La lentitud - Milan Kundera


Este es su primer trabajo de ficción originalmente escrito en francés y es una sorpresa - una novela profética, curiosa, de alguna manera cómica que carece de profundidad en su inicial trabajo pero puede ser el mayor entretenimiento a la fecha. El narrador de Lentitud simultáneamente relata dos peculiares historias de amor - una ubicada en el siglo XVIII, otra en el siglo XX - que toman lugar en el mismo chalet donde él y su esposa se quedan. Kundera, como siempre, suple algún refinamiento al escribir romances oscuros (`Para un hombre no hay bálsamo mejor que el calmante` el acongojado narrador observa, `de la tristeza que él ha causado a una mujer`).


1
Se nos antojó pasar la tarde y la noche en un castillo. En Francia, muchos se han convertido en hoteles: un espacio perdido de verdor en una extensión de fealdad sin verdor; una parcela de alamedas, árboles y pájaros en medio de una inmensa red de carreteras. Voy conduciendo y, por el retrovisor, observo un coche que me sigue. El intermitente izquierdo parpadea y todo el coche emite ondas de impaciencia. El conductor espera la ocasión para adelantarme; aguarda ese momento como un ave de rapiña acecha un ruiseñor.
Vera, mi mujer, me dice: «Cada cincuenta minutos muere un hombre en las carreteras de Francia. Mira todos esos locos que conducen a nuestro alrededor. Son los mismos que se muestran extraordinariamente cautos cuando asisten en plena calle al atraco de una viejecita.
¿Cómo es que no tienen miedo cuando van al volante?».
¿Qué contestar? Tal vez lo siguiente: el hombre encorvado encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante presente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra manera, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer.
La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis.
Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta, especie de apparatchik del erotismo, que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano proyectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstáculo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo.
¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices. En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca constantemente el movimiento que le falta.
Miro por el retrovisor: siempre el mismo coche que no consigue adelantarme por culpa del tráfico en sentido contrario. Al lado del conductor va una mujer; ¿por qué el hombre no le cuenta algo gracioso?, ¿por qué no descansa una mano en su rodilla? En lugar de eso, maldice al automovilista que, delante de él, no avanza lo bastante rápido; tampoco la mujer piensa en tocar al conductor con la mano, conduce mentalmente con él, y ella también me maldice.
Entretanto pienso en aquel otro viaje de París a un castillo en el campo, que tuvo lugar hace más de doscientos años, el viaje de Madame de T. y el joven caballero que la acompañaba. Es la primera vez que están tan cerca el uno del otro y la indecible atmósfera de sensualidad que les envuelve nace precisamente de la lentitud de la cadencia: mecidos por el movimiento del carruaje, los dos cuerpos se rozan, primero sin querer, luego queriéndolo, y se traba la historia.


2
En una novela corta, Vivant Denon narra lo siguiente: un gentilhombre de veinte años está una noche en el teatro. (No se mencionan ni su nombre ni su título, pero me lo imagino caballero.) En el palco de al lado ve a una dama (la novela nos da tan sólo la primera letra de su nombre: Madame de T.); es amiga de la condesa de la que es amante el caballero. Madame de T. le propone que le acompañe después del espectáculo. Sorprendido por este comportamiento decidido y tanto más confundido cuanto que conoce al favorito de Madame de T., un tal Marqués (nunca sabremos su nombre; entramos en el mundo de lo secreto, allí donde no hay nombres), el caballero, sin entender nada, se encuentra en el carruaje al lado de la hermosa dama. Tras un viaje grato y placentero, el carruaje se detiene en el campo ante la escalinata del castillo, donde, sombrío, les recibe el marido. Cenan los tres en una atmósfera siniestra y taciturna; luego, el marido les ruega que le excusen y los deja a solas.
En ese momento empieza la noche para ellos: una noche compuesta como un tríptico, una noche, un recorrido en tres etapas: primero pasean por el parque; a continuación hacen el amor en un pabellón; y, por fin, siguen amándose en una alcoba secreta del castillo.
Al alba, se separan. Al no poder encontrar su habitación en el laberinto de pasillos, el caballero vuelve al parque, donde, sorprendido, encuentra al Marqués, el mismo que él sabe que es amante de Madame de T. El Marqués, que acaba de llegar al castillo, le saluda alegremente y le cuenta la razón de la misteriosa invitación: Madame de T. necesitaba una tapadera para que su marido no sospechara del Marqués. Satisfecho de que la mistificación haya salido bien, se mofa del caballero obligado a cumplir tan ridícula misión de falso amante. Este, cansado tras la noche de amor, vuelve a París en la calesa que le ofrece, agradecido, el Marqués.
Con él título de Point de lendemain, la novela se publicó por primera vez en 1777; el nombre del autor fue reemplazado (ya que nos encontramos en el mundo de lo secreto) por siete enigmáticas mayúsculas: M.D.G.O.D.R., en las que, si se quiere, podría leerse: «Monsieur Denon, Gentilhombre Ordinario Del Rey». Más tarde, con una tirada reducida y del todo anónima, volvió a publicarse en 1779, antes de reaparecer al año siguiente con el nombre de otro escritor. Nuevas ediciones vieron la luz en 1802 y en 1812, siempre sin el verdadero nombre del autor; por fin, después de caer en el olvido durante casi medio siglo, volvió a aparecer en 1866. A partir de entonces, se le atribuyó unánimemente a Vivant Denon y, a lo largo de nuestro siglo, fue cosechando cada vez mayor gloria. Hoy se sitúa entre las obras literarias que parecen representar mejor el arte y el espíritu del siglo XVIII.


3
En el lenguaje corriente, la noción de hedonismo designa una inclinación amoral hacia la vida gozosa, cuando no viciosa. Es inexacto, por supuesto: Epicuro, el primer gran teórico del placer, comprendió la vida dichosa de un modo en extremo escéptico: siente placer aquel que no sufre. Así pues, es el sufrimiento la noción fundamental del hedonismo: se es feliz en la medida en que no se sufre; y, como los placeres traen muchas veces más desgracia que felicidad, Epicuro sólo recomienda placeres prudentes y modestos. La sabiduría epicúrea tiene un trasfondo melancólico: arrojado a la miseria del mundo, el hombre comprueba que el único valor evidente y seguro es el placer que él mismo puede sentir, por pequeño que sea: un sorbo de agua fresca, una mirada hacia el cielo (hacia las ventanas de Dios), una caricia.
Modestos o no, los placeres pertenecen tan sólo al que los siente, y un filósofo, con razón, podría reprocharle al hedonismo su fundamento egoísta. No obstante, a mi entender, el talón de Aquiles del hedonismo no es el egoísmo, sino su carácter (¡oh, ojalá me equivoque!) desesperadamente utópico: en efecto, dudo que el ideal hedonista pueda realizarse; temo que la vida que nos recomienda no sea compatible con la naturaleza humana.
El siglo XVIII, en su arte, arrancó los placeres de las brumas de las prohibiciones morales; dio lugar a la actitud que llamamos libertina y que emana de los cuadros de Fragonard, de Watteau, de las páginas de Sade, de Crébillon hijo o de Duelos. Por eso mi joven amigo Vincent adora ese siglo y, si pudiera, llevaría en la solapa una insignia con el perfil del marqués de Sade. Comparto su admiración, pero añado (sin ser realmente escuchado) que la verdadera grandeza de ese arte no consiste en una propaganda cualquiera del hedonismo, sino en su análisis. Por eso considero Las amistades peligrosas de Choderlos de Lacios como una de las más grandes novelas de todos los tiempos.
Sus personajes no se ocupan de otra cosa que de la conquista del placer. No obstante, poco a poco el lector comprende que les tienta más la conquista que el placer. Que no es el deseo de placer, sino el deseo de vencer el que lleva la batuta. Lo que en un principio parece un juego alegremente obsceno se convierte imperceptiblemente en una lucha a vida o muerte. Pero ¿qué tiene en común la lucha con el hedonismo? Escribió Epicuro: «El hombre sabio no busca actividad alguna relacionada con la lucha».
La forma epistolar de Las amistades peligrosas no es un simple procedimiento técnico que pudiera ser reemplazado por otro. Esta forma es elocuente en sí misma y nos dice que todo lo que han vivido los personajes lo han vivido para contarlo, transmitirlo, comunicarlo, confesarlo, escribirlo. En semejante mundo en el que todo se cuenta, el arma más fácilmente accesible y a la vez más mortal es la divulgación. Valmont, el protagonista de la novela, dirige a la mujer a la que ha seducido una carta de ruptura que acabará con ella; ahora bien, es su amiga, la marquesa de Merteuil, la que se la ha dictado palabra por palabra. Más tarde, la misma Merteuil, por venganza, enseña una carta confidencial de Valmont a su rival; éste le retará a un duelo en el que Valmont perderá la vida. Después de su muerte, se divulgará la correspondencia íntima entre él y Merteuil, y la marquesa acabará sus días despreciada, acosada y desterrada.
Nada en esta novela permanece en exclusivo secreto entre dos seres; todo el mundo parece encontrarse en el interior de una concha sonora donde cada palabra apenas susurrada resuena, ampliada, en múltiples e interminables ecos. Cuando era pequeño me decían que, si me acercaba una concha a la oreja, oiría el murmullo inmemorial del mar.
Así es como en el mundo laclosiano cualquier palabra pronunciada sigue siendo audible para siempre. ¿Es eso el siglo XVIII? ¿Es eso el paraíso del placer? ¿O es que el hombre, sin darse cuenta, vive desde siempre en semejante concha resonante? En todo caso, una concha resonante no es el mundo de Epicuro, quien ordena a sus discípulos: «¡Vivirás oculto!».


4
El señor que está en la recepción es amable, más amable de lo que suelen ser en la recepción de los hoteles. En cuanto se acuerda que vinimos aquí hace dos años, nos avisa que han cambiado muchas cosas desde entonces. Han acondicionado una sala de convenciones para distintos tipos de seminarios y construido una hermosa piscina. Deseosos de verla, atravesamos el vestíbulo, muy soleado, con grandes ventanales sobre el parque. Al final del vestíbulo, una escalera muy ancha baja hacia la piscina, grande, embaldosada, de techo acristalado. Vera me recuerda:
«La última vez había un pequeño rosal en ese lugar».
Nos instalamos en nuestra habitación y después salimos. Verdes bancales bajan hacia el río, el Sena. Es bonito, estamos deslumbrados, deseosos de dar un largo paseo. Minutos después aparece una carretera en la que circulan los coches a toda velocidad; damos media vuelta y volvemos.
La cena es excelente, todo el mundo va bien vestido, como si quisiera rendir homenaje a un tiempo pasado cuyo recuerdo se estremece bajo el techo de la sala. A nuestro lado se ha instalado una pareja con sus dos hijos. Uno de ellos canta en voz alta. El camarero se inclina sobre su mesa con una bandeja. La madre lo mira fijamente, queriendo incitarle a pronunciar un elogio del niño, quien, orgulloso de sentirse observado, se pone de pie en la silla y levanta aún más la voz. En el rostro del padre aparece una sonrisa de felicidad.
Ante un magnífico vino de Burdeos, un pato, un postre —secreto de la casa—, conversamos, colmados y despreocupados. Más tarde, de regreso a la habitación, enciendo un instante la televisión. Allí, niños otra vez. Esta vez son negros y están moribundos. Nuestra estancia en el castillo coincide con la época en que, durante semanas, diariamente, se han ido mostrando los niños de un país africano, cuyo nombre se ha olvidado ya (todo esto ocurrió hace al menos dos o tres años, ¿cómo retener los nombres?), devastado por una guerra civil y por la hambruna. Los niños están delgados, extenuados, sin fuerzas ya para hacer un gesto y ahuyentar las moscas que pasean por su cara.
Vera me dice: «¿Habrá también viejos que mueren en ese país?».
No, no, lo más interesante de aquella hambruna, lo que la hizo única entre las millones de hambrunas que asolan esta tierra, es que tan sólo segaba la vida de los niños. En la pantalla no vimos sufrir a ningún adulto, aun cuando seguimos las noticias todos los días, precisamente para confirmar esta circunstancia hasta entonces nunca vista.
Era por lo tanto normal que fueran niños y no adultos los que se rebelaran contra esa crueldad de los viejos y que, con la espontaneidad que les es propia, lanzaran la célebre campaña «Los niños de Europa envían arroz a los niños de Somalia». ¡Somalia! ¡Claro! ¡Esta famosa consigna me ha devuelto el nombre perdido! ¡Ah, qué lástima que todo esto haya quedado ya olvidado! Compraron paquetes de arroz, infinidad de paquetes. Los padres, impresionados por ese sentimiento de solidaridad planetaria que habitaba en sus chicos, ofrecieron dinero, y todas las instituciones brindaron ayuda; el arroz fue recolectado en las escuelas, transportado hasta los puertos, embarcado en los buques que zarpaban hacia África y todo el mundo pudo seguir la gloriosa epopeya del arroz.
Inmediatamente después de los niños moribundos, invaden la pantalla niñas de seis, ocho años, vestidas como adultos y con los simpáticos modales de las viejas coquetas, ¡oh, es tan encantador, tan conmovedor, tan gracioso cuando los niños actúan como adultos!, las niñas y los niños se besan en la boca, luego sale un hombre que sostiene un bebé entre los brazos y, mientras nos explica la mejor manera de lavar la ropita que el bebé acaba de mancillar, se acerca una hermosa mujer, entreabre la boca y saca una lengua terriblemente sensual que empieza a penetrar en la boca terriblemente bonachona del portador del bebé.
«Vamos a dormir», dice Vera, y apaga el televisor.




























5
Los niños franceses acudiendo en ayuda de sus pequeños compañeros africanos siempre me traen a la memoria la cara del intelectual Berck. Vivía entonces días de gloria. Como ocurre muchas veces con la gloria, la suya se debía a un fracaso: recordemos: en los años ochenta de nuestro siglo, el mundo se vio azotado por la epidemia de una enfermedad llamada SIDA que se transmitía por el contacto amoroso y, al principio, hacía estragos sobre todo entre los homosexuales. Para oponerse a los fanáticos que veían en la epidemia un justo castigo divino y evitaban a los enfermos como a apestados, los espíritus tolerantes les manifestaban su fraternidad e intentaban demostrar que frecuentarlos no exponía a ningún peligro. Así pues, el diputado Duberques y el intelectual Berck almorzaron en un conocido restaurante de París con un grupo de enfermos de SIDA; la comida transcurrió en una excelente atmósfera y, para no perder la ocasión de dar un buen ejemplo, el diputado Duberques invitó a las cámaras a la hora del postre. En cuanto aparecieron en el umbral de la puerta, se puso en pie, se acercó a un enfermo, lo levantó de su silla y le besó en la boca, todavía llena de mousse de chocolate. A Berck le pilló desprevenido. Comprendió inmediatamente que, una vez fotografiado y filmado, el gran beso de Duberques pasaría a ser inmortal; se levantó y reflexionó intensamente para saber si debía él también ir a besar a un enfermo. En la primera fase de su reflexión, rechazó esta tentación porque en el fondo de su alma no estaba del todo seguro de que el contacto con una boca enferma no fuera causa de contagio; en la siguiente fase, decidió sobreponerse a su circunspección al considerar que la foto de su beso merecía el riesgo; pero, en la tercera fase, una idea le detuvo en su carrera hacia la boca seropositiva: si él también besaba al enfermo, no se pondría a la altura de Duberques, sino que, por el contrario, sería rebajado al nivel de imitador, de seguidor, incluso de un servidor que, mediante una imitación precipitada, añadiría aún más brío a la gloria del otro. Se contentó, pues, con permanecer de pie y sonreír bobamente. Pero esos pocos segundos de vacilación le costaron caro, porque la cámara estaba allí y, en el telediario, toda Francia leyó en su rostro las tres fases de su apuro y sonrió socarronamente. Los niños que recolectaban paquetes de arroz para Somalia acudieron en su ayuda, pues, en el momento oportuno. Aprovechó la ocasión para lanzar al público la hermosa sentencia «¡sólo los niños viven en la verdad!», luego fue a África y se dejó fotografiar al lado de una niña negra moribunda, con la cara cubierta de moscas. La foto se hizo célebre en el mundo entero, mucho más que la de Duberques besando a un enfermo de SIDA, porque un niño que muere vale más que un adulto que muere, hecho que, en aquella época, aún se le escapaba a Duberques. Este, no obstante, no se dio por vencido y, pocos días después, apareció en la televisión; siendo él católico practicante, sabía que Berck era ateo, y eso le sugirió la idea de llevar consigo una vela, arma ante la cual incluso los no creyentes más reacios inclinan la cabeza; durante la entrevista con el periodista sacó la vela del bolsillo y la encendió; queriendo pérfidamente desacreditar la preocupación de Berck por los países exóticos, habló de los pobres niños de nuestro país, de nuestros pueblos y de nuestros suburbios, e incitó a sus conciudadanos a bajar a la calle, cada uno con su vela, y emprender una marcha hacia París en señal de solidaridad con los niños que sufren; invitó además personalmente a Berck (con oculta hilaridad) a marchar a su lado a la cabeza de la comitiva. Berck tuvo que elegir: o bien tomar parte con una vela en la comitiva, como un monaguillo de Duberques, o bien zafarse y exponerse a los reproches. Era una trampa que tuvo que evitar mediante un acto a la vez audaz y eficaz: decidió volar enseguida hacia un país asiático donde el pueblo se rebelaba y proclamar allá a los cuatro vientos su apoyo a los oprimidos; pero, ay, la geografía había sido siempre su punto flojo; el mundo se dividía para él en Francia y la No-Francia, con oscuras provincias que él confundía siempre; de modo que desembarcó en otro país aburridamente apacible donde el aeropuerto de montaña era gélido y mal comunicado; tuvo que quedarse allí ocho días a la espera de que un avión lo trajera de vuelta a París, hambriento y griposo.
«Berck es el rey mártir de los bailarines», comentó Pontevin.
El concepto de bailarín se conoce tan sólo en el reducido grupo de amigos de Pontevin.
Es su gran invención, y podría lamentarse que nunca la haya desarrollado en un libro ni impuesto como tema de coloquios internacionales. Pero la celebridad le importa un comino. Por eso sus amigos le escuchan aún con mayor atención y regocijo.


6
Según Pontevin, todos los políticos de hoy son un poco bailarines, y todos los bailarines se meten en política, lo cual, no obstante, no debería inducirnos a confusión. El bailarín se distingue del político corriente en que no desea el poder, sino la gloria; no desea imponer al mundo una u otra organización social (eso no le quita el sueño en absoluto), sino ocupar el escenario desde donde poder irradiar su yo.
Para ocupar el escenario hay que echar de allí a los demás. Lo cual supone una técnica especial de lucha. Pontevin llama «judo moral» a la lucha que lleva a cabo el bailarín; el bailarín le tira el guante al mundo entero: ¿quién es capaz de mostrarse más moral (más valiente, más honesto, más sincero, más dispuesto al sacrificio, más cabal) que él? Y domina todos los movimientos que le permiten poner al otro en una situación moralmente inferior.
Si un bailarín tiene la posibilidad de entrar en el juego político, rechazará ostensiblemente toda negociación secreta (desde siempre el terreno de juego de la verdadera política), denunciándola por engañosa, deshonesta, hipócrita, sucia; dará a conocer sus propuestas públicamente, desde una tarima, bailando, y convocará a los demás por su nombre a que le sigan en su acción; insisto, no discretamente (para dejarle al otro el tiempo de pensarlo, de sopesar contrapropuestas), sino públicamente, y, de ser posible, por sorpresa: «¿Está usted dispuesto (como yo) a renunciar a su salario de marzo en provecho de los niños de Somalia?». Sorprendida, la gente sólo-tendrá dos posibilidades: o negarse y desacreditarse como enemiga de los niños, o decir «sí» con un terrible apuro, que la cámara captará maliciosamente como en el caso del pobre Berck tras el almuerzo con los enfermos de SIDA. «¿Por qué calla usted, doctor H., mientras se burlan de la democracia en Cuba?» Se le hizo esta pregunta al doctor H. en el momento en que, mientras operaba a un enfermo, él no podía contestar; pero, después de coser el vientre que había abierto, le entró tal vergüenza por su silencio que soltó todo lo que se quería oír de él y aún más; tras esto, el bailarín que lo había interpelado (y éste es otro de los movimientos del judo moral especialmente terrible) dejó caer: «Por fin, más vale tarde que nunca...».
Pueden darse situaciones (en los regímenes dictatoriales, por ejemplo) en las que tomar públicamente una posición es peligroso; para el bailarín lo es, no obstante, un poco menos que para los demás, ya que, tras pasearse bajo la luz de los focos, a la vista de todos, queda protegido por la atención del mundo; pero tiene admiradores anónimos, que, obedeciendo a su llamada a la vez espléndida y reflexiva, firman peticiones, participan en reuniones prohibidas, se manifiestan por las calles; éstos sí serán tratados sin miramientos; el bailarín jamás cederá a la tentación sentimental de reprocharse haber provocado su desgracia, pues sabe que una noble causa pesa más que la vida de éste o aquél.
Vincent le objeta a Pontevin:
—Sabemos todos que aborreces a Berck y te seguimos. Sin embargo, aun siendo un gilipollas, ha respaldado causas que nosotros también consideramos justas, o, si prefieres, las ha respaldado su vanidad. Y ahora te pregunto: si quieres contribuir a una causa pública, llamar la atención sobre algo abominable, ayudar a un perseguido, ¿cómo puedes, en nuestra época, no ser o no parecer un bailarín?
A lo cual le contesta el misterioso Pontevin:
—Te equivocas si crees que quería atacar a los bailarines. Los defiendo. Quien sienta animadversión por los bailarines y quiera denigrarlos tropezará siempre con un obstáculo infranqueable: su honestidad; porque, al exponerse constantemente ante el público, el bailarín se condena a sí mismo a ser irreprochable; no ha firmado, como Fausto, un contrato con el Diablo, lo ha firmado con el Ángel: quiere convertir su vida en una obra de arte y el Ángel le ayuda en esa tarea de artista; porque, no lo olvides, ¡el baile es un arte! La verdadera esencia del bailarín radica precisamente en esa obsesión por ver en su propia vida la materia de una obra de arte; no predica la moral, ¡la baila! ¡Quiere conmover y deslumbrar al mundo mediante la belleza de su vida! Está enamorado de su vida como un escultor puede estar enamorado de la estatua que esculpe.
Me pregunto por qué Pontevin no hace públicas estas ideas tan interesantes. Sin embargo, ese historiador doctorado en letras, que se aburre en su despacho de la Biblioteca Nacional, no tiene muchas cosas que hacer. ¿Acaso le importa un bledo dar a conocer sus teorías? Sería decir poco: le horroriza. El que hace públicas sus ideas corre el riesgo, en efecto, de convencer a los demás de su verdad, de influirles y, por lo tanto, de encontrarse en el papel de aquellos que aspiran a cambiar el mundo. ¡Cambiar el mundo! ¡Qué monstruoso propósito para Pontevin! No porque el mundo sea admirable tal como está, sino porque cualquier cambio conduce inevitablemente a lo peor. Y porque, desde un punto de vista más egoísta, cualquier idea hecha pública se volverá tarde o temprano contra su autor y le convida! Está enamorado de su vida como un escultor puede estar enamorado de la estatua que esculpe.


