Siempre fue invierno - Piedad Bonnett


En la novela, nos hace reflexionar sobre la soledad profunda, el resentimiento, el deseo de poseer, la cobardía, el riesgo de los juegos provocadores y la oscura circunstancia política que sirve de marco a esta historia: el Estatuto de Seguridad del ex presidente Julio César Turbay. Mientras Colombia se ve sitiada por los abusos de un régimen.

I. Mejor desaparecer



            1.

            DESPUÉS de la curva, al entrar de lleno en la autopista, Ángel se encuentra con una visión inaudita. Por un segundo cree que se ha quedado dormido y que lo que ve es la imagen de un sueño: una mujer corre por la acera, en sentido contrario al escaso tráfico, vestida con un traje de fiesta negro que se mimetiza con la oscuridad, los blancos brazos desnudos desafiando los seis o siete grados de temperatura que deben estar haciendo. Es la una y media, llovizna, y una niebla indecisa desdibuja el contorno de las cosas y se arremolina en torno a las bombillas del alumbrado. Ángel rebasa dos o tres metros la figura fantasmagórica antes de frenar en seco. ¿Un travesti, tal vez? ¿Alguien que está en apuros? Qué día tan descabellado, tan alucinante, piensa, recordando mecánicamente los sucesos de la mañana y diciéndose que esta vez se detendrá, sobre todo porque lo punza la curiosidad. Echa rápidamente reversa, baja la ventanilla y grita: ¿puedo ayudarla? El fantasma, que ha visto cómo el carro disminuye su marcha, vacila, retrocede, se acerca a distancia prudente. Ángel ve su cara, la de una mujer muy joven, muy pálida, de ojos tan grandes que parecen asombrados, e insiste: ¿le ha pasado algo malo? Entonces ella se acerca dos pasos más, se agacha, pone sus manos sobre los muslos como un atleta que respira con dificultad después de una carrera y murmura algo, mientras los ojos se le llenan de lágrimas.
Sí, qué día más extraño el de Ángel. Esa mañana se despertó tarde pues había pasado una mala noche. Y era que la cuestión del concurso había resultado más enjundiosa de lo previsto. Ya con las tres copias listas se había dado cuenta de su propia pifia: no había revisado bien y a dos de ellas les habían quedado faltando tres páginas, qué mierda, ahora se iba a joder el anillado, y le tocaría a la mañana siguiente ver qué podía hacer, cómo remediar aquel problema. Cuando terminó de revisar página por página ya era tarde y estaba agotado, más por la rabia que por el esfuerzo, de modo que él, que nunca soñaba, tuvo sueños y nada buenos: en ellos vio a su madre, o mejor, vio la cabeza de su madre, con la cara abotagada, llena de manchas rojas, cerrando los ojos antes de hundirse en un terreno pantanoso. Había despertado empapado y además triste. Mientras se tomaba el café solitario de cada mañana, con Ágata estregándose contra sus piernas, había reparado otra vez en las huellas de humedad de las paredes, en el traqueteo de la nevera, en los tres huecos de las baldosas desprendidas y en la llave del lavaplatos a la que había amarrado un pañuelo para detener el goteo; y mientras renegaba mentalmente de aquel sitio miserable, tan desangelado y sórdido, se había puesto a soñar con el premio, trescientas mil pesetas, una barbaridad, una suma que no reuniría ahorrando ni en cinco años de trabajo. Esa ilusión momentánea lo asqueó: es una estupidez confiar en la suerte, pensó, y además todos los concursos están amañados. Más bien le apostaría con todo a lo de Colsalud, para poder renunciar al trabajo de medio tiempo en el hospital, que apenas si le daba para pasar los meses ras con ras. Mientras se afeitaba, contempló con detenimiento lo que el espejo le ofrecía: el rostro oscuro, las cejas cerradas, los pómulos altos, la cicatriz sobre el mentón. Estiró los labios, en una sonrisa feroz, como un guerrero que muerde un cuchillo, y observó la dentadura luminosa, donde jamás había habido una caries. Le sonreía amargamente al otro, al desconocido con el que sostenía una relación ambivalente de aceptación y rechazo: a un tipo de cuyo talento dudaba por momentos, dueño sin embargo de una sonrisa perfecta que les gustaba a las mujeres.
Antes de salir, organizó los tres cuadernillos en el sobre e introdujo en él otro más pequeño, blanco, debidamente sellado y marcado con vigorosa tinta negra, —«Mogador», qué seudónimo más extraño el que se le había ocurrido, en todo caso, cualquier cosa menos cursi— y organizó su instrumental en el maletín negro. Sacó a la perra, le hizo una caricia de cuclillas, le habló al oído, y cerró la puerta de su «penthouse», como lo llamaba por broma, pues era una pequeña construcción en la terraza de una casa de inquilinato de tres niveles; mientras saludaba a Liberia, que estaba pintándose las uñas sentada en la escalera de cemento, detuvo la mirada en su cuello desnudo y en sus piernas color té, e imaginó sus pechos debajo de la blusa ajustada. En el primer piso, don Julio, el viejo jubilado, estaba ocupado en su tarea favorita: echar cubrerrasguños en la puerta de madera. Enseguida caminó la media cuadra que lo separaba del taller donde guarda su jeep Willis, lo prendió, no sin cierta dificultad, pensando que otra vez el arranque estaba molestando, recorrió las tres cuadras que lo separaban de la avenida, y enrumbó hacia el norte. En su reloj eran las ocho y treinta y dos minutos de la mañana y el sol embellecía mentirosamente la ciudad que se extendía hacia abajo. En minutos dejó atrás los barrios tristes a los que la luz mañanera volvía pintorescos, salvándolos a medias de su aire lúgubre, y entró en la zona apacible de los ricos, donde los árboles crecen más alto y la hierba es más verde y los edificios de ladrillo se extienden como una mancha dorada sobre la montaña. Su cita en el Centro Médico era a las nueve, de modo que mejor se apresuraba.
Ya había rebasado la setenta y dos cuando divisó, a su derecha, unos veinte metros más adelante, una enorme obra en construcción, frente a la cual un grupo de obreros rodeaba a una vendedora de café y empanadas. En ese mismo instante vio una extraña sombra que se deslizaba sobre la calle, y, al alzar la mirada, se encontró con un ave gigantesca que venía directamente hacia él, planeando vertiginosamente, violenta como una amenaza; gritó, se agachó por instinto, mierda, esperó con espanto el crujido de los vidrios al romperse, el golpe en la cara, ésta fue mi muerte, pensó, por eso soñé con mi mamá, vida hijueputa, y entonces oyó el chirrido de las llantas, el estrépito de los carros chocando y el crujido de los vidrios al derramarse sobre el pavimento. Todavía sin detenerse miró por el retrovisor y vio un espacio vacío en la calle, y allá, seis o siete metros detrás, el Mercedes blanco despedazado por la aguja de la enorme grúa que había pasado extraviada, rasante, por encima de su jeep, la pluma metálica incrustada en el parabrisas y el mundo detenido por unos segundos antes de que se abrieran algunas puertas, una de ellas la del carro abatido, del cual se bajaba ahora una mujer que daba dos pasos vacilantes antes de caer al suelo con la cara y el pecho bañados en sangre.
Cuando Ángel detuvo totalmente su automóvil tenía una palidez mortal y las piernas temblorosas. Abrió la puerta para ver mejor lo que estaba pasando en el lugar del accidente: un grupo de hombres se apiñaba en torno al carro destripado y a la mujer herida, que seguía en el suelo. En el otro lado de la avenida los automóviles se habían detenido, y algunos conductores abandonaban su lugar para trepar por el separador ligeramente inclinado a curiosear o a prestar ayuda. Por las ventanas de los edificios se empezaban a asomar amas de casa todavía en pijama, empleadas con delantal, niños. Pensó, casi simultáneamente, que en su maletín llevaba los implementos de primeros auxilios y que faltaban cinco minutos para su cita. Pasaron veinte, treinta segundos, antes de que comenzaran a oírse gritos, órdenes, carreras desesperadas. Entonces Ángel se subió al carro, encendió el motor, y arrancó despacio, muy despacio. En su mente, en un vértigo absurdo, se repetía la escena de la pluma viniendo directamente hacia él; y una y otra vez recreaba las imágenes que había visto por el retrovisor: los carros alocados y chirriantes, la parálisis del tiempo, los obreros corriendo hacia el Mercedes, la mujer —ampulosa, rubia, vestida con un sastre rojo— dando unos pasos, borracha, muriendo ya tal vez, cayendo lentamente al pavimento. Unas cuadras más adelante oyó cómo allá atrás comenzaban a sonar las sirenas de las ambulancias y no pudo evitar un suspiro. Era como si de repente hubiera tomado perfecta conciencia de su cuerpo: del latido de su sangre en las sienes, del calor en las mejillas, de la elasticidad de sus manos y la firmeza de sus muslos sobre el asiento plastificado. Estaba vivo. Vivo en un hermoso día de sol, bajo un cielo sin nubes, con todas sus esperanzas puestas en un premio, en un trabajo, y perfectamente consciente de su vergonzosa insolidaridad.

           
2.

Franca sabe que debería haber salido ya, pero permanece sentada, con las piernas cruzadas en posición de loto. ¡Se está tan bien allí! De nuevo le han pasado la botella de whisky y ella ha dicho que no con la cabeza, desatando en los otros bromas y comentarios maliciosos. Tan virtuosa la niña, tan precavida. Franca querría otro trago pero no el tufo que éste va a dejarle. A sus pies reposa el talego del supermercado con diez frascos de compota y un desodorante. Hace dos horas anunció ya vengo, no me demoro, y las siete ya y ella todavía en pleno centro, tan campante. La comida donde los Reyes —se tranquiliza— va a empezar tarde. Nueve, nueve y media. Una tensión ha empezado, sin embargo, a perturbarla desde hace un rato, a materializarse sobre sus hombros y en la parte baja de su cabeza. Un minutero gigante da vueltas una y otra vez dentro de ella: su tictac silencioso ha hecho que ya no esté participando activamente en la conversación, pero sigue atenta, sonriente, de modo que ni Ricardo, ni Juan Diego, ni Luis Patricio podrían advertir nada. Para ellos, Franca, con sus veintinueve años triunfantes, sus ojos verde seco, su palidez deslumbrante, el cuerpo firme de senos pequeños y un humor sin locuacidad, provocador, es ante todo un objeto de deseo. Por eso se vigilan entre sí, para que ninguno pase el límite de seducción que ponga en peligro a los otros. Detrás de los gestos desenfadados y las afirmaciones contundentes de estos tres machos hay, pues, una perfecta conciencia: una mujer joven, bella e inteligente pone sus cabezas a girar muy rápido y tensa algunos de sus músculos. De vez en cuando a una de esas mentes baja volando una pequeña fantasía, que revolotea por unos minutos y muere consumida en su propio fuego. Franca se sabe hermosa, se sabe deseada, y eso hace que sus manos menudas sean más graciosas en el aire y que lleve unos pantalones ajustados y el pecho desnudo debajo de su camiseta blanca de algodón. Lo malo, lo muy malo —ellos lo saben— es que Franca está casada, y no propiamente con un tipo buena gente; llevársela a la cama equivale a tener que saltar muchos obstáculos.
Frente al enorme fresco del salón de convenciones, Franca está, precisamente, tratando de olvidar que tiene un marido. El autor del mural es Juan Diego, y la botella de whisky que rota de mano en mano celebra que hoy ha terminado de pintarlo. Por su ejecución el pintor recibirá una muy buena suma de la Alcaldía, así que en el próximo fin de semana se hará una celebración en grande. Será en la finca de Ricardo, desde el mediodía del sábado. Franca sabe desde ya que no podrá ir, que no habrá excusa posible, y eso la hace sentir una rabia anticipada, una frustración sin aire que modera pensando en que de todos modos el entusiasmo con la pintura la está salvando, sus cuadros en gran formato de los que Luis Patricio ha dicho que están llenos de fuerza a pesar de que aún le falta técnica. Ahora él está diciendo que sí, que la composición del mural es excelente, que detrás de la aparente frialdad cromática se puede leer apasionamiento, y que, sobre todo, celebra que Juan Diego haya escogido el expresionismo abstracto en vez de rendirse a la tentación panfletaria estilo Siqueiros, Orozco y Rivera. Los demás oyen en un silencio expectante, lo que dice Luis Patricio pone siempre a temblar su criterio. Franca, que se obstina desde hace unos meses en entender, para sus orejitas de surcos perfectos sin poder evitar fruncir un poco el ceño. Se llena de valor antes de preguntarle a Luis Patricio qué le hace decir que eso es expresionismo abstracto. La respuesta es suficientemente displicente como para picarla. Si no entiendes eso, parece decirle, entonces no entiendes nada. Pero mientras la mira como a un niño que acaba de decir una tontería se cuida de pasarle la mano cariñosamente por el pelo. Franca se para de un brinco, porque esa caricia la ha puesto muy nerviosa, y agarra el paquete con las compotas y el desodorante, que en segundos se convierte en su mano en símbolo de la más abyecta opresión. Así lo siente ella y así lo ven los otros con algo de sorna. Hay que causarle a Franca un malestar suficiente antes de que se marche, no se la puede dejar ir así no más: venga, vamos a comer algo allí donde el ruso, dice Juan Diego. No nos demoramos ni una hora, acota Ricardo. Donde el ruso va a caer en un rato Paolo, el fotógrafo, añade Luis Patricio, que sabe que Franca se ha comprado hace dos semanas una Cannon AEI. Trabajó al lado de Cartier-Bresson, ¿sabían? Es por Mateo, aduce Franca, no se duerme hasta que no llego. Y se despide antes de que le falle la voluntad, que tiene tan mal entrenada. La acompaño, dice Ricardo. Luis Patricio, en cambio, no dice nada, no se mueve, sólo la mira fijamente mientras sonríe. Cuídese de aquí a la casa, dice Juan Diego. No pare en los semáforos, aunque estén en rojo. Pero no se vaya a matar.
Franca maneja, efectivamente, como si buscara la muerte. Entra a la avenida mientras oye en su cerebro la voz autoritaria de Lorenzo advirtiéndole que por favor no coja esa vía por la noche, que le han contado de miles de accidentes, y hasta de atracos, aunque yo creo que se preocupa sobre todo por el carro, piensa Franca, quien disfruta desde hace unas semanas del Volkswagen casi nuevo que heredó de Lorenzo, que ahora tiene un Mercedes, un Mercedes color gris perla que es su mayor orgullo, al que mandará polichar cada mes y al que en este fin de semana le hará cromar el exhosto; los carros son su pasión, y eso, Franca ¿qué tiene de malo? ¿Te critico yo acaso por estar gastando lo que no tienes en esos mamotretos de arte que luego ni abres, en lienzos, en óleos, o te acuso de no conseguir un trabajo a pesar de que estudiaste Ciencia Política y hasta te graduaste con honores? Para no oír las voces de su cerebro Franca ha puesto muy alto la música, ha comenzado a cantar también ella, We’re Gonna Have a Goodtime Together, semicerrando los ojos mientras su Volkswagen se desliza a muchos kilómetros por la avenida vacía, sin saber si es feliz o infeliz porque la velocidad tiene la virtud de hacerla sentir joven y talentosa, e invulnerable ahora que pasa por estos barrios que horrorizarían al pobre Lorenzo, barrios que parecieran no dormir nunca, de casas aplastadas en las que siempre suena música bullanguera o brillan los televisores encendidos en la telenovela de las siete, de las ocho, de las nueve.
Ay, Franca, pero ¿qué ha empezado a sonar ahora, en el momento preciso en que se disipa la ilusión de llegar a tiempo porque aparece, irremediable, un trancón a la altura de la cuarenta y pico? Nada menos que Blue Valentines de Tom Waits, esa canción que oyó tantas veces con Aldo y que la pone a nadar en un charco de tristeza, una tristeza que Franca consiente porque pone en su rutina de pañales y teteros algo parecido a una gota de trascendencia, de esa misma que busca cuando pinta sus cuadros de gran formato. ¿Será su tristeza, se pregunta, ésa que ella cuida y alimenta con su máquina de recordar, una tristeza de ficción que busca garantizarle un aire trágico, de heroína romántica? Si Franca supiera escribir contaría su historia de amor con Aldo, tal y como ha quedado fijada en su memoria, con todas las graciosas peripecias de sus comienzos, sus errores, sus malentendidos y ese segundo capítulo sin resolución en el que se ha convertido desde hace siete años, y que todavía le permite llorar oyendo a Tom Waits. Quizá escribiendo exorcizaría la nostalgia; pero el resultado literario de todos modos sería muy pobre, pues es consciente de lo mucho que en esa ocasión la realidad se asemejó a una de esas series de televisión gringa, ingeniosas y entretenidas, pero finalmente construidas sobre cuatro lugares comunes.
A su cabeza vuelven otra vez las imágenes del viaje a Nueva York, a donde fue en el 77 a hacer una pasantía de dos meses. Era agosto, mes en que el aire de la ciudad es, como se sabe, un caldo donde nadan miles de seres adormecidos. Franca se ve de nuevo a sí misma tratando de subir cuatro pisos de escaleras después de haber arrastrado su maleta averiada por cuadras y cuadras, bañada en sudor, a punto de desvanecerse; y ve también la cara del inquilino del apartamento 3 A, el uruguayo con el que Emilia, la dueña del apartamento del Lower East Side donde iba a alojarse, le ha dejado la llave antes de marcharse de vacaciones a Brasil: una cara de profesor de física que contrasta con un cuerpo de marinero normando, y que muestra su contrariedad cuando le confiesa que ya había perdido la esperanza de que llegara, pues su vecina le había dicho que estaría aterrizando a las diez de la mañana, que estaría pendiente. Y eran —miró su reloj— las once de la noche. Franca había recibido aquel reproche con disgusto. Y sin embargo, después de unas breves explicaciones sobre el retraso y la pérdida de su vuelo en Houston, había solicitado con su mejor sonrisa la llave del apartamento.
Durante veinte minutos forcejearon con la puerta. El uno maldecía y la otra, sudorosa, respiraba despacio para no sufrir un ataque de nervios. Cuando concluyeron que no había más remedio que llamar un cerrajero entraron al apartamento del uruguayo. El técnico demoraría una hora u hora y media: los domingos, qué pena, el servicio es más lento porque hay menos operarios. Y además tiene un pequeño recargo. Aldo destapó dos cervezas, y ofreció compartir con la recién llegada lo que iba a ser su comida: salchichas de ternera y chucrut enlatado. Franca, que traía un hambre de refugiado, aceptó el ofrecimiento y se dejó caer en una silla, exhausta. Fue apenas en ese momento cuando miró su entorno con detenimiento y se encontró con un apartamento minúsculo pero apacible, donde un enorme piano de cola parecía arrasar con todo el espacio. Sobre la única mesa, que tal vez hacía las veces de escritorio y de comedor, había un jarrón con tulipanes hecho con tanto esmero que le hizo sospechar que quizá una mujer estuviera escondida en alguna parte; pero descartó la idea de inmediato porque desde donde estaba divisaba todo el apartamento, incluida la cama detrás de un pequeño biombo. En las estanterías había unos cuantos libros y muchos discos. Y ningún desorden, cosa extraña tratándose de un hombre de no más de treinta años en la última noche del fin de semana.
—¿Eres músico? —preguntó Franca, que había sufrido durante años clases de piano de una severidad insoportable.
Aldo negó con la cabeza y le explicó que el instrumento era de un amigo que ahora vivía en Sudáfrica y no quería venderlo.
—Y entonces, ¿qué es lo que haces?
Esa pregunta había generado una conversación interminable, que copó muchas tardes y muchas noches de aquellos dos meses. Y detrás de ella, en una especie de bajo continuo, sonaba siempre Tom Waits con su Blue Valentines.
El trancón, un viernes en la noche, puede ser de magnitudes aterradoras. Ya la canción ha dejado de sonar y Franca sigue reviviendo imágenes: el despertar de aquel lunes en una cama ajena, desubicada y llena de vergüenza, Aldo dormido en el sofá, envuelto entre una sábana, los días siguientes, alocados, informes, las muchas horas de amor en el calor de aquel verano, los muebles de un insoportable verde menta del apartamento de Emilia, la fornicación desesperada, acezante, incansable, la espalda de Aldo, llena de pecas doradas, el holly florecido que veían por la ventana, el turco maldiciente del primer piso, las calles infinitas recorridas de la mano, el oyster bar del Upper East Side, aquellas largas conversaciones nocturnas en pequeños restaurantes baratos después de que ambos llegaban de clase, y en los últimos días la promesa de que pronto volverían a verse, allá o aquí, donde fuera.
Al recordar su último encuentro con Aldo una ola de calor le sube a la cabeza y le pone a latir las sienes: es la culpa que la envuelve de nuevo, y la vergüenza, que la hace odiarse y sentirte cobarde y desdichada.
El miedo, piensa, que a algunos les sirve para abrirse camino, a ella la ha llevado a la renuncia, la mentira, el agravio, el sometimiento, la náusea. Ay, Franca, ¿no dizque eras la más díscola y atrevida en los tiempos de colegiala? ¿No armaste una vez una sublevación porque la profesora de química humilló a Gabi, que era estrábica y medio zonza, haciéndole comer el comprimido del examen delante de toda la clase? ¿Y no pusiste una vez en la cartelera del colegio un letrero que decía «se compran conciencias», firmado por La Dirección, para hacerte expulsar de una vez por todas antes de que tu madre te mandara a ese internado canadiense de monjas discriminadoras y perversas? Y ahora sufres, entre un trancón infinito, pensando en que ya son las ocho, con el mismo miedo a la cólera de Lorenzo que sentiste después de llegar de la pasantía y que te llevó a no deshacer la fecha de matrimonio a pesar de las muchas noches de insomnio y de llanto, presionada por el apartamento ya comprado, por los preparativos de tu madre y por los dos años de noviazgo en que pasabas de la admiración a la discrepancia ideológica y al rencor por los golpes de su egoísmo.
Todavía maldices la debilidad que te llevó, diez meses después de casada, a confesar a Lorenzo tu infidelidad neoyorkina. Te traicionó tu nombre, Franca. No soportaste la sucia capa de mugre de la mentira. Y habrás de pagarlo siempre. Siempre. Sólo en ese momento entendiste que estabas encerrada en la cárcel de la fidelidad. Y ¿qué es la fidelidad? te preguntaste entonces, como si fuera la primera vez, ¿una elección o una condena? Y comprendiste con horror que es las dos cosas a la vez; y que ella otorga a sus convencidos, a cambio de los sobresaltos de las novedades amorosas, un regalo doble: la seguridad y la certidumbre atediada de lo mismo.
Los conductores han empezado a pitar de manera frenética y Franca cierra los ojos. Si pudiera llamar a Lorenzo y decirle ya voy, no te afanes, ya llego. Es otra vez el miedo, idéntico al de su madre, al de su abuela. Qué asco. Pero llega, al fin. Siete y cincuenta y cuatro. En la mano el paquete con los pañales, en la boca una sonrisa desaprensiva y un suspiro: no te imaginas el trancón, dice. Lorenzo parece un regalo recién envuelto, con su pelo engominado, su vestido azul oscuro, la corbata como una fina pincelada roja sobre la camisa blanca. Sobre la mesa de noche hay un vaso de whisky por la mitad.
—¿No dizque ibas al supermercado?
Ah, Franca, no sientas miedo.
—Pasé primero por donde Genoveva. Y luego fui por los pañales.
—Genoveva llamó no hace ni media hora a preguntar por ti ¿Quieres decirme dónde estabas, Franca?
Maldice su torpeza. Jamás aprendió a decir mentiras. Pero es que para Lorenzo los tipos del taller son una peste, un peligro de desorden, de descarrilamiento. Mentir le ahorra una discusión inútil.
Él se le acerca mucho, la abraza, le huele el pelo, le hace abrir la boca y mete su nariz en ella. Dice, sin alzar la voz:
—¿Dónde estabas?
—El niño, Lorenzo.
Franca habla ente dientes. En efecto, el niño los mira, los ojos muy grandes, regordeta la cola entre la piyama llena de barcos pintados. Franca llama a Rosana para que se lo lleve. Con una sonrisa forzada le indica que lo entretenga un rato. Lorenzo cierra la puerta. Tienes tufo, le dice, perra.
—Tú eres el que tiene tufo.
—¿Dónde estabas?
—En la Alcaldía, viendo el mural de Juan Diego. —La voz de Franca intenta ser desafiante—. Sí. Me tomé un whisky. ¿Y?
—¿Y entonces por qué mientes? Allá no estabas.
La empuja suavemente. La hace sentar en la cama. Se acerca mucho, hasta que las rodillas de Franca quedan entre sus rodillas. Ella no entiende. Aprieta los dientes, sofoca las lágrimas. Él le levanta la barbilla, la hace mirarlo a los ojos, pregunta de nuevo.
—Ya te dije. Estaba viendo el mural de Juan Diego.
—Quítate el pantalón.
—¿Para qué?
Franca ha empezado a temblar. Su madre siempre le prohibió las malas palabras, pero ella repite mentalmente mientras esquiva su mano qué quieres, cabrón, qué quieres cabrón de mierda. Entonces él la obliga a acostarse, empieza a desabrocharla, jala el pantalón blanco; aparecen los pequeños calzones de algodón, los muslos blanquísimos, y luego el pubis, el vello marrón. Lorenzo se ha inclinado sobre su cuerpo, aprisiona sus brazos, mete la nariz entre su sexo y la huele, en silencio, mientras ella se debate, sin una palabra, no quiere que el niño se asuste, que la empleada se entere. Batallan unos segundos. Entonces él la suelta, bruscamente, le pide que se vista: ya es hora de irse.
—No voy a ir. —Franca se limpia las lágrimas.
Lorenzo aprieta su hombro sin violencia aparente pero con fuerza brutal entre el pulgar y el índice. Sonríe con ironía, mirándola a los ojos.
—Vas a ir, Franca. Vas a ir.

            3.

No es una casa de ladrillo, una vieja casa de Usaquén, como imaginaba, sino un edificio de construcción reciente, con vidrios plateados en la fachada y un amplio vestíbulo de mármol. Sortea al portero después de dejar un documento —no recibimos cédulas, señor, cualquier otra cosa, el pase, el carnet del seguro— y sube en el ascensor al sexto piso, busca la oficina 607. En la antesala hay sentadas tres personas, que él rebasa intimidado, nada que lo incomode más que ese silencio embarazoso de los que esperan en un lugar estrecho, los ojos curiosos de los otros en la espalda, pues nadie lee en ninguna parte, ni en los buses ni en los aeropuertos ni en las oficinas públicas; no saben, piensa, lo que es la cálida protección de un libro. Una mujer joven lo atiende: el doctor Rosas no ha llegado, pero bien pueda sentarse, no demora.
Mira a los otros con una mirada rápida, discreta, preguntándose qué harán ahí, esperando como él. ¿Estarían citados antes, a las ocho, a las ocho y media, lo cual significa que su espera será de más de una hora? ¿Serán también candidatos como él a la plaza vacante? Esta mujer joven quizá lo sea: tiene entre veintiocho y treinta y dos años, una belleza opaca y una pulcritud que hace pensar en champús y cremas dentales; probablemente sea médica egresada de una de las universidades privadas. El otro es un hombre corpulento, de corbata estruendosa, zapatos bien lustrados y un anillo de grado en el dedo meñique. Tal vez un médico de provincia. El tercero es un jovencito con cara de desamparo y ojos estrechos, chaqueta de cuero negro, bluyines, zapatos negros empolvados y un sobre de Manila sobre las rodillas. Un mensajero, sin duda.
Ángel saca su libro: cuentos de Julio Ramón Ribeyro. Es lo único que lee desde hace un tiempo, cuentos. Borges, Cortázar, Bioy, Rulfo. Y una que otra biografía, ensayos, marxismo, sociología, casi nada de medicina. Abre en la página donde está el separador, y lee una primera frase. Pero no puede concentrarse: podría estar muerto, despanzurrado dentro del jeep Willis, con la sesera convertida en un magnífico puré, piensa. Pero está vivo y, por un segundo, asqueado de sí mismo. Otra vez se ha reconocido en aquel gesto de villanía, en el tremendo egoísmo que de tanto en tanto aflora en su vida, y hace de ella un cordel lleno de nudos, como el que llevaban en la cintura los curas que lo educaron.
Un hombre de unos cincuenta y pico de años, gafas de aro dorado y un mechón de canas que le cae sobre la frente, entra con aire decidido y su pensamiento se interrumpe. El doctor Rosas, sin duda. Saluda a la secretaria pero no a los demás y entra a su oficina. Pasa un buen tiempo antes de que abra de nuevo la puerta y llame: ¡Alba! Alba, un pajarillo de plumas aguamarina, insignificante, corre, diligente, sí, doctor, dígame. Claro que sí, doctor, ya se la llamo. Por la ventana de la oficina ha entrado como un tajo el sol bienhechor de la mañana, alcanzando la cabeza de Ángel. Algo en su interior se moviliza, una especie de nostalgia, de tristeza inmotivada, como si un recuerdo lejano llegara hasta el borde de su conciencia y allí se detuviera, se resistiera a salir. Piensa en la mujer de rojo, en la extraña manera de doblarse, como en un pase de baile, antes de caer al suelo. Rara vez piensa en el destino, es una idea que le repugna. Pero esta vez parece que en alguna parte estaba escrito: le tocó a ella, no a él. No tiene sentido hacerse reproches, la vida está llena de pequeñas decisiones que van armando miles, millones de caminos, y una mujer de rojo que muere entre un Mercedes blanco no va a cambiar el rumbo del universo. Lee a Ribeyro: «Nuestra vida fue dura, hay que decirlo. A veces pienso que San Pedro, el santo de la gente de mar, nos ayudó». La secretaria hace una llamada, la pasa a su jefe, doctor, doña Marta Lucía. Ángel piensa en el sobre que se ha quedado entre el carro, en que enseguida debe ir a la fotocopiadora, a desanillar y a anillar de nuevo, y luego al correo. Qué lejos estoy de un tipo como Ribeyro —un hombre de izquierda, un peruano para admirar—, reflexiona con un malestar difuso: a lo mejor mi empeño es una ingenuidad, a lo mejor debería dejar de soñar y dedicarme de lleno a lo que sé hacer. También piensa en su hermano, que le ha dicho que está amenazado, y en Jairo, con quien se ha reencontrado hace no mucho, y en este período de su vida, tenso y apretado, donde los hechos no acaban de tener la forma que él quiere darles.
Alba llama al joven mensajero, que demora dentro apenas unos minutos y sale sin el sobre. A continuación se oye el nombre de la muchacha: doña Adriana, bien pueda siga. Ángel observa sus piernas de tobillos finos enfundadas en medias nacaradas. Tiene un trasero más bien estrecho pero unos senos opulentos que perturban por unos minutos sus pensamientos. Mira el reloj: las nueve y veinticinco; ya se le hizo tarde: entre el tiempo que ocuparán la mujer y el hombre del anillo no hay peligro de que llegue al hospital antes de las doce. Una vaina, porque ya llegó tarde el lunes pasado por estar en lo del seguro. Una impaciencia pequeña, mortificante como una pestaña que se ha metido en el ojo, le impide concentrarse. Quisiera prender un cigarrillo, pero no se atreve a hacerlo en ese recinto tan estrecho. Va a la contracarátula, se detiene en la frente amplísima de Ribeyro, en la nariz ganchuda que le da carácter, en la sonrisa carismática. El nudo de la corbata es estrecho, cuidado: pareciera un burgués, piensa. Él jamás parecerá un burgués, por fortuna, de eso está seguro: el color cetrino, los ojos achinados, el pelo salvaje, lo señalan como lo que es, un hombre de origen incierto, sin apellidos rimbombantes. Inconscientemente levanta la barbilla. Veinte minutos después la muchacha sale de la oficina, con una sonrisa radiante. El hombre corpulento, que se muestra ansioso, trata de incorporarse de la silla. La secretaria lo invita a entrar: don Raúl. Don Raúl parece un abogado decimonónico con su vestido de rayas y su pelo aplastado con gomina. Estará adentro otra media hora, y su cita de las nueve será mínimo a las diez piensa Ángel. Siente una incomodidad que le hace fruncir el ceño. Una voz interna dice: «Señorita, la cita ¿no era a las nueve? ¿Es que a todos nos la han puesto a la misma hora?» Y enseguida: «Oiga, dígale al tal doctor Rosas que respete, que nosotros también tenemos cosas que hacer». ¿Nosotros? ¿De quién es vocero? Se enfurece pensando en que él hace parte en este momento de los cotidiana y eternamente pisoteados, manoseados, humillados. Sin embargo no abre la boca y vuelve a concentrarse en su libro. Mientras lee trata de ir descifrando cuál es el tono del cuento, cómo se arma la estructura, de qué naturaleza es la adjetivación.
Cuando mira de nuevo el reloj son las diez y cinco. Su primera cita en el hospital está planeada para las once y media. Cierra el libro con brusquedad, se dispone a marcharse sin dar explicaciones, no será a él al que lo vienen a tratar así, al fin y al cabo no es más que un maldito trabajo, que muy probablemente se lo han dado ya a la muchacha de senos provocativos. Ya sabe él cómo funcionan esas cosas. Pero en el momento en que se incorpora la puerta se abre y el hombre del vestido a rayas y el anillo en el dedo meñique sale y se despide de la secretaria. Ésta le hace una seña a él, al Ángel indignado que sin embargo no procede como querría dando media vuelta y dando un portazo, sino que entra con cierta cautela y atiende la invitación de sentarse delante del escritorio, desmesuradamente grande para esa oficina. Todavía lo acompaña el profundo malestar que hace unos minutos le causó darse cuenta de la hora de retraso a la que ha sido sometido, de modo que tiene un gesto más bien arisco mientras el médico escudriña unos papeles hasta dar con su hoja de vida. Ahí está, sí, y también la foto un tanto obsoleta, donde tiene el pelo más largo y unas patillas que ahora le parecen abominables. El doctor Rosas es un hombre seco de carnes, con la boca estrecha y la frente abombada. Tiene las uñas del índice y el dedo del corazón manchadas de nicotina, y sin embargo no hay un solo cenicero en los alrededores. Con voz muy suave, casi imperceptible, pregunta:
—¿Ángel...?
—Sí, señor.
¿Por qué ha contestado así? ¿Qué es eso de «señor»? ¿Por qué no «sí, como no», que suena más digno?
—Ángel Jiménez.
—Exacto.
—¿Jiménez qué? Se le olvidó poner aquí su segundo apellido.
—Díaz. Es el segundo apellido de mi mamá.
El doctor Rosas asiente. En el espacio en blanco escribe Díaz con su estilográfica azul y dorada.
—Médico de la Nacional, ¿no?
—Así es.
—Con especialización en...
—Medicina interna —se adelanta Ángel.
—En la Patricio Lumumba —la voz del doctor Rosas no sólo es muy delicada sino que casi carece de inflexiones: a veces no se sabe si niega o afirma—. Mucho frío en Moscú —añade, con una sonrisa casi imperceptible—. ¿Cuánto tiempo estuvo por allá, camarada?
Ángel —que está seguro de que ese comentario incluye una descalificación— sonríe falsamente sin poder evitar que algo en su cara se desencaje.
—Cinco años.
—Mucho para una especialización, ¿no?
Definitivamente ese tipo no le está cayendo bien.
—El primer año fue para aprender el ruso.
—Veo. Aquí dice que desde hace año y medio trabaja en la Hortúa.
—Sí, medio tiempo: tres mañanas y dos tardes.
—Y que tiene una cátedra en la universidad. ¿Qué enseña?
—Semiología médica.
El doctor Rosas le pide que le explique cómo lleva su clase, dónde pone los énfasis, cómo es su sistema evaluativo. Mientras expone sus ideas Ángel se oye a sí mismo disertar con una voz neutra y sin convicciones. No es que no sepa de la cuestión. Es que una ligera resistencia ha empezado a elevarse dentro de él, como uno de esos vientos de agosto que nos impiden caminar al ritmo que desearíamos. En el tono de voz del doctor Rosas cree reconocer algo impostado detrás del cual hay agazapada una fuerza amenazante.
—¿Y en su tiempo libre, qué hace?
Por primera vez se miran a los ojos: los del doctor Rosas son pequeños y verdes, rodeados de pestañas espesas. En su cara apergaminada lucen como un par de pinos en un desierto. Es posible que en su juventud fuera un hombre apuesto. Ante la pregunta Ángel vacila, como si le acabaran de preguntar cuántos habitantes hay en Afganistán. La arruga que corta transversalmente la frente del doctor Rosas formándole un grueso cordón de piel, le ha empezado a mortificar. Sonríe, con sorna.
—¿En mi tiempo libre?
—Sí. En su tiempo libre. Algún tiempo libre ha de tener, ¿no?
El doctor Rosas ha inclinado levemente la cabeza hacia delante y sonríe, jovial, como animando a su interlocutor. Esta vez, Ángel duda un momento antes de responder. Pero un hado infame le sopla a la oreja y contesta, con una bonhomía que lo hace desconocerse:
—Escribo. —Por un momento se ha confiado al brillo cordial de los ojos vivaces del doctor Rosas. El médico esboza una sonrisa, mientras en cada una de sus pupilas brilla una gota de malicia. Sus dientes son menudos y parejos, grises y no amarillos, como se supondrían en un fumador:
—¿Escribe? —parece repentinamente interesado, como si también él ocupara así su tiempo libre—. ¿Y qué escribe?
—Cuentos —dice Ángel, con una voz tan neutra como si estuviera contestando «informes».
—¡Ah! —El doctor Rosas se echa de nuevo hacia atrás—. ¡De modo que le gusta la literatura!
—Sí, señor.
Otra vez el «señor» se le ha impuesto en los labios. ¿Por qué no contestar «sí, me gusta», simplemente? Por un segundo recuerda a su madre corrigiéndolos: «Así no se contesta. Siempre «sí, señor». O «no, señor».»
—Bien, bien. Cuentos. Literatura. Un bonito adorno. Ahora déjeme que le haga dos o tres preguntitas sobre su entorno. Preguntas de rigor, de carácter puramente formal. ¿Profesión de los padres?
Ha pronunciado esta última palabra en forma apagada, porque acaba de comprender que no tiene sentido: «Jiménez Díaz, los apellidos de mi madre». Sin embargo, Ángel ya está contestando:
—Mi papá era...
Vacila. ¿Hace cuánto que nadie le pregunta sobre su padre? Por unos instantes lo ve, tan distinto a él, el rostro cuadrado y el cuello romo, los ojos muy vivos y la risa efervescente.
—...trabajaba en un aserradero. Capataz.
—¿Era? ¿Murió?
—Lo mataron.
—Ah, lo siento.
—Fue hace mucho tiempo, no se preocupe.
—¿Y su madre?
Ángel piensa que en un país donde la gran mayoría no tiene profesión ninguna, esas preguntas no parecieran tener sentido. ¿Qué importancia podría tener que su madre fuera maestra, o arquitecta, o criada? Claro, por supuesto que importa. El doctor Rosas está tratando de establecer sus orígenes. Qué tan altos, qué tan bajos. Como siempre en este país. Qué apellidos. De qué lugar. Pero resulta que su madre está muerta, que él es un huérfano en el sentido exacto de la palabra y que el doctor Rosas se quedará sin pistas.
Éste hace entonces las averiguaciones de rigor: qué tareas desempeña en el Hospital, qué espera de su nuevo trabajo, cuánto le gustaría ganar. Responde a las inquietudes de Ángel explicándole qué tendría qué hacer, cuál es el sistema de trabajo de la compañía de salud. Todo parece haber llegado a su término
El hombre extiende su mano por encima del escritorio: su mano, muy seca y fuerte. Dice unas palabras que, a pesar de la repentina familiaridad, suenan, absurdamente, a amenaza:
—Ya sabrá de nosotros, Ángel.
Éste sonríe al despedirse, y sale sin siquiera mirar a la secretaria. Camina hasta el parqueadero convencido ya de que será más fácil ganarse el maldito concurso literario que obtener el trabajo en Colsalud y pensando en lo tarde que va, y en que, de todos modos, debe parar en una fotocopiadora antes de ir al correo más próximo. Vuelve a ver en su mente la aguja de la grúa viniendo amenazante sobre el parabrisas y a pensar en que está vivo de milagro. ¿Qué habrá sido de la mujer de rojo? Desecha las imágenes que vienen a su memoria y alza su cabeza hacia el cielo, cerrando ligeramente los ojos: brilla asombrosamente, sin una sola nube.

            4.

Como siempre que Lorenzo toma trago, Franca ha tratado de conducir, sin lograrlo. Él asegura que está bien, pero el ojo izquierdo apagado y el rictus de la boca son las señales inequívocas de que su marido está borracho; no está dispuesta, sin embargo, a enfrascarse en una pelea que sólo agravaría las cosas, como se lo dice la experiencia, así que se acomoda al lado derecho y entrecierra los ojos. Es el gesto de alguien que está cansado y se abandona después de una velada un poco tensa, pero es también la forma en que Franca llama al sueño para olvidarse de sí misma y de un mundo que incluye a los Reyes, a Lorenzo y hasta al propio Mateo que mañana se levantará muy temprano, como siempre, y le meterá los dedos entre los ojos, mamá, levántate, ya, ya, levántate. Pero se engaña si cree que podrá descansar tranquila mientras atraviesan las cuarenta cuadras que la llevarán a su casa, porque no es posible, Franca, que te portes como una malcriada, sin abrir la maldita boca. ¿Qué clase de esposa es ésa que me hace quedar todas las veces como un culo? Un maldito bicho raro que se niega a integrarse y que cuando abre la jeta es para hablar con ese tonito de sabelotodo, de yo-estoy-por-encima-de-ustedes-partida-de-ignorantes. ¿No sabías lo que estaba en juego hoy? ¿No te das cuenta de que de Jorge Reyes depende que me den el maldito espacio en televisión? Quiero que sepas que estoy harto de que me consideres un insecto a tu lado, de que me mires de esa manera en que lo hiciste hoy mientras yo hablaba de mi intención de lanzarme a la cámara, con ironía, con burla, no creas que no me di cuenta. ¿Qué tienes que decirme? ¿O es que te vas a dar el lujo de quedarte otra vez callada como estuviste durante toda la noche, mirándote la punta de los zapatos o echando globos? ¿Es que tienes mucho en qué pensar, muchas fantasías para llenar los huecos de tu aburrición sempiterna?
Franca sonríe, irónica, con los ojos todavía cerrados y la cabeza un poco inclinada. La piel azulada, los párpados sombreados le dan un aire de muñeca antigua. Tal vez fue la palabra «sempiterna» la que le hizo entreabrir un poco los labios y subir levemente las comisuras. O tal vez la acusación de fantasear, que a ella le ha sonado francamente pornográfica y por tanto más graciosa que insultante. Pero esa sonrisa no ha de pasar impune, no señor. Lorenzo ha apretado el freno intempestivamente, de modo que las llantas producen un chirrido y el cuerpo de Franca se dobla hacia adelante mientras un grito le desbarata la sonrisa.
—¿Qué pasa?
En su imaginación ve por un momento latas destrozadas, vidrios volando, sangre que colorea la oscuridad. Y la boca de Lorenzo abriéndose y cerrándose como la de un muñeco de ventrílocuo, como la de un actor cómico en una película muda. Una última frase llega a su cabeza aturdida:
—Es tu obligación contestarme cuando te hablo.
Lorenzo arranca de nuevo, con ímpetu. El frenazo brutal ha estremecido a Franca pero es la palabra «obligación» la que le ha pegado en la frente y le ha hecho un chichón. Por un lado, ha recordado a su padre, que frente a cualquier desacato esgrimía siempre la frase aquella: ¡A mí me respetan! A su padre, aquel hombre de cara adusta que se irritaba con su llanto cuando se caía o se mordía la lengua y la amenazaba con la mano en alto mientras ella se atragantaba de lágrimas e hipidos para complacerlo, para que su llanto no molestara sus oídos. Pero por otro lado ha percibido, por desgracia, el aspecto cómico de la escena: toda pelea conyugal es grotesca, y Franca, más allá del miedo, más allá de la impotencia, ve ahora todo lo que hay de patético en el gesto y las palabras de Lorenzo. Sin embargo, usar otra vez la ironía no conviene en absoluto. Tampoco decidirse por la agresividad. Quisiera decir algo, pelear, gritar que ella también está harta, que Lorenzo le parece un infatuado, un arribista, que le gustaría mandar al carajo a los Reyes y a todos esos matrimonios amigos que se han despedido en un tris tras de su hipismo de pacotilla o de su militancia de izquierda y para los cuales la libertad ha quedado reducida a fumarse un cacho de marihuana; pero la lengua permanece muerta dentro de su boca, negándose al más mínimo movimiento, a cualquier explicación que detenga la escena de violencia que ha estallado repentina como una bomba casera y que la dejará gravemente lastimada varios días como tantas otras veces.
Así ha sido siempre: la rabia o el miedo, cuando no logran derivar en acciones desafiantes, se resuelven en unos silencios inquebrantables que desatan en los demás furias o resentimientos. Todavía recuerda la terrible voz de Soeur Leonie detrás del biombo, increpándola por haberse escondido para no ir a misa, amenazándola de expulsión por sus recurrentes problemas de mala conducta, pidiéndole una explicación y una excusa, vanamente, y su empecinamiento en el silencio hasta que la monja, impaciente, con la sensación de estar siendo burlada, salió de detrás de su escondrijo y la zarandeó con fuerza antes de enviarla de vuelta a casa de sus padres, que no supieron qué hacer con aquel precioso paquete devuelto, la hija que iba a ocasionarles siempre dolores de cabeza.
También le había sucedido con Aldo. Dieciocho meses después de su matrimonio con Lorenzo, su antiguo amante había hecho una parada en Bogotá de paso para Sao Paulo, donde iba a dictar una conferencia, y a pesar de lo dolido que debía estar la llamó con unos días de anticipación para expresarle su deseo de verla; sintiendo una emoción desbocada que le hacía aletear el corazón, Franca aceptó verlo en el hotel donde estaba hospedado. Repitiéndose que por nada del mundo caería en la tentación de la infidelidad, se preparó para aquella ocasión con la ansiedad exaltada de una amante, se echó en el cuello la fragancia que usaba en los días de su antiguo amorío, se bebió un trago para darse fuerzas y atravesó la ciudad con una deliciosa sensación de vértigo. Al ver a aquel hombre de brazos poderosos y sonrisa inteligente, Franca supo que nunca había dejado de quererlo. Debilitada por el amor y por el deseo, y fascinada por la tentación de la trasgresión, que era una de las pocas cosas que le quedaban de la adolescencia, lo que habría querido era abrazarlo, desvestirse a toda prisa, tomar posesión de su cuerpo y amarlo con la pasión desordenada de los tiempos neoyorquinos, con una sexualidad imaginativa y libre de tapujos y de inhibiciones muy distinta de la moderada, ya mustia, de sus noches con Lorenzo. Lo que hizo al estar frente a él, sin embargo, fue entrar en un mutismo atroz, roto tan sólo de cuando en cuando por crueles ironías y por tal actitud de desdén que Aldo no tardó en caer, primero en un desconcertado balbuceo, y enseguida también en un silencio, que equivalía sin duda a una amarga interrogación silenciosa sobre la verdadera naturaleza de aquella mujer que huyó en cuanto pudo sin decir siquiera una palabra cariñosa. Ya en su casa, Franca se encerró en el baño y dejó que su rabia saliera en forma de llanto, un llanto que además debía ser clandestino y sofocado, lo cual la avergonzaba, la asqueaba, la llenaba de más rabia. En un gesto desesperado, y aprovechando que Lorenzo llegaba tarde, llamó al hotel y dejó un mensaje lacónico en el contestador de la habitación, explicándole a Aldo que su antipatía no había sido sino una forma del miedo y pidiéndole que la llamara para despedirse. Pero la llamada nunca llegó, lo cual permitió que Franca redoblara su sentimiento de culpa —que le hacía más fácil la labor de no quererse— y que consolidara la visión idealizada de un personaje que, si era sincera, conocía sólo de esa forma superficial y embellecida que propician los enamoramientos que se truncan por motivos externos y quedan como historias abiertas, con muchos finales posibles. Aldo fue desde esa noche un fetiche muy útil para Franca, que lo sacaba del bolsillo en sus momentos de desesperación: una hermosa pata de conejo que acariciaba lentamente y que le permitía pensar que el mundo para ella no se había cerrado en la noche de su proceder extravagante; pero al no poseer las palabras mágicas, sólo le quedaba seguir andando con los ojos cerrados, en el mundo desapasionado que ella misma parecía haber elegido. Con los mismos ojos cerrados con que convocaba el cuerpo de Aldo cada vez que hacía el amor con Lorenzo. Esa sustitución la avergonzaba y, sin embargo, incapaz de negarse al cuerpo del marido, se convertía en su única posibilidad de sobrevivir a la obligación en que para ella se había convertido el sexo. «Te debería dar pena estar actuando como cualquiera de nuestras bisabuelas —le decía Genoveva— Sepárate, sepárate». Pero, envilecida por la nata gelatinosa en que flotaba desde hacía unos meses, Franca no veía la separación como una alternativa real. «No tengo un trabajo», argüía, mientras su amiga movía la cabeza con gesto de reproche.
Lo extraño era que la misma Franca que no encontraba fuerzas para separarse de su señor marido había decidido, en un arranque de desesperación, dejar su empleo en la ONG y, de paso, abandonar para siempre el ejercicio de su profesión. No la habían impulsado problemas específicos, como desavenencias con su jefe o dificultades en la elaboración de sus tareas, sino una mezcla imperiosa de tedio y deseo de libertad que no demoró en convertírsele en una sensación de náusea, como si una enorme bola de sebo le diera vueltas en el estómago vacío y le hiciera subir a la garganta y al paladar una materia agria y viscosa. La revelación le llegó con una contundencia profética un viernes a las tres de la tarde, cuando abrió bruscamente la ventana de su oficina para espantar una mosca tornasolada que se aporreaba contra el cristal con un zumbido exasperante. El golpe de aire fresco, el brillo de la tarde, la música urbana que de un solo golpe subió al piso sexto, le hicieron comprender que llevaba meses girando sobre un mismo eje como un pez bailarina en una pecera, y que ya esas rutinas le empezaban a parecer cómodas. Quince días más tarde le anunció a Lorenzo que había pasado su carta de renuncia, porque los horarios estrictos, la estrechez de la oficina, los formalismos de los cientos de informes que debía rendir cada tanto, la habían abrumado. Y que por un tiempo se dedicaría a su hijo, a hacer una que otra torta, a leer libros atrasados y a dibujar como en los tiempos de su adolescencia.
Como Lorenzo juzgaba a su mujer una muchachita malcriada, se encargó de hacerle una pequeña escena reprochándole su inconstancia y falta de sentido de la realidad. Pero como era celoso recibió la noticia con secreta complacencia. Así que por la mañana se despedía con un beso y una sonrisa; y por las noches tenía el cuidado de avisar que llegaría tarde.
Al principio, Franca se permitió disfrutar del chorro de luz que caía sobre la mesa del desayuno en las mañanas, mientras tomaba su café, y del parque cercano a donde llevaba su libro en los días de sol, y de la música de los chatarreros compradores de botella y papel que pasaban debajo de su ventana. Pero cuando la embargó la culpa de ser una desocupada que no sabía qué hacer con su vida, una mujer «sin proyecto» como dirían algunas de sus amigas, dividió sus días en casillas simétricas y las llenó de actividades reconfortantes, con la misma disciplina con la que antes había investigado sobre asuntos políticos. La serenidad apacible de aquel tiempo le hizo creer momentáneamente que era feliz. Pero con el paso de los meses empezó a pensar que aquello era un mero simulacro de libertad, una coartada para sacarles el cuerpo a sus verdaderos deseos. Como alguien que está condenado a vivir en un jardín de altas tapias e intuye, por los sonidos y olores que vienen de fuera, que a su alrededor hay un paraíso lleno de fuentes y verdores infinitamente más rico que el suyo, Franca empezó a inquietarse. A eso contribuían las sombras que habían venido a opacar la imagen de su marido. ¿Qué había sido de aquel muchacho entusiasta, imaginativo, amoroso? ¿Cómo era posible que el tiempo hubiera trocado sus virtudes en arribismo, en deseo desesperado de éxito, en ambición y maltrato? Era como si las lilas de su maceta amanecieran un día convertidas en ásperos cactus. El canto roto y desapacible del pájaro que se posaba todas las mañanas en el borde de su ventana empezó a parecerle un llamado al que ella no sabía responder.
Entonces aparecieron, casi circunstancialmente, Luis Patricio y «el grupo» —así le decía Franca después de un año— que la habían recibido con avidez, con curiosidad, con una mezcla de ternura y agresividad retadora que la hacían sentir importante y estimulada. Los celos de Lorenzo se renovaron, y también el desdén. No era posible que la estudiante aventajada que había sacado las mejores notas, la que había dedicado tantos meses a escribir una disertación sobre la noción de minorías que resultó meritoria, la lectora de Marx y Hegel y Wittgenstein y Gadamer, se hubiera aburrido a los dos años de estar trabajando en una ONG y hubiera dicho, un día cualquiera, que definitivamente «eso no era lo suyo», y que iba a explorar otras cosas, porque estaba muy confundida Y resulta que ahora «lo suyo» eran unos cuadros ininteligibles, que tal vez no eran sino pretexto para verse, en el taller, con un grupo de pintorzuelos con pinta de facinerosos.
—¿Vas a hablar o no vas a hablar, Franca?
Pero Franca parece haber muerto en el confortable asiento del Mercedes.
—Ah, ¡de modo que no vas a abrir la boca!
Lorenzo aprieta el freno, una, dos, tres veces. La muerta no tiene otro remedio que resucitar, aterrorizada, ya no pálida sino encendida por el miedo, la humillación y la ira. Pero como tiene suficientemente claro que en estos momentos está con un demente, la voz surge muy débil, en un susurro casi suplicante:
—No sigas haciendo eso, Lorenzo, por favor.
Pero, Lorenzo, por lo visto, está descontrolado: de su boca sale una especie de jadeo, de extraño silbido. Además, nada que excite tanto como la crueldad con los débiles, sobre todo a un hombre que tiene un sentimiento momentáneo de inferioridad. Entonces Franca pone su mano izquierda sobre la de su marido, que aprieta el timón.
—Amor, amor...
Pronuncia estas palabras como si fueran un conjuro. Y Lorenzo, que ahora calla, sombrío, hunde el acelerador cada vez más mientras entra a la autopista con la mirada fija en la nada oscura que las luces de las farolas van disipando. Las palabras de Franca se repiten, monótonas:
—Por favor, Lorenzo, por favor, por favor.
Sabe que tiene que hacer algo o terminarán muertos entre el caño que separa las avenidas. Pone entonces su mano en la espalda de su marido, le acaricia la nuca. Su voz se alza ahora con una dulzura imperativa que oculta los latidos de su corazón:
—Vas a calmarte, Lorenzo. Vamos a hablar, como seres civilizados que somos, pero tienes que disminuir la velocidad si no quieres que nos matemos. Piensa en Mateo, hazlo por él. Disminuye, por favor, disminuye.
Es consciente del truco barato, del descarado sentimentalismo del recurso, y no le importa. Lorenzo, como vencido por el cansancio que le ha ocasionado el furor, ha hecho caso a la petición de Franca y poco a poco merma la velocidad: ahora va lento, casi demasiado lento, con los ojos brotados y la expresión estúpida del borracho.
Entonces Franca saca, con un gesto diestro, la llave del switch y el carro corcovea y se detiene lentamente. Antes de que su marido alcance a reaccionar ella abre la puerta y salta, temerosa de enredarse en su vestido largo, tira las llaves al inmenso potrero que se abre a su derecha y corre en dirección inversa, corre como si nunca fuera a detenerse.

            5.

Ángel abre la puerta del carro y la mujer sube, tratando de sonreír en medio de las lágrimas.
—¿Qué le pasó? ¿La atracaron?
Es la primera conjetura que se hace en esta ciudad: tal vez le robaron el carro, le vaciaron las tarjetas de crédito y la abandonaron en este lugar solitario antes de huir. Pero ella dice que no con la cabeza, mientras se tapa la nariz y la boca con las manos, dando rienda suelta al llanto. Está mojada y tirita.
Ángel pone luces de estacionamiento, y espera, respetuoso, a que la mujer se calme. Piensa que no debe haber sido víctima de un accidente, pues de otro modo ya lo habría dicho. Así que sigue esperando, silencioso, a que ella pueda hablar con serenidad. Por la forma en que está sentada, doblada hacia delante, Ángel sólo puede ver la curva del hombro, rozada por el pelo castaño y abundante, que le oculta la cara, y el brazo izquierdo, muy blanco, rematado por una pulsera de plata en la muñeca delgada. Sobre el regazo reposa un bolso pequeño, de tela labrada, cuya correa metálica Franca se ha colgado en bandolera.
Echa a andar el carro muy lentamente.
—¿A dónde quiere que la lleve?
Franca no duda al dar la dirección: el único sitio al que puede llegar a estas horas y en estas circunstancias es a la casa de Genoveva. Si su madre todavía viviera seguramente que la acogería con todo cariño, sin reproches, incluso escamoteándole al padre los detalles del problema para evitar cualquier comentario molesto, y hasta le daría una taza de leche caliente como cuando era chiquita, y unas gotas de pasiflora para que pasara una noche tranquila. Pero su madre está muerta hace ocho meses y no será precisamente a su padre al que va a recurrir en este momento. Es verdad que lo admira hasta la devoción: su inteligencia, su criterio, la valentía con la que ha sabido enfrentarse a sus adversarios. Pero su severidad, su aire solemne, su tendencia a resumir cualquier situación en una frase lapidaria y llena de ironía, siempre la han amedrentado, la han alejado de cualquier comunicación íntima. Además, acongojado como vive ahora por la pérdida de la esposa, sería una impertinencia y una desconsideración llegarle así, a medianoche, a confesarle que huye de la violencia de Lorenzo. Tampoco irá donde Julia, su hermana. Aunque sabe que ella comprendería la circunstancia, ya puede imaginarla aconsejándole que regrese a vivir con su marido, que lo perdone, pues ella misma ha vivido durante años en un matrimonio desavenido y sin embargo jamás parece haber contemplado la posibilidad de separarse.
Así que le pide al desconocido que la lleve a la setenta y nueve, por favor. Trescientos metros más adelante pasan por el lado del Mercedes de Lorenzo, del poderoso Mercedes color perla que continúa en el sitio donde se detuvo; tiene las luces interiores encendidas, pero su conductor no se ve por ninguna parte. Franca se estremece de pensar en lo que sería capaz de hacerle si la encuentra. Pero lo irreversible de su acción, lo inexorable de sus consecuencias, empiezan a ser tan claros dentro de ella, que le proporcionan una fuerza similar a la que saca un hombre que se ha desbarrancado y, herido, debe trepar por las breñas hasta la carretera: no, no va a volver nunca. Nunca, nunca, nunca. Tiembla de horror y de felicidad. Piensa en Mateo, piensa en el día siguiente, en un enorme día siguiente donde no haya Lorenzos, ni Reyes ni talanqueras, ni celos, ni prohibiciones, y siente como si una planta enorme abriera sus hojas dentro de su pecho. En el centro de esa planta hay una llama. Y Franca, que está tiritando de frío, de miedo, de rabia, empieza a sentir un calorcito esperanzador.
Su acompañante ha guardado silencio todo este tiempo. Franca lo examina, de reojo: es un hombre joven, tal vez de su misma edad, tal vez un poco mayor, fornido, de rostro moreno, pelo muy liso y brazos llenos de vello. En su imaginación lo asocia vagamente con un profesor de gimnasia, con un atleta, pero también con un guardaespaldas o un enfermero. De repente una fantasía la asalta: si ese hombre quisiera violarla podría hacerlo sin ninguna dificultad, tan frágil e indefensa parece ella frente a la corpulencia del otro. Violación: esa palabra, piensa, con la que nos asustan desde que empezamos a crecer y a escapar de los abrazos de los tíos, de los amigos del papá, del vecino cariñoso. ¿Qué diría Lorenzo si supiera que va montada en este carro destartalado, a la una de la mañana, con un personaje desconocido que más parece un chafarote de la milicia o un matón de discoteca? ¿Qué diría su augusto padre, siempre tan desconfiado? ¿Y qué diría Genoveva? Genoveva diría: «Mucho más confiable ese tipo que tuvo la consideración de recogerte que el patán de Lorenzo, que es un asesino en potencia». ¿Y qué dirían los del grupo si llegara a contarles? Franca, Franca: ¿por qué no puedes dejar de oír las voces de todos los que te rodean antes de tomar tus decisiones, de formarte tus juicios? Siempre llevas sobre tus espaldas varios pares de ojos, siempre hay una, dos, tres personas que te están susurrando al oído: Basquiat es un putas, Borges es un reaccionario, hablaste demasiado, deberías volver a las Ciencias Políticas. ¿Dónde estás tú, Franca? Saliendo de la autopista en el carrito que ahora vuela, que se mete por la ochenta y dos y luego por esas carreritas oscuras, mientras tú dices qué frío y piensas por qué por aquí, si era más lógico que siguiera derecho, y Ángel dice ¿quiere ponerse mi saco? está ahí atrás. No, gracias, ya vamos llegando. Muchas gracias, de verdad, muchas gracias. Los ojos de Franca se han encontrado con los del hombre, que le sonríen de una forma ambigua: ¿es ésa una mirada paternal o más bien atrevida, la del zorro que va a saltar sobre la presa?
—¿Ya está menos asustada?
—Sí, sí.
Suspira, avergonzada y se reconviene interiormente por haber cedido al prejuicio. La sonrisa abierta, la expresión de su salvador, dista mucho de ser la de un hombre digno de sospechas. Como para que perdone su evidente desconfianza, le cuenta, de la manera más discreta que puede, que tuvo un problema con «el tipo que me llevaba hasta mi casa» y que eso fue todo.
—El mundo está lleno de patanes —dice él.
—Así es —dice Franca, arreglándose el pelo, con consciencia de lo imposible que resulta en este momento salir del lugar común.
Genoveva va a pegarse un susto tremendo, piensa, cuando ve aparecer el edificio blanco de base de piedra. Se baja mientras Ángel dice que él la espera aquí afuera, que no va a dejarla sola, que quiere cerciorarse de que entre sana y salva, pero el portero dice con mucha seguridad por el citófono que la señorita Genoveva no está. Ella le explica que son amigas, le pregunta si puede esperarla ahí adentro, pero es un portero nuevo, jamás la ha visto, y dice que qué pena pero no está autorizado. Qué desgracia, maldice Franca, meditando en qué hacer, repentinamente deprimida, confusa, sintiendo que el frío la muerde con todos sus dientes y que renace el miedo del ineludible encuentro con Lorenzo y se le mezcla con la ira que todavía la abruma.
—Genoveva no debe demorar —le dice Franca al desconocido. Ha recordado que su amiga tenía una rumba en las torres—. Pero usted tranquilo, yo hago que de aquí me pidan un taxi.
Sí, que le pidan un taxi, porque a la una de la mañana coger uno en la calle es exponerse a todo, y más una mujer sola: violación, atraco, violación. Irá a donde Julia, no hay remedio. Pero Ángel no vacila: por nada del mundo él la abandonará al garete en medio de la noche. Puede quedarse en el carro hasta la hora que sea. Franca, avergonzada, le propone que entonces pueden sentarse en ese bar que se ve allá en la esquina, y esperar a que llegue su amiga, digamos, hasta las dos. Si a esa hora no ha llegado, pues buscan una alternativa.
Y allí están ahora, en una escena que a Franca se le antoja surreal. Es un bar minúsculo, de paredes de espejo, techo muy alto y muebles de cuero, el típico lugar donde hombres de negocios pueden citarse para tomarse un trago después de salir del trabajo. De hecho, piensa Franca, tratando de explicarse la existencia de este lugar que ella no había visto antes, el bar está en el primer piso de un edificio de oficinas, custodiado, como suele ser, por un guarda de uniforme azul que lleva de la correa a un pastor alemán. Detrás de la barra, el barman, un hombre de cara acaballada y chaqueta blanca, se mueve agitadamente como si el establecimiento estuviera lleno de clientes. Pero no hay nadie, evidentemente, salvo Franca y Ángel que se han sentado al fondo, en un sofá azul oscuro. Ella, que se ha enfundado en el suéter de su salvador, venciendo sus escrúpulos, alcanza a sentir el olor de la lana mezclada con el de cigarrillo. Ha pedido un coñac, porque necesita calentarse y darse fuerzas y una Coca-Cola para su acompañante, que aclara que no bebe.
Todo esto es inverosímil, Franca, es decididamente novelesco. ¿Qué cara irá a poner Genoveva cuando le cuentes? ¡Sentada tú con un desconocido en un bar de yuppies mientras Lorenzo, borracho, busca las llaves en un matorral al borde de la autopista! Examina, ahora ya más ampliamente, al hombre que tiene al frente, tratando de descifrar, a fuerza de sumar datos, con quién está. Seguro que si se encontrara con él en la calle ni siquiera lo registraría, tan comunes son sus rasgos: la cara morena, el pelo abundante y muy negro, los ojos achinados. Un individuo que fuma incesantemente, mestizo, fornido, de aspecto muy viril, con unas manos bonitas de uñas planas y grandes. Y una sonrisa agradable, limpia, de alguien joven y saludable. Mira disimuladamente su camiseta negra, sus bluyines, sus tenis: ropa ordinaria, sin gracia ni estilo. Franca ha empezado a hablar, a mostrar su agradecimiento, a repetirse una y otra vez en voz alta que no puede creer todo lo que le ha pasado esta noche. Vuelve a contar la historia falsa, en forma muy breve —ni más faltaba que se va poner a contar sus intimidades— la del desconocido de la fiesta que se ofreció a llevarla a la casa y que trató luego de toquetearla obligándola a un forcejeo que iba poniendo en riesgo sus vidas en plena autopista. Como Ángel responde a todo con monosílabos, ella empieza a preguntar, pues no sólo debe ser cortés con este tipo que se ha mostrado tan solícito, sino que debe hacer tiempo. ¿Ángel? ¿Así se llama? Es un nombre bonito. Y esta noche ha cobrado todo su significado. Ángel, ángel de la guarda, ángel custodio, bromea. Ah, y es médico, de la Nacional. Un médico, un ángel. Mi papá fue decano de derecho de la Nacional hace unos diez años —dice Franca— y yo pienso entrar ahora a la Facultad de Bellas Artes, aunque soy politóloga; porque ese oficio me aburrió, no sirvo para la investigación, lo mío es lo creativo. Le cuenta que ella se llama Franca, sí, no se extrañe, su madre tuvo esa idea loca inspirada en una actriz italiana de los años cuarenta, qué cursilería, pero a la larga a ella le ha gustado el nombre. Se identifica con él, con sus aes, es un nombre que tiene fuerza.
Ah, Franca, ¡no logras callarte! ¿Qué te pasa? ¿Es una manera de esconder la angustia? ¿Qué tal eso de lo mío? Una verdadera cursilería, qué horror, aunque sea delante de este tipo tan raro, tan silencioso, que no parece tímido sino arrogante. Pero tú insistes: ¿Médico? Admiras la Medicina, dices, pero jamás habrías podido estudiarla. Te aterran la sangre, los quirófanos, los cirujanos. ¿Es verdad que en todo médico hay una pulsión violenta, un instinto asesino?
Ángel sonríe levemente, con condescendencia, procurando que no se note su incomodidad: es que, por una parte, ha percibido de golpe la belleza de Franca —la blancura casi inhumana de sus dientes, el óvalo perfecto de la cara, las altas cejas cafés sobre los ojos de pupilas jaspeadas y pestañas muy crespas y ese hoyuelito en el mentón que hace pensar en la mano de un artesano— y, por otra, acaba de recordar que sólo tiene veinte mil pesos en su billetera.
Toda profesión crea su prejuicio, dice Ángel, tocándose el mentón, como siempre que se pone algo nervioso, y la Medicina ni se cuente. Y añade que en verdad puede haber algo un poco perverso en la conciencia de tener poder sobre otros cuerpos, en el gusto de horadarlos, de disectarlos, pero que no va a ser precisamente él el que haga una defensa de esta disciplina, que estudió en parte porque fue lo que su madre siempre quiso que estudiara y en parte porque era un romántico cuando la eligió: como tantos otros creía en ese entonces en la aureola mística de los médicos. A la larga la Medicina —dice— es tan tediosa como casi todo. Uno tendría que vivirla como una religión para que causara verdaderas satisfacciones. Y hoy en día es imposible asumirla así. Los nuevos sistemas de salud no lo permiten.
Todo esto suena muy serio, ¿no, Franca? Ni por todo el oro del mundo entrarás en el tema de los sistemas de salud. No es ésta una ocasión para honduras: esto habrá que alivianarlo con un poquito de humor.
—Veo —dice—. ¿Entonces le habría gustado vivir en el siglo XIX, ser un médico a la antigua, respetado y venerado, y viajar por la noche, en medio de un aguacero, hasta un lugar lejano, para salvar a un niño enfermo?
Ángel toma un sorbo de su Coca-Cola, llena de burbujas doradas, sintiendo sus cosquillas en la garganta. Da una chupada a su Pielroja y mira a los ojos a Franca mientras pone el vaso delicadamente sobre la mesa.
—Ya veo qué clase de literatura le gusta —dice, con sonriente ironía.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—Los melodramas...
Franca no sabe si enojarse o reírse: ¿será una alusión perversa al episodio que ella acaba de vivir? ¿Hay en esas palabras un guiño seductor?
—Ah, eso sí —dice, sobreactuada, moviendo la cabeza de modo que su mata de pelo se balancee—. No se equivoca. Me encanta el melodrama, sobre todo en el cine. Las heroínas, los héroes, las lágrimas. Es más: suelo sentir que una cámara me sigue, que graba todo lo que hago...
Franca, por fin, empieza a sentirse tranquila. Tiene las mejillas coloradas y los ojos brillantes. Lo que pueda pasar con Lorenzo ha empezado a importarle un pito. Ella, la abstemia, ordena otro coñac. Y otro para el señor, que por lo visto no es del todo anodino. Éste dice que no, con vehemencia, que no toma, pero la desenvoltura y la insistencia de Franca no dejan lugar para insistir. Se rinde. Y se ríe, con una risa tímida, de las impertinencias de Franca, de sus provocaciones, de sus salidas inteligentes.
Cuando, un rato más tarde, el barman, muy comedidamente, señala el reloj y dice que ya es hora de cerrar, ella echa mano rápidamente a su billetera:
—Yo invito.
Pero Ángel no está dispuesto a permitir eso. No a esta mujer hermosa, en estas circunstancias, después de este día lleno de hechos extraños, en el que ni más ni menos se ha escapado de la muerte. Paga: dieciocho mil pesos. Caminan enseguida hasta el edificio de Genoveva que, según les informa el portero, acaba de llegar. Antes de despedirse, Franca le pregunta dónde trabaja. Él, en cambio, no indaga nada. Con grandes efusiones de agradecimiento, Franca intenta devolverle el saco de lana. Pero él se lo impide:
—Deje así. Cualquier otro día me lo devuelve.







