­men de los vasos de una niña de catorce o quince años, expirada de una muerte cruel. Sólo de esta contracción podemos obtener un análisis completo de una parte tan interesante.
––Ocurre lo mismo ––prosiguió Rombeau–– con la membrana que asegura la virginidad; es absolutamente necesaria una muchacha para este examen. ¿Qué se observa en la edad de la pubertad? Nada; las menstrua­ciones desgarran el himen, y todas las investigaciones son inexactas. Tu hija es exactamente lo que necesi­tamos; aunque tenga quince años, todavía no ha tenido las primeras reglas; el modo en que hemos gozado de ella no acarrea ningún daño a esta membrana, y la tra­taremos con toda comodidad. Me encanta que al fin te hayas decidido.
––Así es ––replicó Rodin––; es odioso que unas fútiles consideraciones detengan el progreso de las ciencias. ¿Se dejaron los grandes hombres cautivar por tan despreciables cadenas? Y cuando Miguel Angel quiso pintar un Cristo al natural, ¿se torturó la conciencia por cru­cificar a un joven, y copiarlo en sus angustias? Pero cuando se trata de los progresos de nuestro arte, ¡de qué gran necesidad deben ser estos mismos medios! ¡Y cómo puede haber el menor mal en permitírselos! Un individuo sacrificado para salvar a un millón; ¿pode­mos vacilar a este precio? El homicidio tratado por las leyes no tiene nada en común con el que vamos a come­ter, y acaso el objetivo de estas leyes, que se consideran tan sabias, ¿no es el sacrificio de uno para salvar a mil?
––Es la única manera de instruirse ––dijo Rombeau––, y en los hospitales, donde yo he trabajado toda mi juventud, he visto hacer mil experiencias semejantes. A causa de los vínculos que te encadenan a esta cria­tura, confieso que temía que te echaras atrás.
––¡Cómo! ¡,Porque es mi hija? ¡Menudo motivo! ––exclamó Rodin––. ¡,Qué rango imaginas, pues, que este título debe tener en mi corazón? La contemplo como un poco de semen fructificado con el mismo origen y más o menos el mismo peso que aquel que me gusta perder en mis placeres. Jamás he hecho más caso de uno que de otro. Somos dueños de recuperar lo que hemos dado; jamás el derecho de disponer de sus hijos ha sido negado por ningún pueblo de la Tierra. Los persas, los medas, los armenios, los griegos lo disfruta­ban en toda su amplitud. Las leyes de Licurgo, el modelo de los legisladores, no sólo dejaban a los padres todos los derechos sobre sus hijos, sino que condena­ban incluso a muerte a aquellos que los padres no que­rían alimentar, o a los que estaban mal conformados. Una gran parte de los salvajes matan a sus hijos al poco de nacer. Casi todas las mujeres de Asia, de Africa y de América abortan sin que nadie las censure; Cook descubrió esta costumbre en todas las islas de los ma­res del Sur. Rómulo permitió el infanticidio; la ley de las Doce Tablas también lo toleró y, hasta Constantino, los romanos exponían o mataban impunemente a sus cria­turas. Aristóteles aconseja este supuesto crimen; la secta de los estoicos lo consideraba elogiable; todavía es muy practicado en China. Cada día se encuentran en las calles sobre los canales de Pekín más de diez mil in­dividuos inmolados o abandonados por sus padres, y sea cual sea la edad del hijo, en este sabio imperio, un padre, para librarse de él, sólo necesita ponerlo en manos de un juez. Según las leyes de los partos, se mataba al hijo, a la hija o al hermano, incluso en la edad núbil; César encontró esta costumbre generalizada entre los galos; varios pasajes del Pentateuco demues­tran que estaba permitido matar a los hijos en el pue­blo de Dios; y el propio Dios, en suma, se lo exigió a Abraham. Durante mucho tiempo se creyó, afirma un famoso moderno, que la prosperidad de los imperios dependía de la esclavitud de los hijos; esta opinión tenía como base los principios de la más sana razón. ¡Sería un contrasentido que un monarca se sintiera autorizado a sacrificar veinte o treinta mil súbditos suyos en un solo día por su propia causa, y un padre no pueda, cuando lo estime conveniente, convertirse en dueño de la vida de sus hijos! ¡Qué absurdo! ¡Qué inconsecuen­cia y qué debilidad en los que están atados a semejantes cadenas! La autoridad del padre sobre sus hijos, la única real, la única que ha servido de base a todas las demás, nos es dictada por la voz de la misma naturaleza, y el estudio profundo de sus operaciones nos ofrece en todos los instantes ejemplos de ello. El zar Pedro no dudaba en absoluto de este derecho; lo utilizó, y diri­gió una declaración pública a todas las jerarquías de su imperio por la que decía que, de acuerdo con las leyes divinas y humanas, un padre tenía el derecho total y absoluto de condenar a muerte a sus hijos, sin apela­ción ni consulta con nadie. Sólo en nuestra bárbara Francia una falsa y ridícula piedad creyó tener que arrumbar este derecho. No ––prosiguió Rodin acalora­damente––, no, amigo mío, jamás entenderé que un padre que quiso dar la vida no sea libre de dar la muerte. El valor ridículo que concedemos a esta vida es lo que nos hace disparatar el tipo de acción que lleva a un hombre a librarse de su semejante. Creyendo que la existencia es el mayor de los bienes, imaginamos estú­pidamente que es un crimen sustraerlo a los que la dis­frutan; pero el cese de esta existencia, o por lo menos lo que le sigue, no es un mal, de la misma manera que la vida no es un bien; o mejor dicho si nada muere, si nada se destruye, si nada se pierde en la naturaleza, si todas las partes descompuestas de cualquier cuerpo sólo espe­ran la disolución para reaparecer inmediatamente bajo nuevas formas, ¿qué indiferencia no habrá en la acción del homicidio, y cómo se osará considerarla mal? Aun­que sólo se debiera a mi sola fantasía, lo vería como algo de lo más simple: con mucha mayor razón cuando se hace necesaria para un arte tan útil a los hombres...
Cuando puede ofrecer luces tan grandes, ya no es un mal, amigo mío, ya no es una fechoría, es la mejor, la más sabia, la más útil de las acciones, y sólo en negár­sela podría existir un crimen.
––¡Ah! ––dijo Rombeau, lleno de entusiasmo por tan horribles máximas––, estoy de acuerdo contigo, querido mío. Me encanta tu sensatez, pero me asombra tu indi­ferencia, te creía enamorado.
––¡Yo! ¿Prendado de una joven?... Vamos, Rombeau, suponía que me conocías mejor; me sirvo de esas cria­turas cuando no tengo nada mejor; la extrema inclina ción que siento por los placeres del tipo que tú me ves saborear me hace apreciar todos los templos donde este tipo de incienso puede ofrecerse, y para multiplicarlos asimilo a veces una joven a un hermoso muchacho; pero por poco que uno de esos individuos hembras haya desgraciadamente alimentado demasiado tiempo mi ilusión, experimento una fuerte repugnancia, y sólo conozco un medio de satisfacerla deliciosamente... Ya me entiendes, Rombeau; Chilperico, el más voluptuoso de los reyes de Francia, pensaba lo mismo. Decía cla­ramente que en último término se podía utilizar una mujer, pero con la expresa condición de exterminarla una vez se hubiera gozado de ella.* Desde hace cinco años esta putita sirve a mis placeres: ya es hora de que pague el cese de mi ebriedad con el de su existencia.
* Ved una obrita titulada Los jesuitas de buen humor. (N. del A.)

La cena terminaba; por las actitudes de aquellos dos elementos, por sus frases, por sus actos, por sus prepa­rativos, por su estado, en fin, que bordeaba el delirio, vi perfectamente que no había un instante que perder, y que el momento de la destrucción de la desdichada Rosalie estaba fijado para aquella misma noche. Corro a la bodega, decidida a morir o a liberarla.
––Oh, querida amiga ––exclamé––, no podemos entre­tenernos ni un minuto... ¡esos monstruos!... es para esta noche... están a punto de llegar...
Y diciendo eso, hago los más violentos esfuerzos por derribar la puerta. Uno de mis empujones hace caer algo, acerco la mano, es la llave, la recojo, me apresuro a abrir... abrazo a Rosalie, la urjo a escapar, le digo que me siga, se precipita... ¡Santo cielo! estaba escrito que la virtud debía sucumbir, y que los sentimientos de la más tierna compasión serían duramente castigados... Rodin y Rombeau, informados por la gobernanta, apa­recen repentinamente; el primero cogió a su hija en el momento en que franqueó el umbral de la puerta, más allá de la cual sólo le faltaban unos pasos para hallar la libertad.
––¿Dónde vas, desgraciada? ––exclama Rodin dete­niéndola, mientras Rombeau se apodera de mí...–– ¡Vaya, vaya! ––prosigue mirándome––, ¡esta bribona es la que favorecía tu huida! Thérèse, éste es el resultado de tus grandes principios virtuosos... ¡arrebatar una hija a su padre!
––Sin duda ––contesté con firmeza––, y seguiré ha­ciéndolo mientras ese padre sea tan bárbaro como para conspirar contra los días de su hija.
––¡Ah, ah!, espionaje y seducción ––continuó Rodin––; ¡los vicios más peligrosos en una criada! Subamos, subamos, hay que juzgar ese caso.
Rosalie y yo, arrastradas por los dos malvados, subimos a los aposentos; las puertas se cierran. La des­dichada hija de Rodin es atada a las columnas de una cama, y toda la rabia de esos dementes se dirige contra mí; me veo abrumada por las más duras invectivas, y se dictan las más horribles sentencias; se trata nada menos que de diseccionarme en vida, para examinar los latidos de mi corazón, y realizar sobre esta parte unas observaciones impracticables sobre un cadáver. Mien­tras tanto me desnudan, y me convierto en la víctima de los manoseos más impúdicos.
––En primer lugar ––dice Rombeau––, soy de la opi­nión de atacar fuertemente la fortaleza que tus buenas acciones respetaron... ¡Es soberbia!, admira la suavidad, la blancura de esas dos medias lunas que impiden la entrada: no hubo jamás virgen más fresca.
––¡Virgen! Casi lo es ––dice Rodin––. Sólo una vez, a pesar suyo, la violaron, y a partir de entonces nada. Cédeme el lugar un instante...
Y el cruel introduce el homenaje de esas caricias duras y feroces que degradan al ídolo en lugar de hon­rarlo. Si allí hubiera habido varas, habría sido cruel mente tratada. Las mencionaron, pero no las encon­traron, se contentaron con lo que la mano es capaz de hacer; me dejaron en carne viva... cuanto más me defendía, más me sujetaban; y al ver, no obstante, que iban a decidirse por cosas más serias, me arrojé a los pies de mis verdugos, les ofrecí mi vida, y les pedí el honor.
––Pero si ya no eres virgen ––dijo Rombeau––, ¿qué importa? No serás culpable de nada, vamos a violarte como ya lo has sido, y por tanto ni el menor pecadillo sobre tu conciencia; te lo habrán arrebatado todo por la fuerza...
Y el infame, consolándome de tan cruel manera, ya me colocaba sobre un canapé.
––No ––dijo Rodin frenando la efervescencia de su compadre de quien yo estaba a punto de convertirme en víctima––, no, no perdamos nuestras fuerzas con esta criatura, piensa que no podemos dejar para otro momento las operaciones proyectadas sobre Rosalie, y necesitamos nuestro vigor para realizarlas: castiguemos de otro modo a esta desdichada. ––Diciendo esto, Rodin pone un hierro al fuego––. Sí ––prosigue––, castiguémosla mil veces más que si arrebatáramos su vida, marqué­mosla, manchémosla: este envilecimiento, unido a todas las cicatrices que tiene en el cuerpo, la llevará a la horca o a morir de hambre; por lo menos sufrirá hasta en­tonces, y nuestra venganza por más prolongada será más deliciosa.
Rombeau me coge, y el abominable Rodin me aplica debajo del hombro el hierro candente con que se señala a los ladrones.
––Y ahora que esta puta se atreva a que la vean ––prosigue el monstruo––, que se atreva, y mostrando esta letra ignominiosa, legitimaré suficientemente los motivos que me han llevado a despedirla con tanto se­creto y prontitud.
Me vendan, me visten, me tonifican con unas gotas de licor, y, aprovechando la oscuridad de la noche, los dos amigos me conducen al linde del bosque y allí me abandonan cruelmente, después de haberme mostrado una vez más el peligro de una recriminación, si me atrevo a realizarla en el estado de envilecimiento en que me hallo.
Cualquier otra persona se habría preocupado muy poco de esta amenaza; dado que me era posible demos­trar que el tratamiento que acababa de sufrir no era obra de ningún tribunal, ¿qué podía temer? Pero mi debili­dad, mi timidez natural, el miedo a mis infortunios de París y del castillo de Bressac, todo ello me aturdió y me asustó; sólo pensé en huir, mucho más afectada por el dolor de abandonar a una víctima inocente en manos de esos dos depravados dispuestos sin duda a inmolarla, que herida por mis propios males. Más horrorizada, más afligida que físicamente maltratada, me puse en mar­cha a partir de aquel mismo instante; pero, al no orien­tarme y no preguntar nada, no hice sino girar alrede­dor de París, y al cuarto día de mi viaje sólo me encontraba en Lieursaint. Sabiendo que ese camino podía llevarme a las provincias meridionales, decidí entonces seguirlo y alcanzar así, cuando pudiera, esas tierras lejanas, imaginándome que la paz y el reposo tan cruelmente negados en mi patria me esperaban quizás en el extremo de Francia. ¡Error fatal! ¡Cuántos infor­tunios me quedaban todavía por sufrir!
Por muchas penas que hubiera soportado hasta entonces, conservaba por lo menos mi inocencia. Víc­tima únicamente de los atentados de vacíos monstruos, prácticamente podía seguir creyéndome dentro de la clase de las jóvenes honradas. En realidad, sólo había sido realmente mancillada por una violación cometi­da cinco años atrás, cuyas huellas se habían cerrado... Una violación consumada en un instante en que mis sen­tidos abotargados ni siquiera me habían permitido sen­tirla. ¡.Qué más podía reprocharme? Nada, ay, nada sin duda, y mi corazón era puro; eso me enorgullecía en exceso, mi presunción tenía que ser castigada, y los ultrajes que me esperaban serían tales que pronto ya no me sería posible, por poco que participara en ellos, albergar en el fondo de mi corazón los mismos motivos de consuelo.
Esta vez llevaba toda mi fortuna encima: unos cien escudos, suma resultante de lo que había salvado de casa de Bressac y de lo que había ganado en la de Ro din. En el colmo de mi infortunio, seguía sintiéndo­me contenta de que no me hubieran arrebatado esos recursos; me congratulaba de que con la frugalidad, la templanza y la economía a las que estaba acostumbrada, con ese dinero me mantendría por lo menos hasta que me hallara en situación de conseguir alguna nueva colo­cación. La abominación que acababan de cometer con­migo no se veía; imaginaba que podría disimularla siem­pre y que esta mancha no me impediría ganarme la vida. Tenía veintidós años, buena salud, una cara que, para mi desdicha, sólo recibía elogios; unas virtudes que, aunque siempre me hubieran perjudicado, seguían consolándome, como acabo de deciros, y me hacían con­fiar en que al fin el cielo les concedería si no recom­pensa, por lo menos alguna interrupción a los males que me habían procurado. Llena de esperanza y de coraje, seguí mi camino hasta Sens, donde descansé unos días. En una semana me repuse por entero; tal vez podría encontrar una colocación en esa ciudad, pero imbui­da de la necesidad de alejarme, reanudé la marcha con la intención de buscar fortuna en. el Delfinesado; había oído hablar mucho de esa tierra, me imaginaba encon­trar en ella la felicidad. Veremos cómo lo conseguí.
En ninguna circunstancia de mi vida, me habían abandonado los sentimientos religiosos. Despreciando los vanos sofismas de los incrédulos, creyéndolos todos emanados del libertinaje mucho más que de una firme persuasión, les oponía mi conciencia y mi corazón, y en ambos encontré todo lo que necesitaba para respon­der a ellos. Forzada a menudo por mis desdichas a des­cuidar mis deberes piadosos, reparaba esos errores tan pronto como encontraba la ocasión.
Salí de Auxerre el 7 de agosto, jamás olvidaré la fe­cha; cuando había recorrido unas dos leguas, y el calor comenzaba a incomodarme, subí a una pequeña prominencia cubierta de un bosquecillo, poco alejada del camino, con la intención de refrescarme y dormitar un par de horas, con menos gasto que en una posada y mayor seguridad que en el camino real; me instalé al pie de una encina, y después de un almuerzo frugal, me entrego a las dulzuras del sueño. Lo había disfru­tado largo rato con tranquilidad, cuando al reabrirse mis ojos me complazco en contemplar el paisaje que se pre­senta a mí en la lontananza. En medio de un bosque, que se extendía a la derecha, creí ver a unas tres o cua­tro leguas de mí un pequeño campanario que se alzaba modestamente en el aire... «¡Amable soledad», me dije, «cómo envidio tu morada! Debes de ser el asilo de algu­nas dulces y virtuosas reclusas que sólo se ocupan de Dios... de sus deberes; o de algunos santos eremitas consagrados únicamente a la religión... Alejados de esta sociedad perniciosa en la que el crimen vigilando ince­santemente en torno de la inocencia la degrada y la aniquila... ¡Ah!, estoy segura de que todas las virtudes deben habitar ahí, y cuando los crímenes del hombre las exilian de la superficie de la Tierra, allí, en ese retiro solitario, es donde van a sepultarse en el seno de unos seres afortunados que las miman y las cultivan día a día.»
Estaba ensimismada en estas reflexiones, cuando una joven de mi edad, que pastoreaba unos corderos en la planicie, se ofreció de repente a mi vista; la interrogo sobre aquella morada, me dice que lo que veo es un convento de benedictinos, ocupado por cuatro soli­tarios cuya religión, continencia y sobriedad nada iguala. «Una vez por año», me dice la joven, «hay una peregri­nación a una Virgen milagrosa, de la que las personas piadosas obtienen cuanto quieren.» Singularmente con­movida por el deseo de ir cuanto antes a implorar algunas ayudas a los pies de esta santa Madre de Dios, le pregunto a la joven si ella quiere acompañarme a rezar; me contesta que le es imposible porque su madre la espera, pero que el camino es fácil. Me lo indica, me asegura que el superior de aquella casa, el más respeta­ble y el más santo de los hombres, me recibirá maravi­llosamente bien, y me ofrecerá todas las ayudas que pueda necesitar.
––Se llama padre Severino ––continuó la joven––; es italiano, pariente próximo del Papa que le colma de favores; es dulce, honesto, servicial, de cincuenta y cinco años de edad, de los que ha pasado más de dos tercios en Francia... Estaréis contenta, señorita ––prosiguió la pastora––; os edificaréis en esa santa soledad, y volve­réis de ella mejor que nunca.
Inflamando aún más ese relato mi celo, me resultó imposible resistir el violento deseo que sentía de visitar aquella santa iglesia y reparar allí con algunos actos piadosos las negligencias de que era culpable. Por mucha necesidad que tuviera yo misma de caridades, le di un escudo a la joven, y me puse en camino de Santa María de los Bosques: así se llamaba el convento al que diri­gía mis pasos.
Tan pronto como hube descendido a la llanura, ya no divisé el campanario; sólo tenía para guiarme el bos­que, y comencé entonces a creer que la lejanía de la que había olvidado de informarme era muy diferente al cálculo que había hecho de ella; pero nada me desa­nima, llego al límite del bosque, y viendo que todavía queda bastante luz, decido sumirme en él, imaginando siempre que conseguiría llegar al convento antes de la noche. Sin embargo ninguna traza humana se presenta ante mis ojos... Ni una casa, y por todo camino un sen­dero poco hollado que seguía al azar. Había ya re­corrido por lo menos cinco leguas y todavía no veía nada delante de mí, cuando, habiendo cesado el astro de ilu­minar por completo el universo, me pareció escuchar el tañido de una campana... Atiendo, camino hacia el ruido, me apresuro; el sendero se ensancha un poco, descubro al fin unos setos e, inmediatamente después, el convento. Nada tan agreste como aquella soledad, sin ninguna vivienda en la vecindad, la más próxima a seis leguas, y unos bosques inmensos rodeaban la casa por todos lados; estaba situada en una hondonada, había tenido que descender mucho para alcanzarla, y ésa era la razón que me había hecho perder de vista el campa­nario, una vez llegué a la llanura. La cabaña de un jar­dinero se levantaba junto a los muros del convento; allí había que dirigirse antes de entrar. Pregunto a esa espe­cie de portero si me permite hablar con el superior; se informa de qué quiero de él; le explico que un deber religioso me atrae a ese piadoso retiro, que me sentiría muy consolada de todos los esfuerzos realizados para llegar allí si pudiera arrojarme un instante a los pies de la milagrosa Virgen y de los santos eclesiásticos en cuya casa se conserva la divina imagen. El jardinero llama, y entra en el convento; pero como es tarde y los padres cenaban, tarda algún tiempo en regresar. Reaparece al fin con uno de los religiosos:
––Señorita ––me dice––, ahí tiene al padre Clément, ecónomo de la casa; viene a comprobar si lo que desea merece interrumpir al superior.
Clément, cuyo nombre no se ajustaba de ningún modo a su rostro, era un hombre de cuarenta y ocho años, de una gordura inmensa y una estatura gigantesca, la mirada sombría y feroz, que sólo se expresaba con palabras duras y voz ronca, una verdadera cara de sátiro, el exterior de un tirano; me eché a temblar... Entonces, sin que me fuera imposible impedirlo, el recuerdo de mis antiguos infortunios se ofreció en rasgos ensangren­tados a mi memoria turbada...
––¿Qué deseas? ––me dice el monje, con cara de pocos amigos––. ¿Te parece que éstas son horas de acu­dir a una iglesia con ese aire de aventurera que pre­sentas?
––Santo varón ––digo prosternándome––, he creído que siempre era hora de presentarse en la casa de Dios; vengo de muy lejos para llegar a ella, llena de fervor y de devoción, quiero confesarme si es posible, y cuando el interior de mi conciencia os sea conocido, veréis si soy digna o no de prosternarme ante los pies de la santa Imagen.
––Pero no es hora de confesarse ––dice el monje sua­vizándose––; ¿dónde pasarás la noche? No tenemos hos­picio... hubiera sido mejor que vinieras por la mañana.
Le cuento entonces los motivos que lo habían impe­dido, y, sin contestarme, Clément se fue a referirlo al superior. Unos minutos después, se abre la iglesia; el propio padre Severino sale a mi encuentro frente a la cabaña del jardinero, y me invita a entrar con 61 en el templo.
El padre Severino, del que conviene daros una idea inmediatamente, era un hombre de cincuenta y cinco años, tal como me habían dicho, pero con una hermosa fisonomía, el aspecto todavía lozano, de complexión vigorosa, membrudo como Hércules, y todo ello sin dureza; una especie de elegancia y de blandura reina­ba en su conjunto, y permitía ver que había debido poseer, en su juventud, todos los atractivos que forman un buen mozo. Tenía los ojos más hermosos del mundo, nobleza en las facciones, y el tono más honesto, gracioso y edu­cado. Un cierto acento agradable que no alteraba nin­guna de sus palabras permitía reconocer, sin embargo, su patria, y confieso que todas las gracias externas de ese religioso me repusieron un poco del miedo que me había ocasionado el otro.
––Querida hija ––me dijo graciosamente––, aunque la hora no sea adecuada, y no tengamos la costumbre de recibir tan tarde, oiré sin embargo tu confesión, y pen­saremos después en los medios de hacerte pasar la noche decentemente, hasta el momento en que mañana puedas saludar a la santa Imagen que te ha traído hasta aquí.
Entramos en la iglesia, las puertas se cierran, se enciende una lámpara cerca del confesonario. Severino me dice que me coloque; se sienta y me invita a con­fiarme a él con total seguridad.
Absolutamente tranquila con un hombre que me parecía tan dulce, después de haberme arrodillado, no le oculto nada. Le confieso todas mis faltas; le comu nico todos mis infortunios; le muestro incluso la marca vergonzosa con que me ha señalado el bárbaro Rodin. Severino lo escucha todo con la mayor atención, me hace incluso repetir algunos detalles con aire de piedad y de interés; pero, sin embargo, algunos gestos y algunas palabras lo traicionaron: ¡ay de mí!, sólo después me di cuenta; cuando me sentí más tranquila respecto a este acontecimiento, me resultó imposible no recordar que el monje se había permitido repetidas veces unos gestos que demostraban que la pasión tenía mucho que ver en las preguntas que me hacía, y que esas preguntas no sólo se detenían con complacencia en los detalles obscenos, sino que se demoraban incluso con afecta­ción sobre los cinco puntos siguientes:
Primero, si era cierto que yo era huérfana y nacida en París. Segundo, si era verdad que no tenía parientes, ni amigos, ni protección, ni nadie a quien pudiera escri bir. Tercero, si sólo había confiado a la pastora que me había hablado del convento la intención que tenía de ir allí, y si no había acordado con ella reencontrarme a la vuelta. Cuarto, si era cierto que no había visto a nadie después de mi violación, y si estaba segura de que el hombre que había abusado de mí lo había hecho tanto del lado que la naturaleza condena como del que per­mite. Quinto, si creía que no había sido seguida, y que nadie me había visto entrar en el convento.
Después de haber contestado a esas preguntas, con el aire más modesto, más sincero y más ingenuo, el monje, levantándose y cogiéndome de la mano, me dijo:
––¡Bien! Ven, hija mía, te proporcionaré la dulce satisfacción de comulgar mañana a los pies de la Ima­gen que acabas de visitar: comencemos por proveer tus primeras necesidades.
Y me lleva al fondo de la iglesia...
––¡Cómo! ––le dije entonces con una especie de inquietud que me dominaba a pesar mío...
–– ¡Cómo, padre! ¿En el interior del templo?
––¿Dónde si no, encantadora peregrina? ––me respon­dió el monje, introduciéndome en la sacristía...–– ¡Aca­so tienes miedo de pasar la noche con cuatro santos eremitas!... Oh, ya verás cómo encontraremos los me­dios de distraerte, querido ángel; y aunque no te procu­remos grandes placeres, por lo menos servirás a los nuestros en muy amplia medida.
Estas palabras me sobresaltan; un sudor frío se apo­dera de mí, me tambaleo; era de noche, ninguna luz guía nuestros pasos, mi imaginación horrorizada me hace ver el espectro de la muerte moviendo su guadaña sobre mi cabeza; mis rodillas flaquean... En este ins­tante el lenguaje del monje cambia de repente, me sos­tiene, insultándome:
––Puta ––me dice––, hay que seguir; no intentes aquí ni quejas ni resistencias, todo sería inútil.
Las crueles palabras me devuelven las fuerzas, siento que estoy perdida si desfallezco; me levanto...
––¡Ay, cielos! ––digo al traidor––, ¡tendré que ser de nuevo la víctima de mis buenos sentimientos, será de nuevo castigado como un crimen mi deseo de acer­carme a lo que la religión tiene de más respetable!...
Seguimos caminando, y nos metemos por pasillos oscuros de los que nada puede hacerme conocer la situación ni las salidas. Yo precedía al padre Severino; su respiración era profunda, no paraba de hablar; pare­cía borracho; de cuando en cuando, me paraba con el brazo izquierdo enlazado en torno a mi cuerpo, mien­tras su mano derecha, deslizándose por detrás debajo de mis faldas, recorría con impudor esa parte desho­nesta–– que, asimilándonos a los hombres, es el único objeto de los homenajes de aquellos que prefieren ese sexo en sus vergonzosos placeres. En varias ocasiones la boca del libertino se atreve incluso a recorrer esos lugares, hasta su reducto más secreto; después reanu­damos la marcha. Aparece una escalera; al cabo de treinta o cuarenta escalones, se abre una puerta, unos reflejos de luz golpean mis ojos, entramos en una sala fascinante y magníficamente iluminada; allí veo tres monjes y cuatro muchachas en torno a una mesa ser­vida por otras cuatro mujeres completamente desnudas: el espectáculo me hace temblar. Severino me empuja, y entro en la sala con él.
––Señores ––dice al entrar––, permitid que os presente un auténtico fenómeno. Aquí tenéis una Lucrecia que lleva a la vez sobre sus hombros la marca de las mujeres de mala vida, y en la conciencia todo el can­dor y toda la ingenuidad de una virgen... Una sola vio­lación, amigos míos, y de eso hace seis años; de modo que es casi una vestal... a decir verdad, como tal os la entrego... y, además, de las más hermosas... i Oh! Clé­ment, ¡cómo te perderás en esas bellas masas!... ¡qué elasticidad, amigo mío!, ¡qué encarnación!
––¡Ah!, ¡s...! ––dice Clément, medio borracho, levan­tándose y avanzando hacia mí––; el encuentro es agra­dable, y quiero examinar los hechos.
Os dejaré el menor tiempo posible en suspenso sobre mi situación, señora, dijo Thérèse, pero la nece­sidad en que estoy de describir las nuevas personas con las que me encuentro me obliga a cortar por un ins­tante el hilo del relato. Ya conocéis al padre Severino, y sospecháis sus gustos; ¡ay!, su depravación en esa materia era tal que jamás había saboreado otros pla­ceres; y ¡qué inconsecuencia, sin embargo, en las ope­raciones de la naturaleza, ya que junto a la extravagante fantasía de elegir únicamente los senderos, ese mons­truo estaba dotado de facultades tan gigantescas que hasta las rutas más holladas le hubieran parecido dema­siado estrechas!
Ya os dibujé antes el esbozo de Clément. Sumad, al exterior que he descrito, la ferocidad, la provocación, la trapacería más peligrosa, la intemperancia en todos los puntos, el ingenio satírico y mordaz, el corazón corrompido, los gustos crueles de Rodin con sus esco­lares, ningún sentimiento, ninguna delicadeza, ni pizca de religión, un temperamento tan gastado que desde hacía cinco años era incapaz de buscar otros placeres que aquellos que le aconsejaba la barbarie, y tendréis la más completa imagen de ese depravado.
Antonin, el tercer actor de las detestables orgías, tenía cuarenta años; pequeño, flaco, muy vigoroso, tan temiblemente dotado como Severino y casi tan malvado como Clément; entusiasta de los placeres de su cole­ga, pero por lo menos entregándose a ellos con una in­tención menos feroz; pues si Clément, al utilizar la extravagante manía, sólo tenía el objetivo de vejar y de tiranizar a una mujer, sin poder disfrutar de ella de otra manera, Antonin, usándolo con deleite en toda la pureza de la naturaleza, sólo ponía en práctica el episo­dio flagelante para dar a la que honraba con sus favores más fogosidad y más energía. El uno, en una palabra, era brutal por gusto, y el otro por refinamiento.
Jérôme, el más anciano de los cuatro solitarios, tam­bién era el más desenfrenado; todos los gustos, todas las pasiones, todas las desviaciones más monstruosas, se daban cita en el alma de ese fraile; juntaba a los ca­prichos de los demás el de gustarle recibir en su cuer­po lo que sus compañeros distribuían a las mujeres, y si azotaba (cosa que ocurría frecuentemente) era siem­pre a condición de ser tratado, a su vez, de igual manera; por otra parte, todos los templos de Venus le resultaban semejantes, pero como sus fuerzas comen­zaban a flaquear, prefería de todos modos, desde hacía unos años, aquel que, sin exigir nada del agente, dejaba al otro la tarea de despertar las sensaciones y producir el éxtasis. La boca era su templo favorito y, mientras se entregaba a sus placeres predilectos, una segunda mujer se ocupaba de excitarlo con ayuda de las varas. El _carácter de ese hombre era, además, tan hipócrita y tan malvado como el de los otros, y fuera cual fuese el aspecto que el vicio podía mostrar estaba seguro de encontrar seguidores y templos en esa infernal casa. Lo entenderéis más fácilmente, señora, cuando os explique cómo estaba montada. Se habían reunido unos fondos prodigiosos para dotar a la orden con ese retiro obsceno que contaba con más de cien años de antigüedad, y que estaba siempre ocupado por los cuatro religiosos más ricos, más prominentes de la orden, los de mejor cuna, y de un libertinaje harto importante como para exigir ser sepultados en ese oscuro refugio, del que jamás salía el secreto, como veréis después de las expli­caciones que restan por daros. Volvamos a los retratos.
Las ocho mujeres que se hallaban entonces en la cena eran tan dispares por la edad que me resultaría imposible haceros un retrato de conjunto; me veo necesariamente obligada a unos cuantos detalles. Esta sin­gularidad me asombró. Las describiré por el orden de su juventud.
La más joven de las mujeres tenía apenas diez años: una carita agraciada, bonitos rasgos, el aire humillado de su suerte, triste y asustada.
La segunda tenía quince años: la misma turbación en el semblante, el aire del pudor envilecido, pero una cara encantadora, y en su conjunto muy seductora.
La tercera tenía veinte años: digna de un pintor, rubia, los más bellos cabellos del mundo, de finas fac­ciones, regulares y dulces; parecía la más domesticada.
La cuarta tenía treinta años: era una de las más bellas mujeres que jamás había visto; adornada con el candor, la honestidad, la decencia en el porte, y todas las virtudes de un alma dulce.
La quinta era una mujer de treinta y seis años, pre­ñada de tres meses; morena, muy vivaracha, con her­mosos ojos, pero que había perdido, por lo que me pareció, cualquier remordimiento, cualquier decencia, cualquier comedimiento.
La sexta era de la misma edad: gruesa como una torre, alta en proporción, con bellos rasgos, un autén­tico coloso cuyas formas estaban degradadas por la gor­dura. Como estaba desnuda cuando la vi, distinguí fá­cilmente que no había una sola parte de su enorme cuerpo que no mostrara la huella de la brutalidad de los depravados cuyos placeres le hacía servir su mala estrella.
La séptima y la octava eran dos bellísimas mujeres de unos cuarenta años.
Prosigamos ahora la historia de mi llegada a aquel impuro lugar.
Como ya os he dicho, entre todos avanzaron hacia mí; Clément es el más atrevido y su infecta boca no tarda en pegarse a la mía; me aparto con horror, pero me dan a entender que todas mis resistencias no son más que remilgos inútiles, y que lo mejor que puedo hacer es imitar a mis compañeras.
––Ya puedes imaginar ––me dice el padre Severino­–– que no serviría de nada intentar resistirte en el retiro inabordable en que te hallas. Dices que has pasado muchas desgracias; para una joven virtuosa faltaba, sin embargo, la mayor de todas ellas en la lista de tus infor­tunios. ¿No era ya hora de que esa altiva virtud naufra­gara?, ¿es posible seguir siendo casi virgen a los vein­tidós años? Aquí tienes compañeras que, como tú, quisieron resistirse al entrar y que, como tú harás pru­dentemente, acabaron por someterse cuando vieron que su defensa sólo podía llevarlas a malos tratos. Pues es bueno decírtelo, Thérèse ––continuó el superior, mos­trándome disciplinas, varas, férulas, azotes, cuerdas y otras mil variedades de instrumentos de tortura...––. Sí, es bueno que lo sepas: eso es lo que utilizamos con las muchachas rebeldes; tú misma comprobarás si merece la pena que te convenzamos de ello. Por otra parte, ¿qué reclamarías aquí? ¿La equidad?, no la conocemos; ¿la humanidad?, nuestro único placer es violar sus leyes; ¿la religión?, no existe para nosotros, nuestro desprecio por ella aumenta debido a que la conocemos más; ¿parientes... amigos... jueces? No hay nada de todo eso en este lugar, querida muchacha; sólo encontrarás aquí el egoísmo, la crueldad, el desenfreno, y la impiedad más argumentada. De modo que tu única salida es la sumisión más absoluta; dirige tus miradas al asilo impe­netrable en que te encuentras, jamás ningún mortal apa­reció por estos lugares; aunque el convento fuera tomado, registrado, quemado, nadie descubriría este retiro: es un pabellón aislado, enterrado, rodeado por todas partes por seis muros de un increíble espesor, y tú estás en él, hija mía, en medio de cuatro libertinos que seguramente no tienen ganas de perdonarte nada y a los que tus ruegos, tus lágrimas, tus palabras, tus genuflexiones o tus gritos sólo conseguirán excitar más. ¿A quién recurrirás, por consiguiente? ¿Será a ese Dios al que acabas de implorar con tanto celo, y que, para recompensarte de tu fervor, te precipita aún con mayor decisión en la trampa? ¿A ese Dios quimérico al que nosotros mismos ofendemos aquí cada día insultando sus vanas leyes?... Date cuenta de una vez, Thérèse, de que no existe ningún poder, sea cual sea la naturaleza que quieras suponerle, que pueda conseguir arrancarte de nuestras manos, y no existe, ni en el orden de las cosas posibles ni en el de los milagros, ningún tipo de medio que pueda conseguirte conservar por más tiempo esta vir­tud de la que te sientes tan orgullosa; que pueda, en fin, im­pedir que te conviertas en todos los sentidos, y de todas las maneras, en víctima propiciatoria de los excesos libi­dinosos a los que los cuatro vamos a abandonarnos con­tigo... Así que desnúdate, puta, ofrece tu cuerpo a nues­tras lujurias, que sea mancillado al instante, o los tratos mas crueles te demostrarán los riesgos en que incurre una miserable como tú al desobedecernos.
Sentía que este discurso... esta orden terrible me dejaba sin recursos; pero ¿no me habría convertido en culpable si no intentara lo que me sugería mi corazón, y aun permitía mi estado? Así que me arrojo a los pies del padre Severino, utilizo toda la elocuencia de un alma desesperada, para suplicarle que no abuse de mi situa­ción. Los lloros más amargos acaban por inundar sus rodillas, y me atrevo a intentar con ese hombre cuanto imagino de más fuerte, cuanto creo más patético... ¿De qué servía todo ello, Dios mío? ¿Acaso podía yo igno­rar que las lágrimas son un incentivo más a los ojos del libertino?, ¿podía dudar de que todo lo que hiciera para conmover a esos bárbaros no conseguiría más que excitarlos?...
––Atrápala... ––dice Severino enfurecido––, apodérate de ella, Clément, que se desnude en un minuto, y que aprenda que entre personas como nosotros la compa­sión no sirve para sofocar la naturaleza.
Clément echa espumarajos; mis . resistencias lo habían enardecido; me atrapa con un movimiento seco y nervioso; salpicando sus frases y sus gestos con espan tosas blasfemias, en un minuto hace saltar mis ropas. ––Hermosa criatura ––dice el superior paseando sus dedos por mis caderas––; ¡que me aplaste Dios si jamás he visto otra mejor hecha! Amigos ––prosigue el mon­je––, pongamos orden en nuestras acciones; ya conocéis nuestras fórmulas de acogida, que las sufra todas, sin la menor excepción. Y que mientras tanto las otras ocho mujeres se coloquen alrededor de nosotros, para pre­venir las necesidades, o para excitarlas.
Inmediatamente forman un círculo, me sitúan en el centro, y allí, durante más de dos horas, soy examinada, valorada, manoseada por los cuatro frailes, recibiendo sucesivamente de cada uno de ellos elogios o críticas.