7
Me pregunto por qué Pontevin no hace públicas estas ideas tan interesantes. Sin embargo, ese historiador doctorado en letras, que se aburre en su despacho de la Biblioteca Nacional, no tiene muchas cosas que hacer. ¿Acaso le importa un bledo dar a conocer sus teorías? Sería decir poco: le horroriza. El que hace públicas sus ideas corre el riesgo, en efecto, de convencer a los demás de su verdad, de influirles y, por lo tanto, de encontrarse en el papel de aquellos que aspiran a cambiar el mundo. ¡Cambiar el mundo! ¡Qué monstruoso propósito para Pontevin! No porque el mundo sea admirable tal como está, sino porque cualquier cambio conduce inevitablemente a lo peor. Y porque, desde un punto de vista más egoísta, cualquier idea hecha pública se volverá tarde o temprano contra su autor y le confiscará el placer de haberla pensado. El caso es que Pontevin es uno de los grandes discípulos de Epicuro e inventa y desarrolla sus ideas tan sólo por gusto. No desprecia a la humanidad, que es para él una fuente inagotable de reflexiones alegremente maliciosas, pero no siente el mínimo deseo de establecer un contacto demasiado estrecho con ella. Se rodea de un grupo de amigos que se reúnen en el Café Gascón y le basta con esa pequeña muestra de la humanidad.
Vincent es el más inocente y el más conmovedor de sus compañeros. Siento por él mucha simpatía y sólo le reprocho (con un poco de celos, por cierto) la adoración juvenil y, a mi juicio, excesiva que siente por Pontevin. Pero incluso esta amistad tiene algo de conmovedor. Vincent es feliz cuando está a solas con él porque hablan de muchos asuntos que le cautivan, de filosofía, de política, de libros. Vincent derrocha ideas curiosas y provocadoras, y Pontevin, también él cautivado, corrige a su discípulo, le inspira, le anima. Pero basta que llegue un tercero para que Vincent se ponga triste, ya que al instante Pontevin se transforma: habla más fuerte y se pone gracioso, demasiado gracioso a juicio de Vincent.
Por ejemplo: están a solas en el café y Vincent le pregunta: «¿Qué piensas de lo que ocurre en Somalia?». Pontevin, pacientemente, le suelta toda una conferencia sobre África. Vincent objeta cosas, discuten, tal vez hagan también alguna broma, pero sin querer lucirse, tan sólo para concederse un respiro durante una conversación del todo seria.
Llega Machu acompañado de una bella desconocida. Vincent quiere seguir la discusión: «Pero dime, Pontevin, ¿no crees que te equivocas al pretender que...?», y desarrolla una interesante polémica contra las teorías de su amigo.
Pontevin hace una larga pausa. Es un maestro de las largas pausas. Sabe que sólo los tímidos las temen y que se precipitan, cuando no saben qué contestar, en frases apuradas que les ridiculizan. Pontevin sabe callar tan soberanamente que incluso la Vía Láctea, impresionada por su silencio, espera, impaciente, la respuesta. Sin decir palabra, mira a Vincent, quien, no se sabe por qué, baja púdicamente los ojos, luego, sonriendo, mira a la señora y, una vez más, se vuelve hacia Vincent con la mirada cargada de simulada solicitud: «Tu manera de insistir, en presencia de una dama, sobre pensamientos tan exageradamente brillantes da fe de un inquietante fluir de tu libido».
En la cara de Machu asoma su ya célebre sonrisa de idiota, la bella dama pasea sobre Vincent una mirada condescendiente y malignamente regocijada, y Vincent se ruboriza; se siente herido: un amigo que, hace un minuto, se mostraba atento con él, de pronto está dispuesto a ponerle en una situación incómoda con la única finalidad de deslumbrar a una mujer.
Luego llegan más amigos, se sientan, charlan; Machu cuenta anécdotas; mediante observaciones muy secas, Goujard exhibe su erudición libresca; algunas mujeres dejan oír su risa. Pontevin se mantiene en silencio; espera; tras dejar madurar suficientemente su silencio, dice: «La chica con quien salgo exige continuamente de mí un trato brutal».
Dios mío, cómo sabe decirlo. Incluso la gente sentada en las mesas de al lado se han callado y escuchan; la risa se estremece en el aire, impaciente. ¿Qué habrá tan gracioso en el hecho de que su amiguita le exija un trato brutal? Todo debe residir en el sortilegio de la voz, y Víncent no puede evitar sentir celos, dado que la suya, comparada con la de Pontevin, es como un pobre pífano que se empeña en competir con un violonchelo. Pontevin habla suavemente, sin jamás forzar la voz, que, no obstante, llena la sala entera y vuelve inaudibles los demás ruidos del mundo.
Sigue: «Trato brutal... ¡Pero si soy incapaz! ¡No soy brutal! ¡Soy demasiado fino!».
La risa se estremece en el aire y para saborear ese estremecimiento Pontevin hace una pausa.
Luego dice: «A veces viene a casa una joven mecanógrafa. Un día, mientras le dictaba, de pronto, lleno de buena voluntad, la agarré por el pelo, la levanté de su silla y la arrastré hacia la cama. A medio camino la solté y me puse a reír: ¡Oh, qué torpe soy, no ha sido usted quien me ha pedido que sea brutal! ¡Oh, perdóneme, señorita!».
Todos en el café ríen, incluso Vincent, que vuelve a amar a su maestro.


8
Sin embargo, al día siguiente, Vincent le dice en un tono de reproche: «Pontevin, no sólo eres el gran teórico de los bailarines, sino que tú mismo eres un gran bailarín».
Pontevin (un poco apurado): «Confundes los conceptos».
Vincent: «Cuando tú y yo estamos juntos y alguien se une a nosotros, el lugar donde nos encontramos se divide instantáneamente en dos partes, el recién llegado y yo estamos en la platea y tú bailas en el escenario».
Pontevin: «Te digo que confundes los conceptos. La palabra bailarín se aplica exclusivamente a los exhibicionistas de la vida pública. Y yo aborrezco la vida pública».
Vincent: «Ayer, delante de aquella mujer, te portaste como Berck delante de una cámara. Quisiste llamar sobre ti toda su atención. Quisiste ser el mejor, el más ingenioso. Y, contra mí, utilizaste el más vulgar judo de los exhibicionistas».
Pontevin: «Tal vez el judo de los exhibicionistas. ¡Pero no el judo moral! Y por eso te equivocas al calificarme de bailarín. Porque el bailarín quiere ser más moral que los demás. Mientras que yo quise parecer peor que tú».
Vincent: «El bailarín quiere ser más moral porque su gran público es ingenuo y considera como bellos los gestos morales. Pero nuestro pequeño público es perverso y ama la amoralidad. Utilizaste, pues, contra mí el judo amoral y eso no contradice en absoluto tu esencia de bailarín».
Pontevin (de pronto en otro tono y con toda sinceridad); «Si te he herido, Vincent, perdóname».
Vincent (inmediatamente conmovido por las excusas de Pontevin): «No tengo nada que perdonarte. Sé que bromeabas».
No por casualidad se reúnen en el Café Gascón. De sus santos patronos D'Artagnan es el más grande: el patrono de la amistad, único valor que consideran sagrado.
Sigue Pontevin: «En el sentido muy amplio de. la palabra (y, en efecto, en eso tienes razón) el bailarín está sin duda en cada uno de nosotros y te reconozco que yo, cuando veo llegar a una mujer, soy aún diez veces más bailarín que los demás. ¿Qué puedo hacer contra eso? Es más fuerte que yo».
Vincent ríe amistosamente, cada vez más conmovido, y Pontevin sigue en un tono de penitente: «Por otra parte, si soy, como acabas de reconocer tú mismo, el gran teórico de los bailarines, deberá de haber algo en común entre ellos y yo, poca cosa, pero sin lo cual no podría comprenderlos.  Sí, Vincent, te lo concedo».
A estas alturas, de amigo arrepentido Pontevin pasa otra vez a ser teórico: «Pero realmente muy poca cosa, porque, en el sentido exacto con el que empleo este concepto, nada tengo que ver con el bailarín. Me parece no sólo posible, sino probable, que un verdadero bailarín como Berck o Duberques se encuentre ante una mujer sin el menor deseo de exhibirse o seducir. No se le ocurriría contar esa historia de la mecanógrafa a la que estira por los pelos hacia la cama por confundirla con otra. Porque el público al que quiere seducir no es el de algunas mujeres concretas y visibles, ¡sino la gran multitud de los invisibles! Mira, éste es otro aspecto que habría que elaborar sobre la teoría del bailarín: ¡la invisibilidad de su público! ¡En eso reside la espantosa modernidad de este personaje! No se exhibe ante ti o ante mí, sino ante el mundo entero. Y ¿qué es el mundo entero? ¡Un infinito sin rostros! Una abstracción».
En medio de su conversación llega Goujard acompañado de Machu, quien, desde la puerta, se dirige a Vincent: «Me dijiste que te habían invitado al congreso de los entomólogos. ¡Tengo noticias para ti! Berck también irá».
Pontevin:  «¿Otra vez? ¡Está en todas partes!».
Vincent:  «¿Y qué tiene que ver él con eso?».
Machu:  «Como entomólogo, deberías saberlo».
Goujard: «Cuando era estudiante, frecuentó durante un año la Escuela de Altos Estudios de Entomología. Durante el congreso, se le nombrará entomólogo de honor.
Pontevin: «¡Habrá que ir a armar jaleo!». Luego, volviéndose hacia Vincent: «¡Debes colarnos a todos!».


9
Vera duerme ya; abro la ventana que da al parque y pienso en el recorrido que hicieron Madame de T. y su joven caballero al salir del castillo en plena noche, en aquel inolvidable recorrido en tres etapas.
Primera etapa: pasean del brazo, conversan, luego encuentran un banco en el césped y se sientan, siempre del brazo y conversando siempre. Es noche de luna, el jardín baja en bancales hacia el Sena, cuyo murmullo se une al de los árboles. Intentemos captar algunos fragmentos de la conversación. El caballero pide un beso. Madame de T. contesta: «Sí, me gustaría: usted se sentiría demasiado halagado si se lo negara. Su amor propio le haría creer que le temo».
Todo lo que dice Madame de T. es fruto de un arte, el arte de la conversación, que no deja gesto alguno sin comentario, y trabaja su sentido; esta vez, por ejemplo, le concede al caballero el beso que pide, pero tras imponer al sentimiento de él su propia interpretación: si se deja besar es tan sólo para reconducir el orgullo del caballero a su justa medida.
Cuando, mediante un juego del intelecto, ella convierte un beso en un acto de resistencia, nadie se lleva a engaño, ni siquiera el caballero, quien, no obstante, debe tomar sus comentarios con total seriedad, ya que forman parte de una iniciativa del espíritu ante la que debe reaccionarse con otra iniciativa del espíritu. La conversación no está para llenar el tiempo, sino que, al contrario, es ella la que organiza el tiempo, la que lo gobierna e impone las leyes que hay que respetar.
Final de la primera etapa de su noche: al beso que había concedido al caballero para que no se sintiera demasiado halagado le siguió otro, los besos «se atropellaban, entrecortaban la conversación, la reemplazaban». Pero, de pronto, ella se levanta y decide emprender el camino de regreso.
¡Todo un arte de la puesta en escena! Tras la primera confusión de los sentidos, hubo que señalar que el placer del amor no es todavía un fruto maduro; hubo que elevar su precio, hacerlo más deseable; hubo que crear una peripecia, una tensión, un suspense. Al volver con el caballero hacia el castillo, Madame de T. simula un deslizamiento hacia la nada a sabiendas de que en el último momento dispondrá de todo el poder para darle un vuelco a la situación y prolongar la cita. Para ello bastará una frase, una fórmula, como decenas de las que conoce el arte secular de la conversación. Pero por una especie de inesperada conspiración, por una imprevisible falta de inspiración, es incapaz de encontrar alguna. Está como el actor que de repente olvida su texto. Porque, efectivamente, tiene que conocer el texto; no como ahora, cuando cualquier jovencita puede decir, quieres, quiero, ¡no perdamos tiempo!
Para ellos, esta franqueza se encuentra detrás de una barrera que no pueden franquear a pesar de todas sus convicciones libertinas. Si ni a uno ni a otro se le ocurre a tiempo idea alguna, si no encuentran pretexto alguno para seguir con el paseo, se verán obligados, por la simple lógica de su silencio, a volver al castillo y, una vez allí, a despedirse el uno del otro. Cuanto más les apremia a los dos la urgencia de encontrar un pretexto para detenerse y enunciarlo en voz alta, más atadas parecen sus bocas: se ocultan ante ellos todas las frases que podrían acudirles mientras ellos les piden desesperadamente ayuda. Por eso, al acercarse a la puerta del castillo, «gracias a un instinto mutuo, nuestros pasos se hacían más lentos».
Por suerte, en el último momento, como si el apuntador se hubiera por fin despertado, ella vuelve a encontrar su texto: ataca al caballero: «Estoy un poco descontenta de usted...». ¡Por fin, por fin! ¡Todo está salvado! ¡Ella se enfada! Ha encontrado el pretexto en una simulada irritación pasajera que prolongará el paseo: ella era sincera con él; entonces, ¿por qué no le ha dicho una sola palabra de su bienamada, de la Condesa? ¡Rápido, rápido, hay que dar explicaciones! ¡Hay que hablar! Se reanuda la conversación y se alejan otra vez del castillo por un camino que, esta vez, les llevará sin tropiezos al abrazo del amor.


10
Mientras conversa, Madame de T. va cercando el terreno, va preparando la siguiente etapa de los acontecimientos, dando a entender a su acompañante qué debe pensar y cómo debe actuar. Lo hace con finura, con elegancia, e, indirectamente, como si hablara de otra cosa. Pone al descubierto la egoísta frialdad de la Condesa con el fin de liberarlo a él del deber de fidelidad y de relajarlo para la aventura nocturna que ella prepara. Organiza no sólo el futuro inmediato, sino también el futuro más lejano, insinuándole al caballero que de ningún modo ella quiere entrar en competencia con la Condesa, de la que él no debería querer separarse. Le da una clase condensada de educación sentimental, le enseña su filosofía práctica del amor, que hay que liberar de la tiranía  y de las reglas morales y proteger mediante la discreción, la suprema virtud de todas las virtudes. Consigue incluso explicarle, con la mayor naturalidad, cómo deberá comportarse al día siguiente con su marido.
Se sorprende usted: en semejante espacio tan razonablemente organizado, acotado, trazado, calculado, medido, ¿hay algún resquicio para la espontaneidad, para una «locura»?, ¿dónde está el delirio, dónde la ceguera del deseo, l'amour fou que idolatraron los surrealistas, dónde está el olvido de sí? ¿Dónde quedan todas estas virtudes de la sinrazón que han formado nuestra idea del amor? No, aquí no tienen nada que hacer. Porque Madame de T. es la reina de la razón. No de la despiadada razón de la marquesa de Merteuil, sino la reina de una razón dulce y tierna, de una razón cuya misión suprema es la de proteger el amor.
La veo conduciendo al caballero en la noche de luna. Ahora se detiene y le .enseña los contornos de un tejado que se desdibuja en la penumbra; ¡ah, de cuántos momentos voluptuosos habrá sido testigo este pabellón, qué pena, le dice ella, que no lleve encima la llave! Se acercan a la puerta y (¡qué raro!, ¡cuan inesperado!) ¡el pabellón está abierto!
¿Por qué le habrá dicho que no llevaba encima la llave? ¿Por qué no le habrá informado enseguida de que ya no cierran el pabellón? Todo está concertado, maquinado, todo es artificial, todo está puesto en escena, nada es sincero, o, por decirlo de otra manera, todo es arte; en tal caso, arte de prolongar el suspense, mejor aún: arte de mantenerse el mayor tiempo posible en estado de excitación.


11
No encontramos en la novela de Denon descripción alguna del aspecto físico de Madame de T.; algo, sin embargo, me parece seguro: no puede ser delgada; supongo que tiene «una cintura redonda y flexible» (con estas palabras caracteriza Lacios al cuerpo femenino más codiciado de Las amistades peligrosas) y que la redondez del cuerpo da lugar a la redondez y a la lentitud de los movimientos y de los gestos. Emana una suave ociosidad. Posee la sabiduría de la lentitud y maneja toda la técnica de la deceleración. Da prueba de ello en particular durante la segunda etapa de la noche, que pasan en el pabellón: entran, se besan, caen en un sofá, hacen el amor. Pero «todo esto fue demasiado brusco. Sentimos nuestro descuido (...). Demasiado ardiente, se es menos delicado. Se apresura uno al goce confundiendo todas las delicias que lo preceden».
Los dos perciben inmediatamente como un fallo la precipitación que les hace perder la suave lentitud; pero no creo que le sorprenda a Madame de T., creo más bien que sabía que ese fallo era inevitable, fatal, que se lo esperaba y que por eso tenía premeditado el intermedio del pabellón, como un ritardando para frenar, sofocar la previsible y prevista velocidad de los acontecimientos, con el fin de que, una vez llegada la tercera etapa, en un decorado nuevo, su aventura pudiera culminar en toda su espléndida lentitud.
En el pabellón ella interrumpe el amor, sale con el caballero, pasea otra vez con él, se sienta en el banco en medio del césped, reemprende la conversación y luego lo conduce al castillo, a la alcoba secreta contigua a sus aposentos; el marido la había acondicionado antaño como un templo encantado del amor. En el umbral, el caballero queda deslumbrado: los espejos que recubren todas las paredes multiplican su imagen de tal manera que de pronto un infinito cortejo de parejas se besan a su alrededor, Pero no es allí donde harán el amor; como si quisiera evitar una explosión de los sentidos demasiado poderosa y prolongar lo más posible el tiempo de la excitación, Madame de T. lleva a su amante hacia la habitación de al lado, una gruta sumergida en la oscuridad, atiborrada de almohadones; allí es donde hacen el amor, larga y lentamente, hasta el amanecer.
Al decelerar el curso de su noche, al repartirla en distintas partes separadas unas de otras, Madame de T. supo hacer que el corto lapso de tiempo que les estaba destinado pareciera una pequeña pero maravillosa construcción arquitectónica, como una forma. Es una exigencia de la belleza, pero ante todo de la memoria, imprimir una forma a una duración. Porque lo informe es inasible, inmemorizable. Concebir su cita como una forma fue para ellos particularmente valioso, ya que su noche debía permanecer sin mañana y sólo podría repetirse en el recuerdo.
Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Evoauemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso. Por el contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él.
En la matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.


