El estudiante - John Katzenbach (Parte 2)

SEGUNDA PARTE


         ¿QUIÉN ES EL GATO? ¿QUIÉN ES EL RATÓN?



20

Moth mintió.
Más o menos. Lo que hizo fue encontrar una forma de contestar las preguntas dando una impresión de verdad que enmascaraba la falsedad, más amplia. Le sorprendió lo fácil que le resultaba. Era tan importante ser legal para mantenerse alejado del alcohol que lo asustó un poco la facilidad con que le salían las falsedades de sus labios.
La casa del psiquiatra se llenó de repente de policías y sanitarios de los servicios de emergencias. Se habían llevado a Moth a una habitación y a Andy Candy a otra para hablar con ellos por separado. Desde donde estaba ya no podía ver el cadáver del médico.
—¿Y por qué dice que estaba aquí? —preguntó el inspector.
—Mi tío falleció hace poco; se suicidó en Miami. Estábamos muy unidos. El doctor Hogan fue uno de los profesores más importantes para él en la Facultad de Medicina. Estoy intentando entender los motivos que llevaron a mi tío a quitarse la vida, y el otro día me puse en contacto con el doctor Hogan. Me invitó a venir a hablar con él. Supongo que se sentiría demasiado mayor para viajar y que no le parecería oportuno decirme por teléfono lo que fuera a contarme.
—¿Dijo algo sobre que hubiese recibido amenazas? —insistió el inspector.
—Íbamos a hablar sobre mi pérdida, y creo que él quería ayudarme a aceptarla. Después de todo, era un psiquiatra prominente. Puede que simplemente fuera amable conmigo. O que se sintiera solo porque vivía aquí aislado y quisiera tener visitas. No lo sé.
Moth miró al inspector. No había nada en su postura, en su forma de hablar y de preguntarle que le llevara a pensar que era el momento de contárselo todo a aquella persona.
—Es un largo viaje para tener una simple conversación.
—Mi tío era muy importante para mí. Y encontré una tarifa barata.
Andy Candy también mintió.
Le dejó un regusto extraño en la boca, como si sus embustes fueran alimentos agrios, pero también la excitó, porque sentía que se adentraba en una aventura.
—¿Y dónde estaba exactamente cuando oyó el disparo? —La inspectora, una joven apenas seis años mayor que Andy, adoptó un tono de poli dura, empuñando el bloc y el bolígrafo con la misma autoridad con que empuñaría el arma que llevaba a la cintura.
Andy titubeó, señalando y acercándose al lugar que ocupaba cuando el doctor Hogan fue abatido.
—Justo aquí. Y después vine aquí al oír el... —No terminó la frase, y dijo—: Después entré en la cocina. —Inspiró hondo y pensó que era un poco como rebobinar una cinta de vídeo, porque reproducía mentalmente lo que había visto y oído.
Un disparo.
Distante. Apagado. A duras penas asimilado: «¿Qué ha sido eso?»
Una fracción de segundo.
«Mira.»
Cristales rotos.
Entonces, una imagen que fue tan potente como cualquier ruido: la parte posterior de la cabeza del doctor Hogan explotando en medio de una cascada roja de cerebro y sangre.
Un escalofriante sonido sordo cuando el anciano cayó hacia delante y se golpeó contra la pared, impulsado por la fuerza del impacto. El auricular que sostenía dio contra el suelo. Su cuerpo no hizo ningún ruido al deslizarse hacia abajo, o por lo menos ninguno que ella oyera, porque en aquel momento gritó. Fue un gemido agudo, que aunó conmoción y pánico inmediatos para convertirlos en un alarido visceral, desesperado, que se mezcló con el grito de sorpresa de Moth creando una armonía aterradora.
Fue todo tan rápido que Andy Candy tardó en entender lo que había sucedido y en reunir todas las piezas separadas y procesarlas. Fue un poco como despertarte de una pesadilla en la que sientes un calor abrasador pensando que has tenido un sueño muy desagradable y darte cuenta de que tu casa está realmente en llamas.
El inspector que tomaba declaración a Moth era un hombre robusto de mediana edad con un traje que le caía fatal.
—¿Y qué hiciste exactamente después de darte cuenta de que el médico había recibido un disparo?
Moth procuró recordar sus actos para decidir qué incluía, lo heroico, y qué omitía, su pánico. Lo que había hecho era echarse atrás, como una persona que se encuentra una serpiente en la hierba, antes de rodear a Andy con sus brazos para alejarla de la entrada. Cuando el médico se desplomó al suelo, se agachó sobre su amiga como si la protegiera de la caída de cascotes.
Luego, algo distinto se apoderó de él y la soltó para ir corriendo a la cocina. Vio todos los elementos de una muerte violenta, y actuó con un instinto que no creía poseer. No se le ocurrió que se estuviera exponiendo a un segundo disparo. Se agachó junto a la víctima como un médico en el campo de batalla, pero retiró las manos bruscamente al percatarse de que no podía hacer nada. Ni un torniquete. Ni presionar una arteria, ni reanimación cardiopulmonar ni boca a boca. La sangre ya estaba formando en el suelo un charco rojo, salpicado con trocitos de hueso y masa encefálica gris y viscosa. Tuvo una visión horripilante de cabello canoso enmarañado con el cráneo destrozado.
Con el rabillo del ojo atisbó el arsenal dispuesto en la mesa, y con un grito de desafío se abalanzó sobre él y cogió la escopeta sin comprobar si estaba cargada, lo que, de todos modos, no habría sabido hacer, y se encontró a sí mismo saliendo por la puerta trasera tras perder unos segundos peleándose con el cerrojo. Levantó la escopeta y la movió a derecha e izquierda con el dedo en el gatillo, pero no vio nada sospechoso. La idea de que debía proteger a Andy Candy y a sí mismo era más fuerte que su miedo. Contuvo el aliento.
Se quedó inmóvil unos segundos, que se le hicieron tan largos que le parecieron una eternidad. La noche caía sobre él y lo envolvía en penumbra. Quería disparar a algo o a alguien, pero alrededor solo había sombras procedentes del bosque cercano que se extendían por el jardín trasero de Hogan. Burlándose de él.
De modo que volvió a entrar.
—Ya está —dijo a Andy, aunque no sabía cómo había llegado a semejante conclusión, lo mismo que ocurría con lo que añadió—: Quienquiera que sea se ha ido.
Andy Candy estaba al borde del llanto. Tenía los ojos llenos de lágrimas y una rigidez paralizante le recorría el cuerpo. Estaba en la puerta de la cocina, con los ojos clavados en el cadáver, tapándose la mano con la boca, como si decir algo fuera a aumentar el miedo que reverberaba en su interior. Imaginó que sus sentimientos eran tan desvaídos como, sin duda, su rostro en aquel momento.
—¿Hemos...? —balbuceó—. ¿Quién, quiero decir...? —Se detuvo. Creía saber lo de «quién». Lo de «hemos» parecía ridículo. Las palabras eran tan secas que le raspaban la garganta.
Moth se mostraba frío, como un robot.
—Sabemos quién fue —dijo, dando voz al pensamiento que había cruzado la cabeza de Andy.
Andy se notó las axilas sudadas, a pesar de que temblaba como si tuviera frío. No sabía si estaba acalorada o helada.
—Vámonos, Moth —dijo—. Larguémonos ya.
«Huyamos. Escapemos... Pero ¿de qué? ¿Adónde?»
—No creo que podamos —respondió Moth.
De golpe, Andy Candy no tenía ni idea de lo que estaba bien y lo que estaba mal, y dudaba que Moth la tuviera. Solo había logrado pensar que iba a explotar otra ventana y la bala de un francotirador acabaría con ella o con Moth. Creía que se hallaban en un peligro terrible, y que cada segundo que siguieran ahí podía dar tiempo al asesino para recargar, apuntar y matarlos.
Se tambaleó hacia atrás, a punto de caerse. Tendió una mano y se apoyó en la pared. Estaba mareada y tenía la impresión de que iba a desmayarse.
—Ayuda —susurró, aunque qué clase de ayuda podían recibir. Se le ocurrió algo extraño: «La gente cree que la muerte es el final. Es solo el principio.»
Moth quería estrecharla entre sus brazos y acariciarle el pelo para consolarla. Tenía una noción hollywoodiense de lo que tendría que hacer un héroe en un momento así, pero al avanzar hacia ella tropezó y se detuvo a unos pasos de distancia.
Ella vio que Andy sacaba el móvil. «Hay que llamar a Emergencias, claro», pensó. No obstante, dijo:
—Espera un momento.
El Moth que quería consolarla había desaparecido, sustituido por un Moth que pensaba como un asesino. Se había vuelto hacia la mesa llena de armas. Había vuelto a dejar la escopeta allí y había cogido el .357 Magnum y las cajas de su munición.
—Vamos a necesitar esto. Y eso también. —Señaló el bloc con las notas garabateadas por el doctor Hogan. Andy Candy lo había dejado caer al suelo en la entrada.
—¿No querrá la policía...? —repuso ella, pero entonces entendió lo que Moth estaba diciendo. Recogió el bloc y se lo dio, sin saber el inmenso peligro que conllevaba ese paso, aunque sí era vagamente consciente de que los dos estaban cruzando líneas rojas que ninguna persona racional cruzaría.
—Muy bien —soltó Moth, metiéndose el bloc bajo el abrigo—. Ya podemos llamar.
—¿Qué digo? —preguntó Andy con el móvil en la mano.
—Diles que ha muerto alguien. De un disparo.
—Y cuando lleguen, ¿qué diremos entonces? —Se removió con movimientos tensos.
Si se dejaran guiar por la sensatez, contarían en el acto todo lo que sabían, que no era mucho, y todo lo que imaginaban, que era muchísimo, a la policía, que era el órgano competente en materia de crímenes. En aquel instante, ambos habían decidido no hacerlo. Las palabras «depende de nosotros» los habían dominado. La idea de depositar su confianza en la policía no solo parecía absurda, sino también peligrosa. Tenían tal barullo de muertes en su cabeza que les era imposible plantearse racionalmente las cosas. Moth estaba dispuesto a todo: solo podía pensar en la venganza.
—Que fue un accidente —propuso con frialdad.
Puesto que todo lo que la rodeaba era una vorágine de muerte y locura, lo único que pudo hacer Andy Candy fue aferrarse a algo que parecía lógico cuando en realidad no lo era.
—De acuerdo —coincidió con él—. Un accidente o algo, o quizá que simplemente no lo sabemos.
Todo aquello les resultaba difícil, pero por motivos diferentes. Moth creía que aquella guerra era suya, mientras que Andy Candy pensaba: «Sea lo que sea lo que hayas empezado, tienes que acabarlo.» Ninguno de los dos alcanzaba a ver lo absurdas, románticas e ingenuas que eran estas ideas.
—Cuéntales lo que hemos oído y visto, y ya está —dijo Moth, como un pretencioso director de teatro dando instrucciones a una actriz—. Andy... no hables con aparente tranquilidad.
«Qué petición más extraña», pensó ella con lágrimas en los ojos mientras miraba el cadáver del psiquiatra. Pero ya no pudo procesar nada más de lo que ocurría a su alrededor.
—Eso es fácil —aseguró. La rodeaba tanta histeria que reflejarla en una llamada a la policía parecía sencillo.
Pero, contradictoriamente, oír su propia voz le sirvió para recuperar cierto control sobre sus emociones desbocadas. «De modo que ver asesinar a alguien es así», pensó.
Marcó el número sin dejar de pensar que estaba atrapada en una rara experiencia extracorpórea. Moth había ido afuera, al coche de alquiler. Cuando le respondió una voz escueta de la centralita policial, se oyó a sí misma dando una dirección, aunque le pareció que era otra persona, alguien responsable e inmutable, quien llamaba a la policía.
—¿Viste algo o a alguien cuando saliste afuera?
Moth titubeó antes de sacudir la cabeza. Llegó a la conclusión de que la única respuesta era «nada». O, por lo menos, «nada fuera de lo normal». Salvo que una bala de 1,80 gramos había estallado en la cabeza de aquel psiquiatra unos momentos antes. Aquello no era normal, pero en su vida ya no había nada normal. Esperaba que Andy Candy también fuera consciente de ello.
—No. Nada.
El inspector anotaba las respuestas de Moth.
Les hicieron más preguntas. Preguntas rutinarias, como «¿Qué vuelos tomasteis?» o «¿Dijo algo el doctor Hogan antes de que le dispararan?». Tomaron fotos, y acudieron los de la policía científica, igual que cuando habían matado a su tío. Hubo cierto revuelo cuando un inspector que seguía la trayectoria de la bala se encontró con el venado muerto y alguien aseguró que se trataba de un «siniestro de caza», aunque no resultaba del todo convincente, pero Moth y Andy Candy lo oyeron varias veces. Les preguntaron cómo podían ponerse en contacto con ellos, y anotaron los correos electrónicos y los números de móvil. Los jóvenes no lograron saber exactamente qué pensaban los policías sobre la muerte del psiquiatra, ni siquiera cuando les hicieron la pregunta obvia:
—¿Saben de alguien que quisiera matar al doctor Hogan?
Y ambos respondieron:
—No.
No tuvieron que ponerse previamente de acuerdo sobre esta mentira. Les salió espontáneamente.
21

Aquel grito le molestaba mucho.
Estaba fuera de lugar y era inesperado.
Muy pocas cosas habían salido mal en sus asesinatos. Entonces, a medida que evocaba aquel grito, se transformó en una acuciante preocupación. Y la preocupación se convirtió en algo nuevo que iba más allá de la mera curiosidad, en algo semejante a la alarma; una sensación que le era completamente extraña. Y esta alarma aumentaba sin cesar. Le producía extrañeza e incomodidad, casi aturdimiento, con el pulso acelerado y un hormigueo en la piel, como si recibiera una pequeña descarga eléctrica. Nunca había tenido estas sensaciones al perpetrar un asesinato, y ninguna le gustaba.
«Tendría que haber habido silencio.
»Silencio y muerte. Es así como lo había planeado.
»Tal vez un eco momentáneo de mi disparo alejándose. Nada más.
»¿Quién gritó?
»¿Quién había en esa casa?
»No tenía que haber nadie.
»¿La señora de la limpieza? No. ¿Un vecino? No. ¿Un antenista de televisión? No.
»Debo regresar a comprobarlo.»
El estudiante 5 canceló su vuelo del día siguiente a Cayo Hueso, donde tenía intención de tomarse unas vacaciones para beber relajadamente un cubalibre en una mesa del Louie’s Backyard mientras organizaba la nueva etapa, no letal, de su vida. Últimamente se dejaba llevar por fantasías agradables: quizás encontrar empleo en el ámbito terapéutico para sacar provecho de toda su pericia psicológica. A lo mejor podría trabajar en un centro de reinserción social, o atender algún teléfono de la esperanza. No necesitaba ganar dinero. Necesitaba llenar lo que le quedaba de vida con las profundas satisfacciones que soñaba cuando asistía a la Facultad de Medicina hacía tantos años.
Hasta se había planteado restablecer las relaciones con los parientes que le quedaban, primos dispersos que lo consideraban muerto. Menuda impresión y sorpresa se llevarían cuando se corriera la voz en la familia: ¡Está vivo! Sería como uno de aquellos soldados japoneses que fueron encontrados treinta o cuarenta años después en islas abandonadas del Pacífico y que creían que la guerra proseguía, y que fueron recibidos como héroes con desfiles y medallas cuando los enviaron de vuelta, confundidos, a su país. Las posibilidades eran infinitas. Podría recuperar su nombre, su identidad y, aún más importante, su potencial, y nadie sabría nunca cómo lo había conseguido.
«Sería como volver a ser joven.»
Y resulta que ahora veía amenazada la nueva historia que creía que iba a iniciar mágicamente al liberarse de la vieja.
Lo invadió al instante la rabia.
«¡Qué putada! ¡Qué gran putada! Un puñetero grito.»
Ya había pasado varias horas reuniendo los elementos utilizados en el asesinato de Jeremy Hogan para deshacerse de todo: los discos duros de ordenador y las notas manuscritas; fotos, mapas, horarios, rutas; armas y munición; dispositivos para enmascarar electrónicamente la voz y móviles desechables. Así como toda la información detallada, la historia personal y los hábitos cotidianos que había recabado para preparar y ejecutar la muerte del psiquiatra. Creía que cuando destruyera toda relación con aquel asesinato, podría empezar por fin una nueva vida.
«Y resulta que había sido una pérdida de tiempo. ¡Maldita sea!»
Se dijo que tenía que ser racional e investigar aquel grito, pero aun así le costaba respirar.
Por la noche, en su piso de Nueva York, el estudiante 5 se obligó a encender el ordenador. Le llevó unos minutos instalar un disco duro nuevo, tiempo que pasó soltando palabrotas.
Su primera visita fue al sitio web del Times de Trenton, el periódico local más importante de la ciudad más cercana. Solo incluía un breve artículo: «Médico jubilado muere en un probable siniestro de caza.»
Leyó los seis párrafos pensando que estaban muy bien, pero el artículo no contenía detalles suficientes para reducir su nerviosismo. De hecho, incluía una relación de los logros profesionales de Jeremy Hogan tras la declaración de un teniente de la policía: «Existen indicios de que el doctor Hogan pudo haber sido víctima de un siniestro de caza fuera de temporada.»
—Un siniestro —soltó en voz alta, mirando fijamente la pantalla del ordenador y quiso darle un puñetazo—. Ya te diré yo qué clase de siniestro fue.
Alzó los ojos y contempló el resplandor de la noche de Manhattan por la ventana. Podía oír el tráfico en las calles, la combinación habitual de vehículos de todo tipo, cláxones y sirenas esporádicas. Todo era como tenía que ser, pero aun así había algo que chirriaba. Los sonidos normales no lo tranquilizaban como tendrían que haber hecho.
Como un científico que revisara los datos de su último experimento, el estudiante 5 repasó todos los aspectos del crimen. Este le había parecido, incluso más que los anteriores, sencillamente perfecto, hasta la conversación final y la vacilación antes de apretar el gatillo. Recordó la presión en el hombro y la pequeña imagen que había visto por la mira telescópica. Estaba seguro de que Jeremy Hogan había experimentado el momento absolutamente necesario de miedo y reconocimiento, y que al final había sabido que iba a morir y quién iba a matarlo, aunque no recordara su nombre. Solo unos segundos de terror para que Hogan tuviera unos recuerdos terribles y completamente merecidos, sintiera pánico y supiera que estaba perdido a pesar de las precauciones que había tomado. Y entonces, deliciosamente, mientras todas estas cosas lo abrumaban, le explotó el cerebro.
«Un asesinato ideal.
»Un asesinato que envidiar. Un asesinato que saborear.
»Excepto por aquel grito.»
Repasó mentalmente el sonido.
«Femenino. Agudo. ¿Hubo también un sonido secundario?
»Mierda, mierda, mierda. El plan había sido muy sencillo:
»Marcar.
»Pronunciar las frases ensayadas.
»Apuntar.
»Disparar.
»Comprobar rápidamente que no quedaran pistas por descuido.
»Marcharse.»
Y lo había cumplido al milímetro. Como tenía que ser. Como había hecho las demás veces.
Salvo que esta vez tendría que haber esperado.
Soltó una palabrota, se cogió al borde de la mesa para levantarse bruscamente y anduvo arriba y abajo. Se golpeó con un puño la palma de la otra mano, se tendió sobre el suelo de madera noble y se puso a hacer abdominales. Al llegar a los cincuenta, con el sudor perlándole la frente, paró.
Diciéndose que debía mantenerse tranquilo y concentrado, volvió al ordenador. Decidió probar el sitio web del Packet de Princeton, el periódico quincenal local que cubría la zona. Aparecieron numerosos artículos sobre reuniones de la junta de planificación, normativas sobre la sujeción de los perros, campañas de reciclaje, pruebas de la liga infantil de béisbol y proyectos educativos. Con un poco de insistencia, localizó un titular: «Destacado catedrático pierde la vida en un probable siniestro de caza.»
El artículo era parecido al anterior, solo que contenía más detalles, incluido el venado muerto y la frase: «Unos invitados encontraron el cadáver del psiquiatra.»
Nadie visitaba al doctor Hogan. No desde hacía años.
¿Quiénes eran, pues?
El estudiante 5 apenas durmió. Pasó gran parte del resto de la noche releyendo aquel artículo, como si esperara que se formaran otras palabras en la pantalla.
Diez de la mañana.
«Usa un móvil desechable y cíñete a la historia.» Había preparado una historia razonable. El teléfono sonaba.
—Packet de Princeton. Le habla Connie Smith.
—Buenos días, señorita Smith. Lamento molestarla en el trabajo. Mi nombre es Philip Hogan y llamo desde California con motivo de la muerte reciente de mi primo el doctor Hogan. Un primo lejano, tanto por distancia física como por parentesco. Su fallecimiento nos ha sorprendido mucho y estamos intentando averiguar qué pasó exactamente. La policía local no nos da una respuesta concreta respecto a qué clase de siniestro fue. Y esperaba que tal vez usted pudiera darnos algunos detalles.
—La policía suele ser muy hermética hasta que concluye la investigación —comentó la periodista.
—Su artículo mencionaba un siniestro de caza. Pero mi primo no era cazador, por lo menos que nosotros supiéramos, de modo que... —Dejó la pregunta en el aire.
—Ya. Bueno, lamento tener que decírselo, pero al parecer una bala perdida de algún idiota que cazaba fuera de temporada con un rifle de largo alcance mató a su familiar en lugar de un ciervo. O además de un ciervo. La policía está buscando al cazador, que puede que se enfrente a una acusación de homicidio imprudente y a diversas infracciones medioambientales, pero hasta ahora ha sido en vano.
—Comprendo. Qué terrible. No conocía a mi primo, pero era un excelente psiquiatra. ¿Y estaba en casa cuando eso ocurrió?
—Sí. Contestando al teléfono, al parecer. O sea que fue mala suerte, la verdad. No obstante, al final la policía emitirá una conclusión fidedigna, que será más exacta y precisa que los rumores que le comento.
—¡Oh, qué terrible! —exclamó el estudiante 5, imprimiendo a su voz la mayor pesadumbre.
—Reciba mis condolencias. Fue una verdadera desgracia.
—Eso parece. Qué tragedia, pero al menos ya había vivido su vida. Creo que estaba solo desde que enviudó. Debía de sentirse triste y solitario.
—Ya.
—¿Sabe qué funeraria se ocupa?
—El periódico publicará una necrológica cuando el forense entregue el cadáver. Vuelva a mirarlo mañana o pasado.
—Así lo haré. Oh, otra pregunta, y muchas gracias por su ayuda...
—Faltaría más.
—¿Cómo lo encontraron? Quiero decir, no sufrió, ¿verdad?
—No. Al parecer, murió en el acto.
El estudiante 5 ya conocía este dato. «El sufrimiento fue antes.» Pero quería hacer preguntas acordes con la imagen que estaba intentando dar. «Distante. Moderadamente preocupado. Básicamente curioso.»
—Pero ¿cómo...?
—Al parecer, una pareja joven había ido a visitarlo. Una coincidencia, por lo visto, según me contó un policía. No eran de la familia. Debían de tener algún motivo para estar en su casa, pero no figura en el informe preliminar de la policía. Seguramente un estudiante de Psiquiatría buscando un profesor emérito, supongo.
—¿Habló usted con ellos?
—No. Cuando llegué a la casa, ya se habían ido. Estarían muy asustados. Van de visita y... —La periodista se detuvo, seguramente temiendo ser insensible.
El estudiante 5 fue prudente. «No te muestres ansioso», se recordó.
—Oh, tal vez tendría que intentar hablar con ellos, entonces. ¿Tiene sus nombres, números de teléfono o algo que pueda ayudarme a contactar con ellos?
—Tengo sus nombres, pero no sus teléfonos. Supongo que la policía no quería que los llamara antes de que terminen su investigación. Típico. Puede que tampoco quiera que usted los llame, pero qué coño. No tendría que ser difícil localizarlos.
—Pero usted no lo ha hecho...
—No. No le veo interés periodístico, salvo que la policía averigüe el nombre del imbécil del cazador. Entonces habrá una detención y un artículo de seguimiento.
«Eso no pasará», pensó el estudiante 5.
Escuchó y pidió dos veces a la periodista que deletreara los nombres de los invitados. Luego miró fijamente las palabras que tenía delante. Parecían reverberar, como el calor sobre una carretera un día abrasador. Un chico. Una chica.
La chica no le decía nada: Andrea Martine.
«¿Quién eres?»
Pero el nombre del chico le decía mucho: Timothy Warner.
«Sé quién eres.»
Tendría que estar enojado consigo mismo porque se le había escapado una conexión, pero dejó que esa furia interna se diluyera en la perspectiva de investigar un poco más, convencido de que eso lo tranquilizaría y tal vez haría que aquella desagradable sensación de...
Se detuvo como si pudiera parar sus pensamientos del mismo modo que se refrena un caballo desbocado y analizó lo que sentía. «¿Una sensación de qué? ¿De amenaza? ¿De fracaso? ¿De peligro?»
—Espero haberlo ayudado —dijo la periodista.
—Sí, gracias. Me ha ayudado mucho —respondió el estudiante 5.
Una parte de él quería reír. «Inexperta periodista local, estás hablando con la mejor noticia que pasará jamás por tu mesa. Solo que no lo ves.»
22

En el vuelo de vuelta a Miami, Andy Candy se quedó dormida, agotada debido a una clase de tensión desconocida, y apoyó la cabeza en el hombro de Moth. Para él, aquel era probablemente el momento más erótico que había vivido en años. Le recordó la primera vez que la había tocado íntimamente. Lo que en realidad había sido un toqueteo burdo se había convertido en su recuerdo en un contacto sedoso y suave. Se moría de ganas de acariciarle la mejilla, pero se contuvo.
Se deleitó con la fragancia de su cabello y trató de concentrarse en lo que les había sucedido. Alguna que otra sacudida debida a una turbulencia se confabulaba para interrumpir unas emociones de lo más contradictorias: asesinato y deseo.
Los motores del avión zumbaban. Una azafata recorrió el pasillo y sonrió a Moth al pasar.
«El doctor Hogan se alegró de vernos. Estaba aliviado. Tenía ganas de ayudarnos.»
Una imagen espantosa le vino a la cabeza: el psiquiatra con la mano extendida, dándoles la bienvenida a su casa. «¿Cuánto tiempo le quedaba? ¿Un minuto? ¿Dos?
»Y entonces sonó el teléfono.»
Inspiró con fuerza. «Había sangre por todas partes. Andy gritó.»
Recordó a Hogan contestando el teléfono.
«Se había iniciado la cuenta atrás: Cinco, cuatro, tres...
»Le dijeron algo.
»Dos, uno... diana.»
Moth recordó que el doctor Hogan se había limitado a escuchar, paralizado. No había dicho nada para indicar con quién hablaba.
«¿Cuán cerca estuvimos nosotros de morir? ¿Y si lo hubiéramos seguido a la cocina y nos hubiéramos puesto a su lado?
»Pero nos quedamos a tres metros de la muerte.»
Moth se puso tenso y procuró no moverse ni un centímetro, pues no quería que Andy Candy apartara la cabeza de su hombro. Empezó a mirar con nerviosismo alrededor, imaginando que el asesino de su tío los había seguido a bordo. Tardó unos segundos en apaciguar su pulso acelerado.
«Tranquilízate. No está aquí. Por lo menos, todavía», se dijo.
Cerró los ojos y escuchó los motores.
«Antes de hoy, el asesinato era algo abstracto —pensó—. Incluso cuando vi el cadáver del tío Ed, era un asesinato ya cometido, no uno que se estaba cometiendo.»
Tiempos verbales que ponían de relieve la muerte.
«Estamos aprendiendo muy rápido... ¿Lo suficientemente rápido?»
No estaba seguro de ello.
Lo que habían visto, lo que habían oído, lo que habían sentido, la forma en que habían reaccionado, todo se amalgamaba en una muerte violenta. El incipiente intelectual que había en él se preguntó si esas sensaciones mezcladas eran lo que los soldados experimentaban en el campo de batalla.
«Y después tienen pesadillas —pensó—. A pesar de su formación, sufren sudores nocturnos y ansiedad paranoide. ¿Qué nos protege a nosotros?»
Se miró de soslayo la mano derecha, pensando que tendría que temblarle un poco a causa del alcoholismo. Observó entonces a Andy Candy y contó cada una de sus respiraciones regulares intentando discernir si su semblante relajado revelaba indicios de alguna pesadilla.
«¿Qué haremos ahora?»
Se le ocurrió algo remoto, algo situado en la periferia de lo que estaba tratando de procesar: «¿Arruinaré su vida por haberle pedido que me ayude?» Pero desechó esta idea con la misma rapidez con que le había acudido a la cabeza, pues egoístamente sabía lo mucho que la necesitaba.
Andy Candy despertó durante la aproximación final a Miami y fue consciente de que de repente se hallaba rodeada por una telaraña de asesinatos, del que cualquiera en su sano juicio huiría antes de acabar envuelto en la misma tela. Ya lo había pensado antes, pero solo como razonamiento intelectual, como algo evidente para cualquier buen estudiante de un curso avanzado de Literatura inglesa. Ya no. La razón se debatía con algo más fuerte que la lealtad. Notaba la presencia de Moth en el asiento contiguo y, sin necesidad de mirarlo, sabía que estaría perdido sin ella.
«Ciego —pensó—. Así estaría.»
Revivió mentalmente la muerte del doctor Hogan, y supo que los dos eran ingenuos y seguramente insensatos al pensar que podrían enfrentarse a la clase de amenaza que representaba aquel rifle.
Pensó algo curioso: «Se aclama a los escaladores que ponen en peligro su vida por alcanzar la cima del Everest. Se critica a los escaladores que cometen un leve error de cálculo o planificación y mueren en el intento. Pero nadie recuerda a los escaladores que fueron conscientes de sus limitaciones y se dieron la vuelta a pocos metros de la cima. Puede que estén vivos, pero olvidados.»
Su vuelo aterrizó sin problemas. Fueron a recoger el equipaje. Moth había facturado su pequeña maleta y recorría arriba y abajo, nervioso, la cinta transportadora a la espera de verlo. A Andy la desconcertó un poco su inquietud, hasta que cayó en la cuenta de que él había metido el revólver de Hogan en la maleta. Seguramente temía que alguna máquina de rayos X lo hubiera detectado.
Cinco psiquiatras muertos.
Cuatro alumnos. Un profesor.
¿Qué tenían en común?, se preguntó Andy Candy.
¿Una clase compartida?
Psiquiatría forense. Eso era lo que Jeremy Hogan enseñaba. Pero ninguno de los cuatro alumnos muertos se había especializado en este campo. Los ámbitos profesionales de tres de ellos eran la investigación psiquiátrica, la psicoterapia, la psiquiatría infantil. Ed había seguido la psiquiatría geriátrica.
Se había hecho un espacio para trabajar en la estrecha y larga cocina de Moth, donde estaba sentada en un taburete con el portátil delante, rodeada de tazas de café y de notas, incluidas las que había garabateado el doctor Hogan en su bloc. Sabía que deberían haber dado estas últimas a la policía de Nueva Jersey, pero sin duda las habrían ignorado. Moth estaba sentado a un escritorio, también frente al ordenador. Aunque era mediodía y un sol brillante se colaba por las ventanas, la muchacha pensó que estaban trabajando como si se acercara la medianoche.
Moth se quedó mirando los nombres que aparecían en la pantalla. Habían sido cinco muertes aparentemente sin relación. No había nada que indicara cómo habían muerto, lo que le revelaría el porqué. Vivían en diferentes partes del país. Tenían diferentes ámbitos profesionales, diferentes tipos de familias. Sus historias eran totalmente distintas.
Lo que tenían en común era un programa de tercer curso años atrás, cuando todos habían decidido dedicarse a la psiquiatría, lo que sugería lo siguiente: el asesino de su tío era alguien al que todos trataron cuando estudiaban, alguien que les enseñaba o alguien que estaba en su misma clase.
Se preguntó por qué mataría un profesor a sus exalumnos. Tachó esta categoría.
Treinta años después de terminar sus estudios en la Facultad de Medicina, su tío había muerto de un disparo a quemarropa en la sien, hecho con la mano equivocada. Y el mismo año, él y Andy Candy habían presenciado una muerte causada por un rifle de largo alcance. De las cinco muertes que estaba analizando, estas eran las únicas en que habían intervenido armas de fuego.
Un alumno y un profesor.
—Muy bien —dijo a Andy—. Sabemos lo que ocurrió en dos casos. Tenemos que investigar los otros.
Ella asintió.
Otro exalumno. Una llamada telefónica a una viuda rica:
¿Cómo murió? Veinte años después de terminar sus estudios:
—Fue una nimiedad, la verdad. Una nimiedad que mató a mi marido y derivó en un pleito judicial tremendo. Una enfermera joven e inexperta que sustituía a alguien que estaba de baja aquel día. Al parecer nunca había trabajado en una UCI y leyó mal las instrucciones postoperatorias del cirujano cardíaco, por lo que la inyección que le puso...
Moth escuchó una historia sobre una anotación garabateada en una historia clínica y de una medicación que tenía que haber sido de 0,50 miligramos y que por desgracia fue de 50 miligramos. Era un error habitual en las UCI, y seguramente pasaba más de lo que ningún hospital quería admitir. La viuda parecía resignada con esta historia.
—El cirujano estaba cansado y tenía prisa, y aunque negó haber cometido un error en la anotación, bueno... —Titubeó y añadió—: Bueno, ya sabe la letra que tienen los médicos. —Soltó un suspiro resignado—. Trazó una marquita casi indescifrable; los abogados me la enseñaron. Como si se le hubiera acabado la tinta al bolígrafo o se hubiera borrado de algún modo, porque le hubiera caído algún líquido, y eso emborronó la coma. Por lo menos, eso pensaban declarar en el juicio, aunque no llegamos tan lejos. Discusiones por aquí, discusiones por allá, pero eso no iba a devolverle la vida a mi marido. Los abogados del hospital querían llegar a un acuerdo y darle carpetazo al asunto.
Otro suspiro.
—Bien mirado, te mueres por una marquita que debería haber estado en un papel. Una maldita coma. De eso hace diez años. He pasado página, la verdad.
Moth dio las gracias a la viuda, se disculpó por haberla molestado y pensó que en su tono no había nada que confirmara la afirmación «He pasado página». Pero mientras hablaba, pensó que un estudiante de Medicina conocería las dosis y los errores de una UCI. Sabría la importancia de una coma. Se preguntó por la palabra «borrado» que había utilizado la viuda.
Otra exalumna. Una llamada a un policía estatal encargado de la reconstrucción de accidentes automovilísticos:
¿Cómo murió? Dieciocho años después de terminar sus estudios:
—Solía sacar a pasear a su perro por la tarde —le informó una voz ronca, profesional—, hacia el anochecer, por una carretera de dos carriles muy estrecha. Sin aceras ni arcén. No era buena idea. E iba por el otro lado. Tendría que haber andado de cara al tráfico, pero no lo hizo. Como su marido y ella se habían separado y él tenía a sus hijos aquel fin de semana, no había nadie en casa para llamar a la policía cuando no regresó. Cuando medimos las huellas del patinazo y comprobamos las condiciones meteorológicas y de luz, concluimos que un coche la golpeó por detrás en una curva ciega poco después del anochecer y la arrastró unos metros antes de que cayera por una zanja, donde quedó fuera de la vista de cualquier conductor que pasara. El vehículo sospechoso iba a más de ochenta kilómetros por hora al producirse el impacto. No encontramos huella de frenado hasta metros después del punto de la colisión. Hasta la mañana siguiente nadie la vio. Fueron unos niños que se dirigían a una parada de autobús y que no supieron qué hacer, por lo que todavía pasó más rato antes de que nosotros llegáramos.
El policía hizo una pausa.
—Una muerte horrorosa. El impacto no la mató del todo. Fue una combinación de hemorragia, conmoción e hipotermia. Hizo un frío de mil demonios aquella noche, por debajo de cero grados. Puede que tardara un par de minutos o un par de horas en morir. No lo sabemos con certeza. El cabrón del conductor que se dio a la fuga mató también al perro. Un golden retriever. Un encanto de perro. De vez en cuando, la doctora lo llevaba al pabellón de Psiquiatría donde trabajaba. La gente decía que aquel perro era mejor que cualquier terapia para los pacientes.
—¿Y su investigación?
—No nos llevó a ninguna parte —admitió el policía—. Fue muy frustrante.
Moth pudo oír cómo se encogía de hombros al otro lado del teléfono.
—Una vez que identificamos el coche a partir de un rastro de pintura en la correa del perro, intentamos localizarlo. Notificamos a los talleres de tres condados para que estuvieran alertas a ese modelo de vehículo con desperfectos en la parte delantera izquierda. Revisamos registros de alquiler, venta y matriculación de automóviles, todo, en busca del coche. Pero no apareció en seis meses, y entonces... —Se le fue apagando un poco la voz pero se recuperó—: Al final apareció carbonizado. Incendiado. En el interior de un bosque. La científica obtuvo su número de bastidor, y averiguamos que coincidía con el de un vehículo robado del aparcamiento de un centro comercial en el estado colindante cuatro días antes del atropello. —El policía titubeó otra vez—. Hubo un detalle que se me quedó grabado. Lo he visto otras veces, pero me sigue resultando muy cruel.
—¿Cuál? —preguntó Moth. Parecía un reportero de aquellos que cuanto más truculentos son los datos que recaba, con más firmeza habla.
—Había indicios en la hojarasca y demás detritos junto al cadáver de que el conductor que se dio a la fuga se paró, bajó del coche y se acercó a ella para comprobar lo que había hecho antes de largarse, ¿sabe?
—Dicho de otro modo...
—Quiso asegurarse de que estaba agonizando y después la abandonó.
—¿Y?
—Y ya está. Un callejón sin salida. Un cabrón quedó impune de una muerte por atropello, a no ser que usted pueda decirme algo que yo no sepa.
Moth reflexionó. Podía decirle muchas cosas.
—No —contestó—. Solo estaba intentando contactar con ella para informarle del suicidio de mi tío. Fueron compañeros de estudios y se va a crear un fondo en su memoria. Cuando me enteré de que había muerto, quise informarme sobre las circunstancias. Perdone si le he hecho perder el tiempo.
—Descuide —dijo el policía. Moth captó el recelo en su voz. No lo culpó.
Tuvo ganas de dar un puñetazo en la mesa. «¿Qué relación guardan un atropello con fuga y unos estudios de Psiquiatría?» Nada obvio a primera vista, salvo dos palabras reveladoras: «quiso asegurarse...».
Otro exalumno. Dos llamadas.
¿Cómo murió? Catorce años después de terminar sus estudios:
La primera, a un hijo en edad universitaria.
—Mi padre estaba solo en la casa de veraneo del lago. Le gustaba ir al principio de la temporada, antes de que hubiera nadie, abrir la casa, hacer un poco de todo, campar a sus anchas... Me resulta muy difícil hablar de ello, ¿sabes? Lo siento.
La segunda, a la funeraria Taylor-Fredericks de Lewiston, en Maine.
—Tendré que comprobar mis registros —dijo el director—. Ha pasado mucho tiempo.
—Gracias —respondió Moth, y esperó pacientemente.
El hombre volvió a ponerse al teléfono. Tenía una voz nasal, quejumbrosa, prácticamente una caricatura de la de un director de funeraria.
—Ya me acuerdo...
—¿Un accidente náutico? —preguntó Moth.
—Sí. El finado tenía un pequeño velero que sacaba cada día en verano. Pero aquello fue a principios de abril, ¿sabe? Acababa de derretirse el hielo y se iniciaba la temporada. No había nadie en los alrededores. Debió de zarpar para dar un paseo. El tiempo no era lo bastante benigno y no tendría que haber navegado por el lago. La gente no quiere oírlo, pero en esta zona el invierno todavía no se ha acabado del todo en abril. No tendría que haberlo hecho.
—Pero ¿qué lo mató exactamente?
—Una ráfaga repentina, al parecer. Por lo menos, eso dedujo el forense del condado. Parece que la botavara le dio en la cabeza y lo arrojó al lago, seguramente ya inconsciente. La temperatura del agua sería de unos siete grados, puede que menos. No se dura mucho en esas condiciones. Diez minutos, según dicen. Eso es todo. En fin, pasaron cuarenta y ocho horas antes de que los submarinistas encontraran el cadáver, y eso gracias a que alguien vio la embarcación volcada en el lago y llamó a la policía. El forense observó lesiones en la parte posterior de la cabeza, pero como el cadáver había estado en el agua, fue difícil saber exactamente qué pasó. Y como el velero volcó, todo lo que había dentro se perdió, por lo menos eso se dedujo. Una historia muy triste. La familia lo incineró y esparció sus cenizas en el lago. Imagino que era un sitio especial para él.
«Muy especial —pensó Moth—. Es el sitio donde lo asesinaron.»
Pero, aunque sabía que lo habían matado, no alcanzaba a ver cómo. Y no había ninguna relación entre lo que parecía un accidente fortuito y haber estudiado en la Facultad de Medicina treinta años antes.
—Maldita sea —susurró tras colgar.
Suicidio. Siniestro de caza. Atropello con fuga. Error hospitalario. Accidente náutico. Cada muerte ocurrida con años de diferencia o en apenas unas semanas. Nada de ello era probable, y todo tenía sentido únicamente si se veía desde el punto de vista que solo Moth había adoptado.
Miró a Andy Candy. Esperaba que no lo hubiera adoptado solamente él.
—Culpa mía —dijo.
Andy levantó la cabeza.
—Eso es lo que dijo el doctor Hogan. Lo mismo que tu tío. Más o menos.
—Han muerto cinco personas. Fue por alguna razón. Averigüemos qué tenían en común.
—Tenemos esto —asintió Andy señalando las notas de Hogan—. No parece mucho, pero sí que lo es.
—¿Por qué lo dices?
—Era el único profesor. Los demás eran todos alumnos. Así que...
—Así que sabemos cuándo ocurrió aquello de lo que tenían la culpa. Solo tenemos que averiguar qué fue.
Andy Candy usó su voz más convincente, mezclando la inocencia de una jovencita llena de vida y energía con la insistencia de una veterana reportera de investigación. Ninguno de los empleados del actual decanato de la Facultad de Medicina trabajaba allí hacia treinta años, y eran reacios a dar información de contacto de los ya jubilados.
Pero que fueran reacios no significaba que no lo hicieran. Obtuvo el número de teléfono de un médico que había dejado la universidad hacía tiempo.
Una mujer contestó al cuarto tono.
Andy contó rápidamente la historia tapadera: el suicidio de Ed, el fondo en su memoria. La mujer la interrumpió a la mitad.
—Lo siento. No creo que podamos hacer ninguna contribución.
—¿Puedo hablar con el doctor? —insistió Andy Candy.
—No.
La respuesta fue tan brusca que la dejó desconcertada.
—Solo será un momento.
—Lo siento. Está en una residencia para enfermos terminales. —La voz de la mujer, que reprimió un sollozo, parecía proceder de muy lejos.
—Oh, lo lamento...
—Me han dicho que solo le quedan unos días.
—No era mi intención...
—No pasa nada. Lleva mucho tiempo enfermo.
Andy Candy quería dar una disculpa rápida y colgar. Captaba el dolor de su interlocutora casi como si la tuviera al lado. Pero mientras buscaba las palabras, notó que se ponía tensa y que una repentina resolución la dominaba.
—¿Habló alguna vez el doctor sobre algo, creo que habría ocurrido en 1983, algo inusual, algo fuera de lo corriente con los alumnos?
—¿Disculpe?
—Fue el año en que estuvo mi tío —mintió Andy—. Y pasó algo...
—¿De qué va todo esto? —preguntó la mujer tras un titubeo.
Andy inspiró hondo y siguió mintiendo.
—Antes de morir, mi tío mencionó un hecho que tuvo lugar cuando estudiaba en la facultad. Estamos intentando averiguar a qué se refería. —Parecía una explicación razonable.
—No puedo ayudarla. Mi marido tampoco. Se está muriendo.
—Lo siento, pero...
—Llame a una de las personas que siguieron el programa de Psiquiatría. Esta disciplina es siempre la más problemática. Los problemas que genera no compensan a la administración. Cada año se admiten quince alumnos. Puede que uno de ellos se volviera loco. A lo mejor pueden ayudarla.
Y una vez dicho esto, colgó.
Andy Candy repasó la lista. La mujer afligida no había dicho nada que no supiera ya.
Quince admitidos.
Contó los titulados.
Catorce.
Cuatro fallecidos.
Faltaba uno.
Alguien había empezado pero no terminado.
Ya lo tenía, y era tan simple que la asustó.
De repente, se estremeció. Moth debió de notarle algo en la cara porque se inclinó hacia ella. A Andy le resultaba difícil expresar lo que acababa de descubrir, de golpe volvía a sentirse tan cerca de la muerte como cuando había visto explotar la cabeza de Jeremy Hogan y había gritado. Se preguntó si estaría condenada a pasar el resto de la vida gritando. O, más bien, deseando gritar.
23

