Este es su primer trabajo de ficción originalmente escrito en francés y es una sorpresa - una novela profética, curiosa, de alguna manera cómica que carece de profundidad en su inicial trabajo pero puede ser el mayor entretenimiento a la fecha. El narrador de Lentitud simultáneamente relata dos peculiares historias de amor - una ubicada en el siglo XVIII, otra en el siglo XX - que toman lugar en el mismo chalet donde él y su esposa se quedan. Kundera, como siempre, suple algún refinamiento al escribir romances oscuros (`Para un hombre no hay bálsamo mejor que el calmante` el acongojado narrador observa, `de la tristeza que él ha causado a una mujer`).
1
Se
nos antojó pasar la tarde y la noche en un castillo. En Francia, muchos se han
convertido en hoteles: un espacio perdido de verdor en una extensión de fealdad
sin verdor; una parcela de alamedas, árboles y pájaros en medio de una inmensa
red de carreteras. Voy conduciendo y, por el retrovisor, observo un coche que
me sigue. El intermitente izquierdo parpadea y todo el coche emite ondas de
impaciencia. El conductor espera la ocasión para adelantarme; aguarda ese
momento como un ave de rapiña acecha un ruiseñor.
Vera,
mi mujer, me dice: «Cada cincuenta minutos muere un hombre en las carreteras de
Francia. Mira todos esos locos que conducen a nuestro alrededor. Son los mismos
que se muestran extraordinariamente cautos cuando asisten en plena calle al
atraco de una viejecita.
¿Cómo
es que no tienen miedo cuando van al volante?».
¿Qué
contestar? Tal vez lo siguiente: el hombre encorvado encima de su moto no puede
concentrarse sino en el instante presente de su vuelo; se aferra a un fragmento
de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la
continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra manera, está en
estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer,
nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo,
porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir
no tiene nada que temer.
La
velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al
hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre
presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su
jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí
mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad
de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera
de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura
velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis.
Curiosa
alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo
una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta, especie de apparatchik del
erotismo, que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre
la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra
«orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el
utilitarismo puritano proyectado en la vida sexual; la eficacia contra la
ociosidad; la reducción del coito a un obstáculo que hay que superar lo más
rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera
del amor y del universo.
¿Por qué habrá desaparecido
el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde
estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que
vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los
caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio
checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas
de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren;
son felices. En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación,
lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca
constantemente el movimiento que le falta.
Miro
por el retrovisor: siempre el mismo coche que no consigue adelantarme por culpa
del tráfico en sentido contrario. Al lado del conductor va una mujer; ¿por qué
el hombre no le cuenta algo gracioso?, ¿por qué no descansa una mano en su
rodilla? En lugar de eso, maldice al automovilista que, delante de él, no
avanza lo bastante rápido; tampoco la mujer piensa en tocar al conductor con la
mano, conduce mentalmente con él, y ella también me maldice.
Entretanto
pienso en aquel otro viaje de París a un castillo en el campo, que tuvo lugar
hace más de doscientos años, el viaje de Madame de T. y el joven caballero que
la acompañaba. Es la primera vez que están tan cerca el uno del otro y la
indecible atmósfera de sensualidad que les envuelve nace precisamente de la
lentitud de la cadencia: mecidos por el movimiento del carruaje, los dos
cuerpos se rozan, primero sin querer, luego queriéndolo, y se traba la
historia.
2
En
una novela corta, Vivant Denon narra lo siguiente: un gentilhombre de veinte
años está una noche en el teatro. (No se mencionan ni su nombre ni su título,
pero me lo imagino caballero.) En el palco de al lado ve a una dama (la novela
nos da tan sólo la primera letra de su nombre: Madame de T.); es amiga de la
condesa de la que es amante el caballero. Madame de T. le propone que le
acompañe después del espectáculo. Sorprendido por este comportamiento decidido
y tanto más confundido cuanto que conoce al favorito de Madame de T., un tal
Marqués (nunca sabremos su nombre; entramos en el mundo de lo secreto, allí donde
no hay nombres), el caballero, sin entender nada, se encuentra en el carruaje
al lado de la hermosa dama. Tras un viaje grato y placentero, el carruaje se
detiene en el campo ante la escalinata del castillo, donde, sombrío, les recibe
el marido. Cenan los tres en una atmósfera siniestra y taciturna; luego, el
marido les ruega que le excusen y los deja a solas.
En
ese momento empieza la noche para ellos: una noche compuesta como un tríptico,
una noche, un recorrido en tres etapas: primero pasean por el parque; a
continuación hacen el amor en un pabellón; y, por fin, siguen amándose en una
alcoba secreta del castillo.
Al
alba, se separan. Al no poder encontrar su habitación en el laberinto de
pasillos, el caballero vuelve al parque, donde, sorprendido, encuentra al
Marqués, el mismo que él sabe que es amante de Madame de T. El Marqués, que
acaba de llegar al castillo, le saluda alegremente y le cuenta la razón de la
misteriosa invitación: Madame de T. necesitaba una tapadera para que su marido
no sospechara del Marqués. Satisfecho de que la mistificación haya salido bien,
se mofa del caballero obligado a cumplir tan ridícula misión de falso amante.
Este, cansado tras la noche de amor, vuelve a París en la calesa que le ofrece,
agradecido, el Marqués.
Con
él título de Point de lendemain, la novela se publicó por primera vez en
1777; el nombre del autor fue reemplazado (ya que nos encontramos en el mundo
de lo secreto) por siete enigmáticas mayúsculas: M.D.G.O.D.R., en las que, si
se quiere, podría leerse: «Monsieur Denon, Gentilhombre Ordinario Del Rey». Más
tarde, con una tirada reducida y del todo anónima, volvió a publicarse en 1779,
antes de reaparecer al año siguiente con el nombre de otro escritor. Nuevas
ediciones vieron la luz en 1802 y en 1812, siempre sin el verdadero nombre del
autor; por fin, después de caer en el olvido durante casi medio siglo, volvió a
aparecer en 1866. A partir de entonces, se le atribuyó unánimemente a Vivant
Denon y, a lo largo de nuestro siglo, fue cosechando cada vez mayor gloria. Hoy
se sitúa entre las obras literarias que parecen representar mejor el arte y el
espíritu del siglo XVIII.
3
En
el lenguaje corriente, la noción de hedonismo designa una inclinación amoral
hacia la vida gozosa, cuando no viciosa. Es inexacto, por supuesto: Epicuro, el
primer gran teórico del placer, comprendió la vida dichosa de un modo en
extremo escéptico: siente placer aquel que no sufre. Así pues, es el
sufrimiento la noción fundamental del hedonismo: se es feliz en la medida en
que no se sufre; y, como los placeres traen muchas veces más desgracia que
felicidad, Epicuro sólo recomienda placeres prudentes y modestos. La sabiduría
epicúrea tiene un trasfondo melancólico: arrojado a la miseria del mundo, el
hombre comprueba que el único valor evidente y seguro es el placer que él mismo
puede sentir, por pequeño que sea: un sorbo de agua fresca, una mirada hacia el
cielo (hacia las ventanas de Dios), una caricia.
Modestos
o no, los placeres pertenecen tan sólo al que los siente, y un filósofo, con
razón, podría reprocharle al hedonismo su fundamento egoísta. No obstante, a mi
entender, el talón de Aquiles del hedonismo no es el egoísmo, sino su carácter
(¡oh, ojalá me equivoque!) desesperadamente utópico: en efecto, dudo que el
ideal hedonista pueda realizarse; temo que la vida que nos recomienda no sea
compatible con la naturaleza humana.
El
siglo XVIII, en su arte, arrancó los placeres de las brumas de las
prohibiciones morales; dio lugar a la actitud que llamamos libertina y que
emana de los cuadros de Fragonard, de Watteau, de las páginas de Sade, de
Crébillon hijo o de Duelos. Por eso mi joven amigo Vincent adora ese siglo y,
si pudiera, llevaría en la solapa una insignia con el perfil del marqués de
Sade. Comparto su admiración, pero añado (sin ser realmente escuchado) que la
verdadera grandeza de ese arte no consiste en una propaganda cualquiera del
hedonismo, sino en su análisis. Por eso considero Las amistades peligrosas de
Choderlos de Lacios como una de las más grandes novelas de todos los tiempos.
Sus
personajes no se ocupan de otra cosa que de la conquista del placer. No
obstante, poco a poco el lector comprende que les tienta más la conquista que
el placer. Que no es el deseo de placer, sino el deseo de vencer el que lleva
la batuta. Lo que en un principio parece un juego alegremente obsceno se
convierte imperceptiblemente en una lucha a vida o muerte. Pero ¿qué tiene en
común la lucha con el hedonismo? Escribió Epicuro: «El hombre sabio no busca
actividad alguna relacionada con la lucha».
La
forma epistolar de Las amistades peligrosas no es un simple
procedimiento técnico que pudiera ser reemplazado por otro. Esta forma es
elocuente en sí misma y nos dice que todo lo que han vivido los personajes lo
han vivido para contarlo, transmitirlo, comunicarlo, confesarlo, escribirlo. En
semejante mundo en el que todo se cuenta, el arma más fácilmente accesible y a
la vez más mortal es la divulgación. Valmont, el protagonista de la novela,
dirige a la mujer a la que ha seducido una carta de ruptura que acabará con
ella; ahora bien, es su amiga, la marquesa de Merteuil, la que se la ha dictado
palabra por palabra. Más tarde, la misma Merteuil, por venganza, enseña una
carta confidencial de Valmont a su rival; éste le retará a un duelo en el que
Valmont perderá la vida. Después de su muerte, se divulgará la correspondencia
íntima entre él y Merteuil, y la marquesa acabará sus días despreciada, acosada
y desterrada.
Nada
en esta novela permanece en exclusivo secreto entre dos seres; todo el mundo
parece encontrarse en el interior de una concha sonora donde cada palabra
apenas susurrada resuena, ampliada, en múltiples e interminables ecos. Cuando
era pequeño me decían que, si me acercaba una concha a la oreja, oiría el
murmullo inmemorial del mar.
Así
es como en el mundo laclosiano cualquier palabra pronunciada sigue siendo
audible para siempre. ¿Es eso el siglo XVIII? ¿Es eso el paraíso del placer? ¿O
es que el hombre, sin darse cuenta, vive desde siempre en semejante concha
resonante? En todo caso, una concha resonante no es el mundo de Epicuro, quien
ordena a sus discípulos: «¡Vivirás oculto!».
4
El
señor que está en la recepción es amable, más amable de lo que suelen ser en la
recepción de los hoteles. En cuanto se acuerda que vinimos aquí hace dos años,
nos avisa que han cambiado muchas cosas desde entonces. Han acondicionado una
sala de convenciones para distintos tipos de seminarios y construido una
hermosa piscina. Deseosos de verla, atravesamos el vestíbulo, muy soleado, con
grandes ventanales sobre el parque. Al final del vestíbulo, una escalera muy
ancha baja hacia la piscina, grande, embaldosada, de techo acristalado. Vera me
recuerda:
«La
última vez había un pequeño rosal en ese lugar».
Nos
instalamos en nuestra habitación y después salimos. Verdes bancales bajan hacia
el río, el Sena. Es bonito, estamos deslumbrados, deseosos de dar un largo
paseo. Minutos después aparece una carretera en la que circulan los coches a
toda velocidad; damos media vuelta y volvemos.
La
cena es excelente, todo el mundo va bien vestido, como si quisiera rendir
homenaje a un tiempo pasado cuyo recuerdo se estremece bajo el techo de la
sala. A nuestro lado se ha instalado una pareja con sus dos hijos. Uno de ellos
canta en voz alta. El camarero se inclina sobre su mesa con una bandeja. La
madre lo mira fijamente, queriendo incitarle a pronunciar un elogio del niño,
quien, orgulloso de sentirse observado, se pone de pie en la silla y levanta
aún más la voz. En el rostro del padre aparece una sonrisa de felicidad.
Ante
un magnífico vino de Burdeos, un pato, un postre —secreto de la casa—,
conversamos, colmados y despreocupados. Más tarde, de regreso a la habitación,
enciendo un instante la televisión. Allí, niños otra vez. Esta vez son negros y
están moribundos. Nuestra estancia en el castillo coincide con la época en que,
durante semanas, diariamente, se han ido mostrando los niños de un país
africano, cuyo nombre se ha olvidado ya (todo esto ocurrió hace al menos dos o
tres años, ¿cómo retener los nombres?), devastado por una guerra
civil y por la hambruna. Los niños están delgados, extenuados, sin fuerzas ya
para hacer un gesto y ahuyentar las moscas que pasean por su cara.
Vera
me dice: «¿Habrá también viejos que mueren en ese país?».
No,
no, lo más interesante de aquella hambruna, lo que la hizo única entre las
millones de hambrunas que asolan esta tierra, es que tan sólo segaba la vida de
los niños. En la pantalla no vimos sufrir a ningún adulto, aun cuando seguimos
las noticias todos los días, precisamente para confirmar esta circunstancia
hasta entonces nunca vista.
Era
por lo tanto normal que fueran niños y no adultos los que se rebelaran contra
esa crueldad de los viejos y que, con la espontaneidad que les es propia,
lanzaran la célebre campaña «Los niños de Europa envían arroz a los niños de
Somalia». ¡Somalia! ¡Claro! ¡Esta famosa consigna me ha
devuelto el nombre perdido! ¡Ah, qué lástima que todo esto haya quedado ya
olvidado! Compraron paquetes de arroz, infinidad de paquetes. Los padres,
impresionados por ese sentimiento de solidaridad planetaria que habitaba en sus
chicos, ofrecieron dinero, y todas las instituciones brindaron ayuda; el arroz
fue recolectado en las escuelas, transportado hasta los puertos, embarcado en
los buques que zarpaban hacia África y todo el mundo pudo seguir la gloriosa
epopeya del arroz.
Inmediatamente
después de los niños moribundos, invaden la pantalla niñas de seis, ocho años,
vestidas como adultos y con los simpáticos modales de las viejas coquetas, ¡oh,
es tan encantador, tan conmovedor, tan gracioso cuando los niños actúan como
adultos!, las niñas y los niños se besan en la boca, luego sale un hombre que
sostiene un bebé entre los brazos y, mientras nos explica la mejor manera de
lavar la ropita que el bebé acaba de mancillar, se acerca una hermosa mujer,
entreabre la boca y saca una lengua terriblemente sensual que empieza a
penetrar en la boca terriblemente bonachona del portador del bebé.
«Vamos
a dormir», dice Vera, y apaga el televisor.
5
Los
niños franceses acudiendo en ayuda de sus pequeños compañeros africanos siempre
me traen a la memoria la cara del intelectual Berck. Vivía entonces días de
gloria. Como ocurre muchas veces con la gloria, la suya se debía a un fracaso:
recordemos: en los años ochenta de nuestro siglo, el mundo se vio azotado por
la epidemia de una enfermedad llamada SIDA que se transmitía por el contacto
amoroso y, al principio, hacía estragos sobre todo entre los homosexuales. Para
oponerse a los fanáticos que veían en la epidemia un justo castigo divino y
evitaban a los enfermos como a apestados, los espíritus tolerantes les
manifestaban su fraternidad e intentaban demostrar que frecuentarlos no exponía
a ningún peligro. Así pues, el diputado Duberques y el intelectual Berck almorzaron
en un conocido restaurante de París con un grupo de enfermos de SIDA; la comida
transcurrió en una excelente atmósfera y, para no perder la ocasión de dar un
buen ejemplo, el diputado Duberques invitó a las cámaras a la hora del postre.
En cuanto aparecieron en el umbral de la puerta, se puso en pie, se acercó a un
enfermo, lo levantó de su silla y le besó en la boca, todavía llena de mousse
de chocolate. A Berck le pilló desprevenido. Comprendió inmediatamente que,
una vez fotografiado y filmado, el gran beso de Duberques pasaría a ser
inmortal; se levantó y reflexionó intensamente para saber si debía él también
ir a besar a un enfermo. En la primera fase de su reflexión, rechazó esta
tentación porque en el fondo de su alma no estaba del todo seguro de que el
contacto con una boca enferma no fuera causa de contagio; en la siguiente fase,
decidió sobreponerse a su circunspección al considerar que la foto de su beso
merecía el riesgo; pero, en la tercera fase, una idea le detuvo en su carrera
hacia la boca seropositiva: si él también besaba al enfermo, no se pondría a la
altura de Duberques, sino que, por el contrario, sería rebajado al nivel de
imitador, de seguidor, incluso de un servidor que, mediante una imitación
precipitada, añadiría aún más brío a la gloria del otro. Se contentó, pues, con
permanecer de pie y sonreír bobamente. Pero esos pocos segundos de vacilación
le costaron caro, porque la cámara estaba allí y, en el telediario, toda
Francia leyó en su rostro las tres fases de su apuro y sonrió socarronamente.
Los niños que recolectaban paquetes de arroz para Somalia acudieron en su
ayuda, pues, en el momento oportuno. Aprovechó la ocasión para lanzar al
público la hermosa sentencia «¡sólo los niños viven en la verdad!», luego fue a
África y se dejó fotografiar al lado de una niña negra moribunda, con la cara
cubierta de moscas. La foto se hizo célebre en el mundo entero, mucho más que
la de Duberques besando a un enfermo de SIDA, porque un niño que muere vale más
que un adulto que muere, hecho que, en aquella época, aún se le escapaba a
Duberques. Este, no obstante, no se dio por vencido y, pocos días después,
apareció en la televisión; siendo él católico practicante, sabía que Berck era
ateo, y eso le sugirió la idea de llevar consigo una vela, arma ante la cual
incluso los no creyentes más reacios inclinan la cabeza; durante la entrevista
con el periodista sacó la vela del bolsillo y la encendió; queriendo
pérfidamente desacreditar la preocupación de Berck por los países exóticos,
habló de los pobres niños de nuestro país, de nuestros pueblos y de nuestros
suburbios, e incitó a sus conciudadanos a bajar a la calle, cada uno con su
vela, y emprender una marcha hacia París en señal de solidaridad con los niños
que sufren; invitó además personalmente a Berck (con oculta hilaridad) a
marchar a su lado a la cabeza de la comitiva. Berck tuvo que elegir: o bien
tomar parte con una vela en la comitiva, como un monaguillo de Duberques, o
bien zafarse y exponerse a los reproches. Era una trampa que tuvo que evitar
mediante un acto a la vez audaz y eficaz: decidió volar enseguida hacia un país
asiático donde el pueblo se rebelaba y proclamar allá a los cuatro vientos su
apoyo a los oprimidos; pero, ay, la geografía había sido siempre su punto
flojo; el mundo se dividía para él en Francia y la No-Francia, con oscuras
provincias que él confundía siempre; de modo que desembarcó en otro país
aburridamente apacible donde el aeropuerto de montaña era gélido y mal
comunicado; tuvo que quedarse allí ocho días a la espera de que un avión lo
trajera de vuelta a París, hambriento y griposo.
«Berck
es el rey mártir de los bailarines», comentó Pontevin.
El
concepto de bailarín se conoce tan sólo en el reducido grupo de amigos de
Pontevin.
Es
su gran invención, y podría lamentarse que nunca la haya desarrollado en un
libro ni impuesto como tema de coloquios internacionales. Pero la celebridad le
importa un comino. Por eso sus amigos le escuchan aún con mayor atención y
regocijo.
6
Según
Pontevin, todos los políticos de hoy son un poco bailarines, y todos los
bailarines se meten en política, lo cual, no obstante, no debería inducirnos a
confusión. El bailarín se distingue del político corriente en que no desea el
poder, sino la gloria; no desea imponer al mundo una u otra organización social
(eso no le quita el sueño en absoluto), sino ocupar el escenario desde donde
poder irradiar su yo.
Para
ocupar el escenario hay que echar de allí a los demás. Lo cual supone una
técnica especial de lucha. Pontevin llama «judo moral» a la lucha que lleva a
cabo el bailarín; el bailarín le tira el guante al mundo entero: ¿quién es
capaz de mostrarse más moral (más valiente, más honesto, más sincero, más
dispuesto al sacrificio, más cabal) que él? Y domina todos los movimientos que
le permiten poner al otro en una situación moralmente inferior.
Si
un bailarín tiene la posibilidad de entrar en el juego político, rechazará
ostensiblemente toda negociación secreta (desde siempre el terreno de juego de
la verdadera política), denunciándola por engañosa, deshonesta, hipócrita,
sucia; dará a conocer sus propuestas públicamente, desde una tarima, bailando,
y convocará a los demás por su nombre a que le sigan en su acción; insisto, no
discretamente (para dejarle al otro el tiempo de pensarlo, de sopesar
contrapropuestas), sino públicamente, y, de ser posible, por sorpresa: «¿Está
usted dispuesto (como yo) a renunciar a su salario de marzo en provecho de los
niños de Somalia?». Sorprendida, la gente sólo-tendrá dos posibilidades: o
negarse y desacreditarse como enemiga de los niños, o decir «sí» con un
terrible apuro, que la cámara captará maliciosamente como en el caso del pobre
Berck tras el almuerzo con los enfermos de SIDA. «¿Por qué calla usted, doctor
H., mientras se burlan de la democracia en Cuba?» Se le hizo esta pregunta al
doctor H. en el momento en que, mientras operaba a un enfermo, él no podía
contestar; pero, después de coser el vientre que había abierto, le entró tal
vergüenza por su silencio que soltó todo lo que se quería oír de él y aún más;
tras esto, el bailarín que lo había interpelado (y éste es otro de los
movimientos del judo moral especialmente terrible) dejó caer: «Por fin, más
vale tarde que nunca...».