12
Durante la vida de Vivant Denon, probablemente tan sólo un reducido círculo de iniciados sabía que él era el autor de Point de lendemain; y sólo mucho tiempo después de su muerte se aclaró el misterio, para todo el mundo y (con toda probabilidad) definitivamente. El destino de la novela se parece, pues, extrañamente a la historia que cuenta: estaba recubierto por la penumbra del secrete, de la discreción, de la mistificación, del anonimato.
Grabador, dibujante, diplomático, viajero, experto en arte, animador de salones, hombre con una notable carrera, Denon nunca reclamó la propiedad artística de la novela. No es que rechazara la gloria, sino que ésta significaba entonces otra cosa; imagino que el público por el que sentía interés, al que deseaba seducir, no era la masa de desconocidos que codicia el escritor de hoy, sino la reducida compañía de aquellos a quienes él podía conocer y estimar personalmente. El placer que le produjo el éxito entre sus lectores no es muy distinto al que pudo sentir ante los pocos oyentes reunidos a su alrededor, entre los que él destacaba por su brillantez.
Está la gloria de antes de la invención de la fotografía y la de después. El rey checo Vaclav, en el siglo XIV, se entretenía frecuentando las posadas de Praga y charlando de incógnito con la gente del pueblo. Disfrutó a la vez de poder, gloria y libertad. El príncipe Carlos de Inglaterra no tiene ni poder, ni libertad, pero sí una inmensa gloria: ni en la selva virgen, ni en su bañera metida en un bunker diecisiete pisos bajo tierra, puede escapar a los ojos que le persiguen y le reconocen. La gloria le ha arrebatado toda su libertad, y ahora él lo sabe: sólo los espíritus totalmente inconscientes pueden hoy en día consentir en llevar voluntariamente tras ellos los cascabeles de la celebridad.
Ustedes dirán que, si ha cambiado la naturaleza de la gloria, en cualquier caso sólo concierne a algunos privilegiados. Pues se equivocan. Porque la gloria no concierne tan sólo a la gente famosa, concierne a todo el mundo. Hoy la gente famosa está en las páginas de las revistas, en las pantallas de televisión, invade la imaginación de todo el mundo. Y todo el mundo se preocupa, aunque sólo sea en sueños, por la posibilidad de convertirse en el objeto de semejante gloria (es decir, no la del rey Vaclav, que frecuentaba las tabernas, sino la del príncipe Carlos, oculto en su bañera diecisiete pisos bajo tierra). Esta posibilidad acompaña como una sombra a cada cual y cambia su upo de vida; porque (y ésta es otra definición elemental muy conocida en la matemática existencia!) cada nueva posibilidad de la existencia, incluso la menos probable, transforma la existencia entera.


13
Pontevin sería tal vez menos malvado con el intelectual Berck si estuviera al comente de los problemas que le viene creando una tal Immaculata, antigua compañera de clase, a quien, siendo un colegial, él había (en vano) deseado.
Un día, después de unos veinte años, Immaculata vio a Berck en la tele ahuyentando las moscas de una niña negra; eso le produjo algo así como una iluminación. De pronto entendió que lo había amado siempre. Aquel mismo día le escribió una carta en la que invocaba su «amor inocente» de antaño. Pero Berck recordaba perfectamente que su amor no había sido inocente, sino más bien completamente concupiscente, y que se había sentido humillado cuando ella lo rechazó sin miramientos. Esta había sido además la razón por la que, inspirado en el nombre algo cómico de la portuguesa que servía en casa de sus padres, la bautizara con el apodo a la vez satírico y melancólico de Immaculata, por Inmaculada, la no mancillada. Berck reaccionó mal a la carta (curioso, después de veinte años todavía no había asimilado del todo su antigua derrota) y no contestó.
Su silencio la perturbó y en la siguiente carta le recordó la sorprendente cantidad de mensajes de amor que él le había escrito. En uno de ellos, la había llamado «ave nocturna que turba mis sueños». Esta frase, olvidada desde entonces, le pareció a Berck insoportablemente necia y consideró descortés por su parte habérsela recordado. Más adelante, por los rumores que le llegaron, comprendió que cada vez que salía en la televisión esa mujer jamás mancillada parloteaba en algún lugar durante la cena acerca del amor inocente del célebre Berck, quien antaño no podía dormir porque ella turbaba sus sueños. Se sentía desnudo e indefenso. Por primera vez en su vida sintió un intenso deseo de anonimato.
En una tercera carta ella le pidió un favor; no para ella, sino para su vecina, una pobre mujer que había sido muy mal atendida en un hospital; no sólo había estado a punto de morir por culpa de una anestesia mal administrada, sino que en el hospital se negaban a concederle una mínima indemnización. Si Berck se ocupaba tan bien de los niños africanos, podría demostrar que era capaz de interesarse igualmente por la gente sencilla de su propio país, aunque ésta no le brindara la ocasión de pavonearse en televisión.
Luego, esa mujer le escribió ella misma, invocando a Immaculata: «... Recordará, señor Berck, aquella joven a quien usted escribió, la virgen inmaculada que turbaba sus noches». ¿Será posible? ¿Será posible?, aulló y vociferó Berck recorriendo de un lado a otro su apartamento. Rompió la carta, escupió sobre ella y la tiró a la papelera.
Un día se enteró por el director de una cadena de televisión que una realizadora deseaba hacer un programa sobre él. Con irritación, recordó la irónica observación sobre su deseo de pavonearse en televisión, porque la realizadora que quería filmarlo era precisamente el ave nocturna, ¡Immaculata en persona! Molesta situación: en principio, consideraba excelente la propuesta de rodar una película sobre él porque siempre quería convertir su vida en obra de arte; pero hasta entonces ¡jamás se le había ocurrido que esa obra pudiera pertenecer al género cómico! Ante semejante peligro, que se le reveló repentinamente, deseó mantener a Immaculata lo más lejos posible de su vida y rogó al director (que se sorprendió de su modestia) que aplazara el proyecto, demasiado precoz para alguien tan joven y poco importante como él.


14
Esta historia me recuerda otra que tuve la suerte de conocer gracias a la biblioteca que recubre las paredes del apartamento de Goujard. Una vez que me quejaba ante él de mi spleen, me enseñó una estantería que llevaba una inscripción escrita de su puño y letra: «Obras maestras de humor involuntario» y, con una sonrisa socarrona, sacó un libro que, en 1969, había escrito una periodista parisiense sobre su amor por Kissinger no sé si recordará aún el nombre del célebre político de aquella época, consejero del presidente Nixon, arquitecto de la paz entre Estados Unidos y Vietnam.
Pues bien, ésta es la historia: ella contacta con Kissinger en Washington para hacerle una entrevista, primero para una revista, luego para la televisión. Se ven en varias ocasiones, pero sin jamás franquear los límites de las relaciones estrictamente profesionales: una o dos cenas para preparar la emisión, algunas visitas a su oficina en la Casa Blanca, luego en su vivienda privada, primero sola, luego con el equipo, etcétera. Poco a poco, Kissinger le va tomando ojeriza. No se deja engañar, sabe qué intenciones tiene, y para mantener las distancias él le hace elocuentes observaciones acerca del atractivo que ejerce el poder sobre las mujeres y acerca de sus propias funciones, que le obligan a renunciar a toda vida privada.
La periodista transcribe con conmovedora sinceridad todas estas evasivas, que, por otra parte, no la descorazonaban, dada su inquebrantable convicción de que estaban hechos el uno para el otro. ¿Que Kissinger se muestra prudente y desconfiado? No la sorprende: sabe muy bien lo que cabe pensar de las horribles mujeres a quienes él ha conocido antes; está segura de que, en el momento en que comprenda hasta qué punto ella le ama, dejará a un lado sus angustias, abandonará toda precaución. ¡Ah, está tan segura de la pureza de su propio amor! Podría jurarlo: no se trata en absoluto de una obsesión erótica. «Sexualmente, me dejaba indiferente», escribe y repite varias veces (con un curioso sadismo maternal): se viste mal; no es guapo; tiene mal gusto en lo que se refiere a las mujeres; «debe de ser un pésimo amante», juzga ella, sin por ello proclamarse menos enamorada. La periodista tiene dos hijos, Kissinger también tiene dos, ella planifica, sin que él lo sospeche, unas vacaciones de todos juntos en la Costa Azul y se alegra de que los pequeños Kissinger puedan aprender así agradablemente el francés.
En una ocasión, envía a su equipo de cineastas a filmar el apartamento de Kissinger y éste, al no poder contenerse por más tiempo, los echa como a una pandilla de pesados. Otra vez, él la cita en su oficina y le dice, con una voz excepcionalmente severa y fría, que ya no soporta más la manera equívoca como ella se comporta con él. Al principio, la periodista cae en la desesperación. Pero enseguida empieza a decirse: no cabe duda, la consideran políticamente peligrosa y Kissinger ha recibido del contraespionaje la consigna de dejar de frecuentarla; la oficina en la que se encuentran está infestada de micrófonos y él lo sabe; sus frases, tan increíblemente crueles, no se dirigen, pues, a ella, sino a los oídos de los polis invisibles. Ella le mira con una sonrisa comprensiva y melancólica; la escena le parece iluminada por una belleza trágica (es la palabra que emplea siempre): él se ve forzado a asestarle duros golpes y, al mismo tiempo, con sus miradas, le habla de amor.
Goujard se ríe, pero le digo: la verdad evidente de la situación real que trasluce la ensoñación de la periodista enamorada es menos importante de lo que Goujard cree, es tan sólo una verdad mezquina, trivial, que palidece ante otra más elevada y que resistirá al tiempo: la verdad del Libro. Desde la primera cita con su ídolo, el libro estaba allí, invisible, encima de la mesita, entre los dos, y desde aquel instante fue el objetivo inconfesado e inconsciente de toda su aventura. ¿El libro? ¿Para qué? ¿Para hacer el retrato de Kissinger? Pues no, ¡ella-no tenia-absolutamente nada que decir sobre él! Lo que le importaba realmente era su propia verdad sobre sí misma. No deseaba a Kissinger, y menos aún su cuerpo («debe de ser un pésimo amante»); deseaba ampliar su «yo», sacarlo del estrecho círculo de su vida, hacerlo resplandecer, convertirlo en luz. Kissinger era para ella una montura mitológica, un caballo alado en el que su yo cabalgaría en su gran vuelo por el cielo.
—Es una tonta —concluyó secamente Goujard burlándose de mis hermosas explicaciones.
—No lo creas —dije—, algunos testigos dan fe de su inteligencia. No es que sea tonta, se trata de otra cosa. Estaba convencida de haber sido elegida.


15
Ser elegido es una noción teológica que quiere decir: sin mérito alguno, mediante un veredicto sobrenatural, mediante una voluntad libre, cuando no caprichosa, de Dios, se es elegido para algo excepcional y extraordinario. De esta convicción han sacado los santos la fuerza para soportar los suplicios más atroces. Las nociones teológicas se reflejan, como su propia parodia, en la trivialidad de nuestras vidas; cada uno de nosotros sufre (más o menos) con la bajeza de su vida demasiado corriente y desea huir de ella y elevarse. Cada uno de nosotros ha conocido la ilusión (más o menos fuerte) de ser digno de esa elevación, de estar predestinado y ser elegido para ella.
El sentimiento de haber sido elegido está presente, por ejemplo, en cualquier relación amorosa. Porque el amor, por definición, es un regalo no merecido; ser amado sin mérito es incluso la prueba de un amor verdadero. Si una mujer me dice: te quiero porque eres inteligente, porque eres honrado, porque me compras regalos, porque no vas con mujeres, porque lavas los platos, me decepciona; ese amor tiene todo el aspecto de ser algo interesado. Cuánto más hermoso es oír: estoy loca por ti aunque no seas ni inteligente, ni honrado, aunque seas mentiroso, egoísta y sinvergüenza.
Tal vez sea en la cuna cuando el hombre conoce por primera vez la ilusión de haber sido elegido, gracias a los cuidados maternales que recibe sin mérito y que por ello reivindica aún con mayor energía. La educación debería liberarle de esta ilusión y hacerle comprender que todo en la vida se paga. Pero a veces es demasiado tarde. Sin duda usted habrá visto alguna vez a una niña de unos diez años que, para imponer su voluntad a sus compañeras, de golpe, sin argumentos, dice en voz alta con inexplicable orgullo: «Porque te lo digo yo»; o «porque lo quiero yo». Se siente elegida. Pero un día dirá «porque lo quiero yo» y el mundo a su alrededor estallará en una carcajada. ¿Qué puede hacer el que se siente elegido para probar su elección, para creerse a sí mismo y hacer creer a los demás que no pertenece a la común vulgaridad?
En este punto es cuando la época basada en la invención de la fotografía acude en su ayuda con sus stars, sus bailarines, sus celebridades, cuya imagen, proyectada en una inmensa pantalla, es visible de lejos para todos, admirada por todos, y para todos inaccesible. Mediante una fijación adoradora por la gente famosa, el que se considera elegido manifiesta públicamente su pertenencia a lo extraordinario así como su distancia con respecto al vulgo, o sea, concretamente, con respecto a vecinos, colegas, compañeros con los que él está obligado (ella está obligada) a convivir.
Así pues, la gente famosa se ha convertido en una institución pública, al igual que las instalaciones sanitarias, la seguridad social, los seguros, los manicomios. Sin embargo, sólo es útil si permanece inaccesible. Cuando alguien quiere confirmar su condición de elegido mediante una relación directa, personal, con alguien célebre, corre el riesgo de ser rechazado como lo fue la periodista enamorada de Kissinger. Este rechazo, en el lenguaje teológico, se llama caída. Por eso la periodista enamorada de Kissinger habla en su libro explícitamente, y con razón, de su amor «trágico», porque una caída, por mucho que Goujard se lo tome a broma, es trágica por definición.
Hasta el momento en que comprendió que estaba enamorada de Berck, Immaculata había vivido la vida de la mayoría de las mujeres: algunas bodas, algunos divorcios, algunos amantes que le brindaban una decepción tan constante como apacible y casi placentera. El último de ellos la quiere especialmente; ella lo soporta mejor que a los demás no sólo porque es sumiso, sino también porque es útil: es un cámara que, cuando ella empezó a trabajar en la televisión, la ayudó mucho. Es un poco mayor que ella, pero parece un eterno estudiante postrado en adoración ante ella; la encuentra la más guapa, la más inteligente y (sobre todo) la más sensible de todas.
La sensibilidad de su bienamada es para él como un paisaje de pintor romántico alemán: sembrado de árboles con formas inimaginablemente retorcidas, y, sobre él, un cielo lejano y azul, la morada de Dios; cada vez que entra en ese paisaje, siente el irresistible deseo de caer de rodillas y permanecer allí como ante un milagro divino.


16
El vestíbulo del castillo se llena poco a poco de gente, hay muchos entomólogos franceses y también algunos extranjeros, entre otros, un checo de unos sesenta años del que se dice que es una importante personalidad del nuevo régimen, tal vez un ministro o el presidente de la Academia de Ciencias o, cuando menos, un investigador que pertenece a esa academia. En todo caso, aunque sólo sea, desde el punto de vista de la simple curiosidad, es el personaje más interesante de esa reunión (como representante de una nueva época de la Historia después de haber desaparecido el comunismo en la noche de los tiempos); sin embargo, en medio de la gente que parlotea, él se yergue, alto y torpe, desatendido. Hace ya un buen rato que la gente se ha precipitado para saludarle y hacerle algunas preguntas, pero la conversación se detenía siempre mucho antes de lo esperado y, tras cuatro frases apenas intercambiadas, ya no sabía de qué hablar con él. Porque, a fin de cuentas, no había un tema común. Los franceses han vuelto rápidamente a sus problemas, él ha intentado seguirles, de vez en cuando ha añadido «en cambio, en mi país», luego, al comprender que a nadie le interesaba lo que ocurría «en cambio, en mi país», se ha alejado, con una vaga melancolía en el rostro, ni amarga, ni desdichada, pero sí lúcida y casi condescendiente.
Mientras los demás van llenando ruidosamente el vestíbulo, en el que hay un bar, él entra en la sala de actos vacía, donde cuatro largas mesas, dispuestas en forma de cuadrado, esperan la apertura del congreso. Cerca de la puerta hay una mesita con la lista de los invitados y una señorita que parece tan desatendida como él mismo. El se inclina hacia ella y le dice su nombre. Ella le obliga a pronunciarlo dos veces más. A la tercera ya no se atreve a insistir y busca al azar en su lista un nombre que se parezca al sonido que ha oído.
Con paterna amabilidad, el científico checo se inclina por encima de la lista y encuentra su nombre: lo señala con el índice: CECHO-RIPSKY.
—Ah, ¿señor Sechorípi? —dice ella.
—Hay que pronunciarlo Che-jo-rships-qui.
—¡Oh, no es nada fácil!
—De todos modos tampoco lo tiene escrito correctamente —dice el científico.
Toma la pluma que ve encima de la mesa y traza sobre la C y la R unos pequeños signos que parecen un acento circunflejo al revés.
La secretaria mira los signos, mira al científico y suspira:
—iQué complicado!
—No, si es muy sencillo.
—¿Sencillo?
—¿Usted conoce a Jan Hus?
La secretaria echa rápidamente una ojeada a la lista de invitados y el científico checo se apresura a explicarle:
—Como sabrá usted, fue un gran reformador de la Iglesia. Un precursor de Lutero. Profesor en la Universidad KarI IV, que fue la primera universidad fundada en el Sacro Imperio, llamado Romano Germánico, como usted sabe. Pero lo que tal vez no sepa es que Jean
Hus fue también un gran reformador de la ortografía. Consiguió simplificarla de maravilla. Para escribir lo que se pronuncia «ch», ustedes los franceses necesitan tres letras: t, c, h, y los alemanes incluso cuatro: t, s, c, h. Mientras que gracias a Jan Hus a nosotros nos basta una sola letra, la c, con ese pequeño signo encima.
El científico se inclina una vez más sobre la mesa de la secretaria y, en el margen de la lista, escribe una c muy grande, con un acento circunflejo al revés: c; luego, la mira a los ojos y articula con voz clara y muy nítida: «¡Ch!».
La secretaria también le mira a los ojos y repite: «Ch»,
—Sí. ¡Perfecto!
—Es realmente muy práctico. Lástima que la reforma de Lutero no se conozca en nuestro país.
—La reforma dejan Hus... —dice el científico simulando no haber captado la metedura de pata de la francesa— no permaneció del todo desconocida. Hay un país donde fue aplicada... usted lo sabrá seguramente.
-¡No!
—¡En Lituania!
—En Lituania —repite la secretaria buscando en vano en su memoria en qué rincón del mundo situar ese país.
—Y en Letonia también. Comprenderá ahora por qué nosotros, los checos, estamos tan orgullosos de esos pequeños signos sobre las letras.
—Con una sonrisa—: Estamos dispuestos a traicionarlo todo. Pero por esos signos lucharemos hasta la última gota de nuestra sangre.
Se inclina ante la señorita y se dirige hacia el cuadrado formado por las mesas. Ante cada silla hay una tarjetita con un nombre. Encuentra la suya, la mira largamente, luego la toma entre los dedos y, con una sonrisa algo triste pero que perdona, se acerca a enseñársela a la secretaria.
Entretanto otro entomólogo se detiene ante la mesita, en la entrada, para que la señorita ponga una cruz al lado de su nombre. Ella ve al científico checo y le dice:
—¡Un momento, señor Chipiqui!
Este esboza un gesto magnánimo—como para decir: no se preocupe, señorita, no tengo prisa. Pacientemente, y no sin una conmovedora modestia, espera al lado de la mesa (otros dos entomólogos se han detenido) y, cuando al fin la secretaria vuelve a estar libre, él le enseña la tarjetita.
—Mire, es divertido, ¿no?
Ella mira sin entender demasiado:
—Sí, señor Chenipiqui, pero ¡aquí, tiene usted los acentos!
—En efecto, ¡pero son acentos circunflejos normales! ¡Se han olvidado de darles la vuelta! ¡Y mire dónde los han puesto! ¡Encima de la E y de la O! Céchóripsky.
—¡Ah, pues sí, tiene usted razón! —se indigna la secretaria.
—Me pregunto —dice el científico checo cada vez más melancólico— por qué los olvidan siempre, ¡Son tan poéticos esos acentos circunflejos al revés! ¿No le parece? ¡Como pájaros en pleno vuelo! ¡Como palomas con las alas desplegadas! —Con voz muy tierna—: O, si quiere, como mariposas.
Y se inclina de nuevo sobre la mesa para tomar la pluma y corregir en la tarjetita la ortografía de su nombre. Lo hace con mucha modestia, como si se excusara, y luego, sin decir palabra, se va-.
La secretaria lo mira mientras se aleja, grande, curiosamente deforme, y de pronto se siente presa de un afecto maternal. Imagina un acento circunflejo al revés que, a modo de mariposa, revolotea alrededor del científico y, finalmente, se posa en su cabellera blanca.
Al dirigirse hacia su silla, el científico checo gira la cabeza y ve la sonrisa conmovida de la secretaria. Contesta también con una sonrisa y, mientras avanza, le dirige tres más. Son sonrisas melancólicas y no obstante llenas de orgullo. Un orgullo melancólico: así es como podríamos definir al científico checo.