Esa noche Susan Terry se sentó al lado de Moth en Redentor Uno. Cuando le tocó el turno, declinó hablar. Hizo un gesto a Moth, que también sacudió la cabeza, lo que pareció sorprender a todo el mundo, y quien tomó la palabra fue el ingeniero, que resumió su última lucha contra la oxicodona.
Cuando la sesión terminó, Susan puso una mano en el brazo de Moth para retenerlo un momento en el asiento.
—Hay alguien esperándome —dijo él.
—Solo será un minuto —respondió Susan.
Observó cómo los demás salían de la sala o se arremolinaban alrededor de la mesa del café y los refrescos.
—Has faltado a algunas reuniones —comentó la ayudante del fiscal.
—He estado ocupado.
—Yo también, pero he asistido. ¿Estabas demasiado ocupado para presentarte aquí y hablar sobre tu adicción? —Fue directa y al grano, como era su estilo.
—Estaba fuera.
—¿Dónde?
—Fui al norte.
—El norte es muy grande. ¿Hay bares en el norte?
Esperaba que un poco de sarcasmo lo incitara a abrirse un poco. El sarcasmo hace enfadar a la gente, y a la gente enfadada se le suele soltar la lengua. Lo había aprendido el primer día como fiscal y esperaba que funcionara con Moth.
—Supongo. No fui a ninguno.
—Ya —asintió Susan, haciendo que una sola sílaba sonara como un puñado de ellas. Cualquier interrogatorio, incluso el más improvisado, se basaba en hurgar en las debilidades. Y ella era muy versada en la mayor debilidad de Moth porque la compartía—. ¿Y qué hiciste exactamente en el amplio y ancho norte?
—Fui a ver a un hombre que conocía a mi tío cuando era joven.
—¿De quién se trataba?
—Un psiquiatra jubilado que fue profesor de mi tío.
—¿Por qué él?
Moth no respondió.
—Comprendo —dijo Susan—. Así que sigues convencido de que hay un misterioso genio criminal suelto. —Insistió con el sarcasmo para pinchar a Moth y hacerlo decir algo concreto. Se debatía entre dudas y certezas sobre la muerte del tío: las dudas eran suyas, recientes, y quería hacerlas desaparecer lo más rápidamente posible, y las certezas se hacían eco de la insistencia tenaz e irritante de Moth.
—Sí —soltó el joven con una risita fingida—. Pero no sabría describirlo. ¿Crees que hay alguien, una especie de profesor Moriarty, que rivaliza con Sherlock Holmes? ¿Crees que es eso lo que estoy haciendo? Menuda tontería. De todos modos, en este caso, lo de genio criminal parece algo aventurado.
Moth pensó que aquello era mentir diciendo verdades. Y le gustaba usar la palabra «aventurado».
—Timothy —insistió Susan, procurando suavizar su tono, lo que solía ser otra técnica efectiva, aunque estaba empezando a creer que Moth era inmune a la mayoría de los planteamientos rutinarios—. Estoy intentando ayudarte. Ya lo sabes. Te advertí que era peligroso iniciar a la ligera una búsqueda inútil. Dime, en tu viaje al norte, cuando visitaste a ese viejo conocido de tu tío, ¿descubriste algo?
Moth flaqueó y no pudo contenerse.
—Sí —susurró.
Estuvieron callados un instante. Susan sacudió la cabeza, nada convencida.
—¿Qué exactamente? —quiso saber con la insistencia nada sutil de una fiscal profesional.
—Que tengo razón —respondió Moth.
Después se levantó y se dirigió a la salida mientras Susan se quedaba mirándolo desde el sofá con una mezcla de enojo y curiosidad, un cóctel peligroso en su interior.
En el coche, mientras esperaba a que Moth saliera de Redentor Uno, Andy hizo más llamadas telefónicas.
Justo cuando pensaba que la reunión estaría finalizando, marcó el número de un psiquiatra en San Francisco. Era el tercer nombre de su lista de alumnos supervivientes que terminaron sus estudios en la Facultad de Medicina y que practicaban el psicoanálisis y la psicoterapia en una consulta privada en aquella ciudad. En las puntuaciones de particulares de la Angie’s List tenía una mezcla de respuestas: una mitad lo canonizaba y la otra creía que habría que condenarlo, encarcelarlo o, ya puestos, hacerlo arder en el fondo del infierno. Andy imaginó que seguramente esta variedad era un halago para la mayoría de los psiquiatras.
Le sorprendió que el médico contestara en persona al teléfono. Balbuceó brevemente la parte ya memorizada sobre el tío Ed y el fondo en su memoria.
—¿Un fondo en su memoria? —preguntó el psiquiatra.
—Sí —respondió Andy.
—Bueno —titubeó—, supongo que podría aportar una pequeña cantidad.
—Eso sería fantástico —aseguró Andy.
El médico titubeó de nuevo y su voz cambió:
—Es imposible que llame realmente para esto —dijo con decisión.
—Pues no. No exactamente —admitió Andy Candy mientras buscaba algún tipo de excusa o explicación.
—¿Cuál es entonces el motivo de su llamada?
—No creemos... Bueno, no creo que Ed se suicidara. Pensamos que hay algún incidente en su pasado que... —No sabía cómo continuar.
—¿Un incidente? ¿Qué clase de incidente?
—Algo que relacione su pasado con su presente —contestó Andy.
—Esa es una descripción de la psiquiatría lo más simple y exacta que puede hacerse —aseguró el médico con una breve risita. Prosiguió—: ¿Y qué pinto yo en ello?
—El tercer curso en la Facultad de Medicina —dijo Andy tras un instante.
El psiquiatra fue quien se quedó callado entonces unos segundos.
—El peor curso —comentó—. ¿Cómo se dice? Lo que no te mata, te fortalece. Está claro que el autor de semejante sandez jamás se pasó trescientos sesenta y cinco días como estudiante de tercer curso de Medicina y, desde luego, no sabía nada sobre enfermedades mentales.
—¿Recuerda a Ed?
—Sí. Puede. Un poco. Era un buen chico, listo e incisivo. Coincidíamos en una o dos clases, creo. No, seguro. Estábamos en la misma especialidad, de modo que íbamos básicamente en la misma dirección. Pero no se trata de eso, ¿verdad?
—No.
—No suelo hablar por teléfono sobre asuntos delicados —aclaró.
—Necesitamos ayuda —dijo Andy.
—¿Usted y quién más? —preguntó el psiquiatra, receloso.
—El sobrino de Ed. Es amigo mío.
—Bueno, no sé si puedo ayudarlos mucho.
Andy se quedó callada, imaginando que él seguiría hablando. Acertó.
—¿Qué saben del tercer curso de la Facultad de Medicina en la especialización de Psiquiatría? —dijo con brusquedad el psiquiatra.
—No mucho. Es decir, es cuando hay que decidir...
—Permita que la interrumpa— Es... —Se detuvo, pensando qué iba a decir—. Hay una película: El año que vivimos peligrosamente. Una bonita descripción. Así fue para todos nosotros.
—¿Podría ayudarme a entenderlo? —pidió Andy Candy, que creyó que esta sería una buena forma de lograr que un psiquiatra siguiera hablando.
—Dos cosas —dijo pasado un segundo—. La primera, el contexto. El tercer curso. Después, lo que pasó, aunque no estoy seguro de saber muy bien qué fue. Recuerdo que hubo rumores. Pero ninguno de nosotros tenía tiempo para prestar atención a los rumores. Estábamos muy ocupados con los estudios.
—Entiendo. —Estaba intentando animarlo a seguir.
—El tercer curso es muy estresante para cualquier estudiante de Medicina. Pero la psiquiatría proporciona otro tipo de estrés, porque de todas las disciplinas médicas, la nuestra es la más esquiva. No hay erupciones cutáneas, problemas de micción, respiraciones dificultosas o toses perrunas que nos echen una mano. Todo depende de la interpretación de conductas inusuales. En el tercer curso, todos estábamos exhaustos, medio psicóticos. Éramos vulnerables a muchas de las enfermedades que estábamos estudiando. Depresiones incapacitantes. Inseguridad. Falta de sueño y alucinaciones. Es una etapa muy difícil. Las exigencias son brutales y el miedo a fracasar, muy real.
—Así que...
—Aquel curso me pareció odioso y también me encantó. Visto ahora, es un curso que saca lo mejor y lo peor de ti. Un año definitorio.
—¿Asistió a las clases del profesor Jeremy Hogan?
El psiquiatra vaciló una vez más.
—Sí. A sus clases de Psiquiatría forense. Las llamábamos «interpretación de asesinos». Era fascinante, aunque no se incluyera en mis intereses profesionales.
—Ed Warner también asistió a estas clases, y algo relacionaba al doctor Hogan con Ed y varios alumnos más... —Leyó rápidamente los nombres de los psiquiatras muertos.
—Si no recuerdo mal —comentó el médico pasado un instante—, porque nos estamos remontando unas décadas, seguramente eran los miembros del grupo de estudio Alfa. No estoy seguro, ¿sabe? Ocurrió hace muchos años. En el tercer curso de Psiquiatría había tres grupos de estudio, Alfa, Beta y Zeta. Bromeábamos porque en latín significan primero, segundo y último. Cinco de nosotros fuimos asignados al azar a cada grupo. Surgieron rivalidades comprensibles: cada grupo quería el mejor promedio de notas, el mejor destino para su residencia. Pero hubo un problema en el grupo Alfa.
—¿Un problema?
—Al parecer un alumno sufría un brote psicótico. Por lo menos, esa fue la historia que circuló. Naturalmente, con el estrés, las decisiones, el trabajo inacabable del curso y el miedo a haber cometido un error de diagnóstico, en todos los grupos había miembros que estaban al límite. Las crisis nerviosas no eran extrañas.
El psiquiatra hizo una pausa.
—La suya lo fue.
Una conversación breve pero peligrosa que realmente tuvo lugar: —Doctor Hogan, perdone que le moleste...
—¿Qué desea, señor, esto... Warner, verdad?
—Sí, señor. Vengo de parte de mis compañeros del grupo de estudio...
—¿Sí? Tengo una clase de aquí a poco rato. ¿Podría ir directamente al grano?
Ed Warner: Respirando hondo. Organizando rápidamente las ideas. Moviendo inquieto los pies. Teniendo sensación de duda.
—Cuatro miembros del grupo de estudio Alfa están preocupados por los hábitos de conducta del quinto miembro. Creemos que supone una auténtica amenaza, tanto para él como para nosotros.
Jeremy Hogan: Esperando un instante. Moviéndose en una silla. Dándose golpecitos con un lápiz en los labios. Aplazando mentalmente la clase prevista.
—¿Qué clase de amenaza?
—Violencia física.
—Es una acusación muy grave, señor Warner. Espero que pueda respaldarla.
—Sí, señor. Y todos consideramos que este era nuestro último recurso.
—¿Son conscientes de que una acusación como esta puede repercutir en las carreras de todos?
—Sí, lo hemos tenido en cuenta.
—¿Y por qué han acudido a mí?
—Por su experiencia en personalidades explosivas.
—Creen que su compañero de grupo está al límite y que ello podría traducirse en... ¿qué exactamente, señor Warner?
—Estas últimas semanas, la conducta de este alumno se ha vuelto cada vez más errática y...
—Se acercan los exámenes. Muchos alumnos tienen los nervios de punta.
Ed Warner: Inspirando hondo de nuevo. Echando un vistazo a los papeles de los demás miembros del grupo en que resumían sus impresiones.
—La semana pasada estranguló a una rata de laboratorio delante de todos nosotros. Sin motivo. Simplemente la cogió y la mató. Lo hizo sin emoción alguna, como si quisiera demostrar que podía matar sin cargo de conciencia alguno. Pasa casi todo el tiempo hablando solo, divagando de modo inconexo e incomprensible, pero a menudo airado, especialmente en lo que se refiere a las presiones familiares y a nosotros. Es solitario pero amenazador. Afirma tener armas de fuego. Ha rechazado todos nuestros intentos de integrarlo. Nosotros buscábamos distender la situación y lograr que pida ayuda. A veces sus expresiones faciales son lábiles y no guardan relación con ningún contexto reconocible; puede echarse a reír sin venir a cuento, y acto seguido llorar con desconsuelo. La semana pasada, cogió un bisturí de un quirófano y se hizo cortes hasta formar la palabra «matar» en su antebrazo delante de todos nosotros, mientras estábamos empollando a última hora para un examen. No estoy seguro de que sintiera el menor dolor, ni que fuera consciente de lo que estaba haciendo. Cuando alguien del grupo de estudio intenta corregirlo, expresarle una opinión distinta a la suya o incluso sugerirle otro tipo de respuesta a una cuestión académica, suele gritarle a la cara o quedarse mirándolo con odio. A veces anota nuestros nombres, la fecha y el motivo de la disputa en una libreta. Es como si no tomara apuntes de clase, sino de nosotros. Creo que está recabando información para justificar internamente un acto violento...
Jeremy Hogan: Asintiendo con la cabeza y con auténtica expresión de preocupación.
—Tiene que llevar este asunto inmediatamente al decano e informarle de todo lo que me ha contado. Hágalo sin demora. Tiene toda la razón. Da la impresión de que su compañero tiene problemas graves. Puede que haya que hospitalizarlo.
Y, después, el breve diálogo que lo originó todo:
—¿Puede usted ofrecer alguna ayuda?
—¿A él?
Ed Warner: Vacilando antes de ser sincero.
—No. A nosotros.
—Llamaré ahora mismo al decano y le diré que va de camino hacia allá. Querrá todos los detalles. Tiene razón, señor Warner. La sintomatología que usted describe presenta todos los elementos de una crisis peligrosa en ciernes. Es crucial actuar con rapidez.
—¿Deberíamos alertar a la seguridad del campus?
—Todavía no. De eso debería encargarse el decano.
Jeremy Hogan tendió la mano hacia el teléfono de su escritorio en un gesto muy parecido al que haría treinta años después en los preciados segundos anteriores a su muerte.
Andy Candy esperó a que el psiquiatra de California prosiguiera. Este lo hizo tras tomar aliento.
—En nuestro departamento había un médico; un investigador que estudiaba trastornos de desapego en la primera infancia y utilizaba monos rhesus para gran parte de su trabajo. Recuerdo que tenía una beca del Instituto Nacional de Salud, aunque eso no viene al caso.
—¿Monos?
—Sí. Son un sujeto estupendo para estudios psicológicos. Tienen una conducta social muy próxima a la humana, aunque la gente devota no quiera admitirlo.
—Pero ¿qué...?
—Fueron solo rumores. Insinuaciones. La universidad ocultó rápidamente lo que pasó, quizá porque no quería que afectara a su clasificación en el ránking U.S. News and World Report. Pero es la clase de historia que no se olvida, aunque no he pensado en ella en muchos años, la verdad. Nadie me ha preguntado jamás por esto. Y, por más terrible que resultó entonces, ninguno de nosotros tuvo tiempo para asimilarlo y valorarlo. Todos estábamos sumidos en la tensión de aquel tercer curso.
—Comprendo —respondió ella, aunque no era cierto.
—Una mañana el investigador llegó al laboratorio y encontró la puerta forzada. Cinco de sus preciados monos estaban dispuestos en un círculo en el suelo. Degollados.
Andy Candy soltó un gritito ahogado.
—Pero ¿qué...?
—Los habían asesinado. —El psiquiatra vaciló—. No obstante, ¿tuvo eso alguna relación con el grupo de estudio Alfa? Nunca se demostró, por lo menos que yo sepa. Y tampoco era que el investigador no tuviera enemigos. Era sabido lo despótico que era con sus ayudantes, y que tenía tendencia a gritarles, a despedirlos y a fastidiar su futuro. No es difícil imaginar que uno de ellos buscara vengarse un poco.
—¿Cree que fue eso?
—Nunca supe qué creer. De todos modos, tampoco tuve tiempo de pensar en ello —prosiguió el psiquiatra—. Eso no era lo que me inquietaba.
—¿Y qué era? —preguntó Andy con cierta aprensión.
—La cantidad. Cinco. Se encontraron cinco monos muertos. Y doce que permanecían ilesos. A veces, cuando se examinan actos, particularmente los violentos, hay que atar cabos. ¿Por qué no mataron a todos los monos? ¿O quizá solo a uno o dos?
Andy Candy balbuceó de nuevo, de modo que en lugar de una pregunta emitió una especie de gruñido. La única palabra que se le entendió fue: «Y...»
—Siempre pensé que el incidente del laboratorio había tenido algo que ver con aquel alumno psicótico. Por el momento en que se produjo, supongo. Tras una vista urgente, lo enviaron en ambulancia a un hospital psiquiátrico privado. Fue un visto y no visto. Y no volví a saber de él. Pero no había ninguna relación directa con el asunto de los monos, ese alumno no estudiaba con aquel profesor. Aunque, como todos nosotros, conocía la instalación y sabía cómo entrar y salir. Por lo que puede que el freudiano que hay en mí quiera ver una conexión donde un detective no vería ninguna.
—¿Por qué no?
—Cuatro personas declararon en aquella vista en el decanato. Los miembros del grupo Alfa. Y lo curioso es que fueron cinco los monos asesinados. Cinco y no cuatro... lo que no cuadraba.
—¿Qué me dice del doctor Hogan?
—No estuvo en la vista. Solo hizo lo que haría cualquier profesor: ponerse en contacto con el decanato. Lo demás fue cosa de los miembros del grupo Alfa. De modo que no veo qué relación pueda tener Hogan con todo esto.
—Entiendo —dijo Andy Candy, no muy convencida.
—Claro que podrían ser solo conjeturas. Recuerda demasiado a una película de Hollywood, si vamos a eso. Y como puede que fueran las suposiciones exageradas y acaloradas de una imaginación tensa y estresada, yo no le daría demasiado crédito. Hasta en la Facultad de Medicina los rumores se exageraban, se inflaban y se hacían circular como los cotilleos sobre citas en la secundaria. Pero los macacos muertos... eso sí fue muy real.
—¿Recuerda el nombre de aquel estudiante? —preguntó Andy Candy con la boca totalmente seca.
El psiquiatra titubeó.
—Es interesante —dijo pasado un instante—. Cabría pensar que si recuerdo un detalle como el asesinato sangriento de los macacos tendría que acordarme automáticamente también del nombre. Pues no. Lo tengo totalmente olvidado. Curioso, ¿verdad? A lo mejor si lo pienso un rato, me saldrá. Pero ahora mismo, no.
Andy Candy pensó que tendría que hacer mil preguntas más, pero no se le ocurrió ninguna. Miró por la ventanilla del coche y vio que empezaba a salir gente de Redentor Uno. De repente se dio cuenta de que tenía sudadísima la mano con la que sujetaba el móvil.
—Lo siento. No sé si le he ayudado o no —prosiguió el psiquiatra—. Eso es todo lo que recuerdo. O, posiblemente, todo lo que quiero recordar. Ya me dirá dónde tengo que enviar mi aportación al fondo en memoria de Ed Warner.
El psiquiatra colgó.
24

«Me encanta Facebook.»
El estudiante 5 empezaba a conocer a Andrea Martine a distancia. Estaba contemplando una serie de fotos colgadas en su «muro» y leyendo los pies y comentarios: muchas frases tontas, intrascendentes, que sin embargo revelaban elementos importantes: padre veterinario fallecido; madre profesora de música; feliz época universitaria que parecía haber terminado bruscamente. «No ha hecho entradas desde hace semanas. Me pregunto por qué.» Repasó el cúmulo de información para descartar la típica cháchara de adolescente universitaria y seleccionar los detalles escondidos que le permitieran elaborar un plan. Tuvo una idea curiosa: «¿Imaginó alguna vez Mark Zuckerberg que su red social serviría para que alguien decidiera si matar o no a alguien? —Sonrió—. Es un poco como preparar una cita a ciegas, ¿no?»
Se imaginó sentado a la mesa de un restaurante, intercambiando cumplidos con Andrea Martine:
—Te gusta adoptar animales, ¿verdad? —le diría con voz amable y simpática—. Y leer poemas de Emily Dickinson y novelas de Jane Austen tanto para tus estudios como en tu tiempo libre. ¡Qué interesante! Tu vida parece fascinante, Andrea. Llena de posibilidades. Lamentaría tener que acabar con ella.
Este diálogo imaginario le hizo soltar una sonora carcajada. Pero aquella risa no logró enmascarar los problemas que, en el fondo, le acechaban.
Lo leyó todo, y después lo releyó, volvió a mirar las fotos y los materiales archivados. Examinó atentamente una fotografía de una Andrea sonriente tomada del brazo de un muchacho moreno y delgado. Sin nombre. El pie indicaba simplemente: «ex».
El estudiante 5 observó el uso frecuente de un apodo: «Andy Candy.»
«Interesante —pensó—. Suena a nombre artístico de estrella porno.»
Se dijo que Andy Candy era bonita y se fijó en su sonrisa encantadora y su figura larguirucha y elegante. Supuso que estaría dedicada a sus estudios y sería una buena alumna. La imaginó extrovertida, simpática, no exageradamente sociable pero tampoco tímida. Había colgado fotos en las que aparecía bebiendo cerveza con sus amigos, montando un tándem y descendiendo del cielo en bikini, equipada con un paracaídas remolcado por una lancha motora, durante unas vacaciones. Había otras en que se la veía en un campo de fútbol y jugando a baloncesto en su adolescencia. Y también de cuando era niña, con la previsible pregunta debajo: «¿A que era una ricura?» No era la clase de persona a la que él habría matado... hasta entonces.
Un anciano. Cuatro psiquiatras de mediana edad: el grupo Alfa.
Pero Andy Candy entraba en otra categoría. «Esta ejecución sería por elección propia. Sería una ejecución para proteger tu futuro y esconder lo que has hecho.» La incertidumbre lo intranquilizó un poco. «¿De qué es culpable ella?»
El estudiante 5 observó una fotografía de una jovencita Andy Candy. Estaba acurrucada en un sofá mullido con un chucho; el perro y ella miraban a la cámara, con las caras pegadas, ambos con expresión divertida y una gorra ligeramente ladeada de la Universidad de Florida, aunque el perro parecía algo incómodo. La joven había calificado la imagen de «monada», y la leyenda humorística de debajo rezaba: «Mi nuevo novio, Bruno, y yo preparándonos para la orientación universitaria. Otoño de 2010.»
«Inocente», pensó él.
Se inclinó hacia la pantalla del ordenador.
—¿Qué estabas haciendo en casa del doctor Hogan, jovencita? —preguntó como un maestro severo haciendo un gesto admonitorio con el dedo a un graciosillo en clase—. ¿Qué viste? ¿Qué oíste? ¿Qué piensas hacer ahora?
Casi esperaba que una de las fotografías le respondiera.
—¿No sabes qué significa esto? —Un silencio—. Puede que tenga que matarte.
Cerró la página de Facebook y se concentró en Timothy Warner. Él no estaba en las redes sociales, pero había otras fuentes de información, incluidos los registros policiales.
Timothy Warner aparecía dos veces por conducir bajo los efectos del alcohol. Había el fallo de un tribunal de distrito: seis meses de condicional sin necesidad de presentarse y retirada del carnet de conducir.
Encontró algunas entradas más sobre Timothy Warner: magna cum laude en la Universidad de Miami, licenciatura en Historia de Estados Unidos y distinguido con un prestigioso premio. Este comunicado de prensa de la universidad incluía una fotografía y la información de que Timothy Warner seguía estudiando en la universidad para obtener un doctorado en Estudios Jeffersonianos.
—Hola, Timothy —dijo con los ojos clavados en la imagen—. Creo que vamos a conocernos bien.
El Herald de Miami incluía a Timothy Warner en la lista de familiares de la necrológica del suicidio de su tío. Tras unos segundos y unas cuantas pulsaciones más en el teclado, tenía la dirección y el número de teléfono de Andy Candy y el de Timothy, el sobrino de Ed.
Se movió en la silla como un suplente entusiasta que espera saltar al terreno de juego.
Conocía sus caras, sabía dónde buscarlos y creía que podría responder sin problema los interrogantes necesarios para decidir si tenía que matarlos a ambos.
Dividió la pantalla y colocó la fotografía cuyo pie era «ex» junto al comunicado de prensa de la universidad sobre Timothy Warner. Aquello le interesó. «¿Los volvió a unir el amor?»
Sacudió la cabeza.
«Más bien la muerte.»

25

Andy Candy pensó que los dos habían entrado en un extraño universo paralelo. Allí el sol matutino brillaba insistentemente y corría un aire cálido. Una brisa suave mecía plácidamente las frondas de las palmeras.
Y lo que los relacionaba era el asesinato.
«Y también el miedo», pensó. Pero no era capaz de englobar aquella ansiedad de forma clara para describírsela a Moth del mismo modo que le había relatado la noche anterior su conversación con el psiquiatra de la Costa Oeste. Cuando le contó todo lo que el médico había dicho, se imaginó como una especie de secretaria de dirección del Crimen. Las coincidencias la asaltaron después, y trató de revisarlo todo en su interior. «Vas a una fiesta de estudiantes en la universidad y aparece la muerte. Recibes una llamada de un exnovio de la secundaria y aparece la muerte. Vas en avión a hablar con un viejo psiquiatra y aparece la muerte… ¿Y ahora qué?»
Tenía demasiadas cosas mezcladas en la cabeza. Quería aferrarse a algo sólido, pero ya nada le parecía del todo real.
Unos monos degollados en un laboratorio de Psiquiatría treinta años antes.
¿Qué sería lo siguiente?
Los nombres de unas personas fallecidas en una hoja que tenía delante. Accidente, accidente, suicidio.
¿Eran reales?
El bebé que había abortado.
¿Era real?
«No —pensó de repente mirando a Moth—. No es un universo paralelo. Es el teatro del absurdo y los dos estamos esperando impacientes a Godot.»
—¿Tienes hambre, Andy? —preguntó Moth desde la barra, donde estaba recogiendo dos cafés cubanos.
Se hallaban en la terracita de un restaurante de la calle Ocho, la principal arteria de Little Havana, siguiendo una tradición de Miami: mantenerse despierto a base de cafeína. La clientela, desde ejecutivos con traje oscuro hasta mecánicos con monos manchados de grasa, bebía tacitas de un espumoso café fuerte y dulce y comía pastelitos. Andy Candy y Moth iban por la segunda taza, y sabían que ya habían tomado cafeína suficiente para tirar horas.
—No, gracias —respondió, y esperó a que se reuniera con ella en un pequeño banco de cemento.
Moth no tenía la impresión de estar dando la talla como detective. Sus conocimientos sobre el trabajo policial se limitaban a lo visto en cine y televisión, que abarcaba desde lo increíble hasta lo descarnado en medio de mucha rutina. Su planteamiento era el típico de un estudiante: se planteó leer novelas actuales policiacas, y se preguntó si tendría que dedicar tiempo a repasar crónicas de asesinatos célebres. Buscó en Internet artículos académicos sobre pruebas de ADN y sitios forenses que describían diversos tipos de asesinos, desde madres desquiciadas que habían asfixiado a sus hijos hasta despiadados asesinos en serie.
Nada de lo que averiguó le fue útil.
Era como si todo lo hubiera hecho al revés. «La policía empieza con detalles que generan preguntas, y obtienen respuestas que dibujan una imagen clara de un crimen. Yo empecé con una certeza que sustituí por una pesquisa maleable. Su método consiste en eliminar la confusión. El mío la ha creado.»
Andy Candy vio la preocupación reflejada en su rostro.
—Moth —le dijo al ocurrírsele una idea—. Tendríamos que ver una película.
—¿Qué?
—Bueno, puede que no precisamente una película. ¿Recuerdas cuál fue el trabajo de francés que nos puso el señor Collins en el instituto?
—¿Qué?
—La lectura principal del primer semestre de su clase. Sé que te tocó lo mismo aunque ibas más adelantado, porque nunca cambiaba nada de un año para otro.
—¿Qué estás...?
—Hablo en serio, Moth.
—Muy bien, pero ¿qué tiene que ver...?
Andy lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Vamos, Moth. ¿Qué libro era?
El joven se acercó la tacita, olió su aroma y sonrió.
—El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas.
—Exacto —respondió Andy, con una sonrisita—. ¿Y de qué iba?
—Pues de muchas cosas, pero sobre todo de una venganza cobrada años más tarde.
—¿Y la muerte de tu tío qué fue?
—Pues… una venganza cobrada años más tarde.
—Eso parece.
—Sí, tienes razón.
—Por lo tanto, el siguiente paso es obtener un nombre de la facultad de aquel entonces. El quinto alumno de aquel grupo de estudio. Después, localizamos a esa persona.
—Edmond Dantès —dijo Moth.
—Más o menos —comentó Andy Candy con una sonrisa al oír la referencia literaria—. No tendría que ser tan complicado. Las facultades guardan los expedientes. Lo encontraremos. Caray, Moth, podríamos suscribirnos a uno de esos sitios webs que te permiten buscar a tus compañeros de clase perdidos. Sería lo más fácil.
—Siempre he pensado que estos sitios existen para que la gente pueda volver a ponerse en contacto con algún amor de la secundaria y practicar sexo adulto —soltó Moth—. Pero tienes razón. Consigamos ese nombre. Es el siguiente paso lógico. Y entonces... —Se detuvo.
Andy Candy asintió, pero dijo:
—Y entonces tendremos que tomar una decisión.
—¿Cuál?
—Si hemos terminado o si estamos solo empezando. —Fue una pregunta formulada como afirmación.
Moth bebió un sorbo de café antes de responder.
—Tengo la impresión de que este no es el tipo de caso que un policía de Miami tenga ganas de investigar —dijo—. Pero qué sé yo. A lo mejor sí. Lo reuniré todo y se lo llevaré a Susan Terry. Lo pondré en una bandeja y se lo serviré como en una barbacoa. Ella sabrá qué hacer... Sigo teniendo la sensación de que se reirá de mí si intento explicárselo. —Entonces soltó una carcajada forzada.
Andy Candy también rio, igual de forzada.
En ese momento ambos fueron conscientes de que aquello no era nada gracioso. Era más bien que una intensa ironía se había apoderado de ellos tan rápida, eficiente y completamente como la cafeína.
Había hablado en plural pero en realidad se refería a ella. Andy Candy había perfeccionado su estilo telefónico con las secretarías y las asociaciones de exalumnos. Moth escuchó cómo obtenía los teléfonos, preguntando, suplicando y, finalmente, camelando. Observó cómo su cara iba cambiando: una sonrisa inicial, el ceño fruncido, una expresión suplicante y, de nuevo, una sonrisa de satisfacción. Pensó que era una actriz haciendo una actuación en un escenario, capaz de transitar emociones con rapidez y precisión.
Cuando consiguió el nombre, primero adoptó un aire de suficiencia que indicaba «ha sido pan comido». Pero después, cuando anotaba los detalles, Moth vio que le cambiaba la cara. Lo que reflejaron sus ojos no fue precisamente miedo, ni ansiedad lo que hizo que empezara a temblarle la voz. Era otra cosa, algo que zarandeó los sentimientos de Andy.
Él deseó cogerle la mano, pero no lo hizo.
Andy Candy colgó el teléfono y se quedó mirando un instante su bloc de notas.
—Tengo su nombre —anunció con voz débil—. El Grupo de Estudio Alfa. El estudiante número cinco. Le pidieron que dejara la facultad a mitad del tercer curso. Jamás regresó. No se tituló.
—Sí. Es él. ¿Su nombre? —Moth sabía que parecía ansioso y que su entusiasmo estaba, de algún modo, fuera de lugar.
—Robert Callahan, hijo.
—Bueno —soltó Moth, inspirando hondo—. Ya lo tenemos. Ahora empezaremos donde...
Se detuvo al ver que Andy sacudía la cabeza.
—Está muerto —le informó.
26

Antes de dirigirse al sur, el estudiante 5 fue en metro hasta el Lower East Side de Manhattan y dio un largo paseo. Terminó en el límite de Chinatown, cerca de donde la calle Mott limita con Little Italy y crea una confusa mezcolanza de culturas en calles abarrotadas de furgonetas de reparto, mercados al aire libre y mareas de personas. Hacía una mañana preciosa, soleada y suave; el cuello levantado del traje y un pañuelo de seda blanco le bastaban para no tener frío. Destacaba un poco; con su traje caro y la corbata parecía un gestor de fondos de inversión. Estaba rodeado de gente que iba en vaqueros, botas de trabajo y sudaderas con capucha con escudos de equipos deportivos, pero le gustaba distinguirse. «He llegado muy lejos.» Fue un paseo nostálgico para el estudiante 5. Allí era donde se había trasladado hacía años cuando le dieron el alta del hospital y donde, en lugar de intentar regresar a la facultad, había hecho el truco de manos de las identidades de que disfrutaba ahora.
Sonó un claxon. Unas agudas voces asiáticas discutieron por el precio de los peces que nadaban en unos sucios acuarios. Una pareja de yuppies con dos niños en una sillita pasó a su lado.
«¡Cuánta vitalidad! —pensó. Se respiraba vida por todas partes—. Y sin embargo he venido aquí a morir.»
Esta clase de sentimentalismo era rara en el estudiante 5, pero no inaudita. A veces, cuando miraba una trillada comedia romántica le entraban ganas de llorar. Algunas novelas lo lanzaban a las garras de la depresión, especialmente cuando mataban a sus personajes favoritos. La poesía solía dejarlo meditabundo de una forma incómoda, aunque seguía leyéndola y se había suscrito a la revista literaria Poets and Writers en su casa de Cayo Hueso. Había ideado técnicas para librarse de las emociones no deseadas cuando se presentaban, como cambiar Love Actually o Caballero sin espada en su cola de Netflicks por 300 o Grupo salvaje. Sustituía los ojos empañados por gore. En el caso de las novelas y la poesía, cuando notaba que empezaban a desbordarlo las emociones, dejaba el libro a un lado y hacía ejercicio frenéticamente. Cuando el sudor le caía sobre los ojos y los bíceps le dolían del esfuerzo, era menos probable que pensara en los problemas de Elizabeth Bennet con el señor Darcy en el siglo XIX y que se concentrara en sus designios mortales.
Se paró delante de un insípido edificio de ladrillo rojo de la calle Spring, uno de los, al parecer, miles de edificios similares que había en la ciudad. Una parte de él quería acercarse, tocar el timbre del número 307 y preguntar a quien viviera allí entonces qué había hecho con sus muebles, su ropa y todos los cachivaches, utensilios de cocina y recuerdos artísticos que había puesto en ese piso y que, después, había dejado atrás de golpe. Dudaba que los inquilinos fueran los mismos décadas después, pero la curiosidad amenazaba con consumirlo.
Dejar sus obras de arte lo había afligido un poco, pero había sido crucial. De niño era muy habilidoso con el lápiz o el pincel, y lo había recuperado en el hospital, donde le pedían que se expresara porque eso formaba parte de su mejoría.
También permitía ver quién era. Cada pincelada y cada línea trazada a lápiz afirma algo. Dibuja una flor y pueden pensar que estás mejorando. Dibuja un cuchillo goteando sangre y probablemente te encierren seis meses más. O hasta que seas lo bastante listo para empezar a dibujar flores.
Como era consciente de estas cosas, se aseguró de que en el hospital todo el mundo —los médicos, los psicoterapeutas, las enfermeras y el personal de seguridad del pabellón, así como todos sus familiares— supieran cuán importantes eran para él sus dibujos y cuadros. Así, cuando se marchara de repente, indicarían algo crucial a quienes fueran a buscarlo, ya fueran familiares, policías o, incluso, algún detective privado soso y tenaz: «Jamás dejaría atrás sus obras de arte.»
«Sí que lo haría.»
Recordó el día que había desaparecido para encarnar sus nuevas existencias. Lo había dejado todo, junto con un mapa dibujado meticulosamente mostrando las calles que recorrería e indicando tres sitios ideales para lanzarse a las aguas del East River. El puente. El muelle. El parque. En la parte superior del mapa había garabateado: «Ya no puedo más.» Le gustaba aquella frase. Podía significar prácticamente cualquier cosa, pero sería interpretada de una única manera.
«La gente quiere creer en lo obvio, incluso cuando es un misterio. Quiere explicaciones racionales para conductas aberrantes, incluso cuando son inaprensibles y difíciles de definir.»
De modo que había sido sencillo. Había que dejar un par de pistas que señalaran en la misma dirección y así, incluso sin cadáver, todos llegarían a la misma conclusión: «Dos más dos, cuatro. Se ha suicidado.»
Especialmente cuando no es verdad. Y estaba orgulloso de su autocontrol: ni una sola vez desde que dejara el piso había tomado el pincel y las pinturas para dejarse llevar por su sentido artístico.
La puerta lo llamaba. Se dirigió hacia ella y se obligó a detenerse. Tuvo una idea curiosa: «Es como mirar el sitio donde nací y donde fallecí.»
La calle no había cambiado demasiado con el paso de los años. Había un nuevo Starbucks en la esquina, y la antigua charcutería era ahora una tienda exclusiva de ropa de mujer. Pero la tintorería que estaba a mitad de la calle seguía allí, lo mismo que el restaurante italiano tres puertas más abajo.
El estudiante 5 se metió despacio la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó las fotografías de Andy Candy y Timothy Warner. «Eran unos niños cuando yo vivía aquí —pensó—. Siempre he conocido a la gente que asesino. La verdad es que no es justo matar sin que haya familiaridad. Eso me convertiría en poco más que un vil sociópata.» Enumeró mentalmente algunos rasgos de una personalidad antisocial: inadaptación a las normas sociales; impulsividad; temeridad; irresponsabilidad; ausencia de remordimientos.
«No es mi caso», se tranquilizó, aunque tenía sus dudas acerca de la última categoría, lo que le hizo esbozar una sonrisa.
27

Andy Candy estaba recogiendo unos papeles en su espacio de trabajo improvisado en el piso de Moth. Los colocó en un montón delante de ella y empezó a teclear en el portátil. En la pantalla apareció un artículo de cuatro párrafos del New York Post, fechado casi dos años después de que un miembro del Grupo de Estudio Alfa tuviera que abandonar la facultad: «La policía busca en el río a un estudiante de Medicina desaparecido.»
Otro par de clics la llevó a otro artículo, las necrológicas de la hemeroteca del New York Times: «Un cirujano y su esposa mueren en accidente de aviación.»
Realzó una frase cerca del final que detallaba que un avión privado, pilotado por el cirujano, se había estrellado al aterrizar en una pista rural cerca de la casa de veraneo de la familia en Manchester, Vermont. La frase realzada rezaba: «El doctor Callahan y su esposa no tenían familiares directos. Su único hijo desapareció hace cinco años en un supuesto suicidio.»
Andy siguió buscando entradas en diversos sitios, incluido el certificado de defunción de un tal Robert Callahan, hijo, del Tribunal Superior del Estado de Nueva York. Era una resolución adoptada cinco años después de su desaparición y que precedía seis semanas al accidente de aviación. Por lo que se desprendía del papeleo, sus padres habían solicitado que se declarara a su hijo legalmente muerto. Sospechó que tendría algo que ver con la planificación de su patrimonio. Se imaginó que el accidente de aviación también había sido un asesinato, pero no alcanzaba a ver cómo. Había encontrado un informe de la Administración Federal de Aviación sobre el accidente que lo atribuía a la inexperiencia y al error humano del piloto. Robert Callahan, padre, acababa de obtener su licencia de piloto unas cuatro semanas antes y le había faltado tiempo para comprarse un Piper Cub monomotor. La necrológica no destacaba la ironía de tanta premura.
Repasó con la mirada todas las ventanas abiertas en la pantalla del ordenador y pensó: «Muerte, muerte y más muerte. Todo está relacionado con la muerte.» Preguntó:
—¿Qué sabemos hasta ahora?
Moth se inclinó para leer lo que aparecía en la pantalla.
—Sabemos quién —dijo luego—. Sabemos por qué. Sabemos un poco cómo, aunque no exactamente. Sabemos cuándo. Tenemos toda clase de respuestas —añadió en un tono casi desafiante.
—¿Y qué significa eso? —soltó Andy Candy.
Sabía la respuesta a esta pregunta: «Todo y nada al mismo tiempo.»
Moth reflexionó un momento antes de contestar, casi como si pudiera leerle el pensamiento:
—No creo que tengamos que hacer todavía esta pregunta.
—Bueno —dijo ella, señalando las palabras que mostraba la pantalla—, lo que sí sabemos es que, según dicen, la persona que hemos identificado como el probable asesino de tu tío murió hace unos veinticinco años, más o menos cuando tú y yo nacimos, aunque jamás se encontró su cadáver. Así que, como no sea un fantasma o un zombi, no es alguien al que podamos encontrar en Internet. Olvídate del sitio web para encontrar a compañeros de clase. Porque, para conseguir esa declaración de las autoridades, alguien tuvo que investigar sin obtener ningún resultado. Hubo que firmar documentos, autenticarlos y hacerlo todo oficial.
Miró a Moth. Quería hacer algo sensible como tocarle el brazo, algo tranquilizador. Pero, en cambio, se movió en su asiento y añadió:
—Está muerto, muerto, muerto. Solo que no lo está, ¿verdad?
Moth asintió.
—¿Cuánto cuesta desaparecer en este país, Andy? —se limitó a comentar, y se respondió—: No mucho.
La joven dio golpecitos en la pantalla con el dedo índice. «¿Qué estamos haciendo?», pensó. Y tuvo otra idea aterradora: «¿A cuánta gente necesita matar Edmond Dantès para alcanzar su venganza?» Y otra, todavía peor: «Nunca se acabará.» La última frase le retumbó en la cabeza, como un sonoro eco, «nunca se acabará, nunca se acabará», así que dijo en voz baja:
—Aquí se acaba todo, Moth. No sé qué más podemos hacer.
«Nos enfrentamos a un asesino fantasma», pensó. Por un instante tuvo la misma sensación que se había adueñado de ella en casa de Jeremy Hogan. «¡Corre! ¡Lárgate!» Recordó el cadáver del psiquiatra en el suelo, la sangre encharcada, la cabeza destrozada. Creía que había desterrado las imágenes más terribles a algún lugar lejano, como si no las hubiera visto, y todo aquello hubiera tenido lugar en un mundo que no era real ni onírico.
Intranquila, insegura, quiso aportar certeza:
—Se acabó, Moth. Lo siento. Se acabó. Estamos en un callejón sin salida.
Las palabras que eligió no eran demasiado diferentes de las que él había utilizado y lamentado, años antes, cuando rompieron.
El típico desengaño juvenil: él estaba ilusionado con su marcha a la universidad y a ella le faltaban dos años para seguirlo. Largas conversaciones telefónicas. Disculpas. Lágrimas. Crispación emocional y retortijones. Frustración y rabia. «¡No quiero volver a verte nunca!» Por supuesto, no era cierto. Al recordar el final de su historia de amor, le pareció tan común y corriente y tan prosaico que casi la asustó.
—Un callejón sin salida —repitió.
Moth, que apenas oía nada de lo que ella estaba diciendo, se sentía atrapado. Los hechos, los detalles, las relaciones, aquello que apuntalaba todo lo que lo había conducido hasta ese punto se desplegaba ante él, en el ordenador de Andy, en notas, en artículos, en sus propios recuerdos. El incipiente historiador que había en él sabía que había llegado el momento de reunirlo todo de forma coherente para entregarlo a las autoridades.
Era exactamente lo que haría una persona responsable y formal que no fuera alcohólica ni drogadicta: mirar todo lo que habían hecho, enorgullecerse un poco de lo que habían sacado a la luz, darse una palmadita en la espalda y desentenderse del asunto para dejarlo en manos de profesionales. Entonces podrían esperar con impaciencia el día que llegara a juicio, o quizás el día en que los entrevistaran en algún programa de televisión sobre crímenes nunca resueltos. La presentadora Nancy Grace le sacaría el máximo partido. Dejaría de tratarse del asesinato de su tío. Pasaría a formar parte de la cultura popular: una noticia. «¡Unos audaces estudiantes sacan a la luz treinta años de asesinatos motivados por una venganza! Lo veremos a las once; no se lo pierdan.»
Esta idea fue como una puñalada. Alzó los ojos y vio que Andy se había vuelto otra vez hacia la pantalla.
Se dio cuenta de que iba a perderlo todo. A Andy. Al tío Ed. La abstinencia del alcohol. Todo parecía estrechamente ligado entre sí.
Pero al hablar contradijo todo lo que sentía:
—Tienes razón, Andy —coincidió, y después sacó más palabras de algún lugar oscuro de su interior—: Creo que tendríamos que reunir todo lo que hemos descubierto y llevárselo a la fiscal Terry. Detestaré hacerlo, porque me metí en todo esto porque me correspondía a mí averiguar la verdad sobre el asesinato del tío Ed... —Se le apagó la voz, pero la recuperó—: Habría sido lo correcto.
—Has hecho mucho —aseguró Andy.
—No lo suficiente.
—Y sabes la verdad —insistió ella.
—¿Crees que con eso basta? —preguntó Moth en tono profesoral.
—Tendrá que bastar.
Ninguno de los dos lo creía.
—Muy bien —prosiguió Moth—. Susan Terry sabrá cuál es el siguiente paso.
No confiaba en Susan Terry. Ni siquiera le caía bien. Pero no veía otra alternativa, porque era consciente de que si hubiera dicho otra cosa a Andy Candy en ese momento, podría haberse producido lo que había temido desde el comienzo. Una cosa era decir «lo mataré» cuando no sabía de quién estaba hablando, y otra muy distinta, decirlo ahora.
«Se lo dije al empezar: que en cuanto creyese que estoy loco, tendría que largarse.»
Quería tenerla cerca un poco más y la palabra «matar» amenazaba con impedírselo.
Los dos trabajaron mucho el resto del día preparando lo que recordaba un poco un trabajo trimestral en grupo para la secundaria. Elaboraron una lista de todo lo que habían hecho, de todas las personas con quienes habían hablado. Incluyeron números de teléfono, direcciones, descripciones y todos los detalles que recordaban de cada conversación. Establecieron una cronología e imprimieron artículos de periódico. Fueron lo más organizados que podían ser un par de buenos estudiantes. Se esforzaron por darle un enfoque que se basara únicamente en los hechos, ya que, como no dejaba de decir Moth, de otro modo Susan Terry no les haría caso.
Al final de la tarde, Andy Candy estiró los brazos.
—Tendríamos que tomarnos un descanso —indicó—. No he trabajado tanto desde el colegio.
—Ya casi estamos —respondió Moth.
—Bueno, despejémonos un poco y acabaremos con más ímpetu.
—¿Es lo que harías en la universidad?
—Sí —sonrió.
—Yo también —dijo Moth con otra sonrisa—. ¿Damos un paseo, entonces?
—Nos irá bien un poco de aire fresco.
Los dos se separaron de sus ordenadores y papeles. Andy bajó la vista al levantarse. Señaló el bloc garabateado de Jeremy Hogan.
—No lo hemos revisado a fondo —comentó.
—Se lo daremos a Susan a ver si ella encuentra algo —dijo Moth sacudiendo la cabeza. Acto seguido, se encogió de hombros y añadió señalando el .357 Magnum y una caja de balas de punta hueca que había dejado en la encimera de la cocina—: Y tampoco hemos usado esto. Tendría que librarme de ello.
Andy Candy asintió. Las armas, la depresión, la soledad y el alcoholismo formaban una mezcla potente. Dejar que Moth tuviera el arma la asustaba.
—Tírala. En un contenedor o en uno de los canales cuando nadie te vea.
—Buena idea. Seguro que la mitad de los canales de Miami está abarrotada de armas desechadas por mafiosos. —Flexionó un par de veces las rodillas y sonrió—. No he hecho demasiado ejercicio. Estoy tieso como un palo.
Salieron del piso, vacilando como cuando se sumerge un pie en el agua fría.
Fuera, seguía haciendo calor y se había levantado brisa. Al oeste, sobre los Everglades, se estaban formando unos nubarrones grises, pero la amenaza de lluvia parecía a horas de distancia.
Caminaron deprisa para estirar las piernas. No hablaron demasiado, aunque Andy Candy preguntó:
—¿Iremos a Redentor Uno hoy?
—Sí.
—Si ves a Susan Terry...
—Le diré que quiero hablar con ella en su oficina. Supongo que le parecerá bien.
A lo lejos se oía cómo iba aumentando el tráfico de la hora punta de la tarde. Cruzaron una calle concurrida y se internaron en una sombreada zona residencial. La acera era irregular; las raíces de los árboles habían removido algunas baldosas. Siguieron su camino con cautela para no tropezar. La calle estaba cubierta de sombras. Era como andar entre distintas variaciones del negro.
—¿Crees que se ha acabado todo? —soltó Andy de repente.
—Casi —respondió Moth con una tristeza incomprensible.
La lógica habría sugerido que hablaran entonces sobre ellos, pero no lo hicieron. A ninguno de los dos le parecía un tema que pudieran abordar sin problemas.
Tampoco fueron conscientes de la persona que unos cincuenta metros por detrás seguía sus pasos.
«Increíble —pensó el estudiante 5 mientras seguía fácilmente su ritmo—. Se aprende muchísimo sobre la gente simplemente observándola de cerca.»
Sabía que ese era un principio básico de la profesión que se le había impedido llegar a ejercer, pero se sentía muy ufano de no haber perdido las aptitudes que había mostrado años atrás. Se percató, feliz, de que en realidad las había afinado y agudizado hasta límites insospechados.
28

Observó cómo Andy Candy se quedaba esperando en el coche mientras Moth entraba en Redentor Uno.
El estudiante 5 pensó: «Vaya casualidad. Parece como si una deidad chulesca y decididamente psicópata asesina quisiera que los matara sí o sí.»
Los había seguido desde que habían salido del piso de Moth aquella misma tarde, solo unos minutos después de que él hubiera llegado allí, es decir, al poco de que su avión aterrizara en Miami y antes de haberse registrado siquiera en el hotel de cuatro estrellas en el que había hecho una reserva. Estaba seguro de que seguían sin percatarse de su presencia.
Se hundió en el asiento de su coche alquilado y se dispuso a vigilar. Sin apartar los ojos de Andy Candy, una vez que Moth entró en la iglesia, dejó la mente lo más en blanco posible. Se dijo que debía deshacerse de prejuicios, ideas y opiniones preconcebidas. «Una chica que abandona misteriosamente los estudios universitarios y un muchacho enredado en un problema de alcoholismo. —Esto era lo que sabía de los jóvenes, desde luego no demasiado—. La gente siempre habla de lo importantes y acertadas que son las primeras impresiones. Sandeces.» Se agazapó un poco más, algo incómodo por la forma en que tenía que esconderse. Estaba a unos veinte metros de Andy Candy, no demasiado lejos de la entrada de la iglesia. Si alguien le preguntaba algo, pensaba decir que había ido a la reunión, pero que no acababa de decidirse a entrar, lo que bastaría para satisfacer a cualquier curioso. Pero no esperaba necesitar dar esta explicación. «Los drogadictos y los alcohólicos son inestables e inseguros por naturaleza. Y no es algo difícil de imitar», pensó.
Desde donde estaba aparcado, veía que Andy Candy revisaba unos papeles. La curiosidad lo consumía. Quería acercarse más. Siguió observándola, haciendo acopio de paciencia, pero consciente de que, fuera cual fuese la decisión que tomara, tenía que tomarla deprisa.
Dentro de la sala de reuniones de Redentor Uno, Moth buscó con la mirada a Susan Terry, pero no la vio. «Bueno, supongo que no dedica tanto esfuerzo a mantenerse limpia como dijo», pensó cínicamente. Ocupó su asiento habitual en un sofá, saludando con la cabeza a los demás habituales. La reunión empezó con la bienvenida pausada de costumbre. Luego, el moderador señaló a la primera persona que tenía a su derecha en la especie de círculo que formaban. Era la abogada de mediana edad. Se alisó la falda de diseño al levantarse.
—Hola, me llamo Sandy y soy alcohólica. Llevo ciento ochenta y dos días sin beber.
Moth se unió a los demás para saludarla.
—Hola, Sandy —dijeron todos al unísono, como las respuestas corales de un oficio religioso. Todos los presentes conocían a Sandy y sus problemas y sintieron alivio al oír que seguía por el buen camino.
—He logrado ciertos progresos con mi ex y mis hijos —afirmó—. Van a llevarme a cenar a un restaurante esta semana. Es como una prueba, creo. Van a ponerme una botella de vino tinto delante para ver qué hago: ignorarla o soplármela.
Lo dijo con una sonrisa irónica. Hubo algunos aplausos.
—Podría pasar cualquier cosa —prosiguió Sandy. Vaciló y miró a Moth—. Pero creo que lo que todos queremos realmente es oír a Timothy.
Dirigió una mirada alentadora a Moth al volver a sentarse. Hubo un largo silencio en la sala. Varias personas se movieron nerviosas. El ingeniero se levantó.
—Me llamo Fred y llevo doscientos setenta y dos días limpio. Estoy de acuerdo con Sandy. Timothy, te toca.
El moderador, un ayudante del pastor que era exalcohólico y vestía camisetas oscuras de cuello alto a pesar del calor que hacía en Miami, intervino:
—Eso lo decidirá Timothy. No hay que obligar a nadie a...
—No importa —aseguró Moth y se levantó, aunque sí que importaba. Echó un vistazo alrededor e inspiró hondo para presentarse despacio—: Me llamo Timothy y llevo treinta y un días sin beber, aunque hace treinta y cuatro que mataron a mi tío.
Se detuvo y volvió a mirar en derredor. Los asistentes se inclinaban hacia él. Notaba su interés.
—Allá donde voy, muere alguien —añadió.
Susan Terry estaba arrodillada en la alfombra junto a la mesa de centro del salón de su piso. Tenía tablero de cristal y, justo en el centro, al lado de una botella medio vacía de Johnny Walker etiqueta roja, había dos finas líneas de polvo blanco. Se aferraba a los bordes de la mesa con ambas manos, como si un terremoto estuviera sacudiendo el edificio y ella se esforzara por no caerse.
«Hazlo. No lo hagas.
»Fue la sangre. Había muchísima sangre.»
El sudor se le acumulaba en las axilas y las sienes. Se preguntó si el aire acondicionado del edificio había dejado de funcionar de repente, pero fue consciente de que el sudor era la manifestación física de una decisión terrible.
En un alarde de fortaleza, apartó la mano derecha del borde de la mesa y la metió en la cartera. Sin apartar los ojos de las rayas de cocaína, hurgó en ella hasta que encontró por fin la automática del calibre .25 que habitualmente llevaba cuando acudía a la escena de un crimen o cuando tenía que quedarse en su despacho hasta después del anochecer. El arma sería importante para cumplir lo que se repetía a sí misma: «No seré una víctima más como las personas que veo en los juicios.»
Respirando con fuerza, como alguien que ha estado bajo el agua unos segundos de más, puso una bala en la recámara de la pistola. Después, la dejó delante de ella, junto a la cocaína.
«Sería mejor que te mataras más deprisa», se dijo. Todavía medio inmóvil, contempló las dos alternativas.
«Dispara a los perros.» Estas palabras le acudieron a la cabeza y las repitió en voz alta.
—Dispara a los perros, maldita sea. Dispara a los perros. Dispárales ahora mismo. A los dos. Ve cómo mueren. —Se balanceó, insegura, y susurró una y otra vez—: Dispara a los perros, dispara a los perros, dispara a los perros.
La última escena del crimen a la que había tenido que acudir, a primera hora de la mañana, justo antes del alba, después de que la sacara de la cama la voz monótona de un inspector de Homicidios que no había podido disimular su rabia apesadumbrada, había tenido como consecuencia dos cosas: una papelina de cocaína y la seguridad de tener pesadillas. Era una escena del crimen que le había hecho perder la compostura y su imagen de fiscal dura cuidadosamente equilibrada.
—¿Señorita Terry?
—Sí. Dios mío, ¿qué hora es?
—Falta poco para las cinco. Soy el inspector González, del Departamento de Homicidios de Miami. Nos conocimos en...
—Lo recuerdo, inspector —le interrumpió Susan—. ¿Qué sucede?
—Tenemos un asesinato poco corriente. Creo que debería venir. Estamos en Liberty City...
—¿Drogas?
—No exactamente.
—¿Qué, pues?
Lo preguntó mientras sacaba los pies de la cama y buscaba unos vaqueros y una chaqueta pensando en un café.
—Ataque mortal de unos perros —respondió el inspector.
Los últimos zarcillos negruzcos de la noche seguían envolviendo la ciudad cuando partió hacia Liberty City. Subió por la interestatal, pasado su desvío habitual hacia la fiscalía del condado, y bajó por el carril de salida hacia una de las partes más pobres del condado de Dade, una zona que había alcanzado la fama unas décadas atrás debido a una serie de disturbios. Lo curioso de Liberty City, como la mayoría de los residentes sabía, era que sus tierras eran las más firmes en kilómetros. Solo era cuestión de tiempo y del ascenso del nivel del mar que los promotores inmobiliarios descubrieran que era el lugar más seguro donde construir. Y aquello reorganizaría la zona. Puede que en cien años fuera muy probable que, si Miami quería perdurar, se expulsara de allí a los pobres para que se instalaran los ricos.
La noche impedía ver lo peor de la pobreza. En Miami, el final de la noche produce una sensación envolvente; entre el calor, la humedad y la riqueza de los tonos negros del cielo, es un poco como el recubrimiento holgado de una mortaja.
Susan condujo por calles tranquilas con casas modestas de ladrillo y edificios baratos. Había escombros en las calles, coches apoyados sobre bloques de cemento, electrodomésticos estropeados esparcidos aquí y allá, barrotes en las ventanas y alambradas por todas partes. Era como si toda esa parte de la ciudad estuviera oxidada.
Ni siquiera con la pistola en la cartera a su lado habría conducido sola por esas calles por voluntad propia. «Nos gusta imaginar que no nos importa el color —pensó—, pero si venimos aquí solos, lo primero que nos acude a la cabeza es la raza.»
Vio el brillo de las luces estroboscópicas a dos manzanas.
Cuando se acercó, reconoció el vehículo del forense, seis coches patrulla y varios camuflados, pero inconfundibles, de inspectores delante de dos casas de ladrillo contiguas, separadas solo por una de las omnipresentes alambradas. Un grupo de curiosos se agolpaba en las sombras. También había una furgoneta amarilla del servicio veterinario aparcada dentro del perímetro policial, y observó que había dos empleados de Medio Ambiente vestidos de verde hablando con algunos policías de uniforme.
Nadie la paró cuando estacionó y se acercó. «¿Una joven blanca que no es policía? Tiene que ser de la fiscalía.» Localizó al inspector González y caminó con decisión hacia él.
—Hola, Ricky, ¿qué ha pasado?
—Señorita Terry. Siento haberla despertado a mitad de...
—No hace falta que se disculpe. También es mi trabajo. ¿Qué tenemos?
El inspector sacudió la cabeza.
—Creía que lo había visto todo —dijo con hastío, y señaló la parte trasera de la furgoneta del servicio veterinario. Hizo un gesto con la mano y uno de los empleados de verde abrió las puertas de atrás para dejar al descubierto las dos jaulas metálicas reforzadas que había en su interior. Las jaulas estaban diseñadas para contener panteras rebeldes y caimanes agresivos.
O pit bulls. Dos. Muy musculosos, con la cara llena de cicatrices y el pecho profundo que, echando espuma por la boca, gruñendo más que feroces, se lanzaron al instante contra los barrotes de la jaula aullando como locos, zarandeando la furgoneta con su ímpetu, desesperados por liberarse.
—Dios mío. —Susan retrocedió un paso y exclamó—: ¡Qué coño...!
Y entonces el inspector González le contó una historia. Era una historia con un toque de Poe o Ambrose Bierce y típica del sur de Florida.
Un solitario hombre mayor con una pierna deforme, debido a un accidente laboral que lo había dejado cojo unos años antes, y cuya principal fuente de ingresos era adiestrar ocasionalmente perros para peleas clandestinas, vivía por desgracia al lado de una familia cuyos dos hijos pequeños se burlaban de él despiadadamente. Harto, el hombre había ideado un dispositivo de apertura rápida en la zona enjaulada en la que mantenía a los perros y dejó de encadenarlos como era debido. Nudos corredizos y eslabones endebles. Los chiquillos se plantaron delante de su casa la noche anterior, decididos a lanzar piedras a los perros, que creían bien encerrados, y tiraron también piedras a las ventanas del hombre. Lo despertaron. Lo insultaron. Era solo un ejemplo de la maldad local en una noche demasiado calurosa, demasiado húmeda y destinada a presenciar algo terrible.
El hombre supuso que la alambrada delantera contendría a los perros y accionó el dispositivo de apertura para liberar a dos de los animales. Imaginó que ver a los dos perros de treinta kilos cruzando el patio como una exhalación enseñando los dientes asustaría convenientemente a sus torturadores. La alambrada detendría a los perros, los críos se llevarían un susto de muerte y él tendría cierta satisfacción sin tener que molestarse en abordar la situación del modo habitual en el condado de Dade, es decir, blandiendo un revólver.
Se había equivocado en todas sus suposiciones.
Los dos perros se abalanzaron sobre la alambrada, que se curvó y cedió, y se abrieron paso por el hueco.
Los dos perros atraparon fácilmente a los aterrados niños.
Los dos perros segaron rápidamente la vida de los chiquillos antes de que el hombre pudiera controlarlos.
Fin de la historia. Susan sintió un escalofrío. «Terrible. No trágico. Solo morboso.»
—No le aconsejo que vea los cuerpos —añadió González.
—Tengo que hacerlo... —empezó ella, atragantándose al pensar en los niños destrozados.
—Los perros, ¿son como armas que tengamos que incautar? ¿Qué clase de homicidio es este? ¿Estamos hablando de una especie de defensa propia legal? Después de todo, los críos estaban tirando piedras a una vivienda particular. Pero estos perros, no sé, ¿son pruebas? Hay varios aspectos jurídicos a tener en cuenta, letrada. Si por mí fuera, les dispararía aquí mismo. Pero quería consultárselo antes.
Susan asintió. Sabía lo que quería decir al inspector: «Tiene toda la razón. Dispare a los perros. Será un poco de justicia callejera instantánea.» Pero no lo dijo.
—Incaute los perros. Que el servicio veterinario lleve un registro constante, como si fueran un arma de fuego o un arma blanca de la escena del crimen, para que dispongamos de la cadena adecuada de pruebas en el juicio. Asegúrese de tomar una declaración jurada a los técnicos sobre lo peligrosos que son esos perros y de grabar en vídeo un poco de eso. —Señaló la parte trasera de la furgoneta, donde todavía se oía a los perros zarandeando las jaulas—. Detenga al propietario, léale sus derechos y acúselo de asesinato en primer grado. Pida a la policía científica que conserve intacto el dispositivo de apertura para que podamos presentarlo en el juicio. Saque fotografías de la alambrada por donde escaparon los perros... —Inspiró hondo. La fiscal metódica que había en ella estaba muy alterada—. Dios mío —añadió.
—He visto cosas horribles —aseguró González—, pero esta se lleva la palma. Los perros fueron directamente a la yugular. Son asesinos entrenados, peor y más eficientes que un sicario profesional, joder. Esos críos no tuvieron la menor posibilidad. La gente piensa que no es demasiado difícil ahuyentar un perro. No tiene ni idea.
La tomó del brazo y la condujo hasta el lugar de los hechos. Un cuerpo estaba en el patio lateral. El otro estaba justo delante de la puerta principal. Susan inspiró hondo otra vez. «Ese de ahí casi lo logró», pensó. Se detuvo cuando vio a un ayudante del forense. Incluso bajo las luces centelleantes, le pareció que estaba pálido. Estaba agachado junto a un cuerpo menudo. Miró la camiseta azul fuerte del niño, no su garganta. Después se obligó a alzar los ojos.
Así había sido la mañana de Susan.
Niños atacados, medio devorados; le había tocado una fibra sensible y había tropezado. Dado un traspié. Caído. Recaído. «El mal es constante y rutinario», pensó.
Cualquier adicto sabe dos números a los que llamar cuando ve algo, hace algo o se entera de algo que le hace tambalear al borde del precipicio que creía lejos, pero que realmente está siempre a sus pies. Cuando ocurre algo que de repente derriba la fachada de normalidad y restablece todo el dolor que permanece agazapado en su interior. Uno de los números es el de un tutor que le persuada de no hacer lo que tiene ganas de hacer. El otro es el del traficante que le proporcionará la alternativa.
«No lo habría llamado si no hubiera sido por los perros y los cadáveres de esos críos. Pensaba que lo tenía superado, que volvía a ser la fiscal dura con una superficie granítica y acerada, que las cosas me resbalaban. Eso creía. Ya no lo deseaba. Salvo por lo de hoy, por toda la sangre de esos niños.»
Susan creía que si fuera realmente lista, podría repasar su vida y decirse a sí misma: «Mira, no me amaron lo suficiente de niña y por esta razón soy drogadicta.» O: «Me pegaron y me abandonaron y por esa razón...» O: «Fui débil cuando tendría que haber sido fuerte, estaba perdida cuando tendría que haber sabido dónde estaba, lastimada cuando tendría que haber estado sana, y por esta razón...»
Si era consciente de sus circunstancias, estaría armada para defenderse de sí misma.
No funcionaba así.
En lugar de eso, estaba en casa horas después, bebiendo mucho y contemplando las opciones que tenía ante ella en la mesilla de cristal. Arma y cocaína. Cocaína y arma. «Dispara a los perros. Dispárate a ti misma.»
Una muerte o la otra.
Cuando el teléfono sonó detrás de ella, se sobresaltó.
Primero hubo un silencio.
Moth miró a los demás presentes en Redentor Uno y dudó que jamás hubieran oído una historia como aquella. No era una historia sobre las clases de compulsión con que estaban familiarizados.
No pasó demasiado rato antes de que el grupo soltara una ráfaga caótica de preguntas, comentarios, temores y sugerencias. Era como si lo zarandeara un fuerte viento. El habitual decoro y orden con que se compartían las ideas en Redentor Uno había saltado por los aires. Se alzaban voces. Las opiniones electrizaban el ambiente. Argumentos, valoraciones sarcásticas e incluso dudas temblorosas retumbaban en la sala.
—Llama a la policía.
—¿Quieres decir a Emergencias? Menuda tontería. Se presentará algún policía que no sabrá qué hacer.
—¿Y qué tal los policías que investigaron el suicidio de Ed?
—Sí. Llámalos y diles lo idiotas que fueron. Ya verás qué bien.
—Bueno, ¿y si contratas a un detective privado?
—Mejor aún, consíguete un abogado que contrate a un detective privado.
—Eso tiene más sentido, solo que ¿cuántos abogados conocéis que puedan encargarse de un asesino vengativo? ¿Cómo buscas esta especialidad en el listín telefónico? ¿Dónde? ¿Entre los abogados especializados en accidentes de tráfico, divorcios y herencias?
—Tienes que hablar con la familia y la pareja de Ed. Tienen que saber lo que has descubierto.
—Ya. ¿Y cómo van ellos a ayudarlo?
—¿Por qué no llamas al Herald de Miami? Habla con algún reportero de investigación y ponlo sobre la pista de esta historia. O a un programa como 60 Minutes. O a alguien que pueda investigarlo independientemente.
—No digas sandeces. La prensa solo la cagaría. ¿Has leído el Herald últimamente? Te aseguro que no es lo que era hace veinte años. A duras penas recogen como es debido los detalles de las reuniones de la junta municipal. Yo aconsejo que vuelva a Nueva Jersey y entregue todo a la policía de ese estado.
—¿Y qué hará la policía de allí? No tiene jurisdicción aquí. Además, Timothy carece de pruebas, solo tiene conexiones. Suposiciones. Deducciones y posibilidades. Tiene un móvil para el asesinato, pero suena bastante descabellado. Y tiene varias coincidencias. ¿Qué más?
—Tiene más que eso.
—¿Seguro? ¿Cosas que tendrían validez en un juicio? No lo creo.
—Timothy tendría que escribir un libro.
—Eso le llevará uno o dos años. Lo importante es qué tendría que hacer ahora.
—Ojalá estuviera aquí Susan, la fiscal. Ella se dedica a estas cosas y sabría qué hacer.
Moth respondió este último comentario.
—Puedo llamarla. Me dio su tarjeta, con el número de su casa. —Sacó de la cartera la tarjeta de visita.
Eso hizo que la sala volviera a quedar en silencio. Todos asintieron expresando conformidad.
Sandy, la abogada, sacó un móvil del bolso.
—Ten —dijo—. Llámala ahora mismo, con todos nosotros aquí. —Hizo esta sugerencia con insistencia maternal. También reflejaba la idea generalizada en Redentor Uno de que la promesa de llamar a alguien no era lo mismo que llamarlo realmente.
Moth empezó a marcar el número, pero se detuvo cuando el profesor de Filosofía de la Universidad de Miami, que hasta ese momento había estado extrañamente poco comunicativo, se inclinó por fin hacia delante con la mano levantada como uno de sus alumnos.
—Timothy —dijo—, se me ocurre algo en lo que, al parecer, los demás no se han fijado. Creo que te han hecho buenas sugerencias y que tendrías que seguirlas, la verdad —aconsejó en el mismo tono que utilizaría en una reunión del cuerpo docente—. Pero mi temor es otro.
—¿Cuál, profesor? —preguntó Moth.
—Si esta persona, este exestudiante de Medicina que has identificado y que, al parecer, es un asesino tan competente... (se le da tan bien matar que ha cometido, ¿cuántos?, cinco asesinatos sin que lo pillaran). —Hizo una pausa de modo pedante—. ¿Qué te lleva a pensar que no sabe nada de ti?
Silencio.
Los habituales de Redentor Uno se quedaron petrificados.
—Ya, pero ¿cómo...? —balbuceó Moth.
Iba a formular una pregunta que ni él ni nadie más podría responder satisfactoriamente.
Otro silencio.
—Marca ese número —dijo la abogada con voz áspera y fría.
Moth echó un vistazo a la sala. Los asistentes estaban inclinados hacia delante en sus asientos, expectantes y briosos.
«Hoy no es la típica reunión de siempre, desde luego», pensó Moth con ironía.
Siguió marcando mientras el profesor añadía:
—Y si sabe de ti, Moth, ¿qué hará al respecto?

