La fiesta de la insignificancia - Milan Kundera


Proyectar una luz sobre los problemas más serios y a la vez no pronunciar una sola frase seria, estar fascinado por la realidad del mundo contemporáneo y a la vez evitar todo realismo, así es La fiesta de la insignificancia. Quien conozca los libros anteriores de Kundera sabe que no son en absoluto inesperadas en él las ganas de incorporar en una novela algo «no serio». En La inmortalidad, Goethe y Hemingway pasean juntos durante muchos capítulos, charlan y se lo pasan bien. Y en La lentitud, Vera, la esposa del autor, dice a su marido: «Tú me has dicho muchas veces que un día escribirías una novela en la que no habría ninguna palabra seria… Te lo advierto: ve con cuidado: tus enemigos acechan». Pero, en lugar de ir con cuidado, Kundera realiza por fin plenamente en esta novela su viejo sueño estético, que así puede verse como un sorprendente resumen de toda su obra. Menudo resumen. Menudo epílogo. Menuda risa inspirada en nuestra época, que es cómica porque ha perdido todo su sentido del humor. ¿Qué puede aún decirse? Nada. ¡Lean!



Primera parte

 

 

Los protagonistas se presentan





Alain medita sobre el ombligo

Era el mes de junio, el sol asomaba entre las nubes y Alain pasaba lentamente por una calle de París. Observaba a las jovencitas que, todas ellas, enseñaban el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y la camiseta muy corta. Estaba arrobado; arrobado e incluso trastornado: como si el poder de seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas, ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad de su cuerpo.
Eso le incitó a reflexionar: si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los muslos, ¿cómo describir y definir la particularidad de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: la longitud de los muslos es la imagen metafórica del camino, largo y fascinante (por eso los muslos deben ser largos), que conduce hacia la consumación erótica; en efecto, se dijo Alain, incluso en pleno coito, la longitud de los muslos brinda a la mujer la magia romántica de lo inaccesible.
Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en las nalgas, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: brutalidad; gozo; el camino más corto hacia la meta; meta tanto más excitante por ser doble.
Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los pechos, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: santificación de la mujer; la Virgen María amamantando a Jesús; el sexo masculino arrodillado ante la noble misión del sexo femenino.
Pero ¿cómo definir el erotismo de un hombre (o de una época) que ve la seducción femenina concentrada en mitad del cuerpo, en el ombligo?
Ramón pasea

por el Jardin du Luxembourg

Más o menos mientras Alain reflexionaba acerca de las distintas fuentes de seducción femenina, Ramón se encontraba en las proximidades del museo situado cerca del Jardin du Luxembourg, donde, desde hacía ya un mes, se exponía la obra de Chagall. Él quería ir a verla, pero sabía de antemano que nunca se animaría a convertirse por las buenas en parte de esa interminable cola que se arrastraba lentamente hacia la caja; observó a la gente, sus rostros paralizados por el aburrimiento, imaginó las salas en las que sus cuerpos y su parloteo taparían los cuadros, y no tardó más de un minuto en dar media vuelta y encaminarse parque a través por una alameda.
Allí, la atmósfera era más agradable; el género humano parecía escasear y estar más a sus anchas: algunos corrían, no por ir deprisa, sino por gusto; otros paseaban tomando helados; otros aún, discípulos de una escuela asiática, hacían en el césped lentos y extraños movimientos; más allá, en un inmenso círculo, estaban las dos grandes estatuas blancas de las reinas de Francia y, aún más allá, en el césped entre los árboles, en todas las direcciones, esculturas de poetas, pintores, sabios; se detuvo delante de un adolescente bronceado que, seductor, desnudo debajo de su pantalón corto, le ofreció máscaras que reproducían las caras de Balzac, Berlioz, Hugo o Dumas. Ramón no pudo evitar sonreír y siguió su paseo por ese jardín de los genios, quienes, rodeados por la amable indiferencia de los paseantes, debían de sentirse agradablemente libres; nadie se detenía para observar sus rostros o leer las inscripciones en los pedestales. Ramón inhalaba esa indiferencia como una calma consoladora. Poco a poco, apareció en su cara una larga sonrisa casi feliz.
No habrá cáncer

Aproximadamente en el mismo momento en que Ramón renunciaba a la exposición de Chagall y elegía pasear por el parque, D’Ardelo subía la escalera que lleva a la consulta de su médico. Aquel día, faltaban tres semanas para su cumpleaños. Desde hacía ya muchos años, había empezado a odiar los cumpleaños. Por culpa de las cifras que les encasquetaban. Aun así, no conseguía ignorarlos porque, en él, era más fuerte el placer de ser festejado que la vergüenza de envejecer. Y aún más desde que, esta vez, la visita al médico añadía un nuevo matiz a la fiesta. Era el día en que le comunicarían el resultado de todos los exámenes que le darían a conocer si los sospechosos síntomas descubiertos en su cuerpo se debían, o no, a un cáncer. Entró en la sala de espera y se dijo por lo bajo, con voz temblorosa, que dentro de tres semanas celebraría a la vez su nacimiento tan lejano y su muerte tan cercana; que celebraría una doble fiesta.
Pero, en cuanto vio la cara risueña del médico, comprendió que la muerte se había dado de baja. El médico le apretó fraternalmente la mano. Con lágrimas en los ojos, D’Ardelo no pudo pronunciar palabra.
La consulta del médico estaba en la Avenue de l’Observatoire, a unos doscientos metros del Jardin du Luxembourg. Como D’Ardelo vivía en una callecita al otro lado del parque, decidió volver a atravesarlo. El paseo entre los árboles le devolvió un buen humor casi juguetón, sobre todo cuando rodeó el gran círculo formado por las estatuas de las antiguas reinas de Francia, todas ellas esculpidas en mármol blanco, de pie en poses solemnes que le parecieron divertidas, casi alegres, como si con ello esas damas quisieran saludar la buena nueva que él acababa de recibir. Sin poder dominarse, él las saludó dos o tres veces con la mano y soltó una carcajada.
El secreto encanto

de una grave enfermedad

Fue ahí, cerca de las grandes damas de Francia, donde Ramón se encontró con D’Ardelo, quien, el año anterior, era aún su colega en una institución cuyo nombre a nadie le importa aquí. Se detuvieron uno frente al otro y, tras los saludos habituales, D’Ardelo, en un tono extrañamente exaltado, empezó a contar:
—Amigo, ¿conoces a La Franck? Hace dos días falleció su amado.
Hizo una pausa y en la memoria de Ramón apareció el hermoso rostro de una mujer célebre a la que sólo había visto en fotos.
—Una agonía muy dolorosa —siguió D’Ardelo—. Lo vivió todo con él. ¡Ella ha sufrido muchísimo!
Cautivado, Ramón miraba esa cara alegre que le contaba una historia fúnebre.
—Imagínate, en la noche del mismo día en que ella lo había tenido moribundo entre sus brazos, estaba cenando conmigo y unos amigos y, no te lo vas a creer, ¡estaba casi alegre! ¡Cuánto la admiré entonces! ¡Qué fortaleza! ¡Eso es apego a la vida! ¡Reía con los ojos todavía rojos de llorar! ¡Y eso que todos sabíamos cuánto lo había querido! ¡Debió de sufrir muchísimo! ¡Esta mujer es una fuerza de la naturaleza!
Tal como ocurriera un cuarto de hora antes en el consultorio del médico, unas lágrimas brillaron en los ojos de D’Ardelo. El caso es que, al hablar de la fuerza moral de La Franck, él pensaba en sí mismo. ¿Acaso no había vivido él también todo un mes en presencia de la muerte? ¿No había estado también su fuerza de carácter sometida a una dura prueba? Aunque ya fuera un mero recuerdo, el cáncer permanecía en él alumbrado por una frágil luz que, misteriosamente, le encandilaba. Pero consiguió dominar sus sentimientos y pasó a un tono más prosaico:
—Por cierto, si no me equivoco, tú conocías a alguien que sabe organizar cócteles, que se encarga de la comida y lo demás, ¿no?
—Sí, es verdad —dijo Ramón.
—Es que voy a organizar una pequeña fiesta por mi cumpleaños.
Después de los comentarios exaltados sobre la célebre Franck, el tono ligero de la última frase le permitió a Ramón una leve sonrisa.
—Veo que tu vida es alegre.
Curioso; esa frase no le gustó a D’Ardelo.
Como si su tono demasiado ligero anulara la extraña belleza de su buen humor, mágicamente marcado por el pathos de la muerte cuyo recuerdo seguía muy vivo en él:
—Sí, no está mal —dijo, y, tras una pausa, añadió—, aunque…
Hizo otra pausa y añadió:
—Sabes, acabo de ir al médico.
El desconcierto en el rostro de su interlocutor le gustó; prolongó el silencio de tal manera que Ramón ya no pudo sino preguntar:
—Entonces, ¿hay problemas?
—Los hay.
D’Ardelo calló y, de nuevo, Ramón no pudo sino volver a preguntar:
—¿Qué te ha dicho el médico?
En ese mismo instante D’Ardelo vio en los ojos de Ramón su propia cara como en un espejo: la cara de un hombre ya mayor, pero todavía guapo, marcado por una tristeza que lo hacía aún más atractivo; se dijo entonces que ese hombre guapo y triste pronto celebraría su cumpleaños y la idea que había surgido en él antes de su visita al médico volvió a cruzarle por la cabeza, la magnífica idea de una doble fiesta que celebrara a la vez el nacimiento y la muerte. Siguió observándose en los ojos de Ramón y, luego, con voz queda y suave, dijo:
—Cáncer…
Ramón tartamudeó algo y, torpe, fraternalmente, rozó con su mano el brazo de D’Ardelo.
—Pero hoy eso tiene tratamiento…
—Demasiado tarde. Pero olvida lo que acabo de decirte, no lo cuentes a nadie; vale más que pienses en mi cóctel. ¡Hay que seguir adelante! —dijo D’Ardelo y, antes de continuar su camino, alzó la mano a modo de saludo, y ese gesto discreto, casi tímido, tenía tal inesperado encanto que Ramón se emocionó.
Mentira inexplicable, inexplicable risa

El encuentro de los dos antiguos colegas terminó con ese hermoso gesto. Pero no puedo evitar una pregunta: ¿por qué había mentido D’Ardelo?
El propio D’Ardelo se lo preguntó a sí mismo inmediatamente después y tampoco él supo darse una respuesta. No, no se avergonzaba de haber mentido. Le intrigaba más bien ser incapaz de entender el motivo de esa mentira. Normalmente, si se miente es para engañar a alguien y obtener a cambio una ventaja cualquiera. Pero ¿qué podía sacar él inventando un cáncer? Curiosamente, al pensar en el sinsentido de su mentira, no pudo evitar echarse a reír. Pero también esa risa era incomprensible. ¿Por qué se reía? ¿Acaso le parecía cómico su comportamiento? No. Por otra parte, el sentido de la comicidad no era lo suyo. Simplemente, sin saber por qué, le encantaba su cáncer imaginario. Siguió caminando sin dejar de reír. Reía y le encantaba su buen humor.
Ramón visita a Charles

Una hora después de su encuentro con D’Ardelo, Ramón ya estaba en casa de Charles.
—Te traigo de regalo un cóctel —dijo.
—¡Estupendo! Este año vamos a necesitarlo —dijo Charles invitando a su amigo a sentarse ante una mesa baja frente a él.
—Un regalo para ti. Y también para Calibán. Por cierto, ¿dónde anda?
—¿Dónde quieres que esté? En casa, con su mujer.
—Pero ojalá que para los cócteles siga contigo.
—Claro. Los teatros siguen sin hacerle caso.
Ramón vio de pronto, encima de la mesa, un libro bastante grueso. Se inclinó y no pudo ocultar su sorpresa:
Las memorias de Nikita Jrushchov. ¿Y eso?
—Me lo dio nuestro maestro.
—¿Y qué pudo parecerle interesante a nuestro maestro?
—Ha subrayado para mí unos cuantos párrafos. Lo que leí me pareció bastante divertido.
—¿Divertido?
—La historia de las veinticuatro perdices.
—¿Qué?
—Sí, la historia de las veinticuatro perdices. ¿No la conoces? Pues, ¡por ahí empezó el gran cambio del mundo!
—¿El gran cambio del mundo? ¿Nada menos?
—Nada menos. Pero, dime, ¿de qué cóctel se trata y en casa de quién?
Ramón se lo explicó y Charles preguntó:
—¿Y quién es el tal D’Ardelo? ¿Un gilipollas como todos mis clientes?
—Claro.
—Su tontería… ¿de qué tipo es?
—¿De qué tipo es su tontería…? —repitió Ramón, pensativo—. ¿Conoces a Quaquelique?
La lección de Ramón

sobre lo brillante y lo insignificante

—Mi viejo amigo Quaquelique —siguió Ramón— es uno de los mujeriegos más importantes que he conocido. Una vez asistí a una fiesta en la que estaban los dos, D’Ardelo y él. No se conocían. Se encontraron por pura casualidad en el mismo salón atiborrado de gente y D’Ardelo probablemente ni se había percatado de la presencia de mi amigo. Había allí mujeres muy bellas, y D’Ardelo andaba loco. Haría lo imposible para que ellas se interesaran por él. Y aquella noche estuvo brillante como nunca.
—¿Provocador?
—Todo lo contrario. Incluso sus bromas siempre son moralistas, optimistas, correctas, pero las envuelve en una enrevesada elegancia y las enreda de tal manera que resultan tan difíciles de entender que, aunque llamen la atención, no provocan reacción inmediata alguna. Hay que esperar tres o cuatro segundos hasta que él mismo se eche a reír, luego esperar unos segundos más a que los demás entiendan lo que ha querido decir y se unan educadamente a él. Y, cuando todo el mundo se suma a las risas, te ruego que aprecies ese refinamiento, él se pone serio otra vez; como desinteresado, de vuelta de todo, observa a la gente y, secreta, vanidosamente, se deleita con esa risa. La actitud de Quaquelique es radicalmente distinta. No es que sea silencioso. Pero, cuando está rodeado de gente, habla siempre con un hilo de voz que silba más que habla, aunque nada de lo que dice llama la atención.
Charles se ríe.
—No te rías. No es fácil hablar sin llamar la atención. Estar siempre presente gracias a la palabra y no obstante permanecer inoído, ¡eso requiere virtuosismo!
—El sentido de semejante virtuosismo se me escapa.
—El silencio llama la atención. Puede impresionar. Darte un aire enigmático. O sospechoso. Y eso es precisamente lo que Quaquelique quiere evitar. Como durante la fiesta de la que te hablo. Había una mujer muy hermosa que fascinaba a D’Ardelo. De vez en cuando, Quaquelique se dirigía a ella con un comentario del todo trivial, sin interés, nulo, pero tanto más agradable por cuanto no exigía respuesta inteligente alguna, ninguna agudeza. Al cabo de un rato, compruebo que Quaquelique ya no está. Intrigado, me pongo a observar a la mujer. D’Ardelo suelta una de sus frases ingeniosas, sigue el silencio de unos cinco segundos, luego suelta una carcajada y, tras otros tres segundos, los demás le imitan. En este instante, protegida por la cortina de la risa, la mujer se aleja hacia la salida. D’Ardelo, adulado por el eco que sus palabras han provocado, sigue con sus exhibiciones verbales. Algo más tarde, se da cuenta de que la hermosa mujer ya no está. Y no puede explicarse su desaparición porque lo ignora todo de la existencia de un tal Quaquelique. No ha entendido nada, y aún hoy no entiende nada acerca del valor de la insignificancia. Ésta es mi respuesta a tu pregunta acerca del tipo de tontería que define a D’Ardelo.
—La inutilidad de ser brillante. Sí, lo entiendo.
—Es algo más que inutilidad. La nocividad. Cuando un tipo brillante intenta seducir a una mujer, ésta tiene la impresión de entrar en una competición. Ella también se siente obligada a deslumbrar. A no entregarse sin resistencia. Mientras que la insignificancia la libera. La descarga de precauciones. No exige ninguna agudeza. La despreocupa y, por tanto, la hace más fácilmente accesible. Pero dejémoslo. Con D’Ardelo no tratarás con un ser insignificante, sino con un Narciso. Y cuidado con el sentido exacto de esa palabra: un Narciso no es un orgulloso. El orgulloso desprecia a los demás. Los subestima. El Narciso los sobrestima porque observa su propia imagen en los ojos de los demás y desea embellecerla. De modo que cuida muy amablemente todos esos espejos. Eso es lo que cuenta para vosotros dos: D’Ardelo es amable. Para mí, por supuesto, es ante todo un esnob. Pero incluso entre él y yo algo ha cambiado. Me enteré de que estaba gravemente enfermo. Y, a partir de ese momento, lo veo de otra manera.
—¿Enfermo?, ¿de qué?
—Cáncer. Me sorprendió hasta qué punto eso me entristeció. Tal vez esté viviendo sus últimos meses.
Tras una pausa, siguió:
—Me conmovió la manera en que me habló… muy lacónico, casi púdico…, sin exhibir pathos alguno, sin narcisismo. Y, de pronto, quizá por primera vez, sentí por ese cretino auténtica simpatía…, una auténtica simpatía…



