Romance del duende que escribe canciones - Hernán Rivera Letelier


Nota.- El título real del ibro es `Romance del duende que escribe canciones`. Sin embargo, debido muy probablemente a un error de edición, en la portada figura `Romance del duende que me escribe las novelas`, y no hemos encontrado una portada que contenga el título real.

“Es mejor callar si lo que vas a decir no es más bello que el silencio”, fue lo primero que le oí a mi duende en la primera vez que se me apareció. Así comienza esta sorprendente novela de Hernán Rivera Letelier. Un niño solitario y dado a soñar despierto que encuentra en un duende a su mejor amigo. Mientras su familia padece las travesuras del pequeño ser, él disfruta de los juegos, la compañía y los consejos del geniecillo. “De pronto, en la casa comenzaron a desaparecer algunos objetos, desaparecían de la noche a la mañana, en particular, pequeños utensilios de uso cotidiano. (…) Cuando las botellas de agua y las de leche comenzaron a amanecer vacías, mi madre ya no tuvo ninguna al respecto. Y es que, según las viejas campesinas de su tierra, esas eran señales inequívocas de que un duende se había instalado en el hogar”. Combinando trazos de su biografía con la historia de esta amistad maravillosa, Hernán Rivera Letelier presenta en esta novela una narración mágica y enternecedora, que ilumina, además, sobre los afectos y la capacidad creadora del artista.



Prólogo

«ES mejor callar si lo que se va a decir no es más bello que el silencio», fue lo primero que le oí a mi duende en la primera vez que se me apareció.
Lo dijo en un tono casero —como hablando consigo mismo—, tropezando en un leve tartamudeo de caballero inglés y sin quitar la vista del remiendo color índigo que cosía a un diminuto chaleco de mono color marrón. Yo, un niño de seis años, alelado ante su presencia, solo abría y cerraba la boca sin saber si lo que saldría de ella iba a ser un grito, una palabra de saludo o una bolita de vidrio que me había tragado el día anterior.
Fue una noche de verano en la oficina Buenaventura, pleno desierto de Atacama, y seguramente el silencio al que hacía referencia el duende era el de este desierto infinito; un silencio puro, sólido, traslúcido como una piedra preciosa (yo hablo de un tiempo cuando en los atardeceres del mundo los niños aún se juntaban a jugar a la ronda de San Miguel, y por las noches las estrellas fugaces, bellas como trenes con sus ventanas encendidas, venían cargadas de deseos).
Desde esa vez, y a lo largo de toda mi vida, he tratado de seguir el consejo de mi duende. No hablar más de lo necesario. Oír más que hablar. Después me dediqué a la escritura, y bien se sabe que escribir es hablar en silencio (y el que habla en silencio, con Dios habla).
Y si aquella fue una gran lección, la última no fue menos sabia. Sucedió después de haber publicado mi primer libro. Apelando a la aparición de gracia —uno pierde la facultad de ver a su duende al dejar de ser niño y le es concedida una sola aparición más en la vida—, lo llamé para comunicarle mi intención de contar sobre su existencia. Lo haría en mi segundo libro. Antes, claro, me apertreché de un buen frasco de jarabe para la tos, que a él le gustaba más que la miel.
Antes de que se apareciera sentado al borde de una antigua tina de baño, de esas con patas de león, lo primero que percibí fue su olor, ese penetrante y empalagoso olor que por mucho tiempo no supe describir. Al verlo sentado ahí, mirándome con sus ojitos esmerilados por el tiempo, me quedé contemplándolo con una mezcla de ternura y piedad, como se haría con la aparición del padre muerto en la época de la niñez. Hacía cuarenta años que no lo veía. Aunque él seguía siendo el mismo, yo no era el niño de aquellos años.
Al oír lo que pretendía, meneó la cabeza en un gesto de resignación. Después me pidió el frasco de jarabe y, tras una buena gargantada, me tartamudeó una de sus clásicas sentencias —rotundas sentencias a las que ahora adivino un aire de aforismos árabes o de proverbios de la China milenaria—: «El que no ha aprendido a sonreír», dijo, «no está listo para abrir una tienda».
    Cuando, solo por mantenerlo otro rato conmigo, le pedí que fuera más explícito, suspiró hondo y, acentuando sus infinitesimales arrugas, dijo que si uno no estaba dispuesto a soportar la incomprensión del mundo, aún no estaba listo para predicar ninguna verdad.
Consejo simple como el oro.
Desistí entonces de mi empeño, intuí que mi espíritu no estaba aún preparado para soportar la cizaña y el egoísmo. Y dejé esta historia para más adelante. Ahora que ha pasado más vida por los ríos de mi sangre, ahora que llevo media docena de libros escritos y que he aprendido a sonreír ante las desavenencias del mundo, creo que ha llegado el momento de contarla.
Así al menos lo siente mi corazón.



1

CRECÍ oyendo a mi madre hablar del duende. Ella lo descubrió a los pocos días de haber llegado a la oficina Buenaventura (la familia se había venido en tren desde el sur, cambiando los campos de Talca por las peladeras azules del desierto de Atacama). De pronto, en la casa comenzaron a desaparecer algunos objetos; desaparecían de la noche a la mañana, misteriosamente; en particular, pequeños utensilios de uso cotidiano.
«Se hacen humo», decía mi madre.
Otros, más grandes y pesados, aparecían cambiados de sitio. Cuando las botellas de agua y las de leche comenzaron a amanecer vacías, mi madre ya no tuvo ninguna duda al respecto. Y es que, según las viejas campesinas de su tierra, esas eran señales inequívocas de que un duende se había instalado en el hogar (lo raro de este caso era que hasta los frascos de jarabe para la tos comenzaron a aparecer escanciados).
Sin embargo, faltaba una prueba definitiva para corroborar la existencia del duende: dejar una botella de vino por ahí, como olvidada. Como en casa se profesaba la fe evangélica, y beber vino era pecado, no había modo de sospechar de algún integrante de la familia. Se compró entonces una botella del vinacho más barato que expendían en la fonda del campamento, uno que los mineros llamaban «Sonrisa de león», y se dejó por ahí, al alcance de la mano, sin abrir. La botella amaneció abierta y vacía.
Días después mi madre lo vio. Según la tradición popular, al descubrir la presencia de un duende en el hogar, hay que dejar pequeños regalos esparcidos por los rincones, cualquier cosa que pueda agradar a estos pequeños seres. De este modo, y con un poco de suerte, en lugar de hacer daño o travesuras, ellos se dedicarán a buscar estos obsequios, y si estos les agradan y están de humor, hasta puede que en el transcurso de la noche les dé por terminar las tareas que las personas de la casa no tuvieron tiempo de acabar.
Pero mi madre se negaba a hacer caso de tal tradición. Ella solo quería que el «caballerito ese» desapareciera cuanto antes de su casa. «Si no nos ponemos en las maduras, después no hallaremos cómo deshacernos de él», decía. Y es que todo el mundo sabe que los duendes se encariñan tanto con las familias humanas, que cuando estas se mudan llegan a seguirlas con la lealtad de un perro. Así se trasladen de ciudad, de país o de continente. Y esa es la razón por la cual, siendo originarios de los países nórdicos, es ya asunto frecuente hallar duendes en cualquier lugar del mundo.
De modo que mi madre cuidaba bien de que por los rincones de las tres piezas de calaminas no quedara nada que él pudiera tomar como la más mínima muestra de cariño hacia su persona. Como buena cristiana —y la brava mujer campesina que era—, ella solo buscaba proteger a sus cachorros, cuidarnos de las travesuras malignas de esta criatura y convencernos de que los duendes, al igual que los gnomos y las sílfides, no podían ser otra cosa que unos diablillos servidores del Malulo.
Aquí habría que decir que si bien cualquier persona más o menos avisada puede detectar la presencia de un duende, no todas pueden llegar a verlo. Ellos no se dejan ver fácilmente. Mi madre, dentro de la congregación evangélica, era una de las que poseía el don de la vista espiritual, y por eso lo veía. Aunque solo de manera fugaz, como se percibiría una ráfaga de luz pasando por el espejo, o la sombra de un conejo huyendo por entre las patas de los muebles.
Pero como mi madre era una mujer buena, pese a sus bien entendidas razones en contra de estos seres, siempre terminaba hablando del duende con una indisimulada simpatía. Aunque su abuela le contó muchas veces —rezongaba medio en serio, medio en broma— que los oficios por excelencia de estos hombrecillos eran la hojalatería y la zapatería, a contar por la cantidad de agujas y canutos de hilo «que se pierden en esta casa», y los retazos de géneros —especialmente verdes y marrones— «que desaparecen como por encanto», este duende del diantre las debía oficiar de sastre.
Lo que ignoraba entonces mi madre era que los duendes podían ser también excelentes cocineros. Con el único detalle de que sus guisos podían oler, por ejemplo, a una nostálgica tarde de lluvia detrás de una ventana en el puerto de Valparaíso, y sus postres saber a una soleada y gloriosa mañana de picnic a orillas del Sena.
Contaba también mi madre, no sin un asomo de humor en sus palabras, que el «caballerito este» no era más grande que una botella de agua de mesa, y que se parecía enormemente al retrato de no sé qué tío abuelo suyo. Y con un quiebre de ternura en la voz, terminaba diciendo que el duende tenía ojos de búho, orejas de coliflor y una mirada de fraile mendicante.
«Y anda más remendado que este niñito. Lo que ya es mucho decir», remataba mi santa madre, estirando una mano hacia mí y revolviéndome el pelo con cariño.
Yo lo único que quería entonces era poder verlo alguna vez.



2

POR aquella época de mi infancia, cada día tenía un color propio. Al menos para mí. El lunes, por ejemplo, era del color de la escarcha; el martes era verde como el papel crepé con que las mujeres confeccionaban las coronas fúnebres; el miércoles era del color de las calaminas de zinc; el jueves era blanco como el salitre; el viernes era tornasolado como la piel de las lagartijas; el sábado era azul marino como el único pantalón de parada de mi padre; y el domingo por supuesto que era amarillo, amarillo como el sol de la pampa, o como el canario que fulgía enjaulado dentro de mis bolitas de vidrio.
La oficina Buenaventura, donde vivíamos, tenía solo tres calles y ningún árbol. Nosotros vivíamos en la última calle del campamento (no sé por qué razón, en todas las salitreras que vivimos nos tocaba siempre una casa en la última calle, de modo que yo siempre tenía toda la pampa como patio). Cada mañana, al abrir la puerta, la inmensidad del desierto se me venía encima dorada y encandilante como un alud de oro. Y justamente ahí, sentado fuera de esa puerta, estaba yo la primera vez que presentí al duende.
Fue un mediodía de domingo.
Despatarrado en la arena, solo, descalzo, chorreante de sol, me hallaba construyendo un camioncito de lata —único y memorable juguete de los niños pampinos—, cuando, de súbito, mientras me afanaba en unir dos tarros de paté marca Pajarito, que conformarían las ruedas traseras, un pequeño remolino brincó a mi lado y se puso a girar en torno del camioncito a medio hacer. Me sorprendí. Como buen cazador de remolinos que era, sabía perfectamente que estos se formaban solo en las tardes.
En uno de mis primeros libros se cuenta cómo en la pampa, mientras uno va caminando tranquilamente bajo el sol, de pronto puede saltar a su lado un pequeño remolino transparente y chiquito como un duende (en el libro, para despistar, digo gnomo); pequeño duendecillo de viento que pronto comienza a crecer y a crecer hasta llegar a convertirse en uno de esos gigantescos remolinos de arena que atraviesan el desierto ovillando la tarde, remolinos que los niños de aquel tiempo —en uno de los juegos más poéticos de la infancia— perseguíamos por las llanuras como a caballos salvajes. Teníamos la creencia de que si alcanzábamos una de estas «colas del diablo», como les llamábamos, y nos metíamos en el medio y abríamos los ojos —con la arena picándonos la piel como millares de avispas—, le íbamos a ver la cara al Malo.
Pero, como digo, esto sucedía solo después de la hora de la siesta, cuando comenzaba a arreciar el viento costero. Por eso mismo, este pequeño remolino bailoteando alrededor de mi camioncito, a mediodía y sin un asomo de brisa, me pareció más bien raro.
Y presentí que podía ser el duende.
Por entonces yo ignoraba que, antiguamente, en algunas regiones del mundo, al ver un ligero remolino de polvo, los hombres tenían por costumbre quitarse el sombrero y las mujeres hacer graciosas reverencias, por si acaso se trataba de un duende. Y que en otras partes imperaba la creencia de que si se lanzaba el pie izquierdo contra esta nubecilla de polvo y resultaba que era un duende, este huía dejando tirado todo lo que acarreaba en esos instantes, incluidas las posibles bolsas de oro que llevara consigo.
Por supuesto que de haber sabido aquello, de ningún modo me hubiese animado a lanzarle un puntapié. Y es que yo nunca fui demasiado travieso. Más bien era un niño oscuro y ceremonioso; un niño que hablaba con las piedras, que amaba el silencio de los cerros y admiraba las grandes locomotoras negras que atravesaban el desierto melancólicamente, como un lento espejismo humeante. Un niño que vivía a toda pampa, a toda soledad, a todo sueño despierto.
Un niño que a los seis años tenía dos funerales a su haber y ningún domingo con torta de cumpleaños y cornetas de cartón.
Los funerales habían sido de dos angelitos, dos hermanos míos muertos prematuramente. Y yo, hasta el día de hoy, todavía me veo en mis sueños presidiendo las procesiones hacia el cementerio. Descalzo, caminando por lo salitroso de la pampa, voy portando una pequeña cruz blanca como si fuera un estandarte.