II. El camino de la mano vacía



            1.

            ÁNGEL aguza el oído: sí, es el sonido muy suave del motor de un carro que llega, se detiene allá abajo —¿será en la puerta misma de la casa?— permanece encendido unos minutos y luego se apaga. Deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Podría voltearse y mirar el despertador, pero no lo hace: continúa encogido sobre la cama, de cara a la pared, con los zapatos puestos y sintiendo cómo le duele todo el cuerpo. Hace menos de una hora, cuando entró a su habitación, tuvo un imprevisto ataque de llanto; ahora le arden los ojos y le duele la cabeza. Está sudando, tiembla. No sabe si de miedo, de rabia, de dolor: aquellos ojos aún miraban. El cuello todavía palpitaba. Sus manos habrían podido ahorrarle sufrimiento, apretando la garganta hasta hacerla traquear y doblar. Pero no estaba hecho para la violencia, y además las lágrimas y el temblor de su cuerpo se lo habrían impedido. Hasta en ese momento, piensa, ha logrado portarse como lo que es: un incapaz, un cobarde, un mediocre. Ahora, de bruces, sólo espera un cataclismo que lo salve: un vendaval que lo arrastre, un temblor de tierra que lo sepulte, una mala jugada de su corazón oprimido. Pero nada de eso pasa. Sólo el tiempo precipitándose hacia el amanecer, sólo su tiempo girando en busca de decisiones que no terminan de cuajar. Y el miedo. De otros. De sí mismo.
Hoy, de eso puede estar seguro, no vendrán; lo harán mañana, o dentro de seis meses, aunque tal vez de manera mucho más discreta que cuando se lo llevaron la última vez, causando aquel estropicio: uno o dos hombres que lo abordan en la calle, al salir de la casa, de un cine, al bajarse de una flota. Pero es probable que jamás lleguen. Y que por delante sólo haya tiempo, horas y horas en las que su único castigo consista en recordar.
Hace ya días que viene pensando en que es imperativo cambiar de vida, mandar al carajo la Medicina, las obligaciones, las deudas, esta vidita de mierda que odia cada día más; redimirse; tal vez desaparecer; justificar los años que faltan, dejar por fin de ser un faltón a sus ideas, a los sueños de otros días. Cumplirle a Ernesto. Y expiar sus culpas con Jairo.
Lo más seguro es que haya que cambiar de ciudad, irse a Cali, a Cartagena, a Bucaramanga, a Arauca, al Meta; buscar la militancia y pedir que le asignen una tarea en un lugar apartado, que le permita ser el valiente que algún día quiso ser. Pero Ángel sabe, en el fondo de sí, que no lo hará. Que su rebeldía es de otro estilo y también su soberbia: no acepta órdenes de nadie, ni humillaciones, ni castigos. Detesta la disciplina, las estructuras militares y las armas, a pesar de que las vio en su casa desde chiquito y de que disparó una por primera vez a los seis años, de la mano de un amigo de su padre, cinco, seis veces, sobre el muñeco de aserrín que colgaron de un árbol.
Aquel hombre les dio aquella vez veinte centavos por cada vez que gritaran: «Arriba el partido liberal», entre las risas divertidas de los demás. ¡El partido liberal! ¡Valiente fe! Quizá en aquellos tiempos todavía fuera algo respetable, y no la cloaca apestosa que era hoy.
En esa época de su infancia se acostó muchas veces, en las últimas noches en que su padre bajó a dormir con ellos, con la convicción aterrorizada de que pronto llegarían las sombras amenazantes. Alguna vez, incluso, Ángel le ayudó a su madre a taponar con periódico las rendijas de las ventanas: para que las sombras no pudieran ver hacia adentro, mientras los cuatro se hacinaban en el último cuarto, durmiendo en el suelo, sobre colchones. ¿Llegarían a pie, a caballo, a la madrugada? Pájaros. Los pájaros. ¿Qué es un pájaro, mamá? ¿Un pájaro? La mamá sonríe, asombrada, qué pregunta es ésa, hasta que él aclara que alguien le preguntó en la escuela si es verdad que su papá es un pájaro liberal. Pájaro no —la madre ha fruncido el ceño, los ojos se le han puesto vidriosos— pero sí liberal, a mucho honor. Contésteles eso. Que eso es su padre, un liberal honrado, un liberal de principios. ¿Pero quién era verdaderamente su padre? ¿Puede haber verdades sobre un padre? ¿El que desaparecía durante meses, porque estaba en los aserraderos, o porque, en los últimos tiempos, estaba escondido en el monte? ¿El de firmes convicciones políticas, apasionado, resentido con los conservadores? ¿El que le enseñó a hacer juguetes con carreteles de hilo, con esperma caliente, con una navaja y un pedazo de balso? ¿El ser autoritario y severo que lo obligó a devolverse por entre la trocha, en la noche, iluminándose con una linterna, a buscar el termómetro que dejó caer por descuido? ¿El que contaba historias fascinantes cuando llegaba con algún amigo a comer con ellos, el que nunca los reconoció ante una notaría pero no permitió que su madre siguiera trabajando en la escuela porque él era muy hombre y podía mantenerla? ¿O era su padre aquel hombre triste, con un ojo roto y una sonrisa estúpida que él vio por última vez, en la puerta de su casa?
Llegaron, sí, las sombras amenazantes; como ángeles de exterminio, pero sin el prestigio que dan las cabalgaduras, los arreos, las armas exhibidas. Ángel había estado con su madre en la cocina, ayudándole a hacer una torta para el cumpleaños de su hermano, que era al día siguiente. Torta de mármol, la llamaban, y no se sabía qué le gustaba más, si el nombre, o el sabor del chocolate derretido entre la harina, la leche, los huevos. Su madre había echado lentamente el líquido espeso, oscuro, y él había batido la masa con el mecedor, moviendo con todo esmero y con mucha dificultad sus brazos de niño de seis años. La torta se estaba haciendo en el horno, y sus aromas empezaban a abrirle el apetito. No la pueden probar hasta mañana, había advertido la madre. Ni se lo sueñen. De repente Ángel, que había raspado con una cuchara el fondo de masa cruda que quedaba en la olla, y la había devorado en un santiamén, había sentido unas ganas incontrolables de hacer sus necesidades, así que salió corriendo hasta la letrina, que quedaba alejada de la casa, casi al borde de los cafetales. Oscurecía. La noche se anunciaba muy fresca y el viento mezclaba los aromas de la hierbabuena y la albahaca que su madre había sembrado en la huerta con el olor de sus propias heces. Le gustaba estar allá afuera, en cuclillas, ver la luna moviéndose entre las nubes, y mientras el cuerpo se liberaba escarbar la tierra con un palito y desenterrar las lombrices: cortarles la cabeza y observar cómo las dos partes seguían moviéndose durante mucho tiempo, resistiéndose a la muerte.
El padre, que había llegado la noche anterior, estaba en el traspatio cepillando unas tablas para hacer una repisa y Ernesto seguramente lo miraba trabajar, con la devoción silenciosa que suscitaba en él este hombre lleno de habilidades que una o dos veces al mes bajaba del monte a cumplir con sus obligaciones de familia. El padre se había peleado con Ángel por la mañana porque el niño se había negado a probar la emulsión de Scott que les había traído del pueblo. No sólo no había querido probarla sino que ante los esfuerzos del padre por hacérsela tragar Ángel había armado un berrinche que terminó por hacer que el frasco se rompiera contra el piso de la cocina. Después de recibir varias nalgadas había quedado lloroso y culpabilizado. Cuando, un rato después, intentó acercarse a su papá para que lo perdonara, éste lo rechazó suavemente con un ademán y sin decir palabra.
Serían las siete cuando ladró Crucero, ladró La Negra, ladró la perrita enclenque a la que llamaban Ladilla, y el padre —eso contó después la madre— salió por un costado de la casa, con recelo. Vio a un solo hombre, descalzo y muy humilde, parado a unos metros de la casa. Un hombre sólo y harapiento, con aire de indigencia. El mismo que mostró un papel en el aire y gritó que venía en nombre de Rogelio, el padrino de Ernesto, por la recomendación de don Abigail. Ángel volvía de la letrina por entre el jardincito precario cuando oyó el estruendo y vio un relámpago rompiendo por un instante la oscuridad y el cuerpo del padre, iluminado por el fogonazo, cayendo de bruces sobre el cascajo de la entrada. Ni un quejido, ni una maldición, ni un ruego. Sólo el maldito silencio, antes de que la madre saliera, gritando, y detrás su hermano, con los ojos desorbitados, atónito, sin comprender. Aquella vez Ernesto dio media vuelta, se devolvió a la casa, y volvió a salir con un vaso de agua en la mano. Qué idea más extraña: darle de beber a un hombre al que le acababan de volar la mitad de la cabeza.
Una media hora después de que los vecinos cargaran el cuerpo para acomodarlo —encima de la mesa del comedor primero, y después, ya limpio, sobre la cama matrimonial— Ángel sintió el olor de la torta en el horno y advirtió a la madre. Cuando la sacaron tenía la superficie dorada y crujiente, y él y su hermano se comieron, a la medianoche, cada uno una buena porción. Luego se quedó dormido sobre el sofá de la salita. Nunca supo quién lo pasó en brazos a su cama. A las cinco de la mañana, antes de salir al corredor porque un turbión de su estómago lo levantó abruptamente, vio a su madre sentada en una silla al lado de la cama matrimonial, con la cabeza reclinada, vencida por el sueño. Se veía hermosa, y plácida, a pesar de que velaba el cadáver de su padre, que parecía un muñeco de Año Viejo tirado bocarriba sobre el cubrelecho.
De su padre había heredado Ernesto la fealdad, la habilidad política y el sentido de la justicia. Era de piel clara y tenía la frente estrecha, el cuello romo, la nariz sin relieve: un joven bisonte como los que Ángel había visto pintados en el libro de lectura. Los ojos eran de un azul inesperado y tan plácido, que nadie habría podido adivinar que ocultaban una obstinación cerrera. Era la madre la que le había legado el empecinamiento, pero también el sentido de la disciplina y una bella voz. Ángel, en cambio, era idéntico a ella: tenía su misma complexión ósea, de huesos y muñecas finas, la piel achocolatada y el pelo abundante. También la sonrisa clara, los ojos mestizos y el gusto por las palabras. Ella, que alguna vez fue maestra, les había enseñado desde pequeños a pronunciar correctamente, y a buscar sinónimos a través de una de las secciones de Selecciones de Reader’s Digest. También les inculcó el gusto por la literatura en las muchas noches en que les leía los cuentos de una colección española que llegaba milagrosamente a las tiendas de Guacarí. Y quería que Ernesto fuera abogado y que Ángel estudiara Medicina.
Hasta los once años Ángel estuvo enamorado de su madre. De sus carcajadas, que le hacían echar para atrás la cabeza y agitar el pelo negrísimo. De sus manos que él anhelaba sin tocarlas. Mamá, madre, madrecita. Después de la muerte del padre vinieron los hostigamientos. Lo que querían —lo supo por lo que decían los adultos sin reparar que los niños lo oían todo— era la tierra. La madre había vendido, pues, la finca por cualquier cosa y se había ido con sus dos hijos para Bogotá. Al principio, apenas sí sobrevivían arrimados a su abuela y a sus dos tíos en las faldas de un barrio de gentes acosadas, impacientes, rabiosas. Que levantaban paredes con sus manos en los días de fiesta, y luego se emborrachaban para matar el cansancio. Que se rompían el cuero en trabajos que odiaban, y a menudo estallaban en una pelea callejera o le pegaban a una mujer hasta hacerla sangrar.
Fue en ese barrio donde Ángel supo cabalmente lo que era ser humillado, amedrentado y amenazado. Lo que es que te metan la cabeza entre la mierda, te den una patada en el culo, te obliguen a comer basura, te pidan que repitas una y otra vez soy una gallina, soy un mariquita, una güeva. Fue allí donde se alió definitivamente con Ernesto para aprender las leyes de la guerra, las mismas que los obligaban a batirse para defender un par de patines ordinarios o un carro de balineras; donde consiguió sus primeros amigos, los que luego se harían matones, o guerrilleros, o irían, como él, a la universidad; donde saltó una tapia y se robó una caja de herramientas que luego revendió en el centro por cualquier cosa. Y donde supo del polvo: del que se mete en la nariz, en las orejas, en los ojos, y termina entre el pelo, en la espalda, entre las cobijas y los zapatos, los mismos que había que quitarse cuando llovía, para que no se fueran a dañar porque no había con qué comprar otros. Y del otro, del polvo rojo para los piojos, que mezclado con vaselina les echaba su madre abriendo cadejo por cadejo la noche de los sábados, mientras les advertía de todas las formas que era veneno y que debían tener cuidado de que no tocara los labios.
Cuando Ernesto estuvo graduado en ardides y escamoteos se convirtió en su protector, porque, a pesar de su estatura, Ángel era frágil y cobarde. Pero él ya había hecho el aprendizaje del resentimiento: muy buen estudiante, decía su madre, pero qué hosco, qué agresivo, qué silencioso. No sabía que, en las tardes de mucha luz, su muchacho subía solo hasta la cumbre del morro, allá donde se abría un bosque y donde decían que había violadores que les cortaban la pinga a los muchachos amarrándoles hilo dental, y se sentaba de cara a la ciudad inmensa, devoradora, dejando salir unas lágrimas y maldiciendo la mala hora en que los sacaron del campo, donde él era un animal más sano y feliz.
Hay que estudiar para que salgan adelante, para que puedan salir de aquí, de esta miseria, cantaleteaba la madre, que aprendió modistería con una vecina, con la que hacían moldes en papel y luego blusas, faldas, que salían a vender a los comerciantes, patoniándose todo el centro antes de subir la cuesta cada tarde quejándose de cansancio, sudadas, a hacer inventario para empezar de nuevo al día siguiente. Los dos niños pasaban el día estudiando con la abuela que, aunque pequeña, cascorva, vieja de nacimiento, era fuerte como el rebenque que mantenía colgado en la cocina, y avara hasta la crueldad. La panela y el chocolate los mantenía entre la alacena, con llave, y al desayuno repartía ella misma las arepas, y contaba el resto, que era para la noche. Un día que Ángel se encontró en la puerta de la cocina una moneda, se acostó con ella debajo de la lengua para protegerla hasta el día siguiente. Pero como amaneció con fiebre y vómito, convencido de que era castigo divino por su ocultamiento, confesó todo y le entregó su tesoro a la abuela. Y los dos tíos. ¡Qué tíos! Mitad canallas, mitad maestros que experimentaban impunemente con los sobrinos. Su preferido había sido Fernán. Como trabajaba en un banco, tenía derecho a ir con su familia al Club de la Cooperativa. Pero no se le ocurría llevar a ninguno, ni a la abuela ni a los hermanos. ¿Le daría pena? Porque era un poco engreído, siempre bien afeitado y con la cabeza engominada. Pero a Ángel sí lo llevaba: quería que aprendiera karate. Le compró el uniforme, blanco, con su cinturón azul, y lo acompañó muchos sábados hasta el norte norte, una verdadera lejura. Le pagó la inscripción y le enseñó la ruta para que no tuviera problemas el día en que le tocara ir solo. Pero nunca lograron llegar temprano: salían cuando todavía estaba oscuro y tenían que coger primero un bus, que esperaban horas, y después una flota. Desde donde ésta los dejaba, caminaban por una carretera polvorienta casi veinte minutos, y cuando llegaban la clase ya iba por la mitad o se estaba acabando. El profesor lo fulminaba con la mirada. Seis, siete sábados, hasta que desistieron. Entonces Fernán, para no sucumbir a la frustración, se dedicó a enseñarle el arte que él desconocía. Para tal efecto, le compró un libro en un puesto de libros viejos: tenía dibujados en la portada, de un verde desvaído, dos luchadores con el pelo recogido. Por sus páginas, Ángel se enteró de que karate quiere decir el camino de la mano vacía, que maestro de dice sensei, alumno sempai, y que las técnicas de mano reciben nombres como oitsuki, giakutsuki, agetsuki. Dormía con aquel libro al pie de la cama. Los sábados en la mañana, en el traspatio, aullaban y rugían, y el maestro enseñaba al discípulo posturas imposibles, lances inverosímiles que sacaba de su imaginación entusiasta, que no se rendía ante el fracaso.
Lalo, en cambio, era un tirano. A la hora del desayuno les quitaba a él y a su hermano el pan o la arepa, y cada vez que Ángel pasaba por su lado le daba un coscorrón en la cabeza. También alguna vez le gritó perra a su madre y la zarandeó con tanta fuerza que ella cayó de espaldas cuando la soltó. Tanto odiaba Ángel a su tío, que comenzó a imaginar qué método sería mejor para matarlo. Soñaba con venenos en el café, acuchillamientos por la espalda, ahogo debajo de las almohadas. En estas divagaciones entretenía sus duermevelas, sintiéndose tan malo que estaba seguro de que, tarde o temprano, iría a templar a los infiernos.
¡Perra! ¡Perra su madre! Su hermosa madre que los defendía de la mano castigadora de la abuela y que les daba a escondidas unos centavos para que gastaran en la escuela. Su madre, con la que dormía en la misma cama —a Ernesto le tocaba en la parte de arriba del camarote— y cuyo calor bendito lo salvaba de tener pesadillas. ¡Perra! Esa palabra, que encerraba cosas terribles que él apenas alcanzaba a imaginar, vino a golpearlo después, con tanta fuerza, que lo dejó herido para siempre. Con Aníbal, el novio de su mamá, que tenía una motocicleta, fue Ángel a pasar un fin de semana a la casa de una comadre de su abuela en Paipa. A medianoche lo despertó un ardor punzante en la garganta y un pálpito insistente en las sienes; se levantó, un poco zombi, atontado por el sueño y la fiebre, bajó las escaleras del zarzo donde lo habían acomodado, y se dirigió, descalzo, al cuarto donde dormía la madre. Antes de tocar en la puerta cerrada, se detuvo, sin embargo, porque una intuición le dijo que esos jadeos, esos sonidos guturales, ahogados, esos quejidos espasmódicos, como de perro herido, que alcanzaba a oír desde el corredor, entrañaban un peligro que él debía eludir. De puntillas, sin embargo, se acercó a la ventana, y por el intersticio que dejaba la cortina vio lo que —pero esto sólo lo supo con claridad muchos años más tarde— jamás ha debido ver. Algo tan innatural y violento emergió de la semioscuridad, que Ángel quedó paralizado por el desconcierto, como tratando de hacer caber en su cerebro aquello que no conocía. Quizá era eso lo que había hecho que su tío llamara perra a su mamá, pensó, ya en su cuarto, anegado en llanto, sintiéndose culpable de no haberla salvado de lo que intuía perverso y dañino.
Al regreso a Bogotá, sentado en cuña entre el cuerpo sólido de Aníbal y el más blando de la madre, que exhalaba calor y olor a limpio, sus sensaciones fueron tormentosas. Aunque le gustaba el vértigo de la velocidad, el viento que alcanzaba a darle sobre la cara, anheló a cada instante que la motocicleta se saliera del camino y fuera a dar el abismo: así se liberaría de la rabia, de aquel intruso que maltrataba a su madre, de ésta, que era una perra, y de paso de sus tíos y de su barrio, donde tenía que portarse como un gallito, para que no lo aplastaran como una rata, como la rata que a veces sentía que era.
Pero pronto el motociclista fue reemplazado por un comerciante que invitó a la madre a cambiar su vida de perros. Y un día los dos niños se vieron en la Terminal de buses, dando vueltas alrededor de una mujer que empuñaba un pañuelo, que lo apretaba de manera violenta entre sus manos, pero que a pesar del gesto desencajado no derramaba una sola lágrima; una mujer que decía que volvería pronto por ellos, y que hacía recomendaciones a la abuela, que no los deje callejear mucho, que le compre el remedio para el asma de Ernesto, mientras Ángel se miraba los zapatos, mordiéndose los carrillos y apretando entre las manos el juguete que ella le había dado para consolarlo.
Lejos ya la madre, las manos de Ángel se convirtieron en puños poderosos. Qué bueno intentar un yoko gero kekomi o un agetsuki. Qué bueno darle a todo, a la pera, al saco de arena, al matón de nueve años que se creía muy berraco. Al que te decía marica. Al que te mentaba la madre. La madre, la que no volvía, la que mandaba cada mes una carta y un cheque: queridos Ángel y Ernesto, Caracas es una ciudad muy grande y muy bonita, con un cerro muy imponente a sus espaldas, que se llama El Ávila. Vivimos en Chapellín, un barrio lleno de gente. He querido ir por Navidad pero... La que los llamó cada semana a la casa de una vecina durante los dos primeros años y murió incinerada cuando regresaba a su tierra, cuando el bus rodó por un abismo cerca de Cúcuta. Muchos meses antes Ángel había empezado a darse en la jeta con todos, porque sí, porque no. Con los tíos, que le reventaban la boca a manotazos. Con los amigos, que le ponían negros los ojos. La abuela, desesperada, que lo maldecía diciéndole descastado, empezó a buscarle un internado para que no se volviera un matón, un asesino. Hasta que lo encontró, gracias al cura de una parroquia cercana: las granjas campesinas de los monfortianos.
—Para muchachos indomables, desadaptados, como usted —había dicho la abuela—. No, Ernesto se quedará conmigo. Y no me mire así, con esos ojos de odio. Que ahora que la suya murió, yo soy su mamá.

            2.

Es posible que Ángel no lo reconozca, pero lo más importante que le pasó en aquel internado de muchachos toscos fue ese primer beso: denso, apretado, violento. Los años no han borrado de su memoria la sensación de aquellos labios carnosos, de la lengua, a la vez espesa y ágil rompiendo la barrera de sus dientes, penetrando su boca con vibración de víbora. Ese recuerdo está en el centro de muchos días iguales y sin embargo intensos, donde por la mañana recibían clase en los salones de ventanas con vidrios biselados y paredes pintadas con cal, y en la tarde iban a los talleres, manejaban el torno, sembraban la huerta, ordeñaban, cuidaban los patos y cultivaban tilapias. Sus impulsos violentos, su rabia, parecían haberse trocado, en aquella escuela campesina, obra de una donación francesa, donde convivían muchachos de todos los rincones del país, en reconcentrado ensimismamiento. ¿Qué pudo ser lo que domó su espíritu altanero, su rebeldía? Quizá la naturaleza, que en aquel lugar era serena, melancólica. No había en ella nada de imponente o abrumador, nada que evocara a Dios o a los orígenes del universo, ni tampoco era un paisaje desmañado, desazonador, como hay tantos en los climas templados; las montañas que quedaban a espaldas del que en otros tiempos fuera monasterio y hoy apenas un edificio penumbroso con tendencia a la ruina, tenían formas suaves, y estaban revestidas de un verde uniforme, que en las tardes soleadas parecía rociado con polvo dorado. Por el otro lado se veía el valle, y en él el pueblo, al que los internos bajaban los sábados a ver cine. Hacia el norte, al lado del huerto, se encontraba el antiguo cementerio de curas, con sus cruces torcidas rodeadas de una maleza indomable, a pesar de los recurrentes cuidados del jardinero. A él daba la única ventana del dormitorio, junto a la cual estaba el catre de Ángel. Esa visión lo aterrorizó durante las primeras semanas, y lo hizo taparse con la colcha hasta la cabeza. Pero con el tiempo le tomó gusto a leer entre las tumbas, donde no se oía más que el zumbido de algún abejorro, y donde disfrutaba sin interferencias del clima, tan seco y benévolo como la mirada de los cuatro curas que cuidaban a los noventa estudiantes, a los que sólo se les tenía prohibido subir al dormitorio en las horas del día, no fuera a ser que cometieran pecados contra natura.
Pronto descubrió el placer de pulir la madera o de amasar el barro y las formas sencillas que salían de sus manos lo rescataban de los pensamientos acuosos en los que, si se descuidaba, podía hundirse. A veces, cuando manejaba el buril, recordaba a su padre. No con dolor, no, sino con una tristeza liviana, de ésas que parecen haberse quedado a vivir con uno para siempre. Pensar en él era como asomarse a un paisaje nocturno, donde unas cuantas luces lejanas se desdibujan rodeadas de niebla. Esas luces eran los cinco o seis recuerdos precisos a los que lo remitía siempre su memoria, que pugnaba por ir más allá antes de encontrarse, indefectiblemente, con un vacío que dolía como el hambre.
Sus compañeros apenas si le interesaban: tenía con ellos un trato elemental, que casi prescindía de las palabras. A los ojos de los maestros, que eran todos seglares, él era tan sólo un muchacho tímido, un poco hosco, un solitario empedernido que se sentaba siempre en la última fila, pero que cuando se animaba podía formular pensamientos complejos e ideas originales. Nadie habría podido saber que su color preferido era el marrón, que odiaba la avena, que su mayor temor era volverse loco, que garrapateaba versos en las últimas páginas de los cuadernos, que imitaba la letra de su madre, y que muchas veces, aquel jovencito aparentemente vulgar, anodino, sufría una especie de embriaguez de amor propio, de orgullo: se sentía distinto del resto, aunque no pudiera saber exactamente la razón. Quizá se debiera al dominio que había aprendido a tener sobre sus emociones, al silencio con que las amparaba de los demás, al hecho de no haberse plegado nunca a la confidencia y, por tanto, ser el único depositario de sus secretos.
El muchachito larguirucho que llegó el primer día con una colchoneta enrollada y una maleta ordinaria con un par de sábanas y dos mudas de ropa, pronto fue un adolescente de espaldas anchas y bíceps poderosos. No ignoró a medias, como casi todos los adolescentes, las transformaciones de su cuerpo, sino que las celebró con oculto narcisismo. Puesto que su espíritu era ante su conciencia apenas una masa nebulosa que por momentos se densificaba, el cuerpo, en su solidez y plenitud le otorgaba una sensación de unidad, de afianzamiento del yo. A menudo, al desvestirse, los ojos se detenían por unos segundos en la forma redonda y plana de sus pezones oscuros, en la tensión de su cintura, donde el ombligo mostraba una forma preciosista, en el vello oscuro de las piernas y en la firmeza de las pantorrillas, y aquellas constataciones lo reconfortaban. Él, que según los verdugos que lo habían confinado en aquel internado tenía el alma turbia, era también ese cuerpo joven, saludable, armonioso. Se hizo basquetbolista, gracias a su estatura, y descubrió para siempre la compañía del agua: en la piscina, helada y de superficie verdinegra, pasaba muchas de sus horas ociosas. Allí, braceando y batiendo secretamente sus propias marcas, Ángel ahogaba cada tarde su verdadero demonio: el de su madre, que de vez en cuando se le aparecía en sueños con los brazos extendidos y la mirada húmeda del momento en que se despidió. El día en que su tío les contó a él y a su hermano que había muerto en un accidente de carretera, y que ya no la verían porque repatriar el cadáver desde Venezuela era totalmente imposible, y viajar un sueño irrealizable, supo que no quería volver a pronunciar su nombre, ni a evocar aquel calor que sentía sobre su espalda cuando viajaba en moto con ella y con su amante. El entusiasmo de la espera, las muchas preguntas que se había hecho en los últimos días —¿vendría cargada de regalos, como había prometido? ¿Le daría un abrazo y un beso? ¿Se vería distinta?— se convirtieron en un rencor áspero, que iba a servirle de segunda piel.
Dos novedades vinieron a distraer sus días de internado: una, un cerdo al que bautizó Magnesio; otra, un estudiante recién llegado. El cerdo le fue asignado por uno de los curas cuando nació, con la advertencia de que quedaba totalmente bajo su responsabilidad. Era de un rosado casi obsceno, y ojos apacibles ribeteados de rojo. Con sus botas de caucho Ángel entraba todos los días a la marranera, le daba la lavaza al animal y lo bañaba a punta de manguera. Pronto estuvo seguro de que el animal lo reconocía. A veces el cerdo se tiraba al suelo gimiendo, y lo miraba con ojos de humano, como pidiendo una caricia. Ángel le rascaba el lomo, las orejas, y se despedía llamándolo por su nombre.
El estudiante nuevo tenía un aire mundano que no poseían sus compañeros, campesinos toscos como la madera que les daban a pulir. Todo en él era novedoso, sorpresivo: la piel muy blanca, con algunas pecas pálidas; el mentón suave, casi femenino; los ojos risueños, pequeñitos, del color de la aguadepanela, y el pelo ensortijado, de un rojo desvaído; los pantalones de lanilla, apretados en las nalgas, que hicieron que muchos aseguraran que era un marica; y el apellido, que se escribía de un modo y se pronunciaba de otro: Blair. Apenas a unas horas de haber llegado alguno de los internos le endilgó un apodo que llevaría para siempre: el Candelo. Días más tarde se enteraron de que había perdido a su madre al nacer, y a su padre —un irlandés que llegó a Colombia como técnico de un campo petrolero— en un accidente casero: hacía tres meses se había electrocutado sobre el techo de su casa mientras revisaba la disposición de una antena.
También él venía de Bogotá, pero había pasado la infancia en el Llano, y se regodeaba hablando de sus inmensidades, de sus ríos, de sus peces, que él conocía uno por uno con sus nombres: el cajaro, el mapuro, el yamú, la payara, el valentón. Aunque era sólo un año mayor que Ángel, su cuerpo daba una sensación de mayor solidez, como si dejara ya la adolescencia un tanto informe en la que todavía flotaban sus compañeros. A pesar de la blancura de su cara, el pecho y la espalda eran de un color más oscuro, y en los brazos tenía un vello dorado y fino que brillaba con la luz. Todo, sus piernas poderosas, la vena que le palpitaba en el cuello, la sangre que a menudo se le agolpaba en la cara, tenían en él una connotación sexual, pero de una manera natural, casi inocente. Una cierta indolencia de sus maneras le daba, además, un aire de superioridad, que hizo que todos se le acercaran entre fascinados y envidiosos. Todos, menos Ángel, que, abrumado por lo que emanaba de aquel ser extraordinario, fingió un decidido desdén.
Tal vez fue su gesto displicente el que hizo que en la rutina de Ángel, cerrada herméticamente a cualquier presencia cercana que no fuera el cerdo de ojos perturbadores, entrara el Candelo, sin saberse muy bien a qué hora ni a merced de qué estrategia. El caso es que algunas veces se los vio juntos en la marranera, o jugando partidas de parqués, o sentados al borde de la piscina como dos figuras hermanas y sin embargo contradictorias, el uno un Cástor pelirrojo, de caderas firmes y hombros varoniles, y el otro un Pólux oscuro, como labrado en madera, de pecho aún lampiño y de pies sólidos, estrechos. Los unía una complicidad silenciosa, en la que el Candelo tomaba las iniciativas y Ángel lo secundaba, con una decisión sin fisuras, una incondicionalidad que él jamás se había conocido con nadie.
Por aquellos días, un muchacho mayor que casi todos, de ojos pequeñitos y cabeza de mulo, sedujo a un pequeño grupo de internos, entre los que se contaban Ángel y el Candelo, con una serie de revelaciones trascendentales: con sonrisa maliciosa y avidez en los ojos los adolescentes le oyeron contar detalles escabrosos de sus encuentros con mujeres, descritos con tal precisión y entusiasmo, que nadie se atrevió a ponerlos en duda. Para ellos, cuyo contacto con el sexo opuesto se reducía a ver de lejos a las niñas de la escuela, aquellas crónicas fueron tan excitantes, que en pocos días sus sueños se llenaron de tetas inmensas y vulvas inverosímiles. Pero al lunes siguiente el Candelo hizo un aporte nuevo, sólo que con un sentido trascendente que tornaba las culpas en gozosa esperanza: el método para saber cuál era la mujer de sus vidas, aquella virgen con la que se casarían y que esperaba paciente en algún lugar del planeta, consistía en meterse la mano entre la bragueta, y, mientras hacían colectivamente lo que tantos practicaban en solitario, ir contando todas las estrellas posibles, en voz baja, hasta obtener la revelación. Durante casi una semana, cualquiera que hubiera mirado a lo alto de la colina en horas nocturnas habría podido ver un grupo de seres convulsos que, con los cuellos extendidos, invocaban, como coribantes, al dios de los deseos.
Pronto la personalidad imantada del nuevo alumno creó a su alrededor un círculo de muchachos agitados del que Ángel prefería escabullirse. Y, sin embargo, el Candelo a veces abandonaba su pequeño imperio de admiradores obsecuentes para tornar a su amigo, pasarle un brazo sobre los hombros e invitarlo un viernes en la tarde a que bajaran al pueblo a tomarse una Pony Malta, y a darse una vuelta por ahí hasta que se aburrieran. Y entonces, sucedió: él, que se había limitado a fantasear con los senos de las actrices de las películas mexicanas, de brazos y piernas suculentas, y con esa rubia amelcochada llamada Marisol, la que cantaba canciones a la luna, se sorprendió una noche a sí mismo soñando con unos labios pálidos y delgados, sin belleza especial, detrás de los cuales relucían unos dientes pequeños y parejos, de sobra conocidos. Ahuyentó aquella visión como cuando pequeño espantaba los malos pensamientos de los que luego debía confesarse, ruborizado hasta la raíz del pelo debajo de las cobijas. Pero desde entonces perdió el sosiego. Le dolía ver el cuerpo semidesnudo del Candelo, su pecho cubierto de pelos colorados, la espalda donde las vértebras se marcaban con leves sombras azules. Para aplacar su confusión empezó a escribir sus oscuridades, a convertirlas en metáforas, en músicas, en obscenidades descaradas, en oraciones paganas. Antes de que salieran a vacaciones, deslizó una de las páginas que había escrito, doblada en muchas partes, en la maleta de su amigo. Como un hombre que ha vengado con sangre una afrenta, se fue a su barrio, tembloroso y feliz. El tiempo ahora tenía sentido. También su soledad, su impaciencia, su espera.
Al regresar, el Candelo llegó cambiado. Se lo notaba distante, desdeñoso, de mal carácter. Se movía en el colegio en soledad olímpica, como el Minotauro por los corredores del Laberinto, sin hacer caso de sus aduladores y menos de Ángel, a quien ahora parecía ignorar totalmente. Empezó a rumorarse que un primo de su padre había venido a reclamarlo, y que muy pronto abandonaría el colegio para irse a Barranquilla. La desazón se apoderó del espíritu de Ángel. Rondaba al monstruo con cierta sensación de humillación, con rabia secreta, pero de lejos, sin que nadie percibiera que su amigo se le había convertido en una necesidad. Empezó a acercarse a otros internos, a tratar de no verlo en los períodos de descanso, a fingir indiferencia cuando se cruzaba con él en el dormitorio. Se dijo que en el único lugar donde sus afectos no sufrirían duras decepciones sería en el mundo de los animales. Se concentró en Magnesio, cuya mirada humana le hacía creer que lo escuchaba. Mientras le daba la lavaza matinal le pasaba la mano por el lomo rugoso y murmuraba palabras secretas en su oído. Oraciones ansiosas, rabiosas, tristes, como sus más íntimos pensamientos.
Paseaba un día por el patio, con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas como quien está enojado, a fin de que nadie se le acercara, cuando vio a lo lejos que el Candelo, sobre una mesa clavada en medio del pasto, echaba un pulso con un grandulón de cuarto. Un grupito de curiosos, no más de cinco, los miraba con caras serias, que sólo se relajaron, incrédulas, cuando un Candelo de labios apretados, con el rostro oscurecido por la sangre, dobló el brazo de su rival y sonrió, satisfecho de su poder. Uno a uno los demás fueron pasando al banquillo, a medírsele al campeón, y uno a uno fueron sufriendo la humillación de ver cómo los doblegaba sin mayor esfuerzo, casi con delicadeza. El grupo se había ido entusiasmando y cada vez que el conflicto se resolvía se oían exclamaciones de sorpresa, risas, burlas, que demostraban la creciente admiración por la acción del Candelo. Ángel miraba los hechos unos pasos atrás de éste, desde un lugar en que podía verlo pero no ser visto. O al menos eso creyó, hasta cuando la última víctima cedió a la potencia de su adversario y los internos se aprestaron a disolver el grupo. Porque en ese momento, como si tuviera poderes extrasensoriales, el Candelo giró su cuerpo y abrió sus brazos dirigiéndose a Ángel, en un ademán equivalente a ¿y usted qué espera?
Él, sorprendido, enrojeció hasta el punto en que su cara morena adquirió tintes violeta, y enseguida se encogió de hombros en un ademán de a mí no me interesa. Pero los chiflidos de los demás lo obligaron a sentarse en el banco y a apretar la mano del campeón. Apenas percibió entre los suyos los dedos tensos y la palma ligeramente húmeda del Candelo, Ángel sintió una palpitación en las sienes y un frío que subía por entre sus vértebras. Se dispuso, mientras los ojos de todos estaban clavados en él, a no dejarse vencer. Con la cabeza inclinada, la mandíbula endurecida y los ojos semicerrados, concentró la fuerza de su voluntad en su muñeca, en el músculo del antebrazo y en el apoyo del codo. La victoria se inclinaba ligeramente del lado del Candelo pero Ángel se encargaba, una y otra vez, de reestablecer el equilibrio. En ésas estaba, ante la mirada impaciente de los espectadores, cuando sus ojos se abrieron y se encontraron con que los de su rival lo miraban fijamente. Su cara, contraída antes en un rictus doloroso, se dulcificó con la sorpresa y reveló su asombro. Los ojos del uno quedaron enganchados en los del otro, por unos segundos, como olvidados del juego, del esfuerzo, de las expectativas de los demás. Cuando Ángel comprendió que su rostro acababa de develar, sin proponérselo, su secreto, se encargó rápidamente de cubrirlo con el velo de la impasibilidad. Con rabia, aumentó su esfuerzo, hasta que logró que el brazo del Candelo se doblara a la derecha y sus nudillos tocaron la madera. Mientras se levantaba sintió la mirada nublada, y en sus oídos un ruido impetuoso, como el de un aguacero nocturno atravesado de silbidos.
Dos días después, mientras hacía fila para tomar su bandeja en el comedor, Ángel sintió un repentino desasosiego, una molestia. Como obedeciendo a un instinto giró su cabeza hacia el comedor, donde los demás estudiantes se apiñaban ya en las mesas de cedro, y se encontró con la mirada del Candelo clavada en él con una deliberación que lo avergonzó y le produjo una repentina irritación. Para no mostrar que estaba amedrentado trató de sostenerla por unos minutos, y lo logró aunque palideciendo imperceptiblemente. En las semanas siguientes el juego se repitió en varias oportunidades, en una especie de duelo sostenido, de juego de poderes. Cuando Ángel se iba a la cama, se sumergía en un pequeño infierno lleno de tormentos que dilataba la llegada del sueño.
Era sábado, los requinternos habían bajado al pueblo a visitar una feria equina y Ángel, que se había quedado disimuladamente, salió a pasear por los alrededores del colegio, sintiéndose libre en medio de aquella soledad acogedora. Sólo se oían las voces de la cocinera y su hija que preparaban la comida del mediodía. Sintiendo en su cuerpo la calidez de la mañana perfecta, y una euforia que nacía de la visión de un cielo impecable, libre de nubes, se internó por un caminito que llevaba a los criaderos de peces, con la intención de ir todavía más allá, hasta la quebrada, donde podría estirarse lejos de los ojos de cualquier persona. Ya allí, se quitó la camisa y los zapatos, se despatarró de cara al cielo, y se dispuso a gozar de la suavidad de la hierba, del murmullo del agua, y del libre desplazamiento de los pensamientos, ágiles, incompletos, desdibujados por la somnolencia que pronto desató en su cabeza la molicie. Llevaba un rato dormido cuando un roce sobre los labios le hizo abrir los ojos, sobresaltado, seguro de que uno de los perros había venido a lamerlo. Lo que vio, en cambio, fue el brillo de unas pupilas que conocía de memoria. Entonces volvió a cerrarlos, estremecido, con el corazón palpitante, como fingiendo que todavía dormía, pero cuidándose de abrir lentamente la boca, para dejar entrar una lengua que se afilaba y se removía con una pasión que parecía no conocer la torpeza. Durante unos minutos respondió al beso, sintiendo que el corazón se le desbocaba y que su miembro se endurecía como en las noches en que contaban las estrellas. Pero una reacción inconsciente lo hizo liberarse abruptamente del abrazo, y echarse encima del Candelo, golpeando sus costillas con la mano apretada hasta sacarle el aire. Como el otro se defendiera, volvió a golpearle, esta vez en el rostro atónito, hasta que la ceja y los labios empezaron a sangrarle. Cuando el Candelo, derrotado, dejó de lanzar puños impotentes, Ángel se incorporó, le dio una patada sin fuerza en la barriga y, sin mirarlo, hizo un pequeño atado con su ropa y caminó sin saber muy bien hacia dónde. Detrás de la rabia iba naciendo algo semejante a la tristeza, mientras algo en su interior le revelaba en forma confusa que en su vida algo definitivo acababa de suceder.
Unas semanas después del incidente del beso, tal y como se rumoraba, un tío del Candelo vino a retirarlo del colegio. En los días anteriores Ángel lo había evadido: una mezcla de culpa, humillación y rabia lo perseguían. Su sexualidad, como sus sentimientos, había sufrido también cambios abruptos: renunció voluntariamente a aquellas inocentes masturbaciones que respondían a sus más confusos deseos, pero se incrementaron en su imaginación fantasías oscuras, de las que no podía desprenderse: en ellas el Candelo lo sometía a refinadas torturas, y el dolor y la sangre que imaginaba brotando de sus heridas le causaban un extravagante placer. Se volvió más irritable y hosco de lo habitual, y hasta se desentendió de Magnesio a pesar de sus ojos suplicantes y sus chillidos de condenado a muerte. Cuando se lo llevaron para venderlo no sólo ayudó a amarrarlo y a subirlo a la camioneta, sino que permaneció imperturbable mientras oía sus quejidos perderse en la lejanía.
No fue así el día en que se marchó el Candelo. Desde por la mañana, cuando se supo que había llegado el momento de la partida, Ángel se concentró en sus tareas con un ahínco poco habitual. A las cuatro, después de terminadas las clases, viendo que todavía no llegaban por su compañero, se refugió en el taller de talabartería y se dedicó a tejer un cinturón, a trabar las tiras de cuero con concentrada dedicación. Le gustaba ese lugar: el frío que salía de sus paredes de adobe, la naturaleza de la luz, que por alguna razón incomprensible se tornaba amarillenta allí adentro, y sobre todo, el olor al cuero, denso, chirriante, con algo de establo, de orina de caballo. Estaba allí, aparentemente olvidado de todo, cuando oyó el ruido del motor de un automóvil y enseguida una pequeña algarabía. Permaneció como si nada diez, quince minutos, como un monje concentrado en su breviario a la hora nona. Pero de repente, como obedeciendo a un mandato, se irguió y se dirigió a la pequeña ventana del costado norte: desde allá vio un Buick bicolor de un modelo muy antiguo parqueado al frente de la entrada principal del colegio, y al Candelo, que salía ya, arrastrando una tula de lona que parecía muy pesada. A su alrededor se congregaban los estudiantes, que contemplaban la escena con una curiosidad que nada tenía que ver con la simpleza de la misma. Al lado del Buick un hombre alto y desgarbado, lo esperaba con la puerta abierta. Los cuatro curas y hasta una de las criadas se habían sumado a la despedida. El Candelo le dio la mano a uno por uno de sus acompañantes, incluida la mujer, y subió al carro con una sonrisa rotunda. Ángel sintió un retortijón en el estómago. El supuesto tío, que no tenía ningún parecido físico con su sobrino, se despidió de todos con un gesto igualmente alegre, y el Buick inició la marcha, pasó por delante del taller y dio la vuelta meciéndose sobre el empedrado como un renqueante perro viejo. Adentro, el Candelo se veía extrañamente adulto, y su roja cabeza altiva se le antojó a Ángel semejante a la de un rey que acaba de bendecir a sus súbditos. Volvió a su lugar sintiendo una presión en las sienes y un temblor en la barbilla. Como una pálida libélula la sonrisa del Candelo vino volando y aleteó en el aire estancado del taller. Pensó que los hombres no lloran. Tomó una aguja de arria que estaba sobre la mesa y con determinación, con precisión de cirujano, se clavó la punta en la palma de la mano. Mientras miraba cómo surgía la sangre cómo comenzaba a correr por la muñeca y caía en pequeñísimas gotas al piso de cemento, se mordió el labio inferior, tratando de controlar el dolor. Enseguida se llevó la herida a la boca y chupó, con los ojos apretados, como bebiendo una pócima mágica.

            3.

La verdad es que lo aterraba la sangre. Por eso resultó extraña su elección profesional. Su afición a la lectura, que se incrementó en los últimos años de bachillerato, le había hecho creer en cierto momento que escogería la literatura como carrera, pero a la hora de la verdad optó por la Medicina. Su madre siempre había dicho que quería un médico en la familia, y tal vez esas palabras vinieron a hacer efecto en él en el momento definitivo. Quizá su escogencia pudiera explicarse, aunque por extensión, por su amor a los animales. No resistía verlos sufrir. Cierta vez, en el colegio, él y otros dos alumnos encontraron que un gato se había enredado en uno de los alambrados, desgarrándose el cuello de manera espantosa. Con un maullido que era casi un lamento humano, el animal daba vueltas con la cabeza semidesprendida, tambaleante y errático. Sin pensarlo dos veces Ángel lo tomó en sus brazos, corrió con él hasta el pozo y lo sumergió en sus aguas con pulso firme. Cinco, diez minutos de convulsiones, y el animal expiró. Los compañeros, aterrados, no ocultaron cierta repugnancia y desacuerdo moral. Con vehemencia, transfigurado y sudoroso, Ángel les explicó que ésa había sido la única alternativa: de otra manera su agonía habría sido de horas.
Su elección podría leerse, también, como la mezcla entre un gesto romántico y un acto práctico: por una parte, tenía la idea de que la Medicina era una forma de apostolado, urgente en sociedades atrasadas; por otra, pensaba que una persona como él, que tenía ambiciones que parecían rebasar sus posibilidades reales, debía apostarle a algo arduo y meritorio, menos sencillo que el estudio de la literatura.
Dos veces fue reprobado en el examen de admisión a la Universidad Nacional, antes de ser recibido, en un tercer intento. Para ese entonces ya no tenía claro si lo que lo motivaba a insistir era la vocación o el orgullo. Como no quería vivir con su abuela, por la sencilla razón de que no quería volver como un derrotado a aquel barrio de mierda y polvo, pagó con su hermano una pieza de inquilinato en la Concordia y se rebuscó el pan de cada día trabajando en sus horas libres en los oficios más disímiles. Habituado por las granjas a una vida austera pero cómoda, enfrentó la pobreza con una rabia apretada, que a veces descargaba en cualquier inocente. En las noches, sin embargo, frente a una pasta rematada por salsa de tomate o un plato de arroz con sardinas, como si las penurias tendieran lazos, descubrió a un hermano que había olvidado: un hombre lúcido y apasionado, de una serenidad apabullante, que asumió rápidamente el papel de padre y de maestro.
Para Ernesto, estudiante de sexto semestre de sociología, lo más apremiante era limpiar la sentina apestosa que habitamos, el mundo torcido por la ambición y la indiferencia de unos pocos. Pronto, pues, introdujo a Ángel en el mundo de las reuniones políticas, de los mítines, de las manifestaciones y las canicas que hacían resbalar las patas de los caballos del ejército cuando éste se tomaba la universidad. Actividades que no eran incompatibles con la parranda, a la que los dos dedicaban noches enteras, bailando sin parar al son de la música de Beny Moré, Bienvenido Granda, Daniel Santos y Celia Cruz. Pronto los que rodeaban a Ángel se percataron de que no probaba el aguardiente ni el horrible moscatel barato con el que se emborrachaban los estudiantes. La razón sólo la conocía él mismo: no iba a aceptar nada que lo pusiera en riesgo de intimidad delante de nadie. A las bromas que solían hacerle por su condición de abstemio, Ángel respondía con silencio y miradas intimidatorias: era evidente no estaba dispuesto a dar explicaciones sobre nada que no quisiera, y que sus decisiones personales estaban protegidas por un cerco de alambre de púas que espantaba a los entrometidos.
Su cuerpo atlético les gustaba a las mujeres, pero la virginidad la perdió apenas pasados los veintiuno, con una muchacha flaca con la cara llena de manchas que había terminado confesando entre sus brazos que estaba enamorada de otro. Fue un coito triste y lleno de dificultades, porque Lila, que así se llamaba aquella chica, se quejaba de dolor, de modo que el miembro magnífico de Ángel se debilitó abruptamente después de los primeros intentos y nunca recuperó del todo su reciedumbre.
Ángel hizo, más pronto de lo que su carácter permitía haber pronosticado, buenas migas con algunos compañeros, todos o casi todos afiebrados a la política y decididos militantes del movimiento estudiantil: con Alirio Rozo, un nariñense de voz aniñada, que tenía fama de tener la más certera puntería cuando se trataba de lanzar papas explosivas; con Francisco Huérfano, estudiante de música, que jamás se quitaba una gabardina gris que le daba un aire a Dick Tracy; con el largo Melendro, que llevaba ya siete años en la U. y se las ingeniaba para que no lo echaran a pesar de perder materias cada semestre; con Jorge Ruiz, al que le decían la Morsa, porque tenía una cabeza ancha y aplastada, los dientes salidos y un bigotito de lo más insulso. Y con Jairo González, el único de todos ellos que le inspiraba a Ángel respeto verdadero y profundo cariño; era cuatro años mayor, estudiaba literatura, tenía la cara desfigurada por el acné, hablaba con un leve seseo y como casi todos los estudiantes de provincia, se veía a gatas para sobrevivir.
Se conocieron siendo meseros en un restaurante cercano a la ciudad universitaria, un lugarcito estrecho y humoso manejado por una mujer de armas tomar llamada Mariela, que les pagaba decentemente y les daba almuerzo tres días a la semana. El día en que su hermano decidió irse a vivir con una compañera de estudio y Ángel se vio en aprietos para pagar el arriendo, Jairo no dudó en abrirle un espacio en la pieza que tenía arrendada por los lados del Antonio Nariño. Si cabe la cama, no hay problema —le dijo— sólo le advierto que no puede fumarme encima. Así, gracias a la intimidad que fue generando la cercanía, Ángel se enteró de que su amigo, una vez superada la infancia, afligida por los drásticos castigos y crueldades de su padre, un cabo de la policía, había huido a Manizales, a la casa de su padrino, un tío abuelo anarquista y devorador de libros que lo había mimado desde pequeño y lo había iniciado en la literatura. Durante años Jairo había evitado ver a su padre, pero no hacía mucho se había cruzado con él en una calle cualquiera y le había notificado que estaba estudiando literatura en la Nacional; él no dudó en mostrarle su disgusto: «todos los tirapiedra estudian esa vagabundería». Jairo se reía porque —aunque su padre no podía saberlo— él era, en efecto, no sólo un experto tirador de piedra sino un hábil constructor de bombas caseras; lo cual no quería decir que no fuera un buen estudiante, apreciado por sus compañeros y admirado y temido por los profesores, pues no sólo tenía un sentido común exacerbado que lo hacía ir rápidamente a lo fundamental y no perder tiempo en lo accesorio, sino que era un contradictor brillante, agudo y beligerante, que no tenía pelos en la lengua. A los maestros mediocres, ésos que, aperezados, nadaban desde siempre en una inercia improductiva, los ponía primero en evidencia y luego en riesgo, pues organizaba contra ellos denuncias, firma de cartas y huelgas del estudiantado.
Jairo manejaba un discurso apasionado y preciso, lleno de razonamientos impecables y tenía la extraordinaria virtud de no salirse jamás de casillas, y de hacerle sentir a su interlocutor que todo lo que decía tenía importancia. Era un tipo imaginativo, con un particular sentido del humor, y una sonrisa que dulcificaba la dureza de su cara llena de cicatrices. Su mirada era brillante e incisiva, como la de los locos o los santos. Creía con toda convicción, con una obstinación que a menudo lo llevaba a la dureza, en la necesidad de una revolución violenta, y por ella estaba dispuesta a luchar hasta la muerte Su personalidad producía a la vez encantamiento y deseo de subordinación.
Se defendía con un único par de zapatos, dos pantalones, tres camisas, y más de un centenar de libros, la mitad de ellos heredados del padrino muerto o robados en las grandes librerías. Su lucidez, la combinación improbable que en él se daba de ímpetu romántico y sentido práctico, y el odio decidido por el statu quo, lo convirtieron, cuando empezaron las revueltas estudiantiles del 71, en uno de sus líderes naturales.
Su personalidad deslumbró a Ángel casi hasta la ceguera: oía hablar a Jairo con alelado placer, subyugado no sólo por su inteligencia sino por su personalidad, donde convivían sin conflicto la suavidad y la firmeza. Pronto los unieron las largas discusiones sobre política, pero también el gusto por la música y, de cuando en cuando, silenciosas partidas de ajedrez. Los separaban, en cambio, los gustos literarios y cinematográficos. Ángel, que ya escribía cuentos por ese entonces, se atrevió a mostrárselos a su amigo, pero sus juicios fueron tan sinceros como recalcitrantes: el manejo literario de la sexualidad, el regodeo en ciertas emociones y la proclividad experimental que encontró en sus textos le parecieron francamente decadentes. Jairo, cuyos autores preferidos eran los rusos y los franceses del siglo XIX —la gran novela burguesa que mostraba, precisamente, las máculas de la burguesía— sostenía que el género había entrado en abierta decadencia desde que a Proust le dio por pasar toda experiencia por el tamiz de la subjetividad. Así que, después de dos o tres conversaciones, Ángel, que en casi todos los terrenos se rendía frente a las argumentaciones de Jairo, comprendió que sus ideas literarias eran muy disímiles, que aquel ejercicio no tenía mucho sentido y que debía confinar su ejercicio de escritura a algo clandestino. Tan clandestino como las actividades que empezaban a desarrollar en aquel octubre: consignas escritas de madrugada en las paredes de los edificios públicos, construcción de bombas caseras, y un robo de exámenes para sabotear la terminación del semestre universitario.
Fue entonces cuando Ángel descubrió, en forma simultánea, que las acciones riesgosas le ocasionaban un placer extraño, casi físico, y que era un cobarde. Estar en medio de la contienda, lanzar la piedra o algo más contundente, sentirse amenazado, correr, le hacía pasar vibrantes corrientazos por la espalda, experimentar una alocada alegría, un terror dichoso, como cuando era niño y el perseguidor se acercaba sigiloso a su escondite. Pero a la hora de la verdad, cuando alguien caía herido o se requería en forma urgente de su solidaridad, él tendía a escabullirse, a evadir responsabilidades. Esta conciencia de su pusilanimidad lo avergonzaba, y, paradójicamente, lo empujaba de nuevo al campo de acción. Porque además necesitaba probarse, y probarles a sus compañeros, que era un valiente, un arrojado, un convencido. Después de participar en cuatro asonadas, y de haber lanzado algunas papas explosivas a los policías que se apostaban en la carrera treinta, graduado ya en territorio de alto riesgo, Ángel encontró más fácil adherir al argumento de Jairo —según el cual la violencia está del todo justificada cuando la estolidez de los sistemas convierten en impotente a la razón— que a la beligerancia pacifista de Ernesto, que había dado un giro ideológico y se empeñaba en que todo terrorismo era contrarrevolucionario e inútilmente provocador.
Y allá van, viernes, dos de la madrugada, Jairo, la Morsa y Ángel, por las calles oscuras de la zona industrial. Ángel con una gripa devastadora, ardido en fiebre, con un principio de sudor frío y dolor en las articulaciones. Pero dispuesto a demostrarle a Jairo que no está a la altura de sus expectativas. Porque esto, eso sí lo sabe, ya no es lo mismo que tirar papas explosivas en las manifestaciones. Tose, ahogando los estertores entre una bufanda de lana. Caminan tres, cuatro cuadras, al lado de las tapias oscuras, mal iluminadas, de las fábricas, por calles enteramente solitarias. Cuidado con eso, mucho cuidado. Hay que ponerlo en la parte de atrás, dice otra vez Jairo, en la de los talleres, para que el daño sea sustancial. Luego ya saben, hacia las Américas. Ángel en la esquina, echando pistero. La Morsa del otro lado, cuidándole la espalda a Jairo. No hay que afanarse, esto es pan comido, este barrio parece más bien un cementerio. Sí, es ésa, la de la otra esquina, la de la garita azul. ¿Garita? Está vacía, es de puro adorno. No hay que temer, hermanito, dice Jairo, apretando el hombro de Ángel, que ha entrado en un mutismo repentino mientras siente que la frente y las axilas empiezan a sudarle. Okay, llegando a la esquina nos separamos como si nada, cada cual a lo suyo, Ángel por arriba y usted, Morsa, por abajo, hacia la avenida, caminando siempre. Está diciendo esto cuando ven aparecer la camioneta por el lado norte, a toda velocidad y haciendo un ruido pavoroso, las luces encendidas en plenas, y en segundos las llantas frenando en seco, el grito de la Morsa, hijueputa, las puertas traseras abriéndose, y un par de tipos encapuchados que se les van encima, el uno directo a la Morsa y el otro a Ángel, que está ya agarrado del saco cuando ve que Jairo, en vez de salir huyendo, le da un empujón al jayán que le ha echado mano mientras grita «corra, hermanito», de modo que se zafa y corre, como alma que lleva el diablo, sin mirar hacia atrás; toma primero a la izquierda y después a la derecha, donde las luces de los faroles de la avenida se ven como una amenaza, y dobla otra vez a la derecha, escala el muro del lote baldío y brinca, sintiendo que las ratas corren asustadas. Tirita, tiembla, siente que le falta el aire. Para no toser muerde la bufanda, respira profundo una, otra vez. Allá afuera está pasando la camioneta, frena en seco, echa reverso. Espera de cuclillas, recostado contra el muro, con los ojos cerrados. Maldice su suerte, y al hijodeputa que los sapió, porque, no hay dudas, tuvo que haber un informante, un soplón. Una llovizna menuda empieza a caer mientras algo brinca sobre su zapato, le picotea el talón.
Quieto, quieto, quietecito. Media hora, una hora, dos horas. No sea que aparezcan las ratas y te baleen. Pero si no te mueves te comerán las otras ratas, como a la niñita aquella del Juan Rey a la que la mamá dejó encerrada y las ratas le comieron la nariz y los dedos de manos y pies. Siente las piernas entumecidas, escalofrío. Se reacomoda, con dificultad. Oye de nuevo un motor que se acerca. Una vez, otra vez, como en un sueño. Y algo que brinca contra su espalda. Cierra los ojos. Ve el cadáver de la niñita con la cara desfigurada. Piensa en la Morsa, en su hermano Ernesto. Ve a Jairo con la cara rota, sin nariz y sin ojos. A la Morsa con los dedos de los pies machacados, con las manos aplastadas, sin uñas, sangrantes. Ve la cara enorme de una rata, de una rata que sonríe. Él conoce aquella cara. La ha visto tan de cerca que conoce cada uno de sus poros. Y su extraña sonrisa, tan perversa. La lluvia cae sobre su pelo, su cara, empapa su bufanda de lana. Siente la humedad del muro contra su frente, siente que su cabeza se despedaza. Y luces, muchas luces, que parecieran venir de adentro, de sus sienes rotas; o tal vez de afuera, antes de que todo se haga oscuro.
Entonces sueña que camina por una ciudad brumosa, solitaria, por largas avenidas que se iluminan lentamente con la luz de un amanecer del color pardo de las ratas. Es un camino eterno, lleno de baches y encrucijadas. Se ve a sí mismo, alto y enjuto, bamboleándose como un borracho sobre un puente. Mira sus manos y ve que están heridas, llenas de hematomas y rasguños. Allá arriba, sobre los postes de la luz, acechan los gallinazos. Se acuclilla, observa la punta de sus zapatos, que le apuntan a la frente, como si fueran a dispararle. Otra vez se levanta, asustado, y todo es difícil, pesado, sin esperanza. Hasta que ve la puerta metálica, el perro en la puerta, el pequeño balcón inútil en la pared de ladrillo. Y se desploma. Y el sueño se abre a otro sueño: allí están los ojos de Ernesto muy abiertos, una mano que le pasa una toalla sobre la frente, que le seca el sudor del pecho. Ya parece que la fiebre está vencida, oye. Hermanito, hermanito. Pensé que se moría.
Dos días después, todavía con temblores en las piernas, con ataques de tos incesantes, se arriesga a ir a las comisarías, a pesar de las advertencias de Ernesto. Están casi seguros de que los tipos que se llevaron a Jairo y la Morsa son policías, y de que lo más probable es que sus amigos estén en la guandoca. Más vale... Pero, si es así ¿cómo es que no han llamado? Todo preso tiene derecho a hacer dos llamadas. Hay que andar con cuidado, aconseja su hermano, más experimentado, porque los tipos pueden estar alerta. Yo de usted, esperaría. Si en dos días más no han aparecido organizamos una marcha en la Universidad.
Pero Ángel es empecinado. Empieza su correría el domingo en la tarde, cuando es muy posible que anden con la guardia baja. Pero no están reportados ni en la comisaría de la veintiuno, ni en la de la primero de Mayo, ni en la de la vía a Usme, ni en la de la ochenta, y ya son las ocho de la noche; en las puertas de entrada se apiñan los parientes que indagan por los presos, cargando cobijas, termos, medias de lana. Hablar con el agente de turno lleva tiempo, hacerse oír entre la algarabía general. No, no hay ningún Jairo González en la lista. Ni tampoco un Jorge Ruiz. ¿Ya averiguó en la de la treinta y dos? Pero tampoco allí aparece el registro, y la noche avanza, desoladora. Ya ha agotado todas las opciones; así se lo comenta al celador de gorro de lana que se pasea por la cuadra con una escopeta en la espalda y un pito colgando del cuello. Cada noche el viejo oye todo tipo de historias. Por eso, con voz neutra, le da su consejo: queda la morgue ¿La morgue? ¿Cómo se le ocurre que la morgue? Ángel sufre un súbito ataque de rabia, que no encuentra en dónde depositarse, que sale de su cuerpo y regresa convertido en impotencia. ¿Por qué putas iban a estar en la morgue? Ya ha perdido a su padre y a su madre, piensa: tendría que ser muy salado para perder a su único amigo. El viejo lo serena, y se ve que no es la primera vez que hace esto con alguien: simplemente habría que descartarlo, dice. Así estarían todos más tranquilos.
«Esta noche ha estado movida», oye Ángel que dice el funcionario que está detrás del mostrador al guarda de turno. En la entrada otra vez abundaban las caras ansiosas, los ojos llorosos de las mujeres. Ángel describe a Jairo y a Jorge y el hombre toma unos pocos apuntes. Confronta sus datos con las fichas. «Así como los describe, no hay nadie». Ángel respira aliviado. «Pero si quiere cerciorarse, siga». Y ahí está ahora, adentro, acompañado de un empleado que lo lleva de cadáver en cadáver, descubriendo delicadamente sus rostros, mientras Ángel siente que el frío lo pone a temblar, le descompone las tripas y genera palpitaciones en su cabeza. Ocho, ocho ene-enes despatarrados en las mesas de cemento, muertos en las últimas setenta y dos horas. ¿Y los de allá, los de los refrigeradores? «Cuatro más. Muertos de hace más de una semana, ésos ya no le interesan, ¿no?». Pero Ángel quiere verlos todos, siempre que sean varones: una por una sus caras lívidas y secas, de ojos torcidos. Qué caras inesperadas produce la muerte. Pero él es médico y sus tripas deben ser de acero. No. Ninguno es, por fortuna. «El del siete es un viejo», dice el auxiliar, y Ángel respira. Pero aún falta el ocho. El corazón le da brincos. «El ocho si es un hombre joven. Veinticuatro, veinticinco» El auxiliar destapa el cadáver, tomando la sábana con dos dedos. Ángel sufre un estremecimiento, mueve la cabeza, negando, al borde de la náusea. Le han pegado un tiro en un pómulo y otro en la frente, la cabeza está bastante desfigurada, uno de los ojos se ha apagado mientras el otro permanece entreabierto. En la cabeza rapada se alcanza a ver una sombra rojiza. ¿Es él? Ángel mira el torso desnudo, moreno claro, de un hombre muy joven y atlético. Algo en ese cuerpo lo remite a algo que permanece intacto en la memoria. Pero el rostro está tan hinchado, tan amoratado, que parece confundirse. Sin embargo el pelo, los labios delgados, el mentón... ¿Es o no es el Candelo? Siente, ahora sí, ganas de vomitar. «¿Es su amigo?», dice el auxiliar al ver su palidez. Ángel niega con la cabeza antes de llevar su brazo derecho al estómago y hacer un gesto con la mano izquierda, que su guía comprende de inmediato; le señala una puerta entreabierta y él corre, sintiendo el sabor amargo de la marejada que sube. Se acuclilla, con los ojos nublados, y por unos minutos no sabe más.
Cuando llega a la avenida ve a los dos hombres y sabe que están esperándolo. Se agacha, finge amarrarse un zapato y echa a correr en zig-zag por la mitad de la calle. Pero entonces aparece un jeep negro del otro lado y oye el grito del hombre que acompaña al chofer: quieto, hijueputa, o lo tostamos. Por el rabillo del ojo ve el brillo del arma y se tira al suelo. Los dos hombres se abalanzan sobre él, lo esposan, lo arrastran hasta el carro, lo hacen acostar en el piso y le ponen los pies encima.
Al principio, Ángel forcejea, en silencio. Pero una vez el carro arranca, lo invade una serenidad repentina, como la de los enfermos que van al quirófano. Cierra los ojos. Allá, detrás de la oscuridad, el ojo neblinoso del Candelo empieza a contarle una historia.