 Segunda parte

 

 

El teatro de marionetas





Las veinticuatro perdices

Después de sus largas y agotadoras jornadas, a Stalin le gustaba permanecer un rato más con sus colaboradores y relajarse contándoles anécdotas de su vida. Por ejemplo ésta:
Un día él decide ir de caza. Se pone una vieja parka, se calza unos esquíes, coge un fusil de caza y recorre trece kilómetros. De pronto, ante él, ve unas perdices en las ramas de un árbol. Se detiene y las cuenta. Hay veinticuatro. ¡Vaya mala pata! Sólo se ha llevado doce cartuchos. Dispara, mata a doce, luego da media vuelta, recorre otra vez los trece kilómetros hasta su casa y coge otra docena de cartuchos. Recorre una vez más los trece kilómetros hasta las perdices, que siguen en las ramas del mismo árbol. Y por fin las mata todas…
—¿Te ha gustado? —pregunta Charles a Calibán, que se ríe:
—Si me lo hubiera contado el propio Stalin, ¡lo habría aplaudido! Pero ¿de dónde has sacado esa historia?
—Nuestro maestro me regaló un libro, Las memorias de Jrushchov, publicado en Francia hace mucho, mucho tiempo. En él Jrushchov cuenta la historia de las perdices tal como Stalin la había contado a su gente. Pero, según narra Jrushchov, nadie reaccionó como tú. Nadie se rió. A todos sin excepción les pareció absurdo lo que Stalin les había contado y aborrecieron esa mentira. Aun así, callaron todos y sólo Jrushchov tuvo el valor de decirle a Stalin lo que pensaba. ¡Escucha esto!
Charles abrió el libro y leyó lentamente en voz alta:
—¿Cómo? ¿Quieres decir realmente que las perdices no se fueron y se quedaron en las ramas del árbol? —preguntó Jrushchov.
—Así es —contestó Stalin—, no se movieron de su sitio.
Pero la historia no se acaba aquí, pues debes saber que al final de su jornada de trabajo todos se reunían en el baño, un gran espacio que también servía de retrete. Imagínate. En una pared, una larga hilera de urinarios y, en la pared de enfrente, los lavabos. Urinarios de cerámica en forma de concha, muy emperifollados y adornados con motivos florales. Cada miembro del clan de Stalin tenía su propio urinario creado y firmado por un artista distinto. Sólo Stalin no lo tenía.
—¿Y dónde meaba Stalin?
—En un reservado solitario, al otro lado del edificio; y como meaba solo, nunca con sus colaboradores, éstos se sentían divinamente libres en sus urinarios y se atrevían a decir por fin en voz alta todo aquello que se veían obligados a callar en presencia del jefe. Y así fue el día en que Stalin les contó la historia de las veinticuatro perdices. Y te cito otra vez al propio Jrushchov:
«… al lavarnos las manos en el baño escupimos de desprecio. ¡Él mentía! ¡Mentía! A nadie le cupo la menor duda».
—¿Y quién era el tal Jrushchov?
—Unos años después de la muerte de Stalin se convirtió en el jefe supremo del imperio soviético.
Tras una pausa, dijo Calibán:
—Lo que me parece increíble en toda esa historia es que nadie entendiera que lo de Stalin era una broma.
—Claro —dijo Charles y volvió a dejar el libro encima de la mesa—, porque todos a su alrededor habían olvidado ya qué es una broma. Y, a mi entender, eso anunciaba ya la llegada de un nuevo gran periodo de la Historia.
Charles sueña con una obra

para el teatro de marionetas

En mi vocabulario de descreído, una sola palabra es sagrada: la amistad. Quiero a los cuatro compañeros a quienes os he presentado, Alain, Ramón, Charles y Calibán. Por simpatía hacia ellos un día le llevé a Charles el libro de Jrushchov, para que se divirtieran todos.
Los cuatro conocían ya la historia de las perdices, incluido su espléndido final en el baño, cuando un día Calibán se lamentó con Alain:
—Me encontré con tu amiga Madeleine. Le conté la historia de las perdices, ¡y se la tomó como una anécdota incomprensible sobre un cazador! Tal vez había oído nombrar vagamente a Stalin, pero no entendía por qué un cazador debía llevar ese apellido…
—Es que ella tiene tan sólo veinte años —dijo amablemente Alain para defender a su amiga.
—Si no me equivoco —intervino Charles—, tu Madeleine nació unos cuarenta años después de la muerte de Stalin. Yo mismo nací diecisiete años después de que muriera. Y tú, Ramón, cuando murió Stalin —luego de una breve pausa dijo con cierta reserva—: ¡Dios mío!, ya habías nacido…
—Me da vergüenza, pero es verdad.
—Si no me equivoco —siguió Charles dirigiéndose a Ramón—, tu abuelo firmó con otros intelectuales una petición de apoyo a Stalin, el gran héroe del progreso.
—Sí —admitió Ramón.
—Imagino que tu padre ya se mostraba algo escéptico con respecto a él y tu generación aún más; en cambio, para la mía ya se había convertido en el más criminal de todos los criminales.
—Sí, así es —dijo Ramón—. La gente se va encontrando en la vida, discute, se pelea, sin darse cuenta de que se interpelan de lejos los unos a los otros, cada cual desde un observatorio situado en distinto lugar en el tiempo.
Después de una pausa, Charles dijo:
—El tiempo corre. Gracias a él, primero vivimos, lo cual quiere decir que ya hemos sido acusados y juzgados por la gente. Luego morimos y permanecemos aún unos años entre los que nos han conocido, pero muy pronto se produce otro cambio: los muertos pasan a ser muertos viejos, de los que ya nadie se acuerda y que desaparecen en la nada; tan sólo unos cuantos, muy, muy pocos, imprimen su nombre en la memoria de la gente, pero, ya sin testigos fehacientes, sin un solo recuerdo real, pasan a ser marionetas… Amigos, me fascina la historia que cuenta Jrushchov en sus memorias y no puedo quitarme las ganas de inventar a partir de ella una obra para el teatro de marionetas.
—¿Teatro de marionetas? ¿No te gustaría más la Comédie Frangaise? —se burló Calibán.
—No —contestó Charles—, porque sería un engaño si esa historia de Stalin y Jrushchov la representaran seres humanos. Nadie tiene el derecho de simular la restitución de una existencia humana que ha dejado de ser. Nadie tiene el derecho de crear a un hombre a partir de una marioneta.
La rebelión en el baño

—Me fascinan esos camaradas de Stalin —siguió Charles—. ¡Me los imagino en el baño manifestando a gritos su indignación! ¡Habían esperado tanto tiempo el hermoso momento de poder decir al fin en voz alta todo lo que pensaban! Pero había algo que no podían sospechar: ¡que Stalin los observaba y él también esperaba ese momento con la misma impaciencia! También para él era motivo de gozo el momento en que toda su tropa se dirigía al baño. ¡Amigos, es como si lo viera! De puntillas, discretamente se desliza por un largo pasillo, luego arrima la oreja a la puerta del baño y escucha. Los héroes del Politburó gritan, patean, maldicen; él los oye y se ríe: «¡Ha mentido! ¡Ha mentido!», aúlla Jrushchov con su voz estentórea, y Stalin, con el oído pegado a la puerta, ¡es como si lo viera!, saborea la indignación moral de su camarada, ríe como un loco y ni siquiera intenta bajar el volumen de su risa, porque los que están dentro del baño, que también gritan como locos, no pueden oírlo en medio de tanto barullo.
—Sí, ¡ya nos lo has contado! —dijo Alain.
—Sí, ya lo sé. Pero lo más importante es lo que todavía no os he dicho, o sea, el verdadero motivo por el que a Stalin le encantaba repetirse y contar una y otra vez la misma historia de las veinticuatro perdices, siempre a su mismo pequeño público. Y aquí es donde sitúo la intriga principal de mi obra para marionetas.
—¿Y cuál era ese motivo?
—Kalinin.
—¿Qué? —preguntó Calibán.
—Kalinin.
—Jamás he oído ese nombre.
Aunque más joven que Calibán, Alain, que era más culto, sí lo conocía.
—Seguramente era el nombre con el que rebautizaron una célebre ciudad alemana en la que Immanuel Kant vivió toda la vida y que hoy se llama Kaliningrado.
En ese mismo instante se oyó desde la calle un poderoso e impaciente bocinazo.
—Tengo que irme —dijo Alain—. Madeleine me está esperando. ¡Hasta la vista!
Madeleine le esperaba en la calle subida a una moto. Era la de Alain, pero la compartían.
En otra ocasión, Charles da a sus amigos

una charla sobre Kalinin

y la capital de Prusia

—Desde sus orígenes, la célebre ciudad de Prusia se llamó Kónigsberg, o sea «la montaña del rey». Sólo después de la última guerra pasó a llamarse Kaliningrado. En ruso, «Grad» quiere decir «ciudad». Así pues, la ciudad de Kalinin. Al siglo al que tuvimos la fortuna de sobrevivir le volvía loco rebautizarlo todo. Tsaritsyn se rebautizó como Stalingrado, luego Stalingrado como Volgogrado. San Petersburgo se rebautizó como Petrogrado, luego Petrogrado pasó a ser Leningrado y, al fin, Leningrado volvió a ser San Petersburgo. Chemnitz se rebautizó como Karl-Marx-Stadt y luego Karl-Marx-Stadt como Chemnitz. Se rebautizó Kónigsberg como Kaliningrado…, pero ¡ojo!, Kaliningrado permaneció y permanecerá para siempre como Kaliningrado. La gloria de Kalinin superará todas las demás glorias.
—Pero ¿quién era Kalinin? —preguntó Calibán.
—Un hombre —continuó Charles— sin poder real alguno, un pobre e inocente pelele, quien, sin embargo, fue durante mucho tiempo presidente del soviet supremo, o sea, desde el punto de vista del protocolo, el más alto representante del Estado. Vi una vez una foto suya: un viejo militante obrero con una barbita puntiaguda, enfundado en una chaqueta mal tallada. Ya por entonces Kalinin era viejo, y su próstata hinchada le obligaba a mear con frecuencia. La pulsión urinaria era siempre tan fuerte y repentina que le obligaba a correr hasta el primer urinario que encontrara, aunque estuviera en un almuerzo oficial o en pleno discurso ante una numerosa audiencia. Había adquirido ya una gran destreza. Todo el mundo en Rusia recuerda aún hoy una gran fiesta que tuvo lugar durante la inauguración de un nuevo teatro de ópera en una ciudad de Ucrania durante la que Kalinin pronunció un larguísimo discurso solemne. Se veía obligado a interrumpirlo cada dos por tres y, cada vez que se alejaba del atril, la orquesta empezaba a tocar música folclórica y unas bellas y rubias bailarinas ucranianas saltaban al escenario y se ponían a bailar. Al regresar al estrado, Kalinin siempre era recibido con grandes aplausos; cuando volvía a abandonarlo, los aplausos redoblaban su fuerza para saludar el regreso de las rubias bailarinas; y, a medida que se aceleraba la frecuencia de sus idas y venidas, más largos, más fuertes y más cordiales eran los aplausos, de tal manera que la celebración oficial se había convertido en un alegre, enloquecido, orgiástico clamor como jamás había conocido el Estado soviético.
»Pero, cuando Kalinin se encontraba en su reducido círculo de camaradas, a nadie se le ocurría aplaudir su orina. Stalin iba contando sus anécdotas, pero Kalinin era demasiado disciplinado para atreverse a molestarlo con sus idas y venidas al baño. Tanto más cuanto que Stalin, mientras hablaba, lo clavaba con la mirada al tiempo que él iba palideciendo hasta terminar en una mueca. Eso animaba a Stalin a alargar aún más la narración, a añadirle descripciones y digresiones, y a postergar el desenlace hasta que, de repente, la cara tensa frente a él se relajaba, la mueca desaparecía, se le distendía la expresión y una aureola de paz rodeaba su cabeza; sólo entonces, cuando sabía que Kalinin había perdido una vez más su gran batalla, Stalin pasaba rápido al desenlace, se levantaba de la mesa y con una sonrisa amistosa y alegre, ponía fin a la sesión. Todos los demás también se levantaban y miraban con malicia a su compañero, que se colocaba detrás de la mesa, o detrás de una silla, para ocultar su pantalón mojado.
A los amigos de Charles les encantaba imaginar esa escena. Sólo después de una pausa, Calibán se animó a interrumpir aquel animado silencio:
—En todo caso, eso no explica en absoluto por qué Stalin dio el nombre del pobre prostático a la ciudad alemana donde vivió toda su vida el célebre… el célebre…
—Immanuel Kant —apuntó Alain.
Alain descubre la desconocida ternura