3

UNA noche, pocos días después del funeral del segundo angelito, en una charla de sobremesa de los mineros que comían en la casa, me enteré de que había gente que creía que los duendes eran espíritus de niños muertos antes de tiempo.
Aquella era una noche de invierno, y la charla de los pensionistas que siempre se quedaban conversando a la luz de las velas, versó, a propósito del duende de la casa, sobre la existencia de estos «trastornillos», como les llamaban los mineros más viejos. Yo, escondido debajo de la mesa para que no me echaran a dormir, temblando de emoción, era todo oídos.
Algunos decían que los duendes, diminutos y escurridizos como liebres, poseían poderes sobrenaturales y hacían de intermediarios entre los espíritus y los humanos. Que muchos vestían hábitos de monjes capuchinos o franciscanos, y que por las noches se les oía arrastrar sus pies descomunales por las habitaciones vacías.
Los salitreros que se habían venido a trabajar a la pampa enganchados desde el sur de Chile, decían que sus campos natales estaban llenos de estos hombrecitos. Que cuando no se allegaban a una vivienda humana, solían habitar madrigueras o colmenas abandonadas, y que los más desconfiados se instalaban en lo profundo de matorrales espinosos para no ser descubiertos e importunados.
Que por allá, por su tierra —aseguraba uno de ellos, uno que fumaba sin parar, encendiendo un cigarrillo con el pucho del otro—, los duendes eran más traviesos que malos; que además de la clásica trastada de liarle la cola a los caballos, por las noches les encantaba montar sobre las ovejas o las cabras y ponerse a correr en círculos dentro de los corrales. Y que los campesinos de su tierra ya sabían claramente —debido al agotamiento que por las mañanas se observaba en los pobres animales— cuándo un duende los había usado de cabalgadura.
Otro de los viejos —uno que jamás se sacaba su sombrero de pita, lleno de lamparones de aceite— aseguraba que la única forma de ver a un duende era llevando consigo un trébol de cuatro hojas en alguna parte visible.
«O una pequeña piedra que tuviera un agujero natural», dijo.
«O una ramita de dedalera», intervino otro, de voz aflautada y perigallo trémulo.
Y luego agregó, ufano, que el petirrojo también podía conducir al escondite de un duende, ya que eran muy amigos. Tanto así, que la forma más habitual que adoptaban los duendes —que por pasar inadvertidos, dijo, solían transformarse en animales— era precisamente la del petirrojo. Razón por la cual en el campo se creía que era mala suerte matar o atrapar a alguna de estas aves.
«Aunque sea de manera accidental», enfatizó, tosiendo de manera doctoral.
En lo que hubo claro consenso entre los comensales fue en dos asuntos: primero, que la existencia del duende de la casa echaba por tierra la creencia de que la sal les impedía el paso, pues la pampa no era sino una enorme costra de sal. Y segundo, que era una verdad irrebatible que en tiempos pasados se les trataba mucho mejor a estos geniecillos, pues era costumbre entre las personas de antaño dejarles por las noches un frasco de miel en la ventana, o un plato de avena con leche, o un vaso de agua fresca. Y que incluso en muchas aldeas sureñas se evitaba cortar arbustos espinosos por amabilidad hacia ellos.
Ya hacia el final de la sobremesa, coincidieron en que eran muy pocas las personas, en los tiempos que corrían, que se tomaban esa clase de molestias con estos hombrecillos.
«La gente no sabe que basta con llevar a cabo gestos tan simples como esos para ahuyentar desdichas, infortunios y mala suerte», corroboraron todos.



4

DESDE aquella noche, que me pareció cabalística, me propuse con más ahínco dar con el duende de la casa. Descubrirlo a como diera lugar.
Como en la pampa era imposible encontrar un trébol de cuatro hojas, o una dedalera —ya he dicho que en estas castigadas tierras de Dios no crece ni la mala hierba—, vagué varios días por los cerros y calicheras abandonadas en busca de una piedra que tuviera algún agujero natural.
Por supuesto que yo anhelaba ver al duende no para pedirle un saco de oro, ni para ahuyentar ninguna desventura. Solo quería hacerme su amigo. A mí no me daba susto. Yo intuía que de alguna manera le caía bien. Había señales claras de eso. Por ejemplo, yo no era víctima de las travesuras con que abrumaba a mis hermanos.
A mi hermana Alicia, la mayor, que ayudaba a mi madre en los quehaceres de la casa, al levantarse diariamente a las cinco de la madrugada a encender el fuego para hervir el agua, siempre se hallaba con que le había escondido el atizador o la caja de fósforos. Mi hermana Edith, que de tan linda llegó a ser Reina de la Primavera, decía que por las noches alguien le acariciaba los muslos por debajo de las sábanas. Mi hermana Teresa, la que seguía de mí, se despertaba día por medio con su largo pelo negro enmarañado en trenzas imposibles de desenredar con peine alguno. Y mi hermano David, el menor de la familia, solía despertar con dolor de estómago tras haber pasado toda la noche riendo dormido, como si alguien se hubiese amanecido haciéndole cosquillas con una ramita de escoba.
En cambio, lo que yo sentía por las noches, entre sueños, era que alguien me despiojaba cariñosamente. Y esta sensación era tan real que, mientras mis hermanos y los demás niños del campamento, y hasta los mismos adultos, se rascaban la cabeza a dos manos, yo nunca llegué a criar piojos. Ni siquiera en las épocas más críticas de la pampa, aquellas en que hasta las familias más pudientes ocupaban las mañanas de los soleados domingos para despiojarse mutuamente, tal y como se ve hacer a los monos en los zoológicos.
Y es que hubo épocas en que la epidemia de piojos era cosa grave en las salitreras. Tanto que los obreros más chacoteros y revoltosos, en la penumbra del biógrafo, o en los escaños de piedra de la plaza pública —mientras en los altos de la glorieta el orfeón tocaba algún vals de moda—, se sacaban los «guatas de goma», como llamaban a estos parásitos, y se los arrojaban disimuladamente a los más tiesos y atildados empleados de escritorio.
Y estaba, además, lo de las bolitas. Ocurría que a veces, en las mañanas, mi tarro de cocoa Raff, donde guardaba mis bolitas de vidrio, aparecía volcado junto a una troya dibujada como por un dedito de guagua en el piso de tierra de la cocina. Pero nunca me faltó ninguna.
Intuyendo que era el duende quien por las noches jugaba con ellas (en la conversación de la vez pasada se había dicho que a los duendes les atraían los objetos que brillaran o produjeran música, y las bolitas de vidrio hacían ambas cosas), yo dejaba la tapa del tarro a medio cerrar para que a él no le significara mucho esfuerzo sacarlas. Incluso luego comencé a dejarle mi bolita predilecta, mi tincoyo, esa bolita que no le prestaba a nadie, de la que jamás me desprendía y llevaba siempre conmigo adonde fuera (guardada en el «bolsillo de perro», que era el más seguro).
Tincoyo llamábamos los niños a las bolitas campeonas.
Todavía recuerdo que la mía era una azul, un poco más grande que las normales, y con dos plumillas amarillas adentro. Toda una joya. Pues las bolitas de dos plumillas eran tan raras de encontrar como un huevo de dos yemas o un sistema solar con dos soles. Yo estaba convencido de que esta buena acción —la de prestarle mis bolitas—, él me la agradecía haciéndome favores insólitos. Lo podía sentir, por ejemplo, cuando, jugando al hachita y cuarta con los niños de la corrida, me salían unas carambolas imposibles y cuartas a diez metros de distancia que ni yo mismo sabía cómo lograba hacerlas.
A veces, al lanzar la bolita, sentía de antemano haber quedado corto en el tiro. Pero esta, al tocar el suelo, rodaba y rodaba y seguía rodando hacia la bolita de mi contrincante, seguía rodando inexplicablemente, como si alguien la fuera soplando. De manera que antes de medir con mis largos «dedos de carterista», como me jorobaban los amigos, yo estaba seguro de que la distancia era exactamente una cuarta.
«Me ayudó el viento», decía yo en esas ocasiones, sintiendo en mis adentros un leve sentimiento de culpa.
Pero los niños, asombrados, se quedaban viéndome con expresión bobalicona. Y es que por lo general era de mañana, y en la calle no corría una hilacha de brisa.



5

DE modo que la primera vez que me hallé con mi duende, más que susto sentí una mezcla de asombro y alegría indescriptible. Recuerdo que esa noche, alumbrado con la luz amarilla de mi palmatoria, me levanté medio dormido para ir a tomar agua en la cocina.
Ahí fue que lo sorprendí.
Estaba sentado en un trozo de durmiente, jugando con mis bolitas de vidrio. Aunque a veces creo recordar que en verdad se encontraba remendando su chalequito de mono color marrón (¿o era índigo?). Otras, en cambio, estoy seguro de que lo atrapé subido a una banca de madera, empinado sobre sus deformes piececitos observando los pirigüines en el barril del agua.
Lo que sí recuerdo perfectamente es que, pasado el primer instante de perplejidad, temblándome las piernas, me quedé mirándolo sin saber qué decir. Fue entonces que, sin levantar la mirada de mis bolitas de vidrio —o del remiendo de su chaleco, o del agua del barril—, dijo aquello que se me quedó para siempre grabado en la mollera: que era mejor callar si lo que se iba a decir no era más bello que el silencio.
Como ya dije, esto sucedía por una época en que el mundo era mucho más plácido, el planeta giraba somnoliento y el tiempo transitaba como en carreta lenta. Uno se demoraba una enormidad en llegar al final de cada jornada. La semana era larguísima, y para arribar a fin de mes era toda una travesía. Y ni qué decir de los fines de año. Aquello quedaba tan lejano como ir a la luna; esa luna en que, por las noches, todavía se podía ver dibujada la silueta del burrito evangélico llevando sobre su lomo al Niño Dios.
Inolvidables días aquellos en que el mundo era mucho más bueno y amable. Cuando en los despachos aromatizados de canela y clavo de olor aún se envolvía el azúcar rubia en papel café y se izaba una bandera blanca para anunciar el pan fresco. Y los caseros, bigotudos y bonachones como ellos solos, todavía no perdían la pascual costumbre de dar la yapa.
Fue por ese tiempo que comencé a hablar solo. A charlar con mi sombra —según le contaban a mi madre mis hermanas— y a tartamudear de la misma forma como lo hacía mi duende. Y como también, de manera inconsciente, comencé a imitarlo en su modo de andar, mis amigos no se demoraron un tris en colgarme el apodo que llevé con orgullo durante toda mi infancia: Condorito.
Decían que yo caminaba igualito a como lo hacía la famosa caricatura de la revista Okey.
Sin embargo, mi gran contento era que desde la noche del primer encuentro con mi duende las verrugas de las manos se me habían borrado como por arte de magia. Y además dejé de orinarme en la cama, cosa esta última que ni los más infalibles remedios caseros habían conseguido. Ni siquiera el más temido por todos los niños: orinar a la fuerza sobre un ladrillo caliente.
Después cumplí mis siete años. Y tuve que ir a la escuela del campamento. Allí, sentado en un cajón de manzanas puesto de manera horizontal, y como pupitre uno acomodado de manera vertical, aprendí a leer primero que todos.
Y no fue porque yo no perdiera el tiempo dibujando casitas en la inmaculada primera hoja de los cuadernos nuevos (un placer insuperable), ni que no hiciera la cimarra como mis demás compañeros. Al contrario. Aunque yo era de los alumnos de mejor conducta, también era de los que menos atención ponía en clase (siempre andaba en la luna). Y de los que más faltaba a la escuela. A veces hasta me fugaba en los recreos para ir a la estación del ferrocarril a ver llegar y partir los trenes.
Lo que ocurría era que por las noches mi duende me daba una mano. Mientras yo devoraba un pan con mantequilla (y él me decía de una «mantequilla de hadas» que se fabricaba con una especie de hongos que crecían en torno de no sé qué árbol de su tierra, con la virtud de hacer gorjear como los pájaros), él me ayudaba a repasar las lecciones aprendidas en la escuela. En las páginas de mi inolvidable silabario Lea, ilustrado en blanco y negro, deletreábamos cantadito:

            «Un enano y uno, luna en ala en-hi-lan».