17
Que se haya puesto melancólico después de ver los acentos mal colocados encima de su apellido, lo comprenderá todo el mundo. Pero ¿de dónde sacaba él su orgullo?
Este es el dato esencial de su biografía: un año después de la invasión rusa de 1968, le echaron del Instituto de Entomología y tuvo que trabajar como albañil, y así hasta el final de la ocupación en 1989, o sea durante unos veinte años.
Pero ¿acaso no pierden constantemente su empleo centenares, miles de personas en Estados Unidos, Francia, España, en todas partes? Sufren, pero no por ello extraen motivo alguno de orgullo. ¿Por qué el científico checo está orgulloso y ellos no?
Porque le echaron de su trabajo por razones políticas, y no económicas.
De acuerdo. Pero en tal caso queda por explicar por qué la desdicha causada por razones económicas es menos grave o menos digna. ¿Debe sentirse avergonzado un hombre despedido porque ha disgustado a su jefe y en cambio tiene el derecho de jactarse el que ha perdido su empleo por sus opiniones políticas? ¿Por qué?
Porque en un despido económico el despedido desempeña un papel pasivo, en su actitud no hay valor alguno que admirar.
Eso parece evidente, pero no lo es. Porque el científico checo a quien echaron de su trabajo después de 1968, cuando el ejército ruso instauró en el país un régimen particularmente detestable, tampoco realizó- un acto valeroso. Como director de uno de los departamentos de su instituto, sólo se interesaba por las moscas. Un día, sin previo aviso, un puñado de notorios opositores al régimen se metió en su oficina y le pidió que les dejara una sala para sus reuniones semiclandestinas. Actuaron según la regla del judo moral: presentándose por sorpresa y formando ellos mismos un reducido público de espectadores. La inesperada confrontación puso al científico en un gran brete. Decir «sí» habría acarreado inmediatamente riesgos muy molestos: podría perder su puesto, y la universidad expulsaría a sus tres hijos. Pero no tenía valor suficiente para decir «no» al reducido público que de antemano se burlaba de su cobardía. Terminó, pues, por aceptar y sintió desprecio por sí mismo, por su. timidez, su debilidad, su incapacidad para resistirse. Así pues, para ser exactos, por culpa de su cobardía lo echaron de su trabajo y a sus hijos del colegio.
De ser así, ¿por qué diablos se siente orgulloso?
Conforme ha pasado el tiempo más ha olvidado su aversión primera por los opositores y más se ha acostumbrado a considerar su «sí» de entonces como un acto voluntario y libre, la expresión de su rebeldía personal contra el odiado poder. Cree pertenecer así a los que se han encaramado a la gran escena de la Historia y de esta certeza extrae su orgullo.
Pero ¿acaso no es cierto que, continuamente, incontables personas se ven implicadas en incontables conflictos políticos y pueden por lo tanto sentirse orgullosas de haberse encaramado al gran escenario de la Historia?
Tengo que precisar mi tesis: el orgullo del científico checo se debe al hecho de que no se encaramó al escenario de la Historia en cualquier momento, sino en el momento preciso en que éste se iluminó. El escenario iluminado de la Historia se llama la Actualidad Histórica Planetaria. Praga en 1968, iluminada por los focos y observada por las cámaras, fue una Actualidad Histórica Planetaria por excelencia y el científico checo está orgulloso de sentir todavía hoy aquel beso en la frente.
Si una gran negociación comercial, si los encuentros en la cumbre de los grandes de este mundo, son importantes noticias de actualidad, y también se iluminan, se filman, se comentan; ¿por qué no despiertan en sus protagonistas el mismo conmovido sentimiento de orgullo?
Me apresuro a hacer una última precisión: el científico checo no había sido agraciado con cualquier Actualidad Histórica Planetaria, sino con la que se llama Sublime. La Actualidad es Sublime cuando el hombre situado en el proscenio sufre mientras al fondo resuena el crepitar de los fusiles y por encima planea el Arcángel de la muerte.
Esta es, pues, la fórmula definitiva: el científico checo está orgulloso por haber sido agraciado con la Actualidad Histórica Planetaria Sublime. Sabe muy bien que esta gracia le distingue de todos los noruegos y daneses, de todos los franceses e ingleses presentes en la sala.



18
En la mesa de la presidencia hay un lugar en el que van alternándose los oradores; él no los escucha. Espera su turno, toquetea de vez en cuando en su bolsillo las cinco hojas de su corta- intervención, que no es, él lo sabe, muy brillante: al haber sido apartado durante veinte años del trabajo científico, sólo ha podido resumir lo que ya hizo público cuando, siendo un joven investigador, había descubierto y descrito una especie desconocida de mosca que él había bautizado Musca Pragensis. Luego, al oír al presidente pronunciar las sílabas que seguramente significan su apellido, se levanta y va hacia el lugar reservado a los oradores.
Durante los escasos veinte segundos de su desplazamiento, le ocurre algo inesperado: sucumbe a la emoción: Dios mío, después de tantos años se encuentra de nuevo entre la gente a quien estima y que le estima a él, entre científicos afines que pertenecen al mismo ambiente del que su destino le había arrebatado; cuando se detiene frente a la silla vacía que le está destinada, no se sienta; por una vez, quiere obedecer a sus sentimientos, ser espontáneo y decir a sus colegas desconocidos lo que siente.
«Perdónenme, damas y caballeros, por expresarles mi emoción, que no me esperaba y que me ha sorprendido. Después de casi veinte años de ausencia puedo dirigirme de nuevo a la asamblea de quienes reflexionan sobre los mismos problemas que yo, animados-por la misma pasión que yo. Vengo de un país en el que una persona, sólo por decir en voz alta lo que pensaba, podía verse privado del sentido mismo de su vida, ya que para un hombre de ciencia el sentido de su vida no es otra cosa que su ciencia. Como ustedes sabrán, decenas de miles de hombres, toda la inteüigentsia de mi país, fueron alejados de sus puestos después del trágico verano de 1968. Hace tan sólo seis meses, todavía trabajaba como albañil. No, no hay nada humillante en ello, aprendes muchas cosas, trabas amistad con gente sencilla y admirable, y también te das cuenta de que nosotros, gente de ciencia, somos unos privilegiados, porque hacer un trabajo que es a la vez una pasión es un privilegio, sí, amigos míos, el privilegio que jamás han conocido mis compañeros albañiles, porque es imposible cargar vigas con pasión. Vuelvo a tener este privilegio, que me fue arrebatado durante veinte años, -y me siento como embriagado. Esto explica, queridos amigos, por qué vivo estos momentos como una verdadera fiesta, aun cuando esta fiesta sea para mí algo melancólica.»
Al pronunciar estas últimas palabras, siente que las lágrimas le inundan los ojos. Esto le molesta un poco, le asalta la imagen de su padre, que, siendo ya anciano, estaba continuamente conmovido y lloraba a la más mínima, pero después se dijo, por qué no abandonarse por una vez: esta gente debería sentirse honrada de su emoción, que él les brinda como un pequeño recuerdo de Praga.
No se ha equivocado. Los asistentes, ellos también, están emocionados. En cuanto ha pronunciado la última palabra, Berck se levanta y aplaude. La cámara ya está allí, enfoca su rostro, sus manos que aplauden, y enfoca también al científico checo. Toda la sala se levanta, lenta o rápidamente, con el semblante sonriente o serio, todos aplauden y eso les gusta tanto que ya no saben cuándo parar, el científico checo está de pie frente a ellos, alto, muy alto, torpemente alto, y cuanta más torpeza emana de su estatura, más conmovedor es y más emocionado se siente, hasta el punto de que las lágrimas ya no se le arremolinan discretamente bajo los párpados, sino que le bajan solemnemente por la nariz, hacia la boca, hacia el mentón, a la vista de todos sus colegas, que se ponen a aplaudir aún más fuerte si cabe. Por fin, se atenúa la ovación, la gente vuelve a sentarse y el científico checo dice con voz temblorosa: «Se lo agradezco, queridos amigos, se lo agradezco de todo corazón». Se inclina y se dirige hacia su lugar. Sabe que está viviendo el momento más importante de su vida, el momento de gloria, sí, de gloria, por qué no decir la palabra, se siente grande y hermoso, se siente célebre y desea que el recorrido hasta su silla sea largo y no acabe nunca.


19
El silencio reinaba en la sala mientras iba hacia su silla. Tal vez sea más exacto decir que reinaban silencios. El científico no distinguía más que uno: el silencio emocionado. No se daba cuenta de que, progresivamente, como la imperceptible modulación que hace que una sonata pase de un tono a otro, el silencio emocionado había pasado a ser un silencio incómodo. Todo el mundo había comprendido que aquel señor con un apellido impronunciable estaba hasta tal punto conmovido por sí mismo que había olvidado leer la intervención que debía de haberles informado acerca de sus descubrimientos de nuevas moscas. Y todo el mundo sabía que habría sido de mala educación recordárselo. Tras una larga pausa, el presidente del congreso carraspea y dice: «Agradezco al señor Checoshipi... (se calla un buen rato para dar al invitado una última ocasión de acordarse) ... y doy la palabra al siguiente ponente». En ese momento el silencio queda brevemente interrumpido por una risa ahogada en el fondo de la sala.
Sumergido en sus pensamientos, el científico checo no oye ni la risa ni la intervención de su colega. Siguen otros oradores hasta el momento en que un científico belga, que se ocupa como él de moscas, le arranca de su ensimismamiento: ¡Dios mío, ha olvidado pronunciar su discurso! Lleva la mano a su bolsillo, las cinco hojas siguen allí como prueba de que no está soñando.
Arden sus mejillas. Se siente ridículo. ¿Puede aún salvar algo? No, sabe que no puede salvar nada en absoluto.
Tras unos instantes de vergüenza, una extraña idea acude a consolarle; es cierto que ha hecho el ridículo; pero no hay en ello nada negativo, nada vergonzoso o desconsiderado; ese ridículo que le ha tocado en suerte intensifica aún más la melancolía inherente a su vida, vuelve aún más triste su destino y, por lo tanto, aún más grande y hermoso.
No, el orgullo jamás abandonará la melancolía del científico checo.



20
Todos los congresos tienen sus desertores, que se reúnen en algún salón contiguo para beber. Vincent, harto de escuchar a los entomólogos y no suficientemente entretenido con la curiosa actuación del científico checo, se reúne en el vestíbulo con otros desertores, alrededor de una larga mesa cerca del bar.
Tras permanecer callado largo tiempo consigue intervenir en la conversación de los desconocidos: «Tengo una novia que quiere que sea brutal con ella».
Cuando lo dice Pontevin, hace una pequeña pausa durante la que el auditorio cae en un atento silencio. Vincent intenta hacer la misma pausa y, en efecto, oye elevarse una risa, una gran risa; eso le anima, sus ojos se iluminan, hace un gesto con la mano para calmar a sus oyentes, pero en ese mismo momento comprueba que todos miran hacia el otro lado de la mesa, divertidos por la discusión de dos señores que se echan sapos y culebras.
Tras uno o dos minutos, consigue una vez más que le escuchen: «Les decía que mi novia quiere que yo sea brutal con ella». Esta vez
todo el mundo le escucha y Vincent ya no comete el error de hacer una pausa; habla cada vez más rápido como si quisiera huir de alguien que le persiguiera para interrumpirlo: «Pero no puedo, soy demasiado fino», y como respuesta a estas palabras se pone a reír él solo. Al comprobar que su risa cae en el vacío, se apresura a seguir y acelera aún más el flujo de su discurso:
—Una mecanógrafa viene con frecuencia a mi casa, le dicto...
—¿Escribe con ordenador? —pregunta un hombre que se muestra repentinamente interesado.
Vincent contesta:
-Sí.
—¿Qué marca?
Vincent dice una marca. El hombre tiene uno igual y se pone a contarle historias de su ordenador, que ha adquirido la mala costumbre de jugarle malas pasadas. Todo el mundo ríe a carcajadas.
Y Vincent, tristemente, recuerda una vieja idea suya: uno cree siempre que las oportunidades de un hombre están más o menos determinadas por su aspecto exterior, por la belleza o la fealdad de su rostro, por la altura, por el pelo o su ausencia. Error. Es la voz lo que lo decide todo. Y la de Vincent es débil y demasiado aguda; cuando empieza a hablar nadie se da cuenta, de modo que se ve obligado a forzar la nota y entonces todo el mundo tiene la impresión de que grita. Pontevin, en cambio, habla muy bajo, y su voz baja resuena en toda la habitación, agradable, hermosa, poderosa, de tal manera que todo el mundo le escucha sólo a él.
¡Ah, maldito Pontevin! Había prometido acompañarle al congreso con todo su grupo, luego se desinteresó, fiel a su naturaleza, más proclive a los discursos que a la acción. Por un lado, Vincent lo lamentaba, pero, por otro, se sentía aún más obligado a no traicionar la exhortación que le había hecho su maestro el día anterior a su partida: «Tienes que representarnos. Te doy plenos poderes para actuar en nuestro nombre, por nuestra causa común». Por supuesto, era una exhortación algo bufa, pero la pandilla del Café Gascón está convencida de que en nuestro mundo fútil sólo las exhortaciones bufas merecen obedecerse. Al recordarlo, Vincent ve, junto a la cabeza del sutil Pontevin, la enorme bocaza de Machu, que sonríe aprobadora. Animado por ese mensaje y por esa sonrisa, se decide a actuar; mira a su alrededor y descubre, en el grupo que rodea la mesa del bar, a una joven que le gusta.


21
Los entomólogos son unos curiosos patanes: desatienden a la joven incluso cuando ella les escucha con la mejor voluntad del mundo, dispuesta a reír cuando hay que hacerlo y a aparentar seriedad cuando ellos se ponen serios. Es evidente que no conoce a ninguno de los que están allí y sus afanosas reacciones, que nadie percibe, ocultan un alma temerosa. Vincent se levanta de la mesa, se acerca al grupo en el que está la joven y se dirige a ella. Pronto se separan de los demás y se pierden en una conversación que, desde el comienzo, se anuncia fácil y sin fin. Se llama Julie, es mecanógrafa, y ha hecho algún trabajo para el presidente de los entomólogos: al no tener ya mucho más que hacer aquella tarde, ha aprovechado la ocasión para pasar la noche en aquel célebre castillo entre gente que la intimida pero que, al mismo tiempo, despierta su curiosidad, porque hasta el día anterior nunca en su vida había visto a ningún entomólogo. Vincent se siente a gusto con ella, no se ve obligado a levantar la voz, al contrario, la baja para que los demás no los escuchen. Luego, la lleva a una mesita a la que pueden sentarse uno junto al otro y le pone una mano sobre la suya.
—Sabes —dice él—, todo depende de la fuerza de la voz. Es más importante que tener una cara bonita.
—Tu voz es bonita.
—¿Te parece?
—Sí, me parece.
—Pero débil.
—Es lo que la hace agradable. Yo tengo una voz fea, chirriante, como un graznido, como el de un vieja corneja, ¿no crees?
—No —dice Vincent con cierta ternura—, me gusta tu voz, es provocativa, irrespetuosa.
—¿Tú crees?
—¡Tu voz es como tú! —dice Vincent afectuosamente—. ¡Tú también eres irrespetuosa y provocativa!
A Julie le gusta oír lo que le dice Vincent:
—Sí, es verdad.
—Toda esa gente es muy gilipollas —dice Vincent.
Ella está de acuerdo:
—Sí, del todo.
—Unos chulos engreídos. Unos burgueses. ¿Has visto a Berck? ¡Un cretino!
Ella está completamente de acuerdo. Se han portado con ella como si fuera invisible y le encanta oír todo eso contra ellos, se siente vengada. Vincent le parece cada vez más simpático, es guapo, alegre y sencillo, y no es en absoluto un chulo.
—Tengo ganas —dice Vincent— de armar un gran jaleo...
Suena bien: como la promesa de un motín. Julie sonríe, querría aplaudir.
—¡Te traigo un vaso de whisky! —le dice él y va hacia el otro extremo del vestíbulo, hacia el bar.


22
Entretanto, el presidente clausura él con los  participantes   abandonan  ruidosamente la sala y el vestíbulo se llena enseguida. Berck se acerca al científico checo:
—Me ha conmovido mucho su... —vacila adrede para dejar sentir hasta qué punto le resulta difícil encontrar una palabra lo bastante delicada como para calificar el upo de discurso que ha pronunciado el checo—, por su... testimonio. Tendemos a olvidar demasiado deprisa. Quiero que sepa que me afectó mucho lo que ocurría en su país. Usted es el orgullo de Europa, que, por cierto, no tiene muchos motivos para sentirse orgullosa.
El científico checo hace un vago gesto de protesta para dar cuenta de su modestia.
—No, no proteste —siguió Berck—, insisto en decírselo. Ustedes, precisamente ustedes, los intelectuales de su país, al manifestar una obstinada resistencia a la opresión comunista, han dado prueba del valor que tantas veces nos hace falta, han dado prueba de tal sed de libertad, yo diría incluso de tal voluntad de libertad, que se han convertido para nosotros en el ejemplo a seguir. Además —añade para dar a sus palabras un toque de familiaridad, una señal de connivencia—, Budapest es una magnífica ciudad, viva y, permítame recalcarlo, del todo europea.
—Querrá usted decir Praga —dice tímidamente el científico checo.
¡Ah, maldita geografía! Berck ha comprendido que ésta le ha hecho cometer un pequeño error y, dominando la irritación por la falta de tacto de su colega, dice:
—Sí, claro, me refería a Praga, pero también quería referirme a Cracovia, a Sofía, a San Petersburgo, pienso en todas esas ciudades del Este que acaban de librarse de un enorme campo de concentración.
—No diga campo de concentración. Perdíamos con frecuencia nuestro empleo, pero no estábamos en campos.
—¡Todos los países del Este estaban sembrados de campos, querido amigo! Campos reales o simbólicos, ¡qué más da!
—Y no diga del Este —sigue objetando el científico checo—. Praga, como usted sabe, es una ciudad tan occidental como París. La Universidad Karl IV fije fundada en el siglo xiv como la primera universidad del Sacro Imperio, llamado Romano Germánico. Allí es donde, como usted sabe, enseñó Jan Hus, precursor de Lutero, gran reformador de la Iglesia y de la ortografía.
¿Qué mosca le habrá picado al científico
checo? No hace más que rectificar a su interlocutor, que acaba rabiando, aun cuando su voz siga siendo amistosa:
—Querido colega, no se avergüence de ser del Este. Francia siente la mayor simpatía por el Este. ¡Piense en la emigración del siglo xix!
—No tuvimos ninguna emigración en el siglo XIX.
—¿Y Mickiewicz? ¡Me enorgullece que haya encontrado en Francia su segunda patria!
—Pero Mickiewicz no era... —sigue objetando el científico checo.
En ese momento Immaculata entra en escena; hace gestos enérgicos en dirección a su cámara, luego, con un movimiento de la mano, aparta al checo, se instala cerca de Berck y se dirige a él: «Jacques-Aíain Berck...».
El cámara vuelve a colocarse el aparato encima del hombro: «¡Un momento!».
Immaculata interrumpe, mira al cámara, luego una vez más: «Jacques-Alain Berck...».