de Stalin

Cuando, al cabo de una semana, Alain volvió a ver a sus amigos en un bistró (o en casa de Charles, ya no me acuerdo), enseguida interrumpió su conversación:
—Quiero deciros que, para mí, es absolutamente admisible que Stalin diera el nombre de Kalinin a la célebre ciudad de Kant. Ignoro qué explicaciones habréis podido encontrar a este asunto, pero yo sólo le veo una: Stalin debía de sentir por Kalinin una ternura excepcional.
La sorpresa jovial que descubrió en la cara de sus amigos no sólo le encantó sino que incluso le inspiró.
—Sí, ya sé, ya sé… La palabra ternura no le pega demasiado a la reputación de Stalin, el Lucifer del siglo, ya lo sé, su vida estuvo repleta de conspiraciones, traiciones, guerras, encarcelamientos, asesinatos, masacres. No lo pongo en duda, muy al contrario, quiero incluso recalcarlo para que aflore con mayor claridad que, frente al inmenso fardo de crueldades con las que él debía cargar y vivir, era imposible que dispusiera de un bagaje igualmente inmenso de compasión. ¡Se habría superado cualquier capacidad humana! Para vivir su vida tal como era, no podía sino anestesiar y luego olvidar del todo su facultad de apiadarse. Pero, ante Kalinin, en las pequeñas pausas lejos de las masacres, en sus dulces momentos de un descanso parlanchín, todo cambiaba: se enfrentaba a un dolor totalmente distinto, un pequeño dolor, un dolor concreto, individual, comprensible. Miraba a su compañero que sufría y, con una suave extrañeza, sentía despertar en él un débil, modesto sentimiento casi desconocido, en todo caso olvidado: el afecto por un hombre que sufre. En su vida feroz, ese momento era como un descanso. La ternura aumentaba en el corazón de Stalin al mismo ritmo que la presión de la orina en la vejiga de Kalinin. Redescubrir un sentimiento que había dejado de sentir desde hacía mucho tiempo era para él de una inexpresable belleza.
»Ahí es donde —siguió Alain— encuentro la única explicación posible al hecho curioso de rebautizar Kónigsberg como Kaliningrado. Esto ocurrió treinta años antes de que yo naciera, y no obstante puedo imaginar la situación: una vez terminada la guerra, los rusos añadieron a su imperio una célebre ciudad alemana y se vieron obligados a rusificarla imponiéndole un nuevo nombre, ¡y no un nombre cualquiera! La acción de rebautizar debe, pues, apoyarse en un nombre célebre en todo el planeta, cuyo destello acalle a todos los enemigos. ¡A los rusos les sobran nombres de ésos! ¡Catalina la Grande, Pushkin, Chaikovski, Tolstói! ¡Por no hablar de los generales que vencieron a Hitler y que, en aquella época, fueron adulados por todas partes! ¿Cómo comprender, pues, que Stalin eligiera el nombre de alguien tan nulo? ¿Que tomara una decisión tan evidentemente tonta? A eso sólo pueden atribuirse motivos íntimos y secretos. Y los conocemos: ha pensado con ternura en el hombre que sufrió por él, ante sus ojos, y quiere agradecerle su fidelidad, darle una alegría por su entrega. Si no me equivoco, Ramón, corrígeme si quieres, durante ese breve momento de la Historia, Stalin es el hombre de Estado más poderoso del mundo, y lo sabe. Siente la maliciosa satisfacción de ser, entre todos los presidentes y los reyes, el único en poder mandar a la mierda la seriedad de los grandes gestos políticos cínicamente calculados, el único que puede permitirse tomar una decisión absolutamente personal, caprichosa, irracional, espléndidamente extraña, soberbiamente absurda.
En la mesa había una botella de vino tinto abierta. El vaso de Alain estaba ya vacío; él volvió a llenarlo y siguió:
—Al contarla ahora ante vosotros, encuentro en esa historia un sentido cada vez más profundo. Se tomó otro trago y siguió:
—Padecer por no ensuciar el pantalón… Ser mártir de la propia limpieza… Luchar contra la orina que da señales de vida, que avanza, que amenaza, que ataca, que mata… ¿Habrá otro heroísmo más prosaico y más humano? Me importan un bledo los llamados grandes hombres cuyos nombres coronan nuestras calles. Se volvieron célebres gracias a su ambición, su vanidad, sus mentiras, su crueldad. Kalinin es el único cuyo nombre permanecerá en la memoria como recuerdo de un sufrimiento que cualquier ser humano ha conocido, como recuerdo de una lucha desesperada que no causó daño a nadie sino a sí mismo.
Alain terminó su discurso y todos se sintieron emocionados.
Tras un silencio, Ramón dijo:
—Tienes toda la razón, Alain. Después de mi muerte, quiero poder despertarme cada diez años para comprobar si Kaliningrado sigue siendo Kaliningrado. Mientras éste sea el caso, podré sentir una pizca de solidaridad con la humanidad y, reconciliado con ella, volver a mi tumba.



 Tercera parte

 

 

Alain y Charles piensan con frecuencia


en sus madres





La primera vez que se sintió atraído

por el misterio del ombligo

fue cuando vio a su madre por última vez

Paseando lentamente hacia su casa, Alain observaba a las jovencitas que, sin excepción, iban enseñando el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y la camiseta muy corta. Como si el poder de seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas, ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad de su cuerpo.
¿Me estoy repitiendo? ¿Empiezo acaso este capítulo con las mismas palabras que empleé al principio de esta novela? Lo sé. Pero, aunque ya haya hablado de la pasión de Alain por el enigma del ombligo, me niego a ocultar que ese enigma le preocupa en todo momento, al igual que ustedes también andan preocupados durante meses, cuando no años, por los mismos problemas (sin duda bastante menores que el que obsesiona a Alain). Así pues, mientras deambulaba por las calles, él iba pensando con frecuencia en el ombligo, sin temor a repetirse, e incluso con una extraña obstinación; y es que el ombligo le remitía a un lejano recuerdo: el recuerdo del último encuentro con su madre.
Tenía entonces diez años. Estaban solos su padre y él de vacaciones en una casa alquilada con jardín y piscina. Era la primera vez que ella iba a verles tras una ausencia de muchos años. Se encerraron ella y su anterior marido en la casa. La atmósfera era asfixiante a un kilómetro a la redonda. ¿Cuánto tiempo se quedó? Probablemente no más de una o dos horas, durante las que Alain intentó entretenerse solo en la piscina. Acababa de salir del agua cuando su madre se detuvo para decirle adiós. Estaba sola. ¿Qué se habrán dicho? Él lo ignora. Sólo recuerda que ella se sentó en una silla del jardín y que él, con el slip de baño todavía mojado, estaba de pie frente a ella. Ha olvidado lo que se dijeron, aunque retiene en su memoria, grabado con precisión, un instante, un instante concreto: sentada en su silla, ella miró intensamente el ombligo de su hijo. Él aún siente esa mirada en su vientre. Una mirada difícil de comprender; le parecía que expresaba una inexplicable mezcla de compasión y desprecio; los labios de su madre habían adquirido la forma de una sonrisa (una sonrisa de compasión y de desprecio), luego, sin levantarse de la silla, se había inclinado sobre él y, con el dedo índice, había tocado su ombligo. Enseguida, ella se había levantado, lo había abrazado (¿lo había abrazado realmente? Probablemente, pero de eso él no está muy seguro) y se había ido. Nunca más volvió a verla.
Una mujer sale de su coche

Un coche pequeño avanza por la calzada a lo largo de un río. El aire frío de la mañana hace aún más huérfano ese paisaje sin encanto, en algún lugar entre la periferia de una ciudad y el campo, allá donde escasean las viviendas y ya no se encuentran peatones. El coche se detiene encima del arcén; sale de él una mujer joven, bastante guapa. Es extraño: ha empujado la puerta con un gesto tan negligente que el coche seguramente no ha quedado bien cerrado. ¿Qué significa esa negligencia tan improbable en tiempos de robos? ¿Será tan distraída?
No, no da la impresión de ser distraída, al contrario, su cara revela más bien determinación. Esa mujer sabe lo que quiere. Esa mujer es toda ella voluntad. Camina unos cien metros por la carretera hacia un puente sobre el río, un puente bastante alto, estrecho, prohibido a los coches. Ella empieza a cruzarlo hacia la otra orilla. Mira varias veces a su alrededor, no como una mujer a quien alguien esperara, sino para cerciorarse de que nadie la espera. En medio del puente, se detiene. A primera vista, parece que dude, pero no se trata de duda, de falta de determinación, muy al contrario, es el momento en que su concentración se intensifica y su voluntad se obstina aún más. ¿Su voluntad? Para ser más exacto: su odio. Sí, ese instante de aparente duda es de hecho una llamada a su odio, para que éste permanezca en ella, la sostenga, no la abandone un solo instante.
Pasa las piernas por encima de la barandilla y se tira al vacío. Al final de la caída la tensa superficie del agua la golpea brutalmente; aún paralizada por el frío, tras largos segundos ella levanta la cabeza y, como es buena nadadora, todas sus reacciones automáticas se rebelan contra su voluntad de morir. Sumerge de nuevo la cabeza, se esfuerza por aspirar el agua y bloquear la respiración. En ese instante, oye un grito. Un grito que le llega del otro lado del río. Alguien la ha visto. Comprende que no será fácil morir y que su peor enemigo no será su propio e incontrolable reflejo de buena nadadora, sino alguien con quien ella no contaba. Se verá obligada a luchar. A luchar para salvar su muerte.
Ella mata

Ella mira en la dirección del grito. Alguien se ha tirado al río. Reflexiona: ¿quién será más rápido, ella en su determinación de permanecer bajo el agua, de aspirar agua, de ahogarse, o el que se acerca? Cuando ella esté a punto de ahogarse, con agua en los pulmones, y por tanto debilitada, ¿no será una presa aún más fácil para su salvador? Él la arrastrará hasta la orilla, la dejará tendida en el suelo, extraerá el agua de sus pulmones, le hará el boca a boca, llamará a los bomberos, a la policía, y la salvarán y ridiculizarán para siempre.
—¡Deténgase, deténgase! —grita el hombre.
Todo ha cambiado: en lugar de hundirse en el agua, levanta la cabeza y respira profundamente para concentrar sus fuerzas. Él ya se encuentra ante ella. Es un joven, un adolescente que querrá hacerse famoso, ver su foto en los periódicos y que repite sin parar: «¡Deténgase, deténgase!». Él estira ya la mano hacia ella, y ella, en lugar de esquivarla la agarra, la aprieta y la empuja hacia el fondo del río. Grita una vez más «¡Deténgase!», como si fuera la única palabra que supiera decir. Pero ya no volverá a decirla; ella le ha agarrado el brazo, lo empuja hacia el fondo, luego se estira de espalda cuan larga es sobre el adolescente para que su cabeza permanezca hundida en el agua. Él se defiende, se sacude, ya ha aspirado agua, intenta golpear a la mujer, pero ella permanece firme, estirada encima de él, de tal manera que él ya no puede sacar la cabeza para respirar y, tras largos, muy largos segundos, deja de agitarse. Ella lo mantiene así un poco más, podría incluso decirse que, cansada y temblorosa, descansa encima de él; luego, segura de que el hombre al que mantiene debajo ya no se moverá, lo suelta y se vuelve hacia la orilla de donde ha venido para no conservar dentro de sí ni la sombra de lo que acaba de ocurrir.
Pero ¿cómo? ¿Acaso ha olvidado su propósito? ¿Por qué no se ahoga si el que ha intentado robarle la muerte ya no vive? ¿Por qué, una vez libre, ya no quiere morir?
La vida que casualmente ha reencontrado ha sido como un golpe que hubiera quebrantado su propósito; ya sin fuerzas para concentrar su energía en su propia muerte, tiembla; despojada repentinamente de toda voluntad, de todo vigor, nada como una autómata hacia el lugar donde había abandonado el coche.
Ella vuelve a casa

Poco a poco siente que el agua ya no es profunda, apoya los pies en el fondo, se pone de pie; pierde los zapatos en el fango, carece de fuerza para buscarlos; sale del agua descalza y sube hacia la carretera.
Al redescubrir el mundo, éste le muestra su cara más inhóspita y enseguida es presa de la angustia: ¡las llaves del coche! ¿Dónde estarán? Su falda no lleva bolsillos. Si uno va hacia la muerte, no le preocupa lo que ha dejado en el camino. Cuando salió del coche, el porvenir había dejado de existir. Ella no tenía nada que ocultar. En cambio ahora, de repente, hay que ocultarlo todo. No hay que dejar huellas. La angustia es más y más acuciante: ¿dónde estarán las llaves?, ¿cómo llegaré a casa?
Se acerca al coche, tira de la puerta que, ante su asombro, se abre. Las llaves la esperan abandonadas en el salpicadero. Se sienta al volante y apoya los pies descalzos y mojados en los pedales. Sigue temblando. También tiembla de frío. El agua sucia del río se escurre de la blusa y de la falda empapadas. Le da la vuelta a la llave y se va.
El que quiso imponerle la vida ha muerto ahogado. Y aquél a quien ella había querido matar en su vientre sigue vivo. La idea del suicidio ha quedado anulada para siempre. Sin repeticiones. El joven ha muerto, el feto vive, y ella hará cualquier cosa para que nadie descubra lo que ha pasado. Tiembla y su voluntad se despierta; ya no piensa sino en su porvenir inmediato: ¿cómo salir del coche sin que nadie la vea? ¿Cómo pasar desapercibida, con su vestido empapado, delante de la garita del portero?
En ese instante Alain sintió un golpe violento en el hombro:
—¡Ve con cuidado, imbécil!
Se volvió y a su lado en la acera vio a una joven que le adelantaba con paso acelerado y enérgico.
—Perdón —le lanzó (en un tono más bien bajo).
—¡Gilipollas! —le contestó la joven (en un tono de voz alto) sin mirar atrás.
Los perdonazos

A solas en su estudio, Alain comprobó que seguía doliéndole el hombro y se dijo que la mujer que, dos días antes, le había empujado con tanta eficacia lo había hecho adrede. No conseguía olvidar la voz estridente que le había llamado «imbécil» y seguía oyéndose suplicar «Perdón», a lo que ella respondió «¡Gilipollas!». ¡Una vez más había pedido perdón sin motivo! ¿Por qué siempre ese estúpido reflejo de pedir perdón? No podía quitarse de encima ese recuerdo y sintió la necesidad de hablar con alguien. Llamó a Madeleine. No estaba en París, su móvil estaba apagado. Marcó entonces el número de Charles y, en cuanto oyó su voz, se disculpó:
—No te enfades. Estoy de muy mal humor. Necesito hablar con alguien.
—Pues me vienes al pelo, yo también estoy de muy mal humor. Pero tú, ¿por qué?
—Porque estoy cabreado conmigo mismo. ¿Por qué será que aprovecho cualquier ocasión para sentirme culpable?
—Eso no es grave.
—Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa lucha en una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos contra otros a primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el oprobio de la culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable. Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus pensamientos. Caminando hacia ti, viene una chica que, como si estuviera sola en el mundo, sin mirar a los lados, camina recto hacia delante. Chocáis. Éste es el momento de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón? Esa situación me sirve de ejemplo: en realidad, los dos son a la vez el embestido y el que embiste. No obstante, los hay que, inmediata y espontáneamente, se consideran los causantes del choque y, por tanto, culpables. Y los hay también que siempre se consideran, inmediata y espontáneamente, las víctimas del choque y, por tanto, en su derecho de acusar en el acto al otro y de hacer que lo castiguen. Tú, en esa situación, ¿pedirías perdón o acusarías?
—Sin duda alguna, yo pediría perdón.
—¡Ay, pobre, de modo que tú también perteneces a la legión de los perdonazos! Crees que podrás ablandar al otro con tus disculpas.
—Claro que sí.
—Pues te equivocas. El que pide perdón se declara culpable. Y si te declaras culpable, animas al otro a seguir insultándote y a denunciarte públicamente hasta la muerte. Éstas son las consecuencias fatales del que pide perdón el primero.
—Es cierto. No hay que pedir perdón. Sin embargo, yo preferiría un mundo en el que todos, sin excepción, pidiéramos perdón y, por las buenas, inútil y exageradamente, todos cargáramos con las disculpas…
—Lo dices en un tono de voz tan triste —se sorprendió Alain.
—Desde hace dos horas sólo pienso en mi madre.
—¿Qué ocurre?
Los ángeles