Cuando aprendí a leer de corrido, fue él quien me descubrió las dos páginas del silabario que me fascinaron. Dos textos que yo leía y releía una y otra vez, y volvía a releer, como si se tratara de una especie de oración o de un sortilegio encantatorio. Uno, en la página 83, era el fragmento de un poema titulado Playas (yo aún no conocía el mar), del poeta indio Rabindranath Tagore. El otro, en la página 91, era un poema al tren, de Antonio Machado, titulado Vagón de tercera, y que yo, intuitivamente, leía tratando de darle el ritmo rápido y sincopado del tren.
Lo otro que hacía mi duende era ayudarme en las tareas de caligrafía. Mientras me enseñaba a trazar las letras me iba contando —me lo habrá contado no sé cuántas veces, pues como todos los ancianos se repetía mucho— que cientos de años atrás, antes de la invención de la imprenta, los libros se escribían a mano. Y que existían los copistas, personas que se dedicaban a reproducir, copiándolos, los escritos ajenos. Lo curioso del asunto, según mi duende —y que a mí me maravillaba sobremanera—, era que algunos de estos copistas, de bella y florida caligrafía, eran analfabetos. Es decir, lo que hacían estos cristianos era ir dibujando la escritura letra a letra, signo a signo, palabra a palabra, pacientemente, como una larga y delicada y explícita filigrana de tinta.



6

HACE poco, movido no sé por qué extraños motivos, me dio por buscar noticias sobre los duendes. Recorrí bibliotecas y museos y consulté antiguos textos de estudiosos del tema. Y aunque debo decir que me hallé con detalles «de suyo interesantes», como decía mi duende, y algunos hasta sorprendentes, tropecé también con no pocas fantochadas y dislates fuera de tiesto.
Descubrí, entre otras cosas, que los demonólogos, en general, dejaron siempre en un segundo plano a los duendes. Sin embargo, no faltó entre ellos quien los estudiara, prestándoles una seria atención, y con ello pasando a denominarse, peyorativamente, «duendólogos».
Entre estos figura de manera principal el padre Fuentelapeña, que escribió, dentro de la escolástica más rancia, un voluminoso estudio dedicado por entero a estos seres fantásticos. Lo tituló Ente dilucidado. Al final de su obra este autor ofrece una disparatada definición de duende: «Duende no es otra cosa que un animal invisible o casi invisible, un ser trasteador».
Encontré, además, que muchos eruditos comparan a los duendes —o martinillos, o memos, o trasgos, como se les denomina según sea la región del mundo— con los númenes domésticos de la Antigüedad clásica. Y aunque en mis incursiones por los más polvorientos anaqueles de las bibliotecas me hallé con ilustraciones que los representan con trajes de sepultureros, o calzando zapatos de grandes hebillas de plata, o luciendo amazacotados anillos de oro (se sabe que el mismo Goya pintó algunos duendes en uno de sus Caprichos, vestidos con hábitos de fraile), todo aquello no distaba mucho de lo que había visto en los libros infantiles. Pues en ellos también, igual que en varios textos mitológicos, aparecen ilustrados adornando sus cabezas con un gorro frigio, o con emplumados chambergos al estilo de los tres mosqueteros, o ciñendo aquellos solemnes sombreros llamados «de tubo de estufa». Incluso, como en muchos grabados antiguos, se les puede ver luciendo los llamados «tricornios». Pero este último adminículo —la mayoría de los estudiosos y escritores de cuentos infantiles lo ignoran— los duendes dejaron de llevarlo por el tiempo en que los bufones de las cortes, agregándole un cascabel en cada una de sus tres puntas, comenzaron a usarlo para hacer reír a sus reyes y señores.
Esto indica claramente que no hay ser más digno y pundonoroso que un duende.
En este asunto tan doméstico como es la vestimenta, hay algo que los expertos no han tomado en cuenta. Y es que ellos también siguen las modas de los humanos. Aunque, evidentemente, tardan siglos en cambiar las prendas más conservadoras de su indumentaria. Y, tal como nosotros, poseen también su buena cuota de vanidad (esto último lo supe cuando descubrí que mi duende le había adaptado tacones a sus zapatitos de guagua para verse un poco más alto).
Con respecto a su edad, algunos textos dicen que un duende puede vivir alrededor de trescientos años; casi lo mismo que una tortuga. En cambio, otros aseguran que uno de ochocientos años todavía es joven, tanto así que pueden recordar sucesos de tiempos remotísimos. Según esto, y por las cosas que le oía contar a mi duende, me quedo más bien con lo segundo.
Es que, aparte de su indescriptible olor viejo, y de que siempre andaba pidiendo jarabe para la tos —una tos que le resonaba milenaria en la caverna del pecho—, y que solía soltar sentencias en latín o en otras lenguas muertas, constantemente se quejaba de extrañar entre los hombres de este siglo el honor y el espíritu de los caballeros andantes. De que ya nadie fuera por la vida deshaciendo entuertos, reparando agravios y rescatando doncellas. Esto lo señalaba como pensando en voz alta, y usando algunos arcaísmos, tales como fablar, fermosura, aquesto, vuesa merced.
Había ocasiones —esto acontecía generalmente en noches de luna llena— en que lo encontraba eufórico y exaltado, como un pequeño juguete con toda la cuerda dada. En aquellas noches, para solaz de mi infantil alegría, me invitaba a jugar a los trabalenguas y a las adivinanzas.
Una de mis adivinanzas preferidas, y que aún hoy recuerdo, era la de la tinta:

            Sirvienta de sabios,

            mi oficio, aunque me faltan lengua y labios,

            es decir la verdad y la mentira

            a todo el que me mira,

            y tanto más me estiman mis señores

            cuanto más firme tengo los colores.


Mi predilección por esta adivinanza se debía a que en ese tiempo los niños aún llevábamos pluma y tintero a la escuela. Aunque la tinta, más que ocuparla en las clases de dibujo o de caligrafía, la gastábamos felices de la vida practicando el maravilloso juego de las «manchas mágicas».
También solía suceder que a mi duende —cuando el vino robado en la casa vecina le amalditaba el espíritu— le diera por hablar en una jeringonza intraducible (tal vez en lengua duendística). O por acordarse de sucesos concernientes a litigios de minas de oro de no sé qué escarpadas regiones del mundo, en no sé qué tiempos inmemoriales. En tales ocasiones echaba a despotricar puño en alto, blasfemando y jurando por rayos, truenos y centellas. O, con expresión burlesca, mientras ensayaba malabares con frasquitos de jarabe vacíos, se largaba a recitar macarrónicos versos en donde mezclaba palabras latinas y otras de lengua vulgar a las que daba apariencia de latinas.
Los otros momentos deleitables se producían cuando, acurrucado junto a la cocina de la casa, cuyos ladrillos conservaban siempre buen calor, lo oía silbar melodías extrañas, o entonar canciones irremediablemente pasadas de moda. Y tal vez porque él mismo tenía voz de cantorcillo de ópera, entre sus cantantes favoritos estaban Mario Lanza y Caruso. Y entre los «nuevos» decía que le gustaban el baladista francés Charles Aznavour y el bolerista chileno Lucho Gatica. Si se fijan bien, dos tipos de indesmentible aire duendístico. Recuerdo que varias veces, adoptando una actitud de erudito en la materia, le oí decir que el más bello verso de bolero que había oído en su vida era (y lo entonaba con su graciosa voz de tenor senil): Sutil llegaste a mí, como la tentación.
Así era mi duende. Un poco meditabundo tal vez. Tal vez un tanto volado. Pero ni tan huraño ni tan cascarrabias como la tradición ha tratado de pintar a estos hombrecillos. Por lo mismo, yo estoy seguro de que si entre ellos abundan los gruñones, los testarudos y los remolones, deben ser más los alocados, los parlanchines y los bromistas. No en vano muchos grandes autores literarios, como Tirso de Molina, Lope de Vega o Calderón de la Barca, los utilizaron y jugaron con ellos en sus comedias de enredo. Hasta Cervantes lo hizo.
Y mi duende —aunque propenso más bien a la meditación y al silencio— también sabía ser travieso. En verdad, su ánimo era tan voluble como el viento de la pampa. En un pestañear de ojos podía pasar de la melancolía más crepuscular a hacer la más tarambana de las bromas. Como aquella vez cuando, en un momento crucial de mi niñez, me escondió el único par de zapatos que tenía.



7

ERA domingo, era verano, era la hora de la función vespertina. La hora en que los últimos rayos del sol volvían de oro las calaminas del campamento, mientras el disco de moda chicharreaba neurálgico desde los parlantes del biógrafo, y a sus puertas comenzaba a juntarse, alegre, toda la gente de la oficina, ellas recién perfumaditas, ellos lustrados y embrillantinados hasta el esplendor.
Era 1a hora de la vespertina y yo venía llegando de mataperrear por las calicheras abandonadas. Con mis cerriles once años, el desierto me atraía como imán. Despeinado y a pata pelada me detuve a ver qué película exhibían.
Era una de Jorge Negrete con la María Félix.
En las afueras del biógrafo, junto al carrito de los embelecos, la Daisy conversaba con otras niñas de su edad. Con su vestido de organza rosada, sus cintas en el pelo y sus doce años a toda vela, la Daisy —hija de los dueños de la única tienda de la oficina— era la niña más hermosa que yo había visto.
Al verme se me acercó y, sonriendo, me invitó a ver la película. «Yo te hago la entrada», me dijo. Quedé mudo. Luego, con una vocecita prometedora, oí que me decía que fuera a ponerme zapatos y volviera rapidito, antes de que empezara la función.
Al dar la media vuelta para partir, la Daisy me tomó de un brazo y me hizo una pregunta que rebalsó mi cuerpo de una sensación nueva:
«¿Te gustan los chicles de menta o de fruta?».
«De menta», balbuceé.
Hasta la esquina caminé lo más normal que pude. Pero apenas la doblé y me perdí de vista emprendí una veloz carrera. No me lo podía creer: ella, la Daisy, la niña que más me gustaba —y que más le gustaba a mis amigos—, además de hacerme la entrada, iba a comprar los chicles a mi gusto.
Al llegar a casa comencé a desesperarme. No encontraba mis zapatos por ninguna parte. Y es que solo los usaba en ocasiones especiales. «Duende de porquería», refunfuñaba mientras revolvía y zarandeaba todo frenéticamente, seguro cien por ciento de que él me los había escondido.
Luego de unos minutos que fueron eternos, ya a punto de llorar, hallé un par de zapatos viejos dentro de un cajón de té arrumbado en un rincón de la cocina. Eran de mi padre. Sin pensarlo dos veces, y sin perder más tiempo, me las envelé de vuelta con ellos bajo el brazo. Allá me los pondría.
Soñando que en la penumbra del biógrafo le tomaba la mano a la Daisy, corría por el medio de la calle a todo lo que daban mis talones. A lo mejor, mientras Jorge Negrete le cantaba una ranchera a la María Félix, hasta le podía robar un beso.
¡Cómo se pondrían de verdes mis amigos!
Y es que de un tiempo a esa parte, varios de los niños con los que veíamos la función sentados en el pasillo —riendo a gritos en los cortos de Carlitos Chaplin que ofrecían antes de la película— habían pasado a instalarse en las lunetas, junto a alguna muchacha. Esos niños eran la envidia y la admiración de los que seguíamos amontonados en el piso de tablas baldeadas con petróleo. Y ahora me iba a tocar a mí. Pasaría del pasillo a una luneta.
¡Y nada menos que junto a quién!
Recordando que fuera del biógrafo alcancé a divisar al hijo del sargento de Carabineros, con el que nos habíamos peleado varias veces, me inquieté un poco. Y es que él también andaba haciéndole ojitos a la Daisy. Pero después me dije que no había de qué temer. Ella me prefirió a mí. A mí me invitó a ver la película. No por nada cuando iba a comprar a su tienda me miraba de una manera especial. Una vez hasta me dio una pastilla de más.
Llegué a la esquina del biógrafo resollando. Llegué cuando ya se oían los últimos acordes de la Marcha sobre el río Kwai, que indicaba el comienzo de la función. Llegué justo a tiempo para ver, entre la gente que ingresaba apresurada, un copón de organza rosa entrando junto al hijo del sargento.
«¡Daisy!», alcancé a gritar con el corazón en la boca. Pero ella no me oyó. O no quiso volver la cabeza.
Con una sensación rara en el pecho —nueva también para mí—, una sensación parecida al aturdimiento, me senté en la vereda con los zapatos en la mano.
El crepúsculo se había carbonizado.
Las calaminas eran de nuevo latas oxidadas, y las puertas del biógrafo se habían cerrado como las tapas de un libro de cuentos.
Emulando entonces a Carlitos Chaplin —en esos momentos mi camarada de espíritu— en una escena que me había conmovido hasta el nudo en la garganta, comencé a masticar líricamente los cordones amargosos de los viejos zapatos bayos de mi padre.
8

