Primero de la trilogia
PRIMERA
PARTE
LOS PSICOHISTORIADORES
1
HARI
SELDON - ... Nació el año 11988 de la Era Galáctica; falleció en 12069. Las
fechas suelen expresarse en términos de la Era Fundacional en curso, como –79 del
año 1 E. F. Nacido en el seno de una familia de clase media en Helicón, sector
de Arcturus[1]
(donde su padre, según una leyenda de dudosa autenticidad, fue cultivador de
tabaco en las plantas hidropónicas del planeta), pronto demostró una
sorprendente capacidad para las matemáticas. Las anécdotas sobre su
inteligencia son innumerables, y algunas contradictorias. Se dice que a la edad
de dos años...
...Indudablemente
sus contribuciones más importantes pertenecen al campo de la psicohistoria.
Seldon conoció la especialidad como poco más que un conjunto de vagos axiomas;
la dejó convertida en una profunda ciencia estadística...
...La
más autorizada fuente de información sobre su vida es la biografía escrita por
Gaal Dornick, que, en su juventud, conoció a Seldon dos años antes de la muerte
del gran matemático. El relato del encuentro...
Enciclopedia
Galáctica[2].
Se llamaba
Gaal Dornick y no era más que un campesino que nunca había visto Trantor.
Es decir,
no realmente. Lo había visto muchas veces en el hipervídeo, y ocasionalmente en
enormes noticieros tridimensionales que informaban sobre una Coronación
Imperial o la apertura de un Consejo Galáctico. A pesar de haber vivido siempre
en el mundo de Synnax, que giraba alrededor de una estrella al borde del Cúmulo
Azul, no estaba desconectado de la civilización. En aquel tiempo, ningún lugar
de la Galaxia lo estaba.
Por aquel
entonces, había cerca de veinticinco millones de planetas habitados en la
Galaxia, y absolutamente todos eran leales al Imperio, con sede en Trantor.
Fueron los últimos cincuenta años en que pudo decirse tal cosa.
Para Gaal,
aquel viaje era el punto culminante de su juventud y de su vida estudiantil. Ya
había salido al espacio con anterioridad, de modo que el viaje, en sí mismo, no
significaba gran cosa para él. En realidad, hasta entonces, sólo había ido al
único satélite de Synnax para obtener unos datos sobre la mecánica de los
desplazamientos meteóricos que necesitaba para una disertación; pero los viajes
espaciales eran exactamente iguales tanto si se recorría medio millón de
kilómetros como la misma cantidad de años luz.
Se había
preparado un poco para el salto a través del hiperespacio, un fenómeno que no
se experimentaba en simples viajes interplanetarios. El salto seguía siendo, y
probablemente lo sería siempre, el único método práctico para viajar a las
estrellas. Los viajes a través del espacio ordinario no podían realizarse a una
velocidad superior a la de la luz ordinaria (un conocimiento científico que
formaba parte de las pocas cosas serias desde el olvidado amanecer de la
historia humana), y esto hubiera significado años de viaje para llegar incluso
al sistema habitado más cercano. A través del hiperespacio, esa inimaginable
región que no era ni espacio ni tiempo, ni materia ni energía, ni algo ni nada,
se podía atravesar la Galaxia en toda su longitud en el intervalo comprendido
entre dos instantes de tiempo.
Gaal había
esperado el primero de estos saltos con el temor contraído en la boca del
estómago, y no resultó ser más que una insignificante sacudida, una conmoción
interna sin importancia que cesó un instante antes de que pudiera darse cuenta
de haberla sentido. Eso fue todo.
Y después
de eso, sólo quedó la nave, grande y brillante; la fría producción de 12.000 años
de progreso imperial; y él mismo, con su doctorado de matemáticas recién
obtenido y una invitación del gran Hari Seldon para ir a Trantor y unirse al
vasto y algo misterioso Proyecto Seldon.
Lo que Gaal
aguardaba después de la decepción del salto era contemplar Trantor por primera
vez. No dejaba de entrar en el mirador. Las láminas de acero se enrollaban en
determinados momentos y él siempre estaba allí, contemplando el frío brillo de
las estrellas, admirando el increíble enjambre nebuloso de un racimo de
estrellas, como una conglomeración gigante de luciérnagas sorprendidas en pleno
vuelo y detenidas para siempre. En cierta ocasión vio «el frío humo de color
blanco azulado de una nebulosa a cinco años luz de la nave, que se extendía sobre
la ventanilla como una mancha de leche distante, llenaba la habitación de un
matiz helado, y desaparecía de la vista dos horas después, tras un nuevo salto.
La primera
visión del sol de Trantor fue la de una mota dura y blanca, perdida
completamente en una miríada de otras iguales, y sólo reconocible porque estaba
señalada en la guía de la nave. Las estrellas eran numerosas allí, en el centro
de la Galaxia. Pero a cada salto, su brillo se incrementaba, haciendo que el
resto se apagara, se enrareciera y empalideciera.
Un oficial
se acercó diciendo:
—El mirador
estará cerrado durante el resto del viaje. Prepárense para aterrizar.
Gaal le
siguió, y agarró la manga del uniforme blanco con el distintivo de la nave
espacial y el sol del imperio.
Preguntó:
—¿No podrían
dejarme? Me gustaría ver Trantor.
El oficial
sonrió y Gaal se sonrojó ligeramente. Se le ocurrió pensar que hablaba como un
provinciano.
El oficial
dijo:
—Aterrizaremos
en Trantor mañana por la mañana.
—Me refería
a que quiero verlo desde el espacio.
—Oh, lo
siento, muchacho. Si esto fuera una nave de recreo no habría inconveniente,
pero estamos bajando en picado, de cara al sol. Seguramente no te gustaría
quedarte ciego, quemado y afectado por la radiación todo al mismo tiempo,
¿verdad?
Gaal se alejó
de él.
El oficial
siguió hablando:
—De todos
modos, Trantor no sería más que una mancha gris, muchacho. ¿Por qué no haces un
viaje espacial turístico cuando llegues a Trantor? Son baratos.
Gaal miró
hacia atrás.
—Muchísimas
gracias.
Era
infantil sentirse decepcionado; pero el infantilismo afecta casi con la misma
facilidad a un hombre que a un niño, y Gaal tenía un nudo en la garganta. Nunca
había visto Trantor extendido ante él en toda su magnitud, tan grande como la
vida, y no había creído tener que aguardar aun más.
2
La nave
aterrizó en medio de numerosos ruidos. Hubo el lejano silbido de la atmósfera
hendida, que se deslizaba a lo largo del metal de la nave. Hubo el monótono
zumbido de los acondicionadores que luchaban contra el calor de la fricción, y
el rugido más amortiguado de los motores que aminoraban la velocidad. Hubo el
sonido humano de hombres y mujeres que se amontonaban en las salas de
desembarco y el crujido de grúas que levantaban el equipaje, el correo y el cargamento
hasta el gran eje de la nave, desde donde, más tarde, serían trasladados a las
plataformas de descarga.
Gaal
experimentó una ligera sacudida indicadora de que la nave había dejado de
moverse con independencia propia. La gravedad de la nave hacía horas que daba
paso a la gravedad planetaria. Miles de pasajeros habían estado pacientemente
sentados en las salas de desembarco, que se balanceaban con suavidad a impulsos
de campos de fuerza para acomodar su orientación a la dirección cambiante de
las fuerzas gravitacionales.
Ahora
descendían lentamente por las rampas que les llevarían a las grandes y abiertas
compuertas.
El equipaje
de Gaal era mínimo. Permaneció junto al mostrador, mientras lo examinaban
rápida y expertamente, y lo ordenaban de nuevo. Su visado fue inspeccionado y
sellado. Él no prestó atención a nada.
¡Aquello
era Trantor! El aire parecía un poco más denso y la gravedad algo mayor que en
su planeta de Synnax, pero ya se acostumbraría. Se preguntó si llegaría a
habituarse a la inmensidad.
El edificio
de desembarco era enorme. El techo se perdía en las alturas. Gaal pensó que las
nubes casi podían formarse debajo de su inmensidad. No vio ninguna pared; sólo
hombres y mostradores y el suelo convergente que desaparecía a lo lejos.
El hombre
del mostrador habló de nuevo. Parecía molesto. Dijo:
—Siga
adelante, Dornick.
Tuvo que
abrir el visado y volver a mirarlo, para acordarse del nombre.
Gaal
preguntó:
—¿Dónde...
dónde...?
El hombre
del mostrador señaló con el pulgar.
—Los taxis
a la derecha y la tercera a la izquierda.
Gaal
avanzó, y vio los brillantes rizos de aire suspendidos en la nada, que decían:
TAXIS A TODAS DIRECCIONES.
Una figura
surgió del anonimato y se detuvo frente al mostrador cuando Gaal se iba. El
hombre del mostrador alzó la mirada y asintió brevemente. La figura asintió a
su vez y siguió al recién llegado.
Llegó a
tiempo de oír el destino de Gaal.
Gaal se
encontró pegado a una barandilla.
Un pequeño
letrero decía: SUPERVISOR. El hombre a quien se refería el letrero no levantó
la vista. Dijo:
—¿Adónde?
Gaal no
estaba seguro, pero incluso unos segundos de vacilación significarían una cola
de varios hombres detrás de él.
El
supervisor levantó la mirada.
—¿Adónde?
Los ahorros
de Gaal eran escasos, pero sólo sería una noche y después tendría un empleo.
Trató de aparentar indiferencia.
—A un buen
hotel, por favor.
El
supervisor no se impresionó.
—Todos son
buenos. Nómbreme uno.
Gaal dijo,
desesperado:
—El que
esté más cerca, por favor.
El
supervisor apretó un botón. Una delgada línea de luz se formó en el suelo,
retorciéndose entre otras que brillaban y se apagaban, en diferentes colores e
intensidades. Gaal se encontró con un billete en las manos. Brillaba
débilmente.
El
supervisor dijo:
—Uno con
doce.
Gaal rebuscó
unas monedas. Dijo:
—¿Por dónde
he de ir?
—Siga la
luz. El billete no dejará de brillar mientras vaya en la dirección correcta.
Gaal
levantó la vista y empezó a andar. Había centenares de personas que se
deslizaban por el vasto suelo, siguiendo su camino individual, esforzándose en
los puntos de intersección para llegar a sus respectivos destinos.
Su propio
camino se terminó. Un hombre con un deslumbrante uniforme azul y amarillo,
hecho de plastrotextil a prueba de manchas, se hizo cargo de sus dos bolsas.
—Línea
directa al Luxor —dijo.
El hombre
que seguía a Gaal lo oyó. También oyó que Gaal decía: «Estupendo», y le vio
entrar en el vehículo de proa achatada.
El taxi se
elevó en línea recta. Gaal miró por la ventanilla curvada y transparente,
maravillado ante la sensación de volar dentro de una estructura cerrada y
asiéndose instintivamente al respaldo del asiento del conductor. La inmensidad
se contrajo y las personas se convirtieron en hormigas distribuidas
caprichosamente. El panorama se redujo aun más y empezó a deslizarse hacia
atrás.
Enfrente
había una pared. Empezaba a gran altura y se alzaba hasta perderse de vista.
Estaba llena de agujeros, como bocas de túneles. El taxi de Gaal se dirigió a
uno y entró en él. Por un momento, Gaal se preguntó cómo podría su conductor
escoger uno en particular entre tantos otros.
Ahora sólo
había oscuridad, sin otra cosa que la intermitencia de las señales luminosas de
colores para atenuar la penumbra. El aire vibraba con un ruido de velocidad.
Entonces
Gaal fue lanzado hacia adelante por la disminución de velocidad y el taxi salió
del túnel y descendió una vez más a nivel del suelo.
—El hotel
Luxor —dijo el conductor, innecesariamente.
Ayudó a
Gaal a bajar el equipaje, aceptó una propina de un décimo de crédito con
naturalidad, recogió a un pasajero que le esperaba, y volvió a elevarse.
Hasta
entonces, desde el momento de desembarcar, no había divisado el cielo.
3
TRANTOR
- ... Al comienzo del decimotercer milenio, esta tendencia alcanzó su punto
culminante. Como centro del Gobierno Imperial durante ininterrumpidos
centenares de generaciones, y localizado, como estaba, en las regiones
centrales de la Galaxia, entre los mundos más densamente poblados e
industrialmente avanzados del sistema, no pudo dejar de ser el grupo humano más
denso y rico que la raza había visto jamás.
Su
urbanización, en progreso continuo, había alcanzado el punto máximo. Toda la
superficie de Trantor, 1.200 millones de kilómetros cuadrados de extensión, era
una sola ciudad. La población, en su punto máximo, sobrepasaba los cuarenta mil
millones. Esta enorme población se dedicaba casi enteramente a las necesidades
administrativas del imperio, y eran pocos para las complicaciones de dicha
tarea. (Debe recordarse que la imposibilidad de una administración adecuada del
Imperio Galáctico bajo la poca inspirada dirección de los últimos emperadores
fue un considerable factor en la Caída). Diariamente, flotas de decenas de
miles de naves llevaban el producto de veinte mundos agrícolas a las mesas de
Trantor... Su dependencia de los mundos exteriores en cuanto a alimentos, y, en
realidad, todas las necesidades de la vida, hicieron a Trantor cada vez más
vulnerable a la conquista por el bloqueo. Durante el último milenio del Imperio,
las numerosas y hasta monótonas revueltas hicieron consciente de ello a un
emperador tras otro, y la política imperial se convirtió en poco más que la
protección de la delicada yugular de Trantor...
Enciclopedia
Galáctica.
Gaal no
estaba seguro de que el sol brillara ni, por lo tanto, de si era de día o de
noche. Le daba vergüenza preguntarlo. Todo el planeta parecía vivir bajo metal.
La comida que acababa de ingerir había sido calificada de almuerzo, pero había
muchos planetas que se regían por una escala temporal que no tomaba en cuenta
la alternancia quizá inconveniente del día y la noche. Las velocidades de
rotación planetarias diferían, y él no sabía cuál era la de Trantor.
Al
principio, había seguido ansiosamente las indicaciones hacia el «Solárium», no
encontrando más que una cámara para tomar el sol bajo radiaciones artificiales.
No permaneció allí más que un momento, y después volvió al vestíbulo principal
del Luxor.
Se dirigió
hacia el conserje.
—¿Dónde
puedo comprar un billete para un viaje turístico planetario?
—Aquí
mismo.
—¿A qué
hora empieza?
—Acaba de
perderlo. Mañana habrá otro. Compre el billete ahora y le reservaremos una
plaza.
Oh. Al día
siguiente ya sería demasiado tarde. Al día siguiente tenía que estar en la
Universidad. Preguntó:
—¿No hay una torre de observación... o algo parecido? Quiero decir, al
aire libre.
—¡Naturalmente!
Puedo venderle un billete, si quiere. Será mejor que compruebe si llueve o no
—cerró un contacto a la altura del hombro y leyó las letras que aparecieron en
una pantalla esmerilada. Gaal las leyó con él.
El conserje
dijo:
—Buen
tiempo. Ahora que lo pienso, me parece que estamos en la estación seca —añadió,
locuazmente—: Yo no me preocupo del exterior. La última vez que salí al aire
libre fue hace tres años. Lo ves una vez, sabes cómo es y eso es todo. Aquí
tiene su billete. Hay un ascensor especial en la parte posterior. Tiene un
letrero que dice: «A la torre». Tómelo.
El ascensor
era uno de los que funcionaban por repulsión gravitatoria. Gaal entró y otros
se amontonaron detrás de él. El ascensorista cerró un contacto. Por un momento,
Gaal se sintió suspendido en el espacio cuando la gravedad llegó a cero, y
después recobró algo de su peso a medida que el ascensor aceleraba hacia
arriba. Siguió un repentino descenso de la velocidad y sus pies se alzaron del
suelo. Dejó escapar un grito contra su voluntad.
El
ascensorista le dijo:
—Ponga los
pies debajo de la barandilla. ¿No ve el letrero?
Los otros
lo habían hecho así. Le miraban sonriendo mientras él trataba frenética y
vanamente de descender por la pared. Sus zapatos se apretaban contra la parte
superior de las barandillas de cromo que se extendían por el suelo en hileras
paralelas separadas ligeramente entre sí. Al entrar se había fijado en ellas y
las había ignorado.
Entonces
alguien alzó una mano y le estiró hacia abajo.
Logró
articular las gracias al tiempo que el ascensor se detenía.
Salió a una
terraza abierta bañada por un brillo blanco que le hirió la vista. El hombre
que le había ayudado en el ascensor estaba inmediatamente detrás de él. Dijo,
con amabilidad:
—Hay muchos
asientos.
Gaal cerró
la boca —la tenía abierta— y dijo:
—Así parece
—se dirigió automáticamente hacia ellos y entonces se detuvo.
Dijo:
—Si no le
importa, me quedaré un momento junto a la barandilla. Quiero... quiero mirar un
poco.
El hombre
le hizo una seña de asentimiento, con afabilidad, y Gaal se apoyó sobre la
barandilla, que le llegaba a la altura del hombro, y se sumió en el panorama.
No pudo ver
el suelo. Estaba perdido en las complejidades cada vez mayores de las
estructuras hechas por el hombre. No pudo ver otro horizonte más que el del
metal contra el cielo, que se extendía en la lejanía con un color gris casi
uniforme, y comprendió que así era en toda la superficie del planeta. Apenas se
podía ver ningún movimiento —unas cuantas naves de placer se recortaban contra
el cielo—, aparte del activo tráfico de los miles de millones de hombres que se
movían bajo la piel metálica del mundo.
No se podía
ver ningún espacio verde; nada de verde, nada de tierra, ninguna otra vida más
que la humana. En alguna parte de aquel mundo, pensó vagamente, estaría el
palacio del Emperador enclavado en medio de ciento cincuenta kilómetros de
tierra natural, llena de árboles verdes y adornada de flores. Era un pequeño
islote en un océano de acero, pero no se veía desde donde él estaba. Debía de
hallarse a quince mil kilómetros de distancia. No lo sabía.
¡No podía
esperar demasiado a hacer aquel viaje turístico!
Suspiró
haciendo ruido; y se dio realmente cuenta de que al fin estaba en Trantor; en
el planeta que era el centro de toda la Galaxia y el núcleo de la raza humana.
No vio ninguna de sus debilidades. No vio aterrizar ninguna nave de comida. No
estaba enterado de la yugular que conectaba con delicadeza a los cuarenta mil
millones de Trantor con el resto de la Galaxia. Sólo era consciente de la
extrema proeza del hombre; la conquista completa y casi desdeñosamente final de
un mundo.
Se retiró
de la barandilla con los ojos llenos de asombro. Su amigo del ascensor le
indicaba un asiento junto al suyo y Gaal lo ocupó.
El hombre
sonrió.
—Me llamo
Jerril. ¿Es la primera vez que visita Trantor?
—Sí, señor
Jerril.
—Eso me
había parecido. Jerril es mi nombre de pila. Trantor le gustará si tiene un
temperamento poético. Sin embargo, los trantorianos nunca suben aquí. No les
gusta; les pone nerviosos.
—¡Nerviosos!
Por cierto, yo me llamo Gaal. ¿Por qué los pone nerviosos? Es formidable.
—Es
cuestión de opiniones, Gaal. Si has nacido en un cubículo y crecido en un
pasillo, y trabajado en una celda, y pasado tus vacaciones en una habitación
solar llena de gente, es lógico que la salida al aire libre y el panorama del
cielo por encima de tu cabeza te ponga nervioso. Obligan a los niños a subir
aquí una vez al año, desde que cumplen los cinco. No sé si les hace algún bien.
En realidad; no disfrutan mucho de ello y las primeras veces gritan como
histéricos. Tendrían que empezar en cuanto aprenden a andar y venir aquí una
vez por semana.
Prosiguió:
—Claro que,
en realidad, no importa. ¿Y si nunca en su vida salen al exterior? Son felices
ahí abajo y administran el imperio. ¿A qué altura cree que estamos?
—¿A mil
quinientos metros? —se preguntó si habría sido un ingenuo.
Debió
serlo, pues Jerril se echó a reír. Dijo:
—No. Sólo a
ciento cincuenta.
—¿Qué? Pero
el ascensor tardó unos...
—Lo sé.
Pero ha empleado la mayor parte del tiempo en llegar al nivel del suelo.
Trantor
está excavado a más de dos mil metros de profundidad. Es como un iceberg.
Nueve
décimas partes están ocultas. Incluso se extiende por terreno suboceánico, al
borde de la playa. De hecho, estamos tan abajo que podemos hacer uso de la
diferencia de temperatura entre el nivel del suelo y un par de kilómetros más
abajo para abastecernos de toda la energía que necesitamos. ¿Lo sabía?
—No.
Pensaba que utilizaban generadores atómicos.
—Lo
hacíamos, pero esto es más barato.
—Me lo
imagino.
—¿Qué le
parece? —por un momento, la afabilidad del hombre se transformó en astucia.
Parecía casi ladino.
Gaal
titubeó.
—Formidable
—repitió.
—¿Está aquí
de vacaciones? ¿De viaje? ¿De visita a los lugares de interés?
—No
exactamente. Por lo menos, siempre había deseado venir a Trantor, pero mi razón
principal para este viaje es hacerme cargo de un empleo.
—¿De
verdad?
Gaal se vio
obligado a dar más explicaciones.
—Un empleo
en el proyecto del Doctor Seldon, en la Universidad de Trantor.
—¿Cuervo
Seldon?
—No, no. Yo
me refiero a Hari Seldon; el psicohistoriador Seldon. No conozco a ningún
Cuervo Seldon.
—Hari es el
que yo quiero decir. Le llaman Cuervo. Es una especie de jerga, ¿sabe? No deja
de predecir el desastre.
—¿De
verdad? —Gaal estaba literalmente asombrado.
—Seguramente,
usted debe saberlo —Jerril no sonreía—. Ha venido para trabajar con él, ¿no?
—Bueno, sí,
soy matemático. ¿Por qué predice el desastre? ¿Qué clase de desastre?
—Y a usted,
¿qué le parece?
—No tengo
ni la menor idea. He leído los documentos publicados por el Doctor Seldon y su
grupo. Versan sobre teoría matemática.
—Los que publican,
sí.
Gaal se
sintió molesto. Dijo:
—Bien,
vuelvo a mi cuarto. He estado encantado de conocerle.
Jerril alzó
la mano indiferentemente en señal de despedida.
Gaal
encontró a un hombre aguardándole en su habitación. Por un momento, la sorpresa
le impidió pronunciar el inevitable: «¿qué hace usted aquí?», que acudió a sus
labios.
El hombre
se levantó. Era viejo y casi calvo y cojeaba ligeramente, pero tenía los ojos
penetrantes y azules.
—Soy Hari
Seldon —dijo un instante antes de que el perplejo cerebro de Gaal recordara su
rostro por las muchas veces que lo había visto en fotografías.
4
PSICOHISTORIA
- ... Gaal Dornick, utilizando conceptos no matemáticos, ha definido la
psicohistoria como la rama de las matemáticas que trata sobre las reacciones de
conglomeraciones humanas ante determinados estímulos sociales y económicos...
Implícita en todas estas definiciones está la suposición de que el número de
humanos es suficientemente grande para un tratamiento estadístico válido. El tamaño
necesario de tal número puede ser determinado por el primer teorema de Seldon,
que... Otra suposición necesaria es que el conjunto humano debe desconocer el
análisis psicohistórico a fin de que su reacción sea verdaderamente casual...
La base de toda psicohistoria válida reside en el desarrollo de las funciones
Seldon, que exponen propiedades congruentes a las de tales fuerzas sociales y
económicas como...
Enciclopedia
Galáctica.
—Buenas
tardes, señor —dijo Gaal—. Yo... yo...
—Usted no
creía que fuéramos a vernos antes de mañana, ¿verdad? Normalmente, así hubiera
tenido que ser. La cuestión es que, si vamos a utilizar sus servicios, hemos de
actuar con rapidez. Cada vez es más difícil obtener ayuda.
—No le
comprendo, señor.
—Ha estado
hablando con un hombre en la torre de observación, ¿verdad?
—Sí. Su
nombre de pila es Jerril. No sé nada más de él.
—Su nombre
no significa nada. Es agente de la Comisión de Seguridad Pública. Le ha seguido
desde el puerto espacial.
—Pero ¿por
qué? No comprendo nada.
—¿Le ha
dicho el hombre de la torre algo sobre mí?
Gaal
vaciló.
—Se refirió
a usted como a Cuervo Seldon.
—¿Le ha
dicho por qué?
—Ha dicho
que predice el desastre.
—Así es.
¿Qué le parece Trantor?
Al parecer
todo el mundo quería conocer su opinión sobre Trantor. Gaal fue incapaz de
responder con otra palabra:
—Glorioso.
—Lo dice
sin pensar. ¿Qué hay de la psicohistoria?
—No se me
ha ocurrido aplicarla al problema.
—Al poco
tiempo de trabajar conmigo, jovencito, aprenderá a aplicar la psicohistoria a
todos los problemas como algo rutinario. Observe —Seldon extrajo su calculadora
de la bolsa del cinturón. La gente decía que la guardaba debajo de la almohada
para usarla en momentos de debilidad. Su superficie gris y brillante estaba
ligeramente desgastada por el uso. Los ágiles dedos de Seldon, ahora manchados
por la edad, juguetearon a lo largo del duro plástico que la bordeaba. Unas
cifras rojas surgieron del gris.
Dijo:
—Esto
representa el estado del Imperio en el momento actual.
Aguardó.
Finalmente,
Gaal dijo:
—Supongo
que esto no es una representación completa.
—No, no es
completa —dijo Seldon—. Me alegro de ver que no acepta mi palabra ciegamente.
Sin embargo, es una aproximación que servirá para demostrar el problema. ¿Está
de acuerdo con esto?
—Sujeto a
mi posterior verificación de la derivación de la función, sí —Gaal evitaba
cuidadosamente una posible trampa.
—Bien.
Añada a esto la conocida probabilidad del asesinato imperial, revuelta
virreinal, la reaparición contemporánea de períodos de depresión económica, la
disminución de las exploraciones planetarias, el...
Siguió
hablando. A cada punto mencionado, aparecían nuevas cifras, y se unían a las
funciones básicas que aumentaban y cambiaban.
Gaal no le
interrumpió más que una vez.
—No
comprendo la validez de esta transformación de conjunto.
Seldon la
repitió más lentamente. Gaal dijo:
—Pero esto
se hace por medio de una socio-operación prohibida.
—Bien. Es
usted rápido, pero no lo bastante. No está prohibida en esta conexión. Déjeme
hacerlo por expansiones.
El
procedimiento fue mucho más largo, y, una vez terminado, Gaal dijo,
humildemente:
—Sí, ahora
lo comprendo. Al fin, Seldon se detuvo.
—Esto es
Trantor dentro de cinco siglos. ¿Cómo lo interpreta usted? ¿Eh? —ladeó la
cabeza y aguardó.
Gaal dijo,
con incredulidad:
—¡Una
destrucción total! Pero..., pero esto es imposible. Trantor nunca ha sido...
Seldon se
hallaba dominado por la intensa excitación de un hombre que sólo ha envejecido
de cuerpo.
—Vamos,
vamos. Ha visto cómo hemos obtenido el resultado. Tradúzcalo a palabras. Olvide
el simbolismo por un momento.
Gaal dijo:
—A medida
que Trantor se especializa más, es más vulnerable, menos capaz de defenderse a
sí mismo. Además, a medida que se convierte cada vez más en el centro
administrativo del Imperio, su precio aumenta. A medida que la sucesión
imperial se hace más incierta, y los feudos pertenecientes a grandes familias,
más agresivos, la responsabilidad social desaparece.
—Es
suficiente. ¿Y qué hay de la probabilidad numérica de una destrucción total dentro
de cinco siglos?
—No lo sé.
—Seguramente
podrá realizar una diferenciación de campo.
Gaal se
sintió presionado. No le fue ofrecida la calculadora. Se hallaba a unos
centímetros de sus ojos. Calculó furiosamente y la frente se le perló de sudor.
—¿Cerca de
un 85%?
—No está
mal —indicó Seldon, echando hacia afuera el labio inferior—, pero no es exacto.
La cifra actual es el 92,5%.
—¿Así que
le llaman Cuervo Seldon? Nunca había leído tal cosa en los periódicos —dijo
Gaal.
—Claro que
no. Es algo impublicable. ¿Supone que el Imperio expondría su debilidad de esta
manera? Esto no es más que una demostración muy sencilla de la psicohistoria.
Lo que ocurre es que nuestros resultados se han filtrado entre la aristocracia.
—Mala cosa.
—No
necesariamente. Todo está previsto.
—Pero ¿es
ésta la razón de que me investiguen?
—Sí. Están
investigando todo lo que concierne a mi proyecto.
—¿Se
encuentra usted en peligro, señor?
—Oh, sí.
Existe la probabilidad de un 1,7 % de que me ejecuten, aunque esto no detendría
el proyecto. También hemos previsto esta eventualidad. Bueno, no importa.
Supongo que
mañana se reunirá conmigo en la Universidad, no es así?
—En efecto
—repuso Gaal.
5
COMISIÓN
DE SEGURIDAD PÚBLICA - ... La camarilla aristocrática subió al poder después
del asesinato de Cleon[3]
I, último de los Entun[4].
En general, formaron un núcleo de orden durante los siglos de inestabilidad e
incertidumbre del imperio.
Habitualmente,
bajo el control de las grandes familias de los Chen y los Divart, degeneró
eventualmente en un instrumento ciego para mantener el status quo... No fueron
completamente apartados del poder en el estado hasta la coronación del último
emperador totalitario, Cleon II. El primer Presidente de la Comisión...
...En
cierto modo, el principio de la decadencia de la Comisión puede situarse en el
proceso de Hari Seldon dos años antes del comienzo de la Era Fundacional. Este
proceso está descrito en la biografía de Hari Seldon escrita por Gaal
Dornick...
Enciclopedia
Galáctica.
Gaal no
acudió a su cita. A la mañana siguiente un zumbido amortiguado le despertó.
Contestó, y la voz del conserje, tan apagada, cortés y modesta como debía ser,
le informó que estaba detenido bajo las órdenes de la Comisión de Seguridad
Pública.
Gaal se
precipitó hacia la puerta y descubrió que ya no estaba abierta. No podía hacer
otra cosa más que vestirse y esperar.
Fueron a
buscarle y le llevaron a otro lugar, pero seguía estando detenido. Le hicieron
preguntas con la mayor educación. Todo era muy civilizado. Él explicó que
pertenecía a la provincia de Synnax; que había asistido a esta y aquella
escuela y obtenido un diploma de doctor en matemáticas en tal y tal fecha.
Había solicitado un puesto entre el personal del Doctor Seldon y le habían
aceptado. Dio estos detalles una y otra vez; y ellos volvieron a la pregunta de
su unión al Proyecto Seldon una y otra vez.
Cómo se
había enterado de él; cuáles serían sus deberes; qué instrucciones secretas
había recibido; de qué se trataba.
Contestó
que no lo sabía. No tenía instrucciones secretas. Era un erudito y un
matemático. La política no le interesaba.
Y
finalmente el amable inquisidor le preguntó:
—¿Cuándo
tendrá lugar la destrucción de Trantor?
Gaal
titubeó.
—Yo no sé
calcularlo.
—¿Y otros?
—¿Cómo
podría hablar por otra persona? —se sintió acalorado; demasiado acalorado.
El
inquisidor preguntó:
—¿Le ha
hablado alguien de dicha destrucción; ha establecido una fecha? —Y como el
joven vacilara, continuó—: Le han seguido, doctor. Estábamos en el aeropuerto
cuando usted llegó; en la torre de observación cuando esperaba la hora de la
cita; y, naturalmente, pudimos oír su conversación con el Doctor Seldon.
Gaal
repuso:
—Pues ya
conocen su opinión sobre la materia.
—Es
posible. Pero nos gustaría que usted nos la dijera.
—Opina que
Trantor será destruido dentro de cinco siglos.
—¿Lo ha
demostrado —uh— matemáticamente?
—Sí, lo ha
hecho —insolentemente[5].
—Usted
mantiene que —uh— las matemáticas son válidas, ¿verdad?
—Si el
doctor Seldon lo sostiene, es que lo son.
—En ese
caso, volveremos.
—Espere.
Tengo derecho a un abogado. Reclamo mis derechos como ciudadano imperial.
—Los
tendrá.
Y los tuvo.
El hombre
que entró era muy alto, un hombre cuyo rostro parecía estar hecho de rayas
verticales, y tan delgado que uno se preguntaba si habría espacio en él para
una sonrisa.
Gaal alzó
la vista. Estaba desaliñado y cansado. Habían ocurrido muchas cosas, a pesar de
no hacer más de treinta horas que se hallaba en Trantor.
El hombre
dijo:
—Soy Lors
Avakim. El Doctor Seldon me ha elegido para representarle.
—¿De
verdad? Bueno, entonces, escuche. Solicito una apelación instantánea al
Emperador. Me retienen sin ninguna causa. Soy inocente de todo. De todo
—extendió las manos, con las palmas hacia abajo—. Tiene que conseguir una
audiencia con el Emperador, inmediatamente.
Avakim
vaciaba con cuidado sobre el suelo el contenido de una cartera plana. Si Gaal
no hubiera estado tan excitado, habría reconocido unas formas legales Cellomet,
delgadas como el metal y adhesivas, adaptadas para la inserción dentro del
reducido tamaño de una cápsula personal. También habría reconocido una
grabadora de bolsillo.
Avakim, sin
prestar atención al acceso de cólera de Gaal, finalmente levantó la vista.
Dijo:
—Naturalmente,
la Comisión grabará nuestra conversación. Va contra la ley, pero lo hará de
todos modos.
Gaal apretó
los dientes.
»Sin
embargo —y Avakim se sentó deliberadamente—, la grabadora que tengo sobre la
mesa, que es una grabadora completamente normal y también hace su función,
tiene la propiedad adicional de suprimir toda transmisión. Es algo que no
averiguarán enseguida.
—Así que
puedo hablar.
—Naturalmente.
—Pues
quiero una audiencia con el Emperador.
Avakim
sonrió con frialdad, y quedó demostrado que, después de todo, había espacio
suficiente en su delgado rostro. Se le arrugaron las mejillas para dejar el
espacio.
Dijo:
—Es usted
de provincias.
—No por eso
dejo de ser ciudadano imperial. Lo soy tanto como usted o cualquiera de esa
Comisión de Seguridad Pública.
—Sin duda;
sin duda. A lo que me refiero es que, como provinciano, no comprende la vida de
Trantor tal como es. El emperador no concede audiencias.
—¿A qué
otra persona se puede recurrir? ¿Hay algún otro procedimiento?
—Ninguno.
No hay recurso posible en un sentido práctico. Legalmente, puede apelar al
Emperador pero no obtendrá ninguna audiencia. Hoy el Emperador no es el
emperador de una dinastía Entun, ya lo sabe. Me temo que Trantor esté en manos
de las familias aristocráticas, miembros de las cuales componen la Comisión de
Seguridad Pública. Éste es un desarrollo que la psicohistoria ha predicho muy
bien.
Gaal dijo:
—¿De
verdad? En este caso, si el Doctor Seldon puede predecir la historia de Trantor
con quinientos años de adelanto...
—Puede
predecirla con mil quinientos años de adelanto...
—Digamos
con diez mil quinientos. ¿Por qué no pudo predecir ayer los acontecimientos de
esta mañana y advertirme? No, lo siento —Gaal se sentó y apoyó la cabeza sobre
una palma sudorosa—. Comprendo muy bien que la psicohistoria es una ciencia
estadística y no puede predecir el futuro de un solo hombre con exactitud.
Comprenderá que esté trastornado.
—Pero se
equivoca. El doctor Seldon sabía que usted sería arrestado esta mañana.
—¿Qué?
—Es
desagradable, pero cierto. La Comisión se ha mostrado cada vez más hostil hacia
sus actividades. Se ha interferido con los nuevos miembros que se unían al
grupo de un modo alarmante. Las gráficas demostraban que, para nuestros
propósitos, era mejor provocar un clímax. La Comisión actuaba con demasiada
lentitud, así que el Doctor Seldon fue a verle ayer con la intención de
forzarles a actuar. Por ninguna otra razón.
Gaal
contuvo el aliento.
—Me ofende
que...
—Por favor.
Es necesario. No le escogieron por ninguna razón personal. Debe comprender que
los planes del Doctor Seldon, que han sido realizados con las matemáticas
desarrolladas de más de dieciocho años, incluyen todas las eventualidades con
probabilidades importantes. Ésta es una de ellas. Me han enviado aquí con el
único propósito de asegurarle que no debe tener miedo. Todo acabará bien; es
casi seguro respecto al proyecto; y razonablemente probable respecto a usted.
—¿Cuáles
son las cifras? —inquirió Gaal.
—Para el
proyecto, más del 99,9%.
—¿Y para
mí?
—Me han
dicho que la probabilidad es del 77,2%.
—Entonces
tengo más de una probabilidad entre cinco de que me sentencien a prisión o a
muerte.
—Esta
última posibilidad está por debajo del uno por ciento.
—¿Lo cree
así? Los cálculos sobre un solo hombre no significan nada. Diga al Doctor Seldon
que venga a verme.
—Desgraciadamente,
no puedo. El Doctor Seldon también ha sido arrestado.
La puerta
se abrió de pronto antes de que Gaal pudiera hacer otra cosa que articular el
principio de un grito. Entró un guardia, se acercó a la mesa, cogió la grabadora,
la miró por todos lados y se la metió en el bolsillo.
Avakim dijo
sosegadamente:
—Necesito
ese aparato.
—Ya le
daremos otro, abogado, uno que no provoque un campo estático.
—En este
caso, mi entrevista ha concluido.
Gaal
contempló cómo salía de la habitación y se encontró solo.
6
El proceso
(Gaal suponía que aquello lo era, aunque legalmente tenía pocas similitudes con
las elaboradas técnicas sobre las que Gaal había leído) no duró mucho.
Estaba en
su tercer día. Sin embargo, Gaal ya no podía recordar su comienzo.
A él no le
habían molestado mucho. La artillería pesada había caído sobre el propio Doctor
Seldon. Sin embargo, Hari Seldon continuaba imperturbable. Para Gaal, era el
único centro de estabilidad que quedaba en el mundo.
Los
espectadores eran pocos y todos habían sido extraídos de entre los Barones del
Imperio. La prensa y el público estaban excluidos, y era dudoso que el público
en general supiera siquiera que se llevaba a cabo un juicio contra Seldon. La
atmósfera era de oculta hostilidad hacia los acusados.
Cinco
miembros de la Comisión de Seguridad Pública estaban sentados detrás de la
mesa. Llevaban uniformes de color escarlata y oro y los brillantes birretes de
plástico que eran el distintivo de su función judicial. En el centro estaba el
Presidente de la Comisión, Linge Chen. Gaal nunca había visto un señor tan
importante y le miraba con fascinación. Chen, a lo largo de un proceso,
raramente pronunciaba una sola palabra.
Demostraba
que hablar mucho estaba por debajo de su dignidad.
El abogado
de la Comisión consultó sus notas y el interrogatorio prosiguió, con Seldon aún
en el estrado.
P. Veamos,
doctor Seldon. ¿Cuántos hombres componen en este momento el proyecto que usted
dirige?
R.
Cincuenta matemáticos.
P. ¿Incluyendo
al Doctor Gaal Dornick?
R. El
doctor Dornick es el que hace cincuenta y uno.
P. Oh, ¡así
que tenemos cincuenta y uno! Haga memoria, Doctor Seldon. ¿No habrá cincuenta y
dos o cincuenta y tres? ¿O quizá incluso más?
R. El
doctor Dornick aún no se ha incorporado formalmente a mi organización. Cuando
lo haga, el número de miembros será de cincuenta y uno. Ahora es de cincuenta,
como ya he dicho.
P. ¿No
serán unos cien mil?
R.
¿Matemáticos? No.
P. No he
dicho que fueran matemáticos. ¿Son cien mil en total?
R. En
total, su cifra es posible que sea correcta.
P. ¿Es
posible? Yo digo que es así. Digo que los hombres de su proyecto son
noventa y ocho mil quinientos setenta y dos.
R. Me
parece que está contando a mujeres y niños.
P. (Alzando
la voz). Noventa y ocho mil quinientos setenta y dos individuos es lo que
pretendía decir. No hay necesidad de subterfugios.
R. Acepto
las cifras.
P. (Consultando
sus notas). Olvidémonos de esto por el momento, pues, y dediquémonos a otra
cuestión que ya hemos discutido exhaustivamente. ¿Quiere repetirnos, Doctor
Seldon, sus ideas respecto al futuro de Trantor?
R. He
dicho, y lo repito, que Trantor quedará convertido en ruinas dentro de cinco
siglos.
P. ¿No
considera que su declaración es desleal?
R. No,
señor. La verdad científica está más allá de toda lealtad y deslealtad.
P. ¿Está
seguro de que su declaración representa la verdad científica?
R. Lo
estoy.
P. ¿En qué
se basa?
R. En las
matemáticas de la psicohistoria.
P. ¿Puede
demostrar que estas matemáticas son válidas?
R. Sólo a
otro matemático.
P. (Con
una sonrisa). Así pues, eso significa que su verdad es de una naturaleza
tan esotérica que un hombre normal y corriente no puede comprenderla. A mí me
parece que la verdad tendría que ser mucho más clara, menos misteriosa, más
abierta a la mente.
R. No
presenta ninguna dificultad para según qué mentes. Las leyes físicas de
transferencia de energía, que conocemos como termodinámica, han sido claras y
diáfanas durante toda la historia del hombre desde edades míticas; sin embargo,
debe de haber gente que, en la actualidad, no sería capaz de dibujar un motor.
También puede ocurrirle a gente de gran inteligencia. Dudo que los doctos
comisionados...
En este
punto, uno de los comisionados se inclinó hacia el abogado. No se oyeron sus
palabras, pero el silbido de su voz reveló una cierta aspereza. El abogado se
sonrojó e interrumpió a Seldon.
P. No
estamos aquí para oír discursos; doctor Seldon. Supongamos que ya ha dado por
demostrada su teoría. Permítame que señale la posibilidad de que sus
predicciones de desastre estén destinadas a socavar la confianza pública en el
Gobierno Imperial por razones que sólo usted conoce.
R. No es
así.
P.
Supongamos que usted declara que el período anterior a la así llamada ruina de
Trantor estará lleno de desórdenes de diversos tipos...
R. Es
correcto.
P. Y que
mediante esa mera predicción, usted espera provocarlos, y tener un ejército de
cien mil hombres disponible.
R. En
primer lugar, está usted equivocado. Y si no lo estuviera, una investigación le
demostraría que en mi equipo no hay más de diez mil hombres en edad militar, y
ninguno de ellos tiene experiencia en armas.
P. ¿Actúa
como agente de otro?
R. No estoy
a sueldo de nadie, señor abogado.
P. ¿Es
usted completamente desinteresado? ¿Está sirviendo a la ciencia?
R. Sí.
P. Veamos
cómo. ¿Puede cambiarse el futuro, Doctor Seldon?
R.
Evidentemente. Esta sala puede explotar dentro de pocas horas, o no. Si lo
hiciera, el futuro cambiaría indudablemente en ciertos aspectos ínfimos.
P. Esto son
evasivas, Doctor Seldon. ¿Puede cambiarse toda la historia de la raza humana?
R. Sí.
P.
¿Fácilmente?
R. No. Con
gran dificultad.
P. ¿Por
qué?
R. La
tendencia psicohistórica de un planeta lleno de gente implica una gran inercia.
Para cambiarla debe encontrarse con algo que posea una inercia similar. O ha de
intervenir muchísima gente o, si el número de personas es relativamente
pequeño, se necesita un tiempo enorme para cambiarlo. ¿Lo comprende?
P. Creo que
sí. Trantor no necesita sucumbir, si un gran número de personas deciden actuar
de modo que no ocurra así.
R. Eso es.
P. ¿Unas
cien mil personas?
R. No,
señor. Eso es muy poco.
P. ¿Está
seguro?
R.
Considere que Trantor tiene una población de más de cuarenta mil millones.
Considere también que la tendencia que nos lleva a la ruina no pertenece
únicamente a Trantor, sino a todo el imperio y éste contiene cerca de mil
billones de seres humanos.
P.
Comprendo. Entonces quizá cien mil personas puedan cambiar la tendencia, si
ellos y sus descendientes trabajan durante quinientos años.
R. Me temo
que no. Quinientos años es muy poco tiempo.
P. ¡Ah! En
ese caso, Doctor Seldon, sus declaraciones no estaban encaminadas a esta
deducción. Ha reunido a cien mil personas en los confines de su proyecto. Son
insuficientes para cambiar la historia de Trantor en quinientos años. En otras
palabras, no pueden evitar la destrucción de Trantor hagan lo que hagan.
R.
Desgraciadamente, tiene usted razón.
P. Y, por
otro lado, sus cien mil personas no persiguen ningún fin ilegal.
R. Exacto.
P. (Lentamente
y con satisfacción). En ese caso, Doctor Seldon... Preste atención, señor,
porque queremos una respuesta clara. ¿Para qué servirán sus cien mil personas?
La voz del
abogado se hizo estridente. Había tendido la trampa; logró arrinconar a Seldon;
apartarle de cualquier posibilidad de respuesta.
Hubo un
creciente zumbido de conversaciones en las líneas de los nobles que constituían
la audiencia e incluso invadió la fila de comisionados. Se inclinaron unos
hacia otros con sus uniformes de escarlata y oro; sólo el Presidente permaneció
impasible.
Hari Seldon
no se alteró. Esperó a que cesaran los murmullos.
R. Para
reducir al mínimo los efectos de esa destrucción.
P. ¿A qué
se refiere exactamente con esto?
R. La
explicación es muy sencilla. La próxima destrucción de Trantor no es un suceso
aislado del esquema del desarrollo humano. Será el punto culminante de un
intrincado drama que empezó hace siglos y acelera continuamente su velocidad.
Me refiero, caballeros, a la continua decadencia del Imperio Galáctico.
El zumbido
se convirtió ahora en un sordo rugido. El abogado, ignorado, gritaba:
—Está
declarando abiertamente que... —y se interrumpió porque los gritos de
«traición» que lanzaba el auditorio demostraban que se había llegado al punto
deseado sin ningún martillazo.
Lentamente,
el Presidente de la Comisión levantó el mazo y lo dejó caer. El sonido fue
similar al de un melodioso gong. Cuando el eco cesó, el parloteo de los
espectadores también lo hizo. El abogado respiró profundamente.
P. (Teatralmente).
¿Se da cuenta, Doctor Seldon, de que está hablando de un imperio que existe
desde hace doce mil años, a pesar de todas las vicisitudes de las generaciones,
y que está respaldado por los buenos deseos y el amor de mil billones de seres
humanos?
R. Estoy
tan al corriente de la situación actual como de la pasada historia del Imperio.
Aunque no pretendo ser descortés, creo que la conozco mejor que cualquier otra
persona de esta habitación.
P. ¿Y
predice su ruina?
R. Es una
predicción hecha por las matemáticas. No ningún juicio moral. Personalmente,
lamento la perspectiva. Aunque se admitiera que el imperio no es conveniente
(cosa que yo no hago), el estado de anarquía que seguiría a su caída sería aun
peor. Es ese estado de anarquía lo que mi proyecto pretende combatir. Sin
embargo, la caída del Imperio, caballeros, es algo monumental y no puede
combatirse fácilmente. Está dictada por una burocracia en aumento, una recesión
de la iniciativa, una congelación de castas, un estancamiento de la
curiosidad... y muchos factores más. Como ya he dicho, hace siglos que se
prepara algo demasiado grandioso para detenerlo.
P. ¿No es
algo evidente para todo el mundo que el Imperio es tan fuerte como siempre?
R. La
apariencia de fuerza no es más que una ilusión. Parece tener que durar siempre.
No obstante, señor abogado, el tronco de árbol podrido, hasta el mismo momento
en que la tormenta lo parte en dos, tiene toda la apariencia de sólido que ha
tenido siempre. Ahora la tormenta se cierne sobre las ramas del imperio.
Escuche con los oídos de la psicohistoria, y oirá el crujido.
P. (Con
inseguridad). No estamos aquí, Doctor Seldon, para escu...
R. (Firmemente).
El imperio desaparecerá y con él todos sus valores positivos. Los conocimientos
acumulados decaerán y el orden que ha impuesto se desvanecerá. Las guerras
interestelares serán interminables; el comercio interestelar caerá; la
población disminuirá; los mundos perderán el contacto con el núcleo de la
Galaxia. Esto es lo que sucederá.
P. (Una
vocecita en medio de un basto silencio). ¿Para siempre?
R. La
psicohistoria, que puede predecir la caída, puede hacer declaraciones respecto
a las oscuras edades que resultarán. El imperio, caballeros, tal como se acaba
de decir, ha durado doce mil años. Las oscuras edades que vendrán no durarán
doce, sino treinta mil años. Sobrevendrá un Segundo Imperio, pero entre
él y nuestra civilización habrá mil generaciones de humanidad doliente. Esto es
lo que debemos combatir.
P. (Recuperándose
un poco). Se contradice a sí mismo. Antes ha dicho que no podía evitar la
destrucción de Trantor; y por lo tanto, su Caída; la así llamada Caída
del Imperio.
R. No estoy
diciendo que podamos evitar la Caída. Pero aún no es demasiado tarde para
acortar el interregno que seguirá. Es posible, caballeros, reducir la duración
de anarquía a un solo milenio, si mi grupo recibe autorización para actuar
ahora. Nos encontramos en un delicado momento de la historia. La enorme y
arrolladora masa de los acontecimientos puede ser desviada ligeramente, sólo
ligeramente. Puede no ser mucho, pero puede ser suficiente para evitar
veintinueve mil años de miseria de la historia humana.
P. ¿Cómo se
propone hacerlo?
R. Salvando
los conocimientos de la raza. La suma del saber humano está por encima de
cualquier hombre; de cualquier número de hombres. Con la destrucción de nuestra
estructura social, la ciencia se romperá en millones de trozos. Los individuos
no conocerán más que facetas sumamente diminutas de lo que hay que saber. Serán
inútiles e ineficaces por sí mismos. La ciencia, al no tener sentido, no se
transmitirá. Estará perdida a través de las generaciones. Pero, si ahora
preparamos un sumario gigantesco de todos los conocimientos, nunca se
perderán. Las generaciones futuras se basarán en ellos, y no tendrán que volver
a descubrirlo por sí mismas. Un milenio hará el trabajo de treinta mil años.
P. Todo
esto...
R. Todo mi
proyecto; mis treinta mil hombres con sus esposas e hijos, se dedican a la
preparación de un Enciclopedia Galáctica. No la terminarán durante su
vida. Yo ni siquiera viviré para ver cómo la empiezan. Pero cuando Trantor
caiga, estará concluida y habrá ejemplares en todas las bibliotecas importantes
de la Galaxia.
El
presidente alzó el mazo y lo dejó caer. Hari Seldon abandonó el estrado y ocupó
silenciosamente su lugar al lado de Gaal.
Sonrió y
dijo:
—¿Le ha
gustado el espectáculo?
—Usted lo
ha estropeado. Pero ¿qué ocurrirá ahora?
—Aplazarán
el juicio y tratarán de llegar a un acuerdo particular conmigo.
—¿Cómo lo
sabe?
Seldon
repuso:
—Si he de serle sincero, no lo sé. Depende del
Presidente. Le he estudiado durante años enteros. He intentado analizar sus
obras, pero usted ya sabe lo arriesgado que es introducir los caprichos de un
individuo en las ecuaciones psicohistóricas. Sin embargo, tengo esperanzas.
7
Avakim se
aproximó, hizo una inclinación de cabeza a Gaal y cuchicheó algo al oído de
Seldon. Sonó el grito de aplazamiento, y los guardias los separaron. Gaal fue
conducido fuera de la sala.
Las
audiencias del día siguiente fueron completamente distintas. Hari Seldon y Gaal
Dornick estuvieron solos con la Comisión. Estaban sentados juntos ante una
mesa, con escasa separación entre los cinco jueces y los dos acusados. Incluso
les ofrecieron cigarrillos de una caja de plástico iridiscente que recordaba a
un caudal de agua corriente. No era más que una ilusión óptica, y los dedos
notaban una superficie dura y seca.
Seldon
aceptó uno; Gaal rehusó.
Seldon
dijo:
—Mi abogado
no está presente.
Un
comisionado replicó:
—Esto ya no
es un juicio, Doctor Seldon. Estamos aquí para hablar de la seguridad del
Estado.
Linge Chen
dijo: «Yo hablaré», y los demás comisionados se retreparon en sus asientos,
dispuestos a escuchar. Se formó el silencio alrededor de Chen en espera de sus
palabras.
Gaal
contuvo el aliento. Chen, enjuto y duro, menos viejo de lo que aparentaba, era
el verdadero emperador de toda la Galaxia. El niño que ostentaba el título sólo
era un símbolo fabricado por Chen, y no el primero.
Chen dijo:
—Doctor
Seldon, usted altera la paz del reino del Emperador. Ninguno de los mil
billones de seres que ahora viven entre todas las estrellas de la Galaxia
vivirán dentro de un siglo. ¿Por qué, pues, vamos a preocuparnos por sucesos
que ocurrirán dentro de cinco siglos?
—Yo no
viviré más de media década —dijo Seldon—, y, sin embargo, es algo que me preocupa
tremendamente. Llámelo idealismo. Llámelo una identificación de mí mismo con
esa generalización mística a la que nos referimos por el término de «Hombre».
—No deseo
tomarme la molestia de entender el misticismo. ¿Puede decirme por qué no puedo
desembarazarme de usted y de un incómodo e innecesario futuro a cinco siglos,
vista que yo nunca veré, ejecutándole esta noche?
—Hace una
semana —dijo ligeramente Seldon—, podría haberlo hecho y quizá habría tenido
una probabilidad entre diez de continuar usted mismo con vida hasta el final
del año. Ahora, la probabilidad entre diez no llega a una entre diez mil.
Se oyeron
respiraciones sonoras y movimientos intranquilos entre la concurrencia.
Gaal sintió
que sus cortos cabellos le pinchaban la nuca. Los párpados de Chen bajaron un
poco.
—¿Cómo es
eso? —inquirió.
—La caída
de Trantor —dijo Seldon— no puede ser detenida por ningún esfuerzo concebible.