—Está enferma. Temo que sea grave. Acaba de llamarme.
—¿Desde Tarbes?
—Sí.
—¿Está sola?
—Su hermano está con ella. Pero es aún mayor que ella. Me dan ganas de coger enseguida el coche e ir a verla, pero es imposible. Esta noche tengo un compromiso al que no puedo faltar. Un trabajito de lo más tonto. Pero mañana sí iré…
—Es curioso. Pienso a menudo en tu madre.
—Te gustaría. Es divertida. Ahora camina bastante mal, pero nos divertimos mucho.
—De ella heredaste tu inclinación por bromear, ¿no?
—Tal vez.
—¡Qué raro!
—¿Por qué?
—Según lo que siempre me has contado, la imaginaba como salida de los versos de Francis Jammes. Rodeada de animales heridos y viejos campesinos. Entre burros y ángeles.
—Sí —dijo Charles—, es así.
Luego, al cabo de unos segundos:
—¿Y por qué has mencionado los ángeles?
—¿Te sorprende?
—En mi obra de teatro… —hizo una pausa y siguió—: sabes, mi obra para marionetas no es más que una broma, una tontería, no la escribo, tan sólo la imagino, pero ¿qué hacer si no hay nada que me divierta? El caso es que en el último acto de esa obra imagino a un ángel.
—¿Y por qué un ángel?
—No lo sé.
—¿Y cómo termina la obra?
—De momento sólo sé que al final habrá un ángel.
—¿Qué significa un ángel para ti?
—No soy una autoridad en teología. Imagino al ángel ante todo según la frase que suele decirse cuando se quiere dar las gracias a alguien por su bondad: «Es usted un ángel». La gente se lo dice a menudo a mi madre. Por eso me he sorprendido cuando tú me has dicho que la veías acompañada de burros y ángeles. Ella es así.
—La teología tampoco es mi fuerte. Recuerdo simplemente que unos ángeles fueron arrojados del cielo.
—Sí. Los ángeles arrojados del cielo —repitió Charles.
—Además, ¿qué sabemos de los ángeles? Que tienen la cintura fina…
—En efecto, es difícil imaginarse un ángel barrigudo.
—… y que tienen alas. Y son blancos. Blancos. Oye, Charles, si no me equivoco, el ángel no tiene sexo. Ésta tal vez sea la clave de su blancura.
—Tal vez.
—Y de su bondad.
—Tal vez.
Y, después de un silencio, siguió Alain:
—¿Tendrá el ángel un ombligo?
—¿Por qué?
—Si el ángel no tiene sexo, no nació de un vientre de mujer.
—Claro que no.
—Así que no tiene ombligo.
—En efecto, no tiene ombligo…
Alain evocó a la joven que, al lado de la piscina de una residencia de verano, había tocado con el índice el ombligo de su hijo de diez años y le dijo a Charles:
—¡Qué raro! Desde hace algún tiempo, yo tampoco dejo de imaginar a mi madre…, en todas las situaciones posibles e imposibles…
¡Dejémoslo ahí, amigo! Tengo que prepararme para ese jodido cóctel.






Cuarta parte

 

 

Todos andan en busca del buen humor





Calibán

La primera profesión de Calibán, la que entonces había dado sentido a su vida, fue la de actor; llevaba esa profesión inscrita negro sobre blanco en sus papeles y es gracias a su calidad de actor sin contrato por lo que desde hace tiempo percibe el subsidio del paro. La última vez que se le había visto en un escenario encarnaba al salvaje Calibán de La tempestad de Shakespeare. Con la piel embadurnada de una pomada oscura y tocado con una peluca negra, aullaba y brincaba como un loco. Su interpretación había gustado tanto a sus amigos que decidieron llamarlo por el nombre que se la recordaba. De eso hacía ya mucho tiempo. Desde entonces, los teatros dudaron en contratarlo y su subsidio disminuyó de año en año como, de hecho, el de miles de actores, bailarines, cantantes que están en el paro.
Fue entonces cuando Charles, que se ganaba la vida organizando cócteles para particulares, lo había contratado como camarero. Así fue como Calibán pudo ganar unas perras y, además, al seguir siendo un actor en busca de su misión perdida, vio en ello la oportunidad de poder cambiar a veces de identidad. Al tener ideas estéticas un tanto simples (¿acaso no era también simple su santo patrón, el Calibán de Shakespeare?), creía que la proeza de un actor era tanto más relevante cuanto más alejado de su vida real estuviera el personaje que interpretara. Por eso insistió en acompañar a Charles, no como francés, sino como un extranjero que sólo supiera hablar un idioma que nadie conociera a su alrededor. Cuando tuvo que adjudicarse un nuevo país de origen, eligió Pakistán, tal vez debido al color de su piel ligeramente bronceada. ¿Por qué no? Nada más fácil que elegir un país de origen. Lo difícil es inventarle una lengua.
¡Intenten hablar improvisando una lengua ficticia aunque sólo sea durante treinta segundos! Repetirán, turnándolas, las mismas sílabas y muy pronto se descubrirá la impostura de su bisbiseo. Inventar una lengua inexistente presupone otorgarle una credibilidad acústica; crear una fonética particular y no pronunciar una «a» o una «o» como las pronunciaría un francés; y decidir en qué sílaba de las palabras cae regularmente el acento. Se recomienda igualmente, para otorgar naturalidad a la palabra, imaginar una construcción gramatical por detrás de esos sonidos absurdos, así como detectar qué palabra es un verbo y cuál un sustantivo. Y, entre dos amigos, importa determinar el papel del segundo, o sea del francés, por tanto de Charles: aunque no sepa hablar pakistaní, debe saber al menos unas cuantas palabras para que puedan, en caso de urgencia, entenderse acerca de lo esencial sin pronunciar ni una sola palabra en francés.
Había sido difícil, pero divertido. Por desgracia, ni siquiera la broma más encantadora escapa a la ley del envejecimiento. Aunque los dos amigos se habían divertido en los primeros cócteles, Calibán empezó pronto a sospechar que toda esa laboriosa mistificación no servía de nada, pues los invitados pronto se desinteresaban de él y, al ser su lengua incomprensible, no lo escuchaban y recurrían a simples gestos para señalarle lo que querían beber o comer. Se había convertido en un actor sin público.
Las chaquetas blancas

y la joven portuguesa

Llegaron al piso de D’Ardelo dos horas antes de que empezara el cóctel.
—Es mi asistente, señora. Es pakistaní. Lo siento, no sabe una palabra de francés —dijo Charles, y Calibán se inclinó ceremoniosamente ante la señora D’Ardelo pronunciando frases incomprensibles.
La indiferencia delicadamente displicente con la que lo ignoró el ama de casa afianzó en Calibán el sentimiento de inutilidad de su lengua laboriosamente inventada, y empezó a invadirle un sentimiento de melancolía.
Por fortuna, tras esa decepción, un pequeño placer lo consoló enseguida: la sirvienta, a quien la señora D’Ardelo ordenó que se pusiera al servicio de esos dos señores, no podía quitar la vista de un ser tan exótico. Ella se dirigió a él varias veces, pero, cuando comprendió que él sólo sabía su propia lengua, se sintió al principio confusa y luego extrañamente relajada. El caso es que ella era portuguesa. Así pues, dado que Calibán se dirigía a ella en pakistaní, ella tenía una ocasión única de dejar de lado el francés, idioma que a ella no le gustaba, y de recurrir, ella también, a su propia lengua. La comunicación en dos lenguas incomprensibles para los dos los acercó el uno al otro.
Poco después, una camioneta se detuvo frente a la casa y dos empleados empezaron a subir lo que Charles les había encargado, botellas de vino y de whisky, jamón, salami, pastitas, y lo dejaron todo en la cocina. Ayudados por la sirvienta, Charles y Calibán cubrieron con un inmenso mantel una larga mesa en el salón y dispusieron en ella platos, bandejas, vasos y botellas. Entonces, al acercarse la hora del cóctel, se retiraron a una habitación que la señora D’Ardelo les había asignado. Sacaron de una maleta dos chaquetas blancas y se vistieron. No necesitaban espejo. Se miraron el uno al otro y no pudieron evitar una risita. Ése siempre ha sido para ellos un breve instante de placer. Olvidaban incluso que trabajaban por necesidad, para ganarse la vida; al verse enfundados en su disfraz blanco, tenían la sensación de divertirse.
Luego Charles se alejó hacia el salón, dejando a Calibán la tarea de arreglar las últimas bandejas. Una jovencita, segura de sí misma, entró en la cocina y se volvió hacia la sirvienta:
—¡No puedes salir al salón ni una sola vez! Si nuestros invitados te vieran, saldrían huyendo.
Y fijando la mirada en los labios de la portuguesa, soltó una carcajada:
—¿De dónde has sacado ese color? ¡Pareces un pájaro africano! ¡Un loro de Bububurundi! —y abandonó la cocina riendo.
Con los ojos humedecidos, la portuguesa se dirigió a Calibán (en portugués):
—La señora es amable, ¡pero su hija! ¡Qué mala es! Ha dicho eso porque usted le gusta. ¡En presencia de hombres, siempre es malvada conmigo! ¡Le encanta humillarme delante de los hombres!
Al no poder responderle, Calibán le acarició el pelo. Ella alzó los ojos hacia él y dijo (en francés):
—Mire, ¿es realmente tan feo el color de mis labios?
Ella inclinaba la cabeza de un lado a otro para que pudiera apreciar toda la longitud de sus labios.
—No —le dijo (en pakistaní)—, el color de sus labios le sienta muy bien…
Enfundado en su chaqueta blanca, Calibán le parecía a la sirvienta aún más sublime, aún más inverosímil, y le dijo (en portugués):
—Me alegro tanto de que esté aquí.
Él, animado por su elocuencia, contestó:
—Y no sólo sus labios, sino su rostro, su cuerpo, todo en usted, tal como la veo ante mí, es bello, muy bello…
—¡Oh, cuánto me alegro de que esté usted aquí! —contestó la sirvienta (en portugués).
La foto colgada de la pared

No sólo para Calibán, que ya no le ve ninguna gracia a su mistificación, sino también para todos mis personajes, esa velada se ha teñido de tristeza: para Charles, que se había sincerado con Alain acerca del temor que sentía por su madre enferma; y también para Alain, conmovido por ese amor filial que él mismo nunca había conocido; conmovido también por la imagen de una vieja campesina que pertenecía a un mundo que le era desconocido pero por el que, precisamente por eso, sentía nostalgia. Por desgracia, cuando él quiso prolongar la conversación, Charles tuvo que colgar porque tenía prisa. Fue cuando Alain cogió su móvil y llamó a Madeleine. Pero el teléfono sonó y sonó; en vano. Como tantas veces en momentos similares, dirigió su mirada a una foto en la pared. No tenía fotos en su estudio, salvo ésa: la cara de una mujer joven, su madre.
Unos meses después del nacimiento de Alain, ella abandonó a su marido, quien, por discreción, nunca dijo nada malo de ella. Era un hombre fino y tranquilo. El niño no alcanzaba a comprender cómo una mujer pudo abandonar a un hombre fino y tranquilo y aún menos comprendía cómo pudo ella abandonar a su hijo que (era muy consciente de ello), también desde la infancia (si no desde su concepción), era un ser fino y tranquilo.
—¿Dónde vive ella? —le había preguntado a su padre.
—Probablemente en América.
—¿Qué quiere decir «probablemente»?
—No tengo su dirección.
—Pero es su deber dártela.
—Ella no tiene deber alguno para conmigo.
—¿Y para conmigo? ¿Acaso no quiere tener noticias mías? ¿No quiere saber lo que hago? ¿No quiere saber que pienso en ella?
Un día el padre ya no pudo controlarse:
—Ya que insistes, te lo digo: tu madre nunca quiso que nacieras. Nunca quiso que corretearas por aquí, que te hundieras en ese sofá en el que te encuentras tan bien. Ella no quería saber de ti. ¿Lo entiendes al fin?
El padre no era un hombre agresivo. No obstante, pese a su reserva, no había podido ocultar su desacuerdo sagrado con una mujer que quería impedir que viniera al mundo un ser humano.
He contado ya la última vez que Alain se encontró con su madre cerca de la piscina de una casa alquilada para el verano. Tenía por entonces diez años. Tenía dieciséis cuando falleció su padre. Pocos días después del funeral, arrancó de un álbum familiar la foto de su madre, la hizo enmarcar, luego la colgó de la pared. ¿Por qué no había en su estudio ninguna foto de su padre? No lo sé. ¿Es acaso ilógico? Seguramente. ¿Injusto? Sin duda. Pero es así, en las paredes de su estudio había una única foto: la de su madre. Con la que, de vez en cuando, hablaba:
De cómo se pare a un hijo perdonazos