            4.

¿Cuánto lleva allí, tiritando, con esa molestia oprimente de la vejiga llena y estos horribles retortijones, sin que nadie atienda a los golpes que da en la puerta, cuyo visillo enrejado ha sido sellado por fuera con una lámina metálica? Bajo la luz desolada de este bombillo insomne, que por lo visto nadie va a apagar ni por un instante, Ángel siente un cansancio de plomo, que nace de cada vértebra pateada, de cada músculo adolorido y cada moretón en la piel. Cansancio y aceptación. Tal vez esta última sólo sea una forma de protegerse del miedo, pues sabe que no puede abandonarse a la sensación de claustrofobia que le produce este cuartito asfixiante, de no más de dos por dos metros, en cuyas paredes de un verde sucio las personas que han estado encerradas antes que él han pintado toda clase de obscenidades y signos ininteligibles. Ni dejarse llevar por el terror de saber que afuera están sus enemigos, los mismos a los que él ha lanzado tantas veces insultos y pedradas, aunque, viéndolo bien, ha sido un alivio descubrir que lo llevaban a la sexta con treinta, a la comisaría donde había estado apenas unas horas antes y no a la bodega de su imaginación, donde unos sicarios pagados por algún malparido industrial iban a acabar con él a golpes o con un tiro de gracia.
Otra vez se ha sentado en el poyo de piedra, se ha enrollado en el rincón para protegerse del frío, pero las nalgas se le están congelado haciendo más apremiante la meada que ha estado conteniendo hace ya más de hora y media, y más atroz la desazón de sus tripas, que él ha convertido mentalmente en un gran nudo, de miedo a exponerse a más patadas y puños, pero presintiendo que en algún momento tendrá al menos que abrirse la bragueta y dejar que corra el chorro caliente, que indefectiblemente se colará por debajo de la puerta, delatándolo. Por el olor reconcentrado que allí reina sabe que otros ya debieron hacerlo allí mismo. Es tanta la concentración que le exigen sus esfínteres que se ha olvidado del hambre, del vacío que en su barriga produce ruidos y punzadas cada tanto. Calcula que lleva allí ya al menos ocho horas, en las que sólo le han dado una gaseosa y un plato de arroz con lentejas; el reloj se lo quitaron en la entrada, donde nadie ha querido decirle qué cargos le imputaban, y sólo le anunciaron que permanecerá en el calabozo hasta el momento de la indagatoria, sin comunicación ninguna. Esto debió ser lo que les sucedió a Jairo y a la Morsa, piensa, quizá alguno de ellos estuvo en ese mismo espacio donde él ahora especula sobre cuáles serán los cargos, de qué lo sindican, consolándose con la idea de que no deben tener pruebas de nada, porque de qué van a tener pruebas si él corrió sin que le alcanzaran a ver la cara, y puede negar todo, de principio a fin. Los otros pobres güevones sí nada que hacer, llevaban en las manos el cuerpo del delito. Pero, ¿quién podía saber que él era el otro, el tercero, máxime cuando la elección de la gente siempre la hace Jairo al final, a última hora, no vaya a ser que alguien sapee, o que se filtren los datos frustrando todo?
Da una patada en la puerta, grita haciendo más grave su voz. Afuera, al final del corredor, se oyen voces, puertas que se abren y se cierran, el rumor de un radio encendido. Golpea con el puño cerrado, dos, tres veces. Gime como un animal acorralado, sin pudor, sintiendo que su vejiga está cada vez más hinchada y a punto de romperse, como las de las reses que inflaba y colgaba de una vara allá en el campo para jugar con su hermano. Y que su paciencia también se hincha, su ira, su desesperación. Un par de botas se acercan pisando duro, y una mano descorre el visillo metálico dejando ver la cara ensombrecida de un policía de ojos rojos que protesta por el ruido, qué es la bulla, no ve que es tardísimo, gran hijueputa, o es que cree que esto es un hotel y que puede estar pidiendo todo lo que se le ocurre. Ángel cree que va a gritar, a insultar, pero su voz se alza suplicante, es una urgencia, señor agente, entienda, llevo más de una hora tratando de que me oigan. Agradezca que dio conmigo, dice el agente, mientras le indica una puerta metálica pintada de gris, y le ordena que no se demore, que después él va a ser el que chupe el pato. Ángel enciende la luz, se para frente al orinal amarillento con las piernas abiertas, abre su bragueta y deja que el chorro corra con ímpetu, mientras cierra los ojos sintiendo un estremecimiento en todo el cuerpo y un alivio indecible, unas ganas tremendas de que todo lo demás sea como aquello, fluido, liberador, placentero.
Jamás ha hablado con nadie de lo que vino después: la jaula en que lo transportaron al juzgado, el interrogatorio, la llamada diligencia de descargos, dónde nació, dónde estudió, qué apodos tiene, qué cicatrices, y la pregunta aquella, reiterada, sabe usted por qué está aquí, a la que él contestaba con una negativa sorda, moviendo apenas los labios, no, no sé, una y otra vez, no tengo idea. Finalmente el abogado firmón le hizo saber que se lo acusaba de haber causado lesiones con una papa explosiva a una niña de seis años que pasaba con su padre en un automóvil por una de las calles aledañas a la universidad. La cara quemada. Si lograban probarlo, serían varios, muchos años de cárcel. ¿Él? ¿A una niña? No tenía la menor noción de que eso hubiera sucedido: jamás lanzaría un petardo contra un civil, de eso estaba seguro. Ángel supo entonces que todo aquello era una trampa, urdida para que expiara la culpa de haber escapado de la persecución de aquella noche. ¡No iba a burlarlos, no señor! Lo entendió cuando el primer domingo de visita aparecieron Ernesto, Jairo y la Morsa, y éstos le mostraron las cicatrices de los brazos y las piernas —pequeños orificios oscuros hechos con la punta encendida de un cigarrillo— y los moretones, la clavícula rota de Jairo, la oreja desgarrada de la Morsa. No habían sido más de dos días de encierro, contaron, en una pieza de una casucha en las afueras de la ciudad —oyeron ruidos que así se lo hicieron saber— pero sí mucho el miedo, la zozobra, los insultos, el maltrato. Eran civiles, o al menos eso parecía. Pero conectados con la policía, de eso no había duda. Ángel no pudo evitar pensar si no sería que sus amigos lo habían delatado azuzados por el temor de que los mataran, pero guardó aquella duda mortal en el mismo lugar recóndito donde dormían, sofocados, sus rencores más remotos, porque ahora sus miedos necesitaban de compañía solidaria.
También a ese albañal de olvido consciente confinó hasta donde pudo la memoria de los dos meses posteriores, del hacinamiento, de los oprobios y las humillaciones, de los segundos eternos de noches vigilantes, llenas de sobresaltos, en que su cabeza trastornada producía los sueños más tortuosos mientras reposaba sobre sus tenis, no fuera a ser que se los robaran como ya habían hecho con su chompa y su reloj en la comisaría. Y la humillación que dejó en él su primera noche en la cárcel, rodeado de las mismas ratas de las que huyera unos días antes, y que dejaron en él las cicatrices que ahora llevaba en el cuerpo, en la conciencia, la mancha asquerosa que ningún agua podría borrar.
El tiempo distendido del penal, que comenzaba a ser más real a las cuatro de la mañana, con el conteo rutinario, encontró algún sentido en la biblioteca, que se abría apenas unas horas a la semana, que él aprovechaba ávidamente, leyendo lo que podía, novelones del siglo XIX, historias de vaqueros, la Biblia, la colección de revistas Life y Selecciones, que lo llevaron a recordar a su madre. Y en los días de visita, en los que venían siempre Ernesto y Jairo, y nadie más porque él dio instrucciones a su hermano de que no le contara a nadie y menos a aquellos tíos suyos a los que de todos modos casi nunca veía. Fueron las marchas que Jairo organizó en la Universidad, las presiones de los estudiantes sobre las directivas, el acopio de pruebas que hizo el abogado incipiente que él y su hermano se consiguieron y pagaron de su bolsillo, lo que lo restituyó en un plazo bastante más corto del previsto al mundo de los hombres libres.
Volver al mundo de afuera, fue como montarse en un tren en marcha cuyo destino se hubiera extraviado. ¿Qué tanto le interesaba la militancia? ¿Qué tanto lo apasionaba la política? ¿Qué tan dispuesto estaba a tomar riesgos que dejaran huellas como las que ya llevaba? Para él, como para tantos, la vida empezaba a ser un río turbio de cuyos raudales, simplemente, había que salir indemne. Remar, remar, eso es lo que había que hacer. Terminar la carrera, que mal que bien orientaba sus días, sobrevivir con algún trabajo, y apartarse, por ahora, de la militancia política estudiantil. Darle paso, pensó, al cobarde que dormía en él y que no se atrevía nunca a dar el último paso.
—Mejor dicho, aburguesarse, plegarse, renunciar —sentenció Jairo en la semipenumbra del cuarto, con un tono neutro, que aspiraba a disimular el reproche. Unos minutos antes la Morsa y él le habían anunciado que, definitivamente, en una semana entrarían a la clandestinidad y lo habían invitado a unírseles.
—Es posible —respondió Ángel— que yo sea, que siempre haya sido, sin remedio, un pobre pequeño burgués.
Lo dijo con rabia, con amarga ironía, no porque reconociera un insulto en las palabras de Jairo, sino porque en el fondo habría querido tener los cojones de irse con ellos; y porque, además, le dolía que lo dejaran solo, y a sabiendas de que dentro de su cuerpo flotaba, ya hacía mucho, una materia gaseosa, informe, sin fuerza de realizaciones.
Sintió, mientras sus ojos trataban de tragarse las lágrimas, la mano de Jairo sobre sus hombros, su voz que lo consolaba con vigor de padre. No querían presionarlo, decía, todo tiene su momento y lugar.
Le pasaron la botella de aguardiente. Y Ángel, que odiaba aquel sabor, cerró los ojos y tomó un trago grande, que le quemó la garganta, y luego otro, y otro más, con la esperanza infantil de que, al menos por un rato, pudiera sumergirse en un mar menos áspero que el de sus tristes incertidumbres.






III. Ángeles y dragones



            1.

            LA luz del atardecer que entra por la ventana llena la cocina de una luminosidad arrebolada. Las dos mujeres están sentadas, con sus vasos a medio llenar, frente a la mesa de pino. Ambas son hermosas, pero su belleza es de naturaleza distinta. Franca es alta, muy blanca, con algo de muchacho en su cuerpo atlético, de piernas largas y caderas estrechas. Genoveva es menuda, de muñecas y tobillos muy finos; las faldas anchas que suele usar y su pelo rizado extreman su feminidad, la hacen parecer frágil. Hoy están, las dos, en traje de batalla: franelas, pantalones de algodón, tenis. Acaban de realizar la mudanza, y ya han puesto en su sitio lo que trajo Franca en un pequeño camión alquilado: una cama, un sofá, dos sillas, tres mesas, muchos libros, muchos discos, uno que otro cuadro, el caballete y algunos trastos de cocina. Muchas de esas cosas las sacó subrepticiamente de su antigua casa, otras las compró, y unas pocas fueron donaciones de su hermana y de Genoveva.
A Franca siempre le ha extrañado que haya tanta afinidad y entendimiento entre dos personas que se parecen tan poco, aunque la verdad es que ella siempre ha tenido la capacidad de acercarse a gentes diversas: mujeres mayores, adolescentes, incluso niños. Genoveva es romántica con toda deliberación y conciencia: toda otra forma de concebir el mundo le parece vulgar y pedestre. Ama la poesía y siempre lleva un libro de poemas en su cartera y un marcador amarillo para subrayar los versos que más la conmueven. Ese gusto por los versos hermosos y las frases sentenciosas lo plasma, con espíritu adolescente, en papelitos que pega con alfileres en corchos que cuelgan de las paredes de su cuarto, de su cocina, de su sitio de trabajo. Así como Buda cultivaba la quietud, ella cultiva ciertas formas de lo cursi, logrando convertirlas en parte de su encanto personal. Sí: ama a Trakl, a Rilke, a Celan, pero no lee más de una novela al año y jamás el periódico. Sin embargo, tiene el extraño poder de estar informada de las cosas más curiosas: cuál es el eslogan publicitario de mayor recordación, cómo es eso de la neurona espejo, cuáles son las costumbres sexuales de los pingüinos, cuántos latinoamericanos murieron en la guerra de Vietnam.
Además de llevar en su cartera un libro de poemas, Genoveva carga una bolsa de vinilo con dos lápices de labios, un tubito de dentífrico, un sobre de aspirinas y otro de pastillas para los cólicos menstruales, dos curas, un frasquito con agua oxigenada y otro de valeriana, unas tijeras, hilo dental, y una piedra de río que hace las veces de amuleto. Fuma incansablemente, de modo que por donde pasa va dejando un rastro de ceniceros a medio llenar. Sólo come cuando se acuerda, pero en estas ocasiones lo hace opíparamente. No tiene ni un centímetro de grasa y sí una energía inconcebible si se consideran sus costumbres. Porque lo extraño es que esta soñadora, que va llegando a los treinta y seis años, no sólo tiene la capacidad de ver la realidad en la forma más descarnada, sino también un desconcertante sentido práctico, que la ha convertido, con los días, en el soporte vital de Franca. Es capaz de cambiar un enchufe y de arreglar la lavadora cuando se daña, pero también ha hecho considerable dinero con su pequeña empresa de diseño arquitectónico. Su sueño es comprar una casa en Río, con vista al mar, pero no para irse a vivir en ella sino para sentir que existe una alternativa para huir de esta ciudad neblinosa cuando le dé la gana. Tiene un apartamento en uno de los mejores sitios de la ciudad, y sin embargo adentro sólo hay lo necesario para sobrevivir, pues durante los nueve años que hace que lo habita siempre ha tenido la sensación de estar en tránsito hacia otra parte. ¿Hacia dónde? No tiene la menor idea. La única verdad es que mientras imagina paraísos se le ha ido pasando la vida como a todos, sin darse cuenta.
—Mírame bien —le dice a Franca. ¿Qué notas?
Franca la mira frunciendo un poquito el ceño.
—Nada.
—Estoy llena de arrugas.
Franca se ríe.
—¿Tú sabes qué pasa? Que eso de que uno envejece paulatinamente es una mentira. Un día uno se levanta, se mira en el espejo, y ve que le pasó una década por encima. Estas arrugas (Genoveva pone un dedo en cada extremo de sus ojos) son de ayer. Los treinta y cinco, antenoche se posesionaron de mí. Y el hombre de la vida...
—Sin aparecer...
Les gusta repetir las mismas, eternas reflexiones. Pero como tienen perfecta conciencia de la levedad de sus comentarios suelen acudir a la autoparodia. Se mofan de sus incapacidades, sus frustraciones, sus cobardías. De las inconsistencias de la una y de la inestabilidad de la otra. Y es que Genoveva, desde que tuvo a los veintidós años un perturbador amorío con un hombre casado, no resiste una relación que dure más de seis meses. Se aburre, se desenamora, y de la manera más hábil y elegante se deshace de la víctima de turno. Al último, un periodista y escritor en ciernes, se dedicó a buscarle la beca para Barcelona que él añoraba sin hacer nada más que añorarla. Ahora el hombre le escribe unas cartas agradecidísimas desde su semisótano en el barrio gótico.
En cambio, por sus amigos sería capaz hacer cualquier cosa.
—No es ninguna virtud, no te creas —le dice a Franca—. Pura necesidad de que me quieran.
Es igualmente solidaria con la madre, una mujer excéntrica que está un poco chiflada desde hace unos años. La historia se la ha contado a Franca al menos tres veces, y cada vez que lo hace las dos mueven la cabeza, incrédulas, a punto de echarse a reír: del abuelo, un intelectual acomodado, heredó la madre una casa antigua con una enorme biblioteca, una biblioteca desmesurada que invadió durante años los espacios más insólitos —el garaje, el sótano, la buhardilla— y una pequeña finca en las afueras. La madre optó por vender la finca, pues el campo no fue nunca una de sus aficiones. El comprador, un ganadero más bien ordinario, pagó una pequeña parte de la deuda en billetes de cien dólares, contantes y sonantes. La madre, con la oscura sospecha de que era plata proveniente del narcotráfico, o como mínimo de lavado de dinero, decidió esconderlos, y encontró que el mejor lugar sería entre los libros de la biblioteca de su padre. Así lo hizo, según parece, sin que nadie la viera —la madre es altamente desconfiada— un día en que sin duda tenía media botella de jerez entre pecho y espalda, pues ésa suele ser su dosis después del mediodía. Meses después, cuando quiso ir a buscarlos, se encontró con que su memoria no le respondía. ¿En cuál de esos cuatro mil volúmenes había camuflado, con la ayuda de una escalera, esa cantidad nada despreciable de dinero? ¿Cuánto era?, le ha preguntado Genoveva muchas veces, pero la madre contesta siempre con una cifra distinta. Sólo sabe que era mucho dinero. En un solo sobre. Entonces será fácil detectarlo, dice Genoveva, y toma ella misma la escalera para alcanzar los anaqueles más altos y explorar cada uno de los libros. Pero no sólo no ha podido encontrar nada sino que sufre porque la madre ha entrado en un estado de obsesión y de paranoia: la primera víctima fue la criada de muchos años, que compartió con ella el momento angustioso en que no supo recordar cuál era el escondite. Días después de hacerla partícipe de su angustia, ya no quiso salir más de la casa, temerosa de que la sirvienta dedicara las horas de su ausencia a hacer ella su propia pesquisa. «No voy a permitir que Araminta los encuentre y aproveche para robárselos», le decía a Genoveva, que no podía ocultar su indignación; luego optó por despedirla. Pero una vez lo hizo, entró en un estado crónico de culpa, agravada por la obsesión de encontrar el dinero y por las terribles dudas que enseguida la acompañaron: ¿y si tal vez no hubiera metido el sobre en un libro? Pues viéndolo bien era demasiado abultado y se haría muy evidente. ¿Quizá lo habría escondido entre las joyas de su madre, o en el cuarto de chécheres, en uno de los cajones de la máquina de coser? Era frecuente entonces que la madre se despertara sobresaltada a cualquier hora de la noche, como impelida por una revelación instantánea, que la hacía dirigirse a tientas hasta un rincón cualquiera, y meter la mano al fondo de un jarrón, o en un tarro lleno de hilos, sólo para constatar su fracaso y renovar su impotencia. Poseída por esa sola idea, puesto todo su empecinamiento en la búsqueda, la madre bebía ahora con menos mesura, y se veía acabada, distraída, un poco zombi.
—¿Sabes por qué a mi mamá le ha pasado eso?, dice Genoveva. Porque siempre fue una maniática de las cosas. Poseer, ésa fue siempre su pasión. Cuadros, tapetes, precolombinos, antigüedades, vajillas... Tal vez por eso yo no pongo nada en las paredes de mi apartamento. Y te aconsejo lo mismo, ahora que te has separado. Olvídate de los objetos, libérate de ellos... verás que te vas a mover en la vida con mucha más soltura, con más comodidad.
Franca la oye, prestándole por primera vez atención al consejo que su amiga le ha dado tantas veces. No poseer. Eso le suena a filosofía zen, o tal vez a cristianismo original, a San Francisco de Asís. De esos temas ella no sabe nada. Pero le suena, le suena... ¿Ha sido ella una mujer dada a poseer? Piensa en su madre. Una mujer sensata, inteligente, una buena compañera de su padre, pero una persona bastante convencional, dueña de una casa enorme, donde siempre hubo dos criadas y, en los últimos tiempos, un chofer. Un lugar profuso, lleno de cuadros, de lámparas, de alfombras, de bellos objetos ornamentales, de muebles antiguos, de libros. Cada vez que regresaban de un viaje, sus padres traían algo valioso: un caballo de jade de la India, iconos de Rusia, cerámica de Portugal. Para que lo nuevo tuviera un lugar apropiado había que desalojar lo ya existente: quitar un ángel tallado en madera, una caja china, un toro de piedra traído de Perú. En el desván las cosas desechadas iban a dormir, entre sus perfectos empaques, un sueño de años. Y allí seguían, porque después de la muerte de su madre, ni ella ni su hermana habían tenido el valor de revisar ese montón de cosas. ¿Quién les daría uso algún día? ¿Le interesarían en un futuro a su hijo? Todas ellas tenían un origen, una historia, un valor. Pero por ahora eran apenas un peso muerto.
También su padre era coleccionista, pero de libros. Literatura, derecho, historia. Una enorme sección de biografías. No habría leído ni la mitad, y no por falta de ganas, sino porque le quedaba muy poco tiempo. Ahora su padre tenía sesenta y cinco años. Ni aunque leyera a diario ocho horas podría agotar la biblioteca que había hecho día a día, invirtiendo en ella dinero, entusiasmo, fervor. ¡De cuántas cosas se habría perdido! ¡Cuántos libros extraordinarios se quedarían esperándolo! ¡Y cuántos habrían envejecido ya definitivamente entre los estantes! Dos veces al mes una criada, con un trapo en la mano, quita meticulosamente el polvo de los lomos, del borde de las páginas. Pero el polvo vuelve a caer sobre ellos. ¿No son hasta cierto punto los objetos prolongación del alma de sus propietarios?, aduce. La pluma de un escritor, su pipa, su pastillero, son exhibidos a menudo como elementos que testimonian sus caprichos, sus formas de vida. ¿Entonces?
—Pura superchería, puro fetichismo. Todo eso de lo que nos rodeamos es falso consuelo que trata de mitigar la soledad.
Franca no sabe bien qué opinar. Le gusta la teoría, pero no la práctica. Recuerda las frases de Lear: «Nuestros más viles mendigos son en alguna pobrísima cosa superfluos. No concedáis a la naturaleza más de lo que ella exige, y la vida del hombre será de tan bajo valor como la de las bestias». La aprendió de memoria cuando representó a Cordelia en una obra universitaria.
—Pero ni creas que voy a deshacerme de mi dragón... —dice.
Se refiere a un dragón alado de madera elaborado en Tailandia, de unos sesenta centímetros de alto, pintado de diversos colores, con las fauces abiertas. Han ensayado a ponerlo en distintos lugares y finalmente se han decidido por un rincón dentro de la biblioteca. Ese dragón, piensa Franca, ya hace que sienta suyo ese apartamento, todavía tan vacío, tan de otro. Queda en el quinto piso de un edificio en La Macarena, que resulta suficientemente barato para una persona que no sabe de qué dinero dispondrá. Aunque un poco deteriorado, no está mal con su cocina que da a los cerros y su sala desde la que se divisa la ciudad. Y sus dos habitaciones, en una de las cuales dormirá Mateo cuando venga a vivir con ella. Porque, por ahora, Lorenzo lo ha retenido en su casa aduciendo que Franca está pasando por un momento de desequilibrio emocional y no está en condiciones ni económicas ni síquicas de mantenerlo.
Con él, dice, el niño tendrá más cuidados, más seguridad. Y quizá sea verdad. En el apartamento de Lorenzo se ha quedado Rosana, la criada, que le tiene mucho afecto. A Mateo, no a Franca, a quién ha empezado a mirar con ojos acusadores. Porque, ¿qué es una mamá que abandona a un hijo y a un marido que le da todo? ¡Una perra! Lo mismo que piensa Lorenzo. Una perra, que pronto se llenará de amantes, empezará a loquear y se olvidará de Mateo.
—¿Por qué serán los hombres así?
De eso hablan estas dos mujeres en la cocina, mientras toman a sorbitos sus vasos de limonada. Franca ha empezado, sin querer, a recordar. A hilar una cosa con otra: ¿te acuerdas, Genoveva, de la vez del vaso de agua? Sí, sí recuerda y sin embargo Franca ha empezado a contarlo otra vez. Ella había hecho el favor de pasear en su carro a un antiguo profesor suyo de los tiempos de Nueva York, un argentino que había pasado dos días por Bogotá: Monserrate, el Museo del Oro, la Candelaria. Todo lo consabido. Un buen tipo, sin mucho sentido del humor, al que le gustaba hablar de cine. Al día siguiente, antes de ir al aeropuerto, le llevó a Franca, como agradecimiento, un ramo de rosas. Ella lo dispuso en un florero y lo colocó en un lugar visible. Como Lorenzo se demoraba, se fue a dormir. La despertó el golpe del agua sobre la cara.
—Haz debido irte en ese momento —dice Genoveva, apretando los puños y los labios, como si quisiera golpear a un contendor invisible.
Pero Franca no le presta atención porque está ocupada recordando: los gritos de Lorenzo, el desconcierto, la cama empapada, su intento de explicarle que esas flores eran un mero acto de cordialidad.
—Yo lo mato —dice Genoveva.
Y el día del clóset. Los golpes en las sienes con los nudillos. Y la noche en que no la dejó entrar al cuarto. Y aquella otra en que la dejó plantada en la calle a las dos de la mañana. Franca acciona como quien cuenta una película, sus palabras se hacen vertiginosas, vivaces. Ha empezado a temblar. Hace un corto silencio, se lleva las manos a la cara, se tapa con ellas la nariz y la boca: está llorando. Genoveva le acaricia el brazo, le pasa la mano por el pelo, no dice nada. Se ha hecho oscuro en la cocina, y ninguna de las dos se levanta a encender la luz.
—Vamos afuera, a un cine, a dar una vuelta ¿Quieres bañarte primero?
Franca asiente con la cabeza. Genoveva se hace a su lado, le pone el brazo sobre los hombros.
—Yo te escojo la ropa mientras te bañas ¿Te parece? A ver si coincidimos.
Franca sonríe, entre lágrimas.
Se paran, llevan los vasos al lavaplatos, salen a la sala.
—Qué bonito quedó ese dragón ahí, dice Genoveva. Ya verás que hará de ángel custodio.

            2.

Franca no tiene claro que es más fácil saber qué es la libertad cuando no la tenemos. Pero en su nueva vida ya siente su aleteo, que se manifiesta en muchas cosas minúsculas: estirarse en la cama cuanto quiere, poner la música a todo volumen, agotar el agua caliente, disfrutar de su nueva condición de alumna en la universidad, quedarse con sus amigos del taller hasta la hora que le dé la gana. Pero, sobre todo, ser libre es no sentir miedo de Lorenzo. Dos veces ha tenido que verlo, y no han sido propiamente cómodas. Ha habido recriminaciones, palabras destempladas. En la noche a veces suena el teléfono y nadie habla. Está segura de que es su marido, a quien además vio una noche estacionado por más de una hora frente a su casa sin moverse del timón. ¿Cuánto tiempo necesitará para que la deje en paz?
Para celebrar esa libertad, para hacerla evidente, hoy, tres semanas después de pasarse a su nuevo apartamento, Franca ha decidido hacer una fiesta. Hace tres horas que llegaron los últimos invitados y la pequeña salita está repleta de humo. Franca hace aspavientos con las manos, como para espantarlo, sintiendo un cosquilleo en la nuca, un ablandamiento del cuerpo. Ay, esto es muy parecido a la felicidad, piensa, hundiendo un dedo en su mejilla, como para comprobar el adormecimiento en la piel. O tal vez para probarse que es ella, Franca la libre, Franca la emancipada, Franca la que ha sabido desafiar los ruegos y las amenazas de Lorenzo. Sólo está encendida una pequeña lámpara en el rincón, de modo que la oscuridad disimula un tanto la precariedad de los muebles: el sofacito viejo, las dos sillas, tiesas como un par de tías en visita, muchos cojines y una mesa donde han puesto la hielera de Genoveva, el ron, el vino, algo de whisky, vasos y vasitos de cartón, una grabadora donde ahora suena Guajiro guarachero en la voz de Celina González. Dos parejas bailan en la mitad de la sala, concentradas totalmente en la música. Genoveva habla con Juan Diego, los dos sentados en el suelo, fumando. En la cocina hay ruidos, alguien abre la nevera, algo se rompe. Pero Franca no piensa hacer las veces de anfitriona porque está definitivamente borracha. ¿Quién lo creyera? Ella, que pasaba toda la noche con un único whisky en la mano, que tenía que velar por las borracheras de Lorenzo, que odiaba, en general, a los borrachos, está ahora atravesando de lado a lado el saloncito, quitando abruptamente la música, ya no más Celina, muchachos, me cansé. Pone a sonar Bonito y sabroso en la voz de Beny Moré entre leves protestas de los bailarines, que se demoran unos minutos en reaccionar y en adaptar los cuerpos al nuevo ritmo.
En un rincón, solo, sentado en un puf, con un vaso en la mano y un cigarrillo en la otra, está Luis Patricio con su cara de desdén sempiterno, mirando a todos y a nadie. De todos los que están en esta sala, siete u ocho personas conocidas y dos desconocidas, es el único que pone nerviosa a Franca. De él le atraen varias cosas: que es ligeramente mayor que los demás —tal vez esté ya llegando a los cuarenta—, que jamás se emborracha, aunque toma más trago del que tomó Noé, que su humor es filoso, intimidante casi, y que su mirada combina muy bien una cierta actitud inquisidora con una mal disimulada admiración por ella. ¿Por ella? Franca piensa, con un poquito de rabia, que en realidad lo que lo seduce es su cuerpo. Y que no está tan claro qué tanto aprecia su inteligencia. Por esa razón, en vez de tratar de demostrarle que algo de seso sí tiene, suele estar muy silenciosa o muy provocadora cuando está en su compañía.
Como todos los inseguros, Franca depende de la mirada de los demás. En medio del reblandecimiento eufórico de sus sentidos, siente que la de Luis Patricio la acabaría de constituir, de darle existencia. Pero esta noche parece especialmente desinteresado por ella. Ha bailado con Marcela, con Genoveva, con Mónica, y a Franca apenas si la ha volteado a mirar. Por eso ella va directamente hasta la esquina opuesta y le tiende la mano a Manolo, un tipo muy joven, de veintiséis o veintisiete años, sano y poderoso como un minotauro. Franca, que lo conoce poco, no tiene una noción precisa del tamaño de su cerebro. Pero le gusta su cuerpo. Para lo que ahora lo necesita no hay, en verdad, necesidad de muchas palabras: le cuelga los brazos alrededor del cuello, apoya la frente en su mejilla, e introduce ligeramente la pierna derecha entre las suyas. Pero qué bonito y sabroso —canta Beny Moré— bailan el mambo las mexicanas, mientras Manolo obedece de inmediato al gesto seductor de Franca y la aprieta por la cintura hasta hacer que vientres y torsos se junten. Los dos cuerpos rotan en perfecto concierto, como movidos por la maquinaria de una caja de música. Franca siente la respiración del macho en la oreja, la aspereza de la piel donde la barba se insinúa como una sombra, el olor a axila, a cigarrillo, a Paco Rabane, la dureza de los músculos del tórax contra su pecho, y se abandona a la sensación placentera de tener a un hombre hermoso tan cerca de sí. Pero cuidándose de que cada vez que pasa al lado de Luis Patricio sus miradas se crucen, y no de modo desaprensivo: los ojos de Franca buscan su blanco con frialdad provocadora. Baila una, dos, tres piezas, antes de caminar un poco mareada hacia su habitación, entrar al baño y encontrarse con una Franca desconocida que la mira del otro lado del espejo, con las mejillas ardiendo, los ojos brillantes, los labios secos.
¿Qué hacer ahora, Franca? Porque la verdad es que te gusta blandir tu capote, hacer tus esguinces, esgrimir todas tus armas seductoras, pero te daría un miedo infinito llevarte a Luis Patricio a la cama, desnudarte delante de sus ojos inquisidores. Pero, ¿y si lo hicieras? ¿Qué harías al día, a la semana siguiente? ¿Huir? ¿Volver a crear lazos, ahora que eres una mujer que no le tiene que dar cuenta a nadie de nada? ¿O mostrarte como una mujer de experiencia, poner carita de esto lo hago con muchos?
¿Quién es ésa que te mira? En tus bonitos ojos que con la luz parecen de cuarzo, nadie podría ver el rescoldo turbio que ha dejado el miedo de muchos años. Sólo asoma osadía y deseo de ser feliz.
Aprieta la crema dental sobre el índice, la unta en sus dientes superiores, se enjuaga, se lava las manos con jabón, se echa colirio en los ojos y brillo en los labios y sale de nuevo, tratando de caminar como si estuviera sobria. En ese momento suena el teléfono. Va hasta la mesita de noche y contesta mientras mira el reloj: la una y diez. Seguro que buscan a alguno de los invitados. Aló, aló. Silencio. Aló. Entonces oye el clic del otro lado. Ah, ya sabes quién es, maldita sea. Está sucediendo desde hace una semana. A las once, a la una, a las seis de la mañana. Sólo para perturbarte, Franca, o para vigilarte, tal vez. Pero no vas a dejar que el hijueputa te altere, te dañe el rato: ensaya ahora, que vuelves a la sala, a poner una carita indiferente, serena, de mujer autosuficiente.
Luis Patricio, que ha ido a servirse otro trago, apenas la ve se queda inmóvil junto a la mesa, como si no supiera muy bien qué hacer. Detenida en el dintel que separa la sala de las alcobas, Franca no se decide: podría acercársele, coquetearle un rato, bailar con él el resto de la noche. O volver al lado de Manolo, que está sentado sobre los cojines con cuatro personas más. Y esto es lo que hace, casi contra su voluntad, dejándose llevar por la intuición y el orgullo; abre un espacio a su lado y se sienta allí en posición de loto, sintiendo cómo los codos y las rodillas se rozan. Alguien le pasa un pucho de marihuana. Franca vacila. No ha fumado más que una vez en su vida, cuando estaba en primer año de universidad, y le fue como a los perros en misa. ¡Qué vomitona! Todavía se acuerda de aquel oso: ella en tremenda maluquera mientras los demás no podían parar de reírse. Pero llegó la hora de aventurarse, Franca, ahora que te desembarazaste del tiranuelo que te oprimió, te vapuleó, te humilló. Y además no es del caso estar haciendo aquí confesiones innecesarias. Una chupada y ya, con toda naturalidad, ahora que Luis Patricio también se ha acomodado en el suelo, pero al lado de Juan Diego y Genoveva, otra vez sin hacer caso de ti, y que la mano de Manolo te hace cosquillas en la nuca, y un escalofrío maravilloso te baja por la columna vertebral, como cuando alguien que ha llegado sigilosamente nos mira por detrás y sentimos su presencia con un estremecimiento nervioso. Otra chupada, sí. ¿Qué puede pasarte? Sólo que tu deseo se avive, como acaba de suceder, que vuelvas a bailar con Manolo, que sientas su erección debajo del bluyín como una invitación que no puedes, que no quieres despreciar, que te dejes llevar de su mano hasta el pequeño cuarto desde cuya ventana se ve una red de luces que te hacen pensar en una cabellera gigante, y que te dejes desvestir lentamente, como esas muñecas tuyas de la infancia, ésas que al moverlas de adelante hacia atrás decían ma...ma, con una voz delgaducha, con una especie de gemido de gato.
Pero, ¿por qué todo tan lentamente, Franca? ¿Por qué tan... len...tamente? ¿Qué es lo que empieza a asustarte? ¿Por qué la respiración se te ha agitado de manera que sientes que te falta el aire, que el corazón resuena como un tambor sobre una tumba, tum tum tum tum? Lo puedes oír con las sienes, con las mejillas, en la mitad del vientre, mientras el cuerpo de Manolo —qué bonito cuerpo, qué muslos más firmes— se te escapa de las manos, va y viene como en un sueño, como en una pesadilla.
Franca, la libre, Franca, la emancipada, ha quedado repentinamente convertida en un ser de ficción. Ha sido reemplazada por una muchacha flacucha, con una conciencia vidriosa de su pecho plano y sus piernas lechosas, que no se siente para nada deseable, y que le pide a Manolo que se detenga, porque se siente muy mal, muy mal, tanto que cree que se está muriendo. Antes de decidirse a pedirle que llame a Genoveva, se pregunta de nuevo qué le pasa, respirando hondo, mientras ve a su madre, ya difunta, que le ordena con la cabeza ladeada contrólate, Franca, contrólate, como en los peores tiempos de su adolescencia, cuando tenía miedo de los aviones y apenas se sentaba en su asiento sentía ganas de salir corriendo, de vomitar, de pegarles a las azafatas. Cuando Manolo sale del cuarto, ya vestido, la voz de Moré cantando Santa Isabel de las Lajas entra como un turbión desde la sala, mientras ella, hecha un ovillo sobre la cama, con la piel erizada y las náuseas produciéndole espasmos que difícilmente logra dominar, se imagina que todos la están mirando.
—Debió ser la mezcla —le dice Genoveva al día siguiente—. Te dio un ataque de pánico.
—La mezcla, sí —le contesta ella—, pero sobre todo lo que salió a flote fue la puritana que tengo adentro. La culposa, la miedosa que sentía que todo estaba mal, que Manolo era un desconocido, y que el que de verdad deseaba estaba afuera sin mosquearse.
Están en la sala, recostadas sobre los cojines, los ojos semicerrados disfrutando y rechazando a la vez la luz movediza del mediodía. Genoveva ha recogido el reguero de la fiesta, y ha embutido todo entre el lavaplatos. Apenas sí se ven unos cuantos ceniceros repletos de colillas.
—Fue horrible, horrible —dice Franca, exhalando aire entre los dientes, como si el médico la estuviera auscultando.
—Siquiera que yo estaba todavía aquí.
—¿Luis Patricio se dio cuenta de todo?
—Sólo oyó que Manolo dijo que estabas mal.
—¡Qué oso! Todavía me duele la cabeza.
Franca cierra los ojos, se abandona a la delicia del sol sobre su cara.
—¿Sabes quién llamó esta mañana, mientras estabas dormida? —dice Genoveva.
—¿Quién?
—Lorenzo.
Franca recuerda la llamada telefónica de la madrugada.
—Espero que hayas dicho que me enterraron anoche —dice.
Y la palabra anoche es como una burbuja que se revienta dentro de sus tripas.

            3.

El taller de pintura va de dos a cinco, los miércoles. Franca ha estado pintando calles donde los charcos de agua y aceite reflejan la luz de las cinco de la tarde. Pero el resultado no ha sido bueno. Ella lo sabe, más allá de los juicios de su maestro, que le critica la dureza de la pincelada que le da a lo representado un aire falso.
—Saque la imagen de ese realismo empobrecedor —le dice— y llévela al borde de la abstracción. Sumérjase mentalmente en el color y olvídese de cualquier modelo.
Pero hoy Franca no sólo no está inspirada sino que se siente definitivamente aburrida. Piensa en que no pasará a ver a Mateo. Va a visitarlo un día sí un día no, y aunque la relación con el niño parece buena, ella no deja de preocuparse: ¿será suficiente para una criatura de tres años ver a su mamá seis o siete horas a la semana? Sabe por su cuñada que Lorenzo está llegando muy tarde, que por fin le dieron el programa de entrevistas, que está bebiendo mucho y que no se resigna a que Franca haya huido así de su vida. Que se debate entre la ira y la desesperación y que no está dispuesto a darle el divorcio. Además, se resiste a dejarle el niño en los fines de semana, aduciendo que sabe en qué pasos anda Franca. Y la verdad es que a ella no le ha importado mucho: por ahora lo que quiere es aire, mucho aire. Éste, es verdad, no siempre es el más puro y saludable. Porque a menudo está inundado de humo y rociado con buenas dosis de alcohol. ¡Qué delicia llegar a su apartamento cuando ya está clareando, en medio del canto de los primeros pájaros, y dormir hasta mediodía! Porque Franca le tiene miedo a la oscuridad. Y más que a ésta, a la soledad de las noches; llegar, encender la luz, hacerse algo de comida: qué difícil, qué aburrido. Abrir un libro, ver el noticiero, y luego una película y otra más hasta quedarse dormida. Se duerme mejor después de un vodka, pero mucho mejor cuando se ha bailado mucho, se ha sudado mucho, se ha bebido suficiente como para que la cama no nos parezca tan sola. Todavía no ha metido a nadie en ella, aunque sabe que tarde o temprano lo hará. ¿A Luis Patricio? Éste la ronda, como un gallinazo a la carroña, pero no baja a picotearla. A menudo Genoveva y ella terminan en su taller, donde son las mejores juergas. Van a los bares del centro, de Chapinero, bailan, se meten su porrito, pero nada de nada: vuelven vírgenes y puras a sus lechos bien tendidos.
Esta noche no hay plan a la vista, y Franca se aburre de antemano. Y el tedio unido a la frustración que han generado sus charcos la pone ansiosa. Cuando va camino de su carro recuerda que debe pasar por la secretaría a reclamar un papel. Son las cinco y diez, tal vez ya no haya atención, pero no pierde nada con intentarlo. Pasa por las aulas del primer piso, donde todavía hay clases; o tal vez sean las de las maestrías que empiezan a esta hora. Entonces ve, a través del cristal de una ventana, una cara que le resulta conocida. Duda un momento, se detiene, y desde un sitio donde nadie podría verla confirma que esa voz y esa figura de atleta es la del hombre que la recogió aquella noche en su carro. ¡Qué curioso! Allí, a unos cuantos metros de donde ella recibe a diario sus clases, enseña este personaje misterioso, que ella no acabó nunca de ubicar totalmente. Porque en el mundo de Franca todo, hasta ahora, tiene ubicación: más alto, más bajo, in, out, interesante, bobo, útil, inútil. Hace un esfuerzo por recordar su nombre, y le viene, como de milagro, colgado de la frase que le dijo Genoveva en días pasados, refiriéndose al dragón: será tu ángel custodio. Ángel. ¿Ángel qué? Ni idea.
Ya han cerrado la oficina. Volverá otro día. Hoy, por lo visto, nada fluye: no ha sido, precisamente, un buen día. Cansada, frustrada, sólo quiere darse un baño, relajarse, hacerse una sopa. Mañana irá a visitar a Mateo. Verá con él la televisión, le contará un cuento, le pondrá la pijama y lo acompañará a comer. En su mochila lleva un transformer que le compró, haciendo un esfuerzo, es verdad, porque sus finanzas no están nada bien. Ésa es, por ahora, su mayor dificultad: Lorenzo ha accedido a pagarle el arriendo y a pasarle una plata para la alimentación a principios de cada mes. Qué humillación. Una mantenida, eso es lo que es. Sí, en los últimos dos años también lo fue, es verdad, pero no de manera tan evidente. Y es que su marido está convencido de que ella volverá a su lado: sé que te aburrirás con la vida que estás llevando, le dice, que lo tuyo es una pataleta, que en el fondo me quieres.
No, no lo quiere, pero a veces le hace falta. Sí, tal vez sea una aberración —le ha explicado a Genoveva— pero así es. En ciertas noches frías echa de menos su cuerpo entre la cama; y a menudo anhela su sentido del humor, ciertos mimos que la hacían sentirse querida, la seguridad con que Lorenzo sabe enfrentar ciertos problemas prácticos. Estas nostalgias la avergüenzan: es consciente de que lo que añora es la comodidad, la mansa costumbre.
Cuando llega a su apartamento, ve a Lorenzo, precisamente, aparcado en la puerta del edificio en su flamante Mercedes. Habrá venido con el pretexto de darle la plata del mes, pero con el secreto deseo de saber cómo vive. Maldita sea. Su baño caliente, su masaje con aceite de ámbar, la película que pensaba ver, todo eso deberá esperar... Qué remedio. Ahora tendrá que hacerlo seguir y hacer piruetas, sacar el látigo o el azúcar hasta hacer que la fiera se acurruque a sus pies. Porque no duda de que en algún momento le mostrará sus colmillos afilados, como hizo la última vez. Con una diferencia: hoy ella está en su territorio, para bien o para mal. Una idea la asalta: ¿estará todo en orden, bonito, como debe ser? Pero qué idiota eres, Franca, se dice, si ya no eres el ama de casa vigilada y vigilante; ahora eres una mujer libre, libre, libre. Tienes que terminar de creértelo.
—De modo que éste es tu nuevo reino —dice Lorenzo al entrar, echando una mirada a su entorno.
Atendiendo la invitación de Franca, se sienta en el sofacito azul, sin recostarse mucho, mientras ella descarga sus cosas sobre una de las sillas.
—Pues sí. ¿Cómo te parece? —A pesar de la ironía la voz suena muy amable. Y es que su dueña, ante el comentario punzante, empieza a convertirse en una marquesa que se ha dignado abrir sus salones a un aparecido.
—¿Quieres tomar algo?
Lorenzo parece no haber oído, tan ensimismado está mirando el entorno. Franca repite la pregunta.
—¿Tienes un whisky? —dice él.
—De trago no hay nada en esta casa —miente Franca, que de inmediato piensa en lo que le dijo su cuñada, como si para ella fuera una novedad: que Lorenzo se está alcoholizando.
—Te puedo hacer un té, un café, una sopa de paquete...
—¿Una sopa de paquete? —Lorenzo arruga el ceño, curva la boca en un gesto agrio, que anticipa a los ojos de Franca al hombre viejo que será más adelante. A sus cuarenta y dos años cada uno de sus rasgos —las bolsas alrededor de los ojos, la tenue flacidez en el cuello, la barriga ligeramente prominente— permite adivinar que será un hombre grueso, con cara de bulldog.
—¡No me digas que a eso te estás resignando, tú, que eras una fanática de la comida saludable y no hacías sino renegar de los enlatados!
A Franca le brillan los ojos; frente a un ex marido toda mujer rabiosa siente la tentación del melodrama: le han dado ganas de contestarle que a eso la ha reducido su mezquindad; que si se fueran a una partición de bienes ella viviría como se merece, de manera holgada y cómoda; que si se hubiera traído a Rosana, comería comida casera; y que, además, no se meta en lo que no le importa. Pero una voz le recuerda que todo autocompadecerse es patético, que un aire de desinterés es siempre elegante y, sobre todo, que si ahora usa sopa de paquete es por pura pereza, no por necesidad.
—Si fueras más comedido —bromea— esta conversación no tendría que darse aquí sino en un restaurante, frente a un steak tartare.
Apenas dice eso se arrepiente. ¡Qué bruta, Franca, guarda distancia que si no Lorenzo toma confianza y te la monta!
—Te noto flaca. ¿Estás enferma? —dice él, que tiene la remota esperanza de que tanta delgadez se deba al sufrimiento.
—Eso es de subir y bajar escaleras, y caminar de un lado a otro por esa universidad, no te preocupes.
Entonces Lorenzo señala con el dedo índice y un gesto de asco en la cara, que apenas si se esfuerza en disimular, el sofá en el que está sentado:
—¿De dónde sacaste esto?
Lo compré en La Milagrosa, el sitio de muebles usados. ¿No te gusta?
—No. Qué azul más horrible. Y además tiene unas manchas sospechosísimas. —Tira un poco de las mangas del saco, como ocultando los puños de la camisa, donde lucen las finas mancornas plateadas. Y enseguida, mientras habla, se dedica a limpiar en forma mecánica las uñas de su mano izquierda con la uña del dedo gordo de la derecha.
Franca lo mira de modo impasible, pero por dentro ha empezado a sentir de nuevo ese rechazo que la atormentó en los últimos tiempos de su matrimonio. A pesar de las ínfulas de Lorenzo y de las de su madre, que siempre se han jactado de sus apellidos y de sus costumbres, su ex marido ha sido siempre —piensa— tan vulgar como un silbido o un portazo. Parte de esa vulgaridad es una especie de violencia en potencia que hay detrás de cada uno de sus movimientos: cuando sube la escalera lo hace pisando duro, cuando maneja frena bruscamente y deja siempre las llantas delanteras sobre la cebra, cuando pregunta algo a un guarda o a un cajero lo hace sin saludar ni hacer ningún preámbulo.
—Óyeme... —dice él—, no quiero que te molestes, pero voy a ser sincero.
La columna vertebral de Franca, ligeramente contraída, se estira: siempre que alguien anuncia que será sincero es seguro de que se apresta a dar una pedrada. Y en efecto, ahí viene:
—No creo que hayas elegido bien: éste no es el tipo de sitio para ti. El edificio es sórdido, ni ascensor tiene, ni portería, ni nada que te dé un poco de seguridad. Y la zonita... ni hablar. Pues sí, vivirán por aquí muchos intelectuales, muchos músicos y muchos poetas, de ésos que te gustan, y eso tú crees que te da caché...
—Oye, Lorenzo, si viniste a joder...
—Es crítica constructiva, Franca.
—No me hables con palabras de manual de autoayuda. Yo soy cordial. Y espero lo mismo. Oye, tengo hambre; voy a hacerme un té y una tostada. ¿Tú quieres algo?
Su timbre de voz está marcado por una tensión impaciente.
Lorenzo quisiera desparramarse sobre aquella nube azul en la que está sentado, abandonarse allí como un huérfano en medio de un abrazo. Pero para esto necesitaría no un té con tostadas —¡qué idea!— sino un whisky. Un whisky que ponga a danzar sus neuronas y le ablande los músculos y la lengua. Y también que éste no fuera un mueble de segunda, donde quien sabe quién puso el culo.
—No. No voy a demorarme...
Sigue a Franca a la cocina, se acomoda en uno de los bancos de madera. Ella pone el agua al fuego, la tajada de pan en el horno, y busca el té en uno de los aparadores, mientras escoge entre algunas opciones que le brinda su cerebro una frase ponderada, digna de una mujer sabiamente independiente.
—Creo que deberíamos vernos sólo en circunstancias que lo ameriten —dice, dándole la espalda. Y suavizando un poco la voz, añade:
—No conviene vernos porque sí... La plata...
Cuando se voltea, lo que ve es un french poodle de ojos lacrimosos, batiendo la cola.
—He venido a pedirte que vuelvas, Franca.
Como hasta ahora su ex marido, más que ruegos, ha proferido amenazas, Franca se sorprende con el tono, grandilocuente tal vez a su pesar. Se da unos minutos para responder, pero obedece a un primer impulso.
—Ay, Lorenzo... —suspira. El desamparo que acaba de ver en el semblante de su marido la ha puesto triste. En segundos, no queda nada de la condesa de hace un instante. Ahora es una Franca sincera la que habla, entre conmovida e impaciente.
Mientras tanto el french poodle se recompone, enderezándose sobre su asiento. En un segundo se convierte en un caballo airoso, de pecho henchido, con las aletas de la nariz palpitantes.
—¿Ya sabes que la semana entrante empiezo con mi programa de entrevistas?
Franca dice que sí, que Emilia se lo ha contado.
—Para mí eso es muy importante. Tendré una mayor visibilidad pública. Así voy abonando el terreno por si me decido a lanzarme a la Cámara. Pero además tendré entradas adicionales, Franca. Con ese dinero nos podremos ir a Praga en mayo próximo. Al festival de música, como siempre has querido. Y puede que podamos pegarnos el brinco a París.
Abandona su banco, se acerca a Franca, decidido, le toma la mano.
—Di que sí. Deja de ser malcriada y consentida y di que sí. Te prometo que no habrá más rabietas...
Franca se ha puesto pálida. Por su cabeza han empezado a pasar, veloces, imágenes que se hacen y se deshacen.
—¿Ni más cachos?
En sus palabras hay un temblor.
—Ni más cachos.
—¿Ni más celos?
—Nunca he sido celoso, Franca.
La voz de Lorenzo se ha hecho meliflua. Se acerca un poco más a la que todavía considera su mujer e intenta abrazarla. Ésta lo aparta suavemente poniendo la punta de los dedos de su mano derecha sobre su hombro.
—Lorenzo, por favor...
¡Ay, Franca! La vida, en más de una ocasión, nos hace desempeñar papeles de telenovela. Sólo que en las telenovelas todo se perdona, y la felicidad barata que allí se vende borra con su cola rosada todos los rencores, todas las heridas. No es ése el caso, ni esta cocina llena de trastos sucios y anaqueles torcidos el escenario más romántico para una reconciliación.
La olla del agua ha empezado a pitar, pero Lorenzo, en lugar de retroceder, la cerca con sus brazos contra el mesón de la cocina.
—... no has entendido nada —remata Franca, que por alguna razón ha empezado a pensar, con desprecio, en la familia de Lorenzo. En su madre, de cejas omnipotentes, en el caradura de Caliche, un fantoche que colecciona motos, en Emilia y su empresa de ponqués de chocolate. ¡Qué asco!
—Dame un beso —dice Lorenzo. Él sabe que es imposible que Franca lo haya dejado de querer.
Ella niega con la cabeza, con una ligera sonrisa en la boca y una mirada de lástima, como si dijera querría pero es imposible. Pero Lorenzo pega su cuerpo al suyo mientras repite su pedido como en una letanía elevada por un creyente furibundo, con una voz que ha dejado de ser suplicante para empezar a ser amenazadora: dameunbesodameunbesodameunbeso.
Franca siente que una pelota caliente le da vueltas en el pecho, que la cara se le arrebola. Pero también que sus piernas se debilitan. Otra vez la ha atacado el miedo al más fuerte, ése que de niña tenía la forma de un hombre con las manos atrás, que la mandaba a acostarse temprano, por terca, por envalentonada, o si no, tendría tres correazos.
—Ya te dije que no pienso volver.
Trata de mover la olla, cuyo pito amenaza con enloquecerla, pero no tiene espacio de maniobra. Sabe que cualquier forcejeo lo ganará él.
—Te lo doy, pero vuelves a la mesa... —Franca tiene ahora una sonrisa extraña. Ve muy cerca, de manera distorsionada, los ojos encendidos, las largas orejas, el hocico. La estridencia de la olla es una tormenta de verano en el bosque. Se abandona al beso, con un estremecimiento: siente un miembro grueso que toca primero su paladar y luego sus encías. Un miembro hinchado que nada entre su boca, que le quita el aire, que le hace cerrar los ojos, estragada. Se separa, con delicadeza. Apaga la estufa, baja la olla cogiéndola firmemente del asa, como quien empuña una pistola. Se vuelve hacia Lorenzo, con ella en la mano, y deja salir su furor:
—Ya tuviste lo que querías. A la fuerza. Y ahora, si no te vas, juro que te quemo, maldito...
Es verdad que esa amenaza pareciera no poder cumplirse por razones puramente físicas. Pero la ira de Franca es tan grande, que Lorenzo, tomado por sorpresa, retrocede. También él sonríe, con la misma sonrisa feroz que antes sonriera Franca.
—No sabes a lo que te expones —murmura.
—Claro que sé.
—Vas a verlo. Llegará el día en que no tengas ni con que coger una buseta.
Franca lo hace retroceder hasta la sala. Allá baja su arma, y lo conmina, con voz muy baja, la de una mujer exhausta, casi derrotada.
—Lárgate. Y no vuelvas.
Lorenzo sale dando un portazo y Franca se devuelve a la cocina. A través de la ventana ve que desde un apartamento cercano alguien la mira, en la semipenumbra. Se sirve el té, y empieza a tomarlo a sorbitos mientras oye el motor del Mercedes que arranca, allá abajo. Suspira. Y al suspirar siente un olor a quemado en el aire. ¡La tostada! En un momento la cocina se ha llenado de humo. Abre el horno y, con la ayuda de un tenedor, saca la pequeña masa achicharrada. Ha perdido el apetito. Más bien, como quería desde el principio, irá a darse una ducha.