No obstante, puede precipitarse fácilmente. El relato de mi juicio interrumpido
se extenderá por toda la Galaxia. La frustración de mis planes para aligerar el
desastre convencerá a la gente de que el futuro no les deparará nada bueno. Ya
ahora recuerdan la vida de sus abuelos con envidia. Verán que las revoluciones
políticas y los estancamientos comerciales aumentarán. La Galaxia será regida
por la idea de que lo único que tendrá importancia será lo que un hombre pueda
conseguir por sí mismo y en aquel mismo momento. Los hombres ambiciosos no
esperarán y los poco escrupulosos no se quedarán atrás. Por medio de sus acciones
precipitarán la decadencia de los mundos. Hágame ejecutar y Trantor no caerá
dentro de cinco siglos, sino dentro de cincuenta años, y usted, usted mismo,
dentro de un solo año.
Chen dijo:
—Éstas son
palabras para asustar a los niños, pero su muerte no es lo único que nos
proporcionaría una satisfacción.
Alzó la
delgada mano que descansaba en unos documentos, de modo que sólo dos dedos
tocaban ligeramente la hoja superior.
—Dígame
—urgió—, ¿se dedicaría única y exclusivamente a preparar esa enciclopedia de la
que nos ha hablado?
—Así es.
—¿Y tiene
que hacerlo en Trantor?
—Trantor,
señor, posee la Biblioteca Imperial, así como las eruditas fuentes de la
Universidad de Trantor.
—Pero si
usted estuviera en algún otro sitio, digamos en un planeta donde la prisa y
distracciones de una metrópoli no interfirieran con las reflexiones eruditas,
donde sus hombres pudieran dedicarse enteramente y por completo a su trabajo,
¿no sería una gran ventaja?
—Es posible
que nos reportara ventajas de poca importancia.
—Pues este
mundo ya ha sido escogido. Podrá trabajar, Doctor, a su gusto y con sus cien
mil hombres a su alrededor. La Galaxia sabrá que está usted trabajando y
luchando contra la Caída. Incluso les diremos que impedirá la Caída —sonrió—.
Como yo no creo en tantas cosas, es difícil para mí no creer tampoco en la
Caída, así que estoy enteramente convencido de que diré la verdad al pueblo. Y
mientras tanto, Doctor, usted no perturbará Trantor y no habrá ninguna
alteración de la paz del Emperador.
»La
alternativa es la muerte para usted y para todos sus seguidores. No tomaré en
cuenta sus anteriores amenazas. Tiene cinco minutos a partir de este momento
para escoger entre la muerte y el exilio.
—¿Cuál es
el mundo elegido, señor? —preguntó Seldon.
—Me parece
que se llama Terminus[1]
—dijo Chen. Negligentemente, dio la vuelta a los documentos que tenía sobre la
mesa para que Seldon los viera—. No está habitado, pero es habitable, y puede
ser adaptado a las necesidades de los sabios. Está un poco aislado...
Seldon le
interrumpió.
—Está en el
extremo de la Galaxia, señor.
—Como ya le
he dicho, está un poco aislado. Es muy apropiado para sus necesidades de
recogimiento. Vamos, le quedan dos minutos.
Seldon
dijo:
—Necesitaremos
tiempo para disponer el viaje. Hay veinte mil familias implicadas.
—Les
daremos tiempo.
Seldon
reflexionó un momento, y el último minuto empezó a cumplirse. Dijo:
—Acepto el
exilio.
A Gaal le
latió el corazón con fuerza al oír estas palabras. Principalmente, se sintió
invadido por una tremenda alegría al pensar que habían escapado de la muerte.
Pero dentro de este gran alivio hubo un espacio para lamentar que Seldon hubiera
sido vencido.
8
Durante
largo rato, guardaron silencio en el taxi que les conducía, a través de cientos
de kilómetros de túneles como gusanos, hacia la universidad. Y después Gaal se
removió inquieto en su asiento. Dijo:
—¿Era
verdad lo que ha dicho al comisionado? ¿Su ejecución habría precipitado
realmente la Caída?
Seldon
contestó:
—Nunca
miento sobre descubrimientos psicohistóricos. En este caso tampoco me hubiera
servido de nada. Chen sabía que estaba diciendo la verdad. Es un político muy
astuto, y los políticos, por la misma naturaleza de su trabajo, deben poseer un
instinto especial para las verdades de la psicohistoria.
—Así pues,
necesitaba que usted aceptara el exilio —dijo Gaal, pero Seldon no contestó.
Cuando llegaron
al terreno de la Universidad, los músculos de Gaal entraron en acción por sí
mismos; o mejor dicho, en inacción. Casi tuvieron que arrastrarle fuera del
taxi.
Toda la
Universidad era un derroche de luz. Gaal casi había olvidado que el sol
existía. No era que la Universidad estuviera al aire libre. Sus edificios
estaban cubiertos por una monstruosa cúpula de una especie de vidrio. Estaba
polarizado, de modo que Gaal podía mirar directamente hacia la rutilante
estrella del cielo. Sin embargo, su luz no era amortiguada y arrancaba
destellos de los edificios de metal hasta donde la vista podía alcanzar. Las
estructuras de la universidad no eran del duro acero gris del resto de Trantor.
Eran más plateadas. El brillo metálico tenía un color casi marfileño.
Seldon
dijo:
—Al parecer
hay soldados.
—¿Qué?
—Gaal dirigió los ojos al prosaico suelo y vio un centinela enfrente suyo.
Se
detuvieron frente a él, y un capitán de hablar suave apareció por una puerta
cercana.
—¿El doctor
Seldon? —preguntó.
—Sí.
—Le estábamos
esperando. Usted y sus hombres estarán bajo ley marcial de ahora en adelante.
Las instrucciones que he recibido son de informarle que le han sido concedidos
seis meses para hacer todos los preparativos de su viaje a Terminus.
—¡Seis
meses! —empezó Gaal, pero los dedos de Seldon se posaron en su hombro con una
ligera presión.
—Estas son
mis instrucciones —repitió el capitán. Se alejó, y Gaal se volvió hacia Seldon.
—Pero ¿qué
podemos hacer en seis meses? Esto no es más que un crimen un poco más lento.
—Calma.
Calma. Lleguemos a mi despacho.
No era un
despacho grande, pero sí a prueba de espías y muy difícil de detectar.
Las
grabadoras tendidas sobre él no recibían ni un silencio sospechoso ni un
estático aun más sospechoso. Recibían una conversación construida al azar con
una gran variedad de frases inocuas en diversos tonos y voces.
—Ahora
—dijo Seldon, poniéndose cómodo—, seis meses serán suficientes.
—No veo
cómo.
—Porque,
muchacho, en un plan como el nuestro, las acciones de los demás están adaptadas
para satisfacer nuestras necesidades. Aún no le he dicho que la composición
temperamental de Chen ha estado sujeta a un escrutinio mayor que la de
cualquier otro hombre de la historia. No dejamos que el juicio se celebrara
hasta que el momento y las circunstancias fueran idóneos para lograr una
sentencia de nuestro gusto.
—Pero ¿han
podido arreglárselas para...?
—¿...Para
que nos exilien a Terminus? ¿Por qué no? —puso un dedo en cierto lugar de su
mesa de despacho y una pequeña sección de la pared que había a su espalda se
deslizó hacia un lado. Sólo sus dedos podían hacerlo, puesto que sólo sus
huellas digitales podían activar el lector que había debajo—. Dentro encontrará
varios microfilmes —dijo Seldon—. Saque el marcado con la letra T.
Gaal así lo
hizo y aguardó a que Seldon lo colocara en el proyector y alargara al joven un
par de oculares. Gaal se los ajustó, y contempló el desarrollo de la película.
—Pero,
entonces... —empezó a decir.
—¿Qué es lo
que le asombra? —preguntó Seldon.
—¿Han
estado preparándose para la marcha desde hace dos años?
—Dos años y
medio. Naturalmente, no podíamos estar seguros de que escogerían Terminus, pero
confiamos en que lo hicieran y actuamos sobre esta suposición...
—Pero ¿por
qué, Doctor Seldon? Si usted es el que ha dispuesto el exilio, ¿por qué? ¿Es
que ya no se podían controlar los acontecimientos aquí en Trantor?
—Bueno,
existen varias razones. Al trabajar en Terminus tendremos el apoyo imperial sin
provocar temores que pondrían en peligro la seguridad del imperio.
Gaal dijo:
—Pero usted
ha provocado estos temores sólo para obligarlos a exiliarle. Sigo sin
comprenderle.
—Veinte mil
familias no se trasladarían al extremo de la Galaxia por su propia voluntad,
¿no cree?
—Pero ¿por
qué deben ir a la fuerza? —Gaal hizo una pausa—. ¿Puedo saberlo?
Seldon
dijo:
—Todavía
no. Por el momento ya es suficiente que sepa que se establecerá un refugio
científico en Terminus. Y otro será establecido al otro extremo de la Galaxia,
por ejemplo —y sonrió—, al Extremo de las Estrellas. Y en cuanto al resto, yo
moriré pronto, y usted verá más que yo. No, no. Ahórreme su sorpresa y buenos
deseos. Mis médicos me han dicho que no viviré más de uno o dos años. Pero
entonces ya habré realizado todo lo que me había propuesto en la vida y, ¿puede
uno morir en mejores circunstancias?
—¿Y después
de su muerte, señor?
—Bueno,
tendré sucesores..., quizá incluso usted mismo. Y estos sucesores podrán
aplicar el último toque del plan e instigar la revuelta de Anacreon[2]
en el momento oportuno y de la mejor manera. A partir de entonces, los
acontecimientos se desarrollarán por sí solos.
—No le
entiendo.
—Ya me
entenderá —el arrugado rostro de Seldon reflejó una gran paz y cansancio, casi
al mismo tiempo—. La mayoría se irá a Terminus, pero algunos se quedarán. Será
fácil de arreglar. Pero yo —y concluyó en un susurro, de modo que Gaal apenas
pudo oírle— estoy acabado.
SEGUNDA
PARTE
LOS ENCICLOPEDISTAS
1
TERMINUS
- ... Su situación (consultar el mapa) era muy extraña para el papel que estaba
llamado a desempeñar en la historia galáctica, pero, al mismo tiempo, tal como
muchos escritores no se han cansado de repetir, inevitable. Localizado en el
mismo borde de la espiral galáctica, un único planeta de un sol aislado, pobre
en recursos y muy insignificante en valor económico, nunca fue colonizado
durante los cinco siglos después de su descubrimiento, hasta el aterrizaje de
los enciclopedistas... Fue inevitable que a medida que una nueva generación
crecía, Terminus se convirtiera en algo más que una pertenencia de los
psicohistoriadores de Trantor. Con la revuelta anacreóntica y la subida al
poder de Salvor Hardin, primero en la gran línea de...
Enciclopedia
Galáctica.
Lewis
Pirenne se hallaba muy ocupado frente a su mesa del despacho, en la única
esquina bien iluminada de la habitación. Tenía que coordinar el trabajo. Tenía
que organizar el esfuerzo. Tenía que atar todos los cabos.
Cincuenta
años; cincuenta años para establecerse y convertir la Fundación Número Uno de
la Enciclopedia en una unidad de trabajo organizada. Cincuenta años para reunir
el material de base. Cincuenta años de preparación.
Lo habían
hecho. Al cabo de otros cinco años se publicaría el primer volumen de la obra
más monumental que la Galaxia había concebido nunca. Y después, con intervalos
de diez años —regularmente, como un mecanismo de relojería—, volumen tras
volumen.
Y con ellos
habría suplementos, artículos especiales sobre sucesos de interés general,
hasta que... Pirenne se movió con desasosiego cuando el zumbido amortiguado que
procedía de su mesa sonó obstinadamente. Había estado a punto de olvidarse de
la cita. Tocó el interruptor de la puerta y por el abstraído rabillo del ojo
vio cómo se abría y entraba la corpulenta figura de Salvor Hardin. Pirenne no
levantó la vista.
Hardin
sonrió para sí. Tenía prisa, pero no era tan tonto como para ofenderse por el
altivo tratamiento que Pirenne concedía a cualquier cosa o persona que
interrumpiera su trabajo. Se desplomó en la silla del otro lado de la mesa y
esperó.
El punzón
de Pirenne hacía un ligerísimo ruido al correr sobre el papel. Aparte de esto,
ningún movimiento y ningún sonido. Y entonces Hardin extrajo una moneda de dos
créditos del bolsillo de su chaqueta. La lanzó hacia arriba y su superficie de
acero inoxidable reflejó destellos de luz al rodar por los aires. La cogió y
volvió a lanzarla, mirando perezosamente los centelleantes reflejos. El acero
inoxidable constituía un buen medio de intercambio en un planeta donde todo el
metal tenía que importarse.
Pirenne
alzó la vista y parpadeó.
—¡Deje de
hacer eso! —exclamó con irritación.
—¿Eh?
—Deje de
tirar esa infernal moneda al aire. Ya es suficiente.
—Oh —Hardin
volvió a meter el disco de metal en el bolsillo—. Dígame cuándo acabará,
¿quiere? Le prometo estar de vuelta en el Consejo Municipal antes de que la
asamblea someta a votación el proyecto del nuevo acueducto.
Pirenne
suspiró y se separó de la mesa.
—Ya he
acabado, pero espero que no me moleste con los problemas municipales. Cuídese
usted mismo de eso, por favor. La Enciclopedia requiere todo mi tiempo.
—¿Se ha
enterado de la noticia? —interrogó Hardin, flemáticamente.
—¿Qué
noticia?
—La noticia
que ha recibido hace dos horas el receptor de onda ultrasónica de la Ciudad de
Terminus. El gobernador real de la Prefectura de Anacreon ha asumido el título
de rey.
—¿Bien? ¿Y
qué?
—Significa
—repuso Hardin— que estamos incomunicados con las regiones internas del
Imperio. Ya lo esperábamos, pero eso no nos facilita las cosas. Anacreon está
justo en medio de lo que era nuestra última ruta comercial a Santanni, Trantor e
incluso Vega. ¿De dónde importaremos el metal? No hemos logrado obtener ningún
embarque de acero o aluminio durante seis meses, y ahora ya no podremos obtener
ninguno, excepto por gracia del Rey de Anacreon... Pirenne le interrumpió con
impaciencia.
—Pues
consígalos a través de él.
—¿Podemos?
Escuche, Pirenne, según la carta que establece esta Fundación, la Junta de
Síndicos del Comité de la Enciclopedia tiene plenos poderes administrativos.
Yo, como Alcalde de Ciudad de Terminus, tengo tanto poder como para sonarme y
quizá estornudar si usted refrenda una orden dándome el permiso. Esto
corresponde a la Junta y a usted. Se lo pido en nombre de la ciudad, cuya
prosperidad depende del comercio ininterrumpido con la Galaxia; le pido que
convoque una reunión urgente...
—¡Basta!
Una campaña dialéctica estaría fuera de lugar. Ahora bien, Hardin, la Junta de
Síndicos no ha prohibido el establecimiento de un gobierno municipal en
Terminus. Creemos que es necesario a causa del aumento de población desde que
se creó la Fundación hace cincuenta años, y a causa del número cada vez mayor
de personas que está implicado en los asuntos de la Enciclopedia. Pero
esto no significa que el primer y único fin de la Fundación ya no sea
publicar la Enciclopedia de todo el saber humano. Somos una institución
científica apoyada por el Estado, Hardin. No podemos, no debemos interferir en
la política local.
—¡Política
local! Por el dedo gordo del pie izquierdo del Emperador, Pirenne, esto es
cuestión de vida o muerte. El planeta, Terminus, no puede mantener por sí mismo
una civilización mecanizada. Carece de metal. Usted lo sabe. No tiene ni pizca
de hierro, cobre o aluminio en las rocas de la superficie, y muy poco de
cualquier otra cosa. ¿Qué cree que ocurrirá con la Enciclopedia si ese maldito
rey de Anacreon nos aprieta las clavijas?
—¿A nosotros?
¿Olvida acaso que estamos bajo el control directo del mismo Emperador? No
formamos parte de la Prefectura de Anacreon o de cualquier otro. ¡Recuérdelo! Formamos
parte del dominio personal del Emperador, y nadie nos ha tocado. El imperio
puede protegerse a sí mismo.
—Entonces,
¿por qué no ha evitado que el Gobernador Real de Anacreon se rebelara? Y no
sólo se trata de Anacreon. Por lo menos, veinte de las prefecturas más
apartadas de la Galaxia, en realidad toda la Periferia, han empezado a tomar
riendas a su manera. Tengo que decirle que no estoy muy seguro del Imperio y su
capacidad para protegernos.
—¡Palabrería!
Gobernadores reales, reyes..., ¿qué diferencia hay? El imperio está saturado de
políticos y hombres que tiran de uno y otro lado. Los gobernadores se han
revelado, y, por esta razón, los emperadores han sido depuestos, o asesinados
antes de ello. Pero ¿qué tiene que ver con el Imperio en sí mismo? Olvídelo,
Hardin. No nos concierne. Somos los primeros y los últimos... científicos. Y
nuestra única preocupación es la Enciclopedia. Oh, sí, casi lo había olvidado.
¡Hardin!
—¿Sí?
—¡Haga algo
con este periódico suyo! —la voz de Pirenne era colérica.
—¿El Diario
de la Ciudad de Terminus? No es mío, es de propiedad privada. ¿Qué ha hecho?
—Lleva
semanas recomendando que el quincuagésimo aniversario del establecimiento de la
Fundación se celebre con vacaciones públicas y celebraciones completamente
impropias.
—¿Y por qué
no? El reloj de radio abrirá la Primera Bóveda dentro de tres meses. Yo diría
que es una gran ocasión, ¿usted no?
—No para
exhibiciones tontas, Hardin. La Primera Bóveda y su apertura sólo conciernen a
la Junta de Síndicos. Se comunicará algo importante al pueblo. Es mi última
palabra y usted me hará el favor de publicarlo.
—Lo siento,
Pirenne, pero la Carta Municipal garantiza cierta cuestión menor conocida como
libertad de prensa.
—Es
posible. Pero la Junta de Síndicos no. Soy el representante del Emperador y
tengo plenos poderes.
La
expresión de Hardin fue la de un hombre que cuenta mentalmente hasta diez.
—Respecto a
su cargo como representante del Emperador, tengo una última noticia que darle
—dijo en tono sombrío.
—¿Sobre
Anacreon? —Pirenne frunció los labios. Se sentía molesto.
—Sí.
Recibiremos la visita de un enviado especial de Anacreon, dentro de dos
semanas.
—¿Un
enviado? ¿Nosotros? ¿De Anacreon? —Pirenne refunfuñó—: ¿Para qué?
Hardin se
puso en pie y acercó la silla a la mesa.
—Dejaré que
lo adivine usted mismo.
Y se
fue..., muy ceremoniosamente.
2
Anselm
ilustre Rodric —«ilustre» significaba nobleza de sangre—, Subprefecto de Pluema
y Enviado Extraordinario de su Alteza de Anacreon —más media docena de otros
títulos— fue recibido por Salvor Hardin en el espaciopuerto con todos los
imponentes rituales de una ocasión oficial.
Con una
sonrisa forzada y una ligera inclinación, el subprefecto sacó su pistola de la
funda y la presentó a Hardin por la culata. Hardin devolvió el cumplido con una
pistola específicamente prestada para la ocasión. Así se estableció la amistad
y buena voluntad, y si Hardin notó alguna protuberancia en el hombro del
ilustre Rodric, prudentemente no dijo nada.
El coche
que los recibió —precedido, flanqueado y seguido por la debida nube de
funcionarios menores— se dirigió a una marcha lenta y ceremoniosa hacia la
Plaza de la Enciclopedia, aclamado en el camino por una multitud debidamente
entusiasta.
El
subprefecto Anselm recibió las aclamaciones con la complaciente indiferencia de
un soldado y un noble.
—¿Y esta
ciudad es todo su mundo? —preguntó. Hardin alzó la voz para hacerse oír por
encima del clamor.
—Constituimos
un mundo joven, eminencia. En nuestra corta historia, muy pocos miembros de la
alta nobleza han visitado nuestro pobre planeta. De ahí nuestro entusiasmo.
La «alta
nobleza» no captó la ironía. Dijo pensativamente:
—Fundada
hace cincuenta años. ¡Humm! Aquí tiene grandes extensiones de terreno sin
explotar, Alcalde. ¿Nunca ha pensado dividirlo en estados?
—Aún no hay
necesidad. Estamos extremadamente centralizados; tenemos que estarlo, por la
Enciclopedia. Algún día, quizá, cuando nuestra población haya aumentado...
—¡Un mundo
extraño! ¿No tienen campesinos?
Hardin
pensó que no se requería demasiada perspicacia para adivinar que su eminencia
se estaba abandonando a un sondeo bastante torpe. Repuso casualmente:
—No..., no
tenemos, y tampoco nobleza.
El ilustre
Rodric alzó las cejas.
—¿Y su
líder, el hombre con quien debo entrevistarme?
—¿Se
refiere al doctor Pirenne? ¡Sí! Es el Presidente de la Junta de Síndicos... y
un representante personal del Emperador.
—¿Doctor?
¿No tiene ningún otro título? ¿Un científico? ¿Y está por encima de la
autoridad civil?
—Sí, desde
luego que sí —repuso Hardin, amistosamente—. Todos somos científicos, más o
menos. Al fin y al cabo, no somos tanto un mundo como una fundación
científica... bajo el control directo del Emperador.
Hubo un
ligero énfasis en la última frase que pareció desconcertar al subprefecto.
Permaneció
pensativamente silencioso durante el resto del lento trayecto hacia la Plaza de
la Enciclopedia.
Si Hardin
se aburrió durante la tarde y noche que siguieron, por lo menos tuvo la
satisfacción de observar que Pirenne y el ilustre Rodric —que al momento de
conocerse habían intercambiado mutuas protestas de estima y consideración—
detestaban muchísimo más su compañía.
El ilustre
Rodric había asistido con mirada vidriosa al discurso de Pirenne durante la
«visita de inspección» del Edificio de la Enciclopedia. Con sonrisa educada y
ausente, había escuchado el parloteo de este último a medida que recorrían los
vastos almacenes de películas de consulta y las numerosas salas de proyección.
Sólo
después de haber bajado nivel tras nivel y visitado los departamentos de
redacción, edición, publicación y filmación, hizo la primera declaración
comprensible.
—Todo esto
es muy interesante —dijo—, pero parece una ocupación muy extraña para personas
mayores. ¿Para qué sirve?
Hardin
observó que Pirenne no encontró una respuesta adecuada, aunque la expresión de
su rostro fue de lo más elocuente.
La cena de
aquella noche no fue más que un reflejo de los sucesos de la tarde, pues el
ilustre Rodric monopolizó la conversación al describir —con toda clase de detalles
técnicos y con increíble celo— sus propias hazañas como cabeza de batallón
durante la reciente guerra entre Anacreon y el vecino y recién proclamado Reino
de Smyrno.
Los
detalles del relato del subprefecto no concluyeron hasta después de la cena, y,
uno por uno, los oficiales menores habían ido desapareciendo. El último retazo
de triunfal descripción sobre las naves destrozadas llegó cuando hubo
acompañado a Pirenne y Hardin a un balcón y se relajó con el cálido aire de la
noche estival.
—Y ahora —dijo,
con pesada jovialidad—, hablemos de cuestiones serias.
—Por
supuesto —murmuró Hardin, encendiendo un largo cigarro de tabaco de Vega (ya no
quedaban muchos, pensó), y columpiándose sobre las dos patas traseras de la
silla.
La Galaxia
poblaba el cielo a gran altura, y su forma de lente nebulosa se extendía
perezosamente a lo largo del horizonte. En comparación con ella, las escasas
estrellas de aquel extremo del universo eran insignificantes destellos.
—Claro que
—dijo el subprefecto— todas las conversaciones formales..., la firma de
documentos y todos esos aburridos tecnicismos... tendrán lugar ante la... ¿Cómo
llaman ustedes a su Consejo?
—Junta de
Síndicos —replicó Pirenne, fríamente.
—¡Vaya
nombre! De todos modos, eso será mañana. Sin embargo, ahora podemos aclarar
algunos puntos de hombre a hombre, ¿eh?
—Y esto
significa... —apremió Hardin.
—Sólo esto.
Ha habido ciertos cambios en esta parte de la Periferia y el estado de su
planeta es un poco incierto. Sería muy conveniente que llegásemos a un acuerdo
sobre la situación. Por cierto, alcalde, ¿tiene otro de esos cigarrillos?
Hardin se
sobresaltó y le alargó uno de mala gana. Anselm ilustre Rodric lo olfateó y
emitió un suspiro de placer.
—¡Tabaco de
Vega! ¿Dónde lo consiguen?
—No hace
mucho que recibimos un embarque. Ya casi se ha terminado. El Espacio sabe
cuándo nos enviarán más... si es que nos lo envían.
Pirenne
frunció el ceño. No fumaba, y, por esta razón, detestaba el olor.
—A ver si
lo he comprendido, eminencia. ¿Su misión es puramente clarificadora?
El ilustre
Rodric asintió a través del humo de sus primeras bocanadas.
—En ese
caso, es demasiado pronto. La situación con respecto a la Fundación Número Uno
de la Enciclopedia es la misma de siempre.
—¡Ah! ¿Y
cuál es la misma de siempre?
—Esta: una
institución científica apoyada por el Estado y parte del dominio personal de su
augusta majestad el Emperador.
El
subprefecto no se dejó impresionar. Hizo algunos anillos de humo.
—Es una
teoría muy bonita, Doctor Pirenne. Me imagino que tiene usted cartas con el
sello Imperial; pero ¿cuál es la situación actual? ¿A qué distancia están de
Smyrno? No les separan más de cincuenta parsecs de la capital de Smyrno, ya lo
sabe. ¿Y qué hay de Konom y Daribow?
Pirenne
dijo:
—No tenemos
nada que ver con ninguna prefectura. Como parte del dominio del Emperador...
—No son
prefecturas —recordó ilustre Rodric—; ahora son reinos.
—Pues
reinos. No tenemos nada que ver con ellos. Como institución científica...
—¡Al diablo
la ciencia! —Exclamó el otro, añadiendo un juramento militar que ionizó la
atmósfera—. ¿Qué diablos tiene eso que ver con el hecho de que, en cualquier
momento, presenciaremos la conquista de Terminus por Smyrno?
—¿Y el
Emperador? ¿Se cruzará de brazos?
El ilustre
Rodric se calmó y dijo:
—Vamos a
ver, Doctor Pirenne, usted respeta la propiedad del Emperador y también
Anacreon lo hace, pero es posible que Smyrno no. Recuerde, acabamos de firmar
un tratado con el Emperador, presentaré una copia de él a esa Junta suya
mañana, que nos responsabiliza de mantener el orden dentro de las fronteras de
la antigua Prefectura de Anacreon en beneficio del Emperador. Nuestro deber
está claro, ¿no cree?
—Ciertamente.
Pero Terminus no forma parte de la Prefectura de Anacreon.
—Y
Smyrno...
—Tampoco
forma parte de la Prefectura de Smyrno. No forma parte de ninguna prefectura.
—¿Y Smyrno
lo sabe?
—No me
importa que lo sepa o no.
—A nosotros
sí. Acabamos de terminar una guerra con ellos y todavía tienen dos sistemas
estelares que son nuestros. Terminus ocupa un lugar extremadamente estratégico,
entre las dos naciones.
Hardin se
sentía cansado. Intervino:
—¿Cuál es
su proposición, eminencia?
El
subprefecto pareció dispuesto a abandonar las evasivas en favor de
declaraciones más directas. Dijo vivamente:
—Parece
evidente que, puesto que Terminus no puede defenderse, Anacreon debe ocuparse
de ello por su propio bien. Comprenderán que no deseamos interferir con la
administración interna...
—Uh-huh
—gruñó Hardin secamente.
—...Pero
creemos que sería lo mejor para todos los implicados que Anacreon estableciera
su base militar en el planeta.
—¿Y eso es
todo lo que quieren, una base militar en algún sitio del vasto territorio sin
ocupar, y nada más que eso?
—Bueno,
naturalmente está la cuestión de sustentar a las fuerzas protectoras.
La silla de
Hardin cayó sobre sus cuatro patas, y sus hombros se inclinaron hasta casi
rozar las rodillas.
—Ahora
estamos llegando a la esencia del problema. Traduzcamos sus palabras. Terminus
será un protectorado y pagará tributo.
—Nada de
tributo; impuestos. Nosotros les protegemos; ustedes pagan por ello.
Pirenne
dejó caer la mano sobre la silla con repentina violencia.
—Déjeme
hablar, Hardin. Eminencia, no me importan una oxidada moneda de medio crédito
Anacreon, Smyrno, o toda su política local y sus mezquinas guerras. Le digo que
esto es una institución libre de impuestos apoyada por el Estado.
—¿Apoyada
por el Estado? Pero nosotros somos el Estado, Doctor Pirenne, y no les
apoyamos.
Pirenne se
levantó airadamente.
—Eminencia,
soy el representante directo de...
—...De su
augusta majestad el Emperador —coreó burlonamente Anselm ilustre Rodric—. Y yo
soy el representante directo del Rey de Anacreon. Anacreon está muchísimo más
cerca, Doctor Pirenne.
—Volvamos a
los negocios —apremió Hardin—. ¿Cómo aceptaría los llamados impuestos,
eminencia? ¿Los aceptaría en especie: trigo, patatas, verduras, ganado?
El
subprefecto pareció sorprendido.
—¿Qué
diablos...? ¿Para qué íbamos a necesitar todo eso? Tenemos grandes excedentes.
Oro, claro está. Cromo o vanadio serían incluso mejor, incidentalmente, si los
tienen en cantidad.
Hardin se
echó a reír.
—¡En
cantidad! Ni siquiera tenemos hierro en cantidad. ¡Oro! Tenga, eche una mirada
a nuestra moneda.
—Lanzó una
moneda al enviado.
El ilustre
Rodric la sopesó y miró fijamente.
—¿Qué es?
¿Acero?
—En efecto.
—No lo
comprendo.
—Terminus
carece prácticamente de metales. Los importamos todos. Por consiguiente, no
tenemos oro ni nada con qué pagar a menos que quiera unos cuantos miles de
toneladas de patatas.
—Pues...
mercancías manufacturadas.
—¿Sin
metal? ¿De qué quiere que hagamos las máquinas?
Hubo una
pausa y Pirenne volvió a la carga:
—Toda esta
discusión está muy lejos del problema. Terminus no es un planeta, sino una
fundación científica que prepara una gran enciclopedia. Por el Espacio, hombre,
¿es que no tiene ningún respeto por la ciencia?
—Las
enciclopedias no ganan guerras —el ilustre Rodric arrugó el entrecejo—. Un
mundo completamente improductivo, pues... y prácticamente sin ocupar. Bueno,
pueden pagar con tierra.
—¿Qué
quiere decir? —preguntó Pirenne.
—Este mundo
está casi deshabitado y la tierra desocupada probablemente sea fértil. Si
ocurre lo que debe ocurrir, y ustedes cooperan, quizá pudiéramos lograr que no
perdieran nada. Pueden concederse títulos y otorgarse estados. Supongo que me
comprenden.
—¡Gracias!
—dijo Pirenne con aire despectivo.
Y entonces
Hardin preguntó ingeniosamente:
—¿No podría
Anacreon abastecernos de plutonio para nuestra planta de energía atómica? No
nos queda más que el suministro de unos cuantos años.
Pirenne se
quedó sin aliento y durante unos minutos reinó un silencio de muerte.
Cuando el
ilustre Rodric habló, lo hizo en una voz completamente distinta de la que había
empleado hasta entonces:
—¿Tienen
energía atómica?
—Ciertamente.
¿Qué hay de insólito en ello? La energía atómica existe desde hace más de
cincuenta mil años. ¿Por qué no íbamos a tenerla? El único problema es obtener
plutonio.
—Sí..., sí
—el enviado hizo una pausa y añadió desasosegadamente—: Bien, caballeros,
proseguiremos nuestra charla mañana. Me disculparán... Pirenne le siguió con la
mirada y murmuró entre dientes:
—¡Insufrible
asno! Ése...
Hardin le
interrumpió:
—Nada de
eso. No es más que el producto del medio en que vive. No entiende gran cosa
aparte de «Yo tengo un arma y tú no».
Pirenne se
echó sobre él con exasperación.
—¿Qué
demonios se ha propuesto usted al hablar de bases militares y tributos? ¿Se ha
vuelto loco?
—No. No he
hecho más que darle cuerda y dejarle hablar. Observará que ha terminado por
revelar las verdaderas intenciones de Anacreon, es decir, el fraccionamiento de
Terminus en pequeños estados. Naturalmente, no voy a permitir que eso ocurra.
—No va a
permitirlo. No lo hará. ¿Y quién es usted? ¿Y puedo preguntarle qué se proponía
al revelar la existencia de nuestra planta de energía atómica? Es precisamente
lo que puede convertirnos en un objetivo militar.
—Sí —sonrió
Hardin—. Un objetivo militar del que hay que mantenerse apartado. ¿No es obvio
el motivo que he tenido para sacar el tema? Ha confirmado una poderosa sospecha
que ya tenía.
—¿Cuál?
—Que
Anacreon ya no tiene una economía de energía atómica. Si la tuviera, nuestro
amigo se hubiera dado cuenta inmediatamente de que el plutonio, excepto en la
tradición antigua, no se utiliza en plantas de energía. Y de esto se deduce que
el resto de la Periferia tampoco tiene energía atómica. Indudablemente Smyrno
no tiene, o Anacreon no hubiera ganado la mayor parte de las batallas en la
reciente guerra. Interesante, ¿no cree?
—¡Bah!
—Pirenne salió con expresión enfurecida, y Hardin sonrió amablemente.
Tiró su
cigarro y miró hacia la extendida Galaxia.
—Han vuelto
al petróleo y al carbón, ¿verdad? —murmuró, y el resto de sus pensamientos los
guardó para sí.
3
Cuando
Hardin negó ser propietario del Diario, quizá fuera técnicamente
sincero, pero nada más. Hardin había sido el alma inspiradora de la campaña
para incorporar Terminus a una municipalidad autónoma. Había sido elegido su
primer Alcalde y por eso no era sorprendente que, aunque el periódico no iba a
su nombre, cerca de un sesenta por ciento estuviera controlado por él mediante
formas más tortuosas.
Había
muchas maneras.
Por
consiguiente, cuando Hardin empezó a sugerir a Pirenne que debían permitirle
asistir a las reuniones de la Junta de Síndicos, no fue ninguna coincidencia
que el Diario empezara una campaña similar. Y se celebró la primera
reunión masiva en la historia de la Fundación, solicitando una representación
de la Ciudad en el gobierno «nacional».
Y,
eventualmente, Pirenne capituló de mala gana. Hardin, sentado al extremo de la
mesa, especuló ociosamente sobre la razón de que los científicos físicos fueran
unos administradores tan pobres. Podía ser únicamente porque estaban demasiado
acostumbrados al hecho inflexible y muy poco a la gente manejable.
En
cualquier caso, tenía a Tomaz Sutt y a Jord Fara a su izquierda; a Lundin Crast
y Yate Fulham a su derecha y Pirenne, en persona, presidía. Los conocía a
todos, como era natural, pero daba la impresión de que se habían revestido de
un poco de pomposidad extraordinaria para la ocasión.
Hardin se
adormeció durante las formalidades iniciales y después se reanimó cuando
Pirenne dio unos sorbos del vaso de agua que tenía frente a sí, a modo de
preparación, y dijo:
—Tengo el
gran placer de informar a la Junta que, desde nuestra última reunión, he
recibido la noticia de que Lord Dorwin, Canciller del Imperio, llegará a
Terminus dentro de dos semanas. Puede darse por sentado que nuestras relaciones
con Anacreon serán suavizadas a nuestra completa satisfacción en cuanto el
Emperador sea informado de la situación.
Sonrió y se
dirigió a Hardin desde el otro extremo de la mesa.
—Se ha
facilitado la información correspondiente al Diario.
Hardin se
rió disimuladamente. Parecía evidente que el deseo de Pirenne de revelar estos
informes frente a él había sido la única razón de que le admitiera en el
sancta-sanctórum.
Dijo
tranquilamente:
—Prescindiendo
de las expresiones vagas, ¿qué espera que haga Lord Dorwin?
Tomaz Sutt
replicó. Tenía la mala costumbre de dirigirse a uno en tercera persona siempre
que se sentía importante.
—Está
clarísimo —observó— que el Alcalde Hardin es un cínico profesional. No puede
dejar de comprender que el Emperador no permitirá en modo alguno que se
infrinjan sus derechos personales.
—¿Por qué?
¿Qué haría en caso de que así sucediera?
Hubo un
pequeño revuelo. Pirenne dijo:
—Está
diciendo tonterías —y como si se le acabara de ocurrir—: y, además, hace
declaraciones que pueden considerarse traidoras.
—¿Debo
considerar esto como una respuesta?
—¡Sí! Si no
tiene nada más que decir...
—No saque
conclusiones con tanta precipitación. Me gustaría hacer una pregunta. Aparte de
este golpe de diplomacia, que puede o no puede demostrar nada, ¿se ha hecho
algo concreto para enfrentarnos a la amenaza de Anacreon?
Yate Fulham
se llevó la mano a su feroz bigote pelirrojo.
—Usted lo
considera una amenaza, ¿verdad?
—¿Usted no?
—No —dijo
con indulgencia—. El Emperador...
—¡Gran
Espacio! —Hardin se sentía molesto—. ¿Qué es esto? Cada dos por tres alguien
menciona al «Emperador» o al «Imperio» como si fueran palabras mágicas. El
Emperador está a cincuenta mil parsecs de distancia, y dudo que le importemos
un comino. Y si no fuera así, ¿qué puede hacer él? Lo que había en estas
regiones de la flota imperial ahora está en manos de los cuatro reinos, y
Anacreon tiene su parte. Escuchen, hemos de luchar con armas, no con palabras.
»Presten
atención. Hasta ahora hemos tenido dos meses de gracia, principalmente porque
hemos dado la idea a Anacreon de que tenemos armas atómicas. Bueno, todos
sabemos que esto es una mentira piadosa. Tenemos energía atómica, pero sólo
para usos comerciales, y además muy poca. Lo averiguarán pronto, y si ustedes
creen que les gustará haber sido burlados, están muy equivocados.
—Mi querido
amigo...
—Espere; no
he terminado —Hardin se acaloraba. Le gustaba aquello—. Está muy bien reclamar
la intervención de cancilleres en todo esto, pero sería mucho mejor reclamar
unas cuantas armas de sitio adaptadas para contener unas preciosas bombas
atómicas. Hemos perdido dos meses, caballeros, y es posible que no tengamos
otros dos meses que perder. ¿Qué proponen hacer?
Lundin
Crast, arrugando airadamente la nariz, dijo:
—Si lo que
propone es la militarización de la Fundación, no quiero ni oír hablar de ello.
Marcaría nuestra entrada declarada en el campo de la política. Nosotros, señor
Alcalde, constituimos una fundación científica y nada más.
Sutt
añadió:
—No se da
cuenta de que construir armamento significaría retirar hombres, hombres útiles,
de la Enciclopedia. Eso no se puede hacer, pase lo que pase.
—Es la pura
verdad —convino Pirenne—. La Enciclopedia está primero... siempre.
Hardin
gruñó para sus adentros. La Junta parecía sufrir violentamente de la enfermedad
de la Enciclopedia. Dijo fríamente:
—¿Se le ha
ocurrido alguna vez a la Junta que es posible que Terminus tenga otros
intereses que la Enciclopedia?
Pirenne
replicó:
—No
concibo, Hardin, que la Fundación pueda tener algún otro interés que la
Enciclopedia.
—Yo no he
dicho la Fundación; he dicho Terminus. Me temo que no se hacen cargo de la
situación. Más de un millón de personas vive en Terminus, y no más de ciento
cincuenta mil trabajan directamente en la Enciclopedia. Para el resto de
nosotros, éste es nuestro hogar. Hemos nacido aquí. Vivimos aquí.
Comparada con nuestras granjas y nuestras casas y nuestras fábricas, la
Enciclopedia no significa nada. Queremos protegerlas...
Le hicieron
callar.
—La
Enciclopedia primero —declaró Crast—. Tenemos una misión que cumplir.
—Al
infierno la misión —gritó Hardin—. Esto podía ser cierto hace cincuenta años.
Ahora hay una nueva generación.
—Eso no
tiene nada que ver —repuso Pirenne—. Somos científicos.
Y Hardin
aprovechó la coyuntura:
—¿Lo son
realmente? Esto es una bonita alucinación, ¿no creen? Ustedes constituyen un
ejemplo perfecto de todos los males de la Galaxia durante miles de años. ¿Qué
clase de ciencia es permanecer aquí durante siglos enteros para clasificar el
trabajo de los científicos del último milenio? ¿Han pensado alguna vez en
seguir adelante con su trabajo, en extender sus conocimientos y mejorarlos?
¡No! Están muy contentos estancándose. Toda la Galaxia lo está, y lo ha estado
desde el espacio sabe cuánto tiempo. Ésta es la razón de que la Periferia se
agite; ésta es la razón de que las comunicaciones se corten; ésta es la razón
de que guerras absurdas se eternicen; ésta es la razón de que sistemas enteros
pierdan la energía atómica, y vuelvan a las bárbaras técnicas de la energía
química.
»Si quieren
saber mi opinión —gritó—, ¡la Galaxia va a descomponerse!
Hizo una
pausa y se recostó en la silla para recobrar el aliento, sin prestar atención a
los dos o tres que intentaban contestarle simultáneamente.
Crast tomó
la palabra:
—No sé lo
que trata de obtener con sus declaraciones histéricas, señor Alcalde.
Ciertamente, no añade nada constructivo a la discusión. Solicito, señor
Presidente, que las observaciones del Alcalde sean desestimadas y que se
reanude la discusión en el punto que fue interrumpida.
Jord Fara
se agitó por vez primera. Hasta el momento, Fara no había tomado parte ni
siquiera en los momentos álgidos de la disputa. Pero ahora su voluminosa voz,
tan voluminosa como su cuerpo de ciento cincuenta kilos de peso, dejó oír su
tono de bajo:
—¿No hemos
olvidado alguna cosa, caballeros?
—¿Qué?
—preguntó Pirenne, malhumoradamente.
—Que dentro
de un mes celebraremos nuestro quincuagésimo aniversario.
—Fara tenía
la facultad de pronunciar las mayores trivialidades con enorme profundidad.
—¿Y qué
tiene que ver?
—Y en dicho
aniversario —continuó plácidamente Fara—, la Bóveda de Hari Seldon será
abierta. ¿Han pensado alguna vez sobre lo que puede haber en la Bóveda?
—No lo sé.
Cuestiones rutinarias. Un discurso de felicitación, quizá. No creo que haya
nada de importancia dentro de la Bóveda; aunque el Diario —y miró a
Hardin, que le sonrió— intentara editar un número sobre ello. Yo puse mi veto.
—Ah —dijo
Fara—, pero quizá esté usted equivocado. ¿No le llama la atención —hizo una
pausa y se llevó un dedo a la redonda nariz— que la Bóveda se abra en un
momento muy conveniente?
—En un
momento muy inconveniente, querrá decir —murmuró Fulham—. Tenemos otras cosas
de que preocuparnos.
—¿Otras
cosas más importantes que un mensaje de Hari Seldon? No lo creo —Fara estaba
más pontifical que nunca, y Hardin le contempló pensativamente. ¿Adónde quería
ir a parar?—. De hecho —dijo Fara, con satisfacción—, todos ustedes parecen
olvidar que Seldon fue el mayor psicólogo de nuestro tiempo y el fundador de
nuestra Fundación. Parece razonable suponer que utilizó su ciencia para
determinar el curso probable de la historia del futuro inmediato. Si lo hizo,
como parece probable, repito, es seguro que logró encontrar un medio para
advertirnos del peligro y, quizá, para sugerir una solución. Como saben, la
Enciclopedia era su mayor anhelo.
Prevaleció
una atmósfera de pasmada duda. Pirenne se aclaró la garganta.
—Bueno, la
verdad es que no lo sé. La psicología es una gran ciencia, pero... en este
momento no hay ningún psicólogo entre nosotros, me parece. Tengo la impresión
de que pisamos terreno poco firme.
Fara se
volvió hacia Hardin.
—¿No
estudió psicología con Alurin?
Hardin contestó,
medio distraído:
—Sí, pero
no completé mis estudios. Me cansé de la teoría. Quería ser ingeniero
psicológico, pero no disponíamos de medios, así que hice lo mejor: me metí en
política. Es prácticamente lo mismo.
—Bien, ¿qué
opina de la Bóveda?
Y Hardin
repuso cautelosamente:
—No lo sé.
No dijo ni
una palabra más durante el resto de la reunión, a pesar de que se volvió al
tema del Canciller del Imperio.
De hecho,
ni siquiera escuchó. Le habían puesto sobre una nueva pista y las cosas
empezaban a encajar, aunque no totalmente. Los ángulos encajaban... uno o dos.
Y la
psicología era la clave. Estaba seguro de ello. Trataba desesperadamente de
recordar la teoría psicológica que había aprendido; y por ella comprendió una
cosa enseguida.
Un gran
psicólogo como Seldon podía descifrar suficientemente las emociones y
reacciones humanas para predecir ampliamente la marcha histórica del futuro.
Y eso
significaba... ¡Hummm!
4
Lord Dorwin
tomaba rapé. Además, llevaba el cabello largo, rizado intrincadamente y, era
obvio, que de modo artificial, a lo cual se añadían dos esponjosas patillas
rubias, que acariciaba afectuosamente. Además, hablaba con frases muy precisas
y no podía pronunciar las erres.
En aquel
momento, Hardin no tenía tiempo de pensar en más razones en que basar la
instantánea aversión que había experimentado hacia el noble canciller. Oh, sí,
los elegantes gestos de una mano con que acompañaba la más ligera observación.
Pero, en
cualquier caso, ahora el problema era localizarle. Había desaparecido con
Pirenne hacía media hora; se había perdido de vista, evaporado.
Hardin
estaba completamente seguro de que su propia ausencia durante las discusiones
preliminares convendría mucho a Pirenne.
Pero
Pirenne había sido visto en aquel ala y aquel piso. Era simplemente cuestión de
probar en todas las puertas. A medio camino, dijo: «¡Ah!» y entró en la cámara
oscura.
El perfil
del complicado peinado de Lord Dorwin era inconfundible contra la pantalla
iluminada.
Lord Dorwin
alzó la vista y dijo:
—Ah, Hagdin.
Nos está buscando, ¿verdad? —le presentó su caja de rapé (demasiado recargada y
de poco valor artístico, pensó Hardin), que fue educadamente rehusada, con lo
cual él mismo se sirvió una pizca y sonrió con amabilidad.
Pirenne
frunció el ceño y Hardin le contempló con una expresión de total indiferencia.
El único
ruido que rompió el corto silencio que siguió fue el crujido de la tapa de la
cajita de rapé perteneciente a Lord Dorwin. Entonces se la guardó y dijo:
—Una ggan
guealización esta Enciclopedia suya, Hagdin. Una vegdadega
hazaña que puede equipagagse a las mejogues guealizaciones
de todos los tiempos.
—La mayoría
de nosotros piensa así, milord. Sin embargo, es una realización no totalmente
lograda todavía.
—Pog
lo poco que he visto de la eficiencia de su Fundación, no abguigo ningún
temog guespecto a esta cuestión —y asintió a Pirenne, que
respondió, encantado, inclinando la cabeza.
«Una
verdadera fiesta amistosa», pensó Hardin.
—No me
quejaba de la falta de eficiencia, milord, sino de exceso de eficiencia de los
dirigentes de Anacreon; aunque en otra dirección más destructiva.
—Oh, sí, Anacgueon
—hizo un negligente gesto con la mano—. Vengo de allí. Es un planeta de lo más bágbago.
Es vegdadegamente inconcebible que los segues humanos puedan vivig
aquí en la Peguifeguia. Caguecen de los guequisitos más
elementales de los caballegos bien educados; hay una completa ausencia
de los elementos más fundamentales paga la comodidad y conveniencia...
el máximo desudo en que...
Hardin
interrumpió secamente:
—Por
desgracia, los anacreonianos tienen todos los requisitos elementales para la
guerra y todos los elementos para la destrucción.
—De acuegdo,
de acuegdo —Lord Dorwin parecía molesto, quizá por haber sido
interrumpido a mitad de la frase—. Pego ahoga no vamos a discutig
asuntos de negocios, ya lo sabe. Estoy muy integuesado en este momento. Doctog
Piguenne, ¿no va a enseñagme el segundo volumen? Hágalo, pog
favog.
Las luces
se apagaron, y durante la siguiente media hora Hardin habría podido muy bien
estar en Anacreon por toda la atención que le prestaron. El libro que aparecía
en la pantalla no tenía mucho sentido para él, ni tampoco se esforzó en que lo
tuviera, pero Lord Dorwin se excitó muy humanamente en ciertos momentos. Hardin
observó que en estos momentos de excitación el canciller pronunciaba las erres.
Cuando las
luces volvieron a encenderse, Lord Dorwin dijo:
—Magavilloso;
guealmente magavilloso. ¿Pog casualidad no está usted integuesado
en agqueología, Hagdin?
—¿Eh? —Hardin
fue sacado bruscamente de una ensoñación abstracta—. No, milord, no puedo decir
que lo esté. Soy psicólogo por intención inicial y político por decisión final.
—¡Ah! Sin
duda son estudios muy integuesantes. Yo mismo —se sirvió una gigantesca
ración de rapé— soy aficionado a la agqueología.
—¿De
verdad?
—Su Señoría
—interrumpió Pirenne— conoce el tema a la perfección.
—Bueno,
quizá sí, quizá sí —dijo complacientemente Su Señoría—. He hecho muchísimos tgabajos
científicos. De hecho, he leído sin cesag. Conozco todas las obgas
de Jagdun, Obijasi, Kgomwill... oh, todos ellos, ¿sabe?
—Los he
oído nombrar, naturalmente —dijo Hardin— pero nunca los he leído.
—Algún día
lo hagá, muchacho. Le compensagá ampliamente. Considego
que bien vale la pena venig hasta la Peguifeguia paga veg
este ejemplag de Lameth. ¿Me cgegán si les digo que no figuga
entge mis libgos? Pog ciegto doctog Piguenne,
¿no habgá olvidado su pgomesa de guevelagme un ejemplag
paga mí antes de magchagme?
—Estaré
encantado de hacerlo.
—Deben sabeg
que Lameth —continuó el canciller, pontificalmente— guepgesenta un nuevo
y muy integuesante punto de vista paga mi anteguiog conocimiento
de la «Pgegunta Oguiguen».
—¿Qué
pregunta? —inquirió Hardin.
—La «Pgegunta
Oguiguen». El lugag de oguiguen de las especies humanas,
ya sabe. Segugamente, sabgá usted que se cgee que oguiginaguiamente
la gaza humana sólo ocupaba un sistema planetaguio.
—Sí, claro
que lo sé.
—Natugalmente,
nadie sabe con exactitud qué sistema es, se ha pegdido en la neblina de
la antigüedad. Sin embaggo, se hacen suposiciones. Unos dicen que fue Siguio.
Otros insisten en que fue Alfa Centaugo, o Sol, o 61 Cisne... todos en
el sectog de Siguio, como vegá.
—¿Y qué
dice Lameth?
—Bueno, se integna
pog un camino completamente nuevo. Tgata de demostgag que
los guestos agqueológicos del tegceg planeta del Sistema Agtuguiano
guevelan que allí existió la humanidad antes de que hubiega
signos de viajes espaciales.
—¿Y eso
significa que fue la cuna de la humanidad?
—Quizá. He
de leeglo atentamente y sopesag las pgüebas antes de afigmaglo
con seguguidad. Hay que compgobag la vegacidad de sus obsegvaciones.
Hardin
guardó silencio durante un rato. Después dijo:
—¿Cuándo
escribió Lameth este libro?
—Oh..., es
posible que haga unos ochocientos años. Clago que se basó ampliamente en
el pgevio estudio de Gleen.
—Entonces,
¿por qué confiar en él? ¿Por qué no ir a Arturo y estudiar los restos por sí
mismo?
Lord Dorwin
alzó las cejas y se apresuró a tomar un poco de rapé.
—Pego,
¿paga qué, mi queguido amigo?
—Para
obtener información de primera mano, como es natural.
—Pego,
¿qué necesidad hay? Me paguece un método muy insólito y complicado. Migue,
tengo todas las obgas de los antiguos maestgos, los ggandes
agqueólogos del pasado. Las compagagué, equilibgagué los desacuegdos,
analizagué las declagaciones conflictivas, decidigué cuál
es pgobablemente la coguecta, y llegagué a una conclusión.
Éste es el método científico. Pog lo menos —continuó con aires de
superioridad—, tal como yo lo compgendo. ¡Qué insufgiblemente
inútil seguía ig a Agtugus, o a Sol, pog ejemplo, y andag
a tgopezones, cuando los antiguos maestgos guecoguiegon
aquello con mucha más eficacia de la que ahoga podíamos espegag!
Hardin murmuró educadamente:
—Comprendo.
¡Vaya un
método científico! No era extraño que la Galaxia se fuera a pique.
—Vamos,
milord —dijo Pirenne—; creo que debemos regresar.
—Ah, sí.
Quizá sea mejog.
Cuando
salían de la habitación, Hardin dijo repentinamente:
—Milord,
¿puedo hacerle una pregunta?
Lord Dorwin
sonrió dulcemente y subrayó su respuesta con un gracioso aleteo de la mano.
—Indudablemente,
mi queguido amigo. Segá un placer ayudagle. Si puedo segvigle
en algo con mis pobges conocimientos de agqueología...
—No se
trata exactamente de arqueología, milord.
—¿No?
—No. Se
trata de lo siguiente: el año pasado recibimos aquí en Terminus la noticia de
que una planta de energía en el Planeta V de Gamma Andromeda había explotado.
No se nos comunicó más que el hecho escueto, sin ningún detalle. Me pregunto si
usted podría explicarme lo que ocurrió.
La boca de
Pirenne se contrajo.
—No sé por
qué ha de molestar a Su Señoría con preguntas sobre un tema tan irrelevante.
—Nada de
eso, Doctog Piguenne —intercedió el Canciller—. No tiene impogtancia.
No hay ggan cosa que decir acegca de este pagticulag. La
planta de eneggía explotó, como puede suponeg, fue una vegdadega
catástgofe. Me paguece que muguiegon vaguios
millones de pegsonas pog lo menos la mitad del planeta quedó gueducido
a cenizas. Guealmente, el gobiegno está considegando con
toda seguiedad la pgomulgación de sevegas guestgicciones
sobre la utilización indiscgiminada de eneggía atómica..., aunque
no es algo que pueda divulgagse, como usted compgendegá.
—Lo
comprendo —dijo Hardin—. Pero ¿qué le ocurrió la planta?