––Me permitiréis, señora, ––dijo sonrojándose nues­tra bella prisionera––, ocultaros una parte de los deta­lles obscenos de la odiosa ceremonia. Que vuestra ima­ginación suponga todo lo que el desenfreno puede dictar en tal caso a unos malvados; que los vea pasar sucesi­vamente de mis compañeras a mí, comparar, relacio­nar, confrontar, discurrir, y sólo obtendrá verosímil­mente una débil imagen de lo que realizaron en estas primeras orgías, muy suaves, sin duda, en comparación con todos los horrores que no tardaría en experimentar.
––Vamos ––dice Severino cuyos deseos prodigiosa­mente exaltados ya no pueden contenerse, y que en este horrible estado parece un tigre dispuesto a devorar a su víctima––, que cada uno de nosotros la someta a su pla­cer favorito.
Y el infame, colocándose en un canapé en la acti­tud propicia para sus execrables proyectos, haciéndome sostener por dos de sus frailes, intenta solazarse con­migo de aquella manera criminal y perversa que sólo nos hace semejarnos al sexo que no poseemos degra­dando el propio. Pero, o ese impúdico está demasia­do vigorosamente dotado, o la naturaleza se rebela en mí ante la mera sospecha de esos placeres: no consigue vencer los obstáculos; tan pronto como se presenta, es inmediatamente rechazado... Abre, empuja, desgarra, todos sus esfuerzos son inútiles; el furor de ese mons­truo se dirige contra el altar que sus deseos no pueden alcanzar; lo golpea, lo pellizca, lo muerde. Nuevas posi­bilidades nacen del seno de tales brutalidades; las carnes reblandecidas ceden, el sendero se entreabre, el ariete penetra. Yo lanzo unos gritos espantosos. La masa entera no tarda en ser engullida, y la culebra, arrojando inmediatamente un veneno que le arrebata las fuerzas, cede finalmente, llorando de rabia, a los movimientos que yo hago para soltarme. En toda mi vida no había sufrido tanto.
Se adelanta Clément; está armado con varas; sus pérfidas intenciones estallan en sus ojos:
––Me toca a mí ––le dice a Severino––, me toca a mí vengaros, padre mío; me toca a mí corregir a esta pécora por resistirse a vuestros placeres.
No necesita que nadie me sostenga; uno de sus brazos me rodea y me aprieta contra una de sus rodi­llas, de manera que, presionando mi vientre, pone mas al descubierto lo que servirá a sus caprichos. Al princi­pio tantea sus golpes, parece que sólo tenga la inten­ción de prepararse; pronto, inflamado de lujuria, el depravado golpea con todas sus fuerzas: nada queda a salvo de su ferocidad; de la mitad de las caderas hasta las pantorrillas, todo es recorrido por el traidor; atre­viéndose a mezclar el amor con esos crueles momentos, su boca se pega a la mía y quiere absorber los suspiros que los dolores me arrancan... Mis lágrimas corren, las devora, sucesivamente besa y amenaza, pero sigue gol­peando; mientras actúa, una de las mujeres le excita; arrodillada delante de él, lo trabaja diferentemente con cada una de sus manos, y cuanto más lo consigue, con más violencia me llegan sus golpes. Estoy a punto de ser desgarrada cuando nada anuncia todavía el final de mis males: de nada sirve que se prodigue por todas partes. El final que yo espero sólo dependerá de su deli­rio. Una nueva crueldad lo determina: mi pecho está a la merced de ese hombre brutal, le excita, hunde en él sus dientes, el antropófago lo muerde: este exceso pro­voca la crisis, el incienso se escapa. Unos gritos espan­tosos y unas terribles blasfemias han señalado su arre­bato, y el fatigado monje me abandona a Jérôme.
No seré más peligroso para tu virtud que Clément ––me dice el libertino acariciando el altar ensangrentado donde acaba de sacrificar el otro fraile––, pero quiero besar esos surcos; si yo también soy capaz de entre­abrirlos, les debo algún honor. Quiero aún más ––prosi­gue; hundiendo uno de sus dedos en el lugar donde se había metido Severino––, quiero que la gallina ponga, y quiero devorar su huevo... ¿Está ahí?... ¡Sí, pardiez!... ¡Oh, hija mía, qué delicado es!...
Su boca sustituye los dedos... Me explican lo que tengo que hacer, lo hago con asco. En la situación en que me encuentro, ¡ay de mí, no me está permitido negarme! El indigno está contento... traga, y después, haciéndome arrodillar delante de él, se pega a mí en esa posición; su ignominiosa pasión se satisface en un lugar que me impide cualquier protesta. Mientras actúa así, la mujer gorda lo azota, y otra, situada a la altura de su boca, cumple el mismo deber al que yo he aca­bado de ser sometida.
No basta ––dice el infame––, quiero que cada una de mis manos... siempre nos quedamos cortos...
Las dos jóvenes más bonitas se acercan, obedecen: estos son los excesos a que la saciedad ha conducido a Jérôme. En cualquier caso, las impurezas le llenan de felicidad, y mi boca, al cabo de media hora, recibe final­mente, con una repugnancia que os será fácil adivinar, el asqueroso homenaje de aquel hombre depravado.
Aparece Antonin.
––Vamos a ver ––dice–– esta virtud tan pura; estro­peada por un solo asalto, ya no debe notarse.
Sus armas están en ristre, se serviría gustosamente de los procedimientos de Clément. Ya os he dicho que la fustigación activa le gusta tanto como al otro monje, pero como está apresurado le parece suficiente el estado en que me ha dejado su compañero. Me examina, dis­fruta, y dejándome en la postura que todos ellos pre­fieren, manosea un instante las dos medias lunas que impiden la entrada. Zarandea furiosamente los pórticos del templo, no tarda en llegar al santuario: el asalto, aunque tan violento como el de Severino, realizado en un sendero menos estrecho, no es sin embargo tan rudo de soportar. El vigoroso atleta coge mis dos caderas, y supliendo los movimientos que yo no puedo hacer me sacude contra su cuerpo con vigor; diríase, por los esfuerzos redoblados de ese Hércules, que, no contento con ser dueño de la plaza, quiere reducirla a polvo. Unos ataques tan terribles, y tan nuevos para mí, me hacen sucumbir; pero, sin inquietarse por mis penas, el cruel vencedor sólo piensa en aumentar sus placeres; todo le circunda, todo le excita, todo contribuye a sus voluptuosidades. Frente a él, subida a mis caderas, la joven de quince años, con las piernas abiertas, ofrece a su boca el mismo altar en el que realiza su sacrificio conmigo, sorbe gustosamente el precioso jugo de la naturaleza cuya emisión acaba ésta de conceder a la chi­quilla. Una de las viejas, arrodillada delante de las caderas de mi vencedor, las mueve, y avivando sus deseos con su lengua impura, consigue su éxtasis, mien­tras que para calentarse aún más el libertino excita a una mujer con cada una de sus manos. No hay uno de sus sentidos que no sea provocado, ni uno que no con­tribuya a la perfección de su delirio; lo alcanza, pero mi constante horror por todas sus infamias me impide compartirlo... Lo consigue solo, sus gestos, sus gritos, todo lo anuncia, y me siento inundada, a pesar mío, por las pruebas de una llama que sólo contribuyo a encender en una sexta parte. Me desplomo finalmente sobre el trono donde acabo de ser inmolada, sintiendo única­mente mi existencia a través del dolor y de las lágri­mas... de la desesperación y de los remordimientos...
Entonces el padre Severino ordena a las mujeres que me den de comer, pero muy lejos de prestarme a estas atenciones, un acceso de furiosa pena asalta mi alma. Yo, que ponía toda mi gloria, toda mi felicidad, en mi virtud, yo, que me consolaba de todos los males de la fortuna, con tal de ser siempre decente, no puedo sopor­tar la horrible idea de verme tan cruelmente mancillada por aquellos de quienes debía esperar el máximo so­corro y consuelo: mis lágrimas manan en abundancia y mis gritos hacen resonar la bóveda. Ruedo por los suelos, me golpeo los pechos, me meso los cabellos, invoco a mis verdugos, y les suplico que me den muerte... ¿Creeréis, señora, que tan espantoso espec­táculo sólo consigue excitarlos más?
––¡Ah! ––dice Severino––, nunca he disfrutado de una escena más hermosa. Ved, amigos míos, en qué estado me pone; es increíble lo que consiguen de mí los do­lores femeninos.
––Sigamos con ella ––dice Clément––, y para enseñarle a gritar de este modo que, en este segundo asalto, la bribona sea tratada con mayor crueldad.
Dicho y hecho; Severino toma la iniciativa pero, por mucho que dijera, sus deseos necesitaban un grado de excitación superior, y, sólo después de haber utilizado los crueles medios de Clément, consiguió reunir las fuerzas necesarias para la realización de su nuevo cri­men. ¡Qué exceso de ferocidad, Dios mío! ¡Cómo era posible que esos monstruos la llevaran al punto de ele­gir el instante de una crisis de dolor moral por la vio­lencia que sentía para hacerme sufrir otro dolor fisico tan bárbaro!
––Sería injusto que no utilizara como principal con esta novicia lo que tanto nos sirve como accesorio ––dice Clément comenzando a actuar––, y os aseguro que no la trataré mejor que vosotros.
––Un momento ––dice Antonin al superior al que veía a punto de cogerme de nuevo––; mientras vuestro celo va a exhalarse en las partes traseras de esta hermo­sa joven, me parece que yo puedo incensar al Dios opuesto; la pondremos entre los dos.
Me colocan de tal manera que todavía puedo ofre­cer la boca a Jérôme; se lo exigen. Clément se coloca en mis manos; me veo obligada a masturbarlo. Todas las sacerdotisas rodean el espantoso grupo. Cada una de ellas presta a los actores lo que sabe que más debe enardecerlo. Sin embargo, yo soporto todo; el peso en­tero recae exclusivamente sobre mí. Severino da la señal, los tres restantes no tardan en seguirle, y ya me tenéis, por segunda vez, indignamente mancillada por las prue­bas de la repugnante lujuria de unos indignos bribones.
––Es más que suficiente para un primer día ––dice el superior––; ahora hay que demostrarle que sus compa­ñeras no son mejor tratadas que ella.
Me suben a un sillón elevado, y, desde allí, me veo obligada a presenciar los nuevos horrores con los que terminan las orgías.
Los frailes forman un pasillo; todas las hermanas desfilan delante, y reciben un azote de cada uno de ellos; después son obligadas a excitar sus verdugos con la boca mientras éstos las atormentan y las insultan.
La más niña, la de diez años, se coloca sobre el ca­napé, y cada religioso acude a hacerle sufrir el suplicio que prefiera; a su lado se pone la joven de quince años, con la que aquel que acaba de infligir el castigo debe disfrutar inmediatamente a su capricho; hace de como­dín: la mas vieja debe acompañar al fraile que actúa, a fin de servirle, bien en esta operación, bien en el acto que debe concluirla. Severino sólo utiliza la mano para golpear a la que se le ofrece, y corre a englutirse en el santuario que le deleita y que le presenta la que han co­locado a su lado; armada con un manojo de ortigas, la vieja le devuelve lo que acaba de hacer; del interior de esas dolorosas titilaciones nace la ebriedad del libertino... Preguntado si se consideraría cruel, aducirá que no ha he­cho nada que él mismo no haya previamente soportado.
Clément pellizca levemente las carnes de la chiqui­lla: el goce ofrecido al lado le resulta prohibido, pero le tratan como él ha tratado; y deja a los pies del ídolo el incienso que ya no tiene fuerzas para arrojar dentro del santuario.
Antonin se divierte magullando fuertemente las partes carnosas del cuerpo de su víctima; excitado por los saltos que da, se abalanza a la parte ofrecida a sus placeres predilectos. Es, a su vez, magullado y golpeado, y su ebriedad es el fruto de los tormentos.
El viejo Jérôme sólo se sirve de sus dientes, pero cada mordisco deja una huella de la que la sangre mana inmediatamente; después de una docena, el comodín le presenta la boca; satisface en ella su furia, mientras que él mismo es mordido con idéntica fuerza.
Los monjes beben y recuperan las fuerzas.
La mujer de treinta y seis años, preñada de tres meses, tal como os he contado, es encaramada sobre un pedestal de ocho pies de altura, en el que sólo puede colocar una pierna, viéndose obligada a tener la otra sus­pendida en el aire; a su alrededor hay unos colchones rellenos de espinos, de acebos, de abrojos, de tres pies de espesor; y se le ha dado una vara flexible para sos­tenerse. Es fácil ver, por una parte, el esfuerzo que pone en no caer, y, por otra, la imposibilidad de mantener el equilibrio: esta alternativa divierte a los frailes. Alineados los cuatro a su alrededor, cada uno de ellos tiene una o dos mujeres que los excitan de maneras diversas durante el espectáculo. Por muy embarazada que esté, la desdichada permanece en esa actitud durante un cuarto de hora; al fin le fallan las fuerzas, cae sobre los espinos, y nuestros malvados, borrachos de lujuria, ofre­cerán por última vez sobre su cuerpo el abominable homenaje de su ferocidad... Luego se retiran.
El superior me confia a manos de aquella mujer, de treinta años de edad, de la que ya os he hablado: la llamaban Omphale. Le habían asignado el cometido de instruirme y de instalarme en mi nuevo domicilio, pero aquella primera noche no vi ni escuché nada. Anonadada y desesperada, sólo quería reposar un poco. Des­cubrí en la habitación adonde me destinaba a otras mujeres que no estuvieron en la cena; dejé para el día siguiente el examen de todos esos nuevos cuerpos, y sólo me ocupé de buscar un poco de descanso. Om­phale me dejó tranquila, y se acostó en su cama. Así que estoy en la mía, todo el horror de mi suerte se pre­senta aún más vivamente ante mí; no acababa de creerme todas las abominaciones que había sufrido, ni aquellas de las que había sido testigo. ¡Ay de mí!, si alguna vez mi imaginación se había extraviado por esos placeres, yo los creía castos como el Dios que los ins­piraba, ofrecidos por la naturaleza para servir de con­suelo a los humanos, los suponía nacidos del amor y de la delicadeza. Estaba muy lejos de creer que el hom­bre, a ejemplo de los animales feroces, sólo pudiera dis­frutar haciendo temblar a su compañera... Después, vol­viendo sobre la fatalidad de mi suerte... «¡Oh, justo cielo!», me decía, «¡así que ahora es absolutamente cierto que ningún acto virtuoso emanará de mi corazón sin que vaya inmediatamente seguido de un dolor! ¿Y qué daño hacía yo, Dios santo, deseando cumplimentar en este convento algunos deberes religiosos? ¿He ofen­dido al cielo por querer rezar? ¡Incomprensibles desig­nios de la Providencia, dignaos», proseguí, «mostraros a mis ojos si no queréis que me rebele contra voso­tros!» Unas amargas lágrimas siguieron a estas reflexio­nes, y todavía estaba inundada por ellas cuando se hizo de día; entonces Omphale se acercó a mi cama.
––Querida compañera ––me dijo––, vengo a exhortarte que tengas valor. Yo lloré como tú los primeros días, y ahora me he acostumbrado. Tú te acostumbrarás como yo he hecho. Los comienzos son terribles. No es úni­camente la necesidad de satisfacer las pasiones de esos depravados lo que constituye el suplicio de nuestra vida, es la pérdida de nuestra libertad, la manera cruel con que se nos trata en esta espantosa casa.
Los infelices se consuelan al ver a otros a su lado. Por agudos que fueran mis dolores, los mitigué un ins­tante, para rogar a mi compañera que me informara de los males que debía esperar.
––Un momento ––me dijo mi maestra––, levántate, comencemos por recorrer nuestro retiro, contempla a las nuevas compañeras, y después hablaremos.
Obedeciendo los consejos de Omphale, vi que estaba en una cámara muy grande en la que había ocho camitas de indiana bastante limpias; al lado de cada cama había un cuarto de aseo, pero todas las ventanas que iluminaban tanto los cuartos como la cámara dista­ban dos metros del suelo y estaban provistos de barrotes por dentro y por fuera. En el centro de la cámara prin­cipal había una gran mesa clavada en el suelo, para comer o para trabajar; tres puertas más forradas de hierro cerraban la cámara; ninguna cerradura a nuestro lado, cerrojos enormes al otro.
––¿Esta es nuestra prisión? ––le dije a Omphale.
––¡Sí, querida mía! ––me contestó––; es nuestra única vivienda; las ocho mujeres restantes tienen cerca de aquí una cámara semejante, y sólo nos comunicamos cuando les place a los monjes reunirnos.
Entré en el cuarto de aseo que me estaba destinado; ocupaba unos tres metros cuadrados; la luz procedía, como en la otra habitación, de una ventana altísima y totalmente recubierta de hierro. Los únicos muebles eran un bidé, un lavabo y un retrete. Salí; mis compa­ñeras, impacientes por verme, me rodearon; eran siete: yo hacía la octava. Omphale, que vivía en la otra cámara, sólo estaba en ésta para instruirme; se queda­ría allí si yo lo quería, y una de las de esta cámara la sustituiría en la suya; exigí este arreglo, y así se hizo. Pero antes de pasar al relato de Omphale, me parece esencial describiros las siete nuevas compañeras que me deparaba la suerte; lo haré por orden de edad, como en el caso de las primeras.
La más joven tenía doce años, una fisonomía muy viva y muy graciosa, los más hermosos cabellos y la boca más bonita.
La segunda tenía dieciséis años; era una de las rubias más hermosas que nunca había visto, unas fac­ciones realmente deliciosas, y todas las gracias, toda la gentileza de su edad, mezcladas con una especie de expresión, fruto de su tristeza, que la hacía aún mil veces más bella.
La tercera tenía veintitrés años; muy bonita, pero un exceso de descaro y de impudor degradaba, en mi opinión, los encantos con que la había dotado la natu­raleza.
La cuarta tenía veintiséis años; estaba moldeada como una Venus; con unas formas, sin embargo, un tanto exageradas; una blancura deslumbrante; la fiso nomía dulce, franca y risueña, hermosos ojos, la boca un poco grande, pero con una dentadura admirable, y soberbios cabellos rubios.
La quinta tenía treinta y dos años; estaba preñada de cuatro meses, un rostro ovalado, un poco triste, con grandes ojos llenos de expresión, muy pálida, una salud delicada, una voz tierna, y escasa lozanía; li­bertina por naturaleza: se agotaba, me dijeron, a sí misma.
La sexta tenía treinta y tres años; una mujer alta, bien plantada, el rostro más hermoso del mundo, bellas carnes.
La séptima tenía treinta y ocho años; un auténtico modelo de estatura y de belleza; era la decana de mi cámara; Omphale me previno de su maldad, y princi­palmente del gusto que sentía por las mujeres.
––Ceder es la auténtica manera de gustarle ––me dijo mi compañera––; resistírsele es concitar sobre la propia cabeza todos los males que pueden afligirnos en esta casa. Ya verás qué haces.
Omphale pidió a Ursule, que así se llamaba la decana, permiso para instruirme; Ursule le consintió con la condición de que fuera a besarla. Me acerqué a ella: su lengua impura quiso reunirse con la mía, mientras sus dedos se empeñaban en provocar unas sensaciones que estaba muy lejos de conseguir. A pesar mío, sin embargo, tuve que prestarme a todo, y cuando creyó haber vencido, me despidió a mi cuarto de aseo, donde Omphale me habló de la siguiente manera:
––Todas las mujeres que viste ayer, querida Thérèse, y las que acabas de ver, se dividen en cuatro clases de cuatro mujeres cada una de ellas. La primera es llamada la clase de la infancia: abarca las mujeres desde la más tierna edad hasta los dieciséis años; las distingue un traje blanco.
»La segunda clase, cuyo color es el verde, se llama la clase de la juventud; comprende las mujeres de die­ciséis a veinte años.
»La tercera clase es la edad del juicio; viste de azul; va de los veintiuno a los treinta; es en la que estamos nosotras dos.
»La cuarta clase, vestida de castaño dorado, está des­tinada a la edad madura; la forman todas las que pasan de los treinta años.
»Estas mujeres o bien se mezclan indistintamente en las cenas de los reverendos padres, o aparecen allí por clases: todo depende del capricho de los frailes, pero, al margen de las cenas, están mezcladas en las dos cámaras, como puedes juzgar por las que ocupan la nuestra.
»La instrucción que tengo que darte, me dijo Om­phale, se resume en cuatro capítulos principales: en el primero trataremos de lo que se refiere a la casa; en el segundo, pondremos lo que concierne al comporta­miento de las mujeres, sus castigos, su nutrición, etcé­tera, etcétera; el tercer capítulo te instruirá acerca de la organización de los placeres de los monjes, de la mane­ra como las mujeres lo ejecutan; el cuarto te expondrá la historia de las bajas y de los cambios.
»No te describiré en absoluto, Thérèse, los alrede­dores de esta horrible casa, los conoces tan bien como yo; te hablaré sólo del interior; me lo han mostrado a fin de que pueda dar su imagen a las recién llegadas, de cuya educación me encargo, y quitarles mediante esta descripción cualquier deseo de evadirse. Ayer, Severino te explicó una parte: no te engañó en absoluto, querida mía. La iglesia y el pabellón contiguo forman lo que es propiamente el convento; pero tú ignoras cómo está situado el cuerpo de edificio que habitamos, cómo se llega a él; es así. En el fondo de la sacristía, detrás del altar, hay una puerta oculta en el revestimiento de madera que se abre mediante un resorte; esa puerta es la entrada de un estrecho pasillo, tan oscuro como largo, con unas sinuosidades que tu terror al entrar te impi­dieron, sin duda, descubrir; al principio ese pasillo des­ciende, porque es preciso que pase debajo de un foso de diez metros de profundidad, luego sube a lo lar­go de la anchura del foso, y sólo queda a seis pies debajo del suelo; así es como llega a los subterráneos de nues­tro pabellón, alejado del otro aproximadamente un cuarto de legua. Seis espesos recintos impiden que sea posible descubrir el alojamiento, incluso para alguien encaramado al campanario de la iglesia; la razón de eso es muy sencilla: el pabellón es muy bajo, no alcanza los ocho metros, y los recintos, compuestos unos de murallas, otros de seto vivo muy espeso, tienen cada uno de ellos más de quince de altura: desde cualquier lugar que se mire, esta parte sólo puede ser tomada, por tanto, como un bosquecillo, pero jamás como una vivienda; tal como acabo de decir, la salida del oscuro pasillo que te he mencionado se efectúa por una tram­pilla que da a los subterráneos, y de la que es imposible que te acuerdes por el estado en que debías estar al cruzarla. Este pabellón, querida mía, se compone en conjunto de unos subterráneos, una planta baja, un entresuelo y un primer piso; la parte superior es una bóveda muy espesa cubierta por una cubeta de plomo llena de tierra, en la que están plantados unos arbustos siempre verdes que, combinando con los setos que nos rodean, confieren al conjunto un aspecto de macizo aún más real. El subterráneo consta de una gran sala en el centro y ocho gabinetes alrededor, dos de los cuales sir­ven de calabozos para las mujeres que han merecido tal castigo, y los seis restantes de bodegas; encima se encuentran la sala de las cenas, las cocinas, las anteco­cinas, y dos gabinetes donde van los frailes cuando quie­ren aislar sus placeres y saborearlos con nosotras, al margen de las miradas de sus compañeros. El entresuelo se compone de ocho cámaras, cuatro de las cuales dis­ponen de un cuarto de baño; son las celdas donde duer­men los monjes, y donde nos introducen cuando su lubricidad nos destina a compartir sus camas; las otras cuatro son las de los hermanos legos, uno de los cuales es nuestro carcelero, el segundo el criado de los frailes, el tercero el cirujano, que tiene en su celda cuanto se necesita para las necesidades urgentes, y el cuarto el cocinero; estos cuatro hermanos son sordomudos; así que dificilmente esperarás de ellos, como ves, consuelo o ayuda; además, jamás se paran con nosotras, y nos está prohibidísimo hablarles. La parte superior del entre­suelo forma los dos serrallos; absolutamente idénticos entre sí; son, como ves, una gran cámara en la que hay ocho cuartos de aseo. Así que imagina, querida hija, en el supuesto de que rompiéramos las rejas de nuestras ventanas, y bajáramos por ellas, todavía estaríamos lejos de poder escapar, ya que restarían por franquear cinco setos vivos, una gruesa muralla y un amplio foso: si lle­gáramos a vencer estos obstáculos, ¿dónde daríamos entonces? En el patio del convento que, cuidadosamen­te cerrado, no nos ofrecería tampoco en un primer momento una salida muy segura. Confieso que otro medio de evasión, menos peligroso quizá, consistiría en encontrar en los subterráneos la boca del pasillo que conduce a él; pero ¿cómo llegar a esos subterráneos, perpetuamente encerradas como estamos? E incluso en el caso de que halláramos esa abertura, lleva a un rin­cón perdido, desconocido por nosotras y protegido asi­mismo por rejas cuya llave sólo tienen ellos. Y si pese a todo llegáramos a vencer todos estos inconvenientes y alcanzáramos el pasadizo, no por ello el camino sería más seguro para nosotras; está lleno de trampas que sólo ellos conocen, y en las que quedarían inevitable­mente atrapadas las personas que quisieran recorrerlo sin ellos. Así pues, hay que renunciar a la evasión, es imposible, Thérèse; cree que si fuera practicable, hace mucho tiempo que yo habría abandonado este detesta­ble lugar, pero no se puede. Los que están aquí sólo salen con la muerte; y de ahí nace la impudicia, la crueldad y la tiranía con que nos tratan esos malvados; nada les inflama, nada les excita más la imaginación que la impunidad que les promete este inabordable retiro; seguros de no tener más testigos de sus ex­cesos que las mismas víctimas que los satisfacen, con­vencidísimos de que sus extravíos jamás serán revelados, los llevan a los más odiosos extremos; liberados del freno de las leyes, después de haber roto los de la reli­gión y desconocer los del remordimiento, no hay atro­cidad que no se permitan, y en esta apatía criminal sus abominables pasiones se sienten tan voluptuosamente estimuladas que nada les excita tanto, dicen, como la soledad y el silencio, como la debilidad de una parte y la impunidad de la otra. Los frailes se acuestan regular­mente todas las noches en este pabellón, se dirigen a él a las cinco de la tarde, y regresan al convento a la mañana siguiente a eso de las nueve, a excepción de uno que, por turno, pasa aquí el día: se le llama el regente de guardia. Pronto veremos su función. En cuanto a los cuatro hermanos, no se mueven jamás; tenemos en cada cámara un timbre que comunica con la celda del carcelero; sólo la decana tiene derecho a apretarlo, pero cuando lo hace debido a sus necesidades, o a las nuestras, acude al instante. Los propios padres traen al regresar cada día las provisiones necesarias, y las entregan al cocinero que las utiliza de acuerdo con sus órdenes; en los subterráneos hay un manantial, y abundancia de vinos de todo tipo en las bodegas.
»Pasemos al segundo capítulo, que se refiere al com­portamiento de las mujeres, a su alimento, a su cas­tigo.
»Nuestro número es siempre el mismo; se toman las disposiciones necesarias para que siempre seamos dieciséis: ocho en cada cámara; y, como ves, siempre con el uniforme de nuestra clase. No acabará el día sin que te den los hábitos de aquella en la que tú ingresas; pasamos todo el día en una bata del color que nos corresponde; de noche, en levita del mismo color, pei­nadas lo mejor que podemos. La decana de la cámara tiene todo el poder sobre nosotras, desobedecerla es un crimen; está encargada de la tarea de inspeccionarnos antes de que nos dirijamos a las orgías, y si algo no está en el estado deseado, ella y nosotras somos casti­gadas. Podemos cometer varios tipos de faltas. Cada una de ellas tiene su castigo especial cuya tarifa se exhibe en las dos cámaras; el regente de día, el que viene, como te explicaré inmediatamente, a darnos órdenes, designar las mujeres de la cena, visitar nuestras habitacio­nes, y recibir las quejas de la decana, este fraile, digo, es el que reparte de noche el castigo que cada una ha me­recido. He aquí el inventario de los castigos al lado de las culpas que nos los procuran.
»No levantarse por la mañana a la hora debida: treinta latigazos (pues casi siempre nos castigan con este suplicio; era bastante lógico que un episodio de los placeres de esos libertinos se convirtiera en su corrección predilecta); ofrecer, bien por error, bien por cualquier otra causa posible, una parte del cuerpo, en el acto de los placeres, distinta a la que deseaban: cincuenta lati­gazos; ir mal vestida, o mal peinada: veinte latigazos; no haber avisado de que se tiene la regla: sesenta latiga­zos; el día en que el cirujano ha comprobado tu pre­ñez: cien latigazos; negligencia, imposibilidad, o rechazo en las proposiciones lujuriosas: doscientos latigazos. ¡Y cuántas veces su infernal maldad nos atrapa en falta sobre eso, sin que nosotras tengamos el más mínimo yerro! ¡Cuántas veces uno de ellos pide de repente lo que sabe perfectamente que se acaba de conceder a otro, y que no se puede repetir inmediatamente! No por ello hay que dejar de sufrir el castigo; jamás son escu­chadas nuestras protestas, o nuestras quejas; hay que obedecer o aceptar el castigo. Faltas de conducta en la cámara o desobediencia a la decana: sesenta latigazos; la apariencia de lloros, de pena, de remordimiento, la sospecha misma del más mínimo retorno a la religión: doscientos latizagos. Si un monje te elige para saborear contigo la última crisis del placer y él no puede alcan­zarla, sea falta suya, cosa que es muy común, o tuya: al acto, trescientos latigazos. La más mínima aparien­cia de repugnancia a las proposiciones de los monjes, sean de la naturaleza que sean: doscientos latizagos; un intento de evasión, una revuelta: nueve días de cala­bozo, completamente desnuda, y trescientos latigazos por día; murmuraciones, malos consejos, malas conver­saciones entre nosotras, así que son descubiertos: tres­cientos latigazos; proyectos de suicidio, negativa a ali­mentarse como es debido: doscientos latigazos; faltar al respeto a los frailes: ciento ochenta latigazos. Esos son nuestros únicos delitos, por el resto podemos hacer lo que queramos, acostarnos juntas, pelearnos, pegarnos, llegar a los últimos excesos de la ebriedad y de la gula, jurar, blasfemar: todo eso da igual, nada se nos dice por esas faltas; sólo somos reprendidas por las que acabo de mencionarte, pero las decanas pueden evitarnos muchos de esos inconvenientes, si quieren. Desgracia­damente, esta protección sólo se compra con unas com­placencias a menudo más molestas que las penas por ellas garantizadas; las de ambas salas tienen los mismos gustos, y sólo concediéndoles favores se consigue con­trolarlas. Si se les niegan, multiplican sin motivo la suma de tus errores, y los monjes a los que servimos, llo­viendo sobre mojado, lejos de reprocharles su injusti­cia, las estimulan incesantemente a repetirla; ellas mismas están sometidas a todas estas reglas, y además muy severamente castigadas, si se las sospecha indul­gentes. No es que estos libertinos necesiten todo eso para torturarnos, pero les resulta muy cómodo dotarse de pretextos; este aire de naturalidad presta encantos a su voluptuosidad, y la incrementa. Al entrar aquí cada una de nosotras tiene una pequeña provisión de ropa; nos dan media docena de cada cosa, y nos la renuevan cada año, pero hay que entregar lo que nosotras traemos; no se nos permite conservar nada. Las quejas de los cuatro legos de que te he hablado son atendidas como las de la decana; basta su simple delación para que se nos castigue; pero por lo menos no nos piden nada, y no son tan temibles como las decanas, muy exi­gentes y muy peligrosas cuando el capricho o la ven­ganza dirige sus comportamientos. Nuestro alimento es muy bueno y siempre muy abundante; si de ello no obtuvieran unas dosis de voluptuosidad, es posible que este tema no funcionara tan bien, pero como sus sucios desenfrenos ganan con ello, no descuidan nada para ati­borrarnos de comida: los que prefieren azotamos, nos tienen más rollizas, más gordas, y los que, como te decía Jerôme ayer, prefieren ver poner la gallina, están seguros, mediante una alimentación abundante, de una mayor cantidad de huevos. En consecuencia, nos sir­ven cuatro veces al día; para desayunar, entre las nueve y las diez, nos dan siempre un ave con arroz, frutas frescas o compotas, té, café o chocolate; a la una se nos sirve el almuerzo; cada mesa de ocho es servida de igual manera: un sabroso potaje, cuatro entrantes, un asado y cuatro dulces; postres en cualquier estación. A las cinco y media, se sirve la merienda: pasteles o frutas; la cena es sin duda excelente, si es la de los monjes; si no asistimos a ella, como entonces sólo somos cuatro por cámara, se nos sirve a la vez tres platos de asado y cuatro postres; tenemos cada una de nosotras una botella de vino blanco, otra de tinto, y media botella de licor al día; las que no beben son libres de dárselo a las demás; las hay entre nosotras muy glo­tonas que beben enormemente, que se emborrachan, y todo eso sin que nadie las riña; las hay también a las que estas cuatro comidas no bastan; no tienen más que llamar, y se les trae inmediatamente lo que piden.
»Las decanas obligan a comer en las comidas, y si se persistiera en no querer hacerlo, por el motivo que fuera, a la tercera vez serás severamente castigada. La cena de los monjes se compone de tres platos de asado, de seis entrantes seguidos por una pieza fría y ocho pos­tres, fruta, tres tipos de vinos, café y licores. A veces, nos sentamos las ocho a la mesa con ellos; otras obli­gan a cuatro de nosotras a servirles, y cenamos después; ocurre también de vez en cuando que sólo toman cua­tro mujeres para cenar; en tal caso, suelen ser clases enteras, y cuando somos ocho, siempre hay dos de cada clase. Inútil decirte que jamás nos visita nadie; ningún extraño, bajo ningún pretexto, entra en este pabellón. Si caemos enfermas, nos cuida el único lego cirujano, y si morimos, es sin ninguna ayuda religiosa; nos arro­jan a uno de los espacios formados por los setos, y eso es todo; pero por una insigne crueldad, si la enferme­dad llega a ser demasiado grave, o se teme el conta­gio, no esperan a que muramos para enterrarnos; se nos llevan y nos colocan donde te he dicho, todavía en vida; desde los dieciocho años estoy aquí, he visto más de diez ejemplos de esta insigne ferocidad; dicen a eso que es mejor perder una que arriesgar dieciséis; que, además, la pérdida de una mujer es tan leve, tan fácil­mente reparable, que no hay por qué lamentarla.
»Pasemos a la satisfacción de los placeres de los frailes y a todo lo que se refiere a esta parte.
»Aquí nos levantamos a las nueve en punto de la mañana, en cualquier estación; nos acostamos más o menos tarde, según la cena de los monjes. Apenas nos hemos levantado, viene a visitarnos el regente de día, se sienta en un gran sillón, y allí, cada una de nosotras está obligada a colocarse delante de él con las faldas arremangadas por el lado que prefiere; toca, besa, exa­mina, y cuando todas han cumplido este deber, designa a las que deben asistir a la cena; les ordena el estado en que deben encontrarse, recoge las quejas por parte de la decana, y se imponen los castigos. Rara vez sale sin una escena de lujuria en la que utiliza habitualmen­te a las ocho. La decana dirige estos actos libidinosos, y por nuestra parte reina la más total sumisión. Antes del desayuno, ocurre con frecuencia que uno de los reve­rendos padres reclama en su cama a una de nosotras; el hermano carcelero trae un papel con el nombre de la que quiere; aunque el regente de día la ocupara entonces, no tiene derecho a retenerla, se va, y regresa cuando la despiden. Acabada esta primera ceremonia, desayunamos; desde ese momento hasta la noche, ya no tenemos nada que hacer; pero a las siete en verano y a las seis en invierno, vienen a buscar a las que han sido designadas; el propio hermano carcelero las con­duce, y, después de la cena, las que no han sido rete­nidas por la noche vuelven al serrallo. Con frecuencia no queda ninguna, y envían a buscar para la noche a otras nuevas; y se las avisa igualmente, con varias horas de antelación, del traje con que deben presentarse; a veces sólo se acuesta la mujer de retén.
––La mujer de retén ––la interrumpí––, ¿qué es este nuevo cargo?
––Ahora te lo digo ––me contestó mi narradora––. Todos los primeros de mes, cada fraile adopta una mujer que durante este período debe servirle tanto de criada como de comodín a sus indignos deseos; sólo están exceptuadas las decanas, debido al deber de su cámara. No pueden cambiarlas a lo largo del mes, ni retenerlas dos meses seguidos; nada tan cruel ni tan duro como las tareas de ese servicio, y no sé cómo te acostumbrarás a él. Así que suenan las cinco de la tarde, la mujer de retén baja al lado del monje que sirve, y ya no le abandona hasta la mañana siguiente, a la hora en que él pasa al convento. Ella lo recupera a su vuelta; estas pocas horas las utiliza en comer y en descansar, pues tiene que velar las noches que pasa al lado de su amo; te lo repito, esta desdichada está ahí para servir de comodín a todos los caprichos que se le pueden ocurrir al libertino: bofetones, azotes, insultos, placeres, tiene que soportarlo todo; debe pasar de pie la noche en la habitación de su dueño y siempre dispuesta a ofre­cerse a las pasiones que puedan agitar al tirano; pero la más cruel, la más ignominiosa de estas servidumbres, es la terrible obligación que tiene de presentar su boca o su pecho a una u otra necesidad de ese monstruo; no utiliza jamás ningún otro recipiente: tiene que reci­birlo todo, y la más leve repugnancia es castigada inmediatamente con los tormentos más bárbaros. En todas las escenas de lujuria, son esas mujeres las que ayudan a los placeres, las que los cuidan y limpian todo lo que ha podido ser manchado: ¿un monje lo ha sido al aca­bar de gozar de una mujer? A la boca de la siguiente le corresponde reparar este desorden. ¿Quiere ser exci­tado? Es tarea de esta desdichada; lo acompaña a todos los lugares, lo viste, lo desnuda, le sirve, en una pala­bra, en todos sus instantes, siempre lo hace mal, y siempre la pegan; en las cenas, su lugar está, o detrás de la silla de su amo, o, como un perro, a sus pies, debajo de la mesa, o de rodillas, entre sus muslos, exci­tándole con la boca; a veces le sirve de asiento o de candelabro; otras veces estarán las cuatro alrededor de la mesa, en las actitudes más lujuriosas, pero al mismo tiempo más incómodas. Si pierden el equilibrio, corren el peligro de caer sobre unas espinas puestas cerca de allí, o de partirse un miembro, o incluso de matarse, cosa de la que ya hay algún ejemplo; y durante ese tiempo los malvados se divierten, se propasan, se embriagan a placer de comida, de vino, de lujuria y de crueldad.
––¡Oh, cielo santo! ––––dije a mi compañera estremecién­dome horrorizada––. ¡Cómo es posible llegar a tales excesos! ¡Qué infierno!
––Escucha, Thérèse, escucha, criatura, estás lejos todavía de saberlo todo ––dijo Omphale––. El estado de preñez, reverenciado en el mundo, es una reprobación segura entre esos infames, no evita los castigos, ni las guardias; es, por el contrario, un vehículo para las penas, las humillaciones, los pesares. ¡Cuántas veces a fuerza de golpes hacen abortar a aquellas cuyo fruto no están decididos a recoger! Y si lo recogen, es para disfru­tar de él: lo que ahora te digo debe bastarte para pensar en evitar este estado el mayor tiempo posible.
––Pero ¿se puede hacer?
––Sin duda, hay unas esponjas... Pero si Antonin las descubre, no hay modo de escapar a su indignación; lo más seguro es sofocar la impresión de la naturaleza desarmando la imaginación y, con semejantes malvados, eso no es difícil.
»Por otra parte ––prosiguió mi maestra––, aquí hay relaciones y parentescos que tú no imaginas, y que es bueno explicarte, pero esto al entrar en el cuarto capí tulo, o sea el de nuestras reclutas, nuestras bajas y nues­tros cambios, voy a iniciarlo para incluir en él este pequeño detalle.
»No ignoras, Thérèse, que los cuatro monjes que forman este convento están a la cabeza de la orden, los cuatro son de familias distinguidas, y los cuatro muy ricos por cuenta propia. Al margen de los fondos consi­derables puestos por la orden de los benedictinos para el mantenimiento de este voluptuoso retiro, al que todos tienen la esperanza de llegar algún día, los que están aquí añaden además a esos fondos una parte conside­rable de sus bienes; ambas cosas reunidas alcanzan a más de cien mil escudos por año, que sólo sirven para el reclutamiento o los gastos de la casa. Cuentan con doce mujeres de absoluta confianza, encargadas única­mente de la tarea de entregarles cada mes una persona, entre los doce y los treinta años, ni por debajo, ni por encima. La persona debe estar carente de cualquier defecto y dotada de las máximas cualidades posibles, pero principalmente de un origen distinguido. Estos secuestros, bien pagados, y siempre realizados muy lejos de aquí, no provocan ningún inconveniente; jamás he visto que surgieran quejas. Sus extremas precauciones les ponen al cubierto de todo; no aspiran en absoluto a las primicias; una joven ya seducida, o una mujer casada, les gusta igualmente; pero es preciso que el rapto se haya producido, que sea comprobado; esta cir­cunstancia les excita; quieren estar seguros de que sus crímenes cuestan lágrimas; devolverían a una joven que se entregara a ellos voluntariamente; si tú no te hubie­ras defendido prodigiosamente, si no hubieran descu­bierto un fondo real de virtud en ti, y por consiguiente la certeza de un crimen, no te hubieran conservado ni veinticuatro horas. Así, pues, todo lo que hay aquí, Thérése, es de la mejor cuna; ahí donde me ves, querida amiga, yo soy la hija única del conde de ***, secues­trada en París a la edad de doce años, y destinada a poseer un día cien mil escudos de dote; fui arrebatada de los brazos de mi gobernanta que me devolvía a solas en un coche, de una finca de mi padre a la abadía de Panthémont, en donde era educada; mi gobernanta desapareció; verosímilmente estaba comprada; me tra­jeron aquí en diligencia. Todas las demás están en el mismo caso. La muchacha de veinte años pertenece a unas de las familias más distinguidas del Poitou. La de dieciséis es hija del barón de ***, uno de los más grandes señores de la Lorena; condes, duques y mar­queses son los padres de la de veintitrés, de la de doce y de la de treinta y dos; ni una, en suma, que no pueda reclamar los títulos más importantes, y ni una que no sea tratada con la más extrema ignominia. Pero estos infames no se contentan con tamaños horrores; han querido deshonrar el seno mismo de su propia familia. La joven de veintiséis, una de las más bellas sin duda, es la sobrina de Clément, y la de treinta y seis es la sobrina de Jérôme.
»En cuanto una nueva joven llega a esta cloaca impura, en cuanto está sustraída para siempre del uni­verso, dan de baja inmediatamente a otra, y ahí está, querida muchacha, ahí está el complemento de nues­tros dolores; el más cruel de nuestros males es ignorar lo que nos ocurre, en estas terribles e inquietantes bajas. Es absolutamente imposible decir lo que pasa al aban­donar estos lugares. Tenemos todas las pruebas que nuestra soledad nos permite adquirir de que las mujeres dadas de baja por los monjes no reaparecen jamás; ellos mismos nos previenen, no nos ocultan que este retiro es nuestra tumba; pero ¿nos asesinan? ¡Justo cielo!, ¿el homicidio, el más execrable de los crímenes sería, pues, para ellos, como para aquel célebre mariscal de Retz,* una especie de placer cuya crueldad, exaltando su pér­fida imaginación, consigue sumir sus sentidos en la más viva ebriedad? Acostumbrados a disfrutar únicamente con el dolor, a deleitarse sólo con los tormentos y los suplicios, ¿es posible que se extravíen hasta el punto de creer que redoblándolos, que mejorando la primera causa del delirio, tuvieran inevitablemente que hacerlo más perfecto, y entonces, tan sin principios como sin fe, tan sin modales como sin virtudes, los tunantes, abu­sando de las desdichas en que sus primeros desmanes nos sumieron, se solacen con unos segundos que nos arrancan la vida? No sé... Si se les pregunta sobre ello, balbucean y a veces dicen que no y a veces que sí; lo que hay de seguro es que ninguna de las que han salido, por muchas promesas que nos hayan hecho de denunciar a estas personas y de contribuir a nuestra liberación, ninguna, repito, ha cumplido su palabra... Una vez más, ¿acallan nuestras denuncias, o nos co­locan fuera de la situación de hacerlas? Cuando pre­guntamos a las que llegan noticias de las que nos han abandonado, jamás saben nada. ¿Qué les ocurre, pues, a estas desdichadas? Eso es lo que nos atormenta, Thé­rése, ahí está la fatal incertidumbre que amarga nues­tros días. Llevo dieciocho años en esta casa, he visto salir de ella más de doscientas mujeres... ¿Dónde están? ¿Por qué todas han jurado ayudarnos y ninguna ha mantenido su palabra?
* Ved la Historia de Bretaña, por mosén Lobineau. (N. del A.)

»Nada, además, justifica nuestra jubilación; la edad, el cambio de facciones, todo da igual, el capricho es su única regla. Hoy despedirán a las que acariciaron ayer; y conservarán durante diez años a aquellas de las que están más hartos; ésta es la historia de la decana de nuestra sala; lleva doce años en la casa, la siguen cele­brando, y he visto, para mantenerla, despedir a criaturas de quince años cuya belleza habría puesto celosas a las Gracias. La que se fue, hace ocho días, no tenía dieci­séis años cumplidos: hermosa como la propia Venus, sólo llevaban un año disfrutando de ella, pero quedó preñada, y ya te he dicho, Thérése, en esta casa es una gran culpa. El mes pasado, despidieron a una de diecisiete años. Hace un año, a una de veinte, preñada de ocho meses; y últimamente a otra en el instante en que sentía los primeros dolores del parto. No te imagines que el comportamiento tenga alguna importancia: las he visto que se adelantaban a sus deseos, y que se iban al cabo de seis meses; y a otras, malhumoradas y embus­teras, las conservaban un gran número de años. Así que es inútil recomendar a las recién llegadas un tipo cual­quiera de conducta; la fantasía de estos monstruos rom­pe todos los frenos y se convierte en la única ley de sus actos.
»Cuando debes ser despedida, te avisan por la mañana, nunca antes, el regente del día aparece a las nueve como de costumbre, y supongo que te dice: "Omphale, el convento te despide, vendré a buscarte por la noche". Después prosigue su tarea. Pero en el examen ya no te ofreces a él, luego sale; la despedida abraza a sus compañeras, les promete mil y mil veces que las ayudará, que presentará una denuncia, que contará lo que ocurre; suena la hora, aparece el fraile, la mujer se va, y ya no se vuelve a oír hablar más de ella. Sin embargo, la cena se celebra como de costum­bre, las únicas observaciones que hemos hecho esos días es que los monjes llegan rara vez a los últimos epi­sodios del placer, diríase que se cuidan, sin embargo beben mucho más, a veces hasta la ebriedad; nos des­piden mucho antes, no se queda ninguna mujer para acostarse, y las muchachas de retén se retiran al serrallo.
––Bueno, bueno ––le dije a mi compañera––, si nadie os ha ayudado es porque sólo habéis tratado con cria­turas débiles, intimidadas, o con niñas que no se han atrevido a nada por vosotras. Yo no tengo miedo de que nos maten, por lo menos no lo creo, es imposi­ble que unos seres razonables puedan llevar el crimen hasta este punto... Sé muy bien que... Después de todo lo que he visto, quizá no debiera justificar a los hombres como lo hago, pero es imposible, querida, que puedan realizar unos horrores cuya misma idea es inconcebi­ble. ¡Oh!, querida compañera ––continué con calor––, ¿quieres hacer conmigo esta promesa a la que juro no faltar?... ¿Quieres?
––Sí.
––¡Pues bien! Te juro por lo más sagrado, por el Dios que me anima y al que únicamente adoro..., te prome­to que o moriré en el empeño, o destruiré a estos in­fames; ¿me prometes tú otro tanto?
––¿Lo dudas? ––me contestó Omphale––, pero puedes estar segura de la inutilidad de tus promesas. Otras más indignadas que tú, más firmes, mejor preparadas, ami gas perfectas, en una palabra, que habrían dado su san­gre por nosotras, han faltado a los mismos juramentos. Permíteme pues, querida Thérèse, permite a mi cruel experiencia que considere los nuestros como inútiles, y que no cuente con ellos.
––¿Y los monjes ––dije a mi compañera–– también cambian, llegan a menudo otros nuevos?
––No ––me contestó––. Hace diez años que Antonin está aquí, Clément lleva dieciocho viviendo, Jérôme está aquí desde hace treinta, y Severino desde hace veinticinco. Este superior, nacido en Italia, es pariente pró­ximo del Papa, con el que mantiene muy buenas rela­ciones, y sólo desde que él está aquí los supuestos milagros de la Virgen aseguran la reputación del con­vento e impiden a los maldicientes examinar desde demasiado cerca lo que ocurre aquí; pero la casa ya estaba montada como la ves, cuando él llegó. Hace más de cien años que subsiste igual y todos los superiores que han venido han conservado un orden tan venta­joso para sus placeres. Severino, el hombre más liber­tino de su siglo, se hizo instalar aquí para llevar una vida acorde con sus gustos. Su intención es mantener los privilegios secretos de esta abadía todo el tiempo que pueda. Pertenecemos a la diócesis de Auxerre, pero lo sepa el obispo o no, jamás lo vemos aparecer, jamás pone los pies en el convento. En general, aquí viene muy poca gente, salvo en época de la fiesta, que es la de la Virgen de agosto. Por lo que dicen los monjes, en esta casa no aparecen diez personas por año; sin embargo, es verosímil que cuando se presentan algunos extraños, el superior se preocupe de recibirlos bien; los impresiona con sus apariencias de religión y de austeri­dad, se van contentos, elogiando el monasterio, y la im­punidad de estos malvados se apuntala así sobre la buena fe del pueblo y la credulidad de los devotos.
Omphale acababa de terminar su instrucción, cuando sonaron las nueve. La decana no tardó en llamarnos, y llegó, en efecto, el regente de día. Era Antonin, y nos colocamos en fila según la costumbre. Arrojó una breve mirada sobre el conjunto, nos contó, y después se sentó; entonces fuimos una tras otra a arremangar nuestras faldas delante de él, de un lado por encima del ombligo, del otro hasta la mitad de la cintura. Antonin recibió este homenaje con la indiferencia de la saciedad, no se alteró; después, mirándome, me preguntó cómo me sen­tía en la aventura. Al verme contestar con unas lágrimas, dijo riendo:
––Se acostumbrará; no hay casa en Francia donde se forme mejor a las jóvenes que en ésta.
Tomó la lista de las culpables de manos de la decana, y, después, dirigiéndose de nuevo a mí, me hizo estremecer. Cada gesto, cada movimiento con que parecía que debía someterme a esos libertinos, era para mí como una sentencia de muerte. Antonin me ordena que me siente en el borde de una cama, y, en esta posi­ción, dice a la decana que venga a desnudar mi gar­ganta y levantar mis faldas hasta debajo de mi seno; él mismo abre mis piernas al máximo, se sienta delante de este panorama, una de mis compañeras se coloca sobre mí en la misma postura, de modo que es el altar de la generación lo que se ofrece a Antonin en lugar de mi cara, y si disfruta, tendrá estos encantos a la altura de su boca. Una tercera joven, arrodillada delante de él, le excita con la mano, y una cuarta, totalmente des­nuda, le señala con los dedos, encima de mi cuerpo, donde debe pegarme. Insensiblemente esta joven me masturba a mí, y lo que ella me hace, Antonin, con cada una de sus manos, lo hace igualmente a derecha
e izquierda a las otras dos jóvenes. Imposible imaginar los disparates, los discursos obscenos con que se excita el depravado; alcanza finalmente el estado que desea, le conducen a mí. Pero todas le siguen, todas intentan inflamarle mientras se dispone a gozar, dejando total­mente al desnudo sus partes posteriores. Omphale, que se apodera de ellas, no omite nada para excitarlas: fro­tes, besos, masturbaciones, lo hace todo. Antonin encen­dido se precipita sobre mí...
––Quiero preñarla de golpe ––dice enfurecido.
Estos extravíos determinan lo fisico. Antonin, cuya costumbre era prorrumpir en gritos terribles en este último instante de su ebriedad, los lanza espantosos: todas lo rodean, todas le sirven, todas colaboran en in­crementar su éxtasis, y el libertino lo alcanza en medio de los episodios más extravagantes de la lujuria y de la depravación.
Este tipo de grupos se producía con frecuencia; era una regla que cuando un monje disfrutara del modo que fuera, todas las jóvenes lo rodearan, a fin de abarcar sus sentidos por todas partes, y de que la voluptuosi­dad pudiera, si se me permite expresarme así, penetrar más seguramente en él por todos sus poros.
Antonin salió, trajeron el desayuno; mis compañeras me obligaron a comer, yo lo hice para no disgustarlas. Apenas habíamos terminado cuando el superior entró: al vernos todavía a la mesa, nos dispensó de las ceremo­nias que debían ser para él las mismas que acabábamos de ejecutar para Antonin.
––Hay que pensar en vestirla ––dijo al verme.
Al mismo tiempo, abre un armario y arroja sobre mi cama varios trajes del color indicado para mi clase y unos cuantos montones de ropa blanca.
––Pruébate todo eso ––me dijo––, y entrégame lo que te pertenece.
Le obedezco, pero, imaginando lo que iba a ocurrir, había apartado prudentemente mi dinero durante la noche y lo había ocultado en mis cabellos. A cada pieza de ropa que me saco, las ardientes miradas de Severino se dirigen al atractivo descubierto, y sus manos no tardan en pasearse por él. Al fin, medio desnuda, el fraile me coge, me coloca en la posición útil para sus placeres, o sea exactamente opuesta a la que acaba de colocarme Antonin; quiero pedirle gracia, pero viendo ya el furor en sus ojos, pienso que es más segura la obediencia; me paro, lo rodean, sólo ve a su alrededor el altar obsceno que le deleita; sus manos lo aprietan, su boca se pega a él, sus miradas lo devoran... llega al colmo del placer.

––Si os parece bien, señora ––dijo la bella Thérèse––, voy a limitarme a explicaros aquí la historia resumida del primer mes que pasé en ese convento, o sea las anéc­dotas principales de ese período; el resto sería una repe­tición. La monotonía de aquella estancia la arrojaría sobre mis relatos, e inmediatamente después debo pasar, según creo, al acontecimiento que al fin me sacó de aquella impura cloaca.