            4.

Pasadas las siete de la mañana, Franca abre los ojos en forma abrupta: todo ha sido un sueño, no hay nadie allí, sólo un espacio vacío en la cama. ¿Qué día es hoy? Demora un poco en adivinar que es sábado, y en reconstruir fragmentariamente lo soñado: ella atravesaba el vestíbulo de un hotel de cinco estrellas en un lugar extranjero. Había allí mucha gente, bulliciosa, trasegando con maletas, alegre y despreocupada. La alfombra, roja, parecía deslumbrante, pero si se miraba bien se descubría que estaba llena de manchas. Franca la atravesaba, vestida con una bata ligera, de tela fresca. Luego recorría pasadizos y atravesaba oficinas hasta llegar a una habitación muy pequeña, aparentemente recóndita. Abría la puerta en la semioscuridad, se desvestía, se quitaba los zapatos, se metía en la cama. En ese momento sentía un cuerpo a su lado. En el sueño, ella sabía que era el de alguien muy cercano y querido. Entonces pasaba la mano sobre su cintura. De inmediato notaba que ese cuerpo estaba rígido, que más bien parecía una cosa, un mueble que hubiera sido puesto allí por equivocación. La sensación era espantosa.
Respira. Pero su estado de ánimo ha quedado perturbado. Se levanta, va al baño a orinar, y luego toma su libreta de encima de la mesa de noche y escribe el sueño. Mientras lo hace, trata de recuperar los detalles y de descifrar su significado. Pero no logra mayor cosa. Ni saber a quién corresponde el cuerpo muerto ni descubrir el sentido del hotel de cinco estrellas.
Cuando abre la cortina la baña una luz abrumadora. Un sábado con un cielo azul desconcertante brilla al otro lado de la ventana, intranquilizándola. Porque los domingos soleados incitan de un modo perentorio: disfruta, no hagas nada, estírate como un gato y dale descanso a tu cuerpo. Pero el mensaje de un sábado sin nubes es ambiguo, ya que no es otra cosa que un híbrido entre un día laborable y un perezoso domingo; la gente se echa a la calle, colma los almacenes y los supermercados, adelanta tareas que la rutina del trabajo impidió llevar a cabo durante la semana.
¿Qué hacer con tu día, Franca? Mateo se ha ido todo el fin de semana a la finca de sus abuelos paternos. Ella es libre, por lo menos en apariencia. Pero la libertad debería crear una sensación distinta, como la de una pluma que cae, como la del agua de un río que corre sin preguntarse hacia dónde. Y no esta ligera incertidumbre. ¡Todo parece tan callado en su apartamento! Es como si los muebles tuvieran algo qué decir y lo callaran, como si algo estuviera por revelarse en sus presencias inertes. Habría que romper ese silencio, oír algo bonito. Franca pone a sonar los cuartetos de cuerda de Haydn, y va a la cocina a hacerse un café. Quizá haya queso o un pedazo de jamón. Pero la nevera está patéticamente vacía: un limón, una caja de leche a medio llenar, dos tomates. Unta con mantequilla una tajada de pan y la mastica lentamente mientras bebe el café, comprobando que tiene un sabor rancio. En alguna parte un pájaro (¿será un pájaro?) produce un ruido monótono, exasperante. La música, tan decididamente lírica, la ha puesto nostálgica. ¿Pero nostálgica de qué? ¿De cuál paraíso perdido?
Después del incidente de la olla del agua, Franca ha estado reflexionando. En verdad ha estado adelgazando mucho, y sus uñas se han vuelto quebradizas. Quizá sea imperativo ensayar una vida más saludable, con más ensaladas incluidas, menos sopas de paquete y menos tostadas con té como único alimento a la hora de acostarse. Lo malo es que Franca estaba enseñada a ir con su carro a los amplios supermercados del Norte, a abastecerse sin medida de naranjas importadas, redondas y resplandecientes como soles crepusculares, lechugas regadas con aguas descontaminadas, y carnes asépticas; T-bone y Sirloine Steak, de cortes impecables; y ahora debe resignarse a los productos más o menos apachurrados del mercadito del barrio, y a la no muy higiénica carne de la carnicería de la loma. Pero una amiga le ha contado que allí no más, a unas diez cuadras, hay un lugar donde todo se compra bueno y barato. Hoy puede ser el día para ensayarlo. Pone manos a la obra: lo mejor será asumir este sábado desconcertante.
Se baña, se pone una camiseta negra y unos pantalones caqui, recoge su pelo en una cola de caballo. Se arma de una bolsa floreada que alguna vez le regalara Julia, y se lanza a la compra de comida saludable, para seres racionales, que no se descuidan, suman proteínas y cuentan calorías.
Afuera el día, frío y apacible como un lago de montaña, la recibe con su luminosidad hiriente. Franca se siente repentinamente estimulada, como si todo el aire del universo entrara en sus pulmones, y de su memoria se hubiera borrado la última huella del sueño de la madrugada. Camina por las aceras estrechas y quebradas del centro con firme ligereza, disfrutando de la relativa soledad de las calles. Apenas cruza la puerta más bien oscura de la placita se siente complacida por lo que se le revela: largas ristras de carne colgando de los ganchos, apiñamientos de vísceras violeta, pescados de olor ecuóreo, pencas de sábila y puestos rebosantes de frutas, flores y plantas aromáticas. Esta realidad abigarrada la remite directamente a la pintura, a un mundo sensorial y plástico del que, se dice, hay mucho que aprender. Como cuando descubrimos, en un primer viaje, una ciudad que desborda nuestras expectativas, está tentada a preguntarse qué ha estado haciendo hasta ese momento. ¿Será ésta la primera estación de muchas otras, elementales y vivaces, de las que hasta entonces se ha perdido?
No se le escapa lo que hay de ingenuo en su entusiasmo, que resultaría patético de no ser porque la revitaliza. Compra una hermosa cuajada, un frasco de miel con un pedazo de panal incluido, una papaya de cáscara amarilla, dos berenjenas y tres calabacines, dos lechugas, más tomates, cebollas, una libra de pargo, otra de róbalo, una trucha rosada y dos libras de carne blanda, sin un gramo de grasa. ¿Es demasiado? Hará, piensa, una comida con sus amigos y por lo menos un buen plato diario para ella, cocinado con sus propias manos.
Cuando regresa a su casa encuentra a Luis Patricio timbrando en la puerta de su edificio. Ha venido a invitarla a almorzar a una de las veredas de Chía, a la casa de un amigo suyo, que está de cumpleaños, y a quedarse a dormir, esta noche, donde Milú, que también estará en la rumba y tiene una cabaña cerca. El apacible sábado de Franca da una voltereta y queda convertido en una promesa de cosas nuevas. Claro que sí. ¡Cómo va Franca a privarse de conocer gente nueva! Porque así como a las personas maduras les aburre el esfuerzo de introducir desconocidos en sus vidas, a los jóvenes, todavía dispuestos a distraerse de sus tareas fundamentales, y ajenos aún a las corrientes de la inercia, eso los excita.
—Déjame meter unas cosas en mi mochila —grita, mientras descarga la bolsa en la cocina.
Están saliendo cuando suena el teléfono. Pero Franca lo deja sonar, seis, siete veces. Está eufórica. Quizá, las nimiedades que está viviendo, piensa, sean la única cara que tiene la libertad.
Ya en la carretera Franca se regodea mirando a Luis Patricio, que maneja con una sola mano, mientras mantiene doblado el brazo izquierdo, apoyándolo en la ventanilla. Lleva un sombrero negro por debajo del cual asoma una coleta rubia. La camisa también es negra, lo que hace que su cara, muy blanca, parezca pálida. Los labios son delgados y la barba, en forma de candado, cuidada. Es vanidoso, no hay duda. Vanidoso, exhibicionista, egocéntrico. Todo eso lo sabe Franca. Y dueño de un estilo rudo, ya bastante anacrónico, para seducir a las mujeres. Pero él le gusta, caprichosa, arbitrariamente. Así como unos seres, desde que los vemos, nos causan rechazo sin razón aparente, tal vez de manera injusta, así otros nos atraen de inmediato sin nada racional que lo explique. A Franca la atrae, por ejemplo, el hombre que atiende un parqueadero cercano a su peluquería. No hay en él belleza ninguna, salvo la de su sonrisa generosa. Lleva siempre un overol gris, las uñas descuidadas, unos zapatos viejos. Pero cuando la saluda con palabras comedidas ella siente un ligero placer físico, como el que se tiene cuando se recibe un halago. Ese mismo hombre, que le da la bienvenida con tan amable cortesía, siempre recibe su pago con desinterés, como si nunca la hubiera visto. Y ella todas las veces se siente mortificada, levemente ofendida. Pasa siempre, desde hace años. Ese ser sin nombre, casi anodino, desata, de manera casi imperceptible, un resorte de la sexualidad de Franca. Lo mismo que Luis Patricio.
—Vos me ponés a estudiar con tanta preguntadera —le dice él a veces, cuando Franca ataca en el seminario. Éste fue una iniciativa suya, pues quería llevar al grupo algunas inquietudes surgidas en la Universidad y de paso estar cerca de Luis Patricio, beber de su infinita erudición, aprender de su criterio y de paso seducirlo con sus provocaciones. A él asisten cinco o seis contertulios de base: Juan Diego y Ricardo, buenos conocedores, de pintura el uno, de jazz el otro; Vladimir, un fotógrafo que no hace mucho llegó de París y según los demás «tiene mucho que aportar»; Anabel, la otra mujer del grupo, fea y excéntrica, que anda siempre con las mismas botas rojas con piel en los bordes y no se sabe a qué diablos se dedica, fuera de fumar marihuana y rumbear cada vez que puede; y Henri, un francés hijo de diplomático y amigo de Vladimir, que hace unas esculturas a base de chatarra que a ella no le gustan. A veces, cuando sus tareas se lo permiten, llega también el Chino Aparicio, que por obligación trabaja en la fábrica de plásticos de su familia, pero que escribe poemas clandestinos que aspiran a salir a la luz algún día. De vez en cuando tienen visitantes pasajeros, o se invita a un experto en grabado, o en música, o a un poeta, para que hable de su oficio. Si el arte debe aspirar a la expresividad afectiva de la música, como querían los expresionistas, o si más bien debe, como proponían Mondrian o Calder, reflejar las leyes matemáticas del universo; si es válido hablar de postmodernidad, término acuñado por el arquitecto Jencks en el 75 (el dato es de Juan Diego); si en verdad Holan era, como alguna vez dijo Aragon, «el árbol más alto del bosque checo»; si Lacan era un iluminado o un fantoche, y si Stalin fue un redentor o un asesino, son temas que los ponen a vibrar o los enfrascan en largas discusiones bizantinas.
Desde que Franca se sube al carro siente que el aire se llena de latencias sexuales. Como si las palabras, los gestos de cada uno, estuvieran cargados de señales de seducción, suficientes para estimular el juego, pero tan vagarosos como para hacerlos tambalear en un borde de incertidumbre. Nada pareciera ser distinto de otros días: no hay roces, ni miradas especiales, pero si un deseo latente de acercarse y a la vez mantener la distancia.
El clima de dulce amenaza y ambigüedad dura todo el fin de semana, pero se rompe en la noche del domingo, de manera enteramente previsible, después de que Milú, un poco borracha, se va a dormir. Empujados por el deseo Franca y Luis Patricio van hasta un cuarto recóndito, mitad biblioteca mitad cuarto de chécheres. Se besan, se desvisten apresurados y ansiosos. Franca, visiblemente excitada, alcanza a ver el pecho muy blanco de su compañero, los hombros huesudos, la mirada fija, antes de cerrar los ojos, involuntariamente, porque ha entregado todos sus deseos al tacto. Quiere acariciar y explorar ese cuerpo enteramente nuevo, pero también entregarse a él, lenta, morosamente. Toca la espalda, siente la piel tersa, los músculos. Busca con la boca la oreja, su lóbulo, sus laberintos. Pero algo la hace volver de su éxtasis: unas manos firmes, casi violentas, la extienden boca arriba, la abren sin mayor preámbulo, y el miembro erecto la penetra con fuerza, una vez y otra y otra, antes de eyacular. Aquello no ha durado más de quince minutos. «Un rápido de pie», piensa Franca, con dolida ironía. Su deseo se ha desvanecido. Una rabia pequeña, atravesada de decepción, le modifica el gesto. Pero Luis Patricio no puede verlo porque está tendido boca arriba, aún levemente jadeante, agarrando su mano. Unos minutos después se incorpora, le hace una caricia en la mejilla, y se levanta al baño.
El lunes, cuando Franca entra a su apartamento a las cinco y media de la tarde, con una melancolía digna del peor de los domingos soleados, la enorme mosca revoloteante que pega contra los vidrios de las ventanas se le antoja un signo de muerte. Y lo es, hasta cierto punto, si se tiene en cuenta que un olor fétido que nace en la cocina la hace dirigirse hacia allá, con la horrible certeza de que va a encontrar un enorme pájaro muerto en medio de las baldosas. Lo que halla es menos patético, pero igualmente lamentable: ha olvidado sacar los productos de la bolsa y el pescado se descompone lentamente en medio de un charco amarillento que ha traspasado el papel que los envolvía, impregnando todo lo demás. Aquel tufo insoportable se adhiere en minutos a sus fosas nasales, a su piel, a su pelo, al horrible papel de colgadura, al tapete, anulando en un instante su sueño de ser una joven sana bien alimentada.
Franca acude al recurso de darse un largo baño caliente: el agua corriendo sobre su piel le devolvía en otras épocas algo de la fuerza perdida, de la sensación de ser todavía un cuerpo con capacidad de respirar. Pero esta vez el recurso no surte efecto: allí adentro, en aquel baño mezquino, bajo ese chorrito sin brío, se abandona a un ataque de autocompasión que la hace acuclillarse y permanecer así, en aquella extraña posición, hasta que el agua se hiela sobre su espalda erizando su piel. Temblorosa y vacilante, como un convaleciente de una larga enfermedad que sale por primera vez de su cama, se seca con la toalla, se envuelve en una manta, y se sienta en el sofá azul que tanto fastidio le causó a Lorenzo. La vista de la ciudad, su abstracto entramado de luces, la devuelve a aquellos primeros años de matrimonio en que esperaba a su marido hasta la madrugada, con el corazón oprimido y a punto de ponerse a llorar, convencida de que estaba en algún hospital o apuñalado en algún potrero, hasta que aparecía, tambaleante, con el ojo izquierdo caído y una sonrisa vaga. La preocupación se trocaba entonces en rabia, en tristeza, en agrias discusiones inútiles o en pesados silencios que minaban los días siguientes. Muchas veces Lorenzo venía impregnado de olores, y Franca dormía en el sofá para no padecerlos. ¿De donde había nacido en ella esa capacidad de aguantar, esa aquiescencia, ese inagotable poder de perdón? ¿Cómo había hecho para vivir vencida, doblada, resignada, durante aquellos seis años, como una planta que mientras crece ha tropezado con un cactus desafiante y vigoroso?
En los últimos años de matrimonio la animadversión creciente por Lorenzo se había extendido a parte de su familia: en sus peores fantasías, lo veía metamorfosearse en su suegro, un hombre de ojos vidriosos, cuyo labio inferior le colgaba en forma desagradable, dándole un aire libidinoso y perverso. Con no poco espanto empezó a constatar que en esa dirección empezaba a transformarse el cuerpo de su marido, no había duda. En virtud del peso genético, que nos moldea con su mano invisible, su cabeza iba achatándose, sus ojos cargándose de ojeras oscuras, y el rostro haciéndose desagradablemente grumoso. Muchas veces, en mitad de un coito —y esa palabra desagradable daba muy buena cuenta de su tensa exasperación— como en una pesadilla, la cara de Lorenzo se transformaba en la del padre. Entonces Franca, con destreza de taumaturgo, la sustituía por otra, lejana, perdida, anhelada: una de cejas altas, nariz imperiosa y boca dulce, de hermosos labios que se abrían para dejar salir una lengua ávida, aguda. Muchas veces terminaba llorando después de aquel simulacro, no sabía si de vergüenza con ella misma, de humillación o de frustración y deseo.
Mientras entra lentamente en un calorcito reconfortante, Franca trata de reconstruir su encuentro con Luis Patricio; como suele suceder en esos casos, los recuerdos parecen haberse desdibujado, tal vez porque la ansiedad de la pasión ha impedido que la memoria fije enteramente las imágenes, de modo que no sólo cualquier secuencia queda rota en su mente, sino que tan sólo puede recuperar retazos de acciones: el pecho lampiño, curvándose en un espasmo, una vena latiendo en su cuello, y la mirada perdida, la pupila escondiéndose debajo del párpado superior haciendo primar el blanco de la esclerótica, como en los ojos de los epilépticos en el momento de sus crisis. La tensión de meses, el anhelo sofocado día a día con dificultad, se había dilatado en un instante, reblandecido, como un caucho que se tensa demasiado antes de lanzar la piedra y luego, debilitado por el exceso de fuerza, colgara inútil de la horqueta que lo sostiene.
¿Qué es, se pregunta Franca, lo que la sume en esta congoja, paralizándola como en sus tiempos más desventurados? ¿Es acaso que está enamorada de Luis Patricio, y por eso se duele de su poca capacidad de afecto, de su fría indelicadeza? No, ahora lo sabe con certidumbre. Es cierto que admira su serenidad y su agudeza de juicio, que siente fascinación por esa capacidad de distanciamiento que termina por ser su principal rasgo de seducción, pero, a la hora de la verdad, estos sentimientos no constituyen sino un mero capricho, distante de eso que ella concibe como amor. ¿Entonces? ¿Es este desconsuelo repentino la consecuencia de un golpe a su autoestima, o de la decepción respecto al poder de sus propias intuiciones? Tampoco. Es demasiado joven y bonita para rendirse frente a una pequeña derrota. Con perturbada lucidez Franca comprende en ese momento que, después de tres meses de alegre separación, por fin ha asomado la cabeza la única sombra que puede abatirla: la de la soledad con su peor cara, errática, ansiosa, poseída por el miedo, capaz de mostrarle la ineficacia última de su fuerza. Debajo de la cobija las manos de Franca recorren su cuerpo, como abrazándose, como cubriéndose de una eterna caricia. Mientras lo hace, unas extrañas palabras vienen a su mente: estoy conmigo. Las repite como un mantra, como una fórmula mágica que tuviera el poder de convertir las palabras en una realidad indoblegable.

            5.

Franca es obsesiva, y lo sabe. De vez en cuando una pequeña idea viene a su mente, se asienta en ella y comienza a crecer de forma secreta, como una larva que encuentra un medio propicio para crecer y que batalla por encontrar una vida más plena y abierta. Hace unos días que una de esas obsesiones la posee, no de forma contundente y clara, sino solapada, intermitente. Todo comenzó, como le pasa a veces, con un sueño, breve y limpio. En él Franca buscaba una dirección sin encontrarla: daba vueltas en una calle desconocida de una ciudad desconocida buscando un número, con un papel en la mano. Pero sobre las puertas no había números sino palabras de un idioma desconocido que no le decían nada. Ya iba a marcharse cuando veía que un hombre la miraba, sonriendo, detrás del cristal de una ventana. Se acercaba un poco más, pero se encontraba con que el hombre estaba de espaldas, desnudo. En el sueño pensaba: tiene un bonito trasero. Y una espalda atlética. Como atraído por su mirada, el hombre se volteaba y, Franca veía su sexo. Ver es sólo una manera de decir: más bien percibía, con una parte de sí que no eran sus ojos, que el personaje de su sueño era poseedor de un miembro poderoso. Ésa era la palabra que el sueño le dictaba: poderoso. Entonces buscaba su cara, pero se encontraba con unos rasgos borrosos, con algo parecido a un boceto de tinta sobre un papel. Aun así comprendía de quién se trataba: de Ángel, el profesor de Medicina que la rescató en la noche azarosa de su discusión con Lorenzo.
Cuando despertó, Franca creyó adivinar la razón de su sueño: dos días antes, arreglando su clóset, se había encontrado con el suéter de lana que Ángel le dejó aquella noche. Con un gesto mecánico se lo había llevado a la nariz: los olores que lo impregnaban, mezcla de humo, menta, lana, y algún otro, indefinible, le habían causado un raro estremecimiento. Algo, que quizá fuera un jalón de la memoria, la había perturbado. En desentrañar esas sensaciones no iba, por supuesto, a gastar ningún esfuerzo: había vuelto a doblarlo, con el respeto que se tiene con lo que no es propio, y había echado esa inane experiencia en el costal de los olvidos.
Desde esa noche, sin embargo, la imagen de Ángel aparece en su mente con una frecuencia inquietante. A veces lo ve desnudo, como en el sueño; a veces vestido al frente del salón de clase. Es raro que jamás vengan a ella recuerdos de la ocasión en que lo conoció: en su cabeza es como si el hombre de aquella vez y el que vio recientemente fueran dos personas distintas. Desde hace dos semanas, cuando se le asomó por la ventanita del sueño, se le ha ocurrido que podría volver a verlo, sentarse a charlar con él. Hacerlo reír, como la primera vez que lo vio. ¡Qué tontería!, se dice. ¡Pero si ese tipo no tiene nada de especial! Y sin embargo, hoy, impulsada por la máquina de la obsesión, va hasta el edificio de Medicina, pasa por delante del salón de clase, y desde donde no pueda verla se dedica a examinarlo. Tiene una cara agradable, piensa, aunque es demasiado moreno para su gusto. Y qué fea chompa la que lleva. Sin embargo hay algo en su figura, en su manera de moverse, que la atrae. También en su sonrisa, tan bonita, como de adolescente tímido.
Y algo ocurre: en cuestión de segundos el espíritu travieso de otros tiempos se despierta; entonces abre la puerta del aula 107 y entra, como si nada, y se sienta en la última fila, en una de las sillas del centro. Algunos estudiantes —casi todos son hombres— se vuelven a mirarla. También el profesor la mira, primero desaprensivamente, luego inclinando la cabeza en un saludo casi imperceptible. Entonces Franca, al cabo de unos minutos, le clava la mirada de una manera tal que logra desestabilizarlo por un momento. Un leve quiebre de la voz de Ángel alcanza a delatar su turbación mientras explica que la diabetes insulinopénica tipo uno se da cuando hay destrucción autoinmune de los islotes pancreáticos. Franca reconoce su voz densa, muy masculina. Qué bonita voz, piensa, como de tenor, de locutor de noticias. ¿Cómo actúa la insulina con su receptor heterodimérico? pregunta ahora Ángel, de manera evidentemente retórica, paseando la mirada por todos los rostros hasta ir a parar al de Franca. Ésta aprovecha y le guiña un ojo, sonriendo, en un gesto que mezcla la complicidad amistosa con la coquetería. Entonces él, un poco pálido —¿o será impresión suya?— se vuelve hacia el tablero y empieza a dibujar tanto la cadena alfa como la cadena beta; la interacción de las dos, explica, permite la autofosforilación. Al pronunciar esta palabra trastabilla: autoforfirolación, dice y lo intenta otra vez, sin lograrlo. Algunos estudiantes se ríen y él también. Su mano traza una espiral, flechas, redondeles, cuadros, siglas ininteligibles: IRS y GAB 1. La letra es pequeña: a Franca se le antoja que es la letra de un neurótico, tan apretada y llena de aristas. Encuentra muy atractivos aquellos hombros amplios, que se marcan entre la camiseta verde musgo, y las piernas largas, enfundadas en un pantalón de dril. Franca las imagina desnudas mientras lo repasa descaradamente: el pelo muy liso, que le llega a la mitad de la nuca, los brazos oscuros, los zapatos ordinarios. Lástima. A Franca siempre le ha gustado que los hombres usen zapatos finos. Pareciera que Ángel se ha quedado pegado al tablero, haciendo aquellos dibujos sistemáticos y meticulosos, dentro de los cuales figura un simétrico hipotálamo. Entonces Franca camina de puntillas, ajusta la puerta con gran cuidado y sale al pasillo donde se han encendido ya todas las luces, y luego a la intemperie, a la noche clarísima donde empiezan a brillar algunas estrellas.
Pero su deseo de aventurar quiere ir más lejos: ¿y si lo espera fuera de clase? No, qué tontería. Mejor se va, vuelve a poner los pies sobre la tierra, renuncia a esos juegos inocuos que ha inventado su cabeza inestable. Y así lo hace. No seas adolescente, Franca, no busques lo que no se te ha perdido. Pero al llegar al parqueadero ve que a su lado está el jeep Willis en el que Ángel la recogió aquella noche. Es el azar, Franca. O tal vez el destino. «Todo encuentro casual es una cita»: es lo que diría Genoveva citando a Borges. Vacila un poco todavía: ¿qué es mejor, el sobresalto que nace de la insensatez o el tedio al que nos conduce la cordura? Decide abrir un libro, y esperar. Si a las seis y media no ha aparecido, todo tan fácil: arrancará para su casa y nada se habrá perdido.
Para su sorpresa, allí llega Ángel, apenas quince minutos después. Desde donde está puede verlo caminando hacía el carro, con aire distraído, la bata blanca colgando de su mano derecha, y un maletín en su mano izquierda. Más que un profesor universitario parece un tenista musculoso que acaba de ganar un partido, un practicante de yudo con un par de bonitos ojos chinos, un remero del Caribe al que el sol en demasía le ha puesto la piel muy oscura. El corazón le late, asustado ya de su audacia, y embriagado por la felicidad de poder rebasar esa pequeña línea que marca el límite entre lo previsible y lo aventurado. Algo en su cuerpo y en su espíritu anhela este encuentro tramposo, sin que pueda saber muy bien qué la determina.
Cuando Ángel pasa frente a su carro, ella saca la cabeza por la ventanilla y ataca, con su bonita sonrisa de dientes infantiles, moviendo su mano como un pescadito haciendo cabriolas. Como ha recordado el sueño, enrojece abruptamente, pero se recupera e invita a su sorprendido interlocutor a sentarse a su lado. Ufff. No fue tan difícil, piensa. Ahora habrá que pensar en algo, pronto, para que no se le escape.
Meses después, cuando trate de reproducir aquella escena —¿de qué hablaron, qué tan tímido parecía él, qué tan atrevida fue ella?— Franca recordará dos cosas: una sensación física, una exacerbación de la piel, un crispamiento de los senos, un deseo ligeramente punzante que le agitó un poco la respiración, como si del cuerpo de Ángel emanara algún poder sobrenatural, o de sus ojos una fuerza mesmérica que acelerara abruptamente su sistema nervioso, su médula suprarrenal, su hipófisis, y pusiera a secretar hormonas a sus glándulas endocrinas; y un vértigo fascinado frente a sus torpes silencios, una necesidad imperiosa de nadar en las aguas oscuras que traían a este hombre hasta sus orillas, un deseo de lanzarse a la aventura, a lo distinto, a lo desconocido, a lo otro, a lo que nunca le había permitido acceder su mirada cubierta de tantos velos entorpecedores.






IV. Somethin’ Stupid



            1.

            PARA algunas mujeres, incluida Franca, la riqueza de la conversación suele ser un requisito para la elección amorosa. Sentada en el suelo, echando a la averiada chimenea leños que no terminan de encenderse, ella trata de avivar la charla pasando de un tema a otro. Pero en su interlocutor la simpatía no se traduce en locuacidad. Más bien la oye hablar con una sonrisa contenida y la mirada a la vez interesada y distante del que, aunque aparentemente fascinado por el otro, toma distancia para juzgar o no comprometerse del todo. El silencio ha sido siempre un arma a favor de Ángel, un hombre que, aunque ni calla con obstinación, como los tímidos, los arrogantes o los tontos, ni habla en exceso como las personas ingenuas o necias, no conoce la fluidez de palabra. Sus respuestas son cortas, precisas, a menudo herméticas; y sus relatos más bien escuetos, como si pertenecieran a alguien sin imaginación. Lo cual se diría raro en un hombre que siente pasión por la escritura y que ha hecho el esfuerzo de contar historias. Franca no lo sabe —quizá no lo descubra nunca— pero esa parquedad no obedece a ninguna deliberación. Es sólo la forma en que en él se expresa una cierta ataraxia que suele acompañarlo, la cual contiene, como un dique, el turbión de sus emociones.
Ahora, impelido por Franca, su interlocutor reconstruye pedazos de su vida, y su relato suena roto, fragmentado. Ella supone que esa aparente pobreza al narrar obedece a un deseo de minimizarse, de quitarle importancia a cualquier elemento biográfico. No podría saber que una molestia espinosa acompaña a Ángel desde que entró a este lugar; y que en ese momento duda entre sacudirse la desapacibilidad que le produce la situación extraña de estar en la casa de esta bella desconocida o abandonarse al placer del insólito encuentro. Aunque todo allí es austero y amable, él no puede dejar de sentir que ese ambiente le es ajeno. Que allí impera algo que, sólo brumosamente, su cabeza registra como distinto. No es persona que se deje amedrentar por lo que reconoce como una estética burguesa, y sin embargo, ha empezado a pensar en cómo debe verse embutido en ese suéter viejo que, a pesar de ser su proferido, está lleno de feas motas, y además con la barba crecida, porque en la mañana no alcanzó a afeitarse. Es cierto que su vanidad es suficientemente grande como para que esos detalles no le importen, pero hoy es distinto: la situación le exige, en cierto modo, verse atractivo. Y lo que lleva Franca, que es evidentemente muy fino aunque no lo parezca a primera vista —las botas de cuero, la falda hindú, la camisa de seda blanca, y la sarta de cuentas de plata alrededor del cuello— pareciera no sólo afear su propia ropa sino hacerla parecer miserable.
Pero además, Franca es bella. Y esa belleza, dulce y fuerte a la vez, la de una mujer que, conservando rasgos infantiles muestra en su gesto una altiva seguridad, lo intimida. Desde donde está puede observar perfectamente su largo cuello blanquísimo, que el pelo recogido en una cola de caballo deja enteramente al descubierto, y presentir su olor fresco, un olor matinal a agua de rosas o a manzanas que se esconde detrás del humo que se resiste a irse enteramente por el buitrón. Repara también en la finura de la mano pálida, de dedos frágiles y uñas muy cortas, que contrasta con el fierro negro con el que mueve de cuando en cuando los leños prendidos. Y siente a Franca cerca y lejos a la vez, deseable y ajena.
Hasta ahora Ángel ha tenido un número considerable de mujeres, pero sus relaciones con ellas —salvo con Sophie— han sido efímeras, desprovistas de toda relevancia. Sí, con Sophie fue otra cosa, pero sólo oír ese nombre lo indispone, lo entristece. Prefiere no pensar en ella, no nombrarla. A veces se aparece en sus sueños, y entonces despierta molesto, inquieto, como cuando un dato fundamental escapa a nuestra memoria y lo buscamos inútilmente, sin encontrarlo. Las demás han sido, no aventuras, sino historias insignificantes con mujeres insignificantes. Pareciera que no puede elegirlas distintas, y es inquietante, porque de antemano él sabe, ya antes de acercárseles, por sus caras sin relieve, sus voces chillonas u opacas, sus atuendos sin imaginación, que nada habrá en ellas que verdaderamente lo estimule y mucho menos que lo enamore.
Sobre el sexo Ángel no tiene ambivalencias: es algo que necesita, aunque pase a veces semanas sin practicarlo. Muy de vez en cuando encuentra en su camino una chica con buenos senos o piernas apetitosas a la que se lleva a la cama. Pero, en general, las deja pasar. Y aunque en ocasiones fantasea con esto, no le gusta acostarse con prostitutas: siente por ellas una repugnancia rayana en el odio. Alguna vez lo intentó: fue unos dos meses después de haber llegado de Moscú, en una noche de viernes, desolada y sin salida como un insomnio. La muchacha se llamaba Nury, y su cuerpo resultó tan desmirriado y lánguido como su nombre. Tuvieron sexo con la concentración melancólica de los que no se aman, y al terminar, cuando las cabezas quedaron reposando juntas sobre la almohada, y las miradas se cruzaron, Ángel experimentó una rabia confusa, un deseo de ejercer violencia sobre esa muchacha de piernas amoratadas y olor barato que se disponía a decir algunas palabras. Fue tan imperioso aquel impulso, resultaron tan fuertes las imágenes que anticipaban el oprobio, que no sólo se vistió y se fue, sino que dejó algo más del dinero previsto, como agobiado por una culpa.
Sus necesidades sexuales las resuelve con bastante eficacia desde hace un tiempo: dos o tres veces al mes hace el amor con Yolanda, una antigua vecina suya, una mujer franca y alegre y sin inhibiciones que no pide gran cosa a cambio. Jamás se queda a dormir en su casa. Tampoco ella se lo pide, pues en la conciencia de los dos estas citas amorosas parecieran figurar sólo como prácticas terapéuticas sin efectos secundarios.
Franca oye las palabras de Ángel con genuino interés. Y mientras él habla, lo observa, fina y discretamente, como a un desconocido al que sabemos que no veremos nunca más y del que queremos llevarnos la impresión más precisa. Lo que hay de desagradable en él —la piel donde se ven leves marcas de acné, la barba incipiente y débil— queda minimizado por los rasgos firmes de la nariz y el mentón, y por la perfección de la boca, que le imprime sensualidad al rostro, lo alivia de su ordinariez. Sobre la ceja izquierda tiene una cicatriz. La ropa es más bien tosca, pero se ajusta con precisión a su cuerpo, o, más bien, ese cuerpo le da un cierto realce que de otra manera no tendría. Fuma. Y en su lenguaje hay una sequedad más parecida a la timidez que a la aspereza, que ella encuentra atractiva.
Rusia. Esa sola palabra ha hecho que Franca muestre vivamente su interés, pues alguien que ha vivido en la lejanísima Rusia debe tener muchas cosas qué contar. En su mente, al conjuro de ese nombre, aparecen muchas imágenes: montones y montones de nieve, un jinete que atraviesa la estepa siberiana sorteando peligros para entregar un mensaje de vida o muerte, un hombre que llora mientras le queman los ojos con un hierro candente, un estudiante que asesina a una anciana, una mujer lanzándose a las ruedas de un tren, un montón de rojos haciendo una revolución. Franca cree saber que el que viaja a estudiar a la cortina de hierro no puede ser otra cosa que un simpatizante del comunismo. Y eso debe ser Ángel, quién lo duda, piensa. Un hombre de izquierda, de verdad verdad, no como Luis Patricio o los del taller, que no hacen más que hablar basura sin comprometerse con nada.
Una enorme curiosidad le hace formular preguntas. Pero Ángel sólo habla de cómo su hermano le ayudó a conseguirse una beca, del penoso aprendizaje del ruso, de los días rutinarios, de su maestro, un respetable científico que confió plenamente en él —porque allá, explica, la Medicina se estudia de otro modo, con un maestro que supervisa cada práctica—, de los deprimentes inviernos, de las residencias de estudiantes y de los latinoamericanos agobiados por la lejanía de la patria, y la pobreza y el rigor de los días. Nada brilla en ese relato, que sin embargo es sobrio y preciso, sin énfasis ni efusiones sentimentales.
—¿Iban a recibir entrenamiento político?
Ángel sonríe, con condescendencia, como subrayando la ingenuidad de la pregunta.
—No sé si algunos... Lo que hacíamos los latinoamericanos era discutir, reflexionar en voz alta, hablar y hablar. No parábamos de hablar. Primero en los corredores, en las habitaciones. Hasta que las autoridades universitarias empezaron a inquietarse. Entonces nos reuníamos en los bosques aledaños, aun en medio de la nieve. Hacíamos fogatas y nos dedicábamos al blablabla. Que si Cuba, que si el monte, que si la ciudad... Queríamos cambiarlo todo.
Ángel mira la punta de sus zapatos, como si éstos fueran a hacerle una revelación. O como si los recuerdos se extendieran mucho más lejos. Apaga el cigarrillo en el cenicero.
—¿Cuántos años fueron?
—Cinco.
—¿Y?
—Fueron duros, pero me habría gustado quedarme a vivir allá para siempre. Éste es un país de mierda.
Franca relativiza esta opinión. Enumera las que cree que son virtudes y ventajas de vivir en este «país de mierda». Y mientras lo hace ve cómo una luz nueva brilla en los ojos de Ángel. Las palabras, antes tan escasas, empiezan a brotar con vigor, a juntarse impulsadas por la emoción. Pinta un cuadro breve, de colores oscuros: habla de su experiencia en el hospital, de las condiciones inicuas de trabajo, de la falta de gasa, de esparadrapo, de hilo para suturar; de las humillantes esperas a las que el sistema condena a los pacientes, de la resignación humillada de muchos, de la rabia acumulada de otros y de su propia rabia. Habla de los desfalcos que ha visto, de corrupción, de amangualamiento, de indiferencia, de palabrería vacua y de desvergüenza.
—Entonces, ¿por qué volvió? —pregunta Franca, haciendo las veces de abogado del diablo. Ha renunciado al tuteo, para que no haya un trato desigual. La divierte hablarle así, como al cajero del banco o al rector de la universidad. El silencio de Ángel se prolonga, dubitativo: aprieta los labios, niega muy suavemente con la cabeza.
—Tal vez por lo mismo.
Vacila.
—Y por cosas que le cuento otro día.
Franca intenta una protesta, pero la expresión repentina de aquel hombre hace que se calle abruptamente: una sombra oscura ha bajado desde su frente y ha puesto a temblar su barbilla.
Sin siquiera pensarlo, delicadamente, como una madre que mide la temperatura de la frente de un hijo, Franca pasa el dorso de su mano por la mejilla de Ángel. De inmediato la retira, asustada de su gesto. Él levanta la mirada, algo inhibido, se miran y sonríen. Y para romper lo embarazoso de la situación, ella pregunta:
—¿Le gusta?
—¿Qué?
—La música.
En el tornamesa suena la voz umbrosa de Frank Sinatra.
—Sí, me gusta —dice Ángel. Y sonríe por el malentendido.
—¿Y cómo le parecería que bailáramos?
Tiene la sensación de haberse lanzado, irresponsablemente, a un río de aguas profundas. Ángel eleva los hombros y abre los ojos, con sonriente gesto sorprendido, lleno de timidez. Franca hala de su brazo. Y ahora es él quien, como el que entra a un túnel sin saber qué hay del otro lado, si será corto o larguísimo el trayecto, se abandona a los hechos: esta mujer lo está seduciendo. Abraza la cintura, insólitamente delgada y estrecha la mano que hace un rato admirara en su delicadeza infantil. Franca alcanza a sentir el olor del cigarrillo que impregna la ropa de Ángel, su ligero humor ácido, una tibieza que nace de su pecho y, el latido presuroso de su corazón. También ella está asustada, aunque no sabe muy bien por qué. Para calmarse, comienza a cantar bajo, muy bajo, Somethin’ stupid, con los ojos cerrados, con el deseo infinito de que esta cancioncilla pegajosa no se acabe nunca.

            2.

Es viernes, y además uno de esos escasos días bogotanos esplendorosos, de cielos efervescentes, que hacen que las personas se sientan atrapadas en sus casas y en sus oficinas, atormentadas por oscuros recuerdos fantasiosos y anhelantes de vidas menos pobres que las que llevan.
En la terraza de un café —mientras toman jugo de naranja— Franca está tratando de explicarle a Genoveva qué encuentra en Ángel, qué ha hecho que esté encaprichada con él desde hace ya cinco semanas. A esto tal vez no se le puede llamar enamoramiento, dice. Pero sí pasión. Una pasión física, un deseo persistente que hace que su cuerpo se sienta a menudo sin sosiego, exacerbado. Sus palabras hacen sonreír a Genoveva, que quiere, sobre todo, saber si Ángel es un buen amante. Y Franca, con un impudor deliberado, busca las palabras para explicarle cómo la manera que él tiene de hacerle el amor le hace tener la extraña sensación de estar volando, flotando en el aire. Como ve los ojos burlones de su amiga, le aclara que esta vez no habla en sentido figurado, que lo que le describe tiene que ver con la de ley de la gravedad, con pura física. Con una picardía que las hace cómplices, y entrada ya en gastos, extiende su descripción a los besos, a la manera en que Ángel pasa la lengua sobre sus dientes, sobre sus encías, con fuerza y delicadeza. Genoveva se tuerce de risa:
—¿Besos mejores que los de Aldo?
Es evidente que de este tema han hablado ya alguna vez.
—Mejores. Oye, Geno, ¿te das cuenta de que el cuerpo no olvida, de que tiene una memoria más poderosa que la del intelecto...? Es increíble, pero me acuerdo de todas las caricias de Aldo. ¿Sabes, en cambio, qué se nos olvida pronto? Lo que hacemos con alguien a quien no damos suficiente importancia, alguien del que no estamos enamorados. Pero jamás se nos olvidan las caricias de aquéllos a quienes hemos querido mucho.
—¿Eso les pasará también a los hombres? —se pregunta Genoveva—. Dicen que tienen muy mala memoria. Que luego no se acuerdan de nada. ¡Qué triste! Porque la memoria es mucho consuelo.
Franca baja la voz, mira divertida si alguien la está oyendo: ha decidido llevar su confidencia hasta el final. Hay algo en el olor de Ángel —dice— que le resulta profundamente perturbador, excitante. Un olor nuevo para su olfato, muy tenue pero siempre idéntico, indefinible, que no es producido por nada externo sino que pareciera venir de adentro y encontrar salida en sus poros, su aliento, su pelo. Y que se adhiere en forma poderosa a la memoria, por horas y horas.
Otra vez Genoveva se ríe a carcajadas. ¿De modo que todo no es sino un vulgar encoñamiento? Pero Franca aclara que no mientras mueve la cabeza, riéndose también, que no todo se reduce a esto, que también la seduce el hermetismo de Ángel, su naturaleza reservada, la impresión de que oculta un misterio, de que calla algo, o de que no dice las verdades completas. Pero no arteramente, no, explica. Tal vez sea algo temperamental. Ni siquiera le ha contado dónde vive.
—¿Sabías que escribe? La otra vez me mostró un cuento. Creo que lo traía siempre entre la mochila, con la intención de leérmelo, pero pasaron como ocho días antes de que se atreviera. Quizá temía que yo me burlara, o que simplemente lo juzgara muy duro. ¡Tenemos siempre tanto miedo de que crean que no somos inteligentes o que no tenemos talento! Y ahora compruebo que eso no es tan importante cuando uno está enamorado: no queremos a alguien porque sea muy brillante o muy exitoso, aunque la admiración ayuda; y tampoco dejamos de quererlo porque no lo sea. No, no creo que sea un gran escritor. Un escritor decoroso, eso sí, lo cual es muy trágico, porque con mero decoro no se llega a ninguna parte. Yo diría que es apenas correcto, que le falta genio.
—¿Ingenio?
—No, no ingenio. Luis Patricio dice que el ingenio es lo peor para el arte. Talento. Y fíjate que no es superficial. Nada en él es superficial. Cuando hablamos, lo que me cuenta, cómo reflexiona, me revela hondura. Aunque de una manera particular: me parece que en él hay convicciones apasionadas, no complejidad. Pero te hablo sólo de impresiones. En realidad apenas lo estoy conociendo.
Franca mira su reloj: las once y cincuenta. Se irá ya, porque piensa llevarse a Mateo a pasar el fin de semana con ella, aprovechando que Lorenzo se fue de viaje esta mañana. Llegará por sorpresa, mandará a la empleada de paseo, se dedicará sábado y domingo a ser madre como Dios manda. Para que Julia no la critique, para que su propia conciencia se alivie un poco.
Al llegar, el portero le dice que Rosana salió con el niño desde las once y que no dejó nada dicho. Que probablemente, creyendo que ella no iría hoy a visitarlo, se fue hasta el Juan Rey a darle «vueltecita» a la mamá, que está enferma. No es posible, protesta Franca, indignada. ¿Hace eso a menudo? El portero tartamudea, ya no quiere hablar. Que él sepa, lo hizo apenas una vez, pero no se demoró mucho. ¿Qué querrá decir eso en boca de un portero? ¿Qué es mucho, qué es poco? ¿Una, dos, cinco horas?
El hecho es que son las tres y media y Rosana y Mateo no aparecen. Franca va y viene hasta la ventana de la sala con la cara transfigurada. La voz de siempre, esa voz incómoda que ella quisiera hacer callar, le está diciendo cosas al oído. ¿Qué tal, Franca, que esa mujer no vuelva? ¿Qué tal que te robe a tu hijo? ¿Qué ése sea el castigo por tu desidia? Pero otra voz se alza para decirle no pienses eso, cálmate, respira. Ni se te ocurra llorar. Nada de eso va a pasar. Son tus imaginaciones, tus fantasías. Imposible, Franca, imposible. Es verdad que ella perdió un bebé, que te ha dicho que anhela ser mamá, pero no parece una mujer sin escrúpulos. Haz algo, busca ayuda. No a Julia, no a tu papá, si no quieres reconvenciones ni alarmas. Marca más bien el teléfono de Genoveva. No te desesperes, insiste. O desentraña a Ángel, si no te queda otro recurso. Que venga, que te abrace, que trate de quitarte el miedo.
—No hay que ponerse así, Franca —dice él—. Esa mujer debe estar por llegar.
—Y qué tal que no llegue hoy.
—Pues llega mañana.
La serenidad de Ángel, en vez de consolarla la impacienta. ¿No entiende, acaso, la gravedad de las cosas?
—Y mientras tanto...—lo increpa—, ¿me enloquezco? Mire, ya casi son las cuatro. Y se fue desde las once —los ojos de Franca brillan de angustia, de modo que resaltan los puntitos oscuros pintados en el fondo de sus pupilas que el llanto ha vuelto color ocre. Ángel le pone una mano en el hombro.
—¿No tiene un teléfono?
—Si ni siquiera sé el nombre completo.
—¿No sabe qué apellido tiene?
—No. No sé. Aunque... espere... Lorenzo debe tener una copia de la cédula.
—¿Una copia de la cédula?
—Se la pide a todas las empleadas, por precaución.
—Bueno. Pues vaya a buscarla.
Mientras Franca esculca cajones en el estudio de Lorenzo, en el cuarto, Ángel examina cada uno de los rincones de aquel apartamento: los óleos de las paredes —cree reconocer una pintura de Roda y otra de Beatriz González—, los enormes sillones de cuero, los tapetes persas, una pequeña talla de madera policromada. ¿Vivía aquí, en esta casa opulenta, en esta casa burguesa donde hay tantos objetos suntuarios, la mujer que lo buscó, que lo eligió, que pasa con él varias noches a la semana? ¿Quién habrá comprado estos cuadros, estos hermosos objetos que se ven sobre la mesa, los precolombinos de la repisa? ¿Y qué tienen que ver todo esto con Franca, la voluntariosa, la rebelde, la descomplicada, aparentemente desentendida de las cosas materiales? Es como si acabara de descubrir otra Franca, a la cual él jamás se habría acercado en forma voluntaria. Pero además, el tipo ese de la foto —sin duda el marido, del que jamás han hablado— le parece conocido. Lo detalla. ¿Es un político? ¿O tal vez un presentador de televisión?
Examina otra vez el entorno; sobre la mesa que está a su lado ve un librito en miniatura, una curiosidad: las Odas anacreónticas de Meléndez Valdés, editadas en 1944 en Barcelona. Lo ojea y sin dudarlo mucho lo mete en el bolsillo de su chaqueta. Si alguien le preguntara por qué lo hizo no podría dar una explicación satisfactoria: nunca ha oído hablar de ese autor ni le interesa.
Franca vuelve con las manos vacías.
—Creo que el apellido es Aranda, o Miranda. ¿Cómo fue que le dije que se llama el barrio?
—Juan Rey.
—Déjeme averiguo a ver si el portero tiene más datos que yo.
Pero el hombre confirma que no tiene idea.
—¿Sí será que vamos? —vacila Franca—, es que eso debe ser enorme. Tal vez es muy loco creer que vamos a encontrarlos.
—Pues si se siente más tranquila, vamos. Allá todo el mundo se conoce, Franca. Esos barrios son como pueblos. Y además preguntando se llega a Roma.
—¿Y quién maneja?
—¿Maneja? —Ángel sonríe, irónico—. Ninguno. Es mejor ir en taxi. Luego caminamos. Trepamos, mejor dicho, porque eso es pura loma.

            3.

Al comienzo las calles son calles, luego senderos estrechos que se abren sobre las laderas. Ángel se mueve por ellas con una seguridad que asombra a Franca. Esa pareja —ella blanca, de huesos delgados, con algo de frágil marioneta debajo de la gruesa chaqueta de lana a cuadros, y él, atlético, oscuro, resuelto— no deja de llamar la atención. Todo evidencia que son forasteros. Cuando pasan por su lado, los niños disminuyen el ritmo de sus juegos, las mujeres miran de reojo; unos muchachos que conversan recostados contra el muro hacen un repentino silencio ¿Qué buscan? ¿Serán periodistas que van a hacer alguna crónica?
En la mente desasosegada de Franca, a quien le brillan unas gotas de sudor sobre los labios, todo parece un sueño o una película del neorrealismo italiano. Los olores —a humo, a cocina, a albañal—, las baladas dulzonas que suenan a todo volumen, le avivan el desasosiego casi hasta la náusea. Agarrada a la mano de Ángel, sintiendo que ese ser a medias conocido es su brújula en este laberinto abigarrado, lleno de caras nuevas que sin embargo cree haber visto muchas veces —esa chica pecosa de pómulos achatados, esa mujer gorda con bigotes que pasa con un balde en la mano— Franca siente que la superan las sensaciones como si montara en una montaña rusa, viendo sin ver, y tratando de contener el miedo que le acelera la respiración. Es Ángel el que de tanto en tanto entra a una tienda o se acerca a una puerta, y pronuncia el nombre en voz baja: Rosana Aranda. Pero la gente mueve la cabeza, desconcertada. ¿Aranda? Se miran unos a otros. ¿Aranda? Y contestan abruptamente, sin cortesía: no señor, nada de Arandas por aquí. Tampoco de Mirandas. Puede que allá abajo le den razón.
Veinte minutos más tarde llegan a la parte más alta del barrio, donde las intrincadas callecitas se deshacen, definitivamente, desdibujadas por matorrales espesos. Ya han explorado toda la parte de arriba de la loma, según parece. Desde allí, Franca ve el Juan Rey de costado —denso amasijo de casuchas viejas, terrenos baldíos, rústicas edificaciones sin terminar— que va a dar a otros barrios, también desconocidos, y tristes y pululantes, poco a poco ensombrecidos por el anochecer. Piensa, de repente, que esta búsqueda es absurda, delirante, una verdadera insensatez. Siente una rabia incontrolable con Rosana, con ella misma y hasta con este hombre que la ha guiado como un paciente Virgilio.
Le anuncia, muy bajo, que se le están durmiendo las manos. Y que tiene ganas de vomitar. Él le pasa el brazo sobre los hombros.
—Debe estar hiperventilando —dice—. Respire lento, por la nariz, muy, muy lento.
Lo dice firme y suavemente. Ya Franca ha empezado a oír la voz de su madre: «Contrólate, Franca, contrólate». Y entonces se desata en lágrimas.
—¿Qué tal que no los encontremos?
—Si no aparecen hoy aparecen mañana. Aparecerán, Franca, crea en mí.
Ay, Franca, confía en Ángel, confía en ti, en que esta ciudad no puede tragarse tu niño. Porque lo que es en Dios, hace ya muchos años que no confías. ¡Cómo te gustaría ofrecer un sacrificio, una subida a pie a Monserrate, no tomarte un trago durante un año...! ¡Pero Dios no es ya para ti ni siquiera el ojo amenazante que pintabas entre un triángulo, rodeado de rayos! Dios no ve, no oye, no entiende. No podría sanar tus culpas, las que ahora te aplastan parada aquí, en este lugar ajeno, donde tienes de repente una tremenda sensación de irrealidad.
En la esquina, frente a una bandada de muchachitos sonrientes, Ángel la abraza. Vaya melodrama. Ella trata de sonreír, se limpia las lágrimas. Entran a una tienda y piden dos cervezas frías. Como por milagro, allá adentro no hay sino una mujer joven y robusta, sentada detrás del mostrador, ociosa e imperturbable como un buda; como aún no han encendido las luces, en el lugar impera una plácida semipenumbra, que el silencio pareciera pronunciar. Desde donde están sentados pueden ver un pedazo de calle, que se termina abruptamente sobre el barranco, y el cielo dorado del atardecer que pone rasgos de color en las fachadas de un blanco sucio. Ese lugar, oloroso a abarrotes, a aserrín, a chocolate caliente, se le antoja a Franca un pequeño templo acogedor y sereno. Bebe su cerveza en silencio, sintiendo el calor del brazo de Ángel sobre sus hombros. Quizá por ese contacto, o por la serenidad de la hora, o simplemente porque su cuerpo sabe que no conviene entregarse a la desesperación, la angustia se va reduciendo lentamente, hasta ser apenas un aleteo mínimo en su estómago.
Un rato después, Ángel pide prestado el teléfono. Franca lo oye entrar a la trastienda, hablar en voz baja, colgar, hacer otra llamada. Cuando regresa, algo en su cara hace que ella pregunte, ansiosa, con quién hablaba.
—Adivine.
—¿Qué?
—Rosana ya está en la casa.
—¿Rosana?
—Rosana.
Franca lanza un gritito y abraza espontáneamente a Ángel.
—¿Y qué dijo? ¡Soy una imbécil! ¿Cómo no se me ocurrió a mí llamar?
—Que llegó apenas salimos. Que la señora no avisó que iba —Ángel imita la voz de la criada— como siempre. Y que como tenía que ir hasta donde una prima por una plata, se llevó el niño. No creyó que hubiera problema.
—¡Qué altanera!
Franca hace un mohín de enojo, pero luego sonríe, no porque las palabras de Rosana le hayan resultado graciosas, sino porque el alivio le hace parecer ridículas las propias. Toma las manos de Ángel entre las suyas, recuesta su cabeza en su hombro. Él la besa en la frente. Una Franca decidida, envalentonada, acaba de reemplazar a la Franca llorosa y atemorizada de hace un rato:
—Apenas llegue voy a echarla. No me la resisto. Pero mentiras... voy a esperar al domingo.
A Ángel estas palabras le causan molestia, pero lo disimula muy bien. Pagan y salen. La noche se ha llenado de luces eléctricas, que hacen desaparecer las estrellas. Toma a Franca de la mano, y la conduce sendero abajo, diez, doce cuadras. Luego cruza a la derecha y comienza a trepar por una calle empinada.
—¡Por ahí no es! —protesta ella, sabihonda.
—Es que quiero mostrarle algo. ¿O tiene afán?
Pues no, no hay afán ahora que Rosana y Mateo están seguros en el apartamento. Suben una, dos calles más. Ángel se detiene ante una casa de portón estrecho y paredes verde menta y toca en ella con fuerza. Una mujer desde la casa del frente grita que doña Ercilia no está, que bajó hasta la panadería. Que la casa está sola, pero que no deben demorar.
—¿Quién es doña Ercilia? —pregunta Franca.
—Mi abuela. Hace muchos meses que no la veo. Y ésta es la casa donde viví hasta los doce años. Luego sólo venía a pasar vacaciones.
Ahora que ha oído esto Franca mira la casa con interés casi sociológico. No es fácil entender. Sí, sabía que Ángel era... venía de una familia humilde. Pero esto es más pobre de lo que jamás imaginó.
—No sabía que tuviera una abuela.
—Sí, una abuela medio malvada. Tacaña. Dura. Mis sentimientos por ella son ambivalentes. No vengo nunca. Siempre nos tacha de desagradecidos. A mí y a mi hermano.
—¿También tiene un hermano? ¿Por qué nunca me había hablado de él?
—No hay que estar hablando de todo, Franca. Yo soy yo y no mis circunstancias. Pero ya que vinimos a para a estos andurriales, quiero que vea dónde me crié. Aquí, en este barrio, aprendí a lidiar con la vida. Mejor dicho, de aquí vengo.
Estas últimas palabras han sonado solemnes, trascendentales, casi cursis. Al pronunciarlas, la voz de Ángel ha temblado un poco, sus ojos se han llenado de un brillo intenso y ha enrojecido. Franca comprende que lo ha abochornado su propia declaración, quizá porque, sin quererlo, ha sonado melodramática: «De aquí vengo». No es casual, piensa Franca, que diga estas palabras precisamente hoy, después de visitar el apartamento de Lorenzo. Por un momento no sabe qué hacer: si guardar silencio, hacer una broma o tal vez formular una pregunta.
Pero no tiene que hacer nada, porque ahí está doña Ercilia, que los mira con extrañeza, como a un par de desconocidos. Es una mujer morena, de caderas muy anchas y piernas torcidas, que se balancea cuando camina. Lleva el pelo recogido en un par de trenzas y un delantal gris de cuadros sobre el vestido lila. Al reconocer a Ángel sonríe, y deja ver una dentadura despareja y cariada. No hay abrazos ni efusiones en el saludo, y sí en cambio una ligera agresividad en el trato, la que usa la gente tímida o criada sin mimos para expresar afecto.
—Milagro —dice la vieja, haciéndolos entrar—. ¿Y esta señorita?
Ha usado la expresión sin el más leve asomo de ironía, con curiosidad y amabilidad. Ángel contesta con humor.
—Esta señorita... se llama Franca. Y es una amiga.
—¿Franca? No es un nombre muy cristiano. Doña Franca, tendrá usted que perdonar la pobreza.
¡Ah, Franca! Si Ángel quiere que veas de dónde viene, no quedará defraudado en modo alguno, porque tus ojos han empezado a registrar con avidez lo que hay delante de ellos: el corredor estrecho, donde han arrumado un montón de baterías viejas; a la izquierda una salita mínima donde se apeñuscan dos sillas de mimbre, un sofá desvencijado y un taburete de macana, el sagrado corazón colgado de una de las paredes, y láminas de revistas enmarcadas precariamente; a la derecha dos puertas protegidas por cortinas de zaraza. Y al fondo la cocina, sin iluminación ninguna, y una puerta que da al solar. En el ambiente se perciben olores diversos, mal mezclados: a cebollas y a detergente, a papas hervidas y a gas propano.
Franca entra a este espacio disimulando su estupefacción, dando una pequeña lucha en alguna parte de su ser por asimilar esta verdad con su lado generoso, desprejuiciado. Pero también en esa parte de su ser hay algo que se inquieta, se incomoda, que la hace parecer de pronto afectada, sobreactuada, dueña de una simpatía que raya con la condescendencia. Es precisamente esta incomodidad la que después de un rato la hace querer saber dónde dormía Ángel, expresar su deseo de mirar su cama si es que todavía existe.
Claro que sí. La mujer la conduce, complacida, al fondo de la casa, donde unas escaleras metálicas, muy estrechas, llevan al zarzo. Siquiera encontró todo en orden, dice una y otra vez. La cama no está, no, se la llevó uno de los tíos de Ángel hace unos años, cuando se casó, pero está el colchón donde dormía, eso sí lleno de agujeros, de manchas de puro viejo, y también el cubrelecho que les hizo la mamá con retazos de tela, y hasta un juguete hay por ahí, un caballito de madera que les trajo el niño Dios. Es que la abuela no se deshace de nada, explica Ángel delante de ella, con sorna cariñosa, ni de las bolsas del mercado, que dobla cuidadosamente, ni de los envases plásticos de la leche que almacena dizque porque de pronto se necesitan. A Franca le gusta el tono de Ángel, la evidente complacencia con que la pasea por aquella casa humildísima. Hasta algo retador cree ver en su cara, en su voz, cuando señala que aquí, en este altillo donde de vez en cuando correteaba un ratón que entraba del solar, durmió casi cinco años, hasta que se fue al internado al que lo envió la abuela.
—Era muy raro este niño, señorita. Hosco y peleador. Y desagradecido. Usted dirá si ha mejorado. Eso sí sigue siendo: creo que hace más de un año no venía por aquí.
Toman el café que la mujer preparó, sentados en dos taburetes en la cocina. Al probarlo, Franca lo siente dulzón, apanelado. La hostiga, pero se lo toma, con una sonrisa silenciosa. Luego dice que deben irse, que ya es tarde. Ángel mira el reloj: las ocho. En bus será mínimo una hora.
—¿Puedo usar su teléfono? —pregunta Franca
—No tenemos teléfono aquí, señorita, pero en la esquina don Carlos le presta el de él. Díganle que van de parte mía.
Salen. Hace un viento frío que los pone a tiritar. Franca consulta sus planes con Ángel. Ya en la tienda de don Carlos marca el teléfono del taller, pregunta por Luis Patricio. La conversación es corta y precisa.
—A las diez —dice Franca—, porque estoy lejísimos.
—¿En dónde? —pregunta la voz al otro lado del teléfono.
—En el otro mundo, querido.

            4.