FUE por esa época que murió mi madre. Yo tenía once años. Y no sé si fue a causa de la tristeza de su muerte, o de tanto tratar y alternar con mi duende —más que con mis hermanos y mis amigos—, que comencé a volverme más silencioso, más solitario de lo que ya era.
Y más soñador.
Además, y sin darme mucha cuenta, comencé con la rara afición de fijarme obsesivamente en las personas. Estudiaba sus facciones, su voz, sus gestos, sus tics. Los empequeñecía con la imaginación para ver cuáles parecían más duendes. Y los iba clasificando en forma mental.
«Este sería un duende perfecto».
«Este no».
«Este tiene más cara de pigmeo».
«Este podría ser, pero tiene orejas de cuye».
Entre los viejos más amigos de mi padre —de los que comían en casa—, el que más duende me parecía era un viejo minero paticorto, de grandes orejas triangulares y una boca como para comerse una sandía atravesada. Tenía una risa que hacía retemblar las calaminas, y cuando se enjorobaba tronaba como los diablos. Aparte de tener la misma afición que yo por las locomotoras (siempre lo veía en la estación los días de tren), era entre los pensionistas el más ilustrado de todos (siempre andaba leyendo diarios y libros viejos) y hasta el nombre lo tenía de duende: se llamaba don Ursicinio.
Pero esto del nombre «duendístico» de don Ursicinio es ocurrencia mía. Nadie ha sabido nunca cómo se llama un duende. Sobre eso son muy reservados. Se dice que el cristiano que llegara a conocer el nombre personal de uno de ellos, tendría poder sobre él, o al menos sería inmune a sus posibles maleficios. Por lo mismo, ellos solo usan apodos, tomados de los humanos.
Incluso con los apodos son cautelosos. Por mi parte, yo nunca quise saber el nombre de mi duende. Jamás se me ocurrió preguntárselo. Me gustaba llamarlo simplemente duende, así, sin más. Y él, aunque estaba claro que debía de saberlo todo sobre mí, incluido, por supuesto, mi nombre completo, siempre me trató de niño.
Fue por ese mismo tiempo que comencé a darme cuenta —o me dio por creerlo así— de que adquiría algunos poderes extraños, como los de mi duende. Él me había dicho alguna vez que, aunque admiraban a los humanos, nos tenían un poco de lástima, pues les costaba comprender que no pudiéramos hacer cosas tan sencillas para ellos como aparecer y desaparecer a su antojo. O pasar a través de las paredes. O, cuando se encrespaban con alguien, convertirle el vino en agua de mar. Cuestiones, según él, «muy hacederas».
Pero los poderes que yo comenzaba a tener eran mucho más simples que esos. En verdad, los míos eran poderes intrascendentes, ingenuos, casi inocuos. Por ejemplo, cuando iba con mis amigos a cazar lagartos a la pampa, de pronto me daba por decir que debajo de tal o cual piedra había uno escondido. ¡Y había uno escondido! O en las felices tardes de volantines se me ocurría pronosticar, mirando el cielo, que el colorado con la estrella blanca en el medio era el que se iba a ir a las pailas. E invariablemente al que le cortaban el hilo y se iba a las pailas era al volantín colorado con la estrella blanca en el medio.
O como en esa memorable clase en quinto de preparatoria, cuando nuestra profesora se enfermó y luego de estar solos toda la mañana —solos y completamente desatados—, en la última hora nos pusieron un reemplazante. Nos mandaron al Cara de Diablo, el profesor más temido de la escuela.
Lo primero que se le ocurrió al Cara de Diablo fue tomarnos las tablas de multiplicar, lo que nosotros más odiábamos. A los dos minutos cayó en la cuenta de que ninguno se las sabía. Entonces nos dio la media hora que nos quedaba de clase para aprendérnoslas de memoria. Al sonar la campana nos haría una sola pregunta a cada uno. El que no respondiera, o respondiera mal, se iría a la casa con un reglazo en la mano.
Yo entendí que en media hora no las iba a aprender. De modo que eché mano a mi poder duendístico. Me puse a recorrer con la vista las tablas impresas en el empaste del cuaderno y, de súbito, me detuve en el siete por ocho. Me dije, convencidísimo, que el Cara de Diablo me iba a preguntar cuánto era siete por ocho. De modo que durante todo el tiempo lo único que hice fue repetir como un loro: «siete por ocho, cincuenta y seis; siete por ocho, cincuenta y seis; siete por ocho, cincuenta y seis».
Al sonar la campana, el temido profesor comenzó a recorrer los pupitres preguntando con voz tronante:
«¡seis por cuatro!»,
«¡nueve por nueve!»,
«¡cinco por seis!».
Casi todos los niños se iban con el reglazo marcado en la palma de la mano. Algunos incluso salían llorando.
Cuando llegó a mi pupitre me clavó sus ojos de diablo y preguntó, seco, casi furioso:
«¡Siete por ocho!».
La pregunta estalló como girándula de luz en mi cerebro. Mirándolo atónito, y sonriendo como un lelo, me decía maravillado: «¡Adiviné! ¡Adiviné!».
Y aunque en el mismo instante, tal vez por la emoción, se me borró la respuesta, cuando el reglazo estalló clamoroso en mi mano, yo seguía sonriendo feliz de la vida.
¡Había adivinado!



9

RECUERDO que en una conversación mi duende me dio a entender que al dejar de ser niño perdería la facultad de verlo y hablar con él. Como yo no tenía claro cuándo ni cómo se dejaba de ser niño, comencé a vivir con el recelo de que en cualquier momento dejaría de verlo. Y para siempre.
Cuando a los nueve años vestí por primera vez pantalones largos, pensé temeroso que tal vez eso me convertía en hombre, pero lo seguí viendo sin problemas. Después, al ganar mi primer sueldo como vendedor de periódicos en la calle —sintiendo el orgullo laboral de un hombre hecho y derecho—, me dije que ahora sí que sí, pero él siguió presente en mis noches de insomnio. Cuando perdí a mi madre (ella murió siendo una mujer joven y alentada) presentí que de ahí en adelante dejaba de ser niño definitivamente; sin embargo, para consuelo de mi gran pena de huérfano, mi duende continuó acompañándome.
Pero cuando más convencido estuve de que al fin habíame convertido en hombre, fue aquel domingo memorable en que le di mi primer beso de amor a la María Mariola, la niña que por ese tiempo más me gustaba (la Daisy solo había sido un fugaz espejismo de mi primera infancia). Sin embargo, después de aquel verdadero acto de arrojo, seguí viendo y conversando con mi duende.
Hasta que una magnética noche de luna llena —igual a la noche en que se me apareció por primera vez— sucedió lo inevitable. Una semana antes había cumplido mis doce años. Mi duende se me apareció para decirme que la hora había llegado, que esa era la última vez que nos veríamos; que acababa de convertirme en hombre.
Había ocurrido que, por la tarde, una de esas extrañas tardes nubladas de la pampa, sentado en la piedra empotrada a la puerta de mi casa, solo, contemplando la línea del horizonte, de improviso me dio por pensar en el universo, en Dios, en la vida; en quién era yo, en suma. Y una desolación infinita invadió mi espíritu. Sin apenas darme cuenta, las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.
Que ese era justo el momento, dijo mi duende, cuando un niño se ponía a llorar solo, arrinconado contra el mundo, sin saber la razón de su llanto, que pasaba a ser hombre de una vez y para siempre. «Él no sabe», dijo en tono arcano, «que su llanto es causa precisamente de esa niñez perdida, de la inocencia que se le va diluyendo en sus propias lágrimas».
Aquella noche, más grave y solemne que nunca, mi duende me regaló sus mejores exhortaciones. Que tratara siempre de saber hacia dónde iba, me dijo; que si tenía claro eso, la tierra y el mar, y hasta el mismo cielo, se abrirían para darme paso. Más que un consejero, él era una especie de «maestro de pensamiento», alguien que no ordenaba ni dirigía, sino que invitaba a la reflexión y al silencio.
Poco inclinado a las martingalas metafísicas, mi duende no razonaba jamás en abstracto, lo que hacía era despertarme el intelecto, convencerme, enseñarme una conducta de vida. Sus frases eran de una simpleza y una concisión admirables. Y sus imágenes, a veces pretendidamente ingenuas, nunca estaban desprovistas de humor o poesía (él siempre dijo que los mejores y más dulces tiempos de la poesía eran cuando no había necesidad de poetas). Tan simples sonaban a veces sus palabras, que me resultaba difícil distinguirlas de los proverbios o de los adagios populares. Proverbios y adagios que, por cierto, están inspirados en el pensamiento de los más grandes sabios de la Antigüedad.
Aureolada por un silencio cósmico, la noche invitaba más a escuchar que a intervenir. Sin embargo, no pude resistirme a hacerlo un par de veces. En un momento, a propósito de no sé qué pregunta mía, me contó la historia de un viejo rey que se pasaba las noches velando su corona, sin atreverse a dormir por miedo a soñar el terrible sueño de los monarcas, sueño en que, vestido con el traje a rombos y ensayando penosas morisquetas, se veía tratando de hacer reír a su propio y esperpéntico bufón.
Después, cuando a punto de llorar le pregunté qué iba a ser de mí sin su amistad, saltó sobre mi hombro como un monito de circo y me consoló de manera paternal. Me dijo que pese a que no lo vería físicamente, ni podríamos ya conversar cara a cara, su espíritu seguiría conmigo. Que aunque muy pronto los habitantes de Buenaventura tendríamos que marcharnos —la oficina pararía sus faenas, dijo—, yo debía saber que me hallara donde me hallara, de uno o de otro modo sentiría su presencia. Que él estaría conmigo en el último trazo de un dibujo difícil, en el postrer aliento de una carrera perdida, estaría siempre en mi última esperanza, alargándome la mano como desde el último coche de un tren esfumándose en la bruma de un sueño.
Después, dejando de lado lo solemne de la ocasión, me dijo que su nariz de «perilla de catre de bronce», como yo le dijera una vez, sería como mi estrella en la oscuridad.
En vano quise convencerlo de que se fuera con nosotros. Que si la oficina iba a apagar sus humos y la gente tendría que marcharse, él iba a quedar abandonado en medio del desierto. Me dijo que no estaría solo. Don Ursicinio se quedaría en la oficina contratado como vigilante.
En un arranque de duda imperdonable, le pregunté —y me arrepentí en el acto de hacerlo— que cómo podía estar enterado de todo eso. Él sonrió y me dijo que muy simple pues, niño, que lo de don Ursicinio se lo oyó decir a él mismo, y que lo otro no había necesidad de ser duende para saberlo, saltaba a la vista. Que le preguntara a los mineros más viejos, ellos sabían que una oficina estaba a punto de parar sus máquinas cuando pintaban el campamento a cuento de nada, sin ninguna fecha importante en el calendario. Y hacía pocos días habían terminado de blanquear a la cal todas las casas de Buenaventura.
Pasado el tiempo, en mis años de minero, pude constatar la veracidad de esos hechos. Y supe además la verdadera historia (que después conté en uno de mis libros) de por qué don Ursicinio pidió quedarse de cuidador en Buenaventura, y se quedó hasta el día de su muerte, treinta años después. No siempre el viejo había sido un hombre solo, alguna vez tuvo una mujer que se le fue con un minero más joven. Y como él nunca perdió la esperanza de que ella algún día volviera en el mismo tren en que se fue (por eso de niño lo veía siempre en la estación), se quedó esperándola toda la vida, espantosamente solo en ese pueblo abandonado.
Al final, para que alegrara mi cara de velorio, mi duende me dijo en tono misterioso que, pese a todo, esta no era la última vez que nos veríamos las caras. Que todavía me quedaba lo que se podría llamar la «aparición de gracia». O sea, yo lo podría invocar por una vez más en la vida, en el momento y lugar que estimara convenientes.