Aquel primer día no estaba en la cena, se habían limitado a nombrarme para pasar la noche con el padre Clément; siguiendo la costumbre, me dirigí a su celda instantes antes de que él regresara, y el hermano carce­lero me condujo y me encerró allí.
Llega, tan excitado por el vino como por la lujuria, seguido de la joven de veintiséis años que tenía en­tonces de retén a su lado. Sabedora de lo que tengo que hacer, me arrodillo así que le oigo. Se me acerca, me contempla en esta humillación, me ordena después que me levante y que lo bese en la boca; saborea ese beso varios minutos y le da toda la expresión... toda la expresión que pueda imaginarse. Durante ese tiempo, Armande (era el nombre de la que le servía) me des­nudaba minuciosamente, cuando la parte inferior de los riñones, por la que había comenzado, queda al descu­bierto, se apresura a darme la vuelta y a exponer a su tío el lado predilecto de sus gustos. Clément lo examina, lo toca, luego, sentándose en un sillón, me ordena que me acerque para dárselo a besar; Armande está ante sus rodillas, le excita con la boca, Clément coloca la suya en el santuario del templo que le ofrezco, y su lengua se pierde en el sendero que halla en el centro; sus manos apretaban los mismos altares en Armande, pero, como las ropas que la joven conservaba le moles­taban, le ordena que se las quite, lo que hizo inmedia­tamente, y la dócil criatura recuperó al lado de su tío una posición en la cual, excitándolo únicamente con la mano, estaba más al alcance de la de Clément. El monje impuro, siempre ocupado conmigo, me ordena entonces que de en su boca libre curso a las ventosidades que pudieran llenar mis entrañas; esta fantasía me pareció repugnante, pero aún estaba lejos de conocer todas las irregularidades del desenfreno: obedezco y me resiento inmediatamente del efecto de esta intemperancia. El monje, más excitado, se vuelve más ardiente, muerde sú­bitamente en seis lugares los globos de carne que le presento; lanzo un grito y doy un salto, se levanta, se me acerca, con la cólera en los ojos, y me pregunta si sé lo que he arriesgado estorbándole: le doy mil excusas, me agarra por el corsé que todavía llevaba en el pecho y lo arranca, junto con mi camisa, en menos tiempo del que tardo en contarlo... Agarra mi pecho con ferocidad, y lo aprieta a la vez que me insulta; Armande le desnuda, y ya estamos los tres desnudos. Por un ins­tante, se ocupa de Armande; le asesta con la mano unas furiosas bofetadas; la besa en la boca, le muerde la len­gua y los labios, ella grita, a veces el dolor arranca de los ojos de la joven unas lágrimas involuntarias; la hace subir a una silla y exige de ella la misma acción que ha deseado conmigo. Armande le satisface, yo le mastur­bo con una mano; durante esta lujuria, le azoto ligera­mente con la otra, muerde igualmente a Armande, pero ella se contiene y no se atreve a moverse. Sin embargo, los dientes del monstruo aparecen grabados en las car­nes de la hermosa joven. Se ven en varios lugares; vol­viéndose después bruscamente me dijo:
––Thérèse, vas a sufrir cruelmente ––no necesitaba decirlo, su mirada lo anunciaba en exceso––; te azotaré por todas partes, sin exceptuar nada.
Y al decir eso, había vuelto a agarrar mi pecho que manoseaba con brutalidad; frotaba los pezones con las puntas de sus dedos y me producía unos dolores muy vivos. Yo no me atrevía a decirle nada por miedo a irritar­le aún más, pero el sudor cubría mi frente, y mis ojos, a pesar mío, se cubrían de lágrimas. Me gira, me obli­ga a arrodillarme en el borde de una silla, con las manos sosteniendo el respaldo, sin soltarlo ni un minuto, bajo las penas más graves. Viéndome al fin así, perfecta­mente a su alcance, ordena a Armande que le traiga unas varas, ella le ofrece un fino y largo puñado; Clé­ment las coge, y ordenándome que no me mueva, co­mienza con una veintena de golpes en los hombros y en la parte superior de los riñones; me deja un ins­tante, va a coger a Armande y la coloca a seis pies de mí, también de rodillas, en el borde de una silla. Nos dice que nos azotará a las dos juntas, y que la primera de las dos que soltará la silla, lanzará un grito, o derra­mará una lágrima será inmediatamente sometida por él al suplicio que le parezca. Propina a Armande el mismo número de golpes que acaba de darme a mí, y exacta­mente en los mismos sitios; me toma de nuevo, besa todo lo que acaba de herir, y alzando sus varas me dice:
––Pórtate bien, tunanta, serás tratada como la peor de las miserables.
Con estas palabras recibo cincuenta golpes, pero que sólo van, exclusivamente, de la mitad de la espalda hasta la parte inferior de los riñones. Corre hacia mi compañera y la trata igual; no decíamos palabra; sólo se oían unos gemidos sordos y contenidos, y teníamos la sufi­ciente fuerza para contener las lágrimas. Por mucho que estuvieran muy inflamadas las pasiones del fraile, no se percibía todavía, sin embargo, ninguna señal; a intervalos se masturbaba fuertemente sin que nada se levantara. Acercándose a mí, observa por unos minutos los dos globos de carne todavía intactos y que iban a soportar a su vez el suplicio, los manosea, no puede dejar de entreabrirlos, de cosquillearlos, de besarlos mil veces más.
––Vamos ––dice––, valor...
Una granizada de golpes cae: al instante sobre esas masas y las magulla hasta los muslos. Extremadamente animado por los saltos, sobresaltos, rechinamientos, con torsiones que el dolor me arranca, examinándolos y cogiéndolos con deleite, se precipita a expresar, sobre mi boca que besa con ardor, las sensaciones que le agitan...
––Esta muchacha me gusta ––exclama––, ¡jamás había fustigado a ninguna que me diera tanto placer!
Y retorna a la sobrina, a la que trata con idéntica barbarie. Quedaba la parte inferior, desde la superior de los muslos hasta las pantorrillas, y golpea ambas cosas con el mismo ardor.
––¡Vamos! ––sigue diciendo, dándome la vuelta––. Cambiemos de mano y visitemos esto.
Me da una veintena de golpes, desde el centro del vientre hasta la parte inferior de los muslos, y después, obligándome a separarlos, golpeó rudamente el interior del antro que yo le abría con mi actitud.
––Ahí está ––dijo–– el pájaro que voy a desplumar. Como algunos azotes, pese a las precauciones que tomaba, habían penetrado muy adentro, no pude rete­ner mis gritos.
––¡Ja, ja! ––dijo riendo el malvado––. He descubierto el lugar sensible; pronto, pronto, lo visitaremos con más detenimiento.
Mientras tanto, su sobrina es colocada en la misma postura y tratada de la misma manera; la golpea igual­mente en los lugares más delicados del cuerpo de una mujer; pero sea por costumbre, sea por valor, sea por el miedo de recibir tratamientos más rudos, tiene la fuerza de contenerse, y sólo se le descubren algunos estremecimientos y algunas contorsiones involuntarias. Se veía, sin embargo, un cierto cambio en el estado fisico del libertino, y aunque las cosas tuvieran todavía muy poca consistencia, a fuerza de sacudidas la anun­ciaban incesantemente.
––Arrodíllate ––me dijo el monje––, voy a azotarte en el pecho.
––¿En el pecho, padre?
––Sí, en esas dos masas lúbricas que sólo azotadas me excitan.
Y las apretaba, las comprimía violentamente mien­tras hablaba.
––¡Oh, padre! Esta parte es muy delicada, me ma­taréis.
––¡,Qué importa, con tal de satisfacerme?
Y me asesta cinco o seis golpes que afortunada­mente detengo con las manos. Al verlo, las ata a mi espalda; sólo dispongo de las expresiones de mi rostro y de mis lágrimas para implorar gracia, ya que me había ordenado duramente que me callara. Así que intenté enternecerlo... pero en vano. Suelta fuertemente una docena de golpes sobre mis dos senos a los que ya nada protege; los espantosos cintarazos imprimen inmediata­mente unos trazos de sangre; el dolor me arrancaba unas lágrimas que caían sobre las huellas de la rabia de aquel monstruo, y las hacían, decía, mil veces más atrac­tivas todavía... Las besaba, las devoraba, y volvía de cuando en cuando a mi boca, a mis ojos inundados por los lloros, que chupaba con la misma lubricidad.
Armande se presenta, le ata las manos, ofrece un seno de alabastro y de la más hermosa redondez; Clé­ment hace como si lo besara, pero en realidad lo muerde... Y después golpea, y las bellas carnes tan blancas y tan rollizas, no tardan en ofrecer a los ojos de su verdugo más que heridas y surcos ensangrentados.
––Un momento ––dijo el fraile enfurecido––, quiero fustigar a un tiempo el más hermoso de los traseros y el más dulce de los senos.
Me pone de rodillas, y colocando a Armande delante de mí, le hace abrir las piernas, de manera que mi boca se halla a la altura de su bajo vientre, y mi pecho entre sus muslos, debajo de su trasero. Con ello, el monje tiene lo que quiere al alcance de la mano, tiene bajo el mismo punto de vista las nalgas de Armande y mis pechos; golpea unas y otros con encarnizamiento, pero mi compañera, para protegerme de unos golpes que son mucho más peligrosos para mí que para ella, tiene la amabilidad de agacharse y así protegerme, recibiendo ella misma unos azotes que sin duda me hubieran herido. Clément descubre la artimaña y cambia de po­sición.
No conseguirás nada ––dijo encolerizado––, y si hoy quiero perdonarle esa parte, sólo será para maltratarle otra por lo menos tan delicada.
Al levantarme, vi que tantas infamias no habían sido inútiles: el libertino se encontraba en el más brillan­te de los estados, pero no por ello menos furioso. Cambia de arma, abre un armario que contiene varias disci­plinas, saca una con puntas de hierro que me hace estremecer.
––Mira, Thérèse ––me dice mostrándomela––, ya verás lo delicioso que es azotar con eso... ya lo notarás, ya lo notarás, bribona, pero de momento prefiero utilizar éste...
Era de cuerdecillas anudadas en doce cabos; al final de cada uno había un nudo más fuerte que los demás y del grosor de un hueso de ciruela.
––¡Venga, el galope...!, ¡el galope! ––le dijo a su sobrina.
Esta, que sabía de qué se trataba, se pone inmedia­tamente de cuatro patas, con la grupa lo más elevada posible, y me dice que la imite: lo hago. Clément cabalga sobre mis riñones, con la cabeza del lado de mi grupa; Armande, ofreciendo la suya, está frente a él: el malvado, viéndonos a ambas perfectamente a su alcance, lanza unos golpes furiosos sobre los encantos que le ofrecemos; pero como, en esta postura, abrimos al máximo la delicada parte que diferencia nuestro sexo del de los hombres, el bárbaro dirige allí sus golpes, las ramas largas y flexibles del látigo que utiliza penetran en el interior con mucha mayor facilidad que las varillas, y dejan allí las huellas profundas de su rabia. Golpea al­ternativamente a una y a otra: tan buen jinete como intrépido fustigador, . cambia varias veces de montura: estamos agotadas, y las titilaciones de dolor alcanzan tal violencia que ya casi no es posible soportarlas.
––¡Levantaos! ––nos dice entonces recuperando las varas––, sí, levantaos y temedme.
Sus ojos brillan, saca espuma por la boca. Igualmen­te amenazadas en todo el cuerpo, lo esquivamos..., corremos como locas por toda la habitación, nos sigue, golpeando indistintamente a cualquiera de las dos. El malvado nos llena de sangre; al final nos arrincona a ambas entre la cama y la pared. Los golpes aumentan: la desdichada Armande recibe uno en el pecho que la hace tambalearse: este último horror determina el éxtasis, y mientras mi espalda recibe sus efectos crueles, mis riñones se inundan con las pruebas de un delirio cuyos resultados son tan peligrosos.
––Acostémonos ––me dice al fin Clément––. Puede que haya sido demasiado para ti, Thérèse, y ciertamente no suficiente para mí. Jamás me canso de esta manía, aunque sólo sea una imagen imperfecta de lo que qui­siera realmente hacer. ¡Ah!, querida, no sabes hasta dónde nos lleva :esta depravación, la ebriedad en que nos sume, la violenta conmoción que provoca, por el fluido eléctrico, la excitación producida por el dolor sobre el objeto que sirve nuestras pasiones. ¡Cómo me estimulan sus males! El deseo de aumentarlos..., ahí está el escollo de esta fantasía, ya lo sé, pero ¿este es­collo es temible para quien se mofa de todo?
Aunque la mente de Clément siguiera entusiasma­da, al ver sus sentidos algo más apaciguados, me atreví, contestando a lo que acababa de decir, a reprocharle la depravación de sus gustos; y creo que la manera como ese libertino los justificó merece tener un espacio en las confesiones que exigís de mí.
––La cosa, sin duda, más ridícula del mundo, mi que­rida Thérèse ––me dijo Clément––, es querer discutir sobre los gustos del hombre, contrariarlos, censurarlos o castigarlos, si no encajan en las leyes del país en que se vive, o en sus convenciones sociales. ¡Y qué! ¡Los hombres jamás entenderán que no hay ningún tipo de gusto, por extravagante, por criminal incluso que quepa suponerlo, que no dependa del tipo de estructura que hemos recibido de la naturaleza! Dicho eso, me pre­gunto con qué derecho un hombre se atreverá a exigir a otro que cambie sus gustos o que los adecue al orden social. ¿Con qué derecho incluso las leyes, que sólo están hechas para la felicidad del hombre, se atreverán a sancionar a quien no puede corregirse, o que sólo lo conseguiría a expensas de esa felicidad que deben con­servarle las leyes? Incluso en el caso de que deseara cambiar de gustos, ¿podría hacerlo? ¡,Está en nuestra mano modificarnos? ¿Podemos ser otra cosa de lo que somos? ¿Se lo exigirías a un hombre contrahecho, y esta inconformidad de nuestros gustos es algo diferente res­pecto a la moral de lo que es respecto al fisico la imper­fección del hombre contrahecho?
»Te concedo que entremos en detalles. La inteligen­cia que te reconozco, Thérèse, te pone en situación de entenderlos. Veo que dos irregularidades te han sor prendido entre nosotros. Te maravillas de la sensación estimulante experimentada por algunos de nuestros compañeros por cosas vulgarmente reconocidas como fétidas o impuras, y también te extraña que nuestras fa­cultades voluptuosas puedan ser estimuladas por unas acciones que, en tu opinión, sólo llevan el emblema de la crueldad. Analicemos ambos gustos, e intentemos, si es posible, convencerte de que no hay nada mas sencillo en el mundo que los placeres que provocan.
»Tú pretendes que es extraño que unas cosas sucias y crapulosas puedan producir en nuestros sentidos la excitación esencial para el complemento de su delirio; pero antes de asombrarse por ello, querida Thérèse, hay que entender que los objetos no tienen más valor ante nuestros ojos que el que les da nuestra imaginación. Así que es muy posible, a partir de esta verdad cons­tante, que no sólo las cosas más extravagantes, sino incluso las más viles y más horribles, puedan afectarnos muy sensiblemente. La imaginación del hombre es una facultad de su mente a la que, mediante el órgano de los sentidos, van a pintarse y modificarse los objetos, para formar a continuación sus pensamientos, debido a la primera impresión de estos objetos. Pero esta imagi­nación, resultante ella misma del tipo de organización de que está dotado el hombre, sólo adopta los objetos recibidos de tal o cual manera, y sólo crea a continua­ción los pensamientos a partir de los efectos producidos por el choque de los objetos percibidos. Una compara­ción facilitará ante tus ojos lo que te expongo. ¿Has visto, Thérèse, espejos de formas diferentes? Unos dis­minuyen los objetos, otros los aumentan. Los hay que los vuelven espantosos, y otros que les prestan encantos. ¿Te imaginas ahora que si cada uno de esos espejos uniera la facultad creadora a la facultad objetiva ofre­cería, de un mismo hombre que se contemplara en él, retratos totalmente diferentes? ¿Y estos retratos respon­derían a la manera como ha percibido el objeto? Si a las dos facultades que acabamos de atribuir a este espejo, uniéramos ahora la de la sensibilidad, ¿no ten­dría hacia este hombre, visto por él de tal o cual manera, el tipo de sentimiento que le fuera posible con­cebir para la clase de ser que habría descubierto? El espejo que lo hubiera visto bello, lo amaría; el que lo hubiera visto espantoso, lo odiaría. Y, sin embargo, se trataría siempre del mismo individuo.
»Así es la imaginación del hombre, Thérèse; el mismo objeto se representa para ella bajo tantas formas como diferentes modos posee, y es a partir del efecto recibido por esta imaginación del objeto, sea cual fuere, que se decide a amarlo o a odiarlo. Si el choque del objeto percibido le sorprende de manera agradable, lo ama, lo prefiere, aunque ese objeto no contenga en sí ningún atractivo real; y si dicho objeto, aunque de un valor seguro a los ojos de otro, sólo ha afectado la ima­ginación a que nos referimos de manera desagradable, se alejará de él, porque cualquiera de nuestros senti­mientos se forma y se realiza debido al producto de los diferentes objetos sobre la imaginación. Nada sorpren­dente, a partir de ahí, que lo que gusta vivamente a unos pueda disgustar a otros, e, inversamente, que la cosa más extravagante encuentre, sin embargo, parti­darios... El hombre contrahecho también encuentra unos espejos que lo hacen bello.
»Ahora bien, si admitimos que el goce de los sen­tidos depende siempre de la imaginación, y está re­gulado siempre por la imaginación, ya no habrá que sorprenderse de las numerosas variaciones que la ima­ginación sugerirá en tales goces, de la infinita varie­dad de gustos y de pasiones diferentes que parirán las diferentes desviaciones de esta imaginación. Dichos gustos, aunque lujuriosos, no deberán sorprender más que los de tipo sencillo; no hay ninguna razón para con­siderar una fantasía de mesa menos extraordinaria que una fantasía de cama; y en uno u otro género, no es más asombroso idolatrar una cosa que la generalidad de los hombres considera detestable de lo que lo es amar otra generalmente reconocida como buena. La unanimidad demuestra la conformidad en los órganos, pero nada en favor de la cosa amada. Las tres cuartas partes del universo pueden considerar delicioso el aroma de una rosa, sin que eso pueda servir de prueba, ni para condenar a la cuarta parte que podría considerarlo malo, ni para demostrar que ese aroma sea realmente agra­dable.
»Así pues, si existen seres en el mundo cuyos gustos chocan con todos los prejuicios admitidos, no sólo no hay que asombrarse en absoluto de ellos, no sólo no hay que sermonearlos, ni castigarlos; sino que hay que servirlos, contentarlos, aniquilar todos los frenos que los estorban, y darles, si se quiere ser justo, todos los medios de satisfacerse sin peligro; porque ha dependido tan poco de ellos tener este gusto extravagante como ha dependido de ti ser inteligente o estúpido, estar bien hecho o ser jorobado. En el seno de la madre se fabri­can los órganos que deben hacernos susceptibles de tal o cual fantasía; los primeros objetos descubiertos, las primeras conversaciones oídas acaban de determinar el resorte: se forman los gustos, y ya nada en el mundo puede destruirlos. Por mucho que se empeñe la educa­ción, no cambia nada, y el que debe ser un malvado lo es con tanta seguridad, por buena que sea la educación que se le haya dado, como corre con toda seguridad hacia la virtud aquel cuyos órganos se encuentran dis­puestos para el bien, aunque el maestro haya fallado. Ambos han actuado de acuerdo con su estructura, de acuerdo con las impresiones que habían recibido de la naturaleza, y el primero es tan poco digno de castigo como el segundo de recompensa.
»Lo más singular es que, en tanto que sólo se trata de cosas fútiles, no nos asombramos de la diferencia de gustos, pero así que se trata de la lujuria, he aquí que todo se alborota. Las mujeres siempre preocupadas de sus derechos, las mujeres, a las que su debilidad y su escaso valor obligan a no perder nada, se estreme­cen a cada instante de que se les quite algo, y si des­graciadamente se ponen en práctica en el goce unos pro­cedimientos que chocan su culto, lo llaman crímenes dignos del cadalso. Y, sin embargo, ¡qué injusticia! ¿El placer de los sentidos debe hacer mejor a un hombre que los restantes placeres de la vida? En pocas pala­bras, ¿el templo de la generación debe fijar mejor nues­tras inclinaciones, despertar con mayor seguridad nues­tros deseos, que la parte del cuerpo, o más contraria o más alejada de él, que la emanación de ese cuerpo, o más fétida o más repugnante? ¡Me parece que no tiene por qué parecer más asombroso ver a un hombre prac­ticar la singularidad en los placeres del libertinaje de lo que debe serlo verle utilizarla en las otras funciones de la vida! Una vez más, en ambos casos su singularidad es el resultado de sus órganos: ¿es culpa suya que lo que os afecta sea nulo para él, o que sólo se conmueva con lo que os repugna? ¿Qué hombre no reformaría al instante sus gustos, sus afectos, sus inclinaciones en el plano general, y no le gustaría ser como todo el mundo en lugar de singularizarse, si fuera dueño de hacerlo? Pretender castigar a un hombre semejante es la más estúpida y la más bárbara de las intolerancias; no es mas culpable hacia la sociedad, sean cuales fueren sus extra­víos, de lo que lo es, como acabo de decir, aquel que llegó al mundo tuerto o tullido. Y es tan injusto cas­tigar o burlarse de éste como afligir al otro o reírse de él. El hombre dotado de gustos singulares es un enfermo; es, si lo prefieres, una mujer con humores his­téricos. ¿Se te ha ocurrido jamás la idea de castigar o contrariar a ninguno de los dos? Seamos igualmente justos con el hombre cuyos caprichos nos sorprenden; absolutamente semejante al enfermo o a la histérica, es como ellos digno de compasión y no de censura. Esta es, en el plano moral, la excusa de las personas de que tratamos; sin duda, en el plano fisico, la encontraríamos con idéntica facilidad, y cuando la anatomía se perfec­cione se demostrará fácilmente, a través de ella, la re­lación de la estructura del hombre con los gustos que la habrán afectado. Pedantes, verdugos, carceleros, legis­ladores, canalla tonsurada, ¿qué haréis cuando lleguemos a ese punto? ¿En qué se convertirán vuestras leyes, vuestra moral, vuestra religión, vuestras horcas, vuestro paraíso, vuestros dioses, vuestro infierno, cuando se demuestre que tal o cual curso de licores, tal suerte de fibras, tal grado de acritud en la sangre o en los humores animales bastan para convertir a un hombre en el objeto de vuestros castigos o de vuestras recom­pensas? Prosigamos: ¿los gustos crueles te asombran?
¿Cuál es el objetivo del hombre que disfruta? ¿No es el de dar a sus sentidos toda la excitación de que son capaces, a fin de llegar mejor y más cálidamente, por medio de ello, a la última crisis... crisis preciosa que caracteriza el placer de bueno o de malo, según la mayor o menor actividad con que se ha alcanzado esta crisis? Ahora bien, ¿no es un sofisma insostenible atre­verse a afirmar que es necesario para mejorarla que sea compartida por la mujer? ¿Acaso no es evidente que la mujer no puede compartir nada con nosotros sin arrebatárnoslo, y que todo lo que ella roba debe ser necesariamente a nuestras expensas? Y me pregunto entonces, ¿qué necesidad hay de que una mujer goce cuando nosotros gozamos? ¿Existe en esta actitud otro sentimiento que el halago que recibe el orgullo? ¿Y no se obtiene de una manera mucho más estimulante la. percepción de este sentimiento orgulloso obligando, al contrario, con dureza a esta mujer a dejar de gozar, a fin de hacernos gozar, a fin de que nada le impida ocu­parse de nuestro goce? ¿La tiranía no halaga el orgullo de una manera mucho más viva que las buenas obras? En una palabra, ¿el que impone no es el amo con mucha mayor seguridad que el que comparte? Pero ¿cómo se le pudo ocurrir a un hombre razonable que la delicadeza tuviera algún valor en materia de placer? Es absurdo querer defender que sea necesaria; jamás añade nada al placer de los sentidos: digo más, lo per­judica. Amar es una cosa muy diferente a disfrutar; la prueba está en que se ama todos los días sin disfrutar, y con mayor frecuencia aún se disfruta sin amar. Toda la delicadeza que mezclemos a las voluptuosidades de que hablamos sólo puede darse al goce de la mujer a expensas del goce del hombre, y mientras éste se pro­cura por hacer gozar, seguramente no goza, o su goce sólo es intelectual, o sea quimérico y muy inferior al de los sentidos. No, Thérèse, no, no cesaré de repe­tirlo, es completamente inútil que un goce sea comparti­do para ser vivo; y para que este tipo de placer sea tan excitante como puede llegar a ser, es, por el con­trario, muy esencial que el hombre sólo goce a expensas de la mujer, que tome de ella (sea cual fuere la sensa­ción que ella experimente) todo cuanto pueda incremen­tar la voluptuosidad que él quiere disfrutar, sin la más leve consideración a los efectos que pueda provocar en la mujer, pues estas consideraciones le turbarán: o querrá que la mujer comparta, y entonces él ya no goza, o te­merá que ella sufra, y ya le tenemos alterado. Si el egoísmo es la primera ley de la naturaleza, es muy pro­bablemente en los placeres de la lubricidad más que en cualquier otro lugar que esta celeste madre desea que sea nuestro único móvil. Es una desdicha despreciable que, para el incremento de la voluptuosidad del hom­bre, tenga que descuidar o turbar la de la mujer, pues si bien esta turbación le hace ganar algo, lo que pierde el objeto que le sirve no le afecta en nada. Debe resul­tarle indiferente que este objeto sea feliz o desdichado, con tal de que le resulte deleitable; no existe realmente ningún tipo de relación entre este objeto y él. Sería, pues, una locura ocuparse de las sensaciones de este objeto a expensas de las propias; absolutamente imbé­cil si, para modificar estas sensaciones ajenas, renuncia al mejoramiento de las propias. Dicho eso, si el indivi­duo de que hablamos está desdichadamente estructu­rado de manera que sólo se conmueve si produce, en el objeto que le sirve, sensaciones dolorosas, confesarás que debe entregarse a ellas sin remordimientos, ya que está ahí para disfrutar, prescindiendo de todo lo que pue­da resultar para ese objeto... Insistiremos sobre este punto: sigamos avanzando por orden.
»Así pues, los placeres aislados tienen atractivos, pue­den tener más que todos los restantes. ¡Vaya!, si no fuera así, ¿cómo gozarían tantos ancianos, tantas per­sonas o contrahechas o llenas de defectos? Están más que seguras de que no son amadas; más que conven­cidas de que es imposible que se comparta lo que ellos sienten: ¿sienten por ello menor voluptuosidad? ¿Desean únicamente la ilusión? Totalmente egoístas en sus pla­ceres, sólo les ves ocupados en tomar, sacrificarlo todo para recibir, sin sospechar jamás, en el objeto que les sirve, otras propiedades que las pasivas. Así que no es en absoluto necesario dar placer para recibirlo; y, por tanto, la situación feliz o desgraciada de la víctima de nuestro desenfreno es completamente indiferente para la satisfacción de nuestros sentidos. No tiene ninguna importancia el estado en que pueda hallarse su cora­zón y su mente; da igual que a este objeto le guste o le horrorice lo que le hacéis, puede amarte o detes­tarte: todas estas consideraciones son inútiles en tanto que sólo se trata de los sentidos. Estoy de acuerdo en que las mujeres pueden establecer unas máximas contrarias; pero las mujeres, que sólo son las máquinas de la voluptuosidad, que sólo deben de ser sus como­dines, son recusables siempre que sea preciso establecer un sistema real sobre este tipo de placer. ¡,Existe un solo hombre razonable que esté deseoso de hacer compartir su goce a las prostitutas? ¿Y no existen, en cambio, millones de hombres que reciben grandes placeres de estas criaturas? Son otros tantos individuos persuadidos de lo que digo, que lo ponen en práctica, sin dudarlo, y que censuran ridículamente a aquellos que legitiman sus acciones por buenos principios, porque el universo está lleno de estatuas en movimiento que van, vienen, actúan, comen, digieren, sin enterarse jamás de nada.
»Una vez demostrado que los placeres aislados son tan deliciosos como los otros, y probablemente mucho más, es mucho más sencillo entonces, por consiguiente, que este goce, tomado independientemente del objeto que nos sirve, no sólo esté muy alejado de lo que pueda gustarle, sino que sea incluso contrario a sus placeres. Voy más lejos: puede llegar a ser un dolor impuesto, una vejación, un suplicio, sin que eso tenga nada de extraordinario, sin que de ahí resulte otra cosa que un incremento de placer mucho más seguro para el dés­pota que atormenta o veja. Intentemos demostrarlo.
»La emoción de la voluptuosidad sobre nuestra alma no es más que una especie de vibración producida por medio de unas sacudidas que la imaginación inflamada por el recuerdo de un objeto lúbrico hace experimen­tar a nuestros sentidos, bien a través de la presencia de este objeto, o bien, y aún mejor, por la irritación que siente este objeto en el género que nos conmueve más fuertemente. Así pues, nuestra voluptuosidad, ese cos­quilleo inefable que nos extravía, que nos transporta al punto más elevado de felicidad que pueda alcanzar el hombre, sólo se encenderá siempre por dos causas: ya descubriendo real o ficticiamente en el objeto que nos sirve el tipo de belleza que más nos halaga, ya viendo experimentar a este objeto la más fuerte sensación posi­ble. Ahora bien, no hay ningún tipo de sensación más viva que la del dolor; sus impresiones son seguras, jamás engañan como las del placer, perpetuamente interpretadas por las mujeres y casi nunca sentidas. ¡Cuánto amor propio, por otra parte, cuánta juventud, fuerza, salud hace falta para estar seguro de producir en una mujer esta dudosa y poco satisfactoria impre­sión de placer! La de dolor, por el contrario, no exige nada: cuantos más defectos tenga un hombre, cuanto más viejo y menos seductor sea mejor la conseguirá. Respecto al objetivo, será alcanzado con mucha mayor seguridad, ya que hemos establecido que no le afecta, quiero decir que jamás se excitan mejor los sentidos que cuando se ha producido en el objeto que nos sirve la mayor impresión posible, no importa por qué camino. Así pues, quien haga nacer en una mujer la impresión más tumultuosa, quien altere al máximo toda la estruc­tura de esta mujer, habrá conseguido decididamente ase­gurarse la mayor dosis posible de voluptuosidad, por­que el choque resultante de las impresiones de los demás sobre nosotros, que debe estar en proporción con la impresión producida, será necesariamente más activo si la impresión de los demás ha sido penosa que si ha sido suave y blanda. Y, a partir de ahí, el egoísta volup­tuoso que está persuadido de que sus placeres sólo serán vivos en la medida que sean enteros, impondrá, pues, cuando sea su dueño, la más fuerte dosis posible de dolor al objeto que le sirve, absolutamente segu­ro de que la voluptuosidad que obtendrá estará en pro­porción con la más viva impresión que habrá produ­cido.
––Estos sistemas son espantosos, padre ––le dije a Clément––, llevan a unos gustos crueles, a unos gus­tos horribles.
––¿Y qué importa? ––contestó el bárbaro––. Una vez más, ¡,somos los dueños de nuestros gustos? ¿No de­bemos ceder al dominio de los que hemos recibido de la naturaleza de igual manera que la orgullosa cabeza del roble se dobla bajo la tempestad que la azota? Si la naturaleza se sintiera ofendida por esos gustos, no nos los inspiraría; es imposible que podamos recibir de ella un sentimiento hecho para ultrajarla, y, en esta extrema certidumbre, podemos entregarnos a nuestras pasiones, del tipo que sean, por mucha violencia que puedan con­tener, segurísimos de que todos los inconvenientes que provoca su choque no son más que unos designios de la naturaleza de los que somos los órganos involunta­rios. ¿Y qué nos importan las consecuencias de estas pasiones? Cuando queremos deleitarnos con una acción cualquiera, nadie piensa en las consecuencias.
No os hablo de las consecuencias ––le interrumpí bruscamente––, se trata de la cosa en sí. Seguramen­te si sois el más fuerte, y por unos atroces principios de crueldad sólo os gusta disfrutar a través del dolor, con la intención de aumentar vuestras sensaciones, lle­garéis insensiblemente a producirlas sobre el objeto que os sirve con un grado de violencia capaz de arrebatarle la vida.
––De acuerdo; eso significa que por unos gustos con­cedidos por la naturaleza yo habré servido sus desig­nios porque ella, que siempre opera sus creaciones a través de destrucciones, sólo me inspira la idea de éstas últimas cuando necesita las primeras. Significa que de una porción de materia oblonga habré formado tres o cuatro mil redondas o cuadradas. ¡Oh, Thérèse! ¡,Eso son crímenes? ¿Se puede denominar así lo que sirve a la naturaleza? ¿El hombre tiene la potestad de cometer crímenes? Y cuando, prefiriendo su felicidad a la de los demás, derriba o destruye todo lo que encuentra a su paso, ¿ha hecho otra cosa que servir a la naturaleza cuyas primeras y más seguras inspiraciones le dictan ser feliz, sin que importe a expensas de quien? El sistema del amor al prójimo es una quimera que debemos al cristianismo y no a la naturaleza; el secuaz del Naza­reno, atormentado, desdichado y por consiguiente en un estado de debilidad que debía hacerle reclamar la tolerancia y la humanidad, tuvo que establecer necesa­riamente esta relación fabulosa entre un ser y otro: pre­servaba su vida consiguiendo que triunfara. Pero el filó­sofo no admite estas relaciones gigantescas; ve y con­sidera sólo a sí mismo en el universo, y sólo a sí mis­mo lo refiere todo. Si perdona o acaricia un instante a los demás, sólo es en relación con el provecho que cree sacar de ello. ¿No los necesita, predomina con su fuerza? Entonces abjura para siempre jamás de esos bonitos sistemas de humanidad y de beneficencia a los cuales sólo se sometía por política. Ya no teme que­darse con todo, hacerse con todo lo que le rodea, y pese a lo que puedan costar a los demás sus goces, los satis­face sin examen ni remordimientos.
––¡Pero el hombre de quien habláis es un monstruo!
––El hombre de quien hablo es el de la naturaleza. 
––¡Es un animal feroz!
––Bien, el tigre o el leopardo de los que este hom­bre es, si te parece, la imagen, ¿no han sido como él creados por la naturaleza y creados para cumplir las intenciones de la naturaleza? El lobo que devora al cor­dero cumple los proyectos de esta madre común, de la misma manera que el malhechor que destruye el objeto de su venganza o de su lubricidad.
––¡Oh! Por mucho que digáis, padre, jamás admitiré esta lubricidad destructiva.
––Porque temes convertirte en objeto de ella: eso es egoísmo. Cambiemos de papel y la concebirás; pregunta al cordero, tampoco querrá que el lobo pueda devorarlo; pregunta al lobo para qué sirve el cordero: «Para ali­mentarme», contestará. Unos lobos que comen cor­deros, unos corderos devorados por los lobos, el fuerte que sacrifica al débil, el débil víctima del fuerte, así es la naturaleza, así son sus opiniones, así sus planes: una acción y una reacción perpetuas, una multitud de vicios y de virtudes, un perfecto equilibrio, en una palabra, resultante de la igualdad del bien y del mal en la Tierra; equilibrio esencial para el mantenimiento de los as­tros, de la vegetación, y sin el cual todo sería inme­diatamente destruido. Oh, Thérèse, la naturaleza se sen­tiría muy sorprendida si pudiera por un instante razo­nar con nosotros, y le dijéramos que esos crímenes que la sirven, que esos desmanes que exige y que ella nos inspira, están castigados por unas leyes que se nos ase­gura que son la imagen de las suyas. Imbéciles, nos con­testaría, duerme, bebe, come y comete sin miedo tales crímenes cuando te parezca: todas tus supuestas infa­mias me complacen, y las quiero, ya que te las inspiro. ¡A ti te corresponde decidir lo que me irrita, o lo que me deleita! Entérate de que no hay nada en ti que no me pertenezca, nada que yo no haya colocado ahí por unas razones que no te conviene conocer; que la más abominable de tus acciones sólo es, al igual que la más virtuosa de otra persona, una de las maneras de ser­virme. Así que no te contengas, búrlate de tus leyes, de tus convenciones sociales y de tus dioses; atiéndeme sólo a mí, y convéncete de que si existe un crimen que me afecta, es la oposición que pusieras con tu resisten­cia o tus sofismas a lo que te inspiro.
––¡Oh, santo cielo! ––exclamé––, hacéis que me estre­mezca. Si no hubiera crímenes contra la naturaleza, ¿de dónde procedería la invencible repugnancia que experi­mentamos por ciertos delitos?
––Esta repugnancia no está dictada por la naturaleza ––replicó vivamente el malvado––; no tiene otra fuente que la falta de costumbre. ¿Acaso no ocurre lo mismo con determinados manjares? Aunque sean excelentes, ¿no nos repugnan sólo por la falta de costumbre? ¿Nos atreveremos a decir, a partir de ahí, que esos manjares no son buenos? Intentemos dominarnos, y no tarda­remos en apreciar su sabor. Nos repugnan los medica­mentos, aunque, sin embargo, nos resulten saludables. Acostumbrémonos también al mal, y no tardaremos en encontrarle sólo encantos. Esta repugnancia momentá­nea es más una astucia, una coquetería de la natura­leza, que una advertencia de que la cosa la ultraja: así nos prepara a los placeres del triunfo; con ello aumenta los de la acción misma. Hay más, Thérèse, hay más: cuanto más espantosa nos parece una acción, cuanto más contraría nuestros hábitos y nuestras costumbres, cuantos más frenos rompe, cuanto más sorprende nues­tras convenciones sociales, cuanto más hiere lo que creemos ser las leyes de la naturaleza, más útil es, por el contrario, a esta misma naturaleza. Siempre recupera los derechos que le arrebata sin cesar la virtud con los crímenes. Si el crimen es liviano, y difiere, por tanto, menos de la virtud, restablecerá mas lentamente el equi­librio indispensable para la naturaleza; pero cuanto mas capital sea, más iguala los pesos, más ataca el dominio de la virtud, que sin ello lo destruiría todo. Que cese, pues, de asustarse el que medita una fechoría, o el que acaba de cometerla: cuanta más amplitud tenga su cri­men, mejor habrá servido a la naturaleza.
Estos espantosos sistemas me hicieron pensar inme­diatamente en los sentimientos de Omphale sobre la manera de cómo saldríamos de aquella terrible casa. Así que fue a partir de entonces cuando adopté los pro­yectos que me veréis ejecutar a continuación. De todos modos, para acabar de aclararme, no pude dejar de seguir planteando algunas preguntas al padre Clément.
––Por lo menos ––le dije–– no seguís manteniendo eternamente a las desdichadas víctimas de vuestras pa­siones. Cuando os cansáis de ellas, ¿las despedís?
––Seguro, Thérèse ––me contestó el monje––, tú sólo has entrado en esta casa para salir de ella, cuando los cuatro nos pongamos de acuerdo en concederte el retiro. Lo tendrás sin duda.
––¿Pero no teméis ––continué–– que mujeres más jóvenes y menos discretas puedan revelar a voces lo que ocurre aquí?
––Es imposible.
––¿Imposible?
––Por completo.
––¿Podríais explicármelo?
––No, ahí está nuestro secreto; pero todo cuanto puedo asegurarte es que, discreta o no, te será absolu­tamente imposible, cuando estés fuera de aquí, decir una sola palabra sobre lo que ocurre. De modo que ya ves, Thérèse, no te recomiendo ninguna discreción; una política forzosa no encadena en absoluto mis deseos...
Y, con estas palabras, el fraile se durmió. A partir de ese instante ya me resultó imposible dejar de ver que las medidas mas violentas se tomaban con las des dichadas despedidas y que la terrible seguridad de que se vanagloriaba sólo era el fruto de su muerte. Me afiancé más que nunca en mi decisión; no tardaremos en ver el efecto.
Así que Clément se durmió, Armande se acercó a mí.
––No tardará en despertarse enfurecido ––me dijo––; la naturaleza sólo adormece sus sentidos para otorgarles, después de un poco de reposo, una energía mucho mayor; una escena más, y quedaremos tranquilas hasta mañana.
––Pero ––le dije a mi compañera–– ¿tú no duermes unos instantes?
––¿Puedo hacerlo? ––me contestó Armande––, si no velara de pie alrededor de su cama, y mi negligencia fuera descubierta, sería capaz de apuñalarme.
––¡Cielos! ––exclamé––. ¡Cómo! Incluso durmiendo, ¿este malvado quiere que lo que le rodea siga sufriendo?
––Sí ––me contestó mi compañera––, la barbarie de esta idea es lo que le proporciona el furioso despertar que vas a ver. En eso es como aquellos escritores per­versos cuya corrupción es tan peligrosa, tan activa, que sólo tienen por objetivo, al imprimir sus espantosos sis­temas, extender más allá de su vida la suma de sus crí­menes. Ya no pueden cometer más, pero sus malditos escritos harán cometerlos, y esta dulce idea que se lle­van a la tumba les consuela de la obligación en que les pone la muerte de renunciar al mal.
––¡Qué monstruos! ––exclamé.
Armande, que era una criatura muy dulce, me besó derramando unas cuantas lágrimas, y después comenzó a pasear alrededor de la cama de aquel desalmado.
En efecto, al cabo de dos horas el monje se des­pertó con una prodigiosa agitación, y me tomó con tanta fuerza que creí que iba a ahogarme. Su respiración era viva y jadeante, sus ojos brillaban, pronunciaba sin parar palabras que no eran más que blasfemias o invectivas libertinas. Llama a Armande, le pide las varas, y vuelve a fustigarnos a las dos, pero de una manera aún mas vigorosa de como lo había hecho antes de dormirse. Tenía el aspecto de querer terminar conmigo; yo lanzo unos agudos gritos; para abreviar mis penas, Armande le excita violentamente, él se extravía, y el monstruo, al fin determinado por las más violentas sensaciones, pierde con los chorros abrasadores de su semen tanto su ardor como sus deseos.
El resto de la noche todo fue tranquilo. Al levan­tarse, el monje se contentó con tocarnos y examinamos a las dos; y como se iba a decir su misa, regresamos al serrallo. A la decana se le antojó desearme en el estado de inflamación en que suponía que yo debía hallarme; anonadada como estaba, ¿podía defenderme? Hizo lo que quiso, lo suficiente para convencerme de que hasta una mujer, en semejante escuela, perdiendo inmediata­mente toda la delicadeza y todo el pudor de su sexo, sólo podía volverse, a ejemplo de sus tiranos, obscena o cruel.
Dos noches después, me acosté con Jérôme; no os describiré sus horrores, fueron aún más espantosos. ¡Qué escuela, Dios mío! Finalmente, al cabo de una semana, pasé por todos. Entonces Omphale me pre­guntó si no era cierto que Clément era el más temible de todos.
––¡Ay! ––contesté––, en medio de una multitud de horrores y de porquerías que tanto repugnan y tanto indignan, es muy difícil que me pronuncie sobre el mas odioso de estos malvados. Estoy harta de todos, y quisie­ra ya verme fuera, sea cual sea el destino que me espera.
––Es posible que no tarden en satisfacerte ––me con­testó mi compañera––. Estamos cerca de la época de la fiesta: rara vez se produce esta circunstancia sin pro porcionarles víctimas. O seducen a unas jóvenes a través del confesonario, o, si pueden, las secuestran. Unas cuan­tas nuevas reclutas que siempre suponen otros tantos despidos...
La famosa fiesta llegó... ¿Podéis creer, señora, a qué monstruosa impiedad se entregaron los monjes para este acontecimiento? Pensaron que un milagro visible au mentaría el brillo de su reputación; en consecuencia revistieron a Florette, la más joven de las mujeres, con todos los ornamentos de la Virgen; y por medio de unos cordones que no se veían la ataron a la pared de la hornacina, y le ordenaron que, de repente, alzara los brazos compungida hacia el cielo cuando se elevara la hostia. Como esta criaturita estaba amenazada con los peores castigos si pronunciaba la más mínima palabra, o interpretaba mal su papel, lo hizo a las mil maravi­llas, y el simulacro tuvo todo el éxito que cabía espe­rar. El pueblo proclamó el milagro, dejó ricas ofrendas a la Virgen, y se fue más convencido que nunca de la eficacia de las gracias de la madre celestial. Nuestros libertinos quisieron, para redoblar sus impiedades, que Florette apareciera en las orgías de la noche con las mismas ropas que le habían proporcionado tantos home­najes, y cada uno de ellos inflamó sus odiosos deseos al someterla, bajo este disfraz, a la irregularidad de sus caprichos. Excitados por este primer crimen, los sacríle­gos no se contentaron con él: hacen desnudar a la niña, la acuestan boca abajo sobre una gran mesa, encienden unos velones, colocan la imagen de nuestro Salvador en medio del lomo de la joven y se atreven a consumar sobre sus nalgas el más tremendo de nuestros misterios. Yo me desvanecí ante este espectáculo horrible, me fue imposible soportarlo. Severino, al verme en ese estado, dice que para domarme era preciso que yo sirviera de altar a mi vez. Se apoderan de mí; me colocan en el mismo lugar que Florette; el sacrificio se consuma, y la hostia... ese símbolo sagrado de nuestra augusta religión... Severino se apodera de ella, la hunde en el local obs­ceno de sus placeres sodomitas..., la oprime injuriosa­mente..., la aprieta ignominiosamente bajo los golpes redoblados de su dardo monstruoso, ¡y arroja, blasfe­mando, sobre el cuerpo mismo de su Salvador, los chorros impuros del torrente de su lubricidad!
Me retiraron inmóvil de sus manos; tuvieron que transportarme a mi habitación donde lloré ocho días consecutivos el horrible crimen para el que había servido a pesar mío. Este recuerdo sigue destrozando mi alma, no puedo pensar en ello sin estremecerme... Para mí la religión es el efecto del sentimiento; todo lo que la ofende, o la ultraja, hace brotar la sangre de mi co­razón.
La época de la renovación mensual estaba a punto de llegar, cuando Severino entra una mañana, a eso de las nueve, en nuestra habitación. Parecía muy excitado; una especie de extravío se dibujaba en sus ojos. Nos examina, nos coloca sucesivamente en su posición pre­dilecta, y se detiene especialmente en Omphale. Perma­nece varios minutos contemplándola en esta posición, se excita sordamente, besa lo que se le presenta, hace ver que está en estado de consumar, y no consuma nada. Después la hace levantar, dirige sobre ella unas miradas en las que se dibujan la rabia y la maldad; luego, soltándole un vigoroso puntapié en el bajo vien­tre, la manda a veinte pasos de distancia.
––La sociedad te despide, ramera ––le dijo––; está harta de ti. Prepárate para la entrada de la noche, yo mismo vendré a buscarte.
Y sale. Así que se ha ido, Omphale se levanta; se arroja llorando a mis brazos.
––¡Ya ves! ––me dijo––. Por la infamia, por la cruel­dad de los preliminares, ¿puedes no imaginarte todavía los finales? ¡Qué será de mí, Dios mío!
––Cálmate ––le dije a la desdichada––, ahora estoy decidida a todo. Sólo aguardo la oportunidad, y es posi­ble que se presente antes de lo que crees. Divulgaré estos horrores; y si es cierto que su comportamiento es tan cruel como tenemos motivo para pensar, intenta ganar un poco de tiempo, y te arrancaré de sus manos.
En el caso de que Omphale quedara en libertad, juró también que me ayudaría, y lloramos las dos. La jor­nada pasó sin novedades; a eso de las cinco, subió el propio Severino.
––Vamos ––le dijo bruscamente a Omphale––, ¿estás preparada?
––Sí, padre ––contestó ella sollozando––; permitidme que abrace a mis compañeras.
––Es inútil ––dijo el monje––, no tenemos tiempo para una escena de llantos. Nos esperan, vayámonos. Entonces ella preguntó si tenía que llevarse su ropa. ––No ––dijo el superior––, ¿acaso no es todo de la casa? Ya no necesitarás nada de eso.
Rectificando después, como alguien que ha hablado demasiado:
––Esta ropa te será inútil, ya encargarás a medida otra que te sentará mejor. Limítate, pues, únicamente a lo que llevas encima.
Le pregunté al monje si quería permitirme acompa­ñar a Omphale sólo hasta la puerta de la casa... Me con­testó con una mirada que me hizo retroceder de terror... Omphale sale, arroja sobre nosotras una mirada llena de inquietud y de lágrimas, y así que se ha ido, me pre­cipito desesperada sobre mi cama.
Habituadas a estos acontecimientos, o cegadas res­pecto a sus consecuencias, mis compañeras se emocio­naron menos que yo, y el superior regresó al cabo de una hora: venía a buscar las de la cena. Yo formaba parte de ellas; sólo debía haber cuatro mujeres, la joven de doce años, la de dieciséis, la de veintitrés y yo. Todo se desarrolló más o menos como los otros días; obser­vé únicamente que las mujeres de guardia no estaban, que los monjes se hablaron con frecuencia al oído, que bebieron mucho, que se limitaron a excitar violenta­mente sus deseos, sin permitirse jamás consumarlos, y que nos despidieron a una hora muy temprana, sin que­darse con ninguna para dormir... ¿Qué deducciones extraer de estas observaciones? Las hice porque en seme­jantes circunstancias te fijas en todo, pero ¿qué augurar de ahí? ¡Ah!, era tal mi perplejidad que no se presen­taba ninguna idea a mi mente sin que fuera inmediata­mente rebatida por otra; acordándome de las frases de Clément estaba autorizada a temerlo todo; y luego, la esperanza... esa engañosa esperanza que nos consuela, que nos ciega y que de ese modo nos hace casi tanto bien como daño, finalmente llegaba la esperanza para tranquilizarme... ¡Esos horrores quedaban tan lejos de mí que me resultaba imposible suponerlos! Me acosté en este terrible estado; persuadida a veces de que Om­phale no faltaría al juramento; convencida al instante siguiente de que los crueles procedimientos que adop­tarían con ella le quitarían cualquier capacidad de sernos útil. Y esa fue mi última opinión cuando vi terminar el tercer día sin haber oído hablar todavía de nada.
Al cuarto día volví a estar entre las de la cena; eran numerosas y selectas. Aquel día estaban allí las ocho mujeres más hermosas; me habían hecho el honor de incluirme entre ellas. También estaban las mujeres de retén. Nada más entrar vimos a nuestra nueva com­pañera.
––Aquí tenéis a la que la sociedad destina como sus­tituta de Omphale, señoritas ––nos dijo Severino.
Y diciendo eso, arrancó del busto de la joven las mantillas y las gasas que lo cubrían, y vimos a una joven de quince años, con la más agradable y más delicada de las caras: alzó graciosamente sus bellos ojos sobre cada una de nosotras; aún seguían húmedos de lágrimas, pero con expresión más viva; su talle era flexible y ligero, su piel de una blancura deslumbrante, los más hermosos cabellos del mundo, y algo tan seductor en su conjunto que era imposible verla sin sentirse inme­diatamente atraído hacia ella. Se llamaba Octavie; no tardamos en saber que era hija de excelente familia, nacida en París y saliendo del convento para casarse con el conde de ***: había. sido raptada en su carruaje con dos gobernantas y tres lacayos; ignoraba qué había sido de su séquito; la habían tomado sola a la entrada de la noche, y, después de haberle vendado los ojos, la habían llevado donde la veíamos sin que le hubiera resultado posible saber nada más.
Nadie le había dicho todavía una palabra. Nuestros cuatro libertinos, un instante en éxtasis ante tantos encantos, sólo tuvieron fuerza para admirarlos. El impe­rio de la belleza obliga al respeto; a pesar de su cora­zón, el malvado más corrompido le rinde una especie de culto que jamás infringe sin remordimientos; pero unos monstruos como los que tratábamos languidecen poco debajo de tales frenos.
Vamos, bella criatura ––dijo el superior atrayéndola con impudor hacia el sillón en el que se hallaba sen­tado––, vamos, muéstranos si el resto de tus encantos responde a los que la naturaleza ha colocado con tanta abundancia en tu fisonomía.
Y como la hermosa muchacha se turbaba y se son­rojaba, e intentaba alejarse, Severino, agarrándola brus­camente por el cuerpo, le dijo:
––Comprende, mi pequeña e ingenua Agnès, que lo que quiero decirte es que te desnudes inmediatamente. Y el libertino, con estas palabras, le mete una mano debajo de las faldas sosteniéndola con la otra; se acerca Clément, arremanga hasta encima de los riñones las ropas de Octavie, y expone, con este gesto, los atrac­tivos más dulces y más apetitosos que sea posible ver; Severino, que toca, pero que no ve, se agacha para mirar, y ya los tenemos a los cuatro de acuerdo en que jamás han visto nada tan hermoso. Sin embargo, la modesta Octavie, poco acostumbrada a semejantes ultrajes, derrama lágrimas y se defiende:
––Desnudémosla, desnudémosla dice Antonin––, es imposible ver algo semejante.
Ayuda a Severino, y al instante los encantos de la joven aparecen ante nuestros ojos, sin velo. Jamás hubo sin duda una piel más blanca, jamás unas formas tan afortunadas... ¡Dios, qué crimen!... ¡Tanta belleza, tanta frescura, tanta inocencia y tanta delicadeza tenían que convertirse en la presa de aquellos bárbaros! Octavie, avergonzada, no sabe dónde escapar para ocultar sus encantos, por doquier sólo encuentra unos ojos que los devoran, unas manos brutales que los manosean; se forma un corro alrededor de ella, y, al igual que yo había hecho, lo recorre en todos los sentidos. El brutal Antonin no tiene la fuerza de resistir; un cruel aten­tado decide el homenaje, y el incienso humea a los pies del dios. Jérôme la compara con nuestra joven compa­ñera de dieciséis años, la más bonita del serrallo sin duda; y empareja los dos altares de su culto.
––¡Ah! ¡Cuánta blancura y cuánta gracia! ––dice, tocando a Octavie––. ¡Pero cuánta gentileza y frescura hay también en éste! A decir verdad ––prosigue el fraile al rojo vivo––, estoy indeciso.
Después, apretando su boca sobre los atractivos que sus ojos comparan, exclamó:
––Octavie, tú tendrás la manzana; sólo depende de ti, dame el precioso fruto de este árbol adorado por mi corazón... ¡Oh!, sí, sí, dádmelo una de las dos, y ase­guro para siempre el premio de la belleza a la que me haya servido antes.
Severino ve que ya es hora de pensar en cosas más serias: absolutamente incapaz de esperar, se apodera de la infortunada, y la coloca de acuerdo con sus deseos. Sin confiar todavía demasiado en sus capacidades, reclama la ayuda de Clément. Octavie llora y nadie la escucha; el fuego reluce en las miradas del impúdico monje, señor de la plaza, diríase que sólo examina las entradas para atacar con mayor seguridad; no utiliza nin­gún truco, ningún preparativo; ¿se cogerían las rosas con tanto gusto, si se apartaran las espinas? Por enorme que sea la desproporción entre la conquista y el asaltante, éste emprende inmediatamente el combate; un grito desgarrador anuncia la victoria, pero nada enternece al enemigo. Cuanta más gracia implora la cautiva, con mayor fuerza la empuja, y por mucho que la desdichada se debata, no tarda en ser sacrificada.
––Jamás hubo laurel más difícil ––dice Severino al retirarse––; por vez primera en mi vida he llegado a pen­sar que zozobraría cerca del puerto... ¡Ah, qué angosto y qué caluroso! Es el Ganímedes de los dioses.
––Tengo que devolverla al sexo que tú acabas de manchar ––dijo Antonin, cogiéndola por allí, y sin dejar que se levantara––. Hay más de una brecha en la muralla.
Y acercándose con fiereza, en un instante llega al santuario. Se escuchan nuevos gritos.
––¡Dios sea loado! ––dijo el libertino––. Habría dudado de mi éxito sin los gemidos de la víctima, pero mi triunfo está asegurado, pues veo sangre y lágrimas.
––A decir verdad ––dijo Clément, adelantándose con las varas en la mano––, yo tampoco alteraré esta dulce posición, favorece en demasía mis deseos.
La mujer de retén de Jérôme y la de treinta años sostenían a Octavie: Clément mira, toca; la joven asus­tada le implora y no le enternece.
––¡Oh, amigos míos! ––dice el monje exaltado––. ¡,Cómo no fustigar a la colegiala que nos muestra un culo tan hermoso?
El aire comenzó a sonar inmediatamente con los sil­bidos de las varas y el sordo ruido de sus azotes sobre las bellas carnes; se mezclan a ellos los gritos de Octa vie y les responden las blasfemias del monje; ¡qué escena para esos libertinos entregados, en medio de todas nosotras, a mil obscenidades! Aplauden, le ani­man: mientras tanto la piel de Octavie cambia de color, los tintes del rosicler más vivo se juntan con el res­plandor de los lirios; pero lo que tal vez divertiría un instante al Amor, si la moderación dirigiera el sacrifi­cio, se vuelve a fuerza de rigor en un crimen espantoso contra sus leyes. Ya nada detiene al pérfido monje; cuanto más se queja la joven alumna, más estalla la se­veridad del regente; desde la mitad de los riñones hasta la parte baja de los muslos, todo es tratado con idéntica severidad, y al fin sobre los vestigios sangrantes de sus placeres el pérfido apaga sus fuegos.
––Yo seré menos salvaje que todo eso ––dijo Jérôme agarrando a la bella, y pegándose a sus labios de coral––. Este es el templo donde voy a sacrificar... y en esta boca encantadora...
Me callo... Es el reptil impuro ajando una rosa, mi comparación os lo dice todo.
El resto de la velada fue semejante a todo lo que ya sabéis, de no ser que la belleza, la edad conmovedora de la joven, excitando aún más a esos malvados, redoblaron todas sus infamias, y la saciedad mucho más que la conmiseración, llevando a la desdichada a su cámara, le devolvió al menos por unas pocas horas la calma que necesitaba.
Yo habría deseado poder consolarla esa primera noche, pero obligada a pasarla con Severino, era yo, por el contrario, la que se hallaba en el caso de sentir gran necesidad de ayuda. Había tenido la desgracia, no de gustar, la palabra no sería adecuada, sino de excitar más vivamente que cualquier otra los infames deseos de este sodomita; ahora me deseaba casi todas las noches. Ago­tado por ésta, sintió necesidad de experimentos: te­miendo sin duda no haberme hecho todavía suficiente daño con la espantosa espada de que estaba dotado, imaginó esta vez perforarme con uno de esos artefactos de religiosas que la decencia no me permite nombrar y que era de un grosor desmesurado. Hubo que prestarse a todo. El mismo hacía penetrar el arma en su querido templo; a fuerza de empujones entró muy adentro; grito: el monje se divierte; después de unas cuantas idas y venidas, retira de golpe y con violencia el instrumen­to y se engulle él mismo en la sima que acaba de entre­abrir... ¡Vaya capricho! ¿No es exactamente lo contrario de todo lo que los hombres pueden desear? Pero ¡,quién puede definir el alma de un libertino? Hace mucho que sabemos que allí está el enigma de la naturaleza: toda­vía no nos ha dado la clave.
A la mañana, encontrándose algo más fresco, quiso probar otro suplicio. Me mostró una máquina mucho más gruesa todavía: estaba hueca y provista de un émbolo que despedía el agua con una fuerza increíble por una abertura que daba al chorro más de tres pul­gadas de circunferencia. Este enorme instrumento tenía nueve de perímetro por doce de largo. Severino lo hizo llenar de agua muy caliente y quiso hundírmelo por delante. Horrorizada ante semejante proyecto, me arrojo a sus rodillas para pedirle gracia, pero él se halla en una de esas malditas situaciones en las que la piedad ya no se atiende, y en las que las pasiones, mucho más elo­cuentes, ponen en su lugar, sofocándola, una crueldad muchas veces peligrosa. El fraile me amenaza con toda su cólera si no me presto; debo obedecer. La pérfida máquina penetra dos tercios, y el desgarro que me pro­duce unido a su extremo calor, están a punto de des­mayarme. Durante ese tiempo, el superior, sin cesar de insultar las partes que ofende, se hace masturbar por su doncella. Después de un cuarto de hora de este frote que me lacera, suelta el émbolo que arroja el agua hir­viente a lo más profundo de la matriz... Me desvanezco. Severino se extasiaba... Había alcanzado un delirio por lo menos igual a mi dolor.
––Eso no es nada ––dijo el traidor, cuando hube recu­perado los sentidos––, aquí a veces tratamos estos encantos con mucha mayor dureza... Una ensalada de espinas, ¡diantre!, con su pimienta, con su vinagre, hun­dida dentro con la punta de un cuchillo, eso es lo que les conviene para remozarlos. A la primera falta que come­tas, te condeno a ello–– dijo el malvado manoseando una vez más el único objeto de su culto.
Pero dos o tres homenajes, después de los excesos de la víspera, le habían dejado para el arrastre: me des­pidió.
Al regresar, encontré a mi nueva compañera hecha un mar de lágrimas; hice cuanto pude por calmarla, pero no es fácil entender rápidamente un cambio de situa­ción tan espantoso. Esta joven poseía, además, un gran fondo de religión, de virtud y de sensibilidad, con lo que su estado le parecía aún más terrible. Omphale tenía razón al decirme que la veteranía no influía en nada en los despidos; que dictados simplemente por la fantasía de los monjes, o por su temor de algunas pesquisas posteriores, cabía sufrirlo tanto al cabo de ocho días como al cabo de veinte años. Octavie sólo llevaba cuatro meses con nosotras, cuando Jéróme vino a anunciarle su partida, aunque fuera él quien más había gozado de ella durante su estancia en el convento, y hubiera podido quererla y desearla más. La pobre niña se fue, haciéndonos las mismas promesas que Omphale; tampoco ella las cumplió.
A partir de entonces, sólo me ocupé del proyecto que había concebido desde la partida de Omphale; deci­dida a todo por escapar de esa guarida salvaje, nada me asustó para conseguirlo. ¿Qué podía temer llevando a cabo mi intención? La muerte. ¿Y de qué estaba segura permaneciendo? De la muerte. Y si lo conseguía, me sal­vaba. Así que no había nada que discutir, pero nece­sitaba, antes de esta empresa, que los funestos ejem­plos del vicio recompensado se reprodujeran una vez más bajo mis ojos; estaba escrito en el gran libro de los destinos, en ese libro oscuro que ningún mortal alcanza a comprender, estaba grabado en él, digo, que todos aquellos que me habían atormentado, humillado, esclavizado, pagaran incesantemente ante mis miradas el precio de sus fechorías, como si la Providencia se empeñara en mostrarme la inutilidad de la virtud... Funestas lecciones que, sin embargo, no me corrigie­ron, y que, aunque tuviera que seguir escapando de la espada colgada sobre mi cabeza, no me impedirían seguir siendo siempre la esclava de esta divinidad de mi corazón.
Una mañana, sin que lo esperáramos, Antonin apa­reció en nuestra habitación y nos anunció que el reve­rendo padre Severino, pariente y protegido del Papa, aca­baba de ser nombrado por Su Santidad general de la orden de los benedictinos. Y al día siguiente, en efecto, el religioso partió sin vernos: esperaban, nos dijeron, otro muy superior en los excesos a todos los que se queda­ban; nuevos motivos para acelerar mis gestiones.
El día después de la marcha de Severino, los monjes se habían decidido a licenciar a otra de mis compañeras; elegí para mi evasión el mismo día en que vinieron a anunciar la baja de aquella miserable, a fin de que los monjes más ocupados se fijaran menos en mí.
Estábamos al comienzo de la primavera; la longitud de las noches todavía favorecía en algo mis diligencias. Llevaba dos meses preparándolas sin que nadie se lo imaginara; serraba poco a poco, con una mediocre ti­jera que había encontrado, las rejas de mi cuarto de aseo; mi cabeza ya pasaba fácilmente por ellas, y, con la ropa de cama que me daban, había trenzado una cuerda más que suficiente para salvar los siete u ocho metros de altura que Omphale me había dicho que tenía el edificio. Cuando se llevaron mis ropas, había tenido la precaución, como ya os dije, de apartar mi pequeña fortuna que ascendía a cerca de seis luises, y siempre la había ocultado cuidadosamente. La escondí en el pelo y, como casi toda nuestra cámara estaba en la cena aquella noche, a solas con una de mis compañeras que se acostó así que las otras hubieron bajado, entré en el cuarto de aseo; allí, destapando el agujero que había tenido el cuidado de cubrir todos los días, até mi cuerda a uno de los barrotes que estaba intacto, y, dejándome deslizar por ese medio, no tardé en tocar el suelo. No era eso lo que más me preocupaba: los seis recintos de muros o de setos vivos, de que me había hablado mi compañera, me inquietaban mucho más.
Una vez allí, descubrí que cada espacio o avenida circular dejado entre uno y otro seto no tenía más de ocho pies de anchura, y esta proximidad permitía ima ginar a primera vista que todo lo que se hallaba en este lado sólo era un macizo boscoso. La noche era muy oscura; al contornear la primera avenida circular para investigar si encontraría una abertura en el seto, pasé por debajo de la sala de las cenas. Ya no estaban allí; mi inquietud aumentó; proseguí, sin embargo, mis investigaciones. Llegué así a la altura de la ventana de la gran sala subterránea que se hallaba debajo de la de las orgías ordinarias. Descubrí en ella mucha luz, fui lo bastante atrevida como para acercarme; por mi situa­ción, tenía que agacharme. Mi desdichada compañera estaba tendida sobre un caballete, los cabellos sueltos y destinada sin duda a algún espantoso suplicio en el que encontraría, como libertad, el eterno fin de sus desgra­cias... Me estremecí, pero lo que mis miradas acabaron de descubrir aún me asombró más: Omphale, o no lo sabía todo, o había callado algo; descubrí en ese sub­terráneo cuatro jóvenes desnudas, que me parecieron muy hermosas y muy jóvenes, y que sin duda no eran de las nuestras. Así que en este horrible asilo había más víctimas de la lubricidad de esos monstruos... otras des­dichadas desconocidas por nosotras... Me apresuré a huir, y seguí girando hasta llegar al lado opuesto del subterráneo: no habiendo encontrado todavía la brecha, decidí hacer una. Sin que nadie se hubiera dado cuenta, me había provisto de un largo cuchillo: trabajé. Pese a mis guantes, mis manos no tardaron en quedar des­garradas, pero nada me detuvo. El seto tenía más de dos pies de espesor, lo entreabrí, y ya estaba en la segunda avenida. Allí me sorprendió notar bajo mis pies una tierra blanda y flexible en la que me hundía hasta el tobillo: cuanto más avanzaba por el tupido bosquecillo, más profunda era la oscuridad. Curiosa por saber a qué obedecía el cambio del suelo, lo toco con mis manos... ¡Oh, santo cielo! ¡Cojo la cabeza de un cadáver! ¡Dios mío!, pensé asustada, es aquí sin duda, como me habían dicho, el cementerio donde esos verdugos arrojan a sus víctimas; ¡casi ni se toman la molestia de cubrirlas de tierra!... ¡Puede que este cráneo sea el de mi querida Omphale, o el de la desdichada Octavie, tan hermosa, tan dulce, tan buena, y que sólo ha aparecido en la tierra como las rosas de las que sus encantos era la ima­gen! ¡Yo misma, ay, aquel hubiera sido mi lugar! ¡Por qué no sufrir mi suerte! ¡,Qué ganaría en ir a buscar nuevos reveses? ¡,Acaso no he cometido ya suficientes males? ¿No me he convertido en el motivo de un número más que suficiente de crímenes? ¡Ah, cum­plamos mi destino! ¡Oh, tierra, ábrete para engullirme! ¡Cuando alguien se halla tan desamparada, tan pobre, tan abandonada como yo, por qué hay que tomarse tantos trabajos para seguir vegetando unos instantes más entre los monstruos!... Pero no, debo vengar la virtud aherrojada... Ella lo espera de mi valor... No nos dejemos abatir... sigamos: es esencial que el universo se libre de unos malvados tan peligrosos como éstos. ¿Debo temer perder a tres o cuatro hombres a cambio de salvar a millones de individuos que su política o su ferocidad sacrifica?
Atravieso, pues, el seto en que me encuentro; era más espeso que el anterior; a medida que iba avanzando eran más impenetrables. Consigo, sin embargo, aguje rearlo, y más allá un suelo firme... ya nada que me anunciara los mismos horrores que acababa de encon­trar. Alcanzo de ese modo el borde del foso sin haber descubierto la muralla que me había anunciado Om­phale; seguramente no existía, y es verosímil que los monjes hablaran de ella para aterrorizarnos aún más. Menos encerrada más allá del séxtuplo recinto, diferen­ciaba mejor los objetos: la iglesia y el cuerpo de un edi­ficio que tenía adosado se ofrecieron inmediatamente a mis miradas. El foso bordeaba uno y otro. Evité inten­tar franquearlo por este lado; recorrí los bordes, y vién­dome al fin ante uno de los senderos del bosque, decidí cruzarlo por allí e introducirme por ese sendero una vez que hubiera pasado al otro lado. El foso era muy pro­fundo, pero, para mi suerte, estaba seco. Como el reves­timiento era de ladrillo, no había ningún medio de des­lizarme por él, así que me arrojé. Un poco aturdida por la caída, tardé unos instantes en levantarme... Prosigo, alcanzo el otro lado sin obstáculo, pero ¿cómo trepar por él? A fuerza de buscar un lugar accesible, encuen­tro al final uno donde unos cuantos ladrillos rotos me permitían a la vez la facilidad de servirme de los otros como escalones y la de hundir, para sostenerme, la punta de mi pie en el suelo. Ya estaba casi en la cima, cuando, desmoronándose todo bajo mi peso, caigo al foso debajo de los escombros que había arrastrado. Me creí muerta. Aquella caída, realizada involuntariamente, había sido más ruda que la anterior. Además, estaba enteramente recubierta de los materiales que me habían seguido; algunos de ellos me habían golpeado la cabeza, me sentía totalmente fracasada... «¡Oh, Dios mío!», me dije desesperada; «no sigamos; quedémonos aquí; es una advertencia del cielo; no quiere que siga: mis ideas me engañan sin duda; es posible que el mal sea útil en la Tierra, y cuando la mano de Dios lo desea, ¡quizás es un error oponerse a él!» Pero, prontamente rebelada con­tra un sistema demasiado desdichado fruto de la corrup­ción que me había rodeado, me libero de los escom­bros que me cubren, y encontrando mayor facilidad en su­bir por la brecha que acabo de hacer, a causa de los nuevos agujeros que se han formado en ella, lo intento una vez más, me animo, me hallo en un instante en la cima. Todo eso me había alejado del sendero que había descubierto, pero habiéndome fijado bien en él, lo alcanzo de nuevo y escapo a la carrera. Antes del final del día, ya me hallaba fuera del bosque, y a no tardar sobre aquel montículo desde el cual, seis meses atrás, para mi desdicha, había divisado el terrible convento. Descanso allí unos minutos, estaba empapada; mi pri­mera preocupación es arrojarme de rodillas y de nuevo pedir perdón a Dios por las faltas involuntarias que había cometido en aquel odioso receptáculo del crimen y de la impureza; lágrimas de pesar no tardaron en manar de mis ojos. «¡Ay!», me dije «¡yo era mucho menos cri­minal cuando abandoné, el pasado año, este mismo sendero, guiada por un principio de devoción tan fu­nestamente burlado! ¡Oh, Dios, en qué estado puedo contemplarme ahora!» Levemente calmadas estas funes­tas reflexiones por el placer de verme libre, proseguí mi camino hacia Dijon, imaginando que sólo en esa capital mis denuncias podían ser legítimamente admitidas...