23
Cuando, una hora antes, Berck había visto a Immaculata y a su cámara en la sala de actos, pensó que iba a aullar de ira. Pero ahora la irritación provocada por el científico checo ha prevalecido sobre la provocada por Immaculata; agradecido por haberle sacado de encima al pedante exótico, le concede incluso una vaga sonrisa.
Envalentonada, habla con voz alegre y ostensiblemente familiar: «Jacques Alain Berck, en esta reunión de entomólogos a cuya familia usted pertenece por coincidencias del destino, acaba de vivir momentos llenos de emoción...», y le acerca el micrófono a la boca.
Berck contesta como un alumno: «Sí, pudimos acoger entre nosotros a un gran entomólogo checo que, en lugar de dedicarse a su profesión, tuvo que pasarse toda la vida en la cárcel. Nos ha conmovido a todos su presencia en nuestro país».
Ser bailarín no es sólo una pasión, es también un camino del que ya no puedes apartarte; cuando Duberques le humilló después del almuerzo con los enfermos de SIDA, Berck no fue a Somalia por exceso de vanidad, sino porque se sentía obligado a rectificar un paso de baile fallido. En este momento, siente la insipidez de sus frases, sabe que les falta algo, una pizca de sal, una idea inesperada, una sorpresa. Por eso, en lugar de detenerse, sigue hablando hasta que ve acercarse de lejos una mejor inspiración: «Y aprovecho la ocasión para anunciar mi propuesta de fundar una asociación entomológica franco-checa. (Sorprendido él mismo de semejante idea, de pronto se siente mucho mejor.) Acabo de hablarlo con mi colega de Praga (esboza un vago gesto en dirección al científico checo), quien se ha mostrado encantado con la idea de adornar esta asociación con el nombre de un gran poeta exiliado del siglo pasado que simbolizará para siempre la amistad entre nuestros dos pueblos. Mickiewicz. Adam Mickiewicz. La vida de este poeta es como una lección que nos recordará que todo lo que hacemos,.ya-sea poesía ya sea ciencia, es una rebelión. (La palabra "rebelión" lo ha puesto definitivamente en excelente forma.) Porque el hombre siempre es rebelde (ahora, está realmente hermoso y lo sabe), ¿no es así, amigo mío? (se gira hacia el científico checo, que aparece inmediatamente en el marco de la cámara e inclina la cabeza como si quisiera decir "sí"), usted ha dado prueba de ello con su propia vida, con sus sacrificios, con sus sufrimientos, sí, usted me lo confirma, el hombre digno de ese nombre siempre está en estado de rebelión, rebelión contra la opresión, y si ya no hay opresión... (hace una larga pausa, sólo Pontevin sabe hacer pausas tan largas y tan eficaces; luego, en voz baja:) contra la condición humana que no hemos elegido».
Rebelión contra la condición humana que no hemos elegido. La última frase, la guinda de su improvisación, le ha sorprendido a él mismo; frase realmente hermosa, por otra parte; le lleva bruscamente muy lejos de las prédicas de los políticos y le hace comulgar con los más grandes espíritus de su país: Camus habría podido escribir esa frase, y también Malraux, o Sartre.
Immaculata, feliz, hace una señal al cámara, y éste corta.
En ese momento el científico checo se acerca a Berck y le dice:
—Ha sido muy bonito, realmente muy bonito, pero permítame decirle que Mickiewicz no era...
Después de sus actuaciones públicas, Berck se queda siempre como embriagado; con voz firme, burlona y fanfarrona, interrumpe al científico checo:
—Sí, querido colega, sé tan bien como usted que Mickiewicz no era entomólogo. Ser entomólogo es algo que, por otra parte, les ocurre muy pocas veces a los poetas. Pero, pese a este inconveniente, son el orgullo de la humanidad entera, de la que, con su permiso, los entomólogos, e incluso usted mismo, también forman parte.
Una gran risa liberadora estalla como un vapor largamente contenido; efectivamente, en cuanto han comprendido que aquel señor conmovido por sí mismo había olvidado pronunciar su intervención, los entomólogos sienten todos ganas de reír. Los comentarios impertinentes de Berck les han liberado por fin de sus miramientos y todos se ríen sin disimular su felicidad.
El científico checo está perplejo: ¿dónde ha quedado el respeto que sus colegas le han manifestado hace apenas dos minutos? ¿Cómo es posible que se rían, que se permitan reír? ¿Puede uno pasar tan fácilmente de la adoración al desprecio? (Pues sí, querido amigo, pues sí.) ¿Es entonces la simpatía algo tan frágil, tan precario? (Pues por supuesto, querido amigo, por supuesto.)
En ese preciso instante Immaculata se acerca a Berck. Habla con voz fuerte y como achispada:
—¡Berck, Berck, eres magnífico! ¡Has estado tal como eres tú! ¡Oh, cuánto me gusta tu ironía! ¡Y eso que he tenido que padecerla yo misma! ¿Te acuerdas del colegio? Berck, Berck, ¿te acuerdas de cuando me llamabas Immaculata? ¡El ave nocturna que te impidió dormir! ¡Que turbó tus sueños! Tenemos que hacer juntos una película, un retrato tuyo. Admitirás que sólo yo tengo el derecho de hacértelo.
La risa con- la cual los entomólogos le han recompensado por el rapapolvo infligido al científico checo todavía resuena en la cabeza de Berck y le embriaga; en semejantes momentos le colma una inmensa autosatisfacción y se siente capaz de actos temerariamente sinceros que muchas veces le asustan a él mismo. Perdonémosle, pues, de antemano lo que está a punto de hacer. Toma a Immaculata del brazo, la lleva aparte para protegerse de los oídos indiscretos, luego, en voz baja, le dice:
—Vete a la mierda, viejo putarrón, con tus vecinas enfermas, vete a la mierda, ave nocturna, espantajo nocturno, pesadilla nocturna, señuelo de mi estupidez, monumento de mi necedad, basura de mis recuerdos, maloliente orina de mi juventud...
Ella escucha y no quiere creer que oye realmente lo que oye. Piensa que él dirige a otra persona esas espantosas palabras, para despistar, para engañar a los presentes, piensa que esas palabras no son sino una triquiñuela que ella no está en condiciones de comprender; pregunta entonces suave, cándidamente:
—¿Por qué me dices eso? ¿Por qué? ¿Cómo debo yo interpretarlo?
—¡Debes interpretarlo tal como te lo digo! ¡Tal cual! ¡Sin más! ¡Putarrón como putarrón, cargante como cargante, pesadilla como pesadilla, orina como orina!


24
Durante todo este tiempo, desde el bar del vestíbulo, Vincent ha estado observando al objeto de su desprecio. No ha podido captar nada
de la conversación, ya que la escena se ha producido a unos diez metros. No obstante, algo le parecía claro: Berck se presentaba ante él tal como Pontevin lo había descrito siempre: un payaso de los mass media, un farsante, un chulo, un bailarín. El que un equipo de televisión se dignara a interesarse por los entomólogos se debía sin duda tan sólo a su presencia. Vincent lo ha observado atentamente estudiando su arte de bailar: su modo de no soltar la cámara con la mirada, su habilidad para colocarse siempre delante de los demás, la elegancia con la que sabe hacer un gesto con la mano para llamar la atención sobre él. En el momento en que Berck toma a Immaculata del brazo, ya no aguanta más y exclama:
—¡Mírenlo, lo único que le interesa es esa mujer de la tele! ¡No ha tomado del brazo a su colega extranjero, le importan un comino sus colegas, sobre todo sí. son extranjeros, la tele es su único maestro, su única amante, su única concubina, porque apuesto a que no tiene otras, apuesto a que es el tipo con menos cojones del universo!
Curiosamente, esta vez su voz, pese a su desafortunada debilidad, ha sido perfectamente perceptible. A veces, efectivamente, se dan circunstancias en que se oye incluso la voz más débil. Ocurre cuando emite ideas que irritan. Vincent desarrolla sus reflexiones, es brillante, incisivo, habla de los bailarines y del contrato que han firmado con el Ángel y, cada vez más satisfecho de su elocuencia, asciende por sus hipérboles como quien sube los peldaños de una escalinata que conduce al cielo. Un joven con gafas, vestido con traje y chaleco, le escucha y le observa pacientemente, como una fiera que acecha. Luego, cuando Vincent ha agotado su elocuencia, dice:
—Estimado señor, no podemos elegir la época en que nacemos. Y todos vivimos bajo la mirada de las cámaras. Forma parte ya de la condición humana. Incluso cuando hacemos la guerra, la hacemos ante el ojo de las cámaras. Y cuando queremos protestar contra lo que sea, no conseguimos que nos escuchen sin las cámaras. Somos todos bailarines, como usted dice. Yo diría incluso: o somos bailarines, o somos desertores. Usted parece lamentar, estimado señor, que avancen los tiempos. ¡Retroceda entonces! Si quiere, ¡al siglo XII! Pero, una vez allá, ¡protestará usted contra las catedrales porque son una barbarie moderna! ¡Vuelva aún más atrás! ¡Vuelva a los simios!
¡Allá, ninguna modernidad le amenazará, allá usted estará en su casa, en el inmaculado país de los monos! Nada más humillante que no encontrar una respuesta mordaz a un ataque mordaz. Con indecible apuro, Vincent, cobardemente, se retira bajo la risa burlona. Tras un minuto de consternación, recuerda que Julie le está esperando; de un trago vacía el vaso que conservó intacto en la mano; luego, lo deja encima de la mesa del bar y toma dos vasos más de whisky, uno para él y otro para llevárselo a Julie.


25
La imagen del hombre con traje y chaleco se ha quedado clavada en su alma como una espina, no consigue deshacerse de ella; lo que se convierte en algo tanto más penoso cuanto que quiere, a la vez, seducir a una mujer. Pero ¿cómo seducirla si su pensamiento está fijo en una espina que hace daño?
Ella se da cuenta de su estado de ánimo:
—¿Dónde has estado durante todo este tiempo? Pensaba que ya no volverías. Que querías dejarme.
Vincent comprende que ella le aprecia y eso alivia un poco el dolor causado por la espina. Intenta otra vez ser encantador, pero ella se muestra desconfiada:
—No me engañes. Has cambiado desde hace un rato. ¿Has encontrado a algún conocido?
—No, no —dice Vincent.
—Sí, sí. Te has encontrado con una mujer. No te molestes, si quieres irte con ella, puedes, hace media hora yo no te conocía. Podría, pues, seguir sin conocerte.
Ella se pone cada vez más triste y para un hombre no hay bálsamo más bienhechor que la tristeza que ha suscitado en una mujer.
—No, créeme, no hay ninguna mujer. Me he encontrado con un tipo cargante, un cretino macabro con el que he tenido una discusión. Nada más, nada más. —Y le acaricia la mejilla con tanta sinceridad, con tanta ternura, que ella se deja de sospechas.
—De todos modos, Vincent, has cambiado completamente.
—Ven —dice él, y la invita a ir con él al bar.
Quiere arrancar la espina de su alma con un chorro de whisky. El elegante con traje y chaleco sigue allí, con otros más. No hay ninguna mujer en los alrededores y eso reconforta a Vincent, acompañado de Julie, que le parece de pronto más guapa. Pide dos vasos más de whisky, le da uno a ella, bebe rápidamente el suyo, luego se inclina sobre Julie:
—Míralo, allí está el cretino ese con gafas, traje y chaleco.
—¿Ese? Pero Vincent, si no es nadie, no es absolutamente nadie, ¿cómo puedes hacerle caso?
—Tienes razón. Es un mal follado. Es un sin polla. No tiene cojones —dice Vincent y le parece que la presencia de Julie le aleja de su derrota, ya que la verdadera victoria, la única que vale, es la conquista de una mujer que te has levantado a una velocidad ejemplar en el ambiente siniestramente a-erótico de los entomólogos.
—Nadie, nadie, nadie, te lo aseguro —repite Julie.
—Tienes razón —dice también Vincent—, si sigo haciéndole caso me convierto en un cretino como él. —Y, allí, arrimados a la mesa del bar, delante de todo el mundo, él la besa en la boca
Es su primer beso.
Salen al parque, pasean, se detienen y se besan de nuevo. Luego encuentran un banco en el césped y se sientan. De lejos les llega el murmullo del río. Están traspuestos, sin saber por qué; yo sí lo sé: oyen el río de Madame de T., el río de sus noches de amor; desde el pozo de los tiempos, el siglo de los placeres envía a Vincent un discreto saludo.
Y él, como si lo percibiera:
—Antaño, en esos castillos, había orgías. Ya sabes, el siglo XVIII Sade. El marqués de Sade. La filosofía en el tocador. ¿Conoces ese libro?
-No.
—Deberías conocerlo. Te lo prestaré. Es una conversación entre dos hombres y dos mujeres en medio de una orgía.
—Sí —dice ella.
—Los cuatro están desnudos, hacen el amor, todos juntos.
—  Sí.
—Te gustaría, ¿no?
—No lo sé —dice ella.
Pero ese «no lo sé» no es un rechazo, es la conmovedora sinceridad de una modestia ejemplar.
No se arranca fácilmente una espina. Se puede controlar el dolor, reprimirlo, simular que ya no se piensa en él, pero esa misma simulación es ya un esfuerzo. Si Vincent habla tan apasionadamente de Sade y de sus orgías no es tanto porque quiera pervertir a Julie como porque intenta olvidar la ofensa que el elegante con traje y chaleco le ha infligido.
—Claro que sí —dice él—, claro que lo sabes. —Y la abraza y la besa—. Sabes muy bien que te gustaría.
Y querría citar muchas frases, evocar muchas situaciones que él conoce de ese libro fantástico que se llama La filosofía en el tocador.
Luego se levantan y prosiguen su paseo. La luna llena aparece por detrás de la hojarasca. Vincent mira a Julie y, de pronto, queda embrujado: la luz blanca le ha otorgado a la joven la belleza de un hada, una belleza que le sorprende, belleza reciente que él no ha visto antes en ella, belleza fina, frágil, casta, inaccesible. Y, de repente, sin saber siquiera cómo se le ha ocurrido, imagina su ojo del calo. Brusca, inesperadamente, esa imagen está allí y ya no podrá deshacerse de ella.
¡Ah, el ojo del culo liberador! Gracias a él el elegante con traje y chaleco (¡por fin, por fin!) ha desaparecido del todo. Lo que no han podido varios vasos de whisky, ¡un ojo del culo ha sabido hacerlo en un segundo! Abraza a Julie, la besa, le toquetea los pechos, contempla su delicada belleza de hada y, mientras tanto, constantemente, imagina su ojo del culo. Tiene unas inmensas ganas de decírselo: «Te toco las tetas, pero no pienso en otra cosa que en tu ojo del culo». Pero no puede hacerlo, las palabras no le salen de la boca. Cuanto más piensa en el ojo del culo, más blanca, transparente y angelical es Julie, tanto que le resulta imposible pronunciar esas palabras en voz alta.


26
Vera duerme y yo, de pie ante la ventana abierta, miro a dos personas que pasean por el parque del castillo en una noche de luna.
De pronto oigo la respiración de Vera que se acelera, me giro hacia su cama y comprendo que está a punto de gritar. ¡Nunca la vi tener pesadillas! ¿Qué ocurre en este castillo?
La despierto y ella me mira, con los ojos muy abiertos, llenos de espante. Luego me
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cuenta, precipitadamente, como en un ataque de fiebre:
—Me encontraba en un larguísimo pasillo de este hotel. De pronto, a lo lejos, ha aparecido un hombre y ha corrido hacia mí. Cuando ha llegado a unos diez metros, se ha puesto a gritar. E imagínate, ¡hablaba en checo! Frases completamente enloquecidas: «¡Mickiewicz no es checo! ¡Mickiewicz es polaco!». Luego, se ha acercado, amenazante, a unos pasos y me has despertado.
—Perdona —le digo—, te estás volviendo víctima de mis elucubraciones.
—¿Cómo puede ser eso?
—Como si tus sueños fueran una papelera donde tiro las páginas demasiado tontas.
—¿Qué estás inventando? ¿Una novela? —pregunta ella, angustiada.
Inclino la cabeza.
—Me has dicho muchas veces que te gustaría un día escribir una novela en la qué no hubiera una sola palabra seria. Una Gran Tontería Por Puro Gusto. Me temo que ha llegado el momento. Sólo quiero ponerte en guardia: ¡ve con cuidado!
Inclino la cabeza aún más.
—¿Recuerdas lo que te decía tu madre?
Oigo su voz como si fuera ayer: Milanku, deja de bromear. Nadie te entenderá. Ofenderás a todo el mundo y todo el mundo acabará por odiarte. ¿Te acuerdas?
—Sí —digo.
—Te aviso. La seriedad te protegía. La falta de seriedad te dejará desnudo ante los lobos. Y ya sabes que los lobos acechan.
Tras esta terrible profecía, ha vuelto a dormirse.


27
Más o menos en ese mismo momento entra el científico checo en su habitación, deprimido, con el alma magullada. En sus oídos sigue resonando la-risa que estalló después de los sarcasmos de Berck. Y sigue perplejo: ¿puede pasarse tan a la ligera de la admiración al desprecio?
Me pregunto, efectivamente, ¿dónde ha quedado el beso que la Actualidad Histórica Planetaria Sublime ha depositado en su frente?
Aquí es donde se equivocan los cortesanos de la Actualidad, No saben que las situaciones que la Historia pone en escena permanecen iluminadas durante los primeros minutos. Ningún acontecimiento es actual en toda su duración, sino tan sólo durante un periodo de tiempo muy breve, muy al principio. Los niños moribundos de Somalia a quienes miraban ávidamente millones de espectadores ¿acaso ya no mueren? ¿Qué se ha hecho de ellos? ¿Han engordado o adelgazado? ¿Existe todavía Somalia? Y, de hecho, ¿existió alguna vez? ¿No será el nombre de un espejismo?
La manera como se cuenta la Historia contemporánea se asemeja a un gran concierto en el que se presentaran seguidos los ciento treinta y ocho opus de Beethoven, pero tocando tan sólo los ocho primeros tiempos de cada uno de ellos. Si volviera a hacerse el mismo concierto diez años después, sólo se tocaría, de cada pieza, la primera nota, siendo, pues, ciento treinta y ocho notas durante todo el concierto, presentadas como una única melodía. Y, veinte años después, toda la música de Beethoven quedaría resumida en una única larguísima nota aguda que se asemejaría a la que oyó, infinita y muy alta, el primer día de su sordera.
El científico checo está hundido en su melancolía y, a modo de consuelo, le asalta la idea de que de la época de su heroico trabajo como albañil, que todos quieren olvidar, conserva un recuerdo material y palpable: una excelente musculatura. Una discreta sonrisa de satisfacción asoma a su rostro, pues está seguro de que nadie entre los presentes tiene músculos como los suyos.
Sí, créanlo o no, esta idea, aparentemente risible, le anima realmente. Tira la chaqueta y se tumba boca abajo en el suelo. Luego, se levanta apoyándose en las manos. Repite el movimiento veintiséis veces y se siente satisfecho de sí mismo. Recuerda los tiempos en que, con sus compañeros albañiles, iba después de trabajar a bañarse en un pequeño estanque que había detrás de la obra. A decir verdad, era entonces cien veces más feliz que ahora en este castillo. Los obreros le llamaban Einstein y le querían.
Le asalta la idea, frívola (se da cuenta de esa frivolidad e incluso se alegra), de ir a bañarse en la hermosa piscina del hotel. Con alegre y consciente vanidad, quiere enseñar su cuerpo a los intelectuales enclenques de este país sofisticado, supercultivado, y a fin de cuentas pérfido. Por suerte, ha traído de Praga su traje de baño (lo lleva siempre a todas partes), se lo pone y se mira, semidesnudo, en el espejo. Dobla los brazos y los bíceps se hinchan en todo su esplendor. «Si alguien quisiera negar mi pasado, ¡aquí están mis músculos como prueba irrefutable!» Imagina su cuerpo paseando alrededor de la piscina, enseñando a los franceses que existe un valor muy elemental que es la perfección corporal, perfección de la que él puede jactarse y de la que ellos no tienen ni idea. Luego, encuentra un poco fuera de lugar ir semidesnudo por los pasillos del hotel y se pone una camiseta. Queda el problema de los pies. Dejarlos descalzos le parece tan inapropiado como ir con zapatos; decide pues ir con calcetines. Así ataviado, se mira una vez más en el espejo. Otra vez el orgullo se une a la melancolía y, otra vez, se siente seguro de sí mismo.


28
El ojo del culo. Puede decirse de otra manera, por ejemplo como Guillaume Apoilinaire: la novena puerta de tu cuerpo. Su poema sobre las nueve puertas del cuerpo femenino existe en dos versiones: envió la primera a su amante Lou en una carta escrita desde las trincheras el 11 de mayo de 1915, y la otra, desde el mismo lugar, a otra amante, Madeleine, el 21 de septiembre del mismo año. Los poemas, bellos los dos, difieren por su imaginación, pero están compuestos de la misma manera: cada estrofa está dedicada a una de las puertas del cuerpo de la bien amada: un ojo, otro ojo, una oreja, la otra oreja, la fosa nasal derecha, la fosa nasal izquierda, la boca, luego, en el poema a Lou, «la puerta de tu grupa» y, por fin, la novena puerta, la vulva. En el segundo poema, por el contrario, el destinado a Madeleine, al final se produce un curioso cambio de puertas. La vulva retrocede al octavo lugar y es el ojo del culo abriéndose «entre dos montañas de nácar» el que ocupará la novena puerta: «aún más misteriosa que las otras», la puerta «de los sortilegios de los que nadie se atreve a hablar», la «puerta suprema».
Pienso en esos cuatro meses y diez días que separan los dos poemas, cuatro meses que Apollinaire pasó en las trincheras, sumergido en intensas ensoñaciones eróticas que le llevaron a este cambio de perspectiva, a esta revelación: el ojo del culo es el punto milagroso en el que se concentra toda la energía nuclear de la desnudez. La puerta de la vulva es importante, claro (por supuesto, ¿quién se atrevería a negarlo?), pero es demasiado oficialmente importante, es un lugar registrado, clasificado, controlado, comentado, examinado, experimentado, vigilado, alabado, celebrado. La vulva: ruidosa encrucijada donde se da cita la cotorra humanidad, túnel por el que pasan las generaciones. Sólo los necios se dejan convencer de la intimidad de este lugar, el más público de todos. El único lugar realmente íntimo, ante cuyo tabú se inclinan incluso las películas pornográficas, es el ojo del culo, la puerta suprema; es suprema porque es la más misteriosa, la más secreta.
Vincent alcanzó semejante sabiduría, que le costó a Apolináire cuatro meses bajo un firmamento de obuses, durante un único paseo con Julie, quien se volvió diáfana bajo la luz de la luna.