10

ESOS últimos días en la pampa anduve más pensativo que de costumbre. Y más huraño. No podía convencerme de que me iba, de que ya no vería más esos cielos incandescentes, esas llanuras temblorosas de espejismos, esos ásperos cerros pelados que ya eran como mis amigos. Pero, sobre todo, no podía quitarme de la cabeza la incertidumbre —pese a la sinceridad de sus palabras— de que, tal vez, al no verlo más, dejaría de contar con el favor de mi duende para siempre.
De modo que pasaba los días sentado en la puerta de mi casa, mirando hacia la pampa. En mi mente todavía resonaba nuestra última conversación. En particular recordaba lo que me había dicho al insinuarle yo que un pueblo abandonado no era un buen lugar para vivir.
«Ningún lugar es bueno o malo para vivir», me dijo; «los buenos lugares los hacen los buenos hombres».
Después insistió en que una de las razones de por qué se quedaba en esas soledades —además de haberse empampado como cualquiera de esos hombres llegados del sur del país— era porque el desierto constituía una gran lección de austeridad. Que si la gloria la daban los palacios y la fortuna los mercados, la virtud solo la entregaba el desierto. Que los seres humanos deberíamos saber que el desierto era el lugar por antonomasia para encontrarse, para aprender a convivir consigo mismo; capacidad que los hombres del mundo estábamos perdiendo de manera ineluctable. Hoy, yo creo que esa es una verdad grande como un cerro. Especialmente en los tiempos que corren.
El hombre actual rehúye la soledad como a un espejo deformado. Y si no vean qué hace la mayoría de la gente cuando llega a su casa y no encuentra a nadie en ella. Casi maquinalmente enciende el televisor, o el equipo musical, o el aparato de radio. O por último abre las ventanas para que entre el ruido y la algarabía de la calle. Cualquier cosa con tal de no enfrentarse a sí mismo.
Tiempo después, inspirado en esa última charla con mi duende, escribí un poema sobre el desierto y gané mi primer concurso literario. El poema lo hice en versos heptasílabos y rima asonante. Me demoré cuatro noches en escribirlo, cuatro noches que me pasé contando con los dedos las siete sílabas de cada verso (así y todo, más de uno me quedó cojo). Pero el día de entrega de los trabajos tuve que reescribirlo apuradamente «para el lado», al darme cuenta de que el concurso —organizado por una emisora local— era en prosa.
El texto aún lo conservo entre mis papeles. Está escrito en tres hojas de cuaderno cuadriculado. Y aunque hoy podría escribirlo «hacia abajo», midiendo perfectamente cada uno de sus versos, lo conservo tal cual lo presenté en la radio. Su título es Canción del desierto.

            Yo no canto al desierto dibujado en los mapas, coloreado en café y surcado de rayas, el que el dedo recorre sin bajar sus quebradas, sin oír sus silencios, sin otear sus distancias. Yo no canto al desierto dibujado en los mapas.

            El desierto al que canto es el desierto del alma, ese cartografiado en la piel de la cara, el que habita conmigo, el que tengo por casa —mi altar es una piedra y mi patio es la pampa—. El desierto al que canto es el desierto del alma.

            Yo no canto al desierto descubierto en postales, ese coleccionado en recuerdos de viajes, donde el sol es un globo y los cielos vitrales, y todo tiene un dejo de idílico paisaje. Yo no canto al desierto descubierto en postales.
El desierto al que canto es el desierto de sangre, el de gestas heroicas, el de atroces masacres, el de días ardientes, el de noches glaciales, el de vientos que hieren con esquirlas de sales. El desierto al que canto es el desierto de sangre.

            Yo no canto al desierto que cuentan los turistas —entrevisto de lejos y bajo una sombrilla—, el de piedras guardadas como cosas bonitas, el de cerros en poses para fotografías. Yo no canto al desierto que cuentan los turistas.

            El desierto al que canto es el de toda una vida en busca de una huella o una veta perdida, el de piedras que estallan en su sed infinita, el de espejismos azules y soledades sin orillas. El desierto al que canto es el de toda una vida.

            Yo no canto al desierto de los que un día se fueran sin sentir que morían —como irse de una fiesta—, y no dejaron nada, ni siquiera una huella; su paso fue una nube que ninguno recuerda. Yo no canto al desierto de los que un día se fueran.

            El desierto al que canto es el de los que se quedan. Y si un día se van, su recuerdo es estrella, pues al volver la cabeza su alma se les queda como un cráneo de vaca condecorando la arena. El desierto al que canto es el de los que se quedan.

            Yo no canto al desierto con la voz del poeta; cuando yo canto al desierto, las que cantan son las piedras.



11

POCO después, tal como lo había vaticinado mi duende, la oficina Buenaventura paralizó sus faenas. Apagó sus chimeneas, despidió a sus trabajadores, desmanteló su maquinaria y se convirtió en otro de los cientos de pueblos fantasmas que penan en la soledad del desierto.
Las mujeres, los niños y los hombres más viejos lloraban inconsolables mientras cargaban los camiones con sus pocos bártulos. Aunque ese era el desierto más triste del mundo, aunque ahí habían sido explotados sin misericordia, aunque el clima era verdaderamente de planeta deshabitado (a mediodía el sol achicharraba como el carajo y al amanecer había que partir el agua con un hacha), aunque nada allí les era propicio, ellos no querían irse. Y lloraban. Y yo lloraba con ellos.
Pero mi llanto no era tanto por la pampa como por mi duende. Interiormente rogaba que se me apareciera aunque fuera por un segundo, lo justo para invitarlo a irse con nosotros en el camión. Sin embargo, había ocurrido algo que de algún modo conformaba mi espíritu: mi tarro de bolitas había desaparecido, no lo pude hallar por ninguna parte y pensaba que él se lo había quedado. Y eso me alegraba en gran manera.
La mayoría de la gente se iba a la ciudad de Antofagasta. Mi familia también (allá viviríamos durante tres años antes de volver de nuevo a la pampa, a una de las tres o cuatro salitreras que aún seguían funcionando). Mi padre había arrendado un vehículo a medias con el padre de María Mariola, y eso me tenía encendida la imaginación.
Mi primer viaje lo iba a hacer junto a ella.
María Mariola era la única persona en el mundo a la que le había contado sobre mi duende. La única depositaria de mi secreto. Yo no sé si me creyó o no, pero tanto la intrigué con mi historia, que desde ese día la sentí mucho más apegada a mí. Yo había pasado a ser para ella un niño extraño, misterioso, dueño de un secreto excitante.
Recuerdo la primera vez que me acerqué a María Mariola: fue el día que los niños de Buenaventura nos mantuvimos despiertos hasta altas horas de la noche esperando ver pasar el satélite ruso. Ese punto luminoso que se movía entre las estrellas, en cuyo interior, decían los mayores, iba una perrita llamada Laika. Entonces no sabíamos —lo supimos solo cuarenta años después— que dentro del Sputnik II, orbitando triunfalmente la Tierra, iba solo el cadáver del pobre animalito, achicharrado en la primera vuelta.
Eso de que María Mariola, la niña más linda de la corrida, me prefiriese a mí sobre todos mis amigos, me hacía sentir una mezcla de extrañeza y feliz engreimiento. Yo siempre fui uno de los niños más desaliñados del campamento, un peneca que andaba todo el día a pata pelada —mis talones tenían tegumentos de perro—, que se peinaba solo los domingos y que, más encima, cargaba con el estrafalario apodo de Condorito.
Una vez se lo pregunté a mi duende. Le dije si él podía explicar el hecho, para mí inexplicable, de por qué María Mariola no escogía a otros niños que vestían mejor, que andaban con zapatos y llevaban el pelo peinadito al limón. Mi duende sonrió con malicia y dijo que entre las mujeres no todas eran una veleta al viento —¿resabio de misoginia duendística?—, que las había también muy sabias y prudentes, y que estas entendían perfectamente que, por lo general, los pájaros de más colores eran los que peor cantaban.
Yo quedé feliz con la respuesta.
Y es que yo amaba a María Mariola. Estaba enamorado hasta la médula. Sus ojos me tenían de tal manera prendado, su presencia le daba tal júbilo a mi alma de niño, que hasta me cambié el nombre por ella. Claro que solo ella y yo lo sabíamos. Nadie más. Tal como un día descubrí que puerto era el masculino de puerta, me puse eufórico cuando se me reveló que Mario era el masculino de María. Entonces no lo dudé un solo instante y me rebauticé como Mario. De esa manera sentía que estaba más en comunión con ella.
Y desde aquella vez, pese a todos los años transcurridos, y a que conocí y amé a otras mujeres en mi vida —y a que ahora soy un hombre plácidamente casado—, en homenaje a su recuerdo todavía me hago llamar Mario. Ahora en público, y abiertamente. Mario Madero. Y como tal firmo mis libros.
Y es que la evocación de María Mariola aún espejea en los arenales de mi infancia. Sus ojos aún hacen fama en mi memoria. Como dice un verso de Jorge Teillier, el poeta chileno más duendístico que he conocido: Sus ojos disparaban balas de amor calibre 44.
Recuerdo que la última noche en Buenaventura —ya sin luz eléctrica ni agua potable—, los sentimientos hacían crujir mi cabeza de niño, como crujían los muebles en la oscuridad. Aunque ya resignado a no despedirme de mi duende, el hecho de que iba a contemplar la mar por primera vez en mi vida, y junto a María Mariola, me hizo desvariar toda la noche.