Pueden
darse situaciones (en los regímenes dictatoriales, por ejemplo) en las que
tomar públicamente una posición es peligroso; para el bailarín lo es, no
obstante, un poco menos que para los demás, ya que, tras pasearse bajo la luz
de los focos, a la vista de todos, queda protegido por la atención del mundo;
pero tiene admiradores anónimos, que, obedeciendo a su llamada a la vez
espléndida y reflexiva, firman peticiones, participan en reuniones prohibidas,
se manifiestan por las calles; éstos sí serán tratados sin miramientos; el
bailarín jamás cederá a la tentación sentimental de reprocharse haber provocado
su desgracia, pues sabe que una noble causa pesa más que la vida de éste o
aquél.
Vincent
le objeta a Pontevin:
—Sabemos
todos que aborreces a Berck y te seguimos. Sin embargo, aun siendo un
gilipollas, ha respaldado causas que nosotros también consideramos justas, o,
si prefieres, las ha respaldado su vanidad. Y ahora te pregunto: si quieres
contribuir a una causa pública, llamar la atención sobre algo abominable,
ayudar a un perseguido, ¿cómo puedes, en nuestra época, no ser o no parecer un
bailarín?
A
lo cual le contesta el misterioso Pontevin:
—Te
equivocas si crees que quería atacar a los bailarines. Los defiendo. Quien
sienta animadversión por los bailarines y quiera denigrarlos tropezará siempre
con un obstáculo infranqueable: su honestidad; porque, al exponerse
constantemente ante el público, el bailarín se condena a sí mismo a ser
irreprochable; no ha firmado, como Fausto, un contrato con el Diablo, lo ha
firmado con el Ángel: quiere convertir su vida en una obra de arte y el Ángel
le ayuda en esa tarea de artista; porque, no lo olvides, ¡el baile es un arte!
La verdadera esencia del bailarín radica precisamente en esa obsesión por ver
en su propia vida la materia de una obra de arte; no predica la moral, ¡la
baila! ¡Quiere conmover y deslumbrar al mundo mediante la belleza de su vida!
Está enamorado de su vida como un escultor puede estar enamorado de la estatua
que esculpe.
Me
pregunto por qué Pontevin no hace públicas estas ideas tan interesantes. Sin
embargo, ese historiador doctorado en letras, que se aburre en su despacho de
la Biblioteca Nacional, no tiene muchas cosas que hacer. ¿Acaso le importa un
bledo dar a conocer sus teorías? Sería decir poco: le horroriza. El que hace
públicas sus ideas corre el riesgo, en efecto, de convencer a los demás de su
verdad, de influirles y, por lo tanto, de encontrarse en el papel de aquellos
que aspiran a cambiar el mundo. ¡Cambiar el mundo! ¡Qué monstruoso propósito
para Pontevin! No porque el mundo sea admirable tal como está, sino porque
cualquier cambio conduce inevitablemente a lo peor. Y porque, desde un punto de
vista más egoísta, cualquier idea hecha pública se volverá tarde o temprano
contra su autor y le convida! Está enamorado de su vida como un escultor puede
estar enamorado de la estatua que esculpe.
7
Me pregunto por
qué Pontevin no hace públicas estas ideas tan interesantes. Sin embargo, ese
historiador doctorado en letras, que se aburre en su despacho de la Biblioteca
Nacional, no tiene muchas cosas que hacer. ¿Acaso le importa un bledo dar a
conocer sus teorías? Sería decir poco: le horroriza. El que hace públicas sus
ideas corre el riesgo, en efecto, de convencer a los demás de su verdad, de
influirles y, por lo tanto, de encontrarse en el papel de aquellos que aspiran
a cambiar el mundo. ¡Cambiar el mundo! ¡Qué monstruoso propósito para Pontevin!
No porque el mundo sea admirable tal como está, sino porque cualquier cambio
conduce inevitablemente a lo peor. Y porque, desde un punto de vista más
egoísta, cualquier idea hecha pública se volverá tarde o temprano contra su
autor y le confiscará el placer de haberla pensado. El caso es que
Pontevin es uno de los grandes discípulos de Epicuro e inventa y desarrolla sus
ideas tan sólo por gusto. No desprecia a la humanidad, que es para él una
fuente inagotable de reflexiones alegremente maliciosas, pero no siente el
mínimo deseo de establecer un contacto demasiado estrecho con ella. Se rodea de
un grupo de amigos que se reúnen en el Café Gascón y le basta con esa pequeña muestra
de la humanidad.
Vincent
es el más inocente y el más conmovedor de sus compañeros. Siento por él mucha
simpatía y sólo le reprocho (con un poco de celos, por cierto) la adoración
juvenil y, a mi juicio, excesiva que siente por Pontevin. Pero incluso esta
amistad tiene algo de conmovedor. Vincent es feliz cuando está a solas con él
porque hablan de muchos asuntos que le cautivan, de filosofía, de política, de
libros. Vincent derrocha ideas curiosas y provocadoras, y Pontevin, también él
cautivado, corrige a su discípulo, le inspira, le anima. Pero basta que llegue
un tercero para que Vincent se ponga triste, ya que al instante Pontevin se
transforma: habla más fuerte y se pone gracioso, demasiado gracioso a juicio de
Vincent.
Por
ejemplo: están a solas en el café y Vincent le pregunta: «¿Qué piensas de lo
que ocurre en Somalia?». Pontevin, pacientemente, le suelta toda una
conferencia sobre África. Vincent objeta cosas, discuten, tal vez hagan también
alguna broma, pero sin querer lucirse, tan sólo para concederse un respiro
durante una conversación del todo seria.
Llega
Machu acompañado de una bella desconocida. Vincent quiere seguir la discusión:
«Pero dime, Pontevin, ¿no crees que te equivocas al pretender que...?», y
desarrolla una interesante polémica contra las teorías de su amigo.
Pontevin
hace una larga pausa. Es un maestro de las largas pausas. Sabe que sólo los
tímidos las temen y que se precipitan, cuando no saben qué contestar, en frases
apuradas que les ridiculizan. Pontevin sabe callar tan soberanamente que
incluso la Vía Láctea, impresionada por su silencio, espera, impaciente, la
respuesta. Sin decir palabra, mira a Vincent, quien, no se sabe por qué, baja
púdicamente los ojos, luego, sonriendo, mira a la señora y, una vez más, se
vuelve hacia Vincent con la mirada cargada de simulada solicitud: «Tu manera de
insistir, en presencia de una dama, sobre pensamientos tan exageradamente
brillantes da fe de un inquietante fluir de tu libido».
En
la cara de Machu asoma su ya célebre sonrisa de idiota, la bella dama pasea
sobre Vincent una mirada condescendiente y malignamente regocijada, y Vincent
se ruboriza; se siente herido: un amigo que, hace un minuto, se mostraba atento
con él, de pronto está dispuesto a ponerle en una situación incómoda con la
única finalidad de deslumbrar a una mujer.
Luego
llegan más amigos, se sientan, charlan; Machu cuenta anécdotas; mediante
observaciones muy secas, Goujard exhibe su erudición libresca; algunas mujeres
dejan oír su risa. Pontevin se mantiene en silencio; espera; tras dejar madurar
suficientemente su silencio, dice: «La chica con quien salgo exige
continuamente de mí un trato brutal».
Dios
mío, cómo sabe decirlo. Incluso la gente sentada en las mesas de al lado se han
callado y escuchan; la risa se estremece en el aire, impaciente. ¿Qué habrá tan
gracioso en el hecho de que su amiguita le exija un trato brutal? Todo debe
residir en el sortilegio de la voz, y Víncent no puede evitar sentir celos,
dado que la suya, comparada con la de Pontevin, es como un pobre pífano que se
empeña en competir con un violonchelo. Pontevin habla suavemente, sin jamás
forzar la voz, que, no obstante, llena la sala entera y vuelve inaudibles los
demás ruidos del mundo.
Sigue:
«Trato brutal... ¡Pero si soy incapaz! ¡No soy brutal! ¡Soy demasiado fino!».
La
risa se estremece en el aire y para saborear ese estremecimiento Pontevin hace
una pausa.
Luego
dice: «A veces viene a casa una joven mecanógrafa. Un día, mientras le dictaba,
de pronto, lleno de buena voluntad, la agarré por el pelo, la levanté de su
silla y la arrastré hacia la cama. A medio camino la solté y me puse a reír:
¡Oh, qué torpe soy, no ha sido usted quien me ha pedido que sea brutal! ¡Oh,
perdóneme, señorita!».
Todos
en el café ríen, incluso Vincent, que vuelve a amar a su maestro.
8
Sin
embargo, al día siguiente, Vincent le dice en un tono de reproche: «Pontevin,
no sólo eres el gran teórico de los bailarines, sino que tú mismo eres un
gran bailarín».
Pontevin
(un poco apurado): «Confundes los conceptos».
Vincent:
«Cuando tú y yo estamos juntos y alguien se une a nosotros, el lugar donde nos
encontramos se divide instantáneamente en dos partes, el recién llegado y yo
estamos en la platea y tú bailas en el escenario».
Pontevin:
«Te digo que confundes los conceptos. La palabra bailarín se aplica
exclusivamente a los exhibicionistas de la vida pública. Y yo aborrezco la vida
pública».
Vincent:
«Ayer, delante de aquella mujer, te portaste como Berck delante de una cámara.
Quisiste llamar sobre ti toda su atención. Quisiste ser el mejor, el más
ingenioso. Y, contra mí, utilizaste el más vulgar judo de los exhibicionistas».
Pontevin:
«Tal vez el judo de los exhibicionistas. ¡Pero no el judo moral! Y por eso te
equivocas al calificarme de bailarín. Porque el bailarín quiere ser más moral
que los demás. Mientras que yo quise parecer peor que tú».
Vincent:
«El bailarín quiere ser más moral porque su gran público es ingenuo y considera
como bellos los gestos morales. Pero nuestro pequeño público es perverso y ama
la amoralidad. Utilizaste, pues, contra mí el judo amoral y eso no contradice
en absoluto tu esencia de bailarín».
Pontevin
(de pronto en otro tono y con toda sinceridad); «Si te he herido, Vincent,
perdóname».
Vincent
(inmediatamente conmovido por las excusas de Pontevin): «No tengo nada que
perdonarte. Sé que bromeabas».
No
por casualidad se reúnen en el Café Gascón. De sus santos patronos D'Artagnan
es el más grande: el patrono de la amistad, único valor que consideran sagrado.
Sigue
Pontevin: «En el sentido muy amplio de. la palabra (y, en efecto, en eso tienes
razón) el bailarín está sin duda en cada uno de nosotros y te reconozco que yo,
cuando veo llegar a una mujer, soy aún diez veces más bailarín que los demás.
¿Qué puedo hacer contra eso? Es más fuerte que yo».
Vincent
ríe amistosamente, cada vez más conmovido, y Pontevin sigue en un tono de
penitente: «Por otra parte, si soy, como acabas de reconocer tú mismo, el gran
teórico de los bailarines, deberá de haber algo en común entre ellos y yo, poca
cosa, pero sin lo cual no podría comprenderlos.
Sí, Vincent, te lo concedo».
A
estas alturas, de amigo arrepentido Pontevin pasa otra vez a ser teórico: «Pero
realmente muy poca cosa, porque, en el sentido exacto con el que empleo este
concepto, nada tengo que ver con el bailarín. Me parece no sólo posible, sino
probable, que un verdadero bailarín como Berck o Duberques se encuentre ante
una mujer sin el menor deseo de exhibirse o seducir. No se le ocurriría contar
esa historia de la mecanógrafa a la que estira por los pelos hacia la cama por
confundirla con otra. Porque el público al que quiere seducir no es el de
algunas mujeres concretas y visibles, ¡sino la gran multitud de los invisibles!
Mira, éste es otro aspecto que habría que elaborar sobre la teoría del
bailarín: ¡la invisibilidad de su público! ¡En eso reside la espantosa
modernidad de este personaje! No se exhibe ante ti o ante mí, sino ante el
mundo entero. Y ¿qué es el mundo entero? ¡Un infinito sin rostros! Una abstracción».
En
medio de su conversación llega Goujard acompañado de Machu, quien, desde la
puerta, se dirige a Vincent: «Me dijiste que te habían invitado al congreso de
los entomólogos. ¡Tengo noticias para ti! Berck también irá».
Pontevin: «¿Otra vez? ¡Está en todas partes!».
Vincent: «¿Y qué tiene que ver él con eso?».
Machu: «Como entomólogo, deberías saberlo».
Goujard:
«Cuando era estudiante, frecuentó durante un año la Escuela de Altos Estudios
de Entomología. Durante el congreso, se le nombrará entomólogo de honor.
Pontevin: «¡Habrá que ir a
armar jaleo!». Luego, volviéndose hacia Vincent: «¡Debes colarnos a todos!».
9
Vera
duerme ya; abro la ventana que da al parque y pienso en el recorrido que
hicieron Madame de T. y su joven caballero al salir del castillo en plena
noche, en aquel inolvidable recorrido en tres etapas.
Primera
etapa: pasean del brazo, conversan, luego encuentran un banco en el césped y se
sientan, siempre del brazo y conversando siempre. Es noche de luna, el jardín
baja en bancales hacia el Sena, cuyo murmullo se une al de los árboles.
Intentemos captar algunos fragmentos de la conversación. El caballero pide un
beso. Madame de T. contesta: «Sí, me gustaría: usted se sentiría demasiado
halagado si se lo negara. Su amor propio le haría creer que le temo».
Todo
lo que dice Madame de T. es fruto de un arte, el arte de la conversación, que
no deja gesto alguno sin comentario, y trabaja su sentido; esta vez, por
ejemplo, le concede al caballero el beso que pide, pero tras imponer al
sentimiento de él su propia interpretación: si se deja besar es tan sólo para
reconducir el orgullo del caballero a su justa medida.
Cuando,
mediante un juego del intelecto, ella convierte un beso en un acto de
resistencia, nadie se lleva a engaño, ni siquiera el caballero, quien, no
obstante, debe tomar sus comentarios con total seriedad, ya que forman parte de
una iniciativa del espíritu ante la que debe reaccionarse con otra iniciativa
del espíritu. La conversación no está para llenar el tiempo, sino que, al contrario,
es ella la que organiza el tiempo, la que lo gobierna e impone las leyes que
hay que respetar.
Final
de la primera etapa de su noche: al beso que había concedido al caballero para
que no se sintiera demasiado halagado le siguió otro, los besos «se atropellaban,
entrecortaban la conversación, la reemplazaban». Pero, de pronto, ella se
levanta y decide emprender el camino de regreso.
¡Todo
un arte de la puesta en escena! Tras la primera confusión de los sentidos, hubo
que señalar que el placer del amor no es todavía un fruto maduro; hubo que
elevar su precio, hacerlo más deseable; hubo que crear una peripecia, una
tensión, un suspense. Al volver con el caballero hacia el castillo, Madame de
T. simula un deslizamiento hacia la nada a sabiendas de que en el último
momento dispondrá de todo el poder para darle un vuelco a la situación y
prolongar la cita. Para ello bastará una frase, una fórmula, como decenas de
las que conoce el arte secular de la conversación. Pero por una especie de
inesperada conspiración, por una imprevisible falta de inspiración, es incapaz
de encontrar alguna. Está como el actor que de repente olvida su texto. Porque,
efectivamente, tiene que conocer el texto; no como ahora, cuando cualquier
jovencita puede decir, quieres, quiero, ¡no perdamos tiempo!
Para
ellos, esta franqueza se encuentra detrás de una barrera que no pueden
franquear a pesar de todas sus convicciones libertinas. Si ni a uno ni a otro
se le ocurre a tiempo idea alguna, si no encuentran pretexto alguno para seguir
con el paseo, se verán obligados, por la simple lógica de su silencio, a volver
al castillo y, una vez allí, a despedirse el uno del otro. Cuanto más les
apremia a los dos la urgencia de encontrar un pretexto para detenerse y
enunciarlo en voz alta, más atadas parecen sus bocas: se ocultan ante ellos
todas las frases que podrían acudirles mientras ellos les piden
desesperadamente ayuda. Por eso, al acercarse a la puerta del castillo,
«gracias a un instinto mutuo, nuestros pasos se hacían más lentos».
Por
suerte, en el último momento, como si el apuntador se hubiera por fin
despertado, ella vuelve a encontrar su texto: ataca al caballero: «Estoy un
poco descontenta de usted...». ¡Por fin, por fin! ¡Todo está salvado! ¡Ella se
enfada! Ha encontrado el pretexto en una simulada irritación pasajera que
prolongará el paseo: ella era sincera con él; entonces, ¿por qué no le ha dicho
una sola palabra de su bienamada, de la Condesa? ¡Rápido, rápido, hay que dar
explicaciones! ¡Hay que hablar! Se reanuda la conversación y se
alejan otra vez del castillo por un camino que, esta vez, les llevará sin
tropiezos al abrazo del amor.
10
Mientras
conversa, Madame de T. va cercando el terreno, va preparando la siguiente etapa
de los acontecimientos, dando a entender a su acompañante qué debe pensar y
cómo debe actuar. Lo hace con finura, con elegancia, e, indirectamente, como si
hablara de otra cosa. Pone al descubierto la egoísta frialdad de la Condesa con
el fin de liberarlo a él del deber de fidelidad y de relajarlo para la aventura
nocturna que ella prepara. Organiza no sólo el futuro inmediato, sino también
el futuro más lejano, insinuándole al caballero que de ningún modo ella quiere
entrar en competencia con la Condesa, de la que él no debería querer separarse.
Le da una clase condensada de educación sentimental, le enseña su filosofía
práctica del amor, que hay que liberar de la tiranía y de las reglas morales y proteger mediante
la discreción, la suprema virtud de todas las virtudes. Consigue incluso
explicarle, con la mayor naturalidad, cómo deberá comportarse al día siguiente
con su marido.
Se
sorprende usted: en semejante espacio tan razonablemente organizado, acotado,
trazado, calculado, medido, ¿hay algún resquicio para la espontaneidad, para
una «locura»?, ¿dónde está el delirio, dónde la ceguera del deseo, l'amour
fou que idolatraron los surrealistas, dónde está el olvido de sí? ¿Dónde
quedan todas estas virtudes de la sinrazón que han formado nuestra idea del
amor? No, aquí no tienen nada que hacer. Porque Madame de T. es la reina de la
razón. No de la despiadada razón de la marquesa de Merteuil, sino la reina de
una razón dulce y tierna, de una razón cuya misión suprema es la de proteger el
amor.
La
veo conduciendo al caballero en la noche de luna. Ahora se detiene y le .enseña
los contornos de un tejado que se desdibuja en la penumbra; ¡ah, de cuántos
momentos voluptuosos habrá sido testigo este pabellón, qué pena, le dice ella,
que no lleve encima la llave! Se acercan a la puerta y (¡qué raro!, ¡cuan inesperado!)
¡el pabellón está abierto!
¿Por
qué le habrá dicho que no llevaba encima la llave? ¿Por qué no le habrá
informado enseguida de que ya no cierran el pabellón? Todo está concertado,
maquinado, todo es artificial, todo está puesto en escena, nada es sincero, o,
por decirlo de otra manera, todo es arte; en tal caso, arte de prolongar el
suspense, mejor aún: arte de mantenerse el mayor tiempo posible en estado de
excitación.
11
No
encontramos en la novela de Denon descripción alguna del aspecto físico de Madame
de T.; algo, sin embargo, me parece seguro: no puede ser delgada; supongo que
tiene «una cintura redonda y flexible» (con estas palabras caracteriza Lacios
al cuerpo femenino más codiciado de Las amistades peligrosas) y que la
redondez del cuerpo da lugar a la redondez y a la lentitud de los movimientos y
de los gestos. Emana una suave ociosidad. Posee la sabiduría de la lentitud y
maneja toda la técnica de la deceleración. Da prueba de ello en particular
durante la segunda etapa de la noche, que pasan en el pabellón: entran, se
besan, caen en un sofá, hacen el amor. Pero «todo esto fue demasiado brusco.
Sentimos nuestro descuido (...). Demasiado ardiente, se es menos delicado. Se
apresura uno al goce confundiendo todas las delicias que lo preceden».
Los
dos perciben inmediatamente como un fallo la precipitación que les hace perder
la suave lentitud; pero no creo que le sorprenda a Madame de T., creo más bien
que sabía que ese fallo era inevitable, fatal, que se lo esperaba y que por eso
tenía premeditado el intermedio del pabellón, como un ritardando para
frenar, sofocar la previsible y prevista velocidad de los acontecimientos, con
el fin de que, una vez llegada la tercera etapa, en un decorado nuevo, su
aventura pudiera culminar en toda su espléndida lentitud.
En
el pabellón ella interrumpe el amor, sale con el caballero, pasea otra vez con
él, se sienta en el banco en medio del césped, reemprende la conversación y
luego lo conduce al castillo, a la alcoba secreta contigua a sus aposentos; el
marido la había acondicionado antaño como un templo encantado del amor. En el
umbral, el caballero queda deslumbrado: los espejos que recubren todas las
paredes multiplican su imagen de tal manera que de pronto un infinito cortejo de
parejas se besan a su alrededor, Pero no es allí donde harán el amor; como si
quisiera evitar una explosión de los sentidos demasiado poderosa y prolongar lo
más posible el tiempo de la excitación, Madame de T. lleva a su amante hacia la
habitación de al lado, una gruta sumergida en la oscuridad, atiborrada de
almohadones; allí es donde hacen el amor, larga y lentamente, hasta el
amanecer.
Al
decelerar el curso de su noche, al repartirla en distintas partes separadas
unas de otras, Madame de T. supo hacer que el corto lapso de tiempo que les
estaba destinado pareciera una pequeña pero maravillosa construcción
arquitectónica, como una forma. Es una exigencia de la belleza, pero ante todo
de la memoria, imprimir una forma a una duración. Porque lo informe es inasible,
inmemorizable. Concebir su cita como una forma fue para ellos particularmente
valioso, ya que su noche debía permanecer sin mañana y sólo podría repetirse en
el recuerdo.
Hay
un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el
olvido. Evoauemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la
calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese
momento, mecánicamente, afloja el paso. Por el contrario, alguien que intenta
olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse
cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra
aún demasiado cercano a él.