29

—Ponla por el altavoz —pidió alguien.
—Susan, nos están oyendo todos —dijo Moth en voz alta.
—¿Por qué no has venido hoy? —preguntó el profesor de Filosofía sin rodeos.
La fiscal no contestó esta pregunta. Con el teléfono en una mano, se llevó la otra a la frente para frotarse la sien, como si aquel movimiento pudiera eliminar los miedos expuestos en la mesilla de cristal. Por un momento, imaginó, nerviosa, que todos los que estaban en Redentor Uno veían lo que tenía delante con una expresión de desaprobación. Se había dejado caer al suelo, con la espalda apoyada en un sofá barato e incómodo. Llevaba una camiseta sin mangas blanca manchada de sudor y unos pantalones de chándal grises. «Ropa de esnifar —pensó—. Ropa con la que huir.» Tenía el cabello oscuro enmarañado, pegado al cuello. Sabía que se le había corrido el maquillaje alrededor de los ojos, lo que le confería el aspecto de un mapache. Iba descalza y movió los dedos de los pies, como una persona que teme haberse lastimado la columna vertebral, para asegurarse de que todavía podría levantarse.
—He tenido trabajo a primera hora de la mañana —explicó. Eso era verdad—. Estaba agotada y me quedé dormida. —Eso era mentira.
Sujetando el móvil como una reliquia religiosa para que todo el mundo pudiera oír a Susan, Moth miró alrededor. No sabía muy bien cuántos creían a Susan en aquel momento. Cada reunión mezclaba capas de incredulidad con una aceptación ciega, una combinación que, por lógica, no tendría que funcionar, pero que de algún modo lo hacía.
Susan notó que le sudaba el canalillo. Lo tenía empapado. Pero adoptó el tono de fiscal profesional y compuesta. Se preguntó dónde habría ido a parar esa persona. No sabía si podría soportar la sensación de que la juzgaran, porque no daría la talla.
—¿Por qué me llamas? —preguntó con brusquedad.
Moth iba a contestar, pero se le adelantó Sandy, la abogada.
—Te llama porque nosotros insistimos para que lo hiciera. Todos nosotros —aseguró en voz bastante alta y clara, como una madre que ordena a sus hijos que se sienten a la mesa. Hizo un gesto con la mano para animar a los demás, y hubo un murmullo general de asentimiento.
—Nos ha estado explicando todo lo que le lleva a creer que su tío fue asesinado —terció Fred, el ingeniero—. Creemos que sus argumentos son convincentes. Muy circunstanciales, lo admitimos, pero aun así convincentes. Fascinantes, en realidad. Tú eres la única persona a la que todos estuvimos de acuerdo que había que recurrir.
Las voces que le llegaban por el teléfono eran débiles, casi alucinatorias. Susan se recostó en el sofá, dubitativa. «Caso cerrado. Quizá. Dudas. Caso abierto. Quizá. Dudas.»
—El suicidio de su tío fue investigado a fondo y el caso está cerrado. Timothy y yo lo hemos comentado ampliamente... —empezó.
—Él no ha sido el único —la interrumpió Moth bruscamente. Observó a los presentes en la sala y pensó que a veces el silencio se puede reflejar en los ojos de las personas.
Susan se movió un poco en el suelo, apoyó la cabeza en el sofá, como si estuviera exhausta, mientras notaba que se le espesaba la lengua. Lo que quería era inclinarse sobre la mesa, esnifar las rayas de cocaína y abandonarse a todo lo que aquello significaba, o bien empuñar la automática y acabar de una vez con todo. «Me estoy muriendo —pensó—. Estoy sola y siempre estaré sola.» Cerró los ojos, pero oyó una voz que sonaba extrañamente como la suya hablando con firmeza, casi como si hubiera otra Susan en la habitación.
—Crees que ha habido otros suicidios...
—No. Suicidios no. Asesinatos —aclaró Moth—. Asesinatos planificados para que parecieran otra cosa. Como accidentes y errores.
Redentor Uno guardaba silencio. Nadie se había movido de su asiento, pero Moth tenía la sensación de que todos se agolpaban para empujarlo hacia delante, casi como si pudiera notar las manos en su espalda. Por primera vez en muchos días, de repente deseó que Andy Candy estuviera allí para presentársela a todos los presentes. Sabía que era una locura y la descartó sin más. Era un lugar para adictos, y ella no era lo que se dice una adicta.
—Muy bien —dijo Susan despacio—. Volvámonos a ver, Timothy. Podemos repasarlo todo otra vez y tú contarme lo que has averiguado. ¿Podrías venir mañana a mi oficina? —«Es decir, si llego a mañana», pensó.
Moth miró a los demás. Sandy, Fred, el profesor de Filosofía y los otros negaban con la cabeza.
—Hoy —susurró Sandy.
Todos empezaron a asentir.
—Nada de demoras —dijo Fred—. Todos sabemos qué pasa cuando pospones algo importante. —No estaba hablando de otra cosa que no fuera la adicción.
—Hoy —soltó Moth.
—De acuerdo —aceptó Susan, y pensó: «Supongo que viviré un poco más.» Cuánto, no lo sabía.
Tras colgar, se obligó a ponerse de pie, ya que tenía que asearse un poco para reunirse con Moth. Miró las dos rayas restantes de cocaína. «No bastarán», pensó. Tenía el móvil en la mano, así que hizo avanzar los contactos por la pantalla hasta encontrar el nombre de su traficante. «Verme con Moth. Verme con el traficante.» Siguió mirando la pequeña cantidad que le quedaba. De repente no supo si tenía que dejar la cocaína en la mesa o dejar el arma. O tal vez llevarse las dos cosas. Para una mujer que se enorgullecía de su capacidad de tomar buenas decisiones oportunamente, esta duda era tan violenta como cualquier ansia.
Tenía en el regazo las notas manuscritas de Jeremy Hogan.
Como buen científico, el psiquiatra había intentado organizarlas de una forma fácilmente comprensible, pero Andy Candy no era médico y le resultaban difíciles a la vez que fascinantes. Cada conversación que el anciano psiquiatra había tenido con su asesino iba seguida de encabezados, y en las páginas había también palabras clave garabateadas, junto con análisis abreviados e inacabados. Algunas frases estaban subrayadas, otras marcadas con un asterisco y unas cuantas rodeadas con un círculo. No tenían una estructura determinada, lo que le recordó a cuando leyó los cantos de la Divina comedia de Dante en un curso de Literatura renacentista. De repente, los estudios le parecieron muy lejanos. Se le ocurrió algo curioso: «Estas notas son como poemas dedicados a la muerte.»
Vio que su conversación inicial con su verdugo había sido breve. En la parte superior de una página había escrito «conversación inicial». Y debajo: «Culpa. Última cuenta pendiente.»
Sus anotaciones seguían debajo de estas entradas:
¿Otros? Significa que formo parte de un grupo.Comprobar: asesinos contra los que testifiqué. Actos individuales.A no ser que el «grupo» incluya fiscales, policías intervinientes, jueces, jurados, especialistas forenses, cualquiera relacionado con el proceso penal.Muy posible. ¿Cómo comprobarlo?Comprobar: excolegas.¿Algún odio o desaire académico de hace tiempo que pudiera incitar al asesinato?Poco probable. Pero posible.Comprobar: ¿Alumnos? ¿Suspendiste a alguien?Ligera posibilidad. ¿Repasar expedientes académicos?Probabilidad de encontrar así a esta persona: escasa. Después, había anotado:
Fundamental: valorar qué clase de asesino es. Esta era la última entrada de la primera página.
En la segunda, la letra del doctor Hogan parecía apresurada, y Andy Candy supuso que escribía mientras hablaba, sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja, bolígrafo en mano.
Leyó:
Instruido. No se educó en la cárcel ni en la calle. No es autodidacta.De una de las ocho mejores universidades del país, ¿como el célebre Unabomber?Obsesión controlada. Domina sus compulsiones. Las utiliza a su favor. Interesante.No está desorientado. Sin influencia del estado de ánimo en sus patrones del habla. Sin coloquialismos. Sin acento.No es paranoico. Es alguien organizado. Se detuvo y consideró una anotación subrayada y rodeada con un círculo:
Sociópata. Pero no es como ninguno que haya conocido. La palabra «ninguno» estaba subrayada tres veces.
En la parte inferior de la página, Hogan había escrito en letras mayúsculas:
QUERRÁ MIRARME A LOS OJOS ANTES DE MATARME.TENGO QUE PREPARARME PARA ESE MOMENTO. SERÁ MI MEJOR OPORTUNIDAD. Andy Candy inspiró hondo. Recordó la imagen del cuerpo del doctor Hogan ya muerto golpeando contra la pared.
—En eso se equivocó, doctor —susurró—. Lo siento, pero se equivocó. —Vaciló. Una idea le vino a la cabeza—. ¿Se equivocó?
«A lo mejor ya había...»
Se detuvo. De repente hacía calor en el coche, mejor dicho, un calor sofocante, y le dio al contacto para bajar las ventanillas. Respiró el aire húmedo que se coló dentro, apenas diferente del aire viciado del interior. Era como si las distinciones de la noche se hubieran disipado a su alrededor. Tenía el mismo desasosiego incontrolable que cuando leía una inquietante novela de suspense o veía una película de terror. Estaba segura de que si alzaba los ojos y contemplaba la noche, incluso en la seguridad de aquel aparcamiento, empezaría a ver formas amenazadoras que se transformarían en asesinos fantasmagóricos. Así que, en lugar de mirar fuera, bajó la vista hacia las notas de Hogan.
Se saltó páginas hasta la última.
Leyó una y otra vez la última entrada de Hogan, absorta:
Ya ha ganado. Ya estoy muerto. —Timothy, cuéntale a Susan lo que nos has explicado. Cuéntaselo igual. Te creerá.
—O, por lo menos, creerá lo suficiente para dar el siguiente paso, sea cual sea. Es funcionaria pública. Querrá cubrirse las espaldas, coño.
—Pero ten cuidado, Timothy. No sabes a lo que te enfrentas.
Con las recomendaciones zumbándole en los oídos, Moth bajó con agilidad los peldaños de entrada de Redentor Uno y recorrió presuroso las sombras del aparcamiento. Vio que Andy Candy levantaba la cabeza al verlo acercarse al coche. Tenía una expresión extraña, pero pareció aliviada de verlo.
—Hoy tenemos otra reunión —comentó al sentarse en el asiento del copiloto.
Andy asintió, arrancó el coche y salió marcha atrás. A su alrededor otros coches, desde el pequeño híbrido del profesor de Filosofía hasta el gran Mercedes de la abogada, también se iban. No prestó atención al coche que siguió la misma dirección que ellos.
—No —indicó Susan Terry a la camarera—. Agua con hielo para todos. —También pidió sushi aunque tenía la certeza de que el pescado crudo le revolvería las tripas.
La camarera se marchó, seguramente calculando la propina sin incluir las bebidas, y Susan se volvió hacia Moth y Andy Candy.
—Muy bien —dijo—. Explicádmelo. —Les dirigió la mirada más dura que pudo para añadir—: Nada de sandeces. Esto no es un juego ni un trabajo universitario. No me hagáis perder el tiempo.
Moth sabía que aquello era pura pose, pero no dijo nada. Andy miró el fajo de notas manuscritas de Jeremy Hogan que llevaba en la mano. Moth se movió en su asiento. Los dos veían que Susan tenía un aspecto horrible. El cambio de fiscal estirada y compuesta, al mando y organizada, que habían visto en su despacho, a persona pálida y ligeramente temblorosa, con vaqueros y el pelo revuelto, que tenían delante era sorprendente. Que Susan pudiera seguir interpretando su papel con una voz regular y exigente simplemente realzaba todavía más el contraste. Moth supo de inmediato lo que implicaba aquel cambio. Andy tuvo una idea terrible: «Tiene el aspecto que debía de tener yo al salir de la clínica donde aborté.»
Hubo un breve silencio mientras Moth intentaba organizar sus palabras. Finalmente dijo algo que causaría el máximo impacto:
—Hace cuatro días, en la zona rural de Nueva Jersey, Andy y yo presenciamos un asesinato.
Como el estudiante 5 detestaba el sushi, después de ver que el trío se sentaba a una mesa, se dirigió a un restaurante de comida rápida cercano y pidió un sándwich para llevar. Era raro que un fanático de la comida saludable como él tomara algo preparado o frito en un mostrador, pero las cosas le parecían extrañamente distintas aquella noche, como si de golpe tuviera que hacer muchos cambios, y eso lo angustiaba.
Se sentó en un banco que había al final de la calle del restaurante de sushi, desde donde podría verlos perfectamente al salir del local. Hacía un calor húmedo y notó que le faltaba el aliento. Desde allí no alcanzaba a ver a Andy Candy y Moth ni a la mujer con quien estaban, pero tenía una idea bastante clara de lo que estaban hablando. Todavía no sabía a quién se lo estaban contando, pero su instinto le aconsejaba seguir a aquella mujer. Necesitaba saber quién era mientras se decidía. «Quienquiera que sea seguramente es peligrosa», pensó.
La comida le supo rara en la boca, como si cada loncha de embutido, cada tomate y cada trozo de lechuga se hubieran estropeado, el pan estuviera rancio y el refresco light estuviera aguado y sin gas. Tiró el sándwich después de un par de mordiscos.
30

El estudiante 5 estaba tendido en el suelo de una suite ejecutiva del hotel Biltmore de Coral Gables. Faltaba muy poco para la medianoche, no podía pegar ojo y estaba desnudo, haciendo flexiones con un brazo en la moqueta. «Diez con el derecho. Diez con el izquierdo. Diez con el derecho. Diez con el izquierdo.» El sudor le escocía los ojos. El hotel albergaba una convención de nuevas empresas de tecnología, y en una terraza un grupo de rock interpretaba versiones de los sesenta para amenizar a los jóvenes directivos. La música le parecía fuera de lugar. Lo que tendría que haber sido rap o hip-hop moderno se había convertido en reliquias de Jefferson Airplane, Steppenwolf y los Rolling Stones. El aire transportaba chirridos de guitarra y voces potentes a su habitación, que daba a la amplia piscina del hotel y al contiguo campo de golf.
Entre jadeos, escuchó y habló en voz alta, siguiendo el ritmo de la música con los movimientos esforzados de las flexiones:
—Los Rolling tienen toda la razón. Está clarísimo que no puedo tener ninguna satisfacción. —«Una disyuntiva», pensó. «Esta es una buena palabra para describir mi situación.»
La palabra le provocó ganas de escupir.
Siempre le había gustado considerarse un asesino intelectual, alguien que conocía todos los pormenores psicológicos del asesinato, que veía las profundas simas emocionales que se explo-raban al matar a otra persona. «Matar es como hacer espeleología —pensó mientras seguía haciendo flexiones—. Cuevas oscuras, misterios, y cada paso te adentra más en lo desconocido.»
Matar por venganza no solo lo había liberado, sino que lo había hecho psicológicamente superior. Se imaginaba medio budista, un maestro zen de la muerte, medio James Bond, el espía literario, no el protagonista cinematográfico, que facilitaba las decisiones con una Walther PPK. Matar era, para él, un proceso importante, no algo improvisado o apresurado. «A mí no me van los disparos desde un coche en marcha, ni matar al dependiente de un 24 horas, una gasolinera o una bodega durante un atraco.» Era algo artístico, como esculpir una forma a partir de piedra o llenar de color un lienzo. Las muertes que él había creado tenían su razón de ser, no obedecían a algo tan prosaico como el dinero, el poder, la locura o la crueldad. Por ello se repetía que sus asesinatos no podían catalogarse fácilmente y, en realidad, no eran auténticos asesinatos. Pensaba que todo lo que había hecho se incluía en una definición especial que era única y de lo más apropiada.
«Otros harían lo mismo. Si pudieran, claro. ¿Cuántas veces ha dicho alguien “mataría a aquel tipo...” y era algo completamente razonable, y después no ha hecho nada al respecto? ¡Qué estupidez! Te puedes pasar la vida incapacitado por lo que los demás te hacen. O asumir el mando.»
Arriba, abajo. Arriba, abajo. «Treinta y una, treinta y dos, treinta y tres. No pares.»
Al llegar a las cincuenta, se dejó caer al suelo respirando con dificultad.
Solo tardó unos minutos en levantarse, con una sensación de ardor en los músculos, para sentarse ante el portátil. Google Earth le ofreció una imagen a vista de pájaro de tres direcciones: la del sobrino, la de la novia, la de la fiscal.
Esta última información había sido fruto de una inteligente búsqueda informática después de haber observado que la mujer, que ahora sabía que se llamaba Susan Terry, entraba en su bloque de pisos. La había seguido en la penumbra nocturna, algo sorprendido por la evidente compra de droga que había hecho antes de regresar a casa. Había anotado la dirección, la había comparado con los datos del registro de la propiedad y había obtenido un nombre. Después había averiguado que Susan Terry aparecía mencionada más de una vez en el Herald de Miami.
«Vaya, parece que tienes una mala racha en los juzgados, jovencita —se había dicho tras leer varios artículos—. Tienes que hacerlo mejor para los contribuyentes porque somos nosotros quienes te pagamos el sueldo. ¿Crees que un subidón de coca te va a ayudar a ganar los casos?»
Delitos graves. Este era el departamento en que ella trabajaba, y supuso que, aunque fuera incompetente y drogodependiente, no podía ser idiota del todo. Él nunca tendría esa suerte, y prefería no fiarse. Tampoco era de aquellos asesinos soberbios que dan por sentado que todos los inspectores de policía son cortos e incompetentes hasta el momento en que tienen a uno sentado al otro lado de la mesa con un bloc, una grabadora y la arrogancia de saber que dispone de pruebas concluyentes en su contra.
Se dirigió a la ventana y contempló la noche. Las luces de Coral Gables y South Miami brillaban tenuemente a lo lejos, más allá de la extensión tenebrosa que constituía, como él sabía, el campo de golf, pero que en medio de aquella negrura semejaba un océano. Abajo, la música dejó por fin de sonar. «Don’t you want somebody to love...? Don’t you need somebody to love?», fueron los últimos versos que distinguió, y observó cómo se dispersaba la fiesta.
—No —dijo, respondiendo la pregunta de la canción—. No necesito a nadie a quien amar.
«Te iría bien dormir un poco —pensó, aunque sabía que no era cierto. Nada de dormir hasta haber tomado algunas decisiones. Así que se aconsejó—: Asume el mando. Resuélvelo. Analiza minuciosamente lo que sabes.»
—Si matas al sobrino, aunque parezca un accidente, ¿qué pasará?
—Una investigación policial a fondo. Sin demoras. Sus sospechas sobre la muerte de su tío cobrarán al instante total credibilidad. Inevitable: titulares de prensa y televisión.
—Si matas a la novia, ¿qué pasará?
—Lo mismo. Además, el joven Timothy se obsesionará más conmigo.
—Si matas a la fiscal, ¿qué pasará?
—Todo el peso de los servicios de investigación de Miami caerá sobre ese crimen. El FBI se involucrará en el caso. Y la novia y el sobrino les dirán dónde empezar a investigar exactamente. Esos policías y esos agentes jamás descansarán hasta encontrarme.
—¿Y si simplemente desapareces?
—Eso tengo que hacerlo de todos modos. —Siguió con la mirada unas gotitas de sudor que le resbalaban por el pecho—. Jamás tendría la certeza total de haberme librado. Tendría que estar constantemente pendiente de lo que hacen esos tres, maldita sea.
Tras pensar mucho, empezó a perfilarse una idea en su cabeza: «Muerte por muerte.»
—Haré que se acerquen. Lo suficiente para provocar su muerte.
—¿Y cómo lo harás?
—Miedo y debilidad. La gente cree que el miedo hace que una persona huya y se esconda, pero en realidad ocurre lo contrario.
Se situó ante el espejo del baño, se miró a los ojos y asintió para expresar su conformidad.
Veía peligros por todas partes, y se preguntó si tendría tiempo suficiente para planearlo todo debidamente. Idear una muerte repentina era algo que le gustaba y enorgullecía. Una idea deliciosa le vino a la cabeza. Lo relajó, y creyó que ya casi era la hora de acostarse por fin. El día prácticamente se había acabado.
Andy Candy tenía la sensación de llegar tarde, a pesar de que no habían quedado en ninguna hora concreta, de modo que circulaba lo más rápido que podía en medio del tráfico de la hora punta, cambiando cada dos por tres de carril en la carretera South Dixie. Imaginó que si la paraba un coche patrulla, Susan Terry podría quitarle la multa que le pusieran. Esta sensación repentina de impunidad automovilística la hizo sonreír, por lo que casi se carcajeaba cuando le sonó el móvil.
Como tenía manos libres, pulsó la tecla, suponiendo que sería Moth para hablarle de la siguiente reunión programada con Susan Terry:
—Hola, voy de camino —informó con alegría—. Enseguida estaré ahí.
—Puede que pienses que vas de camino, Andrea —soltó con frialdad una voz desconocida—, pero no llegarás al destino que quieres.
Casi se salió de la carretera.
—¿Quién llama? —preguntó, alzando la voz.
—¿Tú qué crees?
—No lo sé.
—Sí que lo sabes. Estuvimos muy cerca hace solo unos días, en casa de nuestro amigo común Jeremy Hogan.
El frío la invadió al mismo tiempo que el calor se disparaba a su alrededor. El corazón se le aceleró de golpe. Por un instante, pensó que el coche hacía trompos sin control, pero se percató de que la carretera estaba seca y que lo que daba vueltas era su cabeza.
—¿De dónde ha sacado...? —balbuceó.
—No fue difícil.
De repente, a Andy se le secó la garganta. Se le formaban palabras en la boca, pero se le disolvían en la lengua.
—Tengo que hacerte un par de preguntas, Andrea —prosiguió la voz—. ¿O debería llamarte «Andy Candy» como tus amigos íntimos?
Ella soltó una especie de gruñido. «Mi apodo. Sabe mi apodo.» Miró frenéticamente los coches que atestaban la carretera, como si alguien pudiera ayudarla. Se sintió inmovilizada, clavada en su asiento. Aplastada.
—Primera pregunta, muy sencilla y fácil de responder. ¿Habías hablado antes con un asesino?
A Andy le costaba respirar. Se sentía como si una serpiente constrictora se le enroscara al pecho y empezara a aplastárselo.
—No —soltó con dificultad, y la palabra le arrasó la garganta. «¿Es esta mi voz? Ha sido como si hablara otra persona.»
—Ya me lo imaginaba. De modo que todo esto es nuevo para ti. Muy bien, segunda pregunta, bastante más difícil: ¿Estás dispuesta a morir por tu antiguo novio?
La muchacha casi se atragantó. Los coches de delante reducían la velocidad y tuvo que obligarse a pisar el freno en el último momento para evitar por unos centímetros embestir al automóvil de delante con un chirrido de neumáticos. Se sentía mareada, acalorada y afiebrada. Cuando el coche se paró dando un bandazo, tuvo la sensación de que se seguía moviendo y que, de hecho, ganaba velocidad y corría como un loco por la carretera. No supo qué contestar. «Sí. No. No lo sé.»
—¿Por qué? —empezó, pero se dio cuenta de que su interlocutor había colgado—. ¡Espere! —dijo al tono de marcar. Tras ella, los coches empezaron a tocar el claxon. No sabía si reanudar la marcha o quedarse allí parada.
Tuvo el impulso de gritar y se le abrió la boca. Por un instante pensó que tal vez ya había gritado y no había sido capaz de oírse, sorda de repente. Se sentía totalmente insegura.
31

Nueve de la mañana. Fiscalía del Estado en Dade.
Susan Terry, sentada ante su mesa, intentaba dilucidar qué le depararía aquel día. Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo.
—Hola, Susan.
De pie en un periquete. Un apretón de manos firme. No pasaba a menudo que el jefe de Delitos graves acudiera a su despacho.
—Hola, Larry. Perdona el desorden. Estaba trabajando y no esperaba que nadie...
Una mano levantada a modo de señal de stop.
—No estoy aquí por eso.
Un silencio. El stop se convirtió en un gesto para indicar que volviera a sentarse, y el jefe de Delitos graves se acercó una silla para hacer lo propio. Dudó un segundo, mirándola a los ojos, antes de continuar.
«La forma en que me está mirando tendría que decirme algo. O todo», pensó ella.
—Susan, ¿te has mirado en el espejo?
Lo había hecho, y supuso al instante lo que él había visto, pero no respondió nada.
—Ambos sabemos lo que está pasando, ¿verdad?
—Yo no... —balbuceó Susan.
—Ya se te advirtió la vez anterior. Esta fiscalía no puede, en ninguna circunstancia, permitir que sus funcionarios mantengan una actividad ilícita vinculada a las drogas. Lo sabes muy bien. ¡Por el amor de Dios, Susan, somos quienes perseguimos los delitos relacionados con las drogas y metemos a los malos en la cárcel! Comprenderás que me veo obligado a suspenderte del cargo. Lo siento.
—Por favor...
—Nada de súplicas. Nada de excusas. Nada de discusiones. Estás suspendida. Y tienes suerte de que no esté diciendo «despedida». Ayer por la noche los de Narcóticos recibieron un extraño chivatazo anónimo y detuvieron a un hombre al que creo que conoces, y muy bien por cierto, porque esas fueron las primeras palabras que salieron de su puñetera boca cuando los inspectores llegaron a su casa y lo pillaron cortando cocaína. ¿Acaso miente? No me contestes. No quiero oír tonterías. Y dijo que hacía poco te había vendido una papelina de diez dólares. Fue muy preciso al respecto. Y otra más ayer por la noche, lo que me indica que ya consumiste la primera. Eso es correcto, ¿verdad? Tampoco me contestes ahora. Eso fue lo que el muy cabrón dijo a los policías, que tuvieron la amabilidad de llamarme en plena noche antes de redactar un informe oficial en el que apareciera tu nombre en lugar destacado. Puedes agradecérselo.
—Eso es... —empezó Susan pero se detuvo. Sabía lo ridícula que sonaría cualquier cosa que dijera. Se preguntó quién habría llamado, pero cayó en la cuenta de que era irrelevante.
—¿Quieres conservar tu cargo?
—Sí.
—Muy bien. Pues o bien ingresas en un centro de rehabilitación, empiezas a asistir regularmente a reuniones y a ver a un psiquiatra especializado en adicciones, o encuentras un programa específico para tu adicción... Me importa un pimiento mientras sea un plan que puedas seguir y funcione. Tómate un tiempo de permiso. Un mes. O dos. Ya veremos. Después, podrás volver a trabajar bajo supervisión y con análisis de orina rutinarios por sorpresa. Es lo mejor que puedo ofrecerte. O renuncias ahora mismo y tratas de ejercer por tu cuenta a ver cómo te va. Quiero decir, a lo mejor hay alguien que quiera contratar a una abogada que se pasa el tiempo libre esnifando rayas de cocaína. No lo sé. O puede que acabes siendo una yonqui. A saber.
Su sarcasmo le atravesó la piel.
—Mis casos...
—Están reasignados. Tus colegas tendrán algo más de trabajo pero podrán con ello.
Susan asintió.
—No mantendrás contacto con nadie relacionado con esta fiscalía. Tendremos que ofrecer un trato muy ventajoso a ese traficante para que tenga la boca cerrada sobre ti, y no me gusta nada tener que hacerlo. Si la prensa llegara a enterarse... joder, sería un desastre; ya veo los titulares: «La Fiscalía del Estado encubre a una fiscal adicta.» Dios mío. Pero bueno, tú lo que tienes que hacer es desengancharte y entonces veremos dónde estamos.
—¿Quieres que...?
—Te quiero fuera de aquí en una hora. Ya me inventaré algo para comunicárselo a todos. Como que te he encargado una tarea especial. Todo el mundo sabrá la verdad, pero será una mentira piadosa. Para cubrirnos las espaldas y salvar las apariencias.
Susan quiso decir algo, pero esta vez tampoco lo hizo.
—Eso es todo. Y Susan...
—¿Sí?
—Espero de todo corazón que logres superarlo. ¿Quieres los datos de algunos especialistas en rehabilitación? Te los puedo conseguir. Y quiero que te pongas en contacto conmigo cada semana. Con nadie más. Llámame a mi línea privada. Quiero tener noticias de tu plan de rehabilitación a finales de esta semana. A finales de la siguiente, quiero saber cómo te va. Y así sucesivamente. Y quiero el nombre de los médicos o tutores, lo que sea, para poder llamarlos y hablar con ellos personalmente. ¿Te queda claro?
—Sí.
—Susan, todos estamos contigo.
No añadió «no vuelvas a fallarnos, coño», pero Susan supo que estaba implícito. Deseó que su jefe hubiera parecido más enojado, indignado incluso, pero no fue así. Más bien pareció cansado y resignado durante toda la conversación.
Le llevó una hora guardar sus casos actuales en su escritorio de la forma más ordenada que pudo y dejar algunas notas para que su sustituto no anduviera perdido al principio. Después, tomó la placa y la pistola y las metió en su cartera. El único expediente que no dejó en su mesa fue el rotulado ED WARNER - SUICIDIO.
Al borde de la histeria, prácticamente presa del pánico, entre lágrimas, sudada y con la voz y las manos temblorosas, así estaba Andy. Moth vio el miedo en sus ojos, su rostro y su cuerpo, y le recordó el delirium tremens después de una borrachera, o el aspecto pálido y cadavérico de un cocainómano después de dos días de consumo compulsivo de crack. Estaba familiarizado con el aspecto que provocaban las sustancias adictivas, pero menos acostumbrado al aspecto que provocaba el terror.
—¿Qué hacemos ahora? Sabe quiénes somos. —La voz de Andy sonó lastimera, amedrentada. Hizo una pausa—. ¿Qué crees que hará?
Lo que quería decir era: «Mátalo, Moth. Mátalo por mí.» Pero no lo dijo y no sabía por qué, ya que parecía razonable hacerlo.
Moth quería pasearse por su piso enérgicamente, como un general planeando un sitio, a la vez que quería sentarse al lado de Andy Candy, rodearla con un brazo y hacer que apoyara la cabeza en su hombro.
Andy ocultó la cara entre sus manos, deseando consuelo, aunque dudaba que Moth pudiera decir algo que la consolara. De hecho, estaba algo sorprendida de haber podido conducir las manzanas que la separaban de su casa con la voz del asesino zumbándole en los oídos. Se movía entre los sollozos de una crisis nerviosa y una resistencia fría y decidida. Su propia capacidad de resistencia la asombraba y le resultaba nueva. No sabía muy bien qué pensar, pero esperaba que no fuera pasajera.
Miró de golpe a Moth. «Tiene miedo por mí.» Se le veía consternado, como imaginaba que se vería ella el día que diagnosticaron el cáncer irreversible a su padre. «Nada de palabras valientes, de todas esas tonterías de vamos a mantener el tipo, no perdamos de vista lo principal y lo superaremos —pensó—. Tenemos a un asesino en la puerta, dispuesto a entrar por la fuerza.»
El cáncer, el aborto y el asesinato se fusionaron en su mente como si no fueran distintos momentos de sus veintidós años, sino que formaran de algún modo una sola cosa.
—Muy bien —dijo Moth con voz serena—. Hablemos con Susan Terry a ver qué dice. —Sonrió lánguidamente para animar a Andy Candy—. Llamemos a la caballería. Que vengan los marines. Lo que sea que nos mantenga a salvo. Susan sabrá qué conviene hacer.
Pero no lo sabía.
—Dios mío —soltó Susan.
Los tres estaban en el aparcamiento contiguo a la fiscalía en Dade. Era última hora de la mañana, casi mediodía, el calor estaba aumentando y el rumor del tráfico cercano salpicaba su conversación. Moth vio que a Susan empezaba a sudarle la frente. Le pareció pálida, como si estuviera enferma o no hubiera dormido. Quien tendría que estar pálida era Andy, incluso él. El peligro que corrían era real. Pero Susan temblaba, más aún que en el restaurante de sushi, como si algo anduviera terriblemente mal. Le pareció saber lo que ocurría, pero no dijo nada, aunque la palabra «esnifar» le acudió a la cabeza. No sabía si Andy veía los mismos elementos que formaban un único todo: la cocaína.
—Cuéntamelo de nuevo —pidió Susan, porque no se le ocurría otra cosa que decir.
—Me preguntó si había hablado antes con un asesino. Pues claro que no. Me dio un susto de muerte. —Andy Candy procuró reducir al máximo la desesperación de su voz. Quería aparentar dominio de sí misma aunque no lo sintiera en absoluto—. Todavía sigo asustada. ¿Qué hacemos, Susan?
Moth todavía no había dicho nada. Había disimulado su sorpresa cuando Susan le dijo de quedar fuera de la fiscalía.
—Mira, Susan —soltó por fin, imprimiendo exigencia en su voz—, necesitamos protección. Guardaespaldas las veinticuatro horas del día, por ejemplo. Necesitamos que la policía se haga cargo de esto, que se abra una investigación para encontrar a este individuo antes de que... —Se detuvo porque no quería sugerir lo que sería capaz de hacer aquel asesino anónimo.
—No sé si os puedo ayudar —comentó Susan tras asentir.
Hubo un breve silencio.
—¿Qué quieres decir? —se sorprendió Andy Candy.
Susan miró a ambos. «¿Les digo la verdad? ¿Me busco una buena mentira?» Tragó saliva con fuerza. «Timothy se dará cuenta. No puedes engañar a otro adicto.»
—Me han suspendido —explicó—. Se supone que debo...
—… desengancharte —completó Moth.
—Exacto.
—Joder, lo sabía —refunfuñó Moth, volviendo la cabeza para que Andy no viera la frustración que sentía.
—Pero podrías llamar a alguien, ¿no? —sugirió Andy—. Alguien que pueda ayudarnos.
Esta sencilla petición no cuadraba a Susan. «¿Llamo a mi jefe y le digo… qué, exactamente? Lamento que me hayas suspendido pero hay un asesino, o puede que no porque es un caso que ya descarté como suicidio. De modo que la cagué más de una vez. La cagué al cuadrado.
»O quizá debería llamar a algún inspector de Homicidios que pensará que lo último que le apetece en este mundo es que una fiscal suspendida por cocainómana lo llame para pedirle un gran favor y que se me quitará de encima en un pispás. Soy radiactiva.»
—No —dijo despacio—. Lo único que podemos hacer es encargarnos nosotros mismos del asunto. Por lo menos hasta que yo... —Se detuvo. «¿Hasta que yo qué?» Sabía que esta forma de abordarlo era una estupidez. Pero no veía ninguna alternativa.
—¿Cuál es nuestro siguiente paso, entonces? —preguntó Moth bruscamente, y vaciló antes de añadir—: Tendría que ser un paso que nos permita seguir con vida. —Se devanó los sesos intentando visualizar alguno.
—Claro —coincidió Susan, y se preguntó cuál podría ser ese paso.
A Andy las ideas se le agolpaban en la cabeza: «El doctor Hogan no estaba a salvo. El tío Ed no estaba a salvo. Ninguno de los demás estaba a salvo.»
—Tendríamos que hacer lo que él ha hecho —soltó de golpe.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Moth—. No podemos dejar de ser quienes somos, como hizo él.
—No me refería a eso —aclaró Andy, mirándolo. Alargó el brazo y le tomó la mano como para abrazarlo. Quiso pronunciar con cuidado sus palabras, pero le salieron de carrerilla—. Lo que sabemos es que hace treinta años alguien fue a la Facultad de Medicina, sufrió un brote psicótico, lo echaron, lo hospitalizaron, le dieron el alta, supuestamente se suicidó en el East River, en Manhattan, solo que no lo hizo, y se dedicó desde entonces hasta ahora a provocar muertes que no parecían asesinatos. Lleva cinco víctimas. Así pues, este asesino tuvo que convertirse en alguien. Debe de haber un rastro, y tenemos que encontrarlo. Entonces podremos protegernos. En alguna parte ha cometido un error, tiene que haberlo cometido. Porque no hay ningún crimen perfecto ni ningún criminal que sea siempre imbatible. ¿Verdad, Susan?
La fiscal asintió, aunque tuvo la sensación de que hasta aquel pequeño gesto tranquilizador era falso.
Moth pensó que la idea de Andy resultaría difícil, puede que imposible de llevar a cabo, pero que era la acertada.
A dos manzanas de distancia, el estudiante 5 pensaba de modo muy parecido, solo que desde otro punto de vista. «Crea un rastro que puedan seguir y llévalos hasta tu puerta. Una tira atrapamoscas. Cuelga seductoramente del techo y parece el lugar ideal para que las moscas aterricen. Si no fuera porque las mata.»
32

Al acabar la jornada, el estudiante 5 estaba muy cansado, acalorado y un poco aburrido de seguir al sobrino, la novia y la fiscal por todas partes. Como el cielo vespertino estaba despejado, el sol caía a plomo sin la menor tregua. Además, no creía que estuvieran haciendo nada relevante. Se pasaron un buen rato en el piso de Moth. Hubo una salida a una tienda de material de oficina y otra a una farmacia. Más tarde, Andy Candy había salido y vuelto con dos bolsas de provisiones. Comida para llevar. Todo era de lo más previsible.
No obstante, se recordó que era necesario ser como un perro de caza, implacable cuando ha captado el olor de un zorro. De modo que cuando los tres objetivos, que era como estaba empezando a pensar en ellos, llegaron a Redentor Uno para la reunión de la tarde, aparcó el coche entre las sombras, lejos de donde sabía que lo haría la novia.
Esperó a que el último adicto o alcohólico entrara, echó un vistazo a la novia, que estaba hundida en su asiento como si se estuviera escondiendo, y salió del coche. Cruzó rápidamente el aparcamiento en penumbra, rasgando la noche como un cuchillo caliente la mantequilla, y para satisfacer su curiosidad siguió un camino semejante, aunque él no lo sabía, al de Andy Candy.
El estudiante 5 ignoró la religiosidad sombría de la iglesia, hizo un pequeño gesto con la mano hacia la figura de Jesucristo que encabezaba los bancos, como para decirle cínicamente «mira quién ha venido» y «no puedes detenerme», y se dirigió hacia la parte trasera, donde la reunión ya estaba empezando.
Como Andy Candy, dudó en la entrada, se asomó y trató de memorizar las caras.
Se volvió de golpe al oír pasos detrás de él.
Era el ingeniero. Llegaba tarde y venía con un poco de prisa. Se detuvo y sonrió al estudiante 5.
—La puerta está abierta para cualquiera que tenga un problema —dijo—. ¿Quieres entrar?
El estudiante 5 sonrió. «Compórtate como un adicto.»
—Creo que me quedaré aquí a escuchar —comentó.
—Podemos ayudarte —insistió el ingeniero—. El primer paso es el que más cuesta. Todos lo sabemos.
—Gracias —dijo el estudiante 5—. Deja que me lo piense. Adelante, no me esperes.
—Muy bien, de acuerdo. Pero si quieres ayuda, tienes que cruzar la puerta —advirtió el ingeniero. Animado. Esperanzado. Optimista. Cordial.
—Ya lo sé.
Cuando el ingeniero pasó por su lado, el estudiante 5 retrocedió un poco hacia una sombra cercana. «Lo sé muy bien —pensó—. Sí, ese primer paso es el que más cuesta. Para matar.» Le pareció una ironía deliciosa.
Decidió que no tenía que oír o ver nada más. Con sigilo, volvió sobre sus pasos.
Para cuando llegó a su coche, las ideas se le arremolinaban en la cabeza. En el cuento, Hansel y Gretel dejan un rastro de migas de pan por el bosque para poder encontrar el camino de vuelta a casa. Pero el rastro desaparece cuando los pájaros que lo siguen se las comen. «Esta es la clase de rastro que tengo que dejar: tiene que ser lo bastante evidente como para que lo vean, pero tiene que esfumarse.»
Miró alrededor como si pudiera ver más allá de los árboles y arbustos, más allá de las calles, los edificios y las personas, la totalidad de la ciudad. «No puedo actuar aquí. Es donde los conocen, donde tienen la fortaleza que les queda. Familiares. Amigos. Policías. La gente de esa reunión, coño. Todos estos elementos suponen recursos.
»¿Dónde carecen de recursos?
»En mis mundos. Pero ¿en cuál?»
Fue consciente de que aquello seguramente conllevaría tener que renunciar a una de las vidas que se había creado con tanto esmero, y eso no le gustó.
Estaba claro que tenía que descartar Nueva York, a pesar del delicioso anonimato cotidiano que la ciudad proporcionaba. «Matar allí es un gran error.» Invitar a una escena del crimen realmente única a un inspector verdaderamente sofisticado, como alguno de apellido italiano o irlandés, con toda la sofisticación forense de la que disponía aquel cuerpo de policía, era muy mala idea. «Los policías de Nueva York saben lo que se hacen. Han visto muchas cosas. Han hecho muchas cosas. Hay pocas cosas que los desconcierten. Son decididos, expertos, y es muy difícil engañarlos.» Y le encantaba la ciudad. «Ruido. Energía. Seguridad. Éxito. Esto es lo que ofrece Nueva York. No puedo renunciar a eso.»
El problema era que sus demás hogares también le encantaban. Acababa de remodelar a lo grande la cocina de Cayo Hueso y de instalar unos ecológicos paneles solares en el tejado. Cuando todo acabara, quería tomarse allí unas vacaciones.
Así pues, solo le quedaba la opción de los osos y la destartalada caravana estática.
A pesar de lo mucho que le gustaba vivir allí, Charlemont era un buen sitio para matar a alguien. La policía local solo tenía experiencia en casos de borracheras adolescentes, conducciones temerarias y robos de motonieves. Para cuando llegaran investigadores profesionales de la Policía Estatal de Massachusetts ya haría mucho que él se habría ido.
Lamentaba un poco tener que elegir, pues le parecía de lo más injusto, de modo que cargó las culpas al sobrino, la novia y la fiscal. Sabía que eso le permitiría odiarlos. «Matar es así más fácil.»
—Los tres me habéis jodido la vida —soltó con amargura—. Pero ahora voy a joderos a vosotros.
Dirigió la vista hacia donde estaba aparcada la novia. Apenas distinguía su perfil.
—Muy bien. Tiremos la segunda miga. Gracias, Hansel y Gretel.
Tomó uno de los muchos móviles desechables que había comprado y marcó un número. «No te llamo a ti esta vez. Esa fue la primera miga, aunque no fueras consciente de ello en aquel momento. Migas interesantes en el camino.»
—Hola —dijo en tono afable cuando le respondieron—. ¿Tendría alguna hora libre mañana?
Mientras hablaba, echó un vistazo a la novia y de repente sintió una gran agitación. «¡Está saliendo del coche! ¿Por qué hace eso?»
Pero mantuvo la voz lo más regular, firme y alegre que pudo mientras terminaba su conversación telefónica y observaba cómo Andy Candy se acercaba a él en medio de la penumbra.
Dentro de Redentor Uno, la reunión se había convertido en una serie de debates para terminar en alboroto.
—¡Hostia! —había casi gritado Fred, el ingeniero—, ¿te das cuenta del peligro que corréis?
—O podrían correr —lo corrigió alguien a viva voz—. Eso no lo sabes.
—Ninguno de nosotros lo sabe, por el amor de Dios.
—Pero tienen que tomar precauciones, joder.
—¿Como cuáles?
—Por favor —pidió el ayudante del pastor, que moderaba las reuniones con el ceño fruncido y las manos levantadas a modo de súplica—, procurad recordar dónde estáis.
Se refería a la iglesia y a que seguramente lo incomodaban las palabrotas y que se mentara el nombre de Dios de aquella forma, pero su ruego pasó desapercibido.
Susan seguía de pie delante de su asiento. Moth estaba a su lado. Había empezado la sesión ella con el habitual:
—Hola, me llamo Susan y soy drogadicta. Llevo un día limpia... bueno, a duras penas veinticuatro horas...
—Así que cuando te llamamos la otra tarde —la interrumpió el profesor de Filosofía, lo que estaba mal visto en estas reuniones, pero que dadas las circunstancias parecía lo indicado.
—Estaba colocada —asintió Susan, avergonzada—. O me estaba colocando. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que es muy probable que Timothy tenga razón sobre la muerte de su tío...
Esta afirmación provocó un murmullo, que se convirtió en un atento silencio en cuanto Susan prosiguió.
—De modo que sí, es muy posible que haya un asesino en serie suelto. —Hizo una larga pausa, pensando que era un asesino en serie muy peculiar en todos los sentidos, tanto que ella nunca había visto nada parecido, y continuó como una actriz que, en el escenario, procura imprimir el máximo efecto a sus palabras—: Y yo no puedo hacer nada al respecto.
Esta conclusión fue lo que provocó el alboroto. En una sala dedicada a compartir amablemente los problemas, expresados con paciencia por turnos, todo el mundo quería hablar a la vez.
—Eso no es verdad.
—Claro que puedes.
—¿No puedes avisar a la policía?
—Eso no tiene sentido.
—No puedes quedarte de brazos cruzados y dejar que un asesino mate de nuevo.
—¿Por qué crees que no puedes hacer nada?
Esta última pregunta fue la que Susan decidió responder.
—Porque recaí y me han suspendido en el trabajo. No se me permite tener ningún contacto con nadie de las fuerzas del orden. Hasta que me desenganche.
Otro silencio.
—¿Tal vez alguien de aquí quiere hacer esa llamada? —preguntó tras mirar alrededor.
Más silencio. Duró unos segundos que arrastraron a Susan a una especie de oscuridad, como si las luces que la rodeaban se fueran atenuando lentamente.
—¿No tienes ningún amigo en Homicidios con el que puedas hablar extraoficialmente? —dijo, por fin, el profesor de Filosofía.
Susan sacudió la cabeza.
—Ahora mismo, los únicos amigos que tengo están aquí —contestó, aunque ni siquiera estaba segura de eso.
El profesor, rubio, con unas anticuadas gafas de montura metálica, alto y larguirucho pero con aspecto de no saber coger una pelota de baloncesto si alguien se la lanzaba, asintió como si estuviera de acuerdo con un alumno universitario de repente brillante.
—O sea, que estáis solos.
—Estamos solos.
Con el rabillo del ojo, Susan vio que Moth asentía.
El profesor se inclinó hacia delante y habló con Susan, aunque en realidad se dirigió a todos los presentes:
—Bueno —dijo con una sonrisa irónica—. Esto es un grupo de apoyo. Así que ¿cómo podemos apoyaros? Yo tengo un par de ideas. —Bajó la voz sin apartar los ojos de Susan, observándola atentamente—. Hay dos conceptos importantes a tener en cuenta —sentenció.
Susan miró alrededor y vio que los demás la miraban con la misma intensidad. Fue consciente de que no podía esconderles su adicción.
Moth se había levantado y estaba de pie a su lado.
—¿Cuáles son esos conceptos? —quiso saber con brusquedad.
—El primero es mantenerse limpio. No dejar que las drogas o el alcohol le hagan el trabajo a un asesino en serie —explicó el profesor. Puede que fuera un tópico, pero en Redentor Uno solía repetirse con absoluta convicción.
Moth asintió y oyó el murmullo de aprobación que recorrió la sala. No se atrevió a volverse para ver la reacción de Susan.
—Y el otro concepto —continuó el profesor. La sala se quedó en silencio—. Estar dispuestos a matar antes de que os maten —soltó con crudeza.
Fue como si la cascada de respuestas inmediatas se le viniera encima, pero en todas ellas, por más confusas que fueran, Moth advirtió con ironía: «Justicia al estilo del Salvaje Oeste de un filósofo académico.» Suponía que Susan también lo captó, aunque no confiaba que fuera capaz de actuar. Por lo menos, de la misma forma que él.
«Hace un calor agobiante», pensó Andy Candy. Fue la excusa que le sirvió para escapar de la jaula en que se había convertido su coche.
Unos tenues conos de luz procedentes de unas farolas dispuestas desordenadamente iluminaban el aparcamiento de la iglesia. Lo rodeaban arbustos y árboles que proyectaban un foso de sombras. Era un lugar que habría resultado inquietante y peligroso, pero la puerta de la iglesia estaba muy iluminada, lo que sugería seguridad.
Avanzó con decisión, como resuelta a llegar deprisa a un destino concreto. De pronto se paró, titubeó, se giró hacia la derecha y luego hacia la izquierda, como si de repente se sintiera perdida y hubiese avanzado en la dirección equivocada.
«Deja de pensar», se ordenó. Quería ponerse unos auriculares y oír rock duro a todo volumen para amodorrarse el cerebro. Una parte de ella quería correr arriba y abajo por el estacionamiento, regateando una farola tras otra, hasta que el esfuerzo la dejara exhausta. Se planteó contener el aliento como un submarinista. Un minuto. Dos minutos. Tres... Una cantidad imposible de tiempo que se apoderara de todos sus sentidos, sentimientos y aptitudes y anulara todos los miedos que retumbaban en su interior.
Otra parte de ella deseaba asistir a la reunión que se celebraba dentro de la iglesia. «Allí están seguros», pensó, aunque sabía que, por el mero hecho de ir, cada uno de ellos reconocía el gran peligro que corría.
«Pero es otra clase de peligro. Ellos se temen a sí mismos. Yo temo a otra persona.»
Casi se cayó de rodillas, débil de repente. Para no perder el equilibrio, se apoyó con una mano en el maletero de un coche. Todo lo que había en su vida exigía entereza.
Sabía que la tenía en alguna parte. No sabía si lograría hallarla. E ignoraba si podría usarla eficazmente si la encontraba. Quería valor y decisión. Pero querer y tener eran cosas distintas.
De golpe, miró alrededor. Le fallaron otra vez las piernas, que casi le cedieron. Tuvo la sensación de estar perdida.
Inspiró hondo. Notó que el pulso se le aceleraba como si se enfrentara a una amenaza. Pero en la oscuridad que la rodeaba no parecía haber nadie. O sí. No estaba segura.
En aquel segundo comprendió que ya no tenía alternativa.
Eso la inquietó, pero soltó una repentina y estrepitosa carcajada, pese a que no había nada gracioso. Fue una simple liberación. Cuando alzó los ojos vio que Moth salía de Redentor Uno y sintió una oleada de alivio.
El estudiante 5 también vio a Moth salir de la iglesia.
«¿Ya has expiado todos tus pecados?» Adoptó un aire despectivo.
Estaba a unos pasos de Andy Candy. Por el retrovisor veía la mano que ella tenía apoyada en su coche. Se quedó inmóvil en el asiento, conteniendo las ansias abrumadoras de extender un brazo para tocarla. «Solo hay una cosa más íntima que el amor —pensó—. La muerte.» Que ella no lo hubiera visto parecía milagroso. «Un milagro del dios del asesinato», pensó. Sin apenas respirar, observó cómo Andy se separaba de su coche alquilado y se dirigía hacia Moth. «Como enamorados que corren a abrazarse después de una larga separación.» A cada paso de Andy Candy, él soltaba un poco más de aire, hasta que el corazón volvió a latirle con normalidad. Cuando pudo, olió el aire de la noche. La humedad del sereno ambiente le llenó la nariz de fragancias de flores y de vegetación almizclada. Pensó que el aroma inconfundible del asesinato pasaría desapercibido entre tantos olores diferentes.
33