12

ERA la pampa, el salitre, la sequedad, el desierto de Atacama. Yo tenía doce años y nunca había visto la mar. Dos días llevaban mis hermanas mayores en el puerto buscando casa. Suerte la suya. Mi padre, mi hermano menor y yo nos habíamos quedado embalando los bártulos. De modo que aquella tarde, apenas mi hermana Edith saltó de la pisadera de la góndola, me abalancé encima suyo para que me contara la mar. El mar, me corrigió ella en tono didáctico. Yo no le dije nada. A mí me gustaba más la mar.
El campamento minero paralizaba sus faenas y teníamos que emigrar de nuevo —el éxodo constante de los pampinos—. Algunos se iban a trabajar a otras salitreras; otros volvían al sur, a su tierra natal, allá en los campos de la patria. Nosotros, como muchas otras familias (incluida la de María), nos íbamos a Antofagasta, el puerto más cercano. Partíamos temprano al día siguiente, así que yo me fui a acostar de los primeros (estaba todo embalado, menos los colchones). Pero no fue a dormir que me recogí esa noche, sino a pensar, a imaginar, a soñar la mar. No el mar, sino la mar. La mar como la María; como la María que tenía ojos del color del mar. Que era azul, pero más que azul, había dicho mi hermana; que era verde, pero más que verde; que era como verde y azul revueltos. ¡Verdeazul como los ojos de la María!, dije yo casi gritando. Mi hermana sonrió. Ella siempre había sospechado que a mí me gustaba la María. Y cómo me gustaba. Antes solo había tenido el cielo para comparar el color de sus ojos alacranados. Y un día se lo dije: «Tus ojos son puro cielo, María». Ella, que era de la misma edad de mi hermana Edith —un año mayor que yo—, me dijo que los míos eran del color de los cerros. Ella tampoco conocía la mar, solo la había visto en películas. Ella iba al biógrafo. Yo no. Mis padres eran evangélicos. De modo que yo ni en películas ni en fotos ni en sueños conocía la mar. Simplemente no me la imaginaba. Y mi hermana llegó esa tarde del puerto mostrando un tesoro de cosas nunca antes vistas por mis ojos, cosas del mar. Traía caracolas, traía conchas, traía huiros, traía estrellas de mar. Huele, me decía, es el olor del mar. Y mis sentidos se llenaban de sensaciones extrañas y peregrinas. Llegó hablando palabras nuevas mi hermana aquella tarde; palabras bellas, fulgentes, asombrosas. Gaviotas llegó diciendo, garumas, pelícanos, olas más altas que la casa. Las gaviotas, las garumas y los pelícanos me los podía imaginar, eran pájaros, volaban (como las golondrinas y los gorriones, únicos pájaros que yo conocía hasta entonces). Pero las olas, qué eran las olas, qué cosa podía tener un nombre que se me deshacía en la lengua. La pronunciaba y la palabra se me volvía agua en el paladar. Son tumbos, dijo mi hermana. Y quedé aún más perplejo. Son montones de agua que llegan a la arena rugiendo, dándose vueltas de carnero y haciéndose espuma blanca, trató de explicar mi pobre hermana. Y las palabras le llegaban como olas a la boca y se le hacían espumilla en la comisura de los labios. Verdeazul, olas, tumbos, agua salada, gaviotas rayando el cielo y pelícanos con un pico como bolsa de comprar pan. Cómo será, pensaba yo. Agua azul, agua verde, agua verdeazul, agua y más agua; y más allá de donde llegaba la vista, más agua todavía. Y al atardecer el sol hundiéndose en el agua, redondo como una naranja, en serio que sí, hermanito, te lo juro ¿La mar apagando el sol, o el sol hirviendo la mar? Ya me estaba afiebrando. Yo solo había visto el sol escondiéndose detrás de los cerros. También había dicho arena y rocas, mi hermana. Bueno, la arena la conocía, el desierto estaba lleno de arena y de piedras. Claro, las piedras eran las rocas. Y el salitre podía ser la espuma. Solo faltaba el agua para convertir la pampa en mar. Mi padre una vez me dijo que toda la extensión de la pampa salitrera antes había sido mar. Y una tarde, para demostrármelo, cuando llegué a la calichera a pie descalzo llevándole su pan con mortadela y su tecito preparado en botella de Bilz, mi viejo me mostró un bolón de caliche partido en dos (una roca de caliche) en cuyo interior se veía el dibujo de un pez petrificado. Fue la primera vez que oía decir pez; hasta ese momento solo conocía la palabra pescado. Ese era un pez, pero de piedra. Y mi pobre padre tenía que partir esas piedras de caliche con su macho de 25 libras, triturarlas a puro ñeque mientras mojaba su cotona con el agua que le chorreaba de la cara, del torso, de su cuerpo aperreado. El sudor era agua salada. Igual que el agua del mar. Y el mar era más grande que la pampa, había dicho mi hermana. Cómo sería ver tanta agua junta, Diosito santo. En la casa ni siquiera había agua potable. El agua para tomar la acarreábamos en baldes desde el caño de la esquina (antes era peor, contaba a veces mi padre; antes nos repartían una ficha que decía vale por un hectolitro de agua, y con ese poquito la vieja tenía que cocinar y dejar para lavarnos la cara). A mí me gustaba ir a buscar el agua al caño de la esquina en mis dos baldes de lata galvanizada y mi gancho a la espalda. Mientras se llenaban los baldes, yo contemplaba las burbujas de agua con la misma fascinación con que se contempla el flamear de una fogata. Y el agua acumulada en el barril dispuesto en la cocina —donde se criaban pirigüines— era la cantidad más grande de agua junta que yo había visto en mi vida. Siempre me habían hablado de la piscina de la casa del administrador, pero nunca la había visto. Una vez fuimos a mirarla con la María. Eludimos a los guardias que, a caballo y con huasca, correteaban a los niños que invadían el sector de los gringos, y llegamos por la parte de atrás. Pero la piscina estaba sin agua. La están limpiando, dijo la María, decepcionada. ¿Y si al llegar a Antofagasta la mar estuviera vacía? ¿Limpiarían también la mar? Estaba delirando. La María se reiría como loca si me oyera decir eso. Mar, María. Mar, Mario. El-mar-la-mar-el-Mario-la-María. Sonaba bonito decirlo rápido. Las palabras parecían encresparse, moverse, mecerse, como había dicho mi hermana que se mecía la mar. Parece una cuna, dijo. El-mar-la-mar-el-Mario-la-María. Hasta daban ganas de dormirse acunado en su compás. Mañana, antes de irme, lo iba a escribir en las calaminas pintadas a la cal del callejón donde una tarde había besado a la María Mariola (mi hermana no tenía idea). Lo dejaría escrito como recuerdo: El-mar-la-mar-el-Mario-la-María. Aunque duraría poco tiempo escrito, pues el sol del desierto resecaba la cal de las calaminas en un tris, y las descascaraba. Yo había oído el crepitar de las calaminas ardientes bajo el sol de mediodía, y ese crepitar era como el burbujeo del agua cayendo a los baldes galvanizados. Así debía sonar también la mar, las olas, los tumbos de agua dándose volteretas en la arena. Si hasta me parecía oír el agua debajo de las frazadas, hasta sentía la sensación de humedad, de estar bañándome a la orilla de la mar, mojándome de la cintura para abajo, de la cintura para abajo nomás, porque no había que meterse muy adentro. «Hay corrientes», había dicho mi hermana. Y de nuevo me había quedado con la boca abierta, como un babieca. ¡Ah, la mar! Si solo fuera la mitad de hermosa como la soñaba. Si hasta me sumía en un estado de gracia imaginármela. Entre sueños, la sentía correr mansita por entre las piernas, mojarme las rodillas, mojármelas... ¡Diantre!, si parecía que me estaba mojando de verdad. Pero, claro, me estaba orinando en el colchón. Iba a hacer más de seis años que no me hacía pichí en la cama. Pero, bueno, qué se le iba a hacer, ya no podía cerrar la llave. Mañana me levantaría temprano y retobaría yo mismo la cama. Nadie debía notarlo. Nadie tenía que ver la mancha, la huella de la ola que me seguía mojando rico de la cintura para abajo. Mañana me levantaría temprano, enrollaría mi colchón y listo. Mañana, sí, mañana. Que no se fuera a enterar mi hermana, porque de seguro se lo contaba a la María. Se lo contaba en el camión, porque ella se iba en el mismo camión, el camión fletado por las dos familias. Mi hermano amaneció mojado, María. María, mi hermano dice que le gustas; que te va a llevar al mar. Ah, qué tibiecita la mar corriendo por la entrepierna. Qué rico el-mar-la-mar-el-Mario-la-María. Mañana lo iba a escribir en la cal de las calaminas. Mañana. Mañana la mar, María. Mañana el-mar-la-mar-el-Mario-la-María...




13

LOS primeros días lejos del desierto fueron difíciles. No me acostumbraba al ruido y al tráfago de la gran urbe. Era un niño que necesitaba la soledad de los cerros, su silencio casi líquido. No podía conformarme.
Junto con sentir la vida como un burbujeo helado en el estómago, mi alma se me anostalgiaba. Se me volvía un nudo en la garganta. Lloraba en silencio. Un sentimiento persistía sobre todos: el de haber perdido para siempre a mi duende. Ese sentimiento era en mi espíritu como un verduguillo en el zapato.
Todo eso, sin embargo, se esfumó como por encanto una noche de himnos y de ángeles. Una noche en que, solo en casa, comencé a sentir de pronto, sobre mi pecho de niño huérfano, todo el inmenso peso de la soledad infantil.
Por entonces vivía en Antofagasta, en el patio de una iglesia evangélica. Allí, con el beneplácito del pastor, mi padre había levantado una pequeña casa arrimada al muro posterior del templo. Era una ruca de tablas, con techo de calaminas y piso de tierra, y empapelada completamente con hojas del diario local (eso sí, solo páginas escogidas: nada más que las que llevaban caricaturas). Y alumbrada con luz de vela.
Una casa ideal para albergar a un duende.
Y es que la invención de la luz eléctrica —me lo había dicho mi propio duende allá en la pampa— fue nefasta para ellos. Todavía los ponía de mal genio. Pues les ahuyentó las sombras protectoras de los rincones y borró de una plumada ese aire misterioso de las casonas antiguas. Debido a este invento, muchos duendes abandonaron los hogares de los humanos para siempre.
Aquella noche, para espantar mi soledad, me puse a entonar himnos evangélicos. Estos himnos siempre me habían fascinado, pero me gustaron todavía más cuando mi duende me contó una vez que, en verdad, la música de varios de ellos pertenecía a viejas canciones del folclor irlandés. Y que estas bellas composiciones populares irlandesas eran, en su mayoría, de creación duendística.
Y eso debe ser absolutamente cierto. Pues, para los que no lo saben, casi todos los duendes son unos músicos maravillosos, capaces de tocar los más diversos instrumentos musicales. Su música posee una cualidad única y sorprendente, una cualidad que la hace parecer familiar y extraña al mismo tiempo, feliz y triste a la vez. Y muchos podemos dar testimonio de que si un duende nos quiere hacer bailar, será imposible resistirse al embrujo de su música.
De modo que esa noche, para espantar el miedo, me puse a cantar. A cantar solo en la casa. Y de pronto, en mitad del canto, sentí su presencia. Fue como si mi alma soltara amarras, como si la vida se me hiciera un dulzor en el estómago. Entonces comencé a cantar más alto, a pleno pulmón, a grito pelado; comencé a cantar como nunca antes en la vida había cantado.
Al principio pensé que se trataba de la presencia de un ángel. Y es que el himno que entonaba en esos instantes hablaba justamente de ángeles y querubines adorando a Dios en su trono celestial. Pero sentí su olor. El olor de mi duende. No había dudas. Una ráfaga de felicidad inundó la pieza. Sentí que él seguía conmigo. Que yo seguía teniendo duende. Porque, sin duda, lo que percibía en el ambiente era el olor de mi duende. No podía ser un ángel. Los ángeles no huelen. Un ángel pertenece al cielo, y además de etéreos son inodoros. En cambio, los duendes pertenecen a la tierra, por lo mismo son más humanos. Ellos huelen.
¡Y por Dios santo, cómo huelen!
El olor de mi duende siempre me había intrigado. A lo que más se asemejaba era a la catinga de mi padre cuando llegaba de la pampa sudado como bestia, luego de haber trabajado de sol a sol triturando piedras de caliche grandes como catedrales. Pero el olor de mi duende era mucho más intenso, más animal que humano.
¿O acaso más divino que humano?
(Yo siempre sentí que mi duende, de pertenecer al orden divino, no sería ni un serafín, ni un querubín, ni un trono, apenas un transpirado ángel recadero, el último en la escala de la jerarquía celestial. Entre los humanos, doy por descontado que no sería ni banquero, ni académico, ni político, sino algo así como un desastrado poeta o filósofo rigurosamente inédito. Y entre la especie animal, ni un pura sangre, ni un oso panda, ni un flamenco rosado, solo un perro. Ni dálmata ni afgano. Uno de esos viejos perros callejeros que, aunque vuelven la cabeza a cualquier silbido, chasquido de dedos o palmada en el lomo, no a todos menean la cola).
La verdad es que nunca supe con exactitud a qué olía mi duende sino hasta varios años después, cuando a mi casa llegó un vagabundo a pedir comida. Fue en la oficina Pedro de Valdivia, un incandescente día de verano.
Recuerdo que al acudir al llamado de la puerta, la figura que apareció enmarcada contra la luz del mediodía logró sorprenderme por unos segundos. Pero me rehíce enseguida. Casi divertido, aunque no había necesidad de preguntar, pregunté con un monosílabo:
«¿Sí?».
Era un viejo vagabundo estrafalario, uno de esos mendigos andantes. Llevaba un saco al hombro y en la cabeza una pringosa gorra de marino. Su barba desgreñada le llegaba al pecho y las hilachas de sus harapos, con todos los colores del mundo, le colgaban por doquier.
«¿Tendría algo de comer, hermano?», le oí decir en un limpio tono de barítono, al tiempo que me alargaba un tarro vacío.
No supe si fue el timbre de su voz, o el azul cobalto de sus ojos brillando entre los pliegues de su cara, lo que me indujo a hacer lo que hice. Era la hora del almuerzo, y un aroma a cazuela de vacuno —la especialidad de mi mujer— colmaba el ámbito de la casa.
«Lo invito a almorzar», le dije.
Ya instalados en la mesa, con toda la familia, lo primero que me hizo pensar que tal vez no había sido muy buena idea, fue su fuerte olor corporal. Buscando salvar la situación de algún modo, pensando que un ser trashumante debía de tener historias increíbles para contar —tal vez ese había sido mi motivo inconsciente para invitarlo—, traté de entablarle conversación. Pero él, con la cabeza metida en el plato, parecía no oírme.
Si por un instante había pasado por mi mente la lírica idea de que pudiera ser un ángel —un ángel vestido de caminante—, el verlo ahí, de cerca, sentado frente a mí, terminó con mi arrebato poético. El vagabundo era de una indigencia ecuménica. El barro en los pliegues de su piel y bajo sus uñas remontadas me hizo pensar en el barro original. Solo el azul de sus ojos podía llevar a pensar en algo angélico. Pero ni siquiera eso, porque en su mirada asomaba de pronto un brillito demasiado terrenal, sobre todo cuando, de soslayo, miraba el escote de mi mujer.
Cuando el autobús escolar pasó a buscar a mis hijos, el viejo terminaba de rebañar el tercer plato de cazuela, y comenzaba a dar cuenta de una manzana a grandes tarascadas y sin pelarla. Y todo eso en el más riguroso mutismo. Al quedar solos —él, mi mujer y yo—, esperanzado aún en oír de su boca algo interesante, le ofrecí café. Aceptó con un aristocrático movimiento de cabeza.
Al terminar de beberlo —siempre en silencio— sacó de su oreja un arrugado cigarrillo y, sin pedir permiso ni nada, se cruzó de piernas y se largó a fumar. Yo me acomodé en mi silla pensando, entusiasmado, que ahora sí, calmada ya su hambre milenaria, venía la conversación. Pero él pareció sumirse profundamente en las volutas de humo de su cigarrillo matazancudos. En verdad, el hombrecito se comportaba como si estuviera solo en el mundo.
Al dar la última pitada aplastó el pucho en el piso, se incorporó parsimoniosamente, cargó su saco y se dirigió a la salida. Yo lo acompañé hasta la puerta con la esperanza última de oírle, en su frase o palabra de despedida, alguna especie de epifanía, de revelación divina. No por nada el tipo poseía una poderosa voz de ángel de ópera.
Pero el menesteroso se fue sin decir nada.
Me quedé un rato parado en la puerta. Estaba decepcionado. Al entrar percibí su olor impregnado en todo el aire de la casa. Y fue ahí, en ese instante —mientras mi mujer, siempre más práctica, aparecía con el desodorante ambiental en la mano—, que se me reveló a qué olía en verdad el duende de mi infancia: olía a humanidad pura.