—Bueno, en guealidad
—contestó Lord Dorwin con indiferencia—, ¿quién sabe? Hacía algunos años que se
había estgopeado y se cgee que los guecambios y el tgabajo
de guepagación no fuegon de igual calidad. ¡Es tan difícil en los
días que coguen encontgag a hombges que guealmente
entiendan los detalles técnicos de nuestgos sistemas de eneggía!
—y se llevó un poco de rapé a la nariz.
—¿Se da
cuenta —dijo Hardin— de que los reinos independientes de la Periferia han
perdido su energía atómica?
—¡No me
diga! No me sogpgende nada. ¡Qué planetas tan bágbagos! Oh, pego
queguido amigo, no les llame independientes. No lo son, ¿sabe? Los tgatados
que hemos hecho con ellos son una pgueba positiva de lo que digo. Gueconocen
la sobeganía del Empegadog. Tenían que haceglo, natugalmente,
o no hubiégamos figmado el tgatado.
—Es posible
que sea así, pero tienen una considerable libertad de acción.
—Sí,
supongo que sí. Considegable. Pego eso tiene escasa impogtancia.
El Impeguio ha mejogado, ahoga que la Peguifeguia se basta
a sí misma, como ahoga ocugue, más o menos. No nos sigven de
nada, ¿sabe? Son unos planetas de lo más bágbago. Apenas están
civilizados.
—Estuvieron
civilizados en el pasado. Anacreon fue una de las provincias exteriores más
ricas. Tengo entendido que incluso superaba a Vega en importancia.
—Oh, pego
Hagdin, eso fue hace muchos siglos. No pueden sacagse
conclusiones de esto. Las cosas egan distintas en los viejos días de ggandeza.
No somos igual que antes, ¿sabe? Vamos, Hagdin, es usted un muchacho pegsistente.
Ya le he dicho que hoy no queguía hablag de negocios. El
Dogtog Piguenne me había advegtido sobgre usted[3].
Me había dicho que tgataguía usted de impogtunagme, pego
ya tengo demasiada expeguiencia paga eso. Dejémoslo paga
mañana.
Y eso fue
todo.
5
Aquélla era
la segunda reunión de la Junta a la que Hardin asistía si se excluían las
conversaciones informales que los miembros de la Junta habían mantenido con el
ya ausente Lord Dorwin. Sin embargo, el alcalde tenía la certidumbre de que por
lo menos se había celebrado una y posiblemente dos o tres, para las cuales no
había recibido invitación.
Tampoco
creía que le hubiesen avisado de aquélla de no haber sido por el ultimátum.
Por lo
menos, era un ultimátum, aunque una lectura superficial del documento
visigrafiado llevaría a suponer que era un intercambio amistoso de saludos entre
dos potencias.
Hardin lo
cogió con sumo cuidado. Empezaba con una florida salutación de «Su Poderosa
Majestad, el Rey de Anacreon, a su amigo y hermano, el Doctor Lewis Pirenne,
Presidente de la Junta de Síndicos, de la Fundación Número Uno de la Enciclopedia»,
y concluía aun más ostentosamente con un gigantesco sello multicolor del
simbolismo más complicado.
Pero seguía
siendo un ultimátum. Hardin dijo:
—Veo que no
nos han dado mucho tiempo, después de todo; sólo tres meses. Pero aunque poco,
lo hemos malgastado inútilmente. Esto nos da dos semanas. ¿Qué hacemos ahora?
Pirenne
frunció el ceño con preocupación.
—Debe de
haber alguna escapatoria. Es completamente increíble que fuercen las cosas
hasta este extremo después de lo que nos ha dicho Lord Dorwin sobre la actitud
del Emperador y el Imperio.
Hardin
cobró nuevos ánimos.
—Comprendo.
¿Ha informado al Rey de Anacreon de su supuesta actitud?
—Sí...
después de someter la propuesta a votación ante la Junta y recibir su consentimiento
unánime.
—Y, ¿cuándo
tuvo lugar esa votación?
Pirenne se
recubrió de dignidad.
—No creo
que tenga obligación de contestarle, Alcalde Hardin.
—Muy bien.
No estoy vitalmente interesado. En mi modesta opinión, su diplomática
transmisión de la valiosa contribución de Lord Dorwin ha sido —frunció la
comisura de los labios en una acerba media sonrisa— lo que ha causado esta nota
tan amistosa. Si no, lo hubieran retardado un poco más; aunque no creo que este
período de tiempo adicional hubiera ayudado a Terminus, considerando la actitud
de la Junta.
Yate Fulham
dijo:
—¿Puede
decirnos cómo ha llegado a esta notable conclusión, señor Alcalde?
—De un modo
muy sencillo. No se requiere más que utilizar esa olvidada cualidad que es el
sentido común. Verá, hay una rama del saber humano conocida como lógica
simbólica, que sirve para eliminar todas las complicadas inutilidades que
oscurecen el lenguaje humano.
—¿Y qué?
—preguntó Fulham.
—La he
aplicado. Entre otras cosas, la he aplicado a este documento que tenemos aquí.
En realidad, yo no lo necesitaba porque ya sabía de lo que se trataba, pero
creo que podré explicarlo más fácilmente a cinco científicos físicos mediante
símbolos que con palabras.
Hardin
arrancó unas cuantas hojas de la libreta que llevaba bajo el brazo y las
extendió sobre la mesa.
—Por
cierto, yo no he sido quien lo ha hecho —dijo—. Como pueden ver, Muller Holk,
de la División de Lógica, es el que ha firmado los análisis.
Pirenne se
inclinó sobre la mesa para ver mejor y Hardin prosiguió:
—Naturalmente,
el mensaje de Anacreon fue un problema sencillo pues los hombres que lo
escribieron son hombres de acción más que de palabras. Queda reducido fácil y
claramente a la incalificable declaración que, en símbolos es lo que ven, y en
palabras significa: «Nos dais lo que queremos en una semana, u os hundiremos y
lo tendremos de todos modos».
Hubo un
silencio mientras los cinco miembros de la Junta recorrían la línea de símbolos
con la mirada, y después Pirenne se sentó y tosió desasosegadamente.
—No hay
escapatoria, ¿verdad, Doctor Pirenne? —dijo Hardin.
—No parece
haberla.
—Muy bien
—Hardin recogió las hojas—. Ante ustedes ven ahora una copia del tratado entre
el Imperio y Anacreon; un tratado que, por cierto, está firmado en nombre del
Emperador por el mismo Lord Dorwin que estuvo aquí la semana pasada, y con él
un análisis simbólico.
El tratado
se extendía a lo largo de cinco páginas de apretada caligrafía y el análisis
estaba garabateado en menos de media página.
—Como ven,
caballeros, cerca del noventa por ciento del tratado ha sido excluido del
análisis por carecer de importancia, y lo que resulta puede describirse de la
siguiente e interesante forma:
»Obligaciones
de Anacreon hacia el imperio: ¡Ninguna!
»Poderes
del Imperio sobre Anacreon: ¡Ninguno!
Los cinco
volvieron a seguir el razonamiento ansiosamente, consultando el tratado, y
cuando terminaron, Pirenne dijo con acento preocupado:
—Parece
correcto.
—¿Admite
usted entonces que el tratado es única y exclusivamente una declaración de
total independencia por parte de Anacreon y un reconocimiento de dicho estado
por el Imperio?
—Así
parece.
—¿Y supone
que Anacreon no se ha dado cuenta de ello, y no está impaciente por subrayar su
posición de independencia y propenso a ofenderse por cualquier amenaza del
Imperio? En particular cuando es evidente que éste no tiene poder para cumplir
estas amenazas, o nunca hubiera permitido la independencia.
—Pero, en
ese caso —intervino Sutt—, ¿cómo se explican las seguridades de ayuda que por
parte del Imperio nos dio Lord Dorwin? Parecían... —se encogió de hombros—.
Bueno, parecían satisfactorias.
Hardin se
echó hacia atrás en la silla.
—¿Sabe?
Ésta es la parte más interesante de todo el asunto. Admito que cuando conocí a
Su Señoría le tomé por un burro consumado; pero ha resultado ser un hábil
diplomático y un hombre inteligentísimo. Me tomé a libertad de grabar todo
cuanto dijo.
Hubo un
alboroto, y Pirenne abrió la boca con horror.
—¿Qué pasa?
—Inquirió Hardin—. Comprendo que fue una gran violación de la hospitalidad y
algo que nadie que se tenga por un caballero haría. Además, si Su Señoría se
hubiera dado cuenta, las cosas podrían haber sido desagradables; pero no fue
así, y yo tengo la grabación, y esto es todo. Hice una copia de ella y la envié
a Holk para que también la analizara.
—¿Y dónde
está el análisis? —preguntó Lundin Crast.
—Esto
—repuso Hardin— es lo interesante. El análisis fue, sin lugar a dudas, el más
difícil de los tres. Cuando Holk, después de dos días de trabajo
ininterrumpido, logró eliminar las declaraciones sin sentido, las monsergas
vagas, las salvedades inútiles, en resumen, todas las lisonjas y la paja, vio
que no había quedado nada. Todo había sido eliminado.
»Lord
Dorwin, caballeros, en cinco días de conversaciones, no dijo absolutamente
nada, y lo hizo sin que ustedes se dieran cuenta. Éstas son las
seguridades que han recibido de su precioso Imperio.
Si Hardin
hubiera colocado una bomba de gases hediondos sobre la mesa no habría creado
tanta confusión como con su última afirmación. Esperó, con cansada paciencia, a
que se desvaneciera.
»De modo
que —concluyó—, cuando envían amenazas, y eso es lo que eran, refiriéndose a la
acción del Imperio sobre Anacreon no logran más que irritar a un monarca que no
es tonto. Naturalmente, su ego reclama una acción inmediata y el ultimátum es
el resultado que me lleva a mi declaración inicial. Nos queda una semana y,
¿qué hacemos ahora?
—Parece
—dijo Sutt— que nuestra única alternativa es permitir que Anacreon establezca
bases militares en Terminus.
—En esto
estoy de acuerdo con usted —convino Hardin—, pero ¿qué hacemos para darles la
patada a la primera oportunidad?
Yate Fulham
se retorció el bigote.
—Eso suena
como si ya estuviera decidido a emplear la violencia contra ellos.
—La
violencia —fue la contestación— es el último recurso del incompetente. Desde
luego, lo que no pienso hacer es extender la alfombra de bienvenida y pulir los
mejores muebles para que los utilicen.
—Sigue sin
gustarme su forma de enfocar las cosas —insistió Fulham—. Es una actitud
peligrosa; muy peligrosa, porque últimamente hemos observado que una
considerable sección del pueblo parece responder a todas sus sugerencias.
También debo decirle, alcalde Hardin, que la Junta no ignora sus recientes
actividades.
Hizo una pausa
y hubo un consentimiento general. Hardin se encogió de hombros.
Fulham
prosiguió:
—Si usted
indujera a la ciudad a un acto de violencia, lo único que lograría es un
complicado suicidio, y no pensamos permitírselo. Nuestra política tiene un solo
objetivo fundamental, que es la Enciclopedia. Todo lo que decidamos hacer o no
hacer estará encaminado a salvaguardar la Enciclopedia.
—Entonces
—dijo Hardin—, su conclusión es que hemos de proseguir nuestra campaña
intensiva de no hacer nada.
Pirenne
dijo agriamente:
—Usted
mismo ha demostrado que el Imperio no puede ayudarnos; aunque no comprendo cómo
ni por qué es eso posible. Si es necesario llegar a un acuerdo...
Hardin tuvo
la horrible sensación de correr a toda velocidad y no llegar a ningún sitio.
—¡No hay
ningún acuerdo! ¿No se da cuenta de que esta necedad de las bases militares es
una mentira de la peor especie? El ilustre Rodric nos dijo lo que perseguía
Anacreon: la ocupación completa e imposición de su propio sistema feudal de
estados agrícolas y economía de aristocracia campesina en nuestro planeta. Lo
que queda de nuestro engaño sobre la energía atómica puede obligarlos a actuar
con lentitud, pero actuarán de todos modos.
Se había
levantado indignado, y el resto se levantó con él; excepto Jord Fara.
Y entonces
Jord Fara empezó a hablar.
—Que todo
el mundo haga el favor de sentarse. Me parece que ya hemos llegado demasiado
lejos. Vamos, no sirve de nada enfurecerse tanto, alcalde Hardin; ninguno de
nosotros ha incurrido en un delito de traición.
—¡Tendrá
que convencerme de eso!
Fara sonrió
amablemente.
—Usted
mismo comprende que no habla en serio. ¡Déjeme hablar!
Sus
pequeños y vivaces ojos estaban medio cerrados y unas gotas de sudor brillaban
en la suave superficie de su barbilla.
—Es inútil
ocultar que la Junta ha llegado a la decisión de que la verdadera solución del
problema anacreoniano reside en lo que nos será revelado cuando se abra la
Bóveda dentro de seis días.
—¿Es ésta
su contribución al asunto?
—Sí.
—¿No vamos
a hacer nada, excepto esperar con tranquila serenidad y fe absoluta que un deus
ex machina surja de la Bóveda?
—Todos
preferiríamos que abandonara su fraseología emocional.
—¡Qué
salida tan poco sutil! Realmente, Doctor Fara, esta tontería es propia de un
genio. Una mente inferior sería incapaz de tal cosa.
Fara sonrió
con indulgencia.
—Su gusto
para los epigramas es divertido, Hardin, pero fuera de lugar. En realidad, creo
que recuerda mi línea de argumentación acerca de la Bóveda de hace unas tres
semanas.
—Sí, la
recuerdo. No niego que sólo era una idea estúpida desde el punto de vista de la
lógica deductiva. Usted dijo, corríjame si me equivoco, que Hari Seldon fue el
mejor psicólogo del sistema; que, por lo tanto, pudo prever la situación exacta
e incómoda en que ahora nos encontramos; que, por lo tanto, se le ocurrió lo de
la Bóveda como un medio de decirnos lo que debíamos hacer.
—Veo que ha
captado la esencia de la idea.
—¿Le
sorprendería saber que he pensado mucho en la cuestión durante estas últimas
semanas?
—Muy
halagador. ¿Con qué resultado?
—Con el
resultado de que la pura deducción no basta. Lo que se vuelve a necesitar es un
poco de sentido común.
—¿Por
ejemplo?
—Por
ejemplo, si previó el desastre anacreoniano, ¿por qué no se estableció en algún
otro planeta cerca del centro de la Galaxia? Es bien sabido que Seldon indujo a
los comisionados de Trantor a que ordenaran el establecimiento de la Fundación
en Terminus. Pero ¿por qué lo hizo así? ¿Por qué nos aisló aquí, si conocía de
antemano la ruptura de las líneas de comunicación, nuestro aislamiento de la
Galaxia, la amenaza de nuestros vecinos y nuestra impotencia causada por la
falta de metales de Terminus? ¡Esto ante todo! Y si previó todo esto, ¿por qué
no advirtió a los primeros colonizadores con tiempo suficiente para que
pudieran prepararse, y no esperar, como está haciendo, a tener un pie en el
abismo?
»Y no
olviden esto. Aunque él previera el problema entonces, nosotros podemos
verlo igualmente ahora. Por lo tanto, si él previó la solución entonces,
nosotros podremos verla ahora. Al fin y al cabo, Seldon no es un mago.
No hay ningún truco que él ve y nosotros no para escapar del dilema.
—Pero,
Hardin —recordó Fara—, ¡no podemos!
—No lo han intentado
siquiera. No lo han intentado ni una sola vez. En primer lugar, ¡rehusaron
admitir que existiera siquiera una amenaza! ¡Después depositaron una fe ciega
en el Emperador! Ahora le ha tocado a Hari Seldon. Siempre han confiado en la
autoridad o en el pasado, nunca en sí mismos.
Sus puños
se abrían y cerraban espasmódicamente.
»Llega a
ser una actitud enfermiza, un reflejo condicionado que expulsa la independencia
de su mente siempre que se trata de oponerse a la autoridad. Al parecer no
conciben que el Emperador tenga menos poder que ustedes, o Hari Seldon menos
inteligencia. Y están equivocados, ¿comprenden?
Por alguna
razón, nadie se atrevió a contestarle. Hardin continuó:
»No son
sólo ustedes. Es toda la Galaxia. Pirenne oyó la idea de investigación
científica que tenía Lord Dorwin. Éste creía que para ser un buen arqueólogo
hay que leer todos los libros que existen sobre el tema escritos por hombres
que murieron hace siglos. Creía que para resolver problemas arqueológicos hay
que sopesar las teorías opuestas. Y Pirenne escuchó sin hacer ninguna objeción.
¿No comprenden que es un error?
Y otra vez
dio a su voz un tono suplicante. Y otra vez no recibió contestación.
Prosiguió:
»A ustedes
y a la mitad de Terminus les pasa igual. Estamos aquí sentados, anteponiendo la
Enciclopedia a todo lo demás. Consideramos que el objeto de la ciencia es la
clasificación de los datos pasados. Es importante, ¿pero no hay nada más que
hacer? Estamos retrocediendo y olvidando, ¿no lo ven? Aquí en la Periferia han
perdido la energía atómica. En Gamma Andromeda ha explotado una planta de
energía por una reparación defectuosa, y el canciller del imperio se queja de
que hay pocos técnicos atómicos. ¿Cuál es la solución? ¿Formar nuevos técnicos?
¡Nunca! En lugar de eso restringirán la energía atómica.
Y por
tercera vez:
»¿No lo
ven? Es algo que afecta a toda la Galaxia. Es un culto al pasado. Es una
degeneración, ¡un estancamiento!
Los miró
uno por uno y ellos le contemplaron fijamente. Fara fue el primero en
recobrarse.
—Bueno, la
filosofía mística no nos ayudará en este trance. Seamos concretos. ¿Niega usted
que Hari Seldon haya podido calcular la tendencia histórica del futuro por
medio de una simple técnica psicohistórica?
—No, claro
que no —gritó Hardin—. Pero no podemos confiar en él para encontrar la
solución. En el mejor de los casos, pudo indicar el problema, pero si hemos de
llegar a una solución, tendremos que encontrarla nosotros mismos. Él no pudo
hacerlo en nuestro lugar.
Fulham tomó
súbitamente la palabra.
—¿A qué se
refiere con que indicó el problema? Nosotros sabemos cuál es el
problema.
Hardin se volvió hacia él.
—¿Usted
cree? Usted cree que Anacreon es lo único que preocupó a Hari Seldon. ¡No estoy
de acuerdo! He de decirles, caballeros, que por ahora ninguno de ustedes tiene
ni la menor idea de lo que está pasando.
—¿Y usted
sí? —preguntó Pirenne, con hostilidad.
—¡Así lo
creo! —Hardin se puso en pie de un salto y retiró la silla. Su mirada era fría
y dura—. Si hay algo claro, es que toda esta situación huele a podrido; es algo
aun más importante que todo lo que hemos discutido hasta ahora. No tienen más
que formularse esta pregunta: ¿Por qué razón no hubo entre la población
original de la Fundación ningún psicólogo de primera línea, excepto Bort
Alurin? Y él se abstuvo cuidadosamente de enseñar a sus alumnos nada más
que lo fundamental.
Hubo un
corto silencio y Fara dijo:
—Muy bien,
¿por qué?
—Quizá
fuera porque un psicólogo hubiera captado la verdadera intención de todo esto,
y demasiado pronto para los proyectos de Hari Seldon. Por eso estamos tanteando,
obteniendo nebulosos vistazos de la verdad y nada más. Y esto es lo que Hari
Seldon quería.
Se echó a
reír ásperamente.
—Buenos
días, caballeros.
Salió a
grandes zancadas de la habitación.
6
El alcalde
Hardin mascaba el extremo de su cigarro. Se había apagado, pero estaba muy
lejos de darse cuenta de ello. No había dormido la noche anterior y tenía la
impresión de que tampoco dormiría la siguiente. Sus ojos lo revelaban.
—¿Está todo
previsto? —preguntó cansinamente.
—Así lo
creo —Yohan Lee se llevó una mano a la barbilla—. ¿Cómo suena?
—Bastante
bien. Comprenderá que se debe hacer imprudentemente. Es decir, no debe haber
vacilaciones; no podemos permitirles que dominen la situación. En cuanto esté
en posición de dar órdenes, délas como si hubiera nacido para hacerlo, y le
obedecerán por la costumbre que han adquirido. Ésta es la esencia de un golpe
de Estado.
—Si la
Junta sigue sin decidirse...
—¿La Junta?
No hay que contar con ella. Pasado mañana, su importancia como un factor de los
asuntos de Terminus no valdrá una oxidada moneda de medio crédito.
Lee asintió
lentamente.
—Sin
embargo, me extraña que no hayan hecho nada para detenernos hasta ahora. Usted
dijo que no estaban enteramente en las nubes.
—Fara está
al borde del problema. A veces me pone nervioso. Y Pirenne sospecha de mí desde
que me eligieron. Pero, como ve, nunca han podido comprender lo que ocurría.
Toda su educación ha sido autoritaria. Están seguros de que el Emperador, sólo
porque es el Emperador, es todopoderoso. Y están seguros de que la Junta de
Síndicos, sólo porque la Junta de Síndicos actúa en nombre del Emperador, no
puede dejar de dar órdenes. Esta incapacidad para reconocer la posibilidad de
revuelta es nuestra mejor aliada.
Se levantó
de la silla con esfuerzo y fue al frigorífico.
»No son
malos compañeros, Lee, cuando se dedican a la Enciclopedia, y nosotros
velaremos por que se dediquen a eso en el futuro. Pero son totalmente
incompetentes cuando se trata de gobernar Terminus. Ahora váyase y empiece a
disponerlo todo. Quiero estar solo.
Se sentó en
el borde de la mesa y contempló el vaso de agua.
¡Por el
Espacio! ¡Si por lo menos estuviera tan seguro como parecía! Los anacreonianos
aterrizarían al cabo de dos días y, ¿qué tenía como base más que un conjunto de
nociones y suposiciones acerca de los planes de Hari Seldon con respecto a
aquellos cincuenta años? Ni siquiera era un buen psicólogo, sólo un aficionado
con escasa experiencia que intentaba adivinar las intenciones de la mente más
importante de la época.
Si Fara
tuviera razón; si Anacreon fuera todo el problema que Hari Seldon había
previsto; si la Enciclopedia fuera todo lo que le interesara preservar...
entonces, ¿de qué serviría el golpe de Estado?
Se encogió
de hombros y bebió el vaso de agua.
7
En la
Bóveda había muchas más de seis sillas, como si se esperara una asistencia
mucho mayor. Hardin se percató pensativamente de ello y fue a sentarse en un
rincón lo más alejado posible de los otros cinco.
Los
miembros de la Junta parecieron no tener nada que objetar. Hablaban entre ellos
en susurros, que se convertían en sibilantes monosílabos, y después callaron
por completo. De todos ellos, sólo Fara parecía razonablemente tranquilo. Había
sacado el reloj y lo contemplaba seriamente.
Hardin dio
un vistazo a su propio reloj y después al cubículo de vidrio —absolutamente
vacío— que ocupaba la mitad de la habitación. Era la única particularidad de la
estancia, pues aparte de esto no había la menor indicación de que una partícula
de radio estuviese consumiéndose hasta el preciso momento en que saltaría el
seguro, se haría una conexión y... ¡La intensidad de la luz disminuyó!
No se
apagó, sino que únicamente se tornó amarilla, y se produjo tan súbitamente que
Hardin dio un salto. Había alzado la mirada hacia la luz del techo con
verdadera sorpresa, y cuando la bajó el cubículo de vidrio ya no estaba vacío.
¡Lo ocupaba
una persona! ¡Una persona en una silla de ruedas! No dijo nada durante unos
momentos, sino que cerró el libro que tenía en el regazo y apoyó los dedos en
él. Y después sonrió, y su rostro pareció cobrar vida.
—Soy Hari
Seldon —la voz era blanda y apagada.
Hardin
estuvo a punto de levantarse para saludarle, pero se detuvo a tiempo.
La voz
continuó hablando:
—Como ven,
estoy confinado a esta silla y no puedo levantarme para saludarles. Sus abuelos
se fueron a Terminus hace unos meses, en mi época, y desde entonces sufro una
incómoda parálisis. Como ya saben, no les veo, de modo que no puedo saludarles
convenientemente. Ni siquiera sé cuántos de ustedes están aquí, y por eso creo
que debo conducirme con informalidad. Si alguno está levantado, que haga el
favor de sentarse; y si prefieren fumar, a mí no me importa —se oyó una risa
entre dientes—. ¿Cómo iba a importarme? En realidad no estoy aquí.
Hardin
buscó un cigarro casi inmediatamente, pero lo pensó mejor.
Seldon
apartó el libro como si lo dejara sobre una mesa que hubiera a su lado, y
cuando sus dedos lo soltaron desapareció.
—Hace
cincuenta años —dijo— que se estableció esta Fundación; cincuenta años durante
los cuales los miembros de la misma han ignorado para qué trabajaban. Era
necesario que lo ignoraran, pero ahora la necesidad ha desaparecido.
»Para
empezar, la Fundación de la Enciclopedia es un fraude y siempre lo ha sido.
Hubo un
alboroto a espaldas de Hardin y una o dos exclamaciones ahogadas, pero él no se
volvió.
Hari Seldon
continuaba, naturalmente, imperturbable. Prosiguió:
—Es un
fraude en el sentido de que ni a mí ni a mis colegas nos importa nada que
llegue a editarse o no uno solo de sus volúmenes. Ha cumplido su propósito,
puesto que gracias a ella obtuvimos una carta del Emperador, gracias a ella
atrajimos a cien mil personas necesarias para nuestro plan, y gracias a ella
logramos mantenerlas ocupadas mientras los acontecimientos iban tomando forma,
hasta que fue demasiado tarde para que retrocedieran.
»En los
cincuenta años que han estado trabajando en este proyecto fraudulento, no tiene
objeto suavizar los términos, les han cortado la retirada, y ya no tienen más
remedio que seguir en el infinitamente más importante proyecto que era, y es,
nuestro verdadero plan.
»Para eso
les hemos colocado en este planeta y en este tiempo, para que al cabo de
cincuenta años hayan sido conducidos a un punto en que no tienen libertad de
acción. De ahora en adelante, y a lo largo de siglos, el camino que deben
seguir es inevitable. Se enfrentarán con una serie de crisis, tal como ahora se
enfrentan con la primera, y en todos los casos su libertad de acción será
análogamente limitada, de modo que sólo les quedará un camino.
»Es el
camino que nuestros psicólogos eligieron, y por una razón.
»Durante
siglos, la civilización Galáctica se ha estancado y ha declinado, aunque sólo
unos pocos se dieron cuenta de ello. Pero ahora, al fin, la Periferia se está
desligando y la unidad política del imperio se ha quebrantado. En algún punto
de estos cincuenta años pasados, los historiadores del futuro trazarán una
línea imaginaria y dirán: “Esto señala la Caída del Imperio Galáctico”.
»Y tendrán
razón, aunque casi ninguno reconocerá esta Caída durante muchos siglos.
»Y después
de la Caída sobrevendrá la inevitable barbarie, un período que, según dice
nuestra psicohistoria, debería durar, bajo circunstancias normales, otros treinta
mil años. No podemos detener la Caída. No deseamos hacerlo, pues la cultura del
Imperio ha perdido toda la vitalidad y valor que había tenido. Pero podemos
acortar el período de barbarie que debe seguir reduciéndolo hasta sólo un
millar de años.
»Los pros y
los contras de este acortamiento no podemos decírselos; igual que no podíamos
decirles la verdad acerca de la Fundación hace cincuenta años. Si ustedes
descubrieran estos pros y estos contras, nuestro plan podría fallar; como
hubiera sucedido si hubieran caído en la cuenta de que la Enciclopedia era un
fraude; pues entonces, al saberlo, su libertad de acción aumentaría y el número
de variables adicionales introducidas serían mayores de las que nuestra
psicología es capaz de controlar.
»Pero no lo
harán, porque no hay psicólogos en Terminus, y nunca los habrá, excepto Alurin,
y él era uno de los nuestros.
»Pero puedo
decirles una cosa: Terminus y su Fundación gemela del otro extremo de la
Galaxia son las semillas del Renacimiento y los futuros fundadores del Segundo
Imperio Galáctico. Y la crisis actual es la que conduce a Terminus a su punto
culminante.
ȃsta,
entre paréntesis, es una crisis bastante clara, más sencilla que muchas de las
que vendrán. Para reducirlo a lo fundamental: constituyen un planeta
súbitamente aislado de los centros, aún civilizados, de la Galaxia, y amenazado
por unos vecinos más fuertes. Ustedes forman un pequeño mundo de científicos
rodeados por una vasta corriente de barbarie que se extiende rápidamente.
»Son una
isla de energía atómica en un océano cada vez mayor de energía más primitiva;
pero a pesar de esto son impotentes porque carecen de metales.
»Así pues,
verán que la dura necesidad les obliga, y la acción es inevitable. La
naturaleza de esta acción, es decir, la solución a su dilema, es, naturalmente,
¡obvia!
La imagen
de Hari Seldon se elevó en el aire y el libro volvió a aparecer en su mano. Lo
abrió y dijo:
»Pero sea
cual fuere el curso que tome su historia futura, no dejen de inculcar en sus
descendientes la idea de que el camino está señalado, y que al final habrá un
nuevo y más grande Imperio.
Y mientras
bajaba la vista hacia el libro, se desvaneció en la nada, y las luces
aumentaron nuevamente de intensidad.
Hardin
levantó los ojos y vio a Pirenne mirándole, con la tragedia en los ojos y los
labios temblorosos.
La voz del
presidente era firme, pero sin entonación.
—Al
parecer, tenía usted razón. Si quiere reunirse con nosotros a las seis, la
Junta consultará con usted nuestro próximo movimiento.
Le
estrecharon la mano, uno por uno, y se fueron; y Hardin sonrió para sí. Eran
fundamentalmente sensatos para esto; eran lo bastante científicos como para
admitir su equivocación; pero para ellos era demasiado tarde.
Consultó su
reloj. A aquella hora, todo se habría consumado. Los hombres de Lee se habrían
hecho con el control y la Junta no daría más órdenes. Los anacreonianos
llegarían al día siguiente, pero esto también estaba bien. Al cabo de seis
meses, ellos tampoco darían más órdenes.
De hecho, como Hari Seldon había dicho, y como Salvor Hardin había
adivinado desde el día que Anselm ilustre Rodric le reveló que los
anacreonianos carecían de energía atómica, la solución de aquella primera
crisis era evidente.
¡Tan evidente como el infierno!
TERCERA
PARTE
LOS ALCALDES
1
LOS
CUATRO REINOS - ... Nombre dado a aquellas porciones de la provincia de
Anacreon que se separaron del primer imperio en los primeros años de la Era
Fundacional para formar reinos independientes y efímeros. El mayor y más
poderoso de ellos fue el mismo Anacreon que en área...
...
Indudablemente el aspecto más interesante de la historia de los Cuatro Reinos
lo constituye la extraña sociedad forzada temporalmente durante la administración
de Salvor Hardin...
Enciclopedia
Galáctica.
¡Una
delegación!
Que Salvor
Hardin la hubiera visto venir no la hacía más agradable. Por el contrario,
encontró la anticipación claramente molesta.
Yohan Lee
abogaba por medidas extremas.
—No veo,
Hardin —dijo—, que tengamos que esperar más. No pueden hacer nada hasta las
elecciones, legalmente por lo menos, y esto nos da un año. Despídalos.
Hardin
frunció los labios.
—Lee, usted
nunca aprenderá. Durante los cuarenta años que le conozco, no ha aprendido el
amable arte de actuar solapadamente.
—No es mi
forma de luchar —gruñó Lee.
—Sí, lo sé.
Supongo que por eso es usted el único hombre en quien confío —hizo una pausa y
cogió un cigarro—. Hemos recorrido un largo camino, Lee, desde que nos las
ingeniamos para derrocar a los Enciclopedistas. Estoy volviéndome viejo. Tengo
setenta y dos años. ¿Ha pensado alguna vez en lo rápido que han pasado estos
treinta años?
Lee
resopló.
—Yo no me
considero viejo, y tengo setenta y seis años.
—Sí, pero
yo no digiero como usted —Hardin chupó perezosamente su cigarro.
Hacía mucho
tiempo que había dejado de desear el suave tabaco de Vega de su juventud.
Aquellos días en que el planeta Terminus había comerciado con todos los puntos
del Imperio Galáctico pertenecían al limbo al que habían ido a parar todos los
grandes días de antaño. El Imperio Galáctico se encaminaba hacia el mismo
limbo. Se preguntó quién sería el nuevo emperador... o si habría algún emperador
o algún imperio.
¡Por el
Espacio! Desde hacía treinta años, desde la ruptura de las comunicaciones allí
en el extremo de la Galaxia, todo el universo de Terminus había consistido en
sí mismo y los cuatro reinos circundantes.
¡Cómo había
caído el poderoso! ¡Reinos! Eran prefecturas en los viejos días, todos
parte de la misma provincia, que por su parte había pertenecido a un sector,
que a su vez había formado parte de un cuadrante, que a su vez había formado
parte del Imperio Galáctico. Y ahora que el Imperio había perdido el control
sobre los rincones más alejados de la Galaxia, aquellos pequeños grupos de
planetas se convertían en reinos con nobles y reyes de opereta, y guerras
inútiles y absurdas, y una vida que se desarrollaba patéticamente entre las ruinas.
Una
civilización en decadencia. La energía atómica olvidada. La ciencia degenerada
en mitología... Hasta que llegó la Fundación. La Fundación que Hari Seldon
había establecido sólo para ese propósito allí en Terminus.
Lee se
encontraba junto a la ventana y su voz interrumpió la ensoñación de Hardin.
—Han venido
—dijo— en un coche último modelo, los pobres cachorros —dio unos pasos
inseguros hacia la puerta y entonces miró a Hardin.
Hardin
sonrió y le hizo un gesto con la mano para que se quedara.
—He dado
órdenes de que los conduzcan aquí.
—¡Aquí!
¿Para qué? Les da mucha importancia.
—¿Por qué
pasar por todas las ceremonias de una audiencia oficial con el Alcalde? Ya soy
demasiado viejo para trámites burocráticos. Además de eso, el halago es muy
útil cuando se trata con jovencitos, particularmente cuando no te compromete a
nada —guiñó un ojo—. Siéntese, y déme su apoyo moral. Lo necesitaré con Sermak.
—Ese
muchacho, Sermak —dijo Lee, pesadamente—, es peligroso. Tiene seguidores,
Hardin, así que no le subestime.
—¿He
subestimado a alguien alguna vez?
—Bueno,
pues entonces arréstelo. Puede acusarlo de cualquier cosa.
Hardin hizo
caso omiso de este consejo.
—Aquí
están, Lee —en contestación a la señal, pisó el pedal de debajo de la mesa, y
la puerta se deslizó hacia un lado.
Los cuatro
que componían la delegación entraron en fila y Hardin les indicó amablemente
los sillones que había en semicírculo frente a su mesa. Ellos se inclinaron y
esperaron a que el Alcalde hablara primero.
Hardin
abrió la tapa de una caja de cigarros de plata curiosamente trabajada, que una
vez perteneció a Jord Fara, de la antigua Junta de Síndicos durante los días de
los Enciclopedistas. Era un genuino producto imperial de Santanni, aunque los
cigarros que ahora contenía eran de fabricación nacional. Uno por uno, con
grave solemnidad los cuatro delegados aceptaron cigarros y los encendieron con
el ritual de costumbre.
Sef Sermak
era el segundo de la derecha, el más joven del grupo de jóvenes, y el más
interesante con su reluciente bigote rubio recortado nítidamente, y sus ojos
hundidos de color indefinido. Hardin prescindió de los otros tres casi
inmediatamente; no eran más que números en un archivo. Se concentró en Sermak,
el Sermak que, en su primera sesión del Consejo Municipal, ya había trastornado
a aquel organismo sereno, y fue a Sermak a quien se dirigió:
—He estado
particularmente ansioso por verle, Concejal, desde su excelente discurso del
mes pasado. Su ataque contra la política extranjera de este gobierno fue hábil.
Los ojos de
Sermak se iluminaron.
—Su interés
me halaga. El ataque pudo ser hábil o no, pero de lo que no hay duda es de que
fue justificado.
—¡Quizá!
Sus opiniones son suyas, naturalmente. Aún es usted muy joven.
—Es un
defecto que la mayor parte de la gente tiene en cierto período de su vida.
Usted se
convirtió en alcalde de la ciudad cuanto tenía dos años menos de los que yo
tengo ahora —dijo secamente.
Hardin
sonrió para sus adentros. El cachorrillo era un negociador frío.
—Supongo
que habrá venido para hablar de esta misma política extranjera que tanto le
preocupa en la Cámara del Consejo. ¿Habla en nombre de sus tres colegas, o he
de escucharles por separado? —preguntó.
Hubo un
rápido intercambio de miradas entre los cuatro jóvenes, un ligero pestañeo.
Sermak
respondió sombríamente:
—Habló en
nombre del pueblo de Terminus, un pueblo que no está verdaderamente
representado en el organismo que llaman Consejo.
—Comprendo.
¡Adelante, pues!
—A esto
voy, señor Alcalde. Estamos disgustados...
—Por «estamos»
se refiere al «pueblo», ¿verdad?
Sermak le
miró con hostilidad, intuyendo una trampa, y replicó fríamente:
—Creo que
mis puntos de vista reflejan los de la mayoría de votantes de Terminus. ¿Le
parece bien?
—Bueno, una
declaración como ésta es la mejor de todas las pruebas; pero continúe, de todos
modos. Están ustedes disgustados.
—Sí,
disgustados con la policía que durante treinta años ha dejado a Terminus
indefenso contra el inevitable ataque exterior.
—Comprendo.
Y ¿en consecuencia? Adelante, adelante.
—Es muy
amable al anticiparse. Y en consecuencia estamos formando un nuevo partido
político, que trabajará por las necesidades inmediatas de Terminus y no por un
místico «destino manifiesto» de imperio futuro. Le echaremos a usted y a su
camarilla de pacifistas del Ayuntamiento, y muy pronto.
—¿A menos
que...? Siempre hay algún «a menos que», ¿sabe?
—No más de
uno en este caso: a menos que dimita ahora. No le pido que cambie su política,
no confío en usted hasta ese punto. Sus promesas no valen nada. Una dimisión
irrevocable es lo único que aceptaremos.
—Comprendo
—Hardin cruzó las piernas y apoyó la silla sobre las dos patas de atrás—. Éste
es su ultimátum. Ha sido muy amable al avisarme. Pero, fíjese, creo que no lo
tendré en cuenta.
—No crea
que era una advertencia, señor Alcalde. Era un anuncio de principios y de
acción. El nuevo partido ya ha sido constituido, y empezará sus actividades
oficiales mañana. Ya no hay espacio ni deseo para un acuerdo, y, francamente,
sólo nuestro agradecimiento por sus servicios a la ciudad es lo que nos impulsa
a ofrecerle esta salida tan fácil. No pensaba que fuera a aceptarla, pero tengo
la conciencia tranquila. Las próximas elecciones serán una muestra clara e
irresistible de que es necesaria la dimisión.
Se levantó
e hizo que los demás le imitaran. Hardin levantó el brazo.
—¡Esperen!
¡Siéntense!
Sef Sermak
volvió a sentarse con demasiada rapidez y Hardin sonrió tras su rostro serio. A
pesar de sus palabras, esperaba una oferta:
Hardin
dijo:
—¿Qué es
exactamente lo que desea que cambiemos en nuestra política exterior? ¿Quiere
que ataquemos a los Cuatro Reinos, ahora, enseguida, y los cuatro
simultáneamente?
—No hago
ninguna sugerencia, señor Alcalde. Nuestra única proposición es que cese
inmediatamente todo apaciguamiento. A lo largo de su administración, usted ha
llevado a cabo una política de ayuda científica a los reinos. Les ha dado
energía atómica. Les ha ayudado a reconstruir plantas de energía en su
territorio. Ha establecido clínicas médicas, laboratorios químicos y fábricas.
—¿Y bien?
¿Qué tiene que objetar?
—Ha hecho
todo eso para evitar que nos atacaran. Con esto como soborno, ha hecho el papel
de tonto en un juego colosal de chantaje, en el cual ha permitido que Terminus
fuera chupado por completo con el resultado de que ahora estamos a merced de
esos bárbaros.
—¿En qué
forma?
—Porque les
ha dado energía, les ha dado armas, y en realidad les ha reparado las naves de
su flota. Ahora son infinitamente más fuertes que hace tres décadas. Sus
demandas aumentan, y, con sus nuevas armas, satisfarán eventualmente todas sus
demandas de golpe con la anexión violenta de Terminus. ¿No es así como suele
terminar el chantaje?
—¿Cuál es
el remedio?
—Detener
los sobornos inmediatamente y mientras pueda. Dedique sus esfuerzos a reforzar
el mismo Terminus ¡y ataque primero!
Hardin miró
el bigotito rubio del joven con un interés casi morboso. Sermak estaba seguro
de sí mismo, pues, de lo contrario, no hubiera hablado tanto. No había duda de
que sus observaciones eran el reflejo de un segmento bastante considerable de
la población, bastante considerable.
Su voz no
traicionó el curso algo perturbado de sus pensamientos. Fue casi negligente.
—¿Ha
terminado?
—Por el
momento.
—Bueno, ¿ve
la declaración enmarcada que hay en la pared detrás de mí? ¡Léala, si no le
importa!
Los labios
de Sermak se fruncieron.
—Dice: «La
violencia es el último recurso del incompetente». Es la doctrina de un anciano,
señor Alcalde.
—Yo la
apliqué cuando era joven, señor Concejal, y con éxito. Usted apenas había
nacido cuando ocurrió, pero es posible que se lo hayan enseñado en el colegio.
Contempló
penetrantemente a Sermak y continuó en tono mesurado.
—Cuando
Hari Seldon estableció la Fundación aquí, fue con el ostensible propósito de
producir una gran Enciclopedia, y durante cincuenta años seguimos esa última
voluntad, antes de descubrir lo que realmente perseguía. Por aquel entonces,
era casi demasiado tarde. Cuando cesaron las comunicaciones con las regiones
centrales del viejo imperio, nos encontramos con que éramos un mundo de
científicos concentrados en una sola ciudad, carentes de industria, y rodeados
por reinos de creación reciente, hostiles y extremadamente bárbaros. Éramos una
diminuta isla de energía atómica en este océano de barbarie, y una presa de
infinito valor.
»Anacreon,
entonces como ahora el más poderoso de los Cuatro Reinos, solicitó y de hecho
estableció una base militar en Terminus, y los que entonces gobernaban la
ciudad, los Enciclopedistas, sabían muy bien que esto no era más que el primer
paso para apoderarse de todo el planeta. Ésta era la situación cuando yo...
uh... asumí el gobierno actual. ¿Qué hubiera hecho usted?
Sermak se
encogió de hombros.
—Ésa es una
pregunta académica. Naturalmente, sé lo que usted hizo.
—Lo
repetiré, de todos modos. Quizá usted no captó la idea. La tentación de
congregar las fuerzas que teníamos y lanzarnos a la lucha fue grande. Es la
salida más fácil, y la más satisfactoria para el amor propio, pero, casi
invariablemente, la más estúpida. Usted la hubiera escogido; usted y su lema de
«atacar el primero». En lugar de eso, lo que yo hice fue visitar los otros tres
reinos, uno por uno; indiqué a cada uno que permitir que el secreto de la
energía atómica cayera en manos de Anacreon era la forma más rápida de cortar
su propio cuello; y les sugerí amablemente que hicieran lo que les conviniera.
Eso fue todo. Un mes después de que las fuerzas anacreonianas aterrizaran en
Terminus, su rey recibió un ultimátum conjunto de sus tres vecinos. A los siete
días, el último anacreoniano había salido de Terminus.
»Ahora,
dígame, ¿qué necesidad había de usar la violencia?
El joven
concejal contempló la colilla de su cigarro pensativamente y la tiró por la
ranura del incinerador.
—No veo qué
analogía puede haber. La insulina convertirá a un diabético en una persona
normal sin necesidad de un cuchillo, pero la apendicitis requiere una
operación. Es algo que no se puede evitar. Cuando otros medios fracasan, ¿qué
nos queda más que, como usted dice, el último recurso? Es culpa suya que
hayamos llegado a este extremo.
—¿Mía? Oh,
sí, mi política de apaciguamiento. Sigue usted sin comprender las necesidades
fundamentales de nuestra posición. Nuestro problema no terminó con la partida
de los anacreonianos. No había hecho más que comenzar. Los Cuatro Reinos eran
todavía nuestros más encarnizados enemigos, pues todos querían energía atómica
y cada uno de ellos no se lanzaba a nuestra garganta más que por miedo a los
otros tres. Estábamos en equilibrio sobre el filo de una espada muy bien
afilada, y el menor balanceo en cualquier dirección... si, por ejemplo, un
reino llegaba a ser demasiado fuerte; o si dos formaban una coalición... ¿Lo
comprende?
—Ciertamente.
Era el momento de empezar una preparación abierta para la guerra.
—Al
contrario. Era el momento de empezar una preparación abierta contra la guerra.
Les puse uno contra otro. Los ayudé uno por uno. Les ofrecí ciencia, comercio,
educación, medicina científica. Hice que Terminus tuviera para ellos más valor
como mundo floreciente que como presa militar. Ha dado resultado durante
treinta años.
—Sí, pero
se ha visto obligado a rodear esos obsequios científicos con los disfraces más
ultrajantes. Ha hecho de ello algo medio religión, medio disparate. Ha erigido
una jerarquía de sacerdotes y un ritual complicado e ininteligible.
Hardin
frunció el ceño.
—¿Y qué? No
creo que tenga nada que ver con la conversación. Al principio actué así porque
los bárbaros consideraban nuestra ciencia como una especie de magia negra, y
era más fácil que la aceptaran sobre esta base. El sacerdocio se construyó a sí
mismo, y si le ayudamos no hacemos más que seguir la línea de menor
resistencia. Es un asunto de poca importancia.
—Pero estos
sacerdotes están a cargo de las plantas de energía. Esto no es una
cuestión de poca importancia.
—Es verdad,
pero nosotros les hemos adiestrado. Su conocimiento de los instrumentos
es puramente empírico; y creen firmemente en la ridícula ceremonia que los rodea.
—Y si
alguno va más allá de este disparate y tiene el genio de descartar el
empirismo, ¿qué es lo que les impedirá aprender las técnicas actuales y
venderlas al mejor postor? ¿Cuál sería entonces nuestro valor ante los reinos?
—Hay pocas
posibilidades de que eso ocurra, Sermak. Está mostrándose muy superficial. Los
mejores hombres de los planetas y de los reinos acuden a la Fundación todos los
años y son educados en el sacerdocio. Y los mejores de ellos permanecen aquí
como estudiantes investigadores. Si usted cree que los que se van,
prácticamente sin conocimiento alguno de la ciencia más elemental, o peor, con
el saber deformado que reciben los sacerdotes, son capaces de penetrar de un
salto en los conocimientos de la energía atómica, la electrónica, la teoría de
la hipertensión... tiene usted una idea muy romántica y muy absurda de la
ciencia. Se necesita una vida entera de aprendizaje y un cerebro excelente para
llegar tan lejos.
Yohan Lee
se había levantado bruscamente durante el párrafo anterior y había salido de la
habitación. Acababa de regresar, y cuando Hardin terminó de hablar, se inclinó
junto al oído de su superior. Se intercambiaron unos susurros y después un
cilindro de plomo. Luego, con una corta mirada de hostilidad hacia la delegación,
Lee ocupó de nuevo su puesto.
Hardin dio
vueltas al cilindro en sus manos, mirando a la delegación a través de las
pestañas. Y entonces lo abrió con un chasquido duro y seco y sólo Sermak tuvo
el sentido común de no lanzar una rápida mirada al papel enrollado que cayó de
él.
—En
resumen, caballeros —dijo—, el Gobierno opina que sabe lo que está haciendo.
Leyó a
medida que hablaba. Había líneas de una clave intrincada e ininteligible que
cubrían la página y tres palabras garabateadas a lápiz en una esquina del
mensaje. Lo leyó de una ojeada y lo lanzó casualmente por la ranura del
incinerador.
—Esto —dijo
entonces Hardin— termina la entrevista, me temo. Encantado de haber hablado con
ustedes. Gracias por venir —estrechó las manos de todos con indiferencia, y se
fueron.
Hardin casi
había perdido la costumbre de reír, pero en cuanto Sermak y sus tres
silenciosos compañeros se hubieron alejado lo suficiente, se permitió una
risita seca y dirigió una mirada divertida a Lee.
—¿Le ha
gustado esta batalla de fanfarronadas, Lee?
—No estoy
seguro de que él fanfarroneara. Trátelo con miramientos y es muy capaz
de ganar las próximas elecciones, tal como ha dicho —contestó Lee.
—Oh, es muy
posible, es muy posible... si no pasa nada antes.
—Asegúrese
de que esta vez no pasa en la dirección equivocada, Hardin. Le digo que este
Sermak tiene seguidores. ¿Y si no espera a las próximas elecciones? Hubo una
ocasión en que usted y yo tuvimos que recurrir a la violencia, a pesar de
nuestro lema sobre lo que significa la violencia.
Hardin alzó
una ceja.
—¡Qué
pesimista está hoy, Lee! Y singularmente belicoso, también, o no hubiera
hablado de violencia. Nuestro pequeño pronunciamiento se llevó a cabo sin
derramamiento de sangre, no lo olvide. Fue una medida necesaria ejecutada en el
momento preciso, y se realizó suavemente, sin dolor, y sin ningún esfuerzo. En
cuanto a Sermak, se rebela contra una proposición distinta. Usted y yo, Lee, no
somos Enciclopedistas. Estamos preparados. Ponga a sus hombres tras esos
jóvenes de una forma delicada, compañero, que no sepan que les vigilamos...,
pero con los ojos bien abiertos, ¿entendido?
Lee se rió
con amarga diversión.
—La habría
hecho buena si llego a esperar sus órdenes, Hardin. Sermak y sus hombres están
bajo vigilancia desde hace un mes.
El alcalde
sonrió.
—Cayó
primero en la cuenta, ¿no? Muy bien. Por cierto —observó, y añadió suavemente—:
El Embajador Verisof vuelve a Terminus. Temporalmente, confío.
Hubo un
corto silencio, débilmente horrorizado, y después Lee dijo:
—¿Era esto
lo que decía el mensaje? ¿Es que las cosas vuelven a complicarse?
—No lo sé.
No puedo saberlo hasta que oiga lo que Verisof tiene que decirme. Sin embargo,
es posible. Al fin y al cabo, es necesario que se compliquen antes de las
elecciones. Pero ¿por qué tiene ese aspecto de medio muerto?
—Porque no
sé en qué acabará todo esto. Es usted demasiado profundo, Hardin, y está
jugando demasiado cerca del fuego.
—Tú
también, Brutus —murmuró Hardin. Y en voz alta—: ¿Significa esto que piensa
unirse al nuevo partido de Sermak?
Lee sonrió
contra su voluntad.
—Muy bien.
Usted gana. ¿Qué le parece si fuéramos a comer?
2
Hay muchos
epigramas atribuidos a Hardin —consumado epigramista—, muchos de los cuales son
probablemente apócrifos. No obstante, se recuerda que en cierta ocasión dijo:
—Procura
ser claro, especialmente si tienes fama de ser sutil.
Poly
Verisof había tenido ocasión de actuar más de una vez basándose en este
consejo, pues ya hacía catorce años que ocupaba su doble puesto en Anacreon...
un doble puesto cuyo mantenimiento le recordaba a menudo lo desagradable de un
baile realizado sobre metal ardiendo con los pies descalzos.
Para el
pueblo de Anacreon era un gran sacerdote, representante de la Fundación, que,
para aquellos «bárbaros», era la cima del misterio y el centro físico de esta
religión que habían creado —con la ayuda de Hardin— durante las tres últimas
décadas. Como tal, recibía un homenaje que había llegado a ser horriblemente
molesto, pues despreciaba con toda su alma el ritual del cual era el centro.
Pero para
el Rey de Anacreon —el viejo que lo había sido, y el joven nieto que ahora
estaba en el trono— era simplemente el embajador de un poder a la vez temido y
codiciado.
En general,
era un empleo incómodo, y su primer viaje a la Fundación en un período de tres
años, a pesar del molesto incidente que lo había hecho necesario, se parecía
mucho a unas vacaciones.
Y puesto
que no era la primera vez que se veía obligado a viajar con absoluto secreto,
volvió a hacer uso del epigrama de Hardin sobre el empleo de la claridad.
Se puso su
traje civil —unas vacaciones por este solo hecho— y se embarcó en una nave
hacia la Fundación, como viajero de segunda clase. Una vez en Terminus, se
abrió camino entre la multitud que llenaba el puerto espacial y llamó al
Ayuntamiento por un visifono público.
—Me llamo
Jan Smite —dijo—. Tengo una cita con el alcalde para esta tarde.
La joven de
voz apagada, pero eficiente, del otro extremo hizo una segunda conexión e
intercambió unas cuantas palabras, diciendo después a Verisof en un tono seco y
mecánico:
—El Alcalde
Hardin le recibirá dentro de media hora, señor —y la pantalla se emblanqueció.
Entonces el
embajador de Anacreon compró la última edición del Diario de la ciudad
de Terminus, se dirigió paseando hacia el parque del Ayuntamiento y, sentándose
en el primer banco vacío que encontró, leyó la página editorial, la sección
deportiva y la hoja cómica mientras esperaba. Al cabo de media hora, se metió
el periódico bajo el brazo, entró en el Ayuntamiento y se personó en la
antesala.
Al hacer
todo esto había conseguido pasar totalmente desapercibido, pues como se
conducía con absoluta naturalidad, nadie le dirigió una segunda mirada.
Hardin
levantó la vista hacia él y sonrió.
—¡Tenga un
cigarro! ¿Cómo ha ido el viaje?
Verisof
cogió un puro.
—Muy
interesante. Había un sacerdote en la cabina vecina que venía para un curso
especial de preparación de sintéticos radiactivos... para el tratamiento del
cáncer, ya sabe...
—Seguro que
ahora no lo llama así.
—¡Me
imagino que no! Para él eran Alimentos Sagrados.
El alcalde
sonrió.
—Siga.
—Me
complicó en una discusión teológica e hizo todo lo que pudo para elevarme sobre
el sórdido materialismo.
—¿Y no
reconoció a su sacerdote superior?