En
la matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones
elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad
de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la
intensidad del olvido.
12
Durante
la vida de Vivant Denon, probablemente tan sólo un reducido círculo de
iniciados sabía que él era el autor de Point de lendemain; y sólo mucho
tiempo después de su muerte se aclaró el misterio, para todo el mundo y (con
toda probabilidad) definitivamente. El destino de la novela se parece, pues,
extrañamente a la historia que cuenta: estaba recubierto por la penumbra del
secrete, de la discreción, de la mistificación, del anonimato.
Grabador,
dibujante, diplomático, viajero, experto en arte, animador de salones, hombre
con una notable carrera, Denon nunca reclamó la propiedad artística de la
novela. No es que rechazara la gloria, sino que ésta significaba entonces otra
cosa; imagino que el público por el que sentía interés, al que deseaba seducir,
no era la masa de desconocidos que codicia el escritor de hoy, sino la reducida
compañía de aquellos a quienes él podía conocer y estimar personalmente. El
placer que le produjo el éxito entre sus lectores no es muy distinto al que
pudo sentir ante los pocos oyentes reunidos a su alrededor, entre los que él
destacaba por su brillantez.
Está
la gloria de antes de la invención de la fotografía y la de después. El rey
checo Vaclav, en el siglo XIV, se entretenía frecuentando las posadas de Praga
y charlando de incógnito con la gente del pueblo. Disfrutó a la vez de poder,
gloria y libertad. El príncipe Carlos de Inglaterra no tiene ni poder, ni
libertad, pero sí una inmensa gloria: ni en la selva virgen, ni en su bañera
metida en un bunker diecisiete pisos bajo tierra, puede escapar a los ojos que
le persiguen y le reconocen. La gloria le ha arrebatado toda su libertad, y
ahora él lo sabe: sólo los espíritus totalmente inconscientes pueden hoy en día
consentir en llevar voluntariamente tras ellos los cascabeles de la celebridad.
Ustedes
dirán que, si ha cambiado la naturaleza de la gloria, en cualquier caso sólo
concierne a algunos privilegiados. Pues se equivocan. Porque la gloria no
concierne tan sólo a la gente famosa, concierne a todo el mundo. Hoy la gente
famosa está en las páginas de las revistas, en las pantallas de televisión,
invade la imaginación de todo el mundo. Y todo el mundo se preocupa, aunque
sólo sea en sueños, por la posibilidad de convertirse en el objeto de semejante
gloria (es decir, no la del rey Vaclav, que frecuentaba las tabernas, sino la
del príncipe Carlos, oculto en su bañera diecisiete pisos bajo tierra). Esta
posibilidad acompaña como una sombra a cada cual y cambia su upo de vida;
porque (y ésta es otra definición elemental muy conocida en la matemática
existencia!) cada nueva posibilidad de la existencia, incluso la menos
probable, transforma la existencia entera.
13
Pontevin
sería tal vez menos malvado con el intelectual Berck si estuviera al comente de
los problemas que le viene creando una tal Immaculata, antigua compañera de
clase, a quien, siendo un colegial, él había (en vano) deseado.
Un
día, después de unos veinte años, Immaculata vio a Berck en la tele ahuyentando
las moscas de una niña negra; eso le produjo algo así como una iluminación. De
pronto entendió que lo había amado siempre. Aquel mismo día le escribió una
carta en la que invocaba su «amor inocente» de antaño. Pero Berck recordaba
perfectamente que su amor no había sido inocente, sino más bien completamente
concupiscente, y que se había sentido humillado cuando ella lo rechazó sin
miramientos. Esta había sido además la razón por la que, inspirado en el nombre
algo cómico de la portuguesa que servía en casa de sus padres, la bautizara con
el apodo a la vez satírico y melancólico de Immaculata, por Inmaculada, la no
mancillada. Berck reaccionó mal a la carta (curioso, después de veinte años
todavía no había asimilado del todo su antigua derrota) y no contestó.
Su
silencio la perturbó y en la siguiente carta le recordó la sorprendente
cantidad de mensajes de amor que él le había escrito. En uno de ellos, la había
llamado «ave nocturna que turba mis sueños». Esta frase, olvidada desde
entonces, le pareció a Berck insoportablemente necia y consideró descortés por
su parte habérsela recordado. Más adelante, por los rumores que le llegaron,
comprendió que cada vez que salía en la televisión esa mujer jamás mancillada
parloteaba en algún lugar durante la cena acerca del amor inocente del célebre
Berck, quien antaño no podía dormir porque ella turbaba sus sueños. Se sentía
desnudo e indefenso. Por primera vez en su vida sintió un intenso deseo de
anonimato.
En
una tercera carta ella le pidió un favor; no para ella, sino para su vecina,
una pobre mujer que había sido muy mal atendida en un hospital; no sólo había
estado a punto de morir por culpa de una anestesia mal administrada, sino que
en el hospital se negaban a concederle una mínima indemnización. Si Berck se
ocupaba tan bien de los niños africanos, podría demostrar que era capaz de
interesarse igualmente por la gente sencilla de su propio país, aunque ésta no
le brindara la ocasión de pavonearse en televisión.
Luego,
esa mujer le escribió ella misma, invocando a Immaculata: «... Recordará, señor
Berck, aquella joven a quien usted escribió, la virgen inmaculada que turbaba
sus noches». ¿Será posible? ¿Será posible?, aulló y vociferó Berck recorriendo
de un lado a otro su apartamento. Rompió la carta, escupió sobre ella y la tiró
a la papelera.
Un
día se enteró por el director de una cadena de televisión que una realizadora
deseaba hacer un programa sobre él. Con irritación, recordó la irónica
observación sobre su deseo de pavonearse en televisión, porque la realizadora
que quería filmarlo era precisamente el ave nocturna, ¡Immaculata en persona!
Molesta situación: en principio, consideraba excelente la propuesta de rodar
una película sobre él porque siempre quería convertir su vida en obra de arte;
pero hasta entonces ¡jamás se le había ocurrido que esa obra pudiera pertenecer
al género cómico! Ante semejante peligro, que se le reveló repentinamente,
deseó mantener a Immaculata lo más lejos posible de su vida y rogó al director
(que se sorprendió de su modestia) que aplazara el proyecto, demasiado precoz
para alguien tan joven y poco importante como él.
14
Esta
historia me recuerda otra que tuve la suerte de conocer gracias a la biblioteca
que recubre las paredes del apartamento de Goujard. Una vez que me quejaba ante
él de mi spleen, me enseñó una estantería que llevaba una inscripción
escrita de su puño y letra: «Obras maestras de humor involuntario» y, con una
sonrisa socarrona, sacó un libro que, en 1969, había escrito una periodista
parisiense sobre su amor por Kissinger no sé si recordará aún el nombre del
célebre político de aquella época, consejero del presidente Nixon, arquitecto
de la paz entre Estados Unidos y Vietnam.
Pues
bien, ésta es la historia: ella contacta con Kissinger en Washington para
hacerle una entrevista, primero para una revista, luego para la televisión. Se
ven en varias ocasiones, pero sin jamás franquear los límites de las relaciones
estrictamente profesionales: una o dos cenas para preparar la emisión, algunas
visitas a su oficina en la Casa Blanca, luego en su vivienda privada, primero
sola, luego con el equipo, etcétera. Poco a poco, Kissinger le va tomando ojeriza.
No se deja engañar, sabe qué intenciones tiene, y para mantener las distancias
él le hace elocuentes observaciones acerca del atractivo que ejerce el poder
sobre las mujeres y acerca de sus propias funciones, que le obligan a renunciar
a toda vida privada.
La
periodista transcribe con conmovedora sinceridad todas estas evasivas, que, por
otra parte, no la descorazonaban, dada su inquebrantable convicción de que
estaban hechos el uno para el otro. ¿Que Kissinger se muestra prudente y
desconfiado? No la sorprende: sabe muy bien lo que cabe pensar de las horribles
mujeres a quienes él ha conocido antes; está segura de que, en el momento en
que comprenda hasta qué punto ella le ama, dejará a un lado sus angustias,
abandonará toda precaución. ¡Ah, está tan segura de la pureza de su propio
amor! Podría jurarlo: no se trata en absoluto de una obsesión erótica.
«Sexualmente, me dejaba indiferente», escribe y repite varias veces (con un
curioso sadismo maternal): se viste mal; no es guapo; tiene mal gusto en lo que
se refiere a las mujeres; «debe de ser un pésimo amante», juzga ella, sin por
ello proclamarse menos enamorada. La periodista tiene dos hijos, Kissinger
también tiene dos, ella planifica, sin que él lo sospeche, unas vacaciones de
todos juntos en la Costa Azul y se alegra de que los pequeños Kissinger puedan
aprender así agradablemente el francés.
En
una ocasión, envía a su equipo de cineastas a filmar el apartamento de
Kissinger y éste, al no poder contenerse por más tiempo, los echa como a una
pandilla de pesados. Otra vez, él la cita en su oficina y le dice, con una voz
excepcionalmente severa y fría, que ya no soporta más la manera equívoca como
ella se comporta con él. Al principio, la periodista cae en la desesperación.
Pero enseguida empieza a decirse: no cabe duda, la consideran políticamente
peligrosa y Kissinger ha recibido del contraespionaje la consigna de dejar de
frecuentarla; la oficina en la que se encuentran está infestada de micrófonos y
él lo sabe; sus frases, tan increíblemente crueles, no se dirigen, pues, a
ella, sino a los oídos de los polis invisibles. Ella le mira con una sonrisa
comprensiva y melancólica; la escena le parece iluminada por una belleza
trágica (es la palabra que emplea siempre): él se ve forzado a asestarle duros golpes
y, al mismo tiempo, con sus miradas, le habla de amor.
Goujard
se ríe, pero le digo: la verdad evidente de la situación real que trasluce la
ensoñación de la periodista enamorada es menos importante de lo que Goujard
cree, es tan sólo una verdad mezquina, trivial, que palidece ante otra más
elevada y que resistirá al tiempo: la verdad del Libro. Desde la primera cita
con su ídolo, el libro estaba allí, invisible, encima de la mesita, entre los
dos, y desde aquel instante fue el objetivo inconfesado e inconsciente de toda
su aventura. ¿El libro? ¿Para qué? ¿Para hacer el retrato de Kissinger? Pues
no, ¡ella-no tenia-absolutamente nada que decir sobre él! Lo que le importaba
realmente era su propia verdad sobre sí misma. No deseaba a Kissinger, y menos aún
su cuerpo («debe de ser un pésimo amante»); deseaba ampliar su «yo», sacarlo
del estrecho círculo de su vida, hacerlo resplandecer, convertirlo en luz.
Kissinger era para ella una montura mitológica, un caballo alado en el que su
yo cabalgaría en su gran vuelo por el cielo.
—Es
una tonta —concluyó secamente Goujard burlándose de mis hermosas explicaciones.
—No
lo creas —dije—, algunos testigos dan fe de su inteligencia. No es que sea
tonta, se trata de otra cosa. Estaba convencida de haber sido elegida.
15
Ser
elegido es una noción teológica que quiere decir: sin mérito alguno, mediante
un veredicto sobrenatural, mediante una voluntad libre, cuando no caprichosa,
de Dios, se es elegido para algo excepcional y extraordinario. De esta
convicción han sacado los santos la fuerza para soportar los suplicios más
atroces. Las nociones teológicas se reflejan, como su propia parodia, en la
trivialidad de nuestras vidas; cada uno de nosotros sufre (más o menos) con la
bajeza de su vida demasiado corriente y desea huir de ella y elevarse. Cada uno
de nosotros ha conocido la ilusión (más o menos fuerte) de ser digno de esa
elevación, de estar predestinado y ser elegido para ella.
El
sentimiento de haber sido elegido está presente, por ejemplo, en cualquier
relación amorosa. Porque el amor, por definición, es un regalo no merecido; ser
amado sin mérito es incluso la prueba de un amor verdadero. Si una mujer me
dice: te quiero porque eres inteligente, porque eres honrado, porque me compras
regalos, porque no vas con mujeres, porque lavas los platos, me decepciona; ese
amor tiene todo el aspecto de ser algo interesado. Cuánto más hermoso es oír:
estoy loca por ti aunque no seas ni inteligente, ni honrado, aunque seas
mentiroso, egoísta y sinvergüenza.
Tal
vez sea en la cuna cuando el hombre conoce por primera vez la ilusión de haber
sido elegido, gracias a los cuidados maternales que recibe sin mérito y que por
ello reivindica aún con mayor energía. La educación debería liberarle de esta
ilusión y hacerle comprender que todo en la vida se paga. Pero a veces es
demasiado tarde. Sin duda usted habrá visto alguna vez a una niña de unos diez
años que, para imponer su voluntad a sus compañeras, de
golpe, sin argumentos, dice en voz alta con inexplicable orgullo: «Porque te lo
digo yo»; o «porque lo quiero yo». Se siente elegida. Pero un día dirá «porque
lo quiero yo» y el mundo a su alrededor estallará en una carcajada. ¿Qué puede
hacer el que se siente elegido para probar su elección, para creerse a sí mismo
y hacer creer a los demás que no pertenece a la común vulgaridad?
En
este punto es cuando la época basada en la invención de la fotografía acude en
su ayuda con sus stars, sus bailarines, sus celebridades, cuya imagen,
proyectada en una inmensa pantalla, es visible de lejos para todos, admirada
por todos, y para todos inaccesible. Mediante una fijación adoradora por la
gente famosa, el que se considera elegido manifiesta públicamente su
pertenencia a lo extraordinario así como su distancia con respecto al vulgo, o
sea, concretamente, con respecto a vecinos, colegas, compañeros con los que él
está obligado (ella está obligada) a convivir.
Así
pues, la gente famosa se ha convertido en una institución pública, al igual que
las instalaciones sanitarias, la seguridad social, los seguros, los manicomios.
Sin embargo, sólo es útil si permanece inaccesible. Cuando alguien quiere
confirmar su condición de elegido mediante una relación directa, personal, con
alguien célebre, corre el riesgo de ser rechazado como lo fue la periodista enamorada
de Kissinger. Este rechazo, en el lenguaje teológico, se llama caída. Por eso
la periodista enamorada de Kissinger habla en su libro explícitamente, y con
razón, de su amor «trágico», porque una caída, por mucho que Goujard se lo tome
a broma, es trágica por definición.
Hasta
el momento en que comprendió que estaba enamorada de Berck, Immaculata había
vivido la vida de la mayoría de las mujeres: algunas bodas, algunos divorcios,
algunos amantes que le brindaban una decepción tan constante como apacible y
casi placentera. El último de ellos la quiere especialmente; ella lo soporta
mejor que a los demás no sólo porque es sumiso, sino también porque es útil: es
un cámara que, cuando ella empezó a trabajar en la televisión, la ayudó mucho.
Es un poco mayor que ella, pero parece un eterno estudiante postrado en
adoración ante ella; la encuentra la más guapa, la más inteligente y (sobre
todo) la más sensible de todas.
La
sensibilidad de su bienamada es para él como un paisaje de pintor romántico
alemán: sembrado de árboles con formas inimaginablemente retorcidas, y, sobre
él, un cielo lejano y azul, la morada de Dios; cada vez que entra en ese
paisaje, siente el irresistible deseo de caer de rodillas y permanecer allí
como ante un milagro divino.
16
El
vestíbulo del castillo se llena poco a poco de gente, hay muchos entomólogos
franceses y también algunos extranjeros, entre otros, un checo de unos sesenta
años del que se dice que es una importante personalidad del nuevo régimen, tal
vez un ministro o el presidente de la Academia de Ciencias o, cuando menos, un
investigador que pertenece a esa academia. En todo caso, aunque sólo sea, desde
el punto de vista de la simple curiosidad, es el personaje más interesante de
esa reunión (como representante de una nueva época de la Historia después de
haber desaparecido el comunismo en la noche de los tiempos); sin embargo, en
medio de la gente que parlotea, él se yergue, alto y torpe, desatendido. Hace
ya un buen rato que la gente se ha precipitado para saludarle y hacerle algunas
preguntas, pero la conversación se detenía siempre mucho antes de lo esperado
y, tras cuatro frases apenas intercambiadas, ya no sabía de qué hablar con él.
Porque, a fin de cuentas, no había un tema común. Los franceses han vuelto
rápidamente a sus problemas, él ha intentado seguirles, de vez en cuando ha
añadido «en cambio, en mi país», luego, al comprender que a nadie le interesaba
lo que ocurría «en cambio, en mi país», se ha alejado, con una vaga melancolía
en el rostro, ni amarga, ni desdichada, pero sí lúcida y casi condescendiente.
Mientras
los demás van llenando ruidosamente el vestíbulo, en el que hay un bar, él
entra en la sala de actos vacía, donde cuatro largas mesas, dispuestas en forma
de cuadrado, esperan la apertura del congreso. Cerca de la puerta hay una
mesita con la lista de los invitados y una señorita que parece tan desatendida
como él mismo. El se inclina hacia ella y le dice su nombre. Ella le obliga a
pronunciarlo dos veces más. A la tercera ya no se atreve a insistir y busca al
azar en su lista un nombre que se parezca al sonido que ha oído.
Con
paterna amabilidad, el científico checo se inclina por encima de la lista y
encuentra su nombre: lo señala con el índice: CECHO-RIPSKY.
—Ah,
¿señor Sechorípi? —dice ella.
—Hay
que pronunciarlo Che-jo-rships-qui.
—¡Oh,
no es nada fácil!
—De
todos modos tampoco lo tiene escrito correctamente —dice el científico.
Toma
la pluma que ve encima de la mesa y traza sobre la C y la R unos pequeños
signos que parecen un acento circunflejo al revés.
La
secretaria mira los signos, mira al científico y suspira:
—iQué
complicado!
—No,
si es muy sencillo.
—¿Sencillo?
—¿Usted
conoce a Jan Hus?
La
secretaria echa rápidamente una ojeada a la lista de invitados y el científico
checo se apresura a explicarle:
—Como
sabrá usted, fue un gran reformador de la Iglesia. Un precursor de Lutero.
Profesor en la Universidad KarI IV, que fue la primera universidad fundada en
el Sacro Imperio, llamado Romano Germánico, como usted sabe. Pero lo que tal
vez no sepa es que Jean
Hus
fue también un gran reformador de la ortografía. Consiguió simplificarla de
maravilla. Para escribir lo que se pronuncia «ch», ustedes los franceses
necesitan tres letras: t, c, h, y los alemanes incluso cuatro: t, s, c, h.
Mientras que gracias a Jan Hus a nosotros nos basta una sola letra, la c, con
ese pequeño signo encima.
El
científico se inclina una vez más sobre la mesa de la secretaria y, en el
margen de la lista, escribe una c muy grande, con un acento circunflejo al
revés: c; luego, la mira a los ojos y articula con voz clara y muy nítida:
«¡Ch!».
La
secretaria también le mira a los ojos y repite: «Ch»,
—Sí.
¡Perfecto!
—Es
realmente muy práctico. Lástima que la reforma de Lutero no se conozca en
nuestro país.
—La
reforma dejan Hus... —dice el científico simulando no haber captado la metedura
de pata de la francesa— no permaneció del todo desconocida. Hay un país donde
fue aplicada... usted lo sabrá seguramente.
-¡No!
—¡En
Lituania!
—En
Lituania —repite la secretaria buscando en vano en su memoria en qué rincón del
mundo situar ese país.
—Y
en Letonia también. Comprenderá ahora por qué nosotros, los checos, estamos tan
orgullosos de esos pequeños signos sobre las letras.
—Con
una sonrisa—: Estamos dispuestos a traicionarlo todo. Pero por esos signos
lucharemos hasta la última gota de nuestra sangre.
Se
inclina ante la señorita y se dirige hacia el cuadrado formado por las mesas.
Ante cada silla hay una tarjetita con un nombre. Encuentra la suya, la mira
largamente, luego la toma entre los dedos y, con una sonrisa algo triste pero
que perdona, se acerca a enseñársela a la secretaria.
Entretanto
otro entomólogo se detiene ante la mesita, en la entrada, para que la señorita
ponga una cruz al lado de su nombre. Ella ve al científico checo y le dice:
—¡Un
momento, señor Chipiqui!
Este
esboza un gesto magnánimo—como para decir: no se preocupe, señorita, no tengo
prisa. Pacientemente, y no sin una conmovedora modestia, espera al lado de la
mesa (otros dos entomólogos se han detenido) y, cuando al fin la secretaria
vuelve a estar libre, él le enseña la tarjetita.
—Mire,
es divertido, ¿no?
Ella
mira sin entender demasiado:
—Sí,
señor Chenipiqui, pero ¡aquí, tiene usted los acentos!
—En
efecto, ¡pero son acentos circunflejos normales! ¡Se han olvidado de darles la
vuelta! ¡Y mire dónde los han puesto! ¡Encima de la E y de la O! Céchóripsky.
—¡Ah,
pues sí, tiene usted razón! —se indigna la secretaria.
—Me
pregunto —dice el científico checo cada vez más melancólico— por qué los
olvidan siempre, ¡Son tan poéticos esos acentos circunflejos al revés! ¿No le
parece? ¡Como pájaros en pleno vuelo! ¡Como palomas con las alas desplegadas!
—Con voz muy tierna—: O, si quiere, como mariposas.
Y
se inclina de nuevo sobre la mesa para tomar la pluma y corregir en la
tarjetita la ortografía de su nombre. Lo hace con mucha modestia, como si se
excusara, y luego, sin decir palabra, se va-.
La
secretaria lo mira mientras se aleja, grande, curiosamente deforme, y de pronto
se siente presa de un afecto maternal. Imagina un acento circunflejo al revés
que, a modo de mariposa, revolotea alrededor del científico y, finalmente, se
posa en su cabellera blanca.
Al
dirigirse hacia su silla, el científico checo gira la cabeza y ve la sonrisa
conmovida de la secretaria. Contesta también con una sonrisa y, mientras
avanza, le dirige tres más. Son sonrisas melancólicas y no obstante llenas de
orgullo. Un orgullo melancólico: así es como podríamos definir al científico
checo.