Gire las muñecas.
Flexione los dedos.
Espalda erguida. Sentado derecho.
Los dos pulgares tienen que tocar ligeramente el do central: primero toque la escala de do con la mano derecha y después haga lo mismo con la izquierda.
El estudiante 5 escuchó diligentemente las instrucciones y siguió cada indicación con el mayor cuidado, al mismo tiempo que valoraba, observaba y asimilaba todo lo que podía sin ignorar las amables recomendaciones de la madre de Andy Candy.
—¿Y dice que es la primera vez que toca el piano? —le preguntó la mujer.
—Pues sí —mintió. Habían pasado años desde las lecciones de la infancia, pero que hiciera tiempo no significaba que no hubiese tocado nunca.
—Estoy impresionada. Lo está haciendo muy bien.
Probó una simple escala, y le asombró un poco que aquello sonara a música. Era como la sencilla banda sonora del plan de un asesinato. No una numerosa orquesta como la de John Williams, sino sonidos únicos, mortíferos. Tonalidades genéricas para matar. Las verdaderas notas no eran las interpretadas al piano, estaban en las fotografías de la pared, la distribución de la casa, una cuidadosa valoración de los orígenes de Andy Candy y de quién parecía ser. También había sostenidos y bemoles que indicaban dónde esperaba llegar, pero el estudiante 5 sabía que esos serían discordantes.
—¿Vive sola? —soltó de golpe.
Esta pregunta estaba pensada para que resultara totalmente inapropiada. Inquietante. Oyó cómo la madre de Andy Candy inspiraba con fuerza.
—Concéntrese en las notas. Intente que sus manos se muevan con fluidez.
—Supongo que cuando eres profesora de piano, tienes que abrirle la puerta como quien dice a cualquiera —comentó con una ligera risita en un tono sutilmente desagradable mientras se inclinaba hacia la partitura de una sola hoja que tenía delante—. Aunque sea Ted Bundy o Hannibal Lecter quien quiera recibir clases.
No tuvo que mirar a la mujer para imaginar el impacto que tenían aquellos nombres. Le bastó con notar la forma en que se movía incómoda en la banqueta del piano.
—A mí no me gustaría estar solo con desconocidos tanto rato —aseguró el estudiante 5—. Me refiero a que es imposible saber quién puede entrar por esa puerta. No sería extraño que ciertos asesinos quieran aprender música.
Le gustaba parecer amable y se inclinó hacia el teclado.
—Porque ¿qué la protege? No mucho, supongo. —Señaló con la cabeza el crucifijo de la pared—. Diría que ni siquiera la fe.
No esperaba respuesta a una pregunta tan provocadora. Dudaba que hubiera algo que pudiera añadir para poner más nerviosa a la madre de Andy Candy, excepto esta última pregunta mientras recorría las teclas con los dedos:
—¿Tiene algún arma en casa?
La oyó toser. De nuevo no hubo respuesta. No le sorprendió, aunque imaginaba que las ideas se le arremolinaban en la cabeza: «Sí, tengo todo el rato un revólver del .44 Magnum a mi lado», «No, pero mi vecino es policía y está pendiente de mí», o «Mis perros son muy fieros y están adiestrados para atacar cuando se lo ordene».
Era divertido.
La clase duró treinta minutos. Al acabar, el estudiante 5 estrechó la mano de la madre de Andy Candy, que le entregó un libro titulado Aprende a tocar el piano y varios ejercicios manuscritos para su siguiente clase, pero le comentó, titubeante:
—No suelo dar clases a adultos, ¿sabe? Mis alumnos son principalmente niños y adolescentes. Si quiere puedo recomendarle a alguien que sí que podría tomarlo como alumno. —Le indicaba y prácticamente lo empujaba hacia la puerta.
—¿Seguro que no puede? Me lo he pasado muy bien este rato. Creo que hemos conectado. Me gustaría volver a verla.
—Ya —contestó la mujer—. Lo siento. Creo que mi siguiente alumno ya está aquí.
—Pero en Internet, en su página pone «Niños y adultos»... —insistió él cínicamente.
—Creo que usted necesita a alguien con más experiencia que yo —aseguró la madre de Andy Candy, procurando mostrarse tajante. Cuanto más severo era su tono, más nerviosa estaba. Esta era precisamente la sensación que él había querido provocar. «Migas.»
—Muy bien —dijo despacio—. Pero creo que empezábamos a conocernos. —Hizo hincapié en «conocernos» y pensó: «No se puede ser más horripilante.»
Se rebuscó bruscamente la cartera, un movimiento rápido que hizo que la madre de Andy Candy retrocediera un paso, como si él fuera a sacar un cuchillo o una pistola y a torturarla, violarla y matarla allí mismo. Pero todo formaba parte de su prestidigitación. «Houdini sonreiría», pensó.
Al sacar tres billetes de veinte dólares, el estudiante 5 dejó caer su carnet de conducir de Massachusetts, a los pies de la mujer. Como cualquier persona educada, aunque estuviera asustada, ella se agachó y lo recogió. Lo que fuera con tal que se marchara rápido de su casa. Pero él se quedó hurgando un poco más en la cartera con la cabeza agachada, sin prestar atención al carnet que ella le tendía, para darle tiempo de mirar el documento. El tiempo suficiente para que viera su nombre y se fijara en la ciudad de Charlemont.
—Massachusetts está muy lejos, señor Munroe —comentó la madre de Andy Candy con los ojos clavados en el documento—. Creía que me había dicho que se llamaba... —Se detuvo de golpe antes de añadir—: Creía que me había dicho que era de aquí...
Él le arrebató el carnet de la mano como si quemara. De nuevo, la mujer dio medio paso hacia atrás.
«Qué actorazo estoy hecho. En Broadway habría triunfado.»
Al acabar la jornada, el estudiante 5 aparcó a media manzana de su destino. Era un barrio modesto de casas de ladrillo con la azotea embaldosada roja y la misma cantidad de vallas que de palmeras.
Esperó.
Lo primero era asegurarse de que no hubiera policías cerca. No quería que nadie captara su voz con un micro colocado en una lámpara de techo o un teléfono intervenido, ni que ninguna cámara de infrarrojos empezara a disparar al detectar su calor corporal. Quería unos momentos en privado.
Esperó pacientemente con los ojos puestos en una sola casa.
«Si yo traficara con drogas, ¿qué haría para garantizar mi seguridad? Especialmente después de que me detuvieran y me dejaran en libertad como si nada.
»Tendría cámaras de vídeo para controlar la puerta principal y la trasera, y un sistema de alarma de alta tecnología. Sin duda, habría hecho instalar barrotes de acero templado en puertas y ventanas, así como un interfono de última generación. Mucho equipo electrónico para una casa modesta y corriente.
»¿Qué más? Diversas armas situadas en puntos clave del interior. Una pistola. Una escopeta del doce. Tal vez un AK-47, bueno para todas las situaciones.
»¿Guardaespaldas? ¿Matones?
»No para las transacciones corrientes. Tendría algunos nombres en marcación rápida por si se presentara alguna ocasión en que necesitara refuerzos, algún problema con un suministro o un cobro y me fuera necesario contar con alguien intimidante a mi lado. Pero para las operaciones rutinarias, confiaría en mi equipo electrónico y en mi moderno sistema de alarma.»
Se preguntó si algo del sistema de alarma habría sido incautado o dañado cuando la policía entró la otra noche, siguiendo su chivatazo anónimo. «Seguramente. Pero no cuentes con ello. Y los servicios de reparación de Miami que se ocupan de esta clase de necesidades trabajan las veinticuatro horas del día.»
Echó un vistazo calle arriba y calle abajo, como midiendo la profundidad de la oscura noche. Se colocó una peluca barata en la cabeza. Luego, para mantener la peluca en su sitio, se encasquetó una gorra granate con el logo UMASS, la Universidad de Massachusetts, con un emblema que representaba un miliciano blandiendo un mosquete. Finalmente, se puso unas grandes gafas de aviador.
La calle donde había aparcado estaba vacía. Salió del coche y se dirigió con paso resuelto hacia la casa del traficante. Al llegar a la puerta, llamó al timbre y esperó.
Tardaron un momento en responder desde el interior.
—El negocio está cerrado en este momento.
—No he venido a eso —respondió el estudiante 5.
—Deme su nombre, quítese la gorra y las gafas de sol y mire hacia la cámara que hay sobre su hombro izquierdo —le ordenaron pasado un instante.
—Ni hablar.
—Pues entonces saque el culo de...
—¿No quiere saber quién lo delató?
Un señuelo que no podía ignorarse.
Otra vacilación. Una respuesta metálica por el interfono:
—Le escucho.
—Llame a este número: 413 555 61 61. Hágalo desde una línea segura, que no haya intervenido la policía. Dé por hecho que todas las líneas que tiene, incluidas las de los móviles que ha comprado hoy en el centro comercial, están pinchadas. Por cierto, haga la llamada desde fuera de la casa. Tiene treinta minutos para hacerlo.
Suponía lo de la compra de móviles. Sin levantar la cabeza, el estudiante 5 se alejó deprisa de la puerta principal.
«No irá lejos a hacer la llamada.
»Hay muchos tipos de traficantes de drogas. Los de estilo hip-hop, con cadenas de oro y un séquito completo de parásitos callejeros; los farmacéuticos de bata blanca a los que les gusta ganarse algo de dinero extra, y el tipo de este individuo, de clase media y salido de una escuela de administración de empresas que cree que puede ganar mucho dinero y pasar desapercibido viviendo modestamente y manteniéndose alejado de los coches lujosos, las mujeres despampanantes y las ostentaciones. Sean del tipo que sean, todos ellos son lo bastante listos como para ir armados. Una Glock de .9 mm en la cinturilla de los vaqueros. No es cubano, pero aun así llevará una guayabera para esconder esa pistola, la preferida de un traficante de drogas.
»Será precavido. Pero estará intrigado.»
En un mundo que dependía de los móviles desechables como el del número que le había dado, tener que buscar un teléfono público podía ser complicado. Aquel día el estudiante 5 había dedicado algo de tiempo a explorar un área de diez manzanas alrededor de la casa del traficante y había localizado cuatro lugares donde todavía había anticuados teléfonos públicos funcionando. «Irá a la estación de servicio Mobil de la calle Ocho o al McDonald’s de la calle Douglas. Ambos sitios están bien iluminados y concurridos, incluso por la noche. Se sentirá seguro en cualquiera de los dos.»
Esto le hizo sonreír. La situación estaba invertida. «El delincuente armado sentirá que corre peligro. El señor servicial, que soy yo, está al mando.»
Pensó un poco más y fue con el coche hacia la gasolinera. Era probable que el McDonald’s atrajera a los policías en busca de café.
Su suposición fue acertada. Aparcó en una calle lateral después de ver que el traficante entraba en la gasolinera. A los pocos segundos le sonó el móvil. Lo dejó sonar dos veces, sonriendo. «No se le escapará el prefijo 413. El de Western Massachusetts.»
—Le escucho —soltó bruscamente el traficante—. Esta línea es segura. Así que nada de sandeces.
—¿Qué obtengo yo de darle el nombre? —preguntó el estudiante 5.
—¿Qué quiere?
—Dinero y algo de mercancía.
—¿Cuánto de cada?
—¿Cuánto vale ese nombre para usted?
—Quiero el nombre. Pero ¿cómo sé que su información es correcta?
—No lo sabe. Pero lo es.
—Y una mierda. No le creo. Me ha hecho salir para nada.
El estudiante 5 ya estaba disfrutando la conversación. Era una batalla intelectual poco común. El traficante era listo en cuanto a los aspectos prácticos de la delincuencia, pero no tanto como el estudiante 5.
—Para nada, no —lo contradijo.
—¿Es de la policía?
—Una pregunta idiota —soltó el estudiante 5—. Puedo decir que no. Puedo decir que sí. No se creerá ninguna de las dos respuestas.
—La ley dice que tiene que identificarse si...
—No cumplo demasiadas leyes —comentó el estudiante 5—. Claro que eso podría ser cierto para toda clase de personas. Personas buenas. Personas malas. Hasta policías corruptos.
—Muy bien —dijo el traficante tras vacilar un momento—. Dígame sus condiciones.
El estudiante 5 esperó un instante, como si estuviera pensando, aunque ya había decidido lo que iba a hacer: fingir que era codicioso.
—Cincuenta gramos y cinco mil en efectivo.
—Pide mucho.
—No lo creo. La cantidad de cocaína es irrisoria. Aun en caso de que lo esté engañando, puede recuperarla fácilmente cortando con un poco más de cuidado la siguiente partida. Lo mismo puede decirse del dinero. No es una gran suma. En un negocio legal sería un gasto deducible, como llevar a unos ejecutivos a una cena lujosa y pedir una botella de vino cara, y el gobierno le acabaría devolviendo una tercera parte en la declaración de la renta. Piense que es lo mismo. Y puede permitírselo, aunque yo le estuviera mintiendo. Que no lo estoy haciendo.
—De acuerdo. Si accedo, ¿cómo vamos a...?
—En el mismo sitio donde está. En veinte minutos. Yo le llamaré.
—Veinte minutos no son suficientes...
—Claro que sí. Supongo que tiene esa cantidad de efectivo en su casa, qué menos. Y no cometa la estupidez de traer a alguien con usted, aunque pueda sacar a algún matón de la cama y llevarlo ahí en veinte minutos. Vaya a casa sin demora. Coja la coca y el dinero. Vuelva corriendo. La transacción durará diez segundos. Usted me da un sobre y yo le digo un nombre. Después, no volveremos a vernos nunca.
El traficante titubeó un instante.
—Esto me huele a timo.
—Usted decide. No obstante, ¿cuánta gente sabe que lo detuvieron y después lo dejaron en libertad tan deprisa que los ojos todavía le hacen chiribitas? No mucha, seguro. Aparte de la policía, del individuo que lo delató y de mí, ¿quién más sabe que su actividad comercial lo llevó de visita a la cárcel del condado de Dade? Sospecho que preferirá mantener en secreto este contratiempo. Sería muy fácil para su clientela decirle «adiós muy buenas» y buscarse a alguien que no esté en el punto de mira de la policía.
Era un argumento que, en opinión del estudiante 5, parecería acertado. Era el aspecto económico del tráfico de drogas en Miami: siempre había alguien dispuesto a ocupar un sitio vacío.
—Le diré qué vamos a hacer —comentó el traficante con cautela—. Mil dólares. Sin mercancía. Usted me dice el nombre, y si es cierto, luego le entregaré el resto.
—¿Quién tiene que confiar ahora en quién? —repuso el estudiante 5.
«No es tonto. Pasar tanta cocaína es un delito grave y todavía cree que podría ser policía o un informante de la DEA. Entregar efectivo no es delito.»
—Mi abogado conseguirá el nombre del delator.
—Si pudiera, ya lo habría hecho. ¿Sabe qué? —dijo el estudiante 5—. Veinticinco gramos. Dos mil y se acabó. Suficiente para una fiestecita.
—No puedo darle mercancía —aseguró el traficante—. Debería saber que cuando la policía se presentó, me la incautó toda. Me dejó sin nada. De modo que solo puedo darle dinero.
El estudiante 5 titubeó para dar la impresión de que estaba pensando, cuando en realidad ya se lo esperaba.
—De acuerdo —dijo despacio—. Dos mil. Y un poquito. De oxicodona o de hierba. Algo para una fiesta.
—¿Dónde nos encontramos?
—Donde está ahora.
—En veinte minutos —confirmó el traficante—. Mil doscientos y lo que pueda reunir, y trato hecho.
El poquito sería una cantidad muy pequeña de algo que se parecería a la oxicodona, pero que no lo sería. Seguramente antihistamínicos de venta libre. Le daba igual.
—Hecho —aceptó—. El tiempo empieza a contar a partir de ahora.
Cuelgas.
El traficante sube al coche. Un Mercedes negro, tan habitual en Miami como las palmeras. Se marcha deprisa, pero no tanto como para llamar la atención.
Esperas siete minutos.
Cruzas la estación de servicio Mobil. Te acercas al teléfono exterior por donde el único dependiente que hay dentro, tras el mostrador, no puede verte.
Dejas la gorra en el suelo, bajo el teléfono.
Te vas.
El traficante tardó veintidós minutos en regresar. Desde su punto de observación, el estudiante 5 lo vio correr hacia el teléfono público. Entonces marcó el número y vio que el traficante descolgaba.
—Llega tarde —advirtió el estudiante 5.
—No es cierto —replicó el traficante.
—No vale la pena discutir por eso. Haga lo siguiente: mire al suelo... ¿Ve esa gorra?
—Sí —afirmó.
—Muy bien, va a dejar las cosas que acordamos bajo esa gorra, para que queden tapadas. Pero antes levante el dinero para que pueda verlo. Y piense que, desde donde le estoy observando, hasta puedo leer el número de serie de los billetes.
El estudiante 5 vio la sonrisa del traficante.
—Es como si ya lo hubiera hecho antes —comentó—. Me da la impresión de que es una camama.
—No haga ninguna estupidez, como dejar las cosas en la gorra y, una vez que le dé el nombre, recogerlo todo e intentar marcharse. Eso me enfadaría mucho, y tengo ciertos recursos.
—¿Me está amenazando?
—Ajá.
El traficante soltó una risita.
—¿O sea que no vamos a conocernos?
—¿Quiere que nos conozcamos?
Vio que el traficante sonreía de nuevo.
—La verdad es que no.
El traficante sacó un sobre del bolsillo. Abrió en abanico unos cuantos billetes delante de su pecho. Eran de cien dólares.
—¿Qué tal?
—Bien —respondió el estudiante 5—. Póngalos en la gorra.
«No se le puede escapar el emblema de delante. No se ven demasiados emblemas con milicianos de la Universidad de Massachusetts en el Sur de Florida. Muchos ibis de la Universidad de Miami, aligátores de la Universidad de Florida y seminolas de la Universidad Estatal de Florida, pero no milicianos. Es difícil olvidar ese emblema.»
—Ya está. —Vio cómo el traficante empujaba la gorra con el pie hacia la penumbra—. ¿El nombre? —exigió entonces.
—Timothy Warner.
Un instante de silencio.
—¿Quién? ¿Quién coño es? Nunca he oído hablar de él.
—Deje caer ese nombre a Susan Terry, esa clienta suya que es fiscal, a ver cómo reacciona —dijo el estudiante 5, convencido de su enorme talento.
Colgó y observó al traficante. Era evidente que estaba indeciso; no quería dejar la droga falsa de turno y el dinero verdadero en la acera. Se preguntó si sería la clase de hombre que cumple un trato.
Para su sorpresa, lo era. Tras una ligera duda y una sola mirada atrás, regresó a su coche y se marchó rápidamente.
El estudiante 5 contempló cómo los tres coches siguientes entraban en la gasolinera a llenar el depósito para comprobar si alguno de los conductores vigilaba la gorra abandonada. «Posible. Pero irrelevante.»
Encendió su coche alquilado y empezó a alejarse despacio. Jamás había tenido la menor intención de obtener nada del traficante, pero le había gustado todo aquel ir de acá para allá.
«Alguien se llevará una bonita sorpresa —pensó—. Puede que la vea el dependiente mal pagado de la gasolinera.» Le daba igual.
«No llamará a la fiscal hasta mañana por la mañana, pero no esperará mucho más. Buscará antes el nombre en el ordenador, como hice yo, y encontrará muchas de las mismas cosas que yo sobre el joven Timothy. Puede que después llame a su abogado para ver si sabe algo de ese nombre antes de llamar a la fiscal. Y mientras lo hace, yo tendré tiempo de dejar otro rastro de migas antes de volver a casa.»
34

Dos llamadas telefónicas y una discusión, cada una inquietante a su manera.
La primera llamada fue la que recibió Moth a media mañana. Creyó que sería Andy Candy, justo cuando empezaba a preocuparle que llegara un poco tarde. Levantó el teléfono pero al ver que indicaba número desconocido, esperó a contestar. Su primera reacción fue pensar que el asesino que había llamado a Andy lo estaba llamando a él, e intentó preparar alguna respuesta. De repente se sintió desnudo, aunque fue incapaz de no contestar.
—¿Sí?
—¿Timothy?
Le sonó la voz pero no la situó al instante.
—Sí.
—Soy Martin, del despacho de tu tía. —Frío, inexpresivo, monocorde.
—Hola, Martin... —balbuceó Moth, desconcertado—. ¿En qué puedo...?
—Creía que tu tía había sido totalmente explícita cuando hablaste con ella.
—¿Explícita?
—Sí. Creo que se explicó con mucha claridad.
—Sí —respondió Moth, ya recompuesto—. No quería tener ningún contacto, especialmente si tenía algo que ver con Ed.
—Quería decir con Ed o con cualquier otra persona.
—Sí, claro, Martin, pero no entiendo...
Un profundo suspiro teatral, seguido de una voz gélida:
—A tu tía no le gusta que la amenacen.
—¿Que la amenacen? —repitió Moth, confundido.
—Sí. Que la amenacen.
—Martin, no te sigo...
El ayudante de marchante de arte, abastecedor sexual y factótum de su tía prosiguió en un tono indignado e irritado que indicó a Moth que había ensayado lo que iba a decir.
—Permíteme que te lo explique para que no haya la menor confusión. Esta mañana, poco después de abrir la galería, recibimos una llamada de un matón. Te repetiré exactamente sus palabras para que sepas lo enojados que estamos: «Diga a su sobrino Timothy que deje de joderme o yo le joderé a él, pero también la joderé a usted y a su puto negocio, y puede que haga cosas mucho peores. ¿Entendido?» Una bonita pregunta para terminar. Naturalmente la respuesta fue, y cito: «Entendido.»
Moth se tambaleó hacia atrás. Quiso replicar al odioso ayudante, pero se quedó en blanco.
—De modo que tu tía Cynthia quiere que te comunique lo siguiente: sea cual sea el lío de borracheras o drogas en que te hayas metido, por favor, no la involucres a ella, porque, si no, tendrás noticias de sus abogados, que obtendrán una orden de alejamiento y harán que tu miserable vida sea todavía más miserable. ¿Te ha quedado claro?
En opinión de Moth, Martin no podía haberle lanzado aquella amenaza de una forma más pretenciosa. Era evidente el contraste con la otra amenaza. En esta no había lenguaje soez, sino abogados. Típico de su tía. Pero su amenaza era irrelevante. Él sabía quién la había llamado, aunque no alcanzaba a ver por qué. De repente, se sintió sumergido en un mar de peligro. Intentó recobrar la compostura, pensar sin dejarse influir por el pánico. Ojalá Andy Candy estuviera allí pues respetaba su enfoque racional y su capacidad de ver la perspectiva global de las cosas. Él se sentía ciego. «Todo esto forma parte de un plan. Es eso, sin duda.» Esta idea no era tranquilizadora. Se reprendió a sí mismo: «Tienes que averiguar qué está pasando.»
Inspiró hondo antes de responder:
—Sí, pero Martin...
—¿Te ha quedado claro?
—Sí.
—Entonces ya no hay más que hablar.
—Por favor, Martin, ¿hubo algún indicio de quién hizo la llamada?
El ayudante se quedó callado un instante.
—¿Quieres decir que hay más de una persona tan furiosa contigo que podría dedicarse a amenazar a gente inocente? —Su voz fingía incredulidad.
—Por favor, Martin. Ayúdame para que al menos pueda asegurarme de que ese tipo no vuelva a molestaros.
Era una promesa falsa. Por un malvado segundo, Moth deseó poder encontrar una forma de dirigir al asesino hacia su tía. «Jódelos como prometiste. Eso sería estupendo.»
—Pues no, excepto por una cosa —respondió Martin, inseguro.
—¿Qué cosa?
—Su acento.
—¿Su acento?
—Exacto. Cabría esperar que esas palabras propias de un matón proviniesen de alguien distinto...
Moth sabía que Martin, a quien consideraba un auténtico racista, quería decir «negro» o «hispano» al usar la palabra «distinto». Deseó poder expresar todo el desdén que sentía por el ayudante de su tía y por su tía, pero se contuvo.
—Sí —dijo.
—No era de por aquí. Por su forma de pronunciar las a y las g me recordó... —dudó, y Moth adivinó que se estaba encogiendo de hombros antes de continuar—. Me recordó a cuando estudié en Cambridge. Tenía el acento típico de Nueva Inglaterra, ¿sabes? Parecía un personaje de una película violenta como Infiltrados o The Town. Ciudad de ladrones. Podría ser de Maine, New Hampshire, Vermont o Massachusetts, pero desde luego no era de Miami ni de ningún lugar del Sur. Espero que esto delimite tus opciones. Sea como sea, es tu problema.
Y colgó. Moth se imaginó la expresión petulante y autosuficiente que exhibiría aquel petimetre arrogante, pero esta imagen se disipó enseguida y empezó a andar por su piso sin rumbo, con los nervios de punta, dejando que una oleada de preguntas guiara sus pies.
La otra llamada telefónica fue igual de cortante.
Susan Terry acababa de salir de la ducha y se estaba secando el pelo sin saber qué le depararía el día ni cuál sería su siguiente paso en cuanto a Moth y Andy Candy o en cuanto a su adicción, cuando le sonó el teléfono. Contestó informalmente, como correspondía a su semidesnudez.
—¿Sí? Susan Terry al habla.
—Señorita Terry, soy Michael Stern. Represento a...
Sabía a quién representaba aquel abogado. Al hombre que le vendía droga y que había dado su nombre a la policía a cambio de su libertad.
—Oiga, este es el número de mi casa. —Se cuadró al instante, como un soldado en un desfile.
—Su despacho me informó de que le han asignado una tarea especial.
—No estoy autorizada a comentarle mi trabajo actual.
Era una frase destinada a cortar la conversación, aunque sentía cierta curiosidad por la razón que había llevado al abogado a llamarla esa mañana. El letrado vaciló, evidentemente molesto con su tono hosco.
—Tal vez le gustaría decirme quién es Timothy Warner —soltó—. Claro que, si lo prefiere, puedo ponerme en contacto con su jefe y preguntárselo a él. ¿Es Warner alguien de la Universidad de Massachusetts? ¿O simplemente le gustan sus gorras?
A Susan se le abrió la boca pero no le salió ninguna palabra. Pasaron unos segundos antes de que alcanzara a graznar:
—¿Qué? ¿Gorras? ¿De qué me está hablando?
—Timothy Warner. El informante confidencial que involucró injustamente a mi cliente en delitos graves, cuyos cargos ya han sido retirados.
—¿Cómo obtuvo ese nombre?
—No estoy autorizado a comentar mis fuentes —se burló el abogado.
—Yo tampoco, entonces —replicó Susan tras inspirar hondo. Se le ocurrieron muchas preguntas pero no formuló ninguna—. No me apetece seguir hablando con usted —dijo con una seguridad y una altanería totalmente fingidas, ya que se sentía exactamente al revés. «¿Cómo iba a saber Moth nada de mi traficante? ¿Cómo podría saber su nombre?» Intentó recordar si lo había mencionado alguna vez en Redentor Uno pero sabía que no lo había hecho. «¿Y por qué llamaría Moth a Narcóticos? ¿Qué ganaría él delatándome y destrozándome la vida?»
Maldita sea. ¿Y de qué coño iba todo eso de la gorra? ¿Y de Massachusetts?
Nunca había estado en Massachusetts. No recordaba conocer a nadie de Massachusetts. Pero estaba claro que era importante, aunque no alcanzaba a imaginar por qué. No se le ocurrió ninguna razón, salvo que ninguna razón podría ser tan reveladora como algo concreto y lógico. No pudo refrenar la furia.
La discusión, como tantas otras, empezó de una forma bastante inocente, con:
—He tenido un día horrible. Ha venido un bicho raro a que le diera clases.
La madre de Andy Candy lo dijo para procurar penetrar los gruesos muros emocionales que su hija había levantado. Estaba dispuesta a hablar de lo que fuera, de sus alumnos de piano, del tiempo, de política, si así podía introducir el tema de Moth, de la conducta reservada y nerviosa de Andy Candy, o de los planes que pudiera estar haciendo para terminar sus estudios universitarios y seguir adelante con su vida. Era consciente de que su hija estaba atrapada en algo, aunque felizmente ignoraba lo peligroso que era.
Por su parte, Andy se sentía aprisionada en una vorágine infernal, pero guardar silencio sobre todo lo relacionado con los asesinatos le parecía la única forma de proteger a su madre de cualquier peligro. Era como si al no hablar, pudiera bifurcar su vida. Dividirla en dos. Una parte segura: su casa, su madre, los perros, el mullido edredón de su cama, los recuerdos felices de la infancia. Una parte espantosa: la universidad, la violación, Moth, el asesinado doctor Hogan, un asesino fantasmagórico que parecía a tan solo una llamada telefónica de distancia. Mantener separadas estas dos vidas era lo único a lo que aspiraba mientras trataba de resolver los rompecabezas que cada una de ellas le planteaba.
—¿Qué quieres decir con lo de bicho raro? —Hizo esta pregunta, consciente de que desde la llamada del asesino, en su otra existencia, todo era electrizante. Notó un hormigueo en la piel.
—Un hombre me llama de repente, quiere una lección enseguida y cuando viene me miente sobre su experiencia con el piano y empieza a hacerme preguntas inadecuadas, como si vivo sola y si tengo algún arma. Y le pillo mirando la fotografía de ti que hay en la pared como si quisiera memorizarla. Me hizo sentir incómoda, pero no tienes por qué preocuparte, me negué a darle más clases.
«No tienes por qué preocuparte.» Para Andy Candy, aquello iba más allá de la ironía.
—¿Quién era? ¿Cómo se llama?
—Oh, también me mintió sobre eso.
La joven explotó y, presa de la ansiedad y la furia, le lanzó una serie de preguntas para intentar determinar quién era aquel alumno peculiar. Con cada respuesta, su rabia se agudizaba y la sumía más en una incertidumbre que parecía un agujero negro que se abriera bajo sus pies.
Una vez que lo hubo oído todo sobre Munroe, el carnet de conducir y una ciudad del norte que empezaba por Ch, Andy Candy se marchó abruptamente de casa y condujo a toda velocidad hacia el piso de Moth, dejando a su madre confusa y llorosa. Mientras oía chirriar los neumáticos y se saltaba los stop, pensó que ya no estaría segura en su casa. No sabía si habría algún lugar seguro para ella. Y aunque sin duda Moth tomaría conciencia del peligro, no tenía ni idea de qué podrían hacer al respecto.
El estudiante 5 decidió volar al norte en primera clase. «Me lo merezco», pensó. Pagó el billete con una tarjeta de crédito a nombre de su identidad de Cayo Hueso. Fue un pequeño lujo que podía permitirse y suponía una recompensa por lo que consideraba un trabajo de primera. Todos los años de cuidadosa planificación de sus anteriores asesinatos le habían dado confianza para llevar a buen puerto las muertes que estaba planeando ahora a salto de mata. Pensó en un deportista que, tras pasar años perfeccionando la técnica y el moldeado adecuado de sus músculos, ya no necesita recordar todas las horas de entrenamiento realizado para lanzar una pelota o dar un pase. «Es algo que tienes interiorizado.»
Nada de lo que había hecho indicaría nada concreto a la fiscal, la novia y el sobrino aparte de una cosa: «Que estoy cerca. Muy cerca.»
Haría que discutieran entre sí, seguramente los confundiría y puede que incluso los asustara. Todo lo que experimentarían tenía como finalidad obtener un resultado: «Hacerles creer que saben lo suficiente para darme caza. No se les ocurrirá que soy yo quien les está dando caza a ellos.»
Una azafata le preguntó si quería una bebida. La quería. Whisky con hielo. Su sabor amargo y seductor lo invadió. Le gustaba el whisky porque era una bebida implacable.
Un sorbo. Dos. El avión se elevó sobre el brillante horizonte urbano de Miami hacia su altitud de crucero, y el estudiante 5 se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Le vino a la cabeza un recuerdo de uno de sus libros favoritos de la infancia, Los cuentos del tío Remus, relatos de pollo frito y tripas de cerdo de un sureño afable y despreocupado, políticamente incorrecto y con supuestos matices racistas.
Uno en concreto, psicológicamente astuto: un conejo con un fuerte acento sureño que en aquel momento se parecía curiosamente mucho al suyo, suplicaba lastimero a los cazadores que no hicieran lo que él quería exactamente: «Por favor, no me lancéis entre las zarzas.»
Y otro, igual de sofisticado y puede que un poco más próximo a lo que él tenía intención de hacer: El muñeco de alquitrán.
 
35

Moth y Andy Candy estaban tendidos en la cama, acurrucados en la postura de las cucharas. Aunque se hallaban totalmente vestidos, se tocaban como si acabaran de practicar sexo. No lo habían hecho, aunque ambos lo habían pensado, lo que hacía que aquella posición fuera muy íntima. Andy sujetaba la mano de Moth entre sus pechos. Él tenía la cabeza apoyada en la espalda de ella. Sus respiraciones, ásperas y superficiales, obedecían al miedo no disipado. Se susurraban como los enamorados adolescentes que habían sido tiempo atrás, pero era una conversación que contradecía la forma en que se abrazaban.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Andy retóricamente, pues ya sabía la respuesta.
—Acabar lo que empezamos. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —La respuesta también fue retórica.
Ninguno de los dos sabía en realidad qué querían decir. Ambos pensaban más o menos lo mismo: lo que había empezado como una bravata desmesurada y como un deseo de venganza se había vuelto cada vez más y más real. Habían visto morir a un hombre, y ahora sabían que moriría alguien más. Una cosa es decir «voy a matar a alguien» y otra muy distinta hacerlo. Ninguno de los dos, aunque no lo comentaran, creía que fuera capaz de matar a alguien. Había momentos en que suponían que sí que podrían, y en otros no tenían ninguna seguridad.
En un mundo que parece dar por sentada la violencia y el asesinato, eran inexpertos en cuanto a los métodos usados para matar. No tenían formación policial ni entrenamiento militar. Carecían de la cultura de la muerte de las mafias o los cárteles de la droga. No eran psicópatas ni sociópatas que pudieran abstraerse de la muerte como si fuera algo tan insignificante como un insecto. Eran personas normales, aunque el alcoholismo de Moth y la agresión que sufrió Andy Candy y su posterior aborto les hiciera sentir especiales. En su fuero interno, los dos anhelaban la simplicidad de la adolescencia pasada y la actitud despreocupada, alegre y temeraria de la juventud que les había sido arrebatada de golpe.
—Tenemos un arma —comentó Moth—. Y tenemos a alguien que sabe matar. Por lo menos intelectualmente.
Andy se puso rígida un momento, pero enseguida cayó en la cuenta de que Moth se refería a Susan Terry. «La formación de jurista. Y los conocimientos a posteriori que proporciona ser fiscal. ¿Podría Susan apretar un gatillo? Ni puñetera idea.»
—¿Qué será de nosotros? —preguntó.
—Saldremos de esta —aseguró Moth mientras le acariciaba el pelo, sonriente—. Nos volveremos viejos, gordos y felices, y nunca volveremos a pensar en esto. Te lo prometo.
Se dejó la palabra «juntos». Y Andy Candy no se creyó la promesa.
—Bueno, sabemos qué pasará si no hacemos nada —insistió.
—¿De veras? —dijo Moth.
Los dos empezaron a separarse y, en unos segundos, estaban sentados, erguidos en el borde de la cama, como un par de niños rebeldes a los que se ha castigado a estarse muy quietos.
—A lo mejor cree que nos ha asustado tanto que guardaremos silencio.
—Eso sería perfecto —asintió Andy—. Pero ¿cómo saberlo? ¿Silencio durante cuánto tiempo? Tardó años y años en matar a los demás. ¿Quién nos asegura que de aquí a quince años, cuando llevemos una hermosa vida de clase media con nuestra familia, no vayamos a alzar la vista un día y tengamos una pistola delante? ¡Pum! Es lo que hizo a los demás. ¿De qué coño nos sirve el silencio, tanto a él como a nosotros?
Moth se levantó de la cama y empezó a andar arriba y abajo.
—Los grandes hombres de la historia que estudio siempre tuvieron que tomar decisiones importantes, ¿sabes? Nunca tenían una certeza absoluta de que el rumbo que fueran a seguir sería el correcto. Pero creían que dejar de intentarlo era peor que fracasar en el intento.
Andy Candy sonrió irónicamente mientras lo observaba moverse de un lado para otro, gesticulando con cada afirmación que hacía. Le recordó un poco el muchacho taciturno pero vigoroso de la secundaria, convertido de algún modo en alguien conocido aunque diferente. A Moth le gustaba hablar con tono didáctico. «Será un buen profesor —pensó—. Se le dará muy bien ponerse ante los alumnos en el aula, si sale vivo de esta.»
—Pero ¿qué significa «fracasar» para nosotros?
La pregunta de Andy Candy dejó helada la habitación.
—En cierto modo lo mismo que para ellos —contestó Moth, obligándose a sonreír—. Ellos se enfrentaban a una pérdida. Tal vez a la humillación. La horca. El pelotón de fusilamiento. La cárcel. No sé. Había mucho en juego. Eso lo sabemos.
—No parece demasiado distinto a nuestro caso —indicó Andy—. Atropello con fuga. Falso suicidio. Accidente de caza.
—No, cierto.
—¿Qué supones que se inventará para nosotros?
Moth no respondió. Le dio vueltas a varias posibilidades, ninguna de ellas buena.
Otra pausa. Empezó a surgir la práctica Andy Candy:
—¿No tendría que estar aquí la señorita Terry?
—Sí.
Susan Terry se quedó sentada en el coche, delante del piso de Moth. Estaba al borde tanto de la rabia como de la desesperación, sin saber por cuál de las dos alternativas se decantaría.
Lo que más ansiaba era consumir otro poco de droga y olvidarse de todo lo que le había sucedido los últimos días. Esa mañana, tras la llamada del abogado, había apurado la coca que le quedaba, preguntándose solo una vez por qué no la habría tirado al retrete tras su suspensión y su visita a Redentor Uno con Timothy. Inspiró hondo. «Me da igual lo que prometí a aquellos gilipollas —se mintió con agresividad. El canto de sirena de la cocaína prometía un olvido indolente—: No tendrás que preocuparte por tu trabajo ni por tu carrera profesional. No tendrás que preocuparte por un asesino. Todas las promesas que hiciste a todo el mundo en todas partes se pueden ignorar y olvidar. Todo el dolor que sientes se puede borrar.»
A su lado, en su bolso, tenía la semiautomática. «¿Me delataste, Timothy? ¿Por qué querías arruinarme la vida?»
Que aquello no tuviera sentido no disminuía su furia. Susan Terry mantenía el equilibrio entre la fiscal organizada y racional que recababa datos y pruebas, y la chica mala y medio delincuente drogada en la que denigrantemente se había convertido. Ignoraba cuál de las dos iba a salir victoriosa. Pero en aquel segundo, la ira prácticamente la dominó y tomó el bolso, salió del coche y se dirigió rápidamente a casa de Moth.
Moth hizo la tontería de abrir la puerta sin echar un vistazo por la mirilla.
Susan lo encañonó con la semiautomática. Estaba amartillada y cargada, y el epíteto «Hijoputa...» sirvió de escueto saludo. Moth se tambaleó hacia atrás, sorprendido, pero como la fiscal avanzó, siguió con el cañón de la pistola a pocos centímetros de los ojos.
—Espera, espera, por favor —soltó como pudo, pero no se le ocurrió nada más. Estaba desconcertado, aterrado; tampoco era que no se esperara que alguien lo matara, pero aquella persona no era la prevista. Pensó en tratar de alcanzar su arma y enfrentarse a Susan, pero estaba descargada encima de una mesa, sin ninguna utilidad.
—Quiero la verdad —espetó Susan con frialdad—. Se acabaron las gilipolleces.
Andy Candy soltó un gritito de sorpresa y se quedó paralizada en la cama. Tuvo más o menos la misma idea asustada: «Algo falla. Susan no es la asesina, ¿no?»
—¿La verdad? —repitió Moth. La boca se le había secado y sus palabras sonaron como el quejido del metal que se dobla bajo una inmensa presión. Sin darse cuenta, intentó levantar las manos, en parte a modo de rendición y en parte, para protegerse del disparo que, sin duda, iba a recibir. Sintió una punzada de miedo en el estómago que le cerró la garganta.
—¿Por qué me la jugaste?
Verla apuntándolo con el dedo en el gatillo le impidió deducir cómo podría habérsela jugado. Siguió reculando, pero se detuvo cuando chocó contra el escritorio.
—¿Qué dices? —logró decir mirándola.
Susan iba despeinada, tenía los ojos desorbitados, hablaba en tono crispado, le temblaban las manos, estaba frenética, dolida y colocada, y él cayó en la cuenta de que su posible vacilación en apretar el gatillo y matarlo se situaba en algún punto entre la razón y la droga. La apesadumbrada mujer que asistía a Redentor Uno porque quería mantenerse limpia había sido sustituida por una desconocida. Sin embargo, pensó que aquella Susan con la mirada desesperada y un arma en la mano no era ninguna desconocida. Lo que pasaba era que una misma persona podía ser, en realidad, dos. Sabía que aquello era igual de cierto para él.
Inspiró hondo y trató de recuperar el control. Fue consciente de que su voz era aguda debido al susto.
—Dime qué crees que he hecho —rogó.
—¿Por qué llamaste a la policía y les diste mi nombre y el de mi traficante? ¿Sabes lo que me has hecho?
Moth quiso tensar todos sus músculos y ordenar a su corazón que latiera más despacio.
—Yo no hice nada de eso —aseguró, erguido, procurando apartar los ojos del cañón de la pistola y mirarla a ella—. No sé de qué me hablas.
Susan quería usar el arma. Lo que más ansiaba en aquel momento era una muerte. Pero no sabía la de quién.
—¿Quién fue entonces? —preguntó mirándolo fijamente.
—Ya sabes quién —respondió Moth tras tragar saliva.
Susan notó que se le tensaban los músculos, especialmente los de la mano y el dedo con que rodeaba el gatillo. Había un ruido ensordecedor, como el del despegue de un avión, pero comprendió que la habitación estaba en silencio y que aquel estrépito procedía de lo más profundo de su ser. Alguien, puede que ella misma, le gritaba interiormente: «¡Toma una decisión!»
Moth hizo acopio de todas las tácticas que había oído en Redentor Uno y añadió en voz baja:
—¿Sabes qué estás haciendo, Susan?
Le costó un gran esfuerzo bajar el arma. «Decisión tomada.»
—Lo siento —dijo—. Ha sido la presión.
Esta última palabra parecía una buena explicación para todo. Pero lo que realmente sucedía era que se estaban abriendo inexorablemente grietas y fisuras en su vida.
Durante la breve vacilación que se produjo, Andy Candy decidió actuar. Antes de darse cuenta, se había levantado y situado entre Moth y Susan Terry.
—¿Qué está pasando? —quiso saber.
«Soy yo quien tendría que estar aterrada —pensó—. ¡El asesino me llamó a mí! ¡Y después fue a mi casa! ¿Qué coño es todo esto?»
—Creo que necesito una bebida fría —anunció Susan Terry.
—Agua —dijo Moth—. Con hielo. Y le resultó extraña la fuerza que se puede imprimir a una palabra como «agua».
Novelas rosas con finales felices; literatura de la época victoriana, con reverencias y un entramado emocional infinitamente complejo; arrolladoras novelas rusas del siglo XIX como Guerra y paz; Hemingway y Faulkner, John Dos Passos y Las uvas de la ira de Steinbeck. Novelas costumbristas, novelas de espías que surgieron del frío, novelas sobre amantes desventurados. Andy Candy repasó mentalmente todos los libros que había leído para la asignatura de Literatura en busca de uno que la orientara sobre qué hacer.
No le vino ninguno a la cabeza.
Miró a Susan Terry. La fiscal estaba sentada con la espalda encorvada ante una mesa con las dos manos alrededor de un vaso reluciente de agua con hielo, el arma delante de ella y la mirada perdida.
«La mirada de los mil metros.» Esta expresión, que había leído, si no recordaba mal, en unas memorias sobre Vietnam, le vino a la cabeza.
Moth estaba en su escritorio, revolviendo papeles. Pasado un momento, alzó la vista.
—Creo que el problema es que todo lo que sabemos de él pertenece al pasado. Y todo lo que él sabe sobre nosotros pertenece al presente.
—No del todo —lo contradijo despacio Andy, después de asentir—. Sabemos algo.
—Sabe quiénes somos. Dónde vivimos. Qué hacemos.
Susan seguía mirando al vacío.
Andy Candy se levantó y fue a recoger uno de los blocs que usaba para tomar notas mientras repasaba la información. Pero se trataba básicamente de una referencia para organizar sus ideas.
—Tenemos el nombre que vio mi madre, aunque sea falso. Y también vio su carnet de conducir. De Massachusetts.
—Y el prefijo telefónico. El 413. —Susan pareció volver a la realidad—. Y una gorra de la Universidad de Massachusetts.
Andy Candy no preguntó cómo sabía Susan esos detalles.
—El nombre de la ciudad que vio mi madre empezaba por Ch —prosiguió Andy.
—Chicopee. Chesire. Chesterfield. Charlemont —masculló Moth, leyendo estos topónimos en el ordenador.
—Charlemont —indicó Andy—. Era algo parecido a Charles.
—¿Por qué creéis que se ha ido a casa, si es que vive en una de esas ciudades? —preguntó Susan, sacudiendo la cabeza—. Ahora mismo podría estar aquí fuera. Al parecer, le gusta matar en Miami.
Los tres se quedaron callados un momento. Moth habló el primero:
—¿Por qué tendríamos que esperar a que nos mate?
Ambas mujeres lo miraron.
—Si vamos a darle caza, ¿no tendríamos que empezar por ahí? ¿Cómo, si no, podemos adelantarnos a él?
Susan asintió, aunque no sabía por qué.
Andy Candy se acercó a Moth y le apretó la mano. No lo consideraba un protector o un héroe, pero creía que siempre habían formado una pareja formidable. «Había una vez...» Esperaba no estar engañándose.
Pero al mismo tiempo, la literata que había en ella tomó el control: Basta de Dumas, de Edmond Dantès y de El conde de Montecristo. En su lugar, recordó Beowulf. El protagonista está primero al acecho de Gréndel. Sabe que costará vidas, puede que incluso la suya, pero no ve otra forma de luchar. Pero incluso después de la batalla campal y de una victoria difícil, existe una amenaza mayor que no había previsto. Y tiene que perseguir esa amenaza hasta su guarida.
36