Al fondo de los enormes talleres de Arte de la Universidad, Franca descubrió hace poco un pequeño salón que nadie usaba hace años, donde se apilaban en un rincón, y en forma absolutamente caótica, cientos y cientos de archivos antiquísimos que tal vez nadie se había atrevido a botar; aliada con dos estudiantes más, pidió permiso para usarlo, ofreciendo a cambio una mano de pintura para sus paredes descascaradas y un traslado de aquel reguero a los sótanos del edificio. Ahora luce mucho mejor, aunque persista un cierto olor a humedad, y ella es su dueña y señora los martes y jueves en la tarde, porque han hecho una justa repartición de turnos. Le gusta más este lugar aislado, que casi nadie conoce, que los amplios salones cuyos ventanales, si bien proporcionan luz natural, distraen a los estudiantes de su oficio de pintar. Aquí goza, en cambio, del privilegio de una claraboya, por donde en las tardes soleadas entra una luminosidad arrebatada, y un calorcito que invita a dormir la siesta en la hamaca que Franca, arbitrariamente, se ha atrevido a colgar de dos argollas. Ha actuado, sin duda, con los ímpetus de ama y señora de casa que todavía no la abandonan, y que durante años le permitieron mandar y disponer. En pocos días, pues, ha hecho de este sitio su refugio, porque desde que Mateo está viviendo con ella ya no goza de la tranquilidad de los meses libérrimos en que iba y venía sin responsabilidad ninguna.
Este cambio de vida se realizó, originalmente, contra su voluntad, pero ahora la hace sentir tranquila. Aunque también, en muchos momentos, la pone del peor humor. Todo tuvo su origen en una bravuconada de Lorenzo, y en la perfidia de Rosana, quien no sólo se puso incondicionalmente de parte de su patrón, sino que se encargó de lavarle el cerebro con chismes y maledicencias. Los hechos, además, estuvieron adobados con peripecias grotescas, que a la postre terminaron por ser cómicas, pero que en su momento no dejaron de ser dramáticas.
Una vez bajaron de las alturas del Juan Rey, y reconvenida Rosana por su falta, en forma más suave de lo que se merecía porque Franca temía perder su ayuda, ésta llevó a cabo allí mismo, en casa de Lorenzo, los planes que concibiera apenas supo de la aparición de Mateo: una fiestecita que, tal vez por íntima, derivó en cuartos con puertas cerradas y desayuno colectivo en la mañana del día siguiente. Al fin y al cabo ésta también es tu casa, se dijo Franca para despojarse de culpas, tu cocina, tu whisky, tu música —aunque en verdad tuvieron que traerla los otros, porque lo que ella le había dejado a Lorenzo era lo correspondiente a su gusto, inclinado más a Pacho Galán que a Héctor Lavoe—. Y en fin, tu cama y tu Rosana, aunque la sinvergüenza la mirara ahora con esa cara censuradora.
—Hay que recoger todo ese reguero —le ordenó Franca a la criada al mediodía del sábado, en mitad de la cocina, señalando la sala llena de botellas vacías y de ceniceros repletos y extendiendo su dedo al comedor, donde se veían los platos del desayuno llenos de sobras. Lo dijo, por supuesto con toda la naturalidad del que está ejerciendo sus derechos al mando. De ahí su cara incrédula cuando Rosana, en abierta rebeldía, le contestó que ni pensarlo, que ella ya había dejado de ser su señora hacía meses y que además era el patrón el que le pagaba, el cual no estaría ni mucho menos de acuerdo en que ella viniera a hacer en su casa «cosas prohibidas». ¡Cosas prohibidas! ¡Esas horribles palabras desencadenaron en el inconsciente de Franca los peores recuerdos! Si cuando niña ella se demoraba en el baño más de la cuenta, su mamá le decía que cuidadito con estar haciendo cosas prohibidas. Si en el internado subían durante el día a los dormitorios o si se internaban demasiado en el bosque que rodeaba el colegio, podía presuponerse que estaban haciendo cosas prohibidas. En el confesionario el cura no dudaba en preguntarle siempre si había hecho cosas prohibidas. ¡Cosas prohibidas! Su carita blanca se desfiguró de la rabia. ¡Qué insolencia!
—Y ni crea que se va a llevar el niño, señora Franca. Tengo orden de no dejarlo salir.
¡Ah, Erinia malvada! Ponla en su sitio, Franca. Dile cuántas son cuatro, ordénale que haga ya sus maletas, salga ya de tu casa, y vuelva otro día por su plata. Y arrebátale al niño que lleva cogido de la mano, y que mira con ojos asustados esa discusión inconveniente.
Pero no todo se dio en ese orden, porque cuando Franca se lanzó a salvar a Mateo de su alevosa niñera, ésta esgrimió, como en una película de terror, uno de los cuchillos de rebanar que Lorenzo trajo de un viaje a la Argentina. A Franca le bastó ver la mirada eléctrica de la criada para comprender que aquella amenaza iba en serio. Que, llevada por su idea de lealtad al señor, estaba dispuesta a matar a la esposa infiel. Así que debió apelar a toda su serenidad y al más reposado de sus tonos, para convencerla de que aquel recurso violento era innecesario. Para fortuna suya en aquel momento Luis Patricio, que estaba con los demás en la terraza, llegó a la cocina a buscar un vaso, y todo se resolvió con un poco más de cordura.
Pero Franca había sido derrotada, de eso no quedaba dudas. A su llegada de Caracas, y ya enterado de todo, Lorenzo le anunció que de ahora en adelante el niño viviría con ella, decisión apenas justa después de haber estado durante cuatro meses ejerciendo él de tiempo completo la paternidad responsable. Franca comprendió con rapidez el sentido de la artimaña: primero la castigaba privándola de Mateo y haciéndola sentir culpable; pero al ver que esa estrategia redundaba en su libertad, le endilgaba otra vez la responsabilidad de la crianza, como forma de ponerle ataduras a su vida desordenada.
Eso implicó conseguir a las volandas una niñera nueva, que ahora entorpece bastante, con su presencia, el espacio del apartamento. Por eso Franca disfruta tanto del pequeño estudio que le ha robado a la universidad. Lleva su grabadora y en completa soledad se dedica a pintar lo que ahora la obsesiona: figuras desnudas, semiabstractas, sentadas frente a largas mesas en extraños banquetes. Pinta siguiendo no sólo sus intuiciones sino las sugerencias de sus maestros, con tenacidad y pasión, porque hacerlo se le ha convertido en una fiebre. Pero además quiere logros, quiere reconocimiento. Y demostrarle a Lorenzo de lo que es capaz sola. Porque también para pequeñas mezquindades sirve el arte.
Hoy ha citado a Ángel en su salón, a las cuatro de la tarde, cuando nadie asoma por aquí. Quiere mostrarle lo que hace, hacerlo admirar su talento, ahora que han quedado atrás los inocuos charcos tornasolados que tantas frustraciones le trajeron al comienzo del semestre. Y pedirle que le ayude en un proyecto para su clase de fotografía. Pero Ángel, que se ha sentado en un banco mientras ella pinta, admira menos sus cuadros que su belleza. Las largas piernas que se adivinan detrás de los bluyines manchados, el vientre plano que asoma debajo de la blusa cada vez que ella levanta los brazos, el pelo que se llena de visos con la luz que entra por la claraboya, los ojos pardos que se cierran cuando se ríe. Franca habla, Franca se exhibe, Franca le cuenta de su deseo de hacer un trabajo que complemente lo realizado en sus lienzos, una serie de fotografías sobre el cuerpo que remita a la tortura, al deseo y la muerte. También al éxtasis y al erotismo. Le habla de Bataille. Le muestra las fotografías que de su cuerpo desnudo se hizo Mishima en su madurez y también El éxtasis de Santa Teresa.
—¿Me ayudaría?
Va hasta su mochila y saca la cámara y una enorme tira de tela para vendajes. Le pide que haga de fotógrafo y le da instrucciones: ella debe quedar como una dulce momia que exhiba el triángulo de sus senos y su pubis desnudo, en imágenes perturbadoras de ambigüedad erótica. ¿Está dispuesto? Él sonríe, porque la idea lo abochorna. A pesar de su profesión, que lo obliga una y otra vez a mirar cuerpos desnudos, siempre ha sido pudibundo, siempre ha tenido cierto miedo a la desnudez, ya sea propia o ajena. Pero ella ya ha cerrado la puerta con la palanquita metálica y ha empezado a desvestirse de espaldas, como una colegiala púdica, hasta quedar enteramente desnuda.
El ritual, Franca, ha comenzado. Eres una provocadora. Y es que con Ángel ha vuelto a despertarse ese deseo de experimentar que te acompañó siempre en la adolescencia, ese gusto de pararte en el borde y mirar con fascinación el vacío mientras sentías que te crecían alas. Gozas también con el dominio que logras del otro, con su sometimiento. Por eso te atreves a voltearte, con los brazos colgando a los lados del cuerpo como una vestal impoluta que se dispone al tálamo con un temblor que nace a la vez del deseo y del miedo, y a extenderte enseguida sobre la madera que encuentras maravillosamente tibia, antes de dar la orden de comenzar el amortajamiento, que debe ir de los pies a la cabeza, centímetro a centímetro para que sólo queden al descubierto las zonas erógenas.
Ángel accede con sonriente docilidad; lenta, meticulosamente, envuelve el pie izquierdo, de talón suave y dedos largos, el tobillo que se pronuncia de lado y lado, la pantorrilla firme, el muslo cubierto de una pelusa dorada, la cintura de niña. Franca ríe, como si le hicieran cosquillas, disfrutando del contacto de las manos y la gasa, y sintiendo un dulce escalofrío en la columna vertebral y una deliciosa pesadez en los párpados.
—Que la cara quede toda tapada, pero sin ir a asfixiarme. Nadie debe saber que ese cuerpo es mío.
Ahora Ángel dispara la cámara, atendiendo a las indicaciones de Franca, pero también a sus deseos voyeristas, que se enardecen frente a los pezones rosados y duros, al ombligo que asoma como una concha entre las vendas, al vello rubio y frágil que apenas disimula el inicio de la vulva. Obtura tres, cuatro, diez veces. Ver y no tocar, maravilloso ejercicio que ha resecado repentinamente su garganta, y que se sostiene, tenso como la cuerda de un arco, hasta el instante mismo, veinte minutos después, en que despeja su cara de vendas, antes de despojar el cuerpo de su envoltura y ceder a la necesidad de la caricia. Lo insólito del escenario los azuza, les sirve de acicate. Jadean, sudan, ruedan sobre las largas tiras de tela. Exánimes, se tienden finalmente uno al lado del otro, con la sonrisa un poco perdida, tímida, de los amantes. En ese momento se oyen unos golpecitos en la puerta. Se incorporan y Franca pone un dedo sobre los labios de Ángel, asustada, en actitud expectante. ¿Quién puede ser? ¿Quién puede saber que están ahí, si ni siquiera han encendido la luz ahora que ha empezado a caer la oscuridad sobre ellos? ¿Alguno de sus compañeros, tal vez? Se incorporan tratando de no hacer ruido, y comienzan a vestirse en silencio. Pero Franca ha oído algo extraño: sí, son pasos en el techo. Aterrada, con los bluyines puestos y el torso desnudo, eleva los ojos hacia la claraboya y se encuentra con otros ojos, los de alguien que se ha inclinado sobre el vidrio para ver mejor pero que se retira cuando se ve descubierto. Hijueputa, maldice, antes de ponerse rápidamente la camisa, las medias, las botas. Ya vestidos, abren la puerta con la misma sensación que debieron tener en el paraíso Eva y Adán ante la furia divina, y se encuentran con un guarda de azul, uno de los muchos centinelas del campus, que les pide, por favor, la identificación universitaria. Ángel pregunta, arisco, que por qué deben mostrar nada, si ellos hacen parte de la comunidad académica. El guarda lo mira a los ojos:
—Qué pena, señor, pero son órdenes de seguridad.
¿De seguridad? Franca ha empezado a temblar. ¿Cómo pudo alguien darse cuenta de que ellos estaban allí? ¿O será un invento de este mirón de mierda, que va a utilizar esos datos para ejercer un chantaje? Se dispone ya a meter la mano en la mochila cuando oye que Ángel dice:
—Ella no tiene carnet, porque no estudia aquí. Ella es mi invitada. Y yo soy un profesor, así que aquí no está pasando nada.
—Qué pena, doctor, pero debe demostrar que lo es.
Ángel ha palidecido, Franca no sabe si de indignación o de miedo. Contra todo pronóstico, cuando ella cree que va a envalentonarse y a oponerse al guarda, él saca su carnet. El guarda lo examina como si estuviera escrito en checo. Luego se lo devuelve, con una sonrisa maliciosa en los ojos.
—Gracias, profesor. Eso era todo.
En el parqueadero se despiden, después de comentar lo incómodo de la situación. No acuerdan otra cita, no se preguntan cuándo hablarán por teléfono. Jamás lo hacen, siguiendo una especie de juego preconcebido. Ángel sube al jeep, todavía alterado por los hechos, tratando de abandonarse a los recuerdos sexuales, que asaltan su mente en forma desordenada, y de olvidar el molesto incidente con el guarda. Pero éste vuelve una y otra vez a la cabeza. No le gusta nada aquello que ha dicho de que estaba obedeciendo órdenes de seguridad. Suena demasiado verosímil. ¿Puede haber sanciones en esos casos? ¿Podrían acusarlos de abuso del espacio universitario?
Decide ir a nadar un rato para calmar la ansiedad. Desde hace unas semanas procura ir todas las noches, después de terminar su trabajo, a la piscina pública. Debajo de la enorme estructura de acero y vidrio, ensordecido por la música ambiental y los gritos de los nadadores, se hace pez espada, pez volador, pez dorado. Su cabeza se llena de burbujas, de chisporroteos, de luces. Siente que ése es su verdadero lugar. Que allí todo es liviano, todo flota, hasta su corazón desasosegado. Cualquiera de esos días, mientras estaba recostado contra los baldosines azules, oyó un murmullo en sus oídos. Al volverse, vio a un hombre anciano, de pecho cóncavo, que le sonreía. En cualquier otro caso, él habría eludido el contacto con un gesto gruñón. Pero algo había en el rostro del viejo que lo hizo simpatizar con él y devolverle la sonrisa. Hablan siempre tonterías, comentan la temperatura del agua y el número de piscinas que han logrado hacer en la noche. Se quejan de los niños, de sus mamás zumbonas como abejorros. Con los días se entera de que alguna vez el hombre fue un comerciante de telas, que es viudo, que vive solo en un apartamento del centro, en un edificio que se derrumba, que hay días en que no intercambia una palabra con nadie. Deduce, por sus rasgos y por un leve acento extranjero, que es judío. Una noche le confiesa que esa cicatriz que tiene en el hombro corresponde a una herida de guerra. Allí, entre el agua, acceden, aunque a medias, a hacerse alguna confidencia. Jamás van más allá de su diálogo acuático. Pero el viejo le da la mano cada vez que se separan. Y Ángel, que con los días se ha vuelto más y más solitario, siente, al responder su gesto, que se despide de su doble, de un ser entrañable. Y lo hace con calidez, con insólito afecto.
Cuando llega a su casa son casi las nueve; la perra corre a saludarlo, a estregarse contra su pantalón batiendo la cola. Él le rasca la cabeza, se pone de cuclillas, estriega su mejilla contra el hocico húmedo. Al encender la luz ve un sobre que la dueña de la casa ha metido por debajo de la puerta y el corazón le da un brinco. Por el membrete comprende que es una comunicación de la entidad española que organizó el concurso de cuentos. La emoción lo hace respirar profundo. ¿Será que se ganó el maldito concurso? ¿Por qué, si no, le han escrito una carta? Porque la dirección, ahora que piensa, iba en el sobre cerrado donde se esclarecía el seudónimo. Lo abrieron, sí, verificaron sus datos. Todo esto piensa con el sobre en la mano, sin atreverse a abrirlo. Finalmente lo rasga por un extremo, saca el papel en el que el membrete se repite. Ni siquiera ha tenido tiempo de sentarse. Con una conmoción que supera la de la tarde lee una primera vez el texto, sin entender del todo, de modo que debe volver a empezar. Es como si un cielo sombrío le hubiera caído encima: la organización quiere felicitarlo porque se ha hecho acreedor a la segunda mención, premio que ha obtenido entre doscientos trece participantes. No hay remuneración, como estaba claro en las bases, pero se está considerando hacer una publicación antológica con algunos de los cuentos de los finalistas. Si la idea se cumple no dudarán en comunicárselo.
Ángel arruga el papel y lo tira a la caneca de la basura. Luego va a la cocina y comprueba, refunfuñando, que sólo hay dos latas de atún y tres huevos. Ni pan, ni leche, ni gaseosa. Debe ir a la panadería. Da media vuelta y sale dando un portazo. Mientras la tendera envuelve la compra él mira, distraído, los titulares de la prensa de la tarde en un ejemplar que reposa sobre el mostrador. Lo que lee lo sobrecoge: de modo que esto era, piensa, sintiendo que ha perdido el hambre.

            5.

Bogotá es odiosa cuando llueve. Y peor aún, cuando lo que cae no es un aguacero poderoso, sino una llovizna lerda, infinita, como la que ahora entorpece la visión de Ángel, que no tiene más remedio que manejar con todo cuidado, esquivando los infinitos huecos que, llenos de agua, quedan convertidos en trampas mortales para los automóviles. Claro que su jeep va sorteando muy decorosamente los baches, y que lleva ya unos días sin poner pereque, lo cual es un milagro. Lo único malo es que los limpiabrisas están en muy mal estado, que la oscuridad es casi total —la iluminación de la carretera es bastante precaria— y que él debe incomodarse limpiando de tanto en tanto el vidrio delantero con una bayetilla roja.
Está un poco ansioso, es natural; pero trata de no pensar en los posibles peligros, sino en lo que en estas últimas semanas lo ha mantenido en un estado de enervamiento, de excitación, de desasosiego. Jamás había tenido tan cerca a una mujer tan bella como Franca, tan desinhibida, tan viva. Sophie era otra cosa: una niñita seria, silenciosa, con una fuerza nacida más de la contención que de la expansión. Y con una hermosura distinta, de ésas que sólo comienzan a verse a medida que pasan los minutos, cuando poco a poco percibimos en el otro la tersura de la piel, la gracia de la dentadura, un hoyuelo o un gesto que embellecen el rostro que contemplamos: una hermosura sin deslumbramientos, reposada, que hace pensar a quien la admira que de alguna manera ha sido creada por sus propios ojos. Todo en Sophie era así, pausado y sereno, incluida la determinación que puso fin a los muchos meses de felicidad que vivieron en aquellos tiempos moscovitas, cuando ella sacaba un tiempo precioso en medio de los entrenamientos de danza clásica, y él se escapaba de sus prácticas de Medicina, y hacían el amor sin cansarse en el mini apartamento que Sophie tenía en las residencias estudiantiles. La serenidad de ella era como un manto que a él también lograba cobijarlo, que lo hacía sentir en un ámbito familiar. Franca, en cambio, despierta en él algo a lo que teme profundamente: una pasión. Sabe bien que ésta siempre estimula y lleva a actuar sin detenerse a medir los límites. Pero también que envilece, que pisotea el orgullo, que nubla la razón. Tiene miedo: de Franca, a la que intuye capaz de todo, y de su propio corazón, víctima ya de horribles desasosiegos.
A veces Ángel recuerda, por fortuna con una tristeza opaca y no con la rabia impotente de otras épocas, el viaje con Sophie hasta Salzburgo a conocer a su familia, la inocente emoción que su novia sentía de que la madre, una maestra de matemáticas, pudieran conocer a su novio, ese latinoamericano alto y buen mozo que ya hablaba el ruso de manera aceptable y podía decir algunas frases en alemán y en francés. Jamás olvidará cómo, al entrar en aquella casa ostentosa y vulgar, llena de porcelanas rococó y muebles aterciopelados, se encontró con la cara de sorpresa y desagrado del señor Schultz —que así se presentó, sin darle la mano—, su mirada socarrona, el comentario en alemán que Ángel jamás entendió pero cuyo significado fue evidente por la mirada aterrorizada de la madre y el gesto incrédulo de Sophie —quien ya le había advertido que su padre, dueño de varias vidrierías en la ciudad, era ríspido y agresivo, y que jamás terminaría de perdonarle que ella, en vez de elegir una profesión liberal, se hubiera dedicado a la danza clásica, ese adorno femenino que difícilmente le reportaría dinero.
¿Cómo podía explicarse Ángel que esa mujercita aguerrida, que se levantaba todos los días a las cinco de la mañana para ir al gimnasio y luego a las clases de baile, y además trabajaba en las tardes para darse los gustos que su escasa beca no le permitía, había cedido a las presiones del padre, quien debía pensar que para la familia sería una afrenta que ella fuera la novia de un latinoamericano y, para acabar de ajustar, de piel oscura? ¿Pues, qué otra razón podía existir que explicara que dos semanas después de su regreso a Moscú, al ir una noche a buscarla, se encontrara con que su apartamento estaba vacío, y con que le había dejado una carta hermética, donde efusivamente se dolía de haberle hecho daño y le pedía que se olvidara de ella? Contrariando su ruego, Ángel estuvo buscando desesperadamente su rastro, dos, tres días, sin que nadie supiera darle razón. Cuando, venciendo sus terrores, se atrevió a llamar a la casa de sus padres, en Salzburgo, contestó una mujer azorada, una tía, tal vez, una criada, que no parecía comprender una palabra de lo que él decía. Finalmente, creyó comprenderlo todo cuando la mejor amiga de su novia, presionada tal vez por las lágrimas de Ángel, le confesó que Sophie había viajado a Viena, a casa de un pariente, pensando en la posibilidad de conseguir una pasantía de dos meses, pero sobre todo para olvidarlo a él, de quien lo separaban «distancias insalvables». Aunque jamás hablaron de los tirantes días en casa de sus padres —Sophie era demasiado delicada para aducir una razón de ese estilo; no habría sido capaz de humillarlo—, estas «distancias insalvables» no podían ser otra cosa que los remilgos discriminatorios del padre, y quién sabe si también de la madre.
De discriminaciones sabía Ángel suficientemente, pues cuando servía como mesero en un restaurante de las afueras de Bogotá debió enfrentarse no sólo al síndrome de invisibilidad de los de su gremio, sino a una que otra agresión disfrazada de broma. Pero lo que jamás había conocido hasta entonces eran las penas de amor. Lo más parecido que recordaba era el desasosiego insoportable que en el internado despertó en él el Candelo. Pero como jamás se había atrevido a reconocer que aquello fuera un enamoramiento, a los veintinueve años, en el Moscú opaco de la guerra fría, y antes de que Sophie apareciera en su vida, ya había empezado a pensar que pertenecía al bando numerosísimo de desventurados que jamás conoce el amor y sus tormentos; que era por lo tanto un baldado, un insensible, un hombre sin grosor afectivo.
¡Todavía le dolía pensar en Sophie! Era como si la pena se le hubiera enquistado debajo de la piel, y, como en el caso de esas enfermedades que se ven agravadas por el frío o el calor, se recrudeciera en determinadas circunstancias, y volviera a hacerlo sufrir. Después de recibir su carta, Ángel había naufragado en un tremedal de conjeturas que lo llevaron, una y otra vez, a preguntarse cuál era su culpa. Pero al llegar a la conclusión de que todas sus acciones habían sido no sólo correctas sino inocentes, su tristeza se convirtió en resentimiento. Ya en la infancia una mujer lo había abandonado, sin considerar la magnitud del dolor que dejaba atrás. Tampoco a ella habría de verla más, porque la muerte se había encargado de que el abandono fuera para siempre. Esta vez al menos le quedaba su orgullo, esa noble coraza de la que todo ser humano puede echar mano. Cambió de vivienda, se sumergió en el estudio, y en cuanto acabó el último curso, tres meses después, hizo sus maletas y volvió a Colombia. Consiguió el mal empleo que ahora tenía, empezó a escribir los cuentos que se le habían ido ocurriendo en sus años de exilio, se acostó cuando pudo con muchachitas sin gracia que durmieran toda la noche con él y tuvieran la gentileza de hacerle un café en la mañana, y se olvidó del amor. Y en ésas estaba cuando apareció Franca, provocadora como una sonrisa burlona. Ángel había vuelto a tener miedo, como en las primeras noches en el internado, cuando antes de acostarse contemplaba las cruces torcidas del cementerio del colegio. Pero el de ahora no era miedo a lo oscuro, a lo impregnado de muerte, sino a lo que brilla en demasía, nos deslumbra y nos pierde.
En medio de la penumbra, Ángel alcanza a ver el retén del ejército con sus conos naranja y sus hombres de camuflado. Increíble que en esta noche helada estén instalados aquí, prácticamente en descampado. Se orilla, no sin sentir cómo el corazón le da brincos. Un teniente asoma por la ventana su cara anodina y le pide papeles: todo está en regla, la tarjeta de propiedad, el pase y, sin embargo Ángel tiene que controlar el temblor de sus manos al entregarlos. Lo hacen bajar del jeep y otro soldado sube con una linterna a inspeccionarlo. Debajo de la guantera está su maletín de primeros auxilios; el soldado pide permiso para abrirlo, y al hacerlo aparecen los implementos médicos rigurosamente ordenados. Lo cachean, y a la pregunta de para dónde va él dice que para Choachí, a hacer turno en el hospital. En el momento en que cree ver suspicacia en la mirada del teniente, éste le da las gracias, sin sonreír y le desea buen viaje. Ángel arranca lentamente, y del mismo modo recorre los siguientes siete kilómetros, mirando de vez en cuando por el retrovisor a ver si lo siguen. Si un carro aparece detrás del suyo él lo deja pasar, azorado, sintiendo una tensión insoportable en su cuello. Llega por fin a la desviación que anda buscando, y se interna por una carretera destapada y sin embargo bastante transitable. Cuarenta minutos después divisa el trapo rojo enredado en la estaca y gira de nuevo a la derecha. Recorre cinco kilómetros, muy lentamente, y por fin divisa la casita de ladrillo, de puertas verde oscuro; antes de que tenga tiempo de hacer señales de luz ve que la puerta del garaje se abre. Tiene la espalda empapada, y no precisamente de lluvia.
En la semipenumbra reconoce la cara de Jairo. Detrás de él, en el umbral que une el garaje con la cocina, ve la sombra de otro hombre joven, de cachucha, que saluda con un gesto de cabeza y se queda mirando cómo los amigos se abrazan y se palmotean las espaldas antes de darle la mano. Jairo lo hace seguir a la sala vacía de la casa donde están, sentados en el suelo, dos tipos con pinta de estudiantes que al verlo hacen silencio y luego se levantan. Les presenta a Ángel con cierta prosopopeya: un compañero, médico, que viene a echarnos una mano. Ya allí, a la luz desvaída de una lamparita que alumbra en un rincón, Ángel puede observar con cuidado a su amigo. Aunque no hace más de tres meses que se vieron ha experimentado cambios notorios: está más flaco, lleva el pelo más largo y una barbita rala que lo hace ver un poco más viejo. Va vestido con un pantalón de dril verde, botas, y un saco de sudadera negro. En el ambiente hay un silencio tenso, como ésos que se sienten en las antesalas de cuidados intensivos o en los momentos en que un avión atraviesa una tormenta.
—¿Dónde está? —pregunta Ángel.
—Yo lo llevo. —Jairo le hace una señal al hombre alto, que no ha pronunciado palabra, y éste les pasa dos pasamontañas. Ángel se pone el suyo.
—¿Y usted? —pregunta el tipo, dirigiéndose a Jairo.
Éste rechaza la prenda y, sin decir nada, conduce a su amigo hasta el solar que queda al fondo de la casa, donde hay una pequeña enramada atiborrada de herramienta y material de construcción. Detrás de unas láminas de zinc, en el piso, enfoca con su linterna una tapa de madera abierta que deja ver una escalera metálica, con peldaños muy separados unos de otros. Por ella bajan unos siete metros, hasta encontrarse con un túnel al que hay que entrar agachado, por el que caminan un buen trecho hasta llegar a una celda estrecha, desprovista de ventilación. Ya durante el descenso Ángel se siente sacudido por un olor casi insoportable e indefinible: a humedad, a excrementos, a sangre seca. Allá abajo, una lámpara de keroseno colgada de un clavo impide que la oscuridad sea total. En un rincón se ve un rudimentario retrete, aislado del resto por una cortina de tela, y en el otro, un catre de campaña donde descansa un hombre, tapado con colchas. En un rincón, arrumados sobre un plástico, hay algo que lo sorprende: una colección de la biblioteca popular de literatura que el gobierno sacó al mercado hace unos dos años, y que exhibe novelas, libros de poemas y ensayos de autores nacionales. Ángel se pregunta si alguien podría leer en este cuchitril, con esta luz insuficiente y este aire insano, pero no dice nada. Cuando los ve llegar, una mujer de edad mediana, de melena muy crespa y gafas de maestra, se incorpora del colchón donde ha estado sentada, con el libro que está leyendo todavía en la mano. En el suelo de tierra hay un termo y dos pocillos.
—La compañera es María —dice Jairo—. Es estudiante de enfermería. Ella nos ayudó a trancar la hemorragia...
Cuando Ángel se sienta en el borde del catre, con el maletín a sus pies, puede ver el rostro del enfermo, la palidez de su piel cetrina, llena de manchas pardas, y una opacidad en la mirada que su experiencia le revela como una muy mala señal. Con el pelo entrecano húmedo y despeinado, la frente empapada, la barba crecida y un gesto amargo deformando la boca delgada, este hombre nada tiene que ver con el otro, el adusto y apuesto de las fotos en los periódicos. Pareciera que su cuerpo no puede dejar de balancearse de un lado para otro mientras de modo intermitente, sincrónico, deja salir un quejido perruno.
Ángel le toca la frente y el cuello.
—Tiene fiebre muy alta —masculla, quitándose repentinamente el pasamontañas y poniéndolo en el suelo.
—Desde ayer le estamos dando antibiótico —dice la mujer—, pero no ha reaccionado.
—Mejor que no lo vea —dice Jairo, que se ha acuclillado junto a él.
—No me va a reconocer a mí ni a nadie.
—¿Tan mal está?
Ángel no dice nada. Quita las cobijas con brusquedad y aparece un cuerpo magro y blancuzco en calzoncillos y camiseta. Hay manchas de sangre en la sábana que cubre el colchón; la pierna izquierda, a la altura de la pantorrilla, está monstruosamente inflamada y alrededor de la herida la piel se ve tirante, de un violeta casi negro que se extiende tomando tonos rojizos y verdosos.
—¡Puta vida! —A pesar de la exclamación, poco se modifica en la expresión serena de Ángel.
—¿Qué pasa?
—¿Qué curación le hicieron?
—María le hizo un torniquete.
—Lo que hice fue clampear, pinzando. Luego cautericé con un cuchillo caliente.
—Pues debieron dejar el torniquete más de lo debido y ahora lo que hay aquí es una gangrena. Mire —le dice a María, apretando con su dedo índice la piel brillante hasta que el agujero gotea—, hay gas adentro.
—Mierda. —Jairo aprieta los labios y se pasa los dedos índice y corazón por la frente—. ¿Y ahora?
—Tocaría amputar, hermano. Pero eso sólo lo pueden hacer en un hospital. ¿Cuándo fue lo del torniquete?
—Antier al mediodía, cuando lo trajeron.
—¿Y cómo no se les ocurrió darle antes penicilina?
Jairo hace un gesto con la cabeza y emite un sonido burlón.
—Primero, esto no estaba en nuestras cuentas —explica—. El tipo ni siquiera tenía escoltas. Creímos que todo iba a ser más sencillo. Pero algún maldito chambón empezó a disparar desde la entrada del Club, alguien de seguridad. Y jodió todo. De milagro no nos alcanzó a nosotros. Apenas se pudo buscamos un compañero que es médico... pero parece que no puede moverse, que lo tienen pistiado. Ayer conseguimos a María, y ella compró el antibiótico.
Ángel quiere decir: ésta es una chambonada como de principiantes, pendejo. Ni siquiera tener antibiótico a mano. Pero lo que sale de su boca es distinto:
—Creo que es tarde, mi hermano. Creo que al hombre le quedan horas.
Ángel ve que Jairo baja un poco la cabeza, como pensando, y que con el puño cerrado de su mano izquierda empieza a dar golpecitos pausados en la palma abierta de su mano derecha. Finalmente lanza un largo suspiro, que pareciera poner fin a su reflexión. María, quien también se ha quedado muda, se ve muy pálida.
—No se ponga así —le dice Jairo.
—Es que aquí me dan náuseas. Cuando salga, no me cierre arriba, por favor. Cada tanto debo asomarme a respirar.
—Tranquila. Ahora le mando a Lucho para que la reemplace.
Ángel le pide ayuda a Jairo para mover al enfermo, lo inyecta y luego lo tapa, con ademanes suaves. Con la punta de la colcha le quita el sudor del cuello. Mientras lo hace, lo mira a los ojos: en la mirada vidriosa no es claro que haya conciencia. Luego saca un frasco del maletín y le indica a María la dosis que debe darle. También le deja ampolletas y jeringas.
—Esto es para el dolor —explica—. Si ve que está sufriendo mucho, póngale dos.
—Sí, doctor.
—Y cuatro o cinco, si no quiere que sufra más.
Dice estas últimas palabras bajando la voz y mirando a los ojos a la mujer. Ésta asiente, mientras aprieta lo que acaba de recibir contra su pecho. Ángel y Jairo suben la escalera y se detienen en el pequeño solar, un lugar enmontado, de tapias bajas, sobre las cuales alguien ha clavado meticulosamente cientos de vidrios rotos de botella. La llovizna ha calmado y el cielo empieza a despejarse. Se oye croar a las ranas y el sonido lejano y esporádico de algún camión en la carretera central.
—El puto viejo no puede morírsenos —dice Jairo en un murmullo—. Es lo peor que podría pasarnos. Aunque debiera, porque es un malnacido. Pero de todos modos la idea no era ésta... era tenerlo, negociar, soltarlo.
—Pero se les murió, mi hermano.
Vuelven a silenciarse. Se miran.
—Lo de las cuatro ampolletas...
No se han movido de sus posiciones, los dos con los brazos colgando, largo el uno, bajo y de espaldas muy anchas el otro.
—Es mejor que lo hagan así —dice—. Deje que María haga lo que le aconsejé. Que haya lo que podría llamarse un procedimiento médico. Usted, Jairo, por favor, no haga nada que agrave las cosas.
Jairo asiente, le agradece. Es evidente que hay unos sobreentendidos, que los gestos empiezan a reemplazar las palabras. Luego entran en la casa. Adentro todo está oscuro.
—Venga, tómese un tinto, que hace mucho frío.
Se sientan en la cocina, sin encender la luz. En la penumbra, los ojos de Jairo brillan como los de un gato.
—¿Quiénes son? —Ángel señala con la barbilla hacia la sala.
—El alto es Guizado. Los otros son de la Libre. Gente berraca, dispuesta a ir bien lejos, hermano.
Ángel recuerda la conversación que tuvo con Ernesto hace tres semanas, en las que él insistió en que las acciones de Jairo y su grupo eran delirantes, insensatas.
—Son desesperados —dijo—. Y la desesperación no sólo es errática sino que atrae a la muerte. Van a terminar mal.
—Oiga, Jairo —pregunta Ángel—, ¿fueron ustedes los que se despacharon a Silva?
—Lo ajusticiamos. Así se llama. Esa vez tocó. Para que aprendan que no hablamos mierda. Y vean lo que los espera. Con éste pretendíamos otra cosa...
—Esto son palabras mayores... —se atreve a decir Ángel. Usa, de manera idéntica, las palabras de Ernesto.
—A eso nos han llevado, hermanito. Todo lo demás está agotado. El largo plazo no conviene a los impacientes, como nosotros.
—Pero ustedes son pocos.
—Ni tanto. Tenemos gente donde nadie se imagina.
—Dicen algunos que por ahí no es, Jairo. Que esto se les va a volver en contra. Lo de Silva fue feo. A nadie le gustó eso. Y ahora este viejo va a estar muerto en cuestión de horas...
Jairo sonríe, con sorna. Ángel conoce bien esa sonrisa. Y le teme. Comprende que mejor cambia de tema.
—¿Qué pasó con la Monita? Estaba muy mal esa vez.
—Parece que recuperada. La mano derecha le quedó mal. Pero ya van seis semanas que la agarraron, no sé si supo. Le han dado duro, los hijosdeputa. Con las mujeres son brutales: les queman los senos con cigarrillos, todo el tiempo existe la amenaza de violación. La quieren hacer hablar.
—¿Y si habla?
—No habla.
—Son unos bastardos —dice Ángel. Se pone de pie. Es hora de irse. Dice que pasará la noche en Choachí, en cualquier hotelito, para no tener que pasar de nuevo el retén, y que regresará temprano a Bogotá.
—Cuente conmigo, hermano —dice—, siempre que la cosa no sea muy jodida. Su voz suena extraña, como si esta confesión le costara trabajo. Agrega:
—Tal vez puedan dejarlo en la puerta de un hospital. O por ahí cerca.
—No es fácil —dice Jairo—. Pero vamos a considerarlo.
En la puerta de la cocina los dos hombres se dan un abrazo. A una señal, aparece el tipo de la cachucha, que abre la puerta del garaje y espera afuera. Ángel saca el carro sin despedirse de los demás, y comienza a bajar por la carretera destapada. Al comienzo se siente reconfortado: le alegra haber hecho algo por Jairo, volver a demostrarle su lealtad y su afecto. Sabe que hay algo en sus acciones que rebasa éticamente el límite, pero no puede dejar de admirar su audacia, las formas extremas de mostrar su inconformidad y su rabia. Rabia con las ratas carroñeras, que él mismo odia. Con tantos que dan asco. En el fondo de sí reconoce que son más sensatas —y quizá más efectivas— otras formas de lucha, como la sindical en la que hace ya un tiempo viene embarcado Ernesto. Pero lo atrae más la furia helada de Jairo que la serenidad política de su hermano. Es verdad que los admira a los dos: pero por Jairo siente una atracción, una fascinación que no ha menguado ni un ápice desde sus días de estudiante.
Hace un recuento mental de sus años de amistad: de los seis o siete en que poco supo de él, mientras vivía en Moscú. De cómo se enteró por Ernesto de sus peleas con la comandancia, a la que acusaba de autoritarismo y obsolescencia, de su abandono del monte, de sus intenciones de armar un movimiento urbano, de carácter nacionalista. Y del día en que se presentó, sin avisarle, a su consultorio de la Hortúa, casi irreconocible y le pidió aquel favor que lo puso por un momento a vacilar, asustado. Sabía en las que se metía, el grado de riesgo que aquello implicaba, pero dijo que sí. Después comprendió que sus razones eran más personales de lo que él mismo suponía: un deseo de demostrarle a Jairo que estaba a la altura de sus expectativas y una necesidad de demostrarse a sí mismo que no era un cobarde.
—Son aventureros desesperados. Anarquistas. En su fanatismo se acercan a la peor derecha. Por ahí no es la cosa.
Las palabras de Ernesto vuelven a sonar en sus oídos. Pero las destierra rápidamente. No quiere pensar así. Unos kilómetros más adelante detiene su Willis, se baja y orina dándole la espalda, mirando hacia las montañas. Una bruma densa ha descendido ocultando el paisaje, desdibujando los límites de la carretera. Un pensamiento repentino llega a él con la contundencia de una pedrada: debería dejar a Franca, antes de que empiece el sufrimiento.
A pesar del frío intenso de la medianoche, que lo hace tiritar, Ángel, en medio de la oscuridad, empieza a percibirse como un fantasma.
V. El gran triángulo



            1.

            EN un tiempo relativamente corto, Franca no sólo le ha tomado confianza a la palabra libertad sino que se ha enamorado de ella. Quiere llegar hasta su fondo, que debe ser húmedo y cálido, y revolcarse en él. No la anima el deseo simple de la revancha: su ímpetu no es sólo el de la mujer sometida y maltratada que se levanta después del golpe y empieza una carrera contra el tiempo perdido. Detrás de su ansia de libertad hay una necesidad de conocimiento. Y en este sentido, Ángel ha llegado a su vida en el momento adecuado. Sin quererlo, ha venido a ponerla a prueba. No sólo representa algo distinto, sino que alienta en ella el deseo de transgredir, que estaba dormido desde sus tiempos adolescentes. De alguna manera en esta época ha vuelto a sus quince años, con sus incertidumbres, sus altibajos anímicos, su rebeldía. Queriendo tocar el fondo de la libertad, Franca ha dejado que el azar y lo imprevisto irrumpan en el orden de sus días dándoles la inestabilidad que su deseo de emoción necesita. De la mano de Ángel ha entrado en una geografía distinta, que empieza por noches de baile en bares a los que jamás habría ido por su propia cuenta, en lugares popularísimos donde deja de ser ella, Franca Valencia, para convertirse en un ser anónimo, sudoroso y feliz, y termina en la cama, donde ha roto todas sus inhibiciones y sus tabús eróticos: a pesar de que a Ángel no le faltan iniciativas amorosas, ella ha tomado las riendas de sus encuentros sexuales, y ha pasado de ser la mujer un poco tímida que se dejaba llevar por su pareja, a una en apariencia experimentada, que incentiva en la exploración de su cuerpo y del cuerpo ajeno pequeñas perversidades consentidas.
Pero hay un terreno en el que la libertad de Franca se evidencia incompleta, frágil: ha descubierto, no sin secreta vergüenza que, aunque exhibe a Ángel con desparpajo en algunos escenarios, en otros prefiere ocultarlo. Va con él a cine, a un restaurante, a sitios masivos donde si se encuentra a alguien todo se supera con un corto saludo. Pero jamás lo ha llevado donde su hermana, ni mucho menos donde su padre. Después de mucho pensarlo, se decidió a invitarlo, hace unos días, a una de las sesiones de seminario. Tenía miedo de los muchos dardos que allí vuelan, del humor filoso, las bromas pesadas y los juicios rotundos, pero no porque avasallaran a Ángel, tan aparentemente tímido, sino precisamente por lo contrario: porque podían hacer brotar en él un aire de superioridad y desdén agresivo que le había visto ya en algunas ocasiones. El resultado fue tan desastroso como se lo esperaba: Ángel no sólo no pronunció ni una palabra mientras todos especulaban, entre ironías y suficiencias, sobre un texto de Roland Barthes, sino que apenas salieron dio su juicio lapidario:
—Unos imbéciles. Usan el conocimiento para lucirse. Y todo lo que tocan lo frivolizan.
Por su parte, Luis Patricio le preguntó, días más tarde, con una sonrisa burlona, que quién era «el mudito que había traído a la tertulia». Ella, picada, le había contestado con una broma, pero había quedado inquieta. ¿Quién era, en verdad, ese mudito? En los dos meses largos que llevaban juntos seguía sabiendo poco de sus rutinas, de sus amistades, de su mundo familiar. A veces, en los momentos más entrañables, podía remontarse a una anécdota de su infancia, o de sus tiempos universitarios. Pero estas historias estaban tan desprovistas de contexto, tan desconectadas de otros hechos, que no lograban configurar un pasado coherente. De muchas cosas rehusaba hablar: de su madre, de amores antiguos, de su vida en Rusia. A veces era simplemente elusivo, a veces bruscamente categórico. Cuando Franca se mostraba recelosa, insinuándole que quizá tuviera una mujer, unos hijos, él se reía de buena gana, pero no entraba en explicaciones. Un beso, un abrazo, ponían fin a la conversación.
—Haga como yo —le decía—, que no pregunto nada.
Y en efecto, Ángel jamás la indagaba sobre su vida. Franca se decía que, quizá, ésa era la forma más pura de la libertad: no saber nada del otro, salvo cuáles son sus gustos y sus ideas sobre las cosas. El pasado queda así anulado. El presente se inventa cada día. Y el futuro no existe, porque no se trata de vivir nada a largo plazo.
Pero la idea de libertad que Franca ha empezado a construirse se estrella con otra barrera. Cuando Ángel desaparece, dos o tres días, ella se inquieta, se incomoda.
—Es el maldito deseo de poseer —le dice Genoveva—.Todo acaba ahí. Eso es lo que mata cualquier relación.
Pero la reflexión de su amiga no la toca: ella opina que tener un vínculo amoroso con alguien crea unos mínimos derechos. Ella quiere saber qué pasa. Porque en las dos últimas semanas nota a Ángel definitivamente escurridizo. Una de dos: o tiene problemas, y parece ser que ella jamás podrá saber de qué índole son, o definitivamente ha empezado a hartarse, tal vez no de ella, sino del mundo que la rodea. Porque así se lo ha expresado ya en ciertas ocasiones: hay algo frívolo, falso, que lo incomoda, en el universo de sus amigos. Ha accedido a ir a algunas reuniones con Franca, ha bailado en ellas, pero no ha movido un dedo por relacionarse con los demás.
—No voy a dejar que Ángel me despoje de lo único que traigo —le ha dicho Franca a Genoveva—. Si sigo sintiendo esa presión, voy a tener que dejarlo.
Pero no es fácil atreverse cumplir con este propósito: como desde el domingo no llama y ya es jueves, Franca, ansiosa, da vueltas por el apartamento con el teléfono en la mano. Venciendo su orgullo ha intentado llamarlo al hospital, pero por lo visto es más fácil que contesten en el Vaticano. Genoveva, del otro lado de la línea, trata de darle ideas, de ofrecerle salidas. Finalmente, lo único que se le ocurre decirle es que el que espera sale ganando. Palabras fatales para un impaciente: Franca le anuncia que ya ha resuelto ir hasta el hospital y esperarlo a la salida de su consultorio.
—Vas a hacer el ridículo —le dice Genoveva.
—Ni creas. Voy a aparecer sonriente, asumiendo que estoy haciendo una picardía. A ver qué cara hace.
—¿Y qué vas a decirle?
—Ya se me ocurrirá. La verdad, lo único que quiero es verlo.
—¿Quieres que te acompañe y te espere entre el carro?
—No, yo voy sola. No te preocupes.
Allá va, pues, Franca, envalentonada y enardecida, de modo que no se arredra de tener que meterse por lugares por los que jamás transita, de enfrentar una ciudad que a medida que avanza se hace más fea, más bulliciosa y caótica, con sus calles destrozadas, atestadas de buses que no respetan ni señales, ni peatones, ni conductores de otros carros, la ciudad de los pobres, de los abandonados, de los que luchan todos los días por un poco de respeto y consideración, y también la de los otros, la de los inescrupulosos y los matones dispuestos a tomarse por la fuerza la revancha de una vida miserable. En los semáforos la asedian los vendedores y los mendigos, la horda que la mira como a una extranjera en sus territorios. A su derecha aparece ya el hermoso edificio del hospital, con su dignidad averiada por el tiempo y el descuido, rota, gangrenada, como los cuerpos de algunos de sus enfermos. Estaciona su carro en un lote cercano, con la ayuda de un viejo que agita en su mano un trapo rojo, y camina hasta la gran puerta central sintiendo vivamente los olores de la calle, a gasolina y aceite quemado, a alimentos fritos y a las frutas de los vendedores ambulantes que se han instalado a los costados de la calle.
¿A dónde debe ir ahora? Ya en la puerta, la seguridad sin resquicios que la acompañaba pareciera resquebrajarse y ser reemplazada por una sensación de enajenamiento. A lado y lado de los amplísimos corredores de techos abovedados y muy altos, la gente espera sentada en bancos de madera, o recostada contra las paredes, o de pie alrededor de las muchas camillas en que los enfermos reposan con los cuerpos desnudos escasamente tapados con una sábana. Los médicos, con sus batas blancas, van de un lado a otro, algunos con concentrada decisión, como cumpliendo tareas específicas, otros de modo más apacible, extrañamente relajados y sonrientes si se tiene en cuenta que a su lado se oyen quejidos y se ven caras amargas y algunas veces llorosas. Aquello parece, hasta cierto punto, una emergencia de guerra. ¿Qué estás haciendo aquí, Franca? ¿Te volviste loca? ¿Qué vas a hacer caminando sin rumbo por estos pasillos, buscando obsesivamente a un hombre, como una moderna Adela Hugo? Como es la primera vez que Franca pisa este lugar no sabe cómo orientarse. Pero además su voluntad pareciera haberse resquebrajado, de modo que, sin decidirse a preguntar a nadie, sólo atina a caminar por donde la guía el instinto, esperando encontrarse en algún momento con los consultorios médicos. ¿Pero será que atiende en un consultorio? ¿De dónde saca esa idea? A lo mejor está en cirugía, en cuidados intensivos, en urgencias. La verdad, jamás ha hablado con Ángel de sus rutinas.
Para dar paso a dos sillas de ruedas conducidas por un par de enfermeras, Franca debe hacerse a un lado, detenerse brevemente al lado de una camilla en apariencia abandonada al garete. Sin querer, sus ojos se cruzan con los del enfermo: no están cerrados, como podría preverse, sino entornados, como los de alguien que estuviera concentrado en pensamientos muy hondos. Pero no parecieran ver: en sus pupilas hay una opacidad de cristal empañado, que produce la impresión de que no hay nada más allá de la superficie. Es un muchacho de catorce o dieciséis años, con el torso desnudo y los brazos extendidos a los lados de su cuerpo con las palmas mirando hacia arriba. El antebrazo izquierdo, del codo hasta la mano, está envuelto en una gruesa venda que muestra abundantes rastros de sangre seca. El derecho está conectado a un dispensador de suero. A pesar de la palidez verdosa de la cara y del gesto descompuesto de la boca, Franca lo encuentra hermoso: tiene la nariz recta, el pelo abundante, la piel libre de cualquier marca o aspereza. En el costado derecho, sobre la tetilla oscura, tiene una cicatriz vieja, rosada y burda. ¿Por qué mira así, como deben mirar los muertos? ¿Por qué ni siquiera se queja, por qué no se revuelve sobre la colchoneta como hacen casi todos los otros pacientes? La inercia de ese cuerpo jovencísimo, la forma tan débil en que su pecho evidencia que aún respira, la conmueven. También ese desconcertante abandono. Mira a su alrededor buscando algún familiar, pero no ve a nadie. Tiene el deseo de extender el brazo y tocar esa frente, hacerle una caricia. Pero el pudor se lo impide. Sin embargo, como si una fuerza superior la clavara en el piso, permanece allí, mirando a aquel muchachito a los ojos, como si de ello dependiera su alivio, su recuperación. Y de repente, entra por algún lugar de esa mirada y empieza a caer en un pozo, oscuro, sin fondo, que le chupa la sangre, que le quita la respiración. Abre mucho los ojos, como para agarrarse a un borde. Y lo consigue: es el borde de la camilla, al que se aferra para no caer. Un hombre que no había visto antes, bajo y moreno, de pelo muy oscuro, la está sosteniendo del brazo:
—Está muy pálida —dice—, mejor se sienta.
Franca respira, como le enseñó su madre, sólo por la nariz, muy lento, muy lento. Luego camina unos metros, vacilando, mirando a un punto fijo para no caerse, y sale a un enorme patio central donde hay un jardín. El hombre la acompaña hasta un murito de ladrillo y espera a que se siente y se recupere. Luego se marcha, porque Franca le dice que ya está bien, que no se preocupe. Todavía un poco atontada, mira el entorno: en contraste con el desgreño del interior del edificio, este lugar, donde no hay casi nadie, se ve cuidado y hermoso. El sol del mediodía cae sobre las plantas, iluminándolas, y una brisa limpia y cálida las agita, y a ella la despeina, con delicadeza, casi con afecto. Entonces Franca se echa a llorar. ¿Por qué llora? ¿Por el muchacho agonizante? ¿Porque ha descubierto su desatino, lo errático de aquella búsqueda, la humillación a la que se expone? ¿O de rabia e impotencia? No lo sabe.
Permanece allí un buen rato, dejando que salgan sus lágrimas, sin tratar de entender, respirando el aire del jardín que deja escapar leves aromas. Pero cuando ve que un grupo de médicos viene charlando alegremente por uno de los senderos de ladrillo, decide que debe huir de allí evitando que Ángel la vea. Sale, casi corriendo, como queriendo minimizarse, desaparecer. Llega a su carro, le da unas monedas al hombre del trapo rojo y arranca, sin saber muy bien hacia dónde va, sólo que ha enrumbado hacia el norte. Pone la música en tono muy alto para sustraerse de todo, inclusive de ella misma. Sortea de nuevo los cientos de escollos, y cuando llega a la veintiséis sabe ya lo que quiere: en vez de dirigirse a su casa irá directo hasta el taller de Luis Patricio. Quiere invitarlo a almorzar, tener una conversación agradable e inteligente, estimularse. Es lógico. Franca no está enseñada a ir como ahora con el rabo entre las piernas, sintiéndose sin lustre como un perrito sarnoso, y furiosa por estar desatendida por un hombre al que ella misma sedujo. Necesita encontrarse con alguien que le devuelva el amor propio. Un ánimo vengativo empieza a urdir en su mente pequeñas y grandes maldades, haciéndola sentir mejor. Cuando timbra a la puerta del taller ha recuperado algo de serenidad.
Pero Luis Patricio ha salido al banco. Se lo dice la única persona que está en la casa, un tipo al que nunca ha visto y que sale a recibirla con un libro en la mano, un libro que debe estar leyendo en este momento porque ha metido su índice entre las páginas a modo de separador.
Franca entra, un tanto defraudada, diciendo que lo esperará diez minutos: no piensa dejarse vencer así no más de la circunstancia. Piensa que, si fuera sensata, debería ir a su casa a almorzar y a darle vuelta a Mateo, que ya debió llegar del colegio, y marcharse enseguida a la Universidad. Pero no sólo está deprimida sino que hace mucho rato que la sensatez la abandonó.
Sentados en un banco del jardín, ella y el desconocido desarrollan una conversación durante los cuarenta minutos que tarda en llegar Luis Patricio. Así que cuando éste llega Franca ya sabe que el hombre se llama Juan; que es editor de libros de arte, oficio que ejerció en Londres durante quince años; que en estos momentos tiene un proyecto en el que trabaja con Luis Patricio; que hace dieciocho meses volvió al país, a vivir en la vieja casa paterna donde habitó la madre hasta la muerte, ocurrida hace unos meses; y que es amante de los caballos y tiene tres que se llaman Bernina, Malvolio y Barrabás. Es un hombre de unos cincuenta años, alto, de manos cuidadas, vestido con unos bluyines viejos, una camisa blanca de algodón y unos zapatos finos de color piel. Su voz es ronca, como la de los fumadores pertinaces, y habla en tono muy bajo, como si temiera molestar a otros. Por lo que dice, por la forma en que lo dice, ha logrado despertar el interés de Franca: ésta quiere saber más del personaje y también darle a conocer quién es. Aunque ella misma no lo sepa. Deciden ir a un restaurante muy tradicional, ubicado desde hace más de veinte años en una casa vieja estilo inglés, a sólo unas cuadras del taller de Luis Patricio. Allí los meseros lo llaman por el nombre, como a un antiguo conocido. A la segunda copa de vino Franca ha olvidado ya sus recientes desasosiegos, sus tristezas y hasta sus rabias. En la modesta terraza del restaurante, con los rayos del sol iluminando su cabeza castaña, se ha transformado en una moderna valkiria que en su cielo momentáneo escancia licor a sus admiradores. ¡Ah, belleza, cómo consuelas, cómo espejeas y deslumbras, cómo engañas y martirizas y deformas la realidad ingrata! En su escenario de dos por tres Franca luce sus habilidades. Cuenta historias, despliega hipérboles, miente para hacer reír, se burla de sí misma, muestra su desenvoltura, su imaginación, un desenfado que sólo pueden tener seres como ella, inteligentes, desprejuiciados, cosmopolitas. Luis Patricio resulta un buen compañero de escena: sabe citar, decir frases lapidarias, criticar sin piedad, pelear ficticiamente con Franca para demostrar una idea.
El recién llegado, en esta obrita, parece que, en vez de unirse al dúo de comediantes, ha decidido desempeñar otro papel: el de espectador, sin el cual ninguna representación tiene sentido. Así que, o bien sólo observa con una sonrisa irónica, o bien celebra con risa moderada las ocurrencias de sus interlocutores. A veces, para desconcierto de Franca, no se ríe cuando se espera que lo haga; pero en otras, complementa alguna idea con un comentario mordaz, que les hace saber que pertenece a su misma familia. Aquellos tres instrumentos han resultado, pues, muy afinados, y aquel concierto muy variado y ameno. Como a las cinco están más que chispeantes deciden beberse otra botella en el estudio de Juan: les mostrará el libro que está haciendo con unos grabados de Julián Schenko.
Sólo debes hacer, Franca, la llamada reglamentaria: saber que todo marcha bien y luego abandonarte. Esto, no lo olvides, es ser joven, ser libre. Ya era hora del desquite. Y te sabe a gloria.

            2.

Cuando Franca llega a su casa, a eso de las diez, está un tanto borracha. Al estacionar el carro le hace un rayón con una columna pero poco le importa porque trae el espíritu en estado de expansión eufórica y el cuerpo liviano y feliz. Va al cuarto de Mateo y lo ve durmiendo en la cuna. A su lado, en una camita estrecha que consiguió para tal fin, la niñera duerme también, con respiración tan profunda y acompasada como la del niño. El cuarto huele a leche caliente, a talcos, a compota de manzana. Franca sale de puntillas, va hasta el baño del pasillo y se sienta a orinar. Apoya los codos en los muslos, y las mejillas entre las manos y se queda medio dormida, bamboleando levemente la cabeza. De pronto, con un estremecimiento, despierta sintiendo que alguien la está mirando. Lanza un gritito de terror e intenta pararse, pero en ese momento cae en cuenta de la situación. Es Ángel, que ha asomado su cabeza al cuarto de baño, y que al verla dormitando se ha quedado mirándola con aire burlón.
—¡Mierda!
La expresión es de Franca, quien instintivamente ha cerrado la puerta con la punta del pie, entre asustada y humillada. Tiene un enorme sentido del ridículo y jamás ha dejado que nadie la vea en situaciones tan íntimas; ni su madre ni Lorenzo la vieron nunca hacer sus necesidades.
—Soy yo —dice Ángel del otro lado.
Le responde un silencio. El estado de ánimo de Franca ha cambiado de repente. En primer lugar, no entiende en qué momento Ángel se hizo a una llave: sabe que, fiel a un pacto consigo misma, jamás se la dio. Pero además, el único día en que preferiría no verlo él tiene qué aparecer. No es precisamente una sonrisa lo que le ofrece al salir del baño.
—¿Dónde te habías metido?
Las dinámicas del amor, esas gallinas gordas, se alimentan de lugares comunes. De frases hechas, expresiones cursis, reclamos en términos manidos. ¿Dónde te habías metido? El tuteo ha vuelto a aparecer, tal vez estimulado por la rabia, en esta pregunta de esposa regañona o amante celosa. Franca se da cuenta de la trampa que ha pisado, contradiciendo sus convicciones y, sin embargo, como una marioneta que es manipulada por una mano gigantesca, no se detiene ahí sino que se acerca a Ángel y le da unos golpes furiosos en el brazo con sus puñitos apretados. Éste, que la está mirando fijamente con expresión incomprensible, la toma con suavidad de las muñecas, le habla al oído, la conduce hasta la cama, le quita los zapatos.
Franca parece amansarse. Pero es que el sueño, como una ola oscura, la arrastra ya, dócilmente, hacia la bruma. Ángel permanece a su lado diez, quince minutos, hasta que comprueba, por lo pesado de la respiración, que duerme profundamente. Entonces va hasta la nevera, saca una Coca-Cola, la sirve en un vaso, se sienta en la mesa de la cocina y la toma lentamente, a sorbitos. Enciende después un Pielroja y lo fuma, haciendo figuras con el humo. Luego regresa al cuarto de Franca. Se quita los zapatos, se acoda en la almohada y la contempla. Su belleza le produce casi malestar: la palidez de la piel, sin manchas ni lunares, el pelo castaño cayéndole de cualquier forma sobre la frente, la oreja, rosada en los bordes, de surcos firmes y pronunciados, la boca gruesa que el sueño ha dejado entreabierta, se le antojan más ajenos cuanto más cercanos.
Acerca su nariz a su pelo y husmea, tratando de reconocer los distintos olores que trae: hay rastros de perfume, de humo, quizá de algo más... Olfatea también el cuello, y el pecho, cuidando de no ir a despertarla. Quiere constatar que la fragancia que encuentra entre los senos es igual a la de la cabeza. Prueba una y otra vez, hasta estar seguro. Luego va hasta su ropa, hecha un ovillo en la silla, y hace la misma operación. Abre su cartera y la vacía sobre la cama: caen un espejo, una bolsa de cosméticos, un estilógrafo, un paquete de pañuelos faciales, la billetera. La abre: cuenta veinte, cuarenta, setenta y cinco mil pesos. Examina el pase, la cédula, un carnet de seguros médicos, una foto de un jovencito desconocido, vestido de una manera antigua. Saca la foto y se la mete al bolsillo. Luego abre la pequeña bolsa azul de cuero y revisa: aspirinas, hilo dental, un frasquito de perfume, mentas, dos brillos de labios. Escoge uno y también lo guarda en su chaqueta. Luego deja todo en su sitio. Sale de puntillas y apaga la luz. Cuando está cerrando la puerta de la calle, oye que la niñera dice, entre sueños: «es blanco». Baja las escaleras, abre el viejo portón de vidrios esmerilados, sale a la calle, se monta en el Willis.
De vuelta en su casa prende la televisión y espera las noticias mientras hace una pasta con atún. Tiene un hambre atroz. En la pantalla un periodista abre la emisión con la noticia del día: han encontrado, a la vera de un camino rural, el cadáver de Gonzalo Patiño, ex ministro y actualmente presidente de una financiera multinacional. Su cadáver, dice la información, tenía un orificio de bala en la nuca, colgado del pecho, en un burdo cartón, las siglas de MORO, la organización a la que en el último año se atribuyen al menos tres atentados terroristas y dos secuestros. Luego hace una semblanza del personaje muerto. Muestran fotografías suyas con sus hijos, con su mujer el día de la boda, con el actual presidente de la república. Y una reseña de los posibles victimarios.
Ese agujero en la nuca, piensa Ángel, equivale a una declaración de principios. Está claro que Jairo no va a dar una tregua ni a aceptar una equivocación. Tira las sobras a la caneca, y cuelga la chaqueta en el armario. Pero antes esculca los bolsillos para desocuparlos. Palpa algo extraño, lo saca, lo mira: es el brillo de labios de Franca. Lee: sabor a canela.

            3.