Aquí la señora de Lorsange quiso obligar a Thérèse a recuperar el aliento, por lo menos durante unos minutos; lo necesitaba; el calor que ponía en su narración, las llagas que esos funestos relatos volvían a abrir en su alma, todo, en fin, la obligaba a unos cuantos momentos de tregua. El señor de Corville hizo traer unos refrescos, y al cabo de un poco de reposo, nues­tra heroína prosiguió, como veremos a continuación, el detalle de sus deplorables aventuras.



Segunda parte


Estaba en mi segundo día, absolutamente tranquila respecto a los temores que había sentido al principio de ser perseguida; hacía un calor extraordinario, y siguiendo mi costumbre ahorrativa, me había alejado del camino para encontrar una sombra donde pudiera efec­tuar una ligera comida que me permitiera aguardar la noche. Un bosquecillo a la derecha del camino, en medio del cual serpenteaba un límpido arroyuelo, me pareció adecuado para refrescarme. Tranquilizada por el agua pura y fresca, alimentada con un poco de pan, la espalda apoyada en un árbol, dejaba circular por mis venas un aire puro y sereno que me descansaba, y cal­maba mis sentidos. Allí, meditaba sobre aquella fatali­dad casi sin parangón que, pese a las espinas que me rodeaban en la carrera de la virtud, me llevaba siempre, sea como fuere, al culto de esa divinidad, y a unos actos de amor y de resignación hacia el Ser Supremo del que emana, y del cual es la imagen. Una especie de entu­siasmo acababa de apoderarse de mí: «¡Ay!», me decía, «ese buen Dios al que adoro no me abandona, ya que en ese mismo instante acabo de encontrar los medios para reparar mis fuerzas. ¿Acaso no le debo a El este favor? ¿Y no existen en la Tierra seres a los que se les niega? Así que no soy totalmente desgraciada, ya que los hay que todavía son más de compadecer que yo... ¡Ah! ¿Acaso no lo soy mucho menos que las desdi­chadas a las que dejo en esa guarida del vicio de la que la bondad de Dios me ha hecho salir como por una especie de milagro? ... ». Y llena de gratitud, me había prosternado; contemplando el sol como la obra mas hermosa de la divinidad, como la que mejor manifiesta su grandeza, arrancaba de la sublimidad de ese astro nuevos motivos de oraciones y de acciones de gracias, cuando de repente me siento agarrada por dos hom­bres que, después de cubrirme la cabeza para impe­dirme ver y gritar, me atan como a una criminal y me arrastran sin decir palabra.
Caminamos así cerca de dos horas sin que me sea posible ver qué camino emprendemos, cuando uno de mis guías, oyéndome respirar con esfuerzo, propone a su camarada liberarme del velo que me oprime la cabeza; él lo permite, respiro y descubro finalmente que estamos en medio de un bosque donde seguimos un camino bastante ancho, aunque poco frecuentado. Mil funestas ideas se presentan entonces a mi mente, temo que se han apoderado de mí los agentes de aquellos indignos frailes... temo que me devuelven a su odioso convento.
––¡Ah! ––le digo a uno de mis guías––, señor, ¿puedo suplicaros que me digáis dónde me lleváis? ¡.Puedo pre­guntaros qué pretendéis hacer conmigo?
––Cálmate, hija mía ––me dice el hombre––, y no te asustes por las precauciones que nos vemos obli­gados a tomar. Te llevamos hacia un buen amo. Gra ves problemas le obligan a buscar camareras para su esposa sólo con este aparatoso misterio, pero estarás bien allí.
––¡Ay, señores! ––contesté––, si estáis procurando mi felicidad, es inútil que me forcéis: soy una pobre huér­fana, muy digna de compasión, sin duda. No pido más que un empleo: si me lo dais, ¡,por qué teméis que pueda escapar?
––Tiene razón ––dice uno de los guías––, dejémosla más cómoda, atémosle solamente las manos.
Lo hacen, y prosigue la caminata. Al verme tran­quila, responden incluso a mis preguntas, y acabo por enterarme de que el amo al que me destinan se llama el conde de Gernande, nacido en París, pero propieta­rio de considerables bienes en esta comarca, y con más de quinientas mil libras de renta, que come a solas, me dice uno de los guías.
––¿A solas?
––Sí, es un hombre solitario, un filósofo; jamás ve a nadie. A cambio, es uno de los mayores glotones de Eu­ropa; no existe otro en el mundo que sea capaz de com­petir con él. Es inútil que te lo cuente, ya lo verás.
––Pero ¿qué significan estas precauciones, señor?
––Te lo cuento. Nuestro amo tiene la desgracia de tener una mujer que se ha vuelto loca. Hay que vigi­larla, no sale jamás de su habitación, nadie quiere ser­virla. Por mucho que te lo hubiéramos propuesto, si hubieras sabido algo, jamás habrías aceptado. Nos vemos obligados a secuestrar jóvenes a la fuerza para ejercer este funesto empleo.
––¡Cómo! ¡,Estaré cautiva al lado de esa dama?
––A decir verdad, sí, por eso te tenemos así, pero estarás bien... tranquilízate, perfectamente bien. Salvo esa molestia, no te faltará nada.
––¡Ah, justo cielo! ¡Qué opresión!
––Vamos, vamos, criatura, valor, un día saldrás y con una fortuna encima.
Mi guía no había terminado sus palabras, cuando descubrimos el castillo. Era un soberbio y vasto edifi­cio en medio del bosque, pero le faltaba mucho a ese gran edificio para estar tan poblado como su tamaño permitía. Sólo vi un poco de movimiento, un poco de afluencia en torno de las colinas situadas en unos por­ches, en la mitad del cuerpo del edificio. Todo el resto estaba tan solitario como la situación del castillo: nadie se fijó en nosotros cuando entramos; uno de mis guías se fue a las cocinas, y el otro me presentó al conde. Estaba en el fondo de un vasto y soberbio aposento, envuelto en un batín de satén de las Indias, echado en una otomana, y tenía a su lado dos jóvenes tan inde­centemente, o, mejor dicho, tan ridículamente vestidos, peinados con tanta elegancia y tanto arte, que al princi­pio los tomé por muchachas; un examen más detenido me hizo finalmente reconocerlos como dos muchachos, uno de los cuales podía tener quince años, y el otro dieciséis. Me pareció que tenían un rostro encantador, pero en tal estado de blandura y de abandono, que al principio creí que estaban enfermos.
––Aquí tenéis a una joven, monseñor ––dijo mi guía––. Nos parece que os conviene: es dulce, honrada, y sólo pide colocarse. Confiamos en que os contentará.
––Está bien ––dijo el conde, sin mirarme apenas––. Al retirarte, cierra la puerta, Saint-Louis, y di que nadie entre si no llamo.
Después el conde se levantó y se acercó a exami­narme. Mientras él me observa, yo puedo describiroslo: la singularidad del retrato merece por un instante vues tras miradas. El señor de Gemande era entonces un hombre de cincuenta años, de unos seis pies de altura, y una obesidad monstruosa. Nada más terrible que su rostro, la longitud de su nariz, la espesa oscuridad de sus cejas, sus ojos negros y malvados, su gran boca casi desdentada, su frente tenebrosa y desnuda, el sonido de su voz terrible y ronca, sus enormes brazos y manos; todo contribuye a hacer de él un individuo gigantesco, cuya cercanía inspira más miedo que seguridad. No tar­daremos en ver si la moral y los actos de esta especie de centauro respondían a su terrible caricatura. Después de un examen de lo más brusco y de lo más insolente, el conde me preguntó mi edad.
Y añadió a esta primera pregunta otras sobre mi persona. Le puse al corriente de todo lo que me con­cernía. Ni siquiera olvidé la deshonra que había re­cibido de Rodin; y cuando le hube descrito mi miseria, cuando le hube demostrado que la desdicha me había perseguido constantemente, el malvado me dijo con dureza:
––¡Tanto mejor, tanto mejor! Así serás más flexible aquí. Es un minúsculo inconveniente que la desdicha persiga a esta raza abyecta del pueblo que la naturaleza condena a arrastrarse cerca de nosotros por el mismo suelo: así es más activa y menos insolente, cumple mejor sus deberes hacia nosotros.
––Pero, señor, ya os he contado mi cuna, no es en absoluto abyecta.
––Sí, sí, ya me conozco la historia. Siempre se hace uno pasar por mucho cuando no es nada, o está en la miseria. Es preciso que las ilusiones del orgullo acudan a consolar de los embates de la fortuna; luego nos toca a nosotros creernos lo que nos parezca de esas cunas abatidas por los golpes de la suerte. Por otra parte, todo eso me da igual: te he encontrado al aire libre, y más o menos vestida como una sirvienta. De modo que así te tomo, si te parece bien. Sin embargo ––prosiguió con dureza aquel hombre––, sólo de ti depende ser feliz; ten paciencia, discreción, y en unos pocos años te despe­diré de aquí en situación de prescindir de servir.
Entonces cogió mis dos brazos, y arremangándome las mangas hasta el codo, los examinó con atención pre­guntándome cuántas veces me habían sangrado.
––Dos veces, señor ––le contesté, bastante sorpren­dida por esa pregunta; y le cité las épocas, refiriéndole las circunstancias de mi vida en que eso había ocurrido.
Apoya sus dedos sobre las venas como cuando se quiere hincharlas para realizar esa operación, y cuando alcanzan el punto que él desea, les aplica la boca chu pándolas. A partir de entonces, ya no dudé de que el libertinaje estaba relacionado con las prácticas de ese mal hombre, y los tormentos de la inquietud se des­pertaron en mi corazón.
––Tengo que saber cómo estás hecha ––prosiguió el conde, mirándome con un aire que me hizo temblar––. Para el puesto que vas a ocupar, es preciso que no tengas ningún defecto. Así que muéstrame cómo eres.
Me defendí; pero el conde, entregando a la cólera todos los músculos de su terrible rostro, me anuncia duramente que me aconseja que no me haga la moji­gata con él, porque dispone de medios seguros para con­vencer a las mujeres.
––Lo que me has contado ––me dijo–– no anuncia una virtud muy elevada. Así que tus resistencias quedarían tan fuera de lugar como ridículas.
Con esas palabras, hace un signo a sus muchachos, que, acercándoseme inmediatamente, se ocupan de desnudarme. Con unos individuos tan débiles, tan des madejados como los que me rodean, la defensa no es seguramente difícil; pero ¿de qué serviría? El antropófa­go que me los enviaba me habría pulverizado, de haber querido, de un puñetazo. Así que comprendí que te­nía que ceder. Me desnudan en un instante. Tan pronto como acaban, descubro que provoco las risas de los dos Ganímedes.
––Amigo mío ––le decía el más joven al otro––, ¡no está mal una joven!... ¡Pero qué lástima que ahí esté vacía!
––¡Oh! ––decía el otro––, no hay nada tan infame como ese vacío. No tocaría a una mujer ni que me fuera la fortuna en ello.
Y mientras mi parte delantera era tan ridiculizada por sus sarcasmos, el conde, íntimo partidario del tra­sero (¡ay!, desdichadamente como todos los libertinos), examinaba el mío con la mayor atención. Lo manipulaba duramente, lo manoseaba con fuerza; y, pellizcando unos trozos de carne con sus cinco dedos, los reblan­decía hasta magullarlos. Después me ordenó caminar unos pasos, y volver hacia él a reculones, a fin de no perder la perspectiva que se le ofrecía. Cuando llegué a su lado, me hizo agachar, levantar, apretar, abrir. A me­nudo se arrodillaba ante esta parte que era la única que le interesaba. La besaba en varios lugares diferentes, a veces incluso en el orificio más secreto; pero todos estos besos eran del tipo de la succión, no daba ni uno que no tuviera esta acción por objetivo: era como si mamara de cada una de las partes donde se posaban sus labios. Fue durante este examen cuando me pre­guntó muchos detalles sobre lo que me habían hecho en el convento de Santa María de los Bosques, y sin darme cuenta de que lo excitaba doblemente con esos relatos, tuve el candor de hacérselos todos con inge­nuidad. Hizo acercar a uno de los jóvenes y, colocán­dolo a mi lado, soltó el nudo corredizo de un gran lazo de cinta rosa que sostenía un calzón de gasa blanca, y dejó al descubierto todos los encantos velados por esa prenda. Después de unas suaves caricias en el mismo altar donde el conde sacrificaba conmigo, cambió de repente de objeto y comenzó a chupar al muchacho en la parte que caracterizaba su sexo. No dejaba de tocarme: fuera costumbre en el joven, fuera habilidad por parte del sátiro, en muy pocos minutos, la natura­leza vencida derramó en la boca de uno lo que salía del miembro del otro. Así es como ese libertino ago­taba a los desdichados niños que tenía consigo, cuyo nombre no tardaremos en conocer; así es como los debilitaba, y ésta era la causa del estado de langui­dez en que los había encontrado. Veamos ahora qué hacía para poner a las mujeres en el mismo estado, y cuál era la auténtica razón del retiro en que tenía a la suya.
El homenaje que me había rendido el conde había sido largo, pero sin la menor infidelidad al templo que había elegido para sí: ni sus manos, ni sus besos, ni sus deseos se apartaron de él un solo instante. Después de haber igualmente chupado al otro joven, y haber recogido y devorado de la misma manera su semen, me dijo, llevándome a un gabinete vecino, sin dejarme reco­ger mis ropas.
––Ven, voy a mostrarte de qué se trata.
No conseguí disimular mi turbación, fue espantoso; pero no había manera de hacer cambiar la cara a mi suerte, tenía que beber hasta la hez el cáliz que me habían ofrecido.
Otros dos jóvenes de dieciséis años, no menos bellos ni exhaustos que los dos primeros que habíamos dejado en el salón, tejían un tapiz en aquel gabinete. Se levan­taron cuando entramos.
Narcisse ––le dijo el conde a uno de ellos––, ésta es la nueva camarera de la condesa. Tengo que pro­barla, dame mis lancetas.
Narcisse abre un armario, y saca inmediatamente de él todo lo necesario para sangrar. Dejo que vos misma penséis cómo me puse. Mi verdugo vio mi apuro, y se limitó a reírse.
––Colócala, Zéphire ––dijo el señor de Gernande al otro joven.
Y aquel niño, al acercarse a mí, me dijo sonriendo: No tenga miedo, señorita, eso sólo puede hacerle bien. Póngase así.
Se trataba de estar ligeramente apoyada sobre las rodillas, en el borde de un taburete colocado en el cen­tro de la habitación, con los brazos atados por dos cintas colgadas del techo.
Así que estoy colocada, el conde se me acerca, con la lanceta en la mano. Apenas respiraba, sus ojos solta­ban chispas, su rostro daba miedo. Venda mis dos brazos, y en menos de un abrir y cerrar de ojos pincha los dos. Tan pronto como ve la sangre, lanza un grito acompañado de dos o tres blasfemias. Se sienta a seis pies, frente a mí. El ligero ropaje que le cubre no tarda en abrirse: Zéphire se arrodilla entre sus piernas, le chupa; y Narcisse, con los dos pies sobre el sillón de su amo, le presenta para mamar el mismo objeto que él ofrece a chupar al otro. Gernande agarraba los riñones de Zéphire, lo abrazaba, lo apretaba contra sí, pero lo abandonaba de vez en cuando para arrojarme unas miradas encendidas. Mientras tanto mi sangre manaba a grandes chorros y caía sobre dos cuencos blancos colocados debajo de mis brazos. No tardé en debili­tarme.
––¡Señor, señor! ––exclamé––, tened piedad de mí, me mareo...
Y me tambaleé; retenida por las cintas, no pude caer; pero como mis brazos se movían y mi cabeza flo­taba sobre mis hombros, mi cara se inundó de sangre. El conde estaba en plena ebriedad... Sin embargo, no presencié el final de la operación, me desmayé antes de que llegara a buen fin; ¿es posible que sólo pudiera alcanzarlo viéndome en este estado, es posible que su éxtasis supremo dependiera de este cuadro de muerte? Sea como fuere, cuando recuperé el sentido, me encon­tré en una cama excelente y con dos viejas a mi lado. Así que me vieron con los ojos abiertos, me ofrecieron un caldo, y cada tres horas, durante dos días, sabrosas sopas. En aquel momento, el señor de Gernande me hizo decir que me levantara y que fuera a hablarle al mismo salón donde me había recibido al llegar. Me acompañaron allí: seguía estando un poco débil, pero por lo demás bastante bien; llegué.
––Thérèse ––me dijo el conde, haciéndome sentar––, repetiré muy pocas veces pruebas semejantes contigo; tu persona me es útil para otros menesteres; pero era esencial que te hiciera conocer mis gustos y la manera como acabarás un día en esta casa, si me traicionas, si desgraciadamente te dejas sobornar por la mujer a cuyo lado voy a colocarte.
»Esta mujer es la mía, Thérése, y este título es sin duda el más funesto que pueda tener, ya que le obliga a prestarse a la pasión extravagante de la que tú acabas de ser víctima. No imagines que la trato así por ven­ganza, por desprecio, o por algún sentimiento de odio: es simplemente la historia de las pasiones. Nada iguala el placer que experimento al derramar su sangre... cuando mana me siento embriagado; jamás he disfru­tado de ninguna mujer de otra manera. Hace tres años que me casé con ella y exactamente cada cuatro días sufre el tratamiento que tú has experimentado. Su gran juventud (sólo tiene veinte años) y los cuidados espe­ciales que se le dan, todo eso la sostiene; y como se la repara en la misma medida de lo que se la obliga a per­der, se va manteniendo bastante bien. Con una sujec­cion semejante, ya puedes darte cuenta de que no puedo dejarla salir, ni dejar que nadie la vea. Así que la hago pasar por loca, y su madre, la única parien­te que le queda, que vive en su castillo a seis leguas de aquí, está tan convencida de ello que ni siquiera se atreve a venir a verla. La condesa implora con mucha frecuencia su perdón, no hay nada que no haga por enternecerme; pero jamás lo conseguirá. Mi lujuria ha decretado su arresto, es invariable, seguirá así mientras pueda: nada le faltará en toda su vida, y como me gusta agotarla, la aguantaré lo más posible; cuando ya no pueda aguantar, ¡mala suerte! Es la cuarta, pronto ten­dré una quinta, nada me inquieta tan poco como la suerte de una mujer; ¡hay tantas en el mundo, y es tan agradable cambiarlas!
»En cualquier caso, Thérèse, tu trabajo es cuidarla: pierde regularmente dos paletas de sangre cada cuatro días, ahora ya no se desmaya; la costumbre le confiere fuerzas, su agotamiento dura veinticuatro horas, está bien los tres días restantes. Pero puedes entender fácil­mente que esta vida le disgusta; no hay nada que no haga por librarse de ella, nada que no emprenda para conseguir comunicar su auténtica situación a su madre. Ya ha seducido a dos de sus camareras, pero sus manio­bras fueron descubiertas con el tiempo suficiente para impedir que triunfaran: ella ha sido la causa de la pér­dida de las dos desdichadas, ahora se arrepiente de ello, y, aceptando la invariabilidad de su suerte, ha tomado una decisión, y promete no volver a intentar seducir las personas de las que la rodearé. Pero este secreto, lo que puede ocurrir si me traicionan, todo eso, Thérèse, me obliga a colocar a su lado a personas secuestradas como tú lo has sido, a fin de evitar con ello las persecuciones. No habiéndote quitado a nadie, no teniendo que res­ponder de ti a nadie, estoy más capacitado para casti­garte, si lo mereces, de una manera que, aunque te arrebate la vida, no me pueda suponer pesquisas ni nin­gún tipo de sospechas. A partir de este momento, ya no existes en el mundo, dado que puedes desaparecer de él por el más ligero acto de mi voluntad: esta es tu suerte, hija mía, ya ves; afortunada si te portas bien, muerta si intentas traicionarme. En cualquier otro caso, te pediría una respuesta: en la situación en que te encuentras no tengo ninguna necesidad de hacerlo; estás en mi poder, tienes que obedecerme, Thérèse... Pase­mos a ver a mi mujer.
Sin nada que objetar a un discurso tan preciso, seguí a mi amo. Cruzamos una larga galería, tan sombría y tan solitaria como el resto del castillo; se abre una puerta, entramos en una antecámara en la que reco­nozco a las dos viejas que me atendieron durante mi desfallecimiento. Se levantaron y nos introdujeron en un soberbio aposento donde encontramos a la desdi­chada condesa bordando en un bastidor sobre una tum­bona; se levantó cuando vio a su marido.
––Sentaos ––le dijo el conde––, os permito que me escuchéis así. Aquí está, al fin, una camarera que os he encontrado, señora ––prosiguió––. Confío en que os acor daréis de la suerte que habéis hecho correr a las otras, y que no intentaréis sumir a ésta en las mismas desdi­chas.
––Eso sería inútil ––dije entonces, llena de deseos de servir a esa infortunada, y queriendo disimular mis intenciones––; sí, señora, me atrevo a asegurarlo delan te de vos, sería inútil, no diréis una sola palabra sin que yo la comunique inmediatamente a vuestro señor esposo, y tened por seguro que no arriesgaré mi vida por serviros.
––No intentaré nada que pueda colocaros en esa situación, señorita ––dijo la pobre mujer, que todavía no entendía los motivos que me hacían hablar así––; estad tranquila: sólo pido vuestros cuidados.
––Serán enteramente para vos, señora ––contesté––, pero nada más.
Y el conde, encantado conmigo, me estrechó la mano diciéndome al oído:
––Bien, Thérèse, has hecho tu fortuna si te portas como dices.
Después el conde me mostró mi habitación, conti­gua a la de la condesa, y me hizo observar que el con­junto de este apartamento, cerrado por unas puertas excelentes y rodeado de dobles rejas en todas sus aber­turas, no dejaba ninguna esperanza de evasión.
––Aquí hay una terraza ––prosiguió el señor de Ger­nande, acompañándome a un pequeño jardín que estaba a la altura del apartamento––, pero no creo que su altura te dé ganas de medir sus muros. La condesa puede venir a respirar el aire fresco siempre que quiera, tú la acompañaras... Adiós.
Regresé al lado de mi dueña, y como en un princi­pio las dos nos examinamos sin hablar, en este primer instante la estudié lo bastante bien como para poder describirla.
La señora de Gernande, con diecinueve años y medio de edad, poseía el mas bello talle, el más noble y más majestuoso que había podido ver; ni uno de sus gestos, ni uno de sus ademanes que no fuera una gracia, ni una de sus miradas que no fuera un sentimiento. Sus ojos eran de la más bella negrura: aunque fuera ru­bia, nada igualaba su expresión; pero una especie de languidez, consecuencia de sus infortunios, que suavi­zaba su resplandor, los hacía mil veces más interesantes; tenía la piel muy blanca, y los más hermosos cabellos, la boca muy pequeña, demasiado quizá, me hubiera sor­prendido un poco que le hubieran encontrado este de­fecto: era una bonita rosa todavía poco crecida, pero los dientes de una frescura... ¡los labios de un rosicler!... diríase que el Amor la había coloreado con matices robados a la diosa de las flores. Su nariz era aquilina, estrecha, ceñida por arriba, y coronada por dos cejas de ébano; la barbilla perfectamente bonita, un rostro, en una palabra, bellamente ovalado, en cuyo conjunto reinaba una especie de encanto, de ingenuidad, de can­dor, que habrían hecho tomar esa cara encantadora, más por la de un ángel que por la fisonomía de una mor­tal. Sus brazos, su seno, su trasero eran de un esplen­dor... de una redondez capaz de servir de modelo a los artistas; un vello suave y negro cubría el monte de Venus, sostenido por dos muslos torneados; y, cosa que me sorprendió, pese a la ligereza del talle de la con­desa, pese a sus desdichas, nada alteraba su lozanía: sus nalgas redondas y rollizas eran tan carnosas, tan abun­dantes, tan firmes como si su cintura hubiera sido más marcada y ella hubiera vivido siempre en el seno de la felicidad. Mostraba, sin embargo, sobre todo ello espan­tosas marcas del libertinaje de su esposo, pero, lo repito, nada alterado... la imagen de un bello lirio donde la abeja ha dejado algunas manchas. A tantos dones, la se­ñora de Gemande sumaba un carácter dulce, una mente novelesca y tierna, ¡un corazón de una sensibilidad!... Instruida, con talento... un arte innato para la seducción, a la que sólo su infame esposo era capaz de resistir, un sonido de voz encantador y mucha piedad. Así era la desdichada esposa del conde de Gernande, así era la criatura angelical contra la que había conspirado; parecía que cuantas más cosas inspiraba, más encendía su fe­rocidad, y que la abundancia de dones que había reci­bido de la naturaleza sólo servía de motivos suplemen­tarios para las crueldades de aquel malvado.
––¿Qué día fuisteis sangrada, señora? ––le dije, a fin de mostrarle que estaba al corriente de todo.
––Hace tres días ––me dijo––, y me toca mañana...
––A continuación, con un suspiro––: Sí, mañana... seño­rita, mañana... seréis testigo de esa bonita escena.
––¿Y la señora no se debilita?
––¡Oh, cielos! Aún no he cumplido veinte años, y estoy segura de que no se está más débil a los setenta. Pero me consuela saber que eso terminará; es absolu tamente imposible que viva mucho tiempo así: iré a reu­nirme con mi padre, iré a buscar en los brazos del Ser Supremo un reposo que los hombres me han negado tan cruelmente en la Tierra.
Estas palabras me rasgaron el corazón; queriendo mantener mi personaje, disimulé mi turbación, pero, en el fondo de mí misma, me prometí a partir de entonces perder mil veces la vida, si era preciso, a cambio de arrebatar del infortunio a esta desdichada víctima de los excesos de un monstruo.
Era el momento de la cena de la condesa. Las dos viejas vinieron a avisarme de que la hiciera pasar a su gabinete: se lo dije. Ella estaba acostumbrada a todo aquello, salió inmediatamente, y las dos viejas, ayuda­das por los dos lacayos que me habían detenido, sirvie­ron una comida suntuosa en una mesa donde mi cubierto estaba colocado en frente del de mi dueña. Los lacayos se retiraron, y las dos viejas me avisaron de que ellas no se moverían de la antecámara a fin de estar a dispo­sición de recibir las órdenes de la señora sobre todo lo que ella pudiera desear. Advertí a la condesa, se sentó, y me invitó a hacer lo mismo con un aire de amistad y de afabilidad que acabó de conquistarme el alma. Sobre la mesa había por lo menos veinte platos.
––A este respecto, ya veis que me cuidan, señorita ––me dijo.
––Sí, señora ––contesté––, y sé que la voluntad del señor conde es que no os falte nada.
––¡Oh, sí! Pero como los motivos de estas atenciones son tan crueles, me conmueven poco.
La señora de Gernande agotada, y vivamente esti­mulada por la naturaleza a unas constantes reparaciones, comió mucho. Quiso unas perdices y un ánade de Rouen que le sirvieron inmediatamente. Después de la comida, fue a tomar el aire en la terraza, pero cogida de mi mano: le hubiera sido imposible dar diez pasos sin esta ayuda. Fue en ese momento cuando me enseñó todas las partes de su cuerpo que acabo de describiros; me mostró sus brazos, estaban llenos de cicatrices.
––¡Ah!, no acaba ahí ––me dijo––, no hay una sola parte de mi desdichada persona de la que no le guste ver correr la sangre.
Y me mostró sus pies, su cuello, la parte inferior de su seno y otras zonas carnosas igualmente cubier­tas de cicatrices. El primer día me limité a algunas pro­testas suaves, y nos acostamos.
El siguiente era el día fatal de la condesa. El señor de Gernande, que sólo realizada esta operación al fi­nal de su cena, terminada siempre antes que su mujer, me hizo decir que me sentara a la mesa con él; allí fue, señora, donde vi operar a aquel ogro de una manera tan terrible que, pese a estar viéndolo, me costó esfuerzo creerlo. Cuatro lacayos, entre los que estaban los dos que me habían conducido al castillo, servían la asombrosa comida. Merece ser detallada: voy a ha­cerlo sin exagerar; seguramente no habían añadido nada para mí. Así que lo que vi era la historia de todos los días.
Sirvieron dos sopas, una de pasta al azafrán, y la otra de cangrejos con caldo de jamón; en medio un solomi­llo de buey a la inglesa, ocho entremeses, cinco grandes entrantes, cinco disfrazados y más ligeros, una cabeza de jabalí en medio de ocho platos de asados, a los que siguieron dos servicios de dulces, y dieciséis platos de frutas; helados, seis tipos de vino, cuatro clases de li­cores, y café. El señor de Gernande probó todos los platos, y algunos los vació por completo; bebió doce botellas de vino, cuatro de Borgoña, con los primeros platos, y cuatro de champagne en el asado; el tokai, el mulseau, el hermitage y el madeira fueron consu­midos con la fruta. Terminó con dos botellas de licores de las Islas y diez tazas de café.
Tan fresco al levantarse como si acabara de desper­tarse, el señor de Gernande me dijo:
––Vamos a sangrar a tu ama; te pido que me digas si lo hago tan bien con ella como contigo.
Dos muchachos a los que todavía no había visto, de la misma edad que los anteriores, nos esperaban a la puerta de los aposentos de la condesa: fue allí donde el conde me contó que tenía doce que le cambiaban cada año. Estos me parecieron aún más lindos que nin­guno de los que había visto anteriormente: estaban menos exhaustos que los demás; entramos... Todas las ceremonias que aquí voy a detallaros, eran las que exi­gía el conde: se respetaban regularmente todos los días, y lo máximo que se cambiaba era el local de las san­grías.
La condesa, envuelta simplemente en una tela de muselina flotante, se arrodilló así que el conde entró. ––¿Estáis preparada? ––le preguntó su esposo.
––A todo, señor ––contestó humildemente––: sabéis perfectamente que soy vuestra víctima, y que no tenéis más que mandar.
Entonces el señor de Gernande me dijo que desnu­dara a su mujer y que se la trajera. Por mucha repugnancia que yo sintiera ante todos estos horrores, ya sabéis señora, que no tenía otra opción que la más total resignación. Vedme siempre, os lo suplico, como una esclava en todo lo que os he contado y en todo lo que me queda por referiros: sólo me prestaba a ello cuando no podía hacer otra cosa, pero no actuaba de buena gana en nada de todo ello.
Así que despojé a mi ama de su túnica y la conduje desnuda al lado de su esposo, ya instalado en un gran sillón: al corriente del ceremonial, ella se subió al sillón, y ella misma le presentó a besar aquella parte favorita que tanto había celebrado en mí, y que me parecía inte­resarle igualmente en todos los seres y en todos los sexos.
––Abrase pues, señora ––le dijo brutalmente el conde...
Y celebró largo tiempo lo que deseaba ver hacién­dole tomar sucesivamente diferentes posiciones. Entre­abría, cerraba; con la punta del dedo, o con la lengua, cosquilleaba el estrecho orificio; y otras veces, arrastrado por la ferocidad de sus pasiones, cogía un pellizco de carne, lo apretaba y lo arañaba. Así que había produ­cido una leve herida, su boca se posaba inmediatamente sobre ella. Durante estos crueles preliminares, yo aguan­taba a su desdichada víctima, y los dos garzones com­pletamente desnudos se relevaban a su lado; sucesiva­mente de rodillas entre sus piernas, utilizaban las bocas para excitarlo. Fue entonces cuando vi, no sin una asombrosa sorpresa, que aquel gigante, aquella especie de monstruo, cuyo mero aspecto bastaba para echarse a temblar, apenas era, sin embargo, un hombre: la más menuda, la más ligera excrecencia de carne, o, para que la comparación sea más exacta, lo que se le vería a un niño de tres años, era lo máximo que se descubría en aquel individuo tan enorme y tan corpulento, por otra parte, en todo; pero no por ello sus sensaciones eran menos vivas, y cada vibración de placer significaba para él un ataque de espasmo. Después de esta primera sesión, se tendió sobre el canapé, y quiso que su mujer, a caballo sobre él, mantuviera el trasero sobre su cara, mientras que con su boca le devolvería, por medio de la succión, los mismos ultrajes que acababa de recibir de los jóvenes Ganímedes, los cuales eran excitados, a derecha e izquierda, con sus manos; las mías trabaja­ban durante ese rato en su trasero: lo cosquilleaba, lo masturbaba en todos los sentidos. Como esta actitud, proseguida durante más de un cuarto de hora, no pro­ducía ningún efecto, hubo que cambiarla; por orden del conde, tendí a la condesa sobre una tumbona, acostada de espaldas, con los muslos abiertos al máximo. La vi­sión de lo que se entreabría colocó al conde en una es­pecie de rabia; mira... sus miradas despiden fuego, blasfema; se precipita como un loco furioso sobre su mujer, la pincha con su lanceta en cinco o seis lugares del cuerpo, pero todas estas heridas eran superficiales, apenas dejaban escapar una o dos gotas de sangre. Estas primeras crueldades cesaron finalmente para ser sustitui­das por otras. El conde se tranquiliza, deja respirar un instante a su mujer; y ocupándose de sus dos favoritos, los obligaba a chuparse mutuamente, o bien los colocaba de tal modo que a la vez que él chupaba a uno, el otro le chupaba a él, y el que le chupaba volvía con su boca a prestar el mismo servicio al que era chupado: el conde recibía mucho, pero no daba nada. Su saciedad y su impotencia eran tales que ni los mayores esfuerzos con­seguían sacarle de su embotamiento: parecía sentir unas titilaciones muy violentas, pero no se manifestaba nada; a veces me ordenaba que yo misma chupara a sus miñones y que corriera inmediatamente a devolver a su boca el incienso que recogiera. Al fin los arroja a los dos sobre la desdichada condesa. Los jóvenes se acer­can, la insultan, llevan su insolencia hasta golpearla, y abofetearla, y cuanto más la molestan, más elogiados y aplaudidos son por el conde.
Gernande estaba entonces ocupado conmigo; yo me colocaba frente a él, con mis riñones a la altura de su cara, y él rendía homenaje a su dios, pero no me hizo daño; no sé por qué tampoco atormentó a sus Ganímedes: sólo se metía con la condesa. Es posible que el honor de pertenecerle fuera un título para ser maltra­tada por él; es posible que sólo le impulsaran a la cruel­dad los vínculos que conferían fuerza a sus ultrajes. Cabe suponerlo todo en semejantes cabezas, y apostar casi siempre a que lo que les parezca un crimen mayor será lo que más los excite. Al fin nos coloca a sus jóvenes y a mí a los lados de su mujer, entremezclados los unos con los otros: aquí un hombre, allí una mujer, y los cuatro ofreciéndole el trasero; los examina primero de frente, un poco distante, después se acerca, toca, compara, acaricia; los jóvenes y yo no teníamos que sufrir nada, pero cada vez que llegaba a su mujer, la mo­lestaba, la vejaba de una u otra manera. La escena cam­bia de nuevo: hace colocar a la condesa boca abajo sobre un canapé, y tomando sucesivamente a cada uno de los jóvenes, él mismo los introduce en el estrecho camino ofrecido por la posición de la señora de Gernande: les permite calentarse, pero el sacrificio sólo debe con­sumarse en su boca; los chupa igualmente a medida que sale. Mientras el uno actúa, se hace chupar por el otro, y su lengua se pierde en el trono de voluptuosidad que le presenta el agente. Este acto es largo, el conde se enfada, se levanta, y quiere que yo sustituya a la con­desa; le suplico insistentemente que no me lo exija, no hay manera. Coloca a su mujer de espaldas a lo largo del canapé, me hace pegarme a ella, con los riñones vueltos hacia él, y allí ordena a sus muchachos que me sondeen por el camino prohibido: me los presenta, sólo se introducen guiados por sus manos; es preciso en­tonces que yo excite a la condesa con mis dedos, y que la bese en la boca. Para él, su ofrenda es la misma; como cada uno de sus miñones sólo puede actuar mos­trándole uno de los más dulces objetos de su culto, lo aprovecha lo mejor que puede, y al igual que con la con­desa hace que el que me perfora, después de unas cuantas idas y venidas, acuda a derramar en su boca el incienso encendido por mí. Cuando los jóvenes han terminado, se pega a mis riñones y parece querer sustituirlos.
––¡Esfuerzos superfluos! ––exclama––... ¡No es eso lo que necesito!... ¡Acción!... ¡Acción!... Por lamentable que parezca mi estado... ya no aguanto más... ¡Vamos, con­desa, vuestros brazos!
La cogió entonces con ferocidad, la coloca como había hecho conmigo, los brazos colgados del techo por dos cintas negras: yo estoy encargada de colocarle las vendas; examina las ataduras: viéndolas poco apretadas, las aprieta más, a fin, dice, de que la sangre salga con mayor fuerza; pulsa las venas, y pincha las dos casi al mismo tiempo. La sangre salta muy lejos: él se extasía; y colocándose de nuevo de frente, mientras que los dos manantiales manan, me hace arrodillarme entre sus piernas, a fin de que le chupe; él hace lo mismo a cada uno de sus queridos, sucesivamente, sin apartar la mirada de los chorros de sangre que lo excitan. Por mi parte, convencida de que el instante en que la crisis que espera se produzca significará el cese de los tormentos de la condesa, pongo todo mi esfuerzo en precipitar esa crisis, y me vuelvo, como veis, señora, ramera por bene­ficencia y libertina por virtud. Al fin llega el desenlace tan esperado, del que yo no conocía ni sus peligros ni su violencia; la última vez que se había producido, estaba desvanecida... ¡Oh, señora! ¡Qué extravío! Ger­nande llevaba cerca de diez minutos en pleno delirio, debatiéndose como un hombre enfermo de epilepsia, y lanzando unos gritos que se oirían a una legua de dis­tancia; sus juramentos eran excesivos, y golpeando todo lo que le rodeaba, desplegaba unos esfuerzos terribles. Los dos miñones caen patas arriba; quiere arrojarse sobre su mujer, le retengo; acabo de chupársela: la necesidad que siente de mí hace que me respete; al fin lo devuelvo a la razón, desprendiéndole de aquel fluido encendido, cuyo calor, cuyo espesor, y sobre todo cuya abundancia, le ponen en tal estado de frenesí, que yo creía que iba a expirar; siete u ocho cucharas apenas habrían bastado para contener la dosis, y el potaje más espeso describiría mal su consistencia; con todo ello nada de erección, la apariencia misma del agotamiento: son unas contradicciones que explicarán los médicos mejor que yo. El conde comía en exceso, y sólo se des­ahogaba cada vez que sangraba a su mujer, o sea cada cuatro días. ¿Estaba ahí la causa del fenómeno? Lo ignoro, y no atreviéndome a explicar lo que no entien­do, me limitaré a referir lo que vi.
Mientras tanto corro hacia la condesa, restaño su sangre, la desato y la coloco sobre un canapé en un gran estado de debilidad; pero el conde, sin preocuparse, sin dignarse arrojar ni una mirada sobre la desdichada víctima de su rabia, sale bruscamente con sus miñones, dejándome ordenarlo todo como yo quiera. Esta es la fatal indiferencia que caracteriza, mejor que cualquier otra cosa, el alma de un auténtico libertino: ¿sólo está arrastrado por la fogosidad de sus pasiones? El remor­dimiento se dibujará en su rostro, cuando vea en estado de calma los funestos efectos del delirio; ¿su alma está enteramente corrompida? Semejantes consecuencias no le horrorizarán en absoluto: las contemplará sin pena y sin pesar, quizás incluso todavía con alguna emoción por las infames voluptuosidades que las produjeron.
Hice acostar a la señora de Gernande. Por lo que ella me dijo, esta vez había perdido mucho más que de cos­tumbre; pero se le prodigaron tantos cuidados y tantos reconstituyentes que, al cabo de dos días, ya no lo pare­cía. Aquella misma noche, así que ya no tuve nada que hacer al lado de la condesa, Gernande me comunicó que fuera a hablar con él. Cenaba; yo tenía que servir aquella cena consumida por él con aún mayor intem­perancia que el almuerzo; cuatro de sus miñones se sen­taban a su mesa, y allí, regularmente todas las noches, el libertino bebía hasta emborracharse: pero veinte bote­llas de los más excelentes vinos apenas bastaban para conseguirlo, y más de una vez le vi vaciar treinta. Sos­tenido por sus favoritos, el libertino se acostaba luego cada noche en la cama con dos de ellos. Pero él no daba nada por su parte, y todo ello no eran más que vehículos que le preparaban para la gran escena.
Mientras tanto, yo había descubierto el secreto de agradar de manera increíble a aquel hombre: confesaba espontáneamente que pocas mujeres le habían gustado tanto. Con ello adquirí derecho a su confianza, de la que sólo me aproveché para servir a mi ama.
Una mañana que Gernande me había hecho ir a su gabinete para comunicarme unos nuevos proyectos de libertinaje, después de haberle escuchado y aplaudido calurosamente, quise, viéndole bastante tranquilo, inten­tar enternecerle sobre la suerte de su desdichada esposa:
––¿Es posible, señor ––le dije––, que podáis tratar a una mujer de esta manera, independientemente de todos sus vínculos con vos? Dignaos pensar en las gracias conmovedoras de su sexo.
––¡Oh, Thérèse! ––me contestó el conde––. Sé inteli­gente. ¿Cómo puedes utilizar como razones para cal­marme las que precisamente más me excitan? Atién­deme, querida muchacha ––prosiguió haciéndome sentar a su lado––, sean cuales sean los insultos que me oirás proferir contra tu sexo, no te acalores. Dame razones, y si son buenas, me rendiré a ellas.
»¿Con qué derecho, por favor, pretendes, Thérèse, que un marido esté obligado a procurar la felicidad de su mujer? ¿Y qué títulos se atreve a alegar esa mujer para exigirlo de su marido? La necesidad de hacerse recí­procamente felices sólo puede existir legalmente entre dos seres igualmente dotados de la facultad de hacerse daño, y por consiguiente entre dos seres de idéntica fuerza. Una asociación semejante sólo puede producirse si se establece inmediatamente el pacto entre esos dos seres de comportarse entre sí de modo que el uso de sus respectivas fuerzas no pueda dañar a ninguno de los dos; pero es imposible que exista esta convención entre el ser fuerte y el ser débil. ¿Con qué derecho exigirá el último que el otro le trate con miramientos? ¿Y por qué imbecilidad se comprometería el primero a hacerlo? Puedo consentir en no utilizar mis fuerzas con­tra aquel que es capaz de hacérseme temible con las suyas; pero ¿por qué motivo debilitaría sus efectos con el ser cuya naturaleza me sirve? Tú me contestarás: ¿por piedad? Ese sentimiento sólo es compatible con el ser que se me asemeja, y como es egoísta su efecto sólo se produce con la condición tácita de que el individuo que me inspirará conmiseración también la sienta res­pecto a mí: pero si yo lo domino constantemente con mi superioridad, al serme inútil su conmiseración, jamás debo, por poseerla, consentir en ningún sacrificio. ¿No sería un engaño sentir piedad del pollo que degüellan para mi cena? Un individuo tan inferior a mí, privado de cualquier relación conmigo, jamás puede inspirarme ningún sentimiento. Pues bien, las relaciones de la esposa con el marido no tienen una consecuencia dife­rente que la del pollo conmigo; ambos son unos ani­males familiares que hay que utilizar, que hay que emplear para el uso indicado por la naturaleza, sin dife­renciarlos en lo más mínimo. Vaya, me pregunto que si la intención de la naturaleza fuera la de que vuestro sexo hubiera sido creado para la dicha del nuestro, y viceversa, ¿habría cometido, esta naturaleza ciega, tantas inepcias en la construcción de uno y otro sexo?, ¿les habría conferido mutuamente unos errores tan graves de los que debían resultar indefectiblemente el aleja­miento y la antipatía mutuas? Sin ir a buscar unos ejem­plos más lejos, con la conformación que tú me conoces, dime, por favor, Thérèse, ¿a qué mujer podría yo hacer feliz, y, a la inversa, qué hombre podrá encontrar dulce el goce de una mujer, si no está dotado de las gigan­tescas proporciones necesarias para contentarla? ¿Serán, en tu opinión, las cualidades morales las que la com­pensarán de los defectos fisicos? ¿Y qué ser razonable, conociendo una mujer a fondo, no exclamará con Eurí­pides: «Aquel de los dioses que ha puesto la mujer en el mundo, puede vanagloriarse de haber producido la peor de todas las criaturas, y la más molesta para el hom­bre?». Si, por consiguiente, está demostrado que los dos sexos no se convienen mutuamente en absoluto, y que no existe querella fundada, por parte de uno, que no convenga inmediatamente al otro, es falso, pues, a partir de ahí, que la naturaleza los haya creado para su felici­dad recíproca. Puede haberles permitido el deseo de juntarse para concurrir al objetivo de la propagación, pero en absoluto el de unirse con la intención de que el uno procure la felicidad del otro. Así, pues, no teniendo el más débil ningún título a reclamar para obtener la piedad del más fuerte, y no pudiendo ya opo­nerle que puede hallar su felicidad en él, no tiene otra opción que la sumisión; y como, pese a la dificultad de esta felicidad mutua, está en la esencia de los indivi­duos de uno y otro sexo trabajar en procurársela, el más débil debe reunir sobre él, mediante esta sumisión, la única dosis de felicidad que le sea dable recoger, y el más fuerte debe trabajar en la propia, por la vía de opre­sión que le plazca emplear, ya que está demostrado que la única dicha de la fuerza reside en el ejercicio de las facultades del fuerte, es decir en la más completa opre­sión. Así, esa felicidad que los dos sexos no pueden encontrar conjuntamente, la encontrarán, el uno con su obediencia ciega, el otro con la más absoluta energía de su dominación. ¡Qué!, si no estuviera en la intención de la naturaleza que uno de los sexos tiranizara al otro, ¿acaso no los habría creado de fuerza igual? Al hacer a uno de ellos inferior al otro en todos los puntos, ¿no ha indicado de manera suficiente que su voluntad era que el más fuerte utilizara los derechos que ella le daba? Cuanto más extiende éste su autoridad, más desdichada hace, con ello, a la mujer unida a su suerte, y mejor ejecuta así los designios de la naturaleza. No es a partir de las quejas del ser débil que hay que juzgar el proce­dimiento; en tal caso los juicios sólo podrían ser viciosos, ya que sólo tomaríais, al hacerlos, las ideas del débil: hay que juzgar la acción por el poder del fuerte, por la amplitud que ha dado a su poder, y cuando los efectos de esta fuerza recaen sobre una mujer, exami­nar entonces lo que es una mujer, la manera como este ser despreciable ha sido vista, tanto en la antigüedad como en nuestros días, por las tres cuartas partes de los pueblos de la Tierra.
»Ahora bien, ¿qué veo al proceder con sangre fría a este examen? Una criatura enclenque, siempre inferior al hombre, infinitamente menos hermosa que él, menos ingeniosa, menos buena, constituida de una manera asquerosa, enteramente opuesta a lo que puede gustar al hombre, a lo que debe deleitarle..., un ser malsano las tres cuartas partes de su vida, incapaz de satisfacer a su esposo todo el tiempo en que la naturaleza le obliga al embarazo, de un humor agrio, desabrido, impe­rioso; tirana, si se le conceden unos derechos, baja y rastrera si se la cautiva; pero siempre falsa, siempre mal­vada, siempre peligrosa; una criatura tan perversa en fin, que fue muy seriamente discutido durante varias sesiones del concilio de Mâcon, si este individuo extra­vagante, tan diferente del hombre como del hombre lo es el simio de la selva, podía pretender al título de cria­tura humana, y se debía razonablemente concedérselo. Pero ¿fue esto un error del siglo, y la mujer había sido mejor vista en los que lo precedieron? ¿Los persas, los medas, los babilonios, los griegos, los romanos honra­ban a este sexo odioso que hoy nos atrevemos a con­vertir en nuestro ídolo? ¡Ay!, lo veo oprimido en todas partes, en todas partes alejado rigurosamente de la admi­nistración, en todas partes despreciado, envilecido, en­cerrado; en una palabra, tratadas en todas partes las mujeres como unas bestias que se utilizaban en el ins­tante necesario, y que se encierran acto seguido en el redil. Si me detengo un momento en Roma, oigo al sabio Catón gritarme desde el seno de la antigua capi­tal del mundo: "Si los hombres estuvieran sin mujeres, seguirían conversando con los dioses". Escucho a un se­nador romano comenzar su arenga con estas palabras: "Señores, si nos fuera posible vivir sin mujeres, entonces conoceríamos la auténtica felicidad". Oigo a los poetas cantar en los teatros de Grecia: "¡Oh, Júpiter! ¿Qué ra­zón pudo obligarte a crear mujeres? ¿No podías dar el ser a los humanos por unos caminos mejores y más cuerdos, por unos medios, en una palabra, que nos hu­bieran evitado el azote de las mujeres?". Veo a estos mismos pueblos, los griegos, sentir por ese sexo tal des­precio que se precisan leyes para obligar a un espartano a la propagación, y que una de las penas de estas sabias repúblicas es obligar al malhechor a vestirse de mujer, es decir, a disfrazarse del ser más vil y más despreciado que conocen.
»Sin seguir buscando ejemplos en unos siglos tan alejados de nosotros, ¿con qué mirada este desgraciado sexo es visto todavía ahora en la superficie del globo? ¿Cómo es tratado? Lo veo, encerrado en toda Asia, ser­vir allí de esclavo a los bárbaros caprichos de un dés­pota que lo molesta, lo atormenta, y se ríe de sus do­lores. En América, veo unos pueblos naturalmente humanos, los esquimales, practicar entre los hombres todos los actos posibles de beneficencia, y tratar a las mujeres con toda la dureza imaginable; las veo humi­lladas, prostituidas a los extranjeros en una parte del universo, servir de moneda en otra. En Africa, mucho más envilecidas sin duda, las veo ejerciendo la función de bestias de carga, trabajar la tierra, sembrarla y servir a sus maridos de rodillas. ¿Seguiré al capitán Cook en sus nuevos descubrimientos? ¿La encantadora isla de Otaïti, donde el embarazo es un crimen que vale a veces la muerte a la madre, y casi siempre al hijo, me ofrece­rá unas mujeres más dichosas? En otras islas descubier­tas por ese mismo marino, las veo golpeadas y vejadas por sus propios hijos, y al propio marido juntarse a su familia para atormentarla con mayor rigor.
»i Oh, Thérèse!, no te asombres en absoluto de todo eso, no te sorprendas más del derecho absoluto que tu­vieron, en todos los tiempos, los esposos sobre sus mu jeres: cuanto más próximos están los pueblos a la na­turaleza, mejor siguen sus leyes; la mujer no puede tener con su marido otras relaciones que las del escla­vo con su dueño; carece decididamente de ningún de­recho para pretender a títulos más queridos. No hay que confundir con unos derechos algunos ridículos abusos que, degradando nuestro sexo, enaltecieron por un ins­tante el vuestro: hay que buscar la causa de estos abu­sos, proclamarla, y retornar más constantemente después a los sabios consejos de la razón. Y ahí tienes, Thérèse, la causa del respeto momentáneo que obtuvo tiempo atrás tu sexo, y que sigue engañando, sin que se den cuenta, a los que prolongan este respeto.
»Antaño en las Galias, o sea en la única parte del mundo que no trataba del todo a las mujeres como es­clavas, ellas tenían el hábito de profetizar, de decir la buena ventura: el pueblo se imaginó que triunfaban en este oficio gracias al comercio íntimo que sostenían sin duda con los dioses; a partir de ahí fueron, por decir­lo de algún modo, asociadas al sacerdocio, y disfrutaron de una parte de la consideración dedicada a los sacerdo­tes. La Caballería se estableció en Francia sobre estos prejuicios, y considerándolos favorables a su espíritu, los adoptó; pero ocurrió con esto como con todo: las cau­sas se apagaron y los efectos se mantuvieron; la Caba­llería desapareció, y los prejuicios que había alimenta­do se incrementaron. El antiguo respeto concedido a unos títulos quiméricos no pudo ni siquiera aniquilar­se, cuando se disipó lo que sustentaba estos títulos: de­jamos de respetar a las brujas, pero se veneró a las ra­meras, y lo que es peor, seguimos degollándonos por ellas. Que semejantes banalidades cesen de influir sobre la mente de los filósofos, y, devolviendo las mujeres a su auténtico lugar, vean únicamente en ellas, tal como indica la naturaleza, tal como admiten los pueblos más sabios, unos individuos creados para sus placeres, so­metidos a sus caprichos, cuya debilidad y maldad sólo deben merecer de ellos el desprecio.
»Pero no únicamente, Thérèse, todos los pueblos de la tierra disfrutaron de los derechos más amplios sobre sus mujeres, ocurrió incluso que las condenaban a muerte así que venían al mundo, conservando única­mente el pequeño número necesario para la reproduc­ción de la especie. Los árabes, conocidos con el nom­bre de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad de siete años, en una montaña cerca de La Meca, por­que un sexo tan vil les parecía, decía, indigno de ver el día. En el serrallo del rey de Aquem, por la mera sos­pecha de infidelidad, por la más ligera desobediencia en el servicio de las voluptuosidades del príncipe, o tan pronto como inspiran repugnancia, los más espantosos suplicios les sirven al instante de castigo. En las orillas del Ganges, están obligadas a inmolarse ellas mismas sobre las cenizas de sus esposos, como inútiles al mundo, así que sus amos ya no pueden disfrutar de ellas. En otras partes se las expulsa como animales salva­jes, y es un honor matar muchas de ellas; en Egipto, se las inmola a los dioses; en Formosa, se las pisotea si quedan embarazadas. Las leyes germanas sólo conde­naban a diez escudos de multa a quien mataba a una mujer ajena, a nada si era la propia o una cortesana. En todas partes, repito, en una palabra, en todas par­tes, veo las mujeres humilladas, maltratadas, por doquier sacrificadas a la superstición de los sacerdotes, a la bar­barie de los esposos o a los caprichos de los libertinos. Y porque yo tenga la desdicha de vivir en un pueblo todavía lo bastante grosero como para no atreverse a abolir el más ridículo de los prejuicios, ¿me priva­ré de los derechos que la naturaleza me concede sobre ese sexo?, ¿renunciaré a todos los placeres que nacen de esos derechos?... No, no, Thérèse, eso no es justo: ocultaré mi conducta, ya que es necesario, pero me desquitaré en silencio, en el retiro en que me exilio, de las cadenas absurdas a que me condena la legislación, y allí trataré a mi mujer como autoriza el derecho en todos los códigos del universo, en mi corazón y en la naturaleza.
––¡Oh, señor! ––le dije––, vuestra conversión es im­posible.
––Por consiguiente no te aconsejo que la empren­das, Thérèse ––me contestó Gernande––: el árbol es de­masiado viejo para ser doblegado; a mis años es posi ble dar unos cuantos pasos más en el camino del mal, pero ni uno solo en el del bien. Mis principios y mis gustos hicieron mi felicidad desde mi infancia, fueron siempre la única base de mi comportamiento y de mis acciones: tal vez vaya más lejos, percibo que es posible, pero retroceder, no; siento demasiado horror por los prejuicios de los hombres, odio con excesiva sinceridad su civilización, sus virtudes y sus dioses, para sacrifi­carles jamás mis inclinaciones.
A partir de este momento vi perfectamente que no tenía otra posición que tomar, tanto para escapar de esta casa como para liberar a la condesa, que utilizar la as­tucia y ponerme de acuerdo con ella.
Al cabo de un año de estar a su lado, yo le había dejado leer en demasía en mi corazón como para que ella no se convenciera del deseo que yo sentía de ser virla, y como para que no adivinara lo que en un prin­cipio me había hecho actuar de manera diferente. Me abrí más, ella se entregó: acordamos nuestros planes. Se trataba de informar a su madre, de abrirle los ojos sobre las infamias del conde. La señora de Gemande no tenía la menor duda de que esta dama infortunada co­rrería inmediatamente a romper las cadenas de su hija; pero cómo conseguirlo, ¡estábamos tan bien en­cerradas, tan vigiladas! Acostumbrada a salvar muros, medí con la mirada los de la terraza: apenas tenían treinta pies; ninguna valla apareció ante mis ojos; creo que una vez al pie de esas murallas, nos hallábamos en los caminos del bosque; pero como la condesa había llegado de noche a su apartamento, y jamás había salido de él, no pudo confirmar mis ideas. Me decidí a intentar la escalada. La señora de Gernande escribió a su ma­dre la carta más idónea del mundo para enternecerla y decidirla a acudir en ayuda de una hija tan desdichada; yo metí la carta en mi seno, abracé a la querida y cauti­vadora mujer, y ayudada después por nuestras sábanas, así que se hizo de noche, me dejé deslizar a la parte inferior de esa fortaleza. ¡Qué fue de mí, oh, cielos, cuando descubrí que faltaba mucho para que estuviera fuera del recinto! Sólo me hallaba en el parque, y en un parque rodeado de muros cuya visión me había sido ocultada por el espesor de los árboles y por su canti­dad: esos muros tenían más de cuarenta pies de altura, completamente sembrados de cristales en la cresta, y de un espesor prodigioso... ¿Qué sería de mí? El día estaba a punto de aparecer: ¿qué pensarían de mí al verme en un lugar en el que sólo podía estar con el proyecto seguro de una evasión? ¿Podía escapar al furor del conde? ¿Qué probabilidad había de que aquel ogro no se abrevara con mi sangre para castigarme por una falta semejante? Regresar era imposible, la condesa había retirado las sábanas; llamar a las puertas, signifi­caba traicionarse aún con mayor seguridad: poco faltó entonces para que no perdiera la cabeza por completo y no cediera con violencia a los efectos de la desespe­ración. Si había descubierto alguna compasión en el alma del conde, es posible que la esperanza me hubie­ra engañado por un instante, pero un tirano, un bárba­ro, un hombre que detestaba a las mujeres y que, decía, llevaba mucho tiempo buscando la ocasión de inmolar una, haciéndole perder su sangre, gota a gota, para ver cuántas horas podría vivir así... Era indudable que yo iba a servir para la prueba. Sin saber, pues, qué hacer conmigo, descubriendo peligros en todas partes, me arrojé a los pies de un árbol, decidida a esperar mi suer­te, y resignándome en silencio a las voluntades del Eter­no... Llega al fin el día: ¡santo cielo!, el primer objeto que se presenta ante mí... es el propio conde: había hecho un calor terrible durante la noche; había salido para tomar el aire. Cree engañarse, cree ver un espec­tro, retrocede: rara vez es el valor la virtud de los trai­dores. Me levanto temblorosa, me precipito a sus ro­dillas.
––¿Qué haces ahí, Thérèse? ––me dice.
––¡Oh, señor, castigadme! ––contesté––, soy culpable, y no tengo nada que decir.
Desgraciadamente había olvidado, en mi turbación, romper la carta de la condesa: se lo imagina, me la pide, quiero negarme; pero Gernande, viendo asomar la carta fatal por el pañuelo de mi seno, la coge, la devora, y me ordena que le siga.
Regresamos al castillo por una escalera oculta que daba debajo de los porches; todavía reinaba en él el mayor de los silencios; después de unos cuantos rodeos, el conde abre un calabozo y me arroja a él.
––Joven imprudente ––me dijo entonces––, ya te había prevenido de que el crimen que acabas de cometer se castigaba aquí con la muerte: prepárate, pues, a sufrir el castigo en que has querido incurrir. Mañana, al le­vantarme de la mesa, vendré a despedirte.
Me precipito de nuevo a sus rodillas, pero cogién­dome por los cabellos, me arrastra por el suelo, me obli­ga a dar así dos o tres vueltas a mi prisión, y acaba por arrojarme contra las paredes como para aplastarme.
––Merecerías que te abriera ahora mismo las cuatro venas ––dijo al cerrar la puerta––, y si demoro tu supli­cio, puedes estar bien segura de que sólo es para ha­cerlo más horrible.
Está fuera, y yo en la más violenta agitación. No os describo la noche que pasé; los tormentos de la imagi­nación unidos a los males fisicos que las primeras cruel dades de aquel monstruo acababan de hacerme pade­cer, la convirtieron en una de las más espantosas de mi vida. No es posible imaginar las angustias de un des­dichado que espera su suplicio en cualquier momento, a quien se le ha arrebatado la esperanza, y que no sabe si el minuto que respira será el último de sus días. In­seguro acerca de su suplicio, se lo imagina de mil ma­neras a cual más horrible; el más mínimo ruido que escucha le parece ser el de sus verdugos; su sangre se detiene, su corazón se apaga, y la espada que termina­rá con sus días es menos cruel que esos funestos ins­tantes en que la muerte le amenaza.
Es muy probable que el conde comenzara por ven­garse de su mujer; el acontecimiento que me salvó os convencerá de ello como a mí: ya llevaba treinta y seis horas en la crisis que acabo de describiros sin que me hubiera llegado la menor ayuda, cuando se abrió mi puerta y apareció el conde; estaba solo, el furor brilla­ba en sus ojos.
––Ya debes imaginarte ––me dijo–– el tipo de muerte que sufrirás: es preciso que tu sangre perversa mane con todo detalle; serás sangrada tres veces por día, quie­ro ver cuanto tiempo podrás vivir de esta manera. Es una experiencia que ardía en deseos de hacer, ya lo sabes, te agradezco que me ofrezcas los medios.
Y el monstruo, sin ocuparse de momento de más pasiones que de su venganza, me hace tender un brazo, me pincha, y venda la herida después de dos paletas de sangre. Apenas había terminado, cuando se oyen unos gritos.
––¡Señor!... ¡señor! ––le dijo al aparecer una de las viejas que nos servían––, venid cuanto antes, la señora se muere, quiere hablar con vos antes de entregar su alma.
Y la vieja regresa corriendo al lado de su ama.
Por acostumbrado que esté al crimen, es raro que la noticia de su cumplimiento no asuste al que acaba de cometerlo. Este terror venga a la virtud: es el ins­tante en que recupera sus derechos. Gemande sale des­orientado, se olvida de cerrar las puertas. Me aprove­cho de la circunstancia, por más debilitada que esté por un ayuno de más de cuarenta horas y por una sangría: me precipito fuera de mi calabozo, todo está abierto, atravieso los patios, y ya estoy en el bosque sin que nadie me haya descubierto. «Adelante», me dije, «ade­lante con valor; si el fuerte desprecia al débil, existe un Dios poderoso que protege a éste y que no le abando­na jamás.» Pletórica con estas ideas, avanzo con ardor, y antes de que la noche se cierre, me encuentro en una choza a cuatro leguas del castillo. Me restaba un poco de dinero, me hice cuidar lo mejor que pude: unas pocas horas me restablecieron. Salí de allí al arrancar el día, y habiéndome hecho indicar el camino, y renun­ciando a todos los proyectos de denuncias, tanto anti­guas como nuevas, me encaminé hacia Lyon adonde llegué al octavo día, muy débil, muy enferma, pero afortunadamente sin ser perseguida. Allí sólo pensé en restablecerme antes de llegar a Grenoble, donde siem­pre había pensado que me aguardaba la felicidad.
Un día que hojeaba por casualidad una gaceta extranjera, ¡cuál no sería mi sorpresa al reconocer una vez mas en ella el crimen coronado, y descubrir en lo más alto a uno de los principales autores de mis males! Ro­din, aquel cirujano de Saint––Marcel, aquel infame que me había castigado tan cruelmente por haber querido evitarle el asesinato de su hija, acababa, decía el diario, de ser nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, con unos emolumentos considerables. «¡Que sea afortunado el malvado», me dije, «que lo sea, ya que así lo quiere la Providencia! Y tú, desdichada criatura, sufre, sufre sin quejarte, ya que está dicho que las tri­bulaciones y las penas deben ser el espantoso patrimo­nio de la virtud; no importa, jamás me cansaré de ella.»
No habían terminado todavía para mí esos ejemplos sorprendentes del triunfo de los vicios, ejemplos tan descorazonadores para la virtud, y la prosperidad del personaje que estaba a punto de reencontrar tenía que contrariarme y sorprenderme más que cualquier otra, sin duda, ya que era uno de los hombres de los que había recibido los más sangrantes ultrajes. Sólo me ocu­paba ya de mi partida, cuando recibí una noche un bi­llete que me fue entregado por un lacayo vestido de gris, absolutamente desconocido por mí; al entregárme­lo, me dijo que su amo le había encarecido que obtu­viera sin falta una respuesta mía. El billete decía así:

«Un hombre que tiene algunas deudas con vos, que cree haberos reconocido en la plaza de Bellecour, arde en deseos de veros y reparar su conducta: apresuraos a encontrarle; tiene cosas que deciros, que tal vez le ab­solverán de lo que os debe».

El billete no iba firmado, y el lacayo no daba mayo­res explicaciones. Después de comunicarle que estaba decidida a no responder nada si no sabía quién era su amo, me dijo:
––Es el señor de Saint––Florent, señorita. Tuvo el honor de conoceros hace tiempo en los alrededores de París. Según dice, le prestasteis unos servicios de los que arde en deseos de compensaros. Ahora está a la cabeza del comercio de esta ciudad, y disfruta a la vez de una consideración y de un patrimonio que le ponen en la situación de demostraros su gratitud. Os espera.
No tardé en tomar una decisión. Si este hombre no tenía buenas intenciones conmigo, me decía, ¿sería ve­rosímil que me escribiera, que me hablara de esta manera? Siente remordimientos por sus infamias anterio­res, recuerda con espanto haberme arrancado lo que yo más quería, y haberme reducido, por el encadenamien­to de sus horrores, al más cruel estado en que pueda hallarse una mujer... Sí, sí, no hay duda, son remordi­mientos, sería culpable hacia el Ser supremo si no me prestara a aplacarlos. ¿Me hallo en situación, además, de rechazar la ayuda que se presenta? ¿No debo más bien apresurarme a coger todo lo que se me ofrece para consolarme? Este hombre quiere verme en su mansión: su fortuna debe rodearle de personas delante de las cua­les se respetará demasiado para atreverse a faltarme una vez más, y en el estado en que me hallo, ¡Dios mío!, ¡,puedo inspirarle otra cosa que conmiseración? Asegu­ré, pues, al lacayo de Saint––Florent que a las once de la mañana del día siguiente tendría el placer de ir a salu­dar a su amo, que lo felicitaba por los favores que había recibido de la Fortuna, que estaba muy lejos de haber­me tratado a mí como a él.
Regresé a la posada, pero tan preocupada por lo que quería contarme aquel hombre que no pegué ojo en toda la noche. Llego finalmente a la dirección indicada: una mansión soberbia, una multitud de lacayos, las miradas humillantes de esta rica canalla sobre el infortunio que desprecia, todo ello se impone y estoy a punto de retirarme, cuando el mismo lacayo que me había hablado la víspera me aborda y me conduce, tranquilizándome, a un suntuoso gabinete donde reco­nozco perfectamente a mi verdugo, aunque entonces con cuarenta y cinco años de edad, y cerca de nueve sin haberlo visto. No se levanta en absoluto, pero ordena que nos dejen solos, y me indica con un gesto
que vaya a sentarme en una silla al lado del vasto si­llón que lo contiene.
––He querido volverte a ver, hija mía ––dijo, con el tono humillante de la superioridad––, no porque crea tener grandes deudas contigo, ni porque una molesta reminiscencia me obligue a unas reparaciones de las cua­les me creo por encima; sino porque recuerdo que en el escaso tiempo en que nos conocimos, me demostras­te tu inteligencia: la necesitarás para lo que voy a pro­ponerte, y si aceptas, la necesidad que entonces tendré de ti te permitirá encontrar en mi fortuna los recursos que te son necesarios, y que en vano podrías contar sin eso.
Quise contestar con algunos reproches a la frivoli­dad de este comienzo; Saint––Florent me impuso silencio. ––Dejemos a un lado lo ocurrido ––me dijo––, es la historia de las pasiones, y mis principios me llevan a creer que ningún freno debe detener su fogosidad; cuan­do hablan, hay que servirlas, ésa es mi ley. Cuando los ladrones con los que estabas me atraparon, ¿me viste quejarme de mi suerte? Consolarse y actuar astutamen­te, si se es el más débil, disfrutar de todos sus dere­chos si se es el más fuerte, ése es mi sistema. Tú eras joven y bonita, Thérèse, nos hallábamos en el fondo de un bosque, no hay voluptuosidad en el mundo que in­flame mis sentidos como la violación de una virgen: lo eras, te violé; es posible que hubiera hecho algo peor, si lo que intentaba no hubiera tenido éxito, y tú me hubieras puesto resistencia. Pero te robé, te dejé sin re­cursos en plena noche, en un camino peligroso; dos motivos provocaron este nuevo delito: necesitaba dine­ro, no lo tenía; en cuanto a la otra razón que pudo lle­varme a esta actitud, te la explicaría inútilmente, Thé­rèse, y no la entenderías. Sólo los seres que conocen el corazón del hombre, que han estudiado sus doble­ces, que han desenredado los rincones más impenetra­bles de este dédalo oscuro, podrían explicarte esta es­pecie de extravío.
––¡Cómo, señor!, os había ofrecido dinero... acababa de haceros un favor... ser pagada por todo lo que había hecho por vos con una traición tan negra... ¿decís que es algo que puede entenderse, que puede justificarse?
––¡Pues sí, Thérèse, pues sí! La prueba de que es algo que puede justificarse es que al acabar de robarte, de maltratarte... (porque te pegué, Thérèse), ¡pues bien!, a veinte pasos de allí, pensando en el estado en que te dejaba, reencontré inmediatamente en esas ideas fuer­zas para nuevos ultrajes, que, sin eso, tal vez jamás hu­biera hecho. Tú sólo habías perdido una de tus primi­cias... ya me iba, retrocedí, y te hice perder la otra... ¡Así que es cierto que en determinadas almas la volup­tuosidad puede nacer en el seno del crimen! ¿Qué digo? Lo cierto es que sólo el crimen la despierta y determi­na, y que no existe una sola voluptuosidad en el mundo que no inflame y que no mejore...
––¡Oh, señor, qué horror!
––¿Acaso no podía cometer otro mayor?... Estuve a punto, te lo confieso; pero estaba convencido de que ibas a quedar reducida a los últimos extremos: esta idea me satisfizo, te abandoné. Dejemos eso, Thérèse, y pa­semos al objeto que me ha hecho desear verte.
»Este gusto increíble que siento por las dos virgini­dades de una jovencita no me ha abandonado en ab­soluto, Thérèse ––continuó Saint––Florent ; ocurre con esto como con todos las restantes extravíos del libertina­je: cuanto más envejeces, más fuerza adquieren; de los antiguos delitos nacen nuevos deseos, y nuevos críme­nes de estos deseos. Todo eso carecería de importancia, querida, si lo que se utiliza para satisfacerlo no fuera en sí mismo muy culpable. Pero como la necesidad del mal es el primer móvil de nuestros caprichos, cuanto más criminal es lo que nos empuja, más excitados nos sentimos. Una vez ahí, sólo deploramos la mediocridad de los medios: cuanto más se extiende su atrocidad, más excitante se vuelve nuestra voluptuosidad, y más nos hundimos así en el cenagal sin el más leve deseo de salir de él.
»Es mi historia, Thérèse; cada día, mis sacrificios precisan dos jovencitas. ¿He disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver los objetos, sino que se hace incluso esencial para la absoluta satisfacción de mis fantasías que estos obje­tos salgan inmediatamente de la ciudad: saborearía mal los placeres del día siguiente si imaginara que las vícti­mas de la víspera siguen respirando el mismo aire que yo. El medio de liberarme de ellas es fácil. ¿Lo cree­rías, Thérése? Son mis excesos los que llenan el Lan­guedoc y la Provenza de la multitud de objetos de li­bertinaje que encierra su seno:* una hora después de que estas jovencitas me hayan servido, unos emisarios de confianza las embarcan y las venden a las alcahue­tas de Nîmes, de Montpellier, de Toulouse, de Aix y de Marsella. Este comercio, en el que llevo dos tercios del beneficio, me compensa ampliamente de lo que los su­jetos me cuestan, y así satisfago dos de mis más queri­das pasiones, la lujuria y la codicia. Pero los descubri­mientos y las seducciones me dan trabajo; además, la clase de sujetos es extremadamente importante para mi lubricidad: quiero que todas ellas procedan de estos asi­los de la miseria en los que la necesidad de vivir y la imposibilidad de conseguirlo, absorbiendo el valor, el orgullo y la delicadeza, enervando finalmente el alma, determina, en la esperanza de una subsistencia indis­pensable, a todo lo que parece tener que asegurarla. Hurgo despiadadamente en todos estos reductos: no puedes imaginar lo que me dan. Voy más lejos, Thérè­se: la actividad, la industria, un poco de bienestar, en­frentándose a mis sobornos, me arrebatarían una gran parte de los sujetos; yo opongo a estos escollos el cré­dito de que disfruto en esta ciudad, provoco unas osci­laciones en el comercio, o unas carestías en los víveres, que, multiplicando las clases de pobreza, quitándole por una parte los medios de trabajo, y dificultándole por otra los de la vida, aumentan en proporción igual la suma de los sujetos que la miseria me entrega. La as­tucia es conocida, Thérèse: estas escaseces de leña, de trigo y de otros comestibles, que han estremecido a París durante tantos años, no tenían otro objetivo que los que me animan; la avaricia, el libertinaje, estas son las pasiones que, desde el seno de los dorados arteso­nados, tienden una maraña de redes hasta el humilde techo del pobre. Pero, por mucha habilidad que ponga en práctica para apretar por un lado, si mis manos dies­tras no arrancan rápidamente del otro, me quedo sin nada que llevarme a la boca, y la máquina funciona tan mal como si yo no agotara mi imaginación en recursos y mi crédito en operaciones. Así que necesito una mujer lista, joven, inteligente, que, habiendo pasado ella misma por los espinosos senderos de la miseria, conozca mejor que nadie los medios de seducir a las que transitan por ellos; una mujer cuya mirada penetrante adivine la ad­versidad en sus géneros más tenebrosos, y cuya mente sobornadora decida a las víctimas a escapar de la opre­sión por los medios que yo presento; una mujer inteli­gente finalmente, tan carente de escrúpulos como de piedad, que no descuide nada para triunfar, ni siquiera cortar los escasos recursos que, apoyando todavía la es­peranza de estas infortunadas, les impide decidirse. Yo tenía una excelente, y segura: acaba de morir. Es im­posible imaginar hasta donde llevaba esta inteligente criatura su desvergüenza; no solamente aislaba a esas miserables hasta el punto de obligarlas a acudir a im­plorarlas de rodillas, sino que si esos medios no apare­cían con suficiente rapidez para acelerar su caída, la mal­vada no vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo ne­cesito dos sujetos por día, ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de ahí que yo tenía las mejores opciones, y que la superabundancia de ma­teria prima de mis operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay que sustituir, querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emo­lumentos: ya te lo he dicho, contesta, Thérèse, y sobre todo que unas quimeras no te impidan aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la ofrecen.
* Que no se tome esto por una fábula: este desdichado perso­naje ha existido en el mismo Lyon. Lo que se cuenta aquí de sus maniobras es exacto: ha costado el honor de quince o veinte mil pequeñas desdichadas: terminada su operación, las embarcaban sobre el Ródano, y las ciudades que se mencionan han sido durante treinta años pobladas de objetos de excesos por las víctimas de este mal­vado. En este episodio, sólo hay de novelesco el nombre. (N. del A.)