17
Que
se haya puesto melancólico después de ver los acentos mal colocados encima de
su apellido, lo comprenderá todo el mundo. Pero ¿de dónde sacaba él su orgullo?
Este
es el dato esencial de su biografía: un año después de la invasión rusa de
1968, le echaron del Instituto de Entomología y tuvo que trabajar como albañil,
y así hasta el final de la ocupación en 1989, o sea durante unos veinte años.
Pero
¿acaso no pierden constantemente su empleo centenares, miles de personas en
Estados Unidos, Francia, España, en todas partes? Sufren, pero no por ello
extraen motivo alguno de orgullo. ¿Por qué el científico checo está orgulloso y
ellos no?
Porque
le echaron de su trabajo por razones políticas, y no económicas.
De
acuerdo. Pero en tal caso queda por explicar por qué la desdicha causada por
razones económicas es menos grave o menos digna. ¿Debe sentirse avergonzado un
hombre despedido porque ha disgustado a su jefe y en cambio tiene el derecho de
jactarse el que ha perdido su empleo por sus opiniones políticas? ¿Por qué?
Porque
en un despido económico el despedido desempeña un papel pasivo, en su actitud
no hay valor alguno que admirar.
Eso
parece evidente, pero no lo es. Porque el científico checo a quien echaron de
su trabajo después de 1968, cuando el ejército ruso instauró en el país un
régimen particularmente detestable, tampoco realizó- un acto valeroso. Como
director de uno de los departamentos de su instituto, sólo se interesaba por
las moscas. Un día, sin previo aviso, un puñado de notorios opositores al
régimen se metió en su oficina y le pidió que les dejara una sala para sus
reuniones semiclandestinas. Actuaron según la regla del judo moral:
presentándose por sorpresa y formando ellos mismos un reducido público de
espectadores. La inesperada confrontación puso al científico en un gran brete.
Decir «sí» habría acarreado inmediatamente riesgos muy molestos: podría perder
su puesto, y la universidad expulsaría a sus tres hijos. Pero no tenía valor
suficiente para decir «no» al reducido público que de antemano se burlaba de su
cobardía. Terminó, pues, por aceptar y sintió desprecio por sí mismo, por su.
timidez, su debilidad, su incapacidad para resistirse. Así pues, para ser
exactos, por culpa de su cobardía lo echaron de su trabajo y a sus hijos del
colegio.
De
ser así, ¿por qué diablos se siente orgulloso?
Conforme
ha pasado el tiempo más ha olvidado su aversión primera por los opositores y
más se ha acostumbrado a considerar su «sí» de entonces como un acto voluntario
y libre, la expresión de su rebeldía personal contra el odiado poder. Cree
pertenecer así a los que se han encaramado a la gran escena de la Historia y de
esta certeza extrae su orgullo.
Pero
¿acaso no es cierto que, continuamente, incontables personas se ven implicadas
en incontables conflictos políticos y pueden por lo tanto sentirse orgullosas
de haberse encaramado al gran escenario de la Historia?
Tengo
que precisar mi tesis: el orgullo del científico checo se debe al hecho de que
no se encaramó al escenario de la Historia en cualquier momento, sino en el
momento preciso en que éste se iluminó. El escenario iluminado de la Historia
se llama la Actualidad Histórica Planetaria. Praga en 1968, iluminada por los
focos y observada por las cámaras, fue una Actualidad Histórica Planetaria por
excelencia y el científico checo está orgulloso de sentir todavía hoy aquel
beso en la frente.
Si
una gran negociación comercial, si los encuentros en la cumbre de los grandes
de este mundo, son importantes noticias de actualidad, y también se iluminan,
se filman, se comentan; ¿por qué no despiertan en sus protagonistas el mismo
conmovido sentimiento de orgullo?
Me
apresuro a hacer una última precisión: el científico checo no había sido
agraciado con cualquier Actualidad Histórica Planetaria, sino con la que se
llama Sublime. La Actualidad es Sublime cuando el hombre situado en el
proscenio sufre mientras al fondo resuena el crepitar de los fusiles y por
encima planea el Arcángel de la muerte.
Esta es, pues, la fórmula
definitiva: el científico checo está orgulloso por haber sido agraciado con la
Actualidad Histórica Planetaria Sublime. Sabe muy bien que esta gracia le
distingue de todos los noruegos y daneses, de todos los franceses e ingleses
presentes en la sala.
18
En
la mesa de la presidencia hay un lugar en el que van alternándose los oradores;
él no los escucha. Espera su turno, toquetea de vez en cuando en su bolsillo
las cinco hojas de su corta- intervención, que no es, él lo sabe, muy
brillante: al haber sido apartado durante veinte años del trabajo científico,
sólo ha podido resumir lo que ya hizo público cuando, siendo un joven
investigador, había descubierto y descrito una especie desconocida de mosca que
él había bautizado Musca Pragensis. Luego, al oír al presidente
pronunciar las sílabas que seguramente significan su apellido, se levanta y va
hacia el lugar reservado a los oradores.
Durante
los escasos veinte segundos de su desplazamiento, le ocurre algo inesperado:
sucumbe a la emoción: Dios mío, después de tantos años se encuentra de nuevo
entre la gente a quien estima y que le estima a él, entre científicos afines
que pertenecen al mismo ambiente del que su destino le había arrebatado; cuando
se detiene frente a la silla vacía que le está destinada, no se sienta; por una
vez, quiere obedecer a sus sentimientos, ser espontáneo y decir a sus colegas
desconocidos lo que siente.
«Perdónenme,
damas y caballeros, por expresarles mi emoción, que no me esperaba y que me ha
sorprendido. Después de casi veinte años de ausencia puedo dirigirme de nuevo a
la asamblea de quienes reflexionan sobre los mismos problemas que yo,
animados-por la misma pasión que yo. Vengo de un país en el que una persona,
sólo por decir en voz alta lo que pensaba, podía verse privado del sentido mismo
de su vida, ya que para un hombre de ciencia el sentido de su vida no es otra
cosa que su ciencia. Como ustedes sabrán, decenas de miles de hombres, toda la inteüigentsia
de mi país, fueron alejados de sus puestos después del trágico verano de
1968. Hace tan sólo seis meses, todavía trabajaba como albañil. No, no hay nada
humillante en ello, aprendes muchas cosas, trabas amistad con gente sencilla y
admirable, y también te das cuenta de que nosotros, gente de ciencia, somos
unos privilegiados, porque hacer un trabajo que es a la vez una pasión es un
privilegio, sí, amigos míos, el privilegio que jamás han conocido mis
compañeros albañiles, porque es imposible cargar vigas con pasión. Vuelvo a
tener este privilegio, que me fue arrebatado durante veinte años, -y me siento
como embriagado. Esto explica, queridos amigos, por qué vivo estos momentos
como una verdadera fiesta, aun cuando esta fiesta sea para mí algo
melancólica.»
Al
pronunciar estas últimas palabras, siente que las lágrimas le inundan los ojos.
Esto le molesta un poco, le asalta la imagen de su padre, que, siendo ya
anciano, estaba continuamente conmovido y lloraba a la más mínima, pero después
se dijo, por qué no abandonarse por una vez: esta gente debería sentirse
honrada de su emoción, que él les brinda como un pequeño recuerdo de Praga.
No se ha
equivocado. Los asistentes, ellos también, están emocionados. En cuanto ha
pronunciado la última palabra, Berck se levanta y aplaude. La cámara ya está
allí, enfoca su rostro, sus manos que aplauden, y enfoca también al científico
checo. Toda la sala se levanta, lenta o rápidamente, con el semblante sonriente
o serio, todos aplauden y eso les gusta tanto que ya no saben cuándo parar, el
científico checo está de pie frente a ellos, alto, muy alto, torpemente alto, y
cuanta más torpeza emana de su estatura, más conmovedor es y más emocionado se
siente, hasta el punto de que las lágrimas ya no se le arremolinan
discretamente bajo los párpados, sino que le bajan solemnemente por la nariz,
hacia la boca, hacia el mentón, a la vista de todos sus colegas, que se ponen a
aplaudir aún más fuerte si cabe. Por fin, se atenúa la ovación, la gente vuelve
a sentarse y el científico checo dice con voz temblorosa: «Se lo agradezco,
queridos amigos, se lo agradezco de todo corazón». Se inclina y se dirige hacia
su lugar. Sabe que está viviendo el momento más importante de su vida, el
momento de gloria, sí, de gloria, por qué no decir la palabra, se siente grande
y hermoso, se siente célebre y desea que el recorrido hasta su silla sea largo
y no acabe nunca.
19
El
silencio reinaba en la sala mientras iba hacia su silla. Tal vez sea más exacto
decir que reinaban silencios. El científico no distinguía más que uno: el
silencio emocionado. No se daba cuenta de que, progresivamente, como la
imperceptible modulación que hace que una sonata pase de un tono a otro, el
silencio emocionado había pasado a ser un silencio incómodo. Todo el mundo
había comprendido que aquel señor con un apellido impronunciable estaba hasta
tal punto conmovido por sí mismo que había olvidado leer la intervención que
debía de haberles informado acerca de sus descubrimientos de nuevas moscas. Y
todo el mundo sabía que habría sido de mala educación recordárselo. Tras una
larga pausa, el presidente del congreso carraspea y dice: «Agradezco al señor
Checoshipi... (se calla un buen rato para dar al invitado una última ocasión de
acordarse) ... y doy la palabra al siguiente ponente». En ese momento el
silencio queda brevemente interrumpido por una risa ahogada en el fondo
de la sala.
Sumergido
en sus pensamientos, el científico checo no oye ni la risa ni la intervención
de su colega. Siguen otros oradores hasta el momento en que un científico
belga, que se ocupa como él de moscas, le arranca de su ensimismamiento: ¡Dios
mío, ha olvidado pronunciar su discurso! Lleva la mano a su bolsillo, las cinco
hojas siguen allí como prueba de que no está soñando.
Arden
sus mejillas. Se siente ridículo. ¿Puede aún salvar algo? No, sabe que no puede
salvar nada en absoluto.
Tras
unos instantes de vergüenza, una extraña idea acude a consolarle; es cierto que
ha hecho el ridículo; pero no hay en ello nada negativo, nada vergonzoso o
desconsiderado; ese ridículo que le ha tocado en suerte intensifica aún más la
melancolía inherente a su vida, vuelve aún más triste su destino y, por lo
tanto, aún más grande y hermoso.
No,
el orgullo jamás abandonará la melancolía del científico checo.
20
Todos
los congresos tienen sus desertores, que se reúnen en algún salón contiguo para
beber. Vincent, harto de escuchar a los entomólogos y no suficientemente
entretenido con la curiosa actuación del científico checo, se reúne en el
vestíbulo con otros desertores, alrededor de una larga mesa cerca del bar.
Tras
permanecer callado largo tiempo consigue intervenir en la conversación de los
desconocidos: «Tengo una novia que quiere que sea brutal con ella».
Cuando
lo dice Pontevin, hace una pequeña pausa durante la que el auditorio cae en un
atento silencio. Vincent intenta hacer la misma pausa y, en efecto, oye
elevarse una risa, una gran risa; eso le anima, sus ojos se iluminan, hace un
gesto con la mano para calmar a sus oyentes, pero en ese mismo momento
comprueba que todos miran hacia el otro lado de la mesa, divertidos por la
discusión de dos señores que se echan sapos y culebras.
Tras
uno o dos minutos, consigue una vez más que le escuchen: «Les decía que mi
novia quiere que yo sea brutal con ella». Esta vez
todo
el mundo le escucha y Vincent ya no comete el error de hacer una pausa; habla
cada vez más rápido como si quisiera huir de alguien que le persiguiera para
interrumpirlo: «Pero no puedo, soy demasiado fino», y como respuesta a estas
palabras se pone a reír él solo. Al comprobar que su risa cae en el vacío, se
apresura a seguir y acelera aún más el flujo de su discurso:
—Una
mecanógrafa viene con frecuencia a mi casa, le dicto...
—¿Escribe
con ordenador? —pregunta un hombre que se muestra repentinamente interesado.
Vincent
contesta:
-Sí.
—¿Qué
marca?
Vincent
dice una marca. El hombre tiene uno igual y se pone a contarle historias de su
ordenador, que ha adquirido la mala costumbre de jugarle malas pasadas. Todo el
mundo ríe a carcajadas.
Y
Vincent, tristemente, recuerda una vieja idea suya: uno cree siempre que las
oportunidades de un hombre están más o menos determinadas por su aspecto
exterior, por la belleza o la fealdad de su rostro, por la altura, por el pelo
o su ausencia. Error. Es la voz lo que lo decide todo. Y la de Vincent es débil
y demasiado aguda; cuando empieza a hablar nadie se da cuenta, de modo que se
ve obligado a forzar la nota y entonces todo el mundo tiene la impresión de que
grita. Pontevin, en cambio, habla muy bajo, y su voz baja resuena en toda la
habitación, agradable, hermosa, poderosa, de tal manera que todo el mundo le
escucha sólo a él.
¡Ah,
maldito Pontevin! Había prometido acompañarle al congreso con todo su grupo,
luego se desinteresó, fiel a su naturaleza, más proclive a los discursos que a
la acción. Por un lado, Vincent lo lamentaba, pero, por otro, se sentía aún más
obligado a no traicionar la exhortación que le había hecho su maestro el día
anterior a su partida: «Tienes que representarnos. Te doy plenos poderes para
actuar en nuestro nombre, por nuestra causa común». Por supuesto, era una
exhortación algo bufa, pero la pandilla del Café Gascón está convencida de que
en nuestro mundo fútil sólo las exhortaciones bufas merecen obedecerse. Al
recordarlo, Vincent ve, junto a la cabeza del sutil Pontevin, la enorme bocaza
de Machu, que sonríe aprobadora. Animado por ese mensaje y por esa sonrisa, se
decide a actuar; mira a su alrededor y descubre, en el grupo que rodea la mesa
del bar, a una joven que le gusta.
21
Los
entomólogos son unos curiosos patanes: desatienden a la joven incluso cuando
ella les escucha con la mejor voluntad del mundo, dispuesta a reír cuando hay
que hacerlo y a aparentar seriedad cuando ellos se ponen serios. Es evidente
que no conoce a ninguno de los que están allí y sus afanosas reacciones, que
nadie percibe, ocultan un alma temerosa. Vincent se levanta de la mesa, se
acerca al grupo en el que está la joven y se dirige a ella. Pronto se separan
de los demás y se pierden en una conversación que, desde el comienzo, se
anuncia fácil y sin fin. Se llama Julie, es mecanógrafa, y ha hecho algún
trabajo para el presidente de los entomólogos: al no tener ya mucho más que
hacer aquella tarde, ha aprovechado la ocasión para pasar la noche en aquel
célebre castillo entre gente que la intimida pero que, al mismo tiempo,
despierta su curiosidad, porque hasta el día anterior nunca en su vida había
visto a ningún entomólogo. Vincent se siente a gusto con ella, no se ve
obligado a levantar la voz, al contrario, la baja para que los demás no los
escuchen. Luego, la lleva a una mesita a la que pueden sentarse uno junto al
otro y le pone una mano sobre la suya.
—Sabes
—dice él—, todo depende de la fuerza de la voz. Es más importante que tener una
cara bonita.
—Tu
voz es bonita.
—¿Te
parece?
—Sí,
me parece.
—Pero
débil.
—Es
lo que la hace agradable. Yo tengo una voz fea, chirriante, como un graznido,
como el de un vieja corneja, ¿no crees?
—No
—dice Vincent con cierta ternura—, me gusta tu voz, es provocativa,
irrespetuosa.
—¿Tú
crees?
—¡Tu
voz es como tú! —dice Vincent afectuosamente—. ¡Tú también eres irrespetuosa y
provocativa!
A
Julie le gusta oír lo que le dice Vincent:
—Sí,
es verdad.
—Toda
esa gente es muy gilipollas —dice Vincent.
Ella
está de acuerdo:
—Sí,
del todo.
—Unos
chulos engreídos. Unos burgueses. ¿Has visto a Berck? ¡Un cretino!
Ella
está completamente de acuerdo. Se han portado con ella como si fuera invisible
y le encanta oír todo eso contra ellos, se siente vengada. Vincent le parece
cada vez más simpático, es guapo, alegre y sencillo, y no es en absoluto un
chulo.
—Tengo
ganas —dice Vincent— de armar un gran jaleo...
Suena
bien: como la promesa de un motín. Julie sonríe, querría aplaudir.
—¡Te
traigo un vaso de whisky! —le dice él y va hacia el otro extremo del vestíbulo,
hacia el bar.
22
Entretanto,
el presidente clausura él con los
participantes abandonan ruidosamente la sala y el vestíbulo se llena
enseguida. Berck se acerca al científico checo:
—Me
ha conmovido mucho su... —vacila adrede para dejar sentir hasta qué punto le
resulta difícil encontrar una palabra lo bastante delicada como para calificar
el upo de discurso que ha pronunciado el checo—, por su... testimonio. Tendemos
a olvidar demasiado deprisa. Quiero que sepa que me afectó mucho lo que ocurría
en su país. Usted es el orgullo de Europa, que, por cierto, no tiene muchos
motivos para sentirse orgullosa.
El
científico checo hace un vago gesto de protesta para dar cuenta de su modestia.
—No,
no proteste —siguió Berck—, insisto en decírselo. Ustedes, precisamente
ustedes, los intelectuales de su país, al manifestar una obstinada resistencia
a la opresión comunista, han dado prueba del valor que tantas veces nos hace
falta, han dado prueba de tal sed de libertad, yo diría incluso de tal voluntad
de libertad, que se han convertido para nosotros en el ejemplo a seguir. Además
—añade para dar a sus palabras un toque de familiaridad, una señal de
connivencia—, Budapest es una magnífica ciudad, viva y, permítame recalcarlo,
del todo europea.
—Querrá
usted decir Praga —dice tímidamente el científico checo.
¡Ah,
maldita geografía! Berck ha comprendido que ésta le ha hecho cometer un pequeño
error y, dominando la irritación por la falta de tacto de su colega, dice:
—Sí,
claro, me refería a Praga, pero también quería referirme a Cracovia, a Sofía, a
San Petersburgo, pienso en todas esas ciudades del Este que acaban de librarse
de un enorme campo de concentración.
—No
diga campo de concentración. Perdíamos con frecuencia nuestro empleo, pero no
estábamos en campos.
—¡Todos
los países del Este estaban sembrados de campos, querido amigo! Campos reales o
simbólicos, ¡qué más da!
—Y
no diga del Este —sigue objetando el científico checo—. Praga, como usted sabe,
es una ciudad tan occidental como París. La Universidad Karl IV fije fundada en
el siglo xiv como la primera universidad del Sacro Imperio, llamado Romano
Germánico. Allí es donde, como usted sabe, enseñó Jan Hus, precursor de Lutero,
gran reformador de la Iglesia y de la ortografía.
¿Qué
mosca le habrá picado al científico
checo?
No hace más que rectificar a su interlocutor, que acaba rabiando, aun cuando su
voz siga siendo amistosa:
—Querido
colega, no se avergüence de ser del Este. Francia siente la mayor simpatía por
el Este. ¡Piense en la emigración del siglo xix!
—No
tuvimos ninguna emigración en el siglo XIX.
—¿Y
Mickiewicz? ¡Me enorgullece que haya encontrado en Francia su segunda patria!
—Pero
Mickiewicz no era... —sigue objetando el científico checo.
En
ese momento Immaculata entra en escena; hace gestos enérgicos en dirección a su
cámara, luego, con un movimiento de la mano, aparta al checo, se instala cerca
de Berck y se dirige a él: «Jacques-Aíain Berck...».
El
cámara vuelve a colocarse el aparato encima del hombro: «¡Un momento!».
Immaculata
interrumpe, mira al cámara, luego una vez más: «Jacques-Alain Berck...».
23
Cuando,
una hora antes, Berck había visto a Immaculata y a su cámara en la sala de
actos, pensó que iba a aullar de ira. Pero ahora la irritación provocada por el
científico checo ha prevalecido sobre la provocada por Immaculata; agradecido
por haberle sacado de encima al pedante exótico, le concede incluso una vaga
sonrisa.
Envalentonada,
habla con voz alegre y ostensiblemente familiar: «Jacques Alain Berck, en esta
reunión de entomólogos a cuya familia usted pertenece por coincidencias del
destino, acaba de vivir momentos llenos de emoción...», y le acerca el
micrófono a la boca.
Berck
contesta como un alumno: «Sí, pudimos acoger entre nosotros a un gran
entomólogo checo que, en lugar de dedicarse a su profesión, tuvo que pasarse
toda la vida en la cárcel. Nos ha conmovido a todos su presencia en nuestro
país».
Ser
bailarín no es sólo una pasión, es también un camino del que ya no puedes
apartarte; cuando Duberques le humilló después del almuerzo con los enfermos de
SIDA, Berck no fue a Somalia por exceso de vanidad, sino porque se sentía
obligado a rectificar un paso de baile fallido. En este momento, siente la
insipidez de sus frases, sabe que les falta algo, una pizca de sal, una idea
inesperada, una sorpresa. Por eso, en lugar de detenerse, sigue hablando hasta
que ve acercarse de lejos una mejor inspiración: «Y aprovecho la ocasión para
anunciar mi propuesta de fundar una asociación entomológica franco-checa.
(Sorprendido él mismo de semejante idea, de pronto se siente mucho mejor.)
Acabo de hablarlo con mi colega de Praga (esboza un vago gesto en dirección al
científico checo), quien se ha mostrado encantado con la idea de adornar esta
asociación con el nombre de un gran poeta exiliado del siglo pasado que
simbolizará para siempre la amistad entre nuestros dos pueblos. Mickiewicz.