29
Es una situación difícil no poder hablar más que de una sola cosa y, al mismo tiempo, no estar en condiciones de hacerlo: el ojo del culo queda impronunciado en la boca de Vincent como una mordaza que le deja mudo. Mira al cielo como en busca de ayuda. Y el cielo se la concede: le envía una inspiración poética; Vincent exclama: «¡Mira!», y hace un gesto en dirección a la luna. «Es como un ojo del culo abierto en el cielo.»
Vuelve la mirada hacia Julie. Transparente y tierna, ella sonríe y dice: «Sí», porque desde hace ya una hora está dispuesta a admirar cualquier comentario que provenga de él.
El oye su «sí», pero persiste en su ansia. Parece casta como un hada y quisiera oírla decir «el ojo del culo». Desea ver su boca de hada pronunciar esas palabras, ¡oh, cuánto lo desea! Querría decirle: repite conmigo, el ojo del culo, el ojo del culo, el ojo del culo, pero no se atreve. Presa de su elocuencia, se hunde en cambio cada vez más en su metáfora: «¡El ojo del culo del que se desprende una luz macilenta que llena las entrañas del universo!». Y extiende el brazo hacia la luna: «¡Adelante, al ojo del culo del infinito!».
No puedo reprimir un pequeño comentario sobre esta improvisación de Vincent: mediante su obsesión confesada por el ojo del culo, cree consumado su apego al siglo XVIII, a Sade y a toda la banda de libertinos; pero como si careciera de fuerzas suficientes para llevar esta obsesión hasta el final, con todas sus consecuencias, acude en su ayuda otra herencia, muy distinta, incluso contradictoria, que pertenece al siglo siguiente; dicho de otra manera, sólo lirizándolas, trocándolas por metáforas, es capaz de hablar de sus hermosas obsesiones libertinas. Sacrifica el espíritu del libertinaje al espíritu de la poesía. Y traslada al cielo el ojo del culo de un cuerpo de mujer.
¡Ay, qué desplazamiento tan lamentable y penoso de ver! No me gusta seguir acompañando a Vincent por este camino: forcejea, enmarañado en su metáfora como una mosca T una tira pegajosa; exclama una vez más: «¡El ojo del culo del cielo como el ojo de una cámara divina!».
Como si diera prueba de su agotamiento, Julie rompe las evoluciones poéticas de Vincent señalando con la mano el vestíbulo iluminado detrás de los ventanales: «Se ha ido casi todo el mundo».
Vuelven: efectivamente, ante las mesas sólo quedan los últimos invitados. El elegante con traje y chaleco ya no está. Sin embargo, su ausencia se lo recuerda a Vincent con tal virulencia que vuelve a oír su voz, fría y malvada, acompañada de la risa de sus colegas. Siente de nuevo vergüenza: ¿cómo ha podido sentirse tan desamparado ante él? ¿Tan lamentablemente mudo? Se esfuerza por barrerlo de su mente, pero no lo consigue y vuelve a oír sus palabras: «Todos vivimos bajo la mirada de las cámaras. Forma parte ya de la condición humana...».
Olvida completamente a Julie y, sorprendido, se detiene en estas dos frases; qué raro: el argumento del elegante es casi idéntico a la idea que él mismo, Vincent, le ha objetado hace poco a Pontevin: «Si quieres intervenir en un conflicto público, llamar la atención sobre una injusticia, ¿cómo puedes, en nuestra época, no ser o no parecer un bailarín?».
¿Será ésta la razón por la que se ha quedado tan desnortado ante el elegante? ¿Era acaso su razonamiento tan cercano al suyo como para poder atacarle? ¿No estaremos todos atrapados en la misma trampa, sorprendidos por un mundo que repentinamente se ha transformado sin enterarnos en un episodio del que no hay salida? ¿No hay, pues, diferencia alguna entre lo que piensa Vincent y lo que piensa el elegante?
No, ¡es una idea insoportable! El desprecia a Berck, desprecia al elegante, y su desprecio precede a todos sus juicios. Se esfuerza tercamente por captar la diferencia que les separa hasta alcanzar a vería con toda claridad: ellos, cual miserables siervos, se alegran de la condición humana tal como les ha sido impuesta: bailarines contentos de serlo. Mientras que él, aun sabiendo que no hay salida, proclama su desacuerdo con ese mundo. Sólo entonces se le ocurre la respuesta que habría tenido que arrojarle a la cara al elegante: «Si vivir bajo las cámaras ha pasado a ser nuestra condición, me rebelo contra ella. ¡No la he elegido yo!». ¡Esta es la respuesta! Se inclina hacia Julie y sin la menor explicación le dice: «¡Lo único que nos queda es rebelarnos contra la condición humana que no hemos elegido!».
Acostumbrada ya a las frases incongruentes de Vincent, encuentra que ésta es soberbia y contesta en tono combativo: «¡Por supuesto!».
Y, como si la palabra «rebela la hubiera llenado de una alegre energía, dice: «Vamos a mi habitación».
De repente, el elegante vuelve a desaparecer de la cabeza de Vincent, quien mira a Julie, maravillado por estas últimas palabras.
Ella también está maravillada. Cerca del bar quedan todavía algunas personas con las que ella había estado antes de que Vincent se dirigiera a ella. Se habían comportado como si no existiera, y ella se había sentido humillada. Ahora, Julie las mira, soberana, invulnerable. Ya no la impresionan. Tiene ante ella una noche de amor y la tiene gracias a su propia voluntad, gracias a su propio valor; se siente rica, afortunada, y más fuerte que toda esa gente.
Le murmura a Vincent al oído: «Son todos unos sin  pollas». Ella sabe que es una palabra de Vincent y lo dice para que comprenda que se entrega a él y que le pertenece.
Es como si le hubiera puesto entre las manos una granada de euforia. El podría irse ahora directamente a la habitación con la hermosa portadora del ojo del culo pero, como si obedeciera a una orden lanzada desde lejos, antes se cree obligado a armar allí un gran jaleo. Se ve presa de un torbellino arrebatador en el que se mezclan la imagen del ojo del culo, la inminencia del coito, la voz burlona del elegante y la gran silueta de Pontevin, quien, como un Trotski desde su bunker parisino, dirige una gran algarada, un gran motín orgiástico.
«Vamos a bañarnos», anuncia a Julie y, corriendo, baja la escalera hacia la piscina, que, en aquel momento, está vacía y se ofrece a ellos desde arriba como un escenario de teatro. Vincent se desabrocha la camisa. Julie va hacia él. «Vamos a bañarnos», repite él y se quita el pantalón. «¡Desnúdate !»


30
Berck había dirigido a Immaculata su terrible discurso en voz baja, sibilante, de manera que la gente de alrededor fuese incapaz de captar la verdadera naturaleza del drama que se desarrollaba ante ella. Immaculata consiguió que no se notara nada; cuando Berck se alejó, ella se dirigió hacia la escalera, la subió, y sólo cuando se encontró por fin a solas, en el pasillo desierto que conduce a las habitaciones, cayó en la cuenta de que se tambaleaba.
Media hora después, sin sospechar nada, llegó el cámara a la habitación que compartían y la encontró de bruces en la cama.
—¿Qué ocurre?
Ella no le contesta.
El cámara se sienta a su lado y le pone una mano en la cabeza. Ella se la sacude como si la hubiera tocado una serpiente.
—Pero ¿qué ocurre?
Ha repetido la misma pregunta varias veces hasta que ella le dice:
—Por favor, vete a hacer gárgaras, odio el mal aliento.
El no tenía mal aliento, siempre se había lavado e iba escrupulosamente limpio, sabía por tanto que ella mentía, aun así se dirige dócilmente al cuarto de baño para hacer lo que ella le ha ordenado.
A Immaculata no se le ha ocurrido en vano la idea del mal aliento, es un recuerdo reciente e inmediatamente rechazado el que le ha inspirado semejante maldad: el recuerdo del mal aliento de Berck. Cuando escuchaba, hecha trizas, sus insultos, no estaba en condiciones de ocuparse de su exhalación, y un observador oculto en ella fue el que registró en su lugar ese olor nauseabundo e incluso el que añadió el siguiente comentario lúcidamente concreto: el hombre cuya boca huele mal no tiene amantes. Ninguna se acomodaría. Cada una encontraría la manera de insinuarle que huele mal y le forzaría a deshacerse de ese defecto. Bombardeada de insultos, ella escuchaba ese comentario silencioso que le parecía alegre y lleno de esperanzas porque le daba a entender que, pese al espectro de hermosas mujeres que Berck deja rondar a su alrededor, es hace tiempo indiferente a las aventuras galantes, y por lo tanto en la cama hay una plaza libre a su lado.
Mientras hace gárgaras, el cámara, que es un hombre a la vez romántico y práctico, se dice que la única manera de cambiar el humor macabro de su compañera es hacerle el amor lo antes posible. Se pone, pues, el pijama en el cuarto de baño y, con paso incierto, vuelve a sentarse a su lado en el borde de la cama.
Sin atreverse ya a tocarla, dice una vez mas:
-¿Qué ocurre?
Con implacable presencia de espíritu ella contesta:
—Si no eres capaz de decir otra frase menos imbécil, supongo que no puede esperarse nada de una conversación contigo.
Se levanta y va hacia el armario; lo abre para contemplar los pocos vestidos que ha colgado en él; esos vestidos la atraen; despiertan en ella el deseo a la vez vago y fuerte de no dejarse quitar de en medio; de volver al lugar de su humillación; de no aceptar su derrota; y, en caso de derrota, convertirla en un gran espectáculo en el que hará resplandecer su belleza herida y ostentará su orgullo rebelado.
—¿Qué haces? ¿Adonde quieres ir? —dice él.
—Tanto da. Lo que importa es no quedarme aquí contigo.
—¡Pero dime al menos qué ocurre!
Immaculata mira sus vestidos y comenta: «Ya va la sexta», y señalo que no se ha equivocado en sus cálculos.
—Has estado perfecta —le dice el cámara, decidido a hacer caso omiso de su mal humor—. Hemos hecho bien viniendo aquí. Tu proyecto de emisión sobre Berck es cosa hecha. He encargado una botella de champagne para la habitación.
—Puedes beber lo que quieras con quien quieras.
—Pero ¿qué ocurre?
—Y va la séptima. Contigo se ha acabado. Para siempre. Estoy harta del olor de tu boca. Eres mi pesadilla. Mi mal sueño. Mi derrota. Mi vergüenza. Mi humillación. Mi asco. Tengo que decírtelo. Brutalmente. Sin prolongar mis dudas. Sin prolongar mi pesadilla. Sin prolongar esta historia que ya no tiene ni pies ni cabeza.
Está levantada, frente al armario abierto, de espaldas al cámara, habla calmada, pausadamente, en voz baja, sibilante. Y luego empieza a desnudarse.


31
Es la primera vez que se desnuda delante de él con tal ausencia de pudor, con tan declarada indiferencia. Ese desnudarse quiere decir: tu presencia aquí, delante de mí, no tiene ninguna, pero ninguna importancia; tu presencia es como la de un perro o un ratón. Tu mirada no pondrá en movimiento la mínima parcela de mi cuerpo. Podría hacer lo que sea delante de ti, los actos más inconvenientes, podría vomitar delante de ti, lavarme las orejas o el sexo, masturbarme o mear. Eres un no-ojo, una no-oreja, una no cabeza. Mi orgullosa indiferencia es un manto que me permite moverme ante ti con toda libertad y con todo impudor.
El cámara ve cómo va transformándose totalmente ante él el cuerpo de su amante: ese cuerpo que solía entregársele con sencillez y rápidamente, se yergue ante él como una estatua griega en un pedestal de cien metros de altura. Está loco de deseo y es un deseo extraño que no se manifiesta sensualmente, sino que llena su cabeza y sólo su cabeza, deseo como fascinación cerebral, idea fija, locura mística, la certeza de que ese cuerpo, y ningún otro, está destinado a colmar su vida, toda su vida.
Ella siente cómo esa fascinación, esa devoción, se le pega a la piel, y una oleada de frialdad le sube a la cabeza. Ella misma se sorprende, jamás había conocido semejante oleada. Es una oleada de frialdad como hay oleadas de pasión, de calor o de ira. Porque esa frialdad es en realidad una pasión; como si la absoluta devoción del cámara y el absoluto rechazo de Berck fueran las dos caras de la misma maldición contra la que se rebela; como si el desaire de Berck quisiera arrojarla de nuevo a los brazos de su amante de siempre y que el único alarde contra ese desaire fuera el odio absoluto hacia ese amante. Esta es la razón por la que ella lo rechaza con semejante rabia y desea convertirlo en ratón, ese ratón en araña, y esa araña en mosca devorada por otra araña.
Ataviada con un vestido blanco, está decidida a bajar y exhibirse ante Berck y todos los demás. Está feliz por haber llevado al castillo un vestido blanco, el color del matrimonio, porque tiene la impresión de vivir el día de una boda al revés, boda trágica, sin marido. Lleva debajo del vestido blanco la herida de una injusticia, y se siente crecida por esa injusticia, embellecida por ella como embellecen con su desgracia los personajes de las tragedias. Va hacia la puerta, sabiendo que el otro, en pijama, saldrá pisándole los talones y permanecerá detrás de ella como un perro que la adora, y con él quiere atravesar así el castillo, pareja tragigrotesca, reina seguida por un perro bastardo.


32
Pero aquel a quien ella ha relegado al estado canino la sorprende. Está de pie en el umbral de la puerta y su rostro está furioso. De pronto, su voluntad de sumisión se ha agotado. Le invade el deseo desesperado de oponerse a esa belleza que le humilla injustamente. No encuentra el valor de abofetearla, de pegarla, de tirarla sobre la cama y violarla, pero por ello siente aún más la necesidad de hacer algo irreparable, infinitamente grosero y agresivo.
Ella se ve obligada a detenerse en el umbral:
—Déjame pasar.
—No dejaré que pases —le dice él.
—Ya no existes para mí.
—¿Cómo que ya no existo?
—No te conozco.
El ríe con una risa crispada:
—¿Que no me conoces? —Levanta la voz—. ¡Hemos follado esta misma mañana!
—¡Te prohibo que me hables así! ¡No con esas palabras!
—Esta misma mañana me has dicho tú misma esas palabras, ¡me has dicho fóliame, fóliame, fóliame!
—Era cuando aún te quería —dice ella ligeramente incómoda—, pero ahora esas palabras sólo son groserías.
El grita:
—¡Aun así hemos follado!
—¡Te lo prohibo!
—Anoche también, ¡hemos follado, follado, follado!
-¡Basta!
—¿Por qué puedes soportar mi cuerpo por la mañana y no por la noche?
—¡Sabes muy bien que odio la vulgaridad!
—¡Me importa un bledo lo que tú odies! ¡Eres un putarrón!
¡Ay, no tendría que haber pronunciado esa palabra, la misma que le había lanzado Berck! Ella grita:
—¡La vulgaridad me repugna y tú me repugnas!
El también grita:
—¡Así que has follado con alguien que te repugna! Y la que folla con alguien que le repugna es precisamente eso: ¡un putarrón, putarrón, putarrón!
Las palabras del cámara son cada vez más groseras y el miedo asoma en el rostro de Immaculata.
¿Miedo? ¿Le tiene realmente miedo? No lo creo: sabe muy bien, en su fuero interno, que no hay que exagerar la importancia de esta rebelión. Conoce la sumisión del cámara y sigue segura de ella. Sabe que la insulta porque quiere que ella le escuche, le mire, le tenga en consideración. La insulta porque es débil y, en lugar de fuerza, sólo cuenta con su grosería, con sus palabras agresivas. Sí ella le quisiera, aunque sólo fuera un poco, debería enternecerse ante semejante explosión de desesperada impotencia. Pero, en lugar de enternecerse, siente unas ganas irrefrenables de hacerle sufrir. Razón por la cual decide tomar sus palabras al pie de la letra, creer en sus insultos y tenerles miedo. Por eso le mira fijamente, con ojos que quieren parecer llenos de espanto.
El cámara ve el miedo en el rostro de Immaculata y se envalentona: suele ser él quien siempre tiene miedo, el que cede, el que pide perdón y, de pronto, como él le ha manifestado su fuerza, su ira, es ella quien tiembla.
Al creer que ella está confesando su debilidad, que está capitulando, él levanta la voz y sigue profiriendo agresivas e impotentes estupideces. El pobre no sabe que le está siguiendo el juego a ella, que sigue siendo un objeto manipulado, incluso cuando cree haber encontrado fuerza y libertad en su ira.
Ella le dice:
—Me das miedo. Eres odioso, eres violento.
No sabe, el pobre, que es una acusación irrevocable y que él, ese trapo de bondad y sumisión, pasará a ser así, de una vez por todas, un violador y un agresor.
—Me das miedo —dice ella una vez más y lo aparta para poder salir.
El la deja pasar y la sigue como un perro bastardo sigue a una reina.




33
La desnudez. Conservo un recorte de la revista Le Nouvel Obseruateur de octubre de 1993; un sondeo: a mil doscientas personas
que se consideran de izquierda se les envió una lista de doscientas diez palabras entre las que debían señalar aquellas que les fascinaran, aquellas a las que fueran más sensibles, que encontraran más atractivas y simpáticas; unos años antes se había hecho el mismo sondeo: en aquella época, de las doscientas diez palabras, la gente de izquierda se había puesto de acuerdo en dieciocho, confirmándose así una sensibilidad común. Hoy las palabras celebradas no eran más que tres. ¿Sólo tres palabras sobre las que puede entenderse la izquierda? ¡Oh, descalabro! ¡Oh, decadencia! ¿Y cuáles son esas tres palabras? Escuchen bien: rebelión; rojo; desnudez. Rebelión y rojo, se da por supuesto. Pero es sorprendente que, además de estas dos palabras, sólo la desnudez haga latir el corazón de la gente de izquierda, que sólo la desnudez siga siendo su patrimonio simbólico común. ¿Es ésta toda la herencia de esa magnífica historia de doscientos años, inaugurada solemnemente con la Revolución francesa, es ésta la herencia de Robespierre, Danton, Jaurés, Rosa Luxemburg, Lenin, Gramsci, Aragón, el Che Guevara? ¿La desnudez? ¿La barriga desnuda, los cojones desnudos, las nalgas desnudas? ¿Es ésta la última bandera bajo la cual los últimos destacamentos de la izquierda simulan todavía su gran marcha a través de los siglos?
Pero ¿por qué precisamente la desnudez? ¿Qué significa para la gente de izquierda esta palabra que ha señalado en la lista enviada por un centro de sondeos?
Recuerdo el cortejo de izquierdistas alemanes que, en los años setenta, para manifestar su ira contra cualquier cosa (una central nuclear, una guerra, el poder del dinero, ¿qué sé yo?) se pusieron en pelotas y marcharon así, aullando, por las calles de una gran ciudad alemana.
¿Qué debía expresar su desnudez?
Primera hipótesis: representaba para ellos la más estimada de todas las libertades, el más amenazado de todos los valores. Los izquierdistas alemanes atravesaron la ciudad enseñando su sexo desnudo como los cristianos perseguidos iban hacia la muerte llevando en el hombro una cruz de madera.
Segunda hipótesis: los izquierdistas alemanes no querían enarbolar el símbolo de un valor, sino, simplemente, escandalizar a un público odiado. Escandalizarlo, amedrentarlo, indignarlo. Bombardearlo con mierda de elefante. Verter sobre él todas las alcantarillas del universo.
Curioso dilema: ¿simboliza la desnudez el valor más elevado entre todos los valores, o más bien la mayor basura que pueda arrojarse como una bomba de excrementos sobre una asamblea de enemigos?
¿Qué representa, pues, para Vincent, quien repite a Julie: «¡Desnúdate!» y añade: «¡Hagamos un gran happening en las mismas narices de los mal follados!»?
¿Y qué representa para Julie, quien, dócilmente, e incluso con cierto afán, dice: «¿Por qué no?», y se desabotona el vestido?