No se consideraba una persona demasiado cruel, aunque tenía la certeza de que, a raíz de todo lo que había hecho, los hijos, familiares y puede que hasta amigos de sus víctimas habían vivido momentos emocionales difíciles. Era psicología básica, y quería ser empático. «Nadie sufrió demasiado; funerales con lágrimas, bonitas elegías y sombrías ropas negras. Poca cosa más.»
Pero al recordar a Timothy Warner se enojaba, con el pulso algo acelerado, la cara encendida y los dientes apretados, medio furioso. Con frialdad, sin perder el control, admitía que estaba a punto de explotar.
«Este maldito chaval no tiene derecho a ponerme en esta situación. Ya debería haber concluido los asesinatos y seguir adelante con mi vida.
»Idiota. Si no me hubieras perseguido, vivirías.
»Idiota. Estás arrastrando a tus amigas contigo.
»Idiota. Tendrías que haber sabido dejarlo correr.
»Idiota. Perseguirme equivale a suicidarse.»
Le pareció que no podría odiar a Andrea Martine o a Susan Terry del mismo modo. Era una emoción fuera de su alcance. Pero estaba dispuesto a matarlas. Espectacularmente.
«¿Cómo lo llaman en el ejército? Daños colaterales.»
Se dedicó a reunir cosas, a planear a toda velocidad. Lo que tenía en mente para el sobrino, su novia y la fiscal sería más elaborado que lo que hacía habitualmente. Se parecería más a una obra de arte que a un asesinato, aunque dudaba que alguien que no fuera otro asesino verdaderamente refinado pudiera ver la diferencia; respetaba poco a los demás asesinos, que en su mayoría le parecían gángsters, sociópatas y matones, y además despreciables.
A veces, cuando estaba en Nueva York, iba a espectáculos nocturnos o a cochambrosas galerías de arte de East Village, fuera de las rutas habituales, a ver actuaciones que mezclaban el teatro con la pintura, el cine con la escultura, formatos que utilizaban toda clase de posibilidades para crear una experiencia visual. «Muy moderno», se dijo. En otras ocasiones, conducía su vieja camioneta al Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts. Allí, con unos vaqueros desteñidos, el pelo despeinado y unas botas sucias de tierra, observaba algunas de las propuestas más exageradas de los artistas de vanguardia.
En Cayo Hueso asistía de vez en cuando a espectáculos de drag-queens en la calle Duval, donde bebía cerveza Key West Sunset Ale mientras disfrutaba no de las canciones cabareteras, los números de baile al estilo de Broadway y los atuendos exóticos, sino del hecho de que los espectáculos mostraban la capacidad de las personas de cambiar su personalidad por otra completamente distinta. «Camaleones cantando temas musicales. ¿Valorarían lo que voy a preparar?»
El estudiante 5 condujo deprisa para comprar recipientes en varias ferreterías esparcidas por el valle donde vivía. Siempre en efectivo. También hizo una visita a la cadena RadioShack para conseguir una anticuada grabadora. En su lista había incluido también una parada en un Home Depot para adquirir interruptores y cables eléctricos, un ventilador grande de pie, aerosoles para eliminar olores, cuerdas para hacer puenting, velcro y sedal con una resistencia de treinta kilos. Compras típicas de alguien que vivía en aquella zona rural.
Le preocupaba no tener tiempo suficiente para los preparativos, por lo que evitaba las conversaciones, incluso los cumplidos, mientras reunía las cosas. Llevaba una gorra encasquetada en la cabeza y gafas de sol. No le inquietaba que alguna cámara de seguridad pudiera grabarlo, pero sí tener en cuenta la preparación de su plan. No quería olvidar nada que pudiera desbaratar lo que tenía en mente.
En una tienda especializada en deportes de aventura, compró un kayak individual de segunda mano. Era naranja y le cabría fácilmente en la parte trasera de la camioneta junto con el resto del equipo. En una tienda de caza, adquirió el modelo de escopeta más barato que encontró, y le pareció irónica la diferencia con el difunto Jeremy Hogan, que había comprado un arma de primerísima calidad que no le sirvió de nada.
Reservó un billete de avión. Hizo una reserva en una empresa de alquiler de coches que anunciaba «¡Le recogemos!» y pidió el vehículo más pequeño que tenían con el compromiso de dejarlo en el aeropuerto.
Dos ideas lo atormentaban:
«¿Cuánto faltará para que lleguen?
»Otro yo tiene que recibirlos en la puerta; y ese otro yo se quedará con ellos para siempre.»
Sabía que la respuesta a la primera pregunta era «pronto». Estaba seguro de que había dejado pistas suficientes en Miami para llevarlos a Western Massachusetts. «Vincularán el carnet de conducir caído, la gorra y el prefijo telefónico entre sí.» La idea había sido sembrar el miedo, pero la clase de miedo hacia la que uno se siente inexorablemente atraído, no de la clase que provoca huir gritando.
«Enseñas a alguien una puerta y le invitas a entrar.» Era psicología básica. «Es una compulsión.»
Contaba con la incapacidad de Timothy Warner de parar cuando estuviera cerca. «Cree que te estás acercando. Cree que todas las respuestas que buscas están al otro lado de esa puerta. Cree que tienes que entrar sin importar el peligro que corras. Cree que estás a pocos pasos de triunfar.
»Lo estarás.
»Solo que no como te esperas.»
Solo le preocupaba un elemento de su plan que conllevaba menos certeza. El otro yo era indudablemente un desafío. Pero sabía adónde ir a buscar lo que esperaba que sirviera como copia razonable de sí mismo.
Ninguno de los tres incluyó demasiadas cosas en el equipaje: una muda, un par de calcetines, un arma.
En el Aeropuerto Internacional de Miami, Moth tuvo la extraña sensación de que estaba siguiendo los pasos del asesino. Se preguntó si en el mostrador lo habría atendido la misma persona que a él. Y si habría adoptado la misma postura, mantenido la misma conversación: «¿Algo que facturar?» «No, nada excepto la razón y la inteligencia.» A Andy, por su parte, la obsesionaba la sensación de que estaba dejando atrás mucho más que una ciudad, y de que cada paso que daba la adentraba cada vez más en un laberinto de incertidumbre.
Susan Terry, que se había aseado y recompuesto, se mostró práctica: enseñó su placa de la Fiscalía del Estado para explicar por qué llevaba dos armas, el Magnum .357 de Moth y su semiautomática del calibre .25 en su bolsa de viaje. Le sorprendió saber que Moth había vuelto de Nueva Jersey con el arma, lo que ponía de relieve que la seguridad que los pasajeros de los aviones suponían tener no existía en realidad. Susan no informó al personal de la compañía aérea de que estaba suspendida de su empleo, y se sintió aliviada al comprobar que este detalle no aparecía en una búsqueda informática superficial.
Embarcaron en el avión y se sentaron juntos en silencio. Moth pensó que era interesante que no hablaran, leyeran o miraran el diminuto televisor instalado en el respaldo del asiento de delante. Ninguno de ellos necesitaba ninguna distracción aparte de sus pensamientos.
Andy pasó todo el viaje mirando el cielo nocturno por la ventanilla. La oscuridad le resultaba misteriosa, llena de sombras de incerteza y de formas extrañas, irreconocibles. De vez en cuando, alargaba el brazo y tocaba la mano de Moth, como para asegurarse de que seguía a su lado. A mitad de vuelo, se dio cuenta de que lo amenazador no era la noche, sino todas las dudas que enmascaraba la negrura del cielo.
Más o menos al mismo tiempo que el trío embarcaba en Miami, el estudiante 5 estaba sentado en una colina cerca del aparcamiento de un restaurante de la cadena Friendly’s. Al otro lado del estacionamiento se encontraba el desvío que conducía a una gran tienda de comestibles. En el cruce con la carretera principal había un semáforo y una pequeña isleta.
La isleta era uno de los lugares donde más gustaba ponerse a los parados, los alcohólicos, los drogadictos y los indigentes. Allí mostraban cartones escritos a mano: «Hago trabajillos», «Una ayudita, por favor», «No tengo casa y estoy solo», «Que Dios le bendiga».
Aquella tarde había un hombre con un cartel que pedía limosna a los coches cargados de comestibles que pasaban por allí. El estudiante 5 lo observó atentamente. La mayoría de gente lo ignoraba. Algunos bajaban la ventanilla y le daban unas monedas o un billete de dólar.
«Hay sitios como este en todas las poblaciones, grandes y pequeñas, de todos los países del mundo», pensó.
Esperó a que el tráfico procedente de la tienda disminuyera. La luz se iba apagando al acabar el día, pero no tanto como para que lo que iba a decir careciera de sentido. Regresó a su camioneta. En el suelo del asiento del copiloto llevaba una botella de whisky y otra de ginebra de poca calidad. También el paquete de seis cervezas más barato que había encontrado. Se dirigió hacia donde el hombre con el cartel se resignaba al fracaso y empezaba a preguntarse dónde encontraría un lugar caliente para dormir.
—Hola —dijo el estudiante 5 tras bajar la ventanilla—. ¿Quiere ganarse cincuenta pavos?
—Ya lo creo —soltó el indigente, sorprendido—. ¿Qué quiere que haga?
El estudiante 5 sabía que aquello abría la puerta a cualquier cosa, desde cortar el césped hasta hacerle una felación. Era normal que aquel hombre estuviese dispuesto a todo. Ya era una víctima de la sociedad, de sus propias necesidades, de una enfermedad mental o quizá simplemente de la mala suerte, lo que lo volvía vulnerable.
—Cargar leña en la trasera de mi camioneta. Me he pasado todo el día cortándola y los hombros me están matando. Serían una o dos cargas. ¿Acepta?
—Eso está hecho, jefe —confirmó el hombre. Tiró el cartel al suelo, se acercó a la puerta del copiloto y subió.
El estudiante 5 vio que se le ponían los ojos como platos al fijarse en las botellas de alcohol. Echó un vistazo alrededor y vio que estaban solos. «No hay cámaras de seguridad en el cruce —pensó—. Y tampoco nadie cerca que preste atención.»
—Oiga, si quiere una cerveza o dos, sírvase usted mismo —lo invitó, afable.
37

Pasaron la noche en un motel barato cerca del aeropuerto porque Susan Terry insistió en que presentarse después del anochecer en casa de un asesino sospechoso de varias muertes no era una idea demasiado inteligente. También mencionó que parecía capaz de prácticamente cualquier cosa, y que evidentemente era diestro con las armas y reaccionaría como un animal salvaje acorralado cuando se enfrentaran a él. Ninguno de ellos había estado frente a un animal salvaje acorralado, por lo que esta advertencia tuvo cierto aire de documental de Animal Planet.
Susan había seguido un curso básico de técnicas de combate policial unos años antes, cuando se incorporó a la fiscalía, pero ni Andy ni Moth tenían ninguna formación en el manejo de armas, nada que los preparara para lo que se proponían. Lo único que los tres compartían eran las dos armas cortas y una determinación temblorosa. Sabían que al final de su viaje había un hombre muy peligroso que se había imbricado profundamente en sus vidas. Ninguno de ellos creía que sacárselo de encima fuera a ser tan sencillo como quitar un hilo suelto de un suéter.
Moth se aferraba a su sed de venganza, aunque se estaba desvaneciendo. Y todavía no sabía muy bien con qué podría reemplazarla.
Andy Candy quería rebelarse, combinando miedo y rabia. Lo que más quería era seguridad, aunque no sabía qué haría con ella si la lograba.
Susan imaginaba un caso en que había un interrogatorio duro, se obtienía una confesión y se hacía una detención, lo que le permitiría recuperar el dominio de sí misma y, a la vez, congraciarse con su jefe en la fiscalía. «Hola, Larry. No solo estoy bien, me he desenganchado y he vuelto a las reuniones, sino que también he apresado a un asesino en serie realmente único. ¿Qué tal un aumento de sueldo?»
Había dos camas en la pequeña y destartalada habitación en que se alojaron. Al principio Susan y Andy compartieron una y Moth se dejó caer en la otra, exhaustos a causa de la tensión. Pero en plena noche, incapaz de pegar ojo, Andy se trasladó con sigilo a la cama de Moth. En la secundaria, cuando eran novios, habían practicado el sexo, pero nunca habían pasado la noche juntos en una cama. Sus encuentros habían sido furtivos, en coches, en casa cuando sus padres estaban fuera, en la playa. Por unos instantes, notó la respiración regular y el contacto de la piel de Moth, preguntándose cómo podía dormir tan tranquilo, y al final también ella sucumbió al sueño, esperando que no la despertara ninguna pesadilla.
El estudiante 5 contempló con detenimiento su caravana estática y pensó que algo que debería ser muy sencillo de pronto parecía muy complicado. Después de todo podría reducirse a: ¡Pum! ¡Bum! Muerte.
—¿Qué te parece, mendigo? —preguntó en tono satisfecho—. ¿Funcionará?
El indigente emitió un sonido que no era un alarido pero sí mucho más que un gruñido: algo situado en la gama del pánico y que se transformó en un grito ahogado de impotencia.
—Yo creo que sí. No hay tantas piezas móviles. ¿Sabías que basé este montaje en un sistema que se ha hecho famoso en películas y libros? Con sicarios mafiosos y personajes de la franquicia Saw. No es demasiado difícil de montar para un entendido en cuerdas y nudos. Y es algo ingenioso también, si puedo colgarme una medalla. —Su voz era suave, como si fuera un manitas hablando sobre cómo se reparaba una cañería. Miró al indigente—. No te retuerzas. No te muevas ni un centímetro. Si lo haces... bueno, ¿no está claro?
El indigente gimoteó.
El estudiante 5 pensó que era un buen sonido, dadas las circunstancias.
El indigente estaba sujeto a una silla de madera, atado de pies y manos con largas tiras obtenidas de una toalla de algodón y untadas de un gel parecido a la parafina que le apretaban tanto que se le hincaban en la piel. Un trozo de cinta de embalar le tapaba los labios. Estaba de espaldas a la única puerta de la habitación. Una ventana filtraba la tenue luz del alba. Era temprano, la noche había sido larga y al estudiante 5 todavía le quedaban preparativos por hacer.
«Date prisa pero no te precipites. Después ya tendrás tiempo de descansar. Mantente alerta.»
El indigente tenía los ojos fijos en el cañón de la escopeta que tenía delante. El arma, inclinada para apuntarle unos treinta centímetros debajo de la barbilla, estaba en el suelo, apoyada en unos maderos e inmovilizada con libros y almohadas. Un trozo de sedal atado al gatillo recorría una pequeña polea, del tipo usado para subir y bajar persianas, y estaba pegado con cinta a una mesa contigua.
El estudiante 5 tenía ganas de disculparse. «Lo siento. Es evidente que la vida ha sido cruel contigo. Es una mierda, y esta forma de acabar es muy dura. Valoro tu ayuda, y me sabe realmente mal que vaya a costarte la vida, pero no eres el único. Hoy morirán unas cuantas personas.»
Pero no lo dijo, sino que quitó el trozo de cinta que amordazaba al indigente.
—Por favor, yo no he hecho nada... —soltó el desdichado con voz áspera, entrecortada.
El estudiante 5 lo ignoró. Aquello era previsible. «Nadie cree que haya hecho nada por lo que merezca morir, cuando lo cierto suele ser lo contrario.»
—Mira, mendigo —contestó—, sé que no tienes ninguna culpa en todo esto. Podría explicarte lo que está pasando, pero es una historia muy larga y no me apetece malgastar el tiempo que nos queda.
El hombre seguía con los ojos todos los movimientos de su captor.
—Porque nos queda algo de tiempo. No sé exactamente cuánto, eso está por ver. Pero usar estos minutos para intercambiar historias tristes sería malgastarlos. Sería interesante, desde luego. Pero ¿qué ganaríamos con ello?
El estudiante 5 estaba cavilando. «Haz que este hombre sea impersonal. Trátalo como a un objeto. Él no lo sabe pero algún día será famoso. —Sonrió—. Cuando tenga noventa años y escriba por fin mi autobiografía.»
Comprobó los nudos. Buscaba mantener un nivel constante de incertidumbre, confusión y duda. Estos tres elementos tenían que ser como una música de fondo. En gran medida su plan dependía de que el mendigo solo supiera lo que veía delante de él:
La escopeta. La muerte.
Ajustó un pequeño micrófono que el hombre llevaba sujeto en la camisa.
—Muy bien, me gustaría que dijeras lo siguiente. Quiero que lo repitas una y otra vez cambiando la inflexión de tu voz: suplica, gimotea, grita, brama, usa muchos tonos distintos, ¿entendido? Suéltate. No te reprimas. Haz que resulte creíble; de hecho, esta es la parte más fácil de tu actuación.
Al hombre se le desorbitaron los ojos de terror.
—Estás en el escenario, mendigo. ¿Podrás hacerlo?
El hombre asintió con cautela.
—Muy bien. Quiero que pidas ayuda. Grita: «¡Aquí!» Di: «¡Ayuda, por favor!» Y: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!» Debes lograr que alguien oiga tus gritos al otro lado de la puerta y reaccione inmediatamente. Nada más. Se trata de pedir ayuda. ¿Lo entiendes?
El mendigo parecía desconcertado.
—Tienes que convencer a quienquiera que esté al otro lado de esa puerta.
El hombre se mostraba cada vez más perplejo.
—Mira —añadió el estudiante 5—. ¿Quieres que te rescaten? De aquí a un rato, aquí fuera habrá gente que podrá liberarte. Hacer lo que te digo es tu única esperanza de salir de esta. Es tu mejor y única oportunidad, así que aprovéchala. Tienes que ayudarte a ti mismo. Puedes hacerlo. Sé que puedes. Solo estoy intentando facilitarte las cosas.
«En realidad no hay ninguna esperanza.» Sin embargo, el mendigo tenía que comprenderlo en el último momento, no antes, ya que sin algún elemento psicológico al que aferrarse, la gente actúa de forma imprevisible y no hace lo que le piden. Se encierra en sí misma. Deja de esforzarse, se acurruca en posición fetal, se rinde y acepta la muerte. No quería que eso pasara antes de tiempo. «Guardemos las apariencias.»
El mendigo tenía los labios agrietados, y el estudiante 5 suponía que tendría la garganta reseca de miedo. La noche anterior no le había costado nada hacerlo beber hasta la inconsciencia. Le pareció algo gracioso pues, sin duda, Timothy Warner estaría familiarizado con aquella clase de estupor. Creía que había cierta ironía y simetría intelectual en el hecho de utilizar a un borracho para matar a otro borracho.
Abrió otra cerveza y acercó la botella fría a los labios del hombre. El indigente sorbió frenéticamente.
—¿Mejor?
El hombre asintió.
—¿Quieres algo más fuerte? —le ofreció mientras le enseñaba una botella de whisky barato.
Cuando el cautivo asintió, el estudiante 5 le vertió generosamente el líquido en la boca. Se preguntó si estaría pensando que, ya que iba a morir, por qué no hacerlo borracho. «Puede que sí. Tiene sentido.»
—Haz lo que te digo y te daré más.
El hombre se mostró anhelante, a pesar de su situación.
—Una buena actuación. Es todo lo que te pido. Tienes que hacerlo cinco, no, diez minutos por lo menos. Te parecerá mucho rato, pero tú sigue. Sin interrupción. ¿Comprendido?
El hombre asintió con un parpadeo.
—Piensa que estás pidiendo ayuda. Y que eso servirá para salvarte. Yo le pondría toda el alma. Es tu mejor oportunidad. —El indigente parecía preparado—. Muy bien. Empieza... ¡Ya! —ordenó. Pulsó la tecla rec de la anticuada grabadora y consultó el reloj de pulsera.
El primer «¡socorro!» fue un gruñido, una palabra que raspó la garganta del hombre como si fuera papel de lija.
El estudiante 5 gesticuló con los brazos como imitando a un director de orquesta. Las palabras empezaron a fluir, genuinas, sinceras, aterradas, elevándose como un aria de desesperación.
38

El trayecto desde el motel cercano al aeropuerto en las afueras de Hartford, en Connecticut, hasta Charlemont, en Massachusetts, duró casi dos horas, pero más que el tiempo invertido, fue el cambio de zona urbana a rural lo que mantuvo los ojos de Andy Candy puestos en el paisaje que recorrían. Los últimos veinte minutos habían seguido en paralelo el río Deerfield, que relucía al sol matutino. Moth conocía la historia de una famosa matanza ocurrida cerca de aquel lugar a principios del siglo XVIII: los indígenas de la zona habían acabado de forma desagradable con algunos colonos, y fue a mencionarlo pero cayó en la cuenta de que sacar a colación sangrientas emboscadas centenarias tal vez no fuera lo más alentador en aquel momento.
Pasaron por colinas ondulantes cubiertas de frondosos grupos de altísimos abetos. Las montañas Green de Vermont se elevaban a lo lejos. Era la antítesis de Miami, dominada por las luces brillantes de neón, el hormigón, las palmeras y el ambiente dinámico. Aquel era un Estados Unidos muy distinto, diferente incluso de las tierras de labranza y el bosque que habían visto en Nueva Jersey cuando visitaron a Jeremy Hogan. Este paisaje parecía muy antiguo. Andy Candy no habría sabido decir en qué se diferenciaba exactamente, pero el aislamiento en que se adentraban tenía algo extraño. Pensó que era un buen sitio para esconderse, lo que la hizo moverse en su asiento con una tensión creciente.
La ciudad de Charlemont era más pequeña de lo que se esperaban. Una estación de servicio destartalada. Una pizzería. Una tienda. Una iglesia. Carecía de la mayoría de las cualidades de los núcleos urbanos típicos de la romántica Nueva Inglaterra. No había parques públicos ni señoriales casas de madera blanca construidas a principios del siglo XIX. Se extendía a ambos lados de una carretera, cerca de un impetuoso río, con algunas tiendas de ropa deportiva y una modesta estación de esquí cercana que fuera de temporada ofrecía recorridos en tirolina. Era un sitio más que tranquilo.
Susan Terry iba al volante. Entró en el aparcamiento de un edificio de ladrillo rojo con un gran y anticuado campanario en el centro. Un letrero indicaba: OFICINAS MUNICIPALES.
—Seguidme la corriente —pidió mientras aparcaba.
El interior estaba fresco y sombreado. Un directorio municipal los dirigió a la Policía Local de Charlemont. Susan Terry vio que solo contenía cuatro nombres y que uno de ellos estaba asignado a la «patrulla fluvial». Supuso que sería el agente encargado de ocuparse de quienes tuvieran problemas en el agua al practicar piragüismo sin chaleco salvavidas.
Había dos agentes en las dependencias policiales, ambos de uniforme, una mujer y un hombre de mediana edad. Los dos alzaron la vista cuando entró Susan Terry, seguida de Andy y de Moth.
—¿Podemos ayudarlos? —preguntó el hombre amablemente. Andy supuso que estaría acostumbrado a ayudar a forasteros con problemas nimios. Seguramente en otoño aquello se llenaba de personas que iban a contemplar y fotografiar los bosques teñidos de hermosos colores.
Susan sacó su placa. Sonriente y simpática, pero concentrada.
—Lamento presentarme sin avisar —dijo—. Soy de la Fiscalía del Estado en el condado de Dade. Un vecino de su bonita población es un probable testigo de un delito cometido en Florida. Podría mostrarse reacio a prestar declaración, y creo que necesitaremos que nos acompañe un agente a su casa para poder interrogarlo adecuadamente.
Mintió con facilidad. Moth pensó que aquella habilidad iba de la mano del consumo de drogas y el alcoholismo. Cuando estás acostumbrado a mentirte a ti mismo, no te cuesta nada mentir a los demás.
El policía asintió.
—No solemos recibir esta clase de petición —comentó—. ¿Seguro que no prefiere a un policía estatal? Hay un cuartel bastante cerca.
—La jurisdicción local es mejor desde el punto de vista legal.
—De acuerdo. ¿De qué clase de delito estamos hablando?
—Homicidio.
Esto hizo que ambos agentes vacilaran.
—Aquí nunca hemos tenido ningún asesino, por lo menos que yo recuerde —aseguró el hombre—. Y no sé si alguna vez hemos tenido a nadie relacionado con un asesinato.
—En Miami no cesamos de tenerlos —aseguró Susan como si fuese lo más normal del mundo.
—¿Quiénes son estos jóvenes? —quiso saber el policía, señalándolos.
—Los otros testigos. Es importante que vean al que está aquí.
—¿Es sospechoso?
—No exactamente. Solo es una persona importante para mi caso.
—¿Espera tener problemas?
—Nadie está deseoso de ayudar en esta clase de delitos —respondió Susan con una sonrisa tras encogerse de hombros—, especialmente cuando es de otro estado. Por eso he venido sin avisar.
Los dos agentes asintieron. Aquello tenía sentido.
—O sea que quiere que nosotros...
—Nos lleven hasta allí. Llamen a la puerta conmigo. Me apoyen si lo necesito. Favorezcan que hablemos. Simplemente un poco de autoridad.
Hizo que no pareciera más complicado que una discusión sobre el impago de unas multas de aparcamiento. Las posibilidades bullían en su cabeza. Pensaba en una huida. O tal vez en una negativa rotunda a abrir la puerta. En la posibilidad de un tiroteo. En realidad, no sabía qué esperar, pero ir acompañados de un uniformado sería útil. Una parte de ella habría preferido un destacamento de marines. Se había enfrentado a muchos delincuentes pero siempre con ventaja, en el tribunal o cuando ya estaban entre rejas. Creía que gracias a la sorpresa y la superioridad numérica llevaba la delantera. No se le ocurrió que podría equivocarse en ese aspecto.
—De acuerdo. ¿Adónde vamos?
—El apellido de este hombre es Munroe, vive en...
—En las viejas caravanas estáticas de la carretera Zoar —terció la mujer policía—, cerca del tramo de pesca de truchas. Sabemos dónde queda.
—¿Lo conocen?
—Bueno, en realidad no. —El hombre recuperó la voz cantante sin titubear. Andy Candy supuso que eran marido y mujer—. Lo vemos de vez en cuando en su camioneta. Esto es una ciudad pequeña, de modo que llegas a conocer todos los nombres. No pasa demasiado tiempo aquí, lo que me hace pensar que tiene otra casa en alguna parte, aunque no parece tener dinero para mantener más de una. Es muy reservado. No recuerdo haber tenido que ir allí para nada.
El hombre se giró hacia la mujer, que ladeó la cabeza.
—Yo tampoco —dijo ella—. Detesto esas viejas caravanas estáticas. Trampas mortales en caso de incendio y grandes parabólicas. Una monstruosidad total para la comunidad. Ojalá el Ayuntamiento las declarara en ruina. Y cuando tenemos que ir, normalmente es por algún altercado doméstico, ya sabe, alguien que bebe demasiado y le da por pegar a su pareja o sus hijos. Gente muy pobre, la mayoría, y no es que esta comunidad sea rica como Williamstown.
—¿Cuándo quiere que vayamos?
—Ahora.
El policía asintió.
—Bueno, nuestro agente más reciente está de patrulla y seguramente ya se habrá aburrido. Lo llamaré. El joven Donnie lleva dos semanas en el cuerpo, y aunque solo somos cuatro, le irá bien la experiencia.
—Perfecto —dijo Susan, y pensó que el novato Donnie se llevaría las misiones más pesadas durante un tiempo.
Moth y Andy guardaron silencio.
No quería acabar así, pero después de todo lo sucedido, parece razonable. Nada fue CULPA MÍA. Pero ya me he encargado de los verdaderos culpables.
El estudiante 5 había escrito laboriosamente cada palabra con la mano izquierda antes de dejar el papel en el salpicadero de su camioneta. Dudaba que engañara a un verdadero grafólogo forense, pero también dudaba que la policía local dispusiera de fondos para contratar a un experto de una gran ciudad. Antes de volver a la casa, se había dedicado también a esparcir un puñado de pastillas rojas de seudoefedrina en el suelo del vehículo y había dejado una caja de bicarbonato medio vacía en el asiento del copiloto.
Una vez dentro, oyó una tos apagada en el dormitorio. No se volvió hacia allí, sino que siguió con los ojos puestos en la calzada que conducía a su casa. Había tratado de inventar un sistema de alerta precoz, pero como no se le había ocurrido nada fiable, se había visto obligado a hacer guardia, a pesar de que estaba cansado y le dolían los músculos debido a la tensión y al trabajo extenuante.
Sabía que era vital actuar en el momento oportuno.
Tres minutos. Quizá cuatro. Puede que algo menos. No era probable que fuera más tiempo. «Llegarán. Se detendrán. Saldrán del coche. Inspeccionarán la parte delantera. Se acercarán. Un segundo, dos segundos, tres...» Contaba mentalmente el tiempo, imaginando la escena que tendría lugar.
Repasó todos los detalles. Era un poco como organizar una jugada de fútbol americano. Este jugador va hacia aquí mientras este otro va hacia allá, y todos siguen un plan específico. Éxito atacante. Confusión defensiva. Sonrió. Los entrenadores de fútbol siempre indicaban a sus jugadores lo que tenían que hacer. El tópico era que todos debían remar en la misma dirección.
El estudiante 5 había ensayado cada paso, cronometrando cuidadosamente cada movimiento hasta lograr hacerlo todo en cuatro minutos. Estaba un poco nervioso porque no había margen para nada inesperado, y si asesinar le había enseñado algo, era que siempre había que contar con lo inesperado.
«Lo has preparado muy bien —se tranquilizó—. Ocurrirá como imaginas.»
El día anterior había comprado siete bombonas de propano, de las utilizadas para barbacoas de gas. También había adquirido seis bidones de plástico para gasolina de veinte litros, tuberías de plástico y botellas de cristal. Lo había dispuesto cuidadosamente todo en distintos puntos de la caravana estática donde no pudiera localizarse de inmediato. El gran ventilador que había comprado haría circular los olores y los combustibles por la casa.
«La casa se convierte en un aparente laboratorio de metanfetaminas. Y este se convierte en una bomba. Simple. Efectivo. La clase de plan básico que se le puede ocurrir a cualquiera que viva en este mundo decadente.» Recordó de repente al gran Jimmy Cagney en Al rojo vivo, encaramado a un depósito de petróleo en llamas: «¡Mamá, estoy en la cima del mundo!»
Cuando alzó la vista, vio que se acercaban dos vehículos. El primero era un coche patrulla de Charlemont; el segundo, un turismo de alquiler. En este alcanzó a ver tres siluetas.
«¡Vamos allá!», se animó.
Sin dudarlo, entró en acción.
El joven Donnie era un lugareño salido hacía menos de un mes de la academia de policía después de dos estancias en Afganistán. No estaba seguro de haber tomado la decisión adecuada al incorporarse al cuerpo de su ciudad natal, en lugar de esforzarse por ser un policía estatal, cuyas tareas eran más importantes y emocionantes. El trabajo en la policía local de Charlemont consistía básicamente en expedir multas por exceso de velocidad a conductores que no se fijaban en que el límite de la población era de 40 kilómetros por hora, en desalojar a los chavales de secundaria de detrás de la iglesia, donde se reunían a fumar hierba, y en hacer de árbitro en alguna que otra discusión entre marido y mujer propiciada por la cerveza. Pensaba en su futuro y se veía en una casa modesta, con barriga, casado con una trabajadora de un centro sanitario y con dos hijos, y haciendo lo mismo todos los días. No le gustaba esta idea.
Por eso se alegró cuando recibió por radio la orden de acompañar a una fiscal de Miami al domicilio del testigo de un caso de homicidio. Esta tarea encajaba mucho más con lo que él esperaba que conllevara ser policía.
Nunca había estado en Miami. Imaginaba que siempre estaría soleado, haría calor y habría delitos de todos los colores, drogas, armas, delincuentes desesperados y policías que desenfundaban con frecuencia. Tiroteos, supermodelos y persecuciones a alta velocidad, una versión televisiva de la ciudad que, aunque no fuera del todo precisa, tampoco era lo que se dice falsa. De modo que decidió preguntar a la fiscal por las oportunidades de trabajo de policía en el condado de Dade cuando terminara de hablar con el hombre de aquella caravana estática. «Deja este pueblo aletargado y sal al mundo», se decía.
Conducía despacio el coche patrulla para que los tres ocupantes del coche que llevaba detrás pudieran seguirlo bien.
Por la radio llamó a las dependencias policiales:
—Sargento —informó con tono formal—, estamos llegando al lugar requerido.
—Diez, cuatro —fue la breve respuesta.
Desde luego, aquello era lo más interesante que le había pasado desde hacía días.
«Enciende el ventilador y que oscile a un lado y otro.
»Vacía los bidones de gasolina. El líquido se extiende por el suelo.
»Abre bien las bombonas de propano. Sisean al salir el gas.
»Apaga las luces piloto de la cocina. Arranca el tubo flexible que lleva propano desde el viejo depósito exterior. Inminente explosión en la cocina.
»Corre al dormitorio con una jarra de vodka de cincuenta grados y rocía al indigente. Abre la bombona de propano que el indigente no ve desde su posición, atado a la silla. Vierte gasolina en la ropa de cama, en el suelo, en las paredes.
»¡Rápido, rápido, rápido!»
—Muy bien, mendigo, ha llegado el gran momento —anunció el estudiante 5. Antes de que el hombre contestara, le metió un trapo empapado en vodka en la boca para amordazarlo. «Ahora comprenderás que no tienes escapatoria. Jamás la tuviste.» No quiso ver el pánico en el semblante del hombre, aunque sabía que estaba ahí.
Encendió cuatro velas votivas con una cerilla mientras rogaba que las emanaciones que habían llenado la habitación no explotaran de inmediato. Soltó un pequeño suspiro de alivio al ver que no lo hacían. Colocó las velas en las piernas temblorosas del hombre.
—Yo no las dejaría caer al suelo —le aconsejó.
Claro que era una sugerencia imposible. Caerían. Era inevitable.
Encendió la grabadora.
Los gritos de auxilio llenaron la habitación.
Entonces tomó el sedal atado al gatillo de la escopeta y lo ató al picaporte de la puerta, que cerró al salir.
«¡Corre! —se dijo—. Ya se estarán acercando a la puerta principal.»
Un minuto. Dos. Tres. Había perdido la noción del tiempo y esperaba que lo que había practicado se aproximara a la realidad. Se sintió un poco como un velocista en una competición de atletismo: horas, días, meses y años de entrenamiento para diez segundos de recorrido.
Una vez que hubo salido por la puerta de la cocina, no volvió la vista atrás.
Se marchó por la parte trasera haciendo el menor ruido posible. Sin movimientos reveladores de la puerta. Sin pasos apresurados en la terraza. Sigiloso. Aquel era el único momento que temía realmente. Dudaba que a las visitas se les hubiera ocurrido cubrir la salida por detrás. Cualquier profesional lo habría hecho. Pero no un estudiante de Historia y su exnovia. «No son asesinos. No son policías.» La fiscal tal vez lo haría, si llegara a la casa con un ejército de policías. No era el caso.
«Cruza el jardín. Métete entre la maleza. Mantente a la derecha. Ve agazapado. No hagas ruido. Permanece fuera de la vista.» Recordó el oso que había visto en el jardín. «Evita todo aquel ruido de avanzar pesadamente.» Las ramas de los árboles y las espinas se le enganchaban en la ropa, pero siguió avanzando. «Encuentra el kayak donde lo ocultaste entre los arbustos, a orillas del río. Rema aguas abajo hasta la zona de picnic donde aparcaste el coche alquilado. Pásate toallitas perfumadas para eliminar todo rastro de olor a combustible. Mete toda tu ropa y los zapatos en una bolsa de plástico con cierre. No te olvides de tirarla en el gran contenedor del McDonald’s cerca de la interestatal; lo vacían todos los días. Ponte el traje azul de raya diplomática que tienes en la maleta del asiento trasero. Aléjate despacio en el coche, sin olvidar saludar a los coches de bomberos que pasarán pitando en dirección contraria.
»Adiós, señor Munroe. Fuiste una buena persona durante muchos años, pero te ha llegado la hora. Has arribado al final. Estás caducado. Has vuelto la última página de tu historia.
»Adiós, vieja y triste caravana estática. Y adiós, sobrino, novia y fiscal. Me voy para siempre de lo viejo.
»Hola a lo nuevo.»


39

En el coche, Susan Terry amartilló su pistola.
Sentía una mezcla de furia justificada, derivada en parte por cómo el hombre de aquella destartalada caravana estática le había jodido la vida, y en parte por la maravillosa sensación de estar a punto de acorralar a un asesino implacable que de momento se mantenía impune.
—Quedaos detrás de los coches —ordenó—. Permaneced agachados, pase lo que pase. Si este individuo ha hecho lo que suponéis, sabe disparar de lejos con precisión. No os pongáis en su línea de visión.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Andy Candy con aspereza.
—Averiguar quién es en realidad. Y después detenerlo. Y entonces la presión le afectará.
Aunque no fuera exactamente un plan, Moth se seguía dejando arrastrar por algo que él había iniciado. Ahora que iba a volverse más real de lo que jamás había imaginado, no sabía muy bien qué decir o hacer. Empezó a repasar los momentos decisivos de grandes hombres para imaginar cómo Washington, Jefferson, Lincoln o Eisenhower habrían reaccionado. No le fue de ninguna ayuda ni lo tranquilizó.
—Una cosa más —dijo Susan con la voz crispada—. Si todo sale mal, usad la radio del coche patrulla para pedir ayuda. Pase lo que pase, no dejéis que este cabrón se escape. —Los miró a ambos a los ojos—. ¿Entendido? —preguntó de una forma que implicaba que no era una pregunta, sino una orden.
Salieron del coche de alquiler.
Donnie, el policía, ya estaba al lado de su coche patrulla, observando la puerta de la caravana estática. En silencio, parecía vacía y abandonada. No obstante, sustituyó esta idea con una actitud alerta aprendida en Afganistán. Se volvió hacia Susan y vio que empuñaba una pistola.
—Pero... —gruñó—. ¿Qué coño...?
—Este hombre puede ser peligroso.
—Creía que era un testigo...
—Sí. Eso. Y puede que más cosas.
Donnie desenfundó su arma. Él también la amartilló.
—Tendría que pedir refuerzos si espera que haya problemas. ¿Tiene una orden judicial?
Susan sacudió la cabeza. «Esto es asunto mío y no estoy dispuesta a dejar que nadie más se meta. En unos minutos, toda mi vida volverá a estar encarrilada. O pasará otra cosa.»
—Vamos a llamar a la puerta. A ver qué pasa. Pero vaya con mucho cuidado.
—No lo veo claro —refunfuñó Donnie, sacudiendo la cabeza con los ojos bien abiertos.
—Estamos aquí y vamos a hacerlo —aseguró Susan—. Si nos marchamos, puede que nunca volvamos a tener una oportunidad así.
Sabía, por experiencia, que los asesinos rara vez querían salir de una situación comprometida a tiros si podían hacerlo hablando. Esta idea estaba respaldada por el hecho de que este sabía que había pocas pruebas en su contra. Lo que, a su entender, lo volvería arrogante.
Y locuaz.
Se sentía amparada también por la creencia de que él jamás esperaría verlos delante de su casa.
—Muy bien —dijo—. Vamos.
Miró hacia atrás y vio que Moth y Andy permanecían agazapados tras el coche de alquiler. No pudo ver si Moth tenía el Magnum .357 en la mano, pero esperaba que así fuera.
Donnie, el veterano de Afganistán, fue de repente consciente de que allí no había dónde ponerse a cubierto, lo que no le gustó nada. Estaba acostumbrado a misiones claras, bien definidas, dirigidas por militares profesionales muy bien entrenados, y de pronto todo lo que hacía le parecía idiota, pueblerino y de una inexperiencia absoluta.
Tampoco le parecía tener otra opción. Quería impresionar a Susan Terry y actuar como imaginaba que haría un policía veterano de Miami. Lo único que hizo que tenía sentido fue llamar a su sargento a las dependencias policiales.
—¿Sargento? Soy Donnie...
—Adelante.
La radio que llevaba al hombro era pequeña y se oía mal debido a las interferencias, lo que enmascaraba parte del nerviosismo que impregnaba su voz.
—Podría ser algo más complicado que hablar con un testigo reacio —informó.
—¿Estás pidiendo refuerzos?
—Vamos —dijo Susan, impaciente. Observaba la casa en busca de cualquier indicio de actividad.
Donnie asintió y dijo al sargento:
—Estad preparados. —Era un hombre que obedecía órdenes y acababan de darle una.
Los dos se acercaron con cautela a la puerta. Susan se preguntó si habría un rifle apuntándole al pecho. ¿Esperaba morir? Por una parte, le parecía bien. Pensó que el tío de Moth sabría que su conducta temeraria era un impulso suicida. Pero no llegó más lejos en su reflexión. Suprimió estos pensamientos para concentrarse en el hombre de aquella casa. «Un asesino. El final de todo. Para alguien.»
Estaba tranquila a pesar de no tener motivos para estarlo.
Por su parte, Donnie notaba un sudor frío bajo los brazos y medio imaginaba que estaba otra vez en combate, acercándose a una choza polvorienta de arcilla y ladrillo en algún lugar dejado de la mano de Dios en medio de la nada, sin saber si algún niño sonriente asomaría la cabeza por la puerta en busca de una golosina o si un AK-47 abriría fuego de golpe. Pero se iba serenando con cada paso que daba; tenía todas las terminaciones nerviosas en estado de alerta, y el oído, la vista y el olfato agudizados. «Has recibido entrenamiento —se dijo—. Esto no es distinto.» Eso le dio cierta seguridad.
Se acurrucó a un lado de la puerta. «No permitas que nadie te dispare al pecho a través de una puerta.» Iba a llamar cuando oyó: «¡Socorro! ¡Ayuda, por favor!»
Las palabras eran inconfundibles, aunque débiles, y procedían de algún punto del interior. Miró a Susan Terry. Ella también había oído la súplica y se había inclinado estirando el cuello.
—¡Aquí! ¡Ayuda, por favor! —oyeron de nuevo.
—La madre que lo parió —soltó Donnie.
En lugar de llamar, cogió el pomo de la puerta.
No estaba cerrada con llave.
Lo giró y la abrió unos centímetros. Recordó sus clases en la academia de policía.
—¡Policía! —gritó—. ¡Salgan!
La única respuesta fueron las súplicas apagadas.
Abrió un poco más la puerta.
—¡Policía! —Procuró pensar en algo más que decir, algo contundente, pero no se le ocurrió nada—. ¡Déjense ver! —fue lo máximo a lo que llegó.
Abrió totalmente la puerta. Entonces fue cuando notó el olor. Gasolina y huevos podridos. Al principio, creyó que era el hedor acre de un cadáver dejado al sol después de acabar achicharrado en una explosión, pero enseguida supo que era algo más doméstico: una fuga de propano.
—¡Dios mío! —exclamó.
—¡Ayuda! —gritó la voz.
Donnie miró a Susan.
—No entre —advirtió.
—Ni de coña —contestó la fiscal. Se tapó la boca y la nariz con una mano mientras sujetaba el arma con la otra.
Medio agazapado, con la pistola entre las dos manos, Donnie se metió en la casa. Vio el ventilador oscilando, pero aquel no era el movimiento que intentaba detectar. Movimiento humano: un arma que se levantaba, un cuchillo que se blandía...
—Por favor, por favor, por favor... —siguieron los gritos.
Vio que venían de lo que supuso que era el dormitorio. Todavía agazapado, se acercó a la puerta, pasando junto al desorden y los desechos, prácticamente atragantándose con el olor.
Puso con precaución la mano en el pomo. Con la pistola, indicó a Susan que se situara detrás de él. Y abrió lentamente la puerta.
Un disparo.
Y una explosión.
Andy Candy soltó un alarido gutural. Moth se puso tenso, casi petrificado en su sitio, pero se agazapó para intentar cubrir a Andy con su cuerpo.
Una segunda explosión rasgó el aire con pavorosa violencia.
Moth fue consciente de que estaba gritando una retahíla de improperios espoleado por la impresión y el miedo. Su primera reacción fue encogerse y cubrir a Andy, la segunda fue alzar la cabeza, fascinado: lo que estaba ocurriendo ante sus ojos era casi como una película.
Vio nubes de humo que se elevaban de la parte trasera de la caravana estática y llamas que salían por el techo. Las ventanas quedaron hechas añicos.
Vaciló, casi hipnotizado.
—¡Quédate aquí! —gritó entonces, sorprendiéndose a sí mismo al levantarse y abandonar la seguridad relativa que le proporcionaba el coche para correr hacia la caravana ardiendo. Se tapó la cabeza con las manos, como si esperara que le cayera una lluvia de escombros debida a las explosiones.
Andy Candy no sabía qué hacer. En cuanto Moth salió disparado, corrió agazapada hacia la puerta del pasajero del coche patrulla y la abrió. El micrófono de la radio colgaba delante de ella. Se tendió encima del asiento, lo sujetó, pulsó el interruptor como había visto muchas veces en el cine y la televisión, y empezó a gritar:
—¡Necesitamos ayuda! ¡Auxilio!
—¿Quién habla? —le preguntó al instante una voz por la radio.
—Estuvimos allí esta mañana... Estamos con el agente en una caravana estática junto al río... —Habló de forma desordenada, pero su tono era inconfundible.
—¿Qué ha pasado? —Era una voz de mujer, pero parecía muy tranquila, lo que sorprendió a Andy.
—Una explosión. Hay un incendio. Oímos un disparo...
—¿Dónde está el agente?
—No lo sé. Sigue dentro.
Una tercera explosión sacudió el entorno.
—¿Hay heridos?
Andy Candy no lo sabía, pero tenía que haberlos.
—Sí, sí. Manden refuerzos.
—Quédese donde está. La policía, los bomberos y la ambulancia van para allá —le informó la voz incorpórea.
Andy alzó los ojos. Vio a Moth abriéndose paso entre las llamas que rodeaban la puerta de la caravana.
—¡No! —gritó al verlo desaparecer, pero no había nadie que pudiera oírla.
La primera explosión lanzó a Susan Terry hacia atrás, haciéndola chocar brutalmente contra una mesa. El impacto le fracturó el brazo en dos sitios, lo que la dejó aturdida. La segunda explosión abrasó el aire, ya de por sí recalentado por las llamas, y convirtió el interior de la caravana en un horno. Tenía unos dolores horribles y estaba tumbada boca arriba. Todo lo que veía daba vueltas, oscurecido por el humo y el fuego. Al principio pensó que el policía estaba muerto, a pocos metros de ella. Intentó tender la mano hacia él, pero no pudo mover el brazo derecho, y el aire le agitaba el izquierdo, inutilizado. Se preguntó si se estaría muriendo.
Las cosas iban a cámara lenta, y vio que el policía se movía, como si volviese en sí. El joven se puso de rodillas, lo que a Susan le pareció de una fortaleza asombrosa, ya que ella no podía hacerlo. Quiso cerrar los ojos y rendirse al calor y al estrépito creciente que le retumbaba en los oídos. Trenes de mercancías y motores a reacción.
Cuando Donnie gateó hacia ella, le costó entender lo que estaba ocurriendo. Sabía que estaba en estado de shock, pero no lo que eso significaba. Se atragantó con el humo, tosió, pensó que ya no podía seguir respirando y se preguntó si habría chillado. Vio moverse los labios del policía, que le gritaba algo que le resultó imposible distinguir, como si dijera cada palabra en un idioma distinto.
Y entonces notó que se movía.
Esto la confundió, ya que había sido incapaz de dar ninguna instrucción a sus brazos, sus piernas y su cuerpo. Sus músculos no respondían. Se sentía sin fuerzas, acartonada, como si la potencia de la primera explosión le hubiera seccionado cada tendón de su cuerpo, e imaginó que quizá ya estaba muerta.
Tardó un instante en percatarse de que Moth le había sujetado la espalda de la camisa y tiraba de ella hacia la puerta. De repente el dolor del brazo se le agudizó, como si alguien le clavara estacas afiladas, y soltó un alarido. El dolor repentino, mezclado con sus gritos, aumentó cuando Donnie la cogió por los hombros y casi como un socorrista que rescata a un nadador exhausto atrapado en las olas, la arrastró hacia un lugar seguro. Susan no veía la puerta. Lo único que alcanzaba a ver eran las llamas rojas y amarillas recorriendo velozmente el techo como una lluvia de meteoritos: un Jackson Pollock de fuego.
«La muerte puede ser hermosa», pensó.
No comprendía que en ese instante, de hecho, le estaban salvando la vida.
40

Uno de los policías lo llamó héroe, pero él no creía serlo. Seguramente «tonto» se acercaba más a la verdad, aunque cuando tuvo un segundo para pensar en ello, Moth fue incapaz de ubicar el momento exacto en que había empezado aquella tontería. Era anterior, sin duda, al momento en que entró corriendo en la caravana ardiendo para ayudar a salir a Donnie y a Susan de las llamas. Pensó que quizá se remontaba a cuando había ido a ver a Jeremy Hogan, pero tampoco le pareció que fuera entonces. Por un instante decidió que su deriva hacia la ingenuidad se había iniciado cuando llamó a Andy Candy, pero aquello tampoco era del todo cierto.
Siguió repasando hacia atrás todo lo sucedido, y decidió que había empezado cuando encontró el cadáver de su tío y le faltó tiempo para recaer en la bebida. Esta idea le hizo sacudir la cabeza y, finalmente, se dijo que el principio de todo había sido cuando rompió con Andy Candy en la secundaria hacía tantos años. Fue entonces cuando la tontería arraigó y floreció en él, aunque pensó, con tristeza, que su tío Ed habría fechado su inicio mucho antes y culpado de ello a unos padres exigentes, ausentes e inconscientemente crueles.
Una joven y competente sanitaria con una sonrisa amable le vendó las manos y le dijo que, aunque no parecían demasiado lastimadas, fuera al médico porque no había que fiarse de las quemaduras.
Él dudó que lo hiciera, pero Andy Candy, que estaba a su lado, dijo:
—Me aseguraré de que vaya.
—Puede que te quede alguna cicatriz —advirtió la sanitaria.
De eso Moth estaba seguro. Sospechaba que sería la clase de cicatrices que no se veían en la piel. «La clase de cicatrices del tío Ed», pensó.
Cerca de allí, una ambulancia arrancó con la sirena aullando. En ella iba Donnie, que se había negado a marcharse del lugar hasta que su sargento se lo ordenó. Tenía quemaduras que sanarían y había inhalado humo, pero Moth lo vio sentado en el escalón de la ambulancia respirando oxígeno a través de una mascarilla y sonriendo abiertamente cuando los policías estatales, sus compañeros de la policía local, los sanitarios de las ambulancias y los bomberos se acercaban para palmearle el hombro y decirle que lo había hecho cojonudamente bien.
«No hay nada mejor que estar vivo cuando tendrías que estar muerto», pensó Moth. Una ambulancia transportaba ya a Susan Terry a Urgencias, y después seguramente tendrían que operarla para recomponerle el brazo.
Moth notó que Andy le rodeaba los hombros con un brazo en un gesto curiosamente posesivo. Inspiró con fuerza y se apoyó en el costado de un coche patrulla. Por un instante, cerró los ojos y deseó que fuera de noche para poder dormir, aunque era mediodía y el sol bañaba la zona. Al abrirlos, vio que se acercaban tres hombres. Uno de ellos llevaba el casco con visera blanca de un jefe de bomberos. Otro era el sargento de Charlemont a quien había conocido esa mañana. El tercero era un policía estatal que llevaba en la camisa, sobre la placa de identificación, otra pequeña placa que indicaba: HOMICIDIOS.
—Señor Warner —empezó despacio—, ¿se siente con ánimo como para contestar unas preguntas?
—Claro —respondió Moth.
—¿Sabe que hay un cadáver dentro?
El policía señaló el armazón humeante de la caravana estática.
—Pues no. ¿De quién?
—Seguramente del señor Munroe, el propietario. Pero el médico forense y la Científica tardarán cierto tiempo en identificarlo, suponiendo que puedan. El cuerpo está muy quemado. Y el agente local asegura que el disparo que oyó procedía de la habitación trasera, donde al parecer se declaró el incendio antes de que el propano y la gasolina explotaran. Jamás había visto un laboratorio de metanfetamina casero. Menudo desastre. De todos modos, es posible que se disparara a sí mismo.
—¿Cómo es posible saberlo?
—Encontramos una nota en su camioneta. La autopsia seguramente demostrará que se usaron perdigones del doce.
Moth asintió. ¿Todo había acabado? No lo creía. Era demasiado sencillo.
—¿Laboratorio de metanfetamina? —preguntó.
El policía estatal ignoró la pregunta.
—¿Y por qué ha venido aquí? —quiso saber. Miró a Andy Candy—. ¿Por qué han venido los dos aquí?
Preguntas. Respuestas. Dudas. Declaraciones. Mentiras y medias verdades. El procesamiento burocrático de la violencia es comparable al largo análisis forense de la escena de un crimen. Es como si la omnipresente cinta amarilla que indica POLICÍA - ESCENA DE UN CRIMEN - NO PASAR encerrara algo más que espacio y englobara una revisión y una clasificación en que lo que alguien dice se une a lo que un científico determina para crear un retrato de lo que pasó, de cómo pasó y de por qué pasó. Pero en estas representaciones siempre hay vacíos y puntos en blanco, y a menudo colores que no armonizan e imágenes contradictorias. De vez en cuando, la escena de un crimen se convierte en un inmenso trampantojo, donde lo que parece ser no lo es, y domina el engaño.
—Hola, Stephen.
Silencio.
—¿Qué tal, Steve?
Vacilación. Sonrisa pícara.
—Hombre, Steverino, ¿cómo te va?
«No está mal. Nada mal. Gracias por preguntar.»
El estudiante 5 se estaba mirando en el espejo del lavabo de su casa totalmente reformada de la calle Angela, en Cayo Hueso. Estaba situada al otro lado del cementerio, que con sus poco más de tres metros sobre el nivel del mar, era uno de los sitios más elevados de la ciudad y proporcionaba a quienes vivían cerca cierta sensación de seguridad frente a los huracanes. El edificio era lo que los lugareños denominaban «casas de cigarreros», porque, cuando fueron construidas en la década de los veinte, habían alojado a refugiados cubanos que habían huido de una de las frecuentes agitaciones de la isla, emigrado alrededor de ciento cincuenta kilómetros y perfeccionado el arte de enrollar excelentes puros para el papá Warbucks del estado. Las casas eran pequeñas, estrechas, de un solo piso, hechas del pino local —relativamente inmune al clima y las termitas—; con el paso de las décadas, se habían vuelto muy populares entre los ricachones como casas de veraneo. Su precio superaba las siete cifras, pero el estudiante 5 la había comprado astutamente hacía muchos años y había hecho instalar un tejado de metal, aire acondicionado centralizado y encimeras de granito en la cocina, por lo que doblaría o triplicaría su coste si la ponía a la venta.
No tenía ninguna intención de hacerlo.
Se levantó el cuello de la camisa y se puso unas caras gafas de sol Ray-Ban. Llevaba unos shorts con los bordes deshilachados y unas zapatillas deportivas andrajosas que habían visto mejores días. Haría humedad y calor fuera, y sabía que estaría sudado en cuanto hubiera recorrido una manzana.
—Dime, Stevie, ¿te sientes seguro?
—Pues ahora que lo dices, sí, la verdad. Me siento muy seguro.
—Me pareció muy inteligente por tu parte dejar indicios de producción clandestina de drogas.
—A mí también.
—Y aquel cadáver...
Recordó una frase que decía Winston Wolfe en Pulp Fiction: «Nadie a quien se eche de menos.»
El estudiante 5 creía haber dispuesto una cantidad considerable de elementos contradictorios en su caravana estática. Eso provocaría confusión; la policía no sabría qué clase de crimen estaba investigando. Y, para cuando aclarara algo, si llegaba a hacerlo, encontraría un fantasma: un hombre que no existía. Y nada relacionaba al ficticio y ahora difunto Blair Munroe de Charlemont, Massachusetts, con Stephen Lewis, un traficante de drogas retirado de Cayo Hueso, en Florida.
En el fondo había esperado que las explosiones acabaran con la vida del sobrino, la novia y la fiscal junto con la del mendigo. Había repasado las noticias locales, que seguían incluyendo relatos emocionantes de la conflagración y la información de que había por lo menos una víctima mortal y varios hospitalizados. Le asoló cierto disgusto: «Lástima. Mala suerte. Heridos pero no fallecidos. Ese es el problema de usar explosivos. Causan la destrucción necesaria, pero carecen de la intimidad y la seguridad de una bala.»
Daba igual. Había dispuesto un final. Que fuera el segundo final que se había visto obligado a crear era solo una pequeña molestia. Había desaparecido y, como un recién nacido, estaba mirando el mundo por primera vez.
«Bueno, si sobrevivieron... —Una sonrisa para sus adentros—. Tendré algo en lo que pensar.»
Echó un vistazo al reloj de pulsera. Tardaría entre quince y veinte minutos en sacar su oxidada bicicleta de piñón fijo, el medio de transporte preferido en Cayo Hueso, para dirigirse sin prisas al espectáculo vespertino de la feria en la plaza Mallory. Contorsionistas, faquires, guitarristas y cualquiera que intentase ganar dinero de un crucerista haciendo algo raro, como posar para las cámaras de fotos con una iguana colocada en un hombro y una boa constrictor en el otro, amenizaban la sensacional puesta de sol para los turistas.
Como la mayoría de residentes de Cayo Hueso, solía evitar este ritual nocturno. Un canto al kitsch y al proverbial laissez faire de Cayo Hueso: demasiadas personas apretujadas en un espacio reducido. El tráfico retrocedía por las calles laterales. Era un momento de serenidad expresado sonoramente. Pero aquella noche iba a participar. Era el mejor sitio que se le ocurría para despedirse de una persona inexistente que lo había tratado bien durante muchos años.
De modo parecido al sol poniente, un enorme y brillante disco de tonalidades rojas y amarillas que se hundía en una reluciente extensión azul, Blair Munroe estaba desapareciendo.
Tomaría un trago. Brindaría por el pobre Blair. Y pasaría página. Las posibilidades eran infinitas. Podía elegir a su gusto. El horizonte estaba despejado.
Un dolor intenso seguido del aturdimiento de los fármacos que tenían que camuflarlo. Una luz fuerte, implacable en los ojos. «La cuenta atrás.» Dormir. Despertar. Más dolor. El goteo constante de una vía intravenosa. Remisión del dolor, como el volumen de un estéreo que baja. Dormir de nuevo.
Despertar después para verse metida en algo que era más que un embrollo y rozaba el delito. Cuando Susan Terry salió de la semiinconsciencia del postoperatorio, se alegró de estar viva. Quizá.
Una enfermera entró en la habitación y subió la persiana.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Susan.
—Jueves por la mañana. Ingresó el martes.
—¡Dios mío!
—¿Le duele?
—Estoy bien —aseguró Susan, aunque era evidente que no lo estaba.
—Hay mucha gente que quiere hablar con usted —le dijo la enfermera—. Hay una cola que empieza con la policía estatal. Después está su jefe de Miami. Y también una pareja joven que ha venido a verla por lo menos seis veces, pero usted estaba inconsciente.
Susan se recostó en la cama. Notaba un ligero olor a desinfectante. Echó un vistazo a la vía que tenía introducida en el brazo. Tenía vendado el otro.
—¿Qué me están poniendo? —preguntó.
—Demerol.
—Es muy eficaz —dijo tras inspirar. Hizo acopio de cierta fortaleza interior y soltó—: Pero no puedo tomarlo. Tengo un problema de adicción.
—Avisaré a su médico —dijo la enfermera abriendo los ojos como platos—. Háblelo con él.
De repente Susan quería aquel goteo más que nada en el mundo. Quería disfrutar del aturdimiento de los analgésicos derivados de la morfina. Quería dejar que la sumieran en un semisueño y en el olvido. Quería mantener a cierta distancia a todas las personas que pretendían hablar con ella, puede que hasta impedir que llegaran a hablar nunca con ella.
También sabía que la mataría, seguramente de una forma más eficaz que la explosión de una bomba casera hecha con bombonas de propano y bidones de gasolina.
—Avise al médico, por favor —pidió, apretando los dientes. En cuanto la enfermera se volvió, se arrancó la aguja intravenosa del brazo. Pensó que era lo mejor que podía hacer en aquel momento.
41