Adam Mickiewicz. La vida de este poeta es como una lección que nos
recordará que todo lo que hacemos,.ya-sea poesía ya sea ciencia, es una
rebelión. (La palabra "rebelión" lo ha puesto definitivamente en
excelente forma.) Porque el hombre siempre es rebelde (ahora, está realmente
hermoso y lo sabe), ¿no es así, amigo mío? (se gira hacia el científico checo,
que aparece inmediatamente en el marco de la cámara e inclina la cabeza como si
quisiera decir "sí"), usted ha dado prueba de ello con su propia
vida, con sus sacrificios, con sus sufrimientos, sí, usted me lo confirma, el
hombre digno de ese nombre siempre está en estado de rebelión, rebelión contra
la opresión, y si ya no hay opresión... (hace una larga pausa, sólo Pontevin
sabe hacer pausas tan largas y tan eficaces; luego, en voz baja:) contra la
condición humana que no hemos elegido».
Rebelión
contra la condición humana que no hemos elegido. La última frase, la guinda de
su improvisación, le ha sorprendido a él mismo; frase realmente hermosa, por
otra parte; le lleva bruscamente muy lejos de las prédicas de los políticos y
le hace comulgar con los más grandes espíritus de su país: Camus habría podido
escribir esa frase, y también Malraux, o Sartre.
Immaculata,
feliz, hace una señal al cámara, y éste corta.
En
ese momento el científico checo se acerca a Berck y le dice:
—Ha
sido muy bonito, realmente muy bonito, pero permítame decirle que Mickiewicz no
era...
Después
de sus actuaciones públicas, Berck se queda siempre como embriagado; con voz
firme, burlona y fanfarrona, interrumpe al científico checo:
—Sí,
querido colega, sé tan bien como usted que Mickiewicz no era entomólogo. Ser
entomólogo es algo que, por otra parte, les ocurre muy pocas veces a los
poetas. Pero, pese a este inconveniente, son el orgullo de la humanidad entera,
de la que, con su permiso, los entomólogos, e incluso usted mismo, también
forman parte.
Una
gran risa liberadora estalla como un vapor largamente contenido; efectivamente,
en cuanto han comprendido que aquel señor conmovido por sí mismo había olvidado
pronunciar su intervención, los entomólogos sienten todos ganas de reír. Los
comentarios impertinentes de Berck les han liberado por fin de sus miramientos
y todos se ríen sin disimular su felicidad.
El
científico checo está perplejo: ¿dónde ha quedado el respeto que sus colegas le
han manifestado hace apenas dos minutos? ¿Cómo es posible que se rían, que se
permitan reír? ¿Puede uno pasar tan fácilmente de la adoración al desprecio?
(Pues sí, querido amigo, pues sí.) ¿Es entonces la simpatía algo tan frágil,
tan precario? (Pues por supuesto, querido amigo, por supuesto.)
En
ese preciso instante Immaculata se acerca a Berck. Habla con voz fuerte y como
achispada:
—¡Berck,
Berck, eres magnífico! ¡Has estado tal como eres tú! ¡Oh, cuánto me gusta tu
ironía! ¡Y eso que he tenido que padecerla yo misma! ¿Te acuerdas del colegio?
Berck, Berck, ¿te acuerdas de cuando me llamabas Immaculata? ¡El ave nocturna
que te impidió dormir! ¡Que turbó tus sueños! Tenemos que hacer juntos una
película, un retrato tuyo. Admitirás que sólo yo tengo el derecho de hacértelo.
La
risa con- la cual los entomólogos le han recompensado por el rapapolvo
infligido al científico checo todavía resuena en la cabeza de Berck y le
embriaga; en semejantes momentos le colma una inmensa autosatisfacción y se
siente capaz de actos temerariamente sinceros que muchas veces le asustan a él
mismo. Perdonémosle, pues, de antemano lo que está a punto de hacer. Toma a
Immaculata del brazo, la lleva aparte para protegerse de los oídos indiscretos,
luego, en voz baja, le dice:
—Vete
a la mierda, viejo putarrón, con tus vecinas enfermas, vete a la mierda, ave
nocturna, espantajo nocturno, pesadilla nocturna, señuelo de mi estupidez,
monumento de mi necedad, basura de mis recuerdos, maloliente orina de mi
juventud...
Ella
escucha y no quiere creer que oye realmente lo que oye. Piensa que él dirige a
otra persona esas espantosas palabras, para despistar, para engañar a los
presentes, piensa que esas palabras no son sino una triquiñuela que ella no
está en condiciones de comprender; pregunta entonces suave, cándidamente:
—¿Por
qué me dices eso? ¿Por qué? ¿Cómo debo yo interpretarlo?
—¡Debes interpretarlo tal como
te lo digo! ¡Tal cual! ¡Sin más! ¡Putarrón como putarrón, cargante como
cargante, pesadilla como pesadilla, orina como orina!
24
Durante
todo este tiempo, desde el bar del vestíbulo, Vincent ha estado observando al
objeto de su desprecio. No ha podido captar nada
de
la conversación, ya que la escena se ha producido a unos diez metros. No
obstante, algo le parecía claro: Berck se presentaba ante él tal como Pontevin
lo había descrito siempre: un payaso de los mass media, un farsante, un
chulo, un bailarín. El que un equipo de televisión se dignara a interesarse por
los entomólogos se debía sin duda tan sólo a su presencia. Vincent lo ha
observado atentamente estudiando su arte de bailar: su modo de no soltar la
cámara con la mirada, su habilidad para colocarse siempre delante de los demás,
la elegancia con la que sabe hacer un gesto con la mano para llamar la atención
sobre él. En el momento en que Berck toma a Immaculata del brazo, ya no aguanta
más y exclama:
—¡Mírenlo,
lo único que le interesa es esa mujer de la tele! ¡No ha tomado del brazo a su
colega extranjero, le importan un comino sus colegas, sobre todo sí. son
extranjeros, la tele es su único maestro, su única amante, su única concubina,
porque apuesto a que no tiene otras, apuesto a que es el tipo con menos cojones
del universo!
Curiosamente,
esta vez su voz, pese a su desafortunada debilidad, ha sido perfectamente
perceptible. A veces, efectivamente, se dan circunstancias en que se oye
incluso la voz más débil. Ocurre cuando emite ideas que irritan. Vincent
desarrolla sus reflexiones, es brillante, incisivo, habla de los bailarines y
del contrato que han firmado con el Ángel y, cada vez más satisfecho de su
elocuencia, asciende por sus hipérboles como quien sube los peldaños de una
escalinata que conduce al cielo. Un joven con gafas, vestido con traje y
chaleco, le escucha y le observa pacientemente, como una fiera que acecha.
Luego, cuando Vincent ha agotado su elocuencia, dice:
—Estimado
señor, no podemos elegir la época en que nacemos. Y todos vivimos bajo la
mirada de las cámaras. Forma parte ya de la condición humana. Incluso cuando
hacemos la guerra, la hacemos ante el ojo de las cámaras. Y cuando queremos
protestar contra lo que sea, no conseguimos que nos escuchen sin las cámaras.
Somos todos bailarines, como usted dice. Yo diría incluso: o somos bailarines,
o somos desertores. Usted parece lamentar, estimado señor, que avancen los
tiempos. ¡Retroceda entonces! Si quiere, ¡al siglo XII! Pero, una vez allá,
¡protestará usted contra las catedrales porque son una barbarie moderna!
¡Vuelva aún más atrás! ¡Vuelva a los simios!
¡Allá,
ninguna modernidad le amenazará, allá usted estará en su casa, en el inmaculado
país de los monos! Nada más humillante que no encontrar una respuesta mordaz a
un ataque mordaz. Con indecible apuro, Vincent, cobardemente, se retira bajo la
risa burlona. Tras un minuto de consternación, recuerda que Julie le está
esperando; de un trago vacía el vaso que conservó intacto en la mano; luego, lo
deja encima de la mesa del bar y toma dos vasos más de whisky, uno para él y
otro para llevárselo a Julie.
25
La
imagen del hombre con traje y chaleco se ha quedado clavada en su alma como una
espina, no consigue deshacerse de ella; lo que se convierte en algo tanto más
penoso cuanto que quiere, a la vez, seducir a una mujer. Pero ¿cómo seducirla
si su pensamiento está fijo en una espina que hace daño?
Ella
se da cuenta de su estado de ánimo:
—¿Dónde
has estado durante todo este tiempo? Pensaba que ya no volverías. Que querías
dejarme.
Vincent
comprende que ella le aprecia y eso alivia un poco el dolor causado por la
espina. Intenta otra vez ser encantador, pero ella se muestra desconfiada:
—No
me engañes. Has cambiado desde hace un rato. ¿Has encontrado a algún conocido?
—No,
no —dice Vincent.
—Sí,
sí. Te has encontrado con una mujer. No te molestes, si quieres irte con ella,
puedes, hace media hora yo no te conocía. Podría, pues, seguir sin conocerte.
Ella
se pone cada vez más triste y para un hombre no hay bálsamo más bienhechor que
la tristeza que ha suscitado en una mujer.
—No,
créeme, no hay ninguna mujer. Me he encontrado con un tipo cargante, un cretino
macabro con el que he tenido una discusión. Nada más, nada más. —Y le acaricia
la mejilla con tanta sinceridad, con tanta ternura, que ella se deja de sospechas.
—De
todos modos, Vincent, has cambiado completamente.
—Ven
—dice él, y la invita a ir con él al bar.
Quiere
arrancar la espina de su alma con un chorro de whisky. El elegante con traje y
chaleco sigue allí, con otros más. No hay ninguna mujer en los alrededores y
eso reconforta a Vincent, acompañado de Julie, que le parece de pronto más
guapa. Pide dos vasos más de whisky, le da uno a ella, bebe rápidamente el
suyo, luego se inclina sobre Julie:
—Míralo,
allí está el cretino ese con gafas, traje y chaleco.
—¿Ese?
Pero Vincent, si no es nadie, no es absolutamente nadie, ¿cómo puedes hacerle
caso?
—Tienes
razón. Es un mal follado. Es un sin polla. No tiene cojones —dice Vincent y le
parece que la presencia de Julie le aleja de su derrota, ya que la verdadera
victoria, la única que vale, es la conquista de una mujer que te has levantado
a una velocidad ejemplar en el ambiente siniestramente a-erótico de los
entomólogos.
—Nadie,
nadie, nadie, te lo aseguro —repite Julie.
—Tienes
razón —dice también Vincent—, si sigo haciéndole caso me convierto en un
cretino como él. —Y, allí, arrimados a la mesa del bar, delante de todo el
mundo, él la besa en la boca
Es
su primer beso.
Salen
al parque, pasean, se detienen y se besan de nuevo. Luego encuentran un banco
en el césped y se sientan. De lejos les llega el murmullo del río. Están
traspuestos, sin saber por qué; yo sí lo sé: oyen el río de Madame de T., el
río de sus noches de amor; desde el pozo de los tiempos, el siglo de los
placeres envía a Vincent un discreto saludo.
Y
él, como si lo percibiera:
—Antaño,
en esos castillos, había orgías. Ya sabes, el siglo XVIII Sade. El marqués de
Sade. La filosofía en el tocador. ¿Conoces ese libro?
-No.
—Deberías
conocerlo. Te lo prestaré. Es una conversación entre dos hombres y dos mujeres
en medio de una orgía.
—Sí
—dice ella.
—Los
cuatro están desnudos, hacen el amor, todos juntos.
— Sí.
—Te
gustaría, ¿no?
—No
lo sé —dice ella.
Pero
ese «no lo sé» no es un rechazo, es la conmovedora sinceridad de una modestia
ejemplar.
No
se arranca fácilmente una espina. Se puede controlar
el dolor, reprimirlo, simular que ya no se piensa en él, pero esa misma
simulación es ya un esfuerzo. Si Vincent habla tan apasionadamente de Sade y de
sus orgías no es tanto porque quiera pervertir a Julie como porque intenta
olvidar la ofensa que el elegante con traje y chaleco le ha infligido.
—Claro
que sí —dice él—, claro que lo sabes. —Y la abraza y la besa—. Sabes muy bien
que te gustaría.
Y
querría citar muchas frases, evocar muchas situaciones que él conoce de ese
libro fantástico que se llama La filosofía en el tocador.
Luego
se levantan y prosiguen su paseo. La luna llena aparece por detrás de la hojarasca.
Vincent mira a Julie y, de pronto, queda embrujado: la luz blanca le ha
otorgado a la joven la belleza de un hada, una belleza que le sorprende,
belleza reciente que él no ha visto antes en ella, belleza fina, frágil, casta,
inaccesible. Y, de repente, sin saber siquiera cómo se le ha ocurrido, imagina
su ojo del calo. Brusca, inesperadamente, esa imagen está allí y ya no podrá
deshacerse de ella.
¡Ah,
el ojo del culo liberador! Gracias a él el elegante con traje y chaleco (¡por
fin, por fin!) ha desaparecido del todo. Lo que no han podido varios vasos de
whisky, ¡un ojo del culo ha sabido hacerlo en un segundo! Abraza a Julie, la
besa, le toquetea los pechos, contempla su delicada belleza de hada y, mientras
tanto, constantemente, imagina su ojo del culo. Tiene unas inmensas ganas de
decírselo: «Te toco las tetas, pero no pienso en otra cosa que en tu ojo del
culo». Pero no puede hacerlo, las palabras no le salen de la boca. Cuanto más
piensa en el ojo del culo, más blanca, transparente y angelical es Julie, tanto
que le resulta imposible pronunciar esas palabras en voz alta.
26
Vera
duerme y yo, de pie ante la ventana abierta, miro a dos personas que pasean por
el parque del castillo en una noche de luna.
De
pronto oigo la respiración de Vera que se acelera, me giro hacia su cama y
comprendo que está a punto de gritar. ¡Nunca la vi tener pesadillas! ¿Qué
ocurre en este castillo?
La
despierto y ella me mira, con los ojos muy abiertos, llenos de espante. Luego
me
100
cuenta,
precipitadamente, como en un ataque de fiebre:
—Me
encontraba en un larguísimo pasillo de este hotel. De pronto, a lo lejos, ha
aparecido un hombre y ha corrido hacia mí. Cuando ha llegado a unos diez
metros, se ha puesto a gritar. E imagínate, ¡hablaba en checo! Frases
completamente enloquecidas: «¡Mickiewicz no es checo! ¡Mickiewicz es polaco!».
Luego, se ha acercado, amenazante, a unos pasos y me has despertado.
—Perdona
—le digo—, te estás volviendo víctima de mis elucubraciones.
—¿Cómo
puede ser eso?
—Como
si tus sueños fueran una papelera donde tiro las páginas demasiado tontas.
—¿Qué
estás inventando? ¿Una novela? —pregunta ella, angustiada.
Inclino
la cabeza.
—Me
has dicho muchas veces que te gustaría un día escribir una novela en la qué no
hubiera una sola palabra seria. Una Gran Tontería Por Puro Gusto. Me temo que
ha llegado el momento. Sólo quiero ponerte en guardia: ¡ve con cuidado!
Inclino
la cabeza aún más.
—¿Recuerdas
lo que te decía tu madre?
Oigo
su voz como si fuera ayer: Milanku, deja de bromear. Nadie te entenderá.
Ofenderás a todo el mundo y todo el mundo acabará por odiarte. ¿Te acuerdas?
—Sí
—digo.
—Te
aviso. La seriedad te protegía. La falta de seriedad te dejará desnudo ante los
lobos. Y ya sabes que los lobos acechan.
Tras
esta terrible profecía, ha vuelto a dormirse.
27
Más
o menos en ese mismo momento entra el científico checo en su habitación,
deprimido, con el alma magullada. En sus oídos sigue resonando la-risa que
estalló después de los sarcasmos de Berck. Y sigue perplejo: ¿puede pasarse tan
a la ligera de la admiración al desprecio?
Me
pregunto, efectivamente, ¿dónde ha quedado el beso que la Actualidad Histórica
Planetaria Sublime ha depositado en su frente?
Aquí
es donde se equivocan los cortesanos de la Actualidad, No saben que las
situaciones que la Historia pone en escena permanecen iluminadas durante los
primeros minutos. Ningún acontecimiento es actual en toda su duración, sino tan
sólo durante un periodo de tiempo muy breve, muy al principio. Los niños moribundos
de Somalia a quienes miraban ávidamente millones de espectadores ¿acaso ya no
mueren? ¿Qué se ha hecho de ellos? ¿Han engordado o adelgazado? ¿Existe todavía
Somalia? Y, de hecho, ¿existió alguna vez? ¿No será el nombre de un espejismo?
La
manera como se cuenta la Historia contemporánea se asemeja a un gran concierto
en el que se presentaran seguidos los ciento treinta y ocho opus de Beethoven,
pero tocando tan sólo los ocho primeros tiempos de cada uno de ellos. Si
volviera a hacerse el mismo concierto diez años después, sólo se tocaría, de
cada pieza, la primera nota, siendo, pues, ciento treinta y ocho notas durante
todo el concierto, presentadas como una única melodía. Y, veinte años después,
toda la música de Beethoven quedaría resumida en una única larguísima nota
aguda que se asemejaría a la que oyó, infinita y muy alta, el primer día de su
sordera.
El
científico checo está hundido en su melancolía y, a modo de consuelo, le asalta
la idea de que de la época de su heroico trabajo como albañil, que todos
quieren olvidar, conserva un recuerdo material y palpable: una excelente
musculatura. Una discreta sonrisa de satisfacción asoma a su rostro, pues está
seguro de que nadie entre los presentes tiene músculos como los suyos.
Sí,
créanlo o no, esta idea, aparentemente risible, le anima realmente. Tira la
chaqueta y se tumba boca abajo en el suelo. Luego, se levanta apoyándose en las
manos. Repite el movimiento veintiséis veces y se siente satisfecho de sí
mismo. Recuerda los tiempos en que, con sus compañeros albañiles, iba después
de trabajar a bañarse en un pequeño estanque que había detrás de la obra. A
decir verdad, era entonces cien veces más feliz que ahora en este castillo. Los
obreros le llamaban Einstein y le querían.
Le
asalta la idea, frívola (se da cuenta de esa frivolidad e incluso se alegra),
de ir a bañarse en la hermosa piscina del hotel. Con alegre y consciente
vanidad, quiere enseñar su cuerpo a los intelectuales enclenques de este país
sofisticado, supercultivado, y a fin de cuentas pérfido. Por suerte, ha traído
de Praga su traje de baño (lo lleva siempre a todas partes), se lo pone y se
mira, semidesnudo, en el espejo. Dobla los brazos y los bíceps se hinchan en
todo su esplendor. «Si alguien quisiera negar mi pasado, ¡aquí están mis músculos
como prueba irrefutable!» Imagina su cuerpo paseando alrededor de la piscina,
enseñando a los franceses que existe un valor muy elemental que es la
perfección corporal, perfección de la que él puede jactarse y de la que ellos
no tienen ni idea. Luego, encuentra un poco fuera de lugar ir semidesnudo por
los pasillos del hotel y se pone una camiseta. Queda el problema de los pies.
Dejarlos descalzos le parece tan inapropiado como ir con zapatos; decide pues
ir con calcetines. Así ataviado, se mira una vez más en el espejo. Otra vez el
orgullo se une a la melancolía y, otra vez, se siente seguro de sí mismo.
28
El
ojo del culo. Puede decirse de otra manera, por ejemplo como Guillaume
Apoilinaire: la novena puerta de tu cuerpo. Su poema sobre las nueve puertas
del cuerpo femenino existe en dos versiones: envió la primera a su amante Lou
en una carta escrita desde las trincheras el 11 de mayo de 1915, y la otra,
desde el mismo lugar, a otra amante, Madeleine, el 21 de septiembre del mismo
año. Los poemas, bellos los dos, difieren por su imaginación, pero están
compuestos de la misma manera: cada estrofa está dedicada a una de las puertas
del cuerpo de la bien amada: un ojo, otro ojo, una oreja, la otra oreja, la
fosa nasal derecha, la fosa nasal izquierda, la boca, luego, en el poema a Lou,
«la puerta de tu grupa» y, por fin, la novena puerta, la vulva. En el segundo
poema, por el contrario, el destinado a Madeleine, al final se produce un
curioso cambio de puertas. La vulva retrocede al octavo lugar y es el ojo del
culo abriéndose «entre dos montañas de nácar» el que ocupará la novena puerta:
«aún más misteriosa que las otras», la puerta «de los sortilegios de los que
nadie se atreve a hablar», la «puerta suprema».
Pienso
en esos cuatro meses y diez días que separan los dos poemas, cuatro meses que
Apollinaire pasó en las trincheras, sumergido en intensas ensoñaciones eróticas
que le llevaron a este cambio de perspectiva, a esta revelación: el ojo del
culo es el punto milagroso en el que se concentra toda la energía nuclear de la
desnudez. La puerta de la vulva es importante, claro (por supuesto, ¿quién se
atrevería a negarlo?), pero es demasiado oficialmente importante, es un lugar
registrado, clasificado, controlado, comentado, examinado, experimentado, vigilado,
alabado, celebrado. La vulva: ruidosa encrucijada donde se da cita la cotorra
humanidad, túnel por el que pasan las generaciones. Sólo los necios se dejan
convencer de la intimidad de este lugar, el más público de todos. El único
lugar realmente íntimo, ante cuyo tabú se inclinan incluso las películas
pornográficas, es el ojo del culo, la puerta suprema; es suprema porque es la
más misteriosa, la más secreta.
Vincent
alcanzó semejante sabiduría, que le costó a Apolináire cuatro meses bajo un
firmamento de obuses, durante un único paseo con Julie, quien se volvió diáfana
bajo la luz de la luna.
29
Es
una situación difícil no poder hablar más que de una sola cosa y, al mismo
tiempo, no estar en condiciones de hacerlo: el ojo del culo queda impronunciado
en la boca de Vincent como una mordaza que le deja mudo. Mira al cielo como en
busca de ayuda. Y el cielo se la concede: le envía una inspiración poética;
Vincent exclama: «¡Mira!», y hace un gesto en dirección a la luna. «Es como un
ojo del culo abierto en el cielo.»