—¿Sin su
traje carmesí? Además, era de Smyrno. Sin embargo, ha sido una experiencia
interesante. Es notable, Hardin, la importancia que ha adquirido la
religión de la ciencia. He escrito un ensayo sobre el tema... únicamente para
diversión propia; no sería conveniente publicarlo. Tratando el problema
sociológicamente, parecería que cuando el viejo imperio empezó a desintegrarse,
se podría considerar que la ciencia, como ciencia, había decepcionado a los
mundos exteriores. Para que volvieran a aceptarla, tendría que presentarse como
algo distinto, y esto es justamente lo que ha hecho. Todo funciona a las mil
maravillas cuando se usa la lógica simbólica para solucionarlo.
—¡Interesante!
—El alcalde se puso las manos en la nuca y dijo súbitamente—: ¡Hábleme de la
situación en Anacreon!
El
embajador frunció el ceño y se sacó el cigarro de la boca. Lo miró con disgusto
y lo dejó a un lado.
—Bueno,
está bastante mal.
—Si no
fuera así, usted no habría venido.
—Así es.
Ésta es la situación: el hombre clave de Anacreon es el Príncipe Regente,
Wienis. Es el tío del Rey Lepold[1].
—Lo sé.
Pero Lepold alcanzará la mayoría de edad el año que viene, ¿verdad?
Creo
recordar que en febrero cumplirá dieciséis años.
—Sí —pausa,
y después una irónica observación—: Si vive. El padre del Rey murió en
circunstancias sospechosas. Una bala-aguja le atravesó el pecho durante una
cacería. Fue calificado de accidente.
—Humm. Me
parece recordar a Wienis de cuando estuve en Anacreon al expulsarlos de
Terminus. Fue antes de su época. Si no recuerdo mal, era un jovencito moreno,
con el cabello negro y algo bizco del ojo derecho. Tenía una curiosa nariz
ganchuda.
—El mismo.
La nariz ganchuda y el ojo bizco no han cambiado, pero ahora tiene el cabello
gris. No juega limpio; afortunadamente, es el mayor loco del planeta. Se
imagina a sí mismo como un demonio sutil, y esto hace que su locura sea más
patente.
—Es la forma
habitual.
—Su idea de
cascar un huevo es dispararle un proyectil atómico. Prueba de esto es el
impuesto sobre las propiedades del Templo que trató de imponer tras el
fallecimiento del viejo rey hace dos años. ¿Lo recuerda?
Hardin
asintió pensativamente, y después sonrió.
—Los
sacerdotes pusieron el grito en el cielo.
—Gritaron
de tal modo que se les podía oír desde Lucreza. Desde entonces ha tenido más
cuidado en sus relaciones con el sacerdocio, pero todavía se las arregla para
hacer las cosas de la manera más difícil. En parte, es una desgracia para
nosotros; tiene una ilimitada confianza en sí mismo.
—Probablemente
no es más que un complejo de inferioridad compensado. Como sabe, los hijos
pequeños de la realeza suelen adolecer de él.
—Pero nos
lleva al mismo punto. Se está muriendo de ganas de atacar a la Fundación.
Apenas consigue ocultarlo. Y, además, está en posición de hacerlo, desde el
punto de vista del armamento. El viejo rey construyó una flota magnífica, y
Wienis no ha dormido durante los dos últimos años. De hecho, el impuesto sobre
las propiedades del Templo estaba originariamente destinado a producir más
armamento, y cuando esto falló se apresuró a doblar los otros impuestos.
—¿Ha habido
alguna protesta por eso?
—Nada de
importancia. La obediencia a la autoridad establecida fue el texto de todos los
sermones del reino durante muchas semanas. Esto no quiere decir que Wienis
demostrara su gratitud.
—Muy bien.
Ya tengo los antecedentes. Ahora, ¿qué ha ocurrido?
—Hace dos
semanas una nave mercante anacreoniana tropezó con un crucero de batalla
abandonado de la antigua Flota Imperial. Debe de haber estado a la deriva por
el espacio por lo menos durante tres siglos.
En los ojos
de Hardin centelleó un interés repentino. Se enderezó.
—Sí, he
oído hablar de eso. La Junta de Navegación me ha enviado una petición para que
obtenga la nave con fines de estudio. Tengo entendido que está en buen estado.
—En
demasiado buen estado —contestó secamente Verisof—. Cuando, la semana pasada,
Wienis recibió su sugerencia de que entregara la nave a la Fundación, casi tuvo
convulsiones.
—Todavía no
ha contestado.
—No lo
hará... como no sea con armas, o por lo menos es lo que él piensa. Verá, fue a
verme el mismo día que yo dejaba Anacreon y solicitó que la Fundación pusiera
este crucero de batalla en condiciones de combate para que formara parte de la
flota anacreoniana. Tuvo el infernal descaro de decir que su nota de la semana
pasada indicaba un plan de la Fundación para atacar a Anacreon. Dijo que una
negativa a reparar el crucero de batalla confirmaría sus sospechas; e indicó
que se vería forzado a tomar medidas defensivas. Éstas fueron sus palabras. ¡Se
vería forzado! Y por eso estoy aquí.
Hardin se
echó a reír amablemente.
Verisof
sonrió y continuó:
—Naturalmente,
espera una negativa, y sería una perfecta excusa —a sus ojos—para un ataque
inmediato.
—Ya lo veo,
Verisof. Bueno, por lo menos tenemos seis meses de plazo, hasta disponer la
nave y devolverla con mis saludos. Que Wienis lo considere como prueba de
nuestra estima y afecto.
Volvió a
reírse.
Y de nuevo
Verisof respondió con una debilísima sombra de sonrisa.
—Supongo
que es lógico, Hardin... pero estoy preocupado.
—¿Por qué?
—¡Es una nave!
Sabían construirlas en aquellos días. Su capacidad cúbica es la mitad de
toda la flota anacreoniana. Tiene lanzarrayos atómicos capaces de destrozar un
planeta, y un campo que podría resistir un rayo Q sin ser afectado por la
radiación. Una cosa demasiado buena, Hardin...
—Superficial,
Verisof, superficial. Usted y yo sabemos que el armamento que ahora tiene
podría derrotar a Terminus fácilmente, mucho antes de que nosotros reparáramos
el crucero para su propio uso. ¿Qué importa, pues, si también le damos el
crucero? Usted sabe que nunca llegaría a una guerra real.
—Así lo
creo. Sí —el embajador alzó la mirada—. Pero, Hardin...
—¿Y bien?
¿Por qué se detiene? Siga.
—Mire. Ésta
no es mi provincia, pero he estado leyendo el periódico —colocó el Diario
sobre la mesa e indicó la primera página—. ¿Qué es todo esto?
Hardin echó
una ojeada.
—Un grupo
de concejales está formando un nuevo partido político.
—Esto es lo
que dicen —Verisof señaló el periódico—. Sé que usted está más al corriente que
yo de los asuntos internos, pero le están atacando con todo menos con la
violencia física. ¿Son muy fuertes?
—Fortísimos.
Probablemente controlarán el Consejo después de las próximas elecciones.
—¿No antes?
—Verisof dirigió una mirada de soslayo al alcalde—. Hay muchas formas de
hacerse con el control además de las elecciones.
—¿Me toma
usted por Wienis?
—No. Pero
la reparación de la nave llevará meses y es seguro que habrá un ataque después
de eso. Nuestra complacencia será considerada como un signo de enorme
debilidad, y la adición del Crucero Imperial doblará la fuerza de la flota de
Wienis. Atacará tan seguro como que soy el supremo sacerdote. ¿Por qué
arriesgarse? Una de dos: revele el plan de campaña al Consejo, ¡o fuerce la
salida de esta situación con Anacreon ahora!
Hardin
frunció el ceño.
—¿Forzar la
situación ahora? ¿Antes de que llegue la crisis? Es lo único que no debo hacer.
Están Hari Seldon y el Plan, ya lo sabe.
Verisof
vaciló, y después murmuró:
—Entonces,
¿está absolutamente seguro de que hay un plan?
—No puede
haber ninguna duda —fue la severa respuesta—. Yo estaba presente en la apertura
de la Bóveda del Tiempo y las grabaciones de Seldon lo revelaron entonces.
—No me
refería a eso, Hardin. Es que no creo que sea posible planear la historia con
mil años de adelanto, quizá Seldon se sobreestimara a sí mismo —se encogió un
poco ante la sonrisa irónica de Hardin, y añadió—: Bueno, no soy ningún
psicólogo.
—Exactamente.
Ninguno de nosotros lo es. Pero yo recibí algunas enseñanzas en mi juventud...
bastantes para saber de lo que es capaz la psicología, aunque yo no pueda
explotar sus posibilidades. No hay ninguna duda de que Seldon hizo exactamente
lo que proclama que hizo. La Fundación, como él dice, fue establecida como un
refugio científico... por medio del cual debía preservarse la ciencia y la
cultura del imperio moribundo a través de siglos de barbarie ya iniciada, para
ser reavivadas al fin en el Segundo Imperio.
Verisof
asintió, un poco dudoso.
—Todo el
mundo sabe que ésta es la forma en que se supone que marcharán las
cosas. Pero ¿podemos permitirnos el lujo de arriesgarnos? ¿Podemos arriesgar el
presente por el bien de un nebuloso futuro?
—Debemos...
porque el futuro no es nebuloso. Ha sido calculado y previsto por Seldon. Cada
crisis sucesiva de nuestra historia está trazada y cada una depende, en cierta
medida, del buen desenlace de las anteriores. Ésta no es más que la segunda
crisis, y sólo el Espacio sabe el efecto que una minúscula desviación tendría
al final.
—Esto es
más bien una especulación vacía.
—¡No!
Hari Seldon dijo en la Bóveda del Tiempo, que en cada crisis nuestra libertad
de acción quedaría limitada hasta el punto en que sólo sería posible una línea
de acción.
—¿Para
mantenernos siempre en la línea recta?
—Para
evitar que nos desviemos, sí. Pero, al contrario, mientras sea posible más
de una línea de acción, no se habrá llegado a la crisis. Debemos dejar
que las cosas sigan su curso tanto tiempo como podamos, y por el Espacio, esto
es lo que me propongo hacer.
Verisof no
contestó. Se mordió el labio inferior con malhumorado silencio. Sólo hacía un
año que Hardin había hablado por vez primera de aquel problema con él... del
verdadero problema; el problema de contrarrestar los preparativos hostiles de
Anacreon. Y sólo porque él, Verisof, se había rebelado ante nuevos
apaciguamientos.
Hardin
pareció seguir el curso de los pensamientos de su embajador.
—Preferiría
no haberle hablado nunca de todo esto.
—¿Qué le
impulsa a decir tal cosa? —exclamó Verisof, sorprendido.
—Porque
ahora hay seis personas, usted y yo, otros tres embajadores y Yohan Lee, que
tienen una idea aproximada de lo que nos espera; y me temo mucho que la
intención de Seldon era que nadie lo supiera.
—¿Por qué?
—Porque
incluso la adelantada psicología de Seldon era limitada. No podía manejar
demasiadas variables independientes. No podía trabajar con individuos más allá
de cierto período de tiempo; del mismo modo que usted no podría aplicar la
teoría cinética de los gases a simples moléculas. Trabajó con multitudes,
poblaciones de planetas enteros, y sólo con multitudes ciegas que no poseyeran
de antemano el conocimiento de los resultados de sus propias acciones.
—Eso no
está claro.
—Yo no
puedo evitarlo. No soy lo bastante psicólogo como para explicarlo
científicamente. Pero ya lo sabe: no hay psicólogos competentes en Terminus y
ningún texto matemático de la ciencia. Está claro que no quería que los de
Terminus fuéramos capaces de predecir el futuro. Seldon quería que actuáramos
ciegamente, y por lo tanto correctamente, según las leyes de la psicología de
masas. Tal como le dije en una ocasión, no sabía adónde nos dirigíamos cuando
expulsé por primera vez a los anacreonianos. Mi idea había sido mantener un
equilibrio de poder, nada más que esto. Sólo después creí ver un esquema en los
acontecimientos; pero estoy decidido a no actuar basándome en este
conocimiento. Una interferencia debida a la predicción destrozaría el Plan.
Verisof
asintió pensativamente.
—He oído
argumentos casi tan complicados en los Templos de Anacreon. ¿Cómo espera situar
el momento exacto de la acción?
—Ya está
situado. Usted admite que una vez el crucero de batalla esté arreglado nada
evitará que Wienis nos ataque. Ya no habrá ninguna alternativa a este respecto.
—Sí.
—Muy bien.
Esto, en cuanto al aspecto exterior. Mientras tanto, admitirá que las próximas
elecciones verán un Consejo nuevo y hostil que forzará la acción contra
Anacreon. No hay ninguna alternativa.
—Sí.
—Y en
cuanto desaparecen todas las alternativas, la crisis sobreviene. Incluso así...
estoy preocupado.
Hizo una
pausa, y Verisof aguardó. Lentamente, casi de mala gana, Hardin continuó:
»Tengo la
idea, la ligerísima idea, de que las presiones externas e internas obedecen al
plan de aparecer simultáneamente. Tal como están las cosas, sólo hay unos meses
de diferencia. Probablemente Wienis ataque antes de la primavera, y para las
elecciones aún falta un año.
—No parece
nada importante.
—No lo sé.
Puede deberse simplemente a inevitables errores de cálculo, o al hecho de que
yo sé demasiado. Nunca he permitido que mi adivinación influyera en mis actos,
pero ¿cómo puedo asegurarlo? ¿Y qué efecto tendrá la discrepancia? Sea como
fuere —levantó la vista—, he decidido una cosa.
—¿Qué?
—Cuando la
crisis esté a punto de estallar, me iré a Anacreon. Quiero estar en el lugar...
Oh, es suficiente, Verisof. Se hace tarde. Salgamos y tomemos una copa. Quiero
descansar un poco.
—Entonces
descanse aquí mismo —dijo Verisof—. No quiero ser reconocido, o ya sabe lo que
diría ese nuevo partido que sus queridos concejales están formando. Pida el
coñac.
Y Hardin lo
hizo..., pero no pidió demasiado.
3
Antiguamente,
cuando el Imperio Galáctico abarcaba toda la Galaxia y Anacreon era la
prefectura más rica de la Periferia, más de un emperador había visitado el
Palacio Virreinal con gran pompa. Y ninguno de ellos se había ido sin hacer por
lo menos un esfuerzo para demostrar su habilidad con el fusil de aguja contra
la emplumada fortaleza volante que llamaban el ave Nyak.
El renombre
de Anacreon no había decaído con el paso del tiempo. El Palacio Virreinal era
una confusa masa de ruinas a excepción del ala que los trabajadores de la
Fundación habían restaurado. Y hacía doscientos años que no se veía a ningún
emperador en Anacreon.
Pero la
caza del Nyak seguía siendo el deporte real, y el primer requisito de los reyes
de Anacreon era tener buena puntería con el fusil de aguja.
Lepold I,
Rey de Anacreon y —como se añadía invariablemente, aunque sin veracidad alguna—
Señor de los Dominios Exteriores, a pesar de no tener aún dieciséis años había
probado su destreza muchas veces. Había abatido su primer Nyak a los trece años
recién cumplidos; había abatido el décimo una semana después de su subida al
trono; y ahora regresaba de abatir el cuadragésimo sexto.
—¡Cincuenta
antes de llegar a la mayoría de edad! —había exclamado—. ¿Quién apuesta?
Pero los
cortesanos no apuestan contra la habilidad del Rey. Existe el mortal peligro de
ganar. Así que nadie lo hizo Y, el Rey se fue a cambiar de ropa de muy buen
humor.
—¡Lepold!
El rey se
detuvo en seco ante la única voz que podía lograrlo. Se volvió de mal humor.
Wienis se
hallaba en el umbral de su cámara y dominaba a su sobrino.
—Despídelos
—ordenó impacientemente—. Quítatelos de encima.
El Rey
asintió cortésmente y los dos chambelanes hicieron una reverencia y
retrocedieron hacia las escaleras. Lepold entró en la habitación de su tío.
Wienis
contempló con displicencia el traje de caza del Rey.
—Muy pronto
tendrás cosas más importantes que hacer aparte de cazar el Nyak.
Le dio la
espalda y se precipitó hacia su mesa. Como se había hecho demasiado viejo para
ejercicios al aire libre, el peligroso salto al alcance de las alas del Nyak,
el balanceo y subida del vehículo volador a un metro escaso, había abandonado
toda clase de deportes.
Lepold
reconoció la actitud amargada de su tío y, no sin malicia, empezó
entusiásticamente:
—Tendrías
que haber venido con nosotros, tío. Levantamos uno en el erial de Sarnia[2]
que era un monstruo. Lo mejor es cuando se acercan. Lo hemos tenido durante dos
horas por lo menos volando en cien kilómetros cuadrados de terreno. Y entonces
me dirigí en línea recta hacia el cielo —lo explicaba gráficamente, como si
volviera a encontrarse en su vehículo—, y bajé súbitamente en picado. Lo atrapé
en el ascenso justo debajo del ala izquierda. Esto lo enloqueció y empezó a
volar de lado. Acepté su desafío y viré hacia la izquierda, esperando la caída
vertical. Y llegó. Estuvo a tiro antes de que yo me moviera y entonces...
—¡Lepold!
—¡Bueno! Lo
abatí.
—Estoy
seguro de ello. ¿Me atenderás ahora?
El Rey se
encogió de hombros y se dirigió hacia la mesa del rincón, donde mordisqueó una
nuez de Lera con evidente malhumor. No se atrevió a enfrentarse con la mirada
de su tío.
Wienis
dijo, a modo de preámbulo:
—Hoy he ido
a la nave.
—¿Qué nave?
—Sólo hay
una nave. La nave. La que la Fundación está reparando para la flota. El
viejo crucero imperial. ¿Me explico con la suficiente claridad?
—¿Ésa?
¿Ves?, te dije que la Fundación la repararía si lo pedíamos. Toda esta historia
tuya de que querían atacarnos no es más que una tontería. Porque si así fuera,
¿por qué iban a arreglar la nave? No tiene sentido, ¿verdad?
—¡Lepold,
eres un idiota!
El Rey, que
acababa de tirar la cáscara de la nuez de Lera y se llevaba otra a los labios,
enrojeció.
—Vamos a
ver, escúchame bien —dijo, con una ira que apenas sobrepasaba el malhumor—; no
creo que debas decirme tal cosa. Te olvidas de algo. Dentro de dos meses
cumpliré la mayoría de edad, ya lo sabes.
—Sí, y
estás en una posición ideal para asumir responsabilidades reales. Si dedicas a
los asuntos públicos la mitad del tiempo que consagras a la caza del Nyak,
entregaré la regencia con la conciencia limpia.
—No me
importa. Ya sabes que esto no tiene nada que ver con el caso. El hecho es que,
aunque tú seas el regente y mi tío, yo sigo siendo el Rey y tú eres mi súbdito.
No deberías llamarme idiota ni sentarte en mi presencia. No me has pedido
permiso. Creo que deberías tener cuidado, o es posible que haga algo... muy pronto.
La mirada
de Wienis era fría.
—¿Puedo
referirme a vos como a «Vuestra Majestad»?
—Sí.
—¡Muy bien!
¡Vuestra Majestad es un idiota!
Sus ojos
oscuros despedían chispas por debajo de las enmarañadas cejas y el joven Rey se
sentó lentamente. Por momento, hubo una sardónica satisfacción en el rostro del
regente, pero se desvaneció rápidamente. Sus gruesos labios se separaron en una
sonrisa y una mano cayó sobre el hombro del Rey.
—No
importa, Lepold. No tendría que haberte hablado tan duramente. A veces es difícil
conducirse con verdadera propiedad cuando la presión de los acontecimientos es
tal como... ¿Lo comprendes? —Pero, aunque las palabras eran conciliadoras,
había algo en sus ojos que no acababa de suavizarse.
Lepold dijo
con inseguridad:
—Sí. Los
asuntos de Estado son endemoniadamente difíciles —se preguntó, no sin
aprensión, si no iba a verse sometido a una incomprensible y detallada
explicación sobre el año comercial con Smyrno y la interminable disputa sobre
los mundos dispersos del Pasillo Rojo.
Wienis
hablaba de nuevo:
—Muchacho,
había pensado hablarte antes de esto, y quizá tendría que haberlo hecho, pero
sé que tu joven espíritu se impacienta frente a los áridos detalles del arte de
gobernar.
Lepold
asintió.
—Bueno, eso
está muy bien...
Su tío le
interrumpió firmemente y continuó:
—Sin
embargo, dentro de dos meses alcanzarás la mayoría de edad. Además, en los
tiempos difíciles que vendrán, tendrás que tomar parte plena y activa. Serás
rey de ahora en adelante, Lepold.
Lepold
asintió de nuevo, pero su expresión continuaba siendo vacía.
—Habrá
guerra, Lepold.
—¡Guerra!
Pero hay una tregua con Smyrn...
—No es con
Smyrno. Es con la misma Fundación.
—Pero, tío,
han accedido a reparar la nave. Dijiste...
Su voz se
desvaneció al observar el fruncimiento de labios de su tío.
—Lepold
—algo de la amabilidad había desaparecido—. Vamos a hablar de hombre a hombre.
Tiene que haber guerra con la Fundación, reparen la nave o no; lo antes
posible, en realidad, puesto que están reparándola. La Fundación es la fuente
del poder y la fuerza. Toda la grandeza de Anacreon, todas sus naves y ciudades
y su pueblo y su comercio dependen de las migas y sobras del poder que la
Fundación nos concede a regañadientes. Me acuerdo de la época en que las
ciudades de Anacreon se calentaban con carbón y petróleo ardiendo. Pero eso no
importa; no podrías comprenderlo.
—Parece
—sugirió el rey tímidamente— que tendríamos que estarles agradecidos.
—¿Agradecidos?
—Bramó Wienis—. ¿Agradecidos por que nos den los restos de mala gana, mientras
se reservan el espacio para ellos mismos... y lo guardan con quién sabe qué
propósito? Sólo para dominar la Galaxia algún día.
Dejó caer
la mano sobre la rodilla de su sobrino, y entornó los ojos.
—Lepold,
eres el Rey de Anacreon. Tus hijos y tus nietos pueden ser reyes del
universo... ¡si obtienes el poder que la Fundación nos oculta!
—Hay algo
de razón en esto —los ojos de Lepold empezaron a brillar y enderezó la
espalda—. Al fin y al cabo, ¿qué derecho tienen de reservarlo para ellos solos?
No es justo, ya lo sabes. Anacreon también cuenta para algo.
—¿Ves?
Estás empezando a comprender. Y ahora, muchacho, ¿y si Smyrno decide atacar a
la Fundación por su parte y nos gana todo ese poder? ¿Cuánto tiempo crees que
tardaríamos en convertirnos en una potencia vasalla? ¿Cuánto tiempo
conservaríamos el trono?
Lepold se
excitaba por momentos.
—Por el
Espacio, sí. Tienes toda la razón, ¿sabes? Hemos de atacarlos primero. Es
cuestión de defensa propia.
La sonrisa
de Wienis se ensanchó ligeramente.
—Además,
una vez, nada más comenzar el reinado de tu abuelo, Anacreon estableció una
base militar en el planeta de la Fundación, Terminus... una base que la defensa
nacional necesitaba vitalmente. Nos vimos forzados a abandonar esa base como
resultado de las maquinaciones del líder de la Fundación, un hombre vil, sin
una gota de sangre noble en las venas. ¿Lo comprendes, Lepold? Tu abuelo fue
humillado por ese villano. ¡Lo recuerdo! Tenía aproximadamente la misma edad
que yo cuando vino a Anacreon con su infernal sonrisa y su infernal cerebro...
y el poder de los otros tres reinos respaldándole, combinados en una cobarde
unión contra la grandeza de Anacreon.
Lepold se
sonrojó y brilló una chispa en sus ojos.
—¡Por
Seldon, si yo hubiera sido mi abuelo, hubiera luchado incluso así!
—No, Lepold.
Decidimos esperar... para devolver la afrenta en un momento más apropiado. El
último deseo de tu abuelo antes de su muerte fue pensar que él sería el que...
¡Bueno, bueno! —Wienis se volvió un momento. Entonces, simulando estar muy
emocionado—: Era mi hermano. Y, sin embargo, si su hijo estuviera...
—Sí, tío,
no le decepcionaré. Lo he decidido. Lo más conveniente es que Anacreon deshaga
esa red de traidores, inmediatamente.
—No, no
inmediatamente. Primero debemos esperar a que se termine la reparación del
crucero. El mero hecho de que estén dispuestos a realizar este arreglo
demuestra que nos temen. Los muy tontos tratan de aplacarnos, pero no
conseguirán apartarnos de nuestro camino, ¿verdad?
Y el puño
de Lepold golpeó la palma abierta de su mano.
—No,
mientras yo sea Rey de Anacreon.
Wienis
frunció los labios sardónicamente.
—Además,
hemos de esperar que llegue Salvor Hardin.
—¡Salvor
Hardin! —El Rey se quedó de pronto con los ojos muy abiertos, y el juvenil
contorno de su rostro imberbe casi perdió las líneas duras en que estaba
crispado.
—Sí, Lepold,
el líder de la Fundación en persona vendrá a Anacreon por tu cumpleaños...,
probablemente para calmarnos con palabras suaves. Pero no le servirá de nada.
—¡Salvor
Hardin! —No era más que un debilísimo murmullo.
Wienis
frunció el ceño.
—¿Te da
miedo el nombre? Es el mismo Salvor Hardin, que, en su anterior visita, nos
hizo morder el polvo. ¿No habrás olvidado ese insulto mortal a la casa real? Y
de un villano. La hez del arroyo.
—No.
Supongo que no. No, no lo haré. Nos vengaremos..., pero..., pero... estoy un
poco asustado.
El regente
se levantó.
—¿Asustado?
¿De qué? ¿De qué, joven...? —Se interrumpió.
—Sería...,
uh..., una blasfemia, ¿sabes?, atacar la Fundación. Quiero decir que...
—Hizo una
pausa.
—Sigue.
Lepold dijo
confusamente:
—Quiero
decir que, si realmente hubiera un Espíritu Galáctico, uh..., puede ser que no
le gustara. ¿No lo crees?
—No, no lo
creo —fue la firme respuesta. Wienis volvió a sentarse y sus labios se
contrajeron en una extraña sonrisa—. De modo que te preocupas mucho por el
Espíritu Galáctico, ¿no? Esto es lo que pasa por dejarte suelto. Apuesto a que
has estado hablando con Verisof.
—Me ha explicado
muchas cosas...
—¿Del
Espíritu Galáctico?
—Sí.
—Ay,
cachorro sin destetar, él cree en esas tonterías muchísimo menos que yo, y yo
no creo nada en ellas. ¿Cuántas veces te han dicho que todas sus charlas son
absurdas?
—Bueno, ya
lo sé. Pero Verisof dice...
—Maldito
sea Verisof. Son tonterías.
Hubo un
corto y rebelde silencio, y después Lepold dijo:
—Todo el
mundo piensa igual. Me refiero a todo eso del profeta Hari Seldon y de cómo
estableció la Fundación para que llevara a cabo sus mandamientos y algún día
volviéramos al Paraíso Terrenal; y cómo cualquiera que desobedezca sus
mandamientos será destruido por toda la eternidad. Ellos lo creen. He presidido
los festivales, y estoy seguro de ello.
—Sí, ellos
lo creen; pero nosotros no. Y puedes estar agradecido de que sea así, pues
según sus tonterías, tú eres Rey por derecho divino... y tú mismo eres
semidivino. Muy manejable. Elimina todas las posibilidades de revueltas y
asegura absoluta obediencia a todo. Y ésta es la razón, Lepold, de que debas
tomar parte activa en ordenar la guerra contra la Fundación. Yo sólo soy el
regente, y completamente humano. Tú eres el rey, y más que un semidiós... para
ellos.
—Pero
supongamos que no lo sea en realidad —dijo el Rey, reflexionando.
—No, no en
realidad —fue la irónica respuesta—, pero lo eres para todos menos para los
habitantes de la Fundación. ¿Lo entiendes? Para todos menos para los habitantes
de la Fundación. Una vez hayan sido eliminados ya no habrá nadie que niegue tu
origen divino. ¡Piénsalo!
—¿Y después
de eso seremos capaces de manejar las cajas de energía de los templos y las
naves que vuelan sin hombres y el alimento sagrado que cura el cáncer y todo lo
demás? Verisof dijo que sólo los bendecidos por el Espíritu Galáctico podían...
—Sí. ¡Verisof
lo dijo! Verisof, después de Salvor Hardin, es tu mayor enemigo. Quédate
conmigo, Lepold, y no te preocupes por ellos. Juntos reconstruiremos un
imperio, no sólo el Reino de Anacreon, sino uno que abarque a todos los
millones de soles de la Galaxia. ¿Es eso mejor que un «Paraíso Terrenal»?
—Sssí.
—¿Puede
Verisof prometer algo más?
—No.
—Muy bien
—su voz se hizo perentoria—. Supongo debemos considerar el asunto arreglado —No
recibió contestación—. Vete. Bajaré más tarde. Y una cosa más, Lepold.
El muchacho
se volvió en el umbral.
Wienis
sonreía con todo menos con los ojos.
—Ten
cuidado con esas cacerías de Nyak, muchacho. Desde el desgraciado accidente de
tu padre, he tenido extraños presentimientos acerca de ti, a veces. En la
confusión, con los fusiles de aguja hendiendo el aire con sus dardos, uno nunca
sabe lo que puede pasar. Espero que tendrás cuidado. Y harás todo lo que te he
dicho sobre la Fundación, ¿verdad?
Los ojos de
Lepold se desorbitaron y evitó la mirada de su tío.
—Sí...,
desde luego.
—¡Perfecto!
—Contempló la salida de su sobrino, inexpresivamente, y volvió a su mesa.
Los
pensamientos de Lepold al salir eran sombríos y no desprovistos de temor.
Quizá fuera
mejor vencer a la Fundación y obtener la energía de que hablaba Wienis.
Pero después,
cuando la guerra hubiera terminado y él estuviera seguro en el trono... Se dio
súbitamente exacta cuenta del hecho de que Wienis y sus dos arrogantes hijos
estaban en aquel momento en la línea sucesoria al trono.
Pero él era
Rey. Y los reyes pueden ordenar ejecuciones.
Incluso de
tíos y primos.
4
Junto al
mismo Sermak, Lewis Bort era el más activo en reagrupar a aquellos elementos
disidentes que se habían fusionado en el ahora vociferante partido activista. Pero
no había formado parte de la delegación que visitó a Salvor Hardin hacía casi
un año. Esto no se debía a una falta de reconocimiento a sus servicios; todo lo
contrario. Se hallaba ausente porque en aquella época estaba en la capital de
Anacreon.
La visitó
como ciudadano privado. No vio a ningún oficial y no hizo nada importante. Se
limitó a observar los rincones oscuros del afanoso planeta y asomó su nariz por
los garitos indignos.
Llegó a
casa hacia el término de un corto día invernal que empezó con nubes y estaba
acabando con nieve, y al cabo de una hora se encontraba sentado a la mesa
octogonal de la casa de Sermak.
Sus
primeras palabras no estaban calculadas para mejorar la atmósfera de una
reunión ya considerablemente deprimida por el oscuro atardecer lleno de nieve.
—Me temo
—dijo— que nuestra posición sea, usando la fraseología melodramática, una
«causa perdida».
—¿Lo cree
usted así? —preguntó Sermak, tristemente.
—Es
imposible pensar de otro modo, Sermak. No hay motivo para otra opinión.
—Armamentos...
—empezó Dokor Walto, en tono algo entrometido, pero Bort le interrumpió
enseguida.
—Olvídelo.
Ésa es una vieja historia —sus ojos recorrieron el círculo—. Me refiero a la
gente. Admito que mi idea original era tratar de fomentar una rebelión
palaciega para instalar como rey a alguien más favorable a la Fundación. Era
una buena idea. Todavía lo es. El único inconveniente es que es imposible. El
gran Salvor Hardin lo previó.
Sermak dijo
con acritud:
—Si nos
diera los detalles, Bort...
—¡Detalles!
¡No hay detalles! No es tan sencillo como todo eso. Es toda la maldita
situación de Anacreon. Es esa religión que ha establecido la Fundación. ¡Da
resultado!
—¿Y qué?
—Hay que ver
cómo funciona para darse cuenta. Lo único que aquí sabemos es que tenemos una
gran escuela dedicada a educar sacerdotes, y que ocasionalmente se hace una
exhibición especial en algún rincón olvidado de la ciudad para beneficio de los
peregrinos... y nada más. Todo este asunto apenas nos afecta de manera general.
Pero en Anacreon...
Lem Tarki
alisó su barba puntiaguda con un dedo y se aclaró la garganta.
—¿Qué clase
de religión es? Hardin siempre ha dicho que sólo eran tonterías para que
aceptaran nuestra ciencia sin hacer preguntas. Recuerde, Sermak, que aquel día
nos dijo...
—Las explicaciones
de Hardin —recordó Sermak— no suelen tener mucha relación con la verdad. Pero
¿qué clase de religión es, Bort?
Bort
reflexionó.
—Éticamente,
es perfecta. Apenas difiere de las diversas filosofías del viejo Imperio. Alto
valor moral y todo eso. Desde este punto de vista no tiene nada que envidiar.
La religión es una de las grandes influencias civilizadoras de la historia en
este aspecto. Rellena...
—Ya sabemos
eso —interrumpió Sermak, con impaciencia—. Vaya al grano.
—Allá voy
—Bort estaba un poco desconcertado, pero no lo demostró—. La religión, que la
Fundación ha alentado y animado, tengámoslo presente, se basa en una línea
estrictamente autoritaria. El sacerdocio tiene control absoluto de los
instrumentos científicos que hemos proporcionado a Anacreon, pero sólo han
aprendido a manejar dichos instrumentos empíricamente. Creen por completo en
esta religión y en el..., uh..., valor espiritual de la energía que manejan.
Por ejemplo, hace dos meses algún loco manipuló la planta de energía del Templo
de Thessalekia..., uno de los mayores. Naturalmente, voló cinco manzanas de
casas[3].
Fue considerado como una venganza divina por todo el mundo, incluyendo a los
sacerdotes.
—Lo
recuerdo. Los periódicos dieron una versión resumida del suceso en aquel
momento. No veo adónde quiere ir usted a parar.
—Entonces,
escuche —dijo Bort, ásperamente—. El clero forma una jerarquía en cuyo vértice
está el rey, que está considerado como una especie de dios menor. Es un monarca
absoluto por derecho divino, y el pueblo lo cree, profundamente, y los
sacerdotes también. No se puede derrocar a un rey así. ¿Comprende ahora
a lo que me refería?
—Espere
—dijo Walto—. ¿Qué quería decir al afirmar que Hardin ha hecho todo esto? ¿Qué
tiene que ver en este asunto?
Bort miró
amargamente a su interlocutor.
—La
Fundación ha alentado asiduamente esta ilusión. Hemos puesto todo nuestro
respaldo científico detrás del engaño. No hay festival que el rey no presida
rodeado por una aureola radiactiva que ilumina fuertemente todo su cuerpo y se
eleva como una corona sobre su cabeza. Cualquiera que lo toque se quema gravemente.
Puede moverse de un sitio a otro por el aire en momentos cruciales,
supuestamente por inspiración del espíritu divino. Llena el templo con una
nacarada luz interna sólo con hacer un gesto. Estos sencillos trucos que
realizamos en beneficio suyo son interminables; pero incluso los sacerdotes
creen en ellos, a pesar de llevarlos a cabo personalmente.
—¡Malo!
—dijo Sermak, mordiéndose el labio.
—Lloraría...
como la fuente del Parque del Ayuntamiento —dijo Bort, excitado—, al pensar en
la oportunidad que hemos ahogado. Imaginemos la situación hace treinta años,
cuando Hardin salvó la Fundación de Anacreon... En aquel tiempo, los habitantes
de Anacreon no se daban cuenta de que el Imperio estaba desintegrándose. Habían
solucionado más o menos sus propios asuntos desde la revuelta zeoniana, pero
incluso después de que se cortaran las comunicaciones y el pirata del abuelo de
Lepold se erigiera en rey, siguieron sin darse cuenta de que el Imperio estaba
destrozado.
»Si el Emperador
hubiera tenido suficiente nervio para intentarlo, habría podido recuperarlo con
dos cruceros y la ayuda de la revuelta interna que ciertamente hubiera surgido.
Y nosotros, nosotros hubiéramos podido hacer lo mismo; pero no, Hardin
estableció la adoración al monarca. Personalmente, no lo entiendo. ¿Por qué?
¿Por qué? ¿Por qué?
—¿Qué hace
Verisof? —Preguntó Jaim Orsy, súbitamente—. Hubo un día en que fue un activista
distinguido. ¿Qué está haciendo allí? ¿Está ciego, también?
—No lo sé
—dijo concisamente Bort—. Es su supremo sacerdote. Por lo que sé, no hace nada
aparte de aconsejar al clero sobre los detalles técnicos. ¡Un títere, maldito
sea, un títere!
Hubo un
silencio en la estancia y todos los ojos se volvieron a Sermak. El dirigente
del nuevo partido se mordía furiosamente una uña, y entonces dijo en alta voz:
—Nada
bueno. ¡Es asqueroso! —Miró a su alrededor, y añadió con más energía—: ¿Es que
Hardin puede ser tan tonto?
—Así parece
—gruñó Bort.
—¡Imposible!
Aquí hay algún error. Se requeriría una estupidez colosal para cortar nuestro propio
cuello tan cuidadosamente y sin esperanzas. Es más de la que Hardin podría
tener, aunque fuera un tonto, lo cual dudo. Por un lado, establecer una
religión que descarta toda posibilidad de problemas internos. Por otro,
suministra a Anacreon todas las armas de la guerra. No lo comprendo.
—La
cuestión es un poco oscura, lo admito —dijo Bort—, pero los hechos están ahí. ¿Qué
otra cosa podemos pensar?
Walto dijo,
espasmódicamente:
—Alta
traición. Está a su servicio.
Pero Sermak
movió la cabeza con impaciencia.
—Tampoco
estoy de acuerdo con esto. Todo el asunto es absurdo e incomprensible...
Dígame, Bort, ¿ha oído algo acerca del crucero de batalla que la Fundación va a
poner a punto para la flota de Anacreon?
—¿Un
crucero de batalla?
—Un viejo
crucero imperial...
—No, no he
oído nada. Pero eso no significa gran cosa. Los terrenos de la flota son
santuarios religiosos completamente inviolables por parte del público en
general. Nadie sabe nada de la flota.
—Bueno, es
lo que dicen los rumores. Miembros del partido han elevado el asunto al
Consejo. Hardin no lo ha negado nunca, ya lo sabe. Su portavoz denunció rumores
sin fundamentos y nada más. Puede ser significativo.
—Es sólo
una pieza entre muchas —dijo Bort—. De ser cierto, está completamente loco.
Pero no sería peor que el resto.
—Supongo
—dijo Orsy— que Hardin no oculta ningún arma secreta. Esto podría...
—Sí —dijo
Sermak—, una enorme caja de sorpresas de la que saldría un muñeco en el momento
psicológico y asustaría al viejo Wienis. La Fundación podría borrar su propia
existencia y ahorrarse la lenta agonía si tiene que depender de algún arma
secreta.
—Bueno
—dijo Orsy, cambiando apresuradamente de tema—, la cuestión se reduce a esto:
¿de cuánto tiempo disponemos? ¿Eh, Bort?
—Muy bien.
Ésta es la cuestión. Pero no me miren a mí; yo no lo sé. La prensa anacreoniana
nunca menciona a la Fundación. Ahora mismo, está llena de noticias sobre las
próximas celebraciones y nada más. Lepold alcanzará la mayoría de edad dentro
de una semana, ya lo saben.
—En ese
caso disponemos de meses —Walto sonrió por primera vez en toda la noche—. Esto
nos da tiempo...
—¿Cómo que
nos da tiempo? —estalló Bort, impacientemente—. Les digo que el rey es un dios.
¿Suponen que tiene que llevar a cabo una campaña de propaganda para que su
pueblo adquiera un espíritu bélico? ¿Suponen que tiene que acusarnos de
agresión y presionar todos los recursos del sentimentalismo barato? Cuando
llegue el momento de atacar, Lepold dará la orden y el pueblo luchará. Sólo
eso. Ése es el inconveniente del sistema: no se discute con un dios. Por lo que
sé, podría dar la orden mañana mismo.
Todos
trataron de hablar a la vez y Sermak dio una palmada en la mesa pidiendo
silencio, cuando se abrió la puerta principal y entró Levi Norast. Subió las
escaleras de dos en dos, con el abrigo puesto y derramando nieve.
—¡Miren
esto! —Gritó, lanzando un frío periódico cubierto de copos de nieve sobre la
mesa—. Los visores tampoco hablan de otra cosa.
El
periódico no estaba doblado, y cinco cabezas se inclinaron sobre él.
Sermak
dijo, con voz ronca:
—¡Gran
Espacio, va a Anacreon! ¡Va a Anacreon!
—Es una traición —chilló Tarki, con súbita excitación—. Que me maten si
Walto no tiene razón. Nos ha vendido, ahora va a recoger su paga.
Sermak se
había puesto en pie.
—Ahora no
tenemos alternativa. Mañana solicitaré al Consejo que Hardin sea acusado de
alta traición. Y si esto falla...
5
La nieve
había cesado, pero había formado una gruesa alfombra por las calles y los
pesados vehículos terrestres avanzaban a través de las calles desiertas con
penoso esfuerzo. La lúgubre luz gris del incipiente amanecer no sólo era fría
en el sentido poético, sino también de una forma muy literal... e incluso en el
entonces turbulento estado de la política de la Fundación, nadie, ni activistas
ni pro-Hardin hallaron su espíritu suficientemente ardiente para empezar tan
temprano la actividad callejera.
A Yohan Lee
no le gustaba aquello y sus gruñidos se hicieron audibles.
—Caerá mal,
Hardin. Dirán que se escurre.
—Que lo
digan si quieren. Yo he de ir a Anacreon y quiero hacerlo sin problemas. Ya es
suficiente, Lee.
Hardin se
recostó en el mullido asiento y tembló ligeramente. No hacía frío dentro del
coche acondicionado, pero había algo frígido en un mundo cubierto de nieve,
incluso a través del cristal, que le molestó.
Dijo,
reflexionando:
—Algún día,
cuando estemos en condiciones, hemos de climatizar Terminus. Se podría hacer.
—A mí
—repuso Lee— me gustaría que se hicieran otras cosas primero. Por ejemplo, ¿qué
hay de climatizar a Sermak? Una bonita y seca celda a veinticinco grados
centígrados durante todo el año sería ideal.
—Y entonces
yo necesitaría realmente guardaespaldas —dijo Hardin— y no sólo esos dos —señaló
a dos de los gorilas de Lee, sentados delante con el chofer, con su mirada dura
fija en las calles vacías, y las manos sobre sus armas atómicas—. Evidentemente
quiere incitar una guerra civil.
—¿Yo? Hay
otras ascuas en el fuego y no necesita mucho para inflamarse, se lo aseguro —empezó
a contar con sus dedos—. Uno: Sermak provocó un escándalo ayer en el Consejo
Municipal al pedir que lo procesaran por alta traición.
—Estaba en
su pleno derecho de hacerlo —respondió Hardin, fríamente—. Además de lo cual,
su moción fue derrotada por 206 a 184.
—Exactamente.
Una mayoría de veintidós cuando habíamos contado con sesenta como mínimo. No lo
niegue; sabe que es así.
—Más o
menos —admitió Hardin.
—Muy bien.
Y dos: después de la votación, los cincuenta y nueve miembros del partido
activista se levantaron y salieron de la Cámara del Consejo.
Hardin
guardó silencio y Lee prosiguió:
—Y tres:
antes de irse, Sermak declaró que usted era un traidor, que iba a Anacreon para
recoger sus treinta piezas de plata, que la mayoría de la Cámara, al negarse a
votar el proceso, había participado en la traición, y que el nombre de su
partido no era «activista» por nada. ¿A qué le suena eso?
—Problemas,
supongo.
—Y ahora se
escabulle al amanecer, como un criminal. Tendría que enfrentarse con ellos,
Hardin... y si tiene que hacerlo, ¡declare la ley marcial, por el Espacio!
—La
violencia es el último recurso...
—...del
incompetente. ¡Cuernos!
—Muy bien.
Ya lo veremos. Ahora escúcheme atentamente, Lee. Hace treinta años, se abrió la
Bóveda del Tiempo, y en el quincuagésimo aniversario del inicio de la Fundación
apareció una grabación de Hari Seldon para darnos la primera idea de lo que
realmente sucedía.
—Lo
recuerdo —Lee asintió ensimismado, con una media sonrisa—. Fue el día en que
nos hicimos cargo del gobierno.
—Así es.
Fue nuestra primera crisis grave. Ésta es la segunda..., y dentro de tres
semanas será el octogésimo aniversario del principio de la Fundación. ¿No le
parece muy significativo?
—¿Quiere
decir que volverá?
—No he
terminado. Seldon nunca dijo nada de volver, compréndalo, pero esto es una
pieza de todo su plan. Siempre ha hecho todo lo posible para impedir que
conozcamos los acontecimientos por adelantado. Tampoco se puede decir si la
cerradura de radio está preparada para abrirse de nuevo..., probablemente esté
preparada para destruir la Bóveda si intentáramos abrirla. Voy allí todos los
aniversarios después de la primera aparición, por si acaso. No ha aparecido
nunca, pero ésta es la primera vez desde entonces en que realmente hay crisis.
—Entonces,
vendrá.
—Quizá. No
lo sé. Sin embargo, ésta es la cuestión: la sesión de hoy del Consejo,
inmediatamente después de anunciar que me he ido a Anacreon, anunciará, de
forma oficial, que el próximo 14 de marzo habrá otra grabación de Hari Seldon,
con un mensaje de la mayor importancia acerca de la reciente crisis
satisfactoriamente resuelta. Es muy importante, Lee. No añada nada más, aunque
le atosiguen a preguntas.
Lee le miró
fijamente.
—¿Se lo
creerán?
—Eso no
importa. Les confundirá, que es lo único que quiero. Preguntándose si es verdad
o no, y lo que yo me propongo conseguir con ello si no lo es... decidirán
posponer la acción hasta después del 14 de marzo. Yo habré regresado mucho
antes.
Lee pareció
indeciso.
—Pero eso
de «satisfactoriamente resuelta»... ¡Es una mentira!
—Una
mentira extremadamente turbadora. ¡Ya estamos en el espaciopuerto!
La nave
espacial se destacaba sombríamente en la oscuridad. Hardin atravesó la nieve en
dirección a ella, y en la puerta de entrada se volvió con la mano extendida.
—Adiós,
Lee. Lamento muchísimo tener que dejarle en esta sartén en aceite hirviendo,
pero no confío en ninguna otra persona. Por favor, no se acerque demasiado al
fuego.
—No se
preocupe. La sartén está bastante caliente. Cumpliré sus órdenes —Retrocedió y
la portezuela se cerró.
6
Salvor
Hardin no fue directamente al planeta Anacreon, el cual había dado nombre al
reino. No llegó hasta el día antes de la coronación, tras haber hecho rápidas
visitas a ocho de los mayores sistemas estelares del reino, no deteniéndose más
que el tiempo justo para conferenciar con los representantes locales de la
Fundación.
El viaje le
produjo la opresiva impresión de la enormidad del reino. Era una pequeña
astilla, una insignificante manchita comparado con las extensiones
inconcebibles del Imperio Galáctico, del cual había formado una parte tan
distinguida; pero para alguien cuyos hábitos mentales han sido construidos
alrededor de un solo planeta, que además está escasamente poblado, el tamaño y
la población de Anacreon eran impresionantes.
Siguiendo
cerradamente los lindes de la antigua Prefectura de Anacreon, abarcaba
veinticinco sistemas estelares, seis de los cuales incluían más de un mundo
habitable. La población de diecinueve billones, aunque aún muy inferior a la
del apogeo del Imperio, crecía rápidamente con el desarrollo científico cada
vez mayor alentado por la Fundación.
Y sólo
entonces Hardin se sintió aterrado ante la magnitud de esa tarea. En treinta
años, sólo el mundo principal había sido dotado de energía. Las provincias
exteriores aún incluían inmensas extensiones en que la energía atómica no había
sido reintroducida.
Incluso el
progreso realizado habría sido imposible de no ser por las reliquias aún en
funcionamiento que había abandonado la marea creciente del Imperio.
Cuando
Hardin llegó al mundo capital, encontró todos los negocios habituales en
absoluta paralización. En las provincias exteriores aún había celebraciones;
pero en el planeta Anacreon ni una sola persona dejaba de tomar parte febril en
las fastuosas ceremonias religiosas que anunciaban la mayoría de edad de su
dios-rey, Lepold.
Hardin sólo
pudo charlar media hora con un ojeroso y presuroso Verisof antes de que su
embajador tuviera que irse a supervisar otro festival en el Templo. Pero la
media hora fue de lo más provechosa, y Hardin se preparó, muy satisfecho, para
los fuegos artificiales de la noche.
En todo
esto actuó como observador, pues no tenía estómago para las tareas religiosas
en que indudablemente tendría que tomar parte si se conocía su identidad. De
modo que, cuando la sala de baile del palacio se llenó con una reluciente horda
de la nobleza más alta y distinguida del reino, se encontró pegado a la pared,
casi inadvertido o totalmente ignorado.
Había sido
presentado a Lepold como uno más de una larga lista de invitados, y a una
distancia prudencial, pues el rey permanecía apartado en solitaria e
impresionante grandeza, rodeado por su mortal aureola de radiactividad. Y antes
de una hora, ese mismo rey tomaría asiento en el macizo trono de rodio-iridio,
con incrustaciones de oro, y luego el trono y él se elevarían majestuosamente
en el aire, rozando las cabezas de la multitud para llegar a la gran ventana
desde la que el pueblo vería a su rey y le aclamaría con frenesí. El trono no
hubiera sido tan macizo, naturalmente, si no hubiera tenido que albergar un
motor atómico.
Eran más de
las once. Hardin se impacientó y se puso de puntillas para ver mejor.
Resistió la
tentación de subirse a la silla. Y entonces vio que Wienis se abría paso entre
la multitud en dirección hacia él y se tranquilizó.
El avance
de Wienis era lento. Casi a cada paso tenía que cruzar una frase amable con
algún reverenciado noble cuyo abuelo había ayudado al abuelo de Lepold a
apoderarse del reino y a cambio de lo cual había recibido un ducado.
Y luego se
libró del último par uniformado y alcanzó a Hardin. Su sonrisa se transformó en
una mueca y sus ojos negros le miraron fijamente por debajo de las enmarañadas
cejas con brillo de satisfacción.
—Mi querido
Hardin —dijo, en voz baja—, debe usted de aburrirse mucho, pero como no ha
revelado su identidad...
—No me
aburro, alteza. Todo esto es extremadamente interesante. En Terminus no tenemos
espectáculos comparables, como usted sabe.
—Sin duda.
Pero ¿le importaría ir a mis aposentos privados, donde podremos hablar largo y
tendido y con mucha más intimidad?
—Desde
luego que no.
Cogidos del
brazo, los dos subieron las escaleras, y más de una duquesa viuda alzó sus
impertinentes ojos con sorpresa, preguntándose quién sería aquel desconocido
insignificantemente vestido y de aspecto poco interesante al que el príncipe
regente confería un honor tan señalado.
En los
aposentos de Wienis, Hardin se puso a sus anchas y aceptó una copa de licor
servida por la propia mano del regente con un murmullo de gratitud.
—Vino de
Locris, Hardin —dijo Wienis—, de las bodegas reales. Tiene dos siglos de
antigüedad. Es de la cosecha de diez años antes de la rebelión zeoniana.
—Una bebida
verdaderamente real —convino Hardin, cortésmente—. Por Lepold I, Rey de
Anacreon.
Bebieron, y
Wienis añadió blandamente, en una pausa:
—Y pronto Emperador
de la Periferia, y más adelante, ¿quién sabe? Es posible que algún día la
Galaxia pueda volver a unirse.
—Indudablemente;
¿gracias a Anacreon?
—¿Por qué
no? Con la ayuda de la Fundación, nuestra superioridad científica sobre el
resto de la Periferia sería incuestionable.
Hardin dejó
su copa vacía y dijo:
—Bueno, sí,
excepto que, naturalmente, la Fundación debe ayudar a cualquier nación que
solicite su ayuda científica. Debido al alto idealismo de nuestro gobierno y el
propósito grandemente moral de nuestro fundador, Hari Seldon, no podemos tener
favoritismos. Es algo que no se puede evitar, alteza.
La sonrisa
de Wienis se ensanchó.
—El
Espíritu Galáctico, para usar la expresión popular, ayuda a los que se ayudan a
sí mismos. Comprendo perfectamente que la Fundación, abandonada a sí misma,
nunca cooperaría.
—Yo no diría
eso. Hemos reparado el crucero imperial para ustedes, aunque mi junta de
navegación lo deseaba para fines de investigación.
El regente
repitió irónicamente las últimas palabras.
—¡Fines de
investigación! ¡Sí! Aunque no lo hubiera reparado, yo no le hubiera amenazado
con la guerra.
Hardin hizo
un gesto de desaprobación.
—No lo sé.
—Yo sí.
Y esta amenaza sigue en pie.
—¿Incluso
ahora?
—Ahora es
un poco demasiado tarde para hablar de amenazas —Wienis había lanzado una
rápida mirada al reloj de su escritorio—. Mire, Hardin, usted ya ha estado una
vez en Anacreon. Entonces era joven; los dos éramos jóvenes. Pero incluso
entonces teníamos formas complemente distintas de considerar las cosas. Usted
es lo que llaman un hombre de paz, ¿verdad?
—Supongo
que sí. Por lo menos, considero que la violencia es una forma antieconómica de
obtener un fin. Siempre hay caminos mejores, aunque a veces no sean tan
directos.
—Sí. Ya he
oído su lema: «La violencia es el último recurso del incompetente». Y sin
embargo —el regente se rascó suavemente una oreja con fingida abstracción—, yo
no me considero exactamente un incompetente.
Hardin
asintió cortésmente y no dijo nada.
—Y a pesar
de esto —continuó Wienis—, siempre he sido partidario de la acción directa. He
creído en abrir un camino recto hacia mi objetivo, y seguirlo después. He
logrado muchas cosas de este modo, y espero conseguir mucho más.
—Lo sé
—interrumpió Hardin—. Creo que está usted abriendo un camino tal como lo
describe, para usted y sus hijos, que lleva directamente al trono, considerando
la reciente muerte del padre del rey, su hermano mayor, y el precario estado de
salud del rey. Está en precario estado de salud, ¿verdad?
Wienis
frunció el ceño ante el ataque, y su voz se endureció.