Naturalmente, no los creyeron del todo.
En realidad, apenas los creyeron. Sus historias estaban llenas de contradicciones, de aspectos que suscitaban preguntas en lugar de responderlas, de unas cuantas mentiras descaradas que generaban dudas y sospechas, y presentaban tantos agujeros que un sepulturero con una excavadora habría tardado horas en llenarlos.
Pero la policía estatal de Massachusetts no tenía motivos suficientes para retenerlos más tiempo. Los inspectores sabían que se habían cometido delitos, pero no encontraban nada que hubieran hecho ellos tres que infringiera la ley.
A Andy Candy se lo habían hecho pasar particularmente mal.
Los investigadores imaginaron que sería el eslabón más débil. Era la más joven y la única que no estaba herida, aunque las quemaduras de Moth sanaban rápidamente y no eran graves. Su relación con el hombre de la casa siniestrada era la más vaga. Por consiguiente, su interrogatorio había sido duro, desde el típico «queremos ayudarte» hasta el «sabemos que nos estás mintiendo y queremos que nos digas la verdad» o «¿sabes que ocultar información sobre un asesinato es un delito?; no querrás ir a la cárcel por proteger a tu novio y una fiscal suspendida».
—¿De qué creen que los estoy protegiendo? —preguntó ella.
—¿Y entonces por qué estás aquí? —insistieron.
Andy se sorprendió a sí misma al mantener una calma irritante que frustró a sus interrogadores, sin dejar de ceñirse a su burda historia:
—El hombre de la caravana podía estar relacionado con la muerte del tío de Timothy Warner, que fue un suicidio, pero como surgieron preguntas vinimos en busca de respuestas. Sin embargo, antes de que pudiéramos formular ninguna, todo saltó por los aires. Creo que fue porque el individuo vio al policía uniformado fuera y pensó que era una redada de narcóticos y que iría a la cárcel el resto de su vida, y por eso se inmoló y lo incendió todo, para mandarlos a todos ustedes al infierno. Eso es lo que creo. Me gustaría poder ayudarlos más. De verdad.
Pero no era cierto.
Delta Airlines les cambió el billete por uno de primera clase cuando la mujer del mostrador de la compañía vio el brazo derecho escayolado en cabestrillo de Susan Terry.
Permanecieron en silencio la mayor parte del vuelo al sur, de vuelta a Miami. Susan tomaba regularmente paracetamol, que apenas aplacaba el punzante dolor posquirúrgico. Estaba orgullosa de sí misma por haber evitado engancharse al instante, aunque habría preferido que le recetaran paracetamol con una buena dosis de codeína. Le pareció que las punzadas del brazo reconstruido le irían bien para combatir la adicción. Cada vez que no tomaba un narcótico se recordaba que estaba limpia, y eso, en conjunto, era bueno. Intentaba ignorar el dolor que le recorría el brazo y el sudor que le perlaba la frente.
Volvió la cabeza y miró a Andy y a Moth, al otro lado del pasillo. La luz era tenue y los motores zumbaban constantes. El hombre sentado a su lado se había dormido. Le resultaba incómodo moverse, pero se inclinó hacia ellos.
—¿Creéis que el hombre que murió allí era el que estabais persiguiendo? —preguntó. Omitió precisar: «¿El hombre que me hizo quedar mal ante mi jefe y me jodió la vida?»
Quería que fuera él. Quería que todo hubiera terminado. Quería poder ir la tarde siguiente a Redentor Uno, tomar la palabra y decir que todo se había acabado, y así poder reiniciar su vida. No creía que eso fuera posible.
No se daba cuenta de que estaba mezclando a aquel asesino anónimo con el hecho de avanzar, de recuperar su cargo y volver a ser la fiscal dura que acusaba a los malos en lugar de tomar narcóticos. Y al igual que a los policías de Massachusetts, todo aquello seguía sin convencerla. Pero no sabía encontrar la solución. Toda su formación en Derecho penal le indicaba que simplemente tenía que haber una piedra que pudieran levantar para dejar al descubierto algo que pudiera convertirse en una respuesta.
Andy Candy no contestó de inmediato. Miró el cielo por la ventanilla, al otro lado de Moth. Todo aquel vacío parecía increíble.
Moth miró primero a Andy y después a Susan.
—Ojalá lo fuera —dijo—. Si fuera él, facilitaría las cosas. —Hizo una pausa antes de añadir—: Nunca he tenido tanta suerte.
—¿Suerte? —se sorprendió Susan.
—Sí. Hay que tener suerte para obtener respuestas sencillas a preguntas complejas.
Esto hizo sonreír a Andy. «Este es, en pocas palabras, Moth», pensó.
—¿Qué hacemos? —prosiguió él, dirigiéndose a Susan—. ¿Esperamos a que hayan terminado la autopsia y hecho algunas comprobaciones de ADN, si es que pueden? Me temo que nunca lo sabremos.
Era una idea que lo aterraba. No sabía exactamente por qué, pero la incertidumbre era la clase de desencadenante que lo haría recaer en la bebida.
«¿Qué le sirvo, joven?»
«Un whisky con hielo y un alma llena de dudas, camarero.»
No expresó esta conversación en voz alta, aunque supuso que tanto Susan como Andy sabían que la estaba manteniendo.
—Tenemos que encontrar una respuesta concreta —aseguró. Y fue consciente de que era mucho más fácil decirlo que hacerlo. Se volvió y siguió la mirada de Andy hacia el cielo que se extendía al otro lado de la ventanilla. «Vamos a ochocientos kilómetros por hora y me gustaría poder alargar el brazo y tomar con la mano lo que hay que hacer.»
Andy, que vio que se estaba debatiendo, le tocó la mano. En ese momento no quería exactamente que todo hubiera acabado. Quería, pero no quería. Acabado significaba seguridad. También conllevaba el final para ella y Moth. «Él seguirá su camino. Y yo el mío. El mundo es así. Este es el final que siempre nos ha aguardado. Así fue nuestro primer final. El segundo será igual.»
Susan se reclinó en el asiento y consultó su reloj de pulsera. Habían pasado noventa minutos desde sus últimos dos analgésicos, que no le surtían demasiado efecto. Hizo una señal a un auxiliar de vuelo y le pidió una botella de agua. Le quitó el tapón como pudo, usando finalmente los dientes para sujetarlo, y se tomó dos pastillas más. Esperaba que por la mañana la despidieran, y sabía que no había ningún fármaco sin receta que calmara ese dolor en concreto.
Cuando la caravana estática explotó, Susan perdió el arma, y el equipo forense que procesaba los restos carbonizados e inundados de agua no se la había devuelto. En el bolso llevaba el .357 de Moth, que había pasado por el control de equipaje mostrando su placa, y pensó que se lo tenía que devolver. En cuanto a ella, sabía que podría conseguirse otra arma en poco tiempo. Adquirir armas de fuego no es difícil en el sur de Florida.
Así que después de aterrizar y antes de separarse para dirigirse a sus diversos destinos, Andy y ella se metieron en el servicio de señoras para hacer un intercambio. Ninguno de ellos tenía la seguridad de que Moth necesitara el arma. Podía ser que sí, o que no. Andy Candy había decidido guardarla ella, por lo menos hasta que Moth volviera a Redentor Uno con regularidad.
El peso del revólver la asustaba casi tanto como lo que podría hacerse con él. Pensó que se necesitaría una fuerza especial para levantarlo, apuntarlo a alguien y apretar el gatillo, a pesar de toda la propaganda de los entusiastas de las armas en sentido contrario. Se lo metió en el bolso con el propósito de olvidarse de él, pero se dio cuenta de que eso sería imposible y, simplemente, cerró la boca.
Las dos salieron del lavabo de señoras y vieron que Moth estaba delante del mostrador de venta de billetes observando la cola de gente. Tenía la cara algo colorada y estaba como paralizado, como si hubiese visto una víbora a sus pies y tuviera miedo de que lo mordiera si se movía.
—¿Pasa algo? —preguntó Andy.
Moth sacudió lentamente la cabeza. No se volvió hacia ella, sino que se dirigió pausadamente a Susan:
—Sabemos que estuvo aquí, en Miami, ¿verdad?
—Así es —contestó Susan.
—Y sabemos que regresó a Massachusetts. Tuvo que hacerlo, ¿no? Tenía que preparar la explosión.
—Así es —repitió Susan, solo que esta vez arrastró las palabras.
—Supongamos por un momento que el que había en la casa no fuera él. Que fuera otro.
—De acuerdo, supongámoslo. Pero...
—Es un asesino consumado. ¿Qué sería para él otro cadáver?
—Nada. Muy bien. Continúa.
—Así pues, sabemos, vagamente pero lo sabemos, que tuvo que volar de vuelta al norte para llegar allí antes que nosotros.
Susan se sintió algo mareada. Y no era por el dolor ni por el paracetamol.
—Tenemos una cronología —susurró Andy Candy.
—Sí —corroboró Moth—. Y sabemos dónde se guardan las listas de nombres de los manifiestos de pasajeros. —Señaló el mostrador—. Si Blair Munroe está en una de esas listas, bueno, será un callejón sin salida. Y tendremos que pasar página. Pero si no está...
Susan pareció un poco desconcertada. Lo mismo que Andy Candy.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó esta.
Moth quiso mantener su voz serena, pero le fue cobrando fuerza.
—Todo el mundo busca siempre una relación clara. Pero en mi especialidad, a veces el indicio revelador es la ausencia de algo. —Señaló el mostrador de venta de billetes—. Un hombre que sabemos que estuvo en Miami compra un billete para volver a casa en avión. Esa casa pertenece a un hombre llamado Blair Munroe. Pero ¿llamó Munroe a Andy? ¿Dio él el chivatazo sobre el camello de Susan a la policía? ¿Amenazó él a mi tía? ¿O fue otra persona quien se embarcó en ese avión rumbo al norte?
«¡Qué irónico! —pensó—. Si ocultó su identidad, puede revelarnos quién es. Soy historiador —se dijo sonriendo para sus adentros—. Un investigador de la sutileza.»
42

No tenía que ir al despacho de su jefe hasta las nueve de la mañana siguiente, pero sabía que los de seguridad trabajaban veinticuatro horas al día. Era casi medianoche cuando cruzó las puertas de la Fiscalía del Estado en Dade.
El guardia de seguridad tras el cristal blindado estaba leyendo una novela de Carl Hiaasen y riendo. Pero en cuanto la vio, hizo una mueca.
—Dios mío, señorita Terry. ¿Qué diablos le ha pasado? —Señaló con la cabeza el brazo escayolado en cabestrillo.
—Un accidente de coche —mintió—. Estamos en Miami. El otro conductor no tenía seguro, por supuesto. Se saltó un semáforo en rojo.
—Menudo desastre.
—Ya le digo. Y si le parece que esto es malo —comentó señalándose el brazo—, tendría que ver cómo me quedó el coche. Siniestro total. —Esperaba que no comprobara su nombre y viera la indicación de que estaba suspendida. Tenía que mantenerlo distraído—. ¿Y qué? ¿Hay alguien más haciendo horas extra gratis?
—Sí —sonrió el guardia—. Todavía hay unos cuantos. El equipo que trabaja en el caso de ese gran fraude bancario y un par de fiscales encargados de encerrar a esos cabrones que allanan domicilios. Los demás ya se han ido a casa.
—No tardaré mucho —indicó ella sin dejar de sonreír y procurando actuar como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo—. Solo he de comprobar unos documentos antes de una vista de mañana por la tarde. Ya sabe cómo van estas cosas: estás en casa mirando la tele y atiborrada de analgésicos —dijo señalándose el brazo—, repasando lo que tienes que decir en el juzgado, y de repente crees que se te ha olvidado algo, que se te ha pasado algo, o qué sé yo, que la has cagado en algo...
Mientras decía todo esto se sacudió un poquito el cabello y soltó una risita al tiempo que se dirigía con paso firme hacia la entrada. «Vamos —pensó—. No compruebes nada. No hagas tu trabajo. Estás cansado y aburrido; no prestes la atención debida durante una noche rutinaria.»
El guardia anotó en una tablilla que había entrado en el edificio, algo que Susan sabía que haría pero no había sabido cómo evitar, y pulsó el dispositivo de entrada para que accediera a los despachos. El sonido del cierre electrónico fue discordante pero la alegró oírlo. Contaba con que su jefe no comprobaría los registros del horario nocturno, o que, por lo menos, no lo haría hasta tener una razón de peso.
Seguramente tendría esa razón en unas horas.
En cuanto cruzó la puerta, se escondió entre las sombras, junto a unos archivadores altos que había contra la pared. Las luces de techo, normalmente brillantes, estaban atenuadas. La fiscalía estaba tranquila, fantasmagórica. Estiró el cuello y le pareció oír voces procedentes de un ala del edificio. Se agazapó, lo que hizo que el brazo le doliera horrores, ya que los demás fiscales sabrían que estaba suspendida y, naturalmente, sentirían curiosidad si la veían.
«Puede que recelen. Me preguntarán amablemente qué estoy haciendo aquí, pero tendrán dudas. No se creerán la pobre excusa que les dé. Alguien enviará un correo electrónico que irá ascendiendo por la cadena de mando y se acabó. El jefe se pondrá furioso... Bueno, más que furioso. Ahora ya está furioso. Montará en cólera, con la cara colorada y la mandíbula apretada.»
Dudó un momento. La había invadido una sensación de pérdida. Los escritorios metálicos y los despachos cerrados que la rodeaban eran impersonales y espartanos, pero eran su hogar más que su propio piso. Este era el sitio donde se había sentido más feliz y más estresada a la vez, un sitio lleno de ansiedades y logros. Todas aquellas contradicciones eran tan dolorosas como las punzadas del brazo.
Entonces se deshizo de todas estas sensaciones casi con la misma rapidez con que la habían asaltado, se concentró y recorrió sigilosamente el trecho que la separaba de su despacho. La moqueta amortiguaba las pisadas de sus zapatillas deportivas. Escuchó su propia respiración con la esperanza de que fuera regular, aunque le parecía dificultosa.
Esa noche iba a llevarse algo de allí.
Su nombre seguía en la puerta. Eso la tranquilizó. Rogó que no hubieran cambiado las cerraduras. Sabía que después de despedirla las cambiarían, pero cuando su llave abrió, suspiró aliviada.
Pensó que no estaba forzando una entrada ni robando nada, pero sí violando el acuerdo al que había llegado con su jefe, y eso rozaba lo delictivo.
Se preguntó si algún fiscal clarividente que examinara sus actos vería hechos constitutivos de delito. «Probablemente. Puede. Posiblemente.» No lo sabía. Se preguntó si ella los vería. La respuesta era «sí, por supuesto», pero el miedo, mezclado con la determinación, dio como resultado lo que podría resumirse con un improperio: «¡A la mierda!» Solo sabía que estaba inmersa en algo y que en ese momento, en plena noche, dependía de ella obtener una solución.
Debía encontrar a un asesino, lo que tal vez podría asegurarle el empleo.
Todo lo que había hecho y lo que iba a hacer parecía un pequeño precio que pagar si lo lograba. No quería imaginarse la alternativa: inhabilitada para ejercer la abogacía, detenida, procesada. Y peor aún: humillada, consciente de que había sido incapaz de impedir que un asesino se fuera de rositas.
Al entrar cerró la puerta de su despacho con sigilo. No encendió la luz de techo, pero bajo el brillo tenue de la ciudad que se colaba por la ventana, veía lo suficiente para desenvolverse en aquel espacio desocupado. Pensó que todo estaba vacío. La única forma de volver a llenarlo era hacer lo que estaba haciendo. Se situó detrás de su mesa y encendió el ordenador. «Código de acceso.» Rogó que su suspensión no hubiera afectado a su nombre de entrada ni su contraseña. Cuando la pantalla se activó, se sintió aliviada, aunque pensó que era un flagrante fallo de seguridad.
Tecleó un poco. El ruido del teclado la hizo moverse, nerviosa. Esperó que nadie la oyera.
Apareció el sitio de la Administración de Seguridad en el Transporte.
Sabía que no había forma de ocultar que era Susan Terry quien buscaba información. Cada pulsación y cada contraseña eran suyos exclusivamente, de modo que constituían una prueba tan contundente como una firma en un papel y podrían llevar hasta ella. Cualquier investigador competente averiguaría qué había buscado, dónde y cuándo. Podría intentar borrar el disco duro con algún programa especial, pero sería inútil. En lo que a informática se refiere, los investigadores iban muy por delante de ella.
No le importaba realmente, pero sabía que eso limitaba el tiempo de que disponía. Podía oír el tictac inexorable del reloj. Un segundo. Dos segundos. Tres segundos. Un minuto. Una hora. Un día. ¿Cuánto tiempo tenía para encontrar a un asesino?
Se inclinó hacia la pantalla.
—Maldita sea, Timothy Warner, espero de todo corazón que tengas razón —susurró—. Estaría bien echar a perder toda mi carrera haciendo lo correcto para variar, aunque sea completamente ilegal.
Le pareció gracioso. Con cuidado, sacó el brazo derecho del cabestrillo.
Por un instante se imaginó que era un criminal que buscaba a otro criminal.
Tecleó rápidamente, unas veces con una mano y otras obligando al brazo derecho a moverse a pesar del dolor para así recorrer más deprisa los mundos informáticos de la policía.
Moth contemplaba a una Andy Candy dormida.
Estaba hundido en la silla de su escritorio con el ordenador encendido delante. El bolso de Andy estaba cerca, y sabía que dentro estaba el Magnum .357, pero de momento no lo tocó.
Sabía que Andy estaba exhausta. Una vez, hacía años, después de un sudoroso revolcón adolescente, se había quedado dormida de golpe a su lado. Estaban en el asiento trasero de un coche, sitio tópico por excelencia, pero era donde aquella noche habían podido gozar de intimidad. Andy estaba desnuda y él se pasó los minutos que ella dormitó intentando memorizar todas las curvas y todos los pliegues de su cuerpo. La había contemplado entonces igual que hacía ahora. Pensó que no tenían ninguna oportunidad de seguir juntos, que lo único que los unía ahora era solo algo oscuro y mortífero, que al final la luz brillaría para ambos y volverían a separarse. Eso lo entristecía y angustiaba. Perderla sería más doloroso de lo que podía imaginar, lo que no era una idea demasiado madura. Pero sentía que lo coartaba todo lo que ser adulto había incorporado a su vida. La bebida. La desesperanza. Casi la muerte. La salvación a través de su tío. Se preguntó si vengar el asesinato de su tío, un concepto que parecía prácticamente de la época napoleónica, le costaría la presencia de Andy.
Suponía que sí. Eso hizo que se moviera en su asiento. Deseó poder acostarse a su lado en la cama, pero estaba esperando.
Su correo electrónico avisó de un mensaje entrante .
«Será ella», pensó. Se preguntó si tendría que despertar a Andy. Sabía que le iría bien su forma de ver las cosas. Pero la dejó dormir. «Un poco más.» Abrió el mensaje:
No aparece Blair Munroe.20 posibles vuelos. Algunos de enlace.Te envío todas las listas.Nos vemos en tu casa a las 7. Vaciló un momento y empezó a abrir los documentos adjuntos para moverlos a su escritorio.
Sonó otro correo electrónico.
Lo abrió inmediatamente.
Rezaba:
¿Muerto?No creo. Era la fotografía del carnet de conducir de la Dirección de Tráfico de Massachusetts correspondiente a Blair Munroe, ampliada a pantalla completa.
La imprimió y la sostuvo entre sus manos.
Se lo quedó mirando, esperando ver la palabra «asesino» reflejada en sus ojos, en la forma de su quijada, tal vez en su corte de pelo o en el contorno de sus labios. Pero no había nada tan obvio ni tan útil. Se estremeció, pensó en despertar a Andy para enseñárselo, pero se dijo que eso podía esperar. Si ese era el hombre al que tenía que matar, no había ninguna prisa en arrastrarla hacia ese acto. Pensó dejarla disfrutar un rato más de su sueño inocente. Pero nada más.

43

Moth se quedó dormido un par de horas antes del amanecer. Cogió una almohada de la cama y se tumbó en la moqueta junto a Andy Candy. Antes de quedarse en ropa interior y cerrar los ojos tuvo una idea curiosa sobre el pudor y sobre no molestarla.
Andy, por su parte, se despertó cuando los primeros rayos del día entraban en el piso. Vio a Moth en el suelo, junto a ella, se levantó y saltó por encima de él con cuidado. Preparó café haciendo el menor ruido posible, se lavó la cara en el fregadero de la cocina y se dirigió al ordenador para leer las cosas en que Moth había estado trabajando. Vio la información que había enviado Susan y que él había imprimido, y al recoger la fotografía del carnet de conducir de Blair Munroe tuvo pensamientos similares a los que Moth había tenido unas horas antes. Después se llevó el café al escritorio y repasó las listas de pasajeros de los vuelos.
Lo primero que hizo fue descartar los nombres de mujeres.
A continuación eliminó las parejas. «Adiós señor y señora del mismo apellido.»
—Tú no tienes esposa, ¿verdad? —susurró a la fotografía—. No hay a tu lado ninguna mujer a lo Bonnie y Clyde que sea coautora de tus asesinatos, ¿no? —Dejó estas preguntas suspendidas ante la pantalla antes de dar su propia respuesta—: No. Me lo imaginaba. Empezaste solo y vas a acabar solo.
Solo estaba especulando, porque realmente no sabía demasiado sobre asesinos, aunque ya no se sentía del todo inexperta en este ámbito concreto del conocimiento.
«Has aprendido algo sobre asesinatos, ¿verdad?», se dijo.
Las listas de la Administración de Seguridad en el Transporte que tenía en la mesa incluían la fecha de nacimiento. Cualquiera demasiado joven o demasiado mayor dejó de ser de su interés. Usó un margen de quince años, porque creía que el hombre que perseguían se situaba en esa franja de edad. La foto del carnet de conducir era vaga en ese sentido: alguien que podía tener distintas edades. Un aspecto ambiguo. Mayor que ella y Moth. Mayor que Susan Terry.
«La edad de Ed. O muy parecida.»
Las posibilidades se reducían.
Hombres que viajan solos. De entre cuarenta y cinco y sesenta años.
Siguió hablando en voz baja consigo misma:
—¿Fingiste ser un empresario cerrando un negocio importante? ¿Un turista cansado tras participar en alguna actividad ilícita en South Beach? ¿O tal vez un hijo solícito que volvía a casa después de visitar a sus padres, ya ancianos, en una de las elevadas colinas del norte de Miami? ¿Quién querías mostrar al mundo que eras? Porque a nosotros no nos enseñaste ni siquiera una pequeñísima parte de la verdad, ¿no?
Tachó los nombres que iba descartando. Para cuando hubo terminado, su lista se había reducido a unos doce hombres que viajaban solos al norte y se ajustaban al perfil que había elaborado.
Uno de esos nombres correspondía al de un cadáver carbonizado en una caravana estática de una pequeña ciudad olvidada de Massachusetts o a un asesino que disfrutaba desahogadamente de su recién conseguida libertad.
Apostaba por lo de desahogadamente.
«Estuvimos cerca, pero nunca tanto como para que te mataras, ¿verdad?» Las preguntas le retumbaban en la cabeza. «Fuiste lo bastante inteligente para planear la muerte de otras personas. ¿Por qué no ibas a planear la tuya?» Imaginó que los asesinatos se cometían en un escenario delante de ella. Como un actor, el asesino al que buscaban saludaba y se marchaba entre aplausos atronadores. Por la izquierda.
Le pareció que Moth se despertaba. Lo miró y vio que se movía con modorra.
—Buenos días —le saludó alegremente—. Hay café.
Moth gruñó. Se puso de pie y se metió en el cuarto de baño. Una ducha caliente y un enérgico cepillado de dientes eliminaron algo del aturdimiento que le provocaba la tensión, la falta de sueño y una creciente ansiedad. Cuando salió, Andy se fijó en que tenía el pelo mojado.
—Creo que te imitaré. ¿Hay alguna toalla seca?
Moth asintió.
—Mírate esto mientras me ducho —pidió Andy empujando la lista de nombres hacia él.
Moth se sentó con una taza de café para echar una ojeada a lo que había hecho Andy, pero oía el ruido del cuarto de baño y tenía que esforzarse para no abstraerse en los recuerdos que tenía de su silueta desnuda. En su opinión era una mañana como la que podía tener cualquier matrimonio, con una pequeña diferencia: una conversación. Asearse. Café recién hecho. Comenzar la jornada a ritmo moderado. Empezar a planear el asesinato de alguien.
Hacía tiempo que no sentía la energía vengativa que lo había dominado cuando recuperó cierta apariencia de vida tras la muerte de su tío. Pero al mirar la lista, notó que renacía en él.
—¿Dónde estás? —preguntó a cada nombre de la lista—. ¿Quién eres? —Y añadió—: ¿Cómo puedo encontrarte?
Su tono era más bajo y más ronco al susurrar cada pregunta.
Susan Terry dudó antes de llamar a la puerta de Moth. Recordó que unos días antes había estado en aquel mismo lugar empuñando una pistola, dispuesta a dispararle porque, con las ideas nubladas por el colocón, había creído, al borde de la histeria, que aquel estudiante de Historia alcohólico la había delatado a la policía y le había jodido la vida que ella se esmeraba tanto en mantener equilibrada.
Se encogió de hombros y llamó.
—No dispongo de demasiado tiempo —se limitó a decir por todo saludo cuando Moth abrió la puerta—. Tengo que aguantar un rapapolvo de mi jefe en su despacho a las nueve. Hay que decidir cuál será nuestro siguiente paso antes de entonces, porque creo que me van a dar la patada a las nueve y un minuto.
Moth la llevó hacia la mesa donde había esparcidos montones de papeles; todo lo acumulado a lo largo de las semanas posteriores a la muerte de su tío. Vio que Susan echaba un vistazo a aquella especie de desorden con el ceño fruncido. Le alargó la última lista de Andy justo cuando esta salía de la ducha, cepillándose el pelo mojado.
—Creo que es uno de estos —indicó—. Es la conclusión a la que ha llegado Andy tras revisar todo lo que enviaste. Por lo menos, puede que esté aquí.
Susan los observó. Sus relaciones habían sido castas hasta ese momento y olisqueó mentalmente el ambiente para ver si algo había cambiado. Como no detectó nada, lo descartó. Oyó una voz de alarma en su interior.
Pero no le hizo caso. «A la porra —pensó—. Encárgate de lo que te puedas encargar.» Miró la lista de nombres.
—Hombres que viajaban solos. Todos en la franja de edad adecuada.
—Piensas como un policía, Andy —comentó tras asentir.
—Sí —sonrió la joven—. Pero es todo lo lejos que pude llegar. ¿Cómo la acotamos más aún?
Los tres se quedaron callados.
Moth recorrió los documentos con la mirada y posó los ojos en Susan y luego en Andy Candy, para dirigirlos de nuevo a los montones de papeles de la mesa. «¿Qué hace un historiador? ¿Cómo examina las distintas informaciones un historiador para decidir qué influencia tienen en los acontecimientos?»
Inspiró con fuerza, un sonido lo suficientemente fuerte como para que las dos mujeres se volvieran hacia él.
—Sé cómo hacerlo —aseguró.
«Un palo de ciego —pensó Susan mientras recorría rápidamente el laberinto de despachos hacia el del fiscal del Estado, situado en un rincón—. Pero en cuanto a palos de ciego se refiere, no está nada mal.»
La secretaria de su jefe solía guardar la entrada como Cerbero y rara vez sonreía. Cuando Susan se acercó, levantó la vista del ordenador y sacudió la cabeza.
—Caramba, Susan, eso debe de doler. ¿Cómo lo llevas?
Susan pensó que la mejor forma de abordarlo sería bromear. Hacer que pareciera que aquello no era nada del otro mundo.
—Bueno, tendrías que ver cómo quedó el otro tipo.
La secretaria asintió con una lánguida sonrisa. Señaló la puerta del despacho.
—Te está esperando. Pasa.
Susan asintió, dio un paso y se detuvo. Era algo calculado, parte de su actuación. Tenía que hacerlo antes de que la despidieran, si ese iba a ser el resultado de la reunión.
—Me pregunto si... —empezó titubeante—. Bueno, seguramente no servirá de nada, pero...
—¿Qué pasa? —preguntó la secretaria.
Susan cazó la ocasión al vuelo.
—Tengo una lista de nombres de la Administración de Seguridad en el Transporte. Necesito el carnet de conducir de cada uno de ellos —explicó, señalándose el brazo en cabestrillo—. Pero ahora me cuesta mucho teclear en el ordenador...
—Ya te lo haré yo —se ofreció la secretaria—. No me llevará más de un par de minutos. ¿Forma parte de tu investigación?
—Por supuesto —respondió Susan. Al parecer, la mentira de su jefe sobre una investigación había corrido por la oficina. Muy útil. Sonrió. La secretaria tendría acceso a las bases de datos de las fuerzas del orden de todo el país—. Vaya, no sabes cuánto te lo agradezco.
Le entregó la lista que había elaborado Andy Candy. Ahora solo tenía que evitar que la despidieran durante los siguientes minutos.
Alternó eficazmente las invenciones y las contradicciones a un ritmo trepidante.
—Sé lo que me dijiste, pero era un caso cerrado en el que surgieron preguntas, y con los problemas de adicción que he tenido, los asuntos pendientes en el trabajo pueden desencadenar algunas de las conductas que estoy intentando superar —contó a su jefe.
Dejó que las palabras fluyeran con rapidez de sus labios. Quería ser convincente, lo que exigía velocidad, pero no quería parecer maníaca, pasada de vueltas o enganchada. Eso requería más actuación por su parte.
—Los jóvenes que me acompañaron estaban involucrados en el caso y habían planteado ciertas dudas probablemente justificadas sobre nuestra investigación.
Dirigió una mirada a su jefe para escudriñar su rostro en busca de pistas que le indicaran que su perorata estaba causando impacto. Ceño fruncido. Cejas arqueadas. Asentimientos y negaciones con la cabeza. Siguió adelante, embalada y esperanzada.
—Sé que no soportas que la gente tenga dudas sobre un caso oficialmente cerrado, pero se trataba de que fuera terapéutico para mí. Ya sabes, un viaje rápido para hablar con el posible testigo y obtener una declaración. Cerrar definitivamente bien el caso, sin flecos por ninguna parte. Y ya está...
Observó una sonrisa compungida. Su jefe sabía lo poco probable que era un caso sin flecos y ya está.
—Ahora reanudaré el ciclo de rehabilitación —insistió Susan—. He vuelto a tiempo para asistir a mis reuniones y acudir al psicoterapeuta como me pediste. —Se encogió de hombros—. Mira, no tenía ni idea de que el individuo al que iba a ver tuviera un laboratorio cutre de metanfetamina en su vieja caravana. Cuando nos vio llegar, creyó que era una redada y decidió acabar con su vida cubriéndose de gloria, como hizo aquel tipo en la televisión. Madre mía, podía habernos matado a todos, pero tuvimos suerte y el policía local que me acompañaba era muy bueno; tal vez tendrías que plantearte incorporarlo a nuestro equipo de investigadores...
Cada palabra que decía estaba calculada para convertir algo reprobable en algo elogiable. La satisfizo especialmente sugerir que había intentado asegurarse de que no se hubiera cometido ningún error en un caso. Como a cualquier cargo importante de la fiscalía, a su jefe le preocupaba que cualquier asunto de su competencia pudiera convertirse en una noticia de primera plana que incluyera la palabra «incompetente» cerca de su nombre.
—Ya sé que todo esto suena a cagada monumental, y no estoy negando que lo sea, pero mi intención era buena...
Su jefe se lo creyó.
Eso sorprendió a Susan.
Siguió simplemente suspendida, aunque con la advertencia de que no podía haber más incidentes que entorpecieran su programa de rehabilitación. Ella sabía que esta amenaza era verdadera.
«Una capa delgada de hielo se ha vuelto más delgada.»
Pero mientras no hiciera movimientos bruscos, no se hundiría en las aguas gélidas.
De camino a lo que su jefe suponía la continuación de su tratamiento para mantenerse desenganchada, la secretaria le entregó un sobre grande. Susan notó las páginas que contenía casi como si sus dedos estuvieran atravesando el papel para llegar a un asesino.
44

Resistió la tentación de abrir el sobre al instante y esperó hasta llegar al piso de Moth.
Lo dejó caer con una formalidad extraña sobre la mesa.
—Muy bien, señor Warner. Aquí tiene lo que me pidió.
Vio que Andy Candy palidecía un poco. Susan era consciente de que el contenido del sobre comprendía desde lo totalmente irrelevante hasta lo sumamente peligroso. Abrirlo podía llevarlos a emprender un camino que tal vez no pudieran abandonar. Se dio cuenta de que, como era la mayor y la única verdadera profesional presente en lo que a delitos y penas se refería, tenía que hacérselo notar.
—¿Estás seguro de querer mirarlo?
—Es de lo que se trataba desde un principio, ¿no? —dijo Moth tras dudar un instante.
—Sí. Es solo que hasta ahora nadie ha quebrantado ninguna ley (admito que puede que las hayamos forzado un poco), pero ¿hemos hecho algo que un fiscal pueda denunciar en un juzgado? No. Creo que no. Todavía no.
—Y ahora es cuando dices «pero».
—Sí. Si abres este sobre y haces lo que has dicho que harías, todo cambiará radicalmente. Me viene a la cabeza la palabra «conspiración», por ejemplo.
Susan utilizó el mismo tono que había usado la primera vez que Moth fue a su despacho.
El joven no contestó. Se quedó mirando el sobre.
La fiscal suavizó su voz, lo que contradijo gran parte de la dureza de lo que estaba diciendo.
—Mira, Timothy, sé lo que has dicho que quieres hacer, pero ¿te lo has pensado bien? No creo que seas un criminal, y tampoco creo que quieras convertirte en uno. Pero estás a punto de hacerlo. ¿No tendríamos que encontrar alternativas?
—Las alternativas casi nos matan a todos —respondió Moth.
—Solo quiero que pienses en... —empezó Susan, pero él la interrumpió:
—¿No es eso lo que hacemos siempre, Susan? —preguntó en voz baja—. Cada día. ¿Voy a seguir limpio hoy? ¿O voy a recaer?
Ahora fue Susan quien se quedó callada.
—Estoy cansado de ser quien soy —añadió Moth—. Quiero ser diferente.
Le tembló un poco la mano al coger el sobre, y no era la clase de temblor que le era familiar: el de la mañana después de haberse pasado la noche empinando el codo. Miró a Andy Candy, que parecía paralizada en su sitio, porque lo que había sido un desafío intelectual, un rompecabezas con sus cien piezas esparcidas en una mesa esperando a ser encajadas, se había transformado en algo de otra categoría.
—Andy —dijo Moth en voz baja—. Veo dónde quiere ir a parar Susan. Puede que este sea el momento de locura del que hablamos. Si quieres irte, ahora sería un buen momento para salir por esa puerta y no volver la vista atrás.
Decir esto casi le dio náuseas. Vislumbró varios futuros. «Se va, me quedo solo. Se queda, ¿y qué hacemos?»
Las ideas se agolpaban en la cabeza de Andy.
«Vete, vete, vete, vete —pensó. Y después—: Ni hablar.»
No estuvo de acuerdo consigo misma. «Estás siendo idiota. ¿Y? ¡Menuda novedad! Has sido idiota desde el principio. ¿Por qué ibas a dejar de serlo ahora?»
Cuando sacudió la cabeza, Moth sintió un inmenso alivio. Sin dar explicaciones, ella le quitó el sobre de las manos.
—Veamos qué podemos averiguar —dijo sin confiar demasiado en su voz—. A lo mejor no está aquí. O a lo mejor sí. A lo mejor no podemos estar seguros. Entonces podremos tomar algunas decisiones.
La postergación aparente de sus propósitos delictivos renovó su confianza. Buscó la foto del carnet de conducir de Blair Munroe. Que estuviera muerto o no era algo que estaban dilucidando a muchos kilómetros de allí los forenses de Massachusetts. El hombre tal vez muerto parecía muy lejano. El hombre que la había llamado por teléfono y la había aterrado parecía mucho más cercano. Dejó la foto del hombre tal vez muerto en la mesa y abrió el sobre de papel manila. De una forma semejante a la de una presentadora de un concurso televisivo, sacó una hoja.
Los tres miraron las fotos que Andy Candy puso una al lado de otra.
«Un hombre de las afueras de Hartford, en Connecticut.»
—No —sentenció Susan—. ¿Timothy?
—Coincido contigo. No es él.
Otra fotografía.
«Un hombre de Northampton, en Massachusetts.»
—No —soltó Moth—. El pelo y los ojos son distintos. Y también la estatura.
—Cierto —corroboró Susan.
Una tercera fotografía.
«Un hombre de Charlotte, en Carolina del Norte.»
Este retrato hizo que todos se inclinaran hacia delante. Había ciertos parecidos, disimulados por unas gafas. Andy contuvo el aliento, pero soltó el aire despacio al darse cuenta de que no era el hombre que estaban buscando.
—Sigue —pidió Moth—. Otra.
Andy pensó que era un poco como aquel juego infantil en el que se ponen cincuenta y dos cartas boca abajo y hay que girarlas de dos en dos e intentar recordar dónde están las ya levantadas para formar parejas de caras iguales. Metió la mano en el sobre y sacó otra fotografía.
«Un hombre de Cayo Hueso, en Florida.»
Soltó un gritito ahogado, aunque en realidad quiso chillar a pleno pulmón, desahogarse hasta quedar agotada. Pero se limitó a dejar a un lado el sobre con las restantes veinte y pico hojas, acercarse al fregadero y llenar un vaso de agua. Se lo bebió de un trago, incapaz de distinguir si estaba fría o tibia.
Moth no supo muy bien cuánto tiempo se quedaron los tres callados. Pudieron ser segundos. Pudieron ser horas. Fue como si hubiera empezado a deslizarse por el tiempo. Cuando habló, tuvo la sensación de que su voz resonaba, o de que procedía de un lugar lejano o de otra persona: un desconocido.
—Dime, Susan, ¿cómo puedo salir impune de un asesinato? —preguntó en voz baja.
Andy Candy recordó una lectura de su clase de Literatura en su tercer curso universitario. «Un año sin violación», pensó. Muchos debates en clase sobre obras existenciales. «La única verdadera elección es suicidarse o no.» Trató de recordar: ¿Sartre? ¿Camus? Era uno de aquellos escritores franceses, de eso estaba segura. Miró a Susan. «Bueno, podría aplicársele lo de estar entre la espada y la pared, ¿no?» Era casi un chiste, y reprimió una sonrisa. No se atrevió a mirar a Moth. Intentó imaginar lo que sería para él ver al verdugo de su tío retratado en algo tan corriente como un carnet de conducir. Tuvo la extraña sensación de que las cosas empezaban a cobrar forma, como si en lugar de crear confusión, todo empezara a ponerse en su sitio, a juntarse, a enlazarse como los eslabones de una cadena. Miró de soslayo la foto del asesino, pero mentalmente la sustituyó por el rostro sonriente del chico que la había follado por la fuerza, la había preñado y la había abandonado. «Hay que matarlos a todos», pensó.
Un breve silencio.
—No puedo responder a eso, Timothy —soltó Susan Terry.
—¿No puedes o no quieres? —preguntó Moth.
—Lo que tendríamos que hacer es llamar a mi jefe —aseguró Susan sin hacer caso a la pregunta de Moth—. Entregárselo todo a los investigadores. Dejar que preparen un caso procesable. Que hagan una detención. Es complicado, desde luego, pero no imposible. Vamos, Timothy, no seas tonto. Dejemos que alguien experto se encargue de esto.
Moth tardó un instante en hablar.
—Cuando te ocupas de casos de asesinato —dijo pausadamente—, al prepararlo todo antes de ir a juicio, seguro que piensas que si quitaras algo, un detalle, una prueba, todo el caso se derrumbaría. Quien mejor puede saber cómo evitar ir a la cárcel no es el delincuente, porque está inmerso en sus fechorías, sino la policía y los fiscales como tú, que lo ven todo a posteriori.
—Sí —asintió Susan Terry—. Lo que dices es razonablemente exacto. —Parecía una catedrática de Derecho.
—De modo que es lógico pensar que una experta como tú sepa, intelectualmente hablando, cuáles son los peligros que puede haber y los errores que pueden cometerse.
Susan asintió de nuevo. Se sentía un poco como si acabara de despertar en un planeta desconocido, donde se hablaba de crímenes y asesinatos como si fueran temas de un trabajo universitario.
—Muy bien —prosiguió Moth, ganando algo de fuerza—. Hablemos hipotéticamente entonces.
A Susan no le costó ver dónde quería ir a parar. No lo detuvo, aunque algo en lo más profundo de su ser le gritaba que lo hiciera.
—Hipotéticamente y hablando en general —prosiguió Moth con una voz fría que a duras penas reprimía la furia—, ¿cuáles son los aspectos concretos en que un asesino falla y por eso acaba en chirona?
«Bueno, no se puede contener la marea», pensó Susan, inspirando hondo, de modo que respondió:
—Por la experiencia que tengo, y hablando hipotéticamente, son los vínculos. Las relaciones. ¿Qué relaciona al asesino con la víctima? Normalmente, se conocen o tienen algo en común. Lo que la policía busca son puntos de coincidencia.
Moth se inclinó hacia delante, de modo casi agresivo.
—O sea que el asesinato más difícil de resolver...
—Es aquel en el que la relación no es aparente ni obvia. O permanece oculta. O es fortuita. O no hay testigos de la misma. O algo impide verla. Mierda, Timothy, llámalo como quieras. Es cuando no está claro el móvil del asesinato ni cómo la persona A llegó al mismo sitio que la persona B. Con un arma.
Moth pensaba deprisa. Susan podía ver cómo le daba vueltas al asunto.
En ese momento intervino Andy Candy.
—¿Quieres decir como cuando alguien acecha y mata a los miembros de un grupo de estudio de la Facultad de Medicina años después de que hicieran lo que fuera y todo el mundo haya pasado página menos el asesino?
Había mucho cinismo en su voz. La propia Andy lo percibió y, de hecho, le gustó. Era como abrir la puerta de una cámara frigorífica.
Susan procuró ignorarlo y dijo:
—Mira, también hay vínculos forenses. No subestimes lo que pueden hacer los laboratorios policiales. No es como vemos en la tele, ya sabes, un resultado al instante por aquí, un resultado al instante por allá y, ¡bingo!, ya sabemos quién es el asesino. Pero pueden comparar huellas dactilares, analizar cabellos, ADN, de todo. Tardan el tiempo que sea necesario y no podrían ser más fiables. Y la balística es una ciencia muy avanzada.
Moth miró las dos fotografías que había sobre la mesa. Tomó la de Blair Munroe en el carnet de conducir de Massachusetts.
—Sé lo que me relaciona con este hombre —afirmó despacio.
Volvió a dejar la fotografía en la mesa.
Sujetó la otra fotografía y la observó un momento. «Stephen Lewis. Calle Angela, Cayo Hueso.»
—Pero ¿qué me vincula a esta persona? —preguntó.
—Solo yo, y lo que he hecho —respondió Susan en voz baja tras dudar un instante.
—¿Y qué supones que relaciona a este hombre con este otro? —preguntó Moth sosteniendo las dos fotografías en alto.
Susan inspiró con fuerza. Fue como si en aquel instante pudiera ver un asesinato. No sabía si Moth también lo veía.
—Seguramente nada, si es tan listo como pensamos —respondió.
Moth sonrió.
—Vale, Susan —soltó—. Creo que hoy tendrías que ir a Redentor Uno. Sí, sin duda. Tendrías que asegurarte de estar allí esta tarde. Y de hablar. Cuenta detalladamente todos tus problemas y haz que todo lo que dices sea memorable. No querrás que ninguno de los presentes en la reunión olvide que estuviste en ella, por si alguien llegara a preguntarlo.
45

Una conversación unilateral:
—No te precipites. Puedes mandar al cuerno todo tu futuro. Te pillarán. ¿Crees que puedo protegerte? Piénsatelo bien. No lo haré. El asesinato no es ningún juego, Timothy. No es una especie de ejercicio académico. Es real, desagradable y exige mucha más dureza de la que tú posees. ¿Crees que puedes mirar a los ojos a un hombre y matarlo? Hazte esta pregunta. Puede que sea fácil para las estrellas de Hollywood en las películas, pero en la vida real no es tan sencillo. ¿Crees que podrás apretar el gatillo?
Una pausa. Ninguna respuesta. Continuación:
—La policía no es idiota, Timothy. El tiempo juega a su favor y dispone de unos recursos que ni te imaginas. Los homicidios no prescriben.
Más silencio. Las palabras que explotaban en la quietud del piso no parecían hacer mella.
—¿Qué te hace pensar que cuando lea mañana en el periódico que ha habido un asesinato en Cayo Hueso, no me presentaré en la policía de la ciudad para decirles que sé quién lo hizo? Entonces, aunque les lleve mucho tiempo, resolverán el caso. Puedes contar con ello. Y si decido ayudarlos, no tardarán tanto. Así que mata a ese hombre y disfruta de tus cuarenta y ocho últimas horas de libertad, Timothy. Pásate ese tiempo pensando en lo que podrías haber hecho con tu vida.
»Serán las cuarenta y ocho horas más rápidas que hayas vivido, mientras esperas a que llamen a la puerta. Y no trates de huir. No te servirá de nada. Da igual si utilizas todo el dinero de tu tío para contratar al mejor abogado penalista de Miami. Irás a la cárcel. ¿Sabes qué les pasa a los chicos blancos que cumplen condena por asesinato? Usa la imaginación, Timothy, y después de haberte figurado lo peor que puede pasarte en una prisión, multiplícalo por diez y te acercarás a la realidad.
Otro momento a la espera de una respuesta que no llegó.
—Por favor, Timothy, no seas idiota. Eres listo y culto. Tienes muchísimo potencial. No lo tires todo por la borda por culpa de una venganza ridícula.
Una sonrisa. Una negativa con la cabeza. Su silencio se prolongaba insistentemente, como una sirena que resonara en la habitación. Susan dejó que la rabia y la frustración se le colaran en la voz, y finalmente recurrió al mejor argumento posible:
—Y arrastrarás a Andy contigo, y puede que a mí también, aunque coopere y declare en tu contra. Esta vez seguro que perderé mi empleo, y muy probablemente toda mi carrera profesional se irá al garete. Puede que hasta me enfrente a una pena de prisión. Pero eso no es nada comparado con lo que le ocurrirá a Andy. ¿Quieres verla metida entre rejas?
Inspiración profunda. La respuesta de Moth, sencilla, imposible: «No.»
Más silencio. La última pregunta de Susan, impotente:
—¿Y bien?
Una mentira:
—No permitiré que eso suceda. Adiós, Susan. Nos veremos mañana en Redentor Uno.
Un último esfuerzo, realizado en otra dirección.
—Por favor, Andy, no dejes que lo haga.
Y la respuesta inmediata de la joven:
—Nunca se me ha dado bien lograr que Moth haga algo. Bueno o malo. Una vez que ha tomado una decisión, es tozudo como una mula.
Un tópico, desde luego, pero acertado.
Susan los miró. De repente, le parecieron muy jóvenes.
—Joder, pues nada —soltó. Se volvió para marcharse, pero al llegar a la puerta, lo intentó por última vez—. No digas que no te lo advertí.
Egoístamente empezó a calcular el riesgo que corría. Era considerable. «Conspiración. Cómplice; eso seguro. Encubrimiento; eso era igualmente probable.» Le vinieron a la cabeza diversos cargos: los que ella habría presentado contra otra persona. Veía los artículos del Código Penal, puede que hasta pudiera recitarlos literalmente en caso de necesidad. La abogada que había en ella se preguntó si tendría que redactar rápidamente un documento y pedir a los dos muchachos que lo firmaran: una especie de declaración que la eximiera de cualquier participación en cualquier actividad delictiva. Supuso que no era factible, especialmente cuando Moth repitió «Adiós, Susan» y le sostuvo la puerta para que saliera.
Quiso darle de collejas, hacerlo entrar en razón a bofetadas. Agarrarlo por el cuello de la camisa y hacerle ver la realidad. Pero no lo hizo. Se marchó y, cuando la puerta se cerró, de repente se sintió más sola de lo que se había sentido en toda su vida.
Moth se dirigió al ordenador con la foto del carnet de conducir de Stephen Lewis, de la calle Angela, en Cayo Hueso. La información que pudiera obtener sobre aquel hombre estaba a pocos clics de distancia.
—Susan tiene razón, ¿sabes? —dijo con los dedos suspendidos sobre el teclado.
—¿Razón en qué? —preguntó Andy Candy, aunque sabía a qué se refería.
—En todo lo que ha dicho. Los riesgos. El dilema. La realidad. No tendría que engañarme a mí mismo —añadió sin convicción. Esperó un instante antes de añadir—: Y lo que ha dicho de nosotros. Tenía razón en eso. No puedo pedirte nada más, Andy. Tienes que irte ahora. Sea lo que sea, tengo que hacerlo solo. Susan habló de potencial. De futuro. De no tirarlo todo por la borda. Expuso todos los argumentos que cabía esperar de ella. Y todos tenían más sentido que lo que yo tengo en mente. ¡Dios mío, si ni siquiera sé si seré capaz de hacerlo! También tenía razón en eso. —Sacudió la cabeza—. Pero tengo que intentarlo.
Andy fue consciente de que tendría que dejarse guiar por el sentido común para dar sus siguientes pasos. También fue consciente de que no lo haría.
—Moth —dijo en voz baja—. No voy a dejarte ahora.
Sabía que era a la vez la mejor y la peor decisión que podía tomar. «Hay toda clase de cosas buenas que están mal y de cosas malas que están bien. Y esta es, sin duda, una de ellas.» Pero no sabía a cuál de las dos categorías pertenecía.
—Si yo tenía un futuro —comentó Moth despacio—, fue porque el tío Ed me lo proporcionó. Y si llevamos todo este asunto a la policía, su asesino desaparecerá de nuevo. Puede que tenga otra identidad en otra parte. Puede que tenga diez. Y, desde luego, por más presión que ejerza Susan y por más alertas que emita el FBI, no lo encontrarán. En Estados Unidos no para de desaparecer gente buscada. Cuando atrapan a alguien por casualidad pasados diez, veinte o treinta años, la noticia aparece en primera plana. Los radicales de los sesenta estuvieron años desaparecidos. ¿Y aquel mafioso de Boston? Su cara estaba en todas las oficinas de correos y en la lista de los más buscados del FBI, y aun así pasaron décadas antes de que alguien lo encontrara. Y fue más bien de chiripa. Este hombre, nuestro hombre, no parece la clase de persona que da margen a la suerte o las casualidades en su vida.
La joven quiso ser práctica.
—Nos matará, Moth. Lo sé. Puede que no sea hoy o mañana. Pero algún día lo hará. Cuando le apetezca. —Sabía que sobraba decirlo, pero al hacerlo sumó el pánico al miedo—. Dios mío —dijo, mas no fue ninguna plegaria.
Moth asintió para mostrarle que estaba de acuerdo.
—Así pues, ¿tenemos algún plan? —preguntó ella. Por un instante pensó que tal vez tendrían suerte y no estaría en Cayo Hueso. Pero se contradijo a sí misma al plantearse que tal vez eso sería mala suerte.
—Sí —contestó Moth, y se volvió hacia el ordenador para hacer unas búsquedas. Acto seguido, añadió una salvedad arrastrando las palabras—: Más o menos.
46