—¿Por qué no has abortado? ¿Te lo ha impedido él?
Una voz se dirige a él desde la foto:
—Nunca lo sabrás. Todo lo que inventas sobre mí no son sino cuentos de hadas. Pero me gustan tus cuentos de hadas. Incluso cuando me has convertido en una asesina que ha ahogado a un joven en un río. Me gustaba todo. Sigue, Alain. Cuenta. ¡Imagina! Te escucho.
Y Alain imaginó: imaginó a su padre encima del cuerpo de su madre. Antes del coito, ella le había avisado: «No he tomado la píldora, ¡ve con cuidado!». Él la tranquilizó. Ella se entrega sin desconfianza, pero cuando percibe en el rostro del hombre que el gozo se acerca, que ya viene, que crece, ella se pone a gritar: «Cuidado. ¡No, no, no quiero! ¡No quiero!», pero la cara del hombre se pone cada vez más roja, roja y repugnante, ella rechaza ese cuerpo que pesa, que la aprieta contra él, ella se debate, pero él la abraza aún más fuerte y entonces ella comprende que en él no hay la ceguera de la excitación, sino una voluntad, una voluntad fría y premeditada, mientras en ella lo que hay es más que la voluntad, es odio, un odio tanto más feroz cuanto que ha perdido la batalla.
No es la primera vez que Alain imaginaba ese coito; ese coito lo hipnotizaba y le inducía a suponer que cada ser humano es el calco del segundo durante el que ha sido concebido. Se levantó delante del espejo y observó su cara para hallar en ella las huellas del doble odio simultáneo que lo había engendrado: el odio del hombre y el odio de la mujer en el momento del orgasmo del hombre; el odio del hombre tranquilo y físicamente fuerte acoplado al odio de la mujer valiente y físicamente débil.
Se dijo que el fruto de ese doble odio sólo podía haber sido un perdonazos: él era tranquilo y fino como su padre; y seguirá siendo un intruso tal como lo había visto su madre. El que es a la vez un intruso y un tranquilo está condenado, según una lógica implacable, a pedir perdón toda su vida.
Miró el rostro colgado en la pared y, una vez más, vio a la mujer que, vencida, entra en el coche con su vestido mojado, se desliza sin ser vista por delante de la garita del portero, sube la escalera y entra descalza en el apartamento en el que permanecerá hasta que el intruso salga de su cuerpo, antes de abandonarlos a los dos unos meses más tarde.
Ramón llega al cóctel

de muy mal humor

Pese al sentimiento de compasión que había sentido al final de su encuentro en el Jardin du Luxembourg, Ramón no podía evitar que D’Ardelo perteneciera al tipo de gente que le caía mal. Aun cuando tuvieran los dos algo en común: la pasión por deslumbrar a los demás; sorprenderlos con una reflexión divertida; o conquistar a una mujer en sus mismísimas narices. Ramón, no obstante, no era un Narciso. Le gustaba el éxito siempre y cuando no suscitara envidias; le complacía ser admirado, pero rehuía a los admiradores. Su discreción había pasado a ser afán de soledad tras sentirse herido en su vida privada, y ante todo desde el año anterior, cuando fue a engrosar al funesto cortejo de los jubilados; sus comentarios inconformistas, que antaño le habían rejuvenecido, ahora lo convertían, pese a su aspecto engañoso, en un personaje inactual, fuera de nuestro tiempo y, por tanto, viejo.
De hecho, había decidido boicotear el cóctel al que su antiguo colega (aún sin jubilar) le había invitado y sólo cambió de parecer en el último momento, cuando Charles y Calibán le juraron que sólo su presencia podría hacerles llevadero su cometido de servir, cada vez más aburrido. Aun así, llegó muy tarde, mucho después de que uno de los invitados pronunciara un discurso a la mayor gloria del anfitrión. El apartamento estaba a tope. Al no conocer a nadie, Ramón se dirigió a la mesa tras la que sus dos amigos servían bebidas. Para ahuyentar el mal humor, les dirigió unas palabras que querían imitar el balbuceo pakistaní. Calibán le contestó con la auténtica versión de ese balbuceo.
Todavía de mal humor, paseaba entre desconocidos con un vaso en la mano cuando le atrajo la leve agitación de un grupo de personas vueltas hacia la puerta de entrada. Apareció una mujer, longuilínea, hermosa, en la cincuentena. Con la cabeza inclinada hacia atrás, deslizó varias veces la mano bajo el cabello, elevándolo y dejándolo caer con gracia, y brindó a unos y otros la voluptuosa expresión trágica de su rostro: ninguno de los invitados la había visto nunca, pero todos la reconocían por las fotos: La Franck. Se detuvo ante la mesa del bufé, se inclinó y le señaló a Calibán, con grave concentración, distintos canapés que le apetecían.
Su plato se llenó enseguida y Ramón pensó en lo que D’Ardelo le había contado en el jardin du Luxembourg: ella acababa de perder a su compañero, al que había amado tan apasionadamente que, gracias a un mágico decreto de los cielos, su tristeza en el momento de la muerte se transustanció en euforia y su deseo de vida se centuplicó. Él la observaba: según se metía canapés en la boca, al masticar sus enérgicos movimientos le agitaban la cara.
Cuando la hija de D’Ardelo (Ramón la conocía de vista) avistó a la célebre longuilínea, su boca se detuvo (ella también masticaba algo) y sus piernas empezaron a correr:
—¡Querida!
Quiso abrazarla, pero se lo impidió el plato que la célebre dama llevaba apoyado en el vientre.
—Querida —repitió mientras La Franck amasaba en la boca un gran trozo de pan con salami. Al no poder engullirlo entero, se ayudó con la lengua para empujar el bocado entre las molares y la mejilla; luego, no sin esfuerzo, intentó decir algo a la joven, que no entendió nada.
Ramón avanzó dos pasos para observarlas de cerca. La joven D’Ardelo engulló lo que ella misma llevaba en la boca y declaró con voz sonora:
—¡Lo sé todo! ¡Lo sé todo! Pero jamás la dejaremos sola. ¡Jamás!
La Franck, con los ojos fijos en el vacío (Ramón entendió que ella no sabía quién era la que le hablaba), trasladó parte del bocado al centro de su boca, lo masticó, tragó la mitad y dijo:
—El ser humano no es sino soledad.
—¡Oh, cuán bien hallado! —exclamó la joven D’Ardelo.
—Una soledad rodeada de soledades —añadió La Franck, tras lo cual engulló el resto, dio media vuelta y se fue a otra parte.
Sin que Ramón se diera cuenta, una leve sonrisa divertida se esbozó en su rostro.
Alain coloca una botella de Armagnac

encima del armario

Más o menos al mismo tiempo en que esa ligera sonrisa iluminaba inopinadamente la cara de Ramón, el timbre de un teléfono interrumpió las reflexiones de Alain acerca de la génesis de un perdonazos. Supo enseguida que era Madeleine. No es fácil comprender cómo podían esos dos hablarse siempre tanto tiempo y con tanto gusto cuando compartían tan pocos intereses comunes. Cuando Ramón explicó su teoría acerca de los observatorios, situados cada uno en un punto diferente de la Historia, desde los que la gente se habla sin poder comprenderse, enseguida Alain recordó a su amiga, ya que, gracias a ella, también él sabía que incluso el diálogo entre auténticos enamorados, si sus fechas de nacimiento están demasiado alejadas, no es sino una mezcla de dos monólogos que el otro sólo comprende en parte. Por eso, por ejemplo, nunca sabía si Madeleine deformaba los nombres de hombres célebres de antaño porque jamás había oído hablar de ellos o si los parodiaba adrede con el fin de hacer partícipe a los demás de que no sentía el menor interés por lo que hubiera ocurrido antes de su propia existencia. A Alain eso no le molestaba. Le divertía estar con ella tal cual era, e incluso se sentía aún más contento después, cuando se reencontraba en la soledad de su estudio, donde había colgado reproducciones de cuadros del Bosco, de Gauguin (y de quién sabe qué otros), que delimitaban para él su mundo íntimo.
Siempre había tenido la vaga idea de que, si hubiera nacido unos sesenta años antes, habría sido artista. Una idea realmente vaga, porque no sabía qué quería decir la palabra artista hoy en día. ¿Un pintor convertido en un decorador de escaparates? ¿Un poeta? ¿Existirán todavía los poetas? En las últimas semanas, lo que le había alegrado era tomar parte en la fantasía de Charles, en su obra para marionetas, en ese sinsentido que lo tenía cautivado precisamente porque no tenía sentido alguno.
A sabiendas de que jamás podría ganarse la vida haciendo lo que le habría gustado hacer (pero ¿sabía acaso lo que le habría gustado hacer?), había elegido, una vez terminados los estudios, un empleo en el que debía hacer valer no tanto su originalidad, sus ideas o su talento, como su inteligencia, o sea, esa capacidad aritméticamente medible que no se distingue entre distintos individuos sino cuantitativamente —unos más, otros menos—, siendo que Alain era más bien de los que tenían más; así pues, estaba bien remunerado y podía de vez en cuando comprarse una botella de Armagnac. Unos días antes, se había comprado una y descubierto en la etiqueta un número correspondiente al año de su propio nacimiento. Se dijo que la abriría el día de su cumpleaños para celebrar con los amigos su gloria, la gloria del eximio poeta que, gracias a su humilde veneración de la poesía, había jurado no volver a escribir un solo verso más.
Contento y casi alegre después de su larga charla con Madeleine, se subió a una silla con la botella de Armagnac, que dejó en lo alto de un armario (muy alto). Luego se sentó en el suelo y, apoyado contra la pared, fijó en ella la mirada, que lentamente la fue transfigurando en una reina.
Llamada de Quaquelique

al buen humor

Mientras Alain miraba la botella en lo alto del armario, Ramón no dejaba de reprocharse por estar donde no quería estar: toda aquella gente le disgustaba y él intentaba ante todo evitar un encuentro con D’Ardelo; en aquel mismo instante, lo veía a pocos metros de él, frente a La Franck, a la que intentaba seducir con su elocuencia; para alejarse, Ramón se refugió una vez más cerca de la larga mesa en la que Calibán servía vino de Burdeos en los vasos de tres invitados; por sus gestos y muecas, intentaba darles a entender que ese vino era de una rara calidad. Conocedores de los buenos modales, los señores alzaron sus vasos, los calentaron durante un buen rato entre sus manos, luego conservaron un buen trago en la boca, exhibieron el uno ante el otro sus rostros, que expresaban primero una gran concentración, luego una sorprendida admiración, y terminaron por proclamar en voz alta su más alta aprobación. Todo esto no duró más de un minuto, justo hasta que esa fiesta del paladar quedara brutalmente interrumpida por su conversación, y Ramón, que los observaba, tuvo la impresión de asistir a un funeral en el que tres sepultureros inhumaban el gusto sublime del vino arrojando sobre su ataúd la tierra y el polvo de su palabrería; una vez más asomó a su rostro una sonrisa distraída mientras, en ese mismo instante, una voz muy débil, apenas audible, más un silbido que una palabra, se deslizó a su espalda:
—Ramón, ¿qué haces aquí?
Se volvió y exclamó:
—¡Quaquelique! ¿Qué haces tú aquí?
—Ando buscando a una nueva amiguita —contestó mientras su rostro pequeño, pero soberbiamente carente de interés, se iluminaba.
—Querido —dijo Ramón—, sigues siendo el mismo, tal como te conocí.
—Ya sabes, no hay nada peor que aburrirse. Por eso voy cambiando de amiguitas. Sin eso, ¡no hay buen humor!
—¡Ah, el buen humor! —exclamó Ramón, como iluminado por esas dos palabras—. ¡Sí, tú lo has dicho! ¡El buen humor! ¡De eso se trata y de nada más! ¡Ah, qué placer verte! Hace unos días les hablé de ti a unos amigos, oh, mi Quaqui, mi querido Quaqueli, tendría que contarte tantas cosas…
En ese instante, Ramón vio a pocos pasos de él el rostro encantador de una mujer joven a quien él conocía; eso le fascinó, como si esos dos encuentros fortuitos, mágicamente vinculados por el mismo lapso de tiempo, le cargaran de energía; en su cabeza, el eco de las palabras «buen humor» sonaban como una llamada.
—Perdóname —le dijo a Quaquelique—, seguimos más adelante, ahora…, entiéndeme…
Quaquelique sonrió.
—¡Pues claro que te entiendo! ¡Anda, anda!
—Encantado de volver a verte, Julie —dijo Ramón a la joven—. Hacía mil años que no te veía.
—Culpa tuya —contestó ella mirándolo con impertinencia a los ojos.
—Hasta este mismo instante, no sabía qué motivo poco razonable me había traído a esta fiesta siniestra. Ahora sí lo sé.
—Y, de pronto, la fiesta siniestra ha dejado de serlo —rió Julie.
—La has desiniestrado tú —dijo Ramón riendo él también—. Pero ¿qué te ha traído a ti aquí?
Señaló a un grupo que rodeaba a una vieja (muy vieja) celebridad universitaria.
—Él siempre tiene algo que decir —luego, con una sonrisa prometedora—: estoy impaciente por volver a verte más tarde esta noche…
De excelente humor, Ramón entrevió detrás de la larga mesa a Charles, curiosamente ausente, la mirada fija en algún lugar por arriba. Esa extraña posición le intrigó y luego se dijo: Qué bueno es no tener que ocuparse de lo que ocurre allá arriba, qué bueno es estar presente aquí abajo, y miró a Julie, que ya se marchaba; los movimientos de su trasero le hacían guiños, le incitaban.



 Quinta parte

 

 

Una plumita planea bajo el techo





Una plumita planea bajo el techo

«Charles, curiosamente ausente, la mirada fija en algún lugar por arriba…». Éstas son las palabras que escribí en el último párrafo del capítulo anterior. Pero ¿qué observaba Charles allá arriba?
Un minúsculo objeto tembloroso bajo el techo; una diminuta plumita blanca que, lentamente, planeaba, descendía, subía. Detrás de la larga mesa cubierta de platos, botellas y vasos, Charles permanecía de pie, inmóvil, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, mientras los invitados, uno tras otro, intrigados por su postura, empezaban a seguirle la mirada.
Mientras observaba el vagabundeo de la plumita, Charles se sintió angustiado; le asaltó la idea de que el ángel en el que había estado pensado en las últimas semanas le avisaba así de que andaba por ahí, en algún lugar, muy cerca. Tal vez, enfurruñado, antes de que lo echaran del cielo, ya se le habría escapado de un ala esa minúscula pluma, apenas visible, como una huella de su ansiedad, como un recuerdo de la vida feliz compartida con las estrellas, como una tarjeta de visita que debía dar razón de su llegada y anunciar el final que se acerca.
Pero Charles aún no estaba preparado para afrontar el final; él habría querido aplazar ese final. La imagen de su madre enferma surgió ante él y su corazón se encogió.
Entretanto, la plumita seguía ahí, ascendía y descendía mientras, al otro lado del salón, La Franck, ella también, miraba hacia el techo. Alzó la mano levantando el índice para que la plumita pudiera aterrizar en él. Pero la plumita evitó el dedo de La Franck y siguió vagando.
El final de una ensoñación