34
Está desnudo. Se queda un poco sorprendido y ríe con una risa carraspeante que se dirige más a sí mismo que a ella, porque estar así desnudo en aquel gran espacio acristalado es para él tan poco habitual que no está en condiciones de pensar en nada más que en la excentricidad de la situación. Ella ya se ha quitado el sostén, luego la braguita, pero Vincent no la ve realmente: comprueba que está desnuda pero sin saber cómo es cuando está desnuda. Recordemos que, poco antes, estaba obsesionado por la imagen de su ojo del culo, ¿pensará todavía en él, ahora que ese ojo del culo se ha liberado de la seda de la braguita? No. El ojo del culo se le ha esfumado de la cabeza. En lugar de mirar atentamente el cuerpo que se ha desnudado en su presencia, en lugar de acercarse a él, de aprehenderlo lentamente, de tocarlo tal vez, él aparta la vista y se tira al agua.
Un chico raro el tal Vincent. Arremete contra los bailarines, delira sobre el tema de la luna y, en el fondo, resulta ser un deportista. Se zambulle y nada. De golpe, olvida su propia desnudez, olvida la de Julie y ya no piensa más que en su crol. Detrás de él, Julie, que no sabe zambullirse, baja prudentemente por la escalerilla. ¡Y Vincent no gira siquiera la cabeza para mirarla! El se lo pierde: porque la verdad es que Julie está encantadora, muy encantadora incluso. Su cuerpo está como iluminado; no por su pudor, sino por algo igualmente bello: por la torpeza de una intimidad solitaria, ya que, al tener Vincent la cabeza bajo el agua, está segura de que nadie la mira; el agua le llega al vello del pubis y le parece fría, le encantaría sumergirse pero le falta el valor. Se ha detenido y duda; luego, con prudencia, baja un escalón más de tal manera que el agua le llega al ombligo; se moja la mano y, acariciándose, se refresca los pechos. Es realmente hermoso mirarla. El cándido de Vincent no se entera de nada, pero yo veo por fin una desnudez que no representa nada, ni libertad ni basura, una desnudez exenta de toda significación, desnudez despojada, tal cual, pura, y que cautiva al hombre.
Por fin se pone a nadar. Nada mucho más lentamente que Vincent, la cabeza levantada con torpeza sobre la superficie del agua; Vincent ha recorrido ya tres veces los quince metros de la piscina cuando ella se acerca a la escalerilla para salir. El se apresura a seguirla. Están en el borde cuando, desde el vestíbulo, arriba, les llegan voces.
Movido por la proximidad de invisibles desconocidos, Vincent se pone a gritar: «¡Voy a sodomizarte!», y con una mueca de fauno se lanza sobre ella.
¿Cómo puede ser que en la intimidad de su paseo él no se haya atrevido a susurrarle una sola pequeña obscenidad y que ahora, cuando corre el riesgo de ser escuchado por cualquiera, aulle semejante enormidad?
Precisamente porque ha abandonado, imperceptiblemente, la zona de intimidad. La palabra pronunciada en un pequeño espacio cerrado significa una cosa distinta que la misma palabra resonando en un anfiteatro. Ya no es una palabra de la que fuera enteramente responsable y que estuviera destinada exclusivamente a la pareja, es una palabra que los demás exigen oír, los que están allí y les miran. El anfiteatro, es cierto, está vacío, pero incluso si lo está, el público, imaginado e imaginario, potencial y virtual, está allí, está con ellos.
Cabría preguntarse de quiénes se compone este público; no creo que Vincent evoque la gente que ha visto en el congreso; el público que ahora le rodea es numeroso, insistente, exigente, agitado curioso, pero a la vez del todo inidentificable, con los rasgos de la cara difuminados; ¿querrá decir que el público que él imagina es aquel con el que sueñan los bailarines?, ¿el público de los invisibles?, ¿aquel sobre el cual Pontevin construye sus teorías?, ¿el mundo entero?, ¿un infinito sin rostros?, ¿una abstracción? No del todo: porque detrás de ese tumulto anónimo se vislumbran rostros concretos: Pontevin y demás compañeros; observan, divertidos, la escena, observan a Vincent, a Julie e incluso al público de desconocidos que les rodea. Para ellos grita Vincent sus palabras, es su admiración y su aprobación las que quiere conquistar.
«¡No me sodomizarás!», grita Julie, que no sabe nada de Pontevin, pero que, ella también, pronuncia esta frase para aquellos que, aun sin estar allí, podrían estarlo, ¿Deseará que la admiren? Sí, pero ella sólo lo desea para complacer a Vincent. Quiere que un público desconocido e invisible la aplauda para que la ame el hombre al que ha elegido para esa noche y, ¿quién sabe?, para muchas otras más. Corre alrededor de la piscina y sus dos pechos se balancean alegremente de un lado para otro.
Las palabras de Vincent son cada vez más audaces; sólo su-carácter metafórico vela ligeramente su vigorosa vulgaridad.
—¡Te atravesaré con mi polla y te clavaré a la pared!
—¡No me clavarás!
—¡Quedarás crucificada en el techo de la piscina!
—¡No me quedaré crucificada!
—¡Te desgarraré el ojo del culo ante todo el universo!
—¡No lo desgarrarás!
—¡Todo el mundo verá tu ojo del culo!
—¡Nadie verá mi ojo del culo! —grita Julie.
En ese momento, oyen de nuevo voces cuya proximidad parece entorpecer el paso ligero de Julie e incitarla a parar: empieza a gritar con voz estridente como si le faltara poco para ser violada. Vincent la agarra y cae encima de ella en el suelo. Ella lo mira, con los ojos muy abiertos, a la espera de una penetración a la que está decidida a no resistirse. Abre las piernas. Cierra los ojos. Inclina ligeramente la cabeza hacia un lado.



35
No ha habido penetración. No la ha habido porque el miembro de Vincent está tan pequeño como una fresa marchita, como el dedal de una bisabuela.
¿Por qué está tan pequeño?
Se lo pregunto directamente al miembro de Vincent y éste, muy sorprendido, contesta: «¿Y por qué no habré de estar pequeño? ¡No he visto la necesidad de crecer!. ¡Créame, realmente no se me ha ocurrido semejante idea! No me habían avisado. De acuerdo con Vincent, he seguido esa extraña carrera alrededor de la piscina, impaciente por ver qué iba a pasar. ¡Me lo he pasado en grande! ¡Ahora usted acusará a Vincent de impotencia! ¡Por favor! Eso me culpabilizaría horriblemente y sería injusto, ya que vivimos en perfecta armonía y, le aseguro, sin jamás decepcionarnos el uno al otro. ¡Siempre me sentí orgulloso de él y él de mí!».
El miembro ha dicho la verdad. De hecho, Vincent no está especialmente contrariado por su comportamiento. Si su miembro actuara así en la intimidad de su apartamento, nunca se lo perdonaría. Pero aquí está dispuesto a considerar su reacción como razonable e incluso más bien decente. Decide pues tomarse las cosas tal como son y se pone a simular un coito.
Tampoco Julie está contrariada ni frustrada. Sentir los movimientos de Vincent encima de su cuerpo y no sentir nada dentro le parece extraño, pero, a fin de cuentas, aceptable, y responde a los vaivenes de su amante con sus propios movimientos.
Las voces que habían escuchado se- han alejado, pero un nuevo ruido repercute en el espacio resonante de la piscina: los pasos de un corredor que pasa muy cerca de ellos.
El jadeo de Vincent se acelera y amplía; gruñe y brama mientras Julie emite gemidos y sollozos, en parte porque el cuerpo mojado de Vincent le hace daño al caer una y otra vez sobre ella, en parte porque quiere así dar respuesta a sus rugidos.



36
Al no verles hasta en el último momento, el científico checo no ha podido evitarles. Pero hace como si no estuvieran allí y se esfuerza por mirar hacia otro lado. Está nervioso: todavía no conoce bien la vida en Occidente. En el imperio del comunismo hacer el amor al borde de una piscina era imposible, como muchas otras cosas que, por otra parte, ahora habrá que aprender pacientemente. Llega ya al otro lado de la piscina y le entran ganas de girarse para echar de todos modos un rápido vistazo a la pareja que copula; porque algo le inquieta: ¿tendrá el hombre que copula un cuerpo bien entrenado? ¿Qué es más útil para la cultura corporal, el amor físico o los trabajos manuales? Pero se controla al no querer pasar por un mirón.
Se detiene en el borde opuesto y empieza a hacer ejercicios: primero corre sin moverse levantando muy alto las rodillas; luego se apoya sobre las manos, patas arriba; desde niño sabe mantenerse en equilibrio en esta posición, que los gimnastas llaman hacer la vertical, y hoy lo hace tan bien como antaño; le asalta una pregunta: ¿cuántos grandes científicos franceses sabrán hacerlo como él?, ¿y cuántos ministros? Se imagina uno tras otro a todos los ministros franceses que él conoce por su nombre y por sus fotos, intenta imaginárselos en esa posición, en equilibrio sobre las manos, y se siente satisfecho: tal como los ve, son torpes y débiles. Tras conseguir hacer la vertical siete veces, se tumba boca abajo y se alza sobre los brazos.


37
Ni Julie ni Vincent hacen caso de lo que ocurre a su alrededor. No son exhibicionistas, no intentan excitarse mediante la mirada ajena, ni captar esa mirada, ni observar a quien les observa a ellos; lo que hacen no es una orgía, es un espectáculo, y los comediantes, durante una representación, no quieren encontrarse con la mirada de los espectadores. Aún más que Vincent, Julie se empeña en no ver nada; no obstante, la mirada que acaba de detenerse sobre su rostro es demasiado pesada para que no pueda sentirla.
Levanta la vista y la ve: está en un espléndido vestido blanco y la observa fijamente; su mirada es extraña, lejana y no obstante pesada, terriblemente pesada; pesada como la desesperación, pesada como el no-sé-qué-hacer, y Julie, bajo semejante peso, se siente como paralizada. Sus movimientos se hacen más lentos, se amustian, cesan; unos cuantos gemidos más y calla.
La mujer de blanco lucha contra un inmenso deseo de aullar. No puede liberarse de ese deseo que es tanto más fuerte cuanto que aquel para quien quiere aullar no la oirá. De pronto, sin poder aguantar más, emite un grito, un grito agudo, terrible.
Julie sale de su estupor, se incorpora, toma su braguita, se la pone, se tapa deprisa con su ropa en desorden y escapa corriendo.
Vincent es más lento. Recoge su camisa, su pantalón, pero no ve por ninguna parte su calzoncillo.
Unos pasos detrás de él, hay un hombre de pie en pijama, nadie le ve ni él ve a nadie, concentrado como está en la mujer de blanco.


38
Al no poder resignarse a la idea de que Berck la ha rechazado, ha tenido ese loco deseo de ir a provocarlo, de pavonearse ante él en toda su blanca belleza (¿acaso no es blanca la belleza de una inmaculada?), pero su paseo por los pasillos y salones del castillo le ha salido mal: Berck no estaba allí y el cámara la ha seguido, no en silencio como un humilde perro bastardo, sino dirigiéndose a ella con una voz fuerte y desagradable. Ha conseguido llamar la atención sobre ella, pero una atención malvada y burlona, de manera que ha acelerado el paso; así, huyendo, ha llegado al borde de la piscina, donde, al topar con una pareja que copulaba, ha terminado por emitir ese grito.
Ese grito la ha despertado: ve de pronto a plena luz la trampa en la que ha caído: su perseguidor detrás, el agua delante. Comprende lúcidamente que este cerco no tiene salida; que la única salida de que dispone es una salida insensata; que el único acto razonable que le queda es un acto enloquecido; con toda la fuerza de su voluntad elige pues la sinrazón: da dos pasos hacia adelante y salta al agua.
La manera en que ha saltado es bastante curiosa: contrariamente a Julie, sabe zambullirse muy bien; sin embargo, ha caído en el agua con los pies por delante y los brazos abiertos, sin ninguna gracia.
Y es que todos los gestos, además de su función práctica, poseen un significado que va más allá de la intención de aquellos que los ejecutan; el gesto de alguien en traje de baño que se tira al agua es de alegría, pese a la eventual tristeza del que se zambulle. Cuando alguien se tira al agua vestido es muy distinto: sólo se tira vestido al agua el que quiere ahogarse; y el que quiere ahogarse no se tira de cabeza; se deja caer: así lo requiere el idioma inmemorial de los gestos. Por eso Immaculata, aunque sea una excelente nadadora, no ha podido, con su hermoso vestido, tirarse al agua más que de una manera lamentable.
Sin razón razonable alguna se encuentra ahora en el agua; está allí, sometida a su gesto, cuyo significado llena poco a poco su alma; se siente vivir su suicidio, su ahogo, y todo lo que haga a partir de ese momento no será sino baile, una pantomima mediante la cual su gesto trágico prolongará su mudo discurso:
Tras caer al agua, se incorpora. En ese lugar, la piscina es poco profunda, el agua le llega a la cintura; permanece unos instantes de pie, la cabeza recta, el busto hacia fuera. Luego, se deja caer otra vez. En ese momento, se desprende de su vestido un echarpe con pequeñas flores artificiales que flota tras ella, como flotan los recuerdos detrás de los muertos. De nuevo se incorpora, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, los brazos abiertos; como si quisiera correr, avanza unos pasos, allí donde baja el fondo de la piscina, y se sumerge otra vez. Así va progresando, al igual que un animal acuático, que un pato mitológico que deja su cabeza desaparecer debajo de la superficie y la levanta a continuación volcándola hacia arriba. Estos movimientos claman el deseo de vivir en las alturas o de perecer en el fondo de las aguas.
El hombre en pijama cae de pronto de rodillas y llora: «¡Vuelve, vuelve, soy un criminal, soy un criminal, vuelve!».


39
Al otro lado de la piscina, allí donde el agua es profunda, el científico checo, que hace flexiones, mira sorprendido: al principio, ha pensado que la pareja recién llegada ha venido para unirse a la pareja que copula y que por fin iba a asistir a una de esas legendarias orgías de las que tantas veces había oído hablar cuando trabajaba en los andamies del puritano imperio comunista. Por pudor, ha pensado incluso que, en semejante situación de coito colectivo, debía abandonar el lugar e irse a su habitación. Luego el terrible grito le ha atravesado los oídos y, con los brazos tensos, se ha quedado así como petrificado sin poder seguir con sus ejercicios, aun cuando hasta entonces sólo hubiera hecho dieciocho flexiones. Ante sus ojos, la mujer vestida de blanco ha caído al agua, y un echarpe con diminutas flores artificiales, azules y rosas, ha empezado a flotar tras ella.
Inmóvil, el torso levantado, el científico checo termina por comprender que esa mujer quiere ahogarse: se esfuerza por permanecer con la cabeza bajo el agua pero, al no ser su voluntad lo suficientemente fuerte, vuelve siempre a incorporarse. Asiste a un suicidio como jamás habría sabido imaginárselo. La mujer está enferma o herida o perseguida, se incorpora y de nuevo desaparece bajo la superficie, una y otra vez; sin duda no sabe nadar; según va progresando, se sumerge cada vez más de manera que pronto el agua la cubrirá y morirá ante la mirada pasiva de un hombre en pijama que, en el borde de la piscina, arrodillado, la observa y llora.
El científico checo ya no puede dudar: se levanta, se inclina hacia adelante por encima del agua, con las piernas flexionadas y los brazos estirados.
El hombre en pijama ya no ve a la mujer, fascinado como está por la estatura de un hombre desconocido, alto, fuerte, extrañamente deforme que, justo enfrente, a unos quince metros, se dispone a intervenir en un drama que no le concierne, un drama que el hombre en pijama conserva celosamente sólo para él y para la mujer a quien ama. Porque, ¿quién podría dudarlo?, él la ama, su odio es tan sólo pasajero; es incapaz de odiarla realmente y por mucho tiempo, aun cuando ella le haga sufrir. El sabe que ella actúa bajo el dictado de su irracional e indomable sensibilidad, de su milagrosa sensibilidad, que él no comprende y que adora. Incluso si acaba de cubrirla de insultos, sigue convencido, en su interior, de que ella es inocente y de que el verdadero culpable de su inesperada discordia es otra persona. El no lo conoce, no sabe dónde está, pero está dispuesto a arrojarse sobre él. En semejante estado de ánimo, mira al hombre que se inclina deportivamente por encima del agua; como hipnotizado, mira su cuerpo, fuerte, musculoso y curiosamente desproporcionado, con largos muslos muy femeninos y tobillos gruesos e ininteligentes, un cuerpo absurdo como la injusticia misma. No sabe nada de ese hombre, no sospecha nada de él, pero, cegado por su sufrimiento, ve en ese monumento de fealdad la imagen de su inexplicable desgracia y se siente presa de un odio invencible hacia él.
El científico checo se tira y, con algunas poderosas brazadas, se acerca a la mujer.
—¡Déjala! —aulla el hombre en pijama y se tira también al agua.
El científico está a dos metros de la mujer; su pie ya toca el fondo. El hombre en pijama nada hacia él y aulla otra vez:
—¡Déjala! ¡No la toques!
El científico checo ha estirado los brazos por debajo del cuerpo de la mujer, que se desploma emitiendo un largo suspiro.
En ese momento, el hombre en pijama ya está muy cerca:
—¡Déjala o te mato!
A través de las lágrimas, no ve nada ante él, nada sino una silueta deforme. La agarra por un hombro y la sacude con violencia. El científico se tambalea, la mujer cae de sus brazos. Ninguno de los dos hombres se ocupa ya de ella, que nada hacia la escalerilla v sube. El científico mira los ojos iracundos del hombre en pijama, y sus ojos se encienden con la misma ira.
El hombre en pijama no aguanta más y le golpea.
El científico siente un dolor en la boca. Inspecciona con la lengua un diente de delante y comprueba que se mueve. Es un diente falso muy laboriosamente atornillado a la raíz por un dentista de Praga que le había ajustado alrededor otros dientes falsos; le había explicado insistentemente que éste le aguantaría todos los demás y que, si un día lo perdía, no escaparía a la fatalidad de la dentadura, por la que el científico checo siente un indecible horror. Su lengua examina el diente que se mueve y se pone pálido, primero de angustia, después de rabia. Toda su vida surge ante él y unas lágrimas, por segunda vez aquel día, le inundan los ojos; sí, llora, y desde el fondo de su llanto una idea le...viene a la cabeza: lo ha perdido todo, sólo le quedan sus músculos; pero esos músculos, sus pobres músculos, ¿de qué le sirven? Como un resorte, esa pregunta pone en un terrible movimiento su brazo derecho. Resultado: una bofetada, una bofetada inmensa como la tristeza de una dentadura, inmensa como medio siglo de enloquecida orgía al borde de todas las piscinas francesas. El hombre en pijama desaparece bajo el agua.
Su caída ha sido tan rápida, tan perfecta que el científico checo piensa que lo ha matado; tras un instante de alejamiento, se inclina, lo levanta, le da unas ligeras palmadas en la cara; el hombre abre los ojos, su mirada ausente se encuentra con la aparición deforme, luego se libera y nada hacia la escalerilla para reunirse con la mujer.


40
Esta, en cuclillas en el borde de la piscina, ha mirado atentamente al hombre en pijama, su pelea y su caída. En cuanto él se sube al borde embaldosado de la piscina, ella se levanta y se dirige hacia la escalera, sin girarse, pero con la lentitud suficiente para que él pueda seguirla. Así, sin decir palabra, soberbiamente mojados, atraviesan el vestíbulo (vacío ya desde hace tiempo), se meten por los pasillos y llegan a la habitación. Su ropa chorrea, ellos tiemblan de frío, tienen que cambiarse.
¿Y luego?
Luego, ¿qué? Harán el amor, ¿qué se habían creído? Esa noche lo harán en silencio, ella tan sólo gemirá como alguien a quien se le ha hecho daño. Así todo podrá seguir, y la obra de teatro que acaban de representar por primera vez esa tarde volverá a representarse durante días y semanas. Con el fin de demostrar que ella está por encima de toda vulgaridad, por encima del mundo corriente al que desprecia, lo pondrá otra vez de rodillas, le acusará, llorará, se volverá por ello aún más malvada, le pondrá cuernos, exhibirá su infidelidad, le hará sufrir, él se rebelará, será grosero, amenazará, decidido a hacer algo innombrable, romperá un jarrón, aullará espantosos insultos, momento en que ella simulará tener miedo, le acusará de ser violador y agresor, él volverá a caer de rodillas, volverá a llorar, se declarará culpable de nuevo, luego ella accederá a acostarse con él y así en adelante, y así en adelante durante semanas, meses, años, para toda la eternidad.


41
¿Y el científico checo? Con la lengua pegada al diente que se mueve, se dice: esto es lo que queda de toda mi vida: un diente que se mueve y el pánico de verme obligado a llevar dentadura postiza. ¿Nada más? ¿Nada de nada? Nada. En una repentina iluminación, todo su pasado ya no se le aparece como una aventura sublime, rica en acontecimientos dramáticos y únicos, sino como la minúscula parte de un tropel de acontecimientos confusos que atravesaron el planeta a tal velocidad que no pudo distinguirse sus rasgos, hasta tal punto que tal vez tenga razón Berck al tomarlo por húngaro o polaco porque, tal vez, él es realmente húngaro, polaco o quizá turco, ruso o incluso un niño moribundo de Somalia. Cuando las cosas ocurren tan aprisa, nadie puede estar seguro de nada, de nada de nada, ni siquiera de uno mismo.
Cuando evoqué la noche de Madame de T., traje a colación la archí conocida ecuación de uno de los primeros capítulos del manual de la matemática existencia!: el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Pueden deducirse varios corolarios de esta ecuación, por ejemplo éste: nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma. Ahora bien, prefiero invertir esta afirmación y decir: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí misma; que quiere apagar la temblorosa llamita de la memoria.
Querido compatriota y compañero, descubridor de la célebre Musca Pragensis, heroico obrero de los andamios, ¡ya no quiero padecer viéndote por más tiempo ahí plantado en el agua! ¡Te vas a poner perdido! ¡Amigo, hermano! ¡No te atormentes! ¡Sal! Vete a dormir. Alégrate de que te olviden. Arrópate en el chal de la dulce amnesia general. Deja de pensar en la risa que te ha herido, esa risa ya no existe, ya no existe corno tampoco existen tus años pasados en los andamios ni tu gloria de perseguido. El castillo está tranquilo, abre la ventana y el olor de los árboles llenará tu habitación. Respira. Son castaños viejos de tres siglos. Su murmullo es el mismo que oyó Madame de T, y su caballero cuando se amaron en el pabellón que entonces se entreveía desde tu ventana, pero que ya no verás, ay, porque quince años después lo destruyeron, durante la revolución de 1789, y del que no quedó más que unas pocas páginas en el cuento de Vivant Denon que tú nunca has leído y, con toda probabilidad, nunca leerás.