Islamorada, Tavernier, Cayo Largo, Cayo Grassy, Bahía Honda, No Name Key y muchas más: desde el sur de Miami, al límite de los Everglades, hasta Cayo Hueso, la Overseas Highway serpentea por casi mil setecientas islas. La vista desde esta autopista es espectacular: el golfo de México a un lado y el océano Atlántico al otro, brillando al sol, que confiere a sus aguas cien tonalidades de azul. A Moth le gustaba el famoso puente de las Siete Millas, que en realidad no mide siete millas, sino que se queda en las 6,79. Su nombre es engañoso; parece verdadero y falso a la vez. Mide casi siete millas: ¿por qué no llamarlo así?
Andy Candy conducía. Era última hora de la tarde, pero no había demasiado tráfico. Iba con cuidado, no solo porque la autopista, que pasaba de cuatro carriles a dos y cruzaba centros comerciales y puertos deportivos, era peligrosa, sino porque el hecho de que algún policía del condado de Monroe los hiciera parar en un control de tráfico rutinario lo arruinaría todo.
En la mochila del asiento trasero llevaban algo de ropa que Moth había elegido cuidadosamente junto con el Magnum .357 cargado. También llevaban una gorra maltrecha, unas gafas de sol y un sombrero de paja de ala ancha de los que usan las señoras mayores que temen los efectos del sol.
No era precisamente un kit para asesinar.
Ofrecían el aspecto de una joven pareja que iba a hacer snorkel, parasailing o un crucero al atardecer. Pero no lo eran. Lo que no aparentaban era ser un par de asesinos.
Pararon cerca de Cayo Maratón. Mientras Moth entraba en una bodega, Andy Candy encontró un lugar húmedo y enlodado en un rincón del aparcamiento. Sacó algunas prendas que Moth había metido en la mochila y empezó a restregarlas por la tierra, zarandeándolas. Echó un vistazo alrededor para comprobar que nadie viera lo que estaba haciendo. Recordaba un poco a una mujer pobre haciendo la colada a mano, solo que al revés. Deseó poder disponer de algo apestoso, como sudor seco, orina, materia fecal o hedor de mofeta para añadirlo a la mezcla.
Cuando alzó la cabeza, vio que Moth se acercaba a ella. Cargaba una bolsa marrón, y oyó el repiqueteo de dos botellas entrechocando.
—Jamás creí que volvería a hacer esto —dijo él, intentando sonar seguro, pero a Andy le pareció tembloroso. No sabía si era por las bebidas alcohólicas que traía y todo lo que prometían, o por el plan, que prometía otra cosa.
No había salido del todo como había previsto.
El estudiante 5 se sirvió una cerveza fría y exprimió en ella una rodaja recién cortada de lima para intentar posponer el estado de ánimo que no le abandonaba desde la mañana: de repente se sentía aburrido.
Sol. Turistas. El estilo de vida relajado de la isla. No estaba nada seguro de encajar.
—Maldita sea —masculló.
Llevó la cerveza y la bolsa de patatas fritas empezada al salón bien amueblado. El interior estaba oscuro; Cayo Hueso, que adora religiosamente al sol, está diseñado para que haya sombras pronunciadas, lo que proporciona frescor en los sofocantes meses de verano. Entre el zumbido constante del aire acondicionado centralizado, la madera usada en las paredes y el suelo, y las frescas baldosas granates de la cocina, en su casa reinaba una sutil tranquilidad.
Por primera vez en años, el estudiante 5 se sintió solo. Había vivido mucho tiempo con quienes se convertirían en sus víctimas. Y ahora ya no estaban. Era como perder amigos y compañeros. Sintió la necesidad de abrir una ventana para notar el calor y oír el ruido de la calle, aunque cualquier sonido sería lejano. El estudiante 5 vivía al otro lado del cementerio de Cayo Hueso. El típico chiste de los agentes inmobiliarios: un vecindario silencioso. Había cien mil personas enterradas a unos metros de su puerta principal, o eso decían. Nadie estaba seguro de cuántas personas reposaban realmente en él.
Se tumbó en un sofá y se llevó el vaso de cerveza a la frente. Se enfadó un poco consigo mismo. «Tendrías que haberlo previsto. ¿Qué clase de psicólogo eres?»
Frunció el ceño. Se movió en su asiento buscando una postura cómoda, pero no lo logró. Se reprendió a sí mismo.
—¿Dónde estabas el primer día de Psiquiatría Básica? —soltó en voz alta—. ¿Te ausentaste sin permiso? ¿No prestaste atención? ¿Creías que no te quedaba nada por aprender?
Era la más sencilla de las ecuaciones emocionales, y tendría que haberlo sabido. Las fantasías sobre lo que haría con su vida habían sido simplemente yesca para que su fuego obsesivo prendiera. Su verdadera ocupación en la vida había sido la venganza; años de dedicación, de entrega a un solo objetivo, de perfeccionar su destreza. Y ahora todo aquello había desaparecido, junto con el estímulo intelectual y la intensidad de planificación que conllevaba.
Se sentía un poco como un viejo el primer día de su jubilación forzosa, tras haberse pasado décadas yendo todos los días a la misma oficina, sentándose ante la misma mesa, tomando la misma taza de café y el mismo almuerzo preparado en casa, a la misma hora, haciendo el mismo trabajo, hora tras hora, año tras año.
—Maldita sea —rezongó.
Pero él no recibiría una placa de agradecimiento, ni una fotografía enmarcada firmada por los compañeros de trabajo, ni un reloj bonito pero barato para conmemorar su jubilación. No le daría una palmadita en la espalda su jefe, ni un apretón de manos el joven que lo sustituiría en su puesto. No habría lágrimas de sus colegas más sentimentales.
—Maldita sea —repitió. El viejo de sus pensamientos se suicidaría de un tiro. Enseguida. No tenía la menor duda—. La madre que me parió —soltó. Se enorgullecía de ser una persona fría y realista tanto en lo que se refería a sí mismo como al asesinato, pero estaba deprimido. Y perdido.
Las últimas semanas habían estado llenas de energía. Primero, mientras atormentaba al sobrino, la novia y la fiscal. Eso había sido de lo más divertido. Estimulante y entretenido.
Después, mientras preparaba su salida de una de sus vidas. Eso también había sido artístico. No solo lo había liberado, sino que había sido un ejercicio imaginativo. Y había funcionado: cada pieza había ocupado su sitio como las cartas que baraja un tahúr profesional.
Había llegado a Cayo Hueso vigorizado, dispuesto a abrazar su nueva vida. Y casi al instante se había hundido en un vacío. Desde el momento en que vio explotar la parte posterior de la cabeza de Jeremy Hogan hasta entonces nada había sido como lo imaginaba.
No quería leer noveluchas ni ver culebrones televisivos. No quería pescar, navegar, nadar o hacer ninguna de las actividades turísticas que atraían a la gente a los cayos. De repente detestaba los grupos de cruceristas que voceaban en distintos idiomas y abarrotaban las calles, y los carísimos vendedores ambulantes que recaudaban el dinero que llegaba a diario. Todo aquello a lo que había esperado dedicarse se había empañado.
—¿Qué quieres hacer ahora que eres libre como el aire? —se preguntó bruscamente—. ¿Ahora que estás... jubilado? —Hizo que esta palabra sonara como una obscenidad.
Guardó silencio un momento.
—Matar —susurró. Y prosiguió en voz más alta—: Muy bien. Tiene toda la lógica del mundo. Pero ¿a quién? —Sonrió. La pregunta era de chiste—. Ya sabes a quién.
Una serie de desafíos totalmente nuevos. «Después de todo, ¿quién supone una amenaza? ¿Quién puede robarte la vida?» Sabía que la verdadera respuesta a esta pregunta era «nadie» debido a la forma en que había creado sus distintas identidades. Pero la mera idea de que alguien podía representar un peligro para él después de todo lo que había logrado era embriagadora. Empezó a elucubrar.
«La novia. No será demasiado difícil. Las jóvenes siempre están haciendo idioteces que las hacen vulnerables. La pregunta clave es cuándo hacerlo. ¿De aquí a un año? ¿Dos? ¿Cuánto tiempo tardará su sensación innata de seguridad y su ridículo exceso de confianza en afianzarse realmente y en dejarla a punto?»
Eran pensamientos fascinantes. Pasó enseguida a cavilar sobre Timothy Warner.
«El sobrino. Es alcohólico, y no se dejará llevar tan fácilmente por una falsa sensación de seguridad. Pero es joven y débil, lo que minimizará las precauciones que pueda tomar cuando esté sobrio.
»La fiscal...»
Sonrió.
—Eso sí que es un desafío —se dijo en voz alta—. Un auténtico desafío. Es complicada, pero a fin de cuentas, con o sin adicción, sigue siendo un miembro del sistema, y este protege bien a los suyos. Habrá que esforzarse para planear su muerte. Los riegos serán mayores, ¿no?
Respondió su propia pregunta.
—Cierto —dijo. Planificar la muerte adecuada para Susan Terry sería fascinante.
«¿Accidente? ¿Suicidio? ¿Sobredosis? Imagina los enemigos que se habrá ganado metiendo gente en la cárcel.» Era un rompecabezas estupendo.
Bebió un buen trago de cerveza y se acercó al ordenador portátil. Se había montado una pequeña zona de trabajo en una habitación de invitados poco amueblada. En el suelo de un rincón había una impresora. El propósito lo llenó de energía y lo serenó. «Será mejor que empiece», se dijo. En unos segundos había tecleado «Fiscalía del Estado en el condado de Dade». Abrió la ventana de la información pública de su sitio web titulada «Quiénes somos». Después, imprimió la fotografía de Susan, su currículum, una breve biografía y la lista de sus principales casos.
Algo que estudiar. Lo suficiente para sentirse lleno de vida y hacer funcionar el cerebro. Simplemente por pulsar unas teclas y oír cómo las hojas se depositaban en el receptáculo de la impresora ya tuvo la sensación de estar haciendo algo. El retrato a todo color del sitio web de la Fiscalía del Estado fue lo último que salió. «Una bonita y larga cabellera negra. Sonrisa afable y cordial. Mandíbula firme, labios carnosos y ojos verdes. Realmente bonita», pensó.
—Hola, Susan —dijo en un tono cantarín. «Llegará un día en que desearás haber saltado por los aires en mi caravana estática.»
Empezó a tararear para sus adentros un animado rock and roll, y no se paró a pensar por qué le había acudido a la cabeza aquella canción en concreto. Esta aparente canción de amor era más bien una canción de sexo, pero le cambió las palabras del estribillo al empezar a entonarla imitando burdamente la voz cavernosa del difunto Jim Morrison como si saliera de las tumbas situadas a pocos metros de su casa en lugar de la que ocupaba en el cementerio parisino de Père-Lachaise, a miles de kilómetros de distancia. Podía oír al vocalista de The Doors cantando: «Love me two times, I’m going away...»
El estudiante 5 cambió mentalmente el verbo «amar» por el verbo «matar»: «Mátame dos veces, porque me voy a ir...»
47

Mientras recorrían los últimos kilómetros desde el Refugio del Venado de los Cayos, pasando por el puerto deportivo de Stock Island y la entrada del centro universitario, Moth repasó mentalmente los detalles. Eso le permitió concentrarse en lo que podría necesitar en lugar de plantearse lo que tenían intención de hacer. Casi daba risa: un par de chicos en edad universitaria que conducían hasta Cayo Hueso para convertirse en asesinos.
Lo único verdaderamente bueno sobre sus vacaciones homicidas era que estaba con la única chica a la que había amado y, curiosamente, por primera vez desde hacía años, no había pensado en tomar un trago, a pesar de que comprar dos botellas, una de whisky y otra de vodka, lo había alterado.
A su lado, Andy Candy conducía suavemente, con prudencia, aunque cuanto más se acercaban a Cayo Hueso, más convencida estaba de que tendría que zigzaguear bruscamente por la carretera. Debía eludir cualquier cosa que llamara la atención y les impidiera hacer lo que iban a hacer. Era su lado racional. El irracional, que seguramente era el correcto, la obligaba a conservar la calma, a mantenerse en su carril y respetar todas las señales de tráfico.
Encontraron un aparcamiento en una calle tranquila cerca de la avenida Truman, a solo dos manzanas del cementerio. Su coche se sumó a una hilera de vehículos típicos de los cayos: algunos Porsche y Jaguar de lujo, nuevos y relucientes, y varios Toyota viejos, oxidados y abollados, con la pintura desconchada y cubiertos de adhesivos para parachoques que proclamaban: «¡Que viva la República de la Concha!» y «¡Recicla ya!»
Moth se cargó al hombro la mochila con la ropa que Andy había ensuciado tanto, las botellas de bebidas alcohólicas y el revólver. Juntos se dirigieron a una tienda de alquiler de bicicletas, de las muchas que salpican Cayo Hueso. La música reggae con que los bombardeaban unos altavoces al aire libre les anunciaba que todo iría bien. Era Bob Marley cantando Every little thing’s gonna be all right. El dependiente con rastas les alquiló encantado dos bicicletas algo destartaladas. También les enseñó dónde dejarlas si decidían devolverlas aquella noche, puesto que Moth le había dicho que no estaban seguros de si iban a quedarse uno o dos días. Andy Candy permaneció en un segundo plano, procurando pasar desapercibida. Moth pagó en efectivo.
Cruzaron la ciudad en bicicleta y entraron en una tienda West Marine. Moth compró una pequeña sirena de niebla, de las típicas que llevan los veleros que zarpan al Caribe desde Cayo Hueso. En The Angling Company adquirió un par de bragas de cuello. Esta prenda, que gusta mucho a los pescadores, puede usarse para taparse la cabeza y la cara o simplemente para evitar el sol en la nuca. Andy Candy se quedó una rosa y él, una azul.
No se le ocurrió nada más. Fue muy consciente de la minuciosa planificación que había dedicado a los asesinatos el verdugo de su tío, y pensó que sus esfuerzos eran endebles y poco sistemáticos. Esperó que fueran suficientes. Se sentía un poco como un cocinero novato intentando preparar una complicada receta francesa para una comida de vital importancia en que su carrera profesional y su futuro penderían de un hilo en cada bocado de los comensales.
Los dos pedalearon hasta la playa de Fort Zachary Taylor, donde se sentaron en un banco deteriorado de madera bajo unas palmeras a unos veinte metros de las aguas inmaculadas. Estuvieron unos minutos observando a una familia que daba por finalizado un día de ocio. Los padres intentaban acorralar a los niños rebozados de arena y tostados por el sol, recoger las neveritas y sombrillas y marcharse. Era una estampa inauditamente inocente. El contraste entre la familia de vacaciones y ellos dos abrumó a Andy. Pensó que tendría que decir algo, pero se quedó callada mientras Moth se levantaba de golpe, corría hasta un vendedor ambulante que también se estaba preparando para irse y le compraba dos botellas de agua.
Ella bebió el líquido frío con ansia.
—Andy, no creo que podamos simplemente acercarnos a él y dispararle. Podría vernos demasiada gente. Haríamos demasiado ruido. Tenemos que acorralarlo en algún lugar apartado —comentó Moth en voz baja. Una vez había asistido a clases de Historia cinematográfica. Esto era más o menos lo que hacía Al Pacino en la primera parte de El padrino. Pero eran otros tiempos—. Es tanto una confrontación como un asesinato —añadió. Estas palabras sonaron extrañamente huecas.
—No jodas —respondió Andy en tono gélido.
—Solo se me ocurre un sitio.
—Su casa —soltó Andy. Le sorprendió la frialdad repentina que había adquirido su voz. A pesar de lo aterrada que estaba, era organizada. No le pareció demasiado lógico.
—Me preocupa que tenga algún sistema de seguridad. Tenemos que evitar posibles cámaras y alarmas.
—No jodas —repitió Andy.
—No podemos forzar la entrada. No podemos llamar a la puerta y pedirle que nos invite a entrar.
—No jodas —insistió Andy.
—De modo que solo hay una forma de entrar.
Andy notó que su respiración se volvía más superficial. Asmática.
—Mira —prosiguió Moth tras vacilar un instante—, si todo sale mal debes irte. Coge el coche y conduce al norte. Lárgate de aquí y haz exactamente lo que Susan dijo. Ella te ayudará.
—¿Y tú qué?
—Llegados a ese punto, seguramente dará lo mismo. —No dijo «estaré muerto», aunque sabía que esta frase les había venido a ambos a la cabeza. Entonces se preguntó si había hecho una especie de extravagante viaje suicida desde el momento en que había visto el cadáver de su tío y tomado conciencia de que lo único que lo mantenía alejado de la bebida, cuerdo y a salvo estaba muerto.
—Pues no voy a hacer eso —aseguró Andy—. No pienso huir. Nunca fui de las que se retiran o se rinden.
—Lo sé —sonrió Moth—. Pero esto es distinto.
—No te dejaré solo. No después de todo lo que ha pasado.
—Claro que lo harás.
Andy Candy asintió. De repente no sabía si estaba mintiendo o diciendo la verdad.
—Está bien, lo haré. Pero con una condición... —Se detuvo, presa de una furia repentina—. Si te mata, lo mataré, Moth. Si me mata a mí, asegúrate de matarlo.
—¿Y si nos mata a los dos?
Lógico, frío y directo.
—Entonces ya no tendremos de qué preocuparnos y tal vez Susan lo meta en la cárcel.
A Moth le pareció que todo aquello era tan absurdo y descabellado que tendría que dar risa. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros con una sonrisa en los labios.
—Muy bien. Te lo prometo. ¿Y tú?
—Te lo prometo también.
Estas promesas fueron como el juramento de lealtad eterna de un par de quinceañeros: del todo improbable.
—Andy, hay muchas cosas que quiero decirte.
—Y muchas que seguramente yo te diría —aseguró Andy. Alargó el brazo y estrechó la mano de Moth. Después rio, nerviosa—. Supongo que nunca ha habido un par de enamorados, no enamorados, exenamorados, amigos, excompañeros de secundaria o lo que seamos, como nosotros.
—No. Supongo que no. —La sonrisa que esbozó Moth se extinguió enseguida—. Puede que pertenezcamos a otra categoría: parejita homicida de la secundaria. Suena bien. Daría pie a un artículo realmente estupendo en un sitio web de cotilleos, como TMZ. —Inspiró hondo y consultó el reloj de pulsera—. Muy bien —dijo—. Es hora de marcharse. No podemos dejar que nos vea. No creo que nos reconociera o siquiera que espere que estemos aquí. Pero no vamos a correr riesgos. Y, pase lo que pase, no uses el móvil. La torre repetidora de Cayo Hueso registraría cualquier llamada.
Dicho esto, le dio la braga de cuello, que Andy se puso como si fuera la máscara de un salteador de caminos del siglo XVIII. Después le pasó el sombrero de paja de ala ancha de señora mayor y la sirena de niebla. Andy se metió la sirena en el bolso y se colocó el sombrero. Fue consciente de que le quedaba ridículo.
—No estamos aquí ahora. No estaremos aquí después. Nunca estuvimos aquí. Recuérdalo.
Andy Candy asintió.
—Vamos a mirar tumbas —indicó Moth.
Aparcaron las bicicletas en la calle y entraron sin ser vistos en el cementerio mientras empezaba a oscurecer. Ángeles con túnicas holgadas, las alas extendidas y la trompeta en sus fríos labios de piedra, sonrientes querubines desnudos, flores marchitas y lápidas desvaídas. Era un sitio desordenado; muchas criptas eran elevadas y creaban un laberinto de rectángulos. Había un monumento en memoria de la tripulación del acorazado Maine, una parte dedicada a los combatientes por la libertad de Cuba, y tumbas pertenecientes a miembros de la Armada confederada. Algunas lápidas hacían gala de humor negro: «Solo estoy descansando los ojos» y «Ya te dije que estaba enfermo», mientras que otras afirmaban simplemente: «Dios fue magnánimo conmigo.»
«No sería tan magnánimo contigo si acabaste aquí», pensó Moth.
El cementerio quedaba algo fuera de la ruta turística, pero también era un sitio donde algún que otro indigente borracho se quedaba inconsciente a la sombra junto a una cripta de mármol blanco o algún expaciente mental sin medicación contemplaba fascinado el interminable catálogo de nombres de difuntos. La calle Angela, donde vivía su objetivo, disponía de un carril poco transitado que colindaba al oeste con el cementerio.
Se agazaparon cerca de una cripta perteneciente a un capitán de barco y dejaron que la penumbra nocturna los envolviera. Esperaban que apareciera la policía de Cayo Hueso o algún guardia de seguridad del cementerio; Moth imaginó que en el nombre de aquel empleo tenía que haber algo gracioso que sirviera para relajarlos. Pero no lo buscó.
Se pusieron tensos cuando vieron prenderse una luz en la casa. Andy respiraba con dificultad. Agachada como estaba, notó que las piernas se le agarrotaban y de repente tuvo miedo de que no le respondieran. Le pareció de lo más estúpido. Se estaba sumiendo en un tipo de incertidumbre catatónica en la que todas las dudas que había en su vida amenazaban con hacer de ella una pelota y lanzarla de un puntapié a una masa informe. Ojalá hubiera algo sólido en su vida, algo que no fuera complicado, confuso o incluso inaprensible. Lo habría cambiado todo por un momento de normalidad.
Miró de soslayo a Moth y se dio cuenta de que eso no era verdad. Curiosamente pensó que tendría una vida de lo más extraña: sería catedrático, enseñaría historia en la universidad, asistiría a reuniones de la facultad y escribiría biografías que podrían figurar en las listas de best sellers, formaría una familia y alcanzaría todo tipo de logros y de fama, y todo el tiempo guardaría silencio sobre la noche en que mató a un hombre. Esperaba que justificadamente. Eso, suponiendo que pudieran quedar impunes.
Y suponiendo que él no recayera en el alcoholismo.
Esto era algo que no podía saber. Tampoco alcanzaba ya a imaginar qué sería de su propia vida. Lo único que veía era un final que tendría lugar esa noche. Morir la asustaba, pero no tanto como matar.
Moth, por su parte, no se atrevía a mirar a Andy. Quería que se largara. Quería que se quedara a su lado. Ya no sabía qué estaba bien ni qué estaba mal. Solo podía aguardar a que el velo de la noche se volviera un poco más tupido, húmedo y oscuro a su alrededor. Para ocuparse en algo, porque la espera le daba ganas de chillar, empezó a sacar la ropa sucia de la mochila.
Oyó que Andy inspiraba con fuerza.
—Mira —susurró—. ¡Dios mío!
Moth vio la silueta de un hombre, seguramente su hombre, recortada contra la luz que salía por la puerta principal del pequeño bungaló. Observó cómo salía y cerraba la puerta con llave.
—Es él —dijo con frialdad. Era lo que había esperado.
Notó que la boca se le secaba. Se animó a sí mismo: «¡Muévete! ¡Piensa! ¡Es nuestra oportunidad!»
—Ciñámonos al plan —indicó con voz ronca—. Síguelo. No dejes que te vea. Cuando vuelva, hazme una señal cuando esté a una o dos manzanas de aquí.
Moth no estaba seguro de si era más peligroso observar a un asesino o esperarlo. Era consciente de que no podía hacer otra cosa.
Andy se levantó sigilosamente, y con la gracilidad de una bailarina de ballet recorrió las tumbas, siguiendo en paralelo al hombre que bajaba por la calle Angela. Moth apenas alcanzó a ver un momento el objetivo al doblar la esquina hacia la ciudad. Despreocupado. Unos segundos después vio que el sombrero de paja lo seguía a una distancia prudencial, avanzando entre las sombras, escondiéndose tras las gruesas higueras de Bengala, cuyos troncos retorcidos custodiaban cada acera. Entonces empezó a desnudarse.
48

El estudiante 5 se comió un sabroso filete de pargo regado con una copa de Chardonnay frío. Terminó esta comida con un postre dulce y ácido consistente en un trozo de tarta de lima y con un expreso descafeinado, sentado en una mesa al aire libre viendo pasar parejas. Hacía calor y el aire estaba húmedo. Captaba retazos de conversación: discusiones, comentarios graciosos, incluso chistes. Se oían algunas risas, y más de un «date prisa», aunque una de las virtudes de Cayo Hueso es que hay muy pocas cosas por las que darse prisa. De vez en cuando pasaban jóvenes en vespas de alquiler y se oían sus voces alegres por encima del zumbido de abeja enfurecida de las motocicletas. Le pareció la típica noche de un centro turístico: tranquila y relajada.
Pagó a la camarera y salió a la calle, medio deseando tener un puro para celebrarlo, sin saber muy bien si lo de la celebración no sería un poco precipitado. Recorrió despacio las manzanas que había hasta su casa, silbando, pensando que seguramente tendría que reservar aquella melodía para cuando llegara junto al cementerio. Las salamandras se escabullían a su paso. Estaba de lo más satisfecho con su decisión. De nuevo había dado un propósito a su vida.
Absorto en sus planes homicidas, el estudiante 5 apenas captó la sirena de niebla que sonó a cierta distancia detrás de él. Tres bramidos que se elevaron hacia el estrellado cielo nocturno.
Andy Candy se ocultaba tras una higuera de Bengala con la espalda apoyada en el tronco. Oyó los bramidos de la sirena disiparse a su alrededor. No sabía si el sonido llegaría lo bastante lejos como para advertir a Moth. Se suponía que sí, pero no estaba segura. Después contó pacientemente hasta treinta, para dar un poco de tiempo al objetivo para distanciarse en caso de que hubiese oído los bramidos de aviso y se hubiera vuelto a mirar con curiosidad. Tiró entonces la sirena de niebla en un contenedor que había delante de una casa, repleto de bolsas de basura y botellas de cerveza vacías. No se sentía del todo como una asesina, pero fue consciente de que se estaba aproximando a serlo.
Aceleró el paso y así, andando deprisa, esperó reducir silenciosa y anónimamente el espacio que la separaba de la muerte.
Los tres bramidos fueron como pulsadores. Le parecieron extraños sonidos lejanos de otro mundo, pero sabía lo que indicaban. «Viene hacia aquí y está casi en casa.» Moth se puso en marcha, intentando concentrarse exclusivamente en sus movimientos. «No pienses en lo que estás haciendo. Limítate a hacerlo.» Se dio órdenes tajantes como un sargento de instrucción frustrado con unos reclutas novatos:
«Pon la ropa limpia en la mochila. Escóndela junto a la tumba. Recuerda el nombre de la lápida, el número de fila de tumbas y la distancia hasta la entrada para poder encontrarla después. Date prisa.
»Vacía la botella de vodka en el suelo. Viértete algo de whisky en el pecho. Tira el resto para quedarte con las dos botellas vacías. No dejes que el olor del alcohol te embriague.
»Comprueba el Magnum. Que esté totalmente cargado. El seguro quitado. Sujétalo bien.
»Corre.»
Esprintó entre las lápidas y recordó los entrenamientos de fútbol americano de la secundaria, cuando los impíos entrenadores añadían vueltas como castigo por los errores cometidos. Oía el ruido de sus pisadas y estuvo a punto de tropezar una vez. En una mano llevaba el arma y en la otra, las dos botellas ya vacías. Se dirigió a toda velocidad hacia la casa.
El bungaló del asesino tenía un pequeño porche delantero con cuatro peldaños. Delante había un pequeño jardín rodeado de una valla blanca que llegaba a la altura del muslo. Era una valla meramente decorativa; no estaba pensada para evitar que la gente entrara, pero creaba un reducido espacio oculto. Moth saltó por encima de ella. Un cono de luz tenue iluminaba el porche, pero alcanzaba solo hasta el peldaño superior. El jardín estaba lleno de helechos y grandes frondas. Moth se arrodilló y se acurrucó entre los arbustos en posición fetal. Se caló la maltrecha gorra hasta las orejas y se subió la braga de cuello para taparse la cara. Sostenía el revólver con la mano derecha, escondida a la espalda. Con la izquierda, extendida de cualquier modo, tenía la botella de whisky. Había tirado la de vodka unos metros más atrás, en el sendero de ladrillo que conducía a los peldaños.
«Bueno, no hay demasiada gente que haya hecho más audiciones para aparentar ser un borracho inconsciente que yo», pensó.
Y entonces esperó. Con el corazón acelerado, retumbándole en las sienes, la respiración superficial y la frente sudada, la noche caía sobre él como una enorme losa. Cerró los ojos porque imaginó que la ansiedad lo cegaba. Sin embargo, tenía el oído más aguzado que nunca.
Pasos que se acercaban.
Inspiró con fuerza y contuvo la respiración.
Oyó: «¡Maldita sea! Borrachos de mierda.»
Sabía por experiencia que primero le daría un puntapié.
Aquella tarde los asistentes a la reunión de Redentor Uno parecían impacientes. Susan Terry se movió en su asiento cuando una de los habituales se levantó, anunció los días que llevaba sin beber y habló sobre sus últimos esfuerzos. Oyó los usuales éxitos y fracasos, la esperanza mezclada con la tristeza. Era una sesión típica excepto por el trasfondo de desazón. Pilló más de una vez a los demás observándola, a la expectativa del momento en que le tocara hablar.
Sandy, la abogada, estaba acabando una variación de su tema de siempre: si sus hijos adolescentes volverían a confiar en ella. «Confiar» era un eufemismo. Susan sabía que lo que se preguntaba era si sus hijos volverían a quererla.
El relato de la mujer se fue apagando, perdiendo fuerza e intensidad y finalmente llegó a un punto muerto. Susan vio que dirigía los ojos primero al profesor de Filosofía y después a Fred, el ingeniero, para acabar cruzando una mirada con prácticamente todos los presentes antes de posarla en ella.
—Basta de mis sandeces habituales —dijo entonces—. Creo que todos queremos oír hablar a Susan. —Hubo un breve murmullo de conformidad.
—¿Susan? —la invitó el ayudante del pastor que moderaba las sesiones.
La fiscal se puso de pie, algo insegura. Había preparado toda clase de explicaciones y excusas, incluso se había planteado incorporar un poco de ficción a su relato, todo ello para seguir el consejo de Moth y lograr que su intervención de aquel día fuera memorable. No había utilizado interiormente la palabra «coartada», aunque, como experta en Derecho penal, sabía que era exactamente eso lo que estaba haciendo. Pero al echar un vistazo alrededor, de repente se percató de lo ridículo que sonaría todo lo que había planeado decir.
Aun así, se vio obligada a empezar.
—Hola, me llamo Susan y soy adicta. Hace un par de días que estoy limpia, pero no sé si este tiempo cuenta, porque los analgésicos que me recetaron los médicos... —Se señaló el brazo roto.
—No tendrías que tomarte cualquier cosa. Si te duele, te aguantas —la interrumpió Fred, el ingeniero, con una dureza desconocida.
Susan no sabía muy bien cómo continuar. Cuando empezó a tener problemas para encontrar las palabras, el profesor de Filosofía le llamó la atención con un sonoro manotazo, como haría para restablecer el orden en una clase indisciplinada.
—¿Dónde está Moth? —preguntó con severidad.
Andy Candy echó a correr.
Pasara lo que pasase delante de la casa de la ahora oscura calle Angela, ella tenía que estar allí. Su imaginación se desbordó: el asesino al que perseguían seguramente estaría armado, el asesino al que perseguían era mucho más habilidoso, el asesino al que perseguían era astuto y experimentado, y era improbable que un par de aficionados al juego del asesinato pudiesen pillarlo por sorpresa. Visualizó a Moth ensangrentado, herido de bala. No, apuñalado. No, descuartizado miembro a miembro, exhalando su último suspiro. Pero ¡si era un estudiante de Historia, por el amor de Dios! ¿Qué sabía Moth sobre matar a nadie? Ella, por lo menos, había visto a su padre, que era veterinario, sacrificar a muchos animales, que era una forma suave de decir que los mataba, y había estado a su lado cuando le retiraron los tubos, cables y dispositivos del equipo que lo mantenía con vida.
Eso no era todo: hacía poco había estado tumbada bajo la luz brillante de una clínica, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos medio cerrados, sin oír apenas a las enfermeras y los médicos mientras le sacaban una vida de su seno. Entonces tuvo la súbita impresión de que era ella quien sabía qué había que hacer. «Tendría que haber estado yo al mando —pensó al borde del pánico—. Tendría que haberlo planeado todo yo.» Tenía que llegar allí lo más rápido posible para guiar a Moth antes de que el asesino lo matara.
—Moth está... —Susan Terry vaciló. Echó un vistazo alrededor. Tragó saliva y dijo—: Moth está solo. Quiere enfrentarse con el hombre que cree que mató a su tío.
Se quedó inmóvil, pero los presentes estallaron. Recibió una avalancha de gritos, algunos tan indefinidos como el sencillo «¡Qué coño!», y otros tan mordaces como el acusador «¿Y tú se lo permitiste?».
Cuando el aluvión de reacciones empezó a remitir, Susan trató de responder:
—No me dejó demasiadas opciones. Yo quería que acudiese a las autoridades y le habría ayudado a llevar a ese hombre ante los tribunales. Pero él estaba empecinado y resuelto, y me dejó al margen de la decisión... —Esto último sonó decididamente flojo.
—¿Resuelto? —dijo Fred con voz fría e implacable, y su pregunta de una sola palabra implicaba muchas cosas distintas.
—¿No has aprendido nada sobre la adicción viniendo a estas reuniones? —comentó Sandy con voz de madraza.
Susan pareció desconcertada.
—Todos dependemos de la sinceridad y de contar unos con otros. No es la única forma de superar la adicción, pero es una forma eficaz de hacerlo. ¿Y tú abandonaste a Moth? ¿Le dejaste ir solo? ¿Por qué no le diste una botella o le preparaste un par de rayas? Lo matarían igual —soltó Sandy con repentino desdén.
—Si venimos aquí es precisamente para ayudarnos unos a otros a evitar riesgos —aseguró Fred con severidad, poniendo énfasis en «evitar»—. ¿Y dejaste que Moth, uno de nosotros, por el amor de Dios, completamente solo? ¿En qué estabas pensando?
Susan iba a decir algo sobre Andy Candy, pero creyó que la necesidad de Moth de vengar la muerte de su tío era exclusivamente suya.
—Timothy tiene razón —dijo con voz temblorosa—. Procesar con éxito a este hombre, a este asesino, es casi imposible. Así de sencillo. Esta es mi opinión profesional. Y perseguir a este hombre... bueno, ha logrado mantener a Timothy alejado de la bebida. Es...
Se detuvo. Lo que estaba diciendo podía ser tan cierto como falso. Ya no lo sabía.
El profesor de Filosofía intervino entonces.
—¿Qué crees que le está pasando a Moth en este momento? —quiso saber.
—¿En este momento? —De pronto fue consciente de que estaba sudando. Era como si una luz muy intensa la estuviera cegando. Susurró su respuesta—: Se está enfrentando con un asesino.
Los presentes estallaron de nuevo.
El primero fue un golpecito con la punta del zapato.
«No te muevas. Solo gruñe un poco. Espera a que lo haga.»
El segundo puntapié fue más fuerte.
—Levántate, coño. Largo de mi casa.
«Otro gruñido fingido. El dedo en el gatillo. Dos opciones: me dará un tercer puntapié o se agachará para zarandearme. En cualquier caso, estate preparado.»
—Venga, vamos...
«Una mano en mi hombro. Un tirón fuerte.»
Moth se giró de golpe y pasó de ser un borracho acurrucado en el suelo a ser un asesino decidido. Dejó caer la botella de whisky vacía y con la mano izquierda, ya libre, sujetó al asesino por la pechera de la camisa para desequilibrarlo y dejarlo con una rodilla en el suelo. El hombre gruñó sorprendido, pero Moth adelantó rápidamente el brazo derecho y le puso el revólver bajo la barbilla.
—No se mueva —ordenó en voz baja. A pesar de lo tranquila que sonó su voz, tenía la boca seca y el miedo le recorría el cuerpo.
El hombre trató de recular, pero Moth lo sujetaba con fuerza.
—He dicho que no se mueva —repitió, y su voz siguió reflejando más dominio de sí mismo del que realmente tenía.
Con el rabillo del ojo vio que Andy Candy se acercaba corriendo. Sin apartar el revólver del cuello del hombre, se puso de rodillas y luego de pie. Los dos parecían una pareja de enamorados en una pista de baile al empezar a sonar música lenta.
—Vamos adentro —indicó Moth. Por primera vez, miró a los ojos al asesino. El hombre tenía una ligera expresión desconcertada—. ¿Me reconoce? —preguntó Moth.
—Ya lo creo —respondió el estudiante 5 en voz baja, sin alterarse, y sin el menor miedo o pánico a pesar de tener el cañón del revólver bajo el mentón—. Eres el joven al que ya tendría que haber matado, pero que morirá esta noche.
49

«Piensa como un asesino. Fácil de imaginar y difícil de hacer. ¿El joven que morirá hoy? Supongo que ese soy yo.» De modo que Moth respondió con más bravuconería de la que creía poseer:
—Bueno, puede que sí y puede que no. Ya lo veremos, ¿no?
Los dos seguían juntos, con el cañón del revólver en la garganta del estudiante 5.
«Un asesino listo apretaría el gatillo y echaría a correr —se dijo Moth, pero decidió que no era así—. Puede que eso fuera exactamente lo que haría un asesino tonto.» No lo sabía. La idea de que cada acto ofrecía múltiples posibilidades con diversos resultados deslumbró su mente académica. La fascinación y el miedo se mezclaron en su interior: pasión y frío gélido. Aun así, se ciñó al plan que había elaborado, sin tener demasiada idea de si tenía sentido desde el punto de vista del asesino. Pronto lo descubriría.
—Vamos adentro —ordenó de nuevo.
—¿Quieres que te invite a mi casa? —El estudiante 5 sonrió irónicamente—. ¿Crees que soy tan educado? ¿Por qué iba a hacerlo?
—No tiene alternativa —espetó Moth, imprimiendo toda la dureza que pudo a sus palabras.
—¿Ah, no? —replicó el otro, burlón—. Siempre hay alternativas. Diría que un estudiante de Historia debería saberlo mejor que la mayoría de la gente.
El estudiante 5 sonrió un poco. Con ello disimuló las vueltas que le estaba dando a la situación. Le costó unas cuantas respiraciones profundas superar su sorpresa inicial de tener un revólver en el cuello y de saber quién lo empuñaba. Gracias al yoga y a las enseñanzas zen logró reprimir la impresión y reemplazarla por calma. Sabía que tenía que descentrar urgentemente al sobrino y cambiar la dinámica de la muerte. Entonces ya discerniría cómo tomar ventaja.
Empezó a imaginar posibilidades, oportunidades y situaciones, visualizando las cosas como si estuviera viendo una película de miedo en el cine y los espectadores, alterados y frenéticos, gritaran, impotentes, instrucciones a personajes que no podían oírlos. Sabía algo con certeza: cada segundo que el sobrino esperara a apretar el gatillo, él se fortalecía y el joven se debilitaba. Por extraño que pareciera, sintió que lo invadía la confianza.
—¿Dónde tiene la llave de su casa? —insistió Moth.
—De acuerdo. Si crees que es lo que hay que hacer, ¿quién soy yo para impedírtelo? —dijo el estudiante 5 con un leve resoplido—. En el bolsillo delantero derecho.
Moth hizo un gesto con la cabeza a Andy, que se acercó para meter la mano en el bolsillo y buscar la llave.
—Cuidado, jovencita —soltó el estudiante 5 con una sonrisa sardónica—. No nos han presentado como es debido y esto es algo íntimo.
Andy oyó la voz del asesino mientras se hacía con la llave de la casa. Era un poco como oír cantar algo a lo lejos, y trató de recordar su anterior conversación.
—No es verdad —replicó con una voz apresurada y aguda que recordó una goma elástica muy tensa—. Antes se presentó por teléfono.
Se alejó de él con la llave en la mano.
—Puede que haya una alarma conectada a esa puerta —indicó el estudiante 5 cuando Andy fue a abrirla—. Si no introduces el código correcto, puede que la policía esté aquí en unos minutos. Eso arruinaría vuestro plan, ¿verdad?
Andy se volvió hacia él y sacudió la cabeza.
—No lo creo —dijo con fingida seguridad—. ¿Pedir ayuda a la policía? No sería propio de usted.
El estudiante 5 no respondió. Moth cambió de posición y, tras desplazar el cañón del revólver por el cuello del asesino, le dio un empujoncito en la espalda.
—Vamos adentro —repitió.
—Un planteamiento interesante —comentó el estudiante 5—. Pero no sabes lo que podría esperarte dentro, ¿no? —Era una referencia velada al falso laboratorio de metanfetamina de Charlemont, pero inmediatamente cambió la ansiedad por otros tipos de miedo—: A lo mejor tengo un perro de presa dispuesto a arrancaros la cabeza de un mordisco.
—No lo creo —repitió Andy con firmeza—, eso no es propio de usted. —Metió la llave en la cerradura—. Le gusta hacer las cosas solo.
Giró la llave y abrió la puerta, sin esperar respuesta. No vio cómo la ira ensombrecía un instante el semblante del hombre ni cómo cerraba de golpe el puño derecho. Al estudiante 5 no le gustaba que lo catalogaran y, menos aún, que lo catalogaran correctamente.
—Muévase —ordenó Moth, dándole un empujón en la zona lumbar. Todavía unidos por el cañón del revólver entraron en la casa tras cruzar el porche suavemente iluminado. Moth se preguntó si alguien podría verlos. No se había planteado que pudiera producirse un hecho fortuito al abordar así la situación. Si un transeúnte veía el arma y llamaba a la policía todo fracasaría. Le vino a la cabeza la vieja expresión: «Por un clavo se perdió una herradura.»
Como el portero de un restaurante de lujo, Andy Candy sostuvo la puerta para que pasaran y les hizo entrar. Después siguió adelante mientras Moth presionaba el cuello del estudiante 5 con el revólver a la vez que le sujetaba un hombro con la otra mano.
—El salón está a la derecha —indicó el dueño de la casa—. Allí estaremos cómodos...
Para tener un arma en la nuca, su voz era sorprendentemente tranquila y compuesta. Puede que esta fuera la primera indicación que tuvo Moth de a quién se estaba enfrentando realmente. Empezó a debatirse entre la fantasía de que podía plantar cara a un asesino en serie y la pregunta «¿quién me creo que soy?». Aparte del arma, no tenía gran cosa que pudiera considerarse una ventaja.
—... hasta que alguien muera —soltó el estudiante 5 para terminar la frase.
Andy encendió las luces, se acercó a las ventanas y cerró los postigos de madera. «Intimidad —pensó—. ¿Qué más se necesita para matar?»
En Redentor Uno el revuelo había aumentado. Las voces alzadas y las preguntas atropelladas de los adictos y alcohólicos enardecidos bombardeaban a Susan Terry, que permanecía clavada delante de los asistentes como si fuera un mal cómico al que están abucheando. Se tambaleaba interiormente.
—Es que no entiendo cómo pudiste permitir que Timothy fuera a encararse con un asesino. Tú eres la profesional, coño. ¡Sabías el peligro que correría!
Esta recriminación procedía de un arquitecto sosegado que tenía predilección por los fármacos derivados de la morfina. Nunca había abierto la boca desde que ella llevaba asistiendo a las reuniones, pero ahora de golpe parecía verdaderamente indignado.
—Sí —corroboró un dentista—. ¿Tiene realmente Timothy idea de a qué se enfrenta? No puedo creer que...
—Es más hábil de lo que creéis —lo interrumpió Susan.
—Vaya, eso es fantástico. Claro que sí —soltó Fred con sarcasmo—. Estupendo. Genial. ¡Madre mía! ¡Qué excusa más pobre y más mala! —Se volvió en el asiento para mirar a los demás, y levantó una mano para señalarla directamente mientras añadía—: Si hubiera ido ella a enfrentarse con ese individuo, habría pedido que la acompañara un equipo entero de las fuerzas especiales.
Hubo respuestas del tipo «¡tienes razón!» o «¡y que lo digas!». El moderador quiso imponer un poco de calma.
—Escuchad, chicos... Susan no tiene la culpa...
—Sandeces —soltó la abogada Sandy cortando al comedido ayudante del pastor.
—¿Cuáles son —preguntó el profesor de Filosofía—, según tu opinión profesional, las probabilidades que tiene Timothy de sobrevivir esta noche? —Pronunció «profesional» con evidente desdén.
La pregunta, que iba directamente al meollo del asunto, silenció al grupo. Que procediera de un hombre tan dado a las interpretaciones indirectas de vaguedades le daba más importancia todavía.
Susan vaciló antes de responder.
—No muchas —dijo por fin.
Oyó cómo varios habituales soltaban un grito ahogado.
—Define «no muchas», por favor —pidió el profesor.
Los presentes se inclinaron expectantes. Susan notó cómo se electrizaba el ambiente, como si cada palabra que dijera se enchufara a la corriente. Vio sus miradas penetrantes y de pronto se dio cuenta de que Timothy Warner significaba mucho para cada uno de ellos, más de lo que ella jamás había imaginado. El poder de mirar a Timothy Warner y verse a ellos mismos reflejados en el espejo cuando eran más jóvenes era muy potente. Apenas era un jovenzuelo y ya se había extraviado, igual que ellos en su día. Su recuperación formaba parte de la de ellos. Su vida cotidiana les proporcionaba un significado y un incentivo añadidos. Aquello iba más allá de la lealtad y entraba en el extraño terreno de la devoción que provocaba la adicción. Si Timothy encauzaba su vida significaba que ellos podían seguir encauzando la suya. Que Timothy alcanzara el amor, una carrera profesional y satisfacciones sin necesidad de empinar el codo conllevaba que ellos habían logrado lo mismo, o reconstruido lo que habían sido. Que Timothy sobreviviera significaba que ellos también podrían hacerlo. Las pugnas de Timothy imitaban las suyas. Su juventud les daba esperanzas.
Y todo aquello estaba en peligro esa noche.
—Con «no muchas» quiero decir exactamente eso: no muchas. Se enfrenta a un sociópata listo, hábil, avezado y despiadado que ha matado tal vez a seis personas, aunque la cantidad puede ser objeto de discusión. En suma, a un asesino experto.
Los asistentes estallaron de nuevo.
—¿Me siento aquí? —preguntó el estudiante 5 de buen talante—. Es mi sillón favorito.
—Sí —contestó Moth.
—Espera —intervino Andy Candy.
Se acercó a un sillón tapizado. Levantó el cojín y comprobó lo que había debajo. Después inspeccionó el respaldo, se arrodilló y echó un vistazo por debajo. Ninguna pistola ni ningún cuchillo escondido. Había una mesita auxiliar con una lámpara y un jarrón con flores secas. Lo apartó para que el hombre no pudiera alcanzar nada si lo intentaba. «¿Puede usarse un jarrón de cristal a modo de arma?» Supuso que sí.
El estudiante 5 esperó con las manos levantadas.
—Una jovencita muy prudente —comentó al fijarse en lo que Andy estaba haciendo—. Previsora. Dime, Timothy, ¿de verdad has pensado detenidamente en esto?
Moth respondió con un gruñido.
—Muy bien. Siéntese —soltó.
—Moth, ¿estás seguro de que no va armado? —preguntó Andy.
«¡Maldita sea!», exclamó Moth para sus adentros. No se le había ocurrido comprobarlo.
—Regístralo con cuidado —dijo, sin apartar el arma de la garganta del hombre.
Andy se situó a su espalda y le metió las manos en los bolsillos. Tras sacar la cartera, lo cacheó, le comprobó los zapatos y calcetines y hasta le palpó la entrepierna.
—Ahora sí que estamos empezando a conocernos mejor —soltó el asesino con una carcajada, como si le estuviera haciendo cosquillas.
Andy deseó poder darle una respuesta ingeniosa que lo pusiera en su sitio, pero no se le ocurrió ninguna.
—Lástima que decidieras estar aquí hoy —prosiguió el estudiante 5—. ¿Sabes qué? Todavía estás a tiempo de marcharte. Puedes salvarte. Más vale prevenir que curar.
«Un asesino que se vale de un tópico. Extraordinario», pensó Moth. Pero no se atrevió a mirar a Andy Candy, por miedo a que aquello tuviera sentido para ella.
—No voy a... —empezó Andy.
—Piensa bien lo que estás haciendo —la interrumpió el hombre—. Las decisiones que tomes los siguientes minutos durarán toda una vida. —Señaló el sillón, y Moth le dio un empujoncito en esa dirección.
El estudiante 5 se sentó sin prestar atención al revólver que lo apuntaba. No apartaba los ojos de Andy.
—No pareces la clase de persona que ignora un buen consejo, Andrea, provenga de donde provenga —prosiguió. El uso de su nombre de pila con familiaridad fue frío—. Será mejor que lo tengas en cuenta. Todavía estás a tiempo.
«Una brecha entre los dos, por pequeña que sea, me favorece —pensó el estudiante 5—. Explota la incertidumbre. Esta noche sé lo que estoy haciendo incluso sin arma. Pero ellos no. De modo que ¿quién va realmente armado?» Este planteamiento le hizo sonreír.
Moth seguía apuntándolo con el Magnum. Andy se dio cuenta de que Moth seguía de pie, con aspecto de estar incómodo y fuera de lugar, así que fue a buscar una silla y la colocó delante del asesino para que Moth pudiera sentarse a unos metros de distancia.
Ambos hombres se miraron como una pareja en una primera cita que no va bien. «Cinta de embalar —pensó Moth—. Tendría que haber comprado cinta de embalar para atarle las manos y los pies. ¿Qué más se me olvidó traer?»
—En realidad —comentó pausadamente el profesor de Filosofía, como si estuviera en clase—, el tema urgente que se nos plantea es sencillo: ¿qué podemos hacer en este momento para ayudar a Moth?
La sala se quedó en silencio.
—Dondequiera que esté, sea lo que sea lo que esté haciendo —añadió el profesor.
El silencio persistió.
—¿Alguna idea? —preguntó el profesor.
—Sí, maldita sea, tenemos que enviar ayuda a Moth —saltó Fred, el ingeniero—. Ahora mismo, joder.
—No es tan fácil —intervino Susan sin entrar en detalles. Seguía de pie delante del grupo, pero ya no la acosaban con sus miradas, sino que se dirigían unos a otros para sugerir posibilidades.
—Llamemos ahora mismo a la policía —propuso Sandy—. No esperemos más. Seguramente Susan sabrá dónde enviarla.
Sacó el móvil de un gran bolso Gucci y lo sostuvo en alto.
—Detendrán a la persona equivocada —aseguró la fiscal en voz baja—. No lo entiendes.
—¿No entiendo qué? —preguntó la abogada, dubitativa, con el dedo sobre el teclado del teléfono—. ¿Qué quieres decir?
—Esta noche el asesino es Timothy.
De nuevo, los presentes empezaron a lanzar objeciones: «¡Qué dices!», «¡No digas tonterías», «¡Menuda chorrada!». Fue un chaparrón de disensiones.
—Esta noche es Timothy quien empuña un arma, quien tiene intención de matar y quien infringe la ley. Con premeditación. Todos conocéis este agravante. Él, no el malo. Ahora mismo, ese hombre es inocente. ¿A quién creéis que detendrá la policía cuando se presente? ¿Al propietario de la casa o a la persona que forzó la entrada, va armada y es peligrosa? Eso suponiendo que Timothy se rinda por las buenas. Yo no lo daría por sentado.
—Bueno, tal vez —replicó Sandy—. Pero una llamada tuya dirigiría a la policía al hombre correcto...
—¿Sin pruebas? ¿Solo con suposiciones descabelladas? Les digo que no detengan al chico que está obsesionado con matar y vengarse, que detengan al otro, y ¿crees que lo harán? Y aunque lo hicieran, ¿cómo iban a retenerlo después de las cuarenta y ocho horas? Y si no pueden retenerlo, estoy segura de algo.
—¿De qué?
—De que desaparecerá.
—Eso es absurdo. Se le puede localizar, como hizo Moth.
—No, no necesariamente. Él lo logró con mucha perseverancia y con algo más que un poco de suerte. Y ese individuo no cometerá dos veces el mismo error. Se esfumará. Puede hacerse. Apostaría a que está preparado para hacerlo. De hecho, no es demasiado difícil. Así que contad con algo: pase lo que le pase a Moth esta noche, si el hombre que mató a su tío sigue vivo de aquí a unas horas, desaparecerá para siempre.
La sala se quedó otra vez en silencio. Susan oyó las respiraciones agitadas.
—Y eso suponiendo que quien enviemos llegue allí a tiempo —añadió en voz baja.
—Tenemos que llamar a alguien —intervino el dentista.
Otra pausa en la sala de Redentor Uno. Sus repentinos silencios parecían tener significado. Todos estaban barajando posibilidades.
—¿Y si vas tú? —sugirió Fred.
—Tuvo la oportunidad de incluirme en sus planes —respondió Susan, sacudiendo la cabeza—. No la aprovechó. De hecho, me dejó fuera. —Pensó que estaba siendo básicamente sincera, pero la palabra que le vino a la cabeza fue «cobarde». Esa sería una descripción precisa de su conducta al acabar esa noche. Captó la ironía. Lo mejor para ella era no hacer nada. Eso le daría excusas, la posibilidad de negarlo todo. Si tenía que salvar su carrera profesional y su futuro, era importante mantenerse al margen. Su vida estaba llena de delitos, y empezar a evitarlos era una prioridad. Sabía, por supuesto, que aquello podía implicar que alguien muriera esa noche.
—¿Y qué? Tendríamos que protegerlo, aunque sea de sí mismo. Eso es lo que intentamos aquí, ¿no?
Hubo un murmullo de aprobación.
—¿Y si vamos todos?
—Ya es demasiado tarde para eso —indicó Susan.
Otro silencio. Entonces habló el profesor de Filosofía con voz fría, muy dura:
—¿Qué podemos hacer para que no sea demasiado tarde?
—Creo que deberíamos confiar en que Timothy hará lo correcto —contestó Susan tras dudar un instante.
No dio a los reunidos ninguna definición de qué era «lo correcto». Por un instante pensó que tal vez tendría que marcharse sin más, pero antes de que pudiera moverse, otra oleada de palabrotas airadas y de indignación recorrió la sala.
Moth estaba sentado frente al asesino. Una ironía lo asediaba: «Es como estar sentado delante del tío Ed. La misma edad. Lo mismo en juego.» El revólver le parecía más pesado que antes. Sabía que había completado la primera fase de su plan y que tenía que dar rápidamente el siguiente paso.
—Andy —dijo, procurando mantener la dureza y la determinación en su voz—, ¿por qué no registras un poco la casa a ver qué puedes encontrar?
—De acuerdo.
El estudiante 5 le sonrió. Profesor y alumna esforzada.
—No toques nada —dijo en tono afable.
Andy se detuvo y lo miró fijamente, como si no entendiera lo que sugería.
—Huellas dactilares —aclaró él—. ¿Estás sudando? Eso dejará un poco de ADN. Tendrías que llevar guantes de látex. Veo que llevas puesto ese bonito sombrero para protegerte del sol. No, no te lo quites. Podría caerte algún cabello. No querrás dejar ningún cabello por aquí, podrían usarlo para localizarte... —Se volvió hacia Moth—. Esas botellas te daban el aspecto del típico borracho de Cayo Hueso durmiendo la mona entre los arbustos. Me ha gustado ese detalle. Es inteligente. Demuestra iniciativa. Pero ¿y las huellas dactilares? ¿Pensaste en eso? ¿Y qué me dices de la tierra húmeda del jardín? ¿Dejaste alguna pisada en ella? Vaya, eso tampoco sería bueno. La policía puede identificar el dibujo de las suelas de prácticamente cualquier calzado, e imagino que el tuyo será muy corriente. ¿Y sabías que la composición de la tierra de Cayo Hueso es única y singular? Un científico forense que examinara las suelas de tus zapatos podría relacionarte con este lugar exacto.
El estudiante 5 sabía que esta última parte era una exageración, quizás incluso mentira, pero sonaba bien y con eso le bastaba. Supuso que la mayoría de lo que el sobrino y su novia sabían sobre el asesinato y las posteriores investigaciones procedía de las series de televisión, que no se distinguían precisamente por su exactitud.
Andy Candy se miró disimuladamente las manos. Se sintió como un soldado que recorre un campo de minas. Se preguntó si se delataría a sí misma o si delataría a Moth simplemente porque una gota de sudor le cayera al suelo. No sabía qué parte de su cuerpo, o del de Moth, podría arruinarles la vida. No hay miedo peor que el derivado de darse cuenta súbitamente de que uno está metido en aguas muy peligrosas y profundas. El miedo puede provocar un agotamiento brusco, una duda insistente, generar confusión. Todas estas sensaciones invadieron a Andy, que quiso gritar.
Moth no sabía qué decir, pero habló con mucha tranquilidad:
—No te preocupes, Andy. No pasará nada. Solo intenta asustarte. Echa un vistazo a la casa.
Eso la ayudó. No estaba segura de que Moth estuviera al mando, pero hablaba como si lo estuviera.
—De acuerdo —dijo, reprimiendo sus ganas de chillar—. Dame uno o dos minutos.
—¿O sea que vamos a quedarnos aquí sentados esperando? —preguntó el estudiante 5 con sarcasmo. Se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —replicó Moth—. ¿Tiene prisa por morir?
50