Por encima de la mano alzada de La Franck, la plumita seguía con su vagabundeo, e imagino a unos veinte hombres agrupados alrededor de una gran mesa dirigiendo su mirada hacia arriba, aun cuando no haya plumita alguna; se sienten más confundidos y nerviosos en la medida en que ignoran que lo que les espanta no se encuentra ni delante (como un enemigo al que pudieran eliminar), ni debajo (como una trampa que la policía secreta pudiera desbaratar), sino que, en algún lugar por encima de ellos, planea una amenaza invisible, incorpórea, inexplicable, inasible, impunible, maliciosamente misteriosa. Algunos se levantan de su silla sin saber adonde quieren ir.
Sentado en un extremo de la gran mesa, impasible, veo a Stalin que refunfuña:
—¡Calmaos, cobardes! ¿De qué tenéis miedo? —Y con un tono de voz más alto—: ¡Sentaos, que todavía no se ha levantado la sesión!
Cerca de la ventana, Molotov dice en voz baja:
—Iósif, algo se está preparando. Cuentan que van a cargarse tus estatuas. —Luego, ante la mirada burlona de Stalin, bajo el peso de su silencio, dócilmente, baja la cabeza y vuelve a sentarse a la mesa.
Cuando todos han vuelto a ocupar sus lugares, Stalin dice:
—¡Eso se llama el fin de una ensoñación! Todas las ensoñaciones acaban un día. Es tan inesperado como inevitable. ¿Acaso no lo sabéis, ignorantes?
Todos callan, sólo Kalinin, que no consigue controlarse, proclama en voz alta:
—Pase lo que pase, ¡Kaliningrado siempre será Kaliningrado!
—Como debe ser. Me alegra saber que el nombre de Kant permanecerá para siempre vinculado al tuyo —contesta Stalin, cada vez más divertido—. Porque, como sabes, Kant se lo merece plenamente.
Y su risa, solitaria y alegre, vagabundea largo tiempo en la gran sala.
Lamento de Ramón

por el fin de las bromas

El eco lejano de la risa de Stalin vibró débilmente en el salón. Charles, detrás de la larga mesa de bebidas, seguía con la mirada fija en la plumita por encima del índice erguido de La Franck, y Ramón, en medio de todas esas cabezas que miraban hacia arriba, se alegraba de que hubiera llegado el momento en el que podría irse con Julie, sin que le vieran, discretamente. La buscó a diestro y siniestro, pero no estaba. Él seguía oyendo su voz; sus últimas palabras, que sonaban como una invitación. Seguía viendo cómo se alejaba su soberbio trasero enviándole señales. ¿Y si hubiera ido al baño? ¿O al tocador? Se metió por un pasillo y esperó ante la puerta. Salieron muchas señoras, lo miraron suspicaces, pero ella no apareció. Estaba claro. Se había ido. Ella le había despistado. De golpe, él ya sólo deseó abandonar a esa gente lúgubre, abandonarla sin perder un minuto más, en el acto, y se dirigió hacia la puerta. Pero unos pasos más allá, apareció Calibán ante él llevando una bandeja.
—¡Por Dios, Ramón, qué triste estás! Tómate enseguida un whisky.
¿Cómo hacerle un feo a un amigo? Por otra parte, ese encuentro repentino le pareció de un interés irresistible: ya que todos esos tontos, como hipnotizados, seguían de espaldas mirando arriba, hacia el mismo lugar absurdo, al fin él podría quedarse con Calibán, abajo, en tierra, en total intimidad, como en una isla de libertad. Se detuvieron y Calibán, como para decir algo gracioso, pronunció una frase en pakistaní.
Ramón contestó (en francés):
—Te felicito, amigo, por tu espléndido alarde lingüístico. Pero en lugar de alegrarme, has vuelto a hundirme en mi tristeza.
Tomó un vaso de whisky de la bandeja, lo bebió, lo devolvió a la bandeja, tomó un segundo y se lo quedó en la mano:
—Charles y tú habéis inventado la farsa de la lengua pakistaní para divertiros durante los cócteles mundanos en los que no sois más que lacayos de los esnobs. El placer de la mistificación debía protegeros. Ésa fue de hecho nuestra estrategia, la de todos nosotros. Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio. Pero me doy cuenta de que nuestras gracias ya perdieron todo su poder. Te esfuerzas por hablar pakistaní para alegrarte. Pero es en vano. Sólo sientes cansancio y tedio.
Ramón hizo una pausa y vio que Calibán ponía su índice en los labios:
—¿Qué pasa?
Calibán hizo un movimiento de cabeza señalando a un hombre, bajo, calvo, a dos o tres metros de ellos, el único que no tenía la mirada fija en el techo, sino más bien en ellos.
—¿Y? —preguntó Ramón.
—¡No hables francés! Nos está escuchando —murmuró Calibán.
—Pero ¿qué es lo que te preocupa?
—¡Te lo ruego, no hables francés! Desde hace una hora tengo la impresión de que me vigila.
Al comprender que la angustia de su amigo era real, Ramón pronunció unas improbables palabras en pakistaní.
Calibán no reaccionó y, después, algo más calmado:
—Ahora mira a otra parte —dijo y añadió—: Ya se va.
Confuso, Ramón tomó su whisky, volvió a dejar el vaso en la bandeja y cogió otro automáticamente (el tercero ya). Luego, le dijo serio:
—Te lo juro, no imaginaba ni de lejos esa posibilidad. Pero ¡en efecto! Si un esclavo de la verdad descubre que eres francés, pues, claro, ¡terminarías siendo sospechoso! ¡Pensará que, sin duda, alguna razón poco clara tendrás para ocultar tu identidad! ¡Avisará a la policía! ¡Te interrogarán! Explicarás que tu pakistaní era una broma. Se reirán: ¡vaya coartada más tonta! Seguro que preparabas un golpe. ¡Te pondrán las esposas!
Vio reaparecer la angustia en la cara de Calibán:
—¡No, no, olvida lo que acabo de decirte! Digo tonterías. ¡Exagero! —Luego, bajando la voz, añadió—: Sin embargo, te comprendo. Las bromas se han vuelto peligrosas. ¡Por Dios, tú debes de saberlo! Acuérdate de la historia de las perdices que Stalin contaba a sus amigos. ¡Y acuérdate de Jrushchov, que aullaba en el baño! ¡Él, el gran héroe de la verdad, escupiendo de desprecio! Era una escena profética. Anunciaba realmente un tiempo nuevo. ¡El crepúsculo de las bromas! ¡La era de la posbroma!
Una nubecilla de tristeza pasaba una vez más por encima de la cabeza de Ramón cuando, en su imaginación, reaparecieron, en el espacio de tres segundos, Julie y su trasero que ya se iban; rápidamente apuró el vaso, volvió a dejarlo, tomó otro (el cuarto) y exclamó:
—Querido amigo, una sola cosa me hace falta: ¡el buen humor!
Calibán miró una vez más a su alrededor; el hombrecito calvo se había ido; eso le calmó; sonrió.
Y Ramón continuó:
—¡Ah, el buen humor! ¿Nunca has leído a Hegel? Claro que no. No sabes siquiera quién es. Pero nuestro maestro, que nos ha inventado a todos, me obligó antaño a estudiarlo. En su reflexión sobre lo cómico, Hegel dice que el verdadero humor es impensable sin el infinito buen humor, escúchalo bien, eso es lo que dice literalmente: «infinito buen humor»; «unendliche Wohlgemutheit!». No la burla, no la sátira, no el sarcasmo. Sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella.
Después de una pausa, con el vaso en la mano, dijo lentamente:
—Sí, pero ¿cómo encontrar el buen humor? Ramón bebió y dejó el vaso vacío encima de la bandeja. Calibán le dedicó una sonrisa de despedida, dio media vuelta y se fue. Ramón levantó el brazo hacia el amigo que se alejaba y gritó: —¿Cómo encontrar el buen humor?
Se va La Franck

Ramón tan sólo oyó por respuesta gritos, risas, aplausos. Volvió la cabeza hacia el otro lado del salón, allí donde la plumita por fin había aterrizado en el índice erguido de La Franck, que levantaba la mano lo más alto posible, como un director de orquesta dirigiendo los últimos compases de una gran sinfonía.
Luego el público, excitado, se fue calmando lentamente y La Franck, con la mano siempre en alto, declamó con voz estentórea (pese al trozo de pastel que tenía en la boca):
—El cielo me señala que mi vida será aún mejor que antes. ¡La vida es más fuerte que la muerte, porque la vida se alimenta de la muerte!
Calló, miró a su público y tragó el resto del pastel.
La gente a su alrededor la aplaudía y D’Ardelo se acercó a La Franck como si quisiera abrazarla solemnemente en nombre de todos. Pero ella no lo vio y, con la mano alzada hacia el techo, la plumita todavía entre el pulgar y el índice, se dirigió lentamente hacia la salida, dando delicados saltitos.
Se va Ramón

Maravillado, Ramón contemplaba la escena y sentía la risa renacer en su cuerpo. ¿La risa? ¿Le habrá distinguido el buen humor hegeliano por fin desde arriba y habrá decidido acogerlo en su seno? ¿No era una señal para captar esa risa, para guardarla el mayor tiempo posible?
Su mirada furtiva cayó sobre D’Ardelo. Durante toda la velada lo había evitado. ¿Debería, por cortesía, despedirse de él? ¡No! ¡No estropearía el gran momento único de su buen humor! Había que salir lo más rápido posible.
Alegre y completamente borracho, bajó la escalera, saltó a la calle y buscó un taxi. De vez en cuando se le escapaba una carcajada.
El árbol de Eva

Ramón buscaba un taxi mientras Alain estaba sentado cabizbajo en el suelo de su estudio apoyado en la pared; tal vez se haya dormido. Una voz femenina lo despertó:
«Me gusta todo lo que me has contado, me gusta todo lo que inventas, no tengo nada que añadir. Salvo, quizá, lo del ombligo. Para ti el modelo de mujer sin ombligo es un ángel. Para mí, es Eva, la primera mujer. No nació de vientre alguno, y sí de un capricho, de un capricho del creador. De ella, de su vulva, de la vulva de una mujer sin ombligo, es de donde procede el primer cordón umbilical. Si creyera en la Biblia, de ella también salieron otros cordones, un hombrecito o una mujercita atada a cada uno de ellos. Los cuerpos de los hombres permanecían sin continuidad, del todo inútiles, mientras que del sexo de cada mujer salía otro cordón que en su extremo llevaba a otra mujer o a otro hombre, y todo ello, repetido millones y millones de veces, se convirtió en un inmenso árbol, un árbol formado por una infinidad de cuerpos, un árbol cuyas ramas alcanzan el cielo. E imagina que ese árbol gigantesco está arraigado en la vulva de una única mujer, de la primera mujer, de la pobre Eva sin ombligo.
»Cuando yo me quedé embarazada, me sentía como parte de ese árbol, colgada de uno de esos cordones, y a ti, que todavía eras no nato, te imaginaba planeando en el vacío, atado a un cordón salido de mi cuerpo, y a partir de ese momento soñé con un asesino que, allá abajo, degüella a la mujer sin ombligo, imaginé su cuerpo que agoniza, muere, se descompone, de tal manera que ese inmenso árbol que creció en ella, convertido de pronto en un árbol sin raíces, sin fundamento, empieza a caer, vi la infinidad de ramas descender como un inmensa lluvia gigantesca y, entiéndeme bien, no he soñado con el fin de la historia de la humanidad, el fin de la abolición del porvenir, no, no, lo que deseé es la total desaparición de los hombres con su futuro y su pasado, con su comienzo y su final, con toda la duración de su existencia, con toda su memoria, con Nerón y Napoleón, con Buda y Jesús, deseé la total aniquilación del árbol arraigado en el pequeño vientre sin ombligo de una primera mujer idiota que no sabía lo que hacía y cuántos horrores iba a costarnos su coito miserable, que sin duda tampoco le aportó el más mínimo placer…».
La voz de la madre calló, Ramón detuvo un taxi, y Alain, apoyado en la pared, volvió a adormecerse.



 Sexta parte

 

 

La caída de los ángeles





Adiós a Mariana

Cuando los últimos invitados se fueron, Charles y Calibán devolvieron sus chaquetas blancas a las maletas y volvieron a ser personas normales. La portuguesa les ayudó con tristeza a recoger los platos, los cubiertos, las botellas y a dejarlo todo en un rincón de la cocina para que los empleados lo recogieran al día siguiente. Con la mejor intención de serles útil, ella se situaba siempre cerca, de tal manera que los dos amigos, cansados de seguir intercambiando ridículas palabras sin sentido, no pudieron encontrar un segundo de tregua, un único instante para intercambiarse una sola idea sensata en francés.
Sin su chaqueta blanca, Calibán le pareció a la portuguesa un dios bajado del cielo para convertirse en un hombre cualquiera, con el que incluso una pobre sirvienta podía hablar sin obstáculos.
—¿Usted realmente no entiende nada de lo que le digo? —preguntó ella (en francés).
Calibán respondió algo (en pakistaní), muy lentamente, articulando con sumo cuidado cada sílaba, la mirada hundida en la suya.
Ella lo escuchó con atención como si, pronunciada al ralentí, esa lengua hubiera podido hacerse más comprensible. Pero tuvo que confesar su derrota:
—Ni siquiera hablando tan despacio entiendo nada —dijo con tristeza.
Luego, dirigiéndose a Charles:
—¿Podría decirle usted algo en su lengua?
—Sólo las frases más simples y relacionadas con la cocina.
—Lo sé —suspiró ella.
—¿Le gusta? —preguntó Charles.
—Sí —dijo poniéndose roja.
—¿Qué puedo hacer por usted? ¿Debería yo decirle que él le gusta?
—No —respondió ella negando con violencia con la cabeza—. Dígale, dígale… —reflexionó—. Dígale que debe de sentirse muy solo aquí, en Francia. Muy solo. Quería decirle que, si necesita algo, una ayuda, o incluso si necesita comer…, yo podría…
—¿Cómo se llama usted?
—Mariana.
—Mariana, es usted un ángel. Un ángel que surge en medio de mi viaje.
—Yo no soy un ángel.
De pronto inquieto, Charles pensó: «Yo también deseo que no lo sea. Porque sólo veo el ángel hacia el final. Y quisiera posponer el final tanto como sea posible».
Al pensar en su madre, olvidó lo que Mariana le había pedido; ella se lo recordó suplicando:
—Le pedí, señor, que le dijera…
—¡Ah, sí! —dijo Charles, y lanzó en dirección de Calibán un montón de sonidos absurdos.
Éste se acercó a la portuguesa. La besó en la boca, pero la chica tenía los labios muy apretados y su beso fue de una intransigente castidad. Luego, ella salió corriendo.
Ese pudor los dejó nostálgicos. En silencio, bajaron la escalera y se sentaron en el coche.
—¡Calibán, despierta! Ella no es para ti.
—Ya lo sé, pero déjame lamentarlo. Está llena de bondad y yo también quisiera hacer algo bueno por ella.
—Pero tú no puedes hacer nada bueno por ella. Con tu presencia sólo podrías hacerle daño —dijo Charles, y arrancó.
—Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Me ha puesto nostálgico. Nostálgico de la castidad.
—¿Qué? ¿De la castidad?
—Sí. A pesar de mi estúpida fama de marido infiel, ¡siento una insalvable nostalgia de la castidad! —Y añadió—: ¡Vamos a visitar a Alain!
—Ya debe de estar durmiendo.
—Lo despertamos. Tengo ganas de beber. Contigo y con él. Brindar a la mayor gloria de la castidad.
La botella de Armagnac

en su orgullosa altura

Se oyó en la calle el sonido largo y agresivo de una bocina. Alain abrió la ventana. Abajo, Calibán dio un portazo al coche y gritó:
—¡Somos nosotros! ¿Podemos subir?
—Sí, subid.
Desde la escalera, Calibán voceó:
—¿Tienes algo de beber?
—No te reconozco. ¡Nunca fuiste un bebedor! —dijo Alain abriendo la puerta de su estudio.
—¡Hoy es una excepción! ¡Quiero brindar por la castidad! —dijo Calibán entrando en el estudio seguido de Charles.
Después de tres segundos de duda, Alain sacó su lado bonachón:
—Si quieres realmente brindar por la castidad, caes bien, la ocasión soñada… —y señaló el armario donde imperaba la botella.
—Alain, necesito llamar por teléfono —dijo Charles y, para hacerlo sin testigos, se refugió en el vestíbulo y cerró la puerta tras él.
Calibán contemplaba la botella encima del armario.
—¡Armagnac!
—La puse allá arriba para que se imponga como una reina en su trono —dijo Alain.
—¿De qué añada es? —Calibán intentó leer la etiqueta y dijo, con admiración—: ¡No! ¡Es imposible!
—¡Ábrela! —le ordenó Alain.
Calibán acercó una silla y subió. Pero, incluso subido a la silla, apenas conseguía tocar la parte baja de la botella, inaccesible en su orgullosa altura.
El mundo según Schopenhauer