42
Vincent no ha encontrado su calzoncillo, se ha puesto el pantalón y la camisa sobre el cuerpo mojado y se ha apresurado a correr detrás de Julie. Pero ella es demasiado ágil y él demasiado lento. Recorre los pasillos y comprueba que ella ha desaparecido. Al ignorar dónde está la habitación de Julie, sabe que tiene pocas probabilidades, pero sigue vagando por los pasillos con la. esperanza de que se abra una puerta y de que la voz de Julie le diga: «Ven, Vincent, ven». Pero todo el mundo duerme, no se oye ningún ruido y todas las puertas permanecen cerradas. El murmura: «¡Julie, Julie!». Eleva su susurro, aúlla, su susurro, pero sólo el silencio le contesta. El la imagina. Imagina su rostro, que se ha vuelto diáfano bajo la luz de la luna. Imagina su ojo del culo. ¡Ah, ese ojo del culo desnudo junto a él y que él ha dejado escapar, escapar del todo! Que no ha tocado ni visto. ¡Ah, esa imagen terrible está otra vez allí y su pobre miembro se despierta, se le empina, oh, se empina, inútil, irrazonable y enormemente!
De vuelta a su habitación, se derrumba en una silla y sólo tiene en la cabeza el deseo de Julie. Está dispuesto a hacer cualquier cosa para volver a encontrarla, pero no hay nada que hacer. Ella irá mañana al comedor a desayunar, pero él, ay, estará ya en París en la oficina. No conoce ni su dirección, ni su apellido, ni su empleo, nada. Está solo con su inmensa desesperación, que se materializa en el incongruente tamaño de su miembro.
Hace apenas una hora, éste hacía gala de un loable sentido común al saber conservar dimensiones convenientes, hecho que justificó en un notable discurso con argumentos cuya racionalidad nos había dejado impresionados a todos; pero ahora tengo mis dudas con respecto a la razón de ese mismo miembro, que, esta vez, ha perdido todo su sentido común; sin motivo defendible alguno, se yergue contra el universo como la Novena sinfonía de Beethoven, que, ante la lúgubre humanidad, aúlla su himno a la alegría.


43
Vera se despierta por segunda vez.
—¿Por qué te crees con derecho a poner la radio a todo volumen? Me has despertado.
—No escucho la radio. Todo aquí está en calma, como no lo está en ningún otro lugar del mundo.
—No, has escuchado la radio y es feo por tu parte. Yo estaba durmiendo.
—¡Te lo juro!
—¡Y además ese himno a la alegría tan imbécil! ¿Cómo puedes escuchar eso?
—Perdóname. Es una vez más por culpa de mi imaginación.
—¿Tu imaginación? ¿Acaso has compuesto tú la Novena sinfonía* ¿Empiezas a creerte Beethoven?
—No, no me refería a eso.
—Nunca esa sinfonía me ha parecido tan insoportable, tan desplazada, tan inoportuna, tan puerilmente grandilocuente, tan necia, tan ingenuamente vulgar. No puedo más. Ya es el colmo. Este castillo está embrujado y no quiero quedarme aquí un minuto más. Por favor, vamonos. Además, empieza a amanecer.
Y se levanta.



44
Despunta el alba. Pienso en la escena final del cuento de Vivant Denon. La noche de amor en la alcoba secreta del castillo se terminó con la llegada de una doncella, la confidente, que anunció a los amantes que amanecía. El caballero se viste a toda velocidad, sale pero se pierde por los pasillos del castillo. Temiendo ser descubierto, prefiere salir al parque y simular un paseo matutino como quien, tras un buen sueño, se ha levantado muy pronto.
Con la cabeza aún aturdida, intenta comprender el sentido de su aventura: ¿acaso habrá roto Madame de T. con su amante el Marqués? ¿Está rompiendo ahora? ¿O tan sólo quería castigarlo? ¿Qué mañana tendrá la noche que acaba de terminar?
Perdido en sus interrogantes, ve de pronto ante él al Marqués, el mismísimo amante de Madame de T. Acaba de llegar y se precipita hacia el caballero: «¿Cómo le ha ido?», le pregunta con impaciencia.
El diálogo que sigue le dará a entender al caballero a qué se debe su aventura: había que desviar la atención del marido hacia un falso amante y le había tocado a él ese papel. No precisamente un papel muy brillante, un papel más bien ridículo, reconoce riendo el Marqués. Y como si quisiera recompensar al caballero por su sacrificio, le concede algunas confidencias: Madame de T. es una mujer adorable y sobre todo de una incomparable fidelidad. Sólo tiene una debilidad: su frialdad física.
Vuelven los dos al castillo para presentar sus saludos al marido. Este, acogedor cuando se dirige al Marqués, se muestra desdeñoso con el caballero: le recomienda que se vaya lo antes posible, a lo que el amable Marqués le propone su propia calesa.
Luego, el Marqués y el caballero van a visitar a Madame de T. Al final del encuentro, en el umbral, ella consigue decir unas palabras afectuosas al caballero; éstas son las frases finales tal como nos las transmite la novela: «En este momento, vuestro amor os reclama; la dama que es objeto de este amor es digna de él. (...) Adiós, una vez más. Sois encantador... No me indispongáis con la Condesa».
«No me indispongáis con la Condesa»: son las últimas palabras de Madame de T. a su amante.
Inmediatamente después, las últimas palabras de la novela: «Subí al carruaje que me esperaba. Intenté encontrarle una moral a toda esta aventura, y... no encontré ninguna».
No obstante, la moral está ahí: la encarna Madame de T.: ha mentido a su marido, ha mentido a su amante, el Marqués, ha mentido al joven caballero. Es la verdadera discípula de Epicuro. Amable amiga del placer. Mentirosa dulce y protectora. Guardiana de la felicidad.


45
La historia de la novela está contada en primera persona por el caballero. No sabe nada de lo que piensa realmente Madame de T. y es más bien parco cuando habla de sus propios sentimientos y pensamientos. El mundo interior de los dos personajes permanece en la sombra o la penumbra.
Cuando, al alba, el Marqués le habla de la frigidez de su amante, el caballero podría reírse por lo bajo, ya que con él ésta acaba de dar prueba de lo contrario. Pero salvo esta certeza no tiene otra más: lo que Madame de T. ha vivido con él ¿formará parte de su rutina o ha sido ésta una aventura infrecuente, incluso única? ¿Le habrá llegado al corazón, o permanece éste intacto? ¿Se habrá vuelto celosa de la Condesa después de su noche de amor? ¿Serán sus últimas palabras, por las que la encomienda al caballero, sinceras o dictadas por una simple necesidad de seguridad? ¿La llenará de nostalgia la ausencia del caballero, o la dejará indiferente?
¿Y él? Cuando al alba el Marqués se mofó de él, contestó con gracia, consiguiendo mantenerse dueño de la situación. Pero ¿cómo se habrá sentido en realidad? Y ¿cómo, se siente cuando abandona el castillo? ¿En qué piensa? ¿En el placer que acaba de vivir o en su fama de jovenzuelo ridículo? ¿Se siente vencedor o vencido? ¿Feliz o desgraciado?
Dicho de otra manera: ¿puede vivirse en el placer y para el placer, y ser feliz? ¿Es realizable el ideal del hedonismo? ¿Existe esta esperanza? ¿Se vislumbra al menos un tenue fulgor de esta esperanza?


46
Está muerto de cansancio. Tiene ganas de tumbarse en la cama y dormir, pero no puede correr el riesgo de no despertarse a tiempo. Tiene que irse dentro de una hora, no más tarde. Sentado en una silla, se pone el casco de motociclista en la cabeza, con la intención de que el peso le impida dormir. Pero estar sentado con un casco en la cabeza y no poder dormir no tiene sentido. Se levanta y decide marcharse.
La inminencia de la partida le recuerda la imagen de Pontevin. ¡Ah, Pontevin! Le hará preguntas. ¿Qué deberá contarle? Si le cuenta lo que ha ocurrido, le hará gracia, seguro, y con él a todos los demás. Porque siempre es divertido cuando un narrador desempeña un papel cómico en su propia historia. Nadie, por otra parte, sabe hacerlo mejor que Pontevin. Por ejemplo cuando cuenta su experiencia con la mecanógrafa que arrastró por los pelos porque la había confundido con otra. Pero ¡cuidado! ¡Pontevin es astuto! Todo el mundo supone que su relato cómico enmascara una verdad mucho más halagadora. Los oyentes le envidian esa chica que le exige que sea brutal e imaginan, celosos, a una mecanógrafa guapa con la que sabe Dios lo que hace. Mientras que si Vincent cuenta la historia de su simulada copulación al borde de la piscina, todo el mundo le creerá y se reirá de él y de su fracaso.
Va y viene en la habitación e intenta arreglar un poco su historia, modelarla, darle algunos retoques. Lo primero consiste en transformar el coito simulado en un coito verdadero. Imagina a la gente bajando hacia la piscina, sorprendida y seducida por aquel abrazo amoroso; la gente se desnuda a toda prisa, unos les miran, otros les imitan y cuando Vincent y Julie ven a su alrededor una soberbia copulación colectiva en plena evolución, con refinado sentido de la puesta en escena se levantan, miran unos segundos más los embates de las parejas y, cual demiurgos que se alejan tras haber creado el mundo, se van. Se van tal como se han encontrado, cada uno en distinta dirección, para jamás volver a verse.
No bien se le cruzan por la cabeza las terribles últimas palabras, «para jamás volver a verse», su miembro se despierta y Vincent querría darse de golpes con la cabeza contra la pared.
Es curioso: mientras inventaba la escena de la orgía, su siniestra excitación se alejaba; en cambio, cuando evoca a la verdadera Julie ausente, vuelve a excitarse como un loco. Se agarra pues a su historia de orgía, la imagina y se la cuenta a sí mismo una y otra vez: hacen el amor, llegan las parejas, les miran, se desnudan y, alrededor de la piscina, pronto no hay más que el oleaje de una copulación colectiva. Al fin, tras mucho repetir la peliculita pornográfica, se siente mejor, su miembro vuelve a ser razonable, casi en calma.
Imagina el Café Gascón, sus amigos que le escuchan. Pontevin, Machu exhibiendo su seductora sonrisa de idiota, Goujard, dejando caer comentarios eruditos, y los demás. A modo de conclusión les dirá: «¡Amigos, follé por vosotros, todas vuestras pollas estaban presentes en aquella espléndida orgía, fui vuestro mandatario, vuestro embajador, vuestro diputado follador, vuestra polla mercenaria, fui una polla plural!».
Camina por la habitación y repite la última frase varias veces en voz alta. Polla plural, ¡qué magnífica ocurrencia! Luego (la desagradable excitación ha desaparecido ya del todo) agarra la bolsa y sale.



47
Vera habido a pagar a recepción y yo bajo con una pequeña maleta hacia nuestro coche aparcado en el patio. Lamentando que la vulgaridad de la Novena sinfonía haya impedido que duerma mi mujer y haya precipitado nuestra partida de ese lugar en el que me encontraba tan a gusto, echo a mi alrededor una mirada nostálgica. La escalinata del castillo. Allí es donde el marido, educado y glacial, apareció para acoger a su esposa en compañía del joven caballero cuando el carruaje se detuvo al principio de la noche. De allí, unas diez horas después, sale el caballero, esta vez solo, sin que nadie le acompañe.
Después de que la puerta de Madame de T. se cerrara tras él, oyó la risa del Marqués, a la que pronto otra risa, femenina esta vez, fue a unirse. Durante unos segundos sus pasos fueron más lentos: ¿de que se reirán? ¿Se burlarán de él? Luego, ya no quiere oír nada más y, sin más tardar, se dirige hacia la salida; no obstante, en su alma, sigue oyendo esa risa; no puede deshacerse de ella y, efectivamente, jamás se deshará de ella. Recuerda la frase del Marqués: «¿No notas acaso toda la comicidad de tu papel?». Cuando, al alba, el Marqués le hizo esta maliciosa pregunta, él no se inmutó. Sabía que le había puesto los cuernos al Marqués y se decía alegremente que Madame de T. o bien estaba a punto de dejar al Marqués y él volvería seguramente a verla, o bien había querido vengarse y él volvería probablemente a verla (ya que quien se venga hoy también se venga mañana). Pudo pensarlo tan sólo una hora antes. Pero después de las últimas palabras de Madame de T. todo quedó claro: a aquella noche no le seguirá otra. Point de lendemain (Sin mañana).
Sale del castillo en la fría soledad matutina; se dice que no le queda nada de la noche que acaba de vivir, salvo esa risa: la anécdota circulará, y él pasará a ser un personaje cómico. A ninguna mujer, es notorio, le apetece un hombre cómico. Sin pedirle permiso, le han colocado en la cabeza un capirote de bufón y no se siente lo bastante fuerte para llevarlo. Oye en su alma la voz de la rebelión que le incita a contar su historia, a contarla tal cual, a contarla en voz alta y a todo el mundo.
Pero sabe que no podrá. Convertirse en un patán es aún peor que ser ridículo. No puede traicionar a Madame de T. y no la traicionará.



48
Vincent sale al patio por otra puerta, más discreta, que lleva a la recepción. Sigue esforzándose por contarse a sí mismo la historia de la orgía, cerca de la piscina, ya no por su efecto antiexcitante (está ya muy lejos de cualquier excitación), sino para sofocar así el recuerdo insoportablemente desgarrador de Julie. Sabe que sólo la historia inventada puede hacerle olvidar lo que ha ocurrido realmente. Tiene ganas de contar sin demora y en voz alta esta nueva historia, de transformarla en una solemne fanfarria de trompetas que anulará por completo la miserable simulación del coito que le hizo perder a Julie.
«¡Fui una polla plural!», se repite a sí mismo y, como respuesta, oye la risa cómplice de Pontevin y ve la sonrisa seductora de Machu, quien le dice: «Eres una polla plural y a partir de ahora te llamaremos Polla-plural». Esta idea le gusta y sonríe.
Al dirigirse hacia su moto aparcada al otro lado del patio, ve a un hombre, un poco más joven que él, con un traje salido de un tiempo lejano, y que va hacia él. Vincent le mira fijamente, atónito. Debe de estar muy sonado después de aquella noche insensata: no está en condiciones dé dar una explicación razonable a esa aparición. ¿Será un actor ataviado con un traje de época? ¿Relacionado tal vez con esa mujer de la televisión? ¿Habrán filmado un corto publicitario en el castillo? Pero, cuando se cruzan sus miradas, en la del joven ve una sorpresa tan sincera que ningún actor jamás sería capaz de imitarla.



49
El joven caballero mira al desconocido. Le llama la atención sobre todo lo que lleva en la cabeza. Hace dos, tres siglos, se suponía que los caballeros iban con esos cascos a la guerra. Pero al igual que el casco le sorprende la falta de elegancia del hombre. Un pantalón, largo, ancho, sin forma alguna, como sólo podría llevarlo un campesino muy pobre. O, tal vez, un monje.
Se siente cansado, sin fuerzas, a punto de desfallecer. Tal vez esté durmiendo, tal vez esté soñando, tal vez delire. El hombre está por fin muy cerca de él, abre la boca y pronuncia una frase que no hace sino incrementar su sorpresa: «¿Eres del XVIII?».
La pregunta es curiosa, absurda, pero la manera en la que el hombre la ha pronunciado lo es todavía más, con una entonación desconocida, como un mensajero venido de un reino extranjero que hubiera aprendido el francés en la corte sin conocer Francia. Esta entonación, esta pronunciación improbables le han hecho pensar al caballero que aquel hombre puede realmente provenir de otro tiempo.
—Sí, ¿y tú? —le pregunta él.
—¿Yo? Del XX. —Y añade—: Fin del XX. —Y dice aún—: Acabo de pasar una noche maravillosa.
La frase ha sorprendido al caballero:
—Pues yo también —dice él.
Imagina a Madame de T. y se siente de pronto invadido por una vaga gratitud. Dios mío, ¿cómo ha podido prestar tanta atención a la risa del Marqués? Como si lo más importante no fuera la belleza de la noche que acaba de vivir, la belleza que lo mantiene aún en tal estado de embriaguez que ve fantasmas, confunde los sueños con la realidad, se ve arrojado fuera del tiempo.
Y el hombre del casco, con su extraña entonación, repite:
—Acabo de pasar una noche absolutamente maravillosa.
El caballero menea la cabeza como si dijera sí, te comprendo, amigo. ¿Quién más podría comprenderte? Y luego lo piensa: al haber prometido ser discreto, nunca podrá contar a nadie lo que ha vivido. Pero, doscientos años después, una indiscreción ¿es todavía una indiscreción? Le parece que el dios de los libertinos le ha enviado a ese hombre para que pueda hablar de eso; para que pueda ser indiscreto manteniendo al mismo tiempo su promesa de discreción; para que pueda depositar un momento de su vida en algún lugar en el porvenir; proyectarlo en la eternidad; transformarlo en gloria.
—¿Eres realmente del siglo XX?
—Sí, amigo. Vivimos cosas extraordinarias en este siglo. La libertad de costumbres. Acabo de pasar, se lo repito, una noche espléndida.
—Yo también —dice una vez más el caballero y se dispone a contarle la suya.
—Una noche curiosa, muy curiosa, increíble —repite el hombre del casco, que fija sobre él una mirada cargada de insistencia.
El caballero ve en esa mirada obstinada el deseo de hablar. Algo le molesta en esa obstinación. Comprende que esa impaciencia por hablar es a la vez una implacable falta de interés por escuchar. Al toparse con ese deseo de hablar, el caballero pierde inmediatamente el gusto por decir lo que sea y, de golpe, ya no ve razón alguna para prolongar el encuentro.
Siente una nueva oleada de cansancio. Se acaricia el rostro con la mano y nota el olor a amor que Madame de T. le ha dejado en los dedos. Ese olor provoca nostalgia en él y desea quedarse a solas en la calesa para, lenta, ensoñadoramente, dejarse llevar hasta París.


50
El hombre con el traje antiguo le parece a Vincent muy joven y por lo tanto casi obligado a interesarse por las confesiones de los mayores. Cuando en dos ocasiones Vincent le ha dicho «he pasado una noche maravillosa», y el otro ha contestado «yo también», ha creído entrever en su rostro cierta curiosidad, pero después, de repente, inexplicablemente, se ha esfumado, cubierta de una indiferencia casi arrogante. La amistosa atmósfera favorable a las confidencias ha durado apenas un minuto, y se ha desvanecido.
Mira el traje del joven con irritación. ¿Quién es, a fin de cuentas, ese pelele? Los zapatos con hebilla de plata, el calzón blanco moldeándole piernas y nalgas, y todos esos indescriptibles terciopelos, chorreras y encajes que le cubren y le adornan el pecho. Toma entre dos dedos el lazo que lleva alrededor del cuello y lo mira con una sonrisa que quiere expresar cierta paródica admiración.
La familiaridad de ese gesto ha puesto nervioso al hombre con el traje antiguo. Su rostro se crispa, lleno de odio. Agita la mano derecha como si quisiera abofetear al impertinente. Vincent suelta el lazo y da un paso atrás. Tras lanzarle una mirada de desdén, el hombre se gira y se dirige a la calesa.
El desprecio que le ha escupido ha devuelto a Vincent, muy atrás, a su turbación. Bruscamente, se siente débil. Sabe que no sabrá contar a nadie la historia de la orgía. No tendrá la fuerza de mentir. Está demasiado triste para mentir. No tiene más que un deseo: olvidar deprisa esa noche, toda esa noche malgastada, tacharla, borrarla, anularla —y en ese instante siente una insaciable sed de velocidad.
Con paso decidido, se apresura hacia la moto, desea su moto, rebosa amor por su moto, por la moto sobre la cual lo olvidará todo, sobre la cual se olvidará a sí mismo.


51
Vera viene a instalarse a mi lado en el coche.
—Mira allí —le digo.
—¿Dónde?
—¡Allí! ¡Es Víncent! ¿No lo reconoces?
—¿Vincent? ¿El que se sube a la moto?
—Sí. Temo que vaya demasiado deprisa. Sufro de verdad por él.
—¿A él también le gusta ir rápido?
—No siempre. Pero hoy, irá como un loco.
—Este castillo está embrujado. Traerá mala suerte a todo el mundo. Por favor, ¡arranca!
—Espera un segundo.
Quiero contemplar todavía a mi caballero que se dirige lentamente hacia la calesa. Quiero saborear el ritmo de sus pasos: cuanto más avanza más lentos son. Creo reconocer en esa lentitud una señal de felicidad.
El cochero le saluda; él se detiene, se acerca los dedos a la nariz, luego sube, se sienta, se arrellana en un rincón, las piernas agradablemente alargadas, la calesa se tambalea, pronto se adormilará, luego se despertará y, durante todo ese tiempo, se esforzará por permanecer lo más cerca posible de la noche, que, inexorablemente, se funde en la luz.
Sin mañana.
Sin oyentes.
Por favor, amigo, sé feliz. Tengo la vaga impresión de que de tu capacidad para ser feliz depende nuestra única esperanza.
La calesa ha desaparecido en la niebla y yo arranco.


Octubre de 1993 - abril de 1994