—Le
aconsejo, Hardin, que evite ciertos temas. Debe usted considerarse privilegiado
como alcalde de Terminus para hacer..., uh..., observaciones imprudentes, pero
si lo hace, por favor, no se engañe en el concepto. No soy persona que se
asusta con palabras. Mi filosofía de la vida es que las dificultades
desaparecen cuando se les hace frente con intrepidez, y hasta ahora nunca he
dado la espalda a ninguna.
—No lo
dudo. ¿A qué dificultad en particular rehúsa dar la espalda en este momento?
—A la
dificultad, Hardin, de persuadir a la Fundación para que coopere. Su política
de paz, como usted sabe, le ha llevado a realizar equivocaciones muy graves,
simplemente porque ha subestimado la intrepidez de su adversario. No todo el
mundo teme tanto la acción directa como usted.
—¿Por
ejemplo? —sugirió Hardin.
—Por
ejemplo, ha venido a Anacreon solo y me ha acompañado a mis aposentos solo.
Hardin miró
a su alrededor.
—¿Y qué
tiene eso de malo?
—Nada —dijo
el regente—, excepto que fuera de esta habitación hay cinco guardias, bien
armados y dispuestos hacer fuego. No creo que pueda irse, Hardin.
El alcalde
enarcó las cejas.
—No tengo
deseos inmediatos de irme. ¿Tanto me teme, entonces?
—No le temo
en absoluto. Pero esto puede servir para impresionarle con mi decisión.
¿Podemos llamarle un gesto?
—Llámelo como
quiera —dijo Hardin, con indiferencia—. No me incomodaré por el incidente, como
quiera que lo llame.
—Estoy
seguro de que esta actitud cambiará con el tiempo. Pero ha cometido otro error,
Hardin, uno grave. Parece ser que el planeta Terminus está casi completamente
indefenso.
—Naturalmente.
¿Qué tenemos que temer? No amenazamos los intereses de nadie y servimos a todos
por igual.
—Y mientras
permanece indefenso —continuó Wienis—, usted nos ayuda amablemente a armarnos,
sobre todo en el desarrollo de nuestra propia flota, una gran flota. De hecho,
una flota que, desde su donación del crucero imperial, es completamente
irresistible.
—Alteza,
está perdiendo el tiempo —Hardin hizo un ademán como si fuera a levantarse—. Si
lo que pretende es declararnos la guerra, y me está informando de ese hecho, me
permitirá que me comunique inmediatamente con mi gobierno.
—Siéntese,
Hardin. No le estoy declarando la guerra, y usted no va a comunicarse con su
gobierno. Cuando la guerra sea iniciada, no declarada, Hardin, iniciada,
la Fundación será informada de ello a su debido tiempo por las explosiones
atómicas de la flota anacreoniana bajo el mando de mi propio hijo, que irá en
el buque insignia Wienis, antiguo crucero de la flota imperial.
Hardin
frunció el ceño.
—¿Cuándo
ocurrirá todo esto?
—Si
realmente le interesa, las naves de la flota hace cincuenta minutos justos que
han salido de Anacreon, a las once, y el primer disparo se hará en cuanto
avisten Terminus, que será mañana al mediodía. Usted puede considerarse
prisionero de guerra.
—Así es
exactamente como me considero, alteza —dijo Hardin, sin desarrugar el ceño—.
Pero estoy decepcionado.
Wienis
sonrió despectivamente.
—¿Es eso
todo?
—Sí. Yo
había creído que el momento de la coronación, a medianoche, ya sabe, sería el
momento lógico para que zarpara la flota. Evidentemente, usted quería empezar
la guerra mientras aún era regente. Hubiera sido más dramático del otro modo.
El regente
le miró fijamente.
—Por el
Espacio, ¿de qué está usted hablando?
—¿No lo
entiende? —dijo Hardin, suavemente—. Yo había dispuesto mi contraataque para
medianoche.
Wienis se
levantó de su silla.
—Está
fanfarroneando. No hay ningún contraataque. Si confía en el apoyo de otros reinos,
olvídelos. Sus flotas combinadas no pueden vencer a la nuestra.
—Ya lo sé.
No pretendo disparar un solo tiro. Es sencillamente que, hace una semana, se
dio la consigna de que a medianoche de hoy el planeta Anacreon entraría en
interdicto.
—¿En interdicto?
—Sí. Si no
lo comprende, puedo explicarle que todos los sacerdotes de Anacreon van a
declararse en huelga, a menos que yo dé la contraorden. Pero no puedo hacerlo
mientras esté incomunicado; ¡ni lo haría, aunque no lo estuviera! —Se inclinó
hacia adelante, y añadió, con súbita animación—: ¿Se da cuenta, alteza, de que
un ataque a la Fundación no es nada menos que un sacrilegio de la mayor
magnitud?
Wienis
luchaba visiblemente por recobrar el control de sí mismo.
—Déjese de
cuentos, Hardin. Resérveselos para el pueblo.
—Mi querido
Wienis, ¿para quién cree que me reservo? Me imagino que durante la última media
hora todos los templos de Anacreon han sido el centro de una gran multitud que
escucha a un sacerdote que les habla de este mismo tema. No hay ni un solo
hombre ni una mujer en Anacreon que no sepa que su gobierno ha lanzado un
infame ataque no provocado contra el centro de su religión. Pero ahora sólo
faltan cuatro minutos para medianoche. Será mejor que vaya a la sala de baile y
observe los acontecimientos. Yo estaré aquí a salvo, con cinco guardias detrás
de la puerta —se recostó en su silla, se sirvió otra copa de vino de Locris, y
miró hacia el techo con perfecta indiferencia.
Wienis
atronó la atmósfera con un juramento ahogado y salió apresuradamente de la
habitación.
Sobre la
elite que llenaba la sala de baile cayó un profundo silencio cuando se abrió un
ancho camino que conducía al trono. Lepold estaba sentado en él, con los brazos
cruzados, la cabeza alta, y el rostro impasible. Los enormes candelabros habían
sido apagados y en la amortiguada luz multicolor de las diminutas bombillas de átomo
que adornaban como lentejuelas el techo abovedado, la aureola real se destacaba
brillantemente, elevándose sobre su cabeza para formar una corona llameante.
Wienis se
detuvo en las escaleras. Nadie le vio; todos los ojos estaban fijos en el
trono. Apretó los puños y permaneció donde se encontraba; Hardin no le
obligaría a hacer tonterías por medio de fanfarronadas.
Y entonces
el trono se movió. Se elevó en silencio y avanzó. Fuera del estrado, bajó
lentamente los escalones, y después, a quince centímetros sobre el suelo,
avanzó en horizontal hacia la enorme ventana abierta.
Al sonar la
profunda campana que daba la medianoche, se detuvo frente a la ventana... y la
aureola del rey se desvaneció.
Durante un
segundo de estupefacción, el Rey no se movió, con el rostro torcido por la
sorpresa, sin aureola, meramente humano; y entonces el trono vaciló y bajó los
quince centímetros que lo separaban del suelo, estrellándose con un golpe
sordo, justo cuando todas las luces del palacio se apagaban.
A través de
la bulliciosa oscuridad y confusión, se oyó la atronadora voz de Wienis:
—¡Las
antorchas! ¡Las antorchas!
Dando
codazos a derecha e izquierda, se abrió paso entre la multitud y llegó a la
puerta. Desde fuera, los guardias del palacio se habían internado en la
oscuridad.
Las
antorchas llegaron de algún modo a la sala de baile; las antorchas que debían
utilizarse en la gigantesca procesión de antorchas a través de las calles de la
ciudad después de la coronación.
De nuevo en
el salón de baile, los guardias pululaban con antorchas... azules, verdes y
rojas; y las extrañas luces iluminaban rostros asustados y confusos.
—No hay
daños —gritó Wienis—. Manténganse en sus puestos. La electricidad volverá
dentro de un momento.
Se volvió
hacia el capitán de la guardia, que esperaba atentamente a su lado.
—¿Qué
ocurre, capitán?
—Alteza
—fue la instantánea respuesta—, el palacio está rodeado por la gente de la
ciudad.
—¿Qué
quieren? —gruñó Wienis.
—Hay un
sacerdote a la cabeza. Ha sido identificado como el supremo sacerdote Poly
Verisof. Reclama la inmediata libertad del alcalde Salvor Hardin y el cese de
la guerra contra la Fundación —El informe fue hecho con el tono inexpresivo de
un oficial, pero sus ojos se desviaban incómodos.
Wienis
gritó:
—Si
cualquiera de ellos intenta pasar las puertas del palacio, dispárele a matar. Por
el momento, nada más. ¡Déjelos gritar! Mañana pasaremos cuentas.
Las
antorchas habían sido distribuidas, y la sala de baile volvía a estar
iluminada.
Wienis
corrió hacia el trono; aún junto a la ventana, y ayudó a levantar al asustado Lepold
pálido como la cera.
—Ven
conmigo —lanzó una mirada por la ventana. La ciudad estaba completamente a
oscuras. Desde abajo llegaban los roncos y confusos gritos de la muchedumbre.
Sólo hacia la derecha, donde estaba el Templo Argólida, había iluminación. Juró
irritadamente y arrastró al rey lejos de allí.
Wienis
entró como una tromba en su habitación, con los cinco guardias tras los
talones. Lepold le siguió, con los ojos desorbitados, enmudecido por el susto.
—Hardin
—dijo Wienis, vivamente—, está jugando con fuerzas demasiado grandes para
usted.
El alcalde
ignoró al regente. Permaneció tranquilamente sentado a la luz nacarada de la
bombilla de átomo de bolsillo que tenía al lado, con una sonrisa irónica en su
rostro.
—Buenos
días, majestad —dijo a Lepold—. Le felicito por su coronación.
—Hardin
—gritó Wienis de nuevo—, ordene a sus sacerdotes que regresen a sus quehaceres.
Hardin
levantó fríamente la vista.
—Ordéneselo
usted mismo, Wienis, y averigüe quién está jugando con fuerzas demasiado
grandes. En este momento, no gira ni una sola rueda en Anacreon. No hay ni una
sola luz, excepto en los templos. En la mitad invernal del planeta no hay ni
una sola caloría de calefacción, excepto en los templos. No hay una sola gota
de agua corriente, excepto en los templos. Los hospitales no aceptan a más
pacientes. Las plantas de energía están paradas. Todas las naves están posadas
en el suelo. Si no le gusta, Wienis, usted mismo puede ordenar a los sacerdotes
que vuelvan a sus quehaceres. Yo no quiero.
—Por el
Espacio, Hardin, lo haré. Si ha de ser una demostración, lo será. Veremos si
sus sacerdotes pueden enfrentarse con el ejército. Esta noche, todos los
templos del planeta estarán bajo supervisión del ejército.
—Muy bien,
pero ¿cómo va a dar las órdenes? Todas las líneas de comunicación del planeta
están interrumpidas. Descubrirá que la radio no funciona, la televisión no
funciona y las ultraondas no funcionan. De hecho, el único medio de
comunicación del planeta que funcionaría, fuera de los templos, naturalmente,
es el televisor de esta misma habitación, y yo lo he arreglado para que sirva
únicamente de receptor.
Wienis
luchó inútilmente por recobrar el aliento, y Hardin continuó:
—Si lo
desea, puede ordenar a su ejército que entre en el templo Argólida, a pocos
metros del palacio, y utilizar los aparatos de ultraondas para comunicarse con
otras partes del planeta. Pero si lo hace, me temo que el contingente del
ejército sea hecho pedazos por la multitud, y entonces, ¿cómo protegerían su
palacio, Wienis? ¿Y sus vidas, Wienis?
Wienis
dijo, atropelladamente:
—Podemos
aguantarlos, demonio. Esperaremos a que amanezca. Deje que la multitud grite y
la energía siga cortada, pero aguantaremos. Y cuando llegue la noticia de que
la Fundación ha sido tomada, su preciosa multitud descubrirá lo vacía que era
su religión, y se alejarán de sus sacerdotes y se volverán contra ellos. Le doy
hasta mañana al mediodía, Hardin, porque usted puede detener la energía en
Anacreon, pero no puede detener mi flota —Su voz graznó exultantemente—.
Están en camino, Hardin, con el gran crucero que usted mismo ordenó reparar, a
la cabeza.
Hardin
repuso con ligereza:
—Sí, el
crucero que yo mismo ordené reparar..., pero a mi manera. Dígame, Wienis, ¿ha
oído hablar de un relevador de ultraondas? No, ya veo que no. Bueno, dentro de
unos dos minutos descubrirá lo que uno de ellos puede hacer.
Conectó la
televisión mientras hablaba, y se corrigió:
—No, dentro
de dos segundos. Siéntese, Wienis, y escuche.
7
Theo Aporat
era uno de los sacerdotes de Anacreon de más alta categoría. Sólo desde el
punto de vista de la jerarquía, merecía su nombramiento como sacerdote jefe de
la nave insignia Wienis.
Pero no
sólo tenía rango o prioridad. Conocía la nave. Había trabajado directamente
bajo los sagrados hombres de la misma Fundación en la reparación de la nave.
Había arreglado los motores bajo sus órdenes. Había vuelto a montar los
circuitos de los visores; había reinstalado las comunicaciones; había blindado
el casco abollado y reforzado las cuadernas. Incluso se le había permitido
ayudar mientras los hombres sabios de la Fundación instalaban un dispositivo
tan sagrado que nunca había sido colocado en ningún otro buque, siendo
reservado para aquel magnífico y colosal crucero... el relevador de ultraondas.
No era
extraño que le dolieran los propósitos para los que el glorioso buque estaba
destinado. Nunca había querido creer lo que Verisof le dijo... que la nave iba
a ser empleada contra la gran Fundación. Dirigida contra aquella Fundación
donde había estudiado en su juventud y de la cual procedía toda bondad.
Pero ahora
ya no podía seguir dudando, después de lo que el almirante le había dicho.
¿Cómo era
posible que el rey, bendecido por la divinidad, permitiera aquel acto
abominable? ¿No sería, quizá, una acción del maldito regente, Wienis, con total
ignorancia del rey? Y el hijo de ese mismo Wienis era el almirante que cinco
minutos antes le había dicho:
—Atienda a
sus almas y bendiciones, sacerdote. Yo atenderé a mi nave.
Aporat
sonrió torcidamente. Atendería a sus almas y bendiciones... y también a sus
maldiciones; y el príncipe Lefkin se lamentaría bastante pronto.
Acababa de
entrar en la habitación general de comunicaciones. Su acólito le precedía y los
dos oficiales de servicio no hicieron ademán de interferir. El sacerdote tenía
derecho a entrar libremente en todos los lugares de la nave.
—Cierre la
puerta —ordenó Aporat, y miró el cronómetro. Eran las doce menos cinco. Lo
había calculado bien.
Con rápidos
movimientos derivados de la práctica, movió las pequeñas palancas que abrían
todas las comunicaciones, de modo que todas las partes de la nave, cuya eslora
era de tres mil metros, estuvieran al alcance de su voz y su imagen.
—¡Soldados
del buque insignia real Wienis, prestad atención! ¡Os habla vuestro
sacerdote jefe! —Sabía que el sonido de su voz llegaba desde la cámara de lanzamiento
de cohetes, a popa, hasta las mesas de navegación de la proa.
»Vuestra
nave —gritó— está comprometida en un sacrilegio. ¡Sin conocimiento vuestro,
está realizando un acto tal que las almas de todos vosotros serán condenadas al
frío eterno del Espacio! ¡Escuchad! La intención de vuestro comandante es
conducir esta nave a la Fundación y allí bombardear esa fuente de todas las
bendiciones hasta someterla a su voluntad pecaminosa. Y puesto que ésta es su
intención, yo, en nombre del Espíritu Galáctico, le retiro su mando, pues no
hay mando cuando las bendiciones del Espíritu Galáctico han sido retiradas. Ni
siquiera el divino rey puede mantener su reino sin el consentimiento del
Espíritu.
Su voz
adquirió un tono más profundo, mientras el acólito escuchaba con veneración y
los dos soldados con creciente miedo.
—Y como
esta nave se propone un fin tan diabólico, la bendición del Espíritu también la
abandona.
Levantó los
brazos con solemnidad, y, ante un millar de televisores en toda la nave, los
soldados se acobardaron cuando la augusta imagen de su sacerdote jefe dijo:
—En nombre
del Espíritu Galáctico, de su profeta, Hari Seldon, y de sus intérpretes, los
sagrados hombres de la Fundación, maldigo esta nave. Que los televisores de
esta nave, que son sus ojos, queden ciegos. Que las garras, que son sus brazos,
se paralicen. Que los cohetes atómicos, que son sus puños, pierdan su fuerza. Que
los motores, que son su corazón, dejen de latir. Que las comunicaciones, que
son su voz, enmudezcan. Que su ventilación, que es su aliento, cese. Que sus
luces, que son su alma, se desvanezcan. En nombre del Espíritu Galáctico, así
maldigo a esta nave.
Y con su
última palabra, al dar la medianoche, una mano, a años luz de distancia en el
templo Argólida, abrió un relevador de ultraondas que, a la velocidad
instantánea de las ultraondas, abrió otro en el buque insignia Wienis.
¡Y la nave
murió!
Pues la
principal característica de la religión de la ciencia es que actúa, y que las
maldiciones como las de Aporat son mortalmente reales.
Aporat vio
la oscuridad adueñarse de la nave y oyó el súbito cese del suave y distante
runruneo de los motores hiperatómicos. Se regocijó y extrajo del bolsillo de su
larga túnica una bombilla átomo que llenó la estancia de una luz nacarada.
Contempló a
los dos soldados que, aunque indudablemente eran hombres valientes, se
retorcían de rodillas en él último extremo de un terror mortal.
—Salve
nuestras almas, reverencia. Somos pobres hombres, ignorantes de los crímenes de
nuestros dirigentes —lloriqueó uno de ellos.
—Seguidme
—dijo Aporat, severamente—. Vuestra alma no está perdida.
La nave era
un torbellino de oscuridad en la que el temor era tan grande y palpable que
olía a miasmas. Los soldados se apiñaban alrededor de Aporat y su círculo de
luz, luchando por tocar el borde de su túnica, implorando la más insignificante
migaja de misericordia.
Y su
respuesta era siempre la misma:
—¡Seguidme!
Encontró al
príncipe Lefkin abriéndose paso por la sala de oficiales, lanzando juramentos
en voz alta por la falta de luz. El almirante contempló al sacerdote jefe con
ojos de odio.
—¡Aquí está
usted! —Lefkin había heredado los ojos azules de su madre, pero la nariz
aguileña y el ojo bizco le señalaban como el hijo de Wienis—. ¿Qué significan
sus traidoras acciones? Devuelva la energía a la nave. Yo soy comandante aquí.
—Ya no
—dijo Aporat, sombríamente.
Lefkin miró
a su alrededor, desesperado. Ordenó:
—Detengan a
este hombre. Arréstenlo, o por el Espacio, enviaré al vacío a todos los que me
están oyendo —Hizo una pausa y después chilló—: Es vuestro almirante quien lo
ordena. Arréstenlo.
Después,
como si hubiera perdido completamente la cabeza:
—¿Están
dejándose tomar el pelo por este charlatán, este arlequín? ¿Os vais a rebajar
ante una religión compuesta de nubes y rayos de luna? Este hombre es un
impostor y el Espíritu Galáctico del que habla es un fraude de la imaginación
destinada a...
Aporat le
interrumpió furiosamente:
—Apresad al
blasfemo. Le estáis escuchando con peligro para vuestras almas.
Y de
pronto, el noble almirante se vio dominado por las manos de una veintena de
soldados.
—Llevadle
con vosotros y seguidme.
Aporat dio
media vuelta, y mientras arrastraban a Lefkin detrás de él, volvió a la sala de
comunicaciones, por los pasillos repletos de soldados. Allí, ordenó al ex
comandante que se colocara ante el único televisor que funcionaba.
—Ordene al
resto de la flota que detenga su avance y se prepare para volver a Anacreon.
El desgreñado
Lefkin, sangrando, magullado y medio aturdido, así lo hizo.
—Y ahora
—continuó Aporat ceñudamente— estamos en contacto con Anacreon por el rayo de
ultraondas. Repita lo que yo le diga.
Lefkin hizo
un gesto negativo, y la multitud de la sala y la que llenaba el pasillo gruñó
amenazadora.
—¡Repita! —Dijo
Aporat—. Empiece: La flota anacreoniana...
Lefkin
empezó.
8
En los
aposentos de Wienis reinaba un silencio absoluto cuando la imagen del príncipe
Lefkin apareció en el televisor. El regente lanzó una exclamación de asombro al
ver el rostro desencajado de su hijo y su uniforme hecho trizas, y después se
dejó caer en una silla, con la cara contorsionada por la sorpresa y la
aprensión.
Hardin
escuchó estoicamente, con las manos asidas ligeramente en el regazo, mientras
el recién coronado Rey Lepold, sentado y encogido en el rincón más oscuro, se
mordía espasmódicamente la manga cubierta de galones. Incluso los soldados
habían perdido la mirada impasible que es prerrogativa de los militares, y
desde donde se hallaban formados junto a la puerta, con las pistolas atómicas
preparadas, escuchaban furtivamente la figura del televisor.
Lefkin
habló, de mala gana, con una voz cansada que interrumpía a intervalos como si
le apremiaran... y no amablemente:
—La flota
anacreoniana..., consciente de la naturaleza de su misión... y negándose a
tomar parte... en este abominable sacrilegio... regresa a Anacreon... con el
siguiente ultimátum dirigido a... los pecadores blasfemos... que han osado utilizar
la fuerza profana... contra la Fundación... fuente de todas las bendiciones...
y contra el Espíritu Galáctico. Que cese inmediatamente la guerra contra... la
verdadera fe... y que se garantice a la flota... representada por nuestro...
sacerdote jefe, Theo Aporat..., que dicha guerra no volverá a intentarse... en
el futuro, y que —aquí una larga pausa, y después continuó—: y que el antiguo
príncipe regente, Wienis... sea apresado... juzgado ante un tribunal
eclesiástico... por sus crímenes. De otro modo, la flota real... al volver a
Anacreon... destruirá el palacio con sus cohetes... y tomará todas las
medidas... que sean necesarias... para destrozar la organización de
pecadores... y el antro de destructores... de almas humanas que ahora
prevalece.
La voz
concluyó con una especie de sollozo y la pantalla quedó en blanco.
Los dedos
de Hardin pasaron rápidamente sobre la bombilla de átomo y su luz se desvaneció
hasta que, en la oscuridad, el hasta entonces regente, el rey, y los soldados
fueron sombras confusas; y por primera vez pudo verse que una aureola envolvía
a Hardin.
No era la
brillante luz que constituía la prerrogativa de los reyes, sino una menos
espectacular, menos impresionante, pero más efectiva a su manera, y más útil.
La voz de
Hardin fue suavemente irónica al dirigirse al mismo Wienis que una hora antes
le había declarado prisionero de guerra y a Terminus a punto de ser destruido,
que ahora era una sombra confusa, rota y silenciosa.
—Hay una
vieja fábula —dijo Hardin—, quizá tan vieja como la humanidad, pues las
grabaciones que la contienen son tan sólo copias de otras grabaciones aun más
antiguas, que puede interesarle. Dice así:
«Érase un
caballo que, teniendo por enemigo a un poderoso y peligroso lobo, vivía en
constante temor por su vida. Llegó a estar tan desesperado que se le ocurrió
buscarse un aliado poderoso. Por tanto, se acercó a un hombre y le ofreció una
alianza, indicando que el lobo era asimismo enemigo de los humanos. El hombre
aceptó la asociación inmediatamente y se ofreció para matar al lobo si su nuevo
socio cooperaba poniendo a disposición del hombre toda su velocidad. El caballo
estaba dispuesto, y permitió que el hombre le colocara la silla y el bocado. El
hombre montó, persiguió al lobo, y lo mató.
»El
caballo, alegre y aliviado, dio las gracias al hombre, y dijo: “Ahora que
nuestro enemigo está muerto, quítame la silla y el bocado y devuélveme la
libertad”.
»Entonces
el hombre se echó a reír a carcajadas y contestó: “Jamás”, y aplicó las
espuelas con determinación[4].
El silencio
prosiguió. La sombra que era Wienis no se movió.
Hardin
continuó sosegadamente:
—Espero que
vea la analogía. En su ansiedad por asegurar su dominio total y eterno sobre su
propio pueblo, los reyes de los Cuatro Reinos aceptaron la religión de la
ciencia que les hacía divinos; y esta misma religión de la ciencia fue su silla
y su bocado, pues ponía la sangre vital de la energía atómica en manos del
clero... que obedecía nuestras órdenes, téngalo en cuenta, y no las suyas. Mató
usted al lobo, pero no pudo desembarazarse del hom...
Wienis se
puso en pie de un salto, y en las sombras sus ojos eran como ascuas.
Su voz era
espesa, incoherente:
—¡Sin
embargo, le eliminaré! ¡Usted no se escapará! ¡Se pudrirá! ¡Que nos disparen!
¡Que disparen a todo! ¡Se pudrirá! ¡Le eliminaré!
»¡Soldados!
—tronó, histéricamente—. Maten a ese diablo ¡Dispárenle! ¡Dispárenle!
Hardin se
volvió en su silla para mirar a los soldados y sonrió. Uno apuntó su pistola
atómica y entonces la bajó. Los demás ni siquiera se movieron. Salvor Hardin,
alcalde de Terminus, rodeado por aquella suave aureola, sonreía con confianza.
Ante él todo el poder de Anacreon se había reducido a cenizas, era demasiado
para ellos, a pesar de las órdenes del vociferante maníaco que tenían enfrente.
Wienis
profirió un juramento y se dirigió tambaleándose hacia el soldado más cercano.
Salvajemente, arrancó pistola atómica de manos del hombre..., apuntó a Hardin,
que no se movió, empujó la palanca y apretó el contacto.
El pálido y
continuo rayo chocó contra el campo de fuerza que rodeaba al alcalde de
Terminus y fue absorbido inocuamente, hasta neutralizarse. Wienis apretó con
más fuerza y rió desgarradoramente.
Hardin
seguía sonriendo, y su campo de fuerza se iluminó débilmente al absorber las
energías de la pistola atómica. Desde su rincón Lepold se cubrió los ojos y
gimió.
Y, con un
grito de desesperación, Wienis cambió de blanco y disparó de nuevo... y cayó al
suelo con la cabeza desintegrada. Hardin parpadeó ante el panorama y murmuró:
—Un hombre
de «acción directa» hasta el final. ¡El último recurso!
9
La Bóveda
del Tiempo estaba llena; hasta sobrepasar la capacidad de asientos disponibles,
y los hombres se alineaban al fondo de la habitación, en tres filas.
Salvor
Hardin comparó esta gran multitud con los pocos hombres que habían asistido a
la primera aparición de Hari Seldon, treinta años antes. Entonces, sólo había
habido seis; los cinco viejos enciclopedistas —todos muertos ahora— y él mismo,
el joven títere de alcalde. Aquel mismo día, con la ayuda de Yohan Lee, había
hecho desaparecer el estigma de «títere» que pesaba sobre su oficina.
Ahora era
muy distinto; distinto en todos los aspectos. Todos los componentes del Consejo
Municipal estaban aguardando la aparición de Seldon. Él mismo seguía siendo
alcalde, pero ahora todopoderoso; y desde la total derrota de Anacreon,
extremadamente popular. Cuando regresó de Anacreon con la noticia de la muerte
de Wienis y el nuevo tratado firmado por el tembloroso Lepold, fue recibido con
un voto de confianza de vociferante unanimidad. Cuando éste fue seguido, en
rápido orden, por tratados similares firmados con cada uno de los otros tres
reinos —tratados que conferían a la Fundación poderes tales como para poder
impedir para siempre cualquier ataque parecido al de Anacreon—, se celebraron
procesiones de antorchas en todas las calles de Terminus. Ni siquiera el nombre
de Hari Seldon había sido tan vitoreado.
Hardin
frunció los labios. Tal popularidad también había sido suya después de la
primera crisis.
Al otro
lado de la habitación, Sef Sermak y Lewis Bort estaban enzarzados en una
animada discusión, y los recientes sucesos no habían parecido afectarles en
absoluto. Se habían unido al voto de confianza; habían dado conferencias en las
que admitieron que estaban equivocados, se disculparon por el uso de ciertas
frases en debates anteriores, se disculparon delicadamente declarando que se
habían limitado a seguir los dictados de su juicio y su conciencia... e
inmediatamente desencadenaron una nueva campaña activista.
Yohan Lee
tocó la manga de Hardin y señaló significativamente su reloj.
Hardin alzó
la mirada.
—¿Qué hay,
Lee? ¿Aún está irritado? ¿Qué ocurre ahora?
—Tiene que
aparecer dentro de cinco minutos, ¿no?
—Supongo
que sí. La última vez apareció a mediodía.
—¿Y si
ahora no lo hace?
—¿Es que
piensa amargarme toda la vida con sus preocupaciones? Si no aparece, no
aparecerá.
Lee frunció
el ceño y movió lentamente la cabeza.
—Si esto
fracasa, nos veremos en otro lío. Si Seldon no respalda lo que hemos hecho,
Sermak estará en libertad para volver a empezar. Quiere la anexión completa de
los Cuatro Reinos, y la expansión inmediata de la Fundación... por la fuerza,
si es necesario. Ya ha empezado su campaña.
—Lo sé. Un
comedor de fuego ha de comer fuego aunque tenga que devorarse a sí mismo. Y
usted, Lee, tiene que preocuparse, aunque para esto haya que matarse para
inventar algún motivo de preocupación.
Lee hubiera
contestado, pero perdió el aliento en aquel mismo instante... cuando las luces
se hicieron amarillentas y se apagaron. Alzó un brazo para señalar hacia el
cubículo de vidrio que ocupaba la mitad de la habitación y después se desplomó
en una silla con un suspiro.
El mismo
Hardin se enderezó al ver a la figura que ahora llenaba el cubículo... ¡una
figura en una silla de ruedas! Sólo él, entre todos los presentes, recordaba el
día, hacía varias décadas, en que la imagen había aparecido por primera vez.
Entonces él era joven, y aquélla, anciana. Desde entonces, la figura no había
envejecido ni un solo día, pero él se había hecho viejo.
La imagen
dirigió la vista hacia adelante, mientras sus manos sostenían un libro en el
regazo.
Dijo:
—¡Soy Hari
Seldon! —La voz era vieja y suave.
En la
habitación reinó un silencio absoluto y Hari Seldon continuó:
—Ésta es la
segunda vez que estoy aquí. Naturalmente, no sé si alguno de ustedes estuvo
aquí la primera vez. De hecho, no tengo forma de saber, por el sentido de la
percepción, si hay alguna persona aquí, pero eso no importa. Si la segunda
crisis se ha solucionado satisfactoriamente, deben estar aquí; no hay salida
posible. Si no están aquí, es que la segunda crisis ha sido demasiado para
ustedes.
Sonrió
atractivamente.
—Sin
embargo, lo dudo, pues mis cifras revelan un noventa y ocho con cuatro
por ciento de probabilidades de que no hayan desviaciones significativas en el
Plan en los primeros ochenta años.
»Según
nuestros cálculos, han llegado ahora a la dominación de los reinos bárbaros que
rodean la Fundación. Del mismo modo que en la primera crisis emplearon el
equilibrio de poder para remontarla, en la segunda han obtenido la dominación
mediante el uso del poder espiritual contra el temporal.
»No
obstante, debo advertirles para que no sientan una confianza excesiva. No es mi
costumbre proporcionarles ningún conocimiento previo en estas grabaciones, pero
sería mejor indicarles que lo que ahora han conseguido es simplemente un nuevo
equilibrio... aunque en el actual la posición de ustedes es considerablemente
mejor. El poder espiritual, aunque es suficiente para protegerse de los ataques
del temporal, no es suficiente para atacar a su vez. A causa del
invariable crecimiento de las fuerzas contraatacantes, regionalismo o
nacionalismo, el poder espiritual no puede prevalecer. Estoy convencido de que
no les digo nada nuevo.
»Deben
perdonarme, a propósito de eso, por hablarles de forma tan vaga. Los términos
que empleo son, en el mejor de los casos, meras aproximaciones, pero ninguno de
ustedes está calificado para comprender la verdadera simbología de la
psicohistoria, y por lo tanto yo debo hacer lo mejor que pueda.
»En este
caso, la Fundación sólo está en el principio del camino que conduce al nuevo
imperio. Los reinos vecinos, en población y recursos siguen siendo
abrumadoramente poderosos en comparación con ustedes. Fuera de ellos reina la
vasta y enmarañada jungla de la barbarie que se extiende por toda la amplia
extensión de la Galaxia. Dentro de este anillo aún hay lo que queda del Imperio
Galáctico... y esto, aunque debilitado y en decadencia, aún es
incomparablemente poderoso.
En este
punto, Hari Seldon alzó el libro y lo abrió. Su rostro adquirió una expresión
solemne.
—Y no
olviden que se estableció otra Fundación hace ochenta años; una
Fundación en el otro extremo de la Galaxia, en el Extremo de las Estrellas.
Siempre estarán allí, atentos y alerta. Caballeros, ante ustedes hay
novecientos veinte años del Plan. ¡El problema es suyo! ¡Afróntenlo!
Bajó los
ojos hacia el libro y se desvaneció de la existencia, mientras las luces
recobraban su brillantez. En la excitada conversación que siguió, Lee murmuró
al oído Hardin:
—No ha
dicho cuándo volverá.
Hardin
contestó:
—Lo sé...;
¡pero espero que no vuelva hasta que usted y yo estemos segura y cómodamente
muertos!
CUARTA
PARTE
LOS COMERCIANTES
1
COMERCIANTES
- ... Y constantemente, como avanzadas de la hegemonía política de la
Fundación, estaban los comerciantes, extendiendo tenues tentáculos a través de
las enormes distancias de la Periferia. Podían pasar meses o años entre dos
desembarcos en Terminus; a menudo sus naves no eran más que conjuntos de
reparaciones e improvisaciones caseras; su honradez no era de las más altas; su
osadía... Mediante todo esto forjaron un imperio más consistente que el
despotismo seudorreligioso de los Cuatro Reinos... Se relatan innumerables
historias acerca de estas figuras macizas y solitarias que se regían, medio en
broma, medio en serio, por un lema adoptado de uno de los epigramas de Salvor
Hardin: «¡Nunca permitas que el sentido de la moral te impida hacer lo que está
bien!» Ahora es difícil saber qué historias son reales y qué historias son
apócrifas.
Probablemente
no hay ninguna que no haya sufrido alguna exageración...
Enciclopedia
Galáctica.
Limmar
Ponyets estaba completamente enjabonado cuando la llamada llegó a su
receptor... lo que prueba que la vieja observación acerca de los telemensajes y
las bañeras es cierta incluso en el oscuro y difícil espacio de la Periferia
Galáctica.
Afortunadamente,
la parte de una nave de libre comercio que no se dedica a estibar mercancías
varias es extremadamente recogida. Tanto es así, que la ducha, con agua
caliente incluida, está localizada en un cubículo de dos por cuatro, a tres
metros del panel de mandos. Ponyets oyó el repiqueteo del receptor con toda
claridad.
Soltando
espuma y un juramento, salió de la bañera para ajustar el vocal, y tres horas
más tarde una segunda nave comercial estaba al lado, y un sonriente joven entró
por el tubo de aire tendido entre las naves.
Ponyets
inclinó su silla hacia adelante y se colocó junto al piloto oscilatorio automático.
—¿Qué ha
hecho, Gorm? —preguntó, sombríamente—. ¿Perseguirme desde la Fundación?
Les Gorm
sacó un cigarrillo y movió la cabeza energéticamente.
—¿Yo? Ni
pensarlo. Soy el ingenuo a quien se le ocurrió aterrizar en Glyptal IV el día
después del correo. Así que me enviaron detrás de usted con esto.
La diminuta
y brillante esfera cambió de manos, y Gorm añadió:
—Es
confidencial. Supersecreto. No se puede confiar al subéter y todo eso. O, por
lo menos, es lo que yo creo. Es una cápsula personal y no puede ser abierta por
nadie más que no sea usted.
Ponyets
contempló la cápsula con disgusto.
—Ya lo veo.
Nunca he visto que una de éstas encerrara buenas noticias.
Se abrió en
su mano y la delgada y transparente cinta se desenrolló rígidamente.
Sus ojos
recorrieron el mensaje velozmente, pues cuando la última parte estaba saliendo,
la primera ya se oscurecía y arrugaba. Al cabo de un minuto y medio se había
vuelto negra y, molécula por molécula, se desintegró.
Ponyets
gruñó con voz profunda:
—¡Oh, Galaxia!
Les Gorm
preguntó serenamente:
—¿Puedo
ayudarle de algún modo? ¿O es demasiado secreto?
—Le
molestará, puesto que usted forma parte del Gremio. Tengo que ir a Askone.
—¿Allí?
¿Por qué razón?
—Han
apresado a un comerciante. Pero no se lo diga a nadie.
La
expresión de Gorm se vio dominada por la cólera.
—¡Apresado!
Eso va contra la Convención.
—Y también
la interferencia con la política local.
—¡Oh! ¿Es
eso lo que hizo? —Gorm reflexionó—. ¿Quién es el comerciante? ¿Alguien que yo
conozca?
—¡No!
—contestó Ponyets secamente, y Gorm aceptó la implicación y no hizo más
preguntas.
Ponyets
estaba levantado y mirando inexpresivamente por la visiplaca. Murmuró fuertes
expresiones hacia aquella parte de la nebulosa lenticular que era el cuerpo de
la Galaxia, y después dijo en voz alta:
—¡Maldito
lío! ¡Estoy pasándome de la raya!
La luz se
hizo en la mente de Gorm.
—Eh, amigo,
Askone es una zona cerrada.
—Así es. No
se puede vender ni un cortaplumas en Askone. No comprarán utensilios atómicos
de ninguna clase. Con mi contribución vencida; es un suicidio ir allí.
—¿No puede
zafarse?
Ponyets
meneó la cabeza con aire ausente.
—Conozco al
tipo complicado. No puedo abandonar a un amigo. ¿Qué puede pasarme? Estoy en
manos del Espíritu Galáctico y me dirijo alegremente hacia donde él me señala.
Gorm dijo,
desconcertado.
—¿Eh?
Ponyets le
miró, y se echó a reír, brevemente.
—Me había
olvidado. Usted no ha leído el Libro del Espíritu, ¿verdad?
—Nunca he
oído hablar de él —dijo Gorm, concisamente.
—Bueno, lo
conocería si hubiera tenido una educación religiosa.
—¿Educación
religiosa? ¿Para el clero? —Gorm estaba profundamente aturdido.
—Me temo
que sí. Es mi vergüenza oculta y mi secreto. Sin embargo, yo era demasiado para
los reverendos padres. Me expulsaron por razones suficientes para estimularme a
recibir una educación seglar a cargo de la Fundación. Bueno, quizá sea mejor
estar fuera. ¿Cuál es su contribución este año?
Gorm apagó
el cigarrillo y se ajustó la gorra.
—Ahora he
conseguido mi último cargamento. Lo lograré.
—¡Qué
afortunado! —se lamentó Ponyets, y, mucho después de irse Les Gorm, siguió
inmóvil, sumido en cavilaciones.
¡De modo
que Eskel Gorov estaba en Askone... y en la cárcel! ¡Era una mala cosa! De
hecho, considerablemente peor de lo que podía parecer. Era muy fácil dar a un
joven curioso una versión resumida del asunto para apartarlo de él y lograr que
se ocupara de los suyos. Era algo muy diferente hacer frente a la verdad.
Pues Limmar Ponyets era una de las pocas personas
que sabían que el maestro comerciante Eskel Gorov no era ningún comerciante,
sino algo completamente distinto: ¡un agente de la Fundación!
2
¡Dos
semanas pasadas! ¡Dos semanas perdidas!
Una semana
para llegar a Askone, en el borde extremo de la Galaxia, del que las naves
guerreras de vigilancia surgieron en considerable número para enfrentarse con
él. Cualquiera que fuese su sistema de detección, funcionaba... y bien.
Le rodearon
lentamente, sin ninguna señal, manteniendo la distancia, y encaminándose
duramente hacia el sol central de Askone.
Ponyets
podía haberse librado de ellas en un abrir y cerrar de ojos. Aquellas naves
eran reliquias del desaparecido imperio galáctico... pero eran cruceros
deportivos, no naves de guerra; y, sin armas atómicas, eran pintorescos e
impotentes elipsoides. Pero Eskel Gorov estaba prisionero en sus manos, y Gorov
no era un rehén que pudiera perderse. Los askonianos debían saberlo.
Y después
otra semana... una semana para conseguir abrirse camino entre las nubes de
oficiales menores que formaban el cojín entre el gran maestre y el mundo
exterior. Cada pequeño subsecretario requería suavidad y conciliación. Cada uno
de ellos requería cuidados tiernos y nauseabundos para la historiada firma que
era el medio de llegar al oficial superior.
Por vez
primera, Ponyets descubrió que sus documentos de identidad como comerciante
eran inútiles.
Al fin, el
gran maestre se hallaba al otro lado de la puerta dorada flanqueada por varios
guardias... y habían pasado dos semanas.
Gorov
seguía estando prisionero y el cargamento de Ponyets se pudría inútilmente en
las bodegas de su nave.
El gran
maestre era un hombre pequeño; un hombre pequeño con una cabeza calva y un
rostro muy arrugado, cuyo cuerpo parecía reducido a la inmovilidad por la
enorme y brillante boa de piel que le rodeaba el cuello.
Sus dedos
se movieron a un lado y otro, y la hilera de hombres armados retrocedió hasta
formar un pasillo, a lo largo del cual Ponyets llegó hasta el pie de la silla
ceremonial.
—No hable
—exclamó el gran maestre, y los labios abiertos de Ponyets se cerraron
fuertemente.
»Eso es —El
gobernante askoniano se relajó visiblemente—. No resisto las charlas inútiles.
Usted no puede amenazarme y yo no soporto las lisonjas. Tampoco es el momento
de quejas y lamentaciones. Ya he perdido la cuenta de todas las veces que hemos
advertido a sus vagabundos que en Askone no queremos sus diabólicas máquinas.
—Señor
—dijo Ponyets, serenamente—, no intento justificar al comerciante en cuestión.
No es política de los comerciantes introducirse donde no les quieren. Pero la
Galaxia es grande, y ya ha sucedido más de una vez que se han traspasado
fronteras involuntariamente. Es un error deplorable.
—Deplorable,
ciertamente —graznó el gran maestre—. Pero ¿error? Su gente de Glyptal IV me ha
estado bombardeando con ruegos para negociar desde dos horas después de que el
miserable sacrílego fuera apresado. Me han avisado de su propia llegada varias
veces. Parece una campaña de rescate bien organizada. Pero también parece que
se han anticipado en muchas cosas... quizá un poco demasiado, para tratarse de
errores, deplorables o no.
Los ojos
negros del askoniano eran despectivos. Prosiguió:
—Y ustedes,
los mercaderes, revoloteando de un mundo a otro como mariposillas alocadas,
¿están tan locos o tan seguros de sus derechos que pueden aterrizar en el mundo
mayor de Askone, en el centro de su sistema, y considerarlo como una
involuntaria confusión de fronteras? Vamos, seguro que no.
Ponyets se
sobresaltó, pero no lo demostró. Dijo, obstinadamente:
—Si el
intento de comerciar fuera deliberado, excelencia, sería lo más alocado y
contrario a las más estrictas reglas de nuestro Gremio.
—Alocado,
sí —dijo el askoniano, concisamente—. Tan alocado, que su camarada es probable
que dé su vida a cambio.
Ponyets
sintió un nudo en el estómago. No había irresolución en aquellas palabras.
Dijo:
—La muerte,
excelencia, es un fenómeno tan absoluto e irrevocable, que ciertamente debe
haber alguna otra alternativa.
Hubo una
pausa antes de que llegara la cauta respuesta:
—He oído
decir que la Fundación es rica.
—¿Rica?
Desde luego. Pero nuestra riqueza es la que ustedes se niegan a aceptar.
—Nuestras
mercancías atómicas valen...
—Sus bienes
no valen nada porque carecen de las bendiciones ancestrales. Sus bienes son
impíos y están anatematizados porque caen bajo la maldición ancestral —Las
frases eran inexpresivas; parecía una fórmula aprendida de memoria.
El gran
maestre abatió los párpados, y dijo con intención:
—¿No tiene
alguna otra cosa de valor?
El
comerciante no captó el sentido de la pregunta.
—No lo
comprendo. ¿Qué es lo que quiere?
El
askoniano separó las manos.
—Me pide
que entre en tratos con usted, y supone que conoce mis necesidades. Yo
creo que no. Al parecer, su colega debe sufrir el castigo establecido por
sacrilegio por el código askoniano. La muerte por gas. Somos un pueblo justo.
El campesino más pobre, en un caso similar, no sufriría más. Yo mismo no
sufriría menos.
Ponyets
murmuró desesperadamente:
—Excelencia,
¿me permitiría hablar con el prisionero?
—La ley
askoniana —dijo fríamente el gran maestre— no permite ningún tipo de
comunicación con un condenado.
Mentalmente,
Ponyets contuvo la respiración.
—Excelencia,
le ruego que sea misericordioso con el alma de un hombre, cuando su cuerpo está
ya perdido. Ha estado apartado de todo consuelo espiritual durante todo el
tiempo que su vida ha estado en peligro. Incluso ahora, se enfrenta con la
perspectiva de marchar sin prepararse al seno del Espíritu que lo gobierna
todo.
El gran
maestre dijo lenta y sospechosamente:
—¿Es usted
un servidor del alma?
Ponyets
inclinó humildemente la cabeza.
—Me han
enseñado a serlo. En las vacías extensiones del espacio, los comerciantes
necesitan a un hombre como yo para ocuparse del aspecto espiritual de una vida
así dedicada al comercio y los éxitos mundanos.
El
gobernante askoniano se mordió pensativamente el labio inferior.
—Todos los
hombres deben preparar su alma para el viaje hasta donde están sus espíritus
ancestrales. Sin embargo, no sabía que ustedes, los comerciantes, fueran
creyentes.
3
Eskel Gorov
dio una vuelta en su camastro y abrió un ojo cuando Limmar Ponyets entraba por
la puerta sólidamente reforzada. Se cerró de un portazo detrás de él. Gorov
balbuceó y se puso en pie.
—¡Ponyets!
¿Te han enviado?
—Pura
casualidad —dijo Ponyets, amargamente—, o bien la obra de mi malévolo demonio
personal. Primero, te metes en un lío en Askone. Segundo, mi ruta de ventas,
tal como sabe la Junta de Comercio, me lleva a cincuenta parsecs del sistema
justo en el momento de ocurrir el número uno. Tercero, ya hemos trabajado
juntos otras veces y la Junta lo sabe. ¿No lleva eso a una fácil e inevitable
deducción? La respuesta encaja perfectamente como una llave en su propia
cerradura.
—Ten
cuidado —dijo Gorov, con voz tensa—. Debe de haber alguien escuchando. ¿Llevas
un distorsionador de campo?
Ponyets
señaló el adornado brazalete que le rodeaba la muñeca y Gorov se tranquilizó.
Ponyets
miró a su alrededor. La celda no tenía muebles, pero era grande. Estaba bien
iluminada y carecía de olores ofensivos. Dijo:
—No está
mal. Te tratan con miramientos.
Gorov hizo
caso omiso de la observación.
—Escucha,
¿cómo has llegado hasta aquí abajo? He estado en la soledad más absoluta
durante casi dos semanas.
—Desde que
me puse en camino, ¿eh? Bueno, parece ser que el viejo pájaro que dirige esto
tiene sus puntos flacos. Siente cierta debilidad por los discursos píos, así
que he corrido un riesgo que ha dado resultado. Estoy aquí en calidad de
consejero espiritual tuyo. Hay algo extraño en los hombres piadosos como él. Te
cortará el cuello alegremente si eso le conviene, pero vacilará en dañar el
bienestar de tu inmaterial y problemática alma. Es sólo una muestra de la
psicología empírica. Un comerciante ha de saber un poco de todo.
La sonrisa
de Gorov era sardónica.
—Y también
has estado en la escuela teológica. Tienes toda la razón, Ponyets. Me alegro de
que te hayan enviado. Pero el gran maestre no ama mi alma exclusivamente. ¿No
ha mencionado un rescate?
El
comerciante entornó los ojos.
—Lo ha
insinuado... débilmente. Y también amenazó con la muerte por gas. He jugado
sobre seguro y después me he evadido; era muy posible que fuera una trampa.
Así que es
extorsión, ¿verdad? ¿Qué es lo que quiere?
—Oro.
—¡Oro!
—Ponyets frunció el ceño—. ¿El metal en sí? ¿Para qué?
—Es su
medio de intercambio.
—¿De
verdad? ¿Y dónde puedo yo conseguir oro?
—En
cualquier sitio. Escúchame; es importante. No me pasará nada mientras el gran
maestre tenga el olor de oro en su nariz. Prométeselo; tanto como quiera.
Después vuelve a la Fundación, si es necesario, para buscarlo. Cuando yo esté
libre, seremos escoltados hasta fuera del sistema, y entonces nos separaremos.
Ponyets le
miró con desaprobación.
—Y entonces
volverás y lo intentarás de nuevo.
—Mi misión
es vender instrumentos atómicos a Askone.
—Te
alcanzarán antes de que recorras un parsec en el espacio. Supongo que ya lo
sabes.
—No lo sé
—dijo Gorov—. Y si lo supiera, no cambiaría las cosas.
—La segunda
vez te matarán.
Gorov se
encogió de hombros.
Ponyets
dijo serenamente:
—Si he de
volver a negociar con el gran maestre, quiero saber toda la historia. Hasta
ahora, he trabajado a ciegas. En realidad, los escasos comentarios suaves que
he hecho han enfurecido a su excelencia.
—Es
bastante sencillo —dijo Gorov—. La única forma en que podemos aumentar la
seguridad de la Fundación aquí en la Periferia es formar un imperio comercial
controlado por la religión. Aún somos demasiado débiles para forzar el control
político. Es lo único que podemos hacer para retener los Cuatro Reinos.
Ponyets
asentía.
—Me doy
cuenta de ello. Y cualquier sistema que no acepte aparatos atómicos nunca podrá
ser sometido a nuestro control religioso...
—Y, por lo
tanto, podría convertirse en un foco para la independencia y la hostilidad.
—De
acuerdo, pues —dijo Ponyets—; esto en cuanto a la teoría. Ahora bien, ¿qué es
exactamente lo que impide la venta? ¿La religión? El gran maestre es lo que ha
dado a entender.
—Es una
forma de adoración a los antepasados. Sus tradiciones hablan de un pasado
nefasto del que fueron salvados por los simples y virtuosos héroes de las
generaciones pretéritas. Se remonta a la distorsión del período anárquico de
hace un siglo, cuando las tropas imperiales fueron expulsadas y se estableció
un gobierno independiente. Se identificó la ciencia avanzada y la energía
atómica en particular con el viejo régimen imperial que recuerdan con horror.
—¿Lo dices
en serio? Pero tienen unas pequeñas naves muy bonitas que me localizaron
hábilmente cuando estaba a dos parsecs de distancia. Eso me huele a energía
atómica.
Gorov se
encogió de hombros.
—Esas naves
son restos del imperio, sin duda. Probablemente tienen propulsión atómica. Lo
que tienen, lo conservan. La cuestión es que no quieren hacer innovaciones y su
economía interna no es atómica. Eso es lo que nosotros debemos cambiar.
—¿Cómo te
proponías hacerlo?
—Rompiendo
la resistencia por un punto. Para decirlo simplemente, si lograra vender un
cortaplumas con una hoja provista de campo de fuerza a un noble, a él le
interesaría que se aprobara la ley que le permitiera usarlo. Dicho tan
burdamente, parece una tontería, pero psicológicamente es perfecto. Realizar
ventas estratégicas en puntos estratégicos sería crear una facción proatómica
en la corte.
—¿Y te han
enviado a ti para este propósito, mientras que yo sólo estoy aquí para entregar
tu rescate y marcharme, en tanto que tú sigues intentándolo? ¿No es una
torpeza?
—¿En qué
forma? —preguntó Gorov, cautelosamente.
—Escucha
—Ponyets pareció exasperarse de repente—, tú eres un diplomático, no un comerciante,
y no te convertirás en uno sólo por llamarte así. Este caso corresponde a
alguien cuyo negocio sea vender... y yo estoy aquí con un cargamento que
empieza a pudrirse, y una contribución que nunca lograré, por lo que parece.
—¿Quieres
decir que vas a arriesgar tu vida en algo que no es asunto tuyo? —Gorov sonrió
débilmente.
Ponyets
replicó:
—¿Quieres
decir que esto es cuestión de patriotismo y los comerciantes no son
patrióticos?
—Claro que
no. Los pioneros nunca lo son.
—Muy bien.
Te lo garantizo. Yo no navego por el espacio para salvar a la Fundación ni nada
por el estilo. Navego para hacer dinero, y ésta es mi oportunidad. Si, al mismo
tiempo, ayudo a la Fundación, tanto mejor. Ya he arriesgado mi vida con
probabilidades de éxito mucho menores.
Ponyets se
levantó, y Gorov le imitó.
—¿Qué vas a
hacer?
El
comerciante sonrió.
—Gorov, no
lo sé... todavía no. Pero si el eje de la cuestión es hacer una venta, soy tu
hombre. Por lo general no soy ningún fanfarrón, pero hay algo que siempre he
mantenido: nunca he terminado una campaña vendiendo menos de lo que me
corresponde.
La puerta
de la celda se abrió casi instantáneamente cuando llamó; y dos guardias se
introdujeron a ambos lados.
4
—¡Una
demostración! —dijo el gran maestre, ásperamente. Se arrebujó bien en sus
pieles, y una de sus manos delgadas asió el garrote de hierro que empleaba como
bastón.
—Y oro,
excelencia.
—Y
oro —convino el gran maestre, descuidadamente. Ponyets dejó la caja y la abrió
con toda la apariencia de confianza que pudo fingir. Se sentía solo frente a la
hostilidad universal, igual que se había sentido el primer año que pasó en el
espacio. El semicírculo de barbudos consejeros que le rodeaba le contempló con
expresión desagradable. Entre ellos estaba Pherl, el favorito de delgado rostro
que se encontraba junto al gran maestre, inflexiblemente hostil. Ponyets ya lo
conocía y le había catalogado como su principal enemigo, y por consiguiente,
como primera víctima.
Fuera del
vestíbulo, un pequeño ejército aguardaba los acontecimientos. Ponyets estaba
aislado de su nave, carecía de cualquier arma, aparte del truco que intentaba,
y Gorov aún era un rehén.
Hizo los
últimos ajustes a la chapucera monstruosidad que le había costado una semana de
ingenio, y rogó una vez más para que la derivación de cuarzo resistiera el
esfuerzo.