Hace dos días que lee, a saltos, La muerte de Virgilio. Sabe por Juan, que puso el libro en sus manos, que esa enorme narración la escribió su autor durante las cinco semanas en las que estuvo detenido por la Gestapo, y que habla, entre otras cosas —así se lee en la contraportada— del arte «en tiempos de penuria». Franca salta del Agua al Fuego, del Fuego a la Tierra, de la Tierra al Éter. ¡Ay, Dios, ese texto la vence! Pero ella no está dispuesta a dejarse derrotar. Una parte suya, la «trascendente», la que aspira a engrosar su yo con toda clase de experiencias, quisiera entender esta obra: no resiste que insulte su inteligencia y su sensibilidad; otra, más mezquina, quiere saber cómo decirle al dueño del libro algo que valga la pena. ¿Pero qué vacuidades, qué tonterías va a decirle si ella no entiende el sentido final de este texto? Quizá deba comentarlo antes con Luis Patricio. Para que le dé luces. Pero sólo pensar en reconocer frente a él sus incompetencias la llena de humillación. Dirá, entonces, con cara impasible, que le pareció interesante.
La palabra que Franca ha usado para definir a Juan frente a Genoveva también es interesante. Pues todo lo interesante rima muy bien con el mundo en el que ella parece estarse instalando con dificultad pero con aparente desenvoltura: interesante, para Franca, es lo opuesto a lo vulgar, a lo manido, a lo horriblemente domesticado que habita en la cotidianidad. Lo novedoso, lo mundano, lo que se mueve con gracia y naturalidad por encima de las pequeñas contingencias. En este sentido, Ángel no es interesante. Es demasiado viril, silencioso, huraño. Su fuerza de atracción viene de otra parte: de la opacidad, del misterio, de su forma de andar en contravía. Frente a la sofisticación de Juan, Ángel es rudo y primario como un bárbaro.
Pero además, Franca está ella misma en trance de hacerse interesante: ya hace tiempo que su graciosa cabeza bulle y bulle, como una marmita en la que entran y ocupan su lugar nombres y fechas, conceptos y sensaciones que se van amalgamando en una densa masa que no para de moldearse. Y ese nuevo ser suyo merecería un espectador de primera. Está, claro, Luis Patricio, a quien sigue considerando un buen guía intelectual. Pero ahora ha venido a inquietarla este personaje cínico, ilustrado, desdeñoso, que es Juan. Le han dicho que tiene una relación formal con una mujer de su edad hace más de diez años. Que es una mujer atractiva, y fuerte y muy celosa. Pero que viven en sitios distintos y no se ven más de dos o tres veces a la semana. ¡Mayor acicate! Sabe bien lo que hay que hacer en estos casos: embestir, como una bestia joven, y luego dar media vuelta y saltar hacia los burladeros: nunca falla.
Pero Franca ha calculado mal. Le bastan unos pocos días para comprobar que en sus treinta años nunca ha conocido un espécimen masculino de esta naturaleza. Los juegos de Luis Patricio quedan convertidos en torpes ingenuidades al lado de los muy refinados de Juan. No se debe poder aprender a jugar así en cuestión de meses, piensa: es un arte que lleva años de matemático cálculo, de pequeñas derrotas e innumerables victorias, de fino despojamiento de cualquier vulnerabilidad. Como el precio es alto, tal entrenamiento sólo puede llevarlo a cabo un hombre que ha conquistado una visión despiadada de todo, y una sonrisa cargada de desdén. Alguien que ha descartado cualquier sentimentalismo.
—Tú para qué trabajas tanto, muchachita —le dice a Franca—. ¿No sabías que todo lo que estaba por hacerse en arte ya se hizo?
Ella se ríe de estas observaciones; le encantan.
—Tú cállate —coquetea—. Eres un ser anacrónico. Mira lo que estás leyendo. Goethe. ¿Quién lee todavía a Goethe?
A los ojos de Franca Juan es un bicho raro, con sus gustos excéntricos, su ironía consumada y su actitud impertérrita. ¿En qué se parecen sus gustos a los de sus amigos, que sólo oyen salsa, tangos, boleros? Todo en él la remite a un aristócrata arruinado: desde sus finas manos de modales severos, hasta su incisiva mirada burlona sobre el mundo.
—A ti y a mí nos criaron odiando la vulgaridad —dice Juan—. ¡Como si eso fuera posible en este país vulgar, en esta ciudad vulgar, y en este barrio descaecido que se deshace en la más irrisoria de las vulgaridades!
—Es un decadente —le dice Franca, que ha oído que Luis Patricio califica de ese modo el cine de Visconti, a su amiga Genoveva.
Debe tener su encanto ser decadente, piensa. Y no puede olvidar esa palabra la tarde en que, después de varios encuentros circunstanciales, va a la casa de Juan con el pretexto de ver unos grabados. Es una casa de estilo republicano, la misma donde nació y donde vio morir a sus padres hace unos años. Todo allí adentro tiene un aire severo y anacrónico: la biblioteca, con sus muchos libros forrados en cuero, los óleos y las acuarelas un tanto desvaídas, los tapetes orientales de bordes raídos, los floreros de plata y de porcelana sin una sola flor.
—Todo como lo dejó mi madre. ¡Qué asco! Mi santa madre que, pobrecita, creía en la dignidad de un orden. Vivo en un horrible santuario. En un museo tenebroso. Pero aquí me siento mucho mejor que en la inanidad aséptica del apartamento en que algunos quisieran verme viviendo. Porque, además, con lo que me den por esta casa apenas si compraría un horroroso pisito en un barrio de los extramuros. Y a mí me gusta el centro, con su barullo y su suciedad. La vulgaridad tiene también su belleza, siempre que no sea en una mujer. Por mí me quedaría sólo con unos pocos libros: despojaría las paredes, los pisos, botaría todos estos cachivaches, quemaría tanta cosa inútil. Pero me da pereza, muchachita. «Mi pasión es la indiferencia», escribió un poeta español. La mía es peor: la mera inercia.
Aquella retórica logra cautivar una parte de Franca, que ha empezado a ejercer su ya sabida vocación de discípula mientras mira la biblioteca. Cioran, Vladimir Holan, Georg Trakl, son nombres que han empezado a hablarle a su ignorancia llena de pálidas referencias. Le propone a Juan, en estratagema que sabe un poco burda, que lean juntos alguna cosa. Claro que sí. Pero esto a palo seco no se puede. Juan le pide que la acompañe a elaborar unos dry martinis.
La vanidad y una indolencia mórbida hacen que Franca deje que el tiempo se extienda más allá de lo previsto. Hojean libros de arte, oyen música, y beben de tal modo que un placentero hormigueo la recorre ya antes del primer beso.
—Ahora desvístete, que quiero mirarte.
La construcción de la frase, su sentido voyerista, la espolean. Franca sabe que primero habrá que jugar, medir fuerzas. Y eso hace. Pero el cinismo de Juan termina por vencerla.
—Ah, no me digas, niña, que eres de las que necesita primero un besito en la nuca. Si eres tan viva como pareces, ya te habrás dado cuenta que no soy de los que se ponen con carantoñas. Tú me gustas y yo te gusto. ¿O me engaño?
«Tú me gustas». Esas palabras suenan bien en los oídos de Franca. Anuncian sexo escueto, placer puro.
—Bueno. Pero cierra los ojos —le dice ella.
Se quita la blusa y adopta una postura de maja desnuda. De la cintura para abajo está vestida. Arriba lleva apenas un sostén de algodón blanco, insípido como el de una deportista. Odia los encajes, el negro, todo el falso sex-appeal de las revistas femeninas.
—Ya —dice Franca, como los niños que juegan a la lleva.
Juan la mira con una levísima sonrisa, como un coleccionista que examina una pieza de valor.
—Qué bonitas clavículas —dice.
Franca se ríe. El hecho de estar con un hombre mucho mayor que ella le da seguridad y la sensación de estar rompiendo un tabú. Se levanta y comienza a quitarse, fingiendo un striptease, los zapatos, los bluyines, las medias. Ya en ropa interior, se sienta adoptando una pose de niña perversa.
—Pareces una de las niñitas de Balthus —dice Juan.
Quién sea Balthus es algo que Franca ignora. Para disimular su ignorancia suelta una carcajada. Juan se sienta al borde del sofá.
—Tienes senos de muchacho —dice—. Me gustan. Odio las mujeres de pechos grandes.
Se besan, se ríen. Franca ha empezado a sentir un deseo agudo, a respirar agitadamente. Por eso no puede creer cuando cinco minutos más tarde Juan se incorpora, exhala un suspiro, y dice, en voz muy baja:
—Bueno. Vístete.
Comprende que otra vez le ha dado una orden, muy suave pero perentoria. Y además, en un sentido que la desconcierta.
—¿Por qué?, ¿qué pasa?
La pregunta es genuina: quizá alguien ha entrado en ese momento, alguien que tiene la llave y está a punto de irrumpir en su intimidad. Pero no: Juan le acaricia la barbilla, con gesto paternal, antes de mirar el reloj.
—Perdóname. Pero estoy esperando un cliente a las siete. Comprende que esto no estaba previsto. ¿Puedo pasarme mañana por tu casa?
—No voy a estar mañana en mi casa. Ni en ninguna parte. —Mientras se viste, con la cara arrebolada y el gesto enardecido, Franca toma conciencia de que su respuesta la ha hecho parecer una mujer del montón, ingenua, bobalicona. Lo confirma cuando oye las palabras de Juan:
—No te enojes, muchachita. Ni hagas pataletas que eso es muy feo. Es verdad que no he debido dejar que esto empezara. Pero no es como para hacer pucheros.
Al día siguiente, examinado el episodio con Genoveva, ésta dictamina: mala suerte, querida, te has topado con un impotente. ¿Será? Franca duda: argumenta que le ha notado una erección. Entonces, o es un sátiro o un patán. O lo que es peor, tiene una mujer que lo domina y estaba a punto de llegar o de llamar. Yo de ti, no volvería a mirarlo.
Sí, así será. Muy a su pesar, porque ese hombre ha logrado despertar en Franca una ansiedad inusitada, una curiosidad insaciable, un deseo irreprimible de conquista. Está triste y rabiosa. Para compensar, se ha citado con Ángel en la cafetería de la universidad: hace ocho días que se niega a verlo, con el pretexto de que está un poco agobiada, de que quiere tomar distancia. Porque las cosas están complicadas: él no sólo se ve irritable, nervioso, sino que insiste en no llevarla a su casa. No es un sitio que esté en las condiciones en que yo querría que usted lo viera, aduce. Pero Franca sospecha que hay algo más. ¿Qué oculta? ¿Por qué nunca le ha dado su dirección? ¿Será que vive en una pocilga? ¿O que vive con alguien? Los encuentros en su apartamento tampoco son fáciles: los ojos de la niñera registran todo, y ella no quiere que Mateo venga a tocar a su puerta y no pueda abrirle.
Después de un rato de estar conversando, ella le coge la mano, la acerca a su cara. Huele a jabón, a cigarrillo. Con la punta de su lengua hace cosquillas sobre la palma, sintiendo que el deseo empieza a revolotear sobre ellos, exacerbándolos. Un rato más tarde Ángel propone que vayan a un hotelito cercano. Franca asiente, sin dudarlo, anticipando ya una sordidez que la excita, que la llena de curiosidad. ¿Sin embargo, por qué sabe Ángel de ese lugar? Se lo pregunta, ni más faltaba, aunque sintiendo vergüenza de sus vagos celos. Ángel se burla de sus suspicacias: pues porque está en la zona, porque he pasado muchas veces por ese lugar. Van caminando hasta el edificio, que es feo y discreto a la vez, y está en una calle triste de un barrio triste, tan cercano a la universidad que es allí a donde seguramente van los estudiantes a calmar sus ímpetus.
Franca entra tratando de examinar en detalle lo que ve, con curiosidad divertida: pero allí nada tiene relieve, ni es estruendosamente kitsch como ella lo imaginaba; la entrada es modesta y estrecha, con un mostrador atendido por una mujer con ojos de pájaro. La escalera tiene incrustados azulejos que algún día debieron darle un aire gracioso, y hasta digno, pero que hoy, desportillados y deslucidos, transmiten una sensación de deterioro. La habitación es oscura, casi hasta el punto de tener que encender las lámparas, y está, como era de esperar, cubierta de espejos. La ventana que da a la calle ha sido sellada. Franca se ríe, sentada al borde de la cama, examinando las sábanas, que le parecen bastante decorosas. Nunca antes ha estado en un motel.
—Me temo que de ahora en adelante éste será nuestro paraíso —dice.
Cuando sus ojos se cruzan con los de Ángel siente algo así como un ramalazo: hay en su mirada un deseo tan implacable, tan urgente, tan lleno de determinación, que la remite de inmediato a la crueldad. En efecto, Ángel la despoja rápidamente de la falda y le baja las medias con un ademán preciso y casi violento. La reacción de Franca es de excitación: el lugar extraño, la sensación de haber traicionado a su amante, la visión renovada, en aquel escenario de pacotilla, del cuerpo sano y atlético de Ángel, el olor, aquel olor indescriptible, y su brusca forma de hacerle hoy el amor, llena de una imaginación casi perversa, la exacerban. Se crispa, se extiende, se exhibe, sin pudor ninguno. Pronuncia a su oído frases jamás pronunciadas. Lame sus orejas, su cuello, su ombligo. Y gime, gime, porque sabe que en ese lugarcito sórdido no hay límites, y que ella repite cientos de gestos que otros ya hicieron entre esas mismas paredes.
Cuando entran a su apartamento los ojos le brillan todavía de esa forma honda y plena que producen los amores clandestinos o las pasiones muy recientes. No se ha querido lavar las manos, porque en ellas lleva el olor de la piel de Ángel, y así podrá recuperarlo después de que se él se marche, en la noche, sobre la almohada. Mateo sale a su encuentro con un lápiz en una mano y un cuaderno en la otra, y detrás la niñera sonriente. Apenas ahora se da cuenta de que ésta es una adolescente en transformación. Sobre la mesa del comedor ve tres lirios de manchas felinas en un florero de cristal. La sirvientita le dice que el muchacho de la floristería las trajo hace un rato. Franca, sorprendida, se acerca a leer la tarjeta, seguida de Ángel. Pero no hay firma, ni mensaje. Sólo el blanco del papel, que a los dos le resulta de una elocuencia peligrosa.

            4.

Hace dos semanas que Ángel, por voluntad propia, ha dejado de ver a Franca. Porque desde los tiempos de Sophie no había vuelto a depender de esa manera obsesiva de un sentimiento, de una persona, ha decidido dejar esa relación y evitarse más sufrimientos de los que ya tiene. Que ella no haya hecho hasta ahora ningún movimiento para acercarse lo llena, sin embargo, de una desazón y una rabia casi insoportables. Comprende que ese cuerpo extraño que se mueve dentro de su propio cuerpo es el animal de los celos, esa forma ignominiosa del orgullo. Y no encuentra, hasta ahora, la manera de exorcizarlo.
Para calmar el desasosiego que lo acompaña en los últimos días con la persistencia de un zumbido en el oído o un ardor estomacal, Ángel ha tratado de volver a escribir. Cada una de las últimas noches ha durado hasta altas horas, embebido en cada palabra, batallando con un lenguaje que se obstina en no cuajar, en empobrecerse en lugares comunes, en débiles metáforas, en construcciones desabridas y sin fuerza. Pero la sensación de fracaso ha terminado por vencerlo. En un esfuerzo desesperado de autoprotección se ha negado a ceder a la tentación de releer el libro que envió al concurso: quizá esté pasando por una época de feroz autocrítica, piensa, quizá las exasperaciones de las últimas semanas se han extendido también a estos terrenos, poniéndolo en predisposición consigo mismo. O tal vez sea definitivamente cierto que su talento tiene la triste medianía de casi todo el mundo. Dejará todo en veremos, y lo recogerá en otra ocasión, si es que para entonces persisten sus deseos de escribir.
Hoy, sin embargo, Ángel está ligeramente optimista: ha sido citado por su decano, no sabe muy bien para qué, pero tiene la esperanza de que sea para ofrecerle un medio tiempo. Con el paso de los días ha descubierto que le gusta enseñar, y le entusiasma pensar que podría seguir alternando la docencia con el ejercicio médico. Total, ni la Medicina ni la plata le interesan demasiado: que pudiera disfrutar de algunas horas libres y vivir con un poco de holgura, sin las estrecheces de hoy, ya sería algo.
El decano es un tipo simpático, un hombre serio, gran investigador y maestro de vocación. Tiene respetabilidad y es reconocida su capacidad a la hora de hacer conciliaciones y de negociar con sus subalternos y con las directivas. Por eso Ángel entra a su oficina de buen talante, pues él también aprecia a este hombre. Está un poco tenso, es verdad. Su relación es distante, casi nula, puesto que apenas es un profesor de cátedra. Pero tal vez por lo mismo quiere dar una impresión agradable.
Como suele suceder, la conversación transcurre primero por caminos trillados, mientras los interlocutores se afianzan y lo importante sale a flote. Y «lo importante» ha empezado a salir muy suavemente de los labios del decano, tan suavemente que al comienzo Ángel no comprende del todo de qué se trata. Cuando, como un rayo, la información llega a su cerebro, palidece, mientras el corazón le da brincos. Sí, lo que su decano le está diciendo ahora con toda delicadeza es que debe hablarle de algo un poco bochornoso, que lo siente, pero que la decana de Artes le ha hecho llegar —en forma muy confidencial, eso sí, porque no se pretende crear un escándalo— una queja elevada por uno de los guardas, que asegura haberlo sorprendido a él, a Ángel, en actos inconvenientes y no recomendables dentro de un aula de la universidad.
El decano hace una breve pausa como para darle a su interlocutor tiempo de revirar. Pero éste no dice nada: extrañamente no hay contrariedad evidente en su gesto. Ha recibido estas palabras con una calma insólita, sólo traicionada por la palidez mortal del rostro que ha puesto alrededor de los labios una mancha blanca. Fuera de las aulas —continúa su jefe— no hay problema ninguno, todo pasa a ser parte de la vida privada de los profesores. Pero dentro del campus es otra cosa. Esta reconvención, debe quedarle claro, no nace de un moralismo idiota, como podría pensarse, sino de la necesidad de acatar unas normas éticas que además protejan a la institución de posibles acciones legales, porque tiene entendido que en aquella ocasión —hace ya varias semanas, pero todo en la universidad es lento, como se sabe— la persona que estuvo comprometida fue una alumna.
Ahora que el decano parece haber terminado su discurso Ángel siente que la vergüenza lo pone a vacilar, que no encuentra palabras para explicarse. Finalmente dice:
—Ella es una mujer hecha y derecha. No una estudiante.
Mientras da esta respuesta se hace consciente de lo irrelevante de la misma, de lo poco que viene al caso. Pero no dice nada. El decano, por su parte, parece momentáneamente extrañado con ese comentario. ¿Acaso equivale a una justificación? Su cara adquiere una severidad que antes no tenía: quizá esté pensando que aquel encuentro sexual tuvo lugar con una profesora.
—Finalmente no importa con quién haya sido, Ángel. Eso es lo de menos. Lo que veo es que usted acepta la acusación. No he querido amonestarlo por escrito, porque no me interesa comprometer la confidencialidad de esta información ni dañar su hoja de vida. Aprovecho para decirle que sé que es usted un profesor que dicta en forma decorosa sus clases, y que no ha sido tan mal evaluado por sus alumnos. Por eso mismo, reconvenirlo no es lo que más me gusta; cumplo, desgraciadamente, con mi deber. Imagínese por un momento que estas prácticas se multiplicaran en el campus.
El decano baja la voz hasta un punto casi inaudible:
—Para eso hay lugares apropiados —dice.
Ángel, con voz bronca, como salida de las entrañas, le pide que acepte sus excusas.
—Quiero que entienda que fue algo circunstancial, una tontería de mi parte, un acto irreflexivo.
—No se preocupe. Acepto sus explicaciones. Dele gracias a Dios que aquí la cosa no es como en otras partes. En cuanto a sus cursos, creo que María Beatriz quería proponerle un cambio. Quisiéramos que diera una de las básicas en vez del curso que tiene ahora. Pocos profesores se le miden a esas materias, y el número de estudiantes ha crecido y sigue en alza. Hable con ella.
Ah, ahora Ángel comprende todo: de modo que ésta es la represalia. De modo que el tal decano, tan decente, ha resultado un hijodeputa más. Ahora éste se levanta, en señal de que ha terminado. Ángel se despide con seca cordialidad y sale a la luz del mediodía con un malestar que es casi físico. Siente una necesidad imperativa de contarle a Franca este vergonzoso episodio, sobre todo para hacerle un reproche implícito, porque fue ella, con su ánimo provocador, la que propició esta situación, que, aunque muy probablemente no lo pone a tambalear en su puesto, sí le hace perder puntos frente a sus superiores. Es verdad que el silencio ha sido siempre su gran aliado, que muy poco ha compartido con nadie lo que tiene que ver con su vida privada, con sus descontentos o con sus afugias. Desde mucho antes de la época del internado recuerda su deseo de enconcharse, de no compartir sus sentimientos con nadie, ni siquiera con su hermano. Tampoco con Jairo llegó nunca a tener confidencias. Pero ahora siente ganas de hablar, de convertir en palabras su furia. Quizá pase por la noche a su casa; ya verá en qué tono la entera de lo sucedido: ni muy liviano, ni muy grave, así ha de ser, para no hacer el ridículo ni tampoco hacerle creer que se trata de algo banal. Pero tan pronto esta idea le pasa por la cabeza se da cuenta de que se está haciendo trampa, de que ha construido su propia coartada para volver a verla. ¡Ay, si Franca no fuera tan banal, tan puta, tan pequeño burguesa!
Mientras camina siente que algo más allá de su rabia por Franca y por la humillación sufrida hace un rato lo tiene incómodo, contrariado; hace un esfuerzo por encontrar la molestia, hasta que comprende qué es: dos de las cosas que dijo el decano se le han incrustado en la mente de modo tan incisivo como perturbador: «en forma decorosa» y «no tan mal evaluado». De modo que así es como lo ven, como un profesor sin ningún brillo, que no provoca entusiasmos especiales ni se destaca en ningún sentido. ¡Bueno es saberlo!
Esa tarde, durante la consulta, siente que no logra concentrarse totalmente. El mismo pensamiento lo acosa, lo desacomoda, lo hace echar globos. A las cinco y media, cuando termina con su último paciente, sube al carro, y en vez de ir hasta su casa se dirige a una cigarrería cercana al complejo deportivo donde va a nadar. Escoge una caja de chocolates rellenos de fruta y hace que se los envuelvan en papel de regalo. La vendedora le entrega un paquete que él encuentra un poco cursi, rematado por un lazo dorado; sale con él en las manos como si llevara un explosivo. ¡Se reconoce tan poco en aquella compra, él, tan inhábil para todo lo que sea regalar!
Son las seis y media cuando entra a la piscina: nadar le ayuda a deshacerse de malestares, a no pensar, o a pensar de una forma distinta, fluyente y ligera como el agua. No hay mucha gente, pero además la inmensidad del recinto hace que todo el mundo pueda moverse relativamente a sus anchas. La resonancia hueca que bajo la bóveda de cristal adquieren las voces de los nadadores, produce en él una sensación de irrealidad que es acentuada por la luz azulosa de los faroles. Hasta la música de los altoparlantes, casi siempre banal, inocua, tiene hoy una gravedad inusitada. Qué suena, Ángel no puede saberlo: pero la melodía, honda y lenta, despierta en él una tristeza vaga, sin dirección.
El agua, más fría que caliente, le produce un escalofrío desagradable, pero sólo por unos minutos. Luego, cuando a grandes brazadas atraviesa la piscina de un lado a otro, su cuerpo se adecua a la temperatura: va y viene sin esfuerzo aparente, como si hubiera vivido siempre en ese elemento. Mientras lo hace, la mente pareciera tener la misma inocencia de sus pulmones, idéntica condición porosa y liviana. Los pensamientos son como nubes, efímeros, intrascendentes. Pero cuando, agotado por el esfuerzo, se abandona a flotar boca arriba, de su cabeza empiezan a brotar imágenes, lentas, desdibujadas, como en los sueños. Ángel se ve a sí mismo arrastrado por la corriente imparable de un mar que no tiene orillas. Todo es oscuro, a los lados, arriba: no hay una sola luz, ni una estrella en el cielo, ni un faro imaginario que guíe su viaje; pero, además, en cierto momento desaparecen los gritos de los niños, los golpes de los cuerpos al caer al agua, la música de fondo. En su cabeza sólo hay silencio. Un silencio extraño, que sólo podría darse en un lugar sin aire, cerrado al vacío. Ángel se concentra: también «calla» su cuerpo. No hay latidos, ni pulsaciones, ni chapoteos en sus tripas. Sólo la sensación de que es un leño hueco al que la corriente arrastra vertiginosamente sin saberse hacia dónde. «Soy un leño hueco», piensa, «y el agua va a acabar por romperme». Y luego: estoy muerto.
Empieza a disfrutar de esta nueva condición suya, leve y tranquila, cuando algo chirriante, agitado lo saca de su ensoñación: alguien grita, ordena, hay carreras, expresiones de sobresalto. Cuando abre los ojos, ve cómo al otro extremo de la piscina varias personas se amontonan alrededor de algo o alguien. Movido por la curiosidad nada hasta ese lugar y se une al grupo. Lo que ve al salir lo conmueve: sobre el granito está extendido el cuerpo del anciano con el que tantas veces hablara, ese hombre bonachón y solitario. Por el rictus de la cara, por el color oscuro que empieza a apoderarse de la piel, sabe que no hay nada que hacer. El salvavidas está en ese momento dándole golpes en el pecho, con la mano ahuecada, de una manera torpe e ineficaz. El cuerpo, a instancias de esos golpes, se zarandea, brinca, de forma grotesca. Ángel lo deja hacer. Discretamente va hasta el sitio donde ha dejado la toalla, se envuelve en ella y se desliza a los camerinos. Piensa, con asombro, que nunca le preguntó al viejo cómo se llamaba.

            5.

Cuando llega a la casa de Franca se abstiene de usar la llave: él sabe que una intrusión abrupta no será bien recibida. Mientras sube por las escaleras intenta pensar en lo que va a decir, pero no se le ocurre nada. Las rodillas le tiemblan. Después del primer timbrazo oye unos pasos suaves, que se detienen frente a la puerta. Alguien lo mira por el ojo de seguridad, sin duda. ¿Franca? Ángel no sonríe, no está para sonrisas. Allí parado, con la caja de chocolates en la mano, se siente no sólo ridículo sino a punto de huir. Pero el silencio detrás de la puerta se prolonga de manera extraña. Ahora cree oír ruidos dentro, tal vez un murmullo. Algo en él se crispa, prende sus alertas. Deja entonces que transcurra un minuto, otro. Con una violencia que a él mismo lo sorprende, pega su dedo al timbre. La puerta se entreabre con la misma delicadeza que antes percibiera en los pasos y aparece la niñerita.
—Qué pena —dice—, me quedé dormida viendo la tele.
En efecto, luce despeinada y soñolienta. Cuando él, sin vacilaciones, se dispone a entrar, la muchacha se le atraviesa.
—La señora Franca no está.
Pero algo en esa vocecita le dice a Ángel que ésa es una mentira. Pregunta que si sabe a dónde ha ido. Pero ella afirma que ni idea, que algo oyó de una exposición o algo así.
Ángel la elude y avanza unos pasos, hasta el corredor. Desde allí ve la puerta de la habitación de Franca: está cerrada. Trata, rápidamente, de ver si asoma luz por debajo de la puerta. Pero no es claro. Hay una especie de resplandor levísimo, que bien puede provenir de la televisión encendida, de una lámpara, o de una farola de la calle.
—Usted me está diciendo mentiras —dice, en voz muy baja.
La muchacha abre mucho los ojos y sonríe, sorprendida por sus palabras, casi asustada.
—No, señor. Le juro que no. La señora Franca salió como a las siete.
En ese momento aparece Mateo, en pijama, medio dormido y gimoteando, y se echa en brazos de la niñera, que lo carga y le acaricia el pelo. Ángel piensa que no hay nada qué hacer: intentar averiguar algo yendo más lejos es una tontería. Da media vuelta y sale sin despedirse. No quiere verlo, eso es. Ella ha salido a abrir, y al verlo por el ojo ha dado instrucciones a la muchacha de que diga que no está. Aunque, ¿por qué no permitirse el beneficio de la duda? La criada parecía recién levantada. Ahora ella le dirá que vino a verla, y el quedará como un güevón. Para acabar de rematar el día. Sabe que le costará mucho trabajo volver a coger impulso, y que si lo coge no volverá a encontrar la oportunidad de decirle que por su insensatez él debe ser en estos momentos la comidilla de los compañeros de la facultad: es claro que esos chismes trascienden, que la maledicencia es un mal generalizado en todas las instituciones, que no se van a privar de esa deliciosa historia del profesor pescado in fraganti. Pero, ¿será verdad que salió? ¿Por qué algo le dice que se estaba escondiendo, que la empleada contestó respondiendo a sus instrucciones?
Después de algunas vacilaciones toma rumbo a Chapinero. Que es viernes se adivina ya en las dificultades del tráfico, en un cierto aire festivo que se siente en la calle llena de gente. Baja por la sesenta y tres, y antes de llegar a la diecisiete cruza a la derecha; estaciona en la calle y timbra en el número tres de un edificio viejo y mal tenido. Espera dos minutos e insiste. Sólo falta que aquí tampoco haya nadie, se dice, impaciente. Pero no: una cabeza femenina asoma por la ventana y pregunta quién es.
—Soy yo —dice Ángel, mostrándose. Apenas pronuncia esa frase percibe en ella algo absurdo.
—¡Caramba! —dice la mujer.
Desaparece por unos instantes y luego vuelve a asomar por la ventana, esta vez para dejar caer una canastita que cuelga de una pita. Ángel toma la llave, abre, sube los tres pisos. La puerta del apartamento está abierta, pero no hay nadie visible. En la salita estrecha los muebles aterciopelados remiten a la vez a espacio funerario y a burdel. Unos segundos después aparece la mujer de la ventana, envuelta en una bata de organdí azul clara y pantuflas. Lleva las uñas de los pies pintadas de un rojo oscuro. Es una muchacha de huesos largos, de tobillos y muñecas delgadas, con una cara vulgar, embellecida apenas por la sonrisa de dientes ligeramente salientes. Mientras se acerca se recoge el pelo mojado con un gancho en lo alto de la cabeza y se queja, sin mucha convicción, de la manía que tiene Ángel de no avisar cuándo va a ir a verla. Por eso la ha sorprendido en bata, explica, aunque apenas son las ocho. Llegó muy cansada de la oficina y decidió echarse un baño.
Desde donde está, en efecto, Ángel puede sentir el olor a jabón y a crema que exhala su cuerpo.
—¡Y bueno! Ya había perdido la cuenta. Apuesto a que hace por lo menos dos meses no pasaba por acá —dice.
—Pero aquí estoy —dice él, extendiendo la caja de chocolates.
—Pues bienvenido. Estuvo de buenas. Ya cociné algo y me iba a sentar a comer.
Ángel la sigue a la cocina. Es tan estrecha que apenas caben los dos. La conversación surge intrascendente, banal. Todo será un poco así en las horas que siguen y él lo sabe. Piensa en que tal vez sería mejor irse pronto, o no haber venido. Pero ya Yolanda empieza a sacar platos y cubiertos. Mientras la comida se calienta se sientan en la mesa burda que sirve de comedor, en silencio. La muchacha, que hasta entonces no lo ha tocado, pone su mano sobre la de Ángel y lo mira con cariño.
—Ya le vi la cara —dice Yolanda—. ¿Qué le pasa?
Ángel hace un gesto displicente con la cabeza, niega.
—Ya sé —dice ella—, no tiene que decírmelo.
Media hora después la escena es otra. Sobre la mesa los platos sucios, llenos de huesos de pollo, de restos de arroz y de habichuelas, han sido puestos en un montón, para abrir campo a tres velas encendidas y a las tazas de café, que ya están casi vacías. Todas las luces del apartamento han sido apagadas, y las sombras largas y finas de los tres tertuliantes se agitan en la pared del fondo como árboles de un bosque extravagante. Una mujer de busto enorme y manos regordetas, con el pelo teñido de rojo oscuro, está sentada al lado de Ángel. Su blusa de seda de visos y el sombrerito de piel que lleva y que da la impresión de haber estado siempre en su cabeza, de haber nacido con ella, le dan un aire de vampiresa que nada tiene que ver con su fealdad grotesca. Tiene la piel manchada, ojos negros y saltones, y al sonreír deja ver sus encías color violeta. Se llama Mara, vive en el primer piso, donde tiene su «consultorio» de magia y quiromancia y Yolanda la ha llamado para que le lea a su amigo el fondo del café. Ángel, que se burla abiertamente de esas cosas, llamándolas «idioteces de viejas», la ha dejado proceder, un poco por inercia y también porque ha pensado que aquel juego trivial puede mejorarle el ánimo, y ayudarle a pasar con levedad las horas.
Hoy no le ha provocado acostarse con Yolanda. Y no tanto porque esté perturbado por su obsesión con Franca cuanto porque la muerte abrupta del anciano en la piscina pareciera haberlo contagiado de algo incompatible con el amor, con la pasión de los cuerpos.
—Algo le pasa y no quiere decirme qué es —le dice Yolanda a Mara, con el tono protector con que una madre habla de un hijo.
—¿Cuál es su nombre? —dice la bruja.
—Ángel —La palabra le ha salido con dificultad, poniendo de manifiesto su reticencia.
—Es un buen comienzo —dice la maga, mirando el fondo de la taza—. Llamarse Ángel nos permite empezar en positivo. Es un nombre que llama al viento, a las mareas. Habla de alas, de transparencia.
La voz de Mara es dulce, como si proviniera de otra mujer, hermosa y joven. Ha acercado el pocillo de Ángel a sus ojos y lo hace girar en pequeños círculos, como revolviendo su contenido.
—Bien. En este momento está usted en una encrucijada, ¿no es así?
—Bueno, casi todos los días estamos en una encrucijada, ¿no? —En la voz de Ángel se adivina una ligera agresividad.
—Es posible —concede Mara, con un cierto engolamiento en la voz— pero yo hablo de un verdadero dilema, de algo esencial. De tinieblas momentáneas y deseo de ver la luz. La indiferencia, la inercia, han sido sus principales enemigos. Ahora es necesario reaccionar, promover un encarrilamiento. Pero para eso hay que destruir fantasmas. Y en su vida hay varios. Déjeme ver.
En aparente contradicción con lo que acaba de decir Mara cierra los ojos. Al frente suyo, Yolanda, atenta, tiene un aire solemne, severo. Ángel, en cambio, sonríe, divertido: por una parte no puede creer que él se esté sometiendo a semejante fraude; por otro, siente un cosquilleo placentero en la nuca: el juego lo atrae. Lo sorprende, además, advertir que el lenguaje de Mara está lleno de una corrección que no hubiera imaginado. Quizá lleve años en este oficio y ésta sea una perorata aprendida de memoria. Quizá sea una viuda pobre y sagaz que encontró cómo sobrevivir a punta de engaños.
—Usted comprende que el café es sólo el elemento que propicia la iniciación —dice Mara—. En realidad, yo estoy entrando lentamente en usted, en sus pensamientos, en sus recuerdos.
Hace una pausa. Cuando vuelve a hablar lo hace de una manera muy suave y lenta, sin abrir los ojos.
—Veo un fantasma de fuego. Y fuego es amor. Veo... una persona que ha sido muy importante en su vida... No sé si es hombre o mujer. Pero es alguien en cuya cabeza hay fuego, algo que bulle como candela. ¿Cree saber de quién se trata?
Al oír la palabra candela la sonrisa de Ángel se desdibuja. No responde nada. Pero Mara parece pasar por alto su silencio. Como para estimular su visión, ha empezado a chocar, unas contra otras, las puntas de sus dedos.
—¿Esa persona, está muerta? Interprete mi pregunta en un plano real o simbólico. Como quiera.
—Creo que sí —Ángel contesta con tono ensimismado.
Mara mueve la cabeza, dudando.
—¿Cree que sí? Tal vez no, ¿sabe? Tal vez esa persona no ha muerto, como usted cree. Le hablo, yo sí, de modo simbólico. Pues voy a decirle una cosa: cuídese de ella. O de su fantasma. Porque lo que veo es que, desde donde esté, ella sigue influyendo en su vida. Déjeme ver su mano.
Con una docilidad imprevista Ángel extiende su mano derecha.
—No, la izquierda.
Siente el tacto caliente y seco de la mujer debajo de su dorso. Las manos de Mara son cortas y esponjosas, como cojines para clavar alfileres, con uñas cortas y curvas. Con el dedo índice de su mano derecha comienza a trazar incesantemente sobre su palma algo semejante al signo de infinito. Otra vez las cosquillas placenteras le corren por el brazo, por la nuca y la espalda.
—Éste es —dice Mara— el gran triángulo: el que forman las líneas de la Vida, de la Cabeza y de la Salud. Ésta es muy fuerte, y borra la de la Intuición. Y aquí hay un triángulo invertido, entre el Monte de Venus y el de la Luna. Eso me hace pensar en que un hecho decisivo está por suceder. Algo que definitivamente cambiará su vida. Creo ver otro fantasma que debe destruir. Es una mujer, si no me equivoco. Una mujer joven y hermosa. Que se burló de usted. Pero eso no va a tolerarlo, ¿cierto? Lo sé porque esta cruz en el centro habla de una persona beligerante, retadora, dada a la pelea.
—Todo eso no son más que vaguedades —dice Ángel.
Mara pareciera no hacer caso de la observación, hecha sin agresividad ni vehemencia, en un desconcertante tono neutro.
—A veces las señales que nos da la vida son borrosas —sentencia, con la dulzura con la que se habla a un niño—, vagas, como las palabras que nos ayudan a encontrarlas. A veces las señales son equívocas.
Se inclina un poco más sobre la mano, como un miope sobre la letra menuda de un contrato.
—Por ejemplo, aquí no puedo precisar totalmente si esa mujer lo engañó en el pasado o aún lo engaña. El signo que leo es el de abandono. Usted abandona, a usted lo abandonan. Es una cadena de heridas, de negligencias. De no aceptación. Hay que saber aceptar que alguien se ha ido, que ya no volverá, voltear la esquina y dirigirse hacia otros horizontes. Hay que perseguir la desposesión.
—Ay, si yo no fuera tan cuerdo, amiga, le creería. Bonito el juego, sí, por un rato, y le agradezco. Pero, por desgracia, soy un escéptico.
La voz de Ángel suena extrañamente perturbada, como si estuviera conteniendo un terrible malestar. La maga, en cambio, no parece inmutarse.
—Dele una oportunidad al destino, Ángel —dice Yolanda, metiendo la cucharada—. No sea tan racional. Eso es lo que pierde a los hombres.
—Usted lo toma o lo deja —dice Mara, depositando la mano de su cliente sobre la mesa con la delicadeza con la que devolvería a su sitio una copa de cristal—. Yo cumplo con decir lo que veo, y no vine aquí porque quise sino por el afecto que le tengo a Yolanda. Cuando me lesioné el hombro fue la única persona que se ocupó de mí. Y yo veo que usted tiene un lazo fuerte con ella. Un lazo que es para siempre, si hemos de creerle a la línea de los afectos, que en su caso es muy honda. Usted es una persona afectiva, apasionada, muy sensible. Pero como le decía, puede creer o no creer. No lo molesto más. Sólo le digo una última cosa: cuídese de las armas.
—¿De las armas?
—Sí. Eso no lo veo en sus manos. Lo vi en el fondo del café.
—Mis únicas armas son verbales —dice Ángel, y se ríe, con condescendencia—. Ha sido usted muy amable. Me gustaría pagarle la consulta.
—No se le ocurra —dice Mara, poniendo cara de reina agraviada. Más bien seré yo la que le dé algo. Porque me enternece su miedo. ¿Tiene miedo, cierto? ¿De mí? ¿De que vuelvan a rondarlo cosas que en otro tiempo lo perturbaron? No hay que temer nada, Ángel: sólo hay que saber cómo ponerle la cara a la realidad. Y punto.
Escarba en su cartera, un gran bolso de tela negra coronado de perlas de fantasía. Mientras lo hace, luchando por encontrar algo entre un montón de objetos, Ángel le mira el extraño sombrero cúbico, que reposa sin riesgo ninguno en su cabeza. ¿Cómo hará para que no se le mueva? Finalmente la mujer saca una pequeña laja brillante, con diversas tonalidades de gris.
—Considere éste como su amuleto de ahora en adelante. Es un cuarzo que protege de muchas formas del mal. Llévelo en su billetera y él será como su ángel de la guarda. Y si algún día siente que me necesita, venga a mi consultorio. Ésta es mi tarjeta.
Le alarga un cartoncito de color fucsia que dice Mara, y más abajo experta en magia y quiromancia y sus datos. Por el diseño lleno de colorido parece más bien el aviso de un sitio de piñatas. Ángel los mete en su billetera. Mira su reloj: las doce y treinta y cinco.
De ida para su casa reflexiona sobre lo que ha pasado en la noche: la muerte del anciano, la burla de Franca —ya no le queda duda de que se estaba ocultando—, las idioteces dichas por la maga frente a su docilidad aborregada. Todo resulta perturbador, inquietante, desapacible. Una cosa lo trastorna en forma particular: ¿por qué ha dicho que se cuide de las armas? Algo aquí no le está gustando, algo aquí le resulta sospechoso, le huele a complot. Está seguro de que en los muchos años que hace que la conoce jamás le ha confiado a Yolanda nada importante de su vida. Pero, ¿por qué iba esa tal Mara a mencionar armas? ¿Puede ser apenas una coincidencia? Desde que Jairo, hace unos meses, le confió la caja que ahora reposa debajo de su cama, jamás se ha sentido tranquilo. Cuando él trató de explicarle que eran cosas de importancia para la organización como documentos y panfletos, Ángel lo interrumpió porque no quería dejarlo mentir. Sea lo que sea, hermano —le dijo—, yo se la guardo. Tranquilo. Pero tiene casi la seguridad, por el peso, de que adentro debe haber armas. Si no la ha abierto es para no tener la tentación de deshacerse de ella, de inventar una excusa para llevarla a otro lugar. Pero a menudo se imagina que un tropel de milicos llega a allanar su casa. Y es que no son buenos los tiempos que corren: amparado en el Estatuto de Seguridad cualquiera puede joder a otro, llevar a cabo todo tipo de violaciones y tropelías. Por eso las palabras de esa horrible bruja vestida de seda lo conmocionan y lo enervan. Y para acabar de ajustar habló de una mujer que lo engaña. ¡Qué mierda! Exactamente lo que él anda pensando.
Todavía puede pasar por el frente del apartamento de Franca. ¿Pero, a qué? Son casi las doce. Si no salió debe estar dormida. A menos que esté con alguien en el apartamento. Este pensamiento hace que un corrientazo lo cimbre. Mejor será desecharlo, pensar que salió con Genoveva, o con la gente de la universidad. Al fin y al cabo ella le ha dicho que no quiere dependencias, que odiaría volver a meterse en una relación posesiva como la que tuvo con su marido. Que necesita respirar y moverse libremente. Sea. Sin embargo, como siguiendo instrucciones de una voz interna, se dirige hacia La Macarena.
Desde donde se estaciona no puede ver si la habitación o la sala del piso de Franca están iluminadas. Debe dar una vuelta a la manzana y ubicarse no en la carrera sino en la calle, en un ángulo tal que la perspectiva le ayude. Y eso hace. Pero en el momento en que apaga el motor algo le llama la atención: la puerta del garaje del edificio se abre y deja salir un carro blanco. Es un Citroën viejo, algo averiado; Ángel se esfuerza por captar quién va manejando: al parecer es un hombre sólo, pero la visión es imprecisa porque la calle está muy oscura. En ese momento alza los ojos y ve que una luz se ha apagado en uno de los pisos más altos. No una luz estruendosa, directa, sino la más tenue de una lámpara. Pero la acción ha sido tan repentina que no tiene claro si ha sido en la ventana del cuarto o del quinto piso. Si es en la primera, no se trataría de la casa de Franca. Pero la duda lo espolea: como llevado por un rapto se decide a seguir el Citroën: éste enfila hacia abajo, hacia la veintiséis y por esa misma vía desciende Ángel preguntándose qué estupidez está haciendo. A la altura de la veintiocho el carro dobla hacia la derecha y se mete a un barrio de calles silenciosas y casas de dos pisos casi todas completamente a oscuras. Recorre tres o cuatro cuadras y vuelve a doblar a la derecha, a la misma velocidad que ha traído hasta ahora, lenta y constante. En un momento dado, sin embargo, el Citroën acelera bruscamente, cruza a la izquierda, y alcanza la diecisiete, que, extrañamente, se ve casi desierta a estas horas de la noche. Por ella avanza como alma que lleva el diablo, forzando la vieja máquina, y Ángel, que también ha acelerado su Willis, comprende: el conductor se ha dado cuenta de que lo siguen, y creyendo que van a robarlo se encamina a una parte más segura. En efecto, unas cuadras más adelante sube, bordea un parque y se detiene al lado de una caseta policial. Ángel, inhibido, atemorizado, sigue de largo: de raro no tendría nada que lo siguieran, intentaran detenerlo y, por cualquier movimiento malinterpretado, le pegaran un tiro. No puede creer que haya hecho tantas tonterías en una sola noche. La cordura le aconseja que se vaya a dormir. Vencido por un sentimiento de confusión y profunda inconformidad consigo mismo, enfila hacia su casa. La cabeza empieza a dolerle horriblemente y siente la garganta irritada. Tal vez, piensa, vaya a darle una gripa.






VI. Poison



            1.

            CUANDO FRANCA no aguantó más las nostalgias del cuerpo, decidió plegarse y llamar a Ángel. Era la una de la mañana, estaba un poco borracha, y luego de excusarse por la osadía de llamar a esta hora, dio una explicación literaria, citando mal: cuando uno obedece las leyes del alma, dijo, nunca es ridículo. Tergiversaba el texto y tergiversaba sus razones, pero sólo parcialmente, y además sintiendo que su manipulación tenía un sentido. Ángel la oyó en silencio durante unos minutos. Luego, con voz comedida, le dijo que estaba muy dormido y que la llamaría a la mañana siguiente. Tardó tres días en cumplir lo dicho. Pero la noche en que se encontraron, hicieron el amor dos veces seguidas en el motelito cercano a la universidad. Y Franca logró traerlo de nuevo al perímetro de sus necesidades.
Con lo que no contaba es con que, un mes después, coincidieran con Juan en la misma fiesta. Ha tenido que hacer toda clase de maromas para tenerlos a los dos contentos. Y hasta divertido ha resultado poderlos comparar: Ángel huraño, tímido, reconcentrado, el mejor bailarín del mundo, y el otro un conversador de lengua afilada, culto, dueño de un humor cruel y desmitificador, que considera el baile una horrible pantomima.
Ella ha desplegado todas sus gracias bailando con Ángel, moviendo los brazos desnudos, los hombros, la bonita cabeza coronada por la melena caoba, a sabiendas de que está siendo mirada y deseada no sólo por Juan, sino por otros. Y se ha cuidado bien de llevar su juego a extremos de refinamiento: rozar a Juan cuando pasa por su lado, picarle un ojo, decirle al oído alguna perversidad. Ha terminado por salir con él al jardín y se han quedado más de media hora charlando y admirando la luna, que está engolada y luciente. Él la ha invitado a su finca, a montar a caballo.
—¿Qué tal mañana?
¿Viernes? No, mañana no. Tiene que hacer cosas en la universidad. El domingo. Ya encontrará qué decirle a Ángel ¡Ángel! Con los ojos lo busca pero no está por ninguna parte. ¿Se habrá ido? Ese pensamiento la hace levantarse e ir a buscarlo. Ya lo ha toreado suficientemente. Revolotea por la sala, la cocina, el jardín: nadie le da razón. Ve la puerta abierta e imagina que ha de estar en la calle, con algunos que han salido a fumar. En efecto, allá está, recostado contra el Willis, formando volutas con el humo del cigarrillo. Es evidente que está enojado. Franca se acerca y le da un ligero beso en los labios. Ángel, con ironía, le pregunta que si ése con el que charlaba es su nuevo amante. No vas a desperdiciar, Franca, la oportunidad de responderle en el mismo tono. Dile que claro, que cómo hasta ahora se da cuenta. Que ha ido dejando indicios por ahí regados a ver si al fin se mosquea, pero que por lo visto anda pensando desde hace días en los huevos del gallo. Y luego ríete, ríete a carcajadas a ver qué tanto resiste la broma.
Pero Ángel se ha puesto pálido; parece que lo que ha oído no le parece en absoluto chistoso. Franca, asustada, le coge las manos y le dice que qué tontería es ésa, que cómo se le ocurre que le va a gustar ese vejete con veleidades juveniles, que lo que sucede es que es un editor importante y ella está dando pasitos a ver si se interesa en su trabajo. Y como Ángel permanece enfurruñado, silencioso, ella le recuerda, usando ahora una estrategia distinta, que no está dispuesta a dejarse controlar por nadie. Le suelta las manos y lo mira, con los brazos colgando a lo largo de su cuerpo, la cabeza ligeramente ladeada.
En la semioscuridad de la calle la blancura de la piel de Franca resplandece. Se ha hecho un nuevo corte de pelo, y algunos mechones rubios le caen sobre la frente: con sus grandes ojos entornados parece uno de esos personajes de las tiras cómicas japonesas, de sexo indescifrable. Lleva una chaqueta de jean sobre la camiseta gris, y unos pantalones chinos, muy anchos, de color negro. Como tantas otras veces, Ángel siente que es bella, que es provocadora, que es tremendamente deseable. También que es una coqueta que lo manipula de una manera descarada. Y que él es un pobre pelele del que ella se está burlando. Que debe dejarla de una vez por todas. Y mientras piensa estas cosas, Franca habla:
—¿Sabe una cosa? Ya me aburrí. Voy a coger un taxi.
Y todo sale como Franca quiere. ¿Porque, cómo va a dejarla Ángel regresar sola si han llegado juntos a la reunión? ¿Y cómo va a negarse a entrar a su casa cuando ella le ruega que suba, por favor, aunque sea veinte minutos, ya que se le ha ido el sueño y también el disgusto? Como hoy Mateo está en casa de su hermana, han hecho el amor desaforadamente sobre la cama tendida. Pero Ángel está seguro de que algo pasa en el cuerpo de su amante, o mejor, en su mente: que el furor que la hace moverse, suplicar, jadear, nace de alguna fantasía que a él no lo incluye. Quisiera que una palabra la delatara, para poderla castigar: insultarla, recriminarla, marcharse. Pero en vano. Franca sólo muestra pasión, generosidad, enamoramiento. Tal vez esté paranoico, piensa Ángel. Tal vez su inseguridad le esté jugando una mala pasada. Pero tal vez ella sea una zorra a la que le gusta jugar con fuego. Revolcarse con él mientras piensa en otro, en el otro.
Siente sed. Franca le pide que traiga unas cervezas. Va hasta la cocina, las destapa, regresa con dos botellas, una en cada mano. En la semipenumbra, el cuerpo semidesnudo de su amante se ve delgado y frágil como el de una adolescente. Ángel calcula que no debe pesar más de cincuenta kilos, quizá menos. Su mente hace una rápida operación mental. Se recuesta al lado izquierdo de la cama, sobre las almohadas, mirando el techo.
—¿Qué pasó con lo del premio ese, Ángel? —pregunta Franca.
—¿Premio?
—Sí, el de cuento.
—No sé, ni idea.
—¿Y cuándo daban el fallo?
—Creo que en septiembre. La verdad me desentendí.
—Usted tiene alma de perdedor, ¿no, Ángel? —Franca bebe a sorbitos su cerveza.
Algo en Ángel se tensa.
—Puede ser —dice.
—¿Y ha vuelto a escribir?
Ángel se sorprende porque hace muchos días que Franca no le pregunta por nada personal. Habla siempre de sus cosas, cuenta las incidencias de sus días, pero no pareciera preocuparse por lo que él piensa o hace. La culpa puede ser suya, reflexiona, que es escaso en confidencias, pobre en historias. Franca sabe que él disfruta oyendo las suyas, y tal vez eso le basta. Al fin y al cabo es una narcisista de tiempo completo.
—Muy poco.
Franca se para al baño. Ángel aprovecha para abrir su mesa de noche. Lo que ve es algo más de lo esperado: entre recibos, libretas viejas, tarjetas de cerrajeros y restaurantes a domicilio, ve un librito blanco, delgado; es Dolor de Vladimir Holan. Con gesto rápido y decidido, Ángel lo abre y ve la dedicatoria, escrita con tinta verde y fechada veintitrés de octubre. No hace ni dos semanas, piensa, mientras palidece. Pero ya Franca está de regreso, y él no ha devuelto el libro a su lugar. Le parece menos grave enfrentar el hecho que ocultarlo torpemente. Así que agita levemente el volumen en su mano.
—Oiga, ¿desde cuándo le interesa la poesía?
Ahora es Franca la que parece turbada, pero sólo por un momento. Sabe que Ángel ha metido su mano en la mesa de noche, y además ha visto su cara atrozmente pálida, pero decide ignorarlo todo, parecer natural. Muy delicadamente recupera su libro, y lo pone encima de un estante.
—Qué va. Eso es un regalo. Tengo que confesar que a mí la poesía me dice poco. Podría decir que no la entiendo.
Ángel se sobrepone, recupera lentamente el color. Procura darle un tono natural, amable, a sus palabras.
—Tal vez es que no es para entender —dice, mientras ubica mentalmente la firma de la dedicatoria—. La poesía no se mueve por las vías de la razón, Franca. Hay que abandonarse a las palabras, a la música, dejar que nos transmita sentidos que la lógica no permite. Cuénteme, ¿qué poetas le gustan?
—Algunos de los que me ha dado a leer Genoveva: Pedro Salinas, Pessoa, Borges.
—¿Y la emocionan?
—Más o menos. Uno que otro poema.
—¿Qué la emociona, entonces?
—La música. Eso sí me emociona. Y entender algo que antes no entendía. Eso también me emociona.
—¿Sabe qué dice Borges? «¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o sentir!» Pero eso es Borges, que es un racionalista. ¿Sabe una cosa? Yo creo que la emoción que produce la música es la que más se parece a la que produce la poesía. Con las dos cosas uno siente que se transporta. El «indecible ascenso del alma y los sentidos» de que habla Baudelaire.
—Baudelaire. A mí me gusta Baudelaire. Sé poemas de memoria, que me hacía aprender el profesor de literatura en Quebec, en el internado. «La nature est un temple où de vivants piliers...» ¡Uy, pero usted habla como un intelectual, Ángel! —se burla—. Cuando le da la gana de hablar, habla, ¿no?
Ángel no contesta, tampoco sonríe. En realidad su cabeza está en otra parte.
—Hay montones de poetas de los que no entiendo ni pío —dice Franca—, no entiendo nada de ese Vladimir Holan, ni tampoco de Paul Celan. ¿Cuándo me da unas clasecitas de poesía? —Los ojos de Franca se iluminan: acaba de recordar que no le ha devuelto a Juan La muerte de Virgilio.
—Puedo empezar ya —dice Ángel—. Su cara está tan seria que nadie adivinaría en esa frase un tono de broma.
—¿Con este dolorcito de cabeza? No hay peligro.
—Eso es guayabo tempranero. Mejor se duerme. Voy a leerle un poema, y como no le gusta la poesía se va a dormir ahí mismo.
Ángel estira el brazo, alcanza la mochila que está en el suelo, la pone sobre la cama, saca un libro: poemas de W. H. Auden.
—Lea, pues. Algo bien bonito, que yo entienda.
Ángel comienza a leer:

            Nosotros, como otros fugitivos,
Las flores incontables que no saben contar,
Y las bestias, que no necesitan memoria,
Vivimos en el hoy.

Diez minutos más tarde, en efecto, Franca está profundamente dormida. Ángel vuelve a tomar el libro, a leer la dedicatoria. Luego, en gesto inexplicable, lo huele, antes de depositarlo, con delicadeza, en el mismo lugar. Enseguida sale, de puntillas, como un hombre que respeta el sueño ajeno.

            2.

¡Cómo finge! Eso piensa Ángel camino de su casa. El domingo, ha dicho Franca, se irá para Nilo con Genoveva, desde las nueve de la mañana, a acompañarla a tomar unas fotos. Si les rinde, volverán en la noche. Si no, dormirán en una cabaña que les ha prestado un amigo y le será difícil llamarlo. Todo eso le suena a mentira. Pero además a ella ni se le ha ocurrido que él también podría sumarse al paseo. Ya cree saber Ángel de qué se trata: o definitivamente lo engaña, o le da pena exhibirlo en público. Algo de eso cree haber percibido últimamente. Se va dando cuenta de que esta vez también se equivocó, y de la peor manera: para Franca la vida es un juego; tantas ideas, tanta carreta marxista, tanto arte y tanta filosofía no son en ella sino puras veleidades de mujer burguesa, frívola e irresponsable, un adorno más como sus pulseras de plata o sus aretes de fantasía. Sin darse cuenta, se ha dejado convertir en su juguete, en su experimento sociológico, en su maldito capricho.
Frente al portón desvencijado pita tres veces. Una vieja, envuelta en una ruana y un gorro, le abre, rezongando. Entra en un terreno disparejo donde se ven estacionados dos buses y una camioneta de reparto. Estaciona en el lugar que le tienen asignado, da las buenas noches, sale sintiendo el chirrido de la puerta a sus espaldas y recorre la media cuadra que lo separa de su casa. Desde abajo oye ladrar a la perra. ¿Qué pasará? Mientras sube las escaleras, en semipenumbra, tiene la sensación de que alguien o algo respira cerca de él. Trata de tranquilizarse, pero siente que sus brazos se erizan. De repente, su cuerpo choca con otro. Siente pánico, pero de su boca no sale ningún sonido, y tampoco se mueve, como si una fuerza externa lo hubiera paralizado. La otra persona, en cambio, lanza un gritito débil, contenido. Es una mujer. Como la luz está apagada, le cuesta unos segundos reconocerla: es Fanny, la compañera de su hermano, que tirita de frío y seguramente de miedo, y que lo abraza y empieza a llorar contra su pecho silenciosamente. «Mataron a Ernesto», piensa Ángel, con un sacudimiento, de modo que le cuesta preguntar qué pasó. Pero es algo distinto: unos tipos, parece que del ejército, lo sacaron de la oficina como a las ocho y media, lo metieron a un carro y se lo llevaron. Ángel recuerda los presentimientos de Ernesto, sus permanentes temores.
—¡Mierda! ¿Y qué hacía solo en la oficina, a esas horas?
Fanny le explica que estaban preparando una reunión para el día siguiente, en que se propondría una huelga general.
—Estaba con el Pote. A él lo amenazaron pero no le hicieron nada. Parece que eran varios tipos, que llevaban una orden judicial. Uniformados, según dijeron él y el portero.
—Y usted, ¿cómo se enteró?
—El Pote llamó a alertarme apenas se le pasó el susto y yo ahí mismo me fui donde una vecina. Con cuatro cosas que alcancé a sacar. Me da miedo que anden también detrás de mí.
Ángel le pasa el brazo sobre los hombros.
—Venga, entre, le doy algo caliente. ¿Hace cuánto que está esperándome?
—Desde las once. En alguna parte tenía que esconderme, ¿no? Y se me ocurrió que aquí podía pasar la noche y de paso avisarle.
Ángel cree descubrir un reproche en la voz de Fanny; mira el reloj: es la una y cuarenta.
Entran. La perra se acerca, le ladra a la mujer. Ángel la acaricia mecánicamente y la hace callar. Pone a hacer café y a calentar leche.
—¿Está segura de que nadie la siguió hasta aquí?
—Segura. Tomé todas las precauciones. Con tanta cosa hemos aprendido a cuidarnos. Aunque vea a Ernesto, qué tan confiado.
—No creo que éste sea el mejor lugar para esconderse. Los que sean que se lo hayan llevado, deben estar muy bien informados —Ángel piensa en la caja que está debajo de la cama—. ¿A dónde piensa irse?
—A donde la familia, no. No voy a joderles la vida. Pienso irme hasta Chaparral. Y de ahí a una finca que tiene una prima. Una semana, o algo así. ¿Usted que cree, Ángel, que fueron los milicos?
Pero Ángel no contesta nada. Enciende un cigarrillo. Pasan unos minutos antes de que vuelva a hablar:
—¿Quiere que yo la lleve?
—Hasta Chaparral, no. Pero que me saque por aquí cerquita, sí. A Silvania, a coger una flota. A la Terminal de aquí no me atrevo a ir.
—Listo, pero durmamos aunque sea tres horas. A las cinco que salgamos está bien. Tómese el cafecito. Y envuélvase en esta cobija. Aquí hace un frío de mierda. Es por la terraza, claro.
Pero dormir no es fácil. Hablan, divagan, conjeturan. Fanny termina por rendirse al sueño. A Ángel, en cambio, le dan las tres de la mañana despierto. Por la ventana de la sala mira la luna, la noche limpia, la callecita desierta. Fuma su Pielroja con ganas, con ansiedad, frunciendo los labios: en el poyo de la ventana el cenicero hiede, repleto de colillas. Desde donde está puede ver la cabeza de Fanny, su melena crespa sobre la almohada de la cama que él ha improvisado en un rincón de la sala. Aunque vencida por el cansancio y por un sedante ligero, de vez en cuanto su cuerpo se crispa, sobresaltado: está muy angustiada, la pobre, a pesar de ser una mujer serena, muy fuerte, muy decidida. Todo esto se venía venir: es lo que han estado recapitulando durante casi una hora con Fanny, mientras especulan a dónde pueden haber llevado a su hermano.
Ángel apaga con fuerza el último pucho contra el cenicero. Se quita los zapatos, el pantalón, la camisa, se mete entre las sábanas sintiendo primero el frío de la tela contra su piel erizada y luego un calorcito reconfortante. Tiene que dormir, y si no cuando amanezca va a estar muerto de cansancio, abatido, confundido. ¿Qué hará mañana, mejor dicho, hoy? Lo indicado será hablar con la gente del sindicato, verificar que ellos pongan un abogado que empiece a indagar y a presionar. Qué paradoja: a su hermano, que tan mal habló de las decisiones de Jairo, que ha estado siempre en la legalidad, vienen ahora a joderle la vida. Ojalá esté en la Brigada, repitió Fanny una y otra vez antes de dormirse, ojalá haya sido una detención oficial, y no gente que le esté haciendo el mandado a los milicos, la misma que ha venido masacrando sindicalistas en todas partes. Pero en la Brigada las cosas no van a ser mejores, no se haga ilusiones, le dijo él en forma descarnada. Usted sabe bien lo que han estado haciendo allá, amparados por el Estatuto de Seguridad. A cualquier pendejo que agarran le aplican choques eléctricos, le clavan agujas debajo de las uñas, le meten palos y tubos por la boca. Si hasta la prensa lo ha dicho.
—Sí, es verdad —dijo Fanny con voz afligida. A un compañero mío del Instituto le allanaron la casa en la madrugada, le destrozaron los muebles, le manosearon la mujer, le fabricaron las pruebas. Lo tuvieron dos semanas parado, sin comer y sin dormir. Casi lo vuelven loco. Cuando lo soltaron le dijeron qué pena, no era usted, nos equivocamos.
Se puso de nuevo a temblar, mientras hablaba. Con tal de que lo devuelvan, decía, con tal de que vuelva a verlo.
Ángel no tiembla, no llora. Siente una rabia sólida, sin fisuras, un tumulto en el pecho, una sensación estomacal semejante al hambre. De lo más oscuro de sí ha vuelto a salir el recuerdo de su primera noche en la cárcel, impregnándolo, ensuciándolo, como si fuera una nata pantanosa. Desecha las imágenes que durante años lograron permanecer adormecidas, y trata de imaginar lo mejor: Ernesto llegará mañana, maldiciendo, diciendo que todo fue por pegarle un susto. Y, sin embargo, más allá de sus ojos cerrados, lo ve: tirado a un lado del camino, con las manos atadas a la espalda y un tiro en la nuca; con los ojos vendados, sentado en el suelo, contestando preguntas de sus acosadores; gritando, mientras le queman las manos, la planta de los pies, los genitales. Ágata, que duerme a su lado, se revuelve bruscamente, como si los pensamientos de su dueño fueran sus propias pesadillas. Ángel le pasa la mano por el lomo, le rasca cerca de la oreja. Quisiera decirle estoy jodido, perra, sintiendo garfios en las tripas, un ahogo en el pecho, estoy triste y rabioso, emputado con este país de mierda, con ganas de coger todo a patadas, incluido a mí mismo. Y confesarle: soy un pusilánime, perra, un cobarde y un mediocre, siempre viendo los toros desde la barrera mientras los otros le ponen el pecho a la realidad y se arriesgan para que ésta cambie. Pero se rectifica a medias, tampoco es así del todo, carajo: simplemente es un mortal como cualquiera, un médico con responsabilidad que se parte el lomo por un sueldo de miseria en un hospital donde los pacientes se le mueren en los brazos, porque no hay nada de nada, ni gasa ni esparadrapo ni hilo para suturar, ni sensibilidad, para qué se va a decir mentiras, porque esa carencia perpetua cansa, arruina el ímpetu, destruye, paraliza. El cansancio pareciera haber vencido su rebeldía, haberlo derrotado a él, que en otro tiempo tiró piedra y puso bombas. Y que se sigue sintiendo atraído por la violencia, aunque la haya sofocado dentro de sí, la haya amansado, en aras de esa cosa inerte que es la seguridad del día a día.
Lo mejor es, sí, que Fanny se pierda por un tiempo, que busque a alguien que pueda esconderla por unas semanas. Y eso debe ser temprano, antes de que se les ocurra buscarla en su casa. Aunque ella sabe bien por qué ha venido aquí: Ángel ha de ser el último de la lista de sospechosos. Es un pobre diablo inofensivo, que no podrá hacer otra cosa en los días siguientes que seguir con su rutina. Hasta que digan: Ernesto está en la Brigada, le están tratando de probar que tiene vínculos con la guerrilla. O hasta que alguien dé informes certeros, o él mismo llame desde algún lugar escondido, o suba por la escalera de su casa cualquier día. Pero cabe también el peor de los casos: que pase el tiempo y Ernesto no aparezca, como en tantos otros casos. Y entonces será cuestión de esperar día a día, minuto a minuto a que suene el teléfono, por meses o por años. Sin que llegue jamás esa carta. Sin que nunca se descubra un indicio, una huella, el cadáver.
Razón tenía Jairo, piensa, acercando su cara a la cabeza de Ágata, sintiendo cómo su pelo le roza la nariz. No soy más que un pobre aburguesado. O para decirlo más claramente, un mediocre, perrita. Que para acabar de ajustar está encaprichado, encoñado con una puta burguesa. Enamorado, esclavizado de su belleza, idiotizado por su gracia. Y burlado. Porque esa mujer venía hoy de tirar con otro. De eso estoy seguro. Maldita sea, perra. Qué va a quererme ella, piensa, a mí, que tuve la ingenuidad de confesarle mis orígenes. Cómo he podido estar así de engañado. Puras enguandas de niña rica, puro deseo de aventurar y de salirse de su mundito.
La cara ha empezado a hervirle. El cuerpo a sudarle. Un güevón si no va a ser. De esa bellaquita no se va a dejar burlar. ¿Quién se ha creído ella que es? Ve la cara de Franca: la fina cara pálida, sin una mancha, sin un lunar, plácida sobre su almohada, las enormes pestañas cayéndole sobre la transparencia azulosa de las ojeras, los labios entreabiertos, rosados, como de adolescente. Quisiera correr hasta ella, pedirle que lo abrace, que lo consuele: ¡Ay, Franca, puta la vida, me enamoré de usted sin saber a qué hora! ¿Pero qué es él esta noche, piensa, sino un ser abatido, humillado, frágil y temeroso, que, irremediablemente tendrá que levantarse a la madrugada a ponerse al frente de la situación, olvidándose de los fantasmas?
—Mi hermano quién sabe dónde y yo pensando en una puta —maldice.
Se levanta, se mete al baño, abre la ducha. Los hilos de agua helada caen sobre su espalda, lastimándolo, como si lo azotaran con puntas metálicas. Luego del primer estremecimiento se abandona a la sensación, aceptándola. Permanece así tres, cuatro minutos. Enseguida gira su cuerpo y siente la fuerza del chorro en la cara. El agua lo ha investido de fuerza. Se frota con la toalla, se envuelve en ella. Camina hasta la ventana. Enciende otro cigarrillo. Fanny no ha cambiado de posición y ahora ronca ligeramente. En la acera de enfrente un indigente ha organizado una cama irrisoria, y sobre ella duerme. Salvo ese pequeño cambio, todo, afuera, pareciera seguir idéntico.