14

DURANTE el tiempo que viví en la oficina Pedro de Valdivia, aprovechando que no quedaba muy distante, visité varias veces las ruinas de Buenaventura. Esto fue antes de invocar a mi duende en su aparición de gracia.
Estas expediciones las hacía junto a una partida de viejos pampinos —hombres amantes de su tierra y de su historia—, agrupados en una especie de logia bautizada como Hermandad de la Pampa.
Estos hombres, que llevaban toda una vida en las salitreras, recorrían el desierto adornando con flores de papel las tumbas más desoladas de los cementerios abandonados y recuperando testimonios de un pasado que en verdad les pertenecía por derecho propio. En una particular cruzada de amor por «su» pampa, rescataban antiguas herramientas oxidadas (de antiguos oficios ya olvidados), ruedas de carreta, fichas de pago, libros de novedades, fotografías en sepia. Cualquier cosa que testimoniara los tiempos de gloria de las salitreras. Su último rescate había sido el de una desvencijada carroza fúnebre.
En una excursión en que yo no pude ser de la partida —por ese tiempo me hallaba escribiendo mi primer libro—, le encargué a don Benjamín Emparan, uno de los fundadores de la hermandad, cualquier hallazgo que le pudiera servir a mi obra en preparación (mi novela trataba sobre las legendarias meretrices de la pampa). Don Benjamín llegó nada menos que con un viejo carné de prostituta, expedido en el pueblo de Alto del Carmen el año de 1926.
Con sus ojos aún atónitos me refirió que a la primera ensartada de su tridente —utensilio que se fabricaban ellos mismos para escarbar la tierra— en el primer basural que encontraron, el inverosímil documento salió enganchado íntegro, incólume, entre otros tantos papeles requemados.
Cada cierto tiempo, junto a los integrantes de la hermandad, iba a Buenaventura a ver a don Ursicinio. El hombre llevaba una porrada de años viviendo solo en los escombros de la oficina. Y aunque el tren ya no existía, y se habían levantado incluso los rieles, él no dejaba de asistir a la estación, cada mañana, religiosamente, a esperar el regreso de su mujer.
Entre las vituallas que le llevábamos —además de revistas y libros viejos—, nunca faltaban los botellones de vino rojo. Y para extrañeza de mis amigos y del cuidador mismo, yo jamás dejaba de llevarle unos frasquitos de jarabe para la tos.
«Uno nunca sabe, don Ursicinio», le decía yo sonriendo.
Después, mientras los otros charlaban con el anciano, yo me iba a recorrer los vestigios de la casa de mi infancia. Allí, con el corazón martillándome en el pecho, me ponía a escarbar el suelo como un quiltro hambriento de añoranzas.
Siempre tenía la suerte de encontrar algo.
Y cualquier hallazgo, por más simple que fuera, me llenaba de alegría: una cucharilla de té, una botella azul, un zapato de guagua, una etiqueta, o alguna de esas listas de compras de la pulpería, en donde aún se podían leer nombres de artículos como jabón Flores de Pravia, velas luminosas, platos Banda Azul, botellas de agua Panimávida, fósforos Volcán, almidón de trigo, arroz Siam, o mortadela Margozzini.
La mayoría de estos desentierros se los donaba a don Ursicinio. Él los ordenaba en una especie de museo doméstico que había montado en el porche ruinoso de su casa (que no era otra que la antigua mansión del administrador). Allí, el anciano exhibía orgulloso los más peregrinos objetos que hallaba en sus rondas por el campamento.
Además, como todo vigilante que se precie, don Ursicinio mantenía un Libro de Novedades. Allí registraba, con meticulosidad de botánico, todo lo que ocurría y no ocurría en sus largas jornadas solitarias. El libro hacía las delicias de los pocos visitantes que tenían acceso a él —solo los integrantes de la Hermandad de la Pampa y uno que otro afortunado—. En sus páginas se podían leer las más insólitas anotaciones: visitas de ladrones de pino Oregón, tempestades de arena que oscurecían completamente el mediodía, esferas anaranjadas que bajaban y subían en las noches desde el sector del cementerio. «Esos son fuegos fatuos», decían en tono de letrados mis amigos.
Pero entre todas las observaciones había una de la que solo yo sabía su significado: Debo volver a dejar constancia de que las botellas de vino y los frascos de jarabe para la tos que me traen los visitantes, se siguen vaciando misteriosamente por las noches.
Una vez, en una de estas excursiones, sucedió que nos extraviamos. Atravesando la pampa rasa sufrimos un desperfecto en la camioneta. Pero, seguros de que ya estábamos cerca de Buenaventura, nos echamos a caminar confiadamente. Y nos perdimos. Desorientados en medio de la nada, yo sentí por primera vez el vértigo de ir viajando por el sistema solar a bordo de un mundo deshabitado. La sensación era de absoluto abandono. No oíamos nada, no olíamos nada. Y es que en esta parte del desierto, la tierra pertenece por completo al reino de los minerales. No existe flora ni fauna. Por lo tanto, aquí la soledad es absoluta, y el silencio, universal. Y nada huele a nada. O más bien todo huele a una sola cosa: a planeta. En estos territorios calcinados se siente el olor original del planeta.
Ya casi al anochecer, cuando el frío comenzaba a calar los huesos y nos estábamos dando por vencidos —pasar la noche a la intemperie podía resultar fatal—, junto al milagro del lucero de la tarde, a alguien le pareció ver que algo se movía por el lado del poniente.
«Me pareció un niño pequeño», dijo don Eduardo Riquelme con su voz de locutor de actos patrióticos en la plaza de la oficina.
«Tiene que ser un zorro», dijo el profesor Mauricio Camus, que junto a Lucho Green, dueño de tienda, no habían parado de contar historias de mineros perdidos en la pampa.
Yo respiré aliviado. Sentí, o quise sentir, que era mi duende.
Nos dirigimos esperanzados hacia el lugar de la visión. Ahí encontramos un hito de piedras como recién hecho, de esos que hace la gente para dejar constancia de su paso y decir: «Aquí estuve yo». La piedra de arriba del «monito» tenía forma de flecha, y apuntaba hacia el noreste. Seguimos en esa dirección casi al trote y antes de diez minutos avistamos la oficina.
Mi duende nos había salvado la vida. De eso yo estaba tan seguro como que la piedra con forma de flecha, la más pequeña de todas, tenía un agujero natural en el centro.



15

POCO tiempo después, la oficina Pedro de Valdivia —lo mismo que Buenaventura— se convirtió en otro pueblo fantasma. Solo iba quedando una salitrera con vida en todo el desierto. Antes de emigrar otra vez, sentí que era la hora de ocupar mi última oportunidad de ver al duende. Hacía poco había publicado mi primer libro.
La mayoría de los que han tenido duende invocan su aparición de gracia al borde de exhalar su último suspiro. ¿Será porque quieren saber algo del otro mundo? Yo no. Yo ocupé la mía, como ya lo saben, solo para preguntarle si era o no conveniente contar su historia. Pues quería hacerlo en mi segundo libro.
Tras oír su respuesta («quien no ha aprendido a sonreír, no está listo para abrir una tienda») tuve la tentación, al notarlo tan desmejorado —sus pupilas se veían apagadas como bolitas de barro—, de preguntarle si en verdad después de muerto su espíritu seguiría conmigo (así me lo había asegurado en nuestra última charla, siendo yo un niño). Pero no tuve el ánimo. Temí que mi poca fe en su palabra pudiera hacerlo sentir mal.
Poco después de partir de Pedro de Valdivia, cuando ya llevaba un tiempo viviendo en la ciudad de Antofagasta, tuve noticias del deceso de don Ursicinio. El hombre había pasado treinta y tres años, enteros, solo en el desierto. Además de acongojarme la muerte del anciano, me preocupó sobremanera el destino de mi duende. Él no podía vivir sin un ser humano cerca suyo.
De modo que dejé de lado algunos compromisos, modifiqué mi agenda y organicé un viaje a la pampa. Al llegar a Buenaventura la impresión fue mayúscula. La habían desmantelado por completo. El cuadro era dolorosísimo. No habían dejado piedra sobre piedra. Apesadumbrado, después de recorrer sus escombros como de pueblo bombardeado, me senté en el centro del sitio en donde alguna vez había estado la casa de mi infancia. Me senté a recordar mi niñez perdida.
Luego, me puse a buscar huellas de mi duende, algún indicio que me hiciera sentir su presencia, algo que me dijera que aún vivía. Pero no hallé nada. Ninguna señal. Recordé entonces lo consumido que lo vi la última vez y, sentado en una piedra, de cara al crepúsculo, lloré. Lloré como no lloraba desde niño.
Al caer la noche me fui de las ruinas de Buenaventura amasando un presagio: que él había muerto junto a don Ursicinio, y que yo me quedaba solo en el mundo. Sin duende. Aunque, en el fondo, mi corazón se negaba a asumirlo.
Desde aquella vez, quizás para mitigar su ausencia, renació en mí el afán infantil de buscar personas parecidas a los duendes. No necesariamente en lo físico, sino más bien de espíritu duendístico.
Estas personas, además de ir por la vida con sus luces encendidas y el velamen de su ánimo a todo viento, poseen un rasgo característico: lucen como niños asombrados. Viven en perpetuo asombro. Y al morir —ellos no lo saben— se reencarnan en duendes. Y para regocijo y satisfacción de mi propio espíritu, debo decir que he tenido la suerte de encontrarlas a menudo en mi camino, en diferentes partes del mundo.
Hombres y mujeres. Duendes y duendas.
Entre ellos no puedo dejar de mencionar a Nabor Robledo, que además del nombre tiene el gesto y la afabilidad de los duendes patriarcales; el carpintero Gabriel, más conocido como Gabriel el carpintero, lector duende que aparece y desaparece a su gusto; en Uruguay, Mario Delgado Aparaín, que conversa y baila como los duendes más alegres (lo vi bailar en Gijón, y lo hace tan estrafalariamente como lo hacía mi duende en sus noches de buen humor); Luis Sepúlveda, con la generosidad y la munificencia que solo poseen los mejores duendes; Jorge Montealegre, poeta duende o duende poeta; Huberto Plaza (Huberto sin m), duende de la amistad; Daniel Mordzinski, en París, duende colorado y ronco, fotógrafo de escritores duendes.
Entre las duendas menciono en primerísimo orden a Malala, que, con sus bellas medias de colores y sus rotundos zapatos de duenda, ameniza a diario el duro tráfago santiaguino; Paloma Valdivia, duenda ilustradora de mundos tan bellos como bella y mágica es ella misma; Minia Rey Román, de Santiago de Compostela, duenda por donde se la mire y se la trate (díganme si su nombre no es bellamente duendístico); Pauly Ellen Batte, misteriosa duenda hallada y perdida en Lisboa; Margarita Solaguren, en Ciudad de México, tierna y amable como las duendas mejores (tocada de su aura duendística, campeó en el mercado de Tepito buscándome botas vaqueras); Amélie Fourcade, duenda francesa, bella como las nubes de París; en París también, duenda delicadamente aristocrática, Anne-Marie Métailié, editora de libros; Luisa Herrero y Pilar Rodríguez, duendas madrileñas, una rubia y la otra morena, y ambas de una radiante alegría duendística; Andrea Avaria, duenda trasplantada con flores, cintillos y collares (y esa rara mezcla de ingenuidad e idealismo) de la prodigiosa década de los sesenta; Soledad Santos, duenda notaria, alada y campante como su firma; Ximena Bruna, que anda por el mundo restaurando obras de arte con manos y sonrisa de duenda; Araucaria, duenda adolescente, de cuyos ojos diáfanos, bellos como su nombre, vi asomar toda una pradera de tréboles y unicornios temblorosos.
16