—¿Qué es?
—preguntó el gran maestre.
—Esto —dijo
Ponyets, retrocediendo— es un pequeño invento que he construido yo mismo.
—Eso es
obvio, pero no es la información que quiero. ¿Es una de las abominaciones de
magia negra de su mundo?
—Es atómico
en su naturaleza —admitió Ponyets, gravemente—, pero ninguno de ustedes tiene
que tocarlo, o tener algo que ver con él. Es sólo para mi uso y, si contiene
abominaciones, yo cargaré con todas sus impurezas.
El gran
maestre había levantado su bastón de hierro sobre la máquina en un gesto
amenazador y sus labios se movieron rápida y silenciosamente en una invocación
purificadora. El consejero de rostro delgado, sentado a su derecha, se inclinó
hacia él y su ralo bigote pelirrojo se acercó al oído del gran maestre. El
anciano askoniano se libró petulantemente de él con un encogimiento de hombros.
—¿Y qué
conexión hay entre su instrumento del mal y el oro que puede salvar la vida de
su compatriota?
—Con esta
máquina —empezó Ponyets, y su mano cayó suavemente sobre la cámara central y
acarició sus flancos duros y redondos— puedo convertir el hierro que usted
desprecia en oro de la mejor calidad. Es el único invento conocido por el
hombre que toma el hierro... el feo hierro, excelencia, que apuntala la silla
en que usted está sentado y las paredes de este edificio, y lo transforma en
oro, amarillo y pesado.
Ponyets se
sintió chapucero. Sus habituales charlas de venta eran fluidas, fáciles y
plausibles; sin embargo ésta renqueaba como un vagón espacial cargado hasta los
topes.
Pero era el
contenido, no la forma, lo que interesaba al gran maestre.
—¿De
verdad? ¿Una transmutación? Ha habido otros locos que han proclamado tener esa
debilidad. Han pagado por su sacrílego afán.
—¿Tuvieron
éxito?
—No —El
gran maestre parecía fríamente divertido—. El éxito al producir oro hubiera
sido un crimen que hubiera traído consigo su propio indulto. Lo que es fatal es
el intento y el fracaso. Vamos a ver, ¿qué puede usted hacer con mi bastón?
—Golpeó el suelo con él.
—Su
excelencia me disculpará. Mi invento es un modelo pequeño, preparado por mí
mismo, y su bastón es demasiado largo.
Los
pequeños y brillantes ojos del gran maestre vagaron en torno y se detuvieron.
—Randel,
tus hebillas. Vamos, hombre, se te pagará el doble del valor si fuera
necesario.
Las
hebillas pasaron a lo largo de la fila, de mano en mano. El gran maestre las
sopesó pensativamente.
—Aquí tiene
—dijo, y las tiró al suelo.
Ponyets las
recogió. Tiró con fuerza antes de que el cilindro se abriera, y sus ojos
pestañearon y bizquearon a causa del esfuerzo al centrar cuidadosamente las
hebillas en la pantalla del ánodo. Más tarde sería más fácil, pero aquella vez
no podía haber ningún fallo.
El
transmutador casero crepitó con malevolencia durante diez minutos, mientras el
olor a ozono se hacía débilmente perceptible. Los askonianos retrocedieron,
murmurando, y Pherl volvió a susurrar urgentemente en la oreja de su
gobernante. La expresión del gran maestre era pétrea. No se movió.
Y las
hebillas se convirtieron en oro.
Ponyets las
sacó, presentándolas al gran maestre mientras murmuraba:
—¡Excelencia!
Pero el
anciano vaciló, y después las rechazó con un gesto. Su mirada se posó en el
transmutador.
Ponyets
dijo rápidamente:
—Caballeros,
esto es oro. Oro de ley. Pueden someterlo a cualquier prueba física o química,
si lo desean. De ninguna manera puede ser identificado como distinto del oro
natural. Cualquier hierro puede ser tratado así. La herrumbre no es
inconveniente, ni tampoco una cantidad moderada de metales en aleación... Pero
Ponyets no hablaba más que para llenar un vacío.
Dejó las
hebillas en su mano extendida, y era el oro lo que argumentaba por él.
El gran
maestre alargó al fin, lentamente, una mano, y el rostro de Pherl se alzó para
hablar en voz alta.
—Excelencia,
el oro proviene de una fuente envenenada.
Y Ponyets
replicó:
—Una rosa
puede brotar del fango, excelencia. En sus tratos con sus vecinos, usted compra
material de todas las variedades imaginables, sin preguntar dónde lo han
conseguido, si de una máquina ortodoxa bendecida por sus benignos antepasados o
de algún ultraje extendido por el espacio. No les ofrezco la máquina. Les
ofrezco el oro.
—Excelencia
—dijo Pherl—, usted no es responsable de los pecados de extranjeros que
trabajan sin su consentimiento y conocimiento. Pero aceptar este extraño seudo-oro,
hecho pecadoramente de hierro en su presencia y con su consentimiento, es una
afrenta a los espíritus vivos de nuestros sagrados antepasados.
—Pero el
oro es oro —dijo el gran maestre, dudosamente—, y no es más que el intercambio
con la pagana vida de un traidor convicto. Pherl, es usted demasiado riguroso —pero
retiró la mano.
Ponyets
dijo:
—Su
excelencia es la sabiduría misma. Considerar... la cesión de un pagano es no
perder nada para sus antepasados, mientras que con el oro que han obtenido a
cambio pueden ornamentar los sepulcros de sus sagrados espíritus. Y,
seguramente, si el oro fuera malo en sí, si tal cosa fuera posible, la maldad
se marcharía necesariamente una vez el metal fuera dedicado a un uso tan
piadoso.
—Por los
huesos de mi abuelo —dijo el gran maestre con sorprendente vehemencia. Sus
labios se abrieron en una extraña sonrisa—. Pherl, ¿qué opina de este
jovencito? La declaración es válida. Es tan válida como las palabras de mis
antepasados.
Pherl dijo,
sombríamente:
—Así
parece. Admito que la validez no puede ser concedida por el Espíritu Maligno.
—Lo haré
aún mejor —dijo Ponyets, súbitamente—. Tengan el oro en prenda.
Pónganlo en
los altares de sus antepasados en calidad de ofrenda y reténganme durante
treinta días. Si al cabo de este tiempo no hay evidencia de desagrado... si no
ocurre ningún desastre, seguramente será prueba de que el ofrecimiento ha sido
aceptado. ¿Qué mejor garantía puedo darles?
Y cuando el
gran maestre se puso en pie para buscar alguna muestra de desaprobación, ni un
solo hombre del Consejo dejó de hacer señales de asentimiento.
Incluso
Pherl mordisqueó el extremo de su bigote y asintió cortésmente.
Ponyets
sonrió y meditó sobre las ventajas de una educación religiosa.
5
Transcurrió
otra semana antes de que se concertara el encuentro con Pherl.
Ponyets
acusaba la tensión, pero ahora ya estaba acostumbrado a la sensación de
inutilidad física. Se hallaba en la villa suburbana de Pherl, bajo custodia. No
había otra cosa que hacer más que aceptarlo sin siquiera volver la vista atrás.
Pherl
parecía más alto y joven fuera del círculo de los ancianos. Vestido
informalmente, no parecía en absoluto un anciano.
Dijo
bruscamente:
—Es usted
un hombre muy peculiar —sus ojos juntos parecieron pestañear—. No ha hecho nada
en la semana pasada, y particularmente en estas dos últimas horas, aparte de
insinuar que necesita oro. Parece una labor inútil, porque, ¿quién no lo
necesita? ¿Por qué no avanzar un paso?
—No es
simplemente oro —dijo Ponyets, discretamente—. No simplemente oro. No es
tanto sólo una moneda o dos. Es más bien todo lo que hay detrás del oro.
—¿Y qué
puede haber detrás del oro? —apremió Pherl, con una sonrisa que le curvó los
labios hacia abajo—. Seguramente esto no será el preliminar de otra chapucera
demostración.
—¿Chapucera?
—Ponyets frunció ligeramente el ceño.
—Oh, desde
luego —Pherl cruzó las manos y se tocó ligeramente con ellas la barbilla—. No
es que le critique. La chapucería fue hecha a propósito, estoy seguro. Tendría
que haber advertido de eso a su excelencia, si hubiera sido usted, habría
producido el oro en mi nave y lo hubiera ofrecido simplemente. De este modo, se
habría evitado la demostración que nos hizo y el antagonismo que levantó.
—Es cierto
—admitió Ponyets—, pero puesto que era yo, acepté el antagonismo con la
esperanza de atraer su atención.
—¿Conque es
eso? ¿Simplemente eso? —Pherl no hizo ningún esfuerzo por ocultar su despectivo
tono de burla—. Y me imagino que sugirió el período de purificación de treinta
días para tener tiempo de convertir la atracción en algo un poco más
sustancial. Pero ¿y si el oro se vuelve impuro?
Ponyets se
permitió una muestra de humor negro.
—¿Desde
cuándo el juicio de esa impureza depende de los que están más interesados en
encontrarlo puro?
Pherl alzó
los ojos y los fijó en el comerciante. Parecía sorprendido y satisfecho a la
vez.
—Es una
opinión sensata. Ahora dígame por qué quería llamar mi atención.
—Lo haré.
En el poco tiempo que he estado aquí, he observado hechos muy útiles que le
conciernen a usted y me interesan a mí. Por ejemplo, usted es joven... muy
joven para ser miembro del Consejo, e incluso procede de una familia
relativamente joven.
—¿Está
criticando a mi familia?
—De ningún
modo. Sus antepasados son grandes y sagrados; todos admitirán esto. Pero hay
algunos que dicen que no es usted miembro de una de las Cinco Tribus.
Pherl se
inclinó hacia atrás.
—Con todo
el respeto a los implicados —dijo, sin ocultar su rencor—, las Cinco Tribus han
empobrecido el linaje y aclarado la sangre. Ni cincuenta miembros de las Tribus
están vivos.
—Pero hay
quienes dicen que la nación no está dispuesta a tener un gran maestre que no
pertenezca a las Tribus. Y un favorito del gran maestre tan joven y recién
ascendido es propenso a crearse grandes enemigos entre los importantes del
Estado... se dice. Su excelencia está envejeciendo y su protección no durará
hasta después de su muerte, cuando sea uno de los enemigos de usted el que
indudablemente interpretará las palabras de su Espíritu.
Pherl
torció el gesto.
—Para ser
extranjero sabe muchas cosas. Tales oídos están hechos para ser cortados.
—Eso se
puede decidir más tarde.
—Deje que
me anticipe —Pherl se movió impacientemente en su asiento—. Usted va a
ofrecerme riqueza y poder por medio de estas diabólicas maquinitas que lleva en
su nave. ¿De acuerdo?
—Supongamos
que sí. ¿Qué tendría usted que objetar? ¿Únicamente sus normas del bien y del
mal?
Pherl meneó
la cabeza.
—De ninguna
manera. Mire, extranjero, su opinión sobre nosotros, dado su pagano
agnosticismo, es la que es..., pero yo no soy el rendido esclavo de nuestra
mitología, aunque pueda parecerlo. Soy un hombre educado, señor, y también
culto. Toda la profundidad de nuestras costumbres religiosas, en el sentido
ritual más que el ético, es para las masas.
—Entonces,
¿cuál es su objeción? —apremió Ponyets, amablemente.
—Justamente
eso. Las masas. Es posible que esté dispuesto a tratar con usted, pero sus
maquinitas deben usarse para que sean útiles. ¿Cómo podría venir a mí la
riqueza, si yo tuviera que usar...? ¿Qué es lo que vende?... Bueno, una navaja
de afeitar, por ejemplo, sólo en el secreto más estricto. Incluso si mi barba
estuviera mejor afeitada, ¿cómo me haría rico? ¿Y cómo me libraría de la muerte
por gas o a manos de la espantada turba si me sorprendieran usándola?
Ponyets se
encogió de hombros.
—Tiene
usted razón. Podría decirle que el remedio sería educar a su propio pueblo
sobre el empleo de los aparatos atómicos por su propia conveniencia y
sustancial provecho de usted. Sería un trabajo gigantesco, no lo niego, pero el
resultado sería aun más gigantesco. Sin embargo, eso es algo que le concierne a
usted, no a mí, por el momento. Porque no le ofrezco ni navajas de afeitar, ni
cuchillos, ni ningún instrumento mecánico.
—¿Qué me
ofrece?
—Oro.
Directamente. Puede usted quedarse con la máquina que probé la semana pasada.
Y entonces
Pherl se puso rígido y la piel de su frente se movió espasmódicamente.
—¿El
transmutador?
—Exactamente.
Su suministro de oro igualará a su suministro de hierro. Me imagino que esto es
suficiente para todas las necesidades. Suficiente para el cargo de gran
maestre, a pesar de la juventud y los enemigos. Y es seguro.
—¿En qué
forma?
—En que el
secreto es la esencia de su empleo; ese mismo secreto que usted ha descrito
como la única seguridad con respecto a la energía atómica. Puede enterrar el
transmutador en el calabozo más profundo de la fortaleza más inexpugnable de su
posesión más alejada, y seguirá proporcionándole riqueza instantánea. Lo que
usted compra es el oro, no la máquina, y ese oro no llevará traza alguna
de su manufactura, pues no se distingue del natural.
—¿Y quién
hará funcionar la máquina?
—Usted
mismo. No necesita más que cinco minutos de aprendizaje. Se la pondré a punto
en cuanto lo desee.
—¿Y a
cambio?
—Bueno
—Ponyets se mostró más cauto—, solicito un precio, y bastante elevado, por
cierto. Es mi medio de vida. Digamos, porque es una máquina valiosa, el
equivalente de treinta centímetros cúbicos de oro en hierro forjado.
Pherl se
echó a reír, y Ponyets se sonrojó.
—Me permito
señalar, señor —añadió, inflexiblemente—, que puede usted recuperar el precio
en dos horas.
—Es verdad,
y en una hora usted puede haberse ido, y mi máquina puede haberse estropeado.
Necesitaré una garantía.
—Tiene
usted mi palabra.
—Muy buena
garantía —Pherl se inclinó sardónicamente—, pero su presencia sería una
seguridad aún mejor. Yo le doy mi palabra de pagarle una semana después de la
entrega y de que la máquina funcione bien.
—Imposible.
—¿Imposible?
¿Cuando ya ha incurrido en la pena de muerte, muy fácilmente, sólo por
ofrecerse a venderme algo? La única alternativa es que, de lo contrario, mañana
estará en la cámara de gas.
El rostro
de Ponyets era inexpresivo, pero sus ojos centellearon. Dijo:
—Es
injusto. Por lo menos, ¿hará constar su promesa por escrito?
—¿Y hacerme
así candidato a la ejecución? ¡No, no señor! —Pherl sonrió con evidente
satisfacción—. ¡No, señor! ¡Sólo uno de nosotros está loco!
El
comerciante dijo con una vocecita suave:
—Entonces,
está convenido.
6
Gorov fue
liberado al decimotercer día, y doscientos cincuenta kilos del oro más amarillo
ocuparon su lugar. Y con él fue liberada la abominación intocable y sujeta a
cuarentena que era su nave.
Luego, igual
que en el viaje de ida al sistema askoniano, en el viaje de vuelta fue
acompañado por las pequeñas naves hasta los límites del sistema.
Ponyets
contempló la pequeña mancha luminosa que era la nave de Gorov mientras la voz
de éste llegaba hasta él, claramente por el compacto rayo antidistorsivo.
Decía:
—Pero esto
no es lo que yo quería, Ponyets. Un transmutador no lo logrará. Además, ¿de
dónde lo sacaste?
—De ningún
sitio —explicó Ponyets con paciencia—. Lo construí a partir de una cámara de
irradiación de alimentos. En realidad, no sirve de nada. El consumo de energía
resulta prohibitivo a gran escala o la Fundación usaría transmutación en vez de
buscar metales pesados en toda la Galaxia. Es uno de los trucos establecidos
que todos los comerciantes emplean, excepto que nunca había visto uno que
transformara el hierro en oro antes de ahora. Pero impresiona, y funciona... de
momento.
—Muy bien.
Pero ese truco en particular no sirve de nada.
—Te ha
sacado de este sitio asqueroso.
—Eso no
tiene nada que ver. Especialmente teniendo en cuenta que tengo que regresar en
cuanto nos deshagamos de nuestra solícita escolta.
—¿Por qué?
—Tú mismo
se lo explicaste a ese político tuyo —la voz de Gorov era cortante—. Toda tu
argumentación sobre la venta descansaba en el hecho de que el transmutador
fuera un medio para alcanzar un fin, pero de ningún valor en sí mismo; que él
comprara el oro, no la máquina. Fue una buena psicología, puesto que dio
resultado, pero...
—¿Pero?
—apremió Ponyets blanda y obtusamente. La voz del receptor se hizo más
estridente.
—Pero
queremos venderles una máquina de valor en sí misma; algo que quisieran emplear
abiertamente; algo que les obligara a aceptar nuestra técnica atómica por su
propio interés.
—Todo eso
lo comprendo —dijo Ponyets, amablemente—. Me lo explicaste una vez. Pero piensa
en lo que se deriva de mi venta, ¿quieres? Mientras ese transmutador funcione,
Pherl acuñará oro; y funcionará el tiempo suficiente para permitirle comprar
votos en las próximas elecciones. El gran maestre actual no durará mucho.
—¿Cuentas
con su gratitud? —preguntó Gorov, fríamente.
—No... Cuento
con su inteligente interés propio. El transmutador le consigue unas elecciones;
otros mecanismos...
—¡No! ¡No!
Tu premisa es falsa. No es en el transmutador en lo que confiará... confiará en
el buen oro antiguo. Eso es lo que estoy tratando de decirte.
Ponyets
sonrió y se movió hasta adoptar una posición más cómoda. Muy bien. Ya había
molestado bastante al pobre muchacho. Gorov empezaba a parecer enojado.
El
comerciante dijo:
—No tan
deprisa, Gorov. No he terminado. Hay otros artefactos de por medio en este
asunto.
Hubo un
corto silencio. Después, la voz de Gorov sonó cautelosa.
—¿A qué
artefactos te refieres?
Ponyets
hizo un gesto automática e inútilmente.
—¿Ves esa
escolta?
—Sí —dijo
Gorov concisamente—. Háblame de los aparatos.
—Lo haré...
si me escuchas. Es la flota particular de Pherl que nos está escoltando; un
honor especial que le ha concedido el gran maestre. Se las arregló para sacarle
eso al viejo.
—¿Y qué?
—¿Y dónde
crees que nos lleva? A sus propiedades mineras de las afueras de Askone, allí
es donde nos lleva. ¡Escucha! —la voz de Ponyets se hizo súbitamente altiva—.
Te dije que me había metido en esto para hacer dinero, no para salvar mundos. Muy
bien. He vendido ese transmutador por nada. Por nada excepto el riesgo de la
cámara de gas, y eso no cuenta cuando hay que cumplir con la contribución.
—Vuelve a
las propiedades mineras, Ponyets. ¿Qué tienen que ver con el asunto?
—Con las ganancias.
Vamos a atiborrarnos de estaño, Gorov. Estaño para llenar hasta el último
centímetro cúbico que esta vieja nave pueda aprovechar, y luego algo más para
la tuya. Yo bajaré con Pherl para recogerlo, viejo amigo, y tú me cubrirás
desde arriba con todas las armas que tengas... por si acaso Pherl no se ha
tomado el asunto con tanta deportividad como ha querido dar a entender. Ese
estaño es mi ganancia.
—¿Por el
transmutador?
—Por
todo mi cargamento de aparatos atómicos. A precio doble, más una bonificación
—se encogió de hombros, casi disculpándose—. Admito que regateé, pero he
conseguido cumplir con mi contribución, ¿no?
Gorov
estaba evidentemente perdido. Preguntó, con voz débil:
—¿Te
importaría explicármelo?
—¿Qué hay
que explicar? Es evidente, Gorov. Mira, ese perro pensaba que me tenía cogido
en una trampa porque su palabra valía más que la mía ante el gran maestre. Aceptó
el transmutador. Eso era un crimen capital en Askone. Pero en cualquier momento
podía decir que me había tendido una trampa con los motivos patrióticos más
puros, y denunciarme como un vendedor de cosas prohibidas.
—Eso
era obvio.
—Claro que
sí, pero lo que allí estaba en juego no sólo era su palabra contra la mía. Verás,
Pherl nunca ha oído hablar de una grabadora de microfilme; ni siquiera concibe
lo que es.
Gorov se
echó a reír súbitamente.
—Eso es
—dijo Ponyets—. Él tenía las de ganar. Fui debidamente castigado. Pero cuando
le puse a punto el transmutador con mi aspecto de perro apaleado, incorporé la
grabadora al aparato y la quité al día siguiente para proyectarla. Obtuve una
grabación perfecta de su sanctasanctórum, mientras él mismo, el pobre Pherl,
manejaba el transmutador con todos los ergios del que éste disponía y se
extasiaba ante la primera pieza de oro como si fuera un huevo que acabase de
poner.
—¿Le
mostraste los resultados?
—Dos días
después. El pobre tonto no había visto en su vida imágenes tridimensionales en
color. Dice que no es supersticioso, pero si veo alguna vez a un adulto tan asustado,
puedes llamarme paleto. Cuando le dije que tenía una copia en la plaza de la
ciudad, dispuesta a ser exhibida ante un millón de fanáticos espectadores
askonianos, que indudablemente lo harían pedazos, se puso a gemir de rodillas
ante mí al cabo de medio segundo. Estaba dispuesto a hacer cualquier trato que
yo quisiera.
—¿Lo
hiciste? —La voz de Gorov era risueña—. Quiero decir, ¿tenías dispuesta la
proyección en la plaza?
—No, pero
eso no importa. Hizo el trato. Me compró todos los aparatos que yo tenía, y
todos los que tú tenías, por tanto estaño como pudiéramos transportar. En aquel
momento, me creía capaz de cualquier cosa. El acuerdo consta por escrito y
tendrás una copia antes de que baje con él, como precaución suplementaria.
—Pero le
has destrozado la vanidad —dijo Gorov—. ¿Utilizará los aparatos?
—¿Por qué
no? Es la única forma que tiene de recuperar sus pérdidas, y si le sirven para
hacer dinero, habrá salvado su orgullo. Y será el próximo gran maestre... y el
mejor hombre que podríamos tener a nuestro favor.
—Sí —dijo
Gorov—, ha sido una buena venta. Sin embargo, tienes una técnica de ventas muy
incómoda. No me extraña que te expulsaran del seminario. ¿No tienes sentido de
la moral?
—¿Cuál es
la diferencia? —replicó Ponyets sin inmutarse—. Ya sabes lo que dijo Salvor
Hardin sobre el sentido de la moral...
QUINTA
PARTE
LOS PRÍNCIPES COMERCIANTES
1
COMERCIANTES
- ... Con la inevitabilidad psicohistórica, el control económico de la
Fundación creció. Los comerciantes se hicieron ricos; y con la riqueza llegó el
poder... A veces se olvida que Hober Mallow empezó su vida como un vulgar
comerciante.
Nunca
se olvida que la terminó como el primero de los príncipes comerciantes...
Enciclopedia
Galáctica.
Jorane Sutt
juntó las puntas de sus dedos, que revelaban una cuidadosa manicura, y dijo:
—Es como un
rompecabezas. De hecho, y esto es estrictamente confidencial, puede ser otra de
las crisis de Hari Seldon.
El hombre
que había enfrente de él sacó un cigarrillo de su corta chaqueta smyrniana.
—No lo
crea, Sutt. Por regla general, los políticos empiezan a gritar «crisis de
Seldon» en todas las campañas para la elección de alcalde.
Sutt sonrió
debilísimamente.
—Yo no hago
ninguna campaña, Mallow. Nos enfrentamos con armas atómicas, y no sabemos de
dónde proceden.
Hober
Mallow de Smyrno, maestro comerciante, fumaba sosegadamente, casi con
indiferencia.
—Siga. Si
tiene algo más que decir, suéltelo —Mallow nunca cometía la equivocación de ser
demasiado educado con un hombre de la Fundación. Él podía ser un extranjero,
pero un hombre siempre es un hombre.
Sutt señaló
el mapa estelar tridimensional que había sobre la mesa. Ajustó los controles y
un racimo de una media docena de sistemas estelares brilló con luz roja.
—Esto —dijo
tranquilamente— es la República Korelliana.
El
comerciante asintió.
—He estado
allí. ¡Es una ratonera hedionda! Supongo que puede usted llamarla república,
pero siempre hay alguien de la familia Argo que consigue salir elegido
Comodoro. Y si da la casualidad de que no te gusta... te ocurren cosas
—frunció los labios y repitió—: He estado allí.
—Pero ha
regresado, cosa que no siempre ocurre. Tres naves comerciales, inviolables bajo
las Convenciones, han desaparecido en el territorio de la República en el
último año. Y estas naves estaban armadas con los habituales explosivos
nucleares y campos de fuerza defensivos.
—¿Cuál fue
el último comunicado de las naves?
—Informes
de rutina. Nada más.
—¿Qué dice
Korell?
Los ojos de
Sutt brillaron sardónicamente.
—No hay
forma de preguntarlo. El mayor cuidado de la Fundación es conservar su
reputación de poder en toda la Periferia. ¿Cree que podemos perder tres naves y
reclamárselas?
—Bueno, en
ese caso, ¿qué le parece si me dijera lo que pretende de mí?
Jorane Sutt
no perdió tiempo en el lujo de molestarse. Como secretario del alcalde, había
rechazado o aplacado a consejeros de la oposición, a solicitantes de empleo, a
reformadores y mentecatos que pretendían haber resuelto completamente el curso
de la historia futura, tal como la había planeado Hari Seldon. Con un
entrenamiento como éste, era muy difícil alterarlo.
Dijo,
metódicamente:
—Un
momento. Fíjese, la pérdida de tres naves en el mismo sector y el mismo año no
puede ser accidental, y la energía atómica sólo puede ser conseguida con más
energía atómica. La pregunta que se plantea automáticamente es: si Korell tiene
armas atómicas, ¿dónde las obtiene?
—¿Dónde?,
eso es lo que yo digo.
—Hay dos
alternativas. O los korellianos las han construido ellos mismos...
—¡Mala
deducción!
—¡Muy mala!
Pero la otra posibilidad es que nos hallamos ante un caso de traición.
—¿Lo cree
usted así? —La voz de Mallow era fría.
El
secretario dijo con calma:
—No hay
nada extraordinario en esta posibilidad. Desde que los Cuatro Reinos aceptaron
la Convención de la Fundación, hemos tenido que enfrentarnos con grupos
considerables de poblaciones disidentes en todas las naciones. Todos los
antiguos reinos tienen sus pretendientes y sus antiguos nobles, que no pueden
amar a la Fundación. Quizá algunos de ellos se hayan decidido a actuar.
Mallow
había enrojecido.
—Comprendo.
¿Hay algo que quiere decirme? Soy smyrniano.
—Lo sé. Es
usted smyrniano... nacido en Smyrno, uno de los antiguos Cuatro Reinos. Es un
hombre de la Fundación únicamente por educación. Por nacimiento, es usted un
extranjero. Sin duda, su abuelo fue barón en tiempo de las guerras con Anacreon
y Loris, y sin duda las propiedades de su familia desaparecieron cuando Sef
Sermak hizo una redistribución de la tierra.
—¡No, por
el Negro Espacio, no! Mi abuelo fue hijo de un navegante de sangre roja que
murió transportando carbón a sueldos bajísimos antes de la Fundación. No debo
nada al antiguo régimen. Pero nací en Smyrno, y no me avergüenzo ni de Smyrno
ni de los smyrnianos, por la Galaxia. Sus tímidas insinuaciones de traición no
van a inducirme al pánico hasta el extremo de volverme loco por completo. Y
ahora puede darme sus órdenes o hacer sus acusaciones. No me importa.
—Mi buen
maestro comerciante, no me importa un electrón que su abuelo fuera el rey de
Smyrno o el mayor pobre del planeta. Le recité todo ese cuento de su nacimiento
y sus antepasados para demostrarle que no me interesan. Evidentemente, no ha
captado mi intención. Retrocedamos. Es usted smyrniano. Conoce a los
extranjeros. Además, es comerciante y uno de los mejores. Ha estado en Korell y
conoce a los korellianos. Allí es donde tiene que ir.
Mallow
respiró profundamente.
—¿En calidad
de espía?
—De ninguna
manera. En calidad de comerciante..., pero con los ojos abiertos. Si puede
averiguar de dónde procede la energía... Debo recordarle, puesto que es usted
smyrniano, que dos de esas naves comerciales perdidas tenían tripulación smyrniana.
—¿Cuándo
empiezo?
—¿Cuándo
estará lista su nave?
—Dentro de
seis días.
—Entonces.
Tendrá todos los detalles en el Almirantazgo.
—¡De
acuerdo! —El comerciante se levantó, le estrechó la mano enérgicamente, y salió
de la habitación.
Sutt
aguardó, extendiendo cuidadosamente los dedos y frotándoselos para que
desapareciera el hormigueo de la presión; después se encogió de hombros y entró
en el despacho del alcalde.
El alcalde
apagó la visiplaca y se apoyó en el asiento.
—¿Qué es lo
que ha deducido, Sutt?
—Podría ser
un buen actor —contestó Sutt, y miró pensativamente hacia adelante.
2
Por la
tarde de aquel mismo día, en el apartamento de soltero de Jorane Sutt, en el
piso veintiuno del Edificio Hardin, Publis Manlio bebía lentamente un vaso de
vino.
En el
ligero y envejecido cuerpo de Publis Manlio se reunían dos grandes cargos de la
Fundación. Era Secretario del Exterior del gabinete del alcalde, y para todos
los soles, exceptuando sólo el de la Fundación, era, además, Primado de la
Iglesia, Suministrador del Alimento Sagrado, Maestro de los Templos, y otras
muchas cosas, en confusas, pero sonoras sílabas.
Estaba
diciendo:
—Pero
accedió en dejarle enviar a ese comerciante. Ésta es la cuestión.
—Pero muy
irrelevante —dijo Sutt—. No conseguimos nada inmediatamente. Todo este asunto
es una de las más toscas estratagemas, puesto que no podemos prever cómo
terminará. Es sólo arriar el cabo con la esperanza de que en alguna parte de él
haya un nudo corredizo.
—Es cierto.
Y este Mallow es un hombre capaz. ¿Y si no es una presa que se deje engañar
fácilmente?
—Es un
riesgo que debemos correr. Si hay traición, son los hombres capaces los que
están implicados en ella. Si no, necesitamos a un hombre capaz para descubrir
la verdad. Y Mallow será protegido. Su vaso está vacío.
—No,
gracias. Ya he tomado bastante.
Sutt llenó
su propio vaso y, pacientemente, esperó a que el otro se despertara de sus
ensoñaciones. Cualesquiera que fueran éstas, concluyeron repentinamente, pues
el primado preguntó de pronto, de forma casi explosiva:
—Sutt, ¿qué
está pensando?
—Se lo
diré, Manlio —sus delgados labios se abrieron—. Estamos en una de las crisis de
Seldon.
Manlio le
miró fijamente, y preguntó con suavidad:
—¿Cómo lo
sabe? ¿Ha vuelto a aparecer Seldon en la Bóveda del Tiempo?
—Amigo mío,
no es necesario llegar hasta este punto. Mire, razonemos. Desde que el imperio
galáctico abandonó la Periferia y nos dejó a merced de nosotros mismos, nunca
hemos tenido un oponente que poseyera energía atómica. Ahora, por primera vez,
tenemos uno. Esto parece significativo aun en el caso de que fuera uno solo. Y
no lo es. Por primera vez en más de setenta años, nos enfrentamos con una
crisis política interna de la mayor importancia. Creo que la sincronización de
las dos crisis, la interna y la externa, no nos deja lugar a dudas.
Manlio
entornó los ojos.
—Si eso es
todo, no es suficiente. Hasta ahora ha habido dos crisis Seldon, y ambas veces
la Fundación estuvo en peligro de exterminio. Nada puede convertirse en una tercera
crisis hasta que ese peligro se repita.
Sutt nunca
se impacientaba.
—Ese
peligro está llegando. Cualquier tonto sabe cuándo llega una crisis. El
verdadero servicio al Estado es detectarla en embrión. Mire, Manlio, procedemos
de acuerdo con una historia planeada. Sabemos que Hari Seldon previó las
probabilidades históricas del futuro. Sabemos que algún día
reconstruiremos el imperio galáctico. Sabemos que se requerirá mil años,
aproximadamente. Y sabemos que en ese intervalo nos enfrentaremos con
ciertas crisis definidas.
»La primera
crisis sobrevino cincuenta años después del establecimiento de la Fundación, y
la segunda, treinta años más tarde. Desde entonces casi han transcurrido
setenta y cinco años. Ya es hora, Manlio, ya es hora.
Manlio se
frotó la nariz, inseguro.
—¿Y ha
hecho planes para enfrentarse a esta crisis?
Sutt
asintió.
—Y yo
—continuó Manlio—, ¿tengo algún papel en ellos?
Sutt volvió
a asentir.
—Antes de
poder enfrentarnos con la amenaza extranjera de la energía atómica, hemos de
poner orden en nuestra propia casa. Esos comerciantes...
—¡Ah! —El
primado se puso rígido, y sus ojos se agudizaron.
—Eso es.
Esos comerciantes. Son útiles, pero demasiado fuertes... y demasiado
incontrolados. Son extranjeros, educados fuera de la religión. Por otra parte,
ponemos el saber en sus manos, y además, suprimimos nuestra mayor fuerza sobre
ellos.
—¿Y si
demostramos la traición?
—Si
pudiéramos, una acción directa sería simple y suficiente. Pero eso no
significaría nada. Incluso si no existiera la traición entre ellos, formarían
un elemento de inseguridad en nuestra sociedad. No estarían inclinados hacia
nosotros ni por patriotismo ni por descendencia común, ni siquiera por temor
religioso. Bajo su jefatura laica, las provincias exteriores, que, desde
tiempos de Hardin nos consideran como el Planeta Sagrado, podrían
independizarse.
—Lo
comprendo, pero el remedio...
—El remedio
debe llegar rápidamente, antes de que la crisis Seldon sea aguda. Si las armas
atómicas están fuera y la desafección dentro, la superioridad enemiga podría
ser demasiado grande —Sutt dejó el vaso vacío que había estado sosteniendo—. Evidentemente
esto es asunto de usted.
—¿Mío?
—Yo
no puedo hacerlo. Mi puesto es consultivo y no tengo poderes legislativos.
—El alcalde...
—Imposible.
Su personalidad es enteramente negativa. Es enérgico sólo para evadir las
responsabilidades. Pero si surgiera un partido independiente que pudiera poner
en peligro su reelección, podría dejarse conducir.
—Pero,
Sutt, yo carezco de aptitudes para la política práctica.
—Déjemelo a
mí. ¿Quién sabe, Manlio? Desde el tiempo de Salvor Hardin, nunca han concurrido
en una misma persona los cargos de primado y alcalde. Pero ahora puede
suceder... si su trabajo estuviera bien hecho.
3
Y al otro
extremo de la ciudad, en los suburbios, Hober Mallow mantenía una segunda
entrevista. Había escuchado durante largo rato, y entonces dijo cautelosamente:
—Sí, estoy
enterado de sus campañas para conseguir una representación directa de los
comerciantes en el Consejo. Pero ¿por qué yo, Twer?
Jaim Twer,
que recordaba constantemente, le preguntaran o no, su inclusión en el primer
grupo de extranjeros que recibieron educación laica en la Fundación, sonrió
abiertamente.
—Sé muy
bien lo que hago —dijo—. Recuerde nuestro primer encuentro, hace un año.
—En la
Convención de Comerciantes.
—Exacto.
Usted la presidió. Consiguió clavar a esos bueyes de cuello colorado en sus
asientos, y después se los metió en el bolsillo de la camisa y se los llevó
fuera. Y sus relaciones con las masas de la Fundación también son buenas. Tiene
usted gancho... o, en cualquier caso, una sólida publicidad aventurera,
lo cual es lo mismo.
—Muy bien
—dijo Mallow, secamente—. Pero ¿por qué ahora?
—Porque
ahora es nuestra oportunidad. ¿Sabe que el Secretario de Educación ha
presentado su dimisión? Aún no es del dominio público, pero lo será.
—¿Cómo lo
sabe usted?
—Eso... no
importa... —alzó una mano con gesto displicente—. Es así. El partido activista
trabaja a cara descubierta, y podemos sepultarlo en este mismo momento con la
cuestión directa de la igualdad de derechos para los comerciantes; o, aun
mejor, la democracia, pro y anti.
Mallow se
recostó en su asiento y se contempló los gruesos dedos.
—Uh, uh. Lo
siento, Twer. La semana que viene tengo un viaje de negocios. Tendrá que
encontrar a alguna otra persona.
Twer se
sorprendió.
—¿Negocios?
¿Qué clase de negocios?
—Secretísimo.
De prioridad triple A. Todo eso, ya sabe. Tuve una charla con el propio
secretario del alcalde.
—¿Esa
víbora de Sutt? —Se excitó Jaim Twer—. Es un truco. El hijo de un navegante
quiere desembarazarse de usted. Mallow...
—¡Espere!
—La mano de Mallow cayó sobre el puño cerrado del otro—. No se ofusque. Si es
un truco, algún día volveré para vengarme. Si no lo es, su víbora, Sutt, está
en nuestras manos. Escuche, se aproxima una crisis Seldon.
Mallow
esperó una reacción que no tuvo lugar. Twer no hizo más que mirarle fijamente.
—¿Qué es
una crisis Seldon?
—¡Galaxia!
—Mallow explotó airadamente ante la pregunta—. ¿Qué demonios hizo usted en el
colegio? ¿Qué pretende, de todos modos, con una pregunta como ésta?
El anciano
frunció el ceño.
—Si se
explicara... Hubo una larga pausa, y después:
—Se lo
explicaré —Mallow bajó las cejas, y habló lentamente—. Cuando el imperio
galáctico empezó a decaer en los bordes de la Galaxia, y cuando los bordes de
la Galaxia cayeron en la barbarie y se desintegraron, Hari Seldon y su banda de
psicólogos fundaron una colonia, la Fundación, en medio del desastre, para que
pudiéramos incubar el arte, la ciencia y la tecnología, y formar el núcleo del
segundo imperio.
—Oh, sí,
sí...
—No he
terminado —dijo el comerciante, fríamente—. El curso futuro de la Fundación se
trazó de acuerdo con la ciencia de la psicohistoria, entonces muy desarrollada,
y se arreglaron las condiciones de modo que trajeran una serie de crisis que
nos hicieran avanzar con mayor rapidez por el camino que nos lleva al futuro
imperio. Cada crisis, cada crisis Seldon, marca una época en nuestra
historia. Ahora nos acercamos a una..., la tercera.
—¡Naturalmente!
—Twer se encogió de hombros—. Tendría que haberme acordado. Pero es que hace
mucho tiempo que salí de la escuela..., más que usted.
—Supongo
que así es. Olvídelo. Lo único que importa es que me envían fuera en pleno
desarrollo de esta crisis. No es necesario decir lo que ocurrirá cuando
regrese, y hay elecciones para el Consejo todos los años.
Twer alzó
los ojos.
—¿Está
sobre la pista de algo?
—No.
—¿Tiene
planes concretos?
—Ni uno
solo.
—Bueno...
—Bueno,
nada. Hardin dijo en una ocasión: «Para triunfar, el solo planteamiento es
insuficiente. También se debe improvisar». Yo improvisaré.
Twer meneó
la cabeza con inseguridad, y permanecieron mirándose uno a otro.
De pronto,
Mallow dijo:
—Le diré lo
que haremos, ¿qué le parece si viene conmigo? No me mire así, hombre. Fue
comerciante antes de decidir que había más excitación en la política. O, por lo
menos, esto es lo que he oído.
—¿Adónde
va? Dígamelo.
—Hacia la
Abertura Whassalliana. No puedo ser más específico hasta que estemos en el
espacio. ¿Qué dice?
—¿Y si Sutt
decide que me necesita donde pueda verme?
—No es
probable. Si está ansioso por desembarazarse de mí, ¿por qué no también de
usted? Además, ningún comerciante saldría al espacio si no pudiera escoger su
propia tripulación. Yo llevo a los que quiero.
Hubo un
extraño brillo en los ojos del viejo.
—Muy bien.
Iré —alargó la mano—. Será mi primer viaje en tres años.
Mallow asió
y estrechó la mano del otro.
—¡Bien!
¡Muy bien! Y ahora voy a reclutar a los muchachos. Sabe dónde está el Estrella
Lejana, ¿verdad? Preséntese mañana. Adiós.
4
Korell es
uno de esos fenómenos frecuentes en la historia: la república cuyo gobernante
tiene todos los atributos del monarca absoluto, menos el nombre. Ejercía, por
tanto, el despotismo acostumbrado, no restringido siquiera por las dos
influencias moderadoras de las monarquías legítimas: el «honor» real y la
etiqueta cortesana.
Materialmente,
su prosperidad era escasa. Los días del imperio galáctico habían terminado, con
nada más que silenciosos monumentos y estructuras derruidas para testificar su
pasado esplendor. Los días de la Fundación aún no habían llegado... y según la
orgullosa determinación de su gobernante, el comodoro Asper Argo, con sus
estrictas regulaciones del comercio y la estricta prohibición de los
misioneros, nunca llegarían.
El mismo
puerto espacial era decrépito y estaba en decadencia, y la tripulación del Estrella
Lejana lo sabía. Los hangares medio desmoronados creaban una atmósfera
especial, y Jaim Twer se entretenía haciendo un solitario.
Hober
Mallow dijo pensativamente:
—Aquí hay
buen material de comercio —Miraba tranquilamente por la portilla.
Hasta el
momento, poco más se podía decir acerca de Korell. El viaje había transcurrido
sin novedad. El escuadrón de naves korellianas que había sido enviado para
interceptar a la Estrella Lejana fue diminuto, compuesto de reliquias de
antiguas glorias, cascos abollados de otros tiempos. Habían mantenido la
distancia temerosamente, y seguían manteniéndola, y, desde hacía una semana,
las peticiones de Mallow para tener una entrevista con el gobierno local habían
quedado sin respuesta.
Mallow
repitió:
—Buen
comercio. Este territorio podría decirse que es virgen.
Jaim Twer
alzó la mirada con impaciencia, y arrojó las cartas a un lado.
—¿Qué
diablos se propone hacer, Mallow? La tripulación protesta, los oficiales están
preocupados, y yo me pregunto...
—¿Se
pregunta? ¿Qué es lo que se pregunta?
—Me extraña
esta situación. Y usted. ¿Qué estamos haciendo?
—Esperar.
El viejo
comerciante soltó un juramento y enrojeció. Gruñó:
—Está
obrando a ciegas, Mallow. Hay un guardia alrededor del campo y naves en el
cielo. ¿Y si estuvieran preparándose para destruirnos?
—Han tenido
una semana para hacerlo.
—Quizá
estén esperando refuerzos —los ojos de Twer eran penetrantes y duros.
Mallow se
sentó bruscamente.
—Sí, ya he
pensado en eso. Verá, es algo que nos plantea un difícil problema. Primero,
hemos llegado aquí sin dificultades. Sin embargo, esto puede no significar
nada, pues sólo tres naves de más de trescientas desaparecieron el año pasado.
El porcentaje es reducido. Pero esto también puede significar que el número de
sus naves equipadas con energía atómica es pequeño, y que no se atreven a
exponerlas sin necesidad hasta que ese número aumente.
»Pero, por
otro lado, podría significar que carecen totalmente de energía atómica. O quizá
la tengan y la mantengan oculta, por miedo a que sepamos algo. Después de todo,
una cosa es hacer el pirata esporádicamente contra naves mercantes ligeramente
armadas y otra muy distinta tantear con un enviado acreditado de la Fundación,
cuando el mero hecho de su presencia puede significar que la Fundación abriga
sospechas.
»Combine
estas dos cosas...
—Espere,
Mallow, espere —Twer alzó las manos—. Está a punto de ahogarme con su charla.
¿Adónde quiere usted ir a parar? No me importa lo que haga entretanto.
—Tiene que
importarle, o no entenderá nada, Twer. Los dos estamos esperando. No saben lo
que hago aquí y yo no sé lo que tienen aquí. Pero estoy en desventaja, porque
yo soy uno y ellos son un mundo entero..., quizá con energía atómica. No puedo
permitirme el lujo de ceder. Claro que es peligroso. Claro que pueden tener un
agujero en la tierra destinado a nosotros. Pero ya lo sabíamos desde el
principio. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—No...
¿Quién diablos es ahora?
Mallow alzó
la mirada pacientemente, y conectó el receptor. La visiplaca reflejó el feo
rostro del sargento de guardia.
—Hable,
sargento.
El sargento
dijo:
—Perdone,
señor. Los hombres han dado entrada a un misionero de la Fundación.
—¿Un qué?
—El rostro de Mallow se puso lívido.
—Un
misionero, señor. Necesita hospitalización, señor...
—Habrá más
de uno que necesite eso, sargento, después de esa faena. Ordene a los hombres
que ocupen sus puestos de batalla.
La sala de
la tripulación estaba casi vacía. Cinco minutos después de la orden, incluso
los hombres que no estaban de servicio se hallaban en sus puestos. La velocidad
era la gran virtud en las regiones anárquicas del espacio interestelar de la
Periferia, y rapidez, por encima de todo, era lo que debía tener la tripulación
de un maestro comerciante.
Mallow
entró lentamente, y miró al misionero de arriba abajo. Luego su mirada se
volvió al teniente Tinter, que desvió incómodamente la suya, y al sargento de
guardia, Demen, cuyo rostro inmutable y estólida figura flanqueaba al otro.
El maestro
comerciante se volvió a Twer e hizo una pausa, pensativamente.
—Bueno,
Twer, que los oficiales se reúnan aquí, excepto los coordinadores y trazadores
de trayectorias. Los hombres deben estar en sus puestos hasta nueva orden.
Hubo una
laguna de cinco minutos, durante los cuales Mallow abrió las puertas de los
lavabos de una patada, miró detrás de la barra, corrió las cortinas que cubrían
las gruesas ventanillas. Durante medio minuto salió de la habitación, y cuando
regresó silbaba abstraídamente.
Los hombres
entraron. Twer les siguió, y cerró la puerta silenciosamente.
Mallow
dijo, con calma:
—Primero,
¿quién ha dejado entrar a este hombre sin mi permiso?
El sargento
de guardia dio un paso adelante. Todos los ojos se desviaron.
—Perdón,
señor. No ha sido una persona sola. Ha sido una especie de consentimiento
mutuo. Era uno de nosotros, podríamos decir, y esos extranjeros... Mallow le
cortó en seco:
—Simpatizo
con sus sentimientos, sargento, y los entiendo. Estos hombres, ¿estaban bajo su
mando?
—Sí, señor.
—Cuando esto
termine, serán confinados a celdas individuales durante una semana. Usted
quedará relevado de todo deber de supervisión durante un período similar.
¿Comprendido?
El rostro
del sargento nunca cambiaba, pero hubo una pequeña crispación en sus hombros.
Dijo, secamente:
—Sí, señor.
—Puede
irse. Ocupe su puesto de batalla.
La puerta
se cerró tras él y hubo un murmullo. Twer intervino:
—¿Por qué
ese castigo, Mallow? Sabe que estos korellianos matan a los misioneros que
capturan.
—Cualquier
acción que contravenga mis órdenes es mala en sí misma sin importar las otras
razones que puedan haber en su favor. Nadie debía salir o entrar en la nave sin
permiso.
El teniente
Tinter murmuró con rebeldía:
—Siete días
sin acción. No se puede mantener la disciplina de esta forma.
Mallow dijo
fríamente:
—Puedo.
La disciplina no tiene ningún mérito en circunstancias ideales. Yo la tendré
frente a la muerte, o será inútil. ¿Dónde está el misionero? Tráigalo aquí, a
mi presencia.
El
comerciante se sentó, mientras una figura vestida de color escarlata era
cuidadosamente empujada hacia adelante.
—¿Cómo se
llama usted, reverendo.
—¿Eh? —La
figura vestida de escarlata se volvió hacia Mallow, como si todo el cuerpo se
tratara de una unidad. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y tenía una
magulladura en la sien. No había hablado y, según Mallow había observado,
tampoco se había movido durante el intervalo precedente.
—¿Cuál es
su nombre, reverendo?
El
misionero se animó de pronto con una vida febril. Sus brazos se abrieron, como
si quisiera abrazar a alguien.
—Hijo
mío..., hijos míos. Que siempre os protejan los brazos del Espíritu Galáctico.
Twer dio un
paso adelante, con los ojos húmedos, y la voz ronca:
—Este
hombre está enfermo. Que alguien lo lleve a la cama. Ordene que lo lleven a la
cama, Mallow, y que lo reconozcan. Está gravemente herido.
El gran
brazo de Mallow lo hizo retroceder.
—No
interfiera, Twer, o haré que lo saquen de la habitación. ¿Su nombre, reverendo?
Las manos
del misionero se unieron en repentina súplica:
—Ya que son
ustedes hombres cultos, sálvenme de los paganos —las palabras se mezclaron
desordenadamente—. Sálvenme de estos brutos que me prenderán por la fuerza y
afligirán al Espíritu Galáctico con sus crímenes. Soy Jord Parma, de los mundos
anacreonianos. Educado en la Fundación; la misma Fundación, hijos míos. Soy
sacerdote del Espíritu educado en todos los misterios, y he venido donde la voz
interior me reclamaba —balbuceaba—. He sufrido en manos de los infieles. Como
hijos del Espíritu, y en nombre de ese Espíritu, protéjanme de ellos.
Una voz
estalló sobre sus cabezas, cuando la caja de alarma y emergencia clamoreó
metálicamente:
—¡Unidades
enemigas a la vista! ¡Solicitamos órdenes!
Todos los
ojos se dirigieron mecánicamente hacia el altavoz.
Mallow juró
violentamente. Giró el interruptor y chilló:
—¡Mantengan
la vigilancia! ¡Eso es todo! —Y lo desconectó.
Se abrió
paso hacia las gruesas cortinas que se separaron en un gesto suyo y miró
sombríamente hacia el exterior.
¡Unidades
enemigas! Varios miles de ellas en las personas de los miembros individuales de
una turba korelliana. El creciente murmullo envolvía el puerto espacial de un
extremo a otro, y a la fría y dura luz de los reflectores de magnesio las
primeras filas se acercaban.
—¡Tinter!
—El comerciante no se volvió, pero su nuca estaba roja—. Haga funcionar el
altavoz exterior y averigüe qué es lo que quieren. Pregúnteles si entre ellos
hay algún representante de la ley. No haga promesas ni amenazas, o le mataré.
Tinter dio
media vuelta y salió.
Mallow
sintió una ruda mano sobre el hombro y se la sacudió de un golpe. Era Twer.
Su voz sonó
como un silbido airado junto a su oído:
—Mallow,
tiene que conservar a este hombre entre nosotros. De otra forma no hay modo de
mantener la decencia y el honor. Es de la Fundación y, al fin y al cabo..., es
un sacerdote. Esos salvajes de ahí afuera... ¿Me oye?
—Le oigo,
Twer —la voz de Mallow era incisiva—. He de hacer otras cosas antes que cuidar
misioneros. Haré, señor, lo que me plazca, y, por Seldon y toda la Galaxia, si
trata de detenerme, le romperé la crisma. No se ponga en mi camino, Twer, o
será lo último que haga en la vida.
Se volvió y
dio unos pasos.
—¡Usted!
¡Reverendo Parma! ¿Sabía usted que, por convención, ningún misionero de la
Fundación puede entrar en el territorio korelliano?
El
misionero estaba temblando.
—No puedo
ir más que donde me conduce el Espíritu, hijo mío. Si los que están en tinieblas
rehúsan la luz, ¿no es éste el signo más claro de que la necesitan?
—Esto no
tiene nada que ver, reverendo. Usted está aquí contra la ley de Korell y de la
Fundación. No puedo protegerle legalmente.
El
misionero volvió a levantar las manos. Su anterior azoramiento había
desaparecido. Se oía el ronco clamor del sistema exterior de comunicaciones en
acción, y el débil y ondulante graznido de la colérica horda como respuesta. El
sonido dio a sus ojos una mirada salvaje.
—¿Lo oye?
¿Por qué me habla de leyes a mí, de unas leyes hechas por los hombres? Hay
leyes superiores. ¿No fue el Espíritu Galáctico quien dijo: «No permanecerás
ocioso mientras hieren a tu compañero»? ¿Y no ha dicho: «Tal como trates al
humilde e indefenso, así serás tratado»?
»¿No tienen
armas? ¿No tienen una nave? Y detrás de ustedes, ¿no está la Fundación? Y por
encima y alrededor de todo, ¿no está el Espíritu que gobierna el universo?
—Hizo una pausa para recobrar el aliento.
Y entonces
la gran voz exterior de la Estrella Lejana cesó y el teniente Tinter
regresó, con aspecto preocupado.
—¡Hable!
—dijo Mallow, concisamente.
—Señor,
reclaman la persona de Jord Parma.
—¿Si no?
—Hay varias
amenazas, señor. Es difícil aclararlas. Son tantos..., y parecen completamente
locos. Hay alguien que dice gobernar el distrito y tener poderes policiales,
pero evidentemente no es dueño de sí mismo.
—Dueño o no
—Mallow se encogió de hombros—, es la ley. Dígales que si este gobernador,
policía, o lo que sea, se acerca solo a la nave, tendrá al reverendo Jord
Parma.
Se apresuró
a tomar una pistola entre las manos y añadió:
—No sé lo
que es la insubordinación. Nunca he tenido que enfrentarme a ella. Pero si aquí
hay alguien que cree poder enseñarme lo que es, estaré encantado de enseñarle
mi antídoto.
El arma
osciló lentamente, y apuntó a Twer. Con un esfuerzo, el rostro del viejo
comerciante se desarrugó y abrió los puños y los dejó caer. Su respiración era
un ronco sonido sibilante.
Tinter
salió, y al cabo de cinco minutos una figura insignificante se destacó de la
multitud. Se aproximó lenta y dubitativamente, dominado con toda claridad por
el miedo y la aprensión. Por dos veces retrocedió, y por dos veces las
evidentes amenazas del monstruo de muchas cabezas le apremiaron a seguir
adelante.
—Muy bien
—Mallow hizo un ademán con la pistola atómica, que continuaba desenfundada—.
Grum y Upshur, llévenlo afuera.
El
misionero dio un grito. Levantó los brazos y los dedos rígidos aparecieron
entre las mangas cuando éstas dejaron ver los delgados y venosos brazos. Hubo
un momentáneo y diminuto destello que apareció y desapareció como un suspiro.