Vuelve
la mirada hacia Julie. Transparente y tierna, ella sonríe y dice: «Sí», porque
desde hace ya una hora está dispuesta a admirar cualquier comentario que
provenga de él.
El
oye su «sí», pero persiste en su ansia. Parece casta como un hada y quisiera
oírla decir «el ojo del culo». Desea ver su boca de hada pronunciar esas
palabras, ¡oh, cuánto lo desea! Querría decirle: repite conmigo, el ojo del
culo, el ojo del culo, el ojo del culo, pero no se atreve. Presa de su
elocuencia, se hunde en cambio cada vez más en su metáfora: «¡El ojo del culo
del que se desprende una luz macilenta que llena las entrañas del universo!». Y
extiende el brazo hacia la luna: «¡Adelante, al ojo del culo del infinito!».
No
puedo reprimir un pequeño comentario sobre esta improvisación de Vincent:
mediante su obsesión confesada por el ojo del culo, cree consumado su apego al
siglo XVIII, a Sade y a toda la banda de libertinos; pero como si careciera de
fuerzas suficientes para llevar esta obsesión hasta el final, con todas sus
consecuencias, acude en su ayuda otra herencia, muy distinta, incluso
contradictoria, que pertenece al siglo siguiente; dicho de otra manera, sólo
lirizándolas, trocándolas por metáforas, es capaz de hablar de sus hermosas
obsesiones libertinas. Sacrifica el espíritu del libertinaje al espíritu de la
poesía. Y traslada al cielo el ojo del culo de un cuerpo de mujer.
¡Ay,
qué desplazamiento tan lamentable y penoso de ver! No me gusta seguir
acompañando a Vincent por este camino: forcejea, enmarañado en su metáfora como
una mosca T una tira pegajosa; exclama una vez más: «¡El ojo del culo del cielo
como el ojo de una cámara divina!».
Como
si diera prueba de su agotamiento, Julie rompe las evoluciones poéticas de
Vincent señalando con la mano el vestíbulo iluminado detrás de los ventanales:
«Se ha ido casi todo el mundo».
Vuelven:
efectivamente, ante las mesas sólo quedan los últimos invitados. El elegante
con traje y chaleco ya no está. Sin embargo, su ausencia se lo recuerda a
Vincent con tal virulencia que vuelve a oír su voz, fría y malvada, acompañada
de la risa de sus colegas. Siente de nuevo vergüenza: ¿cómo ha podido sentirse
tan desamparado ante él? ¿Tan lamentablemente mudo? Se esfuerza por barrerlo de
su mente, pero no lo consigue y vuelve a oír sus palabras: «Todos vivimos bajo
la mirada de las cámaras. Forma parte ya de la condición humana...».
Olvida
completamente a Julie y, sorprendido, se detiene en estas dos frases; qué raro:
el argumento del elegante es casi idéntico a la idea que él mismo, Vincent, le
ha objetado hace poco a Pontevin: «Si quieres intervenir en un conflicto
público, llamar la atención sobre una injusticia, ¿cómo puedes, en nuestra
época, no ser o no parecer un bailarín?».
¿Será
ésta la razón por la que se ha quedado tan desnortado ante el elegante? ¿Era
acaso su razonamiento tan cercano al suyo como para poder
atacarle? ¿No estaremos todos atrapados en la misma trampa,
sorprendidos por un mundo que repentinamente se ha transformado sin enterarnos
en un episodio del que no hay salida? ¿No hay, pues, diferencia alguna entre lo
que piensa Vincent y lo que piensa el elegante?
No,
¡es una idea insoportable! El desprecia a Berck, desprecia al elegante, y su
desprecio precede a todos sus juicios. Se esfuerza tercamente por captar la
diferencia que les separa hasta alcanzar a vería con toda claridad: ellos, cual
miserables siervos, se alegran de la condición humana tal como les ha sido
impuesta: bailarines contentos de serlo. Mientras que él, aun sabiendo que no
hay salida, proclama su desacuerdo con ese mundo. Sólo entonces se le ocurre la
respuesta que habría tenido que arrojarle a la cara al elegante: «Si vivir bajo
las cámaras ha pasado a ser nuestra condición, me rebelo contra ella. ¡No la he
elegido yo!». ¡Esta es la respuesta! Se inclina hacia Julie y sin la menor
explicación le dice: «¡Lo único que nos queda es rebelarnos contra la condición
humana que no hemos elegido!».
Acostumbrada
ya a las frases incongruentes de Vincent, encuentra que ésta es soberbia y
contesta en tono combativo: «¡Por supuesto!».
Y,
como si la palabra «rebela la hubiera llenado de una alegre energía, dice:
«Vamos a mi habitación».
De
repente, el elegante vuelve a desaparecer de la cabeza de Vincent, quien mira a
Julie, maravillado por estas últimas palabras.
Ella
también está maravillada. Cerca del bar quedan todavía algunas personas con las
que ella había estado antes de que Vincent se dirigiera a ella. Se habían
comportado como si no existiera, y ella se había sentido humillada. Ahora,
Julie las mira, soberana, invulnerable. Ya no la impresionan. Tiene ante ella
una noche de amor y la tiene gracias a su propia voluntad, gracias a su propio
valor; se siente rica, afortunada, y más fuerte que toda esa gente.
Le
murmura a Vincent al oído: «Son todos unos sin
pollas». Ella sabe que es una palabra de Vincent y lo dice para que
comprenda que se entrega a él y que le pertenece.
Es
como si le hubiera puesto entre las manos una granada de euforia. El podría
irse ahora directamente a la habitación con la hermosa portadora del ojo del
culo pero, como si obedeciera a una orden lanzada desde lejos, antes se cree
obligado a armar allí un gran jaleo. Se ve presa de un torbellino
arrebatador en el que se mezclan la imagen del ojo del culo, la inminencia del
coito, la voz burlona del elegante y la gran silueta de Pontevin, quien, como
un Trotski desde su bunker parisino, dirige una gran algarada, un gran motín
orgiástico.
«Vamos
a bañarnos», anuncia a Julie y, corriendo, baja la escalera hacia la piscina,
que, en aquel momento, está vacía y se ofrece a ellos desde arriba como un
escenario de teatro. Vincent se desabrocha la camisa. Julie va hacia él. «Vamos
a bañarnos», repite él y se quita el pantalón. «¡Desnúdate !»
30
Berck
había dirigido a Immaculata su terrible discurso en voz baja, sibilante, de
manera que la gente de alrededor fuese incapaz de captar la verdadera
naturaleza del drama que se desarrollaba ante ella. Immaculata consiguió que no
se notara nada; cuando Berck se alejó, ella se dirigió hacia la escalera, la
subió, y sólo cuando se encontró por fin a solas, en el pasillo
desierto que conduce a las habitaciones, cayó en la cuenta de que se
tambaleaba.
Media
hora después, sin sospechar nada, llegó el cámara a la habitación que
compartían y la encontró de bruces en la cama.
—¿Qué
ocurre?
Ella
no le contesta.
El
cámara se sienta a su lado y le pone una mano en la cabeza. Ella se la sacude
como si la hubiera tocado una serpiente.
—Pero
¿qué ocurre?
Ha
repetido la misma pregunta varias veces hasta que ella le dice:
—Por
favor, vete a hacer gárgaras, odio el mal aliento.
El
no tenía mal aliento, siempre se había lavado e iba escrupulosamente limpio,
sabía por tanto que ella mentía, aun así se dirige dócilmente al cuarto de baño
para hacer lo que ella le ha ordenado.
A
Immaculata no se le ha ocurrido en vano la idea del mal aliento, es un recuerdo
reciente e inmediatamente rechazado el que le ha inspirado semejante maldad: el
recuerdo del mal aliento de Berck. Cuando escuchaba, hecha trizas, sus
insultos, no estaba en condiciones de
ocuparse de su exhalación, y un observador oculto en ella fue el que registró
en su lugar ese olor nauseabundo e incluso el que añadió el siguiente
comentario lúcidamente concreto: el hombre cuya boca huele mal no tiene
amantes. Ninguna se acomodaría. Cada una encontraría la manera de insinuarle
que huele mal y le forzaría a deshacerse de ese defecto. Bombardeada de insultos,
ella escuchaba ese comentario silencioso que le parecía alegre y lleno de
esperanzas porque le daba a entender que, pese al espectro de hermosas mujeres
que Berck deja rondar a su alrededor, es hace tiempo indiferente a las
aventuras galantes, y por lo tanto en la cama hay una plaza libre a su lado.
Mientras
hace gárgaras, el cámara, que es un hombre a la vez romántico y práctico, se
dice que la única manera de cambiar el humor macabro de su compañera es hacerle
el amor lo antes posible. Se pone, pues, el pijama en el cuarto de baño y, con
paso incierto, vuelve a sentarse a su lado en el borde de la cama.
Sin
atreverse ya a tocarla, dice una vez mas:
-¿Qué
ocurre?
Con
implacable presencia de espíritu ella contesta:
—Si
no eres capaz de decir otra frase menos imbécil, supongo que no puede esperarse
nada de una conversación contigo.
Se
levanta y va hacia el armario; lo abre para contemplar los pocos vestidos que
ha colgado en él; esos vestidos la atraen; despiertan en ella el deseo a la vez
vago y fuerte de no dejarse quitar de en medio; de volver al lugar de su
humillación; de no aceptar su derrota; y, en caso de derrota, convertirla en un
gran espectáculo en el que hará resplandecer su belleza herida y ostentará su
orgullo rebelado.
—¿Qué
haces? ¿Adonde quieres ir? —dice él.
—Tanto
da. Lo que importa es no quedarme aquí contigo.
—¡Pero
dime al menos qué ocurre!
Immaculata
mira sus vestidos y comenta: «Ya va la sexta», y señalo que no se ha equivocado
en sus cálculos.
—Has
estado perfecta —le dice el cámara, decidido a hacer caso omiso de su mal
humor—. Hemos hecho bien viniendo aquí. Tu proyecto de emisión sobre Berck es
cosa hecha. He encargado una botella de champagne para la habitación.
—Puedes
beber lo que quieras con quien quieras.
—Pero
¿qué ocurre?
—Y
va la séptima. Contigo se ha acabado. Para siempre. Estoy harta del olor de tu
boca. Eres mi pesadilla. Mi mal sueño. Mi derrota. Mi vergüenza. Mi
humillación. Mi asco. Tengo que decírtelo. Brutalmente. Sin prolongar mis
dudas. Sin prolongar mi pesadilla. Sin prolongar esta historia que ya no tiene
ni pies ni cabeza.
Está
levantada, frente al armario abierto, de espaldas al cámara, habla calmada,
pausadamente, en voz baja, sibilante. Y luego empieza a desnudarse.
31
Es
la primera vez que se desnuda delante de él con tal ausencia de pudor, con tan
declarada indiferencia. Ese desnudarse quiere decir: tu presencia aquí, delante
de mí, no tiene ninguna, pero ninguna importancia; tu presencia es como la de
un perro o un ratón. Tu mirada no pondrá en movimiento la mínima
parcela de mi cuerpo. Podría hacer lo que sea delante de ti, los actos más
inconvenientes, podría vomitar delante de ti, lavarme las orejas o el sexo,
masturbarme o mear. Eres un no-ojo, una no-oreja, una no cabeza. Mi orgullosa
indiferencia es un manto que me permite moverme ante ti con toda libertad y con
todo impudor.
El
cámara ve cómo va transformándose totalmente ante él el cuerpo de su amante:
ese cuerpo que solía entregársele con sencillez y rápidamente, se yergue ante
él como una estatua griega en un pedestal de cien metros de altura. Está loco
de deseo y es un deseo extraño que no se manifiesta sensualmente, sino que
llena su cabeza y sólo su cabeza, deseo como fascinación cerebral, idea fija,
locura mística, la certeza de que ese cuerpo, y ningún otro, está destinado a
colmar su vida, toda su vida.
Ella
siente cómo esa fascinación, esa devoción, se le pega a la piel, y una oleada
de frialdad le sube a la cabeza. Ella misma se sorprende, jamás había conocido
semejante oleada. Es una oleada de frialdad como hay oleadas de pasión, de
calor o de ira. Porque esa frialdad es en realidad una pasión; como si la
absoluta devoción del cámara y el absoluto rechazo de Berck fueran las dos
caras de la misma maldición contra la que se rebela; como si el desaire de
Berck quisiera arrojarla de nuevo a los brazos de su amante de siempre y que el
único alarde contra ese desaire fuera el odio absoluto hacia ese amante. Esta
es la razón por la que ella lo rechaza con semejante rabia y desea convertirlo
en ratón, ese ratón en araña, y esa araña en mosca devorada por otra araña.
Ataviada
con un vestido blanco, está decidida a bajar y exhibirse ante Berck y todos los
demás. Está feliz por haber llevado al castillo un vestido blanco, el color del
matrimonio, porque tiene la impresión de vivir el día de una boda al revés,
boda trágica, sin marido. Lleva debajo del vestido blanco la herida de una
injusticia, y se siente crecida por esa injusticia, embellecida por ella como
embellecen con su desgracia los personajes de las tragedias. Va hacia la
puerta, sabiendo que el otro, en pijama, saldrá pisándole los talones y
permanecerá detrás de ella como un perro que la adora, y con él quiere
atravesar así el castillo, pareja tragigrotesca, reina seguida por un perro bastardo.
32
Pero
aquel a quien ella ha relegado al estado canino la sorprende. Está de pie en el
umbral de la puerta y su rostro está furioso. De pronto, su voluntad de
sumisión se ha agotado. Le invade el deseo desesperado de oponerse a esa
belleza que le humilla injustamente. No encuentra el valor de abofetearla, de
pegarla, de tirarla sobre la cama y violarla, pero por ello siente aún más la
necesidad de hacer algo irreparable, infinitamente grosero y agresivo.
Ella
se ve obligada a detenerse en el umbral:
—Déjame
pasar.
—No
dejaré que pases —le dice él.
—Ya
no existes para mí.
—¿Cómo
que ya no existo?
—No
te conozco.
El
ríe con una risa crispada:
—¿Que
no me conoces? —Levanta la voz—. ¡Hemos follado esta misma mañana!
—¡Te
prohibo que me hables así! ¡No con esas palabras!
—Esta
misma mañana me has dicho tú misma esas palabras, ¡me has dicho fóliame,
fóliame, fóliame!
—Era
cuando aún te quería —dice ella ligeramente incómoda—, pero ahora esas palabras
sólo son groserías.
El
grita:
—¡Aun
así hemos follado!
—¡Te
lo prohibo!
—Anoche
también, ¡hemos follado, follado, follado!
-¡Basta!
—¿Por
qué puedes soportar mi cuerpo por la mañana y no por la noche?
—¡Sabes
muy bien que odio la vulgaridad!
—¡Me
importa un bledo lo que tú odies! ¡Eres un putarrón!
¡Ay,
no tendría que haber pronunciado esa palabra, la misma que le había lanzado
Berck! Ella grita:
—¡La
vulgaridad me repugna y tú me repugnas!
El
también grita:
—¡Así
que has follado con alguien que te repugna! Y la que folla con alguien que le
repugna es precisamente eso: ¡un putarrón, putarrón, putarrón!
Las
palabras del cámara son cada vez más groseras y el miedo asoma en el rostro de
Immaculata.
¿Miedo?
¿Le tiene realmente miedo? No lo creo: sabe muy bien, en su fuero interno, que
no hay que exagerar la importancia de esta rebelión. Conoce la sumisión del
cámara y sigue segura de ella. Sabe que la insulta porque quiere que ella le
escuche, le mire, le tenga en consideración. La insulta porque es débil y, en
lugar de fuerza, sólo cuenta con su grosería, con sus palabras agresivas. Sí
ella le quisiera, aunque sólo fuera un poco, debería enternecerse ante
semejante explosión de desesperada impotencia. Pero, en lugar de enternecerse,
siente unas ganas irrefrenables de hacerle sufrir. Razón por la cual decide
tomar sus palabras al pie de la letra, creer en sus insultos y tenerles miedo.
Por eso le mira fijamente, con ojos que quieren parecer llenos de espanto.
El
cámara ve el miedo en el rostro de Immaculata y se envalentona: suele ser él
quien siempre tiene miedo, el que cede, el que pide perdón y, de pronto, como
él le ha manifestado su fuerza, su ira, es ella quien tiembla.
Al
creer que ella está confesando su debilidad, que está capitulando, él levanta la
voz y sigue profiriendo agresivas e impotentes estupideces. El pobre no sabe
que le está siguiendo el juego a ella, que sigue siendo un objeto manipulado,
incluso cuando cree haber encontrado fuerza y libertad en su ira.
Ella
le dice:
—Me
das miedo. Eres odioso, eres violento.
No
sabe, el pobre, que es una acusación irrevocable y que él, ese trapo de bondad
y sumisión, pasará a ser así, de una vez por todas, un violador y un agresor.
—Me
das miedo —dice ella una vez más y lo aparta para poder salir.
El la deja pasar y la sigue
como un perro bastardo sigue a una reina.
33
La
desnudez. Conservo un recorte de la revista Le Nouvel Obseruateur de
octubre de 1993; un sondeo: a mil doscientas personas
que
se consideran de izquierda se les envió una lista de doscientas diez palabras
entre las que debían señalar aquellas que les fascinaran, aquellas a las que
fueran más sensibles, que encontraran más atractivas y simpáticas; unos años
antes se había hecho el mismo sondeo: en aquella época, de las doscientas diez
palabras, la gente de izquierda se había puesto de acuerdo en dieciocho,
confirmándose así una sensibilidad común. Hoy las palabras celebradas no eran
más que tres. ¿Sólo tres palabras sobre las que puede entenderse la izquierda?
¡Oh, descalabro! ¡Oh, decadencia! ¿Y cuáles son esas tres palabras?
Escuchen bien: rebelión; rojo; desnudez. Rebelión y rojo, se da por supuesto.
Pero es sorprendente que, además de estas dos palabras, sólo la desnudez haga
latir el corazón de la gente de izquierda, que sólo la desnudez siga siendo su
patrimonio simbólico común. ¿Es ésta toda la herencia de esa magnífica
historia de doscientos años, inaugurada solemnemente con la Revolución
francesa, es ésta la herencia de Robespierre, Danton, Jaurés, Rosa Luxemburg,
Lenin, Gramsci, Aragón, el Che Guevara? ¿La desnudez? ¿La barriga desnuda, los
cojones desnudos, las nalgas desnudas? ¿Es ésta la última bandera bajo la cual
los últimos destacamentos de la izquierda simulan todavía su gran marcha a
través de los siglos?
Pero
¿por qué precisamente la desnudez? ¿Qué significa para la gente de izquierda
esta palabra que ha señalado en la lista enviada por un centro de sondeos?
Recuerdo
el cortejo de izquierdistas alemanes que, en los años setenta, para manifestar
su ira contra cualquier cosa (una central nuclear, una guerra, el poder del
dinero, ¿qué sé yo?) se pusieron en pelotas y marcharon así, aullando, por las
calles de una gran ciudad alemana.
¿Qué
debía expresar su desnudez?
Primera
hipótesis: representaba para ellos la más estimada de todas las libertades, el
más amenazado de todos los valores. Los izquierdistas alemanes atravesaron la
ciudad enseñando su sexo desnudo como los cristianos perseguidos iban hacia la
muerte llevando en el hombro una cruz de madera.
Segunda
hipótesis: los izquierdistas alemanes no querían enarbolar el símbolo de un
valor, sino, simplemente, escandalizar a un público odiado. Escandalizarlo,
amedrentarlo, indignarlo. Bombardearlo con mierda de elefante. Verter sobre él
todas las alcantarillas del universo.
Curioso
dilema: ¿simboliza la desnudez el valor más elevado entre todos los valores, o
más bien la mayor basura que pueda arrojarse como una bomba de excrementos
sobre una asamblea de enemigos?
¿Qué
representa, pues, para Vincent, quien repite a Julie: «¡Desnúdate!» y añade:
«¡Hagamos un gran happening en las mismas narices de los mal follados!»?
¿Y
qué representa para Julie, quien, dócilmente, e incluso con cierto afán, dice:
«¿Por qué no?», y se desabotona el vestido?
34
Está
desnudo. Se queda un poco sorprendido y ríe con una risa carraspeante que se
dirige más a sí mismo que a ella, porque estar así desnudo en aquel gran
espacio acristalado es para él tan poco habitual que no está en condiciones de
pensar en nada más que en la excentricidad de la situación. Ella ya se ha
quitado el sostén, luego la braguita, pero Vincent no la ve realmente:
comprueba que está desnuda pero sin saber cómo es cuando está desnuda.
Recordemos que, poco antes, estaba obsesionado por la imagen de su ojo del
culo, ¿pensará todavía en él, ahora que ese ojo del culo se ha liberado de la
seda de la braguita? No. El ojo del culo se le ha esfumado de la cabeza. En
lugar de mirar atentamente el cuerpo que se ha desnudado en su presencia, en lugar
de acercarse a él, de aprehenderlo lentamente, de tocarlo tal vez, él aparta la
vista y se tira al agua.
Un
chico raro el tal Vincent. Arremete contra los bailarines, delira sobre el tema
de la luna y, en el fondo, resulta ser un deportista. Se zambulle y nada. De
golpe, olvida su propia desnudez, olvida la de Julie y ya no piensa más que en
su crol. Detrás de él, Julie, que no sabe zambullirse, baja prudentemente por
la escalerilla. ¡Y Vincent no gira siquiera la cabeza para mirarla! El se lo
pierde: porque la verdad es que Julie está encantadora, muy encantadora
incluso. Su cuerpo está como iluminado; no por su pudor, sino por algo
igualmente bello: por la torpeza de una intimidad solitaria, ya que, al tener
Vincent la cabeza bajo el agua, está segura de que nadie la mira; el agua le
llega al vello del pubis y le parece fría, le encantaría sumergirse pero le
falta el valor. Se ha detenido y duda; luego, con prudencia, baja un escalón
más de tal manera que el agua le llega al ombligo; se moja la mano y, acariciándose,
se refresca los pechos. Es realmente hermoso mirarla. El cándido de Vincent no
se entera de nada, pero yo veo por fin una desnudez que no representa nada, ni
libertad ni basura, una desnudez exenta de toda significación, desnudez
despojada, tal cual, pura, y que cautiva al hombre.