Rodeado de los mismos camaradas al final de la misma gran mesa, Stalin se vuelve hacia Kalinin:
—Créeme, amigo, yo también estoy seguro de que la ciudad del célebre Immanuel Kant seguirá siendo para siempre Kaliningrado. Como padrino de su ciudad natal, ¿podrías explicarnos cuál fue la idea más importante de Kant?
Kalinin no tenía ni idea. De modo que, según su vieja costumbre, aburrido de su ignorancia, Stalin contestó por él:
—La idea más importante de Kant, camaradas, es la «cosa en sí», que en alemán es: «Dingan sich». Kant pensaba que, detrás de nuestras representaciones, hay una cosa objetiva, una «Ding», que no podemos conocer, pero que no obstante es real. Pero esta idea es falsa. No hay nada real detrás de nuestras representaciones, ninguna «cosa en sí misma», ninguna «Ding an sich».
Todos escuchan desconcertados y Stalin prosigue:
—Schopenhauer estuvo más cerca de la verdad. ¿Cuál fue, camaradas, la gran idea de Schopenhauer?
Todos evitan la mirada burlona del examinador que, según su célebre costumbre, termina por contestarse a sí mismo:
—La gran idea de Schopenhauer, camaradas, es la de que el mundo no es más que representación y voluntad. Eso significa que, tras el mundo tal como lo vemos, no hay nada objetivo, ninguna «Ding an sich» y que, para hacer que exista esa representación, para hacerla real, debe haber una voluntad; una enorme voluntad que la impondrá.
Zhdánov protesta tímidamente:
—¡Iósif, el mundo como representación! Toda la vida nos has obligado a afirmar que era una mentira de la filosofía idealista de la clase burguesa.
—¿Cuál es, camarada Zhdánov —contestó Stalin—, la primera propiedad de una voluntad?
Zhdánov calla y Stalin responde:
—Su libertad. Puede afirmar lo que quiera. Dejémoslo. La verdadera pregunta es ésta: hay tantas representaciones del mundo como hay personas en nuestro planeta; eso crea inevitablemente el caos; ¿cómo poner orden a ese caos? La respuesta es clara: imponiendo a todo el mundo una única representación. Y sólo se puede imponer gracias a una única voluntad, una única, inmensa voluntad, una voluntad por encima de todas las demás voluntades. Esto es lo que he hecho mientras las fuerzas me lo han permitido. ¡Y os aseguro que, bajo el dominio de una gran voluntad, la gente termina por creer cualquier cosa! ¡Oh, camaradas, cualquier cosa!
Y Stalin rió, con felicidad en la voz.
Al acordarse de la historia de las perdices, mira con malicia a sus colaboradores y, en particular, a Jrushchov, bajito y rechoncho, que en aquel instante tiene las mejillas enrojecidas y que se atreve, una vez más, a mostrarse valiente:
—No obstante, camarada Stalin, aunque entonces se creyeran cualquier cosa que proviniera de ti, hoy ya han dejado de creerte del todo.
Un puñetazo en la mesa

que repercutirá en todas partes

—Lo has entendido todo —responde Stalin—: han dejado de creerme. Porque mi voluntad se ha cansado. Mi pobre voluntad, que invertí totalmente en aquella ensoñación que el mundo entero tomó en serio. Sacrifiqué por ella todas mis fuerzas, me sacrifiqué yo mismo. Y os pido que me contestéis, camaradas: ¿por quién me he sacrificado?
Confundidos, los camaradas ni siquiera intentan abrir la boca. Stalin se contesta a sí mismo:
—Me he sacrificado, camaradas, por la humanidad.
Como aliviados, todos aprueban ese discurso. Kaganóvich incluso se pone a aplaudir.
—Pero ¿qué es la humanidad? No es nada objetivo, no es sino mi propia representación subjetiva, a saber: es lo que he podido ver a mi alrededor con mis propios ojos. ¿Y qué vi todo el tiempo con mis propios ojos, camaradas? ¡Os he visto a vosotros! ¡Recordad el baño donde os encerrabais para arremeter contra mi historia de las veinticuatro perdices! Me divertía mucho en el pasillo oyéndoos aullar, pero al mismo tiempo me decía: ¿habré gastado todas mis fuerzas para semejantes gilipollas? ¿Habré vivido para ellos? ¿Para esos miserables? ¿Para estúpidos tan exageradamente ordinarios? ¿Para esos Sócrates de alcantarilla? Y, al pensar en vosotros, sentía que flaqueaba mi voluntad, que se cansaba, se hartaba, y la ensoñación, nuestra hermosa ensoñación, al dejar de sostenerla mi voluntad, se ha desmoronado como una inmensa construcción cuyos pilares se han derrumbado.
Y, para ilustrar ese derrumbe, Stalin deja caer su puño sobre la mesa, que tiembla.
La caída de los ángeles

El puñetazo de Stalin retumba largo tiempo por encima de sus cabezas. Brézhnev mira por la ventana y no consigue dominarse. Lo que ve es increíble: un ángel cuelga por encima de los tejados, con las alas desplegadas. Se levanta y exclama:
—¡Un ángel, un ángel!
Los demás también se levantan:
—¿Un ángel? ¡No lo veo!
—¡Sí, allá arriba!
—¡Dios mío, otro más! ¡Se cae! —suspira Beria.
—¡Idiotas! Muchos serán los que veréis caer —resopla Stalin.
—Un ángel, ¡es una señal! —proclama Jrushchov.
—¿Una señal? Pero ¿de qué será esa señal? —suspira Brézhnev, paralizado por el miedo.
El viejo Armagnac

se derrama en el parquet

En efecto, ¿qué indica esa caída? ¿Una utopía asesinada tras la cual ya no habrá otras? ¿Una época de la que ya no quedará huella? ¿Libros y cuadros arrojados al vacío? ¿Una Europa que ya no será Europa? ¿Bromas de las que ya nadie reirá?
Alain no se hacía estas preguntas, asustado de ver a Calibán que, agarrando con una mano la botella, acababa de caer de la silla al suelo. Se inclinó sobre su cuerpo, que yacía de espaldas sin moverse. Tan sólo el viejo (¡viejisísimo!) Armagnac iba desparramándose desde la botella rota por el parquet.
Un desconocido

se despide de su amante

En aquel mismo instante, en la otra punta de París, una hermosa mujer se despertaba en su cama. Ella también había oído un sonido fuerte y breve como un puñetazo en una mesa; detrás de sus ojos cerrados, seguían vivos algunos recuerdos de sueños; en el duermevela, recordaba que habían sido sueños eróticos; los detalles concretos ya se habían desvanecido, pero ella se sentía de buen humor, porque, sin ser fascinantes ni inolvidables, esos sueños eran sin duda placenteros.
Y, de pronto, oyó: «Ha sido muy bonito»; sólo entonces, al abrir los ojos, vio a un hombre cerca de la puerta a punto de salir. La voz llegaba desde arriba, débil, delicada, frágil, similar a la silueta misma de su portador. ¿Lo conocía ella? Claro que sí, se acordaba vagamente: un cóctel en casa de D’Ardelo, donde también se encontraba el viejo Ramón, que está enamorado de ella; para huir de él, ella se había dejado acompañar por un desconocido; recordaba que era muy amable, tan discreto y casi invisible que era incluso incapaz de evocar el momento en que se habían separado. Pero, Dios mío, ¿se habían separado?
—Realmente muy bonito, Julie —repitió él desde la puerta y ella se dijo, ligeramente sorprendida, que sin duda ese hombre había pasado la noche en la misma cama que ella.
La mala señal

Quaquelique alzó la mano para un último saludo, luego bajó a la calle, se sentó en su modesto coche mientras en un estudio en la otra punta de París, Calibán, ayudado por Alain, se levantaba del suelo.
—¿Todo bien?
—Todo bien. Todo en orden, salvo el Armagnac… Ya no queda nada. ¡Perdóname, Alain!
—Soy yo el perdonazos —dice Alain—, es culpa mía si te he dejado subir a esa vieja silla estropeada. —Y preocupado—: Pero, amigo, ¡cojeas!
—Un poco, pero no es nada grave.
En ese momento, Charles volvió a entrar apagando su móvil. Vio a Calibán que, extrañamente encorvado, seguía con la botella rota en la mano.
—¿Qué ha pasado?
—He roto la botella —le anunció Calibán—. Ya no queda Armagnac. Mala señal.
—Sí, muy mala señal. Tengo que salir sin más tardar hacia Tarbes —dijo Charles—. Mi madre está agonizando.
Stalin y Kalinin se evaden

Que caiga un ángel es sin duda una señal. En la sala del Kremlin, todos tienen miedo, con los ojos fijos en las ventanas. Stalin sonríe y, aprovechando que nadie lo mira, se aleja hacia una discreta portezuela en un rincón de la sala. La abre y se encuentra en un cuchitril. Se quita la chaqueta del uniforme oficial y se enfunda una parka, vieja y desgastada, luego coge una larga escopeta de caza. Disfrazado de cazador de perdices, vuelve a la sala y se dirige hacia la gran puerta que se abre al pasillo. Todo el mundo mantiene la mirada fija en las ventanas y nadie lo ve. En el último momento, cuando está a punto de poner la mano encima del picaporte de la puerta, se detiene un segundo como si quisiera echar una última mirada traviesa a sus camaradas. En ese preciso instante, su mirada se cruza con la de Jrushchov, que se pone a gritar:
—¡Es él! ¿Lo veis con ese traje? ¡Hará creer a todo el mundo que es un simple cazador! ¡Nos dejará a todos metidos en el lío! ¡Pero el culpable es él! ¡Nosotros no somos más que víctimas! ¡Sus víctimas!
Stalin ya se encuentra lejos en el pasillo, mientras Jrushchov da puñetazos en la pared, en la mesa, patalea en el suelo con sus enormes botas ucranianas mal enceradas. Incita a los demás a que también se indignen y al poco todos gritan, vociferan, patalean, saltan, dan puñetazos a la pared y en la mesa, martillean el suelo con las sillas, hasta el punto de que la sala retumba con un ruido infernal. Es un guirigay como cuando, antaño, durante las pausas, se reunían todos en el baño delante de los urinarios coloreados y adornados de florecillas de cerámica.
Están todos allí, como antaño; sólo Kalinin se ha alejado discretamente. Ahuyentado por unas terribles ganas de orinar, vaga por los pasillos del Kremlin; sin embargo, incapaz de encontrar donde mear, termina por salir corriendo a la calle.






Séptima parte

 

 

La fiesta de la insignificancia





Diálogo en la moto

Al día siguiente, hacia las once de la mañana, Alain se había citado con sus amigos Ramón y Calibán delante del museo próximo al Jardin du Luxembourg. Antes de salir de su estudio, se volvió para decir adiós a su madre en la foto. Luego, salió a la calle y se dirigió hacia su moto, aparcada no muy lejos del estudio. Al subir en ella, tuvo la vaga sensación de sentir en la espalda la presencia de un cuerpo. Como si Madeleine le acompañara y apenas le rozara.
Esa ilusión le conmovió; le pareció que expresaba el amor que él sentía por su amiga, y arrancó.
Luego oyó una voz a su espalda:
—Querría seguir hablando contigo.
No, no era Madeleine. Reconoció la voz de su madre.
Había un atasco en la calle y él oyó tras de sí:
—Quiero estar segura de que entre tú y yo no hay ningún malentendido, que nos entendemos bien tú y yo…
Se vio obligado a frenar. Un peatón que se había metido por el medio y atravesaba la calle se volvió hacia él con gestos amenazadores.
—Te seré sincera. Desde siempre me ha horrorizado la idea de arrojar al mundo a alguien que no lo ha pedido.
—Lo sé —dijo Alain.
—Mira a tu alrededor: nadie de los que te rodean está aquí por su voluntad. Es evidente que lo que acabo de decirte es la más trivial de todas las verdades. Es hasta tal punto trivial, y a tal punto esencial, que ya ni se la ve ni se la oye.
Él siguió su camino entre un camión y un coche que desde hacía unos minutos lo iban apretando a cada lado.
—Todo el mundo habla de los derechos humanos. ¡Menuda engañifa! Tu existencia no se asienta sobre ningún derecho. Esos caballeros de los derechos humanos incluso te prohíben poner fin a tu vida por tu propia voluntad.
En un cruce se encendió la luz roja de un semáforo. Alain se detuvo. Los peatones a los dos lados de la calle se pusieron en marcha hacia la acera de enfrente.
Y siguió hablándole la madre:
—¡Míralos, míralos a todos! Al menos la mitad de los que ves son feos. ¿También forma parte de los derechos humanos ser feo? ¿Sabes tú lo que significa cargar con tu fealdad toda la vida? Tampoco has elegido tu sexo. Ni el color de tus ojos. Ni tu siglo. Ni tu país. Ni tu madre. Nada de lo que realmente cuenta. Los derechos de los que puede disponer el ser humano sólo se refieren a nimiedades por las que carece de sentido luchar unos contra otros o escribir solemnes declaraciones.
Alain seguía adelante y la voz de su madre se suavizó:
—Existes tal como eres porque he sido débil. Por mi culpa. Te ruego que me perdones.
Él callaba, pero dijo al fin con voz apacible:
—¿De qué te sientes culpable? ¿De no haber tenido la fuerza de impedir mi nacimiento? ¿O de no haberte reconciliado con mi vida que, por otra parte, tampoco está tan mal?
Tras un silencio, ella contestó:
—Tal vez tengas razón. Por eso soy doblemente culpable.
—Yo soy quien debe pedir perdón —dijo Alain—. Caí en tu vida como una boñiga. Te he expulsado a América.
—¡Déjate de disculpas! ¿Qué sabes tú de mi vida, tontito mío? ¿Puedo llamarte tonto? Sí, no te enfades, pero a mí me parece que eres tonto. ¿Y sabes cuál es el origen de tu idiotez? ¡Tu bondad! ¡Tu ridícula bondad!
Llegaron al Jardín du Luxembourg. Aparcó la moto.
—No protestes, y déjame pedir perdón —dijo—. Soy un perdonazos. Así es como me habéis fabricado, tú y él. Y, como perdonazos, disfruto cuando nos pedimos mutuamente perdón tú y yo. ¿No es acaso hermoso pedir perdón el uno al otro?
Una vez aparcada la moto, se dirigieron hacia el museo al fondo del jardín:
—Créeme —dijo él—, estoy de acuerdo contigo en todo lo que acabas de decirme. En todo. ¿No es acaso bonito estar de acuerdo tú y yo? ¿No es acaso bella nuestra alianza?
—¡Alain! ¡Alain! —una voz de hombre interrumpió su conversación:
—¡Me miras como si nunca me hubieras visto!
Ramón discute con Alain