––¡Oh, señor! ––dije a aquel hombre deshonesto, es­tremeciéndome ante sus discursos––, ¿cómo es posible que podáis concebir tales voluptuosidades, y que os atre váis a proponerme servirlas? ¡Qué horrores acabáis de hacerme oír! Hombre cruel, bastaría con que fuerais desdichado sólo dos días y veríais como estos sistemas de inhumanidad no tardarían en aniquilarse en vuestro corazón: la prosperidad es lo que os ciega y os endure­ce; os aburrís con el espectáculo de los males de los que os creéis al amparo, y como confiáis en no sentir­los jamás, os suponéis en el derecho de infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la felicidad si es capaz de corromper­me hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No contentarse con abusar del infortunio! ¡Llevar la audacia y la fero­cidad hasta incrementarlo, hasta prolongarlo, por la única satisfacción de vuestros deseos! ¡Qué crueldad, señor! Los animales más feroces no nos dan ejemplos de una barbarie semejante.
––Te equivocas, Thérèse, no hay astucias que el lobo no invente para atraer al cordero a sus trampas: estas tretas están en la naturaleza, y la beneficencia no cuen ta entre ellas; sólo es una característica de la debilidad preconizada por el esclavo para enternecer a su amo y predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se anuncia en el hombre en dos casos: si es el más débil, o si teme serlo. La prueba de que esta supuesta virtud no exis­te en la naturaleza es que es ignorada por el hombre más próximo a ella. El salvaje, despreciándola, mata sin piedad a su semejante, bien por venganza, bien por avidez... ¿Acaso no respetaría esa virtud si estuviera inscrita en su corazón? Pero jamás apareció, jamás se encontrará allí donde los hombres sean iguales. La ci­vilización, al depurar a los individuos, al distinguir los rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de un rico, al hacer temer a éste una variación de estado que podía precipitarle en la nada del otro, colocó inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al infortunado para ser aliviado a su vez, en el caso de que perdiera sus rique­zas. Entonces nació la beneficencia, fruto de la civiliza­ción y del temor: así pues, sólo es una virtud circuns­tancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la na­turaleza que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al precio que fuera. Sólo confun­diendo así todos los sentimientos, y sin analizar jamás nada, podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.
––¡Ah, señor! ––le interrumpí acaloradamente––. ¿Pue­de haber alguno más dulce que el de aliviar el in­fortunio? Dejemos a un lado el horror de sufrirlo uno mismo: ¿existe una satisfacción más grande que la de complacer?... Disfrutar de las lágrimas de la gratitud, compartir el bienestar que se acaba de esparcir entre unos desdichados que, semejantes a vos, carecían sin embargo de las cosas que para vos son vuestras prime­ras necesidades, oírles entonar vuestros elogios y llama­ros padre, reinstaurar la serenidad sobre unas frentes oscurecidas por el desfallecimiento, por el abandono y por la desesperación. No, señor, ninguna voluptuosidad en el mundo puede igualarla: es la de la propia divini­dad, y la dicha que promete a quienes la hayan servido en la tierra sólo será la de ver o de hacer dichosos en el cielo. Todas las virtudes nacen de ésa, señor; se es mejor padre, mejor hijo, mejor esposo, cuando se co­noce el encanto de aliviar el infortunio. Al igual que los rayos del sol, diríase que la presencia del hombre caritativo esparce, en todo lo que lo rodea, la fertilidad, la dulzura y la alegría; y el milagro de la naturaleza, a partir de este foco de la luz celeste, es el alma honesta, delicada y sensible cuya felicidad suprema es trabajar en favor de la de los demás.
––¡Cuentos, Thérèse! Los placeres del hombre están en relación con el tipo de órganos que ha recibido de la naturaleza; los del individuo débil, y por consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a unas voluptuosidades morales, más excitantes, para tales seres, que las que sólo influirían sobre un fisico totalmente des­provisto de energía: ocurre lo contrario con las almas fuertes, que, mucho mejor complacidas con los choques vigorosos impresos sobre lo que las rodea de lo que lo estarían por las impresiones delicadas percibidas por esos mismos seres que existen a su alrededor, prefie­ren inevitablemente, a partir de esta constitución, lo que afecta a los demás en sentido doloroso a lo que sólo los conmovería de una manera más dulce. Esta es la única diferencia entre las personas crueles y las perso­nas bondadosas; unas y otras están dotadas de sensibi­lidad, pero cada cual a su manera. Yo no niego que existan goces en ambas clases, pero sostengo, al igual que, sin duda, muchos filósofos, que los del individuo constituido de la manera más vigorosa serán incontes­tablemente más vivos que todos los de su adversario; y una vez establecidos estos sistemas, puede y debe en­contrarse un tipo de hombres que encuentre tanto pla­cer en todo lo que inspira la crueldad como los otros lo saborean en la beneficencia. Pero estos serán unos placeres suaves, y los otros unos placeres muy vivos: los primeros serán los más seguros, los más auténti­cos sin duda, ya que caracterizan las inclinaciones de todos los hombres todavía en la cuna de la naturaleza, y de los mismos niños, antes de que hayan conocido el dominio de la civilización; los otros sólo serán el efecto de esta civilización, y por tanto unas voluptuosidades engañosas y sin ninguna finura. Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para filosofar que para con­solidar una determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra... ¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?
––Con toda seguridad lo rechazo, señor ––respondí levantándome––... Soy muy pobre... ¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamas sa­crificaré los primeros para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.
––Vete ––me dijo fríamente aquel hombre detesta­ble––, y sobre todo que no tenga que temer indiscrecio­nes tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no tendría que temerlas.
Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y contarle que, en la circunstan­cia en que me hallaba, ese dinero me resultaba indis­pensable. Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y que me negaba a ello.
––No, señor ––contesté con firmez os lo repi­to, moriré mil veces antes que salvar mis días a este precio.
Y yo ––dijo Saint––Florent no hay nada que no pre­firiera a la pena de dar mi dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo. Vamos, pues, al tocador, y unos instantes de obediencia pon­drán tus fondos en una mejor situación.
––Tengo tan pocas ganas de servir a vuestros exce­sos en un sentido como en otro, señor ––repliqué alti­vamente––: no es caridad lo que os pido, hombre cruel; no, no os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo que me robasteis de la más cruel de las maneras... Quédatelo, cruel, quédatelo, si te parece: contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si eres capaz, los tristes acentos de la nece­sidad, pero recuerda que si cometes esta nueva infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de des­preciarte para siempre.
Furioso, Saint––Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su horrible cara que, sin las confidencias que me había hecho, y cuya propagación temía, tal vez hu biera pagado con algunas brutalidades de su parte el atrevimiento de haberle hablado demasiado sinceramen­te... Salí. En aquel mismo instante llevaban al libertino una de las desdichadas víctimas de su sórdida crápula. Una de aquellas mujeres, cuya horrible condición me proponía compartir, le traía una pobre chiquilla de unos nueve años, con todos los atributos del infortunio y de la languidez... «¡Oh, cielos!» pensé al verlo, «¡cómo es posible que semejantes objetos puedan inspirar otros sentimientos que la piedad! ¡Infeliz el ser depravado que pueda sospechar unos placeres en un seno consumido por la necesidad; que quiera recoger besos de una boca reseca por el hambre, y que sólo se abre para malde­cirlo!»
Corrieron mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al tigre que la esperaba, pero no me atreví. ¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban tales proposiciones como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.
Salí de Lyon al día siguiente para tomar el camino del Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza de que un poco de dicha me aguardaba en esta provin­cia. Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como de costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me encontré con una ancia­na que me abordó con aire de dolor y que me imploró una limosna. Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos acababa de recibir, sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un desdichado, saqué al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a esta mujer; pero la indigna cria­tura, mucho más rápida que yo, aunque en un primer momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi bolsa, se apodera de ella, me derri­ba de un vigoroso puñetazo en el estómago, y sólo re­aparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cua­tro tunantes que me amenazan si me atrevo a avanzar.
«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se abra a algún sentimiento vir­tuoso sin que yo sea al instante castigada con los más severos castigos!» En ese momento fatal me abandonó todo mi valor: todavía hoy pido muy sinceramente per­dón al cielo; pero la desesperación me cegó. Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas espinas: se presentaban dos opciones, la de juntar­me con los bribones que acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición de Saint-Florent. Dios me concedió la gracia de no sucum­bir, y aunque la esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían esperando tan­tas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hu­biera apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la pri­mera es mucho menos cruel que las restantes.
Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vien­ne, decidida, para llegar a Grenoble, a vender allí lo que me quedaba. Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa ciudad, descubro en la llanura, a la derecha del camino, dos jinetes que maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que, después de haberlo dejado como muerto, escaparon a galope ten­dido; este espantoso espectáculo me enterneció hasta las lágrimas. «¡Ay!», me dije, «he aquí un hombre más digno de lástima que yo; a mí me queda por lo menos la salud y la fuerza, puedo ganarme la vida, y si este desdichado no es rico, ¿qué será de él?»
Por mucho que hubiera debido precaverme de los impulsos de la conmiseración, por funesta que resulta­ra para mí entregarme a ellos, no pude vencer el extremo deseo que experimentaba de acercarme a ese hom­bre y de prodigarle mis auxilios. Corro hacia él, respira gracias a mis cuidados un poco de aguardiente que lle­vaba conmigo: abre finalmente los ojos, y sus primeras palabras son de agradecimiento; todavía más deseosa de serle útil, desgarro una de mis camisas para vendar sus heridas y restañar su sangre: sacrifico por este desgra­ciado una de las pocas pertenencias que me quedan. Cumplidos estos primeros cuidados, le hago beber un poco de vino; el infortunado ha recuperado por completo el sentido; lo observo y le conozco mejor. Aun­que fuera a pie, y con un equipaje bastante ligero, no parecía sin embargo de pobre condición, tenía algunos objetos de valor, unas sortijas, un reloj, unas cajas, aun­que todo ello muy estropeado por su aventura. Me pre­gunta, así que puede hablar, quién es el ángel benefac­tor que le aporta esta ayuda, y qué puede hacer por demostrarle su gratitud. Poseyendo todavía la simplici­dad de creer que un alma encadenada por el reconoci­miento debería ser mía sin rodeos, creo poder disfrutar con seguridad del dulce placer de hacer compartir mis lágrimas a quien acaba de derramarlas en mis brazos: le pongo al corriente de mis desdichas, las escucha con interés, y cuando he llegado a la última catástrofe que acaba de sucederme, cuyo relato le permite ver el esta­do de miseria en que me hallo, exclama:
––¡Qué feliz soy de poder por lo menos agradecer cuanto acabáis de hacer por mí! Me llamo Roland ––pro­sigue el aventurero––, poseo un castillo muy hermoso en la montaña, a unas quince leguas de aquí, os invito a seguirme; y para que esta propuesta no alarme vues­tra delicadeza, voy a contaros inmediatamente en qué me seréis útil. Yo soy soltero, pero tengo una hermana a la que amo apasionadamente, que se ha entregado a mi soledad, y que la comparte conmigo: necesito alguien para servirla; acabamos de perder a la que desempeña­ba este empleo, os ofrezco su puesto.
Di las gracias a mi protector, y me tomé la libertad de preguntarle por qué eventualidad un hombre como él se exponía a viajar sin séquito, y, tal como acababa de ocurrirle, a ser molestado por unos malandrines.
––Un poco cargado de peso, aunque joven y vigoro­so, hace varios años ––me dijo Roland–– que tengo la costumbre de viajar de mi casa a Vienne de esta manera. Con ello mejoran mi salud y mi bolsa: no es que esté en la obligación de vigilar mis gastos, porque soy rico; no tardaréis en ver la prueba, si me hacéis el favor de venir a mi casa; pero el ahorro jamás estropea nada. En cuanto a los dos hombres que acaban de ofen­derme, son dos gentilhombres del cantón, a los que gané cien luises la pasada semana, en una casa de juego de Vienne; me conformo con su palabra, hoy los en­cuentro, les pido lo que me deben, y así es como me tratan.
Yo deploraba con ese hombre la doble desgracia de que era víctima, cuando me propuso continuar el viaje: ––Gracias a vuestros cuidados, me siento algo mejor ––me dijo Roland––; la noche se acerca, lleguemos a una posada que debe estar a dos leguas de aquí. Mediante los caballos que allí tomaremos mañana, podremos lle­gar a mi casa por la noche.
Absolutamente decidida a aprovechar unos auxilios que el cielo parecía enviarme, ayudo a Roland a ponerse en marcha, le sostengo durante el camino, y encontramos efectivamente a dos leguas de allí la posada que había indicado. Allí cenamos correctamente los dos juntos; después de la comida, Roland me confía a la dueña de la posada, y de mañana, montando dos mulas de alquiler que escoltaba el criado de la posada, cru­zamos la frontera del Delfinesado, encaminándonos siempre hacia las montañas. Como la tirada era dema­siado larga para hacerla en un día, nos detuvimos en Virieu, donde recibí los mismos cuidados y las mismas consideraciones de mi amo, y al día siguiente prose­guimos nuestra marcha siempre en la misma dirección. A las cuatro de la tarde, llegamos al pie de las mon­tañas: allí, haciéndose el camino casi impracticable, Roland recomendó al mulero que no se separara de mí por miedo a un accidente y penetramos en las gargantas. No hicimos más que dar vueltas, subir y bajar durante más de cuatro leguas, y hasta tal punto habíamos aban­donado cualquier morada y cualquier camino hollado, que me creí al final del universo. A mi pesar, una cierta inquietud se apoderó de mí; Roland no pudo dejar de notarla, pero no decía palabra, y su silencio aún me asustaba más. Al fin divisamos un castillo encaramado en la cresta de una montaña, al borde de un precipio espantoso, en el que parecía a punto de desplomarse: ningún camino parecía llevar a él; el que seguíamos, utilizado únicamente por las cabras, totalmente lleno de guijarros, llegaba sin embargo a esa terrorífica guarida, que se parecía más a un asilo de ladrones que a la morada de personas virtuosas.
––Ahí está mi casa ––me dijo Roland, así que creyó que el castillo había tropezado con mis miradas.
Y cuando yo le expliqué mi asombro por verle ha­bitar una soledad semejante, me constestó con brus­quedad:
––Es lo que me conviene.
Esta respuesta reduplicó mis temores: nada escapa en la desdicha; una palabra, una inflexión más o menos acusada en aquellos de quienes dependemos, sofoca o reanima la esperanza. Pero como ya no podía tomar una opción diferente, me contuve. A fuerza de dar vueltas, la antigua mansión apareció de repente ante nosotros: a lo máximo nos separaba de ella un cuarto de legua. Roland se apeó de su mula, y, diciéndome que hiciera otro tanto, devolvió las dos al criado, le pagó y le ordenó que se volviera. Este nuevo gesto aún me inquietó más; Roland se dio cuenta.
––¿Qué os pasa, Thérèse? ––me dijo, mientras nos encaminábamos a su casa––. No os halláis fuera de Fran­cia; este castillo está en las fronteras del Delfmesado, depende de Grenoble.
––De acuerdo, señor ––contesté––; pero ¿cómo se os ha ocurrido estableceros en un sitio tan peligroso?
––Es que los que lo habitan no son personas muy honradas ––dijo Roland––; es muy posible que no te sientas edificada por su conducta.
––¡Ah, señor! ––le dije temblando––. Me hacéis estre­mecer, ¿adónde me estáis llevando?
––Te llevo a servir unos monederos falsos de los que soy el jefe ––me dijo Roland, cogiéndome del brazo y haciéndome cruzar a la fuerza un pequeño puente levadizo que se bajó a nuestra llegada y se alzó inmediata­mente después––. ¿Ves este pozo? ––prosiguió así que hubimos entrado, mostrándome una grande y profunda gruta situada en el fondo del patio, donde cuatro mujeres desnudas y encadenadas hacían mover una rueda––; ahí tienes a tus compañeras, y ahí tienes tu tra­bajo, gracias a que trabajarás diariamente diez horas en hacer girar esta rueda, y satisfarás al igual que esas mujeres todos los caprichos a los que me complazca someterte, se te darán seis onzas de pan negro y un plato de habas por día. En cuanto a tu libertad, renun­cia a ella; no la tendrás jamás. Cuando mueras agotada, serás arrojada al agujero que ves al lado del pozo, con otras sesenta u ochenta bribonas de tu ralea que allí te esperan, y sustituida por una nueva.
––¡Oh, Dios todopoderoso! ––exclamé, arrojándome a los pies de Roland––. Dignaos recordar, señor, que os he salvado la vida; que, conmovido un instante por el agradecimiento, parecisteis ofrecerme la dicha, y que compensáis mis servicios precipitándome a un eterno abismo de males. ¿Es justo lo que estáis haciendo, y el remordimiento no acude ya a vengarme en el fondo de vuestro corazón?
––¿Qué entiendes, dime, por este sentimiento de agradecimiento con el que imaginas haberme cautivado? ––dijo Roland––. Razona mejor, pobre criatura; ¿qué hiciste cuando acudiste en mi ayuda? Entre la posibilidad de proseguir tu camino y la de acercarte a mí, ¿no ele­giste la última como un gesto inspirado por tu corazón? Te entregabas, pues, a un goce. ¿Por qué diablos preten­des que yo estoy obligado a recompensarte por los pla­ceres que te concedes? ¿Y cómo se te ocurrió jamás que un hombre que, como yo, nada en el oro y en la opu­lencia, se dignara rebajarse a deber algo a una miserable de tu ralea? Aunque me hubieras devuelto la vida, yo no te debería nada, ya que sólo has actuado por y para ti: is trabajar, esclava, a trabajar! Descubre que la civili­zación, incluso alterando los principios de la naturaleza, no le arrebata, sin embargo, sus derechos. Creó en su origen unos seres fuertes y unos seres débiles, con la intención de que éstos estuvieran siempre subordinados a los otros. La astucia y la inteligencia del hombre variaron la posición de los individuos, y ya no fue la fuerza fisica la que determinó los rangos, sino la del oro; el hombre más rico se convirtió en el más fuerte, y el más pobre en el más débil. Pese a los cambios de los motivos que sustentaban el poder, la prioridad del fuerte siempre estuvo en las leyes de la naturaleza, a la que le daba igual que la cadena que cautivaba al débil fuera sostenida por el más rico o por el más vigoroso, y que aplastara al más débil o al más pobre. Pero, Thérèse, la naturaleza desconoce estos gestos de gratitud con los que tú quieres crearme unas obligaciones; jamás constó entre sus leyes que el placer a que uno se entregaba complaciendo a otro, se convirtiera en un motivo para el que recibía de relajar sus derechos respecto al pri­mero. ¿Ves en los animales, que nos sirven de ejem­plo, estos sentimientos que tú reclamas? Cuando yo te domino por mis riquezas o por mi fuerza, Les natural que te abandone mis derechos, bien porque has disfru­tado complaciéndome, o bien porque, siendo desafor­tunada, has imaginado que ganarías algo con tu actitud? Aunque el servicio fuera prestado de igual a igual, jamás el orgullo de un alma elevada se dejará inclinar por la gratitud; ¿no queda para siempre humillado el que recibe?, ¿y la humillación que experimenta no compensa suficientemente al bienhechor que, sólo por ello, se sitúa encima del otro? ¿No es un goce para el orgullo elevarse por encima de su semejante? ¿Necesita toda­vía más el que complace? Y si el complacimiento, humi­llando a quien lo recibe, se convierte en un fardo para él, ¿con qué derecho obligarlo a conservarlo? ¿Por qué tengo yo que consentir en dejarme humillar cada vez que me encuentran las miradas del que me ha compla­cido? Así pues, la ingratitud, en lugar de ser un vicio, es la virtud de las almas altivas, con tanta seguridad como la gratitud es la de las almas débiles: que me complazcan tanto como quieran, si alguien descubre en ello un placer, pero que no exijan nada de mí.
Después de estas palabras, a las que Roland no me dio tiempo de contestar, obedeciendo sus órdenes dos
criados se apoderan de mí, me desnudan, y me enca­denan con mis compañeras, a las que me veo obligada a ayudar inmediatamente, sin que ni siquiera se me per­mita descansar de la extenuante marcha que acabo de hacer. Roland se me acerca entonces, me manosea bru­talmente en todas las partes que el pudor impide nom­brar, me abruma con sarcasmos e impertinencias res­pecto a la marca infamante e inmerecida que Rodin había grabado sobre mí, y armándose después con un vergajo que estaba siempre ahí me propina veinte ver­gajazos en el trasero.
––Así es como serás tratada, bribona ––me dijo––, cuando faltes a tu deber. No te hago esto por ninguna falta que ya hayas cometido, sino sólo para mostrarte cómo me comporto con las que las cometen.
Lanzo unos gritos estridentes debatiéndome bajo mis grilletes; mis contorsiones, mis aullidos, mis lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor sólo sirven de diver­sión a mi verdugo...
––¡Ah!, ya verás lo que te espera, buscona ––dijo Ro­land––. Tus penas no han hecho sino comenzar, y quiero que conozcas hasta los más bárbaros refinamientos de la desdicha.
Me deja.
Seis oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del vasto pozo, y que se cerraban como cala­bozos, nos servían de retiro durante la noche. Como ésta llegó poco después de que yo estuviera en la funesta cadena, vinieron a soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de darnos la ración de agua, de habas y de pan que había mencio­nado Roland.
Apenas estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi situación. ¿Es posible, me decía, que exis­tan hombres tan duros como para sofocar en su inte­rior el sentimiento de la gratitud?... Una virtud a la que yo me entregaría con tanto placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en el caso de sentirla, ¿es posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y quienes la sofocan con tanta inhumanidad pueden ser otra cosa que unos monstruos?
Estaba sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la puerta de mi calabozo: es Roland. El malvado viene a acabar de ultrajarme utilizándome para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora, que debían ser tan feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante los placeres del amor mos­traban necesariamente los tintes de su odioso carácter. Pero ¿cómo abusar de vuestra paciencia para contaros nuevos horrores? ¿Acaso ya no he manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos? ¿Debo atre­verme a más?
––Sí, Thérèse ––dijo el señor de Corville––, sí, exi­gimos de ti estos detalles, tú los enmascaras con una decencia que lima todo su horror, y sólo queda lo que es útil para quien quiera conocer al hombre. Nadie ima­gina lo útiles que son estas descripciones para el de­sarrollo del espíritu. Es posible que sigamos siendo tan ignorantes en esta ciencia por el estúpido pudor de quienes quisieron escribir sobre estas materias. Enca­denados por absurdos temores, sólo nos hablan de unas puerilidades conocidas por todos los necios, y no se atreven, llevando una mano osada al corazón humano, a ofrecer ante nuestros ojos sus gigantescos extravíos.
––Bien, señor, voy a obedeceros ––continuó Thérèse conmovida––, y comportándome como ya he hecho, intentaré ofrecer mis esbozos bajo los colores menos repugnantes.
Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño, rechoncho, de treinta y cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz, muy moreno, de facciones viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y esa parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal lon­gitud y de un grosor tan desmesurado, que no sólo jamás nada semejante se había ofrecido a mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que jamás la natu­raleza había. creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y su longitud era la de mi ante­brazo. A ese fisico, Roland sumaba todos los vicios que pueden ser los frutos de un temperamento fogoso, de mucha imaginación, y de una opulencia siempre ex­cesivamente considerable para no haberle sumido en grandes defectos. Roland consumía su fortuna; su padre, que la había comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese joven ya había vivido mucho: has­tiado de los placeres normales, ya sólo recurría a los horrores; sólo ellos conseguían devolverle unos deseos extenuados por un exceso de goces; todas las mujeres que le servían estaban entregadas a sus excesos secretos, y para satisfacer los placeres algo menos deshonestos en los que el libertino pudiera encontrar la sal del cri­men que le deleitaba más que nada, Roland tenía su propia hermana como querida, y era con ella que aca­baba de apagar las pasiones que encendía a nuestro lado.
Estaba casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a un tiempo pruebas de la gula intemperante a la que acababa de entregarse, y de la abominable lujuria que le dominaba. Me mira un ins­tante con unos ojos que me hacen estremecer.
––Quítate la ropa ––me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme durante la noche––... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza; pero si te entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.
Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas nos hallamos a la puerta de una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer lugar, me dice que baje mientras él cierra esta primera cerca; obedezco. A unos cien peldaños hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera; pero después de ésta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en la roca, lleno de sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente pronunciada. Roland no decía palabra, su silencio aún me horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así viajamos cerca de un cuarto de hora. El estado en que me encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos subterráneos. Al final habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando que el lugar al que llegamos debía estar a más de ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del sendero que recorríamos había varios nichos, en los que vi unos cofres que contenían las riquezas de aquellos malhe­chores. Al final se presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa al descubrir el espantoso local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diá­metro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres objetos, esqueletos de todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, crá­neos, haces de varas y de látigos, sables, puñales, pis­tolas: ésos eran los horrores que se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra par­tía una larga soga que caía a tres o cuatro metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tar­daréis en ver, sólo estaba ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña ame­nazadora; tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre dos velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la parte delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores, cruel­mente magulladas; la sangre parecía manar de varias heridas y correr a lo largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del mundo, su hermosa cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su mer­ced: se distinguían todas las contorsiones del dolor gra­barías en su bello rostro, y hasta las lágrimas que lo inundaban. Ante el aspecto de la terrible imagen, estuve a punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón estaba ocupado por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas las atroci­dades de aquel lúgubre lugar.
––Aquí es donde perecerás, Thérèse ––me dijo Roland––, si alguna vez concibes la fatal idea de aban­donar mi casa. Sí, aquí es donde yo mismo vendré a matarte, donde te haré sentir las angustias de la muerte mediante todo lo más duro que me resulte posible inventar.
Al pronunciar esta amenaza, Roland se excitó; su agitación y su desorden le asemejaban al tigre dispuesto a devorar su presa: fue entonces cuando descubrió el temible miembro de que estaba dotado; me lo hizo tocar y me preguntó si había visto algo semejante. ––Tal como es, puta ––me dijo enfurecido––, te lo meteré, sin embargo, por la parte más estrecha de tu cuerpo, aunque tenga que partirte en dos. Mi hermana, mucho más joven que tú, lo sostiene en ese mismo lugar. Yo jamás disfruto de otra manera de las mujeres: así que también tendré que perforarte.
Y para no dejarme dudas sobre el local a que se refería, introdujo en él tres dedos armados con uñas muy largas, diciéndome:
––Sí, ahí, Thérèse, ahí hundiré inmediatamente ese miembro que te espanta. Penetrará en toda su longi­tud, te desgarrará, te ensangrentará, y yo me sentiré lleno de ebriedad.
Echaba espumarajos de la boca al decir estas pala­bras, mezcladas con juramentos y blasfemias odiosas. La mano con la que rozaba el templo que parecía querer atacar se extravió entonces por todas las partes contiguas, las arañaba. Me hizo lo mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante quince días sufrí unos dolores horribles. Después me colocó en el borde del sofá, frotó con alcohol aquel musgo con que la natu­raleza adornó el altar donde nuestra especie se rege­nera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarra­ron la excrecencia de carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza; desde allí, metió sus dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que lo tapiza. Ya sin poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su guarida, era mejor que ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo de bajarme de nuevo. Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez más los servicios que yo le había prestado... Descubrí que le excitaba aún más al volver a hablarle de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que me callara, derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas sus fuerzas en el hueco de mi estómago.
––¡Vamos! ––me dijo, levantándome por los cabellos––, ¡vamos! Prepárate; es seguro que voy a inmolarte...
––¡Ay, señor!
––No, no, tienes que morir. No quiero oírte repro­charme más tus miserables favores; no me gusta deber nada a nadie, son los demás quienes deben depender por completo de mí... Morirás, te digo, métete en este ataúd, que yo vea si cabes en él.
Me lleva allí, me encierra, luego sale del panteón, y finge que me deja allí. Jamás me había creído tan cerca de la muerte. ¡Ay!, no tardaría en verla, sin embargo, bajo un aspecto todavía más real. Roland regresa, me saca del ataúd.
––Estarás muy bien ahí dentro ––me dice––; diríase que está hecho a tu medida; pero dejarte acabar ahí tranquilamente, sería una muerte demasiado hermosa. Voy a hacerte sentir otra diferente que no deja de tener también sus dulzuras. ¡Vamos!, implora a tu Dios, ramera, ruégale que acuda a vengarte, si realmente tiene poder...
Me arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón al Eterno, Roland incrementa sobre las partes traseras que le expongo sus vejaciones y sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas sus fuerzas flagela estas partes con unas disciplinas ar­madas con puntas de acero, cada uno de cuyos azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda.
––¡Así que tu Dios no te ayuda! ––proseguía blasfe­mando––. Permite sufrir a la virtud infortunada, la aban­dona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué Dios, Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven ––me dijo a conti­nuación––, ven, ramera, ya has rezado bastante ––y al mismo tiempo me coloca sobre el estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del gabinete––; ya te lo he dicho, Thérèse, ¡tienes que morir!
Se apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa alrededor de mi cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre sostenidos por él, pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi res­piración y mandarme al otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje.
––Este tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse ––me dijo Roland––; sólo sentirás la muerte en medio de inefables sensaciones de placer. La compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de tus nervios encenderá los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si todas las personas condenadas a este supli­cio supieran en qué ebriedad hace morir, menos asus­tados de este castigo que de sus crímenes, los comete­rían con mayor frecuencia y con mucha mayor segu­ridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir también el local donde voy a introducirme ––añade acercándose a una ruta criminal, tan digna de semejante malvado––, doblará también mis placeres.
Pero inútilmente intenta abrirla; por más que pre­pare los accesos, demasiado monstruosamente propor­cionado para conseguirlo, sus intentos son siempre rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas, sus manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del canal vecino, y del vigor del empujón pene­tra en él cerca de la mitad; yo lanzo un grito. Roland, furioso por el error, se retira con rabia, y en esta oca­sión golpea la otra puerta con tanto vigor que el dardo humedecido se sume en ella desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos de este primer empujón; sus esfuerzos se hacen más violentos; gana terreno; a medida que avanza, el cordón fatal que me ha pasado alrededor del cuello se estrecha, yo lanzo unos aullidos espantosos; el feroz Roland, a quien le divierten, me anima a aumentarlos, demasiado seguro de su insufi­ciencia, demasiado dueño de detenerlos cuando quiera; se excita con sus sonidos agudos. Sin embargo, la ebrie­dad está a punto de apoderarse de él, las compresiones del cordón se modulan según los grados de su placer; poco a poco mi voz se apaga; los apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos flaquean sin per­der por ello la sensibilidad; rudamente zarandeada por el enorme miembro con que Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso estado en que me encuen­tro, me siento inundada por los chorros de su lujuria; todavía oigo los gritos que lanza al derramarlos. Le sucede un instante de estupor, no sé lo que me pasa, pero pronto mis ojos vuelven a abrirse a la luz, me siento libre, despejada, y mis órganos parecen renacer.
––Así me gusta, Thérèse ––me dice mi verdugo––. Apuesto a que, si quieres ser sincera, sólo has sentido placer.
––¡Horror, señor, repugnancia, angustia y desespe­ración!
––Me engañas, conozco los efectos que acabas de sentir; pero me da igual cuáles hayan sido. Me imagino que ya debes conocerme bastante como para estar bien segura de que, en lo que hago contigo, tu voluptuosi­dad me preocupa infinitamente menos que la mía, y la voluptuosidad que busco ha sido tan intensa, que voy a seguir con ella un rato más. Sólo de ti, ahora, Thé­rèse ––me dijo el insigne libertino––, sólo de ti depen­derá tu vida.
Pasa entonces alrededor de mi cuello la cuerda que colgaba del techo; una vez fuertemente fijada, ata al taburete sobre el que yo ponía los pies y que me había levantado hasta allí, un cordel cuyo cabo sostiene, y se coloca en un sillón frente a mí. Yo tengo en las manos una afilada podadera que debo utilizar para cortar la cuerda en el momento en que, mediante el cordel que él empuña, tire del taburete debajo de mis pies.
Ya lo ves, Thérèse ––me dijo entonces––, si tú fallas, yo no fallaré. Así que no me equivoco al decirte que tu vida depende de ti.
Se excita; llega el momento de su ebriedad en que debe tirar del taburete cuya desaparición me deja colgada del techo. Hace cuanto puede por disimular ese instan te; estaría encantado si yo careciera de maña; pero por mucho que haga, lo adivino, la violencia de su éxtasis lo traiciona, le veo realizar el fatal movimiento, el tabu­rete se escapa, yo corto la cuerda y caigo al suelo, total­mente suelta; allí, aunque a más de doce pies de él; ¿lo creeríais, señora?, siento mi cuerpo inundado por las pruebas de su delirio y de su frenesí.
Otra en mi lugar, aprovechando el arma que tenía en las manos, se hubiera sin duda arrojado sobre aquel monstruo; pero ¿de qué me habría valido ese rasgo de valor? Sin contar con las llaves de aquellos subterrá­neos, ignorando sus vericuetos, moriría antes de conse­guir salir de ellos; además Roland iba armado; así que me levanté, dejando el arma en el suelo, para que él no concibiera sobre mí la más ligera sospecha; no la tuvo; había saboreado el placer en toda su amplitud, y con­tento de mi dulzura, de mi resignación, mucho más quizá que de mi destreza, me indicó que saliera, y subimos.
Al día siguiente, examiné mejor a mis compañeras. Las cuatro mujeres tenían de veinticinco a treinta años; aunque embrutecidas por la miseria y deformadas por el exceso de trabajo, conservaban todavía algunos restos de belleza; sus talles eran bellos, y la más joven, lla­mada Suzanne, con unos ojos encantadores, conservaba una bellísima cabellera; Roland la había tomado en Lyon, había conseguido sus primicias, y después de ha­berla arrebatado a su familia, bajo los juramentos de desposarla, la había traído a aquel espantoso castillo. Llevaba allí tres años, y, aún más que sus compañeras, era el objeto de las ferocidades del monstruo: a fuerza de vergajazos, sus nalgas se habían vuelto tan callosas y duras como una piel de vaca secada al sol; tenía un cáncer en el seno izquierdo y un absceso en la matriz que le causaba unos dolores increíbles. Todo eso era la obra del pérfido Roland; cada uno de aquellos horrores era el fruto de sus lubricidades.
Fue ella quien me contó que Roland estaba en vís­peras de irse a Venecia, si las sumas considerables que acababa de hacer llegar últimamente a España le reportaban las letras de cambio que esperaba para Italia, por­que jamás quiso transportar su oro al otro lado de las montañas; no lo enviaba nunca: hacía llegar sus mo­nedas falsas a un país diferente de aquel donde se proponía habitar; de ese modo, poseedor únicamen­te en el lugar donde quería establecerse de los papeles de otro reino, sus bribonadas jamás podían descubrirse. Pero todo podía fallar en un instante, y el retiro que meditaba dependía absolutamente de esta última nego­ciación, en la que había comprometido la mayor parte de sus tesoros. Si Cádiz aceptaba sus piastras, sus cequíes, sus luises falsos, y le mandaba a cambio de ello unas letras sobre Venecia, Roland viviría feliz el resto de su vida; si el fraude era descubierto, bastaba un solo día para poner patas arriba el endeble edificio de su fortuna.
––¡Ay! ––dije al enterarme de esos detalles––, por una vez la Providencia será justa, no permitirá el éxito de un monstruo semejante, y todas nosotras seremos ven­gadas...
¡Dios mío! ¡Cómo podía razonar así a partir de la experiencia que había adquirido!
Al mediodía, nos daban dos horas de reposo que aprovechábamos para ir, siempre por separado, a respi­rar y comer en nuestras habitaciones; a las dos, nos ataban de nuevo y nos hacían trabajar hasta la noche, sin que jamás se nos permitiera entrar en el castillo. Si íbamos desnudas, no sólo era a causa del calor, sino más aún a fin de poder recibir mejor los vergajazos que de vez en cuando venía a asestarnos nuestro feroz amo. En invierno, nos daban un pantalón y un chaleco tan ajustados a la piel, que no por ello nuestros cuerpos quedaban menos expuestos a los golpes de un malvado cuyo único placer consistía en torturarnos.
Pasaron ocho días sin que viera a Roland; al noveno, se presentó en el trabajo, y pretendiendo que Suzanne y yo girábamos la rueda con excesiva laxitud, nos repar tió treinta vergajazos a cada una, desde la mitad de los riñones hasta las pantorrillas.
A la medianoche de aquel mismo día, el malvado vino a visitarme a mi calabozo, y excitándose con el espectáculo de sus crueldades, introdujo de nuevo su terrible porra en el antro tenebroso que yo le exponía por la postura en que me tenía examinando los vesti­gios de su rabia. Cuando sus pasiones quedaron satis­fechas, quise aprovechar el instante de calma para supli­carle que cambiara mi suerte. ¡Ay! Yo ignoraba que si en tales almas el momento del delirio hace aún más activa la inclinación que sienten por la crueldad, no por ello la calma les devuelve en mayor medida a las dulces virtudes del hombre honesto; es un fuego más o menos avivado por los alimentos con que se le alimenta, pero que debajo de la ceniza no para de arder.
––¿Y con qué derecho pretendes que alivie tus cadenas? ––me contestó Roland––. ¿Se debe a las fanta­sías que se me antoja pasar contigo? ¿Acaso me pros terno a tus pies para pedirte unos favores por cuya con­cesión tú puedas implorar algunas compensaciones? Yo no te pido nada, lo tomo, y no veo por qué, dado que utilizo un derecho sobre ti, deba resultar de ahí que ten­ga que abstenerme de un segundo. No existe el más mínimo amor en mi acción: el amor es un sentimiento caballeresco al que soberanamente desprecio, y cuyas influencias jamás conoció mi corazón. Me sirvo de una mujer por necesidad, de la misma manera que para una necesidad diferente nos servimos de un recipiente redondo y hueco, pero sin conceder jamás a ese indivi­duo, que mi dinero y mi autoridad someten a mis deseos, ni estima ni ternura; debiendo únicamente lo que me quito de mí mismo, y sin exigir otra cosa de él que la sumisión, no puedo estar obligado a partir de ahí a concederle ninguna gratitud. Pregunto a los que quisieran obligarme a ello si un ladrón que arrebata la bolsa a un hombre en un bosque, porque es más fuerte que él, debe algún reconocimiento a ese hombre por el mal que acaba de ocasionarle. Ocurre lo mismo con el ultraje hecho a una mujer: puede ser un motivo para hacerle un segundo, pero jamás una razón suficiente para otorgarle compensaciones.
––¡Oh, señor! ––le dije––. ¿Hasta qué punto lleváis vuestra maldad?
––Hasta la última fase ––me contestó Roland––: no existe un único extravío en el mundo a que no me haya entregado, ni un crimen que no haya cometido, así como tampoco ninguno que mis principios no excusen o legitimen. He sentido incesantemente por el mal una especie de atracción que siempre redundaba en benefi­cio de mi voluptuosidad; el crimen enciende mi luju­ria; cuanto más espantoso es, más me excita; disfruto cometiéndolo del mismo tipo de placer que la gente normal saborea únicamente en la lubricidad, y me he encontrado cien veces, pensando en el crimen, entre­gándome a él, o acabando de cometerlo, completamente en el mismo estado en que se está al lado de una hermosa mujer desnuda; excitaba mis sentidos de la misma manera, y lo cometía para inflamarme, al igual que uno se acerca a un bello objeto con las intenciones de la impudicia.
––¡Oh, señor!, lo que decís es espantoso, pero he visto ejemplos de ello.
––Hay mil, Thérèse. No debemos imaginar que sea la belleza de una mujer lo que más excita la mente de un libertino: es más bien el tipo de crimen a que han vinculado las leyes su posesión. La prueba está en que, cuanto más criminal es esa posesión, más excitados nos sentimos. El hombre que disfruta de una mujer que roba a su marido, de una hija que arrebata a sus padres, se siente mucho más complacido sin duda que el marido que disfruta de su mujer; y cuanto más respe­tables parecen los vínculos que rompe, más aumenta la voluptuosidad. Si es su madre, si es su hermana, si es su hija, añade nuevos atractivos a los placeres experimen­tados. ¿Alguien ha saboreado todo eso? Quisiéramos que los diques aumentaran aún para encontrar más dificul­tades y más atractivos en salvarlas. Ahora bien, si el crimen sazona un goce, es posible también que, separa­do de él, él mismo sea goce; así pues, existirá entonces un goce seguro exclusivamente en el crimen. Pues es imposible que lo que resulta picante, no lo contenga en sí, y en gran cantidad. Por lo que supongo que el rapto de una joven para uno mismo proporcionará un placer muy vivo, pero el rapto por cuenta ajena dará todo el placer con que el goce de esa joven se veía mejorado por el rapto. El rapto de un reloj, de una bolsa, lo darán igualmente, y si he habituado mis sentidos a sentirse conmovidos por una cierta voluptuosidad por el rapto de una joven, en tanto que rapto, este mismo placer y esta misma voluptuosidad aparecerán en el rapto del reloj, en el de la bolsa, etc. Y eso es lo que explica la fanta­sía de tantas personas honradas que roban sin necesi­tarlo. Nada más simple, a partir de ahí, tanto que se saborean los mayores placeres en todo lo que sea cri­minal como que se conviertan, por todo lo que cabe imaginar, los goces simples en lo más criminales posible. Comportándose así, no se hace más que añadir a este goce la dosis de picante que le faltaba y que era indis­pensable para la perfección de la felicidad. Ya sé que tales sistemas llevan muy lejos, y es posible incluso que dentro de poco te lo demuestre, Thérèse, pero ¿qué importa con tal de que se disfrute? ¿Hay, por ejemplo, querida joven, algo más simple y mas natural que verme gozar de ti? Pero tú te opones, me pides que no lo haga; diríase que por las obligaciones que tengo contigo tu­viera que concederte lo que exiges. Sin embargo, no me rindo a nada, no escucho nada, rompo todos los nudos que cautivan a los necios, te someto a mis deseos, y convierto el más simple y más monótono de los goces en otro realmente delicioso. Sométete, pues, Thérèse, sométete; y, si alguna vez regresas a este mundo bajo el carácter del más fuerte, abusa de tus derechos, y conocerás el más vivo y picante de todos los placeres.
Después de decir estas palabras Roland salió, y me dejó en unas reflexiones que, como podéis imaginar, no eran nada favorables para él.
Ya llevaba seis meses en esa casa, sirviendo de cuando en cuando los insignes excesos de aquel mal­vado, cuando una noche le vi entrar en mi habitación con Suzanne.
––Acompáñame, Thérèse ––me dijo––, me parece que ya hace mucho que no te he hecho bajar al panteón que tanto te asustaba. Seguidme las dos, pero no con fiéis en subir. Es absolutamente necesario que allí se quede una; ya veremos sobre cuál caerá la suerte. Me levanto, dirijo unos ojos alarmados sobre mi compañera, veo que las lágrimas ruedan de los suyos... salimos.
Tan pronto como nos encerramos en el subterrá­neo, Roland nos examina a las dos con miradas feroces. Se complacía en repetirnos nuestra sentencia y en con vencernos a ambas de que allí se quedaría con toda seguridad una de las dos.
––Vamos ––dijo sentándose y haciéndonos permane­cer de pie delante de él––, ocupaos cada una de voso­tras sucesivamente del desencantamiento de este tullido, y ay de la que consiga devolverle su energía.
––Es una injusticia ––dijo Suzanne––; la que mejor os excite debe ser la que obtenga el perdón.
––En absoluto ––dijo Roland––; así que quede demos­trado quién es la que me inflama mejor, se afirma que es la misma cuya muerte me proporcionará más placer... y a mí sólo me interesa el placer. Por otra parte, si concediera el perdón a la que me excite antes, lo intentaríais una y otra con tal ardor que es posible que sumierais mis sentidos en el éxtasis antes de que el sa­crificio fuera consumado, y no debe ser así.
––Es querer el mal por el mal, señor ––le dije a Roland––. El complemento de vuestro éxtasis es lo úni­co que debéis desear, y si lo conseguís sin crimen, ¿por qué queréis cometerlo?
––Porque sólo así lo alcanzaré de manera deliciosa, y porque jamás desciendo a esta bodega si no es para cometer uno. Sé perfectamente bien que lo conseguiría sin eso, pero lo quiero para conseguirlo.
Y, durante este diálogo, habiéndome elegido para comenzar, lo excito por delante con una mano, con la otra por detrás, mientras él toca a su capricho todas las partes de mi cuerpo que se le ofrecen a través de mi desnudez.
––Todavía falta mucho, Thérèse ––me dijo tocándome las nalgas–– para que estas hermosas carnes estén en el mismo estado de callosidad y de mortificación que las de Suzanne. Aunque abrasáramos las de esta querida joven, seguro que no lo notaría; pero tú, Thérèse, pero tú.... son todavía rosas que abrazan lirios: ya lo conse­guiremos, ya lo conseguiremos.
No podéis imaginaros, señora, cómo me tranquilizó esta amenaza: sin duda Roland no se daba cuenta, al hacerla, de la tranquilidad que esparcía en mí, pero ¿acaso no quedaba claro que, si proyectaba someterme a nuevas crueldades, no tenía ganas todavía de inmo­larme? Ya os he dicho, señora, que todo afecta en la desgracia, y a partir de entonces me sentí aliviada. ¡Otro incremento de dicha! Yo no conseguía nada, y aque­lla masa enorme, blandamente replegada debajo de sí misma, resistía a todas mis sacudidas. Suzanne, en la misma posición, era manoseada en los mismos lugares; pero como sus carnes estaban mucho más endurecidas; Roland la trataba aún con menos consideraciones, pese a que Suzanne fuera más joven.
––Estoy convencido ––decía nuestro perseguidor–– de que ni los látigos más terribles conseguirían ahora arran­car una gota de sangre de ese culo.
Nos hizo agachar a las dos, y alcanzando con nues­tra posición inclinada los cuatro caminos del placer, su lengua coleó en los dos más estrechos, y el malvado escupió en los otros. Nos cogió por delante, nos hizo arrodillarnos entre sus muslos, de modo que nuestros pechos se hallaran a la altura de lo que le excitábamos.
––¡Oh!, en lo que se refiere al pecho ––dijo Roland–– ­Suzanne te gana. Jamás tuviste unas tetas tan hermosas. ¡Mira, fljate lo dotada que está!
Y diciendo eso, apretaba el seno de aquella desdi­chada hasta magullarlo entre sus dedos. Entonces ya no era yo quien lo excitaba, Suzanne me había sustituido. Apenas se encontró en sus manos cuando el dardo, saliendo del carcaj, ya amenazaba vivamente todo lo que lo rodeaba.
––Suzanne ––dijo Roland––, un éxito terrible... Me temo, Suzanne, que es tu sentencia ––proseguía aquel hombre feroz pellizcándole y arañándole los pezones.
En cuanto a los míos, sólo los chupaba y mordis­queaba. Coloca finalmente a Suzanne de rodillas en el borde del sofá. Le hace agachar la cabeza, y disfruta de ella en esta posición, de la espantosa manera que le es natural: reavivada por nuevos dolores, Suzanne se debate, y Roland, que sólo quiere escaramuzas, satisfe­cho con algunas correrías, viene a refugiarse en mí en el mismo templo donde ha sacrificado en el de mi com­pañera, a la que no cesa de vejar y de maltratar durante todo ese rato.
––Es una buscona que me excita cruelmente ––me dijo––; no sé lo que me gustaría hacerle.
––¡Oh, señor, tened piedad de ella! ––le dije––. Es im­posible que sus dolores sean más intensos.
––¡Oh, claro que sí! ––dijo el malvado––. Se podría... ¡Ah!, si yo tuviera aquí al famoso emperador Kie, uno de los peores malvados que la China haya visto en el trono,* está claro que haríamos algo más. Entre su mujer y él, inmolando cada día sus víctimas, se dice que los dos las hacían vivir veinticuatro horas en las más crueles angustias de la muerte, y en tal estado de dolor que en todo momento estaban dispuestas a entre­gar el alma sin llegar a conseguirlo, gracias a los cui­dados crueles de esos monstruos que, haciéndolas flo­tar de ayudas en tormentos, sólo les recordaban este minuto a la luz para ofrecerles la muerte en el siguiente... Yo soy demasido suave, Thérèse, no sé nada de todo eso, sólo soy un colegial.
* El emperador chino Kie tenía una mujer tan cruel y tan diso­luta como él; no les costaba nada derramar sangre, y por su exclu­sivo placer, hacían correr todos los días raudales; tenían, en el inte­rior de su palacio, un gabinete secreto donde las víctimas eran inmoladas bajo sus ojos mientras ellos gozaban. Théo, uno de los sucesores de ese príncipe, tuvo como él una mujer muy cruel; habían inventado una columna de bronce que ponían al rojo vivo, y a la que ataban a las infortunadas bajo sus ojos: «La princesa, cuenta el historiador de quien sacamos estas líneas, se divertía infinitamente con las contorsiones y los gritos de las tristes víctimas; no estaba con­tenta si su marido no le ofrecía frecuentemente este espectáculo». (Hist. des Conj., tomo VII, página 43.) (N. del A.)

Roland se retira sin concluir el sacrificio, y me hace casi tanto daño con esta precipitada retirada como el que había hecho al introducirse. Se arroja a los brazos de Suzanne, y, sumando el sarcasmo al ultraje, le dijo:
––¡Amable criatura, con qué delicia recuerdo los pri­meros instantes de nuestra unión! ¡Jamás mujer alguna me dio placeres más intensos; jamás amé a nadie como
a ti!... Abracémonos, Suzanne, vamos a separarnos, por mucho tiempo quizá.
––Monstruo ––le dijo mi compañera rechazándole horrorizada–– aléjate; no sumes a los tormentos que me inflinjes la desesperación de oír tus horribles palabras. Tigre, satisfaz tu rabia, pero respeta por lo menos mis desdichas.
Roland la tomó, la acostó sobre el sofá, con los  muslos muy abiertos, y el taller de la generación abso­lutamente a su alcance.
––Templo de mis antiguos placeres ––exclamó el infame––, tú que me procuraste algunos tan dulces cuando recogí tus primeras rosas, es preciso que te haga también mis adioses...
¡Malvado! Introdujo sus uñas, y revolviéndolas durante varios minutos en el interior, a lo largo de los cuales Suzanne lanzaba los gritos más agudos, las retiró cubiertas de sangre. Saciado por esos horrores, y notando que ya no le era posible contenerse, me dijo:
––Vamos, Thérèse, vamos, querida muchacha, aca­bemos todo esto con una pequeña escena del juego de cortar la cuerda.*
Este juego, que ha sido descrito anteriormente, era muy utili­zado por los celtas de los que descendemos (vease la Histoire des Celtes, del Sr. Peloutier); casi todos esos extravíos de excesos, estas pasiones singulares del libertinaje, en parte descritas en este libro, y que hoy provocan ridículamente la atención de las leyes, era antes o unos juegos de nuestros antepasados que valían mas que nosotros, o unas costumbres legales, o unas ceremonias religiosas: ahora las con­vertimos en crímenes. ¡En cuántas ceremonias piadosas de los paganos se utilizaba la fustigación! Varios pueblos utilizaban estos mismos tor­mentos o pasiones para instalar a sus guerreros, eso se llamaba Hus­canaver (véanse las ceremonias religiosas de todos los pueblos de la tierra). Estas bromas, cuyo inconveniente puede ser como máximo la muerte de una ramera, ¡son ahora crímenes capitales! ¡Vivan los progresos de la civilización! ¡Cómo cooperan a la felicidad del hombre, y cuánto más afortunados somos que nuestros abuelos! (N. del A.)