El estudiante 5 era plenamente consciente de que se hallaba inmerso en una partida a vida o muerte, pero estaba entrenado para ello. Un asesinato requiere psicología elemental, tan complejo como una partida de ajedrez, tan simple como las damas. Hay un trasfondo emotivo en cada fase hasta el acto en sí. Puede ser brusco o sofisticado. Puede ser improvisado e impulsivo o estar minuciosamente planeado. Puede deberse a la psicosis o al trastorno por estrés postraumático. Posee tantas variaciones como personas e iras. Era algo que había aprendido como asesino y como estudiante de Psiquiatría.
Sabía que tenía que jugar mejor que el historiador en ciernes que tenía sentado delante. «A veces la gente mira el cañón de un arma y sabe que es inevitable, que es imposible evitar la bala. Pero hoy no es así. Hoy habrá una muerte. Puede que dos, cuando mate también a la novia.»
Imaginó la lucha y cómo el arma caía al suelo. Se figuró la sensación de empuñarla y el explosivo tirón hacia arriba al apretar el gatillo: un recuerdo familiar y feliz. Después se lo tomaría con calma y, sujetando el arma con las dos manos y adoptando la postura de un tirador, pondría fin a la noche. Su convencimiento, su instinto y su anhelo recrearon la escena que sin duda tendría lugar.
Ya se estaba organizando la salida.
«Déjalo todo atrás salvo la muerte. Despídete de Stephen Lewis, como hiciste con Blair Munroe. Conduce veloz hacia el norte. Toma un avión en Miami. Ve a algún lugar diferente e inesperado. Cleveland o Minneapolis y toma allí otro vuelo. ¿A Phoenix? ¿A Seattle? Quédate uno o dos días en un hotel. Deléitate con las vistas y con más de una buena comida antes de regresar sin prisas al este, a Manhattan. Deja que Nueva York te engulla. Comienza a trabajar inmediatamente en una nueva colección de identidades de reserva. Vuelve a empezar. California estaría bien. San Francisco, no Los Ángeles.»
Moth no podía controlar su imaginación desbocada. Era como si le temblaran las ideas. Como temía que el cuerpo se le contagiara, puso el dedo índice en el guardamonte del gatillo. No quería disparar el arma sin querer. De todos modos, tenía el dedo agarrotado, como la pieza rota de una maquinaria, y dudaba que le respondiera. Tenía los músculos como acartonados. Durante todos aquellos días, kilómetros y obsesiones, solo se había concentrado en identificar al hombre que había matado a su tío, en encontrarlo, encararlo y desenfundar antes que él, como si se tratara de una emboscada en un desfiladero del polvoriento Salvaje Oeste.
Un asesinato casi siempre tiene que ver con el pasado, pero este también tenía que ver con el futuro. Había sido fácil yacer en la cama a oscuras pensando: «lo mataré, lo mataré, lo mataré».
Ahora que había llegado el momento de matarlo, Moth se percató de que todo lo que había hecho había sido para llevarlo hasta ese punto, pero no más allá. Recordó la advertencia de Susan Terry: «¿Crees que podrás apretar el gatillo?»
«Creo que sí. Espero que sí.
»Puede.»
Y este era un problema que le inmovilizaba la mano del revólver de un modo insuperable. Inspiró hondo, bajó un poco el arma con un ojo entornado para apuntar al pecho del hombre.
—¿Por qué mató a mi tío? —preguntó. Necesitaba una respuesta, porque ella le indicaría qué hacer a continuación.
Se sumió en un torbellino de incertidumbre. Aquel hombre habría podido decirle que ese no era un ambiente propicio para matar a alguien.
Los exabruptos y la rabia empezaron por fin a amainar alrededor de Susan Terry, como las últimas gotas de un chaparrón. Se mantuvo callada hasta que se hizo un hosco silencio en Redentor Uno.
—Bueno —dijo por fin—. Lo único que podemos hacer es esperar a ver qué pasa.
Sabía que esperar rozaba lo delictivo. Lo correcto era notificar de inmediato a las autoridades. También era lo incorrecto. Susan estaba al límite de la culpabilidad legal. Ni siquiera quería pensar en la culpabilidad moral.
—O sea que, basándote en tu formación jurídica, tu conocimiento de Moth y de la situación en que está metido, así como en los demás factores relevantes, ¿propones que nos quedemos sentados a ver qué pasa? —resumió el profesor de Filosofía con su estilo didáctico.
—Podría decirse así —respondió Susan.
El profesor se puso de pie, como si fuera a empezar a hablar de su adicción, solo que esta vez se dirigió de otra forma a los asistentes.
—Eso es sencillamente inaceptable —soltó, y añadió—: ¿Hay alguien que discrepe?
Un murmullo recorrió la sala: palabras imperceptibles que equivalían a un sencillo «no».
—Si no podemos ayudar a Moth esta noche —prosiguió el profesor—, tendremos que ayudarlo cuando sobreviva.
La sala se llenó de sonidos de aprobación.
—Y creo que sobrevivirá —prosiguió el profesor con un timbre de confianza infundada en la voz—. Al igual que todos nosotros superaremos los demonios y errores que nos trajeron hasta aquí.
Susan echó un vistazo alrededor. Nadie discrepó del profesor. Pensó que la situación tenía cierto aire de campaña de exaltación religiosa.
—Moth es responsabilidad nuestra —afirmó el profesor—. Nos guste o no. —Lanzó estas últimas palabras a Susan como puñales—. Del mismo modo que él ha estado a nuestro lado, nosotros tenemos que estar a su lado —añadió con firmeza—. Esta es la razón de ser de Redentor Uno. Aquí es donde estamos a salvo de nuestros problemas, donde nos apoyamos unos a otros. De modo que creo que Redentor Uno y lo que significa para todos va mucho más allá de las paredes de esta sala.
—Tienes toda la razón —dijo Sandy—. Bien dicho.
El profesor inspiró hondo, se ajustó las gafas y se humedeció los labios.
—Si sale vivo de esta, hemos de encontrar la forma de protegerlo —dijo, y todos asintieron—. Tenemos ciertos recursos —añadió.
—¿Recursos? —se sorprendió Susan.
—Sí —respondió, volviéndose de golpe hacia ella y señalándola con el dedo—. Tú, por ejemplo.
La fiscal no supo qué decir. Sandy se puso de pie para intervenir:
—O formas parte de estas sesiones o no. Lo de aquí dentro es recuperación. Lo de allá fuera... —señaló la puerta— no. Tienes que decidirte. ¿Eres adicta o exadicta?
Susan dudó.
—¿Quieres volver a venir aquí? —la apremió Sandy.
A Susan las ideas se le arremolinaban. No se le había ocurrido planteárselo de esa forma.
Fred, el ingeniero, se levantó y desde su sitio, al lado del profesor, tomó la mano de la abogada.
—Para empezar —dijo con una sonrisa irónica—, creo que podemos estar todos de acuerdo en algo. —Hizo una pausa para mirar a cada uno de los asistentes antes de fijar los ojos en Susan Terry—. Si algún policía nos preguntara, todos diremos que Moth estuvo hoy aquí con nosotros.
Nadie respondió, pero todos los miembros del grupo se pusieron de pie, incluido el moderador.
Andy Candy quería sentarse o apoyarse en la pared, incluso deslizarse hacia el suelo de madera noble y cerrar los ojos. Al mismo tiempo, quería correr sin moverse del sitio, hacer flexiones y abdominales, dar brincos o saltar a la comba mientras cantaba una tonada infantil: «Al pasar la barca me dijo el barquero: “Las niñas bonitas no pagan dinero.”» Estaba exhausta pero vigorizada, aterrada pero tranquila.
Se movió sigilosamente por la cocina y no vio nada especial. Entró en el baño y tampoco vio nada especial. Era una casa pequeña, apenas más grande que un piso, que solamente tenía dos habitaciones y un pasillo sin ventanas. Abrió armarios; el único que contenía algo estaba en la habitación principal: un discreto surtido de prendas en perchas. Usó pañuelos de papel para cubrirse los dedos al abrir los cajones para echar un vistazo. «La ropa interior de un asesino, camisetas y calcetines.» No sabía si los pañuelos de papel evitarían que dejara ningún rastro de su presencia. Lo dudaba, pero como aficionada que era, no se le ocurrió otra cosa.
Intentaba no sentirse asustada, pero cada minuto que pasaba su miedo iba en aumento, no solo porque llevaban mucho rato en casa de un asesino, sino porque no encontraba nada que dijera algo sobre quién era realmente el hombre sentado en su sillón favorito en el salón.
No sabía muy bien qué había esperado encontrar. ¿Tal vez un armario lleno de armas? ¿Una pared con cuadros dedicados a asesinos, de Calígula a Vlad el Empalador pasando por John Dillinger y Ted Bundy? No tenía ni idea de lo que estaba buscando, aunque sabía que su registro era de algún modo necesario. Rebuscó en su memoria imágenes de películas, novelas de éxito, programas de televisión y obras de teatro, pero no pudo recordar ninguna cuya acción se situara en la casa de un asesino y mostrara objetos suyos que revelaran de manera inequívoca quién era y qué hacía. «Por favor, tiene que haber algo.» No era como ver libros de Derecho en la mesa de un abogado, o libros de Medicina en la consulta de un médico. No había ningún título de Arquitectura enmarcado en la pared. Ni siquiera la carta de algún restaurante colgada en un lugar destacado.
La última habitación estaba dispuesta como cuarto de invitados. «¿Invitan los asesinos a sus amigos a alojarse en su casa?» Entró con cautela. Había un futón con una colcha estampada en vivos colores, un pequeño escritorio y una silla. Tenía tan pocos muebles que era casi monástica. Estaba a punto de irse cuando se fijó en el ordenador portátil. «Eso es algo», pensó. Miró alrededor y vio una impresora inalámbrica en un rincón, en el suelo. Junto a la impresora había unas cuantas hojas.
Se acercó a ellas como si estuvieran afiladas y fueran peligrosas.
—¿Por qué maté a tu tío? ¿Qué te hace pensar que lo hice?
—No me fastidie. Dígame la verdad.
—¿Me crees capaz de asesinar pero no de mentirte?
—Diría que la gente a la que encañonan con un Magnum no suele mentir —respondió Moth.
—Pues te equivocas, Timothy. Es entonces precisamente cuando la gente miente. Con entusiasmo y de manera flagrante. Rogando y suplicando. Mentiras, mentiras y más mentiras. Pero, dejando eso a un lado, ¿por qué crees que la verdad te serviría de ayuda?
El hombre hablaba con un desconcierto patente en la voz. Avanzó ligeramente en el asiento, hasta quedar sentado en el borde del sillón. Esto puso nervioso a Moth y aumentó su ansiedad. Notó que le sudaba la nuca. Intentó imprimir frialdad a sus respuestas para disimular su debilidad.
—Soy yo quien hace las preguntas —soltó. Movió un poco el revólver para subrayar sus palabras. Pensó que hablaba como si estuviese en un western de John Ford de los años cuarenta. «No debiste hacer eso, forastero.»
Los dos estaban sentados a unos metros de distancia. La única luz de la habitación procedía de una lámpara de sobremesa que dejaba gran parte de la estancia en penumbra. Moth tenía la impresión de que cada palabra dicha acrecentaba la oscuridad. Un ventilador de techo giraba perezosamente sobre ellos, removiendo un aire que parecía naturalmente en calma.
El estudiante 5 lo miró fijamente. Mantenía los ojos por encima del cañón del arma, casi como si así pudiera ignorarla y hacerla desaparecer.
—Muy bien —dijo—. Yo no maté a tu tío.
—No mienta, sé que...
—¿Qué sabes, Timothy? —lo interrumpió el hombre recalcando cada sílaba del nombre de Moth con una dureza repentina—. Tú no sabes nada. Te lo diré de un modo sencillo, tanto como para que pueda entenderlo un estudiante de Historia. O como para que pueda entenderlo un borracho: yo no maté a tu tío.
Moth pensó que se estaba mareando porque la habitación le daba vueltas.
—Piénselo de este modo: esa explicación es lo único que lo separa de la muerte —soltó.
Una vez más, la determinación de su voz sorprendió al propio Moth. No tenía ni idea de dónde le salía, un poco como si hablara otra persona. Era totalmente falsa.
—Tu tío se suicidó —dijo el estudiante 5.
Susan Terry contempló el grupo de alcohólicos y adictos que la rodeaban, hombro con hombro, algunos tomados de la mano, en lo que un observador externo hubiera considerado una plegaria, pero que, como ella sabía, no tenía nada que ver con pedir ayuda al Todopoderoso. Sabía que le estaban pidiendo que tomase una decisión. Podía unirse a ellos o marcharse, pero tenía que decidirse. Era como si hubiera dos vidas antagónicas expuestas ante ella. Las dos altamente imperfectas. Las dos igualmente peligrosas. Las dos llenas de compromiso y dolor. Tenía que permitirse ser débil. Tenía que intentar encontrar su fuerza. Así de simple. Así de complejo.
Inspiró con fuerza.
«¡Decídete ya!», se gritó a sí misma.
—Eso es una estupidez —farfulló Moth.
—¿Crees que me comporto como un estúpido?
—No. Pero sé que usted mató...
El estudiante 5 se encogió de hombros, gesto que hizo que Moth dejara la frase inacabada.
—Estaba ahí. Puede que incluso apretara el gatillo. Pero tu tío se suicidó.
El estudiante 5 ocultó una sonrisa. Cualquier mínima confusión o duda que pudiera sembrar era un punto ganado en el juego psicológico. Recordó la escena de una película oscarizada rodada mucho antes de que Timothy Warner naciera. En The French Connection, Gene Hackman interpretaba a un inspector de policía llamado Popeye Doyle que preguntaba a los sospechosos: «¿Te has hurgado alguna vez los pies en Poughkeepsie?» Era una pregunta maravillosa, disparatada, totalmente incomprensible. Dejaba mudos a los asombrados interrogados, quienes, llenos de dudas, intentaban encontrar una respuesta a pesar de no haber estado nunca en Poughkeepsie, en Nueva York, y de no tener ni idea de cuál era el significado de hurgarse los pies.
El estudiante 5 estaba usando una variación del mismo tema.
—También mató a los demás —objetó Moth.
—No. Ellos también se suicidaron.
—Eso no tiene sentido.
—Depende del punto de vista. ¿Estarías de acuerdo en que cualquier acto tiene consecuencias?
—Sí.
El estudiante 5 levantó las manos en un gesto despectivo.
—Lo que me hicieron en el pasado determinó su futuro. Ellos me mataron. O acabaron con quien era y con lo que iba a ser. Es lo mismo que si hubieran cometido un asesinato puro y duro. Al hacerlo, firmaron su propia sentencia de muerte. Es lo mismo que si se hubieran suicidado, ¿entiendes?
Moth captó la lógica de la venganza y el asesinato. Entendía aquel razonamiento. Quiso discrepar pero no pudo.
—O sea que tu tío Ed simplemente pagó el precio de una obligación que había contraído años atrás. Ni más ni menos. Como psiquiatra, creo que lo comprendió del todo en sus últimos instantes.
Moth se sintió como si le hubieran dado un puñetazo. La lógica del asesino se había expresado con una precisión tan incuestionable que no supo qué responder. Se notó débil y más asustado incluso, no solo por lo que había hecho sino por lo que iba a hacer. Estaba a punto de dejarse dominar por la duda, lo que solía conllevar una visita al bar y el suficiente alcohol para olvidar por qué hacía lo que hacía. Supo que tenía que cambiar el rumbo de aquella conversación. «Si quieres matarlo —pensó—, lo mejor es pasar a otra cosa.»
Mientras buscaba posibles respuestas, Andy Candy volvió al salón. Llevaba una hoja en la mano.
—Mátalo —ordenó temblorosa—. Mátalo ya.
51

«No pienses. Apunta. Aprieta el gatillo.»
No hizo nada.
Fueran cuales fuesen los motivos que la llevaron a decir aquello, sabía que Andy tenía razón. Tendría que disparar, tomarla de la mano y huir. Y jamás volver la vista atrás.
Enseguida lamentó no haber hecho al instante lo que Andy le había pedido. En el fondo sabía que tenía que actuar impulsivamente para matar. Aquel momento había llegado y pasado. No tenía la menor seguridad de poder recuperarlo. «¿Soy un asesino? Hombre, no hace demasiado se me daba muy bien matarme a mí mismo. Claro que no es lo mismo, ¿verdad?» En medio de sus pensamientos contradictorios, atisbó un temblor en la apariencia lánguida y relajada del hombre. El asesino que tenía delante se había asustado un momento. «Eso es algo», se dijo. Pero no sabía qué significaba ese algo.
Andy se adentró más en el salón. Avanzó despacio, como reacia a acercarse demasiado.
—Mátalo ya —repitió con un hilo de voz, solo que esta vez habló muy bajo, como si se desvaneciera bajo la mirada de aquel hombre.
—¿Qué pasa, Andy? —preguntó Moth.
Ella se situó junto a él y le puso el papel delante.
Era una impresión de una sola página, obtenida del «directorio de fiscales» de la Fiscalía del Estado en Dade. Delitos graves. Susan Terry, ayudante del fiscal. Una bonita fotografía a todo color, parecida a la que se incluía en los anuarios de la secundaria, acompañada de su biografía y una lista de sus casos más destacados. Era la clase de página que hay en casi todos los sitios web. No tenía nada de especial salvo un detalle: obraba en poder de un asesino.
—Se trata de Susan —dijo Andy, temblorosa. Y añadió—: Pero también de nosotros.
Moth comprendió las implicaciones. Algo que era una especulación se había transformado en una realidad.
—Dios mío —soltó mirando al asesino—. Ya ha empezado a planear más asesinatos.
Antes de responder, el estudiante 5 dedicó un segundo a evaluar la situación. «El sobrino duda. La novia se está desmoronando. Él se aferra a la duda. Ella está asustada. Conserva la calma. Tu momento llegará.» Cuando habló, su voz había perdido parte de su fingida diversión. Ahora era gélida y cada palabra, afilada como un puñal.
—Me gusta saber a quién me enfrento —explicó.
Se produjo un silencio. Moth fue consciente de que Andy respiraba con dificultad a su lado.
—¿Sabéis siquiera quién soy? —añadió el estudiante 5.
A Moth le daba vueltas la cabeza. Pensaba que había averiguado mucho, pero ahora creía que no sabía nada.
—Su nombre es Stephen Lewis —balbuceó Andy Candy—. Ha matado a más de seis personas...
—Te equivocas —replicó sin alterarse el estudiante 5—. Stephen Lewis no ha matado a nadie.
Andy avanzó un poco, moviendo la mano como para desechar esa respuesta.
—Estábamos allí cuando la casa explotó y...
—Ese hombre está muerto. El hombre que vivía allí.
—Estábamos allí cuando disparó al doctor Hogan...
—El hombre que cometió ese asesinato está muerto.
—Cuando el tío de Moth murió...
—Todos muertos.
Andy pareció desesperarse.
—Todo esto son chorradas que no significan nada... —soltó agitando los brazos.
—Te equivocas, Andrea. Te equivocas por completo. Lo significan todo.
Andy se detuvo.
—El hombre que ves delante de ti no tiene la menor relación con ninguna de esas muertes. En este momento soy Stephen Lewis, un extraficante de drogas despreocupado e inofensivo que hizo una única operación, como más de uno por aquí, quedó impune y ahora vive de rentas en la calle Angela de Cayo Hueso y es, casualmente, un ciudadano del estado de Florida que respeta en todo la ley. Soy miembro de Greenpeace y contribuyo activamente a causas progresistas. No tenéis ningún derecho a matarme ni razón alguna para hacerlo.
—Sabemos quién es en realidad —aseguró Moth. Parte del tono frenético de Andy se había incorporado a su voz.
—¿E imaginas que eso justificará lo que estás haciendo?
—Sí.
—Piénsatelo dos veces antes de seguir, estudiante de Historia.
Ni siquiera podía pensárselo una.
La habitación se quedó en silencio hasta que el estudiante 5 anunció:
—Gané antes de que llegarais aquí siquiera. Gané en cada paso del camino, porque tenía razón en lo que hice, y tú no. No te queda ninguna alternativa, Timothy. El arma que sostienes no te sirve para nada, porque si aprietas el gatillo para matarme, acabarás con tu vida del mismo modo que con la mía. Hoy eres tú el criminal, no yo. En este estado todavía existe la pena de muerte. Pero tal vez solo irás a prisión el resto de tu vida. Es una mala elección.
Otro silencio. Moth se dio cuenta de que el asesino estaba diciendo casi exactamente lo mismo que había dicho la fiscal. Era la misma advertencia. De fuentes opuestas.
—Y ni siquiera te salvará afirmar en el juicio que me mataste por venganza. Bueno, seguro que oirás a alguien diciendo al jurado: «¿Qué derecho tenía de tomarse la justicia por su mano?», ¿no?
Moth reflexionó antes de responder:
—Usted se tomó la justicia por su mano.
—No, no lo hice. Las personas a las que perseguí no habían infringido ninguna ley. Eran culpables de algo mucho más importante. Tomaron sus decisiones y después saldaron su deuda conmigo. No es ese tu caso, ¿verdad, Timothy?
Moth tragó saliva. Había pensado mucho en aquella noche, pero no se había planteado mantener una conversación sobre las verdades psicológicas frente a las verdades legales. «Estoy perdido», se dijo, y tuvo ganas de esconderse.
—No, Timothy, la verdad es que, pase lo que pase, estáis jodidos. Lo estáis desde que llegasteis aquí.
—Si nos marchamos... —empezó Moth con escasa convicción.
El estudiante 5 sacudió la cabeza.
—Podemos informar de todo lo que sabemos a la policía —prosiguió Moth con menos convicción.
—¿Os ha servido de algo antes?
—No.
—Pero aunque investiguen lo que les contéis, ¿qué encontrarán si realmente escuchan vuestra descabellada historia? —Moth no respondió, y el estudiante 5 añadió—: Encontrarán indicios de un hombre inocente que ya no existe. Y ahí se acabará el rastro.
La habitación volvió a quedar en silencio. Fue Andy quien finalmente habló:
—¿Va a matarnos? —preguntó con voz ronca.
El estudiante 5 fue consciente de la naturaleza provocadora de esta pregunta. Era una pregunta crucial; la última. Si respondía que no, no lo creerían, por más que quisieran. Si respondía que sí, tal vez apretaran el gatillo, porque no tenían nada más a lo que recurrir, ninguna jugada más en el tablero de ajedrez de la muerte. Así que se decidió por la incertidumbre.
—¿Tendría que hacerlo? —preguntó, recuperando el tono despreocupado a pesar de tensar todos los músculos.
Moth tuvo la sensación de estar nadando, agotado, a duras penas capaz de mantener la cabeza sobre el agua de un tenebroso mar de dudas. Trató de recordar el cadáver de su tío con la esperanza de que aquella imagen le diera fuerzas para hacer lo que tenía que hacer, aunque fuera un delito grave y obedeciera a la misma maldad que lo había llevado hasta aquella habitación.
Andy Candy se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Nada era bueno. Nada era justo. Todo lo que alguna vez había imaginado para su vida se había esfumado. «Estoy rodeada de niebla —pensó—. Estoy atrapada en un edificio en llamas y unas enormes nubes de humo me impiden respirar.» Su único futuro la estaba mirando desde el otro lado de la habitación.
—Mátalo —susurró sin convicción.
—No sois asesinos —objetó el asesino que tenían delante—. No tendríais que intentar ser lo que no sois.
—Mátalo —repitió Andy en voz todavía más baja. «¿Puede Moth disparar al cáncer que mató a mi padre? ¿Puede disparar al violador arrogante que me sumió en la desesperación? ¿Puede matar los pasados de ambos para que podamos empezar de nuevo?»
—Creo que esta velada, por más interesante que haya sido, ha tocado a su fin. Timothy, márchate y llévate a tu amiga Andrea contigo. Lo mejor será que jamás volvamos a vernos.
—¿Nos lo puede prometer?
—No vais a creer nada de lo que os prometa. Puede que queráis creerlo. Intentaréis convenceros a vosotros mismos, pero es una falsa ilusión. Lo único que podéis hacer es tener la esperanza de que sea así. Y esa esperanza... bueno, esa esperanza es vuestra mejor opción.
Moth miró el arma que sostenía. En todos sus estudios de grandes hombres y grandes acontecimientos había constatado la existencia de riesgos e incertidumbres. Nunca había nada seguro. Cada decisión tenía consecuencias imprevisibles. Pero la decisión de no hacer nada era la única paralizante.
Alzó los ojos.
—Permítame que le haga una pregunta, señor Lewis, o quienquiera que decida ser mañana. Si le mato ahora, ¿de quién será realmente la culpa?
Una pregunta existencial. Una pregunta psicológica. Exactamente la misma que el asesino había hecho a su tío.
El estudiante 5 sabía que la única respuesta verdadera era «mía».
Y en ese instante supo que las reglas del juego habían cambiado de golpe. Si respondía correctamente, daría a aquel historiador en ciernes licencia para matarlo. Y no había ninguna mentira útil para dirigir la pregunta a un terreno más seguro.
—¿De quién es la culpa? —repitió Moth.
Esperó la respuesta.
—Mátalo —insistió Andy por última vez, pero en esta ocasión añadió—: Por favor... —No creía que tuviera la fuerza suficiente para decirlo de nuevo. Las palabras le salían de la boca como si estuviera escupiendo grava. Su voz era débil, enfermiza, como si fuera a desmayarse.
Entonces Moth cometió su primer y peor error. Al oír el dolor acumulado en la voz de Andy, distraído por el torrente de emociones, se volvió ligeramente hacia la chica a la que había amado, a la que ahora amaba y a la que imaginaba que siempre amaría, y apartó los ojos del asesino.
El estudiante 5 se había enorgullecido siempre de su capacidad de actuar. A pesar de lo mucho que le gustaba planear, tramar y analizar las cosas, había momentos que exigían entrar en acción. Vio la oportunidad al instante: «Mirada desviada. Fallo de concentración. El dedo junto al gatillo, no en él.» Se había entrenado física y mentalmente para aquel momento, lo había imaginado en más de una ocasión, y no vaciló.
Se levantó del sillón de un salto para cubrir la distancia que separaba su pecho del cañón del revólver.
Andy no soltó un alarido pero gritó del susto.
Moth también chilló, presa del pánico. Intentó obligarse a disparar, pero reaccionó con torpeza.
Y, de repente, el estudiante 5 se había abalanzado sobre él.
La silla donde estaba sentado Moth cayó hacia atrás y ambos hombres aterrizaron enredados en el suelo. Andy recibió las secuelas del brusco movimiento y el impacto la lanzó de lado contra la pared, donde quedó hecha un guiñapo. El pavor y una punzada de dolor se apoderaron de ella, y se tapó los oídos con las manos como si el estrépito de la pelea amenazara con dejarla sorda. Entre las sombras, Moth y el asesino le parecían un solo ser, una especie de hidra malévola que rodaba por el suelo. Podía distinguir patadas, puñetazos y golpes, pero había perdido de vista el revólver. El arma había desaparecido, atrapada entre los dos enzarzados.
Moth estaba debajo del asesino, sintiendo la presión de su peso. Lanzó puntapiés hacia arriba e intentó darle con la rodilla en la entrepierna, cualquier cosa que decantara la pelea a su favor. Sabía algo: no podía soltar el arma, aunque no sabía si todavía la sujetaba. Sus pensamientos eran como descargas eléctricas, chispeantes arcos voltaicos.
«El arma es mortal. Pase lo que pase, no la pierdas.»
Apretó la empuñadura del revólver con la mano derecha; un aferramiento mortal en más de un sentido. Trató de liberar la mano izquierda para protegerse del aluvión de golpes que recibía. Al mismo tiempo, el asesino le cogió la mano con la que sostenía el arma y le retorció tan salvajemente el dedo índice que amenazó con rompérselo mientras intentaba llegar con el pulgar al guardamonte. Moth notó que el cañón se alejaba del asesino para apuntarlo a él en el pecho y fue consciente de que estaba a pocos milímetros de la muerte.
Intentó gritar, pero el estudiante 5 le propinó un puñetazo con la mano libre, y después empezó a estrangularlo.
Gracias a su carísima formación en taekwondo y yoga, el estudiante 5 era excepcionalmente fuerte y estaba muy versado en los puntos vulnerables, pero los músculos enjutos de Moth nivelaban extrañamente la pelea. El hombre luchaba con furia, intentando con una mano rodear la garganta de Moth para estrangularlo y con la otra arrebatarle el revólver. «¡Hazte con el arma! ¡Mátalos a los dos!»
Presionó a Moth con todo su peso. Al notar el metal del arma, supo que en unos segundos podría ponérsela en el vientre y disparar. Suponía que la bala lo heriría a él también, pero eso no le daba miedo. Era el precio de la victoria. No sentía ningún temor, solamente una fría determinación. Y sabía que estaba a punto de ganar.
Moth notaba que la oscuridad se apoderaba de él. Estaba a punto de perder el conocimiento. «Voy a morir.» Se resistió y echó el resto, intentando concentrarse en el arma que aún sujetaba, pero todo se le escapaba. Se había enfrentado a tantos finales, botella en mano, que estaba convencido de que su muerte sería así. Pero no: iba a morir ahora.
Se le entornaron los ojos y quiso inspirar una última vez para llenar los pulmones, que le reclamaban aire a gritos.
Quiso chillar. «¡No, no, no! ¡No me merezco esto!» Pero no pudo.
En ese momento, un brusco movimiento lo sacudió con una fuerza inmensa.
Era Andy Candy, que había golpeado de lado al asesino. Lo hizo con el hombro, tal como haría un defensa de fútbol americano y provocó que los tres cayeran entrelazados de costado al suelo. Rodeó con los brazos el cuello del estudiante 5 para tirar de él hacia atrás, porque solo podía pensar que tenía que separarlo del único amor de su vida antes de que lo matara.
Entonces, de pronto la ecuación de la muerte cambió. El estudiante 5 lanzó un furioso gruñido, soltó la garganta de Moth y llevó esa mano hacia atrás para librarse de Andy. Pero solo alcanzó a rasgarle la blusa.
Moth jadeó. Salió de la tenebrosa inconsciencia dominado por una furia inmensa.
Sin dejar de rodearle el cuello con un brazo, Andy sujetaba la muñeca del asesino con la otra mano para retenerle el brazo derecho a la espalda. Tenía suficiente fuerza para evitar que él pudiera hacerse con el arma.
Los tres, tirando unos de otros, peleando entrelazados, abandonaron cualquier idea o plan. Eran animales. Prehistóricos. Simplemente luchaban para sobrevivir.
Por un instante dio la impresión de que todos estaban en equilibrio precario al borde de un precipicio. Dos contra uno: dos jóvenes inexpertos y confundidos; un hombre resuelto y avezado.
Moth notó que el arma cambiaba de posición, atrapada entre el asesino y él mismo. La empujó con todas sus fuerzas, procurando desesperadamente saber hacia dónde apuntaba. Ignoraba si aquel segundo sería su primera oportunidad, su única oportunidad o si no sería ninguna oportunidad. No sabía si disparar en aquel preciso instante; mataría a un asesino furioso, mataría a una exnovia o mataría a un alcohólico en recuperación. Pero, aun así, apretó el gatillo, temiendo la muerte, esperando la vida.
La detonación sonó como un mamporro. Los cuerpos entrelazados amortiguaron bastante el ruido.
Moth supuso que estaba muerto.
Andy Candy imaginó que sangraba sumida en un inmenso dolor.
El estudiante 5 alcanzó a pensar: «No puede ser.»
La fuerza de la bala lo levantó unos centímetros al penetrarle a través de los intestinos, el estómago y los pulmones para alojarse finalmente junto al corazón. Simplemente le destrozó el abdomen.
Se sintió como una marioneta a la que han cortado los hilos. No le dolía, pero notaba el colapso en su interior. Tres respiraciones superficiales. Le borboteó sangre de la boca al instante. Acabó boca arriba en el suelo debido a un violento empujón que Moth le propinó con el último ápice de energía que le quedaba. Él y Andy se escabulleron rápidamente por el suelo como un par de arañas para alejarse del tembloroso asesino. El estudiante 5 alzó los ojos, vio el ventilador girando sobre él y pensó: «No puede ser; me han matado unos críos.» Entonces se retorció y murió.
Andy Candy quería gritar o llorar pero permaneció en silencio. La violencia que se había desencadenado en la habitación había sido una avalancha de ruido y rabia mezclada con miedo y adrenalina.
Moth contemplaba la figura muerta en el suelo y lo único que pensaba era que jamás podría volver, aunque adónde no podría volver no formaba parte de su cómputo mental.
Los dos sabían que tenían que hacer algo. Reaccionar. Actuar. Pero de momento estaban petrificados.
«Piensa», se azuzó Moth interiormente. Tardó unos segundos que a ambos les parecieron una eternidad en hablar.
—Andy, tenemos que marcharnos —soltó por fin con voz ronca—. Enseguida. Puede que alguien haya oído... —Se detuvo. Era como estar atrapado en una película, transportado de repente a un mundo cinematográfico donde ya no conocían el argumento ni tenían memorizados los diálogos, y donde todo ocurría a una velocidad supersónica.
Andy apartó los ojos del cadáver tumbado delante de ella y los fijó en los de Moth. Sabía que tenía que responder que sí, pero no podía pronunciar siquiera aquella simple sílaba.
Finalmente Moth logró ponerse en pie. El silencio que rodeaba el cadáver amenazaba con aplastarlo. El ambiente que envolvía la muerte era tan pesado que parecía oprimirle el pecho. Quiso echar a correr sin más, pero sabía que tenía que conservar la poca compostura que le quedaba.
—Ven, Andy —dijo en voz baja—. Vámonos ya.
Se acercó a ella y le tomó una mano para ayudarla a levantarse. No pudo notar si su piel estaba caliente o fría.
Todavía sin hablar, la muchacha recogió la hoja con la fotografía y la información de Susan Terry. También se hizo con el portátil. Le pareció que se movía casi como un robot.
—Tenemos que irnos —repitió Moth, y advirtió—: No nos dejemos nada.
Andy Candy asintió y se detuvo. Le vino a la cabeza una idea, como si se la hubiera chivado una parte malvada de su ser.
—No solo eso —soltó—. Tenemos que hacer algo.
Y fue a la cocina. En la encimera había un bote con un par de bolígrafos y lápices al lado de un bloc, debajo de un teléfono de pared. Era la clase de disposición habitual en cualquier cocina.
Tomó un grueso rotulador negro y volvió al salón, donde Moth la esperaba tenso y pálido, todavía sosteniendo el revólver.
—Dijo que había sido traficante de drogas —susurró Andy—. Que la policía encontraría a un extraficante. —Se dirigió a una pared blanca vacía del salón. Con el rotulador, escribió en grandes letras mayúsculas: «Quien nos engaña lo paga. Scorpions.»
La última palabra era el nombre de la única organización de narcotráfico que recordaba. Era mexicana y operaba en California, aunque no sabía si eso cambiaría algo.
Se guardó el rotulador en el bolsillo. Moth leyó la advertencia, asintió y se acercó al cuerpo inerte del asesino. Arrancó violentamente un trozo de la camisa ensangrentada del hombre. Con ella, subrayó en rojo la palabra «Scorpions» en la pared. Un toque artístico. Tal vez una firma. Se volvió hacia Andy y vio que alargaba la mano hacia él. De la misma forma que haría un náufrago hacia su rescatador.
Cogidos de la mano, salieron tambaleándose de la casa, apoyados el uno en el otro.
Un paso. Dos pasos. Tres.
La noche era agobiante, densa, asfixiante. Esperaban oír sirenas a lo lejos, acercándose. Nada. Esperaban oír voces desconocidas gritándoles: «¿Adónde vais? ¡Quietos! ¡Alto! ¡Manos arriba!» Nada.
Cuatro pasos, cinco.
Querían echar a correr.
No lo hicieron.
Seis. Siete. Ocho.
La oscuridad los envolvió.
—No mires atrás —alcanzó a decir Moth con voz ronca.
La tenue luz del centro de la ciudad coloreaba con su brillo amarillento el vasto cielo estrellado, pero la calle estaba en penumbra. Entraron en el cementerio, saludando las hileras de difuntos como si fueran viejos amigos, agradeciendo que las lápidas y las criptas elevadas los ocultaran. Moth encontró su mochila abandonada, metió el arma junto con las dos botellas vacías de whisky y vodka que el asesino le había advertido que no debía dejar allí. Tomó la hoja con la fotografía de Susan y el portátil y también los guardó dentro. Solo miró a Andy una vez, y se preguntó si estaría tan pálido como ella en medio de aquella oscuridad.
Ambos montaron en las bicicletas alquiladas que habían dejado junto a las tumbas y fueron hasta la tienda. Moth las encadenó diligentemente como el propietario con rastas les había indicado.
Fueron andando por calles laterales, pasando por delante de varias casas iluminadas, oyendo voces de cenas muy animadas. Se cruzaron con una señora mayor que paseaba sus dos doguillos, pero la mujer estaba más interesada en que los perros hicieran sus necesidades que en Moth y Andy.
A la muchacha le resultó sorprendente. Se sentía como si estuviera cubierta de sangre, aunque no era así.
Sin hablar volvieron hasta el coche de Andy, que se sentó al volante, sin saber muy bien si podría conducir. Lo hizo instintivamente. Tras pelearse un momento con las llaves, se ordenó a sí misma dejar de estremecerse a pesar de que las manos le temblaban y el cuerpo prácticamente se le convulsionaba, respiró hondo unas cuantas veces y se pusieron en marcha.
No fue necesario que Moth le recordara que tenía que conducir despacio y con cuidado.
Un kilómetro. Dos kilómetros.
No pudo obligarse a mirar por el retrovisor por miedo a ver las luces destellantes de un coche patrulla.
Cuatro kilómetros. Cinco. Seis.
Ni siquiera se atrevió a mirar de reojo a Moth.
A los veinte kilómetros vio un lugar junto a la carretera y paró. Abrió la puerta, se asomó fuera y vomitó repetidamente.
Aun así, guardaron silencio. Andy se limpió la boca, volvió a poner el coche en marcha y siguió conduciendo.
Cruzaron el puente de las Siete Millas. «Seis millas con setenta y nueve», pensó Moth. Vio la luz de la luna reflejada en las ondulantes aguas oscuras.
Una hora. Dos.
Un hombre frustrado en un BMW deportivo los adelantó zumbando en uno de los tramos de un solo carril por sentido, evitando por los pelos una furgoneta que venía de frente.
Al sur de Islamorada, pasaron por Whale Harbor y por el Bud and Mary’s Marina, en cuya entrada colgaba un enorme tiburón blanco de plástico. Por extraño que pareciera, Moth lo consideró adecuado: un falso pez que seguramente jamás visitaría aquellas aguas servía de invitación.
Tres horas.
Siguieron en silencio por el puente del Camello, bordearon los Everglades, donde la noche se confunde con el pantano, pasaron después por la ciudad de Homestead y finalmente descendieron hacia las luces brillantes que señalan la carretera South Dixie que lleva a Miami.
Moth quería decirle que no podría haberlo hecho sin ella, pero no le parecía bien. Quería decirle que todo se había acabado, pero temía que en realidad solo hubiera comenzado.
Andy Candy aparcó a media manzana del piso de Moth. Todavía sin hablar, los dos salieron del coche y avanzaron cogidos del brazo con paso vacilante por la calle. Era como si cada uno de ellos sostuviera al otro.
Subieron la escalera juntos. Moth encontró las llaves, abrió la puerta y la sujetó para que Andy entrara. Después, dejó caer la mochila en el suelo. Andy fue al baño y se quedó contemplándose en el espejo tres o cuatro minutos, repasándose hasta el último centímetro de la cara en busca de algún indicio de lo que habían hecho, o cualquier otro tipo de cambio extraño. «Dorian Gray mirando su retrato.»
Sabía que ahora era diferente, y se contemplaba para encontrar algún signo externo, hasta que, finalmente, no del todo convencida de que un desconocido fuera incapaz de leerle en el rostro lo que habían hecho, se mojó frenéticamente la cara. No logró sentirse limpia. Al mismo tiempo, Moth se lavaba las manos en el fregadero de la cocina. Una vez. Dos. Una tercera para intentar quitarse la mancha del asesinato.
Se derrumbaron juntos en la cama de Moth con los brazos entrelazados. Por un instante Andy pensó que eran como una escultura conmemorativa de la lucha que se había librado antes, esa misma noche. Se percató de que había ciertos contactos más íntimos aún que el sexo. Cerró los ojos, agotada. El sueño se semejaría, sin duda, a la muerte. De todos modos, lo agradeció, así como la total incertidumbre de la vida.
Moth estuvo unos segundos oliendo el sudor de Andy, escuchando su respiración regular, acariciándole un brazo. Lo último que pensó antes de quedarse también dormido fue simple: no veía cómo podrían permanecer juntos y tampoco cómo podrían separarse jamás.

Epílogo: El día siguiente y los posteriores

Veinticuatro horas tras la muerte: —Hola —dijo Moth—. Me llamo Timothy y soy alcohólico.
—Hola, Timothy —contestaron los presentes en Redentor Uno. Normalmente era una respuesta meramente formal que se murmuraba solo para hacer avanzar la velada. Esa tarde, sin embargo, salió de modo entusiasta de los labios de todos los habituales, y Moth notó la energía y el alivio que se respiraba en la reunión.
—Nos alegramos mucho de verte, Moth —aseguró el profesor de Filosofía. No añadió la palabra «vivo», aunque era lo que estaban pensando todos. Este comentario fuera de lo normal fue secundado por todos los asistentes.
—Me alegra estar aquí —dijo Moth. —Hizo una pausa—. Hace... —empezó a contar, dubitativo—. De hecho, no estoy muy seguro de cuántos días hace que no bebo. Las cosas han sido algo confusas. Mucho, creo. Ya no lo sé.
Hubo un momento de silencio en la sala.
—¿Estás fuera de peligro? —preguntó Sandy con su tono de abogada.
—Eso creo. ¿Cómo puede saberse eso?
Podía haberse referido a cualquier cosa, a un asesino que lo acechara, a un sistema jurídico a punto de abalanzarse sobre él y procesarlo, a las constantes ansias de beber. Era imposible saberlo. Moth se quedó de pie delante del grupo.
Sandy lo intentó de nuevo.
—¿Estás fuera de peligro, Moth? —preguntó haciendo hincapié en «fuera de peligro», como si todos los presentes lo dijeran a la vez.
—Sí —respondió por fin. Podía haber dicho: «No queda nadie que esté intentando matarme, salvo tal vez yo mismo.» No lo hizo.
—Pues entonces tengo una idea —intervino Fred, el ingeniero—. Diremos que este es el primer día.
Moth sonrió. Tenía mucho sentido para él y esperó que fuera cierto. Su tío había intentado enseñarle a ser un luchador.
—Hola —repitió—, me llamó Timothy y hace un día que no bebo.
—Hola, Timothy —respondió todo el grupo.
Cuando por fin llegó a casa, su madre estaba sentada al piano, tocando escalas antes de que llegara su siguiente alumno. A menudo esta práctica repetitiva irritaba a Andy Candy, pero esta vez las notas le sonaron suaves y melódicas. Arriba y abajo, sostenidos y bemoles. La rutina de una profesora de música. Lo mismo podía aplicarse a la reacción de los perros, que corrieron en tropel y meneando el rabo al verla entrar. Esperada. Alegre. Musical.
Su madre alzó la vista, sin atreverse a preguntar nada y temerosa de no hacerlo, sin saber qué decir ni qué hacer, sin la más remota idea de lo que le habría pasado a su hija. Se preguntó si llegaría a saberlo algún día. Lo dudaba.
—¿Estás bien? —Una pregunta anodina.
—Sí —contestó Andy. Pensó que podría ser verdad o mentira. Pronto lo averiguaría.
—¿Hay algo de lo que tengamos que hablar?
«¿De todo? ¿De nada? ¿De asesinatos y muertes? ¿De supervivencia?»
—¿Está Moth...?
«¿De amor? ¿De lealtad?»
—Está bien —dijo—. Los dos lo estamos. —«Pero cambiados», añadió para sus adentros.
—¿Volvéis a salir juntos?
—Más o menos.
Se dirigió hacia la ducha, esperando que su aspecto desaliñado y demacrado no hubiera horrorizado demasiado a su madre. Se giró para comentarle:
—Creo que voy a volver a la facultad. —Sabía que esto la haría feliz.
«A la mierda el violador. A la mierda él y su maldad. Tarde o temprano lo pagará. Puede que no esta semana ni el año que viene, pero algún día lo hará. Todo se equilibrará. El karma es muy puñetero.» Estaba segura de ello, pero no se preguntó quién se lo había enseñado.
—Tengo que acabar el último semestre —añadió por encima del hombro. El piano, los perros, la casa, los animales de peluche en su cama, los retratos familiares enmarcados en las paredes... Todo era tan normal que casi la abrumó—. Me sacaré el título. Tengo que seguir adelante con mi vida —dijo en voz baja, sin saber si su madre la oía o no.
Y se dio cuenta de que tenía mucho que aprender sobre temas muy distintos al que había estado estudiando aquellos últimos días.
Cuatro semanas tras la muerte: Susan, felizmente de vuelta en el trabajo, contemplaba la impresión informática de su fotografía y su biografía. Una de las esquinas del papel estaba manchada de sangre. Tenía el portátil del asesino junto a su ordenador, en el escritorio del despacho de la fiscalía, pero todavía no lo había encendido ni intentado ver su contenido. No quería saberlo. Su fotografía le decía todo lo que necesitaba. Cogió el teléfono y marcó un número. Era el de la Oficina del Sheriff del Condado de Monroe. Después de que le pasaran un par de veces la llamada pudo hablar con el jefe del Departamento de Homicidios.
—Buenos días —dijo tras identificarse, dando su nombre y su cargo con firmeza profesional—. ¿Están haciendo progresos en el asesinato de la calle Angela de hace unas semanas?
—No muchos, letrada. —Captó la resignación en la voz del policía—. Está claro que hubo una gran pelea. Tiraron muchas cosas al suelo. El hombre quería impedir que le dispararan, eso seguro. Verá, por lo general, los asesinos de las bandas de traficantes son más... digamos, prolijos, ya me entiende. Normalmente encuentras el cadáver atado y con marcas de soplete en los genitales, ese tipo de cosas. O flotando entre los mangles donde lo han tirado. No suelen tener la oportunidad de asestar algún puñetazo. Pero hasta que tengamos algún sospechoso, no hay hilo del que tirar. Y, al parecer, tampoco hay demasiada información sobre la víctima en ninguna parte. Es como si no hubiera existido nunca. Supo esconder muy bien quién era. ¿Tal vez usted pueda ayudarnos? ¿Sabe algo?
Susan Terry sabía mucho, pero respondió:
—No, la verdad es que no. Su nombre apareció en otra investigación de Narcóticos, indirectamente, ¿sabe? Solo quería comprobar si había alguna relación.
—¿Cree que la haya? —preguntó el policía.
—Quizá sí. Quizá no. Seguramente solo es una búsqueda inútil. No desperdicie su tiempo en ello. Si me entero de algo más, le llamaré sin falta.
—Gracias. —El policía colgó.
«Probablemente no se ha dado cuenta de mi bulo», pensó Susan. Se dirigió a la trituradora de papel de su despacho e introdujo con cuidado la impresión ensangrentada en ella.
Seis meses tras la muerte: Susan había esperado diligentemente. Sabía que solo era cuestión de tiempo que el caso adecuado con las pruebas adecuadas llegara a los tribunales contiguos a la fiscalía. Se trataba de un robo a una tienda que había salido terriblemente mal. Había muerto un dependiente y a los pocos minutos habían detenido a los dos autores, que se enfrentaban a cadena perpetua. No era un buen negocio, teniendo en cuenta los trescientos veintitrés dólares que habían intentado robar.
Se declararon culpables en un juicio público. Susan se sentó dos filas más atrás. Algunos familiares, tanto de las víctimas como de los ladrones, sollozaban detrás de ella. La jueza aceptó la declaración, dio un golpe de mazo y se acabó todo.
Susan esperó a que la sala estuviera vacía y solo quedara rezagada la ayudante de la jueza. Se acercó a ella.
—Hola, señorita Terry —la saludó la mujer. Era mayor y había visto prácticamente de todo en sus años en los juzgados—. ¿Qué la trae por aquí? Este caso no tiene nada de especial.
—Ya —coincidió, sacudiendo la cabeza—. Es solo que quería comprobar algunas pruebas. Tengo la sensación de que esos tipos podrían haber cometido uno o dos robos más que tengo sobre la mesa. ¿Podría echarle un vistazo? —Señaló la caja de pruebas en la mesa de la ayudante.
—Claro —accedió la mujer tras encogerse de hombros—. Va a ir al almacén de todos modos.
Susan empezó a rebuscar en la caja mientras la ayudante se ocupaba del papeleo. Lo que quería estaba encima de todo, en una bolsa sellada con el número de la causa escrito con gruesos trazos negros. Era un revólver Magnum .357, exactamente igual al que Moth le había dado. La única diferencia era el número de serie. Susan había metido el revólver de Moth en un recipiente de plástico similar con el mismo número de causa. En cuanto la ayudante se volvió absorta en recoger sus cosas, Susan realizó un pequeño juego de manos: sacó de la caja el arma del atraco a la tienda y metió en ella la de Moth. Escondió el revólver birlado en su cartera. Trueque finalizado.
—Gracias —dijo a la ayudante—. Ya tengo lo que necesito.
Sabía que el arma era la única prueba sólida que podía relacionar a Moth con el asesinato de la calle Angela. «Jamás subestimes a los científicos de Balística.»
Conservaría el revólver usado en la tienda seis meses. Después, lo cambiaría por otro de alguna otra causa. Un trueque más que destruiría eficazmente cualquier relación que pudiera seguir hasta el investigador más tenaz.
Sonrió. «Adiós a la última prueba clave.» Ya había hecho borrar el disco duro del portátil en una tienda Apple, y después lo había tirado en una bolsa de basura maloliente. Estaba sepultado en el vertedero del condado de Dade. Las otras únicas cosas que podrían situar a Moth en aquella habitación con el asesino abatido eran su ADN y Andy Candy. Había advertido a Moth sobre el primero: «Que no te detengan nunca para que no te incluyan en ningún banco de datos.» En cuanto a la segunda, no era probable que dijera jamás ninguna palabra incriminatoria.
Supuso que más tarde vería a Moth en Redentor Uno, pero no le contaría nada sobre lo que había hecho. Lo único que Moth tenía que saber era que se mantenía limpia. «Ciento ochenta y tres días, y sigo sumando», se recordó llena de orgullo.