Por
fin se pone a nadar. Nada mucho más lentamente que Vincent, la cabeza levantada
con torpeza sobre la superficie del agua; Vincent ha recorrido ya tres veces
los quince metros de la piscina cuando ella se acerca a la escalerilla para
salir. El se apresura a seguirla. Están en el borde cuando, desde el vestíbulo,
arriba, les llegan voces.
Movido
por la proximidad de invisibles desconocidos, Vincent se pone a gritar: «¡Voy a
sodomizarte!», y con una mueca de fauno se lanza sobre ella.
¿Cómo
puede ser que en la intimidad de su paseo él no se haya atrevido a susurrarle una
sola pequeña obscenidad y que ahora, cuando corre el riesgo de ser escuchado
por cualquiera, aulle semejante enormidad?
Precisamente
porque ha abandonado, imperceptiblemente, la zona de intimidad. La palabra
pronunciada en un pequeño espacio cerrado significa una cosa distinta que la
misma palabra resonando en un anfiteatro. Ya no es una palabra de la que fuera
enteramente responsable y que estuviera destinada exclusivamente a la pareja,
es una palabra que los demás exigen oír, los que están allí y les miran. El
anfiteatro, es cierto, está vacío, pero incluso si lo está, el público,
imaginado e imaginario, potencial y virtual, está allí, está con ellos.
Cabría preguntarse de quiénes se compone este público;
no creo que Vincent evoque la gente que ha visto en el congreso; el público que
ahora le rodea es numeroso, insistente, exigente, agitado curioso, pero a la
vez del todo inidentificable, con los rasgos de la cara difuminados; ¿querrá
decir que el público que él imagina es aquel con el que sueñan los bailarines?,
¿el público de los invisibles?, ¿aquel sobre el cual Pontevin construye sus
teorías?, ¿el mundo entero?, ¿un infinito sin rostros?, ¿una abstracción? No
del todo: porque detrás de ese tumulto anónimo se
vislumbran rostros concretos: Pontevin y demás compañeros; observan,
divertidos, la escena, observan a Vincent, a Julie e incluso al público de
desconocidos que les rodea. Para ellos grita Vincent sus palabras, es su
admiración y su aprobación las que quiere conquistar.
«¡No
me sodomizarás!», grita Julie, que no sabe nada de Pontevin, pero que, ella
también, pronuncia esta frase para aquellos que, aun sin estar allí, podrían
estarlo, ¿Deseará que la admiren? Sí, pero ella sólo lo desea para complacer a
Vincent. Quiere que un público desconocido e invisible la aplauda para que la
ame el hombre al que ha elegido para esa noche y, ¿quién sabe?, para muchas
otras más. Corre alrededor de la piscina y sus dos pechos se balancean
alegremente de un lado para otro.
Las
palabras de Vincent son cada vez más audaces; sólo su-carácter metafórico vela
ligeramente su vigorosa vulgaridad.
—¡Te
atravesaré con mi polla y te clavaré a la pared!
—¡No
me clavarás!
—¡Quedarás
crucificada en el techo de la piscina!
—¡No
me quedaré crucificada!
—¡Te
desgarraré el ojo del culo ante todo el universo!
—¡No
lo desgarrarás!
—¡Todo
el mundo verá tu ojo del culo!
—¡Nadie
verá mi ojo del culo! —grita Julie.
En
ese momento, oyen de nuevo voces cuya proximidad parece entorpecer el paso
ligero de Julie e incitarla a parar: empieza a gritar con voz estridente como
si le faltara poco para ser violada. Vincent la agarra y cae encima de ella en
el suelo. Ella lo mira, con los ojos muy abiertos, a la espera de una
penetración a la que está decidida a no resistirse. Abre las piernas. Cierra
los ojos. Inclina ligeramente la cabeza hacia un lado.
35
No
ha habido penetración. No la ha habido porque el miembro de Vincent está tan
pequeño como una fresa marchita, como el dedal de una bisabuela.
¿Por
qué está tan pequeño?
Se
lo pregunto directamente al miembro de Vincent y éste, muy sorprendido,
contesta: «¿Y por qué no habré de estar pequeño? ¡No he visto la necesidad de
crecer!. ¡Créame, realmente no se me ha ocurrido semejante idea! No me habían
avisado. De acuerdo con Vincent, he seguido esa extraña carrera alrededor de la
piscina, impaciente por ver qué iba a pasar. ¡Me lo he pasado en grande! ¡Ahora
usted acusará a Vincent de impotencia! ¡Por favor! Eso me culpabilizaría
horriblemente y sería injusto, ya que vivimos en perfecta armonía y, le
aseguro, sin jamás decepcionarnos el uno al otro. ¡Siempre me sentí orgulloso
de él y él de mí!».
El
miembro ha dicho la verdad. De hecho, Vincent no está especialmente contrariado
por su comportamiento. Si su miembro actuara así en la intimidad de su
apartamento, nunca se lo perdonaría. Pero aquí está dispuesto a considerar su
reacción como razonable e incluso más bien decente. Decide pues tomarse las
cosas tal como son y se pone a simular un coito.
Tampoco
Julie está contrariada ni frustrada. Sentir los movimientos de Vincent encima
de su cuerpo y no sentir nada dentro le parece extraño, pero, a fin de cuentas,
aceptable, y responde a los vaivenes de su amante con sus propios movimientos.
Las
voces que habían escuchado se- han alejado, pero un nuevo ruido repercute en el
espacio resonante de la piscina: los pasos de un corredor que pasa muy cerca de
ellos.
El
jadeo de Vincent se acelera y amplía; gruñe y brama mientras Julie emite
gemidos y sollozos, en parte porque el cuerpo mojado de Vincent le hace daño al
caer una y otra vez sobre ella, en parte porque quiere así dar respuesta a sus
rugidos.
36
Al
no verles hasta en el último momento, el científico checo no ha podido
evitarles. Pero hace como si no estuvieran allí y se esfuerza por mirar hacia
otro lado. Está nervioso: todavía no conoce bien la vida en Occidente. En el
imperio del comunismo hacer el amor al borde de una piscina era imposible, como
muchas otras cosas que, por otra parte, ahora habrá que aprender pacientemente.
Llega ya al otro lado de la piscina y le entran ganas de girarse para echar de
todos modos un rápido vistazo a la pareja que copula; porque algo le inquieta:
¿tendrá el hombre que copula un cuerpo bien entrenado? ¿Qué es más útil para la
cultura corporal, el amor físico o los trabajos manuales? Pero se controla al
no querer pasar por un mirón.
Se
detiene en el borde opuesto y empieza a hacer ejercicios: primero corre sin
moverse levantando muy alto las rodillas; luego se apoya sobre las manos, patas
arriba; desde niño sabe mantenerse en equilibrio en esta posición, que los
gimnastas llaman hacer la vertical, y hoy lo hace tan bien como antaño; le
asalta una pregunta: ¿cuántos grandes científicos franceses sabrán hacerlo como
él?, ¿y cuántos ministros? Se imagina uno tras otro a todos los ministros
franceses que él conoce por su nombre y por sus fotos, intenta imaginárselos en
esa posición, en equilibrio sobre las manos, y se siente satisfecho: tal como
los ve, son torpes y débiles. Tras conseguir hacer la vertical siete veces, se
tumba boca abajo y se alza sobre los brazos.
37
Ni
Julie ni Vincent hacen caso de lo que ocurre a su alrededor. No son
exhibicionistas, no intentan excitarse mediante la mirada ajena, ni captar esa
mirada, ni observar a quien les observa a ellos; lo que hacen no es una orgía,
es un espectáculo, y los comediantes, durante una representación, no quieren encontrarse
con la mirada de los espectadores. Aún más que Vincent, Julie se empeña en no
ver nada; no obstante, la mirada que acaba de detenerse sobre su rostro es
demasiado pesada para que no pueda sentirla.
Levanta
la vista y la ve: está en un espléndido vestido blanco y la observa fijamente;
su mirada es extraña, lejana y no obstante pesada, terriblemente pesada; pesada
como la desesperación, pesada como el no-sé-qué-hacer, y Julie, bajo semejante
peso, se siente como paralizada. Sus movimientos se hacen más lentos, se
amustian, cesan; unos cuantos gemidos más y calla.
La
mujer de blanco lucha contra un inmenso deseo de aullar. No puede liberarse de
ese deseo que es tanto más fuerte cuanto que aquel para quien quiere aullar no
la oirá. De pronto, sin poder aguantar más, emite un grito, un grito agudo,
terrible.
Julie
sale de su estupor, se incorpora, toma su braguita, se la pone, se tapa deprisa
con su ropa en desorden y escapa corriendo.
Vincent
es más lento. Recoge su camisa, su pantalón, pero no ve por ninguna parte su
calzoncillo.
Unos
pasos detrás de él, hay un hombre de pie en pijama, nadie le ve ni él ve a
nadie, concentrado como está en la mujer de blanco.
38
Al
no poder resignarse a la idea de que Berck la ha rechazado, ha tenido ese loco
deseo de ir a provocarlo, de pavonearse ante él en toda su blanca belleza
(¿acaso no es blanca la belleza de una inmaculada?), pero su paseo por los
pasillos y salones del castillo le ha salido mal: Berck no estaba allí y el
cámara la ha seguido, no en silencio como un humilde perro bastardo, sino
dirigiéndose a ella con una voz fuerte y desagradable. Ha conseguido llamar la
atención sobre ella, pero una atención malvada y burlona, de manera que ha
acelerado el paso; así, huyendo, ha llegado al borde de la piscina, donde, al
topar con una pareja que copulaba, ha terminado por emitir ese grito.
Ese
grito la ha despertado: ve de pronto a plena luz la trampa en la que ha caído:
su perseguidor detrás, el agua delante. Comprende lúcidamente que este cerco no
tiene salida; que la única salida de que dispone es una salida insensata; que
el único acto razonable que le queda es un acto enloquecido; con toda la fuerza
de su voluntad elige pues la sinrazón: da dos pasos hacia adelante y salta al
agua.
La
manera en que ha saltado es bastante curiosa: contrariamente a Julie, sabe
zambullirse muy bien; sin embargo, ha caído en el agua con los pies por delante
y los brazos abiertos, sin ninguna gracia.
Y
es que todos los gestos, además de su función práctica, poseen un significado
que va más allá de la intención de aquellos que los ejecutan; el gesto de
alguien en traje de baño que se tira al agua es de alegría, pese a la eventual
tristeza del que se zambulle. Cuando alguien se tira al agua vestido es muy
distinto: sólo se tira vestido al agua el que quiere ahogarse; y el que quiere
ahogarse no se tira de cabeza; se deja caer: así lo requiere el idioma
inmemorial de los gestos. Por eso Immaculata, aunque sea una excelente
nadadora, no ha podido, con su hermoso vestido, tirarse al agua más que de una
manera lamentable.
Sin
razón razonable alguna se encuentra ahora en el agua; está allí, sometida a su
gesto, cuyo significado llena poco a poco su alma; se siente vivir su suicidio,
su ahogo, y todo lo que haga a partir de ese momento no será sino baile, una
pantomima mediante la cual su gesto trágico prolongará su mudo discurso:
Tras
caer al agua, se incorpora. En ese lugar, la piscina es poco profunda, el agua
le llega a la cintura; permanece unos instantes de pie, la cabeza recta, el
busto hacia fuera. Luego, se deja caer otra vez. En ese momento, se desprende
de su vestido un echarpe con pequeñas flores artificiales que flota tras ella,
como flotan los recuerdos detrás de los muertos. De nuevo se incorpora, con la
cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, los brazos abiertos; como si quisiera
correr, avanza unos pasos, allí donde baja el fondo de la piscina, y se sumerge
otra vez. Así va progresando, al igual que un animal acuático, que un pato
mitológico que deja su cabeza desaparecer debajo de la superficie y la levanta
a continuación volcándola hacia arriba. Estos movimientos claman el deseo de
vivir en las alturas o de perecer en el fondo de las aguas.
El
hombre en pijama cae de pronto de rodillas y llora: «¡Vuelve, vuelve, soy un
criminal, soy un criminal, vuelve!».
39
Al
otro lado de la piscina, allí donde el agua es profunda, el científico checo,
que hace flexiones, mira sorprendido: al principio, ha pensado que la pareja
recién llegada ha venido para unirse a la pareja que copula y que por fin iba a
asistir a una de esas legendarias orgías de las que tantas veces había oído
hablar cuando trabajaba en los andamies del puritano imperio comunista. Por
pudor, ha pensado incluso que, en semejante situación de coito colectivo, debía
abandonar el lugar e irse a su habitación. Luego el terrible grito le ha
atravesado los oídos y, con los brazos tensos, se ha quedado así como
petrificado sin poder seguir con sus ejercicios, aun cuando hasta entonces sólo
hubiera hecho dieciocho flexiones. Ante sus ojos, la mujer vestida de blanco ha
caído al agua, y un echarpe con diminutas flores artificiales, azules y rosas,
ha empezado a flotar tras ella.
Inmóvil,
el torso levantado, el científico checo termina por comprender que esa mujer
quiere ahogarse: se esfuerza por permanecer con la cabeza bajo el agua pero, al
no ser su voluntad lo suficientemente fuerte, vuelve siempre a incorporarse.
Asiste a un suicidio como jamás habría sabido imaginárselo. La mujer está
enferma o herida o perseguida, se incorpora y de nuevo desaparece bajo la
superficie, una y otra vez; sin duda no sabe nadar; según va progresando, se
sumerge cada vez más de manera que pronto el agua la cubrirá y morirá ante la
mirada pasiva de un hombre en pijama que, en el borde de la piscina, arrodillado,
la observa y llora.
El
científico checo ya no puede dudar: se levanta, se inclina hacia adelante por
encima del agua, con las piernas flexionadas y los brazos estirados.
El
hombre en pijama ya no ve a la mujer, fascinado como está por la estatura de un
hombre desconocido, alto, fuerte, extrañamente deforme que, justo enfrente, a
unos quince metros, se dispone a intervenir en un drama que no le concierne, un
drama que el hombre en pijama conserva celosamente sólo para él y para la mujer
a quien ama. Porque, ¿quién podría dudarlo?, él la ama, su odio es tan sólo
pasajero; es incapaz de odiarla realmente y por mucho tiempo, aun cuando ella
le haga sufrir. El sabe que ella actúa bajo el dictado de su irracional e
indomable sensibilidad, de su milagrosa sensibilidad, que él no comprende y que
adora. Incluso si acaba de cubrirla de insultos, sigue convencido, en su
interior, de que ella es inocente y de que el verdadero culpable de su
inesperada discordia es otra persona. El no lo conoce, no sabe dónde está, pero
está dispuesto a arrojarse sobre él. En semejante estado de ánimo, mira al
hombre que se inclina deportivamente por encima del agua; como hipnotizado,
mira su cuerpo, fuerte, musculoso y curiosamente desproporcionado, con largos
muslos muy femeninos y tobillos gruesos e ininteligentes, un cuerpo absurdo
como la injusticia misma. No sabe nada de ese hombre, no sospecha nada de él,
pero, cegado por su sufrimiento, ve en ese monumento de fealdad la imagen de su
inexplicable desgracia y se siente presa de un odio invencible hacia él.
El
científico checo se tira y, con algunas poderosas brazadas, se acerca a la
mujer.
—¡Déjala!
—aulla el hombre en pijama y se tira también al agua.
El
científico está a dos metros de la mujer; su pie ya toca el fondo. El hombre en
pijama nada hacia él y aulla otra vez:
—¡Déjala!
¡No la toques!
El
científico checo ha estirado los brazos por debajo del cuerpo de la mujer, que
se desploma emitiendo un largo suspiro.
En
ese momento, el hombre en pijama ya está muy cerca:
—¡Déjala
o te mato!
A
través de las lágrimas, no ve nada ante él, nada sino una silueta deforme. La
agarra por un hombro y la sacude con violencia. El científico se tambalea, la
mujer cae de sus brazos. Ninguno de los dos hombres se ocupa ya de ella, que
nada hacia la escalerilla v sube. El científico mira los ojos iracundos del
hombre en pijama, y sus ojos se encienden con la misma ira.
El
hombre en pijama no aguanta más y le golpea.
El
científico siente un dolor en la boca. Inspecciona con la lengua un diente de
delante y comprueba que se mueve. Es un diente falso muy laboriosamente
atornillado a la raíz por un dentista de Praga que le había ajustado alrededor
otros dientes falsos; le había explicado insistentemente que éste le aguantaría
todos los demás y que, si un día lo perdía, no escaparía a la fatalidad de la
dentadura, por la que el científico checo siente un indecible horror. Su lengua
examina el diente que se mueve y se pone pálido, primero de angustia, después
de rabia. Toda su vida surge ante él y unas lágrimas, por segunda vez aquel
día, le inundan los ojos; sí, llora, y desde el fondo de su llanto una idea
le...viene a la cabeza: lo ha perdido todo, sólo le quedan sus músculos; pero
esos músculos, sus pobres músculos, ¿de qué le sirven? Como un resorte, esa
pregunta pone en un terrible movimiento su brazo derecho. Resultado: una
bofetada, una bofetada inmensa como la tristeza de una dentadura, inmensa como
medio siglo de enloquecida orgía al borde de todas las piscinas francesas. El
hombre en pijama desaparece bajo el agua.
Su
caída ha sido tan rápida, tan perfecta que el científico checo piensa que lo ha
matado; tras un instante de alejamiento, se inclina, lo levanta, le da unas
ligeras palmadas en la cara; el hombre abre los ojos, su mirada ausente se
encuentra con la aparición deforme, luego se libera y nada hacia la escalerilla
para reunirse con la mujer.
40
Esta,
en cuclillas en el borde de la piscina, ha mirado atentamente al hombre en
pijama, su pelea y su caída. En cuanto él se sube al borde embaldosado de la
piscina, ella se levanta y se dirige hacia la escalera, sin girarse, pero con
la lentitud suficiente para que él pueda seguirla. Así, sin decir palabra,
soberbiamente mojados, atraviesan el vestíbulo (vacío ya desde hace tiempo), se
meten por los pasillos y llegan a la habitación. Su ropa chorrea, ellos
tiemblan de frío, tienen que cambiarse.
¿Y
luego?
Luego, ¿qué? Harán el amor,
¿qué se habían creído? Esa noche lo harán en silencio, ella tan sólo gemirá
como alguien a quien se le ha hecho daño. Así todo podrá seguir, y la obra de
teatro que acaban de representar por primera vez esa tarde volverá a
representarse durante días y semanas. Con el fin de demostrar que ella está por
encima de toda vulgaridad, por encima del mundo corriente al que desprecia, lo
pondrá otra vez de rodillas, le acusará, llorará, se volverá por ello aún más
malvada, le pondrá cuernos, exhibirá su infidelidad, le hará sufrir, él se
rebelará, será grosero, amenazará, decidido a hacer algo innombrable, romperá
un jarrón, aullará espantosos insultos, momento en que ella simulará tener
miedo, le acusará de ser violador y agresor, él volverá a caer de rodillas,
volverá a llorar, se declarará culpable de nuevo, luego ella accederá a
acostarse con él y así en adelante, y así en adelante durante semanas, meses,
años, para toda la eternidad.
41
¿Y
el científico checo? Con la lengua pegada al diente que se mueve, se dice: esto
es lo que queda de toda mi vida: un diente que se mueve y el pánico de verme
obligado a llevar dentadura postiza. ¿Nada más? ¿Nada de nada? Nada. En una
repentina iluminación, todo su pasado ya no se le aparece como una aventura
sublime, rica en acontecimientos dramáticos y únicos, sino como la minúscula
parte de un tropel de acontecimientos confusos que atravesaron el planeta a tal
velocidad que no pudo distinguirse sus rasgos, hasta tal punto que tal vez
tenga razón Berck al tomarlo por húngaro o polaco porque, tal vez, él es
realmente húngaro, polaco o quizá turco, ruso o incluso un niño moribundo de
Somalia. Cuando las cosas ocurren tan aprisa, nadie puede estar seguro de nada,
de nada de nada, ni siquiera de uno mismo.
Cuando
evoqué la noche de Madame de T., traje a colación la archí conocida ecuación de
uno de los primeros capítulos del manual de la matemática existencia!: el grado
de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Pueden
deducirse varios corolarios de esta ecuación, por ejemplo éste: nuestra época
se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí
misma. Ahora bien, prefiero invertir esta afirmación y decir: nuestra época
está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega
al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que
ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí
misma; que quiere apagar la temblorosa llamita de la memoria.
Querido
compatriota y compañero, descubridor de la célebre Musca Pragensis, heroico
obrero de los andamios, ¡ya no quiero padecer viéndote por más tiempo ahí
plantado en el agua! ¡Te vas a poner perdido! ¡Amigo, hermano! ¡No te
atormentes! ¡Sal! Vete a dormir. Alégrate de que te olviden. Arrópate en el
chal de la dulce amnesia general. Deja de pensar en la risa que te ha herido,
esa risa ya no existe, ya no existe corno tampoco existen tus años pasados en
los andamios ni tu gloria de perseguido. El castillo está tranquilo, abre la
ventana y el olor de los árboles llenará tu habitación. Respira. Son castaños
viejos de tres siglos. Su murmullo es el mismo que oyó Madame de T, y su
caballero cuando se amaron en el pabellón que entonces se entreveía desde tu
ventana, pero que ya no verás, ay, porque quince años después lo destruyeron,
durante la revolución de 1789, y del que no quedó más que unas pocas páginas en
el cuento de Vivant Denon que tú nunca has leído y, con toda probabilidad,
nunca leerás.