Ese era el nombre de la funesta broma que ya os he descrito, la primera vez que os hablé de la bodega de Roland. Me subo al trípode, el malvado me ata la cuerda al cuello, se coloca frente a mí; Suzanne, aun­que en un estado espantoso, le excita con sus manos; al cabo de un instante, él tira del taburete sobre el que se posan mis pies, pero armada con la podadera, corto inmediatamente la cuerda y caigo al suelo sin el menor daño.
––Bien, bien ––dijo Roland––, ahora te toca a ti, Suzanne. Todo está dicho, y te perdono si te salvas con la misma destreza.
Suzanne se coloca en mi lugar. ¡Oh, señora!, per­mitid que pase por alto los pormenores de esa espan­tosa escena... La desdichada ya no volvió.
––Salgamos, Thérèse ––me dijo Roland––; sólo vol­verás aquí cuando sea tu turno.
––Cuando queráis, señor, cuando queráis ––contesté––. Prefiero la muerte a la vida espantosa que me dais. ¿Acaso puede resultarnos valiosa la vida a unas desdi­chadas como nosotras?...
Y Roland me encerró en mi calabozo. Al día siguiente mis compañeras me preguntaron qué había pasado con Suzanne. Se lo conté. No se asombraron; todas esperaban la misma suerte, y todas, siguiendo mi ejemplo, viendo en ello el fin de sus males, la desea­ban con urgencia.
Así pasaron dos años, Roland en sus excesos habi­tuales, yo en la horrible perspectiva de una muerte cruel, cuando finalmente se divulgó por el castillo la noticia de que no sólo los deseos de nuestro amo habían sido satisfechos, no sólo recibía con destino a Venecia la inmensa cantidad de pagarés que había deseado, sino que le pedían otros seis millones más de falsas monedas cuyos fondos le harían llegar a su volun­tad a Italia. Era imposible que el malvado gozara de una suerte mayor; se iba con más de dos millones de renta, sin contar las esperanzas que podía concebir. Este era el nuevo ejemplo que me ofrecía la Providencia, la nueva manera con la que quería convencerme una vez más de que la prosperidad sólo correspondía al crimen y el infortunio a la virtud.
Así estaban las cosas cuando Roland vino a bus­carme para bajar por tercera vez a la bodega. Me estre­mecí al recordar las amenazas que me había hecho la última vez que habíamos ido allí.
––Tranquilízate ––me dijo––, no tienes nada que temer, se trata de algo que sólo me concierne a mí... una voluptuosidad especial de la que quiero disfrutar y que no te hará correr ningún riesgo.
Le sigo. Así que ha cerrado todas las puertas, Roland me dice:
––Thérèse, en toda la casa sólo me atrevo a confiar en ti para este asunto. Necesitaba una mujer muy hon­rada... Confieso que sólo te he encontrado a ti, a quien prefiero antes incluso que a mi hermana...
Llena de sorpresa, le ruego que se explique.
––Escúchame ––me dice––; mi fortuna está hecha, pero por muchos favores que haya recibido de la suerte, ésta puede abandonarme de un momento a otro. Es posible que me espíen, es posible que se apoderen de mí en el traslado que voy a hacer de mis riquezas, y, si esta desgracia se produce, lo que me espera, Thérèse, es la soga; el mismo placer que me encanta hacer sabo­rear a las mujeres me servirá de castigo. Estoy conven­cido, en la medida en que es posible estarlo, de que esta muerte es infinitamente más dulce que cruel; pero, como las mujeres a las que he hecho experimentar las primeras angustias jamás han querido ser sinceras conmigo, quiero conocer la sensación sobre mi propia persona. Quiero saber, por mi propia experiencia, si es o no cierto que esta compresión determina, en el que la experimenta, el nervio erector de la eyaculación. Una vez convencido de que esta muerte no es más que un juego, la afrontaré con mucho mayor valor, pues no es el final de mi exis­tencia lo que me asusta: mis principios están basados en eso, y absolutamente convencido de que la materia sólo puede convertirse en materia, temo tan poco el infierno como espero el paraíso; pero sí me asustan los tormentos de una muerte cruel; no me gustaría sufrir al morir: probémoslo pues. Tú harás conmigo todo lo que he hecho contigo; voy a desnudarme; subiré al taburete, atarás la cuerda, me excitaré un momento, luego, así que veas que las cosas adquieren una cierta consistencia, reti­rarás el taburete, y quedaré colgado. Me dejarás así hasta que veas o la emisión de mi semen o los síntomas del dolor. En el segundo caso, me soltarás inmediatamente; en el otro, dejarás actuar la naturaleza, y no me soltarás hasta después. Ya ves, Thérèse, voy a poner mi vida en tus manos: tu libertad, tu fortuna, será el precio de tu buen comportamiento.
––¡Ah, señor! ––le contesté––, qué proposición tan extravagante.
––No, Thérèse, te lo exijo ––replicó desnudándose––, pero pórtate bien. ¡Ya ves qué prueba te doy de mi con­fianza y de mi estima!
¿De qué hubiera servido titubear? ¿Acaso no era mi dueño? Por otra parte, me parecía que el daño que me disponía a hacer sería inmediatamente compensado por el extremo cuidado que pondría en preservarle la vida. Yo iba a ser la dueña de su vida, pero pese a cuales­quiera que fueran sus intenciones respecto a mí, con toda seguridad sólo serviría para devolvérsela.
Nos preparamos: Roland se calienta con algunas de sus caricias normales; sube al taburete, yo lo ato; quiere que durante ese tiempo lo insulte, le reproche todos los horrores de su vida: lo hago. Su dardo no tarda en amenazar el cielo... él mismo me indica que retire el taburete..., obedezco. Creedme, señora, nada más cier­to que lo que había imaginado Roland: en su rostro sólo se dibujaron unos síntomas de placer, y casi al mismo instante unos chorros rápidos de semen se lanzaron a la bóveda. Cuando todo está esparcido, sin que yo haya ayudado en nada, corro a soltarlo, cae desvanecido, pero a fuerza de cuidados consigo que pronto recupere el sentido.
––¡Oh, Thérèse! ––me dijo al volver a abrir los ojos––, no puedes imaginarte qué sensaciones; están por encima de todo lo que se pueda decir: que hagan ahora con migo lo que quieran, desafío la espada de Temis. Me creerás aún más culpable hacia la gratitud, Thérèse ––me dijo Roland atándome las manos a la espalda––, pero qué quieres, querida mía, a mi edad nadie se corrige... Querida criatura, acabas de devolverme a la vida, y jamás he conspirado tan fuertemente contra la tuya; la­mentaste la suerte de Suzanne, pues bien, voy a reunir­te con ella; voy a sepultarte viva en la bodega donde ella expiró.
No os describiré mi estado, señora, podéis imagi­narlo. Por más que llore, por más que gima, ya no me escucha. Roland abre el panteón fatal, hace descender una lámpara, a fin de que yo pueda divisar mejor la multitud de cadáveres que lo llenan, pasa después una cuerda por debajo de mis brazos, atados, como ya os he dicho, a mi espalda, y mediante esta cuerda me baja a veinte pies del fondo del panteón y a unos treinta de donde él estaba: en esta posición sufría horriblemente, era como si me arrancaran los brazos. ¡Qué espanto se apoderaba de mí, y qué perspectiva se me ofrecía! ¡Trozos de cadáveres en medio de los cuales acabaría mis días y cuyo olor ya me infectaba! Roland amarra la cuerda a un bastón fijado a través del agujero y, des­pués, armado con un cuchillo, oigo que se excita.
Vamos, Thérèse ––me dice––, encomienda tu alma a Dios, el instante de mi delirio coincidirá con aquel en que te arrojaré a este sepulcro, donde te sumiré en el eterno abismo que te espera. ¡Ah, ah... Thérèse, ah...! Y noté mi cabeza cubierta de las pruebas de su éxtasis sin que, afortunadamente, hubiera cortado la cuerda: me saca de allí.
––¡Bien! ––me dice––, ¿has sentido miedo?
––¡Oh, señor!
––Así es como morirás, Thérèse, tenlo por seguro, y me encanta acostumbrarte a ello.
Subimos... ¿Tenía que quejarme, tenía que alegrar­me? ¡Vaya recompensa por lo que acababa de hacer por él! Pero ¿podía hacer otra cosa el monstruo? ¿Acaso no podía arrebatarme la vida? ¡Oh, qué hombre!
Roland preparó al fin su marcha. Vino a verme la víspera a medianoche; me arrojo a sus pies, le conjuro con las más vivas instancias que me devuelva la liber tad y que le añada el mínimo dinero necesario para lle­varme a Grenoble.
––¡A Grenoble! Claro que no, Thérèse, nos denun­ciarías.
––¡Bien, señor! ––le dije regando sus rodillas con mis lágrimas––, os juro que jamás iré allí, y para que os con­venzáis, dignaos a llevarme con vos a Venecia; es posi­ble que allí encuentre unos corazones menos duros que en mi patria, y una vez que os hayáis decidido a lle­varme allí, os juro por lo más santo que hay en el mundo que jamás volveré a importunaros.
––No te daré ni una ayuda ni un céntimo ––me con­testó duramente aquel insigne tunante––; todo lo que atañe a la piedad, a la conmiseración, a la gratitud, queda tan lejos de mi corazón que, aunque fuera tres veces más rico de lo que soy, nadie me vería dar un escudo a un pobre: el espectáculo del infortunio me excita, me divierte, y cuando no puedo hacer el mal por mí mismo, disfruto deliciosamente del que comete la mano de la suerte. Sobre ese punto tengo unos prin­cipios de los que no me apartaré, Thérèse; el pobre está en el orden de la naturaleza: al crear a los hombres con fuerzas dispares, ésta nos ha convencido del deseo que tenía de que esta desigualdad se mantuviera, incluso en los cambios que nuestra civilización aportara a sus leyes; aliviar al individuo es aniquilar el orden establecido; es oponerse al de la naturaleza, es invertir el equilibiro que es la base de sus más sublimes acuerdos; es con­tribuir a una igualdad peligrosa para la sociedad; es estimular la indolencia y la holgazanería; es enseñar al pobre a robar al rico, cuando a éste se le antoje rehu­sar su ayuda. Y ello a través de la costumbre en que esas ayudas habrán puesto al pobre de obtenerlas sin trabajo.
––¡Oh, señor, qué duros son estos principios! ¿Habla­ríais de igual manera si no hubierais sido siempre rico?
––Es posible,Thérèse; cada cual tiene su manera de ver las cosas; ésta es la mía, y no la cambiaré. Nos que­jamos de los mendigos en Francia: si quisiéramos, pronto no quedaría ni uno; bastaría con ahorcar a siete u ocho mil para que esta infame calaña no tardara en desaparecer. El cuerpo político debe tener sobre eso las mismas reglas que el cuerpo fisico. ¿Un hombre devo­rado por los parásitos los dejaría subsistir sobre él por conmiseración? ¿Acaso no arrancamos en nuestros jar­dines la planta parásita que daña al vegetal útil? ¿Por qué, en este caso, querer actuar de manera diferente?
––Pero la religión ––exclamé––, señor, la beneficen­cia, la humanidad...
––Son los escollos de todo lo que aspira a la felici­dad ––dijo Roland––. Si yo he consolidado la mía, sólo es sobre los escombros de todos estos infames prejuicios del hombre; sólo es burlándome de las leyes divinas y humanas; sólo es sacrificando al débil siem­pre que lo encontraba en mi camino; sólo abusando de la buena fe pública; sólo arruinando al pobre y robando al rico, he alcanzado el escarpado templo de la divini­dad que incensaba. ¡,Por qué no me imitaste? El estre­cho sendero de ese templo se ofrecía tanto a mis ojos como a los tuyos. Las quiméricas virtudes que tú le has preferido ¿te han consolado de tus sacrificios? Ya no tienes tiempo, desdichada, ya no tienes tiempo, llora sobre tus faltas, sufre e intenta encontrar, si es que puedes, en el seno de los fantasmas que reverencias, lo que el culto que tú les has dado te ha hecho perder.
Con estas palabras, el cruel Roland se precipita sobre mí y me veo obligada a servir una vez más a las indignas voluptuosidades de un monstruo que aborre cía con tanta razón; esta vez creía que iba a estrangu­larme. Cuando su pasión quedó satisfecha, tomó el ver­gajo y me asestó más de cien latigazos por todo el cuerpo, asegurándome que tenía mucha suerte de que no dispusiera de tiempo para ir más lejos.
Al día siguiente, antes de irse, aquel desdichado nos ofreció una nueva escena de crueldad y de barbarie, como ninguna de las que brindan los anales de los Andrónico, de los Nerón, de los Tiberio y de los Ven­ceslao. Todo el mundo en el castillo creía que la her­mana de Roland se iría con él: la había hecho vestir en consecuencia, pero en el momento de subir al caballo, la lleva hacia nosotras.
––Ese es tu lugar, vil criatura ––le dijo, ordenándole que se desnudara––. Quiero que mis camaradas se acuer­den de mí dejándoles en prenda la mujer de la que me creían más enamorado; pero como aquí sólo se preci­san un número determinado, ya que voy a emprender un camino peligroso en el que tal vez mis armas me resulten útiles, tengo que probar mis pistolas sobre una de esas busconas.
Al decir esto, amartilla una de sus armas, la acerca al pecho de cada una de nosotras y, regresando final­mente a su hermana, dijo, abrasándole los sesos:
––¡Vete, puta, vete a contarle al diablo que Roland, el más rico de los malvados de la Tierra, es el que desaha con mayor insolencia tanto la mano del cielo como la suya!
La infortunada, que no expiró inmediatamente, se debatió largo rato bajo sus grilletes: horrible espectáculo que el infame contempló con sangre fría y del que se apartó para alejarse definitivamente de nosotras.
Todo cambió al día siguiente de la marcha de Roland. Su sucesor, hombre dulce y razonable, nos hizo soltar al instante.
––Este no es trabajo para un sexo débil y delicado ––nos dijo con bondad––; es cosa de animales hacer fun­cionar esta máquina. El oficio que tenemos es bastante criminal sin necesidad de ofender aún más al Ser supremo con unas atrocidades gratuitas.
Nos instaló en el castillo, y me colocó, sin exigir nada de mí, en posesión de las tareas que realizaba la hermana de Roland. Las restantes mujeres fueron ocu­padas en la talla de piezas de moneda, tarea mucho menos fatigante sin duda y de la que, sin embargo, se veían recompensadas, al igual que yo, con buenas habi­taciones y una excelente nutrición.
Al cabo de dos meses, Dalville, sucesor de Roland, nos informó de la feliz llegada de su colega a Venecia: ya estaba instalado, había hecho su fortuna, disfrutaba de todo el descanso y de toda la felicidad que había podido desear. La suerte del que le sustituía no fue ni con mucho la misma. El desdichado Dalville era ho­nesto en su profesión: y eso bastaba para que no tar­daran en aplastarlo.
Un día que todo estaba tranquilo en el castillo, pues bajo las leyes de aquel buen amo, el trabajo, aunque criminal, se efectuaba, sin embargo, con alegría, las puertas fueron reventadas, los fosos escalados y la casa, antes de que nuestra gente pudiera pensar en su de­fensa, se llenó con más de sesenta jinetes de la gen­darmería. Hubo que rendirse; no cabía hacer otra cosa. Nos encadenaron como animales; nos ataron sobre unos caballos y nos llevaron a Grenoble. «¡Oh, santo cielo!», me dije al entrar allí, «será, pues, el cadalso mi suerte en esta ciudad en la que había cometido la locura de creer que la felicidad debía nacer para mí... ¡Oh, pre­sentimientos humanos, qué engañosos sois!»
El proceso de los monederos falsos no tardó en ser sentenciado; todos fueron condenados a la horca. Cuando vieron la marca que yo llevaba, casi ni se toma ron el esfuerzo de interrogarme, y ya iba a ser tratada como los demás, cuando finalmente intenté conseguir alguna compasión del magistrado famoso, honra de aquel tribunal, juez íntegro, ciudadano querido, filósofo iluminado, cuya sabiduría y cuya beneficiencia graba­rán para siempre su célebre nombre en letras de oro en el templo de Temis. Me escuchó; convencido de mi buena fe y de la verdad de mis desdichas, se dignó poner en mi proceso algo más de atención que sus colegas... Oh, gran hombre, te debo mi homenaje, la gra­titud de una infortunada no será nada onerosa para ti, y el tributo que te ofrezco, dando a conocer tu cora­zón, será siempre el más dulce goce del suyo.
El señor S*** se convirtió en mi propio abogado; mis protestas fueron atendidas, y su viril elocuencia iluminó las mentes. Las declaraciones generales de los monede ros falsos que iban a ejecutar acabaron por apoyar el celo del que quería interesarse por mí: fui declarada seducida, inocente, plenamente liberada de acusación, con una total libertad de hacer lo que se me antojara. Mi protector sumó a estos servicios el de conseguirme una colecta que me valió más de cincuenta luises; al fin veía brillar ante mis ojos la aurora de la felicidad; al fin mis presentimientos parecían cumplirse, y me creía al término de mis males cuando le agradó a la Providen­cia convencerme de que todavía me hallaba muy lejos de ello.
Al salir de la cárcel, me había alojado en una posada delante del puente del Isère, al lado de los arrabales, donde me habían asegurado que viviría honestamente. Mi intención, de acuerdo con el consejo del señor S***, era permanecer allí un tiempo para intentar colocarme en la ciudad, o regresar a Lyon, si no lo conseguía, con las cartas de recomendación que el señor S*** tenía la bondad de ofrecerme. En esta posada comía en lo que se llama la mesa redonda, cuando al segundo día des­cubrí que era extremadamente observada por una gruesa señora muy bien vestida, que se hacía dar el título de baronesa: a fuerza de examinarla a mi vez, creí recono­cerla y nos dirigimos simultáneamente una hacia la otra, como dos personas que se han conocido, pero que no pueden recordar dónde.
Al fin, la baronesa, llevándome aparte, me dijo:
––Thérèse, ¿me equivoco? ¿No sois la que salvé hace diez años de la Conciergerie, y no reconocéis a la Dubois?
Poco contenta con este descubrimiento, contesté, sin embargo, con cortesía, pues estaba tratando con la mujer más inteligente y más astuta que existió en Francia: no hubo manera de escapársele. La Dubois me colmó de amabilidades, me dijo que se había interesado por mi suerte como toda la ciudad, pero que si hubiera sabido que se trataba de mí, no habría habido ningún tipo de gestiones que no hubiera hecho ante los magis­trados, varios de los cuales, según pretendía, eran amigos suyos. Débil como de costumbre, me dejé llevar a la habitación de esa mujer y le conté mis desdichas.
––Querida amiga ––me dijo, abrazándome una vez más––, si he deseado verte con mayor intimidad es para contarte que disfruto de una gran fortuna, y que cuanto tengo está a tu servicio; mira ––me dijo, abriéndome unos joyeros llenos de oro y de diamantes––, ahí están los frutos de mi ingenio; si hubiera incensado la virtud como tú, a estas alturas estaría encerrada o ahorcada.
––Oh, señora ––le dije––, si sólo debéis todo eso a unos crímenes, la Providencia, que siempre acaba por ser justa, no os lo dejará disfrutar largo tiempo.
––Estás en un error ––me dijo la Dubois––, no te creas que la Providencia favorece siempre la virtud; que un breve instante de prosperidad no te ciegue hasta este punto. Para el mantenimiento de las leyes de la Provi­dencia tanto da que Pablo siga el mal, como que Pedro se entregue al bien; la naturaleza necesita una suma igual de uno y de otro, y una mayor práctica del cri­men que de la virtud es la cosa del mundo que le resulta más indiferente. Escucha, Thérèse, escúchame con un poco de atención ––prosiguió esa corruptora, sen­tándose y haciéndome poner a su lado––; tú eres inteli­gente, hija mía, y me gustaría convencerte de una vez.
»No es la opción que el hombre hace de la virtud lo que le permite encontrar la felicidad, querida mucha­cha, pues la virtud sólo es, al igual que el vicio, una de las maneras de comportarse en el mundo; así pues, no se trata de seguir la una más que la otra; se trata de caminar siempre por el camino principal; el que se aparta de él siempre se equivoca. En un mundo ente­ramente virtuoso, yo te aconsejaría la virtud, porque al estar las recompensas vinculadas a ella, allí reside in­faliblemente la felicidad; en un mundo totalmente corrompido, siempre te aconsejaré el vicio. El que no sigue el camino de los demás perece inevitablemente; choca con todo lo que encuentra, y como es el más débil, es absolutamente inevitable que no resista. Las leyes quieren restablecer el orden y encaminar los hom­bres a la virtud, pero es en vano; demasiado prevarica­doras para conseguirlo, demasiado insuficientes para alcanzarlo, los apartarán un instante del camino hollado, pero jamás llegarán a hacerlos abandonar. Cuando el interés general de los hombres les llevará a la corrup­ción, el que no quiera corromperse con ellos luchará, pues, en contra del interés general; ahora bien, ¿qué felicidad puede esperar aquel que contraría perpetua­mente el interés de los demás? Me dirás que es el vicio lo que contraría el interés de los hombres. Te lo con­cedería en un mundo compuesto de una parte igual de buenos y de malvados, porque entonces el interés de unos choca visiblemente con el de los otros. Pero eso no es así en una sociedad totalmente corrompida; mis vicios, entonces, al ofender únicamente al vicioso, deter­minan en él otros vicios que le compensan, y los dos nos sentimos dichosos. La vibración se hace general; es una multitud de choques. y de lesiones mutuas en las que cada cual, recuperando inmediatamente lo que acaba de perder, se encuentra incesantemente en una posición dichosa. El vicio sólo es peligroso para la vir­tud que, débil y tímida, jamás se atreve a emprender nada; pero cuando ya no exista en la Tierra, cuando su fastidioso reinado haya concluido, el vicio entonces, ofendiendo únicamente al vicioso, hará aflorar otros vicios, pero ya no alterará las virtudes. ¿Cómo no ibas a fracasar mil veces en tu vida, Thérèse, adoptando con­tinuamente a contrapelo el camino contrario al que seguía todo el mundo? Si te hubieras entregado al torrente, habrías encontrado, como yo, un puerto. Aquel que quiere remontar un río ¿recorrerá en un mismo día tanto camino como el que lo desciende? Me hablas siempre de la Providencia; pues bien, ¿quién te demues­tra que esta Providencia prefiere el orden y, por consi­guiente, la virtud? ¿No te ofrece ejemplos incesantes de sus injusticias e irregularidades? Enviando a los hom­bres la guerra, la peste y el hambre, habiendo creado un universo vicioso en su totalidad, ¿manifiesta ante tus ojos su extremo amor por el bien?, ¿por qué quieres que los individuos viciosos le disgusten si ella misma sólo actúa a través de vicios, cuando todo es vicio y corrup­ción en sus obras, todo crimen y desorden en sus voluntades? Pero ¿de dónde provienen, además, esos impulsos que nos arrastran al mal? ¿No es su mano la que nos los ofrece? ¿Hay una sola de nuestras sensa­ciones que no provenga de ella? ¿Uno solo de nuestros deseos que no sea obra suya? ¿Es razonable, por tanto, decir que nos permitiría o nos daría inclinaciones hacia algo que le perjudicaría, o que le resultaría inútil? Así pues, si los vicios le sirven, ¿por qué querríamos noso­tros resistirnos? ¿Con qué derecho nos empeñaríamos en destruirlos? ¿Y a santo de qué sofocaríamos su voz? Un poco más de filosofía en el mundo no tardaría en ponerlo todo en orden, y haría ver a los magistrados y a los legisladores que los crímenes que censuran y cas­tigan con tanto rigor tienen a veces un grado de utili­dad mucho mayor que esas virtudes que predican sin practicarlas ellos mismos y sin recompensarlas jamás.
––Pero aunque yo fuera lo bastante débil, señora ––contesté––, para abrazar vuestros espantosos sistemas, ¿cómo conseguiríais sofocar el remordimiento que harían nacer a cada instante en mi corazón?
––El remordimiento es una quimera ––me dice la Dubois––; sólo es, mi querida Thérèse, el murmullo imbécil de un alma bastante tímida como para no atre­verse a aniquilarlo.
––¿Aniquilarlo? ¿Es posible?
––Nada más fácil. Sólo nos arrepentimos de lo que no solemos hacer; repite con frecuencia lo que te ocasiona remordimientos y no tardarás en apagar los; enfréntales la llama de las pasiones, las poderosas leyes del interés, y no tardarás en disiparlos. El remor­dimiento no demuestra el crimen, denota únicamente un alma fácil de subyugar; si llega una orden absurda que te prohibe salir al instante de esta habitación, tú no saldrás de ella sin remordimientos, por muy claro que esté que no haces, sin embargo, ningún mal en salir de ella. Así pues, no es cierto que sólo el cri­men provoca remordimientos. Convenciéndose de la nulidad de los crímenes, de lo necesarios que son res­pecto al orden general de la naturaleza, sería posible, por tanto, vencer con tanta facilidad el remordimiento que se sentiría después de haberlos cometido como podrías tú sofocar el que nacería de tu salida de esta habitación después de la orden ilegal que habrías reci­bido de permanecer en ella. Es necesario comenzar por un análisis exacto de todo lo que los hombres denomi­nan crimen para convencerse de que sólo caracterizan así la infracción de sus leyes y de sus costumbres nacio­nales; lo que se denomina crimen en Francia, deja de serlo a doscientas leguas de allí; no existe ninguna acción que sea real y universalmente considerada como crimen en toda la Tierra; ninguna que, viciosa o crimi­nal aquí, no sea loable y virtuosa a algunas millas de aquí; todo es cuestión de opinión y de geografia, y es absurdo, por tanto, querer limitarse a practicar unas vir­tudes que son crímenes en otro lugar, y escapar de unos crímenes que son acciones excelentes bajo otro clima. Ahora te pregunto si puedes, después de estas reflexio­nes, conservar todavía remordimientos por haber co­metido, por placer o por interés, un crimen en Francia que es una virtud en la China; si debo sentirme muy desdichada, molestarme prodigiosamente, por practicar en Francia unas acciones que me harían quemar en el Siam. Ahora bien, si el remordimiento sólo existe en razón de la prohibición, si sólo nace de los restos del freno y en absoluto de la acción cometida, ¿es un gesto muy sabio dejarlo subsistir en sí? ¿No es estúpido no sofocarlo inmediatamente? Si nos acostumbramos a con­siderar como indiferente la acción que tiende a provo­car remordimientos; si la juzgamos así gracias al estu­dio reflexivo de los hábitos y costumbres de todas las naciones de la Tierra; y, como consecuencia de este esfuerzo, repetimos esta acción, sea cual sea, con la mayor frecuencia posible; o, mejor aún, la realizamos con mayor fuerza que la que tratamos, a fin de acos­tumbrarnos mejor a ella, el hábito y la razón no tarda­rán en destruir el remordimiento; no tardarán en ani­quilar ese movimiento tenebroso, fruto exclusivo de la ignorancia y de la educación. Sentiremos a partir de entonces que nada es un crimen real, arrepentirse, una estupidez, y una pusilanimidad no atreverse a hacer todo lo que pueda sernos útil o agradable, sean cuales sean los diques que haya que abatir para conseguirlo. Tengo cuarenta y cinco años, Thérèse; cometí mi primer crimen a los catorce años. Aquél me liberó de todos los lazos que me estorbaban; a partir de entonces no he cesado de correr en pos de la fortuna por un camino que estuvo sembrado de crímenes; no hay ni uno que no haya cometido, o hecho cometer... y jamás he cono­cido el remordimiento. Sea como fuere, llego al final, dos o tres golpes afortunados más y salto, del estado de mediocridad en que debía acabar mis días, a más de cincuenta mil libras de renta. Te lo repito, querida, jamás en esta ruta afortunadamente recorrida el remor­dimiento me ha hecho sentir sus espinas; un espantoso revés me sumiría al instante de la cima al abismo, no lo lamentaría, me quejaría de los hombres o de mi tor­peza, pero siempre quedaría en paz con mi conciencia.
––De acuerdo, señora ––contesté––, pero razonemos un instante a partir de vuestros mismos principios; ¿con qué derecho pretendéis exigir que mi conciencia sea tan firme como la vuestra, cuando no ha estado acostum­brada desde la infancia a vencer los mismos prejuicios? ¿A título de qué exigís que mi mente, que no está orga­nizada como la vuestra, pueda adoptar los mismos sis­temas? Admitís que existe una suma de bien y de mal en la naturaleza, y que se precisa, por consiguiente, una cierta cantidad de seres que practican el bien, y otra que se entregan al mal. Así pues, la opción que yo tomo está en la naturaleza; y ¿de dónde exigiríais a partir de ahí que yo me apartara de las reglas que prescribe? Encontráis, me decís, la dicha en el camino que re­corréis: ¡bien!, señora, ¿por qué yo no puedo encontrarla igualmente en el que yo sigo? No creáis por otra parte que la vigilancia de las leyes deje en reposo largo tiempo al que las infringe; acabáis de ver un ejemplo clamo­roso de ello: de los quince bribones con los que yo vivía, uno se salva, catorce perecen ignominiosamente...
––¿Y eso es lo que tú llamas una desgracia? ––conti­nuó la Dubois––. Pero ¿qué significa esta ignominia para el que ya no tiene principios? Cuando se ha superado todo, cuando el honor sólo es para nosotros un prejui­cio, la reputación, algo indiferente, la religión, una qui­mera, la muerte, un aniquilamiento total, ¿no es lo mismo perecer en un cadalso que en la cama? En el mundo hay dos tipos de malvados, Thérèse: aquel a quien una fortuna poderosa, un crédito prodigioso, pone al amparo de este fin trágico, y aquel que no lo evitará si lo atrapan. Este último, nacido sin bienes, debe tener un único deseo, si es inteligente: llegar a rico al precio que sea. Si lo consigue, tiene lo que ha querido, debe estar contento; si es ajusticiado, ¿qué lamentará, ya que no tiene nada que perder? Así pues, las leyes son nulas a los malvados, puesto que no alcanzan al que es pode­roso, y es imposible que las tema el miserable, ya que su espada es su único recurso.
––¿Y creéis ––continué–– que la Justicia celestial no espera en el otro mundo al que el crimen no ha ate­morizado en éste?
––Creo ––replicó la peligrosa mujer–– que si existiera un Dios, habría menos mal en la Tierra; creo que si este mal existe, o estos desórdenes han sido ordenados por ese Dios, y se trata entonces de un ser bárbaro, o es incapaz de impedirlos: a partir de ese momento, se trata de un dios débil, y en ambos casos de un ser abomina­ble, un ser cuya cólera debo desafiar y cuyas leyes des­preciar. Ay, Thérèse. ¿No es mejor el ateísmo que uno u otro de ambos extremos? Ese es mi sistema, querida muchacha, lo sigo desde la infancia, y seguramente no renunciaré a él en toda la vida.
––Me hacéis estremecer, señora ––dije levantán­dome––, perdonad que no pueda seguir escuchando ni vuestros sofismas ni vuestras blasfemias.
––Un momento, Thérèse ––dijo la Dubois, retenién­dome––, si no puedo vencer tu razón, que cautive por lo menos tu corazón. Te necesito, no me niegues tu ayuda; ahí tienes mil luises, te pertenecerán así que el golpe esté dado.
Escuchando aquí únicamente mi inclinación a hacer el bien, pregunté inmediatamente a la Dubois de qué se trataba, a fin de prevenir, si podía, el crimen que se disponía a cometer.
––Es lo siguiente ––me dijo––: ¿te has fijado en el joven negociante de Lyon que lleva cuatro o cinco días comiendo aquí?
––¿Quién? ¿Dubreuil?
––Exactamente.
––¿Y qué?
––Está enamorado de ti, me lo ha contado en secreto; tu aire modesto y dulce le gusta infinitamente, ama tu candor y le encanta tu virtud. Este amante novelesco tiene ochocientos mil francos en oro o en papel moneda en un cofrecito al lado de su cama. Déjame hacer creer a este hombre que tú consientes en es­cucharle: que eso sea cierto o no, ¿qué te importa? Yo le animaré a proponerte un paseo fuera de la ciudad, le convenceré de que su historia contigo progresará du­rante ese paseo; tú le entretienes, le mantienes ale­jado el mayor tiempo posible, intervalo durante el cual yo le robaré, sin llegar a escapar; sus pertenencias ya estarán en Turín, y yo seguiré todavía en Grenoble. Emplearemos toda la astucia posible en disuadirle de que se fije en nosotras, aparentaremos ayudarle en sus pesquisas; mientras tanto anunciaré mi marcha, a él no le asombrará nada; tú me seguirás, y los mil luises te serán entregados al tocar las tierras del Piamonte.
––Acepto, señora ––le dije a la Dubois, absolutamente decidida a avisar a Dubreuil del robo que querían ha­cerle––; pero ¿os dais cuenta ––añadí para engañar mejor
a la malvada–– que si Dubreuil está enamorado de mí, puedo, avisándole, o entregándome a él, sacar mucho más de lo que me ofrecéis por traicionarle?
––¡Bravo! ––me dijo la Dubois––, eso es lo que yo llamo una buena alumna. Empiezo a creer que el cielo te ha dado más arte que a mí para el crimen. Bien ––pro­siguió ella escribiendo––, ahí tienes mi billete de veinte mil escudos: atrévete a negarte ahora.
––Me guardaré mucho, señora ––dije recogiendo el billete––, pero atribuid únicamente a mi desdichado estado y a mi debilidad el error que cometo en ren­dirme a vuestras seducciones.
––Yo quería rendir un homenaje a tu inteligencia ––me dijo la Dubois––, si prefieres que acuse de ello a tu desdicha, haré lo que quieras. Sírveme siempre, y estarás contenta.
Todo se arregló; a partir de aquella misma noche, yo comencé a poner mejor cara a Dubreuil, y descubrí efectivamente que sentía alguna predilección por mí.
Nada más molesto que mi situación: sin duda esta­ba muy lejos de prestarme al crimen propuesto, aunque me hubieran ofrecido una cantidad diez mil veces mayor de oro; pero denunciar a aquella mujer era peno­so para mí; me repugnaba extremadamente exponer a morir a una criatura a la que diez años antes había debido mi libertad. Habría querido encontrar el medio de impedir el crimen sin provocar su castigo, y con cual­quier otra que no una consumada malvada como la Dubois, lo habría conseguido. Eso fue, pues, lo que decidí, ignorando que las sordas maniobras de aquella horrible mujer no sólo derrumbarían todo el edificio de mis honestos proyectos, sino que me castigarían incluso por haberlo concebido.
En el día prescrito para el proyectado paseo, la Dubois nos invitó a los dos a cenar en su habitación; aceptamos, y terminada la cena, Dubreuil y yo bajamos para ocupar el carruaje que nos habían preparado; como la Dubois no nos acompañó, me encontré a solas con Dubreuil un instante antes de partir.
––Señor ––le dije apresuradamente––, escuchadme con atención; no digáis nada, y sobre todo cumplid riguro­samente lo que voy a aconsejaros: ¿tenéis algún amigo seguro en esta posada?
––Sí, tengo un joven socio con el que puedo contar como si fuera yo mismo.
––Bien, señor, id inmediatamente a ordenarle que no abandone vuestra habitación ni un minuto mientras nosotros estemos de paseo.
––Pero yo tengo la llave de esa habitación. ¿Qué sig­nifica este exceso de precaución?
––Es más esencial de lo que creéis, señor: tomadla, os lo ruego, o no salgo con vos. La mujer con la que hemos cenado es una malvada: organiza la excursión que vamos a hacer juntos para robaros con mayor comodidad durante ese tiempo. Apresuraos, señor, nos está observando, es peligrosa. Entregad la llave a vues­tro amigo; que se instale en vuestra habitación, y que no se mueva hasta que nosotros no hayamos vuelto. Os explicaré todo el resto así que estemos en el coche.
Dubreuil me hace caso, me estrecha la mano para darme las gracias, corre a dar las órdenes relativas al aviso que recibe, y regresa. Salimos, durante el camino le relato toda la aventura, le cuento las mías, y le informo acerca de las desdichadas circunstancias de mi vida que me han hecho conocer a una mujer semejante. Aquel joven honrado y sensible me demuestra el más vivo agradecimiento por el servicio que quiero prestarle; se interesa por mis infortunios, y me propone suavi­zarlos con el don de su mano.
––Me siento demasiado feliz de poder reparar los errores que la Fortuna ha cometido con vos, señorita ––me dice––; yo soy mi propio dueño, no dependo de nadie. Me voy a Ginebra para una inversión considera­ble de unas cantidades que vuestros buenos consejos me salvan, así que vendréis conmigo. Al llegar allí me convertiré en vuestro esposo, y sólo apareceréis en Lyon bajo este título, o si lo preferís, señorita, si sentís alguna desconfianza, sólo en mi propia patria os daré mi ape­llido.
Tal ofrecimiento me halagaba demasiado para que me atreviera a rechazarlo; pero tampoco me convenía aceptarlo sin hacer escuchar a Dubreuil todo lo que podría hacerle arrepentirse; me agradeció mi delicadeza, y me urgió con mayor insistencia... ¡Qué infeliz cria­tura era yo! ¡Era preciso que la dicha sólo se me ofre­ciera para llenarme más vivamente de pena al no poderla aprovechar jamás! ¡Era preciso que ninguna vir­tud pudiera nacer en mi corazón sin ocasionarme tor­mentos!
Nuestra conversación ya nos había llevado a dos leguas de la ciudad, y nos disponíamos a bajar para dis­frutar de la frescura de unas alamedas al borde del Isère, por las que teníamos la intención de pasear, cuando de repente Dubreuil me dice que se sentía muy mal... Baja, y le sorprenden unos espantosos vómitos; le hago subir inmediatamente al coche, y regresamos apresurada­mente a la ciudad. Dubreuil está tan mal que hay que llevarle a su habitación; su estado sorprende a su socio al que encontramos allí, y que, siguiendo sus órdenes, no había salido de ella. Llega un médico. ¡Cielos, Dubreuil está envenenado! Así que me entero de la fatal noticia, corro al apartamento de la Dubois. ¡La infame había desaparecido! Entro en mi habitación, el armario ha sido forzado, el poco dinero y las ropas que poseo desaparecidos. Me aseguran que la Dubois emprendió hace tres horas el viaje a Turín. No había ninguna duda de que era la autora de esta multitud de crímenes: se había presentado en el cuarto de Dubreuil; irritada por encontrar gente, se había vengado conmigo, y había envenenado a Dubreuil, cenando, para que, a la vuelta, si hubiera conseguido robarle, aquel desdichado joven, más preocupado por su vida que por perseguir a la que robaba su fortuna, la dejara escapar con seguridad, y yo pudiera resultar más sospechosa que ella en vista de que el accidente de su muerte ocurría en mis brazos. Nada nos probó sus combinaciones, pero ¿cabía imagi­nar que fueran otras?
Vuelvo corriendo a ver a Dubreuil: no me dejan aproximarme; protesto por esta negativa, me cuentan la causa. El desdichado expira, y ya sólo se ocupa de Dios. Sin embargo, me ha exculpado; yo soy inocente, asegura; prohibe expresamente que me persigan; muere. Apenas ha cerrado los ojos, su socio se apresura a darme la noticia, rogándome que esté tranquila. ¡Ay! ¿Podía estarlo? ¿Podía no llorar amargamente la muerte de un hombre que se había ofrecido tan generosamen­te a sacarme del infortunio? ¿Podía dejar de deplorar un robo que me devolvía a la miseria, de la que acababa de salir? «¡Espantosa criatura!», exclamé; «si es ahí donde conducen tus principios, ¿hay que sorprenderse de que los aborrezcamos, y las personas honradas los castiguen?» Pero yo razonaba en tanto que parte lesio­nada, y la Dubois, que sólo veía su dicha y su interés en lo que había hecho, sacaba sin duda otras conclu­siones.
Se lo confié todo al socio de Dubreuil, que se ape­llidaba Valbois, tanto lo que habían urdido contra su amigo como lo que me había ocurrido a mí misma. Se compadeció de mí, lamentó muy sinceramente las des­gracias de Dubreuil y censuró el exceso de delicadeza que me había impedido ir a denunciar el caso tan pronto como me hube enterado de los proyectos de la Dubois. Decidimos que aquel monstruo, que sólo nece­sitaba cuatro horas para ponerse en país seguro, llega­ría allí antes de que nosotros avisáramos para hacerla perseguir; que nos costaría mucho dinero; que el dueño de la posada, vivamente comprometido en la denuncia que hiciéramos, y defendiéndose con violencia, acaba­ría tal vez por aplastarme a mí, a mí... que sólo parecía respirar en Grenoble como escapada del cadalso. Estas razones me convencieron y me asustaron tanto que decidí abandonar esta ciudad sin despedirme del señor S***, mi protector. El amigo de Dubreuil aprobó esta decisión; no me ocultó que si toda esta aventura se des­velaba, las declaraciones que se vería obligado a hacer me comprometerían, fueran cuales fuesen sus precau­ciones, tanto a causa de mi intimidad con la Dubois como por mi último paseo con su amigo; que me aconse­jaba, por consiguiente, a partir de ahí, que me fuera inmediatamente sin ver a nadie, convencida de que por su parte jamás actuaría en contra de mí, pues me creía inocente, y sólo culpable de mostrar debilidad en todo lo que acababa de ocurrir.
Al pensar en las opiniones de Valbois admití que eran buenas, en la medida en que estaba tan convenci­do de que yo tenía un aspecto culpable, como seguro de que no lo era; que lo único que hablaba en mi favor, la recomendación hecha a Dubreuil en el instante del paseo, mal explicada, se me había dicho, por él en el momento de su muerte, no llegaría a ser una prueba tan triunfante como para que yo contara con ella; con lo cual me decidí prontamente. Se lo comuniqué a Valbois.
––Me gustaría ––me dijo–– que mi amigo me hubiera encargado algunas disposiciones favorables para vos, las cumpliría con el mayor placer, me gustaría también que me hubiera dicho que era a vos a quien debía el conse­jo de vigilar su habitación; pero no ha hecho nada de todo eso. Así que me veo obligado a limitarme a la mera ejecución de sus órdenes. Las desgracias que ha­béis sufrido por él me decidirían, si pudiera, a hacer algo por mi cuenta, señorita, pero comienzo el comer­cio, soy joven, mi fortuna es limitada, estoy obligado a rendir al instante las cuentas de Dubreuil a su familia; permitidme, pues, que me ciña al único pequeño servicio que os ruego que aceptéis: aquí tenéis cinco luises, y allí una honrada comerciante de Chalon––sur––Saône, mi patria. Esta regresa allí tras haber parado veinticuatro horas en Lyon donde la reclaman algunos asuntos; os pongo en sus manos. Señora Bertrand ––continuó Val­bois, llevándome hacia esta mujer––, ésta es la joven de la que os hablé; os la recomiendo, desea colocarse. Os ruego con la misma insistencia que si se tratara de mi propia hermana que os toméis todas las molestias posi­bles para encontrarle en nuestra ciudad algo que con­venga a su persona, a su nacimiento y educación; para que hasta entonces no le suponga ningún gasto, yo os responderé de todo la primera vez que nos veamos. Adiós, señorita ––prosiguió Valbois pidiéndome permiso para abrazarme––; la señora Bertrand parte mañana al despuntar el día; seguidla, y que algo más de felicidad pueda acompañaros en una ciudad donde tal vez tenga la satisfacción de volveros a ver pronto.
La honradez de ese joven, que básicamente no me debía nada, me hizo derramar lágrimas. Los buenos tra­tos son muy dulces cuando se lleva tanto tiempo experimentando otros odiosos. Acepté sus dones jurándole que trabajaría hasta estar en situación de podérselos devolver algún día. «¡Ay!», pensé al retirarme, «aunque la práctica de una nueva virtud acaba de precipitarme en el infortunio, por lo menos, por primera vez en mi vida, la esperanza de un consuelo se ofrece en ese abismo es­pantoso de males, donde la virtud sigue precipitándome.»
Era pronto: la necesidad de respirar me hizo bajar al muelle del Isère, con la intención de pasear por él unos instantes; y, como ocurre casi siempre en tales casos, mis reflexiones me llevaron muy lejos. Encon­trándome en un lugar aislado, me senté allí para pen­sar con mayor comodidad. Mientras tanto llegó la no­che sin que yo pensara en retirarme, cuando de repente me sentí agarrada por tres hombres. Uno me coloca la mano en la boca, y los otros dos me arrojan precipita­damente a un carruaje, suben a él conmigo, y hendi­mos los aires durante tres horas largas, sin que nin­guno de esos bandidos se dignara a decirme una sola palabra ni contestar a ninguna de mis preguntas. Las cortinas están bajadas, no veía nada. El carruaje llega cerca de una casa, se abren las puertas para recibirlo, y se cierran inmediatamente. Mis guías me arrastran, me hacen atravesar así estancias sombrías, y me dejan fi­nalmente en una, cerca de la cual hay una habitación en la que descubro luz.
––Quédate ahí ––me dijo uno de mis raptores reti­rándose con sus compañeros––, no tardarás en ver a co­nocidos tuyos.
Y desaparecen, cerrando con cuidado todas las puer­tas. Casi al mismo tiempo, la de la habitación en la que percibía la claridad se abre, y veo salir de ella, con una vela en la mano... ¡oh, señora!, adivinad quién podía ser... ¡la Dubois!... la Dubois en persona, aquel mons­truo espantoso, devorado sin duda por el más ardiente deseo de venganza.
––Ven, encantadora joven ––me dijo arrogantemen­te––, ven a recibir la recompensa de las virtudes a que te has entregado a mi costa... ––Y estrechándome la mano con cólera––: ¡Ah, malvada! ¡Te enseñaré a trai­cionarme!
––No, no señora ––le dije precipitadamente––, no, yo no os he traicionado en absoluto. Informaos, no he hecho la menor denuncia que pueda preocuparos, no he dicho la mas mínima palabra que pueda comprome­teros.
––Pero ¿acaso no te has opuesto al crimen que pre­paraba? ¿No lo has impedido, indigna criatura? Es pre­ciso que recibas tu castigo...
Y como ya entrábamos, no tuvo tiempo de decir más. La estancia donde me hacían pasar era tan sun­tuosa como magníficamente iluminada. Al fondo, sobre una otomana, había un hombre con una bata de tafe­tán flotante, de unos cuarenta años, y al que no tarda­ré en describiros.
––Monseñor ––dijo la Dubois presentándome a él––, aquí tenéis a la joven que queríais, aquella por la que se interesa todo Grenoble... la famosa Thérèse, en una palabra, condenada a ser colgada con los monederos fal­sos, liberada después a causa de su inocencia y de su virtud. Admitid mi habilidad en serviros, monseñor; hace cuatro días me hablasteis del extremo deseo que teníais de inmolarla a vuestras pasiones; y hoy os la en­trego. Es posible que la prefiráis a la bonita pensionista del convento de las benedictinas de Lyon, que también habéis deseado, y que nos llegará dentro de un instan­te: aquélla tiene su virtud fisica y moral, ésta sólo tiene la de los sentimientos; pero forma parte de su existen­cia, y no encontraréis en parte alguna una criatura más llena de candor y de honestidad. Una y otra son vues­tras, monseñor: o las despedís a las dos esta noche, o a una hoy, y a la otra mañana. En cuanto a mí, os abandono: las bondades que tenéis conmigo me han obligado a comunicaros mi aventura de Grenoble. ¡Un hombre muerto, monseñor, un hombre muerto! Tengo que escapar.
––¡Ah, no, no, encantadora mujer! ––exclamó el señor de la casa––, no, quédate y no temas nada cuando yo te protejo: tú eres el alma de mis placeres; sólo tú posees el arte de satisfacerlos y de excitarlos, y cuanto más aumentas tus crímenes más se excita mi cabeza por ti... Pero esta Thérèse es bonita... ––Y dirigiéndose a mí––: ¿Qué edad tienes, hija mía?
––Veintiséis años, monseñor ––contesté––, y muchas penas.
––Sí, penas, desgracias; ya lo sé, es lo que me di­vierte, es lo que he querido. Vamos a poner orden en todo eso, terminaremos con todas tus desdichas; te aseguro que dentro de veinticuatro horas ya no serás des­dichada... ––Y con espantosas carcajadas, agregó––: ¿No es verdad, Dubois, que tengo un medio seguro para ter­minar con los infortunios de una joven?
––Sin duda ––dijo aquella odiosa criatura––; y si Thé­rèse no fuera amiga mía no os la habría traído; pero es justo que la recompense por lo que ha hecho por mí.
Nunca imaginaríais, monseñor, cuán útil me ha sido esta querida criatura en mi última empresa de Grenoble. Vos os habéis dignado encargaros de mi gratitud, y os ruego que me hagáis quedar bien.
La oscuridad de aquellas frases, las que la Dubois me había dirigido al entrar, la clase de hombre con que trataba, la joven que anunciaban, todo llenó al instante mi imaginación de una turbación que sería difícil des­cribiros. Un sudor frío se desprende de mis poros, y estoy a punto de desmayarme: ése es el momento en que el comportamiento de aquel hombre acaba final­mente por iluminarme. Me llama, comienza por dos o tres besos en los que nuestras bocas se ven obligadas a unirse: atrae mi lengua, la chupa, y mete la suya en el fondo de mi garganta para absorber hasta mi respira­ción. Me hace inclinar la cabeza sobre mi pecho, y al­zando mis cabellos, observa atentamente la nuca de mi cuello.
––¡Oh, es delicioso! ––exclama, apretando fuertemen­te esta parte––. Jamás he visto nada tan bien unido: será delicioso separarlo.
Esta última frase despejó todas mis dudas: compro­bé claramente que me encontraba una vez más con uno de esos libertinos de pasiones crueles, cuyas voluptuo­sidades predilectas consisten en disfrutar de los dolores o de la muerte de las desdichadas víctimas que les bus­can a base de dinero, y que corría el peligro de perder la vida.
En aquel instante llaman a la puerta; sale la Dubois y trae inmediatamente a la joven lionesa de la que acaba­ba de hablar.
Intentaré esbozaros ahora los dos nuevos persona­jes con los que me veréis. El monseñor, de quien jamás supe el nombre ni la condición, era, como ya os he dicho, un hombre de cuarenta años, fino, delgado, pero vigorosamente formado; unos músculos casi siempre hinchados, elevándose sobre sus brazos cubiertos de un pelo áspero y negro, anunciaban en él la fuerza y la salud; tenía el rostro encendido, los ojos pequeños, ne­gros y malvados, una dentadura hermosa, y la inte­ligencia en todas sus facciones; su talle esbelto por en­cima de lo mediocre, y el aguijón del amor, que tuve excesivas ocasiones de ver y de sentir, unía a la longi­tud de un pie más de ocho pulgadas de circunferencia. Este instrumento, seco, nervioso, siempre espumeante, y sobre el que se veían gruesas venas que lo hacían todavía más temible, se mantuvo en ristre durante las cinco o seis horas que duró esta sesión, sin descender un solo minuto. Yo no había encontrado nunca un hombre tan peludo: se parecía a los faunos que nos pinta la fábula. Sus manos secas y duras terminaban con unos dedos que tenían la fuerza de un torno; en cuanto a su carácter, me pareció duro, brusco, cruel, su inteli­gencia propensa a un tipo de sarcasmos y de bromas propicios a incrementar los males que estaba segura que había que esperar de un hombre semejante.
Eulalie era el nombre de la joven lionesa. Basta­ba verla para adivinar su origen y su virtud: era hija de una de las mejores casas de la ciudad donde las sicarias de la Dubois la habían secuestrado, bajo el pretexto de reunirla con un amante que ella idolatra­ba; poseía, junto con un candor y una ingenuidad en­cantadores, una de las más deliciosas fisonomías que puedan imaginarse. Eulalie, con apenas dieciséis años, tenía una auténtica cara de virgen; su inocencia y su pudor embellecían a porfla sus facciones: tenía escaso color, pero eso la hacía aún más seductora; y el res­plandor de sus bellos ojos negros devolvía a su bonita cara todo el fuego del que esa palidez parecía privarla en un principio; su boca, un poco grande, estaba dota­da de los más bellos dientes; su seno, ya muy forma­do, parecía aún más blanco que su tez; parecía formada para ser pintada, pero no a expensas de la gordura; sus formas eran redondeadas y abundantes, todas sus carnes firmes, dulces y rollizas. La Dubois pretendió que era imposible ver un culo más bonito: poco conocedo­ra de esta parte, me permitiréis que no me manifieste. Un vello suave sombreaba su parte delantera; unos ca­bellos rubios, soberbios, flotando sobre todos estos en­cantos, los hacían aún más excitantes; y para completar su obra maestra, la naturaleza, que parecía complacer­se en formarla, la había dotado del carácter más dulce y más amable. ¡Tierna y delicada flor, destinada a em­bellecer por un instante la tierra para ser inmediatamen­te marchitada!
––¡Oh, señora! ––le dijo a la Dubois al reconocerla––, ¡así es como me habéis engañado!... i Santo cielo! ¿Dónde me habéis conducido?
––Ahora lo verás, hija mía ––le dijo el señor de la casa atrayéndola bruscamente hacia él y comenzando ya con sus besos, mientras una de mis manos le mas­turbaba por orden suya.
Eulafe quiso defenderse, pero la Dubois, empuján­dola sobre el libertino, le quitó toda posibilidad de es­capar. La sesión fue larga; cuanto más fresca era la flor, más le gustaba al impuro abejorro libarla. A sus multi­plicados chupetones siguió el examen del cuello; y noté que al palparlo el miembro que yo excitaba adquiría aún mayor energía.
––Bien ––dijo monseñor––, son dos víctimas que me colmarán de gusto: serás bien pagada, Dubois, porque me has servido bien. Pasemos a mi tocador: síguenos, querida mujer, síguenos ––prosiguió mientras nos con­dujo––; te irás esta noche, pero te necesito para la ve­lada.
La Dubois se resigna, y pasamos al gabinete de los placeres de aquel disoluto, donde nos hace desnudar­nos a todas.
¡Oh, señora!, no comenzaré a describiros las infa­mias de las que fui a la vez testigo y víctima. Los pla­ceres de aquel monstruo eran los de un verdugo. Sus únicas voluptuosidades consistían en cortar cabezas. Mi desdichada compañera... ¡Oh, no, señora...! ¡Oh, no!, no me exijáis que termine... Yo iba a tener la misma suer­te; estimulado por la Dubois, aquel monstruo se dispo­nía a hacer mi suplicio más horrible todavía, cuando una necesidad común de reparar sus fuerzas les obliga a instalarse en la mesa... ¡Qué exceso! Pero ¿debo la­mentarlo, ya que me salvó la vida? Ahítos de vino y de comida, ambos cayeron borrachos como cubas sobre los restos de su cena. Tan pronto como los veo así, me precipito sobre unas enaguas y una manteleta que la Dubois acababa de quitarse para estar aún más inmo­desta a los ojos de su patrón, tomo una vela, me preci­pito a la escalera: aquella casa desprovista de criados no ofrece nada que se oponga a mi evasión, encuentro a uno, le digo con aire aterrorizado que corra hacia su amo que se muere, y alcanzo la puerta sin encontrar más resistencia. Ignoraba los caminos, no me habían de­jado verlos, tomo el primero que se me ofrece... Es el de Grenoble; todo nos sirve cuando la Fortuna se digna a sonreírnos un momento; en la posada seguían acos­tados, me introduzco secretamente en ella y me dirijo apresuradamente a la habitación de Valbois. Llamo, Val­bois se despierta y casi no me reconoce en el estado en que me hallo; me pregunta qué me pasa; le cuento los horrores de los que acabo de ser a un tiempo vícti­ma y testigo.
––Podéis hacer detener a la Dubois ––le digo––, no está lejos de aquí, es posible que pueda indicaros el ca­mino... ¡Desgraciada! Independientemente de todos sus crímenes, ha vuelto a robarme mis ropas y los cinco luises que me disteis.
––¡Oh, Thérèse! ––me dijo Valbois––, sois sin duda la mujer más desdichada que hay en el mundo, pero fija­ros, sin embargo, honesta criatura, en como, en medio de los males que os abruman, una mano celestial os mantiene. Que esto sea para vos un motivo suplemen­tario para ser siempre virtuosa, jamás las buenas accio­nes carecen de recompensa. No persigamos a la Du­bois, mis razones para dejarla en paz son las mismas que os exponía ayer. Reparemos únicamente el mal que os ha hecho. Aquí tenéis, en primer lugar, el dinero que os ha robado.
Una hora después una costurera me trajo dos trajes completos y ropa interior.
––Pero hay que irse, Thérèse ––me dijo Valbois––, hay que irse hoy mismo. La Bertrand cuenta con ello. Le he rogado que se retrasara unas horas por vos, así que acompañadla.
––¡Oh, virtuoso joven! ––exclamé, cayendo en los bra­zos de mi bienhechor––. ¡Ojalá el cielo os devuelva algún día todos los bienes que me ofrecéis!
Vamos, Thérèse ––me contestó Valbois abrazándo­me––, yo ya disfruto de la dicha que me deseáis, puesto que la vuestra es obra mía... Adiós.
Así es como abandoné Grenoble, señora, y si bien no encontré en esa ciudad toda la felicidad que yo había supuesto, en ninguna como en ella descubrí tantas personas honradas reunidas para lamentar o calmar mis males.
Mi guía y yo íbamos en una pequeña carreta cu­bierta tirada por un caballo al que dirigíamos desde el fondo del carruaje. Allí estaban las mercancías de la se ñora Bertrand, y una chiquilla de quince meses a la que todavía amamantaba, y por la que, para mi desdicha, no tardé en sentir un afecto tan grande como el que podía darle la que la había parido.
La tal Bertrand era, por otra parte, una mujer bas­tante mala, suspicaz, charlatana, chismosa aburrida y necia. Bajábamos regularmente cada noche sus perte­nencias a la posada, y dormíamos en la misma habita­ción. Hasta Lyon, todo fue muy bien, pero durante los tres días que aquella mujer necesitaba para sus nego­cios, tuve en esa ciudad un encuentro que estaba muy lejos de esperar.
Me paseaba una tarde por el muelle del Ródano con una de las camareras de la posada a la que había pedi­do que me acompañara, cuando descubrí de repente al reverendo padre Antonin de Santa María de los Bos­ques, superior ahora de la casa de su orden situada en esa ciudad. Aquel fraile me aborda, y después de haber­me agriamente reprochado en voz baja mi huida, y de haberme dado a entender que corría grandes peligros de ser atrapada, si lo comunicaba al convento de Borgo­ña, añadió, ablandándose, que no diría nada si quería seguirle en aquel mismo instante con la joven que me acompañaba, y que le parecía interesante. Luego, ha­ciendo en voz alta la misma proposición a esa criatura, el monstruo dijo:
––Os pagaremos bien a las dos. En nuestra casa somos diez, y os prometo por lo menos un luis de cada uno, si vuestra complacencia carece de límites.
Ante estas frases, me sonrojé prodigiosamente. Por un momento, intento hacer creer al fraile que se equi­voca: al no conseguirlo, hago gestos para contenerlo, pero nada impresiona a aquel insolente, y sus solicita­ciones van siendo cada vez más cálidas. Al fin, tras nuestros rechazos reiterados de seguirle, se limita a pe­dirnos insistentemente nuestra dirección. Para liberar­me de él, le doy una falsa. La escribe en su cartera, y nos abandona asegurándonos que no tardará en vernos.
Al regresar a la posada, expliqué como pude la his­toria de esta desdichada relación a la joven que me acompañaba; pero sea que lo que le dije no la satisfa ciera, sea que tal vez estuviera muy enfadada por un acto virtuoso por mi parte que la privaba de una aven­tura en la que habría ganado tanto, se fue de la lengua. Tuve harta ocasión de darme cuenta de ello por los comentarios de la Bertrand, con motivo de la desdichada catástrofe que pronto voy a contaros. Sin embargo, el fraile no apareció, y nos fuimos.
Por salir tarde de Lyon, aquel primer día tuvimos que dormir en Villefranche, y allí fue, señora, donde me ocurrió la terrible desgracia que hoy me hace apa recer ante vos como una criminal, sin que lo haya sido más en esta funesta circunstancia de mi vida que en ninguna de todas aquellas en que me habéis visto tan injustamente vapuleada por los golpes de la suerte, y sin que otra cosa me haya conducido al abismo que la bondad de mi corazón y la maldad de los hombres.
Llegadas a las seis de la tarde a Villefranche, nos habíamos apresurado a cenar y a acostarnos, a fin de emprender una marcha más prolongada el día siguien te; no hacía ni dos horas que reposábamos cuando fui­mos despertadas por una humareda espantosa; persua­didas de que el fuego no estaba lejos, nos levantamos apresuradamente. ¡Santo cielo!, los progresos del incen­dio ya eran más que terroríficos, abrimos semidesnu­das nuestra puerta y sólo oímos a nuestro alrededor el estruendo de las paredes que se desploman, el ruido de las vigas que se parten, y los gritos espantosos de los que caen en las llamas. Envueltas por esas llamas devoradoras, ya no sabemos adónde huir; para escapar a su violencia, nos precipitamos en su foco, y nos vemos inmediatamente confundidas con la multitud de desdi­chados que buscan, como nosotras, su salvación en la huida. Descubro entonces que mi guía, más preocupa­da de sí misma que de su hija, ni siquiera ha pensado en salvarla de la muerte; sin avisarla, corro a nuestra habitación a través de las llamas que me asaltan y me queman en varios lugares; cojo a la pobre criaturita; me precipito a devolvérsela a su madre, apoyándome en una viga medio consumida: me falla el pie, mi primer gesto es adelantar las manos; este impulso de la natura­leza me fuerza a soltar el precioso fardo que sostengo... Se me escapa, y la desdichada niña cae al fuego bajo los ojos de su madre. En ese instante me cogen también a mí... me arrastran; demasiado conmovida para distinguir nada, ignoro si son ayudas o peligros lo que me rodea, pero para mi desgracia no tardo en averiguarlo cuando, arrojada a un silla de posta, me encuentro al lado de la Dubois que, colocándome una pistola en la sien, me amenaza con abrasarme los sesos si pronuncio una pa­labra...
––¡Ah, malvada! ––me dice––, te tengo en mis manos, y esta vez no te escaparás.
––¡Oh, señora, vos aquí! ––exclamé.
––Todo lo que acaba de ocurrir es obra mía ––me contestó aquel monstruo––; con un incendio te salvé los días, y con un incendio los perderás. De haber hecho falta, te habría perseguido hasta los infiernos, para apo­derarme de ti. Monseñor se puso furioso cuando se en­teró de tu evasión; yo cobro doscientos luises por cada joven que le procuro, y no solamente no quiso pagar­me a Eulalie, sino que me amenazó con toda su cólera si no te devolvía. Te descubrí y te perdí por dos horas en Lyon. Ayer, llegué a la posada una hora después que tú, le prendí fuego a través de unos adláteres que siem­pre tengo contratados; quería abrasarte o apoderarme de ti; te he tenido, te conduzco a una casa que tu huida ha precipitado en la turbación y en la inquietud, y te devuelvo a ella para ser tratada de cruel manera. Mon­señor ha jurado que no habría suplicios bastante es­pantosos para ti, y no bajaremos del carruaje hasta que estemos en su casa. ¡Pues bien, Thérèse! ¿Qué piensas ahora de la virtud?
––¡Oh, señora! Que muchas veces es la presa del cri­men; que es dichosa cuando triunfa; pero que en el cielo debe ser el único objeto de las recompensas de Dios, si las maldades del hombre consiguen aplastarla en la Tierra.
––No pasarás mucho tiempo sin saber, Thérèse, si existe realmente un Dios que castigue o que recompen­se las acciones de los hombres... Ah, si en la nada eterna donde vas a entrar inmediatamente te permitiera pensar, ¡cómo lamentarías los sacrificios infructuosos que tu testadurez te ha obligado a ofrendar a unos fan­tasmas que no te han pagado con otra cosa que con desgracias!... Thérèse, todavía estás a tiempo, ¿quieres ser mi cómplice? Te salvo, es más fuerte que yo verte naufragar incesantemente en los peligrosos caminos de la virtud. ¡Cómo! ¿Todavía no has sido suficientemen­te castigada por tu bondad y tus falsos principios? ¿Qué infortunios necesitas, pues, para corregirte? ¿Qué ejem­plos te son necesarios para convencerte de que el par­tido que tomas es el peor de todos, y que, tal como te he dicho cien veces, sólo cabe esperar reveses cuando, tomando a la multitud a contracorriente, pretendes ser la única virtuosa en una sociedad totalmente corrompi­da? Das por supuesto un Dios vengador: desengáñate, Thérèse, desengáñate, el Dios que te forjas sólo es una quimera cuya necia existencia sólo apareció en la cabe­za de los dementes; es un fantasma inventado por la maldad de los hombres, que no tiene más objetivo que engañarlos, o armarlos a los unos contra los otros. El servicio más importante que se habría podido pres­tarles hubiera sido degollar inmediatamente al primer impostor que se ocupó de hablarles de Dios. ¡Cuánta sangre habría evitado en el universo un solo homicidio! Vamos, vamos, Thérèse, la naturaleza siempre atenta, siempre activa, no tiene ninguna necesidad de un dueño para dirigirla. Y si este dueño existiera efectivamente, después de todos los defectos con que ha llenado sus obras, ¿merecería de nosotros otra cosa que desprecio e insultos? ¡Ah, si tu Dios existe, Thérèse, cómo lo odio, cómo lo aborrezco! Sí, si su existencia fuera real, lo confieso, el único placer de irritar perpetuamente al que se revistiera de ella sería la más preciosa compen­sación de la necesidad en que me hallaría entonces de prestarle algún crédito... Una vez más, Thérèse, ¿quie­res ser mi cómplice? Se presenta un golpe soberbio, con valor lo ejecutaremos; te salvo la vida si colaboras. El señor a cuya casa vamos, y al que conoces, se aísla en la casa de campo donde realiza sus orgías; lo exige su especial índole; un solo criado vive con él, cuando la visita para sus placeres: el hombre que corre delante de esta silla, tú y yo, querida muchacha, somos tres con­tra dos. Cuando ese libertino esté en el ardor de sus voluptuosidades, yo me apoderaré del sable con que quita la vida de sus víctimas, tú le retendrás, le matare­mos, y mi hombre mientras tanto acogotará a su cria­do. En esa casa hay dinero oculto; más de ochocientos mil francos, Thérèse, estoy segura, el golpe vale la pena... Elige, sensata criatura, elige: la muerte, o servir­me. Si me traicionas, si le comunicas mi proyecto, te acusaré a ti sola, y no tengas la menor duda de que me creerá por la confianza que siempre tuvo conmi­go... Piénsalo bien antes de contestarme; ese hombre es un malvado: así pues, asesinándole, no hacemos si no ayudar a las leyes cuyo rigor ha merecido. No hay día, Thérèse, en que ese depravado no asesine a una joven: ¿es, pues, ultrajar la virtud castigar al crimen? ¿Y la proposición que te hago alarmará una vez más tus esquivos principios?
––No lo dudéis, señora ––contesté––, no es con la in­tención de corregir el crimen que me proponéis esta acción, es con el exclusivo motivo de cometer vos misma otro. Así que sólo puede haber un gran mal en hacer lo que decís, y ninguna apariencia de legitimidad. Pero hay más: aunque sólo tuvierais el proyecto de ven­gar a la humanidad de los horrores de ese hombre, ha­ríais mal en hacerlo así, esta tarea no os incumbe: las leyes están hechas para castigar a los culpables, dejé­moslas actuar, el Ser supremo no ha confiado su espa­da a nuestras débiles manos. Sólo nos serviríamos de ella para ultrajarlas.
––¡Pues bien! Morirás, indigna criatura ––replicó la Dubois enfurecida––, morirás. No sueñes con escapar a tu suerte.
––Qué me importa ––contesté con tranquilidad––, me liberaré de todos mis males. No hay nada en la muerte que me asuste, es el último sueño de la vida, es el re­poso del desdichado...
Y como, ante estas palabras, aquel animal feroz se arrojó contra mí, creí que iba a estrangularme; me dio varios golpes en el seno, pero me soltó, sin embargo, en cuanto grité, por el temor de que el postillón me escuchara.
Mientras tanto avanzábamos con gran rapidez; el hombre que corría delante hacía preparar nuestros ca­ballos, y no nos parábamos en ninguna posta. En el momento de los relevos, la Dubois cogía su arma y me la apretaba contra el corazón... ¿Qué podía hacer? A decir verdad, mi debilidad y mi situación me abatían hasta el punto de preferir la muerte a los esfuerzos por escapar de ella.
Estábamos a punto de entrar en el Delfimesado, cuan­do seis hombres a caballo, galopando a rienda suelta detrás de nuestro carruaje, lo alcanzaron y, sable en mano, obligaron a nuestro postillón a detenerse. A trein­ta pasos del camino había una choza donde esos jine­tes, que no tardamos en reconocer como de la gendar­mería, ordenan al postillón que conduzca el carruaje. Cuando está allí, nos hacen bajar, y todos entramos en casa del campesino. La Dubois, con un descaro ini­maginable en una mujer cubierta de crímenes, y que está detenida, preguntó con altanería a esos caballeros si la conocían, y con qué derecho utilizaban esos mo­dales con una mujer de su rango.
––No tenemos el honor de conoceros, señora ––dijo el oficial––; pero estamos convencidos de que lleváis en el coche a una desdichada que prendió fuego ayer a la principal posada de Villefranche. ––Después, examinán­dome––: Coincide con su descripción, señora, no nos equivocamos; tened la bondad de entregárnosla y de contarnos cómo una persona tan respetable como pa­recéis ser ha podido encargarse de semejante mujer.
––Es una historia de lo más simple ––contestó la Du­bois, aún más insolente––, y no pretendo ocultárosla, ni tomar partido por esta joven, si es cierto que es culpable del espantoso crimen que referís. Ayer, yo me alo­jaba como ella en esa posada de Villefranche, salí en medio de la confusión, y cuando subía al coche esta joven se precipitó hacia mí implorando mi compasión, diciéndome que acababa de perderlo todo en aquel in­cendio y que me suplicaba que la llevara conmigo hasta Lyon donde confiaba en colocarse. Atendiendo mucho menos a mi razón que a mi corazón, asentí a sus de­mandas; una vez en mi silla, se ofreció a servirme; de nuevo imprudentemente, consentí a ello, y la llevaba al Delfinesado donde están mis bienes y mi familia. Sin duda es una lección, ahora reconozco todos los incon­venientes de la piedad; me corregiré. Aquí la tenéis, se­ñores, aquí la tenéis; ¡Dios me libre de interesarme por un monstruo semejante! La abandono a la severidad de las leyes, y os suplico que ocultéis cuidadosamente la desgracia que tuve de creerla un instante.
Quise defenderme, quise denunciar a la verdadera culpable; mis discursos fueron tratados de recriminacio­nes calumniosas de las que la Dubois sólo se defen día con una sonrisa despectiva. ¡Oh, funestos ejemplos de la miseria y de la prevención, de la riqueza y de la insolencia! ¿Era posible que una mujer que se hacía lla­mar la señora baronesa de Fulconis, que exhibía el lujo, que se atribuía tierras y una familia, cabía que una mujer semejante pudiera resultar culpable de un crimen en el que no parecía tener el más pequeño interés? Por el contrario, ¡,acaso todo no me condenaba a mí? Yo carecía de protección, era pobre, resultaba evidente que era culpable.
El oficial me leyó las denuncias de la Bertrand. Era ella quien me había acusado; yo había incendiado la po­sada para robarla con mayor comodidad; había arroja do su hija al fuego, para que la desesperación en que este suceso iba a sumirla, cegándola sobre el resto, no le permitiera ver mis maniobras: yo era además, había añadido la Bertrand, una mujer de mala vida, escapada de la horca en Grenoble, y de la que ella se había ne­ciamente encargado por un exceso de complacencia hacia un joven de su pueblo, mi amante sin duda. Pú­blicamente y en pleno día había acosado a unos frailes en Lyon: en una palabra, no había nada que esa indigna criatura no hubiera aprovechado para perderme, nada que la calumnia agriada por la desesperación no hubie­ra inventado para envilecerme. A petición de aquella mujer, habían realizado un examen jurídico en el lugar de los hechos. El fuego había comenzado en un henil donde varias personas habían declarado que yo había entrado la noche de aquel día funesto, y eso era cierto. Buscando un excusado mal señalado por la sirvienta a la que me dirigí, había entrado en aquel desván, sin en­contrar el lugar deseado, y había permanecido allí el tiempo suficiente para hacer sospechar aquello de lo que me acusaban, o para ofrecer por lo menos probabilida­des; y, como sabemos, esto son pruebas en este siglo. Así que por mas que me defendiera, el oficial sólo me respondió estrechando los grilletes.
––Pero, señor ––dije antes aún de dejarme encade­nar––, si hubiera robado a mi compañera de viaje en Villefranche, el dinero debería estar en mi poder: que se me registre.
Esta ingenua defensa sólo provocó risas; me asegu­raron que yo no estaba sola, que era seguro que tenía unos cómplices a los que había entregado las cantida des robadas, al escapar. Entonces la malvada Dubois, que conocía la marca que yo había tenido la desdicha de recibir tiempo atrás en casa de Rodin, fingió por un instante la conmiseración.
––Señor ––le dijo al oficial––, se cometen cada día tan­tos errores sobre todas esas cosas que me perdonaréis la idea que se me ocurre: si esta joven es culpable del acto de que la acusan, a buen seguro no es su primer delito; no se llega en un día a fechorías de esta natu­raleza. Examine a esta joven, señor, se lo ruego... si por casualidad encontrara sobre su desdichado cuerpo... pero si nada la acusa, permitidme que la defienda y la proteja.
El oficial aceptó la comprobación... estaba a punto de realizarse...
––Un momento, señor ––dije, oponiéndome a ello––; esta investigación es inútil. La señora sabe perfectamente que yo llevo esta espantosa marca; sabe perfectamen­te también qué infortunio la ocasionó: este subterfugio por su parte es un acrecentamiento de horrores que se desvelarán, así como todo el resto, en el mismo tem­plo de Temis. Conducidme allí, señores: aquí tenéis mis manos, cubridlas de cadenas; sólo el crimen se sonroja de llevarlas, a la virtud desgraciadamente la hacen ge­mir, y no la horrorizan.
––En.verdad, no habría creído ––dijo la Dubois–– que mi idea tuviera tanto éxito; pero como esta criatura agra­dece mis bondades hacia su persona con insidiosas acusaciones, me ofrezco a regresar con ella, si es preciso. ––Esta iniciativa es totalmente inútil, señora baronesa ––dijo el oficial––, nuestras pesquisas sólo tienen a esta joven por objeto: sus confesiones, la marca que la manci­lla, todo la condena. Sólo la necesitamos a ella, y os pe­dimos mil excusas por haberos molestado tanto tiempo. Fui inmediatamente encadenada, arrojada a la grupa trasera de uno de esos jinetes, y la Dubois se fue aca­bando de insultarme con el don de unos cuantos escu­dos dejados por conmiseración a mis guardianes para ayudar a mi situación en la triste morada que iba a ha­bitar en espera de mi instalación.
¡Oh, virtud!» exclamé, cuando me vi en esa espan­tosa humillación, «ipodías recibir un insulto mas sen­sible! ¡Era posible que el crimen osara afrontarte y vencerte con tanta insolencia e impunidad!»
Pronto llegamos a Lyon; me precipitaron desde mi llegada en el calabozo de los criminales, y allí fui ins­crita como incendiaria, mujer de mala vida, infanticida y ladrona.
En la posada había habido siete personas abrasadas; yo misma había pensado estarlo; había querido salvar una niña; iba a perecer: pero aquella que era la causa de este horror escapaba a la vigilancia de las leyes, a la justicia del cielo; triunfaba, se preparaba para nuevos crímenes, mientras que, inocente y desdichada, yo no tenía más perspectiva que el deshonor, la mancilla y la muerte.
Acostumbrada desde hacía tanto tiempo a la calum­nia, a la injusticia y al infortunio, habituada desde mi infancia a no entregarme a un sentimiento virtuoso si no era asegurada de encontrar en él espinas, mi dolor fue más estúpido que desgarrador, y lloré menos de lo que habría creído. Sin embargo, como es natural para la criatura que sufre buscar todos los medios posibles de salir del abismo en que le ha sumido su infortunio, pensé en el padre Antonin; por muy mediocre ayuda que esperara de él, no me negué al deseo de verlo: pre­gunté por él, apareció. No le habían dicho qué persona le deseaba; simuló no reconocerme; entonces le dije al guardián que era efectivamente posible que no se acor­dara de mí, ya que sólo había dirigido mi conciencia siendo yo muy joven, pero que por esta razón pedía una conversación secreta con él. Ambos consintieron. Así que me quedé a solas con aquel religioso, me arrojé a sus rodillas, las regué con mis lágrimas, suplicándole que me salvara de la cruel situación en que estaba; le de­mostré mi inocencia; no le oculté que las frases incon­venientes que me había dirigido unos días antes habían indispuesto contra mí a la persona a la que había sido recomendada, y que ahora resultaba ser mi acusadora. El fraile me escuchó muy atentamente.
––Thérèse ––me dijo a continuación––, no te enfades como de costumbre, cuando transgreden tus malditos prejuicios. Ya ves adónde te han llevado, y ahora puedes convencerte fácilmente de que es cien veces mejor ser tunanta y feliz que buena e infortunada. Tu caso tiene muy mal cariz, querida hija, es inútil ocultártelo: esta Dubois de la que me hablas, que tiene el mayor de los intereses en tu pérdida, colaborará seguramente en ella bajo mano; la Bertrand continuará; todas las aparien­cias te acusan, y en nuestros días bastan las apariencias para ser condenado a la muerte. Así que eres una mujer perdida, eso está claro. Un único medio puede salvar­te; yo tengo buenas relaciones con el intendente, y tiene mucha influencia sobre los jueces de esta ciudad; le diré que eres mi sobrina, y te reclamaré a este título: anula­rá todo el proceso; pediré que te devuelvan a mi fami­lia; te haré secuestrar, pero será para encerrarte en nues­tro convento del que no saldrás en toda tu vida... y allí, no te lo oculto, Thérèse, esclava sumisa de mis capri­chos, los satisfarás todos sin mayor reflexión; te entre­garás también a los de mis compañeros: en una pala­bra, serás mía como la más sumisa de las víctimas... Ya me oyes: la tarea es ruda; ya sabes cuáles son las pa­siones de los libertinos de nuestra clase: decídete pues, y no demores tu respuesta.
––Váyase, padre ––contesté horrorizada––, váyase, sois un monstruo al atreveros a abusar tan cruelmente de mi situación para colocarme entre la muerte y la infa mia. Sabré morir si es preciso, pero será por lo menos sin remordimientos.
––¡Como quieras! ––me dijo aquel hombre cruel reti­rándose––; jamás he sabido forzar a la gente a ser feliz... La virtud te ha funcionado tan bien hasta ahora, Thérèse, que tienes razón en incensar sus altares... Adiós: procura sobre todo no llamarme otra vez.
Salía; pero un impulso superior a mis fuerzas me empuja a sus rodillas.
––Tigre ––exclamé llorando––, abre tu corazón de roca a mis espantosos males, y no me impongas para acabar con ellos unas condiciones más espantosas para mí que la muerte...
La violencia de mis gestos había hecho desaparecer los velos que cubrían mi seno; estaba desnudo, mis ca­bellos flotaban en desorden sobre él, inundado por mis lágrimas. Inspiro, de este modo, deseos a aquel hom­bre deshonesto... deseos que quiere satisfacer al instan­te. Se atreve a mostrarme hasta qué punto mi estado los excita; se atreve a concebir esos placeres en medio de las cadenas que me rodean, debajo de la espada que me espera para herirme... Yo estaba arrodillada... me derriba, se precipita conmigo sobre la miserable paja que me sirve de lecho. Quiero gritar, hunde con rabia un pañuelo en mi boca; ata mis brazos: dueño de mí, el infame me examina por todas partes... todo se convierte en la presa de sus miradas, de sus manoseos y de sus pérfidas caricias; satisface finalmente sus deseos.
––Escucha ––me dice soltándome y recomponiéndo­se––, tú no quieres que yo te sea útil, ¡allá tú!, te dejo. Ni te ayudaré ni perjudicaré, pero si se te ocurre decir una sola palabra de lo que acaba de ocurrir, acusándo­te de los crímenes mas enormes te quito al instante cualquier medio de poder defenderte: piénsalo bien antes de hablar. Me creen dueño de tu confesión... ya me entiendes: se nos permite revelarlo todo cuando se trata de un criminal. Entiende bien la intención de lo que voy a decir al guardián, o acabo de aplastarte en un instante.
Llama, aparece el carcelero:
––Señor ––le dijo aquel traidor––, esta buena mujer se confunde, ha querido hablar de un padre Antonin que está en Burdeos. Yo no la conozco de nada ni la he visto nunca: me ha rogado que oyera su confesión, lo he hecho, me despido de los dos, y estaré siempre dispuesto a volver si se considera importante mi minis­terio.
Antonin sale después de decir esas palabras, y me deja tan confundida por su astucia como indignada por su insolencia y su libertinaje.
Sea como fuere, mi estado era demasiado horrible como para no hacer uso de todo; volví a acordarme del señor de Saint––Florent. Me resultaba imposible creer que ese hombre pudiera malquererme por el comportamien­to que yo había tenido con él; en otro tiempo le había prestado un servicio bastante importante, me había tra­tado de una manera harto cruel como para imaginar que no se negaría a reparar sus errores conmigo en una cir­cunstancia tan esencial ni a reconocer por lo menos, en la medida de sus posibilidades, lo de honesto que yo había hecho por él. El fuego de las pasiones podía haberle cegado en las dos épocas en que yo le había conocido, pero en este caso ningún sentimiento, en mi opinión, debía impedirle ayudarme... ¿Me renovaría sus últimas proposiciones? ¡,Pondría las ayudas que yo iba a exigir de él al precio de los espantosos servicios que me había explicado? ¡Pues bien!, aceptaría, y una vez libre, ya encontraría la manera de escapar al tipo de vida abominable al que habría tenido la bajeza de compro­meterme. Imbuida por estas reflexiones, le escribo, le relato mis desdichas, le suplico que venga a verme. Pero yo no había pensado suficientemente sobre el alma de este hombre, cuando había sospechado que la be­neficencia era capaz de penetrar en ella; no me había acordado suficientemente de sus máximas horribles, o, llevándome siempre mi desdichada debilidad a juzgar a los demás a partir de mi corazón, había supuesto in­tempestivamente que ese hombre debía comportarse conmigo como sin duda yo lo habría hecho con él.
Llega; y como yo había pedido verle a solas, le dejan en libertad en mi habitación. Me había sido fácil ver, por las señales de respeto que se le habían prodigado, cuál era su preponderancia en Lyon.
––¡Cómo! ¡,Eres tú? ––me dijo arrojando sobre mí una mirada llena de desprecio––, la letra me había confun­dido; la creía de una mujer más honesta que tú, y a la que habría ayudado con todo mi corazón. Pero ¡.qué quieres que haga por una imbécil de tu clase? Conque eres culpable de cien crímenes a cuál más espantoso, y cuando se te propone un medio de ganarte honestamen­te la vida, ¿lo rechazas testarudamente? Jamás nadie llevó la estupidez tan lejos.
––¡Oh, señor! ––exclamé––, yo no soy culpable.
––¡,Qué hace falta, pues, para serlo? ––replicó agria­mente aquel hombre duro––. La primera vez en mi vida que te veo es en medio de una banda de ladrones que quieren asesinarme; ahora, en las prisiones de esta ciu­dad, acusada de tres o cuatro nuevos crímenes, y, según se dice, llevando sobre tus hombros la marca garanti­zada de los antiguos. Si a eso le llamas ser honrada, cuéntame lo que hace falta para no serlo.
––¡Santo cielo, señor! ––contesté––. ¡,Cómo podéis re­procharme la época de mi vida en que os conocí? ¿No me tocaría más bien a mí haceros sonrojar? Bien sabéis, señor, que yo estaba a la fuerza con los bandidos que os asaltaron; querían arrebataros la vida, yo os la salvé, facilitando vuestra evasión y escapándonos los dos. ¿Qué hicisteis vos, hombre cruel, para agradecer­me este favor? ¿Es posible que podáis recordarlo sin horror? Quisisteis asesinarme; me aturdisteis con gol­pes espantosos y, aprovechando el estado en que me habíais dejado, me arrancasteis lo que yo tenía de más querido; con un refinamiento inigualable en crueldad, me robasteis el poco dinero que poseía, ¡como si hubie­rais deseado que la humillación y la miseria acabaran de aplastar a vuestra víctima! Lo conseguisteis, bárba­ro; sin duda vuestros éxitos son totales; vos me habéis sumido en la desgracia, vos habéis entreabierto el abis­mo donde no he cesado de caer desde aquel desdicha­do instante. De todos modos, lo olvido todo, señor, sí, todo se borra en mi memoria, os pido incluso perdón por atreverme a reprochároslo, pero ¿podríais ocultaros que me debéis algunas compensaciones, alguna grati­tud por vuestra parte? ¡Ah! Dignaos no cerrar a ella vuestro corazón cuando el velo de la muerte se extien­de sobre mis tristes días; no es a ella a quien temo, sino a la ignominia; salvadme del horror de morir como una criminal: todo lo que exijo de vos se limita a esta única gracia, no me la neguéis, y el cielo y mi corazón os recompensarán por ello algún día.
Estaba inundada en lágrimas, arrodillada ante aquel hombre feroz, y lejos de leer en su rostro el efecto que yo debía esperar de las conmociones con que contaba sacudir su alma, sólo distinguía en él una alteración de músculos causada por este tipo de lujuria cuyo germen es la crueldad. Saint––Florent estaba sentado delante de mí; sus ojos negros y malvados me miraban de una ma­nera espantosa, y veía que su mano realizaba unos to­queteos que demostraban que el estado en que yo le ponía estaba muy lejos de ser el de la piedad. De todos modos, disimuló y, levantándose, me dijo:
––Escucha, todo tu proceso está aquí en manos del señor de Cardoville; no necesito decirte el puesto que ocupa; te basta con saber que sólo de él depende tu suerte. Es íntimo amigo mío desde la infancia, voy a hablarle; si accede a determinados acuerdos, vendrán a buscarte al caer la noche, a fin de que te vea en su casa o en la mía. En el secreto de un interrogatorio se­mejante, le será mucho mas fácil volverlo todo en tu favor de lo que podría hacer aquí. Si se consigue esta gracia, justificate cuando le veas, demuéstrale tu ino­cencia de una manera que le persuada; es todo lo que puedo hacer por ti. Adiós, mantente preparada para cualquier acontecimiento, y sobre todo no me hagas dar pasos en falso.
Saint-Florent salió. Nada igualaba mi perplejidad; había tan poca concordancia entre las frases de aquel hombre, el carácter que yo le conocía, y su comporta miento actual, que temí una nueva trampa; pero dig­naos juzgarme, señora: ¿podía titubear en la cruel posi­ción en que me hallaba?, ¿no debía agarrar apresurada­mente cuanto tuviera la apariencia de una ayuda? Así que me decidí a seguir a los que vinieran a buscarme: si tenía que prostituirme, me defendería lo mejor posi­ble; ¿que me llevaban a la muerte? ¡Bienvenida!: por lo menos, no sería ignominiosa, y me liberaría de todos los males. Suenan las ocho, aparece el carcelero; tiemblo.
––Sígueme; vengo de parte de los señores de Saint­-Florent y de Cardoville; procura aprovechar, como es debido, el favor que el cielo te ofrece. Aquí tenemos a muchos que desearían una gracia semejante y que jamas la conseguirán.
Me arreglo lo mejor que puedo, sigo al carcelero que me entrega en manos de dos grandes truhanes cuyo feroz aspecto reduplica mi miedo. No dicen una sola palabra: el simón avanza, y bajamos en una vasta man­sión que reconozco inmediatamente como la de Saint-­Florent. La soledad en que todo parece estar no hace más que incrementar mi temor. Mientras tanto, mis guías me cogen del brazo, y subimos al cuarto piso, a unos pequeños aposentos que me parecieron tan deco­rados como misteriosos. A medida que avanzábamos, todas las puertas se cerraban detrás de nosotros, y así llegamos a un salón en el que no descubrí ninguna ven­tana: allí se encontraban Saint––Florent y el hombre que me dijo ser el señor de Cardoville, de quien dependía mi caso. Este personaje grueso y rechoncho, con una cara sombría y feroz, podía tener unos cincuenta años. Aun­que estuviera en bata, era fácil ver que era un magis­trado. Todo él desprendía un gran aspecto de severi­dad; me impresionó. ¡Cruel injusticia de la Providencia, es posible, por tanto, que el crimen asuste a la virtud! Los dos hombres que me habían traído, y que distin­guía mejor a la luz de las velas que iluminaban aquella habitación, no tenían más de veinticinco o treinta años. El primero, que se llamaba La Rose, era un buen mozo moreno, con las proporciones de un Hércules: me pa­reció el mayor; el menor tenía unos rasgos más afemi­nados, unos bellísimos cabellos castaños y unos enor­mes ojos negros; medía por lo menos cinco pies y seis pulgadas, digno de un pintor, y la piel más hermosa del mundo: le llamaban Julien. A Saint––Florent, ya lo co­nocéis: tanta rudeza en las facciones como en el carác­ter, y sin embargo no era mal parecido.
––¿Todo está cerrado? ––dijo Saint-Florent a Julien.
––Sí, señor ––contestó el joven––: por orden vuestra hemos dado permiso a vuestros hombres, y el portero, que es el único que vigila, sabe que no tiene que abrir a nadie.
Estas pocas palabras me pusieron al corriente de todo, me estremecí; pero ¿qué podía hacer con cuatro hombres delante de mí?
––Sentaos ahí, amigos míos ––dijo Cardoville, besan­do a los dos jóvenes––. Os utilizaremos cuando sea ne­cesario.
––Thérèse ––dijo entonces Saint-Florent mostrándo­me a Cardoville––, éste es tu juez, el hombre del que dependes. Hemos razonado sobre tu caso, pero parece que tus crímenes son de tal índole que el arreglo es muy difícil.
––Tiene cuarenta y dos testigos en contra ––dijo Car­doville sentado sobre las rodillas de Julien, besándolo en la boca, y permitiendo a sus dedos los manoseos más inmodestos sobre el joven––; ¡hace mucho tiempo que no hemos condenado a muerte a nadie cuyos crí­menes estén mejor comprobados!
––¿Yo, crímenes comprobados?
––Comprobados o no ––dijo Cardoville levantándo­se y acercándose descaradamente a hablarme bajo la nariz––, serás quemada, p..., si con una entera resigna ción, con una obediencia ciega, no te prestas inmedia­tamente a todo lo que queramos exigir de ti.
––Más horrores ––exclamé––; ¡de acuerdo! ¡Sólo ce­diendo a las infamias podrá triunfar la inocencia de las trampas que le tienden los malvados!
––Eso es natural ––replicó Saint-Florent ; es preciso que el más débil ceda a los deseos del más fuerte, y si no que sea víctima de su maldad: ésta es tu historia, Thérèse, obedece pues.
Y al mismo tiempo el libertino me arremangó ágil­mente las faldas. Yo retrocedí, lo rechacé con horror, pero mi gesto me hizo caer en los brazos de Cardoville que, aprisionando mis manos, me expuso indefensa, a partir de aquel momento, a los atentados de su compa­ñero... Cortaron los lazos de mis faldas, desgarraron mi corsé, mi chal, mi camisa, y en un instante me hallé bajo las miradas de aquellos monstruos tan desnuda como si acabara de llegar al mundo.
––¿Resistencia? ––se decían entre sí mientras proce­dían a desnudarme––... ¿Resistencia?... ¿Esta ramera cree que puede resistírsenos?
Y no había prenda de ropa arrancada que no fuera seguida de algunos golpes.
Así que estuve en el estado que querían, senta­dos los dos en unos sillones cimbrados y que, al jun­tarse, encerraban, en el espacio vacío, al desdichado individuo colocado allí, me examinaron a sus anchas: mientras uno observaba la parte delantera, el otro es­crutaba el trasero; después se cambiaban una y otra vez. Así fui inspeccionada, manoseada, besada durante más de media hora, sin que a lo largo de este examen olvi­daran ningún episodio lúbrico, y, a juzgar por los preli­mînares, creí ver que los dos tenían más o menos las mismas fantasías.
––¡Qué! ––dijo Saint––Florent a su amigo––. ¿No te había dicho que tenía un hermoso culo?
––¡Sí, pardiez! Su trasero es sublime ––dijo el magis­trado mientras lo besaba––. He visto muy pocos lomos tan bien torneados. ¡Qué duro, qué fresco!... ¿Cómo es posible con una vida tan agobiada?
––Es que jamás se ha entregado por voluntad pro­pia. Ya te lo he dicho, ¡nada tan divertido como las aventuras de esta joven! Para poseerla siempre han te nido que violarla (y entonces hunde sus cinco dedos juntos en el peristilo del templo del Amor), pero la han poseído... es una lástima, porque es excesivamente ancho para mí. Acostumbrado a las primicias, jamás po­dría conformarme con eso.
A continuación, dándome la vuelta, realizó la misma ceremonia con mi trasero, al que encontró el mismo inconveniente.
––¡Bien! ––dijo Cardoville––, ya sabes el secreto. ––Así la utilizaré ––contestó Saint––Florent––, y tú, que no necesitas el mismo recurso, tú, que te contentas con una actividad ficticia que, por dolorosa que resulte pa­ra una mujer, perfecciona, sin embargo, en amplia medi­da el goce, confio en que la poseerás después de mí. ––Eso está bien ––dijo Cardoville––, mientras te miro, me ocuparé de esos preludios que tanto endulzan mi voluptuosidad: haré de mujer con Julien y La Rose, mientras tu masculinizarás a Thérèse, y supongo que lo uno vale por lo otro.
––Mil veces mejor sin duda; ¡estoy tan harto de las mujeres!... ¿Supones que me sería posible gozar de esas rameras sin los episodios que nos aguijonean tanto a los dos?
Habiéndome mostrado con estas palabras que el es­tado de los dos impúdicos exigía placeres más sólidos, se levantaron y me hicieron poner de pie sobre un am­plio sillón, con los codos apoyados en el respaldo del asiento, las rodillas sobre los brazos, y todo el trasero totalmente inclinado hacia ellos. Tan pronto como me coloqué así se quitaron los calzones, se arremangaron la camisa, y quedaron así, a excepción de los zapatos, totalmente desnudos de cintura abajo; se mostraron en ese estado a mis ojos, se pasearon una y otra vez de­lante de mí intentando enseñar su culo, y afirmando que lo que yo podía ofrecerles era algo muy diferente. Los dos estaban efectivamente hechos como mujeres en esta parte: Cardoville, sobre todo, ofrecía su blan­cura y su corte, su elegancia y su gordura. Se mas­turbaron un instante delante de mí, pero sin eyacu­lación. Cardoville parecía normal, pero Saint-Florent era un monstruo. Me estremecí cuando pensé que éste era el dardo que me había inmolado. ¡Oh, cielo santo! ¿Cómo un hombre de estas dimensiones necesitaba pri­micias? ¿Lo que dirigía tales fantasías podía ser otra cosa que la ferocidad? ¡Pero qué nuevas armas iban, ay, a presentárseme! Julien y La Rose, a quienes todo eso excitaba claramente, avanzan con la pica en la mano... ¡Oh, señora! Nunca nada semejante había manchado to­davía mi vista, y pese a cuales hayan sido mis descrip­ciones anteriores esto superaba todo lo que yo haya podido describir, de la misma manera que el águila im­periosa domina sobre la paloma. Los dos disolutos no tardaron en apoderarse de aquellos dardos amenazado­res; los acarician, los masturban, se los acercan a la boca, y el combate se vuelve de pronto más serio. Saint­Florent se agacha sobre el sillón en que me encuentro, de modo que mis nalgas abiertas se hallan exactamente a la altura de su boca; las besa, su lengua se intro­duce en uno y otro templo. Cardoville goza de él, ofre­ciéndose a su vez a los placeres de La Rose cuyo es­pantoso miembro se engulle inmediatamente en el reducto que le presentan, Julien, colocado debajo de Saint––Florent, lo excita con su boca agarrando sus ca­deras, y acompasándolas a las sacudidas de Cardoville que, tratando a su amigo a golpes, no le abandona sin que el incienso haya humedecido el santuario. Nada igualaba los delirios de Cardoville una vez que la crisis se apoderaba de sus sentidos: abandonándose con blan­dura al que le sirve de esposo, pero empujando con fuerza al individuo que le sirve de mujer, el insigne li­bertino, con unos estertores semejantes a los de un hombre que agoniza, pronunciaba entonces unas blas­femias espantosas. Saint––Florent, por su parte, se con­tuvo, y el cuadro se descompuso sin que él hubiera aportado nada.
––En verdad ––dijo Cardoville a su amigo––, me si­gues dando tanto placer como cuando sólo tenías quince años... No cabe duda ––prosiguió volviéndose y besan do a La Rose–– de que este guapo mozo sabe excitarme bien... ¿No me has encontrado hoy muy ancho, que­rido ángel?... ¿Creerás, Saint––Florent, que es la trigé­simo sexta vez que lo hago hoy?... A la fuerza tenía que salir. Para ti, querido amigo ––continuó ese hom­bre abominable colocándose en la boca de Julien, con la nariz pegada a mi trasero y el suyo ofrecido a Saint­Florent––, para ti la treinta y siete.
Saint-Florent disfrutó de Cardoville, La Rose disfru­tó de Saint––Florent, y éste, al cabo de una breve carre­ra, quema con su amigo el mismo incienso que había recibido. Si bien el éxtasis de Saint––Florent era más con­centrado, no por ello era menos vivo, menos ruidoso, menos criminal que el de Cardoville; uno exclamaba a gritos todo lo que se le ocurría, el otro contenía sus arrebatos sin que por ello fueran menos activos; selec­cionaba sus palabras, pero con ello eran aún más su­cias y más impuras: en una palabra, el extravío y la rabia parecían ser las características del delirio del prime­ro; la maldad y la ferocidad se encontraban descritas en el otro.
––Vamos, Thérèse, reanímanos ––dijo Cardoville––; ya ves que las antorchas están apagadas, hay que encen­derlas de nuevo.
Mientras Julien se disponía a disfrutar de Cardovi­lle, y La Rose de Saint––Florent, los dos libertinos, aga­chados sobre mí, debían alternativamente colocar en mi boca sus dardos embotados; cuando yo se lo chupaba a uno, tenía que sacudir y masturbar con mis manos al otro, después con el licor espiritoso que me habían dado debía humedecer el miembro mismo y todas las partes contiguas; pero no debía limitarme únicamente a chu­par, era preciso que mi lengua girara en torno a los glan­des, y que mis dientes los mordisquearan al mismo tiempo que mis labios los apretaban. Mientras tanto nuestros dos pacientes eran vigorosamente sacudidos; Julien y La Rose se alternaban, a fin de multiplicar las sensaciones producidas por la frecuencia de las entra­das y de las salidas. Cuando dos o tres homenajes se hubieron finalmente derramado en aquellos templos im­puros, descubrí alguna consistencia: Cardoville, aunque de mayor edad, fue el primero en anunciarla; una bo­fetada con toda la fuerza de sus manos en una de mis tetas fue la recompensa. Saint––Florent le siguió de cerca; una de mis orejas casi arrancada fue el premio de mis esfuerzos. Se repusieron, y poco después me advirtie­ron de que me preparara a ser tratada como me mere­cía. A partir del espantoso lenguaje de los libertinos, vi claramente que las vejaciones iban a caer sobre mí. Im­plorarles en el estado en que acababan de ponerse uno y otro sólo habría servido para excitarlos más: así que me colocaron, desnuda como estaba, en medio de un círculo que formaron los cuatro sentados alrededor de mí. Yo estaba obligada a pasar delante de cada uno de ellos y recibir la penitencia que se le antojara orde­narme; los jóvenes no fueron más compasivos que los viejos, pero Cardoville se distinguió sobre todo por unas bromas refinadas a las que Saint––Florent, pese a lo cruel que era, le costó acercarse.
Un poco de reposo siguió a tan crueles orgías; me dejaron respirar por unos instantes; yo estaba molida pero, cosa que me sorprendió, curaron mis heridas en menos tiempo del que habían empleado en hacerlas; no quedó de ellas ni la más mínima huella. Las lubrici­dades continuaron.
Había instantes en que todos esos cuerpos parecían formar sólo uno, y en los que Saint-Florent, amante y querida, recibía con abundancia lo que el impotente Cardoville sólo prestaba con parsimonia. Al momento siguiente, sin actuar ya, pero ofreciéndose en todas las posiciones, tanto su boca como su culo servían de alta­res a espantosos homenajes. Cardoville no puede so­portar tantos cuadros libertinos. Viendo a su amigo com­pletamente en ristre, acude a ofrecerse a su lujuria: Saint-Florent disfruta de él; yo afilo las flechas, las acer­co a los lugares donde deben hundirse, y mis nalgas expuestas sirven de perspectiva a la lubricidad de unos, y de comodín a la crueldad de los otros. Al fin nues­tros dos libertinos, remansados por el esfuerzo que tie­nen que reparar, salen de allí sin ninguna pérdida, y en un estado que me asusta más que nunca.
Vamos, La Rose ––dijo Saint––Florent––, coge a esta bribona y estréchamela.
Yo no comprendía esta expresión: una cruel expe­riencia me descubrió pronto su sentido. La Rose me cogió, me coloca las caderas sobre un banquillo que no tiene ni un pie de diámetro; allí, sin otro punto de apoyo, mis piernas caen de un lado, y mi cabeza y mis brazos del otro. Fijan mis cuatro miembros en el suelo con la mayor separación posible; el verdugo que debe estrechar los accesos se arma con una larga aguja en cuya punta hay un hilo encerado, y sin preocuparse por la sangre que derramará, ni por los dolores que me oca­sionará, el monstruo, frente a los dos amigos divertidos por ese espectáculo, cierra, mediante una costura, la en­trada del templo del Amor. Así que ha terminado, me da la vuelta, mi vientre se apoya en el banquillo; mis miembros cuelgan, los fijan de igual manera, y el inde­cente altar de Sodoma se atranca del mismo modo. No os menciono mis dolores, señora, tendréis que imagi­nároslos; estuve a punto de desmayarme.
––Así es como las quiero ––dijo Saint––Florent, cuan­do me hubieron colocado de nuevo sobre las caderas y vio claramente a su alcance la fortaleza que quería in­vadir––. Acostumbrado a recoger únicamente primicias, ¿cómo sin esta ceremonia podría yo recibir algún pla­cer de esta criatura?
Saint-Florent tenía la más violenta de las ereccio­nes, le almohazaban para prolongarla; se adelanta, con la pica en la mano; bajo sus miradas, para excitarlo aún más, Julien disfruta de Cardoville; Saint––Florent me ataca: inflamado por las resistencias que encuentra, em­puja con un vigor increíble; los hilos se rompen, los tormentos del infierno no igualan los míos; cuanto más vivos son mis dolores, más excitantes parecen los pla­ceres de mi perseguidor. Todo cede finalmente a sus esfuerzos, me siento desgarrada, el reluciente dardo ha tocado fondo, pero Saint-Florent, que quiere ahorrar su fuerzas, se limita a alcanzarlo; me dan la vuelta, idénti­cos obstáculos; el cruel los observa masturbándose, y sus feroces manos maltratan los alrededores para ha­llarse en mejor estado de atacar la plaza. Se presenta allí, la pequeñez natural del local hace mucho' más vivos los ataques, mi temible vencedor no tarda en romper todos los frenos; estoy ensangrentada; pero ¿qué le im­porta al triunfador? Dos vigorosos golpes de riñones le sitúan en el santuario, y el malvado consuma allí un espantoso sacrificio cuyos dolores no habría podido so­portar ni un instante más.
––¡Para mí! ––dice Cardoville, haciéndome soltar––, yo no coseré a esta querida muchacha pero voy a colocar­la en un lecho de campaña que le devolverá todo el calor y toda la elasticidad que su temperamento o su virtud nos niega.
La Rose saca inmediatamente de un gran armario una cruz diagonal de una madera muy espinosa. Enci­ma de allí es donde quiere que me coloque el insigne disoluto; pero ¿con qué procedimiento mejorará su cruel goce? Antes de atarme, el propio Cardoville introduce en mi trasero una bola plateada del grosor de un huevo; la hunde en él a fuerza de pomada; desaparece. Así que está en mi cuerpo, la noto hincharse, y volverse ardien­te; sin atender mis protestas, soy fuertemente agarrotada sobre aquel agudo caballete. Cardoville me penetra pegándose a mí; aprieta mi espalda, mis riñones y mis nalgas contra las púas que lo sostienen. Julien se co­loca también allí. Obligada a soportar el peso de los dos cuerpos, y sin tener más apoyo que esos malditos nudos que me dislocan, podéis imaginaros fácilmente mis do­lores; cuanto más rechazo a los que me aprietan, más me empujan sobre las rugosidades que me laceran. Mientras tanto, la terrible bola, que ha subido hasta mis entrañas, las crispa, las abrasa y las desgarra. Lanzo unos gritos tremendos: no hay expresiones en el mundo que puedan describir lo que siento. Sin embargo, mi verdu­go disfruta; su boca, pegada a la mía, parece respirar mi dolor para incrementar sus placeres: es imposible imaginar su ebriedad, pero, a ejemplo de su amigo, no­tando sus fuerzas a punto de dispersarse, quiere llegar a sentirlo todo antes de que le abandonen. Me dan la vuelta, la bola que me han hecho devolver producirá en la vagina el mismo incendio que encendió en los lugares que abandona; desciende, arde en el fondo de la matriz: vuelven a atarme sobre el vientre a la pérfida cruz, y unas partes mucho más delicadas se irritarán con los nudos que las reciben. Cardoville penetra por el sen­dero prohibido; lo perfora mientras los demás disfrutan de igual manera de él. El delirio se apodera finalmen­te de mi perseguidor, sus espantosos gritos anuncian el cumplimiento de su crimen; estoy inundada, me sueltan­
––Vamos, amigos míos ––dice Cardoville a los dos jó­venes––, apoderaos de esta ramera, y gozad de ella a vuestro antojo; es vuestra, os la dejamos.
Los dos libertinos se apoderan de mí. Mientras uno disfruta de la parte delantera el otro se hunde en el tra­sero; cambian de sitio una y otra vez; estoy aún más desgarrada por su prodigioso tamaño de lo que lo he estado por el rompimiento de las barricadas artificia­les de Saint-Florent; y él y Cardoville se divierten con esos jóvenes mientras ellos se ocupan de mí. Saint-Flo­rent sodomiza a La Rose que me trata de la misma ma­nera, y Cardoville hace otro tanto con Julien que se excita conmigo en un lugar más decente. Soy el centro de esas abominables orgías, soy su punto fijo y su resor­te; cada uno de ellos por cuatro veces, La Rose y Julien han rendido su culto a mis altares, mientras que Cardovi­lle y Saint––Florent, menos vigorosos o más exhaustos, se contentan con un sacrificio en los de mis amantes. Es el último, ya era hora, estaba a punto de desvanecerme.
––Mi compañero te ha hecho mucho daño, Thérèse ––me dice Julien––, y yo voy a repararlo todo.
Provisto de un frasco de esencia, me frota repetidas veces. Las huellas de las atrocidades de mis verdugos se desvanecen, pero nada apacigua mis dolores; jamás los sentí tan intensos.
––Con el arte que tenemos en hacer desaparecer los vestigios de nuestras crueldades, las que quieran denun­ciarnos no lo tendrán nada fácil, ¿no es verdad, Thé rèse? ––me dice Cardoville––. ¿Qué pruebas ofrecerían de sus acusaciones?
––¡Oh! ––dice Saint––Florent , la encantadora Thérèse no está para denuncias; en vísperas de ser ella misma inmolada, son oraciones lo que debemos esperar de ella, y no acusaciones.
––Que no haga ni lo uno ni lo otro ––replicó Cardo­ville––; nos inculparía sin ser atendida: la consideración y la preponderancia que tenemos en esta ciudad no permitirían que se prestara atención a unas denuncias que siempre llegarían a nosotros. Y de las que en todo momento seríamos los dueños. Eso haría su suplicio más cruel y más largo. Thérèse debe sentir que nos hemos divertido con su persona por la razón natural y simple que lleva a la fuerza a abusar de la debili­dad; debe sentir que no puede escapar a su juicio; que éste debe ser sufrido; que lo sufrirá: que sería inútil que divulgara su salida de la prisión esta noche: no la creerían; el carcelero, totalmente de nuestra parte, la des­mentiría inmediatamente. Así pues, es necesario que esta hermosa y dulce muchacha, tan imbuida de la gran­deza de la Providencia, le ofrezca en paz todo lo que acaba de sufrir y todo lo que todavía le espera; serán otras tantas expiaciones a los espantosos crímenes que la entregan a las leyes. Viste tus ropas, Thérèse, toda­vía no es de día, los dos hombres que te han traído te devolverán a tu cárcel.
Quise decir una palabra, quise arrojarme a las rodi­llas de aquellos ogros, bien para suavizarlos, bien para pedirles la muerte. Pero me arrastraron y me arrojaron a un simón donde mis dos guías se encierran conmigo; así que estuvieron allí unos infames deseos los inflaman una vez más.
––Aguántamela ––dijo Julien a La Rose––, quiero sodomizarla; nunca he visto un trasero en el que me sintiera tan voluptuosamente comprimido; te prestaré el mismo servicio.
El proyecto se realiza, por mucho que yo intente defenderme, Julien triunfa, y con espantosos dolores sufro esta nueva embestida: el grosor excesivo del asaltante, el desgarramiento de estas partes, los fuegos con que aquella maldita bola ha devorado mis intestinos, todo contribuye a hacerme sentir unos dolores reno­vados por La Rose tan pronto como su camarada ha terminado. Así que, antes de llegar, fui una vez más víctima del libertinaje criminal de los dos indignos lacayos. Finalmente entramos. El carcelero nos recibió; estaba solo, todavía era de noche, nadie me vio entrar.
––Acuéstate, Thérèse ––me dijo, devolviéndome a mi calabozo––, y si alguna vez quisieras decir a alguien que esta noche has salido de la cárcel, recuerda que te des mentiré, y que esta inútil acusación no te resolverá nin­gún problema...
¡Y yo había lamentado abandonar este mundo!», me dije en cuanto me encontré sola. ¡Temía abandonar un universo formado por tales monstruos! ¡Ah! Que la mano de Dios me arranque de él en este mismo ins­tante, de la manera que mejor le parezca: no me que­jaré. El único consuelo que le puede restar al infortu­nado nacido entre tantas bestias feroces es la esperanza de abandonarlas cuanto antes.
A la mañana siguiente, no oí hablar de nada, y deci­dida a abandonarme a la Providencia, vegeté sin querer tomar ningún alimento. El día después, Cardoville se presentó a interrogarme; no pude dejar de estreme­cerme al ver con qué sangre fría aquel bribón venía a ejercer la justicia, él, el más malvado de los hombres, él que, en contra de todos los derechos de esa justicia de la que se revestía, acababa de abusar tan cruelmente de mi inocencia y de mi infortunio.
Por mucho que defendiera mi causa, el arte de aquel hombre deshonesto convirtió en crímenes todas mis defensas. Cuando, según aquel juez inicuo, todos los cargos de mi proceso quedaron bien probados, tuvo la impudicia de preguntarme si conocía en Lyon a un rico particular llamado señor de Saint-Florent; contesté que sí lo conocía.
––Bien ––dijo Cardoville––, no necesito más: este señor de Saint-Florent, que confiesas conocer, también te conoce perfectamente; ha declarado que te vio en una banda de ladrones donde fuiste la primera en robarle su dinero y su cartera. Tus camaradas querían salvarle la vida, tú les aconsejaste que se la quitaran; de todos modos consiguió huir. Ese mismo señor de Saint-Florent añade que, unos años después, te reconoció en Lyon y te permitió ir a saludarle a su casa a instancias tuyas, a cambio de tu palabra de una excelente conducta actual, y que allí, mientras te sermoneaba, mientras te estimu­laba a persistir por el buen camino, llevaste la insolen­cia y el crimen hasta elegir estos instantes de benefi­cencia suya para robarle un reloj y cien luises que había dejado sobre la chimenea...
Y Cardoville, aprovechando el despecho y la cólera a que me llevaban unas calumnias tan atroces, ordenó al escribano que escribiera que yo admitía estas acusa­ciones con mi silencio y con las impresiones de mi rostro.
Me precipito al suelo, hago resonar la bóveda con mis gritos, golpeo mi cabeza contra las losas, con la intención de encontrar allí una muerte más cercana, y no hallando expresiones para mi rabia:
––¡Malvado! ––exclamé––. ¡Apelo al Dios justo que me vengará de tus crímenes, descubrirá la inocencia, te hará arrepentirte del indigno abuso que cometes de tu auto­ridad!
Cardoville llama; dice al carcelero que se me lleve, dado que, turbada por mi desesperación y mis remor­dimientos, no estoy en situación de seguir el interrogatorio; pero que, además, ha terminado ya que he confesado todos mis crímenes. ¡Y el malvado sale tranquilamente! ¡Y un relámpago no lo fulmina del todo!...
El caso avanzó velozmente, guiado por el odio, la venganza y la lujuria; fui rápidamente condenada y con­ducida a París para la confirmación de mi sentencia. ¡En este camino fatal, y convertida, aunque inocente, en la peor de los criminales, es cuando las reflexiones más amargas y más dolorosas acabaron de desgarrar mi cora­zón! «¡Bajo qué astro fatal debo haber nacido», me de­cía, «para que me sea imposible concebir un solo senti­miento honesto que no me suma inmediatamente en un océano de infortunios! ¡Y cómo es posible que esta Pro­videncia iluminada cuya justicia me complazco en ado­rar, castigándome por mis virtudes, me presente al mis­mo tiempo en la cumbre a los que me aplastaban con sus crímenes!»
Un usurero, en mi infancia, quiere impulsarme a cometer un robo; me niego: se enriquece. Caigo en una banda de ladrones, escapo de ella junto con un hombre al que salvo la vida: como recompensa, me viola. Llego a casa de un señor disoluto que me hace devo­rar por sus perros, por no haber querido envenenar a su tía. Paso, de allí, a casa de un cirujano incestuoso y homicida a quien intento evitar una acción horrible: el verdugo me marca como a una criminal; sus fechorías se consuman sin duda: él triunfa en todo, y yo estoy obli­gada a mendigar mi pan. Quiero acercarme a los sacra­mentos, quiero implorar con fervor al Ser supremo del que recibo, pese a todo, tantos males; el augusto tribu­nal donde espero purificarme en uno de nuestros más santos misterios se convierte en el teatro ensangrentado de mi ignominia: el monstruo que abusa de mí y que me manosea se eleva a los más altos honores de su orden, y yo recaigo en el abismo espantoso de la mise­ria. Intento salvar a una mujer del furor de su mari­do: el cruel quiere hacerme morir derramando mi san­gre gota a gota. Quiero ayudar a un pobre: me roba. Ofrezco ayuda a un hombre desmayado: el ingrato me hace dar vueltas a una rueda como una bestia, y me ahorca para deleitarse; los favores de la suerte le rodean, y yo estoy a punto de morir en el cadalso por haber trabajado a la fuerza en su casa. Una mujer indigna quiere seducirme para una nueva fechoría: pierdo por segunda vez los escasos bienes que poseo, por salvar los tesoros de su víctima. Un hombre sensible quiere compensarme de todos mis males con el ofrecimiento de su mano: expira en mis brazos antes de poder hacerlo. Me arriesgo en un incendio para arrebatar de las llamas a una niña que no me pertenece: la madre de esta niña me acusa y me incoa un proceso criminal. Caigo en las manos de mi más mortal enemiga, que quiere llevarme a la fuerza a casa de un hombre cuya pasión consiste en cortar cabezas: si evito la espada de aquel malvado, es para recaer bajo la de Temis. Imploro la protección de un hombre al que he salvado la for­tuna y la vida; me atrevo a esperar de él alguna grati­tud; me atrae a su casa, me somete a horrores, con­voca allí al juez inicuo del que depende mi caso; los dos abusan de mí, los dos me ultrajan, los dos aceleran mi pérdida: la fortuna los colma de favores, y yo corro a la muerte.
Eso es lo que los hombres me han hecho sentir, eso es lo que me ha enseñado su peligroso trato; ¿es sorprendente que mi alma agriada por la desdicha, asqueada de ultrajes y de injusticias, sólo aspire a rom­per sus lazos?
––Mil excusas, señora ––dijo aquella joven infortunada concluyendo aquí sus aventuras––; mil perdones por haber manchado vuestra mente con tantas obscenidades, por haber abusado durante tanto tiempo, en una palabra, de vuestra paciencia. Es posible que haya ofendido al cielo con unos relatos impuros, haya renovado mis heridas, haya turbado vuestro reposo. Adiós, señora, adiós; el astro se alza, mis guardianes me llaman, dejadme correr a mi suerte, ya no la temo, acortará mis tormentos. Este último instante del hombre sólo es terrible para el ser afortunado cuyos días han trans­currido sin nubes; pero la desdichada criatura que sólo ha respirado el veneno de las víboras, cuyos pasos tam­baleantes sólo han pisado espinos, que sólo ha visto la antorcha del día como el viajero extraviado ve tem­blando los surcos del rayo; aquella a quien sus crueles reveses han arrebatado padres, amigos, fortuna, protec­ción y ayuda; aquella que ya sólo tiene en el mundo lágrimas para abrevarse y tribulaciones para alimentarse; aquélla, digo, ve avanzar la muerte sin temerla, la desea incluso como un puerto seguro en el que renacerá la tranquilidad para ella, en el seno de un Dios demasia­do justo para permitir que la inocencia, envilecida en la Tierra, no encuentre en otro mundo la compensación de tantos males.
El honesto señor de Corville no había podido oír esta historia sin sentirse profundamente conmovido; en cuanto a la señora de Lorsange en quien, como hemos dicho, los monstruosos errores de su juventud no habían apagado en absoluto la sensibilidad, estaba a punto de desmayarse.
––Señorita ––le dijo a Justine––, es difícil oíros sin sen­tir por vos el más vivo interés; pero, ¡,tengo que confe­sarlo?, un sentimiento inexplicable, mucho más tierno del que describo, me arrastra invenciblemente hacia vos y convierte vuestros males en míos propios. Me habéis disfrazado vuestro nombre, me habéis ocultado vuestro nacimiento; os conjuro a que confeséis vuestro secreto; no os imaginéis que sea una vana curiosidad lo que me lleva a hablaros así... ¡Gran Dios! ¿Es posible lo que sospecho?... ¡Oh, Thérèse! ¿Y si fuerais Justine?... ¿Y si fuerais mi hermana?
––¡Justine! Señora, ¡vaya nombre! ––Tendría ahora vuestra edad...
––¡Juliette! ¿Te estoy oyendo a ti? ––dijo la desdichada prisionera arrojándose a los brazos de la señora de Lor­sange...–– i Tú... mi hermana!... ¡Ah, moriré mucho menos infeliz, ya que, al menos, he podido abrazarte una vez más!...
Y las dos hermanas, estrechamente abrazadas, ya sólo escuchaban sus sollozos, ya sólo se expresaban a través de las lágrimas.
El señor de Corville no pudo retener las suyas; sin­tiendo que se le hace imposible no sentir por este caso el mayor interés, pasa a otra habitación, escribe al can ciller, describe con trazos encendidos el horror de la suerte de la pobre Justine a la que seguiremos llamando Thérèse; se hace fiador de su inocencia, pide que hasta el esclarecimiento del proceso, la supuesta culpable no tenga otra prisión que su castillo, y se compromete a devolverla a la primera orden de aquel jefe soberano de la justicia; se da a conocer a los dos guardianes de Thérèse, les confía su carta, les responde de la prisio­nera; es obedecido, Thérèse le es entregada; un carruaje avanza.
––Acercaos, criatura harto desdichada ––dijo entonces el señor de Corville a la interesante hermana de la seño­ra de Lorsange––, acercaos, todo cambiará para vos. No podrá decirse que vuestras virtudes quedan siempre sin recompensa, y que la hermosa alma que habéis reci­bido de la naturaleza sólo encuentra siempre el cauti­verio: seguidnos, ahora sólo dependéis de mí...
Y el señor de Corville explica en pocas palabras lo que acaba de hacer.
Hombre respetable y amado dijo la señora de Lor­sange arrojándose a las rodillas de su amante––, este es el rasgo más hermoso que habéis tenido en todos vues tros días; a quien conoce realmente el corazón del hom­bre y el espíritu de la ley le corresponde vengar la ¡no––
cencia oprimida. Ahí tenéis, señor, ahí tenéis a vuestra prisionera: ve, Thérèse, ve, corre, vuela al instante a arrojarte a los pies de este protector equitativo que no te abandonará como los demás. ¡Oh, señor, si me resul­taban queridos los lazos del amor con vos, cuanto más lo serán ahora, reforzados por la más tierna esti­mación!...
Y las dos mujeres abrazaban sucesivamente las rodi­llas de un amigo tan generoso y las regaban con sus lágrimas.
Llegaron en pocas horas al castillo: allí, el señor de Corville y la señora de Lorsange se ocuparon ambos a porfía de hacer pasar a Thérèse del exceso de la desdicha al colmo del bienestar. La alimentaban con deleite de los manjares más suculentos; la acostaban en los mejores lechos, querían que mandara en su casa, ponían en ello, en suma, toda la delicadeza que cabía esperar de dos almas sensibles. Consiguieron curarla en pocos días, la bañaron, la vistieron, la embellecieron; era el ídolo de los dos amantes, competían en ver cual de los dos le ––haría olvidar cuanto antes sus desgracias. Mediante algunos cuidados, un excelente cirujano se encargó de hacer desaparecer aquella marca ignomi­niosa, fruto cruel de la maldad de Rodin. Todo respon­día a las atenciones de los bienhechores de Thérèse: las huellas del infortunio ya se borraban de la fren­te de la amable joven; las Gracias ya restablecían en ella su dominio. A los colores lívidos de sus mejillas de ala­bastro sucedían las rosas de su edad, marchitas por tan­tos pesares. La risa, borrada de sus labios desde hacía tantos años, reapareció en ellos finalmente bajo el ala de los placeres. Las mejores noticias acababan de lle­gar de la Corte; el señor de Corville había puesto toda Francia en movimiento, había reavivado el celo del señor S***, que se había unido a él para describir las desdichas de Thérèse y para devolverle una tranquilidad a la que era tan acreedora. Llegaron finalmente las cartas del Rey que purgaban a Thérèse de todos los procesos injusta­mente incoados contra ella, le devolvían el título de honesta ciudadana, imponían para siempre silencio a todos los tribunales del reino donde se había intentado difamarla, y le concedían mil escudos de pensión a cuenta del oro requisado en el taller de los monederos falsos del Delfmesado. Tuvieron la intención de apode­rarse de Cardoville y de Saint––Florent; pero obedeciendo a la fatalidad de la estrella relacionada con todos los per­seguidores de Thérèse, uno, Cardoville, acababa de ser nombrado, antes de que sus crímenes fueran conocidos, a la intendencia de ***, el otro a la intendencia general del comercio de las Colonias; cada uno de ellos estaba ya en su destino, las órdenes sólo encontraron familias poderosas que no tardaron en buscar los medios para calmar la tempestad, y tranquilos en el seno de la for­tuna, las fechorías de esos monstruos fueron pronto olvidadas.*
En lo que se refiere a Thérèse, así que se enteró de tantas cosas agradables para ella, poco faltó para que ex­pirara de alegría, derramó varios días consecutivos unas lágrimas muy dulces, en el seno de sus protectores, cuando de repente su humor cambió, sin que fuera po­sible adivinar la causa. Se volvió sombría, inquieta, ensi­mismada; a veces lloraba en medio de sus amigos, sin que ni ella misma pudiera explicar la causa de sus penas.
* En cuanto a los frailes de Santa María de los Bosques, la supre­sión de las órdenes religiosas descubrirá los crímenes atroces de esta horrible calaña. (N. del A.)