            3.

Hay momentos en que el engranaje de la vida parece trabarse, pensó Ángel; éste parecía ser uno de ésos. El viernes había terminado por llevar a Fanny hasta Silvania, y luego había estado yendo de la Ceca a la Meca tratando de ponerle la cara al problema de la desaparición de Ernesto. Hacia el medio día se entrevistó con el Pote y con algunos de sus compañeros, en la sede del Sindicato, tratando de reconstruir los hechos y de ver qué medidas tomaban; alguna prensa había, pero ellos no quisieron dar detalles ni hacer conjeturas; después visitaron a un abogado amigo, que les aconsejó mantenerse al margen, por lo menos por ahora. Todo parecía apuntar a una orden de captura, pero determinar el sitio de reclusión no iba a ser tan sencillo. Y finalmente, con la llave que Fanny le confió, fue hasta el apartamento de Ernesto y sacó algunas cosas con valor económico o sentimental: era mejor tomar precauciones. Cuando llegó a su casa, a las nueve de la noche, estaba hecho polvo. Pensó en llamar a Franca a contarle lo sucedido, pero de inmediato desterró esa idea de la mente.
El sábado, después de un sueño profundo causado por los somníferos, despertó sobresaltado y con dolor de cabeza. Cuando logró salir a la calle, hacia las once de la mañana, se encontró con que el carro estaba jodiendo con el encendido, así que agarró un bus para ir hasta el centro de deportes: quizá nadar un rato le quitaría la horrible tensión de la espalda y amortiguaría un poco la migraña, conjurada ya en parte con un par de aspirinas. Antes de salir del edificio vio a su vecino del primer piso lavando los vidrios, armado de un balde, jabones y trapos. Para algunos la vida es eso, pensó, limpiar y dormir y volver a limpiar. La pila de platos sucios que acababa de dejar atrás quizá incidiera en esa apreciación. Cuando llegó a la piscina se dio cuenta de que no había sido una buena idea: los fines de semana está siempre atiborrada de gente, y sobre todo de niños que chillan como focas y no dejan nadar libremente. Aun así se sumergió en ella: era no sólo una necesidad del cuerpo agotado por los malos sueños, los malos pensamientos, los miedos, sino del espíritu, ávido de esa especie de vacío que obra en él el agua; allí estuvo más de una hora, nadando con todo vigor, y, cuando no, flotando en una especie de semiinconsciencia que trajo a su mente recuerdos remotísimos, olvidados, de su primera infancia. Se vio a sí mismo al lado Ernesto y de su madre y buscando en la huerta una raíz colorada que ella llamaba azafrán, que le dejó los dedos manchados después de arrancarla. Y volvió a verse en el patio de la casa campesina de la abuela, acercándose a su padre por la espalda para pedirle perdón por la falta cometida, antes de ser rechazado abiertamente, pues ya no era hora de venir con niñerías, con remilgos de mujer a enmendar lo malo que había hecho. Pero rápidamente estas imágenes se trocaron por otras, tan desdibujadas e imprecisas, que cuando salió del agua tuvo la sensación de haber despertado de un largo sueño.
La sola idea de regresar a su casa le dio miedo. ¿Pero, qué haría con esta tarde rebosante de sol y de gente anhelante de más gente? No necesitó pensar mucho antes de que sentir una pulsión: ir al campo. Era una determinación tan extraña, tan absolutamente sorprendente, que, precisamente por lo mismo, decidió llevarla a cabo. Pero, ¿qué era el campo? ¿A qué campo iba a ir él si no tenía quién lo invitara a una finca, ni era miembro de ningún club? ¿A un parque en las afueras, tal vez? ¿Y un sábado, cuando los parques están llenos de niños que patean balones, y padres que dan gritos porque ésa es la forma en que se sienten padres?
Mientras se hacía esa pregunta comprendió cuán solitario se había vuelto: en su cabeza no existía el nombre de un solo amigo al que se le ocurriera llamar para decirle que lo acompañara a alguna parte en este día soleado. Pero eso no lo atormentaba, ni siquiera lo entristecía ni lo desasosegaba: por el contrario, reforzaba esa sensación de orgullo y autosuficiencia que lo había acompañado siempre. Pensó de nuevo en qué quería y vislumbró una montaña, e imaginó una laguna o un río, y se vio caminando entre árboles sombreados, respirando aire puro con olor a musgo y a corteza húmeda. Al momento comprendió que había evocado una lámina de El tesoro de la juventud, que vio alguna vez en el colegio de los monfortianos. Pensó en si convendría regresar a su casa, pues había venido a pie a la piscina para dejar la ropa mojada, pero decidió que no perdería tiempo. Tomaría una flota y listo.
Sentado en el bus humildoso y traqueteante, disfrutando desde su ventanilla el cielo limpio, que lo remontaba a la infancia, a los días en que sus padres lo traían a Bogotá, Ángel sintió una tristeza serena y grave. Se le vino a la mente la imagen de su hermano con la cara llena de puntos rojos diciéndole adiós desde la ventana mientras él salía para la escuela. Tenía escarlatina, le dijo su madre. Qué palabra. Escarlatina. A su alrededor sólo veía caras humildes, de labriegos que se devolvían a sus parcelas, o de mujeres jóvenes, de caras campesinas, que viajaban con un hijo, un anciano, una amiga o tal vez una hermana. Ése, que había sido su mundo —pensó— qué lejos estaba ahora de él, qué tan poco familiar le resultaba. La salida de Bogotá se demoraba: en medio del caos de tráfico la flota corría sin mucho brío, cruzándosele a los automóviles y a otros buses de manera olímpica, y frenando con un chirrido en cualquier parte para recoger a grupos de personas que entraban, a veces con algún alboroto, y buscaban acomodo.
Atrás iban quedando, lánguidos y sucios y sórdidos, los barrios de la periferia, con sus casas de ladrillo a medio hacer, sin antejardines ni andenes ni una gota de color en sus fachadas. Ni siquiera el sol de verano lograba embellecer las calles polvorientas y reverberantes. A lo lejos, Ángel divisó el Juan Rey, desdibujado por la intensa luz y tembloroso como una alucinación en medio del Sahara. Pensó en su abuela. No había vuelto a verla desde el día en que fue con Franca a visitarla. Ni se le había ocurrido enterarla de la suerte de Ernesto. ¿Le tenía afecto a esa vieja avara que le daba fuetazos con una vara de pegarle al ganado? Algo parecido a la nostalgia era lo único que le quedaba en el corazón en lo atinente a su familia. Nostalgia de aquellos combates con su tío, de una que otra tarde en que le compraron un pantalón o unos zapatos nuevos. Nada más. Y odio retrospectivo cuando pensaba en los castigos, y en las humillaciones y los miedos que sufriera en ese barrio lleno de miseria y de polvo que tanto se parecía a éstos que veía desfilar ahora delante de sus ojos.
Se bajó del bus en un punto de la carretera donde había una pequeña tienda en la que un grupo de hombres bebía cerveza. Miró el reloj: las tres y veinticinco. Se dio cuenta de que tenía un hambre atroz. Entró al local, y examinó lo poco que había de comer: detrás de un vidrio grasiento se amontonaban mogollas, bocadillos, unos pedazos de brazo de reina cubiertos de azúcar tinturado de rojo. Pidió una chicharrona y una Coca-Cola, y los consumió de pie, al borde de la carretera. Devolvió el envase, y cruzó el pueblo por una calle periférica, en la que se cruzó con muy pocos parroquianos. Supo, por los avisos que pululaban en los muros, y por la música de unos altavoces que le llegaba de lejos, del coliseo, que estaban en feria. Quizá por eso el pueblo se veía tan insólitamente desolado.
Entre el momento en que alcanzó el camino veredal y llegó a su destino transcurrieron unos veinte minutos. Como la tierra estaba seca y apelmazada, Ángel podía caminar con toda comodidad con sus viejos tenis. A pesar de la vecindad de lo urbano, muy pronto el aire se cargó de olores campestres, entre los que predominaba el del humo de leña, que desde la infancia le producía añoranzas fantasiosas. Era curioso que desde la última vez que había recorrido esta vía no habían construido mucho: estaban, sí, las mismas casuchas humildes de entonces, sin ningún signo de prosperidad o progreso. Un país inmóvil, pensó. Mientras subía por el camino, en el espíritu de Ángel no se movilizaba ninguna emoción considerable: en él sólo había una especie de certeza, seca y honda, de destino. El cielo azul y las montañas del fondo, con sus curvas tenues y el ribete dorado que les bordaba la luz, le hicieron pensar en que se reconocía más en estas sencillas formas que en otras más elaboradas y exóticas. Sintió, casi como un viento tibio en la cara, toda la belleza del mundo.
Desde la pequeña prominencia del camino donde todavía se alzaba el viejo árbol de corozos de hacía veinte años, pudo divisar, erguido pero en completo deterioro, el viejo edificio de los monfortianos. Bajó los cincuenta metros que lo separaban de la enorme puerta de madera y comprobó que estaba cerrada. Porque en su base la hierba había crecido desmesuradamente y en lo alto ya no estaba el letrero que anunciaba «Granjas campesinas», creyó adivinar que, no sólo allí ya no funcionaba una escuela, sino que la edificación ya no tenía uso. No le fue difícil saltar la tapia de barro pisado y caminar por la amplia carretera sin asfaltar por donde entraban anteriormente los automóviles. La fea construcción de ladrillo, con sus puertas y ventanas descoloridas y sus vidrios rotos o tapiados, adquiría, bajo la luz calma de la tarde y en medio del silencio, el aire enigmático de todas las casas abandonadas por sus dueños. Caminó hasta el patio anterior, donde estaba la piscina desocupada; en su fondo de baldosines quebrados se acumulaban pedazos de cartón y de tela, zapatos viejos, plásticos y toda clase de desperdicios. Vista desde la plenitud de su adultez le pareció una miserable alberca que nada tenía que ver con sus recuerdos. Enseguida dio una vuelta al edificio, que estaba herméticamente cerrado. A través de las ventanas pudo observar los salones desnudos, sin puertas, de cuyas paredes habían sido arrancados los tableros, y al fondo el patio, donde tantas veces los alumnos hicieron fila e izaron bandera. Armado de su navaja suiza logró, no sin esfuerzo, vencer el picaporte de la puerta que alguna vez fue del servicio y entrar. Adentro se respiraba una desolación tan grande que casi tuvo miedo de subir la escalera que conducía a los dormitorios. Las puertas del gran salón alargado habían sido robadas o vendidas, y no había adentro ni el más mínimo vestigio de que alguna vez allí había dormido un número considerable de adolescentes confusos, que se buscaban a sí mismos en las entretelas del sueño: ni una cama, ni un mueble, y ni siquiera el enorme clóset final donde cada uno acomodaba, en riguroso orden, y bajo llave, para evitar robos, un mínimo de pertenencias.
Ángel comprobó, sin el menor asombro, que no sentía nostalgia. ¡Y ésos habían sido sus mejores años! Una extraña frase vino a su cabeza: soy un deshabitado. No la entendía del todo, pero sabía que daba buena cuenta de sí mismo.
Salió, sintiendo el temblor de los tablones bajo sus pies, dio un rodeo y entró al cementerio, empujando apenas la puerta desvencijada. La maleza había dado buena cuenta de las tumbas. Apenas sí se leían en ellas las fechas y los nombres, borrados por años de lluvia y carencia de cuidados. Matas de lulo silvestre se multiplicaban por todas partes; la luz que les pegaba a los duros frutos redondos los convertía, como por encanto, en cientos de pequeños soles que quitaban a aquel lugar todo rastro fúnebre. Encontró la piedra donde se sentó tantas tardes a leer los libros de Hermann Hesse, aislado del mundo, en un sencillo ejercicio de la felicidad, y pensó, trivialmente, que las piedras son siempre idénticas a sí mismas mientras un hombre cambia, no con los meses o los años sino cada minuto, cada segundo, en un perpetuo desasosiego.
Extendió su paseo hasta la quebrada, rebasando el huerto y el pequeño lago artificial donde alguna vez se cultivaron tilapias, ahora convertido en un charquito insignificante cubierto por una capa verdinosa. Nada allí le pareció paradisíaco, como en otros tiempos, y sin embargo se sentó en la grama, tal vez en el mismo lugar donde el Candelo lo sorprendió semidesnudo, recibiendo con los ojos cerrados el sol del mediodía. Estuvo allí casi media hora, dándole de nuevo vueltas a la idea que había empezado a posesionarse de él y a convertírsele en una obsesión. Esa fantasía suya, con muchas variaciones, iba y venía como una cometa a la que se le suelta y se le recoge el hilo, o como aquellas imágenes invisibles que aparecen al fijar la mirada en un único punto, y que luego no logramos eludir.
Un viento helado le hizo pensar en regresar. Pero antes de que se decidiera a levantarse, oyó ruidos tan suaves a su espalda, que se volvió creyendo que era un animal. Lo que vio hizo que detuviera cualquier movimiento. Un viejo, con una escopeta en las manos, lo miraba en silencio.
Ángel se oyó balbuciendo unas palabras. Un momento después estaba sentado, con ese hombre, tomándose una cerveza. Era el mismo campesino que hacía casi quince años abría y cerraba la puerta del colegio y en los ratos libres regaba los jardines. Estaba un poco ebrio, tenía los ojos enrojecidos y al acercársele Ángel había percibido un tufo agrio. Se habían reconocido, no sin dificultad, y se habían dado la mano con inusitado afecto antes de que el hombre lo hiciera pasar a un salón habilitado pobremente como vivienda. Allí, sentados en un poyo de cemento, rodeados de botellas de cerveza vacías, recordando los curas, los antiguos alumnos, en fin, los buenos tiempos, Ángel comprendió que aquella conversación casi familiar entre dos desconocidos se constituía en pobre sustitución de lo perdido. Hacía ya seis años, contó el viejo, que el edificio estaba deshabitado, y que él, asustando a un que otro ladronzuelo con mala suerte y cazando conejos monte arriba, ejercía de guardián de nada, de unos pupitres rotos y unos baños desmantelados a medias, a cambio de un exiguo sueldo del municipio.
Cuando Ángel salió al camino ya estaba oscuro. El viejo portero lo despidió con un apretón de manos. Entonces él fue hasta el pueblo, entró a la farmacia que estaba a punto de cerrar, compró dos cajas de antidepresivos sin que nadie se preocupara de pedirle fórmula y tomó la flota de regreso.
Pasó por su casa, se cambió de ropa y estuvo en el apartamento de Franca antes de las nueve. Le sorprendió encontrarla. Acababa de ducharse y tenía el pelo todavía húmedo. Ángel sintió las fragancias que se desprendían de su cuerpo: todas ellas frescas, leves, primaverales. Palideció de deseo. Contradiciendo sus propósitos iniciales, la llevó al cuarto mientras la llenaba de besos. Luego le hizo el amor con delicadeza.
Como si estuvieran celebrando una reconciliación, bebieron, ella vino, él una cerveza. Ángel se ofreció a hacerle una pasta mientras Franca se secaba el pelo. A la hora de comer, ésta le hizo cerrar los ojos y extender las manos: sobre ellas puso el libro de fotografías de escritores latinoamericanos de Sara Facio y Alicia D’Amico: un regalo sorpresivo. Después de mirarlo juntos, Franca quiso meterlo en la mochila de Ángel, cuidando de no dañarlo. Al hacerlo vio los antidepresivos, y prefirió no decir nada. Sacó, en cambio, con cara de extrañeza, una cajita de condones y un frasquito pequeño lleno de un líquido plateado. Ángel sonrió, cogiendo los condones y guardándolos de nuevo.
—Perro —dijo Franca, sonriendo a medias, pero repentinamente ruborizada—. Para usarlos conmigo no los compró, ¿no?
—Nunca se sabe —repuso Ángel.
—¿Y esto? Franca levantó el frasquito contra la luz.
—¿Eso? Mercurio.
—¿Mercurio?
—Cloruro mercurioso. Es diurético. Y antiparasitario. Me lo encargó un compañero para tratar un animal en su finca.
A media noche se despidieron, cuando Franca dijo que debía madrugar y que además no se sentía bien: tenía mareos y empezaba a dolerle la cabeza.
—No estará embarazada —bromeó él, asustándola.
Mientras bajaba a la séptima, Ángel recapituló lo que ella había dicho, palabra por palabra. Y se alegró de no haberle dicho nada de su insólito viaje al colegio, ni de las malas noticias en relación con su hermano.

            4.

Cuando Franca era pequeña se mareaba en el carro. Si la familia iba de paseo, en un viaje más o menos largo, era seguro que no había pasado más de una hora cuando ella empezaba a sentirse mal: primero venía un terrible sudor frío y luego el estómago le empezaba a flaquear y a dar vueltas y señales de que algo imparable comenzaba a subir por su esternón. El desenlace era siempre el mismo: una parada abrupta y Franca vomitando a un lado de la carretera, tratando por todos los medios de no salpicarse los zapatos y el vestido.
—Esta niña tiene problemas —decía su padre, mientras su hermana y su madre la miraban compungidas. Después de vomitar, Franca no podía contener el llanto: sentía que su dignidad había quedado averiada, que el esfuerzo que acababa de realizar la dejaba maltrecha, casi herida.
—Debe ser el oído —diagnosticaba la madre.
—O es psicológico —aventuraba el padre, que veía a su hija como una persona inestable y de naturaleza nerviosa.
Hoy Franca se ha devuelto a esos días terribles, ya casi sepultados en la memoria. Al despertar sintió que algo no andaba bien: que sus movimientos eran lentos y también sus pensamientos, como si estuviera borracha o dopada. Esas sensaciones la llenaron de pánico: ¿por qué le tenía que dar eso precisamente hoy, que Juan iba a recogerla en su carro para pasar el día juntos en la hacienda de su tío, montando a caballo? En un momento dado asoció los síntomas con el mareo que había sentido el día anterior, mientras hablaba con Ángel. ¿Estará enferma de verdad? La palabra enfermedad ha desaparecido hace muchos años de su vocabulario, desde que una operación de amígdalas le quitó para siempre las fiebres y lo escalofríos nocturnos que padeció durante toda la infancia. Una que otra gripa, un guayabo, es lo único que de vez en cuanto la ha importunado. La verdad es que desde sus quince años hasta ahora, con casi treinta, Franca se ha sentido siempre inmortal.
En vista de que no piensa renunciar a su día de campo, decide minimizar su malestar. Se baña, se perfuma, respira profundo cada vez que la asalta el mareo. Y cuando Juan timbra a su puerta ella aparece radiante, con una sonrisa de aquí no pasa nada, podemos irnos. Pero pronto se evidencia que no va a poder controlar las cosas como creía: media hora más tarde, cuando salen a carretera, siente que las náuseas la ahogan, que como cuando era niña necesita vomitar y esto no da espera. Pero no quiere que Juan se dé cuenta: le sigue pareciendo que vomitar es un acto indigno, asqueroso, del que nadie debe percatarse. Le pide, pues, a su acompañante, que se detengan en uno de los restaurantes de la carretera, y entra directamente al baño, con la vista puesta en un punto fijo para mantener el control. Una vez adentro, se acuclilla al borde del inodoro, todavía con la respiración contenida, y deja que el caldo caliente que se revuelve en sus entrañas salga a borbotones. Su frente se empapa, las manos le sudan, el cuerpo todo se estremece con las arcadas. Exhausta, se sienta sobre la tapa del inodoro, tratando de sobreponerse. Se suena, se seca las lágrimas involuntarias. Se mira en el espejo y ve una muchachita ojerosa con la nariz colorada y las mejillas llenas de manchas. ¡Qué desdicha, Franca, qué vergüenza, qué miseria! Ahora tendrás que salir de allí haciendo un esfuerzo sobrehumano, fingiendo que todo marcha a las mil maravillas. Será imposible: habrá que reconocer que no estás bien. Así lo hace. Juan pide una soda para ella y un brandy para él, y se sientan en los bancos altos que están frente al mostrador a esperar un rato a que se ella se reponga. Franca, descompuesta, tiritando, se siente cada vez más desamparada. La imagen de su cama viene por momentos a su cabeza como una alternativa deseada pero imposible. ¡Qué rico meter la cabeza debajo de las cobijas, cerrar los ojos y huir de sus malestares y sus miedos! ¿Pero, cómo abortar este plan haciendo el papel de aguafiestas? Ya en el carro, se tiende en el asiento trasero, protegida por una ruana que Juan le echa encima. El sueño la vence enseguida. Y no despierta hasta que oye una voz lejana:
—Llegamos, pequeña.
Llegar. Es algo que siempre alivia, piensa, mientras observa con curiosidad la casa, de previsibles paredes blancas y techos de teja, con puertas y ventanas azul rey. Los coloridos jardines que la rodean evidencian que allí alguien cuida de todo con esmero. Juan le explica que ésta era la finca de sus abuelos, y que ahora está en manos del único tío que le queda, una persona de fortuna a la que lo unen muchas cosas, incluido el amor por los caballos. Los recibe un hombre cordial, el mayordomo tal vez, seguido de una mujercita joven y sonriente, a la que Juan le pide un té para Franca. Adentro, en la sala, reina esa apacible semipenumbra propia de las construcciones de mucha edad, de muros muy gruesos y ventanas pequeñas, avivada apenas por la chimenea, que está ya encendida, como si los encargados del lugar estuvieran preparados de sobra para la llegada de los viajeros. Los gruesos tapetes superpuestos, las mantas sobre los sofás, las mesas muy bajas, llenas de libros, de retratos, de desvaídos cristales azules, las paredes enchapadas de madera donde cuelgan grabados, óleos, pequeños dibujos bellamente enmarcados, todo, en fin, los acoge con un calor que reconforta el espíritu de Franca. ¡Qué distinto se ve —piensa— este lugar habitado durante años, de su precario apartamento semidesnudo, donde lo único con cierto carácter es su dragón de madera, que se vería aquí como una cosilla más, sin otro valor que el sentimental que ya tiene! Mientras se acomoda en el abullonado sofá de pana verde sufre un remezón sentimental momentáneo: qué bueno sería ser la reina de este lugar, vivir en él alejada del mundo y sus miserias, armada sólo de un par de pantalones de trabajo, dos camisas, dos suéteres, y dedicar sus días a pintar, a arreglar el jardín, a preparar la comida con sus propias manos. Tales ensoñaciones románticas y la repentina conciencia de que —salvo por un tenue dolor de cabeza y una irritación extraña en las fosas nasales— se encuentra casi recuperada, la llenan, en un segundo, de una alegría tan clara e inocente como el agua de la fuente que puede ver desde la ventana. Se dispone —ahora sí— con la taza caliente entre sus dedos, a disfrutar su día de campo con Juan.
Éste responde a las curiosidades de Franca con locuacidad que llena de detalles sus pequeñas historias: ése de recios bigotes y ojos claros, que posa al lado de una silla de mimbre, es su bisabuelo, que según su padre fue un comerciante sagaz, de espíritu mundano, que se enriqueció pronto; contaba su abuelo que jamás tomó vacaciones porque estaba demasiado ocupado haciendo plata, y yendo de su almacén de artículos de lujo en el centro de la ciudad a sus haciendas, donde criaba ganado y cultivaba trigo. Murió de forma grotesca, atragantado con un hueso de pollo en el banquete de bodas de su nieto mayor, que arruinó con aquel hecho imprevisto. ¿Y ésa? Ésa es su abuela. La mamá de su papá; en su casa tiene cuatro o cinco cartas suyas, escritas con una letra esbelta y sin errores ortográficos; también era una dibujante con talento aunque sin escuela; algún día le mostrará el único dibujo suyo que se conservó, que representa unas manos de mujer sosteniendo el aro donde borda. Por boca de su padre él se enteró, siendo niño, de las terribles circunstancias de la muerte de su abuela: un domingo de madrugada, en esa misma casa, mientras su marido y sus tres hijos adolescentes dormían todavía, salió a dar un paseo y no regresó. La única que habló con ella fue la sirvienta, pues antes pasó por la cocina y se sirvió un café. Luego llenó con agua hervida una cantimplora y se despidió diciendo que no se demoraba. La encontraron dos días más tarde, cuando ya casi se agotaban las instancias de búsqueda, en una cabaña que su marido había hecho construir para almacenar leña: se había acomodado entre la madera, en un rincón escondido, impecablemente vestida, después de haberse tomado una dosis de cianuro que nadie pudo averiguar cómo pudo conseguir.
—Las dos veces que mi padre me contó esta historia —dice Juan— repitió eso de que el agua de la cantimplora era agua hervida. Tal vez le inquietaba esa precaución inútil en alguien que se dispone a morir.
—A mí me impresiona —añade Franca— que haya escogido un domingo por la mañana para matarse. Si yo me fuera a suicidar lo haría también un domingo. No sé si por la mañana o por la tarde, pero estoy segura de que no hay un día que más invite al suicidio que los domingos.
—¿Pues sabes cual es el día preferido de los suicidas? El viernes por la noche.
—¿El viernes por la noche?
—Sí, porque es muy probable que la gente cercana no los extrañe durante el fin de semana.
—Pues hay que reconocer que un viernes por la noche, con una buena pálida, es también un día perfecto para enviarse uno mismo al otro mundo. Oye, ¿tú cómo te matarías?
—Pues eso ya lo tengo todo dispuesto.
—No hables basura.
—No lo haría como mi abuela, creo que ésa es una muerte horrible. De una manera parecida se mató Lugones, con una mezcla de whisky y cianuro. Y dicen que no bebía, que el whisky fue para matar el sabor del veneno. ¿Sabías que el catre donde se suicidó quedó al otro lado del cuarto porque las convulsiones de dolor lo fueron moviendo mientras él agonizaba?
—Creo que el pobre Lugones andaba muy mal de catre —dice Franca.
—Y una cosa más. Tuvo el mal gusto de matarse en un lugar que se llamaba El Tropezón. Y la buena idea de que lo enterraran sin cajón y sin lápida.
—¡Cómo sabes de cosas inútiles!
—Yo tal vez podría suicidarme con somníferos, como Pavese. Porque lo admiro y porque además suscribo lo que escribió ocho días antes de su muerte: «se necesita humildad, no orgullo». Pero creo que la muerte más dulce es con monóxido de carbono, dentro de un automóvil. Ésa será la mía.
—¡Qué romántico!
—Ese día te invito.
—Más bien invítame a recorrer la casa. Porque esta conversación, peligrosamente, amenaza con ampliarse. ¿Y no dizque íbamos a montar a caballo?
Recorren las numerosas habitaciones, todas asomadas a pequeños patios de piedra, sembrados de rosales y sombríamente melancólicos, la huerta, el cultivo de orquídeas del tío de Juan. El aire del campo parece haber acabado de reanimar a Franca. Terminan en las pesebreras, donde mandan ensillar dos caballos.
—¿Por qué no vamos al sitio donde se suicidó tu abuela? —propone Franca.
Juan se ríe. Le explica que eso fue hace más de sesenta años y que ya no queda vestigio alguno de esa cabaña.
En el ambiente hay una latencia de lluvia. El cielo está tan cargado de nubes grises que pareciera haberse acercado a la tierra, y una ligera tensión surge de la quietud de los árboles, que están como a la espera de algo. Franca aspira, como un convaleciente, los olores diversos: a humedad, a pino, a estiércol animal. También la piel de los caballos exuda un olor penetrante, ácido, que la devuelve a las vacaciones en la finca de sus abuelos, a las largas cabalgatas que su hermana y sus primos hacían escoltados por los trabajadores, y que terminaban en la represa donde se mojaban los pies y ensayaban a pescar con cañas improvisadas.
A veces cabalgan lentamente y a veces acicatean las bestias para que aceleren el paso. Una llovizna ligera ha empezado a caer: Franca no siente ninguna molestia; más bien la experimenta como un estímulo más. Ha vuelto a ser ágil, bella, poderosa. Cuando sienten caer las primeras gotas, tan gruesas que los lastiman, galopan dando gritos divertidos hasta una pequeña enramada. Allí, acomodados entre la herramienta y el heno para los caballos, los sorprende la rapidez con la que el aguacero se desgaja, acompañado de una tempestad que logra asustar a Franca con sus intempestivos relámpagos. Juan saca un cacho y lo enciende. Le da a probar a Franca. Ésta cierra los ojos y aspira: se está muy bien allí. Se recuesta en el heno, disfruta su aroma silvestre. Le dice a Juan que le cuente una historia: que le gusta su voz y la forma en que, con todas sus mentiras, la hace reír.
Cuando entra a su apartamento son las diez de la noche: se ha resistido a la invitación de Juan a quedarse a dormir en la finca, porque entrada la noche llegó el tío, un tipo viejo, elegante, cordial, pero demasiado formal para su gusto: se sentiría incómoda. Además ya estaba bien. Y quería estar un rato con Mateo, al que ha pasado a recoger donde su hermana. Viene contenta, tranquila, aunque con ganas de descansar, porque todavía experimenta cierta debilidad y un ligero temblor en su pulso. Pero apenas cruza el umbral percibe algo extraño, que la hace detenerse: todo el ambiente está impregnado de Poison, su perfume, un aroma que reconocería en cualquier parte. ¿Qué puede haber pasado? ¿Que lo dejó abierto y se impregnó el entorno? Pero no: allí está, en su sitio de siempre, completamente tapado. Sin embargo, Franca no queda tranquila: acerca la nariz a la madera del clóset y aspira; efectivamente, está traspasada de la fragancia, como si el perfume se hubiera derramado. Y ya mirando bien, el líquido parece disminuido. Se sienta al borde de la cama, pensativa. Cree estar comprendiendo de qué se trata.
En ese momento suena el teléfono. Una intuición la hace abstenerse de contestar. El timbre se obstina, cinco, seis, siete veces. Luego cesa, pero para volver a insistir. ¿Y qué tal que sea algo grave? ¿Qué tal que sea que su padre está enfermo? No te lo perdonarías, Franca. Levanta el auricular
—¿Por qué no contestaba?
La forma abrupta de la pregunta la encoleriza. Su respuesta sale de cualquier manera, irritada, impaciente.
—¿Puedo subir?
—¿Subir?
—Estoy aquí cerca, en el bar de Pedro.
—¿Y qué hace ahí?
—Esperarla.
Franca medita unos minutos antes de pronunciar las siguientes palabras. Le imprime al tono toda la seguridad de que es capaz:
—Oiga, Ángel, usted entró a mi apartamento hoy, mientras yo no estaba, ¿no?
Al otro de la línea se hace un silencio breve. Ángel replica, con cierta agresividad:
—¿Qué la hace pensar eso?
—Cosas. Cosas que veo.
—No creo que deba contestar a su acusación por esta vía. ¿Puedo subir?
Franca se siente repentinamente culpable: por una parte, viene impregnada de Juan, de la cabeza a los pies. Y, por otra, quizá todo sean imaginaciones suyas; o producto de un descuido que cometió antes de salir. A fin de cuentas en la mañana se sentía mal, entumida, lenta. Pero también es cierto que no le gusta que la acosen: esperarla en el bar de la cuadra le parece un exceso. Claro que el hombre, según parece, no está bien. Lo deduce por los antidepresivos.
—Estoy cansada, Ángel —responde, con toda la suavidad de que es capaz—. ¿Por qué no hablamos mañana?
La voz de Ángel suena sombría, cortante.
—A qué hora.
—Llámeme tipo once.
—Como usted diga.







VII. La oscuridad también alumbra



            1.

            EN el cuartito de urgencias de la clínica hay una tensión evidente. El médico acaba de llegar después de casi una hora de espera, y las cuatro personas que rodean la cama están impacientes por oír su dictamen. Son las dos y diez de la mañana, hace un frío de páramo, y Franca, muy pálida, consciente a medias, tirita y se queja de dolor de cabeza.
Genoveva sabe que si el médico la interroga no debe callar los detalles, pero sabe también que lo que cuente puede resultar molesto para el padre, quien no oculta su cara de preocupación. Es una tontería que Julia lo haya traído a estas horas. Si ella la llamó fue para que le trajera algo de ropa, dado el estado de suciedad de Franca, y para que fuera a buscar en el apartamento el carnet del seguro, que abarataría la cuenta, no para armar esta función.
Todo sucedió en la casa de Juan, hacia la medianoche, y ella está segura de que no ha sido sólo una cuestión provocada por el trago. De hecho, en las últimas tres semanas Franca ha pasado casi todos los fines de semana enferma. Sólo que no le ha dicho nada a nadie más que a Genoveva, porque tal vez no le había dado demasiada importancia a los síntomas: mareo leve, cansancio, párpados muy pesados, sed constante. Nada que no le permitiera, en todo caso, desenvolverse en el día a día. Pero ahora el mal ha hecho crisis.
Genoveva rememora: no eran más de las nueve cuando llegaron, en su carro, porque Franca no quería manejar. Dos horas más tarde entró Ángel, en forma sorpresiva, porque en la tarde había expresado que no iría por nada del mundo, que odiaba las reuniones con los amigos de Franca. Ya estaban allí Luis Patricio, y dos amigos de Juan con sus mujeres, gente desconocida, lo que hizo que las cosas que pasaron más adelante fueran un poco más bochornosas.
Desde que entró, Franca estuvo especialmente graciosa, menos beligerante y retadora que de costumbre. A las provocaciones de Juan contestaba con rapidez y agudeza, de tal modo que del diálogo saltaban chispas, como si se estuvieran batiendo con espadas. Los demás celebraban sus ocurrencias con enormes carcajadas, excepto Ángel, que parecía haber llegado a cumplir con el papel de aguafiestas. Su aspecto había cambiado tanto en los últimos tiempos, que era notorio para cualquiera. Tenía el pelo crecido, una barbita descuidada y la piel grasosa y amarillenta de los cancerosos o los enfermos del hígado. ¡Qué tipo tan raro!, había pensado Genoveva, molesta con su cara desdeñosa, distante. Pero también con su aquiescencia con Franca: aunque Ángel no bebía, las dos veces en que a ella se le acabó el ron fue a la cocina a traerle otro, con una disposición que contrastaba con su aparente disgusto.
—Franca no anda bien —le había dicho Genoveva al oído—; no le dé más trago.
Y entonces él, sin explicación ninguna, había dicho que tenía que irse. ¡Vaya cabrón! ¡Había ido sólo por joderle el rato a Franca!
—Mejor que se vaya —le comentó Franca en voz baja a Genoveva, respondiendo sin duda a la mortificación leída en su gesto—. Me siento menos vigilada. Pero no le pongas tantas bolas: hace unos días me habló de una preocupación familiar. No sé de qué clase podrá ser, porque como es tan misterioso no cuenta nada. Pero también es una cosa de temperamento. No se siente bien con la gente.
¡De temperamento! Cuando a alguien le da por ser hijueputa, pensó Genoveva, resulta que es una cuestión de temperamento. O que es muy tímido. A ella, definitivamente no le agradaba ese personaje: le parecía bastante sórdido y amargado. Más le gustaba Juan, con su buen humor y sus modales de marqués, pero era tan viejo que le parecía imposible que Franca tuviera con él escarceos sexuales. Máxime si no era buen amante, como ella decía. Estaba pensando en esas cosas cuando percibió la cara de Franca, repentinamente pálida. ¿A qué hora se había emborrachado? Le pareció que era más que una palidez de tragos, porque tenía los ojos vidriosos. Cuando, preocupada, se acercaba discretamente a ofrecerle ayuda, vio cómo su amiga se caía de bruces, con un movimiento tan abrupto e inesperado que pasaron unos segundos antes de que los demás alcanzaran a reaccionar. Las mujeres se dedicaron a hacer aspavientos y a correr de un lado para otro en busca de agua, de alcohol, de toallas. Al voltearla boca arriba todos pudieron observar que Franca tenía los ojos horriblemente entornados, como los epilépticos en el momento de una crisis. Alguien sugirió sacarla a la terraza, para que tomara un poco de aire. Mientras los amigos de Juan la cargaban, Genoveva pudo observar que algo turbador estaba sucediendo: los pantalones azules de Franca se empapaban de una manera ostensible, de modo que un chorrito vacilante iba dejando su huella sobre la alfombra. Cuando la depositaron en el frío suelo de granito recobró en parte el sentido, pero con una evidente desazón que le hacía mover la cabeza de un lado para otro. Al ser interrogada con delicadeza sobre su estado se quejó de tener la boca muy seca y dificultad de respirar. Y no acababa de decir esto, cuando, sin control ninguno, vomitó hasta las tripas a su costado, ensuciando su blusa a pesar de los esfuerzos por evitarlo.
—¿Le diste algo? —le preguntó Genoveva a Juan, aprovechando la confusión, haciendo un leve pero significativo gesto con el dedo del corazón en la punta de la nariz. Juan, muy serio, negó con la cabeza.
Mientras estas cuestiones sucedían, Genoveva pudo ver en la cara de las otras mujeres cierto tono burlón: que alguien de género femenino se emborrache como un cochero en un lugar extraño, poco familiar, suele interpretarse como un signo de inmadurez o desvergüenza, pensó. Casi nadie, por lo demás, piensa lo mismo si se trata de un hombre. A Genoveva no le quedó duda de que tan pronto salieran de ahí echarían a volar el chisme, porque de un tiempo para acá se había tenido que enfrentar más de una vez a la maledicencia de algunos que aseguraban que Franca estaba perdida, desquiciada, que su vida se había vuelto una irresponsable juerga perenne.
Entre todos habían decidido que era mejor llevarla a la clínica y por eso ahora estaba allí Genoveva, al lado de la enferma. Inicialmente la había acompañado Luis Patricio, que sin embargo desapareció en forma discreta apenas aparecieron el padre y la hermana de Franca.
Genoveva, pues, le describe al médico algunos detalles de lo sucedido, con la mayor discreción posible: tan sólo ver al padre de Franca, con su aire respetable y distante, visiblemente incómodo por lo que de intimidad se respira en ese recinto estrechísimo, la perturba. Entonces les ordenan salir para hacerle a la paciente un examen más detenido. Y veinte minutos después el médico, ante el asombro general, dictamina: es un episodio grave de hipoglicemia etílica.
—No lo creo, ni por un segundo, —le asegura Franca a Genoveva, indignada, ocho días después—. Tomé con mucho cuidado, y no fueron más de tres tragos. Dos y medio, para ser más exacta. Y con mucha Coca-Cola, porque así se los pedí a Ángel. Así que voy a consultar a otro médico, porque además sigo sin sentirme del todo bien. ¡Dizque hipoglicemia etílica!
—Tal vez sea, entonces, hipoglicemia a secas. Tomas mucha Coca-Cola.
Le pregunta a Franca qué opina Ángel, que no la desamparó en los días siguientes a su estadía en la clínica.
—Que puede ser una anemia. Que tome hierro, y punto. Está peligrosamente amoroso, ¿sabes? A menudo se mete a la cocina y me prepara algo de comer. Pero además, recién salí de la clínica me hizo una confesión aterradora: que desde hace un mes largo su hermano está desaparecido.
Genoveva abre unos ojos enormes.
—Eso es gravísimo.
—Parece que lo secuestraron por sus actividades de agitador sindical. En el momento en que me contó esto se le humedecieron los ojos, rendido de angustia, se culpó, maldijo su suerte. Me pidió, por primera vez en la vida, que no lo dejara de querer, que no lo abandonara. Se veía muy trastornado, diciendo siempre las mismas cosas. Pero, no me lo vas a creer, no sé nada de él desde hace tres días. En su teléfono nadie contesta.
—Ese tipo anda en cosas raras —opina Genoveva.
—¡Qué va! Las cosas no son las raras. El raro es él. Pero además no es cualquier cosa que le desaparezcan a uno un hermano. Yo soy muy solidaria, pero no quiero presionarlo a contarme en qué gestiones anda. Sabes que esas negociaciones son siempre muy secretas.
—¿Y cómo sabes que hay negociaciones?
—Me imagino.
—Yo no soportaría una relación así —afirma Genoveva, moviendo la cabeza llena de rizos—, es como vivir con Houdini. ¿Por qué no lo vas zafando?
—Lo intento, ¿qué crees? Me agobia un poco. Pero es que hay otra cosa: ese hombre me despierta un deseo tremendo. A eso llaman encoñamiento, ¿no?
Genoveva se ríe.
—Clarísimo. Ya te lo había dicho.
—¿Y te parece mal?
—Mal no. Difícil de manejar.
—Es como si estuviera escindida —le explica a Genoveva—. Con Juan me gusta hablar, pero no hacer el amor. Y a la inversa. Creo que voy a dejarlos a los dos —dice—, pero no por ahora. El viernes viajo a Cartagena con Juan. Va a hacer un negocio y me pidió que lo acompañara.
—No juegues con fuego, querida.
—Déjame, Geno. Boba no soy.

            2.

Ángel ha estado soñando con un campo blanco sembrado de árboles también blancos. Un sueño triste pero apacible. Un ruido que no identifica plenamente lo saca a medias de su universo fantasmal. Trata de incorporarse pero su cuerpo no le responde de inmediato: el somnífero que se tomó a la una de la mañana ha hecho su efecto. Por fin reconoce el timbre del teléfono, que en el fondo de su cabeza suena amplificado, furioso, chirriante. Mira el reloj: no han sido las seis. Sin duda una mala noticia —piensa— la que ha estado esperando todos estos días. Se sobresalta, pero el miedo lo adosa a la cama, lo paraliza. ¿Cuántas veces ha sonado? ¿Tres, cuatro, cinco? Antes de que su mano alcance el auricular, todo vuelve a quedar en silencio: desde la mesa de noche el aparato lo mira como un gran sapo negro que ha expulsado ya todo su veneno.
Ha oído que en circunstancias similares a las suyas los familiares desarrollan una dependencia obsesiva del teléfono; que hay madres de secuestrados que no vuelven a salir jamás, ni siquiera a la esquina, por el pan o la leche: temen que mientras salen a la tienda va a sonar la llamada que llevan esperando día y noche con el alma encogida. Él no. Hasta ahora no. Porque en el fondo de su alma sabe que Ernesto está muerto.
Y sin embargo, en el silencio casi total de la madrugada Ángel alcanza a oír el sonido de su corazón, su respiración atolondrada. Lleva ya un mes en esta espera sin que ni él ni nadie tenga el menor indicio. Toda la angustia se le ha concentrado en el estómago, donde sin duda, a juzgar por los malestares permanentes, deben haberle crecido líquenes y hongos venenosos.
El teléfono vuelve a sonar. Esta vez Ángel contesta al primer timbrazo. Un ruido en la línea le impide oír con claridad lo que la otra persona dice. Por el rumor de automóviles que se oye detrás sabe que lo llaman de un teléfono público. Impaciente, Ángel repite en voz alta «aló, aló». Finalmente, parece entender de qué se trata. Contesta con monosílabos, toma un papel del cajón de la mesa, anota una dirección.
—Puedo, pero a las siete —dice—. ¿Alguna contraseña?
Pasan unos segundos. Ángel vacila antes de preguntar:
—¿Está seguro de que ese sitio es una buena idea?
Y después añade:
—En el Willis rojo.
Cuelga. Se incorpora totalmente, mira otra vez el reloj, hace un rápido inventario mental de las actividades del día. Recuerda que hoy ha pensado entregar la carta en la universidad. Todavía tiene tiempo de pensarlo, se dice, todavía puede echar para atrás su decisión. Quizá no valga la pena hacer algo tan drástico, quizá esté cerrando para siempre una opción de vida que le interesa y le sirve. Pero no sólo ya no se siente cómodo en la Facultad, sino que en las últimas semanas le parece que sus colegas lo miran con desconfianza, con distancia, incluso con un aire burlón. Hace dos días, al entrar a la secretaría, se tropezó con Laura, una de las monitoras, haciendo que se le regaran los papeles que llevaba en la carpeta. Él dijo algo a modo de excusa, después no supo muy bien qué. La reacción de ella fue tan grosera, su reclamo tan brusco, que él no supo qué responder. Y para acabar de ajustar, más tarde la oyó comentar en el corredor que se había comportado como un patán. Al pasar por su lado algo insólito le sucedió: le dieron unas ganas tan locas de abofetearla, que tuvo que salir a toda prisa del edificio tratando de calmarse.
Hoy se tomará su tiempo, piensa; remoloneará un rato en la cama, porque las pastillas lo tienen medio noqueado, y porque está visto que este día tendrá más tensiones de las que habitualmente está enseñado a soportar. Duerme veinte minutos, pero lo despierta una idea repentina. Se baja de la cama y se pone en cuatro patas para sacar a rastras la caja. Ésta no es ni grande ni pequeña, pero pesa. Está muy bien sellada con cinta de enmascarar; y su contenido es denso: nada se mueve ni suena en su interior. Se queda un buen rato en esa posición, contemplándola, como el pagano que adora su ídolo. Quisiera abrirla, examinar su contenido, tener perfecta conciencia de qué va a transportar. Pero quizá no sea una buena idea. Quizá se arredre, se acobarde, les quede mal. Aunque la verdad ya está acobardado, y hasta de mal genio. ¿Será que Jairo no sabe por las que está pasando? ¿Será que está tan alejado de la realidad que no ha leído ni ha visto que a Ernesto lo desaparecieron? ¿Por qué le pide que corra riesgos precisamente en estos momentos?
Las audacias del MORO son cada vez más grandes, y también más descabelladas. No son las acciones del Eme, que tienen un alto contenido simbólico, y poder de seducir a la gente. Las de Jairo y su grupo suenan erráticas, sin dirección. Claro que lo de hace quince días estuvo bueno: meterse a una emisora, arredrar a los locutores, y durar quince minutos lanzando consignas y arengas al aire. ¡Qué osados! Ahí sí acertaron.
Desayuna, se baña, le da de comer a la perra. Antes de salir de la casa mete la caja entre una tula vieja que acomoda luego debajo de uno de los asientos traseros del jeep. Al hospital llega cuando ya lo están esperando tres pacientes. El primero es un anciano que se queja de un dolor recurrente en el costado derecho, debajo de la cintura. Cuando Ángel se acerca a examinarlo, siente su olor, penetrante y ácido, a ropa sucia y a cuerpo enfermo. Su dentadura está incompleta y sus manos, de dedos torcidos, evidencian una artritis avanzada. Con ojos espantados, de niño en medio de la noche, el viejo lo mira desde la soledad de la camilla. Le recuerda a alguien, pero no sabe a quién. Esa sensación lo incomoda, lo inquieta. Lo acompaña su hija, una muchacha gorda vestida de rosado fuerte, con la cara colorada y los ojos muy juntos. Un pobre ser sin brillo ni vivacidad, de expresión embrutecida, que trata al padre con frialdad y rudeza.
Es la miseria de todos los días, la que llega a diario a su consultorio encarnada en seres sufrientes, que casi siempre asumen el dolor y la dificultad con docilidad resignada. Aunque Ángel pocas veces se conmueve, algo hay en esa pareja que lo perturba. O quizá sea que está especialmente sensible. Por eso las horas de la mañana se adensan, empiezan a pesar como piedras en el bolsillo del que se ahoga. Al mediodía come, solo, en la cafetería del hospital. Los olores a verduras hervidas, a carne, a guisos, lo remontan, con desasosiego, a los del comedor del internado; un recuerdo desde hace mucho sofocado lo asalta y lo sacude: el de los ojos del Candelo sobre su espalda, que lo hacía volverse hacia él, colorado hasta la raíz del pelo.
Después de almuerzo se dirige a la universidad. Por el camino siente que no está bien, pero no puede identificar qué le pasa. Pareciera tener un malestar digestivo, que repercute en su sistema nervioso, o viceversa. Le sudan las manos y le duelen la espalda y la cabeza. Pero además tiene una especie de nudo en la garganta. Y rabia, descontento, ganas de darle patadas a las piedras. Ya han entrado a período de exámenes, y el campus no se ve tan abigarrado de gente como siempre. ¿Qué diría Franca si supiera que en unos minutos va a pasar su carta de renuncia? ¡Pero, qué va a importarle a Franca nada de lo que le pase! Con su conducta errática lo que hace es enloquecerlo, acabarle de quitar la paz a sus días. ¡Ahora resulta que dizque se va a pasar unos días a Cartagena con unos compañeros! Entra al viejo edificio de Medicina, busca por los corredores la Decanatura. Descansa al ver que en los pasillos no hay nadie conocido. En la oficina de la secretaria sólo se encuentra la mujer del aseo, que le dice que Blanca Inés tenía cita médica a las dos y por tanto no estará de regreso antes de las tres y media o cuatro. Ya sabe, profesor, cómo son las cosas de demoradas en la Caja.
Con la carta en el bolsillo Ángel decide que buscará una droguería en los alrededores: las pastillas para dormir no le están haciendo efecto. Debe comprar algo más fuerte, porque ya lleva tres días en que apenas se duerme a las tres o cuatro de la mañana. Antes de salir del campus, sin embargo, va hasta un teléfono público, echa una moneda, marca un teléfono que se sabe de memoria. Mira el reloj: las tres y diez. Lo sorprende una voz masculina, que no encaja dentro de su cerebro. Casi mecánicamente, cuelga. Ya en la calle, decide atravesar la avenida y buscar la farmacia. Sin embargo, mientras está parado en la esquina, esperando que el semáforo cambie, nota que un hombre que está a su lado lo mira de una manera extraña, como si lo reconociera, o más bien como si dudara de que él fuera él. En ese momento la luz pasa a verde, y el grupo de personas que está al borde de la acera se lanza a la calle, y con ellos también Ángel y el hombre que ha estado mirándolo. La rápida ojeada que le ha echado le ha permitido darse una idea; se trata de un ser más bien anodino, alto y delgado, que va vestido de una manera formal pero humilde: lleva un vestido negro bastante lustrado, una camisa blanca de cuello insignificante y una corbata azul muy delgada. Parecería el empleado de una funeraria o un funcionario totalmente subalterno. A pesar de lo inofensivo de su aspecto, algo en aquella mirada no le ha gustado. Por eso le molesta la idea de que camine tan cerca de sus zapatos, casi como si fuera una sombra.
Donde antes estaba la farmacia que conocía, ahora sólo hay un local vacío, con aviso de «nos trasladamos». El hombre que le seguía los pasos ha desaparecido de su vista. Entonces decide caminar un rato, esperando encontrar otra farmacia por el camino. Se mete por las callecitas del barrio aledaño, sin rumbo, disfrutando de la tranquilidad doméstica que se respira en la zona, rota tan solo por el chirrido de algún bus escolar, o por el ladrido de un perro en un antejardín. No ha caminado más de dos cuadras, sin embargo, cuando ve al hombre de negro parado en la puerta de una pequeña sastrería, con la actitud inequívoca del que espera a alguien. Otra vez aquella mirada lo sacude, lo pone nervioso. Pero se inquieta mucho más cuando ve que, una vez él pasa, el hombre lo sigue de nuevo. Cruza la calle, esquiva un perro que le sale al paso, y avanza por una de las carreras, bordeada de casas de ladrillo y alcaparros de troncos retorcidos y flores encendidas. Un escalofrío casi placentero le recorre la espalda. No es miedo lo que ha empezado a sentir, sino una rabia similar a la que lo dominaba hace un rato, camino de la universidad. Hará una prueba, piensa: atravesará el parque en diagonal, a ver qué hace el hombre. Y éste, de acuerdo con sus peores suposiciones, sigue también esa ruta.
Ángel acelera el paso, de forma más estratégica que angustiada. Si su percepción no lo engaña, también el desconocido aumenta la velocidad. ¿Qué querrá el hijodeputa? No va a darle la oportunidad de actuar, eso sí que no. El parque es grande para ese barrio, y bien cuidado, con sus bancas de madera y su lugar de juegos infantiles en un extremo. Pero, salvo por un indigente que duerme bajo un árbol, se ve desolado. Para lo que ha decidido hacer, mejor así. De modo que la sorpresa sea total, Ángel da un giro sobre sí mismo, enfrenta al hombre y lo coge de las solapas. Éste, que aparentemente venía mirando al piso, grita sorprendido, y hace un movimiento tratando de escapar. Pero ya Ángel, como cualquier matón de película, ha descargado en su cara un primer golpe, y alista el segundo que va con contundencia al estómago, y lo hace doblarse y trastabillar.
—¿Por qué?
Esta pregunta del hombre, formulada en voz muy baja, suena patética. Ángel lo mira desde arriba, con repugnancia, como a un insecto: no se ha movido del suelo, donde permanece de rodillas, sin mirar a su agresor, encogido y humillado, como esperando el próximo golpe. Con toda deliberación y sin mucha fuerza Ángel le da una patada a su víctima, que cae sobre el codo derecho sin musitar palabra. Entonces da media vuelta y camina de regreso a la universidad.

            3.

El lugar es, a esas horas, mucho más oscuro de lo que se imaginó. Aunque la avenida más próxima no dista más de cuatro o cinco cuadras, y las luces de las canchas deportivas alcanzan a crear un aura luminosa visible desde donde Ángel se encuentra, este recodo del parque carece de iluminación y la vegetación a espaldas de la pequeña bahía de tierra donde ha estacionado es espesa y aparentemente impenetrable. No es un lugar en el cual uno pueda precisamente sentirse tranquilo: se sabe que ésta es una vía donde con cierta frecuencia las autoridades encuentran cadáveres, algunas veces de indigentes que han muerto como producto de «limpiezas» que han ejecutado grupos intolerantes, o de hampones de distintos calibres, víctimas de retaliaciones mafiosas o de persecuciones de comerciantes o policías. Sin embargo, de vez en cuando un carro sube por la empinada cuesta, o se ve algún parroquiano que camina, quién sabe haciendo qué por esos parajes desolados.
Ángel fuma un Pielroja recostado contra su viejo jeep, tratando de calmar la ansiedad, sin poder dejar de mirar compulsivamente el reloj cada tanto tiempo, como en uno de esos eternos viajes de avión en que cada minuto dura un siglo. ¡Maldita sea! Reniega del momento en que dijo que sí a esa cita con un desconocido, pensando sobre todo en no faltarle a Jairo, en ser leal con él aunque discrepe cada vez más de sus métodos. Ahora mismo se ha puesto a pensar en que a lo mejor esa llamada era una trampa, que no fue hecha por nadie del MORO sino tal vez por los tipos que tienen a Ernesto, y esa sola sospecha le enfría el alma, le pone los pelos de punta, de tal modo que mira a su alrededor con desconfianza, casi atacado de pánico, y sin embargo diciéndose: calmado, Ángel, que aquí no va a pasar nada extraordinario, que ésta será una gestión que lleva apenas unos minutos, que en media hora ya va a estar en sitio seguro.
Por el camino empinado aparece un par de luces que lo encandilan. El carro viene lento, muy lento, como si le costara trabajo subir. Sin embargo no es un modelo viejo, sino un jeep potente, de vidrios oscuros. Éstos deben ser, piensa Ángel, y alerta todos sus sentidos. Y quizá esté en lo cierto, porque si bien el carro pasa sin detenerse delante de la explanada, unos metros más allá el ruido del motor cesa abruptamente. Mira su reloj: las siete y veinte. Espera, en vilo, que alguien aparezca. Pero ahora nada se mueve, ni siquiera las hojas de los árboles. Saca otro cigarrillo del paquete. El fósforo al encenderse suena en sus oídos desproporcionadamente. Decide que esperará diez minutos más. Cuando ya se dispone a marcharse oye pasos que se acercan, y se tensa, porque son pasos múltiples y extraños, que hacen resonar el cascajo con estridencia. Su nerviosismo se desvanece cuando ve aparecer un muchachito de unos quince años arreando un burro. Pero ahí no para todo: un perro se le acerca, ladrándole, y luego otro y otro más. ¿Cuántos son? ¿Cinco, seis, siete? Toda esa situación, piensa Ángel, tiene la consistencia de los sueños: ese muchacho pasando en silencio delante de él, sin mirarlo, está muy cerca de ser una aparición fantasmal; y este montón de animales que lo cercan, lo acosan. Pero además, siente cada vez más como si en medio de estas sombras su yo se disolviera, amenazara con convertirse en nada, en un charquito que la tierra se puede tragar en un segundo.
Piensa en su suerte, maldice. Una frase le viene a los labios: todos los perros me ladran. Ya está bien de esperar, piensa, mientras toma conciencia de que su espalda le duele y está rígida, como si debajo de su piel lo que la sostuviera fuera una estructura de alambre. Bota el pucho al suelo y sube al volante. Pero antes de arrancar le echa una mirada a la tula semiescondida debajo del asiento. Allí sigue, inerte, indiferente, y sin embargo irradiando un extraño poder.
Cuando llega donde Franca, ésta lo recibe con una euforia que no lo involucra: está contenta porque ya tiene todo listo para el viaje del día siguiente. Le cuenta que, aunque no se siente del todo bien, ha estado toda la tarde de compras, y lo lleva directamente a su cuarto donde las bolsas reposan todavía intactas sobre la cama. De ellas saca, para mostrárselos, una camisa blanca, unos pantalones negros de algodón, tres calzoncitos de color pastel, y un brassier mínimo, de una tela muy transparente. Es lo que Franca piensa llevar a su paseo con los compañeros de universidad. Ángel mira todo aquello con rostro inexpresivo, pero cuando Franca lo puya, preguntándole si es que no le han gustado sus compras, él sonríe levemente. Si de algo está seguro es de que no quiere confrontaciones con ella. ¿Pero no es provocador el gesto de mostrarle la ropa íntima que usará en un paseo del cual él está excluido y al que no está seguro de saber quiénes irán? Porque lo que sí cree es que Franca miente, miente y miente. Cuando le pregunta a qué horas salió de su casa, ella dice que temprano porque se fue a llevar a Mateo a casa de Julia. Y que luego fue a un gran centro comercial a mirar tiendas y a probarse de todo, como en los tiempos adolescentes. Comprar la relaja, como a todas las mujeres, añade.
Entra al baño con las prendas en la mano, y sale luciendo su ropa interior nueva. El calzón transparenta su escaso vello púbico, el brassier los pezones rosados de borde ligeramente más oscuro. La delicadeza de ese cuerpo, su belleza pálida, no producen en Ángel deseo sino rabia. ¡Como si él no supiera que esa ropa ha sido comprada para que otro la vea! No iba a gastarse un dinero porque sí, porque hasta donde él percibe ella no necesitaba esas prendas. Como si Franca le hubiera leído el pensamiento, la oye decir que es una lástima que nadie vaya a notar su ropa interior. Pero que de todos modos a ella le gusta sentirse bien, de dentro hacia afuera.
¿De modo que estuvo toda la tarde fuera? Y si no había nadie en el apartamento, ¿quién fue el que contestó alrededor de las tres? ¿O es que él se está volviendo loco? ¿Tal vez se equivocó de número? Cabe esta opción, es verdad. Pero no le dará a Franca el gusto de preguntarle. Ésta reaparece vestida con su atuendo nuevo, desfila y, antes de despojarse de su nueva ropa, le sugiere, ya con cierto desgano ensimismado, que pidan comida a domicilio: está demasiado cansada para cocinar nada.
Dos horas después Franca duerme profundamente. Ángel la contempla, como el carcelero de palacio a la bella durmiente: metida en su pijama blanca la ve frágil e indefensa. Desde que está enferma ha perdido peso, y le han aparecido unas ojeras color violeta. El pelo ha perdido brillo y los labios, color. Ángel no puede reprimir una visión atroz: debajo de la frente y el rostro ve el cráneo abombado y la calavera con sus cuencas, y debajo del algodón el esqueleto menudo, de huesos brillantes y delicados que empiezan a desmoronarse.
Antes de dormirse, Franca se quejó otra vez de dolor de cabeza y dificultad de respirar. Quizá también esta vez se le dañe el paseo y deba quedarse cuidándose todo el fin de semana. Hace dos días que regresó de donde el médico diciendo que parece que tiene una disritmia cerebral. ¿Es eso algo como para preocuparse? le preguntó a Ángel. Éste le aseguró que no, pero que eso no quería decir que pudiera desentenderse de los exámenes que le ordenaron. Pero Franca no quiere más consultas inútiles. Una amiga le ha dicho que ella sufrió de lo mismo durante un tiempo y que era una cuestión hormonal. Así que no seguirá botando la plata y esperará a que se le pase.
Ángel se acomoda en la cama, prende un cigarrillo y enciende la televisión. Cambia de canal a canal sin encontrar nada. Buscando buscando se topa, sin embargo, con la emisión de noticias, y en ellas con un anuncio que lo inquieta: en horas de la tarde el ejército ha allanado una casa en el sur de la ciudad, y ha dado de baja a tres integrantes del MORO que, según todos los indicios, se disponían a dar un golpe de gracia en la capital en los días siguientes. Son dos hombres jóvenes y una mujer. Dos más huyeron a través de los tejados. Los cadáveres aún no han sido identificados, pero lo serán en las próximas horas.
Enseguida el presentador del canal anuncia que, para que la audiencia no se la pierda, repetirán apartes de la alocución presidencial de las siete de la noche. Suena el himno nacional. Entonces aparece, en la silla de su despacho, rodeado de cuadros y banderas, el presidente de la república, y saluda con su voz nasal a los colombianos. Entre sus mofletes, la boca minúscula apenas se mueve, como una polilla moribunda clavada con un alfiler. Todo en él es lento, pero los ojillos vibrantes permiten adivinar que detrás de esa pesadez bovina se oculta una rapidez de viejo zorro. Dicen por ahí que además es libidinoso, y que usa su poder para seducir sin escrúpulos a las mujeres que lo rodean, incluidas las esposas de sus amigos. Ahora está hablando de los logros de la nueva comisión de paz y del fracaso del paro cívico nacional. Ángel siente rabia de ver el cinismo de este vejete marrullero. Y piensa en Ernesto y en Jairo, que tal vez sea uno de los caídos y esté ahora desnudo y rígido y con un agujero negro en la cabeza.
Mundo de mierda, piensa, apretando el botón del control. Por un instante, la oscuridad es total a su alrededor.

            4.