42
Vincent
no ha encontrado su calzoncillo, se ha puesto el pantalón y la camisa sobre el
cuerpo mojado y se ha apresurado a correr detrás de Julie. Pero ella es
demasiado ágil y él demasiado lento. Recorre los pasillos y comprueba que ella
ha desaparecido. Al ignorar dónde está la habitación de Julie, sabe que tiene
pocas probabilidades, pero sigue vagando por los pasillos con la. esperanza
de que se abra una puerta y de que la voz de Julie le diga: «Ven, Vincent,
ven». Pero todo el mundo duerme, no se oye ningún ruido y todas las puertas
permanecen cerradas. El murmura: «¡Julie, Julie!». Eleva su susurro, aúlla, su
susurro, pero sólo el silencio le contesta. El la imagina. Imagina su rostro,
que se ha vuelto diáfano bajo la luz de la luna. Imagina su ojo del culo. ¡Ah,
ese ojo del culo desnudo junto a él y que él ha dejado escapar, escapar del
todo! Que no ha tocado ni visto. ¡Ah, esa imagen terrible está otra vez allí y
su pobre miembro se despierta, se le empina, oh, se empina, inútil, irrazonable
y enormemente!
De
vuelta a su habitación, se derrumba en una silla y sólo tiene en la cabeza el
deseo de Julie. Está dispuesto a hacer cualquier cosa para volver a
encontrarla, pero no hay nada que hacer. Ella irá mañana al comedor a
desayunar, pero él, ay, estará ya en París en la oficina. No conoce ni su
dirección, ni su apellido, ni su empleo, nada. Está solo con su inmensa
desesperación, que se materializa en el incongruente tamaño de su miembro.
Hace
apenas una hora, éste hacía gala de un loable sentido común al saber conservar
dimensiones convenientes, hecho que justificó en un notable discurso con
argumentos cuya racionalidad nos había dejado impresionados a todos; pero ahora
tengo mis dudas con respecto a la razón de ese mismo miembro, que, esta vez, ha
perdido todo su sentido común; sin motivo defendible alguno, se yergue contra
el universo como la Novena sinfonía de Beethoven, que, ante la lúgubre
humanidad, aúlla su himno a la alegría.
43
Vera
se despierta por segunda vez.
—¿Por
qué te crees con derecho a poner la radio a todo volumen? Me has despertado.
—No
escucho la radio. Todo aquí está en calma, como no lo está en ningún otro lugar
del mundo.
—No,
has escuchado la radio y es feo por tu parte. Yo estaba durmiendo.
—¡Te
lo juro!
—¡Y
además ese himno a la alegría tan imbécil! ¿Cómo puedes escuchar eso?
—Perdóname.
Es una vez más por culpa de mi imaginación.
—¿Tu
imaginación? ¿Acaso has compuesto tú la Novena sinfonía* ¿Empiezas a
creerte Beethoven?
—No,
no me refería a eso.
—Nunca
esa sinfonía me ha parecido tan insoportable, tan desplazada, tan inoportuna,
tan puerilmente grandilocuente, tan necia, tan ingenuamente vulgar. No puedo
más. Ya es el colmo. Este castillo está embrujado y no quiero quedarme aquí un
minuto más. Por favor, vamonos. Además, empieza a amanecer.
Y
se levanta.
44
Despunta
el alba. Pienso en la escena final del cuento de Vivant Denon. La noche de amor
en la alcoba secreta del castillo se terminó con la llegada de una doncella, la
confidente, que anunció a los amantes que amanecía. El caballero se viste a
toda velocidad, sale pero se pierde por los pasillos del castillo. Temiendo ser
descubierto, prefiere salir al parque y simular un paseo matutino como quien,
tras un buen sueño, se ha levantado muy pronto.
Con
la cabeza aún aturdida, intenta comprender el sentido de su aventura: ¿acaso
habrá roto Madame de T. con su amante el Marqués? ¿Está rompiendo ahora? ¿O tan
sólo quería castigarlo? ¿Qué mañana tendrá la noche que acaba de terminar?
Perdido
en sus interrogantes, ve de pronto ante él al Marqués, el mismísimo amante de
Madame de T. Acaba de llegar y se precipita hacia el caballero: «¿Cómo le ha
ido?», le pregunta con impaciencia.
El
diálogo que sigue le dará a entender al caballero a qué se debe su aventura:
había que desviar la atención del marido hacia un falso amante y le había
tocado a él ese papel. No precisamente un papel muy brillante, un papel más bien
ridículo, reconoce riendo el Marqués. Y como si quisiera recompensar al
caballero por su sacrificio, le concede algunas confidencias: Madame de T. es
una mujer adorable y sobre todo de una incomparable fidelidad. Sólo tiene una
debilidad: su frialdad física.
Vuelven
los dos al castillo para presentar sus saludos al marido. Este, acogedor cuando
se dirige al Marqués, se muestra desdeñoso con el caballero: le recomienda que
se vaya lo antes posible, a lo que el amable Marqués le propone
su propia calesa.
Luego,
el Marqués y el caballero van a visitar a Madame de T. Al final del encuentro,
en el umbral, ella consigue decir unas palabras afectuosas al caballero; éstas
son las frases finales tal como nos las transmite la novela: «En este momento,
vuestro amor os reclama; la dama que es objeto de este amor es digna de él.
(...) Adiós, una vez más. Sois encantador... No me indispongáis con la
Condesa».
«No
me indispongáis con la Condesa»: son las últimas palabras de Madame de T. a su
amante.
Inmediatamente
después, las últimas palabras de la novela: «Subí al carruaje que me esperaba.
Intenté encontrarle una moral a toda esta aventura, y... no encontré ninguna».
No
obstante, la moral está ahí: la encarna Madame de T.: ha mentido a su marido,
ha mentido a su amante, el Marqués, ha mentido al joven caballero. Es la
verdadera discípula de Epicuro. Amable amiga del placer. Mentirosa dulce y
protectora. Guardiana de la felicidad.
45
La
historia de la novela está contada en primera persona por el caballero. No sabe
nada de lo que piensa realmente Madame de T. y es más bien parco cuando habla
de sus propios sentimientos y pensamientos. El mundo interior de los dos
personajes permanece en la sombra o la penumbra.
Cuando,
al alba, el Marqués le habla de la frigidez de su amante, el caballero podría
reírse por lo bajo, ya que con él ésta acaba de dar prueba de lo contrario.
Pero salvo esta certeza no tiene otra más: lo que Madame de T. ha vivido con él
¿formará parte de su rutina o ha sido ésta una aventura infrecuente, incluso
única? ¿Le habrá llegado al corazón, o permanece éste intacto? ¿Se habrá vuelto
celosa de la Condesa después de su noche de amor? ¿Serán sus últimas palabras,
por las que la encomienda al caballero, sinceras o dictadas por una simple
necesidad de seguridad? ¿La llenará de nostalgia la ausencia del caballero, o
la dejará indiferente?
¿Y
él? Cuando al alba el Marqués se mofó de él, contestó con gracia, consiguiendo
mantenerse dueño de la situación. Pero ¿cómo se habrá sentido en realidad? Y
¿cómo, se siente cuando abandona el castillo? ¿En qué piensa? ¿En el placer que
acaba de vivir o en su fama de jovenzuelo ridículo? ¿Se siente vencedor o
vencido? ¿Feliz o desgraciado?
Dicho
de otra manera: ¿puede vivirse en el placer y para el placer, y ser feliz? ¿Es
realizable el ideal del hedonismo? ¿Existe esta esperanza? ¿Se vislumbra al
menos un tenue fulgor de esta esperanza?
46
Está
muerto de cansancio. Tiene ganas de tumbarse en la cama y dormir, pero no puede
correr el riesgo de no despertarse a tiempo. Tiene que irse dentro de una hora,
no más tarde. Sentado en una silla, se pone el casco de motociclista en la
cabeza, con la intención de que el peso le impida dormir. Pero estar sentado
con un casco en la cabeza y no poder dormir no tiene sentido. Se levanta y
decide marcharse.
La
inminencia de la partida le recuerda la imagen de Pontevin. ¡Ah, Pontevin! Le
hará preguntas. ¿Qué deberá contarle? Si le cuenta lo que ha ocurrido, le hará
gracia, seguro, y con él a todos los demás. Porque siempre es divertido cuando
un narrador desempeña un papel cómico en su propia historia. Nadie, por otra
parte, sabe hacerlo mejor que Pontevin. Por ejemplo cuando cuenta su
experiencia con la mecanógrafa que arrastró por los pelos porque la había confundido
con otra. Pero ¡cuidado! ¡Pontevin es astuto! Todo el mundo supone que su
relato cómico enmascara una verdad mucho más halagadora. Los oyentes le
envidian esa chica que le exige que sea brutal e imaginan, celosos, a una
mecanógrafa guapa con la que sabe Dios lo que hace. Mientras que si Vincent
cuenta la historia de su simulada copulación al borde de la piscina, todo el
mundo le creerá y se reirá de él y de su fracaso.
Va
y viene en la habitación e intenta arreglar un poco su historia, modelarla, darle
algunos retoques. Lo primero consiste en transformar el coito simulado en un
coito verdadero. Imagina a la gente bajando hacia la piscina, sorprendida y
seducida por aquel abrazo amoroso; la gente se desnuda a toda prisa, unos
les miran, otros les imitan y cuando Vincent y Julie ven a su alrededor una
soberbia copulación colectiva en plena evolución, con refinado sentido de la
puesta en escena se levantan, miran unos segundos más los embates de las
parejas y, cual demiurgos que se alejan tras haber creado el mundo, se van. Se
van tal como se han encontrado, cada uno en distinta dirección, para jamás
volver a verse.
No
bien se le cruzan por la cabeza las terribles últimas palabras, «para jamás
volver a verse», su miembro se despierta y Vincent querría darse de golpes con
la cabeza contra la pared.
Es
curioso: mientras inventaba la escena de la orgía, su siniestra excitación se
alejaba; en cambio, cuando evoca a la verdadera Julie ausente, vuelve a
excitarse como un loco. Se agarra pues a su historia de orgía, la imagina y se
la cuenta a sí mismo una y otra vez: hacen el amor, llegan las parejas, les
miran, se desnudan y, alrededor de la piscina, pronto no hay más que el oleaje
de una copulación colectiva. Al fin, tras mucho repetir la peliculita pornográfica,
se siente mejor, su miembro vuelve a ser razonable, casi en calma.
Imagina
el Café Gascón, sus amigos que le escuchan. Pontevin, Machu exhibiendo
su seductora sonrisa de idiota, Goujard, dejando caer comentarios eruditos, y
los demás. A modo de conclusión les dirá: «¡Amigos, follé por vosotros, todas
vuestras pollas estaban presentes en aquella espléndida orgía, fui vuestro
mandatario, vuestro embajador, vuestro diputado follador, vuestra polla
mercenaria, fui una polla plural!».
Camina
por la habitación y repite la última frase varias veces en voz alta. Polla
plural, ¡qué magnífica ocurrencia! Luego (la desagradable excitación ha
desaparecido ya del todo) agarra la bolsa y sale.
47
Vera
habido a pagar a recepción y yo bajo con una pequeña maleta hacia nuestro coche
aparcado en el patio. Lamentando que la vulgaridad de la Novena sinfonía haya
impedido que duerma mi mujer y haya precipitado nuestra partida de ese lugar en
el que me encontraba tan a gusto, echo a mi alrededor una mirada
nostálgica. La escalinata del castillo. Allí es donde el marido, educado y
glacial, apareció para acoger a su esposa en compañía del joven caballero
cuando el carruaje se detuvo al principio de la noche. De allí, unas diez horas
después, sale el caballero, esta vez solo, sin que nadie le acompañe.
Después
de que la puerta de Madame de T. se cerrara tras él, oyó la risa del Marqués, a
la que pronto otra risa, femenina esta vez, fue a unirse. Durante unos segundos
sus pasos fueron más lentos: ¿de que se reirán? ¿Se burlarán de él? Luego, ya
no quiere oír nada más y, sin más tardar, se dirige hacia la salida; no
obstante, en su alma, sigue oyendo esa risa; no puede deshacerse de ella y,
efectivamente, jamás se deshará de ella. Recuerda la frase del Marqués: «¿No
notas acaso toda la comicidad de tu papel?». Cuando, al alba, el Marqués le
hizo esta maliciosa pregunta, él no se inmutó. Sabía que le había puesto los
cuernos al Marqués y se decía alegremente que Madame de T. o bien estaba a
punto de dejar al Marqués y él volvería seguramente a verla, o bien había
querido vengarse y él volvería probablemente a verla (ya que quien se venga hoy
también se venga mañana). Pudo pensarlo tan sólo una hora antes. Pero
después de las últimas palabras de Madame de T. todo quedó claro: a aquella
noche no le seguirá otra. Point de lendemain (Sin mañana).
Sale
del castillo en la fría soledad matutina; se dice que no le queda nada de la
noche que acaba de vivir, salvo esa risa: la anécdota circulará, y él pasará a
ser un personaje cómico. A ninguna mujer, es notorio, le apetece un hombre
cómico. Sin pedirle permiso, le han colocado en la cabeza un capirote de bufón
y no se siente lo bastante fuerte para llevarlo. Oye en su alma la voz de la
rebelión que le incita a contar su historia, a contarla tal cual, a contarla en
voz alta y a todo el mundo.
Pero
sabe que no podrá. Convertirse en un patán es aún peor que ser ridículo. No
puede traicionar a Madame de T. y no la traicionará.
48
Vincent
sale al patio por otra puerta, más discreta, que lleva a la recepción. Sigue
esforzándose por contarse a sí mismo la historia de la orgía, cerca de la
piscina, ya no por su efecto antiexcitante (está ya muy lejos de cualquier
excitación), sino para sofocar así el recuerdo insoportablemente desgarrador de
Julie. Sabe que sólo la historia inventada puede hacerle olvidar lo que ha
ocurrido realmente. Tiene ganas de contar sin demora y en voz alta esta nueva
historia, de transformarla en una solemne fanfarria de trompetas que anulará
por completo la miserable simulación del coito que le hizo perder a Julie.
«¡Fui
una polla plural!», se repite a sí mismo y, como respuesta, oye la risa
cómplice de Pontevin y ve la sonrisa seductora de Machu, quien le dice: «Eres
una polla plural y a partir de ahora te llamaremos Polla-plural». Esta idea le
gusta y sonríe.
Al
dirigirse hacia su moto aparcada al otro lado del patio, ve a un hombre, un
poco más joven que él, con un traje salido de un tiempo lejano, y que va hacia
él. Vincent le mira fijamente, atónito. Debe de estar muy sonado después de
aquella noche insensata: no está en condiciones dé dar una explicación
razonable a esa aparición. ¿Será un actor ataviado con un traje de época?
¿Relacionado tal vez con esa mujer de la televisión? ¿Habrán filmado un corto
publicitario en el castillo? Pero, cuando se cruzan sus miradas, en la del
joven ve una sorpresa tan sincera que ningún actor jamás sería capaz de
imitarla.
49
El
joven caballero mira al desconocido. Le llama la atención sobre todo lo que
lleva en la cabeza. Hace dos, tres siglos, se suponía que los caballeros iban
con esos cascos a la guerra. Pero al igual que el casco le sorprende la falta
de elegancia del hombre. Un pantalón, largo, ancho, sin forma alguna, como sólo
podría llevarlo un campesino muy pobre. O, tal vez, un monje.
Se
siente cansado, sin fuerzas, a punto de desfallecer. Tal vez esté durmiendo,
tal vez esté soñando, tal vez delire. El hombre está por fin muy cerca de él,
abre la boca y pronuncia una frase que no hace sino incrementar su sorpresa:
«¿Eres del XVIII?».
La
pregunta es curiosa, absurda, pero la manera en la que el hombre la ha
pronunciado lo es todavía más, con una entonación desconocida, como un
mensajero venido de un reino extranjero que hubiera aprendido el francés en la
corte sin conocer Francia. Esta entonación, esta pronunciación improbables le
han hecho pensar al caballero que aquel hombre puede realmente provenir de otro
tiempo.
—Sí,
¿y tú? —le pregunta él.
—¿Yo?
Del XX. —Y añade—: Fin del XX. —Y dice aún—: Acabo de pasar una noche
maravillosa.
La
frase ha sorprendido al caballero:
—Pues
yo también —dice él.
Imagina
a Madame de T. y se siente de pronto invadido por una vaga gratitud. Dios mío,
¿cómo ha podido prestar tanta atención a la risa del Marqués? Como si lo más
importante no fuera la belleza de la noche que acaba de vivir, la belleza que
lo mantiene aún en tal estado de embriaguez que ve fantasmas, confunde los
sueños con la realidad, se ve arrojado fuera del tiempo.
Y
el hombre del casco, con su extraña entonación, repite:
—Acabo
de pasar una noche absolutamente maravillosa.
El
caballero menea la cabeza como si dijera sí, te comprendo, amigo. ¿Quién más
podría comprenderte? Y luego lo piensa: al haber prometido ser discreto, nunca
podrá contar a nadie lo que ha vivido. Pero, doscientos años después, una
indiscreción ¿es todavía una indiscreción? Le parece que el dios de los
libertinos le ha enviado a ese hombre para que pueda hablar de eso; para que
pueda ser indiscreto manteniendo al mismo tiempo su promesa de discreción; para
que pueda depositar un momento de su vida en algún lugar en el porvenir;
proyectarlo en la eternidad; transformarlo en gloria.
—¿Eres
realmente del siglo XX?
—Sí,
amigo. Vivimos cosas extraordinarias en este siglo. La libertad de costumbres.
Acabo de pasar, se lo repito, una noche espléndida.
—Yo
también —dice una vez más el caballero y se dispone a contarle la suya.
—Una
noche curiosa, muy curiosa, increíble —repite el hombre del casco, que fija
sobre él una mirada cargada de insistencia.
El
caballero ve en esa mirada obstinada el deseo de hablar. Algo le molesta en esa
obstinación. Comprende que esa impaciencia por hablar es a la vez una
implacable falta de interés por escuchar. Al toparse con ese deseo de hablar,
el caballero pierde inmediatamente el gusto por decir lo que sea y, de golpe,
ya no ve razón alguna para prolongar el encuentro.
Siente
una nueva oleada de cansancio. Se acaricia el rostro con la mano y nota el olor
a amor que Madame de T. le ha dejado en los dedos. Ese olor provoca nostalgia
en él y desea quedarse a solas en la calesa para, lenta, ensoñadoramente,
dejarse llevar hasta París.
50
El
hombre con el traje antiguo le parece a Vincent muy joven y por lo tanto casi
obligado a interesarse por las confesiones de los mayores. Cuando en dos
ocasiones Vincent le ha dicho «he pasado una noche maravillosa», y el otro ha
contestado «yo también», ha creído entrever en su rostro cierta curiosidad,
pero después, de repente, inexplicablemente, se ha esfumado, cubierta de una
indiferencia casi arrogante. La amistosa atmósfera favorable a las confidencias
ha durado apenas un minuto, y se ha desvanecido.
Mira
el traje del joven con irritación. ¿Quién es, a fin de cuentas, ese pelele? Los
zapatos con hebilla de plata, el calzón blanco moldeándole piernas y nalgas, y
todos esos indescriptibles terciopelos, chorreras y encajes que le cubren y le
adornan el pecho. Toma entre dos dedos el lazo que lleva alrededor del cuello y
lo mira con una sonrisa que quiere expresar cierta paródica admiración.
La
familiaridad de ese gesto ha puesto nervioso al hombre con el traje antiguo. Su
rostro se crispa, lleno de odio. Agita la mano derecha como si quisiera
abofetear al impertinente. Vincent suelta el lazo y da un paso atrás. Tras
lanzarle una mirada de desdén, el hombre se gira y se dirige a la calesa.
El
desprecio que le ha escupido ha devuelto a Vincent, muy atrás, a su turbación.
Bruscamente, se siente débil. Sabe que no sabrá contar a nadie la historia de
la orgía. No tendrá la fuerza de mentir. Está demasiado triste para mentir. No
tiene más que un deseo: olvidar deprisa esa noche, toda esa noche malgastada,
tacharla, borrarla, anularla —y en ese instante siente una insaciable sed de
velocidad.
Con
paso decidido, se apresura hacia la moto, desea su moto, rebosa amor por su
moto, por la moto sobre la cual lo olvidará todo, sobre la cual se olvidará a
sí mismo.
51
Vera
viene a instalarse a mi lado en el coche.
—Mira
allí —le digo.
—¿Dónde?
—¡Allí!
¡Es Víncent! ¿No lo reconoces?
—¿Vincent?
¿El que se sube a la moto?
—Sí.
Temo que vaya demasiado deprisa. Sufro de verdad por él.
—¿A
él también le gusta ir rápido?
—No
siempre. Pero hoy, irá como un loco.
—Este
castillo está embrujado. Traerá mala suerte a todo el mundo. Por favor,
¡arranca!
—Espera
un segundo.
Quiero
contemplar todavía a mi caballero que se dirige lentamente hacia la calesa.
Quiero saborear el ritmo de sus pasos: cuanto más avanza más lentos son. Creo
reconocer en esa lentitud una señal de felicidad.
El
cochero le saluda; él se detiene, se acerca los dedos a la nariz, luego sube,
se sienta, se arrellana en un rincón, las piernas agradablemente alargadas, la
calesa se tambalea, pronto se adormilará, luego se despertará y, durante todo
ese tiempo, se esforzará por permanecer lo más cerca posible de la noche, que,
inexorablemente, se funde en la luz.
Sin
mañana.
Sin
oyentes.
Por
favor, amigo, sé feliz. Tengo la vaga impresión de que de tu capacidad para ser
feliz depende nuestra única esperanza.
La
calesa ha desaparecido en la niebla y yo arranco.
Octubre
de 1993 - abril de 1994