sobre la época de los ombligos

Sí, era Ramón el que llamaba.
—Esta mañana la mujer de Calibán me ha llamado —le dijo a Alain—. Me ha hablado de vuestra juerga de anoche. Lo sé todo. Charles se ha ido a Tarbes. Su madre está agonizando.
—¡Dios mío! —exclamó Alain—. ¿Y Calibán? Cuando estuvo en mi casa se cayó de una silla.
—Me lo ha dicho ella. Y al parecer no ha sido poca cosa. Según ella, le cuesta caminar. Le duele. Ahora está durmiendo. Él quería ir con nosotros a ver la exposición de Chagall. No la verá. Yo tampoco, por otra parte. No soporto hacer colas. ¡Mira!
Hizo un gesto en dirección a la multitud que avanzaba lentamente hacia la entrada del museo.
—Tampoco es tan larga —dijo Alain.
—Quizá no sea tan larga, pero es repulsiva.
—¿Cuántas veces has llegado ya hasta aquí y te has vuelto a ir?
—Tres veces. De manera que, en realidad, ya no vengo aquí para ver a Chagall, sino para comprobar que de una semana a otra las colas son cada vez más largas, y por tanto el planeta está cada vez más poblado. ¡Míralos! ¿Crees realmente que, de repente, se han puesto todos a admirar a Chagall? Están dispuestos a ir a cualquier parte, a hacer lo que sea, tan sólo para matar el tiempo con el que no saben qué hacer. No conocen nada, de modo que se dejan llevar. Son magníficamente llevables. Perdóname, pero estoy de mal humor. Ayer bebí mucho. Decididamente bebí demasiado.
—Entonces, ¿qué quieres hacer?
—¡Paseemos por el parque! Hace buen tiempo. Sí, sé que el domingo hay más gente. Pero no importa. ¡Mira qué sol!
Alain no protestó. En efecto, la atmósfera en el parque era apacible. Algunos corrían, otros paseaban, en el césped un círculo de personas hacía gestos extraños y lentos, otros comían helados, otros aún, al otro lado de unas alambradas, jugaban al tenis…
—Aquí —dijo Ramón— me siento mejor. Ya sé que la uniformidad está en todas partes. Pero en este parque, dispone al menos de una gran variedad de uniformes. Así puedes conservar aún la ilusión de tu individualidad.
—La ilusión de la individualidad… ¡Curioso! Hace unos minutos he sostenido una extraña conversación.
—¿Conversación? ¿Con quién?
—Y luego, está el ombligo…
—¿Qué ombligo?
—¿No te había hablado ya de eso? Desde hace algún tiempo, pienso mucho en el ombligo…
Como si lo hubiera montado un director de teatro invisible, pasaron por delante de ellos dos jovencitas exhibiendo el ombligo con elegancia.
Ramón se limitó a decir:
—En efecto.
Y Alain siguió en lo suyo:
—Hoy en día se ha puesto de moda pasear así con el ombligo al aire. Dura como mínimo hace diez años.
—Pasará como todas las modas.
—¡Pero no olvides que la moda del ombligo inauguró el nuevo milenio! Como si, en esa fecha simbólica, alguien hubiera levantado una cortina que, durante siglos, nos hubiera impedido ver lo esencial: ¡que la individualidad es una ilusión!
—Sí, sin duda, pero ¿qué relación ves con el ombligo?
—En el cuerpo erótico de la mujer, algunos lugares son excelsos: siempre creí que eran tres: los muslos, las nalgas, los pechos.
Ramón reflexionó y dijo:
—Por qué no…
—Y luego un día comprendí que hay que añadirles un cuarto lugar: el ombligo.
Tras un instante de reflexión, Ramón reconoció:
—Sí, tal vez.
Y Alain continuó:
—Los muslos, los pechos, las nalgas adquieren en cada mujer una forma distinta. Estos tres lugares excelsos no son pues tan sólo excitantes, expresan al mismo tiempo la individualidad de una mujer. No puedes equivocarte acerca de las nalgas de la mujer a la que amas. Reconocerías entre cien las nalgas amadas. Pero no puedes identificar a la mujer a la que amas por su ombligo. Todos los ombligos son iguales.
Al menos unos veinte niños pasaron riendo y gritando al lado de los dos amigos.
Alain prosiguió:
—Cada uno de esos cuatro lugares excelsos representa un mensaje erótico. Y me pregunto acerca del mensaje erótico que nos transmite el ombligo. —Y tras una pausa—: Algo salta a la vista: contrariamente a los muslos, a las nalgas y a los pechos, el ombligo no dice nada de la mujer que lo tiene, habla de algo que no es esa mujer.
—¿Qué dice, entonces?
—Habla del feto.
—Del feto, por supuesto —aprobó Ramón.
Y Alain continuó:
—Antaño, el amor era la celebración de lo individual, de lo inimitable, la gloria de lo único, de lo que no admite repetición. Pero el ombligo no sólo no se rebela contra la repetición, ¡es una llamada a las repeticiones! De modo que en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo. Bajo este signo, seremos todos soldados del sexo, con la mirada fija no sobre la mujer amada, sino sobre el mismo agujerito en medio del vientre que representa el único sentido, la única meta, el único porvenir de todo deseo erótico.
De pronto, un encuentro inesperado interrumpió la conversación. D’Ardelo se acercaba a ellos por la misma alameda.
Llega D’Ardelo

Él también había bebido demasiado, había dormido mal y ahora salía a airearse paseando por el Jardin du Luxembourg. La visión de Ramón, de entrada, le incomodó. Lo había invitado a su cóctel sólo por educación, porque le había encontrado a dos amables sirvientes para su fiesta. Y, como ese jubilado ya había perdido toda importancia para él, D’Ardelo ni siquiera había intentado encontrar un segundo para acogerlo en su cóctel y darle la bienvenida. Al sentirse ahora culpable, abrió los brazos y exclamó:
—¡Amigo Ramón!
Ramón recordaba haberse escabullido del cóctel sin decirle siquiera a su antiguo colega un simple adiós. Pero el estruendoso saludo de D’Ardelo alivió su mala conciencia; él también abrió los brazos exclamando: «¡Qué tal, querido amigo!», le presentó a Alain y le invitó cordialmente a unirse a ellos.
D’Ardelo recordaba que había sido en ese mismo parque donde se le había ocurrido de golpe inventar la extraña mentira acerca de su enfermedad mortal. Y ahora, ¿qué iba a hacer? No podía contradecirse; no tenía más remedio que seguir estando gravemente enfermo; por otra parte, no le parecía tan pesado, pues había comprendido muy pronto que no había motivo para contener su buen humor, ya que las chácharas ligeras y alegres convierten al hombre trágicamente enfermo en un ser aún más atractivo y admirable.
Se puso, pues, a charlar en un tono despreocupado y distraído con Ramón y su amigo sobre ese parque que formaba parte de su paisaje más íntimo, de su «mundo», como repitió en varias ocasiones; les hablaba de todas esas estatuas de poetas, pintores, ministros, reyes. «Y es que», les dijo, «¡la Francia del pasado sigue estando viva!». Luego, con una amable y jovial ironía, les señaló las estatuas blancas de las grandes damas de Francia, reinas, princesas, regentes, alzadas en toda su grandeza de los pies a la cabeza cada una en su pedestal; alejadas una de otra unos diez o quince metros, formaban un gran círculo que rodeaba, en un nivel inferior, un hermoso estanque.
Más allá, en medio de un gran griterío, se reunían varios grupos de niños que acudían de todas partes.
—¡Ah, los niños! ¿Oís cómo ríen? —sonrió D’Ardelo—. Hoy se celebra una fiesta, ya no recuerdo cuál. Una fiesta para niños.
De repente, prestó atención:
—Pero ¿qué ocurre allí?
Llegan un cazador y un meón

Desde la Avenue de l’Observatoire, un hombre de unos cincuenta años, bigotudo, vestido con una vieja parka usada y llevando al hombro una larga escopeta de caza, corre por el paseo principal en dirección al círculo de las grandes damas de mármol. Va gesticulando y gritando. Los paseantes a su alrededor se detienen y lo miran con sorpresa y simpatía. Sí, con simpatía, porque el rostro del viejo bigotudo tiene algo apacible, lo cual refresca el aire del jardín gracias a un idílico soplo de tiempos pasados. Evoca la imagen de un mujeriego, de un seductor pueblerino, de un aventurero tanto más amable cuanto que ya es mayor y amansado. Subyugada por su encanto campechano, por su bondad viril, por su aspecto folclórico, la multitud le dirige unas sonrisas a las que, encantado, responde con cortesía.
Sin dejar de correr, alza la mano en dirección a una estatua. Todo el mundo sigue su gesto y se encuentra con otro hombre, ya muy mayor, de una lamentable delgadez, con una barbita puntiaguda, que, como queriendo protegerse de miradas indiscretas, se oculta detrás del enorme pedestal de una gran dama de mármol.
—A ver, a ver —dice el cazador y, ajustando su escopeta al hombro, dispara en dirección de la estatua. Se trata de María de Médicis, reina de Francia, célebre por su cara de vieja fea, gorda y arrogante. El disparo le arranca la nariz de tal manera que parece aún más vieja, más fea, más gorda y más arrogante, mientras el viejo que se había escondido detrás del pedestal de la estatua sale corriendo, asustado, y, para huir de las miradas indiscretas, termina por agazaparse detrás de la reina Valentina de Milán, duquesa de Orleans (ésa sí, mucho más guapa).
Al principio, la gente se siente confusa ante ese disparo inesperado y por la cara sin nariz de María de Médicis; sin saber cómo reaccionar, miran a un lado y a otro, a la espera de una señal que les ilumine: ¿cómo interpretar el comportamiento del cazador?, ¿hay que condenarlo o tomarlo por un gracioso?, ¿deben silbarle o aplaudirlo?
Como si adivinara su apuro, el cazador exclama:
—¡Prohibido mear en el parque más célebre de Francia!
Luego, mirando a su pequeño público, suelta una carcajada y su risa es tan alegre, tan libre, tan inocente, tan rústica, tan fraternal, tan contagiosa que la gente a su alrededor, como aliviada, también se echa a reír.
El viejo de la barbita puntiaguda sale de detrás de la estatua de Valentina de Milán abrochándose la bragueta; su cara expresa la felicidad del alivio.
El buen humor se apodera de la cara de Ramón.
—¿No te recuerda algo ese cazador? —le pregunta a Alain.
—Sí, claro, a Charles.
—Sí. Charles está con nosotros. Se trata del último acto de su obra de teatro.
La fiesta de la insignificancia

Entretanto, unos cincuenta niños aparecen entre el gentío y se sitúan en semicírculo, como una coral. Alain da unos pasos hacia ellos, con curiosidad por ver qué está pasando, y D’Ardelo le dice a Ramón:
—Ya ves, la animación aquí es estupenda. ¡Estos dos tipos son perfectos! Seguro que son actores en paro. ¡Mira, no necesitan siquiera las tablas de un teatro! Les bastan las alamedas del parque. No se rinden. Quieren estar activos. ¡Luchan por vivir! —Entonces recuerda su grave enfermedad y, para recordarle su trágica suerte, añade en voz más baja—: Yo también lucho.
—Lo sé, amigo mío, y admiro tu valor —dice Ramón. Luego, deseando ayudarlo en su desgracia, añade—: Desde hace tiempo, D’Ardelo, quiero hablarte de cierto asunto. Del valor de la insignificancia. En otros tiempos, pensaba sobre todo en tus relaciones con las mujeres. Quería entonces hablarte de Quaquelique. Un gran amigo. Tú no lo conoces. Lo sé. Dejémoslo correr. Ahora en cambio, veo la insignificancia bajo una luz totalmente distinta a la de entonces, bajo una luz más fuerte, más reveladora. La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre. Pero no se trata tan sólo de reconocerla, hay que amar la insignificancia, hay que aprender a amarla. Aquí en este parque, ante nosotros, mira, amigo mío, está presente con toda su evidencia, toda su inocencia, toda su belleza. Sí, su belleza. Como has dicho tú mismo: la animación es perfecta, y totalmente inútil, los niños que ríen, sin saber por qué, ¿acaso no es hermoso? Respira, D’Ardelo amigo mío, respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la clave del buen humor.
En aquel instante, a pocos metros delante de ellos, el hombre bigotudo coge por los hombros al anciano de la barbita y se dirige con solemnidad a la gente que les rodea:
—¡Camaradas! Mi viejo amigo acaba de jurarme por su honor que no volverá a mearse nunca más en las grandes damas de Francia.
Una vez más, suelta una carcajada, la gente aplaude, grita, y la madre de Alain le dice:
—Alain, soy feliz aquí contigo. —Después su voz se transforma en una risa ligera, queda y suave.
—¿Te ríes? —pregunta Alain, pues le parece que oye reír a su madre por primera vez.
—Sí.
—Yo también soy feliz —dice Alain conmovido.
D’Ardelo, en cambio, no dice nada, y Ramón comprende que su elogio de la insignificancia no ha debido de gustarle a ese hombre tan amigo de la seriedad de las grandes verdades; decide acercársele de otra manera.
—Ya os vi ayer a La Franck y a ti. Hacíais muy buena pareja.
Ramón observa la cara de D’Ardelo y comprueba que, esta vez sí, sus palabras son mucho mejor recibidas. Ese acierto le inspira la idea de convertir una mentira absurda, aunque deslumbrante, en todo un regalo, el regalo que se le brinda a alguien a quien le queda poco de tiempo de vida.
—¡Pero ve con cuidado, porque basta con miraros para que todo quede claro!
—¿Claro? ¿Que quede claro el qué? —pregunta D’Ardelo con un placer apenas disimulado.
—Claro que sois amantes. No, no le niegues, lo he entendido todo. Y no te preocupes, ¡nadie más discreto que yo!
D’Ardelo hunde su mirada en los ojos de Ramón, donde, como en un espejo, se refleja la imagen de un hombre trágicamente enfermo y no obstante feliz, amigo de una mujer célebre a la que jamás ha tocado, pero de la que, de golpe, pasa a ser el amante secreto.
—Amigo, querido amigo —dice abrazando a Ramón. Y se va con los ojos húmedos, contento y feliz.
La coral de los niños está ya dispuesta formando un semicírculo perfecto, y el director, un niño de diez años en esmoquin, la batuta en ristre, se prepara para dar la señal que dé comienzo al concierto. Pero debe aún esperar un poco porque, en aquel mismo instante, irrumpe ruidosamente una pequeña calesa, pintada de rojo y amarillo, llevada por dos ponis. El bigotudo, enfundado en su vieja parka usada, levanta bien alto su larga escopeta de caza. El cochero, otro crío, obedece y detiene el carruaje. El bigotudo y el viejo de la barbita puntiaguda suben, se sientan y saludan por última vez al público que, encantado, agita los brazos, mientras la coral de los niños entona La Marsellesa.
La calesa arranca y se aleja lentamente por una larga alameda del Jardin du Luxembourg hacia las calles de París.