EN la última parte de esta historia creo justo decir que siempre me he considerado un hombre privilegiado. Cualquier cristiano puede tener una musa inspiradora o un ángel de la guarda; no cualquiera puede tener un duende. La diferencia y la ganancia obvia es que el duende es menos caprichoso y más asequible que una musa. Y más divertido y menos irreal que un ángel.
Al duende se le puede percibir fácilmente el lado humano: basta con olerlo. O mirarlo a los ojos. Con respecto a esto último, leyendo al enano y jorobadísimo escritor alemán Georg Christoph Lichtenberg —un ser del siglo XVII, duendístico por excelencia—, he descubierto la descripción que calza exactamente con los extraños ojos amarillos de mi duende: «Sus ojos, aun cuando están quietos, revelan sagacidad e inteligencia, lo mismo que un galgo inmóvil revela habilidad para correr».
Y aunque los duendes tal vez no tengan la facultad de advertirnos o guardarnos de alguna catástrofe, como se supone hacen los ángeles custodios, pueden, en cambio, ayudarnos en otros menesteres más simples y cotidianos. Como darnos una mano en el ajedrez, por ejemplo. No en vano se dice que Capablanca tenía un duende que, sentado pierna arriba sobre su hombro, lo dirigía sigilosamente hasta la victoria final.
Sin embargo, ellos gustan de involucrarse sobre todo en ejercicios relativos al arte. Soy un convencido de que, en literatura, el famoso «elemento añadido», o «viento de la locura», o «soplo de vida», como se les llama a esos resplandores epifánicos que de pronto iluminan la escritura, no es responsabilidad ni de las musas inspiradoras ni de los ángeles regaladores, sino única y exclusivamente del duende benefactor de cada escriba. Por lo mismo, esos resplandores son tan raros como los arco iris lunares que, según la tradición popular, indican el lugar exacto en donde los duendes ocultan sus tesoros.
Y es que ellos, a más de músicos, siempre han sido eximios poetas. La mayoría de los versos medievales que en los libros aparecen como anónimos, y muchas de las fábulas, o bestiarios —o enxiemplos, como se les conocía en sus comienzos—, son creaciones duendísticas. Como asimismo gran cantidad de canciones infantiles y, en general, toda obra literaria cuya procedencia se pierde en los orígenes de la literatura (incluido un buen número de barcarolas, esas bellísimas composiciones amorosas que los gondoleros venecianos interpretan acompañándose del sonido melancólico de los remos en el agua).
De su interés por el arte, muchos artistas pueden dar fe. Pintores y escultores han confesado más de una vez que, alguna noche, mientras ellos dormían, su duende ha tenido la afabilidad de darle la pincelada exacta a un cuadro sin terminar, o la cincelada última a una escultura inconclusa. Y para qué hablar de los músicos, los más favorecidos por estos geniecillos inspiradores. Ellos suelen despertar por las mañanas con una bella melodía bailoteándoles en la mente, gracias a que su duende se pasó toda la noche silbándola en la habitación.
Aunque en esto hay que andarse con cuidado. Porque, también, burlones crónicos como son los duendes, muchas veces nos hacen víctimas de sus inspiradas bromas. Como cuando despiertan a un pobre poeta a medianoche y lo hacen encender la luz y buscar urgentemente papel y lápiz para apuntar un verso o un párrafo que en las brumas del entresueño le parece genial. Sin embargo, al día siguiente, al leer lo escrito, resulta que no vale ni los pocos minutos de electricidad que gastó al escribirlo.
O, más terrible aún, pueden ejecutar la broma al revés. Inspirar a alguien a escribir la obra maestra tempranamente, y que después el pobrecito privilegiado se pase el resto de la vida tratando de superarla. Dos ejemplos clásicos en Chile, para no ir más lejos, son los exquisitos poetas Juan Guzmán Cruchaga, con su alado poema Canción. Y Max Jara, con su Ojitos de pena.
Claro que en estos casos el escritor mexicano Juan Rulfo es el paradigma. Escribió una sola novela en su vida y nunca la pudo superar. Entre sus muchas explicaciones de por qué no seguía escribiendo, en sus últimos años decía haber dejado de hacerlo porque su tío Celerino, que era el que le contaba las historias, había muerto. ¿No les parece a ustedes que Celerino es un nombre sospechosamente duendístico?
En lo personal, debo decir que no les falta razón a los que dicen que yo no escribo mis libros. Y es que las páginas más felices, los párrafos mejor logrados, aquellas frases tocadas fugazmente por el resplandor de la epifanía, me los escribe mi duende. O me los corrige.
Aprovecho aquí de hacer un auto de fe y declarar que mi duende es barroco, lírico, sentimental, cursi, histriónico y funámbulo. Y estraperlista, más encima.
Aunque esto de revelar que uno no es quien escribe no es nada nuevo. La mayoría de los artistas —los verdaderos—, alguna vez ha confesado humildemente lo mismo. Todos ellos consideran que en lo mejor de sus obras hay algo que no es de ellos mismos. Al terminar el proceso de creación —cuando el cuadro, o la sinfonía, o el poema, o la novela, o lo que fuere, ha sido acabado—, y se vuelve la vista atrás, no puede uno dejar de maravillarse de cómo ha podido, con sus fuerzas terrenas, llegar a hacerlo. Y es que, desde luego, no se ha hecho con las fuerzas terrenas.
Federico García Lorca decía que la musa dicta y a veces sopla, que el ángel guía y regala y derrama su gracia sobre el artista y este realiza su obra sin ningún esfuerzo. Pero que la verdadera lucha es con el duende. Y que para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota y que rechaza toda la dulce geometría aprendida. Que rompe los estilos.
Y es cierto. Porque el duende, tras una feroz lucha cuerpo a cuerpo, se instala como un demonio en la escritura, y uno se siente poseedor de algo que no siempre puede dominar, algo que dispone y actúa extrañamente por sí mismo. Entonces se descarrían todas las intenciones iniciales, los personajes comienzan a actuar por su cuenta y riesgo bajo nuestra atónita mirada, y, al final, tal como le ocurrió a Colón, en vez de llegar a las consabidas Indias, se termina descubriendo un mundo nuevo, extraño, maravilloso.
En esos instantes de claridades extraterrenas, yo debo decir —pese a los incrédulos que afirman que estos geniecillos ya no existen— que he llegado a sentir tan verídicamente la sensación de que mi duende está sentado en mi hombro, que hasta vuelvo la cabeza para sonreírle y darle un amistoso chirlito en su nariz de perilla de bronce.
Finalmente, déjenme decirles algo que mi duende repetía siempre: los dioses no son los que han dejado de hablar; somos los humanos los que hemos dejado de escucharlos. Esto mismo se podría aplicar a ellos, al misterio de su existencia. No es que los duendes hayan dejado de existir; son los hombres los que han dejado de percibirlos.
Eso es todo.
Mi corazón ya está en paz.
Solo permítanme agregar —parafraseando a Georg Christoph Lichtenberg— que, como el simple escritor que soy, solo he cumplido con la básica tarea de dar cuerpo a esta historia. Es cuanto puedo hacer.
Ahora son ustedes, los lectores, los que le pondrán o no el alma.



Epílogo

CON esa bella cita del escritor alemán pensaba yo poner fin a esta historia. Sin embargo, unos días antes de enviársela a mi agente, con motivo de un reportaje sobre mi obra, tuve que viajar a Chacabuco, una de las pocas salitreras abandonadas que se conservan en pie. No sabía yo lo que allá me esperaba.
La sorpresa era grande como el cielo.
Mientras la camioneta se internaba en los territorios más áridos de la pampa, mirando a través de la ventanilla, recordé cuando Su Santidad Juan Pablo II barrió olímpicamente con el Purgatorio al anunciar urbi et orbi que este no existía. Para mí, desde niño había existido concreta y geográficamente: el Purgatorio era el desierto de Atacama.
Imagínense el cuadro: nada en el cielo —ni una nubecita expósita— y nada en la tierra —ni una brizna de mala hierba—; dividan estas dos nadas con una línea temblorosa —e imaginaria— llamada horizonte; añádanle un calor de caldera durante el día y un frío glacial por las noches. ¿No les parece el sitio absoluto para el ejercicio de purgar los pecados?
Así es el desierto de Atacama. Un calcinatorio. Visto desde un avión, su panorama resulta tan impresionante, su costurón de cerros tan pavorosamente árido, que da la impresión de una cicatriz de quemadura en la mejilla del globo terráqueo. Y todo ese desamparo, toda esa soledad planetaria, se hace más triste todavía por ese huesario de pueblos muertos que dejó la industria salitrera, diseminados a lo largo de sus mil kilómetros de extensión.
Y es allí, en medio de este sobrecogedor paisaje, donde se alza Chacabuco, la oficina que el general dictador, en una acción infame, no dudó en convertir en campo de concentración, dado justamente lo penitenciario del desierto que la rodea.
Ahí vive don Roberto Saldívar, un hombre al que debo agregar de todas maneras a mi lista duendística. Lo mismo que don Ursicinio, él también vive en completa soledad, es el único habitante de este pueblo fantasma. Con la diferencia de que él no es un salitrero que se quedó después de la paralización de las faenas. Lo suyo es más trágico, más siniestro, más amargo todavía: don Roberto fue uno de los presos políticos que sufrieron confinamiento en aquel lugar.
Su caso es único en la historia del mundo:
Un prisionero que, al recobrar su libertad, se queda a cuidar y a seguir viviendo en su propio campo de concentración. No por nada es entrevistado todo el tiempo por diarios, revistas y televisión de diversas partes del mundo.
Aquel mediodía, cuando llegamos a verlo, el calor era horroroso. No corría una brizna de viento y el sol parecía crepitar en las ardientes calaminas corroídas. Luego de abrir los candados del portón y levantar la barrera, don Roberto nos invitó a pasar un rato a su casa, la primera junto a la entrada del pueblo.
Mientras nos explicaba frente a un plano polvoriento las dos historias de la oficina, «la blanca y la negra» —la del salitre y la de la dictadura—, yo no quitaba la vista de un rincón de la pieza en donde un tarro fulguraba lleno de bolitas de vidrio. Me sentí embargado por mi infancia. Antes de internarnos en el campamento con los equipos de filmación, le pregunté a don Roberto si acaso tenía hijos. Me contestó que sí, que tenía hijos y nietos, y que a veces venían a visitarlo.
«Deben ser las bolitas de sus nietos», me dije entonces, tratando de calmar un desasosiego extraño que comenzaba a ganar mi corazón, y que al final me acompañó todo el tiempo que duró la entrevista. Y es que el tarro de las bolitas, aunque oxidado y carcomido, se notaba que era de cocoa Raff.
La jornada de grabación terminó al caer la tarde. Los últimos rayos de sol le daban un aspecto fantasmagórico al caserío. Parecía el espectro de un pueblo languideciendo en el espectro de un mundo deshabitado. Cuando, junto al camarógrafo y al periodista, nos despedíamos de don Roberto, se me ocurrió de pronto, así como al desgaire, pedirle que nos contara algún suceso que le hubiese ocurrido en la soledad de su pueblo-prisión. Algún episodio extraño.
«Más de alguna vez tienen que haberle penado las ánimas», le dije, tratando de picarle la guía, como decían los mineros de las calicheras.
Él, muy amablemente, nos invitó a sentarnos, descorchó una botella de vino y, con esa parsimoniosa gravedad que presta la soledad del desierto, se largó a contarnos algunos hechos insólitos, como si fueran las cosas más naturales del mundo. Nos contó, por ejemplo, que en las noches de sábado solía oír música de ópera proveniente del teatro; que a veces brillaban luces en las ventanas de las casas y se oían llantos de guaguas recién nacidas. Y que más de una vez, mientras caía la noche sobre el campamento, había visto siluetas de mujeres arrebozadas de negro cruzando presurosas frente al sector de la pulpería.
Yo lo oía sin respirar.
«Otra de las extrañezas que ocurren», dijo don Roberto, «es que aquí mismo, dentro de esta casa, de un tiempo a esta parte han comenzado a oírse pasos y ruidos raros por las noches. Aparte de que no puedo dejar por ahí ninguna botella de vino de las que me traen de regalo, pues siempre amanecen abiertas y a medio vaciar».
Me estremecí.
¿Sería acaso mi duende?
Al volver a la camioneta mi espíritu aleteaba como un pájaro asustado. Mientras me instalaba en el asiento de atrás, en el momento en que el chofer encendía el motor, vi rodar un leve destello por entre mis pies. Era una bolita de vidrio.
El corazón me dio un vuelco.
La cogí temblando. Era azul, un poco más grande que las normales y con dos plumillas adentro (como un huevo con dos yemas o un sistema solar con dos soles). Era mi bolita predilecta. Mi tincoyo de la infancia. Sonreí jubiloso. Como decía cuando niño: sentí un contentamiento por todo el cuerpo.
Supe que tenía duende para rato. Maravillado, enduendado, sintiéndome poco menos que inmortal, saqué mi cabeza por la ventanilla y, ante el desconcierto de mis acompañantes y del mismo don Roberto, que ya levantaba la barrera, le grité feliz de la vida, le grité fuerte, que resonara en todo el ámbito del pueblo vacío:
«¡Mañana le traigo jarabe para la tos!».