La venda oscura le aprieta los ojos hasta hacérselos doler. También siente dolor en las muñecas, y un frío intenso que hace que sus dientes choquen involuntariamente y el cuerpo tiemble casi hasta las convulsiones. Los espasmos, alcanza a pensar vagamente, son también de miedo. ¿Cuánto tiempo lleva allí, en la oscuridad, de pie sobre el cemento helado, oyendo la música estruendosa que sale de una grabadora, sin duda para apagar los gemidos espaciados que provienen de la celda aledaña, y que tienen algo de animal moribundo? ¿Qué sabe de MORO —pregunta su interrogador— dónde se encuentra Jairo González, cuáles son sus vínculos con él, de quién es la caja que se encontró en su casa? ¿Hasta cuándo podrá estar en silencio, dominando el terror, el dolor en los testículos, en la espalda, en las paredes rotas de la boca? Llora de rabia, de humillación, de impotencia. Tiene sed, pero no se rebajará a pedir agua.
Otra vez el hombre argumenta: si dice un nombre, una dirección, un dato que sirva para agarrar esa mano de hijueputas, en menos de veinticuatro horas estará afuera sin cargos de ninguna clase. Pero si no... Lo que pasa es que lleva mucho tiempo encerrado, ¿no, amigo? Quizá sea hora de dar un paseo.
En vano Ángel dice, entre dientes, que nada sabe y que por tanto nada puede confesar o revelar. Le ponen la ropa empapada, lo sacan a empellones, con los pies descalzos. Primero un corredor, luego una puerta, finalmente el pasto mojado, la sensación de tierra barrosa bajo sus pies. Le duele cada articulación, cada hueso, la mejilla izquierda que siente hinchada y caliente. El frío nocturno y el aire limpio lo golpean, cargados de olores campestres: a hierba húmeda, a estiércol de caballo. Cuando lo bajaron de la camioneta reconoció el lugar y comprendió que debía hacerse de acero. Pero era difícil: el miedo lo vencía con sus descargas, convirtiéndolo en un ser débil y vulnerable.
El día anterior, a las cuatro de la mañana, habían llamado a su puerta suavemente, pero con insistencia. Cuando los vio, supo que no había manera de resistirse; eran cuatro civiles, de caras aplanadas y cobrizas y cuerpos robustos, que traían una orden de allanamiento. Las armas que cargaban le hicieron revivir en un segundo los meses de la cárcel, los abusos de la primera noche, el miedo; y más allá de esta oscura reminiscencia su intuición supo prever que lo que empezaba sería irremediablemente peor. Se consoló con la idea repentina de que quizá en el sitio donde lo llevaban pudiera estar Ernesto. Consumido por una ira sofocada que le hacía arder la cara, vio cómo echaban sus libros al suelo, cómo rompían los pocos discos y la máquina de escribir, cómo pateaban su ropa, sus cobijas y cómo sacaban la caja de debajo de la cama y la examinaban ante sus ojos aterrados, que nunca se habían atrevido a explorarla. En todo aquel tiempo no había abierto la boca para pedir explicaciones ni protestar: un monstruoso sentimiento de impotencia y de irrealidad lo había dejado petrificado. Pero cuando un relámpago silencioso estremeció a la perra, que no había dejado de ladrar, acallándola, Ángel aulló primero y luego se desató en maldiciones e injurias, mientras trataba de atacar a su verdugo. Un golpe en la cara, y otro y otro, habían terminado por vencerlo. Al bajar la escalera del edificio, lloroso, dolido, con las suelas de sus zapatos manchadas de sangre, constató que las puertas de sus vecinos, despertados con el alboroto, se cerraban cautelosamente antes de que él y sus captores llegaran a cada rellano. No sintió rabia sino un profundo desprecio.
Ahora trota en descampado, sintiendo piedras y raíces bajo sus pies. La sensación de no saber por dónde va lo hace trastabillar, correr con las manos extendidas hacia delante, como si tanteara el aire. Cada cierto tiempo siente un empujón en la espalda, que le exige acelerar el paso: el corazón se le desboca, suda, aceza. Quince, veinte minutos después, cuando cae rendido sobre la hierba, con las venas de la frente palpitando de tal manera que cree que van a rompérsele, siente que lo jalan de los brazos, que lo arrastran por un camino de gravilla. Le quitan la venda: está en un cuarto rústico, de paredes encaladas y piso de tierra. En un rincón interrogan a una mujer muy joven, completamente desnuda, que, de cuclillas y con la cabeza baja, llora muy suavemente. Alcanza a ver, por un instante, antes de que lo empujen al cuarto siguiente, el resplandor blanquísimo de la piel y el pelo desordenado, que le tapa la cara.
Cuando aparecen los abrevaderos llenos de agua, sabe qué viene. Lo ha dicho la prensa, lo denunciaron los estudiantes que soltaron hace unos días. Pero parece que lo presentido todavía no llega. Primero lo amarran a una silla y le ponen una bolsa de tela mojada en la cabeza. Cada vez que respira se pega de tal modo a su nariz que tiene la sensación de estar muriendo. A su oído el oficial repite las preguntas que ha oído desde la mañana, y que ahora resuenan en sus oídos casi sin sentido. Cuando siente que no puede más, lo liberan de la capucha. Se sorprende de oír que está llorando a gritos. Entonces lo sueltan, lo hacen caminar hasta los abrevaderos, lo agarran del pelo, le hunden la cabeza entre el agua, cuentan en voz alta. Ve círculos rojos, verdes, violeta. Ve una pata de perro, un agujero, huesos. Grita. Respira. Pero ya está de nuevo en el agua. Ahora son manos, muchas manos girando, las que nacen en su cerebro, detrás de los ojos cerrados, de la nariz que trata de no respirar, de la boca fruncida. Los insultos del hombre que lo sostiene se enredan en otras voces, lejanas, muertas, voces de otros, irreconocibles. El mundo entero da vueltas y una palabra infinita, sin sentido, se apodera de su mente. Quiere dejarse ir, abandonarse, no luchar. En ese momento vuelve a emerger y un hombre le pasa una toalla, le da unas palmadas en la espalda, y le dice, como un médico a su paciente, con la misma voz neutra pero amable:
—Vamos a descansar un rato. Un ratico. A ver si se le refresca la memoria.
Resistirá, se dice, cerrando los ojos hinchados, estragado por el odio, el terror, el infinito cansancio. Al cabo de diez minutos se duerme, doblado sobre la tierra. Pero la cara de su torturador se desliza entre el sueño y lo despierta con sobresalto. Está allí, en ese mismo lugar que huele a moho y a orines, y la mujer está aún en el rincón, y ha cesado de llorar. El hombre que lo custodia, que ha visto sus movimientos, lo levanta jalándolo del brazo. De nuevo le pondrán la funda mojada, de nuevo sentirá que le falta el aire, que le duele el pecho, que se le salen los ojos. De nuevo dará vueltas, desnudo, en círculos cada vez más apretados, hasta que sienta náuseas y empiece a ver alucinaciones. Y otra vez lo arrastrarán sobre la gravilla, y lo despertarán cada vez que se duerma y le preguntarán que qué sabe de la gente de MORO, y que confiese dónde está Jairo González, y que qué papel juega él en la organización.
En un momento dado Ángel hará un gesto, balbucirá, se transará. El hombre le acercará la toalla, se la pondrá sobre los hombros. El oficial lo le acercará una silla, sacará una libreta y un estilógrafo.
—Siéntese si quiere, amigo —le dirá—. Lo que queremos es muy sencillo.
Y de la boca de Ángel comenzarán a salir palabras infames.






VIII. Para verte mejor



            1.

            ÁNGEL se sienta al lado de la ventana. Desde esta mañana ha estado cayendo una llovizna monótona, que ahora hace que las bombillas de la calle abrillanten el asfalto. Los comienzos de diciembre son siempre así, desde que se acuerda, pura agua llovida, destemple, frío. Será porque él es calentano que nunca ha podido acostumbrarse al clima desapacible de Bogotá, a sus amaneceres brumosos y a esos aguaceros de horas que llenan de fango las calles y parecen despertar las bocinas de todos los automóviles a un tiempo. Apaga un cigarrillo y enciende otro. Tiene la impresión de estar oliendo mal. Y puede ser: lleva dos días sin bañarse. Es más, hoy ha estado durmiendo toda la tarde, y no precisamente con un sueño apacible: tiene el pelo grasiento, la sudadera pegada a la piel. Pero una inercia de plomo lo tiene paralizado desde la madrugada en que la camioneta que lo llevó a las caballerizas lo depositó, de regreso, en una calle cualquiera.
La llegada a su casa significó para él un trago amargo. No necesitó de llave para entrar, porque la puerta estaba sin trabas. Un olor apestoso, casi insufrible, lo recibió. Y sin embargo, el cadáver de Ágata no estaba, como él había previsto, en el lugar del sacrificio. Algún vecino, sin duda, lo había retirado, y había intentado, también, lavar la sangre que manchaba las baldosas. Pero aun así el aire parecía inexistente, derrotado por la pestilencia. Por lo demás, el desastre ocasionado por los jayanes de aquella noche seguía idéntico: libros, trastes, ropa por todas partes. La frágil biblioteca, rota. Cientos de hojas de papel, entre las que reconoció sus cuentos, estaban regadas por la sala, evidentemente pisoteadas. Aporreado como estaba, debilitado por los golpes, el hambre, y sobre todo por la conciencia de su cobardía, no tuvo fuerzas para ir a refugiarse en un lugar menos caótico. Se limitó a orinar, largamente, apoyado en la pared del baño como un ebrio, se lavó las manos, se echó agua en la cara, mordisqueó un pan viejo y bebió directamente de la caja una leche rancia. Luego, echado en su cama, vestido como estaba, intentó dormir.
La rabia, ese torbellino furioso que lo había acompañado en las últimas cuarenta y ocho horas, parecía habérsele convertido en una dolorosa desazón. En otro momento de su vida habría llamado a Ernesto, a Jairo, para que vinieran a auxiliarlo. Pero ahora estaba tan solo como una botella flotando en alta mar. ¿Y Franca? ¿Acaso se había olvidado de ella? No, Franca, la muchachita consentida y llena de caprichos y demandas, la linda niña pálida aventurada y provocadora, no resistiría esta historia. Confiarse a ella, entregarle sus secretos, era un riesgo que no estaba dispuesto a correr. Además, ya era hora de ser consecuente con él mismo, y sacarla de una vez por todas de su vida. Porque ¿qué tenía él que ver con el mundito de Franca, lleno de veleidades y de indiferencia? Y ¿qué hacía él con una mujer que, como todas, tenía naturaleza de puta? Y sin embargo, maldita sea, le dolía no estar ahora en sus brazos, abandonado a sus cuidados, besando sus pequeñas manos blancas tan dulcemente manipuladoras.
Durmió unas horas. Cuando despertó se dio cuenta de que tenía fiebre. Salió a la tienda vestido de cualquier manera, camuflado detrás de unas gafas oscuras, y compró Coca-Cola, pan, salchichón, cigarrillos. Se tomó dos aspirinas, llamó al hospital, le contó al director una verdad a medias, y se volvió a meter en la cama, tiritando. En dos días apenas si se levantó. Al anochecer del tercero unos golpecitos sonaron en la puerta. Aquel roce, tan suave, le provocó terror. ¿Volverían por él? Pero una voz tímida lo sacó de sus miedos: era Liberia, la joven vecina, que había subido vencida por la curiosidad. Sí, la necesitaba, por Dios. Quería algo caliente, porque estaba recuperando el apetito después de esos días vividos a medias. La muchacha volvió con una taza de sopa de arroz coronada por una presa de pollo. ¿A dónde se lo habían llevado? preguntó. La gente de la vecindad estaba convencida de que no volvería. ¿Verdad que él era de la UP? ¿O era un guerrillero del Eme como otros decían?
Esas conjeturas le arrancaron a Ángel la primera sonrisa en mucho tiempo. ¿Qué contestar? ¿Que él no era sino un medicucho de medio tiempo, un profesor mediocre, a punto de retirarse de la universidad, un hombre solo, incapaz de hacer amigos, y además un cobarde, un traidor, un malnacido? Inventó una historia: al fin y al cabo también fungía de escritor a medias. La muchacha, satisfecha su curiosidad, prometió volver a echarle una mano con el caos del lugar. Ángel, entonces, se metió a la ducha. El agua fría sobre su espalda le hizo pensar que tal vez aún estaba vivo.
Al día siguiente, mientras arreglaba un poco el apartamento con la ayuda de Liberia, se encontró con las fotos de Franca, aquéllas que habían hecho juntos y que estaban en la raíz de su renuncia a la universidad. Por la noche, cuando se quedó solo, las examinó una a una: la bella Franca aparecía en ellas como una momia erotizada de pubis angélico y tetas de niña. Mientras las miraba tuvo una erección. Ésa era la maldita cosa: que esa mujer lo sacaba de quicio, lo debilitaba, lo hacía desfallecer de deseo. Confuso, malhumorado, rabioso, salió a la calle, a pie, y caminó durante cuarenta y cinco minutos. Llovía, pero no le importó mojarse. Cuando se dio cuenta estaba al frente de la casa de Franca. ¿Sería capaz de timbrar? En su bolsillo estaba la llave doble: la del edificio y la del apartamento. Sintió que le temblaban las manos, que se le secaba la boca. Por primera vez en aquellos meses supo, con certeza total, que estaba perdidamente enamorado. Parado en la acera del frente, examinó las ventanas: las persianas estaban cerradas y las luces apagadas. ¿Qué hora era? ¿De qué día? ¿De qué año? Luego bajó la cuesta y entró al bar desde el que había llamado hacía unos días. Pidió una Coca-Cola y una cajetilla de Pielroja. Detrás del mostrador el televisor mostraba las imágenes de un cantante vestido de rojo. Alguien había acallado el volumen, de modo que lo que vocalizaba no coincidía con la música del lugar, y el efecto era grotesco. Ángel no podía apartar los ojos de él, como si estuviera en un estado de trance. Dentro de su cabeza los pensamientos parecían haberse cristalizado, sonar a hueco como cubos de hielo dentro de un vaso.
El sitio, iluminado muy tenuemente por lamparitas orientales, tenía encendida una chimenea al fondo del salón principal. Cuatro o cinco mesas estaban llenas, presumiblemente de gente joven, tal vez estudiantes. En las paredes había afiches de cine antiguos: en uno se veía James Dean, con su sonrisa oblicua; otro mostraba a Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca, otro más era una fotografía de Laurel y Hardy. Ángel, sentado en la barra, se detuvo a mirar las botellas multicolores que se alineaban detrás del mostrador: ¿hacía cuánto no se tomaba un trago? En la adolescencia se había emborrachado alguna vez, como todo el mundo, y también una o dos veces en la universidad. Desde entonces había desarrollado una aversión por el trago, pero no por motivos morales sino porque odiaba abandonarse, perder las riendas de la voluntad. Pero ese día sentía que necesitaba volver a probarlo, a ver si vencía aquel entumecimiento de todo su ser, aquella horrible sensación de haber muerto ya y de estar deambulando sin ningún sentido por las calles, como un fantasma. Pidió un dry martini. Lo bebió despacio, entre cigarrillo y cigarrillo, mientras dejaba que las ideas bailaran libremente en su cabeza. Una de ellas, la misma que lo había torturado semanas antes, emergía entre las demás, como jalada por un tirabuzón. Era una idea afilada, oscura en la raíz y luminosa, como una llama, en la superficie.
Estuvo en aquel lugar un tiempo más, impreciso en su cabeza. El reloj se lo habían quitado al entrar a las caballerizas y jamás se lo habían devuelto. Así que al salir no tenía ni idea de qué hora era. Enfiló sin vacilaciones cuesta arriba, y abrió la puerta del edificio de Franca. Subió lentamente las escaleras, sintiendo que el corazón le daba brincos y le temblaban las rodillas. Luego, se quitó los zapatos en la puerta del apartamento. Metió la llave en la cerradura tan suavemente como pudo. Su mano vacilaba, pero se sentía lúcido, incapaz de volver atrás.
La puerta del cuarto de Mateo estaba entrecerrada. Sin duda adentro estaría durmiendo la niñera. Quiso comprobar si así era, pero tuvo miedo de hacer ruido. La puerta del cuarto de Franca, en cambio, estaba abierta y todas las luces apagadas. Solía dormir así, para estar pendiente del niño, que a veces se despertaba a media noche. Ángel se deslizó tan sigilosamente como pudo hasta el umbral. Sentía el sudor empapándole la frente, las axilas. Pero una vez allí una cierta frialdad del ambiente, una total ausencia de olores y sonidos, le reveló algo que no había considerado: Franca no estaba.
Este pequeño descubrimiento le causó tal desconcierto que no supo qué hacer. Era como si un sonámbulo hubiera, repentinamente, despertado de un sueño, y se viera en la calle, a medio vestir. Sintió algo parecido a la vergüenza, que inmediatamente se le convirtió en alivio. Tenía el corazón desbocado; y las piernas le temblaban de tal modo, que tuvo que sentarse en el piso del corredor. Unos minutos después, alterado por la idea de que Franca apareciera y descubriera su intrusión, se incorporó y salió del lugar.
Ahora, mientras mira por la ventana, fumando con más ansiedad que siempre, trata de tomar una determinación. Volverá a llamar a Franca, sí. Pero esperará unos días: él, definitivamente, no es un perro que lame los zapatos del amo cuando éste se lo indica.

            2.

Cuando la llama, Franca no accede a verse con Ángel en su casa, y esto, él lo sabe, debe interpretarse como una mala señal. Sabe que debe estar enojada porque está desaparecido desde hace casi dos semanas, y lo entiende. Pero no trata de explicarle nada. Ella pregunta por su hermano, eso sí, y él contesta, monosilábico, que todo está en el mismo estado, que no hay señales. Entonces Franca sugiere que se vean al día siguiente en un bar del centro, porque —ya lo tendrá claro— necesitan tener una conversación seria. Él contesta, lacónico, que puede ser, que la llama por la mañana. Ella asiente. Cuelgan.
El bar escogido por Franca para la cita queda en la esquina de una calle del centro. Es un sitio penumbroso, con un mostrador de madera detrás del cual atienden dos muchachos universitarios, los dos muy blancos, de pelo largo y gafas; como llevan un delantal idéntico, de color rojo, los clientes pueden tener la sensación de que son gemelos o de estar viendo doble. A esta hora, las seis y cuarenta y cinco, el local está a medio llenar. Jóvenes parejas toman cerveza o tragos baratos mientras el espacio se llena con las canciones de Cat Stevens.
Franca disimula su ansiedad ojeando un libro y tomándose un vodka: ya Ángel lleva quince minutos de retraso. En otras oportunidades esto no habría tenido ninguna importancia, pero dadas las circunstancias y después de oír su voz por teléfono, es claro que puede tratarse de que él se ha arrepentido a última hora. Sonaba tan seco, tan brusco, tan sombrío, que Franca tuvo miedo. ¿De qué? En estos días ha sentido algo de culpa. Mezclada con rabia, por supuesto, porque, ¿cómo es posible que Ángel desaparezca totalmente casi dos semanas, luego haga una llamada ambigua y desaparezca otros dos días? Esto, unido a los tropiezos que tuvo esta semana en la universidad y a la actitud ambigua de Juan, que va y viene cuando le da la gana y que no pareciera tomarse nada ni medianamente en serio, la tiene desasosegada y molesta.
Franca ve su cara reflejada en el cristal de la ventana: es joven, es inteligente, es bonita, es libre. ¿Cómo es posible que este par de tipos se den el lujo de despreciarla, que la manoseen a su antojo, que no hayan sabido ver lo que tienen en sus manos? Debajo de estas preguntas, sin embargo, hay aguas pantanosas que las ponen a vacilar, como si fueran barquitos de papel: ha sido ambigua, lo sabe. Ha traicionado, ha mentido, lo ha querido todo. Y lo peor: a estas alturas de la vida no sabe muy bien quién es ella, qué quiere, cómo la ven.
En la universidad no ha tenido los resultados excelentes a los que siempre estuvo acostumbrada. Al principio se lo achacó a su mala salud, a sus repentinos mareos, a sus náuseas, sus bajas de energía que más de una vez la obligaron a guardar cama por dos o tres días. Pero hace ya dos semanas que se siente mejor y las cosas no terminan de armarse. Es cuestión de tiempo, se dice, para consolarse, pero esto no impide que su conciencia esté perturbada por unos animales oscuros y enmarañados. Mira el reloj: las siete. No esperará más. De todos modos no pensaba demorarse mucho porque a las nueve estará Juan en su casa. Mientras levanta la mano para pedir la cuenta, vencida ya, irritada, ve a Ángel que, desde la puerta, la busca con la mirada. Su figura le causa un estremecimiento: lleva un pantalón de sudadera y un suéter viejo, y su cara tiene tal tono cetrino, tal desencajamiento, que parece un desahuciado. El pelo lo tiene mucho más corto, y está tan flaco que los ojos y las orejas destacan en el conjunto de modo casi patético. Debe contenerse, pues, para poder mostrarse natural, sin cara de alarma.
Tan grande es su asombro y tan perturbado está Ángel por esta cita, que después de saludarse se hace un incómodo silencio. La conversación surge lenta, a tropezones, descentrada, llena de ambigüedades. Pero poco a poco va llegando a sus puntos neurálgicos. Él cuenta de un viaje inesperado detrás de pistas que conducirían a su hermano, de caminatas en el monte y percances de todo tipo, de la imposibilidad de llamarla y del miedo a que terminara comprometida en circunstancias incómodas y hasta peligrosas. Mientras lo oye, en la mirada de Franca hay ambivalencia: compasión y temor, desconfianza y también deseo de ayudar a este pobre hombre al que ella sabe —es evidente— que le están pasando cosas terribles. Piensa que muy probablemente está mintiendo, pero también que detrás de toda mentira hay un núcleo de verdad. Ve cómo la mano de Ángel tiembla mientras enciende un cigarrillo en otro; recuerda para sí que la niñera le contó que hace unas semanas sintió ruidos, y que, cuando se asomó, cautelosa, por la rendija de la puerta de su pieza, lo vio deslizándose por el corredor hacia la calle. Relaciona eso con la desaparición de sus fotografías, que hace dos días echó de menos, y con el perfume derramado, y siente que es mejor parar aquí. Cierto que todavía siente ciertas conmociones, deseo de tomarle las manos, de abrazarlo fuerte. Pero ha llegado, con la ayuda de Genoveva, a convencerse de la necesidad de tomar decisiones radicales. Al fin y al cabo, le ha dicho su amiga, todo este tiempo ha estado viéndose con un desconocido. Porque ¿qué sabe realmente de él, salvo unos cuantos datos desperdigados? Así que deja pasar un tiempo prudencial para no ser demasiado brusca, pero enseguida le anuncia llanamente su determinación. La noche anterior Genoveva le ha ayudado a encontrar las palabras, así que las recita casi de memoria pero con gran convicción.
Ángel la oye hablar mirando hacia un punto vacío. Franca escruta su cara, tratando de ver en ella un gesto o una sombra reveladora. Pero lo que descubre es una impasibilidad que de inmediato relaciona con el dolor. No vas a ceder, Franca, se dice, no vas a plegarte a la compasión o a la clemencia. Finge tú también, muéstrale qué tan dura y terca eres capaz de ser. Pero cuando se dispone a acorazarse, a resistirse al ruego, se encuentra con la sonrisa irónica de Ángel, con un silencio detrás del cual hay unos pensamientos que ella no logra desentrañar. ¡Qué golpe a tu vanidad, Franca! ¡Que este hombre derrotado te mire así, con esa mirada burlona, como haciendo mofa de tu pequeño discurso! Entonces ella suspira, bosteza: sabe que se trata de un gesto irritante, que lo pondrá al borde de la humillación.
El encuentro no dura —no puede durar— mucho más. Se despiden en la puerta, sin siquiera abrazarse. Franca va hasta su casa, juega un rato con Mateo, lo empiyama, le cuenta un cuento muchas veces hasta que se duerme. Enseguida se ducha, se echa crema en todo el cuerpo, se pone una blusa hindú de seda gris, una falda de color rosa viejo y sandalias. Con ayuda de la niñera hace una ensalada, dispone las carnes frías sobre una bandeja y mete el vino blanco a la nevera. No ha comprado postre, pero no le importa, porque sabe que a Juan no le gusta el dulce. En cambio ha hecho unos maravillosos floreros, uno de anturios, otro de flores mixtas. Se siente tan ansiosa como cuando era un ama de casa dispuesta a atender a los amigos de su marido y pasaba horas haciendo preparativos y revoloteando por la ciudad en busca del mejor pan, las verduras más frescas, la carne mejor cortada. Mira el reloj: nueve y diez. Pone a sonar a Janis Joplin, se sirve un ron con Coca-Cola, y se sienta a tomárselo en la sala, con las luces apagadas. Pasan quince, veinte minutos y Juan no llega. ¡Sólo eso faltaba! Se ha inventado este artilugio de revista para mujeres, ha creado esta escenografía de pacotilla, como un recurso desesperado para acercar a ese hombre inaprensible y por primera vez atreverse a hacerle un reclamo, y él la pone a sufrir con su demora. Llegará, se dice, llegará. Y si su vulgar trampa no funciona, entonces se dará por vencida. Llorará unos días, tal vez, o quizá uno o dos meses, pero tarde o temprano recuperará la serenidad. Tiene treinta años y la vida por delante. ¿Entonces?
El segundo trago la hace sentir eufórica. Quita a la Joplin, pone a sonar la Sonora Matancera, y baila, baila con entusiasmo, dando vueltas sobre sí misma, cerrando los ojos e imaginando que está en medio de una pista de baile, rodeada de otros seres pero sola en su círculo de felicidad, en el que baila con nadie y pisa su sombra alargada que se hace puente y nube y puerta detrás de la cual está algo que no sabe qué es pero que la atrae con una fuerza ineludible. Cuando la música termina de sonar, y con ella la coartada que ha inventado para distraerse, mira de nuevo el reloj: diez y quince. Tratándose de Juan, todo es posible: no demorará en llegar. Pero una rabia menuda empieza ya a hacerse un nido en su pecho. Apaga el equipo, va hasta el cuarto, enciende la televisión. Se recuesta con cuidado en las almohadas, tratando de que su falda no se arrugue más de la cuenta. Se echa una pequeña manta sobre los pies helados, pues no se decide a ponerse medias: en cualquier momento puede sonar el timbre. Busca el canal 3 y allí está. Es la primera vez que ve a Lorenzo en su programa de entrevistas. Piensa que la televisión lo favorece: registra bien, como dicen los expertos. Lleva un vestido oscuro y una corbata muy ancha y vistosa, que ella nunca le conoció, y el pelo perfectamente peinado; sus manos impecables, que la cámara a veces enfoca, le dan una apariencia de pulcritud y cuidado que sin duda juegan a favor de su credibilidad. Su entrevistado es un senador de la vieja clase política, gordo y con la cara marcada de acné. Las preguntas de su ex marido no le parecen nada tontas: parece muy bien informado y es rápido al interpelar y sagaz en sus interpretaciones. Sin embargo, hay algo un poco obsecuente en su actitud que Franca rechaza. Cuando el programa se termina, selecciona el canal institucional para ver una película, pero pone el volumen muy bajo para poder oír el llamado de Juan cuando llegue. Por momentos tiene la tentación enorme de tomar el teléfono y llamar a su casa, pero se contiene pues teme hacer el ridículo.
Está soñando que está en una fiesta donde todas las caras son desconocidas, cuando un ruido la despierta. En la puerta de su cuarto, restregándose los ojos y gimoteando, está Mateo. Franca lo acomoda en su cama, debajo de las cobijas y lo consiente hasta que se duerme. Mira el reloj: la una y quince. Se levanta a apagar la luz de la cocina, que sigue encendida. Sobre el mesón ve la ensalada, que empieza a perder brillo, y sin pensarlo mucho la echa a la basura. En bolsas plásticas guarda las carnes frías —el salmón ahumado, el roast beef, el paté— y las mete a la nevera. Saca un pedazo de queso y lo come con pan, masticando pausadamente. Desde donde está ve que unos ojos la miran, impasibles. Es su bonito dragón, tremendamente quieto en su esquina. ¡Qué frío hace!

            3.

En el cementerio Fanny se acerca a Ángel y le dice que algunos compañeros y amigos de Ernesto van para su casa, que allá lo espera. Mientras le habla ve en sus ojos una fijeza extraña, que la hace pensar en que apenas si la reconoce. ¿Se siente bien? —le pregunta, pensando en si estará muy dopado o si será una manifestación de la pena—. ¿Quiere —dice— que Nubia lo acompañe? Pero Ángel niega con la cabeza. ¡Toda esta ceremonia le ha parecido tan improcedente, tan absurda, tan poco apropiada a la memoria de su hermano! La elección del rito católico fue tomada de forma tan natural por Fanny y por los mismos miembros del sindicato, como si fuera la única opción posible, que Ángel no se tomó siquiera la molestia de disentir. Tampoco tenía muchas fuerzas. Sabe, como médico que es, que está abusando un poco de los antidepresivos, pero no se siente, por ahora, en capacidad de dejarlos. Durante la ceremonia le sorprendió no sentir un dolor evidente. Nada, ni los recuerdos de la niñez que a veces venían espontáneamente a su cabeza, ni la música, ni el sermón, pronunciado por un cura de avanzada, ni las palabras de Fanny, interrumpidas por la emoción, le arrancaron una lágrima. Era como si su espíritu se hubiera aletargado, como si todos sus músculos estuvieran sufriendo de un entumecimiento repentino. Debía lucir extraño, sí, porque en algunos de los que vinieron a saludarlo notó miradas de asombro, de curiosidad. Ha descuidado algo su aspecto, es verdad, de eso es consciente. Se lo insinuó el director médico del hospital unos días antes, encubriendo su crítica detrás de preguntas hipócritas sobre su salud y sus ausencias recurrentes. En el fondo Ángel cree que se trata de amenazas. Que lo que esconden sus palabras no es otra cosa que una decisión aplazada de suspenderlo de su puesto, por supuestas quejas de los pacientes. Para engañarlo él ha hablado de una crisis nerviosa a raíz del secuestro de su hermano, pero la verdad es que cada día aquel lugar le resulta más insufrible y el ejercicio de su profesión menos llevadero. Pero, ¿qué puede hacer? Cualquier cosa, por supuesto, se responde, parado allí, bajo el sol reverberante de ese mediodía de enero, viendo sin ver la multitud de rostros desconocidos que abandonan el cementerio.
Una vez todos se marchan y Ángel queda solo, se sienta en la hierba, no muy lejos de la tumba de Ernesto: quiere pensar un rato, sentado en perfecta soledad. ¡Saber que el aire que allí se respira es tan sano, tan fresco y cargado de fragancias silvestres y que su hermano comienza ya a descomponerse! Mientras contempla el sereno paisaje del parque cementerio, sus árboles de muchos verdes, la grama perfecta, los esmerados jardines, respira honda y pausadamente, como queriendo inundarse de la vida natural que lo rodea. Uno de los sepultureros, que ha vuelto a recoger algunos implementos, lo mira de reojo, sin ninguna inquietud ni asombro: quizá piense que Ángel es miembro de alguna secta y está practicando un ritual, o que es un pobre borrachito que los demás han dejado abandonado y que ahora cierra los ojos y levanta la cabeza, como adorando una divinidad, hasta que el sol le llena los ojos de lágrimas.
La voz bronca del hombre devuelve a Ángel de sus ensoñaciones: sus ojos asombrados descubren, inclinado sobre la suya, la cara de un hombre gordo, de ojos duros y gesto displicente. Enojado por aquella repentina intrusión, se levanta, se sacude el pantalón, que está lleno de briznas de hierba y tierra, va hasta su viejo Willis y enfila hacia su casa.
Duerme toda la tarde, con un sueño inquieto, lleno de sobresaltos. Luego se sienta frente a la ventana, vencido por la inercia. Podría ir donde Fanny, piensa, pasar allá unas horas, repasar los hechos a manera de consuelo. Pero sabe de antemano que no lo hará. ¡Qué inútiles le parecen en este momento las palabras! ¡Y qué contundente su soledad, qué definitiva! En el fondo, de manera casi física, dolorosa y placentera a la vez, siente que es así como quiere permanecer, que no hará nada para cambiar las cosas. Será sólo como un dios. Autosuficiente, orgulloso, cargado de desdén y de desprecio. Debe poderse vivir, se repite, sabiendo que en el mundo no hay una sola persona para la que uno sea imprescindible. Porque, además, el dolor proporciona lucidez: endurece, permite la indiferencia. ¡Qué tontos se veían hoy los compañeros de su hermano, sindicalistas curtidos, tipos dispuestos siempre a no dejarse joder, luchadores de años, arrodillados en los bancos de la iglesia! ¡Y qué asquerosamente hipócritas lucían sus compañeros del hospital, ésos que escasamente le dirigen la palabra, que siempre lo dejan comer solo, que no se interesan por preguntarle jamás nada!
¡Cómo le gustaría verle la cara a Franca si se decidiera a contarle la forma inicua en que mataron a Ernesto, lo que evidenciaba su cuerpo! Ella le reprocharía, claro, que no se lo hubiera contado de inmediato y le diría que era verdad que le había pedido distancia por un tiempo, pero no hasta este extremo; que había sido cruel al no permitirle acompañarlo en esos momentos. Eso diría Franca, la desalmada Franca que le sigue quemando las entrañas, puta ella y egoísta y frívola, incapaz en todo este tiempo de levantar el teléfono para preguntar por su hermano desaparecido. ¿Quién podrá explicarle a él, que siempre se ha creído señor de su voluntad, por qué su mente sigue doblegada ante esa mujer indolente, que lo ha humillado y burlado? ¿Por qué su cara lo persigue en sueños, por qué despierta con la sensación aniquiladora de haber tenido cerca su cuerpo, de estar impregnado de su perfume, y por qué sus palabras vienen hasta su mente con una vivacidad que le arranca lágrimas?
Hace más de mes y medio que no la ve, que no sabe nada de ella. El día en que una llamada de Fanny lo enteró de la suerte corrida por Ernesto, una vez superado el aturdimiento inicial, causado por el dolor y la rabia, pensó en llamarla, en confiarle su pena, en pedirle que viniera a acompañarlo. Pero un sentimiento turbio lo hizo desistir. Luego vinieron las horas atropelladas de la traída del cadáver, de las gestiones prácticas, de las pequeñas decisiones, en las que lo invadió una serenidad que por momentos parecía confundirse con la indiferencia. Pero ahora, mientras está allí sentado, mirando cómo juegan fútbol unos adolescentes en su calle, invadiendo la noche de gritos sin sentido, este deseo se ha vuelto a levantar dentro de él con la fuerza de una polvareda que le nubla la mirada. Durante más de una hora batalla con su impulso, y con la obsesión que otra vez ha vuelto y que pone su mente a girar y sus manos a temblar de manera irreprimible. Sabe que desterrar a Franca, borrarla de sus días y de sus noches, equivaldrá a volver a respirar. Porque mientras ella, como un ejército de termitas, siga apoderada de todos los intersticios de su cabeza, asfixiando sus canales, enquistada en lo más recóndito de sus vísceras, ulcerando sus tripas, la rabia y la desolación terminarán por enloquecerlo.
Pero el artero demonio de la obsesión termina por vencerlo. Se levanta, se sienta en la silla de su escritorio, marca ese número que sabe de memoria, con el corazón latiéndole de una manera loca. No sabe a qué llama, no sabe qué va a decir. El teléfono repica una vez, otra, otra más. ¡Qué alivio, Ángel —se dice—, Franca no está! Entonces oye la voz, agitada, como la de alguien que ha subido corriendo unas escaleras. Me he metido —piensa— voluntariamente en la trampa. Con toda rapidez decide jugarse la suerte: primero saluda, de un modo formal, cortés, con voz neutra, voluntariamente apagada; y luego, evitando todo sentimentalismo, le da la noticia de la muerte de su hermano. Franca hace un silencio que probablemente se deba al asombro, o a la carencia de palabras que suelen generar estas noticias; enseguida se lamenta con efusión sincera, de conmovida calidez.
—Nunca lo vi —agrega, como si hablara para sí misma.
Ángel calla sin saber qué decir. Entonces, venciendo sus escrúpulos, el orgullo que lo anonada y lo asfixia, hace su propuesta, la que tantas veces rumió y pensó a lo largo de estas semanas. Sólo querría verla unos minutos, dice, con la voz templada por el esfuerzo, para que no se adivine el temblor que amenaza con descontrolarla. Del lado de allá se hace una pausa, corta pero tan total que por un momento Ángel tiene la impresión de que la comunicación se ha cortado. La respuesta no es terminante no, como en su temor se ha imaginado, sino más bien minuciosa, llena de detalles inútiles: la renuncia de la niñerita, una gripa de Mateo, los nuevos horarios de clase. Pero por supuesto no se negará a verlo un rato.
—Un ratico —añade Franca, con dulzura— porque estoy llena de tareas.
Concretan el día y la hora. Cuando Ángel cuelga está bañado en sudor. Se echa agua en la cara, se toma a grandes sorbos una Coca-Cola y sale a caminar. Necesita respirar, necesita pensar. Cruza la plaza de la Concordia, baja hasta la Jiménez, desemboca en la séptima. Camina con paso firme, acelerado, como si supiera con certeza hacia dónde se dirige. La noche, piensa, no está tan fría como haría prever esa luna plena, rotunda. O tal vez sea que no lo siente por esta fiebre que lleva adentro, y que le hace arder las orejas y brillar los ojos.
A esta hora la avenida todavía bulle, repleta de mensajeros y secretarias que salen de sus cursos nocturnos, y de colegiales retrasados y oficinistas que se han quedado en las tabernas a tomarse una copa. Entre todos ellos camina Ángel sin demasiada conciencia, como un actor de cine que concentrado en su parlamento se desplazara entre decorados de cartón. Una larga película surreal se empieza a desplegar en su cabeza; imágenes diversas se suceden a manera de un extraño collage en el que una figura redefine a su vecina en movimiento de espiral: ayer, hoy, mañana, pierden por momentos sus límites lógicos y constituyen una sola realidad, masa de dolor y de furiosa impotencia. Ah, hermanito del alma. Otra vez te he maculado uniéndote a lo que no se debe —piensa—. Otra vez me he portado como un miserable, ensuciando tu memoria con mis debilidades.
Pasado el Parque Nacional baja a la trece, donde hoy viernes la gente está de rumba. En la esquina ve algunas prostitutas, rollizas, de tobillos firmes en sus tacones desafiantes. Los letreros se suceden: La rockola, Casino azul, El trocadero. A algunos de estos sitios, pequeños submundos penumbrosos, vino alguna vez con Franca a bailar salsa. Ahí está, por ejemplo, El escorpión, un lugar sabroso, auténtico, donde siempre hay una pequeña orquesta de buena calidad y una mano de duros del baile que se ocupan en su afición con concentración de miniaturistas. Baja por una escalera al subterráneo y timbra. Le abre un enano vestido de pantalón oscuro y camisa blanca. Se saludan con la distancia cordial de los viejos conocidos. En el primer salón la oscuridad es casi total y una multitud se aprieta en torno a las mesas, fumando y hablando en voz alta para contrarrestar el volumen de los parlantes. Frente al bar, algo más iluminado que el salón, un grupo numeroso de personas se apiña, fumando y bebiendo. Ángel se abre paso y pide un ron con Coca-Cola, ese trago que tanto le gusta a Franca, y con él en la mano sigue hasta el salón de adentro, donde calcula que habrá un poco más de aire. Pero también allí, alrededor de la pista de baile, hay profusión de gente. Se sienta en un banco alto, milagrosamente desocupado, y se dedica a mirar a los bailarines mientras deja que el trago vaya haciendo su efecto y la música lo invada, le aligere los músculos, ablande sus sesos.
Desde el fondo oscuro de su conciencia sube Ernesto con los rostros distintos que la muerte ha recuperado de golpe: el de los diez años, con chapas coloradas en la cara blanquísima, el de la adolescencia, grueso y con un corte de pelo que le daba un pesado aspecto de mulo, el del cadáver, ajeno, desconocido, algo repugnante en su agresiva palidez. No ha podido escoger un mejor lugar para paliar este duelo, se dice, que éste, en medio de desconocidos, de lo vertiginoso, de lo decididamente mundano, de lo más alejado de los falsos rituales, las frases de cajón, los lugares comunes. En ninguna otra parte su silencio resulta más hondo y propicio. No ha ido allí para emborracharse, como supondría un alma vulgar, para huir o esconderse. No. En medio de la música atronadora, de los ritmos que tanto ama, Ángel ha venido a encontrarse con su verdad; a reconocerla, a entregársele, a reafirmarse en ella para poder renacer.
Debe haber transcurrido casi una hora cuando una mujer morena, con una larga cola de caballo, lo invita a bailar y él acepta. Lentamente se sumergen en el mar azaroso de cuerpos calientes, que se bambolean y se rozan. No hay ninguna embriaguez en el cuerpo de Ángel, que siente cómo se avivan sus reflejos y cómo sus músculos se liberan de un letargo de semanas; pero sí en su alma, como puede notar por la exaltación que le nubla un poco la mirada. Los pies de la multitud moviéndose de forma sincopada, los cuerpos dominados por el ritmo, los ojos de los bailarines vueltos hacia adentro o fijos en un lugar imaginario, lo rodean y lo abrazan y lo mecen y lo conducen a una realidad de carne y sudor y olores enervantes. La muchacha, que es una buena bailarina, aprieta su mano suavemente, y junta su mejilla algodonosa a la mejilla de Ángel, donde todavía hay rastros azulados de un golpe antiguo. Éste se abandona a la música, al ritmo, a las sensaciones que le transmite el cuerpo de la mujer. Baila una pieza, y otra, y otra más. Pero una disonancia hace que se desvanezca el clima de ensoñación: la penumbra, casi total, sólo le permite descubrir un perfil, una mirada, una sonrisa que pasa y desaparece. Pero aun así, lo que acaba de ver no admite dudas: es él. Él, que en el otro extremo del salón, con un trago en la mano, cruza como una aparición hasta el salón delantero. A pesar de que apenas sí puede verlo sabe que no se engaña. No obstante el paso del tiempo, reconocería en cualquier parte los hombros anchos, varoniles, la frente, muy blanca, contrastante con el mechón rojo oscuro, ensortijado, y los ojos pequeñitos, hundidos, con un involuntario gesto risueño. Ángel se estremece. ¿De qué oscuro mundo resucitaba ese viejo fantasma suyo? ¿Se engañó, acaso, aquella vez que lo creyó muerto? Quisiera cesar de bailar, ir tras él, tomarlo del brazo y hablarle, pero vacila unos segundos, avergonzado de su propio impulso. Providencialmente la pieza termina en ese momento. La mujer intenta entablar una conversación con él, de modo que debe separarla con delicadeza y decirle que ya viene, que no se demora, antes de empezar a abrirse paso entre la gente, tratando de seguir con la vista la melena ensortijada, que desaparece de sus ojos en unos segundos.
Cuando llega al primer salón ve que está aun más abigarrado que el segundo. El humo es allí verdaderamente sofocante y también la música se oye más alto. La dificultad de encontrar a quien busca redobla la ansiedad de Ángel, que se abre paso a codazos, ganándose por el camino unas cuantas maldiciones. Da vueltas por todas partes, como un maniático, sin resultado. De repente comprende qué ha pasado: el Candelo, o su doble, o su fantasma han debido salir del lugar. A saltos remonta las escaleras y sale a la intemperie. Una racha de aire frío lo recibe sin compasión. Retrocede unos pasos, y permanece allí unos minutos, como alelado, la mirada puesta en la calle donde algunos indigentes deambulan en busca de una limosna. En ese momento siente que lo toman del brazo. Extrañado de la familiaridad de ese gesto, se voltea y se encuentra con la muchacha de la cola de caballo que le pregunta en forma cursi qué le disgustó, por qué se va tan temprano. Como alelado, se deja arrastrar adentro, definitivamente vencido, como un alma condenada, definitivamente, a no pisar el cielo.

            4.

Ángel despierta sobresaltado porque no reconoce dónde está. Las imágenes le van llegando lentamente, en lucha abierta con las picadas que atormentan su cabeza. ¡Maldita sea! Ahora su conciencia plena recuerda que se emborrachó y que terminó en ese motelucho de Chapinero con la muchacha con la que estuvo bailando hasta el amanecer. Con parsimonia, todavía adormilado, estira su brazo hacia el pantalón y revisa los bolsillos con el temor de no encontrar la billetera. Pero ahí está, en el sitio de siempre, con tres billetes de veinte adentro. De modo que no era una putica ratera, se dice. En esas reflexiones está cuando la chica sale del baño, semidesnuda. Ahora, a la luz, puede examinarla mejor: no debe tener más de veintidós años, es alta y maciza, con una belleza mulata sin demasiado relieve. Se ha soltado la melena que le cae casi hasta la cintura. Recuerda su nombre: Mayerly. Ángel pregunta qué hora es y ella contesta que las once y media mientras se sienta a su lado, le acaricia la mejilla, le jala en broma el vello del pecho. Enseguida se tiende a su lado y vuelven a tener sexo, con una desinhibición y un desparpajo que sólo puede darse entre desconocidos.
Antes de vestirse, Ángel se mira en el espejo y se asombra de lo que ve: tiene unas ojeras enormes, el pelo greñudo, la barba en desorden. Casi le resulta increíble que esa muchacha exuberante lo haya amado en esas condiciones. Cuando salen a la calle son las dos de la tarde. Él la acerca en taxi hasta la diecinueve y sigue para su casa. A medida que se acerca se siente alterado, nervioso, inestable. Como esas personas que han decidido marcharse para siempre del hogar pero todavía vacilan en la puerta, con la valija en la mano, así Ángel piensa por un segundo que puede echar para atrás sus planes con Franca. Pero esa sola idea lo descompone: su vida, se dice, no ha sido otra cosa que un inventario de mezquindades, de cobardías, de traiciones. Jairo está en la cárcel, Ernesto está muerto. Es hora de probar su entereza, su voluntad, su capacidad de manejar el destino. Ya que no hay justicia posible, ya que la vida para muchos como él no es sino una cadena miserable de hechos sin dirección ni recompensa, un sortear permanente de afrentas y humillaciones, un caminar bordeando el fracaso, la única redención ha de consistir en buscar una coherencia final. Y eso hará, tratando de que las fuerzas dispersas, los esfuerzos aislados que después de tantos meses terminaron por ser pobres simulacros, se ordenen y se impulsen en una sola vía. Por fin su vida tendrá sentido. Por fin tomará una decisión a tiempo y no dejará que la vida lo agarre por la espalda, como siempre.
La cita con Franca es a las nueve, en su casa. Así que todavía tiene tiempo de hacer algunas cosas. Primero va a la peluquería, hace que lo afeiten y le hagan un corte de pelo decente. Luego va comprarse un pantalón y una camisa nueva. Está dispuesto a gastarse casi toda la plata que tiene: quiere que Franca lo vea bien, deseable, atractivo. Al fin y al cabo todo debe tener su pequeña ceremonia, piensa; máxime cuando se dispone a una especie de nacimiento purificador, de auto bautizo. Y es que el amor a veces enferma, a veces cura; y la vida está llena de metáforas de nacimientos y de pequeñas muertes, de muertes simbólicas. Ha bajado hasta el fondo de una manera tan triste, tan irrisoria, ha dejado de manera tan indigna que la vida lo vapulee, que ahora, casi por ley, debe subir, flotar, tomar aire. ¡Ay, Franca! Si me quisiera de veras. Escoge un pantalón de pana azul oscuro y una camisa gris de algodón. Le quedan todavía unos pesos: recorre algunos almacenes hasta que encuentra unos buenos tenis. Antes de regresar a su casa, para en la droguería y compra dos frascos de Clonazepán con una fórmula que él mismo ha firmado. Ahora en sus bolsillos sólo quedan monedas, con las que juegan sus dedos ansiosos. Dormirá un rato, para estar en forma. Y tratará de pensar en cosas agradables al cerrar los ojos, como aconsejan los anestesistas.
Cuando, a las ocho, suena el despertador, Ángel ya está bajo la ducha, dándose un baño. Antes de salir organiza minuciosamente su mochila, se mira en el espejo, piensa que le quitaron mucho pelo. Va hasta el sitio de parqueo y da una pequeña batalla con el encendido de su Willis, de la que sale victorioso en unos minutos razonables y baja a la carrera séptima.
Mientras sube al apartamento de Franca siente que está escandalosamente agitado. Dos veces toma aire en los descansillos. Quizá este pálido, se dice, quizá le sea imposible disimular enteramente sus emociones. Pero, bueno —se consuela— Franca pensará que es algo apenas natural después de tanto tiempo de no verse. Hasta tierno lo encontrará.
Ella misma le abre la puerta, con un dedo sobre sus labios en señal de silencio: Ángel comprende, por el gesto que hace Franca con la cabeza, que Mateo está durmiendo.
—Ha estado con fiebre —dice ella en un susurro, mientras lo hace pasar. Enseguida lo abraza, de forma larga e intensa. Ángel responde al abrazo, visiblemente conmovido, sintiendo que se le humedecen los ojos. Franca lo conduce de la mano a la sala, que está en semipenumbra, y se sientan, enfrentados, cada uno en un extremo del sofá. Ángel la examina con un solo golpe de la mirada: está vestida de manera muy sencilla, con unos bluyines entubados y un escueto suéter de lana color crudo. Le ha crecido un poco el pelo, y tal vez por esto su cara se ve más delgada y sus ojos más grandes. Pero la palidez de otros días ha desaparecido. Cuando averigua por su salud, Franca le explica que pareciera estar ya completamente aliviada de las náuseas, los mareos, la tremenda debilidad que sufrió durante casi dos meses. Que está muy bien en estos días, eso sí muy ocupada y llena de planes. Pero que no se trata ahora de hablar de ella, pues comprende el dolor que debe estar sintiendo con la muerte de Ernesto. Si en algo lo alivia, propone, estaría bien que le contara qué pasó, cuándo sucedió todo.
Pero Ángel se muestra parco. Todo querría menos suscitar su lástima, ese asqueroso sentimiento que empequeñece a quien lo recibe. Cuenta las cosas grosso modo, con una voz tan sorda y baja que Franca comprende que le resulta casi imposible pronunciar las palabras. Entonces ella se acerca, le aprieta la mano, le acaricia la mejilla donde todavía se ve la mancha azul que notara el otro día. Esa cercanía le genera un deseo tan poderoso que la asusta: el mismo enervante deseo que siempre le ha producido ese cuerpo, y tal vez también esa manera seca, cercana y distante a la vez, con que Ángel se suele acercar a ella. Pero no, Franca, no te eches para atrás sólo porque tienes un impulso sexual. Persevera en tu decisión y no juegues con ese hombre dolido, que pasa por una pena tan grande en este momento y se debe sentir muy solo en estos días.
Para engañar al cuerpo que hierve y permitirle reponerse, le dice a Ángel que sería bueno que se tomaran un trago. Hay momentos, agrega, en que es casi necesario, y éste es uno de ellos. ¿Un ron con Coca-Cola, tal vez? Como en ese momento, Mateo gime en su cama, y Franca se levanta a atenderlo, Ángel dice que no se preocupe, que él se lo sirve, con poco hielo como a ella le gusta. Cuando vuelve con el vaso delicadamente puesto sobre un plato, le arranca a ella, que tiene al niño en sus brazos y lo mece tratando de devolverlo al sueño, una sonrisa. Ángel toca la frente de Mateo, le mide la temperatura en la barriguita. Indaga a Franca sobre los remedios que le ha dado y le aconseja que le dé otro antipirético. Mientras ella lo busca, él mece al chiquito en sus rodillas, como un padre.
Una vez vuelve el niño a la cama, y a una pregunta de Franca, Ángel murmura que por ahora no quiere nada, sino estar cerca de ella, sentirla, saber que está ahí, a su lado, aunque sea por esta noche. Con la mano levanta el pelo espeso de Franca y le da un beso en la blanquísima nuca, sintiendo en sus labios la suavidad de la pelusa rubia que lo cubre y el estremecimiento que la recorre y que evidencia con su gesto de gata. Luego pone una mano sobre su rodilla, hace en ella círculos con su dedo índice. Y espera. Espera sabiendo que ese cuerpo fino, tan firme y dulce como el de una adolescente, terminará por rendirse a su acecho.

            5.

Franca abre lentamente los ojos con la sensación de que está debajo de un banco de arena. Los ojos le arden y también la garganta, donde se ha alojado una bola blanca de algodón que no la deja pasar saliva. Ay, ¿qué te pasa, Franca? Vuelve la cabeza pesadamente del lado derecho y ve unas lucecitas amarillas, similares a las que titilan en la punta de los radares que guían aviones. Algo en su cerebro le dice que fije allí su vista, que piense en qué quieren comunicarle esas señales. Hace un esfuerzo enorme de concentración y comprende, de repente: es un reloj de mesa, su reloj, marcando las once cero tres. Ah, algo recuerda ya. Trata de incorporarse, pero no puede. Es como si en sus tobillos y en sus codos le hubieran amarrado bloques de hierro que la arrastraran al fondo del mar. Ah, sí, está flotando sobre una tabla en el océano, porque le vienen unas náuseas horrendas, insoportables. Y esas luces biliosas proceden de un faro. Cierra los ojos. Necesita, urgentemente, evacuar sus tripas, pero un mandato de siglos le dice que no debe ser en el lugar donde yace. Y sin embargo, al no poder contener las arcadas se inclina sobre el borde de la cama y deja que salga un líquido que casi la ahoga. Su cabeza queda un rato colgando, como la de un pavo antes del sacrificio. Llora. Débilmente. De forma inaudible. ¿Qué puede estarle pasando? Hay una luz afuera. Recuerda que no está sola, que Mateo duerme en el cuarto contiguo y que durante todo el día tuvo fiebre. Tiene que llegar hasta allá. ¡Ya sabe! está en la más hijueputa de las borracheras. Siente un peso en la parte de atrás de la cabeza, y tiene las fosas de la nariz y el paladar tan secos que apenas puede respirar. Si hasta donde recuerdas sólo te tomaste un trago, Franca, antes de decidirte a hacer el amor con Ángel. Te ves desnuda, flotando, y el rostro de tu amante crispado encima del tuyo. Y no recuerdas más. ¿Dónde puede estar él? ¿Es posible que te haya abandonado en estas circunstancias? Te quejas, una vez, dos, pero de tus labios no sale ningún sonido, como en esas pesadillas en las que gritamos y gritamos queriendo despertar sin lograrlo. Entonces lo ves en el umbral y te tranquilizas un poco. Trae un vaso en la mano, lleno de un líquido color ámbar. Y tú preguntas qué está pasando, si es que te estás muriendo como en la noche aquella del hospital. Ángel está demudado: tiene los labios muy blancos, las ojeras muy pronunciadas, la mirada enferma. Quizá ese trago estuviera malo, y lo mejor sea irse para una clínica. Lo ve acercarse, lo oye hablarle al oído: es una intoxicación etílica, le dice, algo pasajero, una caída de la tensión. Tiene que tomarse lo que le ha traído, una mezcla de bicarbonato, limón y azúcar que la devolverá a la vida. Pero Franca no podría tomar una gota de nada, tan mal se siente. No podría abrir la boca ni siquiera para quejarse. Así que cierra los ojos y se abandona. Cae en un vacío, baja por un hilo de luz. Va a nacer, le dice una voz, va a nacer cuando acabe de bajar, pero debe saber que esto demorará muchos años. Será maravilloso dormir, maravilloso. Pero tal vez no sea posible, porque la fuerza de unas manos sobre sus muslos la hace de nuevo abrir los ojos. Alguien la resucita, sí, alguien la auxilia para que regrese. Pero lo que ve son unos ojos animales, unos ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué puede Ángel estar llorando, allí a su lado, mientras pasa sobre sus muslos una toalla húmeda? Ah, sí, ha perdido a su hermano, eso es. Y ella, qué desgraciada, se ha emborrachado exactamente el día en que él ha venido a confiarle su pena. Quiere pedirle perdón, acariciarlo. Y logra apoyarse en los codos, incorporarse, aunque su cabeza se bambolea como las de esas burritas de plástico que ponen los choferes en la parte delantera de los automóviles. Ángel la toma entonces de la cabeza y le frota el pecho, la espalda con la toalla húmeda. Ella siente que se muere de frío. Protesta un poco, murmura unas palabras. Trata de sonreír. Entonces Ángel vuelve a tomar el vaso de la mesa de noche, que ahora tiene un extraño color oscuro, como de agua de panela concentrada, y le pide que beba, y que entonces la vestirá y la arropará para que descanse el resto de la noche.
Su voz suena lejos, muy lejos. Pero Franca hace un esfuerzo, se sienta. La habitación está casi enteramente en penumbra, pero Ángel ha prendido la lamparita de lectura, aunque mirando hacia arriba, al techo, donde dibuja unas figuras hermosas, como sacadas de un libro infantil.
—¿Y Mateo?
—Está bien. Usted tranquila, yo me ocupo de él.
Ángel ha puesto con firmeza el vaso en sus labios, como un padre enojado con la criatura que no quiere tomarse la medicina. Franca no tiene, pues, más remedio que beber aquella pócima amarga, a grandes tragos. Pero algo pesado, móvil, se ha acomodado debajo de su lengua, haciéndola escupir. En la oscuridad decenas de partículas plateadas brincan por todas partes. En su mente primero hay un vacío, luego una pequeña revelación. Mercurio. Eso es lo que acaba de salir de su boca como un universo de estrellas fugaces. De su boca sale una especie de rugido, de grito quebrado. Comprende. Con horror, comprende. Pero sus ojos ya se hunden en un pozo de inconsciencia. Horas. ¿O tal vez minutos? Ve a su padre que la amenaza con el dedo. Ve una boca que se ríe, y cree saber que es de Genoveva. Genoveva muy vieja, con un chal azul que era suyo de pequeña. El pecho le duele, como si alguien enorme se le hubiera sentado encima. No hay regreso. Se está muriendo. Su última visión es casi cinematográfica: Ángel está sentado al borde de la cama, de espaldas a ella, con la cabeza baja, tan inmóvil que cualquiera lo juzgaría una estatua. Y atrás, en un ángulo de la sala, el dragón, con los ojos muy abiertos, el dragón de madera, echando fuego por la boca, a pesar del frío de la medianoche.





IX. Te lo contaría pero no me siento capaz


            LA sala está abarrotada de gente. Franca reconoce a muchas de las personas que están a su alrededor: ése es el rector de la Universidad Nacional, que destaca por su altura y su blanca melena, rala y flotante, como lana recién cardada; y ésos son dos músicos renombrados, Arezzo y Villa; está también el maestro Lombana, acompañado de una mujer joven con un extravagante corte de pelo; un ex alcalde, una conocida pintora, su amigo Luis Patricio, al que no ha visto desde hace casi tres meses. Donde quiera que mire reconoce a alguien. También hay, por supuesto, mucha gente joven, estudiantes que aprovechan que la boleta es barata para un espectáculo de tal calidad. Una mujer de aspecto extranjero se le acerca, la saluda de beso, le dice que la ve muy bien, tan joven como siempre. Franca sonríe ante el elogio, y la sonrisa le ilumina el rostro, terso y muy blanco, sin una mancha a pesar de sus casi cincuenta años. Siempre la halagan estos comentarios. El tiempo, piensa a menudo, ha sido bastante benévolo con ella: mientras a otras mujeres, a pesar de esfuerzos y dinero, el tiempo las llena de flacidez y adiposidades, haciéndolas parecerse a ciertos animales —ranas de enormes papadas, torpes morsas, mansas vacas de pesados párpados—, a ella sobre todo le ha endurecido los rasgos, haciendo más evidente el carácter pero sin un envejecimiento demasiado ostensible. Quizá esa aura luminosa que a menudo le reconoce la gente se deba en parte a ese continuo batallar con su trabajo, a sus continuos esfuerzos, a la pasión de lo arduo, que no la abandona. Porque la dificultad —lo dice con gran sabiduría Genoveva— adensa los seres humanos. Y el logro los aliviana.
—Es tu equilibrio lo que te hace ver tan joven —le dice a veces su amiga—. Eso que yo nunca he logrado tener.
Franca hace un gesto con su mano derecha para que la mujer que se ha acercado a saludarla se relacione con su acompañante, y pronuncia su nombre: es un hombre sensiblemente más joven que ella, de pelo ensortijado y gafas muy pequeñas. La mujer y el hombre se dan la mano; y en ese momento, precisamente cuando suena el segundo timbre y la multitud se dispone, con paso lento, a invadir la sala de música, los ojos de Franca se cruzan con otros ojos, se detienen en ellos con una fijeza estupefacta. ¿Por dos, tres, cinco segundos? Pero es como si el tiempo, Franca, se hubiera detenido, porque ves cómo la mirada de ese hombre queda congelada durante un instante en un gesto impasible, que no se puede descifrar, antes de que una sombra lívida le suba de la barbilla a los pómulos y de los pómulos a la frente opacando las pupilas y desencajando el gesto.
Ah, Franca, de modo que existe, que respira, que vive.
La mujer, que sonríe con una cordialidad distante, ha soltado ya la mano del joven de la cabeza rizada y se despide de Franca con un beso en la mejilla. Ésta siente cómo un corrientazo helado baja por su médula espinal y miles de agujas atacan sus axilas. Con aparente serenidad camina hacia la sala, con una sonrisa en los labios, como si la que esbozara hace un minuto se hubiera fijado en ellos para siempre. En su cabeza las ideas empiezan a girar, cruzándose, como libélulas enloquecidas. Piensa en qué dirá Genoveva cuando se lo cuente. Y ya en su silla, respira lentamente, cerrando los ojos. Cuando su acompañante le pregunta si está bien, ella sonríe, dice que sí con la cabeza, al tiempo que suena el tercer timbre. Las luces se hacen tenues y el rumor de voces se aplaca, casi hasta el silencio, como en la antesala de un sueño. Entran los músicos, uno tras otro, vestidos impecablemente de negro, y el aplauso se derrama en la sala, sin demasiada decisión. Los ojos de Franca los registran, pero vagamente, porque su cabeza arde, se congestiona. Quizá esté allí, muy cerca, con la mirada clavada desvergonzadamente en ella. O quizá haya huido de la sala, amedrentado: hay culpas que resisten toda una vida. La música surge, mansa primero, juguetona después: el piano, la flauta, el fagot, atraviesan el aire con notas que recuerdan estrellas fugaces, piedras inmóviles, algún riachuelo transparente. Es el Concierto campestre de Poulenc. Franca cierra de nuevo los ojos, con el programa abierto sobre las rodillas. Y ve los ojos de Ángel, cerrados sobre los suyos, con una pequeña luz que asoma con un destello vivo, el del deseo, el del espasmo, el de la huida a un mundo oscuro y placentero; y luego los vuelve a ver, llorosos, irritados, perdidos, viniendo a ella entre brumas, las mismas que la ahogaron por horas y la sumergieron primero en un ataúd de plomo, pesado como sus párpados, como sus labios, como sus manos inertes —que al amanecer lograron desentumecerse, tocar su cara hinchada, hacerle saber que seguía viva, con Mateo dormido a los pies de la cama, rendido tal vez por el llanto y el miedo—, que muchas horas más tarde fueron capaces de contestar el teléfono, que sonaba en forma insistente.
Hace unos años Juan Diego le contó que lo había visto en una capital de provincia, visiblemente deteriorado, con la mirada arisca y desconfiada de los seres inseguros o asustados. Que, llevado por la curiosidad se había atrevido a indagarle sobre su vida, y que él, con escasas palabras le había dicho que hacía parte de un grupo de médicos que visitaba regiones apartadas, financiados por un grupo holandés interesado en mejorar las condiciones de vida de los habitantes del tercer mundo.
—¿No vas a denunciarlo?— le había preguntado Genoveva, con la voz indignada, sentada al borde de la cama donde Franca se recuperaba, mustia, llena de tubos, resentida por las muchas lavatinas y edemas y chuzones de las últimas horas. Les había costado horas comprender del todo, atar cabos, concluir. ¡Ésos eran entonces los constantes mareos, las náuseas, la dificultad de respirar, la debilidad rampante! ¡Mercurio! Barbitúricos. Quién sabe qué más, porque también para los médicos el caso era todavía algo confuso.
—Estaba loco —afirmó Genoveva.
—Desesperado —corrigió Franca.
—Fueron meses de intentar someterte. De doblegarte.
E insistía:
—¿No lo vas a denunciar, Franca?
—Ni siquiera se lo contaré a alguien. Me basta con que lo sepas tú. Lo demás no tiene sentido.
No se arrepentía de su decisión.
—¿Sabes que vi al mediquito ese por el que ibas perdiendo la cabeza? —le había dicho una vez Luis Patricio—. ¡Ay, Franca, que tropezón el tuyo! Al verlo casi me cambio de acera. Qué mirada más horrible.
Estas palabras llegan otra vez a la cabeza de Franca, causándole un horrible malestar. Casi le falta el aire, como en aquellas horas interminables. Trata de refugiarse en la música, de irse volando con ella a otras galaxias.
—Ése que llamas mediquito —había contestado Franca aquella vez—, alguna vez tuvo su propia estación en el infierno. Tal vez eso lo explique todo.
—¿Cómo sabés eso?
—Lo viste en sus ojos, ¿no?
Cuando llega la hora del intermedio, en la semipenumbra, Franca aprieta durante unos minutos la mano del hombre que está a su lado. Una mano seca, grande como de padre. Lo arrastra a tomarse un café.
—¿Qué te pasa? —le dice él—. Te noto rara.
—Será la música —contesta Franca—. A veces, aunque sea alegre, nos pone nostálgicos, ya sabes. Como si la tristeza viniera de lejos.