––No he nacido para tanta felicidad ––le decía a la señora de Lorsange––... Oh, querida hermana, es impo­sible que dure mucho tiempo.
Por más que le aseguraran que todas sus historias habían terminado y que ya no debía sentir más inquie­tud, nada conseguía calmarla; diríase que esta triste criatura, únicamente destinada a la desdicha, y sintiendo la mano del infortunio siempre colgada sobre su cabeza, previera ya los últimos golpes que iban a aplastarla.
El señor de Corville seguía viviendo en el campo; estaban a fines del verano, planeaban un paseo que la proximidad de una espantosa tormenta parecía poder estorbar; el exceso de calor había obligado a dejarlo todo abierto. El relámpago brilla, el granizo cae, los vientos silban, el fuego del cielo agita las nubes, las sacude de una manera terrible; parecía que la naturaleza, aburrida de sus obras, estuviera dispuesta a mezclar todos los elementos para obligarlos a unas formas nuevas. La se­ñora de Lorsange, asustada, suplica a su hermana que lo cierre todo, lo más rápidamente posible; Thérèse, apre­surada en calmar a su hermana, corre hacia las ventanas que ya se rompen; quiere luchar por un minuto contra el viento que la rechaza: al instante el resplandor del rayo la derriba en el centro del salón.
La señora de Lorsánge lanza un grito espantoso y se desmaya; el señor de Corville pide ayuda; los cuida­dos se dividen, devuelven a la señora de Lorsange a la luz, pero la desdichada Thérèse está herida de manera que ni la menor esperanza puede subsistir para ella; el rayo había entrado por el seno derecho; después de haber consumido su pecho y su cara, había salido por el centro del vientre. La visión de aquella miserable cria­tura infundía horror: el señor de Corville ordena que se la lleven...
––No ––dijo la señora de Lorsange levantándose con la mayor calma––; no, dejadla bajo mis miradas, señor; necesito contemplarla para afirmarme en las decisiones que acabo de tomar. Escuchadme, Corville, y no os enfrentéis sobre todo a la decisión que tomo, a unos proyectos de los que nada en el mundo podría dis­traerme ahora. Las increíbles desdichas que experimentó esta infortunada, aunque siempre haya respetado sus deberes, tienen algo de demasiado extraordinario como para no abrirme los ojos sobre mí misma; no os imagi­néis que me ciego con los falsos resplandores de feli­cidad que hemos visto disfrutar, en el transcurso de las aventuras de Thérèse, a los malvados que la han hollado. Estos caprichos del cielo son unos enigmas que no nos corresponde a nosotros desvelar, pero que jamás deben seducirnos. ¡Oh, amigo mío! la prosperidad del cri­men sólo es una prueba a la que la Providencia quiere someter la virtud; es como el rayo cuyos fuegos falaces sólo embellecen un instante la atmósfera para precipitar en los abismos de la muerte al desdichado que han des­lumbrado. Aquí tenemos el ejemplo bajo nuestros ojos; las increíbles calamidades, los reveses terroríficos e inin­terrumpidos de esta encantadora joven, son una adver­tencia que el Eterno me da para escuchar la voz de mis remordimientos y arrojarme al fin en sus brazos. ¿Qué castigo debo yo temer de él, yo, a quien el libertinaje, la irreligiosidad y el abandono de todos los principios han señalado cada instante de la vida? ¿Qué es lo que debo esperar, cuando así ha sido tratada aquella que no tuvo en todos sus días un solo error verdadero que reprocharse? Separémonos, Corville, ya es hora; ninguna cadena nos ata, olvidadme, y considerad oportuno que vaya con un arrepentimiento eterno a abjurar a los pies del Ser Supremo de las infamias con que me he man­chado. Este espantoso golpe era necesario para mi con­versión en esta vida, lo era para la dicha que me atre­vo a esperar en la otra. Adiós, señor; la última señal que espero de vuestra amistad es no hacer ningún tipo de pesquisas para saber qué ha sido de mí. ¡Oh, Cor­ville!, os aguardo en un mundo mejor, vuestras virtudes deben conduciros a él; ojalá las maceraciones en las que voy a pasar para expiar mis crímenes, los desdichados años que me quedan, puedan permitirme volver a veros un día.
La señora de Lorsange abandona inmediatamente la casa; toma algún dinero consigo, se precipita a un carruaje, abandona al señor de Corville el resto de sus bienes señalándole unos legados piadosos, y vuela a París, donde entra en las carmelitas, de las que al cabo de muy pocos años se convierte en ejemplo y edifica­ción, tanto por su elevada piedad como por la sabidu­ría de su mente y la regularidad de sus costumbres.
El señor de Corville, digno de obtener los mejores empleos de su patria, los consiguió, y sólo fue honrado con ellos para hacer a la vez la dicha de los pueblos, la gloria de su amo, al que sirvió bien, aunque ministro, y la fortuna de sus amigos.

¡Oh, vosotros, que derramasteis lágrimas sobre las desdichas de la virtud; vosotros, que compadecisteis a la infortunada Justine; perdonando los lápices, quizás un poco fuertes que nos hemos visto obligados a emplear, ojalá podáis sacar, al menos, de esta historia el mismo fruto que la señora de Lorsange! ¡Ojalá os convenzáis con ella de que la auténtica felicidad sólo está en el seno de la virtud, y que si, con unas intenciones que no nos corresponde a nosotros profundizar, Dios permite que sea perseguida en la Tierra, es para compensarla en el cielo con las más halagüeñas recompensas!