Mallow parpadeó y repitió el ademán, airadamente.
La voz del
misionero se dejó oír mientras se debatía en los brazos que lo aprisionaban.
—¡Malditos
sean los traidores que abandonan a su compañero al mal y la muerte! ¡Que
ensordezcan los oídos que están sordos a los ruegos del desvalido! ¡Que se
vuelvan ciegos los ojos que son ciegos a la inocencia! ¡Que se oscurezca para
siempre el alma que se asocia con la oscuridad...!
Twer se
tapó fuertemente los oídos con las manos. Mallow soltó la pistola.
—Retírense
—dijo, serenamente—; todos a sus puestos respectivos. Mantengan la vigilancia
hasta seis horas después de que la multitud se haya dispersado. Puestos dobles
durante las cuarenta y ocho horas siguientes. Entonces volveré a darles
instrucciones. Twer, venga conmigo.
Se hallaban
solos en las habitaciones particulares de Mallow. Mallow indicó una silla y
Twer se sentó. Su voluminosa figura parecía encogida.
Mallow le
miró, sardónicamente.
—Twer
—dijo—, estoy decepcionado. Sus tres años en la política parecen haberle hecho
olvidar las costumbres comerciales. Recuerde, yo puedo ser un demócrata cuando
vuelva a la Fundación, pero ninguna tiranía me parece excesiva cuando se trata
de gobernar mi nave de la forma que quiero. Hasta ahora nunca he tenido que
abrir fuego contra mis hombres, y ahora tampoco hubiera tenido que hacerlo, si
usted no se hubiera pasado de la raya.
»Twer, su
posición aquí no es oficial, está aquí por invitación mía, y yo le atenderé con
toda cortesía... en privado. Sin embargo, de ahora en adelante, en presencia de
mis oficiales u hombres, yo soy «señor», y no «Mallow». Y cuando dé una orden,
saltará usted para cumplirla con más rapidez que un recluta de tercera clase, o
le haré encerrar en el nivel inferior con mayor rapidez aun. ¿Entendido?
El jefe del
partido tragó saliva. Dijo, de mala gana:
—Le
presento mis disculpas.
—¡Aceptadas!
¡Démonos la mano!
Los
fláccidos dedos de Twer desaparecieron en la enorme palma de Mallow. Twer dijo:
—Mis
motivos eran buenos. Es difícil enviar a un hombre al linchamiento. Ese
gobernador de rodillas temblorosas, o lo que sea, no puede salvarlo. Es un
asesinato.
—No puedo
evitarlo. Francamente, el incidente olía demasiado mal. ¿Lo ha notado?
—Notar...,
¿qué?
—Este
puerto espacial está hundido en medio de una sección alejada y adormecida.
De pronto,
un misionero se escapa. ¿De dónde? Llega aquí. ¿Coincidencia? Se reúne una
multitud enorme. ¿De dónde procede? La ciudad más cercana, sea de la magnitud
que fuere, debe estar por lo menos a ciento cincuenta kilómetros. Pero han
llegado en media hora. ¿Cómo?
—¿Cómo?
—repitió Twer.
—Bueno, ¿y
si hubieran traído al misionero hasta aquí, soltándolo como cebo?
Nuestro
amigo, el reverendo Parma, estaba considerablemente turbado. En ningún momento
pareció estar en su completo juicio.
—Malos
tratos... —murmuró amargamente Twer.
—¡Quizá! Y
quizá la idea fuera obligarnos a luchar caballerosa y galantemente, por la
estúpida defensa del hombre. Estaba aquí contra las leyes de Korell y de la
Fundación. Si yo lo hubiera retenido, hubiera sido un acto de guerra contra
Korell, y la Fundación no hubiera tenido derecho legal a defendernos.
—Esto...,
esto es muy arriesgado de decir.
El altavoz
comenzó a hablar y ahogó la contestación de Mallow.
—Señor, se
ha recibido un comunicado oficial.
—Remítalo
inmediatamente.
El
brillante cilindro llegó por la ranura con un chasquido. Mallow lo abrió y
extrajo la hoja impregnada de plata que encerraba. La frotó apreciativamente
entre el pulgar y el índice y dijo:
—Teleporte
directo desde la capital. Procede de la estación del propio comodoro.
La leyó de
una ojeada y lanzó una breve carcajada.
—Así que mi
idea era arriesgada, ¿verdad?
Lo lanzó
hacia Twer, y añadió:
—Media hora
después de devolver al misionero, finalmente recibimos una invitación muy
educada para comparecer en presencia del augusto comodoro..., después de siete
días de espera. Creo que hemos pasado una prueba.
5
El comodoro
Asper era un hombre del pueblo, por definición propia. Su cabello gris le caía
sobre los hombros, su camisa necesitaba un lavado, y hablaba con cierto
gangueo.
—Aquí no
hay ostentación alguna, comerciante Mallow —dijo—. Ningún espectáculo falso. En
mí, usted no ve más que al primer ciudadano del Estado. Eso es lo que significa
la palabra comodoro, y éste es el único título que tengo.
Parecía
insólitamente complacido por todo aquello.
—De hecho,
considero esto como uno de los lazos más fuertes entre Korell y su nación.
Tengo entendido que su pueblo disfruta de las mismas bendiciones republicanas
que nosotros.
—Exactamente,
comodoro —dijo Mallow con gravedad, tomando buena cuenta de la comparación—, es
un argumento que considero muy a favor de una amistad y paz continuada entre
nuestros gobiernos.
—¡Paz! ¡Ah!
—La rala barba gris del comodoro se encogió con las muecas sentimentales de su
rostro—. No creo que en la Periferia haya alguien que tenga tan cerca del
corazón el ideal de paz como yo. Puedo decirle sinceramente que desde que
sucedí a mi ilustre padre en la jefatura del Estado, el reinado de la paz nunca
ha sido interrumpido. Quizá no debiera decirlo —tosió levemente—, pero me han
comunicado que mi pueblo, mis compañeros ciudadanos más bien, me conocen como
Asper el Bienamado.
Los ojos de
Mallow vagaron por el bien custodiado jardín. Quizá los fornidos hombres y las
armas de extraño diseño, pero altamente peligrosas, que llevaban estuvieran
ocultos en los rincones como una precaución contra él. Sería comprensible.
Pero los
altos muros cubiertos de acero que rodeaban el lugar habían sido reforzados
recientemente... una ocupación muy poco apropiada para un Asper tan Bienamado.
—Entonces
—dijo—, es una suerte que tenga que tratar con usted, comodoro. Los déspotas y
monarcas de los mundos circundantes, que no disfrutan de una administración
ilustrada, a menudo carecen de las cualidades que posee un gobernante
bienamado.
—¿Por
ejemplo? —Había una nota cautelosa en la voz del comodoro.
—Por
ejemplo, su preocupación acerca de los intereses de su pueblo. Usted, por el
contrario, los comprende.
El comodoro
mantuvo los ojos en el sendero de gravilla a medida que paseaban. Se acariciaba
las manos a la espalda.
Mallow
prosiguió, suavemente:
—Hasta
ahora, el comercio entre nuestras dos naciones se ha resentido por las
restricciones impuestas a nuestros comerciantes por su gobierno. Seguramente,
hace mucho tiempo que usted ha comprendido que el comercio ilimitado...
—¡El
comercio libre! —murmuró el comodoro.
—El
comercio libre, pues. Debe usted comprender que sería beneficioso para ambos.
Hay cosas que ustedes tienen y nosotros necesitamos, así como cosas que
nosotros tenemos y ustedes necesitan. No se requiere más que un intercambio
para incrementar la prosperidad. Un gobernante ilustrado como usted, un amigo
del pueblo, y diría, un miembro del pueblo, no necesita argumentos acerca
de este tema. No insultaré a su inteligencia ofreciéndoselos.
—¡Es
cierto! Me había dado cuenta. Pero ¿y usted? —Su voz era un gemido plañidero—.
Su pueblo siempre ha sido muy irrazonable. Yo estoy a favor de todo el comercio
que nuestra economía pueda soportar, pero no de sus condiciones. No soy el
único jefe aquí —alzó la voz—. Sólo soy el sirviente de la opinión pública. Mi
pueblo no comerciará entre los centelleos carmesíes y dorados.
Mallow
preguntó:
—¿Una
religión obligatoria?
—Así lo ha
sido siempre, en efecto. Seguramente recuerda usted el caso de Askone, hace dos
años. Primero les vendieron ustedes algunas mercancías y después su pueblo
solicitó la completa libertad de los misioneros para que manejaran debidamente
las mercancías; que se establecieran templos de la salud. Entonces se fundaron
escuelas religiosas; se dictaron derechos autónomos para todos los oficiales de
la religión y, ¿con qué resultado? Askone es ahora un miembro integral del
sistema de la Fundación, y el gran maestre no puede decir que sea suya ni la
camisa que lleva puesta. ¡Oh, no! ¡Oh, no! La dignidad de un pueblo
independiente no puede soportarlo.
—Nada de lo
que usted ha dicho se parece siquiera a lo que yo sugiero —comentó Mallow.
—¿No?
—No. Soy un
maestro comerciante. El dinero es mi religión. Todo este misticismo y
esas monsergas de los misioneros me molestan, y me alegro de que usted se niegue
a favorecerlos. Le convierte a usted en mi tipo de hombre.
La risa del
comodoro fue espasmódica y franca.
—¡Bien
dicho! La Fundación tendría que haber enviado a un hombre de su calibre mucho
antes.
Colocó una
amistosa mano en el voluminoso hombro del comerciante.
—Pero,
hombre, no me ha dicho más que la mitad. Me ha dicho lo que no es la
trampa. Ahora dígame lo que es.
—La única
trampa, comodoro, es que usted se verá cargado de inmensas riquezas.
—¿Realmente?
—preguntó—. Pero ¿para qué quiero yo las riquezas? La verdadera riqueza es el
amor del pueblo. Ya lo tengo.
—Puede
tener ambas cosas, pues es posible reunir el oro en una mano y el amor en la
otra.
—Eso,
muchacho, sería un fenómeno muy interesante, si fuera posible. ¿Cómo lo
lograría usted?
—Oh, de
muchas formas. La dificultad consiste en escoger una. Veamos. Bueno, artículos
de lujo, por ejemplo. Este objeto, por ejemplo...
Mallow
extrajo de su bolsillo interior una cadena plana de metal pulimentado.
—Esto, por
ejemplo.
—¿Qué es?
—Eso se ha
de demostrar. ¿Puede usted hacer que venga una muchacha? Cualquier jovencita
servirá. Y un espejo, de cuerpo entero.
—¡Hummm!
Vamos adentro, entonces.
El comodoro
se refería al edificio donde vivía como en su casa. El populacho indudablemente
lo hubiera llamado palacio. A los objetivos ojos de Mallow, se parecía
extraordinariamente a una fortaleza. Se elevaba sobre un promontorio que
dominaba la capital. Sus muros eran gruesos y estaban reforzados. Sus
alrededores se hallaban vigilados, y su arquitectura estaba destinada a la
defensa. Era el tipo de morada apropiada, pensó amargamente Mallow, para Asper
el Bienamado.
Una
muchacha se encontraba frente a ellos. Se inclinó profundamente ante el
comodoro, que dijo:
—Es una de
las sirvientas de la comodora. ¿Servirá?
—¡Perfectamente!
El comodoro observó cuidadosamente mientras Mallow deslizaba la cadena
alrededor de la cintura de la muchacha, y retrocedía.
El comodoro
preguntó:
—Bueno.
¿Eso es todo?
—¿Quiere
correr las cortinas, comodoro? Señorita, hay un botoncito al lado del broche.
¿Quiere moverlo hacia arriba, por favor? Adelante, no le pasará nada.
La muchacha
así lo hizo, suspiró profundamente, se miró las manos, y exclamó:
—¡Oh!
Desde la
cintura, de donde brotaba como una fuente luminosa, había surgido una vaporosa
luminiscencia de brillantes colores que la rodeaba, formando sobre su cabeza
una centelleante corona de fuego líquido. Era como si alguien hubiese arrancado
la aurora boreal del firmamento y hubiese moldeado con ella una maravillosa
capa.
La muchacha
avanzó hacia el espejo y se contempló, fascinada.
—Tenga
—Mallow le alargó un collar de piedras mates—. Póngaselo alrededor del cuello.
La muchacha
así lo hizo, y cada piedra, al entrar en el campo luminiscente, se convirtió en
una llama individual que titilaba y brillaba en carmesí y oro.
—¿Qué le
parece? —le preguntó Mallow. La muchacha no contestó, pero tenía una mirada de
adoración en los ojos. El comodoro hizo un gesto, y, de mala gana, ella
presionó el botón hacia abajo y la magnificencia se esfumó. Se marchó... con un
recuerdo—. Es suyo, comodoro —dijo Mallow—, para la comodora. Considérelo como
un pequeño regalo de la Fundación.
—Hummm —El
comodoro dio vueltas al cinturón y el collar entre sus manos, como si calculara
el peso—. ¿Cómo están hechos?
Mallow se
encogió de hombros.
—Esto es
cuestión de nuestros técnicos especializados. Pero le funcionará sin, tome nota
de esto, sin ayuda sacerdotal.
—Bueno, al
fin y al cabo, sólo son baratijas femeninas. ¿Qué se puede hacer con estas
cosas? ¿Dónde interviene el dinero?
—¿Usted
tiene bailes, recepciones, banquetes..., esa clase de cosas?
—Oh, sí.
—¿Se da
cuenta de lo que las mujeres pagarían por este tipo de joyas? Diez mil
créditos, por lo menos.
El asombro
del comodoro llegó al colmo.
—¡Ah!
—Y puesto
que la unidad energética de este artículo en particular no durará más de seis
meses, serán necesarios frecuentes reemplazos. Ahora bien, podemos vender
tantos como quiera por el equivalente de mil créditos en hierro forjado. El
novecientos por ciento de beneficio es para usted.
El comodoro
se acarició la barba y pareció sumirse en complicados cálculos mentales.
—¡Galaxia,
cómo lucharían las duquesas viudas por conseguir esto! Yo mantendría un número
reducido y ellas morderían el anzuelo. Naturalmente, no convendría que se
enteraran de que yo en persona...
Mallow
dijo:
—Podemos
explicarle la manera de montar sociedades ficticias, si usted quiere. Luego,
contando con nuevas empresas parecidas, daríamos nuestra variada producción de
los aparatos domésticos. Tenemos hornos plegables que asan las carnes más duras
hasta el punto deseado en sólo dos minutos. Tenemos cuchillos que no necesitan
afilarse. Tenemos el equivalente de una lavadora completa que puede meterse en
un armario y funciona automáticamente. Y lavavajillas. Y fregadoras de suelo,
barnizadores de muebles, precipitadores de polvo..., oh, cualquier cosa que
desee. Piense en su creciente popularidad, si las pone a disposición del
público. Piense en su creciente cantidad de, uh, bienes mundiales, si se venden
como parte de un monopolio gubernamental al precio sin protestar, y no
necesitan saber que usted los importa. Y considere que ninguno de estos
aparatos requerirá la supervisión sacerdotal. Todo el mundo será feliz.
—Excepto
usted, al parecer. ¿Qué es lo que usted obtendría?
—Sólo lo
que todos los comerciantes obtienen bajo la ley de la Fundación. Mis hombres y
yo recogeremos la mitad de todos los beneficios. Usted sólo tiene que comprar
lo que quiero venderle, y ambos saldremos ganando. Muchísimo.
El comodoro
pensaba en cosas agradables.
—¿Cómo ha
dicho que quería que le pagáramos? ¿Con hierro?
—Eso, y
carbón, y bauxita. También con tabaco, pimienta, magnesio, madera dura. Nada
que usted no tenga en abundancia.
—Suena
bien.
—Así lo
creo. Oh, aún hay otro artículo que puedo ofrecerle, comodoro. Podría
proporcionar nuevas herramientas a sus fábricas.
—¿Eh? ¿A
qué se refiere?
—Bueno, a
sus fundiciones de acero. Tengo a mano algunos pequeños aparatos que podrían
reducir el coste de la producción del acero al uno por ciento del precio
anterior. Usted podría reducir los precios a la mitad, y seguir obteniendo unos
beneficios muy considerables de los manufacturadores. Escuche, podría
demostrarle lo que digo, si me lo permite. ¿Tiene alguna fundición de acero en
esta ciudad? No llevará demasiado rato.
—Puede
arreglarse, comerciante Mallow. Pero mañana, mañana. ¿Cenará usted con nosotros
esta noche?
—Mis
hombres... —empezó Mallow.
—Que vengan
—dijo el comodoro, cordialmente—. Una amistosa unión simbólica de nuestras naciones.
Nos dará la oportunidad para tener otras charlas amistosas. Pero una cosa —su
rostro se hizo más grave—, nada de su religión. No crea que esto es una puerta
abierta para los misioneros.
—Comodoro
—dijo Mallow, secamente—. Le doy mi palabra de que la religión reducirá mis
beneficios.
—Bien, eso
es suficiente. Haré que le escolten de regreso a la nave.
6
La comodora
era mucho más joven que su marido. Su rostro era pálido y de rasgos fríos, y su
cabello negro le caía uniformemente sobre los hombros.
Su voz era
aguda.
—¿Has
terminado ya, mi gracioso y noble marido? ¿Has terminado del todo, del todo?
Supongo que ahora incluso puedo salir al jardín, si quiero.
—No hay
necesidad de dramatizar, Licia querida —dijo el comodoro, dulcemente—. El joven
vendrá esta noche a cenar, y tú podrás hablar todo lo que quieras con él e
incluso divertirte oyendo todo lo que yo digo. Hay que disponer un lugar para
sus hombres en algún sitio de la casa. Las estrellas dicen que son pocos.
—Es más
probable que sean una piara de cerdos que comerán animales enteros y beberán
barriles de vino. Y te quejarás dos noches seguidas cuando calcules los gastos.
—Bueno,
esta vez quizá no lo haga. A pesar de tu opinión, la cena ha de ser de lo más
abundante.
—Oh, ya veo
—le miró airadamente—. Eres muy amigo de esos bárbaros. Quizá ésta es la razón
de que no me permitieras asistir a la entrevista. Quizá tu alma, un poco
marchita, esté tramando volverse contra mi padre.
—De ninguna
manera.
—Sí,
debería creerte, ¿verdad? Si alguna vez hubo alguna mujer sacrificada por la
política a un matrimonio insípido, ésa he sido yo. Hubiera podido conseguir un
hombre más apropiado en las callejuelas y los caminos de barro de mi mundo.
—Bueno,
ahora te diré una cosa, señora mía. Quizá te gustaría regresar a tu mundo. Sólo
para conservar como recuerdo la parte de ti que conozco mejor, primero te
podría cortar la lengua. Y —balanceó la cabeza, apreciativamente, hacia un
lado— como toque final a tu belleza, las orejas y la punta de la nariz.
—No te
atreverías, perrito faldero. Mi padre pulverizaría tu nación de juguete hasta
convertirla en polvo meteórico. De hecho, podría hacerlo de todos modos, si le
dijera que tratas con esos bárbaros.
—Hummm.
Bueno, no hay necesidad de amenazar. Eres libre de interrogar al hombre esta
noche. Mientras tanto, señora, conserva la lengua tranquila.
—¿A tu
disposición?
—Anda, toma
esto, y no hables.
El cinturón
quedó ceñido a su cintura y el collar le rodeó el cuello. Él mismo apretó el
botoncito y retrocedió. La comodora respiró profundamente y alzó las manos con
rigidez.
Tocó el
collar con cuidado e inspiró de nuevo. El comodoro se frotó las manos,
satisfecho, y dijo:
—Puedes
llevarlo esta noche... y te conseguiré más. Ahora no hables.
Y la
comodora no habló.
7
Jaim Twer
movía los pies. Dijo:
—¿Por qué
frunce el ceño?
Hober
Mallow dejó de cavilar.
—¿He
fruncido el ceño? No lo pretendía.
—Ayer debió
suceder alguna cosa..., quiero decir, aparte de la fiesta —con súbita
convicción—. Mallow, hay problemas, ¿verdad?
—¿Problemas?
No. Todo lo contrario. En realidad, estoy a punto de lanzar todo mi peso contra
una puerta y encontrar que está abierta de par en par. Vamos a entrar en esa
fundición de acero con demasiada facilidad.
—¿Teme
alguna trampa?
—Oh, por el
amor de Seldon, no sea melodramático —Mallow reprimió su impaciencia y añadió,
ya más calmado—: Es sólo que una entrada tan fácil significa que no hay nada
que ver.
—Energía
atómica, ¿eh? —Reflexionó Twer—. Escuche, no hay ninguna prueba de que haya una
economía basada en la energía atómica aquí en Korell. Y sería difícil
enmascarar todos los signos de los amplios efectos que una tecnología
fundamental como la energía atómica imprime a todas las cosas.
—No, si
sólo está iniciándose, Twer, y siendo aplicada a la economía bélica. Sólo la
encontrará en los astilleros y las fundiciones de acero.
—De modo
que si allí no hay, es que...
—Es que no
tienen... o no la enseñan. Tire una moneda a cara o cruz o adivínelo.
Twer meneó
la cabeza.
—Me hubiera
gustado estar con usted ayer.
—A mí
también me hubiera gustado —dijo Mallow, inflexiblemente—. No tengo objeciones
contra el apoyo moral. Por desgracia, fue el comodoro quien fijó los términos
de la entrevista, y no yo. Y eso que hay ahí afuera debe ser el automóvil real
que debe llevarnos a la fundición. ¿Tiene los aparatos?
—Todos.8
La
fundición era grande, y despedía un olor a decadencia que ninguna clase de
reparaciones superficiales podía borrar completamente. Estaba vacía y en un
estado de quietud muy poco natural, como debía ocurrir cuando acudían el
comodoro y su corte.
Mallow
había colocado el lingote de acero entre dos soportes con afectada
indiferencia. Había tomado el instrumento que Twer le alargó y asía el mango de
piel.
—El
instrumento —dijo— es peligroso, pero también lo es una sierra circular. Lo
único que hay que hacer es no acercar los dedos.
Y, mientras
hablaba, dirigió la boca del aparato contra el lingote y la deslizó a lo largo
de éste con suavidad. El lingote cayó al suelo cortado en dos.
Hubo un
salto unánime, y Mallow se echó a reír. Recogió una de las mitades y la sujetó
contra la rodilla.
—Puede
ajustarse la longitud del corte exactamente hasta una centésima de milímetro, y
una plancha de cincuenta milímetros se podría cortar por la mitad con la misma
facilidad. Si ha comprobado la profundidad deseada, puede poner el lingote de
acero sobre una mesa de madera y cortar el metal sin rayar la mesa.
Y a cada
frase, la sierra atómica se movía, y una viruta de acero caía al suelo.
—Esto
—dijo— es aserrar... el acero.
Echó la
sierra hacia atrás.
—También
puede emplearse como cepillo. ¿Quiere disminuir la anchura de un lingote,
borrar una irregularidad, separar una parte corroída? ¡Mire!
Una delgada
y transparente hoja de metal salió de la otra mitad del lingote original,
primero de quince centímetros de anchura, después de veinte, y después de
treinta.
—¿O como
taladradora? Todo se basa en el mismo principio.
La gente se
agolpaba a su alrededor. Podía parecer la exhibición de un prestidigitador, un
mago, o una función de variedades realizada ante navegantes ansiosos. El
comodoro Asper manoseaba virutas de acero. Altos funcionarios del gobierno se
ponían de puntillas para mirar por encima del hombro de su vecino, y
susurraban, mientras Mallow practicaba limpiamente agujeros a través de
veinticinco milímetros de duro acero a cada toque de su taladradora atómica.
—Sólo una
demostración más. Que alguien traiga dos trozos pequeños de tubo.
Un honorable
chambelán de una cosa u otra se apresuró a obedecer en medio de la agitación
general, y se ensució las manos como cualquier obrero.
Mallow las
mantuvo en posición vertical y cortó los extremos con un solo golpe de la
sierra, y después unió los tubos, por los extremos recién cortados.
¡Y fue un
solo tubo! Los nuevos extremos, carentes incluso de irregularidades atómicas,
formaban una pieza después de la juntura, que se realizó con un solo toque.
Entonces
Mallow miró a sus espectadores, pronunció una palabra y se interrumpió.
Sintió una
profunda opresión en el pecho, y el estómago se le puso rígido y frío.
Los propios
guardaespaldas del comodoro, en la confusión, habían logrado situarse en
primera línea, y Mallow, por primera vez, pudo ver las extrañas armas
portátiles con todo detalle.
¡Eran
atómicas! No había equivocación posible; un arma no atómica con un cañón así
era imposible. Pero eso no era lo más importante. No lo era en absoluto.
Las culatas
de esas armas tenían, profundamente grabadas en oro viejo, ¡la nave espacial y
el Sol!
La misma
nave espacial y el Sol que había en todos los grandes volúmenes de la
Enciclopedia original que la Fundación había empezado y aún no había terminado.
La misma nave espacial y el mismo Sol que habían decorado las banderas del
imperio galáctico durante milenios.
Mallow
habló sin dejar de pensar:
—¡Comprueben
el estado de este tubo! Es de una sola pieza. No es perfecto, naturalmente,
pues la juntura se ha hecho a mano.
No había
necesidad de más números de prestidigitación. Todo había terminado.
Mallow se
daba por satisfecho. No pensaba más que en una sola cosa. El globo de oro con
sus rayos convencionales, y la figura oblicua en forma de cigarro que era una
nave espacial.
¡La nave
espacial y el Sol del Imperio!
¡El
Imperio! ¡Las palabras se repetían una y otra vez! Había pasado un siglo y
medio, pero todavía existía el Imperio, en algún lugar olvidado de la Galaxia.
Y estaba emergiendo de nuevo hacia la Periferia.
¡Mallow
sonrió!
9
La Estrella
Lejana hacía dos días que estaba en el espacio, cuando Hober Mallow, en su
camarote particular con el teniente Drawt, le entregaba un sobre, un rollo de
microfilme y un esferoide plateado.
—Dentro de
una hora a partir de este momento, teniente, será usted capitán de la Estrella
Lejana, hasta mi regreso... o para siempre.
Drawt hizo
ademán de levantarse, pero Mallow le indicó con un gesto que permaneciera
sentado.
—No se
mueva, y escuche. El sobre contiene la localización exacta del planeta hacia el
cual ha de dirigirse. Allí, me esperará dos meses. Si antes de que transcurran
los dos meses la Fundación le localiza, el microfilme es mi informe del viaje.
»Si, por el
contrario —y su voz era sombría—, no regreso al cabo de dos meses, y las
naves de la Fundación no le localizan, diríjase al planeta Terminus, y entregue
la Cápsula de Tiempo como informe. ¿Lo comprende?
—Sí, señor.
—En ningún
momento, usted, o cualquiera de los hombres, ampliarán en ningún sentido mi
informe oficial.
—¿Y si nos
interrogan, señor?
—Entonces,
no saben nada.
—Sí, señor.
La
entrevista terminó, y cincuenta minutos más tarde un bote salvavidas apareció
al costado de la Estrella Lejana.
10
Onum Barr
era viejo, demasiado para asustarse. Desde los últimos disturbios, había vivido
solo en las afueras con los libros que salvara de las ruinas. No tenía nada que
temer, y menos por los gastados restos de su vida, de modo que se enfrentó con
el intruso sin alterarse.
—Tenía la
puerta abierta —explicó el desconocido.
Su acento
era seco y duro, y Barr no dejó de notar la extraña arma portátil de acero azul
que colgaba de su cadera. A la media luz de la reducida habitación, Barr vio el
brillo de un campo de fuerza que rodeaba al hombre. Dijo, con cansancio:
—No hay
razón para tenerla cerrada. ¿Desea algo de mí?
—Sí —el
desconocido permaneció de pie en el centro de la estancia. Era alto y
corpulento—. Su casa es la única que hay por los alrededores.
—Es un
lugar desolado —convino Barr—, pero hay una ciudad hacia el este. Puedo
mostrarle el camino.
—Dentro de
un rato. ¿Puedo sentarme?
—Si las
sillas le sostienen —dijo el anciano, gravemente—. También son viejas. Reliquias
de una juventud mejor.
El
extranjero dijo:
—Me llamo
Hober Mallow. Soy de una provincia lejana.
Barr
asintió y sonrió.
—Su modo de
hablar me lo ha revelado hace ya rato. Yo soy Onum Barr de Siwenna... y antiguo
patricio del imperio.
—Y esto es
Siwenna. Sólo tuve viejos planos para guiarme.
—Tenían que
haber sido realmente muy viejos para que la posición de las estrellas hubiera
cambiado.
Barr estaba
sentado, inmóvil, mientras los ojos del otro vagaban soñadoramente.
Observó que
el campo de fuerza atómica se había desvanecido de su alrededor y admitió
secamente para sí que su persona ya no parecía formidable a los desconocidos...
o incluso, para bien o para mal, a sus enemigos.
Dijo:
—Mi casa es
pobre y mis recursos, pocos. Puede usted compartir lo que tengo si su estómago
resiste el pan negro y el maíz seco.
Mallow
meneó la cabeza.
—No, ya he
comido y no puedo quedarme. Todo lo que necesito es que me indique cómo llegar
al centro del Gobierno.
—Eso es muy
fácil. ¿Se refiere usted a la capital del planeta, o del Sector Imperial?
El hombre
joven entrecerró los ojos.
—¿No son
las dos lo mismo? ¿No es esto Siwenna?
El viejo
patricio asintió lentamente.
—Siwenna,
sí. Pero Siwenna ya no es la capital del Sector Normánico. Su viejo mapa estaba
equivocado, después de todo. Las estrellas pueden no cambiar en siglos, pero
las fronteras políticas son demasiado inestables.
—Es un
verdadero contratiempo. Enorme. ¿Está la nueva capital muy lejos?
—Está en
Orsha II. A veinte parsecs de aquí. Su mapa le servirá. ¿Es muy viejo?
—Tiene
ciento cincuenta años.
—¿Tanto?
—El anciano suspiró—. La historia ha cambiado mucho desde entonces. ¿Sabe algo
al respecto?
Mallow negó
lentamente con la cabeza.
—Es usted
afortunado —dijo Barr—. Ha sido un tiempo muy malo para las provincias, excepto
durante el reinado de Stannell VI, y él murió hace cincuenta años. Desde
entonces, la rebelión y la ruina, la ruina y la rebelión —Barr se preguntó si
estaría hablando demasiado. Llevaba una vida muy solitaria, y tenía muy pocas
oportunidades de hablar con alguien.
Mallow
dijo, con súbita agudeza:
—La ruina,
¿eh? Lo dice usted como si la provincia estuviera empobrecida.
—Quizá no
en términos absolutos. Los recursos físicos de veinticinco planetas de primera
categoría tardan mucho tiempo en agotarse. Sin embargo, en comparación con el siglo
pasado, hemos caído muy abajo... y aún no hay signos de recuperación. ¿Por qué
está tan interesado en todo esto, joven? ¡Es usted muy vivo y sus ojos brillan!
El
comerciante estuvo a punto de sonrojarse, cuando los mortecinos ojos parecieron
adentrarse demasiado en los suyos y sonreír ante lo que vieron.
Dijo:
—Soy un
comerciante de fuera... del borde de la Galaxia. He localizado algunos mapas
viejos, y pretendo abrir nuevos mercados. Naturalmente, me preocupa oír hablar
de provincias empobrecidas. No se puede ganar dinero en un mundo que no tenga
riquezas. Vamos a ver, ¿cómo está Siwenna, por ejemplo?
El anciano
se inclinó hacia adelante.
—No podría
decírselo. Quizá no esté tan mal. ¿Pero dice que usted es un
comerciante? Parece más bien un guerrero. No aparta la mano del arma y tiene
una cicatriz en la mejilla.
Mallow
sacudió la cabeza.
—No hay
mucha ley en el lugar de donde vengo. La lucha y las cicatrices forman parte de
los gastos generales de un comerciante. Pero la lucha sólo es útil cuando hay
dinero al final, y si puedo conseguirlo sin ella, es mucho más cómodo.
¿Encontraré aquí el dinero suficiente como para que valga la pena luchar?
Apuesto a que no me será difícil verme envuelto en la lucha.
—Nada
difícil —convino Barr—. Podría unirse a los remanentes de Wiscard en las
Estrellas Rojas. Sin embargo, no sé si esto puede llamarse lucha o piratería. O
podría unirse a nuestro gracioso virrey actual..., gracioso por derecho a
asesinato, pillaje, rapiña, y la palabra de un joven emperador, legalmente asesinado
—Las fláccidas mejillas del patricio enrojecieron. Sus ojos se cerraron y
después volvieron a abrirse, brillantes como los de un pájaro.
—No parece
muy amigo del virrey, patricio Barr —dijo Mallow—. ¿Y si yo fuera uno de sus
espías?
—¿Y qué si
lo es? —replicó Barr, amargamente—. ¿Qué puede llevarse? —Hizo un gesto
señalando el interior desnudo de la destartalada mansión.
—Su vida.
—Me
abandonaría con bastante facilidad. Hace demasiados años que está conmigo. Pero
usted no es uno de los hombres del virrey. Si lo fuera, quizá mi instintivo
sentido de la preservación me mantendría la boca cerrada.
—¿Cómo lo
sabe?
El anciano
se echó a reír.
—Parece
como si sospechara. Vamos, apostaría algo a que cree que estoy tratando de
hacerle caer en una trampa para denunciarle al Gobierno. No, no. Me he retirado
de la política.
—¿Que se ha
retirado de la política? ¿Se retira un hombre de eso alguna vez? ¿Cuáles han
sido las palabras que ha empleado para describir al virrey? Asesinato, pillaje,
y todo eso. No parecía objetivo. No exactamente. No como si se hubiera retirado
de la política.
El anciano
se encogió de hombros.
—Los
recuerdos aguijonean al llegar súbitamente. ¡Escuche! ¡Juzgue por sí mismo! Cuando
Siwenna era la capital de la provincia, yo era patricio y miembro del senado
provincial. Mi familia era antigua y distinguida. Uno de mis bisabuelos había
sido... No, eso no importa. Las glorias pasadas son un pobre alimento.
—Lo
comprendo —dijo Mallow—; hubo una guerra civil, o una revolución.
El rostro
de Barr se ensombreció.
—Las
guerras civiles son crónicas en estos días de degeneración, pero Siwenna se
había mantenido aparte. Bajo Stannell VI, casi había alcanzado su antigua
prosperidad. Pero siguieron unos emperadores débiles, y emperadores débiles
significan virreyes fuertes, y nuestro último virrey, el mismo Wiscard cuyos
secuaces todavía hacen presa en el comercio entre las Estrellas Rojas, deseaba
la púrpura imperial. No era el primero que lo hacía. Y si hubiera triunfado, no
hubiera sido el primero en hacerlo.
»Pero
fracasó. Pues cuando el almirante del emperador se acercaba a la provincia al
frente de su flota, la misma Siwenna se rebeló contra su virrey rebelde —Se
interrumpió, tristemente.
Mallow se
encontró sentado en el borde de la silla, escuchando con atención, y se relajó
lentamente.
—Continúe,
señor, por favor.
—Gracias
—dijo Barr, con cansancio—. Es usted muy amable al seguir el humor de un
anciano. Se rebelaron; o debería decir, nos rebelamos, pues yo era uno
de los jefes menores. Wiscard se fue de Siwenna, poco antes de que pudiéramos
atraparle, y el planeta, y con él la provincia, abrió sus puertas al almirante
con un gesto de lealtad hacia el emperador. No estoy seguro de por qué lo
hicimos. Quizá nos sintiéramos leales hacia el símbolo, si no hacia la persona,
del emperador... un niño vicioso y cruel. Quizá temiéramos los horrores de un
asedio.
—¿Y bien?
—apremió Mallow, amablemente.
—Bueno —fue
la triste respuesta—, aquello no bastó al almirante. Quería la gloria de
conquistar una provincia rebelde y sus hombres ansiaban el botín que tal
conquista implicaría. De modo que, mientras la gente seguía reunida en todas
las ciudades grandes, aclamando al emperador y su almirante, ocupó todos los
centros armados, y después ordenó atacar a la población con armas atómicas.
—¿Con qué
pretexto?
—Con el
pretexto de que se habían rebelado contra su virrey, ungido por el emperador. Y
el almirante se convirtió en el nuevo virrey, por virtud de un mes de masacre,
pillaje y completo horror. Yo tenía seis hijos. Cinco murieron... de distintas
formas. Tenía una hija. Espero que muriera, eventualmente. Yo me
escapé porque era viejo. Vine aquí, demasiado viejo incluso para preocupar a
nuestro virrey —inclinó su cabeza gris—. No me dejaron nada, porque había
contribuido a expulsar a un gobernador rebelde y privado a un almirante de su
gloria.
Mallow
permaneció silencioso y esperó.
—¿Qué pasó
con su sexto hijo? —preguntó luego dulcemente.
—¿Eh? —Barr
sonrió amargamente—. Está a salvo, pues se ha unido al almirante como un
soldado corriente bajo un nombre supuesto. Es artillero en la flota personal
del virrey. Oh, no, veo lo que expresan sus ojos. No es un hijo
desnaturalizado. Me visita cuando puede y me da lo que puede. Me mantiene con
vida. Y algún día, nuestro gran y glorioso virrey se arrastrará hasta la
muerte, y será mi hijo el que le ejecute.
—¿Y explica
esto a un desconocido? Pone en peligro a su hijo.
—No. Le
ayudo, al introducir a un nuevo enemigo. Y si yo fuera amigo del virrey, le
diría que desplegara todas su naves hacia el espacio exterior, y limpiara hasta
el borde de la Galaxia.
—¿No hay
naves allí?
—¿Ha
encontrado alguna? ¿Le ha dificultado la entrada alguna guardia espacial? Con
muy pocas naves, y las provincias fronterizas llenas de intriga e iniquidad, no
se puede malgastar ni una sola para guardar los soles bárbaros exteriores. No
nos había amenazado ningún peligro desde el fragmentado borde de la Galaxia...
hasta que usted llegó.
—¿Yo? Yo no
represento ningún peligro.
—Habrá más
después de usted.
Mallow
meneó la cabeza lentamente.
—No estoy
seguro de comprenderle.
—¡Escuche!
—Había una entonación febril en la voz del anciano—. Le he conocido en el
momento de entrar. Tiene un campo de fuerza alrededor del cuerpo, o lo tenía
cuando lo he visto por primera vez.
Un silencio
lleno de duda, después:
—Sí..., lo
tenía.
—Bien. Eso
fue un error, pero usted no lo sabía. Sé algunas cosas. En estos días de
decadencia no está de moda ser culto. Los acontecimientos se suceden con gran
rapidez y el que no lucha contra la marea con armas atómicas es barrido para
siempre, como yo lo fui. Pero yo era instruido, y sé que en toda la historia de
la energía atómica nunca se ha inventado un campo de fuerza portátil. Tenemos
campos de fuerzas... enormes, capaces de proteger a una ciudad, o incluso una
nave, pero no a un solo hombre.
—¡Ah!
—Mallow frunció los labios—. ¿Y qué deduce de todo eso?
—Ha habido
historias que se han filtrado a través del espacio. Viajan por extraños caminos
y se deforman a cada pársec..., pero cuando yo era joven había una pequeña nave
de extraños hombres, que no conocían nuestras costumbres y no podían decir de
dónde procedían. Hablaron de unos magos existentes al borde de la Galaxia;
magos que brillaban en la oscuridad, que volaban sin ayuda por el aire, y a
quienes las armas no afectaban en modo alguno.
»Nos
reímos. Yo también me reí. Lo había olvidado hasta hoy. Pero usted brilla en la
oscuridad, y no creo que mi pistola, si tuviera una, le hiriera. Dígame, ¿puede
volar por el aire tal como está sentado ahora?
Mallow
dijo, con calma:
—No puedo
hacer nada de todo eso.
Barr
sonrió.
—Me alegra
la respuesta. Yo no examino a mis huéspedes. Pero si hay magos, si usted
es uno de ellos, puede haber algún día un gran influjo suyo, o de usted. Quizá
eso fuera lo mejor. Quizá necesitemos sangre nueva —después, murmuró algo para
sí y prosiguió—: Pero también funciona del otro modo. Nuestro nuevo virrey
también sueña, como lo hacía nuestro viejo Wiscard.
—¿También
con la corona del emperador?
Barr asintió.
—Mi hijo
oye rumores. En el séquito personal del virrey, es imposible evitarlos. Y me
los cuenta. Nuestro nuevo virrey no rehusaría la corona si se la ofrecieran,
pero conserva su línea de retirada. Algunas historias dicen que, a falta de las
alturas imperiales, planea erigir un nuevo imperio en las regiones bárbaras. Se
dice, pero yo no lo juraría, que ya ha dado a una de sus hijas como esposa a un
reyezuelo de algún lugar de la Periferia, no marcado en los mapas.
—Si uno
prestara oídos a todas las historias...
—Lo sé. Hay
muchas más. Soy viejo y digo tonterías. Pero, ¿qué dice usted? —Y aquellos
penetrantes y ancianos ojos le examinaron fijamente.
El
comerciante reflexionó.
—No digo
nada. Pero me gustaría preguntarle algo. ¿Tiene Siwenna energía atómica? No,
espere, sé que posee el conocimiento de la energía atómica. A lo que me refiero
es a si tienen generadores de energía intactos, o si los destruyó el reciente
saqueo.
—¡Destruirlos!
Oh, no. Medio planeta hubiera sido arrasado antes de tocar la estación de
energía más insignificante. Son irreemplazables y abastecen la energía de las
naves —casi con orgullo, añadió—: Tenemos las más grandes y mejores en este
sector aparte del mismo Trantor.
—¿Qué
tendría que hacer primero para ver esos generadores?
—¡Nada! —Contestó
Barr, con decisión—. No podría acercarse a ningún centro militar sin que le
dispararan inmediatamente. Nadie podría hacerlo. Siwenna aún carece de derechos
civiles.
—¿Quiere
decir que todas las estaciones de energía están a cargo de los militares?
—No. Hay
las estaciones de ciudades pequeñas, las que suministran la energía para
calentar e iluminar las casas, vehículos, y demás. Esas son casi peor. Están
controladas por los técnicos.
—¿Quiénes
son?
—Un grupo
especializado que supervisa las plantas de energía. El honor es hereditario, y
los jóvenes empiezan como aprendices de la profesión. Estricto sentido del
deber, honor, y todo eso. Nadie más que un técnico podría entrar en una
estación.
—Comprendo.
—Sin
embargo —añadió Barr—, yo no digo que no haya habido casos en que los técnicos
se hayan dejado sobornar. En los días en que tuvimos nueve emperadores en
cincuenta años y siete de ellos fueron asesinados... cuando todos los capitanes
espaciales aspiran a la usurpación de un virreinato, y todos los virreyes al
imperio, supongo que incluso un técnico puede dejarse comprar con dinero. Pero
se requeriría mucho, y yo no tengo nada. ¿Tiene usted?
—¿Dinero?
No. ¿Pero acaso sólo se soborna con dinero?
—¿Con qué
otra cosa, si el dinero compra todo lo demás?
—Hay muchas
cosas que el dinero no puede comprar. Ahora le agradecería que me dijera dónde
se encuentra la ciudad más próxima con una de la estaciones, y cuál es el mejor
modo de llegar a ella.
—¡Espere!
—Barr extendió sus delgadas manos—. ¿Adónde va con tanta prisa? Yo no le
hago preguntas. Pero en la ciudad, donde los habitantes aún son considerados
rebeldes, sería detenido por el primer soldado o guardia que oyera su acento o
viera su ropa.
Se puso en
pie y de una vieja cómoda extrajo una libreta.
—Mi
pasaporte... falso. Me escapé con él.
Lo puso en
manos de Mallow y le hizo cerrar los dedos sobre él.
—La
descripción no coincide, pero si usted lo enseña, hay muchas posibilidades de
que no lo miren demasiado.
—¿Y usted?
Se quedará sin ninguno.
El viejo exiliado
se encogió cínicamente de hombros.
—¿Y qué? Y
otra precaución. ¡Cuidado con la lengua! Su acento es bárbaro, sus expresiones
muy peculiares, y a cada momento suelta usted los arcaísmos más sorprendentes.
Cuanto menos hable, menos sospechas levantará. Ahora le diré cómo llegar a la
ciudad...
Cinco
minutos después, Mallow se había ido.
No se
volvió más que una vez, un momento, hacia la casa del viejo patricio, antes de
irse definitivamente. Y cuando Onum Barr salió a su pequeño jardín al día
siguiente, encontró una caja a sus pies. Contenía provisiones, provisiones
concentradas como se encuentran a bordo de una nave, y tenían un gusto y una
preparación desconocidos para él.
Pero eran
buenas, y duraron mucho tiempo.
11
El técnico
era bajo, y su piel brillaba debido a la obesidad. Llevaba flequillo y el
cráneo le relucía con un matiz rosado. Los anillos de sus dedos eran gruesos y
pesados, su ropa estaba perfumada, y era el primer hombre que Mallow había
encontrado en el planeta que no tenía aspecto de pasar hambre.
El técnico
frunció los labios con displicencia.
—Vamos, dése
prisa. Tengo cosas de gran importancia que hacer. Parece usted extranjero... —Parecía
evaluar el traje de Mallow, completamente distinto del de los siwenneses y sus
ojos se llenaron de sospechas.
—No soy de
la vecindad —dijo Mallow, tranquilamente—, pero este asunto no tiene
importancia. Ayer tuve el honor de enviarle un pequeño regalo...
La nariz
del técnico se arrugó.
—Lo recibí.
Es un juguete muy interesante. Puede que lo use alguna vez.
—Tengo
otros regalos más interesantes. No pertenecen a la categoría de los juguetes.
—¿Sí? —La
voz del técnico se demoró pensativamente en el monosílabo—. Me parece que ya
preveo el curso de la entrevista; ya ha ocurrido otras veces. Va a ofrecerme
cualquier bagatela. Unos cuantos créditos, quizá una capa, una joya de segunda
categoría; cualquier cosa que su pequeña alma crea suficiente para corromper a
un técnico —frunció el labio inferior con beligerancia—. Y sé lo que usted
quiere a cambio. Ha habido otros que han tenido la misma idea brillante. Quiere
ser adoptado en nuestro clan. Quiere que le enseñemos los misterios de la
energía atómica y el cuidado de las máquinas. Usted piensa que porque ustedes,
perros de Siwenna, y probablemente se finge usted extranjero para estar a
salvo, están siendo castigados diariamente por su rebelión, podrían librarse
del castigo que se merecen acumulando sobre ustedes los privilegios y
protecciones del gremio de los técnicos.
Mallow
hubiera hablado, pero el técnico elevó el tono de voz hasta convertirlo en un
rugido.
—Y ahora
váyase antes de que informe de su nombre al protector de la ciudad. ¿Creía
usted que traicionaría la confianza depositada en mí? Los traidores siwenneses
que me precedieron... ¡quizá! Pero ahora trata con una raza diferente. ¡Por la
Galaxia, me maravillo de no matarle yo mismo y en este mismo momento con mis
propias manos!
Mallow
sonrió para sí. Todo el discurso era evidentemente artificial en tono y
contenido, de modo que toda la digna indignación degeneró en una farsa poco
inspirada.
El
comerciante miró humorísticamente las dos fláccidas manos a las que el otro
acababa de aludir como sus posibles verdugos y dijo:
—Su
Sabiduría está equivocado en tres puntos. Primero, no soy un criado del virrey
que ha sido enviado para probar su lealtad. Segundo, mi regalo es algo que el
emperador mismo, en todo su esplendor, no posee ni poseerá nunca. Tercero, lo
que quiero a cambio es muy poco; casi nada; una tontería.
—¡Eso es lo
que usted dice! —El tono pasó a ser de grave sarcasmo—. Vamos a ver, ¿cuál es
esa donación imperial que su poder infinito desea regalarme? Algo que el
emperador no tiene, ¿eh? —Estalló en un agudo graznido de burla.
Mallow se
levantó y empujó la silla hacia un lado.
—He
esperado tres días para verle, Su Sabiduría, pero la exhibición sólo durará
tres segundos. Si quisiera coger la pistola cuya culata veo muy cerca de su
mano...
—¿Eh?
—Y
dispararme, se lo agradeceré.
—¿Qué?
—Si yo
muero, puede decir a la policía que traté de sobornarle para que traicionara
secretos del gremio. Recibirá grandes alabanzas. Si no muero, puede quedarse
con mi escudo.
Por primera
vez, el técnico se dio cuenta de la iluminación débilmente blanca que rodeaba a
su visitante, como si se hubiera sumergido en polvos de perla. Levantó la
pistola al nivel deseado y guiñando un ojo, cerró el contacto.
Las
moléculas de aire apresadas en la súbita oleada de desintegración atómica se
desmembraron en resplandecientes, ardientes iones; el rayo trazó una línea muy
fina que llegó al corazón de Mallow... ¡y salió despedido!
Mientras la
tranquila mirada de Mallow permanecía inmutable, las fuerzas atómicas que le
rodeaban se consumieron contra aquella frágil y nacarada iluminación, y se
desvanecieron en la luz del mediodía.
La pistola
del técnico cayó al suelo con un ruido que pasó desapercibido.
Mallow
dijo:
—¿Tiene el
emperador un escudo de fuerza personal? Usted puede tener uno.
El técnico
murmuró:
—¿Es usted
un técnico?
—No.
—Entonces...
¿dónde ha obtenido eso?
—¿Qué
importa? —Mallow estaba fríamente airado—. ¿Lo quiere? —Una delgada cadena de
eslabones cayó sobre la mesa—. Aquí está.
El técnico
se apresuró a cogerla y tocarla nerviosamente.
—¿Está
completa?
—Completa.
—¿Dónde
está la energía?
El dedo de
Mallow cayó sobre el eslabón más grande, recubierto por un estuche de plomo.
El técnico
levantó la vista, y su rostro estaba congestionado por la sangre.
—Señor, soy
un técnico de grado superior. Tengo veinte años a mis espaldas como supervisor
y estudié con el gran Bler en la Universidad de Trantor. Si usted tiene la
desfachatez de decirme que en un pequeño espacio del tamaño de... una nuez, hay
un generador atómico, estará ante el protector dentro de tres segundos.
—Explíquelo
usted mismo, si puede. Yo digo que está completo.
El rubor
del técnico se desvaneció lentamente al colocarse la cadena alrededor de la
cintura y, siguiendo el ademán de Mallow, apretó el eslabón. La irradiación que
le rodeó centelleó con luz mortecina. Lentamente, ajustó su desintegrador hasta
un mínimo de fuego.
Y entonces,
convulsivamente, cerró el circuito y el fuego atómico se precipitó contra su
mano, sin hacerle daño. Gritó:
—¿Y si
ahora le disparo, y me quedo el escudo?
—¡Inténtelo!
—Dijo Mallow—. ¿Cree que le he dado el único que tengo?
—Y él
estaba, asimismo, sólidamente envuelto en luz.
El técnico
soltó una risita nerviosa. La pistola cayó sobre la mesa. Dijo:
—¿Y qué es
esa nadería, esta tontería que quiere a cambio?
—Quiero
ver sus generadores.
—Usted sabe
que está prohibido. Significaría la expulsión al espacio para los dos...
—No quiero
tocarlos ni tener nada que ver con ellos. Quiero verlos... desde lejos.
—¿Si no?
—Si no,
usted tiene su escudo, pero yo tengo otras cosas. Por ejemplo, una pistola
especialmente diseñada para atravesar ese escudo.
—Hummm —el
técnico desvió la mirada—. Venga conmigo.
12
La casa del
técnico era una construcción de dos pisos en las afueras del enorme
amontonamiento cúbico y sin ventanas que ocupaba el centro de la ciudad. Mallow
pasó de uno a otro sitio por un pasadizo subterráneo, y se encontró en la
silenciosa atmósfera con olor a ozono de la central de energía.
Durante
quince minutos, siguió a su guía y no dijo nada. Sus ojos no se perdieron nada.
Sus dedos no tocaron nada. Y después, el técnico dijo con voz ahogada:
—¿Ha tenido
bastante? No podría confiar en mis subordinados en este caso.
—¿Lo hace
alguna vez? —Preguntó irónicamente Mallow—. He tenido bastante.
Volvieron
al despacho y Mallow preguntó, pensativamente:
—¿Y todos
esos generadores están en sus manos?
—Todos
—dijo el técnico, con más de un poco de complacencia.
—¿Y los
mantiene en funcionamiento y buen estado?
—¡En
efecto!
—¿Y si se
estropean?
El técnico
meneó la cabeza con indignación.
—No se
estropean. Nunca se estropean. Fueron construidos para toda la eternidad.
—La
eternidad es mucho tiempo. Suponga que...
—No es
científico suponer casos absurdos.
—Muy bien.
¿Y si yo redujera una parte vital a la nada? Supongo que las máquinas no son
inmunes a las fuerzas atómicas, ¿verdad? ¿Y si fundo una conexión vital, o
destrozo un tubo D de cuarzo?
—Bueno,
entonces —gritó el técnico, furiosamente—, le mataríamos.
—Sí, lo sé
—repuso Mallow, gritando también—, pero ¿y el generador? ¿Podríamos repararlo?
—Señor
—dijo el técnico, furioso—, ha tenido lo que solicitaba. Ha sido un intercambio
justo. ¡Ahora váyase! ¡No le debo nada más!
Mallow se
inclinó con satírico respeto y se fue.
Dos días
después se hallaba de nuevo en la base donde la Estrella Lejana esperaba
para volver con él a Terminus. Y dos días después el escudo del técnico se
quedó sin energía, y a pesar de su asombro y sus maldiciones nunca volvió a
brillar.
13
Mallow
descansó por primera vez en seis meses. Se hallaba tendido sobre la espalda en
el solario de su nueva casa, completamente desnudo. Sus grandes brazos morenos
estaban extendidos hacia arriba; los músculos se marcaban en la flexión, y
después se borraban en reposo.
El hombre
que estaba junto a él puso un cigarro entre los dientes de Mallow y se lo
encendió. Encendió otro para sí y dijo:
—Debe de
estar agotado. Quizá necesite un largo descanso.
—Quizá sí,
Jael, pero prefiero descansar en el asiento del Consejo. Porque voy a tener ese
asiento, y usted va a ayudarme.
Ankor Jael
enarcó las cejas y dijo:
—¿Cómo me
habré metido en esto?
—Se ha
metido de una forma muy obvia. En primer lugar es usted un viejo zorro. En
segundo lugar, fue expulsado de su asiento del gabinete por Jorane Sutt, el
mismo muchacho que preferiría perder un ojo a verme en el Consejo. No confía
mucho en mis posibilidades, ¿verdad?
—No mucho
—convino el ex ministro de Educación—. Es usted smyrniano.
—Eso no
constituye ninguna barrera legal. He tenido una educación laica.
—¿Desde
cuándo los prejuicios siguen otra ley que no sea la suya? ¿Y qué hay de ese
hombre suyo... ese Jaim Twer? ¿Qué es lo que él dice?
—Habló de
meterme en el Consejo hace ya casi un año —contestó Mallow con desenvoltura—,
pero lo he superado. En cualquier caso, él no lo hubiera conseguido. No es
bastante profundo. Es ruidoso y tenaz..., pero eso sólo es una expresión de
valor perjudicial. Yo estoy decidido a dar un golpe maestro. Le necesito.
—Jorane
Sutt es el político más listo del planeta y estará en contra de usted. No creo
que yo sea capaz de desbancarlo. Y no creo que él no luche con todas sus
fuerzas, y suciamente.
—Tengo
dinero.
—Eso
siempre ayuda. Pero se necesita mucho para eliminar los prejuicios contra un...
sucio smyrniano.
—Tendré
mucho.
—Bueno,
pensaré en ello. Pero no se le ocurra encabritarse sobre las patas traseras y
cacarear que yo le di ánimos. ¿Quién viene?
Mallow puso
un rictus compungido, y dijo:
—Me parece
que es el mismo Jorane Sutt. Llega temprano, y puedo comprenderlo. Hace unos
meses que le doy esquinazo. Mire, Jael, entre en la habitación de al lado, y
conecte el altavoz. Quiero que escuche.
Ayudó al
miembro del Consejo a salir de la habitación con un empujón de su pie descalzo,
y después se puso en pie y se cubrió con una túnica de seda. La luz solar
sintética se redujo a una intensidad normal.
El
secretario del alcalde entró rígidamente, mientras el solemne mayordomo cerraba
la puerta tras él sin hacer ruido.
Mallow se
abrochó el cinturón y dijo:
—Siéntese
donde quiera, Sutt.
Sutt se
limitó a esbozar una ligera sonrisa. La silla que escogió era cómoda, pero no
se apoltronó en ella. Desde el borde, dijo:
—Si
establece sus condiciones, iremos directamente al grano.
—¿Qué
condiciones?
—¿Quiere
que le vaya detrás? Muy bien, entonces, por ejemplo, ¿qué hizo en Korell? Su
informe era incompleto.
—Se lo di
hace meses. Entonces se mostró usted satisfecho.
—Sí —Sutt
se rascó pensativamente la frente con un dedo—. Pero desde entonces sus
actividades han sido significativas. Sabemos lo que está haciendo, Mallow.
Sabemos exactamente cuántas fábricas ha montado; con cuánta prisa lo hace; y
cuánto le cuesta. Y este palacio que tiene —miró a su alrededor con fría
apreciación—, que representa considerablemente más que mi salario anual; y una
faja que ha estado cortando... una faja muy considerable y cara... a través de
las capas superiores de la sociedad de la Fundación.
—¿De
verdad? Aparte de demostrar que emplea usted a espías competentes, ¿qué otra
cosa prueba?
—Prueba que
tiene un dinero que hace un año no tenía. Y esto puede probar cualquier cosa...
por ejemplo, que en Korell pasaron muchísimas cosas de las que no sabemos nada.
¿De dónde obtiene el dinero?
—Mi querido
Sutt, no esperará realmente que se lo diga.
—No.
—Ya me lo
parecía. Por eso voy a decírselo. Viene directamente de las arcas del tesoro
del comodoro de Korell.
Sutt
parpadeó.
Mallow
sonrió y prosiguió:
—Desgraciadamente
para usted, el dinero es legítimo. Soy maestro comerciante y el dinero que recibí
fue cierta cantidad de hierro forjado y cromita a cambio de cierto número de
chucherías que logré proporcionarle. El cincuenta por ciento de los beneficios
me corresponde por contrato hecho con la Fundación. La otra mitad pasa al
gobierno a fin de año, cuando todos los buenos ciudadanos pagan sus impuestos.
—En su
informe no había ninguna alusión a un convenio comercial.
—Tampoco
había alusiones a lo que tomé aquel día para desayunar, o al nombre de mi
amante de turno, o a cualquier otro detalle sin importancia —la sonrisa de
Mallow se volvió sardónica—. Fui enviado, según sus propias palabras, para
mantener los ojos abiertos. No los cerré ni un solo momento. Usted quería
averiguar lo que sucedió con las naves mercantes de la Fundación que habían
sido capturadas. No las vi ni oí hablar de ellas. Usted quería averiguar si
Korell tenía energía atómica. Mi informe habla de las pistolas atómicas que
poseen los guardias particulares del comodoro. No vi nada más. Y las pistolas
que vi son reliquias del viejo imperio, y pueden ser piezas de museo que, a mi
entender, no funcionan.
»Así pues,
obedecí las órdenes, pero aparte de esto era, y soy, un agente libre. Según las
leyes de la Fundación, un maestro comerciante está autorizado a abrir todos los
mercados que pueda, y recibir de ellos su mitad legal de los beneficios.
¿Cuáles son sus objeciones? No las veo.
Sutt volvió
los ojos cuidadosamente hacia la pared y habló con una difícil falta de cólera.
—La
costumbre general de todos los comerciantes es introducir la religión con su
comercio.
—Me adhiero
a la ley, no a la costumbre.
—Hay veces
en que la costumbre prevalece sobre la ley.
—Entonces
recurra a los tribunales.
Sutt alzó
unos sombríos ojos que parecieron meterse en sus cuencas.
—Al fin y
al cabo, usted es smyrniano. Parece ser que la naturalización y la educación no
pueden borrar las taras de la sangre. Escuche, y trate de comprenderme:
»Esto va
más allá del dinero, o los mercados. Tenemos la ciencia del gran Hari Seldon
para demostrar que el futuro imperio de la Galaxia depende de nosotros, y no
podemos desviarnos del curso que conduce a ese imperio. Nuestra religión es el
instrumento más importante que tenemos para lograr este objetivo. Con ella
hemos puesto a los Cuatro Reinos bajo nuestro control, incluso en un momento
que podían aplastarnos. Es el instrumento más poderoso que se conoce para
controlar hombres y mundos.
»La razón
primaria para el desarrollo del comercio y los comerciantes fue introducir y
expandir la religión con más rapidez, y asegurarnos de que la introducción de
las nuevas técnicas y la nueva economía estaría sujeta a nuestro control
concienzudo y profundo.
Hizo una
pausa para recobrar el aliento, y Mallow repuso sosegadamente:
—Conozco la
teoría. La comprendo muy bien.
—¿De
verdad? Es más de lo que esperaba. Entonces ya ve, naturalmente, que su intento
de comerciar por comerciar, con producción en serie de cosas sin valor que sólo
pueden afectar superficialmente a la economía mundial, por el divorcio de la energía
atómica del control religioso, sólo puede acabar con el derrumbamiento y la
negación completa de la política que ha tenido éxito durante un siglo.
—Tiempo más
que suficiente —dijo Mallow con indiferencia— para una política fuera de época,
peligrosa e imposible. Por más que su religión haya triunfado en los Cuatro
Reinos, apenas otro reino de la Periferia la ha aceptado. Cuando nos hicimos
con el control de los Reinos, había suficiente número de exiliados para
expandir la historia de cómo Salvor Hardin utilizó al clero y la superstición
del pueblo para derribar la independencia y el poder de los monarcas seculares.
Y si esto no bastara, el caso de Askone de hace dos décadas lo habría
demostrado con toda claridad. Ahora no hay un solo gobernante en toda la
Periferia que no se dejara cortar el cuello antes que permitir a un sacerdote
de la Fundación que entrara en el territorio.
»No
propongo obligar a Korell o a cualquier otro mundo exterior a aceptar algo que
no quieren. No, Sutt. Si la energía atómica los hace peligrosos, una sincera
amistad por medio del comercio será mil veces mejor que una odiada supremacía
basada en un poder espiritual extranjero, que, en cuanto se debilite un poco,
se derrumbará completamente y no dejará nada sustancial excepto un temor y un
odio inmortal.
Sutt dijo
cínicamente:
—Muy bien
planteado. Así que, para volver al punto inicial de la charla, ¿cuáles son sus
condiciones? ¿Qué quiere para intercambiar sus ideas por las mías?
—¿Cree que
mis convicciones están en venta?
—¿Por qué
no? —Fue la fría respuesta—. ¿No es éste su negocio, comprar y vender?
—Sólo con
beneficios —dijo Mallow, sin ofenderse—. ¿Puede ofrecerme más de lo que estoy
obteniendo ahora?
—Podría
tener los tres cuartos de los beneficios, en vez de la mitad.
Mallow soltó
una carcajada.
—Una
magnífica oferta. La totalidad del comercio en sus condiciones representaría
una décima parte de lo que obtengo ahora. Pruebe otra vez.
—Puede
tener un asiento en el Consejo.
—Lo tendré
de todos modos, sin usted y a pesar de usted.
Con un
rápido movimiento, Sutt blandió el puño.
—También
puede salvarse de una pena de prisión. De veinte años, si no me equivoco.
Considere el beneficio que representaría.
—Ningún
beneficio, a menos que pueda llevar a cabo tal amenaza.
—Será un
proceso por asesinato.
—¿De quién?
—preguntó Mallow, airadamente.
La voz de
Sutt era dura, aunque no más alta que antes.
—El asesinato
de un sacerdote anacreoniano, al servicio de la Fundación.
—¿Conque
ésas tenemos ahora? ¿Qué pruebas tiene?
El
secretario del alcalde se inclinó hacia adelante.
—Mallow, no
bromeo. Los preliminares están terminados. Sólo tengo que firmar la última hoja
y el caso de la Fundación contra Hober Mallow, maestro comerciante, habrá
comenzado. Abandonó usted a un súbdito de la Fundación a la tortura y la muerte
a manos de una turba enloquecida, Mallow, y sólo dispone de cinco segundos para
evitar el castigo que se merece. Por mí, preferiría que desestimara mi
advertencia. Sería más útil como enemigo destruido que como amigo dudosamente
converso.
Mallow dijo
solemnemente:
—Se hará lo
que usted desea.
—¡Muy bien!
—Y el secretario sonrió duramente—. Fue el alcalde el que decidió efectuar un
intento preliminar para llegar a un acuerdo, no yo. Habrá observado que no lo
he intentado demasiado.
La puerta
se abrió ante él, y se fue.
Mallow
levantó la vista cuando Ankor Jael volvió a entrar en la habitación.
—¿Le ha
oído? —preguntó Mallow.
El político
dio una patada contra el suelo.
—Nunca lo
había oído tan enfadado, desde que conozco a la serpiente.
—Muy bien.
¿Qué conclusión ha sacado?
—Bueno, se
lo diré. Una política de dominación extranjera a través de medios espirituales
es su idea fija; pero a mí me da la impresión de que sus objetivos principales
no son espirituales. Me expulsaron del Gabinete por discutir sobre el mismo
tema, como no necesito decirle.
—No
necesita decírmelo. Y, según su impresión, ¿cuáles son esos objetivos tan poco
espirituales?
Jael se
puso serio.
—Bueno, no
es estúpido, de modo que debe darse cuenta de la bancarrota de nuestra política
religiosa, que apenas ha hecho una sola conquista en setenta años. Evidentemente
lo utiliza para sus propósitos.
»Ahora
bien, cualquier dogma, basado primariamente en la fe y el
sentimentalismo, es un arma peligrosa usada sobre los demás, puesto que es
imposible garantizar que el arma nunca se vuelva contra el que la emplea. Hace
cien años que soportamos el ritual y una mitología que se convierte cada vez
más en algo venerable, tradicional... e inmutable. En cierto modo, ya ha
escapado a nuestro control.
—¿En qué
modo? —Preguntó Mallow—. No se detenga. Quiero saber su opinión.
—Bueno,
supongamos que un hombre, un hombre ambicioso, utilice la fuerza de la religión
contra nosotros, en vez de para nosotros.
—Se refiere
a Sutt...
—Así es. Me
refiero a Sutt. Si pudiera movilizar a las diversas jerarquías de los planetas
vasallos contra la Fundación, en nombre de la ortodoxia, ¿qué posibilidades
tendríamos? Poniéndose al frente de los piadosos, podría hacerle la guerra a la
herejía, representada por usted, por ejemplo, y proclamarse finalmente rey. Al
fin y al cabo, fue Hardin quien dijo: «Una pistola atómica es una buena arma,
pero puede apuntar en ambas direcciones».
Mallow se
dio una palmada en el muslo desnudo.
—Muy bien,
Jael, hágame entrar en el Consejo, y lucharé contra él.
Jael hizo
una pausa, y dijo significativamente:
—Quizá no.
¿Qué era todo aquello del sacerdote linchado? No es verdad, ¿no?
—Es verdad
—dijo Mallow, despreocupadamente.
Jael dio un
silbido.
—¿Tiene
pruebas definitivas?
—Debe de
tenerlas —Mallow vaciló, y después añadió—: Jaim Twer fue partidario suyo desde
el principio, aunque ninguno de los dos estaba enterado de que yo lo sabía. Y
Jaim Twer fue un testigo ocular.
Jael meneó
la cabeza.
—Uh, uh.
Mala cosa.
—¿Mala?
¿Qué tiene de malo? Aquel sacerdote estaba en el planeta ilegalmente, según las
propias leyes de la Fundación. Fue usado por el gobierno korelliano como cebo,
involuntariamente o no. Por todas las leyes del sentido común, yo no tenía elección...
y lo único que podía hacer estaba estrictamente dentro de la ley. Si me lleva a
juicio, no hará nada más que aparecer como un estúpido.
Y Jael
meneó la cabeza de nuevo.
—No,
Mallow, está usted equivocado. Ya le he dicho que él jugaba sucio. No pretende
que le condenen; sabe que no puede conseguirlo. Lo que quiere es arruinar su
influencia sobre el pueblo. Ya ha oído lo que ha dicho. A veces, la costumbre
prevalece sobre la ley. Es posible que saliera libre del juicio, pero si la
gente cree que echó a un sacerdote a los perros, su popularidad desaparecerá.
»Admitirán
que hizo usted lo que era legal, incluso lo sensato. Pero, a sus ojos, será
usted un perro cobarde, un bruto sin sentimientos, un monstruo de duro corazón.
Y nunca será elegido para el Consejo. Incluso podría perder su grado de maestro
comerciante al serle retirada la ciudadanía. No es usted nativo, ya lo sabe.
¿Qué otra cosa cree que Sutt pretende?
Mallow
frunció obstinadamente el ceño.
—¡Conque
ésas tenemos!
—Muchacho
—dijo Jael—, permaneceré a su lado, pero no puedo ayudarle. Se encuentra usted
en un punto muerto.
14
La cámara
del Consejo estaba llena en un sentido muy literal el cuarto día del juicio de
Hober Mallow, maestro comerciante. El único consejero ausente maldecía
débilmente su cráneo fracturado que le había impedido asistir. Las galerías
estaban llenas hasta los pasillos y techos por los pocos representantes de la
multitud que, por influencia, riqueza o extraña perseverancia diabólica, habían
logrado entrar. El resto llenaba la plaza exterior, en nudos hormigueantes
alrededor de los visores tridimensionales instalados al aire libre.
Ankor Jael
se abrió camino hasta la cámara, con la ineficaz ayuda y empujones del
departamento de policía, y después por la confusión algo menor que había dentro
hasta el asiento de Mallow.
Mallow se
volvió con alivio.
—Por
Seldon, ha llegado usted por los pelos. ¿Lo tiene?
—Tenga,
aquí está —dijo Jael—. Es todo lo que usted pidió.
—Bien.
¿Cómo se lo toman ahí fuera?
—Están muy
agitados —comentó Jael con inquietud—. No debería haber permitido un juicio
público. Hubiera podido detenerlos.
—No quería
hacerlo.
—Se habla
de linchamiento. Y los hombres de Publis Manlio que están en los planetas
exteriores...
—Quería
preguntarle algo acerca de ellos, Jael. Está agitando a la jerarquía contra mí,
¿verdad?
—¿Verdad?
Es la cosa más dulce que ha visto en su vida. Como secretario del Exterior, se
encarga de la acusación en un caso de ley interestelar. Como supremo sacerdote
y primado de la Iglesia, arenga a las hordas fanáticas.
—Bueno,
olvídelo. ¿Recuerda la cita de Hardin que me recordó el mes pasado? Le
demostraremos que una pistola atómica puede apuntar en ambas direcciones.
El alcalde
estaba tomando asiento y los miembros del Consejo se levantaron en señal de
respeto.
Mallow
susurró:
—Hoy me
toca a mí. Siéntese aquí y diviértase.
Comenzó la
sesión del día, y, quince minutos más tarde, Hober Mallow se dirigió en medio
de un hostil murmullo hacia el espacio vacío que había frente al banco del
alcalde.
Un
solitario rayo de luz se centró sobre él y en los visores públicos de la
ciudad, así como en las miríadas de visores particulares de casi todas las
casas de los planetas de la Fundación, la solitaria y gigantesca figura de un
hombre apareció retadoramente.
Empezó con
facilidad y calma:
—Para
ahorrar tiempo, admitiré la veracidad de todos los puntos esgrimidos contra mí
por la acusación. La historia del sacerdote y la multitud relatada por el
fiscal es exacta en todos los detalles.
Se oyó un
murmullo en la sala y un triunfal griterío en la galería. Él esperó
pacientemente que se restableciera el silencio.
—Sin
embargo, el cuadro que ha presentado no está completo. Solicito el privilegio de
completarlo a mi manera. Al principio, mi historia puede parecer
insignificante. Pido que se muestren indulgentes.
Mallow no
utilizaba las anotaciones que tenía enfrente.
—Comienzo
en el mismo momento en que lo hizo la acusación; el día de mis entrevistas con
Jorane Sutt y Jaim Twer. Ya saben de lo que se trató en estas entrevistas. Las
conversaciones han sido descritas, y no tengo nada que añadir a la
descripción... excepto mis propios pensamientos de aquel día.
»Fueron
pensamientos suspicaces, pues los acontecimientos de aquel día habían sido
extraños. Imagínenselo. Dos personas, a ninguna de las cuales conocía más que
superficialmente, me hacen proposiciones antinaturales y en cierto modo
increíbles. Una, el secretario del alcalde, me pide que desempeñe el papel de
un agente de inteligencia para el gobierno en una misión altamente
confidencial, cuya naturaleza e importancia ya les ha sido explicada. La otra,
dirigente de un partido político, me pide que acepte un asiento en el Consejo.
»Naturalmente,
me pregunté el motivo ulterior. El de Sutt parecía evidente. Quizá pensaba que
yo vendía energía atómica a los enemigos y planeaba una rebelión. Y quizá
estaba forzando la cuestión, o yo lo creí así. En ese caso, necesitaba a uno de
sus hombres para que me acompañara en mi misión, en calidad de espía. Sin
embargo, esta última idea no se me ocurrió hasta más tarde, cuando Jaim Twer
entró en escena.
»Imaginen
de nuevo: Twer se presenta a sí mismo como un comerciante retirado de la
política, aunque yo no sé ningún detalle de su carrera comercial, y mi
conocimiento en este campo es inmenso. Y además, a pesar de que Twer se jactaba
de haber recibido una educación laica, nunca había oído hablar de una crisis
Seldon.
Hober
Mallow esperó a que todos comprendieran la importancia de lo que acababa de
decir y fue recompensado con el primer silencio con que tropezaba, cuando la
galería contuvo el aliento. Aquello sólo estaba dirigido a los habitantes de
Terminus. Los hombres de los Planetas Exteriores sólo podían oír versiones
censuradas que se ajustaran a los requerimientos de la religión. No oirían nada
de las crisis Seldon. Pero había otros puntos que no se les escaparían.
Mallow
continuó:
—¿Quién de
los presentes puede declarar honradamente que cualquier hombre que haya recibido
una educación laica puede ignorar lo que es una crisis Seldon? Sólo hay un tipo
de educación en la Fundación que excluye toda mención de la historia planeada
de Seldon y sólo trata del hombre como un brujo semimítico.
»En aquel
momento comprendí que Jaim Twer nunca había sido comerciante. Entonces
comprendí que pertenecía a las órdenes sagradas y que quizá era un sacerdote de
alta jerarquía; e, indudablemente, que aquellos tres años que decía haber
estado a la cabeza de un partido político de los comerciantes, había sido un
hombre comprado por Jorane Sutt.
»En aquel
momento, me debatí en la oscuridad. No conocía los propósitos de Sutt a mi
respecto, pero puesto que parecía darme cuerda deliberadamente, le proporcioné
diversas visiones de mi propia cosecha. Mi idea era que Twer debía acompañarme
al viaje como un guarda extraoficial a sueldo de Jorane Sutt. Bueno, si no lo
conseguía, sabía muy bien que me esperarían otras trampas... que quizá no
pudiera descubrir a tiempo. Un enemigo conocido es relativamente inocuo. Invité
a Twer a ir conmigo. Él aceptó.
»Esto,
caballeros del Consejo, explica dos cosas. Primera, que Twer no es un amigo mío
que testifica en mi contra de mala gana y por cuestión de conciencia, tal como
el fiscal querría hacerles creer. Es un espía que realiza su trabajo pagado.
Segunda, explica cierta acción mía con ocasión de la primera aparición del
sacerdote al que se me acusa de haber asesinado... una acción todavía sin
mencionar, porque no se conoce.
Se produjo
un murmullo de agitación en el Consejo. Mallow se aclaró teatralmente la
garganta, y continuó:
—Me
disgusta describir lo que sentí cuando me dijeron que teníamos un misionero
refugiado a bordo. Incluso me disgusta recordarlo. Esencialmente, me invadió
una enorme incertidumbre. El suceso me pareció en aquel momento una jugada de
Sutt, y sobrepasó mi comprensión y cálculos. Estaba completamente a oscuras.
»Podía
hacer una cosa. Me deshice de Twer durante cinco minutos enviándole en busca de
mis oficiales. En su ausencia, monté un receptor de grabación visual, para que
todo lo que sucediera se conservase para un estudio futuro. Esto se debía a la
esperanza, la oscura pero seria esperanza, de que lo que me confundió entonces
se tornara claro al revisarlo.
»Desde
entonces, debo de haber visto esta grabación visual unas cincuenta veces. La
tengo aquí, y repetirá su función por quincuagésima primera[1]
vez delante de ustedes.
El alcalde
reclamó monótonamente orden cuando la sala perdió su equilibrio y la galería
rugió. En cinco millones de hogares de Terminus, excitados observadores se
acercaron aun más a sus aparatos de televisión y en el propio banco de la
acusación Jorane Sutt meneó la cabeza fríamente hacia el nervioso supremo
sacerdote, mientras sus ojos contemplaban fijamente el rostro de Mallow.
El centro
de la sala fue despejado, y las luces disminuyeron de intensidad. Ankor Jael,
desde su banco de la izquierda, hizo los ajustes necesarios, y con un chasquido
preliminar, una escena surgió ante la vista; en color, en tres dimensiones, con
todos los atributos de la vida, excepto la vida misma.
El
misionero, confuso y derrotado, estaba en pie entre el teniente y el sargento.
Mallow
esperaba silenciosamente, y los hombres entraron, con Twer en la retaguardia.
La
conversación se repitió, palabra por palabra. El sargento fue disciplinado y el
misionero interrogado. La multitud apareció, sus alaridos pudieron oírse, y el
reverendo Jord Parma hizo su desesperada apelación. Mallow sacó su pistola, y
el misionero, mientras le sacaban a rastras, levantó los brazos en un
enloquecido juramento final y apareció una diminuta luz que se desvaneció
enseguida.
La escena
terminaba con los oficiales horrorizados por la situación, mientras Twer se
tapaba las orejas con las manos, y Mallow guardaba tranquilamente la pistola.
Las luces
volvieron a encenderse; el espacio vacío del centro de la habitación ya no
estaba aparentemente lleno.
Mallow, el
verdadero Mallow del presente, prosiguió la narración:
—El
incidente, como han visto, es exactamente como la acusación lo ha presentado...
en la superficie. Se lo explicaré en dos palabras. Las emociones de Jaim Twer a
lo largo de toda la escena revelan claramente una educación religiosa.
»Aquel
mismo día hice observar a Twer algunas incongruencias en el episodio. Le
pregunté de dónde venía el misionero, estando como estábamos en medio de una
zona casi desolada. También le pregunté de dónde venía la gente, cuando la
ciudad más próxima estaba a ciento cincuenta kilómetros. La acusación no ha
dado importancia a estas cuestiones.
»Ni a otros
puntos; por ejemplo, el curioso punto de la evidente peculiaridad de Jord
Parma. Un misionero en Korell, arriesgando la vida en desafío tanto de las
leyes korellianas como de las leyes de la Fundación, se pasea con un hábito
sacerdotal muy nuevo y totalmente inconfundible. Hay algo extraño en eso.
Entonces, supuse que el misionero era el cómplice inconsciente del comodoro,
que le utilizaba para tratar de lanzarnos a un acto de agresión claramente
ilegal, que justificara, por la ley, su consiguiente destrucción de
nuestra nave y de nosotros.
»La
acusación ha previsto esta justificación de mis acciones. Han esperado que
explicara que la seguridad de mi nave, mi tripulación, mi misma misión, estaban
en entredicho, y que no podían ser sacrificadas por un hombre y más cuando ese
hombre hubiera sido destruido de todos modos, con nosotros o sin nosotros.
Replican murmurando sobre el «honor» de la Fundación y la necesidad de defender
nuestra «dignidad» con objeto de mantener nuestra ascendencia.
»Sin
embargo, por alguna extraña razón, la acusación ha pasado por alto al mismo
Jord Parma... como persona. No ha aportado ningún detalle acerca de él; ni su
lugar de nacimiento, ni su educación, ni ningún detalle de su historia
precedente. La explicación de esto también aclarará las incongruencias que he
señalado en la grabación visual que acaban de ver. Las dos cosas están
relacionadas.
»La
acusación no ha facilitado ningún detalle acerca de Jord Parma porque no
puede. La escena que han visto en la grabación visual parecía falsa porque
Jord Parma era falso. Nunca hubo un Jord Parma. Todo este juicio es la mayor
farsa que se ha elaborado nunca sobre un tema que nunca ha existido.
Una vez más
tuvo que esperar a que se apagaran los murmullos. Dijo, lentamente:
—Voy a
mostrarles la ampliación de una de las tomas de la grabación visual. Hablará
por sí misma. Apague las luces otra vez, Jael.
La sala
quedó a oscuras, y el aire vacío se llenó de nuevo con figuras heladas en una
ilusión cerúlea y espectral. Los oficiales de la Estrella Lejana
volvieron a sus actitudes rígidas e impasibles. Apareció una pistola en la
rígida mano de Mallow. A su izquierda, el reverendo Jord Parma, captado en
mitad de un grito, elevaba sus brazos hacia el cielo, mientras las mangas se
deslizaban por el antebrazo.
Y en la
mano del misionero había aquel pequeño destello que en el pase anterior había
relampagueado y desaparecido. Ahora era un brillo permanente.
—No aparten
la mirada de esa luz que lleva en la mano —exclamó Mallow desde las sombras—.
¡Amplíe esta imagen, Jael!
El cuadro
creció... rápidamente. Porciones exteriores desaparecieron a medida que el
misionero ocupaba el centro y se convertía en gigante. Sólo había una cabeza y
un brazo, y después sólo una mano, que llenó toda la pantalla y permaneció allí
en una inmovilidad inmensa y nebulosa.
La luz se
había convertido en un conjunto de letras minuciosas y brillantes: PSK.
—Eso
—atronó la voz de Mallow— es un tatuaje, caballeros. Bajo la luz ordinaria es
invisible, pero a la luz ultravioleta... con la cual inundé la habitación al
tomar esta grabación visual, destaca en altorrelieve. Admito que es un ingenuo
método de identificación secreta, pero en Korell, donde no se encuentra luz
ultravioleta en todas las esquinas, da resultado. Incluso en nuestra nave, la
detección fue accidental.
»Quizá
alguno de ustedes ya hayan adivinado lo que significa PSK. Jord Parma conocía
muy bien su jerga sacerdotal y realizó su trabajo magníficamente. Dónde la
había aprendido, y cómo, no lo sé, pero PSK quiere decir “Policía Secreta
Korelliana”.
Mallow
gritó sobre el tumulto, rugiendo contra el alboroto.
—Tengo una
prueba colateral en forma de documentos procedentes de Korell, que puedo
presentar al Consejo, si es necesario.
»¿Dónde
está ahora el caso de acusación? Ya han hecho y repetido la monstruosa sugerencia
de que yo debería haber luchado a favor del misionero en desafío de la ley, y
sacrificado mi misión, mi nave, y yo mismo por el “honor” de la Fundación.
»Pero
¿hacerlo por un impostor?
»¿Tendría
que haberlo hecho por un agente secreto korelliano entrenado en los ornamentos
y los tópicos que probablemente aprendió con un exiliado anacreoniano? ¿Iban a
hacerme caer Jorane Sutt y Publis Manlio en una trampa estúpida y odiosa...?
Su voz
enronquecida se desvaneció en un fondo informe de una multitud enloquecida. Le
levantaron a hombros y le condujeron al banco del alcalde. Por las ventanas,
veía un torrente de hombres que acudían a la plaza para sumarse a los miles que
ya estaban allí.
Mallow miró
a su alrededor en busca de Ankor Jael, pero era imposible encontrar un solo
rostro en la incoherencia de la masa. Lentamente, fue dándose cuenta de un
grito rítmico y repetido, que se dilataba a partir de un pequeño comienzo, y ya
tenía un latido de locura:
—Larga vida
a Mallow..., larga vida a Mallow..., larga vida a Mallow...
15
Ankor Jael
parpadeó mirando a Mallow con un rostro macilento. Los dos últimos días habían
sido de locura y de insomnio.
—Mallow, ha
hecho una demostración magnífica, así que no la estropee saltando demasiado
alto. No puede considerar seriamente lo de aspirar a alcalde. El entusiasmo de
la masa es algo muy poderoso, pero notoriamente inconstante.
—¡Exacto! —Dijo
Mallow, con tristeza—. Por eso tenemos que cuidarlo, y el mejor modo de hacerlo
es continuar la demostración.
—¿Haciendo
qué?
—Arrestando
a Publis Manlio y Jorane Sutt...
—¿Qué?
—Lo que
oye. ¡Que el alcalde les arreste! No me importan las amenazas que usted emplee
para conseguirlo. Yo controlo a la masa... hoy por hoy. No se atreverá a
enfrentarse con ella.
—Pero ¿bajo
qué cargos?
—Eso es
evidente. Han estado incitando al clero de los planetas exteriores para que
tome parte en las luchas de facciones de la Fundación. Eso es ilegal, por
Seldon. Acúselos de «atentar contra la seguridad del Estado». Y no me importa
que sean condenados o no, tal como ellos hicieron en mi caso. Sólo quiero
retirarlos de la circulación hasta que sea alcalde.
—Falta
medio año para las elecciones.
—¡No es
demasiado! —Mallow se había puesto en pie, y asió súbitamente a Jael por el
brazo con fuerza—. Escuche, me haría cargo del gobierno por la fuerza si fuera
necesario... igual que hizo Salvor Hardin hace cien años. Esta crisis Seldon
sigue acercándose, y cuando llegue tengo que ser alcalde y supremo sacerdote.
¡Ambas cosas!
Jael
frunció el ceño. Dijo, sosegadamente:
—¿Qué va a
ser? ¿Korell, después de todo?
Mallow
asintió.
—Naturalmente.
Declararán la guerra, eventualmente, aunque apuesto a que aún tardará un par de
años.
—¿Con naves
atómicas?
—¿Qué cree
usted? Esas tres naves mercantes que perdimos en su sector del espacio no
fueron abatidas con pistolas de aire comprimido. Jael, obtienen naves del mismo
imperio. No abra la boca como si fuera tonto. ¡He dicho el imperio! Ya sabe que
aún existe. Puede haber desaparecido de la Periferia, pero en el centro de la
Galaxia sigue con vida. Y un falso movimiento significa que él, él mismo, puede
echarse sobre nosotros. Por eso he de ser alcalde y supremo sacerdote. Soy el
único hombre que sabe cómo luchar contra la crisis.
Jael tragó
saliva.
—¿Cómo?
¿Qué va usted a hacer?
—Nada.
Jael sonrió
con inseguridad.
—¡Vaya! ¡Es
increíble!
Pero la
contestación de Mallow fue incisiva.
—Cuando sea
el jefe de esta Fundación, no haré nada. Un ciento por ciento de nada, y ése es
el secreto de esta crisis.
16
Asper Argo
el Bienamado, comodoro de la República de Korell, saludó la entrada de su
esposa con un fruncimiento de sus ralas cejas. Para ella, por lo menos, su
epíteto no tenía aplicación. Incluso él lo sabía.
Ella dijo,
con una voz tan fina como su cabello y tan fría como sus ojos:
—Mi
gracioso señor, según tengo entendido has llegado a una decisión acerca del
destino de la Fundación.
—¿De
verdad? —Repuso el comodoro, con acritud—. ¿Y qué otras cosas abarca tu
versátil entendimiento?
—Bastantes,
mi muy noble esposo. Has tenido otra de tus vacilantes consultas con tus consejeros.
Estupendos consejeros —con infinito desprecio—. Un montón de idiotas que
obtienen sus estériles beneficios y los aprietan contra su pecho hundido ante
el desagrado de mi padre.
—¿Y cuál,
querida —fue la dulce réplica—, es la excelente fuente de la que tu
entendimiento extrae todo esto?
La comodora
soltó una carcajada.
—Si te lo
dijera, mi fuente sería más cadáver que fuente.
—Bueno,
tienes tus procedimientos propios, como siempre —el comodoro se encogió de
hombros y dio media vuelta—. En cuanto al desagrado de tu padre, mucho me temo
que te refieres a una negativa obstinada de enviar más naves.
—¡Más
naves! —Repitió ella, acalorada—. ¿No tienes cinco? No lo niegues. Sé
que tienes cinco; y te han prometido una sexta.
—Me la
prometieron para el año pasado.
—Pero una,
sólo una, puede reducir a cenizas a esa Fundación. ¡Sólo una! Una, para borrar
sus pequeñas naves de pigmeo del espacio.
—No podría
atacar su planeta, ni siquiera con una docena.
—¿Y cuánto
duraría su planeta con el comercio arruinado, y sus cargamentos de juguetes y
bagatelas destruidos? —Esos juguetes y bagatelas significan dinero —dijo,
suspirando—. Una gran cantidad de dinero.
—Pero si tú
tuvieras la misma Fundación, ¿no tendrías todo lo que contiene? Y si tuvieras
el respeto y la gratitud de mi padre, ¿no tendrías mucho más de lo que la
Fundación podría darte nunca? Hace tres años, más, desde que ese bárbaro vino
con su muestrario mágico. Ya hace bastante tiempo.
—¡Querida
mía! —El comodoro se volvió y la miró a la cara—. Me estoy volviendo viejo.
Estoy cansado. No tengo la flexibilidad necesaria para resistir tu boca de
serpiente. Dices que ya sabes lo que he decidido. Bueno, lo he hecho. Ya está
listo, y habrá guerra entre Korell y la Fundación.
—¡Bueno!
—La figura de la comodora se expandió y sus ojos centellearon—. Por fin has
aprendido lo que es la sabiduría, si bien cuando ya chocheas. Y cuando seas el
dueño de la región, puedes ser lo suficientemente respetable como para ser
alguien de peso e importancia en el imperio. Por lo pronto, podremos abandonar
este mundo de bárbaros y acudir a la corte del virrey. Eso es lo que haremos.
Se marchó
con una sonrisa, y una mano en la cadera. Su cabello despidió rayos con la luz.
El comodoro
esperó, y después dijo a la puerta cerrada, con maldad y odio:
—Y cuando
sea el dueño de lo que tú llamas la región, seré suficientemente respetable
para arreglármelas sin la arrogancia del padre y la lengua de la hija. ¡Sin
ninguna de las dos cosas!
17
El teniente
de la Nebulosa Oscura miró con horror la visiplaca.
—¡Por todas
las Galaxias al galope! —Tendría que haber sido un aullido, pero en lugar de
ello fue un susurro—. ¿Qué es eso?
Era una
nave, pero parecía un cachalote comparado con el boquerón de la Nebulosa Oscura;
y en el costado estaba la nave espacial y el Sol del Imperio. Todas las señales
de alarma de la nave sonaron histéricamente.
Se cursaron
las órdenes, y la Nebulosa Oscura se preparó para escapar si podía, y
luchar si debía... mientras que abajo, en la sala de ultraondas, un mensaje
salía a toda velocidad a través del hiperespacio hacia la Fundación.
¡Una y otra
vez! En parte, una petición de ayuda, pero principalmente un aviso de peligro.
18
Hober
Mallow movió los pies cansadamente mientras ojeaba los informes. Dos años de
alcaldía le habían hecho un poco más dócil, un poco más suave, un poco más
paciente..., pero no le habían enseñado a que le gustaran los informes
gubernamentales ni el estilo burocrático en el que estaban escritos.
—¿Cuántas
naves destruyeron? —preguntó Jael.
—Cuatro
fueron atrapadas en tierra. Dos no han informado. Todas las demás están a salvo
—Mallow gruñó—: Podríamos haberlo hecho mejor, pero esto es sólo una
escaramuza.
No hubo
respuesta y Mallow alzó la vista.
—¿Está
preocupado por algo?
—Me
gustaría que Sutt estuviera aquí —fue la casi impertinente contestación.
—Oh, sí, y
ahora oiremos otra conferencia sobre el frente interior.
—No, no la
oiremos —replicó Jael—, pero usted es terco, Mallow. Puede haber descubierto la
situación exterior en todos los detalles, pero nunca se ha preocupado de lo que
ocurría en el planeta.
—Bueno,
éste es su trabajo, ¿no? ¿Para qué le hice ministro de Educación y Propaganda?
—Con toda
claridad, para enviarme a una tumba temprana y miserable, dada la cooperación
que usted me proporciona. Durante el último año, le he vuelto sordo con el
creciente peligro de Sutt y sus religionistas. ¿De qué servirán sus planes, si
Sutt fuerza una elección especial y le derroca?
—De nada,
lo admito.
—Y el
discurso que hizo usted anoche sobre manejar la elección de Sutt con una
sonrisa y una caricia. ¿Era necesario ser tan sincero?
—¿Hay algo
mejor que robar a Sutt su caja de truenos?
—No —dijo
Jael, violentamente—, no del modo que usted lo hizo. Me dice que lo ha previsto
todo, y no me explica por qué comerció con Korell a exclusivo beneficio suyo
durante tres años. Su único plan de batalla es retirarse sin una sola batalla.
Abandona todo el comercio con los sectores del espacio cercanos a Korell.
Proclama abiertamente un ahogo del rey. No promete ninguna ofensiva, ni
siquiera en el futuro. Galaxia, Mallow, ¿qué cree que puedo hacer en medio de
este desastre?
—¿Le falta
atractivo?
—Le falta
la menor llamada a la emotividad del pueblo.
—Es lo
mismo.
—Mallow,
despiértese. Tiene dos alternativas. O se presenta al pueblo con una dramática
política exterior, sean cuales fueren sus planes particulares, o establece
cualquier compromiso con Sutt.
Mallow
dijo:
—Muy bien,
si he fallado en la primera, probemos la segunda. Sutt acaba de llegar.
Sutt y
Mallow no se habían encontrado personalmente desde el día del juicio, dos años
atrás. Ninguno detectó ningún cambio en el otro, a excepción de la sutil
atmósfera que los envolvía, prueba evidente de que los papeles de gobernante y
pretendiente habían cambiado.
Sutt tomó
asiento sin ningún apretón de manos. Mallow le ofreció un cigarro y dijo:
—¿Le
importa que Jael se quede? Desea ansiosamente un compromiso. Puede actuar de
mediador si se excitan los ánimos.
Sutt se
encogió de hombros.
—Un
compromiso es lo que usted querría. En otra ocasión le pedí que estableciera
sus condiciones. Supongo que ahora las posiciones se han cambiado.
—Supone
correctamente.
—Entonces,
éstas son mis condiciones. Debe usted abandonar su disparatada política de
soborno económico y comercio de bagatelas, y volver a la probada política
exterior de nuestros padres.
—¿Se
refiere a la conquista por los misioneros?
—Exactamente.
—¿No puede
haber un compromiso distinto?
—No.
—Hummm —Mallow
encendió su cigarro con toda lentitud, e inhaló el humo—. En tiempos de Hardin,
cuando la conquista por los misioneros era nueva y radical, hombres como usted
se opusieron a ella. Ahora está probada, asegurada y confirmada... todo lo que
un Jorane Sutt encuentra bien. Pero dígame, ¿cómo nos sacaría usted del
desastre actual?
—De su
desastre actual, querrá decir. Yo no tengo nada que ver con él.
—Considere
la pregunta debidamente modificada.
—Una fuerte
ofensiva es lo más indicado. La partida en tablas con la que usted parece
satisfecho es fatal. Sería una confesión de debilidad ante todos los mundos de
la Periferia, donde la apariencia de fuerza es indispensable, y no hay ni un
solo buitre entre ellos que no se uniera al asalto por su parte en el cadáver.
Debería entenderlo. Es usted de Smyrno, ¿verdad?
Mallow no
hizo caso de la observación. Dijo:
—Y si usted
vence a Korell, ¿qué hay del imperio? Éste es el verdadero enemigo.
La débil
sonrisa de Sutt alargó las comisuras de sus labios.
—Oh, no,
sus informes sobre la visita que hizo usted a Siwenna, eran completos. El
virrey del Sector Normánico está interesado en crear una disensión en la
Periferia para su propio beneficio, pero sólo como una salida lateral. No va a
arriesgarlo todo en una expedición al borde de la Galaxia cuando tiene
cincuenta vecinos hostiles y un emperador contra el que rebelarse. Repito sus
propias palabras.
—Oh, sí que
podría, Sutt, si cree que somos bastante fuertes como para constituir un
peligro. Y puede creerlo así si destruimos Korell mediante un ataque frontal. Tendríamos
que ser considerablemente más sutiles.
—Como por
ejemplo...
Mallow se
recostó en su asiento.
—Sutt, le
daré su oportunidad. No lo necesito, pero puedo utilizarle. De modo que le diré
de lo que se trata, y entonces usted puede unirse a mí y recibir un puesto en
el gabinete de coalición, o puede hacer el papel de mártir y pudrirse en la
cárcel.
—Ya
recurrió a este último truco en una ocasión.
—No me
empleé a fondo, Sutt. Pero esta vez va en serio. Ahora escuche —Mallow
entrecerró los ojos—: Cuando aterricé por primera vez en Korell —empezó—,
soborné al comodoro con las chucherías y baratijas que forman el habitual
suministro del comerciante. Al principio, esto sólo tuvo como objetivo abrirnos
la puerta de una fundición de acero. No tenía otro plan que éste, pero en esto
tuve éxito. Conseguí lo que quería. Pero sólo después de mi visita al imperio
me di cuenta exactamente de la clase de arma que podría forjar con este
comercio.
»Nos
enfrentamos con una crisis Seldon, Sutt, y las crisis Seldon no se resuelven
por una sola persona, sino por las fuerzas históricas. Hari Seldon, cuando
planeó nuestro curso de historia futura, no contó con brillantes héroes, sino
con amplias extensiones económicas y sociológicas. Por eso, las soluciones de
las diversas crisis deben conseguirse gracias a las fuerzas que se nos
presentan en el momento.
»En este
caso... ¡el comercio!
Sutt enarcó
las cejas escépticamente y se aprovechó de la pausa.
—No me
considero como un ser de inteligencia subnormal, pero la cuestión es que su
vaga conferencia no es muy reveladora.
—Lo será
—dijo Mallow—. Tenga en cuenta que hasta ahora el poder del comercio ha sido
subestimado. Se ha creído que tenía que estar bajo el control del clero para constituir
un arma poderosa. No es así, y ésta es mi contribución a la situación de
la Galaxia. ¡Un comercio sin sacerdotes! ¡Comercio, solo! Es lo bastante
fuerte. Seamos simples y específicos: Korell está ahora en guerra con nosotros.
Por consiguiente, nuestro comercio con él se ha interrumpido. Pero,
fíjese que estoy tratando esto como un simple problema de aritmética, durante
los pasados tres años ha basado su economía en las técnicas atómicas, que
nosotros hemos introducido y que sólo nosotros podemos continuar supliendo.
¿Qué supone usted que pasará cuando los diminutos generadores atómicos empiecen
a fallar, y un aparato tras otro se estropee?
»Los
pequeños aparatos domésticos serán los primeros. Después de medio año de esta
situación de tablas que usted odia, el cuchillo atómico de una mujer dejara de
funcionar. Su horno empezará a fallar. Su lavadora no irá bien. El control de
temperatura y humedad de sus casas quedará inutilizado en un caluroso día de
verano. ¿Qué ocurrirá?
Hizo una
pausa en espera de una contestación, y Sutt dijo tranquilamente:
—Nada. La
gente lo resiste todo durante la guerra.
—Es muy
cierto. Lo resisten todo. Enviarán a sus hijos al espacio en número ilimitado
para que mueran horriblemente en naves espaciales destrozadas. Aguantarán los
bombardeos enemigos, aunque esto signifique tener que vivir de pan rancio y
agua fétida en refugios excavados a ochocientos metros de profundidad. Pero es
muy difícil soportar las pequeñas cosas cuando el entusiasmo patriótico de un
peligro inminente no existe. Va a ser un final en tablas. No habrá
sufrimientos, ni bombardeos, ni batallas.
»Sólo habrá
un cuchillo que no cortará, y un horno que no asará, y una casa que estará
helada durante el invierno. Será muy molesto y la gente protestará.
Sutt dijo
lentamente, como si formulara una pregunta:
—¿En esto
tiene usted puestas sus esperanzas? ¿Qué espera? ¿Una rebelión de amas de casa?
¿Un súbito levantamiento de carniceros y tenderos con sus cuchillos y sus tajos
en alto, gritando «Devuélvanos nuestras Máquinas Lavadoras Atómicas Automáticas
marca Super-Kleeno»?
—No, señor
—dijo Mallow, con impaciencia—. No es eso lo que espero. Por el contrario, lo
que espero es un fondo general de protestas y descontento que después serán
representados por figuras más importantes.
—¿Y cuáles
son esas figuras más importantes?
—Los
fabricantes, los propietarios de fábricas, los industriales de Korell. Cuando
hayan transcurrido dos años de la situación de tablas, las máquinas de las
fábricas empezarán a fallar, una por una. Estas industrias que nosotros hemos
cambiado totalmente con nuestros nuevos aparatos atómicos se encontrarán
repentinamente arruinadas. Las industrias pesadas se encontrarán, masiva y
súbitamente, propietarios de nada más que una maquinaria inútil que no funciona.
—Las
industrias funcionaban bastante bien, antes de que usted llegara, Mallow.
—Sí, Sutt,
es verdad; pero el beneficio era de una vigésima parte del actual, incluso
dejando aparte el coste de la reconversión al estado original preatómico. Con
los industriales, los financieros, y el hombre de la calle en su contra,
¿cuánto cree que durará el comodoro?
—Todo el
tiempo que él quiera, en cuanto se le ocurra obtener nuevos generadores
atómicos del imperio.
Y Mallow se
echó a reír alegremente.
—Se ha equivocado,
Sutt, se ha equivocado en lo mismo que el propio comodoro. Se ha equivocado en
todo, y no ha comprendido nada. El imperio no puede reemplazar nada. El imperio
ha sido siempre un reino de recursos colosales. Lo han calculado todo en
planetas, sistemas estelares, y sectores enteros de la Galaxia. Sus generadores
son gigantescos porque pensaban de modo gigantesco.
»Pero
nosotros, nosotros, nuestra pequeña Fundación, nuestro único mundo casi
sin recursos metálicos, hemos tenido que trabajar con la economía estricta.
Nuestros generadores han tenido que ser del tamaño del pulgar, porque era todo
el metal de que disponíamos. Tuvimos que desarrollar nuevas técnicas y nuevos
métodos, técnicas y métodos que el imperio no puede seguir porque ha degenerado
a un estadio cultural en que no puede realizar ningún adelanto científico
vital.
»Con todos
sus escudos atómicos, bastante grandes para proteger una nave, una ciudad, un
mundo entero, nunca han podido construir uno para proteger a un solo hombre.
Para suministrar luz y calor a una ciudad, tienen motores de seis pisos de
altura, los he visto, cuando los nuestros cabrían en esta habitación. Y cuando
dije a uno de sus especialistas atómicos que una cajita de plomo del tamaño de
una nuez contenía un generador atómico, casi se ahogó de indignación.
»Ni
siquiera entienden sus propios aparatos colosales. Las máquinas funcionan
automáticamente de generación en generación, y los que las cuidan son una casta
hereditaria que serían impotentes si un solo tubo D, de toda la vasta
estructura, explotara.
»Toda la
guerra es una batalla entre esos dos sistemas: entre el imperio y la Fundación;
entre el grande y el pequeño. Para apoderarse del control de un mundo, disponen
de inmensas naves que pueden hacer la guerra, pero carecen de todo significado
económico. Nosotros, por el contrario, disponemos de cosas pequeñas inútiles en
una guerra, pero vitales para la prosperidad y los beneficios.
»Un rey, o
un comodoro, se hará cargo de las naves e incluso irá a la guerra. Los
gobernantes arbitrarios a lo largo de la historia han destrozado el bienestar
de sus súbditos por lo que ellos consideraban honor y gloria, y Asper Argo no
resistirá la depresión económica que asolará Korell dentro de dos o tres años.
Sutt estaba
junto a la ventana, de espaldas a Mallow y Jael. Se había hecho de noche, y las
pocas estrellas que pugnaban por brillar aquí y allá, en el mismo borde de la
Galaxia, titilaban contra el telón de fondo de la caliginosa y aplastada lente
que incluía los restos de aquel imperio, aún extenso, que luchaba contra ellos.
Sutt dijo:
—No. Usted
no es el hombre.
—¿No me
cree?
—Quiero
decir que no confío en usted. Tiene usted la lengua muy larga. Me engañó
debidamente cuando creí que le tenía bien vigilado durante su primer viaje a
Korell. Cuando pensé que le tenía arrinconado en el juicio, se introdujo como
un gusano hasta llegar al puesto de alcalde por medio de la demagogia. En usted
no hay nada recto; ningún motivo que no tenga otro detrás; ninguna declaración
que no tenga tres significados.
»Supongamos
que sea usted un traidor. Supongamos que su visita al imperio le haya
proporcionado un subsidio y una promesa de poder. Sus acciones serían
precisamente las que ahora son. Procuraría hacer estallar una guerra después de
haber reforzado a su enemigo. Forzaría a la Fundación a la inactividad. Y
tendría una explicación plausible para todo, tan plausible que convencería a
todo el mundo.
—¿Quiere
decir que no habrá acuerdo? —preguntó Mallow, amablemente.
—Quiero
decir que debe usted dimitir, por libre voluntad o a la fuerza.
—Le advertí
que la única alternativa era la cooperación.
El rostro
de Jorane Sutt se congestionó con un súbito acceso de emoción.
—Y yo le
advierto, Hober Mallow de Smyrno, que si me arresta, no habrá cuartel. Mis
hombres no pararán de divulgar la verdad sobre usted, y la gente de la
Fundación se unirá en contra de su gobernante extranjero. Tienen una conciencia
de destino que un smyrniano no puede comprender... y esa conciencia le
destruirá.
Hober
Mallow dijo tranquilamente a los dos guardias que acababan de entrar:
—Llévenselo.
Está arrestado.
Sutt dijo:
—Es su
última oportunidad.
Mallow
apagó su cigarro y no levantó la vista.
Y cinco
minutos después, Jael se levantó y dijo, preocupado:
—Bueno,
ahora que ha hecho usted un mártir para la causa, ¿qué pasará?
Mallow dejó
de jugar con el cenicero y levantó la mirada.
—Ése no es
el Sutt que yo conocía. Es un toro cegado por la sangre. Galaxia, me odia.
—Entonces,
todo es más peligroso.
—¿Más
peligroso? ¡Tonterías! Ha perdido toda capacidad de juicio.
Jael dijo
tristemente:
—Es usted
demasiado confiado, Mallow. Ignora la posibilidad de una rebelión popular.
Mallow le
miró, triste a su vez.
—De una vez
por todas, Jael, no hay ninguna posibilidad de una rebelión popular.
—¡Qué
seguro de sí mismo está usted!
—Estoy
seguro de la crisis Seldon y de la validez histórica de sus soluciones, externa
e internamente. Hay ciertas cosas que no he dicho a Sutt. Él trató de
controlar la misma Fundación por las fuerzas religiosas tal como controlaba los
mundos exteriores, y fracasó... lo cual es el signo más seguro de que en el
esquema de Seldon la religión está descartada.
»El control
económico funcionó de distinta forma. Y para repetir esa frase del famoso
Salvor Hardin que a usted tanto le gusta, es una mala pistola la que no puede
apuntar en dos direcciones. Si Korell prosperó con nuestro comercio, nosotros
también lo hicimos. Si las industrias korellianas se hunden sin nuestro
comercio, y si la prosperidad de los mundos exteriores se desvanece con el
aislamiento comercial, del mismo modo se hundirán nuestras industrias y se
desvanecerá nuestra prosperidad.
»Y no hay
ni una sola fábrica, ni un solo centro comercial, ni una línea de embarque que
no esté bajo mi control, que no pueda ser exprimida por mí hasta reducirla a la
nada si Sutt intentara una propaganda revolucionaria. Donde su propaganda tenga
éxito, o incluso parezca que puede tener éxito, me aseguraré de que cese la
prosperidad. Donde fracase, la prosperidad continuará, porque mis fábricas
estarán a su disposición.
»Por lo
tanto, por los mismos razonamientos que me aseguran que los korellianos se
rebelarán en favor de la prosperidad, estoy seguro de que nosotros no
nos rebelaremos contra ella. El juego será llevado hasta el final.
—De modo
que —dijo Jael— está estableciendo una plutocracia. Está convirtiéndonos en una
tierra de comerciantes y príncipes comerciantes. ¿Qué será, pues, del futuro?
Mallow alzó
su melancólico rostro, y exclamó orgullosamente:
—¿Qué me importa a mí el futuro? No hay duda de que
Seldon lo ha previsto y está preparado contra todo lo malo que pueda acontecer.
Habrá otras crisis en el porvenir, cuando el poder del dinero se haya
convertido en una fuerza muerta como es ahora la religión. Que mis sucesores
resuelvan esos nuevos problemas, como yo he resuelto el del presente.